El altar y el trono: ensayos sobre el catolicismo político iberoamericano 8476588011


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El altar y el trono: ensayos sobre el catolicismo político iberoamericano
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ARGUMENTOS DE LA POLÍTICA Serie coordinada por Francisco Colom, Juan García-Morán, José María Hernández y Fernando Quesada

PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

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Francisco Colom, Ángel Rivero (Eds.)

EL ALTAR Y EL TRONO Ensayos sobre el catolicismo político iberoamericano Óscar Blanco Humberto Cucchetti Luis Donatello Fortunato Mallimaci Carlos Alberto Patiño Antonio Rivera Elurbin Romero Carlos Ruiz

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura

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EL ALTAR y el trono : Ensayos sobre el catolicismo político iberoamericano / Francisco Colom, Ángel Rivero, editores — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial ; Bogotá : Universidad Nacional de Colombia, 2006 207 p. il. ; 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 158) ISBN 84-7658-801-1 1. I. Colom, Francisco, ed. II. Rivero, Ángel, ed. III. Colección

Primera edición: 2006 © Francisco Colom González et alii, 2006 © Anthropos Editorial, 2006 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) www.anthropos-editorial.com En coedición con la Universidad Nacional de Colombia, UNILIBROS. Director: Andrés Sicard Currea, Bogotá D.C., Colombia ISBN: 84-7658-801-1 Depósito legal: B. 46.867-2006 Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial (Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 6972296 / Fax: 93 5872661 Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada i Reixac Impreso en España – Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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INTRODUCCIÓN*

Durante la última década las relaciones entre religión y política han vuelto a erigirse en centro de la atención pública. Este interés responde a una nueva valoración del factor religioso en las sociedades contemporáneas y al creciente cuestionamiento de la equivalencia entre los procesos de modernización y secularización. La irrupción de un nuevo tipo de islamismo política y culturalmente beligerante, sin duda el fenómeno más llamativo en este sentido, ha supuesto un desafío no sólo para el sistema de relaciones internacionales surgido tras la guerra fría, sino para muchos de los supuestos sobre los que descansan las instituciones democráticas occidentales. Pero los ejemplos sobre la influencia social de los movimientos religiosos se multiplican en otras latitudes, como los Estados Unidos y América latina. Incluso en sociedades tan secularizadas como las europeas el debate sobre el significado del laicismo y el acomodo político del pluralismo religioso ha vuelto a resurgir con vigor. La sorpresa por la renovada actualidad de las relaciones entre religión y política en un Occidente que se percibe como moderno y, por tanto, secularizado, ha sido ampliada por producirse en un tiempo post-ideológico que, aparentemente, clausuraba los grandes relatos políticos de la modernidad sucesores de la religión como horizonte de sentido. Sin embargo, ni el conflicto entre religión y política está zanjado en los países que se presentan como vanguardia del progreso social ni la violencia extrema que puede * Los trabajos reunidos en este volumen son resultado del proyecto de investigación BFF 20202-04772 del Ministerio de Educación y Ciencia de España.

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alcanzar dicho conflicto queda tan lejos en su propia historia como para que se pueda olvidar. En las sociedades tradicionales europeas, esto es, en sociedades eminentemente agrarias, la religión fue durante siglos el principal instrumento de socialización, y así sigue siéndolo en muchos otros lugares hasta nuestros días. Esto quiere decir que el universo simbólico en que se socializaban los individuos poseía un formato religioso y que la autoridad social, las fidelidades colectivas y la legitimidad del orden político se entendían en esos mismos términos. Este tipo de cultura fue hegemónica en Occidente y sigue aún viva, aunque, evidentemente, no mantiene ya su posición privilegiada. La hegemonía en la socialización corresponde hoy en día al Estado y, crecientemente, a dinámicas políticas y culturales de naturaleza global. En el orden internacional que violenta y trabajosamente viene construyéndose desde la Paz de Westfalia los Estados buscaron, con mayor o menor éxito, afirmar su primacía sobre las religiones e incluso arrogarse el monopolio en la socialización de sus ciudadanos. Este proceso, una verdadera revolución cultural, supuso la sustitución de la religión por una cultura nacional en una dinámica de cambio social que se ha identificado tradicionalmente con la modernización y, en un sentido más restringido, con la secularización de las creencias y las costumbres. Durante siglos, sin embargo, el catolicismo ofreció la más tenaz resistencia a estos procesos en todas las esferas: no sólo reaccionó contra la Reforma protestante, sino que combatió sucesivamente al liberalismo, al Estado nacional, al socialismo, al comunismo y a los movimientos democráticos; en el plano cultural se opuso a la modernidad en general; filosóficamente rechazó tanto el racionalismo ilustrado como las doctrinas sensualistas; en teoría moral se enfrentó al utilitarismo y al individualismo; en el ámbito de las costumbres, a cualquier concesión a la autonomía sexual de los individuos; y por último, en el campo de la ciencia, ha condenado sistemáticamente las teorías y técnicas que pudieran ofender sus concepciones antropológicas. Todos estos rasgos convirtieron al catolicismo en un paradigma de religión antimoderna. Y sin embargo, sus relaciones con la modernidad han sido mucho más ambivalentes de lo que pueda parecer a primera vista. Como intentamos mostrar en este libro, en su dimensión social y política podemos encontrar en el 8

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catolicismo una faceta eminentemente reactiva, pero también una cierta capacidad de iniciativa propia. Con el término de catolicismo político aludimos precisamente a los movimientos que reclamaron una inspiración católica para los valores y fines de sus acciones, esto es, a la persecución de una política específicamente católica, no a la implicación de los católicos en actividades políticas. Las relaciones entre el poder religioso y el poder secular han sido una fuente de conflictos desde la instauración del cristianismo como religión pública en tiempos del emperador Constantino. Las tendencias cesaropapistas se han mantenido de hecho como una constante histórica del orbe cristiano que se ha expresado de muy diversas formas: en el conflicto de las investiduras, como galicanismo, regalismo, etc. Durante el período de la Reforma protestante el poder político de los príncipes cismáticos encontró la ocasión de reafirmar su hegemonía social frente al Papado. Por el contrario, en las sociedades de preponderancia católica la Iglesia, un poder transnacional, se vio obligada a pactar con los monarcas un acomodo político no exento de tensiones periódicas por el control de las instituciones religiosas locales. Fue a finales del siglo XVIII cuando la alianza del trono y el altar comenzó a tambalearse, dando pie a nuevas formas de articulación político-religiosa. Por su propia naturaleza ecuménica la Iglesia católica encajaba difícilmente en una concepción moderna del Estado que había reemplazado a su soberano tradicional, el monarca absoluto, por un nuevo sujeto colectivo: la nación. El viejo regalismo encontró así su reverso moderno en las tesis ultramontanas y en el enfrentamiento que mantuvo la Iglesia con el emergente Estado nacional. Así las cosas, el catolicismo se encontró ante la modernidad doblemente vinculado al Antiguo Régimen: en su condición de autoridad tradicional y como aliado político del absolutismo. La propia idea de la nación católica constituía una contradicción etimológica y política, pues una nación universal carecería de sentido, mientras que el contrato imaginario sobre el que se asienta la soberanía nacional se oponía a la constitución sobrenatural de la sociedad, tal y como lo entendía la teología política católica. Esta contradicción de principios quedó de manifiesto en los debates fundacionales de numerosos Estados modernos y se arrastró durante largo tiempo por Europa de la mano de diversas corrientes legitimistas. 9

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Desde su invención liberal, pues, y durante buena parte del siglo XIX, el Estado nacional fue objeto de la hostilidad de la Iglesia católica. Inversamente, en muchos países de hegemonía católica los agentes modernizadores identificaron a la Iglesia como un enemigo a batir. En el centro de esa pugna se encontraba el control de los instrumentos fundamentales para la construcción nacional: desde las escuelas, el currículo y el registro civil hasta el estatuto jurídico del clero y la desamortización de los bienes eclesiásticos. La primera estrategia política del catolicismo consistió en ligar los fundamentos culturales e institucionales del Estado a los principios religiosos. El universo de ideas reaccionarias alimentado por integristas, legitimistas, carlistas y ultramontanos contrapuso, en general, la naturaleza orgánica y providencial de las sociedades tradicionales a la fragmentación, artificiosidad y decadencia moral de los Estados liberales. Pensadores como de Maistre y de Bonald presentaron la vieja sociedad, desigual y paternalmente gobernada por el monarca, como ejemplo de un orden divino jerarquizado, al punto de convertir en paradigma el gobierno político de los Papas. El reloj de la historia, sin embargo, era irreversible y la restauración de una monarquía absoluta que religase las legitimidades del trono y del altar se mostró finalmente como una tarea imposible. Los procesos de desamortización y la prohibición de las órdenes religiosas terminaron por quebrar el poder financiero y social de la Iglesia decimonónica. Lentamente, y a remolque de las circunstancias, ésta se vio impelida a adoptar una estrategia más pragmática que le permitiese, en primer lugar, sobrevivir y, más allá de esto, articular un discurso político propiamente católico que orientara a su atemorizada grey en un entorno, el de la modernidad, percibido como mayoritariamente hostil. El clímax del enfrentamiento entre la Iglesia católica y el Estado liberal se alcanzó durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando el gobierno terrenal del Romano Pontífice quedó seriamente comprometido por la monarquía unificadora italiana y, sobre todo, por la llegada de una segunda oleada de transformación revolucionaria: el socialismo. Donoso Cortés, en su célebre Discurso sobre la dictadura, señaló las ansiedades y temores a que se encontraban sometidos los católicos en aquellos tiempos de cambio. A su decir, el liberalismo y la secularización habían destruido una sociedad orgánica e integrada que, 10

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al participar de unos mismos valores, se autorregulaba y reproducía sin necesidad de poderes exteriores. La revolución francesa, y después el socialismo, se presentaban como una obra destructora, un castigo divino quizá o, según de Maistre, como una poda sangrienta ejecutada por Dios sobre al árbol de la sociedad y que, como toda poda, podía resultar en un renovado vigor para el tronco o en la muerte del organismo. Sin embargo, y a diferencia de los reaccionarios franceses, Donoso Cortés ya no concebía una vuelta atrás en el tiempo: ninguna sociedad que hubiera perdido la fe la había recuperado de nuevo. La salvación de la sociedad moderna, preocupación primordial de los pensadores católicos, no podía fiarse ya a la capacidad de respuesta de la sociedad misma, a la autorregeneración de su tejido civil, sino que precisaba de un instrumento poderoso de regulación externa: el Estado. Es en Donoso donde por primera vez se convierte al Estado en un elemento para la salvación de la sociedad y no se propone ya el ultramontanismo como remedio de los problemas de la modernidad en los países católicos. En su lugar se recurre a una solución autoritaria y nacional: la dictadura del sable frente a la dictadura del puñal. Con ello se estaba anticipando en casi un siglo a lo que sería la deriva autoritaria del catolicismo político moderno. Aun así, donde verdaderamente se percibe la voluntad proyectiva del catolicismo frente a los retos de la modernidad es en Rerum Novarum, promulgada por León XIII el 15 de mayo de 1891. En esta encíclica se reafirmaba el carácter nuclear de la familia y de la propiedad como instituciones sociales frente al egoísmo individualista fomentado por el liberalismo y el materialismo envidioso del socialismo. El catolicismo era presentado así como una tercera vía capaz de desactivar mediante la organización jerárquica de los cuerpos sociales el conflicto de clases generado por el capitalismo y de preservar el respeto por la persona negado por el socialismo. Ese tipo de organización socioeconómica, sancionada posteriormente por Pío XI en Quadragesimo Anno (1931), recibiría con el tiempo el nombre de corporativismo y terminaría por identificarse con la doctrina social de la Iglesia. En ella se atribuía al Estado una función supletiva, la de limitarse a «dirigir, vigilar, estimular y reprimir, según los casos y la necesidad lo exijan», con el fin de preservar la estructura jerárquica global, pues «cuando más vigorosamen11

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te reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será la autoridad y el poder social, y tanto más próspera y feliz la condición del Estado».1 Estos documentos papales venían tan sólo a refrendar doctrinalmente lo que desde finales del siglo XIX constituía de hecho la vía católica a la modernidad: la creación de un universo confesionalmente autorreferido de organizaciones sociales, políticas y económicas. Esa tendencia, prolongada en el siglo XX hasta el período de entreguerras, puede interpretarse como una reacción frente a los conflictos anticlericales que marcaron el ambiente político de numerosas sociedades católicas de la época. El formato de los partidos católicos surgidos de este contexto no responde a los cánones usualmente atribuidos a los partidos de masas o a los partidos de cuadros. El factor decisivo para su tipificación apunta más bien al tejido de asociaciones confesionales que constituía su hábitat natural. Por lo demás, aunque en sus puestos de responsabilidad política hubo ocasionalmente clérigos, por lo general fueron partidos propiciados y gestionados por laicos de extracción burguesa. En un primer momento los objetivos del catolicismo político se cifraron en la defensa de los intereses y prerrogativas de la Iglesia a escala nacional. Declaradamente antiliberales hasta 1914, esos objetivos evolucionaron hacia modelos más ambiciosos con el declive de los sistemas liberales y el auge del socialismo. En semejante contexto, la organización de las lealtades políticas sobre una base confesional se presentaba como una posibilidad efectiva de movilización social, pero la irrupción del fascismo en los años treinta quebró la unidad de las filas católicas. Las heridas del anticlericalismo y la percepción del comunismo como una amenaza inminente llevaron a una rama del catolicismo político a vincular sus concepciones orgánico-corporativas con los nuevos movimientos autoritarios. Así lo atestigua en la España de preguerra la fuga masiva de las juventudes de la CEDA hacia la Falange. Pero este es un fenómeno que se repitió en otros países europeos, como ilustran el movimiento Christus Rex de León Degrelle en Bélgica, los Blueshirts del general Eoin O’Duffy en Irlanda o la tentación fascista de algunos intelectuales católicos ligados a la revista francesa Esprit. 1. Quadragesimo anno, capítulo II, n.º 35.

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Los artículos que componen este libro intentan hacerse cargo de algunos ejemplos de esta política católica en un ámbito cultural e histórico diferenciado: el iberoamericano. La tesis sobre la que se apoya semejante delimitación es sencilla: aunque el catolicismo se presenta como una fe universal, su naturaleza ha sido moldeada por factores socio-económicos y políticos concretos. En este sentido, la movilización política de los católicos no tuvo las mismas características en los países donde constituían una minoría que en aquellos donde eran socialmente mayoritarios. En la Irlanda independiente, por ejemplo, los dos principales partidos, el Fine Gael y el Fianna Fáil, cortejaron el apoyo católico e hicieron superflua la existencia de un partido confesional. La situación fue similar en la Polonia de entreguerras, donde el Partido Cristiano Democrático recibió un escaso apoyo clerical. En Austria, por el contrario, el Partido Social Cristiano, una de las fuerzas políticas que auparon a Engelbert Dollfuss al poder, contó con el apoyo activo de la Iglesia local y del Vaticano. Llamativamente, en 1914 España y Portugal eran los únicos países católicos en Europa que carecían de un partido político católico de importancia. Esto se explica quizá por la hegemonía religiosa del catolicismo en ambas sociedades, pero en el caso español es preciso tener en cuenta también la dispersión de sus manifestaciones políticas, que abarcaban desde el carlismo hasta los nacionalismos vasco y catalán. El primer partido católico español propiamente dicho fue el efímero Partido Social Popular, fundado en 1922 a imitación del Partito Popolare Italiano. Durante la Segunda República José María Gil Robles intentó agrupar en un solo partido, la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), a todos los sectores del catolicismo social español. Sin embargo, aunque transitoriamente exitoso, el experimento se fue al traste con la guerra civil. En lo que respecta a los Estados iberoamericanos nacidos con la independencia, resulta significativo que en ninguno de ellos, a excepción de las Provincias del Río de la Plata, se incluyese la libertad de cultos entre las garantías constitucionales. Las primeras manifestaciones de oposición a la Iglesia católica en este continente fueron por ello de índole política, no religiosa. Habría que esperar más de un siglo hasta que las iniciativas teológicas latinoamericanas incitasen movimientos socio-políticos netamente autóctonos. 13

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Al igual que ocurría en la península ibérica, la Iglesia desempeñaba originariamente en América latina gran parte de las funciones administrativas del Estado. Sin embargo, las posiciones políticas que podemos identificar como conservadoras raramente se definían como tales en los países de ultramar: respondían más bien a una estructura de intereses creados y a una concepción señorial y autoritaria de la vida social de indudable raigambre colonial. La defensa del orden mediante un poder fuerte, invariablemente militar, capaz de domeñar la anarquía de las nuevas repúblicas dio paso paulatinamente a una confluencia con los intereses políticos del Papado y su resistencia cultural a la modernidad. El ultramontanismo iberoamericano compartió así las bases teóricas de su matriz europea, básicamente la admisión de los orígenes sobrenaturales de las instituciones civiles. En este sentido, los contactos con el pensamiento católico español le proporcionaron una vía inestimable de actualización ideológica. Pero todo ello no fue óbice para que las fuerzas católicas del continente admitiesen, no sin contradicciones, la necesidad de promover el progreso material de sus respectivas sociedades mediante la educación y el desarrollo económico. Así, el ecuatoriano Gabriel García Moreno, presidente clerical por antonomasia, llegó a establecer constitucionalmente la necesidad de ser católico para poseer la ciudadanía, al tiempo que entregó a la Iglesia el monopolio educativo del país. Los ejemplos de este conservadurismo social con una raíz confesional se multiplican por el continente: en 1863, el Dictamen de la Asamblea Mexicana de Notables que ofreció el trono a Maximiliano reprodujo el diagnóstico católico sobre los males de la modernidad en general y de la iberoamericana en particular; en Colombia, Miguel Antonio Caro depuró intelectual y constitucionalmente un programa similar al de García Moreno en Ecuador durante el período finisecular de hegemonía conservadora conocido como la Regeneración; por la misma época, Pedro Goyena y José Manuel Estrada clamaban en Argentina contra los pactos afeminados con la rebelión anticristiana y defendían la potestad eclesiástica sobre los asuntos temporales de los Estados; en Chile, Carlos Walker y el Partido Conservador combatían con igual énfasis la secularización del Estado y la instauración de las leyes civiles. Este conjunto de iniciativas tiene sin duda un origen común en la posición histórica de partida: la construcción de un orden 14

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liberal a partir de la independencia y la descomposición del Antiguo Régimen en la América española. Ello no nos permite, sin embargo, hablar del catolicismo político iberoamericano como un fenómeno homogéneo. Las pautas de este movimiento vinieron marcadas desde Roma, si bien respondieron en última instancia al ritmo de los conflictos locales. Aun así son perceptibles los cauces comunes de comunicación intelectual y la sincronía de sus procesos políticos. El poso de la Ilustración española, con su ausencia de beligerancia antirreligiosa, y el énfasis del arbitrismo borbónico en la educación y las mejoras técnicas, puede percibirse en el trasfondo de ese conservadurismo económicamente desarrollista y políticamente reaccionario. Por lo demás, la implicación de la institución eclesiástica en las pugnas locales tuvo generalmente los mismos efectos que la derrota política: la pérdida de privilegios y de posiciones de poder. Todos estos factores permiten percibir un aire de familia en los desarrollos históricos del catolicismo político iberoamericano que va más allá de los circuitos culturales compartidos. Así como se ha dicho que existe una sociología del catolicismo,2 creemos que es posible defender la existencia de una sociología política del catolicismo iberoamericano. En este volumen hemos intentado realizar una cata de sus distintos aspectos. En los dos primeros capítulos se analizan los orígenes constitucionales del pensamiento reaccionario español y los vínculos del catolicismo con el imaginario nacional hasta el régimen del general Franco. El nacional-catolicismo español sirve de contrapunto en el tercer capítulo para abordar el trasfondo religioso del Estado corporativo erigido por Antonio Oliveira Salazar en Portugal. Ambas experiencias guardan ciertas afinidades políticas e ideológicas con los intentos de modernización autoritaria ensayados en Chile, tal y como ilustra el capítulo cuarto. Por el contrario, en Colombia, donde el Estado nacional nunca ha sido fuerte, las experiencias del catolicismo político se reflejaron sobre todo en el plano constitucional e ideológico del período conocido como la Regeneración. Por último, la ubicuidad del catolicismo como fuente de movilización a lo largo de todo el espectro político iberoamericano queda recogida en los dos capítulos postreros. En el 2. Richard M. Morse: New World Soundings. Culture and Ideology in the Americas. Baltimore-Londres, The Johns Hopkins University Press, 1989, p. 101.

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caso argentino se muestra la imbricación del catolicismo en el movimiento peronista y sus tortuosas relaciones institucionales con la Iglesia local. Por el contrario, el último capítulo aborda la pervivencia de la religión en la sociedad civil latinoamericana y los desafíos a los que se enfrenta el catolicismo, tanto de orientación progresista como conservadora, tras la tormenta política desatada por la teología de la liberación en los años setenta. FRANCISCO COLOM ÁNGEL RIVERO

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LA REACCIÓN CATÓLICA El pecado liberal y la constitución tradicionalista en la España del siglo XIX Antonio Rivera García

El nacional-catolicismo español del siglo XX no se puede comprender sin el tradicionalismo del siglo anterior,1 esto es, sin la defensa emprendida por los reaccionarios decimonónicos de la nación católica, del principio monárquico, de la constitución histórica, del régimen mixto o de la censura eclesiástica en la esfera social. El pensamiento tradicionalista es muy complejo, y ya antes de la Restauración abarca diversas corrientes, como los realistas de principios de siglo —quienes se destacaron por su oposición a los liberales doceañistas—, los carlistas o los neocatólicos de la época isabelina. Aunque las dos grandes figuras tradicionalistas, Balmes y Donoso Cortés, oscurecen a todos los demás, también cabe destacar las figuras de Pedro de la Hoz, Antonio Aparisi y Guijarro, Gabino Tejado, Juan Manuel Ortí y Lara, Ramón y Cándido Nocedal, etc. En las siguientes páginas nos centraremos en uno de los aspectos fundamentales de este pensamiento reaccionario: su profundo antiliberalismo, que le lleva, por un lado, a criticar las constituciones liberales y los principios del parlamentarismo (la discusión y la publicidad); y por otro, a proponer una constitución tradicionalista y, por tanto, respetuosa con la esencia monárquica y católica de la nación española. 1. Sobre este tema ya he publicado el artículo Los orígenes contrarrevolucionarios de la nación católica, en Francisco Colom González (ed.), Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico (2 vols.), Madrid-Frankfurt, Editorial Iberoamericana-Vervuert, 2005. Asimismo, el presente texto lo desarrollo con mayor amplitud en el libro Reacción y revolución en la España liberal, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006.

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La crítica del liberalismo Los contrarrevolucionarios del siglo XIX se caracterizan por su firme oposición a las soluciones moderadas propuestas por el partido monárquico liberal. Sólo medidas audaces, exageradas, completamente católicas, radicalmente opuestas al racionalismo liberal, podían contener la revolución y salvar la sociedad. Los tradicionalistas consideraban que los partidos medios, el Partido Moderado, esto es, un partido conservador más o menos liberal, eran completamente impotentes para resistir los embates revolucionarios. Ya no valía, como pretendían los moderados, conciliar el orden con la revolución, sino que había llegado el día que anunciaba Donoso Cortés, el de las grandes afirmaciones y negaciones, «el día en que deben irse los hombres con Jesús o con Barrabás»,2 con el catolicismo o con el racionalismo moderno. Según los tradicionalistas españoles, el espíritu del Anticristo, el revolucionario, ha sido favorecido por el liberalismo con su filosofía cínica y mofadora que emancipa la razón del yugo de la fe y eleva al ser humano a la altura de la divinidad. «El hombre hecho rey y pontífice, el hombre amador de sí mismo hasta el desprecio humano, emancipado del derecho divino», así describe Aparisi y Guijarro al sujeto moderno. Insisten los reaccionarios españoles en las contradicciones de una filosofía liberal que, a pesar de difundir principios altamente anárquicos, principios que minan la autoridad y las instituciones tradicionales, no desea una verdadera revolución social. Las reformas liberales, especialmente la limitación del poder de la monarquía mediante la aplicación de la máxima el rey reina y no gobierna, y la disminución de la influencia de la Iglesia con la desamortización y el laicismo, allanan el camino de la revolución. El liberalismo — proclama Aparisi desde la tribuna a finales de los cincuenta— le ha dicho primero a la multitud que era soberana, pero luego ha realizado la revolución en beneficio exclusivo de la clase media.3 Balmes ya había criticado esta contradicción del liberalismo que, primero, invoca la soberanía popular y, después, gobierna de espaldas al pueblo. En realidad —aclaraba el tradicionalista ca2. A. Aparisi y Guijarro, Obras completas [=OCA], Madrid, 1873-1877, tomo IV, p. 150. 3. A. Aparisi y Guijarro, Discursos pronunciados en el Congreso durante la legislatura de 1858 a 1859 [=DP], Impr. de D. José Mateu Garin, Valencia, 1859, p. 38.

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talán—, con el concepto de pueblo se refieren a la minoría que comparte sus ideas, mientras que la mayoría se encuentra sometida y engañada por el sistema parlamentario. Esta razón explica por qué los liberales «siempre habrán de procurar que el elemento democrático no se desarrolle sino en ciertos puntos y bajo condiciones determinadas; es decir, que incurrirán a cada paso en una contradicción, abjurando de sus propios principios y desvirtuando sus instituciones».4 La contradicción entre los principios y la política real hace inevitable la revolución social de los pobres. Desde una visión reaccionaria, la España liberal está fatalmente condenada, o bien a la anarquía en el caso de que triunfe la ideología revolucionaria y se imponga el desorden, el caos, o bien a la dictadura, a la tiranía, pues un régimen que carece de la autoridad moral y de la legitimidad que otorgan las seculares instituciones españolas no puede frenar la revolución si no hace uso de la más intolerable violencia, de la más despótica de las fuerzas. Esta tiranía liberal es facilitada por la destrucción de los vínculos sociales, ya sean religiosos, domésticos o profesionales, que lleva a término el individualismo liberal. En esta línea de pensamiento, Ramón Nocedal acusaba a los liberales de convertir al pueblo en «un conjunto de átomos disgregados, impotentes e indefensos, que no pueden moverse ni respirar sin permiso ni ayuda del poder central».5 Peor tiranía que ésta no se había conocido en la historia de la humanidad. La única posibilidad para escapar a este dilema, anarquía o tiranía, consistía en una política basada en la reacción. La salvación tradicionalista pasaba por que los españoles fueran capaces de oponerse a la pecaminosa corriente que empujaba a la sociedad europea hacia la impiedad, la anarquía y la fuerza, y de remontar hasta la monarquía tradicional y cristiana de su rey legítimo.6 Ello supondría volver a las raíces de la nación española y rechazar el liberalismo importado de los franceses. El genio español —sostenía Aparisi— «siempre va detrás de un rey y de una cruz».7 Sin embargo, en Cádiz, los liberales, 4. J. Balmes, Escritos Políticos [=EP], en Obras completas, t. VII, BAC, Madrid, 194850, p. 67. 5. Ramón Nocedal y Romea, «Discurso en el Congreso del 2 de mayo de 1891», en Obras de Ramón Nocedal, tomo I, Madrid, sn., 1907, p. 201. 6. OCA, III, p. 318. 7. DP, p. 112.

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en lugar de reformar la constitución histórica, suprimieron todas las tradiciones políticas, profundamente monárquicas y católicas, y adoptaron las doctrinas y el sistema político de la revolución francesa. En la lucha reaccionaria contra el liberalismo ocupa un lugar destacado la crítica del sistema parlamentario. Los tradicionalistas consideran que tal sistema, al estar basado en la neutralización del poder efectivo del trono y en la ley de las mayorías, se opone a las costumbres, modo de ser y constitución histórica de los españoles. Para ellos, mucho antes de que triunfe la revolución de septiembre, la monarquía liberal parlamentaria ya ha sembrado la semilla del mal, pues ha creado instituciones políticas cuyas señas de identidad son la división partidista y la constante inestabilidad de las instituciones sociales. Los partidos políticos llevan a las cortes la división de la sociedad, y el gobierno liberal, sea del Partido Moderado o del Progresista, queda reducido —en palabras de Aparisi— a un gobierno de pandilla. Falta entonces un auténtico gobierno nacional que represente, como hizo en el pasado la monarquía católica, la unidad, la homogeneidad, de la nación española. Este último tradicionalista sostiene que el parlamentarismo, con su sistema de partidos, constituye «un medio maravilloso de dividir lo que está unido, de pudrir lo que está sano» y de generar una especie de situación de guerra civil latente o fría. En los ayuntamientos, diputaciones, cortes y gobierno, «amigos contra amigos, hermanos contra hermanos, españoles contra españoles» se enfrentan «en una guerra inacabable».8 Con independencia de quien gobierne, el parlamentarismo español es un sistema en el que, según Aparisi, la opresión está garantizada. Si prevalece la idea progresista, estamos ante una república vergonzante, y la opresión viene desde abajo. El tránsito hacia la república resulta inevitable cuando en España tenemos, como sucedía en la Roma antigua, un rey que reina y no gobierna semejante al dios de los deístas, siete ministros parecidos a los señores de la tierra y una despótica mayoría parlamentaria que hace las veces de guardia pretoriana de los ministros.9 Pero si prevalece la idea moderada, no mejoran las cosas, 8. DP, pp. 108-109. 9. DP, p. 119.

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pues se impone desde arriba un absolutismo o un despotismo disfrazado.10 Antes de la aparición de la democracia, los ataques reaccionarios se dirigen exclusivamente contra estos dos partidos. Los tradicionalistas no sólo son enemigos del liberalismo más avanzado, sino también del más moderado, del inspirado por doctrinarios franceses tan contestados en España como Guizot. Obviamente, desde la posición contrarrevolucionaria, el Partido Moderado resulta más aceptable que el Progresista, ya que, como expresa Balmes, se trata de un partido que, sin abandonar los principios liberales, intenta «aplicarlos con mesura y templanza».11 Ahora bien, los reaccionarios coinciden con el centro y la izquierda liberal, con progresistas y demócratas, en denunciar la incoherente teoría política del Partido Moderado. En relación con esta última acusación, Balmes afirmaba que el partido del «justo medio» era básicamente una negación: abarcaba a los liberales que ni eran partidarios de don Carlos ni consideraban «verdaderas las doctrinas tituladas del progreso». Por este motivo, con respecto a formas políticas, religión u organización del Estado, podían profesar principios muy variados y a veces opuestos.12 Pretendían aprovecharse de los efectos beneficiosos que había tenido la revolución para la clase media, pero querían darla por terminada. Este distanciamiento de la revolución explica por qué muchos tradicionalistas formaron parte del ala derecha de los moderados. El propio Balmes consideraba que era un partido aceptable si se alejaba del modelo francés, si buscaba un apoyo más amplio y se abría a las corrientes más tibias del progresismo y del carlismo, si afirmaba la soberanía del rey y negaba la de la nación, y si solucionaba el problema religioso centrado en la cuestión de la desamortización y de las relaciones con Roma. El Partido Progresista era visto, en cambio, como el genuino heredero del espíritu de Cádiz, el partido encargado de liderar en España la revolución liberal. Su política revolucionaria y profundamente anticlerical arranca en 1835 con el gobierno de Mendizábal, el responsable de la primera desamortización. Se10. DP, p. 107. 11. EP, p. 485. 12. EP, p. 486.

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gún Balmes, el Partido Progresista demuestra una gran debilidad en la administración de lo conseguido por la revolución, pero resulta muy fuerte en la destrucción. La misión «del Partido Progresista —sentencia el abate catalán—, que misión tienen, y misión tremenda, los partidos revolucionarios, ha sido amontonar ruinas, y la ha cumplido».13 Para el tradicionalismo católico, el parlamentarismo había adoptado toda una serie de principios que, o bien eran reiteradamente incumplidos, o bien se mostraban completamente ineficientes para garantizar el orden social. El régimen parlamentario se sustentaba sobre una gran mentira, sobre la corrupción electoral y la manipulación de la opinión pública. Las críticas regeneracionistas de finales de siglo no ofrecen desde este punto de vista ninguna novedad. Desde los primeros gobiernos isabelinos, el pensamiento tradicionalista había criticado —aunque no era menos dura la reprobación del liberalismo radical— la enorme distancia que separa la ley electoral, a la que Aparisi denomina ley-mentira, de la realidad. Balmes ya condena en sus escritos políticos la farsa de las elecciones, el hecho de que la mayoría de las cortes saliera «a poca diferencia del color que el ministerio deseaba».14 La oligarquía ministerial, el gobernador civil y la falta de independencia de la justicia suelen ser los blancos preferidos de la crítica dirigida contra la falsificación de la opinión popular en las elecciones. Un buen ejemplo de esta censura pública es la proposición de ley sobre las elecciones que presenta Aparisi y Guijarro el 22 de marzo de 1858. El valenciano propone en su artículo primero que el gobernador de una provincia no pueda influir en las elecciones para diputados a Cortes. En su opinión, la ley electoral no se cumple porque el gobernador coarta directa o indirectamente la voluntad del elector.15 Especialmente preocupado por los métodos indirectos, Guijarro subraya la necesidad de acabar con la influencia moral del gobernador sobre los electores de la provincia. El segundo artículo pretende facilitar el enjuiciamiento del gobernador corrupto: «para procesar al gobernador no se necesita licencia del gobierno; bastará que el tribunal supremo de justicia [...] declare que ha lugar al proce13. EP, p. 6. 14. EP, p. 513. 15. DP, p. 126.

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so». Contra el gobernador —añade Aparisi— «no queda otra opción que acusarle ante el tribunal supremo», mas para que los tribunales velen por la limpieza de las elecciones, antes deberían ser independientes. El artículo quinto de esta proposición tradicionalista prevé penas contra los que compren votos. El sexto señala que «los empleados de gobierno no pueden ser diputados de la nación», y el séptimo que «ningún diputado, mientras lo sea y un año después, podrá recibir empleo ni gracia del gobierno».16 Con ello pretendía Aparisi, de modo similar a los demócratas o republicanos, que los representantes de la nación fueran realmente independientes e incorruptibles. Sin embargo, mientras dependieran económicamente de los presupuestos del Estado, pensaba el tradicionalista que su participación legislativa se vería manchada por sus particulares intereses.17 Por otra parte, los reaccionarios critican a menudo el sistema de los partidos políticos porque resulta ruinoso para el erario público. Aparisi, para quien «la cuestión política se enlaza estrechamente con la económica»,18 defiende en sus discursos la necesidad de extirpar ese clientelismo político y empleadomanía a los cuales van unidos los partidos liberales, cuyas numerosas fracciones, con el objeto de obtener un ministerio, han de prometer servicios, proteger afiliados, aumentar prosélitos, crear nuevos empleos o recargar tributos. Al final de este escandaloso proceder —nos dice el reaccionario—, resulta que «los presupuestos siempre están en alza, aunque casi siempre está en baja la moralidad».19 La censura del sistema electoral se complementa con la crítica de la falta de preparación del electorado y, desde luego, con el rechazo del sufragio universal, por el cual lucharán los demócratas hasta su reconocimiento en la constitución del 69. El número nunca puede ser un buen criterio tradicionalista para resolver los asuntos políticos y sociales. Balmes niega que el progreso y la verdad tengan alguna relación con la democracia, pues de nada sirve la voluntad de la mayoría si no hay «conocimiento de lo que se ha de querer».20 Y es que la doctrina católica 16. DP, pp. 97-98. 17. DP, p. 127. 18. DP, p. 7. 19. DP, p. 7. 20. EP, p. 352.

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siempre somete la voluntad al entendimiento, a la inteligencia. El régimen político liberal menosprecia, sin embargo, la verdadera opinión pública, la guiada por los dictados de la razón, cuando pretende legitimar la manipulación del electorado mediante el eufemismo de crear atmósfera. En esta clase de sistemas —escribe Aparisi— «que yo llamo parlamentarios y no representativos», el gobierno se atreve a hacer lo que no puede ni siquiera el rey más absoluto, pues «con su mayoría, con sus periódicos, con su ejército de empleados, crea atmósfera», e impone una opinión ficticia que neutraliza la opinión verdadera del país.21 De la degeneración del sistema electoral resulta, finalmente, que nos encontramos ante parlamentos carentes de representatividad, y que la mayoría liberal no encarna la verdadera opinión del pueblo. La crítica no acaba aquí. No sólo la corrupción de las elecciones impide escuchar la voz del pueblo en el congreso, sino que los mismos fundamentos en los cuales se basa el parlamentarismo, esto es, los principios de la mayoría, de la discusión y de la publicidad, resultan incapaces de servir al fin político. Desde este punto de vista, en la monarquía tradicional y cristiana se impone el gobierno de la razón, el de los ciudadanos más virtuosos y sabios, mientras que en la monarquía liberal, donde rige el principio de la mayoría, gobierna la despótica voluntad del número.22 Además, como señala el carlista Pedro de la Hoz, la mayoría parlamentaria, si está unida a la supremacía del poder legislativo sobre el ejecutivo, da lugar a un ministerio débil e incapaz de crear y reformar cualquier cosa de importancia.23 Por todo ello no debe extrañar la inestabilidad de los gobiernos españoles: «¡hasta treinta y tres ministerios en veinticinco años!», exclama Aparisi en uno de sus discursos.24 La discusión parlamentaria, tal como la entienden los reaccionarios, no constituye un medio adecuado para alcanzar la verdad o, si rebajamos las exigencias, el acuerdo. En la arena parlamentaria el debate excita las pasiones y profundiza la di21. DP, pp. 27-28. 22. OCA, I, p. 183. 23. P. de la Hoz, «Tres escritos políticos» [=HEP], en «La Esperanza», 1844, cit. en V. Marrero (ed.), El tradicionalismo español del siglo XIX, Dirección General de Información, Madrid, 1955, p. 100. 24. DP, p. 104.

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visión entre los españoles. Balmes sostiene a este respecto que el discutir demasiado sobre política, el hablar siempre de constitución o de leyes electorales, tiene el inconveniente de excitar los recuerdos desagradables, dividir los ánimos, provocar disturbios y despertar la ambición política de hombres indignos.25 Igualmente, Donoso está persuadido de que la discusión «degenera fácilmente en disputa, la cual acaba siempre por resfriar la caridad, por encender las pasiones».26 La estabilidad, la recíproca armonía, resulta imposible en asambleas cuyas sesiones son torneos literarios y en las que se hace una continua guerra de intereses opuestos. La tan elogiada oposición parlamentaria no tiene como objetivo el bien público, no pretende mejorar la acción ejecutiva del gobierno y legislativa de la mayoría. En realidad, la oposición se transforma en otro gobierno, en otro poder organizado, que solamente sirve para destruir, para estorbar toda política, todo buen orden o, en definitiva, para derribar al gobierno y disfrutar las prebendas que éste goza. Es falso —nos dice el reaccionario Pedro de la Hoz— que la discusión parlamentaria esté sometida a «aquellos hábitos de racionalidad y compostura» predicados por los doctores de la escuela liberal.27 La verdad queda fuera de la cámara de representación nacional desde el momento en que la política se concibe como el resultado de una lucha encarnizada entre gobierno y oposición, mayoría y minoría parlamentaria. A las cortes discutidoras de los liberales Aparisi opone las tradicionales, la «de nuestros padres», las cortes «representación-verdad», donde las leyes se elaboran, según indican las Partidas, «sin ruido y con el consejo de homes sabidores» y, sobre todo, con el concurso del rey.28 Y Donoso, en el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, denuncia el contraste entre la escuela católica y el revolucionario modo de proceder del parlamentarismo, que somete a duda, a discusión, hasta las «verdades primitivas y santas». La primera se limita a desarrollar la verdad, «el rayo de luz», que le viene de lo alto para que el hombre «le fecunde con 25. EP, pp. 89-90. 26. J. Donoso Cortés, «Carta al Director de la Revue de Deux Mondes, 15, noviembre, 1852», en Obras completas, vol. II, BAC, Madrid, 1970, p. 763. 27. HEP, p. 81. 28. DP, p. 120.

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su razón». Respeta así las jerarquías —la forma natural y divina adoptada por lo que es vario, y las tradiciones—, la forma como el hombre progresa lentamente hacia Dios. La publicidad de la discusión política también es rechazada por los tradicionalistas. El hecho de que en los Estados regidos por gobiernos monárquico-parlamentarios las sesiones de cortes sean públicas, las discusiones recogidas por taquígrafos y luego editadas, y que cualquier ciudadano pueda intervenir en el debate porque «tiene a su disposición la imprenta libre de toda censura»,29 todo ello —advierte Pedro de la Hoz— no puede ser más que causa de continuas perturbaciones. La publicidad de la discusión refleja la profunda desconfianza que el liberal tiene en sus delegados políticos; y en lugar de contribuir a defender los intereses comunes de los españoles, el verdadero interés nacional, sirve únicamente para extender y generalizar la disputa en todos los ámbitos sociales, incluso en el familiar. Por otra parte, el reaccionario considera una ingenuidad pensar que la publicidad del debate parlamentario y de la crítica vertida en los periódicos no se saldrá de los límites del orden y de la moral.30 Donoso, por su parte, insiste en que con la publicidad los errores se universalizan, se extienden por toda las esferas de la sociedad civil. Antes del liberalismo, los errores religiosos, políticos y sociales estaban sólo en los libros, ahora están en las instituciones, en los periódicos, en los discursos, en las aulas, en los clubs y en el hogar. No debe extrañar que se apele a la censura, especialmente a la impuesta por la autoridad eclesiástica, para detener el avance del error. El publicista de Don Benito elogia incluso la intolerancia doctrinal de la Iglesia que, en el pasado, protegió las verdades políticas, domésticas, sociales y religiosas del efecto disolvente de la discusión y, por ello, salvó al mundo del caos. El secreto de los debates políticos y la censura de las discusiones constituyen, por tanto, las dos medidas reaccionarias más invocadas para detener los efectos perversos del parlamentarismo liberal.

29. HEP, p. 80. 30. HEP, p. 93.

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La Constitución tradicional, católica y monárquica Aparisi y Guijarro resume la opinión tradicionalista cuando señala que la mejor constitución para un pueblo es aquella a la cual «está por siglos acostumbrado», la que «es obra mixta de Dios y de los hombres» y, en consecuencia, constituye un fruto de la historia. La duración de la monarquía en España es una prueba de su eficacia.31 Comprende Aparisi el desprecio y temor mostrado por el gran reaccionario francés Joseph de Maistre hacia las constituciones escritas, las creadas por los sabios salidos de los parlamentos; pero estas leyes fundamentales dejan de ser peligrosas si lo que se fija sobre el papel «es la obra de Dios o de los siglos». Aparisi añade que, en algunas ocasiones, ha surgido un hombre providencial y ha dado una constitución capaz de sobrevivir a grandes imperios y al paso del tiempo. Este hombre predestinado se limita, en realidad, a fijar y realzar las costumbres seculares, a llevar al pueblo por los caminos más adecuados a sus condiciones naturales. Tal legislador no es más que «un publicador y perfeccionador de la obra de los siglos».32 Nuestro autor atribuye al olvido de las leyes fundamentales históricas la principal causa de los males decimonónicos. Sobre este asunto Aparisi recuerda en uno de sus discursos parlamentarios el ejemplo de Jovellanos, siempre contrario a «que so pretexto de reformas traten de alterar la esencia de la constitución española», y la sinceridad de González Bravo, quien reconoce que, en las cortes de Cádiz, «erramos, no tuvimos bastante en cuenta los hábitos, las costumbres, el modo de ser del pueblo; no acertamos a eslabonar los tiempos modernos con los antiguos».33 Ésta es la clave del pensamiento tradicionalista: la continuidad del presente con la sabiduría de la Edad Media, el tiempo católico por excelencia, y el rechazo de la ruptura moderna. La eliminación liberal de las costumbres seculares dificultaba el restablecimiento de la constitución tradicional. Faltaban además los elementos necesarios para restaurar la monarquía histórica: el clero ya no tenía la influencia política que tuvo en el pasado, la aristocracia española se había suicidado, los grandes 31. OCA, IV, pp. 110-112. 32. OCA, IV, pp. 266 ss. 33. DP, p. 113.

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consejos de Castilla, capaces de oponerse incluso a la voluntad de los reyes, ya no existían, las provincias habían perdido sus franquicias y libertades, y los gremios ya no conservaban sus privilegios. Después de la revolución liberal nada quedaba de la España tradicional fuera de un trono y de un pueblo que, no obstante, se hallaba «profunda y lastimosamente dividido». Hasta ese momento había triunfado la división liberal, mas Aparisi confiaba en que a partir de entonces se impusiera la reacción católica, cuyos «grandes lazos de unión son Dios y el trono».34 Los reaccionarios pensaban que el clero debía asumir la tarea de regeneración moral del pueblo español y el monarca la de reformar la constitución en un sentido tradicional y católico. Ciertamente, la nueva ley fundamental debía atribuir la soberanía al rey y oponerse —en contra de la opinión de algunos moderados— al reparto del poder supremo entre el rey y el pueblo representado en Cortes. La monarquía pura, y no la constitucional, era la verdaderamente española, la única que garantizaba la existencia de un poder unitario, fuerte, y a la vez limitado por las instituciones representativas del congreso y el senado. La situación del pueblo no había mejorado con el reconocimiento de la soberanía nacional, la cual, en realidad, era ejercida por unos delegados que sólo personificaban intereses minoritarios. Los primeros tradicionalistas, los realistas del reinado de Fernando VII, ya habían convertido en uno de sus principales objetivos el rechazo de la soberanía popular. El Manifiesto de los persas la atacaba por ser contraria a la esencia de la sociedad humana, al principio de la subordinación.35 Denunciaba asimismo los artículos de la constitución gaditana donde se atribuye la soberanía a la nación y se proclama a ésta independiente de toda familia o persona, por ser contradictorios con el artículo 14, según el cual el gobierno de la nación española es una monarquía moderada y hereditaria. La soberanía del rey tradicional no coincidía, sin embargo, con el absolutismo favorecido por la Reforma. Desde este pun34. DP, p. 115. 35. «El Manifiesto de los Persas» [=MP], en M.C. Diz-Lois, El manifiesto de 1814, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1967, § 33, p. 214. También en el parágrafo 128 (p. 262), con el objeto de oponerse a las tesis revolucionarias gaditanas que anteponen la soberanía de la nación al gobierno del rey, se insiste en el carácter natural de la obediencia al rey.

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to de vista, el genuino monarca español, el hijo de la constitución histórica, no tiene nada que ver con el cesarismo y el regalismo del siglo anterior. Asimismo, en cuanto representante soberano de la unitaria y homogénea nación española, tiene la obligación de poner término a la división del país introducida por el parlamentarismo liberal. La España católica y monárquica, la que posee un solo pensamiento, un sentimiento, un brazo, no puede ser representada por partido alguno, «pues quien dice partido —explica el reaccionario Gabino Tejado—, dice fracción de cierta unidad».36 Si el monarca ha de representar la unidad de la nación, no debe unir su destino al de un partido o grupo particular. Balmes sostiene, al analizar esta cuestión, que un poder fuerte y capaz de lograr la ansiada unidad nacional resulta imposible en un régimen parlamentario, ya que el sistema liberal de partidos nunca puede ser ni tranquilo ni duradero.37 Por ello el trono ha de levantarse sobre la atmósfera de división introducida por las facciones políticas y encarnar un pensamiento superior a los particulares intereses de los partidos. El monarca —escribe el abate— puede encarnar la unidad nacional y adquirir un poder fuerte y estable si gobierna con el concurso de una base social muy amplia y si todos los intereses sociales están representados en las distintas instituciones políticas. De ahí que el reaccionario catalán advierta que no se debe entender por poder fuerte al gobierno arbitrario sostenido por las bayonetas, sino al poder que, asentado «sobre una base anchurosa y firme», tiene como lema la justicia y la ley.38 Precisamente, la crisis de la monarquía comienza cuando el trono se aísla y prescinde de todos los vínculos que antiguamente le conectaban con la sociedad civil. La Constitución tradicional y católica, la promulgada por el rey basándose en las seculares leyes fundamentales, debe contener el menor número posible de artículos. Únicamente de esta manera se pueden evitar las constantes reformas constitucionales que caracterizan al inestable régimen liberal. Balmes relega a leyes secundarias «todo lo relativo a la imprenta, derecho de petición, uniformidad de códigos, tribunales, ayuntamientos, di36. G. Tejado, «Toda la verdad sobre la presente crisis», 1868, en El tradicionalismo español..., cit., p. 286. 37. EP, p. 856. 38. EP, p. 541.

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putaciones, ejército y milicia nacional».39 Tan menguada ha de quedar la constitución escrita que ésta podría limitarse a tener dos artículos: «Artículo 1º. El rey es soberano. Art. 2º. La nación en Cortes otorga los tributos e interviene en los negocios arduos».40 Agrega Balmes que, con esa drástica reducción del contenido escrito de la constitución, «se viene al suelo la llamada tabla de derechos», en la cual tantas esperanzas ponen los liberales más avanzados, los progresistas y, a partir de la segunda mitad de este siglo, los demócratas. Uno de los fundamentos de este credo liberal consiste en la ilegislabilidad de los derechos fundamentales o naturales. Los tradicionalistas ven en esta doctrina una excusa más para aumentar la inestabilidad política, pues con ella se puede dificultar en grado extremo la tarea de gobierno y fomentar la desobediencia e incluso la resistencia armada. Aparisi, en su esbozo de constitución tradicional y monárquica, expresa que «no hay derechos ilegislables», aunque sí deberes o «principios que la ley humana debe respetar como derivados de una superior», de la lex naturalis o divina. Entre estos principios, que, sin embargo, se parecen bastante a los derechos liberales, cita en concreto los siguientes: el ciudadano no puede ser privado de su libertad ni allanada su casa, salvo en los casos y con las formalidades fijadas en la ley; sólo puede ser procesado y sentenciado por tribunal competente y en virtud de leyes promulgadas antes de cometerse el delito; debe recibir gratuitamente la justicia si carece de recursos; no puede ser desposeído de su propiedad, salvo por razones de necesidad pública y previa indemnización, principio que, según el tradicionalista, infringe gravemente la desamortización liberal; y puede reunirse y asociarse «con otros hombres para fines que la moral cristiana y el bien público no reprueben».41 Con este último principio recoge en cierto modo el derecho social por excelencia, el de asociación, en el cual verá la izquierda de la democracia el único remedio para conseguir la emancipación del proletariado. Mas, según el reaccionario, los fines de las asociaciones deben ser conformes

39. EP, p. 627. 40. EP, p. 629. 41. A. Aparisi y Guijarro, «Esbozo de una constitución de la monarquía católica y tradicional», en R. Olivar-Bertrand, Aparisi y Guijarro, IEP, Madrid, 1962, p. 154.

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con el catolicismo y, por consiguiente, favorables al principio de autoridad y orden públicos. En la lista de principios citada por Aparisi y Guijarro faltan dos de los más importantes para el liberalismo: la libertad religiosa y de prensa. La libertad de cultos es rechazada rotundamente por el pensamiento reaccionario pero, en ocasiones, hasta el carlista Manterola, el famoso oponente del Castelar, utiliza argumentos frecuentes en el progresismo, y así indica que en España no se precisa libertad de cultos porque continúa siendo unicultista: aquí «no hay más que católicos o gente sin religión».42 Los reparos contra la libertad de prensa serán frecuentes en los discursos contrarrevolucionarios del siglo XIX. Los realistas del período fernandino atacan con especial virulencia la legislación gaditana en materia religiosa, pues consideran que, con la abolición de la Inquisición y la libertad de prensa, resultará imposible detener los atentados contra la Iglesia católica. El tradicionalismo posterior no hace más que proseguir esta crítica de los realistas.

La monarquía hereditaria: el rey reina y gobierna El pensamiento reaccionario defiende la monarquía hereditaria, la tradicional, por ser la única capaz de inspirar la fe o el sentimiento monárquico entre los súbditos. El liberalismo más radical prefiere, en cambio, la monarquía electiva porque vincula la continuidad de la institución real a la voluntad del pueblo. Salas, un buen ejemplo de este tipo de liberales, llegará a decir en su obra de 1821 que el concepto monarquía hereditaria constitucional contiene «una contradicción en los términos; porque un monarca hereditario siempre halla medios de hacer su voluntad y de comprimir la voluntad pública».43 Ello también pone de manifiesto —advierten sus oponentes de la derecha— que para el liberal la monarquía es una república disfrazada: entre el rey electivo y el presidente de una república apenas cabe apreciar alguna diferencia. Las revoluciones de principios de siglo, las 42. V. Manterola, «Don Carlos o el petróleo», 1871, en El tradicionalismo español..., cit., p. 312. 43. R. Salas, Lecciones de derecho público constitucional, Madrid, CEC, 1983, p. 124.

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unidas a la constitución gaditana, y la de septiembre del 68 son vistas por nuestros tradicionalistas como la confirmación de que el liberalismo no desea una genuina monarquía hereditaria. Entre los principales beneficios aportados por esta última, Balmes alude a la estabilidad y la unidad, tan seriamente cuestionadas por la revolución liberal. Según Aparisi, en España siempre hubo monarquía, y la experiencia demuestra que la más razonable es la hereditaria, ya que la electiva ha sido causa de muchas guerras civiles.44 La monarquía hereditaria también suele ser ensalzada por constituir un buen freno a las desmesuradas ambiciones políticas de individuos arribistas y sin escrúpulos. Para los seguidores de la constitución histórica resultaba imposible que la monarquía garantizara la anhelada estabilidad mientras no se resolviera la cuestión dinástica, que a lo largo del siglo XIX dará lugar a tres guerras civiles. Lamentaban asimismo que el conflicto ideológico entre dos concepciones políticas y sociales tan distintas como la tradicional y liberal hubiera adoptado la forma de un enfrentamiento dinástico. Balmes, como otros muchos tradicionalistas, reconocía que el carlismo era el partido monárquico por excelencia, y que sus principios, si se aplicaban con discreción y oportunidad, podían detener la revolución y llevar por fin la estabilidad a las instituciones políticas españolas.45 Mas si no se contaba con él resultaba «imposible, absolutamente imposible, establecer en España nada sólido y duradero».46 La eficaz lucha contra el liberalismo exigía poner fin a las guerras carlistas mediante la unidad dinástica. Sólo a partir de este momento se podría percibir con claridad que la verdadera batalla se habría de producir en el futuro entre el bando monárquico o tradicional y el liberal. El abate catalán confiaba en que los esfuerzos realizados por el sector vilumista del Partido Moderado sirvieran para lograr la ansiada unidad dinástica. A principios de los cuarenta, la fracción de este partido situada más a la derecha era liderada por el marqués de Viluma, quien había creado la Unión Nacional a raíz de su enfrentamiento con el ministro Alejandro Mon por la cuestión de la dotación 44. OCA, IV, pp. 266 ss. Aparisi, en realidad, está parafraseando al De Maistre de Las veladas de San Petesburgo, t. III. 45. E.V. de Mora Quirós, La filosofía política de Jaime Balmes, Universidad de Cádiz, Cádiz, 2003, p. 324. 46. EP, p. 721.

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del culto y del clero. El sector vilumista se había caracterizado por limitar las demandas liberales y, en especial, por su crítica a la constitución del 37; y tras el levantamiento de Espartero, por defender el retorno del Estatuto Real o, en todo caso, la creación de una nueva constitución que concediera mayores atribuciones al trono y estableciera un sistema bicameral con senadores elegidos por el rey y un reducido sufragio censitario. Pero sobre todo pretendía la aproximación del moderantismo a los carlistas, y que éstos acabaran reconociendo a Isabel II. La vía propuesta tanto por el marqués de Viluma como por Balmes para alcanzar este objetivo consistía en la unión de las dos legitimidades mediante el matrimonio de la reina con el hijo mayor de Carlos de Borbón, esto es, con Carlos VI, conde de Montemolín.47 Sin embargo, el matrimonio de la reina con Don Francisco de Asís María frustró el proyecto. Lejos de las históricas leyes fundamentales defendidas por carlistas y por tradicionalistas de todo género, la monarquía constitucional del siglo XIX reconoce al rey y al mismo tiempo niega su gobierno. Este régimen es análogo, según Donoso, al deísmo que afirma la existencia de Dios y niega su providencia. Detrás de la máxima liberal el rey reina y no gobierna se esconde la idea de que el gobierno reside sólo en los ministros. Para un contrarrevolucionario como Donoso, dicha monarquía conduce, ciertamente, a una completa responsabilidad de los ministros, pero también a un poder absoluto ministerial que contrasta con la monarquía limitada por consejos de la dinastía austriaca. Es más, ve en el principio de responsabilidad «la única causa de la arbitrariedad y de la tiranía ministerial».48 Por eso concluye que, como la responsabilidad universal implica un poder absoluto, no queda más remedio, si se quiere un poder prudente o limitado, que declarar a los ministros inviolables en lugar de responsables. El político extremeño subraya así la diferencia entre el absolutismo ministerial y esas corporaciones tradicionales que, unidas por el vínculo del amor y de la religión, opusieron en el pasado un dique a todo despotismo.49 47. Es probable que el «Manifiesto del conde de Montemolín a los españoles» (1845) fuera redactado por Jaime Balmes. 48. J. Donoso Cortés, «Discurso sobre la situación de España», en Discursos políticos, Tecnos, Madrid, 2002, p. 68. 49. Ibídem, p. 69.

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Balmes, por su parte, manifiesta que con el lema liberal el rey reina y no gobierna, la escuela revolucionaria establece una expoliación de los derechos del monarca y convierte a este último en un simple autómata sentado en el solio.50 La crítica al regalismo y cesarismo borbónico no evita que todos los contrarrevolucionarios aspiren a una constitución plenamente monárquica,51 esto es, a que el trono conserve toda su majestad, a que no se ofusque su esplendor, ni se escatimen sus prerrogativas o facultades. El poder real no es, como pretenden los liberales, meramente nominal, sino un mando efectivo. De ninguna manera el príncipe puede descargar sobre nadie la «gran responsabilidad que pesa sobre él a los ojos de Dios y de los hombres».52 La famosa máxima liberal teorizada por Benjamin Constant quita al monarca la conciencia de su deber53 y acelera la corrupción e inestabilidad política de este siglo. Al tiempo que reduce a la impotencia al rey y al senado corporativo, lleva, más que al absolutismo ministerial como señalaba Donoso, a la preponderancia del congreso o del poder legislativo popular y a la división partidista propia del parlamentarismo liberal. Así resume Balmes la situación creada por la constitución del 37 tras reducir las facultades del monarca: el senado tiene una influencia ficticia, el rey vive a discreción de los ministros, los ministros a discreción del congreso, y la cámara popular se encuentra en manos de unos partidos que no representan a la mayoría nacional y que, por su constante rivalidad o lucha de ambiciones, condenan a la vida política a la más completa esterilidad.54 El rey de los tradicionalistas debe, en suma, recuperar la autoridad soberana. Para lograrlo ha de asumir la potestad ejecutiva y, sobre todo, legislativa. Ello significa que la sanción real de las leyes aprobadas en Cortes no debe ser automática y que el monarca es «un verdadero poder legislador que, cuando menos, ha de disfrutar bajo este concepto de iguales prerrogativas que el senado o el congreso».55

50. J. Balmes, «Examen de la máxima El rey reina y no gobierna», en Política y Constitución, Madrid, CEC, 1988, p. 188. 51. «Consideraciones políticas sobre la situación de España», en Política y Constitución, cit., p. 91. 52. EP, p. 519. 53. «Examen de la máxima...», cit., p. 194. 54. EP, p. 522. 55. EP, p. 514.

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La constitución mixta o la monarquía limitada por los cuerpos intermedios Ramón Nocedal sintetiza la posición del tradicionalismo cuando afirma el rey reina y gobierna, pero con la condición de que esté asistido por hombres sabios y prudentes, se someta a las leyes «que por igual obligan a los reyes y a los súbditos» y su poder temporal se halle subordinado al espíritu, al juicio y las enseñanzas de la Iglesia, con el objeto de que «la voluntad de Dios se haga en la tierra como en el cielo».56 El pensamiento reaccionario español siempre ha sido contrario a una monarquía ilimitada. Identifica la soberanía hobbesiana, el gobierno solitario del rey que suprime todos los cuerpos intermedios, con el gobierno despótico. En cierto modo nuestros reaccionarios asumen el reto planteado por Joseph de Maistre en Du Pape: «cómo se puede limitar el poder del soberano sin destruirlo». En los realistas del Manifiesto de los Persas se puede leer ya que la monarquía «es una obra de la razón y de la inteligencia: está subordinada a la ley divina, a la justicia y a las reglas fundamentales del Estado». Todo el tradicionalismo asume esta tesis: la monarquía es el mando supremo de la sociedad puesto en manos de un solo hombre, que está obligado, no obstante, a ejercerlo conforme a la razón, la justicia y las leyes fundamentales. El gobierno absoluto del Manifiesto, en contraste con el decisionismo protestante de Hobbes, está esencialmente limitado. En realidad, el texto contrarrevolucionario de 1814 llama absoluto a un gobierno «en razón de la fuerza con que puede ejecutar la ley que constituye el interés de las sociedades civiles». De esta manera, tan absoluto aparece a los ojos del Manifiesto el poder de una monarquía como el de una república.57 Este peculiar gobierno absoluto resulta muy diferente del despótico o arbitrario, esto es, del gobierno en el que un príncipe puede disponer de la vida, honor y bienes de los vasallos, «sin más ley que su voluntad, aun con infracción de las naturales y positivas».58 Por si todo ello no fuera suficiente, los contrarrevolucionarios del Manifiesto defienden la convocatoria de Cortes según el derecho históri56. R. Nocedal, «Manifestación de la prensa tradicionalista», Burgos, 31 de julio de 1888, en Obras completas, cit., t. II, pp. 53-54. 57. MP, §134, p. 265. 58. MP, §133, p. 264.

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co y combaten el despotismo ministerial de los Borbones, e incluso critican los excesos de los Austrias, cuyas Cortes, sobre todo en Castilla, tan «sólo fueron sombra de las antiguas».59 Balmes, después de apreciar en la limitación del monarca por los cuerpos intermedios una consecuencia de las «ideas que ha difundido el cristianismo»60 y, en concreto, la Iglesia católica, cuya esencia se halla en el valor de la mediación, nos habla de dos frenos del poder real. El primero es un límite interno y consiste en la subordinación moral del soberano al derecho natural católico, a las leyes fundamentales e incluso al poder directivo de sus propias normas positivas. Se trata de la autovinculación del rey que había sido desmontada por Hobbes en el contexto de su polémica con el derecho divino de los reyes y con los jesuitas.61 Evidentemente, los límites más eficaces son los externos, los reconocidos por la constitución histórica española, principalmente los consejos de la monarquía tradicional y los parlamentos o Estados Generales antiguos. Se trata de cuerpos intermedios, de verdaderos representantes de la sociedad, que gobiernan junto al rey, pero no le expolian de su poder, como hacen los parlamentos modernos. Estas limitaciones de la monarquía tradicional y católica dieron lugar, siempre según Balmes, a que en el pasado el reino español fuera una especie de Estado de derecho avant la lettre: «todo esto significa que el principio tan celebrado de que no es el monarca quien manda, sino la ley, está ya recibido en Europa de muchos siglos a esta parte».62 Los consejos —nos dice el clérigo de Vich en su obra sobre el protestantismo— existían al lado de los tronos porque eran reconocidos «por las leyes o por las costumbres de la nación». Si bien es cierto que no siempre gozaron de la independencia necesaria para cumplir su misión, nunca dejaron de producir un gran beneficio. El rey, escribe también Aparisi y Guijarro en relación con este tema en su carta de despedida a don Carlos en 1871, puede ser bueno y generosísimo, pero no está en sus manos el ser muy sabio. De ahí que nada grande deba hacer sin gran con59. MP, §112-3, pp. 255-256. 60. J. Balmes, El protestantismo comparado con el catolicismo [=P], en Obras completas, BAC, Madrid, 1963, p. 658. 61. Este tema lo he tratado en el artículo «Teología política: consecuencias jurídicopolíticas de la potentia Dei», en Daimon, n.º 23, 2001, pp. 171-184. 62. P, pp. 657-658.

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sejo. En esto debe imitar a Felipe II, «el eterno modelo de un príncipe cristiano», que lleva al sistema polisinodial del Antiguo Régimen a su mayor grado de perfección.63 El discurso reaccionario sobre los límites externos de la monarquía gira alrededor de una peculiar y tradicional constitución mixta. Para esta corriente de pensamiento, la histórica constitución española se parecía a la inglesa, y ambas se diferenciaban claramente de los códigos fundamentales del liberalismo. La recuperación de la auténtica libertad política pasaba por la restauración de los Estados Generales o parlamentos anteriores a la época de las revoluciones. En ellos se deliberaba junto al rey sobre leyes e impuestos y, como estaban representadas todas las clases, sí se defendía las ideas e intereses de la nación, en contraste con los congresos liberales, en donde sólo se escucha a la minoría del país, la contraria a las seculares costumbres católicas. Aparte del rey, en la asamblea histórica estaban representadas la doble aristocracia, la material y la religiosa, y la clase media que encarnaba el principio popular. Sobre esta última Balmes sostiene que, en España, la genuina clase media es agrícola, mientras que el régimen liberal la ha desplazado en beneficio de la urbana, es decir, del comercio, la industria y las profesiones liberales. La nueva constitución tradicional debe, en su opinión, reparar este daño y lograr que las ideas, costumbres y tendencias del estamento rural sean respetadas y armonizadas con las otras clases.64 Además, un pueblo agrícola forma una nación conservadora, sosegada, que difícilmente cae en la tentación revolucionaria. En las cortes antiguas también estaba representada la aristocracia. Balmes suele distinguir dos tipos: la material y la espiritual. La primera no es una institución perenne porque está sometida a los cambios sociales. Su influencia depende de hechos pasajeros como la posesión de amplios privilegios y grandes propiedades, si hablamos de la nobleza de sangre, o de la posesión de una enorme fortuna en bienes muebles e inmuebles, si hablamos de la nueva aristocracia del dinero que ha generado el liberalismo. El abate no desprecia la importancia de la riqueza, por cuanto engendra la «aristocracia de todos los tiempos», asegura la independencia, al satisfacer las necesidades propias, y soco63. OCA, I, pp. 155 64. EP, p. 157.

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rre, en la medida que consigue formar una clientela, las ajenas. Solamente la aristocracia espiritual, el clero y la monarquía son instituciones perennes, cuya esencia permanece inalterable con el paso de los siglos. La monarquía representa «un principio altamente conservador de la sociedad», la unidad de la nación en medio de la diversidad de intereses sociales. De ahí que sea la «única áncora de salvación» a la que pueden aferrarse las naciones por las que se extienden las ideas democráticas y las instituciones liberales.65 El clero representa el eterno principio religioso, la caridad, el vínculo social, sin el cual ninguna sociedad puede sobrevivir. A pesar de lo que digan sus enemigos, el clero nunca ha formado, señala Balmes, una casta parecida a la nobleza. Ni siquiera lo hizo en la Edad Media, cuando su influencia política era casi ilimitada y sus bienes muy cuantiosos. Y ello fue debido al efecto beneficioso del celibato, pues «donde no reina el principio de sucesión tampoco reina el principio de casta». A diferencia de la nobleza, en la Iglesia siempre ha imperado una bien entendida igualdad social.66 Balmes no tiene en cuenta que durante mucho tiempo las más altas prelaturas fueron ocupadas por la nobleza de sangre, y afirma, con la intención de subrayar la diferencia entre los dos tipos de aristocracia, que «el nacimiento, las riquezas, nada significan en la Iglesia».67 El ascendiente social del clero no se debe, por tanto, a su poder material, sino a que constituye una verdadera aristocracia del saber y encarna la verdad eterna. La Iglesia fomenta más que ninguna otra institución el espíritu deliberativo: no sólo resulta imposible encontrar una sociedad donde hayan sido más frecuentes las juntas, sino que se caracteriza por buscar la sabiduría allí donde se encuentre y por adelantarse a todas las sociedades temporales en conceder al saber, a la inteligencia, la primacía en los negocios públicos. El Balmes más cercano al pensamiento de los jesuitas sale a relucir cuando trata la cuestión de la influencia política del clero. A su juicio, la historia demuestra que las épocas de mayor intervención política de la Iglesia coinciden con las de mayor libertad del pueblo. En el momento de esplendor del catolicismo, durante la Edad Media, se 65. P, p. 625. 66. P, p. 630. 67. P, p. 649.

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puede observar «por todas partes fueros, privilegios, libertades, cortes, Estados Generales, municipalidades, jurados».68 El poder político indirecto de los clérigos sobre los gobernantes seculares se debe, por otra parte, a las mismas razones que los jesuitas expusieron, a la superioridad del fin eclesiástico y a la mayor excelencia moral y sabiduría de los sacerdotes católicos. De ahí que resulte absurdo comparar «a quienes el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de Dios» con los gobernantes de los Estados, esto es, con «los hombres que tienen sus poderes de un nombramiento popular», pues Balmes sigue a los jesuitas en este punto y sitúa el consentimiento del pueblo en el origen el poder monárquico y aristocrático. Igualmente carece de sentido comparar al Papa, «aquella Piedra sobre la cual está edificada la Iglesia de Cristo», con el monarca, cuyos derechos a la corona se derivan de las leyes fundamentales de la nación.69 En fin, clase media, aristocracia temporal y religiosa deben estar representadas en las Cortes propuestas por los tradicionalistas. El sacerdote de Vich, en sus escritos donde aborda la reforma de la constitución del 37, defiende como los liberales moderados un sistema bicameral. En el congreso o cámara baja, el censo, al restringir el número de electores y de posibles representantes, ha de garantizar la independencia de esta institución. Pero la clave para recuperar las Cortes tradicionales y católicas radica en el senado, cuyas principales funciones consisten en defender al trono de las exigencias desmesuradas del pueblo o del congreso, y en impedir la discrecionalidad o injusticia del gobierno real. La cámara alta debe ser «expresión de clases sumamente poderosas en sí mismas, independientemente de toda organización política».70 Es decir, en ella ha de estar presente la aristocracia material —tanto los grandes de España como los propietarios de mayor renta— y moral —la Iglesia. El tradicionalista se diferencia de los doctrinarios y puritanos del Partido Moderado en querer basar el senado en el predominio del principio religioso. Así, los obispos, dentro de la cámara aristocrática, son quienes realmente pueden evitar la ingobernabilidad de España y ayudar a restaurar los vínculos morales que en el pasa68. P, p. 648. 69. P, p. 650. 70. EP, p. 649.

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do existían entre todas las clases y que hacían posible la existencia de una nación homogénea. Durante el siglo anterior, bajo el despotismo nivelador borbónico, que obligaba a la aristocracia a «prestar homenaje a ministros y privados salidos de humilde cuna»,71 sólo el auxilio de la religión evitó que la monarquía perdiera toda su fuerza y autoridad. De ahí que, según el Balmes de 1844, la entrada de arzobispos y obispos en la cámara alta sea imprescindible para evitar los efectos negativos de las constituciones modernas. La desconfianza del filósofo católico hacia nuestros monarcas se refleja en el hecho de que recomienda no dejar a la discreción real la elección de los obispos, pues únicamente de esta forma se puede garantizar la independencia de un cuerpo integrado por los más «dignos y celosos defensores y promovedores del bien de la Iglesia y del Estado».72 Los reaccionarios, y especialmente los carlistas, van a hacer de la descentralización y de la defensa de los fueros, o de lo que quedara de ellos, otro de los puntos esenciales de la constitución del tradicionalismo. El despotismo liberal estaba empeñado en acabar con las libertades provinciales que habían sobrevivido – en palabras de Ramón Nocedal– al «cesarismo galicano de los Borbones» del XVIII.73 Ya en 1834, el carlista Antonio Taboada de Moreto expresaba claramente cuál iba a ser la posición reaccionaria durante todo el siglo XIX frente al centralismo liberal: «el nuevo despotismo llamado centralización introducido con la dominación Cristina por los mismos autores de la constitución gaditana, ha cambiado todas las instituciones protectoras de nuestra libertad; y a pesar de sus fementidas protestas, sin respetar fueros, costumbres ni privilegios, ha destruido el respetable patrimonio de nuestros abuelos».74 Algunas de las críticas de 71. J. Balmes, «Reforma de la Constitución», en Política y Constitución, cit., p. 255. 72. Ibídem, p. 261. Balmes propone que se declare «que todos los arzobispos y obispos son miembros natos del alto cuerpo, y que el rey pudiese designar en cada convocatoria un cierto número de ellos para que acudiesen a las Cortes [...]. Como todos los obispos serían llamados alternativamente, en el transcurso de algunos años no quedaría ninguno sin consultar; y, por tanto, ningún país de España, por retirado que fuera e insignificante que pareciese, estaría sin tener a las mediaciones del gobierno un órgano tan respetable como el de un obispo». Ibídem, pp. 260-261. Aunque quizá lo mejor sería conceder a los mismos obispos la facultad de elegir a sus representantes en cortes (EP, p. 655). 73. R. Nocedal, «Los fueros de Navarra», discurso en la Asociación Integrista, 18 de febrero de 1894, en Obras completas, cit., II, p. 105. 74. A. Taboada de Moreto, El fruto del despotismo, 1834, pp. 22-23, cit. en A. Bullón de Mendoza (ed.), Las guerras carlistas en sus documentos, Ariel, Barcelona, 1998, p. 44.

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los diputados carlistas o tradicionalistas se parecían a las demócratas o republicanas, pues tanto la derecha como la izquierda compartían la aspiración de conseguir, como mínimo, una mayor descentralización. Aparisi y Guijarro, diputado por Valencia y amante de los antiguos fueros de Aragón, coincidía con los demócratas Rivero y Castelar en la conveniencia de extender los fueros de las provincias vascongadas por toda España, pero —y aquí el valenciano se separaba de la democracia— esta reforma debía ir acompañada del espíritu católico del pueblo vasco.75 No era otro el objetivo carlista, como podemos comprobar en el siguiente fragmento de la carta abierta que envía en 1869 don Carlos de Borbón y Austria a su hermano Alfonso: «ama el pueblo español la descentralización y siempre la amó, y bien sabes, hermano mío, que si se cumpliera mi deseo, así como el espíritu revolucionario pretende igualar las provincias vascas a las restantes de España, éstas semejarían o se igualarían en su régimen interior con aquellas afortunadas provincias».76 Aparisi arremete con frecuencia contra la «centralización administrativa exagerada y absurda» que «ha hecho de Madrid el vientre hidrópico de la nación»77 y que somete a las provincias al peor de los absolutismos. Tan insoportable es esta centralización que, en su opinión, «los ministros en España mandan más que los ministros en Turquía»78. Con el propósito de evitar el lamentable estado de las provincias reclama para ellas, en contra del moderantismo y en convergencia con los progresistas, «una libertad racional en la gestión de sus especiales intereses», lo cual implicaba reconocer a la diputación como la más alta representación de la provincia. Tal diputación debía, además, gozar de la misma composición corporativa que tenían las cortes tradicionales. En su formación habían de concurrir, de una parte, unos ayuntamientos independientes con respecto al gobierno central y, de otra, el resto de los organismos sociales: Iglesia, universidad, tribunal de comercio, colegios, academias y gremios de ciencias, artes e industria.79 75. DP, p. 179. 76. Conde de Rodezno, Carlos VII. Duque de Madrid, Espasa-Calpe, Madrid, 1929, pp. 104-112. 77. DP, p. 117. 78. DP, p. 20. 79. DP, 118.

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En suma, la constitución tradicional, monárquica y católica de los reaccionarios decimonónicos se presentaba, en primer lugar, como el único texto legal respetuoso con las seculares tradiciones o leyes fundamentales históricas, cuyo origen se remontaba hasta el Fuero Juzgo de los godos. En segundo lugar, y como alternativa a la liberal división de poderes, establecía un régimen mixto en donde los diferentes elementos sociales participaban en el gobierno de la nación. Y a diferencia de la teoría del gobierno mixto elaborada por liberales moderados como Alcalá Galiano o puritanos como Pacheco, otorgaba el papel decisivo al principio religioso, pues el clero se convertía en el elemento necesario para moderar y equilibrar a los diferentes cuerpos intermedios. El efecto beneficioso del estamento eclesiástico sobre la constitución mixta probaba, según los contrarrevolucionarios españoles, que la separación moderna entre Iglesia y Estado no suponía ninguna ventaja. En tercer lugar, la constitución tradicional establecía una monarquía pura e incompatible con la máxima liberal el rey reina y no gobierna, sin que ello significara propugnar la omnipotencia del príncipe. La monarquía tradicionalista estaba limitada por asambleas cuya representación tenía un carácter orgánico o corporativo. Frente a la teoría revolucionaria que concebía la voluntad popular como un todo homogéneo, como una totalidad compuesta por átomos o individuos iguales, los reaccionarios subrayaban la irreductible heterogeneidad de los diferentes cuerpos u organismos sociales. Finalmente, se oponían —aunque los carlistas eran los más destacados en este aspecto— al centralismo de los liberales moderados, a quienes acusaban de suprimir los últimos restos de la antigua constitución histórica, conservados en las instituciones forales, y de reducir la independencia de los órganos territoriales, ayuntamientos y diputaciones. Tales eran los principales fundamentos de una constitución tradicional que, a pesar de responder a las preocupaciones de los reaccionarios del siglo XIX, el franquismo volverá a presentar como la respuesta nacional y católica a todos los males modernos.

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EL HISPANISMO REACCIONARIO Catolicismo y nacionalismo en la tradición antiliberal española Francisco Colom González

El sable se alía con el hisopo; con la vara de medir, jamás. MIGUEL DE UNAMUNO

La inestabilidad de los regímenes de libertades y del Estado de derecho constituye un rasgo endémico de la historia política iberoamericana. Su explicación se ha buscado usualmente en el pasado colonial, en las deficiencias institucionales, en el subdesarrollo económico y en la dependencia geopolítica. Desde esa perspectiva, el examen de los factores culturales, ideológicos y religiosos que contribuyeron a minusvalorar el pluralismo en nuestra tradición política suele reiterar el tópico del tradicionalismo católico como baluarte del Antiguo Régimen frente a una burguesía débil, incapaz de domeñarlo a tiempo y aliada tardíamente a los sectores reformistas del mismo. La verdad de esta idea en sus rasgos esenciales, al menos para España, no nos impide reconsiderarla a la luz de una perspectiva distinta de la canónica sobre los significados del conservadurismo en la modernidad. Los momentos reconocibles en el pensamiento conservador español, desde los primeros absolutistas apostólicos y el tradicionalismo carlista hasta su aproximación al fascismo en el siglo XX, reflejan en realidad circunstancias políticas e históricas muy distintas entre sí. Mientras que en los dos primeros casos se trataba de reaccionar frente al derrumbe de la legitimidad tradicional y la construcción del Estado liberal, en el último fue más bien la crisis de este modelo la que operó como espoleta histórica. La presencia de determinados elementos de la teología política católica a lo largo de su desarrollo ideológico 43

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ha permitido mostrar la genealogía intelectual de esta corriente, pero también ha tendido a velar las diferencias específicas de cada período. Más concretamente, ha impedido percibir en su evolución los intentos por crear una institucionalidad política y una biosfera cultural que, al margen de la retórica retrógrada, quiso erigirse en alternativa ante los cambios sociales modernos. En cualquier caso, lo que se desprende de todo este proceso es la dificultad secular del catolicismo, y no sólo del español, para conciliar su propia conciencia histórica con los desafíos planteados por la modernidad.

El malestar católico con la modernidad El conservadurismo, considerado históricamente en su conjunto, ofrece notables dificultades para ser catalogado como una tradición ideológica compacta, entre otras razones porque las instituciones y valores que los conservadores han tratado de preservar han variado con cada momento y lugar. La interpretación del conservadurismo como una reacción frontal contra la modernidad política y la identificación de los orígenes de ésta en las revoluciones francesa y americana han llevado a concebir su dimensión intelectual como una negación simple y genérica de la herencia de la Ilustración. Lo cierto es que muchas intuiciones conservadoras nacieron de la búsqueda ilustrada de la felicidad a través de la razón, aunque escuchando, eso sí, la voz de la emoción natural y de la fe religiosa. Los tópicos conservadores más recurrentes aluden por ello al anticontractualismo como imaginación del vínculo social, a la importancia del rango y el estatus para la dignidad personal, al papel integrador de la familia y la cultura, a la legitimad y funcionalidad de las desigualdades sociales y a la defensa de la propiedad como misión última del orden político.1 El conservadurismo ilustrado de Justus Möser se daba aquí la mano con el empirismo moral de David Hume y el naturalismo social de Edmund Burke o de Samuel Coleridge. En el orbe católico, sin embargo, el pensamiento conservador asumió rasgos más agresivos e intransigentes al reafirmar el origen divino de toda forma de autoridad, el deber de obediencia y la naturaleza orgánica de la 1. Cfr. Jerry Muller: Conservatism. Princeton, Princeton University Press, 1997.

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vida social. El tradicionalismo de reaccionarios franceses como Joseph de Maistre y Louis de Bonald o de románticos alemanes como Adam Müller fue menos proclive que el británico a ligar la defensa de la monarquía, la aristocracia y la Iglesia establecida a los disolventes efectos del mercado y el parlamentarismo. Al fin y al cabo Burke estaba defendiendo un modelo que, aun bajo crecientes presiones, había logrado consolidarse desde los tiempos de la revolución puritana. De Maistre y de Bonald abogaban, por el contrario, por un orden político que debía ser reconstruido sobre las cenizas de la revolución francesa. Es preciso acotar, pues, el catolicismo político como un subconjunto del universo conservador que nace con la propia modernidad. En el caso concreto de España, el pensamiento reaccionario estuvo siempre conectado con corrientes que trascendían su estricto ámbito nacional y sirvió al desarrollo de iniciativas políticas y sociales que, aunque autoritarias y confesionales, no pueden interpretarse como un retorno literal al pasado.2 En el orden de las ideas, el repertorio del primer tradicionalismo católico no remitía aún de manera unívoca al tomismo. Un romanticismo como el de Lamennais, por ejemplo, aludía más bien a las formas de la religión natural, mientras que Adam Müller vislumbró un horizonte moral por recobrar en la comunidad orgánica del medioevo. La consagración del neotomismo como filosofía católica oficial iría fraguando al paso de la consolidación del integrismo como proyecto político y cultural. Este proceso culminaría con la encíclica Aeterni Patris (1879), en la que León XIII recomendó el cultivo de la filosofía según el ejemplo del doctor Angélico frente a los fideísmos y el llamado modernismo. Como señas intelectuales más destacadas de este tradicionalismo católico podemos reconocer el rechazo del racionalismo moral, del sensualismo epistemológico y de los principios políticos liberales, a lo que muy pronto se añadiría la condena del socialismo. El neotomismo sancionado por León XIII intentaba presentarse como una alternativa al subjetivismo kantiano capaz de combinar la metafísica hilemórfica aristotélica con una epistemología realista y una filosofía social y política de índole comunitaria. 2. Véase Javier Herrero: Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Alianza Editorial, 1988

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Sin embargo, el avance de ideas heterodoxas en el seno de la propia Iglesia llevó a Pío X a elaborar años después una condena aún más explícita del modernismo en una nueva encíclica: Pascendi dominici gregis (1907). Lo que Pío X y sus asesores de la curia romana entendían por modernismo aludía a una corriente teológico-filosófica opuesta a la división neoescolástica del conocimiento en las esferas de lo natural y lo sobrenatural.3 En la perspectiva tomista se consideraba que el conocimiento humano es capaz de acceder sin ayuda, como razón natural, a la primera esfera, en la que se incluye el conocimiento de la existencia de Dios. El ámbito de lo sobrenatural, en cambio, tan sólo es accesible cuando Dios decide revelarlo, de manera que el conocimiento humano ha de acceder a él ayudado por la fe. En ese proceso puede encontrar apoyo en los argumentos racionales, pero también en hechos sobrenaturales, como las profecías bíblicas y los milagros. La imagen que se desprende de todo ello es eminentemente estática: la naturaleza de los neoescolásticos es una realidad metafísica no sujeta a las vicisitudes del cambio temporal, mientras que la esfera de lo sobrenatural nos revela verdades eternas sustraídas a la historia. Asumida sin mayor interpretación la autoridad de la Biblia, el esfuerzo neoescolástico de una filosofía perenne se concentró en afinar el edificio teológico construido sobre aquélla, no en examinar sus fundamentos históricos. El modernismo de teólogos católicos como Maurice Blondel, Alfred Loisy, Lucien Laberthonnière o George Tyrrel consistió en reafirmar la limitación del conocimiento humano a la percepción de los fenómenos físicos. Descartada la revelación externa como causa de la fe, el origen del impulso religioso había que buscarlo en el interior del hombre, en el sentimiento y, por tanto, abrir la interpretación de los textos bíblicos a una perspectiva históricocrítica. La respuesta que recibieron de la jerarquía católica fue la declaración de enemigos de la Iglesia y la acusación de propagar «los venenosos errores del agnosticismo y el inmanentismo». Como remedio a las amenazas modernistas, la encíclica de Pío X determinó la prohibición de su enseñanza en las universidades católicas y el refuerzo de la filosofía escolástica (entendida por tal «principalmente la que enseñó santo Tomás de Aquino») como 3. Sobe el contenido filosófico y el contexto histórico del modernismo católico, véase Darrell Jodock (ed.): Catholicism contending with Modernity, Cambridge, Cambridge University Press, 2000.

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fundamento de los estudios sagrados, obligando en lo sucesivo a recibir los preceptivos cursos en dicha disciplina para acceder a un doctorado en teología o en derecho canónico. Lo cierto es que, pese a su vehemente protesta contra el espíritu de los tiempos, en el momento en que estalló la crisis del modernismo en el seno de la Iglesia católica ésta se encontraba ya sociológicamente inmersa en su propio proceso de modernización. La caída de los Estados Pontificios ante la monarquía de Saboya en 1870, la consolidación de los Estados nacionales como forma política y el desarrollo de la estructura social propiciada por el capitalismo llevaron paulatinamente al catolicismo a constituirse en una subcultura beligerante. Desvinculada de las obligaciones de gobierno, la Iglesia terminó por configurarse como una organización universal preocupada sobre todo por primar la solidaridad interna, la lealtad y la obediencia a la autoridad papal y dispuesta a dar la batalla frente a las fuerzas que la habían obligado a replegarse mediante propuestas sociales y políticas propias. En este contexto el ultramontanismo terminó por convertirse en una forma de tradicionalismo. La voluntad de afrontar los efectos disolventes de la modernidad llevó a la Iglesia católica y a sus aliados a recurrir a referencias culturales que buscaban su legitimidad en el pasado y a desarrollar iniciativas socialmente restauradoras, pero que creaban de hecho realidades de nueva índole. Se ha especulado por ello con la posibilidad de ver en las doctrinas tradicionalistas una modernidad a la contra que habría intentado conjurar los peligros inducidos por la industrialización capitalista, «una ideología, pues, no arcaizante ni antimoderna, sino dispuesta a filtrar los aspectos considerados compatibles de la modernidad en un constante examen de la misma».4 La idea de una modernidad reaccionaria requeriría, como es obvio, una reconsideración general de lo que entendemos como valores y procesos modernos, pero en cualquier caso debería cuidarse de no caer en el reduccionismo, ya que el industrialismo capitalista fue por lo general un fenómeno tardío en los países en los que prendió la llama del integrismo. Quizá convenga por ello distinguir entre la modernización social y la modernidad como forma de conciencia cultural. 4. Alfonso Botti: Nazionalcattolicesimo e Spagna Nuova (1881-1975), Milán, Franco Angeli, 1992, p. 18.

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La Ilustración española, a diferencia de la francesa, no fue en general anticatólica, pero su talante cultural mostró un sesgo decididamente racionalista y secular. El tradicionalismo español emergió primero como reacción contra el laicismo, el enciclopedismo ilustrado, la francmasonería, la revolución francesa y la importación de sus consecuencias políticas y culturales con la invasión napoleónica. A finales del siglo XIX esa condena había adoptado ya forma de vulgata, como la del propagandista católico catalán Félix Sardá y Salvany, autor del opúsculo El liberalismo es pecado, que gozó de gran difusión entre los círculos integristas. «¿Qué es el liberalismo? —preguntaba retóricamente Sardá en uno de sus capítulos. En el orden de las ideas es un conjunto de ideas falsas; en el orden de los hechos es un conjunto de hechos criminales, consecuencia práctica de aquellas ideas».5 A medida que avanzamos en el tiempo observamos, sin embargo, no tanto una oposición a la modernización instrumental del país cuanto un rechazo del cuestionamiento de su monismo moral y cultural. Existe en ese conservadurismo, pues, una hostilidad específicamente ideológica hacia la modernidad que no se reduce a su dimensión económica y técnica. El nacional-catolicismo español del siglo XX puede ser interpretado desde esta perspectiva como un intento de modernización autoritaria: constituir el factor tradicional religioso en alma de un proceso de cambio económico y social que se niega a asumir la dimensión crítica de la cultura moderna.6 La reconciliación política del catolicismo con el liberalismo y la democracia ha recorrido un largo trecho desde los días de Sardá. El Concilio Vaticano II fue una espita abierta para el ingreso de la conciencia moderna en el seno de la Iglesia. En él se llegó a reconocer que la Iglesia católica, como «instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano», no está ligada a «ninguna forma particular de civilización humana, ni a ningún sistema político, económico o social».7 Esto equivalía a reafirmar la universalidad de su misión, no así tanto la de sus valores. De hecho, el malestar católico con la moderni5. Félix Sardá y Salvany: El Liberalismo es pecado. Cuestiones Candentes, Barcelona, Librería y Tipografía católica, 1887, p. 13. 6. Véase Alfonso Álvarez Bolado: Teología política desde España. Del nacional-catolicismo y otros ensayos, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1999, pp. 269 y ss. 7. Lumen Gentium, Capítulo I; Gaudium et spes, Capítulo IV, n.º 42.

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La Iglesia católica representada como cima inviolable frente a las amenazas de la modernidad

dad resulta aún hoy evidente, como atestigua el regreso de la jerarquía eclesiástica a la ortodoxia conservadora y el esfuerzo por universalizar la normatividad de lo específicamente cristiano con la apelación al derecho natural. En sus reflexiones sobre el posible significado de una modernidad católica, Charles Taylor, un filósofo muy próximo a este registro confesional, ha celebrado la emancipación social de los valores modernos respecto de la cultura cristiana que los produjo, pero ha advertido también del peligro ínsito en el humanismo secular que ha ocupado su espacio. La fe cristiana puede interpretarse ontológicamente como una forma de teocentrismo: el descentramiento radical del yo en relación con Dios. El moderno humanismo secular se sustentaría, por el contrario, sobre la celebración de la vida corriente. De ahí, advierte Taylor, el riesgo de perder con él un sentido de la trascendencia que apunta más allá del cultivo de la vida y del florecimiento humano.8 8. Charles Taylor: A Catholic Modernity? Charles Taylor’s Marianist Award Lecture (ed. por James L. Heft). New Cork, Oxford University Press, 1999.

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Aunque el resultado final de este proceso de secularización moral haya sido similar en las sociedades católicas y en las protestantes, su desarrollo tuvo lugar de distinta manera. En las últimas, el papel de los monarcas como cabeza política de sus respectivas iglesias nacionales impidió el enfrentamiento de legitimidades que estallaría con la crisis del absolutismo. Es preciso comprender que en las sociedades católicas del Antiguo Régimen la Iglesia era parte constitutiva de las estructuras del Estado, aunque como institución universal el polo último de su autoridad se encontrase fuera del mismo. De esta doble naturaleza se derivaba una tensión continua en torno al poder secular del monarca y su autoridad sobre la Iglesia local. Esto es algo fácil de reconocer en los dominios de lo que fuera la antigua monarquía hispánica, que contaba con el derecho de patronato eclesiástico en América y se servía de las instituciones de la Iglesia para administrarlos. En el mundo católico, la construcción de Estados nacionales bajo las referencias políticas del liberalismo hubo por ello de enfrentarse a la oposición de una Iglesia que defendió ferozmente sus prerrogativas y competencias. En realidad, fue poco y efímero lo que la coalición monárquica victoriosa sobre Napoleón pudo restaurar en Europa tras el Congreso de Viena de 1814. La lucha contra los efectos sociales y culturales de la modernidad siguió contando a lo largo del siglo con el respaldo eclesiástico y la sanción papal, pero no logró hacer retroceder el reloj de la historia. El absolutismo, con su modelo social y político, se había marchado para no volver. En su lugar encontramos una variedad de utopías autocráticas, confesionales y agraristas que constituyen tan sólo una parte del panorama del catolicismo político decimonónico. Entrados ya en el siglo XX, la doctrina social de la Iglesia intentó dar una respuesta novedosa y específica a los problemas creados por la industrialización y la crisis política del liberalismo. A lo largo de este despliegue histórico el pensamiento político católico expresó, por lo general, la posición y los intereses de los grupos más arraigados en la estructura social, pero éstos se vieron obligados a desarrollar nuevos argumentos y alianzas en su defensa. El poder militar fue con frecuencia una de ellas. Como apunta con ironía el aforismo de Unamuno, en un guiño a las tesis dictatoriales de Donoso Cortés, en el orbe católico el sable se ha aliado usualmente con el hisopo, no así tanto con los intereses del comercio, de suyo más proclives al liberalismo. El caso espa50

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ñol comporta, por lo demás, una serie de rasgos que le confieren una personalidad específica en el seno del universo reaccionario. De entre ellos cabe destacar al menos tres: la convicción en el carácter excepcional del patrimonio espiritual español, la identificación de la identidad nacional con el catolicismo y la vinculación de ambos —credo y cultura— con una conciencia colectiva que trasciende los meros confines del Estado nacional.

El mito de la excepcionalidad hispana El cúmulo de dificultades que acompañó el ingreso del mundo hispánico en la modernidad política afectó profundamente a la percepción de su personalidad cultural y devenir histórico. Como recordaba Luis Díez del Corral en su reconstrucción intelectual del liberalismo, con la guerra iniciada en 1808 «se disolvió sencillamente el Estado español. La impericia de nuestros gobernantes, la incapacidad de nuestras clases directoras, junto con las debilidades sustanciales de nuestra construcción estatal, la guerra y un valor generoso y anárquicamente derrochado, produjeron un asolamiento político sin precedente. Si a este desastre se añade el fermento exacerbado de los nuevos conceptos políticos, se podrá formar una idea de cuál ha sido el pórtico de nuestro siglo XIX y la razón de tantas de sus desgracias».9 Díez del Corral tenía en mente la resistencia peninsular a la invasión napoleónica y su efecto demoledor sobre la anquilosada estructura de la monarquía hispánica, pero sería más acertado considerar esa guerra como la vertiente peninsular de un doble conflicto, mitad de secesión y mitad civil, librado simultáneamente en ambas orillas del Atlántico y propiciado por un mismo detonante histórico. En una España relegada a la condición de potencia secundaria desde el Congreso de Viena, las ambiciones decimonónicas de emulación europea se vieron repetidamente frustradas a lo largo del siglo. Sus élites sentirían finalmente el desastre colonial de 1898 como un auténtico aldabonazo en la conciencia de la personalidad histórica española. La expresión intelectual de semejante frustración, formulada en un principio 9. Luis Díez del Corral: El liberalismo doctrinario, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1945, p. 21.

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como decadencia y posteriormente como voluntad de regeneración, desarrolló durante el siglo XIX sus variantes liberal y conservadora. La versión liberal, quizá la más difundida, acentuó el sistemático triunfo del despotismo y la reacción como rasgos de la derrotada modernidad española. La reflexión sobre ese fracaso cuajó en un programa político y en un debate historiográfico que, bajo diferentes versiones, ha pervivido hasta nuestros días. Pero lo cierto es que la pregunta historicista por el ser nacional y su destino no fue patrimonio exclusivo de los intelectuales españoles, sino que se repitió de una u otra manera entre las potencias periféricas o emergentes de la Europa de fin de siglo. «Como ocurrió en la Italia del Risorgimento, en la Rusia de Nicolás II y, en parte, en la Alemania guillermina —nos recuerda José Carlos Mainer— el pensamiento burgués más independiente pensó que algo había fallado en el proceso histórico del siglo XIX cuando sus resultados se cotejaban con los de otros países: ni había imperio colonial que explotar, ni industrialización, ni laicismo, ni educación nacional, ni unidad en un solo espíritu patriótico. A cambio, había —como ocurría en Italia y en España— un catolicismo antiliberal y amenazador, financieros que no invertían en la industria, terratenientes sin iniciativa comercial, burocracia inútil típica del Antiguo Régimen, populacho desorganizado».10 En Joaquín Costa, al igual que en la mayoría de los regeneracionistas del 98, podemos encontrar una reivindicación del malogrado constitucionalismo gaditano como una oportunidad histórica perdida para el encauzamiento del país. En una conferencia impartida en el Círculo de la Unión Mercantil e Industrial de Madrid, justo tras la pérdida de los últimos reductos coloniales, Costa afirmaba: «para que España se hubiera salvado le habría sido preciso mantener en el poder a los legisladores de Cádiz, hombres cultos, patriotas y bien inclinados, con su Constitución y leyes progresistas, y que a los otros, a las clases directoras del régimen anterior, las hubiese declarado expatriadas a perpetuidad. No lo hicieron así nuestros abuelos, y ahí tenéis el punto de arranque de nuestra decadencia, la cual lleva, como veis, ochenta y cinco años».11 El 10. José Carlos Mainer: La doma de la quimera. Ensayos sobre cultura y nacionalismo en España, Madrid-Frankfurt, Vervuert/Iberoamericana, 2004, p. 136. 11. Quién debe gobernar después de la catástrofe nacional (1900), en Joaquín Costa: Reconstitución y europeización de España y otros escritos, Madrid, Instituto de Estudios de la Administración Local, 1981, pp. 222-223.

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conservadurismo español, sin embargo, no veía las cosas de mejor manera. En unas reflexiones fechadas en 1883, el prócer conservador Antonio Cánovas del Castillo coincidía en advertir que «la revolución moderna fue cuando nos salimos ya del todo, no sé si para siempre, del cauce universal del progreso, porque ella no ha sido entre nosotros pasajero fenómeno, sino el estado normal de tres cuartos de siglo».12 Cánovas, intelectual además de político, dejó entre su legado un meritorio estudio sobre la decadencia de España y el lapidario juicio de que «son españoles quienes no pueden ser otra cosa».13 Este aparente pesimismo no impidió que su gestión del conflicto cubano, identificado con la supervivencia de la monarquía, sea recordada por la determinación de combatir a los insurrectos «hasta el último hombre y la última peseta». Tampoco las repúblicas hispanoamericanas disponían a finales del siglo XIX de mayores razones para el optimismo. Frente a los grandiosos destinos augurados por la independencia, la percepción finisecular de su trayectoria histórica reflejaba más bien una sensación de fracaso y de malversación de las energías políticas invertidas. Ésta es la época en que, coincidiendo con el apogeo del eugenismo, proliferan los ensayos sobre los supuestos males del cuerpo social latinoamericano: Manual de patología política (1899), de Agustín Álvarez; El continente enfermo (1899), de César Zumeta; Enfermedades sociales (1905), de Manuel Ugarte; Pueblo enfermo (1910), de Alcides Arguedas. La historiografía liberal del siglo XIX había consagrado la interpretación de la independencia hispanoamericana como una ruptura radical con el pasado, más que como un proceso plagado de inercias y continuidades. Con este fin atribuyó a los orígenes intelectuales del proceso emancipador una concomitancia de propósitos y valores con la revolución francesa y la Ilustración en general. El deseo de sus clases dirigentes de hacer tabla rasa del pasado se unía a la voluntad de imitar unos modelos de construcción nacional tomados de Europa y Norteamérica que, sin embargo, ilusionaban tanto como desconcertaban. El resultado de todo ello fue una constelación política fragmentaria vivida con frus12. Citado por Luis Díez del Corral, op. cit., p. 530. 13. Antonio Cánovas del Castillo: Historia de la decadencia de España desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II, Madrid, editorial de José Ruiz, 1910. El contexto en el que se inscribe su famosa frase fue un arranque de frustración ante la dificultosa tramitación de la Constitución de 1876.

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tración tanto por sus primeros protagonistas —el Libertador que reconoció haber arado en el mar— como por sus herederos espirituales. La búsqueda filosófica de una nueva identidad continental en el positivismo no pudo ocultar el largo período de ruptura social, estancamiento económico e inestabilidad política abierto con la independencia, así como la incapacidad para encontrar un sustituto a la referencia unitaria perdida con el mundo colonial. Desde entonces, la inseguridad sobre la identidad colectiva y la conciencia del carácter periférico y asimétrico de sus relaciones con las sociedades más desarrolladas han alimentado entre sus clases intelectuales una permanente ambivalencia hacia lo que se identifica como la modernidad occidental. Éste es un rasgo recurrentemente expresado en la forma de doctrinas identitarias y filosofías historicistas que han oscilado entre la reafirmación autóctona, el resentimiento histórico y la emulación compulsiva.14 Richard Morse, haciéndose eco de la intuición de Leopoldo Zea, vislumbró en todo ello un síndrome sublimatorio proyectado a lo largo de todo el período fundacional. «Los hispanoamericanos —advirtió- estuvieron condenados a la imposible tarea de negar y amputar su pasado. Sin embargo, España estuvo siempre con ellos. Incapaces de lidiar con el pasado mediante una lógica dialéctica que les permitiese asimilarlo, lo rechazaron a través de una lógica formal que lo mantuvo presente e impidió su evolución. La conquista, la colonización y la independencia fueron problemas jamás resueltos, nunca dejados atrás».15 La división sobre el valor del legado cultural español tras la disolución de los vínculos políticos con la metrópoli podemos encontrarla ya en los primeros debates de la intelligentsia hispanoamericana. La denominada generación del 27 en Argentina fue particularmente explícita en la descalificación de esa herencia. Durante su exilio en Chile por la dictadura argentina de Rosas, 14. El debate sobre el sentido de la modernidad en América latina constituye un campo extenso y diverso, pero existe una coincidencia general sobre el carácter periférico y ambivalente de la misma. Para contrastar distintas posiciones, véase Pedro Morandé: Cultura y modernización en América latina. Santiago, Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1984; Hugo C. F. Mansilla: Tradicion autoritaria y modernizacion imitativa: dilemas de la identidad colectiva en America Latina. La Paz (Bolivia), Plural Editores - Caraspas Editores, 1997; Jorge Larraín: Modernidad, razon e identidad en America Latina, Santiago de Chile, Editorial Andres Bello, 1996. 15. Richard Morse: The Heritage of Latin America, en Louis Hartz (ed.): The Founding of New Societies. Nueva York, Harcourt, 1963, p. 168

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Domingo Faustino Sarmiento no sólo abogó por la reforma ortográfica del español atendiendo a la fonética hispanoamericana, sino que escandalizó a la concurrencia local al declarar al castellano como un idioma muerto para la civilización. Todavía en 1905 Unamuno celebraba, aunque para desmentirlo, otro famoso exabrupto del argentino durante su visita a España en 1846, cuando le espetó a un literato local que allá en su país no leían libros españoles, «porque ustedes no tienen autores, ni políticos, ni historiadores ni cosa que lo valga».16 Aunque con diversos matices, la hostilidad hacia la herencia española fue, en general, compartida por los autores de inclinación liberal, como el también argentino Juan Bautista Alberdi, los chilenos José Victorino Lastarria y Francisco Bilbao, José María Samper en Colombia o Carlos María de Bustamante en México. Lo que se cuestionaba no era sólo el legado social de la colonia, sino una herencia espiritual a la que se hacía responsable del retraso histórico del hemisferio. Nada expresa mejor ese juicio que el ensayo histórico por el que Lastarria fue premiado en 1843 por la Universidad de Chile. En ese alegato republicano aseveraba que el pueblo chileno, bajo la colonia, «estaba profundamente envilecido, reducido a una completa anonadación y sin poseer una sola virtud social [...] porque sus instituciones políticas estaban calculadas para formar esclavos [...] Semejante sistema, si no fomentaba y premiaba el vicio, condenaba a lo menos y sofocaba en su germen las inspiraciones del honor y de la patria, de la emulación y de todos los sentimientos generosos de que nacen las virtudes cívicas».17 De una u otra manera, estos autores se plantearon la deshispanización como vía rápida para el acceso de sus respectivas sociedades a la modernidad cultural, política y económica vislumbrada por aquel entonces en Francia, Inglaterra y los Estados Unidos. Esa vía pasaba por la implantación de las raíces del individualismo liberal en las nuevas repúblicas y por quebrar las estructuras corporativas del viejo orden colonial. España, sencillamente, se había marginado de los procesos de creación de la 16. Citado por Miguel de Unamuno: Algunas consideraciones sobre la literatura Hispanoamericana, Madrid, Espasa Calpe, 1957, p. 94 17. José Victorino Lastarria: Investigaciones sobre la influencia social de la Conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile, Obras Completas, vol. VII. Santiago de Chile, Imprenta Barcelona, 1909, pp. 79-80.

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cultura moderna y no podía responder ni transmitir soluciones a los problemas contemporáneos. Sin embargo, durante este mismo período podemos encontrar también figuras como Lucas Alamán en México, Sergio Arboleda en Colombia o Andrés Bello en Chile que, pese a denostar la tutela colonial española, defendieron el derecho de los americanos a participar en pie de igualdad de un patrimonio común tenido por valioso para el desarrollo de las incipientes instituciones nacionales. Así, en su disputa chilena de 1843-1844 con Sarmiento sobre la preservación de la unidad de la lengua española en América, Bello advirtió, frente a lo que consideraba «el mayor mal de todos, el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común: la venida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América y, alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros, embriones de idiomas futuros que durante la larga elaboración reproducirán en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín».18 El debate sobre la horma de las nuevas culturas nacionales se prolongó a lo largo de todo el siglo XIX, pero a finales del mismo podemos apreciar un cambio en el tono de las relaciones iberoamericanas. Las celebraciones del cuarto centenario del Descubrimiento habían creado un ambiente propiciatorio para que la atención oficial hacia Hispanoamérica alcanzase en España, al menos en el plano retórico, cotas desconocidas hasta entonces. En 1900, la celebración en Madrid del Congreso Social y Económico Iberoamericano supuso un hito fundamental para el hispanismo, y no sólo en el terreno cultural, también en el de los intereses económicos y de política internacional. Del otro lado del Atlántico la conmemoración del 12 de octubre, Día de la Raza, como festividad oficial y de confraternización hispánica se encontraba en pleno proceso de consolidación. De hecho, cuando en 1918 el gobierno de Antonio Maura decidió finalmente declararla fiesta nacional en España, doce repúblicas latinoamericanas habían dado ya este paso.19 Pero fue la derrota española ante 18. Roberto José Lovera de Sola (ed.): Pensamientos de Andrés Bello, Caracas, Alfadil, 1994, pp. 21-22 19. El derrotero de esta celebración fue, sin embargo, bastante errático. En España, Primo de Rivera le dio un impulso coincidiendo con la Exposición Universal de Sevilla

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los Estados Unidos en 1898 la que impulsó un giro decisivo en la percepción latinoamericana del coloso del norte y eliminó el principal obstáculo para el restablecimiento de las empatías culturales entre España y los países de habla hispana. El ensayo Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, así como el movimiento intelectual desencadenado por el mismo, son habitualmente señalados como el más claro ejemplo de la nueva sensibilidad hispanoamericana y su reivindicación de los valores de la cultura greco-latina frente al utilitarismo anglosajón. En esa corriente se quiso ver la reconciliación continental con la herencia cultural española y un punto de inflexión en el afrancesamiento general de los gustos literarios imperante desde largo tiempo atrás. Tanto es así que Leopoldo Alas Clarín, en su estudio introductorio al Ariel, se sintió obligado a advertir que «aquella imitación de lo europeo no español, de lo francés principalmente, fue demasiado lejos y con olvido de una originalidad a que deben aspirar todos los pueblos que quieran prepararse una personalidad en la historia. Sin contar a los snobs, ni mucho menos a los majaderos, hombres de positivo talento y cultivado espíritu se dejaron llevar por la corriente del galicismo integral, hasta el punto de llegar a escribir en un español que, aun sin grandes barbarismos gramaticales, parecía francés en el alma del estilo».20 Este cúmulo de circunstancias permitió el reencuentro finisecular de ambos regeneracionismos, el español y el latinoamericano, y el afloramiento de una corriente intelectual y política que buscó en el viejo ethos hispánico las señas de una identidad civilizatoria común. Pero la interpretación de ese carácter hispano siguió derroteros distintos en cada continente. Inhabilitada en América como referencia de modernidad por el triunfo de la reacción absolutista, la imagen de España habría de sufrir una transformación radical a manos de los románticos europeos. La España oscurantista y culturalmente retardataria divulgada en el siglo anterior por los enciclopedistas franceses bebía en últide 1929. Posteriormente, en los años treinta, el Día de la Raza sería rebautizado como Día de la Hispanidad y, tras la guerra civil, fue convertido por el régimen franquista en una celebración clave del imaginario nacional-católico. En Estados Unidos, en cambio, Theodore Roosevelt incorporó la fecha al calendario patriótico estadounidense como Columbus Day, que sería apropiado al poco tiempo por la comunidad italo-americana como plataforma de reafirmación étnica. 20. Leopoldo Alas Clarín: Estudio crítico, en José Enrique Rodó: Ariel, Madrid, Espasa Calpe, 1991, pp. 26-27.

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ma instancia de la leyenda negra elaborada por los protestantes flamencos como arma propagandística contra la dominación española.21 La literatura arbitrista del reformismo borbónico vino indirectamente a reforzar esa imagen, que es la misma que late en los memoriales criollos de agravios durante el período de la independencia y en el resentimiento cultural de los primeros liberales hispanoamericanos. Por el contrario, los escritores, viajeros y artistas románticos que recorrieron España a comienzos del siglo XIX transfiguraron el atraso peninsular en una auténtica hispanomanía, el primer ejemplo de orientalismo en la moderna cultura europea. El romanticismo fantaseó así un país exótico y primitivo al que se presentaba como reducto de autenticidad vital en el contexto de una Europa decadente y racionalista, un pueblo impulsivo y tosco en sus formas de vida, cerril incluso, pero de corazón noble y orgulloso, según se desprendía de la resistencia popular frente a las tropas de Napoleón. Los románticos españoles también bebieron de las fuentes literarias que ofrecían las viejas leyendas, ruinas medievales y bucólicos paisajes ibéricos, pero no llegaron a tomar plena conciencia del papel asignado a su país en la imaginación cultural de la Europa de la Restauración. De una u otra manera, el mito de la excepcionalidad española logró reproducirse y alcanzar el siglo XX, en el que la guerra civil, interpretada por los intelectuales que acudieron en auxilio de la República, sirvió para reeditar algunos de los viejos mitos románticos. Lo cierto es que, en España, liberales y conservadores coincidieron en vislumbrar un carácter y una personalidad histórica específicos del país, aunque no en su manera de interpretarlos. Esto es fácil de constatar entre la Generación del 98, donde esa 21. Aunque con antecedentes ya en la obra de Montesquieu, la polémica sobre el valor de la cultura española fue provocada en 1782 por el artículo de Masson de Morvilliers para la Encyclopédie méthodique titulado «Que doit-on á l’Espagne?». La primera respuesta al desafío de Masson, encargada por la propia Corona española, fue la del abate Cavanilles en 1784 (Observations de M. L’Abbé Cavanilles sur l’article Espagne de la Nouvelle Enciclopedie) en la que se esforzó en probar la contribución de los españoles a la ciencia de aquellos tiempos. Este mismo debate de fondo, centrado ahora sobre la ciencia española, se reprodujo en el siglo XIX entre Ramón Menéndez Pidal y Marcelino Menéndez Pelayo. Sobre la hispanofobia del XVIII en general y esta polémica en particular, véase Rafael Altamira: Psicología del pueblo español (1902). Madrid, Biblioteca Nueva-Cicón Eds., 1998, pp. 109 y ss. El término leyenda negra y su papel en la historiografía española de comienzos del siglo XX nos remite al clásico de Julián de Juderías: La leyenda negra: estudios acerca del concepto de España en el extranjero, Barcelona, Araluce, 1917.

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creencia aparece teñida de resabios pesimistas, pero también la encontramos en generaciones posteriores. Así, tras la guerra civil, Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz protagonizaron desde su exilio americano uno de los debates más sonados de la historiografía española contemporánea. Castro, como es sabido, defendió en una de sus principales obras el papel de los elementos moriscos y judaicos en la formación de la identidad española.22 Pocos años más tarde Sánchez Albornoz respondió con una voluminosa reivindicación de las raíces latinas y cristianas de la cultura hispana. En sus propias palabras, «España se distingue de los dos linajes de comunidades históricas con las que lógicamente debería coincidir. No se deja enmarcar dentro de las estructuras funcionales de los pueblos mediterráneos ni de los pueblos del llamado Occidente».23 Es importante señalar que Sánchez Albornoz incluía implícitamente a Hispanoamérica en su perspectiva histórica al hablar de «nuestras disimilitudes frente a los otros pueblos de Occidente» y animar a ambos, españoles e hispanoamericanos, a «vencer su sentido de inferioridad, a veces doblado de estériles soberbias». En América latina, la crisis dinástica que desencadenó la independencia de la metrópoli puso muy pronto de manifiesto las divisiones internas que habrían de atravesar las nuevas repúblicas durante todo el siglo XIX. Pero por detrás de ellas podemos entrever también un correlato cultural. En realidad, la estructura social heredada de la colonia tardó mucho más en cambiar que los lenguajes políticos empleados para vilipendiarla y anunciar la llegada de una nueva era. A lo largo de los enfrentamientos entre conservadores y liberales, entre los intereses de la tierra y del comercio, del campo y la ciudad, de la costa y el interior —de la contraposición sarmientina, en definitiva, entre civilización y barbarie— se hizo evidente que el orden social y cultural de la colonia, si no ya el político, gozaba de un notable arraigo entre importantes segmentos de las sociedades independientes. En este contexto, la disputa sobre el papel civil de la religión y la autoridad eclesiástica se alzó como un factor decisivo. No debe sorprender, pues, que el rescoldo de las referencias hispanas sirvie22. Américo Castro: España en su historia; cristianos, moros y judíos, Buenos Aires, Editorial Losada, 1948. 23. Claudio Sánchez Albornoz: España, un enigma histórico (2 vols.), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1956, p. 7

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se de refugio cultural para los sectores sociales más apegados al orden tradicional. El conservadurismo católico en pugna con el secularismo liberal terminaría por convertir esa hispanofilia, y más concretamente las ideas importadas del tradicionalismo español, en un instrumento de resistencia política. El pensamiento católico de autores como Jaime de Balmes, Juan Donoso Cortés, Juan Vázquez de Mella o Marcelino Menéndez Pelayo logró así hacerse un hueco en el discurso y en la imaginación política hispanoamericana de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Aunque la jefatura de Gabriel García Moreno como presidente de Ecuador entre 1859 y 1875 constituye un buen ejemplo del ultramontanismo político en Hispanoamérica, es Colombia la que ilustra quizá de forma más explícita las formas intelectuales adquiridas por el catolicismo político de su tiempo. Lo que se conoce en la historia colombiana como la Regeneración (18801899) corresponde a un período de reformas institucionales que fue liderado por un grupo de intelectuales conservadores inspirados en el tradicionalismo católico. Miguel Antonio Caro, una de sus figuras señeras y correspondiente asiduo de Menéndez Pelayo, llegó a redactar las bases teóricas de la constitución colombiana de 1886, que arrancaba con la proclamación de Dios como fuente de toda autoridad, consagraba la confesionalidad del Estado y lograría mantenerse en vigor durante más de cien años. Caro participó en los rifirrafes filosóficos que los seguidores colombianos de Balmes mantenían regularmente con quienes denominó la secta bogotana del benthamismo. Intelectualmente, lo que más apreciaba Caro del catolicismo era la certificación de un orden moral: «el sello de la sanción divina a los principios inconclusos del derecho natural».24 De entre todas las religiones, la católica era la única que enseñaba la verdad. Por ello constituía «la mejor almohada para la conciencia». Esa certidumbre religiosa se extendía sin solución de continuidad al orden político: todo poder procede de Dios; un gobierno ateo, por tanto, constituiría un contrasentido.25 La Iglesia católica, como sociedad perfecta, se erguía así en modelo para la sociedad civil. El ideario católico de Caro no desmerecía en firmeza 24. Miguel Antonio Caro: Escritos sobre el utilitarismo, Bogotá, imprenta F. Mantilla, 1869, p. 96. 25. Miguel Antonio Caro: Escritos políticos (primera serie), Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1990, p. 10

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frente a sus convicciones hispanistas. «El año 1810 —aseveró— no establece una línea divisoria entre nuestros abuelos y nosotros, porque la emancipación política no supone que se improvisase una nueva civilización. Las civilizaciones no se improvisan. Religión, lengua, costumbres y tradiciones: nada de esto lo hemos creado [...] Nuestra independencia viene de 1810, pero nuestra patria viene de atrás. Nuestra historia desde la conquista hasta nuestros días es la historia de un mismo pueblo y de una misma civilización.»26 República unitaria, religión y lengua, subsumidos en la lealtad a la tradición hispana, se presentaban no sólo como pilares constitutivos de la nacionalidad colombiana, sino como baluarte frente a las contaminaciones culturales externas que habían ayudado en el pasado a disolver el orden social.27 Opiniones como la de Miguel Antonio Caro eran representativas de una percepción católica del mundo en el siglo XIX. El rechazo de la concepción liberal de la religión como un asunto privado constituía, y en gran medida sigue constituyendo, la piedra angular de la concepción católica de la vida política. Según ésta, la religión no es una cuestión de conciencia, sino una fe que determina la moralidad privada y las acciones públicas. El integrismo fue más allá, pues no concebía moral pública ni carácter nacional sin el papel nuclear de la religión, de cuya autoridad terrenal se hacía depender la legitimidad del Estado y la preservación del orden social. La encíclica Quanta cura, promulgada por Pío IX en 1864, así como el Syllabus de errores anexo, con su explícita y detallada condena del liberalismo, anticiparon un programa más amplio de reacción católica contra la modernidad que culminaría en el Primer Concilio Vaticano (1869-1870). En ese programa, ideas como la separación de Estado e Iglesia, la libertad religiosa, la educación pública, el racionalismo o la institución de iglesias nacionales ajenas a la autoridad del Romano Pontífice y su recién proclamada infalibilidad dogmática, resultaban inaceptables. La consecuencia más inmediata de la consolidación del ultramontanismo fue la conversión de la Iglesia católica en adversaria declarada del Estado nacional. Así lo atestigua la política anticlerical de 26. Miguel Antonio Caro: «Fundación de Bogotá» (1875), en Ideario hispánico, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1952, pp. 102-103. 27. Sobre Caro y su período, véase Rubén Sierra Mejía (ed.): Miguel Antonio Caro y la cultura de su época, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2002.

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numerosas repúblicas hispanoamericanas o el conflicto en Europa entre el gobierno de Bismarck y el Zentrumspartei, el partido católico alemán auspiciado por el Vaticano.

Hispanismo y nacional-catolicismo A grandes rasgos, el hispanismo puede definirse como un movimiento ideológico sustentado en la convicción de que existen unos valores, una forma de vida y una cultura compartidos por España y los pueblos ligados a su pasado colonial28. Dado su carácter tardío, carece de los atributos románticos o cívicos propios de los primeros nacionalismos europeos, pero también del énfasis racial típico de numerosos panetnicismos finiseculares. Por otro lado, aunque el hispanismo no se cultivó exclusivamente en el espectro ideológico conservador, la beligerancia de los sectores integristas en identificar el pasado español con la defensa ecuménica de la fe terminó por convertirlo en un capítulo especial del tradicionalismo católico. Bajo diversas formas, su influencia intelectual y política logró prolongarse hasta bien entrado el siglo XX. El término que mejor expresa su bagaje confesional es el de Hispanidad, acuñado en 1926 por Zacarías de Vizcarra, un sacerdote tradicionalista vizcaíno afincado en Buenos Aires.29 Su propósito declarado era rebautizar la celebración del Día de la Raza, una expresión que por sus connotaciones fisiológicas juzgaba inadecuado para referirse a la casta hispánica: «Suena como cosa absurda hablar de “nuestra raza” a un conglomerado de pueblos integrados por individuos de muy diversas razas, desde las blancas de los europeos y criollos hasta las negras puras, pasando por los amarillos de Filipinas y los mestizos de todas las naciones hispánicas. En realidad, ni siquiera los habitantes de la Península 28. Véase Fredrick B. Pike: Hispanismo (1898-1936). Spanish Conservatives and Liberals and their Relations with Spanish America. Notre Dame - Londres, Notre Dame University Press, 1971. 29. Zacarías de Vizacarra Arana (1880-1963) perteneció a la primera promoción del Seminario Pontificio de Comillas. Profesor de griego y teología y autor de un catecismo en euskera, marchó en 1912 a Buenos Aires como capellán particular de una rica familia criolla, los Pereyra Iraola. Muy activo en los círculos del tradicionalismo católico argentino, regresó a España en 1937. Tras la guerra civil lideró las actividades propagandísticas de Acción Católica Española y fue nombrado Obispo Auxiliar de Toledo en 1947. Sobre su biografía y obras, véase

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Ibérica pertenecen a una sola raza».30 Aunque el vocablo no era totalmente nuevo, pues su propio promotor señalaba antecedentes en la literatura latina, sí lo era el significado que le pretendía atribuir. En un entorno como el de la primera postguerra mundial, marcado por «luchas raciales y apetitos materialistas», la Hispanidad intentaba erigirse como seña de identidad colectiva y horizonte de una misión ecuménica de regeneración espiritual: Hispanidad significa, en primer, lugar, el conjunto de todos los pueblos de cultura y origen hispánico diseminados por Europa, América, África y Oceanía; expresa, en segundo lugar, el conjunto de cualidades que distinguen del resto de las naciones del mundo a los pueblos de estirpe y cultura hispánica [...] La Hispanidad Católica tiene que prepararse para su futura misión de abnegada nodriza y caritativa samaritana de los infelices de todas las razas que se arrojarán a sus brazos generosos. La Providencia le depara a corto plazo enormes posibilidades para extender en gran escala su acción evangelizadora a todos los pueblos del orbe, poniendo una vez más a prueba su vocación católica y su misión histórica de brazo derecho de la Cristiandad.31

El vocablo y sus connotaciones políticas alcanzaron rápida y amplia difusión tras penetrar masivamente en los medios católicos de divulgación y ser asumido en su Defensa de la Hispanidad (1934) por Ramiro de Maeztu, quien había conocido a Vizacarra durante sus años de embajador en Argentina. En la que sería la última etapa de su vida, este autor aparece como un puente entre el ultramontanismo español del siglo XIX y el nacional-catolicismo del XX.32 En sintonía con el inventor del término, Maeztu no identificó el panhispanismo con los usuales atributos nacionalistas de la tierra o de la raza, sino con una misión ecuménica: la creencia en la capacidad de todos los seres humanos para salvarse. Esta misión espiritual imponía, sin embargo, obligaciones políticas: todo Estado hispánico debía confirmar con sus obras los principios universales del catolicismo. Aún más, advertía Maeztu, «si los pueblos criollos han de salir victoriosos de la 30. Zacarías de Vizacarra: Origen del nombre, concepto y fiesta de la Hispanidad, en El Español. Semanario de la política y del espíritu (Año III, n.° 102, 1944), p. 1. 31. Ibídem. 32. Sobre el significado de la obra de Maeztu, cfr. José Luis Villacañas Berlanga: Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España, Madrid, Espasa, 2000.

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Sello de 1928 de la serie Pro-catacumbas de San Dámaso con las imágenes de Pío XI y Alfonso XIII

lucha contra el bolchevismo y la dominación económica extranjera, han de volver por los principios comunes de la Hispanidad para vivir bajo autoridades que tengan conciencia de haber recibido de Dios sus poderes».33 El 12 de octubre de 1934, durante la celebración del Congreso Eucarístico Internacional, Isidro Gomá y Tomás, Arzobispo de Toledo, futuro Cardenal Primado de España y uno de los principales ideólogos del inminente régimen nacional-católico, pronunció en el Teatro Colón en Buenos Aires un discurso que llevaba por título Apología de la Hispanidad. Tras homenajear a Maeztu y a Vizcarra y advertir que el término de Hispanidad «o es palabra vacía, o es la síntesis de los valores espirituales que, con el catolicismo, forman el patrimonio de los pueblos hispanoamericanos», Gomá resumió lacónicamente el núcleo ideológico del hispanismo católico: «América es la obra de España. Esta obra de España lo es esencialmente de catolicismo. Luego hay relación de igualdad entre hispanidad y catolicismo, y es locura todo intento de hispanización que lo repudie».34 Esta afirmación no 33. Ramiro de Maeztu: Defensa de la Hispanidad, Madrid, Gráfica Industrial, 1934, p. 298. 34. Isidro Gomá y Tomás: Apología de la Hispanidad. Discurso pronunciado en el Teatro Colón de Buenos Aires, el día 12 de octubre de 1934, en la velada conmemorativa del «Día de la Raza», en Acción Española, 1 de noviembre de 1934 (tomo XI, n.° 64-65), p. 195.

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hay que leerla sólo en el contexto del indigenismo propiciado por algunos gobiernos latinoamericanos de la época, principalmente en México y Perú, sino de las propias circunstancias por las que atravesaba la institución católica en la España republicana. En los revueltos años que precedieron a la guerra civil, la doctrina de la Hispanidad ayudaría a centrar la retórica política católica contra el anticlericalismo de liberales e izquierdistas y anticiparía algunos de los rasgos ideológicos del primer franquismo. Pero no sólo los católicos integristas dirigían su mirada hacia América. José Antonio Primo de Rivera, en el tercero de los Puntos de la Falange, redactados en 1934 como ideario político, afirmaba también la voluntad de imperio de los émulos españoles del fascismo: Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio. Reclamamos para España un puesto preeminente en Europa. No soportamos ni el aislamiento internacional ni la mediatización extranjera. Respecto de los países de Hispanoamérica, tendemos a la unificación de cultura, de intereses económicos y de Poder. España alega su condición de eje espiritual del mundo hispánico como título de preeminencia en las empresas universales.

Con el desenlace de la guerra civil la idea de Imperio, vinculada a la de Hispanidad, pasó a ocupar un lugar central en el discurso de falangistas y reaccionarios. El hispanismo católico se consolidó así definitivamente como una consigna ideológica del régimen de Franco. Su eficacia, sin embargo, apenas logró trascender el ámbito retórico. España era en aquel momento un país arrasado bajo la férula de un dictador que se había aliado con las derrotadas potencias del Eje. Durante largo tiempo su condición en el nuevo orden internacional fue la de un paria. En ese contexto, el panhispanismo funcionó como un instrumento dialéctico para abrirle al régimen un espacio de maniobra diplomática. Los postulados que planteaban la reconquista cultural del mundo moderno para la catolicidad desde España podían encontrar algunos aliados externos, empezando por la propia Iglesia preconciliar. Pero la grandilocuencia imperial debe entenderse también como un ejercicio sublimatorio para consumo interno, ya que el hispanismo amparado por el régimen nunca tuvo una estrategia política clara, objetivos definidos ni medios para reali65

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zarlos.35 Sus rendimientos simbólicos fueron por ello más relevantes para la construcción de una identidad y una filosofía de la historia acordes a las necesidades del nuevo Estado autoritario. Los ideales cristianos de la Hispanidad, su encarnación histórica en la nueva España y su proyección exterior en un ambiguo formato imperial fueron así objeto de una profusa elaboración ideológica. Manuel García Morente, antiguo institucionista convertido de manera traumática al catolicismo durante la guerra civil, cifró la esencia de la Hispanidad en un estilo de vida: el representado por la figura del caballero cristiano, el paladín que concibe la vida como lucha y la vive atenido tan sólo a su propia conciencia36. El potencial público de ese carácter cristiano, proyectado como carisma político, apuntaba a la figura de un caudillo. Ramiro de Maeztu había advertido también antes de la guerra que «el hombre público ha de cuidarse de los intereses generales, no de los particulares suyos. Al hombre dado [a la política] no le debe quedar tiempo para pensar en sí. He aquí, pues, un sentimiento tradicional que nos sirve de guía orientadora en la elección del caudillo político».37 La Hispanidad fue consiguientemente presentada en una triple dimensión: como un carácter, como un patrimonio cultural —el habla y el credo— y como un orden político que se reclamaba en su exterior heredero de la monarquía católica de los Austrias y en su interior se articulaba según la nueva doctrina corporativa de la Iglesia. Todo ello evocaba el modelo de la sociedad hispana medieval y un ethos falangista que, según rezaba su norma programática, se proponía imbuir un sentido militar de la vida en toda existencia española. Fe, disciplina, sacrificio, jerarquía y espíritu de milicia: en estas virtudes se resumía la versión falangista del caballero cristiano, mitad monje y mitad soldado.38 35. Véase Eduardo González Calleja-Fredes Limón Nevado: La Hispanidad como instrumento de combate. Raza e imperio en la prensa franquista durante la guerra civil española, Madrid, CSIC - Centro de Estudios Históricos, 1988. 36. Manuel García Morente: Idea de la Hispanidad, Madrid, Espasa Calpe, 1939. 37. Ramiro de Maeztu, op. cit., p. 252. 38. Esta recuperación de un ideal arcaizante no deja de ser significativa, ya que uno de los tópicos historiográficos más repetidos sobre España alude precisamente a la ausencia secular en ella de una burguesía modernizadora. Como señaló Stanley Payne al reconstruir los orígenes del ethos caballeresco español, «todas las sociedades medievales en Europa occidental estuvieron dominadas por aristocracias ligadas al liderazgo militar y guiadas por códigos de comportamiento que enfatizaban el honor y el status. Esto no cambió hasta que el Ancien Régime fue sustituido por el capitalismo y el liberalismo modernos. La sociedad hispánica no fue, por tanto, una excepción, sino sólo una fórmula más extrema y estrecha de un fenómeno común. Castilla, una sociedad fronteriza, hizo hincapié en el estatus militar por encima de cualquier otro». S. Payne: Spanish Catholicism. A historical Overview, Madison, The University of Wisconsin Press, 1984, p. 23.

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Alegoría de Franco y la Cruzada. Pintura mural de Reque Meruvia (Archivo Histórico Militar, Madrid)

El asesinato de Ramiro de Maeztu a comienzos de la guerra civil le impidió presenciar la incorporación de su ideario hispanocatólico al bagaje intelectual del franquismo. Sus ideas, aunque escasamente originales —es patente en ellas la concomitancia con el integralismo lusitano y con la Action Française— pero muy críticas con la idolatría fascista del Estado, permiten sin embargo diferenciar el proyecto político del tradicionalismo católico español de otras corrientes autocráticas. No deja de ser significativo para su clasificación el hecho de que, en pleno auge de las teorías racistas en Europa, se rechazase explícitamente un contenido biologicista en la elaboración ideológica de la Hispanidad. Como es sabido, Juan Linz, en su catalogación del franquismo como régimen autoritario, insistió en la ausencia de una ideología estatal única, en la baja institucionalización del sistema de toma de decisiones y en el reconocimiento de un pluralismo limitado (las familias del régimen) para diferenciarlo de los sistemas totalitarios del siglo XX.39 Linz, no 39. Juan Linz: «Una teoría del régimen autoritario. El caso de España», en M. Fraga et al. (comps.), La España de los años setenta. III: El Estado y la política, Madrid, Ediciones Moneda y Crédito, 1974, pp. 1.467-1.531.

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Obispos españoles en un acto público en Santiago de Compostela (octubre de 1936)

obstante, tenía en mente el último período del franquismo, no su proceso de cambio y adaptación al medio a lo largo de los años. En este sentido, el catolicismo político fue sólo una de las fuentes ideológicas de las que bebió el régimen. El ideario nacionalsindicalista de la Falange, con su retórica y estética fascistas, constituía un capítulo aparte que fue desvitalizándose con los años. Pero fue más que nada la derrota de las fuerzas del Eje en la guerra mundial el factor que obligó a Franco a buscar sobre la marcha una fuente autóctona de legitimación para su estructura autoritaria. Esto no impidió en la inmediata postguerra un tenso conflicto con el Vaticano en torno al derecho del gobierno a proponer la designación de los obispos españoles. El objetivo no era otro que el de asegurarse la fidelidad política de la Iglesia nacional, a la que se estaba entregando los principales instrumentos ideológicos del nuevo Estado: la enseñanza, los medios sociales de comunicación y la censura. En el año 1945 el sistema franquista se definió por primera vez como un Estado social, católico y representativo. En su gobierno entraron a formar parte algunas figuras prominentes de Acción Católica, como Alberto Martín Artajo, quien asumió la cartera clave de Asuntos Exteriores con el objetivo de romper el aislamiento internacional del régimen. El Concordato de 1953 consagró en ese sentido una permuta de garantías entre el gobierno de Franco y la Santa Sede: el control social de la unanimi68

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dad de la fe a cambio del diseño nacional de la Iglesia española. El resultado de todo ello fue esa peculiar combinación de dictadura militar, nacionalismo y tradicionalismo católico que ha sido bautizada para el caso español como nacional-catolicismo. La unión del poder político y la legitimidad religiosa, una nueva versión en definitiva de la antigua alianza del trono y el altar, caracterizó su núcleo ideológico diferenciándolo del fascismo italiano o del nacional-socialismo alemán.40 Como trasfondo podemos reconocer también una trama de mitos historiográficos provenientes del siglo XIX que fueron rehilados tras la guerra civil para configurar un relato lineal de la identidad española y unas claves de simulación histórica ligadas a ella: de un lado, España como un proyecto cristiano forjado en la Reconquista y en la Contrarreforma que prolongó su misión ecuménica en América antes de sufrir la decadencia imperial bajo una dinastía extranjera; del otro, la guerra civil como cruzada anticomunista y su símil con la lucha secular contra el islam en la España medieval y contra las antirreligiosas fuerzas napoleónicas en 1808. Alfonso Botti ha señalado el formato divulgador de ese relato histórico como clave de su éxito popular, pero su función ideológica apuntaría en otro sentido: «se podría decir que el nacional-catolicismo es el reverso especular de la leyenda negra», contra la cual reacciona, pero a la que en el fondo imita. Así como la leyenda negra es la visión de España por la antiEspaña —los enemigos internos y la quinta columna— el nacional-catolicismo se presenta como la autocomprensión del país verdadero, auténtico, es decir, católico, que es al mismo tiempo historiografía (como interpretación de la propia historia) y genealogía (porque construye una tradición de la que se considera una prolongación)». 41 40. Stanley Payne, entre otros muchos, ha visto mayores analogías en el franquismo con los regímenes de Dollfuss en Austria, de Tizo en Eslovaquia o de Pavelic en Croacia que con el nazismo alemán o el fascismo italiano. Cfr. Stanley Payne: Spain, the Church, the Second Republic and the Franco regime, en Richard S. Wolff y Jörg K. Hoensch: Catholics, the State and the European radical Right (1919-1945). Boulder, Social Science Monographs, 1987, p. 195. 41. Alfonso Botti, op. cit., p. 17. Lo cierto es que durante la guerra civil ambos bandos se sirvieron del mito nacionalista forjado a partir de la lucha anti-napoleónica. Negaron así la naturaleza civil del conflicto para presentarlo como una guerra por la supervivencia nacional: contra el fascismo de Hitler y Mussolini o contra el comunismo internacional. Cfr. José Álvarez Junco: Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001, pp. 144-145.

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La pugna por la Hispanidad: «azules» y reaccionarios Hasta la crisis de febrero de 1956, cuando los disturbios universitarios en que se vieron involucrados los sectores más contestatarios del falangismo llevaron a su desplazamiento del poder, la pugna ideológica entre azules e integristas, agrupados estos últimos en torno al crecientemente poderoso Opus Dei, se mantuvo en un indeciso equilibrio tan sólo corregido por el arbitrio del dictador. La germanofilia imperante entre buena parte de la intelectualidad falangista, con su culto totalitario al Estado, chocaba con los criterios manejados por el integrismo católico, para quien ni Estado ni patria debían ser amados por sí mismos, sino sólo en y por Dios. Existía, sin embargo, una desventaja objetiva para los primeros: a diferencia de la Iglesia, la Falange no contaba con más equipaje cultural que las diletantes incursiones ensayísticas de José Antonio Primo de Rivera, su fundador. Por ello, como ha señalado mordazmente Gregorio Morán, se inició «una competición entre falangistas e integristas por hacer suyos los mismos cadáveres; [pretendieron] borrar el siglo XIX como historia del mundo y de España para poner en él a unas figuras marginales de su época. La Falange no tenía patrimonio cultural propio y había de abrevar en el angosto del vecino, una incomodidad que, en definitiva, le quitaba gran parte de su razón de ser».42 En última instancia, esta tensión ideológica entre las variantes autóctonas del fascismo y del tradicionalismo católico encontró en la política cultural del franquismo y en sus nuevas estructuras académicas una expresión institucional propia. El Instituto de Estudios Políticos fue fundado en 1939 bajo la tutela de la Falange con el fin de proporcionarle al régimen una nueva generación de cuadros.43 De hecho, Alfonso García Valdecasas, su primer director, era un camisa vieja de la organización. Hasta 1956 el Instituto cobijó a buena parte de la inteligencia política falangista, sembrando las bases de lo que con el tiempo serían las ciencias sociales españolas. Como una proyección del 42. Gregorio Morán: El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo, Barcelona, Tusquets, 1998, p. 126 43. Sobre la primera trayectoria del Instituto de Estudios Políticos, véase Agustín José Menéndez: Shifting legal dogma: from republicanism to fascist ideology under the early Franquismo. Arena, University of Oslo, Working Paper N.º 20 (2002),

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mismo se fundaría en 1944 en la Universidad Central de Madrid la primera Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de España. En el seno del Instituto se desarrollaron también los esfuerzos por importar una teoría política totalitaria que legitimase las bases del régimen. Para ello hubo que conjugar dos imperativos intelectuales: el nacionalista y el religioso. El afán casticista obligaba a buscar en el desván de las luminarias nacionales los hitos de una personalidad cultural española propia e inconfundible, pero los ensueños imperiales de la Falange necesitaban enfatizar también la dimensión espiritual de su proyecto. En este contexto, la idea de la Hispanidad y su misión ecuménica sufrió a manos de los falangistas un giro orteguiano y, entendida ahora como unidad de destino, fue incorporada a la doctrina nacionalsindicalista. La influencia del Instituto de Estudios Políticos parece haberse resentido de la caída en desgracia en 1942 de Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco y ministro progermano de Asuntos Exteriores. Aun así, se tiene por decisivo el papel de los colaboradores del Instituto en la redacción de algunas de las Leyes Fundamentales de las que se dotó el franquismo: la Ley Constitutiva de las Cortes (1942), el Fuero de los Españoles (1945) y la Ley de Principios del Movimiento Nacional (1958). En 1948 asumió la dirección del centro Francisco Javier Conde, émulo hispano de Carl Schmitt con su teoría del caudillaje. La obra de Conde, becado antes de la guerra por la Junta de Ampliación de Estudios para desarrollar conocimientos en Alemania, ofrece quizá el mejor ejemplo del intento falangista por aportar al franquismo una base jurídica propia.44 Fiel a sus influencias de juventud, y con la guerra mundial como telón de fondo, su análisis de la crisis de la forma política se apoyaba en una ontología existencialista trufada de categorías schmittianas. Según esto, la distinción amigo-enemigo en cuanto momento definitorio de lo político tenía una traducción existencial como angustia y compulsión a decidir: El horizonte del hombre actual es, en la metafísica, la nada; en lo político, la negación de la propia existencia, la guerra, el estado permanente de excepción. Colocado ante la nada, el hombre sólo tiene un camino: la decisión. La existencia ha de sacarse a sí 44. Véase al respecto la meritoria obra de José Antonio López García: Estado y derecho en el franquismo. El nacionalsindicalismo de Francisco Javier Conde y Luis Legaz Lacambra, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1996.

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misma de su ser cotidiano, ser ella misma, decidirse a poder ser ella misma. En ese elegir estriba la decisión. La existencia decidida va siendo hacia la muerte como posibilidad extrema. Es decir, va siendo hacia la nada. Siendo resueltamente a muerte, dejando que la muerte se haga poderosa en la existencia, libre de engañosas decisiones, se arroja el hombre en la decisión del obrar. Colocado el hombre en Estado permanente de excepción, sólo la decisión permanente puede salvarle del caos.45

Esta prosa heideggeriana le sirvió a Conde para aludir crípticamente a la institución que podía asumir el mando político en el caso español: el caudillaje surgido de la guerra civil. Según él, lo que capacita para la acción en el mundo histórico es la unidad legítima de mando, que mueve a obedecer las órdenes de grado o por fuerza. En el caudillaje esa unidad se condensaría en una relación directa de servicio fundada en la lealtad al titular del poder. Frente a la discusión como disgregador principio liberal de representación, Conde contrapuso el modelo totalitario de la decisión, entendida como unanimidad aclamatoria entre el pueblo y un caudillo que decide por todos y para todos cuando peligra la soberanía. Esta teoría carismática de la representación se proyectaría en el caso español sobre un espacio histórico concreto: el imperio católico. Según Conde, el español habría sido el único sujeto europeo que no había seguido la ruta del hombre moderno. Propiamente hablando, ni siquiera había forjado un Estado. El genio español gestó, por el contrario, «la utopía de la catolicidad universal como magna forma de vida organizada opuesta al Estado moderno». Con el nuevo régimen de Franco, concluía Conde, el español tenía la oportunidad que desde hacía siglos había perdido el europeo: «la de ser movilizado desde la raíz por lo religioso».46 Esta combinación oportunista de tradicionalismo religioso y mística carismático-fascista frustraría cualquier poso revolucionario que pudiera quedar en la Falange tras la guerra, alimentando con el tiempo el mito de la revolución pendiente entre algunos de sus viejos jerarcas. Lo cierto es que Ramón Serrano Súñer, uno de los artífices del Decreto de Unificación de abril de 1937, por el que se obligó a falangistas y carlistas a fusionarse en la Falange 45. Francisco Javier Conde: Introducción al derecho político actual, Madrid, Ediciones Escorial, 1942, pp. 329-330. 46. Ibíd., p. 358.

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Española Tradicionalista de las JONS, tenía muy claros los límites del proyecto y la finalidad política de la operación: La Falange pensó con acierto que la revolución que en España se había abierto ya no se podía evitar y que abandonada a sí misma concluiría matemáticamente en la dictadura marxista. Su solución estaba en prestar a la revolución cauce y meta diferentes. Esto es, en separar la tendencia de las masas a una relativa nivelación económica, salvando en un orden nuevo lo más legítimo de cuanto encierra la libertad humana (incluido el derecho de propiedad) y los valores heredados: la tradición nacional, la fe religiosa y la cultura espiritualista [...] En orden a los métodos provisionales a seguir no había mucho que inventar. Adoptamos los que ya se habían acreditado como más eficaces en el mundo. Pues ya antes que nosotros otros países, Alemania, Italia y Portugal [...] se habían visto en el trance de idear una desviación nacional, y en cierto modo, tradicional de la revolución [...] La democracia liberal no había podido evitar en la paz el deslizamiento hacia el marxismo [...] El marxismo era la negación del ser nacional. No quedaba más que el experimento intermedio: un fascismo que por reversión a los valores nacionales podía ser íntegramente nacional.47

La teoría tradicionalista del Estado corporativo se movía por otros derroteros muy distintos. Sus referencias no provenían de la crisis del derecho público alemán ni de la experiencia comparada de los fascismos, sino del neotomismo y de la doctrina social de la Iglesia. Este cuerpo doctrinal, como había asumido ya Ramiro de Maeztu en los años treinta, proponía la organización de la sociedad «de tal modo que las leyes y la economía se sometan al mismo principio espiritual que su propia autoridad, a fin de que todos los órganos y corporaciones del Estado se anuden a la obra católica de la España tradicional».48 En la filosofía social católica la legitimidad del Estado depende de la ensambladura de las sociedades naturales que le dan origen: fundamentalmente la familia, el municipio y la profesión organizada. En cada una de estas sociedades se resuelve a su manera el dilema entre autoridad y libertad: a través de la autoridad del padre en la familia, de la autonomía administrativa en el municipio y de la concilia47. Ramón Serrano Súñer: Memorias: entre el silencio y la propaganda, la historia como fue, Barcelona, Planeta, 1977, pp. 397-398. 48. Defensa de la Hispanidad, p. 252.

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ción de los intereses de patronos y trabajadores en la agrupación gremial. De todo ello se desprende una concepción orgánica del Estado cuyo fin, como el de toda sociedad humana de índole civil, ha de ser el bien común. Este concepto, de larga tradición católica, aparece formulado de diversas maneras en las encíclicas papales desde finales del siglo XIX: como común ventaja, prosperidad pública y privada, tranquilidad pública, suficiencia perfecta de la vida o bien común temporal.49 En cualquier caso, el bien común del Estado es un bien supeditado a las necesidades del ser humano y al fin último de la vida en común, que es la salvación. Atendiendo a estos criterios, el padre Joaquín Azpiazu, divulgador ideológico del nuevo régimen, ofreció recién acabada la guerra una definición de lo que fuera un Estado católico: Estado católico significa el que gobierna en sentido puramente católico, reprobando lo que reprueba la Iglesia y admitiendo cuanto ella admite, respetando, sobre todo, su jurisdicción y no inmiscuyéndose en sus prerrogativas. Estado católico es lo mismo que Estado confesional [...] Estado confesional no significa que sean absorbidos los medios de gobierno por la religión, ni que haya de ser gobernado por curas el Estado, ni que los clérigos arrebaten los puestos a los funcionarios públicos [...] sino quiere decir sólo que el Estado, como tal, en sus códigos, en sus leyes, en sus instituciones, cumpla los Mandamientos de Dios, acate las leyes de la Iglesia y apoye a ésta para que se dedique sin trabas a la extensión del Reino de Dios en el Mundo [...] La confesionalidad es el Crucifijo y la enseñanza religiosa en la escuela, es el reconocimiento del carácter sacramental del matrimonio entre católicos y el carácter religioso de los cementerios.50

Se trataba, en definitiva, del reconocimiento recíproco por el Estado y la Iglesia de sus respectivas esferas de autoridad y autonomía. La organización política de este tipo de Estado se prestaba a distintos grados de autoritarismo. Azpiazu distinguió entre los Estados liberales democráticos, atravesados por una contradicción interna que los abocaba a la autodestrucción, los Estados absolutistas, fruto de una reacción autoritaria excesiva frente a los males del liberalismo, y los Estados personalistas, que 49. Joaquín Azpiazu: El Estado católico. Líneas de un idea, Madrid-Burgos, Ed. Rayfe, 1939, p. 17. 50. Ibíd., pp. 57-61.

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otorgan a la autoridad y a la libertad sus respectivas atribuciones sin menoscabo de ninguna de ellas. El Estado católico, por definición, no debería ser «ni liberal ni autoritario en exceso», sino tener como fin el enaltecimiento de la persona. Para que no hubiera equívocos, sus reflexiones culminaban con una lectura negativa de la historia de España desde la Constitución de Cádiz y con una defensa del poder tradicional español: «un poder en manos de una persona, la más apta y mejor; un poder no mediatizado, sino libre e independiente; un poder emanado de Dios y, por consiguiente, respetado como divino; un poder encauzado única y exclusivamente en pro del bien común, no del bien del gobernante; por consiguiente, un poder con todas las características del régimen católico puro, sin mezclas de liberalismo y sin mixtificaciones de ninguna clase».51 En el contexto político de la postguerra, sin embargo, la teoría de las dos sociedades perfectas, la Iglesia y la sociedad civil, estaba llamada a entrar en crisis. El 8 de agosto de 1939 el cardenal Gomá publicó una Carta Pastoral que llevaba por título Lecciones de la guerra y deberes de la paz. El texto, cuya divulgación fue inmediatamente prohibida por el gobierno, consagraba lo que se ha dado en llamar una teología de la reconquista: desde el terreno ganado con la contienda el cardenal animaba a reconstruir socialmente, con el apoyo de la autoridad política, la solidez de la fe católica en un mundo moderno que le era en esencia hostil.52 La reconquista espiritual de la modernidad se plasmaba a escala española en la creación de una sociedad católica y autoritaria tutelada culturalmente por la Iglesia; en el plano exterior se traducía en la proyección internacional de ese modelo para la Hispanidad. Con ello se hacía explícita también la existencia, por así decirlo, de una ideología nacional-católica del Estado y otra de la Iglesia. Ambos proyectos convergían y se interpenetraban, pero podían generar tensiones, como sucedió ya en un principio. Desde el monopolio religioso del Estado, la Iglesia patrocinaba un proyecto de construcción nacional que excluía toda forma de competencia que pudiera poner en peligro la hegemonía cultural de la tradición católica. Por su parte, el Estado, al poner los instrumentos de control social al servicio de la Iglesia, 51. Ibíd., p. 158. 52. Véase Alfonso Álvarez Bolado, op. cit., p. 271.

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se aseguraba un concepto unitario de nación afín a sus objetivos políticos. A los ojos de los tradicionalistas, sin embargo, la inercia histórica parecía decantarse por una subordinación de las funciones del Estado a las necesidades de la Iglesia. De todo lo visto se desprende que las corrientes predominantes en la historia del nacionalismo español, en la medida en que tomaron la catolicidad como referencia política, nos alejan de los parámetros cívicos o étnicos que se tienen por canónicos al respecto. Paradójicamente, los vencedores de la guerra civil, de quienes partió la formulación más integral del nacionalismo conservador español desde la crisis del Antiguo Régimen, saldaron esa definición con un menoscabo de lo que se supone debiera constituir su núcleo ideológico: la propia idea de la nación. Falangistas y reaccionarios, cada uno a su manera, terminaron por trascender —como Imperio o como Hispanidad— los confines imaginarios de la nación española históricamente existente.53 El nuevo integrismo amparado por el régimen de Franco no sólo se destacó por la identificación de lo hispano con las esencias católicas, sino por el rechazo de dos siglos de historia moderna durante los cuales, como había advertido ya el cardenal Gomá, se había «abrumado con baratijas forasteras el traje señoril de la matrona española».54 Su vocación regeneradora pasaba pues por restaurar la unidad cosmovisionaria de la civilización cristiana quebrada por la modernidad. La voluntad de generar un saber católico integral fue anunciada por el propio Franco en su Mensaje a América, radiado con motivo del Día de la Raza de 1940. En él denunció los «dos siglos de bastarda cultura» que habían insistido en «cultivar todo lo que separa, olvidar todo lo que une, primero, la ciencia de la fe, y dividiendo, después, la cultura especulativa de la experimental, las almas de los cuerpos, llegando por último a una especie de separatismo científico que tendía a destruir la unidad del antiguo, vital y armonioso árbol de la ciencia».55 Reconciliar las cien53. Ésta es una idea que, para sorpresa de algunos, ha rebrotado en el debate contemporáneo sobre los nacionalismos peninsulares, aunque sólo sea bajo la arcaica forma de una filosofía de la historia. Estamos pensando en la reciente reivindicación por el filósofo Gustavo Bueno de la idea proyectiva y universal (católica) de imperio como forma histórica y moral de lo español, así como su posible realización en una comunidad iberoamericana de naciones. Cfr. Gustavo Bueno: España frente a Europa, Barcelona, Alba, 1999. 54. Apología de la Hispanidad, op. cit. 55. Citado en Eduardo González Calleja y Fredes Limón Nevado: La Hispanidad como instrumento de combate, op. cit., p. 145.

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cias modernas con la cultura cristiana pasó, por consiguiente, a convertirse en el objetivo de la política científica del nuevo régimen. Así como el Instituto de Estudios Políticos albergó a un núcleo de la intelectualidad falangista, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), fundado en 1939 sobre los bienes exonerados a la antigua Junta para la Ampliación de Estudios, fue concebido como «una corporación central de la cultura tradicional española que recoge en sí todas las actividades de la inteligencia». El CSIC se convirtió así desde sus orígenes en un bastión del Opus Dei y en la plataforma de su principal albacea, José María Albareda, para el proyecto de una ciencia de inspiración cristiana.56 No por casualidad fue el árbol luliano, tronco de unión de todas las ciencias y saberes, el que sirvió de emblema a la institución y a su órgano de expresión general, la revista Arbor. Rafael Calvo Serer, ideólogo del Opus y director de Arbor, desempeñó junto con un grupo de colaboradores un papel fundamental desde el CSIC en la promoción de la perspectiva integrista sobre la cultura. Uno de ellos, Raimundo Pániker, inauguró el primer número de la revista con un artículo sobre la Visión de síntesis del Universo, en el que identificaba los males del mundo moderno y su posible vía de superación: El mal de la época actual es la falta de síntesis; una síntesis que unifique toda la vida humana, que abarque al hombre en su totalidad, que lo haga santo y sabio, fuerte y humilde, que dé un sentido de unidad a todas las ciencias y un fin último a todas sus acciones [...] ¿Cuál es la misión de nuestra razón en la vida humana? Es, indiscutiblemente, conducir al hombre a su último fin ¿Cómo puede la ciencia ayudar a salvar al hombre...? Solamente cumpliendo su fin específico, que es la consecución de la verdad. La ciencia tiene que procurar saber lo máximo posible y lo mejor que pueda, consciente, empero, de que este saber es un descubrir a Dios en la contextura íntima de la creación.57

En la búsqueda de esa síntesis cristiana de los conocimientos humanos, cada uno de los centros del organismo se especializó en una rama del saber. El Instituto Luis Vives de Filosofía, dirigido 56. Sobre la historia de la Junta de Ampliación de Estudios y su sucesión en el CSIC, véase Manuel Sánchez Ron (coord.): La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas 80 años después, 1907-1987, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1988 (2 vols.). 57. Raimundo Pániker: Visión de síntesis del mundo, Arbor, n.º 1, tomo 1 (enerofenbrero 1944), pp. 6 y 32.

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El árbol de la ciencia, emblema del CSIC

sucesivamente por los sacerdotes Juan Zaragüeta y Santiago Ramírez, intentó restaurar el papel de la escolástica como filosofía hispánica. Por el Instituto pasó también una generación de jóvenes académicos que con el tiempo alcanzaron una notable influencia en las estructuras políticas y culturales del franquismo, como el citado Raimundo Pániker, Ángel González Álvarez, Vicente Marrero y Antonio Millán Puelles. Algunos de ellos se mantuvieron fieles al ideario integrista hasta el final, mientras que otros evolucionaron hacia posturas críticas con el régimen. Éste fue el caso del propio Calvo Serer, quien acabaría por aproximarse a los círculos monárquicos, exiliándose en Francia al final del franquismo.58 Sin embargo, Calvo Serer es sobre todo recordado por su polémica de 1949 en torno al problema de España con Pedro Laín Entralgo, por entonces un joven intelectual falangista. En una pequeña colección de ensayos que llevaba el título de España como problema Laín se enfrentó al fracaso de su grupo generacional ante el supuesto conflicto interno que atravesaba a la cultura española desde el siglo XVII.59 Siguiendo la línea menendezpelayista, Calvo Serer replicó con un con58. Véase R. Calvo Serer: Mis enfrentamientos con el poder, Barcelona, Plaza y Janés, 1978. 59. Pedro Laín Entralgo: España como problema, Madrid, Seminario de Problemas Hispanoamericanos, 1948.

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traensayo en el que excluía de la tradición española a todos aquellos que no encajaban en la ortodoxia católica.60 Pero las tensiones entre falangistas e integristas también se trasladaron al ámbito de la proyección cultural exterior. De entre las instituciones creadas con ese fin durante el franquismo, la más directamente vinculada a la vocación hispanista del régimen fue el Consejo de la Hispanidad, fundado como órgano asesor dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores. En su decreto fundacional del 2 de noviembre de 1940 Franco se cuidó de destacar que a España no le movía con ello ningún tipo de intereses hegemónicos o geopolíticos: «España nada pide ni nada reclama; sólo desea devolver a la Hispanidad su conciencia unitaria y estar presente en América con viva presencia de inteligencia y amor, las dos altas virtudes que presidieron siempre nuestra obra de expansión en el mundo». Haciéndose eco de esta misma idea José Ibáñez Martín, el influyente ministro de educación del régimen, advirtió en una alocución radiada a Hispanoamérica que «hoy ya, nuestra patria sólo puede sentir el único afán de conservar un estilo de imperialismo espiritual, que se alcance y justifique por el vínculo expansivo de la cultura».61 La misión declarada por el Consejo de la Hispanidad era «restaurar la conciencia unitaria de todos los pueblos que forman la comunidad hispánica», pero su vocación política era convertirse en un organismo supranacional que proyectase exteriormente la influencia del nuevo régimen. Sus órganos rectores eran de lo más variopintos. Implicaban al Ministerio de Asuntos Exteriores, al director del Archivo de Indias, a miembros de la Falange (incluida su Sección Femenina), a los Ministerios de Marina y de Comercio, a diversos embajadores en Hispanoamérica y a los priores de los conventos de San Esteban y La Rábida, además de una amplia colección de académicos, obispos y militares. En su crónica para la Revista de Indias sobre la fundación del Consejo, Santiago Magariños recordaba que, hasta la fecha, la Hispanidad había sido una teoría «cultivada con entrañable sentido por un reducido núcleo de la intelectualidad antiliberal».62 Con la nueva institución 60. Rafael Calvo Serer: España sin problema, Madrid, Rialp, 1949. 61. José Ibáñez Martín. Alocución por Radio Nacional de España el 10 de julio de 1940 con motivo de la clausura del curso de la Asociación Cultural Hispanoamericana. Reproducido en Revista de Indias, año I, n.º 1 (1940), p. 13. 62. Santiago Magariños, Crónica del mundo hispánico, Revista de Indias, año II, n.º 3 (1941), p. 198.

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se pretendía precisamente dar un «contenido eficiente» a esa teoría. Aunque la misión se presentaba en términos eminentemente espirituales y culturales, lo cierto es que los vínculos del Consejo de la Hispanidad con el Servicio Exterior de la Falange y la nutrida colonia española en ultramar desataron las sospechas de algunos gobiernos latinoamericanos y de los servicios de inteligencia estadounidenses. La doctrina de la Hispanidad era percibida no sólo como una pantalla dirigida contra el panamericanismo de los Estados Unidos, sino para encubrir también los intentos de las potencias del Eje por extender su influencia en el continente.63 La evolución de la contienda mundial obligó a un cambio en la estrategia del régimen. En ella, el catolicismo sirvió de eje para articular una relación privilegiada con el Vaticano y con buena parte de los países de Hispanoamérica. Así, en diciembre de 1945 desapareció la Falange Exterior y un año más tarde el Consejo de la Hispanidad dio paso al Instituto de Cultura Hispánica. La firma del nuevo Concordato en 1953 y los acuerdos con los Estados Unidos en ese mismo año lograron finalmente romper el aislamiento al que se encontraba sometido el franquismo. Ese giro histórico no pudo dejar de afectar a la política hispanista del régimen, que a partir de entonces tendió a primar en ella los fines culturales sobre los políticos. Junto con otros órganos universitarios y del CSIC, el Instituto de Cultura Hispánica constituyó el núcleo de una infraestructura cultural volcada en el americanismo y dirigida por militantes de organizaciones católicas afines al gobierno. Al repasar esa tarea y glosar la creación en Sevilla de la nueva Escuela de Estudios Hispanoamericanos del CSIC, el ex-diplomático mexicano Carlos Pereyra expresó la convicción de que «de ahora en adelante puede decirse con verdad que España, por primera vez, cuenta con los órganos apropiados para ocupar el sitio que por su obra secular le corresponde; a saber: el Consejo de la Hispanidad, destinado a mantener y acentuar las relaciones de carácter general con las naciones hermanas del Nuevo Mundo, el Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, consagrado a la investigación y estudio de los temas americanos, preferentemente en el entorno histórico y, finalmen63. Sobre este período de la política cultural del régimen de Franco, véase Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla: Imperio de papel. Acción cultural y política exterior durante el primer franquismo, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1992.

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te, la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, a la que se confía la tarea de formar especialistas en cuestiones americanas».64 Es preciso señalar que la estrategia político-cultural del franquismo no se saldó sin un relativo éxito, ya que desde los años cincuenta proliferaron en América un gran número de institutos de cultura hispánica de muy diversa índole jurídica, administrativa y cultural. Con todo, el régimen de Franco nunca superó por completo su aislamiento y su hispanismo oficial siguió estando lastrado por los prejuicios arcaizantes de una percepción nacional-católica de la realidad latinoamericana. La transición española a la democracia no pudo saldarse por ello sin una profunda revisión de los supuestos políticos e ideológicos que subyacían a esa orientación. El cambio no sólo se dio en el orden de las denominaciones —el Instituto de Cultura Hispánica pasó en 1979 a llamarse Instituto de Cooperación Iberoamericana y éste, finalmente, a incorporarse en 1988 en la Agencia Española de Cooperación Internacional— sino en el de la propia concepción de las relaciones culturales. El incremento de los intercambios financieros, demográficos y políticos entre España y América latina hace tiempo que vació de sentido aquella caduca retórica cultural. Un ideal católico de origen ultramontano y la mirada fija en el pasado histórico no podían definir colectivamente ni atraer ya el interés de unos países que se han venido replanteando sus propias señas de identidad. La Iglesia española terminó superando la teología nacional-católica y entró en un grave conflicto con el régimen de Franco durante sus últimos años. El catolicismo latinoamericano, con la teología de la liberación, llevó a cabo en los años setenta una revisión profunda de sus vínculos y bases sociales. De otro lado, el auge de los movimientos evangélicos, su función socio-política en unas sociedades altamente inestables y desiguales, obliga a repensar seriamente la pervivencia del sustrato católico en la religiosidad popular del continente. Si la doctrina de la Hispanidad fue replicada en su momento por el indigenismo oficial de algunos gobiernos embarcados en sus propios procesos de transformación social y política, en la actualidad un neoindigenismo de signo populista ha desafiado no ya sólo a la vieja matriz hispana, sino a los propios oficialismos que se sirvieron de las culturas nativas para construir un imaginario nacional. 64. Carlos Pereyra, Crónica del mundo hispánico, Revista de Indias, año 4, n.º 2 (1943), p. 192.

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En España, por lo demás, la idea de que la promoción exterior de su cultura, particularmente hacia América, ha de ir ligada al desarrollo económico y al progreso social y político de los países a los que se dirige se ha unido a la percepción de que el castellano constituye un patrimonio compartido de un enorme potencial político y económico. En el contexto de una mundialización comunicativa dominada por las industrias culturales, la lengua española no sólo sobrevive, sino que ha demostrado su capacidad para crecer cuantitativa y cualitativamente como instrumento de producción y transmisión cultural. El diseño de una red de centros del Instituto Cervantes, los acuerdos entre los países hispanohablantes para homologar semántica y sintácticamente la lengua, así como para coordinar su enseñanza académica a terceros, dan fe de una incipiente estrategia cultural de conjunto. Este dinamismo, evidentemente, no se debe tan sólo al respaldo peninsular, aunque España sea hoy por hoy el país castellanoparlante con una mayor capacidad institucional para la proyección exterior de su cultura.65 Los imparables movimientos migratorios y el auge del español en los Estados Unidos, con su poderosa industria mediática, garantizan más que ningún otro factor la previsible vitalidad de esta lengua a lo largo del siglo que comienza, aunque no la preservación de su unidad ni el monopolio de su irradiación cultural. En el orden político, sin embargo, la inoperancia de iniciativas como las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno ilustra que estos países se encuentran ubicados en vectores distintos del proceso de integración global. Es un ejemplo más de que los ámbitos lingüísticos y culturales, pese a la popular tesis del choque de civilizaciones, no terminan de definir los espacios geopolíticos. Ello no impide que las redes de cooperación e intermediación política entre los países de habla hispana sean múltiples y fluidas, aunque siempre a una escala más reducida. Este elenco de factores viene a descartar en definitiva la posibilidad de que exista un recambio post-moderno para la arcaica noción de Hispanidad. Las referencias religiosas, políticas y culturales ligadas a la lengua española, amén del propio contexto histórico en que se desarrollan, se han tornado demasiado plurales para ello. Persiste, en cambio, un imaginario histórico y un espacio de relaciones democulturales lo suficientemente amplio y fluido para permitir su reproducción en el tiempo y, lo que es más importante, para mantener entre sus actores la voluntad de que así continua sucediendo. 65. Eduardo Bautista, et al.: España, ¿potencia cultural? Madrid, Biblioteca Nueva, 2002.

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LA RESTAURACIÓN CATÓLICA DE PORTUGAL Nacionalismo y religión en el Estado Novo de Salazar Ángel Rivero

António de Oliveira Salazar (1889-1970) gobernó desde la presidencia del consejo de ministros el Portugal autoritario del Estado Novo durante casi medio siglo. Su proyecto político ha sido calificado por algunos, con matizaciones, de fascismo y por otros de oportunismo desideologizado. Entre los primeros, con obras de mayor y menor fortuna, se cuentan Costa Pinto o Léonard.1 Entre los segundos, por ejemplo, Soares, quien dijo que Salazar «era hombre de pocas ideas simples, casi banales» y que los instrumentos de su política fueron únicamente la policía y la censura.2 Sin embargo, respecto a esto último, cuesta entender cómo pudo, si el componente ideológico de su política era tan magro, mantenerse tanto tiempo en el poder con un nivel de represión tan bajo y una policía política minúscula.3 Costa Pinto, por su parte, al enfatizar el elemento fascistizante, se ha hecho eco de la afirmación de que «la Iglesia católica portuguesa apenas aportó nada a la matriz ideológica del régimen».4 Creo, por el contrario, que el salazarismo tuvo un discurso político muy sólido en el terreno ideológico, que ese discurso supo aprovechar la coyuntura en la que surgió con gran habilidad y que, además, puede vincularse directamente con el catolicismo polí1. Véase António Costa Pinto, O Salazarismo e o Fascismo Europeu, Lisboa, Editorial Estampa, 1992; Yves Léonard, Salazarismo e fascismo, Mem Martins, Inquérito, 1998. 2. Mario Soares, Portugal amordazado. Un testimonio, Madrid, Dopesa, 1974, pp. 37, 47 y ss. 3. Véase Tom Gallagher, «Controlled Repression in Salazar´s Portugal», Journal of Contemporary History, vol. 14, n.º 3 (julio 1979), pp. 385-402. 4. Costa Pinto, op. cit., p. 60.

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António de Oliveira Salazar

tico. Por tanto, en este artículo quiero mostrar que desde los años veinte, al convertirse en dictador y hasta su incapacitación en 1968, Salazar desarrolló sistemáticamente un mismo programa ideológico que aunaba nacionalismo y catolicismo. Estos dos conceptos pueden parecer a primera vista opuestos. El nacionalismo es una doctrina que busca afirmar, a través del Estado, la identidad particular de un grupo humano. Por el contrario, el catolicismo es una creencia religiosa que no es propia de un grupo humano particular, sino que se afirma, en su propio nombre, universal. Lo que mostraré es que, lejos de formar principios opuestos de identidad colectiva, nacionalismo y catolicismo pueden conjugarse productivamente, al menos como recurso de legitimación de un régimen autoritario. Por ejemplo, en el caso español representado por la dictadura del general Francisco Franco se ha hablado de nacional-catolicismo, y creo que con esta denominación se dice algo con sustancia. Es más, concuerdo con el diagnóstico de Hannah Arendt de que los regímenes autoritarios de Portugal y España, que conjugan catolicismo y nacionalismo, constituyen una categoría específica con su pro84

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pio tiempo histórico. En sus propias palabras, «los únicos países en los que [...] la idolatría del Estado y el culto a la nación no resultaban todavía anticuados y en donde los eslóganes nacionalistas contra las fuerzas supraestatales constituían todavía una seria preocupación para el pueblo eran aquellos países europeos latinos como Italia y, en menor grado, España y Portugal, que habían sufrido un bloqueo efectivo a su completo desarrollo nacional por obra del poder de la iglesia. Gracias, por una parte, a este elemento de tardío desarrollo nacional y, por otra, a la prudencia de la Iglesia, que muy sabiamente advirtió que el fascismo no era ni anticristiano ni totalitario, en principio, y que sólo establecía una separación entre la Iglesia y el Estado que ya existía en otros países, el inicial sabor anticlerical del nacionalismo fascista se apaciguó más que rápidamente y dio paso a un modus vivendi, como en Italia, o a una alianza positiva, como en España y Portugal».5 Es decir, tanto en Portugal como en España la Iglesia católica fue una fuerza que obstaculizó el desarrollo nacional. Sin embargo, cuando el nacionalismo cambia de signo ideológico, en el último tercio del siglo XIX, y pasa de ser liberal a conservador, autoritario e incluso, más adelante, totalitario, se produce entonces una alianza positiva entre la Iglesia católica y el Estado. Denominaré a esta alianza positiva nacionalismo católico. En la literatura sobre regímenes autoritarios y, en particular, en la portuguesa, se ha señalado que el Estado Novo (1928-1974) no era un régimen confesional sino que, a diferencia de la ya mencionada dictadura de Franco, se mantuvo una nítida separación entre la Iglesia y el Estado. Confesional hace referencia, según el diccionario de la Real Academia Española, a la pertenecia a una confesión religiosa, de modo que si un Estado mantiene su independencia funcional frente a una religión organizada institucionalmente, entonces puede decirse que no es confesional. Pero, como ocurre casi siempre, detrás de las palabras pueden encontrarse realidades muy dispares, y lo religioso y lo no confesional pueden activarse a discreción en contextos y con propósitos muy distintos. Así, el propio Salazar ofreció en sus distintas declaraciones, y según su conveniencia, consideraciones ambiguas so5. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2005, p. 364. Las potencias supraestatales que despertaban la furia de las masas a las que alude la cita eran, según Arendt, los jesuitas, los judíos y los masones.

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bre la naturaleza religiosa de su propio régimen. Por un lado, Deus, Pátria, Família era la trilogía, bastante católica, que encerraba su doctrina, la lição de Salazar, cuando se trataba de socializar y educar a su pueblo; por otro, cuando se dirigía a un público internacional, prefería tocar la tecla nacionalista y situar al Estado frente a la Iglesia católica. Así, en el celebérrimo libro Vacaciones con Salazar, destinado en origen a un público francés y publicado en 1952, nos dice que la «la cuestión de las relaciones del Estado con las confesiones religiosas sólo ofrece interés en lo que respecta al catolicismo [...]. La iglesia posee una organización y un sentido universales y casi la totalidad de la población portuguesa es católica». Sin embargo, «el Estado Portugués no es confesional, aunque reconoce la importancia muy especial de la religión católica en la formación de la conciencia portuguesa y en la conquista moral de las tierras de ultramar. Por tanto, es de interés general conceder a la Iglesia auxilio y simpatía sin prejuicio de la libertad de cultos».6 El Estado portugués, nos dice Salazar, reconoce la libertad de cultos y una separación entre el mismo y la iglesia católica, pero también nos hace ver que hay algo más que separación entre ambas instituciones. La animosa periodista Christine Garnier, autora del libro citado, intentará vislumbrar cómo es ese vínculo entre Iglesia y Estado y cuál es el punto de equilibrio entre ambas instituciones. Es entonces, en la respuesta del dictador portugués, cuando se nos transparenta que ese eslabón lo constituye para Salazar él mismo y, lo que no es menos importante, que ese eslabón no une realidades heterogéneas sino concordantes: la Iglesia Católica y el Estado vinculados por la nacionalidad portuguesa, esto es, católica. En este trabajo quiero, precisamente, mostrar que la misión que Salazar se otorgó a sí mismo buscaba realizar el proyecto de una gran restauración católica: perseguía restaurar el poder y la influencia de la Iglesia como autoridad social tras siglos de decadencia; proyectaba restaurar el poder del Estado, orientando su acción, mediante los valores católicos, hacia la integración orgánica de la vida nacional, lo que fortalecería su independencia y su soberanía frente al exterior y permitiría retener el imperio; y ambicionaba, por último, revitalizar en la sociedad los valores católicos, que asociaba al mítico nacimiento de la nacionalidad 6. Christine Garnier, Férias com Salazar, Lisboa, Parcería A.M. Pereira [1952], 2002.

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portuguesa en 1140, sacando al pueblo portugués de su saudosismo y haciéndolo de nuevo capaz de las hazañas transatlánticas de sus antepasados. Para Salazar, la espada y la cruz estaban de forma inseparable en la fundación de la nacionalidad y en la construcción del imperio. Por ello, no es casual que buscara la fecha de 1940 para la firma del Concordato entre la República Portuguesa y la Santa Sede: ese año se conmemoraban ocho siglos de la fundación de la nacionalidad, la separación del Condado Portucalense del Reino de León, y trescientos años de la restauración de la independencia frente a España (1640). Puesto que los mitos fundacionales de la nación portuguesa están ligados, como en España, a la Reconquista, la vinculación entre religión y política es difícil de obviar. No deja de resultar interesante, en relación a la misión restauradora que Salazar se había dado, que sopesara desde muy temprano desde dónde realizar su proyecto: ¿desde la política o desde el apostolado religioso? Decidió que a Portugal y a la Iglesia les serviría mejor desde la política y, al parecer, así lo afirmó públicamente en Viseu, cuando era seminarista (1900-1908). También resulta sugerente que su amigo y compañero de seminario, y con quien después compartiría piso y militancia política durante largos años en Coimbra, Manuel Gonçalves Cerejeira (1888-1977), acabara por dirigir la Iglesia portuguesa mientras él gobernaba en Portugal. Por razones que detallaré más adelante, es importante señalar que Cerejeira recibió su primera tonsura el 1 de octubre de 1910, las órdenes menores el día siguiente y fue ordenado diácono el 17 de diciembre de ese mismo año. No puedo detenerme aquí en esta figura. Baste decir que fue uno de los personajes fundamentales de la reacción política del catolicismo en Portugal. Cuestiones como la relación entre los católicos y la monarquía y el destino del maurrasismo en el catolicismo político portugués no se entienden sin su concurso. Así, en 1909, en el seminario de Braga, fue el estudiante encargado de rezar el responso en el primer aniversario del asesinato del rey Don Carlos y siempre mantuvo una relación directa con la casa real. También su posición ante la condena de las ideas de Charles Maurras y de la Action Française por el Papa Pío XI, el 29 de noviembre de 1926, permitió la marginación del integralismo dentro del catolicismo político portugués. De hecho, esta condena a Maurras explicará en buena medida la aceptación no sólo de Cerejeira, sino del mismo Salazar aceptación, el accidenta87

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El Cardenal Manuel Gonçalves Cerejeira y Antonio de Oliveira Salazar

lismo católico con respecto a los regímenes políticos.7 Para ambos, antes que la política estaba la religión.8 Pero volvamos a Salazar. Éste, emulando la vida de los caballeros frailes de la Orden de Cristo, tras abandonar el seminario sin ordenarse, se lanzó a la reconquista católica de Portugal, «haciendo del ascetismo su forma de vida y del servicio al Estado su sacerdocio».9 7. El accidentalismo católico mantuvo que lo importante no era la forma del Estado —monarquía o república—, sino que éste defendiera los intereses de la Iglesia. 8. Sobre Cerejeira, véase Antonio Barreto y María Filomena Mónica, Diccionario de Historia de Portugal, suplemento 7, Porto, Figueirinhas, pp. 296-308; sobre la condena de Maurras y Action Française, ver Juan Roger, «El affaire de la Acción Francesa», Arbor, n.os 81-82 (septiembre-octubre 1952). 9. Garnier, op. cit., p. 50. José María Gil Robles, influyente político católico refugiado en Portugal durante la guerra civil española, ha dejado un cuadro muy vivo del ideal ascético cristiano del dictador portugués: «Salazar [...] era un hombre sencillo, de vida modesta, apartado de todo lujo y ostentación, de sana conciencia cristiana, de moralidad intachable y de patriotismo indiscutible. Pero excesivamente frío, falto de calor humano, solitario e indiferente a ese conjunto de estímulos materiales y espirituales que tejen la vida de los hombres». José María Gil Robles, Oliveira Salazar, Santander, Clásicos de todos los años, 1997, p. 40. De una visita que hizo en el invierno de 19361937 a Salazar, quien a pesar de ser jefe del Gobierno vivía en una modesta casa de pisos en Lisboa, cuenta Gil Robles la siguiente anécdota: «Al llegar, dejé el abrigo en un modesto perchero de la entrada. La vivienda, sin calefacción de ningún género, se encontraba rigurosamente helada. Salazar me aguardaba en el despacho, sentado a su mesa de trabajo, con el gabán por encima de los hombros y una gruesa manta sobre las rodillas. Nuestra conversación duró cerca de una hora. Sin gabán ni manta, yo temblaba, materialmente, de frío. Cuando salí del domicilio presidencial y llegué a casa tuve que meterme en la cama para combatir un incipiente resfriado», pp. 41-42.

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¿Pero qué había ocurrido en Portugal para que fuera necesaria esta nueva reconquista que permitiera la restauración católica del país? El mismo Salazar nos lo cuenta con detalle. Merece la pena reproducir una larga cita por el interés que tiene para nuestro tema: «Las revoluciones liberales, inspiradas por la revolución francesa, respetaron la forma externa de la Monarquía y de la Iglesia [...] pero disolvieron, en una y otra, el espíritu tradicional. En nuestro país, el catolicismo siguió siendo, jurídicamente, la religión del Estado, y las relaciones entre el Estado y la Iglesia eran reguladas por acuerdos denominados Concordatos. En teoría, esta situación parecía más conforme [en comparación con la situación en el Estado Novo] con las exigencias del derecho canónico y de la doctrina de la Iglesia. Sin embargo, se pueden formular dos importantes reservas: la primera respecto a la extinción de las órdenes religiosas; la segunda está relacionada con la intervención abusiva del poder civil en la vida de la Iglesia. En compensación, el Estado subvencionaba el culto. Por tanto, la Iglesia se encontraba, en ese tiempo, unida al Estado por grilletes de oro. La decadencia religiosa de Portugal, iniciada en el siglo XVIII, continuó acentuándose en el siglo siguiente».10 Lo que señala Salazar, y que es crucial para nuestro tema, es que la cuestión importante no es la confesionalidad del Estado. Lo que importa es el poder social que de hecho tenga la Iglesia católica. Así, resulta indudable para el dictador portugués que, siendo Portugal confesional hasta la llegada de la Primera República en 1910 —en realidad hasta un año más tarde con la Ley de Separación— la situación de la Iglesia católica y del catolicismo en general no había dejado de deteriorarse en los últimos doscientos años. En suma, puede haber Estado confesional y Concordato y, sin embargo, darse un grave deterioro del peso social del catolicismo. Salazar apunta dos razones cruciales por las que la decadencia católica se hizo irreversible durante la monarquía constitucional. La primera hace referencia a la extinción de las órdenes religiosas. Como es conocido, las primeras leyes anticlericales portuguesas fueron las pombalinas de 1759-1767, recordadas sobre todo por ser la primera expulsión de los jesuitas de un país católico. Pero lo que es definitivo en la decadencia católica de este país es la prohibición de las órdenes regulares y la desamortización de su bienes en 1834. Estas órdenes de frailes eran la colum10. Garnier, op. cit., p. 149.

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na vertebral que sostenía el apostolado católico en las secas y despobladas llanuras del Alentejo. La prohibición y disolución de estas órdenes produjo, como consecuencia, el abandono generalizado de la presencia de la Iglesia católica en las comarcas rurales situadas al sur de la línea trazada por el Tajo. Este diferencial religioso todavía se mantiene y es un lugar común en Portugal hablar de un norte católico y conservador y un sur secularizado, bastión de la izquierda y donde el Partido Comunista encuentra, aún hoy día, su granero de votos. La otra razón a la que hace referencia Salazar es la intervención abusiva del poder en el funcionamiento de la Iglesia. Con esto se alude al derecho de los monarcas portugueses de nombrar a los obispos. Este privilegio, que por cierto también tenían los monarcas españoles y que Franco consiguió heredar, hacía que de facto el clero secular estuviera totalmente al servicio del poder político. Como compensación el Estado corría con los gastos de la Iglesia, lo que no hacía sino confirmar su total dependencia. Salazar habla de grilletes de oro. Por lo tanto, la decadencia católica de Portugal está vinculada para Salazar al triunfo del liberalismo y su efecto sobre la monarquía tradicional, que transformó en constitucional. Esta decadencia no fue algo que se produjera a pesar del régimen, que era confesional, sino que fue, exactamente, por causa del régimen, puesto que la acción religiosa, privada del apoyo de las órdenes regulares, menguó en su influencia «y el clero se convirtió, por la fuerza de las circunstancias, en agente político o electoral importante: resignado, a la manera de un cautivo, se sumió en la abulia. La confusión o la solidaridad entre las dos causas expusieron a la Iglesia a los riesgos de las grandes mutaciones políticas. [Esto] fue lo que sucedió con la proclamación del régimen republicano en 1910».11 En definitiva, la decadencia religiosa de Portugal fue para Salazar el resultado de un movimiento de pinza instrumentado por el liberalismo: por un lado, el catolicismo popular, privado de la dirección religiosa de los frailes, dio paso a una secularización atípica, analfabeta y premoderna; por otro lado, la jerarquía, al estar sujeta al control político en el contexto de una monarquía liberal y secularizada, fue más proclive a la complacencia del poder que al ejercicio del mensaje evangélico. Y lo que es peor para el destino del catolicis11. Ibíd.

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mo: esta situación, percibida como un privilegio, vinculó de un modo fatal la suerte de la Iglesia a la de la monarquía. Como veremos más adelante, la situación de la Iglesia se volvió, con la llegada de la República, mucho más complicada. En el último tercio del siglo XIX el movimiento republicano se fue afirmando con fuerza en Lisboa, lo que equivale a decir que la metrópoli concentraba, y concentra, el poder político portugués. Los republicanos, bien organizados a través de la masonería y hegemónicos entre las clases urbanas con influencia política, consiguen hacer llegar a la opinión pública que la monarquía constitucional es el principal obstáculo a la modernización del país. Pero también hacen llegar un mensaje de mayor potencia retórica y que, a la postre, permitirá la destrucción definitiva de la monarquía en Portugal: la monarquía, como la Iglesia católica, es una institución enemiga de la nación. Este nacionalismo portugués, creado y capitalizado por el republicanismo, se alimentó durante los últimos años del siglo XIX de celebraciones cívicas republicanas que acabaron por convertirse en nacionales. Una particularmente importante fue la del bautismo de Luís Vaz de Camões como poeta nacional. Aunque poco se sabe realmente del nacimiento, vida y muerte del bardo y guerrero portugués, el republicanismo determinó el 10 de junio de 1580 como la fecha de su muerte (del nacimiento nadie adelantó nada). Oportunamente, en 1880, tercer centenario del deceso, se celebraron grandes manifestaciones conmemorativas de ambiente nacionalista-republicano en Lisboa. Desde entonces Os Lusíadas, un poema épico que celebra las gestas descubridoras de Vasco da Gama y de los portugueses, es el poema nacional. No deja de tener cierta miga que, a los pocos días de ser proclamada la Primera República Portuguesa, el 5 de octubre de 1910, el gobierno provisional emitiera un decreto en el que estipulaba las fiestas nacionales. El tal decreto abolía las fiestas religiosas y, en su afán secularizador, fijaba como fiestas nacionales el propio 5 de octubre, proclamación de la República, y el 1 de diciembre, restauración de la independencia, dejando que los municipios eligieran la festividad local de su conveniencia. Fue el municipio de Lisboa el que eligió el 10 de junio como fiesta, dando como razones que Camões no sólo representaba el genio nacional, sino que también se conmemoraban en esa fecha las magnas manifestaciones republicanas contra la monarquía. Algunos maliciosos, 91

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sin embargo, han querido ver en la elección de este día un intento deliberado de apropiarse para beneficio republicano del fervor religioso y popular lisboeta por San Antonio, cuya festividad se celebra el 13 de junio. El Estado Novo, bastante pragmático en el terreno simbólico, convirtió el 10 de junio en el Dia da Raça y hoy, con la democracia, es el día de Portugal. Volviendo sobre la crisis de la monarquía, el clímax de ese estado de opinión nacionalista, hábilmente gestado por los republicanos, se produce en 1890 con el llamado ultimátum inglés. En el contexto del reparto europeo de África, los portugueses proyectaron un mapa cor de rosa que enlazara sus dominios de Angola y Mozambique a través de un África portuguesa unificada. Al entrar dicho proyecto en conflicto con los planes británicos de una articulación vertical de su propio imperio africano, exigieron éstos que los portugueses se retiraran inmediatamente del territorio sujeto a litigio, bajo amenaza de graves represalias. El ultimátum era un texto tan escueto como desdeñoso y trataba a Portugal con la misma claridad y economía que utiliza un Lord con su mozo de cuadras: «Lo que el Gobierno de Su Majestad exige y sobre lo que insiste es lo siguiente: que se envíen instrucciones telegráficas al gobernador de Mozambique para que de una vez por todas se retiren las tropas portuguesas de Shire y del territorio Makololo. El Gobierno de Su Majestad considera que si esto no ocurre, carecen de valor las garantías dadas por el gobierno portugués. A Mr. Petre [embajador británico en Portugal] se le ha ordenado por instrucción que abandone Lisboa con todos los miembros de la legación a menos que se reciba contestación satisfactoria esta tarde, y el navío de Su Majestad Enchantress se encuentra fondeado en Vigo a la espera de órdenes. 11 de enero de 1890». Como no podía ser de otra manera, la monarquía portuguesa, bajo una enorme presión en contra de la prensa republicana y de la población, dio la exigida satisfacción a las pretensiones de la principal potencia de la época. No podemos olvidar que Gran Bretaña —lo había sido históricamente y lo seguía siendo— era de hecho el único e imprescindible aliado de Portugal, esencial para compensar la hegemonía peninsular española y para garantizar no sólo la soberanía lusa sino, paradójicamente, la integridad misma de su imperio. Sin embargo, la opinión pública no fue sensible a estas sutilezas y, humillada, clamaba que era una vergüenza que los portugueses, los grandes descubridores, los primeros europeos 92

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que alcanzaron las costas del África oriental y occidental, fueran despachados, sin chistar, de un día para otro. Fue en estas jornadas de agitación nacionalista cuando el músico Alfredo Keil y el poeta Henrique Lopes compusieron la canción A Portuguesa, de la que hablaré más adelante y que se convertiría en el himno nacional. En cualquier caso, estos sucesos dañaron gravemente el prestigio de la monarquía, que apareció como traidora, cobarde y vendepatrias. Como ha señalado Teixeira en su jugoso opúsculo sobre el ultimátum, éste constituyó un punto de encuentro privilegiado entre dos dinámicas: «una externa -el conflicto colonial; y otra interna -la propaganda republicana». El conflicto diplomático ofreció a la propaganda política un pretexto impagable para ser aprovechado de forma partidista, de modo que el partido republicano, cuyo componente fundamental era el nacionalismo, fue capaz de hacerse con el monopolio del patriotismo frente al Rei de Portugal, súbdito inglês.12 El ultimátum marcó un punto de no retorno en el declive de la monarquía y sus últimos veinte años serían agónicos, al sumarse en 1901 la reapertura de la cuestión religiosa al nacionalismo republicano con el episodio Calmon. Era el domingo 17 de febrero de ese año, a la salida de misa de la iglesia de la Trinidad, en Oporto, un grupo de individuos intentó llevarse, con la connivencia de la presunta víctima, a Rosa Calmon, hija del cónsul de Brasil en aquella ciudad. La razón del rapto era ingresarla en un convento, donde la joven quería profesar contra el deseo de sus padres. De hecho fueron estos los que, aferrándose a su hija y gritando socorro, frustraron sus planes. Ese mismo día y los siguientes se juntaron multitudes en Oporto, Lisboa, Évora, Guimarães, Braga, Aveiro, Guarda, Tomar y Setúbal que apedrearon y destruyeron locales y periódicos de la Iglesia. La prensa liberal inició entonces una campaña anticlerical dirigida particularmente contra los jesuitas. El resultado fue una presión anticlerical tan grande que el propio rey se pronunció el 14 de abril a favor de los manifestantes, y el gobierno se vio obligado a abrir una investigación sobre las órdenes religiosas que, recordemos, estaban prohibidas desde 1834. La conclusión paradójica de toda esta trifulca es que el 18 de abril de 1901 se promulgó un decreto en el que se autorizaban las órde12. Nuno Severinano Teixeira, O Ultimatum Inglês. Política Externa e Política. Interna no Portugal de 1890, Lisboa, Alfa, 1990, pp. 155-157 y 152.

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nes religiosas dedicadas a la instrucción, a la beneficencia y a la propagación de la fe y la civilización en Ultramar. El decreto fue, por tanto, un coladero que, no dejando satisfechos ni a unos ni a otros, tuvo como efecto más perdurable que la opinión pública liberal, hegemónica en las urbes decisivas, considerase al régimen como excesivamente favorable a la Iglesia. La herida de muerte de la monarquía llegaría, sin embargo, siete años más tarde como consecuencia de la dictadura de João Franco. Éste, parlamentario experimentado, fue llamado a formar gobierno por el rey Carlos en mayo de 1906. Durante casi un año gobernó respetando la forma parlamentaria y los derechos de los ciudadanos. Sin embargo, en noviembre de 1907 cometió un grave error al llevar al Parlamento la cuestión de los adiantamentos. El rey y los miembros de la familia real recibían cuantiosos adelantos a cuenta del dinero público que se les tenía presupuestado, con el compromiso de reintegrarlo. Sin embargo, las cantidades alcanzaron cifras fabulosas y nunca fueron devueltas. Los enjuagues ideados por Franco, como la compra del yate real Amélia por el Estado o la subida en un 60 % del dinero asignado a la casa real, no fueron desaprovechados por los republicanos, que prepararon un clima general de protesta e, incluso, conatos de insurrección. Ante el cariz revolucionario de los acontecimientos y en connivencia con el rey, «João Franco se decidió a entrar en dictadura, cerrando las Cortes (11 de abril) y disolviéndolas (10 de mayo) sin la habitual convocatoria electoral».13 La intensificación de la política represiva y la suspensión de libertades civiles y políticas no hicieron sino alimentar el clima de descontento y avivar por doquier las conspiraciones. El 1 de febrero de 1908 fueron asesinados en el Terreiro do Paço, en Lisboa, el rey Don Carlos y el príncipe heredero, Don Luís Filipe, quedando herido leve el infante más joven, Don Manuel, que pasaría de esta forma a ser rey. Sin que acabase el mes, desde Salamanca, Miguel de Unamuno, que a la sazón ya había desarrollado su lusofilia y un conocimiento directo del país, escribió un artículo que él mismo calificó de implacable y no del todo piadoso con el significativo título de Epitafio. Si lo traigo aquí a colación es porque muestra de manera descarna13. Oliveira Marques (coord.), Portugal da monarquía para a república, Lisboa, Presença, 1991, p. 691.

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da el estado de la monarquía en Portugal y, no lo podemos olvidar, Salazar decía que la Iglesia había unido su suerte a la monarquía con grilletes de oro. Empieza Unamuno por exponer sucintamente los hechos: «El rey, abandonado de todos los políticos, a quienes había desairado y ofendido, tuvo que echarse en manos de Juan Franco, que inauguró una era de dictadura y amparó las trampas regias preparando la justificación de los adelantos que el monarca había sacado del Tesoro público»14. El país se sumergió en un estado de agitación en el que el partido republicano no dejaba de crecer «con hombres prestigiosos que se pasaban a él desde las filas monárquicas» y preparaba una sublevación popular. Delatada la conspiración, sus implicados fueron apresados o huyeron, «y cuando nadie lo esperaba, llega la noticia del asesinato del rey y del príncipe en Lisboa». Para Unamuno, sin embargo, no estamos ante un asesinato de la carbonaria o de la masonería y ni siquiera recae en el dictador Franco la responsabilidad propiciatoria, sino que estamos frente algo muy distinto: «se ha dicho que moralmente ha sido Juan Franco, el dictador, quien lo ha matado. Yo creo [...] que esto ha sido propiamente un suicidio. El rey don Carlos —Dios le perdone— no necesitaba de Franco para atraerse la odiosidad de su pueblo. Era casi unánimemente execrado».15 Y, entre todos los pecados que generaban ese odio, «el más grave pecado de Don Carlos, su pecado imperdonable, es que despreciaba a Portugal» del que solía decir «isto é uma piolheira».16 De modo que, para Unamuno, el propio rey hizo que su pueblo lo condenara a muerte; suicidio por tanto. El «portugués tiene [...] fama de ser un pueblo sufrido y resignado, que lo aguanta todo sin protestar más que pasivamente. Y, sin embargo, con pueblos tales hay que andarse con cuidado. La ira más terrible es la de los mansos». El rey provocó a la mansedumbre de su pueblo; «éste dormía, y entre el rey y el dictador lo despertaron».17 La monarquía aún sobrevivió dos años agónicos pero, si puede decirse que en España fue la república la que trajo la dictadura de Franco, en Portugal, por el contrario, fue otro franquismo, el 14. Miguel de Unamuno, Por tierras de Portugal y de España, Madrid, Austral, 1976, p. 29. 15. Ibíd. 16. Ibíd., p. 30. 17. Ibíd., pp. 32-33.

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de João Franco, el que desacreditó definitivamente la monarquía y trajo la república. Ésta vino, como es costumbre en Portugal, con un golpe de Estado protagonizado por los militares el 4 de octubre de 1910. También es costumbre en Portugal denominar revolución a estos golpes militares con cambio de régimen: así en 1910, en 1926 y en 1974. Desde el primer día de su proclamación, la República se encaminó decidida hacia ese profundo proceso de cambios que las élites urbanas portuguesas habían venido buscando, al menos, desde los últimos treinta años del siglo XIX. Se ha dicho, me parece que con razón, que «la república surgió y triunfó en Portugal al abrigo de dos mitos: el de la Patria decadente, al borde del abismo, conducida por la Monarquía a la ruina y a la deshonra, y el de la posibilidad de su resurgimiento mediante instituciones nuevas».18 Esto es, la República frente a la decadencia y la República como institución revolucionaria de lo nuevo. Si reparamos en estos dos mitos encontramos que, aunque la ideología que acompañó al cambio de régimen era esencialmente progresista, su regeneracionismo participa ya de los rasgos palingenésicos del nacionalismo conservador: la decadencia y sus culpables y la resurrección mediante un Estado nuevo. No viene ahora al caso detallar la compleja, turbulenta y accidentada existencia de la Primera República portuguesa. Sin embargo, sí es crucial apuntar algo del programa nacionalista que desarrolló, pues es el intento de implementación de este programa el que precipitará la reacción del nacionalismo católico que Salazar encarnó en su dictadura. En primer lugar, para señalar una ruptura radical con el pasado, entre las medidas inmediatas tomadas por la república se contaron las que afectaban a los símbolos del Estado. Así, se cambió la bandera de la monarquía constitucional por la bandera verde y roja. De los colores elegidos no se sabe muy bien de dónde salió el verde. El rojo se justificó por su carácter viril, combativo y caliente. En los colores hay, en cualquier caso, discontinuidad. Por supuesto, la discontinuidad es en sí misma significativa. Por eso mismo es mucho más interesante el escudo. En él se conserva el color blanco tradicional de la monarquía pero, sobre todo, la referencia a las llagas de Cristo que, junto al recuerdo de los siete castillos tomados a los moros en la reconquista, apelan al sentido originariamente religioso de la fundación de la 18. Oliveira Marques, op. cit., pp. 700-701.

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De izquierda a derecha, las banderas de la 1.ª República, de la Monarquía Constitucional o liberal, pabellón real de los monarcas portugueses y la bandera de Dom Afonso Henriques en la fundación de la nacionalidad

nacionalidad portuguesa. Se añade además la esfera armilar, símbolo de la expansión imperial portuguesa que, en la autocomprensión nacional, ha sido entendida como misión civilizadora o evangélica. Por tanto, no ha de extrañar que Salazar mantuviera, e incluso consolidara, la bandera y el escudo como símbolos nacionales de la República. Además se adoptó como himno nacional A Portuguesa, canción de subido ardor patriótico que, como antes señalé, se había compuesto en los tumultos anti-británicos originados por el ultimátum de 1890 y que comienza con la apelación a la regeneración nacional tras la decadencia: Heróis do mar, nobre povo, Naçaõ valente, imortal, Levantai hoje de novo O esplendor de Portugal! Por último, y como no podía ser de otra manera, se cambió la moneda, el real por el escudo, y hasta la ortografía de la lengua portuguesa, acercando la escritura a la pronunciación. Pero donde la República fue verdaderamente revolucionaria, pues ya hemos visto lo ambiguo de la renovación simbólica de la nación, fue en la cuestión religiosa. Es aquí, por tanto, y no en el cambio de régimen, donde encuentra su motivo detonante la reacción católica. Para empezar, sólo tres días después de la proclamación de la República el gobierno provisional reconfirmó las leyes de Pombal, ratificó el decreto liberal de desamortización y prohibición de las órdenes regulares de 1834 y anuló el famoso decreto de 97

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1901 que había seguido al caso Calmon, de modo que los jesuitas fueron de nuevo expulsados y sus bienes confiscados. Se tomaron además multitud de decisiones simbólicas tendentes a secularizar todos los aspectos de la vida del Estado y, sobre todo, se emitieron una serie de decretos tendentes a socavar el poder social de la Iglesia. Así «el decreto de 3 de noviembre de 1910, que establecía el divorcio para cualquier tipo de matrimonio, seguido por los decretos del día de Navidad del mismo año, que consideraban el matrimonio como un contrato puramente civil; el decreto de 22 de octubre de 1910, que abolía la enseñanza de la doctrina cristiana en las escuelas primarias y en las escuelas normales»19 y otros decretos que significaban el cierre de la Facultad de Teología de la Universidad de Coimbra (decreto de 23 de octubre de 1910); la Ley de Prensa, que dejaba impunes los ataques a la religión, y la Ley del Registro Civil, que lo hacía obligatorio para nacimientos, matrimonios y defunciones. Pero el documento verdaderamente importante en este proceso fue la Ley de Separación del Estado de las Iglesias, decretada el 20 de abril de 1911. En esencia, la Ley proclamaba la libertad de conciencia; señalaba que la religión católica dejaba de ser religión del Estado; permitía la libertad de cultos en espacios cerrados; sujetaba el culto público a la autorización gubernativa, por ejemplo las procesiones religiosas, el toque de campanas o la exhibición de símbolos religiosos; nacionalizaba los bienes religiosos, aunque cedía su uso a la Iglesia, sin pago de renta, esta cesión quedaba sujeta a la lealtad de ésta al Estado. También limitaba los legados testamentarios a la Iglesia y sujetaba a control gubernamental los textos religiosos. La ley constituía, sin duda, un formidable ataque a la Iglesia católica como autoridad social. Aun así, como señalaba Salazar, había un elemento positivo, y era que de esta manera algo traumática la Iglesia se independizaba del control del Estado, culpable de su decadencia. Puesto que la Iglesia había unido con grilletes de oro su suerte a la monarquía, la separación constituía un providencial regalo. Así lo vieron prontamente algunos clérigos, como un párroco que «bendecía el régimen instituido por la Ley de Separación y condenaba acerbamente la unión anterior a 1911 diciendo: aquello no era régimen concordatario sino in nomine; en el fondo, en la realidad, era esclavitud, atenua19. Ibíd., p. 495.

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da, dorada, disfrazada, coloreada de protección [...] el Constitucionalismo, simulando proteger a la Iglesia, la expolió y la esclavizó; la República, pretendiendo aniquilarla, la liberó».20 Anteriormente señalé la insistencia de Salazar en el alto precio pagado por la Iglesia por su dorada sujeción a la monarquía, de modo que la separación de la Iglesia y del Estado fue, sin duda, un bien para ésta primera. Con respecto a esta afirmación, la periodista antes citada, Garnier, preguntó de forma pretendidamente inocente si entre los fundadores de la República había muchos católicos, a lo que, encendido, Salazar replica: «¡Católicos por bautismo o tradición familiar, pero todos absolutamente anticlericales!». A ello añade la periodista si son de la escuela de Combes y WaldeckRousseau, y continúa Salazar: «Exactamente, agravada sin embargo, por la excesiva sentimentalidad de nuestra raza y de algún primitivismo de concepciones que les proviene de por lo menos dos siglos de decadencia religiosa y de bastantes más de regalismo».21 Conviene matizar que Salazar era partidario de la separación en tanto beneficiase a la Iglesia, puesto que la liberaba de la dominación del Estado. De lo que no era partidario era del laicismo, es decir, de la persecución de la religión desde el Estado. La Ley de Separación portuguesa de 1911 estaba calcada de la Ley francesa de Séparation des Églises e de l’État, de 1905. Tanto una como otra estaban atravesadas por dos interpretaciones en tensión. Por un lado, la posición jacobina de Emile Combes, que buscaba erradicar la religión de la sociedad. Waldeck-Rousseau representaba una posición más moderada, pues no era partidario de la prohibición total de las órdenes religiosas. Por otro lado, encontramos la posición de Aristide Briand, que buscaba únicamente garantizar la libertad de conciencia y de cultos junto a la neutralidad del Estado. Como en el caso portugués, el Concordato napoleónico de 1801 garantizaba la financiación de la Iglesia por el Estado, pero imponía también el nombramiento de los obispos por el poder político, con lo que la Ley de Separación daba como resultado la dependencia de facto de la Iglesia frente al poder político. El anticlericalismo de la ley generó resistencias católicas que, no obstante, para 1907 habían encontrado su cauce de solución y que, finalmente, con la Primera Guerra Mundial, encontraron su acomodo definitivo. 20. Ibíd., p. 498. 21. Garnier, 149.

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La situación en Portugal fue más compleja por la propia inestabilidad política y económica endémica a la Primera República. Para Salazar, la aplicación de la ley dio lugar a momentos desagradables. «Todas las medidas legales y administrativas relativas a la Iglesia fueron aplicadas con espíritu hostil: retirada de nuestra representación diplomática en el Vaticano, eliminación de la Facultad de Teología de Coimbra, confiscación de todos los bienes religiosos de que todavía disponía la Iglesia, etc. En 1911 se decretó, con exceso de violencia, la separación de la Iglesia y del Estado. Así se quiebran por odio los casamientos que nunca fueron de amor. Todavía, por imposición lógica del propio régimen de separación, hubo que reconocer jurídicamente la libertad de la Iglesia: o sea, la no intervención del Estado en el gobierno de las almas y en el nombramiento de beneficios eclesiásticos, pero ni por eso dejaron de estar prohibidas las órdenes religiosas».22 No deja de ser interesante que así como la República encontró en el nacionalismo la palanca sobre la que movilizar a las élites portuguesas, vinculando nación y república frente a monarquía, los decretos anticlericales y la aplicación de la Ley de Separación permitieron al catolicismo político realizar una operación parecida: movilizar no a los sectores urbanos progresistas sino al país real, al Portugal campesino —el mismo Salazar se definía como campesino hijo de campesinos— contra el país oficial, por utilizar las categorías de Maurras, contra el país de las élites de Lisboa, corruptas, liberales, individualistas y finalmente inmorales. Pero antes de examinar la reacción católica, veamos si el fenómeno de la decadencia católica era privativo de Portugal. Como ha señalado Gabriel Almond, la Reforma protestante y la Revolución Francesa fueron golpes durísimos para la Iglesia católica, ya que amenazaron el mundo que le era natural: el Antiguo Régimen. Ahí radica la razón fundamental de su resistencia frente a ellas al precio que fuera. Pero tales amenazas no se dirigieron únicamente al tipo de sociedad que le era connatural. El jacobinismo las encauzó directamente contra la Iglesia católica. Es este contexto de cambio e incertidumbre el que dio lugar a dos posiciones diferenciadas en el seno de la Iglesia. En aquellos países en los que se desvinculó del poder político y se convirtió socialmente en una minoría, buscó, sin renunciar a sus dogmas, un 22. Ibíd., p. 150.

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encuadre de tolerancia que garantizase la libertad de culto y de conciencia de los católicos. Por el contrario, en los países en los que el catolicismo fue hegemónico, como Italia, Francia, Austria, España y Portugal, la Iglesia fue incapaz de cambio alguno, siguió anclada en el medievalismo y ligó su suerte a las dinastías católicas. Como señala Almond «este rígido tradicionalismo tuvo consecuencias desastrosas para la posición de la Iglesia».23 En concreto, le enajenó el apoyo de las clases medias y burguesas que estaban accediendo a la hegemonía social en las sociedades modernas. Fue así como ocurrió en Portugal con sus élites urbanas. La contumacia ideológica en la defensa del orden político del Antiguo Régimen, procesado ahora en un intento de reconciliación entre la autocracia del monarca y la del Papa, de la dictadura terrena y de la dictadura eclesiástica, cristalizó en la doctrina conservadora y autoritaria expuesta, entre otros, por de Maistre, Bonald y Donoso Cortés y que en el caso portugués, previa mediación de Charles Maurras, dio lugar al integralismo lusitano de Antonio Sardinha. Éste, que gozó de la simpatía de Ramiro de Maeztu y del dictador Miguel Primo de Rivera, defendía, como su mentor francés, una monarquía autoritaria engarzada orgánicamente en la nación católica, un nacionalismo integral que truncara la decadencia generada por el liberalismo. La línea seguida por Salazar, sin embargo, no fue la de la politique d’abord sino, en todo caso, la de la religión primero. En una de sus críticas a Maurras, Salazar señala que su principal defecto es, precisamente, la sobrevaloración que éste hace de la política al pensar que se trata del fenómeno social por excelencia en la vida de los pueblos, del determinante de su evolución. Para Salazar, nos lo dice con franqueza, la política es importante y por eso está de dictador, pero para hacer obra reformadora no basta con tomar el Estado: hay que transformar al individuo y, en Portugal, esto consiste en abandonar el fatalismo doliente «del que el Fado es expresión musical» y el saudosismo de un falso heroísmo.24 Como institución social, la Iglesia tiene, por tanto, un importante papel regenerador. Esto significa que la vía adoptada por Salazar no fue la del enfrentamiento directo con el modernismo, sino la 23. Gabriel Almond, «The Political Ideas of Christian Democracy», The Journal of Politics, vol. 10, nº 4 (november 1948), p. 736. 24. António Ferro, Salazar, Lisboa, Empresa Nacional de Publicidade, 1932, pp. 145-146.

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del pragmatismo impulsado desde Roma. Este pragmatismo señala un cambio de actitud que va desde la condena de la sociedad moderna al posicionamiento de la Iglesia frente a los problemas de la sociedad. En particular, la ideología de Salazar se alimentará de una lectura autoritaria de la encíclica Rerum Novarum, promulgada por León XIII en 1891, en la que se pronuncia una contundente condena del individualismo liberal y del materialismo socialista, afirmando el valor de la personalidad humana y su desarrollo en una sociedad integrada orgánicamente, armónica, donde la libertad y la justicia social estén en equilibrio.25 Es aquí donde se acuña el concepto de subsidiariedad: la sociedad integrada orgánicamente en la nación ha de velar por su propia reproducción otorgando al Estado un papel subsidiario; y es también aquí donde se formula el corporativismo católico como visión económica en la que capital y trabajo cooperan sin conflicto de clases. El mismo pragmatismo frente a los problemas de las sociedades modernas es el que aparece en la encíclica Inter innumeras, de 1892, en la que se declara la indiferencia de la Iglesia en relación a las formas de gobierno. Ya he señalado que los católicos portugueses tenían causas de descontento con la Monarquía constitucional. En suma, todo este cuerpo doctrinal tendrá una influencia determinante en las concepciones políticas de Salazar. Esto no sólo quiere decir que tratase de realizar estos valores católicos desde las políticas que impulsó, sino que, además, se comportó siempre como un hijo obediente de la Iglesia: en su visión económica; en sus valores políticos; en la cuestión de los regímenes políticos; y sobre todo, en su inequívoca apuesta por sustraer a la Iglesia del poder del Estado haciéndola más independiente. Este mensaje, renovado por Pío XI en Quadragesimo Anno, encontró un nuevo peligro moderno en el comunismo y orientó su mensaje político en una dirección aún más autoritaria. Como señala Almond, la doctrina social de la Iglesia se entendió ya abiertamente en términos anti-parlamentarios y el corporativismo se convirtió en una alternativa que ofrecer a una sociedad demasiado débil como para ofrecer resistencia frente a la nueva amenaza. En particular, este autor señala que la conclusión del Tratado de Letrán entre Mussolini y el Vaticano reforzó el presti25. León XIII, Rerum novarum (1891) http://vatican.va

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gio del autoritarismo católico avalado, en parte, por Pío XI, al señalar que el corporativismo italiano «era un paso en la dirección correcta».26 Esta alianza positiva, por rescatar el concepto de Arendt con el que comencé, proporcionó todos los ingredientes ideológicos sobre los que se construyó el Estado Novo, el Estado corporativo de Salazar y que he denominado nacionalismo católico.27 Por tanto, Salazar sí es ideológicamente deudor de la Iglesia católica. Ésta le proporcionó, en primer lugar, una doctrina con la que afrontar las incertidumbres causadas en Europa por la transición al mundo moderno; le proporcionó los cuadros necesarios, medios de comunicación y redes sociales, con los que hacer que el descontento frente al anticlericalismo y la inoperancia política y económica de la República se convirtieran, como poco, en sumisión frente a su dictadura; esto explicaría su duración. Además, al contrario que la Monarquía constitucional, Salazar no exigió precio alguno a la Iglesia, sino que garantizó su independencia y restauró su influencia social. Como señaló el propio Salazar al recordar el paso de los años difíciles de la República a la instauración del Estado Novo, la Iglesia ganó en ambas coyunturas; «A priori, privada de su prestigio, oficialmente ignorada, muchas veces perseguida, la Iglesia adquiriría, sin embargo, una libertad preciosa sin la obligación, siquiera, de tener que dar las gracias. Esa libertad se revelaría indispensable para su vida y para su progreso, condición de su renacimiento».28 La Iglesia ganó en la República la independencia que había perdido en los dos siglos de regalismo que alimentaron su decadencia. Además, el anticlericalimo se tradujo en un estímulo del activismo católico, devolviendo vigor a la vida de la Iglesia, aumentando la devoción, en particular entre las mujeres y, geográficamente, en el norte del país. En 1926 se produjo un golpe militar que acabó, definitivamente, con la Primera República. Para entonces Salazar, profesor de economía en la Universidad de Coimbra, ya se había hecho un nombre como genio de las finanzas y como activista político. Durante dos años se hizo de rogar y rechazó la entrada en el gobierno 26. Almond, op. cit., p. 745. 27. Philippe C. Schmitter, Portugal: do Autoritarismo à Democracia, Lisboa, Instituto de Ciências Sociais da Universidade de Lisboa, 1999. 28. R.A.H. Robinson, «The Religious Question and the Catholic Revival in Portugal, 1900-30», Journal of Contemporary History, vol. 12, n.º 2 (abril 1977), p. 360.

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de la revolución nacional. Cuando lo hizo en 1928 ya se había asegurado un control político total: «La revolución de 1926 encontró, por tanto, una situación injusta, verdadero atentado contra la conciencia católica y contra las tradiciones de la nación portuguesa. Parecía evidente que los intereses de la Iglesia en Portugal no debían ser regulados únicamente de forma unilateral por el Estado sino por un acuerdo con Roma [...] Bien vistas las cosas, el mejor camino a seguir, conforme entonces se figuró, no era la adopción oficial por el Estado de una religión sino el reconocimiento de que la religión católica era profesada por la mayoría de la Nación. Esta solución [...] salvaguarda la libertad de acción del Estado dejando a la Iglesia las libertades fundamentales a las que se habituó y que hoy se consideran esenciales para su regeneración [...] El Concordato representa un acto solemne de reconciliación y de justicia [...] Se concluyó en 1940, después de tres años de negociaciones con la Santa Sede [...] Yo deseaba ardientemente que ese Concordato apareciera en el año en que Portugal celebraba el octavo centenario de su independencia a la sombra y bajo la protección de la Iglesia».29 Salazar conservó los símbolos de la nación que había creado la Primera República. Puesto que tales símbolos enmarcaban en moldes religiosos los mitos fundacionales de la nación (Cristo en la batalla de Ourique, que señala el destino de la Reconquista; los siete castillos tomados a los moros y la esfera armilar, síntesis de la hazaña evangélica de los descubrimientos portugueses), le bastó la reconstrucción del Estado de acuerdo con el corporativismo autoritario para sustituir el nacionalismo republicano por un nacionalismo congruente con el carácter católico que atribuía a la nación portuguesa. Por otra parte, le bastó mantener la separación de la Iglesia y el Estado y restaurar el poder social de la primera, devolviendo la libertad a las órdenes religiosas y la enseñanza cristiana a la escuela, para que el catolicismo recuperara su prestigio en Portugal y no fuera, como en el pasado, vinculado con el régimen. El catolicismo, para Salazar, era de la nación, no del Estado, y éste, me parece, es el mensaje central del proyecto de restauración católica de Portugal impulsado por él.

29. Garnier, op. cit., p. 151.

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DEL CORPORATIVISMO AL NEOLIBERALISMO El conservadurismo católico en Chile Carlos Ruiz Schneider

En la década de 1930 tiene lugar una importante escisión en el Partido Conservador chileno, la organización política que agrupaba a las fuerzas sociales tradicionales del país y que contaba con el beneplácito oficial de la Iglesia católica, sobre todo después de las grandes luchas políticas por la secularización de la sociedad que tuvieron lugar a finales del siglo XIX. Como resultado de este proceso de ruptura, ante el que la Santa Sede se mantiene neutral, se separan del Partido Conservador, entre otros, dos grupos políticos que apuestan por un modelo social corporativista. El primer grupo, liderado por figuras como Eduardo Frei Montalva, Manuel Antonio Garretón, Bernardo Leighton y Radomiro Tomic, será el origen de la Falange Nacional y la Democracia Cristiana. Este grupo irá progresivamente reemplazando al Partido Conservador como referente político privilegiado de la Iglesia y abandonando también sus posturas conservadoras originales. El segundo sector, liderado por Jaime Eyzaguirre, Julio Philippi, el sacerdote Osvaldo Lira y Armando Roa, mantendrá sus posturas corporativistas conservadoras, pero es menos exitoso políticamente, en parte porque su influencia en la Iglesia es escasa. Conocerá, sin embargo, una importante revitalización durante la dictadura del general Pinochet. Este segundo grupo de intelectuales y políticos será el objeto central de este estudio, ya que es en torno a él como puede comprenderse en forma más fructífera el desarrollo intelectual y político del conservadurismo católico en Chile. La tesis que defenderé en este ensayo es que la ideología política de estos grupos terminó articulándose con el neoliberalismo 105

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económico, conformando en la década de los sesenta y setenta el movimiento gremialista chileno para transformarse después en la matriz ideológica y política de la dictadura militar. La fusión con el neoliberalismo va a significar a la larga, sin embargo, que los componentes económicos del corporativismo serán eliminados del proyecto global. Con posterioridad a la dictadura militar, este tipo de amalgama continuará siendo de importancia en el pensamiento político de la derecha chilena, aunque el componente político se alejará del tradicionalismo católico más ortodoxo para dar cabida a otras formas de pensamiento conservador, en el que se unen la influencia del Opus Dei y las concepciones políticas neo-liberales sobre la democracia.

I Si tomamos como punto histórico de partida los comienzos del siglo XX, es necesario recordar que la hegemonía de unas ideas conservadoras basadas en la preservación del orden y en posturas confesionales oscilantes entre el tradicionalismo y el catolicismo liberal se vio seguida de trabajos que desarrollaban una posición radicalmente crítica con el ideario tradicional de la derecha.1 El Bosquejo histórico de los partidos políticos en Chile (1903), de Alberto Edwards, es el punto de partida de un conjunto de ideas conservadoras que elegirán la historia, la política y la filosofía como sus campos privilegiados de expresión. Si la oposición al parlamentarismo y, en general, al liberalismo, está en el centro del trabajo de Edwards, otros intelectuales conservadores, como los historiadores Francisco Antonio Encina y Jaime Eyzaguirre y el filósofo Osvaldo Lira, extenderán esta crítica a la democracia y al socialismo, para incluir luego también al comunismo y al humanismo cristiano. El trabajo de estos intelectuales y el de los grupos y publicaciones que animan se hace, por lo general, al margen de las organizaciones políticas, como el Partido Conservador, pero mantiene una cierta relación, aunque a veces conflictiva, con la Iglesia católica y una influencia impor1. Un observador agudo de la política chilena como el intelectual argentino Juan Bautista Alberdi subrayó varias veces en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina que la búsqueda de orden es el motivo fundamental de la Constitución conservadora de 1833.

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tante en las asociaciones empresariales y en las Fuerzas Armadas. En cualquier caso, el efecto político de estos grupos es innegable, como lo demuestran las dictadura del general Ibáñez (19271931) y luego la del general Pinochet (1973-1990). En el desarrollo de esta tradición conservadora radical van cristalizando dos tendencias: una orientación básicamente nacionalista, que favorece un estilo de gobierno autoritario, militar o fuertemente presidencialista, interesado en preservar y desarrollar la unidad nacional frente a las divisiones políticas y sociales; del otro lado, una tendencia corporativista de carácter social y económico que pone el acento en un orden corporativo-profesional capaz de reemplazar al parlamento y a las estructuras políticas características de la democracia liberal. Desde comienzos de siglo hasta la década de 1930 estas dos formas de conservadurismo aparecen y desaparecen en forma sucesiva. La tendencia corporativista, la que más nos interesará aquí por su fuerte compromiso católico, se desarrolla precisamente a partir de la caída del general Ibáñez y marca el ocaso de la influencia conservadora nacionalista, cuya fuerza en el Ejército es especialmente significativa. En 1934 Jaime Eyzaguirre, un joven y elocuente abogado católico que se transformará en unos pocos años en un notable ensayista e historiador, asume la dirección de la revista Estudios y, junto con un grupo de colaboradores de distintas profesiones e intereses, intentará refundar una postura conservadora y católica en el plano social y cultural. Para ello defenderá la necesidad de un cambio más profundo que una mera reforma constitucional o la intervención de un líder carismático. Dos circunstancias históricas apoyan esta opción. En primer lugar, la idea de un orden profesional de clara orientación corporativa ha sido propuesta por la encíclica Quadragesimo Anno (1931), lo que confiere a estos modelos políticos un evidente apoyo de la Iglesia católica. En segundo lugar hay que considerar la emergencia en Portugal y Austria de regímenes políticos corporativos. A partir de la derrota republicana, y aún antes, con la dictadura de Primo de Rivera, España pasa a ser el paradigma de esta corriente conservadora. Por el contrario, los corporativistas chilenos mantendrán ciertas reservas frente a los modelos italiano y alemán, debido al carácter totalitario del Estado fascista y el talante antirreligioso de su ideología. Durante el pe107

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Jaime Eyzaguirre (1908-1968)

ríodo que precede a la Segunda Guerra Mundial se puede ver muy claramente en Eyzaguirre y en la revista Estudios la percepción de su época como un período de crisis global, un tema éste que había sido subrayado también por Edwards y Encina. Como declara Estudios en 1934: «La crisis social cuyo resultado visible es la lucha de clases tampoco se soluciona con medidas negativas, con medidas de policía y de cuartel. Éstas no van al fondo sino a la periferia del mal y sólo hacen retardar el estallido y hacerlo más violento y anárquico... Ni la crisis social, ni la crisis económica, ni la crisis política se remedian con píldoras; es necesario un profundo movimiento de renovación espiritual y moral y una nueva organización como resultado de ese movimiento».2 Una de las manifestaciones de esta crisis es, para Eyzaguirre, la fuerza del movimiento comunista. Así, por ejemplo, en un editorial de la revista Estudios, principal órgano de difusión de este grupo, sostiene en 1938 que «el comunismo es el castigo natural y lógico de la sociedad capitalista liberal que sustituyó la caridad por el afán de lucro y sacrificó la dignidad humana a la 2. A. Cifuentes, «Hacia una concepción orgánica de la Sociedad», en Estudios (1934); citado por Gonzalo Catalán en Notas sobre proyectos autoritarios corporativos en Chile: la Revista Estudios 1933-1938», en ídem Cinco estudios sobre cultura y sociedad. Santiago, Flacso, 1985, pp. 177-259.

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codicia ilimitada de raíz demoníaca».3 Esta crisis global —económica, política y moral— tiene para Eyzaguirre una solución sobre todo social, no militar, que puede encontrarse en la doctrina social de la Iglesia, puesto que ésta prescribe la subordinación de la vida social y económica a la moral. Esta guía de la economía por la moral se funda en normas que derivan de la justicia social y se concretan en la llamada economía dirigida. La noción de economía dirigida en Eyzaguirre tiene un sentido muy preciso: «la economía dirigida, ordenada y controlada encuentra su mejor expresión en la economía corporativa».4 Pero el corporativismo no es sólo para nuestro autor una doctrina económica: constituye una alternativa integral a la democracia liberal. En un texto importante de Estudios había escrito ya en 1934: «Bien diseñada aparece, pues, en el horizonte la organización política de la nueva edad. La fe en los antiguos principios del liberalismo parece ser cosa muerta, que pocos intentan resucitar. El desmoronamiento del edificio político, cuya construcción iniciaron los renacentistas y concluyeron los revolucionarios del 89, ha sido estrepitoso. Y sobre sus ruinas se perfila ya la faz del nuevo Estado, jerárquico y corporativo, en cuya constitución prima, como lo ha dicho muy bien Berdiaeff, “el principio del realismo social sobre el principio del formalismo jurídico”».5 Ciñéndose al esquema de Quadragesimo Anno vemos desplegarse aquí el contenido del orden jerárquico implicado por la reforma corporativa. Este orden se dirige sobre todo contra la democracia liberal y busca su reemplazo por un modelo que, al tiempo que elimina la participación democrática, intenta, a través de la reorganización de la sociedad y el control de la economía liberal, dar una respuesta autoritaria de nuevo cuño a la crisis de la sociedad. Ahora bien, advierte Eyzaguirre, la dirección de la economía debería suponer la intervención del Estado en la vida económica. Pero aquí surgen dos desviaciones posibles, las concepciones socialistas y las fascistas, ambas coincidentes en su estatismo. Las dos requieren, además, vastas movilizaciones políticas. Es en este punto donde Eyzaguirre y Estudios elaboran una alternativa política que se distin3. Jaime Eyzaguirre: «Nuestra trágica realidad social», en Estudios, n.º 65 (1938), p. 7. 4. Jaime Eyzaguirre: Elementos de ciencia económica. Santiago, Universo, 1937, p. 158. 5. Jaime Eyzaguirre: «Los avances del corporativismo», en Estudios, n.º 14 (1934), p. 38.

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gue de las fascistas por su antiestatismo. Esta solución se acomoda a la posición de la Iglesia, que había condenado las citadas desviaciones, y logra así crear puntos de contacto con la burguesía industrial chilena, tradicionalmente anti-intervencionista. La expresión conceptual de esta solución alternativa es el llamado principio de subsidiariedad, formulado con gran claridad por Eyzaguirre en sus lecciones de economía de 1937: «El papel del Estado consistirá en respetar la gestión económica privada, no suplantarse a ella, sino tan sólo suplirla cuando sea insuficiente o no exista, y mantener vigilancia y dirección de la economía. Este sistema, si bien reconoce al Estado como suprema autoridad en el orden temporal, advierte también que entre éste y el individuo existe una serie de comunidades naturales (familia, municipio, corporación) que tienen un fin propio que llenar y a cuyo debido desenvolvimiento está ligado el bien común en la sociedad».6 Como dejaba ver el texto anterior, no hay aquí ninguna promesa de extensión de la democracia. Se trata más bien de contener el desborde democrático del Estado no sólo a través de la autoridad, sino de la recomposición de un orden jerárquico en la sociedad misma. Esta oposición del corporativismo a la democracia liberal es perceptible en todos los adherentes a esta doctrina en la época, incluso en uno de sus defensores más de izquierda, como Fernando Vives, fundador de la Liga Social, organización que procurará guiar la intervención de los católicos en la acción social y política al margen del Partido Conservador. En un artículo de 1934 en la revista Estudios sobre la crisis del socialismo sostiene, por ejemplo, que «bajo el imperio de las necesidades económicas el sistema de las organizaciones profesionales se ha extendido y, junto con ella, la idea de la solidaridad de clases. A la ficción del Estado legal se va oponiendo la realidad del Estado como representante de las fuerzas vivas».7 Esta misma desconfianza frente a la democracia y el liberalismo, considerados como los causantes de la apostasía de las masas, es aún más clara en un escrito suyo de 1935 sobre igualdad civil publicado también en Estudios: «Sólo a un régimen tan descabellado como al liberal —sostiene allí Vives— se le ocurre, en principio a lo menos, de6. Elementos de ciencia económica, op. cit., p. 158. 7. Fernando Vives Solar: «Crisis del socialismo», en Estudios, n.º 25 (1934), p. 20.

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clarar la igualdad de derechos para participar en la vida pública. Dejar entregado al voto anónimo el cuidado de investir para los más elevados cargos públicos, es absurdo tan fenomenal que ahora nos espantamos que haya cabido en cabeza humana».8 Para tener una visión comparativa sobre lo que representa en la época esta nueva percepción de la sociedad chilena puede ser útil una alocución del presidente del Partido Conservador en 1933 sobre la cuestión social: «El hecho social que más hiere nuestra vista, que más contrista el alma del sociólogo y que más irrita el corazón de las muchedumbres, es el gran número de los pobres frente al reducido número de los ricos... Y me explico que esta terrible antinomia de pobres y ricos desespere a los socialistas y encienda todas sus iras... pero no me explico que sociólogos cristianos piensen lo mismo que los socialistas... Que haya pocos ricos y muchos pobres es un hecho natural, inevitable, que existirá mientras el mundo sea mundo. Está dentro del plan providencial que así sea y todos nuestros esfuerzos por evitarlo resultarán infructuosos. Y si esos esfuerzos llegaran a fructificar, alteraríamos en tal forma el orden natural inevitable, que la humanidad quedaría condenada a desaparecer. Porque, si todos fuéramos ricos o, por lo menos, gozáramos de un relativo bienestar, ¿quién se prestaría para hacer los trabajos más duros y humildes de la escala económica?, ¿quién segaría la mies bajo el sol abrasador y quién bajaría a la entraña hosca de la tierra para arrancar a la mina su tesoro? La humanidad llena de bienestar se moriría de hambre y pagaría así su rebelión contra el castigo divino que la condenó a ganar el pan con el sudor de su frente. Para que haya hombres sobre la tierra es indispensable que haya pobres y ricos. Así unos trabajarán por el incentivo de su riqueza y otros por el aguijón de la pobreza. Y este contraste, al parecer injusto y doloroso, de la abundancia de los ricos y la estrechez de los pobres, que para los socialistas no tiene sentido, lo tiene, y profundo, para nosotros los cristianos, de la misma manera que lo tiene el dolor y la muerte».9 Creemos que este texto muestra claramente el contraste entre la percepción social de los grupos oligárquicos tradicio8. Fernando Vives Solar: «Igualdad civil», en Estudios, n.º 28 (1935), p. 20. 9. Citado por Julio César Jobet en Ensayo Crítico del Desarrollo Económico Social de Chile, Santiago, Editorial Universitaria, 1955, pp. 184-185.

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nales de la sociedad chilena y estos nuevos intelectuales y políticos católicos que buscan fundar sobre unas bases diferentes el orden social. Estas nuevas bases debieran constituir una alternativa tanto a la democratización de la sociedad —de ahí el tema de la jerarquía y la oposición al sufragio universal— como a las visiones inmovilistas y reaccionarias, cuyo destino inevitable es llevar al país al socialismo y al comunismo. En términos similares a los de Eyzaguirre y Vives, la opción corporativa expresa durante ese período la posición de muchas organizaciones políticas, intelectuales y empresariales. Es sumamente fuerte, por ejemplo, en la revista Lircay, órgano de la Juventud Conservadora, pero también en el Partido Nacional Socialista, en dirigentes empresariales como Jaime Larraín, García Moreno y Walter Müller y, durante un período, en el diario El Mercurio. Es importante complementar la visión de Eyzaguirre, centrada en las políticas sociales y económicas, con las concepciones de otro colaborador de Estudios, también de vasta influencia en los círculos más extremos de la derecha chilena: el sacerdote y filósofo Osvaldo Lira. El aporte de Lira, a diferencia de Eyzaguirre, se sitúa más bien en el campo conceptual y político. En su libro Nostalgias de Vázquez de Mella, publicado originalmente en 1942 y reeditado con algunos cambios menores en 1979 por la Editorial Andrés Bello, en plena dictadura militar, Lira inscribe claramente su pensamiento político en el paradigma tradicionalista español, una de cuyas figuras emblemáticas es precisamente el político y orador Juan Vázquez de Mella. Una de las contribuciones más importantes de este trabajo de Lira es la distinción conceptual entre soberanía social y soberanía política. Dice a este respecto Vázquez de Mella en un discurso de 1906, citado por Osvaldo Lira: «Yo considero la soberanía social como una jerarquía de poderes fundados en la familia, que en cada grado son iguales y tienden a una variedad que en el punto más elevado se representa en las regiones. Es una serie de poderes autárquicos en la que cada uno se rige libremente en su esfera y forma una jerarquía de personas colectivas que, al manifestarse en la esfera más amplia, en la región, necesita una dirección que las ordene, que es lo que constituye la soberanía política y hasta ahora viene torpemente confundida con la social en los sistemas centralistas y unita112

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rios».10 A pesar de que Lira ve importantes afinidades entre estas ideas y lo que los regímenes fascistas llaman gremios y corporaciones, hay entre ambos una diferencia fundamental. Dice Lira en una sección de su libro que «es precisamente en esta dimensión donde se nos aparece con todo su valor la profunda diferencia existente entre los «gremios medievales» y lo que llaman «gremios y corporaciones» los regímenes fascistas... En el régimen fascista las corporaciones —o más bien el régimen corporativo— se iban desarrollando de arriba abajo y, por consiguiente, de fuera adentro, en cuya virtud estas organizaciones, lejos de constituir una especie de florecimiento... de los derechos personales de asociación, quedaban erigidas en auténticas y meras sucursales del Estado».11 Otra de las contribuciones importantes de Lira, inspirada asimismo en Vázquez de Mella, tiene que ver con la confusión de ambos tipos de soberanía. En un discurso del 18 de junio de 1907 sostenía Vázquez de Mella que «mientras no se establezca y se marque la diferenciación que hay entre la «soberanía social» de una parte y la «soberanía política» de otra, no se restablecerá jamás el orden. La invasión de la soberanía política en la social produce todas las manifestaciones del absolutismo y el socialismo».12 Lira traslada esa consecuencia a su propia época: «A diferencia de la doctrina tradicional —sostiene— el absolutismo, sea que se le considere en su versión encubierta y solapada de «democracia liberal», sea que se le considere en su aspecto declarado y extremadamente cínico de «dictadura totalitaria», se encuentra caracterizado por un principio... que es la fusión entre la soberanía social y la soberanía política en beneficio absoluto de esta última».13 Vemos conformarse así en Osvaldo Lira una visión con otros énfasis, pero enteramente concordante con la de Eyzaguirre en su rechazo de la democracia liberal, del socialismo y del totalitarismo fascista por su concepción tradicionalista de la sociedad y de la política. Esta concepción tradicionalista se opone radicalmente al Estado moderno —centralista y unitario— desde sus orígenes en el absolutismo hasta sus ma10. Osvaldo Lira: Nostalgias de Vázquez de Mella, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1979, pp. 75-76. 11. Ídem, pp. 67-68. 12. Ídem, p. 181. 13. Ídem, p. 210.

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Osvaldo Lira (1904-1996)

nifestaciones más actuales en la democracia liberal, el socialismo y los regímenes totalitarios. Al Estado moderno, y especialmente al Estado totalitario, el tradicionalismo opone la autonomía de la sociedad y unos organismos sociales intermedios, como los gremios y corporaciones, pero también la nación. Es este tipo de autonomía precisamente la que desconoce el Estado moderno, al que Lira caracteriza en todas sus variantes como un Estado absolutista. Se trata, sin embargo, como puede verse, de una visión sublimada de la autonomía de lo social pensada en función de las instituciones y jerarquías propias de una sociedad premoderna. Tomando pié en esta sublimación ideológica se busca interpelar a los sectores dominantes tradicionales y a la burguesía, segmentos sociales atemorizados por el rápido avance de la democratización que amenaza instalarse en Chile con el apoyo de grupos socialistas y comunistas. En 1938 triunfa en Chile una coalición política adversa a la oligarquía: el Frente Popular. Con él se instala un gobierno que inicia un programa de reformas sobre el capitalismo y marca un retroceso importante en las aspiraciones políticas, sociales y culturales de los grupos dominantes. Igualmente seria, especialmente para la fórmula corporativista de Eyzaguirre, es la derrota de las 114

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potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial. La democracia se consolida como una fuerza a tener en cuenta y el corporativismo debe asumir una postura defensiva. Es en este segundo período en el que Jaime Eyzaguirre, el principal defensor del corporativismo, se transforma en un historiador importante y difundido. Su interpretación de la política de Chile es una proyección del ideal político del corporativismo ibérico al terreno de los acontecimientos históricos del país. Su imagen de Chile es la de un país sumido en un largo proceso de decadencia que comienza con una traición a su identidad nacional hispánica y autoritaria en provecho de alienantes utopías liberales y democráticas. Esas utopías, que datan de la época de la independencia, constituyen «un repudio total de la tradición». Semejante cambio en el estilo de acción cultural de Eyzaguirre y de Estudios está muy bien expresado en una editorial de esta revista: «Estudios, según las vicisitudes de los tiempos, ha variado los flancos de su ataque. Pero siempre es uno mismo el guerrillero y una misma la causa que defiende. Nuestros ataques al liberalismo individualista... nuestros ataques a los totalitarismos como denigradores de la persona humana, no son sino aspectos de una misma actitud... Hoy, sin apartarse de la línea... está buscando, en medio de las universales ruinas de esta guerra, la verdad de nuestros pueblos indoibéricos, la verdad traicionada, la luz maniatada de nosotros y de nuestros hijos».14 La interpretación que Eyzaguirre sugiere que la identidad histórica de América y de Chile navega entre dos aguas: la del panamericanismo, detrás del cual está la política imperial de los Estados Unidos, y la interpretación indigenista que sustenta el ala izquierda de algunos movimientos populistas. «Contra un indigenismo romántico y marxista, contra un panamericanismo imperialista y sin alma cabe pues, oponer la confiada afirmación del patrimonio hispanoamericano... Lo que cabe (ahora) es abandonar los caminos mercenarios y actualizar... los valores eternos que alimentaron en América el único esbozo de verdadera y genuina cultura continental. Y ésa es la tarea básica de la nueva generación católica, obligada a infundir en las relaciones sociales, por encima de los prejuicios políticos, de razas y de clases, un hálito de honda justicia y de viviente clari14. Jaime Eyzaguirre: «Editorial», Estudios, n.º 133-134, (1944), pp. 3-4.

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dad».15 Hay ciertos puntos de contacto entre esta propuesta y el ala derecha del populismo latinoamericano. Pero el proyecto de Eyzaguirre, a pesar de sus críticas al liberalismo, al capitalismo y al imperialismo, está muy fuertemente marcado por sus connotaciones elitistas, lo que dificulta su asimilación política por parte del populismo. Lo que permanece a lo largo de toda la obra de Eyzaguirre es una actitud marcadamente antipolítica y una búsqueda anti-democrática que no logra cristalizar en un sujeto social determinado. Las remotas y fragmentarias posibilidades abiertas para el conservadurismo en la sociedad chilena se reducen para Eyzaguirre a desarrollos muy embrionarios que percibe en los sectores medios en tanto que logren escapar al juego político democrático. Como veremos más adelante, Eyzaguirre se equivocaba al creer que el conservadurismo había ido perdiendo sus posibilidades históricas en Chile. Aunque él no alcanzaría a presenciarlo, a comienzos de los años setenta una nueva crisis social, esta vez mucho más profunda que la anterior, llevaría al conjunto de la derecha chilena a adherirse a ese tipo de proyecto político. Durante este mismo período el trabajo de Osvaldo Lira se concentró en la asimilación y defensa de la filosofía neotomista española, tal y como se expresaba, por ejemplo, en la obra del Padre Santiago Ramírez, y en la crítica de Jacques Maritain —de gran influencia en la corriente católica liderada por Eduardo Frei—, quien reivindicaba el valor político de la democracia. Puntos importantes en su trabajo van a ser también, como en el caso de Eyzaguirre, su defensa filosófica de la hispanidad y la crítica de las tendencias liberales que advierte en un pensador como Ortega y Gasset.

II Como lo sugeríamos al comenzar el trabajo, el ahondamiento de la crisis de hegemonía de los sectores tradicionalmente dominantes en Chile a fines de los años 1960 va a posibilitar una revitalización del ideario conservador radical —tanto en su ver15. Jaime Eyzaguirre: «Prolegómenos a una cultura hispanoamericana», Estudios, n.º 78 (1939), p. 18.

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tiente nacionalista y militar como en su vertiente corporativista—, por parte de grupos sociales e intelectuales que no ven otra salida al proceso de reformas sociales estructurales que vive el país, primero bajo el gobierno de Eduardo Frei y luego con el de Salvador Allende, que una ruptura del régimen democrático y la búsqueda de un orden autoritario. El impacto del nacionalismo es fuerte en la refundación, bajo este tipo de liderazgo, del partido político más importante de la derecha, el Partido Nacional, que recoge con una nueva orientación a los restos de los partidos tradicionales de la derecha, barridos electoralmente por el triunfo de la Democracia Cristiana. Otro grupo nacionalista importante es Patria y Libertad, de clara orientación fascista. Ambos tipos de movimiento van a desarrollar conexiones muy importantes en la Fuerzas Armadas. El más importante de los movimientos sociales que recoge el ideario corporativista en el período es el gremialismo. En sus orígenes un movimiento estudiantil surgido en la Universidad Católica, su influencia se extiende durante el Gobierno de la Unidad Popular a un conjunto creciente de organizaciones de comerciantes, profesionales, camioneros, etc. El ideario antipolítico del gremialismo articula bien las tendencias regresivas que se producen en las capas medias y en los sectores dirigentes tradicionales de la sociedad chilena como efecto del proceso de democratización y de sus graves fallos de conducción, que dejan un amplio margen a la acción de grupos de ultraizquierda, lo que no hace sino radicalizar a su vez a la oposición de derecha en sus posiciones autoritarias. Esta radicalización de la postura política de la derecha tradicional se expresa, por una parte, en una relativa pérdida de importancia de la acción de los partidos en favor de los movimientos gremiales, como es el caso, por ejemplo, de los estudiantes universitarios de derecha en la Universidad Católica, que ganan la Federación de Estudiantes en 1968 y, por otra parte, en la fundación de una serie de nuevas publicaciones o en el control de las existentes por líderes políticos favorables al autoritarismo. Entre estas nuevas publicaciones hay que mencionar las revistas Portada y Qué Pasa, así como la acogida que diarios como El Mercurio, el periódico más influyente y difundido de Chile, y el Canal 13 de Televisión de la Universidad Católica van brindando desde fines de la década de los sesenta a este ideario conservador renovado y muy especialmente a sus 117

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nuevos líderes, como es el caso, sobre todo, del dirigente del gremialismo, el brillante abogado Jaime Guzmán, discípulo de Osvaldo Lira. Un texto que recoge bien la relación entre este nuevo ideario conservador y sus orígenes corporativistas es un artículo del historiador Fernando Silva, publicado en Portada en 1972. Sostiene allí Silva que: «Jaime Eyzaguirre creyó encontrar en la organización corporativa las mejores condiciones para una adecuada supervigilancia del proceso económico por el Estado, respetándose la gestión privada y reconociéndose la existencia de organizaciones intermedias con un fin propio que llenar... Desde la época de «Estudios» se asiste a un vigoroso afianzamiento de los gremios. Y en las circunstancias actuales, todo parece indicar que la misión que les corresponderá será fundamental. Sin lugar a dudas los redactores de «Estudios» se adelantaron en sus elaboraciones doctrinarias al lento proceso socio-político tradicional».16 A pesar de todo, este resurgimiento del corporativismo básicamente católico no cuenta, como en los años 1930, con el apoyo de la Iglesia católica como institución, que se sitúa mucho más cerca de la Democracia Cristiana de Frei, un partido democrático políticamente y económicamente desarrollista. Así perciben su actitud, por lo demás, los nuevos líderes del gremialismo. Para Jaime Guzmán, por ejemplo, un documento de la Comisión Pastoral del Episcopado publicado en 1972 con el título de Evangelio, política y socialismo, aparte de sus aciertos en la crítica al marxismo, «adolece de vacilaciones... que inducen al equívoco. Incluso al referirse a él en cuanto cosmovisión se supone y anhela una «apertura» futura del marxismo hacia Dios, abandonando así el ateismo que lo caracteriza. Plantear siquiera tal hipótesis —sostiene Guzmán— sugiere la duda acerca de si los redactores del texto están o no suficientemente compenetrados de cuán esencial es el ateismo dentro de la doctrina marxista».17 En el mismo artículo considera Guzmán que la actitud del cardenal Raúl Silva Henríquez hacia el gobierno de la Unidad Popular es «obsequiosa» y busca «congraciarse con el nuevo régimen», y condena al mismo tiempo en los más duros términos a 16. Fernando Silva Vargas: «Presencia de Jaime Eyzaguirre», Portada, n.º 34 (1972), p. 9. 17. Jaime Guzmán: «La Iglesia chilena y el debate político», en VV.AA.: Visión crítica de Chile, Santiago, Ediciones Portada, 1972, p. 308.

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la actitud cordial y respetuosa del cardenal hacia Fidel Castro. Respecto de la posible expectativa del cardenal de que la Unidad Popular aunara crecimiento económico y justicia social, dice Guzmán: «Nos cuesta aceptar en un hombre inteligente e ilustrado, una ingenuidad tan pasmosa como suicida».18 Esta actitud de la extrema derecha católica hacia la jerarquía de la Iglesia es por otra parte perfectamente paralela a la crítica radical que desarrollan respecto de la derecha los sectores más progresistas, y en especial una parte de la juventud católica universitaria, que puede simbolizarse en la toma de la Universidad Católica en 1967 por estos sectores y su denuncia del principal órgano conservador en ese momento, el diario El Mercurio de Santiago. Sin embargo, el rasgo más original de esta revitalización del corporativismo por parte del movimiento gremialista es su articulación con una vertiente renovada del conservadurismo, fuerte sobre todo en el dominio de la economía: el neoliberalismo, cuyos representantes más influyentes en Chile son Milton Friedman y Friedrich von Hayek. La influencia del neoliberalismo en Chile comienza en realidad a finales de los años 1950 y es el resultado de un convenio celebrado entre el Departamento de Economía de la Universidad Católica de Santiago y la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago. En virtud de este convenio, desde comienzos de los años sesenta empezaron a partir economistas de la Universidad Católica para realizar estudios de postgrado en la citada universidad norteamericana, cuyo Departamento de Economía estaba dominado por economistas de tendencia neoliberal como Milton Friedman, Arnold Harberger y Theodore Schultz. Muchos de estos estudiantes graduados —los famosos Chicago boys— serán luego ministros y funcionarios del más alto rango en la dictadura militar.19 Desde el punto de vista de las ideas, esta convergencia entre neoliberalismo y corporativismo se produce en torno al llamado principio de subsidiariedad. Para los tradicionalistas hispánicos, la subsidiariedad se apoya en una suerte de reducción naturalista de la política a la societas, comprendida como una floración natural de cuerpos y órganos interme18. Ibíd., p. 314. 19. Sobre la recepción del pensamiento neoliberal en Chile, el trabajo reciente más importante es, a mi juicio, el libro de Sofía Correa: Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo X, Santiago, Sudamericana, 2005.

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Jaime Guzmán (1946-1991)

dios: organismos funcionales (corporaciones, Iglesia, universidades, etc.) y territoriales (regiones, municipalidades, asociaciones vecinales). Lo que une a todas estas formas naturales de asociación (que reemplazan a los órganos representativos) en el nivel de la societas es la nación, que constituye la cima del poder social. Ya que cada una de estas asociaciones tiene fines naturales que realizar, la cabeza del cuerpo sociopolítico, el poder propiamente político (el monarca) no debería intervenir en la sociedad sino en subsidio de las carencias de estos organismos. Ahora bien, para los neoliberales toda esta sutil construcción quiere decir, sobre todo, el reemplazo del Estado benefactor por un Estado mínimo. Sin embargo, hay entre el corporativismo tradicionalista y el neoliberalismo relaciones mucho más profundas que tienen que ver con esta reducción naturalista de lo político y con la idea de tradición. Sin que pueda desarrollar más este punto, parece claro que en Hayek, por ejemplo, la razón fundamental de su antiintervencionismo tiene que ver con el carácter no-construido de lo que él llama órdenes espontáneos, de los cuales el más impor120

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tante es el mercado. Se puede decir, pues, que a la base del rechazo hayekiano del constructivismo hay una concepción que privilegia una suerte de selección natural de los órdenes espontáneos, que son conservados por las tradiciones históricas y no se pueden controlar o intervenir sin producir el caos, debido a las limitaciones connaturales al conocimiento en la vida social. El resultado de esta especie de selección natural de los órdenes espontáneos es, además, la única forma viable de justicia social, la única que no trae como consecuencia el despotismo propio de una intervención planificada en las acciones libres de las personas. En esto reside justamente el carácter conservador del neoliberalismo: en ese carácter intangible de la tradición de los órdenes espontáneos en relación con la deliberación democrática, que se expresa como política y como políticas de Estado.20 De ello deriva también una actitud anti-estatista que es compartida por la tradición corporativista católica. Los discípulos chilenos de Hayek subrayaron especialmente esta concepción supuestamente liberal del orden social como algo natural. En un artículo muy divulgado, publicado en el primer número de la revista Estudios Públicos, el órgano más importante en la difusión del neoliberalismo en Chile, Arturo Fontaine Aldunate, director en ese momento del diario El Mercurio, va a sostener, por ejemplo, que «a la afirmación de un orden fundado sobre la naturaleza y la historia se une en los antiguos liberales del siglo XVIII —que Fontaine intenta rescatar— la confianza en un orden natural de la relaciones humanas que tiene su expresión en el liberalismo económico de Adam Smith».21 Como el mismo Hayek ha sostenido muchas veces, el neoliberalismo no excluye la posibilidad de un régimen autoritario, lo que calza perfectamente con la defensa de la dictadura militar por 20. Hayek expresa muy bien esta dimensión conservadora de su liberalismo al decir, por ejemplo que «los liberales habrían podido aprender mucho de los análisis de ciertos pensadores conservadores. Debemos a su devoción y a su respetuoso estudio de las instituciones nacidas de un desarrollo espontáneo... visiones penetrantes y profundas que son contribuciones reales a nuestro conocimiento de una sociedad libre. Por más reaccionarios que hayan podido ser en política hombres como Coleridge, de Bonald, de Maistre, Justus Möser o Donoso Cortés, han mostrado una compresión de lo que es el desarrollo espontáneo de instituciones como el lenguaje, la ley, la moral, las convenciones, que ha anticipado el desarrollo científico moderno». Friedrich von Hayek: The Constitution of Liberty, London, Routledge and Kegan Paul, 1960, pp. 339-340. 21. Arturo Fontaine Aldunate: «Más allá del Leviatán», Estudios Públicos, n.º 1 (1980) p. 133.

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parte de sus discípulos chilenos. La originalidad de la síntesis conservadora aplicada en Chile radica precisamente en esta articulación entre un conservadurismo económico-social —el gremialismo corporativo y la idea de una sociedad de mercado entendida como un orden espontáneo que debe ser sustraído a los efectos de la deliberación política— y un conservadurismo político de raíz nacionalista, que se expresa en el autoritarismo del régimen militar.22

III Es exactamente esta articulación de neoliberalismo y corporativismo la que conforma el núcleo ideológico de la dictadura militar de Pinochet y domina sus documentos políticos más importantes, muy especialmente su texto político fundacional: la Declaración de Principios del Gobierno de Chile, de 1974. La base doctrinal del documento es, en primer lugar, el principio de subsidiariedad, que hemos analizado más arriba y representa para la Declaración «la clave de la vigencia de una sociedad auténticamente libertaria».23 En la columna vertebral del documento nos encontramos con los conceptos de poder político y poder social, cuya elaboración se debe a los trabajos de Osvaldo Lira, pero también con una radical crítica del estatalismo y una no menos radical reafirmación del derecho de propiedad privada y de la libre iniciativa en el campo económico. A finales de la década de 1970, sin embargo, los grupos políticos e intelectuales más importantes de la derecha chilena, que se habían adherido a esta síntesis ideológica de la dictadura militar y habían intentado, no sin tensiones importantes, articular neoliberalismo y corporativismo, van gradualmente desechando la perspectiva corporativa —utilizada esencialmente como vehículo de movilización de masas contra el gobierno de la Unidad Popular— para sustituirla crecientemente por el neoliberalismo. En lo que toca a la vida económica y a las organizaciones sociales, esta sustitución es 22. En El pensamiento conservador en Chile. Seis Ensayos, Santiago, Editorial Universitaria, 1992, escrito en colaboración con Renato Cristi, he analizado en detalle la génesis de esta síntesis conservadora hasta mediados de la década de 1970. 23. Declaración de Principios del Gobierno de Chile, dado a conocer por la Junta Militar de Gobierno en marzo de 1974, p.17.

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completa y total. Nada resta, en efecto, de la subordinación de la economía a la moral, tan cara a los corporativistas, o del énfasis en las asociaciones gremiales o sindicales. Subsisten, sin embargo, reservas importantes al neoliberalismo en el plano de la moral social, en donde prima una interpretación conservadora de los valores católicos, y en el terreno de los principios constitucionales y políticos, donde se defiende la primacía del bien común y una sociedad doctrinariamente definida que proscriba ciertas ideas políticas. Se mantiene, por último, un compromiso nacionalista con la «identidad histórico-cultural de Chile». Estos principios se consideran trascendentes a toda deliberación política y configuran parte del núcleo de la Constitución de 1980. Cunde también cada vez más en estos grupos la idea de que un cierto compromiso instrumental con la democracia y sus instituciones fundamentales, como el sufragio universal, es inevitable, aunque debe reducirse al mínimo compatible con el mantenimiento de ese aspecto tradicional de la vida política nacional. En este punto, los dirigentes de la derecha chilena son también consecuentes con las propuestas neoliberales. Para Hayek, por ejemplo, «la democracia [es] esencialmente un medio, un instrumento utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual».24 De hecho, esta dificultad con la democracia en el neoliberalismo no tiene nada de aleatoria. Como muestran, por ejemplo, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la innovación del neoliberalismo consiste precisamente en desmantelar la articulación entre liberalismo y las prácticas e instituciones democráticas en lo político y lo social, especialmente en lo referente a los derechos económicos y sociales del Estado de bienestar.25 Es esta oposición a la amenaza que representa la democracia, y en especial la democracia social, lo que le permite a Hayek afirmar, por ejemplo, que «una democracia puede muy bien hacer uso de un poder totalitario y es concebible que un gobierno autoritario actúe sobre la base de principios liberales».26 Una expresión importante de esta nueva postura conservadora en la que dominan los componentes neoliberales aparece con ocasión de la discu24. Friedrich von Hayek: Camino de servidumbre, Madrid, Alianza Editorial, 1946, p. 52. 25. Ernesto Laclau, Chantal Mouffe: Hegemonía y Estrategia Socialista. Hacia una radicalización de la Democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987, pp. 193-195. 26. Citado en Fontaine Aldunate, op. cit., p.131.

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sión, en el seno de la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución, del tema del sufragio universal, que había sido objetado como método político por muchos miembros de la Comisión. En un artículo de 1979 publicado por la revista Realidad titulado El sufragio universal y la nueva institucionalidad, Jaime Guzmán propone, en cambio, aceptar el sufragio universal «como método ampliamente predominante, pero no excluyente para generar las autoridades políticas».27 Contra las objeciones corporativistas (o militaristas) a esta postura, Guzmán elabora una respuesta pragmática que incluye el sufragio universal limitado en la nueva institucionalidad en gestación, a pesar de sus múltiples inconvenientes y peligros. Entre esos peligros subraya especialmente el hecho de que «establece una igualdad irreal» entre los hombres, desata «una lucha permanente por el poder... con la consiguiente tendencia a las promesas demagógicas» y permite que «a través de la demagogia penetren ideas totalitarias que pueden conculcar la libertad».28 Para enfrentarse a tales peligros diseña en el citado artículo todo un conjunto de dispositivos que aparecerán después en la Constitución de 1980. Entre ellos destaca que el sufragio universal genere sólo parcialmente el poder legislativo. En segundo lugar propone un conjunto de límites al pluralismo político que convergen en la exclusión de las ideas marxistas. Por último, establece también que «una institucionalidad concebida al servicio de la libertad y el progreso debe robustecer una economía libre, sin la cual una democracia política puede terminar reduciéndose a una fórmula hueca».29 Como si esto no fuera suficiente, este sistema institucional debe reforzarse con un presidencialismo fuerte, con un Consejo de Seguridad Nacional que institucionalice la presencia militar en decisiones políticas importantes, con un Tribunal Constitucional que limite las atribuciones de un parlamento ya sólo parcialmente democrático y con un Banco Central autónomo que haga que el sistema económico de mercado no esté sujeto a las decisiones democráticas. Finalmente, Guzmán piensa que el tránsito hacia una democracia así definida no debiera comenzar sino a partir del momento en que el país haya alcanzado un nivel de desarrollo económico 27. Jaime Guzmán: «El sufragio universal y la nueva institucionalidad», Realidad, n.º 1 (1979), pp. 39-40. 28. Ibíd., pp. 34-35. 29. Ibíd., p. 41.

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efectivo con el fin de conseguir «un compromiso ciudadano masivo con el sistema que impere».30 Estas ideas conformarán en 1980 la base del texto constitucional que se impondrá durante ese año y que, a pesar de algunas reformas importantes, en especial sobre la proscripción de los partidos marxistas, ha estado vigente en Chile hasta el año 2005, cuando un conjunto de reformas fundamentales modificaron de un modo sustantivo el modelo de democracia limitada que se buscó establecer originalmente. Otro momento fundamental del abandono del corporativismo originario fue una columna del diario El Mercurio titulada «50 años de un hermoso discurso equivocado» y publicada el 29 de octubre de 1983, en la que Guzmán conmemora, pero también impugna, el discurso de fundación de la Falange Española pronunciado por José Antonio Primo de Rivera el 29 de octubre de 1933 en el teatro de La Comedia de Madrid. Este texto, que constituye un hito importante en el camino hacia la consolidación de la Unión Demócrata Independiente, representa la transformación del gremialismo —un movimiento corporativista radicalmente anti-partido— en un partido político. Se trata de un emotivo recuerdo del líder de la Falange Española donde se evidencia que ésta ha constituido una parte fundamental del ideario político del propio Guzmán. «José Antonio —comienza diciendo Guzmán— era una figura para muchos cautivante. La reciedumbre y elegancia de su estilo se combinaban en él con singular claridad y brillo. La original agudeza de sus percepciones se veía potenciada ya fuera por el vigor ético o bien por la fina ironía con que sabía plantearlas».31 Este brillo de su líder acompañaba a la clarividencia de la Falange en aquél momento de su fundación. «La Falange Española —continúa Guzmán, identificándose a ratos con el propio José Antonio— asumía una fuerte crítica hacia una sociedad decadente. Frente a una derecha tradicional sin ideas y limitada a lugares comunes en defensa del orden establecido, los falangistas se planteaban como una opción revolucionaria capaz de evitar la alternativa opuesta del totalitarismo socialista marxista». Lo que le interesa recalcar a Guzmán en el artículo, aparte su reconocimiento al líder falangista español, son los errores de su posición, que tienen que ver a 30. Ibíd., p. 43. 31. El Mercurio, 23-X-1983, cuerpo A, p. 2.

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su vez con el debate político que enfrenta en ese momento a Guzmán con los partidarios más recalcitrantes del nacionalismo y del corporativismo. Pero el texto refleja también una cierta apertura de Guzmán al liberalismo, aunque sea fundamentalmente en su vertiente económica. Tras una cita de Primo de Rivera que había sido fundamental para los partidarios de la dictadura chilena, en la que se exhorta a terminar con los partidos políticos y a reemplazarlos por los organismos intermedios, Guzmán comenta lo siguiente: «La falacia de José Antonio de que los gremios son entidades naturales que unen, mientras los partidos son agrupaciones artificiales que dividen, sigue siendo invocada para propiciar un régimen corporativo en que las autoridades políticas se generan a partir de los gremios y no del sufragio universal susceptible de canalizarse en partidos políticos. En Chile la hemos escuchado últimamente con majadería». Después de esta alusión al debate ideológico que está teniendo lugar en el interior de la dictadura chilena sobre el proyecto de la nueva Constitución, Guzmán sostiene que los mismos defectos que los críticos de los partidos ven en éstos pueden encontrarse también en los gremios. Pero más allá de esto, señala Guzmán, «lo fundamental es advertir que detrás de la inviable idea de generar el poder político a partir de los gremios..., hay un factor todavía mucho más grave. La pretensión de prescindir de los partidos políticos es sólo el disfraz del intento de suprimir todo pluralismo ideológico. Porque resulta evidente que, como nadie puede pensar que al Estado se le gobierne sin un cuerpo básico de ideas, fluye ostensible que la supresión de las ideologías y de los partidos que las canalicen necesariamente esconde la tesis de la ideología única y el partido único. Al proclamarse en nombre de una supuesta unidad nacional, en vez de hacerlo en el de una clase, el totalitarismo que de allí nace —en lugar del sello marxista— lleva el del nacionalismo fascista. Pero igualmente totalitario. Tan simple y repetido como hace medio siglo».

IV ¿Cómo evaluar brevemente, y como conclusión, el significado de esta forma extrema de conservadurismo católico para la política chilena de hoy? En primer lugar habría que decir que su 126

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influencia en el seno de la Iglesia chilena no ha sido nunca considerable. Es posible, sin duda, sostener que la posición política de la Iglesia ha virado hacia el conservadurismo tras el retiro del cardenal Raúl Silva Henríquez y, en general, siguiendo las orientaciones del papado de Juan Pablo II. Pero los nuevos sectores conservadores que han ganado posiciones de influencia y poder en el interior de la institución no tienen mucho que ver con una mayor apertura de la Iglesia hacia el tradicionalismo y sus derivados. No es, entonces, por su componente católico conservador como influye hoy en la sociedad chilena la peculiar forma de pensamiento político que predominó durante la dictadura, sino por su notable capacidad de asimilación y articulación con esa variante de liberalismo que llamamos neoliberalismo, mucho antes incluso de los triunfos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Es, en efecto, el componente neoliberal del proyecto de la dictadura, execrado por los opositores al régimen militar al mismo título y con la misma virulencia que el componente autoritario, el que con el retorno de la democracia se transforma en hegemónico y empieza a ocupar el centro del discurso de sus mismos enemigos de antes. Como reconoce uno de los más caracterizados representantes de la transición a la democracia en Chile, José Joaquín Brunner, la concentración en la lucha contra la dictadura no nos dejó ver que, además de las transformaciones impuestas por el régimen autoritario, «en el resto del mundo se habían producido cambios que representan, seguramente, la más grande mutación cultural de nuestro siglo... Dicho de otra forma, al emerger del autoritarismo, todos los actores tuvimos que considerar con atención los principios constitutivos de ese nuevo paisaje, que pueden sintetizarse con sólo dos términos: democracia y mercados».32

32. José Joaquín Brunner: «Los gobiernos de la Concertación: social-progresismo versus neoliberalismo», Estudios CIEPLAN, n.º 41 (1995), p. 111.

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LAS TRAYECTORIAS DEL CATOLICISMO POLÍTICO EN COLOMBIA (1885-1953) Óscar Blanco Mejía Elurbin Romero Laguado

¿Cómo podemos estudiar el conservadurismo colombiano y sus nexos con el catolicismo político, teniendo en cuenta las diferentes etapas por las que ha atravesado su régimen republicano? Para formular este tema es preciso definir primero el panorama de disensos ideológicos que impera en el área. Es necesario así distanciarse de una visión partidista de la historia colombiana que presenta a un partido liberal modernizador y pacifista frente a un partido conservador reaccionario y violento. En realidad, ni los liberales colombianos fueron anticlericales extremos ni los conservadores antipopulares declarados. Unos y otros abogaron por la unidad de la nación y por la intervención social del Estado en la economía. En momentos de crisis ambos fueron igualmente intolerantes con lo que consideraban innegociable en el juego político.1 Como ocurre también en el caso de México, el conservadurismo colombiano, pese a formar parte del abanico histórico del pensamiento nacional, aún no ha sido adecuadamente estudiado, pero sí ha sido sistemáticamente demonizado y distorsionado.2 Por ejemplo, el período de la república conservadora conocido como la Regeneración (1885-1900) se ha identificado a menudo con el intento de construir un anacrónico Estado confesional aislado del mundo exterior. Según 1. Carlos Mario Perea: Porque la sangre es espíritu. Imaginario y discurso político en las élites capitalinas (1942-1949). Bogota: IEPRI-Aguilar, 1996, pg. 222. Cristina Rojas también ha subrayado los lugares en común en algunos apartados del ideario de ambos partidos durante el siglo XIX. Ver Cristina Rojas, Civilización y violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX. Bogotá, Norma, 2001. 2. Para México, véase Enrique Florescano, El nuevo pasado mexicano. México, Cal y Arena (3.ª ed.) 1994, pp. 67-68.

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esta interpretación, Colombia habría estado gobernada durante ese período por tendencias ideológicas y económicas que nadaban a contracorriente de la historia occidental y latinoamericana.3 Gabriel García Márquez, por ejemplo, ha interpretado ese período como resultado de un temor casi teológico a los demonios exteriores que se habría apoderado de las élites gobernantes colombianas.4 Estas versiones, sin embargo, no toman en cuenta los dilemas a los que se enfrentaron los diferentes gobiernos en la construcción del Estado nacional colombiano y minusvaloran la influencia del conservadurismo católico en la evolución política del país. En realidad, la historia del conservadurismo colombiano es inseparable de la de su contraparte liberal, del que fue enemigo y ocasional aliado. Pero a diferencia de otros países de la región, la debilidad del Estado, el peso de los poderes locales y las divisiones partidistas impidieron organizarse en regímenes totalitarios y dictaduras militares. Los primeros gobiernos de la Regeneración fueron liderados por el liberal cartagenero Rafael Núñez y por el bogotano Miguel Antonio Caro, un literato conservador de filiación católica e hispanista. Ambos crearon una alianza bipartidista para consolidarse en el poder: la denominada facción nacionalista. En las últimas elecciones presidenciales del siglo XIX el conservadurismo colombiano se encontraba escindido. Como recordó el presidente Aquilino Villegas en 1933, «el partido conservador estaba entonces empeñado en una lucha eleccionaria que lo dividió profundamente. Esa división se fue ahondando y hubo momentos en que tomó proporciones fundamentales, si no en cuanto a la doctrina, sí en cuanto a las prácticas de gobierno y los hombres directivos. Al nacionalismo estaba afiliado —fuera de las grandes personalidades del conservadurismo, encauzadas por la recia voluntad y la inteligencia literaria, robusta e imperiosa de 3. Pedro Pablo Camargo, El Estado Laico en Colombia. Fin del concordato con la santa sede. Bogotá: Librería Wilches, 1995, p. 9; Charles W. Bergquist, Café y conflicto en Colombia (1886-1910): la Guerra de los mil días, sus antecedentes y consecuencias. Bogotá, Banco de la República - Áncora Editores, 1999, p. 25. 4. Gabriel Márquez García, «La proclama. Por un país al alcance de los niños», en: Colombia al filo de la oportunidad. Misión de ciencia, educación y desarrollo. Bogotá: Magisterio, 1994, p.20. Sin embargo, Martínez recalca la influencia europea y de las ideas exteriores entre los conservadores de la Regeneración. Ver: Frédéric Martínez, El nacionalismo cosmopolita. La referencia europea en la construcción nacional en Colombia, 1845-1900. Bogotá-Lima: Banco de la República-Instituto Francés de Estudios Andinos, 2001.

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Miguel Antonio Caro— el grupo de liberales independientes que acompañaron al doctor Núñez en su transformación política. El historismo (sic), a su vez, seguía primero al general Marcelino Vélez y fue conducido después por Martínez Silva, por Concha y por muchos otros, y reclamaba para sí el título de depositario de la pura tradición conservadora».5 Medio siglo después, la división en las filas conservadoras seguía vigente. En 1951, el presidente Laureano Gómez apenas podía controlar su partido. Los adeptos de Gómez estuvieron a punto de ser superados por los de Gilberto Alzate Avendaño, organizador de «la violencia» en los departamentos de Tolima y Caldas y seductor populista de los sectores rurales y urbanos de clase media.6 Lo cierto es que en el período que va de 1885 a 1953 existió una corriente de conservadores históricos opuestos a los gobiernos conservadores más ultramontanos. Este sector fue proclive a negociar con los liberales y a reformar la política económica de la Regeneración, que estaba arruinando a la burguesía cafetera. También abogaron por la ampliación de los derechos políticos de la oposición liberal. En este sentido, su mayor logró fue la Ley de Minorías Políticas de 1910.7 El mapa ideológico de la Iglesia colombiana de la época también estaba atravesado por disensos.8 Hubo así en el siglo XIX un catolicismo liberal opuesto a las tesis ultramontanas que denunció la manipulación política del 5. Aquilino Villegas, Por qué soy conservador. Bogotá:, Editorial Santa fe, 1935, pp. 18-19. 6. El término genérico de «la violencia» se aplica en Colombia al período que se inicia con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y que se extendería hasta 1964. La bibliografía es abundante. Véase Javier Guerrero Barón, Los años del olvido. Boyacá y los orígenes de la violencia. Bogotá, Tercer Mundo - IEPRI, 1991 y Daniel Pecaut, Orden y Violencia: Colombia 1930-1954. Bogotá, Norma, 2001. 7. Entre esos conservadores destaca, por ejemplo, Carlos Martínez Silva (18471903), un miembro del sector histórico muy influyente. Fue autor de textos de historia antigua para la enseñanza y del ensayo intitulado Puente sobre el abismo (1897), en el que denunció la instrumentalización política de la religión a favor de los intereses electorales del conservadurismo. A partir de ahí planteó la necesidad que de que el partido liberal reconociese la libertad religiosa y el influjo de la Iglesia en las conciencias mayoritarias del país. Cfr. Fernán González González, Partidos políticos y poder eclesiástico. Reseña histórica. 1810-1930. Bogotá, Cinep, 1977. Rafael Uribe Uribe, líder militar durante la Guerra de los Mil Días, se lamentaba en 1912 de la exclusión religiosa de los liberales: «Llámeseles corruptores de la lengua, pero por sólo eso no se les expulse de la comunión católica; suspéndaseles, si se quiere, en gramática pero no en religión». Rafael Uribe Uribe, De cómo el liberalismo no es pecado. Bogotá, Planeta, 1994. 8. William Elvis Plata, El catolicismo y sus corrientes en la Colombia decimonónica. 1850-1880. Tesis de Maestría en Historia, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2001.

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hecho religioso en favor del conservadurismo. Por ejemplo, en 1897 el padre Baltasar Vélez publicó un folleto titulado Los intransigentes en el que denunció la injusticia que suponía anatemizar al partido liberal por oscuros intereses electorales sin tomar en cuenta que tanto un partido como otro eran católicos. El escrito recibió la tajante condena de jerarcas católicos como Leónidas Peñuela Cayo, Severo González y, especialmente, de fray Ezequiel Moreno, obispo de origen español de Pasto y uno de los prelados más ultramontanos de la época.9 Según Plata, fue esta última corriente, la ultramontana, la que logró imponerse en Colombia a partir de 1870, oponiéndose no sólo a manifestaciones católicas pro-liberales, sino a cualquier posición moderada ante las doctrinas racionalistas, protestantes o disidentes. Organizó para ello una depuración de las filas del clero y contra los fieles que pretendían ser liberales y católicos al mismo tiempo. En 1885 se instauró lo que Plata ha denominado el tiempo de la intransigencia, ya que ese sector eclesiástico obstruyó cualquier manifestación ajena a los criterios tradicionalistas y ayudó a impregnar de intransigencia la cultura política nacional. El siglo XX contaría con herederos de esta postura, como Monseñor Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, en el occidente católico y conservador del país, Monseñor Rafael María Carrasquilla y José Félix Restrepo, educador y fundador en 1928 de una importante editorial educativa. Estos prelados difundieron sus mensajes a través de cartas pastorales, oraciones, sermones, la prensa y la radio, cuyos ecos cautivaron a las masas urbanas y campesinas de los años cincuenta, pero no llegaron a ejercer directamente el poder.10 Sin embargo, su papel fue impor9. Ezequiel Moreno fue beatificado por Pablo VI y canonizado por Juan Pablo II. Profesó un antiliberalismo furibundo y una desconfianza absoluta hacia los Derechos del Hombre proclamados por la Revolución Francesa, vistos como un ataque a los derechos de Dios. Sus posiciones probablemente estuvieron influidas por los frailes agustinos, recoletos y capuchinos españoles. Ver Fernán González González, «La iglesia católica durante la Regeneración y la hegemonía conservadora (1886-1930)», en Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, Bogotá, CINEP, 1997. p. 267 y Fernán González González, op. cit., 1977, 230 p. 10. Rafael María Carrasquilla no participó directamente en política, aunque como rector del Colegio del Rosario en Bogotá influyó sobre las nuevas generaciones de dirigentes conservadores. Sostuvo la irreligiosidad del liberalismo y la imposibilidad de ser a la vez liberal en política y católico en religión. Cfr. su «Ensayo sobre la doctrina liberal» (1895), en Roberto Herrera Soto (comp.), Antología del pensamiento conservador en Colombia. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, tomo I , 1982, p. 416.

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tante al permitir la articulación del ideario conservador con los valores católicos. Sus objetivos fueron los definidos por textos y encíclicas del siglo anterior, como el Syllabus, Quanta Cura y los documentos del concilio Vaticano I. Entre las filas políticas del conservadurismo la facción ultramontana logró imponerse a sus adversarios moderados en los momentos de mayor crisis social, como la Guerra de los Mil Días o la época de la violencia.11 Esos momentáneos, pero decisivos, consensos entre las fuerzas conservadoras permiten atisbar la existencia de una concepción católica de la nación compartida tanto por la jerarquía eclesiástica como por las derechas colombianas. Ante la inexistencia de una disciplina de partido y la ubicua influencia de los gamonales o caciques regionales, las concepciones católicas sirvieron de cemento ideológico para las distintas facciones conservadoras. Sólo así puede explicarse la larga hegemonía de esta fuerza política en el país (1885-1953), durante mucho tiempo orgulloso de mostrarse como el más católico de América latina. En lo que sigue estudiaremos los orígenes ideológicos del catolicismo político colombiano durante el periodo de la Regeneración, su estrategia defensiva durante el período denominado republicano (1910-1930) y su culminación con la propuesta de un Estado corporativo por el presidente Laureano Gómez en 1951.

La etapa regeneradora (1885-1900) El catolicismo colombiano intentó conciliar durante el período de la Regeneración el progreso material de la nación con su progreso moral, entendido a la luz de los principios doctrinales del cristianismo. Su idea central fue la de instaurar un gobierno cristiano responsable de promover el bien común y reprimir la revolución y las amenazas de disolución social. Con ese fin ampa11. Al comienzo de la guerra civil llamada de los Mil Días (1899-1902) los liberales obtuvieron un triunfo parcial sobre las fuerzas gubernamentales en la batalla de Peralonso. Las diversas facciones del conservadurismo, temerosas de ver hechas cenizas la obra regeneradora, decidieron apoyar a un gobierno fuertemente conservador que pronto vencería a las mal preparadas tropas liberales. Ver Villegas, op. cit., p. 4; Charles Bergquist, op. cit. Otro caso similar sucedió en 1949, cuado el Directorio Nacional conservador, en un momento marcado por las convulsiones de la violencia bipartidista, se adhirió a la candidatura presidencial de Laureano Gómez al regreso de su exilio en España.

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ró la misión institucional de la Iglesia católica como una misión civilizadora y asumió la defensa de la fe y de los valores cristianos como núcleo del orden social, a la vez que como esencia del sentimiento popular colombiano. Así, tras un agitado período liberal, la obra institucional de la Regeneración alimentó la idea de estar alumbrando una nueva etapa en la historia nacional marcada por los designios de la providencia. Esto tan sólo se comprende si tenemos en cuenta los antecedentes del período. Desde mediados del siglo XIX había predominado en Colombia un régimen liberal cuyas afinidades ideológicas con el utilitarismo de Bentham y el sensualismo de Destutt de Tracy resultan reconocibles en la Constitución de Rionegro de 1863. Esta constitución omitía cualquier mención a Dios en su preámbulo, decretó la libertad absoluta de prensa, de palabra y de opinión, el porte y comercio de armas, el fomento de la iniciativa privada y la abolición de la pena de muerte. Instauró asimismo un paquete de medidas que restringían el poder de la Iglesia católica, aliada de los conservadores, en los ámbitos de la educación y el derecho civil. En cuanto al diseño territorial, consagró la organización federal del país en nueve Estados que se reservan la soberanía y gozaban de constituciones políticas independientes. El régimen liberal entró en crisis en 1875 y se escindió en dos facciones: radicales e independientes. Estos últimos, liderados por Rafael Núñez, denunciaron el laissez-faire que había minado al artesanado e inhibido el establecimiento de nuevas industrias nacionales.12 Además, se acusaba al gobierno de haber violado el sufragio electoral, fortalecido el caciquismo y extendido la corrupción y la anarquía.13 Era urgente un cambio institucional y un acercamiento a la Iglesia, y tras ello estaban los conservadores. 12. Cfr. Marco Palacios, El café en Colombia (1850-1970). Una historia económica, social y política, Bogotá: Planeta-Colmex-Uniandes, 3.ª edición, 2002. 13. En su denuncia Núñez sacó la cuenta de las revoluciones ocurridas: entre 1864 y 1866, tres revoluciones en los Estados de Cundinamarca, Cauca y Panamá; entre 1866 y 1868, golpe de Estado del general Mosquera, contrarrevolución liderada por el general Acosta y trastornos locales asociados a ello; entre 1868 y 1870, revolución en Cundinamarca y Panamá; en 1870 y 1872, dos revoluciones en Boyacá y Cundinamarca; de 1872 a 1874, trastornos en Panamá y agitación en Boyacá; en 1874-1876, agitación en toda la república; entre 1876 y 1878, guerra civil general; de 1878 a 1880, trastornos en Panamá, Antioquia, Cauca, Magdalena, Tolima y agitación general; en 1880, sosiego coincidiendo con la presidencia de Julián Trujillo y su primera administración (18801882), que empezó a poner en práctica una política de acercamiento a la Iglesia y al partido conservador. Cfr. «La paz científica (1882)», en Herrera Soto, op. cit., p. 235.

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El paradigma regenerador se construyó mediante los pares opuestos del liberalismo: centralismo frente a federalismo, presidencialismo frente a parlamentarismo, clericalismo frente a secularismo, cohesión social y nacional frente a localismo y regionalismo, autoridad frente a anarquía, orden frente al caos, la esencia de una sociedad católica frente a las teorías importadas del extranjero, el monopolio estatal de los medios de violencia y la pena frente a la libertad de portar armas. Era preciso reemplazar el círculo vicioso de inquietud y miseria por el círculo fecundo de ferrocarriles e industria. Como afirmó Rafael Núñez en la toma de posesión presidencial de Julián Trujillo, en 1878: no más charlatanería sino paz científica, «regeneración administrativa fundamental o catástrofe».14 Temerosos por el acercamiento a sus oponentes, los radicales se levantaron en armas contra la segunda administración de Rafael Núñez en 1884, pero fueron derrotados en la batalla de la Humareda (1885). El destino regenerador quedó así sellado mediante una alianza entre el liberalismo independiente y el conservadurismo. Tan pronto como naufragó el régimen de 1863 se convocó una asamblea constituyente encargada de discutir la que se conocerá como la longeva Constitución de 1886, vigente hasta 1991. La victoria de Núñez, apoyado por las armas conservadoras en una región muy favorable a los insurrectos, hizo pensar en la intervención de la Providencia. En 1893 Marco Fidel Suárez, futuro presidente de la república, resumía así los logros del Partido Nacional: «El partido Nacional, guiado por un conductor eminente, ha realizado la Regeneración de Colombia, que es la restauración de la unidad nacional, en vez de la antigua disolución de la patria; la restauración de la paz y del trabajo; en lugar de la guerra permanente; y la restauración de la justicia, esencia de la libertad, en vez de la licencia reglamentada. Encarnada en la constitución de 1886, la Regeneración ha dado a Colombia ocho años de paz, mientras que el estatuto de 1863 le dio durante veinte años cincuenta revoluciones; ha perfeccionado la administración de justicia, que antes estuvo desacreditada, y ha devuelto la paz de las conciencias turbadas sistemáticamente bajo el régimen radical; ha reconocido la religión de la mayoría de los colombianos como fuente de civilización y como el más profundo elemento de nuestra nacionalidad; 14. Margarita Garrido, La Regeneración y la cuestión nacional-estatal. Bogotá, Banco de la República, Mimeo, 1983, pp. 62-63.

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ha fomentado la industria y el comercio y después de descuajar la selva de plantas venenosas que cubrían nuestro suelo, ha empezado a echar las semillas de la futura prosperidad, iniciando las más importantes vías de comunicación en el país».15 La sociedad colombiana se regeneraba, una metáfora de la resurrección de la carne llevada al cuerpo político. Ésta era la mejor expresión para tratar de convencer a los colombianos de que con el gobierno nacionalista se asistía a la regeneración social tras la destrucción provocada por las guerras civiles y el desconocimiento de Dios en la constitución. Pero la Regeneración también fue un proyecto progresista, en la medida en que persiguió la construcción de la unidad nacional centralizando política y administrativamente el poder de las regiones. El nuevo orden político supuso así la creación de un aparato burocrático y militar, la intervención estatal de la moneda, la producción y el comercio y la organización de los distintos grupos económicos en torno a ese proyecto nacional. También sentó las bases para una integración cultural de la sociedad sobre lo que se consideraba los valores fundamentales de la nacionalidad (el catolicismo) a fin de generar en la población la conciencia de pertenecer a una entidad mayor, la nación, que superase los localismos. Con ese fin, en el Concordato de 1887 se concedió a la Iglesia católica ventajosas prerrogativas en el campo de la educación, la asistencia social y la civilización de las comunidades indígenas.16 Pero las concepciones católicas de fondo están recogidas en el propio texto constitucional de 1886. Así, en su Artículo 38 se declara que «la religión católica, apostólica y romana es la de la nación: los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social».17 Los principales protagonistas políticos del regeneracionismo fueron Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro. En Núñez se percibe la influencia de Stuart Mill, aunque depurada de toda referencia al laissez-faire, y de la sociología de Comte y de Herbert Spencer, de quien tomó su idea sobre la unidad moral de la sociedad. Núñez llegó a plantear incluso la necesidad de una disci15. Prólogo a las cartas del Dr. Holguín, por M.F. Suárez, en Gaceta de Santander (1893) n.º 2.699, p. 5.552. 16. Garrido, op. cit, pp. 4, 15, 65. La labor misionera de la Iglesia sobre las comunidades indígenas se generalizó entre los países de la región amazónica; ver Pilar García Jordán: Cruz y arado, fusiles y discursos. La construcción de los orientes en el Perú y Bolivia. 1820-1940. Lima, IEP-IFEA, 2001, p. 476.

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plina científica para comprender a la sociedad colombiana y diseñar así una ideología política del orden que aportase las bases para el buen gobierno.18 A pesar de que políticamente fue apoyado por los sectores conservadores y por la Iglesia, Núñez nunca dejó de identificarse como liberal. Tan sólo repudiaba aquellos aspectos del liberalismo que habían sido negativos para el país. Gran parte de su propuesta giró en torno a la idea de una paz científica, de manera que el imperio del orden fomentase la prosperidad material, las vías de comunicación y la producción artesanal. Pensaba que la sociedad era un cuerpo cuyas partes debían funcionar coordinadamente como las de un organismo vivo y en el que el Estado debía nivelar los intereses individuales. La idea del orden fue acogida con entusiasmo por Miguel Antonio Caro, un intelectual de corte hispanista y católico que rayaba a veces en el misticismo.19 Caro encarnó algunos de los aspectos más recurrentes del catolicismo político decimonónico, en especial la desconfianza hacia el sistema representativo y el sufragio universal, aceptados tan sólo por la fuerza de las circunstancias. «Los defectos del sufragio universal no radican —afirmaba— en su supuesta universalidad, que no existe, sino en aquel grado de amplitud que hace que el sufragio sea popular. El sufragio popular, más o menos amplio, mas o menos limitado, siempre que no deje de ser popular, siempre que alcance a ser popular, tiene el defecto esencial, incorregible, de no ser la expresión de un organismo, sino de la multitud».20 Frente a la 17. Cfr. María Emma Wills Obregón, «De la nación católica a la nación multicultural: rupturas y desafíos», en Gonzalo Sánchez y María Emma Wills Obregón (comps.) Museo, memoria y Nación. Misión de los museos nacionales para los ciudadanos del futuro. Bogotá, Ministerio de Cultura-IEPRI-PNUD-ICANH-Museo Nacional, 2000, pp. 387-415. 18. De hecho, Núñez es considerado el precursor de la sociología colombiana. Se interesó, sobre todo, por las razones de la lentitud del progreso del país y por la dificultad para establecer el orden. Ver Nora Segura y Álvaro Camacho, «En los cuarenta años de la sociología colombiana», en Francisco Leal Buitrago y Germán Rey, Discurso y razón. Una historia de las Ciencias Sociales en Colombia. Bogotá, Tercer Mundo, 2000, p. 181. 19. Sus poemas así lo atestiguan: «Si no vencer, sino luchar, me obliga / por fe y el honor; si hay un Dios bueno / que enmendar sobre el éxito terreno, cuando, supremo juez, premia y castiga / ¡adelante! No temo la enemiga / saña, aleve puñal, sutil veneno: / con pecho firme y ánimo sereno / dispuesto estoy a la mortal fatiga». Citado en Garrido, op. cit., p. 79. 20. «Sufragio», en Diario oficial (Bogota, 14 de agosto de 1886), n.º 60.766, pp. 833834, en Miguel Antonio Caro, Escritos constitucionales y jurídicos. Primera serie. Carlos Valderrama Andrade (comp.). Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, Biblioteca Colombiana, 1986, pp. 168-169.

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soberanía del pueblo, el conservadurismo contraponía la soberanía de la razón y una idea restringida y excluyente de la representatividad política. El problema estribaba en cómo limitar el sufragio universal, si por la capacidad de leer y escribir o por el dinero. Caro rechazaba la primera limitación, ya que según él las buenas costumbres no se propagan en una república bien ordenada por la lectura, sino por la tradición oral y los buenos consejos. La segunda opción, el dinero, alejaba al Estado de su condición de entidad moral para convertirlo en una compañía de accionistas.21 Por ello se inclinó por una serie más compleja de restricciones, empezando por la edad, la experiencia, la profesión, la inteligencia, la riqueza y la importancia social. Quien poseyese una de esas condiciones —agregaba— habría de contar con un voto más del que tiene derecho cualquier ciudadano. Con este sistema se procuraría «cierta proporción entra la capacidad y el Derecho. No sería justo decretar que sólo los padres de familia voten; pero si ha de votar todo el mundo, sería muy bien pensado que el voto del padre de familia pesase como dos o más votos, como que un padre de familia no es un individuo aislado, sino legítimo jefe y representante de un pequeño reino».22 Los regeneradores, en definitiva, exigieron orden. Buscaban la uniformidad de ideas, de credos, de lengua y la centralización política del Estado. Para ese proyecto cultural no podían contar con mejor aliado que la Iglesia católica, pues como advirtió Caro, «el catolicismo es la religión de Colombia no sólo porque los colombianos la profesan, sino por ser una religión benemérita de la patria y elemento histórico de la nacionalidad, y también porque no puede ser sustituida por otra. La religión católica fue la que trajo la civilización a nuestro suelo, educó a la raza criolla y acompañó a nuestro pueblo como maestro y amigo en todos los tiempos, en próspera y adversa fortuna».23 Pero la constitución de 1886 no agota la imaginación católica de la nación colombiana.24 De hecho, las referencias a la nación apenas apare21. Caro, op. cit., 1986, p. 172. 22. Ibíd., p. 173. 23. Citado en Wills Obregón, p. 391. 24. Como ha señalado Demélas para los casos de Ecuador y Bolivia: «mientras que Ecuador reconocía la libertad de culto y establecía la separación de la Iglesia y del Estado por un Concordato, en 1862 Bolivia colocaba sus constituciones bajo el signo de la intolerancia, y no suprimió el fuero eclesiástico sino en 1902. Si uno se atiene a los

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cen en la densa producción discursiva y en las intervenciones políticas de aquellos años. Uno de los pocos intelectuales que dedicó algún tiempo a pensar el asunto fue el constituyente conservador José María Samper. Una nación, si realmente pretende serlo —concluyó— debe ejercer una soberanía única e indivisible, no tolerando en su interior otros soberanos, como había sucedido bajo el régimen federal. De este axioma se desprendía la primacía de las instituciones y del gobierno, pero afirmar que la nación es católica —proseguía— es un contrasentido, porque estamos frente a un ente jurídico, un territorio y unas instituciones que no pueden profesar religión alguna, no frente a un sujeto con conciencia y entendimiento. En definitiva, no es la nación sino el pueblo el que es católico: «El pueblo colombiano es católico, apostólico y romano. Sin reconocer este hecho y presentarlo como razón obvia, no había motivo para proclamar la especialísima protección constitucional del catolicismo como un atributo de la nación, dado que las constituciones y las leyes se hacen para satisfacer las necesidades de los pueblos, y que el objeto preciso de los gobiernos es atender a esas necesidades o acomodándose al sentimiento popular y el bien común».25 La religión aparece aquí, pues, como un hecho social incuestionable, un atributo de la nación, más no como la nación misma. La religión es, en cambio, garantía de la deseada unidad social. Despojada de la religión católica, la sociedad colombiana quedaría huera y amenazada de disolución.26 Por consiguiente, había que protegerla, guardarla celosamente frente a las ideas exteriores que intentaban aclimatarse en el país. De ahí la consagración de Colombia al Sagrado Corazón de Jesús en 1902. textos constitucionales, se podría considerar a Bolivia mucho más clerical que Ecuador, siendo así que era verdad lo contrario». Marie-Danielle Demélas, La invención política. Bolivia, Ecuador y Perú en el siglo XIX. Lima, IFEA-IEP, 2003, p. 333. Ver también Marie-Danielle Demélas e Yves Saint-Geours, Jerusalén y Babilonia. Religión y Política en el Ecuador. 1780-1880. Quito, Corporación Editora Nacional-IFEA, 1988. 25. José María Samper, Derecho público interno de Colombia. Tomo II. Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. 1951, pp. 52 y 79. 26. «Si notoriamente falta en la población la unidad de la raza y en el territorio la unidad de la topografía y clima, al contrario, por lo tocante a la religión, como el idioma, la unidad social es completa. De aquí la necesidad y la justicia de reconocer a la religión única del pueblo colombiano y, por lo tanto, a su Iglesia, todas las prerrogativas de independencia y dignidad, autoridad y respeto que le son propios; de ahí también la consiguiente posición privilegiada, aunque no oficial, de esa Iglesia, por cuanto es la de los colombianos», op. cit., p. 85.

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La etapa republicana (1910-1930) A pesar de la apelación a la unidad nacional, el proyecto regenerador quedó reducido en la práctica a la centralización partidista del aparato del Estado. Con frases como «el que escruta, elige» o «no vamos a perder con papeles lo que ganamos con las armas», prácticas políticas muy cuestionadas del régimen anterior volvieron a aparecer, como el fraude y la deslegitimación electoral.27 La debilidad económica de los regeneradores se tradujo también en emisiones clandestinas de papel moneda que devaluaron el peso colombiano y medidas fiscales que gravaron las exportaciones de café en tiempos de precios críticos. Frente a la oposición, el gobierno recurrió a la represión y al cierre de periódicos, primero los de los radicales y luego el de los conservadores históricos, como el Repertorio Colombiano, de Carlos Martínez Silva. Los liberales radicales, liderados por Rafael Uribe Uribe, y un sector más moderado llegaron paulatinamente a aceptar la lucha armada como medio para obtener lo que por la vía civil y reformista no podían lograr. En 1895 se lanzaron así a una efímera contienda, rápidamente aplastada por el gobierno. En 1899 estalló la que se conocería como la Guerra de los Mil Días, que se saldó con más de cien mil muertos, la separación de Panamá, la ruina económica del país y la desobediencia a los jefes naturales de ambos partidos políticos. Al estallar el conflicto, la masa de seguidores y dirigentes del conservadurismo histórico decidió apoyar a las fuerzas gubernamentales, desobedeciendo la llamada a la neutralidad de los jefes históricos del partido.28 Lo cierto es que a lo largo del conflicto y de la movilización social pareja surgieron nuevos líderes militares y populares. Un ejemplo es el de Arístides Fernández, jefe militar de Cundinamarca de origen humilde, que se presentó como voluntario para extirpar el cáncer del radicalismo liberal del cuerpo político colombiano. En sus arengas invocaba la «causa de Dios, de la civilización y del engrandecimiento de la Patria».29 A finales 27. Ibíd., p. 31. 28. Incluso José Manuel Marroquín (1827-1908), histórico connotado que protagonizó el golpe de Estado en julio de 1900, se adhirió a la facción intransigente del conservadurismo y luchó por imponerse a los liberales en armas, nombrando como jefe militar al ultramontano Arístides Fernández. Ver Bergquist, op. cit., p. 239. 29. Ibíd., p. 276.

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de 1902, y tras la firma de la paz por los últimos reductos liberales, sus partidarios decidieron dar una expresión política e ideológica a su movimiento formando un partido católico.30 Sin embargo, los jefes de los partidos tradicionales, amenazados en su poder, lo alejaron del escenario político. Con esta medida y con la llegada al poder de Rafael Reyes se dieron las condiciones para consolidar la paz. Reyes y los gobiernos posteriores prosiguieron el programa regenerador de la paz científica. El presidente Pedro Nel Ospina llegó a afirmar que durante este período se logró la regeneración que no pudo hacer Núñez, en el sentido de combinar la prosperidad económica con la estabilidad pública. Pero esto no se hubiera logrado sin la reforma constitucional de 1910 y la Ley de Minorías, que amplió los derechos políticos a los liberales excluidos del poder. Al hilo de estas reformas surgió una nueva élite gobernante identificada bajo el epígrafe de los principios denominados republicanos. El republicanismo se predicaba como el reconocimiento y la prelación de los intereses comunes frente a los particulares, en la primacía de la constitución sobre los intereses partidistas como única posibilidad de llegar a una paz política, antesala de la paz social y del desarrollo económico.31 De hecho, fue el instrumento de una élite que intentaba llevar adelante un proyecto de construcción del Estado-nación. Convencidos de que el país no soportaría otra guerra civil, evitaron volver a enardecer las pasiones políticas con la cuestión religiosa. Sin embargo, este período le otorgaría a la nación algo más que principios republicanos: le daría el orgulloso reconocimiento de ser la nación más católica del orbe latinoamericano, por sus efemérides y grandes conmemoraciones. La principal de todas ellas, el acto de consagración de Colombia al Sagrado Corazón de Jesús, tuvo lugar el 22 de junio de 1902, cuando el país todavía se debatía entre los últimos fuegos del conflicto armado. La entronización del Sagrado Corazón se presentó como una llamada a la paz, la concordia y la unión de los colombianos.32 30. «Dicho partido será el mismo partido conservador, mejorado, o sea la liga Santa, que para mantener la paz, contener al liberalismo y mejorar la situación de Colombia, tanto preocupa al ilustre general Fernández». Citado en ibíd., p. 298. 31. Fernando Correa, Republicanismo y reforma constitucional, 1891-1910. Medellín, Universidad de Antioquia, 1996, p. 66. 32. Cecilia Henríquez, Imperio y ocaso del Sagrado Corazón en Colombia. Un estudio histórico. Bogotá, Altamir ediciones, p. 181.

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Expresaba el propósito, dirigido a las futuras generaciones, de que los colombianos, en aciagos momentos, volvieran sus corazones a Jesucristo. Efeméride capitalina, comenzó con un discurso del poeta José Maria Rivas Groot, seguido de una misa en la catedral a la que asistieron el arzobispo, el nuncio apostólico, el vicepresidente de la república, sus ministros y representaciones de las demás corporaciones nacionales y locales, así como del clero secular y regular. A la una de la tarde partió hacia la Plaza de los Mártires una peregrinación con la participación de las autoridades civiles, eclesiásticas, el ejército y bandas marciales. En esa plaza, donde se construía con el auxilio del erario público un templo en honor al Voto Nacional al Sagrado Corazón de Jesús, Groot intervino de nuevo, animando a los asistentes en una colecta pública de fondos destinados a concluir la obra: «En este voto nacional cada uno de nosotros desea cooperar a la edificación de un santuario que —si es lícita la frase— sea el templo de todos para todos. Cada ciudadano que ama la patria, cada católico que desea el bien de la Iglesia, quiere colocar su piedra en un recinto donde se adore a ese Corazón que es todo amor para los justos y todo perdón para los extraviados».33 Desde entonces y hasta 1991 los diferentes gobiernos, tanto conservadores como liberales, observaron la ceremonia de renovación del voto. Pero la Iglesia, como medio histórico y comunitario de la fe, también ocupa un lugar en la construcción nacional. Las efemérides del centenario de la nación así lo evidencian. En 1910, año en que se levantaron en las principales plazas y calles de Bogotá monumentos a Nariño, Caldas y Camilo Torres como héroes de la independencia, Monseñor Rafael María Carrasquilla aclaró la intervención eclesiástica en esos actos: «¿Por qué celebrar este aniversario bajo las bóvedas de una basílica cristiana? ¿A qué título canta el himno de la libertad y de la patria un hombre envuelto en el lúgubre ropaje del sacerdote de Cristo, con las vestiduras de esta catedral bogotana? No os fijéis, hermanos, en que el predicador lleva, aunque indignamente en sus venas, sangre de libertadores: bástale su carácter de sacerdote, el de Omaña y Padilla; sóbrale con su título de canónigo de esta catedral, que lleva33. José María Rivas Groot, «Al corazón de Cristo» (1902), en Páginas escogidas. Bogotá, Escuelas gráficas salesianas, 1943, p. 79.

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ron Caicedo, Pey, Duquesne, Sotomayor, Lasso de la Vega y Fernández Saavedra, para poder pregonar las glorias de Colombia. La Iglesia fue la civilizadora de nuestra nación, la libertadora de nuestra patria, la fundadora de nuestra República».34 La unión entre nación y religión católica pasaba por la labor civilizadora de la Iglesia católica desde los primeros años de la colonia hasta el presente y por su activa intervención en las gestas fundadoras de la nación. En el centenario se evocó así la memoria del religioso insurgente Andrés Rosillo y se revivió la costumbre de celebrar la víspera del 20 de julio la procesión de Santa Librada, patrona de los ejércitos de Bolívar y de los primeros años de la república.35 Por otra parte, recuperado una impronta hispanista, se anunció a cuatros vientos la continuidad histórica de figuras como Colón, Quesada y Bolívar. Se recomponía así la unión de dos fechas extraordinarias en la historia de Colombia: la conquista definitiva del Nuevo Reino de Granada por el Adelantado Quesada y la independencia de la patria tres siglos después. «Providencialmente unidas, estas dos fechas forman como un eslabón entre el conquistador y el Libertador; y por eso, al pendenciar hoy la memoria de Colón y de Quesada, saludamos con júbilo, al cumplirse la primera centuria de Boyacá, la aurora del gran día en que Colombia aclama a su padre y Libertador».36 Sin embargo, las epifanías de este nacionalismo católico quedaron atrapadas en los muros que construyó. La lealtad a la patria no pudo sobrepasar la lealtad a la religión católica. Así lo expreso el presidente conservador Marco Fidel Suárez en su discurso del 7 agosto de 1919 ante el legendario puente de Boyacá: «La patria es imperecedera para todo aquel que la ama y la considera como el primero de los objetos de su culto, después del de Dios».37 La lealtad a la patria, pues, estaba por detrás de la leal34. Discurso de Rafael María Carrasquilla en la Catedral el 20 de julio de 1910. Véase también Emilio Isaza y Lorenzo Marroquín (eds), Centenario de la independencia. MDCCCX-MCMX. Bogotá, Escuela tipográfica salesiana, 1911. 35. «Verifícase la procesión de 1910, con toda pompa y solemnidad, en la tarde del día 19. La encabezaban los cristos ajusticiados, conducidos, el uno por todos los curas párrocos de la ciudad, el otro por el Estado Mayor del Ejército; y venía luego en andas la imagen de la santa con los brazos en cruz y seguida de un inmenso concurso.» Ibíd., p. 132. 36. Discurso de Hernando Holguín y Caro en la Academia de la Lengua, 6 de agosto de 1919, en Raimundo Rivas, Raimundo, José Joaquín Guerra y Roberto Cortázar (eds.), Centenario de Boyacá. 1819-1919. Bogotá, Escuela tipográfica salesiana, 1920, p. 81. 37. Op. cit., p. 93.

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tad a Dios y a la Iglesia católica. Pero las propias ceremonias se mostraron contradictorias en su capacidad congregadora del pueblo. Durante los actos del 20 de julio de 1849, promovidos por el presidente liberal José Hilario López, la fiesta nacional contó con la participación popular y de los gremios en la organización de cantos, danzas, representaciones teatrales, exposiciones, corridas de toros y banquetes públicos. La fiesta republicana invitaba a la participación de todos, en especial del artesanado capitalino.38 Años después la referencia al pueblo desapareció y el sentido republicano quedó restringido al estrecho círculo de la componenda política. En su lugar se invocó a Dios y las corporaciones sociales desfilaron en estricto orden jerárquico, empezando con las profesionales, las religiosas y las del poder civil. La organización pasó a manos de los sectores más notables de la sociedad para exhibirse ante una muchedumbre expectante.39 Participaron los miembros de las academias literarias y científicas, representantes del gobierno y funcionarios públicos, del cuerpo consular y diplomático. Juntos posaron ante la cámara fotográfica con trajes de seda y uniformes militares. El pueblo católico y pobre debía rendir culto a los desinteresados actos de caridad cristiana de sus superiores en esos días. Ya no era un invitado al acto. Esto tendría más consecuencias que el simple convite a una fiesta.

La república federal (1930-1946) La prosperidad de la paz científica vendría acompañada de los problemas sociales aparejados al desarrollo capitalista. Entre 1910 y 1930 la movilidad social y obrera enervó las calles, tomadas por el germen de un proletariado urbano que reclamaba la intermediación estatal para resolver los problemas entre el capital y el trabajo. El gobierno respondió con la represión y una 38. Veáse Marcos González Pérez (comp.), Fiesta y nación en Colombia. Bogotá, Cooperativa Editorial Magisterio-Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 1998, pp. 53-72. 39. «Todo lo que hay de elegante y aristocrático, de inteligente y culto en la ciudad se movía a lo largo de la avenida, si bien en la más perfecta unidad: la variedad más atractiva producida por el lujo de nuestras damas, los carros alegóricos, las corporaciones en traje de etiqueta; las flores que perfumaban el ambiente y la alegría reflejada en el rostro de los espectadores», op. cit., 1911, p. 267.

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condena casi teológica de un problema que no podía comprender del todo. Perdería así el apoyo de las masas urbanas. Dividido, el liberalismo aprovechó la coyuntura para vencer en las elecciones presidenciales. Entre 1930 y 1946 hubo de nuevo una hegemonía liberal en Colombia. La mayor oposición al nuevo gobierno vendría durante la primera presidencia de Alfonso López Pumarejo (1934-1938). Este presidente ofreció al pueblo la oportunidad de expresarse a través del sindicalismo y la movilización política. Para conjurar el peligro de la cuestión social pensó que lo mejor era aplicar una política revolucionaria que no fuese marxista, siguiendo los caminos de la persuasión democrática. En 1936 sacó adelante una serie de reformas constitucionales con las que promovió la educación laica, el matrimonio civil, el divorcio, el sindicalismo y el recorte de los privilegios de la Iglesia y los terratenientes. Para López Pumarejo las reformas eran necesarias no solo para prevenir mayores desórdenes, sino también por motivos prácticos, ya que se traducirían en crecimiento económico y en la armonización de los intereses entre el capital y el trabajo.40 Enfrentando a la adversidad y a una oposición cada vez más fuerte, su revolución entraría en una pausa. Mientras tanto, los obispos colombianos, con Monseñor Builes a la cabeza, mostraron su desacuerdo, especialmente en los aspectos referidos a la educación y a la personería jurídica concedida a las logias masónicas en el marco de la tolerancia de cultos: «Hacemos constar que nosotros y nuestro clero no hemos provocado la lucha religiosa, sino que hemos procurado mantener la paz de las conciencias aun a costa de grandes sacrificios; pero si el Congreso insiste en plantearnos el problema religioso, lo afrontaremos decididamente y defenderemos nuestra fe y la fe de nuestro pueblo a costa de toda clase de sacrificios, con la gracia de Dios».41 López Pumarejo respondió con una propuesta de modificación del Concordato, que restaba independencia al Estado. Según él, era necesario modificarlo para adecuarlo a la libertad constitucional de enseñanza y de religión. Laureano Gómez, lí40. Álvaro Tirado Mejía, La revolución en marcha. Aspectos políticos del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo 1934-1938. T. 1. Medellín, Beneficencia de Antioquia (3.ª edición), 1986. 41. Pastoral de los arzobispos y obispos publicada en Anales del Senado, marzo 20 de 1936, serie 6.ª, n.º 259, pp. 2.385 y s., citado en Tirado Mejía, op. cit., p. 89.

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der del partido conservador y futuro presidente de la república, defendió por el contrario la herencia de la Regeneración e interpretó cualquier intento de modificarla como fruto de una conjura del comunismo internacional.42 Con todo ello el universo político ingresó paulatinamente en el juego de dos doctrinas contrarias que incendiarían la ya de por sí inflamable tea de la política nacional. El principal protagonista político del nuevo período, Laureano Gómez, era un político de inclinaciones clericales y autoritarias inspirado en Bossuet y el tomismo en la defensa de la autoridad perfecta de la Iglesia. Según él, el catolicismo es una doctrina religiosa que se sirve de la autoridad para triunfar en el mundo. La doctrina religiosa sola, sin autoridad, sería un catolicismo inerte incapaz de ejercer como fuerza transformadora. De ahí su desconfianza hacia los principios modernos de la libertad y la igualdad. El liberalismo, según él, había promovido la libertad, pero por su lado imperfecto, como facultad de hacer lo que plazca, no en su naturaleza noble, como capacidad de elegir lo conveniente, de enderezarse hacia lo bueno y justo, unos conceptos «que no se determinan por la mitad más uno, sino por el conocimiento intelectual, que al decir de León XIII, va delante de la voluntad, iluminando el bien apetecido, que sólo llega a ser tal en cuanto se conforme a la razón».43 42. «La fisonomía política del país estaba modelada por una carta fundamental que podía resistir con ventaja la comparación con las mejores que conoce la sabiduría política de los hombres. Allí estaban incluidas fórmulas de eterna sabiduría que garantizaban la libertad en el orden, daban a la sociedad protección para los derechos fundamentales de la persona humana y aseguraban la realización de las inalienables aspiraciones individuales y colectivas del ente racional. Pero el comunismo, en forma disimulada, se introdujo en el recinto de los legisladores y borró todas las disposiciones que pudieran estorbar a su futuro predominio. Por ser el comunismo en el país una minoría casi imperceptible, no ha logrado borrar de las costumbres lo que pudo hacer en las leyes y por eso el semblante de nuestra cultura no ha desaparecido». Laureano Gómez, «El espectro del comunismo» (1938), en Obra Selecta. 1909-1956. Ricardo Ruiz Santos (comp.), Bogotá, Senado de la República, 1982, pp. 254-255. 43. «La bancarrota del liberalismo» (1938), ibíd., p. 249. Gómez también cuestionó el concepto de igualdad: «El concepto cristiano de la dignidad de la persona acreedora a derechos iguales fue adulterado por el liberalismo con la utopía de la igualdad de la persona misma, y por eso, al invocar el falso principio de la igualdad natural y absoluta de los hombres y tratar de que preponderara en las instituciones políticas, engendró una forma horrenda de tiranía que tuvo su primera demostración bajo el jacobinismo, cuando la guillotina, en nombre de la igualdad, destruyó la libertad y ahogó en sangre la fraternidad. El liberalismo desconoció el viejo apotema, impregnado de profunda sabiduría, que enseña que la verdadera igualdad consiste en tratar igualmente las cosas iguales y desigualmente las desiguales». Ibíd.

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Circunstancias externas harían que la defensa de los valores tradicionales adquiriera nuevos rumbos. En 1940 la intervención de Estados Unidos en la guerra mundial parecía inminente. Apoyando la defensa norteamericana del canal de Panamá e invocando los principios de la solidaridad continental, el gobierno liberal de Eduardo Santos firmó un tratado con los demás países americanos para la defensa recíproca ante un potencial ataque de los países del Eje. Asimismo rompió las relaciones con la Alemania nazi y suscribió con banqueros norteamericanos un préstamo de treinta millones de pesos para modernizar y adquirir equipo militar a los Estados Unidos. Sin embargo, los representantes conservadores impugnaron el tratado en el Senado. Según sus críticos, como José de la vega, lo que realmente estaba en juego era el interés imperialista sobre el canal de Panamá y no una verdadera política de defensa del hemisferio. El tratado de defensa mutua sólo era una acción mezquina en provecho de los Estados Unidos y una deshonra nacional que Colombia no tenía necesidad de suscribir. La alternativa era volver la mirada a la vasta confederación de repúblicas iberoamericanas vinculadas por la raza, el idioma y la fe religiosa.44 Por el contrario, nada vinculaba a Colombia con los Estados Unidos: «Todo nos separa de ellos: la religión, el idioma, la raza, la pasión por la belleza, el culto del ideal. El espíritu es un cemento más poderoso que la economía, porque en último análisis el hombre es espíritu. Los Estados Unidos han gastado más de mil millones en perder la amistad de la América del Sur. Vale más conquistar almas que conquistar mercados».45 Pero para Laureano Gómez los atropellos liberales no sólo eran contra la dignidad nacional, sino contra el partido conservador también. Desde su periódico El Siglo se denunciaba con oratoria exaltada que en el gobierno «militan en confusión caótica todas las fuerzas de la extrema izquierda; los anarquistas, los comunistas [...] que pretenden 44. Cfr. José de la Vega, El buen vecino. Bogotá, Voluntad, 1941, pp. 119, 207. Como senador, Gómez también rechazó el acuerdo entre el 20 y el 23 de agosto de 1940. Ver Laureano Gómez, «El conflicto de dos culturas», en Obras selectas. Primera serie. Bogotá, Cámara de representantes, 1981, pp. 518-555. En 1914 Gómez ya había protestado por el tratado Urritía-Thompson, firmado durante la administración de Marco Fidel Suárez, que reconocía la independencia de Panamá en 1903 y resolvía el diferendo con los Estados Unidos, que había apoyado la separación de ese antiguo departamento colombiano para controlar el futuro canal interoceánico en construcción. 45. Silvio Villegas, Prologo, en de la Vega, op. cit., p.10.

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arrancar de la conciencia nacional los conceptos de Dios, de patria y de familia, que han sido los principios tutelares de nuestra nacionalidad».46 Al fin, la trilogía de la nación católica estaba completa: Dios, patria y familia. Faltaba una organización institucional que le diera mayor coherencia.

El experimento corporativista (1951-1953) Dividido entre las candidaturas de Gabriel Turbay y el populista Jorge Eliécer Gaitán, el partido liberal perdió el poder en las elecciones de 1946. El conservadurismo retomó la presidencia con Mariano Ospina Pérez, un conservador moderado, opuesto al extremismo de Gómez y heredero de la tradición histórica del partido. Su gabinete de unidad nacional buscó la colaboración de los sectores del liberalismo. Se trataba de una alianza bastante frágil en un clima político incendiario. Tanto los gaitanistas como los laureanistas fueron protagonistas del sectarismo político, que no encontró un punto de negociación. La radio, como medio masivo de comunicación, contribuyó a difundir la enemistad y a enfrentar a los campesinos liberales y conservadores en unas comunidades rurales aisladas que derivaban su identidad política de las herencias familiares y territoriales. Ambos bandos entendían el enfrentamiento entre los partidos como algo natural a la sociedad. El 9 de abril de 1948 Gaitán fue asesinado en Bogotá. Los gaitanistas culparon al gobierno de Ospina Pérez. Se produjo así el bogotazo: las masas gaitanistas se sublevaron, incendiaron las instalaciones del periódico El Siglo, algunas iglesias y protagonizaron efímeras tomas del poder local. Los laureanistas respondieron brutalmente, aliados con policías afectos al régimen. A causa de la violencia política el Estado perdió credibilidad entre amplios sectores de la población. El gobierno de unidad nacional se rompió y se hundió el sistema legal, que dejó de realizar sus funciones. El poder judicial, la Iglesia y las escuelas sufrieron un proceso de politización coaccionados por grupos armados que reemplazaron a las autoridades. El ejecutivo cerró el Congreso cuando trataba de sacar adelante un juicio político 46. Citado en: Perea, op. cit., p. 34.

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contra el presidente Ospina. Se decretó el estado de sitio y se limitó la libertad de expresión, lo que llevó al partido liberal a abstenerse en las elecciones presidenciales. Las mayorías conservadoras respaldaron entonces a Laureano Gómez, feroz antiliberal, como candidato a la presidencia.47 Gómez reconoció el estado crítico del orden público, reabrió el Congreso a mediados de 1951 y propuso una urgente reforma constitucional de carácter corporativista con la intención de controlar el desorden galopante. No obstante, el principal representante de las tesis corporativistas en el país fue el jesuita Félix Restrepo. El corporativismo fue presentado como una opción católica ubicada más allá del capitalismo y del comunismo. Según el padre Restrepo, su principal divulgador, en la sociedad no existen seres aislados, sino familias, municipios y organizaciones culturales y profesionales. Resultaba por ello lógico que la organización corporativa del Estado fuese la más adecuada para superar los extravíos del régimen representativo. Se debía dejar atrás un parlamento «irresponsable, bullanguero, inorgánico y atomizado, que ha sido la calamidad principal de los Estados desde la revolución francesa [para dar paso] a una representación popular con alto sentido de la responsabilidad, seria, selecta, organizada y compacta».48 Propuso así un parlamento divido en una cámara gremial, con participación de los cuerpos sociales (la Iglesia, universidades, magistrados, profesionales, agricultores, comerciantes, sindicatos) y una cámara política. El ciudadano debía votar en una o en otra cámara, pero nunca en las dos simultáneamente. Sin embargo, la verdadera originalidad de su propuesta radicaba en la organización económica del país. El Estado corporativo pretendía eliminar de raíz la agitación social y la lucha de clases. Ninguna empresa rendiría más del 15 % de ganancia liquida y cualquier beneficio que excediera ese límite se dividiría en cuatro partes: una para el capital, otra para los 47. En junio de 1949, en El Siglo, Laureano Gómez definió el liberalismo con un basilisco contrario a los principios del partido conservador: «Nuestro basilisco camina con pies de confusión y de inseguridad, con piernas de atropello y de violencia, con un inmenso estómago oligárquico, con pecho de ira, con brazos masónicos y con una pequeña diminuta cabeza comunista, pero que es la cabeza». Citado en María Victoria Uribe, Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo del terror en Colombia. Bogotá. Norma, 2004, p. 31. 48. Félix Restrepo, Colombia en la encrucijada. Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1951, pp. 124-125.

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trabajadores, la tercera parta el fisco —o para el bien común— y la cuarta para la empresa. Restrepo aceptaba que las empresas no crecerían tanto con este sistema, pero a la larga aumentarían la capacidad adquisitiva de las grandes masas, incrementando el consumo y el bienestar del conjunto social. Igualmente, los bancos estarían obligados a ofrecer créditos con intereses más bajos y a eliminar la especulación y las operaciones en la bolsa de valores. Para concluir, los juegos de azar, «que a tantas familias sepultan en la miseria y el crimen» serían eliminados. Sus planteamientos presuponían una colaboración íntima entre la Iglesia y el Estado con el fin de procurar la felicidad temporal y eterna de los hombres y de la sociedad, una forma de organización social a la que Colombia llegaría por la vía de la persuasión y la democracia. Su modelo era el Portugal de Oliveira Salazar, quien en pocos años había disciplinado el país.49 La anarquía, por el contrario, golpeaba cada vez con más fuerza en la Colombia de mediados del siglo XX. Laureano Gómez, desde la presidencia, consideraba que las instituciones representativas no ofrecían respuestas a la gravedad de la situación.50 La politiquería de los partidos había patrimonializado las instituciones públicas y el sufragio universal era en gran parte responsable de ello. En otros términos, no todo debía ser político. La patria estaba por encima de los partidos.51 Su propuesta se centraba en una reforma constitucional que actualizase el sentido de la Carta de 1886 resolviendo sus incoherencias y garantizando por primera vez la representación corporativa del poder a partir del cabildo municipal: «[es] aconsejable buscar un proce49. Félix Restrepo, Corporativismo, Bogotá, Revista Javeriana, 1939, p. 32. 50. Laureano Gómez, Mensaje del Excmo. Señor Presidente de la República al Congreso Nacional. Bogotá, Imprenta Nacional, 1951, pp. 22-23. 51. «No podemos generalizar el concepto hasta el extremo de someter todos los negocios comunes a la decisión del mayor número, que es igualitaria, que nivela por lo bajo y que, para la decisión de la mayoría de los problemas administrativos, resulta un procedimiento anti-técnico, contrario no sólo a las conveniencias generales sino al más elemental raciocinio. En toda organización republicana son indispensables los partidos políticos y la consulta periódica de la opinión pública. Pero no todo en la vida civil pude caer bajo la acción de la política o del criterio de partido, ni el único sistema para constituir los organismos del Estado es el sufragio popular y directo [...] A fuerza de igualarse unas con otras, muchas instituciones del Derecho Público colombiano han terminado por perder su razón de ser. Cuando entre ellas surge un antagonismo, no hay motivo para que ninguna de ellas ceda en beneficio de las otras, puesto que todas se afianzan de idéntica manera en la voluntad común y parecen defender unos mismos intereses: los políticos exclusivamente». Ibíd., pp. 20-21.

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dimiento sustitutivo que se aleje un poco de las actuales prácticas y se acerque a los sistemas que imaginariamente concebimos como los mejores: la selección de los cabildantes por el voto de los padres de familia ¿No sería tal vez la fórmula para dar expresión al sentir comunal con cierta independencia de la intervención política?».52 La representación corporativa de los padres de familia católicos había sido precisamente una de las ambiciones de Miguel Antonio Caro en el siglo pasado. Los problemas de salud de Gómez llevaron a que Roberto Urdaneta Arbeláez asumiese interinamente la presidencia con la responsabilidad de impulsar la reforma constitucional. El Congreso aprobó en diciembre de 1951 el proyecto de convocatoria a una Asamblea Constituyente. El 31 de mayo de 1952 se creó una comisión de especialistas para preparar la reforma del texto constitucional de 1886. Sus miembros disponían de 90 días y trabajaron sobre la propuesta de Laureano Gómez. Su labor finalizaría con un texto general de conclusiones previo a la convocatoria de la Asamblea Constituyente. La comisión sólo pudo concluir sus actividades el 10 de febrero de 1953. El texto propuesto abolía definitivamente la influencia de las ideas rousseaunianas e izquierdistas, inspirándose en cambio en la tradición evangélica y bolivariana. El Artículo 13, uno de los más controvertidos por sus efectos represivos, castigaba a cualquier colombiano que ofendiera de palabra o escrito el prestigio de las autoridades del país, con lo que se suprimía de forma draconiana la libertad de critica y oposición de estirpe filosófica liberal. La propuesta abolía también la reforma constitucional de 1936 y regresaba a los elementos confesionales de la carta de 1886. El poder legislativo estaría representado por las diferentes corporaciones profesionales y educativas y por los cabildos y consejos municipales, que contarían con el voto de los cónyuges legítimos en representación de las familias. La beneficencia pública dejaba de ser una función estatal y volvía a manos privadas. La ley positiva se subordinaría a la ley moral y los decretos extraordinarios amparados bajo el estado de sitio podían seguir vigentes aún después de su vencimiento si el ejecutivo así lo deseaba.53 52. Ibíd., p. 28. 53. Álvaro Tirado Mejía, «El gobierno de Laureano Gómez.. De la dictadura civil a la dictadura militar», en Nueva Historia de Colombia, vol. II, Bogotá, Planeta, 1989, pp. 88-89.

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El proyecto debía ser sometido a una Asamblea Constituyente de corte corporativo, que fue convocada para el 20 de abril de 1953. La fecha se aplazó porque todos los proyectos de enmiendas no alcanzaron a estar editados, postergándose para el 11 de mayo. Al llegar ese día los textos seguían inconclusos, decidiéndose fijar una nueva convocatoria para el 15 de junio, pero en la noche del 13 de junio, ante la indiferencia de los representantes de ambos partidos, el general Rojas Pinilla dio un golpe de Estado que lo llevaría a la presidencia. Meses después Rojas Pinilla nombró una nueva comisión constitucional, pero con el objetivo de legalizar su poder y prohibir por medio del Acto Legislativo 6 de 1954 la actividad política del comunismo internacional. Posteriormente, durante el período del Frente Nacional (1958-1974), los partidos políticos acordaron un reparto equitativo en el poder y la sucesión bipartidista en la presidencia por turnos. Este sistema desideologizó las posiciones de los partidos y consolidó el clientelismo como instrumento político. Con ello, las disidencias políticas pasaron a ser representadas por las guerrillas. Durante este proceso la Iglesia católica dejó de identificarse con el partido conservador y abandonó la cuestión religiosa como línea divisoria entre ambos bandos. De esa manera el experimento corporativista, si así se puede denominar, llegó a su fin y fue abandonado en el archivo del olvido. De todo este proceso histórico podemos extraer algunas conclusiones. El catolicismo político colombiano tuvo por guía la trilogía constituida por Dios, la patria y la familia, primando en todos los casos el papel de la religión como la primera de las lealtades. En el plano estratégico los movimientos fueron más contradictorios. En los años cincuenta los católicos conservadores fueron proclives a reformar la carta constitucional de 1886, tras haber defendido veinte años antes su perfección e inmutabilidad. Luego plantearon una profunda reforma corporativa que no prosperó por la crisis de legitimidad de las instituciones del Estado, la ausencia de acuerdo político entre las élites partidistas y la desidia de los gremios industriales, que no querían un modelo corporativo como el planteado por Félix Restrepo y Laureano Gómez, potencialmente hostil a sus intereses políticos y económicos. Con el Frente Nacional, el acuerdo tácito entre las élites gobernantes sobre política económica se orientó hacía una ideología desarrollista basada en los principios autorregulado152

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res del mercado y un intervencionismo estatal compensatorio. En ese contexto, las ideas corporativas católicas dejaron de tener sentido. Además, la estructura jurídica e institucional del país desde la Regeneración estaba ya consolidada e impedía transformaciones profundas en las reglas de juego. En el plano simbólico, la nueva constitución aprobada en 1992 terminó con los rituales político-religiosos del pasado. El Sagrado Corazón de Jesús pasó a ser una reliquia en el proceso secularizador por el que atraviesa la sociedad colombiana. Aún así, persisten devociones religiosas que aparentan una sólida vitalidad pública, como el icono del Divino Niño Jesús en Bogotá. La imagen no tiene el corazón sangrante ni el rostro adolorido, carece de un pasado colonial, como la virgen de Chiquinquirá, y del aura de autoridad del Sagrado Corazón. Aun así su santuario recibe numerosos peregrinos y desde 1988, con el secuestro del candidato a la alcaldía de Bogotá, el conservador Andrés Pastrana, el icono comenzó a establecer nexos muy fuertes con la política, recibiendo la visita de numerosos dirigentes y candidatos públicos. En 1999 recibió la Orden de la Democracia en el grado de Gran Collar, un honor reservado a los jefes de Estado. Y es que en Colombia la unión entre religión y política es terca y se niega a morir.

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CAMINOS SINUOSOS Nacionalismo y catolicismo en la Argentina contemporánea Fortunato Mallimaci Humberto Cucchetti Luis Donatello

Nosotros, cuando actuamos como poder político, seguimos siendo católicos. Los sacerdotes católicos, cuando actúan como poder espiritual, siguen siendo ciudadanos. Sería pecado de soberbia pretender que unos y otros son infalibles en sus juicios y en sus decisiones. Sin embargo, como todos obramos a partir del amor, que es el sustento de nuestra religión, no tenemos problemas y las relaciones son óptimas, tal como corresponde a cristianos. [Almirante Eduardo Massera, Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Nunca Más, Buenos Aires, 1984.] La persona que me interrogaba perdió la paciencia, se enojó diciéndome: «Vos no sos un guerrillero, no estás en la violencia, pero vos no te diste cuenta que al irte a vivir allí (en la villa) con tu cultura, unís a la gente, unís a los pobres y unir a los pobres es subversión». Alrededor de los días 17 o 18 volvió el otro hombre que me había tratado respetuosamente en el interrogatorio y me dijo: «...usted es un cura idealista, un místico, diría yo, un cura piola, solamente tiene un error que es haber interpretado demasiado materialmente la doctrina de Cristo. Cristo habla de los pobres, pero cuando habla de los pobres habla de los pobres de espíritu y usted hizo una interpretación materialista de eso, y se ha ido a vivir con los pobres materialmente. [Testimonio del sacerdote Orlando Yorio, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Nunca Más.] Surge una primera dificultad y es establecer la ideología de los militares acusados. Ellos se proclamaron enemigos del marxismo leninismo pero, sin embargo, en sus acciones tampoco demuestran excesivo apego a los valores occidentales y cristianos que proclamaban... Aquí (el obispo católico) Mons. Hesayne dijo que no se puede ir a misa para luego ir a torturar. [Alegato final del Fiscal de Cámara Dr. J. Strassera en el Juicio a la Juntas Militares (1976-1983), Diario del Juicio, N.º 19, octubre 1985.]

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Destacar... que por ser la guerra un verdadero flagelo... ha menester humanizarla. Es dentro de ese marco de humanización que el Concilio Vaticano II se expresa sobre el tema «cuanto viola la integridad de la persona, como por ejemplo las mutilaciones, las torturas morales o físicas... todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismo infamantes... y son totalmente contrarias al honor debido al Creador»... El Derecho Canónico no resulta ajeno a estas ideas, pues el canon 2.209, párrafo 3, dice: «no sólo el que manda es el autor principal del delito, sino también los que inducen o de cualquier manera cooperan en su consumación contaren una imputabilidad que no es menor que la del mismo ejecutor»... Se han atendido las enseñanzas de la Iglesia católica... Este Tribunal falla: Condenar al Teniente General Jorge Rafael Videla [...] a inhabilitación absoluta perpetua. [Sentencia de la Cámara Federal de Apelaciones en el Juicio a la Juntas Militares (1976-1983), Diario del Juicio, N.º 36, enero 1986.]

Introducción Las citas anteriores ilustran en gran medida el problema que se pretende abordar en este trabajo. Provienen del Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP),1 organismo creado en 1984 por el entonces Presidente de la Nación, Raúl Alfonsín, con el objeto de investigar los crímenes de la dictadura militar que azotó Argentina entre 1976 y 1983 y del Juicio a las Juntas Militares que condenó el terrorismo de Estado. En estas referencias, que constituyen un espacio simbólico de la memoria central para entender nuestra argumentación, vemos un hecho que trasciende las distintas miradas: criminales y víctimas buscan legitimación en el catolicismo. ¿Es esto producto de una falsa utilización e instrumentalización del discurso religioso con fines políticos o, por el contrario, expresa una íntima conexión de sentido entre distintas modalidades de catolicismo y distintas opciones políticas que, al mismo tiempo, son y han sido religiosas? Atendiendo a estas preguntas, este trabajo estudia las distintas construcciones que han imbricado lo político con lo religioso y, 1. El informe de la CONADEP expresó el mayor nivel de consenso alcanzado en la sociedad política y la sociedad civil argentinas para analizar el comportamiento del Estado durante la dictadura militar (1976-83). Su informe, titulado Nunca más, forma parte hoy de las bibliotecas de escuelas y colegios públicos en todo el territorio nacional.

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más específicamente, lo católico y lo nacional en la Argentina del siglo XX. Su objeto será demostrar la existencia de una matriz común, que denominaremos integralista, a partir de la cual se diseminó una pluralidad de articulaciones entre lo religioso y lo político. Como intentaremos demostrar, las continuidades y rupturas entre las distintas configuraciones políticas cuestionan las divisiones tajantes entre lo reaccionario y lo progresista, entre la izquierda y la derecha en los posicionamientos políticos de una sociedad como la argentina. Con ello no hemos pretendido descalificar radicalmente tales categorías del pensamiento político. Sin embargo, para poder captar la complejidad de los vínculos entre nacionalismo y catolicismo en Argentina es necesario profundizar el análisis de la plural y vasta presencia de las justificaciones político-religiosas. Por ejemplo, el hecho de que víctimas y victimarios, jueces y juzgados, hayan invocado la doctrina católica y sus correlatos éticos para justificar sus actos durante la dictadura no es sinónimo de una mentalidad reaccionaria, tradicional o revolucionaria por parte de los actores y movimientos sociales. Por el contrario, muestra un complejo proceso —tanto histórico como sociológico— mediante el que distintos actores sociales intentaron desarrollar desde la década de los años treinta hasta la actualidad una serie de discursos y prácticas dirigidos a catolizar y nacionalizar la sociedad argentina. Así, de una misma posición básica surgieron distintas opciones político-religiosas muchas veces opuestas entre sí.2 Esta situación debe prevenirnos frente a toda comprensión esencialista de lo católico, lo nacional, lo político y lo religioso. En varios trabajos hemos mostrado cómo el catolicismo constituyó una variedad de interpretaciones y estrategias de acción que obligan a concebirlo como un movimiento histórico, un cuerpo social concreto y una cultura.3 El catolicismo combina lo estructural con 2. Así, por ejemplo, el actual cardenal de la ciudad de Buenos Aires, igual que los anteriores, afirma periódica y públicamente una memoria autorizada de la relación entre el catolicismo y la nación argentina. El título de su último libro expresa ese imaginario. Cardenal Jorge Bergoglio: Ponerse la Patria al hombro. Memoria y camino de esperanza, Buenos Aires, Ed. Claretiana, 2004. 3. Podemos citar Roberto Di Stefano y Fortunato Mallimaci (comp.): Religión e Imaginario Social, Buenos Aires, Manantial, 2001; Fortunato Mallimaci: «El catolicismo argentino desde el liberalismo integral a la hegemonía militar», en Quinientos años de catolicismo en la Argentina, Buenos Aires. CEHILA, 1992; Fortunato Mallimaci: «La Iglesia en los regímenes populistas (1930-1959)», en E. Dussel (ed.), Resistencia y esperanza. Historia del pueblo cristiano en América Latina y el Caribe, San José, DEI, 1995; Humberto Cucchetti, Religión y política en Argentina y en Mendoza (1943-1955): lo religioso en el

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lo individual, ha sido a la vez un Estado y una creencia y mantiene una memoria de contextos históricos particulares. Los mismos planteamientos —por ejemplo, el Syllabus y la lucha contra la modernidad que caracterizaron al catolicismo romano desde el siglo XIX hasta la actualidad— pueden llegar a tener actores, representaciones e imaginarios diferenciados que les aportan nuevos significados. Así, la modernidad de las sociedades capitalistas periféricas y empobrecidas no necesariamente repite las mismas pautas de la de los países centrales. Existe en ella una pluralidad social de clases y grupos que han intentado legitimar, compensar o resistir su acción apelando a elementos religiosos.4 Algo análogo sucede con el estudio conceptual del nacionalismo y la cuestión nacional. También aquí es importante evitar el esencialismo y analizar cómo se construyeron históricamente las categorías de lo nacional. Éste es un tema todavía de actualidad, ya que en Europa aumenta la angustia ante el llamado rebrote nacionalista y se extiende la tentación de analizar la nación como algo inventado o construido en el siglo XIX para quebrar el discurso genealógico que busca los orígenes nacionales en la eternidad. Por otro lado, en América latina, desde posturas neoliberales se ha llegado a afirmar que el proceso globalizador necesita restringir o anular el Estado-nación. Este planteamiento opone, de un lado, un nacionalismo progresista, cosmopolita y ciudadano —es decir, el que acompañó los procesos de centralización de los Estados nacionales — y de otro una serie de manifestaciones particularistas, autoritarias, étnicas o religiosas, surgidas como reacción al primero. A estas últimas se les atribuye un carácter divisorio e irracional, es decir, sin sustento objetivo. El conocido libro de Hobsbawn sobre el nacionalismo,5 escrito en plena guerra de los Balcanes, intentó mostrar la continuidad entre los fascismos y primer peronismo, Buenos Aires, Cuadernos de Investigación CEIL PIETTE, 2005; Luis Donatello: Ética católica y acción política. Los Montoneros: 1966-1976, tesis de Maestría de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, 2002. 4. En determinados grupos católicos la lucha contra la modernidad puede ser analizada en clave premoderna, no ya antimoderna o post-moderna. La modernidad fue así considerada a menudo como símbolo de lo liberal, lo burgués, el capitalismo o el comunismo. Por ello, así como algunos sectores sociales latinoamericanos identificaron en el siglo XX la modernidad con los Estados Unidos, también cabe rastrear en esa identificación los orígenes de movimientos antiyankees, antiprotestantes, antisemitas, antiimperialistas, antiburgueses, anticomunistas y profundamente recelosos de la democracia y del llamado demoliberalismo. 5. Eric Hobsbawn: Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1998

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los separatismos. Otros autores han cuestionado por igual los discursos genealógicos propios de los movimientos nacionalistas (en el caso argentino, el tipo ideal es el revisionismo histórico) y los anti-genealógicos que entienden el concepto de nación como algo reciente, en algunos casos inventado y, por ende, arbitrario.6 Para nuestro caso es importante tener en cuenta las concepciones de los que se identificaron con posturas nacionalistas desde modernidades periféricas. Nuestro punto de partida, tras considerar brevemente los antecedentes históricos del problema, lo constituirán las relaciones entre el catolicismo —entendiendo como institución eclesial y como movimiento religioso—, el nacionalismo y la política durante el primer gobierno peronista (1946-1955). Posteriormente analizaremos las trayectorias que se gestaron en los años sesenta con el auge de iniciativas insurreccionales y en los setenta con las movilizaciones sociales y culturales. Por último, tomaremos en consideración la dictadura militar sufrida por Argentina entre 1976 y 1983. Veremos que tanto los actores que se reclamaron portadores de un nacionalismo autoritario, restaurador y elitista, como aquellos que reivindicaron un nacionalismo revolucionario, popular e incluso un socialismo nacional, estuvieron asociados frecuentemente a trayectorias religiosas. A lo largo de esta historia se hará presente, pues, una misma matriz católico-integral, con diversos acentos según las personas, que se articuló en diversas formas políticas y religiosas. Estas páginas intentan dar cuenta de esa diversidad de presencias de lo católico en el espacio político argentino.

La Argentina inmigrante y la crisis del liberalismo: el catolicismo y el horizonte de lo nacional Argentina recibió entre 1880 y 1930 a millones de inmigrantes provenientes de Europa y de los países bañados por el mar Mediterráneo. Desde 1930 hasta la actualidad llegaron otras oleadas de inmigrantes, provenientes sobre todo de países fronterizos y de Asia. La cuestión nacional, la identidad y el ser de la nación, dejaron de ser pues algo propio de pequeños grupos mi6. Para un resumen preciso y documentado sobre el tema, cfr. Elías Palti: La nación como problema. Los historiadores y la «cuestión nacional», Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003

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litantes para convertirse en parte central de los imaginarios sociales. Las investigaciones actuales nos muestran los distintos procesos de nacionalización del Estado, de la clase obrera, de las Fuerzas Armadas, de los inmigrantes, de los grupos religiosos, del sistema educativo y de los modelos de acumulación y de producción cultural.7 En este sentido, es importante comprender que la crisis del imaginario liberal dominante entre 1880 y 1930,8 vinculada a los cambios ideológicos mundiales y a las particulares circunstancias argentinas, dio lugar a partir de los años treinta a imaginarios alternativos, como el comunismo, el corporativismo, el fascismo, el conservadurismo, el catolicismo, etc. Años más tarde ese imaginario colectivo se reformularía con símbolos ligados a la idea de una nueva nacionalidad, un nuevo integracionismo que amplió la ciudadanía con derechos sociales y laborales. En este trabajo queremos destacar una dimensión concreta de ese proceso: la que trató de vincular los orígenes de la identidad nacional con el catolicismo, dando lugar a la imagen de la Argentina católica. Ese movimiento alumbró un lento pero continuo proceso de catolización del Estado, de sus clases dirigentes, de las Fuerzas Armadas, de los partidos políticos y de la sociedad argentina en su conjunto —especialmente de los heterogéneos sectores populares—, que comenzó a reconocerse masiva y públicamente como católica. Estado, sociedad política y sociedad civil se reconfiguraron de manera distinta a las décadas anteriores. Si para grandes sectores de inmigrantes urbanos y de segunda generación el catolicismo pasó a ser sinónimo de la argentinidad, para las clases dirigentes el catolicismo funcionó en el espacio público como una nueva fuente de legitimidad. De ahí en adelante —y hasta 7. Podemos considerar, entre otros, los trabajos de Hiroshi Matsushita: El movimiento obrero argentino, 1930-45, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986; Irene Marrone: Imágenes del mundo histórico, Buenos Aires, Biblos, 2003; Roberto di Stefano y Fortunato Mallimaci (comps.), Religión e Imaginario Social, Buenos Aires, Manantial, 2001; Ricardo Sidicaro: Los tres peronismos, Buenos Aires, FCE, 2004; Beatriz Sarlo: La batalla de las ideas (1943-1973), Buenos Aires, Ariel, Biblioteca del Pensamiento Nacional, volumen VII, 2001; Oscar Oslak: La formación del Estado argentino, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982. 8. Este imaginario consistía, en términos típico-ideales, en un modelo de crecimiento económico hacia fuera (Argentina como «granero del mundo») sostenido en la producción agropecuaria, en un régimen político de democracia y ciudadanía restringida y en formas culturales secularizadas y cosmopolitas en las que la religión se entendía como algo propio del ámbito privado.

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nuestros días— no se discutirá ya si debe haber o no relación entre religión y política, sino el tipo de relación que deberá armonizar el encuentro del ethos católico con las clases dirigentes. El catolicismo funcionará de esta manera como una suerte de nacionalismo de sustitución regulador de las múltiples diferencias sociales, étnicas y religiosas. Esto significará que se reconocerá en nacionales y extranjeros a personas, es decir, a seres con iguales derechos por el solo hecho de ser creados por Dios, hermanos y hermanas entre sí, sin importar el lugar de nacimiento o su estatus legal como ciudadanos argentinos. El imaginario católico primero de la persona y luego del pueblo corroe por abajo el imaginario liberal de la ciudadanía. El catolicismo que logró esta penetración social y estatal mediante una acción sostenida durante toda la década de los años treinta no era ya el viejo catolicismo barroco español de la colonia, ni el de los intentos de conciliación con la modernidad de fines del XIX y comienzos del XX. Por el contrario, estamos en presencia de un catolicismo integral, intransigente y totalizante, que subsume lo social con lo político, lo cultural y lo doctrinario. Tiene su cabeza en Roma y hace de la fidelidad al papado y de la presencia entre las masas el núcleo de su estrategia de crecimiento y supervivencia frente al Estado nacional. Por ello es también profundamente antiliberal y anticomunista. Sus militantes intentarán actuar directamente en el seno del Estado desarrollando diversas experiencias de organización social, cultural y política. Este fenómeno ha dado pie a una mirada superficial sobre la Argentina del siglo XX según la cual el pensamiento católico habría sido la usina que dotó de contenidos a las versiones restauradoras, autoritarias y reaccionarias del pensamiento nacionalista.9 Si bien es cierto que la presencia de un catolicismo de fuerte contenido nacional en la esfera política favoreció un proceso de interpenetración con las Fuerzas Armadas, siendo la última dictadura su más alto nivel de simbiosis ante la patria amenazada por la subversión, hubo también otro tipo de afinida9. Véase, por ejemplo, David Rock: La Argentina autoritaria, Buenos Aires, FCE, 1990. Rock no logra analizar los diversos nacionalismos y catolicismos y no menciona a las burguesías liberales en la formación del autoritarismo argentino. Desde una perspectiva diferente a la anterior, Alain Rouquie, en su ya clásico Poder militar y sociedad política en la Argentina, Buenos Aires, EMECE, 1983, 2 vols., es más abarcante, pues muestra la relación entre militares y grupos económicos, políticos, católicos y estatales.

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des que deben ser consideradas.10 Nuestra perspectiva intenta evitar los reduccionismos. Para ello destacaremos que las articulaciones católico-nacionales no se limitaron a las expresiones militaristas, sino que se presentaron en un espectro más vasto y heterogéneo. Así, es posible reconocer una matriz común que se remontaría a los años veinte y treinta de la que surgieron opciones político-religiosas a menudo enfrentadas entre sí, pero con un parentesco interno innegable. Por razones de economía verbal denominaremos catolicismo integral a esta matriz común. En él se unen el antimodernismo liberal y propuestas de una modernización verdaderamente cristiana: la unión del Syllabus con la Rerum Novarum. El catolicismo integral alude, pues, a un movimiento cultural que se declaraba intransigente frente al liberalismo y el socialismo. El diagnóstico sobre la sociedad y el mundo contemporáneo del que partían los católicos integrales argentinos mantenía que el liberalismo, en sus múltiples facetas —no sólo la económica— y la modernidad eran las causas principales de la degradación de las sociedades contemporáneas.11 De ahí que se planteasen una estrategia de concentración de fuerzas para un enfrentamiento a largo plazo contra sus diversas expresiones. Esto suponía distanciarse de la vivencia de la religión como encantamiento o como algo propio del mundo privado o de la creencia personal. Los católicos integrales argentinos se autodefinían como seguidores de la autoridad emanada de Roma, y eran integrales en el sentido de restaurar todo en Cristo. Esto es algo que no puede dejarse de lado, porque constituye una de sus diferencias más marcadas con las expresiones nacionalistas que privilegia10. Hemos desarrollado ampliamente los vínculos entre el catolicismo y militarismo en otro trabajo. En 1976 ambas instituciones vieron amenazados sus monopolios por la radicalidad social, militar y religiosa: las Fuerzas Armadas, el monopolio de la violencia legítima; la institución eclesial, el de los bienes de salvación. Ambas instituciones unieron esfuerzos para la eliminación social, simbólica y física de las disidencias. Cfr. Fortunato Mallimaci: «Catolicismo y militarismo en Argentina (1930-1983). De la Argentina liberal a la Argentina católica», en Revista de Ciencias Sociales, Univ. Nac. de Quilmes, N.º 4, 1996. 11. La siguiente caracterización se construye a partir de los trabajos de Emile Poulat: Integrisme et catholicisme integral, París, Casterman, 1969, Catholicisme, Democratie et Socialisme, París, Casterman, 1977 y Eglise contre bourgeoisie, París, Casterman, 1997; Fortunato Mallimaci, «El catolicismo argentino desde el liberalismo integral a la hegemonía militar», en Quinientos años de catolicismo en la Argentina, Buenos Aires, op. cit. y Luis Donatello: Ética católica y acción política. Los Montoneros (1966-1976), op. cit.

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ban los discursos del orden. Pero también había en ellos una fuerte impronta social. La cuestión social, lejos de ser un problema menor que pudiera resolverse mediante el disciplinamiento, era un objeto de preocupación inherente a las nociones de justicia de la doctrina social de la Iglesia. El salario justo, la creación de sindicatos para satisfacerlos, la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores dentro y fuera del mundo laboral y la educación católica en las escuelas del Estado eran todos elementos caros a sus propuestas. Ello se debía a dos motivos. Por un lado, porque respondía a la noción católica de la justicia social; por otro, porque era la única manera de evitar que el peligro rojo hiciera presa en las masas. Este catolicismo integral —también en esto se diferenciaba de las ideologías aristocratizantes inherentes a ciertos nacionalismos— necesitaba y apuntaba a una estrategia de masas. Todo esto, como vemos, suponía la búsqueda de aliados en función de las coyunturas históricas y políticas. A principios de los años treinta la crisis local e internacional del liberalismo como concepción del mundo llevó al catolicismo a buscar aliados virtuosos en las Fuerzas Armadas y vínculos, muchas veces contradictorios, con las distintas vertientes del nacionalismo vernáculo. El golpe cívico-militar de 1930 significó —entre otras cosas— el cuestionamiento del imaginario liberal. Las Fuerzas Armadas pasaron de ser un actor burocrático del Estado a convertirse en un actor político relevante y creíble. La Iglesia católica, que se encontraba a la defensiva hasta ese momento y con poca relevancia social, se convirtió poco a poco en un actor político necesario no sólo para la legitimidad de clases dirigentes huérfanas de apoyo popular, sino también como garante global del nuevo orden social. El nuevo bloque histórico que intervino en la construcción del Estado ya no buscó el alejamiento del poder militar ni de la institución eclesial, sino su acompañamiento. A partir de ese momento, y hasta casi finalizar el siglo XX, el sueño de contar con un coronel y un obispo propios persiguió a todos los actores políticos y estuvo presente en el apoyo otorgado por amplios sectores de la población a los golpes cívico-militar-religiosos. Sin embargo, a partir de los años cuarenta veremos cómo estas afinidades adquieren una mayor complejidad tras el surgimiento del peronismo como expresión de la clase trabajadora argentina.

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Influencias católicas y nacionalistas en el imaginario cristiano-peronista: 1943-1955 El peronismo constituyó un movimiento político que, en su justificación discursiva, tuvo la capacidad de combinar elementos católico-nacionalistas con un código cultural y político autónomo.12 La existencia innegable de elementos católicos en la conformación identitaria e ideológica del primer peronismo es un dato que exige comprobar en la documentación de la época las particularidades del uso peronista de los elementos nacionalistas y religiosos. Quienes llegaron al nacionalismo desde una matriz maurrasiana,13 como los hermanos Rodolfo y Julio Irazusta,14 tuvieron posiciones críticas hacia la experiencia política materializada en las jornadas de octubre de 1945.15 Muchos católicos nacionalistas fueron críticos con el gobierno de Perón y con sus consecuencias estatalistas, calificadas de peligrosamente obreristas. Tal fue el caso prototípico del sacerdote ultramontano Julio Meinvielle.16 Como se ha señalado en un interesante trabajo, 12. Humberto Cucchetti: Religión y política en Argentina y en Mendoza, op. cit. 13. Una vez más queremos recordar la importancia de distinguir para comprender. El politique d´abord propio de los nacionalistas católicos, nacionalistas, militaristas integrales y similares tiene fuerte influencia en el pensamiento restaurador de Charles Maurras, pero debe diferenciarse del catholique d´abord del movimiento católico integralista que proclamó su propia modernidad católica con la Iglesia y el papado a la cabeza. Los documentos de los obispos condenaron en Argentina las influencias de Maurras en nombre del pecado del nacionalismo exagerado. Si el liberalismo era pecado mortal y el comunismo intrínsicamente perverso, el nacionalismo era recomendado siempre y cuando no fuera exagerado y respondiese a la lógica católica institucional de construir la patria católica. 14. Cristian Buchrucker: Nacionalismo y Peronismo (1930-1955). La Argentina en la crisis ideológica mundial, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 164. 15. Recordemos que las medidas tomadas por el coronel Perón desde el gobierno de la época generaron adhesiones en el mundo obrero y rechazos en gran parte de la prensa, la intelectualidad y los partidos políticos tradicionales (de izquierda y de derecha), encabezados por el entonces embajador de Estados Unidos, Spruille Bramen. Estos sectores llamaron a una movilización en septiembre del 1945 que, sumada a las internas del ámbito castrense, obligaron a Perón a retroceder políticamente, siendo encarcelado a mediado del mes de octubre siguiente. El 17 de este mes una movilización popular de características multitudinarias retorna a Perón a la escena política. El 24 de febrero de 1946 el peronismo gana democráticamente las elecciones presidenciales, dando inicio a sus tres gobiernos. El primero logró concluirse; el segundo, de 1952, fue interrumpido por el golpe militar de septiembre de 1955, y el tercero, en 1973, quedó inconcluso por su fallecimiento en 1974. No hay que olvidar que las discusiones en Argentina sobre la relación entre nacionalismo y catolicismo pasan por la apreciación que se haga del movimiento obrero, del peronismo, del populismo y de la figura de Perón. 16. El sacerdote Julio Meinvielle (1905-1973) representó durante varias décadas la mentalidad de importantes sectores del catolicismo argentino. Con una prolífica trayec-

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«Meinvielle y la mentalidad que él representa operaron en ese momento, y con seguridad durante un largo período posterior, como anticuerpo dentro de los campos ideológicos entonces superpuestos al nacionalismo (contra un nacionalismo popular antiimperialista), al catolicismo (contra la emergencia de una iglesia «popular»), y aun al peronismo, al que tanto se opuso en la medida en que se nutre de estas dos corrientes».17 Finalmente, quienes se adhirieron al peronismo dieron un giro populista, abandonando el antiguo discurso elitista que el nacionalismo les hacía predicar (tal fue el caso del intelectual Ernesto Palacio o del sacerdote Virgilio Filippo). De lo contrario, hubieran visto reducidas sus influencias en el gobierno iniciado en el año 1946.18 El proceso de especificación de lo que podemos llamar el populismo peronista generó graves problemas tanto al nacionalismo en general como a las corrientes católicas afectadas por la identificación de sus miembros con la nueva experiencia de poder.19 En el terreno discursivo, catolicismo y nacionalismo fuetoria intelectual, participó en revistas como Criterio y Sol y Luna, entre otras. Admirador del primer Maritain (el antimoderno), se alejará de este autor cuando éste tome posturas contra la guerra justa durante la guerra civil española. Suele ser presentado como mentor del nacionalismo católico militante y autoritario, y fue retomado por agrupaciones juveniles antisemitas como Tacuara en los años cincuenta y sesenta. Su concepción del orden social, desarrollada en diversas publicaciones y conferencias, enfatiza un modelo corporativo de sociedad cristiana con arreglo a lo espiritual (Iglesia). Condenó, pues, tanto el liberalismo rousseauniano, el comunismo marxista y el sovietismo peronista como las orientaciones paganas preconizadas por el nacionalismo maurrasiano. Uno de sus libros más conocidos, De Lammenais a Maritain, escrito en 1945, fue traducido a varios idiomas y constituye una síntesis de las críticas al liberalismo católico. 17. Floreal Forni: «Catolicismo y peronismo» (II), Revista UNIDOS, Ed. Fundación Unidos, Buenos Aires, n.° 17, diciembre 1987, p. 201. 18. En estos casos, su participación en el peronismo estuvo ligada a sus respectivas labores como legisladores (Palacio) o en las Convenciones Constituyentes (Filippo). Es notable ver cómo en sus actuaciones este tipo de animadores intervenieron en el debate público de manera mucho más moderada y conciliadora de cómo lo hacieron unos pocos años antes. 19. Convendría aquí detenerse sobre el concepto de populismo, en ocasiones usado peyorativamente en los análisis socio-históricos. No consideramos el peronismo una anomalía, sino como una de las formas primordiales de lo social en América Latina. La presencia en el discurso político de la categoría de pueblo, la lógica constitutiva de las identidades colectivas y la antinomia de éste contra el anti-pueblo (que en el imaginario social se define como el Imperio, los vendepatrias, los cipayos o la oligarquía), es lo que, según entendemos, caracteriza al fenómeno populista y, más específicamente, al populismo peronista. Para ver literatura al respecto recomendamos Moira Mackinon y Alberto Petrone: «Los complejos de la Cenicienta», en Mackinnon y Petrone (comps.), Populismo y neopopulismo en América Latina. El problema de la Cenicienta, Eudeba, Buenos Aires, 1999. También está el clásico texto de Ernesto Laclau: Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Madrid, Siglo Veintiuno Editores, 1999,

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ron constantemente interpelados por un movimiento político de características plebeyas que se presentaba como continuador de las pretensiones doblemente milenarias del cristianismo y de las recomendaciones de la Iglesia en materia de doctrina social. Este movimiento encarnaba simultáneamente el rechazo del comunismo y del capitalismo, propugnaba la armonía social y la organización comunitaria y ensalzaba la tercera posición como axioma filosófico de un nacional-populismo cristiano.20 Las relaciones entre catolicismo y peronismo poseen una complejidad tal que sólo distinguiendo espacios analíticos es posible hacer inteligible su comprensión. Desde el punto de vista de las relaciones entre la institución eclesiástica y el gobierno peronista, hubo una serie de negociaciones que distaron de satisfacer las expectativas de ambos. La Iglesia católica esperaba obtener una mayor influencia en la conducción de los asuntos públicos; el gobierno, lograr hacer de la Iglesia un aparato ideológico del Estado peronista. Sin embargo, esto no negaba la existencia de miembros del movimiento católico que se identificaban, en razón de su pertenencia religiosa, con el movimiento peronista. En sus orígenes, diversos sectores del catolicismo argentino de matriz integralista apoyaron al candidato a la presidencia por el Partido Laborista, viendo en su política social una continuidad con la doctrina social de la Iglesia. Esta adhesión creó una afinidad a largo plazo entre las perspectivas católicas y los espacios simbólico-políticos del justicialismo. No obstante, también hubo católicos que desertaron tempranamente de sus adhesiones al naciente espacio político: aquéllos más ligados a un nacionalismo de corte clerical o que entendían que el lenguaje obrerista de Perón era excesivo para las pretensiones cristianas rápidamente se alejaron del movimiento justicialista. Este panorama puede dar pie a la confusión. Sin embargo, es necesario resaltar su complejidad para evitar caer en los reducy La Razón Populista, Buenos aires, FCE, 2005. Un estudio comparativo a nivel latinoamericano entre Estados e Iglesias católicas ha mostrado históricamente el paso de la ausencia de legitimidad a la participación activa de lo católico. Cfr. Fortunato Mallimaci: «La Iglesia en los regímenes populistas (1930-1959)», en E. Dussel (edit.), Resistencia y esperanza. Historia del pueblo cristiano en América Latina y el Caribe, op. cit., pp. 211-234. 20. La proclamación del propio primer mandatario de que «la razón es lo que el pueblo quiere» explica en gran medida al populismo de la época peronista. Será traducida años más tarde a la lógica católica tercermundista como el pueblo nunca se equivoca o el ethos católico de la sabiduría del pueblo.

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cionismos que ven en el peronismo una tendencia regalista, así como en las interpretaciones que destacan una vanguardia clerical. Para evitar dichas simplificaciones debemos mencionar que ambos factores en juego, el gobierno peronista y la institución eclesiástica, compartieron una matriz antiliberal y anticomunista al tiempo que intentaron ganar una hegemonía sobre los distintos espacios de la vida social para llevar a cabo sus proyectos. Las afinidades establecidas en los años 1945-1946 fueron rearticulándose con el tiempo. El naciente movimiento peronista recibió apoyo del diario católico El Pueblo. Según éste, el candidato laborista llegó a afirmar que «la enseñanza religiosa inspira el verdadero sentimiento patriótico». También recibió el apoyo de dirigentes católicos que se incorporaron al aparato estatal y luego al partido (destacan Antonio Cafiero como ministro de Economía y Juárez como gobernador de Santiago del Estero), de intelectuales (Manuel Gálvez, Leopoldo Marechal, Juan Carrizo) y de aquellos que formaban pequeños partidos testimoniales, como la Alianza Libertadora Nacionalista, con el sacerdote Leonardo Castellani, y el dirigente de la Juventud de Acción Católica Basilio Serrano. Dos figuras nos muestran especialmente la sensibilidad cristiana con el mundo obrero: por un lado, el sacerdote Hernán Benítez,21 confesor y acompañante de la Primera Dama, Eva Duarte de Perón, en sus viajes a Europa e intelectual orgánico peronista que destacó el vínculo intrínseco entre justicialismo y cristianismo. En el ámbito sindical, la militancia obrera generó una identidad social no sólo a partir de imaginarios socialistas o comunistas, sino también, y cada vez más, desde una relectura de los orígenes del cristianismo. Cipriano Reyes, en su libro sobre la experiencia del 17 de octubre, no sólo rescató a un Jesús «primer anarquista [...] que un día salió al encuentro de los menesterosos y con ellos organizó su apostolado de lucha emancipadora», sino que mostró su relación directa con sacerdotes para llevar adelante sus huelgas y triunfos. En este intento por validar 21. Recomendamos, de su autoría, la obra La Aristocracia frente a la Revolución, sin editorial, aparecida en el año 1953. En él legitima desde su catolicismo integral la revolución obrera del peronismo. Recordemos que durante el gobierno peronista Benítez dirigió la revista de la Universidad Nacional de Buenos Aires y vivió el exilio interno (tanto político como religioso) tras la caída del gobierno en 1955. Mantendrá vínculos estrechos con el futuro Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Murió en los años noventa.

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desde una perspectiva cristiana la presencia en el mundo obrero, la Juventud Obrera Católica (JOC) se aproximó a la concepción peronista del orden social, produciéndose una reciprocidad entre los contenidos políticos del peronismo y la adscripción religiosa de los trabajadores jocistas.22 Este proceso abarcó varias décadas. Durante los años sesenta y setenta, una oleada católica asociada a las reformas conciliares dotaría de nuevos elementos a las expresiones políticas populares. Ya en el período 1945-55 las relaciones entre peronistas, católicos y nacionalistas estuvieron marcadas por interesantes oscilaciones. En lo institucional, determinadas medidas iniciales —como la aprobación parlamentaria del decreto del gobierno militar de diciembre de 1943 por el que se introducía la enseñanza de religión en los horarios de clase— sufrieron un deterioro con el paso de los años. El creciente antagonismo entre el gobierno y sectores importantes de la Iglesia, así como la andanada de medidas ratificadas por el Congreso que dañaban los intereses católicos culminó con el golpe de setiembre de 1955.23 En el ámbito simbólico, el propio Perón se encargó de precisar durante sus primeros tiempos como presidente la autoridad religiosa del justicialismo peronista.24 Incluso en pleno conflicto con la Iglesia Perón desestimó el enfrentamiento asegurando la 22. Cfr. Fortunato Mallimaci: «Los diversos catolicismos en los orígenes de la experiencia peronista», en Di Stefano y Mallimaci, op. cit. En esta obra están sintetizadas las diferentes respuestas católicas y nacionalistas ante el naciente fenómeno peronista. Sobre la JOC, cfr. Abelardo Sonería: «La Juventud Obrera Católica en la Argentina (y notas comparativas con su desarrollo en Brasil y México)», en Alicia Puente Lutteroth: Innovaciones y tensiones en los procesos socio-eclesiales. De la Acción Católica a las Comunidades Eclesiales de Base, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México. Realizar historias de vida nos mostrará a lo largo de los años itinerarios diferentes y hasta enfrentados. De allí la precaución al categorizar. 23. Las medidas adoptadas por el peronismo en contra de la institución eclesiástica también afectaban la identidad católica común. Se pueden citar, entre ellas, la supresión de la Dirección de Enseñanza Religiosa (2/12/54), la negación del permiso para celebrar misa en la clausura del Año Mariano Universal (8/8/54), la sanción de la ley de divorcio (14/12/54), el levantamiento del valor académico de las materias Enseñanza Católica y Moral (16/12/54), la legalización de los prostíbulos (30/12/54), la suspensión del dictado de la materia de Religión (14/4/55), la derogación de la ley de enseñanza religiosa (11/5/55) y la separación de Iglesia y Estado (18/5/55). Estas medidas legales fueron acompañadas de otras no menos polémicas: detención de sacerdotes antiperonistas, expulsión de Monseñor Tato y de Monseñor Novoa por la polémica y multitudinaria procesión de Corpus Christi el 11 de junio de 1955. 24. En 1948, la condecoración oficial a Monseñor Nicolás de Carlo, obispo de Resistencia y señalado como obispo peronista, generó polémicas por el discurso de Perón al resto del episcopado argentino. Ver Cucchetti, op. cit.

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autenticidad de su catolicismo.25 Continuidad y ruptura definieron, en gran medida, la lógica de las relaciones entre el catolicismo y el peronismo durante el período que va desde 1945 hasta 1955. No obstante, así como debe evitarse confundir peronismo, catolicismo y nacionalismo como un todo relacionado y sin fisuras, tampoco hay que pensar que las herencias católicas y nacionales estuvieron desconectadas del campo político oficialista argentino de mediados de siglo XX. Las conexiones y cambios de sentido entre las ideas de patria, de cristianismo y de peronismo fueron alentadas por varios movimientos, pero, sobre todo, por las dos máximas autoridades políticas reconocidas en la época: Juan Domingo Perón y su esposa, Eva Duarte. Esta última fue el referente político que más lejos llevó, y con consecuencias más irritantes, las analogías entre Perón y Cristo —como memoria religiosa actualizada en el justicialismo— y entre Perón y San Martín —como heredero directo del héroe máximo de la patria.26 Desde el mundo católico se hicieron asimismo esfuerzos por desarrollar un catolicismo atravesado por las ideas de patria, pueblo y clase trabajadora. Dos trayectorias católicas representadas respectivamente por un mentor de la reforma constitucional de 1949, el Dr. Arturo Sampay, y por un miembro de la convención constituyente, el Dr. Pablo Ramella, nos sirven para comprender las articulaciones entre nacionalismo y el legado católico. Artífice de la reforma constitucional del año 1949, Sampay moldeó gran parte del nuevo espíritu constitucional del peronismo. Su perspectiva tomista sostenía la necesidad de tener en cuenta tanto las necesidades del propietario como el fin social de la distribución de las riquezas.27 El papel distributivo del Estado era indiscutible, así 25. En rueda de prensa, y con el argumento de la infiltración clerical en política, Perón sostuvo: «Yo no sé por qué salen ahora esas organizaciones de abogados, de médicos y de estancieros católicos. Nosotros también somos católicos. Sólo que para ser peronista no decimos que somos peronistas católicos. Somos simplemente peronistas y, dentro de eso, somos católicos, judíos, budistas, ortodoxos, etc., porque para ser peronista no le preguntamos a nadie a qué Dios reza». Diario Los Andes, 11/11/1954. A pocos meses de su derrocamiento, y en pleno conflicto con vastos sectores católicos, Perón afirmó que «he nacido y seguiré siendo católico». Diario Los Andes, 26/5/1955. 26. Según en palabras de la propia protagonista, «Perón es el heredero directo de la misión del pueblo y del espíritu de San Martín». Diario La Libertad, Mendoza, 2/1/1951. 27. Cfr. Sampay, Convención Nacional Constituyente, 1949, p. 277. Hay que evitar prejuicios anacrónicos en la interpretación sobre el valor histórico y cultural del tomismo en la primera mitad del siglo XX. Hay que entender la lógica en la que emergió y

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como la necesidad de un dirigismo económico estatal que regulase la distribución del ingreso y evitase la dirección plutocrática de la economía, frente a lo que sostenían el liberalismo económico y los defensores de la propiedad privada irrestricta. Sampay representaba una cultura política construida sobre bases religiosas y opciones peronistas. En una de sus obras llegó a defender la integración de las capacidades intelectuales y de las motivaciones morales en la formación y práctica de la clase política.28 Según esto, el político debía fundar su abnegación en el amor a Dios.29 Las raíces culturales y filosóficas de amplios sectores de la clase dominante anterior a 1945 estaban ligadas al liberalismo laicista y al proyecto de descatolizar la sociedad y el Estado. Frente a ello nuestro autor partía de la idea de una Argentina católica, aunque en una versión próxima al nacionalismo populista. Por encima de todo, afirmaba, «el catolicismo es una fuente de cohesión espiritual de la nación que la inmuniza de las pretensiones imperialistas». Retomó así la tesis del catolicismo como elemento de unidad anti-imperialista, que sería planteada también por el propio Perón.30 En las reflexiones jurídicas de Sampay, argentinidad y catolicismo no podían desligarse. El Estado era un fin supremo, de manera que la argentinidad y la construcción de un Estado activo constituían un bloque monolítico en su propuesta, siendo lo primero una forma de llegar a lo segundo, es decir, al concepto deseado de nación. Pero este Estado, supremo en su género, estaba subordinado a razones espirituales de mayor envergadura.31 De esta manera llegamos a su participación en la convención constituyente de 1949. Referente convencional del oficialismo, su influencia se tradujo en la conque, en nombre del propio Santo Tomás, existieron apreciaciones muy diversas sobre la naturaleza de la presencia católica en la modernidad. No todo el tomismo condujo a la proclamación de una sociedad de corte feudal o fue portado por un catolicismo de corte integrista, como muchas veces se suele suponer. Baste recordar cómo fue leída en América Latina la encíclica Populorum Progressio, de Pablo VI, cuando señaló que se podían usar las armas para enfrentarse a una tiranía evidente. Parte de la radicalidad católica de los años setenta y su articulación en grupos político-militares se apoyó en esa legitimidad. 28. Arturo Sampay: La formación política que la Constitución Argentina encarga a las universidades, La Plata, Ed. Biblioteca Laborems, 1951. Este libro se basó en una conferencia dictada por Sampay en la Universidad Nacional de Cuyo. 29. Ibídem. 30. Ibídem, p. 50. 31. Arturo Sampay: Introducción a la teoría del Estado, Buenos Aires, Ediciones Politeia, 1951, p. 399.

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solidación jurídica de preceptos anticapitalistas sostenidos en tradiciones humanistas y cristianas.32 Con una trascendencia pública menor que la de Sampay, pero con importantes aportaciones en el plano político-religioso, hay que tener en cuenta también a Pablo Ramella, un abogado vinculado al peronismo por la provincia de San Juan. Ramella fue senador nacional desde 1946 hasta 1952 y participó en la convención constituyente de 1949. Fue dirigente de Acción Católica en varias oportunidades y director del diario católico El Pueblo durante los años 1953-54. En 1975 llegaría a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia hasta el golpe cívico-militar de marzo del siguiente año. Dos de sus libros más relevantes fueron escritos antes de su participación en el gobierno de febrero de 1946. La estructura del Estado, cuya primera edición es de 1945, surgió en el contexto de la discusión en el mundo católico sobre la inserción de lo religioso en la modernidad. Años antes, en 1938, Ramella había publicado La Internacional Católica, tesis doctoral en la que planteó los vínculos entre derecho constitucional y derecho internacional partiendo del catolicismo como una combinación equilibrada entre el patriotismo y el espíritu internacional del mensaje cristiano.33 El sentimiento nacional era así reconocido, aunque descartando sus exaltaciones desmedidas y enfatizando un internacionalismo católico opuesto al comunismo y al socialismo.34 Para Ramella, la universalidad del catolicismo no negaba el valor de la cuestión nacional: «tal idea no implica destruir el sentimiento de amor a la patria, que ha sido proclamado siempre con énfasis por el catolicismo».35 En ambos autores podemos encontrar una afinidad entre nacionalismo, catolicismo y la cultura política popular del peronismo. Pero si algunos militantes procedentes del movimiento católico consolidaron con el tiempo su vínculo con la militancia popular de un gobierno que hacía política apoyándose en las encíclicas y en el cristianismo auténtico, otros católicos consideraron sus creencias incompatibles con el peronismo. Razones no faltaban de un lado ni del otro. Para los segundos, el peronis32. Ibídem, p. 307. 33. Pablo Ramella: La internacional católica: las normas de derecho internacional público en el derecho constitucional, San Juan, 1938, p. 1. 34. Ibídem, pp. 149-150 y pp. 81-82. 35. Ibídem, p. 108.

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mo pretendía manipular a la Iglesia atendiendo a sus propios intereses. En cualquier caso, la política oficialista fue oscilante. La reforma constitucional de 1949 contaba con contenidos católicos de relieve, especialmente en el terreno de los derechos sociales, pero en el plano discursivo una parte del mundo católico consideraba inaceptable la pretensión justicialista de disputarle a la propia Iglesia el poder simbólico del cristianismo. En junio de 1955, aviones militares pintados con cruces y con la V de la victoria bombardearon a los trabajadores que acudían a la Plaza de Mayo a apoyar al gobierno de Perón. Los muertos y heridos se contaron por cientos.36 Horas más tarde fueron incendiados los principales templos del centro de la ciudad de Buenos Aires. El golpe cívico-militar-religioso que derrocó al gobierno peronista en septiembre de ese mismo año, la llamada revolución libertadora,37 se hizo bajo el santo y seña de Dios es justo. El triunfante general Lonardi asumió el poder bajo la advocación de la Virgen María y con la consigna de «ni vencedores ni vencidos». Con el golpe y posterior ascenso de los sectores de poder representados por el general Aramburu y el contralmirante Rojas las divisiones en el seno del catolicismo volverían a manifestarse. Algunos sectores católicos fueron reprimidos y llegaron a ser encarcelados, como fue el caso de Ramella; otros justificaron la proscripción del peronismo en nombre de los derechos de la Iglesia y de la preservación de la nación. Pero el golpe de Estado reveló sobre todo la aguda fricción entre distintos tipos de catolicismo y de matrices de pensamiento sobre la nación. De nuevo —y hasta la fecha— la memoria de esos hechos ha dividido aguas en las clases dirigentes argentinas. Así, la Iglesia católica sigue recordando lo que califica como la mayor persecución que sufrió en la historia.38 Pero si se caracteriza al peronismo como autoritario, fascista o nazi, ¿cómo analizar las persecuciones, matanzas, proscripciones, eliminación de las conquistas obreras y violaciones de los derechos humanos que cometieron quienes lo reemplazaron? ¿Por qué los organismos financieros internacionales —el Banco Mundial, por ejemplo— y 36. Las víctimas fueron alrededor de 350 muertos y miles de heridos. Cf. Gonzalo Chaves: La masacre de la Plaza de Mayo, Editorial de la Campana, La Plata, 2005. 37. De esta forma se autodenominó el golpe cívico-militar-religioso que derrocó al gobierno constitucional del general Perón. 38. Declaración del obispo Giaquinta en su reciente homilía de abril de 2005.

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el gobierno de los Estados Unidos han definido reiteradamente al peronismo como estatalista y populista?39 Este tipo de miradas retrospectivas, sin embargo, ejerció su mayor influencia unos pocos años más tarde, en el nuevo contexto de efervescencia social y política por el que atravesaría la sociedad argentina.

Una nueva efervescencia social: opciones políticoreligiosas durante los años sesenta y setenta En los años sesenta una serie de elementos sociales provenientes de las décadas anteriores se mezclaron con las nuevas ideas de renovación católica. Eran momentos de efervescencia en toda América latina. Dos acontecimientos fundamentales marcaron los imaginarios y las utopías sociales: por un lado, la revolución cubana de 1960, con su propuesta de lucha armada y de construcción del socialismo en el patio trasero de los Estados Unidos; por otro, el profundo cuestionamiento de las relaciones entre el poder dominante y las jerarquías eclesiásticas que llevaron a cabo algunos grupos católicos. Esos grupos asumieron la renovación conciliar desde la pobreza y la opresión que padecía el continente, tal y como quedó expresado en las conclusiones de la Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en 1968 en Medellín (Colombia). Las distintas corrientes del catolicismo se encontraron así en Argentina con nuevas modalidades del liberalismo, del socialismo y del nacionalismo. En medio de ellos aparecería, una vez más, el peronismo, quien con su propia heterogeneidad y mutaciones internas inauguró una serie de opciones que concederían mayor complejidad aún a la trama histórica del país. Mucho se ha escrito sobre los cambios sociales y teológicos que supuso la renovación conciliar latinoamericana. Sin embargo, si no nos dejamos llevar por las meras intenciones de los protagonistas, podemos reconocer en todo ello la pervivencia de creencias, principios, formas retóricas y de acción emparentadas con el pasado que acabamos de relatar. La puesta en marcha de las reformas conciliares y su relectura desde la realidad latinoamericana no abrió un único camino, sino que constituyó más 39. Informe sobre Pobreza del Banco Mundial de 1990 y declaraciones de Condoleezza Rice en mayo de 2005.

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bien el punto de partida para un abanico de nuevas propuestas. Es conveniente evitar, pues, lugares comunes, como el de que el catolicismo conciliar condujo en Argentina a una radicalización política del clero y de los laicos que terminaría en la militancia insurreccional. También se dieron paradojas, como la de que una serie de sacerdotes y militantes católicos que a principios de los sesenta eran considerados como conservadores y reaccionarios apareciera pocos años después erigiendo las banderas de la liberación y del socialismo, especialmente de la liberación nacional y del socialismo nacional.40 Pero veamos cómo se desenvolvieron los católicos radicalizados en los años sesenta. Si consideramos las organizaciones que protagonizan la renovación post-conciliar, veremos que muchas de ellas tenían sus raíces en el movimiento católico de los años veinte y treinta. Lenta, pero persistentemente, estos movimientos evolucionaron y atravesaron por momentos traumáticos: el posicionamiento ante la revolución española y la segunda guerra mundial, el peronismo del período 46-55 y la relación con el mundo de los pobres y de la política partidaria durante los años sesenta y setenta. En cuanto a la relación entre el Estado, la sociedad y el movimiento católico, fue fundamental el papel de la Acción Católica Argentina (ACA) y de sus órganos especializados en el mundo del trabajo (Juventud Obrera Católica-JOC), de la cultura y la educación (Juventud de Estudiantes Católicos-JEC y Juventud Universitaria Católica-JUC) y en el entorno agrario (Movimiento Rural de Jóvenes de Acción CatólicaMIJARC). Encontramos también otro tipo de organizaciones cuya relación con la Iglesia estribaba tan sólo en la condición religiosa de sus miembros, aunque carecía de la estructura de control diocesana: el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, los curas obreros y otras redes informales que tenían como epicentro la figura de algún clérigo. Por lo general hubo dos momentos en estas organizaciones: una primera instancia de acercamiento a la socie40. Recordemos que el primer y principal movimiento de sacerdotes de América Latina surge en Argentina a mediados de los sesenta. Mientras que en Chile se llamarán Cristianos por el socialismo, en Argentina se denominaron Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Las diferencias semánticas son el fruto de las diferentes concepciones que sobre la sociedad, la política y la religión existían en los diferentes países. Si ir al pueblo y estar con los pobres significaba en Chile encontrarse con el socialismo y el comunismo, en Argentina significaba relacionarse con el movimiento peronista. Un libro que resume esta perspectiva es el del sacerdote mendocino Rolando Concatti: Nuestra opción por el peronismo, Buenos Aires, 1972.

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dad y a la política y una segunda en la que la política partidaria penetró en ellas. Gran parte de los integrantes de estos grupos se había formado en el clima de los años treinta. Por ende, sus opciones político-religiosas tenían mucho que ver con la adhesión a algún tipo de nacionalismo, con la apuesta por el poder militar como cuna de virtuosos para la dirección de los asuntos públicos en una sociedad que se tenía por corrompida por el liberalismo y, en muchos casos, con alguna vinculación con el peronismo. En los años sesenta, a la luz de la renovación que supuso el Concilio Vaticano Segundo, muchas de estas experiencias sufrieron un proceso de redefinición. Si dejamos de lado los grandes debates teológicos del momento y nos centramos en cómo fueron procesados éstos por los católicos argentinos, veremos que tal renovación fue en realidad una actualización de contenidos ya presentes. El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que llegó a reunir en los años setenta al diez por ciento de todo el clero (alrededor de 500 sacerdotes), llevó la reflexión desde el nivel teológico a la acción cotidiana. Reubicó así la praxis religiosa en el mundo de los pobres, se organizó por todo el país, desarrolló reuniones locales y nacionales, denunció públicamente a quienes oprimían al pueblo y se convirtió en uno de los principales referentes simbólicos de la lucha antidictatorial y de la construcción de otro tipo de Iglesia y de sociedad. Aceptado el planteamiento que no hay dos historias — por un lado, la de la salvación y, por el otro, la profana— sino que ambas se unen en una sola historia de liberación, la dimensión religiosa del catolicismo volvió a entroncar con la cuestión nacional. Ser cristiano adulto significaba asumir el nuevo sujeto histórico, ahora dotado de un nombre y un apellido concretos. Se decía así que «el proyecto dependiente vulnera la misma esencia del «ser nacional» y se impone la cultura del «dominador»... Frente a este proyecto esencialmente antinacional y anti-popular de dependencia y explotación, el pueblo argentino va realizando dolorosa, pero tenaz e intencionalmente, su propio proyecto de liberación... Reconocemos en este pueblo oprimido la única fuente real de poder para una política nacional independiente... Este pueblo, que adquiere con el peronismo el mayor grado de conciencia política y de combatividad histórica, se niega sistemáticamente a integrarse al sistema».41 41. Documento final del V Encuentro Nacional del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, octubre de 1972, en Domingo Bresci: Documentos para la memoria histórica. MSTM , Buenos Aires, Cehila, 1994

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El interés político partidario era visto por los católicos conciliares argentinos como algo malo de por sí, no como la búsqueda del bien común, sino de un interés sectorial. Al igual que sus antecesores de los años treinta y cuarenta, dudaban de la democracia, aunque desde perspectivas diferentes: los primeros, por su relación con el demo-liberalismo; los segundos, porque la relacionaban con la farsa democrática que vivían y soportaban desde 1955 —gobiernos civiles tutelados por las Fuerzas Armadas que, desde su perspectiva, oprimían al pueblo. Un rasgo de esa falsedad del orden político se identificó a nivel internacional como una bipolaridad ficticia. Un documento redactado por una agrupación de estudiantes de la Universidad de Buenos Aires resulta particularmente ilustrativo al respecto: «Reconocemos para América latina la necesidad de una política independiente del llamado Occidente Cristiano que supere el falso esquema de los dos bloques mundiales, entrando decididamente en la lucha por la promoción del Tercer Mundo, formado por todos los países subdesarrollados que se encuentran luchando por la conquista de su liberación».42 Como hemos visto, la idea de una tercera posición no era nueva para el catolicismo argentino y poseía antecedentes en experiencias políticas previas. En el plano nacional los católicos conciliares destacaron la identidad entre la clase obrera, el pueblo y la liberación nacional. Por ende, debía ser en torno a esta última cómo debía configurarse la política orientada a un orden justo. Pervivía de esta manera una cierta continuidad con el peronismo y con opciones políticas nacionalistas, pero no con cualquier modalidad de nacionalismo, sino con aquel —en palabras de una de las revistas cristianas de dicha década— «que derribe el formalismo jurídico-liberal y [cuyo] camino sea esencial de una democracia social».43 Esto suponía una toma de posición con respecto de la dualidad derecha/izquierda. La derecha fue caracterizada como «aceptación de la sociedad actual», y la izquierda, como «actitud crítica a la estructura total de la sociedad e ínti42. La Unidad Estudiantil» documento de la Agrupación humanista de Farmacia y Bioquímica de la UBA, diciembre de 1963, en Armada, Arturo, Habbeger, Norberto y Mayol, Alejandro Los católicos post-conciliares en la Argentina, 1962-1969, Buenos Aires, Galerna, 1970. 43. «Una nueva generación cristiana en Santa Fe», Editorial de la Revista Afrontar, n.° 1, julio de 1964.

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mamente unida a ella como una necesidad natural [...]. En esta actitud estamos y no negamos que estamos en el comienzo».44 Uno de los objetivos pastorales de la renovación católica en Argentina fue la formación del mayor número posible de militantes. Esto, independientemente de las voluntades individuales, presuponía una estrategia de inserción en la política, una actitud intramundana que comportaba, a su vez, una visión supramundana y ecuménica de la acción política. Se entendía que si bien el respeto al ser humano y el mandamiento cristiano del amor obligaban al individuo a hacerse responsable de sus actos, sólo Dios era digno de juzgarlos. Como rezaba una declaración del Movimiento Obrero de Acción Católica, «ningún acontecimiento o circunstancia, por crítica que sea la situación en que se desarrolle, nos exime de tratar a los hombres con el respeto y el amor que Jesucristo nos exige».45 ¿Pero, qué propuestas y principios de acción política se proponía? Según lo visto, la lucha pasaba por la oposición entre el interés político y el bien común. En los textos citados, lo político suponía una particularización de lo público. El particularismo de la primera premisa se veía superado por la opción ecuménica y universalista. Al igual que el marxismo y el liberalismo, el catolicismo no dejó el conflicto sin resolver. Marxismo y liberalismo reconocían un sujeto universal que debía encarnar la razón de la historia: para uno era una clase social, para el otro, el sujeto burgués. Por el contrario, para la Juventud Universitaria Católica todo esto prolongaba «la agonía de un período histórico caduco. Los valores cristianos deben ser rescatados y jamás confundidos con los valores individualistas de una sociedad liberal y capitalista cuyo orden es sólo una fachada que se derrumba ante la marcha de la historia».46 De todo lo anterior se desprendía una serie de opciones políticas y religiosas. El criterio para ordenarlas era el enjuiciamiento del mundo en que se vivía y la necesidad de una regeneración moral. El problema de las relaciones sociales y económicas se presentaba como un problema moral cuya solución dependía de la 44. Ibídem. 45. «Declaración del Movimiento Obrero de Acción Católica en apoyo al Padre Jesús Fernández Naves». Sr. Victorio Bernardi, responsable, y Padre Miguel Ramondetti, asesor, marzo de 1968. 46. «Declaración de JUC sobre los enfrentamientos militares de 1963», en Armada, Habbeger y Mayol, op. cit.

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voluntad humana y de la buena fe, es decir, de la puesta en práctica de los valores cristianos. De ahí la búsqueda de la liberación como salida del estado de pecado. En este marco, la única legalidad válida se identificaba con el seguimiento del Jesús Liberador. Dado que la ley de este mundo se halla sumida en la falsedad y la opresión, la justificación de la violencia era un elemento que se deducía casi naturalmente de las premisas.47 En realidad, muchos de estos elementos no eran nuevos: las críticas al liberalismo, a la democracia formal y al individualismo moderno eran ya en esa época lugares comunes del pensamiento católico. La diferencia entre las críticas de los años treinta y cuarenta y las de los años sesenta estribaba en la nueva apertura del catolicismo al diálogo con el socialismo, especialmente en su vertiente humanista. Esta apertura partía de los grandes lineamientos teológicos del Concilio Vaticano Segundo y, en especial, de sus adaptaciones latinoamericanas y locales. En ellas encontramos un amplio espectro de opciones políticoreligiosas que van desde la relación de algunos intelectuales católicos con el poder militar y económico hasta la creación de organizaciones insurreccionales que perseguían la toma del aparato estatal con el fin de transformar las estructuras sociales. Como telón de fondo tenemos una jerarquía eclesiástica que se consideraba baluarte de la Patria y de la identidad criolla y que había construido —ante la proscripción de los partidos políticos— una relación fluida con los poderes militar, económico y sindical. Al igual que en los años treinta y cuarenta, esto no suponía una filiación de clase ni una adhesión exclusiva a alguno de esos grupos. Por el contrario, los militantes que comenzaban en alguno de estos grupos podían ir circulando por distintas organizaciones hasta llegar a otro dentro del espectro señalado. Hay que destacar también a quienes buscaron elementos políticos virtuosos en las Fuerzas Armadas y se convirtieron a partir de eso en conspiradores permanentes. Personajes como el ya citado Padre Meinvielle o el ideólogo católico Jordán Bruno Genta se dedicaron en esa época a formar a las nuevas promociones de oficiales del ejército y a inspirar revistas, redes y movimientos de acción directa, como el grupo Tacuara. En esta organización 47. Véase al respecto el trabajo de José Pablo Martín: El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Un debate argentino, Buenos Aires, Editorial Guadalupe, 1997.

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de ideología reaccionaria militaron muchos jóvenes que encontraron en el viejo nacionalismo católico de los años treinta los cauces para su rebeldía anti-burguesa de principios de los sesenta. Sin embargo, no todos ellos se vincularon a la renovación conciliar. En realidad, muchos la combatieron. Quienes terminaron por vincularse a esa renovación recorrerían otros caminos distintos. Entre ellos podemos reconocer, por un lado, a quienes optaron por encauzar su acción en el terreno sindical. En ese ámbito se encuentra la Acción Sindical Argentina, fundada en 1955 por dirigentes de la Juventud Obrera Católica y por elementos de la Acción Católica Argentina. Su principal objetivo político consistía en la integración del movimiento obrero en el peronismo. Algunos de sus miembros se adscribieron a formas combativas de sindicalismo —es decir, opuestas a los sectores burocratizados del movimiento obrero— y no rehuían su identificación con el peronismo. No en vano, la Confederación General del Trabajo de los Argentinos, fundada por Raimundo Ongaro, reprodujo en su mise en scene pública muchos elementos del misticismo cristiano y constituiría un ámbito privilegiado para establecer relaciones fuera del ámbito eclesiástico y del sindicalismo burocrático. Otros militantes cristianos, en cambio, privilegiaron el campo de las ideas. En dicho ámbito podemos encontrar a los intelectuales católicos articulados en torno al Centro Argentino de Economía Humana (CAEH). Creado en 1963, este grupo es deudor de la corriente francesa, de fuerte presencia en Brasil,48 de seguidores de las ideas social-cristianas, como Joseph Lebret,49 Emmanuel Mournier50 y Theillard de Chardin.51 El CAEH, integrado en un primer momento por sociólogos y economistas universitarios de militancia humanista, se vinculó a la CGT, promoviendo investigaciones, conferencias y cursos de capacitación. 48. Cfr. Michael Löwy: Guerra de Dioses. Religión y política en América Latina, Siglo XXI Editores, México, 1999. 49. Joseph Lebret (1897-1966) fue un sacerdote dominico francés que fundó en Lyon el Centro de Estudios Economía y Humanismo en 1940, dando origen a una corriente intelectual del mismo nombre. Un concepto clave de esta corriente es la noción de pecado social. 50. Mounier creó la noción de socialismo personalista como una síntesis filosófica entre socialismo y cristianismo. Sus escritos, editados en francés, tuvieron una profunda influencia en los grupos conciliares de toda Latinoamérica. 51. Pierre Theillard de Chardin, sacerdote jesuita francés, fue un investigador que innovó el pensamiento católico de la segunda mitad del siglo XX e intentó adaptar la teoría evolucionista al catolicismo.

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Asimismo organizó encuentros anuales en 1962 y 1963 entre obreros y estudiantes cristianos con el fin de pensar el rol de los católicos en el cambio social. Gran parte de los intelectuales de este grupo pasó luego a militar en el Partido Demócrata Cristiano y en el peronismo. También podemos encontrar a intelectuales católicos que privilegiaron la acción y se presentaron como alternativa a los sectores burocratizados del movimiento obrero, de los partidos políticos y de la Iglesia católica. Un ejemplo de esa elección fue el grupo Cristianismo y Revolución, constituido hacia 1966 bajo la dirección de Juan García Elorrio,52 ex seminarista y seguidor ideológico del cura-guerrillero colombiano Camilo Torres. Su revista intentó elaborar una síntesis política entre los sectores más radicalizados del catolicismo, del peronismo revolucionario y de la izquierda no-peronista. Los símbolos que mejor expresaron ese proyecto eran las recurrentes fotografías de Camilo Torres y de Ernesto Che Guevara en su revista. Un autor que ha analizado el conjunto de la publicación y el ethos dominante entre sus miembros ha concluido que en ella «no hay miedo a la muerte porque no queda nada que perder... El espíritu de los caídos acompañará desde el cielo en la lucha por la liberación... Marxismo y cristianismo comparten la carga mesiánica y sagrada de la política revolucionaria... Este cristianismo revolucionario no tiene un programa. Se limita a la crítica social y moral contra la injusticia. Heredó la intransigencia católica contra la modernidad».53 Podemos finalmente identificar a quienes optaron directamente por la acción en el campo de la política de partidos. De hecho, antes de que se produjera el encuentro entre las ideas, organizaciones y actores aquí presentados con el fenómeno de la política insurreccional, hubo varias experiencias reseñables en la política de partidos. Una de ellas fue la desarrollada por un pequeño partido denominado Democracia Cristiana, que inte52. Juan García Elorrio, hijo de una familia de clase media de la zona norte del Gran Buenos Aires, ingresó en el seminario de San Isidro. Lo dejó a partir de un viaje a Cuba y del acercamiento al marxismo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Intentó sintetizar las ideas de cambio social con el catolicismo y el peronismo. 53. Gustavo Morello, Cristianismo y Revolución. Los orígenes intelectuales de la guerrilla argentina, Córdoba, Educc, 2003.

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gró y transformó esos contenidos en un programa político. Recordemos que la mayoría de los militantes del movimiento católico de raíz integral preferían penetrar los partidos, sindicatos y las Fuerzas Armadas, no crear partidos, sindicatos ni agrupaciones militares católicas. El todo —recristianizar Argentina, rehacer la presencia social de Jesucristo en el espacio público— les interesaba más que una de sus partes. Por lo demás, muchos católicos de sectores medios que experimentaron la renovación conciliar en alguna de las organizaciones de la Acción Católica terminaron por vincularse a la política a través de los movimientos universitarios. En los años setenta, quienes primaron la vía política partidaria encontraron ante sí nuevas opciones. Algunos eligieron organizaciones de cuadros que, desde ciertos sectores del peronismo, se proponían controlar éste para luego manejar el aparato estatal. Tal es el caso de la llamada Guardia de Hierro, con antecedentes en la primera resistencia peronista (1955-1958) y un peso creciente en el mundo universitario de los años 1968 y 1969. Sus contactos con militares, obispos y sindicalistas anti-tercermundistas las convertiría en el ala derecha del espectro cívico-militarreligioso. Otros, la mayoría, pasarían a militar en agrupaciones universitarias (Juventud Universitaria Peronista y la Unión de Estudiantes Secundarios) que, saliendo de los claustros, constituyeron lo que se denominó la tendencia revolucionaria del peronismo: la Juventud Peronista, el Movimiento de Villeros Peronistas, la Juventud de Trabajadores Peronistas y el Movimiento de Inquilinos Peronistas son algunas de las siglas que monopolizaron esa opción. Sus contactos con militares, sacerdotes y sindicalistas antiburocráticos y liberacionistas los convertiría en el ala izquierda del espectro cívico-militar-religioso. Para quienes optaron por la vía insurreccional existían organizaciones político-militares, especialmente los Montoneros, pero también experiencias como las Fuerzas Armadas Peronistas o los Descamisados. Los distintos movimientos nacionalistas y católicos aparecen frente a los anteriores como un elemento transversal. Sin embargo, fue en los Montoneros como expresión insurreccional más acabada del espectro insurreccional donde el vínculo entre nacionalismo, peronismo, catolicismo y violencia legítima terminó de definirse en términos programáticos. Veamos algunos de sus documentos para ejemplificar esta afirmación. 181

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Una de las posiciones básicas de los Montoneros consistía en sostener que Argentina era un país dependiente, en una situación cuasi-colonial, donde el poder económico —definido como una oligarquía— se encargaba, juntamente con el poder militar, de la gestión de los intereses imperialistas. En su primera y espectacular acción, el secuestro y ejecución del ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, afirmaron que «actualmente, Aramburu significa la carta de un régimen que pretende reponerlo para tratar de burlar una vez más al pueblo con una falsa democracia y legalizar la entrega de nuestra patria».54 Para legitimar su acción retomaron del revisionismo histórico una línea de continuidad con el pasado: «Nos sentimos parte de la última síntesis de un proceso histórico que arranca ciento sesenta años atrás, y que con sus avances y retrocesos da un salto definitivo hacia delante a partir del 17 de octubre de 1945. [...] A lo largo de este proceso histórico se desarrollaron en este país dos grandes corrientes políticas. Por un lado, la de oligarquía liberal, claramente antinacional y vendepatria; por el otro, la del pueblo, identificada con la defensa de sus intereses, que son los intereses de la Nación, contra los embates imperialistas en cada circunstancia histórica».55 La relación que establecieron entre el catolicismo, la política y su idea de formar un ejército peronista, popular, revolucionario, auténtico, de los trabajadores, etc. puede comprobarse en distintas manifestaciones. Su concepción católica integralista quedó expresada en el momento de mayor militarización de su estructura (1975-77), cuando crearon, al igual que el ejército nacional, capellanías para que acompañasen a sus milicias populares; o bien cuando pidieron a las autoridades eclesiásticas que mediasen en su lucha contra el gobierno militar; o cuando se dirigieron al Papa para que los acompañase en sus oraciones; o cuando trataron de sumarse como voluntarios a la aventura militar de Malvinas en 1982. Los Montoneros no buscaban una separación entre lo católico y lo partidario, sino otro tipo de legitimación. Si había capellanes para el ejercito vendepatria, debía haber también capellanes para el ejercito del pueblo. La matriz integral seguía operando en un movimiento que se proponía como alternativo.56 54. «Perón Vuelve». Comunicado N.º 1, mayo de 1970. 55. «Hablan los Montoneros», noviembre-diciembre de 1970, en Baschetti, op. cit. 56. Al respecto pueden consultarse los citados trabajos de Gillespie o Donatello.

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La participación católica en la dictadura y el movimiento de Derechos Humanos El golpe de Estado de 1976, con el que se suprimió todo tipo de garantías individuales y jurídicas, estableció el terrorismo de Estado como metodología cotidiana y procedió a la eliminación del enemigo subversivo que «atenta contra la Patria amenazada». Se trata de la mayor represión vivida por la Argentina contemporánea: casi 30.000 detenidos desaparecidos, campos de concentración, miles de torturados, presos y exilados, mujeres embarazadas asesinadas, sus bebés secuestrados, las conquistas sociales destruidas, en especial las del movimiento obrero (el mayor número de detenidos-desaparecidos fueron jóvenes y trabajadores relacionados con el movimiento peronista), y un plan de acción racionalizado para reprimir la subversión fueron sus principales características. Los centros clandestinos de detención y la tortura como actividad sistemática formaron parte central del dispositivo y del plan represivo. Como afirma una reciente sentencia contra los represores, «no fue con las herramientas del ejercicio de poder punitivo formal como el régimen militar en cuestión llevó a cabo la represión contra los que consideraba sus enemigos políticos, sino que fue a través de un premeditado y perverso ejercicio masivo y criminal de poder punitivo subterráneo cómo dieron cuenta de ellos; esta metodología que fue mantenida en secreto por todos los medios posibles y, como todo ejercicio de violencia estatal liberada de las sujeciones del Estado de Derecho, degeneró de forma inmediata en terrorismo de Estado».57 El período inaugurado por la última dictadura militar argentina es un ejemplo relevante para ilustrar las heterogeneidad de los vínculos entre nacionalismo y catolicismo y para cuestionar algunas interpretaciones simplistas al respecto. Así, hay que descartar las que ven el fundamento de la acción criminal de las fuerzas de seguridad en una particular forma de entender el catolicismo. Este tipo de argumento suele atender a las declaraciones de los propios actores de la violencia terrorista estatal, quienes afirmaron que su objeto era preservar los rasgos occidentales y cristianos del estilo 57. Daniel Raffecas, Juez del Juzgado Federal N.º 3, Resolución de marzo 2005 en causa N.º 14.216/03: Suárez Mason y otros sobre homicidios.

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de vida argentino. Sin embargo, no podemos tomar esto más que como un dato, ya que las distintas corrientes católicas de aquellos años desarrollaron otras opciones político-religiosas ligadas al nacionalismo. Cabe aclarar que sobre el período 1976-1983 existe una gran cantidad de historias de vida, escritos y testimonios reelaborados por personas que experimentaron el exilio externo e interno de una dictadura feroz, pero no existen todavía estudios que puedan reconstruir metódica y sistemáticamente el período en cuestión. Ello se debe sin duda a la huella traumática que dejó el gobierno militar en la sociedad argentina. Aunque no es nuestra intención cuestionar tales historias de vida, cierta construcción pública ha tendido a uniformizar las opciones políticas y sociales desarrolladas en ellas. En este sentido, se puede percibir en ellas un catolicismo que, en nombre de la patria amenazada por la subversión y el comunismo, justificó, legitimó y participó activamente en las actividades de las Fuerzas Armadas. Esa colaboración fue desde los vínculos con las cúpulas eclesiástica y militar hasta las conexiones ideológicas con ellas.58 Con ello se intentó presentar toda disidencia política en el seno de la Iglesia católica como una infiltración marxista y una conspiración contra el verdadero catolicismo. Numerosos documentos del episcopado, de obispos locales y de capellanes militares a lo largo y lo ancho del país demuestran esa postura.59 La revista católica Esquiú (distribuida oficialmente en todas las parroquias del país) produjo y reprodujo esa línea panegírica de las autoridades de facto. Sus editoriales apoyaban la cruzada del presidente Videla contra el terrorismo en todos sus matices, llegando a atribuir a la guerrilla hechos debidos a la represión militar, como el asesinato de religiosos de la comunidad de San Patricio, perpetrado por grupos vinculados al terrorismo de Estado.60 En esa misma publi58. Esta mutua relación puede analizarse en los documentos internos de la dictadura militar que tuvieron como objetivo, también, la eliminación de toda crítica en el seno del movimiento católico. La apelación a las Fuerzas armadas para que reprimiesen las disidencias (es decir, las resistencias o a quienes se oponían al orden instituido en cada campo), sean católicas o de otros grupos religiosos, sindicales, de partidos, culturales, educativas o empresariales, fueron alentadas por quienes dominaron el terreno y buscaron seguir ejerciendo su monopolio haciendo detener y desaparecer a los que les disputan parte de su poder. 59. Cfr. Emilio Mignone: Iglesia y Dictadura. El papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, Buenos Aires, Ediciones del pensamiento nacional, 1986. 60. «Más allá de una disconformidad juvenil (como sus empañadores intentan presentarlo), el terrorismo subversivo —que en un día trágico asesinó veinte policías y, en

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cación se citaban los discursos que el general Videla profería en nombre de los valores cristianos y sus alabanzas a la Iglesia: «Precisamente, es de esta confluencia de lo temporal y la fe cristiana de donde nace el convencimiento de que nuestra gestión alcanza su auténtica dignidad cuando se pone al servicio de la persona humana. Una persona humana concebida como prójimo. Es en este sentido que la Iglesia nos enseña hoy su admirable lección de humanismo cristiano: ser más y no meramente tener más».61 A lo que añadía en otra alocución navideña: «En esta noche en la cual el mundo cristiano se apresta a celebrar la fiesta de la Navidad, quiero hacer llegar un mensaje a todo el pueblo argentino. Lo hago en mi triple condición de presidente de la Nación, de padre de familia y de soldado».62 La revista Esquiú no fue la única en justificar las acciones del gobierno militar, pero sí constituyó un lugar nítido de afinidad entre militares católicos y católicos militarizados. Un lugar menos nítido por su propia naturaleza, pero no exento de compromisos, fue el que ocuparon un número importante de obispos de la Iglesia argentina. El testimonio de Emilio Mignone, militante de la Acción Católica, antiguo funcionario del primer gobierno peronista y del régimen de Onganía e incansable delator del terrorismo de Estado, refleja el dramatismo de la desaparición de un familiar cercano, su hija, y sus gestiones ante autoridades religiosas. En su libro sobre el tema combina la documentación con testimonios directos desde un punto de vista religioso. La denuncia de los obispos cómplices la realiza desde el amplio conocimiento que tenía de ellos, al haber sido un alto dirigente católico vinculado con temas educativos y por su destacada defensa de los derechos humanos durante la dictadura militar. Mignone concluye que «el episcopado argentino realizó una opción puramente política. Se alió con el poder temporal renunciando al testimonio del Evangelio».63 una noche triste de Belgrano, a cinco religiosos— importa una conspiración criminal contra nuestra civilización cristiana». Revista Esquiú, n.º 847, 18-24 de julio, 1976, Editorial, p. 10. En julio de 2005, por primera vez, las autoridades eclesiásticas, como fruto de la presión interna y de la demanda social de dar fin a la impunidad, iniciaron el proceso de reconocimiento como mártires de esos religiosos asesinados por el terrorismo de Estado. 61. Revista Esquiú, n.º 886, 17-23 de abril, 1977, p. 6. 62. Revista Esquiú, n.º 923, 1-7 de enero, 1978, p. 3. 63. Emilio Mignone, op. cit., p. 133.

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De la lectura de su libro podemos deducir la composición del cuerpo episcopal y las relaciones de los obispos con el gobierno militar. Los documentos del propio episcopado permiten ver esas relaciones en las afirmaciones complacientes con el gobierno, al que se justifica por la excepcionalidad del momento y por la pérdida de libertades que exige toda situación excepcional. También se trasluce en el reconocimiento eclesiástico del peligro terrorista, en la apreciación de los valores cristianos de los miembros de la Junta y en la denuncia de una campaña orquestada internacionalmente contra los intereses de la nación. Según el propio episcopado, los crímenes adjudicados a las autoridades militares eran de dudosa existencia. A todo esto, manifiesto en los documentos públicos de la Iglesia católica, Mignone añade vínculos concretos que tales documentos no permiten apreciar. Destaca, por ejemplo, las relaciones del gobierno con Monseñor Tortolo, presidente de la Conferencia Episcopal, con Monseñor Bonamín, Monseñor Grasselli, Monseñor Medina y Monseñor Plaza, los más involucrados con los militares de la Junta. Mignone cuestiona asimismo las convicciones de los obispos que avalaron el proceso en cuestión: «Dos son las corrientes, íntimamente ligadas entre sí, perceptibles en la mentalidad de gran parte del episcopado: el integrismo y la ideología del nacional-catolicismo [...] Una variante del integrismo la constituye la ideología del nacional-catolicismo, muy fuerte entre nosotros. En éste, a partir de la concepción de que el cristianismo debe abarcar las estructuras estatales, el catolicismo pasa a ser una suerte de religión nacional. La Religión y la Patria —ambas con mayúscula—, como antes la Religión y el Rey, se confunden. No aceptar el catolicismo y sus devociones —particularmente marianas— es ser un mal argentino. Múltiples episodios históricos se aducen para abonar esta simbiosis, que rebaja el cristianismo a la condición de ideología».64 En sintonía con todo ello podemos encontrar también a capellanes y sacerdotes que acompañaron y dieron apoyo espiritual a los torturadores, religiosos que se sumaron al terrorismo de Estado en lo que veían como una Guerra Santa, una lucha final entre el bien y el mal, una manera de ganarse la tierra prometida y el cielo eterno. Los testimonios que se conocen en los actuales Juicios por la Verdad demuestran 64. Ibídem, pp. 167, 169.

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que en los campos de concentración hubo participación sacerdotal tanto entre los torturados como entre los torturadores. La aparición de un reciente libro de Horacio Verbitsky demuestra con nuevos datos la existencia de complicidades entre la jerarquía católica argentina y las Fuerzas Armadas, más específicamente con la Marina, dirigida en aquel entonces por el almirante Emilio Massera.65 Massera patrocinó el centro de detenciones que funcionó en la Escuela Mecánica de la Armada y fue condecorado en 1977 con el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad del Salvador de Buenos Aires. Esta universidad está patrocinada por la Compañía de Jesús, cuyo superior para la Argentina en ese momento, Jorge Bergoglio, es en la actualidad cardenal de Buenos Aires.66 Esos datos hacen hincapié en las actividades de una serie de personas con escaso protagonismo público en su momento, pero con un lugar institucional de relieve, a las que se acusa de haber denunciado a las autoridades militares a activistas cristianos y a sacerdotes. Las interpretaciones que acabamos de mencionar esclarecen, aunque no en su totalidad, el tema que estamos analizando. En parte muestran un tipo de afinidad histórica, la alianza católica y militar, cuyo poder fue innegable, pero no revelan otras conjunciones entre los campos político y religioso. En ese terreno podemos encontrar a individuos de procedencia y trayectoria católica que se comprometieron con la defensa de los derechos humanos al poco tiempo de que el terrorismo de Estado hiciera sentir sus secuelas. No se trata —a diferencia de otras experiencias en América Latina— de organizaciones surgidas de la institución eclesiástica, sino de múltiples iniciativas por cuenta propia, si bien justificadas evangélicamente.67 65. Horacio Verbitsky: El silencio. De Paulo VI a Bergoglio. Las relaciones secretas de la Iglesia con la ESMA, Buenos Aires, Sudamericana, 2005. 66. Recordemos que el cardenal Bergoglio fue acusado por el entonces sacerdote jesuita Orlando Yorio (detenido-desaparecido en la Escuela de Mecánica de la Armada y luego liberado en 1976) como la persona que lo denunció y entregó a los militares represores. Mayor información en Verbitsky, op. cit. 67. Cfr. Floreal Forni: «Derechos humanos y trabajo de base: la reproducción de una línea en el catolicismo argentino», en Quinientos años de cristianismo en Argentina, Buenos Aires, CEHILA - Nueva Tierra, 1992. El Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos estuvo dirigido durante años por el obispo católico Novak. La Asamblea Permanente por los Derechos Humanos tuvo entre sus directivos durante la dictadura a un sacerdote. Ambas organizaciones, al igual que las Madres de Plaza de Mayo, se crearon con el auspicio de los padres pasionistas en la Parroquia Santa Cruz de la ciudad de

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Podemos concluir, pues, que la continuidad histórica del imaginario que relaciona lo católico con lo nacional alude a una matriz integral que, con distintas variantes, abarcó construcciones sociales y políticas heterogéneas entre sí: afinidades y desavenencias con el peronismo, vinculaciones con expresiones postconciliares e incluso con iniciativas insurreccionales. También incluye las funciones políticas asumidas por la institucionalidad católica: los obispos, capellanes, sacerdotes y militantes católicos destacados en los golpes de Estado de los años 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976. No se trata simplemente de grupos u organizaciones nacional-católicas, maurrasianas o de la cité catholique, sino de una identidad y una cultura católica antiliberal y anticomunista que ha permeado —y continúa haciéndolo— a vastos sectores del Estado, de la sociedad política y de la sociedad civil. El 24 de marzo de 1976, fecha del último golpe militar, las soluciones propuestas se tornaron más rigurosas. Además del amplio consenso social con el que las Juntas Militares tomaron el poder, gran parte del cuerpo episcopal, así como importantes sectores católicos, apoyaron las actividades represivas de los grupos militares. «Defender la patria ante la amenaza guerrillera y la subversión» y «defender la Iglesia ante los desvíos tercermundistas» fueron términos sinónimos en la argumentación de algunos actores del mundo católico. Como hemos pretendido mostrar, esa tendencia mayoritaria no debe velar la presencia de otros católicos que, provenientes de la misma matriz integral, defendieron los derechos humanos y participaron en la denuncia de la represión estatal ejercida durante el período 1976-1983. Se trata tan sólo de un ejemplo más de la compleja sociedad argentina, que muestra a nacionalistas y católicos tanto entre los torturados como entre los torturadores. Una sociedad en la que las estructuras políticas del radicalismo, del comunismo y del socialismo legitimaron el golpe de 1976, mientras dirigentes y militantes radicales, comunistas y socialistas eran encarcelados, perseguidos y asesinados. La contundencia de esa represión, así como de sus justificaciones católicas, nos permite reparar en una de las características de la dictadura: catequistas, agentes pastorales, sacerdotes, religiosos y Buenos Aires. La CONADEP estuvo formada, entre otros, por el rabino Meyer, el obispo metodista Gattinoni, el obispo católico De Nevares y el escritor Ernesto Sábato.

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hasta obispos (como fue el caso de Monseñor Angelelli, asesinado en el 4 de agosto de 1976) fueron perseguidos y asesinados por la dictadura debido a sus compromisos con organizaciones sociales populares ante la connivencia de la inmensa mayoría de la jerarquía eclesiástica. La radicalización de un enfrentamiento que acumulaba varias décadas tras de sí se resolvió así de manera drástica y sin compromisos: el catolicismo que vio en el poder militar un vehículo de cristianización y purificación social no tuvo mayor inconveniente en aceptar esa solución, aun llegando a los procedimientos más cruentos. Entre las víctimas se contaron también católicos y antiguos compañeros de militancia, en su mayor parte ligados al tercermundismo, al catolicismo de base, a organizaciones del movimiento católico y al peronismo identificado con el compromiso evangélico popular. Ahora bien, ¿cómo comprender estos fenómenos aparentemente paradójicos? Desde el punto de vista sociológico e histórico hemos podido ver cómo la crisis del imaginario social de la Argentina liberal y cosmopolita abrió la puerta a nuevas construcciones políticas y sociales. A lo largo de la década de los treinta la acción institucional de la Iglesia y del catolicismo en general intentó llenar ese espacio y ganar la batalla de la construcción del sentido social. Lograron así forjar una suerte de nacionalismo de sustitución tanto para los inmigrantes y sus hijos como para las clases dirigentes que necesitaban reconstruir su hegemonía. De esta manera, el imaginario que combinaba argentinidad con catolicidad permeó vastos sectores de la sociedad civil y estableció vínculos con el golpe cívico-militar-religioso de 1943. El resultado político del golpe, el ascenso democrático del peronismo al poder, tomó como punto de partida dicho imaginario, dado lugar a una dislocación política de lo religioso y a una dislocación religiosa de lo político. Desde entones, y durante las décadas posteriores, podremos ver la pugna entre distintas opciones políticas y religiosas. La forma más dramática de esta guerra de dioses alcanzó su máxima expresión en los años setenta con los conflictos entre las organizaciones insurreccionales, los partidos políticos, la Iglesia, las Fuerzas Armadas y el poder económico. Esos conflictos serán tan influyentes que, aun neutralizados por la transición democrática que se inició en el año 1983, los encargados de juzgar los deli189

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tos de la última dictadura militar siguieron enunciando y legitimando sus actos desde una matriz católica. En la actualidad debemos quizá reconsiderar este fenómeno para comprender las posibilidades de la democracia argentina. Pensar que sus contenidos son esencialmente antidemocráticos llevaría a reproducir el paradigma ilustrado que animó, a su manera, los experimentos dictatoriales de la Argentina del siglo XX, basados en la idea de civilizar al soberano, es decir, de inhibir la participación popular hasta que se diesen las condiciones para que las masas se expresasen correctamente. Otra perspectiva es reconocerlo como parte de una realidad compleja que ha configurado frecuentemente las demandas de una ciudadanía plena y que hoy se encuentra en un profundo proceso de recomposición. Querer ser una nación donde todos quepan sigue siendo, para una enorme mayoría de argentinos, una utopía movilizadora.

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ENTRE LA VOCACIÓN PROFÉTICA Y LA RESTAURACIÓN Movimientos católicos latinoamericanos en el siglo XX Carlos Alberto Patiño Villa

El objetivo de este trabajo es estudiar la acción de la Iglesia católica en América Latina y los dilemas políticos y sociales con que se enfrenta a la hora de crear mecanismos para su estabilización institucional, ayudar a superar la pobreza en el continente y tratar de mantener un liderazgo cultural cada vez más difuso en un contexto de multiculturalidad y globalización. En la segunda mitad del siglo XX América Latina, el continente de la esperanza, como fue definido por los jerarcas de Roma, vio surgir en el seno de la Iglesia católica dos grandes corrientes de pensamiento, tanto en lo que a la acción religiosa se refiere como a la acción política y social. Estas corrientes se corresponden con dos concepciones distintas de la actividad religiosa, política, social y evangelizadora de la Iglesia en el continente americano. La primera de ellas está enmarcada en lo que se ha dado en llamar la teología de la liberación, que responde a los intentos eclesiásticos por modernizar la acción y la teología católica en un proceso de inevitable secularización, laicidad y diversidad religiosa. En segundo lugar se encuentran los movimientos católicos de carácter conservador, a los que nos referiremos como movimientos católicos tradicionalistas. Estos tuvieron un momento clave para su actividad religiosa, política y social con el pontificado de Juan Pablo II, quien dio su apoyo decidido a las corrientes que combatían a los movimientos liberacionistas y retomaban la centralidad del catolicismo latinoamericano como vanguardia cultural de la región. Éstos movimientos restauradores se han enfrentado al relativismo cultural que permitió la pérdida de fieles y de influencia institucional de la Iglesia a ma191

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nos del secularismo y de los nuevos movimientos religiosos, en especial los protestantes, con una clara preeminencia de los de carácter pentecostal. Para observar con la dimensión debida el papel de estos movimientos, pero sobre todo para entender el alcance de los denominados tradicionalistas, realizaremos una aproximación en tres partes: el contexto de la renovación católica en el siglo XX, la respuesta eclesiástica a la demanda de renovación y modernización y, por último, el alcance, enfoque y acción de los movimientos católicos tradicionalistas. El presupuesto de fondo ha sido expresado por Jean Pierre Bastian en varios de sus trabajos:1 desde la colonia el catolicismo ha sido un factor central en la configuración de las sociedades y los Estados latinoamericanos. Aún en el comienzo del siglo XXI la Iglesia, como institución nacional —mediante las conferencias episcopales— e internacional —por el vínculo religioso con Roma, con las conferencias episcopales regionales y con los movimientos laicos de todo orden— supera con creces las capacidades de los partidos políticos locales y cumple en ocasiones funciones casi estatales. La cuestión estriba, pues, en cómo se articulan los movimientos católicos y las jerarquías eclesiásticas con los poderes estatales y cuál es la capacidad de respuesta que dichos movimientos tienen ante las diferentes situaciones políticas y sociales.

El contexto de la renovación católica en el siglo XX La década de 1950 marcó para América latina, al igual que para Europa, un proceso de apertura y pluralidad religiosa que acentuó los procesos de secularización iniciados en el siglo XIX. En América latina en particular este proceso estuvo marcado por diversas transformaciones estructurales de la Iglesia católica, dirigidas a consolidar su liderazgo en sociedades en las que la religión estaba pasando al ámbito privado y se estaba desligando de unas privilegiadas relaciones institucionales con el Estado frente a otros movimientos religiosos. En este contexto hicieron su aparición masiva diversos movimientos protestan1. «La Recomposición religiosa de América Latina en la Modernidad Tardía», en Jean Pierre Bastian (coord.): La modernidad religiosa: Europa Latina y América Latina en perspectiva comparada. México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 156.

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tes, en especial los orientados a las llamadas manifestaciones pentecostales —adventistas, Testigos de Jehová— que demostraron una mayor capacidad de penetración en las zonas urbanas más pobres y marginadas. Para algunos observadores, como Ana María Bidegain, el auge de los movimientos protestantes en la región estuvo relacionado con la salida masiva de los grupos misioneros protestantes de China tras el triunfo de Mao Zedong en 1948, lo que convirtió a América Latina en tierra promisoria para la acción del protestantismo.2 Tales transformaciones socio-religiosas se acompasaron con la introducción en América Latina de modelos fragmentarios de economía industrializada y con su integración en el comercio internacional. Estos cambios condujeron necesariamente a una rápida y radical transformación social en la región, provocando que sociedades con una población mayoritariamente rural y campesina pasaran a tener una alta concentración urbana, a la vez que se generaba una progresiva desconexión con el campo y con los referentes institucionales asociados al mismo. La Iglesia católica y su jerarquía se enfrentaban así al desafío provocado por un intento de modernización más profundo que el del siglo XIX, que había conducido ya a procesos de secularización como los alcanzados en México con las Leyes de Reforma y en Colombia con la Constitución liberal de 1863. La Iglesia, como institución, se acomodó de forma relativamente rápida a esas formalidades liberales, pues en la práctica continuó manteniendo la hegemonía religiosa y prestando gran parte de las funciones que desempeñaba desde la época colonial, como la educación, el cuidado de enfermos y ancianos, etc. Aun así, en la primera mitad del siglo XX podemos observar un encarnizamiento de la cuestión religiosa en México, que pasó de una revolución modernizante, según el discurso de algunos de sus líderes, a una guerra religiosa caracterizada por el cierre violento de los espacios de la Iglesia, la persecución y fusilamiento de sacerdotes y la prohibición de la práctica pública de la religión entre sus ciudadanos. La denominada guerra de los Cristeros se inscribe en esa dinámica. La guerra de los Cristeros tuvo como escenario el México postrevolucionario de la década de 1920, en especial desde 1926, con 2. Ana María Bidegain: «Preguntas en torno a los procesos de recomposición religiosa», en La modernidad religiosa, op. cit., pp. 269-274.

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las políticas de los presidentes Plutarco Elías Calles y Emilio Portes Gil. El Estado revolucionario, confiado en la victoria y en el uso de la fuerza, aspiró a imponer un proceso de modernización radical que tomó como referencia básica la secularización de la sociedad. El propósito era separar toda huella de la Iglesia como institución y de la religión como práctica social de las principales fuentes del poder político y de las referencias de cohesión social de los mexicanos. El Estado revolucionario aspiraba también a que la laicidad permitiera una diferenciación efectiva entre las responsabilidades públicas y las opciones privadas de los ciudadanos, en las que la religión, y en especial las relaciones con la Iglesia católica, sólo podrían tener un papel muy restringido. Graham Greene ilustró agudamente en sus novelas llamadas teológicas, especialmente en El poder y la gloria, el panorama general de la guerra cristera, los efectos de las medidas tomadas por el presidente Calles y la coexistencia ambigua de la Iglesia con los creyentes. En la citada novela éstos se mueven entre el rechazo y el reconocimiento del clero, como cuando el cura perseguido acepta oficiar misa y confesar a sus paisanos en su pueblo natal, donde estaba seguro de encontrar refugio y apoyo, para comprobar tras la ceremonia y la visita de la policía cómo aquéllos le piden que abandone el pueblo, obligándole a huir. En su huida el sacerdote descubre el martirio como una condición, más que como una opción, pues siente que a pesar de la persecución y de las opciones deshonrosas que le ofrecía el Estado, como tomar en matrimonio a alguna mujer, tenía la misión irrenunciable de ser el último cura. Este personaje literario representa, en última instancia, la dignidad final de la nación y el espíritu roto de la sociedad a la que pertenece. El relato de Greene adquiere una especial relevancia en el contexto latinoamericano al poner de manifiesto la pérdida de la hegemonía cultural que experimentó el catolicismo tras la segunda guerra mundial. Lo que la Iglesia católica interpretó como una persecución daría lugar a una reacción contra las amenazas a su hegemonía. Mientras que las encíclicas papales de finales del XIX y comienzos del XX sobre la doctrina social de la Iglesia fueron vistas como elementos ajenos a América Latina, la segunda mitad del siglo XX demostró la necesidad de un apostolado radical ante situaciones que trascendían la hegemonía religiosa. El catolicismo estaba perdiendo la capacidad de mantener una influencia decisiva en los asuntos políticos, sociales y económi194

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cos del continente. Esta pérdida de influencia también se hizo notar en la transformación urbana producida a lo largo del siglo. Como indica Bastian en un trabajo de 1997, en el que comparó el número de templos protestantes y católicos en ciudades como Santiago de Chile, México y Río de Janeiro, puede observarse que en las zonas urbanas más marginadas el protestantismo en general ha crecido y consolidado una posición diferenciada con respecto a las zonas de influencia católica.3 Bastian concede también crédito a la tesis de David Martin de que la disputa entre catolicismo y protestantismo en América Latina reproduce un enfrentamiento de mayor duración entre una perspectiva anglosajona, que representaría una corriente moderna, democrática y participativa, y otra hispánica, más cercana a una concepción autoritaria, jerárquica y cerrada de la sociedad.4

Respuestas para la renovación y la modernización Durante la segunda mitad del siglo XX, dadas las transformaciones socio-políticas de América Latina, la Iglesia católica y los movimientos de feligreses comprometidos establecieron una serie de mecanismos de renovación religiosa para dotar a la Iglesia de instrumentos e interpretaciones teológicas acordes con los signos de los tiempos. La Iglesia latinoamericana operaba en un continente sumido en la pobreza, la inestabilidad política y la falta de instituciones que garantizaran los mínimos para una vida digna. En este contexto parecía necesario renovar los mecanismos de intervención social. Para ello era preciso dar también una interpretación local a la teología y a las estructuras institucionales, de manera que respondieran a lo que el teólogo alemán Karl-Joseph Kuschel denominó el proyecto europeo. «La modernidad —señaló Kuschel— ha sido en gran medida producto de la historia europea, la cual a su vez no es imaginable sin la influencia del cristianismo. La situación del cristianismo, política y socialmente considerada, era en 1893 extraordinariamente favorable. Podría decirse incluso que a finales del siglo XIX el cristianismo había «conquis3. Op. cit., capítulo III. 4. David Martin: Tongues of Fire: The Explosion of Protestantism in Latin America, Oxford, Basil Blackwell, 1990.

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tado» una posición mundial única, naturalmente en el marco de la política europea del colonialismo, el imperialismo y el expansionismo. Una combinación de cultural occidental y de religión cristiana dominaba las antiguas culturas. India se hallaba bajo el control político y económico inglés y parecía espiritualmente exhausta. China yacía postrada económica, espiritual y políticamente, convertida en juguete de las potencias europeas. Japón estaba aislado; África, colonizada. En suma, el espíritu de la modernidad era el espíritu eurocéntrico conformado cristianamente, dominador del mundo, que incluía a Norteamérica, a donde se había trasplantado la visión cristiana y eurocéntrica del mundo mediante sucesivas oleadas migratorias».5 Los esfuerzos locales de adaptación de la Iglesia y la transformación urbana de las sociedades latinoamericanas impulsaron a la jerarquía católica a reaccionar, ya no sólo frente el secularismo, como en el siglo XIX, sino para contrarrestar la posible pérdida de su hegemonía religiosa ante los grupos protestantes norteamericanos. En la primera mitad del siglo XX la Iglesia católica se limitó a denunciarlos como intervenciones extranjeras, en muchas ocasiones acompañados por los gobiernos conservadores de diversos países de la región, pero esta estrategia resultó fútil, pues los grupos protestantes mostraron mayor capacidad de adaptación y penetración en las esferas populares y en el tejido social de las grandes urbes latinoamericanas. El camino de la renovación vino del proceso iniciado por Juan XXIII con el Concilio Vaticano II, en el que se introdujeron nuevas orientaciones teológicas y pastorales que, en la práctica, significaron que la Iglesia volviese a retomar el liderazgo en los asuntos sociales y culturales. Esto supuso una toma directa de posición frente a la creciente proyección de la guerra fría en áreas periféricas como América Latina o África, donde las guerrillas marxistas ganaban terreno frente a la inmovilidad de la Iglesia. Fue en el contexto de esta respuesta como surgió lo que Ramírez denomina «la vocación profética de nuestra iglesia en América Latina».6 Esa vocación profética se gestó en la II Conferencia Epis5. K.J. Kuschel: «Declaración del Parlamento de las Religiones del Mundo», en Hans Küng y Karl-Joseph Kuschel: Hacia una ética mundial. Madrid, Editorial Trotta, 1994, p. 75 6. Alberto Ramírez: ««Medellín» y el origen reciente de la vocación profética de nuestra iglesia en América Latina», en Revista Cuestiones Teológicas y Filosóficas, n.º 63 (1998), pp. 21-44.

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copal Latinoamericana, celebrada en Medellín en 1968, en la que se procedió a desarrollar los principios consagrados por el Concilio Vaticano II. En las vísperas de la conferencia, el papa Pablo VI emplazó a sus asistentes a responder a «un sordo clamor [que] brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte». De esta forma, Medellín se alzó como la posibilidad de renovar la Iglesia de América Latina. «Era la época —recuerda Ramírez— en la que se tenía entre manos el propósito de poner por obra el proyecto conciliar de la renovación eclesial. Precisamente la temática de la Asamblea de Medellín fue enunciada en estos términos: “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”.»7 El proyecto de renovación de la Iglesia, y en especial de la Iglesia latinoamericana, quedaba pues inscrito en el contexto de la guerra fría, del que la revolución cubana de 1959 —para muchos tan sólo posible por el silencio de la Iglesia local— constituía el más reciente capítulo. En este contexto surgió también la teoría política ligada a las nociones de la dependencia económica del subcontinente, frente a la que sólo se podía reaccionar mediante procesos de liberación —de liberación nacional— que en muchos casos asumieron un formato violento. La Iglesia latinoamericana no se vio libre de algunas interpretaciones radicales de sus propuestas de cambio, como el protagonizado por el sacerdote colombiano Camilo Torres, y con él varios párrocos españoles, entre ellos el célebre Manuel Pérez, que ingresaron en una guerrilla nacionalista de ideología cristiana, el Ejército de Liberación Nacional, que viene actuado en Colombia desde la década de 1960. Estas situaciones marcaron un rumbo en la modernización de la Iglesia que arrojó dos caras no exentas de conflictos entre sí: de un lado, la de la acción pastoral que, en el marco del Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal de Medellín, determinó su opción preferencial por los pobres, dando lugar a una vía teológica que derivó por los senderos de la liberación; de otro lado, la de las vías de hecho, por la que algunos interpretaron que los creyentes comprometidos con la opción preferencial por los pobres no debían ser menos activos que su contraparte secular y laica, encarnada en las organizaciones guerrilleras de orientación socialista o comunista. 7. Ibíd., p. 24.

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Terminado el siglo XX se hizo obvio el carácter paradójico de las movilizaciones latinoamericanas de carácter revolucionario —Nicaragua, El Salvador, el movimiento brasileño de los sin tierra en Brasil— pues la presencia de la Iglesia fue y sigue siendo vital para su triunfo político. Dicho de otra manera, los movimientos de liberación y otros conexos a ellos en América Latina han tenido el sello de la Iglesia y han dependido del mismo para su éxito. Según Alberto Ramírez, lo que se produjo fue «el despertar de nuestra Iglesia con una personalidad eclesial real, de acuerdo con el espíritu más genuino del Concilio, que había concebido la unidad de la Iglesia no en términos de uniformidad, sino como un valor que podía realmente ser enriquecido por el reconocimiento de la originalidad de las comunidades eclesiales con su diversidad natural».8 La Iglesia católica latinoamericana, en el camino que discurre del Concilio Vaticano II a la Conferencia Episcopal de Medellín de 1968, sufrió pues una renovación interna que atendía a factores locales, pero que respondía también desafíos socio-económicos y políticos que la implicaron en el contexto de la guerra fría. Ese cambio se adecuaba a una fórmula teológica de alto contenido político para la modernidad: la utilización de la categoría pueblo de Dios como elemento de interpretación teológica, con lo que la acción política se entendía como una derivación de la pertenencia a la Iglesia como comunidad de creyentes. En este sentido Pedro Trigo, al realizar su balance sobre la historia de la Iglesia en América Latina durante los últimos cuarenta años del siglo XX, concluye que ésta, con la Conferencia de Medellín y las interpretaciones teológicas emanadas del Concilio Vaticano II, «se entendía a sí misma como sirvienta de la humanidad, pero a la vez como experta en humanidad (expresiones ambas de Pablo VI), y por eso concebía su misión centrada en el testimonio: ser humanos según el paradigma de Jesús de Nazaret y proponer este camino como el modo de alcanzar la planificación personal y la constitución de la humanidad como un cuerpo social internamente diferenciado y solidario».9 En suma, la renovación de la Iglesia se hizo sobre la base de «considerar la pobreza como una dimensión constitutiva del ser 8. Ibíd., p. 27. 9. Pedro Trigo: «Interpretación teológica de los últimos 40 años de la Iglesia en América Latina», en Christus, n.º 707 (julio-agosto, 1998), p. 12.

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mismo de la Iglesia, que es algo realmente nuevo, por lo menos en eclesiología. Hacer valer esta dimensión con tanta fuerza, como acontece aquí, es algo que tiene que ser visto como un aporte profético, de verdad muy nuevo, en la vida de la Iglesia y en la eclesiología».10 La renovación eclesial desde esas perspectivas llevó a la Iglesia a jugar un papel político novedoso: activando la oposición social y liderando nuevos experimentos socio-políticos mediante un discurso anti-imperialista y la reivindicación de un cierto primitivismo, como la comunidad de bienes o la pobreza entendida como valor social y cultural. Para Paul Sigmund, esta situación y la emergencia de la teología de la liberación trajeron aparejados dos problemas de fondo en el catolicismo latinoamericano: en primer lugar, un proceso de interpretación teológica que recurría a herramientas de análisis social, en especial de origen marxista, introduciendo así en ella elementos de naturaleza temporal, como el capitalismo y una escatología basada en la liberación de los pobres.11 El segundo criterio era consecuencia del anterior, y consistía en enfatizar la participación en la vida de las comunidades de fe, en especial en las conformadas por pobres —entendidos en una cerrada acepción socio-económica—, como elemento básico de la vida de la Iglesia y de la sociedad. Tales ideas constituían una ruptura radical con respecto a las orientaciones europeas de la Iglesia y propiciaban, según creían algunos, una teología y una orientación social auténticamente latinoamericanas.

La acción de los movimientos católicos tradicionalistas Por sendas muy diferentes a las marcadas por el Concilio Vaticano II aparecieron en el contexto latinoamericano otros movimientos que expresaron lo que podríamos denominar una respuesta tradicionalista a las necesidades de renovación de la Iglesia católica. De entre ellos son dos los que destacan: el Opus Dei, fundado en España en 1928, y los Legionarios de Cristo, 10. Ramírez, op. cit., p. 37. 11. P. Sigmund: «The Transformation of Catholic Social Thought in Latin America: Christian Democracy, Liberation Theology, and the New Catholic Right», en Satya R. Pattnayak (ed.): Organized Religion in the Political Transformation of Latin America, Maryland, University Press of America, 1995, p. 53.

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fundados en 1941 en México. En la misma corriente se inscriben otros movimientos, como Comunión y Liberación, Focolari o El camino, fundado en 1964, pero los de mayor incidencia en la Iglesia y en la política latinoamericana han sido los dos primeros, con historias que se interconectan por diversas vías. El elemento primordial en la fundación de estos movimientos es una intensa experiencia de persecución eclesiástica: en el caso del Opus Dei, la que tuvo lugar en el contexto de la guerra civil española; en el caso de los Legionarios de Cristo, el conflicto religioso que va de la Revolución Mexicana al gobierno de Plutarco Elías Calles. En cierta manera, dichos movimientos son una respuesta a los intentos de los movimientos socialistas y radical-liberales del siglo XX por crear sociedades laicas. En los momentos más críticos de esos procesos se persiguió a sacerdotes, se profanaron templos y lugares de culto y se destruyeron símbolos religiosos. La Legión de Cristo fue fundada por Marcial Maciel bajo el nombre inicial de Apostólica Misional. Su contexto político era el de un México agitado aún por los recuerdos de la guerra cristera en el que resultaba políticamente incorrecto ayudar a los religiosos. Un grupo de legionarios se trasladó a España en 1946, donde con el apoyo indirecto del régimen de Franco ingresó en el seminario de Comillas con el nombre de Misioneros del Sagrado Corazón y de la Virgen de los Dolores. El teólogo alemán Hans Urs von Balthasar ha calificado estos movimientos de integristas en alusión a los elementos que mantienen en común, como la defensa de la autoridad tradicional de la Iglesia y de los ritos heredados. Pero lo que los caracteriza por encima de todo es su oposición a cualquier intento de secularización de la sociedad, de sus instituciones y de sus prácticas colectivas. En ellos es central el rechazo del desplazamiento de la religión a la esfera privada, ya que ven en ella un papel primordial como estructura de la sociedad. Estos movimientos eclesiales han optado pues por un camino esencialmente distinto a la renovación emprendida en el Concilio Vaticano II y en la Conferencia Episcopal de Medellín, en la medida en que su acción pastoral, calificada por algunos como una teología de la prosperidad, apunta a las élites económicas, sociales y mediáticas. Su beligerancia en contra de la secularización, el hecho de haberse desarrollado en el contexto de revoluciones y guerras civiles y su propia orientación elitista les permitió a partir de los años setenta llegar hasta 200

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algunos sectores gubernamentales latinoamericanos, particularmente en México y en Perú. Su orientación pastoral ha tenido una especial repercusión en el terreno educativo y cultural. El Opus Dei y la Legión de Cristo en concreto cuentan con una importante red de colegios y universidades dirigidos principalmente a los grupos sociales con influencia política y económicamente pudientes. Ésta es una diferencia importante con respecto a otros grupos tradicionalistas, como El Camino. En cualquier caso hay que especificar que estos grupos, más que tradicionalistas, están marcados por el reconocimiento del mandato directo del Papa y de la jerarquía vaticana, hasta el punto que el Opus Dei constituye una prelatura personal del papado desde 1982. Con ello se han igualado al estatuto que otras organizaciones religiosas, como los jesuitas, habían conseguido hace varios siglos. Para algunos teólogos disidentes, como Hans Küng, este hecho supuso la reivindicación papal de estos grupos frente a la teología de la liberación, silenciada por el Vaticano desde finales de los años setenta. Ello se debería a la convicción extendida por Juan Pablo II sobre la necesidad de una ruptura con el mundo postmoderno, supuesto responsable de que la sociedad laica haya sufrido un proceso de desintegración por «la corrosión general de sus certezas, el sentido, la ética y el orden que le falta».12 Estas circunstancias llevaron a que desde los años ochenta el Vaticano invirtiera el orden del discurso teológico y pastoral de la Iglesia, privilegiando por encima de la pobreza y de las interpretaciones socio-políticas y económicas las realidades culturales, en especial la relación entre fe y cultura.13 La consecuencia directa fue el inicio de un proceso de re-evangelización de América Latina con el fin de propiciar una reinterpretación correcta del Evangelio y el alejamiento de cualquier posible cooperación con grupos o procesos secularizadores. De ello ha quedado como imagen simbólica la discusión entre el Papa y Ernesto Cardenal, el monje trapense convertido en ministro de la revolución sandinista. Las cartas pastorales de Juan Pablo II para América latina se orientaron así a valorar la cultura del continente, dando a entender que el catolicismo ha sido la columna vertebral de la 12. Gilles Kepel: Las políticas de Dios, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1995, pp. 75 y ss. 13. German Doig Klinge: Juan Pablo II y la cultura en América Latina, Bogotá, CELAM, 1991.

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historia latinoamericana incluso durante el turbulento siglo XX. La importancia que han alcanzado los grupos tradicionalistas en la Iglesia se puede constatar en tres hechos: primero, que uno de sus fundadores, José María Escrivá de Balaguer, fuese canonizado en octubre de 2002; segundo, que el fundador de los Legionarios de Cristo fuese un protegido personal de Juan Pablo II; y tercero, que el número de obispos procedentes de movimientos tan nuevos en la dinámica de la Iglesia aumentase vertiginosamente en las últimas dos décadas, logrando eclipsar en algunos casos a las Iglesias diocesanas y a otras comunidades religiosas de más larga trayectoria. Esta situación ha reforzado las posiciones de influencia de los grupos más tradicionalistas y orientados a las élites. En países como México, Chile, Argentina, Perú y Brasil, el Opus Dei y los Legionarios de Cristo gozan de una influencia fuerte y directa tanto entre los partidos políticos conservadores y de la oposición como en los sectores empresariales y académicos. En otros países, como Colombia, su influencia no se ve de forma directa, e incluso la Iglesia diocesana se ha puesto en pie contra los embates que puedan realizar estos grupos, quizá porque, a diferencia de México y Chile, la Iglesia en Colombia no se ha visto nunca amenazada y ha conservado un liderazgo social incuestionable y, a diferencia de Brasil, no ha quedado atrapada en la difícil situación social. La Iglesia colombiana ha mantenido un equilibrio institucional y social que ha hecho que los grupos católicos más tradicionalistas sigan siendo hasta ahora marginales, aunque crezca su influencia gracias a sus instituciones educativas y a su presencia en algunas parroquias de las principales ciudades y en una diócesis de la costa Atlántica. Además de residencias de estudiantes, de colegios y de clubes infantiles y juveniles orientados a la élite y, en algunos pocos casos, también a los niños pobres, el Opus Dei y los Legionarios de Cristo poseen una red de universidades distribuidas por los principales países de América latina. Muchas de estas universidades no aparecen como adscritas a una organización religiosa, sino como obras corporativas emprendidas por ciudadanos comunes. Ello hace que en sus obras de apostolado se presenten como simples organizaciones civiles asesoradas por entidades religiosas. Esto es lo que los miembros del Opus Dei denominan obras corporativas y les ha permitido afirmar que no tienen posesión alguna o, según los Legionarios de Cristo, que la pobreza es una condición 202

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permanente. Desde las universidades estos grupos han impulsado también acciones políticas pro-vida y una lucha contra las leyes de despenalización del aborto, la legalización de las parejas de hecho, la libre transmisión de imágenes e información en los medios de comunicación, etc. En el caso de México, donde son conocidas las filiaciones de la familia Fox con los Legionarios de Cristo, y especialmente desde que el Partido de Acción Nacional está instalado en el gobierno federal, estos grupos han cosechado notables éxitos. Cuentan, además, con el apoyo de su red de cooperadores laicos, denominada Regnum Christi, que sirve como elemento movilizador y de acción política directa. Pero el Opus Dei y los Legionarios de Cristo cuentan también con influencia en el Partido Revolucionario Institucional, pues muchos de sus dirigentes estudiaron en sus universidades y han adquirido compromisos con dichas organizaciones. Un caso distinto es el chileno. En este país, el golpe militar de 1973 provocó la división de la Iglesia local en dos frentes: uno crítico con la dictadura y consecuente con las máximas planteadas por el Concilio Vaticano II y las directivas del CELAM; otro, favorable al régimen de Pinochet y con un fuerte discurso anticomunista, como el representado por la figura de Osvaldo Lira. La dictadura optó por dar un apoyo directo y abierto a los grupos tradicionalistas, hasta el punto de afirmarse que el Opus llegó a tener mayor influencia en este país con Pinochet que en la España tardofranquista. Ello ha generado una cierta ambigüedad en el imaginario religioso y político de los católicos chilenos. La transición a la democracia no ha podido saldarse sin una pérdida de influencia eclesial en una sociedad que vive una revolución sexual silenciosa y una secularización evidente, aunque no reconocida. En cualquier caso, los partidos de la derecha y los grupos católicos tradicionalistas han apoyado, con diverso grado de convicción, la transición pacífica a la democracia. En Argentina, por el contrario, la posición de la Iglesia durante el proceso de transición a la democracia estuvo marcada por su complicidad institucional con el régimen militar y por su silencio ante los casos de desaparición y represión generalizada. Esto hizo que la Iglesia local constituyese en muchos sentidos un punto de afirmación para los movimientos católicos tradicionalistas. En términos generales puede concluirse, pues, que los grupos católicos tradicionalistas tienen una presencia directa y real 203

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en los ámbitos de decisión de las sociedades latinoamericanas y que cuentan, además, con financiación y apoyo entre importantes grupos empresariales de la región. Los lazos de cooperación se han establecido frecuentemente a través de las instituciones de formación empresarial que funcionan en las universidades de estas organizaciones religiosas. Por lo demás, tanto económica como políticamente estos grupos han coadyuvado a una transformación silenciosa, pero real, del pensamiento social católico latinoamericano. Por otro lado, resulta evidente que la acción pastoral de la Iglesia católica sigue influyendo de manera notable en la dinámica social y política de América latina, hasta el punto de llegar a cuestionar fenómenos modernos como la secularización. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XX es apreciable la coexistencia de dos versiones diferentes en la manera de entender el papel y la acción de la Iglesia. Una se orienta por los criterios de la Conferencia Episcopal de Medellín en los términos marcados por el Concilio Vaticano II. Es la que dio origen a la teología de la liberación y al énfasis en la pobreza como fuente teológica de la acción pastoral. Otra versión es la representada por los grupos católicos tradicionalistas, considerados durante la guerra fría como instrumentos útiles en la lucha contra la amenaza comunista, representada en la región por la revolución cubana. Lo más relevante de estos grupos es que se han constituido en la columna vertebral de la segunda evangelización del continente, desarrollada ahora sobre todo desde los espacios de la educación y la cultura. Visto así, América Latina sigue políticamente inmersa en las redes de movilización eclesiástica. En la conformación de las mentalidades, las referencias religiosas aún juegan un papel central, pero la hegemonía católica se encuentra cada vez más comprometida por los grupos protestantes, que han experimentado un enorme crecimiento no sólo en fieles, sino también en peso político y económico. El gran desafío de los movimientos católicos contemporáneos, ya sean éstos tradicionalistas o emancipatorios, estriba en cómo dar respuesta a las especiales circunstancias sociales y políticas de América latina. Es en ella donde vive la mayor parte de la población católica del planeta y, por tanto, es también aquí donde se juega a largo plazo la suerte futura del catolicismo.

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AUTORES

FRANCISCO COLOM GONZÁLEZ es investigador del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España). ÁNGEL RIVERO RODRÍGUEZ es profesor titular del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid. ANTONIO RIVERA GARCÍA es profesor asociado de la Universidad de Murcia. ÓSCAR BLANCO y ELURBIN ROMERO son historiadores colombianos. CARLOS RUIZ SCHNEIDER es profesor y director de la Escuela de Postgrado de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. FORTUNATO MALLIMACI es profesor titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET (Argentina). HUMBERTO CUCCHETTI y LUIS DONATELLO son magíster del CONICET (Argentina). CARLOS ALBERTO PATIÑO VILLA es profesor asociado del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.

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ÍNDICE

Introducción, por Francisco Colom y Ángel Rivero ................. La reacción católica. El pecado liberal y la constitución tradicionalista en la España del siglo XIX, por Antonio Rivera García ........................................................................ El hispanismo reaccionario. Catolicismo y nacionalismo en la tradición antiliberal española, por Francisco Colom González .................................................................... La restauración católica de Portugal. Nacionalismo y religión en el Estado Novo de Salazar, por Ángel Rivero .... Del corporativismo al neoliberalismo. El conservadurismo católico en Chile, por Carlos Ruiz Schneider ..................... Las trayectorias del catolicismo político en Colombia (18851953), por Óscar Blanco y Elurbin Romero Laguado ........ Caminos sinuosos. Nacionalismo y catolicismo en la Argentina contemporánea, por Fortunato Mallimaci, Humberto Cucchetti y Luis Donatello ................................. Entre la vocación profética y la restauración. Movimientos católicos latinoamericanos en el siglo XX, por Carlos Alberto Patiño Villa ............................................................... Autores ........................................................................................

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