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Spanish Pages 229 [224] Year 1983
LrCr Jean C
Diario del ladrón
Seix Barral
Biblioteca Breve
DIARIO DEL LADRÓN
JEAN GENET
DIARIO DEL LADRON Preliminar de JO R G E U R R U T IA Traducción de! francés por M .a T E R E S A G A L L E G O e ISABEL R E V E R T E
Seix Barral
rC Biblioteca
Breve
Título original: Journal du voleur
Primera edición: 1976 (Editorial Planeta, S. A., Barcelona)
Primera edición en Editorial Seix Barral: octubre 1983 © 1949: Éditions Gallimard Derechos reservados para esta edición: y propiedad de la traducción: © 1983: Editorial Planeta, S. A. ISBN: 84 322 0485 4 Depósito legal: B. 32010-1983 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
PRELIMINAR
L a traición, libro.
el robo y la homosexualidad
son los temas de este
De ello debe ser consciente el lector desde la primera pági na. Para Jean Genet hay una indiscutible relación entre las tres situaciones enunciadas. Pero si subrayo esa frase extraída de la novela se debe a que Diario del ladrón tiene fundamentalmente como tema la homosexualidad. No es la historia (¿el diario?) de un homosexual, aunque el protagonista lo sea, sino la novela de una determinada homosexualidad: aquella que se relaciona con la traición y con el robo. En nuestra literatura, en la literatura española, el tema de homosexualidad es prácticamente tabú; prohibido incluso para la erudición. La postura habitual del español hacia el problema ha sido el desprecio y la burla. La homosexualidad, admitida en las culturas griega clásica, helenística o árabe, deja de expresarse libremente y las únicas referencias que se le hacen son para rechazarla como hábito vergonzante. Ejem plo de ello son las alusiones en algunos cancioneros, en la novelística del siglo xvi o en la poesía barroca. Buena muestra son los poemas de Quevedo. Así, en el Epitafio a un italiano llamado Julio, advierte al viandante que cruza ante la tumba: Tú, que caminas la campaña rasa, cósete el culo, viandante, y pasa}
Similares son los términos de A un ermitaño mulato } y más dura la hipérbole de A un bujarrón — Epitafio, donde el hom bre se manifiesta enemigo de Herodes porque éste prefirió matar a los niños en lugar de violarlos.123 Literatura culta y popular han coincidido en el ataque cruel contra los homosexuales en las pocas veces que trataron del asunto.4 Sintomático de ese deseo de evitar cualquier referen cia es que, si la mujer vestida de hombre abunda en el teatro 1. F rancisco de Q uevedo, Obra poética, edición de J. M. Blecua, Casta lia, Madrid, 1969, poema 635. 2. Ibfdem, 636. 3. Ibfdem, 637. Se refiere de pasada a esta serie de poemas quevedescos, situándolos en la estética del autor, M aría del P ilar P alomo en La poesía de la edad barroca, Sociedad General Esnañola de Librería, Madrid, 107 *». p 141 4. C iro Bayo (Romartcerillo del Plata, Victoriano Suárez, Madrid, 1913,
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clásico español, el hombre vestido de mujer no se da prácti camente* También en la poesía secreta del siglo xvm los homosexua les son considerados burlonamente y castigados, así en el poema El moro i el italiano, de Bartolomé José Gallardo, donde se lee: Por plazas i cantones Salen los cabalgantes cabalgados En ruzios, de vil chusma rodeados.* Todavía en la época contemporánea, cierta represión se manifiesta en autores que parecen haber superado cualquier complejo que obligara al secreto. Así Luis Cemuda, en cuya poesía el tema homosexual aparece sin duda, suprime una es trofa de su elegía A un poeta muerto (F.G. L.) al publicarla en Hora de España (VI, 1937), con toda probabilidad por no em pañar socialmente el recuerdo del amigo desaparecido.567 Si la literatura sobre la homosexualidad se manifiesta en España con mayor frecuencia en este siglo (recuérdese a Joa quín Belda, A.M.D.G., de Pérez de Ayala, a Terenci Moix, o El Giocondo, de Francisco Umbral, entre otros autores o tí tulos), la literatura desde la homosexualidad declarada es casi inexistente. El lector fie este libro puede sentirse, pues, sorprendido por el tono desgarrado y sin ocultaciones que encontrará. El propio autor pretende conseguir un revulsivo social y otras obras suyas fueron durante algún tiempo literatura «secreta» en Francia, pese a que en aquel país se conocen indudables antecedentes y, desde luego, consecuentes. Entre aquéllos me refiero no sólo a Sade, Rimbaud o Lautréamont, clásicos representantes de esta literatura, sino también a las numerosas obras anónimas que tratan el tema del robo y se imprimen en los siglos xvi
p. 41) recoge una coplilla de indudable gracia, donde el tema se vela en el juego de letras: Por una ce y una ve por una ele y un cero fue arzobispo de Toledo el señor Portocarrero. 5. Es conocido el libro de C armen B ravo-V illasante La mujer vestida de hombre en el teatro español (siglos xvi-x vii ) «Revista de Occidente», Madrid, 1955. TJn hombre vestido de mujer aparece en el teatro de sor Juana Inés de la Cruz. 6. Recogido en el Cancionero Moderno de Obras Alegres, H . W. Spirrtual, Londres. 1875, pp. 17 y ss. 7. La estrofa entonces suprimida puede leerse en Luis C ernuda, Poesía completa, Barral, Barcelona, 1974, p. 209.
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y xvii.' Nombres famosos después de Jean Genet han sido el de Papillon y el de Albertine Sarrazin. En cualquier caso, el lector no debe perder de vista las interesantísimas calidades estéticas que Diario del ladrón posee, por encima de su vio lencia. La traición, el robo y la homosexualidad tienen en común su apartamiento de la norma social (lo que no quiere decir que dicha norma no pueda fomentarlas). Característica de los pro tagonistas de Genet es la de pretender asumir plenamente todas sus responsabilidades. Luego la homosexualidad de Diario del ladrón no se concibe como tercer sexo y, por ello, tendiendo al logro de un compromiso que permita la integración en la so ciedad. Por el contrario, es una homosexualidad sentida como vicio, con un cierto sentido de culpabilidad, pero también con un deseo expreso de apartamiento de la norma. Si toda la lite ratura homosexual suele poseer connotaciones de rebeldía so cial, debido a la marginación a la que la sociedad somete a los individuos que la practican, la literatura de Jean Genet se en frenta con la sociedad porque ésta, al marginar por diversas causas al personaje, le ha hecho caer en la homosexualidad. Diferencio, pues (sin negar otras posibilidades), al marginado por homosexual, del homosexual por marginado. El personaje de Diario del ladrón es del segundo tipo. «Nací en París el 19 de diciembre de 1910. Pupilo de la Asis tencia Pública, me resultó imposible conocer nada más de mi estado civil. Al cumplir los veintiún años, conseguí una partida de nacimiento. Mi madre se llamaba Gabrielle Genet. Mi padre sigue siendo desconocido. Yo había venido al mundo en el 22 de la calle de Assas. «Conseguiré, pues, alguna información sobre mi origen, me dije, y me fui a la calle de Assas. El 22 estaba ocupado por la Maternidad. Se negaron a darme información. Me criaron unos campesinos del Morvan.» De esta forma se refiere a su infancia el protagonista de Diario del ladrón. 8. El profesor Ricardo Senabre, amigo y siempre maestro, me recuerda esta literatura de gran difusión en Francia a finales del xvi y principios del xvn. Efectivamente, numerosos datos pueden encontrarse en el informe que, por en cargo de Napoleón III, realizará C harles N isard sobre la literatura popular, y que se publicó en 1854. Existe una edición moderna: Histoire des livres poptilaires ou de la littérature de colportage. Depuis l'origine de Vimprimerie jusqu’H Vétablissement de la Comission d ’examen des livres du colportage, Maisonneuve, París, 1968. También en Francia, en París, publicó el emigrado español doctor Carlos G arcía La desordenada codicia de los bienes ajenos, y en la época a la que me refiero: 1616, exactamente. Hay que tener en cuenta que el importan tísimo inventario de Nisard es la obra de un censor que condena decididamente unos libros que considera nefastos para la educación del pueblo.
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El personaje se siente como un caso extraño, como alguien no integrado en la sociedad. No es ya que su origen sea descono cido, es que no tiene derecho a conocer su origen. El personaje, pretendiendo una autoafirmación, busca realizarse siendo ple namente, y hasta sus últimas consecuencias, un marginado. «Abandonado por mi familia, me parecía ya natural agravar este hecho mediante mi amor por los muchachos y por el robo, y el robo mediante el crimen o la complacencia en el crimen. De este modo, rechacé deliberadamente un mundo que me había rechazado.» Sería ingenuo por mi parte que no considerara la posibili dad de que la historia de Diario del ladrón fuese autobiográfica en alguna medida. Jean-Paul Sartre escribió un libro, análisis en gran parte psicoanalítico de toda la obra de Genet. Resalta el famoso filósofo francés la insistencia con que en ella se repite el tema del niño abandonado, tema en el que localiza, al considerarlo trasunto de un hecho real, toda la razón de ser de la vida y la obra de Genet. Escribe Sartre: «Ahora he aquí un cuento para una Antología del Humoris mo Negro: “Un niño expósito da pruebas de malos instintos desde su más tierna edad, roba a los pobres campesinos que lo han adoptado. Lo reprenden, e insiste, se evade de la penitenciaría para niños en la que han tenido que internarlo, roba y saquea cada vez más y, por añadidura, se prostituye. Vive en la mise ria, de la mendicidad, de los hurtos, acostándose con todos y traicionando a todos, pero nada puede desalentarlo: es el mo mento que elige para dedicarse deliberadamente al mal; decide que hará lo peor en todas las circunstancias v, como se ha dado cuenta de que la mayor fechoría no era obrar mal, sino poner de manifiesto el mal, escribe en la cárcel obras abominables que hacen la apología del crimen y caen bajo el peso de la ley. Precisamente por eso va a salir de la abyección, de la miseria y de la cárcel. Se imprimen sus libros, se leen, un director de escena condecorado con la Legión de Honor monta en su teatro una de sus obras que incita al homicidio; el presidente de la República le condona la pena que debía cumplir Dor sus últimos delitos, justamente porque se jactaba en sus libros de haber los cometido; y cuando le presentan una de sus antiguas vícti mas, ella le dice: Muy honrada, señor. Sírvase usted con tinuar."»9 9. J ean-P aul Sartre, San Genet comediante y mártir, Losada, Buenos Aires, 1967, pp. 619-620. Copio corrigiendo algún error evidente de traducción.
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Hay por lo tanto una estrechísima relación entre el prota’ gonista de Diario del ladrón y su autor (lo que a nosotros, como lectores de la novela, no tiene por qué preocuparnos demasia do). Externamente, dicha relación se manifiesta en que la no vela es presentada como diario, y en la utilización de la primera persona narrativa. Más que un diario, sin embargo, este libro es una serie de confesiones. No existe la distribución típica del diario, e incluso se rompe la ordenación diacrónica. Formalmente tampoco pue de relacionarse con la novela picaresca, puesto que las accio nes no motivan las que les siguen en el discurso.10En un diario, el autor se ve constreñido a mantener un orden que los hechos o el pensamiento del escritor no pueden variar. En las confe siones o en las memorias el autor es más dueño de su obra, sólo la voluntad del escritor es causa para la escritura (consi derada ésta como el hecho de escribir de un modo determina do). Genet busca producir un efecto preciso en el lector por medio de la composición de la historia; cumple un deber típico de novelista; localizar, interrumpir, destacar determinados he chos que le parecen importantes, mientras que otros se dejan en la sombra.11 El uso de la primera persona sólo tiene una esencial función literaria; significar que el texto se presenta como documento. Pero la historia contada ¿es verdad o mentira? La contesta ción que, retóricamente, suelen dar los novelistas es que la his toria es verdadera. Genet se hace la pregunta en una nota a pie de página, para contestarse que sólo «este libro de amor» es real, que no pretende restituir los hechos que le sirvieron de pretexto. Los hechos que le sirvieron de excusa para escribir un libro. También, los hechos que constituyen lo anterior al texto, el ante-texto, el pre-texto. Es sabido que diario, confesio nes y memorias acaban entremezclándose. Puede añadirse la reflexión sobre la propia escritura. En las memorias el autor siempre plantea una visión del pasado desde el presente y, por ello, más que contar su vida cuenta lo que cree que fue, o la que hubiera deseado vivir. Si el autor, además, juzga su propia escritura, el ensayo está claramente próximo. Genet tiene mucho de ensayista y su pensamiento se expresa no sólo en notas a pie de página, como ya hemos visto, sino también al hilo de la narración. De esa forma nos proporciona datos 10. Sería, sin embargo, imposible negar la relación con ciertos ambientes picarescos. 11. Sobre este tema, R. Bourneuf y R. O uellet, L’Univers du román, Presses Universitaires de France, París, 1972, p. 25, entre otras.
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sobre su hacer novelesco; nos aclara, por ejemplo, la no-exactarealidad de los que cuenta. Para Genet (o para la primera per sona que narra), nuestro lenguaje es incapaz de reproducir si quiera el reflejo de los actos pasados. El Diario del ladrón, por lo tanto, no puede informar de quién y cómo fue el personaje, sino de cómo es ahora; «debe informar sobre quién soy, ahora que lo escribo.» Nos informa también —añadamos nosotros— de cómo, en el presente, ve el personaje su futuro. Sigue Genet oponiéndose con decisión a Proust —otro novelista que se ocupa de la homosexualidad—: «No es una búsqueda del tiem po pasado, sino una obra de arte cuya materia-pretexto es mi vida de antaño. Será un presente fijado con la ayuda del pasa do, no lo inverso.» Y, en otro lugar de la novela, el autor nos explica que se esforzará con las palabras, no para describir mejor un hecho o a su héroe, sino para ilustrarnos sobre sí mismo. Tenemos claramente ante nosotros dos grandes torres que van erigiéndose paralelamente según avanzamos en la lectura. La torre de la historia, de los hechos sucedidos que van peno samente engarzándose gracias a continuos saltos y retrocesos. Y la torre del discurso, de la obra verbal, de la escritura, del texto como objeto por sí mismo, liberado de los hechos que no fueron sino un pre-texto. La historia tiene argumento, un argumento que puede resumirse en algunas frases. El discurso es irresumible; o es o no es, sin términos medios ni rebajas. El argumento de la historia parece tender a la destrucción, al desmantelamiento de la sociedad o de su moral. El discurso, en cambio, no puede ser sino construcción; no existe si no es, porque se está continuamente construyendo. Y el autor, Genet, mantiene una titánica lucha por la construcción de su texto.12 Destrucción frente a construcción, ésa podría ser la síntesis de la novela. El conflicto que origina la oposición que acabamos de enun ciar, ligando a la vez los dos términos, se manifiesta fundamen talmente por una serie de metamorfosis. Gracias al lenguaje, Genet dignifica lo más vulgar, eleva lo más bajo, embellece lo más feo. «La meta de esta narración es embellecer mis aven turas pasadas, es decir, sacar de ellas la belleza, descubrir en ellas lo que provocará hoy el canto, única prueba de esta belleza.» En el primer párrafo de la novela, el narrador se declara 12. Las traductoras han hecho un notable esfuerzo para trasladar al caste llano esa lucha de la construcción y el lenguaje; pese a todo, siempre hay algo intraducibie. •V
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capaz de descubrir, en el traje de los presidiarios, todos los sentidos que desee. Así, para él, hay una estrecha relación entre las flores y los presidiarios. Su propio traje, además de por su color, «evoca, por su rugosidad, ciertas flores cuyos pétalos son ligeramente velludos». En otro momento se recuer da expresamente otra novela de Genet en la que los camaradas de un joven presidiario le escupen en la cara. Pierre de Boideffre destaca precisamente ese fragmento de Miracle de la rose como representativo del trabajo de nuestro novelista. Lo tra duzco aquí:. «Recibía los escupitajos en mi boca lacia que el cansancio no conseguía cerrar. Poco habría sido preciso, sin embargo, para que ese juego atroz se transformase en un juego galante y para que, en lugar de por escupitajos, estuviera cubierto por rosas tiradas. Porque los gestos eran los mismos, al destino no le hubiera costado mucho trabajo cambiar todo... porque poco habría bastado para que en el corazón de Van Roy, en lugar del odio, entrase el amor.» Para Boideffre, cada aventura de Genet se transforma en una operación mágica, en una especie de misa negra, pintada no con la paleta de Goya, sino con la de Murillo.'3 En Diario del ladrón, irnos escupitajos se transforman en «hilillos de vidrio, transparentes y frágiles». Ciertas zonas del Barrio Chino de Barcelona, ante la visita de unos turistas franceses, se adjetivan como archipiélagos de miseria.w Los piojos se convierten en el único signo de la prosperidad. La miseria del protagonista es de tan crecido delirio que su grandeza le hace fabulosamente emparentar con «un grande de España».13145 Aunque el propio Ge net acuse de fácil al procedimiento, de formulario, en la novela adquiere belleza y un valor de importancia. No es la estética de lo feo, sino la sublimación de lo horrible, la rehabilitación de lo innoble. Si a partir de un objeto mínimo, modesto, puede construir un mundo maravilloso, como sucede con un tubo de vaselina transformado de signo de la abyección en signo de la salva ción, a partir de una cárcel puede construir un palacio. La ca13. P ierre de Bo id effr e , Littérature d'aujourd'hui, Union Générale d ’Éditíons (col. 10/18), París, tomo I, pp. 291-293. Pero son evidentes los recuerdos de los grabados de Goya, en ocasiones casi citando disimuladamente sus títulos o leyendas. 14. La semejanza de esta expresión con «soberbios alcázares de la miseria* que u tiliza Luis M artín -Santos en Tiempo de silencio es llamativa. Razones de mayor peso, que no son de exponer en este lugar, obligan a sospechar que Luis Mairtín-Santos había leído a Genet antes de escribir su interesante novela de 1961. 15. Esta frase, como otras frases del prólogo, comprobará el lector que co rresponden a la propia novela.
paridad iluminadora de Genet alcanza las mayores proezas, las más sugestivas equiparaciones, las más alucinantes metamor fosis. La prisión ofrece la misma impresión de seguridad que el palacio real, ambos edificios coinciden en la certeza de ser lo que son, sus reglamentos son igualmente rígidos, una etiqueta similar los gobierna y, además, un edificio es la raíz y el otro la testa del mismo sistema viviente. Las más impensables metamorfosis. La traición, el robo y la homosexualidad se transforman en virtudes teologales, según llega a afirmar el personaje. El protagonista de Diario del ladrón busca vivir en un mun do que sea la inversión del mundo habitual. Para ello necesita la máxima soledad, a la que sólo se llega por la traición. Y «cuanto mayor, más entera, más totalmente asumida sea, a vuestros ojos, mi culpabilidad, mayor será mi libertad». En ello encuentra una similitud con la postura del santo, que sólo alcanza su meta cuando se ha desembarazado de todos los prin cipios elementales de la moral y la religión. Sin entrar en el estudio del posible misticismo de Jean Genet, que Sartre estu dia detenidamente en su profundo ensayo ya citado, es nece sario referirse a la insistencia con que el novelista se refiere a la santidad. Incluso confiesa verse inmerso en una especie de contemplación. También la santidad es su meta. Pero una santidad muy duramente considerada porque, según él mismo afirma, ser santo no es sólo ocupar el banco del condenado en la galera, como Vicente de Paúl, sino también ocupar ese lugar en el crimen. A esa santidad se aspira en la novela, una santi dad de la abyección, diríamos. Llega Genet a dejar entrever una cierta unión que llama mística. Si crear es asumir hasta el fin todos los peligros a los que las criaturas se ven sometidas, no puede suponerse una creación sin amor. Jesús murió después de haber cargado con todos los pecados del mundo y, dice el novelista, cargar con todos los pecados del mundo significa en cierto modo «experimentar en potencia y en efectos todos los pecados, haberse adherido al mal». La evidente herejía cobra aspecto literariamente sugestivo y permite comprender que Cocteau afirmara que Genet era un moralista y, a veces, un pre dicador. La novelística de Genet (y Diario del ladrón, publicada en 1949, su última novela, es un resumen de toda ella) ya no se nos aparece como una serie de anécdotas, ni como una simple reflexión, sino como el deseo de construir un nuevo orden moral. El lector puede entonces preguntarse por qué he habla do antes, en este mismo prólogo, de destrucción, cuando tam16
bién la historia es una construcción. Pero es que no se ha dicho que el nuevo orden moral consiga lograrse. Para facili tar la comprensión traduciré unas líneas de otra novela de Genet, Pompes fúnebres: «Me quise traidor, ladrón, atracador, delator, odioso, des tructor, despreciable, cobarde. A base de hachazos y de gritos corté las ataduras que me retenían en el mundo de la moral habitual, a veces deshice metódicamente los nudos. Monstruo samente me alejé de vosotros, de vuestro mundo, de vuestras ciudades, de vuestras instituciones. [...] Después de ese trabajo (aún inacabado) que tantos sacrificios me costó, obstinándome * siempre más en la sublimación de un mundo que es el contra rio del vuestro, he aquí que sufro la vergüenza de verme abor dar con esfuerzo, sanguinolento, a una orilla más poblada que la misma Muerte. Y las gentes que aquí encuentro han llegado fácilmente, sin peligro, sin haber cortado nada. Están en la infamia como el pez en el agua y ya no puedo, para ganar la soledad, sino dar marcha atrás y engalanarme con las virtu des de vuestros libros.» Al fin resulta que no hay mayor maldad en Genet y en sus personajes que en los demás hombres. Pese a todos sus es fuerzos, no consiguió la unicidad, la soledad moral. Por eso Genet no ataca a las instituciones —según observa Sartre 16—, el mal no está en la sociedad, sino en el individuo. Genet es un anti-Rousseau. Aunque el autor asegure continuamente que su libro es un libro de amor, no nos engañemos. No se trata de amor a los hombres (en un sentido amplio o en un sentido ho mosexual), sino de amor al propio esfuerzo por conseguir lo más grande, en este caso: la máxima posibilidad de mal. Lo que tampoco se alcanza, porque el protagonista no puede ni siquiera plantearse el asesinato. Es un mal sórdido, rastrero, grandioso en su propia incapacidad de grandeza, heroico en su falta de heroicidad. La novelística de Jean Genet está en muchas de sus páginas próxima a la prosa poética, y en ello residen algunos de sus valores. Pero para el autor significa también una cura psicoanalítica, como observa Sartre. Notre-Dame des Fleurs (1944), Miracle de la rose (1946), Pompes fúnebres (1947) y Querelle de Brest (1947) se sintetizan y perfilan en Diario del ladrón (1949), culminando así una evolución que va a dar paso a la escritura teatral. El rito de la escena resulta idóneo para el trabajo de Genet, que cuaja en obras como Haute surveillance (1949), Les 16.
San G en et..., p. 67.
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bonnes (1954), Las criadas (puesta en escena, en España, por la compañía de Nuria Espert), Le balcón (1956) o Les négres (1958), fundamentalmente. Son muestras de un teatro fantás tico, mezcla de los recursos del teatro épico de Brecht y del surrealismo de Artaud. En cualquier caso, Genet tiende siem pre a plantear el porqué del individuo, prescindiendo de cual quier aspecto ideológico, lo que hace que su obra resulte confusa.17 Bataille subraya la incapacidad de Genet para comunicar con sus lectores.18 Sus novelas interesan, pero no pueden en cantar. El lector es despreciado, mal tratado por el novelista. En una ocasión se le dirá que no le corresponde saber más sobre determinado asunto. En otras, se le ocultan nombres o detalles, o se le indica que no queda tiempo para seguir explicándole un tema. Sin embargo, Diario del ladrón importa, no sólo como síntoma de una situación social, sino como hecho literario. Según el propio autor, lo que importa no es la vida (la historia, el argumento), sino su interpretación (el texto). Su vida tiene que convertirse en leyenda, es decir; debe ser legible. Como escribió Jorge Luis Borges;. «Poco a poco voy cediéndole todo [a Borges, al escritor], aunque me consta su perversa costum bre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quie re ser piedra y el tigre, tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí.»19 El escritor no es sino su obra, y a ello está condena do. En una entrevista concedida en 1964 a Playboy, Genet ase guraba que conducía su vida al olvido;20 entiéndase: a no ser recordada por ella misma sino por su transcripción. Al escritor le ocurre como al héroe. En Diario del ladrón leemos: «El héroe no podría poner mala cara a una muerte heroica; sólo es héroe por esa muerte.» J orge U rrutia
17. Confusa ideológicamente y confusa verbalmente también. Las traducto ras ya indican que genet quiere decir retama, y que cierta retama es llamada en francés genét d'Espagne. Jean Genet juega con este nombre, con su apellido y con sus andanzas y recuerdos de juventud por algunas regiones de nuestro país, acabando por llamar a aquella azarosa época primitiva de su existencia «mi Es paña», «región de mí mismo*. Consideración debida aquí para evitar confusos sentidos que una lectura apresurada o superficial podría ocasionar. 18. G eorges Bataille, La littérature et le mal, Gallimard (col. Idées), París, 1967, p. 219. También se refiere a ello Jean-Paul Sartre. 19. J orge L uis Borges, «Borges y yo», en El hacedor, ahora en Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 808. 20. Entrevista citada por J ean-Marie M agnan, Jean Genet, Seghers, París, 1971, p. 5 y ss.
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DIARIO DEL LADRÓN
Para SARTRE Para el CASTOR
E l t r a j e d e l o s p r e s i d i a r i o s e s d e r a y a s , rosa y blanco. Si, conminado por un impulso del corazón, elegí yo el uni verso en que me complazco, al menos puedo descubrir en él los numerosos sentidos que deseo: existe, pues, una re lación estrecha entre las flores y los presidiarios. La fragigilidad, la delicadeza de aquéllas son de la misma natu raleza que la brutal insensibilidad de éstos.1 Si tuviera que representar a un presidiario —o a un criminal— lo ador naría con tantas flores que él mismo, al desaparecer bajo ellas, se convertiría en otra, gigante, nueva. Hacia lo que se denom ina el mal, por amor, corrí una aventura que me condujo a la cárcel. Si no siempre son bellos, los hom bres consagrados al mal poseen virtudes viriles. Volunta riam ente, o víctimas de una elección accidental, se hun den, con lucidez y sin quejas, en un elemento reproba dor, ignominioso, semejante a aquel en que, si es pro fundo, precipita el am or a los seres.12 Los juegos eróticos descubren un m undo innominable que es revelado por el lenguaje nocturno de los amantes. Semejante lenguaje no se escribe. Se susurra, de noche, al oído, con voz ronca. Al am anecer, se olvida. Negando las virtudes de vuestro mundo, los criminales aceptan, desesperadamente, orga nizar un universo prohibido. Aceptan vivir en él. Su atm ós fera es nauseabunda: saben respirarla. Pero —los crimi nales están lejos de vosotros— como en el amor, se sepa ran y me separan del mundo y de sus leyes. El suyo huele a sudor, a semen y a sangre. Ofrece, en fin, la abnega ción a mi alma sedienta y a mi cuerpo. Porque posee estas condiciones de erotismo es por lo que me encarnicé en el mal. Mi aventura, en ningún momento im puesta por la rebeldía ni por la reivindicación, no será, hasta este día, más que un prolongado apareamiento, recargado, complicado con un pesado ceremonial erótico (ceremonias figurativas que llevan a presidio y lo anuncian). Si es la sanción, y, para mí, también la justificación, del crimen más inmundo, será el signo del más extremo envilecimien1. Mi emoción es la oscilación que va de unas a otros. 2. Me refiero al presidiario ideal, al hombre en el que se dan todas las cualidades del castigado.
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to. Este punto definitivo al que conduce la reprobación de los hom bres aparecióseme como el lugar ideal de la más pura arm onía amorosa, es decir, la más turbia, donde se celebran ilustres bodas de ceniza. Deseándolas cantar, uti lizo lo que me ofrece la form a de la más exquisita sensi bilidad natural, que el traje de los presidiarios suscita ya. Además de por su colorido, la tela evoca, por su rugo sidad, ciertas flores cuyos pétalos son ligeramente vellu dos, detalle suficiente para que asocie, con la mayor na turalidad, a la idea de fuerza y de vergüenza, las de pre cioso y frágil. Esta aproximación que me docum enta so bre mí mismo, no se impondría a otra mente; la mía no puede evitarla. Ofrecía, pues, a los presidiarios, mi ternura, quise llamarlos con nombres encantadores, desig n ar sus crímenes, por pudor, con la más sutil m etáfora (bajo cuyo velo no habría ignorado la suntuosa muscula tu ra del asesino, la violencia de su sexo). ¿No es por esta imagen por lo que prefiero representármelos en la Guayan a: los más fuertes, en celo, los más «duros», bajo el velo de tul del mosquitero? Y cada flor me produce una triste za tan solemne que todas deben de significar la pesadum bre, la m uerte. Busqué, pues, el amor en función del pre sidio. Cada una de mis pasiones me hizo esperarlo, entre verlo; me ofrece criminales, me ofrece a ellos o me invita al crimen. M ientras escribo este libro los últimos presi diarios vuelven a Francia. Nos lo anuncian los periódicos. El heredero de los reyes siente un vacío semejante si la república le priva de la ceremonia de la consagración. El final del presidio nos impide acceder con nuestra concien cia viva a las regiones míticas subterráneas. Nos han des pojado del más dram ático movimiento: nuestro éxodo, el embarco, la procesión por el mar, que se llevaba a cabo con la cabeza gacha. El retorno, esa misma procesión al revés, no tiene ya sentido. Dentro de mí, la destrucción del presidio corresponde a una especie de castigo del castigo: me castran, me extirpan la infamia. Sin preocuparse por decapitar nuestros sueños de sus glorias, nos despiertan antes de tiempo. Las prisiones centrales tienen su poder: no es el mismo. Es menor. La gracia elegante, algo lán guida, está desterrada de ellas. La atmósfera es allí tan pesada que hay que arrastrarse. Allí se repta. Las centra les son más rígidas, oscura y severamente eréctiles; la grave y lenta agonía del presidio era una florescencia más 24
perfecta de la abyección.1 Por fin, henchidas ahora de va rones perversos, las centrales están negras de ellos como de una sangre cargada de gas carbónico. (Escribo «negro». El traje de los detenidos —cautivos, cautividad, prisione ros incluso, palabras demasiado nobles para nombrarnos— me obliga a ello: es de estameña parda.) Hacia ellas irá mi deseo. Sé que una apariencia burlesca se manifiesta a menudo en presidio o en la cárcel. Sobre el pedestal macizo y sonoro de los zuecos, los castigados resultan siempre algo menudos. Tontamente, su figura se dobla ante una carretilla. Frente a un carcelero, agachan la ca beza y sujetan en la mano el gran sombrero de bálago —que adornan los más jóvenes, así lo querría yo, con una rosa robada concedida por el carcelero— o un gorro de estameña parda. Mantienen una postura de miserable hu mildad. (Si les pegan, algo en ellos, sin embargo, debe alcanzarse: el cobarde, el bellaco, la cobardía, la bella quería —mantenidos en el estado de mayor dureza, más pura cobardía y bellaquería— se endurecen por un «tem ple» como el hierro dulce se endurece al templarlo.) Se obstinan en el servilismo, no importa. Los más hermosos son los que se ven adornados con mi ternura, aunque no olvido a los contrahechos, a los descoyuntados. Ha sido necesario, me digo, que el crimen vacile mucho tiempo antes'de conseguir el perfecto éxito que son Pilorgue o Anee Soleil. Para rematarlos (ila palabra es cruel!) fue necesario el concurso de coincidencias numerosas: a la belleza de su rostro, a la fuerza y elegancia de su cuer po debían sumarse su gusto por el crimen, las circunstan cias que hacen al criminal, el valor moral capaz de acep tar un destino tal, el castigo, en fin, la crueldad de éste, la cualidad intrínseca que permite al criminal resplande cer en él, todo esto dominado por oscuras regiones. El héroe combate contra la noche y la vence, pero conser va algunos jirones de ella. La misma vacilación, la misma cristalización de dichas preside el éxito de un policía puro. A ambos amo. Pero si amo su crimen es por lo que con lleva de castigo, «de pena» (pues no puedo suponer que no la han entrevisto. Uno de ellos, el antiguo boxeador 1. Hasta tal punto siento su abolición como una privación que, en mí mismo y para mí solo, secretamente, recompongo un presidio peor que el de la Guayana. Añado que de las centrales se puede decir «a la sombra». El presi dio está al sol. Todo ocurre bajo una luz cruel y no puedo dejar de elegirla como signo de la lucidez.
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Ledoux, contestó, sonriendo, a los inspectores: «Antes de cometerlos es cuando habría podido lam entar mis críme nes») en la cual quiero acompañarlos para que, de todas maneras, se vean colmados mis amores. En este diario no quiero camuflar las demás razones que me hicieron ladrón, siendo la más simple la necesidad de comer; sin embargo, en mi elección no intervinieron ja más la rebeldía, la am argura, la cólera ni cualquier otro sentimiento parecido. Con un cuidado maníaco, «un cuida do celoso», preparé mi aventura como se prepara un lecho, una habitación para el am or: el crimen me ha encelado.
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L lamo violencia a una audacia en reposo enamorada d e los peligros. Se la distingue en una mirada, una forma de caminar, una sonrisa, y es en vosotros en quienes produce oleajes. Os desconcierta. Esta violencia es una calma que os agita. A veces se habla de «un tío con facha». Los ras gos delicados de Pilorgue eran de una violencia extremada. Su delicadeza era más que nada violenta. Violencia del dibujo de la mano única de Stilitano, inmóvil, sencilla mente apoyada en la mesa, que volvía inquietante y pe ligroso el reposo. He trabajado con ladrones y rufianes cuya autoridad me arrastraba, pero pocos se m ostraron verdaderam ente audaces cuando el que más lo fue —Guy— carecía de violencia. Stilitano, Pilorgue, Michaelis eran cobardes. Y Java. Emanaba de ellos, aún en reposo, inmó viles y sonrientes, por los ojos, por las narices, la boca, el hueco de la mano, la bragueta henchida, por el brutal mon tículo de la pantorrilla bajo la sábana o la tela, una có lera radiante y sombría, visible en forma de vaho. Pero, casi siempre, nada la pone de manifiesto sino la ausencia de signos habituales. El rostro de René es encanta dor al principio. La curva cóncava de la nariz le da un as pecto travieso, pero la palidez plomiza de la cara es in quietante. Los ojos son duros, los gestos calmosos y se guros. En los meaderos golpea tranquilamente a los ma ricas, los cachea, los desvalija; a veces, como golpe de gracia, les da con el tacón en la jeta. No me gusta, pero su calma me subyuga. Actúa, en la más turbadora oscuri dad, al lado de los meaderos, del césped, de los bosquecilios, bajo los árboles de los Campos Elíseos, junto a las estaciones, en la puerta Maillot, en el Bosque de Bolonia (siempre de noche) con una seriedad desprovista de ro manticismo. Cuando vuelve, a las dos o las tres de la ma ñana, lo noto aprovisionado de aventuras. Cada parte de su cuerpo, nocturno, participó en ellas: sus brazos, sus piernas, su nuca. Pero él, ignorante de estas maravillas, me las cuenta en un lenguaje concreto. Va sacando del bolsillo las sortijas, las alianzas, los relojes, botín de la noche. Los mete en un vaso grande que pronto estará lleno. No le extrañan ni los maricas ni sus costum bres: éstas no existen sino para facilitarle los golpes. Mientras 27
habla, cuando está sentado en mi cama, mi oído capta re tazos de aventuras: «Un oficial en calzoncillos al que roba la c a rte ra 1 y que, apuntándole con el dedo, le intim a: «¡Salga usted!» La respuesta de René, burlón: «Tú te crees que estás en el ejército» «Un puñetazo demasiado fuerte que le dio a un viejo en la cabeza» «El que se desmayó cuando René, dando en el clavo, abrió un cajón donde había una reserva de ampollas de morfina.» «El marica sin blanca al que obliga a arrodillarse ante él.» Estoy atento a estos relatos. Mi vida de Amberes se for talece, prosiguiendo en un cuerpo más firme, según unos métodos más brutales. Animo a René, lo aconsejo, me escucha, le digo que nunca hable él el prim ero: —Deja venir al tipo, déjalo que dé vueltas a tu alrede dor. Asómbrate un poco de que te proponga el amor. Sabe con quién fingir ignorancia. Cada noche, unas cuantas palabras me informan. Mi ima ginación no se pierde en ellas. Mi turbación parece nacer de que en mí asumo a la vez el papel de víctima y el de criminal. De hecho, incluso, emito, proyecto por la no che a la víctima y al criminal salidos de mí, hago que se reúnan en un lugar cualquiera y, a eso del amanecer, mi emoción es grande cuando me entero de que ha faltado poco para que la víctima reciba la muerte y el criminal el presidio o la guillotina. Así, mi turbación se prolonga hasta esa región de mí mismo: la Guayana. Sin que ellos lo quieran, los gestos de estos chavales, sus destinos, son tumultuosos. Su alma soporta una violencia no deseada. La domestica. Aquellos para quienes la vio lencia es el clima habitual son simples frente a sí mismos. Cada uno de los movimientos que componen esta vida rá pida y devastadora es simple, recto, nítido como el trazo de un gran dibujante pero en la confluencia de estos trazos en movimiento estalla entonces la torm enta, el rayo que los mata o me mata. Sin embargo, ¿qué es su violen cia junto a la mía que consiste en aceptar la suya, hacerla mía, quererla para mí, captarla, utilizarla, imponérmela, conocerla, premeditarla, discernir y asum ir sus peligros? Pero, ¿qué era la mía, prem editada y necesaria para mi de fensa, para mi dureza, para mi rigor, junto a la violencia que ellos sufren como una maldición, ascenso de un fuego interior simultáneo a una luz exterior que los inflama y nos 1.
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Dice: «¡Le he limpiado la bolsa!»
ilumina? Sabemos que sus aventuras son pueriles. Ellos mismos son estúpidos. Aceptan m atar o m o r i r por una partida de cartas en que el adversario —o ellos mismos— hacían trampas. Y, sin embargo, gracias a tipos semejantes son posibles las tragedias. ¿Os indica esta definición de la violencia —mediante tan tos ejemplos contrarios— que usaré las palabras no para que describan mejor un acontecimiento o a su protagonis ta, sino para que os instruyan acerca de mí mismo? Para comprenderme hará falta una complicidad por parte del lector. Sin embargo, lo avisaré en cuanto mi lirismo me haga perder pie. Stilitano era alto y fuerte. Caminaba con paso a un tiem po flexible y pesado, rápido y lento, ondulante. Era ágil. Gran parte de su ascendencia sobre mí —y sobre las furcias del Barrio Chino— residía en el escupitajo que Stilitano pasaba de un carrillo a otro, y que estiraba a veces, de lante de la boca, como un velo. «Pero, ¿de dónde saca ese escupitajo, me decía yo, de dónde lo sube, tan espeso y blanco? Los míos jamás alcanzarán ni la untuosidad ni el color del suyo, se quedarán en hilillos de vidrio, trans parentes y frágiles.» Es, pues, natural que me imagine lo que será su verga si se la unta, en mi obsequio, con tan bella m ateria, con esa valiosa tela de araña, tejido que, en secreto, llamaba yo el velo del paladar. Llevaba una vieja gorra gris con la visera rota. Si la tiraba al suelo de nuestra habitación, se convertía, de repente, en el cadá ver de una pobre perdiz con el ala cortada; pero cuando se la ponía, algo ladeada, el borde opuesto a la visera se alzaba para descubrir el más glorioso de los mechones ru bios. ¿Hablaré de sus bellos ojos tan claros, modestamen te bajos —de Stilitano, sin embargo, podía decirse: «A su porte le falta modestia»—, sobre los que se cerraban unas pestañas y unas cejas tan rubias, tan luminosas y tan espe sas que creaban la sombra, no nocturna, sino del mal? Para term inar, ¿qué razón habría para que me conmoviera ver en el puerto desenrollarse e izarse, a sacudidas, po quito a poco, una vela, trabajosamente, en el mástil de un barco, prim ero dudosa, luego resuelta, si esos movi mientos no fueran el signo de los propios movimientos de mi amor por Stilitano? Lo conocí en Barcelona. Vivía entre los mendigos, los ladrones, los maricas y las furcias. Era hermoso, pero está por ver si tanta hermosura se la debió a mi estado de degradación. Mi ropa estaba sucia 29
y daba pena. Tenía hambre y frío. Ésta fue la época más miserable de mi vida. 1932. España estaba entonces cubierta de miseria con forma de mendigos. Iban de pueblo en pueblo, por Andalu cía porque el clima es cálido, por Cataluña porque la re gión es rica, pero todo el territorio nos era propicio. Fui un piojo, por lo tanto, y consciente de serlo. En Barcelo na frecuentábamos sobre todo la calle del Mediodía y la calle del Carmen. Dormíamos, a veces, seis en una cama sin sábanas, y desde la madrugada íbamos a mendigar a los mercados. Salíamos en panda del Barrio Chino y nos dispersábamos por el Paralelo, con un capacho al brazo, porque las amas de casa nos daban con más facilidad un puerro o un nabo que una perra. A las doce volvíamos, y con el fruto recogido nos preparábamos la sopa. Voy a describir las costumbres de la miseria. En Barcelona vi a esas parejas de hombres en que el más enamorado decía al otro: —Hoy cojo yo el cesto. Cogía el capacho y salía. Un día, Salvador me arrancó suavemente de las manos la cesta y me dijo: —Voy a pedir limosna por ti. Nevaba. Salió a la calle helada, cubierto con una chaque ta rota, andrajosa —los bolsillos, descosidos, iban colgan do— con una camisa sucia y tiesa. Su rostro era pobre y triste, artero, pálido y mugriento, porque hacía tanto frío que no nos atrevíamos a lavarnos. Hacia las doce volvió con las verduras y algo de grasa. Aquí indico ya uno de esos des garrones, terribles porque los provocaré a pesar del peli gro, que me han revelado la belleza. Un amor inmenso —y fraterno— me inundó y arrebató hacia Salvador. Salí del hotel poco después que él y lo estuve viendo, desde lejos, implorar a las mujeres. Como había mendigado ya, para otros o para mí mismo, yo conocía la fórmula: ésta mez cla la religión cristiana y la caridad; confunde al pobre con Dios; es una tan humilde emanación del corazón que creo que impregna de perfume a violeta el aliento sutil y recto del mendigo que la pronuncia. En toda España se decía entonces: —Por Dios.1 1.
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En español en el original. (N. del t.)
Sin oírla, imaginaba como Salvador la murmuraba ante todos los puestos y todas las amas de casa. Lo vigilaba como el chulo vigila a su puta, pero ¡ con cuánta ternura en el corazón! De este modo, España y mi vida de men digo me habrán dado a conocer los fastos de la abyección, pues era necesario mucho orgullo (es decir, amor) para embellecer a estos personajes mugrientos y despreciados. Necesité mucho talento. Lo fui adquiriendo poco a poco. Me es imposible describiros cómo, pero por lo menos pue do decir que, poco a poco, me esforcé por considerar esta vida miserable como una necesidad voluntaria. Nunca in tenté convertirla en otra cosa que en lo que era, no in tenté adornarla, enmascararla, sino que, por el contrario, quise afirmarla en su exacta sordidez, y los signos más sór didos se convirtieron para mí en signos de grandeza. Quedé consternado cuando, al registrarme después de una redada —estoy hablando de una escena anterior a la que inicia este libro— una noche, el policía, asombrado, me sacó del bolsillo, entre otras cosas, un tubo de vaselina. Se atrevieron a brom ear a costa de él, puesto que conte nía vaselina gomenolada. Todo el despacho podía reírse a carcajadas, y yo también, a veces —dolorosamente—, y desternillarse al oír cosas como éstas: —«¿Te dan por las narices?» —«i Ojo con acatarrarte, que le ibas a pegar a tu hombre la tosferina!» Es difícil traducir a la jerga de los chulos la perversa ironía de los giros españoles, explosivos o venenosos. Se trataba de un tubo de vaselina una de cuyas extremidades estaba bastante enrollada. Es decir, usado. Entre los ob jetos elegantes salidos del bolsillo de los hombres deteni dos en esta redada, era el signo de la abyección personi ficada, de aquella que se disimula con el mayor cuidado, pero también el signo de una gracia secreta que pronto iba a salvarme del desprecio. Una vez encerrado en una celda, y en cuanto me hube repuesto lo suficiente como para sobreponerme a la desgracia de mi detención, la ima gen de ese tubo de vaselina no me dejó ya. Los policías me lo habían enseñado victoriosamente, puesto que, me diante él, podían esgrimir su venganza, su odio, su despre cio. Y he aquí que ese miserable y sucio objeto, cuyo uso le parecía a la gente —a esa delegación concentrada de la gente que es la policía y, ante todo, a esta reunión concre ta de policías españoles que olían a ajo, a sudor y a aceite, 31
pero de aspecto flamante, con la fuerza de sus músculos y de su seguridad moral— de lo más vil, se convirtió para mí en algo trem endamente valioso. Contrariam ente a mu chos objetos distinguidos por mi ternura, éste no fue au reolado; permaneció sobre la mesa, tubito de vaselina, de plomo gris, mate, roto, lívido, cuya asom brosa discreción, y su esencial correspondencia con todas las cosas banales de la oficina de una cárcel (el banco, el tintero, los regla mentos, la talla, el olor) me hubieran desolado, por la general indiferencia, si el propio contenido de este tubo, quizá a causa de su calidad untuosa, al evocar una lampa rilla de aceite, no me hubiera hecho pensar en una lam parilla funeraria. (Al describirlo vuelvo a crear este objeto pequeño, pero he aquí que interviene una im agen: bajo un farol, en una calle de la ciudad en que escribo, el rostro lívido de una anciana menuda, un rostro chato y redondo como la luna, muy pálido, del que no podría decir si era triste o hipó crita. Me abordó, me dijo que era muy pobre y me pidió algún dinero. La dulzura de este rostro de pez luna me puso inm ediatam ente en antecedentes: la vieja salía de la cárcel. Es una ladrona, me dije. Al alejarme de ella, una espe cie de ensoñación aguda, que vivía en mi interior y no en los bordes de mi mente, me llevó a pensar que, a lo mejor, era con mi m adre con quien me acababa de encontrar. No sé nada de la que me abandonó en la cuna, pero anhelé que fuera esta vieja ladrona que mendigaba de noche. «¿Y si fuera ella?», me dije al alejarm e de la vieja. ¡ Ah! ¡Si fuera ella iría a cubrirla de flores, de gladiolos, y de rosas, y de besos! ¡ Iría a llorar de ternura sobre los ojos de ese pez luna, sobre ese rostro redondo y estúpido! ¿Y por qué, me decía yo luego, por qué llorar? Le bastó poco tiempo a mi mente para reem plazar estos signos ha bituales de ternura por cualquier otro gesto e incluso por los más desacreditados, por los más viles, a los que daba la misión de significar tanto como los besos, o las lágri mas, o las flores. Me contentaría con babearle encima, pensaba yo, rebo sante de amor. (¿Me recordó la palabra gladiolo, antes pro nunciada, la palabra gargajo?) Con babear sobre sus ca bellos o con vom itar en sus manos. Pero adoraría a esta ladrona que es mi madre.) El tubo de vaselina, cuyo empleo conocéis de sobra, ha32
brá hecho surgir el rostro de aquella que, durante una ensoñación que prosiguió a lo largo de las callejuelas os curas de la ciudad, fue la más querida de las madres. Me había servido para preparar tantas alegrías secretas, en lugares dignos de su discreta banalidad, que se había con vertido en la condición para mi felicidad, como lo probaba mi pañuelo manchado. Sobre aquella mesa era la bandera que proclamaba ante las legiones invisibles mi victoria so bre los policías. Estaba preso. Sabía que toda la noche mi tubo de vaselina quedaría expuesto al desprecio de un gru po de policías guapos, fuertes, robustos. Tan fuertes que el más débil, al apretar apenas los dedos uno contra otro, podría hacer brotar, previo un leve pedo, un hilillo de goma, breve y sucio, que seguiría manando en un silen cio ridículo. Estaba, sin embargo, seguro de que aquel ca nijo objeto, tan humilde, los desafiaría; sólo con su pre sencia sabría sacar de quicio a toda la policía del mundo, atraería a sí los desprecios, los odios, las iras virulentas y mudas, algo socarrón quizá —como un héroe de tragedia al que le divierte atizar la cólera de los dioses—, como él indestructible, fiel a mi dicha y orgulloso. Querría en contrar las palabras más nuevas de la lengua francesa para cantarlo. Pero también hubiese querido com batir por él, organizar m asacres en su honor y engalanar con colga duras rojas un campo al crepúsculo.1 De la belleza de su expresión depende la belleza de un acto moral. Decir que es hermoso decreta ya que va a serlo. Falta probarlo. De ello se encargan las imágenes, es decir, las correspondencias con las magnificencias del mundo físico. El acto es hermoso si provoca, y hace des velarse en nuestra garganta, el canto. Algunas veces, la conciencia con la que hayamos pensado un acto reputado como vil, el poder de expresión que debe representarlo, nos fuerzan al canto. La traición es hermosa si nos hace cantar. Traicionar a los ladrones sería no sólo encontrar me de nuevo en el mundo moral, pensaba yo, sino tam bién encontrarm e de nuevo en la pederastía. Al volverme fuerte soy mi propio dios. Dicto. Aplicada a los hombres, la palabra belleza me indica la calidad armoniosa de un rostro y de un cuerpo a lo que se añade, a veces, la gracia viril. La belleza va acompañada entonces de movimientos 1. En efecto, me habría batido hasta la muerte antes que renegar de este ridículo utensilio.
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magníficos, dominadores, soberanos. Imaginamos que van determinados por actitudes morales muy particulares, y cultivando en nosotros mismos tales virtudes esperamos conceder a nuestros pobres rostros y a nuestros cuerpos enfermos ese vigor que nuestros amantes poseen espontá neamente. Desgraciadamente, esas virtudes, que ellos nunca poseen, son nuestra debilidad. Ahora que estoy escribiendo, pienso en mis amantes. Querría verlos embadurnados con mi vaselina, con esta suave materia, un poco mentolada; querría que sus mús culos estuvieran inmersos en esta delicada transparencia sin la cual sus más caros atributos son menos hermosos. Cuando se pierde un miembro, me dicen, el que queda se hace más fuerte. Esperaba yo que el vigor de su brazo cortado se hubiera acumulado en el sexo de Stilitano. Imaginé durante largo tiempo un miembro sólido, aporreador, capaz de la peor de las desfachateces, aunque al principio me intrigase lo que de él me permitía conocer S tilitano: el pliegue único, pero curiosamente preciso, sobre la pierna izquierda, de su pantalón de tela azul. Quizá este detalle hubiera obsesionado menos mi imagi nación si a cada momento Stilitano no se hubiera llevado la mano izquierda ahí y si no hubiera pellizcado delica damente, con las uñas, el tejido, igual que las señoras cuando hacen una reverencia, marcando el pliegue. No creo que perdiera nunca la sangre fría, pero frente a mí estaba especialmente tranquilo. Con ligera sonrisa imper tinente, pero con negligencia, miraba como le adoraba yo. Sé que me amará.
Antes de que franqueara, con la cesta en la mano, la puerta de nuestro hotel, yo estaba tan conmovido que besé a Salvador en la calle, pero él me apartó: —¡Estás loco! ¡Van a tomarnos por mariconas\ 1 Hablaba bastante bien el francés, que había aprendido en el campo, en Perpiñán, adonde iba a vendimiar. Ofen dido, me aparté de él. Tenía la cara violeta, del color de los repollos que se recogen en invierno. Salvador no son rió. Estaba escandalizado. «No merecía la pena —debió de pensar— que me levantara tan temprano para mendi1. 34
En español en el original. (N. del t.)
gar por la nieve. Jean no sabe com portarse.» Tenía el pelo hirsuto y mojado. Tras la vidriera había rostros que nos contemplaban, pues el bajo del hotel estaba ocupado por la gran sala de un café que daba a la calle, y que había que atravesar para subir a las habitaciones. Salvador se limpió la cara con la mano y entró. Yo vacilé. E ntré a mi vez. Tenía veinte años. Puesto que posee la limpidez de una lágrima, ¿por qué no iba yo a beberm e con el mismo fervor la gota que oscila en el borde de la nariz? Ya es taba lo bastante entrenado en rehabilitar lo innoble para hacerlo. Si no hubiera temido indignar a Salvador lo ha bría hecho en el café. Él, sin embargo, sorbió, y adiviné que se tragaba los mocos. Con la cesta al brazo, por entre los mendigos y los m aleantes, se dirigió hacia la cocina. Iba delante de mí. —¿Qué te pasa? —dije. —Te estás haciendo notar. —Y ¿qué hay de malo en ello? —No hay que besarse así, en la calle. Esta noche, si quieres... Dijo todo con una mueca sin gracia y el mismo desdén. Yo sólo había querido testim oniarle mi gratitud, reconfor tarlo con mi pobre ternura. —Pero, ¿qué te has creído? Alguien lo em pujó sin pedir perdón y me separó de él. No lo seguí hasta la cocina. Me acerqué a un banco en donde había un sitio libre cerca de la estufa. Poco me preocupaba saber cómo, aunque loco por la belleza vigorosa, podría enam orarm e de este mendigo piojoso y feo, m altratado por los menos osados, prendarm e de sus nalgas angulosas... ¿y si, por desgracia, tuviera un sexo magnífico? El B arrio Chino era entonces una especie de guarida poblada no tanto por españoles como por extranjeros, m a leantes piojosos todos ellos. A veces íbamos vestidos con camisas de seda verde alm endra o am arillo claro, calzados con alpargatas usadas y con el pelo pegado y como barni zado, que parecía que iba a cuartearse. No teníamos jefe sino más bien directores. Soy incapaz de explicar cómo llegaban a serlo. Probablem ente por una serie de opera ciones ventajosas en la venta de nuestro triste botín. Se ocupaban de nuestros negocios y nos indicaban los golpes, de todo lo cual se quedaban con una parte razonable. No formábamos bandas peor o m ejor organizadas, pero en 35
aquel gran desorden sucio, en el centro de un barrio que apestaba a aceite, a orina y a mierda, algunos hombres perdidos se ponían en manos de otro más hábil. Tanta miseria centelleaba con la juventud de muchos de noso tros, y con ese brillo más misterioso de algunos que re lum braban de verdad, chavales cuyo cuerpo, m irada y ges tos están cargados de un magnetismo que nos convierten en objetos suyos. Y de ese modo fui fulminado por uno de ellos. Para hablar m ejor de Stilitano, el manco, espera ré algunas páginas. Sépase ante todo que no lo adorna ba ninguna virtud cristiana. Todo su fulgor, su poderío le dimanaban de entre las piernas. Su verga, y lo que la completa, todo el aparato era tan hermoso que no puedo llamarlo más que órgano generador. Estaba muerto, creíais, pues se alteraba raram ente, y lentam ente: velaba. Elaboraba en la noche de una bragueta bien abotonada, aun cuando lo fuese por una sola mano, esa luminosidad en la que resplandecerá su portador. Mis amores con Salvador duraron seis meses. No fue ron los más em briagadores pero sí los más fecundos. Ha bía logrado am ar el cuerpo enclenque, el rostro gris, la barba rala y ridiculam ente dispuesta. Salvador miraba por mí, pero por la noche, a la luz de una vela, buscaba yo en las costuras de su pantalón los piojos, nuestros fami liares. Los piojos eran nuestros inquilinos. Daban a nues tra ropa una animación, una presencia que, al desapare cer, la dejan como m uerta. Nos gustaba saber —y sentir— pulular a los bichos traslúcidos que, sin estar domestica dos, eran tan nuestros que el piojo de otro que no fuéra mos nosotros dos nos daba asco. Nos los quitábamos, pero con la esperanza de que, en el día, las liendres se hubie ran abierto. Con nuestras uñas los aplastábamos sin asco y sin odio. No tirábam os el cadáver —o despojo— al ver tedero, lo dejábamos caer, sangriento de nuestra sangre, en nuestra desaliñada ropa interior. Los piojos eran el único signo de nuestra prosperidad, del anverso mismo de tro estado un restablecimiento que lo justificara, justificá ram os al mismo tiempo el signo de este estado. Habiendo llegado a ser tan útiles para el conocimiento de nuestra insignificancia como las joyas para el conocimiento de eso que se llama triunfo, los piojos eran valiosos. Eran a un tiempo nuestra vergüenza y nuestra honra. He vivido mu cho tiempo en una habitación sin más ventanas que un 36
montante que daba al corredor, en la que, por la noche, cin co caritas, crueles y tiernas, sonrientes o crispadas por el anquilosamiento de una postura incómoda, empapadas de sudor, buscaban a esos insectos de cuya virtud participá bamos. Estaba bien que yo fuese el amante del más po bre y del más feo en el fondo de tanta miseria. Por eso conocí un estado privilegiado. Me costó trabajo, pero cada victoria conseguida —mis manos mugrientas, orgullosámente expuestas, me ayudaban a exponer orgullosamente mi barba y mis cabellos largos— me daba fuerza —o flaqueza, y aquí da lo mismo— para la victoria siguiente que en vuestro lenguaje tomaría naturalmente el nombre de degradación. Como, no obstante, el fulgor, la luz eran necesarios para nuestra vida, teníamos, en esta sombra, un rayo de sol que atravesaba el cristal y su mugre, tenía mos la helada, la escarcha, pues estos elementos, si bien indican las calamidades, evocan alegrías cuyo signo, ais lado en nuestra habitación, nos bastaba: de las Navidades y de los festejos de la cena de Nochebuena no conocíamos más que lo que las acompaña siempre y las torna más dulces para quienes las celebran: la helada. Que los mendigos cultiven las llagas es también, para ellos, el medio de conseguir algo de dinero —lo justo para vivir— pero si a ello los condujo una apatía dentro de la miseria, el orgullo que es necesario para mantenerse fue ra del desprecio es una virtud viril; como la roca el río, el orgullo traspasa y divide al desprecio, lo despanzurra. Adentrándose más en la abyección, el orgullo será más fuerte (si ese mendigo soy yo mismo) cuando posea la ciencia —fuerza o flaqueza— de aprovecharme de un des tino tal. Es preciso, a medida que esta lepra me va ga nando, aue la gane yo a ella y que yo gane. Así pues, /m e iré haciendo cada vez más innoble, cada vez más ob jeto de asco, hasta el punto final que es aún no sé qué pero que debe ser recogido por una búsqueda estética tanto como moral? La lepra, a la que comparo nuestro estado, provocaría, dicen, una irritación de los teiidos; el enfermo se rasca: se encela. En un erotismo solitario la lepra se consuela y canta su dolor. La miseria nos encum braba. Paseábamos por EsDaña una magnificencia secre ta, velada, sin arrogancia. Nuestros gestos eran cada vez más humildes, cada vez más apagados, a medida que era más intensa la brasa de humildad que nos hacia vivir. Así se desarrollaba mi talento al dar un sentido sublime a tan 37
pobre apariencia. (No hablo aún de talento literario.) Ello me habrá sido una disciplina muy útil, que me permite son reír tiernamente todavía a los más humildes entre los de tritos, ya sean humanos o materiales, y hasta a las vomitaduras, hasta a la saliva que dejo correr sobre el rostro de mi madre, hasta a vuestros excrementos. Conservaré dentro de mí mismo la idea de mí mismo mendigando. Me quise semejante a esa m ujer que, ocultándose de la gente, conservó en su casa a su hija, una especie de mons truo horrendo, deforme, que gruñía y andaba a cuatro patas, estúpido y blanco. Al dar a luz, su desesperación fue tal, sin duda, que se convirtió en la esencia misma de su vida. Decidió am ar a ese monstruo, am ar la fealdad salida de su vientre, en el que se había elaborado, y eri girla devotamente. Fue dentro de sí misma donde dispu so un altar en el que conservaba la idea del monstruo. Con cuidados piadosos, manos suaves a pesar de los ca llos* de las faenas cotidianas, con el encarnizamiento vo luntarioso de los desesperados, se opuso al mundo, opuso al mundo el monstruo que adquirió las proporciones del mundo y de su potencia. A partir del monstruo se fue ron ordenando nuevos principios, combatidos sin tregua por las fuerzas del mundo, que venían a chocar con ella pero se paraban en las paredes de su morada, donde es taba encerrada su hija.1 Pero, como había que robar a veces, conocíamos tam bién las bellezas claras, terrestres, de la audacia. Antes de dormirnos, el jefe, el jinete, nos daba consejos. Con documentación falsa, por ejemplo, íbamos a diferentes consulados a fin de ser repatriados. El cónsul, enternecido o aburrido por nuestras lamentaciones y nuestra miseria, nuestra mugre, nos daba un billete de ferrocarril para un puesto fronterizo. Nuestro jefe lo revendía en la estación de Barcelona. Nos indicaba también los robos que se po dían cometer en las iglesias —a lo que no se atrevían los españoles— o en los chalés elegantes; era, en fin, él mis mo quien nos llevaba a los marineros ingleses u holan deses a quienes nos debíamos prostituir por unas cuantas pesetas. 1. Me enteré por los periódicos de que, tras cuarenta años de abnegación, esta madre roció de gasolina —o de petróleo— a su hija dormida, y luego toda la casa y le prendió fuego. El monstruo (la hija) sucumbió. Sacaron de entre las llamas a la vieja (75 años) y se salvó, es decir, que compareció ante el tri bunal de lo Criminal.
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Así robábamos a veces y cada robo nos daba un res piro momentáneo. Una vela de armas precede a cada ex pedición nocturna. El nerviosismo provocado por el miedo, por la angustia, a veces, facilita un estado vecino de las disposiciones religiosas. Tengo, entonces, tendencia a in terpretar el menor accidente. Las cosas se convierten en señal de suerte. Quiero encantar a las potencias descono cidas de las que me parece depender el éxito de la aventura. Ahora bien, intento encantarlas por medio de actos mora les, por medio de la caridad en prim er lugar: doy más y m ejor a los mendigos, cedo mi asiento a los ancianos, les cedo el paso, ayudo a los ciegos a cruzar las calles, etcétera. Así es como si reconociera que el robo es pre sidido por un dios a quien agradan las acciones morales. Estas tentativas para lanzar una red azarosa en la que se dejará capturar el dios del que no sé nada me agotan, me sacan de quicio, favorecen más ese estado religioso. Co munican al acto de robar la gravedad de un acto ritual. Éste se llevará a cabo verdaderamente en el corazón de las tinieblas, a las cuales se añade el que tenga lugar de preferencia de noche, mientras la gente duerme, en un lugar cerrado, y estando quizá uno mismo enmascarado de negro. El hecho de andar de puntillas, el silencio, la invisibilidad que necesitamos incluso en pleno día, las manos a tientas que organizan en la sombra gestos de una complicación, de una precaución insólita —girar la simple empuñadura de una puerta necesita una multitud de movimientos, cada uno de los cuales tiene el destello de la faceta de una joya— (al descubrir el oro me parece que lo he desente rrado: he excavado continentes, islas oceánicas; los negros me rodean; con sus lanzas envenenadas amenazan mi cuer- ' po indefenso, pero, como la virtud del oro actúa, un gran vigor me derriba o me exalta, las lanzas se bajan, los negros me reconocen y soy de la tribu), la prudencia, la voz susurrada, el oído atento, la presencia invisible y ner viosa del cómplice y la comprensión de su menor seña, todo nos recoge en nosotros mismos, nos apiña, hace de nosotros una bola de presencia que tan bien describen las palabras de Guy: —«Se siente uno vivir.» Pero en mí mismo esta presencia total que se transfor ma en una bomba de una potencia que yo creo terrible, da al acto una gravedad, una unicidad terminal —el robo, en el momento en que se comete, es siempre el último, no 39
porque se piense en no cometer ninguno más después de ése, no se piensa en nada, sino porque tal aglomeración de uno mismo no puede tener lugar (no en la vida, pues nos conduciría, llevado más allá, fuera de ella)— y esta unicidad de un acto que se desarrolla (la rosa su corola) en gestos conscientes, seguros de su eficacia, de su fragili dad y, no obstante, de la violencia que dan a este acto, le procura aquí, de nuevo, el valor de un rito religioso. In cluso se lo dedico a alguien a menudo. Stilitano fue el primer beneficiario de tal homenaje. Creo que fue él quien me inició, es decir, que la obsesión de su cuerpo me impi dió flojear. A su hermosura, a su impudor tranquilo, de diqué mis primeros robos. También a la singularidad de este manco magnífico, cuya mano, cortada a ras de la muñeca, se estaba pudriendo en algún sitio, bajo un cas taño, me dijo, en un bosque de la Europa central. Durante el robo, mi cuerpo está expuesto. Sé que está refulgiendo con todos mis gestos. El mundo está atento a mi éxito aunque desee mi caída. Pagaré caro un error, pero si me salvo de ese error me parece que habrá regocijo en la mo rada del Padre. O bien caigo, y de desgracia en desgracia, acabaré en presidio. Pero entonces, inevitablemente, el pre sidiario que corría el riesgo de evasión, se encontrará con los salvajes por el procedimiento que más arriba descri be en resumen mi aventura íntima. Atravesando la selva virgen, si encuentra un placer custodiado por antiguas tribus, será muerto por ellas o salvo. El camino por el que elijo alcanzar la vida primitiva es muy largo. Necesito, ante todo, que mi raza me condene. Salvador no me procuró ningún orgullo. Si robaba, eran objetos menudos de un escaparate. Por la tarde, en los cafés donde nos amontonábamos, se escurría tristemente entre los más hermosos. Esta vida le agotaba. Cuando volvía yo, sentía la vergüenza de encontrarlo acurrucado, encogido sobre sí mismo, en un banco, ciñéndose a los hombros la manta de algodón verde y amarilla con la que salía a mendigar los días de cierzo. Tenía también un viejo mantón de lana negra que yo me negaba a ponerme. En efecto, aunque mi mente soportaba, deseaba incluso la humildad, mi cuerpo, joven y violento, rechazaba la hu millación. Salvador hablaba con voz breve y tris te : —¿Quieres que volvamos a Francia? Trabajarem o s en el campo. Yo decía que no. No comprendía él mi asco —no mi 40
odio— por Francia, ni que, si mi aventura, geográficamen te, se paraba en Barcelona, debía proseguir profundam ente, cada vez más profundamente, en las regiones más aparta das de mí mismo. —Pero si trabajaré yo solo. Tú podrás pasearte. —No. Lo dejaba en su banco, en su sombría pobreza. Me iba cerca de la estufa o del m ostrador a fum ar las colillas que había recogido durante el día, en compañía de un joven andaluz despectivo cuyo jersey de lana blanca y sucia exageraba el torso y los bíceps. Tras haberse frotado las manos, una contra otra, como los viejos, Salvador aban donaba el banco. Iba a la cocina común a preparar una sopa y poner un pescado en la parrilla. Una vez me pro puso que bajáram os a Huelva a la recogida de la naranja. Era una noche en que había recibido tantas humillaciones, tantos desaires, mendigando para mí, que se atrevió a reprocharm e mi poco éxito en la Criolla. —Palabra que cuando levantas un cliente eres tú quien tiene que pagarle —me dijo. Regañamos delante del dueño, que quiso echarnos del hotel. Salvador y yo decidimos, pues, robar al día siguien te dos m antas y escondernos en un tren de mercancías que fuera para el sur. Pero fui tan hábil que esa misma noche volví con el capote de un carabinero. Al pasar junto a los almacenes portuarios donde montan guardia, uno de ellos me había llamado. Hice lo que exigía, en la garita. Quizá, sin atreverse a decírmelo, quiso después lavarse en la fuente pública; me dejó solo un instante y yo huí con su enorme capote de paño negro. Me envolví en él para re gresar al hotel, y conocí la felicidad del equívoco; no era todavía la alegría de la traición, pero se estaba establecien do ya, insidiosa, la confusión que me haría negar las opo siciones fundamentales. AI abrir la puerta del café vi a Salvador. Era el más triste de los mendigos. Su rostro tenía la calidad y casi la m ateria del serrín que cubría el suelo del café. Inm ediatam ente reconocí a Stilitano, de pie entre los jugadores de ronda.1 Nuestras miradas se cruzaron. La suya se posó un rato en mí y me ruboricé. Me quité el capote negro e inm ediatamente lo negociamos. Sin participar aún, Stilitano observaba la pobre transac ción. 1.
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—Daos prisa si lo queréis. Decidios. Seguramente el carabinero me buscará —dije. Los jugadores se arremolinaron. Todo el mundo estaba acostumbrado a semejantes razones. Cuando un empujón . me hubo acercado a él, Stilitano me dijo en francés: —¿Eres parisino? —Sí. ¿Por qué? —Por nada. Aun cuando había sido él quien me había interpelado, al responder conocí la naturaleza casi desesperada del gesto que osa el invertido si aborda a un joven. Para disimular mi turbación tenía el pretexto de estar sin resuello, tenía la precipitación del instante. Dijo: —Te has defendido bien. Sabía que este elogio era un hábil cálculo, pero ¡ qué hermoso estaba Stilitano (ignoraba aún su nombre) entre los mendigos! Uno de sus brazos, cuya extremidad tenía un enorme vendaje, estaba recogido sobre el pecho, como si lo hubiera llevado en cabestrillo, pero yo sabía que le faltaba la mano. Stilitano no era un habitual del café del hotel, ni siquiera de la calle. —Y a mí ¿en cuánto me dejas el capote? —¿Me lo pagarás? —¿Por qué no? —¿Con qué? —¿Tienes miedo? —¿De dónde eres? —Serbio. Vuelvo de la Legión. Soy desertor. Me sentí aliviado. Destruido. La emoción provocó en mí un vacío que vino a colmar el recuerdo de una escena nupcial. En un baile en que los soldados bailaban entre sí, yo miraba su vals. Me pareció entonces que la invisibi lidad de dos legionarios se hacía total. La emoción los es camoteó. Si desde el comienzo de «Ramona» su baile fue casto, ¿siguió siéndolo cuando se desposaron intercambian do ante nuestros ojos una sonrisa, como se intercambia un anillo...? A todas las conminaciones de un invisible clero la Legión respondía que sí. Cada uno de ellos era a la vez la pareja con el velo de tul y revestida con uni forme de parada (correaje blanco, forrajera escarlata y verde). Intercambiaban, vacilantes, su viril ternura y su modestia de esposa. Para mantener su emoción en el punto culminante, hicieron su danza más ligera y más lenta, mientras que sus virilidades, atrofiadas por la fatiga de 42
una larga caminata, detrás de una barricada de tela rugo sa se amenazaban, se desafiaban sin prudencia. Las viseras de charol de sus kepis chocaron entre sí con golpes breves. Me sabía dominado por Stilitano. Quise ser astuto: —Eso no dem uestra que puedas pagar. —Confía en mí. ¡ Unas facciones tan duras, un cuerpo tan gallardo soli citaban mi confianza! Salvador nos miraba. Conocía nues tra complicidad y que ya habíamos decidido su pérdida, su abandono. Yo era feroz y puro, el escenario de una magia que se renovaba. Al cesar el vals, los dos soldados se se pararon. Y cada una de estas dos mitades de un bloque solemne y aturdido, vaciló y, feliz por escapar a la invisi bilidad, y apesadum brada, echó a andar hacia alguna chica, para el siguiente vals. —Te doy dos días para pagármelo —dije—. Necesito pasta. Yo tam bién estaba en la Legión. Y deserté. Como tú. —Hecho. Le tendí el capote. Lo tomó con su única mano y me lo devolvió. Sonriente, pero autoritario, dijo: -—Líalo —Y añadió, burlón— : Hasta que nos liemos nosotros. No me inmuté, e hice lo que me decía. El capote desapa reció inm ediatam ente en uno de los escondrijos del dueño. Quizá este simple robo había dado a mi rostro cierto des tello, o sencillamente Stilitano quiso m ostrarse amable, pues me siguió diciendo: —¿Me invitas a un trago? ¿A un veterano de Bel-Abbés? Un vaso de vino costaba dos perras. Tenía cuatro en el bolsillo, pero se las debía a Salvador, que nos miraba. —Estoy sin blanca —dijo Stilitano con orgullo. Los jugadores de cartas form aban nuevos grupos que, por un momento, nos separaron de Salvador. M urmuré entre dientes: —Tengo cuatro perras; té las voy a pasar a la chita ca llando, pero pagarás tú. Stilitano sonrió. Yo estaba perdido. Nos sentamos a una mesa. Había empezado ya a hablar de la Legión cuan do, mirándome fijamente, se interrum pió. —Pero, para mí que te he visto antes. Yo conservaba su recuerdo. Tuve que agarrarm e a invisibles arboladuras; me habría puesto a zurear. Las palabras no habrían expresado única mente mi fervor, ni tampoco el tono de mi voz; no me ha43
bría limitado a cantar, habría sido verdaderam ente el re clamo de la más am orosa caza lo que habría emitido mi garganta. Quizá mi cuello se habría erizado de plumas blancas. Una catástrofe es siempre posible. La m etam orfo sis nos acecha. El pánico me protegió. He vivido con el miedo de las metamorfosis. Si empleo la imagen de la tórtola es para hacer sensible al lector, al reconocer que es el am or lo que abalanza sobre mí —y no es únicamente la retórica la que exige la com paración: como un halcón— el más exquisito de los temores. Lo que entonces sentí, lo ignoro, pero me basta con evocar la aparición de Stilitano para que mi angustia se traduzca inmediatamente, hoy en día, mediante una relación de pá jaro cruel a víctima. (Si no fuera porque siento mi cuello hincharse con un tierno zureo, habría hablado más bien de un petirrojo.) Surgiría un curioso animal si cada una de nuestras emociones se convirtiese en el animal que evoca: la ira retum ba bajo mi cuello de cobra, la misma cobra hincha lo que no oso nom brar, mi caballería, mis carruseles nacen de mi insolencia... De la tórtola sólo conservé una ronquera que notó Stilitano. Tosí. Detrás del Paralelo había un descampado donde los maleantes jugaban a las cartas. (El Paralelo es una avenida de Barcelona,' paralela a las célebres Ramblas. E ntre estas dos arterias, muy anchas, una muchedumbre de calles es trechas, oscuras y sucias forman el Barrio Chino.) En cuclillas, organizaban timbas, colocaban las cartas sobre un trozo de tela o entre el polvo. Un gitano joven daba las cartas en uno de los corros y allí fui yo a jugarme las pocas perras que tenía en el bolsillo. No sov jugador. Los casinos elegantes no me atraen. La atm ósfera iluminada por las arañas eléctricas me aburre. La afectada desen voltura de los jugadores elegantes me da náuseas, y final mente, la imposibilidad de influir en estas m áquinas: bolas, ruletas, caballitos, me desanima, pero me gustaban el pol vo, la mugre, la precipitación de los maleantes. Vencido por mi ira o mi deseo, al inclinarme sobre él, veo, de Java, el perfil aplastado contra la almohada. El dolor, la crispación de sus rasgos, pero también su radiante angus tia, los he acechado con frecuencia en la carita desaliñada de los chavales en cuclillas. Toda esta gente estaba pen diente de la ganancia o de la pérdida. Cada muslo se es trem ecía de cansancio o de inquietud. Aquel día el tiempo 44
amenazaba torm enta. Me sentía arrastrado por la im pa ciencia tan juvenil de aquellos jóvenes españoles. Jugué y gané. Gané continuamente. Durante la partida no había abierto la boca. Además no conocía al gitano. La costum bre me autorizaba a embolsarme el dinero y marcharme. El mu chacho tenía tan buena pinta que me dio la impresión, al dejarlo así, de faltar al respeto a la belleza, repentinam en te triste, de su rostro abrumado por el calor y la contra riedad. Con gesto amable le devolví el dinero. Un poco asombrado, lo tomó y me dio las gracias con sencillez. —Adiós, Pepe —dijo al pasar un cojo rizoso y de tez curtida. «Pepe —me dije—, se llama Pepe.» Y me fui, pues aca baba de fijarme en su mano pequeña, delicada, casi feme nina. Pero apenas hube andado algunos pasos por entre la muchedumbre de ladrones, prostitutas, maricas, cuando sentí que me tocaban en el hombro. Era Pepe. Acababa de dejar el juego. Me habló en español: —Me llamo Pepe —y me tendió la mano. —Yo, Juan. —Ven. Vamos a beber. No era más alto que yo. Su rostro, que yo había visto desde arriba, cuando estaba en cuclillas, me pareció menos chato. Los rasgos eran más finos. Es una chica, pensé al evocar su mano grácil, y creí que su compañía me aburriría. Acababa él de tom ar la decisión de que el dinero que yo había ganado nos lo íba mos a beber. Fuimos de taberna en taberna, y todo el tiem po que estuvimos juntos estuvo encantador. No llevaba camisa, sino una camiseta azul, muy escotada. Del escote salía un cuello sólido, tan ancho como la cabeza. Cuando giraba ésta, sin mover el busto, se le hinchaba un enorme tendón. Intenté imaginar su cuerpo y, a pesar de las ma nos casi frágiles, lo supuse sólido, pues los muslos llenaban la tela ligera del pantalón. Hacía calor. La torm enta no acababa de estallar. El nerviosismo de los jugadores, a nuestro alrededor, aumentaba. Las furcias parecían más cansinas. El polvo y el sol nos agobiaban. No bebimos ningún licor, sino más bien gaseosa. Sentados al lado de los vendedores ambulantes, intercambiamos escasas pala bras. Sonreía continuamente, con algo de cansancio. Me parecía indulgente. No sé si llegó a sospechar que me gus taba su palmito, pero no lo dejó ver. Tenía yo además la misma pinta que él, algo socarrona, y parecía dispuesto a 45
todo contra el paseante bien vestido, tenía su juventud y su mugre y era francés. A eso del atardecer quiso jugar, pero era dem asiado tarde para instalar una timba, todos los sitios estaban cogidos. Nos paseam os algo entre los ju gadores. Cuando rozaba a las furcias, Pepe se burlaba de ellas. A veces las pellizcaba. El calor era más bochornoso. El cielo estaba a ras del suelo. El nerviosismo de la mu chedum bre se tom aba irritante. La im paciencia iba inva diendo al gitano, que no se decidía a elegir ninguna timba. Se manoseaba el dinero en el bolsillo. De repente me cogió por el brazo. —¡Venga! 1 Me llevó a dos pasos de allí, hacia el único chalé de desahogo del Paralelo, regentado por una vieja. Como rne extrañó lo súbito de su decisión, le interrogué: —¿Qué vas a hacer? —Vas a esperarm e. —¿Por qué? Me contestó una palabra española que no entendí. Se lo dije y, soltando una carcajada, delante de la vieja que esperaba sus dos perras, hizo ademán de hacerse una paja. Cuando salió, tenía el rostro algo coloreado. Seguía son riendo. —Esto ya está m ejor. Estoy dispuesto. Así me enteraba yo de las precauciones que toman aquí ciertos jugadores, en las grandes ocasiones, para estar más tranquilos. Volvimos al descampado. Pepe eligió un grupo. Perdió. Perdió todo lo que le quedaba. Intenté retenerlo; era demasiado tarde. Como la costum bre le autorizaba a ello, pidió al hom bre que llevaba la banca que le prestara de ella una postura p ara la siguiente partida. El hom bre se negó. Me pareció entonces como si aquello mismo que componía la sim patía del gitano se cortase, como la leche, y se agriara, y se le volviera la rabia más feroz que he podido conocer. Rápidam ente robó la banca. El hombre se levantó de un salto y quiso alcanzarlo de una patada. Pepe lo esquivó. Me tendió el dinero, pero, apenas me lo había embolsado, cuando ya tenía la navaja abierta. Se la clavó en el corazón al español, un chicarrón moreno, que cayó al suelo y, a pesar de su tez oscura, palideció, se crispó, se retorció y expiró en el polvo. Por prim era vez veía a alguien dar el últim o suspiro. Pepe había desapa1.
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recido, pero cuando, apartando la mirada del muerto, le vanté la cabeza, vi que Stilitano, con una ligera sonrisa, lo fniraba. El sol iba a ponerse. El muerto y el más hermo so de los humanos se me aparecían confundidos en el mis mo polvo de oro, en medio de una muchedumbre de m ari neros, de soldados, de maleantes, de ladrones de todos los países del mundo. La Tierra, por el hecho de llevar a Stilitano, no giraba sino que se estremecía alrededor del Sol. Al mismo tiempo trababa yo conocimiento con la muer te y con el amor. Esta visión, sin embargo, fue muy breve pues no podía quedarme allí por miedo a que me hubieran visto con Pepe y a que un amigo del muerto me arrebatara el dinero que guardaba en el bolsillo, pero mientras me alejaba de aquel lugar, mi memoria mantenía viva y co mentaba esta escena, que me parecía grandiosa: «Por un niño que fue encantador, el asesinato de un hombre ma duro cuya tez oscura podía palidecer, adquirir la tonali dad de la muerte, y eso vigilado irónicamente por un chicarrón rubio, con quien, en secreto, acababa de pro meterme.» Aun cuando la ojeada que le eché había sido muy rápida, había tenido tiempo de comprender la magní fica musculatura de Stilitano y de ver, dando vueltas den tro de su boca entreabierta, un escupitajo blanco, espeso, del tamaño de un gusano blanco, que movía, estirándolo de arriba abajo hasta velar la boca, entre los labios. Estaba descalzo en el polvo. Llevaba las piernas encerradas en un pantalón de descolorida tela azul, vieja y desgarrada. Lle vaba las mangas de la camisa verde remangadas, y una de ellas por encima de una muñeca seccionada, ligeramente adelgazada, en la que la piel recosida mostraba todavía una suave y pálida cicatriz rosa. Stilitano sonrió y se burló de mí. —¿Te estás choteando de mí? —Un poco —dijo. —Aprovéchate. Volvió a sonreír, enarcando las cejas. —¿Por qué? —Sabes bien que eres guapo. Y te crees que te puedes chotear de todo el mundo. —Tengo derecho. Soy simpático. —¿Estás seguro? Se echó a reír. 47
—Seguro. No me puedo equivocar. Mira, soy tan sim pático que a veces la gente se pone pegajosa. Para despe gármelos tengo que hacerles faenas. —¿Cuáles? —Te gustaría saberlo, ¿eh? Espera, ya me verás en acción. Ya tendrás tiempo de darte cuenta. ¿Dónde duer mes? —Aquí. —Pues tienes que largarte. La policía se va a poner a buscarte. Vendrá aquí lo primero. Vente conmigo. Le dije a Salvador que no podía quedarme en el hotel esa noche pero que un ex legionario me ofrecía su habi tación. Palideció. La humildad de su pena me dio ver güenza. Para apartarm e de él sin remordimiento lo insulté. Podía hacerlo, puesto que me amaba hasta la devoción. Contesté a su mirada desolada, pero cargada de un odio de pobre estúpido, con la palabra: «Maricón.» Me reuní con Stilitano, que me esperaba fuera. Su hotel estaba en el callejón sin salida más oscuro del barrio. Vivía en él hacía pocos días. Desde el corredor que daba a la calle, una escalera conducía a las habitaciones. Durante el recorrido me dijo: —¿Quieres que vivamos juntos? —Bueno. —Tienes razón. Nos las apañaremos mejor. Delante de la puerta del pasillo volvió a decir: —Dame la caja. Ya no teníamos más que una caja de cerillas para los dos. —Está vacía —dije. Soltó un taco. Stilitano me cogió de la mano, con la suya pasada por detrás de la espalda, pues yo estaba a su derecha. —Sígueme —dijo—. Y guarda silencio que la escalera es charlatana. Suavemente me condujo, escalón a escalón. Yo no sabía adonde íbamos. Un atleta sorprendentemente ágil me pasea ba en medio de la oscuridad. Una Antígona más antigua y más griega me hacía escalar un calvario abrupto y tene broso. Mi mano estaba confiada y a mí me daba vergüenza tropezar a veces contra una roca, contra una raíz, o per der pie. Bajo un cielo trágico hubiera recorrido los más hermo sos paisajes del mundo cuando Stilitano, de noche, me 48
cogía de la mano. ¿De qué clase era ese fluido que pasaba de él a mí y me soltaba una descarga? Anduve al borde de acantilados peligrosos, desemboqué en llanuras lúgubres, oí el mar. En cuanto yo la tocaba, la escalera cambiaba: era la dueña del mundo. El recuerdo de estos breves ins tantes me perm itiría describiros paseos, huidas jadean tes, persecuciones por las comarcas del mundo a las que jamás iré. Mi raptor me llevaba. «Voy a parecerle un tarugo», pensaba yo. Sin embargo, me ayudaba atentamente, pacientemente; y el silencio que me recomendaba, el secreto con que ro deaba entonces nuestra primera noche, me hicieron creer un instante en su amor por mí. La casa no olía ni mejor ni peor que las demás del Barrio Chino, pero el olor espan toso dé ésta permanece para siempre en mí como el olor mismo no sólo del amor, sino de la ternura y la confianza. El olor de Stilitano, el olor de sus sobacos, el olor de su boca, cuando mi olfato los recuerda, si los vuelve a reco b rar repentinamente como una verdad inquietante, los creo capaces de provocar en mí las más locas audacias. (A veces me encuentro a algún chaval, por la noche, y lo acompaño hasta su habitación. Al pie de la escalera, pues mis golfos viven en hoteles dudosos, me toma de la mano. Me guía con la misma habilidad que Stilitano.) —Ten cuidado. M urmuraba esta expresión demasiado dulce para mí. A causa de la posición de nuestros brazos, estaba pegado a su cuerpo. Por un instante, sentí el movimiento de sus nalgas móviles. Por respeto, me separé un poco. Subíamos, limitados estrechamente por un tabique frágil que debía de contener el sueño de las putas, de los ladrones, de los chulos y de los mendigos de este hotel. Yo era un niño a quien su padre conduce con prudencia. (Hoy en día soy un padre a quien su niño conduce al amor.) En el cuarto descansillo entré en su mísera y pequeña habitación. Todo mi ritmo respiratorio se trastornó. Ama ba. En los bares del Paralelo, Stilitano me presentó a sus amigos. Ninguno de ellos pareció notar que me gustaban los hombres; hasta tal punto está plagado de mariconas 1 el Barrio Chino. Juntos dimos, él y yo, unos cuantos golpes sin peligro que nos proporcionaban lo necesario para vivir. 1.
En español en el original. (N. del t.)
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Vivía con él, dormía en su cama, pero era un chicarrón con un pudor tan exquisito que nunca pude verlo entero. Si hubiera conseguido lo que de él deseaba con tanta vehe mencia, Stilitano habría seguido siendo a mis ojos el amo encantador y sólido, pero ni su fuerza ni su encanto hubie ran colmado mi deseo de todas las virilidades: el soldado, el marinero, el aventurero, el ladrón, el criminal. Al perma necer inaccesible, se convirtió en el signo esencial de los que he nombrado y que me aniquilan. Yo vivía, pues, cas tamente. A veces tenía la crueldad de exigir que le abro chara el cinturón y me tem blaba la mano. Fingía no darse cuenta de nada y se divertía. (Hablaré más adelante del carácter de mis manos y del sentido de este temblor. No sin razón dicen en la India que los objetos sagrados o in mundos son Intocables.) Stilitano era feliz teniéndome bajo sus órdenes y me presentaba a sus amigos como su brazo derecho. Ahora bien, era la mano derecha la que tenía am putada, y yo me repetía con arrobam iento que en verdad era su brazo derecho el que ocupa el lugar del miembro más fuerte. Si tenía alguna querida entre las furcias de la calle del Carmen, yo no la conocía. Exageraba su desprecio por los maricas. Vivimos así unos cuantos días. Una tarde que estaba en la Criolla, una de las putas me dijo que me fuera. Me dijo que había venido un cara binero. Me estaba buscando. Era seguramente aquel a quien había satisfecho prim ero y desvalijado después. Regresé al hotel. Puse al corriente a Stilitano, quien me dijo que él se encargaba de arreglar el asunto, y salió.
Nací en París el 19 de diciembre de 1910. Pupilo de la Asistencia Pública, me resultó imposible conocer nada más de mi estado civil. Al cum plir los veintiún años conseguí una partida de nacimiento. Mi m adre se llamaba Gabrielle Genet. Mi padre sigue siendo desconocido. Había venido al mundo en el 22 de la calle de Assas. Conseguiré, pues, alguna información sobre mi origen, me dije, y me fui a la calle de Assas. El 22 estaba ocupado por la Maternidad. Se negaron a darm e información. Me criaron unos campesinos del Morvan. Cuando me tropiezo en la landa —y singularmente al crepúsculo, de vuelta de una visita a las ruinas de Tiffanges, donde vivió Gilíes de R^is— con flores de retama, siento por ellas una simpa50
tía profunda. 1 Las miro gravemente, con ternura. Mi tur
bación parece provocada por toda la naturaleza. Estoy solo en el mundo, y no estoy seguro de no ser el rey —quizá el hada de estas flores—. Al pasar me rinden homenaje, se inclinan sin inclinarse, pero me reconocen. Saben que soy un representante vivo, móvil, ágil, vencedor del viento. Son mi emblema natural, pero yo tengo raíces, gracias a ellas, en este suelo de Francia nutrido por los huesos pulveri zados de los niños, de los adolescentes ensartados, asesi nados, quemados por Gilíes de Rais. Gracias a esta planta espinosa de las Cevenas 2 participo de las aventuras criminales de Vacher. Gracias a ella, en fin, cuyo nombre llevo, el mundo vegetal me es familiar. Puedo, sin piedad, m irar todas las flores; son de mi fam i lia. Si gracias a ellas bajo a los dominios inferiores —pero es a los heléchos arborescentes y a sus ciénagas, a las algas, adonde quisiera bajar— me alejo aún más de los hombres.3 La atm ósfera del planeta Urano parece ser que es tan pesada que los heléchos son rampantes; los animales se arrastran, aplastados por el peso de los gases. Me quiero mezclado a estos humillados, siempre boca abajo. Si la metempsícosis me concede una nueva morada, elijo este planeta maldito, lo habito con los presidiarios de mi raza. Entre horripilantes reptiles persigo una m uerte eterna, miserable, en unas tinieblas en que las hojas sean negras, el agua de las ciénagas espesa y fría. El sueño me será negado. Por el contrario, cada vez más lúcido, reconozco Ja inmunda fraternidad de los caimanes sonrientes. No fue en una época concreta de mi vida cuando decidí ser ladrón. Como la pereza y la ensoñación me habían con ducido al correccional de Mettray, donde debía perm anecer hasta alcanzar la mayoría de edad, me evadí y me alisté por cinco años a fin de cobrar una prim a de alistamiento. AI cabo de unos días deserté llevándome unas maletas que pertenecían a unos oficiales negros. 1. La retama se dice en francés «genét» y el apellido del autor es. como ya sabemos, Genet. De ahí el juego de palabras entre su apellido y la flor, impo sible de traducir. (N . dél t.) 2. El mismo día que me conoció, Jean Cocteau me llamó «su “ genét d ’Espagne’V No sabía lo que este país había hecho de mí. [Recibe, en francés, el nombre de «genét d ’Espagne» una variedad de retama que se da sobre todo en este país, y cuyo nombre castellano es abulaga. {N. del t .)] i . Los botánicos hablan de una variedad de retama que llaman «genét ailé». [Literalmente «retama alada»: el nombre castellano es carqueja o carquexia. (N .
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Durante un tiempo viví del robo, pero mi indolencia gustaba más de la prostitución. Tenía veinte años. Así pues, había conocido ya el ejército cuando vine a España. La dignidad que confiere el uniforme, el aislamiento del m un do que impone y el propio oficio de soldado me procura ron un poco de paz —aun cuando el ejército esté al lado de la sociedad—, la confianza en mí mismo. Mi condición de niño, naturalm ente humillado, se vio suavizada por unos meses. Conocí por fin la dulzura de ser acogido por los hombres. Mi vida de miseria, en España, era una especie de degradación, de caída con vergüenza. Estaba degradado. No es que durante mi estancia en el ejército hubiese sido un puro soldado, regido por las vigorosas virtudes que crean las castas (la pederastía hubiera bastado para que me reprobaran) pero se siguió desarrollando en mi alma un trabajo secreto que un día salió a la luz. Quizá es su soledad m oral —a la que aspiro— lo que me hace adm irar a los traidores y amarlos. Porque este gusto por la soledad es el signo de mi orgullo, y el orgullo la manifestación de mi fuerza, su uso, y la prueba de esa fuerza. Pues habré roto las ligaduras más sólidas del mundo: las ligaduras del amor. Y ¿qué am or no necesitaré para extraer de él bastante vigor para destruirlo? En el regimiento fui por prim era vez (al menos, eso creo) testigo de la desespera ción de uno de mis robados. Robar a los soldados era trai cionar, pues rom pía los lazos de amor que me unían al soldado robado. Plaustener era guapo, fuerte y confiado. Se subió a la cama para m irar en su equipo, intentó encontrar en él el billete de cien francos que le había cogido yo un cuarto de hora antes. Gesticulaba como un payaso. Se equivocaba. Imaginaba los escondites más insólitos: la tartera en la que, sin embargo, acababa de comer, la bolsa de los cepi llos, la caja del betún. Estaba ridículo. Decía: —No estoy loco. ¿No lo habré m etido aquí? Inseguro de no estar loco, controlaba, no encontraba nada. Esperando contra la evidencia, se resignaba y se echaba en la cama para levantarse al mom ento y rebuscar en los sitios ya examinados. Su certeza de hom bre sólido sobre sus muslos, seguro de sus músculos, la veía yo des m oronarse, pulverizarse, espolvorearlo de una dulzura que nunca había tenido, desm enuzar sus ángulos rigurosos. Asistía a esta transform ación silenciosa. Fingía indiferen cia. No obstante, este joven soldado que confiaba en sí 52
mismo me pareció tan lamentable en su ignorancia, su miedo, su casi maravillamiento a causa de una malignidad que ignoraba —pues no había pensado que se manifesta ría a él por prim era vez tomándolo como víctima— su vergüenza también, estuvieron a punto de enternecerme hasta hacerme desear devolverle el billete de cien francos que había escondido, doblado con dieciséis dobleces, en una grieta de la pared del cuartel, cerca del tendedero. La expresión de un robado es algo horrible. Las expresiones de los robados que lo rodean da/i al ladrón una arrogante soledad. Osé decir con tono seco: —Si te crees que da gusto verte... Parece que te lo vas a hacer en los pantalones. Vete al cagadero y tira de la cadena. Esta reflexión me salvó de mí mismo. Experimenté una curiosa dulzura; una especie de liber tad me aligeraba, daba a mi cuerpo acostado en la cama una agilidad extraordinaria. ¿Era eso la traición? Acababa de desligarme violentamente de una inmunda cam aradería a la que me llevaba mi natural afectuoso, y tenía la extrañeza de sentir por ello una gran fuerza. Acababa de rom per con el ejército, de cortar los lazos de la amistad. El tapiz titulado «La dama del unicornio» me ha con movido por razones que no me pondré a enum erar aquí. Pero cuando crucé la frontera entre Checoslovaquia y Po lonia era un mediodía de verano. La línea ideal cruzaba un campo de centeno maduro, tan rubio como la cabellera de los jóvenes polacos; tenía la suavidad un poco mantecosa de Polonia, de la que yo sabía que a lo largo de la historia fue siempre herida y compadecida. Estaba con otro mu chacho expulsado por la policía checa, como yo, pero lo perdí de vista muy pronto, quizá se perdió tras un bosquecilio o quiso abandonarm e: desapareció. Este campo de centeno estaba bordeado, por el lado polaco, por un bos que cuyo lindero no eran sino abedules inmóviles. Por el lado checo, por otro bosque, pero de abetos. Estuve mucho tiempo acurrucado al borde, preguntándome aten tamente lo que ocultaba este campo, qué aduaneros escon dería el centeno si llegaba a atravesarlo. Liebres invisibles debían de recorrerlo. Estaba inquieto. A mediodía, bajo un cielo puro, la naturaleza entera me ofrecía un enigma, y me lo ofrecía con suavidad. 53
—Si ocurre algo —me decía—, será la aparición de un unicornio. Sem ejante instante y sem ejante lugar no pueden p arir más que un unicornio. El miedo y la especie de emoción que siento siempre cuando cruzo una frontera, suscitaban a mediodía, bajo un sol de plomo, la prim era magia. Me aventuré por este mar dorado igual que se entra en el agua. Crucé el centeno erguido. Avancé lentam ente, con seguridad, con la certi dum bre de ser el personaje heráldico para quien se ha formado un blasón n atu ra l: azur, campo de oro, sol, bos ques. Esta imaginería, en la que yo ocupaba mi lugar, se mezclaba, complicándose, con la im aginería polaca. —«¡En este cielo de mediodía debe de planear, invisi ble, el águila blanca!» Al llegar a los abedules, estaba en Polonia. Un encanta miento de otro orden me iba a ser ofrecido. «La dama del unicornio» es para mí la expresión altanera de este paso de la línea a mediodía. Acababa de conocer, gracias al miedo, una turbación frente al m isterio de la naturaleza diurna, cuando la cam piña francesa, por la que erré, sobre todo de noche, estaba enteram ente poblada por el fantas ma de Vacher, el asesino de pastores. Cuando la recorría, escuchaba dentro de mí mismo los sones del acordeón que él debía de tocar y m entalm ente invitaba a los niños a venir a ofrecerse a las manos del degollador. Sin embargo, acabo de hablar de ello para intentar deciros hacia qué época de mi vida me inquietó la naturaleza, provocando en mí la creación espontánea de una fauna fabulosa, o de situacio nes, de accidentes de los que era yo el prisionero asusta dizo y encantado.1 El cruce de las fronteras y la emoción que me causa debían perm itirm e aprehender directam ente la esencia de la nación en la que entraba. Penetré menos en un país que en el interior de una imagen. N aturalm ente deseaba po seerla, pero actuando sobre ella además. Puesto que es el aparato m ilitar el que m ejor la simboliza, era éste el que deseaba alterar. Para el extranjero no existen más medios que el espionaje. Quizá se entrem ezclaba en ello la preo cupación por contam inar m ediante la traición una institu ción cuya cualidad esencial quiere ser la lealtad —o lealismo—. También deseaba quizá alejarm e más de mi propio 1. El primer verso que me asombré de haber compuesto es éste: «segador de alientos cortados.» Lo que escribía más arriba me lo recuerda.
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país. (Las explicaciones que doy surgen espontáneamente en mi mente, parecen válidas para mi caso. Sólo se las aceptará para el mío.) Sea como fuere, quiero decir que, gracias a cierta disposición natural para la magia (que se encontraba aún más exaltada por mi emoción frente a la naturaleza, dotada de un poder reconocido por los hom bres), estaba dispuesto a actuar no según las reglas de la moral, sino según ciertas leyes de una estética novelesca que hacen del espía un personaje inquieto, invisible pero poderoso. Por fin, en ciertos casos, semejante preocupación daba una justificación práctica a mi entrada en un país al que nada me obligaba a ir, salvo la expulsión de un país vecino. Hablo de espionaje a propósito de mi sentimiento frente a la naturaleza, pero cuando fui abandonado por Stilitano, la idea se me ocurrió como un consuelo, y como para an clarme en vuestro suelo donde la soledad y la miseria me hacían no andar sino «correr». Pues soy tan pobre y me acusaban ya de tantos robos, que al salir de una habitación con dem asiada suavidad, de puntillas, conteniendo la res piración, no estoy seguro todavía hoy de no llevarme con migo los agujeros de los visillos o de los cortinajes. No sé hasta que punto Stilitano estaba al corriente de los secre tos m ilitares ni de lo que había podido enterarse en la Legión, en las oficinas de un coronel. Pero se le ocurrió meterse a espía. Ni el partido que hubiéramos podido sacar ni siquiera el peligro de la operación tenían encanto para mí. Sólo la idea de traición poseía ya el poder que se me iba imponiendo cada vez más. —¿A quién vendérselos? —A Alemania. Pero, tras unos segundos de reflexión, se decidió: —A Italia. —Pero tú eres serbio. Son vuestros enemigos. —¿Y qué? Si la hubiésemos llevado hasta el final, esta aventura me hubiese hecho salir un poco de la abyección a la que me agarraba. El espionaje es un procedimiento del que los estados se avergüenzan tanto, que lo ennoblecen porque es vergonzoso. Nos hubiéramos beneficiado de esta nobleza. Salvo que en nuestro caso se trataba de traición. Más tarde, cuando me detuvieron en Italia y los oficiales me interro garon sobre la protección en nuestras fronteras, supe des cubrir una dialéctica capaz de justificar mis confesiones. 55
En el caso actual hubiese estado respaldado por Stilitano. No podía desear más que ser, por estas revelaciones, el causante de una catástrofe terrible. Stilitano podía traicio nar a su país y yo mismo al mío, por am or a Stilitano. Cuando os hable de Java, descubriréis los mismos caracte res, casi el mismo rostro también que en Stilitano y, del mismo modo que los dos lados de un triángulo se juntan en la paralaje que está en el cielo, Stilitano y Java van al encuentro de una estrella para siempre apagada: Marc Aubert.1 Si este capote de paño azul, robado al carabinero, ya me había concedido un como presentim iento de una conclusión en la que la ley y el que está al margen de ella se confun den, ocultándose éste bajo aquélla, pero sintiendo con un poco de nostalgia la virtud de su contrario, a Stilitano iba a perm itirle una aventura menos espiritual o sutil, pero más profundam ente proseguida en la vida cotidiana, mejor utilizada. Tampoco esta vez se tratará de una traición. Sti litano era una fuerza. Su egoísmo definía sus fronteras na turales. (Stilitano era una fuerza para mí.) Cuando entró, avanzada la noche, me dijo que ya estaba todo arreglado. Había visto al carabinero. —Te dejará en paz. Asunto concluido. Podrás salir como antes. —¿Y el capote? —Me quedo con él. Presintiendo que aquella noche había tenido lugar una extraña confusión de bajeza y seducción mezcladas, y que yo estaba excluido de ella, naturalm ente, no me atreví a preguntar más. —¡ Venga! Con un gesto de su mano viva me indicó que quería desnudarse. Como las demás noches, me arrodillé para quitar el racimo de uvas. Llevaba prendido por dentro del pantalón uno de esos fl . Este rostro se confunde también con el de Rasseneur, un atracador con Quien trabaje hacia 1936. Por el semanario D étective acabo de enterarme de que lo han condenado al destierro cuando esa misma semana unos escritores pedían, para la misma pena, mi indulto al presidente de la república. La foto de Rasseneur ante el tribunal estaba en la segunda página. El periodista, irónico, afirma que^ parecía muy contento de ser desterrado. No me extraña. En la Santé era un jefecillo. En Riom o Clairvaux será el baranda. Rasseneur creo que es nantes. Desvalijaba también a los pederastas —o maricas— . He sabido por un amigo que^ un coche, conducido por^ una de sus víctimas, lo buscó mucho tiempo por Parts, para atropellarlo «accidentalmente». Las venganzas de los sarasas son terribles.
racimos artiñciales cuyas uvas, de fina celulosa, van relle nos de guata. (Tienen el tamaño de una ciruela Claudia y las m ujeres elegantes de aquella época y de ese país las llevaban en las pamelas, cuyo borde se doblaba bajo el peso del adorno.) Cada vez que, en la Criolla, turbado por el abultam iento, un m aricón le llevaba la mano a la bra gueta, sus horrorizados dedos topaban con aquel objeto que temían fuera un racimo de su auténtico tesoro, la ram a de la que, cómicamente, colgaba un exceso de frutos. La Criolla no era una boíte de sarasas. Bailaban en ella algunos jóvenes travestidos, pero también mujeres. Las putas llevaban a sus chulos y a sus clientes. Stilitano hubie ra ganado mucho dinero si los maricas no lo hubieran re ventado. Los despreciaba. Con el racimo de uvas se reía de su despecho. El juego duró algunos días. Así que le qui té el racimo, que llevaba prendido al pantalón azul con un imperdible, pero, en vez de dejarlo encima de la chimenea como de costum bre, riéndome (porque nos reíamos a car cajadas y brom eábam os durante la operación), lo conservé, sin poder contenerme, entre mis manos unidas y apoyé en él mi mejilla. El rostro de Stilitano, que me dominaba, adquirió una expresión horrible. —¡ Suelta eso! Guarra. Para desabrocharle la bragueta me había puesto en cu clillas, pero el furor de Stilitano, si mi habitual fervor no hubiera bastado para ello, me hizo caer de rodillas. Es la postura que, frente a él, a pesar mío, adoptaba yo m ental mente. No me volví a mover. Stilitano me golpeó con am bos pies y con el puño único. Habría podido escaparme; permanecí allí. «La llave está puesta», pensaba. Entre el ángulo de las piernas que me golpeaban rabiosamente la estaba viendo puesta, y hubiese querido echarle dos vueltas para que darme encerrado por mi propia intervención con mi ver dugo. No intenté explicarme su ira, tan desproporcionada con la causa, pues mi mente se preocupaba poco por los móviles psicológicos. En cuanto a Stilitano, a p artir de aquel día no volvió a colgarse el racimo de uvas. Al llegar la mañana, yo entraba en la habitación antes que él y lo esperaba. En el silencio, oía el misterioso susurro de la am arillenta hoja de periódico puesta en lugar del cristal que faltaba. «¡Qué sutil es!», me decía a mí mismo. Descubría muchas palabras nuevas. En el silencio de la 57 I
habitación y de mi corazón, m ientras esperaba a Stilitano, aquel ruido leve me inquietaba, pues antes de que hubiese com prendido su sentido, transcurría un breve instante de angustia. ¿Quién —o qué— da señales de vida en la habi tación de un pobre de tan fugitiva form a? Es un periódico im preso en español, continuaba diciéndome. Es norm al que no com prenda el ruido que hace. Quizá me sentía entonces muy desterrado y mi nerviosismo iba a volverme perm eable a aquello que —a falta de otras palabras— llam aré la poesía. Encima de la chimenea, el racimo de uvas me daba náuseas. Stilitano, una noche, se levantó para tirarlo al retrete. Durante el tiempo que lo había llevado puesto, el racimo no había perjudicado su herm osura. Por el con trario, por la noche había proporcionado a sus piernas, puesto que las estorbaba un poco, una ligera curvatura, y a su form a de andar, una suave traba ligeramente redon deada, y, cuando cam inaba cerca de mí, delante o detrás, yo experim entaba una deliciosa turbación, puesto que mis manos lo habían preparado. Creo también que fue por el insidioso poder de este racimo por lo que me encariñé con Stilitano. Sólo me libré de él cuando un día, en un baile, bailando con un m arinero, deslicé, por casualidad, la mano bajo el cuello de su uniforme. El gesto más inocente en apariencia iba a revelar una virtud fatal. Mi mano, apoyada sobre la espalda del joven, sabía que estaba suave y piado samente oculta por la señal, sobre ambas, del candor de los marinos. Mi mano notaba un palpitar de alas y no podía dejar de creer que era Java quien aleteaba. Es aún dema siado pronto para hablar de él. No comentaré, muy prudentem ente, este misterioso por te de racimo, y, sin embargo, me agrada considerar a Sti litano como un m arica que se odia a sí mismo. Quiere desconcertar y herir, asquear a esos mismos que lo desean, me digo si pienso en él. Si reflexiono de forma más rigurosa hay una idea que me turba más aún —y de ella puedo sacar el mayor partido posible— : la de que Stilitano había comprado una llaga postiza para el lugar más noble —sé que lo tenía magnífico— para salvar del desprecio la mano cortada. De este modo, mediante un subterñigio muy burdo, vuelvo a hablar de los mendigos y de sus males. Tras un daño físico real o fingido, que lo indica y lo relega al olvido, se disimula, más secreto, un daño del alma. Voy a enum erar las llagas secretas: 58
los dientes picados, el aliento fétido, la mano cortada, el olor de pies, etc. Para ocultarlas y estimular nuestro orgullo disponía mos de: la mano cortada, el ojo reventado, la pata de palo, etc. Se está caído mientras se llevan las marcas de la caída, y la conciencia de la impostura, aunque vele en el fondo de nosotros mismos, de poco sirve. Utilizando exclusiva mente el orgullo exigido por la miseria, provocábamos la piedad cultivando las llagas más repugnantes. Nos con vertíamos en un reproche a vuestra felicidad. Entre tanto, Stilitano y yo vivíamos miserablemente. Cuando, gracias a algunos maricas, traía yo algo de dinero, demostraba tanto orgullo que me pregunto a veces si no lo recuerdo como grande a causa de los alardes de los que era yo el pretexto y el principal confidente. La calidad de mi amor exigía de él que probase su virilidad. Si era la admirable fiera entenebrecida y resplandeciente de fero cidad, que se entregara a juegos dignos de ella. Le incité al robo. Decidimos ambos robar una tienda. Para cortar el cable del teléfono, que muy imprudentemente pasaba cerca de la puerta, hacían falta unos alicates. Entramos en uno de los numerosos bazares de Barcelona donde había sección de ferretería. —Y a ver si te las arreglas para estarte quieto aunque me veas apañar algo. —¿Qué hago? —Nada. Tú a visualizar. Stilitano iba calzado con alpargatas blancas. Llevaba el pantalón azul y una camisa caqui. No noté nada al prin cipio, pero al salir me quedé estupefacto al ver en la car tera de tela que servía para abrochar el bolsillo de la camisa una especie de lagartijita inquieta y tranquila a la vez, colgando por los dientes. Eran los alicates que nece sitábamos y que Stilitano acababa de robar. Que sea un encantador de monos, de hombres y de mujeres, me decía a mí mismo, entra todavía dentro de lo posible, pero ¿qué tipo de magnetismo será este que irra dia de sus músculos dorados y de sus bucles, de este 59
ám bar rubio, que puede cautivar los objetos? Y sin em bargo no me cabía duda de que los objetos le estaban so metidos. Esto equivale a decir que los comprendía. Cono cía tan bien la naturaleza del acero, y la naturaleza de ese trozo concreto de acero oscuro llamado alicates, que éstos permanecían hasta la fatiga, dóciles, enamorados, colgando de su camisa, donde había sabido colgarlos con precisión, mordiendo desesperadamente, para no caerse, la tela, con sus enjutas mandíbulas. Podía suceder, sin embargo, que estos objetos, irritados por un gesto torpe, lo hiriesen. Stilitano se cortaba, tenía finos tajos en la punta de los dedos, la uña machacada y negra, pero aquello acrecentaba su belleza. (Las púrpuras de la puesta de sol, dicen los físicos, se deben a un mayor espesor de aire, sólo atravesa do por las ondas cortas. Cuando nada acontece en el cielo, hacia las doce, tal apariencia nos turbaría menos; lo ma ravilloso es que aparezca por la tarde, en el más patético momento del día, cuando el sol se pone, cuando desapa rece para proseguir un misterioso destino, cuando quizá muere. Para dar al cielo tantos fastos, determinado fenó meno físico sólo es posible en el instante más exaltante para la imaginación: la puesta del más brillante de los astros.) Las cosas cuyo uso es cotidiano embellecerán a Stilitano. Sus propias cobardías derriten mi rigor. Me agra daba su gusto por la pereza. Se iba, en el sentido que se dice de un recipiente. Cuando ya tuvimos los alicates, es bozó una retirada. —Igual hay un perro. Pensamos en suprimirlo con un filete envenenado. —Los perros de los ricos no manducan cualquier cosa. Repentinamente, Stilitano se acordó del truco legen dario de los gitanos: se dice que el ladrón lleva un pan talón impregnado de grasa de león. Stilitano sabía que no había forma de conseguirla, pero aquella idea lo excitaba. Dejó de hablar. Veíase, sin duda, de noche, en un bosquecilio, acechando una presa, vestido con un pantalón tieso de grasa. Era fuerte con la fuerza del león, salvaje por haberse preparado así para la guerra, la hoguera, el asador y la tumba. Con su arm adura de grasa y de imaginación estaba admirable. No sé si él mismo conocía la belleza de adornarse con la fuerza y la audacia de un gitano, ni si gozaba con la idea de conocer así los secretos de la tribu. —¿Te gustaría ser gitano? —le pregunté un día. 60
—¿A mí? —Sí. —No me disgustaría, pero no querría quedarme dentro de un carromato. Por lo tanto, soñaba a veces. Creí haber descubierto la falla por la que algo de mi ternura se deslizaría bajo su caparazón petrificado. Era demasiado poco aficionado a las aventuras nocturnas para conocer con él una verdadera embriaguez espiando a su lado los muros, las callejuelas, los jardines, escalando vallas, robando. No conservo de ello ningún recuerdo solemne. La revelación profunda del robo la tendré en Francia, con Guy. (Cuando nos encerramos en el pequeño trastero espe rando la noche y el momento de entrar en las oficinas abandonadas del Crédito Municipal de B., Guy me pareció repentinamente como reservado y circunspecto. Ya no era el banal muchacho que se puede rozar, codear en cual quier lugar, era una especie de ángel exterminador. Inten taba sonreír, incluso reventaba de risa silenciosa, pero frun cía las cejas. De este mariquita en el que se encerraba un bribón surgía un tipo decidido, terrible, dispuesto a todo y, antes que a nada, al asesinato si alguien osaba estorbar su hazaña. Reía, y en sus ojos creía yo leer una voluntad de asesinato que se ejercería contra mí. Cuanto más me miraba, más notaba que leía en mí la misma voluntad de cidida a ejercerse contra él. Entonces se tensaba. Sus ojos eran más duros, sus sienes metálicas, los músculos del rostro más nudosos. Como respuesta, yo me endurecía otro tanto. Ponía a punto un arsenal. Lo acechaba. Si alguien hubiera entrado en aquel momento, inciertos el uno acerca del otro, creo que nos hubiéramos matado mutuam ente por miedo de que uno se opusiera a la decisión terrible del otro.) Con Stilitano, siempre acompañándolo, di otros golpes. Conocimos a un vigilante nocturno que nos proporcionó informes. Gracias a él vivimos mucho tiempo de robos únicamente. La audacia de esta vida de ladrón —y su luz— no hubiesen significado nada si Stilitano, a mi lado, no hu biera dado fe de. ello. Mi vida se volvía magnífica según los hombres puesto que poseía un amigo cuya belleza entra dentro de la idea de lujo. Yo era el ayuda de cámara que tiene que cuidar, quitarle el polvo, sacarle brillo, darle cera, un objeto de gran valor que, por el milagro de la amistad, me pertenecía. 61
—Cuando paso por la calle, la señorita1 más rica y más herm osa a lo m ejor me envidia —pensaba yo. ¿Qué príncipe malicioso, se dice a sí misma, qué infanta harapienta pue den cam inar a pie y poseer tan hermoso am ante? Hablo de este período con emoción y lo magnifico, pero si se me ocurren palabras prestigiosas, quiero decir car gadas en mi mente más de prestigio que de sentido, esto quiere decir quizá que la m iseria que expresan y que fue mía es tam bién fuente de maravilla. Quiero rehabilitar esta época describiéndola con los nombres de las cosas más nobles. Mi victoria es verbal y se la debo a la suntuosidad de los térm inos, pero bendita sea esa miseria que me acon seja tales elecciones. Al lado de Stilitano, en la época en que debía vivirla, dejé de desear la abyección moral y odié lo que debe ser signo de e lla : mis piojos, mis harapos y mi mugre. Quizá a Stilitano le bastaba sólo su poder para que éste se im pusiera sin necesidad de un acto audaz, sin em bargo hubiera querido vivir con él más brillantem ente aun que me resultara agradable cruzar a su sombra (su som bra, oscura como debía serlo la de un negro, era mi se rrallo) las m iradas de admiración de las furcias y de sus hom bres, cuando sabía que ambos éramos dos pobres la drones. Yo lo incitaba a aventuras cada vez más peligrosas. —Necesitamos un revólver —le dije. —¿Sabrás usarlo? —Contigo me atrevería a apiolar a alguien. Ya que yo era su brazo derecho, hubiera corrido a mi cargo la ejecución. Pero cuanto más obedecía a órdenes graves, mayor era mi intim idad con quien las emitia. Él, sin embargo, sonreía. En una banda (asociación de malhe chores) son los jóvenes y los invertidos los que dan mues tras de audacia. Son los incitadores de los golpes peligro sos. Interpretan el papel de aguijón fecundante. El poder de los varones, la edad, la autoridad, la am istad y la pre sencia de los veteranos les dan fuerza y seguridad. Los varones sólo dependen de sí mismos. Son su propio cielo y, como conocen su debilidad, vacilan. Aplicado a mi caso particular, me parecía que los hombres, los duros, fuesen una especie de niebla femenina en la que me gustaría per derme para sentirme aún más como un bloque sólido. 1.
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E n esp añ o l e n el o rig in al. (N . d e l t .)
Cierta distinción en mis modales, mi paso más firme, me probaron mi éxito, mi ascensión en el dominio secular. Al lado de Stilitano, caminaba tras las trazas de un duque. Era su perro fiel pero celoso. Iba yo adquiriendo un as pecto orgulloso. Una tarde, por las Ramblas, nos cruzamos con una m ujer y su hijo. El chiquito era guapo, podía tener quince años. Me quedé mirando sus rubios cabellos. Lo dejamos atrás y me volví. El chaval no se inmutó. Para saber qué estaba yo mirando, Stilitano se volvió a su vez. En ese momento la madre, cuando la m irada de Stilitano y la mía estaban espiando a su hijo, lo apretó contra sí o se apretó contra él, como para protegerlo del peligro de nuestras dos m iradas que, sin embargo, ignoraba. Sentí celos de Stilitano, un solo movimiento de cuya cabeza, a lo que me pareció, acababa de ser percibido como un peli gro por la espalda de aquella madre. Un día que lo estaba esperando en un bar del Paralelo (aquel bar era entonces lugar de cita de todos los delin cuentes habituales franceses: chulos, ladrones, estafadores, evadidos de los presidios o de las cárceles francesas. La lengua oficial era el argot, algo cantarín, con acento de Marsella y con un retraso de unos cuantos años respecto al argot de M ontm artre. No se jugaba a la ronda} sino a la «passe anglaise» y al póquer) se presentó Stilitano. Con su habitual cortesía, algo ceremoniosa, los chulos pari sinos lo recibieron. Serio, pero con mirada risueña, puso solemnemente su solemne trasero sobre la silla de paja, cuya m adera gimió con el impudor de un somier. Aquel estertor del asiento expresaba de forma perfecta mi res peto por el solemne trasero de Stilitano, cuyo encanto no estaba ni siem pre ni por entero en él contenido, pero allí, en aquel sitio —más bien sobre él—, se daba cita, se acu mulaba, enviaba sus más acariciadoras olas ¡ y masas de plomo!— para dar a las ancas una ondulación y un peso clamorosos. Me niego a dejarm e dominar por un automatismo ver bal, pero tengo que recurrir una vez más a una imagen religiosa: aquel trasero era igual que un monumento. Sti litano se sentó. Sin abandonar su elegante cansancio siem pre decía, viniera o no a cuento, «soy más vago que la chaqueta de un guarda»— dio las cartas para la partida de póquer, de la cual estaba yo excluido. Ninguno de aquellos 1.
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caballeros habría exigido que me apartase del juego, pero salió de mí, por cortesía, el colocarme detrás de Stilitano. Al inclinarme para sentarm e vi un piojo en el cuello de su chaqueta. Stilitano era hermoso, fuerte y era adm itido en una reunión de machos semejantes a él, cuya autoridad residía también en los músculos y en el manejo que po seían de su pistola. En el cuello de Stilitano, aún invisible para los demás hombres, el piojo no era una m anchita per dida, se movía, se desplazaba a una velocidad inquietante, como si hubiera recorrido, medido su territorio —su espa cio más bien—. Pero, en aquel cuello, no se lim itaba a estar en su casa, era también el signo de que Stilitano pertene cía a un mundo decididamente piojoso, a pesar del agua de colonia y de la camisa de seda. Lo examiné más atenta m ente: el cabello, cerca del cuello, estaba demasiado lar go, sucio e irregularm ente cortado. «Si el piojo sigue, se le va a caer en la manga o en el vaso. Los chulos lo verán...» Como si fuera un gesto tierno, me apoyé en el hombro de Stilitano y, poco a poco, le llevé la mano hasta el cuello, pero no pude term inar mi gesto, porque Stilitano, enco giéndose de hómbros, se separó y el insecto prosiguió su recorrido. Fue un chulo de Pigalle, perteneciente, según decían, a una banda internacional de trata de mujeres, el que hizo la siguiente observación: —Oye, tú, por ahí te corre un bicho. Todas las miradas se volvieron —sin perder por eso de vista el juego— hacia el cuello de Stilitano, quien, vol viéndose, consiguió ver el bicho. —Tú eres quien los trae —me dijo, aplastándolo. —¿Y por qué yo? —Te digo que eres tú. El tono de su voz tenía una arrogancia que no admitía réplica, pero los ojos le sonreían. Los hombres continua ron la partida. Fue ese mismo día cuando Stilitano me dijo que aca baban de detener a Pepe. Estaba en la cárcel de Montjuich. —¿Cómo te has enterado? —Por el periódico. —¿Cuánto le puede caer? —La perpetua. No hicimos ningún otro comentario.
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Este diario que escribo no es sólo una distracción lite raria. Según voy avanzando, ordenando lo que me ofrece mi vida pasada, a medida que me empeño en el rigor de la composición —de los capítulos, de las frases, del propio libro— siento cómo me afirmo en la voluntad de utilizar, con fines virtuosos, mis miserias de antaño. Siento su po der. En los meaderos, donde nunca entraba Stilitano, las maniobras de los maricones me inform aban: llevaban a cabo su danza, el admirable movimiento de una serpiente ondulándose y balanceándose a derecha e izquierda, un poco hacia atrás. Me llevaba al de aspecto más acomo dado. Por las Ramblas, en mis tiempos, andaban dos jóve nes m aricones1 que llevaban en el hombro un monito amaestrado. Era un fácil pretexto para abordar a la clien tela: el mono saltaba sobre el hombre que le decían. Una de estas mariconas se llamaba Pedro. Era pálido y del gado. Tenía una cintura muy flexible y andaba muy de prisa. Sus ojos, sobre todo, eran admirables y las pesta ñas larguísimas y rizadas. Le pregunté, en broma, quién era el mono, si él o el animal que llevaba en el hombro, y tuvimos una agarrada. Le di un puñetazo: las pestañas se me quedaron pegadas a las falanges, eran postizas. Acababa de enterarme de la existencia de los postizos. Stilitano obligaba a las furcias a darle algún dinero. La mayor parte de las veces se lo robaba, bien cuando pa gaban, quedándose con la vuelta, o por la noche, del bolso, cuando estaban sentadas en el bidet. Atravesaba el Barrio Chino y el Paralelo metiéndose con todas las mujeres, molestándolas unas veces y acariciándolas otras, pero siempre irónico. Cuando volvía a nuestro cuarto, por la mañana, traía consigo un montón de esas revistas infanti les llenas de dibujos abigarrados. A veces daba un gran rodeo para comprarlas en un quiosco que estaba abierto hasta tarde. Leía las historias que correspondían entonces a nuestras actuales aventuras de Tarzán. El protagonista está amorosamente dibujado. El artista cuida al máximo la imponente musculatura del caballero, casi siempre des 1.
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nudo o vestido de form a obscena. Luego Stilitano se dor mía. Se las arreglaba para no tocarme con el cuerpo. La cama era muy estrecha. Al apagar decía: —Adiós, chaval. Y, al despertarse: —Hola, chaval.1 Nuestro cuarto era muy pequeño. Estaba sucio. El la vabo estaba cochambroso. A nadie se le hubiera ocurrido, en el Barrio Chino, limpiar la habitación, las pertenencias o la ropa, salvo la camisa, y la mayor parte de las ve ces únicamente el cuello. Para pagar la habitación, Stili tano, una vez por semana, se pasaba por las armas a la patrona que, los demás días, le llamaba señor. Un día tuvo que pelearse. Pasábamos por la calle del Carmen y era casi de noche. El cuerpo de los españoles posee a veces una especie de flexibilidad ondulante. Algu nas de sus posturas son, entonces, equívocas. En pleno día, Stilitano no se hubiese equivocado. En aquella reciente oscuridad, rozó a tres hombres que iban hablando bajo, pero cuyos gestos eran, a la vez, vivos y lánguidos. Al pa sar junto a ellos, Stilitano los interpeló con su voz más in solente y algunas palabras groseras. Se trataba de tres chu los vigorosos y rápidos que respondieron a los insultos. Desconcertado, Stilitano se paró. Los tres hombres se le acercaron. —¿Te imaginas que estás hablando con m ariconas1 o qué? Aun cuando ante mí hubiera reconocido su equivocación, Stilitano se puso gallito. —¿Pasa algo? —La m aricona12 lo serás tú. Hombres y m ujeres se acercaron. Se formó un corro. La pelea pareció inevitable. Uno de los jóvenes provocó descaradamente a Stilitano: —Atrévete si eres hombre. Antes de llegar a las manos, o a las armas, los malean tes parlam entan largo rato. No intentan apaciguar el con flicto, se excitan con vistas al combate. Otros españoles,
1. Mientras que yo dejaba por medio, donde cayera, mi ropa, Stilitano, por la noche, dejaba la suya encima de una silla, colocando bien el pantalón, la chaqueta, la camisa, para que no se arrugasen. Parecía así prestar vida a su ropa y querer que descansase, por la noche, de una fatigosa jornada. 2. En español en el original. (N. del t.)
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amigos suyos, jaleaban a los tres chulos. Stilitano se sintió en peligro. Mi presencia dejó de apurarlo. Dijo: —Bueno, hombre, no vais a pegaros con un lisiado. Alargó el muñón. Pero lo hizo con tanta sencillez, con tanta sobriedad, que esta farsa inmunda, en lugar de mos trarm e un Stilitano nauseabundo, lo ennobleció. Se retiró no entre abucheos sino acompañado por un murmullo que expresaba el m alestar de hombres leales que descubren la miseria cerca de ellos. Stilitano retrocedió lentamente, protegido por su muñón tendido, colocado simplemente ante sí. La ausencia de la mano era tan real y eficaz como un atributo regio, como la mano de la justicia. Las que una de ellas llama las Carolinas fueron en pro cesión al solar de un meadero destruido. Los rebeldes, cuando las revueltas de 1933, arrancaron uno de los mingitorios más sucios, pero de los más queridos. Estaba jun to al puerto y el cuartel y era la orina caliente de millares de soldados la que había corroído la chapa. Cuando se comprobó su m uerte definitiva, con chales, con mantillas, con vestidos de seda, con chaquetas entalladas, las Caro linas —no todas, sino una delegación solemnemente elegi da— vinieron al solar a depositar un ramo de rosas rojas, anudado con un velo de crespón. El cortejo partió del Pa ralelo, atravesó la calle de San Pablo, y fue, Rambla de las Flores abajo, hasta la estatua de Colón. Habría unas treinta mariconas a las ocho de la mañana, a la salida del sol. Las vi pasar. Las acompañé de lejos. Sabía que mi lugar estaba entre ellas, no porque fuera una más, sino porque sus voces avinagradas, sus gritos, sus gestos indig nados no tenían, a lo que me parecía, otra finalidad que la de querer traspasar la capa de desprecio del mundo. Las Carolinas eran grandes. Eran las Hijas de la Ver güenza. Una vez en el puerto, torcieron a la derecha, hacia el cuartel, y depositaron en la chapa roñosa y maloliente del meadero derribado, sobre el montón de m uerta chata rra, las flores. Yo no estaba en el cortejo. Pertenecía a la muchedum bre irónica e indulgente que se divertía con él. Pedro con fesaba con desenvoltura sus pestañas postizas, las Caroli nas sus locas aventuras. Mientras tanto, Stilitano, negándose a mi placer, se con 67
vertía en el símbolo de la castidad, incluso de la frialdad. Si follaba a menudo con furcias, yo lo ignoraba. Cuando se iba a m eter en nuestra cama, tenía el pudor de ponerse entre las piernas, con tanta habilidad, el faldón de la ca misa, que yo no podía ver nada de su sexo. H asta el ero tismo de su forma de andar quedaba corregido por la pu reza de sus rasgos. Se convirtió en la representación de un glaciar. Al más bestial de los negros, al de cara más chata y más poderosa, habría querido entregarme, para que en mí, como no había sitio más que para la sexuali dad, se hubiese estilizado más mi amor por Stilitano. Así pues, podía atreverm e a ponerme ante él en las posturas más ridiculas y más humillantes. A menudo íbamos juntos a la Criolla. Hasta entonces nunca se le había ocurrido explotarme. Cuando le entre gué las pesetas que había ganado con algunos hombres de los meaderos, Stilitano decidió que yo iba a trabajar en la Criolla. —¿Te gustaría que me vistiera de mujer? —murmuré. ¿Apoyado en su poderoso hombro, me hubiese atrevido a hacer la carrera de la calle del Carmen a la del Medio día, con una falda de lentejuelas? Excepto los marineros extranjeros, nadie se hubiera asombrado, pero ni Stilitano ni yo hubiéram os sabido escoger el vestido o el peinado, pues hay que tener gusto. Eso fue tal vez lo que nos retu vo. Todavía me acordaba de los suspiros de Pedro, con quien trabé amistad, cuando iba a vestirse. —Cuando veo los trapos colgados ¡ me entra una tris teza! Me parece que me meto en una sacristía y que me preparo para oficiar en un entierro. Huelen a clerigalla. A incienso. A orines. ¡Y lo que cuelgan! ¡Me pregunto cómo consigo meterme en estos intestinos, que es lo que parecen! «¿Me hará falta ropa así? A lo m ejor tengo incluso que coserla y cortarla con ayuda de mi hombre y llevar una ‘Tnoña” o varias en el pelo.» Me veía con horror emperifollado con enormes mo ños, no de lazos, sino de tripas obscenas. Será una moña ajada, me decía de nuevo una burlona voz interior. La «moña» ajada de un viejo. ¿Un moño ajado?, ¡o picaro! Y ¿en qué cabellera? ¿Én una peluca artificial o en la mía sucia y rizada? En lo referente a los vestidos, sabía que serían muy sobrios, que los llevaría con modestia, cuando el único me 68
dio de salir del apuro hubiera sido la extravagancia más disparatada. Acaricié, sin embargo, el sueño de coserles una rosa de tela. Abultaría el vestido y sería el equivalente femenino del racimo de Stilitano.
(Mucho después de habérmelo encontrado de nuevo en Amberes, le hablé a Stilitano del racimo artificial escon dido en su pantalón. Me contó entonces que una puta es pañola llevaba en el vestido una rosa de estameña prendi da a la altura equivalente. —Para sustituir a su flor perdida —me dijo.) En el cuarto de Pedro miré con melancolía las faldas. Me dio unas cuantas direcciones de señoras, una especie de vendedoras de vestidos, donde encontraría ropa de mi talla. —Ya verás cómo encuentras una «toilette», Juan. Me quedé asqueado por esta palabra de carnicero (pen saba que «la toilette» es también el tejido graso que en vuelve las tripas en el vientre de los animales). Fue enton ces cuando Stilitano, herido por la idea de ver a su ami go de travestido, rehusó. —No merece la pena —dijo—; ya te las arreglarás para conseguir hombres. Por desgracia, el patrón de la Criolla exigía que apare ciese vestido de señorita. ¡ De señorita! Moi-méme demoiselle Je me pose á ma hanche... Comprendí entonces cuán difícil es acceder a la luz re ventando el absceso de la vergüenza. Pude aparecer, tra vestido, con Pedro, exhibirme con él. Fui una tarde y nos invitó un grupo de oficiales franceses. Había a su mesa una señora de unos cincuenta años. Me sonrió atentam en te, con indulgencia, y no pudiendo contenerse más, me preguntó: —¿Le gustan a usted los hombres? —Sí, señora. —Y... ¿en qué momento le empezó esa afición? No abofeteé a nadie pero mi voz sonó tan trastornada que por ella comprendí mi indignación y mi vergüenza. Para salir bien librado, esa misma noche desvalijé a uno de los oficiales. Al menos, me dije, si mi vergüenza es auténtica, oculta 69
un elemento más agudo, más peligroso, una especie de dar do que siempre amenazará a los que la provoquen. Tal vez no me fue tendida como una tram pa, no fue volunta ria, pero tal como es, quiero que me oculte y espiar bajo ella. Por Carnaval era fácil travestirse y robé de una habita ción de hotel una falda de volantes y una blusa. Una tarde crucé apresuradam ente la ciudad oculta por la mantilla y el abanico para ir a la Criolla. Para que la ruptura con vuestro mundo fuera menos brutal, me dejé el pantalón debajo de la falda. Nada más llegar al m ostrador, se me rasgó la cola de la bata. Me volví, furioso. —Perdone. Lo siento. El pie de un joven rubio se había enredado en los en cajes. Apenas tuve fuerzas para m urm urar: «Tenga cui dado». El rostro del atolondrado que se excusaba y son reía a un tiempo estaba tan pálido que me ruboricé. Alguien dijo por lo bajo a mi lado: —Discúlpelo, señora; 1 es que cojea. «¡Pues no se cojea en mis faldas!», aulló en mí la trá gica que llevaba dentro. Pero la gente se reía a nuestro alrededor. «No se cojea en mis “toilettes”», me aullé a mí mismo. Elaborándose dentro de mí, en mi estómago, a lo que me pareció, o en los intestinos, envueltos por «la toilette», esta frase debía traducirse en una mirada terri ble. Furioso y humillado salí envuelto en las risotadas de los hombres y de las Carolinas. Fui al mar y en él ahogué la falda, la blusa, la mantilla y el abanico. La ciudad es taba regocijada, ebria de este Carnaval cortado de la tie rra, solo en medio del Océano.12 Yo era pobre y estaba triste. («Hay que tener gusto...» Me negaba ya a tenerlo. Me lo prohibía. Espontáneamente hubiese mostrado mucho. Sabía que si lo hubiese cultivado, me hubiese —no afina do— debilitado. El propio Stilitano se asombroba de que fuera tan tosco. Quería tener los dedos entumecidos: me impedí aprender a coser.) Stilitano y yo nos fuimos a Cádiz. De tren de mercan 1. En español en el original. (N. del t.) 2. Al volver a leer el texto me doy cuenta de que he colocado en Barcelona una escena de mi vida situada en Cádiz. Es la frase «solo en medio del Océano» la que me lo recuerda. Al escribirla he cometido, pues, el error de colocarla en Barcelona, pero en su descripción tenía que deslizarse un detalle que me permite volverla a situar en su verdadero lugar.
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cías en tren de m ercancías llegamos cerca de San Fer nando y decidimos continuar el camino a pie. Stilitano desapareció. Se las arregló para darm e cita en la estación. No estaba allí. Esperé mucho rato, volví dos días seguidos, seguro, sin embargo, de que me había abandonado. E staba solo y sin dinero. Cuando lo com prendí sentí de nuevo la presencia de los piojos, su desoladora y dulce com pa ñía en los dobladillos de mi camisa y de mi pantalón: Stilitano y yo no habíam os dejado de ser aquellas religio sas de la Alta Tebaida que no se lavaban nunca los pies y cuya cam isa se pudría. San Fernando está junto al mar. Decidí ir a Cádiz, cons truida en medio del agua, pero unida al continente p o r un espigón muy largo. Cuando em prendí el camino, era por la tarde. Tenía ante mí las altas pirám ides de sal de las salinas de San Fernando, y más lejos, en el m ar, con la silueta recortada por el sol poniente, una ciudad de cúpulas y m in a re te s: en la extrema tierra occidental tenía repentinam ente la síntesis del Oriente. Por prim era vez en mi vida desdeñaba a un ser por las cosas. Me olvidé de Stilitano. Para vivir, iba por la mañana, muy tem prano, al p u er to, a la «pescadería», donde los pescadores tiran siem pre de la barca algunos peces que han pescado por la noche. Todos los mendigos conocen esta costum bre. En vez de ir, como en Málaga, a asarlos al fuego de los demás andrajo sos, me volvía solo al medio de las rocas que m iran a Puerto Real. El sol nacía cuando mis peces estaban asados. Los comía casi siem pre sin pan ni sal. De pie, o echado en las rocas, o sentado en ellas, en el punto más al este de la isla, cara a la tierra, yo era el prim er hom bre a quien el p ri m er rayo ilum inaba y calentaba. Este prim er rayo era la prim era m anifestación de vida. En las tinieblas, en los atracaderos, había cogido el pescado. También en las ti nieblas me reintegraba a mis rocas. La llegada del sol me aniquilaba. Le rendía culto. E ntre él y yo se estable cía una como intim idad maliciosa. Ciertam ente lo honraba sin un ritual complicado, no se me hubiera ocurrido im itar a los prim itivos, pero sé que este astro se convirtió en mi dios. En mi cuerpo era donde se levantaba, donde prose guía su curva y la term inaba. Si lo veía en el cielo de los astrónom os es porque era la proyección atrevida, en él, del que yo conservaba en mí. Tal vez incluso lo confundía inconscientemente con Stilitano desaparecido. 71
Os indico, de esta manera, lo que podía ser mi forma de sensibilidad. La naturaleza me inquietaba. Mi amor por Stilitano, el estruendo de su irrupción en mi miseria, no sé qué, «ne entregaron a los elementos. Pero éstos son malvados. Para hacerlos míos quise contenerlos. Rehusé negarles toda crueldad; por el contrario, los felicité por poseer tanta, los halagué. Como tal operación no podía lograrse mediante la dia léctica, recurrí a la magia, es decir, a una especie de pre disposición voluntaria, una intuitiva complicidad con la naturaleza. El lenguaje no me hubiera servido de nada. Fue entonces cuando las cosas y las circunstancias, en las que, sin embargo, como aguijón de abeja vigilaba la chispa del orgullo, se me tornaron maternales. (Materna les: es decir, cuyo elemento esencial es la feminidad. Al escribir esto no quiero hacer alusión ninguna a cualquier referencia m azdeísta: indico solamente que mi sensibili dad exigía ver a su alrededor una disposición femenina. Podía hacerlo porque había sabido apoderarse de las cua lidades v iriles: dureza, crueldad, indiferencia.) Si intento recom poner con palabras mi actitud de en tonces no engañaré al lector ni tampoco a mí mismo. Sa bemos que nuestro lenguaje es incapaz de recordar si quiera el reflejo de esos estados difuntos, extraños. Lo mismo ocurriría con todo este diario si debiera ser la notación de quién fui. Precisaré por lo tanto que debe in form ar sobre quién soy, ahora que lo escribo. No es una búsqueda del tiempo pasado, sino una obra de arte cuya materia-pretexto es mi vida de antaño. Será un presente fi jado con la ayuda del pasado, no lo inverso. Sépase, pues, que los hechos fueron lo que digo, pero la interpretación que de ellos hago es lo que yo soy y me he hecho. De noche iba por la ciudad. Dormía junto a una tapia, al abrigo del viento. Soñaba con Tánger, cuya proximidad me fascinaba, y con el prestigio de esta ciudad, más bien guarida de traidores. A fin de escapar a mi miseria, inven taba las más audaces traiciones que hubiera llevado a cabo con calma. Hoy en día sé que lo único que me ata a Fran cia es mi am or por la lengua francesa, {pero entonces...! Este gusto por la traición deberá formularse mejor cuando me interroguen con ocasión de la detención de Stilitano. ¿Por dinero —me preguntaba— y bajo la amenaza de los golpes, debería denunciar a Stilitano? Todavía lo amo 72
y contesto que no, pero ¿debería denunciar a Pepe que asesinó al jugador de ronda del Paralelo? Tal vez hubiese aceptado, pero al precio de qué ver güenza, saberme con el interior del alma podrido, puesto que exhalaría ese olor que hace que la gente se tape la nariz. Ahora bien, el lector recordará quizá que mis estan cias en el mundo de la mendicidad y de la prostitución fueron para mí una disciplina en la que aprendí a utilizar los elementos innobles, a servirme de ellos, a complacerme, en fin, en mi elección de ellos. Hubiese hecho lo mismo (seguro de mi habilidad para sacar partido de la vergüen za) con mi alma descompuesta por la traición. La fortuna me concedió que se me planteara la cuestión en la época en que un joven alférez de navio era condenado a m uerte por el Tribunal Marítimo de Tolón. Había entregado al enemigo los planos de una arma o de un puerto de guerra o de un barco. No hablo de una traición que hubiera cau sado la pérdida de una batalla naval, ligera, irreal, sus pendida de las alas de una goleta, sino de la pérdida de un combate de m onstruos de acero en que residía el orgullo de un pueblo no ya infantil sino severo, ayudado, sostenido por las matem áticas sabias de los técnicos. En una pala bra, se trataba de una traición de los tiempos modernos. El periódico que narraba estos hechos (y lo descubrí en Cádiz) decía, estúpidam ente sin duda, pues ¿qué podía saber él?: «...por gusto por la traición.» Acompañando a este texto iba la fotografía de un joven oficial, muy guapo. Me prendé de su imagen, que sigo conservando conmigo. Como el am or se exalta en las situaciones peli grosas, en mi fuero interno, secretamente, ofrecí al pros crito com partir su Siberia. El Tribunal Marítimo, al opo nerme a él, facilitaba también mi escalada hacia el joven oficial a quien me aproximaba con el talón pesado y sin embargo alado. Se llamaba Marc Aubert. Iré a Tánger, me dije, y tal vez seré llamado entre los traidores y me con vertiré en uno de ellos. Abandoné Cádiz para irme a Huelva. Expulsado por la guardia municipal, volví a Jerez y luego a Alicante, bor deando el mar. Iba solo. A veces me cruzaba con otro vagabundo o lo adelantaba. Sin sentarnos siquiera sobre un montón de piedras, nos decíamos qué pueblo era el más favorable a los mendigos, qué alcalde menos inhu mano, y proseguíamos nuestra soledad. Mofándose de nuestras alforjas, decía la gente entonces: «Va de caza 73
con una escopeta de tela.» Estaba solo. Caminaba humil demente al borde de las carreteras, junto a las cunetas, cuyo polvo, que blanqueaba la hierba, me empolvaba los pies. En medio de este naufragio, con todas las desgra cias del mundo haciendo que me hundiera en un océano de desesperación, conocía todavía la dulzura de poder aga rrarm e a la rama terrible y fuerte de un negro. Más fuerte que todas las corrientes del mundo, era más cierta, más consoladora, y más digna de uno solo de mis suspiros que todos vuestros continentes. AI atardecer, me sudaban los pies; las tardes de verano, pues, caminaba entre barro. Al tiempo que la llenaba de un plomo que me servía de pen samiento, el sol me vaciaba la cabeza. Andalucía era bella, cálida y yerma. La he recorrido toda. A aquella edad no conocía el cansancio. Transportaba conmigo una carga tal de angustia que estaba seguro de que me pasaría toda la vida errante. El vagabundo dejó de ser un detalle or namental de la vida para convertirse para mí en una reali dad. No sé ya lo que pensaba, pero me acuerdo de que ofrecí a Dios todas mis miserias. En mi soledad, lejos de los hombres, estaba muy cerca de ser todo amor, todo devoción. Estoy tap lejos de ellos —debí de decirme— que ya no tengo esperanzas de volverlos a encontrar. Mejor sepa rarme, pues, del todo. Entre ellos y yo habrá todavía me nos lazos, y el último se romperá si opongo al desprecio que me tienen el amor que les tengo. Así pues, cambiando las tornas, he aquí que os otorga ba mi piedad. Mi desesperación, sin duda, no se expresaba en esta forma. En efecto, en mis pensamientos todo se diseminaba, pero esta piedad que digo debía de cristali zarse en reflexiones concretas que, en mi cabeza quemada por el sol, adquirían una forma definitiva y obsesionante. Mi lasitud —no creía que fuese el cansancio— me impedía descansar. Ya no iba a beber a las fuentes. Tenía la gar ganta seca. Los ojos me ardían. Tenía hambre. El sol daba a mi cara, allí donde la barba era dura, reflejos cobrizos. Estaba seco, amarillo, triste. Aprendía a sonreír a las cosas y a m editar en ellas. De mi presencia de joven francés en esta ribera, de mi soledad, de mi condición de mendigo, del polvo de las cunetas que se levantaba alrededor de mis pies en minúscula nube individual para cada uno de ellos, renovada a cada paso, mi orgullo sacaba partido de una consoladora singularidad contrariada por la banal sordi74 A
dez de mi ridicula vestimenta. Jamás mis zapatos rotos m mis calcetines sucios tuvieron la dignidad que levanta y alza por encima del polvo las sandalias de los carmelitas, jamás mi sucia chaqueta permitió a mis gestos la menor nobleza. Recorría las carreteras andaluzas durante el ve rano de 1934. Por la noche, tras haber mendigado unas perras en un pueblo, seguía por el campo y me dormía en el fondo de una cuneta. Los perros me olfateaban —mi olor me aislaba una vez más—; ladraban a mi partida y a mi llegada a un cortijo. «¿Iré o no iré?», me decía al pasar cerca de una casa blanca, cercada por muros encalados. Mi vacilación duraba poco. El perro atado a la puerta ladraba siempre. Me acercaba. Ladraba más fuerte. A la mujer que se presentaba, le pedía, sin traspasar el um bral, una perra, en el español menos correcto —ser ex tranjero me protegía algo—; me retiraba con la frente muy inclinada y el rostro impasible si me habían negado la limosna. De la belleza misma de este lugar del mundo no osé apercibirme. A no ser que fuera para buscar el secreto de esta belleza y tras ella la impostura de la que seremos víc timas si nos confiamos. Al rechazarla, descubría la poesía. —Tanta belleza, sin embargo, está hecha para mí. La registro y sé que es tan evidente a mi alrededor para con cretar mi angustia. Por los bordes del Atlántico y del Mediterráneo cru zaba puertos de pescadores cuya elegante pobreza hería la mía. Sin que me vieran, rozaba a hombres y mujeres de pie, en un trecho de sombra, chicos que jugaban en una plaza. El amor que los humanos parecían tenerse me des garraba entonces. Al pasar, si dos chicos cambiaban un sa ludo, una sonrisa, retrocedía a los más extremos cabos del mundo. Las miradas que cambiaban los dos amigos —y sus palabras, a veces— eran la emanación más sutil de un rayo de amor nacido del corazón de cada uno de ellos. Un rayo de luz muy suave y delicadamente entorchado: un rayo de amor hilado. Me extrañaba de que tanta delicadeza, que un trazo tan fino y de una materia tan preciosa como el amor, y tan casta, se elaborasen en una forja tan tenebro sa como el cuerpo musculoso de aquellos varones, aun cuando ellos mismos seguían emitiendo ese dulce rayo en que a veces refulgen las gotitas de un misterioso rocío. Creía oír al mayor decirle al otro, que ya no era yo, refi75
riéndose a ese lugar del cuerpo que él debía de adorar: —¡ Esta noche voy a desfruncirte otra vez la aureola! No podía soportar despreocupadam ente que la genté se amase fuera de mí. (En la colonia penitenciaria de Belle-Isle, Maurice G. y Roger B. se encuentran. Tienen diecisiete años. Los conocí en París. Hice, a veces, el amor con ellos, pero cada cual lo ignoraba del otro. Un día se ven en Belle-Isle, guardan do las vacas o las ovejas. No sé cómo, hablando de París, a la primera persona que evocan es a mí. Les hace gra cia, se maravillan al saber que el otro fue también amigo mío. Es Maurice quien me lo cuenta. — Nos habíamos hecho realmente amigos pensando en ti. Por la noche, yo tenía pena... — ¿Por qué? — Lo oía gemir detrás de la mampara que separa a los hombres. Era más guapo que yo y todos los veteranos se lo tiraban. Yo no podía hacer nada. Lo que me conmueve es enterarme de que siempre se perpetúa la milagrosa desgracia de m i infancia en Mettray.) Tierras adentro, recorría paisajes de peñas agudas que roían el cielo, que desgarraban el azul. Esta indigencia rígida, seca y perversa desafiaba a la mía y a mi ternura humana. Me invitaba no obstante a la dureza. Estaba me nos solo al descubrir en la naturaleza una de mis cuali dades esenciales: el orgullo. Quería ser una roca entre tantas otras. Estaba dichoso de serlo, y orgulloso. Así le tenía apego al suelo. Tenía mis compañeros. Sabía lo que era el reino mineral. —Haremos frente a los vientos, a las lluvias, a los golpes. Mi aventura con Stilitano se iba quedando atrás en mi mente. Él mismo se iba empequeñeciendo, no era más que un punto brillante, de una pureza maravillosa. Era un hombre, me decía a mí mismo. ¿No me había confesado haber m atado a un hombre en la Legión, y no se justificaba de la siguiente forma? —Me amenazó con matarme. Lo maté. Su calibre era mayor que el mío. No soy culpable. Ya no distinguía más que las cualidades y los gestos viriles que le conocí. Paralizados, fijados para siempre en el pasado, componían un objeto sólido, indestructible, puesto que era el resultado de unos cuantos detalles inol vidables. 76
A veces, en el interior de esta vida negativa, me otorga ba el cumplimiento de un acto, algunos robos en detrimen to de los menesterosos, cuya gravedad me procuraba algu na conciencia. ¡Las palmas! Un sol matinal las doraba. La luz, no las palmas, temblaba. Veía las primeras. Bordeaban el m ar Mediterráneo. La escarcha en los cristales, en invierno, te nía más diversidad, pero, como ella, las palmeras me pre cipitaban —más que ella quizá— en el interior de una es tampa navideña nacida paradójicamente del versículo so bre la fiesta que precede a la muerte de Dios, sobre la entrada en Jerusalén, sobre las palmas arrojadas a los pies de Jesús. Mi infancia había soñado con palmeras. Heme aquí junto a ellas. Me habían dicho que no cae nieve en Belén. Entreabierto, el nombre de Alicante me revelaba el Oriente. Estaba en el corazón de mi infancia, en su ins tante más preciosamente conservado. En una revuelta de la carretera iba a descubrir, bajo tres palmeras, ese naci miento al que acudía, niño, a asistir a mi natividad entre la muía y el buey. Era el pobre más humilde del mundo, miserable, andaba por el polvo y el cansancio, mereciendo al fin la palma, maduro para el presidio, para los sombre ros de bálago y las palmeras. En un pobre, las monedas no son ya el signo de la ri queza, sino de todo lo contrario. Robé, sin duda, de pasa da, a algún rico hidalgo 1 —rara vez, pues sabían guardarse muy bien—, pero tales robos no actuaban sobre mi alma. Hablaré de los que cometí en la persona de otros mendi gos. El crimen de Alicante nos informará. Recordaréis que, en Barcelona, Pepe, al huir, había te nido tiempo de darme el dinero que había cogido del sue lo. Por amor de una heroica fidelidad a un héroe, por temor igualmente a que Pepe o uno de los suyos me en contrara, había enterrado ese dinero al pie de una catalpa, en una plazuela de Montjuich. Tuve la firmeza de no hablar nunca de ello a Stilitano, pero cuando juntos deci dimos ir hacia el sur, desenterré el dinero (doscientas o trescientas pesetas) y lo envié, a mi propio nombre, a lista de Correos, a Alicante. Se ha discutido a menudo acerca de la acción del paisaje sobre los sentimientos pero no, a lo que parece, acerca de esta acción sobre una ac titud moral. Antes de entrar en Murcia atravesé el palme 1. En español en el original. (N . del t.)
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ral de Elche y ya estaba tan voluntariamente trastornado por la naturaleza, que mis relaciones con los hombres em pezaban a ser las de los hombres habitualmente con las cosas. Llegué de noche a Alicante. Debí de dormirme en un solar y a eso del amanecer tuve la revelación del misterio de la ciudad y del nom bre: al borde de un m ar tranquilo y, hundiéndose en él, unas montañas blancas, unas cuantas palmeras, algunas casas, el puerto y, en el sol naciente, un aire luminoso y fresco. (En Francia volveré a vivir un mo mento semejante.) La relación entre todas las cosas era el júbilo. Para ser digno de entrar en un sistema tal me pareció necesario romper amablemente con los hombres, purificarme. Como el lazo que me unía a ellos era senti mental, debía desligarme de ellos sin provocar un escándalo. A todo lo largo del camino me había prometido una alegría amarga al retirar el dinero de la oficina de Correos y man dárselo a Pepe, a la cárcel de Montjuich. En un quiosco que estaba abriendo bebí una taza de leche caliente y me fui a la ventanilla de Correos. No me pusieron ningún incon veniente para entregarme el sobre repleto. El dinero es taba allí, intacto. Salí y rompí los billetes para tirarlos por la boca de una alcantarilla, pero, a fin de provocar me jor la ruptura, volví a pegar los trozos en un banco y me invité a un almuerzo suntuoso. Pepe debía de estar mu riéndose de hambre a la sombra, pero, gracias a este cri men, me creía liberado de las preocupaciones morales. No iba, sin embargo, al azar de los caminos. Mi cami no era el de todos los mendigos, y, como ellos, debía co nocer Gibraltar. La noche del peñón recorrido, habitado por soldados y cañones dormidos, la masa erótica me en loquecía. Permanecí en La Línea, que no es sino un inmen so burdel, y allí empecé el período de la lata de con serva. Todos los mendigos del mundo —los he visto igua les en Europa central y en Francia— poseen una o varias latas (que contuvieron guisantes o fabada), a las cuales hacen un asa con un alambre. Van por las carreteras y las vías del tren con esas latas colgadas al hombro. Tuve mi primera lata en La Línea. Estaba nueva. La había cogido en un cubo de basura adonde la habían tirado la víspera. El metal estaba reluciente. Con una piedra aplasté los bordes cizallados para que no cortaran y fui a las alam bradas de Gibraltar a coger las sobras de los soldados in gleses. De esta forma me iba hundiendo aún más. Ya no mendigaba dinero, sino restos de rancho. A ello se añadía 78
]a \ergüenza de pedírselos a los soldados. Me sentía in digno si la belleza de uno de ellos, o el poder de su uni forme, me habían turbado. Por la noche intentaba ven derme a ellos y lo conseguía gracias a la oscuridad de las callejuelas. A mediodía, los mendigos podían ponerse en cualquier sitio del muro, pero por la tarde hacíamos cola en uno de los traveses, cerca del cuartel. En la cola, una tarde, reconocí a Salvador. Cuando, dos años más tarde, en Amberes, me encuen tre a Stilitano cebado, llevará al brazo a una zorra de lujo, de largas pestañas postizas, trabada por un vestido de raso negro. Tan hermoso como siempre, a pesar de la pesadez de sus rasgos, ricamente vestido de lana, ensor tijado de oro, era conducido por un ridículo perro blanco, minúsculo e irritable. Entonces fue cuando tuve la reve lación de aquel chulo: llevaba de la correa su estupidez, su mezquindad llena de bucles, rizada, mimada. Ella tam bién le precedía y le conducía por una ciudad triste, siem pre m ojada de lluvia. Vivía yo en la calle del Saco, cerca de los muelles. Por la noche erraba por los bares, por los muelles del Escalda. A este río, a esta ciudad de diaman tes tallados y robados, asociaba la aventura radiante de Manon Lescaut. Me sentía participar muy de cerca en la novela, e n tra r en la imagen, idealizarme, convertirme en una idea de presidio y de amor confundidos. Junto con un joven flamenco, empleado en un tiovivo de verbena, robaba bicicletas en la ciudad del oro, de las gemas, de las conquistas marinas. Allí donde yo proseguiré mi po breza, Stilitano era rico y querido. Jamás me atreveré a reprocharle el haber vendido a Pepe a la policía. ¿Sé aca so si no me exaltaba más la delación de Stilitano que el crimen del gitano? Sin poderme precisar los detalles —y esta indecisión le hacía dar a la narración un sonido his tórico que la embellecía aún más— Salvador fue feliz con tándomela. Cascada a ratos para no ceder a un canto de masiado claro de víctima, su voz regocijada, ebria, probaba el odio que sentía por Stilitano, y su amargura. Semejante sentimiento hacía aparecer a Stilitano más fuerte, más grande. Ni a Salvador ni a mí nos extrañó vernos. Como era uno de los prim eros y tenía alguna veteranía en La Línea, me libré del pago del diezmo que dos o tres mendigos brutales y fuertes exigían que se les entre gase. Fui junto a él. —Me he enterado de lo que ha pasado me dijo. 79
—¿Qué? —¿Qué? La detención de Stilitano. —¿Detenido? ¿Por qué? —No te hagas el tonto. Lo sabes mejor que yo. Toda la dulzura de Salvador se había convertido en una especie de hum or avinagrado. Me habló con maldad y me contó la detención de mi amigo. No era por el robo del capote ni por ningún otro, sino por la m uerte del español. —No fue él —dije. —Por supuesto. De eso estamos al cabo de la calle. Fue el gitano. Pero fue Stilitano quien lo contó todo. Sabía su nombre. Cogieron al gitano en el Albaicín. Han detenido a Stilitano para protegerlo de los hermanos y los amigos del gitano. Camino de Alicante, gracias a la resistencia que tuve que combatir, gracias a lo que tuve que hacer para abolir eso que llaman remordimiento, el robo que cometí se tor nó a mis ojos un acto muy duro, muy puro, casi luminoso y que sólo un diamante puede representar. Al llevarlo a cabo, había destruido una vez más —y, me lo decía, una vez por todas— los caros lazos de la fraternidad. —Después de esto, después de este crimen, ¿qué clase de perfección moral puedo esperar? Como ese robo era indestructible, decidí hacer de él el origen de una perfección moral. —Es algo cobarde, apático, sucio, bajo... (no lo definiré sino con palabras que expresan la vergüenza), ninguno de los elementos que lo componen me deja una oportunidad de magnificarlo. Sin embargo, no reniego de este hijo mío, el más monstruoso. Quiero cubrir el mundo con su progenitura abominable. Pero no puedo describir demasiado esta etapa de mi vida. Mi memoria quisiera olvidarla. Es como si quisiera difuminar sus contornos, espolvorearla con talco, propo nerle una fórmula comparable a aquel baño de leche que las elegantes del siglo xvi llamaban un baño de modestia. Hice que me llenaran la tartera con sobras de rancho y me fui solo a un rincón, a comérmelas. Guardaba conmigo, con la cabeza bajo el ala, el recuerdo de un Stilitano su blime y abyecto. Estaba orgulloso de su fuerza y robuste cido por su complicidad con la policía. Todo el día estuve triste, pero grave. Una especie de insatisfacción henchía cada uno de mis actos, aun el más simple. Hubiese que rido que un resplandor, visible, centelleante, se manifesta80
se en la punta de mis dedos, que mi poder me levantase del suelo, explotase en mí y me disolviese, me diseminara en forma de lluvia a los cuatro vientos. Hubiese llovido mi persona sobre el mundo. Mi polvo, mi polen hubiesen tocado las estrellas. Amaba a Stilitano. Pero amarlo en la sequedad pedregosa de esta región, bajo un sol irrevocable, me agotaba, rodeaba de fuego mis párpados. Llorar un poco me hubiese aliviado. O hablar mucho, mucho tiempo, brillantemente, ante un auditorio atento y respetuoso. Es taba solo y sin amigos. Permanecí unos días en Gibraltar, pero sobre todo en La Línea. Salvador y yo, a la hora de la comida, ante las alambradas inglesas, nos encontrábamos con indiferencia. Más de una vez lo vi, de lejos, señalándome con el dedo o la barbilla a otro vagabundo. El período de mi vida en que había estado con Stilitano lo intrigaba. Intentaba in terpretar su misterio. Como había transcurrido junto a un «hombre», mezclada con la suya, esta vida, contada por un testigo, verdadero m ártir, ante los ojos de los otros mendigos me adornó de un curioso prestigio. Lo noté en unas precisas pero sutiles indicaciones y soporté la carga sin arrogancia mientras que en mí mismo perseguía lo que, según pensaba, me indicaba Stilitano. Hubiera querido embarcarme para Tánger. Las pelícu las y las novelas han hecho de esta ciudad un lugar terri ble, una especie de garito en que los jugadores negocian los planos secretos de todos los ejércitos del mundo. Desde la costa española, Tánger me parecía una ciudad fabulosa. Era el símbolo personificado de la traición. A veces iba a Algeciras a pie, vagaba por el puerto y miraba a lo lejos, donde aparecía, en el horizonte, la ciudad célebre. ¿A qué derroche de traición, de tráficos, se puede uno entregar allí?, me decía. En efecto, la razón me impedía creer que me hubiesen utilizado para tareas de espionaje, pero lo deseaba tanto que me creía iluminado, señalado por este deseo. En la frente llevaba, visible para todos, escrita la palabra trai dor. Así pues, ahorré algo de dinero y tomé asiento en una barca de pescadores, pero el temporal nos obligó a volver a Algeciras. Otra vez, gracias a la complicidad de un ma rinero, conseguí subir a bordo de un paquebote. Mi vesti menta andrajosa, mi rostro lleno de mugre, mis cabellos largos y sucios, asustaron a los aduaneros, quienes me im81
pidieron desembarcar. De vuelta a España, decidí pasar por Ceuta: al llegar allí, me metieron en la cárcel cuatro días y tuve que volver al punto del que me había mar chado. En Tánger, sin duda, no hubiera conseguido más que en otro sitio vivir una aventura dirigida por una organiza ción con sede en unos despachos, una aventura gobernada por las reglas de una estrategia política internacional, pero dicha ciudad representaba para mí la traición tan bien, tan magníficamente, que, a lo que me parecía, solamente allí podría atracar. ¡Con los ejemplos tan buenos que encontraría allí! Allí encontraría a Marc Aubert, a Stilitano y a otros más en los que había sospechado —sin atreverme a creér mela— la indiferencia por las reglas de lealtad y rectitud. Decir de ellos: «Son falsos», me enternecía. Me enternece todavía, a veces. Son los únicos que creo capaces de todas las audacias. La multiplicidad de sus líneas morales, sus sinuosidades, forman tramas que yo llamo la aventura. Se apartan de vuestras reglas. No son fieles. Poseen sobre todo una tara, una llaga, comparable al racimo de uvas del pantalón de Stilitano. En fin, cuanto mayor, más entera, más totalm ente asumida sea, a vuestros ojos, mi culpabi lidad, mayor será mi libertad. Más perfecta mi soledad y mi unicidad. Gracias a mi culpabilidad también, ganaba el derecho a la inteligencia. Demasiada gente que no tiene derecho a ello piensa, me decía. No han pagado ese derecho con una empresa tal que pensar se haga indispensable para vuestra salvación. Esta persecución de los traidores y de la traición no era sino una de las formas del erotismo. Es raro —es casi desconocido— que un muchacho me ofrezca el júbilo ver tiginoso que pueden ofrecerme solamente los embrollos de una vida en la que estaría mezclado con él. Un cuerpo acos tado bajo mis sábanas, acariciado de pie en una calle o por la noche en un bosque, en una playa, me procura la mitad del placer: no me atrevo a verme amándolo, pues he conocido muchas, situaciones en que mi persona, que tenía su im portancia en el estado de gracia, era el factor de encanto del instante. Nunca más volveré a vivirlas. Así, me doy cuenta de que no he buscado sino las situa ciones cargadas de intenciones eróticas. Esto es lo que, entre otras cosas, dirigió mi vida. Sé que existen aventuras 82
cuyo protagonista y cuyos detalles son eróticos. Ésas son las que yo he querido vivir. Pocos días después supe que a Pepe lo habían conde nado a presidio. Envié todo el dinero que poseía a Stilitano, que estaba en la cárcel. Han aparecido dos fotografías de la identidad judicial. En una de ellas tengo dieciséis o diecisiete años. Llevo, bajo una chaqueta de la Beneficencia pública, un jersey roto. Mi cara es un óvalo muy puro; mi nariz está achata da, aplastada por un puñetazo recibido en una pelea olvi dada. Tengo la m irada aburrida, triste y cálida, muy seria. Mi cabellera era espesa y desordenada. Viéndome a esa edad, mi sentim iento se expresó casi en voz alta: —Pobre chiquito, lo que has sufrido. Hablaba con bondad de otro Jean distinto a mí. Una fealdad, que ya no descubro en mi rostro de niño, me hacía sufrir entonces. Sin embargo, una buena dosis de inso lencia —era descarado— me hacía ir por la vida con sol tura. Si estaba inquieto, no se me notaba de entrada. Pero al crepúsculo, cuando estaba cansado, la cabeza se me inclinaba y sentía la m irada volverse pesada sobre el m un do y confundirse con él o meterse dentro de mí y desapa recer; creo que conocía mi soledad absoluta. Cuando era mozo de labranza, cuando era soldado, cuando estaba en la Inclusa, a pesar de la am istad y, a veces, el afecto de m is maestros, estaba solo, rigurosamente. La prisión me ofreció el prim er consuelo, la prim era paz, la prim era confusión am istosa: estaba en lo inmundo. Tanta soledad me había obligado a convertirm e en mi propio compañero. Conside rando el mundo fuera de mí, su indefinición, su confusión más perfecta todavía de noche, lo erigí en divinidad de la que yo era no sólo el pretexto querido, objeto de tanto cuidado y precaución, elegido y conducido superiorm ente, aunque a través de pruebas dolorosas, agotadoras, al borde de la desesperación, sino el único fin de tantas obras. Y, poco a poco, mediante una especie de operación que no puedo describir sino mal, sin modificar las dimensiones de mi cuerpo pero porque era quizá más fácil contener una tan valiosa razón de tanta gloria, establecí en mí esta divi nidad —origen y disposición de mí mismo—. Me la tragué. Le dedicaba cánticos que me inventaba. Por la noche sil baba. La melodía era religiosa. Era lenta. El ritm o era un 83
poco pesado. A través de él creía ponerme en comunica ción con Dios: era lo que ocurría, pues Dios no era más que la esperanza y el fervor contenidos en mi canto. Por la calle, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha o erguida, mirando las casas o los árboles, silbaba mis him nos torpes, no alegres, pero tampoco tristes, graves. Des cubría que la esperanza no es más que la expresión que de ella se da. La protección también. Jamás hubiese sil bado con un ritm o ligero. Reconocía los temas religiosos: crean a Venus, a Mercurio o a la Virgen. En la segunda foto tengo treinta años. Mi rostro se ha endurecido. Se acusan los maxilares. La boca es amarga y malvada. Parezco un maleante a pesar de que los ojos siguen siendo muy dulces. Su dulzura, por otra parte, sería casi imposible de descubrir a causa de la fijeza que me imponía el fotógrafo oficial. Gracias a estas dos imágenes puedo hallar de nuevo la violencia que me animaba enton ces: de los dieciséis a los treinta años, en los presidios de niños, en las cárceles, en los bares, no era la aventura heroica lo que buscaba, perseguía mi identificación con los más hermosos y los más infortunados criminales. Que ría ser la joven prostituta que acompaña a su amante a Siberia o aquella que le sobrevive no para vengarlo, sino para llorarlo y ensalzar su memoria. Sin llegar a creerme de magnífica cuna, la incertidum bre de mi origen me permitía lucubrar sobre ella. A ello añadía la singularidad de mis desgracias. Abandonado por mi familia, me parecía ya natural agravar este hecho me diante mi am or por los muchachos y por el robo, y el robo mediante el crimen o la complacencia en el crimen. De este modo rechacé deliberadamente un mundo que me ha bía rechazado. La necesidad de esta precipitación casi ale gre hacia las situaciones más humilladas nació quizá tam bién en mi imaginación de niño, que me creaba castillos, para que pasease por ellos la menuda y altiva persona de un niño abandonado, parques poblados de guardias más que de estatuas, vestidos de novia, lutos, bodas y, más ade lante, pero muy poco más, cuando estas ensoñaciones se vieron contrariadas al máximo, hasta el agotamiento en una vida miserable, por las penitenciarías, por las cárceles, por los robos, los insultos, la prostitución, engalané, como la cosa más lógica, con estos adornos (y el escogido len guaje inherente a ellos) que engalanaban mis costumbres mentales y los objetos de mi deseo, mi real condición de
hombre, pero, ante todo, de niño demasiado hum illado, colmado por la experiencia de las cárceles. La cárcel b rin da al preso el m ism o sentim iento de seguridad que un palacio real al invitado de un rey. Son éstos los dos edi ficios construidos con m ayor fe, los que dan m ayor certeza de ser lo que son —que son lo que quisieron ser y siguen siéndolo—. La m anipostería, los m ateriales, las propor ciones, la arquitectura van de acuerdo con un sistem a mo ral que hace que estas m oradas sean indestructibles en tanto perdure la form a social cuyo símbolo son. La cárcel me envuelve en una perfecta garantía. Estoy seguro de que fue construida p ara mí, junto con el palacio de ju sti cia, sus dependencias, su vestíbulo m onum ental. Todo allí me está destinado con la mayor formalidad. El rigor, los reglamentos, su inflexibilidad, su precisión proceden de la misma esencia que la etiqueta de una corte regia, que la exquisita y tiránica cortesía de que son objeto sus invi tados. Como las cárceles, los palacios se asientan en sillares de gran calidad, en escaleras de mármol, en oro de ley, en las esculturas m ás singulares del reino, en el poder abso luto de sus m oradores; pero tam bién residen las sem e janzas en el hecho de que ambos edificios son raíz, uno, y culminación, otro, de un sistema vivo que circula entre estos dos polos que contienen y lo comprimen, y son la fuerza en estado puro. -¡ Qué seguridad entre estas alfom bras, entre estos espejos, en la propia intim idad del excu sado de palacio! El acto de cagar por la m añana tem prano no posee en ninguna o tra parte la solemne im portancia que únicam ente puede venirle al ser ejecutado en un re tre te a través de cuyos cristales esmerilados se ven la fachada esculpida, los guardias, las estatuas, el patio de arm as; en un cagadero en que el papel de seda es como en todas partes, pero donde, dentro de un rato, en bata de raso y chinelas rosa, despeinada, desempolvada y polvorienta, vendrá a escagarruzarse alguna azafata de palacio; en un cagadero del que los guardias robustos no me arrancan con brutalidad, porque cagar en él se convierte en un acto im portante que tiene su sitio en la vida a que me ha con vidado el rey. La cárcel me proporciona la m ism a seguri dad. Nada la demolerá. Ráfagas de viento, tem pestades, bancarrotas no pueden nada contra ella. La cárcel sigue segura de sí y uno, en medio de ella, seguro de uno mismo. No obstante la seriedad que presidió estas construccio nes, la seriedad que las hace considerarse a sí m ism as con 85
respeto y medirse y entenderse entram bas desde lejos, perecerán precisam ente por causa de esta seriedad, de su im portancia terrestre. De haber sido puestas en el suelo y en el mundo con más negligencia, quizá podrían aguantar más, pero su seriedad me obliga a considerarlas sin pie dad. Reconozco que tienen sus cimientos en mí mismo, que son los símbolos de mis más violentas ideas extremas, y mi espíritu corrosivo trabaja ya para destruirlas. Me entre gué, a la desesperada, a una vida miserable que era la real apariencia de palacios destruidos, de jardines saqueados, de esplendores muertos. Aquella vida era la ruina de éstos, pero cuanto más mutiladas estaban estas ruinas, más leja no y más hundido en un pasado sagrado me parecía aque llo cuyo signo visible tenían que ser; de tal m anera que no sé ya si vivía en suntuosas miserias o si mi abyección era magnífica. Por fin, poco a poco, esta idea de humilla ción se separó de lo que la condicionaba, se cortaron las am arras que la unían a aquellos dorados imaginarios, justi ficándola a los ojos del mundo y a mis ojos carnales, dis culpándola casi, y se quedó sola, única razón de ser de sí misma, única necesidad y única meta de sí misma. Pero la enam orada forma en que aquel niño abandonado imagi naba los fastos regios fue lo que me permitió dorar mi vergüenza, cincelarla, convertirla en un trabaio de orfebre ría en el sentido habitual de esta palabra, hasta que, tal vez por el uso y el desgaste de las palabras que la empa ñaban, se desprendiera de ella la humildad. Mi am or por Stilitano me devolvía tan excepcional disposición. Si gra cias a él hubiera conocido alguna nobleza, encontrara en tonces el verdadero sentido de mi vida —igual que se habla del sentido de una veta— y mi nobleza tendría que desta carse fuera de vuestro mundo. Supe en aquella época de una dureza y de una lucidez que explican mi actitud hacia los pobres: tan grande era mi miseria que me pareció que estaba hecho de una pasta con ella amasada. Era mi propia esencia, recorría y alimentaba tanto mi cuerpo como mi alma. Estoy escribiendo este libro en un lujoso hotel de una de las más lujosas ciudades del mundo en la que soy rico sin poder compadecerme de los pobres: soy los pobres. Y si me resulta agradable pavonearme ante ellos, lamento, de forma muy concreta, no poder hacerlo con mavor fasto e insolencia. Tendría un coche silencioso y negro, acharolado, desde cuyo fondo contemplaría indolentemente la miseria. Pasea 86
ría ante ella cortejos de mí mismo con suntuosas galas para que la m iseria me viera pasar, para que los pobres, que yo no habría dejado de ser, me viesen frenar noble mente entre el silencio de un m otor de lujo y con toda la gloria terrestre, representativa, si así lo deseo, de la otra. Con Stilitano fui la pobreza sin esperanza, conociendo en el país más descarnado de Europa la fórmula poética más seca, enternecida, a veces, de noche, por mi inquieto estremecimiento frente a la naturaleza. Más arriba he escrito: «...un campo al crepúsculo». No pensaba entonces que este campo ocultase graves peligros, escondiese guerreros que van a m atarme o a torturarm e; se tornaba, por el contrario, tan dulce, m aternal y bueno que me hacía tem er dejar de ser yo mismo para m ejor fundirme en aquella bondad. Con frecuencia me bajaba de un tren de mercancías y vagaba en silencio en medio de la noche, cuyo lento trabajo escuchaba; me acurrucaba en tre la hierba, o no me atrevía a hacerlo y permanecía de pie, inmóvil, en medio de un prado. Imaginaba a veces el campo como escenario de un suceso, en el que situaba a los protagonistas que con mayor eficacia simbolizarán has ta la m uerte mi verdadero dram a: entre dos sauces aisla dos, un joven asesino que con una mano en el bolsillo apunta con un revólver y dispara sobre un granjero, por la espalda. ¿Era la participación imaginaria en una aven tura humana lo que daba a los vegetales aquella receptiva dulzura? Los comprendía. Dejé de afeitarme aquella pelusilla que desagradaba a Salvador y adquirí cada vez más la espumosa apariencia de un tallo. Salvador no volvió a hablarme de Stilitano. Cada vez estaba más feo y sin embargo proporcionaba placer a otros vagabundos, al azar de una callejuela o de un jergón. —Hay que ser vicioso para acostarse con ese tipo —me había dicho un día Stilitano de Salvador. ¡Admirable vicio, suave y benévolo, que perm ite am ar a los feos, sucios y desfigurados! —¿Sigues encontrando hombres? —Voy tirando —dijo enseñando los dientes, escasos y negros. Algunos dan sobras de las alforjas o del rancho. Con fiel regularidad, seguía cumpliendo su simple cometido. Su mendicidad estaba estancada. Se había convertido en un 87
lago Inmóvil, transparente, nunca perturbado por ningún soplo, y aquel pobre vergonzante era la perfecta imagen de lo que yo habría querido ser. Entonces hubiera sido cuan do, si hubiese encontrado a mi m adre y ésta hubiera sido más humilde que yo, hubiésemos proseguido juntos la as censión —aunque el lenguaje parezca exigir la palabra caída u otra cualquiera que indique un movimiento hacia abajo— la ascensión, digo, difícil, dolorosa, que conduce a la hu millación. Con ella habría corrido aquella aventura, la habría escrito para magnificar los térm inos —gestos o vo cablos— más abyectos, gracias al amor. Volví a Francia. Crucé la frontera sin inconvenientes, pero tras haber recorrido algunos kilómetros por la cam piña francesa me pararon unos gendarmes. Mis harapos eran demasiado españoles. —¡ D ocum entación! Enseñé unos trozos de papel sucios y hechos trizas a fuerza de doblarlos y desdoblarlos. —¿Y el carné? —¿Qué carné? Acababa de enterarm e de la existencia del humillante carné antropom étrico. Se les da a todos los vagabundos. Hay que visarlo en cada gendarmería. Me metieron en la cárcel. Tras num erosas estancias en las cárceles, el ladrón salió de Francia. Recorrió prim ero Italia. Las razones que allí lo llevaron no están claras. Quizá fue la proximidad de la frontera. Roma. Nápoles. Brindisi. Albania. A bordo del «Rodi», que me depositó en Santi-Quaranta, robo una ma leta. En Corfú, las autoridades del puerto me niegan el permiso de residencia. Me obligan a pasar la noche en la barca que he alquilado para venir, antes de p artir de nue vo. Después, Serbia. Después, Austria. Checoslovaquia. Po lonia, donde intento dar salida a zlotys falsos. En todas partes, el robo, la cárcel, y de cada uno de estos países, la expulsión. Cruzo fronteras de noche, cruzo otoños de sesperantes en los que todos los chicos están cansinos y fatigados y primaveras en las que, de repente, al caer la tarde, salen de no sé qué retiro, donde se preparaban, para pulular por las callejas, por los muelles, por las murallas, 88
por los parques, por los cines y los cuarteles. Llego, por fin, a la Alemania hitleriana. Luego, Bélgica. En Amberes me volveré a encontrar con Stilitano. Brno —o Brunn— es una ciudad de Checoslovaquia. Llegué a pie, bajo la lluvia, tras haber franqueado la fron tera austríaca por Retz. Los pequeños robos que cometí en las tiendas me perm itieron vivir algunos días, pero me encontraba sin amigos, perdido entre un pueblo nervioso. Hubiera deseado, sin embargo, descansar un poco de un turbulento viaje a través de Serbia y Austria, huyendo de la policía de estos países y de ciertos cómplices empeña dos en perderm e. La ciudad de Brno es sombría, húmeda, agobiada por el humo de las fábricas y el color de las piedras. Mi alma, allí, se habría desperezado lánguidamen te, como en una habitación con las contraventanas cerra das, si hubiera podido, sólo por algunos días, no preocu parme por el dinero. En Brno se hablaba alemán y checo. Así fue como unas bandas rivales de jóvenes cantantes callejeros se hacían la guerra en la ciudad cuando fui pro tegido por una de ellas, que cantaba en alemán. Éramos seis. Yo pasaba la gorra y disponía del dinero. Tres de mis compañeros tocaban la guitarra, otro el acordeón, el quin to cantaba. De pie, apoyado en la pared, un día de niebla, vi al grupo dar un concierto. Uno de los guitarristas tenía unos veinte años. Era rubio, llevaba una camisa escocesa y un pantalón de pana. La belleza escasea en Brno; este rostro me sedujo. Me quedé mirándolo un buen rato y sorprendí la sonrisa cómplice que cruzaba con un hombre grueso y sonrosado, severamente vestido y que llevaba en la mano una cartera de cuero. Cuando me alejé de ellos, me pregunté si los jóvenes habían comprendido que su compa ñero se entregaba a los maricas ricos de la ciudad. Me alejé, pero me las apañé para encontrármelos varias veces en diferentes encrucijadas. Ninguno de ellos era de Brno, salvo el que se convirtió en mi amigo, que se llamaba Michaelis Andritch. Sus gestos estaban llenos de gracia, sin ser afeminados. Mientras permaneció conmigo, jamás se ocupó de las mujeres. Me sorprendía ver, por vez primera, un pederasta de ademanes viriles e incluso algo bruscos. Era el aristócrata del grupo. Dormían todos en un sótano donde también guisaban. De las pocas semanas que pasé con ellos, sólo podría contar escasos acontecimientos sin 89
im portancia, si exceptuamos mi am or por Michaelis, con quien hablaba en italiano. Me presentó al industrial. Era sonrosado y grueso y, sin embargo, no parecía pesar sobre la tierra. Yo estaba seguro de que Michaelis no sentía por él ningún afecto; sin embargo le expliqué que el robo sería más hermoso que la prostitución. —Ma, sono il uomo, me decía con arrogancia. Yo tenía mis dudas pero ñngía creerlo. Le conté algunos robos y que había estado en la cárcel: esto despertó su admiración. En pocos días, con ayuda de la calidad de mis ropas ad quirí prestigio a sus ojos. Llevamos a cabo con éxito unos cuantos robos y me convertí en su maestro. Pondré gran coquetería en decir que fui un ladrón hábil. Nunca me pillaron con las manos en la masa, en «flagrante delito». Pero que sepa robar adm irablem ente tiene poca im portancia para mi provecho terrestre: lo que he bus cado ante todo es ser la conciencia del robo cuyo poema escribo, es decir: negándome a enum erar mis hazañas, m uestro lo que les debo en el orden moral, lo que constru yo a p a rtir de ellas, lo que quizás buscan inconsciente mente los ladrones más simples, lo que también ellos po drían conseguir. «Una gran coquetería...»: mi extremada discreción. Este libro, Diario del ladrón: persecución de la Impo sible Nulidad. Decidimos muy pronto marcharnos después de haber desvalijado al burgués. íbamos a ir hacia Polonia, donde Michaelis conocía a monederos falsos. Daríamos salida a zlotys falsos. Aunque no olvidaba a Stilitano, el otro iba ocupando su lugar en mi corazón y junto a mi cuerpo. Lo que perma necía de aquél era más bien una especie de influencia que prestaba a mi sonrisa, que chocaba contra el recuerdo de la suya, cierta crueldad y cierto rigor a mis gestos. Había sido el amado de un ave rapaz tan herm osa, sacre de la m ejor raza, que podía hacer alarde de ciertas insolen cias frente a un agraciado guitarrista, aunque a mí me per mitiese pocas; hasta tal punto estaba ojo avizor. No me atrevo a acom eter su retrato, veríais en él las cualidades que encuentro en todos mis amigos. (Pretextos para mi
yo
irisación, luego para mi transparencia, para mi ausencia en fin, los muchachos de quienes hablo se evaporan. Sólo que da de ellos lo que de mí queda: sólo existo a través de ellos, que no existen en absoluto, puesto que sólo existen a través de mí. Me iluminan, pero son la zona de interfe rencia. Los muchachos: mi Guardia crepuscular.) Éste te nía quizá algo más de gentil malicia y vibraba con tanta gracia que para definirlo mejor, me tienta utilizar la anti cuada expresión: —Era un lindo violín. Cruzamos la frontera con poco dinero, porque el viejo había recelado, y llegamos a Katowice. Allí encontramos a los amigos de Michaelis, pero el segundo día la policía nos detuvo por tráfico de moneda falsa. Estuvimos en la cárcel tres meses él y dos yo. Aquí se sitúa un aconteci miento relativo a mi vida moral. Amaba a Michaelis. Pasar la gorra m ientras cantaban los muchachos no era hum i llante. Europa central está acostumbrada a estos grupos de jóvenes y todos nuestros gestos eran disculpados por la juventud y la alegría. Podía sin vergüenza am ar tiernam en te a Michaelis y decírselo. Y teníamos, en secreto, nuestras horas de lujo, por la noche, en casa de su amante. En Katowice, antes de ir a la cárcel, estuvimos un mes juntos en la comisaría. Estábamos cada uno en una celda, pero, por la mañana, antes de que abrieran las oficinas, dos po licías venían a buscarnos para que vaciáramos las letrinas y fregáramos el suelo. El único instante en que podíamos vernos era bajo el signo de la vergüenza, pues los policías se vengaban de la elegancia del francés y del checo. Por la mañana tem prano nos despertaban para vaciar la tineta. Bajábamos cinco pisos. La escalera era empinada. A cada escalón que bajábamos, un poco de orina me mojaba la mano y también a Michaelis, a quien los policías me obli gaban a llamar Andritch. Habríamos deseado sonreír para dar cierta informalidad hum orística a aquellos instantes, pero el olor nos obligaba a tapam os la nariz y la fatiga crispaba nuestro rostro. Además, la dificultad con que uti lizábamos el italiano no nos favorecía. Gravemente, con solemne lentitud, con prudencia, bajábamos aquel inmenso orinal metálico donde, durante toda la noche, robustos policías se habían aligerado de una materia y de un líquido calientes en aquel momento, fríos por la mañana. Lo va ciábamos en los retretes del patio y subíamos de vacío. Evitábamos el mirarnos. Si hubiese conocido a Andritch en 91
la vergüenza, y si no le hubiese dado una imagen radiante de mí, habría podido permanecer tranquilo al transportar junto con él la mierda de los carceleros, pero para sacarlo de la humillación me había envarado hasta convertirme en una especie de signo hierático, en un canto para él soberbio, capaz de levantar a los hum ildes: en un héroe. Cuando ha bíamos vaciado la tineta, los policías nos tiraban una ba yeta y fregábamos el suelo. De rodillas, delante de ellos, nos arrastrábam os para restregar los baldosines y para secarlos. Nos pegaban con el tacón de las botas. Michaelis debía de comprender mi pena. Como yo no sabía leer ni en las miradas ni en los gestos, no estaba seguro de que me perdonase mi degradación. Pensé en rebelarme una mañana y en volcar la tineta sobre los pies de los poli zontes, pero la imaginación me ofreció la imagen de lo que sería la venganza de aquellos brutos: «me arrastrarán por los meados y la m ierda —me dije—, me obligarán, con todos sus músculos coléricos y vibrantes, a lamerlos», y decidí que aquella situación era excepcional y que me había sido concedida porque en ninguna otra me hubiera reali zado tan bien. Desde luego esta situación es rara, me dije, excepcional. Frente al ser que adoro y ante cuyas miradas aparecí como un ángel, ahora me están aniquilando, estoy mordiendo el polvo, me doy la vuelta como un guante y dejo ver exacta mente lo contrario de lo que era. ¿Por qué no iba a ser también este «contrario»? Como el amor que Michaelis me tenía —su admiración, más bien— sólo era posible antaño, prescindiré de ese amor. Al tener este pensamiento, mis rasgos se endurecieron. Sabía que estaba entrando en el mundo del que toda ter nura está desterrada, pues es el de los sentimientos que se oponen a la nobleza, a la belleza. Corresponde en el mundo físico al mundo de la abyección. Sin parecer ignorar esta situación, Michaelis la soportaba fácilmente. Bromeaba con los guardias, sonreía a menudo, todo su rostro chispeaba de inocencia. Su amabilidad conmigo me irritaba. Quiso evitarme los trabajos penosos, pero lo rechacé áspera mente. Para separarm e más de él necesitaba un pretexto. No tuve que esperar mucho. Una mañana se agachó para reco ger el lápiz que se le acababa de caer a uno de los poli cías. Lo insulté por la escalera. Me contestó que no enten día. Quiso calmarme m ostrándose más afectuoso; me irritó. 92
—Eres cobarde —le dije—. Eres un cerdo. Demasiado bien te tratan los polizontes. ¡ Un día vas a llegar a lamerles las botas! ¡ A lo mejor te hacen visitas en la celda! Le odiaba por ser el testigo de mi degradación, después de haber visto cómo podía ser un Libertador. El traje se me había ajado, estaba sucio, sin afeitar, con el pelo hir suto: me estaba afeando y recobrando el aspecto de ma leante que disgustaba a Michaelis, porque era el suyo por naturaleza. Sin embargo, me hundía en la vergüenza. Ya no amaba a mi amigo. Por el contrario, a este amor —el primero que sentía que fuese protector— sucedió una es pecie de odio malsano, impuro, porque contenía todavía algunos filamentos de ternura. Pero si hubiera estado yo solo, sé que hubiera adorado a los policías. En cuanto esta ba encerrado en mi celda, soñaba con su poder, con su amistad, con una complicidad posible entre ellos y yo, en la cual, intercambiando nuestras mutuas virtudes, ellos se hubiesen revelado como maleantes y yo como un traidor. Es demasiado tarde, me decía también. Era cuando estaba bien vestido, cuando tenía un reloj y unos zapatos relucientes, cuando podía haber sido igual a ellos; ahora es demasiado tarde, soy un vagabundo. Me parecía irreversible tener que permanecer en la vergüenza aunque una tentativa afortunada me hubiese situado de nuevo en el mundo por algunos meses. Decidí vivir con la cabeza baja y proseguir mi destino rumbo a la noche, en sentido inverso al vuestro, y explotar el anverso de vuestra belleza. La mente de muchos literatos se ha posado con fre cuencia en la idea de las bandas. Se ha dicho de Francia que era un país infestado de ellas. La gente imagina enton ces rudos bandidos unidos por la voluntad de pillaje, por la crueldad y el odio. ¿Era esto posible? Parece poco pro bable que tales hombres puedan organizarse. El aglutinan te que engendró a las bandas me temo que sea tal vez una avidez, pero camuflada bajo la cólera, la reivindicación más justificada. Cuando uno se proporciona a sí mismo seme jantes pretextos y justificaciones, elabora rápidam ente una somera moral a p artir de dichos pretextos. Salvo entre niños, no es nunca el Mal, un encarnizamiento en el polo opuesto de la moral vuestra, lo que une a los forajidos y engendra las bandas. En las cárceles, cada criminal puede soñar con una organización bien hecha, cerrada pero fuerte, que sería un refugio contra el mundo y su m o ral: no es
más que un sueño. La cárcel es la fortaleza, la caverna ideal, la guarida de bandidos contra la que rompen las fuerzas del mundo. En cuanto entra en contacto con estas fuerzas, el criminal obedece a leyes banales. En nuestros días, la prensa habla de bandas formadas por desertores americanos y por maleantes franceses, pero no se trata de organización sino de accidentales y breves colaboraciones entre tres o cuatro hombres como mucho. Cuando salió de la cárcel, en Katowice, me encontré de nuevo con Michaelis. Hacía un mes que yo estaba en li bertad. Vivía de pequeñas rapiñas por los pueblos de los alrededores y dormía en un parque en las afueras de la ciudad. Era verano. Otros maleantes venían a dorm ir sobre el césped, protegidos por la sombra y las ram as bajas de los cedros. Al alba, de un macizo de flores se levantaba un ladrón, un joven mendigo bostezaba bañado por el pri mer sol, otros se despiojaban en las escaleras de un seudotemplo griego. Yo no hablaba con nadie. Andaba, solo, unos cuantos kilómetros, entraba en una iglesia y robaba el dinero del cepillo con un palito untado de liga. Por la no che, y también a pie, volvía al parque. Aquella Corte de los Milagros era clara. Todos sus huéspedes eran jóvenes. Mientras que en España los mendigos y los ladrones se agrupaban y se informaban mutuamente acerca de los lu gares de abundancia, aquí cada cual ignoraba a los demás. Parecía entrar en el parque por una puerta falsa. Se desli zaba silenciosamente bordeando los macizos o los bosquecilios. Sólo daban fe de su existencia el resplandor de un cigarrillo o un pie furtivo. Por la mañana, su rastro se había borrado. Ahora bien, tanta extravagancia me hizo más alado. Acurrucado en mi rincón de sombra, me asom braba encontrarme bajo el cielo estrellado que habían vis to Alejandro y César, siendo yo como era sólo un mendigo y un ladrón perezoso. Había atravesado Europa con mis medios, que son el anverso de los medios gloriosos; sin embargo me escribía una secreta historia, con detalles tan valiosos como la historia de los grandes conquistadores. Era preciso, pues, que esos detalles me compusieran al más regular, al más raro de los personajes. Siguiendo mi línea, seguía conociendo las más oscuras desgracias. Qui zá me faltaban los vestidos de maricona desvergonzada que deploro no haber llevado, aun cuando fuese en mis maletas o bajo mis hábitos seculares. Eran, sin embargo, esos tules plagados de lentejuelas y desgarrados los que me ponía 94
secretamente por la noche, nada más franquear las tapias del parque. Bajo un echarpe de gasa adivino la traslúcida palidez de un hom bro desnudo: es la pureza de la mañana, cuan do las Carolinas de Barcelona, en procesión, iban a poner flores en el m eadero.1 La ciudad se despertaba. Los obre ros iban a trabajar. Delante de cada puerta, en la acera, echaban cubos de agua. Cubiertas de ridículo, las Caroli nas estaban al abrigo. Ninguna risa podía herirlas, ya que la miseria de sus harapos daba testimonio de su renuncia. El sol eludía esta guirnalda que emitía su propia lumino sidad. Estaban todas m uertas. Lo que de ellas veíamos pasearse por la calle eran sombras apartadas del mundo. Las Mariconas son un pueblo pálido y abigarrado que ve geta en la conciencia de las buenas gentes. Jamás tendrán derecho al pleno día, al verdadero sol. Pero, relegadas a estos limbos, provocan los más curiosos desastres, anun ciadores de bellezas nuevas. Una de ellas, la Teresona, es peraba a los clientes en los urinarios. Al anochecer, a uno de los m eaderos circulares próximo al puerto se llevaba una silla plegable, se sentaba y hacía punto o ganchillo. Se interrum pía, para tom ar un bocadillo. Estaba en su casa. Otra, la señorita Dora —Dora— exclamaba con voz aguda: —¡Qué malas son... estos hombres! De este grito que recuerdo nace una breve pero pro funda meditación sobre su desesperación que fue la mía. Habiendo escapado —¡por cuánto tiempo!— a la abyec ción, quiero volver a ella. Que al menos mi estancia en vuestro m undo me perm ita hacer un libro para las Caro linas. Era casto. Las ropas me preservaban y esperaba la lle gada del sueño en una postura artística. Me apartaba más del suelo. Lo sobrevolaba. Estaba seguro de poderlo reco rrer con la mism a facilidad, y mis robos en las iglesias me aligeraban más aún. Cuando Michaelis volvió, me entor1. El lector queda avisado — ya era hora— de que este informe sobre mi vida íntima, o lo que ésta sugiere, no será sino un canto de amor. Exactamente mi vida fue la preparación de aventuras (no de juegos) eróticas, cuyo sentido quiero descubrir ahora. Desgraciadamente, el heroísmo es lo que se me repre senta más cargado de virtud amorosa y puesto que no hay héroes más que en nuestra mente, habrá que crearlos. Recurro por eso a las palabras. Las que uti lizo, aun cuando intento, mediante ellas, una explicación, cantarán. ¿Lo que escribo fue verdadero? ¿Falso? Sólo este libro de amor será real. ¿Y los hechos que sirvieron de pretexto? Debo ser su depositario. Lo que restituyo no son esos hechos.
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pecio un poco, pues si me ayudaba a robar, sonreía casi siempre con sonrisa conocida. Me maravillaba de esos misterios nocturnos y de que incluso de día la tierra fuese tenebrosa. Sabiendo casi todo de la miseria y que es purulenta, la veía aquí perfilarse bajo la luna, la veía destacarse como sombras chinescas en la sombra de las hojas. Ya no tenía profundidad, no era sino una silueta que yo tenía el peligroso privilegio de atravesar con mi espesor de sufrimiento y de sangre. Me enteré de que hasta las flores son negras por la noche cuando quise coger algunas para llevarlas a los altares cuyo cepillo fracturaba todas las mañanas. No intentaba, por medio de esos ramos, volver propicio a mí a un santo o a la Santa Virgen, quería proporcionar a mi cuerpo, a mis brazos, la ocasión de adoptar actitudes de una con vencional belleza, capaces de integrarme en vuestro mundo. Habrá quien se extrañe de que describa a tan pocos personajes pintorescos. Mi mirada cargada de am or no dis tingue, ni distinguía entonces, los aspectos asombrosos que hacen considerar a los individuos como objetos. Para todo comportamiento, el más extraño en apariencia, conocía, de entrada, sin reflexionar, una justificación. El gesto o la actitud más insólitos me parecían corresponder a una in terior necesidad: no sabía, y sigo sin saber, burlarme. Cada reflexión oída me parecía venir en el momento oportuno, aun siendo la más incongruente. Así pues, habré atrave sado las penitenciarías, las cárceles, habré conocido los tugurios, los bares, los caminos, sin asombrarme. Si lo pienso, no encuentro en mi memoria ninguno de esos per sonajes en quien una mirada que no fuera la mía, más burlona, se habría posado. Este libro decepcionará, sin duda. Para romper su monotonía, voy a intentar contar algunas anécdotas, reproducir algunas gracias. En el tribunal. El juez: —¿Por qué ha robado usted ese cobre? El detenido: —Es la miseria, señor presidente. El juez: —Eso no es una disculpa. He recorrido casi toda Europa —me dijo Stilitano—• Incluso he estado en Grecia. —¿Te ha gustado? 96
—No está mal. Pero, en parte, está en ruinas. Michaelis, guapo galán, me confiesa que estaba orgu lloso de las m iradas de adm iración que le lanzan los hom bres, más que de las mujeres. —Presumo más. —Sin embargo, no te gustan los hombres. —Eso es lo de menos. Soy feliz viendo cómo se les cae la baba de envidia ante mi cara bonita. Por eso soy amable con ellos. Perseguido por la calle de las Coronas, el terro r que me causaban los inspectores me era comunicado por el ruido terrible de sus gabardinas cauchutadas. Cada vez que lo oigo de nuevo se me encoge el corazón. En ocasión de aquella detención, por el robo de docu mentos relativos a la IV Internacional, conocí a B. Tendría veintidós o veintitrés años. Temía que lo desterraran. Mien tras esperábam os para entrar a la antropometría, vino a ponerse a mi lado. —Yo tam bién —dije— me juego el destierro. —¿En serio? Quédate a mi lado, a lo mejor nos ponen en la m ism a celdilla. (El detenido llama con un diminu tivo am istoso a su celda.) Ya nos las arreglaremos para ser felices si nos vamos al destierro. Cuando volvimos de identificación, se las apañó para hacerme esta confidencia: —He conocido a un chico de veinte años que me pidió un día que le buscara un hombre. Por fin, esa m ism a noche, me confesó: —Lo de antes era una soplapollez. El que tiene ganas soy yo. —Aquí encontrarás de eso —le dije. —Por eso es por lo que no me reconcomo demasiado. B. no fue desterrado. Me lo volví a encontrar en Montmartre. Me presentó a un amigo suyo, un sacerdote, con quien recorría, por la noche, los urinarios. —¿Por qué no mandas a tu cura al carajo? —No sé. Es demasiado bueno. Cuando me lo encuentro, me habla a menudo de él. Dice «mi cura» con cierta ternura. El sacerdote, que lo adora, le ha prom etido un puesto de mayordomo en su parroquia. 97
Sin imaginar lo que destruían, los policías rompieron diez o doce dibujos que llevaba encima. Estos arabescos, sin que lo hubiesen adivinado, representaban los hierros de tapas y lomos de encuadernaciones antiguas. Cuando A., G. y yo tuvimos que robar en el museo de C., fui el encargado de hacer un reconocimiento de la topografía y del posible botín. Este robo, llevado a cabo por otros que nosotros, es sin embargo demasiado reciente para que pre cise sus detalles. No sabiendo qué pretextos dar a mis fre cuentes visitas, se me ocurrió, al oír ponderar los libros antiguos encerrados en unas cuantas vitrinas, pedir que me dejaran copiar, rápida y someramente, las tapas. Volví va rios días seguidos al museo y permanecí horas ante los libros, dibujando como podía. Al volver a París me infor mé sobre el valor de estas obras; me quedé estupefacto al enterarme de que valían mucho dinero. Nunca hubiera pensado antes que se dieran golpes para robar libros. No nos apoderamos de aquéllos, pero esto fue lo que me dio la idea de frecuentar las librerías. Preparé una cartera con doble fondo y me hice tan ducho en este tipo de robos que siempre extremaba la habilidad hasta el punto de realizar los en las mismísimas barbas del librero. De Java, Stilitano tenía, g r o s s o m o d o , la forma de an dar; se contoneaba un poco, cortando el cierzo, y cuando se levanta para irse, cuando Java se mueve, siento la misma emoción que me embarga cuando pasa ante mis ojos, arran ca en silencio y suavemente un lujosísimo automóvil. Stili tano puede ser que tuviera más sensibilidad en la muscu latura de las nalgas. Sus ancas eran más ondulantes. Pero tanto Java como él traicionaban con alegría. A éste le gus taba, igual que a aquél, humillar a las furcias. —¡Qué tía guarra, oye! —me dice—. ¿A que no sabes lo que acaba de decirme? No puedes ni imaginártelo. Que no puede venir esta noche porque ha quedado con un viejo, que los viejos pagan más. ¡ Pero qué guarra! ¡ Ahora que me las va a pagar todas juntas! De nervioso que está rompe el cigarrillo que acaba de sacar del paquete. Se cabrea. En las muñecas, la marca del traje de buzo. La sisa de la camiseta blanca por donde salen ambos brazos, cada uno 98
de los cuales posee el vigor y la elegante individualidad de un marinero indolente y obsceno. Bajo el sobaco, he visto tatuada la letra A. —Y esto, ¿qué es? —Grupo sanguíneo. De cuando era Waffen SS. Todos íbamos tatuados. Sin mirarme, añade: —Nunca me avergonzaré de mi letra. Nadie podrá ha cérmela desaparecer. Mataría a cualquiera por conservarla. —¿Estás orgulloso de haber sido SS? — S í.
Su rostro tiene un extraño parecido con el de Marc Aubert. La misma belleza fría. Baja el brazo y luego se le vanta y se coloca bien la ropa. Se quita del pelo briznas de musgo y de corteza. Saltamos la pared y caminamos en silencio entre los guijarros. Ya entre la gente, me m ira con algo de tristeza y de malicia mezcladas. —Ya pueden decir de nosotros que Hitler nos ha dado mucho pol culo, que a mí me la trae floja. Luego se echa a reír. Con los ojos azules protegidos por dorado vellón, corta la muchedumbre, el aire, el cierzo, con tal aspecto soberano, que soy yo quien carga con su vergüenza. Después de haber conocido a Erik, de haberlo amado y haberlo perdido luego, conozco a ...‘ Ambos han conocido la terrible alegría de pertenecer al ejército maldito. Anti guo guardaespaldas de un general alemán, es dulce. Hizo un cursillo de unas cuantas semanas en un campo en el que le enseñaron a utilizar un puñal, a estar siempre alerta, a aceptar m orir para proteger al oficial. Ha conocido las nieves de Rusia, ha saqueado los países que cruzaba: Che coslovaquia, Polonia e incluso Alemania. No ha conservado nada de estas riquezas. El tribunal lo ha condenado a dos años de cárcel, que acaba de cumplir. A veces me habla de aquella época y el recuerdo que domina por encima de los demás es el de su profunda alegría cuando veía el miedo dilatar la pupila de la persona a quien iba a matar. Va fanfarroneando por la calle: sólo anda por la calzada. Por la noche da, a unos, cara, y a otros, cruz. L
D e b o d e ja r e s t e n o m b r e e n
b la n c o .
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El asesinato no es el medio más eficaz para llegar al mundo subterráneo de la abyección. Por el contrario, la sangre derram ada, el peligro constante en que está el pro pio cuerpo, que puede ser decapitado el día menos pensa do (el asesino retrocede, pero su retroceso es ascendente), y la atracción que ejerce, pues se le asignan los atributos más fácilmente imaginados como inherentes a la mayor fuerza, puesto que tan bien se oponen a las leyes de la vida, impiden que este crim inal sea despreciado. Otros crímenes son más envilecedores: el robo, la mendicidad, la traición, el abuso de confianza, etc.; éstos son los que yo he elegido com eter, aunque siempre estaba obsesionado por la idea de un asesinato que, de form a irrem ediable, me apartaría de vuestro mundo. Como mi fortuna en Polonia había sido rápida, mi ele gancia se m etía por los ojos, y si los polacos jam ás sos pecharon de mí, el cónsul de Francia, sin embargo, no dejándose engañar, me rogó que abandonara el consulado en el acto, Katowice en cuarenta y ocho horas e incluso Polonia lo antes posible. Decidí, junto con Michaelis, vol ver a Checoslovaquia, pero a ambos nos negaron el visado de entrada. Alquilamos un coche con chófer para que nos condujera a la frontera por una carretera de m ontaña. Yo llevaba un revólver. —Si el chófer se niega a llevarnos, lo m atam os y se guimos con el coche. Sentado atrás, con una mano en el arm a y la otra asien do la mano de Michaelis, más fuerte que yo pero igual mente joven, habría disparado, embargado por la felicidad, contra la espalda del conductor. El coche subía lentamente una cuesta, Michaelis tenía que saltar hacia el volante, cuando el chófer frenó precisam ente ante un puesto fron terizo que no habíam os visto. Aquel crim en me había sido negado. Volvimos a Katowice escoltados por dos policías. Era de noche. Si me encuentran el revólver en el bolsillo, pensé, nos detienen y a lo m ejor nos condenan. La escalera que llevaba al despacho del jefe de la poli cía estaba oscura. Al subir, se me ocurrió de repente la idea de dejar el arm a en un escalón. Fingí un tropezón, me agaché y deposité el arm a en un rincón cerca de la pared. D urante el interrogatorio (¿Por qué quería ir a 100 A
Checoslovaquia? ¿Qué hacía aquí?) temblaba al pensar que podrían descubrir mi ardid. En aquel momento sentía la inquieta alegría, tan frágil como el polen en la flor del avellano, la m atutina y dorada alegría del asesino que es capa. Por lo menos, ya que no había podido cometer el crimen, estaba suavemente envuelto en los flecos de su aurora. Michaelis me amaba. La dolorosa situación en la que me había conocido transform ó quizá aquel am or en una especie de piedad. Las mitologías contienen numerosos hé roes que se convierten en sirvientas. Quizá temía incons cientemente que yo, en la postura encogida y larvaria en que me encontraba, elaborase una complicada obra y ter minase mi m etam orfosis elevándome provisto de súbitas alas, como el ciervo a quien Dios concede milagrosamente la gracia de escapar a los perros que le acosan, ante mis guardianes, anonadados por mi gloria. Basta sólo esbozar la ejecución del crimen, y Michaelis me miró con los ojos de antaño, pero yo no lo quería ya. Si cuento mi aventura con él, es para que se vea que una fatalidad se encarnizaba en corrom per mis actitudes, bien porque mi héroe se des plomara, bien porque yo mismo me revelase de barro mi serable. Java no será una excepción. Noto ya que su du reza es sólo una apariencia; no es un revestimiento, sino que está form ada por la más blanda de las gelatinas. H ablar de mi trabajo de escritor sería un pleonasmo. El tedio de los días de cárcel me hizo refugiarme en mi vida de antaño, vagabunda, austera, miserable. Más tarde, y una vez libre, seguí escribiendo para ganar dinero. La idea de una obra literaria me haría encogerme de hombros. Sin embargo, si examino lo que escribí, distingo en ello, hoy en día, una voluntad de rehabilitación de los seres, de los objetos, de los sentim ientos con reputación de viles, pa cientemente continuada. El hecho de haberlos nombrado con las palabras que habituaím ente designan a la nobleza era tal vez infantil, fácil: corría mucho. Utilizaba el medio más corto, pero no lo hubiese hecho si en mí mismo estos objetos, estos sentim ientos (la traición, el robo, la cobardía, el miedo) no hubiesen exigido el calificativo íeseivado ha bitualmente, v por vosotros, a sus contrarios. En el acto, en el momento en que escribía, tal vez quise magnificar unos sentimientos, unas actitudes o unos objetos honrados 101
por un chico magnífico ante cuya belleza me inclinaba, pero ahora que me releo, he olvidado a esos chicos, no queda de ellos más que este atributo que he cantado, y él es el que resplandecerá en mis libros, con un brillo se mejante al orgullo, al heroísmo, a la audacia. No les he buscado excusas. Ni justificación. He querido que tengan derecho a los honores del Nombre. Esta operación no habrá sido vana para mí. Ya siento su eficacia. Embelle ciendo lo que vosotros despreciáis, hete aquí que mi mente, cansada del juego que consiste en nom brar con un nombre prestigioso lo que conmovió mi corazón, rechaza todo cali ficativo. Sin confundirlos, acepta todos los seres y todas las cosas en su unificadora desnudez. Luego se niega a vestirlos. No quiero, por lo tanto, escribir más; muero, al pie de la Letra. No obstante, desde hace unos días, sé por los perió dicos que el mundo anda revuelto. Se vuelve a hablar de guerra. Cuanto más aum enta la inquietud y más se con cretan los preparativos (no ya las declaraciones ruidosas de los hom bres de estado, sino la amenazadora exactitud de los técnicos) me invade una extraña paz. En mi concha me encierro. Me preparo en ella un rincón delicioso y feroz desde el que contemplaré sin temor el furor de los hom bres. Espero el ruido del cañón, las trom petas de la muer te, para disponer una pompa de silencio continuamente re novada. Los aleiaré aún más con las múltiples y cada vez más espesas capas de mis aventuras de antaño, rumiadas, vueltas a rum iar, como una baba que me rodeará, hiladas y enrolladas como la seda del capullo. Trabajaré en con cebir mi soledad v mi inmortalidad, en vivirlas, si un estú pido deseo de sacrificio no me hace salir de ellas. Mi soledad en la cárcel era total. Es menor ahora que hablo de ella. Entonces estaba solo. Por la noche, una co rriente de abandono me arrastraba consigo, inerte. El mun do era como un torrente, como un rabión de fuerzas reu nidas para llevarme al mar, a la muerte. Tenía yo la amarga alegría de saberme solo. Siento nostalgia del siguiente rui do: en la celda, cuando mi mente vacía se dejaba llevar por ensoñaciones, sobre mi cabeza, de repente, un preso se levanta y camina arriba y abajo, con paso siempre igual. Mi ensoñación sigue siendo inconcreta pero este ruido (en prim er plano a causa de su precisión) me recuerda que el cuerpo que sueña, el cuerpo del que mana la ensoñación, está en la cárcel, prisionero de un paso claro, súbito, regu lar. Querría ser mis antiguos camaradas de miseria, los 102
hijos de la desgracia. Envidio la gloria que segregan y que utilizo para fines menos puros. El talento es cortesía res pecto a la materia, consiste en conceder un canto a lo que era mudo. Mi talento será el am or que siento por todo lo que compone el mundo de las cárceles y los presidios. No es que quiera transform arlos y acercarlos a vuestra vida, tampoco les concedo ni indulgencia ni piedad: encuentro en los ladrones, en los traidores, en los asesinos, en los perversos, en los taimados una profunda belleza —una be lleza cóncava— que os niego a vosotros. Soclay, Pilorgue, Weidmann, Serge de Lenz, caballeros de la Policía, solapa dos confidentes, os veo a veces adornados, a modo de ata víos de luto y jade, con tan hermosos crímenes que les envidio a unos el mitológico miedo que inspiran, sus su plicios a los otros, y a todos la infamia en la que finalmen te se confunden. Si miro hacia atrás sólo veo una serie de lastimosas acciones. Mis libros las narran. Las han adornado con calificativos y por esto las recuerdo con satis facción. Así que he sido pues aquel pobrete que sólo co noció el ham bre, la humillación del cuerpo, la indigencia, el miedo, la bajeza. De tantas hoscas actitudes, he sacado motivos de loor. Soy sin duda todo eso, me decía, pero, al menos, tengo conciencia de serlo, y tanta conciencia destruye la ver güenza y me concede un sentimiento poco conocido: el orgullo. Los que me despreciáis también estáis hechos con una sucesión de semejantes miserias pero nunca seréis conscientes de ello, y no tendréis nunca, por tanto, m edian te esta conciencia, orgullo, es decir el conocimiento de una fuerza que os perm ite enfrentaros con la miseria —no la propia miseria, sino aquella de que está com puesta la hu manidad. ¿Serán capaces algunos libros y algunos poemas de de mostraros cómo utilicé todas mis desgracias y que éstas eran necesarias para mi belleza? He escrito demasiado, me siento fatigado. ¡Me costó tanto trabajo hacer tan mal lo que mis protagonistas hacen tan de prisa! Cuando el tem or doblegaba a Java, estaba hermoso. Gracias a él el miedo era algo noble. Volvía a poseer la dignidad de un movimiento natural, sin más significado que el de tem or orgánico, turbación de las visceras ante la imagen de la m uerte o del dolor. Java temblaba. Yo veía una diarrea am arilla que chorreaba por sus monum entales muslos abajo. Sobre su rostro adm irable y tan tierna o 103
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tan glotonamente besado, se paseaba el terror, desfigurando sus rastros. Aquel cataclismo era un atrevido al osar desor denar tan nobles proporciones, tan exaltantes y armonio sas relaciones, y estas proporciones, estas relaciones ori ginaban la crisis, eran responsables de ella, y siendo tan hermosas eran incluso su expresión puesto que esto que yo llamo Java era a la vez dueño de su cuerpo y responsable de su miedo. Su miedo era un hermoso espectáculo. Todo se convertía en síntom a: el cabello, los músculos, los ojos, los dientes, el sexo y la gracia viril de aquel joven. Tras esto, ennobleció la vergüenza. La llevó, ante mis ojos, como un fardo, como un tigre colgado de los hombros cuya amenaza ¡cuánta insolente sumisión daba a sus ges tos! Desde entonces, una delicada y deliciosa humildad en dulzó su comportamiento. Su varonil vigor, su brusquedad quedan velados, como el resplandor del sol, por un cres pón. Yo sentía, al m irar cómo peleaba, que rechazaba la lucha. Quizá temía ser el menos fuerte o que el otro tipo le estropease la jeta, pero lo veía dominado por el terror. Se enroscaba sobre sí mismo y quería dormirse para des pertar en la India o en Java, o ser detenido y condenado a m uerte por la policía. Así que es cobarde. Pero gracias a él sé que el miedo y la cobardía pueden expresarse con las más adorables muecas. —Te perdono la vida —dijo el tipo con desprecio. Java no se inmutó. Aceptó el insulto. Se levantó del polvo, recogió el gorro y se fue, sin sacudirse el polvo de las rodillas. Seguía siendo muy hermoso. Marc Aubert me enseñó que la traición se desarrolla en un cuerpo admirable. Se la podría pues traducir, si estu viera en clave, en todas las señales que constituían al mis mo tiempo al traidor y la traición. Estaba simbolizada por cabellos rubios, ojos claros, piel dorada, sonrisa mimosa, un cuello, un torso, unos brazos, unas piernas, un sexo por los que habría dado mi vida y acumulado las trai ciones. Es necesario, me dije, que estos héroes hayan alcanza do tal perfección, que no desee ya verlos vivir p a r a que un destino audaz les dé el último toque. Si han alcanzado la perfección, helos al borde de la m uerte sin t e m e r ya el juicio de los hombres. Nada puede alterar su a s o m b r o s o éxito. Que se me perm ita pues lo que se les niega a l°s miserables. 104
Casi siempre solo, pero ayudado por un compañero ideal, crucé otras fronteras. Mi emoción era siempre igual de grande. Franqueé todo tipo de Alpes. De Eslovenia a Italia, ayudado por los aduaneros y luego abandonado por ellos, camine torrente arriba, entre barro. Agredido por el viento, por el frío, por las zarzas, por noviembre, llegué a una cum bre tras la cual estaba Italia. Para alcanzarla me enfrenté con m onstruos que la noche ocultaba o des velaba. Me quedé enganchado en las alambradas de un fuerte por el que oía cam inar y cuchichear a los centinelas. Con el corazón palpitante, acurrucado en la sombra, tuve la esperanza de que antes de fusilarme me acariciarían y me amarían. Abrigaba así la esperanza de que la noche estuviese poblada de guardianes voluptuosos. Me metí por un camino, al azar. Era el indicado. Me di cuenta de ello al reconocer mis suelas su honrado suelo. Más adelante dejé Italia para ir a Austria. Atravesé, de noche, campos de nieve. La luna proyectaba mi sombra sobre esta última. En cada país que iba dejando, había robado y conocido las cárceles, y sin embargo caminaba no a través de Europa, sino a través del mundo de los objetos y de las circuns tancias, con una ingenuidad cada día más nueva. Tantas maravillas me inquietaban pero me endurecía más y más para com prender, sin peligro para mí, su habitual mis terio. Pronto me di cuenta de que en Europa central es difícil robar sin peligro, pues la policía es perfecta. La pobreza de los medios de comunicación, la dificultad de franquear unas fronteras adm irablemente vigiladas me impedían huir con rapidez; el hecho de ser francés también me daba realce. Me fijé además en que pocos compatriotas míos, en el extranjero, mendigan o roban. Decidí volver a Fran cia y llevar allí —quizá incluso restringiendo a París nada más mi actividad— un destino de ladrón. También me se ducía la perspectiva de proseguir mi camino alrededor del mundo, cometiendo latrocinios más o menos importantes. Escogí Francia con intenciones de profundizar. La conocía lo bastante como para estar seguro de prestar al robo toda mi atención y todo mi cuidado; de trabajarlo como una materia única en cuyo obrero abnegado me convertiría. Tenía por entonces veinticuatro o veinticinco años. Sacri fiqué la dispersión y la bagatela para ir tras una aventura 105
moral. No vi con claridad las razones de mi elección, cuyo sentido se me aparece quizá hoy porque tengo que escri birlo. Creo que necesitaba ahondar, horadar una masa de lenguaje en que mi pensamiento se encontrara a gusto. Quizá quería acusarme en mi propia lengua. Ni Albania, ni Hungría, ni Polonia, ni la India o Brasil me habrían ofrecido una materia tan rica como Francia. En efecto, el robo —y lo inherente a él: penas de cárcel, junto con la vergüenza del oficio de ladrón— se había convertido en una empresa desinteresada, una especie de obra de arte activa y meditada que sólo podía realizarse con ayuda del lenguaje, de mi lenguaje enfrentado a las leyes que habían surgido de este mismo lenguaje. En el extranjero, sólo hubiese sido un ladrón más o menos hábil, pero al pen sarme a mí mismo en francés me habría conocido como tal —y esta cualidad no hubiese dejado subsistir ninguna obra— entre extranjeros. Ser ladrón en mi país, para con vertirm e en ello y justificarme por serlo utilizando la len gua de los robados —que son yo en persona, a causa de la im portancia del lenguaje—, era dar a esta calidad de la drón la oportunidad de convertirse en única. Me volvía extranjero. Es quizá el m alestar creado en los estados de Europa central por una política confusa lo que les impone esta policía de abrum adora perfección. Me refiero, naturalmen te, a su rapidez. Es como si un delito, a través del juego de las delaciones, fuera conocido antes de cometerse; pero sus policías no poseen la agudeza de los nuestros. Proce dente de Albania, acompañado por Antón, un austriaco, entré en Yugoslavia enseñando a los aduaneros un pasa porte que no era más que una cartilla m ilitar francesa a la que había añadido cuatro páginas de un pasaporte aus triaco (que le habían expedido a Antón) con los visados del consulado serbio. Varias veces, en el tren, en la calle, en los hoteles, presenté a la policía yugoslava aquel ex traño docum ento: les pareció normal. Los sellos, los vi sados les parecían satisfactorios. Cuando me detuvieron —por haberle disparado un tiro a Antón— la policía me 1°
devolvió. 106
¿Amaba a Francia? Su prestigio me aureolaba enton ces. Como el agregado m ilitar de Francia en Belgrado ha bía reclamado varias veces mi extradición —cosa a la que se oponían las leyes internacionales— la policía yugoslava recurrió a un com prom iso: me condujo a la frontera del país más próximo a Francia, Italia. De cárcel en cárcel, crucé Yugoslavia. Conocí allí a criminales violentos y som bríos, que proferían juram entos en una lengua salvaje, en la que las injurias son las más herm osas del mundo. —¡Me cago en la m adre de...! ¡Me cago en estas cua tro paredes! Unos m inutos más tarde se echaban a reír enseñando sus blancos dientes. El rey de Yugoslavia era entonces un crío de unos doce o quince años, guapito, con raya al lado, Pedro II, cuyo retrato, que adornaba también los sellos, estaba colgado en los despachos de todas las cárceles, en todas las comisarías. La cólera de los maleantes, de los ladrones, se proyectaba sobre aquel niño. Le lanzaban de nuestos. Le ponían a parir. Los roncos insultos de los hom bres perversos parecían broncas pasionales echadas en pú blico a un am ante cruel. Le llamaban cabrón. Cuando lle gué —después de haber conocido otras diez cárceles en las que sólo pasé unas cuantas noches— a la de Souchak (en la frontera italiana), me encerraron en una celda donde estaríamos como unos veinte. En seguida me fijé en Radé Peritch. E ra un croata condenado a dos años de cárcel por robo. Para aprovecharse de mi abrigo, me dejó dorm ir en la litera fija, a su lado. Era moreno y bien plantado. Lleva ba un mono azul de mecánico, algo descolorido, con un bolsillo muy ancho en el centro, en el que hundía las manos. Sólo pasé dos noches en la cárcel de Souchak, pero bastaron para que me prendase de Radé. La cárcel estaba separada de la carretera no por una muralla, sino por un foso al que daba la ventana de nues tra celda. Cuando los policías, y más tarde los aduaneros, me hubieron hecho franquear la frontera italiana, fui has ta Trieste por el monte en una noche glacial. En el vestí bulo del consulado de Francia robé un gabán y lo volví a vender inmediatamente. Con el dinero compré diez m etros de cuerda, una lima y volví a Yugoslavia por Piedicolle. Un coche me llevó a Souchak, adonde llegué de noche. Desde la carretera silbé. Radé se asomó a la ventana y le hice 107
llegar las herram ientas con gran facilidad. A la noche si guiente volví, pero se negó a intentar la huida, fácil sin embargo. Esperé hasta el alba, con la esperanza de con vencerlo. Al final, tiritando, me volví al monte, triste, al com prender que aquel mocetón prefería la certidumbre de la cárcel a la aventura conmigo. Pude franquear la fron tera italiana e ir a Trieste, luego a Venecia, a Palermo por fin, donde me encarcelaron. Me viene a la memoria un detalle divertido. Cuando entré en la celda de la cárcel de Palermo, los presos me preguntaron: — Come va la principessa? — No lo so —respondí. Durante el paseo, por la mañana, en el patio cubierto, me hicieron la misma pregunta, pero yo no sabía nada de la salud de la princesa de Piamonte, nuera del rey (de ella era de quien se trataba). Comprendí más tarde que estaba encinta y que la amnistía, que se concede siempre al nacer un niño de la casa real, dependía del sexo de éste. Los huéspedes de las cárceles italianas tenían las mismas preo cupaciones que los cortesanos del Quirinal. Cuando me liberaron, me llevaron a la frontera austría ca, que crucé cerca de Willach. Radé hizo bien negándose a partir. Durante mi viaje por E uropa central su presencia ideal me acompaña. No sólo camina y duerm e a mi lado, sino que también en mis decisiones quiero ser digno de la imagen audaz que de él me había formado. Una vez más, un hombre muy hermoso de rostro y cuerpo me proporcionaba la ocasión de probar mi valor. Ni la enumeración, ni el cruzamiento, ni el encabalga miento de los hechos —que no sé lo que son ni qué los limita en el espacio ni en el tiempo— ni su interpretación, que sin destruirlos crea otros nuevos, me perm iten descu b rir su clave y ellos tampoco me perm iten descubrir la mía. Comencé a citar algunos de estos hechos, con designio barroco, fingiendo om itir aquellos —siendo los primeros la tram a aparente de mi vida— que son los nudos de los hilos irisados. Si es Francia una emoción que va de artista en artista —especies de neuronas que se relevan— ¿no soy yo hasta el final más que un rosario de emociones, de las que ignoro las prim eras? Por los garfios de un bichero enganchando a un ahogado para sacarlo de un estanque he sufrido en mi cuerpo de niño. ¿Era posible, en efecto, que se buscaran los cadáveres con arpones? He recorrido Ia
campiña, encantado de encontrar, entre los trigos o bajo los abetos, ahogados a quienes hacía funerales inverosími les. ¿Puedo decir que era el pasado, o que era el futuro? Todo está ya aprisionado hasta mi m uerte en un banco de hielo de siendo: mi tem blor cuando un forzudo, una noche de Carnaval, solicita ser mi esposa (descubro que su deseo es mi temblor); a la puesta del sol, la visión, desde una colina de arena, de los guerreros árabes rindiéndose a los generales franceses; el reverso de mi mano sobre la b ra gueta de un soldado, pero sobre todo la m irada maliciosa del soldado fija en la mano; el m ar se me aparece, repen tino, entre dos casas, en Biarritz; me escapo del penal a pasitos minúsculos, asustado no de que me cojan, sino de llegar a ser presa de la libertad; un legionario rubio me lleva veinte m etros a caballo sobre su cola enorme, por las murallas; ni el hermoso futbolista, ni su pie, ni su bota, sino el balón, luego dejando de ser ese balón, me convierto en el «saque», y dejo de serlo para convertirme en la idea que va del pie al balón; en una celda, unos ladrones des conocidos me llaman Jean; cuando, calzado únicam ente con unas sandalias, cruzo los campos de nieve, de noche, no flojearé en la frontera austríaca, pero entonces, me digo, es necesario que este instante doloroso colabore en la belleza de mi vida; me niego a que este instante y todos los demás sean desperdicios; utilizando su sufrimiento, me proyecto hasta el cielo de la mente. Unos negros me dan de comer en los muelles de Burdeos; un poeta ilustre se lleva mis manos a su frente; un soldado alemán muere, en medio de la nieve, en Rusia, y su hermano me lo es cribe; un joven tolosano me ayuda a saquear las habitacio nes de los oficiales y suboficiales de mi regimiento en Brest; m uere en la cárcel; estoy hablando de alguien —y, en medio de todo esto, el tiempo necesario para oler unas flores, para oír, una noche, en la cárcel, cantar al convoy que va a presidio, para prendarm e de un acróbata con guantes blancos—, m uerto desde siempre, es decir fijado, pues me niego a vivir para otro fin que aquel mismo que me parecía contener la prim era desgracia: que mi vida debe ser leyenda, es decir, legible, y su lectura, alum brar alguna emoción nueva que yo llamo poesía. Ya no soy nada, sino un pretexto.
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Moviéndose lentam ente, Stilitano se exponía al amor como algunos se exponen al sol. Ofreciendo a los rayos todas sus caras. Cuando me lo encontré en Amberes se había ajam onado. No es que estuviese gordo, pero una car nosidad cada vez más abundante redondeaba sus ángulos. E n sus andares volví a encontrar la m ism a flexibilidad salvaje y más poderosa, menos rápida y m ás musculosa, igualmente vigorosa. En la calle m ás sucia de Amberes, cerca del Escalda, bajo un cielo gris, la espalda de Stili tano me pareció rayada por la som bra y la luz alternativas de una persiana española. Con un vestido ceñido, de raso negro, la m ujer que cam inaba con él era verdaderam ente su hem bra. Quedó sorprendido al verme, y me pareció que tam bién se alegraba. —¡Jeannot! ¿Tú por Amberes? —¿Qué tal? Le di la mano. Me presentó a Sylvia. Su exclamación no me resultó fam iliar, pero en cuanto abrió la boca para pronunciar una frase más despacio, volví a ver el blanco escupitajo que la velaba, form ado por no sé qué mucosidades que habían perm anecido intactas, con lo cual, entre los dientes reconocí a Stilitano. Sin concretar, le dije: —Lo has conservado. Stilitano m e com prendió. Se ruborizó un poco y sonrió. —¿Te has fijado? —¡Anda, claro. Con lo orgulloso que estás de él...! Sylvia preguntó: —¿De qué estáis hablando? —Cosas nuestras, m uñeca. Tú, a lo tuyo. E sta inocente com plicidad restableció en el acto mis relaciones con Stilitano. Todos sus antiguos encantos me em bargaron de nuevo: la fuerza de los hom bros, la movi lidad de las nalgas, la m ano arrancada quizá en la jungla por otro anim al salvaje, el sexo, por fin, tan to tiempo rehusado, hundido en una peligrosa oscuridad protegida por m ortales olores. E staba a su m erced. Sin saber nada de sus ocupaciones, estaba seguro de que reinaba en los tugurios, los muelles y los bares, en toda la ciudad, por lo tanto. El colmo de la elegancia es en co n trar la armonía en el mal gusto. Sin un solo fallo, S tilitano había sabido escoger unos zapatos de cocodrilo am arillos y verdes, un traje m arrón, una cam isa de seda blanca, una corbata rosa, 110
un pañuelo de mil colores y un sombrero verde. Todo ello sujeto con alfileres, gemelos y cadenillas de oro, y Stilitano estaba elegante. Frente a él, volví a ser el mismo des graciado de antaño sin que a él pareciera molestarle. —Hace tres días que he llegado —dije. —¿Y te vas defendiendo? —Como antes. Sonrió. —¿Te acuerdas? —¿Ves a éste? —le dijo a su chica—, es un amigúete. Como un hermano. Cuando quiera puede venir al piltro. Me llevaron a cenar a un restaurante cerca del puerto. Stilitano me informó de que se dedicaba al tráfico de opio. Su chica era puta. Mi imaginación volaba al oír las pala bras «mercancía» y opio; veía a Stilitano convertido en un aventurero audaz y rico. Era una ave de presa que vola ba en amplios círculos. Sin embargo, aunque su mirada era a veces cruel, no poseía la rapacidad del ave rapazr Por el contrario, a pesar de su riqueza, Stilitano parecía seguir jugando. Tardé poco en descubrir que sólo su apa riencia era suntuosa. Vivía en un hotelucho. Lo primero que vi sobre la chimenea fue un montón de revistas infan tiles, con dibujos de colores. El texto ya no estaba en es pañol, sino en francés: eran igualmente pueriles y el pro tagonista, casi desnudo siempre, igualmente hermoso y vi goroso y valiente. Cada mañana, Sylvia le traía más y Sti litano los leía en la cama. Pensé que acababa de pasar dos años leyendo abigarradas historietas infantiles, mientras que, al margen, su cuerpo maduraba —y quizá su mente también—. Revendía el opio que compraba a los marine ros y vigilaba a su chica. Su riqueza la llevaba encima: su ropa, sus joyas, su cartera. Me propuso que trabajara a sus órdenes. Durante unos cuantos días llevé minúsculas bolsitas a casa de clientes solapados e inquietos. Igual que en España, con la misma rapidez, Stilitano había trabado amistad con los maleantes de Amberes. En los bares lo invitaban a una copa. Se metía con las furcias y con los maricas. Fascinado por su nueva belleza, por su opulencia, y quizá dolorido por el recuerdo de nuestra amistad, me autoricé a amarlo. Lo seguía por todas partes. Estaba celoso de sus amigos, celoso de Sylvia, y sufría cuando, a eso del mediodía, me lo encontraba, perfumado, rozagante, pero ojeroso. Ibamos juntos a los muelles. Ha blábamos de antaño. Me contaba sobre todo sus hazañas, 111
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—Acabo de birlársela a un polizonte —me dijo sonrien do y sin consentir siquiera en bajarse de la m áquina. Com prendió, sin em bargo, que el gesto de m ontarse en ella cons titu iría para mí un espectáculo enloquecedor. Se bajó del sillín, fingió exam inar el m otor y arrancó de nuevo, con migo detrás. —Vamos a pulirla ahora mismo —me dijo. —E stás loco. Nos puede servir para algunos golpes. Exaltado por el viento y por la carrera, me creía arras trado en la m ás peligrosa de las persecuciones. Una hora m ás tarde, la m oto había sido vendida a un navegante griego que la em barcó en el acto. Pero me había sido dado ver a Stilitano en el meollo de un acto auténtico, perfilado, pues la venta de la moto, el regateo de las can tidades, el pago, fueron una obra m aestra de m aña tras el alarde de fu erza.1
Stilitano no era realmente un hombre maduro, y yo tampoco. Aunque en realidad era un gángster, jugaba a serlo, es decir, que inventaba sus actitudes. No conozco ningún maleante que no sea un chiquillo. ¿Qué mente «se ria», al pasar delante de una joyería, de un banco, inven taría, minuciosa y gravemente, los detalles de un asalto o de un atraco? La idea de una cofradía basada, no en el interés de los socios, en una complicidad cercana a la amistad, para recibir ayuda, ¿dónde se iba a encontrar más que en una especie de ensoñación, de juego gratuito, que se llama lo novelesco? Stilitano jugaba. Le gustaba sa berse fuera de la ley, sentirse en peligro. Lo afrontaba por empeño estético. Intentaba copiar a un héroe ideal, el Sti litano cuya imagen estaba ya inscrita en un firmamento de gloria. Así era como obedecía a las leyes que someten a los maleantes y los perfilan. Sin ellas no hubiera sido nada. Cegado primero por su augusta soledad, por su calma y por su serenidad, yo pensaba que se creaba a sí mismo, anárquicamente, guiado sólo por la impudencia, por la des vergüenza de sus gestos. Ahora bien, estaba buscando un modelo. ¿Era tal vez el representado por el héroe, siempre victorioso, de las revistas infantiles? De todas formas, la ligera ensoñación de Stilitano estaba en perfecta armonía con sus músculos y su gusto por la acción. El héroe de 1. Cuando, estos últimos días, Pierte Fiévre, hijo de un motorista de b policía y, a su vez, aspirante a policía (tiene veintiún años), me dijo