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Spanish Pages [339] Year 2020
ÍNDICE
Dedicatoria Agradecimientos Prólogo. Víctimas del guión que España no siguió Lista de personajes PRIMERA PARTE SEMBRANDO VIENTOS 1. La luz en la ventana 2. Los últimos días de vino y rosas 3. Cerco al 18 de julio 4. Anatomía de un asesinato SEGUNDA PARTE COSECHANDO TEMPESTADES 5. El final de la escapada 6. A reloj parado 7. Testigo de cargo 8. La ley del talión 9. Al alba, al alba Primer epílogo Segundo epílogo Última escena Notas Créditos
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«Cuando lo viejo no muere y lo nuevo no puede nacer, entonces hay crisis». ANTONIO GRAMSCI
«Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga; quiero que no me abandones, amor mío, al alba». LUIS EDUARDO AUTE
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AGRADECIMIENTOS
Este libro no habría sido posible sin la colaboración directa de Juan José Aguirre, Javier Baselga, Manuel Blanco Chivite, Manuel Cañaveras de Gracia, Silvia Carretero, María Jesús Dasca, Pilar Fernández, José Fonfría, Pedro González Gutiérrez-Barquín, Juan Lozano Villaplana, Raúl Marco, Pablo Mayoral, Magda Oranich, Fernando Proenza, Fernando Salas, Vicky Sánchez Bravo, Paca Sauquillo, Gerardo Viada y muchas otras personas —incluidos buena parte de los miembros del último gobierno de Franco— que al conversar con el autor han pedido permanecer en el anonimato. A todos ellos mi agradecimiento.
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PRÓLOGO
VÍCTIMAS DEL GUIÓN QUE ESPAÑA NO SIGUIÓ
Han pasado treinta años desde que se publicó este libro. Y cuarenta desde que sucedieron los hechos terribles que refleja. Lo que ocurrió el año que murió Franco parece ya una pesadilla perdida en la bruma de los recuerdos de mi generación. Los más jóvenes solo tienen en la cabeza algunos retazos esquemáticos de aquella escalada de acción revolucionaria y represión dictatorial que remansó en el rompeolas de la Transición. A la vista de su esterilidad casi podría dudarse de que nada de aquello hubiera llegado en realidad a suceder y solo los aniversarios redondos como este devuelven el relato a la superficie, regurgitando los cadáveres absurdos de aquellas víctimas, imposibles de reivindicar puesto que también fueron verdugos. De hecho, lo he comprobado recientemente, ya ni siquiera existe el Restaurante Económico en el que comenzó esta historia. Estaba catalogado y marcado en su carta, especializada en fritanga y casquería, con un mondo tenedor. Se llamó hasta su cierre La Milagrosa. Ahí en la calle Artistas, acodada a Cuatro Caminos, fue donde José Luis Sánchez Bravo conoció a Ramón García Sanz un mediodía de enero de 1975. Cuando lo visité en 1985 sus sombras todavía deambulaban entre las mesas atiborradas de estudiantes sin posibles y obreros mal pagados que atendían camareros condecorados con trienios de lamparones grasientos. El agitador burgués y el hospiciano sin rumbo, el universitario con madera de líder y el gregario necesitado de una causa. Sánchez Bravo y García Sanz, el camarada Hidalgo y el camarada Pito. Se conocieron en enero, cometieron un crimen en agosto y fueron fusilados en septiembre: pim, pam, pum. En 1985, diez años después de su muerte, todavía era sencillo percibir su ansia febril por combatir a la dictadura, la pulsión fanática que les encuadró en el FRAP denunciando a la propia Junta Democrática como una «amalgama de traidores, asesinos y fascistas» y la banalidad estúpida con que asesinaron a aquel pobre guardia civil que arreglaba televisores en su humilde vivienda junto a la carretera de Extremadura. Porque también estaba fresca la huella simétrica de los brutales estertores con que el régimen franquista trató en vano de trascender a su fundador y la conmoción mundial que generó la aplicación de la ley del talión contra ellos dos y los otros tres fusilados tras unos grotescos simulacros de procesos judiciales. 5
Pero incluso entonces, cuando reconstruí minuciosamente los hechos con ayuda de decenas de familiares, camaradas y amigos de los ejecutados por un lado y de múltiples protagonistas del ocaso franquista por otro, la suerte estaba ya echada y el veredicto de la Historia forjado. Porque en 1985 España acababa de ingresar en la Comunidad Europea tras superar todo tipo de maniobras involucionistas, 23-F incluido, y el PSOE de González gobernaba con mayoría absoluta pero bajo la monarquía constitucional reinstaurada en la figura del heredero designado por Franco. La vía reformista de la Transición se había plasmado primero en los Pactos de La Moncloa y después en el consenso constitucional. El FRAP había dejado de actuar, el GRAPO estaba ya desmantelado y solo ETA seguía empecinada en su sanguinaria apuesta terrorista con fecha de caducidad. A la vez el andamiaje institucional del franquismo se había desmoronado a plomo —lo del «atado y bien atado» resultó ser una filfa— y la asociación con el régimen difunto era ya un estigma o al menos un grave lastre para aspirar a nada en la vida pública. Solo Adolfo Suárez y su equipo, al convocar las elecciones de 1977, y el rey Juan Carlos, al plantar finalmente cara a los golpistas, habían logrado redimirse. Pero los ministros de Franco que firmaron las cinco penas de muerte, o para ser exactos que se dieron por enterados sin aplicar el indulto como en los otros casos, eran apestados políticos sin posibilidad de reinserción. El caso más destacado fue el del brillante catedrático Fernando Suárez —reciente autor de una interesante biografía de Melquiades Álvarez— que pese a haber militado en el sector más aperturista del régimen, siendo ponente en 1976 de la ley de reforma política, pese a haber llegado a vicepresidente de Alianza Popular y teniendo grandes dotes de orador y polemista, jamás pudo despegarse del baldón de haber formado parte de aquel gobierno fusilero. España había cerrado uno de los capítulos más lamentables de su Historia y había abierto otro completamente diferente sin que por ello hubiera dado la vuelta la tortilla en el sentido maniqueo y cruento que venía reproduciéndose fatídicamente desde comienzos del XIX. Al componer el puzle de El año que murió Franco, publicado originalmente por Plaza & Janés y que ahora reedita Ymelda Navajo en La Esfera de los Libros, yo no escribí un ensayo político ni un libro de Historia sino un largo reportaje en el que la voz de los protagonistas y los documentos relativos a su trágico final hablaban por si solos, automáticamente casi, como si el narrador no existiera. Fue mi primer intento de probar que la reconstrucción de la realidad puede proporcionar elementos narrativos tan dramáticos cómo la ficción. Si cualquier novelista hubiera inventado que la única testigo de un crimen con pretensiones políticas, en una ciudad de cuatro millones de habitantes, coincidiría al cabo de un par de horas con la esposa de su organizador en unos grandes almacenes y relataría delante de ella lo ocurrido, se le tendría por amanuense de lo inverosímil. Y sin embargo eso es lo que Silvia Carretero, viuda ya de Sánchez Bravo, me contó que le había pasado aquella
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trágica tarde de agosto, mientras hacía tiempo para reunirse con su ángel exterminador, de planta de oportunidades en planta de oportunidades. En uno de los epílogos del libro me limité a constatar que «si Franco hubiera muerto dos meses antes, Hidalgo, Pito y los otros tres ejecutados todavía estarían vivos» y que «si Franco hubiera muerto cinco meses antes el teniente Pose y el policía Lucio Rodríguez —penúltima víctima del FRAP— todavía estarían vivos». Pero la conclusión obvia de mi libro era que ni el asesinato que cometieron Hidalgo y Pito, además de ser moralmente execrable, había servido para nada, ni su ejecución sumaria, además de constituir un acto de barbarie repulsivo, había servido para nada, pues tanto la pretensión rupturista como la pretensión inmovilista habían quedado engullidas por la mayoría silenciosa que respaldó el reformismo diseñado por Torcuato Fernández Miranda «de la ley a la ley». Desde la perspectiva actual ni siquiera podría decirse que aquellos conatos chapuceros de «lucha armada» obligaron al franquismo a mostrar su faz más odiosa, provocando así su aislamiento internacional y cerrándole toda salida que no fuera la democrática. Visto lo ocurrido en Europa, antes y después de la caída del Muro de Berlín, para España —como para Portugal y Grecia— no había otro destino que el de homologar sus instituciones con las de sus vecinos y quedar anclada en la UE para lo bueno y para lo malo. Por una vez el contexto internacional nos ayudó a mantener a raya nuestros demonios familiares. Releer ahora El año que murió Franco acrecienta la futilidad de los asesinatos y ejecuciones que conforman esta historia de malos y malos y aviva la repulsión hacia aquellas resoluciones crueles de consecuencias irreversibles. Aunque es difícil imaginar que Antonio Pose Rodríguez, fumador congénito como tanta gente humilde de su quinta, seguiría hoy vivo pues rondaría ya los noventa años, tengamos por probable que habría conocido el nuevo siglo. Pero García Sanz tendría sesenta y siete y Sánchez Bravo sesenta y uno. Eran parte de mi generación como la mayoría de sus camaradas, de los abogados defensores cazados a lazo y de los jurídicos militares implicados en el procedimiento sumarísimo. De ahí que su historia, relatada en este libro, sirva ante todo de espejo de los valores y la atmósfera de aquella España en la que nos hicimos adultos. Una España cuyas aspiraciones no cabían en el estrecho traje político de la dictadura. Una España cuyo desarrollo económico había desbordado el modelo paternalista de relaciones laborales del sindicalismo vertical. Y sobre todo una España en la que la vida intelectual y periodística, la creatividad y la vanguardia artística brotaban de un entorno muy conservador en las costumbres, impregnado por la moral católica y la represión sexual, fruto de esa educación tradicional que el joven Vázquez Montalbán caracterizó como «el sadismo en nuestra infancia». Una España en la que se hacía la broma de que encontrar una pareja dispuesta a mantener relaciones extramatrimoniales no era pecado sino milagro.
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Impresiona comprobar cómo hace cuarenta años Isabel Preysler ya estaba en su sitio, es decir en la portada del ¡Hola! que glosaba su «amor indestructible» con Julio Iglesias. El semanario lamentaba a la vez que «la situación» de Marisol y Antonio Gades —pareja solo de hecho— «no permita celebrar con el júbilo natural» el nacimiento de su primera hija. «Qué lástima», decía. Pero esa actitud pacata afectaba transversalmente a todos los segmentos sociales y basten como botón de muestra las discusiones conyugales que me contó la propia viuda de Sánchez Bravo a la que el revolucionario marxista leninista no permitía ponerse un bikini demasiado escueto o le pedía perdón por haber fantaseado con otra relación anterior a la suya. «Quiero que sepas que tú has sido la única», le dirá en su dramática despedida ya en capilla. El machismo era parte indisociable del lenguaje y ni siquiera las letradas de izquierdas les decían a sus clientes «soy tu abogada» sino «soy tu abogado». El lector interesado en la arqueología seguro que dará un respingo al encontrarse en uno de los momentos cruciales del relato con la única figura de aquel retablo que hoy tiene un papel político relevante en España: una ya bregada Manuela o Manola Carmena que rechazó asumir la defensa de los sentenciados de antemano ante el tribunal militar para no contaminar al PCE en el que militaba con los métodos violentos de las ramas escindidas de su tronco. El tacticismo comunista quedaba una vez más en evidencia frente al impulso generoso de otros letrados mucho más alejados de la ideología de los que iban a ser pasados por la piedra del procedimiento sumarísimo. El Francisco Franco de 1975 que chocheaba ante sus íntimos, se movía como un autómata, le decía a su médico que el arte moderno «no es pintura», achacaba los cambios de coche de los terroristas a su ánimo de eludir preceptos legales y recibía a los niños de la Operación Plus Ultra a la vez que firmaba condenas a muerte era ya una caricatura de sí mismo. Y otro tanto podría decirse de los sicofantes del Movimiento Nacional, la Organización Sindical y la propia camarilla del Pardo con el patético Arias Navarro a la cabeza, personajes grotescos y risibles, preservados por el túnel del tiempo en el formol de su ignorante intransigencia. Pero la oposición moderada no estaba articulada, el PSOE apenas si era un embrión del partido que emergería dos años después de la incubadora del SPD alemán y el PCE tampoco se caracterizaba entonces por la lucidez de sus análisis. «Si Juan Carlos tuviera un mínimo de iniciativa habría hecho ya las maletas», proclamaba su último documento político. «Él ya tiene edad para comprender que en la España democrática de mañana todo es posible, excepto un rey designado por Franco». Santiago Carrillo había sido aun más explícito en su célebre entrevista con Oriana Fallaci: «¿Qué posibilidades tiene Juan Carlos? Todo lo más ser rey por unos meses». El entonces denominado Juan Carlos «el Breve» reinaría durante treinta y nueve años hasta ser forzado a abdicar en su hijo, no por la presión de la izquierda política sino por la impopularidad de su relación financiera, cinegética y sentimental —las cosas por su orden— con Corinna Zu Wittgenstein. Mucho antes el mítico Partido Comunista 8
quedaría diluido en Izquierda Unida para quedar ahora desbordado y desnortado por la irrupción de Podemos. El propio Carrillo había blanqueado su turbio pasado totalitario aceptando la Monarquía, la bandera rojigualda y la Constitución que consolidó a España como una democracia burguesa. Mirando nuestro pasado, a través de las páginas de este libro, queda claro que el cambio político encauzado en el modelo de la Transición fue el percutor de una transformación social mucho más acentuada que la de ningún otro periodo histórico. Haciendo buena la profecía de Alfonso Guerra cuando el PSOE llegó al poder, a la España actual no la conoce ya «ni la madre que la parió». No porque aquel gobierno socialista rompiera moldes —en realidad hizo suya la cultura política del franquismo sociológico, utilitarismo antiterrorista incluido— sino porque la ciudadanía aprovechó, legislatura tras legislatura, década tras década, las libertades para practicarlas, desembarazándose de fantasmas, complejos y tabúes. España es hoy una sociedad laica en la que la fuerza de la secularización ha arrinconado incluso al anticlericalismo militante y en la que la diversidad sexual y la arritmia del modelo familiar es el nuevo canon emergente. Podríamos decir que si en lo institucional —maceros incluidos— imperó la reforma, en las costumbres de la calle se ha impuesto la ruptura. De ahí que ahora haya vuelto a abrirse una enorme brecha entre la España oficial y esa España real que exige cambios profundos en las reglas del juego en detrimento de las oligarquías políticas y en beneficio de los derechos de participación de la ciudadanía. Sé que está de moda el revisionismo ácido de la Transición. Pero si hemos llegado hasta esta encrucijada, propia de una democracia cuarteada por el paso del tiempo, es gracias al acierto que supuso la salida consensuada de la Dictadura y a la estabilidad que, a pesar de todas las situaciones límite vividas, la Constitución de 1978 ha proporcionado a los españoles durante cuatro décadas. La abdicación de Juan Carlos ha sido un mal final para lo que en conjunto fue un buen reinado pues consiguió cumplir, contra todo pronóstico, el principal objetivo que el nuevo Rey me confesó una de las primeras veces que hablamos: «Durar con reglas democráticas». Mientras la monarquía constitucional «duraba», la sociedad cambiaba. Hoy puede decirse que ya no existe el «problema de España» como paradigma de la resistencia al liberalismo político, económico y moral. Cualquiera que conozca un poco la Historia de los dos últimos siglos se dará cuenta al leer este libro de que en 1975 se reproducían muchos de los factores —ignorancia, desinformación, inflación, desempleo, maniqueísmo y extremismo— que desencadenaron los fracasos del Trienio Liberal, la Regencia de Espartero o la Primera y Segunda República. Todas esas experiencias «progresistas» desembocaron en sendos abortos de la modernidad política. Sin embargo esta vez pesaron más los elementos distintivos, fruto de la mejora del nivel de vida, del favorable contexto internacional y — cómo no— del racionalismo de la evolución de las especies. La España del año que murió Franco era desde luego «diferente» respecto a las democracias vecinas pero 9
también lo era respecto al estereotipo forjado a partir de sus demonios familiares. Por eso rompió el guión que desde 1823 había producido al menos cinco guerras civiles y un sin fin de estallidos violentos para mayor ruina de la patria. Hidalgo y Pito fueron fieles a ese guión. Los represores franquistas también. El autoengaño al que se sometía el FRAP, redactando en la propia cárcel los mensajes de apoyo que «llegaban» desde el exterior, tenía su equivalente en el autoengaño de la cúpula del régimen al confundir a los acarreados a la plaza de Oriente con la opinión pública. Pero el conjunto de la sociedad no se identificaba con ninguna de esas dos Españas extremistas y excluyentes. Ni con la del ajuste de cuentas ni con la de la trinchera de los vencedores de 1939. Por eso se saltó el guión que abocaba de nuevo al fratricidio. Por eso ni defendió el legado de su autoproclamado Caudillo, ni se movilizó en apoyo de quienes pretendieron liquidarlo a tiros. La canción de Aute «Al alba» conmovió a varias generaciones pero cuando despuntó el día, aquella mañana funesta, nadie se movilizó para tratar de evitar los fusilamientos. Y por si faltara un símbolo de esa quiebra con lo fatalmente predecible aquí está, a modo de epílogo de mi prólogo, la trayectoria de Luisa Ramona Humberta aquel hijo póstumo de José Luis Sánchez Bravo que nació niña y que no solo se desvió en eso del proyecto vital que al final de este libro emerge de la ideología y emociones de su madre, la camarada Andrea. «A tu padre le dieron cuatro tiros porque luchó contra la dictadura», le explica a su hija de ocho años en el apropiado entorno de esa playa nudista gallega que evoca el estado de naturaleza anterior al contrato social. «Pero de verdad que era un tío cojonudo. Cuando seas mayor te lo terminaré de explicar». Ahí les perdí la pista a ambas hace treinta años. Pero poco convincentes debieron ser esas «explicaciones» cuando Luisa Sánchez Bravo Carretero escondió cuanto pudo su apellido, jamás participó en acto alguno que reivindicara la memoria de su padre y menos aun su «lucha armada», se puso de largo el 12 de febrero de 1994 en el Palace, camuflada bajo el alias de Louise Sánchez Gestaut —así consta en la hemeroteca de ABC—, estudió la carrera diplomática, se convirtió en funcionaria del Estado en su servicio exterior y alcanzó sus primeros quince minutos de notoriedad pública en septiembre de 2014 cuando en calidad de secretaria de la embajada ante el reino de Holanda aprovechó el coloquio que siguió a la presentación del polémico libro Victus del independentista catalán Sánchez Piñol en una universidad de Ámsterdam para defender con buenos argumentos y mayor vigor la verdad histórica sobre 1714 y la legitimidad democrática que ampara hoy a la España constitucional frente a sus enemigos interiores. El pasado no habrá muerto y del mañana ya veremos, pero el ayer sí que está ya escrito. PEDRO J. RAMÍREZ Agosto de 2015
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LISTA DE PERSONAJES
AGUIRRE, Juan José. Joven y vehemente abogado, nombrado defensor de Ramón García Sanz la víspera del Consejo de Guerra. ÁLVAREZ DEL VAYO, Julio. Ministro de Estado en los gobiernos de Largo Caballero y Negrín. Dirigente del ala radical del PSOE, elegido presidente del FRAP. Defensor entusiasta de la lucha armada. BAENA, Humberto (alias Daniel). Militante del FRAP recién llegado de Vigo, acusado de ser el autor material de la muerte del policía Armada Lucio Rodríguez. BANDRÉS, Juan María. Brillante abogado nacionalista, conocido por su intervención en el Consejo de Burgos en 1970. Defensor de José Antonio Garmendia. BASELGA, Javier. Abogado de Humberto Baena, casado con una hermana de Fraga Iribarne y muy próximo al Movimiento Comunista. BLANCO CHIVITE, Manuel (alias Alberto). Inteligente periodista con responsabilidades directivas en el PCE (m-l) y en el FRAP, acusado de haber organizado el asesinato de Lucio Rodríguez. CAÑAVERAS DE GRACIA, Manuel (alias Ramiro). Estudiante y empleado de ideas hippies. Miembro del comando del FRAP responsable de la muerte del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose. CARRETERO, Silvia (alias Andrea). Atractiva e inquieta militante del FRAP, esposa de José Luis Sánchez Bravo. CERDÁN CALIXTO, Enrique. Dirigente del PCE (r) y fundador del GRAPO. Universitario frustrado. Favorito del líder de la organización Camarada Arenas. COLLAZO ARAUJO, Abelardo. Dirigente del PCE (r) y fundador del GRAPO. Albañil. Muy respetado entre sus compañeros por su arrojo y honradez. CONESA, Roberto. Comisario-jefe de la Brigada Central de Información. Experto en infiltración en los grupos de extrema izquierda. DASCA PENELAS, María Jesús (alias Berta). Dirigente de las Juventudes Comunistas (ml), encargada de recomponer los cuadros del FRAP tras las primeras caídas del verano. DELGADO DE CODEX, Juan Carlos. Dirigente del PCE (r) y fundador del GRAPO. Estudiante de Náutica. Especialmente dotado para la literatura propagandística. FERNÁNDEZ, M. (alias Raúl Marco). Fundador junto con su compañera Elena Odena del PCE (m-l). Vicepresidente del FRAP y coordinador de su Comando Militar, 11
responsable de la «lucha armada». FONFRÍA DÍAZ, José (alias Ricardo). Profesor de instituto. Miembro del comando del FRAP responsable de la muerte del teniente Pose. De carácter débil e introvertido. GARCÍA SANZ, Ramón (alias Pito). Acusado como autor material de la muerte del teniente Pose. Hijo de madre prostituta y padre desconocido. Íntimo amigo de José Luis Sánchez Bravo. GARCÍA SANZ, Santiago. Joven impedido, hermano de Ramón, ha permanecido toda su vida internado en centros de beneficencia. GARMENDIA ARTOLA, José Antonio (alias Tupa). Miembro liberado de ETA, acusado del asesinato del cabo de la Guardia Civil Gregorio Posadas Zurrón. En el momento de ser detenido recibió un tiro en la cabeza. GONZÁLEZ GUTIÉRREZ-BARQUÍN, Pedro. Joven abogado del despacho de Peces Barba, militante de las Juventudes Socialistas, nombrado defensor de Fonfría. GONZÁLEZ PACHECO, Antonio (alias Billy el Niño). Inspector de la Brigada Central de Información. Discípulo predilecto de Conesa, reputado por su audacia y agresividad. LOZANO VILAPLANA, Juan. Abogado independiente de ideas progresistas y convicciones cristianas. Nombrado defensor de María Jesús Dasca. MAYORAL RUEDA, Pablo (alias Eusebio). Dirigente del PCE (m-l) y del FRAP, acusado de participar en la muerte del policía Armada Lucio Rodríguez. MOA, Pío. Dirigente del PCE (r) y fundador del GRAPO. Periodista. OTAEGUI ECHEVARRÍA, Ángel. Mecánico de Azpeitia, acusado de suministrar información de los movimientos del cabo Posadas Zurrón. PAREDES MANOT, Juan (alias Txiki). Hijo de emigrantes extremeños incorporado a ETA. Activista de gran arrojo, acusado de la muerte del policía Ovidio Díaz. PÉREZ MARTÍNEZ, Manuel (alias camarada Arenas). Secretario General del PCE (r) y fundador del GRAPO. De origen obrero, se considera el verdadero sucesor de José Díaz. POSE RODRÍGUEZ, Antonio. Teniente de la Guardia Civil, al cabo de treinta años de servicio en el Cuerpo. Casado y sin hijos, su hobby es reparar televisores. PROENZA, Fernando (alias Manolo). Miembro del comando del FRAP responsable de la muerte del teniente Pose. Camarero de profesión. Parco en palabras, pero muy resuelto. PUEBLA, Agustín. Coronel de Caballería, juez instructor del sumario contra los presuntos autores de la muerte del teniente Pose. RODRÍGUEZ DEVESA, Carlos. Comandante del Cuerpo Jurídico. Vocal ponente del Consejo de Guerra contra los presuntos autores de la muerte del teniente Pose. SALAS, Fernando. Abogado. Antiguo militante del FRAP. Defensor suplente de José Luis Sánchez Bravo. 12
SÁNCHEZ BRAVO, José Luis (alias Hidalgo). Militante del PCE (m-l) y del FRAP con grandes cualidades para el liderazgo. Supuesto instigador de la muerte del teniente Pose. SÁNCHEZ BRAVO, Vicky. Hermana favorita de José Luis Sánchez Bravo. Casada en Murcia desde los diecisiete años. SAUQUILLO, Francisca. Abogado vinculada a la ORT. Defensora suplente de Concepción Tristán. SOLLAS, Erundina. Madre de José Luis Sánchez Bravo. Viuda de un médico falangista. De carácter desequilibrado e inestable. TRISTÁN, Concepción (alias Sonia). Enfermera. Responsable del FRAP en la Zona Norte de Madrid. Enlace entre Sánchez Bravo y María Jesús Dasca. VIADA, Gerardo. Joven abogado, amigo inseparable de Juan José Aguirre. Defensor suplente de Ramón García Sanz.
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PRIMERA PARTE
SEMBRANDO VIENTOS
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1 LA LUZ EN LA VENTANA
El restaurante La Milagrosa, situado en la calle de los Artistas, a tan solo veinte pasos de la glorieta de Cuatro Caminos, no es un restaurante cualquiera, sino un «Restaurante Económico», tal y como literalmente reza el rótulo de alargadas letras rojas sobre fondo blanco que, a modo de reclamo, dos hierros oxidados despegan de la fachada. Quien haya reparado en él, o en el solitario tenedor que escolta la carta de precios del escaparate, no puede llamarse a engaño al franquear la entrada y penetrar directamente, sin vestíbulo ni solución de continuidad de ninguna otra clase, a un alargado y angosto comedero de treinta metros de fondo por no más de cinco de ancho en el que malencarados camareros, siempre con al menos tres platos en la mano, una arpillera sobre el hombro y multitud de lamparones adornando unas chaquetillas que hace años dejaron de ser blancas, hacen equilibrios de cintura, entre las tres docenas de mesas apiñadas casi hasta tocarse. La única decoración del local es un desvaído mural de motivos marinos y tonos verduscos que enmarca el dintel de la cocina hasta desembocar en un estante, a la vista de todos, en el que el destello rosáceo del bote de polvos de talco alterna siempre con una botella de coñac y otra de Cointreau. Además de los percheros adosados a las paredes laterales, ya solo restan dos detalles a anotar: el tópico calendario sin ilustración alguna en el que enormes números azules preludian enormes números rojos sobre el mensaje industrial de una empresa transportista y el trío de ventiladores de pala ancha, tan espesos como el tufo que hasta ellos asciende. Los clientes del Restaurante Económico La Milagrosa no tienen normalmente nada que envidiar al escenario. Suele ser gente mal afeitada, de dedo en la nariz y eructo presto. Entre ellos abundan los mecánicos de manos casi tan grasientas como las vinajeras distribuidas sobre cada mesa y los estudiantes de aspecto existencialista y ávida disposición a sorber los desbordantes platos de sopa de cocido, casi nunca seguidos de cocido alguno. Tampoco falta algún cartero de uniforme, ni ese tipo de personaje macilento y solitario, de indefinible profesión, que acostumbra a disfrazar su desarraigo con arrugadas noveluchas de Marcial Lafuente Estefanía. Si José Luis Sánchez Bravo no se hubiera acercado aquel día de enero a él, Ramón García Sanz habría seguido comiendo solo por los siglos de los siglos. Nunca, a lo largo 15
de su vida, había tenido domicilio fijo. Tampoco familia. Aunque en su partida de nacimiento constaba que era hijo de Isidoro y Dorotea, jamás llegó a saber, en el primer caso, si tan siquiera había existido alguien con tal nombre. Su madre, prostituta en el barrio chino de Barcelona y después en Zaragoza, le había abandonado a la beneficencia del Hogar Pignatelli de esta ciudad. Allí vivió una sórdida infancia de hospiciano y se ganó el sobrenombre de Pito, en alusión al tosco silbato empapado de saliva —era su único juguete— que permanentemente llevaba colgado al cuello. Como si el destino marcara a la familia, su único hermano —hijo de distinto padre— se hallaba paralítico, a causa de una poliomielitis. Uno de los abogados que le habrían de tratar meses después, escribiría de él un tanto exageradamente: «De tipología patológica, no tiene ideología ni es capaz de pensar, como un robot hace lo que le mandan...». De estatura media, cara perfilada, frente ancha, pelo negro rizado, lo que más llamaba la atención del físico de Ramón García Sanz era el tono gris de sus pupilas que en medio de una tez más bien lampiña hacían de él un ser aniñado y sonámbulo. A sus veintisiete años, el típico «canto rodante», aunque todos los días andara y desandara con metódica rigidez el tramo que, Bravo Murillo arriba, doblando junto a la iglesia de San Antonio, separaba el restaurante de un estrecho callejón ciego y mal pavimentado, exageradamente nominado calle de Tiziano. Justo al fondo de ese callejón, una vez rebasadas un par de siniestras tiendas de repuestos, una pequeña fábrica de muebles y cuatro o cinco casuchas cuya colada tendida a ras de suelo era difícil eludir si se pasaba en grupo, tenía su razón social la empresa San Mamés, S. A., en la que García Sanz prestaba sus servicios como cerrajero-soldador, a cambio de 9.000 pesetas mensuales de salario, más otras tres o cuatro mil en concepto de gratificaciones. Receloso por naturaleza, a Ramón García Sanz no le sorprendió, sin embargo, que aquel joven velludo, de cabello y ojos tan negros, ligeramente más bajo que él, se sentara ese día a su mesa. Le había visto otras veces en La Milagrosa y también en La Encarnación, un establecimiento de muy similares características emplazado en la vecina calle Hernani. Siempre le había parecido un tipo amigable, extrovertido y jovial. Ciertamente lo era. A diferencia de Ramón García Sanz, José Luis Sánchez Bravo sabía muy bien lo que quería. Era, como buen Aries, un líder y un hombre de acción. Había nacido un 28 de marzo, día de la Patria Gallega, y se sentía profundamente unido a su tierra. Su padre, muerto hacía diez años, había sido médico, miembro de Falange, pero de carácter sensible y bondadoso. Su madre, Erundina Sollas, regentaba en Vigo una pensión por la que pululaban estudiantes de ideas avanzadas. Allí enganchó onda y a los quince años ya estaba vinculado a los núcleos juveniles más politizados. Haciendo Preu en el Instituto El Calvario conecta con el MCE (Movimiento Comunista de España) y al empezar Físicas conoce a un muchacho llamado Antonio Reinoso —hijo del dueño de una fábrica de lejías—, quien le introduce en la Federación de Universitarios Demócratas (FUDE) y en su organización madre, el PCE marxista-leninista.
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Juntos participan en toda una serie de acciones propagandísticas clandestinas —el primer nombre de guerra de Sánchez Bravo es Corujo, pero pronto elegirá Lume, es decir, «lumbre»— hasta que un día la policía les sorprende colocando carteles por la noche. Avisados a través de la familia de Reinoso de su inminente detención, deciden marcharse de Vigo a Santiago y de Santiago a Madrid. Para ello cuentan con el sustento logístico de 10.000 pesetas facilitadas por el partido. El 24 de junio de 1974 Erundina Sollas, una mujer animosa, desbordada por los acontecimientos, denuncia en la comisaría de policía de Vigo la desaparición de su hijo del domicilio familiar. Al llegar en julio a la capital, los dos prófugos —Sánchez Bravo tenía que incorporarse aquel año al servicio militar—, pasan algún tiempo descolgados de la organización, tras fallar varias de las citas montadas desde Galicia para «recogerles». Reinoso decide marcharse a París. Sánchez Bravo le acompaña durante unos días, pero opta por regresar a España, pues cree que es en el «interior» donde la lucha contra la dictadura puede ser verdaderamente eficaz. Por fin, un día Sánchez Bravo es «recogido» por un militante del FRAP — organización de masas del PCE (m-l)— de la Zona Norte, en un acto celebrado en el Colegio Mayor San Juan Evangelista. A través de este cauce, y ya con el alias de Hidalgo, llega a integrarse en el Comité Provincial de Juntas del FRAP, cuyo coordinador era un resuelto camarero conocido como Manolo, pero llamado en realidad Fernando Proenza González. A comienzos de año Hidalgo, de muy superior capacidad intelectual, desplaza a Manolo como responsable político y en calidad de tal comienza a acudir a las reuniones del Comité de Madrid del FRAP, en el que las Juntas se integran junto con la FUDE, la OSO (Oposición Sindical Obrera) y otras organizaciones también llamadas rimbombantemente «de masas». En el momento de conocer a García Sanz es, pues, un hombre en alza que a los 21 años sueña con hacer la revolución. Después de pedir permiso para sentarse —aquel día La Milagrosa estaba de bote en bote y no quedaba una sola mesa libre— y de comentar algunas banalidades, José Luis Sánchez Bravo Hidalgo saca a relucir las últimas acciones de ETA en el País Vasco. García Sanz le dice que está de acuerdo con las cosas que hacen sus comandos, pero que desconoce sus ideas políticas. Hidalgo le habla de la lucha de clases, la emancipación de los pueblos y el marxismo-leninismo. Quedan en volver a verse en el mismo sitio. «Mis actividades políticas me han creado problemas de “seguridad” —le dice Hidalgo a los pocos días—. Estaba pensando en que sería buena idea alquilar algo e irnos a vivir juntos». García Sanz accede y ambos se instalan en un piso de tres habitaciones, cocina y baño en el número 6 de la calle Iriarte, una paralela a Cartagena, muy cerca de la avenida de América. El alquiler cuesta 5.200 pesetas al mes: Hidalgo, que a ratos perdidos ha trabajado como vendedor ambulante de libros, detergentes o lo que se tercie, pero que en realidad malvive del dinero que recibe del partido, aporta dos
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mil y el otro, el resto. Hidalgo decora su habitación con un póster de la serie Castillos de España editada por el Ministerio de Información y Turismo. A las pocas semanas Hidalgo propone instalar en el piso un aparato clandestino de propaganda del PCE (m-l). García Sanz no lo ve claro. ¿Qué clase de partido es este que no es capaz de resolver los problemas de seguridad de sus militantes?, piensa, evocando las palabras que le dijo su compañero en La Milagrosa. Sin embargo, la amistad entre ambos va creciendo y García Sanz cada día devora con más avidez los libros de Marx, Lenin y Mao que le pasa Sánchez Bravo. Cuando no entiende algo, lo pregunta: «Oye, ¿qué diferencia hay entre la Revolución Rusa y la Revolución Cubana?», e Hidalgo se deshace en explicaciones. Ninguno de los dos puede imaginar que antes de que termine el año ambos estarán muertos y que su muerte llegará de forma que nadie tendrá la desvergüenza de describir ni como natural, ni como accidental.
Un viento de derrota soplaba aquella tarde entre los doscientos miembros de la Comisión Permanente del Congreso Sindical, encargada de velar por la doctrina y esencias del sistema «verticalista». «Todo el mundo se atreve con nosotros y nosotros escondemos la cabeza debajo del 1 ala», alega un tal Alcaina, del Metal de Barcelona. «La gente ya no cree en nosotros..., porque no podemos ofrecerles un sindicalismo que resuelva sus problemas», replica Fernández Calviño. Entonces, con voz ferruginosa y planta de leñador cetrino, pide la palabra el líder del Sindicato de la Madera, Fugardo: «La decadencia de nuestro sindicalismo se debe a que no hemos sido capaces de mantener la disciplina...». Sigue luego una auténtica tempestad de alusiones contra Fraga: —¡Viven del presupuesto y quieren divertirse montando asociaciones! —Sí..., esos que solo se gastaron sus pantalones sentándose en las poltronas. —Señores, no podemos tolerar las nuevas agrupaciones políticas que no ofrecen a los trabajadores más que la lucha de clases. —Si el Gobierno le apoya, yo soy enemigo del Gobierno... Imbuido de la aureola de civilización y lejanía que le proporciona su destino como embajador en Londres, Fraga ha llegado a Madrid en enero para sondear las posibilidades de participar en el sucedáneo de juego político admitido por el Gobierno Arias a través de las llamadas Asociaciones. En medio de una enorme expectación se ha reunido con Areilza y con Silva, dando pie a que la prensa hable de la Triple Alianza. También ha almorzado con Carlos Arias, los tres vicepresidentes de su gabinete, el ministro de la Presidencia, Antonio Carro, y el del Movimiento, Utrera Molina. Ellos son los más interesados en obtener el sí del embajador, pues según una reciente encuesta2 es —seguido de Pío Cabanillas y Girón—
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el más popular de los políticos españoles y de su concurso depende buena parte de la credibilidad de la operación aperturista. Fraga pone sobre la mesa sus condiciones: lanzaría una Asociación Política siempre que se le permita defender el sufragio universal, el pluralismo sindical y la transformación del Movimiento en un marco espiritual sin organización política a su servicio. Utrera tuerce el gesto y el propio Carro, que es quien más simpatiza con sus propósitos, trata de disuadirle: —Yo creo, Manolo, que la situación política no hace aconsejable presentar un programa así en este momento... Habría que podarlo..., hacerlo viable, para no incurrir en los errores que dieron paso a anteriores fracasos...3 Carro sabía perfectamente que el «búnker» de personajes recalcitrantes que tanto influían en Franco jamás dejaría pasar una cosa así y la reunión que pocos días después celebran los «budas» del nacionalsindicalismo sirve para corroborarlo. Entre los doscientos miembros de la Comisión Permanente no hay una sola mujer y tampoco nadie menor de cincuenta años. Teóricamente son empresarios y trabajadores —«productores» según el argot del Régimen— reunidos en un sindicato único para resolver los problemas solidariamente. En la práctica todos son funcionarios del sistema, aferrados como posesos a sus viejos privilegios. Hernández Navarro, del Sindicato del Papel, es terminante: «Pretenden que haya pluralidad sindical... De sobra sabemos a dónde lleva la pluralidad sindical, porque pluralidad sindical equivale a guerra civil».4 Se oye una voz a su espalda: —¿A dónde vamos a parar? ¿Es que pretenden que vayamos a la calle? Prosigue Hernández Navarro: —Lo más lamentable por nuestra parte es que no hemos sabido responder. No hay ninguna réplica en nuestra prensa. No hay explicaciones. Parece que nos resignamos a que nos destruyan. Nuevos murmullos: —Sí, sí... lo que pretenden es que nos vayamos a la calle... Colmado el vaso de su paciencia, interviene entonces Dionisio Martín Sanz, hombre muy próximo a Girón y orador de verbo caliente, con mucho prestigio entre sus compañeros: —Esta casa es nuestra, y os digo que nos tendrán que echar de aquí... por la fuerza de las armas. Sus palabras son subrayadas con gestos de asentimiento y aplauso. En medio del barullo puede escucharse a un tal Martínez Estenaga, procurador en Cortes por el Sindicato de la Construcción emitiendo un veredicto rotundo: —Es el capitalismo el que trata de dividirnos.
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Si Fraga desautorizaba al sindicalismo oficial por la vía de los propósitos, los 26.000 trabajadores de Seat, una de las primeras empresas del país, lo hacían aquellos mismos días por la fuerza de los hechos. Desde el fenómeno del 600 la imagen de Seat había estado íntimamente ligada a la del desarrollismo franquista. La crisis energética de 1973 había supuesto una caída en picado —desde el 18 por ciento del año anterior hasta solo el 4 por ciento— del incremento de la demanda automovilística. La previsión para 1975 era, por primera vez en la historia de la compañía, recesiva. Al comenzar el año, el stock ascendía a 50.000 unidades y solo una drástica disminución de la producción podía impedir que se duplicara en pocos meses.5 Las consecuencias salariales y laborales de este plan habían hecho aflorar la total insatisfacción de los trabajadores con el «jurado de empresa» que, de acuerdo con el sistema verticalista, les representaba. En numerosas asambleas no autorizadas se pide su dimisión eligiéndose a delegados mucho más identificados con las reivindicaciones de las bases. Aunque el «jurado de empresa» tira la toalla, la Organización Sindical no admite su renuncia y decide plantear un pulso a las demandas obreras. Por espacio de varias semanas los habitantes de Barcelona comprueban sorprendidos cómo, por primera vez en cuarenta años, un conflicto laboral afecta diariamente a la vida de la ciudad y es tratado como un problema de orden público. Hay manifestaciones, encierros, ocupación de viviendas, entrevistas con las autoridades eclesiásticas, cortes de circulación y numerosos choques con la fuerza pública. El estribillo que queda detrás de cada episodio es siempre el mismo: la plantilla de Seat pide libertad sindical. Las primeras asambleas ilegales se organizan por el procedimiento llamado de la «serpiente». Los trabajadores más activos van reuniéndose en un rincón y cuando suman unos cien, empiezan a recorrer las naves arrastrando a sus compañeros. Algún que otro tornillo, alguna que otra tuerca vuelan de vez en cuando hacia las cabezas de quienes siguen en sus tareas, fingiendo no enterarse de lo que pasa. A la hora de intervenir, nadie es identificado por su propio nombre por temor a represalias. Personajes como el Pantera Rosa, el Chupao o el Gitano se hacen enormemente populares en la factoría. Son los líderes de «primera división», que así se les llama para distinguirlos de aquellos que son de «segunda división» porque intervienen en asambleas de secciones distintas a las suyas, a fin de que nadie pueda reconocerles. El gobernador civil Martín Villa llega a amenazar a la empresa con tomar medidas también contra ella si estas asambleas siguen produciéndose. Seat envía más de cuatrocientas cartas de despido y llega a suspender de empleo y sueldo durante diez días a la totalidad de la plantilla. Un fantasmal grupo de Obreros y Empleados Anticomunistas siembra de octavillas amenazantes varias de las naves.
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Todo en vano. El activismo sindical va en auge y algunos de los dirigentes esgrimen ya desafiantes megáfonos en las asambleas. En una ocasión, uno de los trabajadores más jóvenes es largamente aplaudido cuando comienza su intervención diciendo: —Compañeros, tomo la palabra; ya no tengo miedo a hablar. Los gestos de solidaridad con los despedidos van multiplicándose. El día que comienzan las vacaciones de Navidad buena parte de la plantilla se niega a abrir la tradicional botella de coñac obsequio de la empresa. El «fondo de resistencia» alcanza una cuantía verdaderamente elevada y los más concienciados llegan a donar sus vales de juguetes para las familias de presos políticos. Por entonces se hace célebre la expresión «trabajo de almohada» para definir la tarea consistente en persuadir a la «parienta» de que todos aquellos sacrificios merecen la pena. Al final la empresa y el aparato sindical tienen que capitular. Las sanciones son anuladas y los delegados obreros, aceptados como interlocutores y legitimados luego por unas elecciones sindicales en las que Comisiones Obreras se beneficia notablemente de una táctica que consiste en hacer la vista gorda a su presencia y auge. Al hilo del conflicto de Seat, voces muy respetadas abogan en los periódicos por los derechos de los trabajadores. Así, el catedrático González Casanovas escribe: «Cualquier obrero tiene derecho a nombrar mandatario suyo a otro para que defienda sus intereses, pues la legislación civil lo permite, y su rango jurídico es superior a las normas de procedimiento sindical».6 Así, el periodista Néstor Luján escribe: «La huelga es la fiebre de una enfermedad. No sirve intentar suprimir la fiebre sin curar la enfermedad».7
Vicky Sánchez Bravo, una chica redondita, de nariz respingona y ojos muy vivaces, conduce hacia el Parque de El Retiro, dando extraños rodeos para evitar que la sigan. La idea de montar esta cita ha sido suya y no se perdonaría jamás que pudiera acarrearle nuevos problemas a su hermano. Ella entiende muy bien la excitación de su madre en el asiento de al lado, ante la perspectiva de volver a ver a José Luis. De la misma forma que es su hermano favorito, también su madre siente especial debilidad por un hijo que siempre se ha preocupado de ayudarla. Aun a la muerte de su marido, en casa de Erundina Sollas se desayunaba todos los días a mantel puesto. Cada noche Josesiño —como a veces le llamaba la madre—, Luis —como siempre le llamaba la hermana—, se ocupaba de poner las tazas y los cubiertos en la mesa, para que ella no tuviera que hacerlo. Vicky tenía muy clara en la memoria la imagen de un muchacho enormemente tenaz que padecía de asma y tenía que quedarse sin ir al colegio porque el clima de Vigo le sentaba fatal, pero luego sacaba siempre buenas notas porque era muy listo y en cuestión de días recuperaba la ventaja que le habían sacado sus compañeros.
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Vicky no compartía la devoción de Luis hacia su madre, a quien veía algo dominante y despegada. Era doce años más joven que su padre, que había enviudado de un matrimonio anterior. Sería difícil imaginar dos caracteres más diferentes y Vicky se sentía mucho más próxima a aquel hombre afable que le hablaba de teatro y le leía versos de Rosalía de Castro antes de dormirse. Cuando él murió de un ataque al corazón, Vicky sintió un vacío enorme que en parte había tratado de llenar con ese hermano tan hogareño y seguro de sí mismo, pese a ser un año menor que ella. La primera vez que la tragedia hizo nido en el árbol de la familia Sánchez BravoSollas fue precisamente el día de la Primera Comunión de Luis. La niña pequeña, que tenía cinco años y se llamaba Belén, se puso enferma y su madre tuvo que ir con ella al sanatorio. Pocas horas después moría, mientras Luis posaba vestido de marinero a la salida de la iglesia, con su devocionario blanco y su rosario de cuentas de nácar. Vicky había repasado muchas veces esa vieja fotografía, reparando siempre en la mirada triste de su padre, que había colocado el brazo derecho sobre el hombro de la hermana mayor, Carmen, mientras el izquierdo se posaba sobre Luis como queriendo protegerle. A la derecha de la foto estaba ella, con sus calcetines blancos, su vestido blanco y su cara de niña buena, y en el extremo opuesto del grupo quedaba el otro chico, Manuel Ángel, de quien algunas personas decían que se parecía mucho a Luis, sin que ella terminara de verle el fundamento. Tras la muerte de su padre la vida familiar ya nunca fue lo mismo para Vicky, y así, a los diecisiete años, decidió casarse con un chico de ideas bastante conservadoras que se la llevó a Murcia donde instaló una fábrica de plásticos. Al volver a Vigo el primer verano después de su boda, es cuando descubrió que Luis andaba metido en líos políticos. Su desaparición fue, luego, un trauma para toda la familia, pero especialmente para su madre que, tras ser interrogada en comisaría y observar impotente cómo le registraban la casa de arriba abajo, comenzó a desbarrar, dando gritos por las calles, recurriendo a falsas brujas y espiritistas, vendiendo al buen tuntún un par de pisos que tenía e incluso contratando a dos detectives para que encontraran a su hijo. Pese a vivir inmerso en el trabajo clandestino, él estaba preocupado por su madre y quería dar señales de vida, pero no se atrevía a hacerlo porque pensaba que la casa de Vigo estaría vigilada y los teléfonos intervenidos. Por eso un día optó por llamar a Vicky a Murcia y le explicó que estaba en Madrid y militaba en el FRAP. Ella se trasladó a la capital y se vieron varias veces en El Retiro. Él trataba de adoctrinarla, hablándole de Stalin, convenciéndola de algunas cosas y chocando en otras con la fuerte religiosidad de Vicky, heredada, como tantas cosas más, de su padre. Ella le daba dinero que a su vez había pedido a su madre, la cual pensaba que su marido la tenía poco menos que a pan y agua. La enfermedad mental de la hija mayor, Carmen, agravó los desequilibrios de Erundina. Carmen padecía esquizofrenia y tuvo que ser internada. Un día intentó suicidarse tirándose por la ventana. Vicky decidió llevarse a su madre a vivir con ella y, 22
una vez en Murcia, había pensado que nada le sentaría tan bien como volver a ver a su hijo favorito. Por eso había montado esta cita. Muy cerca del estanque de El Retiro, el camarada Hidalgo abraza a Erundina. Se ha dejado bigote y barba, pero a ella le parece que tiene buen aspecto. Durante unos momentos trata de entender lo que él dice sobre su partido y sus ideas, pero, enseguida, desiste porque todo cuanto escucha le suena a chino. Durante la guerra los padres de Erundina Sollas colocaron en su casa un gran retrato de Franco y ella se había sentido desde entonces bastante de acuerdo con el Régimen, tal y como correspondía a una familia de clase bien. Pero a Erundina Sollas no le importa nada de eso, sino escuchar cómo su hijo les dice de manera convincente: «No preocuparos... Estoy bien, de verdad que estoy bien». Eso es lo que la tranquiliza, lo que le hace conformarse incluso con tener que compartir a su Josesiño con no sé qué rollos de marxisimos y leninismos.
Por razones parecidas a las de Seat, en las primeras semanas de 1975 hubo también huelgas —naturalmente ilegales— en empresas tan conocidas como Altos Hornos de Vizcaya, Hispano-Olivetti o Citesa ITT. Lo que ni el «búnker» sindical, ni el grueso de la sociedad española esperaban, es que esa «fiebre» a la que aludía Néstor Luján, y que parecía llegar como una epidemia fatídica a todos los rincones, alcanzara incluso al gremio de actores, artistas y bufones. De hecho, lo último que podían imaginar los espectadores que la tarde del 4 de febrero llenaban el teatro Club de la Gran Vía, ansiosos de soltar sus primeras carcajadas con la obra La sopera, es que el actor-empresario Manolo Gómez Bur saldría a escena para anunciar con su popular aire castizo chamberilero: «Por problemas laborales, no hay función».8 Aquel mismo día, el ministro de Relaciones Sindicales Fernández Sordo ha negado representatividad a la Comisión de los Once elegida por los actores de Madrid al margen del Sindicato Oficial del Espectáculo que preside el exdirector de Arriba Jaime Capmany, quien preguntado aquellas semanas por su definición política ha contestado: «Suceda lo que suceda en la política española, soy falangista, seguiré siendo falangista y moriré siendo falangista».9 Algunos de los nombres más prestigiosos y queridos de nuestro teatro aparecen en esa Comisión, elegida para negociar cuestiones como el salario mínimo, el pago de ensayos o la situación de los actores en paro. Los «once de la fama», como se les termina llamando, son: Luis Prendes, José María Rodero, José María Escuer, Lola Gaos, Juan Margallo, Jesús Sastre, Gloria Berrocal, Jaime Blanch, Alberto Alonso, Vicente Cuesta y Pedro del Río. Tras una entrevista de menos de veinte minutos de duración con Fernández Sordo, el grupo da cuentas de su frustrada gestión a la asamblea de actores reunida en los 23
locales sindicales de la Cuesta de Santo Domingo. La decisión de ir a la huelga se abre paso sin necesidad de votación alguna. La noticia se extiende como un reguero de pólvora. Diecisiete de los veintisiete teatros de la capital suspenden la función de tarde y absolutamente todos la de noche. Al día siguiente comienzan a producirse en cascada los gestos de solidaridad. Directores de teatro como Marsillach y Narros, realizadores de TVE como Pilar Miró y Josefina Molina, reputados autores como Buero y Alfredo Mañas, se suman a la huelga. Manolo Escobar para en Barcelona, a costa de perder 250.000 pesetas diarias. Lola Flores irrumpe en la sede del sindicato, jurando y perjurando ante los reunidos que ella está con los compañeros, pero que no puede parar el día del debut porque el empresario le exige dos millones de indemnización. La ciudadanía contempla perpleja cómo, sin embargo, al final Lola de España también se suma a la huelga. Pasan los días y Capmany se mantiene firme en la posición oficial de no negociar mientras dure la huelga y no aceptar a la Comisión de los Once porque «va contra la ley». Para él los acontecimientos han desbordado la órbita de lo sindical, pasando a ser competencia de la Dirección General de Seguridad.10 Mientras en Italia Monica Vitti y Gian Maria Volonté encabezan actos de apoyo transmediterráneo y mientras Sara Montiel aparece junto a sus colegas con aire de cupletista mártir —«estoy con vosotros, vengo convaleciente»—, llega el decisivo fin de semana. Al natural desgaste de los cuatro días transcurridos se une el hecho de que es el sábado cuando los teatros hacen su mayor taquilla y se temen deserciones. En la Asamblea corre la voz de que Juanjo Menéndez, actor-empresario con Los peces rojos de Anouihl, se propone dar función en el Bellas Artes y se acuerda que un grupo con algunos de los más activos dialogue con los compañeros. Para allí parte nada menos que Marieta de las Heras, más conocida como Rocío Dúrcal, flamante señora de Junior. Le acompañan el supertelevisivo Pedro Mari Sánchez, protagonista por aquel entonces de Rocky Horror Show, su mujer Flora María Álvaro, las también populares Tina Sáinz y Enriqueta Carballeira —ya por entonces de conocida militancia comunista—, el alma máter del TEI José Carlos Plaza, y Yolanda Monreal y Antonio Malonda. Juanjo Menéndez, que efectivamente tenía previsto romper la huelga, recibe a los ocho enviados con sonrisas y besitos. Diez minutos más tarde llega, sin embargo, la policía y se los lleva detenidos entre las protestas de la compañía que, ante los acontecimientos, se niega a actuar. Tina Sáinz va llorando a lágrima viva, decepcionada por el comportamiento de un compañero.11 Al conocerse lo ocurrido, figuras tan populares como María Asquerino, Berta Riaza, Fernando Fernán Gómez, Marsillach, Sara Montiel o María Cuadra se ofrecen para ir a la Dirección General de Seguridad al grito de «o todos, o ninguno». Lola Flores llega incluso a presentarse en el edificio de la Puerta del Sol, haciendo saber que ella es
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«amiga de altísimas jerarquías», además de «apolítica», pero que está allí «por mi cariño hacia mi comadre Rocío». La Dúrcal, que se negaba a abandonar a sus compañeros, es una de las primeras en quedar en libertad, junto con Pedro Mari Sánchez y su esposa. A la mañana siguiente sale Enriqueta Carballeira, pero los demás ingresan en prisión —Carabanchel para ellos, Yeserías para ellas— mientras se hace pública una nota oficial acusándoles de formar un «piquete violento» e incluso de estar relacionados con el FRAP y con Eva Forest, detenida por el atentado de la calle del Correo. A los encarcelados se les imponen multas de medio millón por cabeza, y a los otros de 250.000, 200.000 o 100.000 según los casos. Bajo la coacción de resolver la situación de los detenidos, el miércoles 12 de febrero, al cabo de ocho días de huelga, todos los teatros de Madrid alzan de nuevo el telón. Esa misma tarde se producen las excarcelaciones. A la salida de Yeserías, un grupo de trabajadoras de El Corte Inglés reconoce a Tina Sáinz, la aplaude e incluso la levanta en hombros. Cuando se reincorpora al elenco del teatro Eslava, la casualidad quiere que su primera frase sea: «Ya estoy de vuelta, señora». El público puesto en pie prorrumpe en una gran ovación.
Con similar emoción son acogidos tres días después por sus familiares los cuatro primeros excarcelados del Proceso 1.001. Tras besar a su esposa, lo primero que hace Francisco Acosta al cruzar la cancela de la cárcel de Carabanchel, poco después de las seis de la tarde de aquel sábado 15 de febrero, es abrazar a Josefina Samper, esposa de Marcelino Camacho, susurrándole al oído: «No te preocupes, está bien».12 Desde su detención en junio de 1972 en la residencia de los Padres Oblatos de Pozuelo de Alarcón, los diez dirigentes de Comisiones Obreras juzgados por el Tribunal de Orden Público con tan capicúa y sonoro número de expediente se han convertido, en España y fuera de ella, en símbolo viviente de la lucha por las libertades sindicales. La vista del caso se inició el mismo día del asesinato de Carrero y el TOP liquidó el asunto en solo tres días, en medio de una atmósfera de gran crispación política, condenándoles a penas entre doce y veinte años de cárcel, en plena coincidencia con la petición fiscal. Ahora los abogados defensores han interpuesto recurso ante el Tribunal Supremo y este, sin entrar para nada en los aspectos sustantivos del tema, ha decretado importantes rebajas en las condenas, por considerar que no está probado que la vinculación de los encausados a Comisiones Obreras sea en el grado de «dirigentes». Como consecuencia de esta decisión, además de Acosta, quedan libres Luis Fernández Costilla, Pedro Santisteban y Miguel Ángel Zamora, mientras que los seis restantes ven sus penas reducidas a menos de la tercera parte, con un horizonte bastante cercano de excarcelación. Los que aún permanecen entre rejas son el fresador Marcelino Camacho, el abogado Nicolás Sartorius, el administrativo Eduardo Saborido, el chapista 25
Fernando Soto, el metalúrgico Juan Marcos Muñiz y el cura-obrero Francisco García Salve. La puesta en libertad de sus cuatro compañeros permite conocer algunas de las reivindicaciones de quienes aún continúan en Carabanchel. Desean beneficiarse de un «Estatuto del Preso Político», disfrutar de comunicaciones más frecuentes con sus familiares y poder mantener con ellos un «contacto más íntimo» que el que permiten unos locutorios atiborrados de presos, en los que ni siquiera es posible dar la mano al visitante. El interés de la opinión pública no solo se centra en los sindicalistas presos, sino también en sus mujeres, integrantes de una variada gama que va de la esforzada Josefina a la elegante italiana Natalia Calamay, casada con el hijo de los condes de San Luis, Nicolás Sartorius. Dentro de la cárcel, los hombres del «Expediente» —así se les llama— son tratados con premonitorio respeto. Todas las tardes se forma una tertulia en torno a Marcelino Camacho —los presos comunes se dirigen a él llamándole «señor Camacho»—, quien les comenta los periódicos. Algunos días la sesión se completa con «lecciones» de derecho y filosofía, a cargo de Sartorius. El día en que el Supremo tenía previsto el estudio del recurso, todo el grupo se declara en huelga de hambre. «Fue una víspera memorable —comentan al salir los excarcelados—. Teníamos que hacer algo y decidimos la huelga, pero no podíamos anunciarlo antes para que no se retrasara la vista. Intercambiamos opiniones y enviamos cartas a nuestras esposas, porque ellas sufren mucho en estos casos. Otros de la Galería Tres quisieron acompañarnos... Les agradecimos la solidaridad, pero les dijimos que era “el Expediente” quien debía hacer esa lucha».13 Al cabo de cinco días de ingerir tan solo agua, el médico les comunica poco después del mediodía la noticia de la reducción de penas. A la hora del primer telediario todos se concentran ante el televisor. Cuando el locutor comienza a leer sus nombres, el jefe de servicio ordena a un preso común que apague el receptor. Desafiantemente uno de los hombres del 1.001 vuelve a encenderlo. El funcionario desenchufa el aparato y lo retira del salón.
Son casi las diez de la noche, cuando después de una cita rutinaria la camarada Andrea coge el metro en Ciudad Lineal, dispuesta a atravesar Madrid hasta llegar a su casa en las inmediaciones de la estación del Norte. El vagón va medio vacío y puede acomodarse en un asiento, desplegando el último libro de Castilla del Pino. Acaba de sumergirse en la lectura cuando en Pueblo Nuevo —cruce de la línea 5 con la línea 7— sube un chico de estatura media que se queda de pie a pocos metros y comienza a escudriñar su libro. Al principio no le presta atención, pero pronto a las miradas se suman algunos gestos y muecas. 26
Todo sucede muy rápido. —Yo conozco libros mucho mejores que ese, sobre la liberación de la mujer... Por ejemplo, sobre la emancipación de la mujer albanesa... La camarada Andrea sonríe para sus adentros, pues la cantilena le suena. El chico resulta simpático y físicamente no está mal. Sus ojos le parecen muy grandes y bonitos. También se fija en su tipo, bien proporcionado, algo cargado de hombros. —Si quieres quedamos un día y te lo explico... ¿Te parece mañana, en la puerta de Nebraska, en Cuatro Caminos, a las siete? La camarada Andrea tiene veinte años, estudia Ciencias Políticas y es una de las chicas más guapas que militan en el FRAP: pelo corto con mechas rubias, cara angulosa superexpresiva y, sobre todo, unas curvas muy bien puestas. Se mueve como pez en el agua entre la extrema izquierda universitaria —ha tenido dos novios del PCE (m-l) y uno de la Liga Comunista—, pero le encanta coquetear y vestirse como cualquier niña pija. Al día siguiente se presenta en Nebraska porque el tío aquel le ha caído bien y porque esas referencias a Albania y a la emancipación femenina solo las puede hacer alguien que, como ella, esté en la órbita del FRAP, o del Partido. La situación le hace gracia y quiere asegurarse. Bajan andando por Reina Victoria y se meten en un café atiborrado de estudiantes, poco antes de llegar a la bocacalle de la clínica Los Nardos. Él no cesa de hablar de política, mientras engulle su chocolate con churros. Está sin un duro y tiene que invitarle ella. La siguiente vez que quedan, la camarada Andrea le recibe con fingida severidad: —Mira, tú y yo no nos podemos volver a ver más... —¿Por qué me dices eso? —Ya te lo explicarán orgánicamente. Él se queda totalmente planchado. Ha dicho a su responsable del Partido que está tratando de captar a una tía que parece muy preparada y ahora resulta que... —¡No me digas que tú también estás en el Partido! —No, yo estoy en el FRAP. Pero ya sabes que estos son contactos inorgánicos que el Partido no permite. Al cabo de algunos días a la camarada Andrea le «bajan» una cita a través de su célula del FRAP. Acude como siempre y se encuentra de nuevo con el muchacho hablador de los ojos grandes. Se ríen mucho, porque aquello ya es un «contacto orgánico». (Así fue cómo Silvia Carretero conoció a José Luis Sánchez Bravo).
La misma demanda de libertades públicas —y en especial de libertad de asociación— por la que sufren presidio los hombres del 1.001, y que ha motivado a colectivos tan
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diferentes como los actores madrileños o los trabajadores barceloneses de la SEAT, moviliza también aquel mes de febrero a la Universidad de Valladolid. En respuesta a un juicio contra varios estudiantes acusados de asociación ilícita, se producen manifestaciones e incidentes, ante los cuales el ultramontano rector José Ramón del Sol decide cerrar los centros durante unos días. En el momento de la reapertura se encuentra con que el aula en la que debía dar clase está vacía. A la salida, un grupo de alumnos le increpa, arrojándole también —con buena puntería en algún caso — unos cuantos huevos. Comentando el incidente y la iniciativa de quienes pedían su dimisión, Del Sol declara —fingiendo tener controlada la situación— que «eso es cosa de cuatro amigos a quienes yo he prometido una comida si lo proponen y otra en caso de conseguirlo». No han transcurrido cuarenta y ocho horas desde que estas palabras han sido pronunciadas, cuando los delegados estudiantiles en bloque entregan por escrito en el rectorado la petición de dimisión, mientras dos mil de sus compañeros se concentran en la explanada principal del campus en señal de apoyo y refrendo. Desbordadas las autoridades académicas, el Consejo de Ministros reacciona con la misma falta de sensibilidad con que aborda cualquier gesto de insatisfacción social, decretando el cierre de cuatro facultades y la pérdida de la matrícula de sus alumnos. Mientras la indignación de los padres llega a la propia médula de la España conservadora, al día siguiente el diario Arriba publica un editorial titulado «Marxismo en la Universidad», preguntándose, sin encontrar respuesta, por qué razón las aulas y pasillos aparecen cada día más adornados con símbolos y pintadas comunistas. Tres días después del cierre de la Universidad de Valladolid, Fraga —en su segundo viaje del año a Madrid— se entrevista con el almirante Pedro Nieto Antúnez, a quien había confiado la misión de presentar su proyecto político en El Pardo. Nieto Antúnez, el fiel Pedrolo, transmite con incómodo laconismo la respuesta de Franco: «No a los choques entre diversas tendencias; no a Fraga, que pretende alzarse con la herencia del Régimen».14 «¿Será posible que tan morigerado programa, al que cuesta notable esfuerzo denominar simplemente de centro, porque es el programa de una derecha recelosa, inteligente y progresiva, haya provocado la fulminante exclusión de sus promotores?», se pregunta Ricardo de la Cierva.15 Pues sí, es posible. Fraga encaja el golpe a regañadientes, y en la presentación de un libro de su colaborador Gabriel Elorriaga advierte que los cambios se harán en España «por las buenas o por las malas». Antes de regresar a Londres se entrevista con un inteligente coronel, entonces secretario técnico del Alto Estado Mayor, quien había puesto mucho interés en conocerle. Su nombre, Manuel Gutiérrez Mellado. Encerrado en sí mismo, el Régimen empieza a perder todo horizonte incluso para algunos de sus más genuinos y sinceros defensores. Ante la evidencia de la escalada en la conflictividad laboral, el vicepresidente social Licinio de la Fuente trata de arrancar del Consejo de Ministros un reconocimiento y regulación del derecho de huelga. Tras 28
varios meses de desgaste y ante las objeciones que desde la óptica del llamado «orden público» realiza el también vicepresidente y ministro de la Gobernación García Hernández, lo único que obtiene es un tímido decreto que autoriza la huelga en empresas aisladas solo cuando se agote la mediación obligatoria —veinte días de trámite— y la refrende el sesenta por ciento de la plantilla. Cualquier otro supuesto es considerado «huelga improcedente» y da pie al despido sin indemnización de sus protagonistas. Desencantado e impotente, Licinio de la Fuente presenta la dimisión. Al cabo de una larga crisis de dos semanas, Arias Navarro lo sustituye por el joven catedrático Fernando Suárez, que años antes había alcanzado cierta notoriedad parlamentaria por sus ataques en las Cortes al Opus Dei y su Universidad de Navarra. El presidente trata de aprovechar la oportunidad para reequilibrar la composición de su gabinete, muy escorado a la derecha desde la crisis del año anterior, en la que el descabezamiento de Pío Cabanillas llevó aparejada la dimisión de Barrera de Irimo. Entre sus gestiones para incorporar a elementos de la plutocracia madrileña considerados como reticentes al franquismo, figura una conversación con el presidente de Explosivos Río Tinto, Leopoldo Calvo Sotelo, a quien ofrece las carteras de Industria o Comercio. Calvo Sotelo escucha a Arias e interroga al vicepresidente económico Cabello de Alba: —¿Tenéis algún plan para enviar a Franco a Marivent? Curiosamente en los cenáculos madrileños se había urdido el rumor de que, en el caso de una retirada en vida, el jefe de Estado pasaría a residir en el palacio mallorquín que luego se hará célebre entre los españoles como lugar de veraneo de los reyes. Ante la ambigüedad de la respuesta de Cabello de Alba, Calvo Sotelo decide remitir su dilema a la máxima autoridad aperturista y telefonea —cómo no— a Manuel Fraga a Londres. Recuperado ya del jarro de agua fría de Madrid, el embajador responde: «Esa es una decisión muy personal, pero lo que te prometo es que cuando yo sea presidente tú serás ministro, tanto si ahora dices que sí, como si dices que no». Fracasadas esta y otras gestiones parecidas, Arias se limita a realizar irrelevantes ajustes en el área económica y a sustituir a los ultrarreaccionarios Ruiz Jarabo y Utrera Molina, por Sánchez Ventura y Fernando Herrero Tejedor. Aunque el acceso de este último a la Secretaría General del Movimiento tiene objetivamente su importancia, la opinión pública acoge el desenlace de la crisis con absoluta indiferencia, pues la intervención televisada del presidente Arias el 26 de febrero acaba de dar la pauta del escaso recorrido de sus proyectos. Entrevistado por algunos directores de periódicos, Arias declara literalmente que «no considero ni necesaria, ni conveniente, ni oportuna la reforma constitucional». Se trata de una respuesta encaminada a frenar en seco el revuelo organizado poco antes por el dimitido expresidente del INI, Francisco Fernández Ordóñez, que en la más polémica de las conferencias pronunciadas hasta entonces en el Club Siglo XXI ha solicitado la
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apertura de un proceso constituyente, ante un público abigarrado y variopinto que incluye a la duquesa de Alba y a Josefina Samper, esposa de Marcelino Camacho. La frase de la intervención de Arias que, sin embargo, se les queda más grabada a los televidentes, es aquella en la que invita a los españoles a un reencuentro con su Caudillo: «Que se acerquen al palacio de El Pardo, que, aunque sea desde la lejanía, contemplen esa luz permanentemente encendida en el despacho del Generalísimo, donde el hombre que ha consagrado toda su vida al servicio de España, sigue, sin misericordia para consigo mismo, firme al pie del timón, marcando el rumbo de la vida para que los españoles lleguen al puerto seguro que él desea». Este discurso de Arias quedará ya para siempre como «el de la luz de la ventana». El Norte de Castilla, de Valladolid, titula «La decepción Arias», y Diario de Barcelona editorializa con frustración: «A los que hemos preconizado cambios políticos sin salirnos de los cauces señalados en las leyes constitucionales, el señor presidente nos dice que ahora no es el momento de realizarlos. ¿Qué solución nos queda? ¿Agachar la cabeza y seguir la senda que se nos trace? Comprenderá el señor presidente que eso no es posible, ni mucho menos atractivo, pues excepto algunos suicidas, nadie desea morir en un búnker». Al día siguiente de la comparecencia de Arias en televisión, Franco preside en El Escorial el tradicional funeral en memoria del último rey de España. «La crisis gubernamental, la inquietud universitaria, la agitación en el mundo del trabajo y la negativa de la oposición a colaborar en los planteamientos aperturistas del presidente dan al acto fúnebre un especial e histórico relieve, con ribetes parecidos a los que precedieron a la caída de Alfonso XIII hacía cuarenta y cuatro años», escribe José Oneto.16
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2 LOS ÚLTIMOS DÍAS DE VINO Y ROSAS
29 de marzo. La voz anciana y persuasiva de Julio Álvarez del Vayo resuena en la amplia sala decorada con armaduras, platos de estaño y otros motivos dieciochescos, que sirve de escenario, en un céntrico palacete de Perpiñán, a la reunión del Comité Permanente del Frente Revolucionario Antifacista y Patriota: —Observadores imparciales de dentro y de fuera, informes diplomáticos, etcétera, concuerdan en que este es un año decisivo; yo diré que es un año en que si el FRAP trabaja como puede y debe trabajar, es el año del fin de la dictadura... El crecimiento del FRAP justifica ya la creación de lo que podríamos llamar una rama militar. Una rama militar que no es el terrorismo a ciegas, sino el empleo de las posibilidades inmediatas en España para acciones complementarias a la huelga... Para Julio Álvarez del Vayo, el hombre que conoció a Lenin, fue amigo de Nehru y se enamoró de Rosa Luxemburgo, volver a Perpiñán es siempre, en cierto modo, andar sobre sus propias pisadas. A sus ochenta y cuatro años conserva intacto ese proverbial optimismo histórico que a finales de febrero de 1939, siendo ministro de Estado del último gobierno republicano asentado en España, le llevó a manifestar: «Hay que sostenerse dos o tres días más. Para el martes se anuncia un discurso de Mussolini del que saldrá la guerra general. Entonces nuestra situación cambiará». Una semana después, ya instalado en esa misma ciudad de Perpiñán, su profecía será aún más arriesgada y concreta: «Nunca hemos estado más cerca que ahora de ganar la guerra». En sus memorias, el presidente Azaña califica de «insania» esos comentarios y apostilla: «Estaba yo tan harto que no recogí el despropósito». A juicio de Indalecio Prieto, Vayo fue durante la Segunda República el hombre de Moscú en España, e invoca como prueba de ello las presiones ejercidas por la embajada soviética para que llevara la relaciones exteriores del Gobierno Negrín. Alineado junto con Largo Caballero en el ala radical del PSOE y fiel defensor de la ortodoxia marxistaleninista, buena parte de su universo se resquebraja cuando en 1956 Kruschev impone el revisionismo en la Unión Soviética. Con los ojos puestos ya en China y Albania, y una cierta obsesión por la lucha armada rondándole la cabeza, Vayo funda el Frente Español de Liberación en 1964 y el FRAP en 1971.
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En esta última aventura, iniciada en una reunión parisina en casa de Arthur Miller, le acompañan las dos personas —pareja tanto en la vida real como en la política— que ahora se sientan a su lado en la asamblea de Perpiñán. A su derecha está Elena Odena, a quien Vayo quiere como a una hija. A su izquierda Raúl Marco, verdadero motor tanto del PCE (m-l) como del FRAP. Ninguno de los dos se llama en realidad de esa manera. Ella ha tomado el nombre de Lina Odena, una de las míticas heroínas de la guerra civil, fusilada por los nacionales. Él ha elegido el patronímico de Raúl Castro, que por algo se declaró comunista mucho antes de que lo hiciera Fidel, a quien le han dicho que vagamente se parece, y lo ha unido con una leve variante del nombre del poeta Marcos Ana, cuya figura encarcelada fue durante varios años su punto de referencia ético dentro del PCE. Raúl Marco se apellida realmente Fernández, y su nombre de pila verdadero es todavía más convencional y anodino. Se trata de un hombre delgado, de nariz prominente algo enrojecida que usa bigote en forma de escobilla, viste con chaqueta y corbata y trata respetuosamente de usted a Álvarez del Vayo. Repartidor de comercio primero, mecánico después, Fernández se distingue dentro del PCE por su resistencia a aceptar el viraje moderado que desde mediados de los cincuenta trata de imponer Carrillo. Así, al deshielo soviético-norteamericano de los primeros tiempos de Kruschev, acogido con gran satisfacción por el PCE, él y algunos camaradas responden apedreando los cristales de varias empresas yanquis en Madrid. Así, a la consigna de distribuir la encíclica Pacem in terris como elemento de reconciliación y punto de partida para el diálogo entre cristianos y marxistas, ellos replican repartiendo el Manifiesto comunista, acompañado de duros panfletos contra el papa. En 1962 Fernández, que ya controla una pequeña red de células marxistas-leninistas coordinadas al margen de la estructura del Partido, se muestra partidario de orientar el movimiento huelguístico asturiano hacia una insurrección armada similar a la de 1934. Esta y otras discrepancias precipitan la ruptura, y tanto él como su compañera abandonan el PCE, constituyendo el «Eme-ele» —así es como los militantes resumían lo de «marxista-leninista»— y estableciendo estrechas relaciones con Tirana. Aunque el FRAP ha nacido con la pretensión de servir de aglutinante a todo tipo de antifranquistas, la mayor parte de los sesenta o setenta asistentes a la reunión de Perpiñán —la convocatoria de ese Comité Permanente se ha «ampliado» a representantes de las distintas provincias en las que existe cierta implantación— son al mismo tiempo dirigentes, o al menos militantes, del Eme-ele. Además de para elegir formalmente a Vayo como presidente del FRAP, la reunión sirve para concretar la apuesta por la «violencia revolucionaria». Las palabras textuales del viejo líder republicano son estas: «Ya no basta, compañeros, con promover acciones huelguísticas; ya no basta con organizar e impulsar la violencia de las masas. Hay que elevar cada vez más esa violencia que, por venir de las masas y estar orientada contra el fascismo, es revolucionaria. No se trata de caer en aventurerismos, ni en el terrorismo desligado de 32
las masas; se trata de canalizar el ardor popular que se manifiesta cada vez más, para, de forma organizada, golpear más y más a la dictadura...». En sintonía con esta propuesta se acuerda constituir un comando militar integrado por cinco miembros cuyo coordinador y hombre clave será Fernández —es decir, Raúl Marco—, y cuya tarea consistirá en crear «grupos de combate» que tendrán, entre otras, la misión de atentar contra los miembros de las Fuerzas de Orden Público. La filosofía la tienen clara desde su propia óptica: no se trata de disparar contra las personas, sino contra su uniforme. Al término de la reunión de Perpiñán, Vayo visita la tumba de su viejo amigo Antonio Machado en Colliure. Conduciendo el automóvil a muy pocos kilómetros de la frontera, Raúl Marco se da cuenta de que lo que de verdad obsesiona al viejo es la idea de volver como sea —ha hablado de hacerlo clandestinamente incluso— a España. —Mire, Vayo... Ahí detrás está España. —Sí, ahí detrás está España... (Apenas un mes después, Julio Álvarez del Vayo fallecerá en Ginebra víctima de un infarto. Diez años después17 sus restos continuarán en tierra extraña, a consecuencia del repudio que los métodos de lucha elegidos por él y sus seguidores producirán a las principales fuerzas democráticas).
A finales de abril el camarada Hidalgo convoca, como responsable político, al resto de los miembros del Comité Provincial de Juntas del FRAP, a una importante reunión orgánica en un descampado cerca de los montes de El Pardo. Quien preside la reunión no es él, sino una chica alta y delgada apodada Libertad que es su enlace con el Partido y quien le ha «bajado» la consigna de juntar a los camaradas. Sentados sobre la hierba —es un día espléndido de primavera—, Libertad informa que «la dirección» ha decidido contestar a la escalada represiva del Régimen con un endurecimiento de la «lucha armada». A partir de ese momento una de las obligaciones básicas de todo militante será pasar información sobre los «miembros del aparato represivo fascista», destinada a los recién creados grupos de combate del FRAP. Tanto Hidalgo como Silvia apodaban a Libertad, de manera claramente despectiva, la Larga. Libertad y Silvia sentían una clara antipatía mutua. Libertad consideraba a Silvia como la típica niña pija, ansiosa por jugar a la revolución: —La camarada Andrea es una tía muy cachonda, pero no está preparada para militar en un partido comunista... Silvia pensaba que la Larga era una dogmática y un rollo. Entre los presentes en la reunión, además de Hidalgo y Andrea, figura un joven de larga cabellera, gafas y aspecto quebradizo y frágil, medio ácrata, medio hippy, que hace las veces de secretario de Propaganda. Se llama Manuel Cañaveras de Gracia y responde al apodo de Ramiro. Trabaja por las mañanas como ordenanza en la empresa de 33
electrónica TEMSA y por la tarde estudia COU en una academia de la calle Manuela Malasaña. Lleva dos años de militancia en el FRAP y es quien ha sugerido el enclave campestre de la cita, pues procede del vecino poblado de Fuencarral. Hombre pusilánime por naturaleza, Ramiro —que ya había tenido noticias previas por otros camaradas de la decisión del Partido— alega ante Libertad que esos acuerdos se han tomado sin contar con los militantes e invoca los estatutos. Ella se mantiene inflexible. —Las cosas son así y no tienen vuelta de hoja. Andrea e Hidalgo tampoco terminan de ver claro el asunto. Al margen de que estén conformes o no con la nueva estrategia, está claro que no disponen de medios para llevarla a cabo. Así se lo dicen a la Larga, cuyo único respaldo incondicional en el grupo es un chico apodado Vázquez, a quien los demás consideran su protegido. Vázquez despierta una general antipatía y la discusión se hace muy viva. Libertad pone el punto final, en forma de amenaza. —Es una decisión del Partido. Y que se anden con cuidado los que estén pensando en realizar actividad fraccional. Pocos días después, una chica conocida como Aránzazu —mitad camarada, mitad ligue— ofrece a Ramiro una vieja escopeta de caza del calibre 12 que su padre utiliza de Pascuas a Ramos. Es una «Laurona» fabricada en Éibar. —Puede servir para defenderse, o para ejecutar a alguien —le dice. Pese a sus reparos, Ramiro la guarda y trata de ponerla a disposición del Partido. Queda citado con Libertad para entregársela, pero ella no hace acto de presencia. El 11 de mayo José Luis Sánchez Bravo y Silvia Carretero se casan por la Iglesia en la parroquia de Nuestra Señora del Val del Barrio del Pilar. Aunque la boda está prevista a las cinco y media de la tarde, el cura —muy vinculado a la ORT— accede a celebrarla a las ocho de la mañana y en su despacho, pues el novio teme que, al haber comparecido la víspera en el Registro Civil, pueda activarse la orden de busca que, como prófugo, pesa contra él. Silvia se casa temblando de frío y vestida con unos pantalones de pana. Asisten su madre y tres amigas con sus respectivos novios. El grupo lo celebra desayunando juntos. Naturalmente, el camarada Hidalgo abandona el piso de la calle Iriarte, trasladándose a una vivienda alquilada a nombre de su suegra, cuya ubicación en la zona de Surbatán terminará siendo determinante de esta trágica historia. La marcha de su compañero supone un duro golpe para Ramón García Sanz. Como si con ello tratara de mantener un nexo de unión con uno de los contados amigos que ha tenido en su vida, ingresa entonces en el FRAP y accede al viejo ruego de instalar en el piso el «aparato» de propaganda. —A partir de ahora, ya vas a ser un «ce» con todas las de la ley —le dice Hidalgo, con grandes aspavientos. —¿Qué es eso de un «ce»? No entiendo. 34
—Un «ce» es un «ce». ¿Tú eres «ce» o no eres «ce»? Claro que eres «ce». Un «ce» es un «camarada». Juntos deciden que su nombre en la clandestinidad, igual que en el orfelinato, seguirá siendo Pito. El acuerdo se consuma, a través de María Nieves Moral, alias Ana, compañera del dirigente del FRAP y del Eme-ele Pablo Mayoral rueda, a la que García Sanz llama la China a causa de sus ojos rasgados. La China le presenta a un tal Serrano, quien a finales de mayo se presenta un domingo a las nueve de la mañana con un 850 blanco que aparca lejos de la puerta para que Pito no pueda ver la matrícula y del que extrae una multicopista, más de siete mil folios de papel blanco y varios botes de tinta. De lo primero que se ocupa Pito es de insonorizar una de las habitaciones del piso de la calle Iriarte, recubriendo alguna de las paredes y fabricando una especie de tapa acristalada para la multicopista. Con ayuda de Serrano, Pito comienza a imprimir las publicaciones clandestinas del Partido —especialmente Vanguardia Obrera— a partir de los clichés que les trae la China. De todos los folletos que salen de su piso el que más le llama la atención es un opúsculo titulado La Junta Democrática, amalgama de traidores, asesinos y fascistas, en el que los más ásperos denuestos quedan reservados para Santiago Carrillo. Su fama de mañoso se extiende por el Partido, y en una ocasión Pablo Mayoral le trae en una bolsa un cilindro estropeado de otro aparato de propaganda. Pito se lo lleva a su trabajo, y en las instalaciones de San Mamés consigue arreglarlo. Sánchez Bravo y Silvia viven, entretanto, algunos de los días más felices de su existencia. Libertad y otros de sus contactos en el Partido han decidido someter a Hidalgo a una especie de extrañamiento temporal, como prueba de disconformidad con su boda, con lo que todo el tiempo es para ellos. Silvia no toma anticonceptivos —«fuimos a por el niño», recordará más tarde—, porque él está empeñado en tener un hijo. Un día, a la salida del metro, él le monta una escena de celos porque piensa que Silvia ha estado coqueteando todo el trayecto con otro viajero. Todo lo que tiene de extrovertido, lo tiene también de posesivo y estricto. Se marcha enfadado de casa y se va a ver Terremoto. No vuelve hasta las once. Silvia le espera, asomada al balcón, temiendo que le haya podido detener la policía. Otro día Silvia llega de compras y le enseña un biquini nuevo. —¿No pretenderás ir a la piscina con eso? —No seas ridículo, Luis. Ni que fuera enseñándolo todo... —Si tú vas así, yo no te acompaño. A la semana siguiente ella agarra su álbum de fotos y le rompe todas las imágenes de una despampanante rubia de nacionalidad sueca llamada Helga, que él alardea haber tenido como novia. 35
También hablan del FRAP y del Eme-ele y de las nuevas consignas que han «bajado» de la dirección. —Yo no lo veo claro, Luis. ¿A ti qué te parece? —Tendríamos que hacer mucha más propaganda, lanzar cientos de miles de octavillas, tener más infraestructura... Pero no hay que darle tregua al Régimen, y la dirección sabe lo que se hace. Viendo en el cine Coliseum El jovencito Frankenstein, Silvia nota entre carcajada y carcajada unos fuertes pinchazos en los riñones. Se acerca a Luis y le susurra: «O es que me va a venir la regla, o es que estoy embarazada». Por esas mismas fechas una joven enfermera de rostro ovalado y limitado atractivo físico, que trabaja en el Instituto de Ciencias Neurológicas, decide vencer su enorme timidez —estando encargada de «nuevas captaciones», no consiguió ni un solo adepto— y acepta la responsabilidad, que le transfiere Pablo Mayoral, de dirigir el Comité de Radio del Eme-ele en la Zona Norte. La enfermera se llama Concepción Tristán, pero su nombre en la clandestinidad es Sonia. También por estas mismas fechas una muchacha de cara alargada, cejas rectas y boca muy fina, responsable de Propaganda de las Juventudes Comunistas de España (marxistas-leninistas), se instala con su compañero en la vida y en la militancia política en una buhardilla de la calle San Hermenegildo; una calle en la que también vive un zapatero que, como se verá después, a su vez sabe que también vive un abogado. La chica se llama María Jesús Dasca Penelas, pero su nombre en la clandestinidad es Berta.
El año que murió Franco, con un incremento del Producto Interior Bruto de solo el 1,1 por ciento, la economía española registró su índice de crecimiento más bajo desde 1960. La inflación llegó al 16,9 por ciento —frente a un promedio del 7,3 para la década 63-73 —, y el número de parados rebasó por primera vez desde la peor posguerra la cifra entonces pavorosa del medio millón.18 Si el Generalísimo hubiera vivido unos meses más, habría tenido la oportunidad de comprobar cómo el sistema de prosperidad material que él creía haber impulsado quedaba sumergido en lo más hondo del pozo de la crisis de la economía occidental. Es probable que si no hubiera coincidido de manera tan casualmente exacta su desaparición física con la incidencia de este grave quebranto mundial en la economía doméstica de los españoles, tampoco hubieran sobrevivido algunos de los mitos que aún identifican al régimen franquista con una época de creciente bienestar. Los logros obtenidos en el periodo que va desde 1960 hasta 1975 son, ciertamente, impresionantes. La renta per cápita casi se había triplicado, quedando situados los españoles en un nivel muy próximo al de Italia; el índice de analfabetismo había descendido del 13,6 por ciento a solo el 7 por ciento; el número de universitarios se había más que cuadruplicado, pasando de los 76.632 matriculados de 1960 a 324.036 en 36
1975; en el cómputo por cada mil habitantes se había saltado de 59 teléfonos a 200, de 5 televisores a 653, y de 10 automóviles a 111.19 En 1960 España era un país eminentemente agrícola, pues nada menos que el 40 por ciento de la población activa estaba ocupada en el campo, y solo un 24 por ciento de los ciudadanos vivía en núcleos de más de cien mil habitantes. En 1975 la agricultura ya no ocupaba más que al 25 por ciento, y el porcentaje de habitantes de grandes núcleos urbanos había llegado al 38 por ciento, mientras descendía del 17 por ciento al 11 por ciento el de residentes en municipios de menos de 2.000 habitantes. En esta década y media «prodigiosa», el índice de crecimiento anual rebasó por dos veces la increíble cota del 10 por ciento (1961 y 1962), y en otros cuatro ejercicios (1966, 1969, 1972 y 1973) superó la del 8 por ciento. Fueron los años del desarrollismo y de la construcción de los grandes imperios. El más notorio de todos ellos, el holding Rumasa, habría de ser, por cierto, noticia aquel mes de mayo de 1975, al interponer querella —solicitando mil doscientos millones de indemnización— contra la revista Sábado Gráfico, la cual había tenido la osadía de sugerir tímidamente que el imperio de la abeja atravesaba algunas dificultades financieras. Casi al mismo tiempo las revistas del corazón daban cuenta del ingreso de José María Ruiz Mateos y sus cuatro hermanos en la muy piadosa y nobiliaria Orden de Caballeros del Santo Sepulcro. Al margen de sus costes en materia de libertades políticas y sindicales, el modelo de crecimiento «a la española» tenía profundas zonas de sombra. Una de ellas era la emigración masiva a Europa y Sudamérica, que en 1975 permitía situar el censo de españoles trabajando en el extranjero en la impresionante cifra de 1.435.621 personas.20 Otro punto oscuro era la política fiscal, o, para ser más exactos, la absoluta falta de ella, con la subsiguiente perpetuación de desigualdades seculares. En 1974 solo 28.236 españoles pagaron dinero a Hacienda en concepto de Impuesto General sobre la Renta de las Personas Físicas. Con los 5.000 millones de pesetas —menos del 1 por ciento del presupuesto del Estado— recaudados por ese sistema, la justicia redistributiva del franquismo tan solo alcanzaba a nutrir el llamado Fondo para la Igualdad de Oportunidades. Consecuencia de ello era que solo el 1,22 por ciento de las familias españolas tenían unos ingresos anuales superiores al millón de pesetas, pero ese 1,22 por ciento concentraba el 22,39 por ciento de la renta nacional. «En fin, que los ricos cada vez lo son más», argumentaba Cambio 16 en un estudio de la situación fiscal publicado en junio de 1975.21 Tal estudio incluía una encuesta del Instituto Consulta que permitía reconstruir el proceso que desembocaba en un número tan exiguo de contribuyentes. Ante la pregunta: «¿Sabe usted si tiene que hacer la declaración de Hacienda?», solo un 18 por ciento de los consultados respondía que sí, el 54 por ciento contestaba que no, y el 23 por ciento —casi la cuarta parte de la muestra— alegaba lisa y llanamente que lo ignoraba. Luego resultaba que de ese 18 por ciento de personas que sabían que tenían que declarar, un 25 por ciento admitía no hacerlo y un 58 por ciento de los restantes alegaba que la 37
declaración le salía negativa. Total que solo el 42 por ciento del 75 por ciento del 18 por ciento, es decir únicamente el 5,67 por ciento de las familias españolas cotizaban al fisco. Ni que decir tiene que, según desvelaba también la encuesta, la inmensa mayoría de los ciudadanos consideraban el sistema injusto. Desde el advenimiento de la crisis, consecuencia del alza del precio de los crudos, iniciada en el otoño de 1973, la gran obsesión de los gobernantes franquistas había sido mantener las ficciones del pleno empleo y el bienestar aparente. La imagen de grandes masas de parados engrosadas por los emigrantes despojados de su puesto de trabajo en el extranjero, era la pesadilla que más asiduamente quitaba el sueño a los barones del Régimen. La perpetuación del sistema a la muerte del general Franco exigía ante todo un escenario de paz social y cualquier concesión encaminada a tal propósito estaba políticamente justificada. De ahí que cuando todo el mundo occidental se apretaba el cinturón, España siguiera viviendo como si no pasara nada. Los convenios colectivos incluían fuertes aumentos de sueldos, el precio de la gasolina se mantenía artificialmente bajo y la máquina de imprimir billetes no cesaba de funcionar. La ficción no podía, sin embargo, sostenerse mucho tiempo. Agobiadas por el aumento de los costes y faltas de competitividad exportadora, numerosas empresas comenzaron a quebrar. Al hacer balance del año pudo escribirse que «enfrentados ante el dilema capitalista de inflación o paro, quiso evitarse el segundo, para terminar apuntándose a los dos». Ramón Tamames resumió así la situación en Cuadernos para el Diálogo: «Cabe afirmar que España se encuentra en una fase de marcada “estanflación”, es decir, de estancamiento con inflación, que en lo concerniente al alza de precios presenta una gravedad indudable en términos comparativos internacionales. Por otra parte, las diversas fuerzas que operan en la economía española no permiten prever que en 1976 se superará la situación actual. La disminución de la actividad interior y la importante caída de las inversiones son los factores que más han contribuido a la espectacular extensión del paro, imputable sobre todo a la creciente incertidumbre respecto a la salida a los problemas políticos que el país tiene planteados».22
El año que murió Franco, el cabo de la Policía Municipal de Cáceres, don Andrés Martínez Piris, entró cierta mañana en la papelería de doña Rosario García Polo y conminó a esta, con todo el peso de su autoridad, para que retirara del escaparate una litografía que representaba a una señorita recostada en cueros sobre unos almohadones, tal y como la había reflejado hacía algún tiempo un tal Francisco de Goya y Lucientes. La España real rio a pierna suelta con el episodio de La maja desnuda, mientras el cabo Piris alegaba: «He recibido críticas, pero más son las muestras de simpatía, empezando por la propia Corporación... Ahora hay una plaza vacante de sargento y el cabo de más antigüedad soy yo...». No debía andar muy descaminado en esta presunción 38
de sintonía con la escala de valores de la España oficial, cuando por esas mismas fechas la revista ¡Hola!, órgano de las personas de buenas costumbres, se refería en estos términos al nacimiento de la primera hija de los «amancebados» Marisol y Antonio Gades: «Lástima que la situación de los padres de la pequeña no permita celebrar con el júbilo natural el acontecimiento de esta maternidad. ¡Lástima!».23 Muy poco después, su competidora, Semana, subrayaba elogiosamente el desinterés de los virginales Sergio y Estíbaliz por el prohibidísimo cine pomo, durante su paso por Estocolmo con motivo del Festival de Eurovisión. «No nos llaman la atención ni esa clase de espectáculos, ni ese tipo de cine —explicaba Sergio—. He visto en las carteleras que exhibían Enmanuelle y no te voy a decir que no haya sentido curiosidad..., pero no hemos ido a verla». «Yo tengo muchos reparos para ir a ver eso...», replicaba Estíbaliz. «Yo no tengo reparos, pero como no me apetece nada que vaya Estíbaliz, pues me he aguantado», aclaraba Sergio.24 Más allá de estos ejemplos, doña Censura se batía, sin embargo, en retirada, y un ansia de permisividad sexual iba impregnando los comportamientos de la sociedad española. Al amparo de la tolerancia de los inspectores de la Delegación Provincial de Información y Turismo, en varios locales de Madrid podía verse strip-tease integral por no más de 350 pesetas —500 los domingos— y libros como Las españolas en secreto, en el que el periodista José Antonio Valverde y el doctor Abril afirmaban que «el setenta por ciento de las españolas son seudofrígidas», competían con el mismísimo Kamasutra en los ventanales de las librerías. Con menos rigor científico si cabe, el semanario Blanco y Negro reflejaba el personalísimo toque de su nuevo director, Luis María Anson, a través de una encuesta planteada en los siguientes términos: «¿Cree usted que un elevado porcentaje de chicas españolas mantienen relaciones sexuales completas antes de los veinte años? ¿Le parece conveniente?». La más comentada de todas las respuestas fue la del periodista Amilibia, que a la segunda pregunta contestó: «No solo conveniente, sino absolutamente necesario. Hay cosas que hay que empezar a hacer cuanto antes mejor. De otra forma caeremos en el riesgo de “oxidaciones” que luego en el estado adulto pueden conllevar situaciones frustradas». Por su parte Lola Flores contestó: «No me parece conveniente, porque si algo tiene la mujer de valor realmente positivo es la honra». El mayor sobresalto para la tradicional pacatería española no procedió aquel año de ningún cabaretucho de tres al cuarto, sino del tantas veces glorioso escenario del mismísimo Teatro de la Comedia. Y su artífice no sería ninguna starlette con aires de puta barata, sino María José Goyanes, tal vez la más televisivamente popular de las actrices del momento. «Pues sí, me gusta ser la primera señora que ha enseñado las tetas en un escenario español», declararía la Goyanes al día siguiente del accidentado y polémico estreno de Equus, de Peter Shaffer.25 El conflicto y el escándalo habían llegado con la pretensión del productor Manuel Collado de que la Goyanes y su partenaire Juan Ribó enseñaran 39
algo más que las tetas, tal y como imponía el guion. Aunque inicialmente el montaje pasó censura, la víspera del estreno el director general del teatro intervino personalmente para prohibir el desnudo total. La Goyanes protestó: «Realmente pienso que la gente no es tan imbécil como para no poder vernos desnudos». El estreno se aplazó varios días por «razones técnicas», negociándose entretanto una solución: los actores saldrían cubiertos de unos pequeños slips de color carne que protegerían a un tiempo el pudor de los espectadores y la intención estética de la obra. Al llegar esa escena, el público prorrumpió en manifiesta división de opiniones: mientras una mitad protestaba por las tetas de la Goyanes, la otra protestaba por los slips. Muy pronto la joven Victoria Vera siguió los pasos de su compañera en la obra de Antonio Gala ¿Por qué corres, Ulises?, dando pie para que Emilio Romero acotara que el eje del debate del momento oscilaba «entre las cositas de la Goyanes y las cositas de la Vera».26 Estando proscrito el divorcio en nuestro ordenamiento jurídico, y quedando la tortuosa vía de la anulación eclesiástica reservada a las minorías más pudientes, la sagrada institución del matrimonio era, por supuesto, el gran recipiente sobre el que se escanciaba la hipocresía nacional. Aunque Cambio 16, fiel a su función subversiva y desestabilizadora, llegó a publicar una extensa lista de famosos que, faltos de instrumentos jurídicos para disolver su matrimonio, habían «tirado por la calle de en medio», las revistas del corazón bombardeaban semana tras semana a las amas de casa española con reportajes que exaltaban la felicidad conyugal de las parejas legalmente constituidas. Así, en un número se hablaba de que Curro Romero y Conchita Márquez Piquer «están más unidos que nunca», en otro se resaltaba la buena avenencia entre Paquirri y su esposa Carmina Ordóñez, y en el siguiente se subrayaba el amor indestructible entre Julio Iglesias e Isabel Preysler. Compendio y resumen de todos estos reportajes fue el realizado por la revista ¡Hola! en el hogar de los duques de Cádiz, en el que el periodista Jaime Peñafiel describía «la entrañable compenetración, enorme ternura y el gran amor que preside en la intimidad todos sus actos». La descripción del ambiente incluía también las llamadas de atención de «don Alfonso» y «María del Carmen» ante las travesuras de su hijo mayor: «¡Fran, deja las botellas! ¡Fran, no toques eso! ¡Fran, bájate de la mesa!», «todo es serena felicidad en la casa», concluía el periodista.27
El año que murió Franco, un grupo de jóvenes periodistas realizó una encuesta sobre las opiniones políticas de una larga serie de personajes famosos de los más diversos ámbitos.28 Basta espigar algunas de las respuestas —plenamente representativas del confusionismo e inhibición cívica del hombre de la calle— para comprender que los últimos cuarenta años no habían pasado en balde:
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Santiago Bernabéu: «Soy liberal, liberal, liberal. Bueno, un liberal con mucha educación, porque al no haber educación no puede haber un pueblo liberal porque se forman follones». Rafael Sánchez, el Pipo: «Me asociaría al partido que, de verdad, sea capaz de que no haya tanto rico ni tanto pobre, para que todos, como seres humanos, pudiéramos comer marisco y acudir a todos los espectáculos». Fernando Fernán-Gómez: «Veamos..., no confío en la política ni en los políticos. Me siento apolítico o preferiría decir antipolítico. Yo desearía un mundo en el que los políticos no fueran necesarios». Luis García Berlanga: «Soy anarquista individualista, y no me agrada ninguna empresa de carácter colectivo». María Isbert: «Desde la cima de mi medio siglo nunca había visto una igualdad de clases tan agradable como la que disfrutamos ahora bajo la presidencia de nuestro Caudillo, a quien considero un enviado de Dios para España». Luis Miguel Dominguín: «Soy arribista. Todos quieren mandar. El que manda suele ser el más inteligente. Yo admiro la inteligencia». Sara Montiel: «Soy demócrata, pero bien entendida la democracia y no como tapujo. Porque amo la libertad». Lola Flores: «No entiendo de política, pero si hiciera falta bailar por ella en el lugar más antipático del mundo, allí estaría Lola Flores. Naturalmente, por España». Lucía Bosé: «Mi política es: Cristo». Antonio Fernández, Fosforito: «Mi política es el arte del cante de verdad. Las saetas, el martinete y todo eso. De lo demás, no entiendo. Yo me sumerjo en mi mundo y no salgo de él más que cuando duermo». Antonio Ordóñez: «Para mí la mejor política fue, es y será la predicada por Cristo. Cualquiera de las que se forje en este camino es la mía». Manuel Benítez, el Cordobés: «Yo no sé con qué se come eso de la política. Yo lo único que sé es hacer algo bueno por los demás, y eso debe ser mi política. De lo demás no tengo ni idea. ¿Definirme? Si no lo he hecho nunca con nada. Ni con los toros, ni con nada. Ahora tampoco lo hago como agricultor o lo que quieras. Lo único que quiero es tranquilidad y paz. Esta es mi política. ¿Cómo la bautizaríamos? No lo sé. Hacedlo vosotros». Rosa Morena: «Mi política es amar y desayunar con ensalada de frutas». Paco de Lucía: «Para mí la política es como una guitarra a la cual hay que conocer a fondo para saber cómo es y cómo se la puede dominar, pues de no ser así, todo resultará inútil».
Mientras buena parte de la población encuentra en el «yo soy apolítico» la coartada para su actitud de expectativa, el propio Régimen contempla diluirse sus esencias ideológicas 41
como un azucarillo en un vaso de agua. Olvidados ya los tiempos de la «revolución pendiente», el ministro secretario general, Herrero Tejedor, y su dinámico vicesecretario, Adolfo Suárez, impulsan la esotérica idea del «Movimiento-comunión» al tiempo que planean sustituir el aparato del «Movimiento-organización» por el de su asociación política, la Unión del Pueblo Español. Suárez ha tomado posesión de su cargo con la camisa azul de falangista, en presencia de momias tan ilustres como el que fuera presidente del Consejo de Guerra de Burgos, teniente general García Rebull, o la propia Pilar Primo de Rivera. «Los hombres del Movimiento me conocéis muy bien, pues no en balde he permanecido vinculado a esta casa durante diecisiete años... —comienza diciendo—. Soy hombre de creencias sólidas, y por ello toda mi realidad vital profundiza en las raíces últimas de mi fidelidad a España y a sus hombres, y de mi lealtad a un Régimen nacido en la necesidad de recuperar la identidad nacional del país y su legitimidad como Estado, que encabezado por el Generalísimo Franco ha sabido dar respuesta en circunstancias cambiantes y desde luego no fáciles, al reto de mantener unido su destino como país, acelerar su progreso y posibilitar su vida democrática... Te pido, ministro secretario, que hagas llegar al jefe nacional del Movimiento mi gratitud por su generosa designación y, especialmente, el testimonio de la lealtad de este español de filas que aprendió en la dureza de su tierra abulense a ser fiel a la palabra dada y estricto cumplidor de sus obligaciones».29 Más allá de la oratoria, Suárez dedica todo su entusiasmo, capacidad de seducción e intriga al servicio del tibio aperturismo preconizado por Herrero. Corteja a todos los personajes cortejables del Régimen y llega incluso a montar una reunión con Dionisio Ridruejo, ya en el ocaso de su vida. En plena ofensiva de primavera, justo cuando empieza a hablarse de él como presidenciable, Fernando Herrero Tejedor se convierte, la tarde del 12 de junio, en el primer miembro de un gobierno franquista que fallece en accidente de automóvil. Su Dodge oficial queda empotrado en el cruce de Adanero contra la trasera de un camión Pegaso matrícula de Cáceres, justo en el momento en que Adolfo Suárez acompaña a su esposa Joaquina a la corrida de Beneficencia que en la plaza de Las Ventas preside el general Franco. Es una de las grandes encrucijadas en la vida de Adolfo Suárez que queda relegado al puesto de representante del Gobierno en la Compañía Telefónica, aunque al mismo tiempo se le nombre, un tanto simbólicamente, presidente de la Unión del Pueblo. Pero también es un momento decisivo para la historia de los últimos días del Régimen. En vez de promover al segundo de a bordo de Herrero, o a alguna otra figura de similar talante y edad, Carlos Arias —siguiendo instrucciones directas de Franco, que a él mismo le dejan un poco perplejo— repesca a Pepe Solís, a la sazón presidente de la empresa minera Carboníferas del Sur. Esta decisión de recurrir al más significativo de los hombres disponibles de la «vieja guardia» marca perfectamente el tono del momento político. Toda definición del 42
franquismo llega ya más por antagonismo hacia sus demonios familiares que por afirmación de singularidades positivas. Así, Federico Silva advierte desde el integrismo católico que todas las fuerzas del Régimen e incluso las que han permanecido en sus extramuros tendrán que unirse «si un día los marxismos pueden actuar a la luz legal».30 Así, Gonzalo Fernández de la Mora puntualiza desde el integrismo tecnócrata que «el marxismo es la sífilis de la sociedad actual: la corroe y degrada sin llegar a destruirla».31 Así, el teniente general Álvarez Arenas, portavoz como ministro del Ejército del integrismo militar, advierte que «los enemigos de España son hoy en día los mismos que en el treinta y seis: el comunismo internacional que no perdona su primera gran derrota, la masonería, los revanchistas y los despechados de toda índole».32 En este contexto de «bunquerización» de la vida política española, no es de extrañar que las palabras pronunciadas por don Juan de Borbón el día de su santo, en Estoril ante un grupo de reputados demócratas, desencadenen reacciones de auténtica histeria. Estableciendo el paralelismo con el caso portugués, don Juan parte de la base de que «parece que se acerca, también en nuestra patria, el fin de una etapa de poder personal absoluto». A continuación llega a descalificar la alternativa sucesoria encarnada por su propio hijo: «Se advierte con claridad que lo previsto oficialmente para el inmediato futuro, por haber sido concebido con el propósito de garantizar la continuidad del Régimen, no sirve lógicamente para acometer el cambio democrático». El razonamiento se cierra con una firme reivindicación de sus derechos históricos: «Como depositario que soy del tesoro político secular que es la Monarquía Española, no me he sometido a ese poder personal tan dilatada e inconmoviblemente ejercido por quien fue encumbrado por sus compañeros de armas para la realización de una misión mucho más concreta y circunstancial... Desde que acepté la sucesión de mi padre y la irrenunciable Jefatura de la Dinastía, soy el titular de deberes y derechos imprescriptibles que, como ya dije en otras ocasiones, no puedo en conciencia abandonar...». Mientras el diario Arriba se explaya en improperios contra un texto que ni sus lectores ni los de ningún otro periódico han podido conocer, el Gobierno, vulnerando todo atisbo de legalidad, acuerda prohibir la entrada de don Juan de Borbón a territorio nacional. Contestado por su propio padre y al mismo tiempo dolido por las vejaciones dirigidas contra este, el príncipe Juan Carlos vive algunos de sus días más amargos. El libro de López Rodó refleja hasta qué punto su posición era compleja y humanamente difícil: «Me cuenta el príncipe que el lunes 16 de junio estuvo con Franco y este tuvo la delicadeza de no sacar a colación el tema de las declaraciones de don Juan. En vista de que no lo había hecho el Generalísimo, antes de despedirse don Juan Carlos alude a ellas: “No acudamos al trapo rojo”. A lo que Franco contestó: “Otras veces hemos superado circunstancias parecidas”. El príncipe le abrazó y le besó».33 Pocos días antes, coincidiendo con la visita de don Juan Carlos y doña Sofía a un país de honda tradición democrática como Finlandia, Pío Cabanillas ha pedido públicamente que se establezca una fecha para la coronación del príncipe, consumándose 43
así la sucesión en vida de Franco. Newsweek acaba de presentar a don Juan Carlos como un «aperturista» que «habla con entusiasmo sobre la instalación de instituciones democráticas». Según una histórica encuesta publicada en aquellas fechas por Cambio 16, el 61 por ciento de los españoles considera que «está preparado para asumir la Jefatura del Estado», y un 51 por ciento desea que lleve a cabo una «liberalización política», pero, sin embargo, solo un 31 por ciento cree que así lo hará.34 Tal vez la mayor paradoja del momento llega de la mano de la respuesta que el Gobierno español da en las Naciones Unidas a las críticas de Marruecos y Mauritania por la creación en el Sáhara del llamado Partido de Unión Nacional o PUNS. «El pueblo saharaui —responde nuestro representante— tiene derecho a formar cuantos partidos políticos le venga en gana sin que Marruecos o Mauritania tengan nada que decir sobre ellos». Aunque al cabo de medio siglo de colonización española ni uno solo de los setenta mil habitantes del Sáhara Occidental ha tenido la oportunidad de estudiar una carrera universitaria en la metrópoli, el régimen franquista parece advertir mayor madurez en los nómadas del desierto que en el propio pueblo español, puesto que les reconoce derechos claramente vedados a este. Ironías al margen, no es, desde luego, el fantasmal PUNS, impulsado desde la Secretaría General del Gobierno del Sáhara por el coronel Rodríguez de Viguri, sino el llamado Frente Polisario, el verdadero portavoz de los anhelos saharauis. Al menos, así queda perfectamente claro para los tres miembros de la Misión Visitadora de la ONU que durante buena parte del mes de mayo recorren el territorio. El marfileño Simeon Aké, la cubana Marta Jiménez y el iraní Manuchehr Pishva son recibidos el día de su llegada a El Aaiún por una multitud de diez mil personas —casi la mitad de la población — que piden a gritos la independencia y dan vivas a favor del Polisario. Aunque no faltará la nota exótica de una manifestación de mujeres de militares y residentes españoles —«No toleramos insultos a España ni a nosotras»—, todas las experiencias de los diplomáticos conducen a la misma conclusión: lo único que los saharauis rechazan con mayor ahínco que la presencia española, es la ambición anexionista marroquí. «Puestos en lo peor, es decir que este asunto del Sáhara se pudra, se vietnamice — acaba de declarar Hasán II a Le Figaro—, pues bien el Vietnam ha sido al final vietnamita y el Sáhara volverá a Marruecos». Trasladando su demanda al Tribunal Internacional de La Haya, Hasán ha conseguido paralizar el referéndum de autodeterminación prometido por España ante la ONU. El apoyo incondicional de Kissinger, explicitado en declaraciones a la revista US News and World Report, está dando alas al irredentismo de Rabat que envía con frecuencia grupos armados al otro lado de la frontera. Estas escaramuzas, unidas a las acciones del Polisario que secuestra a comerciantes, militares e incluso patrullas enteras, crean una inconfundible atmósfera prebélica en la colonia. Practicando el golf en los pintorescos cinco hoyos excavados junto a su 44
residencia y de espaldas a los «jábaras» —rumores— que nerviosamente circulan por El Aaiún, el gobernador militar Federico Gómez de Salazar, último general «africano» del Ejército español, se limita a reiterar ante cuantos periodistas le visitan que sus tropas están capacitadas para controlar la situación y dispuestas a repeler cualquier ataque.35 Infinitamente menos flemática es la intervención en las Cortes por aquellos días del procurador Eduardo Ezquer y Gabaldón, arquetípico representante en su retórica y argumentos de la clase política franquista: «La virilidad del 18 de julio no puede cambiarse por la complacencia adobada en sonrisas, ni por el laissez faire, ni por el ir tirando, porque ello descalifica a los pueblos, y cuando esto se produce pasan del señorío a la mendicidad y de la arrogancia a los harapos y al desprecio... ¿Hasta cuándo la voracidad de ese rey de Marruecos? ¿Hasta cuándo el «alto» a su demasía, a su fiebre anexionista? Ayer, la gentileza de reconocer el trono de su padre con prisas. Después los cientos de millones de pesetas sacados a la «bolsa negra» de Tánger y los magníficos edificios regalados. Más tarde el desarraigo, sin apenas compensaciones expropiatorias, de los laboriosos agricultores españoles, creadores del vergel marroquí... Ahora el Sáhara Occidental. Luego, Ceuta y Melilla y las pequeñas islas de las proximidades. Después Córdoba, Sevilla y Granada..., porque el «¡quiero más!» es fruto del ansia cuando esta no se ejemplariza a costa de lo que sea... Señor presidente de las Cortes Españolas, señor ministro de Asuntos Exteriores, señores procuradores, ¿dónde está la acerada garra hispánica? Ya es hora de que España se ponga en pie para acabar con estas y otras humillaciones, porque, de seguir así, el español que ahora muere de arteriosclerosis, de infarto de miocardio, de accidente de carretera... va a empezar a morir de algo nuevo: va a empezar a morir de náuseas».
«... por todo ello no es de extrañar que nuestra práctica marxista-leninista haya inducido al fascismo a intentar aplastarnos antes de que nos desarrollásemos, a impedir toda publicidad sobre nosotros, para liquidarnos en el mayor silencio. Tampoco es de extrañar...».36 Manuel Pérez Martínez, a quien desde entonces ya nadie volvería a llamar Pedro, recorre con la mirada el amplio desván del recio caserón santanderino, mientras la voz apagada de Luis, el relator, parece confundirse con el sopor, el ruido amortiguado de los campesinos que a pocos metros continúan con la siega y apilamiento de sus gavillas. Ellos están sentados en torno a una amplia mesa rectangular —formada por diversos módulos que dejan un espacio en el centro— recubierta de paño rojo. Varias banderas del mismo color flanquean en las paredes los retratos de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao y José Díaz. Pérez Martínez detiene con frialdad su mirada sobre el rostro del último dirigente comunista español —obrero como él, que procede del Pozo del Tío Raimundo; líder nato como él, que ha sido capaz de poner orden y sentido en esta historia de la OMLE— y piensa que ha sido una buena idea denominar «reconstituido» 45
al nuevo partido, el nuevo PCE, el PCE (r), que allí, a finales de junio de 1975, está naciendo para mayor gloria de la clase trabajadora. A Pérez Martínez también le gusta el nombre, distinto de su «alias» habitual, que por razones de seguridad le han adjudicado durante el Congreso y que permanentemente lleva puesto en una especie de escarapela digna de cualquier convención de vendedores de electrodomésticos. Arenas. Camarada Arenas: suena bien —mucho mejor que Pedro —, tiene fuerza revolucionaria. El texto de su informe, que obra ya en poder de los treinta y ocho delegados asistentes y cuyo resumen ha correspondido leer a Luis —en su escarapela figura por cierto el también más rotundo nombre de Verdú—, no deja el menor resquicio de duda sobre sus fines e intenciones: «España se ha convertido definitivamente en un país capitalista, donde la revolución solo puede tener carácter socialista». Sin embargo, la lectura de la parte económica del informe da pie a un inesperado debate. «Del total de las inversiones directas acumuladas por los Estados Unidos en el exterior, en 1969, 130 estaban colocadas en Inglaterra, 70,8 en la RFA, 40 en Francia y a España le correspondía 18,5...».37 «Esas cifras ¿son porcentajes, millones de dólares, miles de millones de dólares...?», interrumpe uno de los menos conocidos por la dirección. «Porcentajes no pueden ser, ni millones de dólares. Y para miles de millones, parecen muchos», añade otro. «Tal vez debiera aclararse y citar el origen de los datos». El camarada Arenas, a quien ya nunca volverán a llamar Pedro, dice tajantemente que no está de acuerdo, que no es necesario precisar nada, que son cifras comparativas que por sí mismas ya lo dicen todo, que él las ha tomado de fuentes fidedignas... Balmín Castells le secunda: «No vamos a estar a expensas de las estadísticas burguesas, que sabemos que son mentiras. El Partido tendrá que elaborar sus propias estadísticas». El moderador, un anarquista vizcaíno de gran corpulencia y buen natural llamado Francisco Javier Martínez Eizaguirre a quien todos conocen como Ares, da por zanjado el asunto y su mujer —una suiza bautizada como Manuela—, que hace de secretaria de actas, toma nota de ello. Tanto Abelardo Collazo (que no llama a Pérez Martínez ni Pedro, ni Arenas, sino simplemente Jefe), como Juan Carlos Delgado de Codex (que considera a Pérez Martínez «la mejor cabeza política de Europa»), como Enrique Cerdán Calixto (a quien Collazo Araujo llama el Nene por considerarle, sin discusión, el favorito del Jefe) se ponen de acuerdo. Los tres formarán parte de la Comisión Ejecutiva, junto con el periodista Pío Moa Rodríguez, a quien antes llamaban Luis y ahora, que hace de relator, Verdú. Cada uno ha llegado hasta Santander por sus propios medios, siendo recibidos y alojados por simpatizantes de la organización. El traslado hasta el viejo caserón ha 46
estado perfectamente organizado en automóvil. La vivienda es propiedad del padre de la camarada Carmen —Paloma Gutiérrez: nariz chata, facciones interesantes, dos lunares entre ceja y ceja—, un hombre de ideas derechistas que tardará mucho tiempo en conocer el tipo de función que ha tenido por escenario su casa. Todos tienen aspecto pulcro y aseado, pues Pérez Martínez considera que la barba y el pelo largo son manifestaciones de alienación pequeñoburguesa. Pasan la noche en sacos de dormir y están convencidos de que son la vanguardia del proletariado, planeando la forma de liberar al pueblo de sus cadenas. Todos los delegados acogen con agrado que se designe a Abelardo Collazo responsable de la «comisión técnica» que tendrá que desarrollar la «lucha armada» contra el franquismo, pues su fama de hombre honrado y cabal, le hacen el más popular del grupo. Su complexión atlética —«de guerrero celta», escribirá mucho tiempo después Pío Moa— y sus modales toscos marcan un claro contraste con Pérez Martínez, más bien bajito y chupado, entregado por completo al pensamiento. Collazo Araujo tiene los ojos extraordinariamente claros. Ha encabezado en su Vigo natal una famosa huelga de obreros de la construcción y siente tanto desprecio por la burguesía como fascinación por la fuerza de las armas. Mucho más sutil, pero igualmente resuelto, es Enrique Cerdán Calixto, que se considera a sí mismo el Engels de Pérez Marx-tínez. El rasgo más destacado de su rostro son sus labios sensuales y abultados, muy adecuados a un carácter a la vez socarrón y despótico. Algún tiempo más tarde los recubrirá de un bigote fino y tupido que, bajándole hacia la mitad de la mandíbula, le dotará de un aspecto bastante aproximado al de Christopher Lee interpretando al doctor Fu-Manchú. Universitario frustrado, ha hecho un cursillo como electricista, residiendo en París y conectando allí con Ares y Manuela. Cerdán Calixto desprecia a Collazo Araujo y Delgado de Codex envidia a Cerdán Calixto. Pero el camarada Arenas los necesita a los tres —el grupo más activo y esforzado de la OMLE—, y, en cambio, el que se queda fuera de esa primera ejecutiva del PCE (r) es José María Sánchez Casas, un gaditano lenguaraz y truculento, muy aficionado al teatro, a quien el camarada Arenas está tomando creciente manía. Pérez Martínez se lo dice a Delgado de Codex: —Habla y habla sin sustancia... —Joder, es un tío que habla demasiado. En su libro De un tiempo, de un país, Pío Moa no ocultará su predilección por Juan Carlos Delgado de Codex, a quien describirá como una especie de héroe romántico, prendido de Galdós y del anarquismo del XIX. Es un hombre de pelo muy negro, ojos hundidos y facciones algo morunas. Ha estudiado náutica en Cádiz y escribe con especial brillantez en las revistas clandestinas del Partido. De nada sirven las públicas protestas de Sánchez Casas. La Organización de los Marxistas-Leninistas de España se convierte en el Partido Comunista de España (reconstituido) y él tiene que conformarse con el papel de simple militante de base. La 47
última jornada del Congreso concluye con una cena especial en la que se bebe abundante vino y al final, puestos en pie y puño en alto como buenos treinta y ocho camaradas, todos cantan «La internacional». Poco antes se ha decidido que el partido se financiará con las cuotas de los militantes y que solo en casos extremos se contemplarán «medidas excepcionales» tales como el robo de bancos. En aquel momento el arsenal del PCE (r) consta de tres pistolas, una de ellas defectuosa. El moderador del Congreso, Martínez Eizaguirre, alias Ares, no puede sospechar que de aquel grupo de iluminados nacerán cuatro meses después unas siglas al conjuro de las cuales dos pistoleros a sueldo habrán de saltarle la tapa de los sesos, al cabo de casi un lustro, junto a la puerta de su casa, en París. Los cinco fundadores del GRAPO tampoco pueden saber que tan solo siete años después, sus víctimas ya se contarán por docenas, y que tres de ellos —Collazo, Cerdán, Delgado de Codex—, como tantos y tantos protagonistas de aquel siniestro verano de 1975, también estarán muertos.
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3 CERCO AL 18 DE JULIO
El 1 de julio Ramón García Sanz, alias Pito, lee en el periódico la información sobre el entierro de Dionisio Ridruejo en el cementerio de La Almudena y siente como si fueran dirigidos a él, unos versos del poeta que ha recitado públicamente Luis Rosales. Español apagado, ceniza de un fuego, ¿dónde estás que te busco y me busco y nos pierdo?
Una semana después, María Nieves Moral, alias Ana, a quien Pito llama la China por sus ojos rasgados, le propone que se traslade a París para seguir un curso de offset y otras nuevas técnicas de impresión. —Sácate billete para el «Puerta del Sol» y espera instrucciones. A Pito la idea no le hace demasiado feliz y alega que está sin blanca. A las seis y media de la tarde del día 9 la China acude a una nueva cita, acompañada por su novio Pablo Mayoral, alias Eusebio, quien entrega a Pito 4.000 pesetas y, ante la perplejidad de este, apunta: —Da recuerdos a los camaradas de París y llévales algún regalo. El día 10 Pito sale en tren hacia la capital de Francia. A la hora convenida del día 11 acude a la salida de una céntrica estación de metro, portando de manera bien visible un diario Ya de la víspera. Transcurren algunos minutos y su sobresalto es grande cuando ve aparecer a otro joven con el mismo periódico bajo el brazo. Le habían dicho que le reconocerían por el Ya, pero no que su contacto también lo llevaría. Pensar que el órgano de la Editorial Católica estuviera incrementando su difusión en el corazón de Montmartre parecía descabellado. El recién llegado le tranquiliza: —No te preocupes, yo ya sabía que ibas a estar aquí. Venimos a lo mismo. Al cabo de una nueva espera, acude disculpándose un militante parisino del Emeele. —Perdonadme, pero es que acabamos de recibir el telegrama diciéndonos que veníais... 49
Al día siguiente los tres se trasladan a un chalet situado a unos treinta kilómetros de París, en cuyo sótano hay instaladas varias máquinas fotográficas, impresoras y ampliadoras. Nada más entrar, Pito repara en diversos montones de publicaciones como La Voz del Campo, Joven Guardia o Acción, que ya empiezan a resultarle familiares.
14 de julio. Once de la mañana. Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, camina por la calle María de Molina, llevando en la mano una cartera de plástico negro. Al llegar a la gasolinera que está enfrente de la esquina con Lagasca, dos individuos se le acercan. Uno le pide fuego con marcado acento gallego; el otro, de facciones aniñadas, aguarda detrás. Cuando está sacando las cerillas con evidente parsimonia, el joven de acento gallego levanta el puño aparatosamente y lo hace chocar sin apenas fuerza contra el rostro de Cañaveras. Pese a lo débil del impacto, Ramiro se deja caer al suelo y los «asaltantes» emprenden la huida llevándose la cartera. Dentro hay 44.000 pesetas correspondientes a un talón que Cañaveras acaba de cobrar en la oficina del Banco Ibérico en la que la empresa en la que trabaja, TEMSA, tiene la cuenta. «Este tío es un bendito», piensa Ramiro del que le ha golpeado, mientras empieza a gritar pidiendo ayuda a los viandantes. —¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Me han robado! Varias personas pasan sin detenerse, hasta que al cabo de casi un minuto se acerca una señora mayor que le ayuda a levantarse. Cañaveras explica que le han asaltado y desde la gasolinera llama a su empresa. El corazón le da un pequeño vuelco cuando le dicen que menos mal que al jefe se le ha ocurrido ir a cobrar personalmente otro talón, porque si no, habría llevado casi medio millón en la cartera. A continuación Cañaveras acude a la comisaría de Buenavista y presenta denuncia de los hechos, según consta en la diligencia número 10.180. En días sucesivos tendrá que volver a las dependencias policiales para repasar interminables álbumes con fotos de sospechosos. (Nota de la Brigada Central de Investigación de fecha 10 de septiembre al Juzgado Militar Permanente número 5: «Por esas fechas los servicios de esta Brigada tuvieron conocimiento de que por militantes del PCE (m-l) y del FRAP se pensaba realizar algún atraco para conseguir dinero, ya que era necesidad para la organización el obtenerlo. Asimismo se significa ante este hecho que entre la militancia se había ordenado que pasaran la información de oficinas o cobradores que fueran fáciles de atracar y, sobre todo, que los militantes que trabajaran en una de estas y supieran del traslado de fondos ayudaran a realizar los robos, por lo que es de evidente presunción que Manuel Cañaveras había informado a la organización que él trasladaba fondos de su empresa y que, previo acuerdo con otros, se dejaría robar, encubriéndose con la rápida denuncia del robo de que había sido objeto»).
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14 de julio. Seis de la tarde. Tres jóvenes de veintipocos años aguardan nerviosos la llegada de un cuarto en las inmediaciones del Hospital Militar Gómez Ulla. Miran el reloj una y otra vez. El tiempo transcurre y, al cabo de un rato, deciden actuar por su cuenta. Se dirigen al barrio de la Estrella. Concretamente a la calle Pez Volador, muy cerca de la piscina del Canoe. Después de dar algunas vueltas, ven aparcado un Seat 127 de color azul oscuro, algo polvoriento, con la llave de contacto puesta. Su matrícula es M0128-S. Ni cortos ni perezosos se introducen en su interior, encienden el motor y emprenden la marcha. En ese momento el propietario del vehículo, Joaquín Resines Conde, sale dando gritos de una peluquería próxima. Los fugitivos realizan varios cambios de dirección, hasta cerciorarse de que nadie les persigue. Tras recorrer diversas zonas de la ciudad, llegan a Nuevos Ministerios, enfilan Ríos Rosas y casi al final, a la altura de la Escuela de Minas, tuercen a la derecha por la calle Alenza. Allí, al pasar el cruce con Joaquín Bordiú, justo donde la calle inicia un pequeño descenso, hay un edificio con fachada de búnker y altas rejas en la planta baja. Aunque en la entrada solo pone «Alenza 4», es el Centro del Control de Datos de la Compañía Iberia. Delante de ese edificio, pero en la acera de enfrente, ven paseando con aire distraído a un agente de la Policía Armada. Se llama Lucio Rodríguez, tiene veinticuatro años y acaba de regresar esa mañana del pueblo de la provincia de Toledo —Villaluenga — en el que viven sus padres, sus cinco hermanos y la chica con la que sale. Ella aún no ha cumplido los dieciocho, pero piensan casarse en septiembre. El comando del FRAP decide elegirle como víctima. Tras recorrer las calles adyacentes para asegurarse de la ruta de huida, los tres jóvenes regresan al lugar y detienen el coche, quedándose uno de ellos dentro, con el motor en marcha. De los dos que se bajan, uno lleva un pequeño bolso de mano del que extrae un revólver del 22 largo, con 9 proyectiles en la recámara. El otro lleva la mano en el bolsillo, atenazando una navaja automática. Son ya las diez y cuarto de la noche. El policía Lucio Rodríguez está en ese momento caminando por delante de una papelería, de un taller de la Citroën, de un bar de aspecto lúgubre, del portal del número 5 de la calle... Justo al rebasarlo, delante mismo de una farmacia con el cierre echado, se encuentra de frente con sus dos atacantes. El portador del revólver levanta entonces el arma y pulsa el gatillo. De su garganta brota una exclamación de rabia. La primera bala no ha sido percutida y el agente, mudo de estupor, se echa ya la mano hacia la pistola reglamentaria. El atacante vuelve a apretar frenéticamente el pulsador de metal y esta vez sí: primero un disparo, luego otro, luego otro, luego otro y por fin un quinto. El portero de una finca de la calle Joaquín Bordiú —los periódicos del día siguiente escribirán «Martínez Bordiú» en lapsus inspirado por la omnipresencia en la vida española del marqués de Villaverde— oye los estampidos, y al acercarse contempla 51
cómo Lucio Rodríguez camina tambaleándose hacia la esquina y enseguida se desmorona como un fardo. Su asesino pretende dar la vuelta al cuerpo para arrebatarle el arma, pero la cercanía del portero pone nervioso a su compañero, que empieza a correr hacia el coche. —¡Vamos, déjalo ya, date prisa! Los dos se introducen en el vehículo. Salen de estampida hacia Raimundo Fernández Villaverde, bajan por Joaquín Costa y abandonan el 127 frente al número 34 de la calle Pedro de Valdivia, donde los dos miembros de la escolta del señor ministro que, casualmente, tiene allí su domicilio, observan con ignorante indolencia cómo se pierden entre las sombras. Ayudado por el portero, un automovilista traslada a Lucio Rodríguez, agonizante, hasta una pequeña clínica, contigua a una colonia de casas militares, situada en la misma calle Alenza, a menos de cincuenta metros de distancia. El policía tiene un balazo en la cabeza, otro en el cuello, dos en el antebrazo y codo izquierdos y un quinto en la región lumbar. El médico de guardia lo envía al Hospital Central de la Cruz Roja, donde ingresa ya cadáver. Ni él ni sus asesinos se han podido parar a contemplar el desvaído mural de azulejos que en el frontispicio de la fachada de la Escuela de Minas, a no más de treinta pasos del lugar de los hechos, muestra a un fornido ejemplar humano blandiendo agresivamente su martillo, ante la absoluta indiferencia de los dioses del Olimpo.
15 de julio. Doce de la mañana. En el Salón de Audiencias de El Pardo, el Caudillo recibe a la directiva de la Hermandad de Alféreces Provisionales, presidida por el recalcitrante marqués de la Florida. El atentado del día anterior y la creciente contestación al Régimen flotan tras las palabras del aristócrata falangista. «Son muy pocos, Excelencia, y son los mismos de siempre, a los que se les ha unido algún que otro desagradecido, los que quisieran arrastrar al pueblo español a esa confusión. Ambiciosos, olvidadizos, servidores de causas extrañas, embaucadores de falsas libertades, timoratos tornadizos y oportunistas de todo género, aliados —alguna vez sin conciencia de ello— con esos minúsculos grupos de terroristas al servicio de ideologías, entre nosotros definitivamente derrotadas, y gentes todas que, puestas a olvidar, lo primero que olvidan, al lanzar acusaciones de inmovilismo, es que en toda la historia moderna de España no se produce una auténtica innovación hasta el Movimiento Nacional gloriosamente acaudillado por Vuestra Excelencia».38 Con la misma voz gangosa y monocorde que los Mensajes de Navidad han hecho ya familiar entre los españoles, Franco le responde sin mover un párpado: «Creo que dais demasiada importancia a los perros que ladran. En realidad son minorías exiguas que demuestran precisamente nuestra vitalidad y que ponen a prueba la fortaleza y la capacidad de resistencia de nuestra Patria, construida durante estos cuarenta años y 52
realizada con el esfuerzo de tantas generaciones. Firmes seguiremos en el camino de la Patria y en la continuidad del Movimiento Nacional, pese a todos estos cantos de sirena que sabemos de sobra a dónde conducen».
15 de julio. 23.30 de la noche. Barrio de Leganés. Pablo Mayoral Rueda, alias Eusebio, baja a tirar la basura, al pie del portal del domicilio de su compañero de trabajo en la empresa NCR, Domingo Gil. Justo cuando acaba de depositar los bultos en el suelo, dos sociales se abalanzan sobre él, le inmovilizan, le ponen las esposas y le meten en un coche, rumbo a la Puerta del Sol. Mayoral sabía que tenía a la policía en los talones desde que meses antes un hermano suyo de solo dieciséis años había sido detenido tras encontrársele en su taquilla de la Mutua del Taxi panfletos con propaganda de la OSO (Oposición Sindical Obrera). En varias ocasiones recientes había tenido la impresión de que sus citas con otros militantes estaban siendo controladas y hacía unos días que había optado por dejar el trabajo, abandonar su casa y refugiarse junto con Nieves, su mujer, en la de Domingo. El inconveniente del barrio de Leganés era su única entrada, por la carretera de Carabanchel Alto. Mayoral siempre llegaba en el mismo autobús, tratando de difuminar su rostro curtido y aceitunado entre el resto del pasaje y escrutando con inquietud la mirada de cualquier viajero sospechoso. Desde el momento en que se planteó la puesta en marcha de los grupos de combate, el partido fue consciente del elevado riesgo que entrañaba implicar en su organización a militantes con responsabilidades orgánicas. Si un señor tiene que hacer proselitismo, antes o después la policía detectará su actividad y podrá organizar dispositivos de seguimiento. Montar con esas mismas piezas comandos armados hace poco menos que inevitables las «caídas». Sin embargo, el FRAP y el Eme-ele contaban con mucha menos infraestructura y muchos menos elementos dignos de confianza de lo que la dirección de París hacía a menudo creer a los militantes del interior. Por eso hubo que tirar con lo puesto. Nada más llegar a la DGS, Mayoral es conducido a uno de los despachos de la segunda planta, donde los policías que le han detenido comienzan a golpearle para que diga el piso exacto en el que ha estado viviendo. Uno de los sociales le ordena que haga «el pato» —caminar en cuclillas con las esposas bien prietas a la espalda— y él se niega porque le parece indigno. Es entonces cuando aparece Carlos, un inspector coloradote, bajo y con gafas de unos cuarenta y tantos años que empieza a brearle sin piedad. Sangrando por la nariz y por la boca, Mayoral hace «el pato» por el pasillo, mientras Carlos con la pistola desenfundada le amenaza con pegarle cuatro tiros. Tras recibir un puntapié en los testículos, rueda inconsciente por el suelo. Nieves y Domingo Gil —vinculados a Mayoral exclusivamente por razones de amistad— son detenidos a las siete de la mañana después del frenético registro de varios 53
pisos. Esa misma mañana el comisario Conesa se incorpora al interrogatorio. Con sus gafitas de erudito, sus orejas tipo Dumbo y su aire tan enclenque, es ya una leyenda viva dentro de la policía franquista y conoce al dedillo las actividades y evolución del Eme-ele desde que con una clara orientación prochina se fundara a comienzos de los sesenta. Dependiente de ultramarinos y soldado con el Ejército de la República, Conesa se convierte durante la posguerra en un maestro en el arte de la infiltración al servicio de los vencedores. Es difícil determinar los límites entre mito y realidad, pero a juzgar por los recuerdos de los propios interesados, prácticamente todos los grupos clandestinos de los años cuarenta y cincuenta sufren en un momento o en otro graves caídas como consecuencia de la penetración de Conesa o alguno de sus confidentes. Su obsesión de sabueso no es tanto efectuar detenciones entre los militantes de base, sino tenerlos controlados para en un momento dado poder tirar de la manta y llegar hasta la cima de la organización. «La desarticulación de grupos políticos —ha comentado él mismo durante un interrogatorio— es como el caso de la serpiente que cuando le cortas un trozo de la cola, se vuelve a reproducir; de lo que se trata es de cortarle la cabeza a la serpiente».39 En pos de la cabeza de la serpiente, Conesa ha viajado con frecuencia al extranjero, extendiendo sus redes a los círculos de la emigración, en donde tienen su natural asiento las planas mayores de casi todas las organizaciones clandestinas del interior. Mientras unos se juegan la vida dentro, otros mueven los hilos desde fuera y Conesa logra interceptar e incluso manejar algunos de esos hilos. Concretamente a finales de los sesenta detecta en Bruselas una de las vías de financiación del PCE (m-l) a través de un circuito que nace en Pekín, pasa por Tirana y desemboca en el líder de los prochinos belgas, Jak Grippa. Uno de sus colaboradores de entonces, González Mata, alias Cisne, asegurará: «Yo puedo garantizar que Conesa tenía información del PCE (m-l) al más alto nivel. Cuando yo estaba en Argelia me llegaron comunicaciones desde Suiza, exactamente desde Ginebra, enviadas por Conesa, en las que me detallaba cuestiones relacionadas con entrevistas de los prochinos españoles con el Frente Nacional de Liberación de Argelia que no podrían conocerse sin tener a alguien colocado al más alto nivel».40 Durante el interrogatorio Pablo Mayoral tiene la sensación de que Conesa disfruta participando personalmente en las palizas, pero adoptando al mismo tiempo el cínico papel, paternal y comprensivo, del «policía bueno» que trata de ahorrar sufrimientos al preso. Al cabo de una de las sesiones cuando cree que lo bajan a los calabozos, el detenido es interceptado por un grupo de sociales que se arremolinan en torno suyo, propinándole todo tipo de golpes. —Este es el asesino del compañero de la calle Alenza. —¡Será hijoputa! 54
—¿Qué te parece si sacamos la pistola y le pegamos dos tiros? Mientras los que le conducen le arrastran a duras penas hasta el ascensor, Mayoral piensa que efectivamente su cadáver puede aparecer en una cuneta y nadie dirá nada. De nuevo arriba Conesa finge indignarse por lo sucedido. —¡Qué bestias! ¡Qué tíos más bestias!
17 de julio. 13.30 del mediodía. Manuel Blanco Chivite, responsable político del FRAP en Madrid y hombre importante dentro de la estructura del PCE (m-l) en el interior, es detenido al volver de una cita orgánica. Nacido en San Sebastián, periodista de profesión y con una larga trayectoria antifranquista que pasa por las acciones de protesta contra el proceso de Burgos en 1970 y por los violentos sucesos del 1 de mayo de 1973 —un policía murió apuñalado en la plaza de Antón Martín—, Blanco Chivite, alias Alberto, es, como suele decirse, un tipo más listo que el hambre. Tiene sólidos contactos con los dirigentes del Partido en Francia y personalmente ha participado en la organización de los Grupos de Combate. Pese a su aspecto endeble y aniñado es a sus treinta años uno de los veteranos del FRAP y, probablemente, el mayor de cuantos habrán de «caer» aquellos días. Desde que llega a la DGS, Conesa decide dedicarse intensivamente a él. Mientras le tira del pelo, arrancándoselo a mechones, mientras le golpea la cabeza contra la pared hasta abrirle una brecha; mientras, tumbado en el suelo, le zurra con una estaca en la parte baja de las piernas, Chivite se fija en los chorretones de sudor que le caen al policía por la frente, en su rostro congestionado y, sobre todo, en las aletas de la nariz que se le mueven enrojecidas, como si sirvieran de fuelle a toda la agresividad que destila. A Chivite se le antoja que un tipo al que le vibran así las aletas de la nariz, solo puede ser un viejo bujarrón y se lo dice a los compañeros: —Este tío tiene que ser marica, porque se le nota que disfruta. Entre interrogatorio e interrogatorio —hay sesiones de hasta 6 y 8 horas— Chivite se queda en el despacho con un policía jovencito, rubiales tirando a castaño, rostro carnoso de niño pera, buena planta y un aspecto general que le recuerda a los personajes que de pequeño ha visto, alternando el ligue con la raqueta, a la salida del Club de Tenis de San Sebastián. El jugador de tenis no participa en las torturas y jamás habla en presencia de sus superiores. Da la impresión de que está en fase de aprendizaje y tal vez por eso se explaya cuando se queda solo con el detenido. —Aún tenéis suerte de que no os han pegado cuatro tiros y estáis vivos. Tenéis suerte porque estas cosas antes no pasaban así. Antes, cuatro tiros y fuera. Ahora lo que pasa es que Franco ya está viejo y ha perdido facultades. Pero esperad, esperad, cuando venga el príncipe que es un tío joven... Ese sí que os va a dar para el pelo.
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En otra ocasión, el jugador de tenis aprovecha la espera para llamar por teléfono, en presencia de Chivite: —Hola, cariño... ¿Qué tal estás...? Mira, que hoy saldré tarde porque tengo bastante trabajo... Sí, sí, bueno... ¿A que no sabes con quién estoy aquí...? Pues con uno del FRAP... ¿Peligroso...? No, no te preocupes... Que no, mujer, que está atado... De verdad, que no... Bueno, cariño, hasta mañana. Mañana te llamo... Adiós, cariño.
18 de julio. Siete de la tarde. Comienza en los jardines del palacio de la Granja de San Ildefonso la recepción conmemorativa del treinta y nueve aniversario del Alzamiento Nacional. Francisco Franco abre la comitiva de personalidades, llevando del brazo a la princesa Sofía. Lleva uniforme de gala con chaquetilla blanca y banda roja. Para un parkinsoniano de más de ochenta años son jornadas de excesiva actividad. Por la mañana ha entregado en el Salón de los Pasos Perdidos de El Pardo, los premios anuales a los «trabajadores ejemplares» y la víspera ha inaugurado simbólicamente 159 obras públicas —entre ellas la estación de contenedores de Abroñigal y los enlaces ferroviarios de Manoteras y del Norte— esparcidas por todo el territorio nacional para mayor gloria del Régimen. Esa misma semana Franco ha inaugurado el Museo Español de Arte Contemporáneo en la Ciudad Universitaria en el que Tàpies, Juan Gris y Miró dan la alternativa a Antonio López, Lucio Muñoz, Gordillo o Sempere. El diálogo con su médico, el doctor Pozuelo, a la salida del acto, no tiene desperdicio: —Su Excelencia que es un técnico en pintura, ¿qué piensa del nuevo museo? —¿Y usted? —He preguntado yo primero, Excelencia. —Pues yo pienso exactamente igual que usted: eso no es pintura.41 A pesar de tanto ajetreo Franco no ha querido acostarse antes de la recepción de La Granja. Ha preferido seguir en la televisión la eliminatoria de tenis entre Rumanía y España, y, de hecho, al comienzo del acto se muestra contrariado por no haber podido ver el final y por las faltas de saque que ha cometido Higueras. Inmediatamente detrás de él camina el príncipe Juan Carlos, con semblante serio, también vestido de uniforme de gala y llevando del brazo a la ostentosa doña Carmen cuyo collar con tres vueltas de perlas parece acreditar el apodo de la Collares surgido del ingenio popular. Desde su cacería con Giscard en el mes de marzo y su viaje a Helsinki todos los ojos de los observadores del proceso español están depositados en el príncipe Juan Carlos. La propia visita a Madrid del presidente Ford en el mes de junio ha tenido como objetivo —según la prensa norteamericana— conocer su personalidad y sus planes. El tercer lugar de la comitiva lo ocupa el presidente Arias, vestido de chaqué y emparejado a la altiva y espléndida Mari Carmen Martínez Bordiú, en significativa 56
expresión de su total dependencia de los manejos e intrigas de la Señora de El Pardo y su Corte de los Milagros. Las últimas esperanzas de los aperturistas se han difuminado con la muerte de Herrero Tejedor y, de hecho, la comparecencia de Arias ante las Cortes a finales de junio solo ha servido para anunciar —entre los estentóreos aplausos de Sus Señorías— la elaboración de una ley para combatir al comunismo. Detrás de Arias desfila su principal adversario dentro del entramado político del Régimen: el presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel. El nombramiento de su alter ego Pepe Solís para sustituir al fallecido Herrero ha reforzado considerablemente su posición de falangista ortodoxo, y entre ambos ya han colado un espectacular gol a los «aperturistas» al conseguir de Franco la prórroga de la legislatura, por espacio de seis meses. Ese intervalo de tiempo bien podría servir para forzar la dimisión o el cese de Arias y colocar en Castellana 3 o a Solís o al propio Rodríguez de Valcárcel. Tras el presidente de las Cortes camina el duque de Cádiz, todavía «alternativa de repuesto» para los que por encima de todo quieren la garantía de que el rey sea adicto al Régimen. Lleva del brazo a doña Luz del Valle, señora de Arias Navarro, que desfila con un aparatoso traje de lunares gigantes rematado con una pamela bastante cursi. Detrás vienen los vicepresidentes miembros del Gobierno, representantes de las instituciones franquistas, miembros del cuerpo diplomático y restantes invitados. Tras servirse una merienda-cena al aire libre, actúan la Orquesta y Coros Nacionales de España, dirigidos por el maestro Frühbeck de Burgos. Junto a obras de Arrieta y Amadeo Vives, el programa incluye premonitoriamente algunos fragmentos de La vida breve, de Falla. Es el último 18 de Julio del franquismo.
19 de julio. 9.15 de la mañana. Tres militantes del FRAP, miembros de uno de los Grupos de Combate que por indicación de la dirección ha contribuido a organizar Blanco Chivite, atacan por la espalda al número de la policía armada Justo Pozo Cuadrado. El atentado tiene lugar en la calle Gómez Ortega, hacia el final de General Mola, y el agente recibe cinco impactos de bala: dos en un brazo, uno en un pie, uno en el glúteo izquierdo y un quinto, mucho más grave, en el estómago, con orificio de entrada por la ingle. Trasladado primero al equipo quirúrgico de la calle Montesa, e inmediatamente después al hospital Francisco Franco, donde se le practica una larga operación, los médicos informan que su estado es grave, pero que salvará la vida. Al día siguiente el diario Ya describe a la víctima en estos términos: «Joven de magníficas virtudes, entregado por completo a su misión de velar por el orden público, con enorme vocación. Hombre sencillo y pacífico, cumplía con su cometido con ilusión y total entrega. Tiene novia, y precisamente hoy iba a salir para su pueblo de
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Extremadura, donde pensaba disfrutar de unas cortas y bien ganadas vacaciones y contraer matrimonio».42 De sus agresores el mismo periódico dice: «El FRAP es una organización al servicio del Partido Comunista que cuenta con pocos miembros y es de poca antigüedad. Sus miembros son revolucionarios y anarquistas, con grandes deseos de adquirir popularidad y no menos afán de notoriedad».
21 de julio. Comunicado del Comité Permanente del FRAP: «Durante la semana del 14 al 21 de julio, los servicios policíacos franquistas han efectuado diversas redadas y detenciones entre la población madrileña, como represalia por las acciones de ajusticiamiento y castigo contra esbirros armados del Régimen, que tuvieron lugar en la capital. »Imitando los procedimientos monstruosos empleados por los nazis en la Alemania hitleriana y en los países bajo su ocupación durante la Segunda Guerra Mundial, la Brigada Político Social y otros servicios policíacos han procedido a la captura de rehenes de personas sospechosas de ser simples antifranquistas o miembros del FRAP. Resulta evidente por los hechos que las personas detenidas y salvajemente torturadas durante varios días, nada han tenido que ver con las acciones llevadas a cabo por Grupos de Defensa y Combate del FRAP, ya que dichos grupos han llevado a cabo posteriormente a esas detenciones, el mismo sábado día 19, otras acciones en distintos puntos. »Esta nueva forma de represión brutal de la dictadura constituye un gravísimo paso adelante en la escalada de represión y violencia contra todo el pueblo por parte de un régimen tambaleante, incapaz de dar solución a los problemas económicos, políticos, y de su propia continuidad y existencia, que tiene ante sí. »Desde estos momentos, ningún simple ciudadano y aún menos ningún antifranquista de cualquier tendencia que sea está al abrigo de ser detenido, torturado, sentenciado arbitrariamente, como represión por cualquier acción de lucha o castigo que lleven a cabo las fuerzas revolucionarias. Pero estas nuevas medidas represivas constituyen una prueba más de debilidad y no de fuerza del franquismo. Pese a todas las maniobras y demagogias para ocultar su verdadera naturaleza fascista y engañar a la opinión pública del país e internacional, pese a las nuevas medidas represivas contra el pueblo, nada puede detener ya el impetuoso desarrollo de la lucha revolucionaria de todos los pueblos de España por derrocar el último bastión del fascismo que aún subsiste en Europa Occidental».
21 de julio. 14.30 de la tarde. Como todos los días desde que se han instalado en el piso alquilado por su suegra en la calle Cebreros, José Luis Sánchez Bravo ha ido a esperar a Silvia a la puerta del ambulatorio de la Seguridad Social en el que ha conseguido trabajo 58
como auxiliar administrativa. Ha sido a costa de abandonar la facultad y concretamente la beca que había conseguido en el departamento del profesor Martínez Cuadrado, pero cuando se tiene un marido que trabaja como «liberado» para un partido clandestino sin fondos, 16.000 pesetas al mes son 16.000 pesetas al mes. Juntos han viajado en metro hasta la estación de Batán, al pie mismo del Parque de Atracciones, y ahora recorren andando el trecho que les separa de uno de los pasos subterráneos bajo la carretera de Extremadura. Para llegar a él tienen que enfilar el tramo perpendicular de una calle en forma de ele, llamada Villavaliente, en la que abundan las casas de protección oficial, con el yugo y las flechas grabado en las placas de color negro, colocadas junto a la entrada por el Instituto Nacional de la Vivienda. Son casas de gente humilde que todos los días lava y tiende su ropa a la vista de los vecinos y viandantes. Al final de Villavaliente, treinta metros más allá de un quiosco de prensa, la boca del subterráneo —pese a no tener sino metro y medio de ancho— ocupa casi la mitad de la calzada. Sin embargo, varios conductores residentes en la zona, que no están dispuestos a pagar al garaje de enfrente, suelen aparcar siempre junto a la embocadura, haciendo la calle doblemente estrecha. Justo en el momento en que empiezan a bajar la rampa del pasadizo, José Luis y Silvia, o mejor dicho Hidalgo y Andrea, contemplan cómo un oficial de la Guardia Civil, muy alto y delgado, desciende del vehículo de un compañero y se cuela por el trozo de acera que queda entre el subterráneo y los portales de los números 1, 3 y 5 de la calle, con su tricornio y su uniforme verde. Ella es la primera que lo ve. —Mira, Luis... Un guardia civil. Él se vuelve y aguanta la mirada con una intensidad especial. Al cabo de un rato, caminando ya bajo las luces amarillas del pasadizo, comenta: —Deberíamos pasarle esta información al Partido. Sin volver a hablar del tema recorren los tres tramos descendentes que, en forma de zigzag, les conducen al otro lado del paseo de Extremadura, hasta la puerta misma de su casa en Cebreros 80. Forma parte de una urbanización mucho más nueva y mejor equipada —los niños juegan ante su portal en una pequeña zona de recreo a base de tobogán, columpios y enrejados metálicos— que las viviendas que acaban de dejar al otro lado. El teniente Antonio Pose Rodríguez ya se ha introducido entretanto en una de ellas, concretamente en el tercer piso de Villavaliente 1, después de pasar por delante de un supermercado, de la papelería Ángela, de la mercería Eloísa, de la tintorería Batán y de la ferretería Suárez, comercios todos ellos que junto con el bar de la esquina, las entradas de los números 3 y 5 y el portal de su propio inmueble, completan la manzana. El teniente Pose Rodríguez vive con su esposa Adolfina Corrales —hija, como él, de una familia del Cuerpo— y con la madre de esta, que ya rebasa los ochenta. Llevan 59
veintitrés años casados y, como no tienen hijos, él dedica todo su tiempo libre al hobby de reparar televisores. El padre del teniente Pose Rodríguez nunca pasó de Guardia 2.º. Si hubiera vivido para verlo, sin duda se sentiría orgulloso de la trayectoria de su hijo que, tras ingresar a los diecinueve años, consiguió el ascenso a cabo, y de cabo ascendió a cabo 1.º y de cabo 1.º ascendió a sargento, y de sargento ascendió a sargento 1.°, y de sargento 1.º ascendió a brigada, y de brigada —ahí le tienes, sin haber cumplido aún los cincuenta años— ascendió a teniente. El teniente Pose Rodríguez dedicó su juventud a la lucha contra el bandolerismo en tierras andaluzas. Luego le destinaron a Cuenca y se hizo radiotelegrafista. Desde hace diez años pertenece a la Agrupación de Tráfico. Nunca fue herido en ninguna serranía ni sufrió accidente de carretera alguno. El principio de úlcera, del que tuvo que curarse en el año 1963, es en realidad el único contratiempo que en toda su vida ha podido achacar a motivos del servicio.
21 de julio. Siete de la tarde. Dos agentes del Servicio de Información del Ejército, que dirige el coronel José María Sáenz de Tejada, espían —vestidos de paisano y en el interior de un automóvil camuflado— la llegada de varios personajes a una reunión previamente organizada. Uno de los dos agentes maneja una pequeña cámara oculta. El otro toma notas de cuanto sucede: Se ve llegar un coche Seat 127 de color azul, perteneciente al capitán de Artillería Antonio García Márquez, el cual entra en el referido número de la calle Ponzano, domicilio del capitán Ibarra. Se observa al comandante de ingenieros Luis Otero Fernández de espaldas, que entra al referido inmueble vistiendo una blusa marrón, de manga corta y pantalón corto. Se ve salir a la calle al comandante Otero, que se dirige a una cabina telefónica. Se ve al referido comandante que vuelve a entrar en la casa, y esta vez se le ve entrar de frente, portando gafas oscuras. Sale de la casa el capitán Ibarra (portando una camisa clara), acompañado de un individuo no identificado y que también asistió a la reunión del día 14 (película número 1). Dicho individuo va vestido con camisa azul con franjas blancas en el bolsillo y el cuello. Regresa el capitán Ibarra a su domicilio. Se ve llegar un coche Seat 124, color blanco, matrícula M-2714-P que, comprobada, pertenece al capitán de Caballería Manuel Fernández Lago.43
Desde la ventana, la mujer de uno de los fundadores de la Unión Militar Democrática descubre al agente que está filmando la llegada de los compañeros de su marido. Cuando entra el comandante Otero, le dice: —Luis, llevas detrás a la «Metro Goldwin Mayer».44 Desde hace unas semanas el cerco en torno a los hombres de la UMD se ha estrechado y ellos lo saben. La existencia y actividades de la organización son ya 60
sobradamente conocidas por las altas esferas militares, que se enfrentan a una decisión más política que policial. Mientras hay quienes desean mantener a los conspiradores bajo vigilancia sin proceder contra ellos hasta que la madeja no esté totalmente desenredada, otros altos mandos apuestan por tirar de la manta a fin de colocar al Gobierno Arias ante un nuevo fracaso de la línea aperturista. Tampoco falta, como tercera vía, la de quien sugiere que se irrumpa en la próxima reunión, se ametralle a los congregados y se deje junto a sus cadáveres unos cuantos panfletos del FRAP y del Movimiento de las Fuerzas Armadas portuguesas.
22 de julio. 22.15 de la noche. En el momento en que van a despedirse, tras celebrar una cita en la calle Barceló, muy cerca de Alonso Martínez, una decena de agentes de la Brigada Político Social caen sobre el obrero metalúrgico José Humberto Baena Alonso, alias Daniel, sobre el joven estudiante Fernando Sierra, alias Bigotes, y sobre un tercer miembro del FRAP, apellidado Olaso. La detención es especialmente violenta. Baena, que es el más corpulento, trata de resistirse, pero enseguida se ve aplastado contra el suelo, con una pistola apuntándole y los zapatos de varios policías encima. Uno de ellos ha pisado con fuerza sobre su reloj, rompiéndole la correa y dejando paradas tanto las manecillas como el calendario. Ese reloj es un regalo de su compañera Maruxa —militante también del Eme-ele—, que ha llegado con él a Madrid huyendo de la policía, para ser detenida a finales de mayo tras la realización de una pintada —seguida de lanzamiento de cóctel Molótov— ante el Banderín de Enganche de la Legión, en solidaridad con el pueblo marroquí. Nacido, como Sánchez Bravo y algunos de los fundadores del GRAPO, en el Vigo turbulento de continua lucha obrera y fuerte represión policial, José Humberto Baena pudo empezar a estudiar Filosofía y Letras gracias al apoyo económico de unos familiares. Su padre trabajaba en una fábrica de madera y su madre no sabía leer ni escribir. En 1970 fue detenido y juzgado por el Tribunal de Orden Público por participar en una manifestación estudiantil en Santiago. Aunque luego salió absuelto, tuvo que dejar los estudios y, trabajando en una cervecería en Vigo, se vio envuelto en el clima de agitación social que desembocó en los sucesos de marzo del 72, en los que dos obreros de la Bazán murieron en enfrentamientos con la policía. Fuertemente politizado y ya vinculado al Eme-ele, fue enviado a hacer la mili al acuartelamiento de Hoyo de Manzanares, en Colmenar Viejo. «A este cuartel solían enviar a personas con antecedentes políticos y delincuentes comunes. Es un cuartel en el que nos llovía dentro y teníamos que cambiar las literas de sitio, teníamos que afeitarnos los unos a los otros, por falta de espejos y lavarnos en un grifo en la calle», recordará Baena, estando ya a punto de pasar por una experiencia infinitamente más trágica y desagradable —ironías del destino— en ese mismo escenario.
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Concluido el servicio militar regresa a Vigo, consigue trabajo y es despedido en diciembre del 74 por reclamar la paga extra de Navidad. Magistratura atiende su demanda, pero la empresa opta por indemnizarle y se lo quita de encima por 22.000 pesetas. Entonces se coloca como peón de fundición en la fábrica Simuelza, con jornada de 7 a 3 y 9.000 pesetas de sueldo. Cuando llega el 1.º de Mayo es uno de los agitadores más activos en cuantas manifestaciones y actos organiza el FRAP, en uno de los cuales un obrero de Fenosa muere por disparos de la Guardia Civil. Alertado por unos vecinos de que la policía está esperándole en su casa, la noche del 3 de mayo decide dejar la ciudad y venirse a Madrid. Conducido tras su detención a la Dirección General de Seguridad, el interrogatorio comienza con la acusación de que es él quien ha matado al policía de la calle Alenza. Le dicen que le van a golpear hasta que confiese y que solo le van a dejar vivo para que firme la declaración, pero por poco tiempo, porque lo que le espera es el garrote vil. Baena se niega a hablar y comienza la lluvia de golpes con puños y porras, que le lanzan de un extremo a otro de la habitación. Le agarran por el cuello y le estrellan la cabeza una y otra vez contra un mueble metálico. De uno de los golpes prácticamente le arrancan una muela, si bien el médico de la Dirección General de Seguridad certificará en el parte de salida que tiene caries. Le obligan a arrodillarse y con un palo le pegan con dureza en la planta de los pies. Con diversos intervalos, las sesiones de torturas se prolongan durante tres días. Según escribirá el propio Baena desde la cárcel, «sin poder andar, casi sin poder moverme de los dolores de la espalda, sin ver por el ojo izquierdo y con la cara destrozada por los golpes, firmé las declaraciones la noche del día 25». Aunque en ese preciso momento lo que conmociona a la opinión pública es el quíntuple crimen descubierto la propia tarde del día 22 en el cortijo sevillano de Los Galindos y el secuestro al día siguiente del niño Alejandro Fuentes por su madre noruega con la hipotética complacencia de un coronel jurídico llamado Luis Rosón Pérez, a quien el Tribunal Supremo ha encargado la custodia del pequeño, al cabo de una semana de detenciones, interrogatorios y torturas, la policía ya tiene su versión del crimen de la calle Alenza, lista para que actúe la jurisdicción militar. Según esta versión, el autor material de los disparos habría sido Baena, su acompañante, Pablo Mayoral, y el conductor del coche, Fernando Sierra. A Blanco Chivite se le atribuye haber formado el comando y ordenado el atentado, mientras que se identifica a Vladimiro Fernández Tovar —igualmente detenido esos días— con el cuarto hombre que, en calidad de jefe, esperaron infructuosamente sus compañeros.
23 de julio. Diez de la mañana. Escrito dirigido por el general Jaime Miláns del Bosch, jefe de la Brigada Acorazada, de la División Acorazada Brunete, al teniente general Ángel Campano, capitán general de Madrid:
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Excelentísimo señor A. V. E., da parte el general que suscribe de haber tenido conocimiento fidedigno sobre actividades de un grupo de oficiales de la guarnición de Madrid, que puede concretarse en reuniones efectuadas en domicilios particulares. En dichas reuniones, a las que han asistido más de cuatro oficiales, han debido de tratarse asuntos relacionados con el servicio, en términos que pueden ofrecer una patente peligrosidad para la unidad y fines de las Fuerzas Armadas. Dichas reuniones se han celebrado en el domicilio del capitán de Artillería don Fermín Ibarra Renes, con destino en el Estado Mayor Central, calle Ponzano 72, y en el del capitán de Infantería DEM don Restituto Valero Ramos, con destino en la BRIPAC, calle Altamirano 34. Lo que tengo el honor de comunicar a V. E. a los efectos que su superior autoridad juzgue conveniente.45
Con los datos suministrados por los hombres de Sáenz de Tejada, Miláns ha decidido tirar de la manta. Existiendo una denuncia formal, ya no hay discusión que valga. La suerte de la UMD está echada.
28 de julio. Antes de regresar a Washington el abogado Thomas Jones, repasa las notas de las averiguaciones realizadas por él y por el doctor Burkhard Wisser —un respetable profesor de Filosofía en la Universidad de Karlsruhe— por encargo de Amnistía Internacional, sobre la situación en el País Vasco durante los cuatro meses que ha durado el estado de excepción decretado a finales de abril. Aunque durante sus diez días de permanencia en España la colaboración oficial ha sido nula —pese a las gestiones personales del propio Martin Ennals, secretario general de Amnistía, les fue vedado el acceso a la cárcel de Basauri—, las innumerables entrevistas mantenidas con ciudadanos de toda índole les han permitido llegar a ciertas conclusiones. El abogado Jones abandona España con algunas ideas muy claras: el número de personas detenidas en el contexto de total falta de garantías que supone el estado de excepción hay que establecerlo en varios millares, hasta multiplicar por veinte o por treinta la cifra de 189 reconocida por el Gobierno en mayo; un mínimo de 250 personas han sido torturadas reiteradamente en las comisarías y cuarteles de la Guardia Civil; los métodos de tortura empleados por las fuerzas de seguridad incluyen todo tipo de prácticas sádicas tales como quemaduras con cigarrillos, inmersión de la cabeza en agua con el resto del cuerpo suspendido, ejecuciones ficticias, amenazas sexuales a familiares y, por supuesto, apaleamiento con una amplia gama de instrumentos contundentes. Como corroboración de esas conclusiones, el abogado Jones lleva consigo quince testimonios numerados de personas cuyo relato ha podido ser contrastado. El número 5 dice: La policía llegó en plena noche, al menos cuatro de ellos con metralletas, los otros con pistolas. Apenas nos llevaron a comisaría, cuando un grupo grande de policías comenzaron a insultarnos llamándonos asesinos y cosas así. Nos registraron y quitaron todas nuestras pertenencias. Al principio a mí no me pegaron. Me dijeron que tenía que decirles todo lo que supiera sobre la infraestructura de ETA. Me dejaron solo durante media hora. Se oían los gritos y chillidos de otros detenidos, y yo estaba aterrorizado.
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Cuando me llamaron había cinco policías en la habitación. Yo estaba sentado. Me dijeron: «Habla». Cuando les dije que no sabía nada, un policía muy grande me golpeó en la espalda. Me ataron las manos debajo de las piernas y me hicieron andar, dando saltos, hasta caerme. Cada vez que me caía me golpeaban. Esto duró como un cuarto de hora. Entonces me devolvieron a la celda. Había casi un centenar de personas apretadas en las celdas y en los pasillos, de ahí que tardaran en volver a llamarme. Tres horas después volvieron a por mí. Uno dijo: «¿Lo has pensado mejor?». Respondí que no sabía nada. Ellos dijeron que les podía ocurrir un accidente a mis familiares. Dijeron que a ellos no les detenía nada, ni siquiera Franco. Dijeron que me llevarían a un saliente cerca de aquí, La Galea, que me dispararían y que tirarían mi cadáver al mar. Entonces me golpearon unas veinte veces con sus porras en el estómago y en los riñones. No me pegaron en la cara. Me devolvieron a la celda diciéndome que lo volviera a pensar. El tercer interrogatorio fue igual. Cuando dije que no sabía nada empezaron a pegarme, pero esta vez con una barra de hierro de unos 60 centímetros recubierta de cuero. Me amenazaron con ponerme cables eléctricos en los testículos, pero no lo hicieron. Las palizas duraron siete días con sus noches. Me pusieron un revólver entre los ojos y apretaron el gatillo. A partir del octavo día me dejaron solo. Las condiciones eran inhumanas. Casi veinte días con las mismas ropas sin lavarse, sin una toalla ni un pañuelo. Te daban solo un buche de comida al mediodía y otro por la noche. Al principio no sentí hambre, a causa del miedo, pero luego todos estábamos hambrientos. No había pasta de dientes, y muchos días ni siquiera papel higiénico. Las celdas eran hediondas. Nauseabundas. Te daban solo una manta repugnante para cada tres. Teníamos que dormir sobre el suelo; ni siquiera los animales dormirían allí. Al fin, después de todos esos días, me dejaron marchar sin hacer ninguna acusación contra mí. Preferiría morir, antes que tener que pasar por eso otra vez. Muchos piensan lo mismo que yo.46
Jones conoce la identidad de las personas y los nombres exactos de los lugares donde han ocurrido los hechos, pero se ha comprometido a no revelarlos para evitar represalias. El testimonio número 8 dice: Una noche la policía me paró en la calle para comprobar mi carnet de identidad, que estaba en orden. Me interrogaron y me llevaron a comisaría. Tan pronto como entré en la comisaría, empezaron a pegarme. Habría como unos veinte policías y, sin ninguna explicación, uno de ellos me cruzó la cara con un látigo, mientras otros tres o cuatro me pegaban con sus porras en la espalda, los riñones, el estómago y la cara. Esto duró como un cuarto de hora. Cuando empecé a sangrar de la nariz, pararon. Me bajaron a las celdas y me dejaron en el pasillo, sin meterme en ninguna. Estuve allí como una hora. Me subieron un piso a una pequeña habitación donde había ocho policías esperándome. Me dijeron que yo era de ETA y que tenía que contarles todo lo que supiera. Me tiraron al suelo, me golpearon en las costillas y saltaron sobre mí. Ese interrogatorio duró una hora y media. Entonces me llevaron otra vez al pasillo. Al cabo de otras dos horas me volvieron a subir a esa habitación donde los mismos ocho policías aguardaban. Eran miembros de la Brigada Político Social. Podría identificarlos a casi todos ellos. Pasaron las mismas cosas de antes: toda clase de insultos, golpes en los testículos, etcétera. Entonces me llevaron otra vez al pasillo, y con las celdas llenas de detenidos —habría unos ochenta hombres— me dieron un asiento en el corredor y me dejaron allí hasta la tarde siguiente. Sin embargo, no me dejaron dormir. El dolor crece y crece y tú lo llevas lo mejor que puedes. El tercer interrogatorio comenzó sobre las siete de la tarde. Esta vez me llevaron a una habitación en el mismo piso que las celdas. Ahora había seis policías, dos de los de antes y cuatro nuevos. Me golpearon
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como antes durante dos horas o dos horas y media, pero esta vez tenían una barra rectangular de como metro y medio de largo que terminaron rompiendo contra mi espalda. Entonces me devolvieron al pasillo, donde me dejaron durante una hora u hora y media. Era increíble. Veías a gente con la ropa desgarrada por los golpes, con los cuerpos y las caras hinchadas y oías gritos y lamentos casi continuamente. Vi a unas cincuenta personas con marcas de torturas. Entonces hubo otro interrogatorio en el mismo sitio, con los mismos seis policías, que duró dos horas o algo más, y luego vuelta a las celdas. Me llamaron para el quinto interrogatorio, en la misma habitación, seis o siete policías, todos diferentes de los de los días anteriores. Me pegaron durante tres horas con las mismas porras, la flexible y la que tiene una bola en la punta. Entonces vuelta a la celda. Me volvieron a llamar dos veces más ese día, dos veces más el día siguiente y dos veces más el otro... Luego sucedió muy poco durante un número de días. Durante ese tiempo nos movieron a una celda grande con más de diez de nosotros dentro. Vi en la celda a hombres que estaban negros desde el cuello hasta la punta de los pies. Un día vino el médico y nos examinó a cada uno brevemente. El médico tenía manos muy rudas, yo creo que no eran las manos de un médico. Creo que casi fueron peor esos días en los que no me pegaban porque el terror era total, esperando a que te llamaran en cualquier momento. Al cabo de unos días volvieron otra vez a por mí y me torturaron dos veces diarias hasta que me tomaron declaración. Me enviaron al juez y de ahí a Basauri.47
Según las anotaciones de los enviados de Amnistía Internacional, este testigo había pasado por nada menos que 30 sesiones de tortura en unos veinte días. Siendo dramático todo ello, la mayor preocupación del abogado Thomas Jones y el doctor Wisser es presionar internacionalmente para que la escalada de violencia y terror a la que han asistido en España no desemboque —tal y como ya flota en el ambiente— en la ejecución de ninguna pena de muerte. De ahí que además de pedir su abolición, hayan elaborado dos listas de presos para los cuales Amnistía Internacional deberá pedir clemencia en todo el mundo. La primera lista incluye también delincuentes comunes, y está integrada por once personas ya condenadas a la pena capital o para quienes el ministerio fiscal la pide. Los últimos dos nombres son los de José Antonio Garmendia Artola y Ángel Otaegui Echeverría. La segunda lista incluye ocho nombres de presos políticos sobre quienes pesan graves acusaciones susceptibles de dar pie a condenas a muerte. Los tres primeros nombres son los de Eva Forest, Mari Luz Fernández y Antonio Durán, presuntamente implicados en el atentado de la calle del Correo. Los cinco últimos, los de Chivite, Baena, Sierra, Mayoral y Fernández Tovar.
29 de julio. 6.30 de la mañana. La conexión Sáenz de Tejada-Miláns del BoschCampano da sus frutos. Por orden directa de este último se procede a la detención en sus domicilios del comandante Otero y los capitanes Valero, Ibarra, García Márquez, Reinlein y Ruiz Cillero, miembros todos ellos de la UMD. El capitán Fortes es detenido
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en Pontevedra, y los capitanes Fernández Lago y Martín Consuegra «caerán» pocas horas después. De acuerdo con las instrucciones recibidas, las detenciones las efectúan grupos compuestos por un comandante y dos capitanes, al mando de fuerzas de la Guardia Civil y Policía Militar. Lo extemporáneo de la hora, el desmesurado despliegue de efectivos —en algún caso se llega a apostar tiradores en los tejados de las casas más cercanas— y el tono agrio y exigente con que se conducen los encargados del arresto, dan a la operación un aire siniestro, típico de las más implacables dictaduras. Las órdenes cursadas indican que se impida por todos los medios que alguno de los detenidos o de sus familiares consiga alertar a otros compañeros o destruir pruebas. Tal consigna, aplicada con cerril rigidez militar, conduce a que la esposa del comandante Otero sea obligada a cambiarse de ropa ante los ojos de los recién llegados y a que la esposa del capitán García Márquez termine vomitando en el salón, ante las dificultades para poder ir sola al lavabo. Todos los detenidos son militares cualificados, varios de ellos con carrera universitaria. En el caso concreto del capitán Restituto Valero, se trata además de un «niño de El Alcázar» —todo un símbolo de la mitología del Ejército franquista—, puesto que nació en Toledo durante el asedio republicano. Aunque existe el antecedente del arresto el pasado mes de febrero en Barcelona del comandante Busquets y el capitán Julve por tratar de aprovechar los actos de la festividad de la Patrona para expresar algunos planteamientos críticos, es la primera vez que se produce una detención masiva de oficiales por motivos políticos. Con nada menos que veintidós de sus mandos ocupando escaños en las Cortes franquistas y un ordenamiento penal que hace a la jurisdicción militar competente en delitos de intencionalidad política, el Ejército del Régimen invoca la exigencia de «apoliticismo» para actuar contra la minoría de oficiales demócratas. En los registros domiciliarios que siguen a las reuniones se consignan documentos tan diversos como un libro de Stanley Payne, un compendio del Congreso Extraordinario celebrado el año anterior por el PSOE en Suresnes o algunas cartas de Cela en torno a las hazañas del «cipote de Archidona». Naturalmente, también aparece el manifiesto fundacional de la Unión Militar Democrática, en el que tras el análisis de los avatares de la vida política española de los últimos meses, se llega a una conclusión bastante representativa de muchas otras frustraciones en los más diversos estamentos del país: «Ante estos hechos nos preguntamos: ¿cuántos años tardará España en llegar a ser una democracia como Francia, Suiza o Inglaterra? Parece claro que con semejante ritmo de evolución se tardarían muchos decenios, por lo que debemos concluir que el régimen español no puede evolucionar, dado que el fin de la evolución no lo verán nuestros ojos y, por lo tanto, para los españoles de hoy, tal evolución carece de relevancia práctica».48 Y si no cabe la evolución, ¿cuál es el camino? Para los militares de la UMD — como para las principales fuerzas en el exilio— está muy claro: la ruptura democrática. 66
29 de julio. 11.15 de la mañana. Un coche del 091 persigue a un turismo por el paseo de Verdún, en la barriada barcelonesa del mismo nombre. Al llegar a la plaza de Luchmajor el turismo frena bruscamente y de su interior salen dos jóvenes que, pistola en ristre, se parapetan tras las cornisas de una sucursal del Banco de Bilbao. Antes de que la policía los reduzca, se cruzan un mínimo de cuarenta disparos, resultando herida en un hombro la señora María Luisa Vázquez que acababa de echar una carta en la estafeta de correos contigua y herida también con carácter leve la señora María Sánchez que se disponía a emprender su compra diaria. Aunque esa misma tarde una nota de la Jefatura Superior de Policía identifica a los detenidos como dos delincuentes habituales apodados el Lele y el Pirómano, cuarenta y ocho horas después la agencia Colpisa informa que en realidad se trata de Pedro Ignacio Pérez Beotegui, alias Wilson, y Juan Paredes Manot, alias Txiki, dos de los más conocidos activistas de ETA. Wilson está acusado de participar en el asesinato de Carrero Blanco y a Txiki — nacido en Extremadura, pero criado en San Sebastián, al tener que emigrar sus padres— se le relaciona con buena parte de los últimos atentados de ETA, incluido el asesinato a finales de marzo del inspector José Díaz Linares. En la casa de Cambrils, donde pasa unos días de vacaciones, el gobernador civil Rodolfo Martín Villa es informado de los hechos y lee, junto a la piscina, las declaraciones de los detenidos a la policía. Lo que más le impresiona de lo que dice Wilson es que de haber vivido en el País Vasco el clima de libertad que ha respirado en Barcelona, probablemente no se habría hecho de ETA. Al repasar la biografía de Txiki, Martín Villa piensa que si sus padres no se hubieran movido de Extremadura, tal vez el chico habría terminado en la Guardia Civil o en la Policía Armada.
30 de julio. Doce de la mañana. La Capitanía General de Madrid ha hecho pública una escueta nota oficial que dice: «Con objeto de esclarecer los hechos y profundizar en las responsabilidades en que, con arreglo al Código de Justicia Militar, pudieran haber incurrido un comandante y seis capitanes, el capitán general de la I Región Militar ha nombrado juez especial militar, el cual, a la vista de las primeras diligencias practicadas, ha ordenado en el día de hoy la detención de aquellos, a resultas de la actuación judicial. Por exigencias del secreto sumarial no es posible facilitar, por el momento, mayor información». A varios miles de kilómetros de distancia el presidente Arias es abordado en los pasillos del Finlandia Hall de Helsinki, escenario de la Primera Conferencia Europea de Cooperación y Seguridad, por un grupo de periodistas españoles que acaban de enterarse de lo ocurrido en el centro de prensa del hotel Marski.
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Con su aspecto severo —traje gris oscuro, corbata de lunares y nudo inmenso— de viejo caballero galdosiano, Arias no oculta su incomodidad ante el asunto y trata de quitárselo de en medio con lo primero que se le ocurre: —Son temas que podrían ser alarmantes, pero que no alarman a nadie, sobre todo para los que venimos de España y sabemos que allí no puede ocurrir absolutamente nada.49 Para Carlos Arias se trata, sin embargo, de un incómodo contratiempo, en el lugar y el momento más inoportunos que pueda imaginarse. Después de muchas vacilaciones, después de mucho cavilar si enviar al príncipe o simplemente al ministro de Asuntos Exteriores, se ha decidido a emprender el primer viaje oficial al extranjero de un jefe de Gobierno español en muchos años, ha iniciado conversaciones y contactos con algunos de los más poderosos dirigentes del mundo, asegurándoles a todos que España dispone de un régimen político a la vez sólido y abierto, total para que le estalle allí mismo una crisis tan significativa como esa. Si hasta en el Ejército, columna vertebral del sistema, también hay disensiones, ¿cuáles son los apoyos reales que en la sociedad de 1975 le quedan al franquismo? Arias se ha encontrado en Helsinki con un clima mucho más favorable a España del que meses antes cualquiera pudiera haber imaginado. El dramático viraje a la izquierda de la Revolución portuguesa bajo la presidencia de Costa Gomes y el avance electoral de los comunistas en Italia, han revalorizado el papel de España en el flanco sur de Europa y en muchos círculos diplomáticos comienza a hablarse de los pasos que tendría que dar el Régimen para poder ser admitido en la CEE y en la OTAN. En sus dos entrevistas clave, con Giscard y con Helmut Schmidt, Arias tiene la incómoda sensación de estar siendo sometido a un examen sobre su grado de aperturismo. Es en cierta medida un diálogo de sordos, pues mientras él habla de las «asociaciones» que pueden ser toleradas dentro del sistema, sus interlocutores hablan de «partidos políticos» y de «elecciones generales». Schmidt intercede, en concreto, por sus correligionarios del PSOE —personajes minúsculos, de insignificante representatividad en la vida española, a los ojos de Arias, a quienes de vez en cuando se retira el pasaporte — y se queja de que se les trata aún peor que a los comunistas. «Tal vez le parezca una táctica equivocada —le dice Arias, en respuesta a su planteamiento global—, pero yo creo que las montañas hay que subirlas despacio, si se quiere llegar entero a la cima».50 La reacción de Arias es menos sutil y cortés cuando el primer ministro de Luxemburgo le pone una serie de pegas ante la hipótesis de que España pueda pedir el ingreso en la OTAN: «Mire usted, ¿cuántos habitantes tiene Luxemburgo? ¿Tres millones? Pues aproximadamente como Albacete. Así que váyanse ustedes a defender Europa y se van ustedes a la Alianza Atlántica y a la OTAN y a lo que sea. Y un día dejaremos las bases, y a ver qué es lo que pasa».
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En el ambiente flota también la incógnita de la normalización diplomática con los Países del Este. Arias se entrevista brevemente con el checo Husak y con el polaco Gierek. Toda la expectación de la prensa se centra en la posibilidad de un encuentro con Breznev, encarnación viviente de esa Rusia soviética que durante cuarenta años ha sido el enemigo oficial del franquismo. «Aprovecha un momento en que salgas a fumar un cigarrillo y le saludas —insinúa el ministro de Asuntos Exteriores Cortina— para que no digan que somos unos osos salvajes». Arias cede ante este razonamiento de alta política y se produce un fugaz apretón de manos, entre sonrisas forzadas y flashes de fotógrafos. «En definitiva, creo que todo este asunto de la cuestión de España en el extranjero es un cuento —recordará un par de años después el presidente ante el autor de este libro —. Son viajes perdidos a mi juicio, aunque es posible que todo sea cuestión del protagonista y haya gente que les saque mayor provecho».51
30 de julio. Cuatro de la tarde. La policía asalta con gases y bombas de humo un chalet en la madrileña zona de Peñagrande, en el que supone que puede haber miembros de ETA. Un joven sale corriendo, arrollando a dos niñas en su huida. Lleva pantalón y camisa marrón. Varios agentes le persiguen. Se escuchan disparos aislados y varias ráfagas de metralleta. Según la dueña de la Cafetería Orsay, uno de los policías exclama: «¡Deténgase o disparo!». Según otro testigo, los agentes gritan: «Al ladrón, al ladrón. ¡Alto o disparo!». «El joven había atravesado corriendo los jardines —explica un camarero del bar Quijano— que junto con la esquina de la calle forman un callejón sin salida, donde quedó atrapado. Cuando se vio acorralado se volvió y un policía se le acercó; tras varios gritos de “quieto, quieto”, se vio al joven caer desplomado».52 La primera versión policial indica que, al ir a ser detenido, el joven se ha suicidado. Luego se aclara que ha muerto en un «enfrentamiento» con la policía. La víctima es Marcos Pérez González, de veintitrés años, natural de Burgos. El inquilino del segundo piso en una vivienda próxima al lugar de los hechos se despierta sobresaltado de su siesta. Nota algo raro bajo la ropa interior y empieza a gritar: «¿Qué es esto, qué es esto?». Su esposa acude alarmada y encuentra al marido revolcándose en la cama. Pronto comprueba que no está herido, pero que una bala perdida ha ido a alojársele entre el calzoncillo y los testículos.
31 de julio. José Luis Sánchez Bravo, alias Hidalgo, cavila en la playa murciana de Mazarrón sobre los acontecimientos de los últimos días. La oleada de detenciones ha venido a mezclarse con sus pequeñas peleas cotidianas con Silvia —también con los 69
primeros síntomas de su embarazo— y ella le ha convencido de que pasen unos días de vacaciones fuera de Madrid. Han viajado a Murcia en autobús, han pasado una noche en un piso sin muebles que tiene Vicky y ella les ha acompañado —haciendo grandes equilibrios para no tener que decir nada a su marido— al día siguiente en taxi hasta Mazarrón. Ya en la estación de autobuses, Vicky se ha dado cuenta de que Luis siente remordimientos por haber abandonado Madrid en un momento tan difícil para el Partido. Observa cómo Silvia se queja continuamente —que si ha hecho un viaje fatal, que si nota molestias, que si Luis no le ha traído un café...— y siente una cierta profunda antipatía hacia ella. Paseando por la playa de Mazarrón. Silvia empieza a gritar porque le ronda una avispa y haciendo grandes aspavientos se mete en el agua con los zapatos puestos. Vicky piensa inmediatamente que lo ha hecho para llamar la atención a un grupo cercano de chicos, lo que desde luego ha conseguido. De regreso a Murcia, Vicky cavila sobre lo que ha visto y llega a la conclusión de que a su hermano no le conviene una mujer como Silvia. En su subconsciente queda la idea de que otro tanto le pasaba a su padre con su madre. Tumbada sobre la arena de Mazarrón, la camarada Andrea no piensa, entretanto, en la lucha política, sino en la nueva vida que desde hace unas semanas siente inequívocamente dentro de sí. Está segura de que va a ser un niño. Un niño que nacerá pese a quien pese. Un cierto estremecimiento recorre su piel al recordar la desagradable conversación de hace unos días con Libertad, poco antes de que la detuvieran. —Debes abortar. El Partido no permite a los militantes tener hijos en este momento de lucha política... —Pero tú has tenido uno. Yo también quiero tener el mío. Y voy a tenerlo. La Larga había estado especialmente impertinente. ¿Quién era ella para decirle lo que tenía que hacer en un asunto así? Máxime cuando no hacía tanto que había tenido un crío con el camarada Justo. ¿Por qué la camarada Libertad sí y la camarada Andrea no? Menos mal que Luis lo tenía muy claro: quería tener un hijo y por eso habían ido a por él. Ella no pensaba abortar, dijera lo que dijera el Partido. Silvia y Luis han alquilado un estudio bastante cerca de la playa. Dedican el tiempo a bañarse, tomar el sol, vagar por el paseo marítimo y hacerse fotos el uno al otro. Los dos necesitaban ese descanso y —a pesar del calor y los mosquitos— empiezan a sentirse mucho mejor que cuando llegaron. Hidalgo no puede, sin embargo, quitarse de la cabeza ni la preocupación por la suerte de tantos camaradas detenidos —ha caído Chivite, ha caído Mayoral, ha caído Libertad, ha caído la China ni el recuerdo de ese guardia civil tan alto, al que vieron bajar de un coche junto al subterráneo de Surbatán.
31 de julio. El teniente general Iniesta Cano, director general de la Guardia Civil y prototipo de la cúpula militar franquista, es entrevistado por el periódico Nuevo Diario. 70
A una pregunta sobre el origen de los últimos atentados responde: «La procedencia o el origen que mueven a esa mano ejecutora es varia. Efectivamente, de tipo comunista; efectivamente, de tipo masónico; efectivamente, de tipo revolucionario y otros que, para mantener una agitación política, llevan a cabo atracos a bancos para obtener recursos económicos». A otra pregunta sobre la conveniencia de llevar a cabo una política de reconciliación nacional, el ilustre militar responde: «La reconciliación existe desde siempre. Yo le puedo dar mi palabra de honor de que cuando me encontraba en las trincheras, recé más de cuatro veces por los que se encontraban enfrente».53
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4 ANATOMÍA DE UN ASESINATO
Pese a ser ambos carne de cañón, tener parecida edad, creer en las mismas cosas y haber nacido los dos en Vigo, José Luis Sánchez Bravo jamás llegó a conocer a Abelardo Collazo Araujo. La mayoría de los militantes del Partido Comunista de España (marxista-leninista) ignoraban por aquellos días la propia existencia del Partido Comunista de España (reconstituido). En cambio, algunos dirigentes del Partido Comunista de España (reconstituido) solían comentar despectivamente en sus reuniones orgánicas que los dirigentes del Partido Comunista de España (marxista-leninista) y de su «organización de masas», el FRAP, no eran sino «pequeñoburgueses radicalizados», que podían venir bien en tanto en cuanto hicieran el juego a la revolución. Exactamente igual que como ocurría en el Eme-ele, los apóstoles del PCE (r) también hablaban de «el Partido» para referirse a la propia organización y consideraban que fuera de ella difícilmente nadie podría alcanzar la salvación. Tras el Congreso de Santander la totalidad de los miembros de su Comisión Ejecutiva —con el camarada Arenas a la cabeza— se habían instalado en Madrid, incluyendo entre sus planes la obtención de dinero y armas. Como quiera que, al término de uno de los primeros atracos, Hierro Chomón —adscrito a la Comisión Técnica— bromeara sobre lo bien que le vendría parte del dinero para comprarse ropa y otras cosas, el puritanismo de Collazo Araujo salió a la superficie. —Me cago en Dios. Ese dinero es del Partido... Como alguien toque esa pasta, lo mato. Como responsable de la Comisión Técnica, Collazo tenía la misión de realizar aquellas acciones armadas que le encomendara la Comisión Política. Sin embargo nadie tenía ideas demasiado claras, y eso le crispaba los nervios. —Joder, me paso todo el día parado, sin hacer nada. Para combatir esa sensación de estar mano sobre mano que tanto desazona a cualquier buen gallego, Collazo empezó incluso a trabajar de nuevo como albañil en varias obras. Aunque tenía arrojo a raudales, sus primeras experiencias como comando armado fueron, además, bastante desalentadoras. Tratando de apoderarse de algunas metralletas del Ejército, él y dos compañeros se disfrazaron de militares y lograron introducirse en un pequeño depósito de armas anejo a un acuartelamiento madrileño. Por 72
más que revolvieron sus dependencias, no lograron encontrar lo que buscaban, siendo sorprendidos por el oficial de guardia. Los impostores reaccionaron ordenando a la tropa que arrestara a su jefe por «conspiración contra el Estado». La confusión bastó para permitirles escapar, pero con las manos vacías. Posteriormente, cuando se produjeron las caídas de finales de julio en el Eme-ele y el PCE (r) decidió que, aunque sus colegas fueran unos chapuceros, había que emprender represalias, Collazo quedó encargado de atentar contra alguno de los policías que vigilaban el Ministerio de Información y Turismo. Tampoco consiguió hacerlo, y eso puso furioso a Cerdán Calixto. —Joder, este tío. Tienen ahí a los guardias y dicen que no atacan a uno, porque hay otro a treinta metros. Y yo he estado por allí y la distancia por lo menos es de ochenta metros. Estos tíos, no sé qué se creen. Las acciones policiales combinadas en Madrid y Barcelona contra ETA son un aldabonazo para la Comisión Política del PCE (r). Ya no se trata de los aficionados del FRAP, sino de la organización que está en la vanguardia de la lucha revolucionaria. Tanto Pérez Martínez, como Delgado de Codex, como Pío Moa, como Cerdán Calixto ven en ello un signo inequívoco de que el Régimen ha renunciado a la estéril vía aperturista y ha optado por la represión y el baño de sangre como si se tratara de volver a los años cuarenta. Es la señal que estaban esperando para combatir con las mismas armas. Otro de los militantes de primera hora, Bueno de Pablos, ha informado que tiene controlada a una pareja de guardias civiles que, todos los días a la misma hora, se retira a su cuartelillo, tras prestar servicio hasta después de medianoche en el canódromo. La Comisión Política decide en reunión extraordinaria que se actúe inmediatamente y que, aunque Collazo participe, el jefe del comando sea Cerdán Calixto. El grupo lo completan Hierro Chomón y un singular personaje llamado José Luis González Zazo y apodado el Caballo Salvaje, por su pronunciada mandíbula en forma de quijada y por su temperamento indómito. Inmerso en el «lumpen» de la delincuencia común, el Caballo Salvaje entra en contacto con el PCE (r) a través de Collazo Araujo por quien siente devota admiración. Dotado de una fuerza descomunal, los apóstoles de la revolución consideran que es un elemento muy útil para determinadas cosas, pero soportan a duras penas su falta de disciplina. En cierta ocasión, camino de realizar un atraco, el Caballo Salvaje se liga en el metro a una francesa e inicia con ella un espectacular morreo, en medio de la indignación de sus morigerados compañeros. «Hay algunos que solo piensan en acostarse. ¿Cuándo se les quitarán de la cabeza esas estupideces que les mete la burguesía?», comenta con enfado el propio Collazo. Poco antes de la una de la madrugada del domingo 3 de agosto, Collazo, Hierro y el Caballo Salvaje atacan por la espalda, disparando con dos viejas pistolas, a dos guardias civiles ya veteranos que se retiran por la calle Juan José Bautista hacia el cuartelillo de General Ricardos. Casimiro Sánchez García, de cuarenta y cinco años, casado y con 73
cuatro hijos, es el que va más rezagado y muere en el acto. Su compañero, Inocencio Cabezón, de cuarenta y siete años, casado y también con cuatro hijos, marcha unos metros delante y tras recibir un impacto, intenta refugiarse tras un vehículo. Cerrándole el paso aparece Cerdán Calixto, quien le apunta de frente con una diminuta pistola de balines del 38. El nuevo disparo no le alcanza y los agresores emprenden la huida. Esa misma noche Juan Carlos Delgado de Codex y Pío Moa aguardan nerviosamente en el piso alquilado que comparten en la Colonia San Bruno de Aluche. En contra de lo previamente acordado, Cerdán no se pone en contacto con ellos para comunicarles el resultado de la acción. Varios días después aparece con aire jovial, llevando consigo un elegante maletín de piel. Pasados los reproches de los unos y las explicaciones del otro, Delgado de Codex, con su aspecto atildado de siempre, bromea sobre el portafolios. —Pareces un ejecutivo... Y Cerdán responde con un chispazo de humor negro: —Tú también; pero, en cambio, no ejecutas.
De madrugada, Manuel Blanco Chivite, el más importante dirigente del Eme-ele recluido en Carabanchel, es despertado abruptamente por un carcelero que le anuncia que el juez ha venido a verle. Incorporado sobre la colchoneta llena de lamparones y manchas de semen que todas las noches le introducen en la celda para retirársela a primera hora de la mañana, Chivite piensa que eso es muy extraño. Conducido a un despacho de la primera planta, quien le aguarda allí no es el juez, sino el comisario Conesa, acompañado de otro policía y un teniente coronel de la Guardia Civil. Inmediatamente se da cuenta de que quieren saber algo, pero se trata de algo que para él resulta incomprensible. —Vamos a ver, Chivite. Cuéntanos lo del canódromo... —¿Canódromo? ¿Qué canódromo? —Venga, hombre, si ya estáis perdidos... Seguro que tenéis algún comando por ahí... —No tengo ni idea. ¿Qué es eso del canódromo? Al cabo de unos minutos el teniente coronel se impacienta y se dirige a los policías, al tiempo que les hace un expresivo gesto con la mano, como quien aprieta una tuerca. —¿No le podemos «tortu»? —No, porque el juicio va a ser rápido y no pueden tener marcas. A Conesa hay algo que no le cuadra. Si Chivite, a base de «persuasión», ha terminado firmando su declaración en la DGS y «cantado» lo que para la investigación interesaba que «cantara», ¿por qué ahora se encoge de hombros como quien oye chino? Varios de sus compañeros han recibido unas cuantas «galletas», y ni por esas han conseguido refrescarles la memoria. Nadie sabe nada del canódromo. 74
Un tanto exasperado, antes de permitirle volver a la celda, el teniente coronel se dirige al preso en términos que él interpreta como una amenaza hacia su mujer y las personas que quiere. —Atento a lo que te voy a decir, Chivite. Presta mucha atención. Tú estás aquí seguro... Tú estás seguro, pero solo tú. Y le señala con el índice, hasta apoyarle, inquietamente, el dedo sobre el pecho. El camarada Hidalgo ha regresado a Madrid obsesionado con la idea de realizar el trabajo que ya no pueden hacer los compañeros detenidos. Desconectado tanto de la dirección del Partido como del Comité Regional del FRAP, recurre a la pequeña organización que conoce y controla bien: su equipo de gente en las Juntas del FRAP. Lo primero que se le ocurre una mañana es coger el autobús54 y plantarse en el Barrio Blanco en busca de su antecesor como responsable político de las Juntas, Fernando Proenza González, alias Manolo. Este trabaja como camarero en el bar Katy, un establecimiento de escasas pretensiones que, fundamentalmente, hace la caja a base de dar de comer a los albañiles de las muchas obras en construcción de los alrededores. Un camarero hace el turno de mañana, otro el de tarde, y ambos coinciden al mediodía, trabajando a destajo para atender a un número mayor de clientes del humanamente posible. Manolo está hasta las narices del bar Katy, y solo espera una razón para dejarlo. Más bien bajito, muy musculoso, de espaldas anchas y bíceps superdesarrollados, Manolo es lo que suele decirse «un tío cuadrado». Pese a sus facciones algo aniñadas, su aspecto general recuerda al de un bulldog de raza. Tras esta sólida apariencia física oculta, sin embargo, un carácter tímido y reservado que limita de forma considerable su papel en una organización clandestina. Manolo tiene muy claras sus convicciones políticas, pero se siente totalmente inseguro de poder transmitirlas a los demás. De ahí que el camarada Hidalgo le inspire tanta admiración y envidia. Manolo ve en Hidalgo todas las virtudes de un revolucionario que se precie: tiene facilidad de palabra, capacidad de conectar «con las masas», sensibilidad para tratar a los militantes como hermanos e incluso para cuidar de su seguridad. A veces hasta se siente intimidado por una personalidad tan arrolladora. ¿De dónde sacará el camarada Hidalgo toda esa fuerza mental? Manolo ha llegado a pensar que debe ser cosa de los gallegos. Siendo esta la relación entre ambos, no es de extrañar que a Hidalgo le resulte muy sencillo convencer a Manolo de que se sume a ese plan que tiene en marcha y que no puede fallar. Todo está planteado todavía en el terreno de las hipótesis, pero queda claro que, si la idea se lleva a cabo, desde luego que puede contar con él. Para que el contacto resulte más sencillo, deciden establecer una «cita de paso» a las ocho de la tarde en el cine Mundial de la calle Alcalá. Manolo pasará por ahí todos los días a esa hora, de forma que, cuando le necesite, Hidalgo haga acto de presencia. Al día siguiente Hidalgo se entrevista con Manuel Cañaveras de Gracia, el joven de melena larga a quien conocen como Ramiro, que es el responsable de Propaganda en las Juntas del FRAP. Ramiro también ha quedado desconectado de la dirección a 75
consecuencia de la gran «caída» de julio y está deseando ponerse otra vez en movimiento. Especialmente desde el día en que en plena calle de Atocha le tocó presenciar una de sus típicas escenas de celos con Andrea, Ramiro piensa que Hidalgo es un poco esquizofrénico; pero como tantos otros se siente contagiado por su entusiasmo y capacidad de iniciativa. Cuando le explica la historia del guardia civil que tiene vigilado, inmediatamente saca a relucir la vieja escopeta de caza que le pasó la camarada Aránzazu y que aún conserva en una especie de «zulo» del campo, tras varios intentos vanos de entregarla a la dirección. Hidalgo se da cuenta de que esa puede ser una pieza clave para encajar el puzle que tiene en la cabeza. Como una escopeta es muy aparatosa de manejar y transportar, hará falta recortarle los cañones. Enseguida piensa en su compañero de casa de la calle Iriarte. Cuando el 19 de julio llegó de París, Ramón García Sanz, alias Pito, se encontró con la ola de detenciones y quedó por completo a la deriva. Sus dudas sobre la seriedad y eficacia de la organización resurgieron, pero mayor aún era el ansia de aplicar a la lucha revolucionaria las nuevas técnicas que acababa de aprender. De ahí que cuando al volver de su trabajo en la empresa San Mamés, uno de los primeros días de agosto, encontró una nota de Hidalgo deslizada por debajo de la puerta, su alegría fuera doble: volvía a ver a su amigo y seguro que, a través de él, su aparato de propaganda entraría de nuevo en funcionamiento. Hidalgo explica a Pito el problema de la escopeta, comentándole que es «para matar a un tío con estrellas». El cerrajero dice que no tiene más que traérsela, que depende del material que sea, pero que cree que él puede recortar los cañones sin mayor complicación. Hidalgo, obsesionado con la siembra de propaganda como medio de atraerse a las masas, le encarga también que imprima quinientas octavillas en protesta contra la última subida del metro, realizada, como de costumbre, con la impunidad del verano. Ese es el asunto que igualmente ocupa en tales fechas la actividad de Concepción Tristán, alias Sonia. La retraída enfermera, a quien Pablo Mayoral nombró responsable del Radio Norte del Eme-ele, está empezando a encontrarse a sí misma, a través del trabajo clandestino. Criada en una atmósfera familiar algo asfixiante y llena de inhibiciones, nunca hubiera creído que iba a ser capaz de hacer las cosas que está haciendo. Como responsable de las tres células que funcionan dentro de su zona, ha ordenado siembras de octavillas y se dispone ahora a realizar incluso una pequeña acción armada contra las oficinas de la Compañía del Metropolitano. Las convicciones de Sonia se han visto reafirmadas en esos días por su relación con María Jesús Dasca, alias Berta, una joven muy inteligente y activa que desde su puesto de responsable de propaganda de las juventudes del Eme-ele trata de reconstruir el Comité Regional de Madrid, después de las «caídas», «recogiendo» al mayor número de compañeros.
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Berta había llegado a Madrid hacía poco más de un año, en unión de su compañero, Miguel Morán Melis, después de haber llevado juntos las Juventudes del Partido en Valencia y de haber abandonado previamente el pueblecito castellonense de Almenara entre la consternación de sus respectivas familias. Berta sabía lo que era la clandestinidad desde que un fin de semana del verano de 1973 se encontró en casa con una nota de su padre en la que le decía que la Guardia Civil del pueblo quería hablar con ella. Entonces es cuando decidió marcharse. En Madrid, tanto ella como su novio funcionan con carnets de identidad falsos. Ella acaba de perder el suyo —tanto el falso como el verdadero—, y el Partido le ha proporcionado uno nuevo con el número 2.495.832, a nombre de María del Carmen Alonso López. Berta y su compañero pagan 5.500 pesetas de alquiler por la buhardilla de San Hermenegildo 5, en la que viven, y 1.270 por una destartalada habitación en Ribera de Curtidores 10, donde tienen instalado el aparato de propaganda de las Juventudes Comunistas de España (marxistas-leninistas). El Partido les ayuda económicamente, pero ella consigue también algo de dinero, a base de cuidar niños. Sonia conoce a Berta a través de un militante apodado López, que forma parte de una de las tres células del Radio Norte. Muy segura de sí misma, Berta le explica que la actual encrucijada de crisis económica mundial, con lo que conlleva de recorte de la inversión extranjera, incremento del paro y regreso de los emigrantes, favorece claramente los planes del Eme-ele y que es cuestión de aprovechar el momento. Sonia se siente muy motivada y acepta que Berta pase a ser su «responsable», tal y como antes lo era Pablo Mayoral. El tal López es el que presenta también a Sonia al camarada Ramiro. Ella le «recoge», le da instrucciones para que «intensifique» la labor de propaganda en el barrio de Tetuán y le dice que se quede con la escopeta, cuando él saca a relucir el tema. Ramiro le explica a Hidalgo que ha conectado con el Partido, a través de Sonia, y monta un encuentro entre ambos para el jueves 7 de agosto a las seis de la tarde en la esquina del paseo de las Delicias con la calle Áncora. Sonia acude con un estudiante a que presenta como Díaz, y que enseguida se marcha. Ya solos los tres, Hidalgo le cuenta todos los detalles del plan que ha urdido para asesinar al teniente, a excepción del lugar en que lo tiene localizado. Hidalgo pide autorización para llevar a cabo el atentado, y Sonia le contesta que espere, que ella hará la consulta. Convienen que, entretanto, alguien se vaya ocupando de recortar los cañones de la escopeta. Cada vez más hipnotizado y enardecido por su propio plan, Hidalgo se hace acompañar por Manolo para observar de nuevo la llegada a casa del teniente Pose. En esta ocasión es cuando se da cuenta por primera vez de que el guardia civil tiene su propio vehículo: un 850 blanco que siempre trata de aparcar pegado a la repisa del subterráneo de la calle Villavaliente. El sábado día 9 a las cinco de la tarde, Hidalgo concierta una cita entre Ramiro y Pito para que este reciba la escopeta y pueda manipularla. Se produce, sin embargo, una 77
confusión sobre el lugar, y Pito no aparece. Muy preocupado, Hidalgo se presenta al filo de las nueve en el piso de la calle Iriarte y allí encuentra a un Pito también desconcertado por el «plantón». Aclaran el asunto y se dan cuenta de que han estado esperándose en dos puntos situados a menos de doscientos metros: Hidalgo y Ramiro en la plaza de San Cayetano, y Pito en los jardines de Eva Perón. Pasado el mal rato, la situación les parece tan cómica que no pueden dejar de echarse a reír. Juntos bajan a la plaza de San Cayetano, donde vuelve a comparecer Ramiro, con la escopeta dentro de una vieja funda de lona azul. Pito se la sube a casa y con escasa dificultad troncha sus dos tubos a unos dos tercios de distancia de la boca del cañón. Para ello emplea un arco de sierra marca Accesa que el patrón le ha dejado coger de los talleres de San Mamés, sin hacer ninguna clase de preguntas. Cuando está terminando la faena, le viene una especie de reflejo captado en alguna película de gánsteres, y decide limar el número de fabricación.
El domingo 10 de agosto Sonia vive la jornada más intensa de su peripecia como activista revolucionaria. Se levanta antes de las seis de la mañana y se dirige a un descampado de la zona de Carabanchel, llevando consigo ocho o diez botellines vacíos de cerveza con ácido sulfúrico, clorato potásico y una lata de gasolina. De la misma forma meticulosa y concienzuda con que realiza un vendaje o prepara una medicina, la enfermera marxista-leninista va llenando los botellines con la proporción adecuada de cada ingrediente, tapándolos luego con hojas arrugadas de periódico y papel de cello. Con sus cócteles Molotov en una bolsa azul, Sonia se traslada en metro a San Blas, donde ha quedado citada a las siete y media con algunos de los militantes que están a sus órdenes. El que hará las veces de jefe del comando se hace llamar Luis y le acompañan tres chicos que responden por Vega, Alonso y Asturias, y una chica apodada Celia. Su objetivo es plantarse frente a las oficinas que la Compañía Metropolitana de Madrid tiene en la calle Cavanilles, realizar alguna pintada, tirar octavillas contra la subida del precio del billete y arrojar los cócteles contra la fachada. De acuerdo con lo convenido, Sonia desaparece de escena y vuelve a reunirse con Luis a la una en Princesa. Todo ha salido según lo previsto, aunque algunos de los cócteles no han explotado y los que sí lo han hecho han resultado de un poder destructivo más bien escaso. Luis viene, por otra parte, enfadado porque después de realizada la acción, se han enterado de que otro grupo del FRAP había quemado la víspera un vagón en la cercana estación de Portazgo. —Podían haber estado sobre aviso. Podían habernos recibido a tiros... Por la tarde Sonia tiene una cita clave con Hidalgo y un mensaje que transmitirle. «La dirección del Partido ha dicho que se haga y que sea el martes». Para llegar a esa decisión, Sonia ha consultado con Berta y Berta a su vez con un joven de unos veintitantos años, alto, fuerte, bien vestido pero de sport y con gafas Rayban. Su 78
compañero se lo había presentado no hacía mucho como alguien importante dentro del Partido y ella lo había aceptado como su «responsable político». Hidalgo le explica a Sonia que ha pensado que el que dispare sea Ramiro, y que Manolo —a quien Sonia no conoce— vaya con él acompañándole. Esa misma noche, sobre las diez y media, Pito devuelve la escopeta —ya recortada— a Ramiro, quien acude a recogerla en su peculiar Simca blanco con el techo rojo, matrícula M-291.992. El lunes día 11 efectúan la última vigilancia de la llegada de Pose, a la que asiste por primera vez Ramiro. Hidalgo advierte que Manolo está dispuesto a cumplir a pies juntillas el cometido que se le encomiende y, en cambio, observa ciertos signos de vacilación en Ramiro, a pesar de que formalmente se ha comprometido a ser el que dispare. Al día siguiente quedan citados en un espacio verde próximo a la plaza de Castilla. Ramiro llega diciendo que la escopeta no funciona; que ha intentado probarla, pero que debe estar oxidada porque el gatillo se agarrota; y que, además, ha debido equivocarse de cartuchos porque los que ha comprado no caben en la recámara. Visiblemente enfadado, Hidalgo decide aplazar la acción y llevar de nuevo la escopeta a Pito esa misma tarde. Cuando después del trabajo su amigo le llega con la historia de que el óxido ha inutilizado la escopeta, Pito no cabe en sí de asombro. Ciertamente el arma no estaba nueva, pero tampoco era para tanto. Empieza a examinarla y antes de quince segundos se da cuenta de lo que ocurre. —¡Pero cómo va a funcionar, si tiene el seguro puesto! ¡El seguro puesto! Buena la ha hecho, este tío. Es verdad que el resorte de bloqueo está algo escondido bajo las filigranas de la culata, pero eso no justifica que en todo el tiempo que la ha tenido no se haya dado cuenta. Hidalgo se echa las manos a la cabeza. ¿Se puede realmente confiar en un camarada así? —Además —prosigue Pito, sacando las dos cajas de munición que hay junto a la escopeta—, estos cartuchos son del 16 y hace falta emplear cartuchos del 12. El miércoles y el jueves transcurren entre vacilaciones y pretextos. Ramiro no se atreve a planteárselo a Hidalgo directamente, pero le dice a Manolo que tal vez convenga buscar otra arma que les dé más confianza, aunque eso suponga retrasar la acción unos días. El camarero del bar Katy se queda muy sorprendido: Ramiro sabe de sobras que ni el FRAP ni el Partido disponen de un arsenal en el que poder elegir. El viernes 15 por la mañana, Hidalgo y Ramiro vuelven a reunirse con Sonia en la calle Agustín de Foxá. La enfermera quiere saber qué pasa. Hidalgo aclara lo ocurrido con la escopeta, pero añade que ya funciona y que la tiene Pito. En pos de su enésima excusa, Ramiro alega que le gustaría probarla antes de actuar. Sonia insiste en que una vez obtenida la autorización del Partido, hay que resolver las cosas cuanto antes. Un tanto exasperado, Hidalgo corta por lo sano: —Se ejecutará al guardia civil, mañana sábado, por huevos.
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Discutiendo los últimos detalles, se dan cuenta de que hará falta un coche para que el comando pueda emprender la huida sin complicaciones. Ramiro dice que tiene a la persona adecuada para hacerse con un vehículo y que precisamente ha quedado con él dentro de un rato. Tras separarse de Sonia, ambos se dirigen hacia El Corte Inglés de Generalísimo, en cuya puerta ha citado Ramiro a las doce y media al camarada Ricardo. Se trata de un tipo rechoncho de poco más de 1,60, mirada esquiva y bigotes de mexicano, a quien Hidalgo conoce ya de vista, pues Andrea —es decir, Silvia, su mujer — ha tenido algún contacto orgánico con él, relacionado con la labor del FRAP en la universidad y más concretamente con la Junta de Profesores. Su verdadero nombre es José Fonfría Díaz, tiene ya veintinueve años y en su entorno personal hay al menos dos diferencias esenciales respecto al resto del grupo: gana suficiente dinero para vivir con cierto confort y acaba de tener —exactamente hace un mes y medio— su primera hija. Ricardo lleva ya cinco años militando, pues fue captado en la universidad, en 1970, para la FUDE y para la Unión de Profesores Demócratas, organizaciones ambas integradas en el FRAP. Poco después ingresa formalmente en el Eme-ele y se ocupa de elaborar y distribuir por correo la revista Cultura Popular. Su primera crisis dentro del Partido llega a comienzos de 1974, coincidiendo con los problemas que la militancia en el FRAP ocasiona también a un hermano gemelo suyo, llamado Manuel y apodado Bravo. Tras permanecer un tiempo alejado de todo, acepta reintegrarse a la captación de nuevos adeptos en los medios universitarios y asiste incluso a alguna reunión del Provincial de Juntas del FRAP, donde coincide con Ramiro, con Vázquez —a quien Hidalgo tiene absolutamente enfilado— y con un jovencísimo estudiante rubio, apodado Pujol. Por esta vía se entera de la decisión de incrementar las acciones violentas, creando comandos especiales para la lucha armada, y renacen sus escrúpulos. Entretanto Ricardo ha encontrado trabajo como profesor de ciencias en el Instituto de Colmenar Viejo y se ha casado con una adjunta de facultad, llamada María Socorro García que, bastante desengañada, acaba de abandonar el FRAP. Entre los dos ganan más de 45.000 pesetas, lo que le permite a él cotizar mil mensuales al FRAP. Aunque en principio decide seguir con su tarea de proselitismo, el día que lee en la prensa los detalles del atentado de la calle Alenza se le enciende una luz de alarma. Es cierto que él ha participado en las violentas manifestaciones del 1.º de Mayo, organizadas por el FRAP en los últimos años y que incluso fue uno de los que en 1973 volcaron un jeep de la policía en Bravo Murillo y atacaron a sus ocupantes con barras de hierro. Pero una cosa es un choque en plena calle, en el que cada uno sabe a lo que ha ido, y otra un atentado a sangre fría contra quien no puede defenderse. En cualquier caso, Ricardo no está para demasiadas historias políticas. Su hija ha nacido a primeros de julio y los líos del hospital, el Registro Civil y la familia le han tenido de un lado para otro. Tal vez se hubiera quedado al margen de todo, de no ser por el desasosiego que le han producido las sucesivas «caídas» de sus camaradas. Cuando 80
Ramiro le va a buscar y le cita para el viernes por la mañana, su reacción es contradictoria. Le dice que no está demasiado de acuerdo con lo que está pasando, pero decide acudir. En el lugar de la cita, Hidalgo decide que sea Ramiro quien exclusivamente hable con Ricardo y le explique lo que tiene que hacer, sin entrar en demasiados detalles. Hidalgo se queda a unos diez metros de distancia de ellos y Ramiro tal vez se pasa de escueto: —Vamos a quedar para mañana sábado, porque se va a realizar una acción especial y tú vas a conducir un coche robado —es lo único que le dice. Con su enorme capacidad de fantasear, Hidalgo comenta por la tarde con Manolo: —No te preocupes porque contamos con un especialista en abrir coches. Como quiera que Ramiro insiste en que tiene que probar el arma, deciden que Pito le acompañe al día siguiente a primera hora a un descampado. Hidalgo observa a ambos y compara la seguridad con que Pito garantiza que la escopeta funciona, con el nerviosismo y los reparos que pone Ramiro. En su mente empieza a fraguarse un leve retoque del plan. De todas formas, la suerte está echada. Esa noche Hidalgo y Andrea —es decir, José Luis Sánchez Bravo y Silvia Carretero— deciden abandonar el piso de la calle de Cebreros, por obvios motivos de seguridad. Tan pronto como puedan alquilarán otro parecido, pero de momento cada uno dormirá en casa de algún amigo o camarada.
Después de la impresionante tormenta de verano que cayó el jueves, y de la inestabilidad atmosférica del viernes, el sábado 16 de agosto amanece radiante y luminoso en Madrid. Ramón García Sanz, alias Pito, se levanta temprano y baja a la plaza de Santo Domingo, donde ha quedado citado con Ramiro, no sin antes pasar por una armería en la que compra una caja de cartuchos de la marca Veloz y otra caja de la marca Faisán, ambas del calibre 12. Le cuestan 435 pesetas que, sin ningún ánimo de recuperarlas, pone de su bolsillo. Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, le está esperando en su Simca blanco de techo rojo. Pito lleva la escopeta en una bolsa de deporte por la que pagó quinientas y pico pesetas hace unos días en El Corte Inglés. Juntos se dirigen a la salida de Madrid para coger la carretera que va de El Pardo al poblado de Fuencarral. Muy cerca del lugar en el que semanas atrás se reunieron para escuchar las consignas transmitidas por Libertad, Ramiro conoce un descampado que es zona de cazadores y en el que nadie se extrañará de escuchar disparos. Se alejan lo suficiente de la carretera como para no ser vistos y eligen un árbol de grueso tronco como blanco. Pito dispara el primero con cierta cautela, para ver cuánto retroceso tiene la escopeta. Comprueba que es muy poco y pasa el arma a Ramiro. Ve cómo dispara sin apenas apuntar, y tiene la sensación de que al chico le tiembla el pulso. 81
Se la vuelve a pedir y, pensando en darle confianza, dispara desenfrenadamente al aire por tres veces. Luego Ramiro hace otro disparo y queda muy impresionado por el tamaño del agujero del proyectil en el árbol. Esto le puede volar medio corazón a un tío, piensa. Ni a uno ni a otro se les ocurre recoger la media docena de casquillos que quedan desparramados por el monte. Ante la imposibilidad de que lo haga Ramiro, Hidalgo ha acudido, entretanto, a las diez de la mañana a la cita con Ricardo, de nuevo en la puerta de El Corte Inglés de Generalísimo. —Supongo que Ramiro ya te diría lo que tienes que hacer. —Lo único que me dijo es que contabais conmigo para conducir un coche. —Pero primero tienes que conseguirlo. El desconcierto de Ricardo solo es equiparable al del propio Hidalgo, aunque el de ambos todavía es superado por el de Manolo, que se ha incorporado también a la cita. Conque este es el especialista en abrir coches... Hidalgo decide que Manolo acompañe a Ricardo y que vean la manera de conseguir un vehículo. Sin apenas intercambiar palabra, el profesor del instituto de Colmenar y el camarero del bar Katy cruzan la Castellana y caminan al albur, paseo de La Habana arriba. Ricardo no sabe por dónde empezar y le pone nervioso ver cómo Manolo se limita a observarle sin tomar ninguna iniciativa. Al cabo de un buen rato de dar vueltas ven un vehículo aparcado en doble fila con las llaves puestas. Es su gran ocasión, aunque a Ricardo le parece que está demasiado a la vista. Tras merodear unos minutos en torno al auto, y cuando está a punto de decidirse, aparece el dueño del vehículo y se aleja de la zona conduciéndolo. Pasadas las diez y media, Ramiro deja a Pito —que continúa llevando la bolsa con la escopeta— en Diego de León, muy cerca de su casa. La próxima cita ha quedado fijada relativamente cerca de allí: dentro de dos horas en la esquina de Peñalver con Lista. En lugar de quedarse por la zona haciendo tiempo, Ramiro conduce hasta la glorieta de Bilbao, deja aparcado el coche y comienza a caminar lentamente hacia el lugar de donde viene. Está hecho un manojo de nervios y lleno de dudas. Pito sube un momento a casa y vuelve a bajar enseguida, porque ha quedado con Hidalgo junto al número 14 de la contigua calle de Ardemans. Hidalgo llega con un cliché para la multicopista y juntos imprimen en Iriarte 6, ciento veinticinco octavillas con las que piensan reivindicar el atentado. El texto se inicia con dos breves párrafos expositivos: «Una vez más como respuesta a los viles asesinatos, torturas, vejaciones y penas de muerte contra revolucionarios antifascistas, acusados de pertenecer al FRAP, ETA V, los de la calle del Correo... »Contra la violencia fascistade —estas dos palabras le han salido unidas— mercenarios, nuestra respuesta es la del pueblo».
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Siguen luego cuatro contundentes consignas escritas con mayúsculas y escoltadas por doble admiración: ¡¡A VIOLENCIA FASCISTA, VIOLENCIA REVOLUCIONARIA!! ¡¡ABAJO LA DICTADURA FASCISTA!! ¡¡FUERA YANQUIS DE ESPAÑA!! ¡¡VIVA LA INDEPENDENCIA NACIONAL!!
Y abajo de todo, la firma —-«Grupos de combate y autodefensa del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota)»—, la fecha —«Agosto 75»— y un tosco emblema a base de una metralleta sobre el mapa de España, a modo de rúbrica. Mientras están con la multicopista, Pito decide contar a su amigo lo que piensa de Ramiro: —Oye, yo creo que ese tío es muy débil... La verdad es que no me fiaría mucho de él. Para Hidalgo se trata de la confirmación de sus propias deducciones: —Sabes lo que te digo, que vas a participar tú también, y así les darás fuerza a los otros, porque eres de temperamento sereno... —¿Y qué es lo que me tocará hacer? —Si Ramiro falla, coges la escopeta y disparas tú. Pito no necesita que le digan más. La violencia le parece un buen método para cambiar las cosas. Gracias a lo mucho que ha leído en esos meses, ya sabe por qué ideas lucha. Además, José Luis Sánchez Bravo —es decir, Hidalgo— es su mejor amigo y la persona a la que más admira. Al salir de casa mete las octavillas ya impresas y ocho cartuchos del calibre 12 en la bolsa de la escopeta. Sobre la una menos cuarto Pito e Hidalgo llegan al definitivo punto de encuentro. Allí está ya Ramiro y también Manolo y Ricardo, un tanto abochornados por no haber conseguido «expropiar» el vehículo. Hidalgo no admite más dilaciones. —Pues si no tenemos el coche, se hará sin él. Hidalgo repasa los detalles y cometidos de cada uno de los miembros del comando, pero no deja demasiado claro quién debe disparar. Pito tiene la impresión de que el encargado de hacerlo continúa siendo en primer lugar Ramiro, y al mismo tiempo este se aferra a alguna de las palabras de Hidalgo para autoconvencerse de que ha sido relevado de tan tremenda responsabilidad. Ricardo se siente descolocado y está pensando cómo plantear la posibilidad de marcharse, pero Ramiro le retiene: —Vente con nosotros, que seguro que nos podrás ayudar en algo. Hidalgo se despide de todos —«Salud, camaradas»—, y ellos emprenden el camino dividiéndose en dos grupos. Como si el emparejamiento se hubiera hecho por su nivel de determinación, Pito y Manolo —los dos «duros» del comando— viajan juntos en el 83
metro hasta Opera, y allí cogen una camioneta que les conduce al barrio del Lucero. Durante el trayecto apenas si intercambian palabra. Lo que debe hacerse, debe hacerse. Así lo ha decidido el Partido. De acuerdo con lo previsto entran en el bar Lucero. Al cabo de un rato también lo hacen Ramiro y Ricardo con apariencia de tranquilidad, pero llevando la procesión por dentro. Durante unos minutos toman sus consumiciones por separado sin dirigirse la palabra. Al filo de las dos se hacen una seña de inteligencia y ambas parejas se reúnen al salir, iniciando el descenso hacia el paseo de Extremadura. Al llegar a la entrada del paso subterráneo de Surbatán, tras rebasar los bloques de casas en los que hasta el día anterior han vivido Hidalgo y Andrea, tanto Pito como Manolo sacan de sendos envoltorios dos camisas de colores muy diferentes a los que llevan y se las ponen encima. Ramiro ha venido ya con el camuflaje incorporado, pues lleva dos camisetas de manga corta, una encima de la otra: la que está a la vista es floreada, con un aire muy hippy; la que lleva debajo, azul, mucho más convencional. Es entonces cuando se plantea la gran cuestión pendiente. —Bueno, si te parece nos jugamos a los chinos quién es el que dispara —sugiere Ramiro a Pito sonriendo forzadamente. —Si no te encuentras con fuerzas, lo haré yo. —Que no, que nos lo jugamos a los chinos. —No hace falta. —Entonces a cara o cruz... Yo estoy dispuesto a hacerlo. —Decidido. Dispararé yo. Ramiro siente un enorme alivio. La imagen del agujero en el tronco del árbol no ha dejado de rondarle durante toda la mañana. Para Pito es algo totalmente diferente. Por primera vez en su vida cree tener una misión que cumplir.
Ya en el otro lado, los cuatro miembros del comando toman posiciones. Pito se coloca detrás de los últimos coches aparcados antes del comienzo del paso subterráneo, justo delante del portal de Villavaliente 5. Deposita en el suelo la bolsa azul de El Corte Inglés y extrae cautelosamente de ella la escopeta. Manolo se sitúa en la acera de enfrente, unos cinco metros más a la derecha. «Tú vas a tirar la propaganda», le ha dicho Ramiro, entregándole el mazo con las ciento veinticinco octavillas. El propio Ramiro se queda en el mismo lado de la calle, otros quince metros más allá, con la teórica misión de avisar la llegada del guardia civil. Enfrente de Ramiro, y por lo tanto en el mismo lado que Pito, en la esquina con Villasandino, casi junto al quiosco de periódicos, está Ricardo. Como a nadie se le ocurre ningún encargo mejor, Ramiro le dice que vigile por si acaso llega algún coche policial.
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Aunque se escucha al fondo el ruido de los coches al pasar por la carretera de Extremadura, la calle Villavaliente es, en ese momento, una pequeña bolsa de silencio. No circula ningún vehículo y, al comprar el Ya, Ricardo ha intuido en la parsimonia del quiosquero que ha sido su único cliente en bastante rato. Cuando el 850 blanco matrícula M-874.107 aparece por lo alto de la calle, a no más de treinta por hora, la dependienta de El Corte Inglés, María José Gómez Agüero —una chica morena, bastante mona que, aunque tiene dieciocho años, aparenta veintitantos—, se dirige hacia la entrada del subterráneo, con el propósito de llegar a comer a casa. Cuando el teniente Pose aparca su vehículo junto a la punta misma del paso de Villavaliente, un niño de doce años sale de la panadería situada junto al número 5, con una bolsa de pan rallado —encargo de su madre— entre las manos. Cuando el guardia civil sale del coche con la gorra de verano en la mano derecha, su mujer, Adolfina Corrales, alertada por el familiar portazo justo al pie de su casa, termina de preparar la comida del hombre con el que lleva veintidós años casada. Durante toda la mañana ha sentido una extraña sensación de agobio que luego identificará como un presentimiento. Su madre —una anciana de ochenta y un años— se ha dado cuenta y le ha preguntado si le pasa algo. En el mismo momento en que el teniente cierra la puerta del 850, Ramón García Sanz, alias Pito, que se ha dejado perilla y bigote de pocos días hasta adquirir un cierto aire bandoleril de spaghetti western, sale de detrás de los coches, con la Laurona de cañones recortados sobre la cara. El niño de doce años lo ve pasar junto a él, deja caer la bolsa de pan rallado al suelo y se esconde debajo de un Seat. La dependienta de El Corte Inglés observa angustiada la escena como si se tratara de una película a cámara lenta. Pito se planta en la calzada, pisa muy firme, y sin la menor vacilación dispara a bocajarro un único proyectil que le entra al teniente Pose por el hemitórax izquierdo, a la altura del segundo espacio intercostal. El guardia civil se desploma como un chopo, con un rictus de estupor bajo el dibujito del bigote, quedando tendido boca arriba. Su asesino recoge la bolsa que ha dejado detrás de los coches, en el lugar en que estaba escondido, y guarda en su interior la escopeta. Al hacerlo, se le caen tres cartuchos. Va a recogerlos, pero observa que Manolo ya ha lanzado las octavillas y que tanto él como Ramiro corren por el paso subterráneo. Pito se une a ellos, y los cartuchos quedan esparcidos por el suelo junto con la vaina del que hace agonizar al teniente Pose. El niño de la panadería se fija en el pelo largo de Ramiro y, visto por detrás, piensa que es una chica. Ricardo huye en dirección contraria, hacia la boca del metro de Batán. Adolfina Corrales ha sentido el tiro como si fuera un trueno. Desde el balcón ha visto correr a varios jóvenes y enseguida su mirada ha quedado presa de horror sobre el cuerpo bañado en sangre de su marido. Ya en la calle, de rodillas sobre la calzada en medio de un grupo de curiosos, no cesa de gritar: « ¡Un médico, por favor, un médico!». Mientras la dependienta de El Corte Inglés, visiblemente impresionada, se marcha a casa, acompañada por un vecino, el capitán de la Policía Armada José Villalobos Villar detiene su coche en las inmediaciones al observar que un hombre le hace señas. 85
Rompiendo el círculo que rodea al teniente, se inclina sobre el cuerpo y le toma el pulso. Todavía late débilmente. El capitán Villalobos dispone que lo trasladen al hospital Gómez Ulla y encarga de ello a dos inspectores del Cuerpo General que acaban de llegar y al número de la Policía Armada Juan Pedro Martín Portela, que es quien conduce el vehículo. A pesar de que el recién venido le da esperanzas, Adolfina Corrales sabe que no hay nada que hacer. Al correr bajo el subterráneo, Pito, Manolo y Ramiro han sentido sobre sus cabezas el vértigo de las luces amarillas que lo iluminan, superponiéndose a causa de su propia velocidad. De nuevo en el otro lado, Pito y Manolo han cogido un taxi hasta García Noblejas y allí han caminado hasta un descampado de la calle Castillo de Uclés, donde han tirado la bolsa y las camisas que se pusieron durante el atentado. Han desmontado la escopeta y la han guardado, junto con los cartuchos sobrantes, en otra bolsa de plástico, mucho más pequeña. Desde allí Manolo coge una camioneta y Pito el metro, con el propósito de ir a comer a casa. Ramiro, que no llevaba dinero encima, le ha pedido veinte duros prestados a Manolo, ha subido al autobús 31, llegando hasta la plaza Mayor, y ha cogido allí el metro para plantarse en Bilbao, recoger su coche y aparecer por casa al filo de las cuatro. Ricardo ha seguido, entretanto, su propia ruta de escape en dirección contraria, a través del metro de Batán. Totalmente conmocionado por lo ocurrido, no se dirige a su domicilio, sino al de su suegra, en el 169 del paseo de La Habana, donde sabe que puede encontrar a su mujer y a su hija recién nacida.
Una sábana blanca recubre el cadáver del teniente Pose sobre la mesa de mármol de la sala de autopsias del hospital Gómez Ulla. Ha muerto por el camino. Lo único que ha podido hacer el teniente médico Gerardo López Fernández es certificar su defunción por asistolia cardíaca. Los alféreces Luis Fernández Madaria y Gonzalo Llamazares realizan la autopsia y hacen constar por escrito que el orificio de entrada del proyectil que le lleva a la tumba es «del tamaño de una moneda de cinco duros». Poco más o menos ahí, a la altura del segundo espacio intercostal, es donde —ya en el ataúd— le prenderán la Cruz del Mérito Militar con Distintivo Blanco de Segunda Clase a título póstumo. Será la tercera condecoración en treinta años de servicio. En 1964 se le concedió una primera Cruz de la Constancia con un sobresueldo de 2.400 pesetas mensuales. En 1970 se le concedió una segunda Cruz de la Constancia con un sobresueldo de 3.600 pesetas mensuales. En la soledad de su vivienda de Protección Oficial, Adolfina Corrales evoca ante la prensa al hombre que ascendió de guardia 2.º a cabo, de cabo a cabo 1.º, de cabo 1.º a sargento, de sargento a sargento 1.º, de sargento 1.º a brigada, de brigada a teniente, y en sus ratos libres reparaba televisores:
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—Llevábamos veinte años casados y no tenemos ningún hijo. Nos conocimos en Jarandilla de la Vera (Cáceres). Mi padre era también del Cuerpo, y gracias a él conocí a Antonio; nos enamoramos y nos casamos... Antonio nunca fue un cobarde. Cuando otros compañeros suyos murieron también cumpliendo con su deber comentaba la noticia en casa y lo lamentaba, primero como compañero; después como cristiano que era... Su lamento nunca pudo llegar a los extremos del odio ni, por supuesto, a un sentimiento de cobardía, puesto que nunca había hecho mal a nadie... Solía comprar el periódico por la tarde y llevaba una vida muy ordenada.
Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, tiene encomendadas una serie de «citas de seguridad» a partir de las seis de la tarde. Se trata de comprobar si los camaradas están a salvo y de comunicarse las instrucciones para los próximos días. El primer encuentro es con Ricardo en plena plaza Mayor. También asiste Pujol, el estudiante rubio del Provincial de Juntas del FRAP. «Nos hemos cargado a un teniente de la Guardia Civil», le explican. Tras una breve conversación, Ramiro sale de la plaza Mayor por las escalerillas de piedra y baja por la calle Estudios hasta Duque de Alba; allí tuerce a la izquierda y se encuentra con Manolo delante del cine Alba. El fornido camarero del bar Katy le dice que se marcha una semana de Madrid y fijan una cita nueve días después, para el lunes 25 en la puerta del cine Jorge Juan. Ramiro sigue hasta el final de la calle y desemboca en Tirso de Molina, donde, todo impaciente, le aguarda el camarada Hidalgo. Ramiro le explica de un tirón que el atentado ha salido bien, que el que ha disparado ha sido Pito, que él se ha encargado de avisarle, que Manolo y Ricardo han lanzado propaganda, que acaba de estar con Ricardo y que Manolo se va toda la semana fuera. Tras el parte de novedades, Hidalgo le dice que extreme las medidas de seguridad, que se deje ver lo menos posible y que no siga viviendo en la misma casa. Manolo está a salvo, Ricardo está a salvo, Ramiro está a salvo. Ya solo queda cerciorarse de que Pito se encuentra bien. Aunque no pueda decirse que se trate de una cita en toda regla, Hidalgo le ha dicho apresuradamente antes de despedirse en Conde de Peñalver que procuraría pasarse sobre las siete por la calle Ardemans. Sin embargo, después de un día de expectante excitación, ahora siente el aplanamiento de ver los hechos consumados y decide no acudir. Ramón García Sanz, alias Pito, aguarda durante un buen rato a su amigo, y al ver que no llega, se encoge de hombros y se marcha a dormir.
A esa misma hora Silvia Carretero, alias Andrea, tiene un encuentro fortuito y siente que le da un vuelco el corazón. 87
Para ella ha sido un día tranquilo, de largos paseos y muchas cavilaciones, siempre con la cabeza en otro sitio. Se ha levantado a las once —está viviendo en casa de unos amigos en la calle Altamirano— y se ha puesto a leer un rato. Ha tomado cuatro bocados y se ha lanzado a la calle. Se ha sentado a tomar café en la terraza de la Cafetería Zulía, que hace esquina hacia el final de Princesa. Al cabo de un cuarto de hora se ha sentido incómoda y ha cruzado la calle, instalándose en la terraza de la Cafetería Yago. Después de leer durante casi una hora, ha llegado andando hasta El Corte Inglés de Princesa; se lo ha recorrido de arriba a abajo, sin comprar nada, y ha decidido que lo que realmente le apetece ver es la ropa de las tiendas de Serrano. Ha cogido el metro y se ha plantado en la sección de señoras de Celso García. Mirando escaparates Serrano abajo, ha doblado por Goya y ha llegado hasta el otro centro de El Corte Inglés. Sin saber muy bien por qué —la mercancía es idéntica a la que ha visto en Princesa— ha tomado las escaleras mecánicas, subiendo a la primera, a la segunda, a la tercera planta. Y es en la planta de oportunidades donde ha visto a esa dependienta, de unos veintitantos años, morena, más bien mona, gesticulando excitada junto a otra compañera y un par de clientes. —Sí, sí..., yo lo he visto cuando iba a comer a casa... He visto cómo un chico joven mataba a tiros a un policía... Silvia se queda lívida. Trata de sobreponerse a la impresión y se acerca al grupo. —Perdone, le he oído. ¿Dice que ha sido un accidente? —No, no. Tres chicos jóvenes han matado a un policía en el paseo de Extremadura. A sangre fría. Yo lo he visto, cuando iba a mi casa. Yo estaba justo detrás del policía. Uno de los chicos llevaba bigote... —¿En el paseo de Extremadura? Yo vivo por allí. —Sí, por el paseo de Extremadura. En Surbatán. —Yo vivo en la Puerta del Ángel. El destino ha querido que Silvia Carretero haya ido a topar con María José Gómez de Agüero, que en realidad tiene dieciocho años, aunque aparenta más, y que es la única persona adulta, en una ciudad de casi cinco millones de habitantes, que ha sido testigo presencial del crimen de la calle Villavaliente.
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SEGUNDA PARTE
COSECHANDO TEMPESTADES
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5 EL FINAL DE LA ESCAPADA
Los gritos ultraderechistas proferidos en Madrid durante el entierro del teniente Pose —«¡Arias, mantequilla!», «Mano dura», «¡Ejército al poder!»— llegan lo suficientemente amortiguados al Club de Golf de La Zapateira, a los hoteles Finisterre y Atlántico de La Coruña y, por supuesto, al Pazo de Meirás, como para no amargar el veraneo a la clase política franquista que disfruta, alegre y confiada, de las que serán sus últimas vacaciones en Galicia. La escalada terrorista iniciada unas semanas antes ha provocado, de hecho, casi más estupor que indignación entre los prohombres del Régimen. ¿Cómo es posible que sucesos así puedan producirse precisamente cuando nos toca sentar las bases del futuro en esta trascendental encrucijada política? Para un grupo humano lo suficientemente ciego como para creer a pies juntillas que la historia de España todavía pasa por sus manos, la serie de atentados de los últimos tiempos no es sino una concatenación más o menos casual de episodios incómodos, a cuyos promotores conviene aplastar como si fueran escarabajos, a fin de que dejen de incordiar a quienes desde la cúpula de las instituciones libran el gran juego de la Política con mayúscula. El equipo ganador en ese juego continúa siendo, por supuesto, el de la ortodoxa «vieja guardia» encabezada por el tándem Rodríguez de Valcárcel-Solís. Apoyados por el firme respaldo de la familia de Franco, ellos tienen el control sobre el incipiente asociacionismo, limitado a los sectores más conformistas del sistema, y de ellos vive cada vez más pendiente el presidente Arias, cuando esboza algún tímido gesto de gobierno. La «serpiente» del verano es, de hecho, la especie de que cuando aquella corte itinerante regrese a Madrid, el ministro del Movimiento remplazará a Arias en su poltrona de Castellana 3. Solís lo niega ante la prensa con mal fingida indignación: «No es justo, hacen daño y no tienen fundamento. Por disciplina me reintegré al servicio de la Patria. Un compañero vuestro, periodista, lanzó con relativa buena intención un bulo sobre la crisis de Gobierno, y varios de vosotros lo recogisteis. Estas cosas hacen daño y, además, no tienen fundamento alguno. Los periódicos son peligrosos en verano, porque cuando se van de vacaciones los directores son sustituidos por “segundones”. Y en este caso uno de ellos quiso hacer algo importante, lanzó el bulo y armó el revuelo».55
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Los mentideros coruñeses que alternan la glosa de tan profundas disquisiciones con el relato de cómo Emilio Romero y el presidente del Club Siglo XXI, Antonio Guerrero Burgos, acaban de dirimir a bofetadas en Marbella sus diferencias jurídicoconstitucionales, contuvieron durante unos días el aliento cuando se supo que Fraga — gracias de nuevo a los buenos oficios de Pedrolo Nieto Antúnez— iba a ser recibido en audiencia privada en El Pazo. Aunque el propio príncipe de España le había sugerido jocosamente, a través de Francisco Giménez Torres, que se reservara para mejor ocasión —«Que no venga... Lo va a devorar la fiera»,56 había dicho don Juan Carlos, en la ignorancia de que el entonces embajador en Londres se convertiría pronto en el más «feroz» ejemplar de la fauna política de su reinado—, Fraga se planta en Meirás con una moral a prueba de bomba y desgrana durante más de una hora sus argumentos reformistas ante los oídos del jefe del Estado. Fraga revela que, aunque Franco ha permanecido casi todo el tiempo callado, en ocasiones le ha dado la razón moviendo la cabeza en señal de asentimiento. En realidad ha sido como hablarle a la pared. Franco le había preguntado hacía meses a Nieto Antúnez que «para qué país estaba Fraga haciendo esos programas», y a los ochenta y dos años no es fácil cambiar de opinión. Pese a las ridículas alusiones periodísticas a la agilidad con que hace sus hoyos en La Zapateira, Franco es ya un ilustre sonámbulo que apenas si intercambia unas cuantas palabras con su familia y con su médico, el doctor Pozuelo, sobre temas tan de su agrado como el deporte de la pesca o los manejos de la masonería. Un buen día, hablando dentro del automóvil oficial, el doctor Pozuelo saca a relucir los atentados terroristas, comentando que no se explica por qué sus autores no son sometidos a juicios sumarísimos. Entonces Franco desarrolla una sorprendente teoría, inspiradora sin duda de alguno de los fundamentos del decreto-ley que el Gobierno tiene en cartera. —Mire usted, Pozuelo, para que se pueda someter a los terroristas a juicio sumarísimo es necesario que se les haya cogido in fraganti, o en persecución no interrumpida. Los terroristas, cada vez que cometen un atentado, lo hacen en un vehículo robado o alquilado, que abandonan inmediatamente para continuar la huida en otro coche. De esta manera interrumpen la persecución y no pueden ser sometidos a juicio sumarísimo.57 Continuando con este razonamiento, Franco explica a Pozuelo que el problema reside en que las leyes están atrasadas, porque cuando se hicieron «no había tantos coches como ahora». No puede ser —prosigue el Caudillo— que «los coches sean utilizados actualmente para evadir la ley». De ahí que «se estén estudiando una serie de reformas que permitan una Ley Antiterrorista mucho más moderna, para que los culpables puedan ser juzgados debidamente».
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Difícilmente podría imaginarse un abismo sideral mayor entre gobernantes y gobernados que el que separa a este patriarca en fase terminal, que cree que los terroristas cambian de coche en plena persecución policial para evitar ser sometidos a juicio sumarísimo, de los cientos de jóvenes —tan representativos y anónimos como cualquiera— que el miércoles 20 de agosto transforman un recital de música en una protesta política, ante la sola sospecha de los terribles planes represores de su Régimen. Ocurre mientras Raimon canta La ginesta floreix («La retama florece») en la verbena de la Fiesta Mayor del barrio barcelonés de Gracia. Un joven de veintipocos años que vende escarapelas con la bandera catalana al precio de 10 pesetas es detenido por la policía, acusado de haber escrito sobre varias de ellas una rudimentaria consigna a lápiz: «Penes de mort, no» («Penas de muerte, no»). Buena parte de los asistentes tratan de liberar al detenido, y la policía carga, produciéndose varios heridos de bala. Naturalmente, solo una muy pequeña parte de la población está dispuesta a enfrentarse a la policía para defender sus ideales, pero una encuesta, publicada poco antes por Cambio 16, demuestra que con relación a la pena de muerte la opinión pública española coincide de manera contundente con el muchacho que vendía pegatinas. Según dicha encuesta, realizada por el Instituto Consulta, que pilota un joven sociólogo llamado Julio Feo, el 55 por ciento de los ciudadanos son partidarios de abolir la pena capital de los códigos de justicia, y solo el 30 por ciento defienden su permanencia.58 Desglosada la muestra por adscripciones políticas y comportamientos religiosos, la balanza se inclina a favor de la abolición incluso entre quienes dicen identificarse con el Movimiento y entre quienes se consideran «muy buenos católicos», si bien es verdad que son estos los dos grupos sociales en los que los partidarios de la pena de muerte son más numerosos.
A las nueve de la mañana del domingo 17 de agosto, Hidalgo da cuenta a Sonia, en la plaza de Alonso Martínez, del éxito del atentado. Ella quiere saber detalles. —Falló lo del coche y hubo que hacerlo a pie... Además, el camarada Ramiro se acojonó y tuvo que disparar Pito. Sonia está sorprendida porque acaba de leer en la prensa que un testigo —el niño de doce años— asegura que en el comando iba una mujer. Hidalgo le aclara que tiene que tratarse de Ramiro, que parece una tía, entre lo delgado que está, los pantalones tan ceñidos que usa y lo largo que lleva el pelo, que mira que le tiene dicho veces que se lo corte, pero no hay manera de convencerle... Sonia le felicita en nombre del Partido, indicándole que lo transmita al resto del comando. Al día siguiente, bajando por Bravo Murillo, a la salida del trabajo, Pito se encuentra con Hidalgo, que le espera recostado contra la pared en la esquina con la calle Palencia. Para Pito es una gran alegría después del plantón del sábado. Hablan del atentado, de que Manolo y Ricardo se ocuparon de la propaganda, de que todo fue muy fácil y muy rápido, pero Pito contesta con evasivas cuando su amigo le pregunta por qué 92
disparó él. Hidalgo siente que desde ese momento hay un nuevo vínculo que le une con Ramón y, en espera de que Silvia encuentre piso, decide volver a vivir con él en la calle Iriarte. El martes 19 se reúne con Ramiro en la calle Tenerife, le pregunta qué medidas de seguridad está adoptando y le recomienda que se vaya de su casa. Como buen ciclotímico, Hidalgo se siente aplanado y ansioso tras el torbellino de reuniones y preparativos que han culminado en el atentado. Si no hubiera sido porque las normas de la dirección prohíben que el responsable de un Grupo de Combate participe personalmente en las acciones armadas, con gusto habría acompañado a sus camaradas. Ahora le crispa tenerse que estar quieto, mientras el impacto del atentado va diluyéndose en el sopor canicular de agosto. Han sido capaces de matar a un «tío con estrellas», pero no tienen dinero ni siquiera para comprar clichés y papel para la multicopista. ¿Cómo van a reaccionar las masas, si no es posible tenerlas informadas? Tras comentar con Pito y Ramiro la posibilidad de efectuar un atraco y apoderarse, en concreto, de la recaudación de la piscina del Parque Sindical, Hidalgo decide que ese estado de cosas no puede continuar y se pone a escribir a la Dirección. Le sale un texto lleno de vehemencia, escrito con bolígrafo negro, a base de letras mayúsculas que en las primeras líneas caen verticales sobre la base del papel, para ir inclinándose a medida que la mano se dispara. Al Comité Regional de Castilla. Situación General. Es una situación crítica en lo organizativo. Gente desmoralizada, a bastantes niveles, hay que dar respuestas de masas inmediatas o tirar 500.000 octavillas explicando la situación general y las alternativas del F. Hay que crear una dirección y hacerla funcionar o nos quedaremos cuatro y sin implantación en las masas. Hay que hacer limpieza y control a todos los niveles, colocando la gente más idónea. La situación de Madrid siempre fue negra, en cuestión organizativa, sobre todo en los aspectos siguientes: a) Frente (cmte.) ni secretaría, no funcionaban como órgano colectivo ni de dirección. Los «ces» responsables se quejaban, pero la «C» Libertad y la comisión de masas del Comité de Madrid nunca tuvieron en cuenta esto. Se centralizaban y se acaparaban tareas. Puedo citar fallos que tuvo la dirección en Madrid a diferentes niveles y que de no corregirse, seguiremos como estamos, anquilosados y sin una política y línea de masas activas. Para ello convendría discutirlo con alguien de la dirección personalmente, ya que en el papel sería burocrático y no se podría. Esto en caso de creerlo ese cmte. necesario. Por otro lado, considera que hay gente en el cmte. del Frente, que no deben estar, por razones varias, ejemplo: Vázquez, Juntas, subió en contra de la opinión del activo, habiendo dado entonces el activo argumentos más que objetivos de 20 fallos seguidos, de no ser más que un burócrata, y así últimamente deja todo perdido y se dedica a parir cosas y masturbarse mentalmente con gente de universidad que supongo el P. conoce. El «C» Ramiro y Andrea, yo y el resto del activo lo sabe y se oponen a la responsabilidad que se pueda dar a este camarada... Si al Regional no le valen estas palabras digo que hay muchos argumentos, e incluso por qué subió, que se expondrán si se cree oportuno. Lo mismo pasaba en otros comités a diferentes niveles y esto la práctica nos lo demuestra. El fallo gordo que tuvo el P. en Madrid es que en vez de formar cmte. de dirección con capacidad de análisis y entregados a la lucha, siempre montó, comités fantasmas, seguidistas, burocráticos y sin capacidad de crítica, abortando todo intento de lucha ideológica en el seno del P., llamando a los «ces» pejigueros y trayendo «ces» no apropiados... Muchos «ces» y algunos muy buenos han criticado al P. el que quemara a
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todos los cuadros de masas y los sacara de las masas para colocarlos en dirección sin hacer esto. Así vemos otro aspecto que supongo que será conocido por el Cmte. Regional. Ahora bien el problema fundamental ahora es el de desarrollar una amplia campaña de agitación, mediante propaganda en Madrid; y montar la dirección rápido. LAS MASAS NO PUEDEN ESPERAR. Si no se pueden sacar tantos periódicos, no se sacan, pero hay que sacar octavillas por decenas de miles. No 20.000, sino 500.000... Muchos «ces» a niveles incluso altos se han ido y otros tienen problemas gordos, la situación es más crítica de lo que parece, por eso hay que tomar decisiones y respuestas inmediatas.
Por supuesto que cuando escribía «F» quería decir FRAP, cuando escribía «P» se refería al Partido y que los «ces» eran los camaradas. Hidalgo releyó satisfecho su escrito, subrayó al final la expresión «las masas no pueden esperar» y cuando ya estaba a punto de meter los folios en un sobre, decidió añadir una larga posdata de fatales consecuencias para él. NOTA: El «C» Ramiro está acojonado, por lo del comando. El comando se había hecho sin coche ya que falló a última hora. Actualmente contamos con dos «ces» buenos para esto: Pito y Manolo (viene el 25). La «C» Andrea y yo nos hemos cambiado dos veces de casa, por los problemas que puede haber, estamos sin una «gorda». Actualmente yo no tengo casa, ella sí hasta final de mes. El «C» Pito tiene que dejar el trabajo por problemas de seguridad, y tampoco anda bien de dinero. El piso donde está, a su nombre, con un «Aparato» y 2.000 y pico de V. O. (2.ª de junio), que estamos para darle salida, también tenemos ahí el rifle y cartuchos. Habría que pasar el «Aparato» a otro piso y buscar otro para el «ce», ya que este no es seguro. A continuación detallo lo que se tiene cogido. Sonia (Propaganda), Aparato (Ibáñez o López), el otro «ce» se fue, el resto de Ibáñez. Se está montando el Radio Sur con lo que estamos cogiendo. La «ce» Andrea llevará a la «ce» Huertas que se encargará de coger todo, lo poco que hay ya casi está cogido (hay problemas ideológicos gordos). También se coge un cmte. de la OSO de metal (se está cogiendo y formando ya que todo está perdido). El «ce» que subirá es Fernández al cmte. de rama de Metal. Se llevará también un cmte. de construcción de Vallecas; son muy flojos y fallan con frecuencia. A su vez yo tengo cogido a Pito (tiene otro Aparato), a Manolo y a Ramiro. De momento la información política la bajo yo, en base a la situación actual y vamos a centrarnos en formar esto y combatir todos los errores ideológicos y empezar a aplicar línea de masas. Nada más, esperando aclarar estos aspectos y que empecemos YA a funcionar. HIDALGO
En el argot del Eme-ele se llamaba «aparatos» a las multicopistas y se denominaba «coger» a la labor de recomposición de los distintos «comités» tras las «caídas» de sus dirigentes e integrantes. «V. O.» era el órgano del Partido Vanguardia Obrera. Al concluir la misiva, Hidalgo, ansioso por que sus actos tengan la mayor trascendencia posible, todavía escribe una especie de breve posdata a la posdata, en la que comete el error garrafal de aludir a su víctima, identificándola por el cuerpo al que pertenecía: Hemos tirado 1.000 «octaves» subida Metro, cmte. Madrid, 1.000 firmado Comandos Armados, 120 Co. del guardia civil, 1.500 cmte. permanente del FRAP. No hay dinero, intentaremos hacer algo para sacarlo. Pasar ayuda todo tipo».
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Al día siguiente Hidalgo entrega a Sonia la carta en un sobre cerrado y otro sobre con algunas de las octavillas impresas para reivindicar el atentado. Ella le dice que muy bien, que «subirá» su mensaje a la dirección, pero que, entretanto, lo que tiene que hacer es desconectarse de los miembros del comando y ordenar a estos que tampoco mantengan citas entre sí. En la primera reunión que tienen, Sonia entrega a Berta los dos sobres de Hidalgo. Refiriéndose a uno de ellos, le dice: «Estas octavillas son iguales a las que los del Comando tiraron junto al cuerpo del teniente...». Berta observa que el otro sobre va dirigido al Comité Regional de Castilla y decide guardarlo sin abrir en su buhardilla de la calle San Hermenegildo, a la espera de concertar un encuentro en el que entregarlo a su destinatario.
El viernes 22 de agosto el Consejo de Ministros aprueba en El Pazo de Meirás un duro Decreto-Ley Antiterrorista compuesto por 21 artículos, 2 disposiciones adicionales y 3 finales. Para Franco es un día de fuerte tensión y zozobra, a consecuencia del accidente de su nieto Francis, que la noche anterior fue a chocar contra una columna, cuando su deportivo último modelo patinó sobre la carretera húmeda en las inmediaciones de El Pazo. A instancias de las doncellas Mercedes y Nani, el doctor Pozuelo comunica a Franco lo ocurrido. Francis sufre fractura de tibia, fisura de codo y magullamiento general. Ha sido ingresado en la Residencia Sanitaria de La Coruña, pero esa misma mañana —por indicación de su padre el marqués de Villaverde— será trasladado a Meirás. Un tanto desazonado, Franco comenta con doña Carmen: —Es natural que ocurran estas cosas, a las velocidades que van...59 Al inicio del Consejo de Ministros el viejo general tiene muy viva la imagen de su nieto que acaba de llegar a El Pazo en camilla y con la pierna enyesada y no presta demasiada atención a los retoques que, según el ministro de la Gobernación, se acaban de introducir en la ley, en la reunión preparatoria celebrada en el Gobierno Civil de La Coruña. Desde el comienzo el nuevo texto legal deja bien claro en cualquier caso, cuáles son su ánimo y propósitos. Así, el artículo primero dice textualmente: «Si del atentado terrorista resultare muerta alguna de las personas mencionadas (agentes de la Autoridad, miembros de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Seguridad del Estado y demás funcionarios públicos), se impondrá la pena de muerte».60 El artículo cuarto subraya que están fuera de la ley todo tipo de organizaciones «anarquistas, comunistas y separatistas» y establece que quienes pertenezcan a ellas «incurrirán respectivamente en el grado máximo de las penas previstas en el Código Penal para las asociaciones ilícitas de aquella naturaleza». Igual suerte correrán quienes «realizaren propaganda de los anteriores grupos».
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El artículo sexto castiga con prisión mayor a quienes construyan escondites y con prisión menor a quienes no denuncien su existencia. El artículo séptimo tipifica como delictivas las conductas de quienes alojen en su casa a miembros de organizaciones ilegales, de quienes entren y salgan —o ayuden a hacerlo— clandestinamente del territorio, de quienes actúen de mensajeros, de quienes tengan en su poder explosivos o instrucciones para fabricarlos y de quienes realicen llamadas falsas anunciando la colocación de bombas. El artículo décimo está destinado a intimidar a escritores, profesores, abogados, políticos y periodistas, y en general a colocar una mordaza sobre cualquier ciudadano: «Los que públicamente, sea de modo claro o encubierto, defendieren o estimularen aquellas ideologías a que se refiere el artículo cuarto de esta disposición legal; o el empleo de la violencia como instrumento de acción política o social; o manifestaren su aprobación o pretendieran justificar la perpetración de cualquier acto terrorista; o enaltecieren a sus ejecutores o participantes; o trataren de minimizar la responsabilidad de las conductas tipificadas en este decreto-ley por medio de la crítica —directa o solapada— de las sanciones legales que las previenen o castigan; o intentaren menoscabar la independencia y el prestigio de la justicia mediante manifestaciones de solidaridad con las personas condenadas o encausadas, serán castigados con la pena de prisión menor, multa de 50.000 a 500.000 pesetas e inhabilitación especial para el ejercicio de funciones públicas y para las docentes públicas y privadas». El artículo once atribuye a la jurisdicción militar la competencia sobre buena parte de los delitos enumerados y el doce establece que el procedimiento empleado para juzgarlos será —salvo excepciones muy concretas— el procedimiento sumarísimo, sin que para ello sea necesario que los autores hayan sido detenidos in fraganti o en «persecución no interrumpida». El Gobierno ofrece así una respuesta a la «argucia» — que tanto inquieta al general Franco— de quienes cambian de coche al huir —¡¡¡— para evitar enfrentarse a un juicio sumarísimo. El artículo trece prorroga el plazo de detención policial de tres a cinco días y hasta diez días con autorización del juez. El catorce autoriza los registros domiciliarios con el simple visto bueno por escrito de una autoridad policial. El dieciocho —atención a este artículo dieciocho— introduce las figuras de «defensor suplente» y «suplente de oficio» para evitar que la incomparecencia de un letrado impida la terminación de un juicio, estableciéndose el mecanismo de sustitución automática cuando la presidencia decida — en forma no recurrible— su expulsión de la sala. El artículo diecinueve establece secuestros y suspensiones de hasta un año para las publicaciones que incurran en los delitos tipificados en el artículo diez y fija que los periodistas implicados puedan ser despedidos sin indemnización alguna. El artículo veinte dispone el cese de aquellos funcionarios que, a juicio de sus superiores, «procedieren con negligencia en lo relativo a la prevención, pesquisa o persecución de los delitos de terrorismo».
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Tratando sin duda de paliar tan contundentes amenazas, el preámbulo del decreto argumenta que «la larga paz que viene disfrutando España no podía ser totalmente inmune a la plaga terrorista que padece el mundo» y asegura que «ningún ciudadano y patriota va a sentirse afectado por la circunstancial disminución de sus garantías constitucionales que los preceptos de este decreto-ley implican». Terminado el Consejo un clima de fuerte tensión impregna el entorno de Franco. El marqués de Villaverde y otros miembros de la familia consideran que el doctor Pozuelo se ha excedido en sus atribuciones al informar al Caudillo del accidente de su nieto Francis. A su edad y con sus preocupaciones no se le debe someter a esas emociones fuertes. Es la repetición del mismo debate que, con participación del duque de Cádiz, se ha suscitado días antes, después de que Franco viera una película de Alberto Sordi, titulada El médico de la Mutua. ¿Es conveniente o no decirle a un anciano enfermo la verdad sobre su estado y el de las personas que le rodean? Recriminado por algunos, Pozuelo sostiene aquella tarde del 22 de agosto que mucho peor habría sido que Franco se hubiera encontrado, al ir al Consejo de Ministros, con su nieto en camilla por el pasillo, sin que nadie le hubiera dicho nada antes. Aunque parte de la prensa acoge con grave inquietud el Decreto-Ley Antiterrorista —para eso es mejor restablecer la censura previa, alegan algunos—, los próceres franquistas dedican una parte muy pequeña de su tiempo a comentar un asunto tan menor. Máxime, cuando el domingo 24 toda su atención queda concentrada en la singladura político-gastronómica-marinera que reúne a Manuel Fraga y José Solís, solos con un simple navegante en alta mar, a bordo del yate Eduardo Javier, propiedad de la familia Barreiros. Solís llega con una camisa de rayas rojas y Fraga con una chaqueta de tela de cuadros. Durante siete horas hablan de política, mientras pescan xardas y caballas y trajinan una empanada de berberechos y otra de lomo. Solís explica a Fraga que la ultraderecha —Blas Piñar, los excombatientes, los Alféreces Provisionales— presiona sobre Franco y que una presión de los reformistas en sentido opuesto podría ser contraproducente. Sus planes son fomentar la evolución del sistema desde dentro del Movimiento y para ello es necesario un cambio de Gobierno. Aun sin llegar a exponerlo claramente, Solís sugiere a Fraga relanzar su vieja alianza, truncada por el caso Matesa en 1969 y debilitar así aún más la precaria situación de Arias en el entorno del jefe del Estado. Decepcionado sin duda por la falta de eco que a lo largo del año han encontrado sus planteamientos en la camarilla de Franco, Fraga contesta que ya es tarde para cualquier maniobra que no tenga un fuerte respaldo de la opinión pública y que, consecuentemente, ha decidido participar al día siguiente junto con José María de Areilza, Pío Cabanillas, Leopoldo Calvo Sotelo, Francisco Fernández Ordóñez y otras personas de similar talante en la constitución de la sociedad de estudios FEDISA. Entre virulentos ataques de Emilio Romero y su prensa del Movimiento contra tal iniciativa, situada en las mismas fronteras del sistema, cursis veladas en la sala de fiestas 97
Volvoreta en las que Carlos Acuña dedica sus tangos a la inefable Pilar Franco y tópicas partidas de mus entre Carlos Arias y su ministro de la Presidencia Antonio Carro, transcurren los últimos días de aquel plácido mes de agosto gallego, que todos sus protagonistas están convencidos de poder reeditar al año siguiente.
El lunes 25 de agosto, en torno al mediodía, María Jesús Dasca, alias Berta, es abordada en la calle Goya, a no más de quince metros del bar en el que infructuosamente ha aguardado una cita, por dos hombres jóvenes que le arrebatan y registran el bolso, al tiempo que uno de ellos le enseña la placa de policía. Hasta aquí llegó la historia, piensa Berta, muy alucinada de que la pasma crea que en su bolso, entre los kleenex, el carnet de identidad falso y la calderilla, pueda llevar una pistola. Cuando comprueban que no hay ningún arma, la meten a empellones en una especie de «lechera» camuflada, en donde aguardan otros agentes de paisano. De los dos que la han detenido, el policía que no ha enseñado la placa, lleva la mano derecha escayolada. Tiene el pelo largo y algo rizado, tirando a rubio; la nariz, un poco ganchuda, proporcionando relieve a un rostro con arrugas prematuras. Es más bien canijo y parece como si tratara de compensar su falta de atractivo físico con una cierta ostentación en el vestir. Se llama Antonio González Pacheco, pero todos le conocen como Billy el Niño. —Mira, esta me la he roto pegándole a alguno de tus camaradas —dice entre risas, señalándose la escayola. Berta no ha tenido jamás un arma de fuego entre las manos. Ha apoyado la creación de los Grupos de Combate dentro del FRAP, ha difundido sus consignas e incluso, en el caso del teniente, ha actuado como transmisora de órdenes, dando paso a un atentado. Pero todo eso forma parte, para ella, de una especie de mundo de fantasía al que, más que por conciencia política, ha llegado por el ansia de hacer algo diferente; de salir, primero, de Almenara; de salir, después, de Valencia. Para ella todo ha sido un juego en el que ha participado con la misma inteligencia destructiva e infantil con que un día contribuyó en su pueblo a la quema de un almacén de naranjas. En fin, hasta aquí llegó la historia. Ahora de lo que se trata es de proteger a los «camaradas», de que no detengan a su compañero Miguel, ni tampoco a Sonia, ni a Margarita, la responsable de Radio de Universidad con la que tiene una cita al día siguiente y a la que ya no podrá avisar. Se trata de no descubrir el enclave del aparato de propaganda de las Juventudes, de no dar —por supuesto— un solo dato sobre los «camaradas» que han hecho lo del teniente. Se trata de resistir las torturas, tal y como ha imaginado tantas veces que, llegado el caso, sería capaz de hacerlo. Todos los fantasmas y mitos de horas y horas de tertulia revolucionaria se agolpan en su cabeza al traspasar el umbral de la Dirección General de Seguridad. —¿Cuántos años tienes? —Tengo veintiuno. 98
—Pocos son, pero pocos más vas a cumplir. Un policía de uniforme la ha recibido así. Enseguida la suben a uno de los despachos y allí comienzan lo que serán casi nueve días de calvario. Varios miembros de la Social forman corro en torno a ella y la emprenden a golpes y patadas. Son tantos a la vez que Berta no siente dolor físico; más bien le parece que está asistiendo a una película de cinemascope desde la primera fila del patio de butacas: cada puño, cada pie, se le vienen encima como planos de una secuencia muy picada. Billy el Niño reacciona como si tuviera un acceso de cólera. —Te voy a romper la escayola encima, aunque me parta yo otra vez la mano. Luego sí, luego pasa el tiempo y la cara se le hincha y empiezan a dolerle las plantas de los pies, donde la han estado golpeando hasta ponérselas moradas. Berta jamás pensó que esa parte del cuerpo pudiera doler tanto. Pero lo peor es la sensación de impotencia total, de que pueden hacer con ella lo que quieran, pegarle dos tiros y dejarla en la cuneta, tal y como le han amenazado varias veces, sin que pase absolutamente nada. Todo es así de sencillo. Así de terrible. A Berta le obsesiona la imagen de la señora de la limpieza que acaba de ver en el despacho de al lado, antes de empezar uno de los interrogatorios. A ella la iban a inflar a hostias, y la otra tan campante y rechoncha, con su gamuza y su mandil azul —solo le falta cantar—, como si estuviera quitando el polvo en una oficina de agentes de seguros. Al cabo de un par de sesiones Berta revela sus contactos con Sonia, aunque sin mencionar para nada lo del teniente, y también el lugar donde guardan el Aparato de las Juventudes. Luego, cuando cree que ya la van a dejar tranquila, el interrogatorio se recrudece y el mundo se le cae encima. La policía ha encontrado en su bolso un recibo de la buhardilla, ha detenido a Miguel y ha registrado el piso, encontrando, entre otras cosas, los dos sobres de Hidalgo. Una oleada de angustia invade a Berta cuando escucha que acusan a Miguel de ser el autor material de la muerte del teniente Pose. Entonces aparece en escena el comisario Conesa y le pregunta a ella por la carta escrita a bolígrafo negro. Berta le dice que no tiene idea de a qué se refiere. Con la misma rutina con que lo haría para lavarse las manos, Conesa se quita el anillo de casado de la derecha, lo deposita sobre la mesa y le cruza la cara con dos sonoros bofetones. Billy el Niño juega luego el papel de bueno. Le sube un bocadillo de jamón, le ofrece cigarrillos Lark —«Aprovéchate, que abajo en el calabozo no te darán de esto»— y le comenta la actualidad internacional. Otro compañero finge indignarse ante el color violáceo de las plantas de sus pies: «¡Esto es una salvajada! ¡Yo me voy del Cuerpo!». El ciclo se repite sesión tras sesión. Berta identifica las noches por el ruido que escucha, procedente de la calle, a la hora de la salida de los teatros. Poco a poco va entrando en el juego del bueno y el malo, la bofetada y el bocadillo. Le impresiona mucho ver un día, al pasar por el corredor, a Sonia maniatada dentro de uno de los despachos. Después vuelve a cruzarse con la señora de la limpieza. Se siente física y 99
moralmente destrozada. Está muy flaca. Aún trata de trampear, pero se da cuenta que la policía ya sabe casi todo lo que ella trata de ocultar, y al fin se rinde. Antes de firmar su declaración, Billy el Niño aparece con una sonrisa de oreja a oreja, blandiendo un periódico en el que aparece el texto del Decreto-Ley Antiterrorista. —Ves, a partir de hoy ya podemos hacer lo que nos dé la gana...
«Na-na-ná-na..., na-na-ná-na... Ru-more, ru-more... Non mi sento sicura, sicura, sicura... Mai questa sera vorrei tornare al ternpo che c’eri tu ed abracciarti e non pensare piú su... Ru-more, ru-more...». La voz de Rafaella Carrá se esparce, a la vez melosa y gimnástica, por el interior del 124 blanco que el jueves 28 de agosto a las dos y media de la tarde rueda camino de la Dirección General de Seguridad. En el asiento de atrás, esposado entre Billy el Niño y otro madero que le parece que tiene cara de mongólico, Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, se siente confuso y aturdido. Como si la música, colocada a todo volumen, le taponara la cabeza, impidiéndole pensar. El tío moreno del bigote que va en el asiento de delante le ha dicho hace un momento: —Hombre, Ramiro..., ya teníamos ganas de trincarte... De nada ha servido su tímido intento de darle un golpe con la puerta de su Simca de techo rojo. Al salir del vehículo el tío moreno del bigote ya le estaba poniendo el cañón de la pistola contra la sien, mientras otros policías le rodeaban y le enchufaban, bien prietas, las esposas. Algunos han venido siguiéndole en el 124 y otros debían estar esperando, ahí mismo, tras la barandilla del aparcamiento de enfrente de su casa, en la calle Sabadell. Ahora Billy el Niño le golpea al ritmo de la música, dándole codazos con el brazo escayolado. «Ma retornare a retornare perché quando ho deciso che facevo da me... Rumore, ru-more... Cuore... Batticuore...». Ramiro escucha los golpes del batería de la canción de la Carrá como si fueran los latidos desbordados de su propio corazón. De repente, ya cerca de Sol, el tío moreno del bigote le señala una tipa de lo más maciza, haciéndose oír a grito pelado por encima de la música: —¿Ves esa chavala? Está buena, ¿verdad? Pues tú ya nada. Tú ya has terminado, porque te van a cortar el cuello... Nada más llegar a la Dirección General de Seguridad, el tío moreno del bigote, como si quisiera vengarse del portazo del aparcamiento, le da un puñetazo en el estómago. Ramiro se siente totalmente desvalido. Por lo que le explican, la tarde anterior ya estuvieron a punto de detenerle a la puerta de la academia, pero él salió zumbando sin dar tiempo a los sociales a reaccionar. Lo que más le asusta es que, por la forma en que Billy el Niño y los demás hablan de Sonia, de Berta, de Hidalgo, de Pito, parece que todos están ya detenidos. ¿Le habrá delatado alguno de ellos o habrá sido uno de los 100
«ces» de la anterior caída? Ahora que lo piensa, tenía que haber hecho caso a Hidalgo, tenía que haber cambiado de domicilio o, por lo menos, tenía que haber cambiado de coche, que el suyo parece un semáforo rodante. Mediado el interrogatorio aparece el comisario Conesa embutido en un traje azul, con corbata clara y sus gafitas de ratón de biblioteca. Ofrece a Ramiro un pitillo de rubio americano y le enseña una estampita crema con reborde negro y una cruz espesa en el centro. Es un recordatorio fúnebre del teniente Pose. —Acabo de ver a la viuda... ¡Qué pobre mujer...! A Ramiro se le encoge el estómago, mientras Conesa sigue hablando con voz suave y larguísimas pausas: —Tú eres muy joven... Seguro que te han liado... Ten en cuenta que ahora mismo estás condenado a muerte... Yo he visto cómo agarrotan a la gente; es algo terrible... Estoy seguro de que a ti te han liado... En medio de la angustia, Ramiro se alegra de no haber sido quien disparara. Aunque bien pensado, si lo hubiera hecho él, no estaría en ese momento ahí. El último fin de semana lo ha pasado en Portugal con Aránzazu y otra pareja de amigos y seguro que, si hubiera disparado, se habría quedado fuera. Ahora lo peor de todo es que le han cogido la hojita de bloc que llevaba encima con las claves de las citas previstas para esa misma tarde y para los próximos días. Tenía que haberla destruido, pero no le ha dado tiempo. Son unas claves muy sencillas: a los camaradas se les representa por números y en lugar de los nombres reales de los puntos de encuentro, figuran los de las calles paralelas. Ramiro está sentado frente a una mesa de despacho. Desde el otro lado Conesa le pregunta qué quiere decir todo aquello. —No tengo ni puta idea... El comisario se pone de pie, se inclina hacia delante, le da una bofetada y sin añadir palabra sale del despacho. Ramiro queda impresionado tanto por su propia audacia como por la reacción del policía. Tiene muy grabado lo que le ha dicho sobre el garrote vil. También la estampita marrón con el nombre de Pose al dorso. El interrogatorio continúa. Está claro que nos han trincado a todos. Lo que pueda decir o no, en realidad importa poco. Sin que medien nuevos malos tratos físicos, Ramiro cuenta lo que sabe sobre el atentado, al tiempo que protege la identidad de los camaradas de la Zona Norte que no han tenido nada que ver en los hechos. En el momento de ser puesto a disposición de la jurisdicción militar, uno de los acompañantes del juez instructor le dice: —Tienes que echarle huevos, chico. Tienes que portarte como un hombre. Estás metido hasta el cuello.
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Ese mismo jueves 28 de agosto José Luis Sánchez Bravo y Silvia Carretero hacen el amor —ellos no lo saben, pero será la última vez en su vida— en el apartamento de la plaza de Arteijo, en la zona entre Peñagrande y el barrio del Pilar, en que acaban de instalarse. La víspera han tenido una de sus típicas discusiones porque ella, en un alarde de humor negro, ha comentado que si le detenían a él y le condenaban a pena de muerte o a cadena perpetua, podía considerarse legalmente soltera y casarse con otro. A Luis no le ha hecho la menor gracia, se ha agarrado un cabreo supino y ha empezado a mortificarla hasta hacerla llorar. Pero la tempestad ha pasado ya. Ella ha cocinado para él una bandeja de leche frita y después de comer se han metido en la cama como si no hubiera ocurrido nada. Silvia y Luis se acarician, sintiéndose relajados y felices, pensando en el niño que han estado buscando y que dentro de unos meses va a nacer. Sobre las cinco y media él se levanta y comienza a vestirse. Silvia trata de retenerle. —No vayas hoy a ninguna cita... Vámonos al cine. —He quedado a las seis con unos camaradas. Es una cita de seguridad. —Por un día que no vayas, no pasa nada... —Tengo que ir..., tengo que ver si los camaradas están bien. Silvia se da por vencida. Cuando la arrolladora personalidad del camarada Hidalgo controla la mente de su marido, no tiene otro remedio que actuar ella también como la camarada Andrea. Entre bromas y veras, le dice: —Bueno, si te trincan haz el favor de no «cantar», porque yo no tengo dónde ir... Hidalgo responde completamente en serio: —Antes que denunciar a los camaradas, me daría un golpe en la cabeza contra la pared de la celda. Cuando se marcha del piso de la plaza de Arteijo, lleva en el bolsillo una cartera marrón con un carnet de identidad falso, a nombre de Juan Ignacio del Castillo Hausch. Para dar mayor verosimilitud a esta suplantación, se ha procurado asimismo un carnet de lector de la Biblioteca Nacional con el mismo nombre. También lleva un talón de la Caja de Ahorros y el Monte de Piedad de Madrid, de algo más de 8.000 pesetas, correspondientes al último sueldo de Manolo, firmado por don Ángel Barba, dueño del bar Katy, y 6.100 pesetas en billetes que componen todo su capital para financiar la revolución. En un rincón de la cartera continúa desde hace días el resguardo para recoger las fotos que Silvia y él se hicieron en la playa y en el paseo marítimo de Mazarrón. Hidalgo llega puntual a Cuatro Caminos, sube por Bravo Murillo y aguarda ante la puerta del cine Cartago a que acuda su contacto. En su lugar aparecen media docena de sociales que se le echan encima, lo tiran al suelo y lo meten en un coche. Muerta de miedo y angustia, Silvia le espera infructuosamente. Pasa la noche en vela, con el oído pendiente del menor ruido que pueda hacer el ascensor. A la mañana siguiente abandona la casa, dejando la nevera enchufada con la bandeja de leche frita y un guiso de alubias blancas a medio hacer. Después de cobrar en el ambulatorio un 102
dinero pendiente, no se le ocurre nada mejor que plantarse en la calle Iriarte, alentando la tenue esperanza de que, por la razón que sea, su marido haya decidido pasar la noche en el piso de Pito. Sube las escaleras con enorme cautela, procurando no hacer el menor ruido. Al llegar al 4º A se da cuenta de que alguien ha roto el cristal que, protegido por un enrejado de hierro, ocupa el centro de la puerta. Echa una mirada al interior y advierte dos rayas paralelas de color negro sobre el suelo. Son las marcas que quedan tras arrastrar algo pesado. Enseguida ve que alguien ha cambiado de sitio el aparato de propaganda y le da un vuelco el corazón. Ahora yo entro, piensa, y seguro que hay dos sociales esperándome detrás de la puerta. Silvia desanda las escaleras todavía más cuidadosamente que al subir. En el portal se encuentra con el portero, quien le informa que a su amigo Ramón «se lo llevaron unos señores» el día anterior por la tarde.
En medio de la lluvia de golpes que cae sobre él en la Dirección General de Seguridad, Pito piensa que ha tenido mala suerte. Solo unas horas antes de ser detenido había pedido —por indicación de Hidalgo— la liquidación al dueño de San Mamés, Joaquín Puerta Vera. La consigna que había «bajado» de la dirección era desconectarse y habían incluso renunciado a intentar lo de la piscina del Parque Sindical. Él estaba pensando en irse unos días a Zaragoza, a visitar a su hermano impedido y a un tío al que veía a veces. Sin embargo, las cosas tenían que suceder así, porque, en realidad, toda su vida había sido un cúmulo de mala suerte. Al cabo de varias sesiones de tortura Pito no se preocupa de negar los hechos, sino de aclarar su sentido, tal y como lo ha aprendido él en el Eme-ele. —¡Eres un asesino! —le gritan los policías. —Esto no es un asesinato, porque en España continúa la guerra que empezó en el 36 —responde fieramente. Cuando le obligan a firmar la declaración y a ratificarla ante el juez militar, solo pone una objeción: —Que no pongan aquí que juro por Dios... Simplemente, que juro decir la verdad. En el caso de Hidalgo se produce un fuerte conflicto entre su inteligencia y su voluntad. Está decidido a no denunciar a nadie, a no confesar nada, a no revelar un solo dato sobre el Partido o el Frente. Pero al mismo tiempo se da cuenta de que tienen a Sonia, de que tienen a Berta, de que tienen a Ramiro, de que tienen a Pito, de que han cogido su carta a la Dirección, de que ya saben incluso más cosas que él sobre cómo sucedió todo... Cuando, al cabo de tres días de interrogatorio, con los testículos amoratados y el cuerpo lleno de magulladuras, la policía consigue arrancarle una confesión, él se aferra al recuerdo de Silvia, obsesionado por dejarla al margen de cualquier responsabilidad. Una y otra vez repite que ella no sabía nada de lo del teniente, 103
que el primer día que lo vieron se limitó a sugerir la conveniencia de pasar la información al Partido y que ya nunca volvió a participar en el asunto. Cuando le preguntan por qué lo hizo, Hidalgo responde muy seguro: —Lo planeé todo espontáneamente, en represalia a las penas de muerte que se piden contra la ETA y contra el FRAP. A primeros de septiembre los detenidos son trasladados a Carabanchel y las detenidas a Yeserías, manteniéndoseles, sin embargo, en régimen de estricta incomunicación. Cuando el juez militar —coronel Agustín Puebla Fernández— le toma declaración indagatoria el día 4 en una dependencia de la cárcel, Hidalgo se da cuenta de que al reconocer los hechos en la Dirección General de Seguridad él mismo se ha colocado la soga al cuello y decide luchar por su vida. Ante el militar encargado de instruir el sumario, afirma que si en comisaría declaró lo que declaró fue por temor a sufrir nuevos malos tratos después de varios días de torturas. Interrogado nuevamente por el juez, niega haber organizado el plan para matar al teniente Pose, niega haber indicado a Pito que disparase y niega haber sido informado del éxito del atentado. —Yo solo me enteré por la prensa... Entretanto Ramiro ha guiado a la policía hasta el lugar de la carretera de Fuencarral a El Pardo en que realizaron la prueba de la escopeta y los agentes de la Brigada Político Social han recogido al pie del árbol los seis casquillos que él y Pito cometieron la imprudencia de dejar abandonados. A las tres de la madrugada de uno de esos primeros días de septiembre, Billy el Niño y media docena de compañeros irrumpen en el piso de José Fonfría en la calle Lefieros y tras colocarle las esposas, le obligan a sentarse en un sofá mientras arrojan aparatosamente por el suelo cuantos libros y cuadernos ven a mano. Amedrentado por estos gestos violentos y muy preocupado por la reacción de su mujer —a la que no ha contado nada de lo ocurrido— y de la familia de ella, el camarada Ricardo permanece hasta las diez de la mañana atado a una cañería de uno de los despachos del piso alto de la Dirección General de Seguridad. Cuando le interrogan, bastan algunos golpes para que las evasivas iniciales den paso al relato detallado de los hechos. Desde el primer momento la policía se da cuenta de que el caso de Ricardo es distinto al de los otros, pues su participación ha sido escasa y —lo que es muy importante— no parece dispuesto a cargar con las culpas ajenas. «Aunque pertenezco al FRAP, tengo mis dudas respecto a la línea de violencia y desde luego creo que estas muertes no sirven para nada respecto a los objetivos que yo creía que el FRAP quería conseguir», añade al firmar la declaración. Aunque Manolo, el quinto hombre del comando —que no ha acudido a su cita del día 25 ante el cine Jorge Juan con Ramiro continúa en paradero desconocido, con la detención de Ricardo a los hombres de Conesa les casan ya prácticamente todas las piezas del puzle. A partir de ese momento desmontar las vagas coartadas de Hidalgo ante el coronel Puebla será para ellos un fácil juego del ratón y el gato. 104
El 3 de septiembre el Gabinete Central de Investigación remite el siguiente oficio al titular del Juzgado Militar Permanente número 1 de Madrid: Iltmo. Señor: El pasado 30 de agosto a las 22,30 horas se requirió personalmente por el Jefe de la Brigada Central de Investigación Social los servicios de este Gabinete Central de Identificación para realizar una inspección ocular en la calle Iriarte, n.º 6, piso 4.º, letra A, cuyo arrendatario Ramón García Sanz, nacido en Barcelona el 9 de enero de 1948, hijo de desconocido y Dorotea, pudiera ser el autor del disparo realizado contra el teniente de la Guardia Civil don Antonio Pose Rodríguez, causándole la muerte. Personados en el domicilio indicado los funcionarios de este Gabinete Central de Identificación D. Antonio Cañibano Salvador y D. Antonio Marcos Calma, se procedió a la práctica de una minuciosa inspección técnico-policial en presencia de los funcionarios de la Brigada Central de Investigación Social D. Tomás Rodríguez Callejón, D. Pedro Polo García y D. Víctor Sáez de Aparicio, así como de los testigos Doña Carmen Chaus Soto, portera del inmueble y de su hijo D. Juan Manuel Meneses Chaus, cuyo resultado fue el siguiente: El piso se encontraba en un lamentable estado de abandono, suciedad y desorganización, obteniéndose fotografías de detalle y de conjunto de las dependencias del mismo, entre las que cabe destacar la de una maleta que contenía propaganda subversiva y se encontraba sobre una cama; la de varios montones más de propaganda y la de una pancarta con la siguiente inscripción: «Enseñanza Popular FUDE-FRAP»; la de una máquina multicopista; la de un envoltorio con una cala con 24 cartuchos del calibre 16 y perdigón del 10; otra con 25 cartuchos de igual calibre y perdigón; una con 15 cartuchos del calibre 12 y perdigón del 6, y otra con 20 cartuchos, y, por último, se obtuvo una fotografía de otro envoltorio que contenía una escopeta con los cañones aserrados del calibre 12 y con la siguiente inscripción: «Fábrica Laurona, Éibar» sobre el cañón derecho, y «Pardo, S. A.» en el lateral izquierdo sobre el cromado de la culata. El número de fabricación se encontraba limado, impidiendo su determinación. De la escopeta reseñada se obtuvieron las fotografías correspondientes. De todas las fotografías obtenidas se enviaron copias a ese Juzgado. Aplicados los reactivos adecuados para el revelado de huellas latentes de crestas papilares sobre las superficies que se consideraron aptas y principalmente sobre la escopeta de cañones aserrados, no se obtuvo ninguna de valor identificativo. Con fecha 1.° del actual se ha remitido a este Gobierno Central por la Brigada Central de Investigación Social un taco de cartucho de escopeta extraído del cadáver del teniente de la Guardia Civil D. Antonio Pose Rodríguez, asesinado el día 16 del pasado mes de agosto y tres cartuchos abandonados en el lugar del hecho, así como la escopeta y cartuchos que le fueron intervenidos al detenido Ramón García Sanz para realizar el examen pericial de los mismos, para cuyo fin se remitieron también una caja con 15 cartuchos y otra con 20 del calibre 12 y 6 cartuchos disparados sobre un árbol sito en la Carretera del Pardo, así como varios perdigones extraídos de dicho árbol. Por funcionarios del Laboratorio de Técnica Policial de este Gabinete Central de Identificación se está procediendo al más minucioso estudio del material remitido, de cuyo resultado se le dará oportuna cuenta tan pronto como esté terminado. Dios guarde a V. I. muchos años. EL COMISARIO GENERAL
El 5 de septiembre Conesa tiene sobre su mesa de despacho el informe del laboratorio sobre la relación entre los cartuchos encontrados en casa de Pito, las vainas percutidas halladas al pie del árbol, los cartuchos olvidados en la calle Villavaliente y el taco de 105
plástico extraído del cadáver del teniente Pose. La primera parte del informe lleva el encabezamiento «Consideraciones Generales » y está escrita de manera apabullantemente pretenciosa: Aunque iniciada de forma empírica con anterioridad al año 1912, la identificación de los proyectiles de las armas de fuego adquiere categoría de prueba científica y es admitida en las investigaciones policiales con la memoria elevada por el eminente profesor Balthazar, al Congreso de Medicina Legal de París, celebrado en dicho año. Desde entonces se considera como axiomático el principio de que todo proyectil disparado puede conducirnos a la identificación del arma de fuego con lo que fue. En efecto, determinadas señales de valor permanente producidas de modo invariable en la superficie externa de la bala, principalmente por el rayado del ánima del cañón y primordialmente en el pistón de la aguja percutora, permiten el estudio comparativo entre dos o más balas o dos o más casquillos y probar y dictaminar si fueron o no disparados por la misma arma según la similitud o disparidad de las características observadas. Deformaciones accidentales y otras anomalías debidas a la mayor o menor dureza y elasticidad del metal, viveza del explosivo y hasta ínfimas variaciones de dimensiones dentro de un mismo calibre según las marcas y serie de origen, se acusan de manera especial en la comparación de muestras de diferente fabricación; pero nunca en grado capaz de anular las lesiones características en que descansa el establecimiento de identidad.
¡Qué chiflados estos del laboratorio! ¡Qué tíos tan cursis! ¡En 1975 hablando del profesor Balthazar y el Congreso de París del año doce! Conesa echa un vistazo por encima a los detalles de las pruebas realizadas con ayuda del microscopio de comparación y de ampliaciones fotográficas de hasta veinte veces el tamaño de los pistones, para centrarse en las cuatro conclusiones finales: PRIMERA. Los seis cartuchos del calibre 12 percutidos por disparo (tres de la marca Veloz y tres de la marca Faisán) hallados junto a un árbol sito en la carretera de El Pardo fueron disparados por la escopeta marca Laurona, con los números de serie borrados por limadura y la culata y cañones recortados, la culata se halla en perfecto estado de funcionamiento. SEGUNDA. Los cartuchos del calibre 12 marca Veloz, contenidos en la caja ocupada a Ramón García Sanz, los tres hallados en el lugar del hecho y los tres de la misma marca de los seis percutidos recogidos junto al árbol ya mencionado, presentan una lesión junto al reborde del rodete, con características similares; estimando que todos ellos pertenecían a la misma caja. TERCERA. El taco de plástico extraído del cadáver del teniente de la Guardia Civil don Antonio Pose Rodríguez es similar a los que contienen los cartuchos de la marca Veloz, calibre 12. CUARTA. Los tres perdigones que acompañaban al taco antes citado y los extraídos del árbol contra el que se efectuaron disparos, pertenecen a perdigones de sexta, similares a los que contienen los cartuchos de las dos cajas intervenidas en el domicilio del citado García Sanz.
El 8 de septiembre el coronel Puebla toma declaración en Carabanchel a Hidalgo, planteándole una única pregunta: —¿Qué hizo usted el pasado día 16 de agosto?
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—Salí de la casa que habíamos alquilado en plaza de Arteijo 11, y conecté con una camarada conocida como Huertas con la que tenía una cita en Vallecas. Con ella estuve hasta las seis. Vinimos andando desde Vallecas hasta Atocha, donde había quedado con mi mujer para ir al cine. No me acuerdo bien, pero creo que fuimos al cine Cristal de Cuatro Caminos. Preguntado si tiene algo más que añadir, Hidalgo reitera que él no ha sido ni el jefe del comando, ni el autor del escrito encontrado en la buhardilla de Berta. El 10 de septiembre a la una del mediodía Puebla le convoca de nuevo con objeto de mostrarle la escopeta de cañones recortados utilizada por Pito. Hidalgo ni siquiera pestañea: —Nunca he visto esa escopeta... No la reconozco... No es verdad que yo ordenara a Pito que le recortara los caños... El juez instructor decide dar un paso adelante y organiza esa misma tarde un careo entre Hidalgo y Ramiro. Al ser sacados de las celdas coinciden un momento en el pasillo antes de ser conducidos, al filo de las ocho menos cuarto, a la dependencia donde aguarda el juzgado militar. En voz baja pero muy crispada Hidalgo se dirige a Ramiro: —Vamos a negarlo todo. Ramiro tiene el ánimo por los suelos. Las imágenes de su detención e interrogatorio en la Dirección General de Seguridad no han cesado de darle vueltas en el cerebro durante los días de aislamiento. Primero el tío moreno del bigote: «Está buena, ¿verdad? Pues tú ya, nada. Tú estás terminado». Terminado, terminado, terminado. La palabra le reverbera en la cabeza. Después Conesa, paternal: «Eres muy joven..., seguro que te han liado». Por fin el ayudante del juez, cien por cien militar: «Tienes que echarle huevos, chico». ¡Huevos! ¡Echarle huevos! Algo así es lo que también le pide ahora Hidalgo. Pero a Ramiro no le quedan fuerzas para luchar contra corriente. —¿Negarlo? No..., yo no. No serviría de nada. Hidalgo le mira con rabia. —Pues yo sí voy a negarlo. Pocos instantes después el coronel Puebla les exhorta a decir la verdad e indica al secretario del juzgado, capitán Pérez de Bethencourt, que lea el folio 133 del sumario, correspondiente a la declaración de Ramiro. Bethencourt lo hace con voz clara y pausada: —Preguntado para que diga qué instrucciones recibió respecto a la muerte del teniente de la Guardia Civil, dijo: que Hidalgo le manifestó que había que ejecutar al teniente y le añadió que Sonia le había dicho que se había dado el visto bueno a la idea de ajusticiarle. Un escalofrío recorre la espina dorsal de Hidalgo. Mantiene, sin embargo, la mirada erguida sin expresar ninguna emoción. Bethencourt prosigue: —Preguntado para que diga a quién tenían que dar cuenta una vez efectuado el atentado, dijo que a Pujol y a Hidalgo, a los cuales vi, a las seis al primero en la plaza 107
Mayor y a las seis y media al segundo en la plaza de Tirso de Molina, a los que comuniqué que se había hecho como habíamos pensado y que habíamos salido los del comando todos bien, aunque no sabía cómo había salido Pito, pero que me imaginaba que bien. Tras un largo margen de silencio, Puebla interroga a ambos sobre lo que han oído. —Nada de eso es cierto —responde Hidalgo. —Sí, es verdad... Así fue como lo habíamos acordado —susurra Ramiro. Puebla les hace ver la flagrante contradicción entre las versiones de uno y otro, pero ambos reiteran parcamente lo dicho, sin mirarse en ningún momento a los ojos. El juez instructor les observa detenidamente y dicta al secretario: —No habiendo conseguido poner de acuerdo a los careados, el señor juez da por terminada la diligencia, haciendo constar que la actitud de Hidalgo no ha sido clara ni determinante, y en cambio la de Ramiro es afirmativa.
Al día siguiente el inspector don Claudio Belinchón Belinchón, perito grafólogo adscrito al Gabinete Central de Identificación, rubrica y entrega su informe de cuatro folios sobre la relación existente entre la carta manuscrita dirigida al Comité Regional de Castilla del FRAP y una serie de documentos remitidos por la Policía de Vigo. Se trata de nueve albaranes de la Editorial Bruguera, reseñando la venta domiciliaria de libros y enciclopedias, rellenados y suscritos durante el verano de 1973 por José Luis Sánchez Bravo, y de una solicitud de certificado de buena conducta diligenciada en febrero del año siguiente por la misma persona, con objeto de poder tomar parte en unas competiciones de kárate. Para Belinchón Belinchón todo ha sido coser y cantar. El autor de la carta firmada por Hidalgo es, sin duda, un hombre de fuerte personalidad y los peculiarísimos rasgos de su escritura lo demuestran. Entre sus letras más características destacan la «D» de base muy ancha y bucle superior enlazado con la letra siguiente; la «U» que se confunde con la «V» y también engancha con el resto de la palabra; la «T» —verdaderamente extraña— que se asemeja a un ocho con tejado; la «Y» que, por su rabillo colgando debajo de la línea, parece una minúscula, y la «Q» que incluye una especie de hipotenusa desde la bóveda hasta el inicio de la tilde. Además en algunas ocasiones muy señaladas aparece una rarísima variante de la «E», mayúscula, muy parecida al épsilon griego. Belinchón Belinchón subraya meticulosamente las palabras que en la primera cara del manuscrito contienen estas peculiaridades y empieza a recorrer, con paciencia de entomólogo, las facturas que Sánchez Bravo rellenó en Vigo. Sus ojos se detienen enseguida en el nombre de esta ciudad, invariablemente situado bajo la casilla «Plaza y Provincia»: ahí está una y otra vez esa «V» panzuda que parece una «U» con su solución de continuidad hacia la cabeza de la «I». Luego observa que, al apellidarse «Fernández» el comprador de un diccionario de Ciencias Naturales, Sánchez Bravo ha escrito su 108
nombre utilizando la misma «D» con bucle superior que aparece en el manuscrito cuando en su primera línea se habla de «gente desmoralizada». Otra factura refleja la venta de una Enciclopedia de la Vida (5 Tomos); pues bien, ahí está, protegida por los paréntesis, esa fantástica «T» en forma de ocho. Encontrar la «Q» con raya transversal tan solo ocupa un par de minutos más: el 30 de agosto de 1973 Sánchez Bravo vendió una obra titulada Todos los hombres se quedan solos, y escribió el título en mayúsculas, inaugurando el verbo con tan singular variedad de letra. Cuando echa mano de la instancia para poder practicar el kárate, Belinchón Belinchón ya tiene claro que el tal Sánchez Bravo es la misma persona que ha escrito la carta firmada por Hidalgo. Sin embargo su certeza se vuelve absoluta al descubrir con alborozo que esa rara «E» con forma de épsilon, tan poco frecuente ante los ojos de un grafólogo, está ahí, en el segundo renglón de la solicitud del Certificado de Buena Conducta: Sánchez Bravo la ha empleado para escribir el nombre de su madre, Erundina Sollas.
El 13 de septiembre el coronel Puebla sorprende a Hidalgo con pregunta de apariencia ingenua lanzada a bocajarro. —¿Qué película vio usted en el cine Cristal con su mujer el día 16 de agosto? La respuesta se demora un poco, pero Hidalgo saca fuerzas de flaqueza y deja volar su imaginación. —No recuerdo los títulos..., aunque creo que en este cine vi la película Posesión, que trata de un hombre poseído por el diablo..., el cual termina muriendo..., y entonces un amigo de él..., eso es, un amigo de él se ve poseído por su espíritu y actúa igual que él. No recuerdo más porque a ese tipo de cine voy para matar el tiempo y no pongo mucha atención... Salimos del cine bastante tarde y nos fuimos a cenar a casa. Aunque el juez instructor no hace ningún comentario mientras Hidalgo firma esta quinta o sexta declaración, en su interior siente la satisfacción del cazador que cree tener acorralada a su presa. Cuando el detenido vuelve a su celda, el militar extrae de un cajón la autorización de exhibición, para esa tercera semana de agosto otorgada, por la Delegación Provincial del Ministerio de Información y Turismo, al representante del cine Cristal, don Amadeo Gómez Ezquerra. Las dos películas autorizadas son: Trinidad y Sartana, dos angelitos y También los ángeles comen judías.
La camarada Andrea vive entretanto su gran aventura. Tras abandonar el piso de la plaza de Arteijo, y a falta de nadie mejor a quien recurrir, acude a ver al abogado Eduardo Carvajal, que ha defendido ya a algunos miembros del FRAP. Aunque Carvajal realiza algunas gestiones para buscarle un sitio o sacarla de Madrid, de momento lo único que le propone es que se vaya a algún pueblo en fiestas, que se pierda en medio del bullicio, y 109
aproveche para dormir en el tren tanto a la ida como a la vuelta. Totalmente decepcionada por tan poco apetecible sugerencia, recurre entonces a su madre y, gracias a su ayuda, consigue conectar con un matrimonio simpatizante del Eme-ele que le da cobijo en su casa. Durante ocho o diez días permanece con ellos, sin salir para nada a la calle, consumiéndose de impotencia mientras los telediarios van revelando detalles sobre los detenidos y sus actividades. Silvia piensa que si se queda allí, antes o después la detendrán también a ella. Está totalmente desconectada de la Dirección. No sabe qué hacer, ni tiene ya de quién echar mano. Dándole vueltas a la cabeza, aflora entre sus recuerdos infantiles la imagen de un tío suyo que era policía y perseguía el tráfico de contrabando entre España y Portugal. Siempre se quejaba de lo sencillo que era pasar de un lado a otro sin ser descubierto. Si los contrabandistas podían hacerlo, ¿por qué no ella? A falta de otra idea mejor, decide intentarlo. Silvia coge en Madrid un coche de línea de la empresa AutoRes que le lleva a Badajoz y, desde allí, en un autobús de cercanías, se traslada a Valencia del Mombuey, en el límite mismo de la frontera. Con una mochila a la espalda, un mapa, una brújula, sus cuatro meses de embarazo y una moral a prueba de bomba, emprende a pie el trayecto que, monte a través, le separa de Portugal. Ha andado dos o tres kilómetros y tiene su objetivo a poco más de un tiro de piedra, cuando una pareja de la Guardia Civil que se ha parado a tomar un vinito, la observa y le da el alto desde el interior de una casa cercana. Ella alega que ha quedado con unos amigos por allí cerca y que le da la impresión de que ha debido perderse. Los guardias civiles contestan que muy bien, pero que les acompañe al cuartelillo del pueblo para aclararlo todo. En atención a que es una chica y que parece algo cansada, detienen un carro cargado de heno y piden a los campesinos que hagan sitio para ella. Silvia se da cuenta de que lleva encima nombres, direcciones y teléfonos muy comprometedores y trata de encontrar la manera de deshacerse de ellos. Los dos guardias caminan delante del carro, pero los campesinos —un hombre y una mujer— no le quitan ojo de encima. Cuando ya se acercan a Valencia del Mombuey, piensa que no tiene más remedio que correr el riesgo de que la denuncien. Fingiendo una gran naturalidad, abre la mochila, saca algunas hojas y las hace pedazos. Luego, con intervalos de varios metros para que nadie pueda recomponerlos, va tirándolos al camino. Los dos campesinos no han cesado de mirarla y ella tiene la sensación de que imaginan lo que está haciendo, pero mantienen la boca cerrada. En el cuartelillo repite su historia de la pobre excursionista desorientada, pero suena tan poco convincente que le anuncian que la llevarán a Badajoz al día siguiente. Los guardias no la molestan, pero la mujer del sargento del puesto y la de uno de los números la agarran por banda y, ante su asombro, la obligan a que se desnude de arriba a abajo. Silvia se siente profundamente humillada, pero no por eso deja de advertir el lado tragicómico de la escena. ¿Qué hago yo aquí, en pelotas, enseñándoles el coño y las tetas 110
a estas tías con bigote? Afortunadamente el embarazo todavía apenas se le nota. Después de escudriñarla recelosamente y al comprobar que no lleva nada escondido, las guardias civiles consortes le dicen que ya puede vestirse y la dejan en paz. El viaje a Badajoz al día siguiente incluye una pequeña peripecia, al sufrir un accidente el coche que circula delante del de los guardias civiles y detenerse estos para auxiliar al conductor. Cuando llegan al casco urbano de Badajoz y se acercan a la comandancia, uno de los agentes de Valencia del Mombuey hace una consulta a su compañero, que Silvia anota en el acto mentalmente: —¿Por dónde entramos, por la puerta principal o por la otra? En la Comandancia de Badajoz el interrogatorio transcurre en el mismo tono de informalidad e improvisación del día anterior. —Tú eres una «quinqui»... —¡Yo qué voy a ser una «quinqui»...! Lo que pasa es que había quedado con unos amigos en Portugal. Silvia no tiene antecedentes y su documentación está en regla. Los responsables de la comandancia deciden mandar sus datos a Madrid y retenerla en espera de respuesta, pero le dejan moverse libremente por el interior de la comandancia. Después de entrar y salir varias veces de la cantina, Silvia decide buscar esa «otra» puerta a la que aludía al llegar uno de sus captores. Con una sonrisa de oreja a oreja, haciéndose la despistada, recorre varias dependencias, pasa delante de una especie de barreño de pescado, saluda a un cura que debe ser el capellán, y se encuentra con la salida posterior, abierta de par en par. Entonces actúa como ha visto hacer a cualquier espía o fugitivo en las películas de acción. Andando muy despacito, como quien no quiere la cosa, franquea el umbral. Ya en la calle, avanza unos metros y se pega bruscamente contra la pared. Contiene el aliento, aguarda unos segundos hasta comprobar que no la ha visto nadie y empieza a correr con todas sus fuerzas. Luego detiene al primer taxi que ve y le dice al conductor que tiene que regresar a Madrid porque su padre se está muriendo. El taxista no parece muy convencido, pero accede a emprender el viaje cuando ella asegura que lleva dinero y no tiene problema para pagarle. La fuga solo dura unos kilómetros. Apenas pasada Mérida, se cruzan con un jeep de la Guardia Civil. Silvia no ha tenido la precaución de cambiarse de ropa y sigue llevando la misma camisa, de un amarillo bastante estridente. Advertido por el color y por el aspecto general de la pasajera del taxi, el jeep se detiene, da la vuelta, rebasa al coche y ordena al conductor que pare. En cuestión de minutos Silvia está en el cuartelillo de Mérida, y al cabo de unas horas, de nuevo en la comandancia de Badajoz. Esta vez ya no hay margen para bromas. Los que ahora la interrogan son miembros del Servicio de Información vestidos de paisano. Le ponen unas esposas y se las aprietan al máximo. Luego le agarran de las muñecas y se las golpean una y otra vez contra la 111
mesa, hasta que tiene las dos manos amoratadas. Para completar la faena sacan unos palillos de madera, parecidos a los que se utilizan para engullir comida china, solo que con base octogonal y por lo tanto con el doble de aristas, y le ponen tres en cada mano entre los dedos índice, corazón, anular y meñique. Cuando acto seguido se los retuercen en una dirección y en otra, Silvia siente como si le clavaran cientos de afiladísimos alfileres a un tiempo. Está asustada, muerta de dolor y tiene ganas de llorar. Los que tiene enfrente son hombres sin piedad y, para colmo, se han dado cuenta de su estado. —Sabemos que estás embarazada, por lo gordas que tienes las tetas, pero nos importa tres cojones si abortas. La frase suena junto a ella como un latigazo, y su grosería aumenta su sensación de indefensión. Entonces le conceden un respiro y le permiten tomarse un vaso de leche y una ensaimada que tiene que pagar de su dinero. Enseguida vuelven a la carga, poniéndole una soga al cuello, diciéndole que la van a ahorcar allí mismo. Después sacan unas tijeras y hacen grandes aspavientos acercándoselas a la cara. —Te vamos a cortar el pelo al cero... Ella saca fuerzas de flaqueza y finge tomarlo en broma. —Pues ya me crecerá. La sangre le sube a la cabeza cuando le traen una portada del Ya con las caras de los últimos detenidos, incluido, por supuesto, Luis. —No conozco a ninguno. Exasperado por su negativa, uno de los guardias civiles arruga violentamente el periódico, lo tira a la papelera y dice: —Te vamos a traer al perro y verás lo que es bueno... —Bueno, pues traédmelo... Silvia contesta ingenuamente sin entender de qué va la cosa, pensando que a ella le gustan los animales. Días después Eva Forest le explicará morbosamente en Yeserías cómo los nazis ponían a sus perros a follar con las detenidas y cómo una vez dilatado el miembro del animal en el interior de la vagina, tiraban de ellos hasta causar terribles desgarros a la víctima. —A ti por lo menos te van a meter siete años de cárcel... Las amenazas prosiguen y con ellas los malos tratos, y el juego del «bueno y el malo». Ella se da perfecta cuenta de la táctica, pero siente que no puede aguantar más, que si no habla no hay horizonte alguno, y decide confesarse ante un suboficial con pinta de padrazo. —¿Podría hablar con el sargento...? Silvia le dice que sí, que su marido es José Luis Sánchez Bravo, que ella también pertenece al FRAP, pero que no ha tenido nada que ver con ningún atentado y que tiene mucho miedo y que por eso trataba de pasar a Portugal y que por eso ha salido antes huyendo... Toda la tensión acumulada se desborda y empieza a llorar a lágrima viva. 112
Al día siguiente es trasladada a Madrid en un 850 blanco matrícula de Bajadoz sin ningún distintivo especial. La acompañan tres miembros del Grupo Especial de la Guardia Civil vestidos de paisano. Dos van sentados delante, otro detrás, unido a ella por las esposas. El viaje dura casi siete horas, pero ellos se niegan a parar, a pesar de que ella insiste varias veces en que tiene ganas de ir al váter. El trayecto lo hacen muy serios, casi todo el tiempo en silencio. Al llegar a Madrid, el policía que viaja esposado a ella pone una manta sobre las manos de ambos con objeto de evitar que al cruzarse con algún autobús los viajeros se den cuenta, al poder mirar desde arriba, de que llevan una detenida. Fingiendo no entender sus intenciones, ella dice que le molesta la manta y la retira varias veces. Después de dar varias vueltas, resulta que los guardias civiles de Badajoz no saben cómo llegar a la Puerta del Sol. Divertida por lo cómico de la situación, ella les va indicando las direcciones, por dónde tienen que torcer, qué calle es de subida y cuál otra de bajada. Nada más llegar a la Dirección General de Seguridad la suben a un despacho, en el que espera Billy el Niño. Traspasándola con la mirada la recibe con una pose, entre jovial, acogedora y siniestra, propia del típico sabueso de película. —¡Hombre! ¡Camarada Andrea! ¿Qué tal estás? —Muy bien... Pero tengo muchas ganas de hacer pis.
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6 A RELOJ PARADO
El año que murió Franco, el diario ABC sorprendió a sus lectores con una singular portada, festejando el comienzo del año del conejo según el horóscopo chino. El asunto habría sido en todo caso objeto de chanzas, pero alcanzó la dimensión de carcajada nacional al darse la circunstancia de que las Naciones Unidas habían proclamado ese mismo 1975 Año Internacional de la Mujer. «¡Pero, hombre! ¿Cómo se le ocurre al ABC tal cosa? —escribía el presidente de Cambio 16, Luis González Seara—. ¿Qué extraño complejo freudiano le ha conducido a tal asociación? ¿O es que ABC, con tanto académico en la cara, ignora las connotaciones simbólicas que el conejo tiene para sus lectores ibéricos?».61 Aunque en este caso la sangre no llegó al río, el desenfado e irreverencia de Cambio 16 causaban constantes sofocos al stablishment periodístico franquista que, al mismo tiempo, veía impotente cómo la difusión de la joven y agresiva revista se había multiplicado por ocho durante 1974: de 15.219 ejemplares en enero, a 115.792 en diciembre, según datos de la OJD.62 La crispación frente a Cambio 16 llegó al extremo de poner de acuerdo, en su contra, a los otrora empecinados adversarios en los intramuros del Régimen, Torcuato Luca de Tena y Emilio Romero. Así, el ABC publicó un breve artículo en el que se reseñaban los «16 cambios» que a su juicio necesitaba la revista: «Honestidad, ecuanimidad, decencia, prudencia, verosimilitud, veracidad, equilibrio, respetabilidad, maneras, vergüenza, sosiego, conocimiento, emulación, honorabilidad, decoro y, sobre todo, estimación de los altos fines de la profesión periodística, que —en manos de algunos— no queda enaltecida, sino envilecida».63 Inmediatamente el Arriba —manejado por Romero en su calidad de Delegado Nacional de la prensa del Movimiento reprodujo tres días seguidos la letanía de ABC y pidió abiertamente que el Ministerio de Información y Turismo actuara contra esa «revista convertida en basurero nacional».64 No era una sugerencia casual, pues en febrero Cambio 16 ya había padecido los rigores de la vía administrativa prevista por la ley de prensa, siendo suspendido durante tres semanas en castigo a la publicación de una mesa redonda sobre los problemas del País Vasco. Mientras el consejero delegado y alma máter de la revista, Juan Tomás de Salas, llegaba en su audacia a pedir a su vez la «suspensión indefinida» del Ministerio de 114
Información y Turismo, los lectores compensaban con creces el daño causado, proporcionando a Cambio 16 la semana de su reaparición una circulación récord muy próxima al cuarto de millón de ejemplares. Cambio 16 no se beneficiaba, de hecho, de ningún «trato de favor» de las autoridades. El ministro del ramo, León Herrera, decía querer mantener la «apertura informativa», pero no estaba dispuesto de ninguna manera a que terminara ocurriéndole lo mismo que a su decapitado antecesor, Pío Cabanillas. Los secuestros de publicaciones estaban, pues, a la orden del día, y así, por ejemplo, en un solo intervalo de diez días del mes de mayo, la policía retiró de los quioscos los semanarios Guadiana, Posible, Triunfo, Personas, El Papus, Por Favor, El Cocodrilo Leopoldo y, por supuesto, Cambio 16. Al término de los primeros seis meses del año las sanciones gubernativas impuestas por el ministerio superaban las ciento cincuenta. De ahí que varios medios informativos se mostraran totalmente de acuerdo con León Herrera cuando este declaró candorosamente a El Ideal Gallego: «Para mí resulta un milagro que cada día pueda salir un periódico».65 Inspirada, sin duda, por ese Año Internacional de la Mujer, Cambio 16 dedicó atención especial al caso de la hembra que ocupaba un cargo público más relevante en España: Pilar Careaga de Lequerica, alcaldesa de Bilbao. Miembro del Consejo de Administración de Fuerza Nueva, y emparentada con toda la crema de la alta sociedad de Neguri, doña Pilar reunía, junto al sillón municipal, otra docena y media de cargos públicos. Entre ellos el de Procuradora en Cortes que, a lo largo del año anterior, le había obligado a realizar hasta cien viajes de ida y vuelta a Madrid, con el consiguiente abandono de las funciones municipales. El estado de ánimo de los vecinos quedaba entretanto plasmado en un escrito promovido en el barrio de Recaldeberri en el que más de 46.000 firmas pedían la dimisión de doña Pilar. Cambio 16 dejó las cosas del todo claras al encargar y publicar una encuesta según la cual el 58 por ciento de los bilbaínos querían que se fuera la alcaldesa, y solo el 4 por ciento que se quedara.66 Sustentada sin duda por el apoyo de organizaciones como el Grupo de Señoras de la Adoración Nocturna, doña Pilar explicó en el Arriba por qué se quedaba: «Mi dimisión está por encima de la opinión del pueblo. Arreglados estábamos los alcaldes si dependiésemos de estas cosas». Muy parecida sería algunos meses después la reacción de su colega, el nuevo alcalde de Barcelona, Joaquín Viola Sauret, al contemplar en letra impresa la historia de sus desavenencias, con herencias de por medio y connotaciones de ruralismo catalán, con el concejal Eduardo Tarragona, a la sazón cuñado suyo: «Yo no tengo por qué hacer caso de lo que digan los periódicos».67 El año que murió Franco también lo hicieron monseñor Escrivá de Balaguer en su residencia de Roma, y el torero Antonio Bienvenida, absurdamente cogido por una vaquilla en un tentadero en El Escorial. El año que murió Franco, el Real Madrid, con Amancio de capitán, Pirri de figura, Netzer y Breitner de extranjeros y SantillanaRoberto Martínez como tándem goleador, acreditó su leyenda de «equipo del Régimen», 115
consiguiendo el título de Liga con nada menos que doce puntos de ventaja sobre el Zaragoza, adjudicándose también el último trofeo de la Copa de Su Excelencia el Generalísimo y cerrando el año con un prodigioso 5-1 en el Bernabéu que remontaba un 4-1 adverso y eliminaba al Derby County de la Copa de Europa. Entretanto el Barcelona de Cruyff, presidido por Agustín Montal, se perfilaba en la derrota como «algo más que un club», canalizando el ansia de expresión del nacionalismo catalán y la subsiguiente frustración que el hermetismo del sistema político generaba. El héroe deportivo del año fue sin duda Manuel Orantes, que ganó el torneo de tenis de Forest Hills, barriendo de la pista con sorprendente facilidad a Jimmy Connors en tres sets. La víspera de la final Orantes había eliminado al argentino Vilas tras superar dos sets en contra y un 0-5 en el cuarto. El encuentro concluyó cerca de la medianoche, y Orantes ni siquiera pudo cenar. Cuando llegó al hotel se encontró con un escape de agua que le obligó a recurrir a un fontanero, impidiéndole acostarse hasta después de las tres de la madrugada. A la mañana siguiente Connors, que confiaba encontrar muy cansado al español, declararía asombrado: «Se había olvidado de comer y dormir... Parecía estar jugando todavía el partido del día anterior».68 De regreso a España, Orantes sería recibido en audiencia privada en El Pardo. La otra cara de la moneda la constituyó el ciclista José Manuel Fuente que tras llegar con el control cerrado en la primera etapa del Tour, pasó a engrosar la nómina de «juguetes rotos» del deporte, bajo el peso de un diagnóstico médico —nefropatía crónica — que le obligó a colgar la bicicleta. El boxeador José Manuel Ibar, Urtain, también tuvo que pasar por un largo período de inactividad, aunque por una razón bien distinta: la suspensión federativa a que le hizo merecedor el soberano escándalo ocasionado en Bilbao el Día de Reyes cuando el italiano Vogrig se tiró y fue contado hasta diez en el segundo asalto entre gritos de «¡Tongo, tongo!». El boxeo era todavía un gran deporte de masas en España, que había encontrado en la figura del hospiciano Perico Fernández la expresión de todas sus peculiaridades y leyendas. El 19 de abril Perico consiguió retener su título mundial en Barcelona frente al brasileño João Henrique, perdiéndolo sin embargo tres meses después en Tailandia al tirar la toalla frente a Mangsurín. De este último combate quedó en la revista La Actualidad Española un expresivo testimonio: «Son las 3,15 horas, hora española de un triste 15 de julio. Perico Fernández no deja de repetir unas frases poco convincentes: “¡No puedo más, me asfixio, esto no hay quien lo aguante...!”. Las palabras del doctor Gimeno, tutor, mentor, consejero, amigo del excampeón, son reveladoras: “Como médico, puedo afirmar que las lesiones que tenía no justificaban en modo alguno el abandono. Y le he dicho: Mira, hijo, ser campeón del mundo es algo más que lo que tú has hecho. Se es campeón del mundo sobre el ring, nunca en la discoteca o en los clubs. Ahora si te contratan por diez mil duros podrás darte con un canto en los dientes...”».69 El año que murió Franco, José María Iñigo con Directísimo, los muñecos de Barrio Sésamo y la sueca Pipi Calzaslargas —descrita entonces por el escritor Terenci Moix 116
como «la criatura más repelente que haya parido un ser humano»—70 fueron los grandes reclamos de Televisión Española para el gran público. El año que murió Franco, Evangelina Sobredo, más conocida como Cecilia, escribió una hermosa canción cuya letra decía: Mi querida España, esta España viva, esta España nuestra, de tu santa siesta ahora te despiertan versos de poetas. ¿Dónde están tus ojos, dónde están tus manos, dónde tu cabeza? Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra. Mi querida España, esta España en dudas, esta España cierta de las alas quietas, de las vendas negras sobre carne abierta. ¿Quién pasó tu hambre, quién bebió tu sangre cuando estabas seca? Mi querida España, esta España blanca, esta España negra. Pueblo de palabras y de piel amarga. Dulce tu promesa. Quiero ser tu tierra, quiero ser tu hierba cuando yo me muera.
Como cualquier otro joven de veintitantos años, Evangelina Sobredo creía tener toda la vida por delante. «Gane o pierda en la OTI voy a seguir trabajando, componiendo y cantando», declaró al Arriba poco antes de representar a TVE en el Festival de la Canción Iberoamericana. «Me haría mucha ilusión llegar a los cincuenta o cincuenta y cinco años y seguir cantando todavía como hoy».71 José Antonio Garmendia Artola no tuvo absolutamente nada que ver —repetimos—, no tuvo absolutamente nada que ver con la muerte del cabo primero de la Guardia Civil, Gregorio Posadas Zurrón, hecho registrado, según nos dice el sumario, el día 3 de abril de 1974 en la localidad guipuzcoana de Azpeitia.
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Y esta afirmación que la defensa hace de modo terminante y categórico, señores consejeros, no es una afirmación carente de fundamento, una pura argucia defensiva, sino la única conclusión legítima a que puede llegarse de un estudio jurídico exhaustivo y concienzudo de la causa, tanto procediendo al análisis de las pruebas practicadas en el sumario, como de las practicadas en plenario y de las reproducidas hoy aquí ante el Consejo de Guerra... ¿Por qué, entonces, en el día de hoy aparecen sentados ante el Consejo los dos procesados? Examinemos con el rigor que el caso merece los elementos de prueba sobre los que el Fiscal Jurídico Militar fundamenta su acusación y comprobaremos cómo —desde una perspectiva procesal— no resisten la más elemental crítica jurídica, se desvanecen y el edificio acusatorio cae como un castillo de naipes con el que pudieran jugar los niños.
Los miembros del Consejo de Guerra, reunido en la Sala de Justicia del regimiento de Artillería n.º 73 en la localidad burgalesa de Castrillo del Val, escuchan ese 28 de agosto la vehemente introducción del abogado defensor señor Bandrés. En el banquillo se sientan José Antonio Garmendia Artola, alias Tupa, de veintitrés años de edad, hijo de León y Leandra, y Ángel Otaegui Echevarría, alias Caraquemada, de treinta y tres años de edad, hijo de María y padre desconocido. Ambos son guipuzcoanos y miembros de ETA. Al primero se le acusa de haber disparado en abril del año anterior contra un miembro del Servicio de Información de la Guardia Civil, causándole la muerte mediante una ráfaga de metralleta. Al segundo se le achaca haber vigilado al agente en su recorrido diario, pasando la información a Garmendia, y haber conseguido, mediante engaño y coacción, un piso para que este y otro acompañante pasaran la noche previa al atentado. Aunque para ambos se pide la pena de muerte, Bandrés —a quien su intervención ante el Consejo de Burgos de 1970 ha proporcionado prestigio y experiencia— piensa que Otaegui no corre realmente peligro, pues incluso en el caso de que queden probados los hechos, su participación no puede ser considerada sino como la de cómplice. De ahí que haya optado por ocuparse él de la defensa de Garmendia, dejando la de Otaegui en manos de su amigo y compañero Perico Ruiz Balerdi. El principal argumento del fiscal contra Garmendia proviene de la declaración policial efectuada dos meses después de los hechos por el también etarra Juan María Labordeta Vergara. Acusado el propio Labordeta de haber matado él a Posadas Zurrón, manifestó que, según le había comentado el jefe de su comando, el conocido dirigente Francisco Javier Aya Zulaica, habían sido Garmendia Artola y él mismo quienes habían llevado a cabo la acción. «La primera observación que llama la atención al jurista —asevera Bandrés ante el Consejo— es que el testigo no refiere un hecho presenciado, sino simplemente un suceso que, a su vez, le ha sido relatado. No se trata pues de un testigo presencial, sino, en todo caso, de un testigo de referencia. La segunda observación es de carácter sociológico. Cualquier persona que haya hojeado sumarios y diligencias policiales sabe, sobradamente, que es un hecho corriente que cualquier militante de cualquier
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organización haga recaer sobre personas no detenidas las culpabilidades que en principio se le están imputando a él mismo». Pero, además, ¿qué valor tiene el testimonio de Labordeta por sí solo? ¿En qué condiciones ha sido efectuado? «Una denuncia, como perfectamente saben los señores del Consejo —prosigue Bandrés—, es una afirmación que requiere una adveración posterior. Que requiere pruebas objetivas, independientes del propio contenido de la denuncia, que justifiquen su realidad. Sin estas pruebas terminantes, concluyentes y definitivas, la denuncia está destinada al fracaso. No puede prosperar. Yo aseguro que en cualquier Corte de Justicia del mundo civilizado, en cualquier Audiencia Provincial española, la declaración de Labordeta, prestada ante la Guardia Civil en funciones de policía judicial, y no ratificada ante el Juzgado, sin ningún otro elemento objetivo que la acredite, no sería jamás tenida en cuenta». Contra Garmendia pesa también, por supuesto, su propia declaración policial reconociendo los hechos. Pero las circunstancias en que se produjo su detención y las especialísimas condiciones en que le fue tomada esa declaración, limitan considerablemente su valor. Garmendia fue detenido el 28 de agosto de 1974 en el transcurso de un tiroteo con la Guardia Civil en San Sebastián durante el cual recibe un balazo que le entra por el parietal derecho, le afecta el cerebro y le sale por el parietal izquierdo. Los agentes de la autoridad le recogen en estado comatoso, con salida de abundante papilla cerebral y crisis de descerebración aguda. En una operación a vida o muerte en el Servicio de Neurocirugía de la Residencia de San Sebastián, el doctor Arrazola le extirpa parte del lóbulo central, tras conseguir detener la salida de masa encefálica. Garmendia permanece cuarenta y ocho horas en estado de descerebración y quince días más en coma. En pleno posoperatorio, cuando aún no ha transcurrido un mes de su detención, con sus facultades mentales totalmente disminuidas y sin poder mover ninguna de sus extremidades, el 22 de septiembre firma la declaración redactada por la policía, mediante el significativo trámite de estampar su huella dactilar empapada en tinta al pie del documento. Ni que decir tiene que su dedo índice o su dedo pulgar, el que fuere, fue llevado por otra persona primeramente al tampón y luego al papel en el que se había escrito su declaración —clama Bandrés—. Cualquier comentario sobra sobre el valor jurídico de una declaración efectuada en semejantes condiciones... Es obvio, queda fuera de toda duda, que no puede construirse sobre una base tan precaria una acusación que conlleva nada menos que la más grave, la más irreversible y la más atroz de las penas que la sociedad puede imponer a uno de sus miembros: la pena de muerte.
Llegado a este punto de su exposición, Bandrés aprovecha la oportunidad para realizar un firme alegato contra la pena capital, haciéndose eco de los principales argumentos en favor de su abolición. 119
Recogiendo las opiniones más sanas y las razones más seguras de filósofos, sociólogos, juristas y moralistas me parece que es mi obligación, como defensor, afirmar: —Que la pena de muerte es profundamente inmoral porque el carácter inviolable de la vida humana se opone a ello. —Que, en la opinión pública, la pena de muerte es inútil y odiosa. —Que la probabilidad de cometer el error judicial y la irreversibilidad de su ejecución la hacen jurídicamente rechazable. —Que la ejemplaridad de la pena de muerte es discutible. No está demostrada, y en los países en que se ha abolido, la tasa de criminalidad no ha sufrido ningún aumento que pudiera ser atribuido al hecho de que la pena capital ya no se llevaba a efecto. —Que en la dinámica de la violencia la aplicación de la pena de muerte no conduce más que a una intensificación de ese círculo infernal, pasando el propio Estado, con su actitud homicida, a dar la razón a quienes propugnan la máxima violencia: es decir, la privación de la vida del enemigo como medio de lucha política. Por todas estas razones, además de las ya expresadas, que el Consejo considerará en conciencia, no debe de ningún modo accederse a la tremenda petición del Ministerio Fiscal.
Bandrés lleva hablando ya casi una hora. Sabe que muy pocos de los presentes en la sala van a ser receptivos a sus argumentos, pues la mayoría son militares y miembros de las fuerzas de seguridad. Con tono patético que emana de sus más sinceras convicciones decide, sin embargo, echar el resto en sus palabras finales. Señores consejeros, esta defensa termina su informe. Dentro de un breve espacio de tiempo, después de escuchar las palabras de mi compañero de defensa, el señor presidente hará a los procesados la pregunta legal sobre si tienen algo más que exponer al Consejo. Garmendia desgraciadamente no podrá hacer uso de esa última posibilidad de defensa que la Ley le otorga. Insisto en que estamos juzgando a un deficiente mental. Una fase del proceso habrá terminado. Los defensores habremos cumplido bien o mal con nuestra abrumadora carga profesional. Es entonces cuando comienza para ustedes el ejercicio de la más grave responsabilidad que pueda asumir hombre alguno. Se ha abierto un paréntesis en sus obligaciones profesionales normales, se les ha convertido circunstancialmente en jueces y se ha echado sobre sus hombros el terrible compromiso de decidir sobre la vida de dos de sus semejantes. Garmendia, irreversiblemente afectado de un modo profundo en su capacidad psíquica, tiene, a pesar de ello, idéntica vocación a la vida, a la libertad que pueda tener yo mismo o que puedan tener ustedes. De ustedes, señores Consejeros, depende que se haga justicia y en este caso la justicia tiene un solo nombre: absolución.
El emotivo llamamiento de Bandrés no llega a los corazones de los miembros del Consejo que muy pocas horas después acuerdan condenar a muerte no solo a Garmendia, sino también a Otaegui —que durante la vista ha reconocido haber realizado labores de información para ETA, pero sin llevar jamás un arma encima— por considerarle coautor del crimen en grado de «cooperación necesaria». Los atentados del verano han exasperado a un generalato integrado en su mayoría por veteranos de la guerra civil y los oficiales inferiores han captado perfectamente su ansia de mano dura. La primera remesa hacia el patíbulo queda, pues, servida. 120
A primeros de septiembre coinciden en la cárcel de Carabanchel más de treinta y cinco presos del Eme-ele detenidos en su mayoría a raíz de las dos grandes caídas que siguieron a los asesinatos del policía Lucio Rodríguez y el teniente Pose. De acuerdo con las normas del Partido, los reclusos organizan una comuna compuesta por siete células de cinco o seis militantes cada una. En las horas de patio cada célula se reúne para leer el periódico, intercambiar puntos de vista doctrinales y organizar la vida carcelaria. Mientras los acusados de dar muerte al teniente Pose permanecen incomunicados, los presuntos implicados en al asesinato del policía de la calle Alenza ya conviven con sus compañeros. La incomunicación ha durado para ellos casi un mes y al término de la misma se les ha notificado que existe petición fiscal de pena de muerte para los cinco. José Humberto Baena Alonso, alias Daniel, el obrero vigués acusado de ser el autor material de los disparos, dedica buena parte de sus horas de patio a escribir, tumbado en el suelo de la Sexta Galería, apoyando el papel directamente sobre el cemento. Cada vez que algún camarada se acerca a él, se quita las gafas, se da la vuelta y protege el papel con las manos para que nadie pueda leerlo. Se trata de un breve relato, escrito en varios días, en el que todas sus elementales ideas políticas quedan reflejadas a partir de un símbolo: el reloj que le regaló su compañera Maruxa —detenida nada más llegar a Madrid y ahora internada en Yeserías — y que un policía fue a pisar en el momento de detenerle. Baena sabe que Maruxa está embarazada y le inquieta pensar que pueda tener un aborto. Como se verá en las últimas líneas, el pájaro negro de la muerte ha hecho ya nido en su cerebro. EL RELOJ Tengo un reloj. Es una de las pocas cosas que tengo. No me tengo a mí mismo, no soy mi dueño. Y dicen que las cosas de los siervos no son suyas, sino de los amos. ¡Todo es de los amos! Los amos son como cuentan que es Dios: señores de todas las cosas. Y los siervos somos cosas... animadas. Pero no voy a hablaros de un tema del que nos habla la vida todos los días. Voy a hablaros de «mi» reloj. Si me dejan, claro. Mi reloj de pulsera es redondo y grande, de un modelo quizás un poco antiguo. Es de fabricación extranjera, corno casi todo. Unos números sobre fondo azul rodean la esfera por el exterior y hacen de segundero. Los números interiores —de las horas— son clásicos, grandes y severos. Dos agujas cuadradas y una tercera larga y afilada. En el centro, sobre un fondo de luto descolorido, se pueden leer, poniendo un poco de buena voluntad, algunas palabras en inglés, como en todos los relojes. Y, por último, tiene un pequeño calendario en la parte pequeña con dos doses. Veintidós. Un veintidós que deja asomar un veintitrés tímido, lento, que pugna por salir si el tiempo no lo impide. O la mecánica. O la mano brusca del hombre. Pero os preguntaréis por qué os hablo de mi reloj. ¡Si es como todos! No es de oro como los de los ricos, y ni siquiera tiene muchos rubíes. Pero para mí tiene mucho valor. Hay más motivos para que vosotros, los que no lo queréis, lo consideréis no solo un aparato normal y vulgar, sino también para que le insultéis llamándole viejo e inútil. Mi reloj tiene la correa rota, inservible para la función que tenía que desempeñar. ¡Un viejo reloj de pulsera que ya no puede sujetarse a mi muñeca! En realidad fue sustituido en mis muñecas por otro tipo de ataduras que no acarician como la correa, sino que se hunden en la carne, inexorables, queriendo alcanzar los huesos. ¡Las esposas!
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Y, para colmo, mi reloj está parado. Sí, sí, está parado. Me llamaréis loco. ¿Para qué quiere este tío conservar un reloj en esas condiciones?, os preguntaréis. Parado, las dos agujas grandes, cuadradas, están fijadas insensibles al paso del tiempo. Forman un ángulo obtuso, pero abierto. Parecen señalar algo. ¿O quizás acusar? De lo que sí estoy seguro es de que dicen muchas cosas. Para mi reloj son siempre las diez y cuarto pasadas. Una de las agujas casi cubre el calendario. Ese calendario en el que permanece el número 22 quieto, invariable. Mi reloj se obstina en marcar las diez y cuarto de la noche del día 22. Quiere callarse el mes, es su secreto. Pero él y yo sabemos que se refiere al mes de julio. Es terco como las piedras, como las cosas muertas. Pero al mismo tiempo es suave, es leve, se deja llevar y me acompaña como el mejor amigo. No en vano es regalo de mi compañera, que hoy ya no me puede regalar nada desde la cárcel de Yeserías, aparte de su amor. Algo o alguien ha impedido que mi reloj siguiese con su monótona melodía —tic, tac, tic, tac—. Y sus agujas, que giraban como las aspas de un molino de viento, han sido «detenidas» en seco, enredadas en una telaraña acerada invisible. Ese algo o alguien no ha sido el tiempo, porque el tiempo sigue, corre, avanza implacable para el que espera. ¡Me dijeron que hoy es ya 1.º de septiembre! Tampoco ha tenido un fallo mecánico. El mecanismo de mi reloj no me hubiera privado voluntariamente de su musiquilla alegre y sempiterna. ¡Ha sido la mano brusca del hombre la que me ha dejado sin un buen amigo! En el anochecer del 22 de julio, mi reloj, que me acompañaba como siempre, fue arrojado sobre el duro asfalto de la calle Barceló y, también como yo, fue golpeado y pisoteado. Y mi reloj se paró. ¿Se habrá parado por el golpe? ¿Se habrá parado como protesta? Quizás algún día, cuando yo desaparezca y él salga a la calle y sea un poco más libre, comience a andar con su lentitud acostumbrada, ciñendo la muñeca de un nuevo compañero. Pero mientras, mi reloj está muerto. ¡Lo han matado! Dicen que el corazón humano también es un reloj. Un gran reloj rojo. Mi corazón —y el tuyo— media o se oprime según nuestro estado de ánimo. Mi corazón también suena como un viejo reloj. Hace tictac. A veces, me parecen golpecitos suaves; otras, fuertes e impotentes llamadas de auxilio, gritos inútiles de un náufrago desgarrando el silencio del océano. Con frecuencia, en la soledad de la celda, me detengo a escuchar su sonido. Cuando sucede esto, suelo reaccionar con energía y engaño, pensando que su monótono ruido altera la paz de las cosas que me rodean. Entonces con los dientes apretados, mentalmente, le pido a mi corazón que se calle, que me deje dormir de una vez como duerme el suelo que yo piso, como duerme el hierro que sirve de reja a mi ventana. Pero él no se calla, no me deja, como el perro fiel al que le pegas, y, pese a todo, camina tras tus pasos protegiéndote. Hoy es 8 de septiembre. Mi corazón, aunque quisiera acompañarme siempre, dejará de hacerlo cualquier día de este mes de septiembre, de este septiembre frío, ya casi otoñal. Sus rítmicos y acompasados latidos no turbarán el silencio tras su última explosión de dolor y dicha. Cuando llegue ese momento, mi corazón estará ensanchado, crecido por la satisfacción de haber contribuido a que todos los demás corazones canten su música sin molestarse unos a otros, con libertad. Mi corazón, como mi reloj, se habrá parado de una manera violenta. Alguien lo ha parado. Ha sido la mano de un hombre negro, gemelo de Hitler y Mussolini; ha sido la misma mano que frenó en seco contra el asfalto las manecillas de mi viejo reloj de pulsera. Un hombre negro, un monstruo satánico y anacrónico que lo destroza todo, que rompe una tras otra las cuerdas de los relojes del pueblo. Un hombre inhumano al que llamarán fascismo. Mi palabra, el eco de mi voz que, tras la muerte, arengará a los míos ¿se callará algún día? Mi palabra, justicia combativa, grita fuerte al pueblo que el 36 vencido
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¡tendrá para siempre vida! Carabanchel, 7-9-1975
El jueves 4 de septiembre un piquete que protesta contra el decreto antiterrorista y la petición de penas de muerte intenta asaltar la Embajada de España en Londres. La policía practica doce detenciones. El embajador, Manuel Fraga Iribarne, anota en su diario: «Hice saber que tenía dos escopetas del doce cargadas con perdigones del cuatro».72 El jueves 11 de septiembre su hermana, Ana Fraga Iribarne, esposa del abogado de Humberto Baena, Javier Baselga, es registrada por la guardia que controla el acceso al acuartelamiento de El Goloso, escenario del primer Consejo de Guerra contra el FRAP. Al dar la vuelta a su bolso aparece un panfleto del Movimiento Comunista, en el que militan tanto ella como Baselga, una navajita de pequeñas dimensiones y un trozo de limón. De nada sirve que trate de explicar que la víspera ha estado en El Retiro con su hijo de corta edad y que ha llevado la navaja para poder hacerle zumo, tal y como demuestran los restos de limón. Ana Fraga Iribarne es conducida a la Dirección General de Seguridad e interrogada por espacio de varias horas. En parte impresionados por su apellido, en parte cohibidos por la posibilidad de ser acusados de estar tratando de intimidar a uno de los defensores, los policías la dejan libre sin cargos al filo del mediodía. Posteriormente un informe interno de la Guardia Civil asegurará que lo que llevaba en el bolso era un cuchillo de grandes dimensiones y que lo había colocado ahí con el deliberado propósito de ocasionar un incidente. El primer gran juicio contra el FRAP comienza a las nueve de la mañana de ese día, en medio de una atmósfera de total chapuza e improvisación jurídica. Capitaneados por el vasco Miguel Castells —ya experto en causas por terrorismo ante la jurisdicción militar—, los abogados defensores presentan un escrito recusando al tribunal por el hecho de pertenecer a la misma corporación —las Fuerzas Armadas— que la víctima. En contra de lo establecido por el propio Código de Justicia Militar, el Juzgado Militar ni siquiera se digna responder al escrito de recusación. Los especialistas del cuerpo jurídico se dan cuenta de ello, cuando ya se han invertido casi dos horas en la lectura del apuntamiento, y hacen llegar al coronel Francisco Carbonell Cadenas de Llano, que preside el tribunal, un papel explicándole que todas las actuaciones pueden quedar afectadas por tan grave irregularidad. El coronel Carbonell ordena entonces una suspensión de quince minutos que, en realidad, terminará siendo de más de cuatro horas. En ese intervalo, después de muchas carreras nerviosas por los pasillos, el Juzgado Militar responde —por supuesto negativamente— al escrito de recusación. Encerrados en una dependencia aneja, bajo fuerte vigilancia, los procesados especulan, entretanto, con su suerte. —Si cae una pena de muerte, seguro que es para el camarada Baena... —Yo creo que si caen tres, las otras dos serán para los camaradas... —¿Y si nos caen cinco? 123
—Hombre, si son cinco penas de muerte, entonces nos caen a todos. —¡A ver cuándo estos hijos de puta nos traen la comida! La vista se reanuda a las cuatro de la tarde con la anulación de las actuaciones anteriores y estas insólitas palabras del coronel Carbonell: «El juicio comienza ahora. Olviden todo lo ocurrido esta mañana». Los defensores protestan porque se lee una versión resumida del apuntamiento en poco más de veinte minutos y solicitan que se quiten las esposas a los procesados. Cada uno de los acusados ocupa un pequeño banquillo individual, con dos «grises» a los lados. Consultado por el presidente del Tribunal, el comandante de la Policía Armada desaconseja, sin embargo, la iniciativa: —No garantizo la seguridad de la sala, si se les quitan las esposas... Castells consigue que cuando menos se les retiren de la espalda y les sean colocadas con las manos por delante. —Y que conste en acta que aunque en esta sala manda el Tribunal, el presidente ha remitido la decisión al comandante de la fuerza. A instancia del vocal ponente se lee luego el dictamen del auditor sobre la denegación de la práctica totalidad de las más de 150 pruebas solicitadas por la defensa. Algunas de ellas —propuestas en su mayoría por el abogado de la ORT José Folguera— tienen un evidente propósito dilatorio y llegan hasta el extremo de solicitar que se pregunte a la casa Seat cuántas unidades se han fabricado hasta la fecha del modelo 127 y cuántas se han pintado del mismo color azul oscuro que, según los testigos, tenía el coche empleado en el asesinato de la calle Alenza. Otras de las pruebas solicitadas resultan, sin embargo, tan elementales y razonables como la identificación pericial del arma o el interrogatorio de los testigos presenciales cuyas declaraciones a la policía contienen contradicciones. La vista continúa con las alegaciones de los acusados que unánimemente se retractan de lo confesado en la Dirección General de Seguridad, denunciando torturas y declarándose inocentes. El primero en intervenir es Blanco Chivite: —Soy militante del PCE (m-l). Hay que decir que en España, por desgracia, la tortura, los malos tratos, etcétera, son un método regular y sistemático en las detenciones policiales. Yo lo puedo confirmar por tres experiencias que he tenido con esta y negar una evidencia tal sería ingenuo o intencional... Tengo que decir que me encuentro totalmente indefenso ante este Tribunal, pues todas las pruebas y peticiones de mi abogado han sido rechazadas una tras otra. Este proceso en el que intervengo es un proceso político, como lo demuestra la celeridad del procedimiento y el clima pasional político que rodea al mismo; esto quiere decir que corresponde a una exigencia política... Me ratifico en mi militancia en el Partido Comunista de España (marxista-leninista) y en el FRAP... Estoy totalmente identificado con el programa del FRAP que lucha por una república popular y federativa. 124
Un murmullo de desaprobación subraya estas últimas palabras desde el sector del público ocupado por militares, tanto de uniforme como —sobre todo— vestidos de paisano. Habla luego Pablo Mayoral que va vestido con una vieja camisa color butano y presenta un aspecto lamentable, al haberse tenido que cortar el pelo al cero, a causa de una infección de caspa, producida por el prolongado período de aislamiento. —No tengo nada que ver con los hechos que se me imputan y rechazo las declaraciones ante la policía, extraídas con torturas, amenazándome con pegarme cuatro tiros, ya que nadie sabía que estaba detenido. Soy militante del PCE (m-l). Baena está convencido de que le van a matar y alude a ello en su turno: —Afirmo que soy militante del Partido Comunista de España (marxista-leninista) y espero que mi muerte sea la última que se produzca ante un Tribunal de estas condiciones. No he participado en los hechos que se me imputan. La tensión va subiendo de grado, cuando interviene el estudiante de diecinueve años Fernando Sierra, presunto conductor del coche que transportó, aguardó y permitió huir a los asesinos: —Soy militante del PCE (m-l) y del FRAP. Soy inocente de los hechos de que se me acusa. Las declaraciones de la policía han sido obtenidas mediante las torturas y las amenazas. Este juicio es una farsa, las condenas están dictadas de antemano... El coronel Carbonell no puede aguantar más y le interrumpe: —¡No es una farsa! —¡Sí, sí es una farsa! Con un gran desasosiego en la sala, Vladimiro Fernández Tovar concluye la rueda de declaraciones: —Yo no he participado en los hechos que se me atribuyen. No soy responsable de ningún grupo armado. El FRAP es una agrupación de organizaciones y partidos políticos. Un policía armada situado entre el público estalla ante lo que considera un descarado acto de propaganda subversiva: —¡Cállate! Fernández Tovar apenas si se inmuta: —Alguien me ha dicho por detrás que me calle... Soy militante del PCE (m-l) y del FRAP... La jornada concluye con los informes del fiscal y los defensores. El fiscal eleva a definitivas sus conclusiones provisionales, solicitando pena de muerte para los cinco acusados, así corno cinco meses de arresto mayor para Baena, Mayoral y Sierra por hurto de vehículo a motor. El fiscal niega que se hayan producido torturas e insiste en la plena validez de las declaraciones ante la policía que, por su contundencia, hacen innecesaria cualquier otra prueba. Con respecto a esta intervención del fiscal, un observador enviado por el Estado Mayor de la Guardia Civil, con objeto de elaborar un informe confidencial, escribe: «La 125
actuación del fiscal puede considerarse fría y desapasionada. Convencido indudablemente de la culpabilidad de los procesados, no quiso insistir o demostrar más, lo que quizá debió hacer para concienciar tanto al Tribunal como al público, convenciéndoles de dicha culpabilidad, contrarrestando en parte las dudas que, según era previsible, iban a intentar crear los defensores posteriormente. Sin llegar al melodrama de las películas de TVE, ciertamente sí pudo ser más incisivo, sobre todo con vistas a la galería». Tan singular informante resume luego así el comportamiento de los abogados defensores: «Toda su intervención, pese a consumir aproximadamente media hora cada uno, puede considerarse como una sola, conducente no a demostrar inocencia, sino a dos cosas: buscar la nulidad de lo actuado, convenciendo de la necesidad de las pruebas pedidas, y en última instancia crear algo de duda en los miembros del Tribunal; y, sobre todo, dar argumentos a la prensa para convencer al gran público de la injusticia que se iba a cometer... Quizá si, en lugar de buscar la absolución, hubieran pretendido disminuir las penas, orientando en ese sentido la defensa, hubiera logrado algo alguno de ellos». La vista se reanuda a la mañana siguiente con el único trámite pendiente de preguntar a los acusados si tienen algo más que alegar. Blanco Chivite aprovecha la oportunidad para quejarse de que en Carabanchel no se les ha permitido ni ponerse ropa limpia ni afeitarse. —Pido disculpas en mi nombre y en el de mis compañeros por haber comparecido así ante el Consejo. Este descuido no es propio de militantes del FRAP, sino de otros... Tras este desahogo de la vena pulcra del Eme-ele, primero Chivite y después los otros, tratan de reiterar sus fines patrióticos en favor de una España «popular y libre». El coronel Carbonell les interrumpe y manifiesta que esas declaraciones no son pertinentes, puesto que se les juzga por asesinar a un policía y no por pertenecer al FRAP. Las defensas protestan y Castells utiliza un último turno para reclamar «de quien corresponda» una humanización de las condiciones carcelarias de los procesados. El presidente levanta la sesión y el Tribunal se retira a deliberar. Mientras se espera la sentencia, el abogado suizo Christian Grobet, observador enviado por la Federación Internacional de los Derechos del Hombre y la Liga Suiza de Derechos Humanos redacta su informe en términos inequívocos: ¿Cómo se puede abordar un proceso por asesinato sin que la defensa haya tenido la posibilidad de presentar un testigo, y aún más, sin que haya sido visto ni oído un solo testigo? Por lo menos en los procesos de Puig Antich y Antonio Garmendia y Ángel Otaegui el Ministerio Público se tomó la molestia de citar algún testigo y expertos... Jamás el abajo firmante, desde que sigue los procesos políticos en España, ha tenido una impresión tan clara de asistir a un tal simulacro de proceso, en definitiva a una siniestra farsa, si pensamos un momento el porvenir que les aguarda a los acusados... La audición de los acusados dio ocasión a estos a retractarse totalmente, lo que ante un tribunal ordinario debería constituir una controversia y obligar al Ministerio Público y al Tribunal a proceder a un interrogatorio más minucioso de los acusados.
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En este caso las retractaciones de los acusados no suscitaron la más mínima reacción, ni siquiera la más mínima sorpresa de parte del Tribunal y del Ministerio Público del que el representante continuó a mostrarse apático, limitándose a preguntar a los acusados las razones por las cuales habían firmado las declaraciones a la policía... La relación hecha por los acusados de los métodos de interrogatorio de la policía política tenía un acento de sinceridad y contiene detalles que hacen difícilmente creíble el que todo fuera inventado. Los métodos de la policía franquista son, por otra parte, desgraciadamente demasiado conocidos para que no se pueda pensar que los cinco acusados han sufrido los mismos tratamientos que muchos otros presos políticos españoles... Este delegado debe constatar nuevamente que los derechos fundamentales de la defensa, es decir el derecho de un acusado a ser juzgado con equidad, esto que es uno de los derechos fundamentales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículos 10 y 11), son atropellados de la manera más grosera en España... Puede considerarse que la causa estaba vista para sentencia cuando terminaron los interrogatorios de la policía y que, pasara lo que pasara después, la convicción de los jueces estaba ya creada. Mientras en un procedimiento ordinario, en un estado de derecho, el Tribunal no se da por satisfecho con la simple confesión del acusado, sino que exige la prueba material de su culpabilidad, forjándose su propia convicción al repetir la instrucción de la causa, en España todo transcurre de otra manera: la causa ha sido ya juzgada de antemano, y el acusado, por así decirlo, condenado. Incluso el adagio según el que el acusado puede gozar del beneficio de la duda, es ignorado. En definitiva este tipo de juicios son un verdadero proceso inquisitorial, con todos los abusos que comporta. El proceso solo sirve para confirmar, pero quizá de una forma mucho más vergonzosa, lo que todos sabíamos ya. El abajo firmante no se hacía ninguna ilusión sobre el resultado del proceso, ni se la hace ahora. El presente informe ha sido dactilografiado antes del veredicto.
El margen de sorpresa es ciertamente muy escaso. Al cabo de varias horas de espera, Pablo Mayoral y Fernando Sierra son conducidos ante el Tribunal con objeto de firmar la notificación de sus condenas: treinta años de reclusión al primero, veinticinco al segundo. Luego los meten en un furgón y los envían a Carabanchel, donde un grupo de funcionarios con el jefe de servicio a la cabeza, la emprenden a golpes con ellos, sin tan siquiera quitarles las esposas, en venganza a las quejas de Chivite por el trato recibido. Los otros tres son entretanto introducidos en un segundo furgón, sin que medie comunicación del Tribunal alguna. Cuando el vehículo ya está prácticamente en marcha, Miguel Castells asoma la cabeza por la puerta trasera y les da lacónicamente la noticia: —Os han condenado a muerte... a los tres. Chivite pregunta por qué no se lo ha comunicado el Tribunal, y el abogado le explica que según el Código Militar en el caso de pena capital la noticia se puede transmitir directamente a los defensores. No por esperada, la decisión del Consejo de Guerra deja de impresionarles. Obligados a permanecer en silencio por los policías que les vigilan, Humberto Baena, Vladimiro Fernández Tovar y Manuel Blanco Chivite, intercambian miradas de solidaridad y angustia en el interior del furgón, mientras procuran inclinarse al máximo hacia delante, para evitar que, con los baches, las esposas, ceñidas a la espalda, se les claven en la carne. Son la segunda remesa hacia la muerte.
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7 TESTIGO DE CARGO
Sobre el 13 de septiembre, Pepe, el zapatero remendón que tiene su zaguán unos cuantos metros calle abajo, acude al domicilio de Juan Lozano Viaplana —un abogado católico de ideas progresistas sin militancia política concreta, una persona «en el buen sentido de la palabra, buena»— en San Hermenegildo 15, y le habla del caso de «la chica de la buhardilla del 5», que mire usted, don Juan, que es casi una niña y parece que le van a pedir pena de muerte, que su madre está desconsolada y no tiene a quién recurrir, que tiene que designar abogado defensor y yo había pensado, perdóneme la ligereza, que a lo mejor usted... Pocos días antes María Socorro García, una morena de pelo corto, tan menuda como inteligente, a quien familiarmente llaman Mari, pulsa el timbre del prestigioso despacho de Gregorio Peces Barba, en la calle Conde de Xiquena. Un poco decepcionada al ver que quien le atiende es un muchacho sonrosado y reluciente con aires de gordito de película universitaria americana, explica que al volver de vacaciones la policía ha irrumpido violentamente en su casa y se ha llevado a su marido, el profesor de instituto José Fonfría. El muchacho sonrosado y reluciente tiene veintitrés años, y aunque su nombre es Pedro González Gutiérrez-Barquín, los colegas lo simplifican, llamándole Pedrito. Se trata del último fichaje de Gregorio Peces Barba —siempre sensible ante los jóvenes valores— que sin duda ha apreciado su doble mérito de tener muy buenas notas en el expediente académico y ser militante de las escasamente implantadas Juventudes Socialistas. Aunque su experiencia es prácticamente nula, Pedrito aplica la lógica y sugiere ir a visitar al marido de la señora en cuestión a la cárcel y enterarse de lo ocurrido. En Carabanchel le dicen que, según el Código de Justicia Militar, no puede verle hasta que no haya sido designado formalmente como defensor. De esa manera se entera de que el tal Fonfría está acusado de un delito de terrorismo y tiene a la jurisdicción militar encima. Cuando lo ve por primera vez, se encuentra con un hombre taciturno y enigmático que contesta con poco más que monosílabos y al que es incapaz de extraer un relato medianamente claro de los hechos que le imputan. Aunque formalmente ha
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aceptado la designación, Pedrito tiene claro que el asunto le va muy grande y que será algún otro compañero del despacho el que lo lleve. El martes 16 por la mañana repasan las distintas alternativas al respecto. Gregorio considera que él no debe encargarse personalmente del caso, porque su significación dentro del PSOE es ya muy grande, y mezclarse con esta gente del FRAP podría dar pie a manipulaciones y equívocos. Tampoco le gusta la idea de pasárselo a Enrique Gimbernat, pues no encaja dentro del reparto de tareas que tienen en el despacho. Lo lógico parece ser que el defensor de Fonfría sea Tomás de la Quadra Salcedo, a quien de momento han designado como «suplente». Tiene la ventaja de que no es una figura conocida y, sin embargo, siendo también muy joven, posee ya algo más de experiencia que Pedrito. El único inconveniente estriba en que Tomás de la Quadra está pasando unos días de vacaciones en Benidorm. Todavía están hablando del asunto, cuando llaman del Juzgado Militar, requiriendo a Pedrito para que se presente en la cárcel de Carabanchel porque —tal y como se va a notificar a su cliente— el Consejo de Guerra ha sido fijado para las nueve de la mañana del día siguiente con carácter «sumarísimo». Gregorio y Pedrito se quedan de una pieza. El «sumarísimo» no les encaja por ningún sitio, ya que ni Fonfría ni ninguno de sus compañeros fueron detenidos in fraganti y, por otra parte, el Decreto-Ley Antiterrorista que extiende la aplicación de este procedimiento ha entrado en vigor después del asesinato del teniente Pose. Como no hay tiempo de avisar a Tomás, Gregorio decide acompañar a Pedrito a Carabanchel y guiarle en todos sus pasos. La misma llamada del Juzgado Militar se ha recibido también en el despacho de Fernando Salas y Eduardo Carvajal de la calle Canillas y en el de Paca Sauquillo de la calle Lista. El primero está etiquetado poco menos que como «el despacho del FRAP», puesto que Fernando Salas —un abogado sutil y convincente, de pelo negro, barba y ojos muy azules— perteneció a la organización hasta que los sucesos del 1.º de Mayo del 73 le hicieron abandonarla por disconformidad con lo que ya se perfilaba como escalada de violencia. Su socio, Eduardo Carvajal, ha sido, de hecho, el defensor de Blanco Chivite en el Consejo de Guerra de la semana pasada, y también Javier Baselga —letrado de Baena— mantiene con ellos una estrecha vinculación profesional. Tratando de quitarse ese «sambenito» —en realidad tanto Salas como Carvajal se encuentran en la órbita de la ORT—, han pensado que no es conveniente para el despacho hacerse cargo de una nueva defensa de nadie del FRAP. Por eso cuando a primeros de mes, rebotadas del despacho de Gil Robles, han llegado la madre y la hermana de José Luis Sánchez Bravo, su intención ha sido canalizar la defensa a través de algún compañero. Vicky les ha explicado que ha sido el viejo líder de la CEDA quien le ha facilitado su dirección, tras hablarle con gran crudeza: —Señorita, yo creo, francamente, que el caso de su hermano es un caso perdido, y que hay muy poco que hacer... 129
La madre de Sánchez Bravo, Erundina Sollas, les ha impresionado vivamente. Se trata de una mujer alta, bien arreglada, pero con la mirada ida, presa siempre de una gran excitación, que ha llegado a desmayárseles, en medio de una escena patética. A la hora de conseguir defensor para su hijo, Salas y Carvajal han tropezado con el cerrado boicot de la organización de abogados del PCE que encabezan Manuela Carmena y José Luis Núñez. Fiel a su estrategia de descalificar todo lo situado a su izquierda y preocupado por la identificación policial del Eme-ele con sus propias siglas, el PCE ha declarado «desestabilizadora» la violencia del FRAP, distribuyendo entre su gente la consigna de mantenerse al margen. Esa actitud indigna profundamente a los abogados que sí participan en la defensa. Para Paquita Sauquillo, líder del despacho considerado en medios profesionales como «de la ORT», la situación es especialmente embarazosa. Tal y como ha explicado de forma muy clara al padre de Vladimiro Fernández Tovar —defendido por el abogado de su despacho Pepe Folguera—, ella está también en total desacuerdo con el método de lucha elegido por el FRAP y considera que es malo para la ORT especializarse en la defensa de personas acusadas de terrorismo. Sin embargo, la petición de pena de muerte le repugna y cree que la vía de la jurisdicción militar es un signo de barbarie. A ella le resulta difícil de entender y muy duro de aceptar que estos últimos argumentos no basten para movilizar a los compañeros del PCE. Incluso la emotiva Cristina Almeida ha sido muy clara al respecto: «Personalmente estaría dispuesta, pero políticamente no puedo hacerlo». Luego, en señal de solidaridad individual, ha aparecido entre el público en el Consejo de Guerra contra Chivite y los otros. Así las cosas, Fernando Salas ha decidido asumir la defensa de Sánchez Bravo —de hecho lleva varios días visitándole en la cárcel— pero en calidad de «suplente», situando como pantalla a Concha de la Peña, una chica de ideas avanzadas que trabaja en el despacho de Perico Moreno, al que estuvo adscrito en el pasado el propio Eduardo Carvajal. Paca Sauquillo también acepta figurar como suplente de otro de los procesados — en concreto de Concepción Tristán—, pero lo cierto es que cuando el 16 por la mañana se produce la llamada del Juzgado Militar, aún quedan bastantes puestos por cubrir. La única alternativa es recurrir a compañeros afines a la Plataforma de Abogados Jóvenes, pero que políticamente vayan por libre. Se trata de hacer funcionar el tam-tam y coger a la gente, poco menos que a lazo. Una de las primeras que aceptan es Pilar Fernández, una chica delgada y bajita con aspecto de no romper un plato que ya ha defendido hace unos meses a la mujer de Blanco Chivite ante el Tribunal de Orden Público, pero que los únicos Consejos de Guerra que ha visto han sido en el cine. También se suma Ventura Pérez Mariño, abogado del despacho de Morodo y hombre muy próximo a Tierno. Luego resulta que Juan Lozano ha entrado en contacto con la familia de una de las dos procesadas y se ha decidido a defenderla. 130
A media mañana Concha Infante, la laboralista del despacho de Fernando Salas, acude como emisaria al bar Supremo, que, por su proximidad a Las Salesas, es el principal centro de tertulia y chismorreo de la abogacía madrileña. Allí encuentra a Juanjo Aguirre y Gerardo Viada, dos inseparables letrados de veintipocos años, llenos de ideales y entusiasmo —el rostro curtido y oscuro del primero contrasta notablemente con el aire frágil, guaperas y aniñado del segundo—, y les explica lo que ocurre. Aun sin estar demasiado convencidos, acceden a trasladarse por la tarde a Carabanchel. Poco a poco se va perfilando la lista de cinco titulares y cinco suplentes —saben que hay un sexto procesado que ha encargado el caso al equipo de Peces Barba— y tras una breve reunión en el despacho de Lista, a la que solo asisten algunos, deciden presentarse en Carabanchel. Camino del recinto carcelario, Juanjo Aguirre y Gerardo Viada han estado comiendo unas lentejas en un bar de Aluche y han terminado convenciéndose el uno al otro. Gerardo era al principio el más reticente, pero cambia por completo de actitud ante la evidencia de que los despachos más politizados se han lavado las manos como si temieran tratar con apestados, y entretanto los acusados pueden vérselas con una petición de pena de muerte y tan solo abogados militares designados de oficio.
En Carabanchel se encuentran con una situación absolutamente caótica. El Juzgado tarda en constituirse y a los abogados no se les permite comunicar con sus defendidos hasta que no se les haya notificado la petición de pena y la transformación del procedimiento en sumarísimo. El coronel Puebla les aclara que esto es factible en virtud de una circular de la Fiscalía Togada del Consejo Supremo de Justicia Militar que, con fecha 10 de septiembre, ha dispuesto la aplicación retroactiva del Decreto Antiterrorista para aquellos procedimientos que estuvieran en marcha. ¿Aplicación retroactiva?73 ¿Cómo puede una mera circular de la fiscalía militar anular uno de los principios más elementales del Derecho, recogido expresamente en el propio ordenamiento legal español? El coronel Puebla se siente azorado por la situación y alega que las cosas han escapado por completo a su control. —Miren ustedes, yo comprendo su punto de vista... Yo entiendo sus argumentos... Pero esto es así y nosotros los militares recibimos órdenes. Pasadas las ocho de la tarde los abogados pueden reunirse en los locutorios con los procesados. Con la excepción de Fernando Salas y Pedrito, todos los demás ven por primera vez a sus clientes. En algunos casos les acompañan los codefensores militares, comandantes todos ellos, sin la menor preparación jurídica, a quienes se ha reclutado por sorpresa esa misma mañana en diversos acuartelamientos de Madrid. A Paca Sauquillo lo que más le impresiona es escuchar a Ramón García Sanz. —Yo he cumplido órdenes, yo no sé hacer otra cosa, si me ponen una pistola disparo contra un dictador o un agente de la dictadura... Pero sobre la forma de mi 131
defensa, hablad con el camarada Sánchez Bravo. Hasta ese extremo puede llegar la amistad o la entrega incondicional, piensa la abogado. A este hombre le piden pena de muerte y nos dice que sea otro el que decida. García Sanz, alias Pito, tiene como titular a Juanjo Aguirre, y como suplente a Gerardo Viada. Ha accedido a hablar con ellos, tras señalar al codefensor militar: —De acuerdo, pero ese señor de ahí que se vaya... El comandante Gómez Sauca, al que han «cazado» en el Regimiento de Infantería Mecanizada Asturias 31, se retira pero hace prometer a Juanjo y Gerardo que asumirán la defensa. García Sanz tiene pocas dudas sobre cuál va a ser su suerte. Empieza a hablar muy pausadamente, pero poco a poco va exaltándose. —Mirad, a mí me van a matar. Yo me pongo en vuestras manos, aunque sé que esto es una farsa... A mí me van a matar, y lo único que siento es no tener una pistola, una ametralladora, aunque sea un lápiz, ¿no podéis darme un lápiz?, para llevarme a alguno por delante, para sacarle un ojo... A mí me van a matar, pero menos mal que mi muerte va a servir para algo, pues en toda España se están produciendo ya movilizaciones. Gerardo Viada se queda completamente demudado al advertir la total falta de sentido de la realidad de ese hombre de aspecto pardo que, sin embargo, es verdad que lleva la muerte en la mirada. Unos metros más allá, Pilar Fernández acaba de conocer a un niño asustado que responde al nombre de Manuel Cañaveras de Gracia y al alias de Ramiro. —Soy tu abogado. Me llamo Pilar Fernández... Si quieres me designas, si no te mandarán a un militar. Mañana te piden pena de muerte. ¿Quieres que avise a tu familia? Al borde del llanto, Cañaveras le da el teléfono de su hermana y otros familiares. El codefensor militar de Sánchez Bravo, comandante Pablo López Pinto, un hombre de talante cabal y abierto, se ha dirigido entretanto a Fernando Salas: —No nos podemos negar a participar en esto, pero es terrible. No sabemos nada de derecho. Chico, a mí esto me hunde la vida... Me gustaría hablar con el procesado y explicarle mi postura. Sánchez Bravo accede —«Muy bien, hablo con él. No hay ningún problema»— y el comandante le aclara: —Mira, me llano Pablo López Pinto. Yo a ti no te conozco de nada, muchacho, pero por el azar de la vida me ha tocado ser tu defensor. En conciencia no estoy de acuerdo con este procedimiento y quiero que sepas que no tengo nada contra ti... Espero no tener que llegar a intervenir, pero si lo hago ten la seguridad de que lo haré lo mejor que sepa. La verdad es que nunca me ha pesado tanto el ser militar como hoy... El carisma político y el afán de proselitismo de Hidalgo afloran inmediatamente en la respuesta de Sánchez Bravo: —Usted cumpla con su obligación, que yo he cumplido con la mía. Sé que me van a matar, pero usted esté tranquilo. Usted y yo sabemos que esto es una mascarada. He 132
tenido mala suerte y voy a ser uno más en morir... Lo único que le digo es que se pregunte si debe acatar las órdenes de un ejército que se comporta así..., o si debe rebelarse. —Tranquilízate, al único al que no piden pena de muerte es a ti. Tú debes negarlo todo, porque las declaraciones ante la policía no sirven para nada... En un determinado momento Gregorio Peces Barba consigue que los funcionarios también le permitan ver al preso, a pesar de no haber sido designado ni como titular ni como suplente. —Tú hazle caso en todo a Pedro. Y ánimo, que verás cómo el asunto se arregla... La mujer de Fonfría ha sido militante del FRAP hasta hace unos meses y ha abandonado la organización con un gran resentimiento hacia sus camaradas. Por eso ha sido muy clara: ella no quiere una defensa política, sino una defensa que sea capaz de salvar a su marido a toda costa. La petición fiscal para Fonfría es de treinta años de cárcel, si bien uno de los codefensores militares indica a Pedrito que, a diferencia de lo que ocurre en la jurisdicción ordinaria, el Consejo de Guerra no solo puede disminuir la pena, sino también aumentarla. Pedrito está muy asustado y todavía alienta la esperanza de que, mediante algún subterfugio legal, sea Gregorio quien termine interviniendo ante el Tribunal. La presencia de Gregorio en Carabanchel provoca sentimientos encontrados en buena parte de los restantes defensores. De un lado, ha sido profesor de casi todos ellos y, desde su participación en el Consejo de Burgos del 70, es un auténtico mito dentro de la profesión. Por otra parte, les parece escandaloso que le hayan encasquetado un asunto tan difícil a un «pipiolo» como Pedrito. No es que algunos de ellos tengan muchos años más, pero es que Pedrito parece la víctima propiciatoria de todas las novatadas de principio de curso. Además ellos no han tenido opción. Y si no se hace cargo del caso, ¿qué diablos ha venido Gregorio a hacer a la cárcel? Cualquiera diría que su papel — menudo papelón— es el de la mamá que acompaña al niño al colegio el primer día de clase. De acuerdo con las implacables reglas del procedimiento sumarísimo, los defensores solo disponen de cuatro horas para leer el sumario y presentar su escrito de calificación y la petición de pruebas. El coronel Puebla no puede evitar sentir una cierta mala conciencia, pues sabe que en ese margen de tiempo no hay una sola persona capaz siquiera de leerse los casi trescientos folios de las actuaciones con un mínimo de atención y detalle. Tal vez por eso accede, a propuesta de Peces Barba, a que los abogados se lleven el sumario al despacho con objeto de organizarse en grupos de trabajo. La propuesta de la mayoría es reunirse todos en la oficina de Lista y preparar una defensa conjunta, sobre la base de intentar boicotear —o al menos retrasar— la celebración del Consejo de Guerra. Es entonces cuando Gregorio marca las distancias. 133
—Yo no participo en esa historia. Mi cliente tiene defensa y la vamos a preparar por nuestra cuenta... El anuncio cae como una maza sobre los demás. Juan Lozano trata vanamente de hacerle cambiar de idea y la discusión llega a hacerse muy tensa. —Eso es una barbaridad, porque vuestro cliente podría llegar a convertirse en el único testigo de cargo contra todos los demás. ¡Eso es una barbaridad! Fernando Salas se incorpora al grupo y suma sus argumentos a los de Juan Lozano. —Introducir la división es suicida..., es poco menos que llevarles al patíbulo. Gregorio trata de escapar por la tangente y llega a pronunciar palabras duras que los otros entienden poco menos que como una descalificación profesional. Es decir, como si ellos antepusieran los criterios políticos del FRAP a un correcto comportamiento como abogados. Para más de uno Gregorio queda en aquel momento, lisa y llanamente, como un traidor. —Si queréis algo, estamos en Conde de Xiquena... Estas son sus últimas palabras. Con su voluminosa cartera bajo el brazo, Gregorio abandona el recinto, seguido del fiel Pedrito que no ha abierto la boca en todo el incidente.
Los defensores y codefensores de las dos chicas llegan a la cárcel de mujeres de Yeserías muy pocos minutos antes de las doce de la noche. La primera impresión que Juan Lozano tiene de María Jesús Dasca —extremadamente delgada y con el pelo muy corto — es la de estar ante un pajarillo herido. —Mañana es el juicio y se trata de algo muy gordo porque la petición es de pena de muerte... Pero no te preocupes, porque desde hace muchos años en España no han ejecutado nunca a una mujer... María Jesús escucha sus palabras con una cierta indiferencia. Durante los casi quince días que ha permanecido incomunicada le ha dado vueltas al asunto una y otra vez. Desde el mismo momento en que entró en relación con el FRAP ella sabía que tal militancia política podía llevarla a la cárcel, pero jamás había llegado a imaginar la hipótesis de ser condenada a muerte. El trauma es tan fuerte que, a base de pensar en ello, ha terminado sufriendo una especie de bloqueo emocional. Como si algo se hubiera desconectado en su cabeza y quedara así inmunizada frente a todo. Teniendo prohibido fumar y con la única distracción de fabricar pelotillas de papel, los días han pasado muy lentamente en las celdas de aislamiento. La víspera Concepción Tristán le ha avisado de que quería hablar con ella, dando unos golpes al tabique de separación. Acercándose cada una a la ventana de su celda, han conseguido entenderse. —Sabes lo que te digo..., que acabo de descubrir algo horroroso. —¿Qué es lo que te pasa, Concha? —Ni más ni menos, que estoy embarazada. 134
Ella es enfermera y no tiene la menor duda. En dos palabras le explica que hace un mes y pico estuvo con un tío de copas y luego se acostaron, pero que ni es su novio, ni siente nada por él, ni por supuesto se le pasa por la imaginación la idea de casarse. —O sea que fíjate. Además de tener que estar aquí con la amenaza de que te piden pena de muerte, ahora esto. Ya no me puede pasar nada peor. Por la noche María Jesús ha escuchado ruidos procedentes de la celda de Concha, como si estuviera tratando de abortar, dando saltos desde la cama. Juan Lozano, Paca Sauquillo y los otros abogados ven, sin embargo, en el embarazo de Concha una tabla de salvación a la que también tratan de engancharla a ella. Por muy mal que vayan las cosas, un régimen confesionalmente católico en ningún caso será capaz de ejecutar a dos chicas en estado. —Tú también estás embarazada, ¿me oyes? —le dice Paca Sauquillo mirándola fijamente. María Jesús sabe que eso es imposible, porque le ha venido la regla estando en la Dirección General de Seguridad, pero accede a intentar engañar al tribunal. —Y si hace falta te dejamos embarazada nosotros... La broma de Juan Lozano les hace sonreír por un momento. Antes de irse, el abogado se acerca a María Jesús y le habla completamente en serio. —Mira, te prometo que si a ti te pasa algo... yo cuelgo la toga. Entrada ya la madrugada Paca Sauquillo se planta en la clínica Los Nardos, con la fundada esperanza de encontrar a un respetable anciano de cara rojiza y barba blanca. Si alguien les puede ayudar a argumentar que María Jesús está embarazada, ese alguien es el doctor Ángel Sopeña, un ginecólogo que ha ayudado a nacer a medio Madrid y que es tan conocido por su vinculación al PCE como por su enorme humanidad. —Francamente, a mí no me importaría, desde el punto de vista personal y moral, en un caso así, en el que está en juego una vida humana, emitir un informe que no sea del todo exacto... Pero no creo que los militares se fíen solo de mi dictamen. Sopeña acaba de asistir a un parto difícil y la vida de la madre todavía corre peligro. Secándose el sudor con la mano mientras pasean por los jardines de la clínica, explica a la abogado que el perito que probablemente propondrán los militares ha sido alumno suyo y es un chico muy capaz, al que será difícil engañar. Después de darle algunas vueltas, deciden que lo mejor es que él vea a la chica y haga un informe en el que indique que «puede» estar embarazada de pocas semanas y recomiende que no se le haga ninguna exploración para no correr el riesgo de dañar al feto. En el despacho de Lista se trabaja, entretanto, auténticamente contrarreloj. Pero no para tener el escrito de calificación en el plazo de cuatro horas, sino para elevar el mayor número de recursos en el mínimo de tiempo posible. El principal de ellos se refiere, por supuesto, a la aplicación del procedimiento sumarísimo, ya que: a) La irretroactividad de las Leyes penales es un principio general de Derecho, común a todos los ordenamientos jurídicos civilizados y recogido también en el Código Civil español.
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b) El artículo 2.º, párrafo 3.º, del Código Civil dice que «las leyes no tendrán efecto retroactivo, si no dispusieren lo contrario». La disposición final primera del Decreto-Ley (Antiterrorista) 10;1975 dice: «El presente Decreto-Ley entrará en vigor el mismo día de su publicación en el BOE (27 de agosto del 75). Por tanto, al no hacerse referencia alguna a su aplicación retroactiva, la tramitación de esta causa conforme a las normas procesales contenidas en el mencionado Decreto-Ley, es absolutamente contraria a Derecho. A mayor abundamiento queremos citar aquí expresamente el párrafo 2.° del artículo 4.°, también del Código Civil: «Las leyes penales, las excepcionales, y las de ámbito temporal no se aplicarán a supuestos ni en momentos distintos de los comprendidos expresamente en ellos». c) Que ante argumentos de tanta entidad, una circular de la Fiscalía Togada del Consejo Supremo de Justicia Militar, prescribiendo la aplicación retroactiva del Decreto-Ley mencionado resulta un fundamento de gran debilidad jurídica.
Junto a este escrito, cada defensor presenta otro recusando a todos los miembros del Consejo de Guerra por pertenecer a la misma corporación —las Fuerzas Armadas— que la víctima, y un tercero alegando que los tres últimos folios de que consta el sumario — los numerados como 280, 281 y 282— y en los que figura la calificación del fiscal, no han sido sellados por el Juzgado Militar. Comisionados por sus compañeros, Juanjo Aguirre y Gerardo Viada se trasladan al Gobierno Militar en el paseo de Reina Cristina. Faltan muy pocos minutos para la una y media, hora en que termina el plazo concedido por el coronel Puebla y este aguarda ansioso sus escritos de calificación, para así dar un nuevo paso adelante en el singular procedimiento que se le ha encargado conducir. Hace unos momentos Gregorio Peces Barba, al volante de su automóvil, y Pedro González Gutiérrez-Barquín, se han personado en el Juzgado y han presentado un primoroso escrito de calificación dividido en tres partes: la primera, relativa a las irregularidades procesales, la ha escrito el propio Gregorio; la segunda, dedicada a la descripción de los hechos, la ha redactado Pedrito; y la tercera, que es la más sustantiva y en la que se mantiene la tesis de que Fonfría no debe ser tratado como «autor» sino como «cómplice», es obra de Enrique Gimbernat. Al hacer entrega del documento, el secretario del Juzgado, un veterano capitán de la escala de complemento apellidado Pérez de Bethencourt, tiene una confidencia con Pedrito, señalando al coronel Puebla: —Este coronel se ha venido aquí pensando que esto era un chollo, y fíjate en qué lío se ha metido... A la salida Gregorio y Pedrito coinciden con la llegada de Juanjo y Gerardo. Estos les interpelan con cierta dureza y se produce un nuevo conato de incidente. —¿Cómo que ya habéis calificado? Pero si al vuestro es al único al que no le piden pena de muerte... Si en realidad no arriesgáis nada... Pedrito dice entonces algo que él mismo no está demasiado seguro que sea verdad: —Sí, pero si armamos jaleo a lo mejor aumentan la petición a pena de muerte. Gregorio zanja puntillosamente el asunto: 136
—A mí me han dado cuatro horas para calificar y yo he presentado el escrito dentro del plazo. El capitán Bethencourt recibe meloso a los dos nuevos letrados: —¿Qué..., traen ustedes ya esas calificaciones...? —No. Creemos que existen suficientes motivos de nulidad como para parar el Consejo. Claramente disgustado, el coronel Puebla va estudiando uno a uno los recursos. Decide rechazarlos todos, pero no tiene más remedio que admitir que en lo de los folios sin autentificar, su gente ha metido la pata. Al final resuelve subsanar tal error burocrático y conceder un nuevo plazo hasta las nueve de la mañana para que los abogados presenten los escritos de calificación. En lugar de hacerlo, preparan nuevos recursos, pero se encuentran con que el juzgado ha decidido a primerísima hora de la mañana trasladarse al acuartelamiento de El Goloso, escenario de la vista oral. Tras solucionar en el Colegio de Abogados el problema de varios defensores que carecían de toga, los jóvenes letrados llegan también al lugar en que, en medio de impresionantes medidas de seguridad, está previsto celebrar el Consejo. Allí se encuentran algunos familiares de los procesados que aprovechan la espera para denunciar, ante los escasos periodistas que han sido autorizados a asistir, las torturas y malos tratos policiales contra sus hijos, sobrinos o hermanos. En medio de un clima de inaudita tensión, los abogados son conducidos ante el juez instructor al que ya no solo acompaña el capitán Bethencourt, sino también el vocal ponente, comandante auditor Carlos Rodríguez Devesa que inmediatamente se revela como la personalidad más fuerte del trío. A los militares les ha llegado la consigna de que hay que resolver el asunto cuanto antes, y empiezan a estar hartos de tanta dilación y recurso. Uno de los nuevos argumentos de los letrados es que ni los defensores suplentes, ni los codefensores militares han recibido copia del sumario, por lo que no pueden considerarse instruidos en el mismo. Por indicación de Rodríguez Devesa, Puebla responde que ese no es el momento procesal para tal objeción, puesto que aún no se sabe si tendrán o no que intervenir en la vista. La siguiente alegación es más difícil de rebatir, puesto que el grupo de trabajo del despacho de Lista ha detectado una nueva chapuza en los trámites de convocatoria del Consejo. Resulta que en la orden del día de la Capitanía General, estableciendo la composición del Tribunal, no constan ni el destino del presidente, coronel don Ricardo Oñate, ni el destino del propio vocal ponente, ni, sobre todo, el nombre y destino del fiscal. Eso contraviene claramente lo dispuesto en el Código de Justicia Militar, y Puebla empieza de nuevo a sudar tinta. De pillo a pillo, Rodríguez Devesa indica entonces que, habiendo transcurrido ya nueve horas desde la entrega de tal orden del día, el recurso está fuera de plazo. Los codefensores replican que no es así, porque no se trata de una 137
recusación que, efectivamente, hay que plantearla de inmediato, sino de averiguar si ese fiscal innominado se encuentra incluido en algunos de los supuestos de incompatibilidad que son aducibles en cualquier momento de la causa. La sombra del descrédito jurídico que para el Consejo de Guerra de la semana anterior supuso tener que anular todas las actuaciones de la mañana, pesa en el ánimo tanto del instructor como del presidente del Tribunal. Tanto tecnicismo les solivianta y hay quien pierde los nervios, mientras su mano enguantada se aferra a la empuñadura del sable. —Bueno, ya está bien. ¿Entregan o no entregan la calificación? Rodríguez Devesa dicta entonces un escrito a Bethencourt, recogiendo las alegaciones de la defensa y pretende que lo firme Juanjo Aguirre. Este se rebela, levantando ostensiblemente el tono. —No, si no se dice que quien afirma todo lo anterior es el comandante ponente, recogiendo las posturas que él atribuye a la defensa. —Pues entonces, dicte usted... —Muy bien: ante todo denuncio la presencia del comandante ponente, dando órdenes al secretario, delante del juez instructor que es su superior... Rodríguez Devesa se queda lívido. A la salida de la dependencia Gerardo Viada jalea a su amigo: —¡Qué bien has estado, Juanjo...! Entre los familiares circula ya la noticia de que hay problemas con la defensa de Fonfría. Durante la espera, Pedrito explica a Paca Sauquillo: —Yo haré lo que diga mi cliente... Previamente ha consultado a un joven de barba que es cuñado de Fonfría, puesto que Mari ha decidido no asistir al Consejo de Guerra. —Chico, yo no sé qué hacer... —Que sea él quien decida. Después de mucho insistir, los defensores consiguen autorización para comunicar con los procesados. Los abogados son conducidos a una habitación de no más de seis metros de lado. En el centro están Sánchez Bravo, García Sanz, Cañaveras y Fonfría, mientras un tupido cordón de agentes de la Policía Armada recubre, casi hombro con hombro, las cuatro paredes. Como si se tratara del sacramento de la confesión, cada letrado habla entre susurros con su cliente. Así Pilar Fernández dice a Cañaveras: —Mira, hay muchos problemas de procedimiento... Nosotros somos partidarios de no prestarnos a la pantomima, porque hay muchas posibilidades de conseguir aplazarlo. —Sí, sí... Yo estoy de acuerdo con todo lo que hagáis... La atención de Cañaveras está en realidad centrada en el camarada Ricardo, es decir en Fonfría que, en actitud que a él le parece sospechosa, ha tratado de apartarse un poco para que nadie oiga el cuchicheo que mantiene con su abogado. Hidalgo también se ha dado cuenta y trata de intervenir: 138
—Oye, Fonfría, hay que preparar una defensa conjunta, esto tiene que ser unitario... Pedrito se interpone: —Espérate..., voy a hablar yo con él. E inmediatamente argumenta ante Fonfría, con un bolígrafo en ristre: —Las alternativas son: o defendemos o nos retiramos. Si defendemos, tienes que firmar este escrito de conclusiones. Mi opinión personal es que debemos hacer una defensa profesional, pero si quieres puedes incluso renunciar a que yo sea tu abogado. Dentro de su parquedad habitual, Fonfría contesta decidido: —No, no..., yo firmo. Sí, sí..., defendemos. El tiempo concedido de comunicación apenas si excede de diez minutos. Cuando abandonan la habitación, Pilar Fernández pide explicaciones a Pedrito y este se revuelve: —Es que yo creo que mi cliente es inocente... La joven abogado se indigna: —Aquí no vamos a hablar ahora de inocencias o no inocencias. Buena parte de la mañana ha transcurrido ya, y los abogados son invitados a pasar a una dependencia en la que hay habilitado un pequeño buffet a base de sándwiches fríos. Algunos lo interpretan como una buena señal y creen que el Consejo de Guerra no va a celebrarse ya ese día. Juan Lozano no es tan optimista y, después de permanecer varios minutos en silencio, se decide a hablar con sus compañeros y plantearles el grave dilema ético que le reconcome desde hace unas horas: —Quiero deciros que yo tengo un grave problema de conciencia como abogado y como cristiano. Me parece que los acontecimientos se están precipitando y, después de haber leído el sumario, creo sinceramente que el caso de María Jesús tiene posibilidades de defensa... Me siento muy jodido, pero creo que puedo hacer algo por ella. Los demás comprenden su postura, que nada tiene que ver con la de Peces Barba y Barquín. Deliberan un rato y llenan a la conclusión de que es a la chica a la que corresponde decidir. Juan Lozano consigue permiso para hablar con María Jesús Dasca que lleva toda la mañana dentro de un furgón junto con la otra procesada. El abogado intenta convencerla, pero ella se muestra muy segura de lo que quiere: —Yo hago lo que digan mis compañeros... Si no hay más remedio, nos quedaremos con los defensores militares. Juan Lozano se ha quitado un peso de encima. Regresa con los otros abogados y les dice que el asunto está arreglado. En ese momento, ante el estupor de todos, aparece un ordenanza y anuncia con voz solemne: —Señores, ¡el Consejo de Guerra está constituido!
El Tribunal ha decidido tirar por la calle de en medio, sin aguardar a los escritos de conclusiones, impidiendo por tanto toda petición de prueba, y sin contestar siquiera a varios de los recursos.
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Nada más entrar en la nave habilitada al efecto, Fernando Salas se fija en dos detalles: en que Pedrito ya está allí sentado, esperándoles a todos, y en que el reluciente sable del coronel Oñate de Pedro se halla colocado sobre la mesa del tribunal recubierta con paño rojo. A su lado se sienta, en calidad de ponente, el comandante Rodríguez Devesa. Los capitanes José García Guerrero, Pedro Sánchez Castro y José Miguel de la Calle completan el tribunal. Tras el estrado hay un dosel de cortinajes rojos con su correspondiente crucifijo y una copia del famoso retrato bélico de Franco en el que aparece cubierto de una especie de capa de gamuza. A la izquierda del tribunal se sienta el fiscal y a la derecha, los defensores, distribuidos en tres filas de sillas —titular, suplente, codefensor militar—, alineadas detrás de una mesa larga. Los procesados están enfrente del tribunal y delante de un público en el que hay familiares de los reos y policías, con uniforme y sin él. Los procesados tienen la esposas puestas y una pareja de «grises» detrás de cada uno. —Siéntense. ¿Están todos sentados? Señor secretario, proceda a la lectura del apuntam... Aún no ha terminado Oñate de hablar, cuando Juanjo Aguirre se pone de pie y pide la palabra, dispuesto a plantear las objeciones de la defensa contra el inicio de la vista. —Con la venia, señor presidente... —Cállese, este no es el momento procesal en que le corresponde intervenir. Ventura Pérez Mariño, Concha de la Peña, Pilar Fernández y Juan Lozano secundan el ejemplo del primer defensor, siendo contestados de igual modo. La crispación sube de tono cuando Juanjo Aguirre pide la palabra por segunda vez. Oñate consulta en voz baja con Rodríguez Devesa, e inmediatamente anuncia: —De acuerdo con el artículo 18 del Decreto-Ley 10/1975 le apercibo de expulsión. Un rumor de protestas surge de entre los familiares. Cuando los otros cuatro titulares agotan también su segundo intento de intervenir, en la sala se hace el silencio. Son segundos que parecen eternos. Oñate aguarda con las manos apoyadas sobre la mesa. Entre susurros Pilar Fernández comenta angustiada a Ventura Pérez Mariño: «Tenemos que hacerlo..., hay que volver a pedir la palabra». Por fin se escucha de nuevo la voz grave de Juanjo Aguirre. —Con la venia, señor presidente... Oñate salta sobre la presa: —De acuerdo con el artículo 18 del Decreto-Ley 10/1975 queda usted expulsado de la sala. Proceda a ocupar su lugar el letrado suplente. La misma suerte corren los otros cuatro, sin que sirva de nada que Juan Lozano ponga toda su bonhomía y énfasis en pedir la palabra «con el máximo respeto a Su Señoría». Mientras Pedrito contempla el espectáculo con los labios sellados, pálido como una tumba, los cinco suplentes van agotando también sus tres avisos con diversos intervalos. —¡Esto es un atropello! —grita Miguel Satrústegui antes de marcharse. 140
—Que conste en acta —reclama, puntilloso, el fiscal. Lo último que escucha Fernando Salas es la voz del comandante Pablo López Pinto que susurra a sus espaldas: «Por favor, no marcharos; por tu madre te lo pido...». Gerardo Viada se lleva consigo el sumario y el Código de Justicia Militar: puesto que Pito ni siquiera ha querido hablar con el oficial que le han asignado como codefensor, es absurdo que quede la menor apariencia de legalidad. Cuando el secretario termina la lectura del apuntamiento, el único codefensor que permanece en la sala es Paca Sauquillo, quien —con más sangre fría que algunos de sus colegas— está esperando la oportunidad de plantear una seria objeción procesal. —Con la venia. Puesto que Su Señoría nos ha pedido a los letrados suplentes que nos hagamos cargo de las defensas, solicito que se dé lectura al escrito de recurso en el que alegamos no haber sido instruidos en la Causa por no disponer de copia del sumario. El coronel Oñate accede, pero resulta que ahora no aparece ese papel. Tras unos momentos de confusión, Paca Sauquillo lee una copia del mismo. Visiblemente nervioso, el presidente le retira la palabra y le indica que no insista sobre el asunto. Ni corta ni perezosa, Paca Sauquillo sugiere: —Puesto que no he podido disponer de copia del sumario, solicito a Su Señoría que se proceda a la lectura completa del mismo. Un cierto murmullo brota de entre el público. ¿Cuántas horas pueden hacer falta para leer los trescientos folios? Oñate interpreta la propuesta como una especie de provocación y expulsa también a Paca Sauquillo quien, para desesperación del militar, arrecia en sus protestas y trata de quedarse dentro de la sala, mezclada con el público. Oñate no lo consiente. —Le recuerdo a la letrado que ha sido expulsada de esta vista, por lo que le ruego que desaloje la sala inmediatamente, sin causar más alboroto. Acompañada por un soldado de la Policía Militar, Paca Sauquillo se reúne con sus compañeros en la pequeña habitación que hace las veces de Sala de Togas. Pilar Fernández, abrumada por la impotencia, la tensión y el cansancio de una noche sin dormir, tiene un ataque de nervios y llora a lágrima viva, abrazándose a Ventura Pérez Mariño. Un policía de paisano se coloca junto a la puerta y comienza a insultarles en un tono lo suficientemente elevado como para que lo capten algunos de sus compañeros situados en el pasillo. —¡Hijos de puta... A la calle! ¡Que los echen! Es un momento difícil que resuelve el capitán de la Policía Militar, encarándose con el sujeto... —Usted, cállese y retírese... Y ustedes permanezcan, por favor, en este cuarto hasta que podamos ofrecerles seguridades en la salida. Cinco minutos después los diez abogados abandonan el recinto militar, de regreso al despacho de la calle Lista. En la Sala de Justicia se procede entretanto al interrogatorio de los acusados por parte del fiscal. Todos reconocen ser miembros del FRAP, todos 141
niegan su participación en la muerte del teniente Pose y todos —menos Fonfría— denuncian haber sido torturados por la policía. En sus respuestas al fiscal, Fonfría se limita a reconocer su participación en el intento de robar un coche, asegurando desconocer en qué iba a ser empleado y negando toda relación con el asesinato del teniente. Las preguntas son bastante tangenciales y por lo tanto fáciles de contestar con evasivas. Como la cosa no va mal, Pedrito renuncia a interrogar a su defendido, pensando que cuanto menos se le haga hablar a Fonfría, mejor. El momento cumbre del Consejo de Guerra llega con las preguntas del vocal ponente Carlos Rodríguez Devesa, quien actúa en representación del presidente. Con cierta teatralidad, Rodríguez Devesa empieza a pasar las hojas del sumario que contienen las declaraciones de Fonfría a la policía. Con voz pausada y tono deliberadamente amable, va resaltando las contradicciones entre su testimonio y el de algunos de sus compañeros. —Usted declara que cuando se escuchó el disparo ya había huido del lugar de los hechos, y, sin embargo, otras versiones indican que permanecía en una esquina... Fonfría está de pie delante del banquillo de los acusados, con Cañaveras sentado a no más de tres metros de distancia. Tiene una profunda jaqueca que le taladra la cabeza y se siente totalmente confundido. Dentro de él pugnan dos impulsos contradictorios: uno es su vieja lealtad al Partido y a los camaradas, después de casi seis años de militancia clandestina; el otro es la voz de su mujer que le dice: «Sálvate tú..., no sé cómo a estas alturas te has dejado enredar... Estos tíos del FRAP son unos tal y unos cual... Hazme caso, que yo los conozco bien... Piensa en el futuro de tu hija...». Fonfría se aferra a la imagen de su niña recién nacida y, en medio de la angustia, del dolor de cabeza, de las ganas de terminar cuanto antes, hace de ella su gran excusa. Aun manteniendo su tono amable, Rodríguez Devesa está imprimiendo ya una enorme precisión y firmeza a sus preguntas: —¿No es menos cierto que usted...? ¿Y, por lo tanto, no es menos cierto que además usted...? No es menos cierto, no es menos cierto, no es menos cierto… Su voz retumba contra el cráneo de Fonfría como si fuera la lanzadera da una grúa de demolición. Con medias palabras arrancadas una a una, al principio; más abiertamente, después, el testigo va reconociendo su participación en los hechos en términos muy parecidos a como ya lo hizo ante la policía. Es el momento exacto para que Rodríguez Devesa aseste su estocada mortal. —Pero vamos a ver... ¿A usted quién le propone hacer eso? Tras dudarlo un segundo, clavando la vista en el suelo, Fonfría responde con su voz grave y pastosa: —Fue Cañaveras. Un sobresalto general recorre la sala. Uno de los procesados se ha convertido en testigo de cargo contra sus compañeros. Si reconoce a Cañaveras, ya hay un hilo del que 142
se puede tirar hasta desenredar el ovillo y arrastrar a todos los demás. Pedrito es el primer sorprendido, pues la estrategia de su defensa se basa en negar los hechos o en todo caso en reconocer un grado de participación mínimo, pero de ninguna manera en incriminar a los demás. Rodríguez Devesa siente que tiene los triunfos en la mano y continúa hojeando de manera ostensible el sumario. Desde su lugar en el banquillo, Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, mira con incredulidad al camarada que le ha delatado. Es una mirada de cordero degollado, una mirada de estupor en la que puede leerse: ¡pero, hombre, ¿cómo puedes hacerme una cosa así? Fonfría escucha petrificado la lluvia de invectivas y amenazas que procedente de algunos de los familiares se cierne sobre él. Acaba de pronunciar el nombre de Cañaveras y ya está arrepentido de haberlo hecho. ¿Por qué lo ha dicho? Le gustaría volverse atrás, poder rectificar, gritar que todo ha sido un error y que jamás ha visto ni a Cañaveras, ni a ninguno de los otros. Pero continúa ahí, sin mover un músculo, como si fuera una estatua erigida a la memoria de su propia pobreza de espíritu. En realidad, Fonfría es un hombre con muy escasas defensas, cuya falta de voluntad le hace rodar ya ladera abajo. A nuevas preguntas de Rodríguez Devesa, responde que, efectivamente, poco después del mediodía del 16 de agosto, se dirigió en unión de Cañaveras hacia la calle Villavaliente y que cerca de allí penetraron en un bar donde se les unieron otros dos individuos y que vio cómo los miembros del grupo se colocaban otras camisas encima de las que llevaban puestas y que a él le dieron la orden de vigilar por si pasaba algún coche con fuerzas de orden público y que entonces se enteró de que se trataba del asesinato de un guardia civil y que, por no estar de acuerdo con la idea, se marchó de allí por la calle Rosario y que, ya de camino, escuchó un ruido que bien podía ser un disparo... El impacto de la confesión de Fonfría ha sido tal que, por indicación de Rodríguez Devesa, el fiscal renuncia a interrogar a tres testigos que tiene preparados para el caso de que el desarrollo de la vista no deje claros los hechos ante los ojos del Tribunal. Uno de esos testigos es Silvia Carretero que permanece en el interior de un furgón desde primeras horas de la mañana, en la completa ignorancia de que a muy pocos metros de distancia se está decidiendo sobre la vida —o para ser más exactos, sobre la muerte— de su marido. Tras su llegada a la Dirección General de Seguridad una semana antes, Silvia fue interrogada por Billy el Niño —«Para ser del FRAP, estás bastante buena... Estoy seguro de que en otras circunstancias tú y yo podríamos haber colaborado»— quedando seguidamente incomunicada en Yeserías. La víspera le han notificado que tiene que comparecer como testigo ante un Consejo de Guerra, sin precisarle a quién es al que juzgan. Tras la renuncia del fiscal a sus testigos, el coronel Oñate concede un descanso de dos horas para que el propio fiscal y las defensas puedan preparar su intervención. Son las seis menos cuarto de la tarde, y Pedrito sale de estampida a llamar por teléfono a su mentor. Está verdaderamente consternado y se le nota a ojos vista. 143
—Mira, Gregorio, ha pasado esto. Resulta que han expulsado a todos los demás abogados y que luego Fonfría no solo se ha defendido, sino que ha delatado a sus compañeros... —¡No me digas! ¡No me digas!... Bueno, mira, procura en tu intervención disculpar a los defensores y, sobre todo, que queden intactos los demás procesados... Tras colgar el teléfono, Pedrito se encuentra con que acaban de llegar dos oficiales del cuerpo jurídico, que han sido enviados para ayudar a los codefensores militares. Como no han estado presentes en el resto de la vista, ambos piden la colaboración de Pedrito y entre los tres ofrecen una especie de cursillo acelerado de rudimentos jurídicos a los cinco comandantes a quienes ha correspondido ocupar los lugares de los abogados expulsados. Cuando se va a reanudar la vista, Pedrito se da cuenta de que Fonfría no aparece por ninguna parte. Temiendo por su seguridad, empieza a buscar en varias dependencias hasta que ve a una pareja de policías a la puerta del urinario. Ni corto ni perezoso el joven abogado entra en la estancia y ve a su cliente cara a la pared en posición bastante inequívoca. —¿Fonfría? ¿Te ocurre algo...? —No, nada. Estoy bien —responde este, un tanto asombrado de que el celo profesional de su letrado le haya empujado hasta el interior de un meadero.
A las ocho menos veinte interviene el fiscal, de forma que los observadores militares definen luego por escrito como «muy brillante». La verdad es que con el testimonio de Fonfría, Rodríguez Devesa le ha servido en bandeja el caso. La acusación asegura en su relato que la idea de matar al teniente Pose fue de Sánchez Bravo, que García Sanz fue el autor material del hecho, que Cañaveras facilitó la escopeta, y que Concepción y María Jesús realizaron consultas encaminadas a conseguir el visto bueno del Partido para consumar el atentado, en el que además intervinieron Fonfría y un tal Manolo, aún no detenido. De acuerdo con estos hechos, el fiscal mantiene su solicitud de cinco penas de muerte y una de treinta años de reclusión para Fonfría. Al escuchar la petición de pena capital para su hermano, Vicky Sánchez Bravo no puede contener una exclamación de angustia. —¡Luis! El camarada Hidalgo trata de volverse al reconocer su voz e inmediatamente uno de los policías que tiene a sus flancos le endereza la nuca con brusquedad. Después de muchas horas de tensión acumulada Vicky estalla entonces en improperios. No es una persona violenta, ni mucho menos grosera, pero algo se ha ido rebelando dentro de ella al ver cómo los abogados eran expulsados uno a uno, al contemplar con rabia la traición de Fonfría, al escuchar ahora como, sin más dilación, como quien resuelve un mero trámite, propone quitarle la vida a su hermano. 144
—¡Cabrones! ¡Hijos de puta! ¡Fascistas! ¡Asesinos! Vicky es expulsada de la sala y comienza el turno de las defensas con la intervención del comandante de Artillería José Alfranca Puchades, en nombre de María Jesús Dasca. El militar niega la intervención de su patrocinada en los hechos imputados y alega que, en todo caso, habría que considerarla una mera transmisora de órdenes pero de ninguna manera autora o inductora. Subraya que está embarazada y que solo tiene veinte años. Solicita su libre absolución o, en caso de que no se le conceda, quince años de cárcel. El defensor de Concepción Tristán, comandante de Infantería Florentino Pradillo Lozano, también se apoya en el argumento del embarazo y en la no participación directa en los hechos, y solicita la libre absolución. Por su parte, el comandante Pablo López Pinto mantiene que la responsabilidad de Sánchez Bravo tan solo sería como cómplice y afirma que obran en su poder certificados médicos sobre antecedentes esquizofrénicos familiares que, por afectarle también a él, deberían ser considerados como atenuantes. Solicita la absolución o en su defecto, quince años de reclusión. De manera muy similar, el comandante de Infantería José Gómez Sauca invoca el clima familiar —o mejor dicho, la ausencia de tal— en que creció Ramón García Sanz, lo que le privó de unos cauces normales de desarrollo de su personalidad. Afirma que ignoraba contra quién iba a disparar y que actuó coaccionado en un momento de arrebato y obcecación. Pide que la pena sea de doce años y un día de reclusión. El abogado de Cañaveras, comandante de Caballería Alfredo Beaumont, se limita a indicar que cuando su patrocinado ofreció la escopeta desconocía para qué fines iba a ser utilizada, negando así su carácter de inductor. Solicita la libre absolución. Por último, González Gutiérrez-Barquín, a quien los colegas denominan Pedrito, critica el procedimiento sumarísimo seguido y, basándose en el escrito redactado con ayuda de Peces Barba y Gimbernat, sostiene la inocencia de Fonfría, para quien solicita la libre absolución o en todo caso prisión menor. Tal y como le ha indicado Gregorio, aprovecha la oportunidad para lamentar la ausencia de la sala de sus compañeros, añadiendo que está seguro de que el único interés que les ha impulsado a actuar en la forma en que lo han hecho, ha sido la mejor defensa de sus patrocinados. La intervención de Pedrito dura casi tanto como las de los cinco militares juntos, pero lo cierto es que al final, entre los seis defensores han invertido menos de media hora en presentar sus argumentos. Tras algunas últimas escaramuzas procesales, el Consejo de Guerra concluye a las nueve menos cinco con intervenciones de los procesados de no más de medio minuto por cabeza. Berta, Sonia, Pito, Hidalgo y Ramiro sostienen que el juicio ha sido una farsa y que estaban condenados de antemano. Ricardo permanece en silencio, como si hubiera perdido el habla. Cuando la sala se queda vacía, las últimas palabras que resuenan entre sus paredes son los gritos desesperados de Erundina Sollas,
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negándose a aceptar la realidad: «¡Que me devuelvan a mi hijo! ¡Que me devuelvan a mi hijo!».
Mientras aguardan la decisión del Tribunal, Pedrito y los codefensores cenan en el comedor de oficiales. Rodríguez Devesa se acerca al joven abogado y le larga un piropo que él ingenuamente agradece. —Vas a tener muy buen porvenir. Lo has hecho muy bien, muchacho... Al cabo de un rato, dando la sensación de ser el único que de verdad pincha y corta dentro del Consejo, el vocal ponente vuelve con noticias. —Creo que no te vas a quedar contento con la sentencia. En efecto, a Pedrito no puede gustarle la decisión del Tribunal, pues aunque a Fonfría se le ha impuesto una pena de veinte años, es decir diez menos de lo solicitado por el fiscal, sus tesis sobre su inocencia no han prosperado y, por otra parte, siempre le quedará la duda de si alguna de las cinco condenas a muerte, implacablemente dictadas contra los demás, podían haberse evitado de no haber contado Rodríguez Devesa con tan eficaz testigo de cargo. En el momento de ser conducidos ante el Tribunal, uno de los policías que le custodian tiene la ocurrencia de quitarle las gafas a Cañaveras. Miope profundo, se encuentra con una pluma, un papel y una voz que le dice: «Tú, firma ahí». Ya en el furgón, recurre a García Sanz. —Oye, ¿qué hemos firmado? —Yo, pena de muerte. Y supongo que tú también. Aunque desde la declaración de Fonfría ya se imaginaba algo por el estilo, Cañaveras siente cómo le tiemblan las rodillas y no puede evitar volver a acordarse de las palabras de Conesa sobre el garrote vil. No puede ser, no puede ser que a él le maten a los veintiún años por algo que empezó siendo poco más que un juego. Y entonces empiezan las cábalas mentales: vamos a ver, yo creo que nos indultarán a todos, que no se cargarán a nadie; y si se cargan a alguien, hay que descartar a las chicas porque no se van a cargar a una mujer, y además parece que están embarazadas; luego, hay que tener en cuenta a los del otro Consejo de Guerra; no sé..., yo creo que si se cargan a alguien, será a los autores materiales; menos mal que no fui yo quien disparó, porque si se cargan a alguien será, desde luego, seguro que sí, a los autores materiales... Antes de llegar a Carabanchel el camarada Ramiro se da cuenta de lo poco que le importa el Eme-ele y de las ganas locas que tiene de continuar estando vivo.
Al hacer balance del Consejo de Guerra en un informe confidencial distribuido entre las altas jerarquías militares se afirma literalmente: «Para lograr la claridad absoluta a la hora de la sentencia, resultó afortunada la detención, realizada en último lugar, de 146
Fonfría, que al haber tenido escasa participación en los hechos, aportó, junto a su declaración, todas las pruebas que le fueron posibles. La reacción en el público y en sus compañeros aconseja que, si es posible, sea trasladado de prisión, o al menos se adopten las medidas necesarias para evitar represalias». Esa misma noche Pedrito visita a su cliente en la prisión. Cuando le comunica la suerte de sus compañeros, Fonfría hace un gesto indescifrable elevando el codo. Se le nota profundamente abatido, pero es imposible sacarle una palabra. Cuando Pedrito le pregunta si tiene algún problema en Carabanchel, él contesta lacónicamente que no. En realidad en ese mismo instante dentro de la comuna del FRAP se están discutiendo las represalias. Vladimiro Fernández Tovar es uno de los más indignados y hay quien propone medidas tan drásticas como matarlo, tirándolo por el hueco de la escalera. Al final se acuerda expulsarlo de todas las actividades comunes y se comisiona a Pablo Mayoral y Fernando Sierra para comunicárselo. —Tu actitud ha sido indigna. Parte de la responsabilidad de lo que ha ocurrido en el Consejo de Guerra es tuya... —Estoy de acuerdo y acepto lo que hayáis decidido... Estoy muy apenado. No he dormido en toda la noche... Reconozco que he cometido un grave error..., que no debía haber colaborado con los militares. A lo largo de la mañana el teléfono del despacho de Gregorio Peces Barba no deja de sonar. Llaman del despacho de Gil Robles, llaman del despacho de Jaime Miralles. Colegas de claro talante democrático y progresista, situados por otra parte a años luz del FRAP y del Eme-ele, le hablan con absoluta franqueza: —Mira, Gregorio, esto no puede ser. Esto hay que arreglarlo porque existe la sensación de que vuestro cliente ha sido un delator. Después del mediodía llega a Conde de Xiquena Nicolás Redondo, líder de la clandestina Unión General de Trabajadores y hombre de gran prestigio dentro del PSOE, especialmente desde que el año anterior en Suresnes renunció a la posibilidad de convertirse en primer secretario en beneficio del joven Felipe González. Redondo está preocupado, en primer lugar, por lo que para todos pueda suponer el endurecimiento de un régimen capaz de producir condenas a muerte de cinco en cinco y, en segundo lugar, por las consecuencias que para el Partido pueda tener el que un despacho tan caracterizado como ese haya llevado la defensa de quien ha traicionado a sus compañeros. Tras encerrarse unos minutos con Gregorio, Redondo se lleva a comer a Pedrito, pues quiere escuchar su relato de viva voz. Al cabo de un rato se les unen Luis Alonso Novo y el inseparable colaborador del primer secretario, Alfonso Guerra. Pedrito les explica que, en realidad, toda la estrategia de la defensa ha estado inspirada por la mujer de Fonfría. Alfonso Guerra se muestra muy comprensivo: puesto que la familia les pidió que le defendieran, ellos han hecho lo que debían. Días más tarde Pedrito se enterará de que en una reunión de militantes socialistas en casa de Fernando Baeza, Guerra ha salido 147
en su defensa con parecidos argumentos, cuando una compañera ha planteado que era impropio de un abogado del PSOE haber jugado tan penoso papel ante el Tribunal Militar. Después de la comida, Guerra y Redondo conducen a Pedrito a la sede del Partido —camuflada bajo la apariencia de despacho jurídico— en la calle Jacometrezzo. Allí el joven abogado queda vencido por el sueño, encima de un sofá. En medio de la bruma aún acierta a percibir al primer secretario Felipe González interesándose por él y a Guerra explicándole que hay que dejarle dormir porque ha pasado toda la noche en vela entre El Goloso y Carabanchel. Cuando se despierta, Felipe González hace delante de él un comentario que a Pedrito le sienta como un jarro de agua helada: —La verdad es que pasar por todo eso, para conseguir convertir una condena a treinta años en una condena a veinte años, es un poco triste. A estas alturas del proceso político en España la diferencia entre treinta años y veinte años no significa ya nada... (Muchos años después Pedro González Gutiérrez-Barquín —a quien sus colegas aún llamarán Pedrito— seguirá recordando el profundo desánimo que le produjo escuchar tan premonitorias palabras).
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8 LA LEY DEL TALIÓN
Querida Silvia: Empezaré diciéndote que hoy es día 19, viernes, dos días después de juzgarnos; te escribo así ya que no sé si has recibido alguna noticia mía desde el 29 de agosto. Estoy en unas condiciones muy particulares, lo que me origina una gran angustia, sobre todo la incertidumbre de no saber exactamente lo que ocurrirá. Lo que más me apena es el hecho de que pese a que te escribí, no sé todavía nada respecto a ti y tengo necesidad de tenerte a mi lado, aunque sea a través del papel. Silvia, estoy intentando antes de que me maten que te traigan aquí para poder verte. Te pido que tú también lo solicites a la Dirección General de Prisiones, eso se hace mediante instancia. Estoy muy triste e inquieto desde que estás tú ahí y sobre todo porque no sé en qué estado te encuentras y yo estoy indefenso a merced del Sistema. En el juicio me cabreé tanto que casi no podía hablar, eso cuando me dejaron, los abogados fueron echados y privados de defensa, uno tras otro, así todos menos uno que hizo el fantasma. Me puse muy angustiado por los lloros de mi madre y los gritos de mi hermana y porque tú no estabas. Ahora estoy «semicomunicado», es decir que puedo comunicarme con el juez, abogado y familia, esto a ver si es, pues desde antes de ayer no he visto a nadie. No juzgo tu comportamiento, mas critico la negligencia y la poca paciencia que has tenido, ¿por qué no esperaste...?; dime cómo estás y qué tal están todos. He conocido a Justo, el marido de La Larga, y personalmente no me gusta mucho, se las da de jefe y de sabido. Hasta la próxima. Te quiero. LUIS
El miércoles por la noche, después de permanecer el día entero en El Goloso, encerrada en el furgón, la camarada Andrea ha recibido la noticia de que ya no está incomunicada. Las compañeras de la comuna del FRAP de Yeserías la reciben con grandes muestras de alegría y le preguntan: «¿Qué tal ha ido el juicio de tu marido?». De esa manera es como Silvia se entera de que era contra el propio Luis contra quien los militares pretendían hacerla declarar. En el patio de la cárcel hace buenas migas con Eva Forest, que le pone los ojos a cuadros explicándole lo que los guardias civiles de Badajoz querían decir cuando le amenazaban con «sacarle el perro», y con una estudiante de económicas del Eme-ele llamada Montse. En cambio, desde el primer día choca con dos mujeres de personalidad al menos tan fuerte como la suya. La primera es una funcionaria morena y delgada a 149
quien las reclusas apodan la Tacatum, por su carácter agrio y violento. De ella se dice que está casada con un policía y que lleva a menudo su pistola. La otra gran antagonista de Silvia es, por supuesto, una vez más, la camarada Libertad que vuelve a cruzarse en su camino como reina y señora de la comuna del Partido en Yeserías. Ella es quien hace y deshace, apoyándose sobre todo en la novia de Humberto Baena, la gallega Maruxa y en la compañera de Fernando Sierra, una chica que alterna las labores de ganchillo con la agitación política. Maruxa acaba de tener un aborto y entre las presas se comenta que se lo ha provocado ella misma con una aguja o algún otro objeto punzante. Una de las principales actividades de la comuna es la lectura del comunicado que varias veces por semana el Partido envía supuestamente desde el exterior, alentando a las camaradas a continuar en su lucha indesmayable e informándoles de las numerosas muestras de solidaridad que en toda España suscita su causa. Suele ser un texto ardiente y combativo que algunas reclusas esperan con el mismo fervor con que los primeros cristianos aguardaban la Sagrada Comunión en las mazmorras del circo romano. Enseguida Silvia se da cuenta de que el comunicado lo redacta siempre la propia Libertad con ayuda de alguna de sus adláteres y que los contactos con el exterior son prácticamente inexistentes. A pesar de que le proponen formar parte del grupo dirigente, ella se niega a participar en esa mascarada. —Me parece muy sucio que engañéis a la gente así... Deberían saber la verdad: que estamos deshechos y que el Partido se ha quedado completamente aislado. La absoluta falta de apoyo que ha encontrado en el Partido cuando ha necesitado salir de España, ha empezado a abrirle los ojos a Silvia. En algunos momentos piensa que en el Eme-ele todo es tan falso como los comunicados que «recibe» la Larga y siente una tremenda agresividad hacia esa chica y cuanto representa. María Jesús Dasca y Concepción Tristán, con las condenas a muerte pesando ya sobre sus espaldas, han vuelto entretanto a las celdas de aislamiento. Sopeña las ha reconocido, certificado el embarazo de Concha y pronunciándose en términos ambiguos sobre María Jesús, pero recomendando en todo caso que ambas disfruten de más horas de patio —«que les dé el aire y el sol»— de las que en su situación prescribe el régimen penitenciario. Una y otra se lo han agradecido mucho, pues de esa manera pueden hablar de vez en cuando. Concha está enormemente deprimida y María Jesús trata de animarla con un razonamiento algo macabro. —Mira, Concha, no te preocupes. Lo que está claro es que puestos a matar a alguna, me matarían a mí, porque tú estás de verdad embarazada y no van a esperar nueve meses a que nazca el niño...
El régimen de Carabanchel es mucho más estricto y a los seis del FRAP condenados a la pena máxima —Sánchez Bravo, García Sanz, Cañaveras, Baena, Chivite y Vladimiro— 150
ni siquiera se les permite charlar entre sí. Solo tienen una hora diaria de patio y en todo momento se les obliga a permanecer en silencio y guardar un intervalo entre uno y otro de unos diez metros de distancia. La única persona que comparte con ellos tan relativo asueto es un travesti de aparatosa melena rubia a quien por razones obvias no se permite hacer la vida del resto de los reclusos. A menudo las groseras chanzas de los funcionarios dirigidas hacia tan singular inquilino son las únicas palabras que escuchan en toda la jornada. El resto del tiempo lo pasan encerrados en las celdas sin más mobiliario que la pútrida colchoneta que reciben prestada para las horas de sueño y tienen obligación de devolver por la mañana. El único modo de evitar darle vueltas durante veintitrés horas a la negra amenaza que se cierne sobre ellos, consiste en recurrir a un peculiar sistema de lectura que prácticamente obliga a zamparse un volumen diario, pues cada mañana se distribuyen los libros sin tener en cuenta quién tenía cada cual la noche anterior. Cañaveras es quien con mayor avidez devora página tras página y así en una jornada se lee La colmena de cabo a rabo y en la siguiente hace lo propio con un absurdo estudio sobre las islas Seychelles. Entre capítulo y capítulo no puede, sin embargo, dejar de preguntarse si llegará a visitar alguna vez las Seychelles o cualquier otro lugar del mundo. Junto a sus cábalas sobre quién resultará indultado y quién no, mezcla también como factor aleatorio la alternativa de que el Consejo de Ministros se reúna ese viernes con carácter deliberante o decisorio. En el primer caso la agonía se prolongará al menos una semana más, pero en el segundo su suerte quedará echada de manera inapelable. Ramón García Sanz no tiene miedo a la muerte, pero siente sin embargo una especie de pánico supersticioso ante la posibilidad de que le apliquen el garrote vil. Hidalgo le ha hablado del caso de Puig Antich y, así como caer ante un pelotón de ejecución puede ser un gesto heroico, morir estrangulado por el verdugo le parece algo asqueroso. Al margen de esta salvedad, él se mantiene más sereno que nadie: su destino estaba escrito y lo que tenía que suceder ya está sucediendo. Baena piensa una y otra vez en Maruxa. Se siente frustrado por no poder verla —a efectos de visitas, el reglamento solo acepta lazos matrimoniales o de consanguinidad— y muy inquieto ante la idea de que haya decidido deshacerse del niño o lo haya perdido a resultas de las torturas. Tenía que haberse ocupado más de ella, tenía que haberle dedicado más tiempo. Los sentimientos de Sánchez Bravo son muy parecidos, pero no se terminan en Silvia, sino que abarcan también a su madre y hermanos. En la soledad de la celda piensa que ha sido un mal hijo y un pésimo marido. El recuerdo de su madre suplicando a sus guardianes le atormenta y desea con toda su alma poder ver de nuevo a Silvia. Explicarle que sus escenas de celos han sido en realidad otras tantas pruebas de amor. Con la última persona que ha hablado de ello ha sido con Fernando Salas, pocos días antes del juicio. «¿Cómo un marxista-leninista como tú puede ser, luego, tan moro?», le ha dicho entre bromas el abogado. «Sí..., reconozco que es mi gran contradicción interna». Y José Luis 151
Sánchez Bravo recuerda esa conversación esbozando una sonrisa, que enseguida se desvanece empujada por graves sombras de inquietud. ¿Cómo estará ella ahora? ¿Habrán sido capaces de torturarla, estando embarazada? ¿Le habrá pasado algo al niño?
Ese mismo viernes 19 en que Sánchez Bravo ha escrito su carta a Silvia, tiene lugar en Barcelona el cuarto y último Consejo de Guerra de la trágica serie con que el Régimen quiere terminar el verano. El acusado es Juan Paredes Manot, alias Txiki, quien tras su detención a finales de julio ha sido interrogado en Madrid y Barcelona, hasta concretarse contra él la acusación de haber dado muerte al cabo de la policía Armada José Ovidio Díaz, en el transcurso de un tiroteo ocasionado a primeros de junio, cuando un comando de ETA trataba de robar la sucursal del Banco de Santander en la calle Caspe de la Ciudad Condal. Cuando se reúne el Tribunal, el clima de tensión en torno a la represión del terrorismo ha alcanzado su cenit, pues la víspera acaba de tener lugar una nueva operación anti-ETA, muy similar a la que originó la propia detención de Txiki. Al igual que ya ocurriera a finales de julio, la policía ha actuado combinadamente en Madrid y Barcelona, y también ahora hay que anotar en su saldo la muerte de dos personas en circunstancias confusas. Según la versión oficial, José Ramón Martínez Andía, alias Moncho, fue conminado por la policía a rendirse en el piso que ocupaba en la madrileña calle Juan de Olias. En lugar de abrir la puerta hizo fuego desde dentro contra los agentes, quienes replicaron con sus armas. Al cabo de unos momentos se escuchó un disparo, asegurando la policía que, cuando penetró en la vivienda, el cuerpo del joven yacía en la bañera en actitud de haberse suicidado. Entretanto, más de un centenar de agentes habían tomado posiciones en Barcelona en la zona comprendida entre la vía Augusta y el campo de fútbol del Español. «Eran cerca de las seis de la madrugada —comentaría uno de los vecinos de la finca situada en el número 61 de la calle Castellnou— cuando llamaron a la puerta con discreción. Abrí y unos policías, indicándonos que mantuviéramos silencio, nos ordenaron amablemente permanecer en el domicilio y colocar a los niños debajo de una cama en una habitación cerrada con llave».74 Al cabo de un tiroteo que duró casi dos horas, el cadáver del joven Andoni Campillo Alcorta era recogido en medio de una gran mancha de sangre en la azotea del inmueble. El Consejo de Guerra contra Txiki se celebra, por supuesto, con carácter sumarísimo. Dos miembros de la Policía Armada y dos inspectores del Cuerpo Superior testifican contra él, reconociéndole como participante en el atraco y autor de los disparos que acabaron con la vida de su compañero. Aunque de manera menos contundente, dos empleados de la sucursal también le identifican. Uno de ellos ha dicho ante la policía que el asesino medía 1,70 y, sin embargo, Txiki, haciendo honor a su apodo, no pasa de 1,55. El abogado defensor Marc Palmés alega que las declaraciones de alguno de estos 152
testigos no han sido incorporadas al sumario. En su turno de conclusiones, Palmés invoca esta y otras siete causas más, para solicitar la nulidad de las actuaciones. Por su parte, el fiscal insiste en reclamar pena de muerte para el acusado, apoyándose para ello en «razones prácticas, históricas y estadísticas». Por razones «estadísticas» entiende que cuantos más terroristas sean condenados a muerte, menos crímenes se cometerán contra las fuerzas de seguridad. El Tribunal capta el argumento y a las cinco de la madrugada eleva a once el número de personas sentenciadas a la pena máxima en España en solo veintitrés días. Su Excelencia el Generalísimo Palacio de El Pardo Los familiares de la procesada María Jesús Dasca Penelas en estos momentos de tanto dolor se atreven a suplicarle a Vuestra Excelencia que se apiade de ellos, que no se les aplique esta pena capital de forma tan dura, mi hija tiene veinte años recién cumplidos, no es posible que le hagan cargar con una responsabilidad tan grave, yo asistí junto con mi esposa y mis demás hijos al juicio, hágase cargo el espectáculo de ver a mi hija negando absolutamente todo de lo que se le acusaba, sin defensor a su favor, llorando cuando volvió la cabeza y nos vio allí, viéndose abandonada y sin fuerza. Excelencia, yo no sé la forma de expresarme mejor, somos una familia trabajadora, siempre adictos a todas sus leyes y mandatos, trabajando y criando a nuestros hijos, yo tengo cinco hijos y ya cinco nietos, si un día se llevaron a mi hija pequeña sin saber quiénes ni por qué y le inculcaron otras ideas yo creo que ni mi hija sabía lo que hacía. Excelencia, suplico, ruego de la mejor manera pasible nos ayude, se haga eco de nuestro dolor, no hagan que unas familias españolas, tengamos que guardar un rencor a nuestros superiores, mi hija está en estado de gestación, como tal necesita de nuestra ayuda para que nazca un buen español y no mirar esta vida y la de todos sus familiares con una carga que le haría empezar odiando al País que pertenece. Excelencia es padre y sabe lo que se siente cuando se está pendiente de que un hijo salga de una gravedad o de un peligro, póngase en nuestro lugar para comprender este inmenso dolor que nos acongoja de que nuestras propias autoridades le quitan la vida a nuestra hija que nos costó criar y que lo hicimos de la forma que Dios nos dio a entender, que no le quitemos a Dios este poder, Él nos la dio y que Él nos la quite pero cuando Él quiera no cuando los humanos, que como tal nunca somos perfectos ni podemos saber que otra persona es merecedora de tal fin, se la puede condenar pero nunca quitarle la vida. Suplico a Vuestra Excelencia que se apiade de estas familias españolas, cristianas y siempre ateniéndose a sus mandatos atraviesa en estos momento sus más graves días de sus vidas, Excelencia apelo a Vuestra Excelencia como máxima autoridad de nuestro país comparando su máxima autoridad al máximo amor y dolor que se puede sentir en este mundo, el de Madre.
Desde el mismo momento de conocerse la sentencia del Consejo de Guerra del día 17, los abogados han enviado múltiples telegramas al capitán general de Madrid, ministros de Gobernación y Justicia y al propio presidente del Gobierno, pidiendo la revisión del caso. Los padres de María Jesús Dasca han llegado incluso a mandar una conmovedora carta a Francisco Franco, redactada al alimón con tanta ingenuidad como faltas de sintaxis. La posibilidad de que a finales del siglo XX en un país europeo se pueda ejecutar a personas acusadas de delitos de intencionalidad política y juzgadas con burdos procedimientos de tiempos de guerra, conmociona entretanto al mundo civilizado. En 153
medio del farisaico escándalo de los sectores más integristas del catolicismo español —«Pedimos luz para que la duda no ponga en peligro la fe de la Humanidad» llega a editorializar el Arriba— que aún recuerdan su baldía intercesión por Grimau cuando era arzobispo de Milán, el papa Pablo VI incluye el tema en su alocución dominical del día 21. Desde el balcón de la plaza de San Pedro, el sumo pontífice se refiere a «las condenas a muerte de los terroristas en España, de las cuales también nosotros deploramos los hechos criminales, pero que desearíamos redimidos por una justicia que sepa afirmarse magnánimamente en la clemencia».75 Menos pacíficos y sosegados son los gestos de los sindicalistas italianos y franceses que, como medida de presión, boicotean la carga y descarga de los aviones de Iberia y los buques de bandera española. En Lyon, Marsella, Toulouse y París se producen manifestaciones antiespañolas. Desde el presidente del Parlamento europeo hasta el Gran Oriente de la masonería pasando por el mismísimo secretario general de la ONU, numerosas personalidades de todo el mundo unen sus voces a la solicitud de clemencia. El lunes 22 un grupo de intelectuales franceses encabezados por Yves Montand, Regis Debray y el cineasta Costa Gavras tratan de celebrar una rueda de prensa en la cafetería del piso 15 del hotel Torre de Madrid, sin contar, por supuesto, con el correspondiente permiso gubernativo. Apenas han iniciado la lectura de un manifiesto contra las penas de muerte, firmado entre otros por Jean Paul Sartre, Louis Aragon y André Malraux, cuando un grupo de agentes del Cuerpo General de Policía irrumpen en la sala. Yves Montand pregunta si se encuentra detenido y se le responde que tan solo «a la espera de decisiones». Tras casi una hora de tensa espera, los periodistas asistentes —en número de veinte aproximadamente— son esposados de dos en dos, conducidos en ascensor hasta el hall del hotel e introducidos en dos autobuses policiales custodiados a punta de metralleta por agentes de la Policía Armada. Mientras los periodistas son premiosamente obligados a identificarse, Montand, Debray, Costa Gavras y sus acompañantes son trasladados al aeropuerto de Barajas, donde se les comunica que quedan expulsados del territorio nacional y que ninguna autoridad española está, por supuesto, dispuesta a recibirlos. Dos horas después las cámaras de la televisión y todos los medios informativos franceses se hacen eco en Orly de su singular odisea. Toda vez que el Consejo de Ministros del día 19 ha sido deliberante, los más diversos observadores de la política franquista coinciden en pensar que la reunión del viernes 26 tendrá carácter decisorio y que en ella el Gobierno se dará por enterado de las sentencias y de la decisión de indultar o no a los condenados que en uso de su derecho de gracia adopte el jefe del Estado. Aun con la duda de si no debió intentar defender de otra manera a esa chica que temblaba como un pajarillo de la que le habló el zapatero de su calle, Juan Lozano ve que la fecha fatídica se acerca y decide escribir al príncipe de España, invocando para ello una episódica coincidencia años atrás en la Facultad de Derecho. 154
Don Juan Carlos de Borbón Príncipe de España Palacio de La Zarzuela Alteza: El Consejo Sumarísimo 1/75 celebrado en El Goloso ha dictado sentencia: cinco penas de muerte para los procesados. Al dirigirme a Vos lo hago para solicitaros clemencia y por una doble razón. Por una parte es de todos conocida vuestra apertura, vuestra conciencia social y acendrado humanismo; la segunda razón que me impele a hacerlo es la confianza que me da el haberos tenido como compañero —permitidme el término— cuando juntos participábamos en las clases sobre Derecho del Trabajo con el profesor Ballón, donde se ahondaba en el concepto de justicia y donde había todo un espíritu en el que la pena de muerte repugnaba una sana conciencia social, sean cualesquiera las circunstancias o los móviles que las produjeran. Los hechos no son en absoluto defendibles, pero sí lo es el derecho a la vida y sobre todo, desgajando esa vida, es cuando se entiende que solo con infinita comprensión, sin violencia de ningún tipo, se puede salvar al hombre, a todos los hombres, a esta sociedad nuestra tan problematizada. Me entrevistaba con la madre de un condenado, era su hijo único: «solo quería hacer un mundo mejor... Yo le decía que estaba equivocado, pero él lo creía». Otra procesada, concretamente mi defendida María Jesús Dasca, tiene apenas veinte años, recién estrenada la vida, sueña y tiene ideales, aunque esté equivocada. El autor material del crimen no conoció a su padre, lo abandonó su madre. De tipología patológica, no tiene ideología, ni es capaz de pensar. Apenas lleva unos meses en el FRAP y como un robot hace lo que le mandan. «Eran mis únicos amigos...», diría después. Estos, Señor, también son los hechos. Unos hechos para nada tenidos en cuenta en la sentencia dictada en el Consejo Sumarísimo. Por otra parte, en la estricta aplicación de la ley ha habido errores de procedimiento, incidentes durante el proceso que dejaron a los procesados en total situación de indefensión, irregularidades que cobran mayor relevancia ante la gravedad de la sentencia pronunciada. Por ello nos hemos visto en la obligación moral y profesional de enviar un informe al Excelentísimo Señor Capitán General de la Primera Región Militar, en el que damos cuenta detallada de las irregularidades procesales habidas; informe del que os envío copia adjunta. Señor, porque todo hombre tiene derecho a la vida, porque las circunstancias atenuantes que inciden en la tipología de estos muchachos, por la situación total de indefensión en la que se hallaron durante todo el proceso, me permito pediros clemencia para estos procesados en nombre de mis compañeros en la defensa y en el mío propio. Gracia que espero merecer de la reconocida bondad de su Alteza Real cuya vida guarde Dios muchos años. JUAN LOZANO VILLAPLANA
El año que murió Franco muy pocos dirigentes políticos daban un duro por la suerte que aguardaba al príncipe Juan Carlos de Borbón una vez accediera al trono de España. La tradicional inquina de los falangistas por la monarquía y el apoyo de los carlistas a su propio pretendiente erosionaban de partida su posición entre las familias políticas del franquismo. Para colmo, el sueño de doña Carmen Polo de ver algún día a su nieta favorita convertida en reina de España hacía de su primo don Alfonso una especie de incómodo candidato suplente, hacia quien a menudo se desviaban todas las miradas.
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Aunque por razones generacionales y de talante, don Juan Carlos conectaba perfectamente con las fuerzas centristas que pronto configurarían la llamada «oposición moderada», su significación era pequeña y además se trataba de sectores fuertemente influidos por la figura de don Juan de Borbón y cuanto esta representaba. Tras el discurso de la cena de Estoril, las críticas arreciaron contra don Juan Carlos en los círculos monárquicos. Así, José María Gil Robles, líder histórico de la derecha democrática, puntualizaba tajantemente que «no aceptaré la sucesión hasta que no haya sido sometida a la aprobación popular».76 Más radical era aún el promotor de la Junta Democrática Rafael Calvo Serer desde su exilio parisino. «¿Cómo confiar en que don Juan Carlos realizará el proceso de democratización, si juró, consciente y solemnemente, hacer todo lo contrario? Si pese a todo se decidiera a violar sus compromisos, ¿qué garantías ofrecería en ese supuesto su nueva actitud?»,77 escribía el catedrático del Opus Dei y empresario expoliado del diario Madrid en La República de Lisboa. «Para no sufrir la misma suerte de Humberto de Italia y de Constantino de Grecia, Juan Carlos debería preparar las cosas de forma que fuera su padre, el conde de Barcelona, quien arbitrara la futura consulta popular por la que el pueblo español habría de elegir libremente entre monarquía y república». En sus célebres declaraciones a Oriana Fallaci realizadas en pleno mes de septiembre, el socio de Calvo Serer en la Junta Democrática y demonio oficial del franquismo, Santiago Carrillo, no se andaba por las ramas a la hora de juzgar al futuro rey: «¿Qué quiere que le diga de Juan Carlos? Es una marioneta que Franco manipula como quiere, un pobre hombre incapaz de toda dignidad y sentido político... ¿Qué posibilidades tiene Juan Carlos? Todo lo más ser rey por algunos meses».78 En esas declaraciones en las que afirmaba haber matado durante la guerra civil y estar dispuesto a firmar la sentencia de muerte contra Franco, Carrillo explicaba a la fascinada periodista italiana —«yo con este hombre me caso», comentaría al final la Fallaci— que tan pronto como llegara al trono don Juan Carlos, se produciría en España «una huelga gigantesca» que le obligaría a entregar el poder a un gobierno provisional en el que el Partido Comunista desempeñaría, por supuesto, un papel determinante. En el libro del periodista Ramón Chao Aprés Franco, l’Espagne publicado en París por esas mismas fechas, Carrillo aseguraba que «Juan Carlos aparece totalmente comprometido con lo que muere en España, con lo que va a desaparecer, con todo lo que está irremediablemente condenado...».79 El documento estratégico aprobado por la última conferencia del PCE desarrollaba con cierto detalle esta contundente teoría: Algunos nos preguntan: ¿pero por qué no aceptáis la ley de sucesión?, ¿por qué no aceptáis la monarquía de Juan Carlos? Y añaden que este va a restaurar en España las libertades democráticas. ¿Cómo podemos tomar en serio a los que nos hacen estas preguntas? La monarquía de Juan Carlos es la monarquía del Movimiento, encargada de perpetuar el sistema fascista. ¿Cómo podríamos aceptarla...? Se murmura que Juan Carlos, cuando sea rey, violará el juramento solemne que ha prestado ante Franco y
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reconocerá los derechos democráticos. ¿Pero cómo considerar esto como una garantía...? Si Juan Carlos tuviera un mínimo de iniciativa, de voluntad política, habría hecho ya las maletas y estaría en Estoril o en Lausana, después de haber proclamado su voluntad de renunciar a los privilegios de la ley de sucesión. Él ya tiene edad para comprender que en la España democrática de mañana todo es posible, excepto un rey designado por Franco. La España de mañana significará una ruptura completa con el franquismo, tanto si la forma de Estado es monárquica como si es republicana. El pueblo decidirá libremente este último punto y sea cual sea la sentencia, nosotros, que somos partidarios de la república democrática, la aceptaremos. Pero para que el pueblo pueda pronunciarse libremente, es preciso que Juan Carlos abandone toda idea de participación, real o simbólica, en el poder. Un referéndum bajo su dirección sería nulo. Nosotros lo repetimos: si Juan Carlos tuviera un mínimo de iniciativa, de inteligencia política e incluso de instinto de conservación, él se iría, ahora mismo, sin esperar ni un minuto más. Su presencia a la cabeza del Estado, en tanto que sucesor de Franco, una vez desaparecido este, no puede más que agravar las tensiones y acrecentar las dificultades de un cambio pacífico. ¿Qué pasará si no tiene la clarividencia de retirarse y permanece como jefe de Estado? La extrema derecha falangista le encontrará siempre sospechoso y la oposición le recusará como criatura del dictador. Los centristas del Régimen no pueden ser un sustento serio, pues no tienen ninguna base popular y también representan la continuidad del régimen franquista. El pueblo reclamará la amnistía para los prisioneros políticos y se manifestará ante las cárceles; los auténticos dirigentes obreros se apoderarán del aparato sindical; los partidos de la oposición —incluido el Partido Comunista—, con o sin permiso de Juan Carlos, se mostrarán el gran día, movilizarán a las masas y saldrán a la calle para exigir un gobierno provisional democrático que restituya la soberanía al pueblo, tal y como exige la Junta. ¿Qué va a hacer Juan Carlos en este caso? ¿Lanzará al Ejército contra el pueblo? ¿Encontrará generales para tal locura? Si no los encuentra Juan Carlos deberá retirarse. Y si los encuentra, esta acción tendrá como consecuencia romper la unidad del Ejército y provocará un baño de sangre que será catastrófico para el país y no menos grave para el príncipe.80
Tremendo panorama el que auguraba el PCE, máxime si se tiene en cuenta que, según rubricaba el informe, «estas previsiones no tienen nada de subjetivo, ni son una simple amenaza: todos los que analicen los hechos de manera realista llegarán a las mismas conclusiones». Aunque esto no era exactamente así en el caso del PSOE, su mayor cautela más que de un análisis diferente al del PCE, partía de la búsqueda de un espacio alternativo al de los comunistas. Según Chao, al PSOE en 1975 se le atribuían poco más de seis mil militantes, frente a los ciento cincuenta mil que se asignaban al PCE, y el intento de aglutinar en torno suyo a otras fuerzas bajo el rótulo de Convergencia Democrática no se consideraba sino como un mero remedo de la Junta que auspiciaban los comunistas. Tras el congreso del año anterior en Suresnes los socialistas aún trataban de asimilar el fuerte relevo generacional que supuso la defenestración de Llopis. Las heridas no estaban ni mucho menos cerradas y en el seno de la organización competían la tendencia encabezada por Pablo Castellanos, considerada como socialdemócrata, y la línea más radical que encarnaban los sevillanos Alfonso Guerra y Felipe González. Este último se autodefinía como «un primer secretario de transición» y subrayaba una y otra vez el carácter «revolucionario» del partido. Sin embargo, en algunos ambientes ya se le empezaba a denominar, según Chao, «el López Bravo de la izquierda».81 157
El PSOE se declaraba, naturalmente, republicano, pero era acusado por otras fuerzas de izquierdas de adoptar una actitud contemporizadora con la futura monarquía. Reproche que, por cierto, no podía hacerse extensivo a su correligionario el profesor Tierno Galván, líder del pujante PSP. «Dejando al margen el hecho de que yo soy republicano —declaraba el ya “viejo profesor”—, pienso que será muy difícil subsistir para la monarquía entronizada por el príncipe Juan Carlos... Su padre el conde de Barcelona habría tenido más posibilidades. De todas maneras pienso que la Monarquía es incapaz de resolver los problemas de la España actual, al margen de la persona que la represente. De esta manera es fácil ver, cómo a través de la opacidad del presente y del futuro inmediato, lo que se trasluce es el perfil de la Tercera República».82 Siendo esta la correlación de fuerzas y tras hacerse eco de algunos de los mordaces chistes que circulaban sobre la supuesta falta de luces del heredero, el periodista Chao resumía: «En realidad, el príncipe no es el candidato de nadie y por eso sus partidarios llegan a la conclusión, a través de un complicado sofisma, de que no ser el rey de nadie equivale a no ser el rey de ningún clan y, por lo tanto, a ser el rey de todos los españoles».83 Querida Silvia: Tengo muchas cosas que decirte y a la vez no sé con qué palabras expresarlas. Pese a los ánimos y entusiastas calurosos de los ces, mi vida sin ti significa ya muy poco. Suelo leer bastante, ir al patio y meditar... meditar y pensar mucho acerca de nuestra existencia y cuál es la razón del ser. Recuerdo uno a uno los momentos y detalles felices que hemos pasado juntos, pienso en ti, en nuestro hijo y pienso qué pasará en adelante. ¿Tengo miedo? No por mí, mas siento una angustia dejar la felicidad y la tristeza que pasábamos juntos, aquellos minutos aunque pequeños pero inolvidables y sobre todo pienso qué será de ti, qué harás, qué pensarás, nunca amor has tenido suerte en tu existencia. A veces creo que el destino está marcado. El destino nos junta y él nos separa, mas nunca te separarán de mi corazón. Silvia quiero que sepas que si algún dolor he sentido fue por ti; aunque a menudo te hacía sufrir, era porque te quería y porque para mí el verdadero amor es el que prosigue y va unido al sufrimiento. En tus lágrimas me has demostrado tu cariño, a pesar de que en algunas de tus palabras, que no sentías, me herían (como cuando dijiste que si era condenado a pena de muerte o cadena perpetua te podías considerar legalmente soltera), esas palabras me herían profundamente, a pesar de saber que no lo sentías, por eso te hacía daño, para ver tus lágrimas y saber que me querías. Ahora me arrepiento del daño que te hice y quiero que sepas que hicieras lo que hicieses, aunque me desgarrase el corazón, jamás te odiaría. Silvia, lo he pensado mucho y aunque me duele, te lo voy a decir porque te quiero y quiero tu felicidad y no mi egoísmo. Considero que en vista de lo que acontecerá sobre mí, trates de olvidarme y rehagas tu vida y te líes con otro; mas solo te pido una cosa, que al hijo nuestro no le ocultes nada y que dejes a mi madre que lo vea. Si el niño es una carga para ti, o necesitas dejarlo durante algún tiempo, me agradaría se lo dejaras a mi familia, mas eso lo dejo a tu voluntad ya que te pertenece. Escríbeme, puedes hacerlo a nivel personal y sé fuerte, no me olvides nunca y educa bien a nuestro hijo. Te quiero. LUIS
La intercesión de don Juan Carlos —iniciada ya en una reunión con Franco y el presidente Arias en El Pazo de Meirás el 28 de agosto— cae en saco roto. El príncipe 158
pide clemencia en su propio nombre y en el de su padre, don Juan de Borbón.84 Pero Franco, a quien han convencido de que su «generosidad» al indultar en 1970 a los condenados por el Consejo de Burgos, no ha servido para nada, no está dispuesto a escuchar ni a su propio hermano. De hecho sobre la mesa de su despacho en el palacio de El Pardo, reposa una breve carta del mayor de la familia, Nicolás Franco Bahamonde, que reza así: Querido Paco: No firmes esa sentencia. No conviene, te lo digo porque te quiero. Tú eres buen cristiano, después te arrepentirías. Ya estamos viejos, escucha mi consejo, ya sabes lo mucho que te quiero. Yo estuve algo enfermo, ahora ya estoy bien, gracias a Dios. Un fuerte abrazo de tu hermano, NICOLÁS85
Los intentos de llegar a tocar el corazón de Franco, a través de su familia directa incluyen también a la inefable doña Pilar, ante cuyo domicilio montan guardia durante horas Vicky Sánchez Bravo y una hermana de Concepción Tristán. Pese a la oposición de su escolta, las dos chicas consiguen que la hermana del jefe del Estado acceda a que suban con ella en el ascensor. Después de escucharlas, Pilar Franco las despide con buenas palabras que a ellas las tranquilizan: —Precisamente he estado comiendo hoy con mi hermano..., que, por cierto, no se encuentra nada bien. Está enfermo, ¿sabéis? Me ha dicho que los militares están muy enfadados con el terrorismo. Pero que no va a pasar nada, porque no van a matar a nadie. Así que no os preocupéis, que todo se arreglará... Vicky y la hermana de Concha logran ser recibidas igualmente por el cardenal Tarancón que no solo es arzobispo de Madrid, sino también presidente de la Conferencia Episcopal. Siguiendo la senda marcada por el papa, los obispos españoles han hecho público un comunicado en demanda de indulto que algunos católicos recalcitrantes, como el ministro de Educación Martínez Esteruelas, interpretan como una injerencia de la Iglesia en el terreno político. Mientras el primer ministro de Suecia Olof Palme aparece, hucha en ristre, participando en una colecta por las calles de Estocolmo en solidaridad con los antifascistas españoles y nuestro embajador en Viena Laureano López Rodó sugiere a Rodríguez de Valcárcel que reúna al Consejo del Reino para proponer el indulto de los reos, tal y como sucedió en 197086, la prensa más adicta al franquismo va preparando a la opinión pública para asimilar un trágico desenlace. Así, un joven comentarista político del diario Arriba ha escrito días atrás: «Ayer, un Tribunal Militar se vio en la penosa obligación de sentenciar tres penas de muerte, seguramente en aras de la ejemplaridad reclamada por la sociedad española».87 Veinticuatro horas después el mismo periodista añade: «Todos desearíamos que no hubiese que celebrar Consejos de Guerra contra ciudadanos civiles. Nadie desea moralmente que se apliquen penas de muerte. Pero a una 159
ofensiva de la violencia que estaba creando en la sociedad un estado de desasosiego y terror, solo se puede contestar con la Ley y la Justicia. Y esta fue su hora, en perfecta conexión con las demandas de toda la sociedad española, sin más excepciones que la de sus antisociales protagonistas. La condena que se produjo en El Goloso es la forma jurídica de la condena sin distinción de ideologías».88 El título de este último comentario es «La hora de la ley». El miércoles 24 los capitanes generales de Madrid y Cataluña, Ángel Campano y Salvador Bañuls ratifican las condenas dictadas por los Consejos de Guerra, sin tan siquiera prestar la mínima atención a las reclamaciones de índole jurídica presentadas ante ellos por los abogados defensores. Ni uno ni otro, veteranos de la guerra civil, poseen la mínima preparación intelectual necesaria para valorar las alegaciones de los letrados. Ellos entienden la cuestión en términos estrictamente militares. Es la hora de la ley, sí..., pero de la ley del talión. Con carácter previo al decisivo Consejo de Ministros convocado el viernes día 26 en El Pardo, un grupo de miembros del Gobierno celebra una reunión matinal en Castellana 3 bajo la presidencia de Carlos Arias Navarro. Los ministros tienen a su disposición los expedientes de los once condenados, y uno por uno van haciendo diversas observaciones hasta perfilar —siguiendo fielmente las pautas del estamento militar que transmite el ministro del Ejército— la siniestra quiniela de la vida y de la muerte. Unos sacan a relucir la bala alojada en el cerebro de Garmendia, otros el supuesto embarazo de las chicas, alguno la distinción entre autores materiales de los atentados y simples cómplices e inductores. Las condenas son, en realidad, la consecuencia directa del Decreto aprobado por ese mismo grupo de hombres apenas un mes antes, y ninguno de ellos puede llevarse a engaño. El punto de partida de todos los análisis es el mismo: los procesados han tenido un juicio justo, las condenas responden a las previsiones de la ley, ninguna presión internacional debe interferir en un acto propio de la soberanía nacional. Eliminado Fraga en 1969, licenciado López Bravo en 1973, decapitados Barrera y Cabanillas en 1974, obligado a dimitir el propio Licinio de la Fuente en 1975, lo cierto es que el Consejo de Ministros no incluye en ese momento a una sola de las personalidades aperturistas de cierto arrastre generadas por las distintas familias del Régimen. Aunque la BBC asegura que ocho ministros se oponen a las condenas y han presentado la dimisión, la realidad no se parece en nada a esa versión. Con los tres ministros militares —Coloma Gallegos, Pita da Veiga, Cuadra Medina— en su genuino papel de halcones, el clan de Arias —García Hernández, Carro, Valdés, González Roldán, León Herrera— paralizado por la sensación de que El Pardo quiere mano dura y el equipo económico —Cabello de Alba, Cerón, Álvarez de Miranda, Allende— resignado a su abúlico papel de comparsa, solamente los ministros falangistas —Solís, Fernández Sordo— o los «jóvenes leones» del sistema —Fernando Suárez, Martínez Esteruelas— podían haber dado la batalla por el indulto global. Sin embargo, Solís, a la 160
espera de ganar posiciones en la próxima crisis, piensa que ese envite no es el suyo, y los segundos —confundidos por la apariencia que presenta la prensa oficialista y el pulso del ambiente social en el que se mueven— creen que lo popular es apostar por una línea de firme dureza frente a las presiones de fuera y de dentro. Martínez Esteruelas llega incluso a tranquilizar su conciencia de católico practicante, al recordar que el derecho cristiano siempre ha incluido la pena de muerte entre su repertorio de posibilidades. Con sus gafas ahumadas de siempre y su exagerada calva de criatura extraterrestre, el ministro de Información y Turismo, León Herrera —casualmente jurídico militar en excedencia—, lee a las ocho de la tarde de ese viernes 26 una nota informativa delante de casi cien periodistas. El Gobierno, en relación con cuatro causas instruidas por la jurisdicción militar por delito de terrorismo y de agresión a la Fuerza Armada, ha tenido conocimiento de las correspondientes sentencias y se ha dado por «enterado» de la pena capital impuesta a: Ángel Otaegui Echevarría, José Humberto Baena Alonso, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo Sollas y Juan Paredes Manot. Su Excelencia el Jefe del Estado, de acuerdo con el Gobierno, se ha dignado ejercer la gracia de indulto en favor de los también condenados a la pena capital: José Antonio Garmendia Artola, Manuel Blanco Chivite, Wladimiro Fernández Tovar, Concepción Tristán López, María Jesús Dasca Penelas y Manuel Cañaveras de Gracia.
Aunque el Consejo de El Pardo ha durado tres horas, la cuestión de las penas de muerte apenas si ha recibido mayor atención que la regulación del régimen de permanencia de los trabajadores y empleados públicos en la universidad, el nombramiento del magistrado ultraderechista Jaime Mariscal de Gante como director general de Régimen Jurídico de la prensa o el informe del ministro de Industria sobre el hallazgo de petróleo en Amposta. «Es como un fandango en un funeral, pero se trata de tal cantidad y calidad de petróleo —escribe sobre este último asunto el comunista Pedro Rodríguez— que en dos años este viejo, sabio y maldecido país se habrá emancipado de toda carga económica en ese sector...».89 El ministro de Relaciones Sindicales, Alejandro Fernández Sordo —un asturiano relativamente abierto, muy bien conectado con el Palacio de La Zarzuela—, escucha con perplejidad el preceptivo informe del ministro del Ejército y la posterior lectura de la decisión de Franco. Fernández Sordo no ha asistido a la reunión de Castellana 3 y se siente desbordado por los acontecimientos. Dirige unas tímidas miradas a su alrededor y cree percibir un desconcierto similar en algunos de los ministros económicos. ¿Qué puede hacer? ¿Pedir los expedientes? ¿Decir que no está de acuerdo? ¿Levantarse y marcharse? Años después lamentará no haber tenido el coraje político necesario para hacer alguna de esas cosas. Lo cierto es que todo sucede demasiado deprisa. Ni él ni ningún otro llega a abrir la boca y todos con esa unanimidad tácita o expresa se convierten en administradores colectivos de la guadaña eterna. «Dentro de veinticinco años, las actas del Consejo de Ministros revelarán a los nuevos españoles del año dos mil, cómo aquel Gobierno histórico se mantuvo unido»,90 precisa Pedro Rodríguez. 161
La raya entre la vida y la muerte ha sido trazada de acuerdo con una pauta tan casual y caprichosa como cualquier otra. Siendo la responsabilidad achacada a Otaegui mucho menor que la atribuida a algunos de los indultados, parece fácil deducir que en realidad está ocupando el lugar de su compañero Garmendia, a quien sería inconcebible ejecutar debido a sus lesiones cerebrales. Por otra parte se manda a la muerte a Sánchez Bravo, condenado como responsable del comando que asesinó al teniente Pose, y se perdona a Manuel Blanco Chivite, condenado como responsable del comando que asesinó al policía armada Lucio Rodríguez. En la lista de los que van a ser ejecutados figura, eso sí, al menos uno de los implicados en cada proceso. Cuatro asesinatos, cinco condenas a muerte. Ojo por ojo, diente por diente... y un quinto —¿José Luis Sánchez Bravo?—, de propina. El propio León Herrera parece aceptar la falta de rigor del proceso de selección cuando, con voz gangosa y un pitillo de tabaco negro en la mano, añade tras la lectura del acuerdo: —La prerrogativa del jefe del Estado no comporta una decisión que externa o formalmente haya de ser fundada. Se funda, por tanto, en la propia facultad de ejercer el derecho de gracia que, con arreglo a la ley, tiene el jefe del Estado... Creo que todos somos conscientes de que es un tema importante y delicado. Por eso yo rogaría a ustedes que, salvo alguna precisión de carácter muy concreto, no haya coloquio sobre el asunto.91 La primera precisión la solicita el veterano periodista Felipe Navarro Yale quien, en representación de Nuevo Diario se refiere a las disensiones entre ministros reveladas por la BBC. Ni siquiera tratando de un asunto tan terrible León Herrera puede resistir la tentación de hacer una frase pretendidamente ingeniosa: —La información de la BBC es una fábula tan hermosa como cualquiera de las que deberían figurar en los libros de Samaniego... Interrogado sobre las presiones internacionales contra las ejecuciones, el ministro de Información y Turismo comenta que los actos de violencia contra nuestras sedes diplomáticas, líneas aéreas o flota mercante, «solo merecen el desprecio y son la mejor tarjeta de visita de quienes promueven o secundan actos que debieran ofender la conciencia de cualquier sociedad civilizada». Seguidamente León Herrera recurre a la conocida identificación que todas las dictaduras hacen entre la nación y su régimen político —«En la mayoría de los casos el objetivo no es el Gobierno, no es el Estado: el objetivo es España, y desde hace varios siglos»— para concluir con una adecuada metáfora equina: «Seguiremos cabalgando».
En el mismo momento en que todas las agencias internacionales interrumpen sus servicios para difundir prioritariamente la noticia de que en España cinco personas serán fusiladas al amanecer; en el mismo momento en que cinco condenados a muerte son 162
convocados por el juez instructor y el director de la cárcel con objeto de comunicarles que para ellos ya no hay salvación; en el mismo momento en que cinco familias — cuatro, que la de García Sanz no existe— sienten precipitarse los macabros presagios que flotan en el ambiente; a esa misma hora, minutos después de haber estampado su firma temblorosa —cruz y raya que manda a cinco jóvenes a la sepultura— al pie del acta del Consejo de Ministros, Su Excelencia el Jefe del Estado recibe en el Palacio de El Pardo a los niños de la Operación Plus Ultra, como expresión de su carácter sensible y bondadoso. A la vista de los acontecimientos, los organizadores —como de costumbre la Cadena SER, Iberia y las cajas de ahorros— daban por hecho que la audiencia sería suspendida. Sin embargo, el enigmático gran chambelán de El Pardo, Fernando Fuertes de Villavicencio, les ha comunicado, para su sorpresa, que todo sigue de acuerdo con lo previsto. Franco llega como un autómata renqueante al salón de audiencias, acompañado por doña Carmen. Uno a uno va saludando a los dieciséis jóvenes «héroes» —nueve españoles, siete extranjeros; a las chicas las besa, a los chicos les da la mano—, mientras sus acompañantes hacen un relato de sus hazañas: este salvó a su hermano en un incendio, esta otra atendió a toda su familia cuando su madre que era viuda se puso enferma, aquel pequeño andaba todos los días diez kilómetros en medio de la nieve para poder ir al colegio... Relato que, por supuesto, él en absoluto escucha. El representante de la SER, Joaquín Peláez observa, sin embargo, cómo el rostro de Franco se va cargando poco a poco de emoción. Cuando se acerca al más pequeño del grupo sus ojos se humedecen y, acto seguido, empieza a llorar. El portavoz de la Confederación Española de Cajas de Ahorros, Miguel Allué Escudero, pronuncia entonces unas palabras muy adecuadas, subrayando que estos niños, elegidos entre muchos miles, no han hecho en realidad sino «seguir el ejemplo del Caudillo: heroísmo, abnegación y sacrificio».92 Inmediatamente se forma entonces el grupo para los fotógrafos, los niños con sus uniformes azules con escudo en la chaqueta, Franco con su traje gris de jubilado rico. Un tanto desconcertados, los periodistas aguantan el aliento con las piernas flexionadas, el ojo en el visor y el dedo en el gatillo. Ocurre que Franco está colocado incomprensiblemente de espaldas a las cámaras, como si se le hubiera parado la cuerda, quedando aparcado en medio del escenario en la posición menos conveniente. —Pero... ¡Paco! Doña Carmen se ha dado cuenta y reacciona con presteza, dándole la vuelta y generando nuevo impulso en sus elementos motrices. A continuación los niños reciben unos cheques en concepto de bolsas de estudio y varios obsequios, regalo de algunas firmas comerciales. El acto finaliza con una suculenta merienda en una habitación contigua, a la que se suman los nietos pequeños de Su Excelencia —Arantxa y Jaime— así como un niño de tres años y aspecto vivaracho que corretea entre las mesas. 163
Para quienes son conscientes del drama humano que está a punto de desencadenarse a escasos kilómetros de distancia, la escena resulta alucinante. El niño de tres años que corretea entre las mesas se llama Francisco de Paula Borbón Martínez Bordiú Dampierre Franco, pero sus padres le dicen Fran. Es el hijo mayor de la nieta predilecta del dictador y el heredero de esa nueva dinastía que en las tardes de lluvia de El Pazo de Meirás ronda la mente acaparadora de Doña Carmen. Cuando ese niño muera nueve años después en un trágico accidente de tráfico, atrapado por el cinturón de seguridad y la impericia de su padre, algunas plumas escribirán que le ha alcanzado la «maldición de los Franco».
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9 AL ALBA, AL ALBA
Cuando escucha el ruido del cerrojo que alguien descorre al fondo del pasillo, el golpe de la puerta que se cierra a sus espaldas y el sonido creciente de los pasos que se acercan, Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, sabe que su suerte está echada. El Consejo de hoy ha sido decisorio y ya no hay vuelta de hoja. Son instantes que se le hacen eternos, mientras todas las cábalas de los diez últimos días tratan de abrirse paso en su cerebro. Efectivamente, él no ha disparado. Efectivamente, él no ha sido el autor material del atentado. Sin embargo, ¿quién le garantiza que el criterio del Gobierno ha sido ese y no otro? Lo de Fonfría, la seguridad con que le reconoció delante del Consejo —¿cómo pudo hacerme una cosa así, el muy canalla?—, ha jugado sin duda en contra suya. Esa tarde cuando ha podido comunicar con su madre en el locutorio, se ha puesto en lo peor. —Si la noticia es mala, recordadme como siempre he sido. Ella le ha hablado de las gestiones de las familias —han visto a Tarancón, han estado con no sé quién y no sé cuántos, han mandado telegramas a todo quisqui—, pero él no ha prestado atención alguna. «Recordadme como siempre he sido». ¿Pero cómo ha sido él en realidad? ¿Ha llegado tan siquiera a «ser», de verdad, de alguna manera? Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, siente unas delirantes ganas de vivir, pero al mismo tiempo cree tener un negro designio aposentado junto a él. Es el eco de los versos de Blas de Otero —«Vendrán por ti, por mí, por todos y también por ti»— cantados por la voz aguardentosa de Paco Ibáñez. Y es el ruido de las pisadas —«Escrito está, escrito está, tu nombre está ya listo, temblando en un papel»— como si siguieran el compás de la canción. «Aquí no se salva ni Dios», grita por persona interpuesta el poeta en el Olimpia. Ya está, todos para el huerto, piensa Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, en la celda de aislamiento. Todos, los autores, los cómplices, los encubridores, las embarazadas, las no embarazadas, todos pal huerto. Qué terrible es morir sin haber sido de ninguna manera. ¿Y a mí cómo me recordarán entonces? Por eso el corazón se le sale del jersey, le da primero un vuelco, luego una vuelta de campana y enseguida el triple salto mortal, porque se da cuenta de que el recién llegado es el mismo joven funcionario que alguna que otra noche ha transgredido las normas de la incomunicación, para compartir con él su «pelotazo» de vodka con naranja, y que con una amplia sonrisa le está haciendo con las manos un gesto parecido al de los curas 165
cuando despliegan los brazos para decir que la misa ha terminado y os podéis marchar en paz. Su voz le parece una hermosa sinfonía. —Tranquilo, no pasa nada... Te han indultado. Pero en medio de su legítimo egoísmo —le importa tres narices el FRAP, le importa tres narices el Eme-ele, a él solo le importa seguir vivo—, Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, se acuerda de sus compañeros: Hidalgo, Pito, Sonia, Berta... Chivite, Vladimiro, Baena... —¿Y... los demás? La expresión del joven funcionario se vuelve sombría. —A tres los fusilan mañana.
Sin mover un solo músculo, José Humberto Baena —barba descuidada, chaqueta marrón de lana, pantalón azul algo más claro— escucha de labios del juez instructor, y en presencia del director de la cárcel y de su abogado Javier Baselga, la ratificación de su condena. Como buen marxista-leninista nunca ha creído en los milagros. «Ya lo esperaba», susurra al oído de Baselga. El abogado observa que Baena está pálido como la cera. Va a entrar inmediatamente en «capilla» y desde ese momento le quedarán un máximo de doce horas de vida. —Voy a avisar a tu familia para que se pongan en camino... Desde Vigo tardarán unas cuantas horas... ¿Quieres que yo te haga compañía o prefieres estar solo? —No, no. Prefiero tener compañía y si es la tuya, mejor. Baselga pide permiso a la dirección para salir, acercarse a casa, hacer algunas gestiones y volver enseguida a Carabanchel. Fernando Salas, el abogado moreno de ojos azules, ha recogido entretanto a Erundina Sollas, Vicky Sánchez Bravo y su hermano Manuel Ángel en el hostal en donde viven, acompañándoles hasta la puerta de la cárcel. Lo único que les ha dicho es que van a poder ver a Luis. Al cabo de tantos días de tensión y gestiones, ellas parecen haber perdido la noción del tiempo y se han puesto contentas sin preguntar detalles. Tratando de amortiguar el shock, Salas hace un aparte con Vicky junto a la entrada del recinto. —A mí no me dejan pasar por haber sido expulsado en el juicio, pero tú tienes que ser fuerte. Los indultos se han producido ya esta tarde. Y tu hermano no está entre los indultados. Sé lo terrible que es, pero todavía hay gestiones en marcha. Ahora vais a poder estar con él. Tú eres fuerte, Vicky..., díselo a tu madre de la mejor forma que puedas. El telediario de las nueve da la noticia de forma aparentemente confusa —subraya que se han producido seis indultos y, sin hablar para nada de ejecuciones, añade que el Gobierno «se ha dado por enterado» de las penas impuestas en otros cinco casos—, lo que lleva al escritor Camilo José Cela a enviar un telegrama de gratitud a la Casa Civil del jefe del Estado, creyendo que todos han sido perdonados. (A la mañana siguiente 166
cuando la noticia de los fusilamientos y de la reacción internacional le abran los ojos a la realidad, enviará un segundo mensaje: «Con profundo dolor e idéntico respeto anulo mi telegrama de ayer. Soy el primero en condenar el terrorismo, pero llevado de mi buen deseo de misericordia entendí mal anoche la noticia de la televisión»).93 Quienes no resultan engañadas por el maquillaje dialéctico de la pantalla son las presas de Yeserías, congregadas ante el receptor del comedor común. De la lectura de esas dos listas que ha anunciado el locutor depende el destino de amigos, camaradas, seres queridos. Como la primera relación que leen es la de los seis indultos, y en ella aparecen Berta y Sonia, María Jesús Dasca y Concepción Tristán, del grupo brotan gritos de júbilo e incluso algún aplauso. Al comprobar que Luis no está en esa lista, Silvia Carretero se tambalea y da unos pasos hacia atrás. Su mirada se fija en Libertad que, rodeada de su camarilla, da muestras de estar muy satisfecha por el indulto de Blanco Chivite. A Luis y a Chivite les acusaban de lo mismo: de ser los inductores de los atentados. Ahora uno debe morir y el otro no. ¿Por qué se ha trazado esa raya? Aunque varias camaradas se aprestan a consolarla, Silvia solo se fija en los gestos que, reformados, agrandados por su imaginación, le parecen suciamente insolidarios. Por eso empieza a gritar. —¡Quiero ver al director! ¡Quiero ver al director! La Tacatum se acerca dispuesta a tranquilizarla. Por un instante Silvia se olvida de Libertad y estalla contra la funcionaria, mezclando insultos con sollozos. —Tú cállate, puta. ¡Que eres una puta! ¡Van a matar a mi marido! ¡Cabrones, fascistas! ¡Quiero ir con mi marido! ¡Exijo ver al director! Otra funcionaria accede a sus deseos y la acompaña fuera del comedor. Impresionadas por la escena, las demás reclusas guardan silencio y le abren camino. Al salir Silvia da un violento portazo. «No se preocupe... ya viene un coche a por usted», le aclara, conciliador, el responsable del centro.
Los condenados a muerte ocupan tres celdas al final de una escalera de caracol. Son tres celdas idénticas de apenas dos metros de fondo por cuatro de ancho. Un enrejado de gruesos barrotes grises, que va de tabique a tabique y desde el suelo hasta el techo, le da al conjunto un cierto aire de exhibición de fieras: todo bien a la vista, para no perder detalle. Aunque la proximidad al subsuelo —se trata de un sótano hondo— impregna el ambiente de una extraña sensación de humedad, el piso y las paredes están extraordinariamente limpios; como si se tratara de un módulo aséptico, herméticamente aislado del exterior, y recién estrenado para ellos. La primera celda saliendo de la escalera la ocupa Baena, con su aire enclenque y desaliñado. En el centro está José Luis Sánchez Bravo, vestido con un jersey granate y unos pantalones de pana de color marrón que se compró Silvia y que él ha empezado a 167
usar —los dos tienen la misma talla— desde que descubrieron su embarazo. Ramón García Sanz lleva, en la tercera celda, una camisa de color rosa pálido y manga corta que le ha dejado Cañaveras como prueba de amistad. Ya que disparó en su lugar contra el teniente y ahora va a ocupar su puesto ante el piquete, bueno es que lo haga con algo suyo encima. En ninguna de las tres celdas hay una sola pieza de mobiliario: ni camas, ni mesas, ni tan siquiera una silla. Las precauciones para evitar que alguno de ellos pueda intentar autolesionarse llegan hasta el extremo de que cada condenado comparte su diminuto último cubículo con una pareja de funcionarios que permanecen impasiblemente en pie, mirando al frente, como si, en calidad de estatuas, todo lo humano les resultara ajeno. La seguridad de los reos debe ser absoluta hasta el instante supremo: ahora que el juzgado de instrucción ya ultima con burocrática pulcritud los detalles de los ritos funerarios, ahora que en los acuartelamientos de la Policía Armada y la Guardia Civil ya se piden voluntarios para el puesto de verdugo, y, sobre todo, ahora que el Gobierno de la nación ya ha requetedecidido arrebatarles sus vidas como sumo acto de escarmiento, no es cuestión de permitir que alguno de ellos trate de quitársela voluntariamente por la pecaminosa senda del suicidio. Ni hablar: Humberto, Luis y Ramón son carne de fusil y deben llegar en perfecto estado de revista al desolladero. De ahí que el juez instructor prohíba a los familiares acceder al interior de las celdas. Con los barrotes de por medio, los hermanos de Sánchez Bravo tratan de distraer tanto a Luis como a sus dos camaradas. Manuel Ángel conversa con Ramón. Con un cigarrillo entre las manos, Baena explica a Vicky que siente pena por Maruxa, que quisiera tenerla a su lado, que teme que haya sido torturada y haya perdido el hijo que engendraron, a raíz de alguna paliza. Como si nada de eso fuera con ella, Erundina Sollas recorre, entretanto, una y otra vez el pasillo, pasando por delante de las tres «jaulas». Vicky ha intentado explicarle la verdad, pero ella no ha querido escucharla. Antes que abrir los ojos al horror, prefiere aferrarse a los clásicos «tics» de ama de casa provinciana de clase media. —Hay que ver..., ¡un hijo mío en la cárcel! ¡Uy, a dónde ha llegado la familia! Pero no te preocupes, no te preocupes, que esto lo arreglo yo mañana mismo... A Luis le destroza el corazón ver a su madre hablando sola. Desatenderla ha sido el mayor precio que ha tenido que pagar por sus ideas políticas. Incluso ahora que va a perder la vida, desearía tener algo con que comprar un poco de paz para ella. Vicky le ha dicho que ha coincidido con su codefensor militar, el comandante López Pinto, y que, según él, está descartado que vayan a aplicarles el garrote vil. «Dile, por favor, a tu hermano que van a ser fusilados». Hidalgo piensa que morir fusilado es morir de pie, cumpliendo con una obligación. «Usted cumpla con su obligación, que yo he sabido cumplir con la mía», le dijo al oficial la víspera del Consejo de Guerra. Hidalgo cree que él ha cumplido, que cumplir ha sido duro —y no piensa para nada en aquel teniente que,
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aunque él no lo sabía, reparaba televisores en sus ratos libres, sino en su madre que habla sin sentido, pasillo arriba—, pero, por encima de todo, ha cumplido. —¿Quieres que pida un colchón y te duermes un poco? La pregunta de su hermana Vicky —siempre se ha sentido muy unido a ella— le saca de su ensimismamiento. ¿Un colchón? Él la mira con perplejidad, pero también con cariño. Vicky lee en sus ojos: qué cosas tienes, con lo poco que me queda y me dices que me duerma... Sin embargo, ella insiste. —¿Te apetece un poco de fruta? ¿Leche? ¿Quieres un batido de chocolate? José Luis Sánchez Bravo, alias Hidalgo, no quiere un colchón. Tampoco quiere fruta, ni leche, ni siquiera uno de esos suculentos batidos de chocolate que, como bien sabe Vicky, eran su debilidad infantil. Pero una chispa de luz vuelve a sus pupilas apagadas cuando ve aparecer a Silvia con un jersey de cuello alto sobre un vestido de hechuras muy amplias. Acaba de llegar de Yeserías y ha pedido al secretario del juzgado, capitán Pérez de Bethencourt, que la deje pasar al interior de la celda. Como este, un hombre obeso y cincuentón, con tupidas cejas de malo a lo Carrero Blanco, le ha contestado con buenas palabras, pero dándole largas, tienen que contentarse con darse la mano a través de los barrotes. Hace un mes que no se han visto —desde aquella tarde del 25 de agosto en que hicieron el amor en el piso de la plaza de Arteijo— y lo que más le impresiona a él es lo mucho que se le nota el embarazo. Cuando regresa el abogado de Baena, Javier Baselga, y es introducido por la escalera de caracol en el pasillo de las tres «jaulas», lo primero que capta —y es una imagen que se le queda grabada en la memoria— es la mano velluda de Sánchez Bravo acariciando amorosamente la barriga de Silvia, a pesar de la reja. —Quiero que nuestro hijo sepa la verdad sobre el modo en que murió su padre, que no le ocultes nada. Y que lo eduques en los principios del marxismo-leninismo. Y que le expliques que la vida es una larga carrera que hay que ganar... Quiero que le pongas mi nombre y el de nuestro camarada Ramón que muere sin familia. Se llamará Luis Ramón. Es un bonito nombre. Las ansias de trascendencia del camarada Hidalgo encuentran consuelo en la idea de ese hijo —ni por un momento se le pasa por la cabeza que pueda ser una niña— destinado a continuar su tarea. Pensando que Baena tal vez sienta algo parecido, Silvia se acerca a él y le cuenta una mentira piadosa. —Sé que hay un asunto que te preocupa. Pues tranquilízate, porque Maruxa está bien y el embarazo sigue adelante... Sánchez Bravo observa de repente que su madre ha dejado de pasear. Aplasta la cara contra los barrotes, pero no consigue verla. Le pregunta a Silvia, pero ella solo ve a Vicky recostada contra la pared como una sonámbula. —¿Dónde está Erundina? —No lo sé, por ahí arriba. 169
Silvia pide a los funcionarios que la acompañen de nuevo al despacho del juzgado. Allí, efectivamente, se encuentra su suegra, en actitud muy distinta a la de antes. Está llorando a lágrima viva y hace grandes aspavientos, mientras un médico trata de suministrarle calmantes. —¡Ay, mi Josesiño, mi Josesiño! Que lo van a matar... ¡Que van a matar a mi Josesiño! Ustedes no saben lo que van a hacer. Con lo bueno que es. Ustedes no saben lo bueno que es. La camarada Andrea se rebela en el interior de Silvia al ver a su suegra suplicando de esa manera a los militares. También le indigna que el capitán Bethencourt siga negándole la entrada en la celda, a pesar de que ha accedido a que lo haga el abogado de Baena. La proposición que seguidamente le hace el oficial acaba ya con su paciencia. —Dadas las circunstancias me parece que sería conveniente que su marido viera a un confesor. He hablado con el capellán de la cárcel y él estaría disp... —Mire usted, mi marido es marxista-leninista. Como marxista y como materialista no cree en Dios y no se va a confesar. Y, además, voy a decirle que ustedes están cometiendo un grave error. Si los ejecutan, van a cavar su propia fosa y yo voy a disfrutar viéndoles caer en ella. El aspecto de Silvia se va haciendo cada vez más fiero. Bethencourt ni siquiera trata de responderle. —Además, ya está bien de perder aquí el tiempo... Es más importante que esté con mi marido. —Que la bajen. El soldado que hace las veces de escribiente obedece en el acto al oficial y avisa a los funcionarios. «Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e van». Sánchez Bravo solo conoce superficialmente a Baena, pero sabe que comparte su mismo amor por la tierra y en honor a él ha empezado a cantar. Primero la Rianxeira, luego el Himno a Galicia. Viendo a su hermano animado, Vicky se ha sumado al coro dando una falsa sensación de entusiasmo. Incluso el más bien adusto Javier Baselga ha hecho honor a su condición de gallego consorte y entona con ellos algunas líneas. Al cabo de un rato el propio Luis es el que corta. —Ya está bien de cantar. El sonido del idioma gallego ha calado hondo en el corazón de Baena. Con cierto rubor le habla a Baselga de su infancia, de sus aficiones, de su familia. Llega incluso a recitarle de memoria algunos poemas compuestos hace tiempo. Y en cada línea, en cada recuerdo, aparece el paisaje, el clima, el ambiente de la tierra. Cuando habla de sus gentes, de las injusticias que allí ha visto, su conciencia política parece despertar. —Mi tierra es una de las más bonitas que existen. Pero también una de las más abandonadas y atrasadas, por culpa de la dictadura.
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Lo último que puede imaginar el autómata de El Pardo es que un paisano suyo va a caer bajo el fuego de sus fusileros con una reflexión así entre los labios. Baena le dice a Baselga que le hubiera gustado ver por última vez Galicia antes de morir. Lleno de congoja y «xaudade», enseguida exclama: —¡Es muy duro morir tan joven! Uno de los presos encargados de la cocina se asoma al pasillo y vuelve a preguntar si quieren un vaso de leche o algo por el estilo. La voz de Baena suena más amarga que nunca. —Para lo que me va a servir... Silvia convence, en cambio, a Luis para que beba unos sorbos de leche y pruebe un poco de helado. No tiene el menor apetito y aunque está decidido a permanecer sereno, siente como si por dentro le dieran espasmos. Vicky se da cuenta de que se está poniendo muy tenso y se acerca preocupada a los barrotes. Las dos mujeres miran con recelo al capellán de la prisión que aparece, insistiendo en hablar con los reos. Silvia porque no es practicante y siente una profunda antipatía por los curas. Vicky porque, desde la religiosidad elemental que ha heredado de su padre, le parece inmoral que la Iglesia católica ampare y justifique el tipo de justicia que ha visto aplicar en el Consejo de Guerra. Luis reacciona con la misma seguridad —la de quien se cree en posesión de la verdad— con que lo hizo cuando el comandante López Pinto pidió entrevistarse con él. Y dice casi las mismas palabras. —Como sacerdote no tengo nada que decirle, pero como persona no tengo ningún inconveniente en hablar con él. García Sanz, en cambio, no quiere verle ni en pintura. Si al declarar ante el juez instructor ha pedido expresamente que no conste la expresión «jura por Dios», ha sido por algo. ¿Qué motivos tiene él, el hijo de puta que no conoció a su padre, el huérfano del silbato ensalivado del Hogar Pignatelli, el «canto rodante» del restaurante La Milagrosa y los talleres San Mamés, para creer en la existencia de un benefactor supremo? Pito es el más sereno de los tres, tal vez porque se da cuenta de que el destino le ha preparado un final adecuado al resto de su vida. En los veintisiete años que tiene, le han pasado muy pocas cosas buenas y una de ellas ha sido conocer a Hidalgo. En realidad se enorgullece de morir a su lado, como dos camaradas, como dos verdaderos «ces». Pito sonríe recordando sus bromas en el piso de la calle Iriarte. «¿Tú eres “ce” o no eres “ce”?». Vaya que sí ha sido «ce». Desalentado por el tipo de respuesta de Sánchez Bravo y por la cerrazón de García Sanz, el cura intenta vanamente que el abogado Baselga le sirva de intermediario con el otro. —Mire usted, ni lo que pide entra dentro de mis convicciones, ni por supuesto pienso intervenir.
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Sea por simple educación, sea por inseguridad interior, Baena acepta, sin embargo, que el cura entre en su celda. Baselga —que ha conseguido que el juzgado autorice que les metan unas sillas— se aparta unos pasos, pero no puede evitar escuchar parte de lo que dicen. —¿Quieres algo de mí? ¿Crees que puedo ayudarte? ¿Quieres confesarte? —No... Yo no tengo inconveniente en hablar con usted o con quien sea..., pero no quiero nada en plan religioso. Al cabo de un par de minutos de cuchicheos el capellán deja la celda y Baena se queja de su actitud ante Baselga. —¡Para lo único para lo que me viene es para que me confiese! A Ramón García Sanz, alias Pito, le ronda entretanto una mala idea en la cabeza. Él se hizo del FRAP y se encargó del aparato de propaganda por lealtad a su amigo. Aceptó disparar contra el teniente porque él se lo ordenó. Tal vez ahora su amigo, con lo que le quiere, con lo que siempre se ha preocupado por él, se sienta responsable de su muerte. En realidad nunca han podido aclararlo, porque el régimen de incomunicación ha sido implacable desde el Conseja de Guerra. La idea empieza a obsesionarle hasta que llama a Vicky. —Dile, por favor, a tu hermano que esté tranquilo por mí. Que no se preocupe. Que yo no tengo nada contra él, sino todo lo contrario. Díselo. Díselo ahora, por favor. Vicky cumple el encargo e Hidalgo siente la trágica emoción del líder que ve cómo sus seguidores le acompañan convencidos hasta la tumba. Quiere agradecer el gesto y no sabe cómo. Por fin se le ocurre pedir permiso a los funcionarios para ir al servicio. Cuando la pareja de guardia en su celda —cada equis horas van turnándose— le acompaña hacia la escalera de caracol, Pito, tal y como había previsto, está pegado a los barrotes de la celda observándole. Hidalgo se vuelve y le sonríe mientras levanta el puño, subiéndolo y bajándolo en señal de simpatía. Pito se siente mucho más tranquilo y se aferra a algo que acaba de ocurrírsele. De nuevo Vicky es su confidente. —Oye..., ¿dónde piensas llevártelo? —¿...? —Quiero decir, ¿qué vas a hacer con él? Con el cadáver de tu hermano... —No sé... Nos lo llevaremos a Murcia. Él me ha dicho que le gustaría que lo incineraran, pero no sé si será posible. Tengo que hablar de todo eso con mi marido. ¿Por qué me lo preguntas? —Mira, a mí me gustaría..., por favor, que me entierren con él. —¿Pero, y tu madre? ¿No aparecerá ella para reclamar tu cadáv...? —Creo que está en Palma de Mallorca... Para mí, es como si no tuviera madre. En cambio, a tu hermano sí que lo siento como si fuera mi familia. Vicky quiere llorar y no puede. Es una pesadilla de la que no consigue despertar.
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Las últimas gestiones humanitarias se estrellan contra el espeso silencio de la noche. Joaquín Ruiz Giménez llama al Vaticano desde el despacho del decano del Colegio de Abogados Pedrol Ríus. Tan pronto como se ha conocido la decisión del Gobierno un grupo de una treintena de letrados, entre los que, además del exministro de Educación y dirigente democristiano, se encuentran Tierno Galván, Joaquín Satrústegui, Jaime Miralles, Jaime Cortezo, Leopoldo Torres y los comunistas —ahora sí— Antonio de Rato, Cristina Almeida y Manula Carmena, de acuerdo con una consigna previa, se han encerrado en el Colegio. Inmediatamente la policía ha bloqueado la entrada, impidiendo que el número de congregados aumente y numerosos abogados deambulan por las inmediaciones. En otros colegios profesionales —Arquitectos, Ingenieros Civiles, Licenciados y Doctores—, también se celebran asambleas y la Junta Directiva de la Asociación de la Prensa reunida en sesión extraordinaria acuerda dirigir un telegrama al jefe del Estado, solicitando el indulto. Hasta 115 periodistas de diversos medios de Madrid se adhieren a la iniciativa en apenas una hora de gestiones. Ruiz Giménez logra hablar con el secretario particular de Pablo VI. El propio pontífice ha intentado comunicar con el general Franco, pero el Caudillo se ha ido a dormir y ha dicho que bajo ningún concepto le molesten. Al día siguiente el papa denunciará dramáticamente lo ocurrido ante cinco mil fieles congregados en la plaza de San Pedro: «Nos, hemos pedido clemencia por tres veces, y esta misma noche, tras haber recibido la noticia de las condenas, hemos suplicado de nuevo en nombre de Dios, a las personas competentes... Desgraciadamente no hemos sido escuchados».94 El Gobierno en pleno también se ha ido a dormir. Las luces de Castellana 3 permanecen apagadas y en el Palacio de Santa Cruz solamente el subsecretario de Asuntos Exteriores, Juan José Rovira, cumple el triste papel de receptor de las quejas, protestas y peticiones de indulto que, procedentes de los lugares más insospechados del mundo, van llegando fuera ya de todo plazo y esperanza. Entretanto en Nueva York el titular del departamento Pedro Cortina Mauri, aguanta con su inexpresividad habitual el chaparrón de criticas y advertencias que en el marco de la Asamblea General de la ONU le dirigen los cancilleres con quienes se entrevista. Cortina deambula por Naciones Unidas y el resto de la Isla de Manhattan bajo una fuerte escolta policial, sin que por un solo instante se le pase por la cabeza realizar la menor gestión encaminada a evitar las ejecuciones. A las cuatro de la madrugada, por indicación expresa del papa, el propio nuncio, monseñor Dadaglio, comparece ante el subsecretario Rovira. Se trata cuando menos de dejar constancia de la inequívoca opinión de Pablo VI sobre lo que está a punto de suceder en la «católica España». Quince minutos después llega el embajador alemán en Madrid George von Lilienfield, encargado por su Gobierno de desempeñar idéntico cometido.
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Para entonces ya se han producido violentas manifestaciones antiespañolas en Roma, París y Bruselas y nuestra embajada en Lisboa ya ha sido saqueada e incendiada por las turbas, en una orgía destructiva similar a la imaginada por Buñuel para la última escena de Viridiana. Todo ha empezado al filo de la medianoche cuando varios miles de manifestantes, miembros en su mayoría de la izquierdista Unión Democrática Popular (UDP), se han concentrado en la Rua do Salitre, ante el edificio de nuestro consulado, precedidos por una gran bandera republicana con las siglas del FRAP. Durante una hora se han limitado a corear slogans y realizar pintadas contra el Gobierno español, pero al cabo de ese plazo una piedra ha hecho saltar por los aires los cristales de una ventana y varios jóvenes se han colado por el hueco, abriendo desde dentro la puerta a los demás. La dotación de dos jeeps militares, estacionados en las cercanías, ha tratado de intervenir, pero su iniciativa ha quedado neutralizada por gritos de «Os soldados sao filhos do povo». Inmediatamente después ha comenzado la destrucción del mobiliario: mesas, lámparas, cuadros, papeles..., todo cuanto los asaltantes han hallado a mano, ha ido a parar a una enorme hoguera en la zona central del recinto. Y de la Rua do Salitre, las turbas se han trasladado al bellísimo palacio de Palhavá, sede de la embajada. Como si se tratara del festín de los mendigos de la película del genio de Calanda —«fue una borrachera revolucionaria», comentaría después un anarquista lisboeta— la multitud arrasa salones enteros, rompiendo jarrones, pateando tapices, engullendo y desparramando las viandas de la despensa, lanzando cuanto encuentra —«¡Ao fogo! ¡Ao fogo!»— a los cuatro o cinco focos de un incendio purificador. No es un acto de rapiña, sino una violenta respuesta política: cuantas personas son sorprendidas robando —hay quien incluso trata de huir con la caja de caudales— son obligadas a renunciar a su botín y hacerlo pasto de las llamas. Son ya bien entradas las cinco de la madrugada, cuando con premiosidad indolente hacen su aparición los efectivos policiales, dispersando a los manifestantes y tomando posesión del edificio en ruinas. Aproximadamente a esa hora los camiones de reparto del diario ABC comienzan a salir de las instalaciones de la calle Serrano con la edición del día recién impresa. En la tercera página de tipografía figura un artículo editorial cuyo título —«Ha habido justicia; ha habido clemencia»— merecerá el asentimiento de parte de la clientela habitual, pero se clavará como un dardo en muchos otros corazones, incluidos los de algunos de sus redactores. «La horrible escalada de violencias que nuestro país ha vivido durante los últimos meses exigía de los responsables del orden y la paz de nuestra nación la toma de decisiones —amargas para ellos más, tal vez, que para nadie— que sirvieran de lección para quienes tratan de poner en peligro la paz de todos y han llenado de sangre inocente las calles de España95 —afirma el editorial—. Hoy la decisión ha llegado con esa justicia y con esa clemencia. El Gobierno ha pesado larga y minuciosamente, dolorosamente, cada caso. Estamos seguros que nadie deseaba más que nuestros gobernantes que fuese ancha esa clemencia y que, aplicada en todos los casos la justicia, el número de 174
ejecuciones fuese el mínimo imprescindible para la necesaria lección de ejemplaridad. En seis casos, dentro de la monstruosidad de sus crímenes, la magnanimidad ha encontrado algunas razones o resquicios para que las penas de muerte no fueran aplicadas. En otros cinco casos la necesaria justicia se ha visto obligada a imponerse con todo su rigor». También aproximadamente a esa hora Ángel Otaegui Echevarría, alias Caraquemada, una de esas cinco personas para las que según la retórica del ABC, ha habido «justicia» pero no ha habido «clemencia», comparte una botella de coñac con varios funcionarios de la prisión de Burgos. Su madre solo ha sido autorizada a mantener un breve encuentro con él hacia el comienzo de la noche —«Nuestro pueblo sabrá cómo es y cómo muere un vasco», ha dicho al despedirse de ella— y después se ha quedado sin compañía alguna, pues, ha tenido la mala suerte de que su abogado Pedro Ruiz Balerdi permanezca postrado con un ataque agudo de lumbago. Más que mala, la suerte de Otaegui ha sido en realidad tan negra como su apodo: está claro que le van a fusilar porque no pueden hacerlo con Garmendia que es un disminuido psíquico. Todo lo que se le atribuye es vigilar a un guardia civil y encontrar cobijo para un comando, pero a él solo le puede alcanzar la «justicia», que no la «clemencia», pues debe desempeñar el imprescindible papel de cadáver suplente. También aproximadamente a esa hora en la sala de juegos destinada a los hijos de los presos de la cárcel Modelo de Barcelona, transformada en improvisada sala de espera hacia la muerte, Juan Paredes Manot, alias Txiki, ha terminado de escribir su testamento político en presencia de sus abogados Marcos Palmés y Magda Oranich, de su hermano Mikel y de un notario nacionalista apellidado Zabala. AL PUEBLO VASCO Una vez más el fascismo de Franco va a derramar la sangre del pueblo vasco. Probablemente cuando llegue este comunicado al pueblo, yo ya habré caído bajo el pelotón de ejecución. Mi intención al escribir este comunicado es poner una vez más de relieve la represión que sufre el pueblo vasco y todos los pueblos de España. No debemos olvidar nuestro objetivo: la creación de un Estado socialista vasco, objetivo por el cual han caído y han dado la vida muchos militantes revolucionarios, entre ellos los últimos caídos en el Estado español, Kepa, Nicia, Montxo, Andoni, y no serán los últimos. Sois vosotros, la clase trabajadora y el pueblo en general, quienes debéis llevar a cabo la lucha hasta derrocar al régimen franquista. Entonces se habrá cumplido nuestro objetivo y podréis construir una sociedad nueva, sin clases, donde no exista la explotación del hombre por el hombre. Hoy me van a asesinar a mí por el simple hecho de luchar por mi pueblo. Eso para el régimen de Franco es un crimen, no es un crimen asesinar a los militantes de ETA antes de cogerlos, tampoco es un crimen matar a la gente en manifestaciones, controles, etc. Hoy somos nosotros los que estamos en el banquillo, pero mañana estarán ellos, o sea Franco y toda su camarilla, y seréis vosotros quienes nos hagáis justicia: no lo olvidéis, puesto que mis compañeros y yo ya no podremos. Confiamos en vosotros. Por último quiero hacer saber a mis compañeros de organización y a nuestro pueblo que mientras he estado libre he cumplido como militante y como hijo del pueblo y puesto que no he caído asesinado «legalmente» como mis compañeros, he pedido como última y única petición que sea fusilado ante un
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pelotón de fusilamiento como un GUDARI más, recordando a todos los que han muerto por Euskadi, llevando en la mente nuestra Ikurriña, puesto que voy a morir lejos de ella. Os toca a vosotros hacer Justicia. VIVA LA SOLIDARIDAD DE LOS PUEBLOS GORA EUZKADI ASKATUTA AVERÍA ALA HIL EUSKADI ZUTIK TXIKI
Satisfecho por lo que ha escrito, Txiki bromea con sus abogados. —Muero contento. Ya os escribiré desde allí cuando llegue, para que no vayáis si no se está bien. Luego se acuerda de uno de los últimos muertos de ETA en Barcelona —«Me gustaría estar con Andoni»— y su hermano Mikel le promete que le enterrarán a su lado. Txiki siente una extraña euforia que le lleva a animar a los otros con ironías macabras. «Es una pena que se vaya a agujerear», dice señalando su jersey azul marino. Y cuando le sugieren que duerma un poco añade: «No os preocupéis, voy a tener mucho tiempo para eso». Mikel le enseña una foto de sus dos hermanos pequeños el día que hicieron la primera comunión y Txiki les escribe al dorso, a modo de dedicatoria, unos versos del «Che» Guevara: «Mañana cuando yo muera / no me vengáis a llorar, / nunca estaré bajo tierra, / soy viento de libertad». El gobernador civil de Barcelona Rodolfo Martín Villa mantiene, entretanto, contacto telefónico con el teniente coronel de la Guardia Civil cuyos hombres llevarán a cabo la ejecución. Martín Villa ha salido a cenar en compañía de su esposa Maripi, conduciendo su propio vehículo y sin escolta de ninguna clase. En la ciudad no han encontrado ninguna huella de tensión, ningún gesto de protesta. A medida que avanza la noche al gobernador le vuelve a rondar por la cabeza aquella idea que tuvo ese verano en Cambrils cuando leyó en los atestados policiales la historia de ese vasco de adopción apodado Txiki. Ahora piensa que si la familia Paredes Manot no hubiera tenido que emigrar de Extremadura, su hijo Juan no solo habría podido ingresar perfectamente en la Guardia Civil, sino que incluso tal vez habría terminado teniendo que integrar un pelotón de fusilamiento como el que dentro de unas horas formará frente a él. Martín Villa se siente intranquilo y triste: un hombre nacido en la trastienda de España está a punto de morir en nombre de Euskadi, tan solo por que sus padres no tuvieron suficiente dinero para quedarse en su tierra. En la celda que Txiki ha ocupado antes de entrar en capilla ha quedado olvidado un libro que el día anterior le entregó un singular bibliotecario accidental. El bibliotecario accidental es un periodista de frente despejada, gafas de concha y prematuras canas, llamado José María Huertas Clavería que cumple condena en la Modelo tras haber sido juzgado por un Consejo de Guerra a raíz de la publicación de un artículo en el diario Tele-Express, titulado «Vida erótica subterránea», en el que afirmaba que buena parte de 176
los burdeles de la Ciudad Condal estuvieron regentados —¡ay!— por viudas de militares. El título del libro que Juan Paredes Manot eligió para pasar sus penúltimas horas, constituye otra de sus bromas macabras: Te espero en el infierno.
«La vida es una larga carrera que hay que ganar». A José Luis Sánchez Bravo se le ha quedado grabada esa frase que hace unos días descubrió escrita en una pared de su celda de aislamiento. Como buen hombre de acción, se siente identificado con la idea y por eso le ha dicho a Silvia que se la repita a su hijo cuando crezca. Tal vez él tenga oportunidad de coger el relevo y continuar la competición que ahora su padre se ve obligado a abandonar. ¿Cómo le explicarán al niño lo ocurrido? Súbitamente siente el deseo de dejar unas líneas póstumas dirigidas a su familia, aclarando de su puño y letra por qué ha llegado hasta el lugar en que se encuentra. Pide papel y lápiz y, bajo la mirada de soslayo de los funcionarios, comienza su breve explicación. Escribe que fue la muerte del anarquista catalán Puig Antich, ejecutado el año anterior por la dictadura, lo que le llevó a un definitivo compromiso con la lucha revolucionaria. Habla de las primeras caídas del FRAP y de su obligación de mantener viva la llama encendida por sus camaradas encarcelados. Añade que no se arrepiente de nada, que cree haber cumplido con su deber y pide a sus familiares que sean fuertes en el momento de su muerte. «No me consideréis un mártir, sino alguien que ha hecho lo que tenía que hacer». Luis enseña su escrito a Silvia —ella le echa un vistazo y dice que le parece muy bien— y, de la manera más discreta posible, se lo entrega a Vicky que acaba de comentar que va a salir a llamar por teléfono a su marido a Murcia. Vicky oculta el papel muy doblado en el cuenco de la mano y, una vez que está en la escalera de caracol, aprovecha un descuido del funcionario que la acompaña para introducírselo rápidamente en la boca. Un profundo desánimo invade a la chica cuando se da cuenta de que antes de acceder a la zona del teléfono va a ser registrada por una funcionaria, tal y como ya le ocurrió cuando llegó a Carabanchel con su madre y su hermano. La funcionaria es una mujer antipática que la trata con gran rudeza. Vicky, que ha heredado el carácter sensible de su padre, el amor a la música, al teatro, a las cosas bellas, se pone enferma al sentir cómo la funcionaria le toca por todas partes —también en el pecho, en el trasero, en el vientre— sin la menor contemplación. Es una mujer que le da asco. Una mujer con voz de hombre. Una mujer que parece un hombre, pero no un hombre corriente, sino un hombre tosco, grosero, sucio y horrible. Después de un primer registro, ella le pregunta sin rodeos por el papel que hace un rato pidió su hermano que le bajaran a la celda. Sintiendo vergüenza de sí misma, Vicky trata de ponerse a su nivel y responde que ha tenido que ir al wáter y lo ha utilizado ella. Vicky no sirve para decir una mentira de ese tipo y la celadora se da cuenta en el acto de 177
que lleva el papel encima. Al cabo de un nuevo registro, la chica abre la boca y suelta el escrito, que inmediatamente queda confiscado. Tan pronto como establece contacto telefónico con Murcia, Vicky estalla en sollozos. Pero su marido, frío y distante, tampoco le sirve de excesivo consuelo. Él siempre ha reprobado las actividades de su hermano y ahora se avergüenza de su trágico destino y trata de mantenerse lo más al margen posible. En contra de lo que ella esperaba, ni siquiera está dispuesto a venirse a Madrid para ayudarla a hacerse cargo del cadáver y arreglar los trámites de su traslado. Vicky percibe que entre ella y su marido existe ya un abismo inabarcable.
Pensando sobre todo en su madre enferma y en una hermana que siempre ha considerado su favorita, Baena ha tratado también de dejar un mensaje a su familia, pero su escrito ha tenido idéntico destino que el de Sánchez Bravo. En el momento de ir a entregárselo a Baselga, uno de los funcionarios ha intervenido de manera inapelable, haciéndose con el texto. —No, no. Esto tiene que ser a través de la dirección... La llegada de su padre, pasadas ya las seis de la mañana, saca por un momento a Baena de su depresión. Tan pronto como ha recibido el mensaje de Baselga se ha puesto en la carretera, acompañado de otro hijo a quien se nota seco y tirante. Baena siente una enorme ilusión al ver a su padre, pues su figura le recuerda su infancia, los días felices en su tierra. Se trata de un anciano que a pesar de sus setenta y un años —está jubilado tras haber trabajado toda su vida duramente en un aserradero— conserva una gran agilidad y un cierto vigor físico. Es bajito, delgado y con abundante pelo gris. Lleva un traje arrugado, que probablemente sea el único que tiene. Al hablar muestra un acento gallego muy marcado. Se le nota tan confuso como cansado. El viejo no acierta a comprender qué hace su hijo ahí, detrás de esos barrotes; por qué ni siquiera le dejan entrar a él en la celda, cómo es posible que dentro de un rato se lo vayan a llevar para no volver a verle más. El viejo introduce tímidamente su mano encallecida a través de la reja y le da a su hijo una palmada en el hombro, mientras con un susurro le nombra del modo en que lo ha hecho siempre. —Xosé... Dos lágrimas silenciosas ruedan acto seguido sobre las arrugas de sus mejillas curtidas por veinte mil días de sol y lluvias. Baselga sale de la celda, tratando de proporcionarles la mayor intimidad posible. Apenas ha transcurrido media hora más —son las seis y media pasadas— cuando aparece un funcionario de mayor rango que los que están en las celdas y anuncia que su tiempo está acabándose. —Tienen que desalojar porque se los van a llevar...
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Silvia reacciona nerviosamente, tratando de hacerles alentar aún una esperanza. Situada entre las celdas de Luis y Ramón, les habla entrecortadamente desde el pasillo, levantando la voz para que también Baena pueda oírla. —Tranquilos, camaradas... Tranquilos porque todavía no está todo perdido... En todo el mundo..., sí, en todo el mundo se está moviendo gente. Incluso le han puesto vuestro nombre a una calle... Yo os prometo que a mi hijo le pondré vuestro nombre. Se llamará Luis Ramón... Humberto. Luis Ramón Humberto. Silvia ya no sabe qué decir, pues ni ella misma cree sus palabras de ánimo. Desesperadamente se vuelve hacia el recién llegado e insiste en pedir que la dejen despedirse dentro de la celda. Esta vez lo consigue. Primero pasa Vicky, luego Erundina y luego ella. Luis aprieta a su hermana contra su pecho. —Cuídate. Ahora que falto yo, quedas tú para luchar por mis ideas. Sabes que confío en ti, que espero mucho de ti... Luego se funde con su madre en un abrazo que parece que no va a terminar nunca. Las uñas de Erundina Sollas se clavan en su espalda, mientras él la enlaza amorosamente por el cuello. Los dos tienen los ojos vidriosos. Uno de los funcionarios que continúan en el interior de la celda termina también emocionándose. «Yo esto no lo aguanto..., yo me salgo del cuerpo», rechina entre dientes. Silvia le da a Luis dos besos en la boca. Cuando ya la obligan a salir, él le dice algo que al principio ella no entiende. —Oye..., quiero que sepas que tú has sido la única. Que eso de la rubia no era cierto. Que no ha habido más mujeres que tú... Silvia cae en la cuenta de que se refiere a las fotos de aquella chica sueca, que ella le arrancó del álbum en una de sus discusiones al poco tiempo de casarse. Le parece un detalle entrañable, aunque se había olvidado por completo del asunto. Por su cabeza cruza fugazmente la idea de que habrá otros hombres en su vida, pero será difícil que alguien llegue a quererla tan sincera y posesivamente como él. Silvia se despide de Ramón y Baena. —Tranquilos... Adelante. Cuando, acompañada de dos funcionarios, ya está a punto de desaparecer por la escalera de caracol, observa de refilón que Luis se ha quedado cabizbajo. Entonces se da la vuelta y mirándole a él a la cara, levanta el puño bien alto y exclama: —¡Salud, compañeros! Baena ha dicho adiós a su abogado con enorme sangre fría. —Espero que mi muerte sirva para que la dictadura termine antes... —Tú, ánimo; sigue sereno como estás ahora. —No te preocupes, no pasa nada. Moriré cantando... La verdad es que no tengo demasiado miedo.
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Al subir las escaleras, Javier Baselga aún escucha a sus espaldas los gemidos que ahora ya brotan de manera incontenible de la garganta de ese pobre viejo desorientado que ha perdido lentamente su vida en un aserradero y ahora contempla impotente cómo de un solo tajo le van a arrebatar la de su hijo. —¡Xosé...! Hijo mío. ¡Adiós, Xosé!
Desde las ventanas de la Academia de Sanidad Militar en la que se hallan recluidos, los capitanes de la UMD García Márquez, Lago y Reinlein observan con las primeras luces del día el trasiego de vehículos que a unos cientos de metros, junto a la entrada de la prisión de Carabanchel, indica la inminencia de las ejecuciones. La salida del recinto carcelario de los familiares de Sánchez Bravo, presenciada por los periodistas y abogados que aguardaban en el exterior, ha sido verdaderamente patética. Erundina Sollas, rota por tanto sobresalto emocional, incapaz de seguir fingiendo, inmune ya a los sedantes, ha tenido que ser sacada a rastras por los funcionarios e incluso ha tratado de agredir a puñetazos al primer policía que ha visto cerca. —Vosotros les vais a matar... ¡Canallas! ¡Asesinos! El agente se ha desembarazado de ella dándole un brusco culatazo y otro compañero ha echado mano de su pistola cuando Manuel Ángel ha tratado de ayudar a su madre. Antes de que se desencadenara una tragedia adicional, Fernando Salas, que cuando menos ha obtenido permiso para poder meter el coche en el patio de la cárcel, introduce a Erundina, Vicky y el chico en su vehículo. Silvia sale a continuación desafiante, escoltada por un gris y una mujer policía. «¡Viva la República!», grita dirigiéndose de forma perfectamente audible al grupo de periodistas. Camino de Madrid, Erundina Sollas se siente desconcertada primero, indignada después, al observar cómo la ciudad va desperezándose con su parsimonia habitual, sin que se perciba el menor signo de protesta contra la terrible decisión que está a punto de consumarse. Más allá de sus ideas conservadoras, y su mentalidad tradicional, lo que para ella cuenta ahora es la suerte de su hijo y no puede entender cómo el pueblo —ese «pueblo» que él tan a menudo invoca— no está a punto de levantarse en armas, para arrancarlo de las garras de sus verdugos. —¿Cómo es posible que la gente no esté en la calle, reclamando que no fusilen a mi hijo...? Paca Sauquillo escucha sus quejas con amargura, mordiéndose los labios de impotencia, incapaz de explicarle que su hijo ni siquiera cuenta con el apoyo de aquellos —la clase trabajadora. el proletariado, los oprimidos— en cuyo nombre dice actuar. Descorazonada, falta de respuesta, Erundina vuelve a su retahíla anterior. —¿Cómo es posible? Mi Josesiño, con lo listo que era. Con lo bueno que era... ¿Qué necesidad tenía él de meterse en todo esto...? 180
A las 7.35 una lúgubre comitiva, integrada por tres furgones —uno para cada reo—, quince jeeps que transportan a las fuerzas de orden público y dos turismos negros en los que viajan el capellán de la prisión y un médico militar, se pone en marcha en dirección al pueblecito de Hoyo de Manzanares —2.400 habitantes—, en las estribaciones de la sierra madrileña. Los accesos a Hoyo, a partir del kilómetro 29,300 de la autopista de La Coruña, están literalmente tomados por efectivos de la Guardia Civil con gran despliegue de armamento. A tres kilómetros del pueblo se encuentran los acuartelamientos de diversas unidades militares que disponen de amplios descampados para realizar maniobras y prácticas de tiro. Tras recorrer varios kilómetros más por una pista de tierra llena de baches, el convoy asciende las rampas de un pequeño collado, baja de nuevo a la planicie y se detiene en el centro del campo de tiro de El Palancar, justo enfrente de una roca de inquietante trazado, denominada La Silla del Diablo, que los militares utilizan a veces como referencia para su punto de mira. Allí aguarda don Alejandro, un cura corpulento de treinta y tantos años, aspecto noblote, frente ancha y pelo negro rizado que es párroco del pueblo desde el Día del Pilar de 1966. El juez de Hoyo de Manzanares le ha comunicado esa misma mañana lo que iba a suceder y él, profundamente conmocionado, ha cogido un estuche de cuero negro con los Santos Óleos y se ha plantado en su utilitario en las lomas de El Palancar. Son las 8.30 cuando a doscientos cincuenta kilómetros de allí, en el patio del penal de Villalón de Burgos, Ángel Otaegui afronta su destino de «cadáver suplente» ante un pelotón de la policía Armada. «Van a matarme por Euskadi —grita en el último momento—. No lo lamento, soy plenamente consciente. ¡Gora Euzkadi Askatuta Eta Sozialista! ¡Revolución vasca o muerte! Adiós, Ángel Otaegui Azpeiti. Gracias». Cinco minutos después un piquete de seis guardias civiles ejecuta a Juan Paredes Manot, Txiki, en un terraplén contiguo al cementerio barcelonés de Montcada. Cuando llegan su hermano Mikel y los abogados Marc Palmés y Magda Oranich, el reo ya está sujeto a una especie de trípode y los fusileros forman frente a él. Un soldado cachea a los dos hombres, pero no se atreve a «meter mano» a la mujer. «A la señora ni la toque», le indica el juez militar, señalando a Magda Oranich. Txiki se niega a ser vendado —«No, mirad todos cómo muero, para que lo contéis»— y entona las primeras notas del Eusko Gudariak. Luego el teniente que manda el pelotón empieza a dar las órdenes de rigor, pero antes de pronunciar la palabra «¡fuego!», a dos de los guardias, visiblemente nerviosos, se les escapan sendos disparos. Una de las balas va a clavarse en el tronco de un árbol —un árbol que quedará para siempre grabado en la memoria de la joven abogado— y la otra en el estómago, de Txiki. Inmediatamente los cuatro guardias restantes hacen sus disparos y luego, todos juntos, una segunda descarga de seis. Pese a que se han colocado a menos de cinco metros de su víctima, ninguno ha conseguido alcanzarle el corazón. Txiki se va retorciendo lentamente, cae de rodillas y luego se desploma en el charco de su propia sangre. Son segundos que parecen siglos. «¡Todavía 181
se mueve, todavía se mueve!», grita angustiada Magda Oranich, mientras el teniente apunta con la pistola y descarga el tiro de gracia sobre la cabeza de Txiki. «Ha sido el peor servicio de mi vida», confiesa apesadumbrado el médico militar, encargado de certificar la defunción. En Hoyo de Manzanares, a las 9.10, Ramón García Sanz es sacado del primer furgón con las esposas bien ceñidas a la espalda. Don Alejandro se acerca a él y le pregunta si quiere que le asista espiritualmente. Pito responde con una mirada hosca y expresiva, mientras guarda silencio. Lo único que hubiera deseado es fundirse en un gran abrazo de despedida con José Luis Sánchez Bravo, pero ni siquiera eso le ha sido permitido. Al igual que acaba de ocurrir en Barcelona y Burgos, los piquetes de ejecución están integrados por voluntarios de la Policía Armada y Guardia Civil, de forma que a los condenados por el asesinato de un policía los fusile la Guardia Civil y viceversa. Venganza, pues, ma non troppo. —Prepárense para cargar... ¡Ar-mas! A García Sanz le ha correspondido, por lo tanto, un pelotón de la policía Armada con un oficial al frente. —¡Car-guen! Los agentes de la ley y el orden introducen la munición en la recámara del arma. Don Alejandro, un hombre muy sensible pese a su apariencia algo ruda, trata de aferrarse a su fe en Dios, a todo cuanto ha encontrado en el Evangelio, hasta sumirse en un estado de oración permanente. —Apunten... ¡Ar-mas! Para el sacerdote lo que va a suceder es moralmente inaceptable. Él no es juez, él carece de compromiso político, él ni siquiera conoce el nombre —mucho menos los actos— de ese muchacho que aguarda de pie, inmóvil, a quince metros de los fusiles que trazan ya la fatal perpendicular hacia su corazón. Pero él es un sacerdote que defiende la vida, que sabe que la vida solo es de Dios, que jamás podrá aprobar, bajo ninguna circunstancia, que un hombre se la arrebate a otro. —¡Fue-go! Don Alejandro abre su estuche de cuero negro que contiene tres pequeños botes plateados con unas iniciales inscritas en letra gótica sobre la superficie cilíndrica. El que tiene la «O» corresponde al «oleum» para catecúmenos y el que tiene la «C» al «cristma» para el sacramento de la Confirmación. Don Alejandro abre el tercero, señalado con la «I» de «infirmorum», y acogiéndose a las tres horas que la Iglesia establece como margen de validez para la extremaunción, aun cuando ya haya sobrevenido la muerte física, pronuncia las palabras apropiadas y moja sus dedos en el aceite consagrado. —Si aún vives, por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén. 182
Y así es como, mientras el eco de la descarga se pierde por las lomas de El Palancar y el sol va trepando sobre un cielo sin nubes, allí, al pie de La Silla del Diablo, un cura de pueblo traza la señal de la cruz sobre la frente exánime del hospiciano que nunca encontró motivos para creer en Dios.
A las 9.30 es fusilado José Luis Sánchez Bravo y a las 10.05, en ese mismo acuartelamiento en el que durante el servicio militar se sintió tan a disgusto, Humberto Baena. Ninguno de los tres pronuncia una sola palabra antes de morir. Desde la carretera un grupo formado por Vicky Sánchez Bravo y los abogados Fernando Salas, Eduardo Carvajal, Paca Sauquillo y Pilar Fernández, escucha con espanto las detonaciones. Por espacio de más de una hora han estado recorriendo los alrededores, preguntando a los centinelas de los distintos acuartelamientos por el lugar de las ejecuciones. Ninguno les ha sabido dar razón, pero los fusiles acaban de hablar ya por ellos. Vicky siente como si los proyectiles destinados al cuerpo de su hermano, también estallaran dentro de ella y trata de echar a correr hacia la cuneta. Pilar Fernández, que ha recibido de los demás el encargo de cuidarla, la retiene apretándola muy fuerte contra sí. Son dos mujeres bajitas, de complexión débil, aplastadas por el trueno al borde de la ladera. Tan pronto como ha impartido la absolución al tercer cadáver, don Alejandro se mete en su coche y desaparece como quien sale huyendo, sin saber muy bien la dirección en que conduce. Al cabo de un rato se cruza con un grupo de periodistas, a los que cortésmente niega cualquier información o confidencia. Por encima de todo necesita llegar a su iglesia y decir la misa de once, poniendo en ella el raudal de sentimientos que, atropelladamente, le van saliendo del alma. Tras pasar por el ayuntamiento, el grupo de abogados desemboca en el cementerio. En espera de la decisión de los familiares los tres féretros se hallan alineados en el interior de un pequeño depósito, custodiados por personas de uniforme. Vicky está empeñada en ver el cuerpo de su hermano antes de que lo trasladen a Murcia y sus acompañantes tratan de impedírselo. Un individuo con galones se da cuenta de la situación e interviene con crueldad y sorna. —Pasen, pasen..., si tampoco está tan mal... Fernando Salas hace ademán de abalanzarse contra él y Eduardo Carvajal, mucho más corpulento, le sujeta. A indicación de Vicky, que por un momento ve desmoronarse todas sus convicciones religiosas, tratan de quitar el crucifijo de la tapa del ataúd, pero la madera no cede y enseguida desisten. Javier Baselga y el anciano recién llegado de Vigo reconocen entretanto el cadáver de Baena. Aunque la familia piensa trasladarlo a Galicia no han podido hacer preparativo alguno y deciden que de momento sea enterrado allí, en el cementerio de Hoyo, junto a Ramón García Sanz. Algo se rompe en el interior del viejo jubilado cuando al abrir el féretro comprueba que el cuerpo de su hijo ha sido tirado de mala manera sobre el ataúd, 183
con el torso y las piernas de costado y la cabeza mirando al frente. Tiene varios balazos en la cara, pero no está desfigurado porque son heridas limpias con el agujero de entrada claramente perfilado. Al clavar de nuevo la tapa, Javier Baselga se fija en el reguero de sangre que, a manera de hilo argumental de la tragedia, empieza a filtrarse por una juntura mal pegada. Al mismo tiempo, en el vestíbulo del despacho de Lista, Manuel Ángel Sánchez Bravo, el muchacho que dicen que se parece tanto a su hermano Luis, emprende con aplicada parsimonia la operación de ir aplastando suavemente un cigarrillo encendido sobre su antebrazo, quemándose la piel, sin proferir un solo grito... así, poco a poco, hasta alcanzar el hueso.
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PRIMER EPÍLOGO
Como gastos maniobrando en el alféizar, los dos comandos del PCE (r) que tratan de vengar al PCE (m-l) quemando unos cuantos autobuses, discuten en voz baja, tumbados ante una explanada repleta de vehículos en el barrio de La Elipa. —¡Eh, que estas cocheras corresponden a nuestra zona! —Es que no hemos encontrado otras... Venga, yo salto la alambrada y vosotros me pasáis la gasolina. —Nosotros tenemos nuestro plan. —¡Me cago en la leche, pongámonos de acuerdo! La plana mayor del Partido está en el ajo, a excepción del camarada Arenas. Cerdán Calixto, Pío Moa y Brotons han llegado por un lado y por el otro, Delgado de Codex con Bueno de Pablos. Para mosqueo del encargado, los dos grupos se han abastecido de latas de gasolina en la misma estación de servicio. Por lo que se ve, la ciudad se les ha quedado ya pequeña. —Quememos por lo menos diez o veinte autobuses... —Por mucha gasolina que les echemos, mañana habrá tráfico normal. —Bueno, vamos a esperar a que haya menos movimiento... Delgado de Codex, el revolucionario romántico que lee a Galdós, no puede esperar. A una señal suya, Bueno de Pablos lanza una de las latas contra los autobuses más próximos. Se le olvida, eso sí, quitarle el tapón y tampoco prende mecha alguna. La lata golpea sobre uno de los vehículos y sale rebotada hacia el vecino, con el mismo estruendo de los cubos metálicos de basura cuando alguien los hace entrechocar en un callejón oscuro. Un hastiado vigilante enfoca su linterna hacia el lugar del ruido y los cinco activistas salen — desconcertados— huyendo. Con el peso de la noche encima, Cerdán, Moa y Brotons, respectivamente armados con una pistola, un martillo y un pedrusco, descienden por las escaleras de una de las bocas de metro de Ventura Rodríguez. Moa recuerda que en el PCE se decía que para colapsar una ciudad, no hay como romper los semáforos del metro. Después de lanzar una llanta ardiendo al centro de la vía —«¡gamberros, gamberros!», protestan varios usuarios—, él y Brotons pulverizan algunas de las luces con el martillo y el pedrusco, mientras Cerdán retiene, pistola en ristre, al jefe de la estación en su cabina. Tal como seguidamente tienen ocasión de comprobar, el servicio se paraliza, pero solo durante siete u ocho minutos. 185
El balance de las incursiones nocturnas no puede ser más desalentador: tan solo Collazo —como siempre el primero en correr riesgos— ha conseguido quemar un autobús. A la mañana siguiente los cuatro de la Comisión Ejecutiva —Pérez Martínez, Cerdán, Moa y Delgado— deciden que ha llegado el momento de ir a por todas. —Si no se replica, el Régimen obtendrá una victoria política decisiva para rato. No es igual que haya manifestaciones en el extranjero, o algunas pequeñas en el interior, a que se responda aquí mismo...96 —Y con sus propios métodos. Sangre por sangre. —Tenemos que demostrar que el terror no le servirá de nada al Régimen. Si no, le bastará con las amenazas para tener al pueblo de rodillas. —¿Pero, estamos preparados? —Mira, solo nos prepararemos haciendo frente al reto. Pío Moa es el más impresionado por la ejecución de las sentencias y le indigna el cinismo de la prensa que todavía es capaz de decir que ha habido «clemencia». —Hemos dicho que únicamente el que responda en el momento adecuado al terror del Régimen será escuchado por las masas. Tenemos que responder como sea... Para el camarada Arenas se trata también de una cuestión de prestigio personal. Él siempre había dicho que el franquismo no se atrevería a consumar las ejecuciones e incluso tenía preparado un panfleto partiendo de la base de la conmutación de las condenas. —Como sea, no. Hay un solo golpe justo para este momento. Y no debe haber vacilaciones. Para el camarada Arenas el «golpe justo» es la «ejecución» simultánea de unos cuantos policías. De nuevo la ley del talión va a entrar en funcionamiento. Pío Moa defiende, vanamente, la tesis de que se efectúe algún atentado más selectivo. —Lo ideal es cargarse a un pez gordo. Es fácil coger sus direcciones por la guía telefónica, y esperarlos cuando vayan a sus despachos. Ahora estarán desprevenidos. —Ca, eso es imposible. Necesitaríamos conocer sus costumbres, hasta la hora en que van a cagar. Esos tipos estarán muy protegidos. —¿Pero no tiene la Comisión Técnica una mínima información sobre los fachas de categoría? Es lo menos que debiera tener a estas alturas... —De nada sirve darle vueltas. No hay datos y ya está. —Pero se puede localizar a alguno de los que sentenciaron a los cinco ejecutados. Sus nombres vienen en la prensa y en la guía también aparecen. —Demoraría mucho. El camarada Arenas da por zanjada la discusión. Se acuerda formar cuatro comandos —el ojo por ojo no puede ser completo porque la organización no dispone de más pistolas—, cada uno con un arma, a cargo de Cerdán, Collazo, Delgado de Codex y Hierro Chomón. Su misión será matar al primer policía que encuentren vigilando una sucursal bancaria dentro de la zona de Madrid asignada. Por si las pistolas fallan, cada 186
grupo llevará también algún objeto contundente, para impedir que los agentes puedan responder al ataque. Pío Moa acompañará, como la noche anterior, a Cerdán y Brotons. «Yo permaneceré al margen, en calidad de Estado Mayor», aclara Arenas. El día «D» es el 1 de octubre y la hora «H» las 9.30 de la mañana. Previamente cada comando ha tenido que robar un coche. El de Cerdán y Moa lo ha hecho delante de un cine de la calle Princesa. Mientras ellos dos distraen al chófer que pulula por las inmediaciones, Brotons logra introducirse en un lujoso R-12 amarillo, aparcado en doble fila con las llaves puestas. Para cuando el chófer quiere reaccionar, alertando a un coche policial próximo, ellos ya han puesto unas cuantas calles de por medio. Dejan el vehículo aparcado en Carabanchel y acuerdan reunirse allí mismo a primera hora de la mañana siguiente. Esa misma noche el presidente Arias se dirige al país a través de la televisión. Nada menos que catorce embajadores europeos —los de Alemania Federal, Gran Bretaña, Bélgica, Dinamarca, Holanda, Alemania Democrática, Francia, Suiza, Portugal, Austria, Suecia, Irlanda, Luxemburgo e Italia— han abandonado Madrid, requeridos por sus respectivos Gobiernos, en las setenta y dos horas transcurridas desde los fusilamientos. En prácticamente todos esos países ha habido nuevos actos y manifestaciones antiespañolas y el presidente de México ha elevado la tensión diplomática al máximo, solicitando formalmente la expulsión de España de las Naciones Unidas. Con los acuerdos con Estados Unidos pendientes de renovación, la negociación con el Mercado Común formalmente interrumpida según la represalia adoptada por el Consejo de Ministros de la CEE y la presión marroquí sobre el Sáhara en fase rampante, el fantasma del aislamiento internacional planea sobre España con la misma intensidad que en los peores años cuarenta. Arias se defiende atacando y alude ante las cámaras a México, «de cuyo concepto de los derechos humanos dan buena muestra los espantosos asesinatos de la plaza de las Tres Culturas en 1968; he ahí el exponente más claro de esta repugnante farsa».97 El jefe del Gobierno recurre a su tono más patético, anticipo del que en ocasión histórica tendrá que emplear menos de dos meses después, para pedir a los españoles solidaridad frente a la «agresión exterior». Arias trata de suscitar una cierta compasión en la audiencia, quejándose lastimeramente de que «pocas veces el poder ha mostrado tan mínimamente al que lo ejerce su faz placentera y en cambio no ha cesado de ofrecer problemas y situaciones difíciles y graves». Pero al mismo tiempo su discurso mantiene el habitual tono severo y restrictivo de las libertades públicas: «Contra lo que algunos creen no todo es opinable en política y menos en circunstancias como la presente. Ni la nación ni el Estado, ni mucho menos la dignidad española, son opinables, ni pueden ser discutidos». Es el viejo truco de confundir a España con su Régimen y a los españoles con sus autonombrados gobernantes. El diario Arriba editorializará, sin embargo: «Nunca un presidente había conectado con el país de manera tan eficaz, a través de un patetismo 187
serio, ausente de todo efectismo vacuo, alejado de formas retóricas y vanas de patriotismo, y sin un solo indicio de demagogia. Ha sido lo de Europa de estos días una escandalosa histeria de gobernantes y terroristas, cuyo tratamiento era el ofrecido por el presidente: una dignidad sin jactancia; una firmeza sin claudicaciones y un desvelamiento de la farsa».98 La alocución de Arias sirve para caldear el ambiente, de cara a la «magna concentración patriótica» convocada para el mediodía del 1 de octubre en la plaza de Oriente por el Ayuntamiento de Madrid, y organizada, según la praxis franquista de traslados masivos de leales, por los ministros del Movimiento y Sindicatos. Al dirigirse a sus puntos de encuentro los miembros de los comandos del PCE (r), pueden leer las exaltadas octavillas que esa mañana alfombran las calles de Madrid, sin ningún tipo de firma ni pie de imprenta. Una de ellas proclama: ¡¡ESPAÑOLES!! Nuestra patria está siendo ultrajada. La orquesta internacional con sus bufones a la cabeza, está vomitando su odio contra el pueblo español. Las ofensas y provocaciones tratan de mancillar nuestro orgullo y nuestro honor nacional. ¡¡NUESTRA RESPUESTA DEBE SER UNÁNIME!! ¡NUESTRA REPULSA GENERAL!! ¡¡CONVOCATORIA NACIONAL!! ¡EL PUEBLO A LA CALLE!! ¡¡ACUDE EL 1 DE OCTUBRE A LAS DOCE Y MEDIA!
Otra de ellas, de formato algo mayor y apaisado, afirma: Español: ... Si has sentido estos días el asco de ver vomitar odio antiespañol a bocas extranjeras... ... Si conservas el orgullo de lo nuestro... ¡¡Ven a las 12.30 a la Plaza de Oriente!! Allí te esperamos los que queremos por un momento suspender rencillas y levantar con dignidad la frente. Los que necesitamos gritar a todos los vientos que no serán indios mexicanos, ni pobres portugueses, ni ricos holandeses, ni esclavos comunistas quienes nos impongan el cambio a seguir. Los que aspiramos a una ESPAÑA MEJOR, PERO UNIDA Y NUESTRA. ¡¡Te esperamos!! PLAZA DE ORIENTE. 1 DE OCTUBRE. 12.30.
Camino de la sucursal del Banesto situada en la avenida del Mediterráneo, Pío Moa continúa expresando sus escrúpulos ante la idea de matar a un hombre no en función de su conducta personal, sino de su uniforme. Incluso trata de fabricarse una singular coartada. —¡Ojalá que el jodío tenga cara de hijo puta! Brotons, al volante, guarda silencio. Cerdán Calixto, el «ejecutivo» que sí ejecuta, responde con la mano en la culata del arma. 188
—Bah, todos son iguales. El R-12 amarillo queda aparcado con el motor en marcha junto a la esquina con Rey Pastor. Desde el exterior, a través del cristal de la entrada, Moa y Cerdán distinguen a su víctima, tranquilamente entregado a la tarea de leer el Marca. —Mira, ahí está. Se trata de Agustín Ginés Navarro que a sus cuarenta y cuatro años acaba de dejar su destino como cocinero de la compañía de la Policía Armada, para incorporarse a los servicios normales de vigilancia. Creyendo que los dos jóvenes que se le acercan van a preguntarle algo, Agustín Ginés Navarro deja el periódico a un lado y se incorpora con la misma placidez con que se movía entre sus perolas. Es el último gesto de su vida, porque un balazo disparado por Cerdán le deja inmediatamente seco. Moa observa cómo durante un segundo el policía se queda de pie, muy rígido, para desplomarse después como un chopo talado. Ha caído boca abajo y Moa se abalanza sobre él, martillo en alto. No llega a usarlo. Agustín Ginés Navarro está muerto. Al darle la vuelta para arrebatarle el arma, el periodista revolucionario queda impresionado por la enorme mancha de sangre que abarca toda la pechera de su camisa de verano. Agustín Ginés Navarro no tiene cara de hijo puta. Moa empuña la pistola Star y sale detrás de Cerdán, entre el espanto de la reducida clientela. Ya en el coche siente una enorme repugnancia por lo que ha hecho y una fuerte compasión por ese hombre que en tan solo un instante —de forma tan simple y absurda— ha sido empujado a través del umbral que separa la vida de la muerte. Cerdán, en cambio, está eufórico y Brotons se pone de su parte. —¡Pobre hombre, pobre hombre! No ha podido ni hacer ademán de defenderse.99 —¿Qué querías, que nos friera él a nosotros? —No fue una cobardía, ha sido una acción necesaria. —Una acción de guerrilla tiene que ser así..., sin dar facilidades de defensa. —Ellos hacen igual. —Sí, es cierto, pero yo no vuelvo a una operación así, maldita sea. Si es para cargarse a un pez gordo, vale; pero no a un pobre diablo de estos... —¿Qué dices? Si son unos hijos de puta. Les mandan disparar contra su padre y se lo cargan sin el menor miramiento. —Para qué discutir... En un intervalo de menos de un cuarto de hora a partir de las nueve y media los otros tres comandos han cumplido también sus objetivos y en las oficinas del Banco Occidental de Aluche, de la Caja de Ahorros de Agustín de Foxá y también del Banesto en La Elipa, yacen los cuerpos de otros tres miembros de la policía Armada. En Agustín de Foxá a Collazo se le ha encasquillado la pistola después de disparar y ha tenido que rematar al agente Miguel Castillo Martín a culatazos. Encaramado a la base de granito de la estatua ecuestre de Felipe IV, Pío Moa contempla desde el centro de la plaza de Oriente a las decenas de miles de personas que 189
acuden desde Alcalá, desde Gran Vía y Callao, desde Sol. Frente a esa marea humana que se estrangula en la calle Arenal, para ir embalsando en el interior de la plaza, siente la morbosa tentación de hacer correr la voz de lo ocurrido por la mañana. Ha guardado las dos pistolas —la utilizada por Cerdán y la Star del policía— bajo el colchón de su cama en las cercanías de la plaza de Roma y se ha lanzado de nuevo a la calle, dispuesto a no perderse el espectáculo. Como si el túnel del tiempo hubiera realizado una trasposición perfecta, los gestos, las actitudes, las consignas son idénticas a las que en 1946 recogieron las cámaras del NO-DO, en respuesta a la presión diplomática que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial. Es la España xenófoba de siempre, esa que odia al extranjero porque no lo entiende, la base social del Régimen, la que se manifiesta de nuevo. Los textos de las pancartas resultan muy ilustrativos: «Echevarría, hijo de la gran chingada, ¿y los muertos de Tlateloc?», «Portugal ta’s pasao, a la vuelta te esperamos», «España defenderemos tu dignidad hasta morir», «Viva la unidad de España con Franco», «Con lo bien que nos caen los mexicanos, lástima que se dejen manejar», «Si ellos tienen UNO —la ONU—, nosotros tenemos dos», etcétera, etcétera, etcétera.100 A la una menos veinticinco, en medio de un gran clamor aparece Franco en el balcón principal de la fachada del Palacio Real que da a la plaza. El Caudillo saluda rodeado de doña Carmen, los Príncipes de España, el presidente Arias, el de las Cortes, los miembros del Gobierno y el cardenal primado de España Marcelo González Martín quien, para paliar sin duda el mal efecto de la intervención papal con motivo de las ejecuciones, le bendice de manera ostensible. Con voz gangosa, prácticamente inaudible por el ruido adicional de las avionetas que, arrastrando banderas y lemas patrióticos, sobrevuelan la plaza, Franco pronuncia durante cuatro minutos y medio lo que será su última alocución pública: «Españoles: gracias por vuestra adhesión y por esta serena y digna manifestación pública que me ofrecéis en desagravio a las acciones de que han sido objeto varias de nuestras representaciones y establecimientos españoles en Europa que nos demuestran una vez más lo que podemos esperar de determinados países corrompidos, que aclara perfectamente su política constante contra nuestros intereses». Gritos de «Viva España», «Muera el comunismo», «ETA al paredón» y «España unida jamás será vencida», interrumpen el mensaje durante unos instantes. «No es la más importante, aunque se presenta en su apariencia, el asalto y destrucción de nuestra embajada en Portugal, realizado en un estado de anarquía y de caos en que se debate la nación hermana y que nadie más interesado que nosotros en que pueda ser restablecido en ellos el orden y la autoridad...». En medio de nuevos gritos similares, y para que en sus palabras no falte ninguna de las constantes de lo que durante cuarenta años ha sido el lenguaje del Régimen, Franco aborda los móviles de esa campaña antiespañola, recurriendo a sus demonios familiares:
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«Todo lo que en España y en Europa se ha armao —la transcripción oficial eliminará este casticismo del discurso— obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece. »Estas manifestaciones demuestran, por otra parte, que el pueblo español no es un pueblo muerto, al que se le puede engañar, está despierto y vela sus razones y confía que la valía de las fuerzas guardadoras del Orden Público y suprema garantía de la unidad de las Fuerzas de Tierra, Mar y Aire, respaldando la voluntad de la nación, permitan al pueblo español descansar tranquilo. Evidentemente, el ser español vuelve a ser hoy una cosa seria en el mundo. ¡Arriba España!». En tono ya de apoteosis, el alcalde de Madrid Miguel Ángel García Lomas cierra el acto con unas palabras tan breves como exaltadas: «Gracias por vuestra victoria, gracias por vuestra paz, gracias por vuestra prosperidad. ¡Arriba España! ¡Viva el Caudillo!». Después de salir al balcón a saludar por tres veces y mientras los manifestantes más fanáticos, con Blas Piñar y Sánchez Covisa a la cabeza, se dirigen a proseguir su murga ante la Embajada de Portugal, Franco es informado de los atentados de la mañana. Su rostro se ensombrece y, ya en el coche camino de El Pardo, comenta con el doctor Pozuelo: —Las familias de los policías estarán tristes y solas...101 Por su parte el núcleo directivo del PCE (r) valora esa misma tarde el «éxito» obtenido: —Ha sido un golpe brillante, y en el momento apropiado. Como cuando un boxeador se echa adelante para atacar y entonces recibe de lleno un puñetazo en todo el rostro.102 —Sí, los fachas creían que iban a celebrar su victoria con la manifestación, y cuando menos se lo esperan, se les ha convertido en luto. Se les ha caído el cielo encima. La policía se encuentra totalmente desconcertada, pues todo les hace suponer que el FRAP ha vengado a sus propios muertos y, sin embargo, se trata de una organización que, tras la larga serie de caídas, ya daban por desarticulada. Los dirigentes del PCE (r) —por una vez en contra del criterio de Pérez Martínez— deciden no reivindicar los hechos y permanecer en silencio. Basta que la gente sepa que unos grupos armados — grupos de resistencia antifascista, tal y como lo ven ellos— han actuado ese primero de octubre. Aunque ellos mismos no sean aún conscientes, acaban de inventar el GRAPO.
Desde que el domingo 5 de octubre uno de los más prometedores periodistas del sistema escribiera en el segundo párrafo de su columna de la página 7 del diario Arriba que «la verdad es que el Régimen está joven y sólido»103, hasta que una llamada intempestiva obligara al médico de Franco a acudir de madrugada junto a su cabecera, en el primer acto de sus cinco semanas de agonía, tan solo habrían de transcurrir diez días. Esos diez 191
días fueron, sin embargo, suficientes para que, mientras proseguían la escalada terrorista, la presión internacional y las reacciones ultranacionalistas, la atención de la opinión pública quedara atrapada por las peripecias de tres personajes superpopulares que, cada uno a su estilo, tomaron resueltamente postura con relación a lo que estaba pasando en España. El primero de ellos fue el propio marqués de Villaverde, yerno del jefe del Estado, que en la noche de ese mismo domingo mantuvo una trifulca con unos súbditos holandeses en el restaurante «Antonio» de Puerto Banús. Según unas versiones los holandeses proferían insultos contra España y su Régimen. Según otras, el señor marqués tenía unas cuantas copas de más. El caso es que se encaró con ellos —«Fuera de aquí. En este país no necesitamos holandeses»— y agarrándoles del brazo, trató de sacarles del local. Uno de ellos reaccionó propinándole un espectacular puñetazo en la nariz que le produjo abundante hemorragia y rotura de varios huesos. Los detalles de que la puerta de cristal del restaurante saltara después hecha añicos y que varios clientes sujetaran a Villaverde cuando este, con la camisa llena de sangre, trataba de contraatacar enarbolando una silla por una de sus patas, dieron al incidente un sabroso aire de pelea de saloon. Naturalmente, las revistas del corazón llenaron páginas y páginas con todos los pormenores sobre la operación de cirugía estética a que fue sometido el marqués y las visitas que recibió durante su posterior convalecencia. Naturalmente también, todo el peso de la ley cayó sobre los súbditos holandeses que tuvieron la mala fortuna de cruzarse con el yerno de Su Excelencia, de forma que uno de ellos, de nombre Rudolf Drayer, fue obligado por el juez a depositar una fianza de nada menos que 2,5 millones de pesetas antes de quedar en libertad. El segundo personaje fue Joan Manuel Serrat quien escandalizó a todos los sectores comprometidos con el Régimen, apoyando sin ambages la iniciativa del presidente Echevarría en la ONU. «Siempre he condenado la postura represora del gobierno franquista, por eso aplaudo la decisión del señor Echevarría al romper todo tipo de relaciones con el Gobierno franquista»104, declaró en rueda de prensa celebrada el día 8 en el aeropuerto de México Distrito Federal. Preguntado por los acontecimientos de los últimos días en España, añadió: «La pena de muerte solo sirve para seguir acobardando a la gente; tenemos que luchar para que la izquierda y la democracia española se unan para acabar con un régimen totalitario». Dos días después Pedro Rodríguez glosaba en «La Colmena», su sección del diario Arriba, cómo «Joan Manuel Serrat —tu nombre, Juan, me sabía a hierba— aplaudía públicamente los escupitajos antiespañoles de Echeverría, insultaba gravemente al Jefe de Estado de su país —por qué, Juan, por qué— y antes de empezar sus nueve recitales invitaba a todos a luchar contra un régimen totalitario».105 Rodríguez apostillaba: «Sospecho que en las emisoras españolas comenzará muy pronto un larguísimo minuto de silencio por el trovador de una generación a la que acaba de romper algo más que sus discos». Y así fue, pues inmediatamente Radio Nacional recibió orden de no volver a 192
emitir una sola canción de Serrat y pronto el veto alcanzó también a la SER. Mientras El Corte Inglés retiraba todos sus discos de sus centros comerciales y el Sindicato del Espectáculo de Barcelona le expulsaba como afiliado, el director general de Televisión Jesús Sancho Rof anunció que reclamaría a Serrat el medio millón de pesetas cobrado por grabar un programa que, por supuesto, no sería emitido. Su razonamiento era muy simple: «Si se le aplica el artículo 132 del Código Penal, como supongo que ocurrirá si vuelve a España, uno de los resultados será la inhabilitación y, en consecuencia, al no emitirse el programa, por lo que los juristas llaman el perfeccionamiento del contrato, tiene que devolver el dinero».106 El tercer gran protagonista de esos días fue, en fin, Manuel Benítez el Cordobés quien con solo veinticuatro horas de intervalo, anunció que reaparecería el día 16 a beneficio de los huérfanos de las víctimas del territorismo y contrajo inesperadamente matrimonio con su compañera de los últimos ocho años, Martine Freysser. Según los cotilleos sociales el móvil de esta última decisión fue el reciente veto ejercido por la autoridad eclesiástica, impidiendo a la pareja «arrejuntada» apadrinar ante la pila del bautismo al primer hijo de Raphael y Natalia Figueroa. La ceremonia no pudo ser más aparatosa, pues la francesa Martine no solo estaba embarazada —por tercera vez— sino a punto de salir de cuentas y el gentío que se arremolinó en la iglesia de Palma del Río fue tanto, que la boda no se pudo celebrar ante el altar, sino en una terraza. Para completar la extravagancia, una vaquilla ante la que se entrenaba, aplastó al día siguiente en Villalobillos el tobillo izquierdo del torero, produciéndole varias fracturas, dejándole fuera de combate por dos meses y frustrando, por lo tanto, su reaparición como matador predilecto del Régimen. La manifestación de la plaza de Oriente de Madrid había sido emulada entretanto en varias ciudades, subrayándose el hecho de que en la organizada en Barcelona no hiciera acto de presencia el gobernador civil Martín Villa. Tres guardias civiles habían resultado muertos el propio domingo día 5, al estallar una trampa bomba en el momento en que trataban de retirar una ikurriña colocada en las inmediaciones del santuario de Aránzazu. Al día siguiente, Luis Echave, hermano de uno de los líderes históricos de ETA, caía acribillado tras la barra del bar que regentaba en las cercanías de Mondragón, en acción atribuida a un fantasmagórico grupo denominado ATE (Antiterrorismo ETA) que, según todas las sospechas, servía de tapadera a sectores concretos de las propias fuerzas policiales. La cuenta sangrienta de esa primera quincena de octubre quedó completa la semana siguiente al originarse un alucinante tiroteo —revelador del estado de ánimo de los cuerpos de seguridad— entre los centinelas del cuartel de la Policía Armada del barrio barcelonés de La Verneda y los ocupantes de dos vehículos, que al final resultaron ser guardias civiles en un caso y también policías armadas en el otro. Junto a los cadáveres de dos guardias civiles, hubo que recoger también los de tres pacíficos viandantes, sorprendidos en medio de la refriega.
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El tono político de la respuesta oficial a una situación que día a día se deterioraba, lo puso el gobernador civil de Baleares Carlos de Meer quien, al término de un funeral por las víctimas del terrorismo, afirmó: «Nosotros, españoles de Formentera e Ibiza, no toleraremos jamás que los extranjeros que vienen aquí a disfrutar de nuestras bellezas traten desde fuera de imponernos sus costumbres o de meterse en asuntos que nos son privados... Parece que no nos quieren admitir en el Mercado Común: que se lo metan por donde les quepa».107Seguidamente invitó a los presentes a entonar el «Cara al sol».
El teléfono de emergencia sonó a las tres de la madrugada. Hacía tiempo que el doctor Pozuelo esperaba y temía esa llamada. Bastó una leve indicación del ayudante para plantarse en menos de media hora junto a la cabecera del paciente. Franco le dijo que le dolían los hombros y que sentía una gran opresión en el pecho. Pocos minutos antes su ayuda de cámara le había preguntado: «Excelencia, ¿por qué se queja?». Respondiéndole él: «Porque quiero».108 Al día siguiente, mientras en Madrid Franco se negaba a suspender sus habituales audiencias, Hasán II anunciaba en Marrakech el inicio de la Marcha Verde sobre el territorio del Sáhara. Alentado por Kissinger, el rey de Marruecos respondía así a la pretensión española de celebrar el referéndum de autodeterminación auspiciado por la ONU y a la ambivalente decisión del Tribunal Internacional de La Haya que acababa de dictaminar que antes de la colonización, las tribus del territorio mantenían lazos de sumisión con el sultán de Marruecos, si bien estos lazos nunca tuvieron carácter jurídico. La enfermedad de Franco se convertía así en un nuevo elemento favorable a la estrategia de Rabat, basada en crear una situación de hechos consumados, aprovechando el aislamiento internacional de España. El 17 de octubre el Caudillo se empeñó en presidir el Consejo de Ministros, desoyendo los consejos de los médicos. —Su Excelencia debe guardar reposo absoluto. No puede ir a presidir el Consejo de Ministros. Cualquier hombre de empresa obedecería a sus médicos. —Pero yo no soy un hombre de empresa. —Es que corremos un riesgo vital. —¿Eso qué quiere decir? —Riesgo de vida, Excelencia. Riesgo de vida si usted se levanta.109 Siendo imposible apearle de su decisión, los médicos decidieron controlar sus reacciones a través de un monitor, desde una sala contigua a la del Consejo de Ministros. Pozuelo se lo explicó en dos palabras: —Si observamos una alteración importante, no tendremos más remedio que entrar. Esto sucederá si vemos signos de fibrilación ventricular. Si esto ocurre, que Dios no lo quiera, entraremos con un desfibrilador, le tenderemos y antes de treinta segundos procederemos a desfibrilarle, porque si no, se nos muere.110 194
La reunión del Gobierno transcurrió sin novedad, pero en el entorno de Franco comenzó a plantearse la conveniencia de efectuar la transmisión de poderes al príncipe Juan Carlos. Así se lo planteó concretamente el marqués de Villaverde al presidente Arias el día 19. Don Juan Carlos quería que fuera una transmisión definitiva y no el inicio de un nuevo período de interinidad tan frustrante como el vivido el año anterior. Arias se debatía entre enormes dudas. A lo más que pudo llegar cuando despachó con Franco fue a hablarle metafóricamente de un gran hombre de empresa que cuando su salud se resiente tiene derecho a descansar, dejando los negocios en manos de aquel a quien ha preparado para sucederle. Arias no podía ir más lejos y así se lo explicó al príncipe: —Señor, no me pida lo que yo no podré hacer nunca: decirle al Caudillo que ha llegado el momento de que entregue sus poderes. El Caudillo tendrá que salir con las botas puestas. De eso no cabe duda.111 Ese mismo fin de semana Franco pidió a su ayuda de cámara que lo vistiera y, perfectamente trajeado, se encerró en su despacho con la pluma estilográfica en la mano. Cogió unas cuartillas y con el pulso tembloroso por el Parkinson, comenzó a escribir: «Españoles, al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo...». El lunes por la noche se repitieron los síntomas de infarto. El viejo general pidió hablar a solas con su única hija: —Carmen: ve a mi despacho. En mi escritorio, a la izquierda, hay un montón de papeles y documentos. Debajo de todos ellos hay un bloc: tráemelo. No mandes a nadie a buscarlo..., hazlo tú personalmente.112 Carmen Franco fue leyendo muy despacio el texto que su padre había garabateado trabajosamente. Él le indicó algunas rectificaciones: cambiar una palabra por otra, quitar o añadir algo. Todo debía quedar atado y bien atado. —Donde dice «futuro rey de España» añade: «Don Juan Carlos de Borbón». Franco se sintió aliviado al terminar de introducir las correcciones. Él desaparecería pronto, pero junto a su obra quedaría también su «testamento político». —Pásalo a máquina. No digas nada a tu madre de lo que has leído, rompe el original, y cuando yo falte entrégale el texto al presidente Arias. Ante la inminencia del inicio de la Marcha Verde —decenas de miles de personas fuertemente fanatizadas iban concentrándose en la zona de Tarfaya— y a la vista de la ineficacia demostrada por la ONU para evitar el conflicto, el presidente Arias decidió en la madrugada del lunes 21 enviar a Solís a negociar con el rey Hasán. Si las turbas árabes —la «marabunta», se decía en medios militares— cruzaban la frontera, el Ejército tendría que oponer resistencia armada y España no podía afrontar al mismo tiempo la sucesión de Franco y una guerra totalmente impopular. Pese a que era hombre bien relacionado con el fuerte lobby marroquí que actuaba en Madrid, el encuentro de Solís con Hasán en Marrakech fue inicialmente muy tenso, poniendo a prueba la inefable personalidad de uno de los políticos favoritos de Franco. 195
Endureciendo sus palabras —recuerda el entonces ministro secretario general del Movimiento— me dijo que estaba molesto con España, porque desde hacía meses esta había abandonado toda relación oficial con Marruecos, e incluso su embajador no era recibido, a pesar de las reiteradas peticiones de audiencia. Me indicó que desde hacía tiempo, España no cumplía las promesas hechas a Marruecos, y detenidamente me hizo referencia a las conversaciones mantenidas con los tres últimos ministros de Asuntos Exteriores de España. Todas aquellas conversaciones, indicó, quedaron en nada y los iniciales planteamientos no fueron por nosotros cumplidos. Por eso, me dijo con gran energía, no creía que a esas altura pudiésemos entablar conversaciones para llegar a posibles acuerdos que luego por nuestra parte no serían cumplidos. En aquel momento y ante la dureza de estas manifestaciones normalmente yo tendría que haberme despedido, dando por fracasado mi cometido y esperar los acontecimientos que se produjesen con la salida de la Marcha Verde en las próximas veinticuatro horas. Sin embargo, consideré que tenía que hacer un esfuerzo para superar aquel momento y manifesté a S. M. que todo aquello formaba ya parte de la historia. Pensé en las madres de los hijos que estaban en el Sáhara y, acordándome que había nacido en Córdoba, también con frialdad y sonriendo, hice referencia a la ocupación árabe de Andalucía desde el año 711 al 1492, hilvanando acontecimientos, indicando que todo aquello también era historia. Dije: «Majestad, durante siglos hemos combatido entre nosotros, lo hemos hecho frente a otros en común, hemos mezclado nuestra sangre. ¡Cuántas cosas podríamos decir en contra o a favor de un entendimiento! La misión que me trae es la de olvidar esos años y tratar de sentar las bases de ese pacífico entendimiento sin que nuestros pueblos tengan que enfrentarse». Su Majestad me miró sonriente y pensó que con este cordobés se debía hablar francamente y me dijo: «Solís, yo le garantizo que dentro de cuarenta y ocho horas un emisario mío, con funciones y atribuciones, llegará a España con consignas concretas para iniciar negociaciones». Emocionadamente me despedí. Mi misión estaba cumplida».113
El inicio de tales negociaciones —que pronto desembocarían en la partición del territorio, a través de los acuerdos de Madrid y en contra de los deseos de los habitantes — no significaban, sin embargo, el desmantelamiento de la Marcha Verde. En Tarfaya continuaban todos los preparativos para que una avalancha de hasta trescientos mil hombres con el Corán en la mano y una singular avanzadilla de chimpancés para averiguar si el terreno estaba minado, penetrara más allá de las líneas defensivas españolas. El jueves 23, mientras la prensa anunciaba que Adolfo Suárez pronunciaría la «lección conmemorativa del XLII aniversario de la Fundación de la Falange Española en Castellón» y se hacía eco de que entre las audiencias oficiales del príncipe figuraba un tal Francisco Laina, a la sazón gobernador civil de León, don Juan Carlos discutía privadamente la estrategia a seguir con Laureano López Rodó, tal vez el político del Régimen que más empeño había puesto en materializar la restauración de la Monarquía en su persona. Se habló concretamente de organizar una reunión con asistencia del marqués de Villaverde, algunos médicos, y los presidentes del Gobierno y de las Cortes para plantear la transmisión de poderes, pero López Rodó se mostró contrario a que don Juan Carlos asistiese. —Vuestra Alteza dentro de nada será rey de España, y el rey es el rey y ha de guardar siempre la compostura. No puede sentarse como uno más entre unos señores con bata blanca, algunas personas de las familias de Franco y los dos presidentes. Esto 196
tendría todo el aspecto de una intriga palaciega y Vuestra Alteza no puede mezclarse en esto... Tampoco comparto la opinión de quienes pretenden que Vuestra Alteza presente a Franco una suerte de ultimátum, diciéndole que si dentro de un plazo determinado no le proclama rey, Vuestra Alteza renuncia a sucederle y se marcha de España.114 Al día siguiente la Unión del Pueblo Español, encabezada por Suárez, hizo público un comunicado en el que tras manifestar «con profunda emoción» «su adhesión a cuanto representa como legado histórico la gigantesca figura de Francisco Franco», solicitaba que se realizara la transmisión de poderes, «recogiendo la herencia de cuarenta años de sacrificio, entrega, generosidad, inteligencia y acierto que constituye el inapreciable patrimonio que Francisco Franco ha puesto a disposición de España y de la unidad de los españoles».115 La enfermedad de Franco se complicó los últimos días del mes con fuertes hemorragias, cuyo reflejo, entre los tecnicismos de los partes médicos, transmitió al país la inminencia de la muerte. Al caer la tarde, numerosos madrileños se trasladaban a El Pardo y —algunos como muestra de adhesión, los más por curiosidad morbosa— paseaban por las inmediaciones del palacio, pendientes de la bandera que, según los entendidos, sería la primera en ondear a media asta tan pronto como muriera el Caudillo. Tanto en la propia ermita de El Pardo, donde se venera una célebre efigie de Cristo en la cruz y a la que acudió el propio presidente Arias, como en un sin fin de puntos de España se produjeron peregrinaciones, romerías y rogativas por la salud de Franco. El arzobispo de Zaragoza y miembro del Consejo de Regencia, monseñor Cantero Cuadrado, llevó consigo a Madrid el manto de la Virgen del Pilar, situándolo en los momentos críticos sobre la cama del enfermo. Según se supo enseguida ese manto había sido tejido de rodillas por las monjas adoratrices al final de la guerra civil, con el propósito de que la Virgen lo estrenara el día que los «nacionales» entraran en Madrid. El 29 de octubre, al término del acto conmemorativo de la Fundación de Falange, celebrado en el Consejo Nacional del Movimiento con Solís como único orador, una excéntrica gritó desde la tribuna: «España es de Franco y el heredero de Franco es su nieto Cristóbal...». Al día siguiente, Franco fue informado por Pozuelo del curso de su estado físico: «Ha padecido usted un infarto de miocardio y además una complicación intestinal grave». Tras unos segundos de reflexión, el Caudillo aludió a los mecanismos sucesorios previstos en la Ley Orgánica del Estado: «Artículo 11; que se aplique el artículo 11».116 Don Juan Carlos asumía de nuevo las funciones de la Jefatura del Estado. Y lo hizo con un gesto espectacular, plantándose el domingo 2 de noviembre — fecha en la que, por cierto, la princesa Sofía cumplía treinta y siete años— inesperadamente en El Aaiún, acompañado del ministro del Ejército. «Quería daros personalmente la seguridad de que se hará cuanto sea necesario para que nuestro Ejército conserve intacto su prestigio y honor»,117 afirmó ante los mandos militares, un tanto
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perplejos por los rumores que llegaban de la Península sobre los pactos de última hora con Marruecos. Don Juan Carlos no pasó más que cinco horas en el territorio, pero su gesto fue una inyección de moral para las tropas españolas, en medio de un ambiente claramente liquidacionista. Para entonces ya se habían puesto en marcha los preparativos para la evacuación de la población civil, bautizada como Operación Golondrina. Cada cabeza de familia había recibido 20.000 pesetas en concepto de indemnización y gastos de traslado, más otras 5.000 adicionales por cada persona a su cargo. Algunos nativos habían podido adquirir por no más de seis mil pesetas frigoríficos en muy buen estado y con el cierre del cabaret El Oasis —en el que el champán se «liquidó» a 25 pesetas la botella— las noches de El Aaiún habían perdido su único lugar de diversión. En este contexto, la deserción de El Jatri, procurador saharaui en las Cortes franquistas, fue una puñalada especialmente embarazosa para la potencia colonial. Después de pasar por Madrid, cobrar religiosamente sus emolumentos parlamentarios de varios meses y declarar cínicamente que «el pueblo saharaui no es un ganado de camellos o de cabras que se pueda vender o comprar», El Jatri se presentó en Agadir, postrándose a los pies de Hasán y rindiéndole vasallaje. Naturalmente, varios procuradores pidieron su inmediata expulsión del órgano legislativo. El 3 de noviembre se produjo la más grave crisis desde el comienzo de la enfermedad. El doctor Pozuelo la recuerda así: «Por la tarde comienza a bostezar, la palidez se acentúa, tiene dolor interescapular y la hemorragia es ya masiva. Por la sonda sale sangre roja. Alrededor de su cama nos encontramos la Señora, las enfermeras, los ayudas de cámara... De pronto, cuando estamos intentando extraer sangre por la sonda, me doy cuenta de que el Generalísimo está cianótico y, rápidamente, pienso que entre la sonda y la faringe existe un coágulo. Tiro de la sonda y, con la mano, extraigo de la faringe un coágulo tan grande como un puño. El momento es dramático. Él me mira angustiado sin apenas poder articular una sola palabra. Noto que me quiere decir algo. Me acerco: »—¡Qué duro es esto, doctor! —me dice».118 Incapaces de contener la hemorragia, y ante el riesgo de una muerte inminente, los médicos decidieron operarle allí mismo en el botiquín del cuerpo de guardia de El Pardo, transformado en quirófano de campaña. Para habilitarlo hubo que retirar percheros de madera, viejos cortinajes y varios montones de libros. El ministro Martínez Esteruelas y otros miembros del Gobierno pusieron la funda de la colchoneta sobre la que había que tumbar al moribundo, mientras un reguero de sangre iba marcando los doscientos metros que separaban el botiquín del palacio. Al llegar, la camilla que transportaba a Franco estaba totalmente empapada. La situación era tan desesperada que el marqués de Villaverde indicó a Fuertes de Villavicencio: «Ve y dile a Carmen que venga si quiere darle el último beso en vida a su padre... Aunque yo no se lo recomiendo».119
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Al cabo de tres horas de intervención los médicos lograron, sin embargo, que Franco superara la crisis. En las dependencias anejas el príncipe de España, el presidente Arias, Rodríguez de Valcárcel, algunos ministros y miembros de la familia Franco siguieron el curso de la operación tan sobrecogidos como los soldados rasos de la Guardia que comentaban que en aquel lugar ellos no se atreverían a curarse ni siquiera una herida en el dedo. Al día siguiente los periódicos desempolvaron la historia de la «bala de plata» —la única que según los moros podía matarle— y demás leyendas sobre la capacidad de supervivencia de Franco en el combate. Franco había ganado esa batalla, pero no podía ganar la guerra con la muerte. Dos días después fue trasladado a la Residencia Sanitaria La Paz donde se le practicó una nueva operación en la que el cirujano Hidalgo Huertas eliminó buena parte de su estómago mediante la técnica denominada Billroth 1. La presencia del Caudillo en ese centro hospitalario de la capital incrementó por un lado el desfile de personalidades que, tratando de salir en los periódicos, acudían a interesarse por su estado, y por otro la aparición de una larga retahíla de personajes extravagantes que daban un tono exótico a la agonía del patriarca. Un día era el canónigo de Alcalá de Henares con un trozo del cuerpo incorrupto de san Diego quien conseguía llegar a la habitación contigua a la de Franco para impartirle la bendición a través del tabique; al siguiente, un vidente gallego que decía estar en contacto con el espíritu de Franco y llevaba consigo una supuesta «vela milagrosa». El récord de originalidad lo batió, sin embargo, el obrero cartagenero Salvador Tevar quien, alegando el cumplimiento de una promesa, recorrió a pie los ocho kilómetros que separan la Puerta del Sol de La Paz con un saco de cemento de cincuenta kilos sobre los hombros. Tan contundente muestra de afecto al Caudillo contó naturalmente con el apoyo logístico de la Dirección General de Seguridad que puso a disposición del «peregrino» una ambulancia. Numerosos peatones le acompañaron, ofreciéndole en diversos momentos coñac y tabaco. También se montó la llamada operación «claveles blancos», consistente en enviar a doña Carmen Polo toneladas de flores desde los más dispares puntos de España. Aunque la esposa de Franco siempre había resultado bastante antipática a la opinión pública, en aquellos días su figura quedó mitificada, en buena parte como consecuencia de una portada del diario Arriba que bajo el título «La Señora», literalmente decía: «Juntos hicieron la paz, el amor y la guerra; juntos atravesaron el túnel de la Historia, y fueron de los tiempos de la galena o los del jet, mientras sus cachorros, los Francos, crecían como una enredadera familiar sobre sus vidas. En el fondo, esta gran dama —la Señora, desde siempre— sigue siendo aquella guapa novia enamorada por el jovencísimo teniente coronel de la Legión. El Estado, el Gobierno, el mundo, su pueblo, le han robado años y años a la compañera fiel, trozos, horas, miradas, abrazos, afectos, compañía de esposo y de padre. Nunca pasó doña Carmen Polo de Franco esa su tremenda factura de mujer. Ha permanecido silenciosa, discreta, prudente, un paso atrás junto a su mesa de trabajo, en
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el balcón de la plaza de Oriente, al lado de su lecho de enfermo. Muchas veces su sonrisa ha sido como un mensaje y hoy, su dolor y su vigilia son las del pueblo español».120 Entretanto, la retirada de la Marcha Verde tras adentrarse simbólicamente unos kilómetros en el terreno anterior a las posiciones militares españolas, proporcionaba un cierto respiro a la tensa situación de la vida nacional. Sin embargo, el 13 de noviembre don Juan Carlos tuvo que afrontar la primera gran crisis política como jefe del Estado, al encontrarse con la inesperada y un tanto mezquina dimisión del presidente Arias, alegando que se le había marginado de una reunión mantenida por el príncipe con los ministros militares. La reunión había sido convocada por don Juan Carlos ante el temor de que su padre hiciera público un nuevo comunicado en la línea del de Estoril y se acordó que el teniente general Manuel Díez Alegría hiciera llegar a don Juan que era su hijo y no él quien tenía el respaldo institucional del Ejército. En cualquier otra circunstancia don Juan Carlos habría prescindido gustoso de Arias, pero en aquellos días críticos no tuvo más remedio que ceder a su chantaje —el presidente faltó incluso a la reunión del Consejo de Ministros, alegando que tenía que ir a cortarse el hielo a la peluquería del hotel Palace— y le envió al marqués de Mondéjar a su residencia de Casaquemada a suplicarle que siguiera. «Menos ponerme de rodillas he hecho de todo para convencerle», comentó el fiel aristócrata una vez culminada su gestión. En torno al moribundo se urdía entretanto una gran intriga relacionada con el próximo nombramiento de presidente de las Cortes, toda vez que el mandato de Alejandro Rodríguez de Valcárcel concluía el día 26 de ese mismo mes. Todas las cábalas indicaban que si Franco continuaba con vida en esa fecha, don Juan Carlos no tendría más remedio que revalidar en el cargo a quien en aquel momento representaba la ortodoxia doctrinal del Régimen. En cambio, si la sucesión se planteaba con Franco ya cadáver, estaba clarísimo que don Juan Carlos colocaría a su propio candidato — Torcuato Fernández Miranda— en un lugar tan esencial para el futuro político de España. Sin este telón de fondo es imposible valorar completamente la terrible agonía — tercera operación incluida— por la que tuvo que pasar Franco y que dio pie a más de una discusión entre los médicos. Entrada ya la segunda mitad de noviembre, el enfermo era un auténtico guiñapo humano cuyo peso rondaba la mitad de lo habitual y a quien se mantenía continuamente soldado e intubado. Por aquellas fechas el doctor Pozuelo recibió suculentas ofertas económicas a cambio de una foto del enfermo, rechazándolas indignado, en la ignorancia de que el propio marqués de Villaverde había aprovechado su doble condición de médico y pariente para hacer funcionar la Instamatic ante el lecho de su suegro. «El día 18 continuaba la evolución hacia la muerte en medio de una angustia extraordinaria —recuerda Pozuelo—. Entró en hipotermia para tratar así de defenderle mejor. Se le colocó a treinta y tres grados, absolutamente inconsciente ya. La presión arterial estaba baja, alta la venosa y se observaba un gran abombamiento abdominal. 200
Pasó muy mala noche. Costó mucho, muchísimo trabajo mantener las tensiones. El shock era evidente; un shock endotóxico por una peritonitis brutal, con enorme distensión abdominal. Hicimos todos los tratamientos que se nos ocurrían. A ninguno renunciamos. Pero todo era inútil. Franco no reaccionaba».121 Aunque la agencia Europa Press distribuyó un flash con la noticia a las 4.40 —«Franco ha muerto, Franco ha muerto, Franco ha muerto»— el «equipo médico habitual» fijó la hora oficial del fallecimiento a las 5.25 de aquel jueves 20 de noviembre, aniversario también de la muerte de José Antonio. Exactamente cincuenta y cuatro días y veinte horas después de las ejecuciones de Burgos, Barcelona y Hoyo de Manzanares. El día que murió Franco un coronel de la Casa Militar despertó al escultor Santiago de Santiago, indicándole que se presentara en La Paz a fin de realizar la mascarilla del cadáver. Provisto de escayola, cincel y otras herramientas, el artista fue introducido en una habitación de la primera planta en la que había dos camas. Una estaba vacía. Sobre la otra reposaba el cuerpo ya embalsamado de Franco. Santiago de Santiago fue extendiendo cuidadosamente una capa de aceite sobre la cara y moldeando a continuación las facciones con la escayola. Según su propia confesión, al tocar el cadáver, el escultor sintió como si estuviera acariciando el rostro de su padre, muerto un año antes. «Quise darle un beso en la frente, porque veía en ella la frente de mi padre. Todos los viejecitos se parecen al morir. Veía también en él a ese padre respetuoso que ha sido para España. No sé, puedo parecer cursi, pero si no le di el beso, fue porque la habitación se llenó inmediatamente de gente...».122 Esa misma sensación de orfandad, eficazmente transmitida por la lacrimógena lectura televisiva del testamento político efectuada por el presidente Arias, embargó el ánimo de muchos españoles que o bien procedían del bando de los vencedores de la guerra civil, o bien habían encontrado en cuarenta años de autoritarismo y paz social el marco adecuado para el desarrollo de su prosperidad material. Antes de que concluyera la jornada ya empezaban a formarse las colas que a la mañana siguiente desfilarían ante el féretro, envolviendo el centro de Madrid cual patéticos lazos mortuorios. «Los nervios no me dejan tener frío», declaró la mujer que, ocupando el primer puesto, se disponía a pasar la noche de pie, muy ligera de ropa. «Quiero dar las últimas gracias a Franco, porque con él hemos vivido como nunca».123 Muchos otros españoles, que nunca pudieron dejar de sentirse víctimas y herederos de la derrota o sobre quienes pesaba la frustración de ver transcurrir sus vidas en un país sin horizonte político, acogieron el óbito del anciano dictador como el inicio de una ansiada liberación. En numerosos hogares se rezó en silencio, pero en bastantes otros se descorchó champán. El día que murió Franco, Manuel Cañaveras de Gracia, alias Ramiro, encendió desafiante un puro a las seis de la mañana, delante de varios celadores del penal de Cartagena al que, tras serle conmutada la pena de muerte, había sido trasladado. Una 201
hora después José Fonfría Díaz, alias Ricardo, celebraba el suceso compartiendo una ración de gambas con otros presos de la cárcel de Jaén, a la que había sido enviado, por temor a las represalias que su comportamiento en el juicio pudiera acarrearle, por parte de sus camaradas del FRAP. El día que murió Franco, Manuel Blanco Chivite, Pablo Mayoral y algunos otros miembros de la comuna del Eme-ele en Carabanchel contemplaron desde una ventana de la Tercera Galería cómo los jóvenes internos del vecino reformatorio, tras formar como cada mañana en el patio en torno a una pequeña fuente, rompían filas en medio de un gran alboroto y numerosas muestras de alegría. El día que murió Franco los simpatizantes del FRAP que la habían acogido en su casa desde que el 6 de noviembre fuera puesta en libertad, observaron divertidos y atónitos cómo aquella chica a la que ahora llamaban Pilar se agarraba una deliciosa borrachera, mientras no cesaba de cantar y bailar sin otra prenda de vestir que un amplio camisón bajo el que latía una criatura a la que cincuenta y cuatro días y veintitantas horas antes se había arrebatado violentamente la propia posibilidad de conocer a su padre.
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SEGUNDO EPÍLOGO
Si Franco hubiera muerto dos meses antes, Hidalgo, Pito y los otros tres ejecutados todavía estarían vivos. A propuesta del nuevo ministro de Justicia, don Antonio Garrigues y Díaz Cañabete, la primera decisión del primer gobierno de la monarquía fue derogar quince artículos del Decreo-Ley Antiterrorista de 28 de agosto, entre ellos el que establecía la aplicación del procedimiento sumarísimo. Durante los primeros diez años del reinado de don Juan Carlos I la pena de muerte —abolida expresamente por la Constitución en 1978— no volvió a aplicarse en España. Si Franco hubiera muerto cinco meses antes, el teniente Pose y el policía Lucio Rodríguez, todavía estarían vivos. Tras el fallecimiento del dictador, el FRAP no volvió a cometer ningún atentado con víctimas mortales, abandonando luego por completo la «lucha armada». El Eme-ele solicitó en 1978 su legalización al Ministerio del Interior como Partido Comunista de España (marxista-leninista), no obteniéndola hasta 1981. En las elecciones generales de marzo de 1979 presentó, sin embargo, candidatos dentro de las listas de Izquierda Republicana, coalición que obtuvo 55.384 votos distribuidos entre más de treinta provincias y que presentó al escritor José Bergamín como aspirante a senador por Madrid. En octubre de 1982 el PCE (m-l) concurrió por primera vez a una consulta electoral con sus propias siglas, recogiendo 15.234 sufragios en toda España: no suficientes como para seguir alardeando de ser una «organización de masas» pero sí para alentar a sus dirigentes a mantener el fuego sagrado encendido. El tándem formado por Raúl Marco y Elena Odena continúa rigiendo en 1985 los destinos del Partido y tanto Pablo Mayoral como sobre todo Manuel Blanco Chivite desempeñan funciones importantes dentro de su estructura. Las actitudes que los restantes supervivientes de los Consejos de Guerra de 1975 mantienen hoy en día respecto a la organización cuyos designios contribuyeron a colocarles al borde de la tumba, son de lo más variadas. Así, Fernando Proenza, alias Manolo —detenido bastante después de la muerte de Franco, al ser reconocido por unos guardias civiles, clientes del bar Mirasierra donde trabaja, y beneficiado en seguida por la amnistía—, continúa siendo un bien dispuesto militante de base. En cambio Manuel Cañavares de Gracia, alias Ramiro, que consiguió terminar Filosofía y Letras y regenta un establecimiento de alcoholes en el poblado de Fuencarral, mantiene una actitud enormemente crítica hacia cuanto el «Partido» —del que, por supuesto, se desvinculó inmediatamente— significaba e hizo. Entre estas dos actitudes extremas quedan las más matizadas de Concepción Tristán (Sonia) —enfermera en 203
Cádiz— y María Jesús Dasca (Berta) —periodista en Barcelona— que, sin participar en las actividades del Eme-ele, mantienen lazos afectivos con los antiguos camaradas. El caso Fonfría es, naturalmente, distinto. Un día del mes de agosto de 1976 González Gutiérrez-Barquín recibió una llamada de Mari, en un tono de voz que revelaba una gran excitación. —¿Hay algún problema con Pepe? —¡Qué va! Está en libertad. Está aquí, en Motril... —¿Cómo? Pedrito no podía dar crédito a lo que acababa de oír, puesto que la amnistía aprobada por el Gobierno Suárez nada más tomar posesión, excluía clara y expresamente de su ámbito de aplicación a los condenados por delitos de sangre y él lo había sido como cómplice de un asesinato. El abogado daba por hecho que Fonfría no tendría que pasar los veinte años de condena en la cárcel, pero no podía imaginar que ni siquiera llegaría a cumplir uno. Ante todo se alegraba por él y por su mujer —en Navidades habían tenido el detalle de mandarle champán y un cuadro con la paloma picassiana de la paz—, pero al mismo tiempo volvían a asaltarle las dudas sobre lo ocurrido durante el juicio. En el bar Supremo encontró a Juanjo Aguirre y Gerardo Viada que, al igual que muchos otros compañeros, mantenían desde hacía meses una actitud muy fría y distante cada vez que se topaban con él. Tuvo que romper el hielo, contándoles lo que acababa de saber. Ellos reaccionaron indignados. —Fonfría está en libertad... —Lo ves, Pedro. Ese tío ha pactado... Ese tío ha pactado con los militares y a ti te han liado... Es así, Pedro, es así. La siguiente persona a quien Pedrito explicó lo ocurrido fue a su viejo compañero de estudios el periodista de Cambio 16 Ignacio Álvarez Vara, quien puesto sobre la pista entrevistó en su lugar de veraneo al feliz matrimonio. «Yo pensé en un principio que no podía ser él o que se había escapado», le dijo Mari. «A mí también me cogió de sorpresa —añadió Fonfría—. Por lo visto el telegrama del juez llegó a la prisión de Córdoba, y en Jaén, donde yo estaba, no se recibió hasta la mañana siguiente. Ya libre, no tenía medio de avisar a nadie, decidí coger el autobús y aparecer sin más por esa puerta». Cuando el teniente general Vega Rodríguez, capitán general de la Primera Región Militar, leyó el artículo de Cambio 16 quedó estupefacto por la irregular aplicación de la amnistía en aquel caso y recabó información sobre el asunto. Oficialmente se acordó que se había tratado de un error, dictándose de nuevo orden de busca y captura contra Fonfría. Alertado, sin embargo, este a través de un contacto de Barquín en el Juzgado Militar, decidió poner tierra de por medio y pasó clandestinamente la frontera con Francia gracias a la ayuda de un militante de la Liga Comunista Revolucionaria. Fonfría regresó a España cuando en el 78 la segunda ley de amnistía supuso ya un terminante borrón y cuenta nueva con respecto a todos los delitos cometidos antes de la entrada en vigor de la Constitución. Volvió a ejercer como profesor de Ciencias 204
Naturales en un instituto de enseñanza media, manteniéndose al margen de la política, dedicado por completo a su mujer y a su hija, tratando de ahogar sus remordimientos en el pozo del olvido. Silvia Carretero asegura que en cierta ocasión se cruzaron en la calle y él apartó bruscamente la mirada. Cuando el Partido Socialista obtuvo mayoría absoluta en las elecciones de octubre de 1982, Gregorio Peces Barba fue cómodamente elevado a la condición de presidente del Congreso; Tomás de la Quadra Salcedo, cuyo veraneo en Benidorm le impidió siete años antes de participar en la defensa de Fonfría, fue designado ministro de Administración Territorial; y Pedro González Gutiérrez-Barquín, a quien sus colegas continúan llamando Pedrito resultó agraciado en la «pedrea» con el cargo de Secretario General Técnico del Ministerio de Justicia. Previamente había seguido en el ejercicio de la abogacía, recibiendo de vez en cuando encargos procedentes del próspero despacho de Carlos Rodríguez Devesa, aquel vocal ponente que después de haber convertido a su defendido en testigo de cargo contra sus compañeros, aún tuvo el detalle de vaticinarle un brillante futuro profesional. Contactado por el autor de este libro, Carlos Rodríguez Devesa se negó a aportar ninguna información sobre los sucesos de septiembre de 1975, alegando retóricamente que todas sus actuaciones debían considerarse afectadas por el secreto profesional. A pesar de ello, aseguró que en el Consejo de Guerra en que él intervino, los procesados «tuvieron todo tipo de garantías jurídicas de acuerdo con la legalidad vigente». Este punto de vista es compartido por buena parte de las personas que se sentaron en torno a la mesa del Consejo de Ministros aquel viernes día 26 de septiembre. Otros como el vicepresidente económico Cabello de Alba o el titular de Relaciones Sindicales Fernández Sordo aseguran que, si se pudiera reescribir la historia, tratarían de impedir las ejecuciones y lamentan no haber tenido entonces la oportunidad o el coraje para hacerlo. Especialmente singular es la actitud mental de José Solís que al ser preguntado por las penas de muerte, respondió en un principio que él no era ministro cuando sucedió aquello. De la veintena de hombres que configuraron ese último gobierno de Franco, solamente Fernando Suárez y Antonio Carro —diputados ambos por Alianza Popular— continúan en la política activa. Fernando Suárez niega haber afirmado jamás que la noche de las ejecuciones durmiera a pierna suelta y achaca la difusión de tales palabras a la inquina que atribuye a la periodista Pilar Urbano, en función de sus viejas rencillas con el Opus Dei. Ambicioso y brillante como pocos políticos del último franquismo, reconoce que la sombra de las ejecuciones ha planeado sobre su trayectoria pública, hasta convertirse en «mi colza particular». A diferencia del FRAP, el GRAPO, tras obtener su reválida de sangre en los atentados planeados como venganza a las ejecuciones, continuó a la muerte de Franco su escalada terrorista. El 18 de abril de 1979, Juan Carlos Delgado de Codex fue abatido por un único disparo, realizado por la policía desde considerable distancia en la madrileña plaza de Lavapiés. El 30 de agosto de 1980, Abelardo Collazo Araujo resultó 205
muerto al recibir varios disparos efectuados por cuatro inspectores de la Brigada de Información que le abordaron en las inmediaciones de la calle Bravo Murillo. El 5 de septiembre de 1981, Enrique Cerdán Calixto cayó acribillado con una metralleta entre las manos, después de una espectacular persecución policial por los tejados del barrio barcelonés de Vallcarca. El 9 de junio de 1984 después de cumplir seis años de prisión, Manuel Pérez Martínez, el camarada Arenas, fue puesto en libertad, hallándose desde entonces en paradero desconocido. El periodista Pío Moa, quinto integrante de la dirección del PCE (r) que en el verano de 1975 puso en marcha el GRAPO, abandonó pronto la organización, acogiéndose a las medidas de reinserción social impulsadas por el ministro Rosón y difundiendo duros alegatos contra el terrorismo a través de diversos medios de comunicación. El supercomisario Conesa, implacable enemigo del GRAPO como antes lo había sido del FRAP, obtuvo una enorme notoriedad pública a raíz de la liberación en febrero de 1977 de los secuestrados Oriol y Villaescusa. Esta súbita popularidad concitó igualmente sobre él un alud de testimonios, acusándole de torturas a los detenidos. En 1979 tras ser relevado en el cargo de comisario general de Información por el comisario Ballesteros, alcanzó la edad de jubilación, perdiéndose todo rastro de él. Al parecer reside en Canarias.
Carta dirigida por Santiago García Sanz al abogado Gerardo Viada el 5 de febrero de 1976 desde el Hospital Provincial de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza. Se trata de un original a máquina, presuntamente tecleado por otra persona. Muy Sr. mío: Me dirijo a usted rogándole perdone si me he equivocado, creo que usted fue el abogado defensor de mi hermano Ramón García Sanz, fallecido el 28 de septiembre de 1975, en las últimas ejecuciones. Soy su único familiar que no pude acudir a Madrid, el día de su fallecimiento, por no permitírmelo el médico, ya que mi estado de salud deja mucho que desear. Como yo no he podido saber de mi hermano en sus últimos momentos, le agradecería que me dijese si usted lo sabe, si mi hermano tenía alguna cosa que yo pudiese conservar como recuerdo, ya que creo que es usted el único que lo puede saber, y me dijese si en caso afirmativo puedo hacer algo para recuperarla. Le agradecería que aunque fuese mucha molestia para usted, hiciese el favor de contestarme, ya que para mí sería una de las pocas alegrías que puedo tener. Tengo veinticinco años y creo que no me podré poner bien en mucho tiempo, ya que toda mi vida he estado enfermo. Dándole las gracias de antemano le saluda respetuosamente SANTIAGO GARCÍA SANZ
Carta dirigida por el abogado Gerardo Viada a Santiago García Sanz y remitida el 17 de febrero a la Sala San Cosme (cama 2) del Hospital Provincial Ntra. Sra. de Gracia de Zaragoza: 206
Querido amigo: Te escribo en mi nombre y en el de Juan Aguirre Alonso, compañero mío y designado como titular por tu hermano para su defensa. Nos produce gran satisfacción tener, al fin, noticias tuyas. Únicamente tuvimos contacto con tu tío que vino a Madrid para asistir al juicio, y apenas pudimos hablar unos minutos, debido a lo apremiante de la situación. A tu hermano Ramón solo pudimos verle cuatro veces —la noche anterior al juicio y en El Goloso—, pero fueron suficientes para darnos cuenta de su categoría humana. Fueron entrevistas intensas, cargadas de emoción, donde Ramón nos dio un auténtico ejemplo de serenidad, valentía y honradez. Nos resulta realmente difícil explicarte, por carta, lo que fue el juicio y la ejecución. Algún día te haremos una visita e intentaremos explicarte de palabra lo que realmente ocurrió. Nos imaginamos que la única información que tienes es la de la prensa, que como te podrás suponer es incompleta y tendenciosa. De cualquier forma lo que sí sabrás es que los nueve abogados civiles que participamos en el juicio, fuimos relevados de la Defensa por querer defender de verdad y no participar en aquella farsa. Respecto a esto, Ramón nos había dicho con anterioridad que si no podíamos defender libremente, era mejor que renunciáramos. Asimismo, Ramón rechazó públicamente al Comandante del Ejército que nos sustituyó. Ramón, antes de ser ejecutado, escribió una pequeña nota —hoy unida al Sumario— en la que te nombraba a ti heredero universal de todos sus bienes. Ya hemos realizado las gestiones oportunas en el Juzgado Militar para que te envíen sus objetos personales (reloj, cartera, etc.). Creemos que no habrá ningún problema, y ya les hemos facilitado tu dirección, por lo que esperamos que este asunto se resolverá pronto. Como puedes observar, Ramón se acordó mucho de ti en los últimos momentos. A nosotros no nos permitieron pasar la última noche con él, porque ya habíamos sido relevados de la defensa, y Ramón no quiso hablar con el Comandante. Pasó su última noche solamente con sus compañeros. Si hay una cosa en la que hemos coincidido es que fue el más sereno y tranquilo de todos. El Párroco de Hoyo de Manzanares, que habló con ellos momentos antes de su muerte, nos dijo que estaba profundamente impresionado por su serenidad y valentía. Ramón —no lo dudes— tenía la seguridad que únicamente gozan aquellos que tienen la conciencia tranquila y que saben que algún día se les hará Justicia. Adjunto te envío fotocopias de algunos documentos que tenemos. Son un escrito que dirigimos al Capitán General informándole de los hechos, y un artículo de Blanco y Negro que fue secuestrado. En él, a pesar de que no es exacto y tiene algunos errores, se narran los últimos momentos. Espero que todo ello te ayude a ir formándote una idea clara de los hechos. Nos gustaría mucho mantener correspondencia contigo y si quieres alguna cosa o saber algo en concreto, no dudes en pedírnoslo, porque puedes tener la seguridad que el recuerdo de Ramón va a ser muy difícil de olvidar. Un fuerte abrazo, GERARDO VIADA FERNÁNDEZ-VELILLA
Carta dirigida por Santiago García Sanz al abogado Gerardo Viada el 5 de mayo de 1976 desde el Hogar Provincial Doz de Tarazona (Zaragoza). Se trata de un original a máquina, presuntamente tecleado por otra persona. Muy señor mío: Contesto a su carta del 17 de febrero la que agradezco sinceramente por cuanto de consuelo sirve para mí su contenido.
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Me fue totalmente imposible desplazarme a Madrid de una parte por mis condiciones físicas, y de otra por no disponer de medios económicos para tal fin. Sin embargo, seguí todo el proceso a través de los medios informativos, con la natural congoja y pena. No sabe cuánto me ha alegrado su carta, en la que me habla de mi hermano, y de la entereza que mostró en sus últimos momentos. De verdad que me ha emocionado su lectura y el saber el interés que ustedes demostraron en defenderle de verdad. Mi emoción es tan grande que no acierto a expresarles mi agradecimiento con las palabras idóneas. Únicamente les digo: muchas gracias de todo corazón. En su carta me indica que estaban realizando las gestiones oportunas para que se me enviasen los efectos personales, mas es la fecha que no he tenido ni recibido ninguna notificación al efecto; por ello le ruego se interese porque este asunto pueda quedar solucionado. Igualmente se me indica que por mi hermano se me nombraba heredero universal de sus bienes, desearía saber cómo puedo conocer a qué bienes se refiere y si es que tenía algunos rogándole, se tome interés en este punto, dado que mis condiciones económicas, como usted puede comprender son bien precarias. En espera de sus gratas noticias, salúdale suyo affmo. SANTIAGO GARCÍA SANZ
Texto de los párrafos alusivos a Santiago García Sanz incluidos en el informe sobre las ejecuciones y sus secuelas, publicado en la revista Posible el 23 de septiembre de 1976. «Santiago, el hermano, padecía una poliomielitis de nacimiento, estuvo en el Hogar de Huérfanos Pignatelli, y siempre de asilo en asilo; terminó a sus veinticinco años en uno de ancianos e inválidos de Tarazona. A las dos de la madrugada del viernes 26 al sábado 27 fue despertado por el director y la guardia civil que le comunicaron que su hermano iba a ser ejecutado horas después. Sufrió un shock nervioso del que todavía no se ha repuesto, y que le impide realizar las dos únicas actividades que venía desarrollando: aprendiz de sastre y dibujante...». Hoy, un año después, el testamento de García Sanz no ha sido ejecutado todavía. Ni el aparato de radio, ni el reloj, ni la cartera, ni el sueldo que le adeudaban en la cerrajería en que trabajaba le han sido entregados a su hermano, que de las 1.500 pesetas de la pensión que recibe, paga 1.000 al asilo de Tarazona. Posible, al tratar de ponerse en contacto con él el pasado día 17, recibió esta noticia del director del Hogar de Ancianos e Inválidos de Tarazona, señor Rezza: «Ya no está aquí, se nos escapó hace una semana porque lo castigamos con un mes sin salir por un acto inmoral. Es un elemento muy rebelde, él alega que le entró una depresión moral después de lo que le pasó a su hermano, pero aquí ha cometido muchas pifias y hasta ahora se le han ido tolerando». Santiago García Sanz, con una pierna impedida, ayudado de una muleta, parece que ha huido a Zaragoza con «un muchacho que está colocado en Inválidos Civiles que trabaja de abrecoches». El señor Rezza cree que «cuando se le acabe el dinero, volverá».
Transcripción literal de la carta manuscrita dirigida por Santiago García Sanz al abogado Gerardo Viada el 15 de noviembre de 1977 desde el Hospital Provincial de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza: Apreciable Gerardo: Esta sirve para decirte que recibí tu carta en la cual me dice que recibió mi autorización, y que ha presentado el correspondiente escrito al Juzgado Militar, en lo cual le agradeceré que me tenga al
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corriente. También me dice que ha facilitado mi dirección a los compañeros de mi hermano en lo cual no an estado más que una vez y me dijeron que me hivan a ayudar y me llevarían a donde esta mi hermano en lo cual no lo an hecho y ya no se nada más de ellos, le agradeceré que si les ve les diga que si apreciaban a mi hermano de verdad; que no me dejen en el olvido y que vengan lo antes posible a dialogar conmigo, ellos me dijeron que me hivan a ayudar en lo cual aun estoy esperando a que lo hagan, pues que con lo que me pagan de invalidez lo doy todo para el hospital por la estancia, así que si ellos no son capaces de ayudarme le agradecería que usted me ayudara, pues como le digo no me queda ni para un paquete de tabaco. Le digo que si no recibo ayuda por ningún lado estoy dispuesto a cometer una locura, quiero con esto decir que voy abandonar el hospital y todo y me voy a ir a Madrid para verle a usted y me diga donde esta mi hermano para ir a verlo, osea que si me escapo ya no me admitirán más en este centro sanitario en fin lo dejo en sus manos para que haga todo lo posible en ayudarme; y si me fui de Tarazona fue porque me estuvieron amargándome la esistencia todo el tiempo que estube, lo sentí en lo más profundo de mi ser por sus padres porque me querían mucho, recuerdos a sus padres y demás familia sin mas reciba un fuerte abrazo, SANTIAGO GARCÍA P.D. Escriba pronto.
Carta dirigida por la asistente social María Pilar de Lobián al abogado Gerardo Viada, el 13 de septiembre de 1978. Muy señor mío: De nuevo me dirijo a usted para ver si puede informarme sobre el asunto de la herencia de Santiago García Sanz, hermano de Ramón García Sanz, que fue ejecutado el 27 de septiembre de 1975. Santiago ha vuelto a este Hospital Provincial donde está hospitalizado y dice que se acuerda de la conversación con usted, referente a los bienes de su hermano, por lo que le agradecería que si sabe usted algo, le escriba a la dirección que le doy. Dándole las gracias de antemano, le saluda MARÍA DEL PILAR DE LOBIÁN A. SOCIAL
Transcripción literal de la carta manuscrita dirigida por Santiago García Sanz al abogado Gerardo Viada el 22 de septiembre de 1978 desde el Hospital Provincial Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza: Apreciable Gerardo: He recibido tu carta en la cual me ha servido de mucha satisfacción: En lo que me dices que si quiero que facilites mi direción, a los compañeros de mi hermano pues me complacería en que se les facilitara lo antes posible para poder tener contacto con ellos. También me dices que vas a mirar en el Juzgado lo de la herencia, pues estare esperando, tu contestación con el resultado, de dicha gestión, así que ya me disculpo el no haberte escrito antes, pues y estado bastante enfermo incluso en el Sanatorio del Cascajo o Royo Villanoba, así que les das recuerdos a los tuyos y demás amistades de mi hermano. En espera de tu pronta contestación me despido con un apretón de manos. SANTI
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Carta dirigida por la asistente social María Pilar de Lobián al abogado Gerardo Viada el 28 de octubre de 1978. Muy señor mío: Le escribo de nuevo porque Santiago García Sanz, después de enviarle la autorización que usted envió por correo se extraña de no recibir nada y teme no le haya llegado la referida autorización. Santiago dice que la cama y el somier puede usted venderla (lo veo muy difícil) o regalarla en caso de que esté bien a alguna persona que lo necesite o lo que crea oportuno, ya que el enviarla aquí va a ser un lío puesto que Santigo no tiene casa. En cuanto a los demás objetos, puede enviarlos a este Hospital Provincial porque suponemos no serán muy voluminosos. Santiago encarga sus saludos a los compañeros de su hermano Ramón y dice espera su visita o que le escriban. Con saludos a sus padres y hermano a los que Santiago dice que conoce de Tarazona de Aragón. Dándole de antemano las gracias, queda de usted MARÍA DEL PILAR DE LOBIÁN
Carta dirigida por la asistente social María del Pilar de Lobián al abogado Gerardo Viada el 5 de junio de 1979 con membrete del Servicio de Asistencia Social del Hospital Real y Provincial de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza: Muy señor mío: Después de saludar paso a comunicarle la muerte de Santiago García Sanz, ocurrida en la calle creo que el día 25 de abril del presente año. La noticia se ha sabido en este hospital de una manera casual y se hicieron las gestiones oportunas para comprobarlo y desgraciadamente así ha sido. Santiago abandonó el hospital y empezó a vivir su vida, pero sus condiciones físicas eran muy delicadas, necesitaba constantemente asistencia médica y los que nos preocupábamos por él, esperábamos su regreso al hospital como otras veces había pasado, pero no ha sido así, ni nos enteramos nadie por la prensa local. Sabemos que murió en la calle de madrugada y alguien lo encontró muerto y avisó a la policía. Es una pena, pero no hay ningún remedio. Le saluda cordialmente MARÍA DEL PILAR DE LOBIÁN
Aún hay más. El 6 de julio de 1983 Erundina Sollas recogía los cacharros en la cocina del noveno piso del número 174 de la Travesía de Vigo. A su lado Manuel Ángel, el muchacho que se quemó la piel el día que fusilaron a su hermano, permanecía de pie mirando fijamente a un jarrón con flores colocado sobre la repisa y a la ventana situada inmediatamente detrás. Perdida en su trajinar, Erundina se alejó unos pasos, dándole la espalda. Primero escuchó un ruido; luego, al cabo de un segundo, otro más lejano y sordo. 210
—Manuel, ¿qué tiraste? ¿Te cayó algo? Erundina Sollas no obtuvo respuesta. Al volverse vio el jarrón hecho añicos y la ventana abierta. Llena de angustia se abalanzó sobre la repisa, descubriendo allá abajo el cuerpo destrozado del muchacho. Empezó a gritar y a llorar, pero enseguida sintió el mismo vacío interior que la mañana de las ejecuciones, la misma mezcla de resignación e impotencia que aquel día, veinte años atrás, en que la muerte de la pequeñita estropeó la Primera Comunión de José Luis. Una mano negra —la misma que se llevó a la niña, que apretó el gatillo en las lomas de El Palancar y que ahora acababa de empujar al chico — perseguía implacablemente a su familia. Contra eso, ella no podía luchar. Tras el suicidio de Manuel Ángel, Erundina Sollas no tiene en Vigo sino a la menor de sus tres hijas vivas. Carmen se casó y reside en Canadá. Vicky continúa en Murcia separada ya de aquel marido que sentía vergüenza de su hermano, y entregada en cuerpo y alma a su trabajo como monitora infantil de teatro. Nunca ha olvidado el último abrazo de Luis ni las palabras que le dijo: sin ser militante del Eme-ele aceptó formar parte de su candidatura en las últimas elecciones municipales. La pequeña, Dolores Fe, también ha estado sometida a tratamiento psiquiátrico, saliendo adelante a base de fuertes dosis de medicamentos. Su madre teme también por ella y, siempre que tiene oportunidad, hace en voz alta el inventario de su tragedia. Tengo miedo... No sé qué decir, no sé qué hablar... ¿Acaso sirve para algo hablar... ? Solo sé que tengo mucho miedo y no sé de qué, pues, ¿qué más pueden hacerme...? ¡Eh! ¿Qué más pueden hacerme...? Pues yo se lo diré: más, no pueden hacerme nada... Pero si el otro se me tiró por la ventana, ¿por qué no puede hacerlo esta... ? Los dos sufrieron por igual. Con la pérdida del otro todos caímos enfermos. Absolutamente todos. Pero yo me recuperé, y nos recuperamos, pero Manoliño y esta fueron los que más sufrieron... Entonces, si se me tira por la ventana, ¿qué hago yo...? Pues tirarme también, filiño, tirarme también. Eso es lo que entonces debo de hacer. Eso es lo común. Y también lo justo... porque ya casi no tenemos fuerzas para seguir. Yo estuve loca de la cabeza. Anduvimos a tumbos. Nos reventaron. Literalmente. Nos reventaron. Y nadie nos dijo una palabra de cariño. Nadie quiso, siquiera, comprendernos, y yo siempre había escuchado: «Hay de todo en la viña del Señor: personas buenas y personas malas». Pues bien, ¿dónde están los buenos?, ¿dónde? Yo hace mucho tiempo que no los vi. Y ahora pienso que tal vez no los haya visto nunca. Manoliño no quiso aceptar que su hermano estaba muerto. No podía vivir así. Desde aquel día anduvo de hospital en hospital. Primero en Murcia, luego en Madrid y, finalmente, en Puxeiros. Entrando y saliendo. Constantemente. Con épocas buenas y épocas malas. Pero cada momento que pasaba se le veía más abrumado por las cosas que nos hicieron. Se sentía inútil. Había perdido el Norte. Llegaba a Puxeiros y no podía estar. Entonces el médico le decía que viniera para casa. Estaba aquí y después de poco tiempo, tampoco podía estar. Entonces yo le decía que marchara a las cafeterías, y tampoco podía estar... Llegó un momento en que no podía estar en ningún sitio, en ningún lugar. ¿Por qué...? Y ahora ya no me queda ningún hijito. Me los arrebataron. ¿Y qué les hice yo para que me trataran así...?124
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ÚLTIMA ESCENA
Verano de 1984. Una niña de ocho años corre completamente desnuda sobre la blanquísima arena de una pequeña y recóndita playa de las Islas Cíes frente a la bahía de Vigo. Su verdadero nombre es playa Figueiras, pero vulgarmente se la conoce como playa de Los Alemanes y de un tiempo a esta parte algunos jóvenes han dado en llamarla playa «Libertad». Tras la niña, corre su madre, riendo y batiendo palmas. —¡Luisa, Luisa... no te escapes! ¡Venga, no seas friolera, vamos al agua! Ella tampoco lleva nada de ropa encima. A los treinta y un años, Silvia Carretero es una mujer algo más llena y redondeada. El uniforme bronceado de su piel, sin marca de bañador alguna, le proporciona un aspecto magnífico, totalmente coherente con la alegría, el buen humor, las ganas de vivir que irradia por todas partes. En la recámara de su corazón quedan los tristes sucesos del pasado. A primeros de noviembre del 75 salió de Yeserías, cambió el nombre de guerra de Andrea por el de Pilar y continuó trabajando para el FRAP. Antes de Navidad salió de España y se instaló en París, donde los intelectuales comprometidos —llegó a vivir un tiempo en casa de Costa Gavras— la acogieron como una auténtica heroína. En enero nació la niña. Aunque Luis siempre pensó que se trataría de un chico, ella cumplió su promesa de la noche en capilla y le puso los nombres de los tres fusilados al amanecer: Luisa Ramona Humberta. Viendo correr a su hija en ese diminuto paraíso al borde del mar, Silvia no puede evitar un estremecimiento interior. El pelo negro, el corte de cara, pero sobre todo la forma de moverse —así tan cargadita de espaldas— le recuerdan muchísimo a su padre, aquel chico tan simpático y activo que un día le propuso en el metro hablarle de la emancipación de la mujer albanesa. De regreso a España, Silvia se desvinculó pronto de los viejos «camaradas», adoptando una actitud cada vez más crítica hacia la forma en que el «Eme-ele» embarcó a sus militantes en un viaje sin retorno. Seguidamente ingresó en el PSOE, consiguió trabajo como funcionaria en el Ayuntamiento de Madrid y se casó con un chico del PCE —de nuevo esa querencia sentimental por las izquierdas— algo más joven que ella. Después de pasar varias horas en la playa nudista, la madre y la niña desandan entre pinos el camino hacia el embarcadero, donde deben coger el ferry que las devolverá a Vigo. Hundido entre la roca hay allí un destartalado restaurante, en el que los jóvenes 212
que llegan de acampada con sus tiendas y sacos de dormir en el petate, reponen fuerzas y compran botellines precintados de agua mineral en envase de plástico. Lo único agradable del restaurante es una especie de terraza con varias mesas colocadas sobre una plataforma de cemento, a escasos metros de la cual siempre revolotean las gaviotas. Sentada delante de un plato de paella, Luisa plantea entonces, por primera vez en su vida, la pregunta que Silvia ha dudado en muchas ocasiones si será capaz de contestar. —Mamá, mamá..., ¿es cierto eso que dice la abuelita de que papá murió en un accidente? Por un momento Silvia parece dispuesta a responder con alguna evasiva, dejando el asunto pendiente para cuando la niña crezca. Su mirada queda, sin embargo, fija en esos ojos penetrantes tan llenos de personalidad, tan parecidos a los de aquel muchacho que poco antes de morir susurró a su oído que ella había sido la única mujer de su vida. Las palabras del camarada Hidalgo salen a flote en su memoria: «Quiero que no le ocultes nada a nuestro hijo, quiero que sepa toda la verdad y que lo eduques en los principios del marxismo-leninismo...». No, ella no educará a la niña en los principios del marxismo-leninismo, pero sí le contará toda la verdad. —Mira, Luisa, tu padre no murió en un accidente. A tu padre lo fusiló Franco... Le dieron cuatro tiros porque luchó contra la dictadura... Pero de verdad que era un tío cojonudo. Cuando seas mayor te lo terminaré de explicar. Te lo prometo, mi amor.
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Notas 1. «La defensa del búnker», Cambio 16, n.º 169 (10-II-1975), pp. 28-29.
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2. Octavio Cabezas, Manuel Fraga, semblanza de un hombre de Estado, Sala Editorial, p. 348.
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3. Manuel Fraga Iribarne, Memoria breve de una vida pública, Planeta, p. 346.
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4. Cambio 16, art. cit.
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5. «La rebelión de las Ramblas», Cambio 16, n.° 168 (20-I-1975), pp. 14-18.
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6. Artículo publicado en Tele-Expres.
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7. Artículo publicado en La Vanguardia.
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8. «Huelga Superstar», Cambio 16, n.° 170 (17-II-1975), pp. 8-12.
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9. Declaraciones al diario Arriba.
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10. Arriba (5-II-1975), p. 11.
223
11. Cambio 16, art. cit.
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12. «1.001: ya salen», Cambio 16, n.° 171 (24-II-1975), pp. 8-12.
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13. Cambio 16, art. cit.
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14. Manuel Fraga Iribarne, op. cit., p. 349.
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15. Ricardo de la Cierva, «Crónicas de la transición: el trasfondo y fracaso de la operación Fraga», Gaceta Ilustrada, n.° 963 (23-XII-1974).
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16. José Oneto, «Arias entre dos crisis 1973-1975», Cambio 16, p. 187.
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17. Así sigue siendo treinta años después de la publicación de este libro y, por lo tanto, cuarenta años después de la muerte de Vayo.
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18. Anuario del Banco de Bilbao, 1983.
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19. Rodolfo Martín Villa, Al Servicio del Estado, Planeta, 1984, p. 41.
232
20. Jorge Jordana de Pozas, director general de Emigración, a Pilar Urbano en España cambia la piel, Sedmay, 1976, p. 62.
233
21. «El chocolate del loro», Cambio 16, n.º 183 (9-VI-1975), p. 42.
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22. Ramón Tamames, «El otoño de la economía española», Cuadernos para el Diálogo, 1975.
235
23. ¡Hola! (4-I-1975).
236
24. Semana, marzo de 1975.
237
25. «Slip de castidad», Cambio 16, n.° 203 (27-X-1975), p. 81.
238
26. Emilio Romero, Prólogo para un rey, Planeta, 1976, p. 13.
239
27. «Con los duques de Cádiz en su casa», ¡Hola! (15-VI-1975).
240
28. Ideologías para un rey, Aguaribay, 1975.
241
29. Gregorio Morán, Adolfo Suárez, historia de una ambición, Planeta, 1979, p. 288.
242
30. Pilar Urbano, op. cit., p. 56.
243
31. Ibidem, p. 96.
244
32. Ibidem, p. 266.
245
33. Laureano López Rodó, La larga marcha hacia la monarquía, Plaza & Janés, 1979, p. 635.
246
34. «En el umbral», Cambio 16, n.° 184 (16-VI-1975), p. 10.
247
35. «Que se quema», Cambio 16, n.° 181 (26-V-1975), p. 8.
248
36. Pío Moa, De un tiempo, y de un país, Ediciones De la Torre, 1982, p. 157.
249
37. Ibidem, p. 159.
250
38. Arriba (16-VII-1975), p. 10.
251
39. «Superagente Conesa, esta es su vida», Diario 16, cap. 4 (28-III-1977), p. 17.
252
40. Ibidem, cap. 6 (30-III-1977), p. 8.
253
41. Vicente Pozuelo Escudero, Los últimos 476 días de Franco, Planeta, 1980, p. 182.
254
42. Ya (20-VII-1975), p. 4.
255
43. Francisco Caparrós, La UMD: militares rebeldes, Argos Vergara, 1983, p. 78.
256
44. «Historia de la Transición». «Vida, pasión y muerte de la UMD», Diario 16, cap. 7, p. 100.
257
45. «Historia de la Transición». «El parte de Miláns del Bosch», Diario 16, cap. 7, p. 106.
258
46. «Report of an Amnesty International Mission to Spain», Londres, 1975, p. 18.
259
47. Ibidem, p. 19.
260
48. Jesús Infante, El Ejército de Franco y de Juan Carlos, Ruedo Ibérico, 1976, p. 145.
261
49. Carlos Fernández, Los militares en la Transición política, Argos Vergara, 1982, p. 41.
262
50. Pedro J. Ramírez, Así se ganaron las elecciones, Planeta, 1977, p. 55.
263
51. Ibidem.
264
52. Cambio 16, n.º 192 (11-VIII-1975), p. 18.
265
53. Carlos Fernández, op. cit., p. 40
266
54. Ya (17-VIII-1975), p. 29.
267
55. «Fraga dijo no», Cambio 16, n.° 195 (1-IX.1975), p. 10.
268
56. Manuel Fraga Iribarne, op. cit., p. 362.
269
57. Vicente Pozuelo Escudero, op. cit., p. 193.
270
58. «Pena de muerte, no», Cambio 16, n.° 165 (13-1-1975), p. 8.
271
59. Vicente Pozuelo Escudero, op. cit., p. 200.
272
60. Fernando Díaz Plaja, La España Franquista en sus Documentos, Plaza & Janés, 1976, p. 591.
273
61. Luis González Seara, «El año del conejo», Cambio 16, n.° 172 (3-111-1975), p. 11.
274
62. «La tirada de Cambio», Cambio 16, n.° 180 (20-IV-1975), p. 25.
275
63. ABC (29-X-1975), p. 4.
276
64. «¿Hasta cuándo?», Arriba (2-XI-1975), p. 4.
277
65. «¡Milagro, milagro!», Cambio 16, n.º 195 (1-IX-1975), p. 19.
278
66. «Que se vaya», Cambio 16, n.º 177 (28-IV-1975), p. 10.
279
67. «Pleito familiar», Cambio 16, n.° 203 (27-X-1975).
280
68. «Radiografía del año 75», Difusora Internacional, S. A.
281
69. Ibidem.
282
70. Ibidem.
283
71. Antes de que transcurriera un año de esas declaraciones, el 2 de agosto de 1976, Cecilia fallecería trágicamente en un accidente de carretera.
284
72. Manuel Fraga Iribarne, op. cit., p. 364.
285
73. Ese mismo criterio de retroactividad fue aplicado por la Sección Especial de la Justicia Francesa constituido por el Gobierno colaboracionista de Vichy para condenar a muerte a miembros de la resistencia. Los hechos fueron recogidos en la película Sección Especial de Costa Gavras galardonada en Cannes precisamente en 1975.
286
74. «Acorralados», Cambio 16, n.° 199 (29-IX-1975), p. 12.
287
75. «Inquietud», Cambio 16, n.° 199 (29-IX-1975), p. 6.
288
76. Ramón Chao, Aprés Franco, l’Espagne, Stock, París, 1975, p. 126.
289
77. Publicado el 8 de enero de 1975.
290
78. L’Europeo, 10 de octubre de 1975.
291
79. Ramón Chao, op. cit., p. 250.
292
80. Ibidem, pp. 253-255.
293
81. Ibidem, p. 198.
294
82. Ibidem, p. 225.
295
83. Ibidem, p. 53.
296
84. «Historia de la Transición», Diario 16, p. 133.
297
85. Ibidem, p. 144
298
86. Laureano López Rodó, op. cit., p. 638.
299
87. «El péndulo», Arriba, 13 de septiembre de 1975.
300
88. «El péndulo», Arriba, 14 de septiembre de 1975.
301
89. «La colmena», Arriba, 30 de septiembre de 1975.
302
90. «La colmena», Arriba, 27 de septiembre de 1975.
303
91. ABC, 27 de septiembre de 1975, p. 1.
304
92. Ibidem, p. 5.
305
93. «La vuelta de don Camilo», Cambio 16, n.º 209 (8-XII-1975), p. 41.
306
94. «A toda ira», Cambio 16, n.° 200 (6-X-1975), p. 12.
307
95. ABC (27-IX-1975), p. 3.
308
96. Pío Moa, op. cit., p. 168.
309
97. «No al aislamiento», Cambio 16, n.° 200 (6-X-1975), p. 23.
310
98. «Los hechos», Arriba (2-X-1975), p. 1.
311
99. Pío Moa, op. cit., p. 170.
312
100. «Plaza de Oriente», Cambio 16, n.º 200 (6-X-1975), p. 20.
313
101. Vicente Pozuelo, op. cit., p. 212.
314
102. Pío Moa, op. cit., p. 171.
315
103. Fernando Ónega, «El péndulo», Arriba (5-X-1975), p. 7.
316
104. Arriba (10-X-1975), p. 47.
317
105. Ibidem, p. 1.
318
106. «Serrat: voz y veto», Cambio 16, n.º 202 (20-X-1975), p. 42.
319
107. Ramón Garriga, La señora de El Pardo, Planeta, 1979, p. 347.
320
108. Vicente Pozuelo, op. cit., p. 216.
321
109. Ibidem, p. 219.
322
110. Ibidem, p. 220.
323
111. Laureano López Rodó, op. cit., p. 642.
324
112. Torcuato Luca de Tena, Señor exministro, Planeta, 1976, p. 514.
325
113. «Historia de la Transición», Diario 16, p. 154.
326
114. Laureano López Rodó, op. cit., p. 646.
327
115. ABC (25-X-1975), p. 13.
328
116. Vicente Pozuelo, op. cit., p. 230.
329
117. ABC (4-XI-1975), p. 7.
330
118. Vicente Pozuelo, op. cit., p. 232.
331
119. ABC (6-XI-1975), p. 6.
332
120. Arriba (26-X-1975), p. 1.
333
121. Vicente Pozuelo, op. cit., p. 241.
334
122. Declaraciones al diario Arriba (28-XI-1975).
335
123. ABC (21-XI-1975), p. 94.
336
124. Erundina Sollas al periodista Gregorio Roldán, Diario 16 (24-VII-1983), p. 40.
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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Pedro J. Ramírez Codina, 1985, 2015 © Del prólogo: Pedro J. Ramírez Codina, 2015 © La Esfera de los Libros, S.L., 2015 Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos 28002 Madrid Tel.: 91 296 02 00 www.esferalibros.com Primera edición en libro electrónico (mobi): noviembre de 2015 ISBN: 978-84-9970-542-4 (mobi) Conversión a libro electrónico: J. A. Diseño Editorial, S. L.
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Índice Dedicatoria Agradecimientos Prólogo. Víctimas del guión que España no siguió Lista de personajes Primera parte. Sembrando vientos 1. La luz en la ventana 2. Los últimos días de vino y rosas 3. Cerco al 18 de julio 4. Anatomía de un asesinato
3 4 5 11 14 15 31 49 72
Segunda parte. Cosechando tempestades 5. El final de la escapada 6. A reloj parado 7. Testigo de cargo 8. La ley del talión 9. Al alba, al alba
89 90 114 128 149 165
Primer epílogo Segundo epílogo Última escena Notas Créditos
185 203 212 214 338
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