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DIARIO DE GUERRA El mundo después del 11 de septiembre
Marc Augé
Título del original en francés: Journal de guerre de Marc Augé Copyright © Éditions Galilée 2002 Traducción: Anna Jolís Olivé Diseño de cubierta: Alma Larroca
Primera edición: marzo del 2002, Barcelona
© Editorial Gedisa, S.A. Paseo Bonanova, 9 Io-Ia 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 Correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com ISBN: 84-7432-963-9 Depósito legal: B. 11102-2002 Impreso por: Romanyá/Valls Verdaguer 1, 08786 Capellades (Barcelona) Impreso en España Printed in Spain
Í n d ic e
Algunos días después del 11 de septiembre del 2001 ........ El acontecimiento y las palabras........ Domingo 30 de septiembre del 2001 . . Comienza la historia.............................. Domingo 7 de octubre del 2001 ........... El tiempo que pasa y que no pasa . . . . Lunes 22 de octubre del 2001 ............. El interior y el exterior.......................... La religión............................................... Sábado 22 de diciembre del 2001 . . . . Lo que está en ju ego..............................
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A lgunos días d e spu é s DEL 11 DE SEPTIEMBRE DEL 2001
El derrumbamiento de las torres del World Trade Center y el incendio del Pentágono son acontecimientos de los que todos pensamos que van a cambiar el curso de la historia, si bien no sabemos todavía el rumbo que ésta va a tomar. Es un momento extraño, intenso, un mo mento de velar las armas, de espera. Una vez pasado el primer instante de estu por, empiezan a formularse las preguntas pro pias de un momento de infortunio, algunas sobre el pasado (¿quién? ¿por qué?), otras so bre el futuro y, entre éstas, unas serán más in quietas, resignadas y pasivas (¿qué va a ocu rrir ahora?), otras más estratégicas (¿qué hacer? ¿cómo hacerlo?). 9
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Cada una de estas preguntas es múltiple. Sólo se explican multiplicando los interrogan tes, las consideraciones, las hipótesis. En un principio, puede parecer que el encadenamien to de las causas y de los efectos se extiende pro gresivamente a todo el espacio planetario. El planeta nos resulta, simultáneamente, peque ño y peligroso. El sentimiento de haber caído en la trampa, que es legítimo y ordinariamente el que tienen todos los exiliados del mundo, se propaga en el interior mismo de las regiones que solemos llamar desarrolladas. Y, sin embargo, los atentados de Nueva York y de Washington son ante todo la revelación de una situación preexistente a ellos, y la desar ticulación de algunos grupos terroristas o el de rrocamiento de los regímenes que los sustentan no bastarán para cambiarla. El miedo puede ce gar. También puede abrimos los ojos para aque llo que solemos mirar sin ver. Pensemos en la carta robada de Edgar Alian Poe, rota en mil pe dazos. Para leerla y entenderla debemos, pri mero, recuperar los fragmentos y, luego, unirlos. Estas páginas no tienen otra ambición que la de contribuir a la primera etapa de este pro grama de reconstmcción. 10
A lg u n o s d ía s d e s p u é s d e l
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d e s e p tie m b r e d e l
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Son páginas de humor y de reacción viva, que se alimentan de los acontecimientos y de la actualidad y que, al mismo tiempo, recupe ran la huella de reflexiones ya esbozadas al filo del tiempo, de nuestro tiempo.
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E l a c o n t e c im ie n t o y l a s p a l a b r a s
Una de las primeras controversias suscitadas por el ataque a las Torres Gemelas y al Pentá gono ha sido una polémica sobre las pala bras: ¿se trataba de un atentado sin preceden tes o de una nueva forma de guerra? Sin lugar a dudas, para las autoridades americanas se trataba de una guerra. Bush llegó incluso a hablar de cruzada y desde entonces se ha em peñado a fondo en justificar esa palabra de safortunada explicando que, en todo caso, no se trata de una guerra de religiones. Pero nada indica que haya pronunciado la palabra de un modo irreflexivo. Se trata de un térmi no que posee una indiscutible capacidad de movilización en un país repleto de valores religiosos y, después de todo, es precisamen te en Estados Unidos donde se desarrolla el 13
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tema del «choque de civilizaciones», civili zaciones concebidas en sí mismas como la expresión de los valores religiosos. Ahora bien, inmediatamente después de haber sido pro nunciada, la palabra cruzada debe ser des mentida, denunciada, guardada en el fondo del armario; ya ha producido su efecto (efecto que continuará dejándose sentir); podemos re cuperar las fórmulas políticamente correctas. Al fin y al cabo, pues, guerra, pero no gue rra de religiones. ¿El atentado puede ser con siderado un acto de guerra? ¿Se trata de una guerra que empieza el 11 de septiembre? Sí, dice Bush. Propone unas cuantas variaciones, y la discusión semántica se vuelve a encon trar, bajo distintas formas, en los ecos y los comentarios referidos en la prensa. No está exenta de consecuencias y tiene sus razones. En todas las sociedades humanas, el acon tecimiento, y en especial el acontecimiento desafortunado (enfermedad, muerte, sequía, epidemia), crea problemas. La cosmología, los mitos y los ritos que se emplean impo nen a la sociedad un orden simbólico basado en regularidades (el retorno de las estacio 14
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nes, las edades de la vida) y en relaciones es tables, definidas e instituidas. Todo lo que atañe a este orden debe ser explicado. Pero esta voluntad de explicación obedece menos a una curiosidad científica o intelectual que a un deseo de orden, a una voluntad de negar lo radical del acontecimiento. Un aconteci miento explicado entra en la cadena de las causas y los efectos que puede incluirse en el orden establecido: la finalidad de la actividad ritual es o bien prevenir el acontecimiento, hacer ver que aquello que debe ocurrir ocu rre en el lugar y en el tiempo deseados, sin adelantos ni atrasos (el régimen de las esta ciones, por ejemplo, tiene una gran impor tancia en las sociedades agrícolas), o bien ex plicarlo, es decir, reducir lo escandaloso y excepcional que pueda tener en sí, deshacer el entuerto de sus diferentes causas hasta que, una vez explicado por completo, una vez orientado nuevamente hacia el orden normal de las cosas, deje de sorprender. En síntesis, la actividad ritual tiende a suprimir el acon tecimiento. El período que estamos viviendo quizás aparecerá a los ojos de los historiadores de 15
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los siglos venideros como una especie de año 1000, con sus miedos y sus angustias. El mie do nuclear nació tras la Segunda Guerra Mundial, pero, a pesar de la guerra fría, pudo ser más o menos contenido durante los años de crecimiento económico. Sobre las ruinas de la guerra fría aparecieron nuevos miedos: el desarrollo de una conciencia planetaria, de una conciencia -de orden ecológico- de per tenecer a un mismo medio natural y de hacer frente a unos riesgos comunes (el agujero en la capa de ozono, el calentamiento del plane ta). Cualquier plaga que pueda aparecer en cualquier rincón del mundo amenaza desde ahora al conjunto: la pandemia del sida es el ejemplo más espectacular de ello (pero tam bién es el ejemplo más crudo de la desigual dad existente entre las sociedades humanas, puesto que pone en evidencia que no todas las vidas humanas tienen el mismo precio). A su vez, los procedimientos técnicos ideados para incrementar la producción alimentaria conducen a más desastres, como es el caso de las harinas animales, de las vacas locas y de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, o susci tan nuevos temores, como es el caso de los 16
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cultivos transgénicos. En el Occidente más desarrollado, la medicina progresa, la vida de las personas se alarga, pero cada vez se so porta menos la idea de accidente: tomando como modelo Estados Unidos, vemos que la vida pública y la vida privada adquieren una dimensión cada vez más judicial. La respon sabilidad directa o indirecta de los médicos, de los profesores, de los alcaldes, de las em presas o del Estado se pone incesantemente en tela de juicio. Paradójicamente, aparente mente, esta puesta en tela de juicio debería más bien mirar por los individuos consumi dores de bienes o usuarios de servicios. La denuncia judicial presentada por la viuda de un fumador muerto de cáncer de pulmón contra SEITA1 ilustra la situación de una so ciedad en la que el propio consumidor reco noce su pasividad, su adicción y las manipu laciones de las que considera ser objeto, sin tener la fuerza de resistirse a ellas. 1. SEITA (Société nationale d’exploitation industrielle des tabacs et allumettes). Sociedad pública francesa de explotación industrial de tabacos y fósfo ros. Correspondería a Tabacalera, S.A. en España. (N. de la T.) 17
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Para un etnólogo que ha estudiado en dis tintos continentes las sospechas y las acusa ciones de brujería, esta situación le resulta familiar y a la vez extraña. Le resulta familiar porque, en todas partes, los procesos de bru jería (o los distintos procedimientos que em plea) apuntan menos a buscar culpables para ser castigados (si bien hay que reconocer que este tipo de desenlace es bastante frecuente) que a identificar responsables que permitan dar un sentido (una causa) al acontecimiento, y negar así su brutal contingencia. Lo excep cional de la situación obedece a su carácter transhistórico: las sociedades más industria lizadas y más avanzadas tecnológicamente tienen la misma actitud ante el aconteci miento que las sociedades tribales o de castas. Ni siquiera se distinguen por un análisis más objetivo de las causas, puesto que las respon sabilidades que ponen en tela de juicio in fine son más bien de orden psicológico (descui do, negligencia, exceso de confianza o afán de lucro), mientras que, en este tema, las so ciedades tradicionalmente estudiadas por la etnología demuestran tener un notable espí ritu de observación y establecen conclusio 18
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nes que los mismos acusados rechazan con testar, a menudo, claro está, porque están ate rrorizados y no desean agravar su caso, pero también porque se reconocen en los senti mientos de odio, de celos o de envidia que se les imputan. Las investigaciones que se están llevando a cabo en estos momentos (escribo estas lí neas el 29 de septiembre del 2001) intentan es tablecer la identidad de los responsables di rectos (los kamikazes), descubrir la red de cómplices, los grupos o individuos que han financiado el acto terrorista y echarle mano a Bin Laden, presentado por las autoridades norteamericanas como el instigador del aten tado. Es en este punto cuando la distinción entre atentado y guerra adquiere toda su im portancia. El atentado pertenece a la catego ría de los acontecimientos, de los que basta identificar las causas y los autores para ser explicados y, en esta medida, atenuar su im pacto. Pero cuando el acontecimiento devie ne mayúsculo, demasiado impresionante por su amplitud material o por su alcance simbó lico, una explicación superficial remontándo se río arriba a sus causas no basta para redu19
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cirio: hay que buscar río abajo, en la desembo cadura, y ver allí ya no una finalidad, un resul tado, una consecuencia, sino un comienzo, un origen. El acontecimiento mismo se convierte en una causa. «Hemos perdido una batalla, pero no he mos perdido la guerra», declaró el general De Gaulle en junio de 1940. Más o menos es lo que acaba de decir Bush. Manhattan y el World Trade Center, como Dunkerque o Pearl Harbour, deben abrir un nuevo período, ser pensa dos como origen y no como fin para poder se guir siendo pensables. El acontecimiento cambia de naturaleza cuando en realidad se convierte en causa. De escándalo que hay que explicar, pasa a ser él mismo fuente de sentido. En el momento en que escribo, todavía no se sabe qué va a con llevar y a disculpar el derrumbamiento de las Torres Gemelas, el incendio del Pentágono y los miles de muertos del drama americano. Pero es evidente que el balanceo entre efecto y causa ya quedó decidido. Salvo un puñado de desperados, ya nadie se atreve a pedir a Es tados Unidos pruebas jurídicamente válidas de la culpabilidad de Bin Laden. El enemigo 20
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que se ha designado ya no es simplemente el equipo, las redes responsables del drama, sino el terrorismo internacional en general y los Estados que lo sostienen, prestándoles su ayuda. Mencionar a los Estados es importan te puesto que puede anunciar operaciones de guerra en el sentido clásico del término, pero lo más relevante, lo esencial, es el anuncio de un período largo, de una guerra de múltiples envites que se instala en el tiempo. Al oír el silbido de los disparos, los dirigentes de la re gión intentan salvar sus pertenencias apos tando por la oposición local-global: el terro rismo es legítimo en el primer caso (Hezbollah en Palestina), criminal, en el otro. Esta dis tinción es afortunada sólo aparentemente, porque la solución a la situación palestina reforzaría precisamente la posición america na. A menos que los belicistas convencidos se apoderen definitivamente de ella y que en Hez bollah se ajusten las cuentas, con Sharon como intermediario. Así pues, la guerra que acaba de ser pro clamada, más que declarada, evita enfrentar se a lo que sin lugar a dudas habría supuesto la mayor de las lecciones: la búsqueda de las 21
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causas no sólo inmediatas y próximas, sino también de las causas contextúales y remotas del acontecimiento. Había algo hasta cierto punto simpático, pero por encima de todo pa tético, en el gesto de Chirac cuando miró con aire recriminatorio a George Bush júnior en el momento en que éste hablaba de guerra. Sin lugar a dudas Chirac tenía en la cabeza todos los tópicos del nuevo pensamiento co rrecto: islamismo no es sinónimo de Islam, terrorismo no es sinónimo de islamismo, no nos encontramos ante un choque de civiliza ciones. ¡Pero precisamente se trataba de eso! La máquina de guerra americana, puesta en marcha como después de Pearl Harbour, iba a servir a los intereses americanos en una re gión donde no siempre coinciden con los de Europa. La diplomacia americana iba a esta blecer la distinción entre buenos y malos, no en virtud de algún principio filosófico o ético, sino en función de los intereses americanos (sólo se puede estar a favor o en contra de Es tados Unidos). Estados Unidos ya ha demos trado que, en un abrir y cerrar de ojos, puede pasar del aislamiento más obstinado al inter vencionismo más decidido. Nos burlábamos 22
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de la pereza de Bush y del retraimiento ame ricano para con los asuntos del mundo. Las ranas deseaban tener un rey que no fuera un zopenco. Aquí lo tenemos.
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Empieza una novela de aventuras. Los perió dicos y la televisión nos aseguran que los co mandos en la sombra han entrado en acción. Le Monde incluso nos explica qué son los Gurkha, temibles soldados nepaleses hereda dos del imperio de las Indias, que apoyarán a los no menos temibles SAS y permitirán a los británicos desempeñar el papel que ambicio nan: el de refuerzo de las fuerzas armadas es tadounidenses. Ahora bien, una vez pasado el primer im pacto, vamos viendo cómo la opinión se va re poniendo, en otras palabras, se va diversifi cando: manifestaciones pacíficas en Estados Unidos; queja de los gobiernos europeos ante la constatación de que, si bien los británicos tienden a propasarse ante los acontecimien 25
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tos, llevan meses rechazando extraditar a pre suntos terroristas; otra queja más, aunque más contenida, de esos mismos gobernantes cuando Estados Unidos, en el curso de una reunión extraordinaria de los miembros de la OTAN, les da a entender que, en definitiva, no necesita para nada su ayuda militar. Se aprueba el intento de asfixiar los circuitos fi nancieros de los terroristas, pero hay dudas de la eficacia de la medida a causa de los pa raísos fiscales, a causa también de la selec ción parcial que se ha establecido entre cir cuitos buenos y circuitos malos en aras a no molestar a unos pocos en nombre del realis mo diplomático o por cualquier otra razón. Le Monde llega incluso a señalar que Bush jú nior y la familia de Bin Laden hicieron nego cios juntos. Resumiendo. Hay opiniones para todos los gustos, pero hay dos cosas bien claras: el fren te unido contra el terrorismo tropieza con las formas tradicionales de la solidaridad, siem pre problemáticas entre Europa y Estados Uni dos; y ello contribuye incluso a despertar el interés por la continuación de la historia. El arranque de la nueva historia es un poco len 26
D o m in g o
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to, pero todo el mundo está pendiente de él: la espera agudiza el deseo. Las miradas han cam biado de dirección. Es evidente que algunos observadores, cu yas voces se dejan oír también desde Estados Unidos, insisten en el hecho de que sería ne cesario entender por qué Norteamérica se ha ganado tantas antipatías o insisten en que los nuevos aliados (Paquistán, Sudán, anterior mente granujas) tienen una ideología tan poco progresista como la de Arabia Saudí, que no obstante es muy respetada. Quizás algunos de ellos sonrían también al imaginar cómo será el Afganistán políticamente correcto de mañana. Irán, bajo la tierna mirada de Europa -el pe tróleo obliga a ello- se hace la mosquita muer ta. En Europa se llora la suerte de las mujeres afganas, pero nadie hizo el menor caso a la noticia que Le Monde denunciaba hace unas cuantas semanas: la condena a muerte por la pidación de una ex-prostituta en Irán. La mu jer fue enterrada; tan sólo sobresalía su cabe za; las piedras hicieron el resto. Parece ser que se trata de una forma de ejecución propia del islamismo moderado. 27
D ia r io d e g u e r r a
Entre las cartas de los lectores de Le Mon de, un viejo carroza laico, un extremista, un dinosaurio, se pregunta por qué fue necesario, tras la catástrofe de Toulouse, celebrar una ceremonia supuestamente ecuménica, como si la unanimidad y la tolerancia se definieran por la adición de las religiones. Sin lugar a du das, tendrá más ocasiones para seguir indig nándose en el futuro.
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C o m ie n z a
la h is t o r ia
Ya se ha dicho todo lo que había que decir sobre la fórmula de Fukuyama. Pensar que la fusión entre la economía de mercado y la democracia política iban a proporcionar en adelante la base de un acuerdo intelectual general era vocear anticipadamente la victo ria material y moral del liberalismo. No quie ro decir con ello que los últimos atentados pongan en tela de juicio por sí mismos esta victoria bajo la forma mundializada que hoy en día la caracteriza. Más bien habría que in terpretarlos como uno de los signos y uno de los efectos de esta victoria. Procuremos ser claros y entendemos bien: sabemos que Bin Laden es millonario, que los kamikazes eran personas formadas y, por otro lado, que el gusto por el martirio y la locura por Dios no 29
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son una invención del siglo xx. Pero todo esto nada aporta al asunto: los revolucionarios en raras ocasiones han sido las víctimas directas de los regímenes contra los que luchaban; en cuanto a las propias revoluciones o a las ex presiones de rebelión, a menudo observamos cómo en su génesis se combinan fuerzas y factores que ni tienen la misma edad, ni la misma historia, ni el mismo sentido. Este ca rácter compuesto hace prever, sin lugar a du das, un mañana desalentador pero, en el pre ciso instante en que nos hallamos, representa la fuerza de la deflagración. Ciertamente, no estamos asistiendo en es tos momentos a ninguna revolución compara ble a las que se produjeron en el pasado. Cier tamente, las redes que se ponen o se pondrán en tela de juicio a raíz de los últimos atenta dos no representan a toda la miseria del mun do. Los terroristas no son los portavoces de signados por los más pobres. Pero, al fin y al cabo, los circuitos existen, reclutan a perso nas, y el gesto a la vez sacrilego y espantoso de los terroristas, una vez pasado el primer momento de estupor y de incredulidad, dibu ja un fugaz amago de sonrisa en el rostro de 30 I
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muchas personas en el mundo que para nada pertenecen a las cohortes islamistas entre las que Bin Laden pasa por ser un héroe, incluso un profeta. Y tan sólo un amago, puesto que, salvo algunos fanáticos, nadie sería capaz de sonreír ante la ejecución a sangre fría de mi les de individuos. Tan sólo un amago, puesto que algunos americanos presienten y adivi nan esa sonrisa contenida. Entre ellos, los más inteligentes muestran inquietud, se pregun tan por su origen y por su razón de ser; el res to muestra irritación y suspira por el enfren tamiento. Su cólera es peligrosa y quienes se atrevan a excitarlos estarán asumiendo una pesada responsabilidad. Entonces, ¿por qué razón persiste este ama go de sonrisa? ¿De dónde procede? De lejos y de todas partes. En primer lugar de las regio nes del mundo donde, por muy maniqueísta que sea, el poder americano ha definido a su manera los criterios para distinguir entre el bien y el mal, utilizando a los unos para des truir a los otros, y viceversa. En Chile, en Pa namá, en Irak o en Vietnam. El uniforme de arcángel de la justicia mundial con que se dis fraza el presidente Bush podría provocar legí 31
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timas carcajadas. Por lo general, la miseria está lo suficientemente extendida en esta tie rra, en los campos de concentración y de re fugiados, en las periferias urbanas donde se amontonan los expulsados de un mundo rural exangüe, en los continentes abandonados a sus epidemias, a sus violencias y a sus ham brunas, a la merced de la compasión de las ONG y del voyeurismo de los turistas, como para que el espectáculo de la implosión del World Trade Center (el peso de las palabras contribuye en este caso a aumentar las esca lofriantes imágenes de la fotos) tenga un cier to sabor de revancha. En las décadas de 1960 y 1970, quienes se interesaban por el Tercer Mundo (así llamado entonces porque ni se inscribía en la esfera capitalista ni en la esfera comunista) se pre guntaban sobre las formas de desarrollo, so bre las condiciones que permitirían de un modo más o menos rápido el despegue (takeoff) de algunos países. Esa noción de despegue era discutida por otros. Los marxistas, algu nos dirigentes africanos intentaban imaginar modelos menos sometidos a la ley del merca do o más respetuosos para con las condicio 32
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nes locales. Pero, para todos, la perspectiva era clara y se inscribía dentro de versiones más o menos optimistas de la historia. Hoy en día este lenguaje ya no se entiende. Se está en el sistema o fuera del sistema, se está en el ajo o fuera de él. Nada nos impide imaginar que algunos, en el interior de los países po bres, estén en el ajo, y sabemos a ciencia cier ta que, por el contrario, en el interior de los países ricos, muchos no están en el ajo. Sin lu gar a dudas es mucho mejor, mirándolo bien, ser pobre en los países ricos que en los países pobres. Porque en ningún otro lugar la ficción del Estado resulta tan evidente como en los países pobres, donde las funciones que com peten parcial o completamente al Estado en cualquier democracia desarrollada son asegu radas de un modo casi exclusivo por ONG de orígenes geográficos, confesionales e ideoló gicos muy diferentes. Exceptuando algunos sectores económicos de peso (prospección y explotación petrolífe ras, extracción minera), donde los lazos en tre las empresas y las antiguas potencias colo niales son evidentes, esta intemacionalización de la asistencia sustituye en gran medida el 33
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neocolonialismo stricto senso del período in mediatamente poscolonial. Desde el punto de vista de los antiguos Estados colonizadores, la descolonización a menudo se ha presenta do como una renuncia, como un rechazo a asumir responsabilidades aceptadas duran te el período colonial, como una ruptura del compromiso en el sentido más fuerte del tér mino. La utilización sistemática del nombre compasión y del adjetivo humanitario coinci de con la aparición de un mundo globalizado donde reinan en complicidad y codo a codo, «objetivamente en complicidad» habríamos dicho con el antiguo lenguaje, el Señor Prove cho y la Señora Caridad. Finalmente pode mos preguntar si, a largo plazo y retrospecti vamente, la colonización no habrá sido pura y simplemente la primera etapa de la mundialización. Los etnólogos creían estudiar grupos en vías de desaparición, cuando estaban asis tiendo al nacimiento de un nuevo mundo. La utilización de tropas coloniales en las dos gue rras mundiales... y en las guerras coloniales, el desarrollo impuesto por las culturas de ex portación, la difusión de dos o tres idiomas europeos entre las burguesías locales habrán 34
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representado algunas de las etapas de una his toria que empezó muy pronto en América lati na y muy tarde en África. Aquí surgen también otras cuestiones. La ruptura del compromiso colonial marcaba un debilitamiento de los Estados europeos, una pérdida de responsabilidad que conllevó sus consecuencias en el plano interior. Fue en nom bre de la defensa de los intereses franceses en Indochina, y más tarde en Argelia, que los sucesivos gobiernos de la IV República, por muy frágiles que aparentaran ser, consiguie ron imponer a Francia una movilización y unos esfuerzos que serían difícilmente conce bibles hoy en día. En un principio, para ciertos Estados europeos, la descolonización repre sentó una disminución de su campo de inter vención en el exterior y una reducción de su autoridad en el interior. Pero ese debilitamien to del Estado -que, desde el interior, constata mos como algo aparentemente irreversible con las privatizaciones, la reducción de los servicios públicos y el prestigio de la iniciati va privada en todos los ámbitos- se relativiza si se analiza en función de la escena mundial y mundializada. 35
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En la escena mundial, el Estado mantiene el monopolio de la violencia legítima. Eviden temente nos referimos al Estado norteamerica no y a su capacidad de lucha sin rival. Simultá neamente le vemos apoyar a las empresas que quiebran (¿tan frágiles eran, en ciertos secto res, que una semana de crisis bastó para que les flaquearan las piernas?) y otorgándose los medios para aplicar el «derecho de injerencia», concepto acuñado en la década de 1980. Esta dos Unidos es el único Estado en el mundo ca paz de mantener una pretensión como ésta. En última instancia, la 6.ay la 7.a flotas son las que dominan el planeta, y la potencia norteameri cana es la única capaz de hacerse sentir en cualquier rincón del mundo. El término mundialización incluye dos no ciones que no son complementarias sino que están en constante tensión. El término globalización designa la red económica y tecnológi ca que engloba al mundo. La planetarización o la conciencia planetaria se alimenta de los as pectos ecológicos de la existencia terrestre (adquirimos conciencia de las características y de las debilidades del planeta Tierra maltra tado por la industria humana) y de los aspec 36
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tos sociales de esta existencia, de la creciente desigualdad entre los individuos y entre los grupos humanos. El mundo tiende a unifor mizarse en el ámbito económico y tecnológi co (por mucho que esta uniformización deje sin cultivar zonas enteras), pero, por una pa radoja lógica no exenta de consecuencias, las desigualdades se hacen día a día más abisma les. Una geografía apresurada (la cómoda opo sición norte-sur, que indirectamente recupera la teoría de los climas) y una etnología de la misma naturaleza (que apela al respeto de las diferencias culturales sin definir ninguno de los tres términos) sirven para negar este es cándalo intelectual (puesto que de lo que se trata es de un escándalo intelectual, también y en primer lugar), que no obstante será el motor de la historia futura. Si «el hombre es un animal simbólico», re tomando la fórmula de Cassirer, es porque ne cesita establecer con otras personas relaciones de lenguaje y de pensamiento. Cuando el len guaje es substituido o subvertido por imáge nes o estereotipos, la relación simbólica deja de ser posible y aparece la violencia. El cho que de lo inimaginable, de lo impensable, de 37
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lo indecible es la violencia tanto entre indivi duos como entre grupos. La marea negra de lo impensable que acompaña a la mundialización es un anuncio de violencia. Si tomamos el planeta como referencia, debemos admitir que la historia humana has ta nuestros días no ha sido más que una prehistoria. La historia del planeta como es cena total y como envite de los enfrentamien tos y de las iniciativas de los hombres empie za ahora. Si podemos definir la colonización como la primera etapa de la mundialización, hay que definir la descolonización como su segunda y decisiva etapa, pero al mismo tiem po también como la última secuencia de la prehistoria. Y empezamos a ambicionar de un modo resuelto la colonización del espacio extraplanetario. Nos encontramos en pleno siglo xxi: la his toria incierta del planeta comienza. Si la histo ria del planeta comienza en Estados Unidos no es por casualidad. Nos puede haber hecho sonreír más de una vez el hecho de que en las películas de ciencia ficción y de anticipación del futuro elaboradas en Hollywood, los ex traterrestres, buenos o malos, sólo se dirigían 38
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o atacaban a Estados Unidos y al Pentágono. Podemos admitir sin lugar a dudas que ellos habían entendido, tal como ocurre en la Tie rra, que Estados Unidos es la primera poten cia mundial y que, tal como se ha hecho en la Tierra, hayan pensado, por consiguiente, co laborar con ella o provocarla. Pero Estados Unidos no es únicamente la primera poten cia del mundo, es el mundo. Es el mundo en el sentido de que resume el mundo. Ciudada nos y aspirantes a ciudadanos de todos los orígenes se entremezclan allí y conviven codo con codo. La ideología comunitarista acentúa el sentimiento de pluralidad que sostiene la unidad americana. Incluso la pobreza y los as pectos subdesarrollados de ciertos sectores expresan esa identificación de Estados Uni dos con el mundo. Actúa en distintos niveles, y no nos cansaríamos de destacar la extraor dinaria capacidad de este país-continente para acoger a universitarios e investigadores del mundo entero. Uno de los handicaps de Amé rica latina y de África se debe ciertamente a la absorción de esas elites intelectuales por parte de las universidades y laboratorios de Estados Unidos. Esta capacidad de resumir el mundo, 39
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que los países europeos están lejos de domi nar con tanto brío, justifica en un sentido la ambición norteamericana y permite predecir, por contraste, el poco futuro que tienen los países encerrados en sí mismos. Nadie ha des contado, entre los miles de víctimas de las To rres Gemelas, a los norteamericanos «de pura cepa».
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D om ingo 7 de octubre del 2001
Durante los días 5 y 6 de octubre participé en un coloquio sobre literatura francófona y el diálogo entre las culturas en la universidad Saint-Joseph, en Beirut. Tuve la ocasión de encontrar nuevamente a novelistas, poetas y compañeros queridos y de volver a ver, tras nueve años, una ciudad aún lastimada física mente, con una vida a un ritmo todavía lento pero indiscutiblemente más sosegado. El nuevo centro reconstruido de la ciudad tiene buen aspecto. El día 5 por la tarde, cuando lo visitamos, me fui rezagando del pequeño grupo y un obrero, montado a horcajadas en su bicicleta, me interpeló bajo la mirada un poco severa de dos de sus compañeros. Me costó un cierto tiempo lograr entender lo que me decía, cuando él ya se alejaba: «Viva Bin La41
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den.» Algo tan simple como eso, y la sonrisa atenta que se había dibujado un poco mecáni camente en mi rostro al oír su voz se me que dó estúpidamente fijada. 7 de octubre: día raro... Día de prudencia al conocer ciudades del Chouf aplacado don de drusos y maronitas cohabitan nuevamen te; sigo los pasos de Lamartine, el primer es critor de su siglo que viajó a Oriente; día de prudencia ante el espectáculo del tiempo dila tado y de las ruinas de Baalbek donde las co lumnas caídas de los templos de Júpiter y de Baco, no muy alejados de los campos de Hezbollah, parecen sostener la insegura muralla de la fortaleza árabe que los reemplazó un mi lenio más tarde. Como excursionistas de un solo día, echamos un vistazo un poco distante a los restos todavía grandiosos de esas locuras humanas; el crepúsculo enrojece, y al poco tiñe de color malva las cuestas del Antilíbano cuando resuena, a través de unos cuantos al tavoces, la llamada de los almuédanos, no la voz lejana de algún profeta extraviado, sino el martilleo grabado y omnipresente de eslóganes religiosos que me evocan, por su sonori dad insoportable, la vulgaridad pegajosa de 42
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semanas comerciales en ciudades y pueblos de Francia entregados al culto del consumo. Regresamos a Beirut tranquilamente, y algo tarde. El domingo soleado ha empujado a muchas familias a abandonar la ciudad y a disfrutar del campo. En el hotel, me entero por la televisión de que hace unas horas los misiles americanos han atacado Afganistán; algunas imágenes hacen pensar en la guerra del Golfo. En la noche de Kabul y en la de Bagdad ya no se ve nada. Al cabo de poco France 2 (retransmitida aquí por TV5) nos pasa la cinta que Bin Laden ha hecho entre gar a la cadena de información de Qatar, y en la que declara la guerra a Estados Unidos: declaraciones iluminadas y delirio religioso que dan en el clavo y despiertan el orgullo las timado al evocar Palestina y la humillación árabe. Parece como si la cinta hubiera sido grabada hace unos días y mandada para ser difundida sólo tras el primer ataque america no. El responsable de la cadena se defiende por haber ejecutado las órdenes de Bin Laden y pretende hacer creer que retransmitió la cinta directamente, sin haberla visionado pre viamente, un poco por casualidad. Evidente 43
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mente Bin Laden ha entendido el papel del tiempo en la nueva guerra de las imágenes. France 2 también, puesto que uno de sus co mentaristas declara: «Nos encontramos en el comienzo de una historia.» No hay más que seguirla.
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Si la historia del planeta empieza hoy, si po demos marcar la frontera entre un antes (la prehistoria) y un después, es porque algo ha pasado, algo cuya naturaleza debe ser analiza da si lo que pretendemos es intentar pensar y, al mismo tiempo, entender nuestro presente. En la década de 1970, se disertó profunda mente sobre la noción de acontecimiento. Un número de la revista Communication, del año 1972, lo atestigua. En la configuración inte lectual de esa época, el diálogo que se esta blece entre etnólogos, historiadores, psicoa nalistas y biólogos tiene, curiosamente, algo de consensual. Al salir del año 1968, se creyó poder hablar de «regreso del acontecimiento» (la expresión es de Edgar Morin), pero toda vía se era sensible a la fuerza del sistema. Fi45
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nalmente, el acontecimiento (mayo del 68) no provocó movimientos perceptibles ni a los unos ni a los otros. Si aquellos que creían en el acontecimiento y aquellos que no creían en él pensaban poder dialogar, era porque todos ellos respetaban aún la estructura, aunque no todos dieran a esa palabra el mismo significa do. La referencia sigue siendo Lévi-Strauss, quien se define como agnóstico del aconteci miento; lo respeta, pero nada tiene que decir sobre él: «Para ser viable, una investigación absolutamente orientada a las estructuras em pieza por inclinarse ante el poder y la inani dad del acontecimiento», escribió al final de Mythologiques 2, Du Miel aux Cendres (1967). Un científico como Jean-Pierre Changeux va todavía más lejos. Es un ateo del aconteci miento, noción que aborda, en verdad, a tra vés de la oposición entre lo innato y lo adqui rido. Según él, a excepción de una «fracción de sinapsis cerebrales que el entorno especifi ca selectivamente», todo es innato. Pero lo in nato se adquiere «a lo largo de una larga evo lución durante la cual los acontecimientos interiores, las mutaciones, se inscriben en el código genético en la medida en que coinci 46
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den con un acontecimiento exterior en una coyuntura favorable para la supervivencia de la especie». La mutación, bajo esta perspecti va, es el acontecimiento digerido por la es tructura, el acontecimiento al servicio de la reproducción. Mutación: es el término que re toma a su vez la psicología lacaniana (en ese número de Communication, Catherine Clément hace una relectura de Lacan) para definir el paso siempre necesario, por estructurado, de un impensable pasado a un imposible presen te: la repetición, expresión del inconsciente, estructura la innovación. Todo se repite, pero nada se repite idénticamente: las mutacio nes son acontecimientos parecidos, porque repiten, y a la vez diferentes, porque «innovan lo reprimido». Dicho de otro modo, el pasado también cambia, se recompone al repetirse. A través del futuro anterior Lacan explica la estructura de los orígenes y ese futuro ante rior «produce una repetición constituyente y constructiva». Nos hallamos nuevamente ante una fecha clave (11 de septiembre del 2001) que nos in vita a preguntarnos si el acontecimiento tiene algún significado y, en caso afirmativo, cuál. 47
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¿Revolución? ¿Contingencia anecdótica? ¿Mu tación reproductora? ¿Mutación reveladora? Primera constatación, antes de cualquier in tento de respuesta: ha pasado cierto tiempo, muy deprisa. Ya no somos los mismos que an tes del 11 de septiembre, aunque deseemos lo contrario. El cambio está en nosotros. El tiempo pasa, pero no pasa como el avión por el cielo o el tren por el campo. Pasa con calma, dulcemente, pero ni siquiera somos capaces de seguir su trayectoria con los ojos. Vivimos en el tiempo como el pez en el agua y cuando entre el tiempo que pasa y el tiempo pasado ningún obstáculo, ningún contratiem po viene a intercalarse, podemos tener el sen timiento ilusorio de una continuidad sin pau sa ni ruptura, casi inmóvil, hasta el momento en que algún acontecimiento imprevisto (una enfermedad, una defunción, un viaje, un fra caso o un éxito) nos impone, con la evidencia de un presente inédito, la certeza de un pasa do sin retomo. Tras el atentado de Nueva York, esta evidencia procede de una toma de con ciencia colectiva y repentina. Si no vemos pasar el tiempo o si constata mos demasiado tarde no haberlo visto pasar, 48
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es evidente que hay que alegrarse de ello. Como el silencio de los órganos, la discreción del tiempo es el testimonio de la paz del cora zón; la espera impaciente o angustiada, el mie do, la preocupación son la prueba de lo con trarío. Ello no impide que a lo largo de la vida se nos suponga una preocupación por el paso del tiempo: preparar las siguientes vacacio nes, la vuelta a las clases, preparar nuestra jubilación, etcétera. Toda una serie de pasos (desde el paso al sexto curso para los niños has ta el paso a un nivel superior para los funcio narios) pautan con tanta fuerza el tiempo, que llegan a ser objeto de una atención vigilante: se les ve venir; no son evidentes; son en cierta me dida problemáticos, expresan la incertidumbre del devenir, la necesidad de prepararse. En este sentido, el pasar (que encontra mos en la expresión «ritos de pasaje») tiene connotaciones espaciales, geográficas; para atravesar (pasar) una montaña o un río, hay que hallar el paso: pasaje, desfiladero, puerto, vado. Los desfiladeros y los vados del tiempo corresponden a las recurrencias de las esta ciones, a los cumpleaños, de un modo menos regular a las transiciones de la vida política 49
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(los interregnos, las sucesiones o, en las demo cracias modernas, las elecciones); pero de vez en cuando surgen acontecimientos imprevis tos (quizás eran previsibles y son el envite del debate que suscitan) que obligan a abrirse paso a la fuerza en el tiempo, de cortar a gol pe de machete o de hoz el profundo espesor del tiempo. Cuando pasamos el tiempo (en el sentido en que se pasa un río), avanzamos en nuestro propio futuro; dicho de otro modo, logramos hacemos un pasado, arrancamos un pedazo de tiempo (a veces decimos que lo hemos ma tado), un pedazo de tiempo que podremos vol ver a utilizar para apuntalar nuestro nuevo presente, nuestros proyectos, o que nos quita remos de encima para que no nos estorbe, para que desaparezca en un rincón de una cava o de un granero y para que su sombra no se pro yecte sobre nuestra nueva vida liberada de las trabas de la antigua; o aun, para cambiar de metáfora, un pedazo de tiempo que expulsa remos tras ser digerido, tal vez al precio de una cierta pesadez de estómago. Ahora bien: esta empresa no siempre resulta posible. Hay trozos del pasado que nunca pasan, tanto de 50
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mi pasado privado como del que comparto con otras personas, con otras muchas perso nas. Por mucho que los degluta, se atragantan; por mucho que los trabaje, se resisten; por mucho que los minimice, me estorban. La experiencia íntima del tiempo -y la sen sación que la acompaña de haber conseguido o no superar una etapa- es más tributaria de la época que vivimos con los demás de lo que desearíamos. Esta dependencia se confirma con mayor fuerza ante ciertas circunstancias: desde este punto de vista, 1968 representó un ejemplo espectacular y, para algunos cuya existencia se tambaleó, la promesa rápida mente sesgada de una vida cambiada. Porque el paso se reserva sorpresas. Y así, para pla giar los antiguos carteles de la SNCF, un paso puede esconder otro paso. Después de 1968 vino el año 1989 y la caída del muro de Berlín. Una vez más, sentimiento de liberación. Pero una vez liberados de los fantasmas del este, la sociedad del Espectáculo se entrega a todos sus demonios. Los situacionistas de ayer son superados por la situación que habían denun ciado: son borrados del mapa, reniegan de ella o se suicidan. 51
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¿Cuál es el quid del 11 de septiembre del 2001 ? Se trata de un típico acontecimiento que no pasa, que se nos queda atragantado, pero por razones que no se reducen a la constata ción de un horror espectacular, ni siquiera a la ambivalencia evidente de las reacciones que suscita en el mundo o al temor a los desastres que este horror pueda conllevar. Este acontecimiento que no pasa pero que tuvo lugar (en Manhattan y en Washington), si nos incomoda tanto, ¿no es precisamente por que se asemeja a una mutación reveladora del sistema en el que vivimos y del que no quere mos tener plena conciencia? ¿No es precisa mente porque nos revela algo sobre nuestras represiones y sobre nuestros deseos? No se trata aquí, como en 1968, del carácter aliena do de nuestras existencias cotidianas (resu mido por el famoso «metro, curro, cama» que percibía con tanta intensidad su fuerte pu janza y su pleno empleo) o de la represión de nuestras sexualidades (de la que todavía no hemos conseguido librarnos, a juzgar por los últimos éxitos literarios franceses). No se tra ta aquí, como en 1989, de la tranquilidad inte 52
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lectual que nos había dado la existencia, de trás del Muro, de otro sistema, y de nuestro ma lestar ante las verdades de repente más cru das de la sociedad del Espectáculo. Se trata ahora de la certeza largamente rechazada de que se ha cerrado el circuito, de que perte necemos al mismo mundo que el de aquellos a quienes no queremos ver y que esta perte nencia, si no planteamos todas sus consecuen cias, puede resultar peligrosa. Asimismo, bajo la incomodidad del acontecimiento, la recom posición del presente conlleva una reconstitu ción del pasado que lo hizo posible y nos invi ta a plantearnos nuevamente episodios como la colonización y la descolonización.
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Lunes 22
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Esta mañana, un amigo mío se preguntaba: «¿Acaso vamos a vivir en un mundo goberna do por Bush, Sharon y Bin Laden?» Según mi parecer, resumía el sentimiento general de inquieto estupor ante el desarreglo de una má quina enloquecida y sin mecánico. ¿Dónde se encuentra ese mecánico providencial? ¿En la Casa Blanca? Lo dudamos, y empezamos a sopesar los méritos respectivos que se les su pone a cada uno de los consejeros, a intentar descubrir las huellas de una inteligencia a la medida de lo que está enjuego. ¿Colin Powell, quizás? Creo que en todas las futuras eleccio nes que deban celebrarse, ya sea en Francia o en cualquier otro país, lo que se buscará pri mero será la inteligencia: da confianza. Se les pedirá a los gobernantes que no sean idiotas, 55
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es decir, atendiendo al mundo de imágenes en el que vivimos, que no parezcan idiotas. Siempre podemos equivocarnos. No me abstengo de dar muy a gusto mi con sejo a los futuros candidatos: no temáis trans mitir un cierto aire de inteligencia. Pero ¡aten ción! No se trata de tener un aire demasiado inteligente, demasiado exclusivamente inteli gente, de hacer gala de una inteligencia aguda, viva, inquieta, animada. No: hay que combinar las virtudes de la inteligencia con la gravitas del hombre de Estado (el que sabe mostrar que «da la talla», que se toma su tiempo para pensar, que entiende pero que sabe esperar). Pero me diréis: ¡... pues vaya con Bush! ¡Y sí...! ¡Bush...!
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in t e r io r y el e x t e r io r
Paul Virilio, en su libro del año 1998, La Bom be informatique [La bomba informática, Ma drid, Cátedra, 1999], hizo una notable exposi ción del modo en que los envites en el ámbito geopolítico habían cambiado de dimensión. Nos ofrece una descripción impresionante de este cambio que, según su parecer, se corres ponde desde la década de 1990 con el análisis realizado por el Pentágono. Nos preguntamos si, a la luz del acontecimiento, el Pentágono se mostró desde 1990 tan lúcido como Paul Virilio o si, en caso afirmativo, supo extraer to das las consecuencias de su análisis. El pro fundo cambio que estamos tratando es, en efec to, simple y fundamental. Lo global (lo global al que se alude al hablar de globalización) es el interior de un mundo finito, finito y defini 57
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do por la existencia de ciertas redes de circu lación, de información, de comunicación. Lo local corresponde al exterior de lo global, a las periferias, a los grandes extrarradios, a todo aquello que puede ser precisamente localiza do aquí o allá, a todo lo que está in situ. Esta oposición entre lo local exterior y lo global in terior explica todas las aparentes paradojas de la vida social y política contemporánea. Virilio nos recuerda unas declaraciones de Clin ton que las resumen: «Por primera vez en la vida, no existe diferencia entre la política in terior y la política exterior.» Esta fórmula podría parecer pura y sim plemente imperialista si no tradujera ante todo un estado de hecho, un profundo cambio de perspectiva cuyos efectos constatamos día a día. Unos efectos que eran perceptibles mu cho antes de los atentados de Manhattan y Was hington. Estoy pensando especialmente en la separación entre los acontecimientos despoli tizados, que son presentados como una mani festación del bandidaje, del terrorismo o de la locura (y para cuyo tratamiento se han creado nuevas jurisdicciones, como el tribunal de La Haya), y los acontecimientos publicitados por 58
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que, si bien son muestra de la esfera privada y de la diversidad del hecho, son presentados como emblemáticos de un nuevo orden mun dial. Bin Laden se inscribe en la primera ca tegoría, a continuación de otros criminales como Milosevich o Saddam Hussein, sobre cuyo significado político se ahorra el análisis al poner el acento únicamente en sus críme nes. Lady Di forma parte de la segunda cate goría junto con todos los personajes del es pectáculo, de las letras o de la vida asociativa que consagran una parte de sus respectivos tiempos a acciones humanitarias, si bien tie nen a la vez una vida personal, familiar, afec tiva y una vida mediática intensa. En ambos casos, la hiperpersonalización de la vida pú blica facilita su presentación y su interpreta ción. En este sentido, es uno de los aspectos del monopolio del acontecimiento que, junto con el de la violencia legítima, constituyen el monopolio al que hoy en día aspira el primer Estado del mundo. Hay un lazo de unión entre el monopolio del acontecimiento y el monopolio de la vio lencia. En primer lugar, sobre todo porque hay que estar en posesión de la fuerza para 59
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decidir qué será acontecimiento y qué no lo será. La consecuencia de ello es que cualquier acontecimiento reconocido viene a ser una es pecie de violencia. En segundo lugar porque la violencia simple y llana, la violencia con efectos materiales y físicos inmediatos, es hoy en día uno de los medios más seguros para crear un acontecimiento. Que por cierto debe incluir efectos violentos a gran escala. Tres muertos palestinos por aquí o un colono judío mortalmente herido por allá son una manifes tación de lo cotidiano anecdótico. Hay que for zar la dosis para conseguir un acontecimien to, matar a un ministro, a un gran dirigente de la guerra o a un número considerable de anónimos. En este y en otros muchos sentidos, los atentados del 11 de septiembre constituyen una provocación excepcional y ejemplar. En cierto modo son una aplicación literal de la doctrina del Pentágono. Y simultáneamente son una muestra de la política interior y de la política exterior; de ahí que desde ese instante no sorprendiera que el FBI y la CIA se pisaran los talones cuando iniciaron las pesquisas. La propia investigación ponía en evidencia, con 60
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una especie de feroz ironía, que los futuros kamikazes utilizaron las facilidades que Esta dos Unidos les brindaba: viajaban al país im punemente, aprendían desde ahí a pilotar los aviones, consultaban con una intención evi dente los horarios de las líneas aéreas interio res. Y puesto que se sabe, por otro lado, que se formaron también en tierras del Próximo Oriente y de Oriente Medio, que en la mayoría de los casos pasaron largos períodos en Euro pa, que fueron financiados por redes ocultas pero evidentemente y absolutamente interna cionales, se puede ver en ello la ilustración de la desaparición entre frontera interior y fron tera exterior que se halla, según Virilio, en el centro mismo del cambio de perspectiva ope rado en el Pentágono. El terrorismo pretende a la vez atentar con tra el monopolio de la violencia legítima (y tras el 11 de septiembre vamos a ser testigos de cómo se desarrollan argumentos tendentes a legitimar los atentados como el arma de aque llos que carecen de otras formas de matar) y relocalizar lo global. Según la nueva óptica analizada por Virilio, el Pentágono y el World Trade Center no eran puntos geográficos si 61
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tuados en Washington o en Nueva York, sino elementos esenciales de la metápolis virtual que se identifica con el mundo global de la circulación, de la información y de la comu nicación, el summum de la interioridad. Aho ra bien, estos elementos del dispositivo virtual adquieren de repente una actualidad trágica: devienen lugares, como Mogadiscio, Beirut o Bagdad; pasan a ser exteriores a la globalidad del sistema: de repente todo se detiene ahí, y la destrucción de las torres, con todo su equi po informático al servicio del comercio mun dial, es más que un incidente material y un dra ma humano: es una revolución interna que a primera vista parece hacer dar un paso más a la lógica de encerramiento en la que se con funden exterior e interior. La escena de los atentados es, a decir ver dad, bastante extraña. Los espacios en los que tienen lugar pertenecen a ese tipo de espacios que yo he denominado no-lugares porque pa recen escapar a cualquier determinación de identidad, simbólica o histórica. Está claro que las torres eran un lugar de trabajo para mu chas personas y es fácil imaginar que entre ellas se establecieron vínculos de familiaridad 62
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cotidiana, hábitos y relaciones. Todas estas in timidades fueron barridas de un solo golpe. Pero si pensamos en las dos torres como un conjunto, si pensamos en los miles de perso nas que las frecuentaban a diario sin conocer se, que se cruzaban sin verse, si nos fijamos en que desde cada piso partían y llegaban a diario miles de mensajes sin que, de un piso a otro ni de una a otra oficina de un mismo piso, se tu viera la más mínima idea de quiénes eran sus autores ni la más mínima curiosidad por co nocerlos, si pensamos en las multitudes enlo quecidas que se sometieron al apremio de la evacuación por las escaleras, no podemos evi tar ser sensibles a su carácter ejemplarmente anónimo, al mundo de interconexiones y de comunicaciones instantáneas de las que ellas eran un máximo exponente, síntesis de la metápolis, según Virilio, y de todos los no-luga res de la tierra como espacios de circulación, de consumo y de comunicación. Los aviones completan este cuadro: las líneas aéreas son, junto con los circuitos de comunicación, las arterias del mundo globalizado y de Estados Unidos. Si el atentado relocaliza todo esto no es tan sólo en el sentido de que hace de ello el 63
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centro de acontecimientos que hasta entonces se reservaban a las periferias; al introducir a la fuerza la historia en espacios cuya ideolo gía pretendía que ésta había terminado, defi ne a la vez unos lugares donde se recrea una identidad colectiva, donde se afirma un pa trimonio, un lugar de culto y de conmemora ción, que de ahora en adelante simbolizará otra América. Trágicamente (la historia es trá gica), el no-lugar deviene lugar. En este drama, todo adquiere una dimen sión simbólica: son los aviones de las líneas interiores norteamericanas, aviones de compa ñías norteamericanas, los que se ponen en contra de los símbolos del sistema al que sir ven. En cierto modo, el sistema es el que se pone en su propia contra. Si para llevar a cabo esta hazaña perversa ayudan algunos márti res del Islam, éstos también aparecen, en cier tos aspectos (estudios, competencias técni cas), como productos del propio sistema. En cierto modo, nos anuncian lo que dentro de poco algunos locutores nos comentarán o nos recordarán, que Bin Laden y otros islamistas, especialmente los talibanes, fueron armados y a menudo adiestrados en Estados Unidos. 64
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Si retrocedemos unos cuantos años, podemos apreciar todavía mejor el carácter cínico y a la vez suicida de la política americana. Para po der hablar metafóricamente de enfermedad autoinmune en relación con la destrucción del World Trade Center, no falta más que un de talle: sería necesario que los propios agentes de seguridad norteamericanos fueran los que atacan, o, dicho de otro modo, que aviones de guerra norteamericanos se hubieran estrella do contra las torres. No nos hallamos muy le jos de una situación de esta índole si pensa mos en las armas americanas de que disponen los talibanes y en el papel de la CIA en la for mación de sus dirigentes. A partir de aquí, ¿podemos considerar el terrorismo como una enfermedad del propio sistema? Creo que sería llevar demasiado le jos la metáfora el atribuir al sistema un grado de realidad que no le es propio. El sistema, como cualquier otro, es una construcción que, de acuerdo con Virilio, redefine un cierto nú mero de términos y sus relaciones: lo exterior y lo interior, lo local y lo global, aparejados en el sistema de un modo aparentemente sor prendente: global, como interior de una parte; 65
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local, como exterior de la otra. Si, tras el aten tado, se vuelven a invertir los términos y las relaciones, si el símbolo de lo global deviene terriblemente local, ello obedece menos a una crisis del sistema como tal, de la que somos testigos, que a su histórica puesta en cuestión. Hay un indicio en este sentido: todo ocurre como si, frente a la globalización técnica y económica de la que Estados Unidos es una pieza esencial del engranaje, se perfilara otra globalización a partir de los elementos de la primera a la que le tomaría prestados tam bién un cierto número de circuitos. Sus inter locutores aspiran, como el Estado más pode roso del mundo, al ejercicio legítimo de la violencia. Crean el acontecimiento y poseen un arte perfecto de monopolizarlo (de mono polizar su sentido y su interpretación) en una parte del mundo. Confían a una cadena de te levisión de Qatar el monopolio de la informa ción. La red de Bin Laden, Al Qaeda, está en todas partes y en ningún lugar, es inasequible. En cualquier caso es la imagen que quiere y consigue dar. Quizás Bin Laden, como Saddam Hussein, tiene sosias. Pero a decir verdad no se tiene la certeza de que este nuevo Fanto66
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mas sea el único o el principal dirigente de la gran red que recorre el mundo: como el gran Capital en boca de los comunistas de antaño, puede tener distintas encamaciones. El te rrorismo incluye todos los elementos de una sociedad anónima. Tras el llamamiento a la jihad y a la solidaridad musulmana, parece adivinarse un comportamiento mimético que nada tiene de novedoso si tenemos en cuenta que muchos movimientos de resistencia en el mundo han tomado prestadas las armas de aquellos a quienes combatían y también su estilo. Esta oposición en forma de rivalidad difí cilmente puede ser analizada según los térmi nos del propio sistema, en la medida en que precisamente el sistema aparece como un modelo deshonrado y a la vez fascinante que debe ser abatido o subvertido. Aquí puede ser de utilidad retomar la opo sición entre globalización y planetarización. La lógica de la globalización pretende estar ajena a cualquier forma de conciencia pla netaria; los problemas de la ecología y de la desigualdad social no le conciernen. Por lo menos es lo que se propone en la medida en 67
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que se define como sistema y aspira a definirse como sistema globalizador. Para que el sistema sea completamente globalizador debe tener en cuenta también la conciencia planetaria, debe ser portador de un mensaje sobre el planeta como cuerpo físico expuesto a amenazas es pecíficas y sobre la sociedad de los humanos amenazada por una desigualdad creciente. La experiencia y el ideal democráticos que, en este ámbito, hacen de mensaje de la primera po tencia del mundo globalizado tienen su impor tancia, pero se ven constantemente renegados en política exterior. Estados Unidos y el siste ma en su conjunto distribuyen cómodamente los puntos positivos y los negativos en el ámbi to de la democracia y de los derechos del hom bre, pero, si bien no se excluye que a la larga se logren progresos importantes en estos ámbi tos, ellos no son portadores de un mensaje cla ro y audible para los más pobres y oprimidos. El realismo y el cinismo que han demostrado en esta ocasión y que demostrarán en los tiem pos futuros son una muestra de una concep ción clásica de la diplomacia y no de un ideal en el que podrían reconocerse los sedientos de libertad, de educación y de justicia. 68
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La administración republicana, durante los primeros meses de la presidencia de Bush, ha vivido como si globalización significara planetarización, como si el sistema fuera la rea lidad. La ecología no era su taza de té; el res peto a los acuerdos convenidos no era su obsesión; el Próximo Oriente no era su preo cupación. El aislamiento a la nueva usanza significa creer que, en efecto, la historia ha terminado y que no hay más que esperar, en el corazón del mismo sistema, a que termine de generalizarse y a que se pongan eventualmen te a punto ciertas actuaciones de ayuda a los excluidos (en el exterior del propio sistema, para retomar las oposiciones de Virilio). Ante un repliegue como éste (y me gustaría recor dar que a menudo la descolonización se ha identificado más con un repliegue de este tipo que con una liberación) y una certeza como ésta, los atentados de Nueva York y de Was hington son, a pesar de ser como una pesadi lla, una llamada al principio de realidad: el planeta llama de nuevo al recuerdo positivo del sistema. Pero el planeta está del lado de la historia y la globalización del lado del sistema. La his 69
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toria es sucia, la historia es loca, la historia está surcada de deseos y de delirios; los ren cores y los odios se acumulan; la ignorancia, sobre la escena del mundo, se expande con complacencia y desespero, es una presa que se brinda a cualquier tipo de explotación. Al acometer el sistema no se consigue demostrar su virtud; utilizar el sistema y utilizarlo contra él mismo según la propia necesidad requiere inteligencia, pero la inteligencia no excluye ni el fanatismo ni la locura. Incluso podría mos llegar a desear, desde la preocupación por la justicia y para conjurar nuestros te mores, que no se cree que el sistema esté al abrigo de la historia.
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Últimamente hemos visto blandir de nuevo las antiguas banderas. «¡Vuelta de la religión!» afirman las publicaciones, generalmente con un atisbo de inquietud cuando se trata de la religión de los otros -del Islam para el caso- y cuando esos otros habitan la misma ciudad. Desde hace años se viene hablando de «comu nidad musulmana», dos términos detestables cuando van unidos porque generan una doble sensación de encerramiento. ¿Cómo extrañar se de que la gente joven lleguen a sentirse ex clusivamente solidarios entre ellos cuando se les atribuye una diferencia y una residencia específicas, y de que reivindiquen una etique ta religiosa cuando se les cuelga una de todas maneras? No sólo se les está condenando a ser musulmanes, sino a serlo en grupo. Contra 71
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riamente a todas las formas tradicionales de la laicidad francesa, se ha pretendido crear una minoría étnica y religiosa (y religiosa en la medida en que es étnica) susceptible de ser etiquetada, de ser caracterizada, hecho que de inmediato ha complicado la identifica ción de sus representantes, como si, de en trada, esa actitud no fuera la creación de aque llos que hoy en día pretenden comprenderla y discutir con ella. El regreso de lo religioso, en dicho caso, responde al capricho perverso de espíritus pretendidamente modernos, de apóstoles de la nueva laicidad y de culturalistas incultos que rebanan Francia en comu nidades religiosas, cuando este país está com puesto precisamente por individuos que se definen como religiosamente indiferentes, in cluyendo entre ellos a quienes son de origen árabe. Si lo religioso regresa, debe hacerlo de un modo inofensivo. Frente a las cruzadas exal tadas del Occidente cristiano, los gobiernos de nuestras sensatas democracias y el conjun to de los responsables religiosos hacen un lla mamiento para que no se mezcle lo bueno con lo malo. Bush hace un homenaje al Islam 72
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como «religión de paz». Los cristianos que identifican, con cierta razón, viejos recuerdos en la historia, descargan sobre las heridas de ésta toneladas de ecumenismo. Lo política mente correcto exhala, hoy en día, un perfu me de sacristía. Y sin embargo... Y, sin embargo, los mo noteísmos siempre han sido proselitistas y, como consecuencia de ello, combativos. Ja más se han aislado en sus lugares de origen; de entrada siempre han respondido a voca ciones universales. Y es evidente que las co sas se deben distinguir desde este punto de vista. Los libros sobre los que se basan las distintas tradiciones monoteístas son suscep tibles de lecturas distintas: en ellas se en cuentran declaraciones de guerra y alaban zas de la paz, llamamientos a la venganza y al perdón. Así pues, no es la lectura de los textos lo que permite determ inar el carácter más o menos violento o más o menos humano de las distintas tradiciones religiosas. Tampoco lo es la evolución de dichas lecturas a lo lar go del tiempo, que más bien habla de la his toria por hacer que de un «mensaje» intem poral que finalmente haya brotado de su 73
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frente original. Sin duda existe una salida fi losófica de la religión, una salida por medio de la filosofía. Pero esta profundización es más fácil cuando la religión ha visto contra riadas sus aspiraciones al poder político y a la conquista. Hay que tener en cuenta, además, que el otro aspecto de las cosas es la práctica. La práctica del pasado, claro está; no será necesa rio recordar aquí el pasado bélico y represivo del cristianismo en sus distintas modalidades. Y también la práctica actual, a la que no siem pre le dedicamos la atención que se merece. Seguro que tampoco es necesario recordar el carácter retrógrado y oscurantista de los Esta dos que se definen oficialmente como islamistas. Pero algunas de las distintas iglesias sali das del movimiento protestante tienen hoy en día una actividad de misión perfectamente comparable a la del Islam, del que además toma prestados los mismos caminos: asistencia so cial ahí donde falla y mensaje enérgico, sin concesiones al ideal de la tolerancia que se formula en otras instancias. En América lati na, los evangelistas denuncian con el mismo ardor a Juan Pablo II que a Fidel Castro, figu 74
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ras del Anticristo, así como todas las perver siones modernas: el alcoholismo, la droga, el adulterio y la homosexualidad. Su organiza ción es minuciosa y mundial, global, dispo nen de grandes sumas de dinero y de sóli dos apoyos en Estados Unidos. Varios jefes de gobierno de América Central y de Améri ca del Sur son evangelistas. Su penetración en África y en Europa del Este es sistemática y decisiva. Estas constataciones no pretenden esta blecer una comparación entre las distintas tradiciones religiosas ni pretenden analizar (hay otras personas que lo hacen con toda la información y experiencia necesarias) las distintas formas del expansionismo religioso contemporáneo. Tan sólo quieren introducir una reflexión más precisa, no exenta de con secuencias: los debates a los que estamos asis tiendo desde hace algún tiempo, la literatura que invade los estantes de las librerías tien den efectivamente a hacer creer que los acon tecimientos del 11 de septiembre son de natu raleza religiosa, salen al paso para matizar esta afirmación con una diferenciación biempensante entre la religión de verdad, la espiri 75
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tual, y la religión extraviada, mal entendida, que justificaría la violencia. Ahora bien, si, se gún yo creo, estos debates carecen de sentido y de utilidad es porque nada tienen que ver con la esencia del fenómeno que nos preocu pa desde el 11 de septiembre: la espectacular manifestación del terrorismo global. Precisemos. Que Al-Qaeda recibe el apoyo de las redes islamistas de todo el mundo, que la acción de Bin Laden, madurada a lo largo de los años, esté motivada por la defensa del Islam y que esta preocupación la haya dirigi do, por turnos, primero contra los soviéticos, que sostenían un régimen laico en Afganistán, y luego contra los americanos instalados cer ca de los Lugares Santos en Arabia Saudí, son hechos evidentes. Pero lo que de verdad im porta son las reacciones que el atentado del 11 de septiembre suscitó en el mundo entero. Ya no estoy hablando únicamente de los paí ses musulmanes, sobre los que se ha recalca do, a menudo con pudor, que sus respectivas poblaciones no estaban «en la misma línea» que sus correspondientes gobiernos, obliga dos a colaborar con Estados Unidos, sino de continentes como América latina o el África 76
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La sonrisa de satisfacción que se di bujó en sus caras nada tenía que ver con el Corán. Nacía de la conciencia de que se ha bía asestado un buen golpe a la potencia y al sistema dominantes, un golpe que, por pri mera vez, había estado a la altura de esa do minación. Hacer esta constatación no implica ceder al antiamericanismo, como querría hacemos creer toda una corriente de intelectuales. Na die nos puede prohibir pensar en conjunto el terror antidemocrático, liberticida y homi cida de Al-Qaeda y el contexto que propició su aparición y que explica la audiencia ambi gua que tiene. No se nos puede prohibir di ciendo que prestar atención a lo segundo sería justificar lo primero: sería un inadmisible proceso de intención que es manifestación del terrorismo intelectual. Luchar contra el terrorismo, a largo plazo, significa intentar eliminar las condiciones de su aparición. El terrorismo es la forma última y acabada de la humillación, el gesto nihilista de aquellos que ya no sienten respeto ni por sus vidas ni por las de los demás, porque su rabia y su locura les han conducido más allá de este respeto. negra.
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Desde este punto de vista, no me parece signi ficativo que el Islam añada a estos actos la promesa de huríes y felicidad eternas para sus mártires. Sí, las razones profundas del terro rismo, del nihilismo y de la humillación son políticas y económicas, o de lo contrario, para decirlo de otro modo y responder así a la ob jeción de aquellos que harían prevalecer que en el acto terrorista y suicida siempre se en cuentra algo más que la fuente de sus deter minantes, que un gesto terrorista tan espec tacular como el del 11 de septiembre pueda sacudir certezas y captar imaginaciones no sería concebible en un mundo de igualdad política y de justicia económica. Las décadas de 1960 y 1970, de los años de las independencias declaradas o reafirmadas, suscitaron la aparición de figuras carismáticas que tuvieron un destino trágico o des graciado desde el mismo momento en que re chazaron doblegarse al orden de las cosas, al orden del mundo: Lumumba, asesinado en 1961; Guevara, asesinado en 1967; Allende, asesinado en 1973, inscribían sus acciones en una perspectiva política que fracasó, pero que la expansión intelectual del marxismo y, 78
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más ampliamente, del pensamiento progresis ta hacían parecer posibles en la época. Ilusio nes, ilusiones sangrientas porque el sistema que se instalaba era exclusivo de cualquier tercera vía. El Tercer Mundo debía doblegarse al sistema de dos vías. La tercera vía no era más que la cara escondida del comunismo que los dirigentes americanos deseaban ba rrer del mapa. Otra posible traducción del mismo principio: tal vez no es por casualidad que las monarquías constitucionales (en Irán y en Afganistán), más allá de la cuestión de sus errores o de sus faltas, no hayan recibido más apoyo de Estados Unidos cuando a fina les de la década de 1970 la una se inclinaba hacia el islamismo y la otra hacia el comu nismo. En el presente, el anticomunismo ha deja do de ser el motor del sistema de vía única que, tras haber eliminado el comunismo, se extiende por toda la tierra (evidentemente, con todas las incertidumbres que se derivan de la existencia de Estados como China o Ru sia, que mantienen con Estados Unidos y Eu ropa unas relaciones que por el momento res ponden a la más clásica lógica diplomática). 79
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El ideal progresista, para no hablar del mar xismo, ya no es el repetidor por el que se pue da intentar generalizar un mensaje local. El propio lenguaje político ya no lo consigue en sus formulaciones antiguas (independencia, democracia). La experiencia de Marcos en México es, bajo este punto de vista, tan sutil como particular: en definitiva, no deja de ser una experiencia irrevocablemente local, por mucho que se haya dejado sentir por todas partes. Desde entonces, las protestas de los exclui dos reproducen a otra escala las protestas de los pueblos colonizados. En cualquier lugar del mundo, la situación colonial ha suscitado la aparición de resistencias, pero sobre todo de figuras ambivalentes, proféticas, que, al tomar nota de los cambios ocurridos, reivin dican su apropiación para aquellos que fue ron sus primeras víctimas. En África negra, estos profetas, personalidades ambivalentes fascinadas por la novedad de la que denun ciaban la injusticia, habían sido formados en general por las misiones protestantes o cató licas. Su ambivalencia se debía en parte al hecho de que, conscientes de la naturaleza lo so
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cal de sus predicaciones, intentaban entablar con las iglesias del colonizador los lazos que justificarían la ampliación de sus actos. La enorme demanda de la que a veces han sido objeto, los éxitos efímeros pero impresionan tes que muchos de ellos cosecharon demues tran con creces que eran los hombres (y a ve ces, aunque muy raramente, las mujeres) «de la situación». ¿Qué proponían? Una acción inmediata y una previsión a corto plazo. Como en la Bi blia, los días gloriosos que anunciaban eran terrenales y estaban próximos. En su espera, se metían un poco en política, se rodeaban de semisabios, curaban los cuerpos enfermos, acogían a quienes eran rechazados por sus ciudades (los «brujos») y a quienes no sopor taban la vida en la ciudad. Durante toda la época colonial y hasta nuestros días, casi medio siglo después de las independencias, la esperanza, a pesar de los chascos que da la experiencia, no ha cesado de reaparecer. En Africa se continúa ejerciendo la carrera de profeta. Pero quien haya viajado un poco sa brá que en todos los continentes una acti vidad profética desenfrenada, ya sea bajo los 81
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colores del candomble, del umbanda o del shamanismo, en sus múltiples expresiones africanas y asiáticas, no cesa de inflamar po blaciones enteras que tienen la necesidad de denunciar su difícil vida. Con respecto a esta demanda, hoy en día la postura profética es más necesaria (más lógi camente necesaria) que nunca. Las eviden cias de la mundialización y la triste certeza que la acompaña de que la solución se halla siempre en otra parte, del lado de los poderes que Occidente controla y de los que se sirve para dominar a los otros, contradicen y esti mulan a la vez dicha postura. En Bin Laden hay algo de profeta y en Al-Oaeda algo de profetismo. La idea de un imperio musulmán dirigido por Bin Laden, el hecho de que emplea a individuos que han adquirido cierto capital intelectual y técnico, el bricolaje con los instrumentos de destruc ción creados por Occidente o el desvío, en to dos los sentidos del término, de sus medios de transporte, la idea de que el acontecimiento tiene el valor de un signo (un obús de mortero cae a los pies de Bin Laden y no explota), todo ello es de naturaleza profética. Hay otros te 82
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mas (básicamente la ideología del mártir) que pertenecen a la tradición islámica. Pero ésta es, ante todo, un vector que de entrada abre un espacio planetario a la palabra profética. Los pequeños profetas de los pueblos africanos ne cesitaban el modelo de la religión universal. Los profetas del mañana, ante la ausencia de cualquier ideología política o filosófica universalizable, necesitarán, a su vez, el Corán o la Biblia. Que ello no nos impida oírlos y entender en nombre de quienes hablarán aunque no siempre lo sepan o lo quieran.
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Hay un asunto, ¡menudo asunto!, que merece la pena seguir. Los proclamadores del opti mismo van a celebrar la victoria americana (técnicamente poco discutible) y van a en cumbrar la idea de que se ha puesto en jaque al terrorismo y al fundamentalismo. Pero nos resultará fácil darnos cuenta de lo que pue de seguir a una victoria como ésa: el manteni miento de las buenas relaciones con Arabia Saudí (lógico, puesto que las autoridades nor teamericanas nada tienen en contra del fun damentalismo religioso y en un comienzo habían acogido favorablemente el éxito del FIS en Argelia); la fulminación de distintos blancos terroristas (Somalia, Irak y otros lu gares), preferentemente cuando, como en Af ganistán, es muy probable que dicho ataque 85
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contribuya a preservar los intereses económicos norteamericanos; y, probablemente con menor regularidad (puesto que entramos en un nuevo capítulo), se garantizará la continuación del culebrón sobre Bin Laden, a menos que se le encuentre rápidamente un epílogo. En cuanto al resto (el resto: la suerte del mundo, el devenir de la humanidad), Euro pa, todavía un enano político, la Europa que «se amplía» como quien saca pecho, asegu rará las buenas obras y el seguimiento hu manitario echando el ojo a su vez a los oleo ductos y a las reservas de gas. Y continentes enteros continuarán debatiéndose en la vio lencia y la miseria. ¿Hay con qué alimentar algún tipo de op timismo? Así parece creerlo Bernard-Henry Lévy en un artículo de opinión publicado por Le Monde el 21 de diciembre. No tengo nada contra Bernard-Henry Lévy: con su estilo flo rido y un poco pretencioso, expresa la nostal gia de una época en la que algunos intelectua les sabían hacer oír sus voces en la ciudad. He leído de él análisis inteligentes. Pero esta vez, se deja llevar: básicamente, arremete con tra el antiamericanismo, el «socialismo de los 86
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imbéciles» que, a su parecer, acaba de experi mentar una dura derrota. Se le podría repli car que el antiterrorismo (el antiterrorismo de palabra, al igual que el antiamericanismo en el que pone la mira) corre el riesgo de con vertirse en breve, como el anticomunismo de antaño, en el patriotismo de los cretinos. Pero lo esencial no está aquí. Bemard-Henry Lévy no se adhiere, según dice, ni al dogma del fin de la historia ni al mito del choque entre civi lizaciones. Bien. No es el único. Tampoco es el primero. Entonces, ¿sobre qué se basa su pro americanismo? Sobre la constatación de que los norteamericanos se atreven a hacer lo que quieren cuando quieren y de que llevaban la razón al exigir la cabeza de los talibanes. Pero llevado por su impulso, quiere una victoria total y no duda en aplastar bajo las bombas de su ironía los argumentos rastre ros del «antiamericanismo». Hay que remar car, entre paréntesis, el poder de las palabras y la lucha sutil que permite a los más despa bilados, en este deporte de combate que es el enfrentamiento político o ideológico, ocupar el lado positivo: todo el mundo sabe que los defensores del «antiamericanismo» no son 87
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más antiamericanos que los «antimundialización» hostiles al mundo, pero lo esencial es que el adversario esté en el lado contrario, afectado por el signo negativo, privado de algo. Dios ha marcado una serie de momen tos del día en que nos hemos acostumbrado a llamar no-creyentes o ateos a las personas que se atenían a la experiencia del hombre, de la vida y del conocimiento. Así pues, para Bemard-Henry Lévy «nin gún “abono" justifica ni explica en profundi dad el nihilismo urbicida de los saudís secta rios». Admito que el abono nada justifica, por lo menos espero que no lo explique todo, pero sin abono, ¿el terrorismo sería tan siquiera concebible? A menos que Bemard-Henry Lévy pretenda decir que la voluntad perversa de un hombre ha bastado para estremecer al mundo entero. Y si ése era el caso, todavía habría que preguntarse por qué el gesto terrorista tam bién ha podido hacer nacer en el mundo esa sonrisa de satisfacción más o menos conteni da, que puede sorprender pero que hay que explicar, porque éste es nuestro problema. El mundo en su conjunto (y no me refiero a los intelectuales franceses) no se ha sentido ame 88
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ricano tras la caída de las Torres Gemelas. ¿Por qué? Bernard-Henry Lévy no se hace la pregunta. Se siente demasiado feliz. Mirando de arriba abajo a los talibanes que han huido «como conejos», se regocija de que la fuerza disuasiva de los B52 abra al fin la vía al Islam laico y vea asomar en el horizonte «la mundialización de la democracia». ¿Tan lejos se encuentra del «fin de la historia»? La guerra fría nos dejó como legado un motor a dos tiempos: blanco o rojo, bien o mal. Un talibán que viaja un poco se convier te en un buen checheno; y al revés, alguno de los héroes de la lucha antisoviética se han convertido en terroristas. Bernard-Henry Lévy sabe todas estas cosas, pero, obnubilado qui zás por el temor a no ser más que un figuran te en la escena de la historia, como todos y cada uno de nosotros, intenta conseguir su lu gar, hacer oír su voz, mostrarse, tener un pa pel, uno de verdad, aunque está ignorando el escenario de los hechos y sus cambios de de corado. Y reconozcamos que éstos se suceden a toda prisa y que nos cogen desprevenidos. ¿Dónde han ido a parar los miles de guerreros talibanes, los búnkers subterráneos, las cue 89
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vas sobreequipadas desde las que Bin Laden se comunicaba con el mundo entero? ¡Esca moteados! ¡Corten! Ya no los necesitamos. Todo ha cambiado de escenografía. Un clap: ¡Todo el mundo preparado para la secuencia siguiente!
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LO QUE ESTÁ EN JUEGO
Sea cual sea el resultado de la batida al «multi millonario saudí», como suelen decir los me dios de comunicación, el acontecimiento del 11 de septiembre continuará siendo funda mental e inaugural. Como en tiempos de la colonización, pero con los medios de la mundialización (recordemos cómo la aparición del mediático subcomandante Marcos dio el golpe de gracia a la figura de Che por anticua da...), aparecerán más profetas. No dispon drán necesariamente ni de la fortuna ni de la organización planetaria de Bin Laden; a me nudo parecerán ser más prisioneros de una causa local que él (aunque Arabia Saudí haya sido quizás el origen y el sentido último de la empresa de Al-Qaeda), pero, como él, expre sarán más de lo que propiamente dicen. 91
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El Islam no es el único motivo de discusión en este asunto. Los monoteísmos universalis tas y proselitistas, en sus distintas versiones, permiten de entrada una generalización del mensaje profético. Es lo que habían entendi do los profetas africanos que siempre han sostenido sus prácticas paganas sobre una re ferencia cristiana, o a veces islamista, para in tentar escapar al encerramiento en un pueblo o en una provincia. Nadie es profeta en su tierra. Bin Laden es un nuevo ejemplo de ello. Muchos profetas en todos los continentes, tanto en la Europa medieval como en la Ale mania nazi, llegaron de otros países distintos al que les acogió y en el que su acción encon tró al fin su audiencia. El profeta viene de su tierra, pero va hacia otro lugar; en todas par tes se siente en casa, pero siempre llega de otro lugar. Está condenado a lo universal incluso cuando formula este destino de un modo irrisorio u odioso. La mundialización, la inmigración, la circulación de los produc tos dan hoy en día una especie de garantía ob jetiva a lo imaginario profético. El espacio del mundo (del mundo entero convertido en coextensivo del planeta) está atravesado por men 92
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sajes, pero todavía no es el lugar de ninguna opinión pública, de ninguna expresión públi ca, salvo en instancias muy indirecta y lejana mente representativas. Este silencio obliga a tomar la palabra. La historia del mundo comienza. El sis tema de la globalización económica y tecno lógica no es más que el decorado de las pri meras escenas del primer acto de un drama en el que aparecerán muchos otros protago nistas, actores de la historia menos siniestros -eso espero- que el terrorista de mirada tier na, ex-agente de la CIA, si bien, lo queramos o no, terminarán como él, sean cuales sean sus intenciones o sus delirios personales, ha ciéndose eco planetario del lamento y de la rabia de los excluidos del sistema o de quie nes se opongan a él porque la exclusión es su resorte y su fin. El mundo vivirá una nueva guerra de los Cien Años, con sus altos y ba jos, sus tormentas y sus calmas, pero será una guerra interior, civil, una guerra emi nentemente política, cuya apuesta será saber si la democracia puede transformarse sin que se pierda, si la utopía planetaria se pue de llevar a cabo o si a la larga las exhortacio93
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nes alternas de la locura religiosa y de la bar barie mercantil se prolongarán aun hasta las estrellas.
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