Dificil libertad

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Difícil libertad Ensayos sobre el ju d aism o

EMMANUEL LEVTNAS

T ra d u cció n de N ilda P rados

EDICIONES LILMOD C olección Estudios y Reflexiones

Levinas, Emanuel Difícil libertad - Ia ed. - Buenos Aires: Lilmod, 2004. 336 p.; 20x14 cm. - (Estudios y reflexiones, 1) Traducción de: Nilda Prados ISBN 987-21897-0-6 1. Filosofía Moderna. I. Título CDD 190

Título Original: Difficile Liberté. Essais sur le judaism e © Edicions Albin Michel, 1963, 1976

© Para toda América Latina: Fundación David Calles (n° 1746869) Primera edición: 2005, Argentina

FUNDACIÓN DAVID CALLES rogercalles @amet.com. ar Teodoro García 1975 “ 18 A ” (1426) Buenos Aires, Argentina

Diseño de cubierta: Zky & Sky Realización de interiores: Lucila Schonfeld

Esta edición, de 1500 ejemplares, ha sido impresa en Artes Gráficas del Sur Almirante Solier 2450, Avellaneda, Buenos Aires

índice

Prefacio, Consejo editorial......................................................

9

Introducción a Levinas, Simón Critchley ...............................

11

Levinas y el judaismo, Hilary P utnam ...................................

43

DIFÍCIL LIBERTAD Prólogo........................................................................................

83

Más allá de lo patético......................................................

85

Ética y Espíritu ................................................................... Una religión para adultos .................................................. Judaism o.............................................................................. El judaismo y lo femenino ................................................

87 99 115 119

Polémicas ..........................................................................

131

El caso Spinoza .................................................................. ¿Has releído a B aruch?...................................................... La poesía y lo imposible ................................................... Simone Weil contra la Biblia ............................................ Amar a la Torá más que a D io s ........................................

133 139 151 159 171

La Ley del Talión ............................................................... El nombre de un Perro, o el derecho natural ..................

177 181

Aperturas y distancias.......................................................

185

El pensamiento judío h o y .................................................. Israel y el universalismo.................................................... “Entre dos mundos” (El camino de Franz Rosensweig) .................................................... Hegel y los ju d ío s .... ..........................................................

187 197 201 229

Hic et Nunc.........................................................................

235

¿Cómo es posible el judaism o?......................................... La asimilación hoy ............................................................. Reflexiones acerca de la educación judía ....................... Educación y plegaria ..........................................................

237 251 257 263

Signatura.............................................................................

269

Signatura..............................................................................

271

Comentarios.......................................................................

279

Textos m esiánicos...............................................................

281

índice de nombres..............................................................

329

Prefacio

El libro Difícil Libertad consiste en una colección de conferencias y escritos mayormente publicados en revistas y diarios durante la dé­ cada de 1950. Estos escritos de Levinas, que transmiten algunos de los núcleos centrales de las ideas que expone en su obra fundamen­ tal, Totalidad e infinito, son una buena puerta de entrada a su pensa­ miento. Reflejan la doble fuente de sus ideas: la filosofía y la tradi­ ción judía. Se han incluido en esta versión la mayor parte de los ensayos de la edición francesa de Difficile Liberté (París, Albin Michel, 1963). Se ha decidido incluir también en este libro, a modo de introduc­ ción a este profundo y complejo pensador, dos ensayos muy repre­ sentativos de sus ideas: Introduction de S. Critchley y Levinas and Judaism de H. Putnam, ambos ensayos seleccionados del libro Cam­ bridge Companion to Levinas, compilado por S. Critchley y R. Bernasconi (Cambridge, Cambridge University Press, 2002). Si bien, a fin de mantener la coherencia filológica, hemos consultado las ver­ siones en castellano de las obras de Levinas, lo citamos según las re­ ferencias de los autores de los artículos, que utilizan en todos los ca­ sos versiones en inglés.

Introducción a Levinas* Simón Crítchley

La gran idea de Levinas La obra de Levinas, como la de cualquier otro pensador original, es­ tá imbuida de una gran riqueza. La influenciaron muchas fuentes (fi­ losóficas y no-filosóficas: tanto el maestro talmúdico de Levinas, Monsieur Chouchani, como Heidegger), y aborda un vasto y com­ plejo espectro de temas. Dicha obra nos proporciona poderosas des­ cripciones de una íntegra gama de fenómenos, tanto de banalidades cotidianas como de lo que se podría describir --con Bataille- como “experiencias límite”: insomnio, fatiga, esfuerzo, placer sensual, vi­ da erótica, gestación y relación con la muerte. Levinas da cuenta de tales fenómenos con una intensidad especialmente memorable en las obras que publicara después de la guerra: De la existencia al exis­ tente y El tiempo y el otro. Sin embargo, y a pesar de esa riqueza, la obra de Levinas -de nuevo, como la de cualquier otro gran pensador- está dominada por una idea, y procura pensar una sola cosa desde una variedad de pers­ pectivas a menudo desconcertante. Derrida compara el movimiento del pensar leviniano con el de una ola que rompe en la playa, siem­ pre la misma ola que vuelve y repite su movimiento con mayor in­ sistencia. Hilary Putnam, tomando una imagen más prosaica de * Traducción: Marcelo Burello.

Isaiah Berlin (vía Arquíloco), compara a Levinas con un erizo, que sabe “una única gran cosa”, en vez de un zorro, que sabe “muchas cosas pequeñas”. Esa gran cosa que sabe Levinas se expresa en su tesis de que la ética es la primera filosofía, entendiendo por “ética” una relación de responsabilidad infinita hacia los demás. En esta in­ troducción, mi tarea es explicar la gran idea de Levinas. Permítase­ me empezar, sin embargo, haciendo una observación sobre metodo­ logía filosófica. En una conversación de 1975, Levinas dijo que “No creo ni que haya una transparencia posible en el método, ni que la filosofía sea posible como transparencia” (GCM 143).1Ahora bien, mientras que la opacidad de la prosa leviniana molesta a muchos de sus lectores, no puede decirse que su trabajo carezca de método. Levinas se des­ cribió siempre como un fenomenólogo fiel al espíritu de Husserl (OB 183).2 Lo que Levinas designa como “fenomenología” es el método husserliano de análisis intencional. Aunque hay diversas formulacio­ nes de éste en la obra de Levinas, la mejor definición sigue siendo la que tenemos en el prólogo a Totalidad e infinito. Allí escribe: El análisis intencional es la búsqueda de lo concreto. No obstante, las nociones captadas bajo el análisis directo del pensamiento que las define se manifiestan, sin que este pensamiento ingenuo lo se­ pa, como si estuvieran implantadas en horizontes que dicho pensa­ miento ni sospecha; y tales horizontes les confieren significado. He ahí la enseñanza esencial de Husserl (77 28).3

1. GCM: O fG od Who Comes to Mind. Stanford, Stanford University Press, 1998. [De Dios que viene a la idea. Madrid, Caparrós (Esprit), 1995.] 2. OB: Otherwise than Being, or Beyond Essence. La Haya, Martinus Nijhoff, 1981. [De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Salamanca, Sígueme (Hermeneia), 1987.] 3. TI: Totality and Infinity: An Essay on Exteriority. Pittsburgh, Duquesne Univer­ sity Press, 1969. [Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Salamanca, Sígue­ me (Hermeneia), 1977.]

De esta forma, el análisis intencional comienza por la ingenui­ dad irreflexiva de lo que Husserl llama la “actitud natural”. Por me­ dio de la reducción fenomenológica, este análisis busca dar cuenta de las estructuras profundas de la vida intencional, estructuras que le dan sentido a dicha vida, pero de las que esa ingenuidad se olvi­ da. Esto es lo que la fenomenología llama “lo concreto”: no los da­ tos empíricos transmitidos por los sentidos, sino las estructuras a priori que le dan sentido a esos datos aparentes. Como dice Levi­ nas, “Lo que cuenta es la idea de que el pensamiento objetivante se ve desbordado por una experiencia olvidada de la cual vive” (77 28). A esto se refería Levinas cuando decía, como según parece acostumbraba hacerlo al comienzo de sus cursos de la década de 1970 en la Sorbona, que la filosofía “c'est la science des naivetés” [“es la ciencia de las ingenuidades”]. La filosofía es el trabajo de re­ flexión que se lleva a cabo sobre la vida irreflexiva y cotidiana. Por eso Levinas insiste en que la fenomenología constituye una deduc­ ción: de lo ingenuo a lo científico, de lo empírico a lo a priori, etc. Un fenomenólogo procura recoger y analizar los rasgos caracterís­ ticos comunes y generales que están por debajo de nuestra expe­ riencia cotidiana, hacer explícito lo que está implícito en nuestro sa­ ber ordinario. Con este modelo, en mi opinión, el filósofo no pretende proporcionamos - a diferencia del científico- nuevos co­ nocimientos o descubrimientos novedosos, sino lo que Wittgenstein llama recordatorios de lo que ya sabemos pero continuamente pa­ samos por alto en nuestra vida diaria. La filosofía nos recuerda lo que pasamos por alto en la ingenuidad de lo que pasa por ser el sen­ tido común. Hacer mención del espíritu de la fenomenología husserliana es importante puesto que, desde la época de su tesis doctoral de 1930 en adelante, apenas si se podría describir a Levinas como alguien fiel a la letra de los textos de Husserl. Levinas criticó profusamente a su viejo profesor por teoreticismo, por intelectualismo, y por de­ sestimar la densidad existencial y el enraizamiento histórico de la experiencia vivida. La relación de Levinas con Husserl, críticamen­

te apropiativa, es analizada en detalle por Rudolf Bemet,4 con espe­ cial atención a la conciencia del tiempo. Si el axioma fundamental de la fenomenología es la tesis de la intencionalidad, vale decir, que todo pensamiento se caracteriza básicamente por el hecho de estar dirigido hacia sus diversos asuntos, entonces la gran idea de Levinas sobre la relación ética para con el otro no es fenomenológica, pues el otro no se da como un tema de pensamiento o de reflexión. Tal co­ mo lo aclara el propio Levinas en un ensayo de 1965, el otro no es un fenómeno sino un enigma, algo en definitiva refractario a la in­ tencionalidad y opaco al entendimiento.5 Por lo tanto, Levinas man­ tiene un compromiso metodológico pero no sustantivo con la feno­ menología husserliana.

Abandonando el clima del pensamiento heideggeriano Habitualmente se asocia a Levinas con una tesis: la idea de que la éti­ ca es la filosofía primera. ¿Pero qué significa exactamente eso? En sus propias palabras, el propósito principal de su obra es intentar des­ cribir una relación con el otro de forma tal que no pueda reducirse a la comprensión. La encuentra en lo que llama la relación “cara a cara”, ya célebre. Trataré de echar alguna luz sobre estas afirmacio­ nes, un tanto misteriosas, considerando su conflicto con Heidegger, conflicto algo edípico que también analizan otros especialistas, como Gerald Bruns. Como es bien sabido, Heidegger se comprometió políticamente con el Nacionalsocialismo, aceptando el cargo de rector de la Uni­ versidad de Friburgo en el fatídico año de 1933. Si se pretende cap­ tar cuán traumático puede haber sido para el joven Levinas ese com­ promiso heideggeriano, y en qué medida determinó éste su obra

4. “Levinas Critique of Husserl”, en Cambridge Companion, pp. 82-100. 5. Véase Basic Philosophical Writings, A. Peperzack, S. Critchley y R. Bernasconi (comps.), Bloomington, Indiana University Press, 1996, págs. 65-77.

posterior, entonces hay que comprender hasta qué punto estaba con­ vencido Levinas por Heidegger filosóficamente hablando. Entre 1930 y 1932, Levinas planeaba escribir un libro sobre Heidegger, proyecto que descartó por el descreimiento que le produjeron las acciones de éste en el año 1933. En 1932 se publicó un fragmento de ese libro: “Martin Heidegger y la ontología”.6 Para 1934, a pedi­ do del periódico izquierdista y católico Esprit, recién fundado, Le­ vinas había escrito una memorable reflexión sobre la filosofía de lo que el editor, Emmanuel Mounier, llamaba “hitlerismo”. De modo que si la vida de Levinas estaba dominada por el recuerdo del horror nazi, su existencia filosófica estaba animada por el interrogante de cómo un filósofo innegablemente brillante como Heidegger podía haberse convertido en un nazi, por poco tiempo que fuera. El núcleo filosófico de la crítica leviniana a Heidegger está me­ jor expuesto en el importante trabajo de 1951 “¿Es fundamental la ontología?”.7 Aquí, Levinas se adentra en un cuestionamiento crítico del proyecto de ontología fundamental heideggeriana, es decir, el in­ tento que hace Heidegger de replantear la cuestión del sentido del ser mediante un análisis de ese ser para el que el Ser es un problema: el Dasein o ser humano. En la temprana obra heideggeriana, la ontolo­ gía -lo que Aristóteles llamara la ciencia del Ser en tanto que tal o metafísica- es fundamental, y el Dasein es el fundamento o la con­ dición de posibilidad de cualquier ontología. Lo que Heidegger pro­ cura hacer en Ser y tiempo, de nuevo según el espíritu y no según la letra del análisis intencional husserliano, es identificar las estructuras básicas o a priori del Dasein. Dichas estructuras son lo que Hei­ degger llama “existenciarios”, tales como el comprender, el estado de ánimo, el habla y la caída. Para Levinas, la ventaja básica de la onto­ logía heideggeriana por sobre la fenomenología husserliana es que se 6. Publicado originalmente en En découvrant l ’existence avec Husserl et Heidegger, 3a ed., París, Vrin, 1974. Se publicó una traducción inglesa con el título “Martin Hei­ degger and Ontology”, trad. Comité de Seguridad Pública, Diacritics, 2 6 ,1, 1996, págs. 11-32. 7. Incluido en Basic Philosophical Writings, págs. 1-10.

comienza con un análisis de la situación fáctica del ser humano en la vida cotidiana, lo que Heidegger, siguiendo a Wilhelm Dilthey, llama “facticidad”. El entendimiento o comprensión del Ser (Seinsverstándnis), que hay que presuponer para que sea inteligible la investi­ gación heideggeriana del sentido del Ser, no implica una actitud me­ ramente intelectual, sino en cambio la rica diversidad de la vida intencional -tanto emocional y práctica como teórica- a través de la cual nos relacionamos con las cosas, las personas y el mundo. En este trabajo, Levinas llega a un acuerdo fundamental con Heidegger, que ya podía verse en las críticas levinianas a Husserl ex­ puestas en la conclusión de la tesis doctoral La teoría de la intuición en la fenomenología de Husserl, críticas que a su vez son un presu­ puesto de toda la obra posterior de Levinas. La contribución esen­ cial de la ontología heideggeriana es su crítica del intelectualismo. La ontología no es, como lo era para Aristóteles, una actividad contemplativo-teórica, sino que se apoya, según Heidegger, en una on­ tología fundamental del vínculo existencial de los seres humanos en el mundo, lo cual prepara antropológicamente la cuestión del Ser. Con respecto a la reducción fenomenológica, Levinas escribe: “Es un acto en el cual consideramos la vida en toda su concreción, pero ya no la vivimos” (TIHP 155).8 La versión leviniana de la fenome­ nología busca considerar la vida tal como se la vive. Podría resumir­ se la orientación general de la obra temprana de Levinas con otra oración tomada de las primeras páginas de ese mismo libro: “Cono­ cer el punto de partida de Heidegger puede permitimos entender mejor el punto de llegada de Husserl” (TIHP xxxiv). Sin embargo, y tal como lo revelan algunos escritos previos al ensayo de 1951 (por ejemplo, la introducción a De la existencia al existentey de 1947), aun cuando la obra de Levinas está mayormen­ te inspirada en Heidegger y en la convicción de que no podemos apartar Ser y tiempo para quedamos con una filosofía pre-heidegge8. TIHP: The Theory of Intuition in Husserl’s Phenomenology. Evanston, North­ western University Press, 1995.

riana, es también una obra dominada por lo que Levinas describe co­ mo “la profunda necesidad de abandonar el clima de esa filosofía” (EE 19).9 En una carta adjunta al escrito de 1962 “Trascendencia y elevación”, con una referencia tangencial pero característica a la miopía política de Heidegger, Levinas escribe: La poesía del pacífico sendero que recorre los campos no refleja el esplendor del Ser más allá de los seres. Ese esplendor porta consi­ go imágenes más sombrías y despiadadas. La declaración del fin de la metafísica es prematura. Dicho fin no es para nada seguro. Ade­ más, la metafísica -la relación con el ente (étant) que se lleva a ca­ bo como ética- precede a la comprensión del Ser y sobrevive a la ontología (BPW 31).10 Levinas sostiene que la comprensión del Ser propia del Dasein presupone una relación ética con el otro ser humano, ese ser al que le hablo y con quien tengo obligaciones aun antes de ser compren­ dido. La ontología fundamental es fundamentalmente ética. Es esta relación ética lo que Levinas, sobre todo en Totalidad e infinito, des­ cribe como metafísica y que sobrevive a cualquier declaración del fin de la metafísica. El Heidegger de Levinas es esencialmente el autor de Ser y tiem­ po, “la primera y más importante obra de Heidegger”, una obra que, para Levinas, es uno de los grandes libros de la historia de la filosofía, independientemente de la postura política de Heidegger (CP 52).11 Si bien está claro que Levinas conocía la obra posterior de Heidegger, in­ cluso mucho más de lo que admitía, manifestó escasa simpatía por ella. En el destacado ensayo “La filosofía y la idea de lo infinito”, de 1957, la crítica se vuelve todavía más directa y polémica: “En Hei9. EE: Existence and Existants. La Haya, Martinus Nijhoff, 1978. [De la existencia al existente. Madrid, Arena, 2000.] 10. BPW: Basic Philosophical Writings. A. Peperzack, S. Critchley y R. Bemasconi (comps.), Bloomington, Indiana University Press, 1996. 11. CP: Collected Philosophical Papers. La Haya, Martinus Nijhoff, 1987

degger, el ateísmo es un paganismo, y los textos presocráticos son una anti-Biblia. Heidegger deja ver en qué tipo de intoxicación se sume la lúcida sobriedad de los filósofos” (CP 53). “¿Es fundamental la ontología?” demuestra por primera vez en la obra de Levinas el significado ético de sus críticas a Heidegger. Es en este escrito que la palabra “ética” ingresa al vocabulario filosófico de Levinas. La importancia que este ensayo ha tenido en la obra posterior de Levinas se puede juzgar por cómo se alude a sus argumentos y por cómo se los repite eficazmente en las páginas cruciales de Totalidad e infinito.12 El principal objetivo de dicho ensayo es describir una rela­ ción irreductible a la comprensión, o sea, irreductible a lo que Levinas ve como relación ontológica con los demás. “Ontología” es el térmi­ no genérico con el que Levinas designa cualquier relación con la alteridad que es reductible a la comprensión o el entendimiento. En vistas de esto, la fenomenología de Husserl es ontológica porque la tesis de la intencionalidad implica una correlación entre un acto intencional y el objeto de esa intención, lo que en la obra posterior se llama noema y noesis. Incluso la ontología heideggeriana, que sobrepasa el intelectualismo, resulta incapaz de describir esta relación no-comprensiva, pues siempre se entiende a los seres particulares en el horizonte del Ser, aun si se trata, como Heidegger lo señala al comienzo de Ser y tiempo, de un entendimiento vago y de término medio. Levinas decla­ ra que Ser y tiempo en esencia postuló una tesis: “El Ser es insepara­ ble de la comprensión del Ser” {CP 52). Así, a pesar de lo novedoso de su obra, Heidegger suscribe y resume la gran tradición platónica de la filosofía occidental, que siempre entiende la relación con los seres particulares valiéndose de un tercer término, ya sea forma universal o eidos en Platón, espíritu en Hegel, o Ser en Heidegger. Empero, ¿qué otra relación con un ser puede haber que no sea la comprensión? Levinas contesta que ninguna, “a menos que sea el otro 0autrui)” (BPW 6). Discutiblemente, autrui es el concepto cla­ ve en toda la obra leviniana, y siguiendo el uso común del término 12. Véase “Metaphysics Precedes Ontology” y “Ethics and the Face”, en BPW.

francés, es la palabra con la que Levinas designa el otro hombre, la otra persona. Lo que en este punto se afirma es que la relación con el otro va más allá de mi comprensión, y que no nos afecta en tér­ minos de un tema (recuérdese que Heidegger describe al Ser como “temático” al principio de Ser y tiempo) o un concepto. Si se pudie­ ra reducir la otra persona al concepto que tengo de él o de ella, eso haría que la relación con el otro sea una relación de conocimiento o un rasgo epistemológico. Tal como lo revelan las dos alusiones a Kant en “¿Es fundamental la ontología?” (algo que Paul Davies aborda en uno de sus artículos), la ética no es reductible a epistemo­ logía, la razón práctica no es reductible a razón pura. Ya lo dice Le­ vinas en una discusión de mediados de la década de 1980, la ética es de otra forma que el conocimiento.13 Esclarecedoramente, Levinas escribe: “eso que podemos llegar a ver parece sugerido por la filo­ sofía práctica de Kant, de la que nos sentimos especialmente cer­ ca”.14 En mi opinión, aquí se vislumbran dos posibles puntos de acuerdo entre Levinas y Kant, no obstante las demás áreas obvias de desacuerdo, tales como la primacía de la autonomía en Kant y la afirmación de la heteronomía como base de la experiencia ética en Levinas. En primer lugar, podríamos ver la descripción leviniana de la relación ética con el otro como un eco de la segunda formulación del imperativo categórico kantiano, o sea el respeto a las personas, por el cual debo actuar de forma tal que nunca trate al otro como un medio para un fin, sino como un fin en sí mismo.15 En segundo lu­ gar, debemos tener presente que Kant concluye sus Fundamentos de metafísica de la moral afirmando la incomprensibilidad de la ley moral: “Y así, en tanto que no comprendemos la necesidad práctica e incondicionada del imperativo moral, comprendemos su incom­ prensibilidad. Esto es todo lo que en buena ley se le puede pedir a

13. Véase Autrement que savoir (París, Osiris, 1987). 14. Ibíd., p. 10, y también p. 8. 15. I. Kant: The Moral Law, Londres, Hutchinson, 1948, p. 91. [Crítica de la ra­ zón práctica. Madrid, Espasa-Calpe, 1975.]

una filosofía que en sus principios avanza hasta los confines mismos de la razón humana”.16 Según Levinas, esta relación con el otro que es irreductible a la comprensión, a la que él llama “relación original” (BPW 6), se da en la situación concreta del lenguaje. Aunque la terminología que adopta pareciera sugerir lo contrario, la relación cara a cara con el otro no es una relación perceptual o visual, sino siempre lingüística. El rostro no es algo que yo veo, sino algo a lo que le hablo. Más aun, cuando le hablo o lo llamo o lo escucho al otro, no me reflejo en él, sino que estoy sumido activa y existencialmente en una relación no-incluyente, en la que me concentro en el individuo particular que se halla frente a mí. No contemplo, converso. Al hecho de estar en relación con el otro como acción o como práctica, hecho que en “¿Es fundamental la ontología?” se llama diversa y sugestivamente “expresión”, “invocación” y “rezo”, Levinas lo describe como “éti­ co”. Lo cual revela algo significativo: que Levinas no postula, a priori, una concepción de la ética que se ejemplifica (o no) concre­ tamente en ciertas experiencias. En cambio, “ético” es un adjetivo que describe, a posteriori, por así decirlo, un cierto estar en relación con el otro irreductible a la comprensión. No es que la ética se ejem­ plifique en relaciones, sino que lo ético es la relación. Puede decirse que algunos filósofos tienen un problema con la demás gente. Para un filósofo como Heidegger, otra persona es ape­ nas uno de muchos: “el ellos”, la multitud, la masa, el rebaño. Lo sé todo sobre el otro porque el otro forma parte de la masa que me ro­ dea y me asfixia. Ante esta imagen, en el otro nunca hay algo total­ mente desafiante, destacable o, por citar un término de Levinas en su obra de madurez, traumático. Como mucho, el otro podría llegar a ser mi colega, mi camarada o mi socio, pero no una fuente de com­ pasión o un objeto de admiración, miedo o deseo. El argumento de Levinas es que a menos que nuestra interacción social esté apunta­ lada por relaciones éticas para con los demás, puede suceder lo peor, 16. Ibíd., p. 123.

o sea, el fracaso en reconocer la humanidad del otro. Esto, para él, es lo que ocurrió en la Shoá y en los innumerables otros desastres del siglo, cuando el otro se transforma en un rostro sin rostro en la multitud, alguien a quien el que va de paso simplemente le pasa por el costado, alguien cuya vida o muerte me resulta indiferente. Levi­ nas lo expresa sucintamente en una de sus últimas entrevistas en Le Monde de 1992: “En Heidegger, la ausencia de interés por el otro y su aventura política personal están asociadas”.17 De modo que cuando Levinas pone a la ética en primer lugar, Heidegger la pone en segundo término. Vale decir que la relación con el otro es sólo un momento en una investigación filosófica cuyo propósito es explorar la cuestión básica de la filosofía, la cuestión del Ser. Claro que el peligro de esto es que el filósofo, embarcado en su búsqueda de la verdad ontológica, corre el riesgo de perder de vista al otro. Acaso no sea casual que la historia de la filosofía grie­ ga empiece con Tales, que se cayó en un pozo por mirar más el cie­ lo estrellado que lo que tenía bajo la nariz.

¿Por qué la totalidad? ¿Por qué el infinito? El primer libro íntegramente filosófico y sistemático de Levinas, al que Derrida llama “la gran obra”, es Totalidad e infinito, que anali­ zan numerosos especialistas, sobre todo Bemhard Waldenfels.18 ¿Por qué lleva ese título? Para Levinas, todas las relaciones ontológicas con lo que es lo otro son relaciones de comprensión y totali­ dades de forma. Si concibo mi relación con el otro en términos de entendimiento, correlación, simetría, reciprocidad, igualdad, e in­ cluso, como se ha vuelto a poner de moda, reconocimiento, la rela­

17. Publicada luego Les imprévus de l ’histoire, Montpellier, Fata Morgana, 1994, p. 209. 18. O fG od Who Comes to Mind. Stanford, Stanford University Press, 1998. [De Dios que viene a la idea. Madrid, Caparrós (Esprit), 1995.]

ción resulta totalizada. Y cuando totalizo, concibo esa relación des­ de algún punto imaginario que presuntamente está fuera de ella, convirtiéndome así en un espectador teórico del mundo social del que en realidad formo parte y en el que actúo. Vista desde afuera, la intersubjetividad puede parecer una relación entre iguales, pero des­ de adentro de esa relación, tal como sucede en este preciso instante, tú me pones una obligación que te sitúa por encima mío, te hace más que mi igual. Se podría alegar que muchas filosofías y teorías socia­ les totalizan persistentemente las relaciones con los otros. Pero para Levinas, no se mira desde ningún lado: siempre se mira desde algu­ na parte, y la relación ética es una descripción hecha desde el punto de vista de un actuante inscripto en el mundo social y no de un es­ pectador que lo contempla. En sus escritos de fines de la década de 1950 en adelante, Levi­ nas describe la relación ética con el otro en términos de infinitud. ¿Qué significa esto? Sus manifestaciones son muy claras, pero hasta los lectores sofisticados siguen entendiéndolas mal. La idea es que la relación ética con el otro guarda una semejanza formal con la relación entre la res cogitans y la infinitud de Dios según la Tercera Medita­ ción de Descartes.19 Lo que a Levinas le interesa en este momento de la argumentación cartesiana es que el ser humano posee una idea de infinito, y que esa idea, por definición, es un pensamiento que contie­ ne más de lo que se puede pensar. En sus propias palabras, y dicho en lo que casi es un mantra de sus publicaciones, “Al pensar el infinito, el yo piensa desde el principio más de lo que piensa” (CP 54). Esta estructura formal de un pensamiento que piensa más de lo que puede pensar, que porta consigo un excedente, intriga a Levinas porque delinea los contornos de una relación con algo que siempre es un exceso de cualquier idea que yo pueda tener de ese algo, una relación que siempre me escapa. La imagen cartesiana de la relación de la res cogitans con Dios expresada en la idea del infinito le da a

19. Al respecto, véase 77 53, y “Philosophy and the Idea of Infmity”, en CP 79-80.

Levinas una imagen, un modelo formal de una relación entre dos términos basado en la superioridad, la desigualdad, la «reciprocidad y la asimetría. No obstante, Levinas no sustantiviza una afirmación específica al respecto, no dice que yo realmente tengo la idea de in­ finito tal como Descartes lo describe, ni tampoco afirma que el otro es Dios, como algunos lectores equivocadamente siguen creyendo. Como bien lo señala Putnam en este mismo libro, “No es que Levi­ nas acepte el argumento de Descartes, así interpretado. Lo relevan­ te es más bien que Levinas transforma dicho argumento sustituyen­ do a Dios por el otro”. Dado que es un fenomenólogo, Levinas se apura a tratar de si­ tuar algún contenido concreto propio de esta estructura formal. Su afirmación más sustantiva, que resuena con tonos distintos por toda su obra de madurez, es que la relación ética de lo mismo con lo otro se corresponde con esta imagen, coincidiendo de lleno con este mo­ delo. Podría decirse que la relación ética con el rostro del otro hom­ bre es la expresión social de esta estructura formal. Levinas escribe: “la idea de infinito es la relación social”, y en otro lugar, “Aquí lla­ mamos ‘rostro’ al modo en que el otro se presenta a sí mismo, exce­ diendo la idea del otro en m í” (CP 54, TI 50). Así pues, la relación ética con el otro genera lo que Levinas describe, con una de sus fór­ mulas favoritas, debidamente recogida por Blanchot, “una curvatu­ ra del espacio intersubjetivo”, que sólo se puede totalizar falsamen­ te imaginándose a uno mismo como alguien que ocupa una posición semejante a Dios, fuera de esa relación (TI 291).

¿Qué es lo mismo? ¿Qué es lo otro? La ética, según Levinas, tiene lugar como cuestionamiento del yo, el uno mismo, la conciencia, o lo que él designa, con un concepto to­ mado de Platón, el mismo (le M ime, to autori). ¿Qué es lo mismo? Es importante notar que no sólo se refiere a pensamientos subjeti­ vos, sino también a los objetos de estos pensamientos. En términos

husserlianos, el dominio de lo mismo incluye no sólo los actos in­ tencionales de la conciencia, o noesis, sino además los objetos inten­ cionales que le dan sentido a esos actos, o noemata. Una vez más, ahora en términos heideggerianos, lo mismo se refiere no sólo al Dasein, sino también al mundo que es constitutivo del Ser del Da­ sein, siendo este último definido como ser-en-el-mundo. De esta forma, el dominio de lo mismo mantiene una relación con la alteridad, pero es una relación en la cual el yo o la conciencia reduce la distancia entre lo mismo y lo otro, en la cual, como lo indica Levi­ nas, la oposición entre éstos se desvanece (77 126). Por consiguiente, lo mismo se ve cuestionado por un otro que no se deja reducir a lo mismo, por algo que escapa al poder cognitivo del sujeto. La primera vez que Levinas emplea la palabra “ética” en el texto de Totalidad e infinito (excluyendo el Prefacio), la define co­ mo “el cuestionamiento de mi espontaneidad que plantea la presen­ cia del Otro (Autrui)” (TI 43). La ética, para Levinas, es crítica. Es el cuestionamiento crítico de la libertad, la espontaneidad y el emprendimiento cognitivo del yo, el cual trata de reducir toda alteridad a sí mismo. La ética consiste en ubicar un sitio de la alteridad, o lo que Levinas llama “exterioridad”, que no se puede reducir a lo mis­ mo. El subtítulo de Totalidad e infinito es “Ensayo sobre la exterio­ ridad”. En sus breves reflexiones autobiográficas, Levinas subraya que “la conciencia moral no es tener experiencia de los valores, si­ no tener un acceso al ser exterior” (DF 293).20 A este ser exterior Levinas le da el nombre de “rostro”, y recordándonos lo que antes se dijo sobre la idea de infinito, lo define como “el modo en que el otro se presenta a sí mismo, excediendo la idea del otro en m í” (TI 50). En el lenguaje de la filosofía trascendental, el rostro es la con­ dición de posibilidad de la ética. Levinas hace una distinción entre dos formas de alteridad, expresadas en francés como autre y autrui, y que en el estilo bastante asistemático de Levinas a veces llevan 20. DF: Difficult Freedom: Essays on Judaism [Libertad difícil: ensayos sobre el Judaismo]. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1990.

mayúscula y otras veces no. Autre alude a todo lo que es otro: la computadora en la que escribo, las ventanas y los edificios que veo cruzando la calle. Autrui está reservado para el otro ser humano, con el que tengo una relación ética, si bien sigue siendo controversial hasta qué punto la ética leviniana es capaz de abarcar seres no-humanos, como los animales.21 Además de ser crítica en sí, la ética leviniana guarda una rela­ ción crítica con la tradición filosófica. Según él lo ve, la filosofía occidental ha sido casi siempre ontología, de lo cual la obra de Hei­ degger es sólo el último ejemplo, siendo que Levinas entiende por ontología cualquier intento de comprender el Ser de aquello que es. Habida cuenta de esto, la epistemología, ya sea en su versión realis­ ta o idealista, es una ontología en tanto que el objeto de conocimien­ to es un objeto para la conciencia, una intuición que se puede abar­ car con un concepto, tanto si dicha intuición es el dato empírico de una percepción sensorial como si está constituida trascendentalmen­ te por las categorías del entendimiento. Para Levinas, el aconteci­ miento ontológico que define y domina la tradición filosófica de Parménides a Heidegger consiste en suprimir o reducir todas las for­ mas de alteridad transformándolas en lo mismo. En ontología, al otro se lo asimila a lo mismo tal como se hace con gran parte de lo que se come y se bebe: “ ¡Oh, filosofía digestiva!”, como exclamó Sartre en contra del neokantianismo francés.22 En vistas del análisis de la existencia separada que se encuentra en la parte II de Totalidad e infinito, la ontología es el movimiento de la comprensión que se 21. Derrida criticó a Levinas por esto en ‘“Eating Well’, or the Calculation of the Subject: An Interview with Jaques Derrida”, en E. Cadava, P. Connor y J.-L. Nancy (comps.), Who Comes After the Subject?, Londres y Nueva York, Routledge, 1991, págs. 105-108. Pero el tratamiento más matizado y pormenorizado del problema de las obli­ gaciones éticas para con los animales en Levinas se halla en los trabajos de John Llewelyn. Véanse su “Am I Obsessed By Bobby? Humanism of the Other Animal”, en Critchley y Bemasconi (comps.), Re-Reading Levinas, págs. 234-245; y The Middle Voice of Ecological Conscience, Londres y Basingstoke, Macmillan, 1991. 22. Véase Jean-Paul Sartre, “Intentionality: A Fundamental Idea of Husserl’s Phenomenology”, en Journal ofthe British Societyfor Phenomenology, I (1970), p. 4.

apodera de las cosas gracias a la actividad del trabajo, un trabajo conceptual que se asemeja al trabajo manual. La ontología es como el movimiento de las manos, el órgano para asir y sujetar, que toma (prend) y comprende (comprend) cosas al manipular la alteridad. En “Trascendencia y elevación”, Levinas esboza y critica esta filosofía digestiva, en la que el yo conocedor es lo que él llama “el crisol” del Ser, que transmuta toda alteridad en sí mismo. La filosofía, según la define Levinas, es esa alquimia en virtud de la cual la alteridad se transmuta en mismidad por obra de la piedra filosofal del yo cono­ cedor.23

¿Qué es el decir? ¿Qué es lo dicho? A falta de un término mejor, la “filosofía no-ontológica” consistiría en la resistencia de lo otro a lo mismo, una resistencia que Levinas caracteriza como ética. Lo que busca describir en su obra es precisa­ mente esa resistencia, ese punto exterior al movimiento apropiativo de la conceptualización filosófica. En Totalidad e infinito dicho pun­ to se sitúa en el rostro del otro, pero esa exterioridad aún se expresa en el lenguaje de la ontología, como cuando Levinas afirma que “el Ser es exterioridad” (77 290). De este modo, el sentido del Ser de los seres, la cuestión básica de la metafísica, por decirlo en términos heideggerianos, queda determinado como exterioridad. La contradic­ ción de que aquello que pretende escapar a la ontología se siga ex­ presando en lenguaje ontológico fue duramente señalada por Derrida en “Violencia y metafísica”, donde se sostiene que el intento de aban­ donar el clima del pensamiento heideggeriano estaba condenado a fracasar desde el comienzo, puesto que Levinas sigue valiéndose de categorías heideggerianas al tratar de superarlas. Derrida extendió idéntico argumento a la crítica leviniana de Hegel y Husserl. Levinas 23. Para una crítica leviniana de la epistemología, véase su importante disertación de 1962 “Transcendence and Height”, en BPW, págs. 11-31.

confesaría luego que lo “atormentaban” los cuestionamientos formu­ lados por Derrida en “Violencia y metafísica”.24 Aceptando el razo­ namiento de Derrida, Levinas escribe en “Signatura” que “De aquí en adelante, se descarta el lenguaje ontológico que todavía se utilizaba en Totalidad e infinito con el fin de excluir un significado puramen­ te psicológico del análisis emprendido” (DF 295). Y en una entrevis­ ta con graduados ingleses publicada en 1988, Levinas reitera: “Tota­ lidad e infinito fue mi primer libro. Me resulta difícil explicarles, con pocas palabras, cómo es que se diferencia de lo que dije luego. Está la cuestión de la terminología ontológica. Desde entonces he tratado de deshacerme de ese lenguaje” (PM 171).25 En su segundo gran libro filosófico, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Levinas intenta evitar el problema del lenguaje ontológico con una sinuosa autocrítica y acuña la distinción entre el decir y lo dicho (le dire et le dit). Para explicarlo rápidamente, el de­ cir es ético y lo dicho es ontológico. Si bien no puede decirse que Levinas ofrece definiciones de diccionario para estos términos, po­ demos pensar que el decir es el acto de exponerme -corpórea y sen­ siblemente- al otro hombre, mi incapacidad de resistirme al acerca­ miento del otro. Es la posición de mi yo que afirma, que propone o que se expresa frente al otro. Es un desempeño ético verbal y acaso también no-verbal, cuya esencia no se puede captar en proposicio­ nes constatad vas. Es, si se quiere, un hacer performativo, que no se deja reducir a una descripción proposicional. Por contraste, lo dicho es una declaración, una afirmación o una proposición cuya verdad o falsedad puede ser demostrada. Para decirlo de otra manera, puede pensarse que lo dicho es el contenido de mis palabras, su significa­ do identificable, mientras que el decir consiste en el hecho de que esas palabras están dirigidas a un interlocutor, a cada uno de ustedes

24. Autrement que savoir, p. 68. 25. PM: “The Paradox of Morality: an Interview with Emmanuel Levinas”, en The Provocation o f Levinas: Rethinking the Other, R. Bernasconi y D. Wood (comps.), Lon­ dres, Routledge, 1988.

en este preciso instante. El decir es un residuo ético y no-tematizable del lenguaje que escapa a la comprensión, interrumpe la ontolo­ gía y es la norma misma que rige el movimiento de lo mismo a lo otro. Dado que la filosofía en tanto ontología habla el lenguaje de lo dicho -es proposicional, llena papeles, capítulos y libros como és­ te-, el problema metodológico que enfrenta el Levinas posterior, problema que recorre cada página del bastante barroco De otro mo­ do que ser, es el siguiente: ¿cómo puede ser dicho el decir? O sea, ¿cómo formular filosóficamente mi exposición ética ante el otro sin traicionar por completo ese decir? En De otro modo que ser, el pen­ samiento de Levinas -y sobre todo su estilo- se va percatando pau­ latinamente del problema de cómo conceptual izar -y por ende, trai­ cionar- el decir ético en lo dicho ontológico. Podríamos llamar a éste el giro deconstructivo de Levinas. La solución a este problema metodológico, se me ocurre, se halla en la idea de reducción. En síntesis, es cuestión de explorar las diversas formas por las cuales lo dicho puede ser desdicho, o redu­ cido, dejando así que el decir circule como residuo o interrupción dentro de lo dicho. El filósofo debe empeñarse, sostiene Levinas, en reducir lo dicho al decir y romper continuamente el límite que sepa­ ra lo ético de lo ontológico (OB 43-45). La ética, como quizá pare­ cía serlo en Totalidad e infinito, no es la derrota o el simple abando­ no de la ontología merced a la inmediatez de la experiencia ética, sino más bien la persistente deconstrucción de los límites de la on­ tología y su reclamo de dominio conceptual, reconociendo a la vez la inevitabilidad de lo dicho. Traduire, c ’est trahir (traducir es trai­ cionar), como le gustaba señalar a Levinas, pero la traducción del decir a lo dicho es necesariamente una traición. De modo que mien­ tras que Totalidad e infinito articula poderosamente la experiencia no-ontológica del rostro del otro en el lenguaje de la ontología, De otro modo que ser es una ruptura performativa del lenguaje de la on­ tología, que intenta mantener la interrupción del decir ético dentro de lo dicho ontológico. Mientras que Totalidad e infinito versa sobre

ética, De otro modo que ser es la sanción performativa de una escri­ tura ética que tropieza sin cesar contra los límites del lenguaje. Lo cual me recuerda el siguiente comentario de Wittgenstein en su “Conferencia sobre ética” (1929): “Sólo puedo describir lo que sien­ to valiéndome de esta metáfora: si un hombre pudiera escribir un li­ bro sobre ética que verdaderamente fuera un libro sobre ética, dicho libro, mediante una explosión, destruiría todos los demás libros del mundo”.26 Al leer los conjuros tortuosamente bellos y rapsódicos de De otro modo que ser, uno a veces se pregunta si Levinas pretende escribir un libro así. Para Wittgenstein, los seres humanos sienten ansias de tropezar con los límites del lenguaje, y tales ansias tienen un sentido ético: prueban que el decir ético no es algo que se pueda decir con proposiciones y que a la ética no se la puede poner en pa­ labras. Estrictamente hablando, el discurso ético es un absurdo, pe­ ro es un absurdo serio. Así, por medio de lo que su gran amigo Blanchot considera un continuo refinamiento de la reflexión sobre las posibilidades del len­ guaje filosófico, Levinas expresa la primacía de la ética, es decir, la primacía de la relación interhumana, “una estructura irreductible so­ bre la que se apoyan todas las otras estructuras” (77 79).27 Según Le­ vinas, con excepción de algunos instants merveilleux en la historia de la filosofía, en especial el Bien más allá del Ser de Platón y la idea de infinito en Descartes, lo que se ha disimulado en la tradición filosófica ha sido siempre la ética. La filosofía no es tanto un olvido del Ser, según lo quería Heidegger, como un olvido de lo otro. Por lo tanto, el interrogante fundamental de la filosofía no es el “ser o no ser” de Hamlet o el “¿por qué hay seres y no nada?” de Heidegger, sino en cambio “¿cómo se justifica el Ser?” (LR 8 6 )28 26. L. Wittgenstein, “Lecture on Ethics”, en The Philosophical Review, 74 (1965), p. 7. [Conferencia sobre ética. Barcelona, Paidós / Univ. Autónoma de Barcelona.] 27. Véase también M. Blanchot, “Our Clandestine Companion”, en Cohén (comp.), Face to Face with Levinas, p. 45. 28. Véase “Ethics as First Philosophy”, en LR. The Levinas Reader, en S. Hand (comp.), Oxford, Blackwell, 1989.

¿Quién es el sujeto? En contra de Heidegger, pero también en contra de estructuralistas como Lévi-Strauss y antihumanistas como Foucault y Deleuze, Le­ vinas presenta su obra como una defensa de la subjetividad (77 26). ¿Cuál es la concepción leviniana de la subjetividad? Como lo mues­ tra Robert Bemasconi, éste es un tema central y permanente en la producción de Levinas. En sus primeros escritos de posguerra, De la existencia al existente y El tiempo y el otro, Levinas da cuenta del advenimiento del sujeto desde la neutralidad impersonal de lo que llama el il y a, el anónimo retumbo de la existencia, el puro “hay” de la noche del insomnio. No obstante, para quedarse con De otro modo que ser, otra innovación posterior es que mientras que Totali­ dad e infinito define la ética como una relación con el otro, De otro modo que ser describe la estructura de la subjetividad ética dispues­ ta hacia el otro, lo que Levinas llama “el otro dentro de lo mismo”. En De otro modo que ser, el autor comienza describiendo el movimiento que va de la conciencia intencional husserliana a un ni­ vel de percepción o receptividad preconsciente, movimiento san­ cionado ya en el título del segundo capítulo: “De la intencionalidad a la percepción”. Desde la época de su tesis doctoral sobre Husserl, como vimos antes, Levinas había criticado la primacía de la con­ ciencia intencional, asegurando que esta última era algo teórico, pues el sujeto mantiene una relación objetivizadora con el mundo mediada sólo por la representación. El objeto mundano es el noema de una noesis. Así es el intelectualismo de Husserl. Ahora bien, con un gesto fiel al socavamiento ontológico que Heidegger hiciera del comportamiento teórico ante el mundo, lo que él llama el estar-amano (Vorhandenheit), el movimiento que va de la intencionalidad o percepción (o, en los términos de Totalidad e infinito, de la repre­ sentación al gozo) muestra cuán condicionada por la vida está la conciencia intencional, por decirlo claramente. La vida es recepti­ vidad, gozo y sustento. Es jouissance y joie de vivre. Es una vida que vive {vivre) de los elementos: “vivimos de una buena sopa, del

aire, de la luz, de espectáculos, del trabajo, del descanso, etc. Estos no son objetos de representaciones” (77 110). La vida, para Levi­ nas, es amor a la vida y amor a aquello de lo que la vida vive: el mundo sensible, material. Me parece que la obra de Levinas nos proporciona una fenomenología material de la vida subjetiva, en la que el ego consciente de la representación se ve reducido al yo per­ ceptivo del gozo. El sujeto de la intencionalidad, consciente de sí mismo, se ve reducido a un sujeto viviente que está sometido a las condiciones de su propia existencia. Y para Levinas, es precisamen­ te ese yo del gozo el que es capaz de ser cuestionado o apelado éti­ camente por otra persona. Como ya hemos visto, la ética leviniana simplemente es este cuestionamiento a mí mismo -m i espontanei­ dad, mi jouissance, mi libertad- por parte del otro. La relación éti­ ca acontece al nivel de la sensibilidad, no al nivel de la conciencia. El sujeto ético leviniano es un sujeto sensible, no un sujeto cons­ ciente. En opinión de Levinas, el sujeto está sujeto, por así decirlo, y la forma que dicha sujeción asume es la de la sensibilidad o per­ cepción. La sensibilidad es lo que Levinas llama “el camino” de mi sujeción. Es una vulnerabilidad, una pasividad perceptiva para con el otro, que se da “en la superficie de la piel, al borde de los ner­ vios” (OB 15). Todo el impulso fenomenológico de De otro modo que ser consiste en fundar la intencionalidad en la sensibilidad (cap. 2) y describir la sensibilidad como proximidad con el otro (cap. 3), una proximidad cuya base reside en lo que Levinas llama “sustitución” (cap. 4, que el autor define como “pieza central” del libro). El sujeto ético es un ente corporal de carne y hueso, un ser capaz de tener hambre, que come y disfruta comer. Tal como escri­ be Levinas, “sólo un ser que come puede ser para el otro” (OB 74). Vale decir, sólo un ser semejante puede saber lo que significa dar­ le a otro el pan de su propia boca. En lo que debe ser la refutación más corta de Heidegger que haya, Levinas se queja de que el Dasein nunca tenga hambre; y lo mismo podría decirse de los diver­ sos herederos de la res cogitans. Levinas lo expresa ingeniosamen­

te: “La meta de la necesidad de alimento no es la existencia, sino el alimento” (77 134). La ética leviniana, por lo tanto, no es una obligación para con el otro mediada por la universalización formal y procedimental de má­ ximas o por algún tipo de apelación a la buena conciencia. En cam­ bio, y he aquí lo verdaderamente provocativo de Levinas, le ética es vivida en la sensibilidad de una exposición corpórea ante el otro. Gracias a que el yo es sensible, o sea, vulnerable, pasivo, víctima tanto del hambre como del eros, es digno de ética. El planteo fenomenológico de Levinas, en el sentido del análisis intencional ya ana­ lizado más arriba, es que la estructura profunda de la experiencia subjetiva, que Levinas llama “psiquismo”, se articula en una rela­ ción de responsabilidad, o mejor, que responde al otro. Dicha estruc­ tura profunda, que Levinas llama “psiquismo” y que otras tradicio­ nes podrían llamar “alma”, es lo otro en lo mismo, a pesar de mí mismo, llamándome para que yo responda. Entonces, ¿quién es el sujeto? Pues soy yo y nadie más. Como se queja el hombre del subsuelo de Dostoievski, no soy el ejemplo de algún concepto genérico o una clase de seres humanos: un ego, una cosa autoconsciente o pensante. Levinas reduce fenomenológicamente ese ego abstracto a un yo, a un yo mismo en tanto aquel que padece el requerimiento o el llamado del otro. Según lo dice, “La subjectivité n 'est pas le Moi, mais m o r (“La subjetividad no es el yo, sino yo”) (CP 150). Vale decir, lo primero que digo no es el “ego co­ gito” (“yo soy, yo pienso”), sino más bien “me voicil” (“ ¡aquí estoy!” o “ ¡heme aquí!”), la expresión con la que el profeta se presenta ante Dios. Para Levinas, el sujeto emerge en respuesta al llamado del otro. Dicho de otra forma, la ética es totalmente un asunto mío, no el asun­ to de un yo hipotético, impersonal o universal que discurre por una secuencia de imperativos posibles. La ética no es un deporte para ser presenciado por espectadores. En cambio, es mi experiencia de una exigencia que a la vez no puedo satisfacer ni evitar del todo.

¿Levinas es un filósofo judío? Una de las presunciones más comunes y potencialmente más enga­ ñosas que circulan sobre Levinas es la de que es un filósofo judío. A menudo, quienes más se empeñan en categorizarlo como tal entien­ den poco de judaismo, y menos aun de la versión personal de Levi­ nas, que debe mucho a su proveniencia lituana y a una muy especia­ lizada técnica de interpretación talmúdica (que a su vez es una gran deudora de dicha proveniencia). Si bien el pensamiento leviniano es cabalmente inconcebible sin su inspiración judaica, hay que cuidar­ se de no categorizarlo meramente como filósofo judío. Levinas dijo alguna vez: “No soy un pensador judío. Soy sólo un pensador”.29 Era filósofo y judío, lo cual está marcado por el hecho de que sus es­ critos filosóficos y sus lecturas talmúdicas son publicadas por edito­ riales francesas distintas. Dado que era un judío practicante y que escribió extensas interpretaciones talmúdicas, además de ser un há­ bil comentarista de temas judíos en Francia y en Israel, Levinas guardaba una estricta discreción sobre su judaismo cuando hablaba como filósofo. Sólo la economía de sus observaciones sobre la Shoá supera esa discreción. Habida cuenta de eso, sin embargo, su confesa ambición filosó­ fica no era sino traducir la Biblia al griego. Con esto se refería a vol­ car el mensaje ético del judaismo en el lenguaje de la filosofía. Mas lo esencial aquí es el acto de traducción: la filosofía habla en griego en tanto el gran descubrimiento de la filosofía griega es la primacía de la razón, la universalidad, la evidencia y la argumentación. El fi­ lósofo no puede confiar en la experiencia de la fe o en el misterio de la revelación. El judaismo de Levinas era extremadamente hostil al misticismo, ya trátese de lo que él consideraba el misticismo paga­ no de lo sagrado en el Heidegger tardío, o el misticismo judío de la Cábala y la tradición hasídica, que fue uno de los motivos de sus dis­

29. Autrement que savoir, p. 83.

crepancias con Martin Buber. Creo que esta confianza básica en la razón explica por qué los textos más citados en su obra cumbre, To­ talidad e infinito, no son las Escrituras judías, sino los diálogos pla­ tónicos. Sólo sé de tres referencias directas a fuentes talmúdicas o bíblicas en Totalidad e infinito (TI 201, 267, 211).30 Como bien lo señala Putnam, los escritos de Levinas presentan una afirmación implícita que es profundamente paradójica: la de que todos los seres humanos son judíos. Así, en vez de reducir la univer­ salidad filosófica al particularismo de una tradición religiosa especí­ fica, Levinas unlversaliza ese particularismo, lo cual es otra expre­ sión de la idea de traducir la Biblia al griego. Tratándose del delicado tópico de Levinas y el judaismo, Catherine Chalier sin du­ da está en lo cierto cuando asegura que lo peculiar del pensar leviniano es su doble fidelidad, tanto a una fuente hebrea como a una fuente griega, tanto a la hermenéutica talmúdica como a la raciona­ lidad filosófica. Cuanto más uno lee a Levinas, cuanto más se fami­ liariza uno con su biografía y el trasfondo de su obra, menos senti­ do tiene postular una jerarquía de su ocupación filosófica por sobre su ocupación confesional, o alegar que esta última es la clave para entender la primera (o viceversa). Ninguna de estas afirmaciones es cierta: Levinas era filósofo y judío.

¿Cuál es la relación entre ética y política? Con respecto a la concepción leviniana de la ética, una pregunta que con frecuencia se plantea correctamente -y más a menudo con in­ tención crítica- es la siguiente: ¿cuál es la relación entre la excep­ cional experiencia de la relación cara a cara y las más mundanas y prosaicas esferas de racionalidad, ley y justicia (esferas que, al me­

30. Para un informe detallado y equilibrado de la relación entre Levinas y la filo­ sofía judía, véase Tamra Wright, The Twilight o f Jewish Philosophy, Amsterdam, Harwood, 1999.

nos en la tradición liberal de Occidente, están en la base de la orga­ nización política de la sociedad, garantizando la legitimidad de las instituciones y suscribiendo los derechos y deberes de los ciudada­ nos)? Dicho con otras palabras, la relación ética luce muy bien, ¿pe­ ro no es un poquito abstracta? ¿Cuál es, entonces, la relación entre ética y política? Lejos de ser un punto ciego en su obra, se encuentra en toda ella -y con una creciente insistencia- un intento por recorrer el camino que va de la ética a la política. En cada uno de sus dos libros princi­ pales, Totalidad e infinito y De otro modo que ser, Levinas trata de construir un puente entre la ética, concebida como la relación no-totalizable con el otro ser humano, y la política, entendida como la re­ lación con lo que él llama “el tercero” (le tiers), o sea, todos los otros que forman la sociedad.31 Si bien se da cuenta más a fondo de las cuestiones de la justicia, la ley y la política en De otro modo que ser que en Totalidad e infinito, ambas obras comienzan afirmando que el predominio de la política totalizadora está ligado al hecho de la guerra: tanto la Segunda Guerra Mundial como la noción hobbesiana de que el orden social pacífico, el bienestar común, se consti­ tuye en oposición a la amenaza de la guerra de todos contra todos propia del estado de naturaleza. Para Levinas, el predominio de la categoría de totalidad constatable en la filosofía occidental, desde los antiguos griegos hasta Heidegger, está ligado al predominio de las formas totalizadoras de política, ya sea la aventura de Platón con Dioniso, el tirano de Siracusa, o el compromiso de Heidegger con el Nacionalsocialismo, que en el discurso rectoral de 1933 estaba im­ pregnado del lenguaje de la República platónica. Para Levinas, la to­ talidad reduce lo ético a lo político. Tal como lo dice en Totalidad e infinito, “La política abandonada a sí misma porta en sí misma la ti­ ranía” (TI 300). Podría concluirse, entonces, que el pensamiento ético de Levi­ nas es una crítica de la política. Si esto fuera así, el cuestionamien31. Véase TI 212-214, y OB 156-162.

to crítico antes planteado estaría justificado. Sin embargo, según se ve en De otro modo que ser o en revelador texto tardío como “Paz y proximidad”, de 1984, Levinas no pretende en absoluto recusar el orden de la racionalidad política y sus lógicos reclamos de legitimi­ dad y justicia.32 Más bien quiere criticar la creencia de que sólo la racionalidad política puede dar respuesta a los problemas políticos. Quiere señalar que el orden del Estado se apoya en la responsabili­ dad ética irreductible de la relación cara a cara. Su crítica de la po­ lítica totalizadora nos lleva a deducir la existencia de una estructura ética que es irreductible a la totalidad: el cara a cara, la responsabi­ lidad infinita, la proximidad, lo otro dentro de lo mismo, la paz. De este modo, el pensamiento leviniano no deriva en un apoliticismo o un quietismo ético, lo cual, casualmente, es el núcleo de las críticas a la relación Yo-Tú de Martin Buber. La ética, en cambio, lleva a la política, a la exigencia de una organización política justa. De hecho, me atrevería a afirmar que la ética es ética a causa de la política, o sea, en pro de una sociedad más justa. En “Paz y proximidad”, se analiza la cuestión del pasaje de la éti­ ca a la política en relación al tema de Europa, y más específicamen­ te, lo que Levinas designa “el momento ético en la crisis de Europa”. Dicha crisis es el producto de una ambigüedad que yace en el cora­ zón de la tradición liberal europea, en la que el intento de fundar un orden político pacífico basado en la “sabiduría griega” de la autono­ mía, la igualdad, la reciprocidad y la solidaridad se ha transformado en una conciencia culposa que reconoce que este orden político a me­ nudo legitimó la violencia del imperialismo, el colonialismo y hasta el genocidio. Con el surgimiento del discurso antietnocentrista, diga­ mos, en la antropología cultural, vemos que Europa se vuelve contra sí misma y está forzada a reconocer la deficiencia de sus recursos éti­ cos. En respuesta a esta crisis, Levinas se pregunta si acaso la ambi­ gua paz helénica del orden político europeo no presupone otro tipo

32. Véase BPW 161-169.

de paz, subyacente no en la totalidad del Estado o la nación, sino en la relación con el otro hombre, un orden de socialidad y amor. Así pues, si la crisis ética de Europa se basa en su singular apego al lega­ do griego, Levinas sugiere que hay que suplementar este legado con una tradición bíblica, que tendría sus cimientos en el reconocimien­ to de la paz como responsabilidad para con el otro. En el caso de Le­ vinas, nunca se trata de cambiar el paradigma de Atenas por el de Jerusalén, sino de reconocer que ambos son necesarios a la vez para constituir una organización política justa. Según él mismo lo declara en la discusión que sigue a “Trascendencia y elevación”: “A fines de suprimir la violencia, son igualmente necesarios la jerarquía profesa­ da por Atenas y el individualismo ético abstracto y levemente anár­ quico profesado por Jerusalén” (BPW 24).

Conclusión La gran idea de Levinas es que la relación con el otro no se puede reducir a la comprensión y que tal relación es ética, por lo que la ex­ periencia de lo que pensamos asume la estructura de un yo o un sujeto. ¿Pero tiene razón? Al concluir, permítaseme desviar mi en­ foque y tratar de explicar los argumentos levinianos haciendo refe­ rencia al viejo cuento epistemológico del problema de las mentes de los demás. ¿Cómo puedo saber que otra persona está sufriendo de veras? En la memorable reexaminación que Stanley Cavell hace de este problema, imaginemos que soy dentista y estoy torneando el diente de un paciente. De pronto, el paciente grita, como respuesta a lo que parece ser el dolor causado por mi torpe trabajo con el tor­ no. Sin embargo, cuando me muestro abochornado por mi senti­ miento de culpa, el paciente dice “No me dolió, simplemente estaba llamando a mis hámsters”.33 Entonces, ¿cómo puedo saber que me

33. The Claim ofReason, Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1979, p. 89.

dice la verdad si sus hámsters no se meten obedientemente en mi consultorio? El problema es que, en última instancia, no puedo sa­ berlo. Nunca se puede saber si otra persona está sufriendo o llaman­ do a sus hámsters. Lo que equivale a decir que las otras personas tienen algo, una dimensión de separación, de interioridad, de secreto o de lo que Le­ vinas llama “alteridad”, que escapa a mi comprensión. Aquello que excede los confines de mi conocimiento requiere reconocimiento. Yendo un poco más lejos, se podría afirmar que el fracaso en reco­ nocer la separación del otro respecto de mí puede llegar a ser el ori­ gen de una tragedia. Tomemos el ejemplo de Cavell con el Otello de Shakespeare. La mayor parte de la gente diría que Otello mató a Desdémona porque creyó que sabía que ella le había sido infiel. Movido por su propio monstruo de ojos verdes y por las astutas in­ trigas de lago, Otello asesina a Desdémona. Ahora bien, si la conse­ cuencia del presunto saber de Otello resulta ser trágica, ¿en qué con­ siste la moraleja de esta tragedia? Puede decirse que simplemente consiste en que en definitiva no podemos saber todo sobre otra per­ sona, incluso -y acaso más aun- cuando se trata de la persona que amamos. Esto significa, pienso, que en nuestra relación con los de­ más tenemos que aprender a reconocer lo que no podemos saber y que el fracaso en esto fue la trágica falla de Otello. El fin de la cer­ teza puede ser el comienzo de la confianza. En este sentido, la lección de la tragedia shakespeareana y de las enormes tragedias humanas del siglo xx es que hay que aprender a re­ conocer lo que uno no puede saber y respetar la separación o lo que Levinas llama la trascendencia del otro, una trascendencia que es muy de este mundo y que no forma parte de un misticismo supramundano. Si el otro se pierde en la multitud, su trascendencia se desvane­ ce. Para Levinas, una relación ética es aquella en la que doy la cara ante otra persona. Es esa relación con el otro la que se perdió tanto en el hecho mismo del antisemitismo Nacionalsocialista como en sus apologías filosóficas. Y es por eso que Levinas quiere abandonar el clima de la filosofía heideggeriana y toda la tradición griega con el fin

de retomar a otra fuente de ideas, a saber: la sabiduría más propiamen­ te bíblica del respeto incondicional por el otro ser humano. Tal como le gustaba decirlo, su filosofía puede resumirse íntegra­ mente en estas sencillas palabras: “Aprés vous, Monsieur” (“después de usted, señor”). Esto es, por medio de actos cotidianos y bastante triviales de civilidad, hospitalidad, amabilidad y cortesía, los cuales tal vez hayan recibido muy poca atención de parte de los filósofos. Son tales actos los que Levinas califica de “éticos”. Ahora bien, oja­ lá no sea necesario decir que el logro de esta relación ética con el otro no es sólo una tarea de la filosofía, sino que es una tarea filosófica: la de entender lo que podríamos designar como la gramática moral de la vida cotidiana y tratar de enseñarla. El otro no es meramente un peldaño en la escalera filosófica que conduce a la verdad metafísica. Y quizá la auténtica fuente de admiración con la que comienza la fi­ losofía, como lo señalara Aristóteles, no sea mirar el cielo estrellado, sino mirar al otro a los ojos, pues ahí hay una infinitud más palpable, con la que la propia curiosidad jamás podrá saciarse... Y sin embargo, a pesar de lo fuerte que resulta la intuición bási­ ca de Levinas, ¿es “ética” la palabra indicada para describir la expe­ riencia que él trata de manifestar? En su oración fúnebre para Levi­ nas, Derrida recuerda una conversación que sostuvo con él en su departamento de París. Levinas dijo: “Usted sabe, para describir lo que hago a menudo se habla de ética, pero lo que me interesa des­ pués de que todo está dicho y hecho no es la ética, no sólo la ética. Es lo santo, la santidad de lo santo (le saint, la sainteté du saint).34 ¿“Sacralidad” -o “santidad”- es una palabra mejor para lo que Levinas busca? Tal vez. Tal vez no. Mas si una sustitución semejan­ te es siquiera concebible (y podríamos pensar aun en muchas otras sustituciones: paz, amor, o lo que sea), ¿esto no sugiere una posible debilidad de la concepción leviniana de la ética? La obra de Levinas

34. J. Derrida, Adieu á Emmanuel Levinas, p. 4. [Adiós a Levinas. Palabras de aco­ gida. Madrid, Trotta, 1998.]

no parece proporcionamos lo que normalmente consideraríamos una ética, vale decir, una teoría de la justicia o una definición de re­ glas, principios y procedimientos generales que permitirían evaluar la aceptabilidad de máximas o juicios específicos referidos a las ac­ ciones en sociedad, los deberes cívicos, o lo que fuere. Levinas nos dice que su ética debe llevamos a una determinada teoría de la jus­ ticia sin decimos en detalle cuál es esa teoría. Lo máximo de que disponemos es una gran cantidad de páginas con esbozos interesan­ tes, cuya esencia ya hemos descripto antes. Entonces, ¿Levinas hace ética en algún sentido? Si una vez más seguimos a Cavell, podríamos aducir que hay dos tipos de filósofos morales: los legisladores y los perfeccionistas morales.35 Los prime­ ros, como John Rawls y Jürgen Habermas, proporcionan detallada­ mente preceptos, reglas y principios que conforman una teoría de la justicia. Los segundos, como Levinas y Cavell, creen que la ética ha de basarse en algún tipo de compromiso o demanda existencial bá­ sica, que va más allá de las estrecheces teóricas de cualquier defini­ ción de justicia o cualquier código ético socialmente instituido. El credo del perfeccionismo moral es que una teoría ética que no le da voz a este requerimiento básico termina girando en el vacío, y más aun, no tiene forma precisa de explicar las motivaciones por las que se debe actuar basándose en esa teoría. Aunque Levinas podría no haber aprobado esta terminología, pienso que trató de dar cuenta de una demanda existencial básica, una obligación fundamental de vida que debería ser la base de todas las teorías y los actos morales.36 En mi opinión, es una descripción poderosa y movilizadora. Levinas, como otros perfeccionistas mo­

35. Para esta distinción, que también utiliza Putnam con respecto a Levinas, véase Conditions Handsome and Unhandsome: the Constitution o f Emersonian Perfectionism, Chicago, University of Chicago Press, 1990. 36. Al respecto, véase el notable libro de Knud Ejler L0gstrup, The Ethical Demand, París, University of Notre Dame Press, 1997, que contiene una útil introducción de Hans Fink y Alastair Maclntyre. El primero en establecer el vínculo entre L0gstrup y Levinas fue Z. Bauman, en Postmodern Ethics, Oxford, Blackwell, 1993.

rales, describe esa exigencia con términos exorbitantes: responsabi­ lidad infinita, trauma, persecución, rehén, obsesión. La exigencia ética es imposiblemente exigente. Y tiene que serlo. Si no lo fuera, seríamos libres de picar su anzuelo, por así decirlo, y la ética se re­ duciría a un programa procedimental con el cual justificaríamos las normas morales o bien universalizándolas, evaluándolas a la luz de sus consecuencias, o bien refiriéndolas a alguna noción preconcebi­ da de costumbre, convención o contrato. Sin duda, la dificultad de la teoría moral y la vida moral radica en que precisamos tanto a los le­ gisladores como a los perfeccionistas morales, tanto una movilizadora descripción de la demanda ética como una teoría creíble para justificar las normas morales. Precisamos a los levinianos y a los habermasianos, a los cavellianos y a los rawlsianos. La gran idea de Levinas no basta para solucionar todos nuestros apremiantes y a menudo conflictivos problemas éticos, y por cierto que sería poco menos que milagrosa si lo hiciera. Podemos ser fie­ les levinianos y aun así estar genuinamente inseguros de qué cami­ no tomar en una situación dada. Pero la fuerza de la postura de Le­ vinas yace, yo diría, en que nos recuerda el carácter de la exigencia ética, una exigencia que hay que dar por sentada en la base de cual­ quier teoría moral si dicha teoría no ha de perder toda conexión con las pasiones y la apatía de la vida cotidiana. La ética leviniana bien puede no ser una condición suficiente para una teoría ética comple­ ta, pero sí es, según la veo yo, una condición necesaria para cual­ quier teoría de este tipo.

Levinas y el judaismo*1 Hilary Putnam

Levinas sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial en circunstancias difíciles y humillantes,2 en tanto su familia -salvo su mujer y su hi­ ja - pereció. Esta experiencia bien pudo haber configurado su con­ vicción de que lo que se exige de nosotros es la “infinita” voluntad de estar disponible por y para el sufrimiento del otro. “El hambre del otro -ya sea apetito camal o hambre de pan- es sagrado; sólo el hambre de un tercero pone límites a ese derecho”, escribe en el pró­ logo a Difícil libertad. Entender a fondo lo que Levinas quiere decir con esto equivaldría a entender toda su filosofía. Quiero empezar a entenderlo.

* Traducción: Marcelo Burello. 1. Agradezco en especial a Ephraim Meir y Abe Stone por tomarse el tiempo de leer con atención los sucesivos borradores, así como por sus invalorables sugerencias. 2. En “A Religión for Adults” [“Una religión para adultos”, en este mismo volu­ men], Levinas habla de “lo que sentí en un Stalag en Alemania cuando, ante la tumba de un camarada judío a quien los nazis habían querido enterrar como a un perro, un cura católico, el Padre Chesnet, rezó plegarias que eran semitas en el sentido pleno del térmi­ no” (DF 12). (Agrego el subrayado para destacar qué tipo de captores tuvo Levinas -no “soldados alemanes” sino “nazis”- y cuál era la actitud de éstos para con sus prisione­ ros judíos.)

La misión de Levinas ante los gentiles El público de Levinas suele ser un público gentil. Levinas cele­ bra lo propio del judaismo por medio de ensayos que se dirigen a cristianos y al público moderno en general. Es totalmente conscien­ te de esto. Por eso escribe: “Para que la unión entre los hombres de buena voluntad que tanto deseo ver no se lleve a cabo de forma va­ ga y abstracta, quiero insistir en los caminos específicos que se le abren al monoteísmo judío” (DF 21-22); y más aun: Una verdad es universal cuando se aplica a todo ser racional. Una religión es universal cuando está abierta a todos. En este sentido, el judaismo que liga lo Divino a la moral ha aspirado siempre a ser universal. Pero la revelación de la moralidad, que descubre una so­ ciedad humana, también descubre el lugar de la elección, el cual, en esta sociedad universal, retoma a la persona que recibe esta revela­ ción. Dicha elección no está hecha de privilegios, sino de responsa­ bilidades. Es una nobleza que se basa no en los derechos de autor [droit d ’auteur] o en la primogenitura [droit d ’ainesse], conferidos por el capricho divino, sino en la posición de cada “yo” [moi] hu­ mano [...] La intuición básica del crecimiento moral acaso consis­ ta en advertir que yo no soy el igual del Otro. Esto se aplica en un sentido muy estricto: me veo obligado para con el Otro; por ende, soy infinitamente más exigente conmigo que con los demás [...] Esta “posición fuera de las diversas naciones” de la que habla el Pentateuco se concreta en el concepto de Israel y su particularismo. Es un particularismo que condiciona la universalidad, y tener que ver con Israel es antes una categoría moral que un hecho históri­ co. [Subrayado mío. DF 21-22] En este párrafo, vemos cómo Levinas reinterpreta la doctrina de la elección de Israel en términos de ética/fenomenología leviniana, de modo que ésta se convierte en “un particularismo que condicio­ na la universalidad”, o sea, en la asimetría (en la que Levinas siem­

pre insiste) entre lo que exijo de mí mismo y lo que tengo derecho a exigir de cualquier otro. Y así reinterpretada, nos dice, la elección de “tener que ver con Israel es antes una categoría moral universal que un hecho histórico”. Aquí y donde quiera que sea, Levinas está unl­ versalizando el judaismo. Para entenderlo hay que entender un re­ querimiento paradójico, implícito en sus escritos: el de que, en esen­ cia, todos los seres humanos son judíos. En un lugar específico vemos que la universalización de la cate­ goría de “judío” se conecta con las pérdidas que el propio Levinas sufrió en el Holocausto. La página dedicatoria de De otro modo que ser, o más allá de la esencia contiene dos dedicatorias. La primera está en francés y dice, traducida: “A la memoria de aquellos más cercanos a mí entre los seis millones asesinados por los Nacionalso­ cialistas, y de los millones y millones de personas de cualquier con­ fesión religiosa y cualquier nacionalidad, víctimas del mismo odio por el otro, el mismo antisemitismo”. La otra está en hebreo, y le dedica el volumen, con la fraseolo­ gía tradicional, a la memoria de su padre, su madre, su hermano, su suegro y su suegra. Lo más impactante de esta página es que Levi­ nas le dedica el libro a la memoria de “aquellos más cercanos” en­ tre los seis millones de judíos asesinados por los nazis, a quienes enumera en la dedicatoria en hebreo, y que al mismo tiempo identi­ fica todas las víctimas del mismo “odio por el otro”, sin importar su nación y su filiación religiosa, como víctimas del antisemitismo.

La ética como filosofía primera Levinas es célebre por su afirmación de que la ética es la filoso­ fía primera,3 lo que no sólo significa que no hay que derivar la ética de alguna metafísica, ni siquiera una metafísica “óntica” (o sea, una antimetafísica “antiontológica”) como la de Heidegger, sino tam­ 3. Cfr. “Ethics as First Philosophy”, en LR 75-87.

bién que todo pensar sobre lo que significa ser humano debe comen­ zar por una ética “sin fundamentos”. Esto no equivale a decir que Levinas pretende negar la validez de, digamos, el “imperativo cate­ górico”. Lo que rechaza es cualquier fórmula del tipo “Compórtate así porque. ..”. De muchas y diversas formas, nos muestra que decir “trata al otro como un fin y no como un medio porque...” es un ver­ dadero desastre.4 Y sin embargo, para mucha gente parece haber un obvio “por­ que”. Si se le pregunta a alguien “¿Por qué deberíamos actuar de mo­ do que podamos desear que las máximas que rigen nuestras acciones sean leyes universales?” o “¿Por qué tenemos que tratar a la humani­ dad de los otros siempre como un fin y nunca como un medio?” o “¿Por qué deberíamos tratar de aliviar el dolor de los otros?”, el 99% de las respuestas será “Porque el otro es básicamente lo mismo que tú”. La idea, o mejor dicho el cliché, es que si me doy cuenta de lo mucho que el otro se parece a mí, automáticamente desearé ayudar­ lo. Pero los límites de tal “fundamentación” de la ética se hacen evi­ dentes apenas se la formula. El peligro de fundamentar la ética en la idea de que todos somos “básicamente lo mismo” es que se le abre una puerta al Holocausto. Basta con creer que algunos no son “en realidad” lo mismo para dar por tierra con la fuerza de ese fundamento. Ni tampoco acecha en esto sólo el peligro de negar nuestra humanidad en común (los na­ zis sostenían que los judíos eran alimañas con forma humana). Cual­ quier buen novelista nos restriega la nariz con la magnitud de la desigualdad humana, y muchas novelas plantean este interrogante: “Si en realidad supieras cómo son los demás, ¿podrías sentir alguna simpatía hacia ellos?”. Pero los kantianos nos dirán que Kant también vio este proble­ ma. Por eso no fundamenta la ética en la “simpatía”, sino en nues­ tra racionalidad. ¿Pero qué pasa entonces con nuestras obligaciones 4. nito.

Éste es el argumento central del más famoso libro de Levinas, Totalidad e infi­

para con aquellos cuya racionalidad más o menos podemos negar creíblemente? He aquí las razones éticas para resistirse a basar la ética en un “porque” metafísico o en uno psicológico. Levinas entiende a la me­ tafísica como un intento de ver el mundo como una totalidad, desde “afuera”, por así decirlo.5 Así le dice a Philippe Nemo: En la historia de la filosofía ha habido pocas protestas contra esta totalización. Por mi parte, es en la filosofía de Franz Rosensweig, que en esencia es una discusión de Hegel, donde encontré por pri­ mera vez una crítica de la totalidad. [...] En Rosensweig, pues, la totalidad estalla y se abre una senda muy distinta en búsqueda de lo que es razonable (El 75-76).6 La atrevida maniobra de Levinas es insistir en que la imposibi­ lidad de una fundamentación metafísica de la ética muestra que al­ go anda mal con la metafísica, y no con la ética. Dejo para otra oca­ sión un examen de la actitud de Levinas para con la filosofía.

Levinas como "perfeccionista moral" Se pueden distinguir dos tipos de filósofos morales. Uno, el de los legisladores, proporciona detalladas reglas morales y políticas. Si se es un filósofo de este grupo, es probable que se piense que to­ do el problema de la filosofía política (por ejemplo) se puede solu­ cionar ideando una Constitución para un Estado Ideal. Pero, como lo ha remarcado Stanley Cavell, hay filósofos de otro tipo, aquellos a los que él llama “perfeccionistas morales”. No

5. Un tema muy importante en Totalidad e infinito. 6. El: Ethics and Infinity: Conversations with Philippe Nemo. Pittsburgh, Duquesne University Press, 1985. [Ética e infinito. Madrid, Visor (La balsa de la Medusa), 1991.]

es que, se apura a decimos, éstos nieguen el valor de lo que los filó­ sofos legislativos tratan de hacer, sino que creen que es necesario que haya algo anterior a los principios o a una Constitución, algo sin lo cual los mejores principios y la mejor Constitución serían inúti­ les.7 Emmanuel Levinas es un “perfeccionista moral”. Los perfeccionistas morales creen que las viejas preguntas - “¿Vivo como se supone que debo vivir?”, “¿Mi vida es algo más que vanidad, o peor aun, mero conformismo?”, “¿Estoy haciendo to­ do lo que puedo para consumar (en términos de Cavell) mi inalcanzado pero alcanzable yo?”- son lo que marca la verdadera diferen­ cia en el mundo. Emerson, Nietzsche y Mili son tres de los principales ejemplos que nos da Cavell (que también detecta rasgos perfeccionistas en Rousseau y en Kant). Cuando Emerson y Mili atacan la “conformidad”, lo que obje­ tan no son los principios que exalta los conformistas. Lo que nos di­ cen es que si uno se somete únicamente al conformismo, hasta los mejores principios son inútiles. Un filósofo así es un “perfeccionis­ ta” porque siempre describe el compromiso que debemos asumir en formas que parecen impracticablemente exigentes; pero un filósofo así también es un realista, porque es consciente de que sólo aten­ diendo a una exigencia “impracticable” podrá uno luchar en pos del “inalcanzado pero alcanzable yo”. Cuando enseño filosofía judía, subrayo que los grandes filósofos judíos, incluyendo a los destacados pensadores del siglo xx (sobre todo Buber, Cohén, Levinas y Rosensweig), son perfeccionistas mo­ rales. El famoso “Yo-Tú” buberiano es un relación que se nos exige, cree Buber, sin la cual ningún sistema de reglas morales y ninguna

7. Cfr. Stanley Cavell, Conditions Handsome and Unhandsome: the Constitution of Emersonian Perfectionism, Chicago, University of Chicago Press, 1990. “El perfeccio­ nismo, según yo lo veo, no es una teoría sobre la vida moral que compite con otras, si­ no algo así como una dimensión o una tradición de la vida moral que atraviesa el pen­ samiento occidental y se ocupa de lo que solía llamarse la condición del alma, una dimensión de la transformación de uno mismo y de su propia sociedad, que deposita una tremenda carga sobre las relaciones personales” (p. 2).

institución pueden tener verdadero valor. Para Levinas existe una re­ lación “Yo-Tú” distinta, más importante que el Yo-Tú buberiano, y para Rosensweig, en contraste con ambos, existe un complejo siste­ ma de tales relaciones.8 Pero no se puede entender ninguno de estos sistemas si no se entiende la dimensión “perfeccionista”. Según Levinas, la distinción entre estos dos momentos en la éti­ ca9 también es una distinción de tareas. El concibe que su tarea es describir la obligación fundamental para con el otro. La ulterior ta­ rea de proponer reglas morales o políticas le corresponde a una eta­ pa posterior, la de la “justicia”, y mientras que Levinas nos dice có­ mo y por qué hay dos etapas, su tarea no es escribir un manual de ética como la Teoría de la justicia de Rawls. En los escritos de Le­ vinas, el término “ética” casi siempre se refiere a lo que he llamado el momento de perfeccionismo moral, el momento en el que él defi­ ne lo que antes llamé “la obligación fundamental”.

La obligación fundamental Considérese lo siguiente: “Imagina que estás en una situación en la que tus obligaciones hacia otros no entran en conflicto con el he­ cho de prestarle toda tu atención a otro ser humano. ¿Qué tipo de ac­ titud o de relación deberías empeñarte por tener para con ese otro?”. Como Buber, Levinas cree que ésta es la cuestión fundamental que hay que plantearse, la que hay que responder antes de discutir los problemas que surgen cuando hay que considerar las conflictivas exi­ gencias de cierta cantidad de otros (cuando lo que Levinas llama “el ansia de un tercero” pone límites a las exigencias del otro), o incluso

8. Cfr. mi prefacio a Franz Rosensweig, Understanding the Sick and the Healthy, Cambridge, Harvard University Press, 1999. [El libro del sentido común sano y enfer­ mo. Madrid, Caparros.] 9. Como lo muestran los ejemplos de Kant y de Mili, que un filósofo sea un “per­ feccionista” cavelliano no impide que además pueda hacer un aporte “legislativo”.

los problemas que surgen cuando se considera que uno mismo es un “otro” para los demás. Describir plenamente la respuesta que Levi­ nas le da a este interrogante requeriría dar cuenta de toda su filoso­ fía. (Sobre todo, habría que describir la enigmática noción de “res­ ponsabilidad infinita”.) Por ahora me detendré en dos elementos. El primero se explica mejor con una palabra hebrea: hineni. Di­ cha palabra es una combinación de dos cosas: hiñe (pronunciése jiné) y ni, contracción del pronombre ani, “yo”. Se suele traducir hiñe co­ mo “mirad”, pero la raíz del término no hace referencia al sentido de la vista. Podría traducírsela como “aquf’, pero a diferencia de los si­ nónimos hebreos para “aquf’, kan y po, no puede aparecer en una proposición meramente descriptiva. Sólo se puede usar hiñe para pre­ sentar algo, o sea, puedo decir hiñe hameil, “aquí está el abrigo”, cuando señalo el abrigo (de aquí la traducción: “ ¡mirad el abrigo!”), pero no puedo decir Etmol hameil haya hiñe (“ayer, el abrigo estaba hiñe”) para expresar “ayer, el abrigo estaba aquf’. Tengo que decir Etmol hameil haya po, o bien Etmol ha meil haya kan. Porque hiñe articula el acto de habla propio de llamar la atención sobre algo o presentar algo, no describirlo. Hiñe hameil! es el acto de habla de presentar el abrigo (meil), por lo que hineni! es el acto de habla de presentarme a mí mismo, de ponerme a disposición de otro. Los momentos de la Biblia judía en los que hineni aparece usa­ do de esta forma son de lo más significativos. El más drástico de ellos es el comienzo de Génesis 22, cuando se cuenta la historia del sacrificio de Isaac. “Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí (hineni)” (22: 1). Nótese que Abraham se ofrece aquí a Dios sin re­ servas. (Que Abraham también le diga hineni a Isaac en 22:7 es par­ te esencial de la paradoja de este texto.) Cuando Levinas habla del me voici (“heme aquf’),10 lo que dice resulta prácticamente ininteligible si no se tiene presente la resonan­ 10. “El yo [...] se reduce al ‘heme aquí’ [me voici], en una transparencia sin opa­ cidades, sin zonas pesadas, propicias para la evasión. ‘Heme aquí’ como testigo de lo

cia bíblica. La obligación fundamental que tenemos, nos dice Levi­ nas, es la de ponemos a disposición de la necesidad (y en especial del sufrimiento) del otro. Se me ordena decirle hineni al otro (y sin reservas, así como el hineni de Abraham ante Dios es sin reservas). Esto no presupone que simpatizo con el otro, y por cierto que no presupone -lo que Levinas ve como un gesto de autoexaltación- la pretensión de que “comprendo” al otro. Levinas insiste en que cuan­ to más me acerco a otra persona mediante los canales ordinarios (so­ bre todo, por ejemplo, en una relación amorosa),11 más se me pide que tenga conciencia de lo lejos que estoy de captar la realidad esen­ cial de esa persona, y más se me pide que respete esa distancia. Co­ mo ya he dicho, esta obligación fundamental es una obligación “per­ feccionista”, no un código de conducta o una teoría de la justicia. Levinas cree que sin la aceptación de esta obligación fundamental hasta el mejor código de conducta o la mejor teoría de la justicia no prestarán ninguna ayuda. En contraste, lo que se debería buscar es, según Buber, una rela­ ción que sea recíproca. Pero Levinas enfatiza la asimetría propia de la relación moral fundamental. “Me siento obligado respecto al otro; por ende, soy infinitamente más exigente conmigo mismo que con los otros”. Antes de la reciprocidad está la ética; tratar de basar la ética en la reciprocidad es volver a tratar de basarla en la ilusoria “mismidad” de la otra persona. En cuanto al segundo elemento sobre el que quiero detenerme, he hablado ya de la obligación fundamental con relación a Levinas (y una relación fundamental con relación a Buber). Elegí delibera­ damente la palabra “obligación”: para Levinas, ser un ser humano

Infinito, pero un testigo que no tematiza aquello sobre lo que da testimonio, y cuya verdad no es la de la representación, no es evidencia” {OB 146). En una nota a este pá­ rrafo (la N° 11), Levinas cita el Libro de Isaías: “¡Heme aquí! Mándame” (Isaías, 6: 8). “¡Heme aquí!” significa “mándame”. Nótese que “mándame” no es una proposi­ ción. 11. Cfr. “Love and Filiation”, en Ethics and Infinity, pp. 63-72.

en el sentido normativo (ser lo que los judíos llaman un mensch) implica reconocer que estoy obligado a decir hineni. En la fenome­ nología leviniana, esto significa que estoy obligado sin sentir que hay alguien que me obliga (la única experiencia de que alguien me obliga es la experiencia de que estoy obligado), y sin contar con una explicación metafísica del carácter de la obligación o una jus­ tificación metafísica de dicha obligación. Si necesitas preguntar “¿Por qué debo ponerme a disposición de él o de ella?”, todavía no eres humano. He aquí por qué Levinas debe contradecir a Heideg­ ger: este último piensa que el apreciar cabalmente mi propia muer­ te (“ser-para-la-muerte”) me vuelve verdaderamente un ser huma­ no, distinto a un mero miembro del “ellos”; Levinas, en cambio, cree que lo esencial es la relación con el otro (TO).12 Una vez más, tenemos aquí una universalización de un tema judío: así como el ju ­ dío tradicional encuentra su dignidad obedeciendo el mandato divi­ no, Levinas piensa que todo ser humano debe hallar su dignidad obedeciendo el mandato ético fundamental (que resulta ser “divi­ no” en el único sentido en el que Levinas lo acepta), el mandato de decirle hineni al otro, de decir hineni con lo que llama “responsa­ bilidad infinita”.

El decir precede a lo dicho Lo anterior explica la enigmática afirmación leviniana de que “hay que alcanzar el decir en su existencia previa a lo dicho” (OB 46). Pues, si con “lo dicho” nos referimos al contenido de una proposición, entonces cuando digo hineni no hay nada “dicho”. Lo que hago es po­ nerme a disposición de otra persona; lo hago expresando una fórmu­

12. Claro que apreciar cabalmente la relación con el otro requiere apreciar cabal­ mente la mortalidad del otro. El contraste con Heidegger no podría ser mayor. TO: Time and the Other. Pittsburgh, Duquesne University Press, 1985. [El tiempo y el otro. Bar­ celona, Paidós, 1993.]

la verbal, pero el contenido de ésta no es material, siempre que logre presentarme como alguien que está a disposición.13

La educación filosófica de Levinas Una de las razones por las que a los filósofos analíticos les re­ sulta difícil leer a Levinas es que éste da por sentado que leer a Husserl y a Heidegger es parte de la formación que ha de tener cual­ quier filósofo bien preparado, así como los analíticos consideran que una formación que incluye a Russel, Frege, Camap y Quine es lo que debe poseer cualquier filósofo bien preparado. Es cierto, hay pa­ sajes de Levinas que sólo pueden entenderse con el trasfondo de sus referencias explícitas o implícitas a los escritos de estos dos filóso­ fos. Sin embargo, su pensamiento es llamativamente independiente. Porque en lo que es esencial desde su punto de vista, Husserl y Hei­ degger no le parecen adecuados. En este artículo, intentaré explicar el trabajo de Levinas apelando lo menos posible al conocimiento previo de las dos grandes “haches”.

Husserl y Levinas “Lo menos posible” no equivale a cero, no obstante. Pero lo que he de decir sobre Husserl para ilustrar cómo es que Levinas rompe con él sólo habrá de referirse al aspecto del pensamiento husserliano que debería resultarle familiar a los filósofos analíticos (aunque no lo sea), y eso a raíz de la gran influencia que tuvo sobre uno de los fundadores del movimiento analítico, Rudolf Camap. (Der

13. Ephraim Meir, en una comunicación privada, ha subrayado que esta expresión también me presenta como alguien que oye el mandato básico “no matarás”, y que en la filosofía de Levinas dicho mandato también es un decir. Levinas deconstruye el manda­ to como un “dicho” con el fin de apuntar al decir.

Raum, de Camap, es claramente una obra husserliana, e incluso Der Aufbau reconoce la influencia de Husserl, por ejemplo, en la sorprendente declaración “Esto es epojé en el sentido de Husserl”).14 Sobre todo en sus Ideen, Husserl retrata el mundo como si en al­ gún sentido fuera una construcción.15 La idea de construcción no es de Camap, pero no quedan dudas de que Camap vio en la Aufbau una manera de rectificar el proyecto husserliano con la ayuda de la lógica matemática, así como Der Raum era la forma en que Camap construía una filosofía “husserliana” del espacio con la ayuda de la lógica matemática. El problema que surge de estas dos filosofías es que aun si la construcción funcionara en sus propios términos, aun si, per impossibile, pudiera lograrse (re)construir “el mundo” en los términos que propone la ontología del filósofo, los elementos primitivos de esa ontología serían las experiencias personales. Y esto resulta un poco perturbador desde el punto de vista moral. Considerándolo desde la noción de construcción de Camap, y no de la de Husserl, supongamos que un amigo mío es fenomenalista camapiano y cree que todo lo que yo soy es una construcción ló­ gica que surge de sus datos sensoriales. ¿Puedo quedarme tranquilo si me dice que los juicios relevantes sobre sus datos sensoriales (los que “traducen” todas sus creencias sobre mí al sistema de la Aufbau) responden a las mismas “condiciones de verificación” que las creen­ cias que traducen? ¿Me equivoco si esto no me parece suficiente­ mente bueno?16 14. Der logische Aufbau der Welt (4a ed.), Hamburgo, Félix Meiner, 1974, sección 64, p. 86. 15. Debo a Abe Stone el haberme convencido de la magnitud de la influencia hus­ serliana sobre Camap, hasta -e incluyendo- el período de Der Aufbau. Stone observó que incluso la expresión Aufbau der Welt [“construcción del mundo”] está presente en Husserl (vol. VII de la colección Husserliana, p. 175, 11. 33-34). 16. Abe Stone me recuerda que Carnap no quería usar la lógica matemática para re­ producir la constitución del sistema husserliano, sino justamente librarla de este proble­ ma. “En particular, quiere reemplazar las supuestas verdades metafísicas -incluyendo

Si sus declaraciones de amistad e interés son declaraciones de una actitud para con sus propios datos sensoriales, entonces mi ami­ go es un narcisista. Una auténtica relación ética con otro presupone que tú adviertes que la otra persona es una realidad independiente y de ningún modo una construcción tuya. He aquí una de las numero­ sas descripciones críticas de la metafísica occidental combinada con epistemología formuladas por Levinas: Cualquiera sea el abismo que separa la psique de los antiguos de la conciencia de los modernos [...] la necesidad de retomar al comien­ zo, o a la conciencia, aparece como la tarea propia de la filosofía: re­ gresar a su isla para quedarse encerrada allí, en la simultaneidad del instante eterno, acercándose a la mens instanea de Dios (OB 78). El tono de burla es indudable. En contraste, según Levinas, La subjetividad de carne y hueso en la materia no es [...] un “mo­ do de certeza en uno mismo”. La proximidad de los seres de carne y hueso no es su presencia “camal”, no es el hecho de que asumen una determinada forma para la mirada, de que presentan un exte­ rior, unas esencias, unas formas, que ofrecen imágenes que el ojo absorbe (y cuya alteridad suspende fácil o ligeramente la mano que toca, la mano que aferra, anulando dicha alteridad merced al mero asimiento, como si nadie replicara a esta apropiación). Ni los seres materiales son reductibles a la resistencia que le oponen al esfuer­

las que tienen que ver con la prioridad metafísica- por verdades (convencionales) sobre el lenguaje. (De aquí que cita con aprobación a Nietzsche cuando éste dice que el “ego” es un artefacto del lenguaje, producto de que cada oración debe tener un sujeto” (comu­ nicación privada con Stone). Stone tiene razón, pero eso no quita que las “vivencias pri­ mitivas” (Urerlebnisse) del sistema de Camap siguen siendo lo que en lenguaje ordina­ rio llamamos mis experiencias, y no las de los seres humanos en general. (Para un análisis del fracaso de Camap en evitar el solipsismo, véase mi “Logical Positivism and Intentionality”, recogido en mi volumen Words and Life, Cambridge, Harvard Univer­ sity Press, 1994, págs. 85-98). Éste es uno de los motivos por los que Levinas no habría estado más satisfecho con el intento de Carnap de lo que lo estaba con el de Husserl.

zo que solicitan. [Piénsese en el “análisis” camapiano de la oración “un hombre está frente a m f’.] La subjetividad de carne y hueso en la materia, [...] el uno-para-el-otro en sí mismo, es la significatividad pre-original que da sentido, porque da (OB 78).17

La prueba cartesiana de la existencia de Dios Un examen de la interpretación leviniana de la prueba cartesia­ na de la existencia divina, según consta en la Tercera Meditación, acaso muestre mejor qué significado tiene para Levinas la indepen­ dencia del otro (Vautrui).x%Descartes afirma que la “infinitud” im­ plícita en la idea de Dios no podría ni haber sido concebida por su mente valiéndose únicamente de sus propios medios, sino que sólo pudo haber sido puesta en su mente por Dios mismo.19 Si al filósofo esto le parece una falacia atroz, puede que una de las razones sea que el filósofo piensa el “infinito” con el sentido que éste tiene en oraciones tales como “hay infinitamente muchos núme­ ros primos”. Pero no es esto lo que Descartes quiere decir. Más bien, como también lo vio Kant, hablar de Dios como “infinitamente sa­

17. Las acotaciones entre corchetes son mías. 18. De nuevo estoy en deuda con Abe Stone por señalarme la importancia de los análisis que Levinas hace de los argumentos cartesianos (por ejemplo, El 91-92; OB 146; LR 112 y 173-175). Stone dice (en comunicación privada): “Lo que hay que notar, pienso, tanto para entender bien a Descartes como a Levinas, es aquel momento al final de la Primera Meditación en el que Descartes habla de ser un prisionero que despierta en una prisión oscura. Levinas observa que esto representa una fase anterior al argumen­ to del cogito”. 19. En una referencia a este mismo argumento distinta a la de la nota previa, Levi­ nas escribe: “[El conocimiento] es en esencia una relación con lo que uno equipara e in­ cluye, con aquello cuya alteridad uno suspende, con lo que se vuelve inmanente, dado que está hecho a mi medida y a mi escala. Pienso en Descartes, que dijo que el cogito puede darse a sí mismo el cielo y el sol, y que lo único que no puede darse es la idea de infinito” (El 60). Levinas está contestando una serie de preguntas sobre su propio análi­ sis no de Dios, sino de la relación con los demás, planteado en las disertaciones publi­ cadas con el título de Time and the Other (TO).

bio” o “infinitamente grande” no es hablar matemáticamente en ab­ soluto.20 ¿Qué hacer, entonces? Convencionalmente se piensa que Des­ cartes tuvo que invocar la existencia de Dios porque sus argumentos “se metían en problemas”. Pero Levinas opina que lo que Descartes expone no es un paso en un razonamiento deductivo, sino una pro­ funda experiencia religiosa, una experiencia que podría describirse como la de una fisura, la de una confrontación con algo que rompió todas las categorías con las que contaba. En esta lectura, Descartes no está tanto probando algo como reconociendo algo, reconociendo una Realidad que él no podría haber construido, una Realidad que prueba su propia existencia por el hecho mismo de que su presencia en mi mente aparece como una imposibilidad fenomenológica. No es que Levinas acepte el argumento de Descartes, así inter­ pretado. Lo relevante es más bien que Levinas transforma dicho ar­ gumento sustituyendo a Dios por el otro. Tras esta transformación, la “prueba” pasa a ser: sé que el otro (Vautrui) no forma parte de mi “construcción del mundo” porque mi encuentro con el otro es un en­ cuentro con una fisura, con un ser que rompe mis categorías. Sin embargo, la analogía entre la descripción que Levinas hace de lo que él llama “una relación directa con el Otro” (El 57) y la que Descartes hace de su relación con Dios va más lejos aun. En efecto, así como para Descartes la experiencia de Dios en tanto alguien que viola su mente, alguien que “rompe” su cogito, conlleva un hondo sentido de obligación y una sensación de gloria, para Levinas la ex­ 20. “El concepto de infinito”, dice Kant, “proviene de las matemáticas y sólo le per­ tenece a éstas”. Y si bien “puedo llamar ‘infinita’ a la comprensión divina... esto no me ayuda en nada a poder determinar cuán grande es dicha comprensión. Vemos así que no puedo avanzar ni un paso en mi conocimiento de Dios aplicándole el concepto de infi­ nitud matemática”. La cita es de las págs. 361-362 de las “Lectures on the Philosophi­ cal Doctrine of Religión”, recogidas en The Cambridge Edition o f the Works of Immanuel Kant: Religión and Rational Theology, traducidas y editadas por Alien Wood y George Di Giovanni, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, págs. 345-451. Las lecciones fueron dictadas después de que se publicara la primera Crítica. Agradezco a Cari Posy por ayudarme a dar con este pasaje.

periencia del otro en tanto alguien que viola su mente, alguien que rompe su fenomenología, conlleva lo que he dado en llamar la “obli­ gación fundamental” de ponerse a disposición del otro, junto a la sensación de lo que Levinas define como “la gloria del Infinito”.21 De hecho, transferirle al “otro” los predicados que la teología tradi­ cional le atribuye a Dios forma parte de la estrategia regular de Le­ vinas (de aquí que hable de “responsabilidad infinita” para con el otro, de la imposibilidad de ver realmente el rostro del otro, de la “elevación” del otro, etcétera).

Qué hacer con esto Hay que tener presente que Levinas no pretende reemplazar la metafísica y la epistemología tradicional con una metafísica y una epistemología distinta, no tradicional. Sustituir el fenomenalismo de Camap o la fenomenología de Husserl por el realismo que suelen alentar muchos filósofos analíticos no le satisfaría en absoluto. Una metafísica así le inflige la misma violencia al punto de vista del agente que la que le inflige el fenomenalismo de Camap o la feno­ menología trascendental de Husserl. En la imagen metafísica realis­ ta, como lo remarcó Thomas Nagel (pero sin abandonar él mismo ese cuadro), el punto de vista del agente desaparece en favor de “la mirada desde ninguna parte”. Lo que Levinas quiere recordamos es precisamente la inderivabilidad de lo que he llamado la obligación fundamental a partir de cualquier imagen metafísica o epistemológica. Cada uno de los prin­ cipales tropos de Levinas - “responsabilidad infinita”, “rostro versus rastro”, “elevación”- se conecta con dos ideas fundamentales: que la ética se basa en la obligación hacia el otro, no en alguna “mismidad” empírica o metafísica entre yo y el otro, y que esta obligación fun­ damental es asimétrica. 21. Véase el cap. V, sección 2, “The Glory of the Infinite”, OB 140-162.

Responsabilidad infinita Ya he explicado qué es lo que creo que Levinas quiere decir cuando habla de “infinitud” en este contexto. ¿Pero qué pasa con la “responsabilidad”? Un antiguo precepto judío sostiene que kol Israel ’arevim z,é lazé: cada israelita es responsable del otro. El principio leviniano co­ rrespondiente es que cada ser humano es responsable del otro. Levi­ nas lo expresa en estos términos. Examinando un pasaje del Talmud (Sotá 37) en el que se habla de las varias ocasiones en las que Israel pactó con Dios, Levinas escribe: Un momento atrás, vimos qué parte desempeñó [en una observa­ ción del Rabí Mesharsheya] algo que se asemeja al reconocimien­ to del Otro, el amor al Otro. A tal punto que me ofrezco como ga­ rantía del otro, de su adhesión y fidelidad a la Ley. Su interés es mi interés. ¿Pero mi interés no es también el suyo? ¿No es responsa­ ble de mí? Y si lo es, ¿puedo responder por su responsabilidad pa­ ra conmigo? Kol Israel ’arevim zé lazé, “Todo Israel es responsable uno del otro”, lo cual significa: todos los que adhieren a la ley di­ vina, todos los hombres dignos de ese nombre, son responsables entre sí (LR 225-226). “Todos los hombres dignos de ese nombre son responsables en­ tre sí.” Pero a renglón seguido, Levinas pasa a subrayar la cuestión de la asimetría: Yo mismo tengo, siempre, una responsabilidad por sobre toda otra cosa, pues soy responsable, además, de su responsabilidad. Y si él es responsable de mi responsabilidad, yo sigo siendo responsable de la responsabilidad que él tiene para con mi responsabilidad. Ein lavadar so}\ “nunca terminará”. En la sociedad de la Torá, este pro­ ceso se repite hasta el infinito; más allá de cualquier responsabili­ dad que se le atribuya a todos y para todos, siempre está el hecho

adicional de que soy responsable de esa responsabilidad. Es un ideal, pero un ideal inseparable de la humanidad de los seres huma­ nos...

El valor del judaismo (para gentiles) La tesis que sostengo es que al comprender el pensamiento de este pensador tan original es de suma importancia entender dos co­ sas: que Levinas abreva de fuentes y temas judíos, y paradójicamen­ te, ya que es un judío ortodoxo, que universaliza el judaismo. Como sea, es preciso recordar que el judaismo leviniano deja ver una desconfianza “lituana” de lo carismático.22 Así como el cris­ tianismo valora el momento en el que un individuo siente la presen­ cia carismática del Salvador que entra a su vida, el judaismo, según lo presenta Levinas, desconfía de lo carismático. Así dice en “Una religión para adultos”: Mas todo el esfuerzo [del judaismo] -desde la Biblia hasta el cierre del Talmud en el siglo vi, pasando por muchos de sus comentaris­ tas de la gran era de la ciencia rabínica- consiste en que compren­ de la santidad de Dios en un sentido que contrasta profundamente con el numinoso significado del término. [...] El judaismo sigue siendo ajeno a cualquier regreso ofensivo de estas formas de eleva­ ción humana. Las denuncia como esencia esencia de la idolatría. Lo numinoso o lo Sagrado envuelve y transporta al hombre más allá de su poder y sus deseos, pero una libertad genuina se siente ofendida por este exceso incontrolable. [...] Al judaismo le parece

22. Algunos lugares de Lituania, sobre todo Vilna y Kovno, eran los epicentros de la cultura judía ashkenazi. Los judíos lituanos eran célebres por su insistencia en la ar­ gumentación rigurosa, así como por el desdén que sentían por la religiosidad entusiasta y carismática ligada al jasidismo. Levinas mismo nació en Kovno.

que este poder de lo Divino -sacramental, de algún modo- ofende la libertad humana y es contrario a la educación del hombre, que si­ gue siendo una acción sobre un ser libre. No es que la libertad sea un fin en sí mismo, pero sigue siendo la condición de cualquier va­ lor que el hombre pueda alcanzar. Lo Sagrado que me envuelve y transporta es una forma de violencia (DF 11-23). Y en “Por un humanismo judío”, Levinas escribe: “El no con el que los judíos, tan peligrosamente por siglos, han contestado a los llamados de la Iglesia no expresa una obstinación absurda, sino la convicción de que algunas verdades humanas importantes del Anti­ guo Testamento se pierden en la teología del Nuevo Testamento” (DF 275). ¿Cuáles son esas “verdades humanas importantes” que Levinas unlversaliza? Obviamente, la concepción que Levinas tiene del “judaismo” es a la vez selectiva e idiosincrásica.23 Pero no por capri­ cho. El judaismo rabínico se transformó cabalmente tras la caída del Templo. La transformación supuso someter todos los textos religio­ sos, incluyendo la Biblia judía misma, a un proceso interpretativo li­ teralmente interminable (David Hartman ha descripto recientemente al pueblo judío como una “comunidad interpretativa”) 24 La genera­ ción que fundara el judaismo rabínico, la generación que presenció la destrucción de Jerusalén y que comenzó la construcción de un nuevo modelo de adoración en Jabne, un modelo ya no basado en el Tem­ plo, incluyó figuras tales como Rabí Johanán ben Zakai, Rabí Gamaliel, Rabí Ieoshua ben Hanania y el inmensamente instruido Rabí

23. Por ejemplo, no es cierto que no hay corrientes “carismáticas” en el Judaismo. Piénsese en el jasidismo o en varias ramas del mesianismo. No obstante, hay que reco­ nocer que cuando se alude al Judaismo, la mayoría de las veces se alude a la variedad austera. El jasidismo normalmente queda de lado, siendo Buber y Herschel las grandes excepciones a la regla. 24. A Heart ofMany Rooms: Celebrating the Many Voices Within Judaism, Woodstock, Jewish Lights Publishing, 1999. [La tradición interpretativa. Buenos Aires, Altamira, 2004.]

Eliezer ben Hyrcanus. El Talmud cuenta (Baba Metzia 59 a-b) que en una disputa con otros miembros del grupo en Jabne, este último in­ vocó una serie de milagros (los cuales acontecieron) que incluían una “voz celestial” (bat kol) para probar que tenía razón y que había per­ dido el debate a pesar de la voz y de los milagros. “No le prestamos atención a una voz celestial”, le dijeron los rabíes a Dios, “pues tú has escrito ya en la Torá del Monte Sinaí: ‘postrarse ante una multi­ tud’.”25 El Talmud nos refiere la reacción de Dios. Rabí Natán, nos dice, al dar con el profeta Elias le preguntó qué había hecho Dios en ese momento. “Sonrió”, dijo Elias, “y exclamó: ‘¡Mis hijos me han vencido, mis hijos me han vencido!’” Si bien algunos comentaristas en el propio Talmud aseguran que los milagros sólo fueron sueños y que jamás ocurrieron, no queda duda de que en este crucial encuentro en Jabne el judaismo se des­ vió de lo que Levinas llama lo “numinoso”. De aquí en más, la au­ tonomía humana pasó a tener voz a la hora de determinar el sentido de los Mandamientos divinos.26 Es cierto que en el Pentateuco se muestra a Moisés teniendo una experiencia numinosa en el Sinaí, pero a dicha experiencia no se la toma como modelo de la experien­ cia religiosa propia del judío tradicional. Más bien, la postura de és­ te es la de quien siente la vivida experiencia de estar a las órdenes de un Dios del que él -o ella- no han tenido una experiencia numi­ nosa. El “rastro” de la presencia de Dios es la tradición, que da fe del mandato divino y de la comunidad interpretativa, la que a su vez sigue desentrañando el sentido de aquel. Levinas modifica esta situación, al menos por dos motivos. Pri­ mero que todo, el público al que se dirige, como ya lo señalé, no es sólo judío, sino la humanidad entera. Y segundo, aun cuando univer-

25. Éxodo 23: 2, que los rabíes sacaron de contexto para justificar el principio de que la ley judía se decide por el voto de la mayoría de los grandes eruditos. 26. Al respecto, véase Judaism as Living Covenant [El Judaismo como pacto vi­ viente], Woodstock, Jewish Lights Publishing, 1997, de D. Hartman, y Rational Rabbis [Rabíes racionales], Bloomington, Indiana University Press, 1997, de Menahem Fisch.

saliza ciertos temas judíos, no trata de convertir los gentiles al judaismo. No intenta imitar a San Pablo. No son las mitzvot (“man­ damientos”) en detalle lo que pretende que su público “universal” aprenda u obedezca (que es lo que debería hacer, entre otras cosas, para convertirse al judaismo), sino el mandato fundamental, que Rabí Hillel el Mayor formuló con dos expresiones famosas: “Ama a la humanidad”27 y “No le hagas al prójimo lo que odiarías que te ha­ gan a ti; ésta es toda la Torá, el resto es mero comentario”.28 De este modo, las “verdades humanas importantes del Antiguo Testamento”, según las interpreta Levinas, incluyen, a saber: 1) que todo ser humano debe sentirse mandado a estar a disposición ante la carestía, el sufrimiento, la vulnerabilidad del otro. Esto es tan obli­ gatorio para el alma propia como los mandamientos de amar a Dios y de amar al prójimo como a ti mismo lo son para quien practica el ideal normativo judío de piedad; en efecto, Levinas piensa, como Hillel, que “el resto es mero comentario”. 2) Que podemos -y debe­ mos- saber que es imposible dar cuenta, desde un punto de vista fi­ losófico, de quien nos manda actuar así. Lo que hace “judía” a esta tensión presente en el pensamiento leviniano es el notable hecho de que el Talmud, si bien fue gestado en un entorno helenístico en el que los eruditos aseguraban que toda persona culta conocía un poco de filosofía platónica y pos-platónica, no puede remitir a esa filoso­ fía de ninguna forma. Sólo un puñado de personajes judíos -Filón de Alejandría, por ejemplo- trataron de sintetizar filosofía griega y religión judía, y no fue sino hasta los siglos x, x i y x ii (con figuras tales como Saadia Gaaon, Bahya ibn Paquda y Abraham Ibn Ezra, además de, por supuesto, Maimónides) que esos intentos tuvieron influencia significativa (y aun entonces, la codificación que Maimó­ nides hizo de la ley judía era más influyente que su filosofía). 3) El conocimiento que tengo de que “yo en persona” he recibido un man­

27. Talmud de Babilonia (77?), PirqeiAvot, I: 12. 28. TB, Shabat 31a.

dato divino no sólo carece de una base metafísica; tampoco se apo­ ya en algo así como una epifanía personal. Solamente cuento con un “rastro” del que me manda, nunca con una epifanía.

El valor del judaismo (para judíos) Si bien es cierto que Levmas trata de universalizar valores judíos fundamentales cuando le habla al mundo gentil, también es verdad que, hasta cierto punto, se resiste al universalismo cuando le habla al mundo judío, sobre todo a los judíos integrados a la cultura mo­ derna, quienes, como él mismo, valoran muchos logros de esa cul­ tura. En un emotivo ensayo titulado “El judaismo y el presente”, Le­ vinas dice: Como secuela de la Liberación,29 los judíos se pelean con el Ángel de la Razón, que a menudo los tentó y que por dos siglos se ha ne­ gado a soltarlos. A pesar de la experiencia de Hitler y el fracaso de la asimilación, la gran vocación en la vida resuena como el llama­ do de una sociedad universal y homogénea (LR 255). Levinas insta luego a resistirse a este llamado del Ángel de la Razón. No obstante, la propuesta leviniana de resistirse a “una so­ ciedad universal y homogénea” no requiere combatir a los movi­ mientos liberalizadores que se dan dentro del judaismo, tales como el judaismo reformista. En las oraciones que prosiguen, de hecho, Levinas escribe: No tenemos que decidir ahora si la naturaleza de la vida moderna es compatible con el shabat y con los rituales alimenticios, o si de­ beríamos suavizar el peso de la Ley. Estas importantes cuestiones 29. La alusión a la “Liberación” muestra que se les habla a los judíos franceses, pe­ ro lo que Levinas dice a continuación les concierne a todos los judíos de la era moderna.

se les plantean a quienes ya eligieron el judaismo. Eligieron entre la ortodoxia y la reforma de acuerdo con sus ideas del rigor, el co­ raje y el deber. Algunos no necesariamente son hipócritas, otros no toman el camino más fácil. Pero en realidad es una rencilla domés­ tica. [Subrayado mío] Resistirse al Ángel de la Razón tampoco implica que uno crea en la verdad literal de la doctrina de que Dios le dio el Pentateuco -y en el judaismo tradicional, también la “Torá oral”, el Talmud- a Moisés en el Monte Sinaí. En la página siguiente y en la que sigue a ésta, Levinas dice: El judaismo ya había estado amenazado antes. La cosmología y la historia científica, en su momento, habían comprometido la sabidu­ ría de la Biblia, mientras que la filología había cuestionado el carác­ ter singular de la Biblia misma, disuelta en un océano de textos, que iban y venían en infinitas ondulaciones. La apologética optó por contestar estos ataques discutiendo los argumentos expuestos. Pero todos los creyentes los resistieron internalizando ciertas verdades re­ ligiosas. ¿Por qué preocuparse por las refutaciones científicas hechas a la cosmología bíblica si la Biblia no sólo contiene una cos­ mología, sino también imágenes necesarias para conformar una só­ lida certeza íntima, figuras que le hablan al alma religiosa, que mo­ ra en lo absoluto? ¿Por qué preocuparse si la filología y la historia cuestionan la fecha y el origen presuntos de los textos sagrados cuando dichos textos poseen un valor intrínseco? Las chispas sagra­ das de cada revelación individual han generado la luz necesaria, aun si se dispersaron en distintos momentos de la historia. El milagro de que converjan no es menos maravilloso que el milagro de que haya una fuente única (LR 255-256). En este punto, Levinas se sumerge en una dialéctica intrincada. “La eternidad de Israel no es el privilegio de una nación orgullosa o ilusa”, nos dice, “cumple una función en la economía del ser. Es in­

dispensable para que la razón misma actúe.” La justicia, según afir­ ma, “precisa una base estable”, y esta base no puede ser una mera abstracción, ni siquiera una razón abstracta, sino que sólo puede ser “una interioridad, una persona”. “Una persona es indispensable pa­ ra la justicia antes de ser indispensable para sí misma.” En una bre­ ve digresión, critica a Sartre señalando que los que destacan el com­ promiso en la obra sartreana olvidan que el principal interés de Sartre era garantizar la libertad de todo compromiso (degagément) en el seno del compromiso. Pero “soltar lastres ante los problemas que presenta la existencia a fin de elevarse aun más por sobre la rea­ lidad conduce, en última instancia, a la imposibilidad del sacrificio, es decir, la aniquilación del yo”, sostiene Levinas (LR 256). ¿Qué alternativa ofrece el judaismo al degagément, al intento de situarse por sobre la realidad o de hacer que la justicia descienda a la Tierra desde algún nivel abstracto? El judaismo afirma “la fideli­ dad a una ley, a un modelo moral”. Pero “no es el regreso a la con­ dición de una cosa cualquiera, pues esta fidelidad rompe el dócil he­ chizo de causa y efecto, permitiendo que a éste se lo pueda juzgar” (LR 256). Y en un párrafo que tiene llamativas reminiscencias de aquella afirmación de Rosensweig en La estrella de la redención se­ gún la cual el judaismo está absolutamente fuera de la dialéctica hegeliana de religiones y civilizaciones “histórico-mundiales”, Levi­ nas escribe: El judaismo es una no-coincidencia con su propia época, dentro de la coincidencia: en el sentido radical del término, es un anacronis­ mo, la presencia simultánea de un joven atento a la realidad e im­ paciente por modificarla, y una veteranía que lo ha visto todo y vuelve al origen de las cosas. Para el ser humano, el deseo de con­ formarse con la propia época no es el imperativo supremo, pero sí es una expresión característica del modernismo en sí; implica re­ nunciar a la interioridad y la verdad, resignándose a la muerte, y, en los espíritus bajos, darse por satisfecho con la jouissance. El mono­ teísmo y su revelación moral constituyen el cumplimiento concre­

to, más allá de cualquier mitología, del anacronismo primordial de lo humano (LR 256-257).30 Es de notar que esta defensa del particularismo judío está for­ mulada en un lenguaje universalista. Que la ética no puede fundar­ se en la razón, sino que debe fundarse en la aspiración de estar “ca­ ra a cara con el otro” (aun si lo único que vemos de los rostros ajenos es el “rastro”), en la voluntad de sacrificarse por el otro, de sustituir nuestro propio sufrimiento por el del otro, y que este man­ dato es semejante a una fisura en el ser, y que hay que resistirse por motivos morales a la pretensión occidental de incluirlo todo en una “mirada desde ninguna parte” (retomando la frase de Nagel): éstas son cosas que, si son ciertas, son ciertas para todos. Sin embargo, el ensayo que estoy citando es una apelación a que los jóvenes ju ­ díos no “le den la espalda al judaismo porque, cual sueño del que se despierta, éste no los ilumina lo suficiente sobre los problemas contemporáneos”. Se olvidan, les dice Levinas, de que la revelación ofrece claridad, pero no fórmulas; se olvidan de que el solo compromiso -el compromiso a cualquier precio, el que se precipita quemando las naves- [...] no es menos inhumano que la li­ bertad de compromiso dictada por el deseo de comodidad, un deseo que osifica a una sociedad que ha hecho de la ardua tarea del judais­ mo una mera confesión religiosa, un accesorio del confort burgués.31

30. Como ya me lo señalara Ephraim Meir, es a raíz de que Levinas hace de la fun­ ción del Judaismo una función ética que debe quedar fuera de la dialéctica; tiene que ha­ ber un punto desde el cual poder criticar el “desarrollo” histórico, y ese punto es la pers­ pectiva ética. Pero Levinas no es ingenuo; dicha perspectiva no es un conjunto de principios y códigos atemporales, sino algo más básico que todos los principios y códi­ gos. Sobre la relación entre ética y política, véase “Paix et proximité”, en Emmanuel Le­ vinas, Les Cahiers de la nuit surveillé 23, Lagrasse, Verdier, 1984, págs. 339-346, y “Li­ berté et commandement”, de 1953, reimpreso en E. Levinas, Liberté et commandement, París, 1994, págs. 27-53. Al respecto, véase asimismo Ephraim Meir, “miljama v ’shalom bejagut shel levinas”, Iyyun, 48, 1997, págs. 471-479. 31. LR 258.

¿Levinas está reduciendo lo que llama “judaismo” a su propio y único tipo de monoteísmo ético? Si se les preguntara qué es lo realmente distingue al judaismo or­ todoxo (y Levinas era un judío ortodoxo, si bien uno bastante hetero­ doxo), supongo que la mayoría de los judíos diría “el estudio y las mitzvot”. ¿Cómo entran éstos, si es que entran, en lo que Levinas lla­ ma “judaismo”? Pero antes debo explicar “el estudio y las mitzvot”. Mitzvá (plural mitzvot) se traduce como “mandato”, pero esa tra­ ducción es doblemente equívoca (aunque literalmente es correcta). Primero, es equívoca porque “mandato” no puede sino recordar “los Diez Mandamientos”, y éstos, en la Biblia judía, son los diez d'varim, los diez dichos, y no las diez mitzvot. En segundo lugar, es equí­ voca porque mientras que todas las religiones tienen “mandatos”, no todas tienen mitzvot. Lo característico de las mitzvot es que consti­ tuyen un sistema, un sistema cuya función es santificar todas las par­ tes posibles de la vida, incluyendo aquellas descriptas como “profa­ nas”. “Seguir las mitzvof ’ es toda una forma de vida, una forma de vida que en principio glorifica a Dios y ejemplifica con la justicia. La imagen de la obligación fundamental como algo análogo a un mandato de Dios (un mandato del Infinito) es central en el pensa­ miento de Levinas. Pero, por cierto, Levinas no dice que todos de­ ban seguir las mitzvot, por ejemplo, respetando el shabat judío u ob­ servando las leyes de alimentación. De hecho, es sorprendentemente tolerante con los judíos que piensan que la “vida moderna” requiere que “aligeremos el yugo de la Ley” (la decisión de cuáles mitzvot exactamente ha de seguir un judío practicante), quizá porque los ve como judíos que abandonaron la tradicional vida de devoción con el fin de responder al llamado de la justicia. El estudio es una de las mitzvot, pero también se lo describe co­ mo “equivalente a todas” ellas y las buenas acciones juntas, dado que lleva a ellas.32

32. TB, Kidushín, 40 b.

Lo más distintivo de la religiosidad judía tradicional es su énfa­ sis en el estudio, sobre todo en el estudio del Talmud (después de la Biblia, el texto fundante -o mejor dicho los textos fundantes- del judaismo), y en la interpretación de la ley judía. Mientras que no he podido dar con algún análisis extenso de las mitzvot en la obra de Levinas, en su insistencia en el estudio de los textos judíos sí se integra de lleno a la tradición. Aunque no es, se­ gún los parámetros académicos, un talmudista prestigioso, Levinas nunca se cansa de interpretar y disertar sobre algunos pasajes del Talmud, a menudo encuentra su propia filosofía en esos pasajes, y no por eso deja de transmitir el gozo que le produce estudiar el Tal­ mud. En “El judaismo y el presente”, tras subrayar el carácter “ana­ crónico” del judaismo y explicar de qué forma difiere de “la falsa eternidad” (la eternidad de “civilizaciones muertas como Grecia o Roma”, LR 257), Levinas prosigue diciendo: Mas este contenido esencial, que la historia no puede tocar, no se puede aprender como un catecismo o resumir como un credo. Ni se restringe a la manifestación formal y negativa del imperativo ca­ tegórico. No puede ser sustituido por el kantianismo, ni, en un ni­ vel aun menor, se lo puede obtener a partir de algún privilegio par­ ticular o algún milagro racial. Se adquiere a través de una forma de vida que es a la vez un ritual y una sentida generosidad, y en la que la fraternidad humana y la atención al presente se reconcilian con una distancia eterna respecto del mundo contemporáneo. Es un as­ cetismo, como el entrenamiento de un luchador. Se adquiere y se mantiene, en conclusión, en ese singular tipo de vida intelectual que se conoce como estudio de la Torá, esa revisión permanente y actualizada del contenido de la revelación, en la que se puede juz­ gar cualquier situación de la aventura humana. Y es aquí precisa­ mente donde se puede hallar la Revelación: aún no se habían tira­ do los dados, los profetas o sabios del Talmud no sabían nada de antibióticos o energía nuclear; pero las categorías para entender estas novedades ya estaban a disposición del monoteísmo. Es la

eterna anterioridad de la sabiduría con respecto a la ciencia y la historia. Sin ella, el éxito equivaldría a la razón y la razón simple­ mente sería la necesidad del hecho de vivir en la propia época (LR 257). Aquí, así pues, es donde la universalización del judaismo se de­ tiene y la resistencia al universalismo comienza. Es cierto, cuando Levinas se dirige a los gentiles (o al así llamado “público general”) también opone la universalización de la razón abstracta, también en­ seña que es “en la interioridad, en una persona” donde deberíamos buscar un cimiento estable para la justicia y la ética. Pero jamás tra­ ta de decirles a los gentiles qué es lo que podría ser para ellos el equivalente del “ritual y la sentida generosidad” del judaismo tradi­ cional, el equivalente de “ese singular tipo de vida intelectual que se conoce como estudio de la Torá”.

Dios no tiene otro contenido que la relación con el otro Para Levinas, Dios, o “el Infinito”, es insistematizable.33 Lo cual no significa que la idea carezca de contenido, pues existe la posibi­ lidad (se acusa a Buber de haberla pasado por alto) de que “la tras­ cendencia sin un contenido dogmático pueda recibir algún conteni­ do desde la dimensión de la elevación” (LR 70), o sea, desde la experiencia que tengo de “la gloria del Infinito” gracias a la “eleva­ ción del otro”. He aquí una descripción de esta posibilidad: El ego, despojado de su subjetividad burlona e imperialista por el trauma de la persecución, se ve reducido al “heme aquf’ [hineni]

33. “Ningún tema, ningún presente tiene capacidad para el Infinito” (OB 146).

como testigo del Infinito, pero un testigo que no tematiza aquello de lo que da testimonio, y cuya verdad no es la de la representación, no es evidencia.34 Existe el testimonio -una estructura única, una excepción a la regla del ser,35 irreductible a la representación- só­ lo del Infinito. Lo infinito no comparece ante aquel que da testimo­ nio de él. Es mediante la voz del testigo que se glorifica la gloria del Infinito (OB 146). Sin embargo, a pesar del sentimiento religioso que percibimos aquí, el Infinito no posee otro contenido más allá de su contenido ético. Levinas es muy claro al respecto. Por ejemplo, en una de sus conversaciones con Philippe Nemo, él mismo plantea la pregunta sobre el contenido de la palabra “Dios” en sus escritos, y responde: Usted piensa: ¿qué pasa con la Infinitud que anunciaba el título To­ talidad e infinitol A mi entender, el Infinito adviene en la significatividad del rostro. El rostro significa el Infinito. Nunca aparece co­ mo un tema, sino en esta significatividad misma; es decir, el hecho de que cuanto más soy, más responsable soy; nunca se está a la par del Otro (El 105). Lo que alguien religioso querrá preguntar es: ¿por qué esto no es ateísmo? Es cierto, veo en los escritos de Levinas sobre religión no una intolerancia ante las demás religiones, sino una intolerancia an­ te otras sensibilidades religiosas que no sean la suya propia que me recuerda la intolerancia del ateo.

34. Levinas usa aquí el concepto de “evidencia” en el sentido de una presencia o una revelación, no en el sentido de la “evidencia de una hipótesis”. 35. En el párrafo siguiente, Levinas conecta esta idea de una “excepción a la regla del ser” con la prueba cartesiana que analizamos antes: “La idea del Infinito, que para Descartes se alberga en un pensamiento que no puede contenerla, expresa la despropor­ ción entre la gloria y el presente” (OB 146).

Valoración y algunas objeciones ¿Cómo identificar la contribución específica que Levinas le ha hecho al pensamiento del siglo xx? ¡Afirmar, como lo hace la sobre­ cubierta de The Levinas Reader, que él “inspiró a Derrida, Lyotard, Blanchot e Irigaray” no es, para todos nosotros, un puro elogio! Comienzo con una observación hecha por Harry Frankfurt (en una conversación privada), para señalar que hay un cierta similitud entre el pensamiento de Levinas y el de los intuicionistas éticos. Lo que me propongo es identificar tanto la parte de verdad que hay en esta comparación como los límites de una comparación semejante. Como los intuicionistas, Levinas no recurre a argumentos abstrac­ tos para fundamentar la ética. Lo que he dado en llamar “la obligación fundamental de decirle hineni al otro” es algo que se supone que uno debe sentir, no algo a lo que llegar mediante un razonamiento abstrac­ to. Pero sí existe una diferencia importante, sobre todo con Moore: el percibir mi obligación para con el otro en toda su dimensión se basa en mi relación con el otro en tanto persona. Para Moore, la intuición ética es casi platónica: percibo una “cualidad no-natural”. Para otros intuicionistas, no es la “bondad” de Moore lo que se supone que de­ bo intuir, sino la obligación como tal. Pero para Levinas, si hay algo que “intuyo” es la presencia de la otra persona. Considerado desde esta perspectiva, parecería que Levinas está más cerca de Hume que de los intuicionistas. También para Hume, después de todo, la ética se basa en nuestras reacciones ante la gen­ te, no ante universales platónicos u otras entidades “no-naturales”. Mas, como ya hemos visto, hay una diferencia importante: para Hume, la condición sine qua non es la percepción de la mismidad del otro, mi simpatía por el otro. Levinas nos dice, no obstante, que eso no es suficiente. Si sólo te sientes obligado ante aquellos con quienes simpatizas, o si sólo simpatizas con aquellos a los que ves “como yo”, entonces no eres ético en absoluto (argumento ya for­ mulado por Kant). De hecho, diría Levinas, sigues atrapado en tu propio yo, o sea, tu “ética” es, en el fondo, mero narcisismo.

Al mismo tiempo, Levinas está muy lejos de Kant. Para éste, la ética es fundamentalmente una cuestión de principios y de razón; la experiencia de la “dignidad” que implica aceptar un principio y actuar de acuerdo con un principio que proviene de la sola razón es la experiencia ética par excellence. Para Levinas (y en esto coincido con él), la experiencia indispensable es la de responderle a otra per­ sona, siendo que ni esa otra persona ni mi respuesta son vistos, en ese momento crucial, como ejemplos de universales. El otro no es el ejemplo de alguna abstracción, ni siquiera de la “humanidad”; es quien es. Y mi respuesta no es una instancia de aplicación de algu­ na regla abstracta, ni siquiera del imperativo categórico. Es simple­ mente cuestión de hacer aquello que se “me llama” a hacer, allí y en esa ocasión. Lo original de esto (y creo que lo importante y contundente) es la idea de que la ética puede -y debe- basarse en una relación con la gente, pero una relación totalmente despojada de narcisismo, y el acento que se pone en que para librarse del narcisismo hay que res­ petar la “alteridad” del otro, las múltiples diferencias del otro. La conciencia que tengo de mi obligación ética no ha de depender de algún “gesto” (literal o figurativo) de “comprensión” del otro. No sé de otro filósofo que haya combinado tan intensamente la idea de que la ética se basa en la percepción de las personas, no de las abstrac­ ciones, con la idea de que la percepción ética debe respetar plena­ mente la alteridad. La tercera idea central en Levinas, tan central que es difícil hallar algún lugar en el que Levinas le responda a un interlocutor sin mencionarla, es la de la asimetría de la relación ética. La actitud pri­ mordial (la llamo “actitud” aunque Levinas no lo haga), es decir, el sine qua non leviniano para entrar a la vida ética -lo que equivale a la vida humana, en cualquier sentido en que ésta sea “digno de ese nombre”- , implica reconocer que se está obligado a ponerse a dis­ posición de la necesidad del otro sin considerar a la vez que el otro también está obligado. Al respecto, Levinas es lo más opuesto que hay a un “contractual ista”.

Cuando afirmo que, para Levinas, la vida ética es la única vida que puede, en un sentido normativo, ser llamada “humana”, no es­ toy meramente “elogiando” la vida ética (como Richard Rorty po­ dría expresarlo). En la fenomenología de Levinas, no haber entrado a la vida ética, no estar “obsesionado” con “la elevación del otro”, es estar atrapado en el propio ego. En este perspectiva, sin la ética ni siquiera se puede acceder al mundo. Todo esto me resulta enérgico y emotivo. Pero quiero concluir con algunas críticas a ciertos aspectos de la filosofía de Levinas que me resultan problemáticos. En otra de las conversaciones con Philippe Nemo, Levinas dice: En alguna otra parte he dicho -no me gusta traer este tema a co­ lación, porque hay otras reflexiones que lo completan- que soy responsable de las persecuciones que padezco. ¡Pero sólo yo! Mis “allegados” o “mi pueblo” son ya otros, y para ellos, exijo justi­ cia. [Philippe Nemo] ¡Tan lejos va usted! [Levinas] Dado que soy responsable incluso de la responsabilidad del otro. Estas son formulaciones extremas, que no hay que sacar de contexto. En el plano concreto, son muchas otras las considera­ ciones que intervienen y que exigen justicia aun para mí. En la práctica, las leyes descartan ciertas consecuencias. Pero la justicia sólo tiene sentido si retiene el espíritu de desinterés que anima la idea de responsabilidad para con el otro hombre. En principio, el yo no se sustrae a sí mismo de su “primera persona”; él sostiene el mundo. Al constituirse en el movimiento mismo en el que ser res­ ponsable del otro recae sobre ella, la subjetividad llega al punto de sustituir al otro. Asume la condición -o la incondición- de rehén. La subjetividad como tal es inherentemente un rehén; responde hasta expiar a los otros. Uno puede escandalizarse por esta concepción utópica, y para

un yo, inhumana. Pero la humanidad de lo humano, la verdadera vi­ da, está ausente (El 99-100).36 He de admitir que soy uno de los que están “escandalizados por esta concepción utópica, [...] inhumana”. No es esto lo que quiero resaltar de esta cita, pero permítaseme decir que puedo aceptar to­ das las intuiciones levinianas que me resultan movilizadoras sin coincidir en que, ante la ausencia de las condiciones que “intervie­ nen en el plano concreto”, soy responsable hasta el punto de ser res­ ponsable de mi propia persecución (en otros contextos: al grado de ofrecerme como sustituto del otro -piénsese en un campo de con­ centración-, al grado del martirio). Es cierto que aquel que no daría su vida por alguien, por su familia, sus amigos o incluso todo su pueblo, no ha alcanzado el nivel de “la vida humana, la verdadera vida”. No es necesario que Levinas lo diga; los utilitarios lo saben muy bien. También es cierto que aquel que daría su vida por una ideología o por una causa abstracta pero no por otra persona ha per­ dido, de manera distinta, “la vida humana, la verdadera vida”. Pero no es preciso llevar tan lejos la “asimetría” de la relación ética co­ mo lo hace Levinas. Siendo un aristotélico incorregible como soy, yo no la llevaría tan lejos. Creo que es a raíz de que piensa la ética como la totalidad de “la vida verdadera” que Levinas actúa así. Pe­ ro ser sólo ético, aun si se lo es hasta el punto de martirizarse, es vi­ vir una vida unilateral. He dicho, sin embargo, que no es eso lo que quiero resaltar de la cita. Más bien deseo concentrarme en unas pocas palabras que pue­ den parecer incidentales: “En el plano concreto, son muchas otras las consideraciones que intervienen y que exigen justicia aun para mí”.

36. Levinas quiere decir que la verdadera vida (la vida humana en el sentido nor­ mativo de “humano”) está ausente si uno se limita a “escandalizarse”. El párrafo conti­ núa: “La humanidad en el ser histórico y objetivo, la genuina irrupción de lo subjetivo, del psiquismo humano, en su original estado de vigilia o lucidez, es el ser que se desha­ ce su condición de ser: el desinterés”.

No estoy disgustado con la idea de que se requiere justicia por la necesidad de reconciliar demandas éticas en conflicto. (La idea de que se puede explicar la necesidad de justicia en términos puramen­ te naturalistas me parece equivocada.) Lo que me molesta es que es­ ta dialéctica de una afirmación extrema seguida por una afirmación vaga, al punto de que “en el plano concreto, son muchas otras las consideraciones que intervienen y que exigen justicia aun para m f’, se da más de una vez en los textos de Levinas. Por ejemplo, en De otro modo que ser: “Esta condición o incondicionalidad de ser un rehén habrá de ser al menos una modalidad esencial de la libertad, el primer accidente -y no uno empírico- de la libertad, orgullosa de sí, orgullosa del ego”. A continuación de esto sigue: Sin duda, pero éste ya es otro tema, la responsabilidad que tengo de todos puede y debe manifestarse también en ponerse límites. En el nombre de esta responsabilidad ilimitada, puede convocarse al ego para que también se ocupe de sí mismo. El hecho de que el otro, mi prójimo, es asimismo un tercero respecto a otro, que también es un prójimo, es el origen del pensamiento, la conciencia, la justicia y la filosofía (OB 128). Levinas parece aquí reafirmar su visión “utópica” e “ilimitada” de la responsabilidad humana y, simultáneamente, convencemos de que en la práctica no es tan utópica, después de todo. Estoy de acuer­ do en que no se debería exigir responsabilidad ilimitada en la prác­ tica; pero no sólo porque soy el prójimo de mi prójimo. Antes mencioné a Aristóteles. Él es quien nos enseñó que para amar a los demás hay que ser capaz de amarse a uno mismo. Esta noción le resulta completamente extraña a Levinas, para quien, se­ gún parece, como máximo puedo considerarme amado por aquellos a quienes amo.37 Pero creo que Aristóteles tenía razón. También des­ 37. niana.

Conversando con Millie Heyd, la escuché formular esta crítica a la ética levi-

cribí a la combinación de ética y fenomenología propia de Levinas como “unilateral”. Pienso que es por eso que su relación con Buber es básicamente una relación de competencia. En lugar de ver a Bu­ ber como alguien que identificó una relación “Yo-Tú” distinta de la de él, como alguien que identificó otra condición sine qua non para la “verdadera vida”, Levinas debe verlo como alguien que (induda­ blemente tuvo intuiciones al respecto, pero) estaba equivocado. Pe­ ro la vida ética tiene más de una condición sine qua non. Como es sabido, Isaiah Berlin dividió a los pensadores en “eri­ zos” (que saben “una sola gran cosa”) y zorros (que saben “muchas cosas pequeñas”). Pero, pace Berlin, no se trata tan sólo de elegir entre erizos y zorros. En lo que a la vida ética respecta, hay unas po­ cas “grandes cosas” que hay que saber. Necesitamos muchos erizos. Pero no cabe duda de que uno de los “erizos” a los que tenemos que escuchar es Emmanuel Levinas.

Difícil libertad Ensayos sobre el ju d aism o

EMMANUEL LEVINAS

Traducción: N ilda Prados

A la memoria de un amigo, Doctor Henri Nerson A la memoria de una enseñanza que exalta esa amistad

Prólogo

Los ensayos reunidos en este volumen -cuya redacción abarca los años que nos separan de la Liberación- son testimonio de un judais­ mo recibido a través de una tradición viva y alimentada por la refle­ xión a propósito de textos severos más vivos aún que la vida misma. Bíblicos y rabínicos, esos textos antiguos no sólo atraen la curiosidad erudita de los filólogos que se acercan a ellos, sino por ese mismo he­ cho, se ponen en una posición ventajosa. Responden a problemas que no se limitan a los que remiten a influencias literarias y fechas. Es preciso tener el oído alerta: quizá todo fue pensado -antes que la Edad Media recubra Europa- por pensadores a quienes preocupaban poco los desarrollos y que ocultaban sin dificultad -incluso a los his­ toriadores futuros- el aspecto más agudo de sus problemas reales. Muchas de las páginas que se leerán aquí buscan la exégesis difícil di­ simulada detrás de las ingenuidades aparentes de los comentarios ar­ caicos. Estas páginas quieren, muy humildemente, celebrarla. Poco tiempo después de las exterminaciones nazis que vinieron a producirse en una Europa evangelizada desde hacía más de 15 si­ glos, el judaismo se orientó hacia sus fuentes. Es el cristianismo quien lo había hasta entonces habituado, en Occidente, a considerar esas fuentes como silenciadas o bajo oleadas más vivas. Volver a ser judío después de las masacres nazis significaba entonces tomar de nuevo posición respecto del cristianismo, en un plano incluso distin­ to de aquél en el que se ubicó soberanamente Jules Isaac.

Pero el retomo a las fuentes se organizó de inmediato en función de un tema más importante y menos polémico. La experiencia nazi implicó para muchos judíos el contacto fraterno con personas cris­ tianas que les aportaron todo su corazón, es decir, que arriesgaron todo por ellos. Ante el crecimiento del Tercer Mundo, ese recuerdo sigue siendo precioso. No para complacerse en las emociones por él suscitadas, sino en la medida en que nos evoca un prolongado vecin­ dario a través de la historia, la existencia de un lenguaje común y de una acción donde nuestros destinos antagonistas se revelan comple­ mentarios. ¡Gracias a Dios, no vamos a predicar a favor de sospechosas cru­ zadas para “estrechar las filas entre los creyentes”, para unirse “en­ tre espiritualistas” contra el materialismo creciente! Como si tuvié­ ramos que oponer algún frente a ese Tercer Mundo devastado por la miseria; como si toda la espiritualidad de la tierra no estuviera con­ tenida en el gesto de alimentar; y como si de un mundo arruinado tu­ viéramos que salvar algún otro tesoro que no fuera el don -que pe­ se a todo recibió- de sufrir por el hambre del prójimo. “ ¡Grande es el alimento!” dice Rabí Yochanan en nombre de Ra­ bí Yossi ben Kisma (Sanedrín 103 b). El hambre del otro -y a sea apetito camal o hambre de pan- es sagrado; sólo el hambre de un tercero pone límites a ese derecho; el único materialismo malo es el nuestro. Esta desigualdad primera define quizás al judaismo. Condi­ ción difícil. Inversión del orden aparente. Inversión siempre a reco­ menzar. Allí encuentra su origen el ritualismo por el cual el judío queda consagrado a un servicio sin buscar recompensa, a una carga que lleva y cuyo costo asume, una forma de comportamiento que implica riesgos y prebendas. Esto es, en su sentido original e irrecu­ sable, lo que significa el término griego liturgia.

Más allá de lo patético No dejéis que entren el santuario borrachos. Comentario de Rashi sobre Levítico 10:2

Ética y espíritu*

I. La moral aburrida Se podría tener la impresión, considerando publicaciones que definen la ideología del cristianismo social, tales como la revista Esprit, que el cristianismo, incluso el católico, se orientaría hacia una interpretación menos realista de las fórmulas dogmáticas que soste­ nían la vida religiosa de los fieles. Según el magistral trabajo presen­ tado recientemente por el señor André Seigfried,1 en ciertas iglesias protestantes ¿la religión no se confunde acaso por completo con la moral y la acción social? Impresión puramente ilusoria en lo que atañe al catolicismo. La reciente promulgación de un dogma nuevo muestra hasta qué punto es fiel la adhesión de la Iglesia a una noción del espíritu que no excluye la afirmación realista de hechos irracionales, sino que extrae su signi­ ficación de las experiencias íntimas, impenetrables desde afuera. De modo que nosotros no nos permitiremos discutir al respecto. Quisié­ ramos sin embargo subrayar que para los mismos católicos otras sig­ nificaciones de lo espiritual son posibles. En efecto, en un estudio

* Publicado en la revista Évidences, 1952, N° 27. 1. Cahiers de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, N° 23, André Latreille, André Siegfried: “Les forces religieuses et la vie politique - le catholicisme et le protestantisme” (Librairie Armand Colin, 1951).

acerca del catolicismo, llevado a cabo con una inhabitual grandeza en las consideraciones, y animado con toda la experiencia moderna, el profesor Latreille, a un tiempo que demuestra la presencia vigilante de la Iglesia en las discusiones de los problemas materiales e intelectua­ les de la actualidad, reconoce también2 la existencia de “dos tipos de catolicismo europeos, muy diferentes, a veces vigorosamente opues­ tos [ . . Uno de ellos mediterráneo, “[...] cercano aún del viejo ideal de cristiandad donde una práctica popular extendida, una adhesión a las devociones externas, colectivas, tradicionales, alimentan el horror a toda disidencia religiosa, a toda concesión al liberalismo y a la indi­ ferencia del Estado [ . . este primer catolicismo “[...] gustoso le re­ procharía al segundo [...]” -al catolicismo septentrional- “sus teme­ ridades, haciéndolo sospechoso de sacrificar la integridad de la doctrina por la vía de concesiones a un modernismo inadmisible, in­ cluso por la búsqueda de concordia y pacificación según la modalidad trazada por el irenicus, por una voluntad de transacción con las otras confesiones que desconocería las características y los derechos de la verdadera Iglesia”. Y el profesor Latreille agrega: “En el curso de estos últimos años, parece que la tendencia intransigente hubiera lo­ grado determinar, en la vertiente del pontificado, un endurecimiento respecto de los teólogos sospechados de favorecer mediante su ense­ ñanza las tendencias temidas y quizá también en cuanto a los emprendimientos apostólicos cuya forma se considera demasiado audaz. (Encyclique humani generis, aogosto 1950)”.3 Incluso en el protestantismo, un movimiento semejante de orto­ doxia más rigurosa parece dibujarse. Como si el cristianismo se sin­ tiera vaciado apartándose del dogma y de su interpretación realista. Percibimos un testimonio de ello en el libro titulado Protestantismo, publicado inmediatamente después de la Liberación, donde se pre­ sentan reunidos diferentes estudios de teólogos, profesores y escri­

2. Idem, págs. 146-147. 3. La preocupación por el ecumenismo del Papa Juan XXIII parece indicar una nue­ va orientación en la tendencia.

tores protestantes. El invierno pasado, una serie de hermosos artícu­ los del señor R. Mehl, en Le Monde, confirmaba ese retomo ortodo­ xo o por lo menos, la nostalgia de ese retomo, la búsqueda de otras formas que las de la ética para la expresión y la vida religiosas. Los judíos han pensado largo tiempo que todas las situaciones donde la humanidad reconoce su camino religioso encuentran en las relaciones éticas su significación espiritual, es decir, su verdad para adultos. Por consiguiente, pensaban de una manera muy vigorosa la moral. Se sentían ligados a ella como a un patrimonio inalienable. Incluso en el siglo xix, cuando el judaismo ingresó a la comunidad de naciones occidentales, la reivindicaba como razón de ser. Estaba persuadido de que sobrevivió mantener en su pureza la enseñanza de los profetas. En un mundo donde, a la manera de los bienes materia­ les, los valores espirituales se ofrecían a quien quisiera enriquecer­ se, valía la pena mantener la moral, aunque uno siguiera siendo un pobre judío, incluso si uno no seguía siendo judío pobre. Y sin embargo, una prolongada frecuentación del cristianismo en Occidente pudo crear un estado de inquietud, aun en los judíos since­ ramente apegados al judaismo, habiendo conservado a través de sus recuerdos de familia un vínculo afectivo con los símbolos de la exis­ tencia judía. La moral, la acción social, la preocupación por la justi­ cia, todo esto sería excelente. ¡Pero no sería sino moral! ¡Una prope­ déutica terrestre! Demasiado abstracta para satisfacer una vida interior. Demasiado pobre en figuras de estilo para contar la historia de un alma. Sin la sustancia propia de una literatura, de un drama. Y, en efecto, ¡todo eso no dio nunca otra cosa que salmos!

II. Ese "pobre" siglo xix Esta inquietud tiene su causa, pero ella no depende de la moral judía. Separada cada vez más de la tradición y de las exégesis rabínicas, la moral ofrecida en los templos de Occidente ya no contenía un

mensaje que justificara un mensajero. Se asemejaba cada vez más a las fórmulas generosas pero generales de la conciencia moral euro­ pea. La conciencia moral europea, ¡existía! Feliz época en la cual los siglos de civilización cristiana y filosófica no habían revelado to­ davía, en la aventura hitleriana, la fragilidad de sus obras. Nunca la moral profética había parecido más conformista, ni la célebre mi­ sión de Israel más próxima a concluir. Y por cierto la antigüedad del mensaje, la existencia de un Moi­ sés o de un Isaías en una época en la que Grecia estaba todavía hun­ dida en la barbarie, son eficaces para impactar la imaginación. Pero el mérito histórico no redime de una supervivencia inútil. En el or­ den del espíritu, los derechos jubilatorios no existen. Sólo una actua­ lidad brillante puede invocar sin que pierdan su rango sus méritos pasados o, incluso, inventar otros nuevos. ¿Continuaban aportando los judíos, al menos, la moral profética a los pueblos con el ejemplo de sus vidas? Las virtudes que, en las épocas más sombrías de la Edad Media, suscitaban la admiración de los cristianos de buena fe, se estremecieron violentamente como los muros del gueto. Otras las reemplazaron, pero los judíos asumieron, con todas las libertades, mucho de la violencia del mundo moderno. Adhirieron con alegría a todos los nacionalismos, pero también car­ garon con todas las querellas y todas las pasiones. Israel no se vol­ vió peor que el mundo que lo rodeaba, aunque los antisemitas con­ sideren lo contrario. Pero dejó de ser el mejor, el más fuerte, y lo peor es que esto era una de sus ambiciones. Quizás, a partir de esta época, la presencia judía se manifestara de preferencia en la participación de los israelitas en los movimien­ tos liberales y sociales -en la lucha por los derechos del hombre, por una justicia social activa- que en los sermones de las sinagogas emancipadas. Todos esos negadores de la tradición, todos esos ateos, todos esos insurgentes se suman, sin saberlo, a la divina tradición de la justicia intransigente que por anticipado expía las blasfemias. Con esos rebeldes, el judaismo apenas absorbido en el mundo que lo ro­ deaba, ya se oponía a él en un aspecto. Pero en esta manifestación, se

vio privado de su propio lenguaje. Teniendo sólo voluntad se volcó a un pensamiento prestado para entenderse a uno mismo. No se puede, en efecto, ser judío por instinto; no se puede ser judío sin saberlo. Es necesario desear el bien con todo el corazón y, a la vez, no desearlo simplemente siguiendo el impulso ingenuo del corazón. Mantener y a la vez quebrar ese empuje, el rito judío, ¡quizás sea eso! ¡La pasión desconfiando de su pathos, convirtiéndose y reconvirtiéndose en con­ ciencia! La pertenencia al judaismo supone un rito y una ciencia. La justicia es imposible para el ignorante. El judaismo es una forma ex­ trema de la conciencia. Partiendo de allí, ¿es entonces posible que un renacimiento ju ­ dío se produzca bajo el signo de lo Irracional, de lo Numinous, de lo Sacramental? Tales son, en efecto, las categorías religiosas que nos buscamos. ¡Nos hace falta una Santa Teresa entre nosotros! ¿Se puede aún ser judío sin Kierkegaard? ¡Felizmente existieron la corriente mística y ascética del judaismo tradicional y la cábala! Pero no cabe alarmarse: se puede ser judío sin los santos. El misti­ cismo y la cábala no tienen derecho de ciudadanía en el alma judía sino en la medida en que ella está plena de ciencia talmúdica. Cien­ cia talmúdica -despliegue del orden ético hasta la salvación del al­ ma individual-. ¡Ah! Hasta qué punto el moralismo del siglo xix, pese a todas sus ingenuidades, comienza a brillar con un nuevo res­ plandor ante nuestros ojos hastiados. Tenía por lo menos un méri­ to: quería interpretar al judaismo como una religión del espíritu. Punto esencial, incluso si, desde la perspectiva de una juventud fa­ miliarizada con los encantos de los mitos y de los misterios, se muestra anémico y como si se hubiera vaciado de toda sustancia es­ pecíficamente religiosa.

III. Espíritu y violencia4 Nada es más equívoco que el término “vida espiritual”. ¿No se lo podría precisar excluyendo de él toda relación con la violencia? Pero la violencia no se encuentra sólo en una bola de billar que cho­ ca con otra, en la tormenta que destruye una cosecha, en el amo que maltrata al esclavo, en un Estado totalitario que degrada a sus ciuda­ danos, en la conquista guerrera que somete a los hombres. Es vio­ lenta toda acción que se impulsa como si uno fuera el único que in­ terviene, como si el resto del universo sólo estuviera allí para recibir la acción; es violenta también, por lo tanto, toda acción que sopor­ tamos sin ser desde todo punto de vista sus colaboradores. Prácticamente toda causalidad es en ese sentido violenta: la fa­ bricación de algo, la satisfacción de una necesidad, el deseo e inclu­ so el conocimiento de un objeto. La lucha y la guerra también, don­ de el otro es buscado en la debilidad que deja traslucir su persona. Pero la violencia está también, en gran parte, en el delirio poético y el entusiasmo con los cuales sólo ofrecemos una boca a la musa que se sirve de ella para hablar; en el temor y el temblor donde lo Sagra­ do nos arranca de nosotros mismos; está en la pasión, así fuera de amor, que lleva en el flanco la herida de una flecha pérfida. ¿Pero una causa sin violencia es acaso posible? ¿Quién recibe sin sentirse sacudido? Que los místicos guarden la calma: nada pue­ de violentar a una razón. La razón contribuye con lo que interpreta. El lenguaje actúa sin someter, incluso cuando es vehículo de un or­ den. Razón y lenguaje son exteriores a la violencia. El orden espiri­ tual, ¡son ellos! Y si la moral debe verdaderamente excluir la violen­ cia, es preciso que un lazo profundo vincule razón, lenguaje y moral.

4. Debemos a la gran tesis del señor Éric Weil -cuya importancia filosófica y la te­ nacidad lógica se impondrán- el uso sistemático y vigoroso del término “violencia”, en su oposición respecto de “discurso” (Logique de la philosophie, París, Vrin, 1951). Le damos sin embargo un sentido diferente -como ya lo hemos hecho en nuestro artículo de la Revue de métaphysique et de morale, febrero-marzo de 1951, donde lo empleamos.

Y si la religión coincide con la vida espiritual, es necesario que sea esencialmente ética. Inevitablemente un espiritualismo de lo Irracio­ nal es una contradicción. Ligarse a lo sagrado es infinitamente más materialista que proclamar el valor -incontestable- del pan y la car­ ne en la vida del común de los humanos. El moralismo judío del siglo xix tenía razón en sus negaciones. Ingenuamente respetuoso del cientificismo de la época, rechazaba de manera excelente la dignidad espiritual a relaciones que proce­ dían de la magia y a la violencia. Quizá, por ejemplo, manifestaba su sospecha en cuanto a la idea del milagro, únicamente en nombre de la enseñanza científica. Lo cierto es que el milagro comporta un aspecto irracional. No porque choque a la razón, sino porque no ape­ la a ella. Espiritualizar una religión no consiste en juzgar sus expe­ riencias a la luz de los resultados científicos del momento, sino en comprender esas experiencias mismas como relaciones entre inteli­ gencias, relaciones situadas en la luz plena de la conciencia y del discurso. La intervención del inconsciente y, en consecuencia, de los horrores y de los éxtasis que en él se nutren -el recurso a la acción mágica de los sacramentos-, todo eso remonta a la violencia.

IV. Espíritu y rostro El hecho banal de la conversación abandona, por un lado, el or­ den de la violencia. Ese hecho banal es la maravilla entre las mara­ villas. Hablar es, al mismo tiempo que conocer a otro, darse a conocer a él. El otro no es sólo conocido, es saludado. No es sólo es nom­ brado, sino también invocado. Para decirlo en términos de la gramá­ tica, el otro no aparece en el registro nominativo, sino en el vocati­ vo. No pienso sólo en lo que él es para mí, sino también y al mismo tiempo, e incluso antes, soy para él. Aplicándole un concepto, lla­ mándolo de uno u otro modo, ya lo convoco. No sólo conozco, sino que estoy en sociedad. Ese comercio que la palabra implica es pre­

cisamente la acción sin violencia: el agente, en el momento mismo de su acción, renunció a toda dominación y a toda soberanía, se ex­ pone ya a la acción del otro, en la espera de la respuesta. Hablar y escuchar son todo uno, no se suceden. Hablar instituye así la rela­ ción moral de igualdad, por consiguiente, reconoce la justicia. Inclu­ so cuando se habla a un esclavo, se habla a un igual. Aquello que se dice, el contenido comunicado sólo es posible gracias a esa relación frente a frente, donde el otro cuenta como interlocutor antes incluso de ser conocido. Se mira una mirada. Mirar una mirada, es mirar aquello que no se abandona, que no se entrega, aquello que nos apunta: es mirar el rostro.* El rostro no es el conjunto de una nariz, una frente, unos ojos, etc., es por cierto todo eso, pero toma la significación de un rostro por la dimensión nueva que abre en la percepción de un ser. El ros­ tro determina que el ser esté no sólo encerrado en la forma y ofreci­ do al alcance de la mano, sino abierto, instalado en profundidad y, en esta apertura, se presenta en cierto modo personalmente. El ros­ tro es un modo irreductible según el cual el ser puede presentarse en su identidad. Las cosas no se presentan nunca personalmente y, al fin de cuentas, no tienen identidad. A la cosa se le aplica la violen­ cia. Ella la utiliza, la captura. Las cosas dan cabida, no ofrecen un rostro. Son seres sin rostro. Quizás el arte busca dar un rostro a las cosas y es allí donde reside a la vez su grandeza y su engaño.

V. "No matarás" El conocimiento revela, nombra, y por eso mismo clasifica. La palabra se dirige a un rostro. El conocimiento atrapa su objeto. Lo posee. La posesión niega la independencia del ser, sin destruirlo, nie­ ga y mantiene. El rostro, en cuanto a él, es inviolable; esos ojos ab­ * Juego de palabras en francés entre el verbo viser (apuntar, enfocar) y visage (ros­ tro). [N. de la T.]

solutamente desprotegidos, la parte más desnuda del cuerpo humano, ofrecen sin embargo una resistencia absoluta donde se inscribe la tentación del asesinato: la tentación de una negación absoluta. El otro es el único ser respecto del cual se puede estar tentado de matar. Es­ ta tentación del asesinato y su imposibilidad constituyen la visión misma del rostro. Ver un rostro, ya es escuchar: “No matarás”. Y es­ cuchar: “Justicia social”. Y todo cuanto puedo escuchar de Dios, que es invisible, debe haberme venido por la misma y única voz. “No matarás” no es entonces una simple regla de conducta. Apa­ rece como el principio mismo del discurso y de la vida espiritual. Partiendo de aquí, el lenguaje no es sólo un sistema de signos al ser­ vicio de un pensamiento preexistente. La palabra pertenece al regis­ tro de la moral antes de pertenecer al de la teoría. ¿No sería ella la condición del pensamiento consciente? Nada se opone más, en efecto, a la relación con el rostro que el “contacto” con lo Irracional y el misterio. La presencia del rostro es precisamente la posibilidad misma de entender a un otro. La vida in­ terior se define, tiende a la univocidad del contrato, se libera de lo arbitrario de nuestra mala fe. El hecho psíquico recibe de la palabra el poder de ser lo que es. Está amputado de sus extensiones incons­ cientes que lo transformaban en máscara, que le volvían imposible su propia sinceridad. ¡Se terminó el desborde del pensamiento por las fuerzas oscuras e inconscientes que lo someten a un destino pro­ teico! ¡Llegó la hora de la lógica y de la razón! La universalidad queda instaurada por ese hecho, después de to­ do extraordinario, en función del cual puede haber un Yo que no es un uno mismo, un yo visto en el espejo: la conciencia, como resul­ tante de ese hecho extraordinario que un yo soberano, invadiendo el mundo ingenuamente, como “una fuerza que va”, según la expresión de Victor Hugo, percibe un rostro y la imposibilidad de matar. La conciencia, es la imposibilidad de invadir la realidad como una ve­ getación salvaje que absorbe o quiebra o expulsa todo cuanto la ro­ dea. El retomo de la conciencia sobre sí misma no equivale a una contemplación de sí, sino al hecho de no existir violenta y natural­

mente, al hecho de hablarle a otro. La moral da cumplimiento a la sociedad humana. ¿Llegaremos a medir la maravilla de esto? Es al­ go que corresponde distinguir de la coexistencia de una multitud de humanos, algo distinto de una participación en las leyes nuevas y complejas impuestas por la multitud; la sociedad es el milagro que comporta el hecho de salir del uno mismo. El violento no sale del uno mismo. Toma, posee. La posesión niega la existencia independiente. Tener es rechazar el ser. La vio­ lencia es soberanía pero soledad. Padecer la violencia en el entusias­ mo y el éxtasis y el delirio, es estar poseído. Conocer es percibir, captar un objeto -y ya se trate de un hombre o de un grupo de hom­ bres-, captar una cosa. Toda experiencia del mundo es al mismo tiempo experiencia de sí, goce de sí: me forma, me nutre. El cono­ cimiento que nos hace salir de nosotros es también una suerte de lenta absorción y digestión de la realidad por nosotros. La resisten­ cia de la realidad a nuestros actos vuelve a su vez bajo la forma de experiencia de esa resistencia; como tal, ya está absorbida por el co­ nocimiento y nos deja solos con nosotros mismos. Si “Conócete a ti mismo” pudo devenir el precepto fundamental de toda la filosofía de Occidente, es porque al fin de cuentas Occi­ dente encuentra en el uno mismo el universo. Como ocurre con Ulises, su periplo no es más que el accidente de un regreso. La Odisea, en ese sentido, domina la literatura. Cuando Gide preconiza la ple­ nitud de la vida y la multiplicidad de las experiencias vitales como realizaciones de la libertad, busca en la libertad la experiencia de la libertad y no el movimiento por el cual uno sale del uno mismo. Se trata de complacerse, de experimentarse como un maravilloso cen­ tro de irradiación y no de irradiar. Únicamente la visión del rostro donde se articula el “No mata­ rás”, no se deja caer en la consiguiente complacencia, ni en la expe­ riencia de un obstáculo demasiado grande, ofreciéndose a nuestro poder. Ya que, en realidad, el asesinato es posible cuando uno no ha mirado al otro cara a cara. La imposibilidad de matar no es real, es moral. Del hecho que la visión del rostro no es una experiencia, si­

no una salida del uno mismo, un contacto con un ser otro y no sim­ plemente sensación de uno mismo, da testimonio el carácter “pura­ mente moral” de esta imposibilidad. La mirada moral mide, en el rostro, el infinito infranqueable en el que se aventura y naufraga la intención asesina. Es la razón por la cual, precisamente, nos condu­ ce hacia registros diferentes de toda experiencia y de toda mirada. El infinito sólo se ofrece a la mirada moral: no es conocido, está en so­ ciedad con nosotros. El comienzo con los seres que comienza con ese “No matarás”, no se conforma al esquema de nuestras relacio­ nes habituales con el mundo: sujeto cognoscente o consagrado a ab­ sorber su objeto como un alimento, necesidad que se satisface. No vuelve al punto de partida, transformándose en contentamiento, en goce de sí, en conocimiento de sí. Inaugura el camino espiritual del hombre. Una religión, para nosotros, no tendría que ubicarse en otra vía que no fuera esa.

Una religión para adultos*

I. El lenguaje común Respecto de los semitas y de los cristianos, de quienes Pío XI di­ jo que son espiritualmente semitas, ¿no es superfluo enunciar la te­ sis que ubica al hombre por encima del orden natural de las cosas? No se les enseñaría nada, si se quisiera enseñar que el hombre ocu­ pa en el mundo una posición excepcional; que tiene la ubicación de un ser dependiente; que este ser dependiente es soberano en su de­ pendencia misma, ya que su dependencia no es cualquiera, sino la de una criatura; que la dependencia en tanto criatura no excluye la manera de existir a la imagen de Dios; que la educación debe man­ tener esta sociedad entre el hombre y Dios instituida en función de su semejanza y que, en un sentido muy amplio del término, la fina­ lidad de la educación es esa sociedad y es quizá la definición misma del hombre. Como los judíos, los cristianos y los musulmanes saben que si los seres de este mundo tienen la condición de ser el resultado de al­ go, el hombre cesa su existencia a título de simple resultado y reci­ be, según las palabras de Tomás de Aquino, “una dignidad de cau­ sa”, en la medida en que sostiene la acción de la causa, exterior por * Conferencia de 1957 en la Abbaye de Tioumliline (Marroc), en el curso de las Jomadas de Estudio sobre la Educación. Publicada en Tioumliline /, 1957.

excelencia, de la causa divina. Nosotros consideramos todos, en efecto, que la autonomía humana reposa en una suprema heteronomía y que la fuerza que produce tan maravillosos efectos, la fuerza que instituye la fuerza, la fuerza civilizadora, se llama Dios. Ese lenguaje común que reencontramos espontáneamente y que aquí, a 1600 metros de altitud, resuena de una manera particular­ mente pura, no es fuente de satisfacciones exclusivamente académi­ cas. En los tiempos en los cuales, frente a ese lenguaje, se afirmaban orgullosamente energías libradas a sí mismas, en los años en los que ese lenguaje era apagado por el desborde de fuerzas puramente na­ turales, ese lenguaje común fue también una vida común. Quisiera recordar, delante de los representantes de tantas naciones, entre las que se cuentan algunas que no tienen judíos en su seno, lo que fue­ ron, para los judíos de Europa, los años 1933-1945. Entre los millo­ nes de seres humanos que encontraron allí la miseria y la muerte, los judíos hicieron la experiencia única de un desamparo total. Conocie­ ron una condición inferior a la de las cosas, una experiencia de la pa­ sividad total, una experiencia de la Pasión. El capítulo 53 de Isaías agotó ahí para ellos todo su sentido. El sufrimiento, que compartie­ ron con todas las víctimas de la guerra, recibió su significación úni­ ca por la vía de la persecución racial que es absoluta, puesto que pa­ raliza, por su intención misma, toda huida, rechaza por anticipado toda conversión, prohíbe todo abandono de sí, toda apostasía en el sentido etimológico del término y conmueve así la inocencia misma del ser convocado en su identidad primera. Nuevamente, Israel se encontró en el corazón de la historia religiosa del mundo, haciendo estallar las perspectivas donde se habían encerrado las religiones constituidas, restableciendo, en las conciencias más refinadas, el vínculo, hasta entonces incomprensiblemente disimulado, entre el Israel de nuestros días y aquel de la Biblia. En el momento en el que se llevaba a cabo esta experiencia, cuya amplitud religiosa ha­ brá marcado al mundo para siempre, hubo católicos -laicos, sacer­ dotes, monjes- que salvaron niños y adultos judíos en Francia y fue­

ra de Francia; y en esta misma tierra, judíos amenazados por las le­ yes racistas, escucharon la voz de un príncipe musulmán que los to­ mó bajo su alta protección. Recuerdo una visita que en los comienzos de la guerra tuve oca­ sión de hacer a la iglesia de San Agustín, en París, en oportunidad de una ceremonia religiosa, las orejas como despellejadas aún por la fraseología de la “nueva moral”, acrecentada desde hacía seis años a través de la prensa y los libros. Allí, en un pequeño rincón de la iglesia, me encontraba ubicado cerca de un cuadro que representaba a Ana llevando a Samuel al Templo. Recuerdo todavía esta impre­ sión de retomar momentáneamente a lo humano, a la posibilidad misma de hablar y ser escuchado que me embargó por entonces. Emoción sólo comparable con aquélla que sentía durante los largos meses de detención fraterna en un Frontstalag en Bretaña, con los prisioneros nor-africanos; a aquélla que, en un Stalag, en Alemania, sentí cuando, sobre la tumba de un camarada judío que los nazis querían hacer enterrar como un perro, un sacerdote católico, el pa­ dre Chesnet, recitó plegarias que eran, en el sentido absoluto del tér­ mino, plegarias semitas.

II. ¿Cómo escuchar la voz de Israel? ¡Es entonces inútil en este recinto recordar las tesis fundamen­ tales acerca del hombre que nos unen! La breve mención que hice de ellas al comienzo hubiera estado de más si, por una suerte de pa­ radoja de la historia, la antropología filosófica de la más antigua de las religiones monoteístas no pasara por perimida. Parece estarlo por causa de su antigüedad misma. Lo parece, por causa del pueblo ju ­ dío que la enseña, pero se mantiene al margen de la historia política del mundo del que tuvo el privilegio moral de ser la víctima. Gene­ ralmente se piensa, en efecto, que los valores del judaismo entraron, hace mucho tiempo, en síntesis más vastas y que, tomados a título de uno mismo, no representan más que balbuceos al lado de la ex­

presión en espíritu y en verdad que recibieron en las religiones en­ gendradas por el judaismo. Queda autorizado, a partir de allí, pre­ sentar el judaismo, obstinándose a rechazar esas formulaciones nue­ vas, como un “fósil”, un modo supersticioso de pensar y de vivir, propio de comunidades degradadas por la miserable condición de víctimas que vivían en los guetos y las juderías. Ocurre así que la voz de Israel no es escuchada en el mundo, en el mejor de los casos, sino como la voz de un precursor, la voz del Antiguo Testamento que nosotros los judíos, según una afirmación de Buber, no tenemos razón alguna de considerar ni como testamen­ to, ni como antiguo y que no situamos en la perspectiva del Nuevo. Existe también otra manera de exponer el judaismo. Desde hace al­ gún tiempo, se la puede relevar en el mundo moderno, en ciertas obras que llaman fácilmente la atención de los cristianos, porque conservan generalidades seductoras, generosas y declamatorias, adu­ ladoras y vagas. Se las recibe, demasiado a menudo, como el miste­ rio y el mensaje de Israel. Pero esto prueba hasta qué punto esa ge­ nerosidad elemental de la fe judía es ignorada por el gran público. Para que la unión entre los hombres de buena voluntad, que yo deseo, no se haga en lo abstracto y lo vago, me permitiré insistir aquí precisamente en las vías particulares del monoteísmo judío. Su par­ ticularidad no compromete, sino que promueve el universalismo. Para eso, ese monoteísmo debe ser buscado en la Biblia, alimentada en las fuentes donde, común a la tradición judía y cristiana, guarda su fisonomía específicamente judía. He nombrado a la tradición oral de exégesis, cristalizada en el Talmud y en sus comentarios. La ma­ nera instituida por esta tradición constituye el judaismo rabínico. Cualesquiera sean los argumentos históricos que prueban la larga antigüedad -y son muy serios-, el canon bíblico, tal como el mun­ do lo ha recibido, fue fijado por los representantes de esta tradición. El judaismo con una realidad histórica -el judaismo sin m ás- es ra­ bínico. Las vías que conducen a Dios en ese judaismo no atraviesan los mismos paisajes que las vidas cristianas. Si ustedes vinieran a sentirse contrariados o sorprendidos por esto, estarían contrariados

o sorprendidos ante el hecho de que todavía seamos judíos delante de ustedes.

III. ¿Entusiasmo o mayoría religiosa? Para el judaismo, el objetivo de la educación consiste en instituir una relación entre el hombre y la santidad de Dios y mantener al hombre en esa relación. Pero todo su esfuerzo -desde la Biblia has­ ta el cierre del Talmud en el siglo vi, y a través de la mayor parte de sus comentadores de la gran época de la ciencia rabínica-, consiste en comprender esta santidad de Dios en un sentido que contrasta agudamente con la significación del término numínico, tal como és­ ta aparece en las religiones primitivas donde las modernas a menu­ do quisieron ver la fuente de toda religión. Para esos pensadores, la posesión del hombre por Dios, el entusiasmo, sería la consecuencia de la santidad o del carácter sagrado de Dios, el alfa y el omega de la vida espiritual. El judaismo embrujó al mundo, elucidó esta su­ puesta evolución de las religiones a partir del entusiasmo y de lo sagrado. El judaismo sigue siendo ajeno a todo retomo ofensivo de esas formas de elevación humana. Las denuncia como la esencia de la idolatría. Lo numínico o lo sagrado envuelve y transporta al hombre más allá de sus poderes y de sus voluntades. Pero esos excesos incontro­ lables resultan ofensivos para una verdadera libertad. Lo numínico anula las relaciones entre las personas haciendo participar los seres, así sea en el éxtasis, en un drama que esos seres no quisieron, en un orden donde se abisman. Esta potencia, en cierta forma, sacramen­ tal de lo divino, se presenta al judaismo como hiriendo la libertad humana, y como contraria a la educación del hombre, que sigue siendo acción sobre un ser libre. No porque la libertad sea una fina­ lidad en sí misma, sino porque sigue siendo la condición de todo va­ lor que el hombre pueda alcanzar. Lo sagrado que me envuelve y me transporta es violencia.

El monoteísmo judío no exalta una potencia sagrada, un numen que haya vencido otras potencias divinas, aun cuando participe to­ davía de su vida clandestina y misteriosa. El Dios de los judíos no es el sobreviviente de los dioses míticos. Abraham, el padre de los creyentes, habría sido el hijo de un comerciante de ídolos, según un apólogo. Aprovechando la ausencia de Tereh, los habría roto a to­ dos, evitando destruir al más grande de ellos para que asuma ante los ojos de su padre la responsabilidad de la masacre. Pero a su regre­ so, Tereh no puede aceptar esta versión fantástica: sabe que ningún ídolo en el mundo destruiría otros ídolos. El monoteísmo marca una ruptura con una cierta concepción de lo sagrado. No unifica ni jerar­ quiza los dioses numínicos y numerosos; los niega. No considera si­ no como ateísmo lo divino que encaman. Aquí, el judaismo se siente muy cerca de Occidente, quiero de­ cir de la filosofía. ¡No es por efecto de un simple azar que la vía ha­ cia la síntesis entre la revelación judía y el pensamiento griego fue magistralmente trazada por Maimónides, reivindicado tanto por los filósofos judíos como por los musulmanes; que un profundo respe­ to por la sabiduría griega colma ya a los sabios del Talmud; que la educación para el judío se confunde con la instrucción y que el ig­ norante no podría ser realmente piadoso! Y son frecuentes los curio­ sos textos talmúdicos que procuran presentar la naturaleza de la es­ piritualidad de Israel como residiendo en su excelencia intelectual. No es por cierto en virtud de un orgullo luciferino, sino porque la excelencia intelectual es interna y los “milagros” que hace posibles no lastiman, como en la taumaturgia, la dignidad del ser responsa­ ble; pero sobre todo, porque no arruinan las condiciones de la acción y del esfuerzo. De ahí la importancia, en toda la vida religiosa judía, del ejercicio de la inteligencia aplicada en primer lugar, por cierto, al contenido de la revelación, a la Torá. Pero la noción de revelación se ampliará rápidamente y abarcará todo saber esencial. Un apólogo rabínico representa a Dios enseñando a los ángeles y a Israel. En esa escuela divina, los ángeles (inteligencias sin fallas pero sin malicia), preguntan a Israel, ubicado en la primera fila, el sentido de la pala­

bra divina. La existencia humana, pese a la inferioridad de su rango ontológico -a causa de esta inferioridad, en función de lo que ella tiene de atormentado, de inquieto y de crítico- es el verdadero lugar donde la palabra divina encuentra al intelecto y pierde el resto de sus virtudes pretendidamente místicas. Pero el apólogo también quiere enseñamos que la verdad de los ángeles no es de una especie dife­ rente de aquélla de los hombres, que los hombres acceden a la pala­ bra divina sin que el éxtasis deba arrancarlos a su esencia, a su na­ turaleza humana. La afirmación rigurosa de la independencia humana, de su pre­ sencia inteligente en una realidad inteligible, la destrucción del con­ cepto numínico de lo sagrado, comportan el riesgo del ateísmo. Riesgo que debe correrse. Sólo a través de él el hombre se eleva a la noción espiritual de lo Trascendente. Es una gran gloria para el Creador haber creado un ser que lo afirma después de haber dudado de él y de haberlo negado en los prestigios del mito y el entusiasmo; es una gran gloria para Dios la de haber creado un ser capaz de bus­ carlo o de escucharlo desde lejos, a partir de la separación, a partir del ateísmo. Un texto del Tratado Taanith (pág. 5), comenta el ver­ sículo de Jeremías 2, 13: “Puesto que es doble la mala acción come­ tida por mi pueblo: me abandonaron, a mí, la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas perforadas que no pueden retener las aguas”. Insiste en la doble trasgresión que se comete por idola­ tría. Ignorar el verdadero Dios no es, en efecto, sino la mitad del mal; el ateísmo vale más que piedad consagrada a los dioses míticos donde Simone Weil distingue ya la gestión y los símbolos de la ver­ dadera religión. El monoteísmo supera y engloba al ateísmo, pero es imposible para quien no haya alcanzado la edad de la duda, la sole­ dad y la rebelión. La vía difícil del monoteísmo va a dar a la ruta de Occidente. Uno puede preguntarse, en efecto, si el espíritu occidental, si la filo­ sofía, no es, en último análisis, la posición de una humanidad que acepta el riesgo del ateísmo, que es necesario correr, pero superar, porque es el precio a pagar por su mayoría.

IV. La relación ética como relación religiosa A partir de entonces, a la vez celoso de su independencia y se­ diento de Dios, ¿cómo concibe el judaismo lo humano? ¿Cómo in­ tegrará la exigencia de una libertad casi vertiginosa en su deseo de trascendencia? Sintiendo la presencia de Dios a través de la relación con el hombre. La relación ética aparecerá en el judaismo como re­ lación excepcional: en ella, el contacto con un ser exterior, en lugar de comprometer la soberanía humana, la instituye y la inviste. Contrariamente a la filosofía que hace del uno mismo la entrada al reino de lo absoluto, enunciando, según lo indicara Plotino, que “el alma no irá hacia otra cosa, sino hacia sí misma”, y que “no se­ rá entonces en nada diferente de sí misma”,1 el judaismo nos enseña una trascendencia real, una relación con Aquél que el ama no puede contener y sin Él que no puede, como quiera que sea, sostenerse a sí misma. De no contar sino consigo mismo, el yo se encuentra en un estado de desgarramiento y desequilibrio. Esto quiere decir: se en­ cuentra como aquél que, arbitrario y violento, ya ha invadido a otro. La conciencia de sí no es una inofensiva constatación que un yo ha­ ce de su ser, sino que es inseparable de la conciencia de la justicia y de la injusticia. La conciencia de mi injusticia natural, del daño cau­ sado a otro, en función de mi estructura de Ego, es contemporánea de mi conciencia de hombre. Las dos coinciden. El comienzo del Génesis es, para un comentador del siglo n, menos preocupado por lo que el hombre puede esperar que por aquello que debe hacer, un objeto de sorpresa: ¿por qué la Revelación comienza por el relato de la Creación, cuando los mandamientos de Dios son todo lo que cuen­ ta para el hombre? Esta sorpresa es todavía aquélla del comentador del siglo xi, de Rashi, a través de quien, desde hace 1000 años, los judíos del mundo entero penetran en la Biblia. Y la antigua respues­ ta que Rashi nos propone consiste en sostener que es importante pa­ ra el hombre -para poseer la Tierra Prometida- saber que Dios creó 1. Plotino: Enéadas, VI, 9-11, citado según Gandillac: La Sagesse de Plotin.

la tierra. Ya que sin ese saber, no poseerá sino por usurpación. Nin­ gún derecho puede entonces desprenderse del simple hecho de que la persona tiene necesidad de espacio vital. La conciencia de mi yo no me revela ningún derecho. Mi libertad se descubre como arbitra­ ria. Apela a una investidura. El ejercicio “normal” de mi yo que transforma en “mío” todo cuanto puede alcanzar y tocar, resulta cuestionado. Poseer es siempre recibir. La Tierra Prometida no será nunca en la Biblia una “propiedad”, en el sentido romano del térmi­ no, y el campesino, a la hora de las premisas, no pensará en los vín­ culos eternos que lo ligan al terruño, sino al hijo de Aram, su ances­ tro que fue un errante. No es el estatuto legal, tan singular, de la propiedad terratenien­ te del Antiguo Testamento la que nos interesa evocar aquí, sino la conciencia de s í que la preside, conciencia donde el descubrimien­ to de sus poderes no es separable de aquel de su ilegitimidad. La conciencia de sí se sorprende inevitablemente en el seno de una conciencia moral. Ésta no se agrega a aquélla, sino que constituye su modalidad elemental. Ser para sí es ya saber mi falta cometida respecto del otro. Pero el hecho de que no me interrogue acerca del derecho del otro, indica paradójicamente que el otro no es una reedición del yo; en su condición de otro, se sitúa en una dimensión de altura, del ideal, de lo divino y, por mi relación con el otro, es­ toy en relación con Dios. La relación moral reúne entonces a la vez la conciencia de sí y la conciencia de Dios. La ética no es el corolario de la visión de Dios, sino esa visión como tal. La ética es una óptica. De modo que todo cuanto sé de Dios y todo cuanto puedo escuchar de Su palabra y decirle razonablemente, debe encontrar una expresión ética. En el Arca Santa desde donde Moisés escucha la voz de Dios, no hay si­ no las tablas de la Ley. El conocimiento de Dios que podemos tener y que se enuncia, según Maimónides, bajo la forma de atributos ne­ gativos, recibe un sentido positivo a partir de la moral: “Dios es mi­ sericordioso” significa: “Sed misericordiosos como él”. Los atribu­ tos de Dios no quedan consignados en modo indicativo, sino en

imperativo. Accedemos al conocimiento de Dios como si se tratara de un mandato, de una Mitzvá. Conocer a Dios es saber lo que es preciso hacer. Aquí, la educación -la obediencia a la otra voluntad­ es la instrucción suprema: el conocimiento de esta Voluntad misma que constituye la base de toda realidad. En la relación ética, el otro se presenta a la vez como absolutamente otro, pero esta alteridad ra­ dical constituye la nota original del judaismo. El Talmud mide con lucidez la altura y la aparente oposición, pero la real interdependen­ cia de los principios que lo producen. No podemos analizar aquí el orden ontológico que lo vuelve posible. Pero nada parece más sim­ ple ni más auténtico que la confusión de aquellos en un mismo ver­ sículo. El salmista asocia de manera sorprendente su desamparo hu­ mano más profundo a un recurso al mandato divino, a la Mitzvá, a la ley: “Soy extranjero en esta tierra, no me ocultes tus mandatos”; de igual modo une el impulso íntimo del alma sedienta de Dios y la visión severa de la justicia divina: “Mi alma se quiebra de deseo por tus juicios a cada instante” (CXIX, 19, 20).2

V. La responsabilidad Que la relación con lo divino atraviesa la relación con los hom­ bres y coincide con la justicia social, tal es el espíritu de la Biblia ju ­ día. Moisés y los profetas no se preocupan por la inmortalidad del alma, sino por el pobre, la viuda, el huérfano y el extranjero. La re­ lación con el hombre donde tiene lugar el contacto con lo divino, no es una suerte de amistad espiritual, sino aquélla que se manifiesta, se experimenta y se realiza en una economía justa, de cuya carga ca­ da hombre es plénamente responsable. “¿Por qué tu Dios, que es el Dios de los pobres, no alimenta a los pobres?” -pregunta un roma­ no a Rabí Akiba. “Para que podamos escapar a la condena” -respon­ de Rabí Akiba. Y no es posible encontrar un enunciado más firme 2. Traducción al francés de André Chouraqui.

acerca de la imposible situación en que Dios se encuentra, aquélla de aceptar las obligaciones y responsabilidades del hombre. La responsabilidad personal del hombre respecto del hombre es tal que Dios no puede anularla. En el comentario rabínico, encontra­ mos el siguiente diálogo entre Dios y Caín: “¿Soy el guardián de mi hermano?”. La pregunta no es una simple insolencia. Procede de quien no ha sentido todavía la solidaridad humana y piensa (como muchos filósofos modernos) que cada uno existe para sí y todo está permitido. Pero Dios revela al asesino que su crimen ha perturbado el orden natural. La Biblia pone entonces en boca de Caín palabras de sumisión: “Mi crimen es demasiado grande para ser soportado”. Los rabinos fingen leer en esta respuesta una nueva pregunta: “¿Mi crimen es demasiado grande para ser soportado? ¿Es demasiado pe­ sado para el Creador que soporta la tierra y los cielos?”. La sabidu­ ría judía enseña que Aquél que creó y soporta todo el universo no puede soportar, no puede perdonar el crimen que el hombre comete contra el hombre. “¿Es posible? ¿El Eterno no borró el pecado del becerro de oro?” Y el amo responde: la falta cometida a los ojos de Dios depende del perdón divino, la falta que ofende al hombre, no es de Su incumbencia. El texto enuncia así el valor y la plena auto­ nomía de lo humano ofendido, a un tiempo que afirma la responsa­ bilidad que cabe a quien toca al hombre. El mal no es un principio místico que se puede borrar por un rito; es una ofensa que el hom­ bre hace al hombre. Nadie, ni siquiera Dios, puede sustituir a la víc­ tima. El mundo donde el perdón es todopoderoso se hace inhumano. Esta doctrina severa no conduce a la inhumanidad de la deses­ peración. Dios es paciente, es decir, acuerda tiempo, espera el retor­ no del hombre, su separación o su regeneración. El judaismo cree en esta regeneración del hombre sin la intervención de factores extrahumanos, a partir de la sola conciencia del Bien y de la Ley. “To­ do está entre las manos de Dios, salvo el temor mismo de Dios.” Las posibilidades del esfuerzo humano son ilimitadas. Existe finalmente la ayuda de una sociedad justa de la que la persona injusta a veces se puede beneficiar.

Pero nada se asemeja en ese socorro a la comunión de los san­ tos. La transitividad del acto redentor es por entero educativa. Cono­ cemos los admirables pasajes de Ezequiel donde la responsabilidad del hombre se extiende a las acciones de su prójimo. Entre hombres, cada uno responde por las faltas del otro. E incluso respondemos por el justo que arriesga corromperse. No se puede dar mayor alcance a la idea de solidaridad. De este modo, la aspiración a una sociedad justa es en el judais­ mo, más allá de toda piedad individual, una acción eminentemente religiosa. Un texto del Tratado Taanith magnifica ese salvamento del injusto por el justo. La constitución de una sociedad justa -d e aque­ lla que “recibe la lluvia”- se compara con los instantes que marcan, en toda teología, el punto culminante de la vida religiosa. Rabbi Abhou dijo: “El día de la lluvia es más grande que la resurrección de los muertos, ya que la resurrección de los muertos concierne só­ lo a los justos y la lluvia concierne a los justos y a los injustos”. Rab­ bi Jehouda dijo: “El día de la lluvia es tan grande como el día del don de la Torá”. Rabbi Hama bar Hanina dijo: “El día de la lluvia es tan grande como el día en que la tierra y el cielo fueron creados”. Subordinación de todas las relaciones posibles entre Dios y los hom­ bres: redención, revelación, creación, a la institución de una socie­ dad donde la justicia en lugar de mantenerse como una aspiración de piedad individual, tiene fuerza suficiente para extenderse a todos y para realizarse. Este es quizás el estado de ánimo que conviene llamar mesianismo judío.

VI. El universalismo El rol jugado por la ética en la relación religiosa permite com­ prender el sentido del universalismo judío. Una verdad es universal cuando vale para todo ser razonable. Una religión es universal cuando está abierta a todos. Y en ese sen­

tido, el judaismo que vincula lo divino a lo moral se proyectó siem­ pre como universal. Pero la revelación de la moralidad, que descu­ bre una sociedad humana, descubre también el lugar de privilegio que, en esa sociedad humana universal, le corresponde a quien reci­ be esa revelación. Privilegio que no está hecho de privilegios, sino de responsabilidades. Nobleza que no depende de un derecho de au­ tor ni de un derecho de primogenitura conferido en virtud de un ca­ pricho divino, sino a la posición de todo yo humano. Cada uno, co­ mo “yo”, está separado de todos los demás, con quienes tenemos el deber moral. La intuición fundamental de la moralidad consiste qui­ zás en darse cuenta que no soy igual a otro; y esto en el sentido muy estricto que se enuncia así: me veo obligado respecto del otro y, por consiguiente, soy infinitamente más exigente respecto del uno mis­ mo que respecto de los demás. “Más justo soy y más severamente soy juzgado”, dice el texto talmúdico. A partir de ese momento, no existe conciencia moral que no sea una conciencia de esta posición excepcional, que no sea una conciencia de elección. La reciprocidad es una estructura fundada en una desigualdad de origen. Para que la igualdad haga su entrada en el mundo, es necesario que los seres puedan exigir de sí más de lo exigen del otro, que asuman responsa­ bilidades de las que depende la suerte de la humanidad y que se fi­ guren, en ese sentido, a título aparte respecto de ella. Esta “posición aparte de las naciones” -d e la que habla el Pentateuco- encuentra su realización en el concepto de Israel y su particularismo. Se trata de un particularismo que condiciona la universalidad. Y se trata más exactamente de una categoría moral que de Israel como hecho his­ tórico, incluso si el Israel histórico ha permanecido fiel, en realidad, al concepto de Israel y se adjudicó en moral responsabilidades y obligaciones que no exige de nadie, pero que sostienen el mundo. Según un apólogo del Talmud, es sólo en el lugar donde se cele­ bra el culto de una sociedad elegida que puede darse la salvación de una humanidad. La destrucción del Templo comprometió la econo­ mía del mundo. Y Rabbi Meir -uno de los principales doctores de la Ley- pudo decir que un pagano que conoce la Torá es el igual del

Gran Sacerdote. Hasta ese punto la noción de Israel se deja separar, en el Talmud, de toda noción histórica, nacional, local y racial.

VII. Ciudadanos de estados modernos La primera relación del hombre con el ser pasa a través de su re­ lación con el hombre. El hombre judío descubre al hombre antes de descubrir los pai­ sajes y las ciudades. Está en su casa en una sociedad, antes de estar­ lo en su propio hogar. Comprende el mundo a partir del otro antes, más exactamente de como lo hace el conjunto del ser en función de la tierra. En un sentido, está exiliado en esta tierra, como dice el sal­ mista, y encuentra un sentido en la tierra a partir de una sociedad humana. No es un análisis del alma judía contemporánea, es la en­ señanza literal de la Biblia, donde la tierra no es poseída individual­ mente, donde pertenece a Dios. El hombre comienza en el desierto, donde habita en carpas, donde adora a Dios en un templo que se transporta. De esta existencia libre respecto de los paisajes y las arquitectu­ ras, respecto de todas las cosas pesadas y sedentarias que estamos tentados de preferir al hombre, el judaismo recuerda, en el curso de toda su historia, que se enraíza en el campo o en la ciudad. La fies­ ta de las “cabañas” es la forma litúrgica de esta memoria y el profe­ ta Zacarías anuncia, para los tiempos mesiánicos, la fiesta de las ca­ bañas como fiesta de todas las naciones. La libertad respecto de las formas sedentarias de la existencia es, quizá, la manera humana de ser en el mundo. Para el judaismo, el mundo se hace inteligible an­ te un rostro humano y no como ocurre para un gran filósofo contem­ poráneo, que resume un aspecto importante de Occidente, en fun­ ción de las casas, los templos y los puentes. Esta libertad no tiene nada de enfermizo, nada de crispado y na­ da de desgarrador. Pone en un segundo plano los valores de arraigo e instituye otras formas de fidelidad y de responsabilidad. El hom­

bre, después de todo, no es un árbol y la humanidad no es una sel­ va. Formas más humanas, ya que suponen un compromiso conscien­ te; más libres, ya que permiten entrever horizontes más vastos que los de la aldea natal y una sociedad humana. Esos vínculos conscientemente queridos, esos vínculos libre­ mente consentidos -incluyendo todo cuanto esas libertades com­ portan de tradiciones-, ¿no son precisamente los que constituyen las naciones modernas, definidas por la decisión de trabajar en co­ mún, mucho más que por las voces oscuras de la herencia? ¿Esos lazos consentidos son menos sólidos que el arraigo? En una cir­ cunstancia, lo son, por cierto: cuando los agolpamientos formados por ellos cesan de corresponder a los valores morales en nombre de las cuales se habían formado. ¿Pero no es necesario acordarle al hombre el derecho de juzgar, en nombre de la conciencia moral, la historia a la cual desde una cierta perspectiva pertenece, en lugar de dejar a la historia anónima ese derecho de juicio? Una libertad res­ pecto de la historia en nombre de la moral, la justicia por encima de la cultura (tierra ancestral, arquitectura, artes), tales son, al fin y al cabo, los términos que dan cuenta de la manera en que el judío en­ contró a Dios. El viejo Hillel, el gran doctor de la Ley del primer siglo antes de Cristo, exclamó al ver un cráneo que era transportado por una co­ rriente de agua: “Fuiste asesinado por haber asesinado, pero quienes te asesinaron, serán asesinados”. Si los crímenes de la historia no afectan siempre a los inocentes, no son sin embargo juicios. Erró­ neamente, concebimos la cadena de las violencias que han recorri­ do el tiempo como los veredictos de la historia y la historia misma como magistrado. Hillel sabía que la historia no juzga y que, aban­ donada a su fatalidad, repercute los crímenes. Que nada -ningún acontecimiento de la historia- puede juzgar una conciencia. Algo que sostiene el lenguaje teológico, midiendo toda la maravilla de se­ mejante libertad, cuando dice que sólo Dios juzga.

Judaismo*

La palabra “judaismo” se refiere, en nuestra época, a conceptos muy diversos. Ante todo, designa una religión -un sistema de creencias, ritos y prescripciones morales, fundados en la Biblia, el Talmud, la literatura rabínica, a menudo combinados con la mística o la teoso­ fía de la cábala-. Las formas principales de esta religión no han va­ riado mucho en el curso desde hace unos dos milenios y atestiguan un espíritu plenamente consciente de sí, reflejado en una literatura religiosa y moral, pero susceptible de otras prolongaciones. “Judais­ mo” significa, por consiguiente, una cultura -resultado o fundamen­ to de la religión, pero contando con un devenir propio-. A través del mundo -e incluso en el Estado de Israel- los judíos la reivindican sin fe ni prácticas religiosas. Para millones de israelitas asimilados a la civilización ambiente, el judaismo no puede ni siquiera decirse cultura: es una sensibilidad difusa, hecha de algunas ideas y recuer­ dos, de ciertas costumbres y emociones, de una solidaridad con los judíos perseguidos por su condición de tales. Y esta sensibilidad, esta cultura, esta religión, son sin embargo percibidas desde afuera como aspectos de una entidad fuertemente caracterizada que resulta difícil de clasificar. ¿Nacionalidad o reli­ gión? ¿Civilización fosilizada que sobrevive o fermento de un mun­ do mejor? ¡Misterio de Israel! Esta confusión refleja una presencia * Publicado en Enciclopedia Universalis.

en la historia única en su género. En efecto, fuente de las grandes re­ ligiones monoteístas a las que el mundo moderno debe tanto como a la Grecia o la Roma antiguas, el judaismo pertenece a la actuali­ dad viviente, en función no sólo de su aporte en conceptos y en li­ bros, sino, de los hombres y mujeres que, pioneros de grandes emprendimientos y víctimas de grandes convulsiones de la historia, quedan ligados en línea directa y sin solución de continuidad al pue­ blo de la Historia Santa. La tentativa de resucitar un Estado en Pa­ lestina y de reencontrar las inspiraciones creadoras de alcance uni­ versal de otros tiempos, no se concibe fuera de la Biblia. La esencia excepcional del judaismo -depositada en letras cate­ góricas e iluminando rostros vivientes, a la vez doctrina antigua e historia contemporánea- ¿no corre el riesgo de favorecer una visión mítica, esto es, el de una espiritualidad sin embargo accesible al aná­ lisis? La ciencia objetiva -sociología, historia, filología- se esfuer­ za en reducir la excepción a la regla. Los judíos occidentales fueron los promotores de esa búsqueda. Ya hacia fines del siglo x vii el “Tra­ tado teológico-político” de Spinoza instaura la lectura crítica de las Escrituras. A comienzos del siglo xix, en Alemania, los fundadores de la célebre “ciencia del judaismo"(Wissenschaft des Judentums) transformaron las Escrituras santas en puros documentos. Las para­ dojas de un destino sin igual y de una enseñanza absoluta encuen­ tran sin dificultad ubicación en las categorías científicas, elaboradas para todas las otras realidades espirituales y para todos los demás particularismos humanos. Todo se explica por las causas; y en las in­ fluencias experimentadas, metódicamente buscadas y descubiertas, muchas originalidades se disuelven. El judaismo emerge de allí, qui­ zá, más consciente de lo que recibió, pero cada vez menos seguro de su verdad. Es posible pese a todo preguntarse si la matematización científi­ ca de un movimiento espiritual nos da acceso a su aporte y a su sig­ nificación verdaderos. ¿La sabiduría muestra su alma y libra su se­ creto sin haber tenido la fuerza de resonar como mensaje o de hacer oír el llamado de la vocación? La conciencia judía, pese a la diver­

sidad de formas y niveles en los que subsiste, reencuentra su unidad y su univocidad a la hora de las grandes crisis, cuando la insólita conjunción de textos y de hombres, que a menudo ignoran la lengua de esos textos, se renueva en el sacrificio y la persecución. El recuer­ do de esas crisis alimenta los intervalos de tranquilidad. En esos momentos extraordinarios, la obra lúcida de la ciencia del judaismo que vincula el milagro de la Revelación o del genio na­ cional con una multiplicidad de influencias experimentadas, pierde su significación espiritual. En el lugar del milagro de la fuente úni­ ca, brilla la maravilla de la confluencia. Ésta se extiende como una voz que llama desde el fondo de textos convergentes y que se reper­ cute en una sensibilidad y un pensamiento que la esperan. ¿Qué di­ ce la voz de Israel y cómo traducirla en algunas proposiciones? Qui­ zá todo cuanto enuncia no sea más que el monoteísmo hacia el cual la Biblia judía atrajo a la humanidad. Se puede, en un primer mo­ mento, retroceder ante esta verdad demasiado vieja o esta pretensión demasiado dudosa. Pero el término denota un conjunto de significa­ ciones a partir de las cuales la sombra de lo Divino se proyecta, más allá de toda teología y de todo dogmatismo, sobre los desiertos de la Barbarie: seguir al Más Alto, no tener más fidelidad que por el Úni­ co; desconfiar del mito por el cual se imponen el hecho consumado, las obligaciones de la costumbre y del terruño, y el Estado maquia­ vélico y sus razones de Estado; seguir al Más Alto, en tanto nada su­ pera acceder al prójimo, a la preocupación por la suerte “de la viu­ da, del huérfano, del extranjero y del pobre” y ningún abordaje “con las manos vacías” puede considerarse tal; es en la tierra, entre los hombres, que se despliega así la aventura del espíritu; el traumatis­ mo que fue mi esclavitud en el país de Egipto constituye mi huma­ nidad misma -aquello que me acerca desde el vamos a todos los pro­ letarios, a todos los miserables, a todos los perseguidos de la tierra-; en la responsabilidad por el otro hombre reside mi unicidad misma: no cabría descargarme de ella en nadie, como no podría hacerme reemplazar en mi muerte; de allí la concepción de una criatura que tiene la suerte de salvarse sin caer en el egoísmo de la salvación; el

hombre es así indispensable a los designios de Dios o, más exacta­ mente, no es otra cosa que los designios divinos en el ser; de allí también la idea de elección, que puede degradarse en orgullo, pero que expresa en el origen la conciencia de una asignación indiscuti­ ble donde se sostiene la ética y por la cual la universalidad del fin buscado implica la soledad, el aislamiento del responsable; el hom­ bre es interpelado en el juicio y la justicia que reconocen esta res­ ponsabilidad -la misericordia atenúa los rigores de la Ley sin sus­ penderla-; el hombre puede lo que debe; podrá dominar las fuerzas hostiles de la historia realizando un mino mesiánico, un reino de jus­ ticia anunciado por los profetas; la espera del Mesías es la duración misma del tiempo. Humanismo extremo de un Dios que pide mucho al hombre. ¡Según muchos pareceres, Él le pide demasiado! Quizás en un ritua­ lismo encargado de regular todos los gestos de la vida cotidiana del judío integral, en el célebre yugo de la Ley -vivido por las almas piadosas como alegría- reside el aspecto más característico de la existencia judía. Es él quien la preserva a través de los siglos y con­ serva esta existencia en su ser, que pese a ser el más natural, está co­ mo a distancia de la naturaleza -pero de este modo, tal vez, presen­ te ante el Más Alto-.

El judaismo y lo femenino*

La visión judía del mundo se expresa en la Biblia. Pero en la Biblia reflejada por la literatura rabínica, cuya pieza clave la constituyen el Talmud y sus comentadores. El Talmud, establecido por escrito en­ tre los siglos ii y vil, se remonta a una tradición mucho más antigua que el cristianismo, cuyas manifestaciones aparecen ya muy clara­ mente en las estructuras que la vida judía había recibido hacia el fi­ nal del primer exilio. El canon bíblico, tal como lo conocemos hoy, se constituía y se transmitía según la autoridad que respondía a esta tradición. El cristianismo como tal, después de todo, había recibido el Antiguo Testamento de manos de los fariseos. Como quiera que se consideren los procedimientos de exégesis utilizados por el Talmud, el sentido del Antiguo Testamento se reve­ la a los judíos a través de la tradición talmúdica. Ésta no constituye el tesoro folklórico de Israel, aun cuando cobre a veces la aparien­ cia de serlo. La sutileza que le es propia no desdeña las formas des­ provistas de todo ornamento. Nada es menos ingenuo que esos apólogos. No resulta fácil recorrer esos textos fundamentales, sobre­ volarlos o hacer sentir su agudeza a un público poco habituado al lenguaje y a los métodos según los cuales este pensamiento se pien­ sa. Existe un esoterismo que no depende del secreto de la doctrina, sino de su rigor. * Publicado en Nueva Edad, 1960, N° 107-108.

Por cierto, es posible preguntarse si las ideas que no llegan a pe­ netrar en las masas ni se transforman en técnica, determinan todavía la marcha del mundo, y si el cristianismo no ha sido la última y úni­ ca entrada del judaismo en la Gran Historia. Pero esto implicaría des­ preciar por anticipado el valor intrínseco de la verdad, no reconocer­ le otra universalidad que aquélla que le acuerda el consenso de todos. Comportaría, en especial, pensar que la idea revelada vive continua­ mente en la historia donde es revelada. Sería denegarle una vida pro­ funda, así como las entradas bruscas en la historia, por erupción. Im­ plicaría desconocer la existencia volcánica del espíritu y, al fin de cuentas, hasta la posibilidad misma del fenómeno revolucionario. Es preciso disculparse de esta declaración de principios presen­ tada a modo de introducción de las modestas consideraciones que si­ guen acerca de la mujer en el pensamiento judío. Ocurre que ella explica por qué este pensamiento es inseparable de las fuentes rabínicas y por qué aceptamos hablar al respecto, aun cuando no tenga­ mos ninguna inclinación por la arqueología, y por qué los análisis que intentamos no son sino un abordaje, a la vez tímido y azaroso, de ese pensamiento.

I Los rasgos de la mujer judía se fijan gracias a las atractivas fi­ guras femeninas del Antiguo Testamento. Las esposas de los pa­ triarcas, las profetisas Miriam y Débora, Tamar, la nuera de Judá, las hijas Tselofajad, Noemí y Ruth la Moabita, Mijal, hija de Saúl, Abigail, Bethsabé, la Sulamita, y tantas otras, cumplieron un rol ac­ tivo en la realización de la finalidad bíblica y se sitúan en el eje mis­ mo de la historia santa. Estamos lejos de las contingencias del Oriente donde, en el seno de una civilización masculina, la mujer se encuentra por completo subordinada a la arbitrariedad masculina o reducida a proporcionar encanto y alegría a la vida severa de los hombres.

Isaac hubiera sido arrastrado a los juegos violentos y las risas de su hermano de no haber mediado la firme decisión de Sara; Esaú hu­ biera triunfado sobre Israel sin la astucia de Rebeca; Laban hubiera impedido el Retomo de Jacobo sin la complicidad de Lea y de Ra­ quel; Moisés no hubiera sido amamantado por su madre sin Miriam; David y el Principe de la Justicia que un día nacerá de él, no hubie­ ran sido posibles sin la obstinación de Tamar, sin Ruth, la fiel, sin el genio político de Bethsabé. Todas las maniobras de precisión en es­ ta vía difícil donde el tren de la historia mesiánica arriesgó descarri­ lar mil veces, fueron aseguradas y comandadas por mujeres. Los acontecimientos bíblicos no hubieran operado como lo hicieron sin su vigilante lucidez, sin la firmeza de su determinación, sin su ma­ licia y sin su espíritu de sacrificio. Pero el mundo donde se despliegan esos acontecimientos no hu­ biera resultado estructurado como lo estuvo -y como lo está todavía y para siempre- sin la presencia secreta, en el límite mismo de la evanescencia, de esas madres, esposas e hijas, sin sus pasos silencio­ sos en las profundidades y los espesores de lo real, dibujando la di­ mensión misma de la interioridad y volviendo precisamente habita­ ble este mundo. La Casa es la mujer, nos dirá el Talmud. Más allá de la evidencia psicológica y sociológica de tal afirmación, la tradi­ ción rabínica la ubica como verdad primordial. El capítulo final de los “Proverbios”, donde la mujer, sin que haya una preocupación por la “belleza y la gracia”, aparece como el genio del hogar y hace po­ sible, precisamente por eso, la vida pública del hombre, puede en ri­ gor leerse como un paradigma moral. Pero en el judaismo, lo moral tiene siempre el alcance de un fun­ damento ontológico. Lo femenino figura entre las categorías del Ser. Los doctores se atreven a ubicar entre los diez “verbos” que sirvie­ ron para crear el universo, las palabras que enuncian: “No es bueno que el hombre esté solo”. Rabí Menajem Bar Yossi, para incluirlas en ese número de diez, excluye aquellas según las cuales “El alien­ to de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas”. Y cuando Rabí Yossi (que no es, necesariamente, como se consigna en los diccio­

narios enciclopédicos, “padre del precedente”) encuentra al profeta Elias, sólo le pregunta qué puede significar el versículo del Génesis “acerca de la mujer que ayuda a Adán”. Pero la suerte de un encuen­ tro tan maravilloso -se producen otros en las parábolas talmúdicasno está por encima de una pregunta en apariencia tan simple. La respuesta que se le asigna al profeta fija el rol de la mujer en el mismo tono en el que fuera formulada la pregunta: “El hombre aporta trigo a la casa -¿mastica trigo?-. Aporta lino -¿se puede ves­ tir con lino?-. La mujer ilumina sus ojos. Ella lo organiza”. ¿Acaso ella está ahí para moler el trigo y tejer el lino? Un esclavo bastaría para esa tarea. Se podría ver por cierto en el texto la confirmación del estatuto subordinado de la mujer. Y sin embargo, se impone una interpretación con otros matices cuando se conoce la concisión del pensamiento talmúdico y la dignidad “categorial” de los ejemplos que cita. Ese trigo y ese lino son arrancados a la naturaleza por el trabajo del hombre. Dan cuenta de la ruptura de la vida espontánea, del fin de la vida instintiva hundida en la naturaleza inmediata, da­ da. Marcan el comienzo de aquello que, con toda precisión, pode­ mos llamar vida del espíritu. Pero una “crudeza” insuperable permanece en los productos de nuestra civilización conquistadora. Ese mundo donde la razón se re­ conoce cada vez más, no es habitable. Es duro y frío como esos de­ pósitos donde se acumulan mercaderías incapaces de satisfacer: no logran vestir a quienes están desnudos, ni alimentar a quienes tienen hambre; es impersonal como los galpones de las fábricas y los complejos industriales, donde las cosas fabricadas siguen siendo abstractas, provistas sólo de una verdad que se traduce en cifras y re­ sultan arrastradas hacia el circuito anónimo de la economía, proce­ dentes de calculadas planificaciones que no impiden, sino que más exactamente preparan los desastres. Tal es el espíritu en su esencia masculina, el espíritu que vive hacia fuera, expuesto al sol violento que enceguece, a los vientos de altura que lo golpean y lo abaten, sobre una tierra sin repliegues, ex­ traviado, solitario y errante y por eso mismo alienado por las cosas

producidas que él había suscitado y que se enfrentan a él indómitas y hostiles. Agregar trabajo del siervo al del señor no resuelve la contradic­ ción. Alumbradlos ojos ciegos, devolver el equilibrio -superar, en consecuencia, una alienación última, resultante de la virilidad mis­ ma del logos universal y conquistador que expulsa hasta las sombras que hubieran podido abrigarlo-, tal sería la función ontológica de lo femenino, la vocación de aquélla “que no conquista”. La mujer no viene simplemente a servir de compañía a un ser privado de socie­ dad. Responde a una soledad propia de esta privación y, algo más extraño aún, a una soledad que subsiste pese a la presencia de Dios; a una soledad en lo universal, a lo inhumano que resurge cuando lo humano ya sometió a la naturaleza y se elevó al pensamiento. Para que la eliminación inevitable del pensamiento que domina al mundo acepte un reposo -desande lo andado- es preciso que, en la geometría de los espacios infinitos y fríos, se produzca el extraño fluir de una ternura. Su nombre es mujer. El retomo sobre sí, ese re­ cogimiento, esa aparición del lugar en el espacio, no es el resultado, como en Heidegger, de un gesto constructor, de una arquitectura que dibuja un paisaje, sino de la interioridad de la Casa, cuyo “revés” apelaría al “derecho” de no existir la discreción esencial de la exis­ tencia femenina que allí habita, que es la habitación misma. Ella ha­ ce pan del trigo y vestido del lino. La mujer, la novia, no es la reunión en un ser humano de todas las perfecciones de la ternura y de la bondad que subsistirían en uno mismo. Todo ocurre como si lo femenino fuera la manifestación ori­ ginal de una y otra, la ternura como tal, el origen de toda ternura en la tierra. El vínculo conyugal es así a la vez lazo social y un momento de la toma de conciencia de sí, la manera según la cual un ser se identi­ fica y se reencuentra. La tradición oral insiste en esto. ¿Dios no dio nombre de Adán al hombre y a la mujer reunidos, como si los dos no fueran sino uno, como si la unidad de la persona no pudiera salir ai­ rosa de los peligros que la amenazan de otro modo que gracias a una

dualidad inscripta en su propia esencia? Dualidad dramática, ya que un conflicto puede surgir y de allí la catástrofe; ya que la amiga pue­ de convertirse en la enemiga más terrible. No es sin riesgos que el es­ píritu impasible e incondicionado que sopla donde quiere, vuelve so­ bre sí y se reposa en la felicidad. Pero “sin la mujer, el hombre no conoce ni bien, ni ayuda, ni alegría, ni bendición, ni perdón”. ¡Nada de lo que sería necesario para un alma! Rabí Yochua ben Levi agre­ gaba: “Ni paz, ni vida”. Nada de aquello que transforma su vida na­ tural en ética, nada de lo que permite vivir una vida, ni siquiera la muerte que uno muere por otro. Hay quienes dicen, por fin, “que el hombre sin la mujer disminuye en el mundo la imagen de Dios”. Y esto nos conduce a otra dimensión de lo femenino: la maternidad.

II En un sentido, la mujer sólo tendrá en el judaismo un destino de ser humano, donde su feminidad figurará como un atributo. Las ins­ tituciones que definen su estatuto jurídico dan testimonio de esta condición de ser moral. Su carácter revolucionario respecto de los usos y costumbres de la época y de las civilizaciones orientales don­ de se sitúa el mundo de la Biblia, es notorio pese a las formas ritua­ les que reviste ese estatuto. Los ritos que impone, por ejemplo, el li­ bro de Los Números a la mujer sospechada de adulterio, respetan de hecho en ella a la “persona humana”, sustrayéndola al poder arbitra­ rio del marido, “desapasionan” los celos ciegos mediante un largo procedimiento, dejando el arbitraje y la decisión a los sacerdotes, al poder público, a un tercero. Esos principios jurídicos no expresan, en verdad, más que uno de los temas permanentes del pensamiento judío. La feminidad de la mujer no tendría que deformarse, ni permitir que sea reabsorbida su esencia humana. “La mujer se dice Isha en hebreo, ya que ella pro­ viene del hombre -Is h -’\ indica la Biblia. Los doctores se adueñan de esta etimología para afirmar la dignidad única del hebreo, que ex­

presa el misterio mismo de la creación: la mujer deriva casi grama­ ticalmente del hombre. Derivación muy distinta del devenir biológico. Dos actos distin­ tos de creación eran necesarios para Adán -uno para el hombre en Adán, el segundo para la mujer, afirma un texto rabínico-. Otro se complace en relevar la prioridad que, en el plano de la profecía, Sara tenía respecto de Abraham. Eva escuchó la palabra divina. Interlo­ cutor de Dios, la mujer no puede ya perder esta dignidad, y según una sentencia audaz de los sabios, ella recibe a su pareja masculina siempre de frente, incluso en el registro de su existencia biológica. La relación de persona a persona precede toda relación. La originalidad total de lo “femenino” respecto del principio “hembra” se expresa en otra parábola (a leer castamente en ese con­ texto de pureza donde el Talmud sabe hablar de lo sexual), según la cual Adán se había aproximado a todos los seres vivos que habían recibido de él su nombre, pero permanecía insatisfecho hasta la apa­ rición de Eva, saludada precisamente en tanto que ser igual. La le­ yenda insiste también en el hecho de que Eva no puede aparecer si­ no esperada y convocada por todos los anhelos de Adán. No se ofrecía a Adán como algo ya hecho y previsto para las “necesidades biológicas”, en nombre de una pretendida necesidad natural. Las desgracias que ocasionó ya indican un infortunio social con cuya responsabilidad cargan los hombres y respecto de la cual no es po­ sible incriminar a un destino, una naturaleza o un Dios. Si la mujer completa al hombre, no lo hace a la manera en que una parte completa a otra para formar un todo sino, si se puede de­ cir, como dos totalidades se completan, algo que constituye, por lo demás, la maravilla de las relaciones sociales. En esta perspectiva se ubica la discusión de escuela entre Rav y Schmoel acerca de la crea­ ción de Eva. ¿Surgió de una costilla de Adán? Esta costilla, ¿no era en todo caso un costado de Adán, creado como ser único con dos ca­ ras y separado por Dios mientras Adán, todavía andrógino, dormita­ ba? Tema quizá proveniente del Banquete de Platón, pero que toma entre los doctores una significación nueva.

Las dos caras del Adán primitivo miran desde el comienzo hacia donde quedarán para siempre orientadas. Son desde un comienzo rostros, en tanto el dios de Platón los da vuelta después de haber operado el corte. Su nueva existencia, la existencia separada, no vendrá a castigar como en Platón las audacias de una naturaleza de­ masiado perfecta. La existencia separada tendrá más valor entre los judíos que la unión inicial. “La carne de mi carne y los huesos de mis huesos” implica en­ tonces una identidad de naturaleza entre la mujer y el hombre, una identidad de destino y de dignidad -y también una subordinación de la vida sexual a la relación personal que es la igualdad en sí misma-. Ideas más antiguas que los principios en nombre de los cuales lucha la mujer moderna por su emancipación, pero verdad de todos esos principios, en el plano donde se mantiene también la tesis que se opone a la imagen del andrógino inicial y se vincula con la idea popular de la costilla. Esa verdad reserva, por cierto, una prioridad a lo masculino. En éste reside el prototipo de lo humano; él determi­ na la escatología respecto de la cual se describe la maternidad mis­ ma: la salvación de la humanidad. La justicia que regirá las relacio­ nes entre los hombres equivale a la presencia de Dios entre ellos. Las diferencias entre lo masculino y lo femenino se diluyen en esos tiempos mesiánicos. La maternidad se subordina en la interpretación rabínica del amor a un destino humano que desborda las “alegrías de la familia”: es preciso darle a Israel ün estatuto acabado, “multiplicar la imagen de Dios” inscripta en el rostro de los humanos. No porque el amor conyugal carezca de importancia propia, se reduzca al rango de me­ dio para la procreación, o bien prefigure, como en una cierta teolo­ gía, aquellos logros. Muy por el contrario, la finalidad última de la familia es el sentido actual y la alegría de ese presente. No sólo es­ tá allí preformada, sino que ya se cumple en ese lugar. Esta partici­ pación del presente en el porvenir se produce precisamente en el sentimiento de amor, en la gracia de la novia e incluso en el registro de lo erótico. El dinamismo propio del amor lo conduce más allá del

instante presente y aun más allá de la persona amada. Esta finalidad no resulta manifiesta desde una perspectiva exterior al amor, que procediera a integrarla en el plano de la creación; ella es el amor mismo. El nacimiento de los primeros hijos, Caín y Abel, se produjo to­ davía en el Paraíso, según un pasaje del Tratado Sanedrín, el mismo día en que fue creado Adán y que fue también el de la creación de Eva y el día de sus primeros amores, antes de la desobediencia ori­ ginal. Fueron dos al subir al lecho nupcial y cuatro al descender de allí. “Descendieron seis, según otro apólogo, las esposas de los hi­ jos nacieron con los hijos.” La consecuencia de la caída fue precisa­ mente la separación de la voluptuosidad y la procreación, que pasa­ ron a disponerse de ahí en más en la sucesión temporal. Los dolores del embarazo y del parto quedaron a partir de entonces sometidos a una finalidad distinta de aquélla que atrae a los enamorados. En el estado de perfección se revelaba la esencia del verdadero amor. Partiendo de aquí, ya no es indigno de Dios ni “engalanar a Eva como a una novia” antes de conducirla ante Adán, ni pasar “el tiem­ po que le queda después de la creación” en combinar las parejas. Alegrar a quienes han contraído matrimonio es una de las acciones más meritorias de la piedad judía. Un recipiente de cobre se encuen­ tra en el atrio del santuario, conteniendo el agua destinada a las ablu­ ciones de los sacerdotes -símbolo de la pureza-. Según la leyenda, el metal del recipiente provenía de los espejos que habían ofrecido piadosamente las mujeres judías escapadas de Egipto, instrumentos de una casta coquetería que despertaba el deseo en una generación desesperada y aseguraba la continuidad de Israel. La significación del amor no se detiene entonces en el instante de la voluptuosidad ni en la persona amada. No toma una dimensión novelesca. Esta dimensión de lo novelesco donde el amor se convierte en su propio fin -donde permanece sin “intencionalidad” alguna que lo desborde-, un mundo de voluptuosidad o un mundo de encanto y de gracia, que puede coexistir con una civilización religiosa (e incluso resultar espiritualizado por ella, como ocurrió en el cristianismo me­

dieval con el culto a la Dama), es extranjera al judaismo. Las formas de la novela que se encuentran en la Biblia son de inmediato inter­ pretadas por el Midrash, de manera tal que se destaca el aspecto escatológico de aquélla. El judaismo clásico no tendrá arte en el sen­ tido en que lo han tenido todos los pueblos de la tierra. Las imáge­ nes poéticas de la vida amorosa son discretas en la Biblia fuera del Cantar de los Cantares, tempranamente interpretado en un sentido místico. El erotismo puro es evocado en un sentido netamente peyo­ rativo, como en la novela de Amnon y de Tamar o en ciertos aspec­ tos de los amores de Sansón. Lo que se da en llamar amor-senti­ miento, casi separado de todo erotismo y marcado por imágenes cautivantes -la novela de Isaac y Rebeca, de Jacobo y Raquel, de David y Bethsabé- resulta sometido en el Midrash a una des-poetización que no procede por la vía de una recatada timidez, sino me­ diante la apertura permanente de la perspectiva mesiánica -aquélla de la inminencia de Israel, de la humanidad reflejando la imagen de Dios que puede portar en su rostro-. El Eterno Femenino, presente en toda experiencia amorosa sur­ gida de la Edad Media y que llega, a través del Dante, hasta Goethe, falta en el judaismo. Nunca lo femenino tomará el aspecto de la divi­ nidad. Ni Virgen María, ni siquiera incluso Beatriz. La dimensión de lo íntimo está abierta para la mujer, pero no la dimensión de la altu­ ra. De la existencia femenina se retendrá, sin duda, la misteriosa in­ terioridad para experimentar como una novia el Shabat, la Torá mis­ ma y a veces la Presencia divina cerca de los hombres, la Shejiná. Pero las imágenes no se convierten en modo alguno en figuras feme­ ninas. No son tomadas en serio. Las relaciones amorosas de las Es­ crituras se interpretan simbólicamente y denotan relaciones místicas.

III Pero al mismo tiempo que en la dignidad de un principio que de­ vuelve, si se puede decir así, un alma al espíritu, lo femenino se re­

vela como la fuente de toda perdición. Aparece en una ambivalencia donde se expresa una de las más profundas visiones de la ambigüe­ dad del amor como tal. Esta deliciosa fragilidad que, en el desmayo de la vida interior, salva lo humano de su extravío, se sostiene en el límite del relajamiento. La mujer se instala por entero en el impu­ dor, hasta en la desnudez de su meñique; es aquello que, por exce­ lencia, se exhibe, lo esencialmente turbulento, lo esencialmente im­ puro. Satán, dice un texto extremista, fue creado con ella. Su vocación de recogimiento, de la que da testimonio la costilla a par­ tir de la cual fue creada, órgano envuelto e invisible, se alia a todas las indiscreciones. El pensamiento rabínico se aventura más lejos. La muerte se adueña del hombre ya antes del pecado original. El día mismo de la creación de Eva, su destino quedó sellado. Hasta entonces, como Elias el profeta -único como Elias, único porque solo como él-, le era posible escapar a la muerte. La verdadera vida, la alegría, el per­ dón y la paz ya no dependen de la mujer. Se levanta allí, extraño a to­ da complacencia para consigo mismo, el espíritu en su esencia viril, sobrehumana, solitaria. Él se reconoce en Elias, el profeta sin perdón, el profeta de las cóleras y de los castigos, amamantado por los cuer­ vos, habitante de los desiertos, sin ternura, sin dicha y sin paz. Opinión excesiva, tentación permanente del alma judía, desde­ ñosa de los amores equívocos donde lo puro y lo impuro se mezclan, desconfiada respecto de las culturas donde la sangre y la muerte se alian a las voluptuosidades, donde las formas del arte y los encantos se adaptan a supremas crueldades. Pero ya no es femenina la figura bíblica que atormenta a Israel en las rutas del exilio, la figura que invoca cuando termina el Shabat, en los crepúsculos, cuando pronto quedará sin auxilio, la figura don­ de se acumula para el judío toda la ternura de la tierra, como tampo­ co lo es la mano que acaricia a sus hijos y los acuna. Ni una mujer, ni una hermana, ni una madre lo guían, sino Elias, que no murió, el más duro de los profetas, precursor del Mesías.

Polémicas “[...] Dios de los ejércitos”. La historia de los He­ breos demuestra que no se trata sólo de estrellas, sino también de los guerreros de Israel [...] Esa blasfemia era desconocida por todos los otros (pueblos) [...] Simone Weil, Carta a un religioso Ni por la fuerza, ni por la violencia, sino por mi es­ píritu -llamado Dios de los Ejércitos-. Zacarías, 4, 6

El caso Spinoza*

Una vez pronunciado el anatema contra Spinoza por las autoridades religiosas de su época, el proyecto formulado por Ben Gurion de anular esta condena no parece tener significación alguna para la glo­ ria y la influencia de Spinoza en el mundo. ¿Un caso de justicia pos­ tuma? Los Spinoza no mueren. “No se juzga a los vencedores”, de­ cía Catalina la Grande, sacrificando la justicia al triunfo. Tampoco es cuestión de auxiliar a la victoria. ¿Se trataría entonces de salvar el honor del pueblo judío? Pero el pueblo judío es bastante adulto para permitirse un desacuerdo, así fuere con Spinoza. No es necesario cristalizarse en la timidez de la “Haskala” judía del siglo xix, que sumaba a una confianza admira­ ble en el porvenir del judaismo, una extraña desconfianza en cuanto a todos sus valores aún no vulgarizados, aquellos a los que los gen­ tiles aún no habían dado cabida. ¡Punto débil de tantos hombres ad­ mirables que, en 50 años, hicieron el Estado de Israel! Desprendidos de todo “complejo de inferioridad” nacional, lo disimulan en el re­ gistro de lo espiritual, donde la concupiscencia respecto de lo mo­ derno es la única no censurada. En ocasión de una cena ofrecida en París a una alta personalidad política de Israel, el anfitrión quería hacer admirar a su invitado de honor una traducción yiddish de un Tratado de Talmud. Se enteró * Publicado en Trait d ’Union, N2 34-35, diciembre de 1955-enero de 1956.

entonces que Israel no necesitaba ni de la traducción, ni del original. Un tratado de apicultura habría tenido más éxito, ¡pero sin duda también el Tratado Teológico-Políticol La condena o la rehabilitación de Spinoza concierne sin embar­ go al pueblo judío. Se trata de una cuestión esencial desde la eman­ cipación de los judíos en el mundo, por una parte, y la creación del Estado de Israel por otra. Israelitas e Israelíes se reconocen Occi­ dentales. ¿Qué consideran retener del Occidente? Occidente significa libertad del espíritu. Todas sus virtudes y al­ gunos de sus vicios resultan de ella. La libertad del espíritu anuncia, de una manera muy precisa, la preocupación por mantener con la verdad un vínculo interno: borrarse ante lo verdadero, pero en esa misma vía que supone borrarse, sentirse el dueño, a la manera del matemático que se inclina ante la evidencia, consciente de una su­ prema libertad. Esta coincidencia maravillosa de obediencia y de ór­ denes, sujeción y soberanía, lleva un nombre gastado pero muy her­ moso: razón. La obra de Spinoza consagra a la razón un homenaje supremo y por cierto aceptado. La Ética aporta claridades últimas a cuestiones tales como las relaciones racionales y su equivalencia con las formas más altas de la vida. El judaismo no podría tomar distancia de ellas, como no puede dar la espalda a las matemáticas, desinteresarse de la democracia y del problema social, ni preferir los vínculos inteli­ gibles, el diálogo, la suavidad y la paz a las injurias que los hombres y las cosas hacen padecer al hombre. El judaismo en su totalidad, más allá de su credo y su ritualismo -por medio de su fe y de sus prácticas-, quizá sólo buscó terminar con las mitologías, con las violencias ejercidas por ellas sobre la razón y perpetuadas en las costumbres. El racionalismo no amenaza la fe judía. ¡Qué importan las suti­ lezas teológicas si los mitos se terminaron! Es hermoso ese texto tal­ múdico que distingue dos momentos en la infidelidad religiosa: el abandono de la verdad y el apego al mito. Las dos fallas se suceden, quizá, pero no se confunden. Escándalo de las almas piadosas, los

judíos sin prácticas y que se consideran ateos, siguen siendo pese a todo judíos. ¿Por cuánto tiempo todavía? La pregunta se plantea, en efecto. Y es grave. Las reservas morales acumuladas en el curso de los largos siglos de dominio de sí, de sufrimientos y de estudios, se manifiestan aún como un discernimiento instintivo entre lo justo y lo injusto. De allí cierta jerarquía de valores que parece natural a al­ gunos y una cierta visión de la historia que transporta a otros. La his­ toria de las ideas es, actualmente, la teología sin Dios que hace vi­ brar religiosamente las almas incrédulas, el jardín secreto donde florecen, en su hilera, los valores fundamentales. En esta historia de las ideas, Spinoza ejerció una influencia decisiva y antijudía. No se trata de la crítica bíblica por él inaugurada. Esa crítica só­ lo arruina una fe resquebrajada. La verdad de los textos eternos, ¿no se manifiesta más claramente cuando se les rehúsa la caución exter­ na de una revelación dramática y teatral? Estudiados en sí mismos, ¿no dan testimonio del valor divino de su inspiración, del milagro puramente espiritual de su reunión? Milagro tanto más consagrado como tal cuando se trata de fragmentos más escasos y más disper­ sos. Una maravilla tanto más plena en la medida en que el rabinismo encuentra allí una enseñanza concordante. De la lectura de esos textos puede nutrirse una fidelidad al judaismo: la certeza de que el Antiguo Testamento aporta los términos definitivos de la civili­ zación, que sus formas pueden evolucionar sin que sea necesario re­ novar las maneras de pensarlas, que todas las categorías están ya dadas, que el Antiguo Testamento concluye la historia y es, en con­ secuencia, moderno, que sus verdades no convocan más a nuevas re­ velaciones. En ese sentido, Hermán Cohén, a quien un cristiano pre­ guntaba si no tenía nostalgia de Jesús, citaba al salmista: “Dios es mi pastor, no me falta nada”.

Compartimos íntegramente el parecer de nuestro admirado y la­ mentado amigo Jacob Gordin: hay una traición de Spinoza. En la historia de las ideas, subordinó la verdad del judaismo a la revela­

ción del Nuevo Testamento. Ésta, por cierto, queda superada por el amor intelectual a Dios, pero el ser occidental comporta esta expe­ riencia cristiana, aunque más no sea como etapa. A partir de allí, salta a la vista el rol nefasto de Spinoza en la descomposición de la intelligentsia judía, aun cuando para sus re­ presentantes, como para el propio Spinoza, el cristianismo no es más que una verdad penúltima, incluso si la adoración de Dios en espíri­ tu y en verdad debe todavía superarlo. El reconocimiento de los Evangelios a título de escala inevitable en la ruta de la verdad, tiene más importancia en nuestros días que la misma profesión de un cre­ do. Judaismo que prefigura a Jesús -tal la vía por donde el spinozismo llevó al judaismo no religioso a realizar un movimiento al que, en su condición de religioso, se opusiera durante 17 siglos-. Muchos son los intelectuales judíos, desprendidos de toda creencia religiosa, a quienes la figura de Jesús aparece como la culminación de las en­ señanzas de los profetas, aun cuando a esa figura o a esas enseñan­ zas les siguen, en su espíritu, los héroes de la Revolución Francesa o el marxismo. Para alguien como León Brunschvicg, cuya memo­ ria veneramos, o bien para un Jankélévich, a quien admiramos, la ci­ ta del Nuevo Testamento es mucho más familiar que la del Antiguo y es a menudo la primera la que aclara la segunda. Quizá no haya amenaza de proselitismo de naturaleza alguna en una sociedad donde las religiones han perdido su influencia y for­ man parte del orden privado, como las preferencias estéticas y los gustos culinarios, aunque el cristianismo sea en Europa la religión de los fuertes, se estile la humildad y hayan cambiado los tiempos en los que, según Reinach, la conversión sólo confería la ventaja de ser mal recibido en los salones. Gracias al racionalismo patrocinado por Spinoza, el cristianismo triunfa subrepticiamente. ¡Conversio­ nes sin el escándalo de la apostasía! Gente a menudo excelente y es­ timada, como esos combatientes de los que Gedeón no quiso para su combate, guardan para sí certezas que desmienten en sus reflejos. Los pensadores que, al día siguiente de la Emancipación, conci­ bieron un Occidente sin cristianismo, como Salvador en Francia,

quedaron sin discípulos. La obra reciente de Franz Rosensweig, cuyo homenaje al cristianismo consiste en indicarle un destino diferente de aquél que el judaismo realizó hasta su punto culminante, permanece ignorada. El pensamiento íntimo de los intelectuales israelitas de Occidente está inmerso en una atmósfera cristiana. ¿Habrá sido ne­ cesaria entonces la pérdida del sentimiento religioso en el mundo pa­ ra que los judíos sean sensibles al triunfo de lo galileano? ¿Saben acaso que nuestros grandes libros, cada vez más ignorados, revelan una Sinagoga que no siente una venda en los ojos? ¿Que en sus estu­ dios judíos Spinoza quizá tuvo tan sólo maestros intrascendentes? ¡Qué pena! Actualmente, el hebraísmo es una ciencia tan poco fre­ cuente que ya no es posible imaginarla mediocre, del montón.

Israel no se define por la oposición al cristianismo, como tam­ poco en función de aquello que pudiera oponerlo al budismo, al is­ lamismo o al brahmanismo. Consiste, en todo caso, en buscar la alianza con todos los hombres ligados a la moral. La busca, en pri­ mer lugar, con los cristianos y los musulmanes, nuestros vecinos, nuestros compañeros en lo que hace a la civilización. Pero la base de esta civilización es la Razón que los filósofos griegos revelaron al mundo. Estamos íntimamente persuadidos de que, de una manera autónoma y más gloriosa aún, el mosaísmo pro­ longado e interpretado por el rabinismo, condujo a Israel en esa di­ rección; estamos íntimamente persuadidos de que la inspiración del cristianismo es otra; estamos entonces íntimamente persuadidos de que tenemos todavía más posibilidades de encontrar un racionalis­ mo sin mezcla en Platón o en Aristóteles que en Spinoza. Todas es­ tas convicciones íntimas las podríamos guardar para nosotros si, desde hace 2000 años, los teólogos cristianos no se presentaran co­ mo realizadores, perfeccionadores, responsables de los efectos del judaismo, como esos kantianos que, en sus estudios, completan a Kant y esos platónicos que mejoran a Platón. ¡Ah! ¡Los obreros de la última hora!

Nuestra simpatía por el cristianismo permanece entera, pero siempre fundada en la amistad y la fraternidad. No puede adquirir acentos paternales. No podemos reconocer un hijo que no es el nues­ tro. Contra esas pretensiones a la herencia, contra su impaciencia por hacerse cargo, protestamos en tanto estamos vivos y sanos. El proceso dura desde hace dos mil años. Proponiendo la revi­ sión de aquél que involucró a Spinoza, ¿Ben Gurion busca acaso cuestionar -m ás eficazmente que los misionarios que se instalan en Israel- la gran certeza de nuestra historia, que al fin de cuentas, pa­ ra el propio señor Ben Gurion, conservó una nación que puede ser amada y la suerte de un Estado por construir?

¿Has releído a Baruch?*

¿Spinoza disimula, en el Tratado teológico-politico, su verdadero pensamiento y los golpes mortales -visibles para cualquiera que sepa leer- dirigidos contra la autoridad de las Escrituras y contra las religiones que allí se fundan? El filósofo estadounidense Leo Strauss nos invitó, en efecto, a ver un criptograma en toda filosofía -incluso en la obra de Maimónides-, donde la Razón lucharía en la clandestinidad contra la religión. Sylvain Zac -quien no se deja guiar por ninguna preocupación apologética y no busca en modo al­ guno plantearse como defensor de la Revelación- rompe sin embar­ go con esta manera de confundir historia de la filosofía y arte detectivesco. En un trabajo1 donde la riqueza de la información, el respeto del texto, el desprecio por la elocuencia y la falsa simetría, donde la modestia, en fin, rivalizan con la penetración, la fineza y el tacto filosófico, el autor despeja la coherencia del pensamiento abiertamente expresado por Spinoza, sin ahogarla prematuramente

* Publicado en Les Nouveaux Cahiers, N° 7, otoño de 1966. 1. Sylvain Zac: Spinoza et l ’interprétation de l ’Écriture, París, PUF, 1965. Este li­ bro fue presentado en 1964 como tesis complementaria del Doctorado en Letras. Su te­ sis principal: L ’idée de vie dans la philosophie de Spinoza, es también un trabajo de ca­ lidad. Señalemos asimismo a los lectores interesados en la historia del pensamiento judío, el pequeño volumen consagrado por Zac a Maimónides en la colección: “Philosophes de tous les temps”, publicado por Seghers.

en las eventuales segundas intenciones. Fija el sentido exacto del texto antes de desprender de él un sentido oculto. La doctrina exotérica del Tratado teológico-político se presenta ya como suficientemente matizada y, en muchos aspectos, inespera­ da. ¿Pudo jugar un rol positivo en la formación de la conciencia re­ ligiosa moderna? Sería necesario para determinarlo una investiga­ ción especial. Diremos, al finalizar, en qué sentido ella sigue siendo, en todo caso, actual para un hombre de nuestro tiempo que se pre­ tende judío. Aquello que fue indiscutiblemente retenido de esa doc­ trina hasta entonces, es su invitación a la crítica histórica de las Es­ crituras. Pero Sylvain Zac nos muestra precisamente que esa crítica no fue el proyecto fundamental de Spinoza. En posesión de una filosofía que representaba para él -y para to­ do ser razonable, según su parecer- la sabiduría y la salvación, Spi­ noza quiere asegurar la independencia de esa alta vía que conduce al amor intelectual de Dios -verdadera religión que se impone sin violencia, pese a la violencia que le pueden oponer las Iglesias y los Estados en nombre de las Escrituras mal leídas-. La filosofía euro­ pea, en la época de Spinoza, no ha llegado todavía a considerar la vida política como un momento de su propia evolución, pero la Ra­ zón supone, para Spinoza, condiciones políticas (232).2 Es preciso entonces demostrar que no puede haber conflicto entre las Escritu­ ras y la Filosofía, que la intención de las Escrituras no es filosófica. Spinoza denunciará como “arbitraria, inútil, perjudicial y absurda” su interpretación a partir de la filosofía, efecto y error de los rabinos y los teólogos cristianos; las Escrituras no tendrían otro propósito que el de enseñar -sin ponerla a prueba y dirigiéndose a quienes no pueden acceder a la sabiduría filosófica- una doctrina de la salva­ ción, la Palabra de Dios, hecha de justicia y de caridad. La idea de aplicar el método histórico a la Biblia habría nacido entonces de una preocupación por proteger la verdadera filosofía en la ciudad a la

2. Los números entre paréntesis reenvían a las páginas del libro de Sylvain Zac.

manera en que América habría sido descubierta por navegantes que esperaban llegar a la India. La neutralidad de las Escrituras respecto de la filosofía supone la posibilidad de interpretar las Escrituras por las Escrituras. Para probar la verdad de un texto, es necesario ponerlo en acuerdo con lo real; para comprender su significación, basta con ponerlo de acuer­ do consigo mismo. En verdad, por derecho propio todo lo humano se explica por la Naturaleza, es decir, en función de causas. Pero an­ tes de explicar las ideas, es posible comprenderlas como significa­ ciones. Y “el gran descubrimiento de Spinoza consiste en demostrar que se puede utilizar, a fin de comprender el sentido exacto de las ideas contenidas en los textos sagrados, un método tan riguroso co­ mo el de los sabios, sin que esto implique procurar una explicación que apele a las causas” (36). A la coherencia artificial aportada a la cuestión por los filósofos, se sustituye la historia de la redacción de los textos. En la expresión de la Palabra de Dios que la tradición consideraba tan eterna como esta Palabra misma, será necesario de ahora en más separar lo bueno de lo malo. Sócrates deploraba en el Fedro que no fuera interrogada la ver­ dad de un Decir antes de preguntar “¿Quién lo dijo?” y “¿De qué país es?”. Spinoza piensa que cuestionarse acerca del Autor de un texto bíblico y de las circunstancias de la redacción permite despejar el sentido del Decir y separar en él lo temporal de lo permanente. Una indagación que suponga una vasta cultura histórica, estable­ ce mediante la confrontación de los textos su autenticidad, su proce­ dencia y, a partir de ese momento, el verdadero pensamiento de los autores y la validez de los testimonios aportados por ellos. Método que se ha convertido en familiar para todos, incluso si no todos comparten ya el optimismo de Spinoza en cuanto a los re­ sultados y a la infalibilidad de esta recopilación de hechos literarios, impuesta, según Zac, por aquélla que preconizara Bacon para la in­ telección de los hechos naturales. En la manera de proceder enseñada por Spinoza, falta la apela­ ción a un proyecto anticipador del conjunto, desbordando la recopi­

lación positivista de los textos y enraizado quizás en un inevitable compromiso. Spinoza piensa que un discurso puede ser comprendi­ do sin que la visión de las verdades llegue a esclarecerlo. Pero des­ pejar las significaciones fundamentales de una experiencia apelando a un resumen de su verdad, es indicar una de las vías por donde en­ trará la filosofía, incluso después que hayan quedado excluidos los dogmatismos especulativos.

Texto y contenido Que Spinoza haya podido dejar de lado un método racional pa­ ra despejar el sentido de las Escrituras y encontrar lugar en la vida del Espíritu para la luz “profética” al lado de la luz natural, y para un Libro conteniendo aquello que, sin ironía, él llama Palabra de Dios -y que ese buen juicio hermenéutico y esta fe no correspondan a ninguno de los tres géneros del conocimiento- reviste la mayor importancia por el sentido que habrá de tomar en el futuro, no sólo en la filosofía religiosa, sino en la filosofía sin más. La Palabra de Dios deriva, por cierto, al fin de cuentas, según Spinoza, de la natu­ raleza de Dios y si se conociera esta naturaleza, sabiduría y porve­ nir derivarían de ella según un deterninismo riguroso. Pero en la complejidad de las cosas, ese porvenir no puede ser conocido filo­ sóficamente y es el profeta quien lo percibe, como si fueran decisio­ nes y decretos de Dios (95). Dado que la complejidad impenetrable de las cosas no es contingente, la Palabra no está condenada al si­ lencio del día en el que “todo será claro”. Aspecto que es necesario subrayar, como es necesario subrayar en el planteo hecho por Spi­ noza acerca de la Palabra de Dios, la certeza sui generis que le con­ fiere a la fe. Por mucho que prefiera la santidad de las enseñanzas a la intangibilidad del texto bíblico que las vehicula, reconoce la adecuación de ese texto al contenido. Es necesario insistir en el rol -donde los judíos se reconocerán- de la obediencia y de la esperanza en la per­

cepción de esta Palabra y por fin, pese al recurso frecuente a la ter­ minología cristiana, pese al resentimiento que Spinoza habría podi­ do guardar respecto de la Comunidad judía que lo había tratado con dureza, corresponde insistir en la libertad con la que reconoce un va­ lor igual - a cada uno en la perspectiva que le es propia- a los dos Testamentos, y a veces una superioridad al Antiguo respecto del Nuevo.3

Obediencia pero no servidumbre ¿Qué dice la Palabra de Dios? Dirigida a todos “sin distinción de edad, de sexo, de raza o de cultura, la Palabra de Dios debe ser un principio de amor y de unión de los hombres” (92). La Biblia no apunta al verdadero conocimiento de Dios, sino tan sólo a la ense­ ñanza de una regla práctica de vida, inspirada por el amor desinte­ resado de Dios (85). Conocer a Dios, como lo dice Jeremías, es practicar la justicia y la caridad (98). No existen palabras ni cosas sagradas en sí. “Es sagrada la conducta de los hombres inspirada en la justicia y el amor.” En cuanto a las palabras, si “están dispuestas de manera tal que formulan un discurso susceptible de estimular la verdadera piedad en el corazón de las personas, se puede decir que son verdaderamente sagradas” (93). Las verdades eternas de la fe se perciben como órdenes de Dios y constituyen “para el creyente la vía de la salvación” (95): amar a

3. Por ejemplo: el ideal político de Spinoza habría sido calcado del Estado judío en la época de los jueces; la vía de la justicia en el Antiguo Testamento sigue siendo el fun­ damento no superado de la vida política; el decálogo de Moisés es Palabra de Dios, que nunca fue contradicha, pero los profetas que ajustan sus enseñanzas a la Ley de Moisés la predican como religión de la Patria; el patriotismo de los hebreos debido al amor y no al temor de Dios (108); los libros del Nuevo Testamento no difieren de la doctrina del Antiguo; el judaismo religión del Estado, el cristianismo, religión del individuo (101), pero el universalismo cristiano se redujo a pura pretensión (103). ¿Bergson tuvo al res­ pecto otros maestros que Spinoza para olvidar este último punto?

Dios y al Prójimo. Pero ocurre que las verdades, que no se transmi­ ten por cierto more geométrico y de las que Zac nos dirá (76) que es evidente, de una vez por todas, que no incluyen en sí mismas el sig­ no de su certeza, comportan un registro de universalidad. Expresan una evidencia perceptible por todo espíritu sano. Sin desembocar en el spinozismo (97),4 sin ser “del orden de la razón en el sentido fi­ losófico del término” (99), esas verdades comportan una interiori­ dad propia de ellas: la palabra del profeta encuentra un eco en el co­ razón de los hombres. Las Escrituras enseñan la verdadera religión. Es preciso excluir de ella toda la parte histórica (aun cuando resulte útil a las almas simples), la parte ceremonial y especulativa (99). De allí la tolerancia respecto de los ritos que no son verdades, sino que están en relación con las costumbres (102-103). Interiorización de la Biblia, liberalismo religioso, pero sin filosofía. Obediencia y no conocimiento, tal es la actitud convocada por la Palabra de Dios, que no puede separar a los hombres como los separan las teorías. La Palabra de Dios es ética. No es sólo eso. Ob­ jetos de la fe, los preceptos son ordenados y deben ser obedecidos, pero los móviles de la obediencia no son de orden racional. Son móviles de orden afectivo, tales como el temor, la esperanza, la fi­ delidad, el respeto, la veneración, el amor (107). Obediencia y heteronomía, pero en absoluto servidumbre, ya que el creyente no es­ tá al servicio de los intereses del amo, sino que tiene una esperanza respecto de él. “Es la esperanza, escribe Zac, la que constituye, al fin de cuentas, el móvil más poderoso de la obediencia” (108). La obediencia, por otra parte, no procede de una obligación, sino de un impulso interior y desinteresado. Mandamiento y amor no se con­ tradicen como ocurre en Kant; el deseo de conservarse sin ser des­

4. Incluso la filosofía de Spinoza no debe guiar la lectura de la Biblia, cuya inteligi­ bilidad no es en absoluto del mismo orden que la filosofía. En un muy bello capítulo fi­ nal, el señor Zac demuestra que Spinoza no pudo impedirse hacer su exégesis en el espí­ ritu de su filosofía. Hasta ese punto es cierto que incluso las Escrituras interpretadas por las Escrituras no pueden prescindir de la filosofía. La filología no es posible sin filosofía.

garrado interiormente, adhiere al Mandamiento que asegura una in­ tegridad. Pero el fervor religioso se manifiesta en actos y nunca única­ mente en palabras. “La fe sin las obras está muerta” (110). “Obe­ diencia, sinceridad, fervor, amor y alegría -todas esas nociones es­ tán indisolublemente ligadas a la de la fe-.” Y el señor Zac no duda en reconocer en ellas un estilo judío, la simhah shel mitsvah, la ale­ gría de cumplir el mandamiento. Por cierto, la fe no se juzga así res­ pecto de la verdad, sino del fervor; sólo se acompaña de “certeza moral”, no transmisible more geométrico. Certeza subjetiva, riesgo, pero “el uso de la vida y de la sociedad nos obliga a acordar nuestro asentimiento a una cantidad de cosas que no podríamos demostrar”. La palabra moral tiene así un estatuto especial, al lado de la especu­ lación y por encima de aquello que se reporta a la imaginación. Fe y certeza morales. Únicamente los presupuestos de la justicia y del amor constituyen la simple fe dogmática de los creyentes, aquélla que involucra la existencia de un Dios bueno, omnipresente, poderoso, dotado de providencia, exigiendo tan sólo un culto espiri­ tual, dispuesto a perdonar y misericordioso. Esta es la religión con certeza moral, universal, que no se confunde con cualquier religión que cuente con una base escrita particular y es sin embargo irreduc­ tible a una religión de la razón. Cada uno es libre de resolver los pro­ blemas filosóficos como le parezca. Se trata de un Dios de la fe que, como ocurre en Kant, refleja las exigencias de la razón práctica, pe­ ro que en Spinoza no ocupa el lugar vacío que dejó la metafísica im­ posible y rechazada. Estamos antes de la crítica kantiana: el Dios de la filosofía es pa­ ra Spinoza el Dios de la razón tanto teórica como práctica. La fe es el aporte de las Escrituras que reconocen las religiones históricas. La única fe concebible es la fe histórica. Esa fe es independiente de toda filosofía (110), y al mismo tiempo acuerda con las consecuen­ cias prácticas de la religión filosófica. Esta fe posee una curiosa au­ tonomía en el marco de la filosofía racionalista y dogmática; los fi­ lósofos no tienen necesidad de ella porque en lugar de creer, saben.

El hombre moderno ya no pertenece por su vida religiosa a un or­ den en el cual las proposiciones acerca de la existencia de Dios, acer­ ca del alma, respecto del milagro o de un porvenir revelado por los profetas se mantendrían, pese a sus enunciados abstractos, en un ni­ vel de verdades de la percepción. Al menos el judaismo contemporá­ neo en Occidente no los entiende de ese modo. Por consiguiente, pa­ ra una conciencia religiosa moderna, la idea de que las Escrituras contienen la Palabra de Dios, pero no son la Palabra actual, sólo des­ barata una representación infantil de la Revelación, sin desacreditar el texto. Para descifrar esta palabra, un judío de hoy cuenta con mu­ chos más recursos de los que Spinoza podría haber soñado. Las for­ mulaciones teológicas de su tradición pierden la riqueza adquirida por una larga experiencia interior. El Talmud y la literatura rabínica no son ni folklore ni “invención puramente humana” (39), como piensa una vez más Spinoza, ni un procedimiento para encerrar a la Biblia en algún sistema filosófico de moda o para conferir un orden lógico a los aluviones de la historia judía. Por el contrario, resumen un esfuerzo multimilenario orientado a superar la letra del texto e in­ cluso su dogma aparente, apuntando a conducir a la verdad íntegra­ mente espiritual hasta en los pasajes llamados históricos o rituales o ceremoniales o taumatúrgicos de las Escrituras. Empresa sin prece­ dentes por su amplitud y su lucidez, pero conducida a partir de la le­ tra misma del texto que es una letra extraordinaria, ya que nutre y exige este esfuerzo. De esto depende el prestigio que en nuestros días nuevamente ejerce el Talmud sobre ciertos grupos de judíos occiden­ tales. Y es en ese punto donde se separan de Spinoza. Cuando se aborda la Biblia a partir del Talmud así entendido, la pluralidad de los autores presumidos de las Escrituras que la Crítica Bíblica se complace en multiplicar a partir de Spinoza, ya no pone en cuestión el valor religioso del Texto. Ese número no comprome­ te más la coherencia interna de la experiencia religiosa que la Biblia atestigua y que el pluralismo talmúdico controla y confirma. Es qui­ zás el Talmud el que instaura mejor la idea de un Espíritu único a través de los hombres que dialogan y la idea de que tesis opuestas

expresan la Palabra del Dios viviente. Una vez más, será Spinoza quien nos habrá enseñado el derecho de sostenerse sobre todo en el valor intrínseco de un texto, en la medida misma quizás en la que és­ te cuestiona el valor que las Escrituras extraen en cierto modo de su tinta. Sin embargo, sería demasiado presumir de una filosofía que pretende pensar sub specie aetemi pedirle que admita la experiencia vivida entre las condiciones de la apreciación justa de un texto, el re­ lativismo histórico de las ideas entre las causas de su fecundidad; se­ ría esperar demasiado de semejante filosofía proponerle el Talmud y la literatura rabínica como la obra misma de esa maduración histó­ rica de las intuiciones.5 Como hombre de su siglo, Spinoza debió ignorar el verdadero sentido del Talmud. Entre la interioridad del pensamiento adecuado, por una parte, y la exterioridad de la opinión, por otra, Spinoza no querrá reconocer, en la historia, una obra de interiorización, que re­ vele el sentido interior de aquello que, ayer, tenía el estatuto de opi­ nión. Pero el mérito de Spinoza habrá consistido en reservar a la Pa­ labra de Dios un estatuto propio, fuera de la opinión y de las ideas “adecuadas”.

5. La forma desenfrenada del Talmud no expresa, como los profanos de juicio rá­ pido lo piensan a menudo, el caos de una compilación desordenada. La efervescencia in­ cesante que envuelve a quien se zambulle en él, traduce una modalidad de pensamiento refractaria a la esquematización -siempre prematura- de su objeto. El comentario rabí­ nico viene a quebrar y pulverizar aquello que parecía aún sólido y estable en el movi­ miento primero de la discusión. Una razón donde nada encuentra la calma en el registro de lo virtual, recorre lo real siguiendo actitudes múltiples que retienen los innumerables aspectos del mundo. Ningún ritmo dialéctico simple podría acompasar esta pluralidad profusa, que hace caso omiso del espacio y del tiempo, así como de las perspectivas his­ tóricas. Por lo demás, no es posible separar esos textos del estudio lleno de vida en el que ese dinamismo enloquecedor refleja y se amplifica. Que Spinoza no haya conocido esta realidad del Talmud, es evidente. En nuestros días, es preciso haber encontrado un maestro excepcional para presentir su secreto. Pese a la precisión de sus referencias a las fuentes judías y su rigor de historiador, el señor Zac -y es la única reserva que formula­ mos en lo que hace a este punto- no parece haber hecho ese encuentro. Desprendidas de la discusión talmúdica, las nociones evocadas quedan exangües. Una cita del Talmud no podría hacerse en acuerdo con el método y con la pretensión que vale para el resto de la literatura (incluso la bíblica). Es como si se citara al Océano.

El libro del señor Zac llama nuestra atención sobre ese aspecto, quizás el menos spinozista de Spinoza. El hecho que algo de un re­ gistro no-spinozista pudiera aparecer en Spinoza, resulta indicativo en sí mismo. Estamos lejos de quienes se pretenden seguidores de Spinoza, para quienes la alternativa creyente/no creyente es tan sim­ ple como la que podría establecerse entre farmacéutico/no farma­ céutico. Lo que cuenta es la distinción entre aquellos que toman las Escrituras -y a se las juzgue geniales o ingenuas- como un texto en­ tre otros textos, y quienes las toman, pese a la huella del devenir que ellas manifiestan, por una forma esencial del espíritu, irreductible a la percepción, a la filosofía, a la literatura, al arte, a la ciencia, a la historia y, pese a todo, compatible con la libertad política y científi­ ca. Aun cuando sea imposible transmitirla more geométrico, la Pa­ labra de Dios, religión y no sólo sabiduría, puede presentarse como acordándose con la filosofía (118-121). Allí reside no sólo su incon­ sistencia, sino su originalidad y su universalidad, su independencia respecto del orden que la filosofía declara central y donde pretende reinar exclusivamente. De donde se desprende su poder de sobrevi­ vir una vez llegado el fin de la filosofía.6 Por lo demás, Spinoza, a 6. La palabra de Dios abre entonces una dimensión propia -que no se parece a nin­ guna otra- del Espíritu. Es preciso no confundirla ni con la Filosofía, ni con la Ciencia, ni con la Política. El racionalista Spinoza lo habrá visto admirablemente. Los sistemas filosóficos, las doctrinas científicas y políticas pueden, según las épocas, dar alma a esta Palabra. La Palabra se mantiene independiente, a un tiempo que puede fijarse a una doctrina por un lapso. La figura designada por esa Palabra que se mezcla en las actividades en un co­ mienzo resonantes del intelecto, fue percibida en un texto rabínico muy antiguo (Cf. Siphri comentando Números 10, 8): todos los objetos sagrados del Tabernáculo se trans­ miten de generación en generación, salvo las trompetas de plata que sirven para convo­ car las asambleas del pueblo y levantar el campamento de Israel. Cabe renovar esas trompetas. Tan sólo una reflexión, todavía joven, confunde la Palabra con los productos cul­ turales de la historia y quiere que el Espíritu se mida respecto de su resonancia y del so­ plo que anima los instrumentos a viento. Justificar el judaismo, guardián de la Palabra, por el psicoanálisis, el marxismo o el estructuralismo (¿por qué no por las axiomáticas?), es cerrarse a eso que existe sin bombos ni platillos y, a fuerza de permanecer atento só­ lo a la última moda, condenarse a la sordera religiosa, dejar de percibir “la voz del fino

un tiempo que sustituye, en la Ética, una filosofía a la religión de la Biblia, se preocupará por conservar la plenitud irrecusable de las Es­ crituras. El spinozismo será una de las primeras filosofías donde el pensamiento absoluto se pretenderá también religión absoluta. Contrariamente a sus contemporáneos, Spinoza habría entonces hecho “sinceramente concesión a los teólogos reconociendo la divi­ nidad de las Escrituras” (231). Existe una manera de leer la Biblia que supone escuchar la Palabra de Dios. Esta manera sigue siendo irremplazable, pese al privilegio de la filosofía (es decir, del spino­ zismo). A través de los múltiples autores que el método histórico descubre para los textos sagrados, la Palabra de Dios invita a los hombres a obedecer a las enseñanzas de la justicia y de la caridad. Spinoza enseña a través de la crítica histórica de la Biblia su interio­ rización ética. “El judaismo es una Ley revelada y no una teología” -esta opinión de Mendelssohn provendría entonces de Spinoza-. La conciencia religiosa judía, actualmente, ¿podría rehusar esta ense­ ñanza de interiorización, cuando puede recibir de ella un sentido nuevo y nuevas perspectivas? ¿Querrá esa conciencia, con un Kierkegaard, considerar la etapa ética de la existencia como superable? ¿El dogmatismo -así fuera el spinozista- es todavía el prototipo de la filosofía? ¡Desconfiamos de esa alternativa tanto como de las ideologías! La filosofía no se engendra por sí misma. Filosofar es avanzar hacia el puerto donde se ve la luz que ilumina significacio­ nes primeras, pero que ya tienen un pasado. Aquello que Spinoza llamaba Palabra de Dios proyecta esta claridad y carga con el len­ guaje mismo. Los mandamientos bíblicos de la justicia ya no son un balbuceo sublime de una sabiduría transmitida more geométrico que restituiría la expresión y el contexto absolutos. Ellos prestan un sen­ tido original al Ser. A partir de Kant, sabemos, como filósofos, que nos dan acceso a una Naturaleza. Permiten pensar un mundo que las

silencio”. En Israel, es necesario saber escuchar. Es necesario no olvidar que el recogi­ miento condiciona diálogos, confrontaciones y “mesas redondas”.

ciencias rigurosas no hacen sino pesar.7 La significación ética de las Escrituras sobrevivió al dogmatismo de las ideas adecuadas; el ge­ nio de Spinoza habrá sabido percibirla, habrá sabido ponerla aparte en la época en que los axiomas, sin embargo, todavía magníficos, no tenían nada que temer de las axiomáticas. ¿La filosofía no está a punto de surgir de aquella significación como de una roca solitaria?

7. El señor André Amar demostró bien, en un artículo notable (“Los dos polos de la ciencia contemporánea”, in Science et l ’enseignement des Sciences, N° 36, 1965, págs. 10-19), que la ciencia no piensa el mundo, incluso si él creyó poder contrastar sus procedimientos de peso y cálculo a la filosofía de Heidegger.

La poesía y lo imposible*

i El número 7 de los Cahiers de Paul Claudel aclara la posición del poeta respecto del judaismo y de los judíos. A través de estudios de temas muy diversos, casi siempre apasionantes, escritos, en gran parte, por judíos e incluso por Israelitas -todos admiradores de la Obra- se dibuja una notable evolución.1 Claudel llega a reconocer al judaismo, pero su punto de partida es un antisemitismo muy prima­ rio, atribuido a la época durante la cual vivió su juventud, a la fami­ lia y al medio social, así como a los directores de conciencia integristas y violentos con los que tuvo que vérselas a partir de su conversión y a una cierta intolerancia, sin duda, que residía en el ca­ rácter o en el temperamento. El descubrimiento del judaismo se hace a partir del Antiguo Tes­ tamento, al que los comentarios escritos por Claudel durante los úl­ timos años de su vida aportarán una suerte de acompañamiento en contrapunto. Un lector judío se rehusará, por cierto, a las sonorida­ des cristianas de la interpretación, que no pueden sorprenderlo en Claudel. No quedará por ello menos atrapado en virtud de la poten­

* Publicado en el Bulletin de la Société Paul Claudel, enero-marzo de 1969. 1. No es posible consignarlos a todos, pero hacemos mención aparte de las contri­ buciones de Cl. Vigée y de André Chouraqui.

cia de ese verbo superior y del sentido de la poesía bíblica que ella atestigua. Basta leer las extraordinarias páginas tituladas “Los Pa­ triarcas”, que figuran casi al comienzo de ese número de los Cahiers, para medir los efectos de ciertas comparaciones cuando és­ tas no van más allá del marco del Antiguo Testamento. Exégesis per­ sonal, con un soberano desprecio para con los empobrecimientos de sentido mediante los cuales la crítica histórica restablecedla coheren­ cia de las Escrituras -y que resulta sobre todo ser la coherencia del universo propio de los historiadores críticos-. Exégesis que, para Claudel, no se agota, sin embargo, en un listado de las prefiguracio­ nes cuya culminación pretende conocer la fe cristiana. Allí reside otro aspecto de la grandeza del poeta. La verdad pretendidamente velada conserva para él un singular atractivo; también ella es irremplazable y cuenta espiritualmente por sí misma. Homenaje patente rendido a las escrituras judías: el judaismo sobrevive, lleno de vida, al advenimiento del cristianismo. Será necesario, en consecuencia, reconocer una continuidad entre el Israel bíblico, los israelitas -e in­ cluso los Israelíes- de nuestro tiempo. Claudel llegará lentamente hasta allí. Reconocerá a los judíos modernos -y aun a sus aspiraciones, al sionismo y al Estado de Israel- el privilegio de continuar la Historia Santa. Respecto de es­ ta última etapa del itinerario claudeliano, existen textos esenciales en las sólidas páginas de la señora Denise Gamzon (“Claudel en­ cuentra a Israel”) y en el estudio donde se transparenta la emoción contenida de Charles Galpérine (“El Exegeta y el Testigo”), quien asumió por otra parte de manera notable la responsabilidad princi­ pal de la colección. Nada de esto impide, sin embargo, que el con­ junto de esos textos ofrezca una lectura algo alucinante. Que Jules Renard, en su diario, haya podido decir de Paul Clau­ del -cerca de trece años después de la conversión del poeta y des­ pués de sus lecturas habituales de los dos Testamentos-, el 3 de fe­ brero de 1900: “Se reconcilia con su horror de los judíos, a quienes no puede ni ver ni sentir”; que después de tantos años de relación con los judíos -después de la amistad con Suares, judío vergonzan­

te por cierto, pero también con Darius Milhaud, judío orgulloso; que después de frecuentar la elite judía que lo festejaba en Francfort- y de una brillante carrera diplomática llevada adelante con los hom­ bres de la Tercera República, pudiera, en 1936, al mismo tiempo que firmaba el texto de una protesta que el Congreso Judío Mundial le­ vantó contra el antisemitismo alemán, oponerse a la publicación de su firma, pretextando que “se ven por todos lados los judíos en pri­ mera fila en los partidos de la subversión social o religiosa”; que con fecha Io de agosto de 1939 Claudel haya podido escribir: “Todos los escritores sagrados llaman testigo a Israel, pero el nombre de testi­ go en griego es mártir”, y que sin embargo -el 6 de julio de 1940, haciendo el balance en cuanto a Francia después de la derrota- no haya olvidado inscribir en el activo lo siguiente: “Francia se libera, después de 60 años de yugo, del partido radical y anticatólico (pro­ fesores, abogados, judíos, franc-masones)”; que esta evolución fue­ ra entonces tan prolongada, penosa e incierta, pese a toda la com­ prensión manifestada tempranamente por “el misterio de Israel”, que esas incertidumbres hayan durado hasta la víspera de Auschwitz y que haya sido necesario nada menos que eso para reponerse defi­ nitivamente, es algo que parece casi irreal. El mal es infinitamente profundo, su textura es densa e inextricable. Sus fortalezas inexpug­ nables subsisten en el corazón de una civilización refinada y en las almas conquistadas por la gracia. Que un hombre de la estatura de Claudel se haya arrancado con tanta dificultad al arraigo, es algo que puede hacer temblar a los so­ brevivientes de Auschwitz. Hitler hizo palidecer la sangre judía verti­ da antes de 1933-1945. Se terminó creyendo que el antisemitismo na­ ció con el nacional-socialismo y que la caída del Tercer Reich implicó, en lo esencial, que la humanidad resultara descargada de él, reservándole una existencia anacrónica en algunos pueblos subdesarrollados y en algunos espíritus enfermos, sin influencia respecto de la marcha real de las cosas. La historia de la “desintoxicación” de Claudel -más aún que el despertar del antisemitismo en tal o cual punto del planeta hoy- revela la “in-condición” de la sociedad judía

occidental. Porque ella parece asimilada a las ideas y las costumbres, al equilibrio mental y a la seguridad social, a los valores ,y las rentas de Occidente; porque sus escritores, también ellos, se dejan ir al esti­ lo declamatorio y prefieren provocar la emoción recurriendo a catego­ rías patéticas y se complacen en la “paradoja de Israel” a un tiempo que evolucionan en medio de realidades bien asentadas, se da en lla­ mar “burguesa” a una sociedad instalada en el cráter de un volcán.

II Quizás hubiera sido mejor que los judíos, reflexionando acerca de su destino, y sus amigos cristianos que quieren comprender, cap­ ten más de cerca la realidad cotidiana de la vida judía. Es necesario ser grande como Claudel para servirse de la poesía como medio de conocimiento. Sin embargo, la historia judía contemporánea se expone en rela­ tos cuyo sentido literal va más lejos que toda metáfora. ¡La vida y la muerte de los judíos bajo la ocupación nazi, la vida y la muerte de los judíos que construyeron el Estado de Israel! Entrever el vínculo profundo que religa una vida a la otra y una muerte a la otra -rela­ cionar la desesperación de los campos al recomienzo de Israel- es, sin duda, hablar de Historia Santa, sin retórica ni teología. Claudel supo que, con Hitler, los judíos pasaron por una prueba sin nombre, imposible de reducir a categorías sociológicas; se cae en la mentira cuando se la sitúa en la serie de causas y efectos natura­ les o cuando, por “fidelidad” a las “ciencias humanas”, se pretende explicarla recurriendo al pensamiento y las “lecturas” de un Eichmann, las “crisis internas” de un Goebbels o las “estructuras” de la sociedad europea tal como se presentó entre las dos guerras. El pue­ blo judío yacía en lo más profundo del abismo al cual, entre 1939 y 1945, fue arrojada la humanidad. En un sentido no confesional, no eclesiástico, vivió lo religioso. “Nada que ver con las exterminacio­ nes de los mongoles -escribe con valentía Claudel-. Con toda la di­

ferencia que va de un hurón en un gallinero a una inmolación reli­ giosa.” Soberanamente, Claudel se permite aquello que, a la hora de todas las confusiones, nadie puede permitirse hoy. Deja de lado el martirio de Auschwitz. Distinguir entre los dolores humanos, por cierto, es algo que no está autorizado. Pero Claudel no puede des­ viar la mirada de un sufrimiento, vivido en el abandono de todo y de todos, de un sufrimiento en el límite de todos los sufrimientos y que los soporta a todos. Es sin duda esto lo que designa -y no a la lige­ ra, no por metáfora gastada- el holocausto. A partir de ese momento, Claudel hace posible una actitud que un cristiano adopta por primera vez: se da cuenta de que el judío, en tanto judío, es plenamente su contemporáneo. El cristiano quizá ya no esté hoy obligado a creer réprobo al ju ­ dío, a tratarlo como testigo de su propia maldición, encontrándole menos parentesco con “Abraham, nuestro padre” que a cualquier transeúnte bautizado. El texto de San Pablo acerca de la opción di­ vina sin arrepentimiento y sobre la conversión de Israel, esperada para el fin de los tiempos, salió del olvido desde hace algunos años y recuerda a los cristianos que la “alienación” del “pueblo elegido” es provisoria. Pero a los judíos, ese texto sólo les enseña que hasta el fin de los tiempos, no estarán en acuerdo con la sociedad cristia­ na y no compensarán su retraso inevitable sino al precio de una úl­ tima fidelidad. “Sobreviviente milagroso y privilegiado”, “guardián de la llave del Nuevo Testamento”, que sería el Antiguo accediendo en lo abstracto al amor divino, el judaismo no deja de ser entonces, para la Iglesia y las iglesias, balbuceo de la verdad cristiana2 y, en consecuencia, de estar en retraso de una etapa, de un pensamiento, de una claridad. El hermoso texto, por ejemplo, que Stanislas Fumet había en otra época consagrado al libro del Padre de Menasce: “Cuando Israel ama a Dios” y que los Cahiers Paul Claudel repro­

2. El cristiano, reconocido en su misión entre los pueblos, seguirá siendo en cam­ bio para el judío, ciertamente, aquél que atenúa y debilita al judaismo; pero también se­ rá proclamado, si practica la justicia, el igual del Gran Sacerdote.

ducen, acuerda a las manifestaciones más vivas de la espiritualidad judía moderna, con una naturalidad y una desenvoltura sorprendentes, el mérito de ser aproximaciones de aquéllas que, de ser católi­ cas, tendrían el estatuto de ser “en espíritu y en verdad”. Por cierto, no es posible pedirle a un católico que “ponga su catolicismo en el bolsillo”. Pero sería tener pocas esperanzas en la humanidad si las formas más altas de su vida no pudieran asegurar a los hombres una contemporaneidad verdadera. La posibilidad de una existencia fraterna, es decir, precisamente sincrónica -sin “subdesarrollados”, sin “primitivos”- es quizá la prueba decisiva de la espiritualidad de lo espiritual. La igualdad entre los hombres, ¿acaso se sostiene únicamente en la idea abstracta y general de hom­ bre o en la pertenencia a la especie biológica de animal provisto de razón? Como si la fraternidad -desconocida para los individuos que constituyen la extensión de un género lógico- no fuera aquello que define antes que ninguna otra cosa al género humano. Pero ocurre que Claudel invierte el sentido del célebre texto de San Pablo, en un pasaje citado por Jacques Madaule y Galpérine. La predicción acerca de “la conversión en masa de los judíos que sobre­ vendría en el fin de los tiempos”, no consistiría en un gesto litúrgi­ co tranquilo, sino en el holocausto de millones de víctimas en manos de Hitler. La participación mística en el sacrificio de la inocencia es -cuando se trata de judíos- sacrificio real de inocentes. El límite de la persecución alcanzado en los campos de la Muerte, sin que los la­ bios hayan tenido que confesar un credo, ya no sería registrado por un cristiano como una cierta prefiguración, sino como una culmina­ ción. La teología se convierte en comunicación. En el nivel de la Conciencia moral, puramente humana, se produjo entonces una fractura que trastorna y une a las conciencias. El pueblo judío vuel­ ve, vía el pensamiento cristiano, al corazón de la Divina Comedia. Por primera vez, este rezagado incorregible de la Historia Santa lle­ ga a tiempo. ¿Pero en qué consiste un acontecimiento de la Historia Santa que no afecte en su carne viva a la humanidad, más allá de las dis­

tinciones nacionales? ¿Y qué otra cosa es la supresión de esas dis­ tinciones, como no sea una humanidad indivisible, es decir, respon­ sable en su conjunto de los crímenes y las desdichas de algunos? ¡Los pueblos árabes no tendrían que responder por las monstruosi­ dades alemanas, ni ceder sus tierras a las víctimas del hitlerismo! ¡Qué sordera al llamado de la Conciencia! ¿Todas las relaciones hu­ manas se reducen a los cálculos de daños e intereses y todos los pro­ blemas a los ajustes de cuentas? Los derechos al “paisaje natal” que invocan los refugiados árabes no pueden, por cierto, ser tratados sin justicia y Paul Claudel no se incluye entre quienes hablarían a la li­ gera del apego a la tierra natal, la nostalgia por el país de origen, cualquiera sea el símbolo que la represente.* ¿Pero los llamados del terruño pueden hacer callar los gritos de Auschwitz que resonarán hasta el fin de los tiempos? ¿Alguien en­ tre los humanos puede lavarse las manos de toda esa carne conver­ tida en humo? Es una vez más el Antiguo Testamento el que provee a Claudel, en la exégesis admirable de los Patriarcas, la imagen de esas querellas de herederos insensibles a los grandes proyectos. De ahí el apostrofe de Claudel que hace trastabillar, porque emplea un término excesivo: “¿Qué nos importa toda esta cosa digna de bedui­ nos?”. Al gesto de reconocimiento dirigido a Israel por parte de tos pueblos árabes, respondería sin duda alguna un impulso fraterno tal que el problema de los refugiados perdería en él sus variables des­ conocidas. ¿Por qué permanecer prisionero en categorías sociológi­ cas gastadas? El universo quedará sorprendido por las posibilidades nuevas que surgirán si, de ambos lados de las fronteras de Israel, fueran quebradas las espadas para hacer con ellas rejas de arados y los tanques de combate para hacer tractores.

* “Nostalgie du clocher (ou du minaret) ”: el autor juega así con la imagen del “campanario” (clocher) integrada en una expresión idiomática que da cuenta en francés de la nostalgia por la tierra natal y pone en relación con ella la del “alminar” {minarete). Como el paralelo no admitía traducción literal, lo presentamos así. [N. de la T.]

¿Los vastos espacios habitados por los árabes, perderán algo de su extensión majestuosa y la Patria árabe perderá su corazón si se le amputa una porción de tierra cuya inmensidad no se cuenta sino en siglos de historia santa que el alma de Israel no interrumpió jamás? ¿Le corresponde a un judío decirlo? Pero todo sobreviviente de las masacres hitlerianas -a s í fuera ju d ío - es Otro respecto de los mártires. Por consiguiente, responsable e incapaz de callarse. Está obligado respecto de Israel, por razones que obligan a todo hombre y que son, por consiguiente, compartidas por árabes y judíos y ten­ drían que permitirles hablarse. Mala suerte si el judío que evoca esas razones es sospechado de “encenderle velas a su santo” (algo que por lo demás no resultaría conforme a su religión). Imposible callar­ se. Hay obligación de hablar. Y si la política, apareciendo en todos lados, falsea las intenciones originales del discurso, hay obligación de gritar y protestar. ¿Pero la política constituye la trama fundamental del ser y la única guía de la acción? La visión poética que la trasciende, ¿está condenada para siempre a seguir siendo “bellas letras” y a perpetuar los fantasmas? ¿Acaso no es, por el contrario -y en eso consiste, probablemente, la definición misma de la poesía- aquello que vuel­ ve posible al lenguaje?

Simone Weil contra la Biblia*

i La inteligencia de Simone Weil, de la que testimonian no sólo sus escritos, todos postumos, no se equiparaba sino a la nobleza de sus sentimientos. Vivió como una santa y se nutrió de todos los su­ frimientos de este mundo. Ha muerto. Considerando los tres abis­ mos que nos separan de ella -y de los cuales solamente uno puede ser salvado-, ¿cómo hablar de ella y, sobre todo, cómo hablar con­ tra ella? “Ciertos hombres [...] pueden creerse y decirse ateos, aun cuan­ do el amor sobrenatural habite sus almas. Por cierto, habrán de ser salvados.” Esta afirmación es nuestra. Seguramente figura en la Bi­ blia. Pero Simone Weil odia la Biblia. Nosotros llamamos Biblia a aquello que los cristianos designan como Antiguo Testamento. La pasión antibíblica de Simone Weil pudo herir y perturbar a los israe­ litas. Es preciso hablarles. Sin duda nos mostramos infinitamente más ridículos prestándo­ le auxilio a la Biblia que al entablar la discusión con una muerta, así se trate de una santa genial. Pero el contacto del judaismo occiden­ tal con las Escrituras se ha hecho tan incierto desde hace un siglo -quiero decir, tan extranjero al espíritu talmúdico-, que se deshace * Publicado en Évidences, 1952, N° 24.

sin resistencia bajo los impactos de una argumentación, por poco que ella encuentre sustento en otras fuentes que en los “cursos de instrucción religiosa”. Se le reprochó a Simone Weil haber ignorado al judaismo. Por cierto, entiendo que lo ignoró por completo. Pero se comete un gran error cuando se piensa que la cultura más difundida en ese terreno la habría puesto al tanto. Simone tenía la exigencia de un pensa­ miento y la oferta que se le hizo fue la de esas meditaciones priva­ das y familiares a las que, de manera incomprensible, nos limitamos en lo que hace a nuestra vida religiosa, en tanto que para nuestra vi­ da intelectual, necesitamos un Kant o un Newton. Encontrar un ver­ dadero maestro del judaismo se ha convertido en una cuestión de suerte. Suerte que depende mucho de quien la busca. Está hecha de discernimiento. Es una diferencia de potencial intelectual entre Simone Weil y una ciencia del judaismo convertido en “olvido de la ciencia”, por completo transformada en homilías o bien en filología, donde reside la tragedia de quienes resultaban perturbados por Simone Weil. De intentar, sin presunciones, abrir un debate, es necesario en­ tonces renunciar a una batalla de teología y de textos. Es preciso ubicarse en el terreno de la lógica que compartimos con nuestros contemporáneos no judíos, partir de los estudios que tanto ellos co­ mo nosotros hemos hecho.

II Hay en la doctrina de Simone Weil dos tesis que desconciertan. Esa doctrina impone una lectura de la Biblia tal que el Bien siempre es allí de origen extranjero al judaismo, en tanto el Mal es específi­ camente judío. En cuanto al Bien, se hace una idea absolutamente pura, sin mezcla, desprovista de toda violencia. Si bien la segunda tesis resultaría evidente para la intuición -sino para el pensamientoeuropeo contemporáneo, la primera puede dejar desamparado. Su

antijudaísmo es de tipo gnóstico, concierne preferentemente a los hebreos antes que al judaismo posterior al exilio, en el que habrían incidido los caldeos, los egipcios, quizá los druidas, así como todos esos paganos tan auténticamente monoteístas. Nada en común con Hitler. ¡Qué consuelo! Aun suponiendo que esta ceguera fundamental del judaismo bí­ blico en lo que hace a la Revelación dé cuenta de un privilegio sobrenatural y de una elección a contrapelo, agravada por una voca­ ción de plagiario y falsificador, quedaría así y todo muy comprome­ tida la posición de la Bondad divina pensada como idea simple. Simone Weil se explica así que la Pasión haya tenido lugar en Pales­ tina: era allí donde había una gran necesidad de ella. Ya se conocen las consecuencias. En realidad, el procedimiento por el cual Simone Weil establece esta perfidia de los judíos es, lo menos que puede decirse, singular. Consiste, en primer término, en cargar en la cuenta de todas las naciones del mundo -exceptuado Israel- la prefiguración de la Pa­ sión. Tesis que los judíos, refractarios al cristianismo, podrían acep­ tar. No es a ellos a quienes les corresponde refutarla. Pero se trata de una tesis que revela una idea preconcebida sorprendente. Los méto­ dos de la literatura comparada nos resultan hoy tan familiares a todos, la literatura mundial es tan vasta, que siempre es posible vol­ ver a encontrar en ella gestos, símbolos, fragmentos de frases que se asemejan en uno u otro aspecto a los detalles de los relatos evangé­ licos. En el mar del folklore se dibujan todas las figuras. Simone Weil devuelve el argumento de la crítica: ésta recompo­ nía la Pasión con la ayuda de todas las mitologías para no ver en ella sino un amalgama de creencias compuestas. Simone Weil las conci­ be como prefiguraciones, y al mismo tiempo como una prueba de la universalidad eterna del cristianismo. El argumento, tanto bajo su nueva como bajo su antigua forma, conmueve poco. Prueba dema­ siado. Respecto de las Escrituras mismas (que Simone Weil conoce, por supuesto, traducidas), su actitud es ambigua; las aborda a la vez como

libros históricos, en todos aquellos aspectos que apoyan su tesis, y co­ mo textos apócrifos toda vez que la contradicen. La existencia de al­ guien como Melquisedec sólo le resulta conocida por el Génesis, pe­ ro afirma que fue “infinitamente superior a todo cuanto Israel haya poseído jamás”. ¿Por qué tomar en serio las genealogías y agregar de inmediato que los judíos las habían falseado? La enseñanza de la Bi­ blia no tiene por eje el pasado de Israel, sino el juicio al que es some­ tida esta historia. ¿Falso o verdadero? Esto no depende de los docu­ mentos profanos que confirman o invalidan la materialidad de los hechos relatados, sino de la verdad humana de esa enseñanza. La enseñanza de la Biblia no es el elogio de un pueblo modelo. Toda ella está hecha de inventivas. El único mérito de Israel consis­ te, quizás, en haber elegido ese libro de cólera y de acusación para su mensaje. En haber hecho de él su libro. Israel no es un pueblo modelo, sino un pueblo libre. ¿Un pueblo lleno de codicia y orien­ tado hacia los bienes camales? Ciertamente, como todos los pue­ blos. La Biblia lo relata para denunciar esa codicia. Pero sabe tam­ bién que con negar no alcanza. Busca superarla o encausarla introduciendo allí la justicia. Es en la justicia económica que el hombre percibe el rostro del hombre. El cristianismo como tal, ¿aca­ so no encontró un horizonte para su generosidad precisamente en la abundancia del hambre y de la sed? Únicamente los escritos griegos, caldeos, egipcios, hindúes, contienen una generosidad plena. Los judíos sólo poseen un dios de los ejércitos -¡qué horror!-. ¡Pero qué suerte llegar a enterarse gra­ cias a Simone Weil de la traducción exacta de Adonai Zebaothl Hasta la Iglesia, a veces militante, se contenta en su liturgia con transcribir esas palabras hebreas. Sin duda por pudor. Encontramos en los Cuadernos la traducción de los primeros versículos del capí­ tulo 6 del Éxodo, donde también es cuestión de los nombres de Dios. ¿Por qué buscar definiciones cuando consultar el Larousse es suficiente?, se pregunta tanta gente simple. La tradición judía es más desconfiada. Situándose como continuadora de una tradición ininte­ rrumpida que trajo de su mano las Escrituras al mundo, siente que la

intelección de los términos no se sitúa en el registro de los dicciona­ rios, sino que supone una ciencia. Los pasajes que Simone Weil en­ cuentra indigestos deben aclararse mediante el recurso a pasajes di­ geribles y no a la inversa. Es preciso mostrar la necesidad interna de unos y otros. Cualesquiera hayan sido los orígenes de los diferentes elemen­ tos del canon, no fueron registrados por los coleccionistas del folklore. Esto debilita el alcance filosófico de la filología, por poco que se admita, a falta de la referencia mosaica en el Pentateuco, por ejemplo, su autenticidad talmúdica. Allí reside la plena conciencia de donde proceden las Escriturass judías; un pensamiento viene a ser construido con pretendidos aluviones. Ser judío, es creer en la inteligencia de los fariseos y de sus maestros. Es cuestión de acce­ der a la fe en la Biblia a través de la inteligencia del Talmud. A partir de ese momento, ¿qué confianza acordar al uso que ha­ ce Simone Weil de la literatura mundial? ¿Cómo podemos disculpar que se refiera a mundos que en sí mismos demandan también toda una vida para ser penetrados? Ella compara la Biblia que conoce mal con algunos “trozos escogidos” de civilizaciones extranjeras a Europa. Aunque los textos “digeribles” abundan en el Antiguo Tes­ tamento, ella los considera excepcionales, los atribuye a los extran­ jeros, pero con una generosidad desconcertante se extasía ante el menor rasgo divino que atraviesa mundos lejanos como la luna. ¿Acaso busca tan siquiera saber en qué noches bárbaras son absor­ bidas esas fulguraciones?

III Esta arbitrariedad del método no puede ser guiada sino por una intuición respecto de la esencia de la vida espiritual: lo divino sería absolutamente universal y es por eso que no puede ser servido en la pureza, como no sea a través de la particularidad de cada pueblo, particularidad que se da en llamar arraigo.

Que Dios haya sido conocido por todos los pueblos de la tierra y, en un cierto sentido, mejor servido por ellos que por los judíos, no es Simone Weil quien lo proclama, sino el profeta Malaquías, en un cierto sentido el más “nacionalista” de los profetas. Ya que Dios es a la vez universal y todavía no lo es. Su universalidad no ha sido al­ canzada en la medida en que no es reconocida por el pensamiento ni realizada por los actos de los hombres. Sigue siendo, por lo tanto, abstracta. Para la universalidad de una verdad matemática basta el pensamiento de un solo hombre y su desconocimiento por otro no vendría a contradecirla. El reconocimiento interno de la universali­ dad de Dios resulta contradicho por el mal en la realidad exterior. Aquí la interioridad no equivale a la universalidad y no la sustituye. La universalidad en este registro tendría que hacerse visible desde afuera. Dios debe ser uno y su nombre debe ser uno. Cuando todo ha sido consumado interiormente, nada ha sido consumado todavía. Pensamos que el argumento que esgrime Simone Weil, según el cual “La prueba de que el contenido del cristianismo existía antes de Cristo es que no hubo desde entonces cambios de gran importancia en el comportamiento de los hombres”, puede darse vuelta. La unidad del nombre es la unidad del lenguaje y de las Escritu­ ras, así como de las instituciones. Es el punto final para la ingenui­ dad y el desarraigo. La Iglesia se mantiene fiel a una profunda ten­ dencia judía cuando busca la emancipación religiosa del hombre, como se queja Simone Weil, “imponiendo las Escrituras judías por todas partes”. Toda palabra, toda institución razonable implican desarraigo. La constitución de una verdadera sociedad es un desa­ rraigo -el término puesto a una existencia donde la “morada” tiene un valor absoluto, donde todo viene del interior-. El paganismo es el desarraigo, casi en el sentido etimológico del término. El adveni­ miento de las Escrituras no es la subordinación del espíritu a una le­ tra, sino la sustitución del suelo por la letra. El espíritu es libre en la letra y encadenado en la raíz. Es en el suelo árido del desierto don­ de nada se fya, que el verdadero espíritu descendió en un texto para realizarse universalmente.

El paganismo es el espíritu local: el nacionalismo en todo cuan­ to tiene de cruel y despiadado, es decir, de inmediato, de ingenuo e inconsciente. El árbol crece y se reserva toda la savia de la tierra. Una humanidad arraigada que posee a Dios interiormente con los zumos que suben hasta ella desde la tierra, es una humanidad bos­ que, una humanidad prehumana. No hay que dejarse engañar con la paz de los bosques. Si Europa hubiera sido desarraigada espiritual­ mente por el cristianismo, como se queja Simone Weil, el daño no sería grande. Y no fueron siempre idilios los destruidos por la pe­ netración de Europa en el mundo. El mal reside quizás en la violen­ cia extrema de ese proselitismo. ¿Pero la desdicha de Europa no responde al hecho de que el cristianismo no la había desarraigado lo bastante? Es necesario un comienzo para una historia donde la idea de un Dios universal no tiene más que venir a realizarse. Hace falta una elite. No es por orgullo que Israel se habría sentido objeto de una elec­ ción. No la obtuvo por vía de la gracia. Cada vez que los pueblos son juzgados, Israel es juzgado. Es la justicia estricta la que, según un midrash fundamental, separa a los israelitas de los egipcios en el mo­ mento de la travesía del Mar Rojo. Es porque la universalidad de lo Divino sólo existe realizada en las relaciones entre hombres, porque debe ser realización y expansión, dado que en la economía de la crea­ ción existe la categoría de una civilización privilegiada. Ésta no se define en términos de prerrogativas, sino de responsabilidades. Toda persona, como tal, es decir, consciente de su libertad, es elegida. Si ser elegidos cobra una apariencia nacional, es porque sólo bajo esa forma una civilización se constituye, se mantiene, se transmite y du­ ra. Abraham no fue el primero en reconocer a Dios. Pero fue el pri­ mero en fundar una familia monoteísta. “Los sentimientos de los pre­ tendidos paganos para con sus estatuas -dice Simone Weil- eran probablemente los mismos que aquellos inspirados hoy por los cru­ cifijos y las estatuas de la Virgen y los Santos, con las mismas des­ viaciones en las personas espiritual e intelectualmente mediocres.” No nos atrevemos, una vez más aquí, a invertir el argumento. Pero

eso existe, entonces las personas espiritualmente mediocres y los pa­ ganos, también existen.

IV “Decir que Dios puede ordenar a los hombres actos de injusticia y crueldad, es el error más grande que pueda cometerse respecto de Él.” A partir de ese momento, el mal en sí mismo no tendría que ins­ pirar sino el amor. La exterminación de los pueblos cananeos duran­ te la conquista de la Tierra Prometida, sería el más indigesto de to­ dos los pasajes indigestos de la Biblia. Por mucho que los textos insistan acerca del mal consumado en los pueblos cananeos, aun cuando se desprenda de allí la idea misma de civilizaciones perver­ tidas e irreparables, contaminando a quienes las perdonan, llamadas a desaparecer para que una nueva humanidad comience, Simone Weil se subleva contra tanta crueldad. Lo extraordinario es que a no­ sotros nos ocurre otro tanto. Lo extraordinario es que la conciencia judía, formada precisamente en el contacto de esta dura moral con obligaciones y sanciones, aprendió allí el horror absoluto de la san­ gre -en tanto que la doctrina de la no-violencia no detuvo a todo el mundo, a lo largo de 2000 años, en su carrera natural a la violencia-. La dura ley del Antiguo Testamento quizá no sea una doctrina de suavidad -qué importa, si es una escuela de suavidad-. No se trata de justificarla en función de lo que ha logrado. Pero forma parte pro­ bablemente de la naturaleza del espíritu que un Dios severo y un hombre libre preparen un orden humano mejor que una Bondad In­ finita para un hombre malo. Sólo un Dios que mantiene el principio de la Ley puede en la práctica suavizar sus rigores y superar en una ley oral la ineluctable dureza de las Escrituras. La noción de la enseñanza oral no es la vaguedad de una tradi­ ción que se agrega a la enseñanza escrita o que sería anterior a ella o bien simplemente vendría a aboliría. La ley oral es eternamente contemporánea de la escrita. Existe entre una y otra una relación ori­

ginal, cuya intelección es algo así como la atmósfera misma del ju ­ daismo. Una no sostiene ni destruye a la otra, sino que la vuelve practicable y legible. Penetrar cotidianamente en esta dimensión y mantenerse en ella, supone el famoso estudio de la Torá, el famoso “Lemen”, que ocupa un lugar central en la vida religiosa judía. O, si se quiere, es el farisaísmo del que los Evangelios nos transmitieron una imagen tan odiosa. El malentendido mayor entre Simone Weil y la Biblia no consiste en haber ignorado los textos del Talmud, sino en no haber sospechado cuál era su dimensión. Por consiguiente, la exterminación del mal por la violencia sig­ nifica que el mal viene a ser tomado en serio y que la posibilidad del perdón infinito invita al mal infinito. La bondad de Dios induce dia­ lécticamente algo así como la maldad de Dios. Lo cual no resulta más difícil de admitir que muchos de los misterios cristianos. Que la paciencia divina pueda llegar a encontrarse agotada, que existan pe­ cados consumados, tal es la condición del respeto de Dios hacia el hombre plenamente responsable. Sin esta finitud de la paciencia di­ vina, la libertad del hombre no sería sino provisoria e insignifican­ te, y la historia un juego. Es preciso reconocerle al hombre su ma­ yoría de edad. Admitir el castigo es admitir el respeto de la persona misma, aun con su parte culpable. ¿Acaso la bondad divina consiste en tratar al hombre con una in­ finita piedad en esta compasión sobrenatural que conmueve a Simo­ ne Weil, o en admitirlo en Su Sociedad, tratándolo con respeto? Amar al prójimo: es algo que puede indicar entrever ya su miseria y su podredumbre, pero también puede querer decir ver su rostro, su habilidad respecto de nosotros, su dignidad de asociado de Dios que tiene derechos respecto de nosotros. El amor sobrenatural de Dios en el cristianismo de Simone Weil, si va más allá de la compasión que inspira la desdicha de la criatura, no puede significar sino el amor por el mal en sí. Dios quiso el mal, allí reside quizá -nosotros lo decimos con infinito respeto- la más escalofriante visión de ese cristianismo y toda la metafísica de la Pasión. Pero a nuestro respe­ to se mezcla mucho espanto. Nuestra vía pasa por otro lado.

V Un texto inspirado admite según Simone Weil la posibilidad de la desdicha de los inocentes. Para alguien como Simone Weil, esta resignación no podría significar quietud. Pero es precisamente es­ ta futilidad del altruismo -esta resignación a la desdicha de los ino­ centes que comporta, en el fondo, la caridad más activa- la que nos resulta contradictoria. El amor no la puede superar, en tanto se ali­ menta de ella. Para superarla, es preciso actuar -y es allí donde se en­ cuentra el lugar de la acción y su irreductibilidad en la economía del ser-. Con el hombre interior habría alcanzado si los inocentes no su­ frieran. La caridad más activa es interioridad; desespera de su acción y sólo orienta su esperanza hacia aquello que la funda. La relación con una contradicción como el sufrimiento de los inocentes, no es superada en la interioridad del amor. Aquí tampoco la interioridad equivale a la universalidad. La continuación del mal en el mundo es una desmentida flagrante a la perfección del amor. En este punto na­ da es consumado hasta tanto el orden exterior no haya sido tocado. Devolverle al otro lo que se le debe, amarlo en la justicia, tal es la esencia de una verdadera acción. El otro es mi maestro y actuando establezco un orden que, en sí, de aquí en adelante ya es posible. Amar la criatura porque es sólo una criatura o amar al hombre porque, en la criatura, trasciende a la criatura, tal es la alternativa de la caridad y la justicia. No podemos reprochar a la cultura de Simone Weil que ignore el hecho de que nociones como la de Bondad no sean simples, que puedan apelar y englobar a otras, en apariencia opuestas a ella. Y cuando la dialéctica de la experiencia cristiana la estimula, ella se complace en retomar, con desenvoltura, los argumentos de Voltaire: “Abraham comenzó por prostituir a su mujer [...]”.

La claridad platónica asedia a Simone Weil, quien entrevio en los Evangelios la misma interiorización de la verdad religiosa que los griegos llevaron a cabo con la geometría en el orden del conoci­ miento teórico. Y por cierto, sólo hay geometría y lógica griegas. Pe­ ro la universalidad de un orden social no resulta de una operación ló­ gica. El Antiguo Testamento se le presentó como los mitos, relatos, apólogos y opiniones expuestos por el Verbo, hablando por fin sin so­ brentendidos y sin aproximaciones. Incomprensión del Antiguo Tes­ tamento que procede de lejos. La Iglesia que ve en ella una serie de prefiguraciones es conducida a esa visión no sólo por la vía apologé­ tica, sino por el sentimiento del carácter absolutamente enigmático del Libro. Para nosotros, el mundo de la Biblia no es un mundo de fi­ guras, sino de rostros. Están íntegramente allí y en relación con no­ sotros. El rostro del hombre es un médium a través del cual lo invisi­ ble en él se vuelve visible. No pensamos relaciones, somos en relación. No se trata de me­ ditación interior, sino de acción. Es en la impureza del mundo -que el Antiguo Testamento asume con todos sus datos- que la pureza se hace. Pero ella se hace, es acto. No existe redención del mundo, sino transformación del mundo. La redención de sí mismo ya es acción, formular el arrepentimiento como puramente interior es una afirma­ ción contradictoria en sus propios términos. El sufrimiento no tiene ningún efecto mágico. El justo que sufre no vale más por motivo de ese sufrimiento, sino por su justicia que desafía ese sufrimiento. El sufrimiento y la muerte son los términos de la pasión humana, pero la vida no es sin pasión. Es acto. Está en la historia. Historia que no resulta del pecado, sino de la creación del hom­ bre. La verdadera paradoja del ser perfecto consistió en querer crear pares por fuera de él, una multiplicidad de seres, y por consiguien­ te, una acción más allá de la interioridad. Es allí donde Dios trascen­ dió la creación misma. Es allí donde Dios “se vació”. Creó alguien con quien hablar.

Amar a la Torá más que a Dios

Entre las recientes publicaciones consagradas al judaismo en Occi­ dente, abundan los bellos textos. En Europa se cuenta fácilmente con el talento. Los textos verdaderos son escasos. El hecho de que desde hace un siglo atrás se acallaran los estudios hebraicos, nos ale­ jó de las fuentes. El saber que todavía se produce no se apoya en una tradición intelectual. Sigue siendo autodidacta, incluso cuando no es improvisado. Y ser leído sólo por quienes no cuentan con el propio nivel de conocimientos, ¡qué corrupción para un escritor! Sin censo­ res ni sanciones, los autores confunden esta ausencia de oposición con la libertad y esta libertad con el rasgo de genio. ¿Cabe sorpren­ derse entonces de que existan lectores que descrean y vean en el ju­ daismo, y vean en el judaismo, al que permanecen todavía ligados en el mundo algunos millones de impenitentes, un montón de argu­ cias mundanas sin interés ni importancia? Acabamos de leer un texto hermoso y verdadero, verdadero co­ mo sólo la ficción puede serlo. Publicado en un diario israelita por un autor anónimo, traducido por el señor Amold Mandel, bajo el tí­ tulo de Yossel, hijo de Dovid Rakover de Tarnopol, habla a Dios pa­ ra La Tierra reencontrada -periódico sionista de París-, parece ha­ ber sido leído con emoción, pero merece algo más. Da cuenta de una dignidad intelectual, reflejándola más fielmente que algunas lectu­ ras de intelectuales, como por ejemplo los conceptos tomados de Si­ mone Weil, tan de moda en París en este momento como es sabido.

Ese texto aporta, por el contrario, una ciencia judía, púdicamente di­ simulada, pero segura, y traduce una experiencia de la vida espiri­ tual profunda y auténtica. El texto se considera como un documento, escrito durante las úl­ timas horas de la Resistencia del Gueto de Varsovia. El narrador ha­ bría presenciado todos los horrores; habría perdido en condiciones atroces sus hijos pequeños. Último sobreviviente de su familia toda­ vía por algunos instantes, nos lega sus últimos pensamientos. Fic­ ción literaria, por cierto; pero ficción donde cada una de nuestras vi­ das de sobrevivientes se reconoce con vértigo. No vamos a contar todo esto, aun cuando el mundo no haya aprendido nada y haya olvidado todo. Nos rehusamos a ofrecer en espectáculo la Pasión de las Pasiones y a desprender de esos crí­ menes inhumanos una forma cualquiera de vanagloria a título de es­ critores o de escenógrafos. Ellos resuenan y se repercuten, inextin­ guibles, a través de los tiempos eternos. Escuchemos tan sólo el pensamiento que se articula allí. ¿Qué significa este sufrimiento de los inocentes? ¿Acaso no testimonia de un mundo sin Dios, de una tierra donde sólo el hombre mide el Bien y el Mal? La reacción más simple, la más común, consistiría en concluir en el ateísmo. Reacción que es también la más sana para todos aquellos a quienes, hasta enton­ ces, un Dios algo primario distribuía premios, infligía sanciones o perdonaba las faltas y, en su bondad, trataba a los hombres como niños eternos. ¿Pero de qué demonio obtuso, de qué mago extra­ ño poblaron ustedes su cielo, ustedes que hoy lo declaran desier­ to? ¿Y por qué bajo un cielo vacío buscan todavía un mundo sen­ sato y bueno? La certeza de Dios, Yossel hijo de Yossel la experimenta con una fuerza nueva, bajo un cielo vacío. Dado que si existe tan solo, es pa­ ra sentir sobre sus espaldas todas las responsabilidades de Dios. Hay en la vía que conduce al Dios único, una etapa sin Dios. El verdade­ ro monoteísmo debe responder a las exigencias legítimas del ateís­ mo. Un Dios de adulto se manifiesta precisamente por el vacío del

cielo infantil. Es el momento en el que Dios se retira del mundo y oculta su rostro (según Yossel ben Yossel). “Sacrificó a los hombres a sus instintos feroces” -dice el texto del que nos ocupamos-. “[...] Y dado que son esos instintos los que dominan el mundo, es natural que aquellos que preservan lo divino y lo puro resulten las primeras víctimas de esta dominación.” Esta afirmación según la cual Dios oculta su rostro no es, a nues­ tro entender, una abstracción de teólogo ni una imagen de poeta. Se trata de la hora en la que el individuo justo no encuentra ningún re­ curso exterior, el momento en el que ninguna institución lo protege, cuando viene a ser rehusado también el consuelo de la presencia di­ vina en el sentimiento religioso infantil, cuando el individuo sólo puede triunfar en su conciencia, es decir, necesariamente, en el su­ frimiento. Sentido específicamente judío del sufrimiento, que no to­ ma en ninguna circunstancia el valor de una expiación mística por los pecados del mundo. La posición de las víctimas en un mundo en desorden, es decir, en un mundo donde el bien no llega a triunfar, es sufrimiento. Revela un Dios que, renunciando a toda manifestación compasiva, apela a la plena madurez del hombre, íntegramente res­ ponsable. Pero de inmediato ese Dios que oculta su rostro y deja librado al justo a su justicia sin triunfo -ese Dios lejano- llega desde adentro. Intimidad que coincide, para la conciencia, con el orgullo de ser ju ­ dío, de pertenecer concreta, históricamente, muy simplemente al pueblo judío. “Ser judío es algo que significa [...] nadar eternamen­ te contra la miserable y criminal corriente humana [...] Me hace fe­ liz pertenecer al pueblo más desdichado entre todos los pueblos de la tierra, al pueblo para el cual la Torá representa lo más elevado y bello entre las leyes y las morales.” La intimidad del Dios viril se conquista en el marco de un infor­ tunio extremo. Dada mi pertenencia al pueblo judío que sufre, el Dios lejano se convierte en mi Dios. “Ahora sé que tú eres de ver­ dad mi Dios, ya que no podrías ser el Dios de aquellos cuyos actos representan la expresión más horrible de una ausencia militante de

Dios.” El sufrimiento del justo que obedece a una justicia sin triun­ fo, es vivido concretamente como judaismo. Israel -histórico y car­ nal- vuelve a ser categoría religiosa. ¿Es posible un Dios que oculta su rostro, sea reconocido como presente e íntimo? ¿Se trata de una construcción metafísica, de un salto mortal paradójico, en el estilo de Kierkegaard? Pensamos que allí se manifiesta, por el contrario, la fisonomía particular del judais­ mo: la relación entre Dios y el hombre no es una comunión senti­ mental en el amor de un Dios encamado, sino una relación entre es­ píritus, por medio de una enseñanza, la Torá. Es precisamente una palabra no encamada de Dios, que asegu­ ra un Dios viviente entre nosotros. La confianza en un Dios que no se manifiesta por la vía de ninguna autoridad terrestre, sólo puede reposar en la evidencia interior y el valor de una enseñanza. En ho­ nor al judaismo ésta no tiene nada de ciega. De donde se despren­ de esta frase de Yossel ben Yossel -punto culminante de todo el mo­ nólogo y que hace eco a todo el Talmud-: “Yo lo amo, pero amo todavía más su Torá [...] Y aun si me decepcionara y me desenga­ ñara de Él, no dejaría por eso de observar los preceptos de la Torá”. ¿Blasfemia? Por lo menos, protección contra la locura de un con­ tacto directo con lo Sagrado, sin la mediación de razones. Pero so­ bre todo, confianza que no reposa en el triunfo de institución algu­ na, evidencia interior de la moral contenida en la Torá. Elaboración difícil, ya en espíritu y en verdad, y que no requiere prefigurar más nada. Simone Weil, ¡usted no comprendió nunca nada de la Torá! “Nuestro Dios es el Dios de la venganza -dice Yossel ben Yossel-, y nuestra Torá está llena de amenazas de castigos de muerte por pe­ queñas faltas. Y sin embargo bastaba que el Sanedrín, el Tribunal su­ premo de nuestro pueblo, pronunciara una sola vez en 70 años un veredicto de pena capital, para que los jueces fueran considerados asesinos. En cambio, en nombre del Dios de todos los pueblos que ordena amar cada criatura hecha a su semejanza, es nuestra sangre derramada desde hace cerca de 2000 años”.

La verdadera humanidad del hombre y su buena y gentil virilidad entran en el mundo con las palabras severas de un Dios exigente; lo espiritual no se ofrece como una sustancia sensible, sino por vía de la ausencia; Dios es concreto no por la encamación, sino por la Ley; y Su grandeza no es el soplo de su misterio sagrado. Su grandeza no provoca temor y temblor, sino que nos llena de los pensamientos más altos. Ocultar el rostro para exigir todo del hombre -de un modo so­ brehumano-, haber creado un hombre capaz de responder, de enca­ rar a su Dios a título de acreedor y no siempre como deudor, ¡qué grandeza verdaderamente divina! El acreedor, después de todo, tiene por excelencia fe, pero es también aquél que no se resigna a las ex­ cusas del deudor. Nuestro monólogo comienza y termina en ese re­ chazo de la resignación. Capaz de confiar en un Dios ausente, el hombre es también el adulto que mide su propia debilidad: la situación heroica donde se encuentra confiere valor al mundo, a un tiempo que lo pone en peli­ gro. Madurado por una fe surgida de la Torá, el hombre reprocha a Dios su desmesurada Grandeza y sus excesivas exigencias. Pero lo amará pese a todo lo que Dios haya intentado para desalentar ese amor. Pero, exclama Yossel ben Yossel, “no tenses demasiado la cuerda”. La vida religiosa no puede culminar en esta situación he­ roica. Es preciso que Dios devele su rostro, que la justicia y el po­ der se junten nuevamente; son necesarias las instituciones justas en este mundo. Pero sólo el hombre que había reconocido al Dios ocul­ to puede exigir ese develamiento. Tal es la vigorosa dialéctica donde se establece la igualdad entre Dios y el hombre en el seno mismo de su desproporción. Nos encontramos, llegados a este punto, tan alejados de la co­ munión cálida y casi sensible con lo Divino como del orgullo deses­ perado del hombre ateo. ¡Humanismo integral y austero, ligado a una difícil adoración! ¡Y también a la inversa, adoración coinciden­ te con la exaltación del hombre! ¡Un Dios personal, un Dios único, es algo que no se revela como una imagen en una cámara oscura! El texto que venimos de comentar muestra cómo la ética y el orden de

los principios instauran una relación personal digna de ese nombre. Amar la Torá aún más que a Dios es, precisamente, acceder a un Dios personal contra el cual uno puede rebelarse, es decir, por quien uno puede morir.

La ley del Talión

La sección semanal del Levítico, que abarca los capítulos 21, 22, 23 y 24, termina con el célebre pasaje que muchos modernos conside­ ran anticuados. Los paladares delicados reclaman alimentos más frescos. Para su refinamiento, nuestro texto subraya precisamente la ancianidad del Antiguo Testamento. ¡Ah! ¡La ley del talión! ¡Cuán­ tas piadosas cóleras promueves en un mundo donde sólo reinan, por lo demás, la calma y el amor! “Si alguien hace perecer una criatura humana, se le dará muer­ te. Si hace perecer un animal, lo pagará cuerpo por cuerpo. Y si al­ guien provoca una herida en su prójimo, de la misma manera que él actuó se actuará respecto de él: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; según la lesión que haya hecho a otro, de igual modo se le hará. Quien mate un animal, debe pagarlo y quien ma­ te un hombre, debe morir. Una misma legislación os regirá, tanto extranjeros como nacionales; ya que soy el Eterno, el Dios de to­ dos.” ¡Severas palabras! Muy alejadas de aquellas que magnifican la no resistencia al mal. Ustedes sin duda pensaron en esa otra página de las Escrituras: donde el justo “presenta su mejilla a quien golpea y llega a quedar saciado de humillaciones”. Ustedes reconocen ese pasaje así como sus referencias. Se trata, claro está, de las Lamenta­ ciones de Jeremías, capítulo 3, versículo 30. ¡Otro fragmento de ese mismo Testamento, tan anciano!

¡Fractura por fractura! Severas palabras, pero nobles en su exi­ gencia. En su rigor, ordenan desde muy alto. Admiremos su fin, al menos, que enuncia la unidad del género humano. Ese mensaje de universalismo no esperó para resonar en el espacio que la industria, a escala mundial, nos revele o nos imponga la solidaridad humana. Una ley única para todos, tal es el principio que el Antiguo Testa­ mento, con burlonas reiteraciones aparentemente inútiles, nos repi­ te a su vez unas 50 veces, en las líneas no obstante tan concisas, tan contadas de su primer rollo. ¿Cómo asumir, partiendo de allí, que un pensamiento elevado a la visión de la humanidad en la época de las tribus y de los clanes, no haya ido más allá del nivel de la ley que ri­ ge los conflictos? Quisiera mostrarles la sabiduría que se expresa en esos términos misteriosos y el drama al que ella responde. Ya que existe un drama de la justicia que se humaniza. Diente por diente, ojo por ojo, no es el principio de un método de terror; no es un frío realismo que piensa en la acción eficaz y des­ precia las efusiones sentimentales, que reservan la moral para los jó­ venes; no es tampoco la exaltación de una vida sobrehumana y he­ roica de donde sería necesario desterrar el corazón y la piedad; no es una manera de complacerse en la venganza y la crueldad que im­ pregnarían una existencia viril. Semejantes inspiraciones fueron ex­ tranjeras a la Biblia judía. Proceden de los paganos. Proceden de Maquiavelo. Proceden de Nietzsche. Tranquilícense. El principio de apariencia tan cruel enunciado por la Biblia aquí sólo busca la justicia. Se inserta en un orden so­ cial donde ninguna sanción, por ligera que sea, es infligida por fue­ ra de una sentencia jurídica. Los rabinos jamás aplicaron ni enten­ dieron ese texto al pie de la letra. Lo interpretaron a la luz del espíritu que recorre la Biblia en su totalidad. Talmud es el término que designa esta manera de comprender. Los doctores del Talmud se adelantaron a los escrúpulos de los modernos: diente por diente, es una pena de dinero, una multa. Por algo es que el pasaje relativo a los daños materiales exigidos por la Biblia cuando se trata de la pér­ dida de ganado, tiene vecindades con el precepto del Talión. Ese pa­

saje invita a releer los versículos consagrados a las heridas hechas al hombre, como si la cuestión de los daños tuviera que prevalecer en el juez sobre la noble cólera suscitada por el perjuicio. La violencia llama a la violencia. Pero es preciso detener esta reacción en cadena. La justicia es así. Esa es al menos su misión una vez que el mal fue cometido. La humanidad nace en el hombre a me­ dida que él sabe reducir las ofensas mortales a litigios de orden ci­ vil, a medida que castigar se asimila a reparar lo reparable y a reedu­ car al malvado. El hombre no necesita sólo de una justicia sin pasión. Necesitamos de una justicia sin verdugo. Pero aquí el drama se complica. El horror de la sangre, la justi­ cia de paz y calma, la necesaria, a partir de este momento la única posible, ¿preserva al hombre que quiere salvar? ¡Ya que es una an­ cha vía abierta a los ricos! Ellos pueden pagar sin dificultad los dien­ tes rotos, los ojos vaciados, las piernas quebradas de todo su entor­ no. El agravio y la herida tienen de ahora en más un precio corriente, un gusto a dinero. Y esta contradicción no depende sólo de la ley que sustituye el sufrimiento por la multa. Ya que todo cuanto se paga con el corazón aliviado, el cuerpo intacto, en plena salud, equivale a una multa. Y la herida de dinero no es mortal. El mundo sigue siendo confortable para los fuertes, siempre y cuando tengan los nervios só­ lidos. La evolución de la justicia no puede orientarse hacia ese re­ chazo de toda justicia, hacia ese desprecio del hombre que ella quie­ re hacer respetar. Es necesario, modificando la letra de nuestros códigos, salvar el espíritu. La Biblia nos recuerda el espíritu de la calma. La Biblia apresura el movimiento que nos trae el mundo sin vio­ lencia. Pero si el dinero o las excusas pudieran repararlo todo y de­ jamos una conciencia tranquila, el movimiento iría en sentido con­ trario. Sí, ojo por ojo. Y toda la eternidad, todo el dinero del mundo no pueden curar la ofensa hecha al hombre. Herida que sangra en to­ do momento, como si fuera necesario el mismo sufrimiento para de­ tener esta eterna hemorragia.

Nombre de un perro, o el derecho natural**

“Ustedes deben ser hombres santos ante Mí: no comerán carne de un animal destrozado en los campos, lo habrán de abandonar al perro” (Éxodo, XXII, 31). El versículo bíblico, según se le reprochará más tarde ¿acuerda demasiada importancia a eso que “entra en la boca del hombre”, sin preocuparse por lo que de ella sale? A menos que la vista de una carne desollada en los campos no le parezca dema­ siado fuerte para la buena digestión del hombre que -aunque sea carnívoro- cree estar todavía bajo la mirada de un Dios. Carne des­ trozada en los campos, restos de luchas sangrientas de las fieras que se devoran entre sí, la más fuerte ataca a la más débil ¡y que la inte­ ligencia sublimará en juegos de la caza! Espectáculo que sugiere los horrores de la guerra, los destrozos en el seno de las especies, a par­ tir de los cuales los hombres desprenderán las emociones artísticas del Kriegspiel. ¡Ideas que cortan el apetito! En realidad, también se les pueden ocurrir en la mesa familiar, cuando uno clava el tenedor en el trozo de carne asada. Hay allí un buen fundamento para volver a la regla vegetariana. De acordarle * Apareció en 1975 en una colección titulada “Aquél que no puede servirse de las palabras”, publicada en honor del pintor Bram Van Velde por las Ediciones Fata Morga­ ño. de Montpellier. $ “Nom d ’un chien” = nombre de un perro (en sentido literal) tiene en el francés coloquial el valor de una interjección que expresa contrariedad, disgusto (Cf. ¡Caray!). [N. de la T.]

crédito al Génesis, fue la de Adán, ¡el padre de todos nosotros! ¡Por lo menos hay allí una razón para querer limitar, por medio de prohi­ biciones ordinarias, la carnicería que reclama, todos los días, nues­ tra boca de “santos hombres” ! ¡Pero basta de teología! Es el perro del final del versículo que me interesa especialmente. Pienso en Bobby. ¿Quién es, entonces, ese perro al que hace referencia el versícu­ lo? ¿Aquél que molesta los juegos de sociedad (o la Sociedad mis­ ma) y al que recibimos, en consecuencia, de mala manera? ¿Aquél que acusamos de estar rabioso cuando nos preparamos a ahogarlo?* Aquél a quien le toca el trabajo más sucio -un oficio de perros- y que, cualquiera sea el tiempo -el suyo será siempre “un tiempo de perros”- excluimos del recinto protector, incluso en las horas exe­ crables en las que no nos atrevemos a dejar un perro afuera. Pero es­ tos, pese a su miseria, rechazan la afrenta de una presa repulsiva. ¿Se trataría, de este modo, de la bestia que ha perdido hasta el último orgullo de su naturaleza salvaje, de un perro acurrucado, de un despreciable perro servil? ¿O bien, en una luz mortecina** (y qué luz en el mundo no es ya ese crepúsculo), se trataría de aquél que si­ gue siendo lobo bajo su fidelidad de perro y codicia la sangre -coa­ gulada o fresca, poco importa-? ¡Pero ya basta de alegorías! ¡Leimos demasiadas fábulas y siem­ pre tomamos en sentido figurado el nombre de un perro! Sin embar­ go, en los términos de una venerable hermenéutica, más antigua que La Fontaine, transmitida oralmente desde los tiempos más remotos -la hermenéutica de los doctores talmúdicos- el texto de esta Biblia, agitada por las parábolas, recusaría aquí a la metáfora: en el versícu­ lo 31 del capítulo 22 del Éxodo, el perro sería un perro. ¡Literalmen­ te un perro! Más acá de los escrúpulos, en virtud de su naturaleza fe­ * “Qui veut noyer son chien l ’accuse de rage” = Quien se dispone a ahogar a su pe­ rro, lo acusa de rabia: proverbio que indica que siempre se encuentra una razón cuando se busca desprenderse de algo o alguien. [N. de la T.j ** “Entre chien et loup” = “Entre perro y lobo”: expresión idiomática para indicar una luz que no queda definida. [N. de la T.]

liz y de sus rectos pensamientos de perro, se dará un banquete con toda esa carne encontrada en los campos. Y ese festín es su derecho. Esa hermenéutica superior -tan ligada, aquí, al registro literal— se permite, sin embargo, explicar la paradoja de una pura naturale­ za que abre el camino al derecho. En efecto, logra encontrar en este pasaje perros olvidados en una proposición subordinada de otro versículo del Éxodo. En el T ver­ sículo del capítulo 11, extraños perros quedan afectados por el estu­ por o por la luz que surge en medio de la noche. ¡No habrán de la­ drar! Alrededor, sin embargo, se termina un mundo. Se trata de la noche fatal de la “muerte de los primogénitos” de Egipto. Israel va a salir de la casa de la esclavitud. El pueblo esclavo que servía a los esclavos del Estado, seguirá de ahora en más a la Voz más alta, la más libre de las vías. ¡Figura de la humanidad! La libertad del hombre es la de un esclavo liberto que recuerda su servidumbre y sigue siendo solidario con los sometidos. Una multitud de esclavos habrá de celebrar ese profundo misterio del hombre y “no habrá un perro que ladre”. En la hora suprema de su instauración -sin ética y sin logos-, el perro dará testimonio de la dignidad de la persona. El amigo del hombre es eso. ¡Una trascen­ dencia en el animal! Y el versículo tan claro del que habíamos par­ tido, se ilumina con un sentido nuevo. Nos recuerda una deuda siem­ pre pendiente. ¿Pero la exégesis sutil que citamos no habrá de extraviarse en la retórica? Es probable. Éramos 70 en un comando forestal para prisioneros de guerra israelitas, en la Alemania nazi. El campo llevaba -singular coinci­ dencia- el número 1492, fecha de la expulsión de los judíos de Es­ paña, bajo el reinado de Femando V el Católico. El uniforme fran­ cés nos protegía aun contra la violencia hitleriana. Pero los otros hombres, los llamados libres, que nos cruzaban o nos daban trabajo, órdenes o incluso una sonrisa -y los niños y las mujeres que pasa­ ban y a veces levantaban los ojos hacia nosotros-, nos despojaban de nuestra piel humana. No éramos más que una sub-humanidad,

una manada de monos. Fuerza y miseria de los perseguidos, un po­ bre murmullo interior nos recordaba nuestra esencia razonable. Pe­ ro ya no estábamos en el mundo. Nuestro ir y venir, nuestras penas y nuestras risas, nuestras enfermedades y distracciones, el trabajo de nuestras manos y la angustia de nuestros ojos, las cartas que nos ha­ cían llegar desde Francia y aquéllas que aceptaban para nuestras fa­ milias, todo eso ocurría entre paréntesis. Seres encerrados en los lí­ mites de su especie; pese a todo su vocabulario, seres sin lenguaje. El racismo no es un concepto biológico; el antisemitismo es el arquetipo de toda confinación. La opresión social, en sí misma, no hace sino imitar ese modelo. Encierra en una clase, priva de expre­ sión y condena a los “significantes sin significados” y, en conse­ cuencia, a las violencias y combates. ¿Cómo expresar un mensaje de humanidad que, desde atrás de los barrotes de las comillas, cobre otro perfil que el de un hablar si­ miesco? Y llegamos al momento en el cual, promediando un largo cauti­ verio -durante unas breves semanas y antes que los centinelas no lo echen-, un perro vagabundo entró en nuestra vida. Vino un día a su­ marse a la multitud, en circunstancias en las que, bajo custodia, vol­ vía del trabajo. El animal sobrevivía en algún rincón salvaje, en los alrededores del campo. Pero nosotros lo llamábamos con un nombre exótico, Bobby, como conviene hacerlo con un perro querido. Apa­ recía en los reagrupamientos matinales y nos esperaba al regreso, brincando y ladrando con alegría. Para él -era indiscutible- fuimos hombres. El perro que reconoció a Ulises bajo su disfraz cuando regresó de la Odisea, ¿era pariente del nuestro? ¡Pero no, claro que no! En aquella ocasión, se trataba del regreso a Itaca, a la patria. Nosotros, allí, no estábamos en ningún lugar. Este perro era el último discípu­ lo de Kant en la Alemania nazi, sin contar con el cerebro necesario para unlversalizar las máximas de sus pulsiones. Descendía de los perros de Egipto. Y su ladrido de amigo -su fe de animal- nació en el silencio de sus abuelos de los bordes del Nilo.

Aperturas y distancias Entre tanto, el pensamiento mesiánico se expandió por el mundo. Franz Rosensweig: Stem der Erlósung, II, 97 Adelántese, pues, mi señor a su siervo, que yo avanzaré despacito, al paso del ganado que llevo delan­ te. Génesis, 33, 14

El pensamiento judío hoy*

¿De qué se ocupa el pensamiento judío? De todo, sin duda alguna; no vamos a establecer una lista al respecto, pero su mensaje funda­ mental es el de conducir el sentido de toda experiencia a la relación ética entre los hombres, apelando a la responsabilidad personal del ser humano, donde se siente elegido e irreemplazable, para realizar una sociedad humana donde los hombres se traten como hombres. Esta realización de la sociedad justa equivale ipsofacto a elevar al hombre a la sociedad con Dios, sociedad que es la beatitud huma­ na como tal y el sentido de la vida. Así, decir que el sentido de lo real se comprende en función de la ética, es afirmar que el universo es sagrado. Pero lo es en un sentido ético. La ética es una óptica de lo divino. Ninguna relación con Dios es más directa ni inmediata. Lo Divino no puede manifestarse sino a través del prójimo. La en­ camación, para el judío, no es ni posible ni necesaria. La fórmula, después de todo, es de Jeremías: “Juzgar la causa del pobre y del desdichado, ¿no es esto conocerme?” -dice el Eterno (22, 16)-. El cristianismo, salido del judaismo, se presenta a los judíos co­ mo apartándose de esas proposiciones en una dirección que si bien parecía, por cierto, intensificar su fuerza, comportaba una alteración que el judaismo entrevio. De allí una historia dolorosa, hecha de injusticias y malentendidos, de violencias y rencores. No vamos a * Publicado en la revista Arche en 1961.

abrir aquí un debate sobre el fondo de la cuestión, que siglos ente­ ros no agotaron. Pero enumerando ciertas posiciones del judaismo moderno, tendremos la ocasión de marcar sus actitudes actuales res­ pecto del cristianismo. Tres grandes acontecimientos, cuya sombra se proyectaba ya so­ bre Europa antes de que se produzcan, constituyen hoy para el pen­ samiento judío los datos de la nueva situación: Io. La experiencia única de la renovación del antisemitismo, que culminó en la exterminación científica de un tercio del pueblo judío por el nacional-socialismo; 2o. Las aspiraciones sionistas que culminaron en la creación del Es­ tado de Israel; 3o. La llegada a un primer plano de la escena de la historia de las masas subdesarrolladas afro-asiáticas, extranjeras respecto de la Historia Santa de donde proviene el mundo judeo-cristiano. Esos tres acontecimientos dieron al pensamiento judío una fiso­ nomía nueva y determinaron tendencias cuyo inventario intentaré establecer objetivamente. Cada acontecimiento produjo -en cuanto a la posición del judaismo respecto del cristianismo- movimientos contradictorios de alejamiento y reconciliación.

I Pero señalemos ante todo la posición del pensamiento judío tal como resulta de la emancipación del siglo xvm. Pensamiento que precede esos grandes acontecimientos y está lejos de ser superado en la actualidad. En esta posición, que es todavía la de muchos ju ­ díos occidentales, el judaismo es una religión al lado del cristianis­ mo -un culto donde se decide el destino sobrenatural del alma hu­ mana-. El acuerdo con los otros hombres se realiza a nivel del Estado y de la nación como una fraternidad entre ciudadanos. La re­

lación con los otros cultos se caracteriza por el respeto y la toleran­ cia, pero ya no tiene nada de dramático, nada que recuerde las aflic­ ciones de un alma viviendo su verdad frente al hecho de que otras verdades son confesadas en el mundo. La religión reenvía al regis­ tro de lo privado, como los recuerdos de familia. Concepción posi­ ble en un mundo armonioso, ¡pero del cual no todo estará perdido en la nueva situación! Esta fraternidad interhumana por fuera de lo religioso, ese res­ peto del otro culto porque es el culto de nuestros conciudadanos, se­ guirán siendo las bases de toda relación futura con el cristianismo, de la que estarán ausentes el desprecio y la indiferencia e incluso el rencor. Muchos judíos siguen pensando que los valores racionales estéticos y políticos del humanismo greco-romano son el verdadero fundamento de la alianza judeo-cristiana, como de toda alianza en­ tre las religiones.

II El antisemitismo del siglo xx, que culminará en el exterminio de seis millones de judíos europeos, significó para los judíos la crisis de un mundo que el cristianismo había modelado durante 20 siglos. El pensamiento de Jules Isaac va muy lejos en ese sentido. Pero que la monstruosidad del hitlerismo haya podido producirse en una Eu­ ropa evangelizada, quebró en el espíritu judío aquello que la metafí­ sica cristiana podía tener de plausible para un judío habituado a un vecindario de larga data con el cristianismo: la primacía de la sal­ vación sobrenatural respecto de la justicia terrestre. ¿Esa primacía no hizo al menos posible un grado de confusión sobre la tierra y ese extremo del abandono de la condición humana? La célebre incomprensión en lo que hace a la salvación sobrenatural por parte de los judíos pretendidamente mundanos -de la que a ve­ ces hasta los judíos asimilados comenzaban a acusarse, autoacusa­ ción de donde proceden el pensamiento de Bergson y la violenta pa­

sión de Simone Weil-, esta célebre incomprensión apareció brusca­ mente no como una testarudez, sino como una suprema lucidez. Los judíos comenzaron a creer entonces que su rigidez medular era la parte más metafísica de su anatomía. Desde antes de las dos guerras del siglo xx, pero sobre todo a partir de la Liberación, el judaismo occidental encuentra una nostal­ gia por sus propias fuentes, un retomo a la literatura rabínica como acceso auténtico a la Biblia. En Francia, la poesía de un Edmond Fleg, inspirada en esas fuentes, nutrió a toda una generación para la cual habían dejado de ser accesibles el hebreo y el arameo. Pero el hecho notable de la vida judía es la renovación de los estudios he­ braicos en sí, que no responde únicamente al prestigio ejercido so­ bre la intelectualidad judía por la existencia del Estado de Israel. Esos estudios tienen como finalidad remontarse hacia los textos rabínicos, procurando para dar su verdadera luz a la Biblia, la Ley y los profetas. El Antiguo Testamento no prefigura al Nuevo: recibe su interpretación del Talmud. Así lo pensó siempre el judaismo. Lo nuevo es que en Europa occidental aparecen casas de estudios tal­ múdicos del tipo que fuera tradicional en Europa oriental. Se inclu­ yen en ellas estudiantes venidos del judaismo occidental, de aquél que parecía definitivamente asimilado, irreligioso o tentado por la conversión. Lo nuevo es la creación de casas de estudios y de movi­ mientos de jóvenes y de adultos, buscando en los textos tradiciona­ les de la literatura rabínica una respuesta a las preguntas que se le plantean a un Occidental de formación moderna. La novedad del pensamiento judío reside en esta revalorización occidental del Tal­ mud, que ya no es tratado arqueológica ni históricamente, sino in­ cluido en una enseñanza. Que los textos que explicitan la ley de la estricta justicia -esta aburrida ética tan criticada por los artistas y los místicos-; que se­ mejantes textos puedan conducimos a las contradicciones secretas y a la respiración más íntima del alma humana; que el despliegue de esta ética nos permita escuchar los pasos y la voz del Señor y su proximidad última, paternal y sonriente, pero sin efusión y en la

ebriedad sutil de la lucidez común; que seamos atravesados por la preocupación más concreta, más moderna, la más audaz o la más anodina en cuanto a la justicia social y económica como si se trata­ ra del verbo mismo de ese Dios tan familiar, amistoso, inquietante y exigente, allí reside la aventura increíble, la emoción única apenas comunicable del estudiante del Talmud, reencontrada por el judío occidental y que vuelve para él ridículos muchos de los pobres en­ sayos acerca del judío y su Dios. Algunos no fueron tan lejos. Pero el recuerdo de la Pasión vivi­ da por el judaismo entre 1940 y 1945 trajo a la conciencia de su destino excepcional a hombres que, hasta hace todavía 30 años, pa­ recían alojar la totalidad de su existencia en las categorías occiden­ tales tan claramente definidas de nación, Estado, arte, clase social y profesión (eventualmente, raras veces, la de religión). Y esto sin que la estructura de su pensamiento haya cambiado, ni se haya debilita­ do su vínculo con el Occidente, ni haya aumentado su conocimien­ to de las fuentes judías, sin que se haya manifestado la adhesión a la sinagoga. Experiencia nueva llamada, sin duda, a traducirse en pen­ samientos y en obras y a marcar el destino futuro del pensamiento judío pero que, por expresarse entre tanto negativamente, no deja de ser por ello metafísica, indiscutible y directa. Como lo había dicho recientemente el señor Jankélévich: “Todo cuanto tenemos en común unos y otros aquí es nuestra condición de sobrevivientes. Aquello que compartimos más, lo más esencial, us­ tedes acordarán, es estar vivos; por casualidad, estamos aquí [...] ca­ da uno de nosotros, individualmente, está aquí [...] ¡no se sabe có­ mo! [...] por una distracción de la Gestapo [...] No sabemos qué fue lo que ocurrió, pero volvimos [...] pudimos emerger. Se olvidaron de nosotros. Pudimos pasar, llegamos después de la última ráfaga. Hubo en nuestras vidas espantosas tragedias que nos marcaron para siempre y que nos diferencian de los demás [...]”. Pero esta Pasión vivida por el judaismo en la Europa cristiana representa asimismo, indiscutiblemente, un acercamiento con los cristianos. En este hundimiento de Europa, los judíos entraron en re­

lación con los individuos y los agolpamientos cristianos que les hablaron considerándolos hermanos. Detrás del dogma cristiano y de la visión cristiana de la historia, los judíos descubrieron el cora­ je y la caridad de las personas. Durante toda la dominación nazi, en un mundo de camisas par­ das, la sotana negra significaba un refugio y un recibimiento huma­ no. El clero magnífico del país laico en el que vivimos conquistó pa­ ra sí títulos inolvidables de nuestra gratitud. Esta experiencia fue tan fuerte que marcará, a su vez, la conciencia judía. De ahí el acerca­ miento con los hombres y agolpamientos cristianos, pese a la crisis de una civilización que no supo hacer de modo tal que lo humano penetre el mundo visible de las instituciones. El pensamiento judío tradicional proporciona, por lo demás, el marco para concebir una sociedad humana universal, que abarque a los justos de todas las naciones y de todas las creencias, con quienes es posible la intimidad última -aquélla que el Talmud formula, re­ servando a todos los justos la participación en el mundo futuro. Las tesis de Maimónides acerca del rol misionario del cristianis­ mo, al servicio del monoteísmo en el mundo, cobraron en el trans­ curso de esos años terribles una significación quizá menos optimis­ ta pero más directa. Pero ya antes del nacional-socialismo, cuando los peligros crecían en el período de entreguerras, el filósofo Franz Rosensweig, muerto en 1929, pero que ejerce una influencia cre­ ciente en el pensamiento judío contemporáneo, ubica al judaismo y al cristianismo en el plano común de una verdad religiosa que no es por cierto pluralista, sino dualista. La verdad como tal exigiría una doble manifestación en el mundo: aquélla del pueblo eterno y la de la misión que se reporta a la vía eterna. La verdad se comprueba, por consiguiente, en un diálogo judeo-cristiano del que no resulta una conclusión, sino que se constituye en registro de la verdad de la vida misma. El diálogo vive gracias a su propia apertura, a la presencia del interlocutor. Estamos lejos de las disputas medievales que lleva­ ban a una conclusión. Aunque sea imposible concluir, ¡tanto mejor así!

Quizás en esta perspectiva de diálogo fraternal, pero guardando la conciencia de las diferencias sin compromisos posibles, es preci­ so ubicar el pensamiento brillante de André Néher, cuyo lenguaje mismo parece recuperar el eco patético del dramático pensamiento cristiano. El venerable Martin Buber se comprometió más todavía y llegó aún más lejos en la vía del diálogo, tomando como punto de partida los elementos místicos del hasidismo judío. Robert Aron también representa esta tendencia -que no es más que una tenden­ cia-.

III El sionismo y la creación del Estado de Israel significan para el pensamiento judío un retomo a sí en todos los sentidos del término y el fin de una milenaria alienación. El racionalismo y los métodos históricos de los sabios israelitas, el culto de la naturaleza y de la tierra, el socialismo científico de sus constructores, otros tantos temas nuevos en la reflexión y la literatu­ ra de Israel. El pueblo del libro se esfuerza por advenir un pueblo de la tierra. Pero la esencia religiosa de Israel y de su pensamiento se di­ simula mal detrás de ese rechazo de Dios. El Estado de Israel se con­ virtió en el lugar donde el hombre se sacrifica, se separa de su pasa­ do reciente para privilegiar un pasado antiguo y profético, busca su autenticidad. Es para reanudar con ese pasado profético que el poeta André Chouraqui completó su “ascenso en Israel”. Y toda una generación de intelectuales, de la que ya hablé algunas líneas antes y que el na­ cional-socialismo desarraigó, mira la ruta hacia Israel como un ca­ mino cuesta arriba. En tanto que, durante siglos, la no participación de la personalidad espiritual de Israel en la historia del mundo se justificaba por su condición de minoría perseguida -¡todo el mundo no cuenta con la suerte de tener las manos puras porque es persegui­ do!-, el Estado de Israel es la primera ocasión de imbricarse en la

historia realizando un mundo justo. Es entonces una búsqueda de absoluto y de pureza. Los sacrificios y las obras a los cuales esta rea­ lización de la justicia invita a los hombres, vuelven a dar un cuerpo al espíritu que animaba a los profetas y al Talmud. Los sueños so­ cialistas de los constructores de Israel no se preocupan por coyuntu­ ras mundiales. ¿Socialismo en un solo país? La sociedad colectivis­ ta del kibutz se atreve al socialismo en una sola aldea. “Los cuatro codos de la Ley” donde Dios se refugió según los Doctores del Tal­ mud, se transforman en las cuatro hectáreas de la granja colectiva. Es preciso no perder de vista el sentido universal que esta obra co­ bra a los ojos de los mismos israelitas, quienes piensan obrar por la humanidad. El universalismo judío se manifestaba siempre en el particularis­ mo. Pero por primera vez en su historia, el judaismo israelí sólo mi­ de su tarea con la vara de sus propias enseñanzas, liberadas por fin en cierto modo de la obsesión del mundo occidental y cristiano, ha­ cia el que va fraternalmente pero sin timidez y sin complejo de in­ ferioridad.

IV Pero avanzará hacia este mundo más allá de lo que imaginamos. El crecimiento de las innumerables masas de los pueblos asiáticos y subdesarrollados, ¿no amenaza el reencuentro de esta autenticidad? Vemos sumarse a la escena del mundo pueblos y civilizaciones que no se refieren ya a nuestra Historia Santa -para quienes Abraham, Isaac y Jacob no significan más nada-. Se impone, como en el co­ mienzo del Éxodo, un rey nuevo que no conoce ya a José. No quiero en modo alguno calificar este crecimiento de materia­ lismo, porque nosotros escuchamos allí el grito de una humanidad frustrada; tenemos por cierto razón de denunciar como materialista nuestra propia hambre, pero nunca el hambre de los demás. Pero ba­ jo los ojos ávidos de esas multitudes innumerables que quieren es­

perar y vivir, nosotros, judíos y cristianos, resultamos imitados al margen de la historia y pronto nadie se dará el trabajo de distinguir un católico de un protestante, ni un judío de un cristiano, sectas que se destrozan entre sí porque no llegan a entenderse respecto de la in­ terpretación de algunos libros oscuros, colectividad religiosa que ha perdido la cohesión política en un universo estructurado de ahora en más sobre otros armazones. Quizás estemos ligados todavía a este mundo enorme que surge ante nosotros mediante una suerte de lazo inmediato y único provis­ to por el marxismo, en el que todavía reconocemos una parte de la herencia judeo-cristiana. ¿Pero esas infiltraciones marxistas no van a perderse también ellas en todo el espesor de esas civilizaciones ex­ tranjeras y de esos pasados impenetrables? ¿Evolucionar bajo seme­ jantes miradas no es, para judíos y cristianos, volver a encontrar un parentesco olvidado? No porque se desemboque en alguna forma de sincretismo o en algunas abstracciones comunes, sino en la medida en que un sentimiento nuevo de fraternidad nace ya en el presenti­ miento de los sacrificios que nos esperan. Recuerdos de infancia vuelven desde el fondo de los tiempos. ¿Y las preocupaciones actua­ les del ecumenismo cristiano no irán más allá de donde las lleven los primeros pasos? El diálogo, esta vez, superará el plano de las ideas greco-romanas comunes a los judíos y los cristianos en las naciones donde vivieron hasta aquí.

V ¿Hay renovación en el pensamiento judío? Creo que en el breve inventario que acabo de establecer, vuelven a encontrarse los gran­ des temas tradicionales de su pensamiento. El pensamiento auténti­ co, ¿no es a la vez una renovación incesante, una consideración res­ pecto de la juventud del mundo y una fidelidad a su primera luz? ¿Una renovación del pensamiento no es a la vez una redundancia y una contradicción en los términos? Es quizá la conciencia de su per­

manencia, de su actualidad, del carácter aún no agotado de su men­ saje aquello que caracteriza de una manera más determinante al pen­ samiento judío en 1961. En el alba de un mundo nuevo, el judaismo tiene la conciencia de cumplir, por el hecho de su permanencia, una función en la eco­ nomía general del Ser, donde nadie puede reemplazarlo. Es necesa­ rio que exista en el mundo alguien tan viejo como el mundo mismo. Para él, las grandes migraciones de los pueblos, la migración entre los pueblos y las conmociones de la historia no fueron nunca un pe­ ligro mortal. Siempre tomaba parte allí. Tiene un registro doloroso de la supervivencia; en la medida en que ha permanecido, se habi­ tuó a juzgar la historia y a rechazar el veredicto de una historia que se proclama juez. Quizás el pensamiento judío en su conjunto consista hoy en li­ garse más firmemente que nunca a esa permanencia y a esa eterni­ dad. El judaismo atravesó la historia sin comprometerse con esas querellas. Tiene el poder de juzgar, solo contra todos, la victoria de fuerzas visibles organizadas, si es necesario para rechazarla -con la cabeza alta o baja, pero con firmeza-. Esta temeridad y esta pacien­ cia largas como la eternidad serán quizá más necesarias a la huma­ nidad mañana o pasado mañana, de lo que lo fueron ayer o antes de ayer.

Israel y el universalismo*

La brillante disertación del Padre Daniélou no puede ser discutida. Un judío, en todo caso, no podría contradecir su tesis principal. Una sociedad mediterránea abarcando cristianos, musulmanes y judíos, una civilización basada en los valores principales de las tres religio­ nes monoteístas, son una concepción muy familiar y apreciada por la conciencia y el pensamiento judíos. Al respecto, no puedo menos que aportar el testimonio aquí. Pido disculpas por el carácter discon­ tinuo de mis comentarios, afectados por las notas rápidas que acabo de tomar mientras escuchaba al Padre Daniélou. La buena noticia, que ya había recibido durante mi estadía en la abadía de Tioumliline, consiste según mi parecer en lo siguiente: del lado católico se precisa la idea de una comunidad que supera el mar­ co de la confesión. Yo pensaba hasta ese momento que el plano de la caridad era el único en el que un católico se aventura, magnífica­ mente por otra parte, para alcanzar a quienes no creen como él. Preocuparse por una civilización común, es preconizar instituciones y, más allá de la generosidad de los corazones individuales, habili­ tar un terreno de coexistencia y colaboración. Esto es nuevo y muy reconfortante. Se lo agradezco al Padre Daniélou.

* A propósito de un trabajo presentado por el Padre Daniélou, acerca de las bases comunes de una civilización mediterránea. Publicado en Le Journal des Communautés, 12 de diciembre de 1958.

Hay en su planteo algunos puntos respecto de los cuales no es­ taremos de acuerdo. Describiendo la gestación y el nacimiento de los tres monoteísmos y su colaboración recíproca, el Padre Daniélou dejó por completo de lado aquello que para nosotros, en tanto ju ­ díos, sigue siendo lo esencial: la constitución del Talmud. El judais­ mo rabínico, a lo largo de los siglos que precedieron y siguieron la destrucción del segundo Templo, es el acontecimiento primordial de la espiritualidad hebraica. Si no existiera el Talmud, no habría judíos hoy. (¡Cuántos problemas ahorrados para el mundo!) O seríamos los sobrevivientes de un mundo que se terminó. Es la sospecha que, pe­ se a todo, atraviesa el pensamiento de \o¿ católicos. Nosotros rechazamos, como ustedes saben, esta dignidad de re­ liquias. ¿El discurso del Padre Daniélou estaba por completo despo­ jado de esta sospecha? Para demostrar la contribución del judaismo al patrimonio de la humanidad, limitó su referencia a los judíos sin judaismo. Sólo citó a descendientes de judíos. Nosotros no podemos admitir que el mensaje judío esencial se conserve en la sangre y se transmita por las vías oscuras del atavismo. El Padre Daniélou habló con los acentos emocionantes del dra­ ma de todas las religiones que, confrontadas a otras, se desgarran en­ tre la caridad y la verdad. Para salir de esa aflicción, destacó que es­ ta civilización se funda en los valores y las creencias compartidas por los monoteísmos. Como él, yo pienso que es necesario tomar con­ ciencia de esta civilización común y es preciso hacerlo en común, que es necesario entenderse. Pero a partir de ese momento se impo­ ne recurrir -estoy convencido de ello- al instrumento de toda com­ prensión y de todo acuerdo, en el que se refleja toda verdad, precisa­ mente la civilización griega, aquello que ella engendró: el logos, el discurso coherente de la razón, la vida en un Estado razonable. Allí reside el verdadero terreno de todo acuerdo. La civilización que sus­ cite una vida de esas características, permitirá la armonía entre ver­ dades que no pueden reducirse a su “mínimo espiritual”, ni yuxtapo­ nerse en un sincretismo que nos provoca tanto horror como a ustedes. Confesaré, por fin, que el drama del que habló el Padre Danié-

lou es vivido con mucha menos agudeza por nosotros. No porque los judíos sean indiferentes o egoístas, ni porque se contenten con una verdad, la de ellos, verdad que debe seguir perteneciéndoles. Pero ocurre que la verdad -el conocimiento de Dios- no es para ellos asunto de dogma sino de acción, como queda indicado en el vigési­ mo segundo capítulo de Jeremías: con alguien que no es judío prac­ ticando la moral, con el Noachide, un judío puede comunicar tan ín­ tima y religiosamente como con un judío. El principio rabínico según el cual los justos de todas las naciones participan del mundo futuro, no expresa sólo simplemente una perspectiva escatológica. Afirma la posibilidad de esta intimidad última, más allá de los dog­ mas afirmados por unos u otros, la intimidad sin reserva. Allí reside nuestro universalismo. En la caverna donde reposan los patriarcas y nuestras madres, el Talmud hace descansar también a Adán y a Eva: es para toda la humanidad que llegó el judaismo. Tenemos la reputación de creernos el pueblo elegido y esta re­ putación provoca mucho daño a ese universalismo. La idea de un pueblo elegido no debe ser considerada como un orgullo. No es con­ ciencia de derechos excepcionales, sino de deberes excepcionales. Es el atributo de la conciencia moral misma. Conciencia que se sa­ be en el centro del mundo y para ella el mundo no es homogéneo: en la medida en que soy siempre el único que puede responder al lla­ mado, soy irreemplazable para asumir las responsabilidades. La elección es un plus de obligaciones para el cual se enuncia el “yo” de la conciencia moral. Esto es lo que representa el concepto judío de Israel y de su elec­ ción. No es “todavía anterior” al universalismo de la sociedad ho­ mogénea donde queda abolida la diferencia entre lo judío, lo heléni­ co y lo bárbaro, sino que abarca ya esta abolición; pero para un judío se mantiene en todo momento como una condición todavía indis­ pensable de esa abolición, que a su vez, a cada instante, correspon­ de recomenzar. Los judíos piensan además que también históricamente han sido fieles a esta noción de Israel. Pero esto es otra historia.

"Entre dos mundos" (El camino de Franz Rosensweig)*

No me pidieron que expusiera la filosofía de Rosensweig, sino su biografía espiritual. Les hablaré de esta vida tal como ella manifes­ tó su pensamiento, ya que el pensamiento de Rosensweig es el ele­ mento esencial de esta vida significativa. Hablaré de su pensamiento, sin confundir esto con un psicoaná­ lisis. Lo presentaré como un testimonio, sin disgustarme por los ele­ mentos que, en este pensamiento, no se sistematizan. No haré de su obra una exégesis filosófica ni histórica. El gran interés del pensa­ miento de Rosensweig reside en las cuestiones a las cuales condu­ ce, más que en las influencias que pudieron ejercerse sobre él. Voy a resistir a la tentación de presentar esta vida como un mo­ delo, pese a que ella podría tentar a un hagiógrafo. Ese judío alemán, muerto a los 43 años en Francfort, en 1929 -se van a cumplir 30 años el próximo 10 de diciembre-, nació en Kassel, en una familia asimilada de la gran burguesía alemana. Los mejores amigos de su juventud y de sus años de estudios eran judíos conversos, sus pro­ pios primos hermanos. Él mismo se encontraba, en 1913, en el um­ bral de la conversión. No lo atravesó, demostrando así, una vez más, aquello que hiciera notar Vladimir Jankélévich acerca del milagro

* Conferencia pronunciada el 27 de septiembre de 1959 en el Segundo Coloquio de Intelectuales Judíos de Lengua Francesa, organizado por la Sección Francesa del Con­ greso Judío Mundial.

del destino judío, produciéndose a última hora, en el último instan­ te, en ese “casi” tan amplio como la punta de una aguja, y bastante amplio embargo para dar tiempo a una voz que retiene al brazo ten­ dido hacia lo irreparable. Ese pensador vigoroso y audaz, llegado a la historia y a la filo­ sofía después de tres años de estudios médicos, fue formado en las más exigentes disciplinas de la Universidad alemana. En tanto filó­ sofo, debutó con la publicación de un estudio crítico acerca de un manuscrito de Hegel, que él identificará como una obra de Schelling hegeliano. En 1920 publicará todavía la monumental obra Hegel y el Estado, rica en apreciaciones y en ideas audaces, pero siempre fun­ dadas en la erudición, producto de sus estudios previos a 1914, pe­ ro él llamará a ese libro, a partir de su publicación: Alquiler pagado al espíritu alemán. Se siente extranjero respecto del espíritu que lo alberga. En realidad, ya desde 1912 aprende el hebreo, se vuelve ha­ cia las fuentes, entra en contacto con Hermann Cohén, cuyos escri­ tos judíos habrá de admirar antes de conocer los demás. Ese judío alemán de vieja estirpe, procedente de un medio que alimentaba to­ dos los prejuicios que un judío occidental tenía en otros tiempos res­ pecto de los judíos del Este europeo, se maravilla con la juventud ju ­ día de Polonia que conocerá durante la guerra. Hacia el fin de las hostilidades, se encuentra durante algunos meses en Varsovia y ad­ mira la juventud judía de esa ciudad, la admira hasta en sus aparien­ cias físicas. Una vez restablecida la paz, renuncia a la carrera universitaria, que se presenta brillante, para consagrarse a la Casa Libre de Estu­ dios Judíos (Freies jiidisches Lehrhaus). La funda en Francfort con el rabino Nobel, quien ejerce sobre él una seducción, por quien tie­ ne, como en el caso de Hermann Cohén, una gran admiración y a quien reconoce como maestro. Un centro de estudios judíos, a la manera de los que fundamos ahora todos los años en París -¡allí conducen tantos semestres brillantes de estudios universitarios!-. ¡Otra audacia! Formado en la certeza de la importancia espiri­ tual del Estado y de la política en función de sus estudios hegelia-

nos, bajo la influencia que ejerciera en él su maestro en la Universi­ dad de Friburgo, el profesor Meinecke, se orienta hacia el cristianis­ mo para buscar allí el fundamento del ser. Esta búsqueda del cristia­ nismo le revela el judaismo que su familia, precisamente, olvidaba en la opulencia y la quietud de esa vida burguesa de Kassel y esa Alemania imperial, tan confortable para los judíos antes de 1914. Ese doble movimiento, hacia el cristianismo primero, hacia el judaismo luego, no nos interesa únicamente como curiosidad psico­ lógica. Se trata de algo que da testimonio del destino del judaismo europeo moderno, que no puede ya desconocer el hecho de que des­ de hace 2000 años el cristianismo es una fuerza determinante de la existencia occidental. Y pienso incluso que esta actitud comprensi­ va respecto del cristianismo es testimonio también del hecho de que, contrariamente a lo formulado esta mañana, el cristianismo ya no es peligroso para el judaismo: ha dejado de ser una tentación para no­ sotros. El libro principal de Rosensweig, el libro de su vida, publica­ do en 1921 bajo el título de “Estrella de la Redención” (Stern der Erlósung), concebido en 1917 sobre el frente balcánico y redactado en postales despachadas de inmediato a la casa paterna, es un siste­ ma de filosofía general que anuncia una nueva manera de pensar. Rosensweig la reconoció como novela corta. Su influencia ha sido quizá, respecto de los filósofos no judíos en Alemania, más grande de lo que ellos quieren confesar. No la citan jamás. Y sin embargo, ese libro de filosofía general es un libro judío, que funda el judaismo de una manera nueva: el judaismo no es ya solamente una enseñanza, cuyas tesis serían verdaderas o falsas, la existencia judía (escribo existencia en una sola palabra) en sí misma es un acontecimiento esencial del ser, la existencia judía es una ca­ tegoría del ser. De este modo, tanto en la vida como en la obra de Rosensweig, el movimiento sigue siempre un mismo itinerario, que nos lo vuel­ ve tan próximo a nosotros; ese recorrido supone ir hacia el judaismo a partir de lo universal y de lo humano.

En el momento de su muerte, Rosensweig aparece en Alemania como el maestro y el inspirador de una renovación judía. Este camino de la verdad, sin consideraciones por el éxito, lo he­ mos visto recorrido por una inteligencia refinada y penetrante (pese a las críticas que en nuestros días le dirigen algunos jóvenes) y por una sensibilidad que el humor buscaba disimular; este trayecto vital es interrumpido después de ocho años de enfermedad, aquélla que se había declarado casi al día siguiente de su casamiento y fue reco­ nocida casi de inmediato como fatal. No obstante, duró ocho años. Ocho años de enfermedad -y es allí donde el elemento hagiográfico aparece de una manera evidente- que fueron otros tantos de esfuer­ zos intelectuales, de estudios e incluso de alegrías, pese a la separa­ ción, desde el comienzo, del alma y el cuerpo, vivida por esta alma en ese cuerpo que se fijaba en una parálisis progresiva. Agrego que el contacto con Rosensweig, ampliamente posible, no sólo gracias a su obra donde se refleja su vida, sino también gra­ cias a los recuerdos de amigos y discípulos todavía en vida, puede hacerse sobre todo a través de una correspondencia que hubiera si­ do necesario traducir al francés en primer lugar. Su encanto y since­ ridad son incomparables. El contacto con esa persona muerta se transforma en ternura y afecto. Se reconocerá en Rosensweig, pese a los años de experiencias terribles que nos separan ya de su tiem­ po, pese a los paisajes alemanes donde esta vida se manifiesta, un contemporáneo y un hermano. Sin embargo, mi propósito no es emocionarlos ni conmoverlos por la vía de un académico elogio fúnebre en el trigésimo aniversa­ rio de la muerte de Rosensweig. Quiero, a través de esta personali­ dad auténtica, como se dice hoy, buscar uno de los accesos al judais­ mo e incluso a la religión sin más, tal como fue posible a un judío en nuestros días que leyó, como todos ustedes, los libros de los filó­ sofos y de los historiadores, que conocía la sociología, la crítica bí­ blica, Spinoza y todas las sospechas que recaen sobre el realismo in­ genuo de los creyentes. Quisiera también mostrar cómo accede al judaismo el judío de hoy, reconocido a título de ciudadano de un es­

tado moderno, y tentado, como todos ustedes, como todos nosotros, de ver en su participación en la vida del Estado, la manera de con­ sumar su vocación misma de ser humano. Y finalmente, quisiera mostrar cómo accede al judaismo un hombre que, en todas esas cir­ cunstancias, es también un hombre sano de espíritu. Para eso, será necesario orientamos hacia La Estrella de la Re­ dención. No hablaremos al respecto como de un sistema, ni vamos a medir las influencias que allí se manifiestan, ni a recensar las va­ riaciones sobre los temas clásicos que allí se encuentran, aunque se trate de un libro perfectamente digno de una exégesis universitaria, ya que procede de un pensamiento riguroso y siempre admirable­ mente informado. Pero este libro es más que todo esto. Es la producción de toda una vida. No sólo como obra maestra que en la vida del creador re­ presenta la culminación de su actividad creadora -tal fue por cierto también su sentido para Rosensweig-, muy feliz de haber pagado respecto de su vida, a los 32 años, una deuda que Goethe no pudo pagarle a la suya sino a los 82 años, una vez terminado el Fausto. La Estrella de la Redención es el libro de una vida todavía en otro sen­ tido. Rosensweig lo vivió como un momento esencial de la relación con la vida, cuyas puertas le abría. La vida se extiende más allá del libro, pero supone el pasaje a través de él. Esta curiosa relación ca­ racteriza, según entiendo, el aspecto moderno del pensamiento de Rosensweig. Nos vuelve cercana su situación. Rosensweig experimentó en un primer momento la proximidad de ese libro; hubo una verdadera espera de su parte al respecto. Sin embargo, no es un sentimental. En 1916 le escribe a uno de sus ami­ gos íntimos, judío converso, claro está, Eugen Rosenstock, a propó­ sito de ese libro que va a ser publicado y de ese Hegel y el Estado que ya está listo: “Se habrá dado cuenta de que el libro sobre Hegel no debía su exis­ tencia a mi personal interés por Hegel, sino a la voluntad de hacer un libro, de producir algo en sí mismo. Está terminado. De un hom­

bre que sólo quería la producción, me transformé en un hombre que no tiene plan, sino vagos proyectos, sin saber qué saldrá de ellos, sin querer siquiera que salga algo de ellos” (Cartas, pág. 647). Y una vez escrito el libro, dice que no escribiría otro (Cartas, pág. 371). La verdadera vida comienza, y esta verdadera vida, consiste precisamente en no ser más un libro. Nicho-mehr-Buch sein! -pero por una vía que comporta en sí misma una referencia al libro-. En “Nueva manera de pensar” (Neues Denken), Rosensweig es­ cribe: “Cada uno debe filosofar una vez, cada uno debe mirar una vez alrededor de sí, a partir de su propio punto de vista y según su punto de vida. Pero esa mirada no es un fin en sí. El libro no es un fin definitivo, ni siquiera provisorio, es necesario justificarlo, en lugar de dejar que se porte a sí mismo o que sea soportado por otros libros. Esta justificación se cumple en la vida de todos los días”. La relación entre la filosofía y la vida que se afirma sólo se vuel­ ve posible por la situación que muchos pensadores de nuestros días designan como el fin de la filosofía. Este fin no es sólo un aconteci­ miento que afecta a una casta de intelectuales y a sus querellas de escuela. Puede llegar a ser el sentido mismo de nuestra época. La era de la filosofía, es aquélla donde la filosofía se manifiesta en los labios de los filósofos. Puede ser libremente ejercida por hombres, libres de entrar en un discurso coherente como el sabio de los tiempos de Aristóteles, que contempla las esencias puras coro­ nando, por vía de esta contemplación, sus virtudes éticas. O bien co­ mo Descartes, eligiendo la investigación de la verdad como la más digna ocupación de una vida. Pero es también la época en la que los hombres pueden optar por abstenerse, por callarse, como Trasímaco, o por ladrar como los cí­ nicos, guerrear, librarse a las pasiones o desviarse -retomo la expre­

sión de Goethe- de “los tonos grises de la teoría para buscar el ver­ dor del árbol dorado de la vida”. El fin de la filosofía no es el retomo a la época en la que ésta aún no había comenzado, cuando era posible no filosofar; el fin de la filosofía es el comienzo de una época en la que todo es filosofía, porque la filosofía no se revela a través de los filósofos. Como en un poema de Maiakowski, donde las cosas usuales e incluso los emble­ mas de los estandartes empiezan a vivir por su propia cuenta entre los hombres, los conceptos ganaron la calle, los argumentos se convirtieron en acontecimientos y los conflictos dialécticos en guerras. Esto se traduce -y allí reside el aspecto concreto de la si­ tuación- en la conciencia de cada uno, aun cuando esté alejado de la profesión expresa del judaismo o del marxismo, por la certeza an­ gustiada de una marcha inexorable de la historia hacia fines que van más allá de las intenciones de los hombres. Fin de la filosofía... El movimiento que conducía a la liberación del hombre, encadena al hombre en el sistema que él construye. En el Estado y los nacionalismos, en el estatismo socialista surgido de la filosofía, el individuo siente la necesidad de la totalidad filosófi­ ca como una tiranía totalitaria. Rosensweig sabe que “la anthropos teorétikos cesó definitiva­ mente de reinar” (Cartas, pág. 635). Sabe que Hegel dijo la verdad cuando afirmó que se trataba “del fin de la filosofía y que los filóso­ fos han pasado a ser superfluos, es decir, profesores” (Cartas, pág. 645). Pero sabe también que la simple protesta del lado de la concien­ cia individual, de aquello que él llama “el individuo pese a todo”, no puede escapar pura y simplemente a la filosofía. Una simple espon­ taneidad ya no es posible después de tanto saber y de la anarquía de las protestas individuales de los pensadores subjetivos, como él los llama, tales como Kierkegaard o Nietzsche, amenaza para todas las crueldades del mundo. La liberación respecto de esta filosofía sin filósofos exige una fi­ losofía, y Aristóteles, en su célebre fórmula: “Es preciso filosofar

para no filosofar” definió, en el fondo, la extrema posibilidad de la filosofía, la filosofía del siglo xx. Pues bien, el orden que permite a la vez escapar al totalitarismo de la filosofía, desconociendo la inquietud de “el individuo pese a todo”, pero también la anarquía de los deseos individuales, esa vida que está más allá del libro, esa filosofía que se convierte en vida en lugar de convertirse en política, es la religión. No precede a la filo­ sofía, la sigue. El término “religión”, pueden quedarse tranquilos, fue evitado en La estrella de la Redención. Rosensweig se jacta de no haberlo empleado ya que, dice, “el buen Dios no creó la religión, creó el mundo”. La religión no es una realidad aparte, agregada a la reali­ dad. Su esencia primera reside, según Rosensweig, en la manera misma en que el ser es. La religión refleja un plano ontológico tan original y originario como aquél de donde, en la historia del Occi­ dente, surgió el saber. Rosensweig retoma entonces a la religión que no es una institu­ ción especial entre las instituciones humanas (más o menos en el sentido que se le acordaba esta mañana), ni siquiera una forma de cultura, como tampoco un conjunto de creencias o de opiniones otorgadas por una gracia especial y codeándose con las verdades ra­ cionales. “El reparto de los hombres en religiosos e irreligiosos no llega le­ jos. No se trata en absoluto de una disposición especial que unos poseen o que le falta a otros”, escribe Rosensweig a su madre, a fi­ nes de octubre de 1913. “Se trata de cuestiones que solicitan a to­ do hombre y a las cuales uno escapa, ya sea suspendiendo la acción -recurso poco seguro por causa de la eventual inmortalidad-, o bien renunciando a su razón, subordinándose ciegamente o bien al hombre, o bien a una moda, o bien a las pasiones, etcétera.” Y cribe:

diez años más tarde, en el famoso artículo Neues Denken, es­

“La posición excepcional del judaismo y del cristianismo consiste precisamente en que, incluso convertidos en religiones, conservan en sí mismos la fuerza para liberarse de esta naturaleza de religión, de reencontrarse para volverse hacia el campo abierto de la reali­ dad. Todas las religiones, diferentes del judaismo y el cristianismo, están fundadas en su origen como instituciones especiales. Unica­ mente el judaismo y el cristianismo se convirtieron sólo en religio­ nes, en el sentido especial del término -y por lo demás, nunca por mucho tiempo-; no fueron nunca fundados: fueron en su origen al­ go totalmente irreligioso.”1 Debemos entonces a Rosensweig -pienso que es algo que se im­ pone por su propio peso, pero el término “religión” provoca tantas reacciones violentas a partir del momento en que se lo pronuncia, que así y todo vale más mencionarlo- el modo en que nos recuerda una idea de la religión por completo diferente de aquélla que el lai­ cismo combate y que desde un comienzo está planteada como sur­ giendo, en la economía del ser, en el nivel mismo de donde emerge el pensamiento filosófico. Nadie es más hostil que Rosensweig a la idea untuosa, mística, piadosa, propia de las homilías, clerical, de la religión y del hombre religioso, esa noción que el reformismo, consagrándose a la integridad del rito, no pudo superar nunca, de la que incluso acentuó los aspectos impúdicos mediante todo un des­ pliegue del alma llamada religiosa. ¿Pero cómo oponerle a la estructura de lo real -tal como la filo­ sofía europea “desde las Islas Jónicas hasta Iéna” la había despeja­ do-, con el mismo derecho a la verdad, una ontología de la verdad religiosa, un pensamiento nuevo que pueda ser pensado tan sobera­ namente como el que va de Tales a Hegel? Ese es precisamente el intento de La Estrella de la Redención. La aserción de Tales, “Todo es agua” es, según Rosensweig, el I. Colección de artículos de Rosensweig, bajo el título de Zweistromenland, pág.

prototipo de la verdad filosófica. Rechaza la verdad de la experien­ cia para reducir lo diferente, para decir qué es en el fondo toda rea­ lidad encontrada, y para englobar la verdad fenoménica en ese Todo. Todo se reduce, en efecto, para la cosmología antigua, al mun­ do; para la teología medieval, a Dios; para el idealismo moderno, al hombre. Esta totalización conduce a Hegel: los seres sólo tienen sentido a partir del Todo de la historia, que mide su realidad y abar­ ca a los hombres, los Estados, las civilizaciones, al pensamiento mismo y los pensadores. La persona del filósofo se reduce al siste­ ma de la verdad respecto del cual es un momento. Rosensweig denuncia esta totalidad y esta manera de buscar la totalidad por vía de la reducción. La totalidad no da, en efecto, senti­ do alguno a la muerte que cada uno muere por su cuenta. La muerte no admite ser reducida. Es preciso entonces retomar desde la filoso­ fía que reduce, a la experiencia, es decir, a lo irreductible. Empiris­ mo que no tiene nada de positivista. Por experiencia es preciso entender la profusión de los hechos, pero también de las ideas, de los valores en medio de los cuales se desliza una existencia humana: naturaleza, hechos estéticos y mora­ les, los otros, yo mismo, D ios... La humanidad, religiosa o atea, tie­ ne en este sentido una experiencia de Dios, por el hecho mismo que comprende ese término, aunque más no sea para negar su objeto, pa­ ra reducirlo o explicarlo. Tres grandes realidades irreductibles se constituyen, se despren­ den de la totalidad en esta experiencia pura: el Hombre, Dios y el Mundo. El esfuerzo no consiste en reducir ese Dios de la experien­ cia a eso que El es en el fondo, sino en decirlo tal como Él aparece, por detrás de esos conceptos entre los cuales aun los más piadosos ya lo deformaron y traicionaron. Es necesario proceder de la misma manera respecto del hombre y del mundo. Cada una de esas realidades, sin vínculo entre ellas, es para sí y se concibe a partir de sí (Per se sunt y per se concipiuntur, como lo formula Spinoza). El hombre no es una simple formulación

en singular del hombre en general, ya que puede contar con sí mis­ mo. En tanto parte de la naturaleza, formulación en singular del con­ cepto “hombre”, portador de una cultura, ser ético, el hombre puede despreciar la muerte, pero no en tanto “ipseidad”,* donde él es “meta-ético”. Detrás de un Dios que es causa eficiente del mundo, detrás del mundo que es el orden mismo del pensamiento lógico, emerge un Dios metafísico, un mundo meta-lógico. Seres aislados y encerrados en sí mismos, existiendo a partir de sí mismos, pero precisamente irreductibles, separados porque son irreductibles. Y Rosensweig identifica con esta noción la experiencia del mundo antiguo, que ha­ bría contado con el mundo plástico del arte, un Dios mítico, separa­ do del mundo, viviendo como los dioses epicúreos en los intersticios del ser; y el hombre trágico, que sería la ipseidad cerrada sobre sí misma, cerrada respecto del mundo, sin entrar en relación ni con el mundo ni con Dios. Tal es el primer esfuerzo por volver a una experiencia que es eternamente verdadera. La separación de los seres es eternamente verdadera, porque esas realidades irreductibles son una etapa de la experiencia humana. Pero abordamos ahora el segundo momento del pensamiento de Rosensweig: este aislamiento no es el mundo de nuestra experien­ cia; Dios, el Mundo y el Hombre no están separados, sino ligados. No están ligados por la teoría que los abarca panorámicamente al precio de una reducción. Allí se encuentra, a mi entender, el punto esencial: la manera según la cual, en la economía general del ser, puede producirse la unión de elementos irreductibles y absoluta­ mente heterogéneos -la unidad de aquello que no podría estar uni­ do-. Es cuestión de la vida y el tiempo.

* El término filosófico “ipseidad” se define como el “carácter del que es él mismo o sí mismo” y es sinónimo de “mismidad”. Está formado a partir del pronombre latino IPSE (“él mismo”) y traduce en francés “ipseité” o su equivalente “moité”. [N. de la T.]

En lugar de la totalización de los elementos, que se produce ba­ jo la mirada sinóptica del filósofo, Rosensweig descubre la puesta en movimiento del tiempo mismo, de la vida; se trata de esta vida que viene después del libro. La totalización no se lleva a cabo bajo la mirada sinóptica del filósofo, sino como resultado de ser ellos mismos seres que se totalizan, que se unen. Cumplida esta unifica­ ción -como tiempo-, se constituye en el hecho originario de la reli­ gión. Antes de ser una confesión, la religión es el pulso mismo de la vida donde Dios entra en relación con el hombre y el hombre con el mundo. Se trata de la Religión entendida como la trama del ser, an­ terior a la totalidad del filósofo. La vida o la religión es a la vez posterior y anterior a la filoso­ fía y a la razón, en la medida en que la razón misma aparece como un momento de la vida. Insisto: la unidad no es aquí la unidad for­ mal de Dios, Hombre y Mundo que se produciría bajo la mirada que suma reduciendo, según el pensamiento sintético del filósofo, exte­ rior a los elementos. La unidad reside en el sentido que esos térmi­ nos tienen unos respecto de los otros, cuando nos ubicamos en esos elementos mismos. La unidad es la unidad de una vida. Las relacio­ nes entre los elementos son relaciones consumadas y no especifica­ ciones de una relación en general. No son las especificaciones de una categoría. Cada relación es irreductible, única, original. Y hay allí una vez más un ejemplo de esta manera de trabajar las nociones, propia del conjunto de la filosofía moderna, donde la formalización es dejada de lado. El vínculo establecido con Dios y con el Mundo no puede ser pensado como una especificación de la conjunción “y”. Es creación. La conjunción, en la especie, es creación. La relación entre Dios y el Hombre, en el mismo espíritu, es revelación. Entre el Hombre y el Mundo (pero ya en tanto el hombre mismo se determina por la re­ velación y el mundo por la creación), la relación es redención. Rosensweig retoma entonces los conceptos teológicos que intro­ duce en la filosofía como categorías ontológicas. La conjunción “y” no es una categoría formal y vacía. Dios “y” el Hombre, por ejem-

pío, no es la unión de dos términos que podemos percibir desde afuera. Dios “y” el Hombre, es Dios para el Hombre o el Hombre para Dios. Lo esencial se juega en ese “para”, donde viven Dios y el Hombre, y no en ese “y”, visible para los filósofos. O más exacta­ mente, la conjunción “y” designa una actitud de unión, vivida de manera diversa, y no la coyuntura que puede ser constatada por un tercero. En tanto son partes del Mundo, el Hombre y el Mundo mantie­ nen con Dios una relación en calidad de criaturas respecto del Crea­ dor. El Mundo no se sostiene a sí mismo, no es su propia razón, co­ mo lo postulan los idealistas. Tampoco es una idea; se refiere a un origen, a un pasado, y allí se funda, para Rosensweig, todo el peso de su realidad. Si se distingue de una imagen, de un mundo plástico irreal, si es mundo real, es precisamente referido a la creación, al pa­ sado absoluto de la creación. La creación y el saber que de ella tie­ ne el hombre no transforman en nada al hombre, como ocurre en ciertas formas de la filosofía moderna; por el contrario, hacen de él un ser asegurado en su ser. La creación no es en absoluto limitación del ser, sino su fundamento. Todo lo contrario de la Geworfenheit heideggeriana. Remarquemos en fin que la relación entre Dios y el Mundo siempre toma forma en una dimensión pasada. Si la relación entre los elementos Dios, Mundo, Hombre, se constituye como tiempo, ese tiempo es inseparable del acontecimiento concreto que lo articu­ la, de la calificación del “y”. Es por causa de la creación que el tiem­ po tiene la dimensión del pasado y no inversamente. Hay aquí algo muy semejante a la teoría heideggeriana de los “éxtasis” del tiempo. Dios ama al hombre en tanto ipseidad. En ese amor está presen­ te todo su ser en su relación con el hombre. Y Dios sólo puede amar al hombre como singularidad. Esta relación de amor que va de Dios al Hombre singular, Rosensweig la llama revelación. No porque ha­ ya amor en primer término y luego revelación, o revelación primero y amor después. La revelación es este amor. Aquí, Rosensweig -cuyo análisis es por completo semejante a

los análisis fenomenológicos- subraya precisamente que la relación nunca es pensada, sino realizada. No resulta de ella un sistema, sino una vida. En fin, es curioso notar cuál es la respuesta a este amor de Dios y cómo se prolonga la Revelación. El amor de Dios por la ipseidad es, ipso facto, un mandato de amar. Rosensweig piensa que es posi­ ble el mandamiento del amor. El amor se comanda, contrariamente a lo postulado por Kant. Es posible comandar el amor, pero es el amor quien comanda el amor y lo hace en el ahora de su amor, de manera tal que el mandato de amar se repite y se renueva indefini­ damente en la repetición y la renovación del amor mismo que co­ manda el amor. El judaismo, en consecuencia, donde la Revelación es, como ustedes saben, inseparable del mandato, no significa en absoluto el yugo de la Ley, sino precisamente el amor. El hecho de que el ju ­ daismo está tejido de mandatos, testimonia de la renovación, en to­ do momento, del amor de Dios por el Hombre, sin lo cual el amor comandado en los mandamientos no habría podido ser comandado. Sucede así que el rol eminente de la Mitzvá en el judaismo no im­ plica un formalismo moral, sino la viva presencia del amor divino, eternamente renovado. Y por consiguiente, a través del mandato, significa la experiencia de un presente eterno. Toda la Ley judía ejerce su mandato desde el hoy, aunque el Sinaí pertenezca al pasado. Esto nos recuerda exactamente la sec­ ción sabática de esta semana (Nitzavim). Más allá de lo que ocurra con el judaismo, la relación de Dios con el hombre -la revelacion­ es el presente mismo, la producción de eso que Heidegger llamaría “el éxtasis del presente”. Sólo hay presente porque hay revelación. Pero la respuesta al amor de Dios, la respuesta a la revelación, no puede efectuarse en un acto que va simplemente en un sentido opuesto, sino siguiendo la misma ruta abierta por el amor de Dios hacia el Hombre: la del amor al prójimo. Por esa vía, la revelación ya es revelación de la Redención. Se dirige hacia el futuro del Rei­ no de Dios y lo consuma.

El porvenir se revela, en consecuencia, en el presente mismo, ya que el amor de Dios por el hombre es el hecho que el hombre ama a su prójimo y, por consiguiente, prepara el Reino de Dios. Enton­ ces, en esta revelación está contenida el futuro de la Redención. El futuro no es, para Rosensweig, una noción formal y abstracta. Se po­ dría decir que se trata de una dimensión que indica, para él, una re­ lación con la redención o con la Eternidad. La Eternidad, por su par­ te, no implica la desaparición de lo “singular” en su idea general, sino la posibilidad, para toda criatura, de decir “nosotros” o, más exactamente, tal como se expresa Rosensweig, es “el hecho que el Yo aprende a decir tú a un él”. No obstante, si la revelación es la revelación de la redención, no es porque la revelación anuncie al hombre que éste será redimido. La Revelación suscita la Redención. La Revelación de Dios al hom­ bre, que es el amor de Dios por el hombre, suscita la respuesta del hombre. La respuesta del hombre al amor de Dios es el amor al pró­ jimo. Con la Revelación de Dios comienza entonces la obra de la Redención, que es, sin embargo, la obra propia del hombre. Momen­ to judío del pensamiento de Rosensweig: la Redención es la obra del hombre. El hombre es el intermediario necesario de la Redención del Mundo. Pero para eso, es preciso también que este amor sea es­ clarecido por una existencia colectiva. No podemos aquí seguir los análisis que conducen a Rosens­ weig a la existencia de la colectividad religiosa como condición de la obra de la Redención. En esos análisis tiene lugar el pasaje de su posición, hasta entonces filosófica, a su posición religiosa, y la en­ trada en la esfera de su meditación. Retengamos el tema que allí se despliega: la trama de lo real es la historia religiosa. Es ella la que comanda la historia política. Tal la posición antihegeliana de Ro­ sensweig. Como quiera que sea, la relación de los elementos Dios, Mun­ do, Hombre entre sí, no es sólo pasado y presente, sino también por­ venir, un porvenir no formalizado, el futuro de la eternidad. Los fi­ lósofos se interesarán quizá por este modo según el cual quedan

apartadas de la formalización las nociones de presente, pasado y porvenir, inseparables de los acontecimientos ontológicos de los que constituyen, al fin de cuentas, la significación última, y donde es po­ sible ver, como vengo de señalarlo, un intento comparable a la céle­ bre teoría heideggeriana de los “éxtasis del tiempo”. El propio Rosensweig está interesado por el descubrimiento del ser como vida, del ser como vida de relación. El descubrimiento de un pensamiento que es la vida misma de ese ser. La persona ya no entra en el sistema que ella piensa, como en Hegel, para fijarse en él y renunciar a su singularidad. La singularidad es necesaria para el ejercicio de este pensamiento y de esta vida, precisamente como irreemplazable singularidad, la única capaz de amor, la única que pueda ser amada, que sepa amar, que pueda formar una comunidad religiosa. Habremos descrito así el primer movimiento del pensamiento de Rosensweig, el pasaje de la filosofía idealista a la religión, a la vida que es religión, a la religión que es como la esencia misma del ser. Se trata, en el punto de partida, de religión en general; todavía no distinguimos ni cristianismo, ni judaismo, pero ya vemos el rol de las comunidades religiosas. Aparecieron dos elementos típicamente judíos: la idea del mandato como esencial a la relación de amor; el amor se manifiesta en el mandato, sólo el amor puede hacer un man­ dato del amor; la idea del hombre redentor y no la de un Dios reden­ tor. Aunque la redención provenga de Dios, tiene absoluta necesidad de este intermediario que es el hombre. El segundo movimiento, es el pasaje de la religión al judaismo. Para que el amor pueda penetrar al mundo, que en eso consiste la Redención, para que el Tiempo se conjugue con la Eternidad, es preciso que el amor no permanezca en el registro de la iniciativa in­ dividual; es preciso que se convierta en la obra de una comunidad, en el tiempo de una comunidad. Es preciso que se pueda decir, a par­ tir de ahora, “Nosotros”. El cristianismo y el judaismo -(el cristia­ nismo es, por lo demás, la única religión positiva al lado del judais­ mo que, según Rosensweig, realiza concretamente la religión, en el

sentido ontológico del término, que acabamos de describir; el autor es severo con el Islam, religión fundada)- no surgen en la historia como acontecimientos contingentes, sino como la entrada misma de la Eternidad en el Tiempo. El judaismo es vivido como si fuera ya, a partir de ahora, la vida eterna. La Eternidad del cristiano es vivida como una marcha, una vía. La Iglesia cristiana es esencialmente mi­ sión. De la Encamación a la Parusía, el cristianismo atraviesa el mundo para transformar la sociedad pagana en sociedad cristiana. Vía eterna, en la medida en que no es de este mundo tampoco. Está suspendida entre la llegada de Cristo y su retomo por encima de los acontecimientos concretos que la Iglesia puede indistintamente ya sea abarcar o penetrar en su totalidad. Esa vía está, entonces, fuera de la historia, pero la puede abarcar por completo. El mundo es transparente para ella. El cristiano ubica su esencia cristiana por encima de su esencia natural. Es siempre un convertido luchando contra su naturaleza. Y el carácter permanente de esta superimposición del cristianismo a la naturaleza, encuentra su expresión en el dogma del pecado ori­ ginal. La comunidad judía es, por el contrario, una comunidad que ubi­ ca la eternidad en su naturaleza misma. No sostiene su ser en una tierra, ni en una lengua, ni en una legislación sometida a las renova­ ciones y las revoluciones. Su tierra es “santa” y término de una nos­ talgia, su lengua es sagrada y no hablada. Su Ley es santa y no una legislación temporaria, formulada para el control político del tiem­ po. Pero el judío nace judío y confía en la vida eterna cuya certeza experimenta a través de los vínculos camales que lo enlazan a sus ancestros y a sus descendientes. Rosensweig emplea el término pe­ ligroso de una eternidad de sangre, que es preciso no tomar en el sentido racista, ya que en ningún momento ese término implica un concepto naturalista, justificando una técnica de discriminaciones raciales, ni una superioridad racial de dominación, sino todo lo con­ trario, significa una extrañeza respecto del curso de la historia, un desarraigo en sí mismo.

Los judíos serían extranjeros en lo que hace a la historia, que no tiene influencia en ellos. Son también indiferentes respecto de ella. La comunidad judía cuenta ya desde ahora con la eternidad. El ju­ dío, de aquí en adelante, llegó. No necesita del Estado. No necesita tierra ni leyes para asegurar su permanencia en el ser. Nada le llega desde afuera. El Estado que conocen los pueblos abiertos al cristia­ nismo, se hace cargo de pueblos en devenir y les impone su ley por la violencia. Sólo vive de guerras y revoluciones, por oposición a la verdadera eternidad del pueblo judío, que vive esta eternidad en su ley invariable y en la experiencia del tiempo cíclico, que es la ma­ nera misma en que la eternidad se manifiesta en el tiempo. Esta experiencia se produce a través de la vida ritual que cobra, en consecuencia, una importancia ontológica. La experiencia del año judío no sería “subjetiva”, sino una nueva contracción del tiem­ po, captada por la eternidad, la anticipación misma de la eternidad. El año judío repite, en las diferentes fiestas, los diferentes momen­ tos de la Jomada Cósmica -mañana, mediodía, tarde; Creación, Re­ velación, Redención-. Es una experiencia del tiempo que, para Ro­ sensweig, es tan fundamental como la de los relojes o la de la historia política y que no debe interpretarse en función de éstas. Es preciso ir a los análisis extremadamente hermosos y penetrantes de “La vida ritual judía” realizados por Rosensweig, de los que se pu­ blicó una traducción en el número especial de la Table Ronde, hecha a su vez sobre la base de una traducción inglesa y que por ese moti­ vo no está a la altura del original. La religión -esencia del ser- debe necesariamente, según Ro­ sensweig, manifestarse por el judaismo y por el cristianismo, y ne­ cesariamente por los dos. La verdad del ser está estructurada de ma­ nera tal que la verdad parcial del cristianismo supone la verdad parcial del judaismo, pero cada uno debe ser vivido en su integridad como absoluto, y su diálogo no puede, sin falsear la verdad absolu­ ta, sobrepasar en los hombres la separación esencial del diálogo. El judío debe entonces seguir siendo judío, incluso desde el punto de vista cristiano como tal. Por esa razón Rosensweig, a punto de con­

vertirse, escribe al amigo que espera la buena noticia: “Es algo im­ posible y ya no es necesario”. Es la perseverancia del judío Rosens­ weig en el judaismo la que rinde homenaje al cristianismo. Comien­ za entonces su vida judía. Rosensweig es uno de los pocos filósofos judíos que no sola­ mente reconoció al cristianismo un lugar de primera importancia en el devenir espiritual de la humanidad, sino que además lo recono­ cía por su misma negativa a convertirse al cristianismo. Vivir la vi­ da judía auténtica, es dar testimonio de la verdad absoluta. “La ver­ dad humana es siempre mi verdad.” La verdad sin más, donde judaismo y cristianismo se unen, reside en Dios. La manera según la cual el hombre posee la verdad no consiste en contemplarla en Dios, sino en verificarla en su vida. La verdad humana, cristiana y judía, es verificación. Consiste en arriesgar su vida viviéndola en respuesta a la Revelación, es decir, al Amor de Dios. Pero el hom­ bre sólo puede responderle por la vía de la eterna vida, como judío, o por la vía del eterno sendero, como cristiano. Las dos maneras son necesarias. No hay otras. Cada uno debe, auténticamente, vivir sólo a su manera. La verdad humana es un testimonio aportado por una vida acerca de la verdad divina del fin de los tiempos. Rosens­ weig designa esta teoría de la verdad la “teoría del conocimiento mesiánico”. Una vez más, el amor de Dios por el hombre, que suscita el amor del hombre por el prójimo, es Revelación, es decir, manifestación de la verdad. El conocimiento de esta verdad por el hombre es su amor redentor. Pero el amor sólo es posible para un ser singular, es decir, mortal. Es en tanto mortal, precisamente, que participa de la Eterni­ dad de Dios. “El hecho de que cada instante pueda ser el último, esa es la condición precisamente que lo vuelve eterno.” El amor más fuerte que la muerte es la fórmula bíblica retoma­ da por Rosensweig para responder a la ley de la muerte, a partir de la cual se abre su libro que conduce a la vida.

¿En qué puede consistir una vida que emerge de un libro seme­ jante? Ustedes estarán quizá sorprendidos por la modestia aparente de esta vida. Rosensweig funda un hogar en Francfort donde se ins­ tala. Renuncia a la carrera universitaria. La obra a emprender com­ porta dar testimonio, como judío, de la verdad, permanecer en la vida eterna, asegurar la conservación de la comunidad judía. Ro­ sensweig funda una casa de estudios judíos en Francfort. Se trata de volver a las fuentes, de aprender nuevamente el hebreo, esa lengua de la que sólo se sabía, en la buena sociedad judeo-alemana, que era -según la expresión pintoresca del Dr. Richard Koch, médico de Ro­ sensweig-, “la forma original del mal acento alemán”. Esta casa de estudios planteaba el problema de los buenos con­ ferencistas y los buenos alumnos; algo que no podía darse por ga­ rantizado en la sociedad burguesa de Francfort, por lo menos a par­ tir del momento en que Rosensweig cayó enfermo. Ya que esta vida toma de golpe un giro fatal. Si hay médicos en esta sala, ellos sabrán medir la gravedad del mal que afectó a Rosensweig: a los 34 años padeció una esclerosis lateral, con parálisis bulbar progresiva, enfer­ medad terrible a la que se sucumbe muy rápidamente. Rosensweig pudo vivir ocho años con ella, pero quedó inmovilizado muy rápi­ damente y privado de la palabra. Para permitirle comunicarse e in­ cluso escribir, fue fabricado un aparato especial que lo habilitaba pa­ ra indicar con un signo casi imperceptible -sólo su mujer sabía verlo- las letras que traducían su pensamiento. Es precisamente durante este período que emprende la traduc­ ción de los poemas de Jehuda Halevi, como así también, en colabo­ ración con Buber, la traducción de la Biblia, además de la redacción de numerosos artículos reunidos desde entonces en un volumen es­ pecial. Su casa se transforma en una casa judía abierta, acogedora, pe­ ro también en una casa donde, poco a poco, todas las prescripciones rituales se adoptan y retoman su vida y su sentido. Numerosos ami­ gos, antiguos y nuevos, aseguran el vínculo entre este hombre amu­ rallado y el mundo. La estricta ortodoxia a la que había llegado Ro-

sensweig seguía siendo de esencia liberal. El profesor Ernest Simón, su amigo íntimo, aporta un testimonio al respecto en un fascículo que fue consagrado a Rosensweig en Alemania, en ocasión del pri­ mer aniversario de su muerte. Rosensweig era liberal en su concep­ ción de las Escrituras. No incluía en la ortodoxia la condición mo­ saica del Pentateuco y admitía los problemas planteados por la crítica de la Biblia. Pero pensaba que esta crítica no pone en cues­ tión la autenticidad del mensaje judío, y el célebre R. por el cual los críticos designan al redactor presumido de cada texto sagrado, él lo leía como la inicial del nombre Rabenou, nuestro maestro. Cual­ quiera sea el origen de esos textos, son auténticos por su significa­ ción interior. ¿La convergencia de esos textos pretendidamente dis­ pares no es acaso aún más maravillosa de lo que podría ser su origen en el Sinaí? Rosensweig era liberal desde el punto de vista práctico. Decía que es imposible hacer la diferencia entre lo divino y lo humano en los ritos. Pero que, pese a la explicación, desde su punto de vista vá­ lida, que dan al respecto sociólogos y etnógrafos, los ritos para quien los practica poseen una verdad incomunicable -pero no por ello menos verdadera que las verdades sociológicas-. La integridad de la tradición, que le parecía necesaria para una vida judía, en tan­ to hacía de ella una anticipación de la Eternidad, no la exigía de ca­ da judío en particular, sino que la requería de todo Israel, antes que del señor Israel. Cada judío en particular podía hacer una opción en­ tre los aportes de lo tradicional. Sólo que, según Ernest Simón, Ro­ sensweig eligió todo. Era ortodoxo por vía del camino liberal. Y en materia de liberalismo, todo depende de quién elige. ¿Qué decir de la persona de Rosensweig en este período de ma­ durez? Traemos el testimonio de su médico, el doctor Richard Koch: “Era el primer hombre que, pese a su fina cultura y su pensamien­ to muy agudo, pude escuchar hablar de Dios sin estorbos, de su uni­ dad y del destino del hombre. No obstante, hablaba acerca de todo eso sin ingenuidad y es precisamente por esa razón que se elevaba

por encima de los demás. Por otra parte, era para mí el primer ju­ dío que había superado todos los ‘complejos’ del gueto. Su judais­ mo no era ni sombrío ni inquietante, como tampoco el efecto de no sé qué piedad. Ese judaismo era libre y viril, reconfortante y bello. No daba cuenta de ninguna problemática especial que en otras oca­ siones constituye el núcleo de toda profesión de fe judía”. Hasta ese punto es cierto que el judaismo puede definirse por una suprema tranquilidad y una suprema quietud, aunque se defina para muchos modernos en función del desgarro y la inquietud. ¿Cuál es, a partir de la concepción que Rosensweig se hace del judaismo, la posición del judío respecto a su condición de ciudada­ no? El judío es eterno, no entra en el mundo como los otros seres humanos. ¿Cómo vivir, concretamente, esta vida separada? ¡Le ca­ be a cada uno encontrar su solución! Rosensweig no entrevé, para la realización del destino judío, vías confortables. “La medida en que el judío participa en la vida de los pueblos no depende de él, sino de esos pueblos”, afirma Rosensweig en una carta. “En el registro de lo particular, se trata en gran parte de una cues­ tión de tacto y de conciencia. Por mi parte, tomé respecto del Esta­ do una actitud conforme al deber legalista; no presenté una tesis pa­ ra enseñar en la universidad, no me alisté como voluntario para ir a la guerra, pero entré a la Cruz Roja Internacional, que dejé tan pronto como pude, a partir del momento en que mi clase fue con­ vocada, ya que si yo no hubiera contraído una obligación con la Cruz Roja, el Estado me habría reclamado de todas maneras. Res­ pecto de la cultura alemana, mi actitud es de profunda gratitud” (Cartas, págs. 692-693). “Es inevitable -dice en la misma carta- que participemos pasiva­ mente de una manera u otra en la vida de los pueblos, si pese a to­ do debemos vivir [...] y no nos aferramos tanto a eso por apetito, como por el deber de vivir [...] Pero al lado de esta vida, exterior a

la moralidad en el sentido profundo del término, al lado de esta vi­ da volcada hacia lo exterior, existe una vida judía volcada hacia adentro, hacia todo cuanto sirve a la salvaguarda del pueblo y de su vida, esas formas de vida que no se intercalan en las formas visi­ bles del mundo; pero ese sostén de la originalidad y de la interiori­ dad judías es la acción suprema del judío en el ecumenismo del mundo.” ¿Particularismo judío? Pueden estar tranquilos, para Rosens­ weig el nacionalismo sionista no está más a la altura de ese particu­ larismo metafísico, que la asimilación a las naciones históricas. Pe­ ro no les voy a hablar del sionismo. Quisiera concluir ahora mostrando desde qué punto de vista el fenómeno Rosensweig y el pensamiento de Rosensweig son actua­ les, no en el sentido en que son actuales los acontecimientos, sino en tanto son actuales las cuestiones de vida o muerte que se le plantean al judío y que los acontecimientos sólo enmascaran. No busqué dar una conferencia de filosofía general, pese al as­ pecto un poco arduo que este trabajo comporta. Esa dificultad era necesaria para mostrar que podemos encontrar en Rosensweig -o buscar a partir de él- una respuesta a una pregunta capital: ¿existe todavía el judaismo? Esta mañana tuve la impresión, pese al gran interés que suscitaron en mí los trabajos expuestos, que el gran obs­ táculo que encuentra el judaismo en la actualidad no fue evocado. Ningún judío puede ignorar hoy que lo cuestionado por los aconte­ cimientos y las ideas, es el hecho mismo de ser judío. ¿Por qué? No creo que se trate de fuerzas políticas o religiosas que nos sean hostiles. Decía hace un instante que si Rosensweig acepta el cristianismo, esto responde a que, en el fondo, éste ya no es capaz de cuestionar nuestra existencia judía. Esta misma mañana, además, vimos claramente que la renova­ ción del cristianismo -la pretendida renovación del cristianismo- se presenta a los judíos como un panorama alentador. Ya no es enton­ ces el cristianismo el que, de ahora en más, amenaza nuestra exis­

tencia, ni el ateísmo, ni la ciencia, ni siquiera las ciencias filosóficas que, en un momento dado, parecían comprometer la autenticidad de los textos fundamentales. Son las crisis de la niñez, las enfermeda­ des de la infancia y de la adolescencia, contraídas en el curso de contactos demasiado frívolos e imprudentes. Ser o no ser, esa es la cuestión que nos llega hoy desde una cierta concepción de la histo­ ria que cuestiona al judaismo su pretensión más antigua. Si esa pre­ tensión viniera a desaparecer de la conciencia judía, sería el fin del judaismo. La más antigua de sus pretensiones es la de una existencia apar­ te en la historia política del mundo, la de juzgar la historia, es de­ cir, mantenerse libre respecto de los acontecimientos, cualquiera sea la lógica interna que los enlaza; es la pretensión de ser un pue­ blo eterno. Esta eternidad de Israel no es el milagro inexplicable de una su­ pervivencia. No es porque sobrevivió milagrosamente que se arroga una libertad respecto de la historia. Es en la medida en que, desde un comienzo, supo rechazar la incumbencia de los acontecimientos que Israel se mantuvo como una unidad de conciencia a través de la historia. Esta es la pretensión antigua sin la cual el judaismo no puede ni siquiera volver al estatuto de una nación entre las naciones, porque está demasiado ligado a las grandes naciones del mundo y demasia­ do maduro, incluso en sus estratos populares, para querer sincera­ mente crear un nuevo Luxemburgo, un nuevo Líbano, una nueva Canaán. Entre las cosas que atacan este reclamo a ser un pueblo eterno figura la exaltación del juicio de la historia, entendido como la últi­ ma jurisdicción de todo ser, la afirmación de la historia como medi­ da de todas las cosas. El juicio hecho por una conciencia acerca de los acontecimientos logrados, aquellos que resultan eficaces, que tienen una visibilidad objetiva, sería, según esta exaltación de la his­ toria -ustedes lo saben-, simplemente una ilusión subjetiva que se desvanece como si fuera humo ante el juicio de la historia.

Para esta concepción, no hay pueblo eterno susceptible de vivir libre respecto de la historia. Todo pueblo forma parte de ella, tiene en ella su esencia determinada para contribuir a su manera en la obra universal que lo abarca y lo supera y donde, por consiguiente, termi­ na por ser absorbido y desaparecer. Lo eterno sería la historia uni­ versal misma, que recoge la herencia de los pueblos muertos. La particularidad de un pueblo es idéntica a su finitud. Es la ló­ gica hegeliana la que preside a este anuncio de la desaparición. La particularidad de una cosa no tiene significación, en efecto, como no sea respecto de un conjunto y a partir de allí, en nombre de la lógi­ ca hegeliana, se pronuncia la desaparición necesaria de un pueblo, ya que todo aquello que está terminado debe terminar. La famosa independencia de los judíos respecto de la historia es presentada asimismo como una ilusión subjetiva. Se nos dice que el pueblo judío, para subsistir a través de la historia, aceptó por entero las condiciones históricas de la existencia; las leyes de la economía no pudieron ser conjuradas porque el pueblo, de por sí, se adjudica­ ba una existencia aparte. La sociedad industrial que se anuncia y que abarcará a la humanidad toda, incluirá al pueblo judío. Creer que so­ mos una realidad aparte sería entonces una creencia subjetiva y su significación, puramente subjetiva, se pone en evidencia precisa­ mente en el momento en el que se traza la curva real de los aconte­ cimientos. Ese prestigio de la historia es vivido por cada uno de nosotros con la preocupación de no encontramos en oposición respecto del sentido de la historia, lo que equivale, al fin de cuentas, a pedirle a los acontecimientos que otorguen sentido y dirección a nuestras vi­ das. La filosofía, tal como Hegel la resume, la entiende y la corona, conduciría precisamente a integrar las voluntades individuales y co­ lectivas en tanto son reales, es decir eficaces, en una totalidad razo­ nablemente estructurada, donde esas voluntades vivientes están re­ presentadas por sus obras, pero donde esas obras no sostienen su significación verdadera -esto es, visible-, a partir de las intenciones subjetivas de sus autores, sino a partir de la totalidad, única que

cuenta con un sentido real y que tiene la posibilidad de conferirlo. Por esa razón las intenciones de los autores y, para volver al judais­ mo, todo cuanto los judíos piensan acerca de sí, toda nuestra Agada, así como toda nuestra Halajá, no serían sino historias de señoras viejas, un tema para una sociología o un psicoanálisis del judaismo. El judaismo no sería verdadero en lo que quiso, sino en el lugar que la historia universal le habría dejado. Querer ser judío en nuestros días es entonces, antes que creer en Moisés y en los profetas, tener el derecho a pensar que la significa­ ción de una obra es más verdadera a partir de la voluntad que la quiso que de la totalidad donde está insertada, más brutalmente aún, que la voluntad en su vida personal y subjetiva, no es un sueño del que la muerte permitirá hacer el inventario de la obra y la verdad, sino que el querer viviente de la voluntad es indispensable para la verdad y la comprensión del texto. Allí reside, en efecto, el sentido del aporte de Rosensweig -el quiebre de la totalidad por donde comenzó su obra-; la sustitución de la legislación inherente al pensamiento totalizante de los filóso­ fos de la sociedad industrial, por actitudes de la vida como otras tan­ tas estructuras de lo absoluto. Hay todavía otra modalidad según la cual la historia pone en cuestión la existencia del pueblo judío. Junto con las interpretacio­ nes hegeliana y marxista, donde aparece dirigida ineluctablemente hacia un objetivo, existe otra según la cual no respondería a direc­ ción alguna; así, todas las civilizaciones serían equivalentes. El ateísmo moderno no es la negación de Dios, es el indiferentismo ab­ soluto de Tristes Trópicos. Pienso que es el libro más ateo que se haya escrito en nuestros tiempos, el libro absolutamente desorienta­ do y el más desorientador. Amenaza al judaismo tanto como la vi­ sión hegeliana y sociológica de la historia. La amenaza, por supues­ to, no afecta sino las conciencias que alcanza a perturbar. Al señor Israel antes que a todo Israel. Pero en Francia, el judaismo del se­ ñor Israel está perturbado por tres judíos: Eric Weil, Raymond Aron y Lévi-Strauss.

Al margen de lo que pueda pensarse del análisis hecho por Rosensweig de la conciencia judia, del año judío, nos permitió -en nombre de la filosofía misma- resistir a las así llamadas pretendidas necesidades de la historia. Rosensweig nos enseña que el año ritual y la conciencia de su naturaleza circular anticipa la Eternidad, no só­ lo es una experiencia tan válida como el tiempo de la historia y la historia universal, sino una verdad “anterior” a ese tiempo; y que el desafío lanzado a la historia pueda ser tan real como esta historia, que la particularidad de un pueblo se puede distinguir de la singula­ ridad de una cosa perecedera, que puede ser el punto de referencia de lo absoluto. Al margen de lo que ustedes puedan pensar de su res­ puesta, él plantea la pregunta primera que un judío debe formularse en la actualidad. La idea que el pueblo judío es un pueblo eterno, defendida por Rosensweig de una manera tan patética, es la experiencia íntima del judaismo. Un Midrash lo atestigua de una manera más serena y son­ riente y le acuerda quizás el sentido definitivo. Expulsados de la ca­ sa de Abraham, Agar e Ismael vagan por el desierto. La provisión de agua está agotada. Dios abre los ojos de Agar, quien percibe un po­ zo y hará beber a su hijo moribundo. Los ángeles protestan ante Dios: ¿Das a beber agua a quien más tarde hará sufrir a Israel? ¿Qué importa el fin de la historia?, dice el Eterno. Juzgo a cada uno por lo que es, no por aquello en lo que se convertirá. La eternidad del pueblo judío no es el orgullo de un nacionalis­ mo exacerbado por las persecuciones. La independencia respecto de la historia afirma el derecho que posee la conciencia humana de juz­ gar un mundo maduro en todo momento para el juicio, antes del fin de la historia e independientemente de ese fin, es decir, un mundo poblado por personas.

Hegel y los judíos*

El profesor Bourgeois, de Lyon, analiza las meditaciones de Hegel acerca del judaismo y el cristianismo, expuestas en los escritos hegelianos de Frankfurt1 y destinadas a integrarse, después de algunas modificaciones, al sistema del que Hegel tomaba plena conciencia en Iéna. Para comprender cuál es su alcance, se nos permitirá co­ menzar por algunas proposiciones pedantes. El sistema hegeliano representa la culminación del pensamiento y de la historia del Occidente, entendidos como transformación de un destino en libertad, en la medida en que la Razón penetra toda realidad o aparece en ella. ¡Iniciativa inaudita! En la cabeza de cier­ tos intelectuales, el pensamiento universal ya no debe separarse de aquellos individuos que lo vuelven inteligible. Un universal separa­ do ya no es un universal, sino de nuevo algo particular. Es necesario que se separe de su separación; es necesario que lo universal identi­ ficado con lo diferente, se conserve dentro de lo diferente de donde fue extraído, ya sea que corresponda, según las fórmulas célebres, a la identidad de la identidad y de la no-identidad o al universal con­ creto o Espíritu. ¡Terminología que por cierto espanta al hombre

* Publicado en el Boletín de la amistad judeo-cristiana de Francia, octubre-di­ ciembre de 1971. 1. Cf. Bemard Bourgeois: Hegel á Francfort au JudaXsme, Christianisme, Hégelianisme, París, Vrin, 1970.

discreto! Pero ella anuncia un saber que no queda fijado en la especialización, una Idea que no queda en abstracción, que anima con su forma -con su entelequia- lo Real en sí mismo. ¡La realización de una idea pertenece todavía a su inteligibilidad! La historia de la hu­ manidad, a través de religiones, civilizaciones, Estados, guerras y revoluciones, no es más que esta penetración -o esta revelación- de la razón en el Ser, mucho antes de que d pensamiento del filósofo haya tomado conciencia de ello formulando el Sistema. De allí el esfuerzo hegeliano en Francfort, en el sentido de situar al judaismo y al cristianismo, de ajustarlos al Sistema, a un tiempo que procura ajustar éste a lo Real y a la Historia. El Sistema proce­ de de una exaltación del espíritu griego, para el cual lo particular se siente “como en su casa” en la comunidad política soberana e inde­ pendiente. Armonía también particular que el mundo moderno rea­ liza en lo universal. El judaismo y el cristianismo marcarían al res­ pecto las etapas importantes. El sentido último de la modernidad sería entonces esencialmente griego. El señor Bourgeois expone con una total maestría un panorama de esas perspectivas y los movi­ mientos de la soberana razón hegeliana en ellas. Ni el judaismo, ni el cristianismo han quedado entonces fuera de carrera; a la vez que contribuyen a la verdad definitiva, comportan aspectos caducos expresados en el discurso crítico de Hegel. El cris­ tianismo, penúltima etapa de la historia, se sostiene en fórmulas donde el cristiano de hoy no se reconocerá quizá siempre, pero don­ de nada lo lastimará, sobre todo si el Antiguo Testamento no atesti­ gua ya nada para él. En cuanto al judaismo, el discurso crítico se traduce, tanto en los escritos hegelianos como en el resumen que de ellos hace el señor Bourgeois, en la completud de una doctrina que corrobora la argu­ mentación de la que se nutre hasta nuestros días el antisemitismo -¿reside en ella la fuente, es ella, pese a todo, la grandeza de Hegel, la consecuencia?-. Habría sido cuestión, por cierto, en Hegel, de una “anticipación particular de la crítica universal del naturalismo político o nacionalismo, que será desarrollada en el sistema hegelia-

no de la madurez” (pág. 117); no se referiría al judaismo sino en la medida en que él representa, en la vida del Espíritu, el estadio en el cual “la universalidad (espiritual) y la particularidad (natural) son separadas” (pág. 54). Pero de allí surge, en primer lugar, que “el es­ píritu judaico es la negación del espíritu” (Ibíd.). De ese planteo se desprenden fórmulas virulentas respecto de las cuales los enemigos de los judíos no buscarán comprender ni hacer comprender la ambi­ güedad de los términos. Antisemitismo fundado en el Sistema -lo que equivale a decir, en lo Absoluto-. ¡Toda una ganga! Cuando se deja caer la hojarasca dialéctica de la deducción -a l­ teridad, naturaleza, negatividad, etc.- se vuelven a encontrar, por completo desnudos, los antiguos temas bien conocidos y algunos más recientes. La separación entre lo universal y lo particular don­ de se sostendría el judaismo implicaría dominación, “ya que lo hos­ til sólo puede entrar en la relación de dominación” (pág. 36-37). El acto por el cual Abraham funda al pueblo judío, es un acto de sepa­ ración, el destrozo de todos los vínculos con el entorno” (pág. 38): “Cadmus, Danaüs, etc., habían abandonado también ellos su patria, pero lo habían hecho en el combate; buscaban un territorio donde serían libres para poder amar; Abraham no quería amar y ser libre para eso” (Ibíd., en notas). El señor Bourgeois, por su parte, comenta (pág. 39): “El judais­ mo es en este sentido la antítesis absoluta del ideal hegeliano de la libertad, la realización de la fealdad, como el helenismo lo era de la belleza [...] La existencia de Abraham es entonces aquélla de un ser que se separa de la naturaleza como objeto de amor y que la fija co­ mo objeto de la necesidad [...] ; el judío no está ligado a una idea “sino a una existencia animal”. En una palabra, Abraham o el judais­ mo son, en el fondo, “la recaída en la bestialidad”. Y agrega luego (pág. 40): “Vivir, conservarse mediante la satisfacción de sus nece­ sidades, sigue siendo así lo esencial para Abraham [...] De este mo­ do, la existencia de Abraham estuvo enteramente dominada por la exclusiva preocupación centrada en su propia conservación, su pro­ pia seguridad a través de las vicisitudes naturales [...] Abraham

-animal que reflexiona- reflexiona precisamente como animal”. El Dios de Abraham no es más que “la absolutización de su bestialidad perezosa, de su materialismo pasivo” (pág. 43). Posición antinatural y llena de contradicciones, determina para el judaismo un destino trágico que Hegel reconoce. Pero “la gran tragedia del pueblo judío no es una tragedia griega, no puede des­ pertar ni temor ni piedad, ya que uno y otra nacen únicamente del destino, del paso en falso necesario de un ser bello; ésta, en cambio, sólo puede despertar el horror” (págs. 53-54). Uno se pregunta leyendo este repertorio -que abreviamos para no recopiar páginas enteras del libro- si La Cuestión Judía de Marx, nunca citada por Lenin, refleja sólo una ignorancia de la estructura real de las masas judías en el siglo xix u obedece al conocimiento por osmosis de esta etapa de la filosofía de Hegel, cuyo escenario fuera la ciudad de Francfort, y a la piedad imposible que ella ense­ ña. Asimismo, puede plantearse la cuestión acerca de la propaganda hitleriana, que habría podido surtirse a manos llenas de ese reperto­ rio, abierto en 1970 para nosotros por un conferencista universitario francés de cursos de posgrado, sin tomar la menor distancia al res­ pecto. Comprendemos la preocupación por la objetividad que anima al sabio, ¿pero acaso sabe tan siquiera que si el judaismo es un movi­ miento de ideas integrado (quizás) en el cristianismo, “suprimido” y “conservado” (quizás) en el hegelianismo, sigue siendo también, con o sin razón, (pero sin duda alguna) credo o espiritualidad o principio de solidaridad o razón para vivir y, en todo caso, causa de muerte pa­ ra millones de sus contemporáneos? ¿Los historiadores de la filoso­ fía estarían a tal punto faltos de memoria inmediata y de atención res­ pecto del presente? En cuanto a los monoteísmos surgidos de Abraham y reconciliándose en su seno paterno, ¡vaya el lío en que los encontramos aquí! Por cierto, ante las afirmaciones de Hegel no es posible elevar la voz cómodamente. No sólo porque el pensamiento se vuelve tímido, sino porque se dijera que faltan las palabras. Nada más irrisorio que

“emitir una opinión” acerca de Hegel, clasificarlo -y a sea para redu­ cirlo o para glorificarlo- entre los místicos o los románticos, los an­ tisemitas o los ateos. No es por medio de los términos aproximativos de nuestra lengua cotidiana, ni aun si fuera universitaria, que podemos llegar a comprender a quien nos permite acordar un solo sentido válido a los términos. ¡Pobre idioma el que hablamos! No tiene comienzo. Ningún término es primero. Cada uno, para definir­ se, convoca a otros que todavía quedan por definir. Nos expresamos en un lenguaje que no aseguró sus bases. Nos contentamos con ha­ blar en el aire. Una gran filosofía no es quizá más que una lengua que encontró en Grecia, por milagro -o se acordó sin que sepamos cóm o- un punto de partida justificado. Su discurso está, a partir de ese momento, en condiciones de enunciar la verdad acerca de todos los otros discursos. Milagro -o imagen- del Occidente. ¿Fuente de su ciencia? No lo sé. Pero a partir de Hegel recurrimos a una nueva figura de estilo; la filosofía dice la verdad de [...]: un arte, una po­ lítica, una religión. Hegel, como más tarde Marx y, en nuestros días, Freud, dicen la verdad de nuestros vínculos y nuestras certezas, de nuestra intimidad. A menos que, ante las evidentes divagaciones a las que, en nom­ bre de sus esquemas sublimes, se libra quien es probablemente el pensador más grande de todos los tiempos, nos preguntemos si el lenguaje no tiene otro secreto ni otra fuente de sentido que los aportados por la tradición griega; si las pretendidas “representacio­ nes” -supuestamente “no pensadas”- de la Biblia, no implican más posibilidades que la filosofía que las “racionaliza”, pero que no pue­ de dejarlas libre; si el sentido no se sostiene en las Escrituras que lo renuevan; si el pensamiento absoluto es capaz de abarcar a Moisés y los profetas; es decir, si no conviene salir del Sistema, aunque más no sea marchando hacia atrás, por la misma puerta por donde Hegel piensa que entramos.

Hic et Nunc Desde la destrucción del templo, El Señor ha dedi­ cado un cuarto de su día a enseñar a los niños. Abodah Zarah 3b

¿Cómo es posible el judaismo?*

Hace algunas semanas fue evocada con brillo -y ante la más ilustre sociedad de este país- la idea clara y distinta sobre la cual reposa en Francia la conciencia judía. La diferencia entre nación y religión, entre universal y particular, entre orden público y orden privado, en­ tre vida política y vida interior, sitúa en sus justos límites el destino israelita y pone diques a los desbordes eventuales del alma judía. Instituciones venerables que son el armazón de la Comunidad judía, atestiguan la solidez de esta idea spinozista que regula admi­ rablemente nuestros deberes respecto de la nación. Ella asegura nuestros derechos de ciudadanos y es la fortaleza que nos protege contra la injusticia. ¡Cuidémonos mucho de modificarla! Pero reconozcamos la lección de los hechos para dar a esta fór­ mula luminosa e indiscutible su mejor contenido. Fue desigual la consideración acordada, por un lado, a la energía espiritual judía que se encamó en las formas de la nación francesa, y por otro a la opues­ ta, aquélla volcada hacia cuestiones más íntimas. La vida de ciuda­ dano fue el gran acontecimiento de nuestra historia moderna. ¡Esos descendientes de profetas se revelaron decididamente poco dotados para la vida interior! La inteligencia judía brillaba con una luz cada vez mayor en el foro, la Universidad, las artes y las letras, en el Parlamento, en los * Publicado en L’Arche en 1959.

cuerpos constituidos, la industria y el comercio; intrépida en el ejér­ cito, audaz en el poder. La influencia de la sinagoga y de la comu­ nidad se perdía, pese a tantas personas notables que se consagraban a ellas, pese a tantos nombres que se evocan con orgullo. Las prác­ ticas se olvidaban y los judíos, siempre menos numerosos, penetra­ ban en los templos como seres abstractos y fríos. El judaismo no só­ lo se lleva mal con el descreimiento de los fieles infieles. Conservó o adquirió, quizás a causa del brillo del exterior, por contraste, un no sé qué de exótico, de polvoriento, de mezquino. Obras, escuelas, asambleas, están faltas de brillo, de horizontes, quedan fuera de mo­ da a partir de su inauguración. Los verdaderos acontecimientos, las verdaderas cosas se sitúan por fuera. “Todo lo judío carece de gra­ cia”, decía aún no hace mucho un dirigente de obras judías con in­ fluencia y, en el propósito, tal como me fue transmitido, el adjetivo era más popular, más cruel, más disonante. ¿Por qué esta falta de gracia? Se desprende de una visión muy común en el mundo que no data de hace mucho, según la cual reli­ gión significa relación litúrgica con Dios. La interioridad donde de­ bía inscribirse de ahora en más el destino de Israel se redujo a la interioridad de una casa de plegarias. Las obras de beneficencia pro­ longaban esta piedad. Los rabinos se transformaron en servidores del culto. Esos sabios, esos pensadores o esos santos, aparecieron como eclesiásticos. La escuela equivalía de allí en más al seminario rabínico. Las otras escuelas tuvieron por misión abrir para los retró­ grados, o para quienes quedaban atrasados, el pasaje a la vida nacio­ nal. Comunidad privada en el seno de la nación, el judaismo trans­ formó en asunto de extrema privacidad su vida espiritual. Fue confiada a los especialistas de lo espiritual, se jugó en lugares espe­ ciales, en días y horas especiales y, sin más demora, en presencia de una clientela de especialistas, a menudo retribuidos. Un estilo de vida semejante no sólo lleva prematuramente al ju ­ daismo al estatuto de museo, sino que traiciona su esencia profun­ da. La concepción que lo encierra en ese estatuto lo hace presa de las religiones respecto de las cuales guarda en apariencia una seme­

janza. Por otra parte, se trata de una concepción anacrónica y ya no corresponde a las exigencias religiosas de los contemporáneos. En fin, resulta particularmente injusta para el judaismo, que no se en­ cuentra cómodo y se ahoga entre los muros de una iglesia. Criticar el pensamiento que ve en el culto la suprema expresión de la vida religiosa, no es oponerse a ese culto. La crítica es fácil, pero cruel para el crítico que quisiera que ese culto no muera por falta de fieles o por su silencio, que postula todo un mundo de existencia sin el cual él no es nada. La Sinagoga sin fundamento no podría subsistir. Es preciso buscar las condiciones de su posibilidad. Ya que hay un hecho cierto: reducida a sí misma, ba­ jo las tormentas de los tiempos modernos, la Sinagoga vació las si­ nagogas. Es despareja, en efecto, la partida entre el cristianismo que in­ cluso en el Estado laico se encuentra actualmente en todas partes, y el judaismo que no se atreve a mostrarse afuera, retenido por el es­ crúpulo de romper, con esa indiscreción, el pacto de la emancipa­ ción. La comunidad política soberana, independiente y laica incor­ poró en su sustancia secularizada las formas de la vida católicas. Entre el orden estrictamente racional de la existencia política y el or­ den místico de la creencia, existen realidades intermediarias cuyo estado es difuso, entre racional y religioso, realidades que penetran esta vida política y se sumergen en ella como en la linfa. Las iglesias se integran en los paisajes que parecen siempre es­ perarlas y que las sostienen. No se piensa en esta atmósfera cristia­ na, como no se piensa en el aire que respiramos. La separación jurí­ dica de la Iglesia y el Estado no la disipa. La medida del ritmo del tiempo legal viene a estar dada por las fiestas católicas, en tanto las catedrales orientan las ciudades y los emplazamientos. El arte, la li­ teratura, la moral, cuyo fondo clásico vive de temas cristianos, se nutre todavía de ellos. Un Fénélon, un Bossuet, un Pascal y el divino Racine no son pa­ ra los jóvenes simples modelos de estilo. ¡Son príncipes! ¿Quién se atrevería a ignorarlos? Pero nuestros adolescentes los reciben en la

cultura laica donde esos reyes ya no pueden reinar. Y nuestros ado­ lescentes, alimentados por silabarios hebraicos para balbucear tor­ pemente plegarias que no comprenden, se inclinarán -si son inteli­ gentes- ante el pensamiento soberano de esos maestros. La subsistencia de esta atmósfera religiosa y cristiana detrás de una vida nacional que se pretende religiosamente neutra explica, por ejemplo, el fenómeno, a primera vista sorprendente, de la reapari­ ción en la escena política de Europa de partidos que se declaran cris­ tianos. Las iglesias no ejercen su influencia a través del catecismo, sino de todas esas realidades que el cristianismo suscitó en el trans­ curso de la historia y de las cuales se nutre. Es la cultura cristiana extendida por todas partes la que determina la fuerza del cristianis­ mo y no los piadosos sermones ni el diario de la parroquia. Somos los únicos en el mundo que deseamos una religión sin cultura. La entrada de los judíos en la vida nacional de los Estados eu­ ropeos los llevó a respirar una atmósfera impregnada por completo de esencia cristiana. Y esto anunciaba los bautismos. No es el cura de la iglesia vecina quien convirtió a nuestros hijos y nuestros her­ manos, sino Pascal, Bossuet, Racine, los constructores de las cate­ drales de Chartres y de otros lugares. Se imponía no dejar a nues­ tros hijos solos y desarmados ante ellos. El judaismo comprendido como sinagoga se reduce a una abstracta confesión que no figura ni siquiera en el estado civil. Nos ligan a ella tan sólo emocionantes recuerdos de familia, melodías populares y algunas recetas culina­ rias. La reducción de la religión a un culto privado es anacrónica y es la segunda razón de nuestras dificultades. No porque el culto nos pa­ rezca una fórmula superada; pero celosamente privada, respirando en un invernadero tibio, no prolonga ninguna energía vital, no se prolonga en la vida. La vida interior reducida a la presencia en el templo, interrumpiendo las actividades cotidianas del hombre, antes que éste retome las cosas serias es algo que quizá sea suficiente pa­ ra un mundo sin desgarraduras, donde lo eterno y lo cotidiano se mantienen, uno y otro, tranquilamente en su lugar. Las iglesias cris­

tianas se instalaron en esta distinción e inauguraron un academicis­ mo de lo espiritual donde la vida interior se desprende de todas las responsabilidades. En la actualidad, ni siquiera las mismas iglesias se encuentran cómodas en el marco que ellas crearon. Vuelven a la vida ilustrada por la voluntad y el coraje de sus creyentes más dis­ tinguidos. Para el judaismo, una situación semejante es un fraude. Es into­ lerable en el siglo xx; la vida en 1959 ya no admite esas tranquilas distinciones y esas maneras de domesticar lo Eterno. Ya no hay, ha­ blando con propiedad, vida privada. E inversamente, todas las cues­ tiones que nos convocan a decidir y nos ponen en relación con nues­ tros semejantes, comprometen nuestra particularidad más íntima. La pureza moral, la dignidad moral no se juegan en un cara a cara con Dios, sino entre los hombres. El Dios judío nunca toleró esos cara a cara. Siempre fue el Dios de las multitudes. El judaismo en nosotros no tendría que ser solicitado el día del Kipur, a la hora de la plega­ ria por los muertos, sino todos los días y por los vivos. Sin embar­ go, nos mantuvimos como los más fieles a esa religión de las horas confortables y olvidamos la grandeza de un Dios que un templo no podría en ningún sentido contener. El descrédito en el que cae la re­ ligión no responde a la devaluación de lo Divino, sino a su domes­ ticación. Nos complacemos en las posibilidades que ella nos ofrece de una buena conciencia sin trastornos. Somos espiritualistas como podemos ser farmacéuticos. El desinterés actual de los judíos respecto de su culto responde en gran medida al hecho de que lo absoluto se reduce en él a ese cul­ to como tal. Entre una existencia milenaria donde el vínculo con la verdad sigue siendo la gran cuestión de una vida, y el ltfgar en la si­ nagoga donde se escucha el órgano, la distancia no deja de ser con­ siderable. ¡Vivir peligrosamente durante 20 siglos como judíos o co­ mo marranos, para desembocar en bellas ceremonias! Para saborear en la quietud social la inquietud metafísica y la presencia de lo Sa­ grado, se produjo así y todo algo mejor en otros sitios. Pero en cuan­ to una gran causa judía se ofrece al apetito humano de absoluto, las

fidelidades se afirman. Edificar un Estado justo en una tierra árida y peligrosa, es algo que hace volver a Israel a los judíos que han deja­ do las sinagogas. No porque esta obra acuerde con el agnosticismo y no demande ritual alguno -aunque algo de eso hay, sin duda-, sino a causa de la extensión del emprendimiento, del modo en que ella afecta toda la vida del hombre. Y esto me conduce al tercer punto. El judaismo se encuentra es­ trechamente alojado en el concepto de religión tal como lo formula la sociología; no se limita a las operaciones que la psicología reli­ giosa supone en el alma del creyente. Convocaré al respecto a testi­ gos que resultarán sospechosos para otros, pero que según entiendo es preciso considerar con respeto y seriedad. La pertenencia al ju­ daismo se revela como singularmente tenaz, precisamente entre quienes no acuerdan ningún sentido religioso a esa pertenencia e incluso a veces, ningún sentido en absoluto. Precisamente entre quienes, según Jéróme Lindon, no tienen otra cosa que decir como no sea la frase: “Soy judío”. Misteriosos retornos después de lejanas partidas operan en las conciencias más audaces. Confiesan entonces el judaismo, aunque se mantengan hostiles a toda manifestación confesional. Rechazan también identificarlo con una nacionalidad judía, con el Estado judío y aún más con una pretendida raza judía. Buscan para su pertenencia muchas excusas, pero se fundan de he­ cho en oscuras razones del corazón, donde las razones, privadas de alimento, se refugian y se vuelven ansiosas. Esas conciencias vienen de más lejos que tales excusas. Son el último destello frío de una antigua llama que, desde hace 150 años, ya no es alimentado. ¡Extrañas quemaduras de reflejos! No iluminan y no pueden transmitirse. Fuegos que no devoran nada y no queman sin consumir nada. Pero dan testimonio de una espiritualidad extran­ jera a la categoría admitida de religión. El esquema clásico de un Dios todopoderoso, que ayuda o aplasta a los hombres confiantes o amedrentados, no expresa lo esencial del fenómeno del judaismo. Para medir la elevación que cabe en el vocablo común de religión, escuchen los ateísmos: “El vacío del cielo” o “La vana espera de Go-

dot” o “El Dios que está muerto”. ¡De qué chiquilinadas se valen esas puerilidades para expresar la oposición! El mundo ya no está re­ gido por la brujería. ¡Bonita filosofía! Desde hace ya mucho tiempo el judío que conservó o retomó contacto con el judaismo no se atre­ ve más a responder que es creyente cuando amigos compasivos lo es­ crutan. Siente que lo quieren hacer pasar un poco por mago. El judaismo como culto, sin prolongación en otras formas de vi­ da espiritual, a título de confesión que se reporta a una sola institu­ ción, el judaismo académico que no se compromete con ningún lo­ gro y abusa de lo sobrenatural como los demás, ¿podrá sobrevivir? ¿El judaismo todavía es posible? Pero la estatua con los ojos venda­ dos que decora la entrada lateral de la catedral de Estrasburgo no ve sus propios esplendores. Los años que precedieron y siguieron a la Segunda Guerra Mun­ dial ya hicieron estallar los marcos cuya estrechez acabo de mostrar. Los cantos de Edmond Fleg lo preveían. Tres nuevos hechos aparecie­ ron en la vida judía en Francia -y la catástrofe que se desencadenó so­ bre nosotros con el advenimiento del nacional-socialismo les dio todo su alcance-. Esos tres hechos, mezclados en la realidad, son: la cons­ titución del Estado de Israel y la presencia de ese Estado en las con­ ciencias; la aparición y el desarrollo de los movimientos de juventud; la renovación de los estudios judíos en el seno mismo de esos movi­ mientos y en las escuelas judías de tiempo completo que surgieron a partir de 1935. La casa de plegarias condujo hacia el mundo -tal es la significación que guardan en común-. ¡Una búsqueda de espacio! El Estado de Israel, cualquiera sea la filosofía política pasajera de sus más grandes obreros, no es para nosotros un Estado a la ma­ nera de todos los demás. Tiene una densidad, un espesor que supe­ ran en mucho su extensión y sus posibilidades políticas, es algo así como una protesta contra el mundo. Y repercute en nuestros pen­ samientos, que hasta entonces habían sido subjetivos. Los movimientos de juventud transportan hacia la vida de todos los días y de todos los instantes el simple judaismo de fin de sema­ na u otoñal de los mayores. Buscan en esas enseñanzas el sentido de

los compromisos concretos que un hombre moderno está convocado a asumir. Y el rabinismo de vanguardia que es el nuestro, saluda y sostiene esas novedades. En pleno Barrio Latino surge un hogar, demasiado estrecho pa­ ra la juventud que llega hasta él y allí se reencuentra. El retomo a los textos nos pone en el nivel de nuestra verdadera esencia, que el “concepto de la confesión mosaica” había empobrecido y falseado. Finalmente, los grandes libros del judaismo nos aportan los decora­ dos, desaparecidos a partir del momento en el que todo se redujo a una incomprensible liturgia. Restituyen el equivalente de las pers­ pectivas y dimensiones que los constructores de catedrales habían abierto en el espacio cristiano. Los constructores del judaismo talla­ ron en los libros una minuciosa y precisa arquitectura. Ya es tiempo, en efecto, de hacer aparecer bajo la luz de la inteligencia moderna las catedrales sumergidas en los textos. La sabiduría judía es inseparable del conocimiento de los textos bíblicos y rabínicos; la lengua hebraica dirige la atención del lector hacia el verdadero nivel de esos textos, nivel que es el más profun­ do del Ser. En un mundo cada vez más homogéneo, nada puede opo­ nerse a la presión que nos arrastra hacia afuera, como no sea el co­ nocimiento, entendido como fuerza única de reversión. El judaismo sólo puede sobrevivir en la medida en que es reconocido y propaga­ do por laicos que, fuera de todo judaismo, son los promotores de la vida común de los hombres. La escuela judía de un nuevo tipo -una escuela que no prepare para ninguna función eclesiástica- debe ocupar un lugar de primera importancia en la comunidad. Escuela de tiempo completo, donde la enseñanza de la lengua hebraica y de los textos fundamentales esta­ ría dictada por profesores altamente calificados; donde las humani­ dades judías no serían enseñadas en la perspectiva de la crítica his­ tórica ni de la piedad ordinaria, sino con la preocupación por su verdad intrínseca, cualesquiera hayan sido las vías de su maravillo­ sa confluencia. Textos que enseñan y no reliquias o aluviones del pasado.

Pero para dar a esta escuela su plena eficacia, es preciso no de­ jarla aislada. Es preciso volver a pensar la estructura del conjunto donde ella debe imbricarse y considerar la creación de nuevas insti­ tuciones al lado de la sinagoga -quizá para su mayor gloria-. En el centro, la escuela secundaria, cuyos fines se distinguían de aquellos propios de la beneficencia. Es necesario atraer hacia ella alumnos de primer nivel, hacer de modo tal que prefieran por impo­ sible la escuela judía a la escuela pública. Es necesario, por lo tan­ to, ofrecerles en esta escuela las condiciones materiales y un nivel de funcionamiento intelectual superior. Estamos en el país de los concursos. En las clases de los años que cierran el ciclo, al menos, se habrá de reclutar siguiendo una rigurosa selección. El estilo de una escuela judía no debe parecerse al de un liceo dispuesto a reci­ bir centenares de alumnos, sino a un hogar donde se trabaja intensa­ mente, a un taller ardiente. Pero la escuela judía, donde podrán también formarse los docen­ tes profesionales, debe respaldarse por otra parte en una intelectua­ lidad judía poseedora de los conocimientos hebraicos, que alimente esos conocimientos y cuyos alumnos, egresados de la escuela judía, vendrán a integrar sus filas. La Comunidad debe entonces interesar­ se en los estudios judíos accesibles en las facultades -y a sea en Pa­ rís o en Estrasburgo-, donde se dictan de manera magistral. Incluso dirigidos por israelitas, esos estudios conservarán un carácter filosófico e histórico. La comunidad necesita verdades para generar vida. Necesita una doctrinaria y una enseñanza filo­ sófica, pero dictada a nivel de los espíritus cultivados. Sólo la mis­ ma comunidad puede crear esta enseñanza en un país laico. Ense­ ñanza que debe ser sostenida, y si es necesario suscitada, en todo caso coordinada y unificada. El pluralismo de las tendencias no ex­ cluye la unidad de la institución donde podrían agruparse. La en­ señanza superior judía se dirigirá a la juventud estudiantil que ha­ brá sido preparada para recibirla en la escuela judía o gracias a los estudios hechos con anterioridad. Adaptada al tiempo libre y a los gustos de una juventud sin educación judía hasta entonces, busca­

rá llegar hasta la futura elite de la sociedad judía francesa. Los Yeshivot deben por fin ser integrados en el sistema de la enseñan­ za judía superior y una colaboración con ellos debe ser estudiada y exigida. Alrededor del liceo judío o de la institución de enseñanza supe­ rior judía, será necesario organizar, a título de agolpamiento cons­ ciente de su importancia numérica, a los intelectuales judíos que co­ nocen el hebreo y los textos judíos fundamentales y que dan a esos textos una importancia vital. Esta intelectualidad ya existe dispersa y es preciso reuniría. En las ciudades de provincia, donde la existencia de una escue­ la judía de tiempo completo es imposible, la enseñanza judía debe quedar asegurada bajo la forma de cursos complementarios los do­ mingos y los jueves. Las casas o los centros comunitarios donde puede ser suministrada, adquieren allí un rol de primera importan­ cia, tanto en función de esta enseñanza como por la reunión de to­ das las energías judías que ellos operan y en cuya expresión vivaz y visible se transforman. Es preciso reconocer un valor educativo al simple hecho de reunir la juventud judía, cualquiera sea el pretexto. Pero la escuela judía no puede pretender, en un país libre como Francia, abarcar la mayoría de la juventud judía. Su obra se prolon­ ga, entonces, en el abordaje de los jóvenes israelitas que frecuentan la escuela pública, a través de los cursos complementarios, los pa­ trocinios, los movimientos de juventud, la organización de cursos y actividades durante las vacaciones, la Casa Comunitaria. Tal es, en grandes líneas, un plan que puede servir de base a una política cultural judía en Francia, encaminándose hacia nuevas ins­ tituciones. No se trata de crear todo esto a la vez, y aún menos de destruir, sino de sostener una línea de conducta, una orientación, los criterios de una opción. No dije nada acerca del fondo. De una verdadera ciencia nada se puede decir como no sea ya esta ciencia misma. No hay vía regia, ni en matemáticas ni en el judaismo. Las fórmulas están vacías o son ininteligibles si no cuentan con la ciencia de la que surgen. Como

contrapartida de un acto de remisión al judaismo, no es posible que les sea aportado de inmediato el portafolio de todos los valores a los cuales suscriben, los célebres valores judíos. Podemos acordar en llamarlos valores -y a que no se trata sino de acciones y obligacio­ nes-. Pero es preciso, al respecto, un mínimo de crédito, incluso cuando ya no somos capaces de fe. Una verdadera cultura no puede resumirse, ya que consiste en el esfuerzo mismo del que la cultiva. Allí reside todo el sentido de mi propósito. Reclamar un resumen de cultura, es una nueva forma ma­ nifestar la impaciencia de quienes, en el momento de Kipur, en la hora del Kol Nidre, cumplen con todos sus deberes y reivindican las conclusiones del judaismo sin haber planteado las premisas al res­ pecto. ¡Ah! ¡La eterna repugnancia a los esfuerzos y a las horas de aburrimiento de la que están hechas las culturas! Cuando un romano preguntó a Hillel, hace unos 20 siglos, cuál era la esencia del judais­ mo, no le ofreció siquiera una silla para que se instalara. Hizo que se mantuviera sobre un pie para evitar que se explaye. Toda la sal del apólogo reside en ese detalle. Y la respuesta de Hillel vale todavía para nosotros por su agudeza final: “No le hagas a otro lo que no quisieras que él te haga -en eso se resume toda la Torá y, en cuanto al resto, es cuestión de que aprendas”. Pero si el esfuerzo demandado es desproporcionado respecto de los resultados prometidos; si, por imposible, la vida sin judaismo y sin judíos puede aún tentar al espíritu de los judíos en 1959, déjen­ me contarles lo siguiente para concluir. El salmo 2 comporta un versículo que impresionó mucho a San Pablo y a los pensadores modernos. Tomo la precaución de decirlo, ya que desde hace largo tiempo sólo tenemos consideración por nuestros textos cuando aparecen entre comillas, en libros no judíos. El versículo es el siguiente: “Servid a Yahveh con temor, con temblor besad sus pies [...]”. Alcanzó una gran resonancia. El famo­ so “temor y temblor” de Kierkegaard lo parafrasea. Sirvió para el análisis del sentimiento religioso donde la presencia de Dios en el creyente suscita la tensión de sentimientos contradictorios de la ale­

gría y el temblor. ¡Qué magnífica dialéctica para las almas dispues­ tas a la liturgia! Algo me contrariaba en ella, sin embargo, quizá por causa de una desconfianza innata respecto de la confusión de los sentimien­ tos. La traducción me pareció siempre... no diré “un poco católica”, sino “poco judía”. Un día, encontré el comentario al respecto en el tratado talmúdico de Berajot, donde el comentador, refiriéndose al Talmud de Jerusalén, leía ese versículo de esta manera: “Servid a Dios con temor -y con el temblor de todos, vosotros os regocija­ réis-”. Singular gramática: el sujeto que tiembla no sería el sujeto que se regocija. Esta vez, la traducción no me pareció solamente chocante, sino además vacía y escandalosa. Me pareció vacía al la­ do de la dialéctica de la primera versión, que siempre hace soñar. Me pareció escandalosa: ¡aquí tenemos al particularismo judío que con­ sagra el mundo al temblor y se reserva el regocijo para sí! A menos que nos preguntemos así y todo en qué consiste el tem­ blor. A menos que descubramos, a partir de la naturaleza del temblor, el sentido de ese “servid a Dios con temor” con el que se inicia el versículo que consideramos y que es “la esencia del judaismo”. El temblor no es un simple miedo, ni siquiera la angustia, niño mimado de nuestros contemporáneos. El temblor es aquel que sacude los ci­ mientos del mundo, aquél que se produce cuando la identidad de las cosas, las ideas y los seres resulta bruscamente alienada, cuando A ya no es A, cuando B ya no es B, cuando el Señor B ya no es el Se­ ñor B, sino un traidor y una víbora impúdica, esperando que el Señor K ya no sea el Señor K; el temblor se produce cuando el diario que usted compra lo compra a usted; cuando la palabra que escucha no significa ni lo que ella significa ni lo que ella refuta, cuando la men­ tira que se denuncia miente denunciándose, sin que la negación de la negación advenga como afirmación; el temblor también consiste en el hecho de que hesitemos en juzgar este mundo, porque -supremo temblor- por mi boca habla quizás alguien que no soy yo, un desco­ nocido que me sedujo o que me compró y que todavía no alcanzo a hacer coincidir conmigo mismo.

El judaismo promete una reconquista, una alegría de la posesión de sí en el temblor universal, un resplandor de eternidad a través de la corrupción. ¿Hay que creerle? Hasta ahora, ha sido víctima de la historia, no asumió las crueldades propias de ella. En otros tiempos, supo pronunciar una palabra diferente de esa multiplicidad de so­ brentendidos, una palabra que rompe y desanuda, una palabra profética. ¿Hay que darle crédito? Nada es seguro, pero se ofrece una oportunidad. ¡Probemos suerte! ¡Demos crédito! ¡La rúbrica no es mala!

La asimilación hoy*

El affaire Dreyfus y los 20 años de nacional-socialismo hicieron va­ cilar trágicamente las bases materiales y filosóficas sobre las que re­ posó el judaismo de Europa durante 150 años. Esas dos crisis no marcaron una ruptura definitiva entre los judíos y el mundo occiden­ tal. La creación del Estado de Israel reveló a los mismo judíos -no sin sorpresa para muchos de ellos-, la profundidad de su arraigo en los países de Occidente. De Francia, Italia, Inglaterra y los Estados Unidos se acercaron a Israel muchos entusiasmos y pocos inmigrantes. Reserva que se explica por razones económicas, sin duda. Pero el arraigo abarca también la economía y la economía no se reduce a una cuestión sór­ dida. Reposa en un comportamiento psicológico y cultural que ella modela a su vez. ¿Y por qué rehusar sólo a los judíos el derecho de amar una tierra que los alimenta, cuando todo patriotismo exalta, sin vergüenza, el vínculo con la tierra que produce el pan de los hom­ bres? Por lo demás, no son sólo las causas económicas las que de­ terminaron que no hubiera un nuevo éxodo. El judaismo occidental permaneció en Occidente porque recibió, durante 150 años, una educación occidental. Los hombres, las cosas, los paisajes de aquí constituyen para él un mundo sustancialmente real. El surgimiento

* Publicado en Información Judía, Na 56, junio de 1954.

del Estado de Israel fue la ocasión para que tome conciencia de la realidad de la asimilación. Y sin embargo, la asimilación fracasó. Fracasó porque no puso fin a la aflicción del alma judía. Fracaso de la asimilación porque no calmó a los no-judíos, no puso fin al antisemitismo; en ciertos as­ pectos, renovó los argumentos y el ardor. La angustia, la inquietud, alteran todavía subrepticiamente un comportamiento que se preten­ de libre y sin embargo, por completo judío en un sentido muy am­ plio del término, sigue siendo un marrano. Ya es posible entrever nuevas concesiones del judío al mundo que lo rodea, hasta llegar a la abdicación total. La asimilación pare­ ce tener que culminar en la disolución. Una apatía extraña respecto del judaismo penetró las profundidades del alma judía. Según lo for­ mulara Chaim Grinberg, si los judíos no se convierten al cristianis­ mo, no es porque crean en el judaismo, sino porque ya no creen en nada que sea religioso. Que la asimilación no pueda lograrse sino en la disolución, que sólo la ausencia de la dimensión religiosa la re­ trase, tal la crisis más grave de la asimilación. Fue olvidada, en efec­ to, la ambición de sus promotores, quienes esperaban conservar el judaismo. Querían conciliar una experiencia religiosa judía con una existencia nacional, en el seno de Estados cada vez más parecidos a comunidades espirituales, asociaciones de individuos libres, encar­ nando ideas. El fracaso de la asimilación según las formas que re­ viste su triunfo, atestigua la fragilidad de la filosofía que la guiaba, la imprecisión de sus conceptos. ¿Qué podía haber, sin embargo, más claro que la distinción entre la nacionalidad, orden de la vida pública, y la religión, dominio de la vida privada? ¿Acaso la libertad de la conciencia privada no figura entre las conquistas de la Revolución Francesa? ¿Se dirá que la ame­ naza de disolución que pesa sobre el judaismo responde a la irreli­ giosidad contemporánea, fenómeno general que abarca tanto a judíos como a no-judíos? Pero es necesario que nos preguntemos si la de­ safección de los individuos respecto de las creencias religiosas ha realmente mermado el carácter cristiano de la sociedad donde vivi­

mos y si la filosofía de la asimilación, que separaba el orden religio­ so del político, no dañó a la religión judía más profundamente que lo operado por el descreimiento general respecto de las iglesias en el mundo moderno. Sin embargo, la irreligiosidad de los individuos cristianos se jue­ ga en el seno de un Estado que, incluso laico, conserva en la sustan­ cia secular que le es propia, las formas de la vida religiosa. Lo que vuelve irremediable la irreligión entre los judíos, es que la colectivi­ dad no se reconoce ya ninguna vocación histórica -y que su religión no totaliza sino las creencias de los individuos-. La ignorancia de las formas secularizadas de la vida religiosa en el seno mismo de los Estados laicos, fue el vicio fundamental de la filosofía de la asimi­ lación. Los grandes teóricos de la emancipación, como por ejemplo Joseph Salvador, profesaban, a la vez, una sincera adhesión al ju ­ daismo y la convicción de que el mundo emergente de la Revolución Francesa se libera de las estructuras cristianas que sostenían la so­ ciedad hasta entonces. Existe, en efecto, un elemento de religión difusa -intermediario entre el orden estrictamente racional del pensamiento político y el or­ den místico de la creencia- del que se impregna la vida política como tal. No se piensa en esta atmósfera religiosa porque se la respira natu­ ralmente. Se trata de una atmósfera que no se desvanece por el simple hecho jurídico que determina la separación entre la Iglesia y el Esta­ do. El espíritu nacional está fuertemente marcado por la historia reli­ giosa que, a lo largo de los siglos, impregnó las costumbres cotidia­ nas. Es ella la que nutre a la existencia religiosa de los individuos su alimento más sustancial. Tal la naturaleza del elemento entre racional y religioso donde bañan, como en la linfa, las realidades políticas que aportan, incluso en el Estado de Israel, una garantía de persistencia re­ ligiosa a la población israelí, aun cuando los individuos se liberen allí de toda regla ritual y de toda creencia. Ya que esta vez el elemento es judío. Y allí reside el valor incalculable del joven Estado, aun laico, para el futuro religioso del judaismo, independientemente de su signi­ ficación para el destino político del pueblo judío.

Desde ese momento, el error de la asimilación se hace visible. La integración de los judíos en la vida nacional de los Estados euro­ peos los condujo a respirar una atmósfera impregnada de esencia cristiana. Y esto los prepara a la vida religiosa de esos Estados, anuncia las conversiones. El judaismo estrictamente privado que preconizaba la asimilación, no escapaba a una cristianización in­ consciente. La vida nacional aceptada sin precauciones, no podía conducir sino a la abdicación del judaismo. En un mundo surgido del pasado cristiano, la religión judía se transformaba en confesión abstracta. Si se pretende seguir siendo ciudadano de las grandes naciones de Occidente, participar de sus valores, cumplir con los deberes que de ellos se desprenden, pero permanecer judío, es necesario asumir una nueva disciplina. Se trataría de encontrar en otro horizonte que el de los recuerdos de familia, realidades concretas que puedan contrabalancear, en nuestras vidas cotidianas, influencias imperceptibles pero reales de las religiones encamadas en la vida de los Estados. Se necesitan rea­ lidades culturales que puedan sustituirse a ellas para que la integra­ ción de los judíos a los países de Occidente quede asegurada contra la disolución. Esa realidad cultural es imposible sin retomar al hebreo. Las “catedrales interiores”, construidas hace 4000 años en los textos, de­ ben resurgir en el horizonte. No cabe alarmarse, no van a arruinar las grandes bellezas de los paisajes modernos. Esos viejos textos ense­ ñan, precisamente, el universalismo depurado de todo particularis­ mo del terruño propio, de todo recuerdo de lo plantado. Enseñan la solidaridad humana de una nación unida por las ideas. La existencia del Estado de Israel y el interés vivo por ese Estado alimentarán por cierto en judaismo a los israelitas distribuidos en diferentes nacio­ nes. Pero no alcanzan para alimentar por sí solos una llama judía en los hogares sumergidos en la luz del Occidente, que hace palidecer todos los destellos ficticios. El despertar de una curiosidad por los grandes libros del judaismo, la necesidad de aplicarles no un pensa­

miento simplemente emotivo, sinu un pensamiento exigente es la condición principal de la supervivencia de los judíos en la Diáspora. Todo conduce, al fin de cuentas, al problema de los estudios he­ braicos. El esfuerzo que demanda una disciplina de esas características, plantea una cuestión previa: ¿queremos aún ser judíos? ¿Creemos todavía en la excelencia del judaismo? (cuestión que tiene un senti­ do infinitamente mayor para un moderno que la pregunta, todavía abstracta: ¿Cree en Dios?). Pero a esta misma pregunta, no podemos responder válidamente sino en conocimiento de causa. La resurrec­ ción y el estudio de la civilización hebraica son así, a su vez, presu­ puestos para todo examen de conciencia. ¿Cómo salir del círculo sin quedar adherido a todo un remanente de fidelidad instintiva, senti­ mental, que permanece en el alma judía, después de los juicios y las tribulaciones del siglo xx y de los 20 que lo precedieron, a pesar de la apatía consciente que cada vez se vuelve más peligrosa?

Reflexiones acerca de la educación judia*

i La existencia de los israelitas deseosos de seguir siéndolo -in ­ cluso fuera de toda pertenencia al Estado de Israel- depende de la educación judía. Sólo ella puede justificarla y alimentarla. Y sin em­ bargo, la instrucción religiosa, en el sentido en que se la entiende en­ tre los católicos y los protestantes, es insuficiente como fórmula de educación judía. Para convencerse de ello, no es en absoluto necesario reabrir un debate acerca de la esencia del judaismo. Religión, nación, realidad refractaria a esas categorías -¡poco importa!-. Esas cuestiones metafísicas pueden ser evitadas ateniéndose a los datos de la experiencia. La educación judía reducida a la instruc­ ción religiosa, no comporta la eficacia de las lecciones de catecismo. Los educadores pueden dar testimonio al respecto. También lo ates­ tigua la escasa cantidad de niños atraídos por esos célebres cursos del jueves y el domingo, las pocas nociones que esos pocos niños se llevan de allí, el número relativamente bajo que reagrupan las aso­ ciaciones culturales. Una razón esencial -para limitamos al plano estrictamente pe­ dagógico donde pretendemos instalamos- determina este fracaso: la * Publicado en Les Cahiers de l ’Alliance Israélite (Jniverselle, 1951.

más antigua de las religiones modernas no es separable del conoci­ miento de una lengua antigua, el hebreo -y el conocimiento del he­ breo no se adquiere sino con cierta dificultad-. El judaismo es inse­ parable de ella no sólo porque su culto, donde los fieles son los principales actores, se celebra en hebreo. Hubiera sido posible, en rigor, ofrecerles traducciones. El judaismo es inseparable del cono­ cimiento del hebreo porque los judíos constituyen, dondequiera que sea, una minoridad religiosa. Si se los desprende de la vida profun­ da y real que anima con su ritmo preciso esas letras cuadradas, se los reduce a las pobrezas de un catecismo teórico. En un mundo donde nada es judío, sólo el texto hebraico reper­ cute y hace variar el eco de una enseñanza que ninguna catedral, ninguna forma plástica ni estructura social específica viene a arran­ car de su abstracción. La instrucción religiosa cristiana puede con­ tentarse de nociones sumarias, porque la civilización cristiana está allí, les acuerda una significación concreta y las confirma todos los días. Las nociones que un niño judío recoge el domingo y el jueves a la sombra de la sinagoga, se limitarían -d e no contar con el hebreoa los esquemas cuyo sentido resulta edulcorado o desvanecido ante esas formas cristianas de Europa a las cuales, por largo tiempo aún, está ligado, en sí, el humanismo occidental Si el judaismo emancipado pudo subsistir como judaismo desde hace más de un siglo y medio, pese al progresivo silenciamiento de los estudios hebraicos, es porque ese silenciamiento era sólo progre­ sivo, se producía a medida que se daba el alejamiento de la época en la que existían estructuras morales y sociales de vida penetradas por el saber judío. Durante largo tiempo esa atmósfera fue transportada con los muebles de familia. Pero los recuerdos de familia no reem­ plazan, a la larga, una civilización.

II En nuestra época se entendió la dependencia rigurosa que exis­ te entre la educación judía y los estudios hebraicos. La creación de escuelas judías de doble escolaridad, donde la enseñanza del hebreo figura en un lugar importante como lengua de cultura general, procede de una lucidez que honra de manera espe­ cial a los dirigentes de nuestras comunidades. En las escuelas de la Alianza en África del Norte, en su escuela normal, esta perspectiva teórica está admitida desde siempre. En Francia, no era posible por cierto esperar que la totalidad de la juventud fuera recibida en las escuelas judías, pero al menos se contó con la formación de un núcleo significativo de judíos instrui­ dos en el judaismo. Y sin embargo, en esas escuelas mismas, donde fue reservado un lugar importante en los programas a los estudios hebraicos, no se al­ canzó a darles su plena eficacia. Pensamos que la dificultad no res­ ponde sólo a la calidad de los maestros -algunos de ellos excelen­ tes-, ni a la preparación desigual de los alumnos en las disciplinas hebraicas. El problema de la educación judía plantea una cuestión más ge­ neral. Los estudios hebraicos no tienen sobre la juventud el presti­ gio que quisiéramos conferirles, como si la cultura que esos estudios deben vehicular hubiera perdido algo de su valor humano y no lle­ gara a igualar los alimentos espirituales brindados por las civiliza­ ciones circundantes. Sospecha sacrilega, pero aquí encontramos su verdadero significado. La historia del judaismo durante los últimos siglos condujo, en efecto, a un cierto debilitamiento de lo que podría llamarse el poten­ cial de la cultura judía. Una cultura -como es sabido- no es un con­ junto de curiosidades arqueológicas a las que un sentimiento de pie­ dad conferiría, por su propia virtud, un valor y un atractivo. Una cultura es un conjunto de verdades y de formas que responden a las exigencias de la vida espiritual y de la vida sin más. Pero sólo pue­

den hacerlo en la medida en que envuelven la historia y están pre­ sentes en las inteligencias. Ahora bien, la cultura hebraica moderna, en sus formas deliberadamente laicas, vive en un mundo que data de ayer. No alcanzó todavía el nivel de las civilizaciones de Occidente, único nivel que podría acreditar la enseñanza más modesta -secun­ daria- dirigida a los adolescentes que reflexionan y comparan. En cuanto a su forma religiosa, la cultura hebraica cesó de ser -por culpa de algunas generaciones sin exigencias intelectuales- esa fuente de pensamiento y de vida, esa civilización integral que ella es de manera eminente. De modo que sólo se impone en nombre de la tradición, que no es una razón de ser; se impone en nombre de la pie­ dad, que no es una razón. Tradicionalismo o pietismo, uno y otra son ortodoxias, no son doctrinas. Para que los valores permanentes del judaismo, contenidos en los grandes textos de la Biblia, el Talmud y de sus comentadores, puedan nutrir las almas, es preciso que una vez más alimenten los cerebros. Es la confianza en esos valores la que nos invita a deman­ darles esta alimentación sustancial. Mientras la presencia de una verdadera civilización judía -laica o religiosa- no se haya dejado sentir detrás de los cursos de hebreo de nuestras escuelas secunda­ rias -e incluso primarias-, el hebreo, pese al tiempo que se le habrá consagrado, seguirá siendo la materia optativa para la cual simple­ mente se habrá suprimido el derecho de optar.

III Ocurre así que la instrucción religiosa exige estudios hebraicos y el suceso de los estudios hebraicos en la escuela secundaria, nor­ mal o primaria, depende de los Altos Estudios cuya promoción es quizá la tarea más urgente del judaismo moderno, incluso del israe­ lita. Sin duda, se impone la revisión de las formas de cultura judía que simplemente fueron transmitidas. Pero contrariando las aspira­ ciones del liberalismo, no se trata de acotar ni de reducir los gastos

en la gestión de una estructura molesta, tratando de prevenir el quie­ bre de una casa honorable. Es preciso, en cambio, ampliar la ciencia del judaismo y, en el fondo, elevarla sólo al rango de una ciencia. Pero que se nos entienda bien: elevar al judaismo al rango de una ciencia, no equivale a someter sus fuentes a la filología. Duran­ te los últimos 150 años no se hizo otra cosa. El siglo xix hizo un esfuerzo agotador en lo que hace a la filo­ logía del judaismo. Cincuenta siglos fueron incluidos en ficheros -inmensa epigrafía hebraica, compilación de epitafios-, cuya im­ portancia residía en escuchar los testimonios históricos que era pre­ ciso situar en los entrecruzamientos de las influencias. ¡Qué cemen­ terio! ¡Tumbas de 150 generaciones! El filólogo que somete los textos al aparato crítico puede sentir ternura por todo ese folklore conmovedor, pero por un instante él, en tanto espíritu crítico, es más inteligente que su objeto. Corre el riesgo de eternizar ese instante. Sólo la manipulación de las fichas acompasa el trabajo del pensa­ miento. Erigir el judaismo en ciencia, pensar el judaismo, es hacer de modo tal que sus textos vuelvan a transmitir una enseñanza. Hasta hoy, los textos talmúdicos nunca fueron tomados con se­ riedad en Occidente. Se admiten sus verdades cuando concuerdan con el sentido común más común; no se percibe el diálogo todavía inconcluso abierto por ellas con todo un mundo cuestionado. La pura filología, que no basta para comprender a Goethe, tam­ poco es suficiente para la intelección de Rabí Akiba o de Rabí Tarphon. El momento ha llegado, por fin, de ceder la palabra a Rabí Akiba y a Rabí Tarphon si nos consideramos judíos, es decir, si los invocamos. La pura piedad tampoco basta. Todavía se puede tener éxito con una pedagogía de la exaltación, hacer admitir por vía del entusias­ mo proposiciones que requerirían la adhesión de una razón, al pre­ cio de un esfuerzo total; pero los puros sentimientos, aun cuando sean sentimientos puros o de invernadero, pasan por ideas pero no

tienen futuro. Nada se impone verdaderamente -es preciso decirloa menos que lleve el sello del intelecto. ¡No hay conformidad a menor precio! Demasiados jóvenes hablan de la crisis de la inteli­ gencia. El único honor de los tiempos modernos consiste en haber tomado conciencia de la razón en la que el judaismo se reconoce. Únicamente los estudios superiores harán posible una enseñanza se­ cundaria o primaria que no se verá desmentida u olvidada en oca­ sión del primer contacto con el mundo donde, pese a todo, intenta­ mos vivir, trabajar y crear.

Educación y plegaría

La plegaria es uno de los temas más difíciles, tanto para el filósofo como para el creyente. Incluso si el filósofo, a lo largo de su itinerario, que conduce de evidencia en evidencia, se encontrara con una evidencia que su­ pera la evidencia, le quedaría aún mucho por hacer para compren­ der la plegaria. Un discurso que parte de aquí abajo hacia el “más allá del lenguaje”, ¿es posible? Y de haber sido establecida la po­ sibilidad de ese discurso extravagante, en el sentido etimológico del término, quedaría aún por comprender cómo es que ese discur­ so podría razonablemente suplicar, en tanto que se dirige a Aquél que conoce todas las miserias humanas; cómo podría glorificar a Aquél que es todo gloria; cómo podría santificar a Aquél que es to­ do santidad. ¡Para un descendiente de los griegos, cuántos escán­ dalos! El simple creyente corre el riesgo, como el filósofo, del escán­ dalo. No podría confesar su experiencia de la plegaria. El simple creyente (en el mundo de hoy, en todo caso) ya escandaliza confe­ sando su condición: aparece para unos bajo los rasgos de un confor­ mista burgués, que cultiva ideas confortables, protectoras de su co­ modidad; para otros, bajo la máscara del brujo, de un hombre extraño que mantiene relaciones con un mundo clandestino y mági­ co. Pero sobre todo, ¿cómo evocar la plegaria que mira la intimidad más íntima de cada uno sin indiscreción, sin impudor?

Los eminentes oradores que me precedieron evitaron todos estos peligros, abordando la plegaria como realidad social ya existente e interrogándose acerca de su historia y su eficacia emocional. Como ellos, tampoco yo asumiré el rol difícil de filósofo y testigo. Sé, por cierto, que el escándalo recubre a menudo verdades difíciles. Estoy persuadido de que, al fin de cuentas, el filósofo y el creyente van a llegar a comprenderse. Pero sé también que para lograrlo es necesa­ ria mucha filosofía y una condición de creyente muy firme y que ni una ni otra puede exhibirse ante un público tan numeroso. Me limitaré entonces a dos reflexiones mucho menos ambicio­ sas: para comenzar, afirmaré que en el judaismo el primer lugar corresponde, por pleno derecho, a la plegaria -y no se trata de una reflexión piadosa emitida en un encuentro en las Audiencias del Judaismo Francés-; y a continuación diré que el rezo, de hecho, tie­ ne un lugar secundario. Cualquiera sea el sentido último de la plegaria, sus alturas o sus profundidades, es la plegaria colectiva, familiar para todos nosotros, la que abre ese sentido último a la audaz ternura de algunos. ¿Cuál es, en consecuencia, la significación comúnmente conocida y sin impudor confesable de esta experiencia colectiva? En ella el indivi­ duo renueva el vínculo a través del número, el minyan, con la comu­ nidad de Israel dispersa en el espacio y en el tiempo y, a través de esta unidad, con la Unidad más alta. La presencia y la participación en el oficio, respecto del cual la plegaria de los individuos aislados no es a menudo más que un remedio para salir del paso, la recupe­ ración de fórmulas de una antigüedad tan remota, la reanudación de los mismos pensamientos primordiales, de todos esos gestos verba­ les en una lengua que tantos milenios de historia conservan indem­ ne, todo esto orienta la conciencia hacia la presencia, la permanen­ cia, la eternidad de Israel. Aquello que en nuestras plegarias se muestra como importante, y a los ojos de nuestros hermanos reformados toma el perfil del inmovilismo estéril y formalista, constituye la fuerza y la grandeza de lo Inmutable. Es la vía que habilita una experiencia elemental, ma­

siva, pero incomparable -y que es necesario cultivar en ese sentidode la reunión de Israel. Esa fuerza no representa sin embargo un sucedáneo colectivista, necesario en un contexto de penuria de ali­ mentos trascendentes. Esta emoción de la presencia de Israel y de nuestra participación en la colectividad de Israel pese al espacio y el tiempo, es una experiencia monoteísta fundamental. La proximidad de lo divino es inconcebible para un israelita sin la presencia del pueblo de Israel. La plegaria se mantiene sin respuesta en una habi­ tación sin ventana. Dios está cerca de cualquiera que lo invoque, pero la invocación supone la apertura y la verdad. Un Dios que se prestara a un diálogo mano a mano completamente por fuera de Israel, sin la certeza de la perennidad de Israel, de la continuidad de su historia, sin la solidaridad, a través de esa historia, con la his­ toria de la humanidad, es una abstracción peligrosa, fuente de sos­ pechosos arrebatos. Según un apólogo de Berajot, el mismo Eterno llevaría los filacterias cada mañana. Al “Escucha Israel, el Eterno es nuestro Dios, el Eterno es único”, inscripto en nuestros filacterias terrestres, corres­ ponde, en los celestes: “¿Quién es, como tu pueblo Israel, nación única en la tierra?”. Adorar al Eterno no es evadirse de la humani­ dad, única y unida, sobre la cual se inclina y se expande el pensa­ miento eterno. En ese sentido, la sinagoga y los oficios que ella celebra y los gestos verbales de la plegaria -que envuelven todos los otros gestos litúrgicos-, constituyen la sustancia de la vida judía en tanto vida re­ ligiosa. Más aún, desde esta perspectiva, la plegaria sostiene inclu­ so el judaismo que pretende haber dejado de ser religioso. Pese a las tentaciones de la historia, es la sinagoga -y por consiguiente, la ple­ garia que envuelve todos los gestos litúrgicos de Israel-, la que pre­ paró una nación para exaltar a los nacionalistas judíos. En esto consiste la imposibilidad en la que nos encontramos de reemplazar la plegaria, en la medida en que no pretendamos reem­ plazar el judaismo. Pero se impone una segunda observación, de carácter pedagógi­

co, que debe volvemos más circunspectos en lo que hace a esta prio­ ridad de la plegaria. Lo dicho por el Gran Rabino Schilli iba ya en ese sentido. Vivimos, en este siglo, en un mundo abierto. La colec­ tividad judía es solicitada por todas las actividades del mundo. Sin embargo, por paradójico que pueda resultar, las actividades del mundo moderno perdieron el carácter profano del mundo. La cien­ cia por un lado, las actividades políticas y sociales por el otro, pre­ tenden satisfacer toda la humanidad del hombre. Aparecen como las vías de la salvación. Los hombres pensantes y activos, los mejores de nuestro tiempo, están en todo caso convencidos de que ninguna salvación religiosa es posible mientras la razón y la justicia perma­ nezcan insatisfechas. La plegaria que instaura el judaismo y lo confirma, ya no se abre, para la conciencia judía contemporánea en Europa, con sufi­ ciente amplitud hacia Dios y la humanidad. Toda una generación que vive religiosamente su destino racional y político, no puede re­ ligar esa religión del mundo a la religión de la Biblia. Quizás ella es el omega, pero no el alfa del judaismo. El judaismo de la casa de plegarias cesó de ser transmisible. Un cierto judaismo de otra época, digámoslo con el término que corres­ ponde, se muere o está muerto. Es la razón por la cual es necesario que volvamos a la sabiduría judía, para despertar en esa sabiduría re­ citada, la razón adormecida; es por eso que el judaismo de la razón debe tomar la delantera respecto del judaismo de la plegaria: el ju­ dío del Talmud debe adelantarse al judío de los Salmos. Pero es también la razón por la cual es necesario seguir con más confianza -y quizá reivindicar con más fuerza- todo cuanto en nues­ tra juventud es atraído hacia la acción generosa, incluso cuando esa juventud ya no lleva la etiqueta del judaismo o la rechaza expresa­ mente. Hay abnegaciones que compensan la renegación. Cerrándo­ nos ante los judíos sin judaismo pero que, incluso sin judaismo, ac­ túan como judíos, corremos el riesgo de quedamos con un judaismo sin judíos. No es sólo simplificando o modificando el culto -lamento no es­

tar de acuerdo con mi eminente amigo, el Gran Rabino de París-, que llegaremos a transmitir el don de la plegaria que es preciso, en primer término, adquirir. Nuestra plegaria colectiva se convirtió, pa­ radójicamente, en una plegaria de aislados. Guardianes de la tradi­ ción, guardianes de las instituciones mesiánicas, su misión de tena­ cidad, de paciencia y de espera es sagrada. Pero para las multitudes, según una ocurrencia famosa, la lectura del diario matutino se ha convertido en la plegaria de la mañana. Queda mucho por hacer pa­ ra llevar esa oración a nuestras fórmulas venerables que dominan el tiempo sin ignorarlo. Queda mucho por hacer, pero es necesario ha­ cer algo. Hay en la sinagoga, al lado de las elites, muchos que han tomado la costumbre de la inercia y entre quienes se alejaron de ella, llevados por los vientos del mundo, muchas grandes almas con la pasión por lo absoluto. Seamos francos. Nosotros, para quienes los muros de la sinagoga son familiares y amigos, ¿dónde encontramos la confirmación más brillante de nuestra verdad? ¿Dónde buscamos los signos de los que no hablan los creyentes, pero de los que tienen necesidad los más fie­ les para confirmar su fidelidad? ¿Es en las sinagogas, así estuvieran en Kipur llenas y vibrantes de gente? ¿Nuestra búsqueda de signos no se orienta hacia pensamientos menos familiares, hacia lugares menos consagrados, hacia hombres menos confiados? Antes que en la solem­ nidad de los oficios, nuestra elección, es decir, nuestra irremisible res­ ponsabilidad, nos atraviesa, para marcamos en la fulguración de la genialidad talmúdica, cuando somos todavía capaces de entreverla. Y según otro orden, la certeza de la elección llega hasta nosotros cada vez que la presencia judía se manifiesta entre los hombres que luchan y mueren por una causa justa; cada vez, también, que bajo un voca­ bulario que amenaza con volverse irreconocible, el antiguo mensaje que guía esos justos combates, ignorando hasta los rasgos de su típi­ ca fisonomía, luce como por milagro. Pero es necesario abrirse aún a otros signos. Ya los constructo­ res de un mundo mejor -pero que, en nombre de la Razón, llegan a ignorar el Juicio- encierran y amurallan a nuestros hijos como los

ladrillos vivientes del Egipto bíblico del que habla el Talmud; y ya en esos bloques uniformes que debieran prefigurar una humanidad igual, se manifiesta -¡extraña germinación en una materia tan homo­ génea!- la Diferencia bajo la cual se mueve, obstinada y difícil, la libertad.

Signatura -E l lenguaje que se pretende directo y nombra los acontecimientos, carece de franqueza. Los aconteci­ mientos lo invitan a ser prudente y a los arreglos por conveniencia. Sin que lo sepan, el compromiso aglo­ mera a los hombres en partidos. Su manera de hablar se convierte en política. El lenguaje de los comprometidos está cifrado. -¿Quién habla en claro de la actualidad? ¿Quién se expresa según se lo indica su corazón sobre los hom­ bres? ¿Quién les muestra su rostro? -Aquel que se expresa en términos de “sustancia”, “accidente”, “sujeto”, “objeto” y otras abstracciones... (De una conversación sorprendida en el subterráneo)

Signatura

La Biblia hebraica desde la más temprana edad en Lituania, Pouchkine y Tolstoí, la Revolución Rusa de 1917 vivida a los on­ ce años en Ucrania. A partir de 1923, la Universidad de Estrasbur­ go donde enseñaban por entonces Charles Blondel, Halbwachs, Pradines, Carteron y, más tarde, Guéroult. La amistad de Maurice Blanchot y, a través de los maestros que eran adolescentes en el momento del Affaire Dreyfus, la visión, deslumbrante para un re­ cién llegado, de un pueblo equiparable en humanidad y de una na­ ción a la cual es posible ligarse por el espíritu y el corazón con tan­ ta firmeza como por las raíces. Estadía entre 1928 y 1929 en Friburgo y aprendizaje de la fenomenología comenzado un año an­ tes con Jean Hering. La Sorbona, León Brunschvicg. La vanguar­ dia filosófica en las veladas del sábado en casa de Gabriel Marcel. El refinamiento intelectual -e l anti-intelectualismo- de Jean Wahl y su generosa amistad reencontrada después de un largo cautiverio en Alemania; conferencias regulares a partir de 1947 en el Colegio filosófico que Wahl había fundado y animaba. Dirección de la cen­ tenaria Escuela Normal Israelita Oriental, consagrada a la forma­ ción de maestros de francés para las escuelas de la Alianza Israe­ lita Universal de la Cuenca Mediterránea. En comunión cotidiana con el doctor Henri Nelson, frecuentación del señor Chouchani, maestro de prestigio y de extremo rigor en lo referente a la exégesis del Talmud. Conferencias anuales, a partir de 1957, sobre tex-

tos talmúdicos,1 en los Coloquios de los Intelectuales judíos de Francia. Tesis de Doctorado en Letras en 1961. Profesorado en la Universidad de Poitiers, a partir de 1967, en la Universidad de París-Nanterre y, a partir de 1973, en París-Sorbona. Este inventario dislocado es una biografía. Está dominada por el presentimiento y el recuerdo del horror nazi. Husserl habrá aportado a la filosofía un método.2 Este consiste en respetar las intenciones que animan lo psíquico y las modalida­ des del aparecer, conformes a esas intenciones, que caracterizan a los diversos seres captados por la experiencia; en descubrir los hori­ zontes insospechados donde se sitúa lo real así capturado por el pen­ samiento representativo, pero también por la vida concreta, aquélla que todavía no pertenece al registro predicativo, a partir del cuerpo (inocentemente), a partir de la cultura (quizá menos inocentemente). Tender las manos, girar la cabeza, hablar una lengua, ser la “sedi­ mentación” de una historia, todo esto condiciona de manera tras­ cendental la contemplación y lo contemplado. Mostrando que la conciencia y el ser representado emergen de un “contexto” no representativo, Husserl habrá impugnado la Re­ presentación como lugar de la Verdad. Jamás los “andamios” que exigen las construcciones científicas pueden volverse inútiles, si somos cuidadosos con el sentido de esos edificios. Las Ideas que trascienden la conciencia no se separan de su génesis en la concien­ cia esencialmente temporal. Pese a su intelectualismo y su certeza en cuanto a la excelencia del Occidente, Husserl habrá puesto así

1. Cf. Quatre lectores talmudiques, publicado por Éditions de Minuit, en la colección “Critique”, París, 1968. [Cuatro lecciones talmúdicas, Barcelona, Riopiedras, 1996.] 2. Cf. Théorie de rintuition dans la Phénomenologie de Husserl, París, Alean, 1930. Coronada por la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Reeditada por Vrin en 1963 y 1970: En découvrant l ’existence avec Husserl et Heidegger, París, Vrin, 1949; 2a edición, 1967, seguida de Nouvelles recherches sur Husserl; 3a edición en 1975, traduc­ ción, en forma conjunta con la señorita G. Peiffer de Husserl, Meditations cartesiennes, Colin, 1930, reeditado más adelante por Vrin.

en cuestión el privilegio platónico, hasta entonces nunca discutido, de un continente que cree tener derecho a colonizar el mundo. El método fenomenológico fue utilizado por Heidegger para re­ montar más allá de las entidades conocidas objetivamente y aborda­ das técnicamente, hacia una situación que condicionaría todas las otras: aquélla de la aprehensión del ser de esas entidades, la de la on­ tología. El ser de esas entidades no es, a su vez, una entidad. Es neu­ tro, pero esclarece, guía y ordena el pensamiento. Apela al hombre y casi lo suscita. El ser y el ente, que no es, a su vez, un ente ¿es fosforescencia como Heidegger lo pretende? Esta es la vía seguida por quien firma este libro. Un análisis que finge la desaparición de todo existente -e incluso del cogito que lo piensa- está invadido por el murmullo caótico de un existir anóni­ mo, que es una existencia sin existente y que ninguna negación al­ canza a superar. Existe -d e manera impersonal- como llueve o ano­ chece.3 La generosidad que al parecer contiene el término alemán “es gib f\ correspondiente al “existir”, no se manifiesta allí en mo­ do alguno entre 1933 y 1945. ¡Es preciso decirlo! La luz y el sentido sólo nacen con el surgimiento y la posición de existentes en esa horrible neutralidad del existir. Se encuentran en el camino que conduce de la existencia al existente y del existente al otro -vía dibujada por el tiempo como tal-.4 El tiempo no debe ser visto como “imagen” y aproximación de una eternidad inmóvil, como mo­ do deficiente de la plenitud ontológica. Articula un modo de existen­ cia donde todo es siempre revocable, donde nada es definitivo, sino que está siempre por venir -donde incluso el presente no es una sim­ ple coincidencia consigo mismo, sino además una inminencia-. 3. Cf. “De l’Évasion”, en Recherches Philosophiques, 1935-1936. De l ’existence á l ’existant, París, Vrin, 1947. [De la Evasión, De la existencia al existente, Madrid, Are­ na, 1999 y 2000.] 4. Cf. “Le temps et l’Autre” en los Cahiers du Collége Philosophique, París, Arthaud, 1949; “Maurice Blanchot et le regard du poete”, Monde Nouveau, marzo de 1956.

Esa es la situación de la conciencia. Tener conciencia es tener tiempo, es estar más acá de la naturaleza, en un cierto sentido, no ha­ ber nacido todavía. Semejante desgarro no implica un ser menor, si­ no el modo del sujeto. Comporta un poder de ruptura, el rechazo de principios neutros e impersonales, de la totalidad hegeliana y de la política, de los ritmos hechizantes del arte.5 Ese modo es un poder de hablar, es libertad de palabra, sin que se instaure detrás de la pa­ labra pronunciada una sociología o un psicoanálisis que investigue el lugar de esa palabra en un sistema de referencias y la reduzca así a algo que ella no quiso. Por lo tanto, poder de juzgar la historia sin quedarse a esperar su veredicto impersonal.6 Pero el tiempo, el lenguaje y la subjetividad no suponen sola­ mente un ser que se arranca a la totalidad, sino además un ser que no la engloba. El tiempo, el lenguaje y la subjetividad dibujan un pluralismo y, por consiguiente, en el sentido más fuerte de ese tér­ mino, una experiencia: la recepción por un ser de un ser absoluta­ mente otro. A la ontología - a la comprensión heideggeriana del Ser del ser-, se lo sustituye primordialmente por la relación de ser a ser, que no equivale sin embargo a una relación de sujeto a objeto,7 sino a una proximidad, a la relación con el Otro.8 La experiencia fundamental que la experiencia objetiva supone por sí misma es la experiencia del Prójimo.* Experiencia por exce­ 5. “La realité et son ombre”, en Les Temps Modernes, noviembre de 1948. “Jean Wahl et la sen sib ilitr, 1955, N° 331. 6. Cf., en especial, la Ia edición de Difficile Liberté, essai sur le judai'sme, París, Al­ bín Michel, 1963. 7. En “Deucalion II”, 1947, “L’Autre dans Proust”. Cf. “Évidences”, septiembreoctubre de 1952: “Éthique et Esprit” (integrado en “Difficile Liberté”). Artículos en la Revue de Métaphysique et de Morale: Io) “¿L’ontologie est-elle fondamentale?”, eneromarzo de 1951, integrado en “Phénoménologie - Existence”, publicado por Colin; 2o) “Liberté et Commandement”, julio-septiembre de 1953; 3o) “Le moi et la totalité”, oc­ tubre-diciembre de 1954; 4o) “La philosophie et l’idée de rinfini”, diciembre de 1958 (recogido en la 2a edición de En découvrant 1’existence avec Husserl et Heidegger). 8. Cf. la segunda edición de En découvrant l ’existence avec Husserl et Heidegger y, en especial, el estudio titulado “Langage et proximité”. * “Prójimo” es la traducción por la que optamos para el término francés “autruf’, en tanto “Otro” corresponde al consignado en el original como “Autre”. [N. de la T.]

lencia. Como la idea de Infinito desborda el pensamiento cartesiano, el Prójimo está fuera de proporción respecto del poder y la libertad del Yo. La desproporción entre el Prójimo y el Yo es precisamente la conciencia moral. La conciencia moral no es una experiencia de va­ lores, sino un acceso al ser exterior -y el ser exterior por excelencia, es el Prójimo-. La conciencia moral, así, no es una modalidad de la conciencia psicológica, sino su condición, y, en primer lugar hasta su inversión misma, puesto que la libertad que vive en función de la conciencia se inhibe ante el Prójimo, cuando en verdad miro fija­ mente, con franqueza, sin artimañas ni evasivas, sus ojos desarma­ dos, absolutamente desprovistos de protección. La conciencia moral es, precisamente, esa franqueza. El rostro del Prójimo cuestiona la feliz espontaneidad del yo, esa alegre fuerza que avanza. La multitud a la que el conde Rostopchine, en La Guerra y la Paz, libró Verechtchaguine, hesita ante su ros­ tro que enrojece y vuelve a palidecer, duda en ejercer violencia, ins­ pirada en un “sentimiento de humanidad en extrema tensión”; el pueblo permanece en silencio al final de Boris Godunov, ante los crímenes cometidos por los poderosos. En Totalidad e infinito9 se expuso una tentativa de sistematizar esas experiencias, oponiéndolas a un pensamiento filosófico que re­ duce lo Otro a lo Mismo, lo múltiple a la totalidad, haciendo de la autonomía su principio supremo. Pero la adaptación de lo Otro a la medida de lo Mismo en la to­ talidad no se obtiene sin violencia, Guerra o Administración, que alienan incluso a lo Mismo. La filosofía, como amor de la verdad, aspira al Otro en su condición de tal, al ser distinto de su reflejo en el Yo. La filosofía va en búsqueda de su ley, es la heteronomía en sí misma, es metafísica. En Descartes, el Yo que piensa posee la idea de lo infinito: la alteridad de lo Infinito no se amortiza con la idea,

9. Totalité et infini, La Haya, Nijhoff, 1961, 2a edición, 1965; 3a edición, 1968; 4a edición, 1971; 5a edición, 1974. [Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Sa­ lamanca, Sígueme (Hermeneia), 1977.]

como ocurre con la alteridad de las cosas finitas, de las que -según Descartes- puedo dar cuenta yo mismo. La idea de lo infinito con­ siste en pensar más de lo que uno cree que piensa. Esta descripción negativa toma un sentido positivo que no está ya en la letra del cartesianismo: un pensamiento que piensa más de lo que cree pensar, ¿qué es esto sino Deseo? Deseo que se distingue de la indigencia de la necesidad. Lo Deseado no lo colma, sino que lo profundiza. La fenomenología de la relación con el Prójimo sugiere esta es­ tructura del Deseo analizado como idea del Infinito. En tanto el ob­ jeto se integra a la identidad de lo Mismo, el Prójimo se manifiesta por la resistencia absoluta de sus ojos sin defensa. La inquietud solipsista de la conciencia, viéndose en todas sus aventuras cautiva de sí misma, concluye aquí. El privilegio del Prójimo respecto del Yo -o de la conciencia moral- es la brecha misma hacia el exterior que es, también, brecha hacia la Altura. La epifanía de aquello que puede presentarse tan directamente, tan exteriormente y también de un modo tan eminente, es el rostro. La expresión del rostro, que aporta una ayuda para consigo mismo, es la palabra hablada. La epifanía del rostro es lenguaje. El Prójimo es el primer registro de lo inteligible. Pero lo infinito en el rostro no aparece como una representación. Cuestiona mi libertad, que se des­ cubre asesina y usurpadora. Pero este descubrimiento no es un deri­ vado del saber acerca de sí. Es por entero heteronomía. Ante el ros­ tro, siempre exijo más de mí mismo; más respondo al rostro y más aumentan las exigencias. Ese movimiento es más fundamental que la libertad de la representación de sí. La conciencia ética no es, en efecto, una variedad particularmente recomendable de la conciencia, sino la contracción, el repliegue en sí mismo, la sístole de la con­ ciencia sin más. La orientación hacia la altura del Otro -así descripta- es como un desnivelamiento en el ser mismo. La indicación de algo que está por encima no indica una reducción a la nada, sino un “plus de ser” mejor que la felicidad de la relación social. Su “producción” sería

imposible sin la separación, que a su vez no correspondería reducir a un componente dialéctico de la Relación con el Prójimo. En efec­ to, la dialéctica de la separación y de la unión sólo opera en función de una totalidad. El principio de la totalidad no es provisto por la desdicha de la soledad, ya orientada hacia otro, sino por la felicidad del goce. A partir de ese momento, es posible sostener un pluralis­ mo que no se reduce a una totalidad. El Prójimo, revelándose por el rostro, es el primer elemento in­ teligible antes de las culturas, antes de sus aluviones y sus alusiones. Queda afirmada así la independencia de la ética respecto de la his­ toria. Mostrar que la primera significación surge en la moralidad -en la epifanía casi abstracta del rostro desprovisto de toda cualidad, ab­ soluto, absolviéndose de las culturas- es trazar un límite a la com­ prensión de lo real por la historia y reencontrar el platonismo. Fue posible presentar, desde la aparición de Totalidad e infinito, esta relación con lo Infinito como irreductible a la “tematización”. El Infinito sigue manteniéndose como “tercera persona”, “Él”, pese al “Tú” cuyo rostro me concierne; el Infinito afecta al Yo sin que el Yo pueda dominarlo, sin que el Yo pueda “asumir”, valiéndose de la “arké” del Logos, la desmesura del Infinito afectando así al Yo anár­ quicamente, imprimiéndose como huella en la pasividad absoluta -anterior a toda libertad-, mostrándose como “Responsabilidad-porel-Prójimo” que esta afección suscita. El sentido último de esa res­ ponsabilidad consiste en pensar el Yo en la pasividad absoluta del Sí mismo como el hecho en sí de sustituirse al Otro, de convertirse en su rehén,10 y en esta sustitución no sólo ser de otro modo, sino, co­ mo liberado del conatus essendi, de ser en un grado más alto. El lenguaje ontológico del que todavía se vale Totalidad e infi­ 10. Cf. “La trace de I’Autre” y “Langage et proximité”, en 2a edición de En découvrant l ’existence avec Husserl et Heidegger, y “La substitution”, en Revista Filo­ sófica de Louvain, agosto de 1968 (núcleo del libro publicado en 1974: Autrement qu’étre ou au-delá de l ’essence). Cf. también, acerca de todos estos temas: Humanisme de l ’autre homme (1972). Noms propres y Sur Maurice Blanchot (1976). Cf. tam­ bién en El Nuevo Comercio (30-31), el estudio de 1975: “Dieu et la Philosophie”.

nito para excluir la significación puramente psicológica de los aná­ lisis propuestos, resulta de ahora en más evitado. Y los análisis, en sí mismos, no reenvían a la experiencia donde siempre un sujeto tematiza aquello que él iguala, sino a la trascendencia donde respon­ de por aquello que sus intenciones no midieron.

Comentarios Un verso bíblico puede convergir en múltiples en­ señanzas. Tratado de Sanedrín 34a

Textos mesiánicos

Los comentarios que se van a leer están vinculados con cuatro pasa­ jes provenientes del último capítulo del Tratado Sanedrín. Se refie­ ren a diversos aspectos del mesianismo. A lo largo de varias páginas de ese capítulo se despliegan, en efecto, múltiples tesis esclarecedoras en lo que hace a esa noción, compleja y difícil. Sólo la opinión popular la concibe en términos simples. En ella, el concepto de Mesías se traduce por entero en ele­ mentos propios de la percepción sensible y se genera en el mismo plano que el de nuestras relaciones cotidianas con las cosas, algo que no resulta suficiente para el pensamiento. Todavía no se ha di­ cho nada del Mesías si se lo representa como una persona que vie­ ne a poner fin milagrosamente a las violencias que controlan al mundo, a terminar con la injusticia y las contradicciones que desga­ rran a la humanidad, pero que tienen su fuente en la naturaleza de la humanidad y en la Naturaleza sin más. La opinión popular retiene, sin embargo, la potencia emocional de la idea mesiánica. Y abusa­ mos cotidianamente de ese término y de esa potencia emocional.1 1. En un artículo reciente de Eranos, el señor Sholem, con una ciencia histórica por cierto admirable y con una notable intuición de la significación sistemática de los textos estudiados (intuición ausente a veces en otros historiadores), hace una distinción entre el mesianismo apocalíptico, que es sobre todo popular y el mesianismo racionalista de los rabíes, que culmina en la célebre página acerca de los tiempos mesiánicos que Maimónides da en su Mishnah Torá, hacia el final del capítulo consagrado a las leyes del po­

El problema central al que están consagrados cada uno de los pasajes comentados aquí está señalado por un subtítulo. En realidad, los problemas tratados están vinculados entre sí. Las páginas que se van a leer hacen cortejo a los trabajos pre­ sentados en el 3er. y 4to. coloquios de los intelectuales judíos, orga­ nizados por la sección francesa del Congreso Judío Mundial en 1960 y 1961. Su forma sigue siendo aquella que responde a la exposición oral. La presentación misma sigue la secuencia en la que se dieron entonces, sin atender al orden en el cual los textos talmúdicos co­ mentados figuran en el Tratado Sanedrín. No obstante, las referen­ cias a la paginación talmúdica indican ese orden. La explicación de un texto talmúdico por alguien que no ha pa­ sado su vida estudiando la literatura rabínica a la manera tradicional es una empresa muy atrevida, incluso si quien la intenta se ha fami­ liarizado desde la infancia con los caracteres cuadrados o hebreos y aun cuando esos textos hayan sido un gran aporte para su propia vi­ da intelectual. El conocimiento tradicional de los textos talmúdicos en todo su alcance no llegaría por sí solo, ciertamente, a satisfacer a un pensador occidental. Ese conocimiento es, sin embargo, la con­ dición necesaria del pensamiento judío. Lo que se leerá aquí no es entonces más que un ensayo.

I. La noción de mesianismo (Sanedrín 99 a) Rabí Chiya ben Abba dijo, en nombre de Rabí Yochanan: “To­ dos los profetas sin excepción no han profetizado sino para la ¿po­

der político. Sin embargo, no todo ha sido dicho, como parece a veces creerlo el señor Sholem, una vez afirmado el carácter racionalista de ese mesianismo -como si la racio­ nalización no significara más que la negación de lo maravilloso y como si, en el terreno espiritual, se pudieran abandonar los valores cuestionables sin ponerse en contacto con otros valores-. Es la significación positiva del mesianismo de los rabíes la que quisiera mostrar en mi comentario.

ca mesiánica. En cuanto al mundo futuro, ningún ojo lo vio fuera de Tí, Oh Señor que obrarás para aquél que te espera”. La parte final de ese texto: “[...] ningún ojo lo vio [ . . es una traducción, lo menos que se pueda decir libre (como lo son muy a menudo las traducciones talmúdicas) de un versículo de Isaías (64, 3). La Biblia de Zadoc Kahn lo traduce así: “Nunca ningún ojo hu­ mano había visto otro dios que Tú obrar de ese modo a favor de sus fieles”. ¡Traducción por cierto libre del Talmud! No es el momento de justificar esa libertad. En todo caso, ella no le quita nada al pensa­ miento propio del talmudista para quien habilita una expresión. Las traducciones de los talmudistas, siempre singulares, a menu­ do extrañas, intentan abrir nuevas perspectivas a partir de la lección simple del texto, perspectivas que, en realidad, son las únicas que dan acceso a la dimensión misma donde el sentido profundo de la lectura simple podrá fundarse. Rabí Chiya ben Abba, en nombre de Rabí Yochanan, sostiene en primer término una tesis judía clásica (no siempre del todo familiar a los judíos) según la cual existe una diferencia entre el mundo fu­ turo y la época mesiánica. Agrega luego que ésta -eje de articula­ ción entre dos épocas, y no precisamente cierre de la historia- con­ siste en la realización de todas las profecías políticas y sociales, promesa de una humanidad aliviada y mejor. Es posible, en efecto, agrupar las promesas de los profetas en dos categorías: política y so­ cial. La injusticia y la alienación introducidas por la dimensión ar­ bitraria de las potencias políticas en todo emprendimiento humano, habrán de desaparecer; pero la injusticia social, el dominio ejercido por parte de los ricos sobre los pobres, desaparecerán al mismo tiempo que la violencia política La tradición talmúdica, representa­ da por Rabí Chiya ben Abba, hablando en nombre del Rabí Yocha­ nan, ve en los tiempos mesiánicos la realización simultánea de todas esas promesas políticas y sociales. En cuanto al mundo futuro, éste parece situarse en otro plano. Nuestro texto lo define como “privilegio de quien te aguarda”. Se

trata, en principio, de un orden personal e íntimo, exterior a las rea­ lizaciones de la historia que están a la espera de una humanidad en vías de unirse en un destino colectivo. El mundo futuro no puede ser anunciado por un profeta que se dirige a todos. El judaismo, como institución objetiva -como Sinagoga- sólo enseña las verdades que conciernen al Bien de la comunidad y al orden público. Enseña y profetiza la justicia. No es una compañía de seguros contra todo riesgo. La salvación personal de los hombres, la relación directa e íntima del hombre con Dios, escapan a la indiscreción de los profe­ tas; nadie puede fijar por anticipado el itinerario de esa aventura. Pe­ ro el texto continúa así: Existe sobre ese punto una opinión contraria, la de Samuel, quien afirma: “Entre este mundo y la época mesiánica, no hay más diferen­ cia que el fin del ‘yugo de las naciones' -de la violencia y de la opre­ sión políticas Texto muy conocido, que Maimónides retomará procurando, por su parte, hacer una síntesis entre la opinión de Samuel y la de Rabí Yochanan. Pero esta opinión pretendidamente opuesta a la del Rabí Yochanan, se expresa de manera tal que en un primer momen­ to deja la impresión de estar anunciando una era que se distingue de la precedente en un detalle: los tiempos mesiánicos sólo indican el fin de la violencia política. Y sin duda se trata allí del fin de la ser­ vidumbre política de Israel, disperso entre las naciones. Pero el pen­ samiento de Samuel debe ser profundizado para damos acceso a un horizonte más amplio, donde se ubica la esperanza de Israel y sin el cual esta esperanza privada no podría situarse en el rango de los pen­ samientos. En otros textos, Samuel toma igualmente en serio la potencia po­ lítica. La era en la que el problema político se resuelve, en que la política ya no viene a contrariar (ni a reducir a la nada, ni a su mera contradicción) el emprendimiento moral del hombre, marca la culmi­ nación de la historia y merece el nombre de tiempos mesiánicos. ¿El fin de las violencias políticas se separa del fin de las violen­ cias sociales? ¿Samuel anuncia el paraíso de los capitalistas: ya no

más guerras, ni servicio militar, ni antisemitismo, pero no se tocan las cuentas bancarias y el problema social queda sin resolver? Un texto paralelo -los hay en abundancia en el Talmud- indica acaso las razones alegadas por Samuel a favor de su tesis: No hay entre la época mesiánica y este mundo nada que los distin­ ga, como no sea el fin de la violencia y de la opresión política, ya que la Biblia dice (Deut. 15,11): “El pobre no desaparecerá de la tierra” (Berajot, p. 34b). Es evidentemente imposible adjudicar a un doctor del Talmud la opinión cuya caricatura acabamos de dibujar, y según la cual los miembros de la sociedad mesiánica pueden complacerse en la in­ justicia social. En el Deuteronomio que Samuel cita, no lejos del versículo según el cual “El pobre no desaparecerá de la tierra”, se ubica aquél que recomienda: “Que no haya pobres entre vosotros” (Deut. 15, 4). Samuel no puede haberlo ignorado. Su opinión debe tener entonces un significado por completo diferente; el desacuerdo entre Rabí Yochanan y Samuel, ¿no se refiere acaso al sentido que positivamente reviste la época mesiánica? Para Rabí Yochanan, ésta resuelve todas las contradicciones políticas y termina con la desi­ gualdad económica, para inaugurar una vida contemplativa o activa no alienable -quizás el saber absoluto, el quehacer artístico o la amistad; en todo caso, una vida por encima de lo político y de lo so­ cial, de allí en más inofensivos-. Es a partir de ahí que la posición de Samuel cobra toda su fuer­ za: para él, la vida espiritual en sentido estricto resulta inseparable de la solidaridad económica con el otro -el dar es, en cierto modo, el movimiento original de la vida del espíritu-; la culminación me­ siánica no podría suprimirlo. Todo cuanto ella permite es el máximo despliegue de ese dar, la mayor pureza y las más altas alegrías, con­ jurando la violencia política que lo falsea. No porque los pobres de­ ban subsistir para que los ricos tengan la alegría mesiánica de ali­ mentarlos. Es necesario pensar en términos más radicales: el otro es siempre el pobre, la pobreza lo define como otro, y la relación con él seguirá siendo siempre ofrenda y don, nunca un acercamiento

“con las manos vacías”. La vida espiritual es esencialmente vida moral y su lugar predilecto es el económico. Samuel, en consecuencia, tiene también una muy elevada opi­ nión de la época mesiánica, pero no piensa que el otro, en su condi­ ción de pobre, sea tan sólo el accidente de un régimen histórico la­ mentable. El “mundo futuro”, es decir la modalidad de vida a la que accede el individuo gracias a las posibilidades de la vida interior -y que ningún profeta anuncia- abre nuevas perspectivas. Los tiempos mesiánicos, en tanto forman parte de la historia (y donde, en conse­ cuencia, el sentido de nuestras responsabilidades reales en ella se re­ vela), las ignoran todavía. Contrariamente a Samuel, quien no separa entonces la vida me­ siánica de las dificultades ni de la trascendencia propias de la moral, Rabí Yochanan entrevé una vida espiritual pura y agraciada, en cier­ to modo despojada de todo el peso que en ella introducen las cosas, concretizado en la economía, así como relaciones directas con el otro, que ya no aparece como pobre sino como amigo; una vida don­ de no habría más oficios, sino sólo artes y donde la repercusión eco­ nómica de las actividades deja de entrar en línea de cuenta. Rabí Yo­ chanan cree, en cierto modo, en el ideal de un espíritu desencamado, de una armonía y de una gracia totales, exento de elementos dramá­ ticos; Samuel, por el contrario, tiene el sentimiento del esfuerzo per­ manente de renovación que exige esta vida espiritual. Y en efecto, nuestro texto continúa relatando dos otras lecciones de Rabí Yochanan, transmitidas por Rabí Chiya ben Abba: Rabbí Chiya ben Abba dijo en nombre de Rabí Yochanan: “Todos los profetas no han profetizado sino para los arrepentidos. Pero en cuanto a los justos sin flaquezas, ningún ojo lo vio como no seas Tú, Se­ ñor que obrarás por aquél que te espera”. El texto sigue con una digresión de la que me ocuparé luego. Y Rabí Chiya ben Abba dijo en nombre de Rabí Yochanan: “Todos los profetas en conjunto sólo profetizaron para quien entrega su hija en matrimonio al estudiante de la Ley, o para quien beneficia con sus bie­ nes (muebles e inmuebles probablemente) a un estudiante de la Ley. En

cuanto al estudiante de la Ley en sí, ningún ojo lo vio, como no seas Tú, Señor que obrarás por aquél que te espera Rabí Yochanan nos enseña algo nuevo: de quién se ocupó la pa­ labra de los profetas. En primer término, profetizaron para los arre­ pentidos. A los justos sin flaquezas les está reservado el mundo fu­ turo. A los justos arrepentidos, los tiempos mesiánicos -un mundo del que aquellos gozan ya desde ahora-. ¿Quiénes son los justos sin flaquezas? Los justos sin drama, alejados de las contradicciones del mundo. Así, siempre se impone con el Rabí Yochanan el ideal de un espíritu desencamado y agraciado. Comparemos el primer texto y el segundo que acabo de citar. La palabra de los profetas se dirigió a quienes continúan su vida económica cotidiana, sin abandonarse al determinismo propio de esa vida; a quienes fundan una familia, por cierto, pero al hacerlo ya la consagran a la vida desinteresada del intelecto, encamada en el estudiante de la Ley, quien accede directamente a la revelación, al conocimiento de Dios; a aquellos que comercian y trabajan, pe­ ro dedican ese trabajo al estudiante de la Ley; a los que poseen, pero consagran su propiedad a ese estudiante. Familia, trabajo, propiedad, esas instituciones de la historia pre-mesiánica pueden, para el Rabí Yochanan, quedar sustraídas a las necesidades de la historia por los individuos aún incapaces de vínculos directos con el espíritu desinteresado, pero aptos a participar en él indirec­ tamente, gracias a la mediación del estudiante de la Ley. Los tiem­ pos mesiánicos los llevarían entonces a subir un grado más: en­ trarán así en la vida del espíritu desinteresado y agraciado de los estudiantes de la Ley, quienes están convocados a alcanzar el grado extremo, el del mundo futuro, del que me ocuparé más ade­ lante. Notemos -y a que es característico del modo según el cual el Tal­ mud aborda las cuestiones-, que la oposición entre los Rabíes Yo­ chanan y Samuel -como ocurre cada vez que los Doctores se opo­ nen- refleja dos perspectivas entre las cuales el pensamiento oscila, en cierto modo, eternamente. ¿El espíritu indica una vida casi divi­

na, en cierto modo liberada de las limitaciones de la condición hu­ mana, o bien es esta condición, sus límites y sus dramas, la que ar­ ticula la vida del espíritu como tal? Es importante señalar que am­ bas concepciones reenvían al pensamiento judío, ya que una y otra expresan al hombre. También importa ponerse en guardia frente al juego fácil de las antítesis al que se libran pensadores preocupados por resumir las que postulan como opciones del pensamiento judío. Subrayemos ahora otro aspecto de la discusión que se da (eter­ namente) entre Rabí Yochanan y Rabí Samuel. Rabí Yochanan pien­ sa que la proximidad de los tiempos mesiánicos y la felicidad que ellos prometen depende del mérito. No es el caso de Samuel, quien se pregunta: “¿Para quién profetizaron los profetas?”. Como si, pa­ ra él, las promesas hechas por aquellos concernieran a todo el mun­ do. En un segundo texto que me encargaré de comentar, Samuel nie­ ga expresamente la relación entre la venida del Mesías y el mérito. Concibe allí la llegada de los tiempos mesiánicos como un aconte­ cimiento que no depende sólo de la perfección moral de los indivi­ duos. Para Rabí Yochanan, el problema político queda resuelto al mismo tiempo que el problema social y la solución de ambos está en manos del hombre, depende de su poder moral. Habría un pasaje na­ tural de la actividad con fundamentos morales a los tiempos mesiá­ nicos. Nada podría alienar la actividad moral; el bien que quiero ha­ cer, del que soy consciente, hace intrusión en la realidad sin perderse en el conflicto. Provoca la transformación social buscada, aquélla que conduce a una transformación política. El agente moral sigue siendo el verdadero agente de lo que hace; sus intenciones no cam­ bian de signo cuando se vuelcan en la realidad histórica. Para Samuel, por el contrario, existe algo que permanece extran­ jero al individuo moral, algo que debe ser en primer término supri­ mido para que los tiempos mesiánicos advengan. El Mesías es, ante todo, esa ruptura. Para la conciencia lúcida y dueña de sus intencio­ nes, la llegada del Mesías comporta un elemento irracional -o por lo menos algo que no depende del hombre, que viene de afuera: la re­ solución de las contradicciones políticas-. Lo interesante.es la cate­

goría misma de ese acontecimiento que viene de afuera. Que ese afuera sea la acción de Dios o una revolución política, a distinguir de la moral, poco importa: el Talmud se interesa con frecuencia mu­ cho más en la categoría que en el acontecimiento mismo del que ha­ bla. La concepción de Rabí Yochanan acuerda todo a la libertad humana y a la acrión moral; la de Samuel sitúa entre el emprendimiento moral, entre la libertad humana y la culminación del bien, un obstáculo de tipo completamente nuevo: la violencia política, que debe ser superada por el advenimiento mesiánico. Esto es lo esencial que tenía para decir acerca de este primer tex­ to; pero éste incluye una digresión que dejé de lado y una parte fi­ nal que también quiero exponer. Cuando Rabí Chiya ben Abba dice en nombre de Rabí Yochanan que los profetas sólo profetizaron para los arrepentidos, pero que los justos sin flaquezas tendrán una suerte “que ningún ojo pudo ver fuera de Ti”, etc., alguien manifiesta su desacuerdo. Se trata de Rabí Abhou, quien habla en nombre de Rav (no es del todo seguro que haya sido así; un texto paralelo al Tratado Berajot no menciona a Rav). Rabí Abhou dice: “En el lugar donde se encuentran los arre­ pentidos, los justos no pueden estar”. Se cita a menudo este último texto. La ventaja acordada a los arrepentidos respecto de los justos sin flaquezas, evoca la “felix cul­ pa” y halaga nuestro gusto por lo patético, nuestra sensibilidad ali­ mentada por el cristianismo y por Dostoievski. ¿El obrero de hora undécima no es el más interesante? El arrepentimiento valdría más que la existencia ininterrumpida en el bien, que la aburrida fidelidad. La discusión entre Rabí Chiya ben Abba y Rabí Abhou demues­ tra que la opinión de éste es sólo una opción: lo esencial del esfuer­ zo moral reside, para el Rabí Abhou, en el retomo al Bien después de la aventura del mal; el verdadero esfuerzo sería aquel revolucio­ nario y dramático. La otra opinión subsiste. Aquella que elige la pu­ reza inmaculada y una perfección sin historias, protegida absoluta­ mente contra la falta, separada del determinismo natural. Esta forma exige también esfuerzo y virilidad. El Talmud se complace en subra­

yar la ambigüedad del problema. El diálogo entre Rabí Chiya ben Abba y Rabí Abhou es un diálogo eterno de la conciencia humana. Uno y otro apoyan su tesis en el mismo versículo: “Paz, paz al ale­ jado y al allegado”. Esa preocupación por conducir las “opiniones” y las “opciones” a las encrucijadas del problema donde aquéllas re­ ciben su dignidad de pensamientos, tal es el verdadero espíritu del Talmud.

Voy a abordar ahora la última parte de mi texto: “Ningún ojo lo yio...”. ¡Y sin embargo! ¡Nos gustaría entrever aquello que fue pro­ metido al justo perfecto! ¿Qué es lo prometido a los sabios y no sólo a quienes participan de la sabiduría y la perfección indirectamente, acordándoles sus hijas en matrimonio y asegurando la subsistencia a los estudiantes de la Ley? ¿Cuál es la recompensa que, más allá de los tiempos mesiánicos, representa el precio del mundo futuro? Rabí Yochanan dijo: “Es el vino conservado en los racimos des­ de los seis días de la creación ¡Estupendo vino el de ese año...! Un vino añejo que no había si­ do envasado, como tampoco había sido cosechado. Se lo puso a res­ guardo de toda ocasión de adulterarse. Vino absolutamente inaltera­ do, puro. El mundo futuro es ese vino. Admiremos la belleza de la imagen. Preguntémonos, sin embargo, el sentido que puede tener. ¿Jamás perdieron las esperanzas ante las dificultades para com­ prender un texto antiguo? ¿No se espantaron ante la multiplicidad de interpretaciones interpuestas entre ese texto y ustedes? ¿Nunca los desanimó la ambigüedad de toda palabra, que aun cuando sea direc­ ta y actual, apenas pronunciada se aleja, se adultera y apela a la in­ terpretación? ¿El mundo futuro no sería la posibilidad de reencon­ trar el sentido primero de las palabras, que es también su sentido último? La magnífica imagen del vino que se conserva inalterado en su racimo desde los seis días de la creación, promete el sentido ori­ ginal de la Escritura, más allá de todos los comentarios y de toda la historia que la alteró. Pero también promete la comprensión de todo

lenguaje humano; anuncia un nuevo Logos, por consiguiente una nueva humanidad. La imagen desata el nudo trágico de la historia del mundo. Curiosa coincidencia, el término hebreo que designa al vino es yayin y el valor numérico de sus tres letras es igual a 70, como el de las tres letras que forman el término sod, misterio, que en el simbo­ lismo del Talmud indica el sentido último de la Escritura, aquél al cual se llega después de haber buscado el sentido literal, el Pchate, después de haberse elevado desde allí al sentido alusivo, al Reméz, y de allí al sentido simbólico, al Drache. Pero la cuestión es la si­ guiente: el verdadero misterio reside en la simplicidad originaria, más simple que el sentido literal. Solamente el sentido originario, en su simplicidad inalterada, se librará al mundo futuro, una vez que la historia haya sido recorrida. Para ello son necesarios, entonces, el tiempo y la historia. El primer sentido, más “viejo” que el primero, es futuro. Es preciso pasar por la interpretación para superar la in­ terpretación. Por cierto, el cálculo de los valores numéricos no prueba nada. ¿No existe acaso una cláusula de estilo propia del Talmud para su­ gerir lo inteligible, de sabio a sabio, sorprendiendo al mismo tiem­ po al “burgués”, deslumbrado por el extraño acuerdo entre los nú­ meros? Detrás de los cotejos numéricos, es necesario siempre buscar un lazo lógico. Allí reside una regla excelente para la exégesis de los textos rabínicos. En ese registro, la imagen del primer vino de la creación, inalterado en sus racimos, convence al menos tanto como el cotejo numérico que nos divierte. Pero existe una segunda opinión acerca de las maravillas del mundo futuro prometidas a los justos sin flaquezas, según algunos, a los arrepentidos, según otros. Siempre hay en el Talmud una se­ gunda opinión; sin oponerse necesariamente a la primera, pone de relieve otro aspecto de la idea. Rabí Levy dijo: “Lo que ningún ojo vio nunca, es el Edén”. Y si se objeta: ¿Y Adán? ¿Dónde vivió entonces Adán? Diremos que Adán vivió en un

jardín. Y si se pretende que el Edén y el jardín designan una misma rea­ lidad, citaremos un versículo del Génesis: “Y un río salía del Edén pa­ ra irrigar el jardín ” Hay entonces una diferencia entre el Edén y el jardín donde ha­ bitaba Adán. El argumento es especioso, pero la versión de Rabí Levy nos enseña que el mundo futuro no equivale simplemente a un retomo al paraíso perdido. El mismo paraíso perdido estaba irrigado por algo “que ningún ojo vio”, cuya fuente no era el Edén y que volveremos a encontrar hacia el final. La historia no es simplemente una eternidad disminui­ da y corrupta, ni la imagen móvil de una eternidad inmóvil; la his­ toria y el devenir tienen un sentido positivo, una fecundidad impre­ visible; el instante futuro es absolutamente nuevo, pero la historia y el tiempo son necesarios para que emerja. Ni siquiera Adán, en su inocencia, lo conoció. Volvemos a encontrar la idea de la felix cul­ p a : la expulsión del paraíso y el paso del tiempo prometen una per­ fección más grande que aquélla de la felicidad experimentada en el jardín del paraíso. Es esta fecundidad del tiempo, el valor positivo de la historia, lo agregado por la tesis de Rabí Levy a la opinión de Rabí Yochanan. Brevemente, algo acerca del método al que recurrió nuestro co­ mentario y al que se conformará también para los textos que van a seguir. De ninguna manera pretendemos excluir de la lectura de ellos la significación religiosa que guía la del creyente ingenuo o místico, como tampoco aquélla que haría un teólogo. Partimos, sin embargo, de la idea que esta significación no es sólo susceptible de ser transpuesta en un lenguaje filosófico, sino que se refiere a pro­ blemas filosóficos. El pensamiento de los doctores del Talmud procede de una reflexión suficientemente radical como para satisfa­ cer también las exigencias de la filosofía. Es esta significación ra­ cional la que constituyó el objeto de nuestra investigación. Las fórmulas lacónicas y las imágenes, las alusiones y hasta ca­ si los “guiños” mediante los cuales ese pensamiento se expresa en el Talmud, sólo pueden librar su sentido si se los aborda a partir de

problemas concretos y de situaciones concretas de la existencia, sin preocuparse por los anacronismos aparentes que se cometen así. Es­ tos no pueden contrariar sino a los fanáticos del método histórico, quienes profesan que está prohibido al pensamiento genial antici­ par el sentido de cualquier experiencia y que además de la existen­ cia de términos impronunciables antes de la llegada de un momento determinado, hay también pensamientos impensables antes que su tiempo venga a cumplirse. Nosotros partimos de la idea de que el pensamiento genial es aquél donde todo ha sido pensado, incluso la sociedad industrial y la tecnocracia moderna. Es partiendo de los he­ chos y de los problemas reales que esas fórmulas y esas imágenes a través de las cuales los sabios hablan a los sabios, por encima de la multitud -y que revelan ser más precisas, estudiadas y audaces de lo que pueden parecerlo cuando se las aborda por primera vez-, libran al menos una parte de su pensamiento. Sin esto, el judaismo -cuyo principal contenido son esas fórmulas- se reduciría a un folklore o a las anécdotas de la historia judía, no justificaría su propia historia y no valdría la pena darle una continuidad. No se trata de cuestionar el valor del método histórico ni de las perspectivas interesantes que él abre; pero permanecer en esos lími­ tes equivale a transformar en incidentes, en pequeñas historias loca­ les las verdades que hicieron vivir al judaismo. Aun cuando ellas es­ tuvieran determinadas por circunstancias, conflictos y polémicas que habían terminado por ser insignificantes desde largo tiempo atrás y habían sido olvidados, las palabras de los doctores de Israel fijan estructuras intelectuales y categorías que se sitúan en lo abso­ luto del pensamiento. Esta confianza en la sabiduría de los sabios es, si se quiere, una fe. Pero esta forma de fe que confesamos, es la úni­ ca que no estamos obligados a conservar discretamente en nosotros mismos, sin comportarse con el impudor de las profesiones de fe que resuenan indiscretamente en todas las plazas públicas.

II. La llegada de los tiempos mesiánicos. ¿Condicionada o sin condiciones? Nuestro segundo texto se encuentra en las páginas 91b y 98a del -Tratado Sanedrín. Encontramos allí casi los mismos protagonistas de los que nos ocupáramos hace un momento. Se trata del Rabí Sa­ muel, pero quien discute con él no es Rabí Yochanan, sino Rav, el antagonista habitual de Samuel en el Talmud. Rav dijo: “Todos los plazos expiraron y la cuestión sólo depen­ de del arrepentimiento y de las buenas acciones Y Samuel dijo: “Aquel que está de duelo está harto de su duelo ”. Queda claro que para Rav, las condiciones objetivas de la libe­ ración están reunidas; la historia ha concluido. No era necesario es­ perar la “Fenomenología del espíritu” y el siglo xix para reconocer el fin de la historia. No porque ya no exista el porvenir, sino porque ya a partir del siglo m de la era en curso se han cumplido las condi­ ciones objetivas para la aparición del Mesías. Todo depende de las buenas acciones y del arrepentimiento: el advenimiento mesiánico se sitúa a nivel del esfuerzo individual que puede producirse en plena posesión de uno mismo. Ya todo es pensable y ha sido pensado; la humanidad está madura; faltan las bue­ nas acciones y el arrepentimiento. La acción moral, obra del indivi­ duo', no está alienada en una historia que la desnaturalizaría y para imponerse no debe, en consecuencia, tomar el camino de la política y recurrir a las razones de Estado. Para hacer triunfar una causa justa, no es necesario aliarse polí­ ticamente a los asesinos; hacerlo equivaldría a separar la acción de su fuente moral y de su intención real. Todos los plazos han expira­ do: las buenas acciones son eficaces. El Mesías es eso. La tesis de Samuel, por el contrario, acuerda una importancia a las realidades políticas. Sólo el mesianismo podría desbaratar los efectos destructivos que ellas tienen en la vida moral. Para él, en una palabra, la liberación mesiánica no puede ser el resultado del es­ fuerzo individual, cuya eficacia y juego armonioso dependen sólo de

ella. ¿Qué dice Samuel? Aquel que está de duelo está harto de su duelo. Para comprender ese propósito sibilino, necesitamos en pri­ mer término buscar quién es el personaje del que se dice que está en duelo. Existen tres opiniones. Primera opinión: es Dios quien está en duelo. Se puede decirlo en otro lenguaje: la voluntad objetiva que dirige la historia está en duelo. Dios está de duelo y está harto de su duelo. El orden objeti­ vo de las cosas no puede quedarse eternamente en un fracaso, no puede permanecer eternamente en el estado de desorden, las cosas se compondrán y lo harán objetivamente. No es necesario esperar el esfuerzo individual, que es casi desdeñable y se ahoga en el curso majestuoso y razonable de las cosas históricas. El esfuerzo indivi­ dual depende, por el contrario, de esa composición. Aquel que está de duelo, aquel que sufre por esta humanidad deficiente, Dios para hablar el lenguaje teológico, en todo caso la voluntad que guía la historia desgarrada por sus contradicciones, llevará a cabo la libera­ ción, se convertirá en orden como quiera que sea. Pero este llamado a un arreglo necesario y objetivo de la historia, no es sólo una exi­ gencia racionalista sino -como vamos a verlo-, una opinión absolu­ tamente necesaria para la religión. Segunda concepción: aquel que está de duelo, es Israel. Israel está de duelo, Israel sufre. Este sufrir, en la medida en que no hay arrepentimiento, es la condición de su salvación. Esta manera de in­ terpretar resulta próxima de la tesis de Samuel en lo que hace a la concepción de Rav. La objetividad de la liberación postula aquí de todos modos un acontecimiento moral en su origen. Pero no se tra­ ta del arrepentimiento, donde el individuo, con plena conciencia del mal, toma la iniciativa de una acción plenamente consciente para re­ pararlo, sino del sufrimiento que condiciona la liberación. Si bien se apodera del individuo, ese sufrimiento es recibido desde afuera y, en consecuencia, no ubica al individuo en el origen absoluto de de su liberación, sólo le deja el rango de una causa segunda. Esta idea de un sufrimiento a distinguir del arrepentimiento sitúa el martirio padecido por Israel, ya sea durante los años terribles co­

mo a lo largo de su historia, entre la vida moral en el sentido estric­ to del término y la dignidad de la víctima que carga absurdamente y sin haberlo merecido con la repercusión de las necesidades históri­ cas; dignidad que no es, sin embargo, el mérito propiamente dicho. Tercera concepción: se trata de aquella de un comentador del siglo x v ii , que figura en las ediciones clásicas del Talmud, Marsha: quien está en duelo, es precisamente Israel. Pero el sufrimiento de Israel no determina en sí la liberación. El comentador expresa pro­ bablemente su disgusto ante la idea de una redención que, obtenida como único efecto del sufrimiento y sin ninguna virtud positiva, tie­ ne un fuerte resabio cristiano. El sufrimiento incita a quien está de duelo y harto de su duelo a arrepentirse. Allí reside la causa de la li­ beración. El sufrimiento tendría entonces, en la economía del ser, un lugar por cierto especial: no es todavía iniciativa moral, pero es por su in­ termedio que se puede suscitar una libertad. El hombre recibe el su­ frimiento, pero en él surge como libertad moral. La idea de la inter­ vención exterior en la salvación se concilia en el sufrimiento con aquélla según la cual la fuente de la salvación debe ser necesaria­ mente exterior al hombre. A un mismo tiempo, el hombre recibe la salvación y es quien la construye. Samuel, sensible al obstáculo po­ lítico, es decir exterior, que encuentra la moralidad y reclamando pa­ ra la liberación un acto venido del exterior, un acto que trascienda la simple moralidad, se acerca a Rav, quien estima que los tiempos han llegado y de ahora en más “todo depende de las buenas obras”. Quizá resulte interesante dar cuenta en esta ocasión de otro pa­ saje del Talmud -m uy hermoso-, que ilustra por cierto la posición radical de Rav, pero puede servir como cuarta respuesta para la pre­ gunta acerca de quién está de duelo: se trata del Mesías. Rabí Yehoshua ben Levy tuvo un día la suerte de encontrar al profeta Elias. Esos encuentros se producían en los apólogos talmúdi­ cos. El profeta Elias, como es sabido, es el precursor del Mesías. Rabí Yehoshua le plantea la única pregunta interesante: “¿Cuándo vendrá?”. El profeta Elias no puede responder. Él no sería más que

un subalterno: “Interroga al Mesías mismo”. “¿Dónde encontrarlo?” “Permanece a las puertas de Roma. Está entre los justos que sufren, se encuentra entre los mendigos todos cubiertos de llagas.” Rabí Yehoshua ben Levy se dirige allí. Encuentra en el lugar una verdade­ ra corte de los milagros. Los cuerpos de esos desdichados están cu­ biertos de vendas. Las retiran, se curan y las vuelven a poner. Se re­ conoce entre ellos al Mesías sin dificultad. Para curarse, no se atreve a retirar, como los demás, todas las vendas al mismo tiempo: en cual­ quier momento puede ser llamado, la “llegada del Mesías” puede producirse a todo instante. Por eso no quita todos las vendas a la vez; cura sus heridas una después de la otra y no descubre la herida si­ guiente antes de haber vendado la anterior. Es preciso que su llegada no sufra el retraso impuesto por la duración de un acto médico. Rabí Yehoshua ben Levy lo reconoce, se precipita hacia él, lo in­ terroga: ¿Cuándo será tu llegada? ¡Hoy mismo! Rabí Yehoshua ben Levy va al encuentro del profeta Elias: ¿este “hoy” no ha sido enga­ ñoso? ¿Pero ese término no provenía del versículo “Hoy, si queréis escuchar mi voz” (Ps. 95)? Hoy, a condición que... Tenemos entonces también un Mesías que sufre. Sin embargo, la salvación no puede producirse por la pura virtud de su sufrimiento, aun cuando toda la historia haya transcurrido. Todos los tiempos se han cumplido. El Mesías está dispuesto a venir hoy mismo. Pero to­ do depende del hombre. Y el sufrimiento del Mesías, y en conse­ cuencia el de la humanidad que lo origina, no bastan para salvar a la humanidad. Las dos tesis de Rav y de Samuel se muestran ahora con mayor claridad, como testigos de una alternativa fundamental: o bien es la moral, es decir, el esfuerzo de los hombres, dueños de sus intencio­ nes y de sus actos, la que salvará al mundo, o bien será necesario pa­ ra ello un acontecimiento objetivo que supere la moral y la buena voluntad de los individuos. Nuestro texto dice entonces, en efecto, que la discusión entre Rav y Samuel retoma una vieja discusión de los tanaitas, que opo­ nía en otros tiempos a Rabí Eliezer y Rabí Yehoshua.

Rabí Yehoshua dijo: “Si Israel vuelve a Dios, será liberado. Si no lo hace, no será liberado ”. Volvemos a encontrar la tesis de Rav: Rabí Eliezer respondió a Rabí Yehoshua: “¿Cómo? ¿Si no se arrepienten, no serán liberados?”. “Pero Dios va a suscitar un rey, un poder político, cuyas leyes serán duras como aquéllas de Haman y entonces Israel hará peni­ tencia y volverá a Dios.” Se reconoce la tesis de Samuel en la interpretación que de ella hace Marsha. La idea de una liberación gratuita sería inadmisible para Rabí Yehoshua. El fenómeno Haman (o el fenómeno Hitler) es­ tá situado en la perspectiva del mesianismo. Sólo el arrepentimien­ to causa la salvación, pero existen acontecimientos objetivos de ca­ rácter político que producen ese arrepentimiento que es, a la vez, manifestación de la libertad humana y producto de una causa exter­ na. La tesis de Samuel se mostrará bajo una forma mucho más cercana a la posición de Rav, si damos crédito a la versión que aca­ bamos de leer de la discusión entre los tanaitas. Pero esa no es sino una versión. Nuestro texto reproduce otra, transmitida por la Braitha, es decir, por la colección de enseñanzas de los tanaitas que quedó por fuera de la Mishná, reunida por Rabí Yehouda Hanassi hacia el fin del siglo n. Estamos en presencia de un pasaje sin duda alguna característi­ co del Talmud, donde se puede tener la impresión de asistir sencilla­ mente a una batalla que se libra a golpes de versículos. Rabí Eliezer dice: “Si Israel hace penitencia, será liberado, ya que fue dicho: Volved, oh hijos rebeldes, yo curaré vuestros extra­ víos” (Jeremías, 3, 22). Rabí Eliezer, esta vez, apoya su opinión en un versículo que co­ mienza con la palabra: “Volved...”. Se invita a los hijos de Israel a volver. Cuando ese retomo se cumpla, el Mesías vendrá. La salva­ ción depende de los hombres. Rabí Yehoshua respondió: “¿No fue ya dicho ‘gratuitamente ha­ béis sido vendidos y sin gasto de dinero seréis rescatados*?” (Isaías

52,3). Sin gasto de dinero, es decir, no por causa de las buenas obras. Curiosamente, el tanaita identifica a la gratuidad, la vanidad de la idolatría y al gasto de dinero, el arrepentimiento y las buenas obras. Rabí Eliezer vuelve a la carga. “¿No fue ya dicho ‘Volved a m í y yo volveré a vosotros’?” (Malaquías 3, 7). Siempre la insistencia recae en el término volved, condición de la salvación. Pregunta entonces Rabí Yehoshua: “¿No fue ya dicho: ‘p uesto que yo quiero concertar una unión con vosotros, tomaré uno por ciudad, dos por familia y os llevaré a Sion’?” (Jeremías 3, 14). Rabí Yehoshua parece olvidar, para obtener un argumento a fa­ vor de su tesis, de esos violentos “os tomaré” y “os llevaré”, al co­ mienzo del versículo citado, donde sin embargo también figura el término “Volved”. Este olvido nos indica ya que la argumentación es menos formal de lo que parece. Rabí Eliezer replica: “¿No fue ya dicho: ‘En el descanso y el re­ poso seréis salvados’?” (Isaías 30, 15). Aquí el Rabí Eliezer juega con las palabras, si se puede decir así, y traduce el versículo de una manera que no es imposible, pero resulta dudosa: “Por el retomo y la calma seréis liberados”. Subor­ dina así, como lo hace habitualmente, la liberación al arrepenti­ miento. Rabí Yehoshua ataca nuevamente: “Quien libera a Israel, su santo, habla a quien es un objeto de desprecio para los hombres, de repulsión para los pueblos, al escla­ vo de los poderosos. Al verlo, los reyes se levantarán, los grandes habrán de prosternarse...” (Isaías 49, 7). Promesa sin condición. Entonces, la cuarta réplica de Rabí Eliezer: “¿No fue ya dicho: ‘Si volvieras, Israel, dice el Señor, si volvie­ ras a Mí, etc.’?” (Jeremías 4, 1).

Rabí Eliezer lo lee, con la soberanía de quien tiene su idea: Si volvieras, Israel, vuelve a Mí. Rabí Eliezer prueba, una vez más, la prioridad del arrepentimiento respecto de la gratuitad de la salvación. Pero Rabí Yehoshua no tiene dificultades para encontrar un nue­ vo versículo en apoyo de su tesis: “¿No se ha dicho: T escuché al personaje vestido de lino y ubi­ cado aguas arriba del río (hacer esta declaración), a un tiempo que levantaba la mano derecha y la mano izquierda hacia el cielo, ju ­ rando por Aquél que vive eternamente, que al cabo de un período, de dos períodos y medio, cuando la potencia del pueblo santo haya sido quebrada por completo, todos esos acontecimientos se cumpli­ rán’?" (Daniel, 12, 7). Rabí Yehoshua lee en ese versículo el anuncio de una liberación incondicional. ¿Y el Rabí Eliezer? El Rabí Eliezer se calla. En un primer mo­ mento, esto sorprende. ¿Se ha quedado sin versículos? Esta batalla entre eruditos hubiera podido continuar sin límites. Acaso no es po­ sible encontrar otros que comiencen por “Volved” y aun otros don­ de se anuncie: “Os salvaré así y todo...”. Pero Rabí Eliezer guarda silencio. Para interpretar el extraño texto que acabo de citar, es preciso en un comienzo dejar de lado los puntos que en un primer abordaje pa­ recen constituir la fuerza de la argumentación resumida. Y es preci­ so descuidar menos los mismos versículos a los que recurrieron los interlocutores. La fuerza primera de los argumentos, por cierto, parecía residir en el hecho que Rabí Eliezer citaba versículos que definían una con­ dición moral para la liberación, en tanto que Rabí Yehoshua se com­ placía en los textos donde aquélla se presenta como incondicional. Tomemos el primer argumento. Rabí Eliezer dijo: “Volved, ¡oh hijos rebeldes! Yo curaré vuestros extravíos”. Términos esenciales: “yo curaré”. Los extravíos de los hombres comportan una corrup­ ción tan radical, que ésta requiere una medicación. Pero reconocer el mal en tanto exige una medicación, es también estimar esta me­

dicación ineficaz sin el esfuerzo previo del enfermo. Para Rabí Elie­ zer, si el mal corrompe al ser al punto de exigir una medicación, la cura no puede obtenerse del afuera, como una gracia. Sobre un ser corrupto, el acto exterior ya no tiene incidencia. Nada puede pene­ trar en un ser a quien el mal condujo a encerrarse en sí; es necesario que en primer lugar recobre posesión de sí mismo para ser curado luego desde afuera. Precisamente porque el mal no es simplemente un extravío, sino una enfermedad profunda del ser, es el enfermo el primer y principal obrero de su curación. Singular lógica, opuesta a la de la gracia. Puedo salvarlos a con­ dición que se acerquen a mí. Es preciso que el enfermo conserve su­ ficiente lucidez para ir hacia el médico, sin lo cual su enfermedad es locura, es decir, el estado de aquél que no puede ni siquiera ir a bus­ car espontáneamente al médico. Exigencia eterna de un pensamien­ to que ve en el pecado la ruptura con el orden universal, un aisla­ miento egoísta de un ser libre. Pero la respuesta de Rabí Yehoshua hace valer una exigencia no menos eterna. El pecado que separa y aísla, tiene a su vez una base -y esa base es el error-. Ahora bien, el error permanece abierto a la acción exterior de la enseñanza. Si para Rabí Eliezer todo extravío es una falta, para Rabí Yehoshua la falta, por su parte, reposa en el error. La perversión moral se apoya en una insuficiencia de cultura. Este error es la idolatría. Para el judaismo de Rabí Yehoshua, cons­ tituye la base de todas las depravaciones morales; por sí misma, no es más que un error. “Habéis sido vendidos gratuitamente”, dice Je­ remías, y Rabí Yehoshua se precipita para agregar: “Gratuitamente, esto quiere decir, por causa de la idolatría”. Una ofensa hecha al hombre procede de un mal radical. No se borra sino por el perdón del ofendido y requiere una expiación por parte de quien ofendió. En cuanto a una ofensa hecha a Dios, es Dios quien se arregla con ella. Tiene que ver con “la incultura”. Es precisamente esta la respuesta de Rabí Yehoshua: “En la base de la falta que la intervención puramente exterior no podría reparar y que requeriría las buenas acciones y una iniciativa de regeneración pro­

veniente del individuo, ¿no hay una insuficiencia intelectual? La de­ gradación causada por un error inconsistente, ¿no tendría que ser re­ parada desde afuera, sin esperar las buenas obras? ¿La degradación humana no es, en primer lugar, intelectual y doctrinaria? Por consi­ guiente, ¿el Mesías no debe venir desde la exterioridad de la ense­ ñanza?”. Este es el motivo por el cual Rabí Yehoshua tendrá eterna­ mente razón, (como Rabí Eliezer, por lo demás). Él percibe, más allá la corrupción del mal, un defecto intelectual al que se debe y se pue­ de aportar desde afuera un remedio. Vayamos a los otros argumentos. Retomad a M í y yo retomaré a vosotros. Aquí se afirma una vez más, por boca de Rabí Eliezer, la exi­ gencia eterna de la moralidad: la reciprocidad total entre personas li­ bres, la igualdad entre libertades. Aquello que soy respecto de Dios, Dios lo es con respecto a mí. Es en nombre de una libertad de esa na­ turaleza que la salvación del hombre debe originarse en el hombre. Toda la discusión se ubica -como ya lo señalé- en el polo opues­ to de la lógica cristiana de la gracia: el error tendría necesidad de un auxilio externo, ya que el verdadero saber no es autodidacta; pero la falta sólo puede ser expiada desde adentro. ¿La respuesta de Rabí Yehoshua? No hay absoluta certeza en cuanto a esa libertad soberana que se alega. ¿La libertad no se apo­ ya en un compromiso previo con el ser respecto del cual uno se si­ túa como libre? Los dos seres libres, Dios y el hombre, ¿son como novios decidiendo libremente su unión, algo que pueden también re­ chazar? ¿No están acaso ligados, desde un primer momento, por un vínculo comparable al matrimonio? Es precisamente esta imagen de unión conyugal, donde la iniciativa pertenece a uno de los esposos, la que evoca el versículo citado por Rabí Yehoshua. ¿Dios es un partenaire que se acepta o se rechaza? ¿No se lo aceptó incluso cuando se lo rechaza? ¿La libertad en general no supone un compromiso previo en cuanto al rechazo mismo de ese compromiso? Llevemos esto al plano político, por ejemplo. Quien rechaza al Estado, ¿no fue formado al respecto por éste? Si uno de nuestros interlocutores del precedente coloquio estu­

viera aquí, hubiera por cierto protestado contra esta idea de Rabí Yehoshua, contra este cuestionamiento de la libertad, contra este golpe del “tú me reniegas, es porque me afirmas; si tú me buscas es porque ya me has encontrado”. Su protesta no lo hubiera dejado fue­ ra del judaismo: estaría de acuerdo con Rabí Eliezer. Tercer argumento de Rabí Eliezer: Por la paz y el descanso se­ réis salvados. Invoca aquí nuevamente una condición eterna del me­ sianismo o de la liberación: la posibilidad de suspender el dominio de las cosas, de tomar distancia respecto de ellas: la paz e incluso la ocasión de la toma de conciencia, de la libertad de pensamiento. Sin ellas, la renovación de uno mismo -el retomo^ no es posible. Atri­ butos exclusivos de toda conciencia como tal, ellos nos aseguran esa renovación y ese dominio de nuestro destino desde el interior. La respuesta de Rabí Yehoshua es perentoria. Y el esclavo, el subdesarrollado, el proletario, “aquél que es un objeto de desprecio para los hombres”, ¿no han alienado ya su conciencia de sí, tienen acaso la paz y la ocasión, condiciones de la recuperación de sí? ¿La intervención exterior no se hace en consecuencia necesaria? Si resulta necesario, así, que la acción moral parta del interior, del “intervalo de la conciencia y la meditación”, es preciso que, en el re­ gistro de lo concreto, un acontecimiento previo y objetivo asegure lo que constituye su condición, es necesaria entonces una intervención desde afuera: Mesías o revolución o acción política, para permitir tan siquiera a los hombres el acceso a esa ocasión y a la conciencia de sí. Cuarto argumento, por fin, que vuelve dramático el debate. Por vez primera, la partícula si figura en el texto citado: Si ustedes retor­ nan a Mí, yo retomo a vosotros. La exigencia de moralidad absoluta es una exigencia de libertad absoluta. Y por consiguiente, una posibilidad de inmoralidad. ¿Qué ocurrirá, en efecto, si los hombres no vuelven a Dios? Ocurrirá lo si­ guiente: el Mesías no vendrá nunca, el mundo quedará en manos de los malvados y la tesis de los ateos -de aquellos que aprecian el mundo librado a lo arbitrario y al m al- triunfará. La moralidad exi­ ge la libertad absoluta, pero en esta libertad ya reside la posibilidad

de un mundo inmoral, es decir, del fin de la moralidad: la posibili­ dad del mundo inmoral está así incluida en las condiciones de la mo­ ralidad. Es por esta razón que el último argumento de Rabí Ye­ hoshua consiste en afirmar brutalmente la liberación del mundo con fecha fija, ya sea que los hombres la merezcan o no. Y es así que es­ ta vez Rabí Eliezer guardó silencio, porque en esta ocasión las exi­ gencias de la moral culminan en un punto donde, en nombre de la libertad absoluta del hombre, niegan a Dios -es decir, niegan la cer­ teza absoluta de la derrota del mal. No hay moral sin Dios; sin Dios, la moral no está preservada contra la moralidad. Dios surge aquí en su esencia más pura, muy alejada de toda imaginería de la encamación, a través de la aventu­ ra moral de la humanidad. Dios es aquí el principio mismo del triun­ fo del bien. Si usted no cree en esto, si usted no cree que de todas maneras el Mesías vendrá, usted ya no cree en Dios. Se comprende entonces mejor la tesis paradójica y célebre: el Mesías vendrá cuan­ do el mundo sea plenamente culpable. Ella es la consecuencia extre­ ma de una proposición evidente: incluso si el mundo está absoluta­ mente hundido en el pecado, el Mesías vendrá. Rabí Eliezer guardó silencio, pero su tesis no es abandonada. Resucitará en la época de Rav y de Samuel. Y todavía está viva. El judaismo adora su Dios en la aguda conciencia de todas las razones -de toda la Razón del ateísmo-.

III. Las contradicciones del mesianismo El pasaje relativo a las contradicciones internas del advenimien­ to mesiánico, tomado igualmente del Tratado Sanedrín (98 b), será comentado de una manera menos rigurosa. El texto comienza de este modo: Ullah dijo: “Que el Mesías venga, ¡pero que yo no lo vea!” y Ra­ ba dijo lo mismo. Pero Rabí Yossi dijo (porque siempre hay alguien que dice lo con­

trario): “Que venga, y que yo merezca el favor de sentarme a la som­ bra del estiércol de su asno ” Abbayé preguntó a Raba cuál era la razón de esa actitud. La ve­ nida del Mesías se acompaña de catástrofes. ¿Eso le daría miedo? ¿Pero no ha sido dicho que el hombre de buenas acciones, estudio­ so de la Torá, escapa a las conmociones de la época mesiánica? ¿No es usted la buena acción misma, la Torá como tal? Pero Raba no tiene la certeza de estar libre de pecado ni tiene se­ guridad respecto de su futuro: Jacobo había recibido de Dios todas las promesas y sin embargo ¿no estaba angustiado ante Esaú? ¿No se decía entonces que el pecado, sin saberlo él, habría podido cues­ tionar las promesas divinas? ¿Y por qué Israel, saliendo de Egipto camino a la Tierra Prome­ tida, benefició de milagros, en tanto a su regreso de Babilonia no se produjo ninguno? Como es sabido, los milagros fueron prometidos para las dos circunstancias, puesto que en su cántico del Mar Rojo, Moisés agradecía anticipadamente los milagros producidos en oca­ sión del retomo de Babilonia: “Hasta que pase tu pueblo (salido de Egipto), hasta que pase el pueblo que tú ganaste (en Babilonia)”. La promesa no pudo cumplirse, el pecado entró allí. El sujeto no es entonces nunca pura actividad, siempre se pone en cuestión; el sujeto no se posee de una manera inalienable y repo­ sada. Siempre se le pide más. Más justo es y más severamente se lo juzga. ¿Se puede en consecuencia entrar en el estado mesiánico sin temor ni temblor? La hora de la verdad es temible. ¿El hombre está a la altura de la claridad que anhela? En función de las exigencias crecientes respecto de él mismo que comporta para el Yo, dado el es­ crúpulo del que éste vive ¿la moralidad no se excluye de los tiem­ pos mesiánicos, era de las realizaciones? Ese texto es fariseico, pero por cierto de un fariseísmo insospe­ chado por los Evangelios. Subrayemos la precisión de la respuesta de Raba. Se refiere a Jacobo delante de Esaú y a Israel volviendo de Babilonia, Jacobo e Israel, el señor Israel y Todo Israel. Las nacio­ nes sublevadas no están más seguras de sus causas que las personas.

Pero existe una segunda razón para eludir los tiempos mesiáni­ cos. Yochanan declaraba también: “Que venga y que yo no lo vea”. Rech-Laquiche pregunta: “¿Por qué? ¿Es por causa de la situación anunciada para los tiempos mesiánicos, cuando un hombre huye an­ te un león y se encuentra cara a cara con un oso; entra en la casa, se apoya contra la pared y una serpiente lo muerde?” (Amos 5, 9). ¿Pero esta situación es más horrible que la de los tiempos en los que ya vivimos en el presente? ¿Quien va a través de los cam­ pos no encuentra acaso al representante de la Ley? ¿Aquél que en­ tra en la ciudad no encuentra al cobrador de impuestos? ¿Y quien vuelve a la casa no encuentra su mujer y sus hijos víctimas del hambre? El retomo a la bestialidad temido por Rabí Yochanan, ¿es más terrible que la política y la economía inhumanas del mundo en el que vivimos? ¿Tenemos algo que perder en los horrores de la re­ volución? De modo que no es esto lo que provoca el miedo en Rabí Yocha­ nan. Él medita con angustia en tomo a un versículo de Jeremías. Ese versículo es el siguiente: “Pregunten entonces y busquen in­ formarse acerca de si los machos dan a luz: ¿por qué vi que todos los hombres llevaban sus manos hacia sus flancos, a un tiempo que todos los rostros tomaban un tono lívido? -¡Ah! Porque es de temer ese día que no se parece a ningún otro” (Jeremías 30, 6-7). Ese es el versículo que espanta a Rabí Yochanan, quien lo lee, claro está, a su manera; todos los hombres no es la humanidad en su conjunto, sino que designa a Aquél que es la virilidad misma. “Todo” sería aquí un adverbio. Aquél que es todo un hombre, todo humanidad, toda virilidad, Dios en el fin de* los tiempos, lleva las manos hacia los flancos, como si tuviera que dar a luz. ¿Por qué lle­ va las manos hacia los flancos? Porque en el momento mesiánico, es preciso que sacrifique los malvados a los buenos. Porque en el acto justo hay todavía una violencia que hace sufrir. Incluso cuan­ do el acto es razonable, cuando el acto es justo, comporta una vio­ lencia. Sólo que el versículo no concluye allí. Rabí Yochanan distingue

en él otros dos partícipes, aquellos que tienen el tinte lívido. Y dice: “Quienes tienen el tinte lívido, son los habitantes de los cielos y los habitantes de la tierra”. ¿Por qué están lívidos los habitantes del cielo y de la tierra? Por­ que temen que Dios cambie de parecer, que renuncie a las sancio­ nes; ese es el temor de los habitantes de lo alto, de los ángeles, de la razón pura, para quienes la injusticia debe ser castigada y la justicia recompensada. Aplican estrictamente la razonable ley de la Razón y no pueden comprender la hesitación. Otro tanto recelan los habitan­ tes de aquí abajo, las víctimas del mal, aquellos que experimentan en su carne el precio temible de la injusticia perdonada, el peligro de la dispensa graciosa del crimen. Están perfectamente informados. Y esta vez, los perseguidos y los rigurosamente razonables se reúnen en el temor por la renuncia de Dios a su justa justicia. Pero la maravilla del texto es que, pese a las incertidumbres de los habitantes de lo alto y de los de aquí abajo, pese a sus razones y sus experiencias tan perfectamente válidas, Aquél que es toda virili­ dad, ni mujer, ni ternura, ni sensiblería, ni Mater Dolorosa, ni tier­ no hijo de Dios, duda ante la violencia, aunque ésta sea justa. Esa es también la razón por la cual el compromiso necesario es tan difícil para el judío, el motivo por el cual el judío no puede com­ prometerse sin dejar de inmediato de lado ese compromiso; por eso le queda siempre ese resabio de violencia, incluso cuando se com­ promete por una causa justa; el judío no puede nunca ir a la guerra con las banderas desplegadas, al son de los acentos triunfantes de las músicas militares y con la bendición de una Iglesia.

IV. Más allá del mesianismo (Sanedrín 98b-99a) Rav Guidel dijo en nombre de Rav: Israel, en el futuro, gozará de la era mesiánica. Rav José objetó: ¿Acaso no cae de su peso? ¿Quién, de no ser así, alcanzaría ese goce? ¿Le correspondería a Hilik o a Bilik?

Todos mis auditores han debido formular la misma objeción que José: “¿Quién, sino Israel, está prometido a los tiempos mesiánicos?”. ¿Pero qué significan las palabras “Hilik” y “Bilik”? Primera sig­ nificación aportada por quienes hacen el comentario: Hilik y Bilik serían como Pérez y González, no importa quién, los primeros en llegar. Rav José se sorprende entonces porque Rav Guidel nos anun­ cia la llegada del Mesías para Israel, ya que se trata de algo que cae­ ría por su propio peso: es Israel, no es cualquiera quien gozará de los tiempos mesiánicos. No es cualquiera quien goza de los tiempos mesiánicos. Es necesario ser digno de ese goce y en ese punto, el mesianismo difiere del fin de la historia donde los acontecimientos objetivos liberan a todo el mundo, a todos los hombres que habrán tenido la suerte o la gracia de encontrarse allí, a la hora final de la historia. Según otro comentador, esas palabras (estas pequeñas cosas se vinculan con grandes pensamientos), designarían dos magistrados, pero de un género particular: serían los magistrados de Sodoma. Así, la objeción de Rav José se formularía en estos términos: “¿Ustedes piensan que la época mesiánica está hecha para los magistrados de Sodoma?”. ¿Qué hay entonces de nuevo en esta objeción que excluye del mesianismo a los magistrados de Sodoma? Quizá corresponda no li­ mitar Sodoma a su significación histórica y geográfica. Estamos en Sodoma un poco en todas partes. Ahora bien, los magistrados, así fuere aquellos de Sodoma, sitúan su acción, en tanto magistrados, bajo el signo de lo universal; los magistrados de Sodoma, son gente que así y todo conoce la vida política del Estado; sin embargo, se­ gún los teóricos del fin de la historia, quienes actúan respondiendo al signo de lo universal, son justos para su época. Toda política -en función de la universalidad del objetivo que se propone- es moral y toda intención universal está orientada hacia el fin de la historia. Nuestro texto enseñaría, entonces, que el mero hecho de actuar res­ pondiendo al orden de lo universal no justifica la entrada en los tiempos mesiánicos, que estos no corresponden sólo a la universali­

dad inherente a una Ley o un Ideal humano. Tienen un contenido propio. Hilik y Bilik, magistrados de Sodoma, no son juzgados en rela­ ción con su situación histórica, sino que en todo momento están ma­ duros para el juicio absoluto. ¡No cabe el relativismo histórico para excusar al hombre! El mal puede tomar formas universales e inclu­ so el sentido de la esperanza mesiánica consiste quizás en admitir que el mal podría, en sí, revestir formas universales, hacerse Estado, pero que una voluntad suprema impedirá su triunfo.

Pero si los textos mesiánicos conciernen incontestablemente a Israel, ¿para qué decirlo? ¿Rav Guidel enseñaría la banalidad? En realidad, habla para dejar de lado una tesis adversa, una tesis sor­ prendente para todos -salvo para quienes escucharon al señor Jankélévich adivinar, gracias a una suerte de armonía preestablecida, cómo continúa nuestro texto-: Israel ya no se atiene a las esperan­ zas mesiánicas. La continuación del texto es la siguiente: El decir de Rav Guidel (afirmando que Israel gozará de la era mesiánica) tiene por finalidad rechazar una opinión, aquélla de Rabí Hillel quien enunció: “ Ya no hay Mesías para Israel Israel lo experimentó en la época del rey Hesekias ”. Subrayemos en primer término que nuestro Rabí Hillel no se identifica con el célebre Hillel, Hillel el Antiguo. Pero es un Rabí, es decir, un (tanaíte), un doctor de la época que precedió el fin del siglo ii. Sólo se conoce de él, en todo el Talmud, esta afirmación: Ya no hay Mesías para Israel. Para Israel, el mesianismo sería un esta­ dio superado, atravesado en la época del rey Hesequías, alrededor de 1000 años antes del Rabí Hillel. ¿Y desde entonces? ¿Existirían es­ peranzas más altas? Para Rabí Hillel, en todo caso, el mesianismo convenía a un Is­ rael primitivo, a un Israel muy antiguo. Quizá Rabí Hillel quiso de­ cir en realidad que para los pueblos el mesianismo aún está por ve­ nir, en tanto para Israel ya advino. El Mesías de los Judíos ya vino

(ocho siglos antes de Cristo), en tanto el de los otros pueblos es to­ davía futuro -es preciso medir la enormidad de esta afirmación-. Su audacia es a tal punto desproporcionada que la tradición se rehúsa a aceptarla. En primer lugar nuestro texto, por boca de Rav Guidel hablando en nombre de Rav, comienza por rechazarla. Rav Guidel se opone a la aberración, a la idea fantástica de un mesianismo superado. Pero esta tesis viene aún a ser refutada algunas líneas más abajo, en un pasaje que sigue a nuestro texto: “Rav Joseph dice que Dios perdo­ na a Rabí Hillel haber dicho eso ” (99 a). Como quiera que sea, la opinión de Rabí Hillel -esta opinión rechazada- figura en cierto modo en el proceso verbal de la discusión. No se la silencia pura y simplemente. Cuando conocemos la estruc­ tura del pensamiento talmúdico, donde una tesis válida no se borra nunca, sino que permanece como uno de los polos de un pensamien­ to que circula entre el que ella constituye y su opuesto, se puede me­ dir en su justo valor la importancia de la afirmación de Rabí Hillel. Pero es preciso decir, por fin, cómo la interpretan los comenta­ dores. Esto permitirá mostrar el pensamiento positivo que guía su crítica del mesianismo. Los comentadores, unánimes, hacen decir al Rabí Hillel lo siguiente: si para Israel el Mesías ya vino, es porque Israel espera la liberación de manos del Dios mismo. ¡Ésa es la es­ peranza más alta! La opinión de Rabí Hillel supone una desconfian­ za respecto de la idea mesiánica y de la redención por el Mesías: Is­ rael espera una excelencia mayor que aquélla fundada en la salvación gracias al Mesías. Y se puede interpretar de diversas ma­ neras esa superación de la idea mesiánica. Aquélla que se acercaría a la del señor Jankélévich no deja de ser buena: si el orden moral es­ tá en un perfeccionamiento incesante, siempre está como tal en mar­ cha, nunca es una culminación. La culminación moral es inmoral. La culminación de la moralidad es absurda, como la inmovilización del tiempo que ella supone. La liberación que depende de Dios coin­ cidiría con la soberanía de una moralidad viviente, abierta a progre­ sos infinitos.

Abro aquí un paréntesis: la manera en que leo el texto talmúdi­ co (manera que no inventé, ya que me fue enseñada por un maestro prestigioso), consiste en no acordar nunca al término “Israel” sólo un sentido étnico. Cuando se dice que Israel es digno de una exce­ lencia más grande que la del mesianismo, no se trata sólo del Israel histórico. No es por el hecho de ser Israel que se define la excelen­ cia, es en función de esta excelencia -la dignidad de ser acordada por Dios mismo- que se define Israel. La noción de Israel, por cier­ to, da cuenta de una elite, pero una elite abierta y definida en fun­ ción de algunas propiedades que concretamente se atribuyen al pue­ blo judío. Esto amplía todas las perspectivas que se abren a partir de los textos talmúdicos y nos descarga, de una vez por todas, del ca­ rácter estrictamente nacionalista que se quisiera darle al particularis­ mo de Israel. Ese particularismo existe, como lo verán, pero no tie­ ne en modo alguno un sentido nacionalista. Una cierta noción de universalidad se expresa en el particularismo judío. Para volver a la tesis de Rabí Hillel, no es cuestión de creer así y todo que ella enuncia sólo una paradoja. En el Talmud, no apare­ ce sino una vez. Rabí Hillel no dijo allí ninguna otra cosa; quizá lo enunciado en esas líneas es algo de una importancia suficiente co­ mo para dispensarlo de obras menores. Pero su tesis responde a una vieja tradición. No digo que se trate de la única tradición del judais­ mo. Basta que el Mesías sea un hombre o un rey para que la salva­ ción deje de ser directa, la de cada uno. En la medida en que el Me­ sías es un rey, la salvación que él hace posible no es aquélla según la cual cada uno se salva individualmente, ya que implica un juego político. La salvación que responde a un rey, así fuera éste el Me­ sías, no es todavía la salvación suprema viable para el ser humano. El mesianismo es político, su culminación pertenece al pasado de Is­ rael -esa es la fuerza de la posición de Rabí Hillel-. Para demostrar que esa posición no es excepcional, recordaré el libro de Samuel donde, por primera vez, Israel se orienta hacia una existencia política y donde se afirma con rigor la tensión entre lo po­ lítico y lo religioso puro. Recordaré la resistencia opuesta a esta as­

piración política por el profeta Samuel, su conformidad, siempre acordada a regañadientes, a la exigencia popular. Cada vez que, re­ signado, reúne al pueblo, se mantiene intransigente y despreciativo. Le reprocha al pueblo esa entrada en la existencia política, la ofen­ sa contra Dios que cometiera así. Un pueblo que sólo tiene como rey a Dios, ¿qué es, concretamente, sino una existencia donde nada se hace por procuración, donde cada uno participa por entero en lo que eligió y donde cada uno está por entero en su opción? Relación di­ recta entre el hombre y Dios, sin mediación política. Esto supera al mesianismo, todavía político y que, según la página subsiguiente del Tratado Sanedrín, tendrá sólo una duración limitada. El judaismo no aporta entonces una doctrina acerca del fin de la historia que domi­ naría el destino individual. La salvación no ocupa un fragmento de la historia -el de su conclusión-. Sigue siendo posible en todo mo­ mento. Como ven ustedes, la tesis de Rabí Hillel expresa una posibili­ dad fundamental del judaismo. Por cierto, la Biblia atesta que Dios ordena a Samuel ceder al pueblo. Probablemente, no es posible pre­ tender para todos una forma de existencia donde sólo Dios es Rey. Pero es esa forma de existencia la que aparece como la ideal, digna del Hombre, tanto para Samuel como probablemente para Rabí Hi­ llel, quien continúa esa tradición. Quienes refutan a Rabí Hillel están también de acuerdo, por cierto, en cuanto a la excelencia del destino de Israel, comparado al de las naciones simplemente políticas; pero si, según ellos, Israel es­ tá prometido a los años mesiánicos, no es porque sólo él sea digno de esos tiempos, sino que estos no son indignos de él.

Las dos líneas que voy a desprender de la continuidad del texto confirman, en especial, la idea según la cual el mesianismo no ago­ ta el sentido de la historia humana para todos los sabios de Israel. En efecto, nos dicen lo siguiente: Dijo Rav: “El mundo sólo fue creado teniendo en cuenta a Da­

vid”. Y Samuel dijo: “Teniendo en cuenta a Moisés”. Y Rabí Yocha­ nan dijo: “Teniendo en cuenta al Mesías”. De los tres maestros citados, sólo Rabí Yochanan ve en el Me­ sías el sentido del universo y de la creación. Rav y Samuel lo busca­ ron en otro ámbito. “El rey David” aquí se distingue del Mesías. Es el autor de los salmos -donde la poesía se une a la plegaria, donde la plegaria se vuelca en la poesía-. El mundo tiene un sentido a partir del momen­ to en el que se produce en él la adoración, un ser finito viene a que­ dar ubicado por delante de aquello que lo supera, pero de manera tal que esta presencia ante el Muy Alto se convierte en la exaltación del salmo. Para Samuel, el mundo fue creado según la perspectiva de Moisés: la criatura queda justificada a partir del momento en el que la Torá entró en el mundo. La posibilidad de una vida moral realiza a la criatura. Rabí Yochanan estima que el Mesías es todavía necesario en el mundo donde ya están la plegaria y la Torá -y su opinión es sin du­ da plausible-. No es la opinión de todo el mundo.

V. ¿Quién es el Mesías? Llego ahora a un párrafo donde se plantea un problema en apa­ riencia superficial. Incluye, quizás, un aspecto anticristiano: consis­ te en interrogarse acerca del nombre del Mesías, nombre que no se asemeja en nada al del fundador del cristianismo. Pero el sentido verdadero del texto no se muestra a la primera mirada. ¿Cuál es su nombre? En la escuela de RabíSchila, se afirmaba que su nombre es Silo, ya que se dijo (Génesis, 49, 10): “hasta el advenimiento de Silo ”. En la escuela de RabíYanaí, se afirma: “Su nombre es Yinon, ya que se dijo (Salmos 72, 17): 4Que su nombre viva eternamente, que su nombre crezca (en hebreo: yinon) frente al soV”. En la escuela de Rabí Hanina se afirma: “Su nombre es Hani-

na, ya que fue dicho: ‘No les haré encontrar piedad alguna ’ (en he­ breo: piedad = hanina)”. ¿De qué se trata? Se busca adivinar el nombre del Mesías. Tres posibilidades se ofrecen: Silo, Yinon y Hanina. Los tres nombres se parecen a los de los maestros de escuela cuyos alumnos pronuncia­ ron respectivamente los nombres de Silo, Yinon y Hanina. La expe­ riencia en la cual se revela la personalidad mesiánica se reporta así a la relación entre el alumno y su maestro. Esa relación entre uno y otro que sigue siendo, al parecer, rigurosamente intelectual, contie­ ne toda la riqueza del encuentro con el Mesías. Y resulta muy noto­ rio que el vínculo entre el alumno y el maestro pueda confirmar las promesas de los textos proféticos en su grandeza y en su ternura -tal es, quizá, la más sorprendente novedad de este pasaje-. No es el pa­ recido entre el nombre del Maestro Rabí Schila y el nombre miste­ rioso del cuadragésimo-noveno capítulo del Génesis aquello de lo que nuestro texto da cuenta, sino la presencia, en la enseñanza del Maestro, del advenimiento del Pacífico (se traduce “Silo” por “pa­ cífico”, poniéndolo en relación con Chalva, la paz) al que habrán de obedecer los pueblos, la presencia en las lecciones del Maestro de la paz y la abundancia cuya imagen sigue a este advenimiento en el texto (“y los ojos chispeantes por el vino, los dientes blanquísimos de leche”). Asimismo, lo que cuenta no es el parecido del nombre Yanaí con el término yinon que es posible, en rigor (pero sólo en rigor), ser to­ mado en los salmos por un nombre propio, sino la culminación en la enseñanza del maestro de la promesa del salmo mesiánico 72. Ese salmo, inicialmente, no habla de paz, sino de justicia, del auxilio a quien, desprovisto de recursos, no lo encuentra en ninguna parte. Se trata de un Rey que acoge favorablemente al pobre, aniquila al vio­ lento, un rey cuya dominación habrá de extenderse de un mar al otro, hasta los extremos de la tierra: “Liphné chemech Yinon chmo”. El Talmud traduce libremente: antes del sol, su nombre es Yinon. Antes del sol -antes de la naturaleza, de la creación-. La justicia precede y condiciona el esplendor visible. El salmo, en efecto, su­

bordina a la justicia social la abundancia misma. El prestigio ejerci­ do por el Mesías sobre los demás pueblos depende de su disposición para ejercer la justicia y defender al pueblo. Se le presta entonces un contenido al mesianismo. Pero ese contenido resplandece en el ros­ tro del Maestro que lo enseña. La relación entre el maestro y el alumno no consiste en la comunicación de ideas. Es la primera pro­ yección del mesianismo como tal. El tercer nombre revela un nuevo aspecto del mesianismo: la pie­ dad, el amor. Hasta el presente, se trataba de paz y de justicia -la uni­ versalidad de su extensión y la ley racional que las sostienen pueden sin duda resplandecer en el rostro del maestro que enseña-. Pero ocu­ rre que incluso la plenitud mesiánica de piedad y de amor es antici­ pada a partir de la enseñanza. El pasaje de Jeremías (16, 13), al que reenvía nuestro texto, es el mismo que anuncia el exilio. La presen­ cia del Maestro es comparable a la liberación, al retomo del exilio, al encuentro con la piedad. Y esto nos conduce a la serie que les mego lean conmigo: Según algunos otros, su nombre es Menajem, hijo de Hesekia, ya que fue dicho (Lamentaciones 1, 16): “[...] puesto que se alejó de m í el consolador (en hebreo, consolador: Menajem) que me devuel­ ve el ánimo”. El consolador no aparece en el rostro del Maestro, se anuncia fuera de la enseñanza. El consolador va más lejos que el hombre de la paz, de la justicia y la piedad. Paz, justicia, piedad, hacen a una colectividad; el consolador tiene una relación individual con aquél a quien consuela. Se puede tener piedad por una especie, pero no se consuela sino a una persona. Por consiguiente, Menajem, el cuarto nombre supuesto del Me­ sías -esos nombres definen el mesianismo- caracteriza a los tiem­ pos mesiánicos como una época en la cual el individuo accede a un reconocimiento personal, más allá del reconocimiento que se funda en su pertenencia a la humanidad y al Estado. No es reconocido en sus derechos, sino en su persona, en su individualidad estricta. Las personas no desaparecen en el registro de lo general propio de una

entidad. Encontramos el tema de Rabí Hillel: nos salva el mismo Dios, no somos salvados por procuración. Me acerco así al célebre apotegma talmúdico que siguiendo la misma inspiración anuncia: “El día en el que se repetirá la verdad sin ocultar el nombre de aquél que la enunció primero, el Mesías vendrá”. El día en el que la verdad, pese a su forma impersonal, con­ serve la marca de la persona que se expresó en ella, donde su uni­ versalidad la preservará de su anonimato, el Mesías vendrá. Ya que esta situación es el mesianismo como tal. Señalemos, en fin, la actitud general del texto: a un tiempo que conserva la significación excepcional del advenimiento mesiánico, la sitúa en el seno de un patrimonio ya adquirido por el judaismo; la impresión anticipada de esta experiencia -y algo más que esa impre­ sión- ya es conocida. Y los Doctores dijeron: “Su nombre es 'el leproso de la Escue­ la de R a b í”. “Los doctores”, en plural, introduce una opinión de gran autoridad. Ya que fue dicho (Isaías 53, 4): “Y sin embargo estaba cargado con nuestras enfermedades, era portador de nuestros sufrimientos, en tanto nosotros lo considerábamos un desdichado, atacado, heri­ do por Dios, humillado ” Se trata del célebre capítulo 53 de Isaías, que parece profetizar algo muy claro para los cristianos. Ese capítulo no anunciaría sólo la presencia del leproso en casa del Rabí. Más allá del Mesías indi­ vidual, anunciaría una forma de existencia cuya individuación no se da en un ser único. Volvemos a encontrar lo que decía algunos párrafos antes, acerca del carácter familiar de la experiencia mesiánica en el judaismo. Se nos dirá en las líneas que siguen: “Es quizás el mismo Rabí o quizá soy Yo, de contarme entre los seres vivos, o Daniel, si está entre los muertos El judaismo, preparado para la llegada del Mesías, supera ya la noción de un Mesías mítico que se presentaría en el fin de la historia, para con­ cebir el mesianismo como una vocación personal de los hombres. Rav Nachman dijo: “Si está entre los seres vivos, soy entonces

Yo. Ya que fue dicho (Jeremías 30, 21): ‘Su jefe habrá surgido de su propio seno y su soberano saldrá de sus propias fila s’”. Rav dijo: “Si pertenece al mundo de los seres vivos, es nuestro Santo Maestro” (Rabí Yehouda Hanassi, redactor de la Mishná). “Y si pertenece a los muertos, es Daniel el bienamado.” El Mesías ya no está considerado en su relación con nosotros, si­ no en su esencia propia. El Mesías, es el hombre que sufre. Es ya el leproso que conocimos en la escuela de nuestro Maestro, el Rabí Yehouda Hanassi, un simple particular. A menos que el Mesías sea así y todo un hombre investido de cierta autoridad. No será entonces un recién llegado; aun cuando sea un justo, el leproso presente en casa de Rabí, será el mismo Rabí quien habrá cargado sobre sí el su­ frimiento. O bien es Daniel el bienamado, quien sigue siendo justo pese a las pruebas que le impone Nabucodonosor. También él fue in­ vestido de ciertos poderes por la autoridad política. La época no tie­ ne en la cuestión influencia alguna. Cada época tiene su Mesías.2 Entre esas dos eventualidades (el Mesías es el leproso de la es­ cuela de Rabí y el Mesías es el Rabí mismo o Daniel, el bienama­ do), se sitúa el texto singular que todavía no comentamos: Rav Nachman dijo: “Si se cuenta entre los seres vivos, entonces soy Yo. Ya que fue dicho (Jeremías 30, 21): ‘Su jefe habrá surgido de su propio seno y su soberano saldrá de sus propias filas ’”. El texto de Jeremías al que se refiere Rav Nachman anuncia la era de la liberación, en la que Israel no será gobernado por un rey extranjero, sino por un rey surgido de su propio seno. Tal parece ser, a primera vista, el sentido del versículo. ¿Cómo extraer de él la opi­ nión de Rav Nachman según la cual “soy quizá yo”? ¿Qué dicen al respecto los comentadores? Rashi guarda silencio. Él, que habitualmente explica cada deta­ lle (no hay mejor maestro para el Talmud que Rashi), no dice nada.

2. El sufrimiento como tal no cuenta a título de una determinada potencia expiato­ ria, cualquiera sea, sino como signo de la fidelidad y de la vigilancia de la conciencia. {Baba Metsia, 84 b).

Marsha pretende que Rav Nachman pertenecía a la descendencia del Rey David. Le adjudica entonces el razonamiento siguiente: si Jeremías anuncia a Israel el retomo del poder político a un soberano surgido de su seno, nada prohíbe a Rav Nachman esperar un destino mesiánico. Marsha está evidentemente preocupado por un problema teológico: la pretensión de Rav Nachman, ¿no implica un Mesías que no pertenece a la descendencia de David? Me permito proponerles una interpretación menos acotada de ese texto. Si es necesario ser extremadamente tímido cuando se in­ terpretan los textos bíblicos, porque acerca de ellos el Talmud ya di­ jo algo, la audacia está permitida en lo que hace a los textos talmú­ dicos, los cuales, desde un primer momento, se dirigen a la inteligencia del lector, solicitan la interpretación, dicen siempre Darchenou. El texto de Jeremías concierne una época en la que Is­ rael habrá de recuperar la soberanía. El Mesías, es el príncipe que gobierna de manera tal que ya no aliena la soberanía de Israel. Él es la interioridad absoluta del gobierno. ¿Existe una interioridad más radical que aquélla donde el Yo se ordena a sí mismo? La condición no extranjera por excelencia, es la ipseidad.* El Mesías es el Rey que ya no ejerce el poder desde afuera -esta idea de Jeremías es lle­ vada por Rav Nachman hasta su culminación lógica-. El Mesías, soy Yo; Ser Yo, es ser el Mesías. Recién vimos que el Mesías es el justo que sufre, el que cargó consigo el sufrimiento de los demás. ¿Quién carga al fin de cuentas sobre sí el sufrimiento de los demás, sino el ser que dice “Yo”? El hecho de no eludir la carga impuesta por el sufrimiento de los otros define la ipseidad como tal. Todas las personas son el Mesías. El Yo como Yo, haciéndose cargo de todo el sufrimiento del Mundo, se designa solo para cumplir con ese rol. Designarse así, no buscar eludir, al punto de responder aun antes que el llamado resue­ ne, eso es precisamente ser Yo. El Yo es aquél que se promovió a sí mismo para llevar toda la responsabilidad del Mundo, el “Samo* Véase nota p. 211.

Zwanetz” denunciado sin embargo por el señor Jankélévich, el Samo-Zwanetz por excelencia, aquél que se inviste a sí mismo. Esa es la razón por la cual puede hacerse cargo de todo el sufrimiento de todos: sólo puede llamarse “Yo” en la medida en que ya cargó con­ sigo ese sufrimiento. El Mesianismo no es sino este apogeo en el ser dado por la centralización, la concentración o la torsión sobre sí del Yo. Y, concretamente, esto significa que cada uno debe actuar como si fuera el Mesías. El Mesianismo no es entonces la certeza de la llegada de un hombre que detiene la historia. Es mi poder de soportar el sufrimien­ to de todos. Es el instante en el cual reconozco ese poder y mi res­ ponsabilidad universal. Rabí Yehouda dijo en nombre de Rav: “El Santo-bendito-sea educará para ellos un día a otro David, ya que fue dicho (Jeremías 30, 9): *Pero los hijos de Jacobo servirán al Eterno su Dios y a Da­ vid su rey que yo pondré a su cabeza' ” En efecto, el versículo citado no dice: “que pongo a su cabeza”, sino “que yo pondré”. El empleo del futuro indicaría entonces la lle­ gada en un tiempo por venir de un nuevo rey que se llamará David. Rav Pappa dijo a Abbayé: “Acaso no está escrito (Ezequiel 37, 25): Ellos han de permanecer allí, sus hijos y sus nietos, para siem­ pre, y David, mi servidor, será su príncipe para siempre ”. Rav Pappa deduce de ese texto: el David de los tiempos futuros no es uno nuevo, sino el antiguo David. La conclusión (¡a la altura de las premisas!): Es entonces como rey y virrey. El nuevo David será rey y el antiguo David virrey. ¡Qué idea se le ocurre a la imaginación talmúdica: un Mesías y un Vice-Mesías! Ese texto extraño formula un desafío a los historiadores, porque afirma la existencia de dos David, y quizá más profundamente aún, afirma que todos los personajes históricos tienen su doble. Desde hace mucho tiempo atrás, los Israelíes, e incluso en especial Ben Gurión, se indignan ante la libertad que toma el Talmud con los per­ sonajes bíblicos, transformando el David histórico, ese bello fogoso

y sanguinario en rabino peinado con papillotes, limitando sus inte­ reses a las cuestiones de pureza y de impureza (en un terreno que no me atrevo a evocar en público), haciéndolo levantarse temprano y acostarse muy tarde, contrariamente a las costumbres de todos los reyes del mundo. El David histórico -basta leer el Libro de Samuel- ¿no es fogo­ so, sanguinario, alegre, enamorado, dotado de todas las cualidades de los reyes de la tierra? ¿Los doctores del Talmud previeron en el texto que nos ocupa la indignación de Ben Gurión? Piensan, en todo caso, que el David de la historia es sólo el segundo, su propio doble, que la significación cobrada por David, más allá de su época, maneja al David real. El David antiguo no es más que el virrey de este otro David “que yo es­ tableceré para ellos” y que es el verdadero David, el David nuevo, el que no es histórico. No existe personaje histórico alguno que no re­ sulte duplicado por ese fenómeno supra-histórico. Cada aconteci­ miento histórico se trasciende, toma un sentido metafórico que guía su significación literal. El sentido metafórico organiza el sentido li­ teral y local de los acontecimientos y de las ideas. Y, en ese sentido, la historia humana es obra espiritual. El personaje histórico se tras­ ciende en el personaje supra-histórico que es su Maestro. El perso­ naje histórico que funda el Estado sólo tiene sentido cuando obede­ ce al personaje todavía irreal, pero más real, más eficaz que el rey real. Rav estudió entonces la relación del Mesías con la historia -o del mesianismo con las épocas concretas de los historiadores-.

VI. Mesianismo y universalidad Rabí Simlai enseñó: “Qué significa el versículo (Amos 5, 18): *¡Desdichado aquél que desee ver el día del Eterno!\ Ha de ser un día de tinieblas, no de luz”. ¿Qué significa a primera vista ese texto? Se trata probablemen­

te de quienes repiten sin cesar: “ ¡Ah! ¡Si por fin se hiciera justicia, si hubiera un poco de justicia en esta tierra!”. ¡Como si ellos fueran inocentes! ¿No serían ellos los primeros en resultar perjudicados por la vigencia de la justicia en la tierra? La identificación del “día del Señor” con “el día de las tinieblas” comporta sin duda ese primer sentido. Nada de apocalíptico en esta profecía. El sueño mesiánico y aun el simple sueño de justicia don­ de puede complacerse la necedad humana, promete despertares pe­ nosos. Los hombres no son sólo víctimas de la injusticia, son tam­ bién su causa. El texto bíblico se subleva contra el mesianismo idílico del perdón universal y recuerda toda la severidad que supo­ nen la justicia y el juicio. Pero el Talmud acuerda a esta visión del profeta una significación más profunda. El día de las tinieblas no significa sólo la severidad del juicio, sino que reenvía a la existencia de almas incapaces de recibir la luz, ineptas para la salvación. El texto continúa de este modo: “Esto se compara con la fábula del gallo y el murciélago, uno y otro a la espera de la luz. El gallo le dijo al murciélago: 4Yo espero la luz, porque me es familiar; pero a ti, ¿para qué te sirve la luz?’ ” El Mesías sólo viene para quien espera. No existe la liberación objetiva. ¡No hay mesianismo para el murciélago! El gallo y el mur­ ciélago: el gallo es el “especialista” de la luz, que es su elemento. No sólo tiene los ojos para recibirla, sino que tiene, si puedo decir­ lo así, la sagacidad para captarla.* Todo el mundo puede hacer co­ mo la alondra que saluda al sol. Todo el mundo es capaz de saludar la aurora. Pero distinguir el alba en la noche oscura, la proximidad de la luz antes que brille, quizá sea eso la inteligencia. Siempre me sorprendía la bendición cotidiana del ritual: “Ben­ dito sea el Eterno que dio al gallo la inteligencia para distinguir el día de la noche”. O, si se quiere, me sorprendía siempre que en esta bendición se haya traducido “Sekhvi” -ser dotado de inteligencia* “Avoir du nez”'- “tener olfato”, en francés connota en sentido figurado la sagaci­ dad. [N. de la T.]

por gallo. También pensaba que para distinguir el día de la noche, no era necesaria una sensibilidad muy grande. Nuestros sabios juzga­ ron de otro modo. El gallo que percibe el alba, que siente en la no­ che, algunos instantes por adelantado, la proximidad de la luz, es por cierto un admirable símbolo de la inteligencia. Inteligencia que co­ noce el sentido de la historia antes del acontecimiento y no lo adivi­ na simplemente a posteriori. Se supone que el murciélago no ve la luz. Los comentadores di­ cen: el murciélago no cuenta con la luz, está en la oscuridad. ¡Pero la luz no le dice nada, por desgracia! Es la imagen misma de la con­ dena, siempre y cuando ésta no se sume al mal como sanción exter­ na, impuesta por la violencia, si la condena es más profundamente trágica que una violencia. El murciélago sufre por la oscuridad, pe­ ro la luz no le aportará nada. Mesianismo cruel. El Mesías se rehúsa a quienes ya no son ca­ paces de luz, aun cuando la oscuridad les pese. Y el texto retoma ahora lo que acaba de ser dicho, transfigurán­ dolo una vez más. Pasa de la idea según la cual la verdad se ofrece únicamente a quien está preparado en su interior, a la idea de que esa verdad no es universal en el sentido lógico del término. Esto se compara con la historia del Minéen que dijo a Rabí Abhou: “¿Cuándo viene el Mesías?”. Él respondió: “Cuando la os­ curidad envuelva a tus gentes”. ¿Quién es el Minéenl Un integrante de una secta judía disiden­ te. No es imposible que sea el Cristiano. La cuestión podría, en efec­ to, provenir de un cristiano. Adivino la ironía que encierra: ¿Sabes cuándo vendrá el Mesías? ¿Estás seguro que el Mesías no vino ya? La respuesta de Rabí Abhou es, en efecto, despiadada: “Cuando la oscuridad envuelva a tus gentes”. Acabas de maldecirme, replica el Minéen. O bien, en términos actuales: tu mesianismo no es universalista. Eres el hombre de la moral cerrada, Bergson tenía razón cuando te denunciaba. Decir que la salvación vendrá cuando el Minéen esté en la oscuridad, es-reivin­ dicar la exclusividad en materia de salvación.

¿Qué responderá Rabí Abhou? La discusión con quienes cono­ cen el Libro no es difícil. Están obligados a reconocer la autoridad de los versículos admirados en común. El diálogo es posible. Entonces Rabí Abhou responde: “es un texto bíblico (Isaías 60, 2): ‘Sí, en tanto que las tinieblas cubren la tierra, una oscuridad en­ tristece a las naciones, sobre ti brilla el Eterno, en ti su gloria apa­ rece ’”. El versículo no es más universalista que la tesis por él apuntala­ da. Pero a condición de descuidar el versículo subsiguiente: “Y to­ dos los reyes y todas las naciones caminarán en tu luz”. El Mesías llegará cuando la oscuridad haya recubierto por ente­ ro a esas gentes. La conjunción “y” del texto bíblico se transforma en cuando y no designa ya una simple simultaneidad entre dos acon­ tecimientos -la oscuridad que envuelve a unos y la luz que baña a los otros-, sino el condicionamiento de uno en función del otro. ¡Es necesaria esa oscuridad para que se haga esta luz! ¿No se trata de al­ go que nos informa acerca de la calidad de esta luz? Sería posible, por cierto, no ver allí otra cosa que la maldad de los judíos que sa­ borean cruelmente el privilegio de su triunfo en medio de la desola­ ción universal. Pero el versículo de Isaías citado sólo dejaría esa im­ presión en la medida en que se lo separe del siguiente, que anuncia la luz “a las naciones y a los reyes”, es decir, a toda la humanidad arrastrada en el devenir político. De modo tal que abrigo alguna sospecha de que Rabí Abhou quiere precisamente describir la universalidad del acontecimiento mesiánico, que no se confunde con la universalidad que podríamos llamar católica, que busca la vida política y que formula Aristóteles. El orden mesiánico no es universal como una ley en un Estado mo­ derno y no resulta de un desarrollo de carácter político. ¿Cuál es, en efecto, la marcha hacia la universalidad de un orden político? Supone confrontar creencias múltiples -una multiplicidad de discursos coherentes- para buscar un discurso también él cohe­ rente, que los englobe a todos y que es, precisamente, el orden uni­ versal. Un discurso coherente acerca de lo universal ya resulta for­

mulado cuando aquél que lo sostiene y que permanecía hasta enton­ ces encerrado en su particularidad -aunque su discurso fuera cohe­ rente-, se preocupa por la coherencia interna de otros discursos di­ ferentes del suyo para superar su propia particularidad. Esta situación se describe también como el comienzo de la filoso­ fía. Pero es precisamente el destino de la filosofía occidental y de su lógica el hecho de reconocerse una condición política, hasta el punto que vienen a coincidir la plena expresión de la verdad y de la consti­ tución del Estado universal (a través de las guerras y las revoluciones). Los enfrentamientos entre los hombres, la oposición entre unos y otros, la oposición de cada uno consigo mismo, hacen saltar las chis­ pas de una luz o de una razón que domina y penetra a los antagonis­ tas. La verdad última se ilumina con todos esos destellos como el fin de la historia abarca a todas las historias. Los dos acontecimientos se funden en uno. La verdad de ambos alcanza su verdadero estado en la verdad universal, en lugar de palidecer frente a su esplendor. Supongan por un instante que la vida política no se muestre co­ mo un ajuste dialéctico de los hombres entre ellos, sino como un ci­ clo infernal de violencias y de sinrazón; supongan por un instante que los fines morales cuya realización la política pretende asegurar -pero que enmienda y limita en función de esa realización misma-, que esos fines aparezcan ahogados en la inmoralidad que pretende sostenerlos; supongan, dicho de otro modo, que han perdido el sen­ tido de lo político y la conciencia de su grandeza; que el sinsentido o la ausencia de valor de la política mundial sea la primera certeza con la que cuentan, que sean un pueblo excluido de los pueblos (y eso es lo que significa, en una buena prosa, “pueblo que reside apar­ te” o “pueblo que no es contado entre los pueblos”); supongan que son un pueblo capaz de diáspora, capaz de mantenerse afuera, solo y abandonado, y tendrán una visión por completo diferente de la universalidad. Ya no estará subordinada a la confrontación. La luz se producirá cuando la oscuridad recubra “a todas tus gentes”; cuando callen todas esas enseñanzas que los convocan a us­ tedes a confrontaciones falsas, cuando todos los prestigios de la ex­

terioridad se apaguen y se presenten como si no hubieran existido. En el momento en el que la tentación política de la luz “de los otros” es superada, mi responsabilidad es irreemplazable más que ninguna otra. La verdadera luz puede resplandecer. Se afirma entonces la verdadera universalidad - a distinguir de la católica-, aquélla que consiste en servir al universo. Se la llama mesianismo. ¿Se trata de una concepción peligrosa (cada uno corre el riesgo de promover su verdad y de afirmarla sin término medio), o bien de una concepción que, mucho más allá de un subjetivismo tan primi­ tivo, entrevé los peligros de la politización de la verdad y de la mo­ ral? Según el Midrash, el primer hombre era tan grande como el uni­ verso. “Desde la Tierra hasta el Cielo” para unos, y “Desde el Este al Oeste” para otros. Su talla tiene toda la extensión que separa al Este del Oeste. Es el hombre que se preocupa por los discursos que escucha a su lado y que universaliza sus verdades respondiendo a un ritmo político. El universalismo judío es aquél del hombre de pie, cuya altura equivale a toda la distancia que separa el Cielo de la Tie­ rra. Significa, ante todo, que Israel no adapta su moral a la política, que su universalidad es el mesianismo como tal. Para concluir, me pregunto muy sinceramente si a partir de la emancipación, todavía somos capaces de mesianismo. ¿Podemos aún considerar que la historia no tiene sentido, que ninguna razón se manifiesta en ella? El judaismo lo pensó durante mucho tiempo. Lo pensó en la Edad Media, cuando tenía el sentimiento de vivir en un mundo arbi­ trario, donde ninguna razón ponía orden en el devenir político. Cier­ tos textos pertenecientes a quienes tomaban decisiones por entonces no pueden explicarse de otro modo. En el Talmud, ni siquiera las confusiones históricas y los anacronismos cometidos por los Rabís, obedecen a la ignorancia, sino que atestan el rechazo de considerar en serio los acontecimientos, de prestarles una significación válida. Se despliegan como un ciclo infernal de violencias y de crímenes. Pero a partir de la emancipación, ya no podemos separar tan ra­ dicalmente la razón y la historia. Quizá porque desde el siglo xvm

la razón penetró en la historia. Como quiera que sea, rechazar la uni­ versalidad de la confrontación rechazando una significación y una fuente de verdad a la vida política, sería una actitud extraña en un judío moderno. En todo caso, recusaría el mesianismo si conociera de él tan singulares presupuestos, y haría suya la acusación formu­ lada por los enemigos del judaismo contra el pretendido egoísmo o el utopismo del pensamiento mesiánico de Israel. La emancipación fue otra cosa que una reforma práctica y jurídica del judaismo y su recepción por parte de las naciones. La emancipación fue para el ju­ daismo en sí una apertura -no respecto de la humanidad, de la que siempre se sentía responsable- sino respecto de las formas políticas de esa humanidad; le abrió la vía para tomar en serio su historia. En realidad, el mesianismo, en el sentido fuerte del término, es­ tá comprometido con la conciencia judía desde la emancipación, desde que los judíos participan en la historia mundial. Si no pode­ mos sentir la dosis de absurdo que la historia realiza, una parte de nuestra sensibilidad mesiánica está perdida. No es posible reivindi­ car la visión profética de la verdad y, además, compartir los valores del entorno, como ocurre desde la emancipación. Nada más hipócri­ ta que el profetismo mesiánico del burgués instalado. La sensibilidad mesiánica inseparable de la conciencia de una elección (que es quizás, al fin de cuentas, la subjetividad misma del sujeto) resultaría irremediablemente perdida -y será mi último pare­ cer al respecto- si la solución del Estado de Israel no representara una tentativa de reunir la aceptación de ahora en más irreversible de la historia universal, y el mesianismo necesariamente particularista. Ese particularismo universalista (que no es el universal concre­ to de Hegel) se encuentra en la aspiración sionista asociado a un re­ conocimiento de la historia, a una colaboración con la historia. Co­ laboración que comienza con un movimiento de repliegue, una salida de esa historia en la cual desde la emancipación nos hemos asimilado como judíos. Es en la preservación de ese particularismo universalista, en el seno de la historia donde de ahora en más se en­ cuentra, que entreveo la importancia de la solución israelí para la

historia de Israel. En los peligros que supone, en los azares que a ella se vinculan, se anula la hipocresía de quienes se creen fuera de la historia, al mismo tiempo que benefician de ella. Juzgar el mun­ do exterior, rechazar la razón de una realidad cuyo único alegato es la realidad misma, sólo está permitido cuando se enfrenta a la histo­ ria en el peligro. Fue durante siglos el peligro de las persecuciones. El judaismo israelí aceptó el peligro a lo largo de su vida en el Es­ tado de Israel y aquello que el Estado de Israel representa para el con­ junto de la comunidad judía, sus agolpamientos de vanguardia lo re­ presentan en cuanto al Estado mismo. El destino excepcional de ser judío se ofrece en una graduación diferenciada, con exponentes en or­ den creciente. En el interior del Estado, en esas pequeñas semillas di­ seminadas en el desierto, en los kibutz perdidos en las fronteras, se instalaron, indiferentes a las agitaciones del mundo, pero sirviendo a los valores humanos, hombres que dicen de esta indiferencia en su vi­ da cotidiana de trabajo y de riesgos.

índice de nombres

Agustín, San, 101 Amar, A., 150 Aquino, Santo Tomás de, 99 Aristóteles, 15-16, 39, 76, 137, 206-207, 323 Bacon, F., 141 Bataille, G., 11 Ben Gurión, 319-320 Berlín, I., 12, 77 Bemasconi, R., 30 Bemet, R., 14 Blanchot, M., 23, 29, 72, 271 Blondel, C., 271 Bossuet, J.-B., 239-240 Bourgeois, B., 229-231 Bruns, G., 14 Brunschvicg, L., 136, 271 Buber, M., 34, 36, 48-49, 51, 70, 77 Camap, R., 53-54, 58 Carteron, H., 271

Cavell, S., 37-38, 40, 47-48 Chouchani, 11, 271 Claudel, R, 151-157 Cohén, H., 48, 135, 202 Daniélou, Padre, 197-198 Dante Alighieri, 128 Derrida, J., 11, 21, 26-27, 39,72, Descartes, R., 22-23, 29, 56-57, 206, 275-276 Dostoievski, F., 32, 289 Eichmann A.K., 154 Fénélon, F., 239 Fleg, E., 190, 243 Freud, S., 233 Galpérine, Ch., 152, 156 Gamzon, D., 152 Gide, A., 96 Goebbels, P.J., 154 Goethe, J.W., 128, 205, 207, 261

Gordin, J., 135 Grinberg, Ch., 252 Guéroult, M., 271 Habermas, J., 40 Halbwachs, M., 271 Halevi, J., 220 Hegel, G.W.P., 18, 26, 47, 202, 205, 207, 209-210, 216, 225, 229-233, 326 Heidegger, M., 11-21, 25, 2934, 45, 52-53, 123, 214, 273 Hering, J., 271 Hitler, A., 64, 153-156, 161, 298 Hugo, V., 95 Husserl, E., 12-13, 16-18, 26, 30, 53-54, 58, 272 Isaac, J., 189 Jankélévich, V., 136, 191, 201, 309-310,319 Juan XXIII, 88 Kant, I., 19, 46, 48, 56, 72-73, 137, 144-145, 149, 160, 184,214 Kierkegaard, S., 91, 149, 174, 207, 247 La Fontaine, J., 182 Latreille, A., 88 Lévi-Strauss, C., 30, 226

Maquiavelo, N., 178 Madaule, J., 156 Maiakowski, V., 207 Maimónides, M., 63, 104, 107, 139, 193, 285 Mendelssohn, M., 149 Moore, G.E., 72 Nagel, T., 58, 67 Nemo, P., 47, 71, 74 Nerson, H., 79 Newton, I., 160 Nietzsche, E , 48, 55, 178, 207 Pascal, B., 239-240 Platón, 18, 22, 29, 35, 125-126, 137 Pradines, M., 271 Putnam, H., 11, 23, 34 Racine, J., 239-240 Rashi, 85, 106, 317 Rawls, J., 41, 49 Reinach, A., 136 Renard, J., 152 Rosensweig, F., 47-48, 67, 137, 185, 192, 201-227 Salvador, J., 136, 253 Seigfried, A., 87 Shakespeare, W., 39 Simón, E., 221 Sócrates, 141

Spinoza, B., 116, 133-138, 139-150, 204, 210 Stone, A., 43, 54-55, 56 Strauss, L., 139 Teresa, Santa, 91 Tales de Mileto, 21, 209 Trasímaco, 206 Tolstoí, L., 271

Voltaire, 168 Wahl, J., 271 Waldenfels, B., 21 Weil, E., 92, 226 Zac, S., 139-148

Esta edición se terminó de imprimir en febrero de 2005 en Artes Gráficas delSur Alte. Solier 2450 - Avellaneda agdelsur @hotmail.com