281 56 2MB
Spanish Pages [258] Year 2013
-
Cardenal Jorge Mario Bergoglio, sj
EDUCAR: EXIGENCIA Y PASIÓN Desafíos para educadores cristianos
Con dinámicas para trabajar a solas o en grupo
Editorial Claretiana
-
Bajalibros.com ISBN 978-987-34-1558-6 Presentación y Dinámicas de grupo: Prof.Liliana Ferreirós Diseño de Tapa: Equipo Editorial. Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito que previene la ley. © Editorial Claretiana, 2006. EDITORIAL CLARETIANA Lima 1360 - C1138ACD Buenos Aires República Argentina Tels. 4305-9510/9597 Fax: 4305-6552 email: [email protected] www.editorialclaretiana.com
PRESENTACIÓN La orfandad en la que vive inmersa la cultura contemporánea aviva la necesidad del reencuentro con el Padre. Los que procuramos vivir cada día en su Presencia tenemos, además, el consuelo de otras presencias... Pa-dres y madres de sangre y de Espíritu (Mateo 16,17) caminan con nosotros, nos orientan en la encrucijada, nos acompañan con el silencio y con la palabra, nos levantan en la caída y nos enseñan los secretos del Camino... En este contexto inscribimos las reflexiones que el Cardenal Jorge Bergoglio sj dirige a los educadores católicos, también llamados a curar la orfandad que habita en cada niño, en cada joven, en cada aula, en cada escuela. Su palabra adquiere en el momento actual significativa importancia. Por eso actualizamos su mensaje, portador de Buena Nueva y comunicador de Esperanza.
Al tiempo que calan hondo en nuestra ta-rea cotidiana e interpelan fuertemente nuestra condición de educadores cristianos, sus reflexiones nos ponen en diálogo con la realidad presente, con las dificultades, oportunidades y desafíos que ella nos plantea, y señalan un rumbo. Un rumbo que invita a revisar nuestra vi-da de fe y nuestra condición de ciudadanos constructores del reino en las fronteras históricas de nuestra nación desde la propia vocación. Son palabras dirigidas a los educadores católicos argentinos, ciudadanos de un mun-do complejo que ya transita el tercer milenio, en una coyuntura crítica y dolorosa para el país, en la que también germina, con la muerte, la Resurrección. Para profundizar en cada una de las cinco reflexiones que se compilan en este libro, los docentes hallarán claves de lectura que pueden ser desgranadas a solas o en grupo,
aun cuando, al proponernos la edición, pensamos en ellas como valioso vehículo de revisión, re-novación y encuentro en el seno de la comunidad educativa. Por fin, solo nos queda pedir al Maestro que abrevemos más que nunca de su ejemplo, consagrando la vida y la tarea al mandamiento más grande y dando a la educación TODO lo que nos pide para hacer conocer y amar a Jesucristo.
1 Ser educador católico hoy: Un gran desafío
Testigos de Jesús Resucitado Los educadores cristianos somos testigos en el tiempo de la posmodernidad, insertos en una transición que alguien bien podría calificar como “cultura del naufragio”. Esta lectura sin embargo, no debe encerrarnos en el pesimismo sino por el contrario: nos propone un reto, un desafío y una vocación. En dicha situación tenemos parte activa: ser náufragos. El náufrago siempre está solo con su propio ser y su propia historia: ésta es su mayor riqueza. Claro que subsiste la tentación ante la crisis de reconstruirlo todo por inercia con los trastos viejos de un barco que ya no existe o caer en la mera repetición o en el esnobismo desesperanzado de quien se acomoda sin más a los tiempos que corren.
La clave está en no inhibir la fuerza creativa de nuestra propia historia, de nuestra historia memoriosa. El ámbito educativo, en cuanto búsqueda permanente de sabiduría, es un espacio indicado para este ejercicio: reencontrarse con los principios que permitieron realizar un deseo, redescubrir la mi-sión allí escondida que pugna por seguir desplegándose. Memoria que es anámnesis, reactualización y reencuentro, como en la celebración eucarística, donde nos reencontramos con nuestra carne y la de nuestros hermanos en la Carne de Cristo. Memoria es ir a las fuentes a la vez que dar con el sentido, ahondarlo y avanzar luego con direccionalidad. Por eso tiene que ver con el ser y con el destino. Vemos tanta memoria enferma, desdibujada, desgarrada en recuerdos incapaces de ir más allá de su primera evidencia, entretenida por
flashes y corrientes de moda, sentimientos del momento, opiniones llenas de suficiencia que ocultan el desconcierto. Todos esos fragmentos quieren distraer, oscurecer y negar la historia: El Señor está vivo y está en medio de nosotros. Él nos llama, Él nos sostiene, en Él nos reunimos, y Él nos envía. En Él somos hijos, en Él hallamos la estatura a la que estamos llamados.
Ante los desafíos de nuestra cultura Afirmamos que todo avance no arraigado en la memoria de nuestros orígenes que nos dan el existir, aun el cultural y el histórico, es ficción y suicidio. Una cultura sin arraigo y sin unidad no se sostiene. Nos mueve pues la búsqueda de la plenitud de la existencia humana situada en el contexto epocal que le da carácter peculiar y
determina posibilidades. Hay una tensión bipolar entre plenitud y límite. Entonces cabe preguntarnos: ¿Cuál es la antropología sobre la cual debe apoyarse la acción educativa y el anuncio evangelizador? Esto nos lleva a intentar una justa aproximación valorativa de la época. Son rasgos expresivos del hombre de hoy la mentalidad tecnicista juntamente con la búsqueda del mesianismo profano. Generan el “hombre gnóstico”: poseedor del saber pero falto de unidad, y por otro lado necesitado de lo esotérico, en este caso secularizado. La tentación de la educación es ser gnóstica y esotérica, al no saber manejar el poder de la técnica desde la unidad interior que brota de los fines reales y de los medios usados a escala humana. ¡Cuántos son además los que reducen política a retórica u optan por enredarse en análisis de coyuntura más que trascenderse en la captación de los signos de los tiempos! O los que no escapan
a la seducción cultural que hoy ejerce la autonomía de la semiótica, que poco a poco va creando un mundo de ficciones con peso de realidad. Hay que liberar la antropología del enjaulamiento de los nominalismos. Por otra parte podemos encontrar una legión que se aferra a sus temores conscientes o inconscientes, enarbolando banderas de dioses que justifican sus aberraciones o simplemente sus prejuicios o ideologías. Es así que, desde el fundamentalismo de cualquier signo hasta la new age, pasando por nuestras propias mediocridades en la vida de fe o por la de aquellos que usan elementos cristianos pero diluyen en la neblina lo esencial de la fe, los náufragos postmodernos nos hemos nutrido en la poblada góndola del supermercado religioso. El resultado es el teísmo: un Olimpo de dioses fabricados a nuestra propia “imagen y semejanza”, espejo de nuestras propias insatisfacciones, miedos y autosuficiencias.
El sincretismo conciliador que fascina por su apariencia de equilibrio, también abunda. Evita el conflicto no por resolución de la tensión polar sino simplemente por balanceo de fuerzas. Adquiere sus mayores dimensiones en el área de la justicia y a precio de los valores. En sí mismo se considera un valor y su basamento radica en la convicción de que cada hombre tiene su verdad y de que cada hombre tiene su derecho: basta con que se guarde equilibrio. Gusta proclamar los valores comunes, que no son ni ateos ni cristianos, sino más bien neutros o que son, como suele decirse, transversales respecto de las identidades y de las pertenencias. Es pues la forma más larvada de totalitarismo moderno: el de quien concilia prescindiendo de valores que lo trascienden. Se da un desplazamiento hacia una moralina conciliadora de estructura totalitaria en contra de los valores más hondos de nuestro pueblo.
Cercano está el relativismo, fruto de la incertidumbre contagiada de mediocridad, que es la tendencia actual a desacreditar los valores o, por lo menos, que propone un moralismo inmanente que pospone lo trascendente reemplazándolo con falsas promesas o fines coyunturales. La desconexión de las raíces cristianas convierte a los valores en mónadas, lugares comunes o simplemente nombres. De ahí al fraude de la persona hay un paso. Porque, en definitiva, una antropología no puede eludir la confrontación de la persona con la Persona que trasciende y que la fundamenta en esa misma trascendencia. Hermanada a éstos, encontramos la pretendida búsqueda de una puridad que está a la base de cualquier forma de nihilismo. Parecen evocar los dones preternaturales: ra-zón pura, ciencia pura, arte puro, sistemas puros de gobierno. Esta ansia de puridad, que a veces toma forma de
fundamentalismo religioso, político, histórico, se da a costa de los valores históricos de los pueblos y aísla la conciencia de tal manera que le impide captar y aceptar los límites de los procesos. El hombre de carne y hueso, con una pertenencia cultural e histórica concreta, la complejidad de lo humano con sus tensiones y sus limitaciones, no son respetados ni tenidos en cuenta. La realidad humana del límite, de la ley y las normas concretas y objetivas, la siempre necesaria y siempre imperfecta autoridad, el compromiso con la realidad, son dificultades insalvables para esta mentalidad. Un nuevo nihilismo “universaliza” todo, anulando y desmereciendo particularidades o afirmándolas con tal violencia que logra su destrucción. Esa tendencia a uniformar políticas hacia un “nuevo orden”, por la internacionalización total de capitales y de medios de comunicación, nos deja un agrio sabor de despreocupación por los
compromisos sociopolíticos concretos, por una real participación en la cultura y los valores locales. No podemos reducirnos a ser un número en las estadísticas de las encuestas de opinión o en los estudios de mercado, o un estímulo para la publicidad. El hombre de hoy experimenta el desarraigo y el desamparo. Lo llevó hasta allí el afán desmedido de autonomía heredado de la modernidad. Ha perdido el apoyo en algo que lo trascienda. Aquí se da una tensión entre los opuestos regla-originalidad, en la que hay que evitar caer en la coerción –que es exageración de la regla–, como en la impulsividad –que es exageración de la originalidad–. De ese alejamiento de las raíces constitutivas deviene la tentación de los retornos y de los refugios culturales. Al encontrarse di-vidido, divorciado consigo mismo, confunde la nostalgia propia del llamado de la trascendencia con la añoranza de mediaciones inmanentes también
desarraigadas.
Engendrar en otros el don de Cristo “Yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.” Lucas 24,49 Basados en la promesa triunfa la esperanza. No dejen sus lugares. Permanezcan juntos. El Don, que es fuerza, hará nuevas todas las cosas. Estamos invitados a tejer una “cultura de comunión”. Y una mística auténtica recuperada es fundamentalmente incisiva: se impone hacia afuera pero no con violencia
titánica, sino más bien con esa mansedumbre que nace de la sabiduría y va ganando espacio por su suave luminosidad. Nuestra consagración a Dios Padre desde la cosmovisión que implica el nacer en el seno del Cuerpo Místico del Verbo Encarnado, y especialmente de la experiencia de vida del pueblo fiel creyente, nos ubica en una clara posición de fundamentación e identidad propios. Hoy convivimos con una humanidad inquieta, buscadora de sentido de su propia existencia, deseosa de articular lenguajes y discursos para reconstruir una armonía del saber perdida, ansiosa por integrar su “yo” ante tantas inseguridades. No podemos dejar de ver esta búsqueda espiritual como signo del Espíritu de Dios. Nuestro aporte irá a superar la inercia que lleva a reconstruir lo que fue “el ayer” cuando sólo se tienen en la playa los restos de un
viaje trunco. Como los primeros cristianos – el contemplarlos puede ser una visión analógica de utilidad para reencontrarnos con el espíritu de nuestra misión– debemos anunciar, no sólo con mensajes convincentes sino fundamentalmente con nuestra vida, que la verdad basada en el amor de Jesucristo a su Iglesia es realmente digna de fe. Porque, hartos de mensajes, ninguna voz suscita confianza y corremos el peligro de caer en la incertidumbre y en la mala indiferencia, graves enfermedades del espíritu. Cuando nuestra Madre, la Iglesia, nos remite a una norma objetiva, a una enseñanza, no hace sino traducir al pensamiento y a la praxis la condición humana esencial y, por ende, hace a su dignidad personal que cada hombre la tenga como horizonte de su accionar, más allá de cualquier cultura y situación. La posibilidad de criticar y autocriticarse, al medio y a sí mismos, con
una principalidad y normativa que esté más allá de toda otra, ayuda a madurar. Es bueno tener una palabra última a la cual referirnos, que nos libere de todo condicionamiento y nos refiera a nuestra esencia. Hoy, más que nunca, el camino es la santidad: ser testigos veraces de lo que se cree y se ama y vivirlo en fraternidad. Intentando ser reflejo, no de nuestras opacidades, sino de la Palabra de Otro. Esto es verdadera realización simbólica: la de un deseo unido al de Aquel que no podemos explicar pero que hemos visto porque nos hemos dejado en-contrar por Él y lo hemos amado. Y el símbolo, bien sabemos, crea cultura. Esta conversión creativa, en nuestros criterios, en nuestras metodologías, en la búsqueda incesante de la verdad –que no pretende ser omnipotente sino crucificada– que sur-ge de todo encuentro real con
Jesucristo, nos lleva a plasmar una vida comunitaria en la que dé gusto adentrarse en la Verdad y la Belleza, y donde nos sintamos invitados a vivir el Bien. Por otra parte, en el silencio del estudio, en la humildad del compartir y ayudarse, está el remedio contra la mediocridad que lleva a la corrupción y al desinterés, ambas cosas que tanta incertidumbre provocan en nuestros jóvenes, y que tanto motivan a la evasión y la superficialidad. Fundados en el misterio de Dios manifestado en la Carne de Cristo podemos delinear la tarea formativa de nuestros colegios: ser reflejo de la esperanza cristiana de afrontar la realidad con verdadero espíritu pascual. La humanidad crucificada no da lugar a inventarnos dioses ni a creernos omnipotentes; más bien es una invitación –a través del trabajo creador y el propio crecimiento– a creer y manifestar nuestra vivencia de la Re-surrección, de la Vida
nueva. Es misión de la escuela formarse y formar en esta conciencia: el hombre es hijo, filiación en el Unigénito del Padre, y por tanto hecho para aspirar a su Deseo, su Voluntad, que siempre reorienta la propia. La ilusión relativista de que en uno mismo está la propia orientación no es sino un viaje náufrago más, que marca una nueva frustración. Los seres humanos no podemos vivir sin Ley que nos estructure, sin Llamado que nos oriente, sin Calidez de Padre que nos convoque. El espíritu relativista busca evitar las tensiones, los conflictos; teme la verdad. Nos da miedo, en estos tiempos donde todo parece moverse por puro interés, pensar que algo pueda ser Don, que hay un Amor que nos sostiene y que la única garantía de ser libres en plenitud está en abrazarse a esa Verdad.
La concreción de la verdad que creemos es posible en las particularidades diferenciadas. De comunidades pequeñas pero conscientes de su identidad, afirmadas sin soberbias ni estereotipos sino con la serenidad de quien cree y convoca con su solo ejemplo, es posible engendrar a aquellos que sean capaces de grandes deseos y grandes renuncias. Nuestra pasión es engendrar verdaderos hijos de esa Verdad, aunque estemos ausentes de proyectos mundanamente ambiciosos.
Educar, la gran tarea que Jesús pone en sus manos Nos convoca una obra de amor: educar. Educar es dar vida. Pero el amor es exigente. Pide comprometer los mejores recursos, las ganas no ciclotímicas, despertar la pasión y con paciencia ponerse en camino.
Son nuestros colegios ámbitos privilegiados de encuentro interhumano. Cada hombre y mujer es único, es inalienable e irremplazable; debe ser esa unicidad la que inspire la armonización en un plano superior de las inevitables tensiones de los momentos de crisis. Y son también un lugar propicio para la animación de una experiencia de vida orientada al encuentro y a la solidaridad, expresión lo más acabada posible de lo que es ser comunidad. Que cada persona que se sume al proyecto para ejercer su rol de educador lo haga en sintonía plena con el ideario, con disponibilidad a la obra común, asumiendo con responsabilidad el espacio que se le confía. Y así cada uno con su peculiaridad hará más rico el intercambio, sirviendo a un proyecto mayor y perdurable. Proyecto que no es otro que el de Dios para el hombre. Un clima especial debe imperar. Marcado por
la búsqueda de la sabiduría. Con seriedad académica vayan desplegando la rica y variada información científica, pero favoreciendo la integración del saber. Tarea ímproba que debe ser acompañada por un doble movimiento: ayudar a bucear en profundidad, desarrollando la capacidad de ver más allá, de captar los signos y alusiones sumergidas en las cosas y en los acontecimientos; y en todo lo que corresponda, posibilitar el encuadre y la síntesis con la cosmovisión católica del mundo y de la historia. Aquí vemos como urgente una mayor cooperación interdisciplinar entre las ciencias y la teología, que facilite la contemplación de la sinfonía de la creación. Queridos educadores: qué grande es la tarea que Jesús pone en sus manos. Cultiven su personalidad, trasmitan con su ser un estilo, una certidumbre. No sucumban a la tentación de prorratear la Verdad. Que esa
suerte de paternidad y maternidad no descrea de las capacidades de los alumnos, nivelando para abajo por medio del consenso negociador, del pacto demagógico, consintiendo el cotidiano “zafar”. Hagan amar a Jesucristo. Muestren el esplendor de la verdad que aparece, para el que sabe ver, emergiendo de cada rincón de la naturaleza o de las obras de los hombres. Forjen ideas luminosas para que, apropiándoselas, orienten a los jóvenes y niños por los campos de la vida. Ayuden a generar lazos y vínculos con personas, ideas y lugares, porque se crece alimentando pertenencias. Reconcíliense con el esfuerzo por mantenerse de pie, superando los tropiezos. Ten-gan pasión por la Verdad, el Bien y la Belleza. No caigan en la tentación del facilismo que los hace débiles. Sepan que, en una existencia sin trascendencia, las cosas se
vuelven ídolos y los ídolos degeneran en demonios que asolan y devoran a los mismos que pretendían disfrutarlas. Queridos directivos y todos aquellos que tienen responsabilidades de conducción: mis mejores deseos para la gestión de ustedes, que tanto significa para la marcha de sus centros. A veces la carga se torna pesada. No están solos. Cuiden con amor e idoneidad de cada uno y del conjunto, y sentirán a su vez la suavidad de una Presencia que los sostendrá y animará a ustedes. Estén atentos al alimento que reparten en sus casas. No hay mejor memoria que la de un alumno agradecido. Con la fuerza que viene de lo alto, con todo mi afecto, quiero desearles a todos los miembros de nuestras comunidades educativas con el Apóstol: “En fin, mis hermanos, todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es
amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos. Pongan en práctica lo que han aprendido y recibido,..., y el Dios de la paz estará con ustedes” (Flp 4, 8-9).
Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo Las preguntas que siguen se
proponen estimular la reflexión y la revisión de vida de nuestras comunidades educativas –de sus “actores” (docentes y directivos)–, a partir de los textos. Reflexionamos El diccionario define el término naufragio como la “pérdida de la embarcación en el mar”, como “una situación que ofrece peligro a los navegantes” y, por extensión, como la “ruina completa”. – ¿Qué elementos expresan en la sociedad esta situación de naufragio? – ¿En qué se manifiesta dentro de mi comunidad educativa? Sugerimos tomar nota y hacer un elenco de las respuestas que se van dando, para releer luego en voz alta.
– ¿Cómo reacciono frente a esta realidad en la que estoy inserto: Sugerimos pensar la respuesta y responder con absoluta sinceridad en cuál de estos casos nos sentimos incluidos, tomando nota de cuál es la actitud que predomina en el grupo.
soy pesimista, no creo que nada cambie y ando desalentado? + soy hipercrítico, todo me duele, me molesta y quisiera huir de la situación + porque siento que no puedo resolver los conflictos que plantea? soy optimista ciego, que niego toda crítica y trato de avanzar a cualquier precio? + me adapto y me conformo? + Leemos
“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.” Hechos de los Apóstoles 1,8 Pensamos “Lo que falta muchas veces a los católicos que trabajan en la escuela, en el fondo es, quizás, una clara conciencia de la «identidad» de la Es-cuela Católica misma y la audacia para asumir todas las consecuencias que derivan de su «diferencia» respecto de otras escuelas.” La Escuela Católica V,66
Revisamos nuestra tarea – Como educadores católicos, ¿nos sentimos Testigos de Resurrección en el mundo presente? ¿Sí? ¿No? ¿Por qué? – Desde la curricula de la disciplina que enseñamos y desde el proyecto educativo institucional que nos conduce: + ¿en qué medida estimulamos el ejercicio de la memoria de nuestras tradiciones más profundas y de nuestra historia como pueblo, como nación? Si no lo hacemos, dispongámonos a confeccionar alguna propuesta concreta que se aplique a los contenidos de enseñanza o al proyecto institucional.
– ¿Qué lugar ocupan los valores en nuestra acción educativa? – ¿Desde dónde resolvemos los
conflictos que se plantean o nos plantean nuestros alumnos en búsqueda de solución: + desde el Evangelio? + desde la ética de la opinión pública? + desde una posición personal, subjeti vista, fundamentada en el “yo creo que...”? – ¿Estimulamos desde nuestras cátedras preocupación y compromiso con la realidad sociopolítica concreta, alentando la formación de ciudadanos cristianos y laicos que aporten su visión del mundo y de la historia a la cultura y a los valores locales? – ¿Cómo definiríamos una “cultura de comunión”? Esta pregunta puede responderse de manera escrita o gráfica. Sugerimos
un collage con revistas viejas, diarios, etc, o alguna imagencartelera. – ¿Estamos en sintonía plena con el ideario de la comunidad a la que pertenecemos ¿Sí? ¿No? ¿Por qué? – ¿Qué actitudes concretas podemos realizar para mejorar nuestra identificación y nuestra pertenencia? Oramos “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros; a proclamar un año de gracia del
Señor, un día de venganza para nuestro Dios; a consolar a todos los que están de duelo, a cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza. Ellos serán llamados ‘Encinas de justicia’, ‘Plantación del Señor, para su gloria’. .... Su descendencia será conocida entre las naciones, y sus vástagos, en medio de los pueblos: todos los que los vean, reconocerán que son la estirpe bendecida por el Señor.” Isaías 61,1-3.9
2 Recuperar la memoria de pertenenciaal santo Pueblo de Dios
Comunidad educativa: Pequeña Iglesia Una Comunidad Educativa es una pe-queña iglesia, mayor que la familia y menor que la Iglesia diocesana. En ella se vive y se convive. En ella peregrinamos, como hijos y hermanos, hacia la eternidad. Hoy, más que nunca, las preguntas que nos hacemos sobre las cualidades de nuestra acción educativa resultan difíciles y tenemos el peligro de enredarnos en los mismos planteos que nos llevan a buscar la fidelidad en el cumplimiento de nuestra misión. Porque es un desafío entender que “la construcción del mundo según el designio de Dios es un as-pecto esencial del anuncio evangélico” (Juan Pablo II, 22-4-93). Es tan
importante este asunto que no podemos permitirnos ningún tipo de improvisación. Y lo mismo sucede con las diversas opciones que habremos de tomar en nuestra acción pastoral. Cuando Pablo VI nos hablaba del esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, nos señalaba una de las realidades nuestras más notorias: “exaltados por la esperanza, pero a la vez perturbados con frecuencia por el temor y la angustia” (EN 1). Temores y angustias que nos acosan desde el afuera socio-económico y cultural, pero que también arraigan en nuestra interioridad y en lo íntimo de nuestro núcleo familiar. Esperanzas y temores se entrelazan incluso en nuestra vida de educadores –en medio de las incertidumbres es-pecíficas de esta labor– en los momentos en que hemos de decidir por modalidades de nuestro trabajo. No podemos arriesgarnos a decidir sin el discernimiento
de esos temores y esperanzas, porque lo que se nos pide es nada menos que “en estos tiempos de incertidumbre y malestar cumplamos (nuestra tarea) con creciente amor, celo y alegría” (EN 1), y esto no se improvisa. Para nosotros, hombres y mujeres de Iglesia, este planteo trasciende cualitativamente toda visión de las ciencias positivas, apelando a una visión original, a la misma originalidad del Evangelio. Reencontrarnos y consolarnos con la “comunicación de nuestra común fe” (Rm 1,12), abrevar nuestro corazón de apóstoles en ella precisamente para recuperar la coherencia de nuestra misión, la cohesión como cuerpo, la consonancia de nuestro pensar con nuestro sentir y nuestro hacer.
Hacer memoria
El hacer memoria, en sentido bíblico, va más allá del mero agradecimiento por todo lo recibido; quiere enseñarnos a tener más amor; quiere confirmarnos en el camino emprendido. La memoria como gracia de la presencia del Señor a lo largo de la vida. La memoria del pasado que nos acompaña, no como un peso bruto, sino como un hecho interpretado a la luz de la conciencia presente. No se puede educar desgajados de la memoria. Pidamos pues la gracia de recuperar la memoria: memoria de nuestro camino personal, memoria del modo cómo nos buscó el Señor, memoria de mi familia religiosa, memoria de nuestra comunidad educativa, memoria de pueblo . . . Mirar hacia atrás es despertarnos para percibir con más fuerza la palabra de Dios: “Traigan a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubieron de soportar un duro y doloroso combate... No pierdan ahora su
confianza” (Hb 10,32ss). “Acuérdense de sus dirigentes, que les anunciaron la palabra de Dios, y considerando el final de su vida, imiten su fe” (Hb 13,7). Esta memoria que nos salva de “dejarnos seducir por doctrinas varias y extrañas” (Hb 13,9), esta memoria nos “fortalece el corazón”. La memoria de los pueblos. Los pueblos tienen memoria, como las personas. La humanidad también tiene su memoria común. Un viejo Pastor contaba que en un pueblo de su diócesis encontró a un indio rezando tremendamente concentrado. Estuvo mucho tiempo así; al obispo le llamó la atención y le preguntó qué rezaba. “El catecismo”, contestó el indio. Era el catecismo de Santo Toribio de Mogrovejo. La memoria de los pueblos no es una computadora sino un corazón. Los pueblos, como María, guardan las cosas en su corazón.
La alianza del pueblo de Salta con el Señor del Milagro, el Tincunaco, en fin, todas las manifestaciones religiosas del pueblo fiel, son una eclosión espontánea de su memoria colectiva. Allí está todo: el español y el indio, el misionero y el conquistador, el poblamiento español y el mestizaje. Lo mismo pasa aquí en Buenos Aires... el punto de unión es siempre el mismo: la Virgencita, símbolo de la unidad espiritual de nuestra Nación. Porque la memoria es una potencia unitiva e integradora. Así como el entendimiento librado a sus propias fuerzas desbarranca, la memoria viene a ser el núcleo vital de una familia o de un pueblo. Una familia sin memoria no merece el nombre de tal. Una familia que no respeta y atiende a sus abuelos, que son su memoria viva, es una familia desintegrada; pero una familia y un pueblo que se recuerdan son una familia y un pueblo de porvenir.
La humanidad entera tiene su memoria común. El recuerdo de la lucha ancestral entre el bien y el mal. La lucha eterna entre Miguel y la Serpiente, “la serpiente antigua” (Ap 12,7-9) que ha sido vencida para siempre, pero que resurge como “enemigo de natura humana”. Esa es la memoria de la Humanidad, el acervo común de todos los pueblos y la revelación de Dios a Israel. Porque la historia humana es una larga contienda entre la gracia y el pecado, pero esa memoria común tiene su rostro concreto: el rostro de los hombres de nuestros pueblos. Son hombres anónimos y sus nombres no quedaron grabados en los libros de historia. En sus rostros estará quizás el sufrimiento y la postergación, pero su dignidad inexpresable con palabras nos está hablando de un pueblo con historia, con memoria común. Sabe Dios que dejaron huella entre nosotros, que llega hasta el hoy. Es el pueblo fiel de Dios.
No permitamos que intenten menguar o desvirtuar esa memoria vigorosa, desde las élites divorciadas de la realidad. Sino, muy por el contrario, acudamos a esas riquísimas reservas morales y religiosas del pueblo fiel de Dios, para sanear y nutrir nuestras instituciones. La memoria de la Iglesia. Es la Pasión del Señor. La Eucaristía es el recuerdo de la pasión del Señor. Allí está el triunfo. El olvido de esta verdad ha hecho a veces aparecer a la Iglesia como triunfalista, pero la resurrección no se entiende sin la cruz. En la cruz está la historia del mundo: la gracia y el pecado, la misericordia y el arrepentimiento, el bien y el mal, el tiempo y la eternidad. En los oídos de la Iglesia resuena la voz de Dios, expresada por su Profeta: “no temas, porque yo te he rescatado... y te volveré a rescatar” (Is 43,1-21). “Sé valiente y firme... Yavé tu Dios está contigo; no te dejará ni te
abandonará... No temas, pues, ni te asustes” (Dt 31,6-7). El recuerdo de la salvación de Dios, del camino ya recorrido, da fuerzas para el futuro. Por la memoria, la Iglesia testifica la salvación de Dios. El pueblo de Dios fue probado en el camino del desierto. Allí fue guiado por Dios como un hijo por su padre. El consejo del Deuteronomio es siempre el mismo de toda la Escritura: “Acuérdate del camino recorrido”, y “date cuenta” (Dt 8,2-6). Nadie es capaz de entender nada si no es capaz de recordar bien, si le falla la memoria. “Ten cuidado y fíjate bien. No vayas a olvidarte de estas co-sas que tus ojos han visto ni dejes nunca que se aparten de tu corazón. Por el contrario, enséñaselas a tus hijos y a los hijos de tus hi-jos” (Dt 4,9). Nuestro Dios es celoso de nuestro recuerdo para con Él, tan celoso que –a la menor señal de arrepentimiento– se vuelve misericordioso: “no olvida la alianza que juró a nuestros
Padres”. Por el contrario, el que no tiene memoria se afinca en los ídolos, en la novedad de lo efímero, de la moda. Adorar ídolos es el castigo inherente a quienes olvidan (Dt 4,2531). Nos sobreviene la esclavitud: “por no haber servido con gozo y alegría de corazón a Yavé, tu Dios, cuando nada te faltaba, serás esclavo de tu enemigo” (Dt 28,47). Solamente el re-cuerdo nos hace descubrir a Dios en medio de nosotros y nos hace entender que toda so-lución salvadora fuera de Dios es un ídolo (Dt 6,14-15; 7,17-26). La Iglesia recuerda las misericordias de Dios y por esto trata de ser fiel a la ley. Los diez mandamientos que enseñamos a nuestros chicos en la catequesis son la otra cara de la alianza, la cara legal para poner marcos humanos a la misericordia de Dios. Cuando el pueblo fue sacado de Egipto, allí recibió la gracia. Y la ley es el complemento de la
gracia recibida, la otra cara de una misma moneda. Los mandamientos son frutos del recuerdo, y por eso han de transmitirse de generación en generación: “Tal vez un día tu hijo te pregunte: ¿Qué son estos preceptos, mandamientos y normas que Yavé les ha ordenado? Tú responderás a tu hijo: Nosotros éramos esclavos de Faraón en Egipto y Yavé nos sacó de Egipto con mano fuerte... para conducirnos a la tierra que prometió a nuestros pa-dres. Yavé nos mandó poner en práctica todos estos preceptos y temerle a Él, nuestro Dios. Así seremos felices y nos hará vivir como hasta hoy” (Dt 6,20-25).
Nuestra fe, la fe de un pueblo como tesoro Se impone encontrarnos con nuestra fe, con la fe de nuestros padres, que es en sí misma
liberadora sin necesidad de añadirle ningún aditamento, ningún calificativo. Es el núcleo de nuestra identidad personal y comunitaria. Esa fe que nos hace justos ante el Padre que nos creó, ante el Hijo que nos redimió y llamó a su seguimiento, ante el Espíritu que actúa directamente en nuestros corazones. Esta fe que –a la hora de optar por decisiones concretas– nos llevará, bajo la unción del Espíritu, a un conocimiento claro de los límites de nuestro aporte, a ser inteligentes y sagaces en los medios que utilicemos; en fin, nos conducirá a la eficacia evangélica tan lejana de la inoperancia como del invento fácil. Nuestra fe es revolucionaria, es fundante en sí misma. Es una fe combativa, pero no con la combatividad de cualquier escaramuza, sino con la de un proyecto discernido bajo la guía del Espíritu para un mayor servicio a la Iglesia y al mundo. Y por otro lado, el potencial liberador le viene no de ideologías
sino precisamente de su contacto con lo santo: es hierofánica. Por lo mismo que la fe es tan revolucionaria será continuamente tentada por el enemigo, aparentemente no para destruirla sino para debilitarla, hacerla inoperante, apartarla del contacto con el Santo, con el Señor de toda fe y toda vida. Y entonces vienen las posturas que, en teoría, nos parecen tan lejanas, pero que si examinamos nuestra práctica las veremos escondidas en nuestros corazones. Esas posturas simplistas que nos eximen de la carga dura y constante del llevar adelante, día a día, la vocación y la misión. Revisemos algunas tentaciones. Una de las tentaciones más serias que aparta nuestro contacto con el Señor es el sentimiento de desaliento. Frente a una fe combativa por definición, el enemigo, bajo ángel de luz, sembrará las semillas del pesimismo. Nadie puede emprender ninguna
lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar, perdió de antemano la mitad de la batalla. El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz bandera de victoria. Esta fe combativa la vamos a aprender y alimentar entre los humildes. Que vengan a nuestra memoria muchas caras, las caras de mucha gente vinculada a nuestras comunidades. La cara del humilde, la de aquel de una piedad sencilla, es siempre cara de triunfo y casi siempre la acompaña una cruz. En cambio, la cara del soberbio es siempre una cara de derrota. No acepta la cruz y quiere una resurrección fácil. Separa lo que Dios ha unido. Quiere ser como Dios. El espíritu de derrota nos tienta a embarcarnos en causas perdedoras. Está ausente de él la ternura combativa que tiene la seriedad de un niño al santiguarse o la profundidad de una viejita al rezar sus
oraciones. Eso es fe y esa es la vacuna contra el espíritu de derrota y de desaliento (1 Jn 4,4; 5,4-5). Otra tentación es querer separar antes de tiempo el trigo y la cizaña. La contemplación de la historia de la salvación nos da sentido del tiempo, porque no se puede forzar ningún proceso humano. Y la vida es así: lo puro no está sólo en Dios, también hay pureza entre los hombres. Y Dios no es un Dios lejano que no se mete en el mundo. Las estructuras de este mundo no son únicamente pe-cadoras. Eso es maniqueísmo. El trigo y la cizaña crecerán juntos y nuestra humilde mi-sión quizá sea más bien proteger como pa-dres al trigo, dejando a los ángeles la siega de la cizaña. Otra tentación es privilegiar los valores del cerebro sobre los valores del corazón. No es así. Solamente el corazón une e integra. El entendimiento sin el sentir piadoso tiende a
dividir. El corazón une la idea con la realidad, el tiempo con el espacio, la vida con la muerte y con la eternidad. La tentación está en desubicar el entendimiento del lugar donde lo puso Dios Nuestro Señor. No creó Dios el entendimiento humano para constituirse en juez de todas las co-sas. Es una luz prestada, un reflejo. Nuestro entendimiento no es la luz del mundo; muy corto se queda cuando se encapsula y se cierra a la luz de la fe. Lo peor que le puede pasar a un ser humano es dejarse arrastrar inadecuadamente por las “luces” de la razón. Se convertirá en un intelectual ignorante. Otra tentación está en avergonzarse de la fe. A la fe hay que pedirla. Dios nos guarde de no ser pedigüeños con Él y con sus santos. Negar que la oración de petición sea por naturaleza superior a las otras oraciones es la soberbia más refinada. Sólo cuando somos
pedigüeños nos reconocemos creaturas. Cuando no nos arrodillamos ante la fe del humilde y no nos dejamos enseñar y cuando no sabemos pedir, entonces empezamos a decir que lo que salva es la pura fe, una fe vacía, pero una fe seca de toda religión, de toda piedad. Entonces no interpretamos lo religioso, y el intelecto marcha a la deriva de sus pocas luces. Allí es donde caemos en explicar la verdadera fe con slogans nacidos de ideologías culturales. Lo importante es percibir dentro de estas formulaciones concretas, donde a la fe se la reduce, se la pone en segundo orden, se la esconde, que hay allí una confesión de debilidad: la debilidad del que no cree que su fe puede “mover montañas”, la debilidad de la ineficacia. El “fuerte en la fe” sabe dónde es eficaz, dónde se vence al Maligno (1 Jn 2, 14). Y otra tentación consiste en olvidar que el todo es superior a la parte. Procuremos sentir hondamente nuestra pertenencia al
Cuerpo de la Santa Madre Iglesia, la Esposa del Señor, a la que debemos amar y mantener unida. En nuestra reflexión, en cuanto padres y docentes, debemos pensar en que no basta la verdad, sino ésta en caridad, edificando la unidad de la Iglesia. No sea que por adherirnos a los mejores programas olvidemos al cuerpo. Una actitud insoslayable, de justicia, es salvar a los hombres del cisma y de la atomización, ayudándolos a mayor comunión y unidad con la Madre Iglesia, recordando siempre que la unidad es superior al conflicto. Quizás en estas reflexiones, buscando recuperar la fe de nuestros padres para darla incólume y fecunda a nuestros hijos, convenga recordar la imagen católica de nuestro Dios. No es el que está ausente. Es el Padre que acompaña el crecimiento, el pan de cada día que alimenta, el misericordioso
que acompaña en los momentos en que a estos hijos suyos los usa el enemigo. El Padre que no le da a su hijo lo que pide, si no conviene, pero siempre lo acaricia. Esto es aceptar que nuestro Dios se expresa limitadamente . . . y consiguientemente es aceptar los limites de nuestra expresión pastoral (tan lejanos de la concepción de quien tiene la llave del mundo, que no sabe de espera ni de trabajo, que vive de tracción a histerias e ilusiones). Jesús, que proclama que Dios se expresa limitadamente en su encarnación, quiso compartir la vida de los hombres, y esto es redención. Lo que nos salvó no fue sólo “la muerte y resurrección de Cristo”, sino Cristo encarnado, nacido, ayunando, predicando, curando, muriendo y resucitando. Los milagros, los consuelos, las palabras de Jesús son salvadores. Porque quiso enseñarnos que las síntesis se hacen, no vienen hechas; que servir al santo pueblo fiel de Dios es
acompañarlo anunciando la salvación día a día, y no andar perdiéndonos mirando cúspides inalcanzables para las que ni fuerzas tenemos.
Somos un pueblo con proyecto En fin, resumiendo, hay dos proyectos: el de nuestra fe, que reconoce a Dios como Padre, y hay justicia y hay hermanos. Y otro proyecto, el que engañosamente nos pone el enemigo, que es el del Dios ausente, la ley del más fuerte, o el del relativismo sin brújula ¿A cuál le hago el juego? ¿Soy capaz de discernirlos? ¿Soy capaz de discutir con el proyecto que no es de Dios?. ¿Y si me doy cuenta de que no soy capaz, entonces, tengo la sagacidad suficiente de defenderme? Y por eso nuestra identidad como hombres de fe está dada por la pertenencia a un
cuerpo y no por la afirmación de nuestra conciencia aislada. El bautismo significa pertenecer a la Iglesia institucional. Se es en la medida que se pertenece. Y, por tanto, el comportamiento religioso de pertenencia más que buscar la satisfacción de un momento individual de mi conciencia, buscará adherir a los símbolos unitivos: la Virgen, los Santos... Y aquí un paso más, nuestra fe será combativa con una combatividad consciente del enemigo a fin de defender a todo el cuerpo (no ya sólo a mí mismo). Todo esto nos da una nota de realismo: se conoce por lo que se lucha, y en la medida en que no se sabe por qué se lucha se va directamente a la pérdida. Los primeros evangelizadores le dieron al indio en América el saber por qué luchar. Nuestro trabajo de formadores –docentes y padres– no debe descuidar este aspecto de nuestra fe: ayudarlos en la sagacidad de saber por qué
luchar. Junto a este sentido de lo combativo dijimos que nuestra fe tiene su dimensión hierofánica: el contacto con lo santo. Se distingue del sacramentalismo mágico. Es la confianza profunda en el poder de Dios que se hace historia a través del signo sacramental. Es actualizar la gracia específica de la Encarnación: ese contacto físico con el Señor que “pasa haciendo el bien y sanando a todos”. La táctica del enemigo consistirá en ahogar lo combativo y ahogar lo hierofánico, a fin de que nuestra fe resulte indisciplinada e irrespetuosa. Porque disciplina y respeto son consecuencias directas de nuestra fe; y por disciplina y respeto debemos ver cual es el territorio mejor que tenemos para nuestra propuesta evangelizadora, para nuestro servicio de la fe en y desde la educación, para nuestra promoción de la justicia.
Unidos hacia la renovación Ojalá que el Señor nos haga entender y sentir que la evangelización “no es algo facultativo... es algo necesario. Es único. Que no puede ser reemplazado. Que no admite indiferencia ni sincretismo ni acomodos. Que representa la belleza de la Revelación, y lleva consigo una sabiduría que no es de este mundo. Que es capaz de suscitar por Sí mismo la fe, una fe que tiene su fundamento en la potencia de Dios”. Que entendamos que merece que nosotros, apóstoles, “le dediquemos todo nuestro tiempo, todas nuestras energías, y que si es necesario le consagremos nuestra propia vida” (EN 5). La memoria nos une a una tradición, a una norma, a una ley viva e inscripta en el corazón. “Aten estas palabras a sus manos . . .” (Dt 11,1-32). Así como Dios tiene atado en su corazón y en todo su ser el “regalo”, el “proyecto” de salvación. La base del ejercicio
de la Iglesia y de cada uno de nosotros en el recuerdo consiste precisamente en esta seguridad: Soy recordado por el Señor; Él me tiene atado en su amor. Y la memoria es una gracia que debemos pedir. Es tan fácil olvidar, sobre todo cuando estamos satisfechos … “No te olvides de Yavé. Cuando hayas comido y te hayas saciado no te olvides de Yavé que te sacó de Egipto, donde eras esclavo” (Dt 6,10-12). Pedir la gracia de la memoria para saber elegir bien entre la vida y la muerte: “Mira que te he ofrecido en este día el bien y la vida por una parte, y por la otra el mal y la muerte.. .” (Dt 30,15-20). Esa elección cotidiana que debemos hacer entre el Señor y los ídolos. Y esa memoria también nos hará misericordiosos porque oiremos en nuestro corazón esa gran verdad: “Acuérdate de que tú también fuiste esclavo en la tierra de Egipto” (Dt 15,15).
La Virgen Madre, la que “guardaba todas las cosas en su corazón”, nos enseñará la gracia de la memoria. Sepamos pedírsela con humildad. Ella, sabrá hablarnos en la lengua materna, en la lengua de nuestros padres, la que aprendimos a balbucear en los primeros años. Que nunca nos falte el cariño y la ternura de María que nos susurre al oído la Palabra de Dios en ese lenguaje de familia. Muy queridos directivos, religiosos, religiosas, sacerdotes, docentes de todos los niveles: Los ani-mo a que, en medio “de las piedras que el Diablo nos pone en el camino” –como suena el decir popular–, recuperen la memoria de pertenencia al Santo pueblo fiel de Dios, re-cuperen las reservas religiosas que hemos mamado desde chicos y están en las entrañas de nuestro pueblo, para que la Vida del Re-sucitado haga nuevo cada corazón y renueve cada colegio, haciéndonos capaces de mantener lo perenne y eliminar lo obsoleto.¡A continuar con ardor esa
magnífica tarea educativa de la Iglesia, en estas orillas del Río de la Plata, que no está lejos de alcanzar los cuatro siglos de presencia y de servicio!
Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo Reflexionamos – ¿Contagio a mis hermanos en la fe en Dios
Padre Todopoderoso, siendo consciente de que confirmo de esta manera el proyecto del Dios justo y bueno? – ¿Creo en lo revolucionario de la ternura y el cariño cada vez que miro a la Virgen o hablo sobre ella? – ¿Estoy convencido de que la calidez de hogar tiene sentido en nuestro proyecto de aula? – ¿Soy pedigüeño frente a Dios Padre, reconociéndolo como Padre, todopoderoso, amoroso en el cuidado de su pueblo fiel, del que quiero ser parte? – ¿Tengo conciencia de pertenecer a la Iglesia y la expreso en mi participación de la vida comunitaria? – ¿Tengo conciencia de mi pecado, deseo convertirme, y vivir según los mandamientos? ¿O me siento autosuficiente? – ¿Soy fiel al mandato de la Iglesia, que me
envía a predicar, “no a mí mismo o mis ideas personales, sino un evangelio del que no soy dueño y propietario absolutos para disponer de él a mi gusto, sino ministro para transmitirlo con suma fidelidad” (cf EN 15)? – ¿Intento impregnar con la fe toda mi acción en el ámbito escolar? Leemos “La noticia que hemos oído de él y que nosotros les anunciamos es ésta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en las tinieblas, mentimos y no procedemos conforme a la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.” 1 Juan 1,5-7 Pensamos
“La escuela supone no solamente una elección de valores culturales, sino también una elección de valores de vida que deben estar presentes de manera operante. Por eso, ella debe realizarse como una comunidad en la cual se expresan los va-lores por medio de auténticas relaciones interpersonales entre los diversos miembros que la componen y por la adhesión, no solo individual, sino comunitaria, a la visión de la realidad en la cual ella se inspira.” La Escuela Católica III,32 “En la sociedad actual... la Iglesia capta la necesidad urgente de garantizar la presencia del pensamiento cristiano, puesto que éste, en el caos de las concepciones y de los comportamientos, constituye un criterio válido de discernimiento: la referencia a Jesucristo enseña de hecho a discernir los valores que hacen al hombre, y los contravalores que lo degradan.”
La Escuela Católica I,11 Revisamos nuestra tarea – ¿Vivimos realmente nuestra comunidad educativa como una “pequeña Iglesia”? Evaluemos: ¿Cómo son nuestros vínculos: + competitivos? + fraternos? + comprometidos? + formales? – ¿Qué lugar ocupa la oración en nuestra comunidad educativa? – ¿Cuál es nuestro grado de participación e implicación en el proyecto pastoral, en la liturgia y en todos los eventos destinados a fortalecer la identidad institucional reforzando los lazos que nos unen con todos los miembros de la comunidad? – ¿Qué estilo de conducción tiene nuestra comunidad:
+ autoritario? + participativo? + cooperativo? – ¿De qué modo resuelve los conflictos nuestra comunidad: + a través del diálogo? + a través del análisis racional de los mismos? + apelando al principio de autoridad? + ejercitando una comprensión profunda de las causas para corregirlas? + privilegiando la función y la imagen a las personas? + poniéndolos a la luz del Evangelio? – ¿Podemos decir que en nuestra comunidad el anuncio evangélico atraviesa como objetivo todos los demás objetivos y funciones, y que éstos se dejan “transfigurar” por él? Hacer una lista de los temores, los
prejuicios, las limitaciones y las incertidumbres que nos impiden hacer de la escuela una comunidad auténticamente evangélica.
– Cuando hablamos de “hacer memoria”, cabe preguntarnos no sólo si conocemos y vivimos en la fe de la historia de salvación que ha escrito el Señor de la historia sino, además, si conocemos y vivimos la historia de la institución a la que hoy pertenecemos y tenemos conciencia clara de su carisma específico para fortalecer nuestra fidelidad a él. ¿Qué sabemos de la historia y el carisma de esta comunidad educativa? – ¿Cuáles son las “cruces” que marcan el caminar de cada uno y de esta comunidad? Es importante responder desde lo personal y desde lo grupal.
– ¿A qué ídolos creen que hemos sometido muchas veces nuestra tarea educativa? – (Este es un ejercicio de introspección personal que puede servir generosamente al
crecimiento de la comunidad.) Recuerde cada uno en su corazón algún gesto de sus padres o educadores que haya marcado su camino en la fe. Escríbanlo y compártanlo. – Piensen en un ejemplo concreto en el que los haya vencido el desaliento. – ¿Qué lugar ocupan los humildes en nuestro proyecto educativo? ¿Es suficiente? ¿Puede ampliarse? – ¿En qué circunstancias concretas prevaleció en nuestra tarea la tentación de separar el trigo de la cizaña? – En la curricula institucional, en la de las materias de enseñanza, en la evaluación docente, ¿qué valores se privilegian? – Frente al cuestionamiento de los ni-ños y los jóvenes que están a nuestro cuidado, ¿nuestras respuestas son coherentes con nuestra fe y con nuestras convicciones? – ¿Qué lugar le damos a la Iglesia en nuestro quehacer educativo:
+ existe como una referencia crítica? + existe como experiencia viva? + no existe? + existe como una referencia normativa? – Definan con sus palabras cómo es y cómo debiera ser la comunidad educativa a la que pertenecen para realizar su identidad. – ¿Qué lugar ocupa “lo sagrado” en nuestro quehacer educativo? Conviene definir “lo sagrado” para no identificarlo solo con el rito litúrgico, las oraciones o la clase de Catequesis y evaluar también su presencia en la didáctica del aula.
Oramos “Pueblo mío, escucha mi enseñanza, presta atención a las palabras de mi boca: yo voy a recitar un poema,
a revelar enigmas del pasado. Lo que hemos oído y aprendido, lo que nos contaron nuestros padres, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que él realizó. El Señor dio una norma a Jacob, estableció una ley en Israel, y ordenó a nuestros padres enseñar estas cosas a sus hijos. Así las aprenderán las generaciones futuras y los hijos que nacerán después; y podrán contarlas a sus propios hijos, para que pongan su confianza en Dios, para que no se olviden de sus proezas
y observen sus mandamientos.” Salmo 78,1-7
3 Ser portadores de Esperanza
Peregrinos o errantes ¿Por qué los invito a reflexionar sobre la esperanza? ¿No habrá otras cuestiones más actuales, más inmediatas, más relevantes para la tarea educativa que nos toca encarar? ¿No estamos en un momento crucial para nuestra ciudad, nuestro país y nuestra Iglesia, un momento de proyectos y definiciones que exige ponerse a pensar cuestiones concretas y urgentísimas? O aun evitando la tentación del inmediatismo, ¿no deberíamos centrar nuestra mirada en las problemáticas esenciales que hacen a una definición sustantiva, no meramente formal, del hombre que queremos formar a través de nuestra tarea educativa? Muchos pensadores consideran al tiempo que vivimos como un auténtico momento de cambio epocal.¿No
será en este momento –semejante indagación–, una huida espiritualista, un discurso vacío, una versión religiosa de la dinámica del avestruz? Estas prevenciones tienen su parte de razón. Con mayor frecuencia de la que quisiéramos, los cristianos hemos transformado las virtudes teologales en un pretexto para quedarnos cómodamente instalados en una pobre caricatura de trascendencia, desentendiéndonos de la dura tarea de construir el mundo donde vivimos y donde se juega nuestra salvación. Es que la fe, la esperanza y la caridad constituyen, por definición, actitudes fundamentales que operan un salto, un éxtasis del hombre hacia Dios. Nos trascienden, en verdad. Nos hacen trascender y trascendernos. Y en su referencia a Dios, presentan una pureza, un resplandor de verdad tal que puede encandilarnos. Ese deslumbramiento de lo contemplado, puede hacernos olvidar que
esas mismas virtudes se apoyan en todo un basamento de realidades humanas, porque es humano el sujeto que así en-cuentra su camino hacia lo divino. Encan-dilados, podemos quedar distraídos sin plan ni orientación hasta golpearnos la cabeza, teniendo que reconocer nuestra realidad de tierra que anda, como decía el poeta. Y allí, en ese volver a ponernos en camino sin despegar los pies de la tierra para no perder el rumbo hacia el cielo, es donde la esperanza revela su verdadero sentido. Porque si bien su objeto es Dios, lo es en relación con el itinerario del hombre hacia Él. Y, por tanto, esta virtud recorre con nosotros todo el camino, desde la cuna hacia la tumba y la gloria, desde el pozo del sinsentido y del pecado, pasando por el encuentro gozoso en la oración que todo lo hace brillar, hasta el abrazo definitivo en la ternura del que nos funda.
Queremos reflexionar, entonces, sobre la esperanza. Pero no sobre una esperanza “light”, desvitalizada, separada del drama de la existencia humana. Interrogaremos a la esperanza a partir de los problemas más hondos que nos aquejan y que constituyen nuestra lucha cotidiana, en nuestra tarea educativa, en nuestra convivencia y en nuestra mis-ma interioridad. Le pediremos que nos ayu-de a reconocer lúcidamente los desafíos que se nos plantean a la hora de afrontar la responsabilidad por la educación de las jóvenes generaciones, a vivir con mayor intensidad todas las dimensiones de nuestra existencia. Deseamos solicitarle que aporte sentido y sustancia a nuestros compromisos y emprendimientos, aun a aquellos que llevamos con mayor dificultad, casi como una cruz. Porque, por otro lado, ¿qué otra cosa que la esperanza es la sustancia misma del empeño de todo educador? ¿Qué sentido ten-
dría consagrar las propias fuerzas a algo cuyos resultados no se ven inmediatamente, si todos esos esfuerzos no estuvieran enhebrados por el hilo invisible pero solidísimo de la esperanza? Ofrecer unos conocimientos, proponer unos valores, despertar unas posibilidades y compartir la propia fe, son tareas que sólo pueden tener un motivo: la confianza en que esas semillas se desarrollarán y producirán fruto a su tiempo y a su manera. Educar es apostar y aportar al presente y al futuro. Y el futuro es regido por la esperanza. Una reflexión sobre la esperanza con tales pretensiones nos lleva, sin duda, a transitar rutas difíciles. Entraña encrucijadas en las cuales es necesario echar mano a la sabiduría acumulada que representan las ciencias humanas y la teología. Y puede adquirir una dureza nada consoladora al obligarnos a enfrentar los límites de la realidad concreta, del mundo y la nuestra propia. Por eso, lo
que aquí se ofrece es, más que nada, una invitación a mirar esa realidad de un modo cristiano, es decir, de un modo esperanzado. Si en las comunidades educativas despierta un deseo de revisar el estilo de nuestra marcha o de profundizar nuestra forma de mirar el paisaje que transitamos, habrá cumplido parte de su objetivo.
La crisis como desafío a la esperanza No cabe duda de que estamos viviendo un tiempo de profundos cambios. Se suele decir: un tiempo de crisis. Este es casi un lugar común. Crisis de la educación, crisis económica, crisis ecológica, crisis moral. Por mo-mentos, las noticias resaltan alguna iniciativa exitosa o exhiben novedosos diagnósticos de la situación, pero pronto la atención vuelve a esa especie de malestar
general que adquiere distintos rostros o pretextos. Algunos apuntan a un nivel más filosófico y hablan de la “crisis del hombre” o la “crisis de la civilización”. ¿En qué consiste dicha crisis? Tratemos de describirla, paso a paso. En primer lugar, se trata de una crisis global. No estamos hablando de asuntos que competen a ámbitos definidos y parciales de la realidad. Si así fuera, bastarían las recetas simplistas que circulan habitualmente entre nosotros: “aquí el problema es la educación”, “la culpa de todo la tiene la impunidad del delito”, “si se acaba la corrupción, se arregla todo”. Es evidente que la educación, la seguridad y la ética pública son demandas urgentes y legítimas de la sociedad. Pero no se trata sólo de eso. Si la educación no termina de articularse con la realidad social y económica del país, si la corrupción parece un cáncer que todo lo invade, es porque la raíz de la crisis es más amplia, más profunda. La
economía no es ajena a la política, ni ésta a la ética social. La escuela es parte de un todo mucho mayor, y la droga y la violencia tienen que ver con complicados procesos económicos, sociales y culturales. Todos los aspectos de la realidad, y la relación entre ellos son los que conforman la crisis. Decir que la crisis es global, entonces, es dirigir la mirada hacia las grandes vigencias culturales, las creencias más arraigadas, los criterios a través de los cuales la gente opina que algo es bueno o malo, deseable o descartable. Lo que está en crisis es toda una forma de entender la realidad y de entendernos a nosotros mismos. En segundo lugar, la crisis es histórica. No es la “crisis del hombre” como un ser abstracto o universal: es una particular inflexión del devenir de la civilización occidental, que arrastra consigo al planeta entero. Es verdad que en toda época hay cosas que funcionan
mal, cambios que realizar, decisiones que tomar. Pero aquí hablamos de algo más. Nunca como en esta época, en los últimos cuatrocientos años, se han visto tan radicalmente sacudidas las certezas fundamentales que hacen a la vida de los seres humanos. Con gran potencia destructiva se muestran las tendencias negativas. Pensemos solamente en el deterioro del medio ambiente, en los desequilibrios sociales, en la terrible capacidad de las armas. Tampoco han sido nunca tan poderosos los medios de información, comunicación y transporte, con lo que esto tiene de negativo (la por momentos compulsiva uniformación cultural, de la mano de la expansión del consumismo), pero sobre todo de positivo: la posibilidad de contar con medios poderosos para el debate, el encuentro y el diálogo, junto a la búsqueda de soluciones. Lo que cambia, entonces, no es sólo la
economía, las comunicaciones o la relación de fuerzas entre los factores mundiales de poder, sino el modo en que la humanidad lleva adelante su existencia en el mundo. Y esto afecta tanto a la política como a la vida cotidiana, a los hábitos de alimentación como a la religión, a las expectativas colectivas como a la familia y el sexo, a la relación entre las diversas generaciones como a la experiencia del espacio y el tiempo. Para ayudar a visualizar las verdaderas dimensiones del desafío ante el cual nos encontramos, haremos un rápido repaso a algunas cuestiones que habitualmente se presentan como marcando el paso del cambio de siglo, señalando al mismo tiempo su incidencia en nuestra tarea educativa, y sin olvidar las caracterizaciones aportadas en los anteriores mensajes a los colegios: 1. Los avances tecnológicos
(informática, robótica, nuevos materiales...) han modificado profundamente las formas de producción. Hoy no se considera tan importante la mano de obra como la inversión en tecnología, comunicaciones y desarrollo del conocimiento (de las nuevas técnicas, de las nuevas formas de trabajo, de la relación entre producción y consumo). Esto trae obviamente, importantes cambios sociales y culturales. Y entraña un im-portante desafío para los educadores. 2. La economía se ha mundializado. El capital no reconoce fronteras: se produce por segmentos, en distintos lugares del mundo, y se vende en un mercado también mundializado. Todo esto tiene también serias
consecuencias en el mercado laboral y en el imaginario social. 3. Los desequilibrios internacionales y sociales tienden a profundizarse: los ricos son cada vez más ricos y los pobres, cada vez más pobres; y esto de un modo cada vez más acelerado. Continentes enteros son excluidos del mercado, y grandes sectores de la población (incluso de los países desarrollados) quedan fuera del circuito de bienes materiales y simbólicos de la sociedad. 4. En todo el mundo crece el desempleo, no ya como problema coyuntural sino más bien estructural. La economía actual no contempla la posibilidad de que todos tengan un trabajo digno. Sectores enteros de trabajadores, en
la misma dinámica, se proletarizan. Entre otros, los de la educación. 5. Se agrava el problema ecológico. El medio ambiente se deteriora rápidamente, se agotan los recursos energéticos tradicionales, el actual modelo de desarrollo se revela incompatible con la preservación del ecosistema. 6. Caen los totalitarismos y se da en todo el mundo una ola de democratización que no parece ser coyuntural. Junto con ello, asistimos a un fuerte proceso de desmilitarización, con el fin de la Guerra Fría y el desarme nuclear y con la caída de los regímenes militares en distintos lugares del mundo. Pero, al mismo tiempo, resurgen los nacionalismos y la xenofobia, dando lugar a graves
hechos de violencia social y racial e incluso a cruentas guerras civiles e interétnicas. Y sabemos por experiencia que los problemas escolares debidos a cuestiones de discriminación étnica, nacional o social no son sólo patrimonio de otras latitudes. 7. Los grandes partidos políticos pierden vigencia y representatividad o perciben un debilitamiento de las mismas. Se da en las sociedades una fuerte crisis de participación (la gente se desinteresa de la política) y de representación (aparecen muchos que no se sienten representados por las estructuras tradicionales). Surgen, en consecuencia, nuevos actores y formas de participación social, ligadas a reivindicaciones más
parciales: medio ambiente, problemas vecinales, cuestiones étnicas o culturales, derechos humanos, derechos de las minorías... 8. Los avances tecnológicos producen una verdadera revolución informática y multimediática. Esto trae importantísimas consecuencias no sólo económicas y co-merciales, sino también culturales. Ya no hace falta moverse del hogar para estar en contacto con todo el mundo, en “tiempo real”. La “realidad virtual” abre nuevas puertas para la creatividad y la educación, y también cuestiona las formas tradicionales de comunicación con serias implicancias antropológicas. A los educadores se les plantea la encrucijada de tratar de estar al día con los pobres recursos con que
muchas veces cuentan o aceptar resignadamente que los avances no son para todos. Muchos niños podrán aprovechar las ventajas de Internet, pero muchos otros seguirán sin tener acceso al conocimiento (e incluso al reconocimiento como ciudadanos iguales, más allá de la formalidad del DNI y el voto). 9. Continúa y se profundiza el proceso de transformación del papel social, familiar y laboral de la mujer. Su nuevo modo de in-serción trae consigo grandes cambios en la estructura de la sociedad y de la vida familiar. 10. La ciencia y la técnica abren las puertas de la revolución biotecnológica y la manipulación genética: En poco tiempo más se
podrá modificar la reproducción humana, casi a pedido de los individuos o de las necesidades de las sociedades, profundizando la actual práctica de modelar el cuerpo y la personalidad por medios técnicos. 11. Lejos de desaparecer, la religión adquiere nuevas fuerzas en el mundo actual. Aunque, además, vuelven a cobrar vi-gencia prácticas mágicas que parecían superadas; se popularizan concepciones de tipo místico antes circunscriptas a culturas tradicionales. Al mismo tiempo, se radicalizan algunas posturas fundamentalistas, tanto en el Islam como en el cristianismo y el judaísmo. Cada uno de estos puntos podría ser objeto de un extenso tratamiento, y seguramente
aparecerían más desafíos para los cuales no tenemos respuestas definidas y ni siquiera una somera opinión formada. No hace falta insistir en las consecuencias que estas profundas mutaciones tienen en los individuos, las comunidades y las organizaciones. ¿Có-mo nos paramos, como comunidad cristiana, como comunidad educativa, ante conflictos tan enormes y espinosos como los que acabamos de puntear? Nuestra reflexión sobre la esperanza nos llevará ahora a tratar de abrirnos paso por entre medio de caminos equívocos: un discernimiento de las diversas actitudes que pueden darse entre nosotros ante estos desafíos.
Abriéndonos camino hacia la esperanza En primer lugar, hay quienes desarrollan una
actitud ingenuamente optimista ante los cambios. Suponen que la humanidad siempre avanza hacia adelante (todo lo nuevo es siempre mejor), y se apoyan en diversos “datos” para certificar su optimismo: las posibilidades que ofrece la revolución informática, las predicciones de los “gurúes” del primer mundo, las nuevas formas de organización empresarial, el fin de los conflictos ideológicos... Consideran que los grandes desequilibrios sociales e internacionales serán exitosamente superados profundizando el rumbo actual. La tecnología resolverá, sin duda, los problemas del hambre y la enfermedad. La crisis ecológica será controlable aplicando nuevas recetas técnicas. La escuela es, así, el lugar donde todos estos avances se ofrecen a las nuevas generaciones, que sin duda sabrán aprovecharlos para bien de todos. Casi estamos escuchando a los ilustrados de
siglos pasados. ¿Qué decir ante esta postura? Por un lado, su creencia básica carece de todo fundamento serio: nada nos garantiza que haya un progreso ascendente en la historia humana. Puede haber, sí, mejoras diversas en distintos campos. Pero, de hecho, muchos datos, como la crisis ecológica y la aparentemente atenuada (¿para siempre?) posibilidad de un holocausto nuclear, nos llenan de alarma más que de confianza. Las experiencias terribles de este siglo, además, nos aleccionan acerca de la enorme capacidad de irracionalidad y autodestrucción que posee la especie humana. La civilización ha resultado ser bastante bárbara. Sorprende la admirable capacidad de esta postura, para cerrar los ojos a los aspectos negativos (que no son pocos, como hemos visto) del progreso científico-tecnológico o a
los serios límites que exhiben las diversas formas de organización política y social; a la vez que exhibe una confianza plena en fuerzas impersonales e indeterminadas, como el mercado, adjudicándole capacidad para procurar el bien de todos. Se combina con la pose autosuficiente, sea de un individuo, un grupo o un estado. No espera más que en sí. Impone las reglas del juego. Incapaz de percibir la propia llaga y pecado, no sabe cómo auxiliar la indigencia ajena. Es un desfigurar la actitud de serena confianza del que conoce sus talentos y límites, estimando adecuadamente sus posibilidades y las del conjunto del que es parte. Porque el hombre puede con sus obras olvidar su finitud y mortalidad constitutivas. En el ala opuesta, están quienes adoptan una postura cerradamente crítica, pesimista frente a todo proceso de cambio. Ubicándose “afuera” del mismo, denuncian sus aspectos
más destructivos, generalizando sus efectos perversos y condenando en bloque todo el movimiento. Son expertos en descubrir conspiraciones, en deducir consecuencias nefastas para la humanidad, en detectar catástrofes. Por analogía con un movimiento espiritual y teológico del siglo II a. C., esta mentalidad suele denominarse “apocalíptica”. Se apoya en una creencia básica tan endeble como la de la postura opuesta: los aspectos negativos de las realidades históricas son proyectados imaginativamente hasta su más terrible posibilidad, y esa imagen es tomada como la expresión adecuada del proceso histórico. La fobia al cambio hace que quienes tienden a esta actitud no puedan tolerar la incertidumbre y se replieguen ante los peligros, reales o imaginarios, que todo cambio trae consigo. La escuela como “bunker” que protege de los errores “de afuera” es la expresión caricaturizada de esta
tendencia. Pero esa imagen refleja de un modo estremecedor lo que experimentan muchísimos jóvenes al egresar de los establecimientos educativos: una insalvable inadecuación entre lo que les enseñaron y el mundo en el cual les toca vivir. Por supuesto, subyace a esta mentalidad una concepción pesimista de la libertad humana y, en consecuencia, de los procesos históricos, que quedan casi en manos del mal. Y se llega a una parálisis de la inteligencia y la voluntad. Parálisis depresiva y sectaria: no sólo se trata de que no hay nada por hacer, sino que no se puede hacer nada para evitar la catástrofe, salvo abroquelarse en el cada vez más pequeño núcleo de los “puros”. También se sienten desilusionados con Dios, a quien culpan de que las cosas vayan mal. Se muestran impacientes ante la supuesta lentitud del accionar de Dios. Algunos eligen
refugiarse tras un muro defensivo, relamiendo su pesar y otros optan por evadirse en gratificaciones ñoñas. Lo mismo ocurre cuando se trata de fracasos personales, que se rodean sin asumirlos ni trascenderlos, pero que van dejando enredados. Todavía podemos encontrar otra actitud igualmente estéril: la de aquellos que se dan cuenta de la dificultad de la toda acción concreta y entonces “se lavan las manos”. Curio-samente, comparten el diagnóstico de los pe-simistas en lo que hace a la realidad social e histórica, pero le quitan la carga de resentimiento ético: si no se puede mejorar la situación de la humanidad en su conjunto, hagamos lo que se puede hacer. Ese “lo que se puede hacer”, por lo general, tiene que ver con actuar en la línea de los acontecimientos y tendencias dominantes sin analizarlas críticamente o intentar reorientarlas éticamente. Esta actitud suele caracterizarse
como prag-mática, porque separa la praxis individual o histórica de toda consideración ética y espiritual. Necesariamente, tiene que ignorar los inocultables reclamos de justicia, humanidad o responsabilidad social histórica. Su pesimismo es tan fuerte como el de la postura anteriormente descripta, pero no lleva a la parálisis, sino a la hipocresía o al cinismo. También en nuestra realidad educativa, en ocasiones más atenta a cuestiones “de caja” o a la apariencia de “excelencia” que a intentar aportar algo a la construcción de una sociedad más humana.
Por la senda del discernimiento Ante estas posturas, la esperanza, que nunca descarta nada de plano, opta por elaborar un cuidadoso discernimiento que rescate el aspecto de verdad que se da en cada una de
estas actitudes, pero encuentre el camino hacia una vía más integral y constructiva. Y eso, por sus propios motivos, que más adelante pondremos de manifiesto. En la realidad actual, hay muchos elementos que, bien orientados, pueden mejorar enormemente la vida de los seres humanos sobre la tierra. No cabe duda de que la tecnología ha puesto en nuestras manos instrumentos poderosísimos que pueden servir al hombre. No podemos negar el avance que significan el proceso de emancipación de la mujer, las comunicaciones, los aportes de la ciencia en lo que hace a la salud y el bienestar de las personas, la ampliación de horizontes que han traído los medios de comunicación social a millones de seres humanos que anteriormente sólo se movían en el mundo reducido de su comunidad local y su trabajo para subsistir.
Del mismo modo, no podemos ignorar ingenuamente los peligros que el actual proceso encierra: deshumanización, serios conflictos sociales e internacionales, exclusión y muerte de multitudes... El pesimismo de los apocalípticos no es gratuito: en muchos aspectos, y para muchas personas, el futuro revela un rostro amenazante. Es muy cierto también que resulta difícil que brote una actitud de auténtica esperanza en alguien que no haya padecido la desilusión de lo que deseaba. Y aun así, en algún punto, es necesario “hacer de tripas corazón” y seguir viviendo, aunque no quede mucho espacio para los ideales. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”, y así es como también el pragmatismo adquiere su parte de verdad. ¿Qué concluimos de todo esto? Que la esperanza se presenta, en un primer momento, como la capacidad de sopesar todo y
quedarse con lo mejor de cada cosa. De discernir. Pero ese discernimiento no es ciego o improvisado: se realiza sobre la base de una serie de presupuestos y en orden a unas orientaciones, de carácter ético y espiritual. Implica preguntarse qué es lo bueno, qué es lo que deseamos, hacia dónde queremos ir. Incluye un recurso a los valores, que se apoyan en una cosmovisión. En definitiva, la esperanza se anuda fuertemente con la fe. Así la esperanza ve más lejos, abre a nuevos horizontes, invita a otras honduras. La esperanza sostiene sin ser vista muchas de las esperas humanas, que son a plazo fijo. La esperanza necesita legitimarse con mediaciones eficaces que la acrediten; son encarnaciones que ya introducen y concretan – aunque no agotan – los valores más altos. Aunque también hay esperas vanas, que no son conducentes a una humanización plena, porque desconocen o atrofian su condición
de ser pensante (y lo reducen al orden de la sensación o de la materia), niegan su condición personal que se realiza en el amar y ser amado, y cercenan su abertura al Absoluto (desdeñando su capacidad de adoración y su ejercicio orante). Por eso, podríamos enunciar aquellos criterios que nos permitan discernir mejor, superando el divorcio entre el hacer y el creer. A la vez que impedirá dejarnos seducir por los ídolos siempre redivivos. Démosle prioridad: al amor sobre la razón, pero nunca de espaldas a la verdad; al ser sobre el tener; a la acción humana integral sobre la praxis transformadora que privilegia sólo la eficacia; a la actitud servicial sobre el hacer gratificante; a la vocación última sobre las motivaciones penúltimas.
Las raíces de la esperanza
Si la historia no es, como se creía en los tiempos de plena vigencia de los ideales de la Modernidad, un progresivo y lineal avance hacia un hipotético reino de la libertad, una marcha triunfal de la razón, sino que se nos presenta, a quienes vivimos estos difíciles tiempos de desencanto, posmodernidad y cambio de siglo, como el escenario donde transcurre el ambiguo drama humano, drama sin libreto y sin garantía de éxito, ¿cuál puede ser el fundamento de la esperanza? Y no ya de una esperanza “fuerte”, sino incluso de la motivación para sostener un compromiso inmediato, cara a cara, pero con frutos diferidos en el tiempo. Se trata de una cuestión ya tematizada por filósofos y teólogos: la consistencia del futuro como dimensión antropológica y, en la perspectiva de la fe cristiana, la relación entre escatología e historia, entre la espera del Rei-no y la construcción de la ciudad temporal. Por supuesto que no entraremos
aquí a analizar estas cuestiones, argumentando y exponiendo los fundamentos bíblicos, históricos y teóricos que llevan a sostener determinadas afirmaciones que son, a esta altura, patrimonio de toda la Iglesia. Simplemente, presentaremos de un modo sencillo algunos temas de nuestra fe que justifican y vivifican nuestra esperanza. Para los cristianos, la creencia que fundamenta su postura ante la realidad se apoya en el testimonio del Nuevo Testamento, que nos habla de Jesucristo, Dios hecho hombre, que con su resurrección inaugura ya entre nosotros el Reino de Dios. Un Reino no puramente espiritual o interior, sino integral y escatológico. Capaz de dar sentido a toda la historia humana y a todo compromiso en esa historia. Y no “desde afuera”, desde un mero imperativo ético o religioso, sino “desde adentro”, porque ese Reino ya está presente, transformando y
orientando la misma historia hacia su cumplimiento pleno en justicia, paz y comunión de los hombres entre sí y con Dios, en un mundo futuro transfigurado. En tiempos recientes, existió entre muchos cristianos la sensación de que esa presencia del Reino podía generar, mediando el compromiso histórico, un anticipo real, concreto, de ese mundo nuevo. Una sociedad mejor, más justa y humana, que venía a ser una especie de primer esbozo o preludio de lo que esperamos para el fin de los tiempos. Es más, se creía que la acción de los cristianos podía verdaderamente “adelantar” la venida del Reino, dado que el Señor había dejado en nuestras manos la posibilidad de completar su tarea. Pero las cosas no salieron como se esperaba. Claramente en nuestro país, pero no solo aquí, los intentos de humanizar la economía, de construir una comunidad más justa y
fraterna, de ampliar los espacios de libertad, bienestar y creatividad, fueron agotándose y doblegándose ante la arrolladora dinámica de concentración del capital que caracteriza estas últimas décadas. Al intento de concretar la utopía lo siguió la resignación de aceptar los condicionamientos internos y externos. A la afirmación de lo deseable la suplantó la re-ducción a lo posible. Las promesas no se cumplían. Es más: revelaban haber sido sólo una ilusión... Pensemos si el actual desinterés de las generaciones más jóvenes por la política, o por otros proyectos colectivos, no tiene que ver con esta experiencia de frustración. Pero, ¿será que el desencanto posmoderno, presente no sólo en la política sino también en la cultura, el arte y la vida cotidiana, arrastra consigo todo atisbo de esperanza fundada en la espera del Reino? ¿O, por el contrario, la idea del Reino que comienza entre nosotros, núcleo de la predicación y
acción de Jesús, y experiencia íntima pero no intimista entre los creyentes luego de su resurrección, tiene todavía algo que decirnos en estos tiempos? ¿Existe, más allá de aquellas identificaciones tal vez demasiado lineales, alguna relación entre el mensaje teológico del Reino y la historia concreta en la cual estamos inmersos y de la cual somos responsables los hombres? Siempre nos ha resultado sumamente inspiradora la parábola de la semilla que crece por sí misma (Mc 4,26-29). Pero cada vez se nos hace más difícil (por experiencia y por honestidad intelectual) entenderla desde la idea de “desarrollo”. Jesús no estaría hablando aquí de que la historia vaya “madurando” en el tiempo, por la acción oculta del Reino, hasta llegar a su plenitud. Simplemente, porque la idea de un “crecimiento orgánico” le era extraña al hombre antiguo. Entre la semilla y el fruto no se veía continuidad, sino contraste: un
hecho casi milagroso. La parábola de Jesús intentaba mostrar el Reino como una realidad oculta a los ojos humanos, pero que producirá su fruto por la acción de Dios, independientemente de lo que haga el sembrador. ¿Significa esto aceptar una disociación entre el esfuerzo humano y la acción divina? ¿Justifica una postura de escepticismo o pragmatismo? De algún modo, es lo que le pasa a tanta gente en la actualidad. El individualismo y el esteticismo posmodernos, cuando no el pragmatismo y cierto cinismo contemporáneos, son resultado de la caída de las certezas históricas, de la pérdida de sentido de la acción humana como constructora de algo objetiva y concretamente mejor. También en el caso de algunos cristianos, puede expresarse en un mero “vivir el mo-mento” (aunque sea el “momento” de la experiencia espiritual) esperando pasivamente que el
Reino “caiga” del cielo. Pero la esperanza cristiana no tiene nada que ver con eso. En todo caso, debemos reconocer que no hay una continuidad lineal entre historia y consumación del Reino, en el sentido de un avance o ascenso ininterrumpido. Así como la consumación individual (el encuentro con Dios y definitiva transfiguración personal en la resurrección) pasa en la inmensa mayoría de los casos por un terrible momento de “discontinuidad”, de fracaso y de destrucción (la muerte), no hay porqué rechazar que eso mismo pueda suceder con la historia en su conjunto. He aquí la verdad de la mentalidad apocalíptica: este mundo pasa, no hay plenitud sin alguna forma, aunque no podamos predeterminar cuál, de destrucción o pérdida. Pero tampoco sin continuidad alguna: ¡seré yo mismo el que resucite! ¡Será la misma humanidad, la misma creación, la misma historia la que será transfigurada en la plenitud de los
tiempos! Continuidad y discontinuidad. Una realidad misteriosa de presencia-ausencia, del “ya” cumplimiento de las promesas pero “todavía no” de un modo pleno. Un Reino que efectivamente “está cerca”, en todo momento, en todo lugar, incluso en la peor de las situaciones humanas. Y que algún día dejará de estar oculto para manifestarse plena y patentemente.
La esperanza y la historia ¿Qué certezas nos quedan, entonces? ¿Qué elementos nos ofrece la fe para fundamentar la esperanza? En primer lugar, que esta historia , y no una pretendida “dimensión espiritual”, es el lugar de la existencia cristiana. El lugar de la respuesta a Cristo, el lugar de la realización de nuestra vocación. Es aquí donde el Señor resucitado nos sale al encuentro a través de
signos que hay que reconocer en la fe y responder en el amor. El Señor viene, está viniendo, de múltiples maneras perceptibles con los ojos de fe: en los signos sacramentales y en la vida de la comunidad cristiana, pero también en toda manifestación humana donde se realiza la comunión, se promueve la libertad, se perfecciona la creación de Dios. Pero también viene en el reverso de la historia: en el pobre, el enfermo, el marginado (cf Mt 25,31-45; y el Documento de Puebla, 31-39). Está viniendo de todos esos modos, y el significado de la consumación definitiva no puede disociarse de todas estas venidas. Y es aquí donde adquiere sentido otra dimensión de la esperanza: la vitalidad de la memoria. La Iglesia vive de la memoria del Resucitado. Es más: apoya su camino histórico en la certeza de que el Resucitado es el Crucificado: el Señor que viene es el mismo que pronunció las Bienaventuranzas,
que partió el pan con la multitud, que curó a los enfermos, que perdonó a los pecadores, que se sentó a la mesa con los publicanos. Hacer memoria de Jesús de Nazaret en la fe del Cristo Señor nos habilita para “hacer lo que él hizo”, en memoria suya. Y aquí se incorpora toda la dimensión de la memoria, porque la historia de Jesús se empalma con la historia de los hombres y los pueblos en sus búsquedas imperfectas de un Banquete fraterno, de un amor perdurable. La esperanza cristiana, de ese modo, despierta y potencia las energías quizás enterradas de nuestro pasado, personal o colectivo, el recuerdo agradecido de los momentos de gozo y felicidad, la pasión quizás olvidada por la verdad y la justicia, los chispazos de plenitud que el amor ha producido en nuestro camino. Y también, porqué no, la memoria de la Cruz, del fracaso, del dolor, esta vez para transfigurarla exorcizando los demonios de la amargura y el resentimiento
y abriendo la posibilidad de un sentido más hondo. Pero además, la tensión hacia esa consumación nos dice que esta historia tiene un sentido y un término. La acción de Dios que comenzó con una Creación en cuya cima está la creatura que podía responderle como imagen y semejanza suya, con la cual él podía entablar una relación de amor, y que alcanzó su punto maduro con la Encarnación del Hijo, tiene que culminar en una plena realización de esa comunión de un modo universal. Todo lo creado debe ingresar en esa co-munión definitiva con Dios, iniciada en Cristo resucitado. Es decir: debe haber un término como perfección, como acabamiento positivo de la obra amorosa de Dios. Un término que no es resultado inmediato o directo de la acción humana, sino que es una acción salvadora de Dios, el broche final de la obra de arte que él mismo inició y en la cual quiso asociarnos como colaboradores libres.
Y si esto es así, la fe en la Parusía o consumación escatológica se torna fundamento de la esperanza y cimiento del compromiso cristiano en el mundo. La historia, nuestra historia, no es tiempo perdido. Todo lo que vaya en la línea del Reino, de la verdad, la libertad, la justicia y la fraternidad, será recuperado y plenificado. Y esto cuenta no sólo para el amor con que se hicieron las cosas, como si la obra no importara. Los cristianos hemos he-cho, muchas veces, demasiado hincapié en las “buenas intenciones” o en la rectitud de intención. La obra de nuestras manos –y no sólo la de nuestro corazón– vale por sí misma; y en la medida en que se oriente en la línea del Reino, del plan de Dios, será perdurable de un modo que no podríamos imaginar. En cambio, lo que se oponga a ese Reino, además de tener los días contados, será definitivamente descartado. No será parte de la Nueva Creación.
La esperanza cristiana no es, entonces, un “consuelo espiritual”, una distracción de las tareas serias que requieren nuestra atención. Es una dinámica que nos hace libres de todo determinismo y de todo obstáculo para construir un mundo de libertad, para liberar a esta historia de las cadenas de egoísmo, inercia e injusticia en las cuales tiende a caer con tanta facilidad.
Invitaciones Quedan por decir algunas palabras finales. Este trayecto que hemos hecho, desde el desencanto del cambio de siglo hasta la fe en la Venida del Reino y de ahí a la recuperación de la esperanza y el compromiso concreto, abre nuevas posibilidades para la tarea educativa que se nos ha encomendado y que hemos abrazado con amor. Quisiera señalar estas invitaciones concretas que la esperanza
nos hace: La invitación a cultivar los lazos personales y sociales, revalorizando la amistad y la solidaridad. La escuela sigue siendo el lugar donde las personas pueden ser reconocidas como ta-les, acogidas y promovidas. Si bien no habrá que descuidar una válida dimensión de eficiencia y eficacia en la transmisión de conocimientos que permitan a nuestros jóvenes ha-cerse un lugar en la sociedad, es fundamental que seamos “maestros de humanidad”. Y éste puede ser un aporte importantísimo que la educación católica ofrezca a una sociedad que por momentos parece haber renunciado a los elementos que la constituían como comunidad: la solidaridad, el sentido de justicia, el respeto por el otro, en particular por el más débil y pequeño. La competencia despiadada tiene un destacado lugar en nuestra sociedad. Aportemos nosotros el sentido de justicia y la misericordia.
La invitación a ser audaces y creativos. Las nuevas realidades exigen nuevas respuestas. Pero antes, exigen un espíritu abierto que realice un discernimiento constructivo, que no se aferre a certezas rancias y se anime a vislumbrar otras formas de plasmar los valores, que no dé la espalda a los desafíos del tiempo presente. He aquí una auténtica prueba para nuestra esperanza. Si está puesta en Dios y su Reino, sabrá liberarse de lastres, miedos y reflejos esclerotizados para atreverse a construir lo nuevo desde el diálogo y la colaboración. La invitación a la alegría, a la gratuidad, a la fiesta. Quizás la peor de las injusticias del tiempo presente es la tiranía del utilitarismo, la dictadura de la adustez, el triunfo de la amargura. Está en la autenticidad de nuestra esperanza el saber descubrir, en la realidad cotidiana, los motivos, grandes o pequeños, para reconocer los dones de Dios, para celebrar la vida, para salir de la cadena del
debe y el haber y desplegar el gozo de ser semillas de una nueva creación. Para hacer de nuestras escuelas un lugar de trabajo y estudio, sí, pero también –y, me atrevería a decir, ante todo– un lugar de celebración, encuentro y gratuidad. Y por fin, la invitación a la adoración y a la gratitud. En el vertiginoso existir de cada día, es posible que nos olvidemos de atender esa sed de comunicación que nos habita en lo más hondo. La escuela puede introducir, guiar y ayudar a sostener el encuentro con el Viviente, enseñando a disfrutar de su presencia, a rastrear sus huellas, a aceptar su “es-condimiento”. Imperdible tiene que ser el aficionarse a tratar con Él. Me animo a que tomemos estas palabras de hombres del siglo XVI, para hablarle a Dios en este siglo nuevo, en la continuidad de un mismo amor: Muéveme, al fin, tu amor y en tal
manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera; pues, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera. (Anónimo español)
Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo Reflexionamos – Cada uno escriba lo que significa para él/ella la palabra ESPERANZA y pónganlo en común. – Pregúntese cada uno: ¿Qué clase de educador soy? + ¿ Esperanzado?
+ ¿Autosuficiente? + ¿Optimista? + ¿Pesimista? ¿En qué lo observo? ¿Por qué? – Luego, más a fondo, dedique un tiempo para leer entre las alternativas que siguen y responder: + ¿cultivo los lazos personales y sociales en mi comunidad educativa? ¿Cómo? + ¿Soy audaz y creativo o más bien cómodo y temeroso en mi tarea cotidiana? + ¿Vivo la alegría, la gratuidad y la fiesta que me regala la fe? + ¿Tengo actitudes de adoración a Dios y gratitud, las comparto con mis pares y las transmito a mis alumnos? Leemos “Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que
ustedes han sido llamados, de acuerdo a la vocación recibida.” Efesios 4,4 “Y la esperanza no quedará de-fraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.” Romanos 5,5 Pensamos “Para lograr la síntesis entre fe y vida en la persona del alumno, la Iglesia sabe que el hombre necesita ser formado en un proceso de continua conversión para que llegue a ser aquello que Dios quiere que sea. La Escuela Católica en-seña a los jóvenes a dialogar con Dios en las diversas situaciones de su vida personal. Los estimula a superar el individualismo y a descubrir, a la luz de la fe, que están llamados a vivir de una
manera responsable, una vocación específica en un contexto de solidaridad con los demás hombres. La trama misma de la humana existencia los invita, en cuanto cristianos, a comprometerse en el servicio de Dios en favor de los propios hermanos y a transformar el mundo para que venga a ser una digna morada de los hombres.” La Escuela Católica IV,45 Revisamos nuestra tarea – Dentro de la crisis que atravesamos y que nos involucra a todos, ¿qué está en crisis en nuestra comunidad? ¿Cuál creemos que es la causa? – ¿Qué acciones concretas estamos llevando a cabo dentro y fuera del aula para superarla? – ¿Qué acciones podemos proyectar como grupo, como comunidad, con el aporte de todos, quedándonos con lo mejor de cada
persona y de cada situación? – ¿Cómo nos paramos, como comunidad cristiana, como comunidad educativa, ante los enormes conflictos que nos plantea el presente? Oramos “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré? Cuando se alzaron contra mí los malvados para devorar mi carne, fueron ellos, mis adversarios y enemigos, los que tropezaron y cayeron. Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no temerá;
aunque estalle una guerra contra mí, no perderé la confianza. Una sola cosa he pedido al Señor, y esto es lo que quiero: vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo.” Salmo 27
4 Hacer de nuestras comunidades un corazón abierto a las necesidades de los hombres
Un corazón hospitalario Quisiera pedirles que por un instante me acompañen en un pequeño ejercicio de la imaginación. No será difícil: vamos a apelar a experiencias y sentimientos que todos, alguna vez, hemos tenido. Imaginemos que somos una persona que nació y vivió en uno de los pueblitos del norte de nuestro país. Pero no de esos pueblos visitados por el turismo, donde pasan micros y se ve la televisión. Alguien de esos caseríos que no aparecen en ningún mapa, por los cuales no pasa ninguna ruta, a donde rara vez llega un vehículo... Un lugar que no podemos llamar “olvidado” porque en realidad nunca estuvo en la conciencia o la memoria de nadie, salvo de sus poquitos habitantes. Sin duda quedan lugares así en
nuestro país, más de los que creemos. Somos una persona de ese lugar. Y un día, no importa ahora cómo o porqué, llegamos a la gran ciudad. A Buenos Aires. Sin direcciones de nadie, sin un objetivo determinado. Hagamos un esfuerzo de la imaginación, pero implicando el corazón. Más allá de los detalles que podría registrar un dibujo animado (las dificultades para cruzar una avenida, el asombro ante los grandes edificios y carteles luminosos de la 9 de julio, el miedo al subte), pongamos en foco, ante todo, la soledad inmensa en medio de la multitud, la incomunicación, el no saber ni siquiera qué preguntar, dónde buscar ayuda o qué ayuda buscar. El aislamiento. Imaginemos, sintamos físicamente el dolor de los pies luego de horas de caminar por la gran ciudad. No sabemos dónde descansar. Cae la noche. En un banco de una plaza céntrica, nos asustaron unos muchachos con sus burlas, y supimos que al menor descuido
se quedarían con nuestro bolso, lo único que trajimos. El aislamiento se convierte en angustia, la inseguridad, en franco miedo. Hace frío, hace un rato lloviznó y tenemos los pies húmedos. Y delante nuestro, la larga noche. Una sola pregunta querría brotar de esa garganta amordazada por el nudo de la soledad y el temor: ¿no habrá algún corazón hospitalario que me abra una puerta, me ofrezca algo caliente y me permita descansar, me sostenga y me dé ánimos para decidir mi rumbo? Un corazón abierto. Una acogida cordial, decía el documento Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización. Porque, sin duda, us-tedes habrán comprendido rápidamente a dónde iba la ejercitación propuesta: a centrar nuestra atención en la necesidad de convertirnos, nosotros cristianos, nosotros educadores, nosotros miembros de
comunidades educativas, en ese corazón que recibe, que abre puertas, que resguarda un jardín de humanidad y afecto en medio de la gran ciudad con sus máquinas, sus luces y su extendida orfandad. Podríamos haber comenzado esta reflexión de otro modo: citando autores, documentos, teorías acerca de la situación del hombre contemporáneo, de su extrañamiento, de su despersonalización. Pero preferí invitarlos a verlo desde el sentimiento, desde el corazón. Porque este ministerio de la acogida cordial, de la sanación de la persona humana por el amor hospitalario, es ante todo respuesta a una experiencia, no a una idea. La experiencia humana, ética, de percibir el dolor y la necesidad del hermano. Y en ella, la experiencia teologal de reconocer al Señor que está de paso (Mateo 25,35c), al peregrino que está al descampado cuando cae la tarde y el día se acaba (Lucas 24,29). Y de saber que, al abrirle el corazón, estaremos permitiendo
que ponga su Morada entre nosotros (Jn 1, 14). Para descubrir, llenos de alegría, que en ese momento los papeles se invierten y esa Morada, su Corazón de hermano, padre y madre, se abre y nos recibe a nosotros, que finalmente llegamos así al hogar. Quiero entonces, hermanos, invitarlos a que reflexionemos juntos acerca de la escuela como lugar de acogida cordial, como casa y mano abierta para los hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas de esta ciudad. Y que lo hagamos, desde la experiencia que hemos revivido, con toda la seriedad y profundidad que estas breves páginas nos permitan. Pero antes de entrar de lleno en el tema, quiero adelantarme y pedirles que tengan en cuenta, ya desde ahora, que atender a la dimensión de hospitalidad, ternura y afecto de la escuela no significa, de ningún modo, dejar de lado su otra dimensión: la de un lugar que tiene un objetivo, una función es-
pecífica, que debe ser llevada a cabo con seriedad, eficacia, me atrevería a decir con profesionalismo. ¿Acaso se oponen esos dos aspectos? Pueden oponerse, sin duda. De hecho, nuestra sociedad tiende a oponer la gratuidad y la eficiencia, la libertad y el deber, el corazón y la razón... Pueden oponerse, pero no tienen por qué hacerlo. Es nuestro desafío encontrar el camino de solución en un plano superior: la perspectiva sapiencial que nos permita crear un espacio a la vez de acogida y de crecimiento. Espero que estas reflexiones los animen a buscarlo.
Creciendo entre las cenizas: la orfandad en la cultura contemporánea Como dimos a entender más arriba, la vocación de nuestras escuelas de ser un ámbito de acogida y reconocimiento de la
persona en su dimensión más plena, deriva del núcleo mismo del mensaje evangélico. Porque la escuela, como comunidad eclesial, está llamada a encarnar el amor de Cristo, que dignifica al hombre desde el centro de su ser. Pero además, esta misión encuentra otra importante motivación en la situación concreta de las mujeres y los hombres en nuestra sociedad. Permítanme introducir ahora algunas ideas que, en una primera mirada, pueden parecer sumamente duras y hasta pesimistas, pero que, por el contrario, constituyen el reconocimiento básico de aquello que clama a gritos por una palabra de esperanza. Hace un rato, al hablar de la ciudad, usé la palabra orfandad. Quisiera ahora retomarla y hacerla el centro de este tramo de nuestra reflexión. Ensayemos la siguiente línea de pensamiento: debemos desarrollar y
potenciar nuestra capacidad de acogida cordial porque muchos de los que llegan a nuestras escuelas lo hacen en una profunda situación de orfandad. Y no me refiero a determinados conflictos familiares, sino a una experiencia que atañe por igual a niños, jóvenes y adultos, madres, padres e hijos. Para tantos huérfanos y huérfanas –nuestros contemporáneos, ¿no-sotros mismos quizás?– la comunidad que es la escuela debería tornarse familia. Espacio de amor gratuito y promoción. De afirmación y crecimiento. Hagamos un esfuerzo para precisar un poco más esta idea. ¿En qué sentido decimos que vivimos en una situación de orfandad? Hace poco, conversando con algunos jóvenes, escuché estas estremecedoras afirmaciones: “Nosotros somos hijos del fracaso. Los sueños de un mundo nuevo de nuestros padres, las esperanzas de los años
‘60, se quemaron en la hoguera de la violencia, la enemistad y el sálvese quien pueda. La cultura de los negocios terminó de deshacer lo que quedaba de aquellas brasas. Crecimos en un mundo de cenizas. ¿Cómo quieren que tengamos ideales o proyectos, que creamos en un futuro, en un compromiso? Ni creemos ni dejamos de creer: simplemente, somos ajenos a todo eso. Nacimos en el desierto, entre las cenizas, y en el desierto no se siembra nada ni crece nada”. Por supuesto que no todos los jóvenes se identificarán con esto. Al menos, me parece que ese testimonio doloroso sirve de introducción a los tres puntos que, a mi juicio, caracterizan la actual situación de orfandad del hombre y la mujer de nuestra ciudad: la experiencia de discontinuidad, el de-sarraigo y la caída de las certezas básicas.
La experiencia de
discontinuidad La orfandad contemporánea tiene una primera dimensión que tiene que ver con la vivencia del tiempo, o mejor dicho, de la historia y de las historias. Algo está quebrado, fragmentado. Algo que tendría que estar unido, justamente el puente que une, está roto o ausente. ¿Cómo es esto? En primer lugar, se trata de un déficit de memoria y tradición. La memoria como potencia integradora de la historia; la tradición concebida como la riqueza del camino andado por nuestros mayores: ambas no se clausuran en sí mismas (en ese caso carecerían de sentido) sino que abren nuevos espacios de esperanza para seguir caminando. Las dolorosas experiencias vividas en nuestro país, sumadas a un cierto exitismo economicista que tuvo su auge hace algunos años, dieron como resultado una ruptura generacional que no se debe ya a los
ciclos normales de crecimiento y afirmación de los jóvenes, sino más bien a una incapacidad de la generación adulta de transmitir los principios o ideales que la animaron. Quizás debida a la terrible crisis sufrida por aquella generación, a las experiencias de muerte que trajo consigo (y no me refiero sólo a los conflictos políticos que ya conocemos, sino también a la muertesida, como clausura o al menos serio límite del horizonte de la revolución sexual, y hasta a la muerte del amor, en tantísimas parejas que no lograron llevar adelante sus proyectos de familia). ¿Cuántos pa-dres, digamos la verdad, han podido siquiera intentar un diálogo enriquecedor con sus hijos, que revisara y “pasara en limpio” sus diversas experiencias, para que la generación siguiente aprendiera de aciertos y errores y continuara algún camino, con todas las rectificaciones del caso? ¡De cuántas cosas no se habla, de cuántas cosas no se ha
hablado, de cuántas cosas no se puede hablar! Cuántas veces se ha preferido “que empiecen de nuevo, de cero”, tanto en las familias como en la sociedad argentina en su conjunto, en vez de acometer la dura tarea de contribuir a reencontrarse con las preguntas e inquietudes que motivaron a toda una generación, desde un diálogo aunque difícil superador de enconos y aislamientos. Y esa discontinuidad de la experiencia generacional no viene sola: prohija toda una gama de discontinuidades. La discontinuidad –más bien abismo– entre sociedad y cla-se dirigente (pienso en la clase política, pero no sólo), discontinuidad que tiene por ambos lados una dosis de desinterés y voluntaria ceguera, y la discontinuidad –o disociación– entre instituciones y expectativas personales (aplicable tanto a la escuela y la universidad como al matrimonio y las organizaciones eclesiales, entre otras).
Las formas del desarraigo Discontinuidad: pérdida o ausencia de los vínculos, en el tiempo y en el entretejido sociopolítico que constituye a un pueblo. Primer rostro de la orfandad. Pero hay más. Junto a la discontinuidad, ha crecido también el desarraigo. Lo podemos ubicar en tres áreas: Primero, un desarraigo de tipo espacial, en sentido amplio. Ya no es tan fácil construir la propia identidad sobre la base del “lugar”. La ciudad invade al “barrio” y lo hace estallar desde adentro. Es más: la ciudad global, que se identifica en las grandes cadenas, en los hábitos alimenticios, en la omnipresencia de los medios de comunicación, en la lógica, la jerga y el cruel folclore empresarial, suplanta a la ciudad “local”. De la cual, y sin exagerar demasiado, van quedando apenas un risible resto “for export” y la trágica realidad –
¡también globalizada!– de la gente que pernocta en la calle, los niños explotados y ahogados en pegamento y la violencia del delito y la marginalidad. Tanto la identidad personal como la colectiva se resienten de esta disolución de los espacios; el concepto de “pueblo” tiene cada vez menos contenido en la actual dinámica de fragmentación y segmentación de los grupos humanos. La ciudad va perdiendo su capacidad de identificar a los grupos humanos, poblándose, como señalaba hace ya unos años un antropólogo francés, de “nolugares”, espacios vacíos sometidos exclusivamente a lógicas instrumentales (funcionalidad, marketing) y privados de símbolos y referencias que aporten a la constitución de identidades comunitarias. Y así, el desarraigo “espacial” va de la mano con las otras dos formas de desarraigo: el existencial y el espiritual. El primero se vincula a la ausencia de proyectos, quizás a la
experiencia de “crecer entre las cenizas”, como decía aquel joven que cité más arriba. Al no haber continuidad ni lugares con historia y sentido, (quiebre del tiempo y del espacio como posibilidad de constitución de la identidad y de conformación de un proyecto personal), se debilitan el sentimiento de pertenencia a una historia y el vínculo con un futuro posible, un futuro que me interpele y dinamice el presente. Esto afecta radicalmente a la identidad, porque fundamentalmente “identificarse es pertenecer”. No es ajena a esto la inseguridad económica: ¿cómo arraigarse en el suelo existencial de un proyecto personal si está vedada una mínima previsión de estabilidad laboral? Y todavía esto tiene una cara más. Tanto el desdibujarse de las referencias espaciales como la ruptura de la continuidad entre el pa-sado, el presente y el futuro van vaciando también la vida del habitante de la ciudad de
determinadas referencias simbólicas, de aquellas “ventanas”, verdaderos horizontes de sentido, hacia lo trascendente que se abrían aquí y allá, en la ciudad y en la acción humana. Esta apertura a lo trascendente se daba, en las culturas tradicionales, mediada por una representación de la realidad más bien estática y jerárquica, y esto se expresaba en multitud de imágenes y símbolos presentes en la ciudad (desde el trazado mismo hasta los lugares impregnados de historia o aún de sacralidad). En cambio, en el talante moderno esa trascendencia tenía que ver con un “hacia adelante”, constituyendo el nervio de la historia como proceso de emancipación y mediándose en la acción humana –acción transformadora, en el sentido moderno–, lo cual encontraba su expresión simbólica en el arte, en el fortalecimiento de algunas dimensiones festivas, en las organizaciones libres y espontáneas y en la imagen del “pueblo en la
calle”. Pero ahora, cada vez más acotados o vaciados de sentido los espacios que hasta hace poco funcionaban como disparadores, como símbolos de la trascendencia, el desarraigo alcanza también una dimensión espiritual. Dos objeciones podrían plantearse a esta última afirmación. La primera tiene que ver con el rol de los medios de comunicación que pueblan el mundo de imágenes, “comunican”, generan hitos –y mitos– que reemplazan a los viejos hitos geográficos o a las referencias utópicas. ¿No puede ser que la cultura mediática de la imagen sea el nuevo sistema de símbolos, la nueva “ventana” a lo Otro, así como en otro tiempo lo fueron las catedrales y los monumentos? Sin embargo aquí hay una diferencia fundamental: mientras que una imagen de la Virgen en un club de barrio remite, sí, a la basílica donde está la imagen original, y para algunos, a la totalidad del sistema
conceptual, moral y disciplinar del catolicismo; más allá de todo ello esa imagen apunta a un polo trascendente, a algo que tiene que ver con el “cielo”, con el “milagro”. En síntesis: es un símbolo religioso. Re-liga, vincula la tierra y el cielo, lo transitorio con lo absoluto. El hombre y Dios. Como símbolo que re-liga, no se agota en sí mismo, pero tiene su propia consistencia. La “cultura de la imagen”, por el contrario, y en particular la imagen de los medios de comunicación, la publicidad y, ahora, la imagen en la pantalla de Internet, no es símbolo de “otra cosa”, no “remite-a”, no tiene referente exterior al mismo círculo mediático. No podemos profundizar aquí estas ideas, pero es un hecho que el sistema multimedial es cada vez más autorreferencial, se va convirtiendo, más que en un “medio”, en un “escenario”, y ese “escenario” cobra, por momentos, mayor importancia que el drama que en él se pueda representar. Una serie de signos que apuntan
todos ellos a sí mismos y casi a nada más, sin una verdadera, objetiva y justa referencia a la realidad extra-mediática o, más aún, pretendiendo construir la realidad a través de su discurso. ¿Qué arraigo pueden generar, qué tipo de vínculos, qué apertura a “lo Otro” que me fundamenta en el ser? ¿Haremos que aporten al proyecto de humanización otra cosa que una interminable “navegación”, un “zapping” sin fin, un “surfear” por la brillante superficie de las pantallas? La segunda objeción pone sobre el tapete el hecho de que, contra todos los pronósticos secularizantes, la religión no desapareció de las ciudades, es más, desarrolló nuevas expresiones y referencias, hasta el punto que una y otra vez el marketing intenta “subirse” a este fenómeno para generar ganancias. Esto es verdad, sin duda, pero también es cierto que todas esas manifestaciones de religiosidad se viven en buena parte desde el desarraigo y la orfandad y buscan, en la fe, la
oración y el gesto religioso, remediar de algún modo aquellas situaciones. Ahora bien: en una sociedad que va perdiendo su dimensión comunitaria, su cohesión como pueblo, tales expresiones religiosas masivas necesitan cada vez más su correlato comunitario, para no quedarse en meros gestos individuales. Sin dejar de reconocer la dimensión de Pue-blo de Dios presente y operante en la expresividad religiosa popular, necesitamos realimentar esa fe auténtica y aportar elementos que le permitan desplegar todo su potencial humanizante. Es decir, reconocer en ella un clamor por una verdadera liberación (DP 452) que haga posible a nuestro pueblo superar su situación de orfandad, desde las reservas mismas que lleva dentro de sí las que se arraigan en la gracia de su bautismo, en la memoria de su pertenencia a la Santa Madre Iglesia. Así, entonces, discontinuidad (generacional y
política) y desarraigo (espacial, existencial, espiritual) caracterizan aquella situación que habíamos llamado, más genéricamente, de orfandad. Ya podríamos ir preguntándonos: ¿qué puede hacer la escuela, rebajada de “templo del saber” a “gasto social”, para remediar esta situación? ¿Qué podemos hacer los maestros, ayer símbolos vivientes de un proyecto de sociedad libre y en busca de un futuro, hoy reducidos en la consideración social e imposibilitados de vivir dignamente de su trabajo? ¿Qué puede hacer la comunidad educativa toda, ella misma cruzada por tantas situaciones de discontinuidad y desarraigo? Pero antes, queremos to-davía precisar brevemente algo más.
La caída de las certezas Un tercer aspecto de la orfandad
contemporánea, íntimamente relacionado con los que ya hemos visto, es la caída de las certezas. Por lo general, las civilizaciones crecen a la sombra de algunas creencias básicas acerca del mundo, del hombre, de la convivencia, de los por qué y para qué fundantes del acontecer humano, etc. Esas creencias, muchas veces dependientes de las religiones, pero no solamente, constituyen una suerte de certezas sobre las cuales se apoya toda la construcción de una figura histórica, en la cual adquiere sentido la existencia de las comunidades y las personas. Pues bien: muchas de las certezas que han animado a nuestra sociedad “moderna” se han diluido, caído o desgastado. Un discurso “patriótico” al estilo de los que –todavía– movilizaban a mi generación, tiende a ser visto con burla o escepticismo. El lenguaje revolucionario de hace treinta años puede ser, como mucho, motivo de curiosidad y sorpresa. La misma idea de solidaridad
encuentra difícilmente su camino para hacerse oír en medio de la ideología de la “salida individual”. Y esta pérdida de certezas, otrora inconmovibles, alcanza también a los fundamentos de la persona, la familia y la fe. Los principios que han guiado a las generaciones que nos precedieron parecen caducos: ¿cómo seguir sosteniendo que “el ahorro es la base de la fortuna”, por ejemplo, cuando no hay trabajo y las únicas fortunas que hoy pueden crecer provienen de la corrupción, la especulación y los negocios turbios? ¿Cómo seguir considerando intocable la vida humana, cuando tanta gente sencilla, cuyo único bien es su vida, pide la pena de muerte para protegerse de la violencia urbana, aunque todos sabemos que las causas de esa violencia no están en la especial perversidad de algunos? Pero esta caída de las certezas no es tampoco un hecho coyuntural de una sociedad periférica. De ningún modo: además de un
talante ampliamente difundido en Occidente, constituye casi una “nueva certeza” que encuentra su lugar en los discursos más prestigiosos del pensamiento contemporáneo. No estará de más una breve referencia a ello, ya que constituye el sustrato de todo un estado espiritual de este principio de siglo.
La razón idolatrada, vilipendiada y reconsiderada Desde distintas posiciones ideológicas, se ha dado un debate hace algunos años en torno a la oposición entre modernidad y postmodernidad. Entre las muchas – muchísimas– dimensiones y perspectivas que in-cluyó (y aún incluye, de algún modo vulgarizado) esa discusión, queremos poner de relieve una: la idea de que el “fin de la modernidad” supone la caída de las
principales certezas, idea que remite, en último análisis, a un profundo descrédito de la razón. Así describe Juan Pablo II esta postura: “...no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas, el tiempo de las certezas ha pasado ya irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y lo fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe. Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado a nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance
victorioso de la razón, una fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto que una de las mayores amenazas de este fin de siglo es la tentación de la desesperación” (Fides et Ratio 91). Un hondo desencanto se extiende por doquier respecto de las grandes promesas de la razón: libertad, igualdad, fraternidad... ¿Qué ha quedado de todo ello? Comenzando el siglo XXI, ya no hay una racionalidad, un sentido, sino múltiples sentidos fragmentarios, parciales. La misma búsqueda de la verdad –y la misma idea de “verdad”– se ensombrecen: en todo caso, habrá “verdades” sin pretensiones de validez universal, perspectivas, discursos intercambiables. Un pensamiento que se mueve en lo relativo y lo ambiguo, lo fragmentario y lo múltiple, constituye el talante que tiñe no sólo la filosofía y los saberes académicos, sino la misma cultura “de la calle”, como habrán constatado to-dos
aquellos que tienen trato con los más jóvenes. El relativismo será pues el resultado de la así llamada “política del consenso” cuyo proceder siempre entraña un nivelar-haciaabajo. Es la época del “pensamiento débil”. Al rescate de la racionalidad De ahí que, desanclada de las certezas de la razón (y, como bien señalaba Juan Pablo II, también de las de la fe como un “saber” de salvación), la cultura actual se recuesta en el sentimiento, en la impresión y en la imagen. También esto hace a la orfandad, también eso nos exige hacer de nuestras escuelas un lugar de acogida, un espacio donde las personas puedan encontrarse a sí mismas y con los otros para recrear su estar en el mundo. Pero también, y aquí daremos un paso más en nuestra reflexión, esta situación nos obliga a encarar de algún modo el rescate de una ra-cionalidad válida, de un pensamiento vigoroso que permita superar el
irracionalismo contemporáneo. Podrán preguntar: ¿y eso por qué? Ya que estamos revalorizando y de hecho recuperando y ahondando los aspectos afectivos, la ternura, los vínculos humanos, que tan dejados de lado han estado en ámbitos de nuestra sociedad, ¿por qué tenemos que volver a inclinar la balanza hacia el otro lado? Es que no se trata de caer en nuevos desequilibrios, sino justamente de encontrar el punto justo que haga de esta acogida cordial un gesto auténticamente humano y liberador. Tres ideas nos ayudarán a comprender esto: Primero, las cosas no son ni tan blancas ni tan negras. Denunciar los “abusos de la razón” (totalitarismos de toda clase, proyectos históricos y políticos que trajeron más sufrimiento que felicidad, desvalorización de los aspectos afectivos, personales y cotidianos de la vida, reducción
de todo al cálculo, al número y al concepto...), no significa tirar por la borda todos los beneficios que el desarrollo “racional” ha traído. La escuela misma, sin ir más lejos, es hija de esta idea. Aunque no podamos compartir aquello de “al darle el saber, le diste el alma” que cantaba el viejo himno escolar, sí debemos reconocer que el “saber” es un importantísimo recurso para el desarrollo del “alma”, es decir, de la persona humana. Me refiero a un “ saber “ que no quede reducido a la mera información o a un cierto enciclopedismo cibernético. Un saber con capacidad de relacionar, de avanzar en el planteo de preguntas y elaboración de respuestas. Recurso que no tenemos derecho a mezquinar: todo lo contrario, debemos perfeccionar cada vez más nuestra capacidad (incluso “técnica”) para efectuar esa transmisión. Segundo: si bien el discurso “postmoderno” que reivindica los aspectos emocionales,
relativos y hasta irracionales de la vida parece liberarnos de la tiranía de lo uniforme, lo burocrático o lo disciplinario, por otro lado se convierte en la justificación de otras tiranías: y por citar una no pequeña, la de la economía, con sus factores de poder y su tecnocracia. Porque si lo que “manda” hoy es el sentimiento, la imagen y lo inmediato, eso es verdad sólo para los “consumidores” de bienes, servicios... y publicidad mediática. La capacidad de elección, la libertad, la no necesidad de adscribirse a una normatividad uniforme, lo diverso y plural, todo ello tan caro a la mentalidad postmoderna, hoy por hoy se traducen lisa y llanamente en diversidad de consumos. Es verdad que el Estado y la escuela, por nombrar instituciones que generaban fuertes adscripciones normativas, ya no rigen la vida de los individuos. La misma Iglesia ve crecer en su seno una valoración cada vez mayor de la libertad y
“electividad” personal. Pero también es cierto que esta libertad, despojada de aquellos marcos institucionales que le conferían armonía, ha sido apresada por el mercado. En síntesis: si no recuperamos la noción de verdad, sin una racionalidad compartida, dialogal, una búsqueda de los mejores medios para alcanzar los fines más deseables (para todos y cada uno), queda sólo la ley del más fuerte, la ley de la selva. Entonces: cuanto más nos preocupemos por desarrollar un pensamiento crítico, por afinar nuestro sentido ético, por mejorar nuestras capacidades, nuestra creatividad y nuestros recursos, tanto más podremos evitar ser esclavos de la publicidad, de la planificada (por otros) exacerbación de lo inmediato, de la manipulación de la información, del desaliento que recluye a cada uno en su interés individual. Y tercero, llegando a aquello que define nuestra identidad como educadores
cristianos, la fe, el saber, la captación de lo real, no tiene sólo un componente afectivo, sino una importante dimensión de sabiduría que es preciso rescatar, y que comienza con la capacidad de admiración. A este punto nos dedicaremos a continuación. La dimensión sa-piencial es englobante del saber, del sentir y del hacer. Conlleva armónicamente la capacidad de entender, la tensión de poseer el bien, la contemplatividad de lo bello, todo armonizado por la unidad del ser que entiende, ama, admira. La dimensión sapiencial es memoriosa, integradora y creadora de esperanza. Es la que abre la existencia del discípulo y unge al maestro. La sabiduría sólo se entiende a la luz de la Palabra de Dios.
La Palabra: reveladora y creadora
El primado “postmoderno” de la experiencia trajo consigo una religiosidad de corazón, una búsqueda más personal de Dios y una nueva valoración de la oración y la contemplación, pero también una especie de “religión a la carta”, una subjetivización unilateral de la religión que la posiciona no tanto en una dimensión de adoración, compromiso y entrega sino como un elemento más de “bienestar”, similar en gran medida, a las diversas ofertas new age, mágicas o pseudopsicológicas. Ese verdadero reduccionismo (tanto como lo es su contrario, la afirmación unilateral de la religión como “contenido” y “discurso”) deja de lado la infinita riqueza de la Palabra de Dios. En toda la Biblia (tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento), la Palabra de Dios se presenta con dos aspectos, ambos igualmente importantes: como “revelación”, “discurso”: logos, y como “acción”, “presencia”, “poder”: dynamis. La Palabra de
Dios di-ce y hace. Si la consideramos solamente como presencia salvífica (porque cuando Dios ac-túa, salva, y salva creando comunión, vinculándose a sus creaturas, haciéndonos hi-jos), dejamos de lado su aspecto de revelación. Si, por el contrario, la consideramos solamente bajo su aspecto de verdad, de “contenido”, perdemos su dimensión de co-munión, de presencia amorosa, su dinámica salvífica. La Palabra de Dios nos vincula con Él con lazos tanto de conocimiento como de amor. Dice y hace. En su aspecto de “revelación”, la Palabra en el Antiguo Testamento se presenta como Ley, como regla de vida a través de la cual Dios ofrece un camino hacia la felicidad. “Tu Palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino”, dice el Salmo 119 (v. 105), todo él un impresionante himno a la Palabra de Dios manifestada como Ley. Pero además de este “saber práctico”, la Palabra ofrece un “saber” acerca de Dios y del hombre en el
mundo. Dios revela su Nombre y su voluntad salvífica, y con ella muestra al hombre la grandeza de su filiación y su destino. Pero la Palabra de Dios es también la fuerza de Dios, que obra lo que anuncia: “...ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé” (Is 55,10-11). Es Palabra creadora, desde el comienzo de los tiempos: “dijo Dios...” y “fue hecho” (Gn 1). Es Palabra que libera y salva a los esclavos hebreos y los conduce por el desierto, Palabra que los convoca y constituye como Pueblo, Palabra que se promete como Nueva Creación al fin de los tiempos. Y así también nos presenta el Nuevo Testamento a Jesucristo: como un profeta que enseña y ofrece una Nueva Ley, como un maestro de sabiduría que nos hace gustar de la belleza y bondad del amor de Dios, y como la fuerza de Dios que opera la salvación, cura
a los enfermos, expulsa a los demonios e inaugura, con su Muerte y Resurrección, la Nueva Creación en el banquete pascual del Reino. ¿Adónde llegamos con todo esto? Como testigos de la Palabra, nuestra presencia en la sociedad debe responder a esta riqueza que no se deja encerrar en una sola dimensión. La dimensión creadora, dinámica, salvífica, de la Palabra, será actuada en el mundo en la acción de crear comunidad, de vincular, de reconocer, recibir y potenciar al prójimo. Dimensión que tiene un importante componente afectivo, no en un sentido superficial, sino en el más hondo y exigente sentido del mandamiento del amor. El evangelio de Mateo (25, 31ss) nos presenta el “test” que el Señor hará a los suyos en el fin de los tiempos: si alimentaron al hambriento, si dieron de beber al sediento, si recibieron al que está de camino... En los discípulos que realizaron esto, se produce el
milagro de la presencia dinámica de Dios, se efectúa la comunión: Cristo mismo se identifica con aquel a quien se brindó el amor, invirtiendo simbólicamente los papeles, ya que es Él quien ofrece, brinda, transforma y crea una nueva realidad con su amor. Pero además, dado que la Palabra es también revelación, ley, enseñanza, nuestra misión apuntará a buscar seriamente la verdad e invitar e incorporar a otros en esta búsqueda. Toda una dimensión que, justamente por incluir a toda la persona, no dejará de lado la importancia de la inteligencia humana, de su formación y promoción. Esta dimensión es igualmente definitoria, como nos enseña el evangelio de Juan (12,44-50). Esta misma dinámica se da en la celebración litúrgica, encuentro sacramental con el Señor: Palabra y Eucaristía, Enseñanza y Comunión, Contemplación y Adoración. En es-
te delicado equilibrio se encuentra, justamente, la riqueza de una comprensión integral, no reductiva, del misterio cristiano. Una comprensión sapiencial. El concepto de sabiduría, justamente, es aquel que reúne armónicamente diversos aspectos: conocimiento, amor, contemplación de lo bello, al mismo tiempo que una “comunión en la verdad” y una “verdad que crea comunión”, “una belleza que atrae y enamora”. Inteligencia, corazón, ojos del alma, no disociados sino integrados en lo más pleno de la persona humana. De allí que sea imposible disociar los diversos aspectos en nuestra actividad pastoral o educativa. La autenticidad de la Palabra que transmitimos tendrá que ver con la integridad con que asumamos sus dimensiones. Y esto se traduce justamente en un cuidado tanto de los aspectos del “obrar”, vinculados con la “acogida cordial”,
la práctica concreta de la caridad, aquí y ahora, la creación de vínculos humanos (que incluye, por supuesto, toda acción asistencial o promocional que ayuda a la persona a ponerse de pie y ocupar su lugar en la comunidad humana y cristiana), como de aquellas dimensiones más vinculadas con el “decir”: la cuidadosa preparación, remota y próxima, de la actividad educativa, la planificación en orden a un más eficaz aprovechamiento de los recursos, la seriedad con que acometemos nuestra pro-pia formación, etc. Ambas dimensiones son constitutivas de nuestra misión como educadores cristianos, y si es cierto que estamos llamados a poner un poco de humanidad y de ternura en una sociedad individualista y excluyente, también es verdad que, ante el descrédito de la palabra, tenemos la obligación de ayudar a nuestros hermanos a desarrollar la capacidad de entender y de decir.
No sólo crear arraigo: también recrear las más importantes certezas, en forma de sabiduría de la vida, del mundo y de Dios. Sabiduría que es fecunda, engendra hijos, disipa orfandades. Sabiduría que es fuente de belleza que impulsa el alma hacia la admiración, la contemplatividad.
Invitaciones Vamos llegando al final de esta ya larga reflexión. La orfandad contemporánea, en términos de discontinuidad, desarraigo y caída de las certezas principales que dan forma a la vida, nos desafía a hacer de nuestras escuelas una “casa”, un “hogar” donde las mujeres y los hombres, los niños y las niñas, puedan desarrollar su capacidad de vincular sus experiencias y de arraigarse en su suelo y en su historia personal y colectiva, y a su vez encuentren las herramientas y
recursos que les permitan desarrollar su inteligencia, su voluntad y todas su capacidades, a fin de poder alcanzar la estatura humana que están llamados a vivir. Muchas son las tareas que nos exige este doble desafío. En este tramo inicial del año educativo, quisiera llamar su atención sobre tres aspectos que se derivan de las reflexiones que he desarrollado. En primer lugar, el desarrollo de vínculos humanos de afecto y ternura como remedio al desarraigo. La escuela puede ser un “lugar” (geográfico, en medio del barrio, pero también existencial, humano, interpersonal) en el cual se anuden raíces que permitan el desarrollo de las personas. Puede ser cobijo y hogar, suelo firme, ventana y horizonte a lo trascendente. Pero sabemos que la escuela no son las paredes, los pizarrones y los libros de registro: son las personas, principalmente los maestros. Son los maestros y educadores
quienes tendrán que desarrollar su capacidad de afecto y entrega para crear estos espacios humanos. ¿Cómo desarrollar formas de contención afectiva en tiempos de desconfianza? ¿Cómo recrear las relaciones humanas, cuando todos esperan del otro lo peor? Hemos de encontrar, todos nosotros y cada uno, los caminos, gestos y acciones que nos permitan incluir a todos y ayudar al más débil, generar un clima de serena alegría y confianza y cuidar tanto la marcha del conjunto como el detalle de cada persona a nuestro cargo. Segundo, la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace como forma de achicar el abismo de la discontinuidad. Sabemos que en todo acto de comunicación hay un mensaje explícito, algo que se enuncia, pero que ese mensaje puede ser bloqueado, matizado, desfigurado y hasta desmentido por la actitud con que se transmite. Hay todo un aspecto de la comunicación, “no explícita”
y “no verbal”, que tiene que ver con los gestos, la relación que se instaura y el despliegue de las diversas dimensiones humanas en general. Todo lo que hacemos comunica. En la medida en que evitemos los dobles mensajes, en la medida en que creamos y tratemos de vivir con todo nuestro ser lo que estamos transmitiendo, en esa medida habremos contribuido a devolver la credibilidad en la comunicación humana. Por supuesto que este ideal comunicacional será una y otra vez obstaculizado por el misterio del pecado y la labilidad humana. ¿Quién puede presumir de tener la absoluta coherencia, el absoluto control de sus miserias, sus dualidades, sus autoengaños, sus egoísmos reprimidos, sus intereses inconfesables? Sabemos que no todo se logra con buenas intenciones o con propósitos “moralizantes” y tampoco con rigideces normativas. Pero del mismo modo somos conscientes de que no todo es disculpable y
aceptable sin más, ya que tenemos una responsabilidad delante de otras personas y frente a quien puso la vida en nuestras manos. ¿Y entonces? La clave pa-ra ganar en coherencia sin fingir una perfección imposible, será caminar en humildad dispuestos al discernimiento, personal y comunitario, evitando el juicio condenatorio del otro; abiertos tanto a la corrección fraterna, como al perdón y a la reconciliación. Re-conocer juntos que somos peregrinos, mujeres y hombres débiles y pecadores pero con memoria y en búsqueda de un amor más pleno, que nos sane y nos levante. Esa puede ser una forma de trocar la discontinuidad por la disposición al acercamiento, a hacernos próximos en medio de las diferencias. Tercero, el esfuerzo por generar algunas certezas básicas en el mar de lo relativo y lo fragmentario. Quizá esto sea extremadamente difícil. Sabemos que la
verdad por la fuerza es contraria a la fuerza de la verdad. Sa-bemos también que no podemos adoptar los métodos compulsivos de la publicidad, que desplaza necesidades reales a satisfacciones ilusorias. ¿Y entonces? Hay un “camino estrecho” que transita por la búsqueda de la sabiduría; siempre convencidos de su capacidad de conmover y enamorar. Consiste en aprender a descubrir las preguntas del otro, a contemplarlas, a intuirlas (porque difícilmente los niños y jóvenes podrán expresarnos sus necesidades e interrogantes con claridad). Aunque el cansancio y la rutina a veces nos convierten en una especie de “parlante” que emite sonidos que a nadie le interesan, sabemos bien que sólo “llegan” y “quedan” las enseñanzas que respondan a una pregunta, a una admiración. Compartir las preguntas (¡aunque no tengamos las respuestas!) es ya ponernos todos, educadores y educandos, en un camino de
búsqueda, de contemplatividad, de esperanza. Para todo esto, habrá que poner en movimiento dos dimensiones integrándolas siempre: amplificar la capacidad de nuestro corazón en cuanto servidores de los hermanos, y desarrollar siempre más nuestra capacidad como profesionales de la educación. Una tarea “cordial” y una tarea “intelectual” bien conjugadas. Poniéndonos en sintonía con la Palabra de Dios, que habla, hoy como siempre, tanto a nuestra inteligencia como a nuestro corazón. Porque como reflexiona un teólogo español “se transfiere a los individuos a una vida personal cuando se les ofrece ciencia y conciencia, saberes y responsabilidades, fines y medios, confianza y exigencia”. Y esto es sabiduría. Que el Señor nos la conceda a todos. Pidámosla humildemente con la oración del Rey Salomón:
“Ahora, Señor, Dios mío, has hecho reinar a tu servidor en lugar de mi padre David, a mí, que soy apenas un muchacho y no sé valerme por mí mismo. Tu servidor está en medio de tu pueblo, el que tú has elegido, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular. Concede entonces a tu servidor un corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal”. 1 Re 3,7-9
Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo Reflexionamos – ¿Qué sentí al ponerme en el lugar de aquella persona del interior que vino a la capital? – ¿Soy “un corazón que recibe” en mi vida personal y en el ámbito de mi tarea cotidiana?
– Si no lo soy, ¿por dónde creo que debería comenzar a cambiar? – ¿Abordo mi tarea educadora atento/a a la orfandad que me rodea? – ¿Qué lugar ocupa la Palabra de Dios, su presencia salvífica, en mi vida personal? ¿Y en nuestra comunidad? Leemos “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.” Mateo 5,13-16
Pensamos “La Escuela Católica, movida por el ideal cristiano, es particularmente sensible al grito que se lanza de todas partes por un mundo más justo, y se esfuerza por responder a él contribuyendo a la instauración de la justicia. No se limita, pues, a enseñar va-lientemente cuáles sean las exigencias de la justicia, sino que trata de hacer operativas tales exigencias en la propia comunidad, es-pecialmente en la vida escolar de cada día. “ La Escuela Católica IV,58 Revisamos nuestra tarea – ¿Cuáles son los problemas más característicos que debe afrontar nuestra comunidad educativa en los grupos humanos que acoge? – ¿Logramos un razonable equilibrio entre la
formación y promoción de la inteligencia de nuestros alumnos y la comunicación de la Revelación ? – ¿Practicamos concretamente la caridad? – Planifiquemos un proyecto de “servicio” que nos involucre a todos, directivos, docentes y alumnos. Si ya lo llevamos a cabo, evaluemos sus características y sus resultados. Oramos “¡Alaba al Señor, alma mía! Alabaré al Señor toda mi vida; mientras yo exista, cantaré al Señor. No confíen en los poderosos, en simples mortales, que no pueden salvar: cuando expiran, vuelven al polvo, y entonces se esfuman sus proyectos.
Feliz el que se apoya en el Dios de Jacob y pone su esperanza en el Señor, su Dios: Él hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos. Él mantiene su fidelidad para siempre, hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y endereza a los que están encorvados. El Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados. El Señor reina eternamente. Reina tu Dios, Sión,
a lo largo de las generaciones. ¡Aleluya!” Salmo 146
5 Dar a la educación TODO
Un momento decisivo Hay momentos en la vida (pocos, pero esenciales) en que es preciso tomar decisiones críticas, totales y fundantes. Críticas, porque se ubican en el preciso límite entre la apuesta y la claudicación, la esperanza y el desastre, la vida y la muerte. Totales, porque no se refieren a algún aspecto particular, a un “asunto” o “desafío” optativo, a un sector de-terminado de la realidad, sino que definen una vida en su totalidad y por un largo tiempo. Es más: hacen a la más profunda identidad de cada uno. No sólo suceden en el tiempo, sino que le dan forma a nuestra temporalidad y a nuestra existencia. En ese sentido es que uso el tercer adjetivo, fundantes. Fundan un modo de vivir, una forma de ser, de verse a
uno mismo y de presentarse en el mundo y ante los semejantes, una determinada posición ante los futuros posibles. Hoy quiero compartir con ustedes la percepción de que estamos justamente en uno de esos momentos decisivos. Pero no individualmente, sino como Nación. Es una convicción compartida por muchos, incluso por el Santo Padre, como nos lo dio a entender en nuestra última visita episcopal a Roma: la Argentina llegó al momento de una decisión crítica, global y fundante, que compete a cada uno de sus habitantes; la decisión de seguir siendo un país, aprender de la experiencia dolorosa de estos años e iniciar un camino nuevo, o hundirse en la miseria, el caos, la pérdida de valores y la descomposición como sociedad.
Una esperanza renovada y audaz
El objeto de esta meditación no es recargar las tintas en la sensación de amenaza sino, por el contrario, invitarlos a la esperanza. Quisiera profundizar las reflexiones que compartía con ustedes hace un par de años pero ya desde la concreta y decisiva experiencia de estos meses. La esperanza es la virtud de lo arduo pero posible, aquella que invita, sí, a no bajar nunca los brazos, pero no de un modo meramente voluntarista, sino encontrando la mejor forma de mantenerlos en actividad, de hacer con ellos algo real y concreto. Virtud que por momentos nos im-pulsa a avanzar, gritar y sacudirnos las tendencias a la inacción, la resignación y la caída. Pero que, en otras ocasiones, nos invita a callar y sufrir, alimentando nuestro interior con los deseos, ideales y recursos que nos permitirán – cuando llegue el momento propicio, el kairós– dar a luz realidades más humanas, más justas, más fraternas. Porque la
esperanza no se apoya solamente en los recursos de los seres humanos, sino que busca sintonizar con la acción de Dios, que recoge nuestros intentos integrándolos en su plan de salvación. Nuestra reflexión sobre la esperanza se ubica en el pico mismo de la crisis, en su punto de mayor inflexión. Pero, al mismo tiempo, creo no equivocarme al discernir que ese pico constituye justamente el momento propicio, el tiempo en que la historia adquiere una especial densidad y las acciones de las mujeres y los hombres cobran mayor significado. Si los gestos de solidaridad y amor desinteresado siempre fueron una especie de profecía, un signo poderoso de la posibilidad de otra historia, hoy su carga de propuesta es infinitamente mayor. Marcan una huella tran-sitable en medio del pantano, una dirección justa en el instante de extravío. Contraria-mente, la mentira y el robo (ingredientes principales de la
corrupción) siempre son males que destruyen la comunidad. La sola práctica de la corrupción puede desbarrancar definitivamente esta frágil construcción que, como pueblo, queremos intentar. Si prestamos nuestro asentimiento a la palabra del Evangelio, sabemos que aun lo que parece fracaso puede ser camino de salvación. Esto es lo que puntualmente hace la diferencia entre un drama y una tragedia. Mientras que en la segunda el destino ineluctable arrastra la empresa humana al desastre sin contemplaciones y todo intento de enfrentarlo no hace más que empeorar el final irremisible; en el drama, en cambio, la vida y la muerte, el bien y el mal, el triunfo y la derrota se mantienen como alternativas posibles: nada más lejos de un optimismo estúpido, pero también del pesimismo trágico, porque en esa encrucijada quizás angustiante, podemos también intentar reconocer los signos ocultos de la presencia
de Dios, aunque más no sea, como chance, como invitación al cambio y a la acción... y también como promesa. Estas palabras pueden tomar un cariz dramático, pero nunca trágico. Pero atención: no se trata de gestos teatrales, sino de la convicción de que estamos en el mo-mento de gracia, en el foco de nuestra responsabilidad como miembros de una comunidad, es decir, lisa y llanamente, como seres humanos.
La ciudad de Dios en la historia secular Ahora bien, ¿qué nos puede decir la fe cristiana acerca de este momento crucial, además de ubicarnos en el estrecho desfiladero de la libertad, sin destinos predeterminados en lo que hace al éxito o fracaso de nuestras empresas humanas? Permítanme una especie de viaje en el
tiempo para situarme casi mil seiscientos años atrás, junto a la ventana a través de la cual un hombre veía terminarse un mundo, sin ninguna certeza de que después viniera algo mejor. Me refiero a san Agustín, que fue obispo de Hipona en el norte de África en los años finales del Imperio Romano. Todo lo que Agustín había conocido (y no sólo él, sino su padre, su abuelo y muchísimas generaciones más antes que él) se derrumbaba. Los pueblos llamados “bárbaros” presionaban sobre los límites del Imperio, y la misma Roma había sido saqueada. Como hombre formado en la cultura grecorromana, no podía menos que sentirse perplejo y angustiado ante la inminente caída de la civilización conocida. Como cristiano, se encontraría en el difícil lugar de seguir apostando a la esperanza en el Reino de Dios (que durante demasiado tiempo, ya entonces, había sido identificado con el Imperio cristianizado) sin cerrar los
ojos a lo ya inevitable, históricamente hablando. Y como obispo, se sentía con el deber de ayudar a sus fieles (y a la cristiandad toda) a procesar esta catástrofe sin perder la fe, antes bien, saliendo de la prueba con una mejor comprensión del misterio salvífico y una confianza en el Señor fortalecida. En aquella época, Agustín, un hombre que había conocido la incredulidad y el materialismo, encontró la clave para dar forma a su esperanza en una profunda teología de la historia, desarrollada en su libro La Ciudad de Dios. Allí, superando ampliamente la “teología oficial” del Imperio, el santo nos presenta un principio hermenéutico determinante de su pensamiento: el esquema de los “dos amores” y las “dos ciudades”. En síntesis, éste es su argumento: existen dos “amores”: el amor de sí, predominantemente individualista, que instrumenta a los demás
para los propios fines, considera lo común sólo en cuanto referido a su propia utilidad y se rebela contra Dios; y el amor santo, que es eminentemente social, se ordena al bien común y sigue los mandatos del Señor. En torno a estos “amores” o finalidades se organizan las “dos ciudades”: la ciudad “terrena” y la ciudad “de Dios”. En una, viven los “impíos”. En la otra, los “santos”. Pero lo interesante del pensamiento agustiniano está en que estas “ciudades” no son verificables históricamente, en el sentido de identificarse plenamente con una u otra realidad secular. La ciudad de Dios, claramente, no es la Iglesia visible: muchos de la ciudad celestial están en la Roma pagana, y muchos de la terrena, en la Iglesia cristiana. Las “ciudades” son entidades escatológicas: recién en el Juicio Final podrán visualizarse con sus perfiles definidos, como la cizaña y el trigo después de la cosecha. Mientras tanto, aquí en la
historia, están inextricablemente entremezcladas. Lo “secular” es la existencia histórica de las dos ciudades. Si escatológicamente ellas son mutuamente excluyentes, en cambio, en el saeculum, el tiempo mundano, no pueden ser adecuadamente distinguidas y separadas. La línea divisoria pasa... por la libertad de los seres humanos, personal y colectiva. ¿Por qué traigo a colación estos antiguos pensamientos de un obispo del siglo V? Porque nos enseñan una manera de ver la realidad. La historia humana es el ambiguo campo donde se juegan múltiples proyectos, ninguno de ellos humanamente inmaculado. Pero a través de todos ellos, podemos considerar que se mueven el “amor inmundo” y el “amor santo” de los que hablaba san Agustín. Fuera de todo maniqueísmo o dualismo, es legítimo tratar de discernir viendo por una parte los acontecimientos históricos como “signos de
los tiempos”, las semillas del Reino y, por otra parte, las realizaciones que – desvinculadas de la finalidad escatológica– sólo abonan la frustración del más alto destino del hombre. Es decir, percibir la realidad a través de una valoración teológica y espiritual, desde el punto de vista de las ofertas de gracia y las tentaciones al pecado que se presentan al libre albedrío. Teniendo en cuenta este criterio evangélico me atrevo a compartir con ustedes estas reflexiones acerca de la realidad actual de nuestro país y, sobre todo, de los valores que están en juego en ella. Valores o “amores”: aquello que atrae y moviliza nuestros deseos y nuestras energías, orientándonos a la gracia o al pecado, haciéndonos miembros de una u otra “ciudad”, conformando el entramado profundo de nuestra realidad histórica secular; y –por lo tanto– el camino concreto de salvación que Dios nos pone ante nuestros pies. Intentaré entresacar, de
los acontecimientos recientes, algunas direcciones fundamentales que parece necesario ubicar, a fin de colaborar con una búsqueda comunitaria de discernimiento y conversión, como nos lo propuso Juan Pablo II.
Después de los cacerolazos, ¿qué? Puede ser un lugar común, pero todos somos conscientes de que aquella noche del cacerolazo (me refiero a la primera) algo cambió en nuestra ciudad. No en la dirigencia, o al menos no primeramente, sino en el pueblo. En el interior de las familias, en la conciencia de cada uno de los ciudadanos que decidió abandonar el negativismo o la queja privada, mera rumia de amargura, para reconocer al vecino, al compatriota, solidarizados aunque más no fuera en el
hastío y la bronca. En unos instantes, la calle dejó de ser el lugar de paso, el ámbito de lo ajeno, para convertirse en el espacio común, desde el cual salir a buscar otras cosas comunes que parecían habernos sido arrebatadas. Contra toda la mitología tecnológica, lo público volvió a ser la plaza, y no sólo la platea. Los mismos medios de comunicación, siempre omnipresentes y, por momentos, casi creadores de la “realidad”, se vieron desbordados y tuvieron que focalizarse en uno o dos puntos neurálgicos, mientras la gente invadía todo con cantos y cacerolas, a pie, en bicicletas, en autos. Luego vinieron los acontecimientos que todos conocemos y también los desbordes, y las diversas interpretaciones y lecturas de los cacerolazos. No es mi intención entrar en ellas. Solamente quiero hacer pie en aquel momento de participación colectiva, en cuanto signo de intento de recuperación de lo “común”, como punto de partida para la
lectura de nuestra realidad profunda. Y les propongo un camino “indirecto” que pasa por la misma historia de nuestro ser nacional que, espero, pueda ayudar: recorrer los versos del Martín Fierro, en busca de algunas claves que nos permitan descubrir algo de lo nuestro para retomar nuestra historia con un sentimiento de continuidad y dignidad. Soy consciente de los riesgos de la lectura que estoy instándolos a compartir. A veces imaginamos a los valores y las tradiciones, hasta a la misma cultura, como una especie de joya antigua e inalterable, algo que permanece en un espacio y un tiempo aparte, no contaminándose con las idas y venidas de la historia concreta. Permítanme opinar que una mentalidad así sólo lleva al museo y, a la larga, al sectarismo. Los cristianos hemos sufrido demasiado las estériles polémicas entre tradicionalismo y progresismo como para dejarnos caer nuevamente en actitudes de
este tipo. Lo que aquí me parece más fecundo es reconocer en el Martín Fierro una narración, una especie de “puesta en escena” del drama de la constitución de un sentimiento colectivo e inclusivo. Narración que, incluso más allá de su género, de su autor y de su tiempo, puede ser inspiradora para nosotros, ciento treinta años después. Claro: habrá muchos que no se sentirán identificados con un gaucho matrero, prófugo de la justicia (y, de hecho, importantes personalidades de nuestra historia cultural cuestionaban la entronización de un tal personaje a la categoría de héroe épico nacional). No faltará, por otro lado, quien tenga que reconocer (en secreto) que prefiere al Juez o al Viejo Vizcacha, al menos en lo que hace a su forma de entender lo que vale y lo que no vale la pena en la vida... Y otros más, no cabe duda, se habrán sentido como el Moreno
cuyo hermano había sido apuñalado por Fierro. Para todos hay lugar. Y no es cuestión de instalar un nuevo maniqueísmo. En una obra de esta envergadura, no hay buenos-buenos y malos-malos.Y aunque a José Hernández no le faltó intención política y hasta pedagógica en su construcción de la Ida y la Vuelta, lo cierto es que el poema trascendió sus circunstancias para decir algo que hace a la esencia de nuestra convivencia. Desde esa trascendencia, desde las “resonancias” que puede generar en nosotros, y no desde una inútil dialéctica sobre modelos anacrónicos, hay que asomarse al poema.
Martín Fierro, poema “nacional” La pregunta por la “identidad nacional” en un mundo globalizado
Es curioso. Solamente viendo el título del libro, antes incluso de abrirlo, ya encuentro sugerentes motivos de reflexión acerca de los núcleos de nuestra identidad como Nación. El gaucho Martín Fierro (así se llamó el primer libro publicado, después conocido como la “Ida”). ¿Qué tiene que ver el gaucho con nosotros? Si viviéramos en el campo, trabajando con los animales, o al menos en pueblos rurales, con un mayor contacto con la tierra sería más fácil comprender... En nuestras grandes ciudades –claramente en Buenos Aires– mu-cha gente recordará el caballo de la calesita o los corrales de Mataderos como lo más cercano a la experiencia ecuestre que haya pasado por su vida. Y¿hace falta hacer notar que más del 86 % de los argentinos viven en grandes ciudades? Para la mayoría de nuestros jóvenes y niños, el mundo del Martín Fierro es mucho más ajeno que los escenarios místico-futuristas de los comics japoneses.
Esto está muy relacionado, por supuesto, con el fenómeno de la globalización. Desde Bangkok hasta Sâo Paulo, desde Buenos Aires hasta Los Ángeles o Sydney, muchísimos jóvenes escuchan a los mismos músicos, los niños ven los mismos dibujos animados, las familias se visten, comen y se divierten en las mismas cadenas. La producción y el comercio circulan a través de las cada vez más permeables fronteras nacionales. Con-ceptos, religiones y formas de vida se nos hacen más próximas a través de los medios de comunicación y el turismo. Sin embargo esta globalización es una realidad ambigua. Muchos factores parecen llevarnos a suprimir las barreras culturales que impedían el reconocimiento de la común dignidad de los seres humanos, aceptando la diversidad de condiciones, razas, sexo o cultura. Jamás la humanidad tuvo como ahora la posibilidad de constituir una comunidad mundial plurifacética y solidaria.
Pero, por otro lado, la indiferencia reinante ante los desequilibrios sociales crecientes, la imposición unilateral de valores y costumbres por parte de algunas culturas, la crisis ecológica y la exclusión de millones de seres humanos de los beneficios del desarrollo cuestionan seriamente esta mundialización. La constitución de una familia humana solidaria y fraterna en este contexto sigue siendo una utopía. Un verdadero crecimiento en la conciencia de la humanidad no puede fundarse en otra cosa que en la práctica del diálogo y el amor. Diálogo y amor suponen el reconocimiento del otro como otro, la aceptación de la diversidad. Sólo así puede fundarse el valor de la comunidad: no pretendiendo que el otro se subordine a mis criterios y prioridades, no “absorbiendo” al otro, sino reconociendo como valioso lo que el otro es celebrando esa diversidad que nos enriquece a todos. Lo contrario es mero narcisismo,
mero imperialismo, mera necedad. Esto también debe leerse en la dirección inversa: ¿cómo puedo dialogar, cómo puedo amar, cómo puedo construir algo común si dejo diluirse, perderse, desaparecer lo que hubiera sido mi aporte? La globalización como imposición unidireccional y uniformante de valores, prácticas y mercancías va de la mano con la integración entendida como imitación y subordinación cultural, intelectual y espiritual. Entonces, ni profetas del aislamiento, ermitaños localistas en un mundo global, ni descerebrados y miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del Mundo (de los otros) con la boca abierta y aplausos programados. La Nación como continuidad de una historia común Sólo podemos abrir con provecho nuestro “poema nacional” si caemos en la cuenta de
que lo que allí se narra tiene que ver directamente con nosotros aquí y ahora y no porque seamos gauchos o usemos poncho, sino porque el drama que nos narra Hernández se ubica en la historia real cuyo devenir nos trajo hasta aquí. Los hombres y mujeres reflejados en el tiempo del relato vivieron en esta tierra, y sus decisiones, producciones e ideales amasaron la realidad de la cual hoy somos parte, la que hoy nos afecta directamente. Justamente esa “productividad”, esos “efectos”, esa capacidad de ser ubicado en la dinámica real de la historia, es lo que hace del Martín Fierro un “poema nacional”. No la guitarra, el malón y la payada. Y aquí se hace necesaria una apelación a la conciencia. Los argentinos tenemos una peligrosa tendencia a pensar que todo empieza hoy, a olvidarnos de que nada nace de un zapallo ni cae del cielo como un meteorito. Esto ya es un problema: si no
aprendemos a reconocer y asumir los errores y aciertos del pasado que dieron origen a los bienes y males del presente, estaremos condenados a la eterna repetición de lo mismo. Que –en realidad– no es nada eterna pues la soga se puede estirar sólo hasta cierto límite...Pero hay más: si cortamos la relación con el pasado, lo mismo haremos con el futuro. Ya podemos empezar a mirar a nuestro alrededor... y a nuestro interior. ¿No hubo una negación del futuro, una absoluta falta de responsabilidad por las generaciones siguientes, en la ligereza con que se trataron las instituciones, los bienes y hasta las personas de nuestro país? Lo cierto es esto: Somos personas históricas. Vivimos en el tiempo y el espacio. Cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que la siguen. Y eso, en gran medida, es ser una Nación: entenderse como continuadores de la tarea de otros hombres y mujeres que ya dieron lo suyo, y como
constructores de un ámbito común, de una casa, para los que vendrán después. Ciudadanos “globales”, la lectura del Mar-tín Fierro nos puede ayudar a “aterrizar” y acotar esa “globalidad”, reconociendo los avatares de la gente que construyó nuestra nacionalidad, haciendo propios o criticando sus ideales y preguntándonos por las razones de su éxito o fracaso para seguir adelante en nuestro andar como pueblo. Ser un pueblo supone, ante todo, una actitud ética que brota de la libertad Ante la crisis vuelve a ser necesario respondernos a la pregunta de fondo: ¿en qué se fundamenta lo que llamamos “vínculo social”? Eso que decimos que está en serio riesgo de perderse, ¿qué es, en definitiva? ¿Qué es lo que me “vincula”, me “liga”, a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino?
Permítanme adelantar una respuesta: se trata de una cuestión ética. El fundamento de la relación entre la moral y lo social se halla justamente en ese espacio (tan esquivo, por otra parte) en que el hombre es hombre en la sociedad, animal político, como dirían Aris-tóteles y toda la tradición republicana clásica. Es esta naturaleza social del hombre la que fundamenta la posibilidad de un contrato en-tre los individuos libres, como propone la tradición democrática liberal (tradiciones tantas veces opuestas, como lo demuestran multitud de enfrentamientos en nuestra historia). Entonces, plantear la crisis como un problema moral supondrá la necesidad de volver a referirse a los valores humanos, universales, que Dios ha sembrado en el corazón del hombre y que van madurando con el crecimiento personal y comunitario. Cuando los obispos repetimos una y otra vez que la crisis es fundamentalmente moral, no se trata de
esgrimir un moralismo barato, una reducción de lo político, lo social y lo económico a una cuestión individual de la conciencia. Esto sería “moralina”. No estamos “llevando agua para el propio molino” (dado que la conciencia y lo moral es uno de los campos donde la Iglesia tiene competencia más propiamente), sino intentando apuntar a las valoraciones colectivas que se han expresado en actitudes, acciones y procesos de tipo histórico-político y social. Las acciones libres de los seres humanos, además de su peso en lo que hace a la responsabilidad individual, tienen consecuencias de largo alcance: generan estructuras que permanecen en el tiempo, difunden un clima en el cual determinados valores pueden ocupar en lugar central en la vida pública o quedar marginados de la cultura vigente. Y esto también cae dentro del ámbito moral. Por eso debemos reencontrar el modo particular que nos
hemos dado, en nuestra historia, para convivir, formar una comunidad. Desde este punto de vista, retomemos el poema. Como todo relato popular, Martín Fierro comienza con una descripción del “paraíso original”. Pinta una realidad idílica, en la cual el gaucho vive con el ritmo calmo de la naturaleza, rodeado de sus afectos, trabajando con alegría y habilidad, divirtiéndose con sus compañeros, integrado en un modo de vida sencillo y humano. ¿A qué apunta esto? En primer lugar, no movió al autor una especie de nostalgia por el “Edén gauchesco perdido”. El recurso literario de pintar una situación ideal al comienzo no es más que una presentación inicial del mismo ideal. El valor a plasmar no está atrás, en el “origen”, sino adelante, en el proyecto. Se trata de “poner el final al principio” (idea, por otro lado, profundamente bíblica y
cristiana). La dirección que otorguemos a nuestra convivencia tendrá que ver con el tipo de sociedad que queramos formar: es el telostipo. Ahí está la clave del talante de un pueblo. Ello no significa ignorar los elementos biológicos, psicológicos y psicosociales que influyen en el campo de nuestras decisiones. No podemos evitar cargar (en el sentido negativo de límites, condicionamientos, lastres, pero también en el positivo de llevar con nosotros, incorporar, sumar, integrar) con la herencia recibida, las conductas, preferencias y valores que se han ido constituyendo a lo largo del tiempo. Pero una perspectiva cristiana (y éste es uno de los aportes del cristianismo a la humanidad en su conjunto) sabe valorar tanto “lo dado”, lo que ya está en el hombre y no puede ser de otra forma, co-mo lo que brota de su libertad, de su apertura a lo nuevo, en definitiva, de su espíritu como dimensión trascendente, de acuerdo siempre con la virtualidad de “lo
dado”. Ahora bien: los condicionamientos de la sociedad y la forma que estos adquirieron así como los hallazgos y creaciones del espíritu en orden a la ampliación del horizonte de lo humano siempre más allá, junto a la ley natural ínsita en nuestra conciencia se ponen en juego y se realizan concretamente en el tiempo y el espacio: en una comunidad concreta, compartiendo una tierra, proponiéndose ob-jetivos comunes, construyendo un modo propio de ser humanos, de cultivar los múltiples vínculos, juntos, a lo largo de tantas experiencias compartidas, preferencias, decisiones y acontecimientos. Así se amasa una ética común y la apertura hacia un destino de plenitud que define al hombre como ser espiritual. Esa ética común, esa “dimensión moral”, es la que permite a la multitud desarrollarse junta, sin convertirse en enemigos unos de otros. Pensemos en una peregrinación: salir del mismo lugar y
dirigirse al mismo destino permite a la columna mantenerse como tal, más allá del distinto ritmo o paso de cada grupo o individuo. Sinteticemos, entonces, esta idea. ¿Qué es lo que hace que muchas personas formen un pueblo? En primer lugar, hay una ley natural y luego una herencia. En segundo lugar, hay un factor psicológico: el hombre se hace hombre (cada individuo o la especie en su evolución) en la comunicación, la relación, el amor con sus semejantes. En la palabra y el amor. Y en tercer lugar, estos factores biológicos y psicológico-evolutivos se actualizan, se ponen realmente en juego, en las actitudes libres. En la voluntad de vincularnos con los demás de determinada manera, de construir nuestra vida con nuestros semejantes en un abanico de preferencias y prácticas compartidas (san Agustín definía al pueblo como “un conjunto de seres racionales asociados por la concorde
comunidad de objetos amados”). Lo “natural” crece en “cultural”, “ético”; el instinto gregario adquiere forma humana en la libre elección de ser un “nosotros”. Elección que, como toda acción humana, tiende luego a hacerse hábito (en el mejor sentido del término), a generar sentimiento arraigado y a producir instituciones históricas hasta el punto que cada uno de nosotros viene a este mundo en el seno de una comunidad ya constituida (la familia, la “patria”) sin que eso niegue la libertad responsable de cada persona. Y todo esto tiene su sólido fundamento en los valores que Dios imprimió a nuestra naturaleza humana, en el hálito divino que nos anima desde dentro y que nos hace hijos de Dios. Esa ley natural que nos fue regalada e impresa para que “se consolide a través de las edades, se desarrolle con el correr de los años y crezca con el peso del tiempo” (cfr Vicente de Lerins, 1er.Conmonitorio, cap.23).
Esta ley natural que –a lo largo de la historia y de la vida– ha de consolidarse, desarrollarse y crecer es la que nos salva del así llamado relativismo de los valores consensuados. Los valores no pueden consensuarse: simplemente son. En el juego acomodaticio de “consensuar valores” se corre siempre el riesgo, que es resultado anunciado, de “nivelar hacia abajo”, entonces ya no se construye desde lo sólido sino que se entra en la violencia de la degradación. Alguien dijo que nuestra civilización, además de ser una civilización del descarte es una civilización “biodegradable”. Volviendo a nuestro poema: el Martín Fierro no es la Biblia, por supuesto. Pero es un texto en el cual, por diversos motivos, los argentinos hemos podido reconocernos, un soporte para contarnos algo de nuestra historia y soñar con nuestro futuro: Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía y su ranchito tenía y sus hijos y mujer, Era una delicia ver cómo pasaba sus días. Esta es, entonces, la “situación inicial”, en la cual se desencadena el drama. El Martín Fierro es, ante todo, un poema in-cluyente. Todo se verá luego trastocado por una especie de vuelta del destino, encarnado, entre otros, en el Juez, el Aalde, el Coronel. Sospechamos que este conflicto no es meramente literario. ¿Qué hay detrás del texto?
Martín Fierro, poema “incluyente” Un país moderno, pero para todos
Antes que un “poema épico” abstracto, Martín Fierro es una obra de denuncia, con una clara intención: oponerse a la política oficial y proponer la inclusión del gaucho dentro del país que se estaba construyendo: Es el pobre en su orfandá de la fortuna el desecho Porque naides toma a pecho el defender a su raza Debe el gaucho tener casa, Escuela, Iglesia y derechos. Y Martín Fierro cobró vida más allá de la intención del autor, convirtiéndose en el prototipo del perseguido por un sistema injusto y excluyente. En los versos del poema se hizo carne cierta sabiduría popular recibida del am-biente, y así en Fierro habla no sólo la conveniencia de promover una mano de obra barata sino la dignidad misma del hombre en su tierra, haciéndose cargo de
su destino a través el trabajo, el amor, la fiesta y la fraternidad. A partir de aquí, podemos empezar a avanzar en nuestra reflexión. Nos interesa sa-ber dónde apoyar la esperanza, desde dónde reconstruir los vínculos sociales que se han visto tan castigados en estos tiempos. El cacerolazo fue como un chispazo autodefensivo, espontáneo y popular. Sabemos que no al-canzó con golpear las cacerolas: hoy lo que más urge es tener con qué llenar las mismas. Debemos recuperar organizada y creativamente el protagonismo al que nunca debimos renunciar, y por ende, tampoco podemos ahora volver a meter la cabeza en el hoyo, dejando que los dirigentes hagan y deshagan. Y no podemos por dos motivos: porque ya vimos lo que pasa cuando el poder político y económico se desliga de la gente, y porque la reconstrucción no es tarea de algunos sino de todos, así como la Argentina no es sólo la
clase dirigente sino todos y cada uno de los que viven en esta porción del planeta. ¿Entonces, qué? Me parece significativo el contexto histórico del Martín Fierro: una sociedad en formación, un proyecto que excluye a un importante sector de la población, condenándolo a la orfandad y a la desaparición, y una propuesta de inclusión. ¿No estamos hoy en una situación parecida? ¿No hemos sufrido las consecuencias de un mo-delo de país armado en torno a determinados intereses económicos, excluyente de las ma-yorías, generador de pobreza y marginación, tolerante con todo tipo de corrupción mientras no se tocaran los intereses del poder más concentrado? ¿No hemos formado parte de ese sistema perverso, aceptando en parte sus principios – mientras no tocaran nuestro bolsillo–, cerrando los ojos ante los que iban quedando fuera y cayendo ante la aplanadora de la injusticia, hasta que esta última
prácticamente nos expulsó a todos? Hoy debemos articular, sí, un programa económico y social, pero fundamentalmente un proyecto político en su sentido más amplio. ¿Qué tipo de sociedad queremos? Martín Fierro orienta nuestra mirada, nuestra vocación como pueblo, como nación. Nos invita a darle forma a nuestro deseo de una sociedad donde todos tengan lugar: el comerciante porteño, el gaucho del litoral, el pastor del norte, el artesano del Noroeste, el aborigen y el inmigrante, en la medida en que ninguno de ellos quiera quedarse él so-lo con la totalidad, expulsando al otro de la tierra. Debe el gaucho tener Escuela... Durante décadas, la escuela fue un importante medio de integración social y nacional. El hijo del gaucho, el migrante del interior que llegaba a la ciudad, y hasta el extranjero que desembarcaba en esta tierra,
encontraron en la educación básica los elementos que les permitieron trascender la particularidad de su origen para buscar un lugar en la construcción común de un proyecto. También hoy desde la pluralidad enriquecedora de propuestas educadoras, debemos volver a apostar: a la educación, todo. Recién en los últimos años, y de la mano de una idea de país que ya no se preocupaba demasiado por incluir a todos e, incluso, no era capaz de proyectar a futuro, la institución educativa vio decaer su prestigio, debilitarse sus apoyos y recursos y desdibujarse su lugar en el corazón de la sociedad. El conocido latiguillo de la “escuela shopping” no apunta sólo a criticar algunas iniciativas puntuales que pudimos presenciar. Pone en tela de juicio toda una concepción, según la cual la sociedad es Mercado y nada más. De este modo, la escuela tiene el mismo lugar que cualquier otro emprendimiento lucrativo. Y
debemos recordar una y otra vez que no ha sido ésta la idea que desarrolló nuestro sistema educativo y que, con errores y aciertos, contribuyó a la formación de una comunidad nacional. En este punto, los cristianos hemos hecho un aporte innegable desde hace siglos. No es aquí mi intención entrar polémicas y diferencias que suelen consumir muchos esfuerzos. Simplemente, pretendo llamar la atención de todos y, en particular de los educadores católicos, respecto de la importantísima tarea que tenemos entre manos. Depreciada, devaluada y hasta atacada por muchos, la tarea cotidiana de todos aquellos que mantienen en funcionamiento las escuelas, enfrentando dificultades de todo tipo, con bajos sueldos y dando mucho más de lo que reciben, sigue siendo uno de los mejores ejemplos de aquello a lo cual hay que volver a apostar, una vez más: la entrega personal a un
proyecto de un país para todos. Proyecto que, desde lo educativo, lo religioso o lo social, se torna político en el sentido más alto de la palabra: construcción de la comunidad. Este proyecto político de inclusión no es tarea sólo del partido gobernante, ni siquiera de la clase dirigente en su conjunto, sino de cada uno de nosotros. El “tiempo nuevo” se gesta desde la vida concreta y cotidiana de cada uno de los miembros de la Nación, en cada decisión ante el prójimo, ante las propias responsabilidades, en lo pequeño y en lo grande. Cuanto más en el seno de las familias y en nuestra cotidianeidad escolar o laboral. Mas Dios ha de permitir que esto llegue a mejorar. Pero se ha de recordar para hacer bien el trabajo que el fuego pa calentar
debe ir siempre por abajo. Pero esto merece una reflexión más completa.
Martín Fierro, compendio de ética cívica Seguramente, tampoco a Hernández se le escapaba que los gauchos “verdaderos”, los de carne y hueso, no se iban a comportar tampoco como “señoritos ingleses” en la “nueva sociedad a fraguar”. Provenientes de otra cultura, sin alambrado, acostumbrados a décadas de resistencia y lucha, ajenos en un mundo que se iba construyendo con parámetros muy distintos a los que ellos habían vivido, también ellos deberían realizar un importante esfuerzo para integrarse, una vez que se les abrieran las puertas.
Los recursos de la cultura popular La segunda parte de nuestro “poema nacional” pretendió ser una especie de “manual de virtudes cívicas” para el gaucho, una “llave” para integrarse en la nueva organización nacional. Y en lo que explica mi lengua todos deben tener fe. Ansí, pues, entiéndanme, con codicias no me mancho. No se ha de llover el rancho en donde este libro esté. Martín Fierro está repleto de los elementos que el mismo Hernández había mamado de la cultura popular, elementos que, junto con la defensa de algunos derechos concretos e inmediatos, le valieron la gran adhesión que pronto recibió. Es más: con el tiempo, generaciones y generaciones de argentinos releyeron a Fierro... y lo reescribieron,
poniendo sobre sus palabras las muchas experiencias de lucha, las expectativas, las búsquedas, los sufrimientos... Martín Fierro creció para re-presentar al país decidido, fraterno, amante de la justicia, indomable. Por eso todavía hoy tiene algo que decir. Es por eso que aquellos “consejos” para “domesticar” al gaucho trascendieron con mucho el significado con que fueron escritos y siguen hoy siendo un espejo de virtudes cívicas no abstractas, sino profundamente encarnadas en nuestra historia. A esas virtudes y valores vamos a prestarles atención ahora. Los consejos de Martín Fierro Los invito a leer una vez más este poema. Háganlo no con un interés sólo literario, sino como una forma de dejarse hablar por la sabiduría de nuestro pueblo, que ha sido plasmada en esta obra singular. Más allá de las palabras, más allá de la historia, verán
que lo que queda latiendo en nosotros es una especie de emoción, un deseo de torcerle el brazo a toda injusticia y mentira y seguir construyendo una historia de solidaridad y fraternidad, en una tierra común donde todos podamos crecer como seres humanos. Una comunidad donde la libertad no sea un pretexto para faltar a la justicia, donde la ley no obligue sólo al pobre, donde todos tengan su lugar. Ojalá sientan lo mismo que yo: que no es un libro que habla del pasado, sino más bien del futuro que podemos construir. No voy a prolongar este mensaje –ya muy extenso– con el desarrollo de los muchos valores que Hernández pone en boca de Fierro y otros personajes del poema. Simplemente, los invito a profundizar en ellos, a través de la reflexión y, por qué no, de un diálogo en cada una de nuestras comunidades educativas. Aquí presentaré
solamente algunas de las ideas que podemos rescatar entre muchas. Prudencia o “picardía”: obrar desde la verdad y el bien... o por conveniencia Nace el hombre con la astucia que ha de servirle de guía. Sin ella sucumbiría, pero sigún mi experiencia se vuelve en unos prudencia y en los otros picardía. Hay hombres que de su cencia tienen la cabeza llena; hay sabios de todas menas, mas digo sin ser muy ducho, es mejor que aprender mucho el aprender cosas buenas. Un punto de partida. “Prudencia” o “picardía” como formas de organizar los propios
dones y la experiencia adquirida. Un actuar adecuado, conforme a la verdad y al bien posibles aquí y ahora, o la consabida manipulación de informaciones, situaciones e interacciones desde el propio interés. Mera acumulación de ciencia (utilizable para cualquier fin) o verdadera sabiduría, que incluye el “saber” en su doble sentido, conocer y saborear, y que se guía tanto por la verdad como por el bien. “Todo me es permitido, pero no todo me conviene”, diría san Pablo. ¿Por qué? Porque además de mis necesidades, apetencias y preferencias, están las del otro. Y lo que satisface a uno a costa del otro termina destruyendo a uno y otro. La jerarquía de los valores y la ética exitista del “ganador” Ni el miedo ni la codicia es bueno que a uno lo asalten. Ansí no se sobresalten
por los bienes que perezcan. Al rico nunca le ofrezcan y al pobre jamás le falten. Lejos de invitarnos a un desprecio de los bienes materiales como tales, la sabiduría popular que se expresa en estas palabras considera los bienes perecederos como medio, herramienta para la realización de la persona en un nivel más alto. Por eso prescribe no ofrecerle al rico (comportamiento interesado y servil que sí recomendaría la “picardía” del Viejo Vizcacha) y no mezquinarle al pobre (que sí necesita de nosotros y, como dice el Evangelio, no tiene nada con que pagarnos). La sociedad humana no puede ser una “ley de la selva” en la cual cada uno trate de manotear lo que pueda, cueste lo que costare. Y ya sabemos, demasiado dolorosamente, que no existe ningún mecanismo “automático” que asegure la equidad y la justicia. Sólo una
opción ética convertida en prácticas concretas, con medios eficaces, es capaz de evitar que el hombre sea depredador del hombre. Pero esto es lo mismo que postular un orden de valores que es más importante que el lucro personal, y por lo tanto un tipo de bienes que es superior a los materiales. Y no estamos hablando de cuestiones que exijan determinada creencia religiosa para ser comprendidas: nos referimos a principios como la dignidad de la persona humana, la solidaridad, el amor: “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo que soy Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros.
Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.” Jn 13,13-15 Una comunidad que deje de arrodillarse ante la riqueza, el éxito y el prestigio y que sea capaz, por el contrario, de lavar los pies de los humildes y necesitados sería más acorde con esta enseñanza que la ética del “ganador” (a cualquier precio) que hemos malaprendido en tiempos recientes. El trabajo y la clase de persona que queremos ser El trabajar es la ley porque es preciso alquirir.. No se espongan a sufrir una triste situación. Sangra mucho el corazón del que tiene que pedir.
¿Hacen falta comentarios? La historia ha marcado a fuego en nuestro pueblo el sentido de la dignidad del trabajo y el trabajador. ¿Existe algo más humillante que la condena a no poder ganarse el pan? ¿Hay forma peor de decretar la inutilidad e inexistencia de un ser humano? ¿Puede una sociedad que acepta tamaña iniquidad escudándose en abstractas consideraciones técnicas ser camino para la realización del ser humano? Pero este reconocimiento que todos declamamos no termina de hacerse carne. No sólo por las condiciones objetivas que generan el terrible desempleo actual (condiciones que, nunca hay que callarlo, tienen su origen en una forma de organizar la convivencia que pone la ganancia por encima de la justicia y el derecho), sino también por una mentalidad de “viveza” (¡también criolla!) que ha llegado a formar parte de nuestra cultura. “Salvarse” y
“zafar”... por el medio más directo y fácil posible. “La plata trae la plata”... “nadie se hizo rico trabajando”... creencias que han ido abonando una cultura de la corrupción que tiene que ver, sin duda, con esos “atajos” por los cual muchos han tratado de sustraerse a la ley de ganar el pan con el sudor de la frente. El urgente servicio a los más débiles La cigüeña cuando es vieja pierde la vista, y procuran cuidarla en su edá madura todas sus hijas pequeñas. Apriendan de las cigüeñas este ejemplo de ternura. En la ética de los “ganadores”, lo que se considera inservible, se tira. Es la civilización del “descarte”. En la ética de una verdadera comunidad humana, en ese país que
quisiéramos tener y que podemos construir, todo ser humano es valioso, y los mayores lo son a título propio, por muchas razones: por el deber de respeto filial ya presente en el Decálogo bíblico; por el indudable derecho de descansar en el seno de su comunidad que se ha ganado aquél que ha vivido, sufrido y ofrecido lo suyo; por el aporte que sólo él puede dar todavía a su sociedad, ya que, como dice el mismo Martín Fierro, es de la boca del viejo / de ande salen las verdades. No hay que esperar hasta que se reconstituya el sistema de seguridad social actualmente destruido por la depredación: mientras tanto, hay innumerables gestos y acciones de servicio a los mayores que estarían al alcance de nuestra mano con un pizca de creatividad y buena voluntad. Y del mismo mo-do, no podemos dejar de volver a considerar las posibilidades concretas que tenemos de hacer algo por los niños, los enfermos, y todos aquellos que sufren por diversos
motivos. La convicción de que hay cues – tiones “estructurales”, que tiene que ver con la sociedad en su conjunto y con el mismo Estado, de ningún modo nos exime de nuestro aporte personal, por más pequeño que sea. Nunca más el robo, la coima y el “no te metás” Ave de pico encorvado le tiene al robo afición, pero el hombre de razón no roba jamás un cobre, pues no es vergüenza ser pobre y es vergüenza ser ladrón. Quizás, en nuestro país, esta enseñanza haya sido de las más olvidadas. Pero más allá de ello, además de no permitir ni justificar nunca más el robo y la coima, tendríamos que dar pasos más decididos y positivos. Por
ejemplo preguntarnos no sólo qué cosas ajenas no tenemos que tomar, sino más bien qué podemos aportar. ¿Cómo podríamos formular que también son “vergüenza” la indiferencia, el individualismo, el sustraer (robar) el propio aporte a la sociedad para quedarse sólo con una lógica de “hacer la mía”? Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: “¿y quién es mi prójimo?”. Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirie-ron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió de
largo. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montadura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día si-guiente, sacó dos denarios y se los dio al due-ño del albergue, diciéndole: “Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”.¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones? El que tuvo compasión de él, le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: “Ve, procede tú de la misma manera”. Lc 10,29-37 Palabras vanas, palabras verdaderas
Procuren, si son cantores, el cantar con sentimiento. No tiemplen el estrumento por solo el gusto de hablar y acostúmbrense a cantar en cosas de jundamento. Comunicación, hipercomunicación, incomunicación. ¿Cuántas palabras “sobran” entre nosotros? ¿Cuánta habladuría, cuánta difamación, cuánta calumnia? ¿Cuánta superficialidad, banalidad, pérdida de tiempo? Un don maravilloso, como es la capacidad de co-municar ideas y sentimientos, que no sabemos valorar ni aprovechar en toda su riqueza. ¿No podríamos proponernos evitar todo “canto” que sólo sea “por el gusto de hablar”? ¿Sería posible que estuviéramos más atentos a lo que decimos de más y a lo que decimos de menos, particularmente quienes tenemos la
misión de enseñar, hablar, comunicar?
Conclusión: palabra y amistad Finalmente, citemos aquella estrofa en la cual hemos vista tan reflejado el mandamiento del amor en circunstancias difíciles para nuestro país. Aquella estrofa que se ha convertido en lema, en programa, en consigna, pero que debemos recordar una y otra vez: Los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean los devoran los de ajuera Estamos en una instancia crucial de nuestra
Patria. Crucial y fundante: por eso mismo, llena de esperanza. La esperanza está tan lejos del facilismo como de la pusilanimidad. Exige lo mejor de nosotros mismos en la tarea de re-construir lo común, lo que nos hace un pueblo. Estas reflexiones han pretendido solamente despertar un deseo: el de poner manos a la obra, animados e iluminados por nuestra propia historia. El de no dejar caer el sueño de una Patria de hermanos que guió a tantos hombres y mujeres en esta tierra. ¿Qué dirán de nosotros las generaciones venideras? ¿Estaremos a la altura de los desafíos que se nos presentan? ¿Por qué no?, es la respuesta. Sin grandilocuencias, sin mesianismos, sin certezas im-posibles, se trata de volver a bucear valientemente en nuestros ideales, en aquellos que nos guiaron en nuestra historia, y de empezar ahora mismo a poner en
marcha otras posibilidades, otros valores, otras conductas. Casi como una síntesis, me sale al paso el último verso que citaré del Martín Fierro, un verso que Hernández pone en boca del hijo mayor del gaucho, en su amarga reflexión sobre la cárcel: Pues que de todos los bienes, en mi inorancia lo infiero, que le dio al hombre altanero Su Divina Magestá, la palabra es el primero, el segundo es la amistá. La palabra que nos comunica y vincula, haciéndonos compartir ideas y sentimientos, siempre y cuando hablemos con la verdad. Siempre. Sin excepciones. La amistad, incluso la amistad social, con su “brazo largo” de la justicia, que constituye el
mayor tesoro, aquel bien que no se puede sacrificar a ningún otro. Lo que hay que cuidar por sobre todas las cosas. Palabra y amistad. “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). No hizo rancho aparte; se hizo amigo nuestro. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” (Jn 15,13-15). Si empezamos ya mismo a valorar estos dos bienes, otra puede ser la historia de nuestro país.
Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo Reflexionamos – Como un pequeño registro personal, confecciono una doble columna...
... y anoto en ella los cambios producidos en mis acciones concretas a lo lar-go de este itinerario en relación con mi vocación educadora y con mi inserción en la escuela católica: ¿Se fortaleció el compromiso? ¿Se plasmó en algún aconte-cimiento nuevo? ¿Modifiqué alguna acti-tud?¿Me identifico más o menos que antes con el ideario institucional? ¿Superé dificultades? ¿Hubo nuevos aportes de mi parte a la comunidad? ¿Mejoraron mis relaciones interpersonales? – ¿Estoy venciendo la tentación de obrar por conveniencia, poniéndome en el camino de la verdad y del bien? – ¿Me esfuerzo por construir fraternidad con mis colegas y superiores?
– ¿Transmito el conocimiento como servicio y no como lugar de poder? – ¿Estoy atento “a los más débiles” de mi comunidad? Leemos “Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto a comportarse de una manera digna de la vocación que han recibido. Con mucha humildad, mansedumbre y paciencia, sopórtense mutuamente por amor. Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida.” Efesios 4,1-4 Pensamos
“...La Iglesia está plenamente convencida de que la Escuela Católica, al ofrecer su proyecto educativo a los hombres de nuestro tiempo, cumple una tarea eclesial, insustituible y urgente. En ella, de hecho, la Iglesia participa en el diálogo cultural con su aportación original a favor del verdadero progreso y de la formación integral del hombre. La desaparición de la Escuela Católica constituiría una pérdida inmensa para la civilización, pa-ra el hombre y para su destino natural y sobrenatural.” La Escuela Católica I,15 Revisamos nuestra tarea Esta dinámica cierra un itinerario de encuentros pensados para brindar una oportunidad de crecimiento a la comunidad educativa. Por ello, sugerimos aportar los recursos necesarios para llevarla a cabo a modo de celebración final.
Con cartulinas, papeles afiches, marcadores y tal vez imágenes de diarios y revistas, sugerimos plasmar entre todos: Una lámina que defina nuestra identidad (la de cada uno de nosotros como educadores católicos y la de nuestra comunidad educativa): ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra razón de ser en la comunidad nacional de la que somos parte? También recomendamos poner en común los resultados del registro personal de crecimiento en este itinerario (AYER Y HOY) y compartir con alegría todo lo vivido. Oramos “Oh Dios, tú que siempre has llevado la vida a su perfección plena mediante el paciente crecimiento, dame paciencia para guiar a mis alumnos a lo mejor en la vida.
Enséñame a usar los móviles del amor y el interés; y sálvame de la debilidad de la coerción. Ayúdame a vitalizar la vida y a no limitarme a ser un mercader de hechos. Que yo sea tan humilde y que me mantenga tan joven que pueda continuar creciendo y aprendiendo mientras enseño. Que pueda aprender las leyes de la vida humana tan bien que, redimido de la insensatez de la recompensa y el castigo, pueda ayudar a cada uno de mis alumnos a encontrar una devoción suprema que los impulse a darse por entero. Y que esa devoción concuerde
con tus propósitos para el mundo. Concédeme la gracia de luchar, no tanto para ser llamado maestro sino para serlo; no tanto para hablar de ti sino para revelarte; no tanto para referirme al amor y al servicio humano, sino para poseer el espíritu del amor y el servicio; no tanto para referirme a los ideales de Jesús sino para revelarlos en cada acto de mi enseñanza. Líbrame de sumergir mis labores en la mediocridad ayudándome a tener siempre presente el pensamiento de que, de todas las actividades humanas, la ENSEÑANZA es en gran medida, la tarea que tú has estado haciendo a través de todas las generaciones. Amén.
Wallace Grant Fisk
Del mismo autor: HAMBRE Y SED DE JUSTICIA Desafíos del Evangelio para nuestra patria
Mensajes oportunos del Arzobispo de
Buenos Aires, Cardenal Jorge Bergoglio, que nos llaman a refundar nuestro vínculo social como nación. Palabras para la honda crisis moral y la dolorosa realidad social de nuestro país que nos convocan a forjar una nueva cultura del encuentro.