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Spanish Pages 58 Year 1978
Ednodio Quintero
EL AGRESOR COTIDIANO
Editado por la Dirección General de Cultura de la Gobernación del Distrito Federal y Fundarte
mom
RAGIONAI
Depòsito Legal D. I* Yc /^ o /oo VENEZUELA
INDICE
35 mms.................................................................................... Album familiar .................................................................. El zarpazo .......................................................................... C ostum bres.......................................................................... Adiós al a m ig o .................................................................... Parque A. M......................................................................... El agresor cotidiano ................................................ María ...................................................................................
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Para Alicia, cheloveka querida
“Nada de lo que es importante puede ser pensado, todo lo importante debe arrastrarse inconscientemente con uno, como una sombra." JUAN CARLOS ONETTI
35 MMS.
O currió en los tiempos de la fiebre fotográfica. La pentax, amiga del alma, me seguía a todas partes, conocía de memoria todos mis secretos. Difícil explicar la presencia de la mujer. Más difícil aún reconstruir los caminos que la llevaron a mi puerta. Prefiero no intentarlo. Por lo demás, ahora, ya no tiene im portancia. Con marcas de días lluviosos surcándole la cara, ella, sin atender a mis preguntas, atravesó la sala y se dejó caer en la silla de cuero, junto a la ventana, clic. Después de un breve suspiro se desató la cabellera, encendió un cigarrillo y comenzó a decir de un extraño viaje a través de un bosque poblado de pájaros, raíces venenosas, chillidos de monos. H ablaba sin parar, y mis gritos por hacerle entender mis intenciones de fotografiarla rebotaban contra aquel muro de palabras. Mi petición no era otra cosa que una fórm ula hueca pues ya había accionado el disparador más de
tres veces. Ella, sin interrum pirse, continuó contando detalles de su caminata por la orilla de un profundo río, clic, infestado de caimanes. De un salto se levantó de la silla y, con movimientos lentos, exquisitos, a menudo urgidos por el aguijón de otro recuerdo, comenzó a desnudarse, clic, clic, clic. Y yo, como un caballo herido, daba vueltas a la habitación aferrado a la pentax, agotaba los ángulos, con ojos muy abiertos sobrevolaba aquel campo de flores de ceniza, colinas amarillas y ensenadas propicias para burlarse de la muerte. M ientras tanto, en algún lugar del bosque un tigre-relámpago cae suavemente sobre un colchón de hojas secas. La mujer se despidió con un hasta luego y, antes que sus pasos se confundieran con los ruidos de la calle ya me había convencido de que no la vería nunca más. Sentí náuseas, y en mi cuerpo el cansancio de un combate perdido. Permanecí de pie, m irando las paredes, escuchando música de campanas, grillos, rugidos de fieras. Así, hasta que una idea, quizá un presentim iento, me impulsó a correr en dirección al cuarto oscuro. Entre cortinas negras, ácidos y aguas de otro naufragio me di a la tarea de revelar el rollo. Luego trabajé sin descanso sobre la copiadora. Y un rato después, las fotos regadas en el piso me m ostraban pájaros
de brillante plumaje, caimanes al atardecer, huellas recientes de un combate en la arena, un tigre-relámpago saltándome a los o jo s. . .
ALBUM FAMILIAR
“ Y ésta es la foto de nuestro único hijo, m uerto la tarde de su quinto cum pleaños” . Frías como cuchillos las palabras de la anciana surcaron el aire del corredor. Y en seguida, sin darme oportuhidad para tom ar aliento o, al menos, para buscar apoyo en una silla, otra frase se levantó de aquel hocico puntiagudo. “ Com prenderá que, para una pareja de cuarentones, se trataba de una pérdida irrecuperable; sin embargo, no nos resignamos: hicimos el intento y fracasamos. Desde entonces, nos consagramos, día y noche, al cultivo de su recuerdo” . M ientras hablaba, la anciana dejaba que sus dedos amarillos se deslizaran sobre la fotografía. Imaginé un m undo de saña en aquella caricia prolongada.
Busqué y no encontré huellas de amargura en la superficie de su rostro pálido, casi transparente. Confundido me asomé a la orilla de sus ojitos grises, y sólo pude ver mi doble rostro flotando en la superficie de un pozo de aguas sucias. A turdido me alejé del corredor y, por un rato, permanecí de pie, arrecostado a un naranjo, contem plando el amontonamiento de nubes en la colina de enfrente. El gris torcaza anunciaba una tarde lluviosa. Y el río que bram aba abajo en la ladera, con su carga de troncos, ovejas y miles de hojas secas, se había convertido en un obstáculo para mi huida: el único puente había sido arrastrado por la crecida, media hora después de mi llegada. Así que, me vería obligado a pasar la noche y el día de m añana y la otra noche bajo el techo de aquel manicomio. Por un momento llegué a pensar que la anciana deliraba. Descarté esta idea y la sustituí por otra más tranquilizadora: no queriendo adm itir el avance de su ceguera, la anciana actuaba con naturalidad, razón por la cual podía confundir el prim er plano de un perro ovejero con el perfil de su único hijo, m uerto la tarde de su quinto cumpleaños. Arreció la lluvia, y como fiera enjaulada recorrí pasillos, salas y aposentos, y pude ver, colgados a las paredes, adornando una repisa o la esquina de
una mesa, pude ver: bozales, cadenas y collares, estatuas de barro, máscaras y figuras de porcelana, fotos ampliadas, dibujos y grabados. . . La acumulación de signos de aquel extraño culto fam iliar aumentó mi desconcierto. Aquella noche no pude dormir. Presentía que, al cerrar los ojos, una avalancha de perros ovejeros entraría por la ventana, a dentelladas y mordiscos destrozarían las imágenes más queridas de mi sueño. Con la agudeza de pensamiento producida por las noches en blanco me di a la tarea de buscar una explicación satisfactoria al asunto perros. Antes del am anecer mis conjeturas se habían canalizado hacia dos posibilidades. Primera: la pareja, ante la im posibilidad de tener hijos, decidió adoptar el perro ovejero. Segunda: la mujer, efectivamente, parió el perro. En ambos casos, la muerte había aportado un final decente. Me levanté muy tem prano, ham briento y fatigado, dispuesto a no dejarme ganar por la locura. Esperen, no se vayan. Existe una tercera posibilidad, la vislumbré al final del desayuno cuando todos nos echamos a ladrar.
EL ZARPAZO
H asta ahora no he observado ningún cambio en el zamuro. Supongo que el sol y el viento, poco a poco, han apagado el brillo de sus plumas. A ratos me parece que su negra capa no luce tan vistosa como antes. Las variaciones de la luz contribuyen a mi confusión. En lo que a mí respecta debo recordar que no he experim entado ningún progreso. Apenas la gradual convicción del cercano fin. Y la presencia del zamuro: una constante. No tengo necesidad de recurrir a la simbología ni de enredarm e en complicadas deducciones, todo está claro como una m añana de sol: el Señor Capa Negra espera mi muerte. Partiendo de esta premisa, todas las defensas de mi m altratado organismo se orientan hacia la postergación del inevitable desenlace. Por un extraño mecanismo, cuyo funcionam iento no logro com prender, mi resistencia ha aum entado progresivamente, llegando, en
los últimos días, a convertirme en un ser sordamente agresivo. Sé que soporto más allá del límite de mis fuerzas normales. Y el prolongado ayuno no ha disminuido mi poder perceptivo, al contrario: lo ha afinado. Con el tiempo y la ejercitación he logrado captar la respiración del zamuro: sofocada durante el cálido día, tranquila y sosegada durante la noche. Mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, aprecian el más leve movimiento de su capa, el más tenue brillo de una de sus plumas. Confinado a una húm eda y sombría cueva. Reducido a un espacio que no permite estar de pie ni perm anecer acostado. Contemplando, a través de la ventana rocosa, la figura del podrido Caballero de la Capa Negra recortada contra un pedazo de cielo de un azul triste, desteñido. A venturar otra descripción de mi habitación y sus contornos, carece de sentido. A golpes de lluvia su plumaje se ha decolorado hasta el extremo de semejar una estatua de cenizas. El árbol torcido, que le ha servido de sostén desde el lejano día de nuestro encuentro, presenta grietas que recuerdan el rostro de una anciana visto fugazmente en un sueño de infancia. Hoy el viento sopla con furia renovada. La resistencia acum ulada en mi cuerpo cristaliza
en aullido, y el zamuro se desprende del árbol como una manzana podrida. Me incorporo con agilidad y salgo de la cueva. Una extraña luz se deposita en el fondo de mis ojos. Comprendo. El otro era la víctima.
COSTUMBRES
M ientras descanso, mi cuerpo rechaza cualquier tipo de ropa. Soy amigo de los cuerpos desnudos. De mi infancia he conservado la costum bre de dorm ir en pelota; de ahí las imágenes livianas de mi sueño: vacas blancas pastando en las laderas, ríos tranquilos, nubes regresando. Cubrirse, más que asunto climático, es la adopción de una máscara. Acepto la utilidad de un taparrabo; nos protege, en ciertos casos, del aguijón de la avispa y de algún suspiro entrecortado. Por lo demás, el traje de Adán sigue siendo el más cómodo y el mejor ventilado. Una de esas noches de insomnio en las que la fatiga nos lleva por nuevos caminos inundados de claridad decidí prescindir del uso de ropa por el resto de mis días. Tem prano me levanté, me asomé a la ventana, y no vi vacas pastando en los tejados ni unicornios trepados a los
campanarios. M ientras me afeitaba, una ráfaga de viento sacudió las cortinas y de un solo golpe cruzó mi rostro y mis costillas. Cuestión de acostumbrarse. Desnudo frente al espejo brindé en silencio por Adán y me lancé a la calle. El sol me recibió con un abrazo tibio, sosegado. Las ventanas de mi piel se abrieron todas y mi cuerpo se llenó de una transparencia muy liviana. Navegué por la amplia acera y en la esquina me detuve a leer los titulares de los diarios. Más adelante eché un vistazo a los escaparates de una joyería: ¡qué caros se han puesto los paraguas! Desayuné bisté de hígado de perro, papas fritas y ensalada. Di una vuelta por la calle H um boldt y, sin dejar de pensar en los soles de mi infancia, seguí muy de cerca los pasos inquietantes de una liceísta. Atravesé callejones de piedra, solares con naranjas, basureros. Frente a la plaza del Bandido le menté la m adre a un ciclista disfrazado de vaquero. Sentado en un banco del parque supe que fum ar desnudo es un placer distinto. Vadear la zona de los vendedores ambulantes no es tarea fácil. Esquivarla supone dar un penoso rodeo. Así, las pocas monedas guardadas en mi mano derecha se convirtieron en un ramo de claveles. Dejé las flores a los pies de un m aniquí de yeso que, en un prim er momento, había confundido con una prim a lejana. Un señor de bigotes se acercó a preguntarme la hora. A gran velocidad un autobús azul surcaba la Avenida O ’Leary, y el viento de
las nueve a.m. despeinaba la cabellera de una rubia gorda. Abordé el autobús y saludé a la gorda. Descendí en la esquina del Jinete Tuerto, y esperé luz verde ante la m irada furiosa de los motociclistas. Sin prisa caminé las tres cuadras que me separaban del edificio de la Facultad. Mi llegada no originó ningún revuelo. Recordé la protesta de la semana anterior a causa del olor de mi chaqueta de chivo. Irene me saludó con un ligero aleteo de su ojo izquierdo. La profesora, forrada en seda verde-agua, se empeñaba en la demostración de una fórmula imposible. La tiza le m anchaba los dedos, las mejillas y parte del cuello. Varias veces tuve la audacia de interrum pirla, y, ella, con su m irada de lechuza, me dejaba frío, sin palabras, empequeñecido. Un poco antes del final de la clase me señaló con su dedo ahumado. Me levanté de mi asiento y subí a la tarim a. Sobre el pizarrón dibujé un gran círculo blanco, deduje la ecuación del Jinete y les hablé de Alan W atts. El sonido de un timbre cortó mi charla. Pancho, el viejo profesor de historia griega, tuvo la feliz idea de invitarm e a alm orzar. Buen tipo, famoso por lo distraído. Ustedes recordarán la anécdota del pescador. No me extrañó que a un comentario sobre las costumbres de Diógenes respondiera diciéndome que él prefería la seguridad de la bañera porque a sus años el m ar y la resaca y no sé qué de las gaviotas. . .
Dediqué cuatro horas de la tarde a mi trabajo de corrector de pruebas. Al anochecer salí de la im prenta y, pensando en un baño de colores para mis ojos fatigados, entré al prim er cine. Media docena de jinetes cabalgaban entre una nube de polvo am arillo. Un disparo de rifle tiñó de rojo la parte inferior de la pantalla. Sin esperar el desenlace regresé a mi habitación de paredes blancas. Puse un disco de los Beatles y me zam bullí bajo la regadera. Tiritando me senté frente a la m áquina de escribir y en media cuartilla descargué mi rabia. Nada había cambiado. La vida seguía igual. Nadie me había recrim inado por mi comportamiento. Ninguno me había fe lic ita d o .. . Y pensar que I r e n e .. . Antes de quedarm e dormido me consolé con la idea de que en mi acto fallido privaba la provocación sobre el exhibicionismo.
Y no me di por vencido entero me hice presente en varios espectáculos. Recuerdo una subasta de ganado porcino, el entierro de un poeta, un festival de cine m udo, la inauguración de un m oderno manicomio, el m atrim onio de un tío. El domingo me dediqué a leer los diarios de la últim a semana. Revisé la página de arte, la deportiva, el horóscopo y la página social. En ninguna parte se daba cuenta de mi hazaña.
Decepcionado decidí convertirm e en un vulgar ser de corbata, calzoncillos y sombrero. Como de costum bre me levanté muy tem prano, esta vez dispuesto a reconocer la necesidad de la máscara. Salí a la calle, soplaba un viento fresco, y la gente, desnuda, se quedaba m irándom e como bicho raro.
ADIOS AL AMIGO A Lubio Cardozo
El prim er golpe de pala debe haberte sacado de tu sueño. Tus ojos se abren, ávidos de luz. Intentas levantarte. Sientes que tu cuerpo, atado a un tronco, se desliza sobre la superficie de un río oscuro y turbulento. M anoteas, y tus manos se enredan en el aire. Entonces, un grito, salido de las entrañas de la tierra, se encaram a en el viento y pasa a nuestro lado, sin tocarnos. Nunca pusimos en duda tus condiciones de artista excepcional. Y si alguno de nosotros, enojado contigo, m urm uraba entre dientes “ tu m adre fue una puta callejera” , sabías que se trataba de un juego. Tú mismo, con tus silencios, lo alimentabas. Surgía entonces aquella imagen preferida por el grupo, que te m ostraba, a los cinco años, recitando Shakespeare ante un auditorio de borrachos, maricones, chulos, y mujeres amarillas que te decían pavito, m uñequito y cosas parecidas. Al margen de la crónica,
algunos te asignaban un padre alcohólico. O tros, más audaces, hablaban de una herm ana mayor, seducida y raptada a los doce años por un contrabandista de unicornios. Tu padre hizo una pausa en la bebida y, arm ado de una vieja escopeta, emprendió la persecución de la pareja. Afirman que los tres viven felices en un pueblecito de piedra, detrás de las montañas. Así nace la leyenda del muñequito y la puta callejera. Nadie — ni tú mismo— se ocuparía de desmentirla. Entendíamos tus silencios, aceptabas el juego: había que darle un toque fantasioso a los prim eros siete años de tu vida. Siete años, y tu imagen sale bruscamente de la niebla. El teatro escolar, dirigido por algún maestro intuitivo, te ofreció la oportunidad. El entusiasmo del público por tu interpretación de H am let rebasó la fugacidad de los aplausos. Todos coinciden en señalar aquella fecha como punto de partida de la vertiginosa carrera que te habría de llevar a recorrer parajes sólo antes visitados por los pájaros. No es mi intención reconstruir tu historia; otros se ocuparán de esa tarea. La lluvia trae recuerdos y me hace olvidar los hombrecitos de las palas. A ratos regreso, levanto la m irada y tropiezo con la figura de Ixa envuelta en su impermeable negro. No me siento
feliz de estar aquí agitando pañuelos en señal de despedida. No, no me siento feliz. Sin embargo, debo justificar mi presencia y, en voz baja, repito: adiós amigo, adiós, buen viaje. Y si alguien sorprende el movimiento de mis labios no pensará "m urm ura una oración” sino “ ¡cómo lo m aldice!” . El rostro de Ixa se transform a en ventana con barrotes, y vuelvo a verte, con tu traje blanco de asesino, bailando en m itad de la celda. A cada nuevo giro arrancas aplausos más intensos. Tu danza arrebata, sosiega, calma la sed y nos hace sentir perros color ceniza. Te esperamos a las puertas del teatro. A tu llegada dijiste: — Muchachos, me siento muy contento. Lo entendí a mi manera: mujeres de terciopelo, la felicidad no es asunto mío, un camello se asoma a la habitación de la pequeña Judith. Con sus dedos largos de araña guayanesa, M argoth se cuelga de tu cuello. Derram a miel en tus oídos: — Mi Orson Welles, mi-prín-ci-pe-de-di-na-mar-ca. Juan acude en tu auxilio. Y, media hora después, descansamos en casa de Ixa. La fiesta se prolonga hasta la m adrugada. Me sorprende tu manera de beber, tu risa, tu alegría casi desenfrenada. Aceptas jugar al escondite; y no veo en tus ojos ninguna señal de desagrado cuando M argoth, desnuda, se pasea por la sala m ontada en un triciclo.
Me alejo hacia el balcón y me asomo al pozo de la noche. El horizonte se tiñe de un rosado pálido. Amanece. Una sombra cálida se desliza a mi lado. M argoth se apoya en mi hom bro, y su voz de pájaro me habla de ti: — El-muy-hi-jo-de-u-na-pu-ta-ca-lle-je-ra se ha creído lo de Orson Welles. Olvida que la función terminó hace ocho horas. ¿Te has fijado cómo b e b e .. . ? Se ha tragado más de dos botellas. . . Y su borrachera. . . me atrevería a ju ra rlo . . . no es más que puro teatro. No le respondo. Volteo y busco sus ojos en la oscuridad. Un rato después, en com pañía de Juan, abandonamos el apartam ento. Al despedirnos, Ixa exhibe su sonrisa de gata satisfecha. Ratoncito reposa en la alfombra. Y, afuera, el sol abre una brecha entre las nubes. Días después entendí tu alegría de aquella noche. Supe que antes de la escena del baile (o quizá m ientras bailabas) habías resuelto el desenlace de tu obra. Tú mismo venías hablando del proyecto desde las vacaciones del año pasado. La sombra de felicidad que no se apartó de ti un solo instante de la noche estaba muy lejos de ser ráfaga, llam arada o remolino provocados por el cuerpo generoso de tu amiga. Ella misma, poco dada a la confidencia, me reveló, entre risas y lágrimas, la gran tragedia que
justificaba tu horror a la felicidad y la adopción de máscaras capaces de sustituir tu verdadero rostro, vacío, frágil e impotente como un cascarón de yeso bamboleándose en lo alto de una torre. Volver a la ventana con barrotes es reconstruir, de algún modo, la figura de Ixa, perra fiel, tan ajena a los instantes de felicidad que tu naturaleza se mostró incapaz de regalarle. Pero, no creas que siento por ti compasión o algún sentimiento parecido. Tampoco comparto tu desdicha. Soy apenas un testigo (un poco cruel, lo reconozco), y mi m irada pasa sin dejar huella, como un pájaro que de lejos contem pla los esfuerzos imposibles de un jinete por controlar su caballo desbocado. Hongos color maíz, con aspecto y tamaño de gnomos, form an un espeso tapiz alrededor de Ixa. Si no escampa, no es de extrañar que los hombrecitos cambien sus palas por una sonrisa de peces. Mientras tanto, hacen un alto en su tarea, se inclinan y com parten un cigarrillo. Juan y M argoth se refugian en la pequeña isla techada por el paraguas negro. Los otros no apartan la m irada del agujero abierto hacia la eternidad, hacia el olvido. El prim er hombrecito recupera su pala. Me apoyo en aquel movimiento de péndulo cansado, escapo envuelto en una nube de polvo de rocas, nado de espaldas a
la m adrugada, y me dejo caer en una butaca de la últim a fila. Una puerta se abre y apareces envuelto en una larga túnica escarlata. A través de la seda se hacen visibles las líneas agudas de tu cuerpo. A pesar de la distancia sorprendo en tu m irada un extraño fulgor. Comienza el espectáculo. Mi memoria atrapa la prim era frase del monólogo: “ Esa hermosa perra, mal llam ada felicidad, pasó a mi lado sin tocarm e” . Cierro los ojos y reconozco en tu voz un tono desgarrado. Es tu propia voz — y no la de un personaje de cenizas— la que resuena en mis oídos. Y la historia sostenida a lo largo del monólogo es tu propia h isto ria. . . Y las sucesivas máscaras que te viste precisado a llevar en el transcurso de tu vida no son otra cosa que moldes vacíos esparcidos en el piso de m adera. Tu mímica se apodera de los silencios repentinos, alum brando pasajes de tu infancia, revelando juegos secretos, pactos, tejiendo nubes de algodón, caminos para peces. • •
La urraca sin plumas sorbe su ración de agua emponzoñada. Pieles de unicornio cubren el lecho sangriento de tu hermana.
La fiesta continúa. La locura bate sus alas sobre nuestras cabezas. Presiento la reacción de los
espectadores: se levantarán y aplaudirán con saña, hasta que las manos comiencen a sangrar. He olvidado, deliberadam ente, el final del espectáculo. Me apego a las imágenes capaces de sostenerse por sí solas. De ahí mi dificultad para anular la visión de la m uchacha del palco que repite en voz alta: “ Yo soy el búho de M inerva” . V erla luego desprenderse y caer como un hacha lanzada al vacío, desborda mi disposición para el silencio. ¿Q uién era ella? ¿P or qué se empeñó en adelantarse a tu vuelo? Pierdo el tiempo form ulando preguntas que el viento no sabrá responder. Pero, a veces lo olvido, y me veo, como ahora, golpeando puertas en una casa vacía. ¿Podrás decirme, aunque tu voz se ahogue en mi sordera, por qué en mi hombro pesabas como un saco de plomo? La lluvia ha dejado un surco profundo en el cuello de Ixa. La ausencia de los hombrecitos indica, quizá, que es hora de alejarnos. Atrás, como un reguero de cenizas luminosas, queda el recuerdo de tu tránsito por la ciudad. Un día amanece una calle con tu nom bre. O tro día, un hombre fatigado extrae de la piedra un rostro que, de lejos, guarda cierto parecido con el tuyo. Tu recuerdo será manoseado igual que una m o n e d a .. . Y si alguien se acerca y me pregunta, digamos, por el color de tus ojos, no sabré responderle
con certeza, pues la fidelidad (y el olvido) suelen adoptar formas equívocas. Dudas me quedan. Aún no he decidido si debo guardármelas o, por el contrario, com partirlas. Ahora debo apresurarm e y recuperar el instante de tu burla. Ixa busca mi m irada. Juan y M argoth se mueven impacientes. (Admito que el final-final sólo tú lo conoces. Presumo, sin embargo, que en tu afán de simulación estaba implícito un profundo desprecio hacia nosotros, tus pares, perros de presa, guardianes de tu aliento y de tus heces. Reírse del m undo deriva de una necesidad cercana a lo sensual: no te contradigo. Pero, escapar de él supone un mínimo de cobardía. No te bastó la risa. Y así, tu carcajada se volvió contra ti como un bumerang.) Agotada la ráfaga de palabras caminas despacio hacia el centro del escenario. El círculo de luz se desplaza contigo y descubre la silla de cuero plantada frente a una mesita de m adera. Tu cuerpo descansa sobre la silla; alargas un brazo y tu mano tropieza con el vaso de cristal. Brindas en silencio a un dios desconocido. Me agito en mi butaca; afino la m irada, y puedo ver, a través de los orines de perra, un brillo placentero ilum inando el borde de tus labios. Apagados los últimos aplausos espero el momento propicio para dar rienda suelta a los demonios de mi mente. Todos se han ido, y en el inmenso teatro se confunden los latidos de mi corazón y el zumbido
de una mosca que describe círculos alrededor de tu cuerpo. Ahora mis pasos resuenan en el entarim ado; me inclino y, antes que mis dedos rocen tu mejilla, una nube de hielo cubre mi piel y humedece mis cabellos. Ixa se acerca y me reclama: — ¿Q ué hacemos aquí?— Vamos, le digo. La tomo del brazo y nos alejamos. La lluvia lava nuestras pisadas. Un dique de rocas, carbones y troncos podridos contiene mis recuerdos. Al final del caminito me volteo para decirte: Adiós amigo, hasta luego; continuarás arañando sordam ente hasta que el aire te abandone.
35
PARQUE A. M. A Rolando González
Q uizá, desde un tiempo anterior a mi nacim iento, el árbol había permanecido ahí. Me abracé a su corteza rugosa y trepé con la habilidad de un mono joven. Encaram ado en las ramas más altas disfruto de una vista placentera. Sin m ucho esfuerzo domino un amplio sector del parque. Incluso puedo ver los techos verde moho de las casitas del Barrio O brero y, más lejos, desfigurada por la luz y la distancia, la silueta gigante del Jinete Triste. He sido siempre un pésimo observador. Cuando joven quise ser pintor y me inscribí en una Escuela. Decidí largarm e el día que dibujé una lagartija asoleándose sobre una roca: había olvidado por completo a la gorda desnuda que nos servía de modelo. Sin embargo, parece que hoy los objetos me reclam an. Una delgada capa de luz cubre las piedras, baña los árboles y como polvo de huesos se derram a en el viento. Mi m irada se detiene en la superficie
lustrosa de una hoja, se abre camino entre el follaje y descubre un nido de azulejos en la confluencia de dos ram as, sigue la dirección inversa de la savia y penetra en la oscuridad de las raíces. Cierro la puerta con cuidado, sueño liviano, no debo despertarla. M ientras bajo las escaleras me distraigo pensando en cabras amarillas, bicicletas, linternas para orientarse bajo el agua. A las cuatro de la m adrugada la calle recuerda alguna escena vista en el cine mudo. Un hombre alto y encorvado, manos enterradas en los bolsillos del impermeable negro, camina por la acera opuesta. El ruido de pasos ha sido sustituido por el reflejo cam biante de aquel cuerpo sobre el asfalto mojado. En la esquina me desvío esquivando el bar de la Polaca; desconfío de mi sed: después de la segunda cerveza va a ser muy difícil recuperar la confianza. Tres perros regresan olfateando las líneas del antiguo tranvía hundidas en el p a v im e n to .. . Doble hilera de casas grandes, lujosas. Zonas residenciales, así las llaman. Me acerco a la quinta de la izquierda: no hay quinto malo, dicen. Afuera, en el porche, sentado en una mecedora de mimbre un anciano se balancea muy suavemente. ¿Por qué duerme con la luz encendida? A lo lejos la luz verde de un semáforo da paso a una bandada de murciélagos. Sus sombras oscurecen la ancha avenida bordeada de palmeras africanas. Cuatro y treinta, luz roja.
Un auto color sangre se detiene. Lo conduce una mujer desnuda. ¿La habré visto en algún sueño? No lo puedo asegurar, sólo sé que los prisioneros tienen sueños que se le parecen. Difícil precisar detalles. Me llama la atención el collar de perlas colgando de su cuello; sobre cada pequeña perla dibujos en tinta china reproducen escenas de la vida de un hombre. No alcanzo a distinguir las que hablan de su fugaz estancia en el palacio hindú. Desvío la m irada y reconozco la ovejita verde durm iendo en el asiento trasero. Tem prano comienzan su jornada los vendedores de diarios. Un muchacho se acerca y me ofrece el m atutino. Trato de explicarle, con un movimiento pausado de mi mano izquierda (la otra sostiene mi equipaje) que el mundo es redondo como una naranja. Confunde mi lección de física con alguna proposición deshonesta y huye atem orizado. Alcanzo a leer el titular de la prim era página: Ingeniero mecánico asesina a su esposa de siete puñaladas. Suficiente. Otro perro regresa ¿será perra? Tengo dudas. Ayer tarde, el dependiente de la ferretería se quedó m irándom e como si hubiese visto al hombre de N eanderthal. ¿Sentiría el navajazo de mi m irada? ¿Q ué cara pondría si le fuese dado verme, como
ahora, subiendo con la habilidad de un mono joven hacia las ramas más altas? Cuando pequeño quería ser buzo para viajar a través del m undo silencioso de los peces. Lucía, la amiga de mi madre, alimentaba mi vocación hablándom e de sirenas, hipocampos, tesoros ocultos en el fondo del m ar. D urante las noches me entretenía inventando historias de piratas. Sus manos, largas y frías, revoloteando entre mis cabellos; mi rostro hundido en su vestido de flores amarillas. Me dejaba llevar por aquella caricia lenta y persistente, y el ruido de la puerta anunciando la llegada de mi m adre se confundía en mi mente con el golpear de las olas contra el acantilado, allá en una isla lejana. Lucía no se lim itaba a la narración de hazañas que hablaban de hombres audaces, sepultados hace siglos en una playa solitaria, y cuyas vidas nada tuvieron que ver con el destino de nuestra ciudad, extensa y calurosa, desparram ada sobre siete colinas amarillas. Con frecuencia nos aventurábamos por los caminitos del parque, y Lucía daba rienda suelta a su imaginación. Así, un par de gallitos-de-la-virgen se convertían en dos flamantes pavos reales, luego de haber sido aves del paraíso, cóndores; un hongo no era otra cosa que un enanito gordo descansando a la orilla del camino real; el sol, una moneda para comprarse helados. Las
metamorfosis de Lucía eran inagotables, sin embargo, preferíamos otro juego: la representación del hermoso cuento que abría las prim eras páginas de mi libro de lectura. El ciego y el cojo, así se llamaba. Ella, ojos vendados con un pañuelo rojo; y yo, a horcajadas sobre sus hombros, jinete feliz, espoleando con mis talones sus senos pequeños, duros y amargos, alum brando sus pasos, poniéndola en guardia ante los peligros del camino. Un día, mientras caminábamos sin rum bo fijo, Lucía se detuvo para preguntarme: — ¿Ves aquella vaca blanca pastando en la colina? — Sí, la veo. — ¿Sabías que los animales son felices? — No, no lo sabía. Dímelo, Lucecita. Tú sabes tantas cosas. — Sólo sé que me voy a m orir. Los animales no lo saben, por eso son felices. El prim er canto de gallo me sorprende en lo alto del árbol. Sopla un viento frío que sacude las hojas y me despeina. El horizonte, malva pálido, se tiñe de un rosado intenso. Nubes verdes se desprenden de las colinas altas, suben, suben, hasta form ar una espesa cortina que recuerda el m ar de los sargazos. El sol bracea como un niño dorm ido y una inmensa araña teje una red azul para atraparlo.
Despierta arm ado de cuchillos y abre una hendija entre las nubes. El rayo helado me quema la mejilla. Amanece. No hacen falta relojes para contar las horas de la espera, las sombras acuden en mi ayuda. Mi mente está tranquila, siento que una luz nueva me despeja el camino. Hacia el Oeste, media docena de escolares, siete, preparan sus armas para el feroz combate; el jefe de los bandidos lleva un pañuelo rojo atado al cuello, y Potro Flaco, jefe indio, luce en la frente una pluma de zamuro. Cerca del extremo Este, un banco de m adera carcomida sirve de asiento a una pareja de ancianos. Apoyados en sendos bastones de teca hindú conversan en voz alta. Su diálogo de sordos es cortado por el vuelo en zigzag de una mariposa negra. Callan y unen sus miradas conjurando el peligro. A su edad, cualquier presagio los inquieta. Antes de abandonar la jaula donde se han consumido los últimos años de mi vida, lanzo una m irada á mi pasado y lo encuentro vacío, oscuro, sin sentido. El recuerdo de Lucía no me detendrá. Con pasos que quisieran ser firmes camino hacia el cuarto de mi hija, levanto el mosquitero, y durante un breve instante me quedo vigilando su sueño. Me niego a besarla; dejo caer un
adiós nena, tibio y pequeñito, que se riega en el aire y se apaga sin haberla tocado. Me alejo bajo la m irada inquisidora de las once muñecas. Una luz débil parpadea en el cuarto vecino. La m adre tiene miedo de la oscuridad; acostum bra acostarse muy tem prano y nunca olvida encender la lám para de aceite. M añana, al despertarse, no extrañará mi cuerpo, ni me llam ará cobarde, vil, ruin o mentiroso. Se quejará, sí, del mal sueño y del cansancio y de las muchas veces que tuvo que levantarse a vomitar. Como de costumbre, antes del almuerzo, en compañía de la niña bajará al estacionam iento. Al volante del auto azul turquesa enfilará rumbo a la avenida de las palmeras africanas. El viento jugará con su cabello, y tal vez el color limpio del cielo la haga sonreír. R ecordará alguna frase de nuestra últim a conversación (“ Eres joven, y los tesoros del Rey Salomón se encuentran en tu cuerpo” ) y aum entará el volumen de la radio para olvidarla. Dudo que conserves una sola imagen de los tiempos en que decíamos, amor, amor, amor, sin avergonzarnos; tu memoria sabe barrer los recuerdos gratos, guarda los otros. Es tiempo ya de que estaciones el auto, así, tuerce un poquito más hacia la izquierda, ¡qué bien lo haces! El espejo retrovisor devuelve la imagen de tu rostro. Luces bonita, el rojo sangre de tus labios contrasta vivamente con la sombra verde claro de tus ojos. No te apresures, ten calma, no perm itas que el llanto de la niña
arruine tu paseo; susúrrale al oído unas cuantas m entiras, m aldícela si quieres. Ahora, mientras empujas el cochecito de la niña, tal vez te preguntas por qué me empeñé en ponerle aquel nombre tan extraño: Lucía. G iras en la esquina y sientes el aliento fresco de la brisa. Tus pasos de ave ligera, rencorosa, te conducen a la entrada del parque. Más que al salto, temo a las imágenes que se agolparán en la pantalla sin color de mi memoria. Si me fuese dado elegir, conservaría el vestido claro de Lucía, una nube y la ovejita verde. A nularía esa otra imagen que se repite en el fondo de mis ojos: un hombre huye de su jaula y emprende una larga travesía rumbo a las estrellas, su único equipaje es una soga.
EL AGRESOR COTIDIANO “El espejo reinventa cada mañana las líneas de mi rostro." (Nota del cuaderno chino)
Ensayé las más diversas maneras para librarm e de su influencia: de nada valieron las frases de reproche, los conjuros, las protestas expresadas en voz alta; mis esfuerzos por anular la repulsión que me causaba el otro resultaron inútiles. Un día de lluvia, al regreso de mi trabajo, me refugié en la silenciosa intim idad de un bar. M ientras saboreaba una cerveza fría me detuve a pensar en las circunstancias que me habían precipitado hacia el servilismo más escandaloso. El reconocimiento de que mi propia voluntad había actuado como un nudo corredizo alrededor de mi cuello me produjo un profundo desconcierto y, a la vez, me impulsó a tom ar decisiones precisas. Por caminos distintos llegué a la misma conclusión: el azar no jugaba a mi favor, por lo tanto el riesgo a equivocarme no form aría parte de mis planes. Empecé adm itiendo la
paradoja de mi tram pa: el enemigo cayó en ella sin ofrecer ninguna resistencia, le di oportunidad de crecer, le perm ití desarrollar aptitudes propias de su naturaleza, y ahora que su influencia tanto pesaba sobre mí, ahora que me dom inaba por completo, debería convertirme en el más hábil simulador para destruirlo. Esta sola idea bastó para que un agresor se levantara desde el fondo de mis huesos y, a partir de ese instante, la venganza ocupó el lugar antes reservado a la fatalidad, a la esperanza. Debería proceder con suma cautela, pues el enemigo conocía de memoria los más escondidos pasadizos de mi mente. Sin embargo, una ligera ventaja me anim aba en mi propósito: la influencia del otro tenía límites precisos, las paredes de mi habitación. En principio, su poder se extendía hasta el pasillo adyacente, pero la puerta cerrada negaba esta posibilidad: incluso las m iradas más profundas ceden ante lo desconocido. Tuve cuidado de seleccionar un arma eficiente, veloz y silenciosa. Descarté de plano cualquier arma de fuego, pues el ruido inoportuno podría crear momentos de zozobra en los vecinos; y me niego a revelar las razones que me movieron a prescindir de una hermosa y tentadora cim itarra ofrecida a precio de regalo por un distraído anticuario. Opté por una pequeña hacha,
mango de m adera liviana y con el filo de una navaja de afeitar. El día elegido me levanté a la hora acostum brada, preparé café negro, y di algunas vueltas por el cuarto buscando un cuaderno imaginario. Mi conducta no debería dar lugar a ningún recelo. Me puse una corbata verde y, sin despedirme de mi enemigo, salí dando un portazo. Por su parte, él se portó de m anera correcta: ni siquiera protestó mi descortesía o mi olvido. Al final de la escalera se abría la calle con su profusión de grises, sepias y lilas enmohecidos. Una nubecita vino a pararse en el hombro de un transeúnte. “ Buena seña” , me dije, y con pasos firmes de vengador me encaminé hacia la parada del autobús. Trabajo, almuerzo, siesta, rostros desconocidos, se funden en la brevedad de un sueño. Y así, los últimos resplandores de la tarde me sorprenden al pie de la escalera. La pequeña hacha, envuelta en una lám ina de papel am arillo, abulta ligeramente bajo mi chaqueta; podría confundirse, por su aspecto exterior, con un pan gigantesco o con una botella de ron. Frente a la puerta dudo un instante, la llave gira y mi cuerpo se desliza en la penum bra de la habitación. Enciendo la luz y el agresor se hace visible; me mira de reojo y en su rostro puedo
ver huellas de fatiga; sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, acechan mis pasos. Me coloco frente a mi mesa de trabajo, ocultando con mi cuerpo el envoltorio amarillo. Sonrío feliz al vislum brar el breve instante que me separa de mi total liberación. Mi mano se cierra como un garfio, y un brillo delator recorre el filo del hacha. El prim er golpe debo asestarlo en medio de la frente: la sorpresa del otro bastará para perderlo, y sus ojos, inundados en sangre, cesarán de m altratarm e. De un salto me vuelvo con el hacha levantada arriba de mi hom bro, y un segundo antes que la hoja de acero inicie la masacre, puedo ver al otro, parado frente a mí, piernas abiertas, el hacha levantada arriba de su hombro.
MARIA
Mis sueños eróticos con la Virgen M aría tienen su origen en los días jubilosos de mi prim era comunión. La sonrisa picara de la M adre de Dios se funde en mis recuerdos con el olor del incienso, las piedritas blancas del río, la lluvia y la yerba seca del patio de juegos de la escuela. Mi pasión por aquel m aniquí de yeso, rodeado de querubines, ángeles y serafines, se había desviado hacia una criatura terrenal, tan hermosa como la modelo: M aría, lejana tam bién, divina. La hora del catecismo me ofrecía instantes de dicha secreta. Me las ingeniaba para situarme en el ángulo propicio y así contem plar el perfil suave de M aría, su cabello negrísimo derram ándose sobre unos hombros am arillos. Raras veces la m iraba a los ojos: temía que descubriese mi secreto, conociéndolo se rom pería el encanto.
Desde lejos, encaram ada en su cielo de nubes de cartón, la otra M aría dejaba caer sobre nosotros una m irada maliciosa. Sólo a ella había confiado mis más ocultos sentimientos, sólo ella entendía mi rabia, alim entaba mi sed, y su sonrisa de puta compasiva me anim aba a crecer, a levantarm e por encima de mi tamaño y fabricar, con mi cuerpo y con mis manos, ríos y canciones, colinas, árboles y guitarras a la medida de mis sueños. En el bando de los machos cabríos el recreo es tiempo de runches, troyas, rayos, y palabras nuevas lanzadas al viento como garfios relucientes. Del otro lado, las ovejitas bailan la ronda, salga usted que la quiero ver bailar, bailar, bailar, tejen la som bra y tejen en sus cuerpos una red muy fina, sedosa, color vuelo de golondrina, capaz de enredar a los más ágiles demonios. M aría se sitúa en el centro del círculo y el juego se convierte en un acto de magia. Enlazadas de las manos, las otras muchachas giran hacia la eternidad. Hoja seca en el remolino, M aría se deja llevar por la furia del baile, un río secreto la arrebata. Su cuerpo, de lejos, me reclama, y acudo presuroso a su llamado: mi ranche, el más feroz de todos, corta hilos, despedaza sogas, se hunde en el aire con su zumbido oscuro de abejorro. La ronda se prolonga hasta el toque de cam pana. Algunos rostros pierden su sonrisa y el patio de
juegos recupera su aspecto de solar abandonado. En el pasillo que conduce a las aulas se respira un aroma de pájaros en vuelo. M aría se ata el cabello con una cinta verde agua. El tiempo se detiene, y, detrás de las paredes, la vocecita de la m aestra, asientos fríos y el mapa de Venezuela, nos esperan. A fuera, rastros de ceniza flotan en el aire. A los' ocho años contemplamos el m undo a través de un agujero pequeñito. El m undo no nos devuelve la m irada. Sin darnos cuenta, una ventana de luz se abre delante de nuestros ojos: la palabra amor aún pertenece al campo de la magia. Dejándome llevar por el flujo tranquilo de la savia roja que abre su propio camino en las regiones más ocultas de mi piel fui forjando el culto de M aría: extraño juego labrado en la fresca intim idad del amplio corredor de la casa de mi padre, nutrido más de distancias que de audaces acercamientos. A menudo me aventuraba a través del bosquecito de bucares, guamos y naranjos, situado al borde mismo de la Calle Real. Conocía un sendero entre los árboles, tapizado de musgo y hojas secas, que descendía dando vueltas como una serpiente fatigada hasta ramificarse en un haz de caminos diminutos. La ruta conduce a un río angosto, transparente, que se abre paso, a dentelladas, entre los peñascos puntiagudos del valle. Llego a la orilla,
contento y sudoroso, y elijo como asiento una piedra azul, cóncava, semejante a la vagina de un gigantesco dinosaurio. Hongos y helechos, algas, liqúenes y manojos de yerba circundan mi trono. Rey del Valle soy, Señor del Viento, Dios del Fuego y de la Lluvia. Al sonar de mis dedos acudirían lagartijas ciegas, torcazas y azulejos, arañas de largas patas amarillas, zamuros y una ovejita verde. Renuncio a la compañía de seres que se me parecen, y extraigo, del pequeño m orral de tela dura, un cuaderno: M aría es el nom bre que se repite en cada página, cada línea la nom bra y la conjura. Con cuidado arranco una hoja, y mis dedos, que guardan la memoria de algún remoto antepasado, hom bre de m ar o al menos trabajador de un astillero, unen los bordes paralelos, con movimientos ágiles pliegan los extremos del papel, y en un instante el prim er barquito se agita inquieto en la palma de mi mano. Un rato después la flota m aldita emprende la fugaz travesía. Tem prano me despierto y mi m irada persigue algún punto de luz en la espaciosa oscuridad. Al otro lado de la ventana, encaram ado en las ramas de un durazno, canta el gallo-gallino, y su voz ronca se derram a en el viento encontrando una respuesta propicia, casi simultánea, que da origen a un concierto lleno de anhelos com partidos, arrebatado de súbitas tristezas. Amanece. Mi cuerpo responde al llamado. Me levanto, y con movimientos
ágiles de pez cubro mi piel con ropas muy livianas. Descalzo atravieso el largo corredor de ladrillos, y corro, corro sin sosiego, casi sin tocar el suelo salvo la distancia que me « separa del vallecito de los peñascos puntiagudos; en la encrucijada elijo el camino menos trillado, siento el golpe suave del rocío contra mis piernas; sofocado llego a la orilla del torrente y me desvisto. Hundo mis pies en el agua casi helada y una ola de sangre caliente asciende hasta mi rostro confiriéndole un feroz aspecto de m áscara purpúrea. Me zambullo y me dejo ir hasta el fondo arenoso. Un leve zumbido crece en mis oídos. Mi m irada se abre en abanico y posee, sin tocarlo, aquel mosaico de piedritas blancas, pizarras, guijarros, areniscas. El empuje de mis pies me lanza hacia una zona más profunda. Mi cuerpo reclama aire; tomo impulso y regreso. Alcanzo la orilla y me arrastro hasta la piedra azul. El viento seca mi piel y el sol lame, con su lengua tibia de perro, las cicatrices de mi rostro. Un relámpago corta las nubes bajas abriendo una hendija ovalada en m itad del cielo. El resplandor de aquella visión me enceguece: M aría, la otra, desciende por el valle. Su largo vestido de seda azul con bordados de oro, se enreda en los espinos. Boca arriba, brazos en cruz, piernas muy abiertas, sintiendo en la espalda la caricia tibia de la piedra, espero tranquilo su llegada. M ientras se acerca, un canto nuevo fluye-de mis labios; cargada de extrañas resonancias
una voz dulce se levanta de la ceniza de mis huesos. M aría ha llegado. Sostiene entre sus manos un ram illete de begonias, un racimo de moras y una lám para de aceite. Da tres vueltas, tres, alrededor de mi cuerpo. Luego se deja caer al borde de la piedra azul y besa mis pies, mis labios y mi cuello. Al regreso encuentro la sonrisa de mi m adre. Orgullosa me muestra el traje blanco que debo lucir esa misma m añana en la fiesta de mi prim era comunión. Dril de a cuatro bolívares el metro, botones de cacho de buey, hilo elefante, ¡todo un lujo! Después de misa te vienes derechito a casa, nada de juntas, y te guardas esos runches, ¿no te has visto la cara llena de cicatrices? M ientras la voz de mi m adre pasa sin dejar huella, reconstruyo la travesía de regreso, el largo rodeo por la zona más abrupta del valle en busca del cementerio de zamuros. La idea de hacerle un regalo a M aría (la otra) me andaba rondando desde hacía algún tiempo. Parecía que hoy, día de trajes nuevos, cánticos, gran fiesta, era el momento propicio. Regalarle una plum a de zamuro implicaba algo maligno y aseguraba su silencio. Cualquier otro regalo — una cinta de colores, una piedrita blanca del río— podría lucirlo o, al menos, m ostrarlo a sus amigas; pero la hermosa pluma negra la ocultaría entre sus vestidos, la guardaría muy cerca de su corazón.
Vuelvo a escuchar la voz de mi m adre que me recom ienda perm anecer en ayunas toda la m añana, no, ni un traguito de leche, agua sí, toda la que quieras, y sonrío al recordar la visión de mi propio cuerpo deslizándose, apenas un rato antes, entre campos de moras, guayabas, pomarrosas. Entro a la sala grande, olorosa a laurel, y no me sorprende encontrar a mi padre, sentado cerca de la ventana, abstraído en la lectura de un grueso libro de tapas amarillas. A pesar del traje blanco el calor se hace, por momentos, intolerable. La ceremonia se prolonga. De espaldas a los fieles, el anciano sacerdote se mueve frente al altar. Sus movimientos, torpes y pesados, recuerdan la danza de un zam uro alrededor de la carroña. En el extremo derecho, cerca de la fila de muchachas, un monaguillo balancea el incensario. A rriba, chorros de luz se abren paso a través de los cristales. Un pequeño agujero ha permitido la entrada de una golondrina: en su desesperación por encontrar el camino de regreso se lastima las alas, se golpea, una y otra vez, contra los cristales coloreados. Nadie presta atención a la tra g e d ia .. . La voz del sacerdote se levanta oscura y ronca, pedregosa: aúlla en latín. Luego se vuelve hacia nosotros y cambia de tono, hijitos míos, carísimos herm anos, nos habla en nuestro idioma. Sus palabras como dardos venenosos buscan la zona más
sensible de nuestros cuerpos: el corazón. Mi naturaleza sortea con extraña habilidad las embestidas del enemigo; me resisto a seguir el hilo de aquella historia hueca, sin sentido. Ayer tarde, frente al confesionario, sometido a la crueldad de un juego absurdo, acosado como un reo, pude alcanzar la orilla, sano y salvo, y pude reírme a carcajadas de mi doble vida. Ahora, m ientras el sermón se extiende hacia regiones pantanosas, busco de nuevo la imagen de M aría. Mi posición me permite contem plar su largo cabello, negrísimo, recogido en un par de crinejas rem atadas en idénticos lacitos amarillos. Si su cuello girara un poquito hacia la izquierda podría ver la curva suave de los labios, la pequeña nariz y la mejilla salpicada de lunares. Desde arriba, M aría, la otra, envuelta en su traje nuevo de seda azul celeste, vigila la dirección de mi m irada. Me abandono a las aguas de otro sueño y me dejo llevar hacia un fresco remanso sombreado por bucares. Ahí me quedo hasta que un sonido seco me trae de regreso: la golondrina se ha golpeado las alas y ahora se arrastra sobre el piso de ladrillos. O tro final merecía esta historia. Ver crecer a M aría. O bservar cómo la m ujer, día a día, se atrinchera en el fondo y en la superficie del cuerpo de la niña. Contem plar mi propio cuerpo como una fuente
reveladora de secretos. Bordear el um bral y atisbar más allá de las colinas escarpadas el nacimiento de otro río, verde quizá, profundo, bello. Pero, ¿cuántos caminos se le ofrecen a un hom bre? En todo caso, uno menos que los señalados por los surcos de su mano izquierda. Así, aquella misma tarde, antiguos odios hicieron retum bar la esquina norte de la Calle Real. Cinco plomos, suficientes para asesinar otros tantos caballos, abrieron un enorme boquete en el pecho de mi padre. Contento o triste regresaba de Las Tapias. Sus ojos, pequeños y huidizos, conservaban aún el verde profundo de la copa de los árboles — vistos como en un sueño de neblina desde la empinada cuesta de Las Cabras. El mes pasado, un día de carnaval, lo había acom pañado en un viaje parecido. O tro rumbo, otro río, voces distintas para nom brar los valles y las lomas. En un recodo del camino tropezamos con una comparsa de “ locos” . Nos hicimos a un lado para darles paso. Agitaban banderas y litros de aguardiente; sus rostros cubiertos con máscaras de trapo. Alguno soplaba una guarura, y el sonido ronco y profundo como el lamento de un buey triste se elevaba en el viento, rem ontaba las colinas pardas y regresaba zum bando por encima de nuestras cabezas. El violinista, borracho, intentaba m antener el equilibrio apoyándose en un garrote de aliso, m ientras, muy cerca de él, un ágil bailarín,
máscara de macho cabrío, ejecutaba difíciles cabriolas en el aire. Espoleamos los caballos, y al comenzar el descenso nos encontramos al Demonio, sucio y cansado, arrastrando su larga cola de un rojo desteñido. Saludó a mi padre por su nombre, y mi padre le correspondió el saludo. Dejamos a las bestias aplacar su sed en un vado del río. Al otro lado comenzaba un camino pedregoso que se prolongaba hasta las nubes. El sol de mediodía arreciaba, y mi padre, adelantándose a mi pregunta me dijo: — Almorzaremos en la Cumbre. El camino era estrecho, sin embargo, los caballos se esforzaban por m antenerse juntos. Podía entonces escuchar la conversación suave y precisa de mi padre, entretejida por pequeños espacios silenciosos, a través de los cuales me asomaba a una extraña comarca, bañada por una tenue claridad malva, poblada de altos árboles, enormes rocas color hueso, y surcada de norte a sur por un ancho río de leche de cabra. Los temas, casi siempre, surgían de repente, impulsados por alguna de mis observaciones triviales acerca de una nube, un pájaro o la letra de una canción escuchada la noche anterior. Aquel día, sin embargo, la iniciativa partió de él, y el tema elegido fue la muerte. Para mí se trataba de algo muy lejano, remoto y casi sin sentido: una región vedada a mi conocimiento, situada más allá de las m ontañas, más
allá de las estrellas y del mar. Quizá para mi padre era algo más que un presentim iento. “ Amiga fiel, viaja siempre a nuestro lado. Su presencia nos anima en los instantes de peligro, y en la soledad nos acompaña. Se regocija con nuestras alegrías. Ríe y llora con nosotros. Como una herm ana mayor vigila nuestros paso s. . . ” A medida que la conversación avanzaba las preguntas se acum ulaban en mi mente. Perm anecí callado, pues, desde el prim er momento pude darme cuenta que las respuestas llegaban a su tiempo. “ Los que no la conocen la imaginan fea, horrible, despiadada: se equivocan. Es terrible, sí, pero ello no niega la belleza. Su cuerpo está hecho de luces y de viento, y su voz es más dulce que la de muchos pájaros.” Al llegar a la Cumbre nos bajamos de los caballos, les quitam os los frenos, y dejamos que se alejaran en busca de yerba. Con la navaja en una mano y la lata de sardinas en la otra, mi padre buscaba un sitio donde sentarse. Comimos en silencio. Más tarde, cuando reanudamos la m archa, mi padre se volvió para decirme: “ Cuando un hom bre conoce su muerte, su vida entonces carece de sentido. Vuelve su m irada hacia el pasado y lo encuentra vacío: tanta fatiga inútil, tantos sueños en el aire. Entiende que el viaje ni siquiera ha comenzado, que no habrá señal propicia para su com ienzo.” Luego de una breve pausa, agregó: “ Es un viaje que no se ha interrum pido nunca” . Se me hacía difícil,
tal vez demasiado difícil, penetrar el sentido de aquella frase. Nuevamente, rescatándome de la confusión, la voz de mi padre se levantó por encima de las montañas: “ Piensa en un río” , me dijo, mirándome a los ojos. Regresamos ya de noche, alum brados por las prim eras estrellas. M ientras soltábamos las bestias se dejó oír de nuevo la voz tranquila de mi padre: “ Si un día nos olvidamos de la m uerte, y al cabo de un tiempo la tropezamos de repente, debemos m irarla a los ojos y sonreír con ella.” En el corredor nos despedimos. Hasta m añana, papá. Duerme tranquilo, hijo. Y la noche, con su hocico de fiera mansa, aletargada, se tragó nuestras palabras. La m adrugada trajo un viento frío que sacudió las ventanas de mi cuarto. Me levanté descalzo y durante un largo rato estuve contem plando la bóveda estrellada. Un punto luminoso surcó la noche y se hundió detrás de las colinas pardas; formulé un deseo, pero la muerte, con su vestido de luces y de viento, no se hizo presente. Volví a mi sueño y me desperté sobresaltado: el rostro claro de M aría flotaba en el espacio como un cometa sosegado. Venidos de las comarcas más rem otas, los viejos amigos de mi padre form an un arco compacto en medio de la sala. Se han despojado de sus recios sombreros manchados por la lluvia; y en sus ojos, profundos
como las lagunas de m ontaña, no se refleja la tristeza. Acostumbrados a la presencia de la m uerte, el espectáculo les resulta fam iliar; y no les consuela la idea de ser ellos (o alguno en particular) los que han viajado para despedirse del amigo, pues saben como también lo sabía mi padre que “ la muerte es nuestra única certeza” ; y esperan con calma, sin prisa de agotar el aire respirable, dándole a cada acto de sus vidas el matiz suficiente para empequeñecerlo, olvidando deliberadam ente la posibilidad de que m añana o más tem prano sean ellos los oficiantes secretos de una ceremonia sim ilar a la que ahora, como guerreros despojados de sus armas y de sus poderes, observan en silencio. D etrás, el coro de mujeres se lamenta; y más que un lamento pareciera una triste canción de despedida, un río de adioses fluyendo desde el borde mismo de los labios y derram ándose hasta form ar un lago profundo y muy tranquilo, agitado a ratos por pequeñas olas de rabia que suben desde el corazón. A fuera, en el corredor, el olor a jinete se apodera de las cosas; relinchan los caballos; y en el patio, los perros, echados a la sombra de un naranjo, se protegen del sol. El jardín de rosas de mi m adre ha sido pisoteado por las muías. Camino desde el portón hasta la puerta de la sala, veinticinco pasos, regreso, veintisiete. Se escuchan voces a lo lejos.
Ahora la casa es un gran hueco. Al atardecer se llevaron el cuerpo de mi padre, pero su recuerdo persiste flotando entre las cosas: las gruesas paredes de adobe cocido guardan en sus grietas el polvo de su voz, y el aire que tantas veces le sirvió de alimento da vueltas en la sala grande, sacude las cortinas negras y se adentra como un río manso en el interior de los aposentos. En el fondo del baúl verde he guardado mis ranches, mis cuadernos a rayas y mis trom pos. M aría existe, y se ha quedado fuera. No basta un leve gesto ni una orden precisa para alejarla. Mi madre me ha confiado que m añana, antes que el pueblo se despierte, nos iremos de viaje. Esta noche los caballos dorm irán ensillados. En las alforjas llevaremos suficiente comida para las tres jom adas. ¿Volveremos algún día?, me atrevo a preguntarle. No sé, hijo. El tono de la voz me dice de la im posibilidad del regreso. Antes de acostarme salgo al patio a orinar, y me quedo m irando las estrellas: la luna se esconde detrás de las m ontañas, se levantará en la m adrugada y su luz cruda y mortecina nos alum brará el camino. Vuelvo a mi cuarto y no encuentro calor alguno entre las cobijas. El sueño se resiste a hacerme compañía. Abro de par en par
las ventanas de mi cuarto, y la noche clara me devuelve la silueta precisa de la casa de M aría. No hay luz en su ventana. Observo, sin embargo, una figura extraña que se pasea a lo largo del balcón. Mi m irada corta la distancia, y puedo ver que es ella: su cuerpo desnudo bañado por la luz fría de las estrellas, y su cabello adornado por la hermosa plum a de zamuro atada a la frente con una cinta de tela roja.
El Agresor Cotidiano / Ednodio Quintero Cuadernos de Difusión / N? 18 Editado por la Dirección General de Cultura de la Gobernación del Distrito Federal y Fundarte. Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Editorial Arte, en el mes de agosto de 1978. Caracas / Venezuela
EDNODIO QUINTERO Nació en los Andes Venezolanos y reside en Mérida, en cuya universidad dicta cátedras en la Facultad de Ingeniería Forestal. Se ha dado a conocer como narrador a través de periódicos y revistas nacionales y extranjeras. Ha publicado La m uerte viaja a caballo (ed. “La Draga y el D ragón”, M érida) y Volveré con m is perros (Monte A vila Editores, Caracas), dos volúmenes de relatos breves que atrajeron sobre él ¡os comentarios de la crítica y lo m ostraron como uno de los narradores jóvenes más promisorios de la cuentística venezolana actual. Ednodio Quintero fue ganador del P rim er Premio de Cuentos de E l Nacional, de Caracas, y de sim ilar galardón otorgado por la revista E l Cuento, de México.