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Spanish; Castilian Pages 366 [368] Year 2009
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NUEVOS HISPANISMOS director Julio Ortega (Brown University)
Dedicada a la producción crítica hispanista a ambos lados del Atlántico, esta serie se propone:
·
Acoger prioritariamente a la nueva promoción de hispanistas que, a comienzos del siglo xxi, hereda y renueva las tradiciones académicas y críticas, y empieza a forjar, gracias a su vocación dialógica, un horizonte disciplinario menos autoritario y más democrático.
· Favorecer
el espacio plural e inclusivo de trabajos que, además de calidad analítica, documental y conceptual, demuestren voluntad innovadora y exploratoria.
· Proponer una biblioteca del pensar literario actual dedicada
al ensayo reflexivo, las lenguas transfronterizas, los estudios interdisciplinarios y atlánticos, al debate y a la interpretación, donde una generación de relevo crítico despliegue su teoría y práctica de la lectura.
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Diamela Eltit: redes locales, redes globales Rubí Carreño Bolívar (ed.)
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Rubí Carreño Bolívar (ed.)
Diamela Eltit: redes locales, redes globales
Iberoamericana • Vervuert • Pontificia Universidad Católica de Chile • 2009
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Bibliographic information published by Die Deutsche Nationalbibliothek Die Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at . Este libro es parte del proyecto Fondecyt 1051005: «Memorias del 2000: narrativa chilena y globalización».
Reservados todos los derechos © Rubí Carreño Bolívar (editora), 2009 © Pontificia Universidad Católica de Chile - Facultad de Letras Avenida Libertador Bernardo O’Higgins 340 - Santiago de Chile © Iberoamericana, 2009 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2009 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-405-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-452-6 (Vervuert) Depósito Legal: Diseño de cubierta: Carlos Zamora
Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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Índice
Agradecimientos y algo más…...................................................... 11 Rubí Carreño Bolívar ¿Qué eres? Una torpe, alerta, alarmada, pasafronteras................... 13 I. Reconocer su propia cara… poéticas en torno a Eltit Rodrigo Cánovas Diamela Eltit. Algunos años antes, algunos años después.............. 25 Eugenia Brito Los Espacios Significantes en Por la patria de Diamela Eltit.......... 33 Julio Ortega El polisistema narrativo de Diamela Eltit...................................... 49 Gwen Kirkpatrick La materialidad del lenguaje en la narrativa de Diamela Eltit........ 61 Roberto Hozven La escritura disidente de Diamela Eltit.......................................... 75 Raquel Olea El deseo de los condenados: constitución y disolución del sujeto popular en dos novelas de Diamela Eltit, Por la patria y Mano de obra.......................................................... 91
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II. El arte de la intención… lecturas y relecturas Mary Green Algunas reflexiones sobre la representación de lo maternal en las novelas de Diamela Eltit............................. 105 Bernardita Llanos M. Mitos y madres en la narrativa de Diamela Eltit.......................... 109 Dánisa Bonacic Acercamiento a Por la patria desde otro siglo. Reflexiones sobre el presente y nuevas miradas al pasado..............117 Fernando A. Blanco Poéticas y prácticas de la alienación en Mano de Obra................. 125 Kemy Oyarzún Corruptos por la impresión: Vigencia de Lumpérica hoy.............. 133 Silvia Goldman Cuatro exégesis de El cuarto mundo............................................. 147 Michael J. Lazzara Estrategias de dominación y resistencia corporales: las biopolíticas del mercado en Mano de obra, de Diamela Eltit....155 Javier Edwards Renard Diamela Eltit o el infarto del texto.............................................. 165 III. Lo que persiste es su mano enterrada… Eltit y el testimonio Leonidas Morales La verdad del testimonio y la verdad del loco.............................. 175 Mónica Barrientos El juego de la representación en Puño y letra de Diamela Eltit......191
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Daniel Noemi De Puño y letra. Justicia, documento y ética................................ 201 IV. Inversión de escena… fuera de contexto Nelly Richard Diamela Eltit: La memoria compartida........................................217 Cristian Opazo De la crueldad (Diamela Eltit y las reinvenciones del teatro chileno).................. 225 Jaime Donoso Práctica de la Avanzada: Lumpérica y la figuración de la escritura como fin de la representación burguesa de la literatura y el arte................................................................ 239 Valeria de los Ríos Cuenta regresiva: Imagen, texto y la cuestión del observador...... 261 Andrea Bachner De/signar. Grafías paradójicas en la obra de Diamela Eltit.......... 273 Richard Astudillo Olivares El Padre Mío después de Pinochet, otros patronímicos................ 283 V. Se hace arte para no morir: el trabajo de taller y su maestría Andrea Jeftanovic El trabajo de taller: Diez personas tendidas en una plaza............. 295 Carina Maguregui Diario apócrifo y elíptico de un atrevimiento.............................. 305 Lina Meruane Manos a la obra............................................................................317
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Nicolás Poblete Artesanos de palabras: la experiencia del taller literario de Diamela Eltit: 1995-1998............................ 325 Verónica San Juan La vi entrar por Avenida Italia o testimonio de una estudiante de liceo fiscal.............................. 331 Palabras Patricio Lizama Discurso de inauguración........................................................... 341 Diamela Eltit Tiempo y literatura..................................................................... 345 Diamela Eltit: Bibliografía.......................................................... 353 De los autores.............................................................................. 359
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Agradecimientos y algo más…
En la Semana de Autor dedicada a Diamela Eltit en Casa de las Américas, Francine Masiello destacó, tan convencida como fuera de programa, la gran calidad humana de la escritora. Esa calidad es más que una cualidad y se constituye en una política capaz de conformar diversos colectivos: de escritoras, de artistas, de críticos y críticas, de estudiantes y desde ese lugar comunitario, hacer memoria, trabajar la letra con lucidez y artesanía contestando a la disgregación, la competencia, la serialidad y el borramiento de la historia como prácticas que han penetrado los vínculos, el trabajo y el trabajo literario. Entonces, por qué no hacer una fiesta en Chile, un Coloquio que convocara a los diferentes colectivos que cita y citan los textos de Eltit y celebrar, así, tanto su producción como las redes amistosas, creativas, laboriosas, que su letra y persona agencian. Este libro es el resultado del Coloquio Internacional de Escritores y Críticos: Homenaje a Diamela Eltit, que tuvo lugar en octubre del 2006 en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Resulta imperioso, entonces, agradecer a José Luis Samaniego, Decano de la Facultad de Letras, a Roberto Hozven, entonces Director del Posgrado, Patricio Lizama, Director de literatura, y a Carola Oyarzún, Directora de extensión, a Gilda Orellana, Subdirectora de asuntos económicos y administrativos por el apoyo que como críticos literarios y autoridades de la Facultad han otorgado a la obra de Diamela Eltit y a la realización del encuentro. También, al equipo de investigación del Proyecto Fondecyt 1051005 «Memorias del dos mil: narrativa chilena
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y globalización»; Andrea Jeftanovic, Cristián Opazo, Ainhoa Vázquez, Richard Astudillo y a la asistente del Coloquio, Margarita Calderón, por todo el trabajo realizado. Además es preciso agradecer a todos aquellos que participaron con sus ponencias y que fueron incluidos, sin excepción, en este libro. Agrupé los artículos en cinco capítulos: el primero, «Reconocer su propia cara», contiene aquellos textos que dan cuenta globalemente de la poética de Eltit, ya sea concentrándose en toda la obra o en una o dos novelas ; el segundo, «El arte de la intención» nos presenta problemas y textos específicos en la producción de Eltit; el tercero, «Lo que persiste es su mano enterrada», explora la relación entre narrativa y testimonio en la obra de Eltit; en el cuarto, «Inversión de escena», se otorgan otros contextos, ya sea históricos o artísticos tanto para la interpretación como para su producción, y, finalmente, el quinto capítulo: «Se hace arte para no morir» convoca los textos de aquellos escritores y estudiantes que recibieron su formación literaria de la mano maestra de Eltit.
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¿Qué eres? Una torpe, alerta, alarmada, pasafronteras1 Rubí Carreño Bolívar Pontificia Universidad Católica de Chile
Apreciaciones y apropiaciones Los textos literarios escritos por mujeres, negros, pobres, homosexuales, sudacas, espaldas mojadas, todavía en este siglo, se leen a través de una doble mirada que inquiere tanto en el cuerpo textual como en el de quien escribe, y de ahí que al momento de hacer un análisis convenga atender ambos niveles de lectura en virtud de la precisión y la justeza. En estos textos, el juego libre de interpretaciones con el que nos divierte la lectura se transforma en una batalla por quién o quiénes dicen la última palabra sobre el lugar de quien escribe y su escritura. Se trata de las obras de la mano de obra; es decir, literaturas que expresan el deseo del texto-mundo de maneras no «naturales» y que por ende, y necesariamente, devienen en política 2. La producción literaria de Eltit ha generado una gran cantidad de apreciaciones críticas tanto en barrios del Norte como del Sur. Las inter1 Este trabajo es parte del proyecto Fondecyt 1051005: «Memorias del 2000: narrativa chilena y globalización» del que soy investigadora responsable. Agradezco a Danilo Santos y a Samuel Monder por mejorar este texto con sus comentarios. 2 Imposible no citar Kafka: una literatura menor de Deleuze y la apropiación de este texto que hace Juan Carlos Lértora para la narrativa de Eltit en «Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit».
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pretaciones más populares y extendidas, tanto aquí como allá, insisten en su feminismo primero en lucha contra la dictadura y luego contra el neoliberalismo. Esto haría que ella y sus textos fueran percibidos como una voz minoritaria, contrahegemónica. Me parece que tanto la lectura que privilegia a la profeta del margen como aquella que ve los textos como dobles de un cuerpo alternativamente resistente/combatiente/derrotado de la dictadura y postdictadura, que se exhibe una y otra vez junto a otros desastres tercermundistas, resultan ser a la fecha representaciones de una diamela ficcional que confirman el lugar que se quiere para todos los que somos mujeres en términos de poder: la marginación y la victimización. En palabras de Marta Brunet, la confinación a «la soledad de la sangre». Es por ello que leo la obra de Eltit como escritura de mujeres, si ésta implica el ejercicio de la imaginación al servicio de sortear todos los «en contra», y no como un cuerpo indiferenciado e intercambiable en el invisible serrallo de Occidente: «Me invitan a otro viaje, a un viaje en la escritura chilena, a un encuentro en la antigua Europa sobre literatura chilena. Estoy en Pittsburgh, me excuso, me solicitan otro nombre, el nombre de otra escritora. Sólo una escritora reemplaza a otra escritora, un cupo, una cuota. Habré reemplazado a mi vez en variadas oportunidades» (Eltit, Pittsbourgh, 2005). Por otro lado, tampoco la leo como el espectáculo serial de la derrota reproducido también, casi obscenamente, en textos críticos que replican el aprendizaje de que los que estamos de este lado, ya sea en el norte o el sur, solo podemos ser informantes nativos del horror. Prefiero leer sus textos como expresión de una poética en movimiento que a lo largo de estos veinticinco años se ha reinventado constantemente para dar cuenta de diversos desafíos literarios y políticos. En suma, mucho más que heroína del margen, la prefiero pasafronteras. En este contexto, y sin olvidarme ni por un instante de la «niña sudaca que sale a la venta», leo su producción como lo que yo creo que es: literatura. En Eltit respiran diversas e importantes tradiciones de la narrativa chilena; también, la traza de escritores modernistas que anticiparon con tanta claridad el presente que lo despiertan. Desde nuestra lectura, la producción de Eltit no solo es la contramemoria de la memoria estatal de los últimos treinta años chilenos, sino también un dispositivo de lectura que reescribe y politiza la narrativa anterior al golpe de estado. Así, por ejemplo, las madres malignas de la narrativa chilena se van dando cita en las páginas de Eltit, se llaman unas a otras, las madres-amasijo de Brunet,
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las sirvientas donosianas terminan constituyendo el coro de madres de Eltit, que, por otro lado, se constituyen en las euménides de la dictadura. A su vez, el padre-patrón, el gran señor y rajadiablos, que tiene su hogar natural en las páginas de las narrativas del fundo, desaparece en el prostíbulo de Donoso y da paso en la narrativa eltitiana al padre derrotado, ya sea por la madre, el patrón o la ley, y que desde ese lugar afianza su complicidad con lo femenino; es el padre de Olegario Baeza, el de Hijo de Ladrón de Rojas y el que aparece exangüe en los brazos de la hija en Por la patria. Los hijos y las hijas de Don Alejo (Donoso, 1966) una vez migrados a la ciudad hablarán desde el erial poblacional y el supermercado eltitiano reclamando que ellos también son chilenos. Así temas, personajes y estrategias textuales pasan de letra en letra formando la otra historia (la literaria) de Chile, la de las pulsiones. La que se escribe a partir del tejido de poéticas, subjetividades y de la transgresión a la encomienda, el fundo, el supermercado (cfr. Carreño 2007). ¿Por qué leer a Eltit a partir de su red local de citas, de sus intertextos, en un contexto globalizado en el que predominan, más bien, los análisis temáticos y de la representación? ¿Por qué insistir en la literatura si es un buque que muchos están abandonando, y de alguna forma los que persisten no parecen ser siempre los compañeros de viaje ideales? Quizás porque la narrativa de Eltit contesta al fundo-mercado fundamentalmente a partir de un nivel narrativo, no solo en un nivel conceptual o ideológico del que más o menos todos somos capaces3. Eltit responde a la desauratización de la letra no a través del llanto o del discurso, sino a través de la fina trama de sus citas locales en las que hace vivir la escritura como artesanía, memoria y experiencia. Al discurso dictatorial y patriarcal opone múltiples versiones de la historia, incluso las «mentirosas»; al trabajo literario en serie, contesta con su poética en movimiento (cfr. Carreño 2003). Por otro lado, la estrategia textual de la red de citas se traspasa a su estrategia de inserción en el campo cultural chileno e internacional. Es el arte, como querían las vanguardias, el que inyecta la vida, y así la salida del erial de la Coya es también la salida de Eltit del erial chileno.
3 He tomado los conceptos de nivel narrativo y nivel conceptual de Ficciones Teóricas (Monder 2007), en el que se analizan las tensas relaciones entre ambos niveles en el contexto de la literatura de Borges y de Macedonio Fernández.
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El salto Mapunky de Eltit Eltit ha despertado casi tanta hostilidad en Chile como éxito ha obtenido en el extranjero. Como María Luisa Bombal, Marta Brunet y José Donoso, Diamela Eltit pertenece a una tradición de escritores cuyo éxito y calidad literaria es proporcional al rechazo que han producido en su país de origen. Son los escritores del goce, de la fricción, los que entran en el canon incomodando. ¿Existen argumentos consistentes para esta hostilidad o más bien se trata de desesperadas retóricas que disfrazan la más vulgar envidia o misoginia? Es cierto que su proyecto narrativo, del que casi nunca se habla en los ataques, porta elementos suficientes para ser resistido por las estructuras sociales y económicas dominantes. Eltit vulnera varias de las tradiciones hegemónicas chilenas, como por ejemplo el imperio de la literatura realista en colusión con el fundo mental como orden social, la construcción de un sujeto popular que se escapa de las retóricas de la caridad o de la seguridad ciudadana y que, en vez de servir y desaparecer, como en un sainete, o de hablar redimido tras las rejas, cuenta la historia, aunque sea a través de las huellas que dejan en su cuerpo el vino, la tortura o la automutilación. A esto se suma, en su narrativa reciente, la crítica a la omnipresencia del mercado que destruye colectivos que van desde el gremio hasta la nación y que, como en Brunet, configura a una familia que resulta un mero apéndice de estructuras laborales devastadoras. También, la representación de una artista que, lejos de contribuir a las pastorales del intelectual ilustrado, realiza su trabajo literario no desde la torre de marfil, sino desde la condensación del cobertizo brunetiano, la casa de ejercicios espirituales de Donoso y sus sirvientas, en la «pieza de atrás» de Eltit. Es probable que este proyecto resulte irritante para algunos; no obstante, pocas veces sus detractores se refieren directamente a él, concentrándose, especialmente, en su imagen pública. Salvo excepciones, la crítica periodística la acusa de no ser o de ser sólo una mujer. Eltit poseería una escritura monstruosa, que concita lo femenino y lo masculino a la vez. Así su desacato al realismo se lee como «irracionalidad femenina» (Valente) y su lectura de Foucault como inadecuadamente masculina. Éste quizás haya sido uno de los aspectos más resistidos por la crítica mediática inicial, quien ve en la mezcla de teoría y ficción un «degeneramiento» que excede al género textual. La relectura que en el año dos mil se hace de esta recepción de los años ochenta es convertir a
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Eltit en «la reina de la academia», como la denomina peyorativamente Alberto Fuguet en su blog4 . Ya no se le critica la mezcla de discursos, sino el carácter elitista de su producción. En un intento por normalizar esta escritura que hace trastabillar el orden la crítica mediática la rescata de la monstruosidad a través de un atributo que la acerca a las «mujeres verdaderas», es decir, las que solo hablan a través de un cuerpo hermoso y no corrompen las ideologías de género en torno a lo concebido como femenino: «Si usted relaciona la forma como escribe con la apariencia física de Diamela Eltit, podría deducir que se trata de un adefesio. Porque todo da para pensar en una mujer complicada, neurótica, tensa, y amargada…. Y no, muéranse, la Diamela es una mujer por la que no pasan los años» (2005). Si no mujermonstruo, Eltit es sólo una mujer y como mujer: «Conviene dejar sentada una verdad evidente: Eltit carece de originalidad y exhibe poca formación intelectual» (Marks 2002). De este modo, belleza y estupidez, una pareja ya canónica en el tratamiento otorgado a las mujeres, devuelve a la autora al «reino» de las mujeres. La crítica mediática también ataca su posibilidad de «reproducir». La sola cercanía con la «madre de madres», sumado al prejuicio de que «todas son iguales», le restaría presencia en el campo cultural a cualquier escritora joven que quisiera brillar con colores propios; por otro lado, las críticas literarias que quisieran trabajar sus textos formarían parte de un neobovarismo. Lo reproductivo-femenino muta necesariamente en femenino-serial, acogiendo, de este modo, la tradición flaubertiana de que las mujeres sólo pueden relacionarse con la cultura de masas: «hay obras fríamente calculadas y escritas para ser deglutidas por la academia. Cuando Bolaño hablaba de las «diamelitas» supongo que se refería a eso, a obras como, por ejemplo, Mapocho de Nona Fernández… Especie de compendio de las estéticas de la diferencia sobre las que Nelly Richard y sus clones vienen pontificando desde hace más de 20 años, Mapocho es el perfecto best seller académico» (Bisama, «Come libros»: 2005). De este modo, se vulnera no sólo a la escritora y a sus críticas, sino la posibilidad de generar escuela, de ser, en definitiva, parte de una tradición, a la vez que se arremete contra todo posible colectivo de mujeres. Por otro lado, no podría haber un diálogo mutuamente nutricio para la crítica y la narrativa, como ocurre, por ejemplo, en el encuentro feminista 4
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Véase .
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«Escribir en los bordes», donde a mi juicio se señala el programa de lo que será la escritura de mujeres en la crítica y la narrativa desde el ochenta hasta ahora. Las académicas solo podríamos «deglutir» los textos literarios para tener un cuerpo propio en una curiosa analogía creada por quien se llama a sí mismo «come libros». Las ideologías de género utilizadas para devaluar a Eltit no obedecen únicamente a la necesidad de depreciar constantemente el trabajo femenino a fin de tenerlo (casi) gratis, como ocurre la mayoría de las veces, sino también a la de castigar la exitosa estrategia de inserción de Eltit. Me refiero a su capacidad para cruzar fronteras textuales, sexuales, étnicas o de clase y hacer cruzar, con ella, al prójimo. En una interpretación libre del final de Por la patria, me parece que lo que se quiere castigar es su capacidad para organizar «la fuga colectiva del erial». Pero pensemos no sólo en las críticas realizadas por aquellos que están en la vereda del frente, sino en las de aquellos que en tanto artistas podrían ser sus prójimos y que se atrincheran en un supuesto ultramargen. Desde ese sector, se le cuestiona su participación como agregada cultural, su marido diplomático de la Concertación de Partidos por la Democracia o sus viajes a Estados Unidos. Los viajes de la Diamela ficcional negarían su crítica al neoliberalismo, como si el mismo Bush la fuera a buscar al aeropuerto. Para esta facción, Eltit no se habría «empoderado», es decir, alcanzado un propósito de las feministas históricas, sino que sería, simplemente, parte del poder. En estas críticas quedan de lado los textos, el que en sus discursos esté presente el goce eltitiano de poner la pluma en la llaga, como mencionar a Sarduy en Cuba o el tráfico de órganos o el cruce «patipelado» de las fronteras en Estados Unidos. No es una espalda mojada, no es una provinciana, tampoco una ciudadana exenta de responder qué es y lo que hace. Como vemos, desde su vereda se sigue criticando lo mismo, su capacidad para hacer pasar sus textos y su cuerpo por distintas fronteras. Pareciera ser que al antiguo patriarcado le interesa —como muy bien lo señala José Donoso en El obsceno pájaro de la noche— tener a todos los que somos mujeres en términos de poder encerradas en la casa asilo de la Encarnación de la Chimba, las unas contra las otras, disputándonos la ropa vieja de alguien, y siendo capaces de reconocer como «guagua milagrosa», siempre y solamente, al rival más débil. Eltit se aparta de las construcciones neuróticas con las que las escritoras del siglo pasado han pagado su calidad literaria y su ingreso al
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canon; no es la madre sin hijos que deviene en «escritora para niños», o la tonta-linda que actúa como mascota o fetiche, mudita al fin, de los grupos literarios homosociales; tampoco ha castigado su creatividad replegando su sexualidad e hijos al armario ni ha donado su cuerpo al sistema a través de la enfermedad o de ser incapaz de generar recursos propios. Por el contrario, la red de citas locales y globales de Eltit se materializa en colectivos de críticos, de artistas, de estudiantes, como agenciamientos creativos, laborales, amistosos, eróticos, con los que pasa y hace pasar. Hay un fluir que mezcla los textos y las personas y nuevos textos, en redes que tal vez algunos calificarán de mafiosas, imitarán aunque no siempre respetando el tránsito necesario del texto a la vida, y no al revés, y que otros verán como respuesta a la competencia y la envidia como lugares privilegiados de apreciación y filiación. Desde otro punto de vista, las redes textuales y personales pueden leerse como una manera de contestar al «erial», al «peladero» que dejó la dictadura en las diferentes comunidades. La fuga colectiva del erial se inicia, a mi juicio, con sus críticos de privilegio: Eugenia Brito, Nelly Richard, Rodrigo Cánovas, Raquel Olea, Marina Arrate, Leonidas Morales, Kemy Oyarzún, Juan Carlos Lértora… Estos, por nombrar sólo a algunos, otorgan las primeras claves de lectura que posibilitan la entrada a uno de los proyectos más complejos, originales y políticos de la narrativa chilena. Por otro lado, un conjunto de críticas y críticos que trabajan en la academia norteamericana —como Francine Masiello, Jean Franco, Gwen Kirkpatrick, Mary Luise Pratt, Juan Carlos Lértora, Julio Ortega o María Inés Lagos-Pope—, en un gesto que los releva como críticos y como feministas, escriben sobre la producción de Eltit, incorporan sus textos en los programas de estudio, dirigen tesis y la invitan a dictar cursos, contribuyendo con esto a posicionarla de otra forma en el campo cultural y a sortear, de este modo, el «amor de Chile». Ése es, a mi juicio, usando una expresión del poeta David Añiñir, el salto «mapunky» de Eltit: el coa se dispara de la mano del slang, y en una mutua colaboración se junta la Coya con la Rucia para administrar un poco el bar. Acá estamos en presencia de una apropiación gozosa de la globalización. No se trata de Speedy González robándole el queso al gato, ni del primer mundo comprando materia prima. Es la construcción de una red de citas que citan y que construyen, nuevamente y bajo otros supuestos, la ciudad letrada.
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Es cierto que Eltit hace transitar su cuerpo y su letra en los contextos del tráfico del libro. Me refiero al viaje literario de la autora como una forma de visibilizar una producción textual y local. ¿Es que estos viajes, pasantías, becas, homenajes niegan en el nivel de la práctica la crítica al mercado que realiza en un nivel narrativo? Me parece que acá Eltit utiliza nuevamente su red local de citas, es decir, su trabajo realizado con las tradiciones literarias chilenas. Al citar en sus discursos en el exterior a los escritores de Chile, lleva al viaje a los miembros de la parcela chilena que no tienen visa ni de turista, esto es: Marta Brunet, Violeta Parra, Carlos Droguett. Con este gesto, esta inclusión de textos literarios, saca su propio cuerpo de escena volviendo el discurso sobre esa provincia que nos convoca que es la literatura. A través de la red de citas locales y globales, de una lucidez a veces aterradora, de construir una contramemoria, de la historicidad implicada en su proyecto, de su capacidad para reinventar su poética, de una pasafrontería constante, Eltit responde activamente a los cercos y delirios que denuncia en su narrativa. A pesar de los pesares, como la vida que se afirma, esta red «se va se va enredando, enredando, como en el muro la hiedra, y va brotando, brotando, como el musguito en la piedra, como el musguito en la piedra…» Bibliografía Carreño, Rubí (2003): Mano de obra: poética del descentramiento. La Habana: Casa de las Américas. — (2007): Leche amarga: violencia y erotismo en la narrativa chilena del siglo xx (Bombal, Brunet, Donoso y Eltit). Santiago de Chile: Cuarto propio. Donoso, José (1970): El obsceno pájaro de la noche. Barcelona: Seix Barral. Eltit, Diamela (1986): Por la patria. Santiago de Chile: Ornitorrinco. — (2002): Mano de obra. Santiago de Chile: Seix Barral. — (2003): «Bordes de la letra» (palabras leídas por Diamela Eltit el 12 de Noviembre de 2002, inauguración de la Semana de Autor(a) dedicada a ella), en Casa de las Américas (enero-marzo). — (2005): «Qué eres», Discurso leído en la Universidad de Pittsburg. Lértora, Carlos (1993): Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Marks, Camilo (2002): «Literatura. La esfinge en el supermercado», en Qué pasa, 30 de agosto.
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Monder, Samuel (2007). Ficciones teóricas. Buenos Aires: Corregidor. Olea, Raquel (1998): «De la épica lumpen al texto sudaca», en Lengua víbora: producciones de lo femenino en la escritura de mujeres Chilenas. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Vértice. «La mano maestra de una bruja que no es», en
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Diamela Eltit. Algunos años antes, algunos años después Rodrigo Cánovas Pontificia Universidad Católica de Chile
Si bien Lumpérica (1983) marca la entrada en la escena literaria de Diamela Eltit, ya en 1979 conforma un grupo de trabajo con artistas plásticos y poetas; incluso antes, en 1976, participa de acciones de arte que surgen de los seminarios del ya mítico Estudios Humanísticos (donde enseñaban Nicanor Parra, Enrique Lihn y Ronald Kay, gran animador de la vanguardia plástica). Es que la voz de Diamela marca un corte radical desde los sucesos de 1973 (lo que allí sucedió, el eclipse, el derrumbe y la barbarie). En ese entonces, el nuevo paisaje existencial golpea de lleno a los actores y actrices que recién están abriendo los ojos. De lo antiguo quedaba poco. En vez de la ciudad, el descampado; en vez del ciudadano y de las gestas obreras, los caras pálidas desamparados; en fin, en vez de la consigna, el silencio. Será la escritura de Diamela Eltit la que irá dibujando, en las siguientes décadas y hasta hoy, los contornos de una nueva subjetividad que surge del dolor, de una búsqueda laboriosa y sin contemplaciones de una nueva expresión. De lo letal se arranca la vida; del exilio interior se rescatan los ritos de supervivencia; del lenguaje autocensurado, sus juegos conceptistas, sus razones hirientes. Se fuerza el lenguaje, se lo tortura, se lo pone a prueba para que se reinvente. Alguien debía reinar en este desamparo: una pordiosera, una mujer de la barriada, una mujer de la casa (austera o culposa, sufriente o descarnada); en todo caso, en el nuevo orden la mujer
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debía imponer su verdad. Y por ello, apretar los dientes y salir fuera de sí, alienarse en la obra de arte, reproducirse mentalmente, jugar con la psiquis y salir, salir del guetto chileno: de la casa reglamentada, de los vecinos vigilantes, de las armas y de las letras con mayúscula, de un país que es un laberinto de sí mismo, de un Occidente al cual sólo le queda la Revelación, un Apocalipsis que lo vire. Por todas estas razones, en la biblioteca de Eltit está Edgar Alan melancólico, Proust en entrevela, Artaud con sus crujideras, los amigos de la vanguardia artística (la dramática fuga del marco, el límite exacto de lo empírico con lo anímico), Sarduy neobarroco, Donoso jugando macabramente con sus muditos, la teoría y la crítica francesas con sus alucinantes procesos primarios (el inconsciente bastardo, que desarmó el tinglado utópico de las ilusiones chilenas pre-73); en fin, la individualidad, el simple deseo de ser otra, una escritora, situada en los confines del mundo. Lumpérica fue un despertar brutal para la vecindad: en vez de los sábados televisivos de Don Francisco, una ceremonia donde la invitada es una vieja pordiosera, en el setting de una plaza abandonada a la buena de dios, para que ella se dé de cabezazos (con el mundo, con la dura realidad), iluminada por un foco. A un lado, un gran edificio resplandece mudo, cual policía neoyorkino. Chile es aquí reconocido en el teatro de la crueldad. Gestos, lenguajes y espacios se hipertrofian iluminando un paisaje interior vacío. Es la ceremonia de la Modernidad desde el dolor y el éxtasis que produce en sus excluídos; es la filmación de la otra escena, los cuerpos que no alcanzan a ser consumidos por la mirada de ningún espectador, el consumo del lastre, el regreso de nuestra rebeldía. El libro causó estupor. A los chilenos del extranjero (que vivían otros exilios) les costó, en general, reconocer el nuevo escenario (se habían borrado los antiguos actores, había otras retóricas). Todo aparecía revuelto: parecía un film, un guión (pues se hablaba de tomas, focos y primeros planos), pero obviamente no podía hacerse con aquello un spot publicitario; se incluían interrogatorios de corte policial, alusivos sin duda a la tortura, aunque la atmósfera era más bien la de las películas del nuevo cine alemán de Fassbinder; y había manifiestos, pero la protesta se trasladaba desde la realidad a los signos, desde las personas a los actores. Y por sobre todo, ¡oh, pesadilla!, estaba el lenguaje, que exigía del lector un acto de fe, por ser letal, catastrófico, obsesivo, obtuso, enervante, lumpen.
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Eso la salvó: su hibridez, un campo de fuerzas en que se estrellan sin posibilidad de integración el logo publicitario y los pordioseros, la simulación y el rito. Es la crisis, la separación del cuerpo y del alma, que libera una energía que todavía circula en nuestra sociedad. Si Lumpérica fue el trance del dolor, Por la patria (1986) es la novela que desafía un esquema de vida chileno, basado en la denigración del otro, perpetuado por los soldaditos de plomo que se incrustan en la barriada. La casa chilena y su lenguaje hipercorregido son aquí puestas a prueba, desde un coro de voces femeninas (la oralidad popular, la sexualidad con nombre de mujer, la íntima necesidad de también doblegar y rebelarse). El amante y la casa-celda son parodiados por estas hijas de la pordiosera Lumpérica, quienes deciden actuar sus desgracias (abuso, violación, miseria, carencia de expresión) y exorcizarlas. Texto hecho con retruécanos, que se retroalimenta del grotesco festivo, exhibiendo en el lenguaje las miserias del alma. Aquí todos hacen el favor: unos lo harán por la fuerza, como la tropa de asalto masculina haciéndolo «por la patria» (la guachería denostando a las madres de Chile); pero hay también por allí unas viejas pícaras desmueladas, sacadas de Jalisco, que forzarán el acto de puro picadas de la araña, aunque tengan después que pagar la vergüenza. Refranes y dichos populares animan aquí el espíritu tragicómico de una comunidad que se ensaña consigo misma, logrando así gratificaciones marginales. Texto barroco, que sustituye los hechos por su fotografía psíquica, exponiendo la nación como un cuerpo femenino abusado. En las antípodas del feísmo documental o el folletín educado, esta novela es una señal de que la expresión americana (léase Lezama y Sarduy), la que reimagina el concepto europeo, está también iluminando a Chile. Si ya nos sentábamos a la mesa con el grotesco donosiano, ahora se registraba un habla: la coa literaria, que reinventa el lenguaje popular. Con El cuarto mundo (1988), Eltit ensaya un movimiento de repliege. En una alucinante vuelta a los orígenes, se recrea el útero como espacio escénico disputado por dos mellizos. ¿Nacemos de dos o nacemos de uno? La página en blanco y el cuerpo de la mujer surgen como espacios que moldean nuestras vidas, habitándolas de goces y repudios. El incesto, las vidas dobles, la niña pugnando por aparecer (la melliza), todas las fantasías de la creación son dispuestas aquí, privilegiándose la autogestación de la identidad de la mujer. La maternidad, condición biológica, se desplaza hacia la escritura, transformando el útero en un taller literario, un espacio
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alucinado, una escenografía de un sueño, donde todo se vive en reversa: la protesta femenina por el embarazo, la intensa rivalidad por esos cuerpos que habitan su interior, la necesidad de generar una hostilidad ad ovo, el constituirse como lastre para el futuro. Los personajes son fuerzas emocionales, máquinas autómatas que registran fantasías letales, regresiones que chupan justamente a quien debe pujar. Es el juego esquizoide de la dominación, en el cual una mente vieja invade a una que está en germen. Se lidia contra las programaciones culturales, contra el mundo de las oposiciones binarias: dentro y fuera, hombrecito y mujercita, maternidad y sabiduría, cuerpo y letra. Semejante a las plantas que se generan por bipartición, este texto secciona en dos partes cada voz, a la vez que las mantiene pegadas. Es Atenea metiendo en su útero a Zeus, en un dibujo inverso a las imágenes del Libro de Oro de los Niños, en la cual se ilustraba la operación. Cuarto mundo, yo lo sé: sudacas, mujeres, nueva escritura. Lo siniestro es que a pesar de la impecable resolución formal de este texto, de su espacio especular y de su lenguaje artificioso y contrasublime —rasgos presentes en toda la obra de Eltit—, no sólo quedan restos, sino todo el cuerpo queda afuera: las madres aparecen confundidas en el acto de posesión, los hijos son máquinas repetidoras que vuelven a instalarse en el cuerpo original, enredando entonces los sueños de venganza o trascendencia, y los hombres, por último, no desaparecen sino que se perpetúan en sus funciones de menoscabo propio y ajeno. De la rebelión biológica y psíquica sólo queda un libro y nada saben de él ni de su destino las actrices que fueron convocadas en el reparto. Es nuevamente la incertidumbre, la necesidad del otro, la posibilidad de un castigo desmedido o de una rebelión vacua. En Vaca sagrada (1991) aparece la melliza ya en cuerpo de mujer, habitada por la enfermedad (sagrada). Son las ceremonias del cuerpo, con sus ayunos, fobias y atracciones, que desfiguran tanto el mundo masculino como el femenino. Es el circuito del amor visto desde su revés: narcisismo, ambivalencia, dependencias, sexo y alma, cuerpo deseante. Son los incontenibles parajes del Yo femenino, que no alcanza a ser colmado por la canasta familiar afectiva y que decide enredar los hilos de la pareja feliz. Son las extenuantes exploraciones de los orígenes de una pasión: relaciones simbióticas, cordones infectados, juegos anoréxicos, que modelan las relaciones de abandono, sumisión, engaño y ambigua complacencia en la relación de pareja. Territorios sagrados de la mujer,
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en el cual el goce aparece infiltrado de culpa, omnipresente a través de un gesto obsesivo de autoobservación, como apuntando a una malformación del alma. Vaca culposa y no obstante, vaca sagrada; en cuanto no da leche sino sangre, un flujo incontenible de la escritura; tinta que a borbotones estropea la letra del pájaro caligráfico. Todos los miedos femeninos vuelan hacia el espacio y se transforman en esas bandadas asesinas de la película Los pájaros de Hitchcok, sugiriendo el mal agüero y un destino fijado ancestralmente. Pero habrá siempre un refugio. En realidad, lo que hemos visto es una imagen creada por una escribienta, alguien capturada en su silla de escritorio por la pasión de la escritura, alguien que acopla un relato a la vida cotidiana, llenándola de frases extrañas, provenientes de espacios cerrados, íntimos, asfixiantes o nocturnos, frases que uno cree haber escuchado o dicho y de las cuales no puede responder. Los vigilantes (1994) abre la casa y sus piezas a los ojos de un barrio hostil (rumores, ruidos), el cual se inserta en el círculo de una ciudad fea, enemiga de sí misma. Todo gira en redondo en la delicada caligrafía de una mano femenina que escribe cartas al modo de ejercicios espirituales que le permitirán ir sitiando a sus pequeños jueces. Cual mantelito blanco (de la humilde mesa / en que compartimos / el pan familiar), las misivas van tiñendo de violencia psíquica el tinglado de la familia (las exigencias del padre, las visitas de los parientes, la custodia del infante). La lengua de Cervantes se muestra en sus dobleces y rebuscamientos en el arte de la defensa: eufemismos, voces-máscaras, ritmos melancólicos, poeticidad escindida. Cartas de una mujer sin nombre, sólo validadas por el destinatario, que tampoco tiene nombre, pues es el padre del hijo, quien aparece intervenido a su vez por su señora madre. Es la exhibición de una celosa estructura familiar conformada por una mujer que vive en su casa junto a un hijo que habla hacia adentro, el esposo o procreador que ya no está y una suegra que transgrede los límites del hogar. Cartas que son un débil parapeto para una voz femenina que va generando estrategias de sobrevivencia bajo la máscara de la sumisión, al modo de esos diarios de monjas escritos por obligación para que fueran leídos por los padres confesores, vigilantes del alma femenina. Expulsada de su casa, cual sirvienta que no ha cumplido bien sus labores, esta mujer vaga por el espacio urbano mendigando por un acogimiento. Espacio beckettiano, mundo al cual Dios ha abandonado hace
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tiempo, aparece iluminado por pequeñas fogatas que hacen resplandecer un cielo incendiado, el de Occidente. A la habitual lectura de este libro como el abandono existencial de la mujer por parte de las estructuras sociales, como si no hubiera soportes para ella, salvo el de la sumisión, y a la cancelación de sus espacios privados; quisiera añadir una segunda lectura. Acaso estas voces, marcadas por nostalgias y carencias mayores, susurran también un llamado al Padre. Detrás del castigo de los enemigos (familiares, vecinos, ciudadanos y globales) y tapándolos, está un solitario Minotauro que añora acariciar a esa niña que le fue arrebatada por la manipulación de los tiempos. Ese Minotauro resurge en el hijo bobo, en realidad un príncipe vestido de bobo, que la cargará a sus espaldas para abrirse paso por esa ciudad sagrada del Mal, y en un gesto absoluto, iluminará la última página con el rito de la inmolación. ¿Y qué hay de esa reciente Mano de obra (2002) donde el nuevo Chile (el Génesis en su versión prístina de supermercado) es devuelto nuevamente al descampado por las almas perdidas que vagan allí sin valores ni esperanzas? Los nuevos trabajadores se comunican a través de un lenguaje minado por la sospecha, como si no vieran la luz al final del túnel o intuyendo que están solos ante el mundo y sólo queda su obra de mano y en el caso del artista, su arte que acaso conciba una revelación para los lectores. Un manojo de individuos del súper viven hacinados en un albergue para ahorrar gastos y pretenden cuidarse unos a otros, conformando un pequeño colectivo, que distingue un jefe, algo así como el mandamás de los subordinados en la barraca, ghetto o cárcel. Ahora bien, todos ellos aparecen pegoteados por el mismo lenguaje denigratorio, que exhibe su inmensa soledad e imposibilidad de trascendencia. Alegoría de una sociedad de entes cosificados bajo la ley neoliberal; pero muy especialmente, alegoría teológica sobre los límites de la condición humana. Aquí presenciamos la Caída, el momento en que las cosas se desprenden de su sentido y el lenguaje ya no es un refugio de humanidad. Orfandad de grupo, colectivo que no se protege a sí mismo, restilandia, la supresión de los afectos en la lucha darwiniana, el resentimiento como base de toda comunicación lingüística. La sociedad de mercado es un simple escenario, seguramente más plástico y verosímil que otros, para una reflexión metafísica sobre el abandono humano. Diamela Eltit viene surcando desde hace un cuarto de siglo los caminos de la esperanza, incluido el dolor y la incertidumbre de la búsqueda.
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Quien lea sus textos sólo como una denuncia de la dictadura (literatura y nación), o como un desafío al patriarcado (literatura y mujer), una polémica oculta con el sistema de control mundial (literatura y globalización), en realidad no ha avanzado mucho. Y quien celebre su lenguaje barroco, sus disposiciones escénicas de teatro pobre, la formalidad de sus acciones, de sino trágico, teñido sin embargo de parodia, estará más cerca del espíritu de esta escritura; pero seguirá todavía a tientas en despejar su sentido. Dicho esto, considero que su obra tiene una conexión secreta con la unidades mínimas de la privacidad: es la casa, la célula familiar, el lenguaje diurno de la convivencia, que combina por yuxtaposición pasajes de hipercorrección popular, de contención y de alusiones constantes a una afectividad pegoteada de resentimiento. Y es también el ensayo del lenguaje nocturno de esas casas encerradas en piezas encerradas en cuerpos que modulan soliloquios poéticamente esquizoides donde se pasa revista a lo humano animal. En esta escritura existe un doble ímpetu, de carácter contradictorio: se quiere abandonar la prisión hogareña y acceder a un espacio de afuera, de libertad individual; pero el afuera es la cara oculta del adentro: un mero descampado, la intemperie, la constatación de una carencia innominada. La casa, la pieza, el espacio del taller de la escritura, el building up de la voluntad, el diseño de los códigos de la rebeldía. La casa chilena: si Donoso presenta un cuadro grotesco de un espacio en ruinas y la Bombal una casa de juguetes, Eltit instala un taller donde se exhiben las contraórdenes de la red convencional que reúne a los comensales en la mesa familiar, a los cuerpos en su cama. Lo que se exige son nuevas reglas para la convivencia social. Discurso, después de todo, utópico, de vanguardia, de búsqueda de absoluto. ¿Y qué de los sujetos? La guacha Lucero de d’Halmar, el niño que enloqueció de amor del guaso Barrios, el pobre artista con patas de perro de Carlitos Droguett, más aquel eterno migrante de nombre Aniceto de Manuel Rojas; al cual podemos agregarle el muchacho de Los cuatrocientos golpes de Truffaut: todos seres misteriosamente alegóricos, ángeles caídos, castigados por el sino de su sensibilidad, de una pasión, de un exceso del alma que los convierte en monstruos; todos parientes del corro de actrices de Eltit, quienes tienen la virtud agregada de ser intransitivas en su lenguaje, oráculos que son madejas de nuestros sueños. Y de paso, también está Godard, en esa maravillosa escena en la cual Catherine Deuneuve, viendo una película en una sala casi vacía, habla
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por otra y emite una frase con sus ojos silentes, que riman el título de la película y que resume el espíritu de la modernidad: Vivir su vida, la de ella, la que está ausente; Ella siendo otra (Rimbaud, sin duda), el ansia de conocer el alma humana, la mujer ante sí en la otredad en medio de los parajes desolados de la urbe y de los espacios simbólicos de protección. Éste es un recuerdo, una cita de una conversación de antaño que se instala acá de modo incómodo sólo para señalar las fugas asociativas de una escritura plástica, que sin ser referencial nos devuelve a los primeros planos, las caras silentes, a encuadres y frases que sellan la pasión de vivir. Diamela Eltit, voz universal con sede en Chile; nada de ser una eterna exiliada; más bien, una ciudadana más, una vecina: hacer clases, corregir trabajos, comprar papas y cebollas, conversar con colegas y estudiantes y, en esas horas sagradas cuando uno está solo consigo mismo, escribir. Es la vida de una latinoamericana desplegada en el sueño de la escritura, y somos los lectores interpretando esos sueños volcados hacia el porvenir.
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En Por la patria, la segunda novela de Diamela Eltit, la escena literaria se centra en la producción de una utopía en torno a una comunidad de oprimidos. Esta comunidad tiene la familia como primer núcleo significativo de la exclusión y la censura. La madre aparece como la metáfora requerida para producir una boca que se abre desviadamente, que corta el habla, reprime la lengua y forma el silencio como primer sitio del margen del discurso. Como primera huella de un espacio de exclusión y ocupación. La lengua, entonces, surge como depositaria de los materiales significantes que cercan el orden del discurso, que lo distribuyen, posibilitando su conexión con el orden político entonces vigente en Chile. El escenario político-militar y su carga de opresión y muerte es el contexto que se inserta en el mundo simbólico de los textos de Eltit, como uno de sus grandes significantes. Un escenario que detona en el texto la pulsión de muerte y que afiliado a esa pulsión resemantiza el silencio como margen, como herida y duelo, pero también como el lapso necesario para repensar y retramar la relación necesaria con el cuerpo y con la palabra. Un sujeto es tal en la medida en que ingresa al orden del lenguaje. Pero, ¿qué ocurre cuando el sujeto oprimido se vincula de manera desobediente al orden del discurso, cuando sospecha de su léxico, de sus sentidos y hasta de la gramática que porta sus nexos?
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Lo que sucede con la protagonista no es ajeno a lo que pasa con L. Iluminada, de Lumpérica: esa extrema vigilancia al discurso y a las formas que ha adquirido la historia del discurso. Me refiero con ello a las materializaciones concretas del habla. A los géneros literarios y su trayectoria: la lírica y la épica; la narrativa, el drama, la poesía, el ensayo. A las poéticas que cada una de ellas han sostenido y a las formas que, hoy, han elegido nuevas estructuras y que atraviesan una transversalidad. Así, podemos ver que el ensayo reviste un lenguaje poético, que la poesía mantiene cierta narratividad, que la narrativa ha tomado elementos de la poesía y de la visualidad para sostenerse. Y que, en las artes visuales, también las retóricas de cada una de sus diversas manifestaciones se ha impregnado de formas procedentes de otras partes para pluralizar y revitalizar sus lenguajes: por ejemplo, es el caso de la «performance», que toma elementos del teatro y la fotografía, que toma elementos poéticos y cinematográficos. En el caso de Diamela Eltit, es un cuerpo colectivo el que se erige como la única casa que hospeda un imaginario rebelde y resistente, el cuerpo como ensayo de materiales que insisten en sofocar ese orden en un desorden enloquecedor, para lograr un caos profundo, un «yo-otro», que desarregla los sentidos y que disloca el espacio de la enunciación. El proyecto de Artaud: el cuerpo como escena diferida, el gesto como remanente de ese difícil acceso al programa cultural falologocéntrico, como residuo de un estadio arcaico y previo a la sintaxis ordenadora, el gesto como posibilidad de un álgebra que porte las huellas de un proceso de identificación en crisis, que desea poner entre paréntesis, emplazar su historia para revisar, reordenar y procesar lo ya escrito en un alfabeto jeroglífico distinto, que contenga las posibilidades de formar un contradiscurso. Esa es la utopía planteada por Eltit en este texto. Y por ello, un punto decisivo del texto es la organización de un nuevo mundo simbólico, La ruptura total con el orden pasa por un hematoma en el cuerpo de la protagonista. La muerte del padre, el crimen sin reparación por parte del vacío dejado por el Estado en crisis, debido a las consecuencias del establecimiento del régimen militar. No hay posibilidad alguna de justicia. Y esa misma imposibilidad es un vacío de sentido en la historia cultural chilena. La muerte del Padre es la orfandad absoluta, la muerte de todo Padre, en el sentido que éste tiene: portador de la ley, sustento del orden lingüístico. El Nombre del Padre no es una metáfora banal; su ausencia es una emoción que impregna el texto de angustia, deseo y
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nostalgia: «Por último recurso, Pisagua era su camino, no el cementerio» (150). La casa que habíamos visto tambalear en La Nueva Novela, la casa metafísica del lenguaje y la cultura es la casa que se desarma y disgrega en Por la patria. El Padre es la entidad que lleva el mundo privado que radica en el hogar a una afiliación con el Estado y con la vida pública. Los nexos se interrumpen si él ha sido asesinado, por traición y envidia. La Casa de Por la patria es una casa mestiza, degradada por su historia y su cultura, es una casa pobre, cercada por los militares. Es también una casa sola, en la que Coya-Coa lucha por salir de ella y unirse al barrio, desde el cual intenta organizar un grupo de resistencia a los militares. La Madre es la figura de la transacción simbólica con el dominante, «el eslavo» o «el zarco», como se lo nombra en Por la patria. La Madre es una figura débil y signada por todas las representaciones tradicionales asociadas a lo femenino: la cosmética, la fragilidad, la capacidad adaptativa para circular y establecerse en diferentes órdenes. La Madre ocupa en cierta forma el estatuto de lo lábil y traicionero El barrio, enteramente acordonado (16) es el lugar de retirada y resistencia de Coya, en donde establece un espacio que pasa, de ser inicialmente una pequeña asociación de personas, a la zona de producción simbólica de un orden alterno, de una contracultura, una gestación de un modo de vida desde y a partir de lo otro, allí justamente donde se genera lo que Spivak y Bhabha llaman la «Subalternidad»: Jugando descuidadamente con la tierra, sentada en el suelo escarbando, he sentido como una ráfaga que me aprisiona la mano. Aún con el brazo sepulto, intento dilucidar quién de los dos es. Pero yo sé cuál es su origen y miro hacia la ventana de mi casa y veo, sin asombro, sin ira, cómo la cortina se mueve y diviso el ojo que me observa. Al cruzarnos, cae rápidamente el pliegue y todo vuelve a estar en regla. No me atrevo a culpar a ninguno, me parece cruel en extremo, especialmente si miro el escaso cuadrado de tierra, tan mínimo que sería imposible contenerme, porque mi mano ya está tocando el cemento que me frena. Pero es verdad que alguien, alguno de ellos, se ha dado el esfuerzo para mí, porque la tierra es mía, como el frontis de la miserable ventana en que asomo.
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Jugando de nuevo, juego a zafarme, mientras me miran levantar polvo como una tromba, porque a ellos nunca les ha gustado la mugre y verme entierrada, como sucia que soy, los arrastre hasta el desquicio y por única vez en toda la vida me nombren, me vean, me toquen en el golpe (16).
Este texto, escrito poco antes del ingreso al bar, da cuenta de la relación de Coya-Coa, con la «casa» familiar, una casa en la que se hunde en la tierra, como primera metáfora que sumerge su naturaleza en su oscuridad indiferenciada, en que naturaleza y cultura vuelven a ser una superficie indivisa de significantes. Aquí, en el texto, la inmersión en la tierra es una protección, un «cubrirse» el cuerpo de los ojos exploradores y controladores, un primer atisbo de formulación de una identidad «sucia», plena de «desquicio» y capaz de desmontar el programa de violencia en el que nace y que la historia se encarga de desplegar con ferocidad sobre ella y el barrio. ¿Padre y madre son los que observan? ¿O es el ojo de ellos que se adhiere calculadamente al control de los poderes dominantes? Como sea, es un ojo que pertenece a «cuerpos que reptan, que no se atreven a protegerla ni a contenerla, ojos voyeuristas, espías». Y frente a los que Juan, el amante y más tarde, traidor, tendrá que sacarla, «con la mano tensada» (17). La casa se continúa hacia el bar, que es el lugar en donde ocurre una poética del intercambio promiscuo entre los cuerpos. No hay aquí una censura burguesa. El bar es el lugar en el cual se bebe y se baila, en donde los contornos oficiales se olvidan y en el que a través del mareo y / o por él, ocurren varias cosas: a) el soplo, la delación de Juan, la traición de la madre y b) la la fugaz aparición del padre herido; c) las alucinaciones de Coya-Coa y d) el baile con la madre, la gestación del incesto alucinado que Coya practica con ella, para intentar superarla. Cortesanamente, reverencié a mi mami antes de la salida y la dejé enclavada a Juan por el clamado de mi padre, sí, con el mejor de los estilos mi madre le suplicó al hombre que la escoltara. Fue, sin embargo, un episodio oscuro, confuso para mí y los nuestros. Todas mis amigas me animaron con las palmas y a cada una rocé la copa. Todas mis queridas secuaces amigas, militantes del vino, cruzaron conmigo la más profunda de las miradas de envidia a la trinidad de Dios, yo misma, mi madre y todas en mí, duplicadas, hermanas. Esa noche de tragedia, alguien
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acabó en mi nombre y desde entonces, respondo dual y bilingüe si me nombran Coa y Coya, también (21-22).
Es como en El lugar sin límites, el espacio de lo sagrado, que la fiesta, al multiplicar los cuerpos, rompe la unidad del yo y hace que se produzca un yo multitud, un yo-otro, una aptitud metafísica que proviene del cuerpo (Bataille) para que la carne se amplíe y se integre en un todo. Un todo sin embargo, parcial, en que múltiples lenguas hablan, y se estrían, las unas con las otras en una conjunción en que memoria, mito y deseo provocan una alteración a la linealidad parcial de los conceptos. Una misa Santa es lo que ocurre en el bar, el vino es la bebida de la comunión que se esparce en el lodo y en el fluido de cuerpos que comparten idénticas experiencias de vacío y abandono, iguales deseos de unión y formación de una colectividad. Una colectividad que va a desear lo inverso a las expectativas del orden militar, hegemónico, y que desde esa inversión va a poder generar un código secreto de unión y resistencia. Ése es el pacto que se arma en el bar. Por ello, debe ser cercano a la casa, debe continuarla e interrumpirla. La casa se sume en la tragedia y en la fractura, mientras que el barrio, herido se refugia en el bar. El espacio de la noche sirve para poder efectuar esas secretas y oscuras maniobras. Que encierran claves para componer una conducta entendible como el inicio de una escritura jeroglífica, que hace del cuerpo un escenario y de los objetos que componen el espacio geográfico, símbolos que conciertan la estereografía de sentidos que van a poder coexistir con esos cuerpos actores de una escena carnal, erótica y sagrada. Es así como surge, cruzado, lo indio y lo delincuencial, lo coya y lo coa, para poder acceder al mundo indígena de la memoria y al hampa que lo ha herido: Tanto bandido que hay en el bar, ni haiga paz para mí ahora, que yo tan desesperada y tensa que te quiero, me muero de ti por pena del cuero, por la salud suya, yo la Coya entera la noche en vela, solos los dos y mío, aunque herido y reventado, ceñudo también lo quise: pagar la cuenta suya puedo yo, esconderlo hasta el olvido a usté, llevarlo lejos hasta donde nadie milico sepa de suyo. Pero usté mira mujer, cualquier forma la sigue, desde niña igual he visto cargado tus ojos y ahora también en la belleza suya me pierdo y aunque herido, mal presentado ante mis ojos parece idéntico al paso de siempre. Fue Usted el que Coya me dijo. Y ahora que parece tan niñita mía, muñeca mía el juego. Jugando a las cartas, trampeó plata, seguro, por eso pasamos pobres,
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pero nada más que usted en la pieza mía, no la madremía en la pieza, no sus partes. Nada de ella ahora. Nunca ¿Cierto? (32)
El amor al padre rompe el cuerpo del lenguaje y genera esta estética que corta el español en su versión oficial y lo ensambla con el habla rural, de origen popular, mestizo, y lo convierte todo en una escena de ceremonia de «santería», para darle vida al herido de muerte. «Don» le nombra, porque «como si nunca papá mío fuera, como si no de ti hubiera dado los ojos afuera la luz» (32). Es en ese contexto de angustia y alucinación en el que se produce el soñado incesto con el padre: «Lo parí. Estuvo atascado todo el día sin querer salir y yo mientras saltaba de dolor sobre la cama, queriéndome arrancar para librarme del sufrimiento» (38). Seis son las madres que aparecen para emplazar al padre y enrostrarle su conducta, seis figuras que significan aquí un diálogo con el texto previo, fundante de la lengua en la que Coya es sujeto. Textos matriciales y populares, con pulsiones e inclinaciones arcaicas que construyen la articulación pre-edípica del texto. Cercan el barrio y fuerzan la puerta de la casa de Coya, la casa de las alucinaciones, y allí los guardias rematan al padre, a culatazos. Coya se va presa. Apuntada con las armas, encuentra a sus amigas y a Juan. Dividido entre el amor que siente por Coya y sus deseos de salir indemne y victorioso de la redada, Juan es el alma ladina, la que en cada oportunidad no escatima ocasión de negociar con un poder, que es siempre negativo para él y frente al cual él es móvil. No tiene mucho que perder, y busca sobre todo su supervivencia frente a las continuas catástrofes que lo mantienen en la miseria. Juan trata de ocupar a Coya para que ella haga las «narraciones» sobre los distintos tramos en que ocurrió la redada, cómo se fue y con quién su madre, qué ocurrió con su padre, qué se lleva la dirección del pequeño grupo de mujeres. Según Marina Arrate, «El primer momento de la escritura retiene un matiz terapéutico; fijar las cosas: Escribirlas es fijarlas, que dejen de tener una capacidad móvil, que en la novela lleva a la protagonista al delirio, a la mitificación de lo olvidado, al desbande de la identidad»1. 1 Arrate, Marina. «Los significados de la escritura y su relación con la identidad femenina latinoamericana en Por la patria». Tesis conducente al grado de Magíster en letras, Universidad de Chile.
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A partir de ese mismo momento, comienza la lucha de las versiones. Si la madre se fue con un eslavo o no; de gusto o engañada (48-49); si Juan es un soplón o no (52-54). Esta última pugna cruza la novela hasta el final, allí donde Juan desespera por apropiarse de la memoria de Coya/ Coa con el fin de «recomponer una actuación que necesito rehabilitar, evitar el desprestigio» (244). Estas narraciones de Coya-Coa llenan de duda la audiencia, pero son en verdad un acto político, que intenta mantener intacto un contrato con la historia, un compromiso con la memoria y con esa parte incierta, enigmática, que es propia de toda la elaboración simbólica del recuerdo. Así dice de sí misma: «me veía errante por la pieza, clamando simultáneo lo soez y la quejumbre: era una contralto que rompía su propio contrato de mantención y era, a la par, una mujer que sorpresivamente, envejecía. Como una sombra abierta y proyectada contra la pared, me inutilizaba» (54). El barrio se transforma en la inestable comunidad fronteriza a la cárcel, siempre en amenaza de la redada y de caer prisioneros, ser heridos, quedar contusos, ser desaparecidos y muertos. Por ello se forma esta comunidad de mujeres, comunidad inestable y pobre, marcada por el deseo de abandonar el país que resta de la memoria, el país tomado y abusado. El erial es el reverso de lo que es una comunidad deseada e imaginada por los habitantes que establecen relaciones fraternas para coexistir en un espacio geográfico. El erial es un sitio vacío, no cultivado, habitado en general por vagabundos, o por asociales, marginales. Pero el erial es un significante productivizado por la literatura de Eltit, particularmente en Por la patria. Este significante marca la desconexión de la sujeto con los grupos hegemónicos que lideran el país, y topológicamente, genera una superficie desde donde elabora un código de resistencia (Por la patria) y donde encuentra personajes que establecen duras críticas al poder (El Padre Mío). El erial es una de las cifras del margen, donde no se da la productividad deseada por el sistema. Sabemos por Foucault que, tras el montaje de la disciplina establecida en colegios, cárceles e instituciones siquiátricas, uno de los objetivos de normar el cuerpo va en directa relación con la productividad económica: impedir el ocio, impedir el desvío de la norma, impedir el curso libre de la sexualidad, impedir la masturbación.
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El erial es el espacio recubierto de signos que favorecen la gestación de una representación cultural de un mundo femenino, mestizo, dual y cargado de máscaras, desplazamientos e inversiones. La metáfora más significativa consiste en el hallazgo del nombre, que reformula este nuevo ser que comienza a existir y a resistir con fuerza y eficacia las políticas del régimen: sobre el nombre desplazado y residual se procede a reescribir un nuevo nombre y a rehacer la materia lingüística de acuerdo a él: Coya-Coa, que reinventa el lenguaje, produciendo otros nombres que se redistribuyen por los espacios de la arquitectura del texto. No son sólo sobrenombres, son metáforas, textos que se sobreimponen, erráticos, tanto sobre el cuerpo de la protagonista como por el espacio de la escritura de la casa eltitiana. Coya, princesa quechua, que de acuerdo al testimonio de la misma Eltit habría tenido relaciones incestuosas con su padre, Coya es hermana y esposa; Coa, nombre del uso delictual del castellano. Ese sobrenombre se une a joya, como nombre del deseo, punto de unión con el padre, al que ella llama «don», con toda la carga semántica que este nombre tiene: don, que recuerda su uso en la España Medieval, don como un sistema de trato para con la nobleza, en la época en la que no todo el mundo era llamado como «don» o «doña». Don es también un talento, una gracia, una especial habilidad. Don es además un obsequio, un regalo, algo que se otorga, como un privilegio especial del donante para el que recibe ese don, esa particular distinción mediante lo donado. Se pueden donar títulos, bienes, casas, libros. Aquí lo que se dona es un estatuto épico, y tiene la dimensión de Mito, también del secreto. Esto se va imbricando en todos los estatutos de la novela, hay una recomposición del espacio patrio desde una comunidad negativa, en el sentido de rechazo a los valores patrios tradicionales, porque lo que ha quedado de ellos, es paria. Es resto. La paria es hija de la patria. La patria es el lugar del padre, pero en nuestra familia lingüística se designa como femenino (madre patria); esa doble autoridad sanciona el carácter paria del hijo. El padre huye de la redada, mientras la hija quema los papeles que lo implican. Por la patria, la identidad (el pasado) es tachada: el presente es el estado de fuga. Se trata del discurso rehaciéndose sílaba a sílaba, como historia familiar (balbuceo) y relato colectivo (testimonio), entre los espacios del desarraigo (sin lugar social) y del arraigo (matriz verbal popular). Así, el mundo del
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extrañamiento empieza a ser rehumanizado desde el comienzo: desde el habla que lo disputa. «Esa habla es la instancia del pueblo pobre», ha señalado Julio Ortega (1993: 74). Exacto, pero esa habla es la materia con la que Eltit juega para tocar la entraña del mundo del oprimido, hacerlo sentir desde su lugar más vulnerado, pero también para mutarla, dialogar con esa lengua en otras. Es una operación de la que habla Barthes en El Placer del Texto, cuando habla de la jouissance, el goce del texto. Éste se produce en el contacto de una lengua, con su prosodia, su sintaxis, su gramática, su entonación, con otra lengua que también, junto con el léxico, la gramática y la prosodia diferente, aúnan sus diferencias en la mente del que la oye y la oye desde su lengua materna, con una ajenidad, que le resulta extraña y familiar a la vez. En ese proceso, se genera el goce de lo que no alcanza a ser comprendido ni decodificado, y así, devuelto, en todos sus sentidos, al archivo personal de lo que llamamos experiencia; y que se mantiene por eso ahí, en esa zona límite de lo indecible, lo inefable, lo que apenas por los sentidos alcanzamos a sentir, rozar, palpar. Volver «otra» la propia lengua es uno de los trabajos que intenta hacer Diamela Eltit, convertir en extraña, hacerla sentir en su diferencia, cuando elabora la épica de la matria, de la hija. Establecer una poética allí como una extrema violencia política, como señalara Bhabha. Desplazando la narrativa edípica, se convierte en madre y esposa del padre, que lo pare y que lo cura, rearmando la lengua, sílaba a sílaba, enunciado tras enunciado, desde los enunciados iniciales del texto: m ama ma ame ame dame madame madama dona madona mamá Camacho (9). Por la patria semeja desde su inicio una boca que se abre desde etapas preedípicas para reconfigurar la relación de la sujeto de la escritura con la lengua que rediseña. Ello explica la utilización de una sintaxis permeable a la dislocación de los códigos para readecuarlos a situaciones históricamente nuevas, para generar circuitos de información solitarios y solidarios con el habla delictual. En suma, para generar desde el arte la densidad estética y pluralidad de significantes de pactos nuevos con el país y con la lengua que cartografía el mapa. El país se simboliza en «Estacas en las esquinas, alambradas» y en «El cerco, el delirio, el cerco» o «No me dispares con metralleta»; no hay seguridad en ninguna casa del lugar y el barrio en el cual ella se dispersa se caotiza.
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La sangre viene en vertedero al barrio. Por causa del miedo, se abren los bares, los reservados, y se apersonan los fugitivos, los hambrientos, los apacibles seres que beben. Entonces se larga en serio la primera borrachera. Es tinto, el color negro que tienta la boca. Es tinta. Su madre también se pliega (76).
La escritura del país es roja y negra, plegada con la madre y también con la herida de la madre, con punzón, en una pierna justo en el momento precedente a la parición invertida. Eso indica la reposición de Coya, «empecinada en restañar la gloriosa herida venial de la madre». Uno de los núcleos significativos de esta escritura «tinta», en todas sus múltiples cargas semánticas, consiste en demarcar la posición materna, como posición que falla en el tejido simbólico de la red edípica, como postura herida, debilitada, que la amarra a una condición parasitaria y sometida, como es ofrecerse ante quienes posean, aunque sea momentáneamente, el poder. Coya, en cambio, quiere afirmarse en la resistencia, en la lucha contra el opresor, y busca, por sobre todo, ser la portadora de un nuevo orden simbólico que repare la patria. Ese orden, por supuesto, debe provenir de una lengua sudamericana, cuyos significantes provengan de los grupos oprimidos, populares. Busca rearmar el español desde el imaginario indígena y desde la reserva simbólica del barrio como reducto en que predomina la mujer. Pero no la reproductora, pasiva y acomodaticia, sino que trasgresora y más aún, una entidaz capaz de subvertir el dualismo oprimido /opresor. Uno de los modos de operación de Coya es por intermedio de la sexualidad, con la que invierte el triángulo edípico; por otra parte es el modo con el cual enfrenta, seduce y somete a Juan, quien ha pasado a ser su carcelero. Lo hace ver que ella es invulnerable: es la memoria. Dentro de esta memoria, amada, organizada de múltiples modos, él sería la «contramemoria». Así le dice: Eres mi madre, mi padre, mi familia. Eres todo lo que tengo. Exclusiva en mí, traicionando por el desconocimiento y el error confuso que hiciste con parientes, con corrientes seres que te engendraron. Eres Coa
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mi memoria. Coya raza. No te amo, eres el descampado que me rige y la memoria de mi origen… Has hablado de soplón. Yo remito mi proceder y cambio esa palabra proscrita por un trato: un trato cometido con tu madre, con su materna postura en contra de tu padre. Todo por salvarte y perderte en mí que soy, que soy, que fui, que seré tu contramemoria y el viso de realidad que te afirma. Tú que res todas las cosas, toda mi familia y la humillación, mantienes viva mi lucidez y en cuanto viva, seremos los sobrevivientes, los tejedores que más, mucho más adelante se van a destacar, sabiendo de la oscuridad, del frío miserable que nos invade (271).
Juan es el signo de una realidad opuesta al deseo de Coya, deseo de reconstrucción del país, desde la superación de la figura materna y desde el anclaje de la memoria. Juan dice aquí no amar a Coya, pero en realidad, la necesita. La necesita porque Coya ha invertido el paradigma de la figura de mujer; Coya se convierte más bien en una virtualidad, la virtualidad de un deseo. Con ella nace, además, la fuerza necesaria para quemar y destruir los relatos de desamparo y destrucción que cercan los cuerpos femeninos, en cierto modo, gemelares a Coya: Flora, Berta, la Rucia. Ellas son su contraparitida, las que le dan la capacidad de re-unión de materiales de la lengua retejida y retramada desde múltiples voces. Así como las Madres alucinadas son varias, y varios son sus fatídicos relatos, Diamela Eltit multiplica el grupo de las dominadas. No las representa: ellas tienen su propio relato. Este texto no ignora desde qué lugar habla, no nos encontramos aquí con la problemática del oprimido de Donoso en El Obsceno Pájaro de la Noche y El lugar sin límites. En Por la patria, cada voz viene de un cuerpo, cada cuerpo proviene de una escena, cada escena tiene su propio archivo y es un teatro que así se presenta en el texto. Coya-Coa es la sujeto de la escritura, pero ésta posee un narrador heterodiegético que presenta la lengua desde múltiples lugares, pero sobre todo desde el lugar del Otro, el siniestro y sombrío lugar del Otro. Que fuera observado por Donoso, pero también enmascarado, camuflado, transformado en serie. La inclusión del grupo le permite generar un texto dialógico y carnavalesco, en que varias «oralidades» se interpelan, se «cruzan» como trazos que contribuyen a armar esa memoria patria, y también a superarla. Como se hace por la quema, que exorciza el pasado y sus llamados edípicos y
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nostálgicos, y repara los cuerpos para ocupar el lugar trasgresor, amado por Coya, y en el que Juan es la función masculina, su última representación de un masculino cercano, que autorice la «versión oficial», interesada en contribuir a depurar un relato de poder para los centros de dominación, para el colonialismo. Pero Coya-Coa se opone a toda sumisión, a toda transacción con el relato vencedor, y reclama su épica, plural, múltiple, india y generada desde el mito y la poesía. Economía y arte se encuentran y desde ese choque surge la brillante respuesta de Coya: Hay una hazaña que no puedes ni podrás con nada desmentir. Hay una épica. Surgida de la opresión y destello del linchaco. Yo para ti, madre y padre en cuanto insurgente y diestra, en cuanto reina y el poder de resistencia a tu vacío. Olvidé. Olvidé aquello a lo cual te aferras y tras lo cual te prevaleces: Olvidé tu cuerpo. Olvidé tu cuerpo porque fue mínimo e insuficiente al boche, al barullo del afuera que me deslumbró. De espaldas en mi cama, en mi mama, en mi leche me querías: yo erecta, erguida y doble soy: punzando y recibiendo, mojando y mojada, desmaterna y despaterna, desprendida ya. (273)
Coya, joya, coa, son los tres nombres que el texto elige para escribir este paso de la utopía (y el mito) a la historia en una travesía por la lengua hispana. La casa materna es el descampado, herido desde siempre, pero se sale de ella como de la lengua madre, que ha posibilitado la inserción de un sujeto fracturado, que fuera el significante de un período histórico de dominados y dependientes. Atrás queda esa casa, con sus puertas abiertas, suspendido en el tiempo. La casa propuesta por Eltit es aquí una comunidad alegórica que parte desde un «erial» sin héroes, pero con la suspensión del trayecto edípico en el subsuelo del inconsciente. Como cita, como trauma, pero también como cicatriz que desliza su significación en esos tres nombres en cuya superposición jeroglífica condensa y redime los grandes hiatos y errrores de la memoria oficial en un proyecto escritural pocas veces visto en Hispanoamérica. «Soy el último reducto —dice— mantengo intacta la memoria colectiva y metalizada» (247).
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Relato que requiere del doble ritual del incesto como figura simbólica. El primero de ellos (con padre y madre) ha sido necesario para la investidura de Coya en texto libertario y trasgresor, y se cierra con el segundo incesto que fusiona el primer relato con la gesta fundacional americana: «el incesto total de la patria». Doblez que se repite en la composición material del libro, que dobla la primera parte en la segunda. Doblez corregida de una gesta. Inscripción de la novela como escritura que duplica y contesta la apelación histórica y política que su tiempo le exige como productora de una literatura transformadora del campo perceptivo abierto como modelo para ver una realidad agostada…La gran herida del texto —su motor— se vierte sobre los sentidos codificados que modelan la consciencia latinoamericana. La herida es la obturación de ese sentido, su profunda fractura, pero también el espacio en blanco de ese aún no existente lugar chileno y latinoamericano. Campo simbólico por escribir: la in-dependencia del texto llama al deseo, a la independencia de la casa, el cuerpo desde donde construir la escritura latinoamericana, sin reincidir en la demanda de reconocimiento y de otorgación de identidad por los centros hegemónicos que permiten y controlan la existencia de las minorías, marginalizándolas, para la existencia de una base material que, dominada, garantiza la existencia de la superestructura económica e ideológica de las grandes potencias dominantes. No ser el mercado del teatro europeo de operaciones sino que, invirtiendo ese gesto absorto y narcisista, mantener la postura de un cuerpo siempre otro, dual, doble y enigmático en la incisión de su corte con las figuras del préstamo, la hipoteca y la deuda hacia el Primer Mundo. Desde el umbral posmoderno, que Diamela Eltit abre, perfilando en su producción literaria los signos de una época en que la relación de la escritura con la Historia se hace otra, en que ya no existe la expectativa de que los grandes relatos vuelvan a significar la relación de una comunidad con un Estado y con un continente, sino más bien en que grupos de una comunidad alcen su palabra —y su escritura— para desatar oscuros y complejos modos de resistencia al Poder. Ya no se trata de textos centrados por un solo sujeto, sino de textos descentrados y polivalentes, con sujetos muy fracturados, que ya tienen erosionada la piel por un cansancio de siglos. Sujetos que portan, en el caso latinoamericano, sólo la capacidad de significar las ruinas de su mundo, y que lo hacen desde la opresión que portan los significantes de su lengua. Como señala Sara Castro Kla-
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rén, una de las características de la escritura de mujeres de este último período es «el signo exhausto», que merodea y merodea a la manera de la Malinche por los sistemas de codificación para generar una superficie estratificada de lecturas de diversa pigmentación. Es lo que Deleuze y Guattari llaman «escrituras rizomáticas», que tienen múltiples centros y que no son elaboradas desde un solo lugar, sino que desde varios. Escrituras fragmentarias, en las que, como en el caso de Diamela Eltit, el silencio es parte del proceso de producción del texto. Como el blanco de la página, que enmarca y desmarca la letra de sus habituales conceptuaciones y la afilia de un modo inédito a otras formas de posicionarse el sujeto en la historia, un modo más solitario y desesperanzado. Un modo en que la migración y la mutación parecen ser los signos sobre los cuales se gesta la comunidad, en que la identidad de un sujeto ya no se resuelve por una relación con una historia con un país, sino que más bien con una relación negociante entre varios países. Los sujetos posmodernos anclan rara vez, son islas flotantes. El universo literario de Diamela Eltit no sólo se forma con la relación con la literatura, en la que por cierto ella arma su tejido de relaciones. En Por la patria, la relación mayor es con la historia de Chile, con el panfleto, la arenga política y el teatro. Diría también que con José María Arguedas, por el uso de la lengua y por la angustia de la rotura de una utopía de renacimiento en Perú. Con César Vallejo, por el uso mezclado de vanguardia y estructuras quechuas metaforizadas en la gramática y la sintaxis. Un español trabajado de manera «india», ésa es parte de una operación de vanguardia en César Vallejo, específicamente en su texto poético Trilce. El coa cumple aquí una función poética distintiva y diferencial, rompe la lengua e irrumpe para generar una manera neobarroca de situarse en la lengua. Por la patria, como señala Bhabha en El lugar de la cultura, genera un lenguaje particular, una semiótica de su lengua, casi un metatexto para descifrar el texto de un grupo que se hace refractario a los signos del poder. Ese hogar lingüístico es la casa que surge, como imaginario, de Por la patria, un hogar hecho de palabras que contienen una memoria y también su contramemoria, pero traspasándolas, como el lugar de un quiebre y de una dimensión política, lo que quiere decir aquí, una manera nueva, otra, de rediseñar la polis, de habitar las marcas legadas por la historia de una manera batallante y negociadora.
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Ninguno de los lenguajes citados, bajo los sistemas ya mencionados, prevalece en los textos de Diamela Eltit. Al contrario, todos comparecen, sin imponerse tiránicamente, uno sobre todo, en un mecanismo de flujos y reflujos que no desean la mecánica falologocéntrica de la penetración ni la conquista. Reviven la canción amorosa y su imagen mística, el panfleto, la oratoria política, la cita obscena en un incesto total de lenguas que se rozan, se conectan, se espejean a veces lúdica, a veces dramáticamente. No hay en el andamiaje sintáctico una tiranía de la lengua materna: ella los hace comparecer en este metatexto en cuya superficie escritural se invierte la posición de dominio de la lengua oficial y se articula de manera más democrática el nacimiento de una nueva patria: una patria paria, periférica y minoritaria. Se trata, como dije en Campos minados (141), de una propuesta textual como alegoría que rechaza toda iconización, todo mensaje pedagógico.. Su lectura de la realidad reinscribe lo ocurrido hace cinco siglos como modelaje (como metatexto) de lo ocurrido en la contemporaneidad. Inscribir lo antiguo en lo nuevo y lo nuevo en lo antiguo, como lo hiciera Baudelaire en Las Flores del Mal, según el análisis de Benjamin, ocurre bajo la forma de la tragedia —el incesto—; proponer sobre el vaciado de los héroes nacionales el cuerpo de una mujer y de una mujer paria como imaginario colectivo multiplicado es un modo nuevo de entender, a mi juicio, lo que es la práctica literaria. Alta exigencia para una escritora, pero no menor es la respuesta que el texto da a su patria. Cuando digo patria, digo comunidad más que imaginada, como ya lo señalara B. Anderson, sino que deseada y poetizada. Así testimonia Diamela Eltit, por boca de su protagonista CoyaCoa: «Todavía nosotras no, vender nada por ninguna cosa, ni un milímetro de pellejo, ni un trechito de pensamiento» (162). Bibliografía Arrate, Marina: «Los significados de la escritura y su relación con la identidad femenina latinoamericana en Por la patria». Tesis conducente al grado de Magíster en letras, Universidad de Chile. Castro-Klarén, Sara (1989): Escritura, sujeto y transgresión en la literatura latinoamericana. México: Premiá editora de libros.
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Eltit, Diamela (1986): Por la patria. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco. Ortega, Julio (1993): «Diamela Eltit y el imaginario de la virtualidad», en Juan Carlos Lértora, Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
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El polisistema narrativo de Diamela Eltit Julio Ortega Brown University
Este trabajo propone que la obra de Diamela Eltit (Chile, 1949) configura un sistema literario que se basa en un proyecto de rearticulación del Sujeto de la crisis y el discurso de su nueva representación política. Consideradas en su estrategia narrativa sintomática, en el desplegado de su textualidad exploratoria, las novelas de Diamela Eltit empiezan planteando su propia indeterminación. Su materialidad asume la violencia de la crisis como la subjetividad despojada; y su metódica formalidad es una indagación recuperadora, reparadora. Así, estas novelas se desenvuelven como un metadiscurso, como el asedio de su relato latente. Como dijo ella misma en una entrevista de 1985: «se parte con algo y se termina con otra cosa». Con las huellas de la destrucción trazan, en ese proceso, la humanidad radical de una reconstrucción. Documentan, con integridad y riesgo, el trance del Sujeto no ya de la rebelión y la resistencia, sino de la lucidez agonista de una sobrevida. Cada novela empieza desde un nuevo planteamiento, con renovadas preguntas y tentativas, en una práctica de perspectivismo: el Sujeto es el objeto herido, una máquina desfuncional que busca su nueva función. Y culmina como un alegato o tratado sobre ese proyecto de resarcimiento, como un metarelato de la desolación. La indeterminación de ese trayecto, las estrategias del discurso de la crisis, y el drama textual de sus historias configuran la articulación operativa de un polisistema narrativo.
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Si lo sistémico de una obra parte de la organicidad de motivos, funciones y resignificaciones de su espacio de referencias, en el caso de Eltit se se trata de la peculiaridad de la experiencia chilena contemporánea. Ya en 1985 ella declaraba que su interés estaba en «el contexto». Sólo que esa referencialidad no podía darse sino en una investigación «acuciosa». No era, sugería ella, una mera evidencia ni un saber inculcado. Desplazado por la violencia, la dictadura y el mercado, ese «contexto» (sin texto) chileno debía ser recobrado por la escritura para discernir los restos de la nación recusada. Al comienzo, afirmaba ella, aun si los espacios del nuevo arte eran frágiles y estaban desprovistos de conexión con lo social, la situación chilena filtraba lo contemporáneo, tanto como la lengua española, clásica o barroca, resultaba regionalizada. El lenguaje se desdobla en su función local tanto como el texto se pluraliza en su exploración. Del primer al último libro, cada uno de formulación propia y distintiva, esta escritura se propone un artefacto de elucidación a la vez analítico y barroco, cuya función sistemática es la de figurar en el contexto un modelo de contralectura. Se podría, enseguida, demostrar que esa articulación de agencias operativas (la resistencia a la dictadura, la crítica feminista, la fuerza marginal, la alarma global) sitúa cada novela de Eltit en el debate por las interpretaciones de lo nacional en tanto fuente de lo globalizado; del sujeto latinoamericano ante la desidentidad del neo-liberalismo; de la política y la ética decidida por el lugar (o falta de lugar) del otro entre los otros. Se trataría, así, del espacio social vaciado por la comunidad desaparecida. Por lo mismo, si lo indeterminado es el proceso conductor donde lo articulado se constituye, nada resulta gratuito en estos textos, que son instrumentos de hacer espacio y poner pie a tierra. Y si la «comunidad imaginaria» se ha vuelto «comunidad precaria», la novela se proyecta como nuevo mapa de rutas de in-certidumbre1. Ciertamente, algunas de estas novelas (Lumpérica, Por la patria) se postulan más cercanas a sus contextos y diseñan modos de operar en su indeterminación empírica; otras (El cuarto mundo, Los vigilantes) subvierten los contextos desde su alegorización, entre trazas de la violencia
1 Otros trabajos míos sobre la autora son «Diamela Eltit y el imaginario de la virtualidad», en Ortega 1992: 254-78; y «Diamela Eltit» en Ortega 2000: 37-45. Este libro incluye también el artículo anterior.
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y, al final, lo sistémico se sustenta en este relato sobre la reproducción del contexto; es decir, sobre la naturaleza de la representación. Pero, por otro lado, es propio de lo sistémico interactuar con espacios externos, con otras operaciones y modelos del campo cultural donde, disrruptivamente, se inscribe. Se diría que un polisistema narrativo, por su mismo paradigma de conocimiento articulatorio, donde cada parte de evidencia remite a un todo en disputa, casi demanda esa interpolación que inquieta otros paradigmas de organizar la información. Es su modo crítico de interrumpir los acuerdos del debate. Esta misma lectura que aquí propongo es homóloga a la formalidad de la obra que intenta cartografiar; y se debe a su movimiento de seducción transfronteriza, que es de desborde y de imantación. Y no es casual que cualquier lectura de una novela de Diamela Eltit sea, en sí misma, una meta-lectura, casi un autorretrato del lector en su turno, entre ceremonias de inmanencia barroca y espectáculos de barraca funambulesca. El lector asume su papel y se define activamente en el mismo. La lectura de esta obra es, por ello, una alegoría crítica, e incluso novelesca, que forma parte de su polisistema. Conviene detenerse en las evidencias de su inscripción (no sólo de su recepción) en el campo de su lectura. La primera es el desasosiego que esta obra suscitó en parte del exilio chileno. Ciertamente, la «consciencia de derrota» que ha dominado en nuestros exilios políticos solía imponer la noción de un vaciado nacional: como si nuestras dictaduras, habiendo ocupado todos los espacios disponibles, hubiesen hecho desaparecer los márgenes de la producción cultural. Lo cierto es que a pesar de la censura y las universidades intervenidas, se gestaron pequeñas comunidades discursivas de operatividad casi secreta, pero capaces de abrir espacios en el territorio de control de la dictadura. Ese trabajo de tentativas lo realizó en Chile el grupo CADE. Con los materiales más fugaces hicieron, más que una tarea de resistencia, una de alternancias, reapropiando signos y nombres, explorando umbrales no codificados y probando la creatividad de un «arte público» que opera en la intimidad de lo público. En la lógica de las desapariciones, el exilio literario chileno prefirió descontar esfuerzos que viniendo del país sometido parecían carecer de legitimidad. De modo que apenas nacido, dentro de las peores condiciones y con todas las razones en contra de su desarrollo, el proyecto narrativo de Diamela Eltit no coincidió con el modelo de leer las horas y las obras que alimentó la ansiedad combativa del exilio chileno.
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Una segunda interacción de este sistema atañe a su diálogo con el latinoamericanismo norteamericano. No sin cierta justicia irónica, su proyecto narrativo sintonizó de inmediato con el modelo de análisis cultural que en los años 80 florecía en varias universidades norteamericanas. Esa práctica crítica conectó con sus libros a partir de las conceptualizaciones anticanónicas, post-estructuralistas y, más recientemente, comparativas. En mis cursos, por ejemplo, sus novelas han cruzado el sílabo desde «escritoras latinoamericanas» y «nuevos novelistas latinoamericanos» a «sujeto y discurso transatlánticos». Y he llegado a la conclusión de que mis alumnos tienen en común el haber leído a Diamela Eltit2. Sin embargo, a pesar de la «ansiedad de márgenes» de la academia liberal, un relato situado en su contexto de origen y necesidad de pertenencia no era del todo traducible a las necesidades del orden didáctico, ya que ponía en tensión los hábitos de lectura benéfica (del ‘subalterno’ o de las ‘minorías’) y aleccionadora (de victimización, trauma y transparencia). En un rasgo de su intimidad creativa, estas novelas no se dejaban reificar porque su lectura resistía el modelo genealógico, que remite toda obra al archivo de sus orígenes (que tratándose de latinoamericanos debe ser catastrofista y traumático); como si nuestros trabajos tuvieran la obligación de confirmar el melodrama nacional (Octavio Paz, depués de todo, había legitimado al hijo ilegítimo como el sujeto deficitario de una lectura autoderogativa y patética). Pero, además, porque estas novelas habían optado no por perpetuar la agonía de sus personajes, sino por situarlos en una saga que se debía a la nueva formación de la lectura que precipita la nueva significación de las formas haciéndose y el diálogo por hacerse. En esa lectura, que he llamado procesal, la crítica afirma el espacio de humanidad que la novela adelanta. Por eso, no es extraño que la fuerza de su formalidad, esa necesidad de diversificar el operativo ficcional de la novela, resultara excediendo el metodo comunicacional de los «estudios culturales», al norteamericano modo, cuya pretensión de hacer totalmente legible al objeto artistico es una imposición disciplinaria del optimismo académico y del mercado liberal. Las novelas de Eltit desatan la red de la legibilidad, pero no por El tomo de La Torre (Universidad de Puerto Rico, X. 38, oct-dic 2005, editado por J. Ortega y Dánisa Bonacic) recoge los trabajos del II Congreso Internacional de Estudios Transatlánticos (Brown University, abril de 2004) que estuvo dedicado a Diamela Eltit y José Emilio Pacheco. 2
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un afán formalista o postestructuralista, que devaluaba el rol del autor y sobrevaluaba el de la textualidad; sino porque estas novelas disputan el rango de la representación y la naturalización del lenguaje. Esto es, el archivo (matriz discursiva) de la ideología. Buscan, así, disputar el sentido político de la crisis, que el orden inculcado e incólume reprograma; así como una función operativa a las hablas, ni gratuitas ni elocuentes sino austeras y materiales. Esa resistencia interna a ser del todo traducidas a un discurso utilitario es la integridad de estas novelas, su virtud de origen. En Mano de obra (2005), por ejemplo, la sociedad que ha remontado la crisis ha borrado la memoria crítica del Sujeto, deshumanizándolo como materia prima. Pero ese programa implica también a la obra, que documenta una violencia fantasmática y física, alucinada y material; y lo hace implicando a su vez al lector, inserto en el paisaje de la no-opción, allí donde la pobreza de todo signo es el precio de nuestra lectura. Las últimas novelas de Elitt, donde se levanta un Sujeto de la pobreza, me parece que revelan cuánto de este polisistema se configura entre escenarios de la lectura analítica y focalizada, que han ido cambiando no sólo debido a la mayor nitidez de los contextos sino a la mayor intervención del lector. Si al comienzo pudo haber prevalecido una lectura más bien probatoria (que suele demostrar lo que ya sabíamos), pronto se nos reveló el doblez de una lectura barroquizante hecha en el intercambio creciente de la mezcla. No es que sólo hayan cambiado los lectores, sino que los mismos libros, al desplazarse, producen nueva información y se expanden en nuevos bordes y registros. Por lo mismo, me parece que no conviene literalizar el plano de la historia y leerla como mera demostración; en desmedro del plano discursivo (ironía, suntuosidad material, traza popular) de estas novelas, donde se organiza la tensión entre historia y discurso, ese diagramado de los hechos. Aun si podían ser leídas como agencia de distintas persuasiones críticas, desde el feminismo hasta la androginia, esa misma pluralidad exegética, no exenta de cierto entusiasmo retórico, subrayaba la libertad de estas novelas en el campus. Hablando de los comienzos, del trabajo austero y riguroso del proyecto en construcción, Diamela Eltit ha destacado que esos «espacios frágiles» del nuevo arte chileno, esos «espacios resbaladizos» de la voz de la mujer, tenían una ventaja: «nos inventamos todo: lectores, demandas, para trabajar con el deseo. El mercado no nos imponía nada. El espacio real (con un público) era ficcionalizado. Todo era posible porque no había mercado» (charla de 1990, Brown University). Sobre ese gesto
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de ruptura se produjo la sintonía crítica que acompañó a la expansión de esta obra en el escenario internacional como una de sus realizaciones aún en proceso. En la diseminación rotante de su sistema, todavía le aguardaba a esta obra resistir la violencia de otra lectura, desde fuera (desde Barcelona y su campo literario internacional) y desde dentro (por medio de Roberto Bolaño, emblemática nueva figura narrativa). Vale la pena detenerse en esta intersección del sistema representado por Eltit y el representado por Bolaño. Aunque Bolaño es también un escritor que se debe al proceso en construcción de sus novelas, su autorreferencialidad literaria es en sí misma un relato; tanto que incluso sus biografías, vivenciales y existenciales, sitúan el origen de su proyecto en la trashumancia de los narradores beatniks (sobre todo, el Jack Kerouac de On the road); y proviene, por lo mismo, del vitalismo adscrito a ese paradigma exploratorio y su estética de la indeterminación. Aunque Bolaño reconocía esa marca de familia, en España fue consagrado como vanguardista adalid y lúdico innovador. Su regreso a Chile en 1998 ha sido documentado por él mismo en su estilo desinhibido, que supone plena legibilidad y lectura sospechosa. Es una historia de desencuentros que descubren las heridas del origen; Bolaño, se diría, necesitó conflictuar su retorno para confirmar su desapego. En lugar de la cocina materna, que lo reconcilie con el hogar negado, el escritor confirma la cicatriz del rechazo. Aunque es tentadora una lectura de orden más o menos clínico, hay otra de orden político. La obra de Diamela Eltit (a la que Bolaño insiste, defensivamente, en calificar de lectura difícil) le demuestra que se podía vivir y escribir en Chile contra los militares, primero, y a pesar de la transición, después, disputándole a los policías salvajes los nombres de «patria» o «familia», y al neo-liberalismo los de «política» o «mercado». Esto es, practicando la reapropiación simbólica de la territorialidad vaciada. El proyecto de Bolaño se estremece ante esa poderosa realización de una alternativa de vida y escritura que lo excede3. Al año siguiente, regresa a Chile y confirma su desapego renunciando a ser parte de esa actualidad. Pero todavía en 2001, en su crónica «Cocina literaria», escribe: «Si tuviera que escoger una cocina literaria para ins3 Vista hoy, su crónica de viaje es de una ansiedad tal vez reparadora: el escritor que vuelve a casa en pos de sí mismo se queja de la comida que le dan. Observa que no hay carne en la cena y la califica de vegetariana.
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talarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora no fuera chilena» (Bolaño 2004: 322). Había sido muchísimo más violento con Isabel Allende, pero esa declaración humorística no oculta la mano4. Quizá Bolaño vivía la contradicción del joven novelista latinoamericano: entre su figura pública y el mercado omnipresente, entre sus límites regionales y sus límites globalizados, este escritor se debe a la nueva economía de los poderes en juego. Mientras que los novelistas del boom latinoamericano podían ser beneficiados, al mismo tiempo, por una época de ideas revolucionarias y de expansión económica liberal, sin excusar la coincidencia, los más recientes pueden terminar (y hasta empezar) escribiendo para el mercado, convertidos a veces en latinoamericanos profesionales, que proveen lo que el lector metropolitano espera de América Latina y les demanda —violencia, prostitución, autoescarnio—. No pocos resisten este nivel mercantil del oficio; y otros, como Bolaño, histrionizan la contradicción. Además de su salud deteriorada, vivió en estado polémico, dando palos de ciego y a veces vencido por su sombra. Es interesante que le gustaran, a la par, las novelas de Mario Vargas Llosa y Jaime Bayly. El autor se hizo personaje central de su obra, exasperado por ese costo protagónico. Cuando tiene que elegir una imagen de sí mismo, al final de su vida, opta por la del «guerrero». Todo indica que, en efecto, vivió en guerra con la escritura y con la muerte, pero también consigo mismo. Quizá por ello su obra es una summa de jóvenes en batalla, cuyas biografías son, en verdad, obituarios. Así, su voz discurre como una herida en el lenguaje: el habla del yo es irrestricta. A pesar de su agudeza y desenfado, se percibe la melancolía que entinta su rebeldía. Esa perspectiva pertenece, otra vez, a la de sus viejos maestros, no al humor (nada visceral) de Nicanor Parra, sino a la «épica del ego» proclamada por Pound (personaje también de Los detectives salvajes); a ese culto, típicamente modernista, de una lectura autorizada por el trayecto vital del yo. Al final, Bolaño adquirió su identidad trashumante en este ejercicio de inclusiones alegres y de exclusiones culpables, allí donde la página es el lugar de su navegación creadora, esa vida prestada por sus lectores.
4 Un elocuente testimonio del retorno de Bolaño a Chile es el de Pedro Lemebel en La Nación, Santiago, julio 22, 2007.
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Pero más allá de la biografía literaria, lo que resulta interesante de esta intersección de dos sistemas literarios divergentes es el espacio central de su encrucijada: la constitución de un nuevo «campo cultural» donde una «literatura mundial» se produce dentro de la racionalidad del Mercado. Confirmando el horizonte de expectativas del operativo del mercado, este nuevo sistema de producción, que ocupa todas las fases de la vida del libro como mercancía, desde su escritura, premiación, promoción, traducción y reproducción, culmina hoy su máxima capacidad fabril: la de producir los escritores e inventar a sus lectores. Como en la parábola de Borges, el Universo es ya el Mercado. Y en sus centros productores o en sus márgenes reproductores este mercado literario es una suerte de capitalismo chino: el sistema es el mismo y no tiene fronteras. Sería, por ello, un nuevo romanticismo anticapitalista creer que el escritor puede no cruzarse con su fuerza centrípeta (como dice José Emilio Pacheco en un poema, «ya todos sabemos para quien trabajamos»). Es así, más serio, replantear el dilema, tramar nuevas estrategias, y asumir las contradicciones. Reveladoramente, este polisistema no sólo orbita entre sistemas contrarios (poder versus contrapoder), sino que estos que son complementarios y se requieren mutuamente. Desde el comienzo, asumió el diálogo con sus interlocutores más fieles: los que han hecho de estas novelas un taller de escritura y crítica radicalmente desplazado, alterno y aleatorio. En el archipiélago chileno no controlado por las zonas militarizadas del lenguaje, que demarcan incluso la geografía del país en una claustrofobia verbal/espacial, la práctica crítica de Eltit se sitúa en la constelación analítica de los trabajos de crítica cultural, feminismo y poética de Nelly Richard, Raquel Olea y Eugenia Brito. Por lo demás, su coraje creativo es prolongado por escritoras tan talentosas como Malú Urreola, Lina Meruane y Andrea Jeftanovic, al tiempo que sostiene un largo diálogo con la nueva fotografía y el video arte chileno. Es evidente, por lo demás, el parentesco de esta obra con la de Severo Sarduy, de impronta lezamiana; y es intrigante su vinculación con los textos narrativos del poeta y artista peruano Jorge Eduardo Eielson, y menos obvia la coincidencia con la prosa performativa de Mario Bellatin. La importancia de Mano de obra (2002) en tanto resolución del largo debate entre arte y mercado en la obra de Eltit me parece central para la evolución de este sistema. En esta irradiante, breve obra maestra, obra a mano, manual de la obra, culmina el planteamiento de las voces de la diferencia moderna y los dilemas de su mediación narrativa. Por lo pronto,
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aunque situada en el contexto de la fábrica que se alimenta de trabajadores, la representación del Sujeto no es transparente sino fantasmática. La novela media como la relación entre el sujeto y el contexto, como «fábrica» ella misma de restituciones. Esa negociación de un drama de relaciones equivalentes, metonímicas y simbólicas hacen el discurso de la novela sobre sus historias narradas y nudos argumentales. El carácter instrumental de Mano de obra se propone, en su primera parte, reconstituir a los obreros muertos desde sus testimonios. Y nos propone, en la segunda parte, la sintomatología de un grupo de trabajadores pobres, que nutren con sus últimas fuerzas la máquina neurótica del «super». Si Juan Rulfo diseñó el infierno de Comala como el espacio de la ideología residual, Diamela Eltit ha diseñado la historia del mercado como el espacio donde la ideología encarna en la mercancía, cuyos productores son, a su vez, la materia prima y el residuo de lo moderno. Eltit había revertido la topología dual de lo privado y lo público en el espacio mixto de historias sin lugar de amparo. En sus libros anteriores, la plaza se abría en la performance, el barrio en la protesta, el cuerpo en sus gestaciones y flujos, el orden patriarcal en el lenguaje. Ahora, se trata de la puesta en página del eje de estas versiones: el mercado como un sueño de la razón civilizatoria. El mercado se sostiene en la lógica de esa reproducción: la mercadería es un repertorio de valoraciones recicladas y, al final, desechables. Esa mecánica de la sustitución crea la fragilidad extrema de la sobrevivencia marginal de los trabajadores sin trabajo. La forma de esta producción ya no se debe a la necesidad ni al valor de cambio, sino que es una fuerza centrífuga que vacía al Sujeto de su tiempo. Menos que siervos y aun menos que esclavos, esta «mano de obra» se define por su calidad sustituible, como recurso natural barato. El «súper» es un supermercado global, el centro del sistema, cuyo poder es el de absorber todo espacio y procesar cualquier sujeto. Como un nuevo Calibán, sometido por el poder, el sujeto primario carece de lenguaje propio y maneja un habla empírica, que le sirve para maldecir pero que cuya carencia lo hace parte de la violencia que recibe. El agente del mercado carece de agencia, y su inestabilidad radical, su discurso roto, es todo lo que queda de una nación que ha desaparecido bajo las luces del artificio, allí donde la ssupervivencia lleva el costo de la consciencia. Esa histeria de la subjetividad hace estallar la identidad de los subyugados.
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Si las mercancías sólo pueden acrecentarse, con una lógica global invasora, los roles de los subyugados se reducen a la delación y la soledad. El obrero está enfermo de las cosas, a punto de ser lapidado por la torre de latas; fiel a su servicio, sucumbe al crecimiento monstruoso de la mercancía, que rompe sus fuerzas y control. La novela es un instrumento que registra la desaparición del pueblo en la construcción moderna de Chile. Pero, en una última vuelta de tuerca, esta narración de la pérdida del lenguaje es un programa de deconstrucción que pone en duda los regímenes de autoridad. Recobra, por eso, en su misma desaparición a estas víctimas de un capitalismo que ha vaciado la ciudad de los hombres. Lo humano es recusado pero, en su debacle, es salvado por la palabra oral que recompone a la consciencia descarnada. La lengua de Calibán, que lo condena a duplicar el poder con su maldición, puede también ser una irrisión del mundo referido, y con su humor desgarrado sostener todavía la vivacidad de su tránsito: […] estos culiados mentirosos que rebajan las mierdas que están de más y el montón de conchas de su madre se precipita a comprar las cagadas que les meten y se van felices los imbéciles, sin darse cuenta que estos maricones se los están pichuleando hasta por las orejas.
Se diría, por ello, que Mano de obra no se agota en la denuncia ni en la resistencia; más allá de esos paradigmas del razonamiento ilustrado modernista (que tendrían hoy en el mercado su valor de intercambio), esta novela a través de sus testimonios y casos (su documentación del contexto nacional) practica, más bien, una operación de verdadero ritual exorcista: el poder de su demostración es la forma de su parábola interna. Esta parábola nos dice que la verdad de la novela se potencia en la forma de su visión. Recorre el malestar para construir no sólo su crítica de la razón política dominante, sino la articulación del contexto y la lectura en un relato capaz de formular el mal con los materiales del bien. La novela es una hipótesis de la felicidad creativa salvada del naufragio del siglo xx. Dentro de su polisistema, la novela emerge de su propia materia discordante, convertida en nuevo lugar de la esfera pública —como en su primer libro, Lumpérica, indagando el espacio de atención donde imaginar más claro—. Construir el locus de la consciencia demanda organizar, contra la destrucción social, el ágape prometido por la palabra mutua, esa identidad libre de sí misma, por fin tan mundana como mundial.
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Allí encuentra albergue incluso la violencia casual del ingenio herido de Roberto Bolaño. Mano de obra es el relato de una nación en pos de su espacio nacional. Se trata de un país cuyo pueblo, en la globalidad, ha desaparecido. Y es, a la vez, el metarrelato que, dentro de un campo cultural claustrofóbico, sostiene el valor nuevo de un proyecto creativo radical. Puede ser leída como el peregrinaje de una comunidad (similar a una comunidad cristiana primitiva) des/amparada del lenguaje. Se trata de una poderosa alegoría cuya geotextualidad opera en un tiempo adelantado, en un polisistema literario en devenir. Bibliografía Bolaño, Roberto (2004): Entre paréntisis: ensayos, artículos y discursos (19882003). Barcelona: Anagrama. Eltit, Diamela (2002): Mano de obra. Santiago de Chile: Planeta. Ortega, Julio (1992): El discurso de la abundancia. Caracas: Monte Ávila. — (2002): Caja de herramientas, Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno. Santiago de Chile: LOM.
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La materialidad del lenguaje en la narrativa de Diamela Eltit Gwen Kirkpatrick Georgetown University
Piensas que alguien podría acaso incendiar verbalmente la tierra. (El infarto del alma [‘Te escribo’]) Cuando salgo de la oficina el mundo me parece partido en dos. Como si todo el mundo estuviera dividido en dos bloques, el personal y los pacientes… Después de todo he viajado para vivir mi propia historia de amor. Estoy en el manicomio por mi amor a la palabra, por la pasión que me sigue provocando la palabra.
En la obra de Diamela Eltit, la narración, por su mutabilidad y rearticulaciones, se asemeja a lo narrado, un panorama de fragmentos del escenario urbano o de mundos interiores. Para Eltit, el lenguaje y el espacio urbano, específicamente el espacio de Santiago, a veces parecen ser materias semejantes, dúctiles a una reordenación imaginaria. El lenguaje, como la ciudad, se expone en su condición doble de utopía y de desagregación. Por un lado, la potencialidad infinita del lenguaje, como la construcción de la ciudad perfecta, nos atrae como todas las utopías. Por otro lado, el desgaste de la ciudad, su perfil como mercado incesante y espacio de
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intercambio a veces febril, también produce miedo, desconfianza y deseos de huída. Y en un mundo saturado de la palabra —publicitaria, noticiaria, pedagógica, política— puede ocurrir el mismo desgaste, desconfianza y fetichización. De la misma manera que las construcciones escriturarias de Lumpérica (e.g. «La escritura como iluminación») son declaradas «falaces», se deshacen también las fundaciones de la ciudad y todo lo que se asocia con su historia y su orgullo. ¿Sería posible entender la obra de Eltit y algunos otros de su generación como los iniciadores de una nueva literatura vernacular, que refleja la existencia contemporánea del idioma, sus rupturas, incorporaciones y jergas callejeras? Captar los ritmos de la ciudad, los cambios de respiración causados por las transformaciones urbanas y las voces que emergen del nuevo cuerpo urbano ha sido una tarea gigantesca. Quizás la respuesta más obvia tenga que ver con el lenguaje, la materia prima de la escritura. El ‘cantito chileno’ en manos de Eltit se convierte en un delirio de las particularidades del ser sureño, es decir, aislado de las corrientes centrales del sentido común o de las apariencias. Esta «gesta del lenguaje», como se la ha llamado, se mueve hacia una alteración de la percepción de lo cotidiano. El movimiento no es suave sino muchas veces de dislocaciones violentas. En referencia a las dificultades de buscar un lenguaje para la memoria, ha dicho Eltit: «El gasto del gesto, el gesto gastado son algunas de las dificultades, como también el uso y abuso de una cierta retórica que convierte la memoria en un mero recurso estético, en un juego intelectual, una fetichización que paulatinamente se separa de su particular contexto histórico» (Emergencias, 157). La marcada aliteración aquí es sólo uno de los indicios de la importancia de esta cita. La tarea ha sido forjar un nuevo lenguaje, «el despliegue de una obra que se quiso también crítica e inestable» (158). Generalmente la inestabilidad y la crítica son términos que no se consideran afines; ser eficaz en la crítica significa dibujar el argumento lógica, convincentemente. Sin embargo, en manos de Eltit la inestabilidad del lenguaje, con su progresivo desmoronamiento en situaciones de crisis, sabe captar las modulaciones de una voz afásica o paranoica, que hábilmente nos invade con consciencia aguda de inestabilidad y de cuestionamiento. En toda la escritura de Eltit las variaciones del ritmo, aliteración, rima interna, y toda una serie de tropos linguísticos indican un dominio siempre consciente del lenguaje. Sin embargo, se puede observar que hay distintos conceptos del rol del lenguaje. Como escritora de una cultura vasta, tanto
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de los clásicos como de la literatura contemporánea, Eltit tiene una amplia gama de recursos y métodos literarios y retóricos. A veces hay una bifurcación de intencionalidad. En su ficción, especialmente, Eltit abandona a veces el papel comunicacional del lenguaje (el lenguaje racional) para enfatizar su materialidad y su independencia de los circuitos de significación. No pretende ser un lenguaje adánico pero tiende a veces hacia la glosolalia, la condición de la visitación del lenguaje donde ni el hablante poseído puede comprender lo que dice, «el amor de la palabra» citado en el epígrafe. Tal habla cae bajo sospecha por no ser siempre inteligible. Como explica Giorgio Agamben: «Glossolalia y xenoglossia son los signos de la muerte del lenguaje: representan la salida del lenguaje de su dimensión semántica y su retorno a su esfera original de intención pura de significar (no meramente sonido sino el lenguaje y el pensamiento de la voz sola). El pensamiento y el lenguaje, diríamos hoy, de fonemas puro»1 (67). Las palabras se convierten en objetos ajenos a la comunicación para crear su propia vida. Incesantemente subraya Eltit la distancia entre las palabras, sea balbuceo o discurso político, y sus posibles significados. La separación entre las funciones del lenguaje se destaca más en la ficción y explica, hasta cierto punto, la dificultad que han encontrado algunos de sus lectores. Resistir, conscientemente o inconscientemente, el significado abierto frustra a algunos lectores que se encuentran consternados frente a ciertos esquemas organizativos y elucidantes. Es la misma frustración con el lenguaje en sí que César Vallejo ensaya en Trilce; aunque Trilce indaga más en la posibilidad de la expresión pura y el entrecruzamiento del lenguaje y temporalidad que condena al fracaso la búsqueda de la unidad, como en Trilce II:
Nombre Nombre. ¿Qué se llama cuanto heriza nos? Se llama Lomismo que padece nombre nombre nombre nombrE.
Otra posible comparacion sería con las obras de los grandes modernistas, con obras como las de Gertrude Stein o James Joyce, quienes buscaron estallar la ficcion de ‘lo real’ del realismo o del naturalismo. Por su 1
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Traducción mía.
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manera de escribir, subrayaron el hecho de que la experiencia en sí no se parece en nada a la experiencia representada en una novela realista, que los pensamientos, sentidos, reflexiones, no proceden en orden cronológico ni ordenados lógicamente, sino que salen desparramados, repetitivas, sin sintaxis normal. Especialmente la obra de Gertrude Stein me parece un punto de partida interesante, aunque no digo que se asemeje mucho a lo de Eltit, sino que la intencionalidad ofrece, me parece, una interesante comparación. Stein en particular quería resaltar el tiempo presente del lenguaje —el presente continuo— sus repeticiones, su materialidad, su volver en sí incesantemente. Para Stein, la repeticion es importante porque la existencia en sí es escuchar y oír una y otra vez, ir creando la expresión en vez de crear retrospectivamente un argumento basado en fórmulas convencionales. Stein buscó deshacer la «ficción» de la representación realista en la novela, señalando un nivel conceptual de la percepción. Quería mostrar que la narración convencional no es ‘natural’, sino que está construida ideológicamente.Y en otro punto que tiene más que ver con el contenido, habría que recordar a Melanchta, de Tres Vidas, un ser marginal cuya historia desgarradora se relata sin emoción, sólo con palabras. La duplicidad del lenguaje se repite en las muchas dobleces que sufren los protagonistas de la ficción de Eltit. El juego del nombre de la protagonista de Por la patria, Coya/Coa, repite la bifurcación de la ficción de la identidad y de la historia épica: «Esa noche de la tragedia, alguien acabó en mi nombre y desde entonces respondo dual y bilingüe si me nombran Coa y Coya también» (22). Coya, nombre de la nobleza incaica, se confunde con coa, el lenguaje callejero: «Se levanta el coa, el lunfardo, el giria, el pachuco, el caló, caliche, slang, calao, replana. Es argot se dispara y yo» (278). Reaparece la preocupación con los lenguajes de la calle en varios ensayos de Eltit, especialmente en «Lengua y barrio: la jerga como política de la disidencia» (1997), ensayo sobre la novela El río (1963) de Alfredo Gómez Morel. Describe la novela como un texto que recoge desde «tejidos cultos hasta los subgéneros populares para conformar un texto híbrido» (46). Su protagonista, «un moderno y latino Lázaro de Torres», escoge el río Mapocho como sitio de vivencia, y «Para pertenecer al río, el protagonista debe cambiar, en primer término, el lenguaje y recodificar enteramente su voz […] El coa —la jerga delictual chilena— se abre paso en la novela […] El coa se aprende desde la vida misma, es cuerpo oral que se disciplina en la torsión y que […] nombra y legitima al grupo ultramarginal
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en tanto cuerpo social» (49). Aquí Eltit delinea específicamente una teoría sobre la composición del lenguaje y sobre el cuerpo, tomando como punto de partida una novela chilena casi olvidada. Rescata a Gómez Morel y a su protagonista como trazos de una representación de las microciudades y sus lenguajes corporales y subversivos. El mundo/ciudad construido por Eltit no se ve como panorama completo, sino fragmentariamente por las múltiples entradas que las voces de sus personajes nos entregan. El lector, como el habitante de una ciudad, va descubriendo grietas y rincones al avanzar en la lectura. Eltit no facilita la entrada por medio de estructuras reconocibles o señales de ruta. Quizás lo más notable de su recepción haya sido la identificación casi visceral de muchos de sus lectores, especialmente lectores jóvenes, que se han sentido atraídos por la densidad verbal, por una reconfiguración del habla cotidiana que ha ido despojándose de los controles sintácticos y lógicos. Este enfrentamiento con la condición física del lenguaje de Eltit es quizás lo más difícil de transmitir críticamente. Quizás las clasificaciones del lenguaje poético, su interés en yuxtaponer el efecto de los sonidos con los sentidos y el papel del sonido en la memoria, nos ayudan más en una investigacion de la sonoridad y la repeticion del lenguaje de Eltit. Y esto nos lleva a poner atención en la superficie del lenguaje, su materialidad, o como diría Yuri Lotman, «la energía de la palabra», «las flexiones del lenguaje» al decir de Gilles Deleuze, que reflejan las flexiones del cuerpo. No creo que una lectura de la superficie sea una lectura superficial, sino que se dirige a lo más profundo del lenguaje, no sólo su valor comunicional y representacional, sino a la antes mencionada glosolalia, donde todas las lenguas son una, y no hay necesidad de traducción. Llega la palabra sin esfuerzo, con total libertad. Mientras tanto, antes de que llegue esta utopía lingüística, Eltit nos hace, como lectores, seguir el trabajo de la palabra. A veces el lenguaje va adquiriendo fuerza por los tropos inmediatos y tradicionales: la repetición, la pausa, la rima interior, los recursos de la retórica de la persuasión, Refiriéndose al golpe militar de 1973, examina la palabra «golpe» en «Las dos caras de la Moneda» (1997): «Digo golpe en los sentidos múltiples que esa palabra alcanza en el psiquismo de cada sujeto, en la diversidad de resonancias que esa palabra tiene en el interior de cada sujeto, digo golpe pensando, por ejemplo, en cicatriz o en hematoma o en fractura o en mutilación. Digo golpe como corte entre un instante y otro, como sorpresa, como accidente, como asalto, como dolor, como
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juego agresivo, como síntoma»2. Tiene algo de ritual esta retórica, como los rituales más corporales: el diapasón del corazón, las pulsiones de la respiración y de la sangre. La maternidad, en Trabajadores, es fuente de un lenguaje corporal: …lo que le iba a hacer a sus dos guaguas hombres que en esos días no paraban de chillar con sus caritas enrojecidas e inflamadas y los ojos cubiertos por la infección que les ocasionó el ratón sucio del subsuelo, ese plomizo, olfateante ratón que era la verdadera pesadilla que recorría cada uno de los resquicios de la casa. Ay, pero no sé como, en qué punto de mi espalda radica la deformidad, una vértebra quizás o un pedacito de vértebra que se estropeó y que ahora me ha dejado torcida y deformada, expuesta a la burla del hombre que no deja de observarme con una mirada irónica, esa ironía que me sigue por todos lados, que aún, después de no me acuerdo cuántos años, está presente únicamente para recordarme que tengo miedo (102-103).
En este discurso obsesional los cuerpos de sus hijos —la palabra guagua se repite incesantemente—, su cuerpo doliente y los daños emocionales se convierten en la misma materia narrativa y linguística. Conversacional, de sintaxis coherente, pero con sólo el hilo conductor de la consciencia dolorida en un cuerpo dolorido. El padre mío, libro testimonial que compuso Eltit de las narraciones grabadas de un hombre indigente y vagabundo, ilustra las posibilidades de explorar en detalle los vericuetos del lenguaje hablado: describiendo el proceso de escribir el libro en conversación con Michael Lazzara, Eltit describe el discurso que grabó y editó; «su discurso tiene mucha conexión con lo poético en su manera de organizar las frases, en las repeticiones, en los ritmos. Es un discurso que se establece mucho a través de la rima. Oralmente estaba trabajando mucho con rimas. Entonces, sí hay una estética conmovedoramente atractiva a la cual yo no me pude sustraer. Y por otra parte, tenía que ver también con mi proyecto estético y político en el sentido de que consideré interesante llevar a esa voz que estaba fuera de todo (si bien estaba fuera del psiquiátrico, que era su gran riesgo) […] pero como libro» (25-26). El lenguaje desgarrado de El padre mío es aún más desconcertante por sus parecidos con los dicursos aceptados y «normales» que circulan por la cultura. Como se puede apreciar en los pasajes citados, existe cierta continuidad entre las varias formas discursivas de Eltit, sea el discurso de la 2
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De «Las dos caras de la moneda», ensayo recopilado en Emergencias (17).
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ficción, el testimonio, el ensayo, la entrevista o el texto poderoso que acompaña las fotografías sacadas por Paz Errázuriz en El infarto del alma (1994), en que la escritora y la fotógrafa se acercaron a los internados al Hospital Psiquiátrico del pueblo de Putaendo. De El infarto del alma ha comentado Soledad Bianchi: «Ni las fotografías de Paz Errázuriz traducen, ni Diamela Eltit las ilustra con su texto» (1). Sigue Bianchi, «Porque si se piensa en el escrito completo de Diamela Eltit [refiriéndose a El infarto], habría que señalar que es un texto otro, un texto ‘loco’, por heterogéneo y por extremo, un texto ‘a-normal’ porque no acata una norma, y mezcla géneros, estilos, hablantes» (3). El problema de límites, sean de cuerpos, lenguaje, espacio, recurre en las meditaciones de Eltit sobre el espacio vivido, especialmente el espacio encerrado del asilo: «La forma de la locura es su tendencia a fundirse, a confundirse con el otro». La cuestión de límites provee uno de los ejes del libro y fuente de muchas de sus metáforas: «Una pasión que es especialmente posesión —a la manera de los posesos, de los alienados— y robo. Expropiar al otro de sí. O al revés, donarse como cuerpo y como mente para el otro» (s.p.). Explorar el amor en un espacio sin límites es evocar también el origen de Putaendo como un asilo de enfermos de tuberculosis. «En la tuberculosis observa el romanticismo todos los signos de la materia corporal […] Este enfermo adquiere el estatuto de lo sagrado, la leyenda que ocasiona el rito de morir levemente». Por incluir la perspectiva histórica sobre la enfermedad y su recepción en otros tiempos, Eltit y Errázuriz recuperan el mundo social externo al asilo: «La constante aptitud amorosa parece heredada por la enfermedad ya fantasmal de sus antecesores […] El ceremonial amoroso que tanto halagó el siglo diecinueve […] pervive hoy como un debilitado archivo en los sujetos más olvidados, más confinados por la cultura». Como la ciudad tiene sus propios lenguajes, la enfermedad repite los mismo gestos de antes en la ciudad restringida, pobre y alucinante del asilo. El desplazamiento, o quizás coexistencia, de dos maneras de ser y de hablar puede efectuar el desmoronamiento de las instituciones, o por lo menos su subversión. La androginia representa la última coexistencia o dualidad: Tan mojada, traspasada de agua, retorno a la androginia. Retorno, digo, en la carencia y el exceso, habitada de muchachos expertos, de mujeres insurrectas y me desahogo. Pierdo pubis y carne, pierdo mis bienes corporales.
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Así ensayo posición y respuesta. COYA—COA (despejada, despojada, ardiente) Memoria (Por la patria 273)
Como sintetiza Danilo Santos en su discusión de la obra de Eltit, «Coya/Coa, como lo indica su nombre, es el lenguaje marginado/mancillado por la institucionalidad y representa al sujeto femenino ancestral y nativo» (146). También nota Santos que en esta obra «hay una gran asimilación de la sintaxis barroca del español del siglo XVII». Explica Raquel Olea el contexto del lenguaje barroco: «Por la patria re-marca el cuerpo como espacio político que escabulle la heroicidad mítica, al rearmar un espacio anti-heroico en la épica colectiva de mujeres. Su sentido, resignificar los espacios marginales como potenciadores de discurso ritual liberador: “Hablé extenso, feliz, prudente y generosa”» (en Lértora, 91-92). Los mitos clásicos y latinoamericanos le han servida a Eltit con algunas de las metáforas más poderosas. Aún los personajes más limitados, como los de Putaendo, se entrecruzan con restos de los destinos heroicos o trágicos de una tradición antigua. En una ponencia dictada en la Semana de Autor (2003) en la Casa de las Américas de la Habana, Eltit ofrece claves sobre su uso del lenguaje en sus reflexiones sobre la novela Patas de perro de Carlos Droguett. La novela trata de un monstruoso niño-perro, Bobby: «Porque Carlos Droguett consiguió configurar su novela apelando a una escritura imperiosa, deseosa, sin pausas, febril. Una escritura que obliga a sus concentrados lectores a alterar su ritmo respiratorio para así fundirse y confundirse con la letra. Contaminarse en una lectura perrunamente acelerada» (Casa 109). La mera existencia de Bobby representa «un deseo agudo», un «sueño de insurrección» y «una pesadilla que se cursaba a plena luz del día». A pesar de la tentación de «establecer una política de escritura, hacer de la letra un campo político», no ha seguido el mismo programa en su escritura, no se ha interesado en «manejar» su literatura: «me interesa teórica y políticamente el despropósito que porta la literatura, su capacidad de dispersión más subversiva» (110). Entonces una escritura «deseosa» es difícil de programar, especialmente en su recepción. Si un escritor cede su poder de provocar «peligro latente de un naufragio» de la literatura, entonces se propicia una entrega completa al mercado, al consenso, «una hegemonía semejante a la poderosa cadena televisiva CNN, que, bajo el supuesto del
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pluralismo, forma corrientes de opinión a costa de la represión, supresión y deformación informativa» (110). Su defensa de la literatura en sí, con su monstruosidad y su peligro, siempre al borde del naufragio, aclara el nexo cuerpo/sociedad que emerge en su estilo de escritura. Si logra ser eficaz, esta escritura cambia la respiración por ponernos en peligro de ser insumisos, de provocar, de desafiar. Ni en El padre mío ni en la gran parte de las otras obras se perfila la disidencia de Eltit como un acto de rebeldía estruendoso contra las estructuras del poder, sino desde un lugar de enunciación casi inaudible: son las voces o murmullos de seres mayormente femeninos que apenas emergen en el horizonte público del Estado. Son personajes de los bordes: viejas desplazadas, madres abatidas y desorientadas, perdidas en su red de quehaceres domésticos; niñas mutiladas que viven en la calle o trabajadores que apenas mantienen su frágil nexo con el mundo de la producción y el consumo. Víctimas de la desarticulación, estos personajes se constituyen y constituyen una marginalidad inquietante, que apenas puede articular una respuesta a la exclusión. ¿Qué opciones tienen estos personajes? He aquí lo difícil de la narrativa de Eltit. Es una narrativa que se caracteriza por la ausencia de mundos alternativos y soluciones fáciles a situaciones que no tienen futuro en un orden mundial en crisis. En tiempos en que han decaído la épica, el romance (como prototipo de la novela) e incluso el orden racional, las respuestas que emergen son a veces fragmentarias, borrosas o difícilmente articulables. Son estas características las que han atraído a sus lectores chilenos e internacionales. No obstante, son también las características que han confundido a algunos lectores que buscan propuestas más claras. El compromiso y la respuesta de sus lectores, especialmente los chilenos, revelan más claramente las estructuras casi subterráneas de la narrativa de Eltit. La repetición, el fragmentarismo, las alegorías truncadas y un ritmo a veces febril contribuyen a la sensación de leer una narrativa que refleja el tiempo vivido, no el tiempo lineal. Los silencios, la disolución o multiplicación de sujetos, el ritmo de respirar con pánico o con dolor, y los largos pasajes de sentir el escape del hilo narrativo —todo capta algo de los vaivenes de la consciencia humana bajo presiones inaguantables—. Si los existencialistas de los cincuenta querían representar algo de la inutilidad o el sinsentido de la existencia humana, entonces quizás podemos decir que Eltit también capta con su lenguaje y estructura narrativa las tensiones y delirios de una época totalmente alterada. Su estilo refleja los
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altibajos, rupturas y constante inseguridad de seres humanos que viven no en un lugar centrado y estructurado, sino en una sucesión de eventos y de espacios liminales que sufren la contante amenaza del futuro. Es decir, un mundo carente de andamiajes, un lugar sin ningún límite ni certidumbre. En «El discurso crítico de Diamela Eltit: cuerpo y política», Leonidas Morales define una tradición de literatura chilena, la «tradición del desdoblamiento», a la cual pertenecen Eltit y un grupo de escritores que incluye a Manuel Rojas, José Santos González Vera y José Donoso: «el polo crítico de su dualidad […] se nos aparece como de configuración episódica, discontinua, con limitaciones importantes en el abanico de los temas movilizados, privilegiando los enfoques biográficos dentro de un registro de insistentes tendencias memorialísticas y autobiográficas» (202). Me parece importante este esfuerzo de Morales de situar a Eltit dentro de una tradición literaria chilena, aunque quizás la lista de escritores podría ser debatida por otros críticos. Este gesto, sin embargo, señala una continuidad importante al menos, la de José Donoso. La mirada de soslayo de Donoso, su ojo frente a la decadencia de la tradición social chilena y su apertura hacia una nueva generación de escritores, con quienes trabajó en talleres literarios, lo convirtieron en una presencia fundamental en los últimos años de la dictadura. Los géneros literarios se están disolviendo En el año 2000 apareció la antología de ensayos de Eltit Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política, editada por Leonidas Morales. En evidente compromiso con su tiempo, los ensayos recorren varios temas, entre ellos cine, arte, literatura, y política. En su conjunto nos recuerdan la constante producción ensayística de Eltit durante los años previos y su excepcional lucidez. El énfasis corporal en la ensayística de Eltit pretende subrayar la multiplicidad de cuerpos, sean fragmentados, desplazados, móviles, deseantes u oprimidos. El cuerpo no sólo sirve como metáfora de la sociedad, ya que no hay un esfuerzo por reconstituir el cuerpo social como entidad íntegra, sino por desplegarlo en todas sus posibilidades y permutaciones: individualizar, personalizar y repetir hasta el cansancio esos cuerpos desbordantes, rebeldes, insolentes o sumisos: «El roto como metáfora del pueblo, se presenta visualmente errático. Sin un destino insti-
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tucional, su única vitalidad parece ser el eterno vagar de su cuerpo» (146). Cuerpos encarcelados, disfrazados, feminizados, delirantes, actuando en hampa, embarazados, son puntos de partida para una serie de retratos/ estudios que incluyen retratos literarios como los de José Donoso, Gabriela Mistral, Alfredo Gómez Morel, María Carolina, Geel, Margo Glantz; en las artes visuales Roser Bru, Lotty Rosenfeld, Juan Dávila, Carlos Arias; en la música, retratos de Billie Holliday y Charly Parker; y un ensayo sobre el activismo feminista de Elena Caffarena. Dos de ellos exploran dos íconos del jazz norteamericano, Holliday y Parker, como manera de examinar la historia visible del arte contemporáneo, esto es, «el mito biográfico legado por las llamadas existencias malditas que son transformadas en ejes de producción necesarias». Otra vez, el cuerpo funciona como espectáculo, desde donde el artista «emprende una batalla inútil que lo condena a la pérdida de su propio cuerpo que es donado al sistema […] Así, su negatividad y resistencia es subvertida y devuelta como mercacía adicional, un mito tolerable» (123-124). Emergencias incluye algunos de los ensayos más conocidos de Eltit, especialmente «Cuerpos nómadas», donde se yuxtaponen dos casos escalofriantes de mujeres delatoras y su relación con el poder. Primero, se habla de las historias publicadas en 1993 de Luz Arce y Marcia Alejandra Merino, dos mujeres «militantes de izquierda que, en 1974, fueron tomadas prisioneras por los servicios de inteligencia militar (DINA) durante la dictadura chilena y que, luego de ser sometidas a sesiones de tortura, pasaron a colaborar con sus captores hasta alcanzar, posteriormente, el grado militar de oficiales en esos mismos servicios de inteligencia donde fueran capturadas» (63). La interrogante que abre Eltit frente a estos casos no radica en cuestiones de lealtad ni de traición, sino: «¿qué hacer frente a un habla provocada bajo esas condiciones?» (63). Las dos mujeres de las capas medias bajas buscaron inscribirse como «partícipes de la historia». Como víctimas de tortura, los sujetos se vacían, hablan, y paradojalmente pierden su identidad en el quiebre. Contrasta estos casos de difícil lectura —una semántica compleja de poder, género y clase—, con el suicidio de las hermanas Quispe en el altiplano: «Observé esas fotografías como el despliegue de un escenario hiper marginal en donde se representaba una tragedia arcaica, un escenario en el cual se llevaba a efecto una decisión dramática plena de sentidos múltipes que jamás podrían ser descifrados. Tres mujeres mestizas se suicidaban en el altiplano, articulando una serie de códigos complejos. Un lenguaje entero transcurría allí, elaborado con
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un alto grado de precisión, en el interior de una ritualidad fúnebre» (76). Este acercamiento al «lenguaje entero», misterioso, importante, pero siempre indescifrable, constituye una de las claves de la recepción de la obra de Eltit. Como su manera de entender la ciudad y su interacción con el cuerpo como un lenguaje, Eltit sabe descifrar la teatralidad de los actos más trágicos o la vida urbana más marginal. Quisiera incluir un ejemplo mas de la insistencia en la palabra en la obra de Eltit, de Puño y letra, publicado recientemente. En gran parte es un libro documental, fragmentos de sesiones de corte y de alegatos de los abogados, con comentarios de Eltit. Señala que incluyó el testimonio de Zanelli por su vinculación con el mundo del show, de la farándula, para subrayar la entrada de este mundo en todas las áreas de la vida pública y privada. Pero creo que tambien puede haber otra razón. El lenguaje legal del interrogatorio —su sintaxis retorcida, sus repeticiones formulaicas, sus engaños a propósito, ademas de las evasiones y mentiras de las respuestas, quizás representa también otro tipo de farándula lingüística. La juez sirve, intermitentemente, como narradora omnisciente, corta el testimonio o suprime las preguntas, o simplemente se cansa de la farsa y dice «basta». No sé si es intencional este contraste de un lenguaje legal, supuestamente racional, con el lenguaje de la mentira o la evasión, y el vacío de los dos lenguajes. Pero como lectores atentos a la narración de Eltit, hemos sido entrenados en notar las discrepancias, los cambios de respiración, las elipsis, la sonoridad, la repetición, la anáfora, y lamaterialidad misma del lenguaje. Bibliografía Eltit, Diamela (1986): Por la patria. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco. — (1998): Los trabajadores de la muerte. Santiago de Chile: Seix Barral. — (1997): «Lengua y barrio: la jerga como política de la disidencia», en Revista de Crítica Cultural, junio, nº 14, pp. 46-51. — (2000): «Las dos caras de la moneda», en Leonidas Morales T. (ed. y prólogo), Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de Chile: Planeta/ Ariel. — (2000): «Cuerpos Nómadas», en Leonidas Morales T. (ed. y prólogo), Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de Chile: Planeta/ Ariel.
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— (2003): «Bordes de la letra» (palabras leídas por Diamela Eltit el 12 de Noviembre de 2002, inauguración de la Semana de Autor(a) dedicada a ella), Casa de las Américas (enero-marzo). Lértora, Juan Carlos (ed.) (1993): Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Para Textos/Cuarto Propio. Morales T., Leonidas (2000): «El discurso crítico de Diamela Eltit: cuerpo y política», prólogo a Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de Chile: Planeta/Ariel. Olea, Raquel (1993): «El cuerpo-mujer. Un recorte de lectura en la narrativa de Diamela Eltit», en Juan Carlos Lértora (ed.), Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Para Textos/Cuarto Propio. Vallejo, César (1949): Trilce. Buenos Aires: Losada.
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En pro de la vergüenza propia, y no ya ajena Parte del coraje de la escritura de Diamela Eltit consiste en su involucramiento consciente con el sentimiento de la vergüenza. Sí, sentir vergüenza, y no escamotearla, es sano, terapéutico éticamente y liberador políticamente. Sabemos —después de la interpretación freudiana de la vergüenza elaborada por Octave Mannoni— que la vergüenza resulta de la «ruptura de una identificación en el nivel del ideal del yo» (Mannoni 1982: 81-82). Por ejemplo, la descripción de las prácticas cosméticas fraudulentas por las cuales un supermercado exhibe como comestibles «unas manzanas que ya han entrado en su última fase comesticable» (Eltit 2002: 55). El calambur «comesticable», reagrupación de cosmético y comestible, rompe la identificación del lector con la manzana dadivosa, «símbolo del conocimiento unitivo que confiere la inmortalidad [las manzanas del Jardín de las Hespérides] o del conocimiento distintivo que provoca la caída [la manzana bíblica]»1. En el centro del reconocimiento, «comesticable» evoca el fraude, el demonio bíblico burlón que nos «hace salivar como un guanaco» en nuestra irreprimible pasión por mercaderías suspendidas 1
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Véase al respecto Chevalier/Gheerbrant (1995).
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a un paso de su pudrimiento gracias al pase hipnótico del supermercado, y no ya del Sr. Valdemar. En el súper hemos consumido, «comesticamos» cotidianamente pudrición maquillada cuando «toc[amos] los productos igual que si rozáramos] a Dios» «acariciándolos con una devoción fanática» (15). Como lectores, hemos sido «saqueado[s] inevitablemente» (59). La sabiduría del súper (¿dadivosa?) se transmuta en babosería de clientes que «comestican» sus pudriciones maquilladas. Entrar al súper es deslizarse por un tobogán seductor que equipara la insignificancia de mi persona, mis «clímax de pacotilla», con el lustre vertiginoso de los objetos místicos que se lucen en el diorama móvil, en la pasarela rutilante del súper donde desfilo como una modelo más de la farándula mundial… empujando en un carrito mi pequeño Yo ensoberbecido. El súper alienta, alimenta todos mis ideales de omnipotencia narcisística exorcizando el terror histérico de que, quizás, yo no sea lo que debería ser. Para alguien que observe el súper desde fuera —con los ojos panorámicos de un Bosch—, luciríamos cósmica y patéticamente ridículos: hombres y mujeres comprando con fanatismo místico pudriciones maquilladas en supermercados donde, cual teletones de pacotilla, cada individuo vive masivamente el oropel de sus 15 minutos de fama. Creo que Diamela Eltit escenifica este ridículo colosal asumiendo en primera persona, en vergüenza propia y no ya ajena, el efecto terrorífico que ocasiona este espectáculo. Su autoanálisis, cual terapia, reescribe la deconstrucción de este terror chileno de no ser lo que se debería ser. ¿Cómo? Haciéndose cargo de la ridiculez (no ser lo que se debería ser), sintiendo esta vergüenza colosal como propia y no ya ajena, a partir de la verdad del órgano. Hay verdad del órgano cuando lo que informa un órgano (cualquiera) se nos impone como un «knock out» impensado en sus densidades orgánicas de dolor, miedo, angustia, rivalidad u odio que exacerban las expectativas del lector más acá del rumor de almas en limbo de las lecturas domesticadas. Por ejemplo, el miedo experimentado por el narrador de «El despertar de los trabajadores» (parte primera de Mano de obra), cuando advierte que los clientes van a soltar a los niños en los umbrales de su entrada al súper: «Se dispara mi miedo como si me lanzaran al vacío desde una oficina del segundo piso con la cabeza en picada hacia el cemento. Ah, el brillo áspero del cemento auspiciando el estrépito óseo de mi cráneo final» (17). Otro indicador de verdad de órgano es la ambigüedad del dolor, «determinado
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y, sin embargo, carece de una localización precisa» (20). Este dolor anihila en el sujeto las presunciones de cualquier alguien (yo, tú, Dios, Sr., Sra. Presidente), que crea controlarlo todo. La anihilación sólo deja subsistir al cuerpo como «ambientación, una mera atmósfera orgánica que está disponible para permitir que detone el flujo de un dolor empecinado en perseguirse y, a la vez, huir de sí mismo» (20). La narradora cierra el párrafo escribiendo «Mi cuerpo, claro, como siempre, se suma» (20). En el segundo apartado de Los vigilantes, «II. Amanece», un órgano revela una verdad ritual: dime, ¿no piensas acaso, al igual que tu hijo, que el cuerpo es el reducto de la ceremonia? Él [su hijo] ha comprendido el oficio rebuscado del cuerpo y en su juego hace chocar constantemente el goce con el sufrimiento de la misma manera en que conviven la carne con el hueso. La ceremonia avanza, se detiene, se deposita en el fragmento de un órgano. Su estómago que pulsa, la cadera. La pureza del ojo ciego y visionario. Un maravilloso movimiento circular de su brazo. Y de pronto, en un instante, el cuerpo de tu hijo se aproxima a la pulverización. Cuando eso sucede, me alarmo y me retiro, pero él después aparece ante mí, recompuesto, como si jamás hubiera experimentado el instante de un límite (1994: 52).
La mimesis espectral Los físicos llaman espectro la «representación gráfica de la distribución de la intensidad de una radiación, en función de una magnitud característica» (DRAE). Creo que la escritura de Diamela Eltit activa una mímesis espectral cuando substituye a los sujetos y objetos por verdades de órgano que representan ambientaciones, atmósferas orgánicas, densidades visuales únicas: «Una mirada que parecía no tener fondo» (Mano de obra, 106). Esta escritura pone en escena al sujeto como soma obsceno, como escándalo cromosomático —«‘los viejos del súper’ se desplazan con dificultad de oruga apenas humedecida», de «herrumbrosa maquinaria exacta» que contagian y diseminan sus muertes en el ser de los clientes «para ganar un gramo más de tiempo» (44), que incluso goza de sus exacerbaciones gracias al despliegue de sus contradicciones («con la piel engranujada de gusto al desdecirse», leo en Por la patria, 1986: 10). Este expresionismo deconstructivo aprehende lo real como serie multidimensional de realidades discontinuas, dando cuenta de la arbitrariedad de las construcciones
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culturales cuando las reconstruye y deconstruye como un análisis hecho flujo, equivalente a «la intensidad de una radiación distribuida en función de una magnitud característica». Lo que primero choca en la lectura de los textos de Diamela Eltit —sí, choca más que sorprende— es la violencia con que su escritura tuerce y retuerce la mímesis cotidiana; la presión que ejerce sobre la representación habitual (comestible), su intervención de las palabras en sus goznes mediante neologismos (comesti[ca]ble) o vinculaciones que descubren las zonas de legalidad obscena que rigen lo real, zonas que siempre han estado allí y que manipulan, de modo clandestino, las expectativas del sujeto. El lector de Eltit, su lector ideal, es quién está a la espera de entrar, de caer en estos hoyos negros que siempre exceden y ponen en abismo cualquier posible consciencia que el sujeto hubiera podido o no tener sobre el sentido de su lectura. Quiero decir, la escritura de Eltit opera contra nuestras resistencias, las únicas que nos impiden darnos cuenta de lo que ya sabemos porque —como bien se sabe— todo se sabe desde siempre, como lo acredita con fuerza de ley el Diario Oficial. Reesculpiendo letras, sílabas, palabras, sintaxis discursiva, Eltit pone en circulación los valores repudiados que rigen clandestinamente lo real. La cadena significante «ma, ama, ame, dame, mama, mamá, mala, Camacho el pater y en el bar se la toman y arman trifulca» —del párrafo inicial de Por la patria— denuncia la colusión elíptica, originaria, dramática, de ebriedad, promiscuidad, pedofilia e incesto en y de una sola tirada. El montaje, operado por la elipsis y la silepsis con su ahorro y transformación de nexos —«el palo papacito la empuja adentro y atrás» en las «Caderas amplias de buena madre», de «india putita teñida va a ser» (9)—, cobra la significación de una confesión arrancada bajo tortura, donde el clandestino obsceno devasta el entendimiento contractual y domesticado de la sintaxis. Este balbuceo perverso revienta sin concesiones, bruscamente, cualquier paradigma tranquilizador de lectura. El efecto de esta mímesis espectral es una fisión («rotura del núcleo de un átomo», «división celular por estrangulamiento y separación de porciones de protoplasma») y fusión («reacción nuclear producida por la unión de dos núcleos ligeros con gran desprendimiento de energía») de los átomos integrantes de la materia descrita. El mundo narrativo, tendencialmente aprehendido como materia orgánica (viva o inerte), es elaborado y expresado en sus puntos de quiebre, de ruptura, de disolución (fisión) y de reacción, nexo o unión (fusión). Y el discurso de
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Eltit lo efectúa de un modo obsesivamente escandaloso, en el sentido etimológico de «trampa u obstáculo para hacer caer», según especifica Joan Corominas. Para el propósito que me ocupa, cambiaré la palabra «trampa» por «maña», que me parece más adecuada a la poética de Eltit. ¿Qué hace caer la maña? La inconsciencia de nuestra impunidad nacional como capital político-social privado, como coto de caza reservado. ¿Cuál es la maña? La maña es el montaje, la elaboración secundaria que Eltit ejecuta sobre los goznes transferenciales del discurso. Los cuales, entre otros mecanismos, transmutan la vergüenza ajena en propia urgiendo la responsabilidad personal, y no delegada, de cada lector. Imposible, con los textos de Eltit, irse a comprar una lectura «ready made» al Mall; de alguna manera, tengo que hacérmela por mí mismo de acuerdo a una mímesis construida a medida propia. «A medida propia» significa que para seguir el sentido en su estela uno debe ir sopesándolo, frase tras frase, sobre la pantalla de sus propias representaciones resistidas. Uno debe contar con las mañas, dejarlas que vengan con todas sus vergüenzas reconchabadas, para ir leyendo contra ellas y gracias a ellas. Sin esta lectura espectral, desamparada, porque incluye el fantasma que uno no quiere —creo—, no se entiende nada. En este sentido, leer a Diamela Eltit cuesta. Vuelvo a la definición física de mimesis espectral. ¿Cuál sería la «magnitud característica» en función de la cual se funcionaliza la distribución de las «intensidades de radiación» de los cuerpos humanos, representados como campos circulantes de «mecanismos de asentados parámetros sociales»? Creo que la magnitud característica es «el lugar de enunciación del ‘menos’ representado por los sectores sociales y culturales subordinados, los marginados e instrumentalizados por el poder». Lugar que Leonidas Morales (2000: 14-15) identifica como el lugar de enunciación, profundamente historizado, del discurso crítico de Diamela Eltit. Y que Eltit confirma cuando escribe «Mi solidaridad política mayor, irrestricta, y hasta épica, con esos espacios de desamparo y mi aspiración es a un mayor equilibrio social y a la flexibilidad en los aparatos de poder»2.
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Cito de la cita de Leonidas Morales (1993: 22).
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«Incluso lejos de lo que digo, sigo estando cerca» Para escribir contra la histeria nacional, contra la raigal mala fe de los lugares de enunciación «más» del poder, contra la tentación a flor de piel de acompañar transferencialmente el «más» enunciativo del histérico (y nunca su «menos») en las identificaciones imaginarias con que nos tienta (que son las que primero nos vienen a mientes), Diamela Eltit ejecuta, en el doble sentido musical de consumar con precisión, una escritura que acorta in extremis el circuito disimétrico de la enunciación. Sabemos —pero vale la pena recordar esta banalidad— que comprender un enunciado significa, primero: asumirlo como emisor y receptor, a la vez, en el acto mismo de la enunciación, y no en su simple sucesión. Yo digo y escucho, simultáneamente, como de soslayo, lo que digo. Lo dicho rebota, lo que le digo al otro me alcanza de rebote, involucrándome. Nunca quedo ajeno de los efectos que le ocasiono al otro, y a mí mismo, con el mensaje que les destiné, que les asesté (a ambos, al otro y a mí). De aquí toda la parafernalia retórica y fonética con que en Chile buscamos atenuar, si no neutralizar, los efectos semánticos, pragmáticos y eventualmente agresivos de nuestras interlocuciones. Nos prevenimos del rebote procaz de nuestra eventual emisión. Lo que es imprevisible, por ejemplo, cuando hablamos una lengua extranjera. Ocasión en que ignoramos los alcances de nuestra interlocución. Si no, recuerden el chasco de Luis Jara cuando entrevistó a Robbie Williams3. Somos maestros en el arte de escuchar, de esperar agazapados, «al agüaite», el efecto potencial de lo que depositamos en los otros, cuando los interpelamos. Ahora bien, esta susceptibilidad portentosa de escucha oral hacia los eventuales efectos especulares de lo depositado en los interlocutores desaparece, casi, en la escritura corriente. Es como si la escritura española careciera de los mecanismos sígnicos para transponer por escrito los armónicos, los rasgos distintivos suprasegmentales, de todas las estrategias invisibles por las que atenuamos y censuramos discursivamente los demonios engendradores de falta en nuestros interlocutores. No ocurre así con la escritura de Diamela Eltit. Su discurso está abierto en toda su longitud de onda al arte con que desollamos (rebajando, humillando, 3 Conocido conductor de televisión chileno que, por su desconocimiento de la lengua inglesa, insulta al divo inglés, «en el aire», creyéndole hacer una broma. Hasta ahí llegó la entrevista.
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paralizando) a los sujetos, objetos de nuestro diálogo, en el mismo instante en que los interlocutamos, en que los electrocutamos. Segundo, esta doble asunción enunciativa (de emisor a la vez que de receptor del discurso que endilgo) es necesariamente disimétrica. El sentido lexical de «endilgar» es revelador: «encaminarse hacia alguna parte», «endosar a otro algo desagradable o impertinente» (DRAE). La doble asunción de este proceso enunciativo opera como un encaminamiento discursivo del interlocutor hacia un lugar, generalmente desagradable, sin ponernos en sus zapatos, por así decir. De este modo, el reconocimiento interpretativo del enunciado es distinto, según oficiemos de emisor o de receptor. Lo que se entiende como emisor, como codificador del mensaje, puede ser y será siempre distinto de lo que se comprenda en la postura del receptor, del decodificador, aunque el acto mental se realice en el mismo instante. Esto explica la frecuencia disimétrica, la disociación, del dicho al hecho así como la distinta postura que un individuo asume frente a un enunciado según lo diga o lo oiga, de rebote, aun cuando lo dicho sea lo mismo que lo oído. «Lo que va siempre vuelve», dice el dicho popular. Dicha estas banalidades, creo que el discurso de Diamela Eltit se esfuerza por reducir a cero esta disimetría, esta distancia enunciativa. El discurso de Eltit hace crecer oídos en el oído para oír como se escucha, crea puentes inmediatos entre lo dicho y lo recordado. En este sentido, su escritura es drásticamente oral, plena de memoria inmediata por su inmersión en el propio son. Escritura atenta al eco del fraseo que nació antes en la mente que en el órgano que lo expresa. «Yo le leo las palabras que piensa y no le escribe. Mi corazón guarda sus palabras. Sus palabras» (14), escribe el narrador de «Baaam» sobre la interpelación del padre a su madre, en el primer capítulo de Los vigilantes. Las palabras tienen eco y, a menudo —como el buqué del vino—, el aroma difuso del eco de la palabra queda flotando sobre su sentido lexical. Pendiente de como suena la frase, Eltit está a la escucha de la consciencia en sordina que acompaña a los «anudamientos que atraviesan culturalmente el presente». Estos anudamientos —como las agramaticalidades por las que Riffaterre interpreta el sentido cifrado de un poema— producen cortocircuitos de sentidos, electrocutan las formas estereotipadas de capitales sociales ya devengados de la frase. Retengo algunos de estos anudamientos en Los vigilantes: «¿No será el delirio en el que me implicas, lo que en verdad dirige tu letra?» (33).«amenazas bárbaras a través de las que demandas mi insurrección»
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(46).«pareciera que tu madre ya hubiera dado inicio a una causa cuando me interroga» (51). «Me dices que me puse fuera de la ley y lo que no me dices, es que me pusiste al alcance de tu ley» (86).«Jamás permitiremos que se encarne en nuestros cuerpos el avasallamiento que promueven» (115).
En las cinco citas, algo va y vuelve transformado a la vez. Los cinco fragmentos afirman una proposición que es inmediatamente impugnada, variada, si no rescindida en su contrario, conscientemente, en el mismo acto de enunciación del emisor. El mensaje proferido es inmediatamente visto y oído, por su emisor, en el «más» y también en el «menos» de sus instancias de producción y de reconocimiento. La amenaza no sólo intimida, inhibiendo de hacer algo indeseado por quien conmina, sino que reclama de quién la recibe una réplica provocativa para quién la emite. La amenaza es también una incitación a hacer. La interrogación materna hacia la (función) nuera pregunta y comprueba algo ya decidido de antemano por la (función) suegra. Se enuncia decidiendo lo que parecía que se preguntaba. La pregunta parece una coartada para mejor condenar algo de antemano condenado, así como, a la vez, inquiere con la obsesión propia de alguien «que se diviert[e] con la muerte para sentirse viva», en la medida que ésta (función suegra) «se oblig[a] a inducir la contaminación al interior de su propio organismo» (49). Alguien constata que es interpelado como un fuera de la ley por quién, así, lo avasallará más prestamente bajo su propia ley. Este traslado minusvalorizador «salva del fuego para caer en las brasas». La última cita afirma, primero, una metafísica de la voluntad en guerra con las condiciones de su propio avasallamiento: nos rebelamos contra un destino inscrito en nuestros propios cuerpos. Sin embargo, la factura de la frase («Jamás permitiremos…») evoca dos hipogramas por demás conocidos de cualquier chileno («La izquierda unida jamás será vencida» seguida de su corrección parreana «la izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas»). Esta intersección hipogramática pone en duda el triunfo de la metafísica de la voluntad explícitamente declarada antes. El «más» declarado por la producción del enunciado coexiste codo a codo con el «menos» facturado por el reconocimiento trópico del enunciado en la misma instancia de su enunciación. Así, la escritura de Eltit reduce a un grado cero la distancia permisiva donde se aloja la mistificación, el hueco discursivo de consciencia infusa, de mala fe
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(«donde se escucha un rumor de almas en limbo»—escribía diplomáticamente Alfonso Reyes), que aloja con disimulo las pudriciones ideológicas, políticas y sociales «comesticables» a que nos lleva muchas veces la imposibilidad de cumplir con el imperativo severo y cruel de don Andrés Bello, reiterado en 1910 por José Enrique Rodó—en su discurso del centenario ante el Congreso chileno—: el de ser lo que debemos ser, aún a costa de no dejarnos ser la poca cosa que seamos. Frente a esta costumbre laberíntica nuestra (ser la poca cosa que somos, pero disimulados), tan bien ilustrada por nuestra práctica y teoría del elástico (estirar, estirar las situaciones hasta que no se rompan), Diamela Eltit ha forjado una escritura lúcida, trópica y lúdica que zurce, ante nuestras narices, el «va y ven» disimulado por el que respiramos, nuestra herida. La escritura de Diamela entra y sale, borda la herida, restableciendo la circulación de la consciencia del haz a su envés denegado. La voz de Diamela Eltit, un son reticente ¿Han escuchado ustedes a Diamela Eltit conversar o leer sus textos? Al escribir este apartado evoco la escucha del son de la voz de Diamela, el sonido que afecta agradablemente el oído, con especialidad el que se hace con arte, especifica el diccionario de la RAE. Su son no es el desapacible, el tonillo que denota desprecio o ironía. Su son no es sonsonete. El son de Diamela retiene el sonsonete en el punto justo de quiebre que colinda con una consciencia. La consciencia de que lo que se dice puede declinarse más acá de la ley de gravedad del peso de la noche que, en Chile, rige a las palabras con el sentido autoritario que les viene del orden de las familias. Su son invita a descarrilarse de este sentido. Su fraseo, hecho de idas y venidas, de anticipaciones, interrupciones, emergencias, sorpresas, interpela al sujeto como un todo armado, desarmado y rearmado por rimas, imágenes, episodios y sensaciones corrientes. El lugar enunciativo del son de Eltit es el del pregón, el del lenguaje hablado, como un relato acuñado de sorna sufrida pero libre. Son de calle suspendido en «un pedazo de tiempo inmóvil que es asimismo un pedazo de espacio en movimiento donde todo confluye, se presenta y se hace presente»4. 4 Escribe Octavio Paz sobre la poesía de Guillaume Apollinaire, y que aquí transpongo a la prosa de Diamela Eltit. Cfr. Paz 1994: 440.
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El sentido del son es a la vez rítmico, existencial y secularizador. Rítmico porque los cortes paronomásticos del montaje de lectura o de audición riman dentro del pedazo de espacio en movimiento. Existencial porque esta rima está hecha de los flujos sociales significantes nativos con que crecimos, en los que fuimos socializados y de los cuales somos un eslabón. El son hace del discurso la expresión de una impresión, un rastreo genético de las articulaciones que nos parieron como sujetos significantes. Y el son es secularizador cuando desaloja la mistificación, el hueco discursivo de la mala fe al acortar in extremis el circuito disimétrico de la enunciación. El son seculariza cuando nos urge a hacer el pasaje desde un orden recibido (el del espacio tribal familiar) al de un orden producido: las zonas de legalidad invisible que rigen silenciosamente lo real así como la consciencia del sujeto, y que la escritura de Eltit restituye trabajando contra nuestras resistencias, re-esculpiendo letras, sílabas, palabras y sintaxis discursiva. Proceder llevado a su exhaustividad en la parte 8, «Ensayo general», de Lumpérica, su primer texto: «Anal’iza la trama=dura de la piel: la mano prende y la fobia d es/garra»5. En este sentido, el son de Eltit es reticente, «da a entender el sentido de lo que no se dice, y a veces más de lo que se calla» (diccionario de la RAE). La escritura ensayística de Eltit A propósito del título de la parte 8 de Lumpérica, «Ensayo General», optimizaré uno de sus sentidos en mi provecho. La profesora Rubí Carreño, organizadora del Homenaje a Diamela Eltit, conociendo mi inclinación por la ensayística chilena, me propuso que participara en este homenaje a nuestra amiga con un estudio sobre sus ensayos. Acepté su proposición y me puse a releer los ensayos de Diamela Eltit junto con sus novelas. Pronto advertí que su prosa, más que compartimentadamente ensayística o narrativa, estaba atravesada por maneras y procedimientos frecuentes en el ensayo actual6. Las fronteras de los géneros, aparentemente, se han «E.G. 2», Lumpérica 143. En «Toward a New Essay», Martín S. Stabb enumera cinco procedimientos narrativos en que los ensayistas hispanoamericanos del período 1960-1985 (Octavio Paz, Julio Cortázar, Carlos Monsiváis, Juan José Sebreli, Jorge Edwards, Sebastián Salazar Bondi, etc.) convergen con los autores de la nueva narrativa (García Márquez, Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa). Procedimientos presentes en la escritura de Eltit: (1) riqueza y variedad 5 6
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difuminado. Sin embargo, cada uno de nosotros distingue Emergencias (sus escritos sobre literatura, arte y política editados como ensayos, en un sentido crítico, por Leonidas Morales) del resto de sus novelas (Lumpérica, Por la patria, Los vigilantes y Mano de obra, con las que trabajé). Por ende, algún orden discursivo debe explicar la diseminación de la difuminación. Decidí asumir la paradoja y estudiarla en ambos tipos de textos. Así, advertí que la reducción del pequeño Gran Yo ensoberbecido (cuando asume la desvergüenza del mercado, sin restricciones, como vergüenza propia y no ajena), la mimesis espectral (que representa lo real en sus zonas de quiebre, como materia orgánica en movimiento de fisión y fusión hechas conscientes), el grado cero de disimetría enunciativa (cuando el mensaje producido es inmediatamente reconocido en sus anudamientos en sordina que lo atraviesan culturalmente: la amenaza intimidante solicitaba, a la vez, una réplica provocativa de quién la recibía) y el son reticente de la escritura de Eltit (a la vez rítmico, existencial y secularizador) eran, en el mejor de los sentidos, procedimientos propios del ensayo. Un desvío antes de continuar. En su Roland Barthes por Roland Barthes, al reflexionar sobre la naturaleza de su escritura, Barthes la caracteriza por la confluencia de cuatro rasgos. Primero, es un discurso recesivo: recula antes sus mismas ideas. Discurso de crisis, expresa la resistencia ante sus mismas ideas. Segundo, es un discurso que asume a consciencia las máscaras a través de las cuales se expresa su imaginario. Tercero, es también el discurso de la intromisión de una tercera persona entre las ilusiones del Yo y el mundo por él construido. Discurso «que se mete donde nadie lo llama, que se inmiscuye en lo que no le toca, que se pone en medio de los otros» —así define «intromisión» el diccionario de la RAE—. Cuarto y final, la intromisión no se remonta a ninguna persona ficticia, se la realiza sin nombres propios. Barthes cierra este apartado con una formulación muy citada («el ensayo se confiesa casi una novela: una novela sin nombre propio»), aunque incomprendida. Este final es abrupto, algo falta. ¿Qué o quién cumple la intromisión entre el Yo y el mundo objetivado si no la realiza «ninguna criatura ficticia»? (Barthes 1975: 123-124). Hoy día, por de voces autoriales, (2) uso frecuente y lúdico de palabras y expresiones extranjeras, (3) zancadillas lingüísticas irónicas, disruptivas de tabúes eróticos o sexuales, (4) uso de enmarcadores inéditos, (5) intensificación de recursos humorísticos y (6) un sentido muy fuerte de autoconsciencia autorial. Véase Stabb 1994: 95.
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cierto, diríamos que es tarea de la filosofía, como la define el filósofo esloveno Žižec: «este ‘paso hacia atrás’ desde la actualidad a su posibilidad»7. Formulación muy cercana a la del «discurso recesivo» de Barthes. Una respuesta concurrente a la de Žižec la proporciona Beatriz Sarlo —analista cultural argentina— cuando define la «práctica intelectual» como el «desajuste del lugar que se cree ocupar con el discurso y la autoridad atribuida al discurso»8. El discurso entrometido entre las ilusiones del Yo y el mundo que éste construye, la instancia que recula asumiendo sus máscaras a través del análisis de las resistencias que le producen sus propias ideas, entonces, cumple una práctica intelectual. La práctica intelectual introduce una cuña entre «el lugar que se cree ocupar con el discurso», el lugar imaginario y/o simbólico desde donde se construye el discurso, y la «autoridad» —en su sentido etimológico— con que el discurso «funda, garantiza y da testimonio de algo» por medio de una «acción que produce un cambio en el mundo», dando lugar a la «existencia de una ley» que resuelve un problema en la comunidad. Actividad «misteriosa», escribe Benveniste9. La autoridad del discurso reside, entonces, en lo que su orden, su tropología, su fuerza intelectual y su esplendor estético (su «ab situ») son capaces de inaugurar, instaurar y develar en el orden imaginario o simbólico de la parcela de lo real que se ocupa (el «in situ»)10. Retomo mi argumentación sobre el carácter ensayístico del discurso ficticio y crítico de Diamela Eltit. ¿Qué han sido si no procedimientos ensayísticos la referida mímesis espectral, los atajos para reducir a grado cero la disimetría enunciativa y la asunción de la colosal desvergüenza ajena como vergüenza propia? Los tres procedimientos exploran con minuciosidad los desajustes engendradores de desamparo, los espacios no dichos que alojan procederes y mala fe inicuos así como, sobre todo, nuestras resistencias 7 «La filosofía comienza en el momento en que no aceptamos lo que existe como un simple hecho dado (‘Es así’, ‘La ley es la ley’), cuando nos preguntamos cómo lo que existe como actual ha sido posible» (Žižec 1993: 2). 8 Beatriz Sarlo (2001: 52). 9 Étimo de «autoridad» restituido por Emil Benveniste. Cfr. su fundamental Le vocabulaire des institutions indo-européennes. 2. Pouvoir, droit, religion (1969: 148 ss). 10 Hugo Achugar: «In situ: el lugar donde uno está, modifica, condiciona, construye, flecha al discurso. Ab situ: el lugar desde donde se habla, no necesariamente es o tiene que ser un lugar geográfico y, además... el individuo puede ‘hablar’ desde más de un lugar». Cf. Achugar (2001: 75).
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intersubjetivas para dialogarlos y cambiarlos al amparo de una autoridad más equitativa, solidaria y flexible en sus operatorias de poder. Un quiasmo significativo Para representar el quiasmo entre el campo intelectual de los EE.UU. y de América Latina, Néstor García Canclini acuña la siguiente figura11: habría que escribir una novela en la que no el protagonista, sino un personaje secundario, semiescondido en la narración, sorprendido inesperadamente en una esquina, reuniera frases de varios latinos y varios anglos, las dijera como propias, hablara todo el tiempo como si viviera en otra parte y esa fuera la manera de estar aquí, o se expresara como los que están cerca y ese fuera el modo de alejarse (39).
García Canclini construye esta figura ficticia para dar cuenta de la situación real a que se vieron abocados un antropólogo latinoamericano (él mismo) y un especialista norteamericano de Cultural Studies, cuando se encontraron en un campus universitario norteamericano y en una gran urbe latinoamericana. Ambos descubren que, si bien el primero desconoce la inmensa acumulación de saberes que las instituciones norteamericanas producen diariamente sobre América Latina o que la palabra «hispano» no significa lo mismo en Los Angeles que en Miami, Chicago o Nueva York, el saber teórico y global del segundo (su «ab situ») no siempre revela o se corresponde con el referente latinoamericano a que cree aludir (su «in situ»). Por ejemplo, la interculturidad que interviene en México o en Perú (el indígena) no es la misma que la del Caribe (el afroamericano) o que la del Río de la Plata (la cultura europea). Volviendo sobre el deuteragonista imaginado por García Canclini: sorprendido en una esquina, semiescondido en la narración, enreda y complica su interlocución (en la ficción) para alcanzar a su interlocutor. ¿No es ésta la travesía entrometida, en tercera persona, que hace la enunciación a través de las máscaras con que el sujeto resiste la expresión de enunciados tabúes, sea como emisor, receptor o ambos? Máscaras que le exigen al individuo que presente su ser bajo el juego del no siendo, que acceda a sí mismo con el fraseo, con la identidad de otros siempre y 11
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cuando, simultáneamente, le haga saber a sus interlocutores (así como a sí mismo) que está experimentando y viviendo ese fraseo identitario desde otro lugar, única manera de acceder al aquí y ahora de la instancia de habla con quienes habla. Sinceridad en la impostura. El encuentro con el otro y consigo mismo ocurre atravesando el juego de espejeos, de inversiones y diferencias que extravían, que desencarrilan las vías de la comunicación y de la identidad preestablecidas. La identidad se construye hablando y leyendo, a la vez, por el verso y reverso de nuestra enunciación; replicando a la desvergüenza con una torsión mimética, con una violencia espectral que deje sin cancha los repliegues casuísticos de la mala fe. Una réplica disidente Con pertinencia, Julio Ramos llamó «ausencia fundacional» a la creación martiana de «nuevas categorías de territorialidad ligadas al exilio o la migración», para cubrir «la distancia insalvable entre el origen y la temporalidad de la palabra»12. Frente a esta «distancia insalvable» ligada al origen o al exilio, Diamela Eltit —creo— acude a un procedimiento distinto: pone en escena una «réplica disidente», que acentúa en un grado la crítica velada de su reticencia enunciativa. La réplica disidente no mira atrás, no cubre ni responde ante ningún origen (efectivamente insalvable), sino que se esfuerza por desplegar lo real en los espacios ingobernables por la razón, ensaya expresar, desenvolver, la realidad social en sus desbordes y contradicciones enunciativas; las cuales no pueden ser comprendidas por la razón más que compenetrándose de sus contradicciones. De aquí, probablemente, la frecuencia de exclamaciones, interjecciones, onomatopeyas e incluso gritos gráficos en la escritura de Eltit. Todos ellos expresan fuerzas que persisten y rebalsan los discursos en que subsisten. La fuerza testimoniada por el grito reclama un interlocutor que se haga eco y asuma «el abismo que separa la realidad de su versión oficial», la fragancia o la fetidez que persisten después de oída la palabra. El grito de Eltit reclama por una oreja disidente que se rebele y resista; exige una razón que com«El canto, el trino memorable de las coplas intenta reorientar al sujeto, traza mapas acústicos ligados a las voces maternas, y nuevas categorías de territorialidad que operan por el anverso del extravío que experimenta en la ciudad», escribe Julio Ramos sobre los Versos sencillos de José Martí, «el fundador del tropo moderno de lo telúrico y lo autóctono». Ver Ramos (2000: 192). 12
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prenda la ausencia de equidad y de flexibilidad en los aparatos de poder, no ya como huellas evacuadas, sino como ausencias que conservan en su interior la presencia de lo ausente. La réplica disidente de Eltit grita desde las fisuras, y por esto remece como una herida al vivo13. Bibliografía Achugar, Hugo (2001): «Ensayo sobre la nación a comienzos del siglo xxi», en Soto Boutin, Luis Armando (ed.), Imaginarios de nación. Pensar en medio de la tormenta. Bogotá: Ministerio de Cultura, «Observatorio de políticas culturales». Barthes, Roland (1975): «Le livre du Moi», en Roland Barthes par Roland Barthes. Paris: Seuil. Benveniste, Emil (1969): Le vocabulaire des institutions indo-européennes. 2. Pouvoir, droit, religion. Paris: Les éditions de Minuit. Chevalier, Jean / Gheerbrant, Alain (1995): Diccionario de símbolos. Barcelona: Herder. García Canclini, Néstor (2000): ���������������������������������������� «La épica de la globalización y el melodrama de la interculturalidad», en Moraña, Mabel (ed.), Nuevas perspectivas desde∕sobre América Latina: el desafío de los estudios culturales. Santiago de Chile: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 31-41. Eltit, Diamela (1983): Lumpérica. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco. — (1986): Por la patria. Santiago de Chile: Ediciones Ornitorrinco. — (1994): Los vigilantes. Santiago de Chile: Sudamericana. — (2002): Mano de obra. Santiago de Chile: Seix Barral. Godzich, Vlad (1998): «La lucha por la teoría», en Teoría literaria y crítica de la cultura. Madrid: Cátedra. Mannoni, Octave (1982): «La férule», en Ça n’empêche pas d’exister. Paris: Seuil. Morales, Leonidas (1993): «Diamela Eltit, Errante, errática», en Lértora, Juan Carlos (Comp.), Una poética de literatura menor: la narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. — (2000): «El discurso crítico de Diamela Eltit: cuerpo y política», en Diamela Eltit. Emergencias. Escritos sobre literatura, arte y política, en Morales, L. (ed. y prólogo). Santiago de Chile: Planeta/ Ariel.
13 Debo este párrafo final a la lectura de «La lucha por la teoría», de Vlad Godzich (1998, 24-46).
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Paz, Octavio (1994): Los hijos del limo, en La casa de la presencia. Poesía e historia. Obras completas. Tomo 1. México/ Barcelona: Fondo de Cultura Económica/ Círculo de Lectores. Ramos, Julio (2000): «Genealogías de la moral latinoamericanista: el cuerpo y la deuda de Flora Tristán», en Moraña, Mabel (ed.), Nuevas perspectivas desde∕sobre América Latina: el desafío de los estudios culturales. Santiago de Chile: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Sarlo, Beatriz (2001): «Ser argentino: ya nada será igual», en Soto Boutin, Luis Armando (ed.), Imaginarios de nación. Pensar en medio de la tormenta. Bogotá: Ministerio de Cultura. Stabb, Martín S. (1994): «Toward a New Essay», en The Dissenting Voice: The New Essay of Spanish America, 1960-1985. Austin: The University of Texas Press. Žižec, Slavoj (1993): «Introduction», en Tarrying with the Negative. Kant, Hegel and the Critique of Ideology. Durham: Duke University Press.
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El deseo de los condenados: constitución y disolución del sujeto popular en dos novelas de Diamela Eltit, Por la patria y Mano de obra Raquel Olea Universidad de Santiago de Chile
Una de las marcas textuales recurrentes del proyecto estético de Diamela Eltit, es su particular relación con sus contextos de producción; no me refiero a una relación de referencias previsibles o miméticas, sino a una productividad compleja que excede significados sociales únicos; el espesor de su lenguaje, la forma de organización del relato no entrega fácilmente su legibilidad, la preserva para otras nuevas, impredecibles direcciones de lectura. Esa dosis de ilegibilidad del texto atenaza, y provoca al lector a ingresar a un territorio textual, donde los pliegues de las hablas que escenifica, hacen de la lectura una experiencia vigilante, un descubrimiento de aquello que el texto oculta, pero late en sus signos. Pienso que esa latencia del texto ha despertado siempre un fuerte deseo de lectura en la textualidad de Eltit, una seducción que desde los inicios de su comparecencia como escritora —me remonto a 1983, en dictadura— instaló una discursividad atenta, vigilante y productiva respecto a sus textos, como también a otros textos de entonces no leídos por la critica mas tradicional, dirigida desde El Mercurio. Destaco Rev Lar, dirigida por el poeta Omar Lara, que en 1987 con motivo de la organización del Primer Congreso Internacional de Literatura
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femenina dedicó un número especial a la emergente producción literaria de mujeres, entre ella las primeras novelas de Eltit, Lumpérica y Por la patria. Asimismo, el suplemento «Literatura y Libros» del diario La Época, hoy desaparecido, dio lugar a una crítica literaria, también emergente. Tanto la escritura como la figura de Eltit tuvieron en esos espacios una recepción crítica reiterada. Digo esto para reordenar desconocimientos, voluntarios o no, de la crítica posterior a ese tiempo, que al situar la recepción local de Eltit ha acusado, de manera a veces generalizada, ignorancia sobre la primera recepción crítica que su obra produjo, ignorando a su vez las distintas formas y espacios de recepción que sus textos tuvieron en ese entonces. Eltit fue leída con interés creciente, desde sus primeros textos, en los emergentes espacios críticos de la época, algunos situados fuera de la Academia. Eltit emergió como escritora en un momento particular de la historia de Chile, en dictadura militar, momento de emergencia de una producción fuerte de pensamiento crítico feminista, interrogante de la crisis de las institucionalidades de saber/poder canonizadores de la produccion literaria, como tambien de la producción crítica. Las primera recepción de los textos de Eltit se escribió desde la crítica —dispersada en lugares más amplios que la academia—, que en posesión de un nuevo aparato procedente de la teoría literaria feminista, el psicoanálisis y el pensamiento postestucturalista, encontró en sus textos una convergencia de intereses estéticos, teóricos culturales y políticos: Marta Contreras, Ivette Malverde, Nelly Richard, Agata Gligo, Soledad Bianchi, Eugenia Brito o Marcela Prado se constituyeron en lectoras inteligentes y polémicas para instalar una textualidad que auguraba otro signo a la monotonía de la literatura de la época. Negar esa recepción parece ejercicio de lo que Bordieu ha llamado una «suave violencia simbólica». Negar los discursos producidos desde lecturas inscritas en aparatos críticos procedentes de la crítica literaria feminista, o de posiciones de lectura heterodoxas con respecto a las procedentes de cuerpos teóricos legitimados por la tradición académica, hace explícita las formas en que las resistencias a la producción de textualidad femenina se concitan desde posiciones de poder que no sólo operan en la textualidad, sino también en la negación a la comparecencia pública de un sujeto alterador de relaciones, entre cuerpos espacios y hablas de poder, cohesionadas por lo masculino dominante, en la cultura chilena; las resistencias emergen diseminadas, en signos tenues, que visibilizan intersticios de poder para
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enseñarnos a inscribir la complejidad con que las hegemonías operan su recomposición. En el contexto de la proposición de este Congreso que invita a mirar un «recorrido», felicito a Rubí Carreño por su idea, empeño y organización de este espacio crítico dedicado a la obra de Eltit —el primero en Chile, como dice la convocatoria—, porque contribuye a situar el trayecto local de una escritura que se ha vuelto emblemática para leer en su recorrido la complejidad de una escena cultural y social que ha sido modificada. La convocatoria a mirar recorridos me sitúa frente a ciertas insistencias escriturales con que Eltit ha sostenido su proyecto: las modificaciones y persitencias de su lenguaje, los énfasis recurrentes en las relaciones internas que los textos guardan, las obsesiones y reiteraciones de los sentidos de un proyecto que ha optado por defender una política de escritura que ha podido, en ello, sostener sus fundamentos. Me sumo a mirar la vehemencia con que la escritura sostiene su política, el deseo que la sitúa y la vuelve a situar territorializada, en una particular posición con respecto a los lenguajes y la cultura chilena, lo que inscribe e intensifica su productividad significante y su importancia en nuestra reciente historia literaria y cultural. La escritura de Eltit hace posible una particular forma de producir relaciones entre la literatura y la política, entre la literatura y lo político. Su escritura se produce en la trama de cuerpos, hablas y espacios que los signos figuran, abriéndose hacia direcciones múltiples, una de las cuales es la referencia a lo social y político, pero también hacia otras zonas: psíquicas, que refieren a estructuras simbólicas arcaicas como el poder, el odio; las marcas del cuerpo, las alteridades más sutiles —las mas molestas— que producen una forma de lectura, no sólo exigida a decodificar esa trama sino también a establecer conexiones y articulaciones entre los distintos problemas propuestos en sus distintos textos. Me detengo en la relación de coincidencias, de resonancias culturales que establecen cuerpos, hablas y espacios, con los contextos políticos y culturales, en dos de sus novelas, que marcan momentos temporalmente distantes en su producción: Por la patria, publicada en 1986, aún en dictadura, y Mano de obra, publicada el año 2000, periodo postdictatorial, en que las políticas económicas y la producción de una sociedad neoliberal han consolidado en Chile cambios radicales en las formas de convivencia social. Por cierto no me refiero a correlatos con la Historia, sino a una
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interpelación, en la lectura, a interrogantes situadas en la particular relación entre ética y estética. Desde Lumpérica a Los vigilantes (me refiero a textos específicamente situados en el campo de la novela) la escritura articula una particular relación entre cuerpo y espacio que rige la producción de sujeto que se hace emblemática de circunstancias históricas y políticas específicas, y reconocibles en su pertinencia con una obra que ha situado su acción en el juego de espacios abiertos y/o cerrados, privados y/o públicos, de manera muy radical. Mano de obra vendría a romper esta estrategia al situarse en un lugar otro, un entremedio ni privado ni público, donde la escritura produce un nuevo sujeto en la sociedad contemporánea, sujeto que no podría categorizarse en la marginalidad de sus textos anteriores, sino en su pertenencia a modos de vida social, propios del «capitalismo salvaje», el singular sujeto, empleado de supermercado. Me atrevo a decir que son los específicos espacios que Eltit trabaja en la escritura los que constituyen el soporte de la producción de sujetos en sus hablas posicionadas ahí, en su particular modo de ser en esa particular espacialidad. Alejada de la construcción de personaje, los sujetos de sus novelas se vuelven emblemáticos por la particularidad del habla que los constituye; sujetos demarcados por singulares experiencias urbanas, hacen posible la construcción de una cita a la historia y la cultura de fines del siglo xx y comienzos del xxi, y las particulares circunstancias de una historia demarcada en su proyecto de nación y sociedad, por las discontinuidades temporales y espaciales de sus fronteras. Constitución y disolución del sujeto histórico popular en Por la patria y Mano de obra La lectura de Mano de obra y la relectura de Por la patria me han llevado a preguntarme por la producción discursiva de los sujetos en relación a los espacios que habitan y a los sentidos políticos de sus hablas, en la voluntad de interrogar una radical diferencia en la constitución de lenguaje en ambos textos. La producción de un punto de fuga desde el cuerpo individual al cuerpo social ha sido una estrategia recurrente en los textos de Eltit, la que se implica en la producción de una correlación entre subjetividad e historia, entre vida privada y vida pública. Esta trama de espacios y hablas que ya se anticipa y anuncia en Lumpérica, en la relación que L. Ilumi-
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nada y los mendigos establecen en la plaza pública, se hace nuevamente presente y más compleja en Por la patria por el anudamiento de cuerpos y hablas al énfasis político que la escritura despliega, como también en la triangulación familiar que escribe, desde la que se levanta la producción de sujeto público que la novela pone en escena. Luego , en sus posteriores novelas, una disyunción espacial de lo privado y lo público dirige, de manera acorde a las hablas que la escritura hace emerger, los cursos de encierro, de privacidad e interioridad, en espacios que demarcan hablas deprivadas de lo público, excluidas, hablas feminizadas. El cuarto mundo, Vaca sagrada, Los vigilantes, producen, por su parte, hablas y sujetos en sitio, habitantes de espacios cercados y clausurados, como constitución del mundo narrado. Es en Los trabajadores de la muerte donde la casa familiar se abre nuevamente, el movimiento y el viaje alternan la producción de sujetos desplazados, entre un adentro y un afuera, entre un habla de lo íntimo y el delirio que provoca la relación con la ley y propicia la venganza y el delito. El afuera, en los textos referidos, aunque de distinta manera, representa desplazamientos del cuerpo individual hacia significaciones, más amplias, más sociales, más globales, podría decirse. En Por la patria, Eltit escribe la épica de una marginalidad social situada en una pregunta por lo latinoamericano. Los cuerpos y sus hablas se articulan en un fluir desplazados por el deseo, el amor y el odio entre parientes y pares, habitantes de un mismo lugar: padre, madre, hija, Juan, el «cagüin» de las amigas se producen relacionados por intercambios de dones corporales y materiales que construyen la inserción de Coya, la heroína épica, en una articulación de cuerpo y habla que la lleva a constituirse en sujeto de una gesta heroica en los limites de la ciudad, Coya emerge como cuerpo de eriazo que ocupará la urbe; su posicionamiento en el bar, lugar de constitución de identidad, de encuentro y producción de sujeto colectivo opera como cuartel de operaciones que hará real la épica social. Desde ahí Coya avanza transmutada en lider, machi madre generala y conductora de una acción simbólica de libertad y fundación, El «cagüin» de mujeres como oralidad politizada representa la producción de estrategias femeninas de fusión y desvío de incidencias políticas hacia un nuevo poder, al organizar la avanzada a la ciudad ocupada por el poder totalitario. Transgresión y subversión, tanto en relación al discurso épico como a las estructuras del orden dominante —también literario— constituyen la configuración de la heroína marginal, víctima individual y social del poder, indagadora de mitos y tabúes inscritos
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en la insondable genealogía de una identidad autóctona, indígena, que es llamada a reinscribirse políticamente. La arenga de reconocimiento público que Coya dedica a los lenguajes suprimidos vuelve verosímil el discurso de ocupación del espacio enunciado por la Rucia, Berta, Flora, «libertas hablamos». La novela finaliza con la producción de sujeto colectivo en posesión de un discurso político que se enuncia públicamente, «Se levanta el coa, el lunfardo, el giria, el pachuco, el caló, caliche slang, calao, replana. El argot se dispara y yo». La épica que la novela pone en escena produce la representación de una colectividad de luchadoras sociales conducidas por Coya, líder de un deseo colectivo; los rasgos de su cuerpo y de su habla se han anticipado ya en el momento de su gestación, regido por las particularidades de una sexualidad y de relaciones familiares, reconocibles en su pertenencia al contexto social latinoamericano; el afuera representa una sociedad asolada por el terror y el poder de los «eslavos». Por la patria trabaja, en ese contexto, la historia dela identidad de la luchadora social que es recuperada y construida con los fragmentos perdidos de un origen que subyace y antecede a Coya, quien, en el centro del relato, será determinante de la representación de quienes la secunden en su acción. Su voz y su poder constituidos por ceremoniales, visiones y rituales familiares, sexuales, arcaicos, vendrá a constituir la voz de una comunidad que en el signo de la lucha propone la constitución de un núcleo social de poder. Coya/ Coa, desde su gestación, porta la excepcionalidad de su destino, sujeto pluralizado en su cuerpo y su habla suprimida; en su propia historia está inscrita la historia de una barriada marginada y oprimida en los bordes de la ciudad, la historia de una cultura y una sociedad mestiza y estigmatizada en sus marcas femeninas, y es la marca de esa identidad, la marca de lo latinoamericano, lo que en el trayecto de su cuerpo deseante la transforma en sujeto de resistencia y de discurso de memoria política: «Amor a los sobrevivientes, amor a los muertos, amor a sus casas, a los objetos, a la calle, a la luz, a las esquinas del barrio». La historia de Coya/Coa, aúna y reescribe una narración de resistencia latinoamericana a las permanentes intervenciones extranjeras a su deseo, a su forma de organizar relaciones familiares, a las experiencias del cuerpo. La referencia a la épica en relación a Por la patria surge de una mezcla formal entre la constitución del héroe, por una parte, y la organización discursiva, por otra, si seguimos la teoría de Bajtin. En oposición a la épica
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clásica no hay en Por la patria un héroe portador de discurso oficial ni de verdad del poder, hay por el contrario la producción de una heroína femenina, que produce su discurso y su subjetividad en la experiencia y la lógica del «caguín«-cenáculo mapuche— que devela y revela el mundo desde la perspectiva del vencido. El relato de la acción heroica que Coya y su caguin de mujeres llevan a cabo pone en tensión el discurso épico monológico en que el narrador habla a otro y por otro transmitiendo verdad y un significado trascendental. En la estructura dialógica que constituye la polifonía de Por la patria, la narradora habla por sí misma y para sí misma, de la misma manera que habla a otras y con las otras (las madres, Juan, La Berta, la Rucia, Flora) en un juego que destituye jerarquías lingüísticas, morales y sociales. La novela se produce en un estructura carnavalesca que explora, en el lenguaje, la ambivalencia de lo prohibido, lo marginal, alterando poderes que destituyen las formas dominantes, para hacer retornar aquello reprimido y ocultado en los discursos de las verdades oficiales. En este sentido la escritura de Eltit no produce ideologización del discurso sino más bien develamiento y subversión. La estrategia escritural levanta el relato de una gesta marginal de mujeres pobres y mestizas en un eriazo de una ciudad latinoamericana, pobre y sitiada, hacia la categoría de acción épica, objeto de uno de los géneros mayores de la literatura universal, destinado a las grandes narraciones del destino de los pueblos; Coya/Coa significa en este gesto la constitución de un sujeto literario enaltecida y heroico. Por eso el transcurrir de la palabra, la voz y el sujeto que revela se da en un doble proceso de búsqueda y emancipación, búsqueda y liberación, individual y social, liberación y denuncia, doblemente articulado y plegado en la escritura y en la constitución del relato. En Mano de obra la escritura se vuelca hacia la producción de un sujeto que, tanto por su posicionamiento social como por sus actos de habla, quiebra los modos de referencia a lo individual y lo social. Situado en un lugar propio de las sociedades contemporáneas, lugares de paso que no configuran sujeto ni producen identidad social, el supermercado representa un espacio de pseudoneutralidad donde se debilitan las fronteras de lo público y lo privado y de las identificaciones sociales. El supermercado es el lugar que en la novela produce el emblema de un sujeto sin pertenencia, sin discurso; su habla solitaria, antes de constituir un sujeto social, lo disuelve; el empleado del supermercado se produce extremado en su precariedad, en lo fragmentario de su cuerpo y su psiquis para comparecer públicamente
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como un tributo al capital que lo consume y lo excluye. Eltit construye en el empleado de supermercado el sujeto de una disolución de lo social: su habla es la del trabajador post sindical, post movimiento social, post proyecto político de justicia y construcción de igualdad, donde su acción y su integración a una comunidad posibilitarían formaciones discursivas sociales y responsabilidad sobre sus decisiones y su destino. El empleado del supermercado, en la novela, representa la transformación del sujeto moderno en cuerpo de sometimiento, y apunta a la dislocación de sus potencialidades humanas. Ya en su estructura Mano de obra se hace cargo de la organización de un relato fracturado, en la forma episódica de producir el texto de una desunión. La narración se construye en dos núcleos de sentido que a su vez están constituidas por partes que podrían leerse como episodios significantes de una discontinuidad que remite a dos espacios, dos circunstancias vitales, dos modos de hablas disociadas entre sí y que conducen la lectura hacia la producción de la fagocitación del sujeto público y del discurso social en la sociedad actual. La primera parte, «El Despertar de los trabajadores», y «Puro Chile», la segunda, se constituyen en la cita a periódicos de distintas ciudades y épocas de la historia de Chile: entre Iquique 1911 y Santiago 1970 se produce el texto histórico de constitución histórica del sujeto político popular chileno. La referencia espacio temporal marca la primera parte con encabezamientos a cada capítulo en la reiteración del gesto de citar periódicos de la prensa de los trabajadores de distintos momentos y lugares de Chile; la cita induce una operación de memoria que lleva al lector al tiempo histórico y sus espacios de constitución de un proyecto marcado por el itinerario de las luchas sociales: —Verba Roja, Santiago, 1918; Luz y Vida, Antofagasta, 1919; Nueva Era, Valparaíso, 1925— a la vez que produce una geografía política de citas que funciona como dispositivo de saber que activa en el lector otra operación, la que lo remite al presente por la constatación de la ausencia de aquello que los nombres de periódicos representan, y que se intensifica con la producción de un sujeto carente y desamparado en su condición de trabajador y de despertenencia. El empleado del supermercado se produce sin voz, sin discurso público, sin poder social; por el contrario, comparece en la dramática condición de cuerpo devaluado y sometido al poder aniquilador del capital, que moldea su cuerpo y su palabra,«mi rutina continúa. Me acomodo a las demandas», comienza la novela; la primera parte reitera los efectos de la penetración del poder en la vida del empleado, que se expresa
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como recurrencia de una voz interior que no se comunica con otro, sino que se orienta a la confirmación de su lugar en la economía del mercado: «Es que no quiero incomodar a nadie ni menos ahuyentar a los buenos clientes. Intento mantenerme en lo que me he convertido: demasiado proclive a la paz y adicto a la corrección». Su voz reitera una escisión marcada por la mudez pública y la vigilancia que, como narrador, habla al lector y a sí mismo construyendo una visión apocalíptica de su cuerpo entregado, «mientras tanto en el revés de mí mismo, no sé que hacer con la consistencia de mi lengua que crece, se enrosca y me ahoga como un anfibio desesperado ante una injusta reclusión. Me muerdo la lengua. La controlo. La castigo hasta el límite de la herida. Muerdo el dolor y ordeno el ojo». Mirar en vez de hablar. Mudez y vigilancia lo constiuyen en signo de una regresión y un desamparo social. La escritura produce un sujeto retraído en si mismo, abstraído en su quehacer, el empleado del «super» que se constituye aíslado en el habla de su interioridad. El gesto político que Eltit ejerce en la primera parte consiste en escribir la discontinuidad de la historia social, la disolución de una clase, el desmantelamiento de su discurso; el relato se vuelve expresión de una recurrencia desesperada, de la suspensión radical de un sujeto sin representación ni comunidad, acosado por la supervisión del poder económico. La novela no trabaja el sujeto de la «mano de obra», el artesano ni el trabajador industrial, sino que produce una reflexión en torno a su desaparición, a las formas en que el biopoder lo ha transformado sólo en una fuerza de trabajo en la que la metáfora «mano de obra» produce la metonimia de un cuerpo fragmentado, de un espíritu asolado, el del trabajador pos-industrial. La metáfora del supermercado refiere por una parte a un escenario de control postlaboral donde el habla del empleado da señas de la falta de derechos, de leyes y de amparo social; este como templo panóptico del poder del consumo y de la supervisión del capital ha desplazado una escena de explotación histórica por otra actual, exenta de toda regulación, a la vez que se vuelve escenario de constitución de una nueva subjetividad social dislocada; extraviada de sí misma y de los otros. No hay compañeros de trabajo, no hay organización entre trabajadores. No hay sociedad. En la segunda parte, «Puro Chile» (1970) el enfático despliegue de una expresividad histerizada, sin poder de interlocución, opera como única liberación en quienes acosados por la amenaza de la cesantía ingresan a un campo de disputa donde cada uno está para sí y todos están contra
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todos. La pérdida de discurso público se expresa en el recurso a la grosería, signo de una inmolación social significada en el decir de un lenguaje vaciado de sentido. El foco narrativo se sitúa en experiencias fugitivas de una pseudocomunidad de empleados que no logra llegar a constituirse en núcleo social; «Isabel tenía que pintarse los labios», o «Sonia lloró en el baño» enuncian los fragmentos de hablas sin continuidad en alguna forma de interlocución válida para algún efecto social. La progresión del relato funciona por el despliegue de un lenguaje crudo, directo, que mezcla percepciones exteriores, a flujos de consciencia y de deseos que lo apartan de todo realismo y enriquece la producción de subjetividad dislocada por los espacios mentales que pone en juego; esta operación propia de la escritura de Eltit logra, por un lado, el efecto de construir una poética del mundo narrado y por otro produce una eficaz atención en el lenguaje, operación que en Mano de obra sostiene la devastación del mundo. Eltit trabaja con rigor los efectos de la biopolítica, es decir, de la brutal forma de penetración del poder en los cuerpos y en las vidas de las personas, en la época de un nuevo poder y sus mecanismos (in)visibles de control. «Puro Chile» actual extrema esta inmanencia en la máxima desarticulación de los mínimos vínculos comunitarios, producidos por la orfandad social. En la producción de lenguaje silencioso —interiorizado— de la primera parte se construye una subjetividad asolada que otorga a la grosería —exteriorizada— de la segunda parte la función de sustitución del discurso político con que se representa la disolución del sujeto operada por la pérdida de lenguaje. De esa manera creo leer la afirmación de Foucault que dice que el hombre «además de un animal viviente es una existencia política», siendo la política el lugar donde se cursa el intercambio del poder por el lenguaje. Agamben por su parte se refiere al lenguaje público como un tránsito hacia el poder. Ya desde Aristóteles se ha señalado que es el paso de la voz (privada) al lenguaje (público) lo que constituye un sujeto social. En Mano de obra emerge un sujeto sin habla, sin discurso público. El trabajador pierde su estatuto social de sujeto, Parodia de sujeto, el sujeto fuera de lenguaje emerge perdido de su articulación como clase en la economía neo-liberal. Mano de obra escenifica un nuevo sujeto (des)socialisado por la pérdida —o la ineficacia— de su voz y su palabra.Una lectura comparativa entre ambas novelas articula una doble significación histórica que funciona en ambas como punto de fuga hacia el contexto de producción. Por la
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patria produce la representación de un sujeto que en su habla construye una nueva identidad, articulable a una genealogía y a una colectividad; su cuerpo y su discurso es el de un sujeto de deseo de poder que articula una acción simbólica. Mano de obra, por su parte, hace comparecer también un nuevo sujeto social, un anónimo sin identidad, ni genealogía. Signo de las nuevas formas de producción del capital, éste se representa sin articulación posible a la comunidad, que se cita perdida en la referencia histórica a la prensa obrera, metonimia de una pérdida mayor, pérdida de discurso, pérdida de proyecto, pérdida de utopía. Sujeto sin palabra y sin reconocimiento en los otros, opera como máquina de producción para el gran capital global. El bar y el barrio de Por la patria en oposición al supermercado en Mano de obra vendrían a ser representativos de esa oposición entre lugar y no lugar, trabajada por el antropólogo Marc Auge para referirse a los cambios culturales en esta época de excesos que él llama «sobremodernidad», en contraposición a la modernidad y atendiendo a las relaciones que ambos tiempos históricos sostienen con el espacio y el tiempo. Cultura del exceso: ante el exceso de acontecimientos, de información de producción y de demandas de consumo, el sujeto de la sobremodernidad actúa en espacios de tránsito, de pasaje, de movimiento, que lo producen como individuo que se junta a otros en una misma actividad, para hacer lo mismo que los otros pero sin que unos u otros se reconozcan, se identifiquen, produzcan vínculos, constituyan sociedad: aeropuertos, supermercados, estaciones ferroviarias, medios de transporte… se oponen los lugares de sentido inscripto y simbolizado, propios de la modernidad y su promesa de construcción de igualdad y comunidades humanas. El no lugar podria asimilarse a esa indeterminabilidad espacial que Alejandro-Noemi trabaja en su lucida reflexión sobre los cuerpos pobres en Mano de obra y que él sindica como la artificialidad de un espacio que funciona como simulacro, donde ambos, lector y narrador, deben vérselas con la artificialidad de la realidad. El paso de lo privado a lo público está marcado por la propiedad o no de un lenguaje. Hacer públicas las hablas de voces privadas, es decir, constituir con ella lenguaje, estatuir en la escritura su valor, junto con producir los sujetos de legitimidad de hablas y de cuerpos inaudibles, ha constituido una de las políticas escriturales de mayor recurrencia en los textos de Eltit, sólo que en Mano de obra este proyecto no puede cumplirse; la política escritural del texto consiste en la producción estética de
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su pérdida, la pérdida de lenguaje de un sujeto que se construye disuelto, dislocado en su cuerpo y su habla. Tanto Por la patria como Mano de obra producen un sujeto de particular trayectoria social: en Por la patria se trata de la constitución de la voz de la mujer, en Mano de obra, de la pérdida de la voz del trabajador. Ambos producen y dan cuenta de una transformación cultural. Bibliografía Eltit, Diamela (1986): Por la patria. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco. — (2002): Mano de obra. Santiago de Chile: Planeta.
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II. El arte de la intención… lecturas y relecturas
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Algunas reflexiones sobre la representación de lo maternal en las novelas de Diamela Eltit Mary Green Universidad de Swansea (Gales)
En las novelas de Diamela Eltit se enfatiza el terreno del cuerpo maternal y de las relaciones entre madre e hija/hijo para así examinar las representaciones simbólicas de la maternidad, la sexualidad y el género. En términos generales, el cuerpo maternal llega a ser el locus privilegiado para cuestionar estas representaciones y buscar una forma más radical de entender el lenguaje y la subjetividad. Como ya han señalado críticos como Eugenia Brito y Nelly Richard, es a través del lenguaje que Eltit sitúa lo específico del cuerpo de la madre como el origen del corpus del significado. Así privilegia una escritura que corresponde estrechamente a lo que Julia Kristeva describe como ‘lo semiótico’; en otras palabras, un lenguaje que transgrede la ley del Padre al recuperar los ritmos de la relación primaria con la madre, y los impulsos y pulsaciones del cuerpo maternal. De esta forma permite un regreso a un momento preverbal de origen, así como la expresión del deseo de la madre que antes permanecía oculto. Mi propósito es indicar, en términos muy generales y breves, cómo cambia el significado del cuerpo maternal en cuatro de las novelas de Eltit: Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), Los vigilantes (1994) y Los trabajadores de la muerte (1998).
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En Por la patria se incluye a la madre en una posición central, tanto por su presencia como por su ausencia. La novela se abre con una repetición infantil de la primer sílaba de la palabra ‘mamá’, lo que vincula, desde el incio, el aprendizaje del lenguaje con la madre y fundamenta la destreza lingüística de la novela en la metáfora de la lengua maternal. Más adelante, cuando la lengua de la madre escarba con profundidad dentro del cuerpo de la hija, Coya, la metáfora de la lengua maternal también permite la representación del deseo mutuo y reprimido entre ambas, madre e hija. Así corresponde al concepto teórico de lo semiótico de Kristeva, en el sentido de que intenta acomodarse al deseo indescriptible entre madre e hija, pero en la novela se ve interrumpido violentamente por la llegada de los militares en una acción que corresponde a la represión de este deseo dentro del orden simbólico patriarcal. De esta forma, la madre representa el origen del lenguaje pero también de la raza indígena de Coya, la hija mestiza. Sin embargo, al final de la novela, a través de la representación de la Rucia, la fantasía primaria abrigada por Coya fracasa. Esto la empuja hacia el cuerpo de la madre y la representación de un vínculo maternal que recupera la historia reprimida de las madres indígenas fundadoras del ‘mestizaje’, lo que luego estructura la relación madre-hija. Lo que resulta es la creación de una nueva formación psíquica que le permite a Coya huir de la estructura edípica de la familia en la que estuvo encarcelada, y que luego permite su liberación física a través de la negociación de una ‘amnistía’ con Juan. Coya sale de la cárcel como ‘Madre General’, ‘madre de madres’, y puede asumir, por primera vez en la novela, un rol maternal que ya no se basa en la represión de la relación con la madre. Asume un rol maternal a pesar de la esterilidad que marca su cuerpo, lo que empuja al cuerpo de la mujer-madre más allá de la función biológica de la maternidad. La novela termina con el regreso de Coya y su ejército de madres al bar del padre, un espacio paternal que ahora se ve inundado por la irrupción de la sed de estas mujeres-madres; una sed que leo como la representación del deseo de la hija por el cuerpo de la madre. En El cuarto mundo, el cuerpo maternal se posiciona claramente como el origen de la novela. La madre encarna el locus de lo reprimido culturalmente, y también la disidencia: es la irrupción de su deseo reprimido lo que incita a la disolución de la familia y de la autoridad paternal, y que silencia la narrativa autoritaria del hijo, el mellizo María Chipia. La acción trans-
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gresiva que se inscribe en el deseo de la madre permite una voz narrativa femenina, la voz de la ‘melliza’, quien, a diferencia de su hermano mellizo, incorpora las pulsaciones y los deseos reprimidos del cuerpo maternal desde su posición de hija-madre. Así, la niña/novela oscila entre lo semiótico y lo simbólico, lo que permite una relación fértil y dinámica entre lo femenino y lo masculino; es de ella que surge la novela. Al incorporar lo semiótico del cuerpo maternal, la niña-novela ofrece una representación del cuerpo de la madre como una fuente creativa cuya producción no sólo son los hijos sino también un texto literario. Y es el texto literario que permite establecerse una relación entre madre e hija que se escapa del control narrativo masculino que antes ejercía el mellizo. Ahora bien, desde mi punto de vista, el potencial transgresivo del cuerpo maternal disminuye en las novelas de Eltit publicadas durante la Transición. En Los vigilantes, la madre, en oposición a la ley simbólica del Padre, atrapa a su hijo en un discurso semiótico que lo posiciona como el ‘otro’ del contrato social y lingüístico al negarle el lenguaje. No obstante, la acción subversiva que antes se encontraba en el cuerpo maternal se ve silenciada progresivamente en esta novela. Las páginas finales no sólo forman una representación inquietante de la desaparición de la madre del lenguaje y del orden simbólico, sino que muestran también una sumisión al discurso semiótico del hijo. Aunque éste se basa en una lógica, un orden y un conocimiento opuestos al discurso del padre, continúa siendo un discurso masculino y triunfal que sepulta violentamente a la madre. Por lo tanto, mientras que el hijo precoz agarra el control de lo semiótico para así escapar de los mandatos del padre, el terreno maternal de lo semiótico se apropia exclusivamente para el propósito masculino de resistir el orden de lo paterno. En Los trabajadores de la muerte, Eltit emplea el mito de Medea para destacar las posibilidades extremas de la acción caótica y violenta desde lo materno. En esta novela la madre es tanto víctima como autora de la violencia. A través de los impulsos semióticos del cuerpo materno y la leche materna, la madre transgrede la ley patriarcal al sembrar en el hijo una enemistad implacable con el padre, así como unas emociones que le incitan a infringir la ley paternal mediante el incesto con la media hermana. Como en El cuarto mundo, la relación primaria con la madre es la que codifica los pensamientos y acciones posteriores de los hijos. Sin embargo, lo realmente inquietante en Los trabajadores es que lo semiótico del cuerpo maternal llega a ser el origen de la amargura y del odio que
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llevarán al hijo a matar a su media hermana. De esta forma, la venganza de la madre está basada en la eliminación del cuerpo de la mujer. Para concluir, si las novelas de Eltit hasta El cuarto mundo conciben el cuerpo maternal en términos tanto de acciones físicas como lingüísticas transgresivas, que contienen el potencial de abrir nuevas posibilidades de transformáción social, cultural y simbólica, creo que sus novelas posteriores señalan un momento crítico en la representación de lo maternal. En Los vigilantes, por ejemplo, tanto el padre como el hijo buscan proyectar sus propios deseos en el cuerpo de la madre, un cuerpo que, para ambos, simboliza el exceso y el desorden. De esta forma logran controlar y finalmente borrar a la madre y todo lo que ella representa. En Los trabajadores, en última instancia, las acciones de la madre dejan intactas las estructuras patriarcales fundadas en el sacrificio del cuerpo de la mujer. Las posibilidades liberadoras de desestabilizar las normas simbólicas que antes se encontraban en el cuerpo de la madre se ven diluidas en las novelas publicadas durante la Transición. Los vigilantes y Los trabajadores marcan una reflexión de las normas simbólicas y sociales que o bien sepultan a la madre o bien la obligan hacerse cómplice en una destrucción cíclica que sólo sirve para reconstruir las fallidas relaciones familiares y sociales basadas en la economía patriarcal. Bibliografía Eltit, Diamela (1986): Por la patria. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco. — (1988): El cuarto mundo. Santiago de Chile: Planeta. — (1994): Los vigilantes. Santiago de Chile: Ed. Sudamericana Chilena. — (1998): Los trabajadores de la muerte. Santiago de Chile: Seix Barral.
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Mitos y madres en la narrativa de Diamela Eltit Bernardita Llanos M. Denison University
La mirada desacralizadora que la producción literaria de Diamela Eltit realiza de los sujetos y la modernidad urbana chilena revela los desquiciantes patrones del ultracapitalismo así como las formas brutales en que opera sobre las zonas y los sectores sociales populares, desplazados y feminizados por el libre mercado. Eltit convierte a los sectores marginales y a las mujeres en especial en protagonistas de un contradiscurso cuyas estrategias de resistencia aparecen alteradas e inacabadas. La escritura restituye los «espacios del desamparo» social o menta, tal como la autora afirma en su ensayo «Errante, Errática» (22). Sujetos, hablas y lugares que no entran al orden institucional, y en especial la palabra y el cuerpo femenino, excluidos tanto de la práctica literaria como de lo social, reaparecen en este universo portando legitimidad y verdad histórica. En esta narrativa la familia y el sujeto se muestran en situación de conflicto y hostigamiento, sometidos a una red cultural que restringe las formas de participación y agencia democrática. Las novelas de Eltit presentan distintiva e insistentemente relaciones de extrema agresión, tanto en el espacio público como en el interior del ámbito privado, interrelaciones sujetas al autoritarismo, a la falta de derechos civiles y a la pérdida de proyectos colectivos. De tal modo, se pone en primer plano la subjetividad contemporánea encarnada en figuras minoritarias (mujeres, sectores
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populares, minorías sexuales e indígenas, el lumpen), quienes ocupan un lugar similar dentro de la cultura en relación al poder. Sobre estas características del discurso de Eltit, la crítica Francine Masiello ha señalado que sus relatos interrumpen el marco conceptual y la lógica narrativa que impone la condición misma del neoliberalismo. Las figuras menores de Eltit guían sus principios estéticos y la voluntad de exponer la ficción del mercado como único relato posible (The Art of Transition, 207-208). La visibilización del cuerpo femenino aparece dentro de un discurso antimimético que lo despoja de las capas ideológicas y linguísticas que lo han recubierto e invisibilizado. En este sentido, el cuerpo es un territorio material y simbólico en el cual se manifiestan los diversos sistemas de poder, y que, como explica Eltit en una entrevista, «incluye desde la genitalidad al erotismo, el mundo del trabajo, la familia, la mujer engendrando, etc.» (Revista de Libros, 4). Dentro de esta estética lo femenino se homologa a lo minoritario, a lo oprimido por las estructuras de poder. La literatura de Eltit productiviza lo femenino y lo excluido, problematizando y flexibilizando sus sentidos. Los excluidos van a redirigir un amplio espectro de la experiencia estética, transformando las reglas de la lengua como las posibilidades de significación (Masiello, 207). De este modo, se genera un universo estético que toma los excedentes sociales y simbólicos propios de la cultura chilena y los pone en circulación a través de relaciones de contiguidad, haciendo que el lenguaje literario rinda nuevos y originales sentidos. Sara Castro-Klarén refiriéndose a Lumpérica (1983) resalta que el cuerpo se constituye como «el rechazo de la confortable separación entre historia y ficción, entre la función de lo imaginario y la del sistema simbólico en el ámbito de lo real» (1993: 100). El extrañamiento que esta nueva visión supone transgrede los modelos culturales masculino/femenino, las formas hegemónicas de la sexualidad como las diferencias entre el dolor y el placer (Castro-Klarén 1993: 101). La desnaturalización de los géneros, que esta escritura realiza a plena consciencia, nos presenta la figura femenina a través de diversas escenas cuyos sentidos, en vez de fijar posiciones o roles a priori, abren el texto y lo descentran hacia otras posibles lecturas. La institución de la familia y los vínculos que potencia o despotencia también pasan por este desperfilamiento ideológico, lo que permite verlos desnaturalizados, desprovistos de sus valores y sentidos convencionales. De este modo, la lectura nos enfrenta a un lenguaje altamente literario y
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muchas veces dramático traspasado por diversos discursos. Dentro de este universo discursivo mixto se articulan los límites del sujeto y su relación con la intimidad familiar y la pareja. Los miembros de la familia eltitiana encarnan desarticuladamente diversos mitos occidentales a través de historias pasionales y trágicas. Los mitos clásicos circulan junto a los cristianos e indígenas, chocan y se entremezclan, volviéndose extraños, casi irreconocibles a veces al contaminarse de otros discursos que los desacralizan y reorganizan. La presencia de los mitos de creación basados en la pareja de hermanos esposos, propios de una cultura matrilineal y politeísta, se relaciona particularmente con la cultura faraónica, donde el rol social de la mujer era igual al del hombre. Como advierte Bettina Knapp, el poder de la mujer dentro de la nobleza egipcia, antes de la influencia griega, le permitía heredar incluso por sobre el hombre y desheredar a sus hijos (Women in Myth, 2). Podía también heredar el trono, como prueba la presencia y gobierno de muchas mujeres que fueron reinas y reyes de Egipto (2). La leyenda de Isis y Osiris y las figuras del Inca Manco Cápac y su hermana Mama Oclla pueden entenderse como los antecedentes no occidentales de la pareja de mellizos de El cuarto propio. En el caso de éstos, la unión entre hermanos y su amor se remonta al útero materno (Isis y Osiris) o a las aguas (Manco Cápac y Mama Oclla) que los ven nacer. El poder de la palabra femenina, particularmente en el caso de Isis, encuentra paralelos con la narradora melliza, quien reúne cualidades tradicionalmente consideradas femeninas (fecundidad y vida) y masculinas (pensamiento y razón) (Knapp 5). Como Isis y Osiris, también los mellizos de Eltit engendran una hija (un hijo en el caso de los egipcios), quien será la encarnación del destino divino y mortal del mundo y la humanidad. En la diosa Isis el cuerpo y la mente coexisten sin conflicto ni degradación, y forman una totalidad fecunda y poderosa. La melliza de El cuarto mundo posee una corporeidad sexuada y el poder de la palabra, atributos asociados a su transgresión del paradigma mariano. Los sujetos de estos universos míticos eltitianos, aún en sus formas «destartaladas», lo hacen predominantemente a través de la experiencia corporal, del habla y la imaginación. Sus formas de mundo, por eso, aparecen «descontinuadas en la lengua», para ser luego transformadas en historias colectivas (Conversaciones con Diamela Eltit, 218). Esta cualidad mítica de los relatos ha sido subrayada por Masiello, para quien los mitos proveen el marco narrativo a las voces de los sujetos populares. El enigma en estos relatos es fundamental para la elaboración
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y la resolución que le corresponde al lector. De este modo, los personajes representan el deseo y la necesidad inmemorial de la humanidad de contar historias (Masiello 210 y 218). En mi perspectiva, esta operación le permite a Eltit instalar además lo marginal dentro del discurso cultural, y hacer de la oralidad y el cuerpo elementos centrales no sólo de su estética sino de la cultura en general. Coincido con Masiello en que el sustrato artesanal de toda narración es recogido en la escritura de Eltit como la posibilidad de trabajar construyendo sentido, labor que todo relato conlleva. Sin embargo, esta potencialidad, que otorga toda enunciación, en Eltit se vuelve altamente política, puesto que hace del cuerpo y el habla los núcleos centrales de significación, historizándolos contra el dominio de racionalizaciones que valoran la razón lógica como la única fuente válida de verdad y autoridad. En este sentido, su discurso se relaciona con la tendencia posfeminista cultural de dar a la experiencia encarnada del sujeto femenino valor histórico a través de la atención y relevancia del cuerpo y la diferencia sexual, como han mostrado los aportes teóricos de Rosi Braidotti, Susan Bordo y Sandra Lee Barkty, entre otras. En la narrativa de Eltit la rearticulación de los mitos pasa por el cuerpo femenino, el cual se convierte en figura grotesca y excesiva, otras en gozosa y sexual o doliente y sangrante. La separación entre psiquis y cuerpo, propia de la moral religiosa, se desmonta y se substituye por la enfermedad, la carencia o la insania en las que el cuerpo actúa el lugar material de la falta. En este aspecto, en particular, la narrativa rompe radicalmente con las convenciones literarias y con nociones hegemónicas del buen gusto y la propiedad. Los textos de Eltit, por el contrario, presentan diversos modos y condiciones de la psiquis, del cuerpo y la sexualidad, que van desde la copulación al autoerotismo o la menstruación, o pasan por el embarazo y el parto. Todas estas experiencias corporales y psíquicas se presentan desprovistas de ideologización a través de la retórica del grotesco y el rito. Estos recursos trazan una sujeto desfigurada y desenmascarada frente a la cultura, sus convenciones y normas. Las imágenes deformes de hombres y mujeres de los relatos de Eltit acentúan los aspectos erráticos y desrealizadores de sus mundos como los espacios delirantes donde se suprimen los estatutos simbólicos de la cultura y se substituyen por lo real. De los precedentes literarios sentados por Droguett, Donoso y otros, Eltit recupera la figura del monstruo y la anormalidad como parte de una escritura crítica y reflexiva. De este rasgo proviene en parte la fuerza inédita y perturbadora que caracteriza a este lenguaje, como también la
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ruptura que realiza dentro de la tradición literaria chilena y los cánones culturales de la feminidad. Eltit examina cómo opera el discurso de la maternidad y las formas en que modela los roles e identidades de la madre y los hijos dentro de un modelo de familia patriarcal modernizado instalado por la dictadura (primero desde el estado y luego desde el mercado). El cuarto mundo (1988) nos presenta «el grupo familiar maldito» en su dimensión más fracturada simbólicamente. En este núcleo familiar se dan los efectos de las pulsiones más arcaicas en el interior de la casa, mientras el exterior aparece disciplinado por un régimen autoritario. Las traiciones y la culpa (por «el pecado capital») determinan la aniquilación de la familia, el abandono de los padres con la hermana menor y la difícil sobrevivencia de la pareja transgresora. Ese tercer mundo se presenta convertido en cuarto agente desocializado, cuerpo sudaca requerido por el sistema y sus mecanismos de reproductibilidad. La novela El cuarto mundo presenta lo real lacaniano con toda su fuerza y horror a través del encierro de los mellizos en un mundo uterino y caótico donde la relación del yo y el otro, sin embargo, opera según todos los supuestos culturales. A esta pareja original le corresponderá la transgresión del incesto y la subversión radical de la familia patriarcal a través de su amor proscrito y la procreación de una hija. La figura de la madre sacrificial del patriarcado aparece construida a través de los dos relatos que conforman la novela: el del mellizo y el de la melliza. Estos dos tipos diferentes de narraciones articulan el paso al orden simbólico y la constitución del sujeto sexual mediada por la categoría de género frente a la cual la sexualidad se erigirá como dispositivo de desajuste de los roles. La novela Los vigilantes (1994), por su parte, retoma el poder y sus efectos sobre la familia a partir de la ley y su regulación imaginaria y simbólica del matrimonio como contrato sexual. Las cartas de la narradora, madre rebelde que escribe impelida por el acoso y la urgencia, exponen la vigilancia represiva junto al intento de validarse habiendo infrigido la ley (del estado y el esposo). El relato «Consagradas», de 1998, presenta en cambio a la madre monstruosa y pre-edípica, (la «que ladra»), y quien desplaza al padre y se impone sobre la hija en una relación de extrema agresión que, paradójicamente, la convierte en omnipotente y sagrada. Su capacidad de devorar y mutilar progresivamente a la hija ritualiza diariamente el lazo que las une y destruye, convirtiendo a la madre en una especie de tótem monstruoso e insaciable al que se teme y venera. Esta
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madre arcaica se presenta voraz e irrefrenable en su deseo de devorar a la hija que ha engendrado. A la madre doblegada de Los trabajadores de la muerte (1998) le corresponderá la venganza de Medea y la retribución de la falta del marido en el hijo mayor, por haber sido sometida sexualmente para luego ser abandonada por otra mujer después de ocho años de vejaciones. Será el primogénito quien llevará a cabo la misión de la mater, para la cual ha sido preparado por ella. La novela reexamina nuevamente el motivo del incesto entre hermanos y su despotencialización frente al poder que ejerce el mandato de venganza de la madre y la orden de asesinato. En esta maternidad radical, Eltit instala la tragedia y la crónica de la madre latinoamericana, quien en respuesta al abandono del hombre destruye al hijo y mata a la otra. Entre los miembros de la familia eltitiana la madre se opone a las imágenes del imaginario chileno dictatorial y postdictatorial y al discurso religioso. En estas obras Eltit realza la figura de la madre en posiciones extremas que exceden o desmienten la ideología de la maternidad patriarcal. Entre ellas destacan la madre sumisa, la madre ancestral o fálica y la madre transgresora. Estas posiciones establecen en los personajes femeninos una identidad que siempre está sujeta a la relación con el otro y a los cambios o alteraciones que esta dinámica conlleva. Por esta razón, podemos ver el movimiento de las subjetividades femeninas de acuerdo a diversas experiencias, como muestran la madre de El cuarto mundo y la de Los trabajadores de la muerte, quienes siendo aparentemente dóciles al poder masculino alteran su posición mediante los hijos y el declinio del padre. La subjetividad de la madre se encuentra estrechamente ligada a su relación con el otro (marido, hijos), siempre sujeta al poder que estos vínculos generan. En el mundo narrativo de Eltit las relaciones aparecen cruzadas por el poder que portan y que constituyen al sujeto tanto en momentos de sujeción como de resistencia. En este aspecto, la subjetividad que representa su narrativa se acerca a los planteamientos de Judith Butler, especialmente en su libro The Psychic Life of Power. Theories of Subjection (1997), para quien el sujeto desde su misma constitución se mueve entre el dominio y la resistencia. De acuerdo a Butler, desde la infancia creamos vínculos pasionales estando en posición de subordinación, por lo que la sujeción aparece como un mandato en el proceso de llegar a ser sujeto (7). De este modo, la subordinación y las normas que operan como fenómeno psíquico restringen el deseo y también gobiernan la formación del sujeto (21).
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Contra la visión cristiana medieval de la virgen encinta se alza la madre expectante y lujuriosa de Eltit, figura esencialmente pagana que une maternidad y sexualidad a lo femenino en la melliza de El cuarto mundo. Su enormidad corporal y obesidad la acercan a las antiguas diosas de la fertilidad, agentes de la vida y la muerte. La deformación de la imagen femenina tradicional a través del cuerpo grotesco de la narradora embarazada da paso a una visión paródica de la inmaculada concepción, por una parte, y a la sexualidad femenina por otra, a través de la insaciabilidad que acompaña a la madre expectante, transformada en madre sexualizada: Ha pasado así ya tres veces en el curso de esta noche y, he perdido, incluso, la singularidad de mi propio olor. Ahora tengo adentro el olor de María Chipia saliendo de mis poros empapados. No para. La urgencia no se detiene después de haber obtenido el placer en las tres veces anteriores: sigo en la angustia, exigiendo a María Chipia que recomience. (142)
La lujuria femenina no cesa frente a la satisfacción inmediata del deseo sexual que se torna irrefrenable. El discurso de la maternidad restrictiva se subvierte con esta nueva imagen de la madre, quien aparece gratificada sexualmente por el hombre que es el amante, el hermano y el padre de su hija. De este modo, los roles masculino/femenino y los familiares, tradicionalmente anquilosados, se mueven y relativizan mediante la sexualización de la madre, para quien el otro masculino también es plural. En este sentido, la representación de Eltit ilumina y desbloquea el habla de la madre y su cuerpo oprimido, descomprimiendo la ideología de la maternidad y el proceso de su desexualización («El cuerpo femenino es un territorio moral», 5). Más aún: sus textos realizan una historización retórico-discursiva de la maternidad en tanto experiencia vivida por diversos sujetos femeninos. Bibliografía Butler, Judith (1997): The Psychic Life of Power. Theories of Subjection. Stanford: Stanford University Press. Castro-Klaren, Sara (1993): «Escritura y Cuerpo en Lumpérica», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de literatura menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
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Eltit, Diamela (1993): «Errante, errática», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de literatura menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. — (1996): El cuarto mundo. Santiago de Chile: Seix Barral. — (1998): «Consagradas», en Rojas, Alejandra et al. (ed.), En salidas de madre. Santiago de Chile: Planeta. — (2001): Los vigilantes. Santiago de Chile: Editorial Sudamericana. Knapp, Bettina (1997): Women in Myth (Electronic Resource). Albany: State University of New York Press. Larraín, Ana María (1992): «Diamela Eltit. El cuerpo femenino es un territorio moral» en El Mercurio, 5 de enero, pp. 1, 4 y 5. Masiello, Francine (2001): The Art of Transition. Latin American Culture and the Crisis of Neoliberalism. Durham/London: Duke University. Morales, Leonidas (1998): Conversaciones con Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Ortega, Julio (1993): «Diamela Eltit y el Imaginario de la Virtualidad», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de literatura en tono menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
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Acercamiento a Por la patria desde otro siglo. Reflexiones sobre el presente y nuevas miradas al pasado Dánisa Bonacic Brown University
Comienzo este trabajo con más interrogantes que respuestas y debo admitir —a modo de advertencia— que lo que desarrollo aquí son sólo algunas sugerencias para una nueva lectura de Por la patria. Este ejercicio me ha desafiado a repensar el libro desde una perspectiva que privilegie sus conexiones con nuestra actualidad, especialmente a partir de la noción de futuro expuesta en su relato. Así, y a pesar de los elementos que me separan de su contexto —escribo desde otro siglo, otro contexto social, otra generación y otro país—, esas distancias me proporcionan modos alternativos de leerla. Como dice Djelal Kadir en su estudio sobre esta obra, toda posición crítica nos sitúa frente a la disyuntiva de un posible descuido o de una intromisión. Al igual que Kadir, elijo inmiscuirme en el escenario expuesto por este relato para revivir sus tensiones y dialogar con sus resistencias. La crítica nos ha enseñado que Por la patria examina las principales fracturas de un cuerpo social violentado, y expone así una escritura que es tanto intervención crítica, como política. Este relato se lee bajo el signo de la acumulación o, como lo entendió Nelly Richard, por medio de la multiplicación de potencialidades de sentidos que se liberan en el proceso de desconstrucción dado en la obra. De esta manera, Eltit realiza una
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puesta en escena de una crisis de identidad que, según nos mostró Julio Ortega, forma parte de un proyecto literario que critica los sistemas de representación tradicionales con el fin de subvertir jerarquías y auscultar tensiones sociales. El texto no genera un movimiento integrador —ya que no expresa un mensaje unívoco— sino que, desde el acto de la dispersión, provoca, interroga y denuncia. De este modo, transgresión, transformación y ruptura han sido las principales claves utilizadas para acceder a un texto que coloca al sujeto femenino en el centro del discurso por medio de prácticas textuales que desautorizan principios ordenadores y retóricas totalizadoras. Coya, personaje discursivo y receptáculo de las reflexiones propuestas por la obra, narra la historia a partir de su cuerpo, espacio que articula y desarticula subjetividades y estereotipos genéricos, como nos ha mostrado la lectura que Raquel Olea ha hecho del texto. Tomando en cuenta los principales elementos estudiados sobre la obra, ensayo aquí una lectura que comienza por sus últimos capítulos y se centra en éstos. Las páginas finales de Por la patria retratan un espacio intersubjetivo que surge a partir de negociaciones de múltiples versiones de la historia: relatos discutidos, enfrentados, olvidados y asumidos. Intento, entonces, generar una lectura regresiva, un modo de acercamiento, que parte de la incertidumbre propuesta por las últimas escenas de la obra y que da cuenta de la lectura postdictatorial que hoy el texto sugiere. Al final de la historia, Coya, despojada y huérfana, personifica al sujeto posttrauma, sobreviviente de un holocausto, que ensaya una voz recobrada de la afasia para iniciar un nuevo discurso y dice: «Hablé extenso, feliz, prudente y generosa» (297). Evidentemente, la vuelta de Coya y sus amigas al barrio asegura tanto la continuidad de un acervo cultural alternativo, como la posibilidad de crear un nuevo orden con el cual reprocesar y reorganizar este mundo. En este sentido, la resolución de este conflicto plantea una voluntad de supervivencia que nos sitúa frente a un gesto victorioso («Seré de vencida en vencedora especie»), problemático y complejo por cuanto retrata a un sujeto marginal que supera la tragedia pero que —en su condición de sobreviviente o víctima— lleva también la evidencia de una derrota. Así, la naturaleza conflictiva de la victoria propuesta por el libro resulta, aunque indispensable, también incompleta. Más aún, el «humanas casi» con el que se define la condición de estas mujeres al final del relato muestra la marca de la tragedia. Al anunciar la salida de la cárcel, Coya observa al grupo de mujeres que la acompañan y relata: «Las vi erguirse, gastadas en
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sus contexturas. Entendí que nuestros cargos iban a lo superior: estériles y cortadas, eriales todas». (294) Frente a la virtualidad del erial, lugar aún no cultivado, se yuxtapone la infecundidad de cuerpos que vuelven a habitarlo por medio de la palabra. El final retrata el tránsito desde la reclusión al desarraigo («caminando por calles extrañas») pasando por el erial donde se reapoderan de la ruina y terminan —en el futuro virtual de la obra— en el bar, espacio de convivencia clausurado por la invasión que será rehabitado por las mujeres. La victoria se define, por tanto, a partir de su resistencia, esto es, la inscripción de un relato imborrable y la futura reposesión de la microcomunidad reanudada y transformada por el trauma. Con respecto a esto, Julio Ortega explica que, en lugar de ofrecer una compensación en que dolor y experiencia son una, la obra opera por descompensación, ya que la pérdida es el comienzo de una nueva experiencia. Como la crítica ha subrayado ya la importancia del gesto de liberación discursiva representada al final de la obra, me interesa ahora rescatar el proceso de reconstrucción que se augura como futuro para estas mujeres. «Se abre el bar» o «se abrirá el bar» opera aquí como indicio de cambio y principio restaurador de una historia que, a pesar de todo, continúa. Este proceso implica una transformación social que tiene lugar en el interior de la comunidad, ya que el orden anterior ha cambiado para dar lugar a nuevas generaciones: «al destrone de las viejas y el nuevo símbolo de la parición invertida: la defensa» (295). Como depositarias de una historia, el acto de dar vida a algo nuevo, parir, está definido ahora por el acto de ingresar en sus mentes el relato de estos tiempos, única manera de defensa frente a la invasión del poder que pretende dominar tanto la historia como el recuento de ésta. Recuerdo y escritura son, en efecto, los medios con los cuales opera la nueva resistencia. La supervivencia de Coya está íntimamente relacionada con un proceso de transformación que le permite poder negociar y salvar tanto su memoria como su espacio dentro del relato. Este cambio ocurre a partir de prácticas dialógicas que revelan los conflictos entre los personajes principales de la historia, como por ejemplo la rivalidad existente entre Coya y sus amigas, pugnas de poder con la Rucia, el amor de Berta por Juan, los celos de Coya frente a su padre, la relación incestuosa con sus padres, etc. Las versiones de la historia reciente se superponen, contradicen, y registran las causas posibles que puedan explicar la reclusión en que se encuentran estas mujeres. El espacio en que ocurren estos intercambios, la cárcel, tiene como subtexto la casa que, en palabras de Rodrigo Cánovas,
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«actúa la escena familiar desde el quiebre emocional de su estructura». Uno de los puntos centrales en la resolución del conflicto ocurre en el momento en que Coya se enfrenta a Juan. Este discurso, organizado por los verbos olvidar y errar, expresa una separación de un objeto pasado de deseo y traición. La autoidentificación como «desmaterna y despaterna, desprendida ya» en ese discurso expresa una nueva condición en que rompe los lazos familiares simbólicos que ha mantenido con Juan y que marca también la separación de sus propios padres. Coya huérfana, («viuda de su padre y madre») adquiere ahora autonomía y exige libertad para las mujeres encarceladas. Su desarraigo forma parte de un nuevo liderazgo. Así también, Cánovas apunta que los personajes de la obra se organizan en torno al deseo de transgredir el espacio del barrio. A continuación apuntaremos de qué manera ese deseo no sólo estructura a los personajes, sino también al texto mismo. El descontento de las amigas de Coya divide los espacios y presenta un afuera como espacio anhelado: Berta quiere irse a otro país, Flora desea volver al campo, a la Rucia le gustaría escaparse del barrio. Salir, ya sea del erial, del país o de la cárcel retrata lo exterior por medio del deseo de cambio frente a la invasión y violencia que las acecha. Coya dice: «Invoco mi libertaria costumbre y el estatuto: salir, salir hacia afuera para ver otras caras morenas y tan bellas que recuerdo en el ataque» (287). De este modo, Por la patria escenifica, al menos, cuatro salidas que organizan su historia. La primera es la salida del cuerpo materno, relatada desde la resistencia a nacer y la dificultad del parto. Coya se enreda en un discurso confuso que no logra articular todos los elementos presentes en su nacimiento. La segunda es la salida del espacio interior de la casa, precario lugar de refugio, a la inmaterialidad del espacio abierto, amenazador e invadido del barrio. La tercera salida está dada por el traslado de las mujeres a la prisión. Me detendré brevemente en este tránsito.La entrada a la cárcel aparece narrada desde la perspectiva de una salida de la oscuridad a una luz; un viaje contado a la manera de un nuevo nacimiento que expulsa el cuerpo hacia la realidad de la tortura y la coerción. La luz se transforma, por tanto, en destrucción: «Si miro el rayo de luz, se me revientan los ojos en sangre el derrame» (170), dice Coya. La luz del día con que comienza el libro se conecta ahora con la luz de la tortura que subyuga tanto mente como cuerpo. Por último, la cuarta salida traslada a la protagonista de vuelta al barrio.
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Las cuatro salidas son nacimientos que marcan la evolución identitaria de la protagonista. Salir es transformarse en otra cosa: de feto a niña, de reclusa a líder. Salir es entonces la clave que permite crear a Coya este nuevo orden y es también la que la transforma en un sujeto post-trauma: salir y sobrevivir comparten el mismo rasgo. Propongo aquí pasar de la viabilidad del sujeto, expuesta en la obra, —su posibilidad de subsistencia y de ruta de regreso al erial visto en el gesto de la salida,— para repasar también otras instancias que diagraman un movimiento de transformación y que permiten la posibilidad de futuro para la protagonista. Así, Por la patria reproduce la relación de Coya y sus padres por medio de deseos de inserción y expulsión que organizan el texto entre un adentro, comunión erótica con los cuerpos de los progenitores, y un afuera, espacio en el que las relaciones se organizan a partir de la pérdida, el duelo, los celos, las rivalidades y el abandono. El peligro exterior lleva a la protagonista a buscar y llamar a sus padres; esta interpelación atraviesa la obra como signo del desamparo que experimenta. Así también, madre e hija intentan infructuosamente revertir el parto y ensayar una vuelta al vientre materno con el fin de crear una historia nueva y un refugio ante el peligro. A nivel más general, entrar en la madre implica una entrada en lo maternal y la exploración de una imagen quebrada y problemática. Al respecto, Idelber Avelar ha estudiado el duelo como un proceso central para lidiar con la pérdida expresada en relatos postdictatoriales; esta experiencia implica un movimiento de introducción y separación, debido a que en el duelo se interioriza el objeto perdido para luego expulsarlo, ya procesado, y permitir así que la carga de la libido se enfoque en otros asuntos. El duelo de Coya es uno de los aspectos que marcan la fuerza de su resistencia y la emotividad del relato. La pérdida del padre y la degradación de la madre dejan a la protagonista en el medio de un quiebre familiar del cual saldrá —es decir, revertirá la melancolía— para construir una nueva familia, una nueva hermandad con quien compartir su futuro. Indudablemente, muchas de las problemáticas desarrolladas por la novela siguen siendo parte del repertorio de preocupaciones de textos contemporáneos. Quiero proponer aquí una pequeña ruta hacia la actualidad por medio del diálogo con tres obras, que siguen las reflexiones expuestas por Eltit en la obra. Cuatro años después de la publicación de Por la patria, la escritora argentina Matilde Sánchez lanza La ingratitud, historia de una mujer
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que, desde el exilio, intenta comprender los lazos que la unen a su familia. La presencia o ausencia de la figura del padre representa aquí la crisis del desarraigo. En su condición apátrida, la protagonista va en busca de una identidad perdida en la cual la lengua materna se pierde en su condición de extranjera. Sánchez nos presenta la precariedad de un sujeto femenino que, al igual que Coya, escribe desde su desplazo y fragmentación. Ocho años después del texto de Eltit, ya en plena década de los noventa, el peruano-mexicano Mario Bellatín expone una escritura sobre el cuerpo en su novela Salón de belleza. Al neobarroco eltitiano se le contrapone ahora la precisión clínica de este breve relato posmoderno. La marginalidad femenina de Por la patria se contrasta con una solidaridad homosexual y masculina. Esta tragedia, construida sin dramatismo, narra la invasión de fuerzas opresoras que intentan ordenar y regular a los marginados por tener cuerpos enfermos que hay que controlar. Por último, quince años después de la precariedad espacial del escenario en ruinas relatado en la segunda novela de Eltit y ya en otro siglo, encontramos una intrincada organización de lo marginal en el relato La villa del argentino César Aira. En este texto se muestran personajes que deambulan por la ciudad intentando buscar entre los restos y la basura una manera de sobrevivir la catástrofe económica que los ha llevado al borde del exterminio. El enclave marginal que habitan obedece a los principios de un laberinto de los excluidos (marginados, inmigrantes, delincuentes), donde sufren de una constante amenaza de extinción y son vigilados por cámaras que impúdicamente registran cada centímetro de sus debilidades y fracturas. En resumen, Sánchez relata las relaciones entre escritura, familia y patria; Bellatin retrata el cuerpo como un espacio de representación de conflictos y nuevas subjetividades; Aira, por último, describe la resistencia de sectores marginales amenazados por un capitalismo fallido. Estas tres novelas continúan el discurso de la crisis propuesto en Por la patria y lo actualizan. Estos ejemplos muestran no sólo que los conflictos descritos en la obra pueden ser trasladados a un ámbito contemporáneo, sino también que la relectura del libro no cesa de producir interrogaciones y cuestionamientos en torno al sujeto latinoamericano y las huellas traumáticas que han sido parte de su historia. Hace veinte años, Diamela Eltit escribió un libro que reúne, contiene y comprime los principales rasgos de sujetos marginales que aún habitan nuestros escenarios actuales, y, de este modo, nos impone el desafío de estudiar tanto sus heridas y fisuras como las
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nuestras. En efecto, Por la patria es recuento de un presente, y ejercicio permanente y persistente de la memoria. Bibliografía Aira, César (2001): La villa. Buenos Aires: Emecé. Avelar, Idelber (1999): The untimely present. Postdictatorial Latin American Fiction and the Task of Mourning. Durkham: Duke University Press. Bellatín, Mario (2000): Salón de belleza. Barcelona: Tusquets. Cánovas, Rodrigo (1990): «Apuntes sobre la novela Por la patria», en Acta Literaria, nº 15. Eltit, Diamela (1995): Por la patria. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Kadir, Djedal (1993): The other writing: postcolonism essays in Latin America’s writing culture. West Lafayette: Purdue University Press. Olea, Raquel (1993): «El cuerpo-mujer. Un recorte de lectura en la narrativa de Diamela Eltit», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de literatura menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Ortega, Julio (1990): «Resistencia y sujeto femenino. Entrevista con Diamela Eltit», en La Torre 4, p. 14. — (1993): «Diamela Eltit y el imaginario de la actualidad», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de literatura menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. — (2000): Caja de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno. Santiago de Chile: Lom. Richard, Nelly (1993): «Tres funciones de escritura: desconstrucción, simulación, hibridación», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de literatura menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Sánchez, Matilde (1990): La ingratitud. Buenos Aires: Korn Editora.
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Los mundos obreros, si se les puede llamar aún así a las comunidades violentamente pauperizadas no sólo económica sino físicamente y representadas en el texto que este trabajo discute, comparten varios rasgos que resultan de las actuales condiciones de organización social colectiva e intersubjetiva dadas al interior de las formaciones liberales económicas y políticas en Latinoamérica. Sujetos expoliados por el trabajo transnacional, identidades minoritarias estigmatizadas por la opresión del estado patriarcal, ciudadanos masacrados por el terrorismo necrófilo gubernamental se ven enfrentados día a día a la lógica de la violenta exclusión que las formas contemporáneas de producción traen consigo. Estos sujetos mínimos, los sicarios colombianos, las muertas de las maquilas en ciudad Juárez, los adolescentes graffiteros de Los Angeles, las maras en El Salvador, los péndex de Lemebel y los obreros de Eltit, comienzan y terminan por convocar su propio exterminio registrados post mortem en las formas populares de autopsia explicatoria mediática: crónica roja de los periódicos, las notas policiales en televisión, obituarios en titulares de segunda y tercera plana para acabar condenados por el darwinismo social de lectores y editores, quienes ven estas trayectorias vitales de estos parias, sujetas a la prefiguración de su propia muerte como especie. Cruel paradoja frente al vitalismo que anima al proyecto de la modernidad
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capitalista en Occidente. Crueldad asentada en el cambio en la noción de soberanía y su ejercicio sobre los cuerpos donde «to exercise sovereignity is to exercise control over mortality and to define life as the deployment and manifestation of power» (12). Me parece que la primera consecuencia que podemos extraer de este análisis es el hecho de que la creación de estas paranaturalezas legales e institucionales, cuyos imaginarios se nutren de los sentidos que construyen, denuncian el colapso de la figura de la ley. Los modos suplementarios de socialización a la familia y la escuela en la esfera de las clases obreras, pienso en particular, en los sindicatos y las redes laborales reflexivas asociadas (prensa, asambleas, movilizaciones) han perdido sentido, y por ende sus portadores, los individuos, carecen de sostén psíquico y material para anclarse, desde un pasado disuelto por las obsesiones contemporáneas de presente, a un futuro que no termina de fijarse en el horizonte de la transitoriedad de cuerpos jóvenes y sanos. Exactamente el revés de su experiencia corporal librada a la sobrevivencia que alimenta la precariedad. La novela nos presenta, en dos tiempos entrelazados por el dato de las citas de la prensa obrera de principios y finales del siglo xx, el relato de un reponedor de un supermercado cuya voz hila los ocho cuadros o fragmentos en los que se reflexiona sobre las relaciones entre los trabajadores y los clientes, opuesto a la narración de un grupo de hombres y mujeres trabajadores, que dediden compartir vivienda en una obligada solidaridad armada por las inestables condiciones de vida que el trabajo les impone. El texto nos presenta, de este modo, un espacio en el que las figuras y signos del desorden social se convierten en «emblema de la muerte y la decadencia, una manera de relatar una historia que ya no puede ser concebida como una totalidad positiva» (Avelar 2000: 222). Eltit construye en este texto una disección de las formas de dominación, el interior del modelo obrero/asalariado, en las que apunta a las zonas de exclusión y abyección producidas por la racionalidad neoliberal. A continuación reflexionaremos sobre algunas de ellas. En los últimos veinte años la noción de trabajo ha cambiado su posición en relación con la definición de sujeto obrero. Si la reflexión sobre la lucha de clases enmarcada por el paradigma biologicista del análisis marxista clásico privilegiaba la idea de una consciencia obrera surgida como efecto reflexivo de las condiciones materiales de explotación, en las últimas décadas una revisión crítica de la idea althusseriana de ideología y el modelo de hegemonía gramsciano en el pensamiento de Laclau
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y Mouffe (1985) nos permite acercarnos al análisis cultural y literario desde otro modo. Por una parte, la cultura deja de ser un espacio hecho de prácticas humanas para convertirse en el campo significante de las disputas de los significados; la política y su dominio, la esfera pública, pasan a ser un lugar de indeterminación colectiva más que el espacio de estabilización de los valores humanistas liberales, y lo que es aún más radical, —como discutiremos más adelante,— la cultura y la sociedad misma pasan a ser «imposibles hermenéuticos», en tanto textos culturales en los cuales el significado está siempre en litigio. No me refiero sólo al significado producido en los cordones semióticos de los imaginarios culturales, sino al sentido del Yo frente al hallazgo de su propia inestabilidad como resultado de la permanente modificación de la sincronía entre realidad y experiencia de sujeto. Los trabajadores todavía más que otros actores sociales se exponen al fracaso del isomorfismo que sostiene el aparato psíquico. Diríamos que la realidad se actualiza en la ficción de su fracaso en las vidas de estos sujetos. La premisa de la que parto es la propuesta de campo político que sugieren Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemony and Socialist Strategy (1985), a partir de su diagnóstico de crisis de la izquierda definida en relación con el concepto de surplus del «orden social». Para Nguyet la crítica de la hegemonía en estos autores coincidiría con la idea de que lo social es un efecto del discurso, no el discurso mismo, y como tal un «resto» destilado por el incompleto paradigma social, equivalente a la condición de productor de sentido que la homonormatividad presenta para la heteronormatividad. Ambos sistemas construyen sus propios límites, pero mientras la hegemonía lo hace en términos absolutos, o por lo menos aspira a esa relación entre el signo y su significado, la contrahegemonía queer lo plantea desde su propia y radical falta frente a la normalidad que ignora las multiples apropiaciones cotidianas que los sujetos practican como revueltas sordas dentro de los límites de la normalización hegemónica. El capital emancipatorio de su differance es notado por el teórico Micheal Warner, quien exige la revisión de la teoría social desde los postulados de una teoría queer que pueda «challenge the pervasive and often invisible heteronormativity of modern societies» (3). Para Warner el vínculo entre los Queer Studies y la Teoría Social es la relación de contigüidad temática que pensadores sociales levantan cuando su agenda incorpora la sexualidad como un campo de poder; como una modulación subjetiva que responde a la coyuntura histórica
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y como un espacio discursivo desde el cual y con el cual radicalizar una crítica utópica de los imaginarios sociales en Occidente. Su artículo establece una genealogía interesante que recorre desde el pensamiento de Marx, afirmando que «the self clarification of the struggles and wishes of the ages» confirma la idea del construccionismo social y de su historicidad inherente. En este contexto la consciencia obrera, inscripta en el marco de los debates contemporáneos sobre hegemonía y universalidad, pareciera surgir en la escritura de Eltit como un depósito ético en el que es posible pensar la deshumanización de los universales liberales. ¿Qué es lo que quiero decir con esto? Que su trabajo narrativo propone espacios para pensar en la constitución de lo político fuera de de las tecnologías comunicativas y discursivas del mercado, biógrafo omnípodo de la cultura y los sujetos, llevando hasta la arena de la abyección prediscursiva aquel momento en el cual el sujeto cultural es desalojado de sus regímenes simbólicos, dejando a los individuos en una posición de «vergüenza» frente al imposible de la normalización laboral. En otras palabras, Eltit nos entrega una cosmovisión de lo social en la cual «la deshumanización de la vida del trabajador está inevitablemente enlazada con la progresividad de las fuerzas productivas» (Lukács, 329). Si en la mirada de Hegel la función del trabajo era contribuir a la identificación material del sujeto con los objetos naturales reunidos en su subjetividad, o dicho de otro modo, lograr entender su humanización como parte de esa mediación entre cultura y naturaleza, el trabajo literario de Eltit nos dispara en la dirección opuesta, pues disuelto el sujeto político colectivo, debido a la supremacía de la función económica sostenida en los vectores de sustituibilidad laboral e incertidumbre salarial, en las que el sentido de comunidad carece de asiento, los sujetos obreros devienen espectros pulsionales en busca de la reorganización de los vínculos gregarios y de sostén individual. Este movimiento compensatorio pone a los sujetos frente a la perversión del lazo social, el que se resuelve en la instauración de mecanismos alternativos a las formas de socialización en las que vivimos y cuyo rendimiento represivo ha sido la instauración y preservación de la cultura. Dos son los elementos destacables de la poética de esta novela: por una parte los sujetos ya no se resisten a las regulaciones legales desde la criminalidad; por otra, la regulación de los instintos tampoco sigue las líneas represivas. Pareciera que, como señalaba Hans Loewald en un ensayo de 1980, «el Complejo de Edipo ya no funciona más cuando la Ley se desvanece» (Rothenberg/Foster/Zizek 2003: 2).
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La novela Mano de obra gira sobre dos rostros, el de la cara demonizada de la pobreza como «pauperización» y el de su tematización, donde la experiencia de la desagregación discursiva y de alienación psíquica de la vida cotidiana de las clases explotadas en Chile se convierte en el protagonista principal del texto. La crisis de los valores humanistas, en particular los de la solidaridad y lealtad personal y colectiva, es abordada como una crítica histórica del modelo capitalista, de las formas de articular el lazo social y, principalmente, de la posición de los sujetos enfrentados con las singulares formas de goce que la cultura les provee. Frente a la instantaneidad de los consumos inmediatos que satisfacen deseos subsidiados por la publicidad y anclados en la familia natural como reflejo del estado de derecho burgués (liberal), los protagonistas de esta novela gozan en los límites de la animalidad, capaz de brindarles un espacio en el cual poder entender esta metamorfosis frente a los violentos y sordos modos de dominación de las sociedades contemporáneas. El surgimiento de la particularidad como una anomalía dentro de los regímenes de dominación y regulación políticos, económicos y libidinales, en otras palabras, de lo perverso, lo híbrido, lo minoritario, lo extraviado, sugiere la confirmación de la idea freudiana de la inexistencia de una relación directa entre el objeto seleccionado para la satisfacción pulsional y el sujeto que lo manipula. En el contexto social contemporáneo las posibilidades de elección vienen dictadas por/dentro del regimen de productividad capitalista, y entre ellas, paradójicamente, se cuentan también las opciones de objetos abyectos, extremos, no funcionales y ajenos al deber moral, al deber reproductivo individual y colectivo. Es exactamente esta tríada la que reclama una articulación reflexiva dentro de los modelos que han primado en el análisis cultural contemporáneo. La idea que recorre este texto es que en la base de las formas políticas estaba la formación de comunidades obreras; sin ellas, el capitalismo se queda sin el componente central de su red de asociaciones, pues la radicalización de las condiciones de explotación laboral lleva a los sujetos a la consciencia de falla de la ley social y, por ende, a la pérdida absoluta de la sociabilidad, como queda demostrado en las comunidades tribales presimbólicas que los personajes de la novela articulan. La búsqueda de la reconfiguración de la ley perdida en el espacio laboral del hipercapitalismo postfordista a manos de la productividad lleva a estos seres a construir perversos rituales de explotación y expoliación, que pretenden proveerles con los elementos necesarios para reconstruir la figura de la Ley. La repetición
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compulsiva de los comportamientos, los sonidos, la exhibición espasmódica de la genitalia, lleva al nivel de la narración a pensar en la «reparación» buscada frente a la falla externa, cuando en el espacio interior de lo simbólico vemos el desesperado intento de comunicarse con el O/otro. Dicho de otro modo, la inmersión total de los «cuerpos y sus mentes» en los procesos productivos desreglados legalmente dan paso a la tensión entre los modos de dominación definidos por el autoritarismo pragmático (el mismo que guía las políticas concertacionistas que escinden verdad y justicia) y las diversas «barbaries» con las que reaccionan los resabios proletarios a estos regímenes de explotación. Este texto de Eltit, donde se entremezclan la memoria obrera (marcada por la ley) y la post memoria obrera (marcada por el declive de la ley), abre paso a la reinterpretación de la historia de esta clase, ahora en su dimensión cotidiana. Las formas de intercambio lingüístico, la transitoriedad de sus biografías, la desaparición de la fábrica y el sindicato como espacios de producción de subjetividad, unidos al reemplazo de la familia —entendida como una red de protección a la vez que de producción autárquica exógama— por unidades endogámicas perversas constituyen el paisaje que definirá lo que Manuel Castells marcó como el cuarto mundo. El resultado de esta dinámica corruptiva indica el cambio en el tránsito desde espacios signados por relaciones de trabajo eficientes, en las cuales la congruencia entre el costo y la mano de obra producían un surplus biográfico en el sujeto obrero, hacia formas desagregadas subjetiva y socialmente, en las cuales las alternativas de reconocimiento social son jugadas en las pasiones de objeto. Es decir, en la satisfacción compulsiva del deseo de estos «órganos sin cuerpo» (Rothenberg/Foster/Zizek 2003: 11) en objetos de consumo inmediato, y nula productividad subjetiva. No baste esta última observación, sino agréguese la idea de que el propio espacio del hogar termina por reproducir la lógica de metas y logros por medio de los pactos sadomasoquistas de los personajes, en busca de la ley perdida que el trabajo y la política ya no pueden proveerles. Es aquí, por ejemplo, donde la estrategia de la subcontratación devenida en cesantía a corto plazo mina todas las bases de la identificación obrera. Otro componente central de los elementos de análisis de esta novela lo constituye el lenguaje. Si bien es cierto que las formas verbales utilizadas podrían interpretarse a primera vista como formas identificatorias autodenigratorias, no lo es menos que su potencial disrruptivo tiene que ver más con otros dos factores: el primero de ellos, la peculiar vinculación
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del lenguaje como un presupuesto para la muerte biológica, ecuación de la cual está completamente ausente la idea emancipatoria del lenguaje unido al trabajo como condiciones de la humanidad y la felicidad. Por otra parte, el lenguaje de los personajes —en particular durante la segunda parte, en oposición al de la neurosis funcional del reponedor— nos revela el completo desamparo en el que caen los trabajadores cuando el sostén mediador de los signos cae frente a un mundo que deja de comportarse ordinariamente y deja espacio para el horror de tener que seguir los dictados del cuerpo, de partes del cuerpo. Claramente ya no se está frente a la idea de la emoción que dicta el corazón, sino la que mandan los puños, la boca, los genitales, la lengua, etcétera. Hemos trazado aquí un recorrido en torno a los ejes sobre los cuales se sostiene la poética eltitiana. Creemos que sin duda el principal elemento de este último texto de la escritora es también el más definitivo en toda su obra. El desencantamiento de la mortaja del realismo epicista —si se me permite el neologismo— que ha cruzado la última novela chilena pierde aquí sublimidad, despojado de su aura, no sólo por la tecnologías de la cultura sino también por la anulación del sentido de orden y superación históricos. Los intentos de totalizar que caracterizan la escritura desde la toma de un punto de vista dentro de la inscripción mimética, cuya figuración textual descubre la trama performática del sujeto y el lenguaje, exponen el desorden social, «la sociedad de riesgo global» (Beck 2002) que ha fijado sus nuevos límites más allá del principio del placer. Destruidos los modos de narrar, disueltos los vínculos societales, pervertida la política y la soberanía, en suma, los conductores normativos y culturales de los sujetos, éstos expresan en esta novela la angustiosa necesidad de volver la ley a su lugar. Reponer la regulación que me permite creer que el Otro sigue existiendo.
Bibliografía Avelar, Idelber (2000): «Pensamiento postdictatorial y caída en la inmanencia», en Dialectos en transición. Política y Subjetividad en el Chile Actual. Santiago de Chile: LOM. Beck, Ulrico (2002): La sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo XXI. Laclau, Ernesto/Mouffe, Chantal (1985): Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radical Democratic Politics. London/New York: Verso.
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Mbembe, Aquilles (2003): «Necropolitics», en Public Culture 15. Rothenberg, Anne Molly/Foster, Dennis/Zizek, Slavoj (Eds.) (2003): Perversion and the Social Relation. Durham/London: Duke University Press.
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Corruptos por la impresión: Vigencia de Lumpérica hoy Kemy Oyarzún Universidad de Chile
1. Lumpérica: entre las tecnologías del Yo y el sujeto anómico Yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición. Michel Foucault
Desde los imaginarios truncos de la violencia autoritaria emerge Lumpérica, la primera novela de Diamela Eltit: relato de memoria fragmentaria, como la urdimbre identitaria de los tiempos que corren. El «dato» dictadura, según la propia Diamela, «operó en algún nivel agravando la crisis represiva que el lenguaje y el decir con el lenguaje sufre, bajo una dictadura como la chilena» (Ortega 1990: 230). La «patria», reducida en esta novela a ciudad, y ésta a su vez a césped y a plaza, hace aparecer las discontinuidades que nos atraviesan. Las hace aflorar no tanto como «contenidos», sino en los propios pliegues expresivos. El «material se censa» (168)1. El texto se escribe desde la censura, 1 Todas las citas de la novela incorporadas en el texto de este ensayo refieren a Diamela Eltit, Lumpérica, Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco, 1983.
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«con un censor al lado, en el sentido más simbólico del término, porque yo sabía exactamente que mi libro iba a dar a esa oficina. Entonces, tuve varias censuras: por una parte, este censor real que estaba allí aunque yo no lo conocía; por otra parte, las censuras que yo misma podía pensar —las mías; y después, todas las censuras estéticas que uno trabaja para escribir un texto» (Lazzara 2002: 92). Las interrogantes, «A ella, ¿quién la contemplaba?», y «¿Qué manos encienden la luz eléctrica? (191), condensan la ambivalencia estético política del texto en la doble acepción de «contemplar» (del latín contemplāre): mirar, complacer y observar, acechar o examinar. Lo lúdico, mito poético, se conjuga con la máquina paranoidea engarzada durante la dictadura al arte y a la vida. La infinitud estética se encuentra profundamente vinculada al panóptico foucaultiano: no se sueña en este espacio solar electrificado. Según la propia autora, Lumpérica es deudora del neobarroco (Cobra) y del teatro barroco del Siglo de Oro: «La lectura de Cobra me hizo perder el miedo, la inseguridad, porque me hizo entender que puedo hacer lo que yo quiera. Asustada, de todas maneras asustada. Pero ahí me apoyé entonces en la tradición. Es curioso, me apoyo mucho en la tradición. En el barroco me apoyo, en el teatro, la escena, la mise en scéne. Para mí el teatro sigue siendo el del Siglo de Oro. El teatro que yo manejo más en mi cabeza es ése» (Morales 1997: 121). «Arriba —se vuelve barro, barrosa, barroca la epidermis» (145), insiste. Teatralidad, proxémica de la sospecha, histrionismo del gesto histérico, contra la «voluntad inflexible de significación única», son algunos de los elementos retóricos de la creación verbal convocados por la novela 2. El texto hace emerger el poder en sus contornos patibulares, en el refinamiento de la semiología, en la mecánica del dolor: anatomía política, biopolítica, bioestética. Aquí el poder irradia formas de reflexividad, al mismo tiempo que limita las formas de sociabilidad. La semiología es inmediatamente estética y macabra: «me mojo de puro tormento» (113). Los registros del poder, pensados secuencialmente en Europa por Foucault y Negri, se conjuntan física, ostensiblemente en la dictadura chilena y en el entramado imaginario de la novela. Cohabitan de igual forma los dispositivos teatrales del castigo premoderno, la analítica semiotécnica de la era clásica, la anátomo y la biopolítica: «retrocedidos de carnalidad» (113), «de tanto protegernos la cabeza el cuerpo quedó deteriorado» (122). 2
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Véase al respecto Richard 1999: 5.
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Mas no debemos dejarnos seducir por el esplendor sígnico del texto. Éste no logra opacar, aplacar los resortes biológicos ni sexuales, el campo físico, tecnológico, maquinador y material del Estado a nivel macro. Tampoco se opacan los dispositivos microfísicos de la dominación. Por el contrario, aquí la ubicuidad de la dialéctica amo/esclavo echa por tierra los compartimentos estancos del Estado y lo «civil», de lo privado y lo público, de lo molecular y lo molar, de la ficción y la referencialidad, del arte y la vida. La sorda lucha entre el tatuaje político del Yo por parte de los dispositivos heteroglósicos del poder y los estertores a veces anómicos del sujeto sometido se despliega en la metonimia narrativa —una narrativa capaz de expresar los destrozos verbales, discursivos y somáticos de las nuevas economías políticas del Chile dictatorial. En esta novela, como en la vida social del país, los pliegues de dominación y sometimiento han dejado de presentarse y representarse como estrategia homogénea. En contraste con el Chile dictatorial, centralizado en la persona del déspota, Lumpérica echa por tierra la representación centralizada y palaciega del poder, la simbólica neoclásica de la Nación/ Estado excluyente, las aristas otrora incomunicables entre lo doméstico y lo ciudadano. La eclosión de los clásicos articulados de soma y sema (cuerpo y simbólica, mirada y texto, lo privado y lo público, lo femenino y lo masculino) expresada en el refrote de «cuerpo y mente» (97) subyace a la génesis de nuevas formas narrativas y poéticas de los 80, magistralmente desplegadas en el taller híbrido de significación conjurado por Lumpérica. «Trato de contestarle, pero mi lengua está casi rígida. Tengo la garganta seca y sin embargo emito un par de sonidos incoherentes», dirá posteriormente Por la patria. La desconfianza —efecto multiplicado de las máquinas despóticas en las relaciones sociales— se vuelca contra el sentido, contra la propia tiranía del signo y su opacidad, cara a la sumisión y las violencias. En el plano expresivo, el esplendor sígnico es tan destellante como lo es su profunda ineficacia para relatar la violencia. Escrita desde la región liminar de la locura y de aquella zona que hace posible el rumor del lenguaje, su volumen y densidad, Lumpérica produce efectos escasamente audibles del acontecimiento y de las relaciones deseantes. Hay sordas batallas y la enunciación es efecto de esas batallas. Las condiciones políticas y económicas de existencia se transforman estéticamente en sujetos de conocimiento y deseo, y en última instancia, en relaciones de verdad. La enunciación es el nudo de tales relaciones.
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La dictadura operaba discursivamente como alocución que no espera respuesta: «¿hablar con los déspotas? —Imposible, no conocen nuestra lengua», diría Arteaud con una resonancia de profunda actualidad para esos años. Los vigilantes nos recuerdan después, empero, que los escenarios nacionales de la postdictadura también están poblados de biomujeres despóticas y complicidades sistémicas: «porque interrogatorio aquí es vocablo sagrado», «en verdad, alguien a esa hora estaba siendo interrogado» (47). El espejo escritural se halla horadado y por muchos de los textos desfila un registro de intensidades fragmentarias, una pulverización imaginaria que incide en la dislocación sintáctica y en múltiples desbordes figurativos. El despliegue metaescritural apunta a búsqueda tensionada de formas expresivas («batallas por la forma», al decir de Ángel Rama). Más allá de los manifiestos enfrentamientos con la Ley del Padre (sus nombres, dispositivos y funciones), Lumpérica disloca los espectros del Edipo a partir de aquello que ilumina liminarmente las unidades gramaticales y los pronombres: la lengua voraz y nativa de la madre, identificación primaria, raya vertical en el espejo del imaginario. Se la invoca y vitupera, se la resemantiza y desfamiliariza, incluida la «matria», matriz de identidades de nación. El emblema queda expuesto a una serie de desmontajes que dejan entrever las fallas de ensamblaje que el icono encubre; entramado prostético de «relleno» que la escritura desecha. Un culto mariano se teje y desteje en los constructos verbales: culto al fin. L. Iluminada da lugar a operaciones simbólica y eróticamente matricidas no sin antes haber conjurado los límites del incesto, del cuerpo a cuerpo con la madre (siempre un nombre paterno desvía hacia el umbral fantasmagórico de la madre). «Aprendí a masturbarme pensando en ti, madre», dirá posteriormente un verso de Nadia Prado. 2. Principio desgarrado en sí mismo: biopolítica y bioestética en Lumpérica A diez años del Golpe Militar, 1983, el año en que se publicó Lumpérica, coincidió con un decisivo cambio de rumbo en el devenir político. Movilizaciones, paros nacionales y cacerolazos anunciaban procesos tensos e intensos. La era del terror comenzaba lentamente a disiparse. Los movimientos antidictatoriales habían alcanzado inéditos niveles de coor-
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dinación y proponían a la ciudadanía acciones concretas de repudio. El año anterior había quedado marcado por las «Marchas del hambre». La biopolítica se intensificaba. No solo desapariciones. Degollamientos, robo de féretros, cuerpos incinerados, «rostro a pedazos» (7). La biopolítica pone en disputa los fragmentos entre sí. Los órganos sin cuerpo se trafican, circulan en cuerpos mayores, a su vez, usurpados de órganos. Allí, el cuerpo de la nación neocolonial, asentamientos populares de las trastierras latinoamericanas: «Lloró, pero no de pena, sino por la impotencia de su producción» (70). Una vez despedazados los trémulos cuerpos a niveles molecular y molar, ¿qué queda para los signos verbales? No restarán, pues, sino signos «en la cerviz de la cinematografía» (70). Nuevas ligazones entre el ojo y la lengua, pero desde abajo. No olvidamos que la novela describe un circuito en descenso. Entonces, ¿qué podría un útero decir sobre sí mismo, qué viaje podría representar el del Falopio que pudiese ser «representado» o hasta «representable» más allá de los tatuajes que el poder va inscribiendo en él? ¿Cómo podría un ojo, una córnea traficada, decir no? Me interesa entonces acentuar lo biopolítico a modo de mostrar «en crudo» las operaciones de sujeción, sumisión y sometimiento del texto a partir de la dislocaciones cartográficas que la literatura ha venido armando desde «adentro» hacia «afuera», de abajo hacia arriba y viceversa. Principio desgarrado en sí mismo, habría anticipado Marx en el Tercer Manuscrito Filosófico de 1844. La antigua introspección que fundara la novela psicológica es hoy situación de corporalidad. No todo deseo desembocará en Bovary. Tampoco en Rastignac. No podemos negar lo biopolítico sino inscribiendo aquí, a partir de la genitalia reproductora en el caso de las mujeres, paso a paso, los mecanismos de sometimiento, a fin de ir reclamando para sí los fragmentos invisibilizados de las memorias «sueltas» y «emblemáticas», el para-nosotras de la historia. Entretanto, sólo «sueltas» refulgen las memorias. El movimiento inverso, esperar que el sujeto cartesiano por fin se acordara de ellas, ya defraudó a la mitad del género, aparte de haber desmotivado a la especie. Lo biopolítico ha de ser asumido para su desconstrucción. Y asumirlo implica un enorme desafío de creatividad política, una poética que parte por resignificar los binarismos cartesianos más relevantes para nosotros(as). Por ello Diamela Eltit habla de materialidad de «alma»: «Descendida, vio la belleza en su particular dimensión somática». Lengua rota e hinchada, violencia de una representación que convierte el desgarro en «mercancías ornamentales»
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(20). Más que el sentido, el texto recorre las «marcas sobre la piel», «la costra levantada», el «otro decorado del ensayo general» (154). Decir es, pues, «sangrar» (173), aquí donde la novela d/enuncia el saqueo de «todo referente» para constituir su «material humano a partir de «sobras parias [que] lame sus puntadas» (176). ¿Pero además, por qué hablar de bioestética? Porque, una vez «descendida», se ve «la belleza en su particular dimensión somática», enunciará la novela (103). Belleza directamente somática. Lengua que recorre las resonancias de los cuerpos y sus trazas. Nuevos enganches entre soma y sema: «Nombres sobre nombres con las piernas enlazadas se aproximan en traducciones, en fragmentos de palabras, en mezclas de vocablos, en sonidos, en títulos de filmes. Las palabras se escriben sobre los cuerpos». Los eventos «superan el lenguaje» (115) y la escritura se constituye como «refrote» (117), como pulsión, densidad material de lo político y de lo estético verbal. Se le echan la lengua: raspan y señalan sus materias salivantes Ya ni se descifra, mas bien se rumia en lo marginal del resquicio… Reniega de la pose que antaño magnífica la extendía y por puro impulso reaparece.
Lo estético es una entrada posible para tales desmantelamientos. Una estética feminista hoy es bioestética: involución de la Ilustración. Implosión más bien, dirá Diamela Eltit, en la medida en que en Lumpérica «brilla la carne y se dispara» (169). En un nivel de significación es la imagen icástica, la del cuerpo luminoso de la propaganda. Pero en otro, ese cuerpo significante, luminoso, ingresa a la plaza, a la ciudad, y se distribuye con igual pulsión con los otros cuerpos. En la era del espectáculo, que en el Chile dictatorial coincide con el retorno patibulario de los mutilados, el cuerpo puede ser entendido como zona privilegiada sobre la que se ensayan discursos y prácticas sociales de las más diversas y contradictorias series, territorio móvil atravesado por diversas y complejas economías que lo diseñan y lo modelan. En este contexto, se despliega lo que se denominó la «Batalla Audiovisual de los 80», irrupción de camarógrafos, periodistas, cineastas, resueltos a emplear la cámara como arma callejera. En el 79 habían irrumpido las instalaciones y acciones del CADA (Colectivo de Acciones de Arte), fundado por Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld, Raúl Zurita y otros. Las
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intervenciones urbanas ponían en jaque los límites establecidos entre arte y vida, entre lo privado y lo público, entre cuerpo y ciudadanía, entre género sexual y género de discurso. Es en Lumpérica que Eltit devela el biopoder en tanto nuevo ordenamiento de poder, sistema de control que absorbe el antiguo derecho de vida y muerte del soberano sobre sus súbditos para convertir los cuerpos en objetos administrables por el terror, la vigilancia y las seducciones del mercado. El texto constituye una radical repulsa ético-estética, un esfuerzo por devolver a la alucinación, la locura y la marginalidad una profundidad y un poder de revelación que habían sido aniquilados por el internamiento, por el poder científico, por el establishment literario y los agenciamientos autoritarios. A la biopolítica por la bioestética instará la novela: cuerpos borrados, escritura manual, «soez terminología» (96). Aquí, «las palabras se escriben sobre los cuerpos // Su cuerpo extendido para nada. Dejarlo más bien como borrador. Estereotipada y «estragada» […] ante esa reproducción rehace su propio delirio» (19). Como un travelling su mirada»… Pero también hay otra mirada… y «ella será consignada como la que mira» (28). El imperativo autocensor opera sobre la escritura en la dirección de una negativa a «traducir» lo icástico, visual o proxémico al orden simbólico, discursivo. Traducir sería traicionarse. El hermetismo y la densidad figurativa operan como forma declandestinidad, cortocircuito verbal contra las estrategias despóticas y contra los dispositivos seductores. 3. Cuero y plaza dialogan «Es un cuadrado… su piso es de cemento, más específicamente baldosas grises con un diseño en el mismo color. Hay árboles muy altos y antiguos y césped. A su alrededor se disponen los bancos; algunos de piedra y otros de madera… Los que se encuentran en buen estado son de piedra…» «un sitio de opereta o un espacio para la representación». La novela está producida en los claroscuros emanados del pestañeo de la cámara: «Corté y tomé instantes que eran disímiles entre ellos». Cruce y rodaje entre tres máquinas culturales: rito, símbolo y signo; sangre, Madona y pose. Las tres máquinas son denotadas como práctica teatral, con sus diferencias y particularidades: formas sagradas, públicas o mercantiles. Queda como figura espacial común el «encuadre espacial», una
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construcción artístico-cultural que en las tres máquinas refiere al soporte material de la cultura. Espacio ritual, simbólico y sígnico, la «plaza» que da inicio a la novela es en este nivel metonimia de cultura y de ordenamiento social, desplazamiento de la polis en tanto fuente de ritualidad, simbología, epistemología, relaciones, figuraciones y configuraciones de poder. Pero la plaza es físicamente una analogía del trabajo de producción: ensayo, montaje, desvarío (Plaza del Desvarío). La novela rastreará los resortes cada vez más materialistas de un poder que para los 80 en Chile ha dejado de operar jurídicamente: ahora debe aplicar tecnologías dirigidas al cuerpo y la vida, al individuo y la especie. Saturación, sobrecongestión de poder, control de la f[r]icción. Los anónimos personajes se hallan negados a la ciudadanía en el imaginario y en aquel primario territorio cívico que es el cuerpo. El biopoder expande el capital a los instrumentos para la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción. Soma y sema, «alma material» y producción de sentido, procesos económicos; sobreacumulación de capital y plusvalía de disciplinamiento. Por todas partes, tatuajes de poder. Sujeto se hace sinónimo de tutelaje y sometimiento, de biotecnologías del yo. En el caso de Lumpérica el poder no solo reprime y «hiere», sino que también produce efectos de verdad, efectos de saber, excedentes estéticos: «ha producido la herida por medio del estatismo de la imagen» (19) […] «Como si la técnica la embelleciera dejando a los otros en la tradición fantasmal». Entonces, la «letra cae como letra fílmica» (28). Entendemos que esta ciudad depende de los hilos, de las «redes eléctricas»; que son éstas las que generan el movimiento convulsionado, orgiástico, contorsionado, frenético y ficticio de la plaza/ciudad: la luz del luminoso, que está instalado sobre el edificio cae en la plaza (8). Por ello, en la plaza se conjugan dos tipos de engranajes eléctricos: el asignado del cuadrante y la luz que se vende. El luminoso es la única capaz de mostrar las deslumbrantes lacras de los cuerpos de la plaza. La luminosidad ritual y la Ilustración han perdido resonancia más allá del texto. El texto los convoca como capas geológicas de un pasado irrecuperable fuera de la luz del espectáculo, del brillo de una mercancía que «sólo como piel y cuero se vende» (169). Los desarrapados, que pudieron haber «brillado» de otra manera, aparecen aquí «lamiendo la plaza como mercancías de valor incierto» (8). El aura de sacralización ha sido sustituida por el Aviso Luminoso; la simbología y la identificación ciudadana, por una máquina nueva,
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audiovisiva, en permanente rodaje: «El hombre toma la cámara… Era ése el único momento para acercarme y hacerla renegar de lo escenográfico del montaje» (137). El texto cuenta como imagen impresa en tipografía, en offset, al cual una «mancha gris servirá de portada». Al encenderse la luz de la plaza, seguirá el espectáculo, en tanto «puro placer», en tanto «desolada ciudadanía» cuyas identidades posibles han «aflorado por desborde» (9). Espionaje, discurso confesional, interrogatorios. Lumpérica está ensamblada en el doble sentido del vocablo armar: fábrica y armamento; máquina de terror y máquina de seducción. Maquina de escritura y maquina de imágenes. Construcción y desconstrucción. Más las máquinas no son coherentes. Pertenecen a registros irreconciliables. De ahí el imperativo a resistir, a no verbalizar las imágenes. Ésa es la matriz que surte la superficie incoherente de los enunciados: «Espié sus gestos, su complacencia, sus ojos relumbrantes ante la caída esperando la rotura» (136). El texto no elude el saqueo, la usurpación de sentido y se inscribe en esa usurpación: «Saquéanla de todo referente/constituye su material humano: de sobras parias// lame sus puntadas (176). Mas no será fábrica ya, sino luminoso, de ahí la enunciación como «aviso» mercantil. Ni telar industrial ni máquina de vapor. Más bien el complejo energético que va de la electricidad a las comunicaciones, contorsiones tecnológicas, parrilla, instrumentos de tortura. A esta cadena productiva es deudora la enunciación novelesca. Pero no sin antes haber constituido lumpenaje de imprenta, corrupción: «Están enajenados en la pendiente de la letra, alfabetizados, corruptos por la impresión» (105). 4. Poses tránsfugas
«Ella rota siempre para no dejarse atrapar por la pose». Los desarrapados van dando lugar a la incorporación de una alteridad plural, «tránsfuga», proliferación de actantes pálidos y malolientes en el cuadrante de la Plaza (7). En este punto, el relato desciende de la Luz del luminoso y la Iluminada al mundo de los actantes desarrapados. Más bien, a fin de seguir fluyendo, la escritura debe descender, «producir un descenso en su proyecto», brujería técnica de la ficción en su doble
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acepción de luminoso comercial y montaje estético, «truco» cultural. El relato no sólo parte de un declinar de mirada y habla, sino que se escribe precisamente a partir de un «ojo caído». Es el «lumperío» quien ahora «escribe y borra imaginario», quien se reparte las palabras, los fragmentos de letras. Son ellos quienes borran los supuestos errores, «ensayan sus caligrafías, endilgan el pulso, acceden a la imprenta» (105). La cultura emerge como «zarpazo» en función de una ficción que convierte a los actantes en nuevos «objetos de deseo hasta la extrema manipulación». La no traducción literal de la imagen, el desajuste entre cuerpo y representación no es esencial, es producción en serie, objetivación, desajuste más antropológico que ontogenético. La desubjetivación es subproducto mercantil, histórico, material, circulante. Por ello, un grito se engarza a la pose, aquí donde la propia escritura se ensambla como grito, como grito de Munch. Si esta cultura desajustaba lo visual y lo verbal, ahora surge un tercer registro parcializado: el audio. Ojo, lengua y oído significan como registros heterogéneos. Por ello, el audio no logra coincidir con el texto: «si este grito no perfora, no sirve». Ese grito «bautismal» sólo puede rastrearse al «pestañeo de la cámara» (grito bautismal» que «se vuelve coherente con el pestañeo de la cámara», 21); ruido, interferencia sonora. Electricidad, luminoso, parrilla, grito bautismal, «irradiación de sentido» (118). La mano quemada. Frente a la «fogata acerca su mano, adelanta su mano sobre las llamas y la deja caer encima». La llamada de la mano, llama de la cual emana la escritura. Entonces, las palabras se escriben sobre los cuerpos. «Más innombrable que el terror» (120). El terror la inunda: «La fogata ha perdido su inocencia». Bautizo de fuego y caída de la mano. Fusión de grito y luminoso, aquí donde los registros dispares no se comunican, apenas «se acoplan» (21). 5. La escritura es un desdoble, un espejo «se va lentamente hasta su imagen y se pone bajo él para imprimirse» (26). Con la cabeza rapada, ella, que ha limpiado la plaza, antiedípica: ya no se reconoce. Escribir para desconocerse, esto es, para diferenciar, es el imperativo de la enunciación. He aquí el mandato. «Torciendo su fonética. Alterando la modulación en extranjero idioma se convierte. Ya no es reconocible y su garganta forzada emite con dificultad las señas. Separa su mano de la boca perdida en la legibilidad del mensaje. Por eso
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su boca abierta ya no es capaz de sacar sonido, ni menos palabras./Ha desorganizado el lenguaje» 6. L. Iluminada y la Perra. Devenir animal El movimiento antiedípico precipita el texto a los límites entre lo animal y lo humano, la fricción y la ficción, el sentido y el mugido. Como la bestia de Kafka, el lenguaje escucha ahora en el fondo de su madriguera ese rumor inevitable y creciente. Michel Foucault. Agamben: surgido del abismo que existe entre el imperativo irreducible de narrar y la percepción angustiosa de que el lenguaje no puede expresar completamente tales experiencias. «No tiene más nombre que el de su clase… El animal lumpérico no corna ni embate, este animal de cegatona estirpe se rinde a la marca a fuego… este animal pegado al suelo rasca en el césped… si la yegua se cae/si el animal se quiebra es inservible» (65). Ritual del devenir-animal. La yegua suelta. Vaca/yegua: «repta… se arrastra y deja su baba tendida a la par de los caminos de la plaza/marca un recorrido… Raja su aura de nefasto augurio Perturba al que la oye. Muge en verdad como una vaca lo hace, muge y se arrastra como en serie de parto, pero se toma la garganta y todavía saca más de su sonido… la vaca se recoge en sus marginaciones, la yegua se sosiega… enaltece el anca/se mama». La alegorización tiene lugar cuando aquello que es más familiar se revela como otro, cuando lo más habitual se interpreta como ruina, cuando se desentierra la pila de catástrofes pasadas, hasta entonces ocultas bajo la tormenta llamada «progreso». Los documentos culturales más familiares devienen alegóricos una vez que los referimos a la barbarie que yace en su origen3. Mu, dice Erich Kahler, raíz del mito, imitación del sonido elemental, res, trueno, mugido, musitar, murmurar, murmullo, mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde derivan misterio y mística. La protagonista inicia «angustioso viaje» tras sus propias pistas: «Suspendí los temas que podrían haberme aportado mayores beneficios para dejarme caer en una historia cuya forma era, en extremo, peligrosa» 3 Avelar, Idelber (2000): Alegoría de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
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(187). El comienzo del texto coincide con un descenso y un retorno, un retorno al lugar de origen. Sin ninguna claridad sobre «cuál era mi lugar de origen emprendí una marcha agotadora hacia el anonimato del centro, una marcha —lo recuerdo— excesivamente resignada, despojada de todo asomo de esperanza vana». Junto a la mirada, la protagonistas pierde su soberbia, caída que implica una reducción a «boca consumida entre los clamores del centro de la ciudad». La mutación, la metamorfosis escritural deviene en este instante un traspasar a otra especie y a «otro estado animal» (184): Siguió refulgiendo caligráficamente con igual brío (92) Traspasada la imagen en palabra, mediante trucos técnicos acude a torcer el lenguaje, montándolo sentimentalmente. ¿Qué padres? ¿Qué raza? ¿Qué nombre? Posó la raja abierta (62).
He aquí el cuerpo textual: un movimiento que interrumpe los flujos del capital, que se solaza paródica, irónicamente, en el tintineo feroz de los intercambios sexuales y los tráficos verbales: las sedimentaciones de distintos dispositivos de poder se van develando en tanto lenguaje, en tanto tecnologías discursivas, en tanto materiales y soportes estético-políticos: fotografía, cine, videosfera desbordan y asedian lo escritural. Se pierde el «aura» no sólo por los fenómenos de la reproducción masiva, producción en serie, reenvíos a «originales» cuyos registros han desaparecido o han quedado inscritos en codificaciones ilegibles. Los textos registran el uso expresivo de las tecnologías culturales en los procesos de inscripción biopolítica de los cuerpos. O tal vez el «aura» más que remitir al original describe su distanciamiento, su lejanía; una proximidad de lonostálgico, el brillo de una función próxima a lo ético, a la religiosidad, a la ligazón primaria con la alteridad, matriz de equívocos. Los propios textos archivan los sedimentos de la vigilancia y detentan, en un movimiento paroxístico y paradójico, los intentos (fallidos o no) de hacer claudicar los acechos del poder: la medicalización y la higiene, las políticas de «saneación», las huellas digitales de la criminología, las taxonomías. Los discursos victimarios se debilitan a partir de los 80 si se los compara con los treinta. Desde una mirada estrictamente literaria, la anécdota escritural se adelgaza, las figuras se condensan: puntos de fuga de un discurso que se reconoce apátrida. Escribir, en nuestros días, se ha
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acercado infinitamente a su fuente. Es decir, a ese rumor inquietante que, en el fondo del lenguaje, anuncia, cuando uno acerca un poco el oído, contra qué se resguarda uno y al mismo tiempo a qué se dirige. El lenguaje escucha ahora en el fondo de su madriguera ese rumor inevitable y creciente. Las víctimas se van convirtiendo en comunidades críticas. Los feminismos de la diferencia se van urdiendo a partir de una matriz de desencantos mayores: frente al capitalismo, frente a las promesas de igualdad, frente a los sustratos siempre vigentes de sistemas de coerción cuya sintaxis se enuncia sobre la primaria forma de subordinación sexual, genérica. Bibliografía Anderson, Benedict (1991): Imagined Communities. London: Verso. Avelar, Idelber (2000): Alegoría de la derrota: La ficción post dictatorial y el trabajo del duelo. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Bhabha, Homi K. (1990): «Introduction: narrating the nation», en Homi K. Bhabha (ed.), Nation and Narration. New York: Routledge and Keegan Paul. Chatterjee, Partha (1990): The Nation and its Fragments: Colonial and Postcolonial Histories. Princeton: Princeton University Press. Cottet, Pablo/Galván, Ligia (1993): Jóvenes: Una conversación social por cambiar. Santiago de Chile: ECO. Eltit, Diamela (1983): Lumpérica. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco. — (1986): Por la patria. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco. — (1988): El cuarto mundo. Santiago de Chile: Planeta. — (1989): El padre mío. Santiago de Chile: Francisco Zegers. — (1991): Vaca sagrada. Buenos Aires: Planeta. — (1994): Los vigilantes. Santiago de Chile: Ed. Sudamericana Chilena. — (1998): Los trabajadores de la muerte. Santiago de Chile: Seix Barral. — (2000): Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política. Ed. y prólogo de Leonidas Morales. Santiago de Chile: Planeta/Ariel. Foucault, Michel (1977): La historia de la sexualidad: la voluntad de saber. México: Siglo XXI. — (1995): Tecnologías del Yo. Barcelona: Paidós. García Canclini, Néstor (1995): Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana. Kirkwood, Julieta (1987): Seminarios. Santiago de Chile: Ediciones Documentas.
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Lacan, Jacques (1972): «El estadio del espejo como formador de la función del yo, tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», en Escritos I. México: Siglo XXI. Laqueur, Thomas (1994): La construcción del sexo: cuerpo y género desde los griegos hasta Freud. Madrid: Cátedra. Maffesoli, Michel (1990): El tiempo de las tribus. El declinamiento del individualismo en las sociedades de masas. Barcelona: Icaria. Ortega, Julio (1990): «Resistencia y sujeto femenino: entrevista con Diamela Eltit», en La Torre, Año IV, Nº. 14, pp. 229-241. Oyarzún, Kemy (2005): «Ideologema de la familia», en Valdés, Ximena/Valdés, Teresa (eds.), Familia y vida privada. ¿Transformaciones, tensiones, resistencias o nuevos sentidos? Santiago de Chile: Editorial FLACSO-Chile/CEDEM. Said, Edward W. (1994): Culture and Imperialism. New York: Vintage Books. Spivak, Gayatri (1988): In Other Worlds: Essays in Cultural Politics. New York: Routledge. Tololyan, Khachig (1991): «The Nation-State and Its Others», en Diáspora, nº. 1. Williams, Raymond (1981): «Medios de producción», en Sociología de la cultura. Buenos Aires: Paidós. Weeks, Jeffrey (1998): La invención de la sexualidad. México: Paidós.
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Cuatro exégesis de El cuarto mundo Silvia Goldman Brown University
Son cuatro los escenarios que rodean El cuarto mundo1 de Diamela Elit: el no-espacio uterino, el orden normativo del padre, el des / orden de la pareja, y el espacio de «lo sudaca»2, espacio alternativo cuya fuerza combativa alterna entre arrebatos de contradicción y de libertad. Estos cuartos / mundos se identifican con dos principios opuestos: individuación y unidad. En este trabajo me propongo establecer una correspondencia entre estos principios articuladores de los diversos encuentros y desencuentros de la pareja de mellizos, y las dos pulsiones —dionisíaca y apolínea— que configuran el espíritu de la tragedia griega para Nietzsche. Según el filósofo, lo dionisíaco supone el colapso del principio de individuación, lo cual incluye la intoxicación del sujeto y su autonegación, la combinación de horror y rapto creativo, de dolor y de placer. Lo dionisíaco es también la destrucción, lo informe, lo orgiástico, lo femenino y lo extranjero; se rige bajo los postulados de exceso y de contradicción. Eltit, Diamela (2004): Tres novelas. México: Fondo de Cultura Económica. Se cita por esta edición. 2 Entrecomillaré el término «sudaca» para enfatizar tanto su dimensión política como su función subversiva en el discurso de la novela. La connotación despectiva del término se resemantiza para designar un espacio alternativo cuya fuerza combativa cobra aún mayor legitimidad por emerger desde los márgenes. Toda la novela supone el desplazamiento del discurso hegemónico y la sustitución de éste por un proyecto nuevo que lo desarticula: el cuarto-mundista. 1
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Lo apolíneo, por su parte, se identifica con la uniformidad, la legalidad, la reafirmación del individuo, la vida, la forma, el equilibro y lo masculino: «It is Apollo who tranquilizes the individual by drawing boundary lines» (Nieztsche 2000: 65). Lo dionisíaco, a su vez, se corresponde con lo que Julia Kristeva ha definido como lo «abyecto», lo que el ser expulsa de sí, lo que amenaza la propia existencia y al mismo tiempo la define: «I expel myself, I spit myself out, I abject myself within the same motion through which «I» claim to establish myself […] «I» am in the process of becoming an other at the expense of my own death» (Kristeva 1982: 3). El cuarto mundo se hace eco de la dialéctica que Nietzsche propone como articuladora de la tragedia. Lo dionisíaco caótico y extremo asume la forma apolínea para volverse comunicable. Asimismo, se puede establecer una relación análoga entre las categorías sujeto / abyecto, propuestas por Kristeva y el binomio sociedad / producto social (obra) propuesto por Eltit en esta novela. Así como el sujeto necesita de un abyecto en el cual depositar sus propias culpas y temores, la sociedad —prudente y apolínea— deposita en el otro lo abyecto, lo innombrable. El cuarto mundo se prefigura así como el otro abyecto de «la nación más poderosa del mundo» (219) y, por lo tanto, como escritura del escándalo. Primer mundo: «antixora» Este pre / mundo se figura como un escándalo de carácter retórico en tanto se construye a partir de la paradoja; concilia el universo prelingüístico del yo que «está por ser» con el universo postlingüístico del yo que «ya siendo» vuelve al útero instalando en él la palabra. El mellizo —que no es— asume una mirada en retrospectiva —como si ya hubiera sido— y nos instala en esta historia de ejes movedizos. Según Julia Kristeva, el espacio uterino se corresponde con lo que Platón llama en su Timeo la «xora». Es el espacio anterior a la representación donde el yo «todavía no es» en tanto no se diferencia de la madre. Pero el primer mundo en esta novela se concibe como la «antixora», como la imposibilidad de la no existencia (de la no palabra). Con la inclusión de este feto que semiotiza, la «xora» se convierte en el primer infierno que experimentan los mellizos o, como sugiere Gisela Norat, en la escena primaria de una «semiótica de la guerra» (2002: 132).
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El feto elabora un mapa del espacio y de sus límites porque hay un otro que lo invade. Es el otro, la melliza, la que le impone límites físicos y simbólicos: «Fui invadido esa mañana por un perturbado y caótico estado emocional. La intromisión a mi espacio se me hizo insoportable, pero debí ceñirme a la irreversibilidad del hecho» (Eltit 2004: 148). La epistemología de este proto-yo se construye a partir del (re)conocimiento y forcejeo con el otro: «pude percibir muy precozmente su verdadera índole y, lo más importante, sus sentimientos hacia mí» (149). Las connotaciones de esta «xora trunca» suponen la sentencia a la individuación devenida pensamiento: «Ejercí la estricta dimensión del pensar» (150). El pensamiento constituye la primera forma de abyección que experimenta este proto-yo, y se expresa como imposibilidad de ser: «no me permitían sustraerme de mi hermana melliza» (149). Segundo mundo: orden normativo del padre El término «abyección» proviene del latín y significa «lanzar (iacere) desde (ab)», lanzar fuera. El parto, en este sentido, representa un acto de abyección extrema. Evidencia un momento crítico a partir del cual los límites del yo (madre) se cuestionan. Si para la madre el parto es un acto de supervivencia, para el hijo/a supone un desgarramiento; constituye un momento de oscilación materna entre dos ansiedades: individuación y unidad. El parto, o deyección materna, es la respuesta del yo hacia lo no asimilable. En el caso de la madre de los mellizos, se trata de parir o devorarse a sí misma: «Su existencia sólo era real por la rigurosidad vital de su cuerpo, y por ello nosotros no éramos más que instrumentos de los que ella se había valido para fundar una autofagia. Sentía que su propia creación gestante la estaba devorando» (156). El abyecto se semantiza a partir de la exclusión y del rechazo. Éste parece ser el caso para María Chipia: La violencia acometida terminaba por destruir mis anhelos de armonía en el derrame de la sangre que me envolvía […] Sentí a mi hermana separarse de mí […] Casi asfixiado crucé la salida. Las manos que me tomaron y me tiraron hacia afuera fueron las mismas que me acuchillaron rompiendo la carne que me unía a mi madre (157).
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Lo abyecto expresa aquello que el sujeto no ha podido asimilar, aquello que problematiza su propio devenir. Lo abyecto es, según Kristeva, el espacio donde el «significado colapsa» (2). Su presencia física supone una amenaza para el yo, pues perturba la propia identidad al no respetar, como señala la crítica, fronteras, posiciones o roles (4). Lo abyecto cuestiona los límites propios, las referencias espaciales que limitan y delimitan la existencia del sujeto y de su entorno. Por esta razón, la madre se comporta de manera hostil ante su abyecto (hijo/a): «[en la cuna] mi madre y su leche continuaban transmitiendo la hostilidad en medio de un frío irreconciliable» (157). El abyecto es la voz no asimilada, lanzada fuera del yo; su desvío. Desde «el epicentro del caos» (158), el / lo abyecto se subleva: «Empecé a depender de la autogestión de las heces. Fascinado por su ritmo, me revolcaba en la masa reblandecida y cálida. Ansiaba hundirme más, hasta fundirme con ellas y encontrar en el fondo de mí mismo el espectro abismal del placer» (159). Su presencia supone una venganza, un vaciamiento de sentido, una relación primitiva y ritual con lo no asimilable, con lo que está fuera de la simbolización. Es en este segundo mundo donde el vínculo triangular (madre-hijohija) intenta su primera estrategia conciliatoria ante la amenaza de la figura patriarcal. El padre, símbolo de la norma y de la ley, es cuestionado mediante la adopción de una estrategia triangular. La madre opta por un acercamiento a sus abyectos: «Plena en su estado, se volcó a nosotros, amparándonos del peligroso afuera» (159); la hermana busca refugio en su hermano: «En las noches su pequeño cuerpo convulso se apegaba al mío mientras su boca me succionaba, obsesionada por el pánico» (159). El hermano elabora una epistemología antipatriarcal de la existencia: «para mí no había verdaderamente un lugar, que ni siquiera era uno, único, sólo la mitad de otra innaturalmente complementaria y que me empujaba a la hibridez» (159). Los tres conspiran contra el principio de individuación del padre, y una de sus armas será la hibridez. La madre es la primera en comprenderlo, cuando «solapadamente» mira a su hijo y concluye: «Tú eres María Chipia» (158). «María Chipia» se convierte en enunciación de la batalla. Su travestismo trasciende los límites de la palabra para convertirse en metáfora de lo liminal y de lo esquivo. Este segundo mundo se configura como espacio inclusivo y genera el segundo escándalo: el del lenguaje híbrido del incesto.
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El cuerpo se vuelve metáfora de la escritura; sus elipsis y fisuras verbales representan la presencia de un cuerpo fragmentado; asimismo, la fraternidad, la palabra plural comienza a desplazar a la palabra unívoca del hermano en el primer mundo. La gesta triangular supone la negación de la individualidad como criterio ordenador de la realidad. Asimismo, el anuncio de la llegada de un nuevo miembro, María de Alava, representa para el padre la potencial ruptura del pacto triangular y la posibilidad de retorno al orden apolíneo de la legalidad: «recibió la noticia con alegría […] este nuevo hijo, pensaba, venía a romper el molesto triángulo. También se complacía por sí mismo, pues esta nueva paternidad lo confirmaba en su rol y en sus exactas aspiraciones familiares» (166). Pero contra sus predicciones, el advenimiento del nuevo miembro confirma aun más la fraternidad de los mellizos. Su ley es puesta en crisis a partir de una intensa pulsión de unión dionisíaca. Se ensayan nuevos roles, se subvierten los libretos, se desdibujan los límites de la legalidad y la fraternidad se prefigura como simulacro del delito: «El ancestral pacto se estrechó definitivamente, ampliándonos a todos los roles posibles: esposo y esposa, amigo y amiga, padre e hija, madre e hijo, hermano y hermana» (167). Tercer mundo: escándalo barroco Se caracteriza por ser un mundo al revés (carnavalesco): la palabra ya no la tiene el hermano, sino la hermana; María Chipia es percibido, incluso por el padre, bajo la óptica de la hibridez. La figura paterna ha sido deconstruida, apenas reminiscencia de un mundo previo y de su fracaso. El discurso en este tropos triangular se expresa desde un nuevo «ángulo»: el de la melliza. A través de esta mirada «oblicua», tercera, es que se expresan los pliegues de este mundo / escándalo barroco. La melliza establece una distancia de perspectiva respecto del hermano, a fin de generar de esta forma su propio desplazamiento discursivo y tomar posesión de la palabra: «Mi hermano mellizo adoptó el nombre de María Chipia y se travistió en virgen» (211). Como sugiere Gisela Norat, este «debut» narrativo anticipa la fuerza transgresora del nuevo mundo: «In Hispanic culture not only is virility incompatible with male virginity, but macho behavior often includes the deflowering of females. Symbolically, the brother’s turning
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into a virgin suggests a female sensibility not in keeping with patriarchy’s ‘order of things’» (Norat 2002: 137). El tercer escándalo de este tercer mundo se experimenta, junto al primero, bajo el efecto de la paradoja: momento de extrema afasia y al mismo tiempo de mayor expresión artística (baile y canto). Escenario bacanal donde rige el principio de unión fraterna al tiempo que escenario de introspección y «autismo». El orden apolíneo, representado por el padre, es desplazado por el des / orden dionisíaco del exceso y la caricatura. El padre es calificado de «anciano y cruel» (212), la madre de «anciana y obscena» (212), ambos de «ancianos abstractos» (218) y su presencia queda reducida a la de voyeurs animalizados que «trepan por las ventanas» (213), «gimen» (234) y se «desangran» (212). Comienza a regir la voluntad del «mundo al revés»: los padres son destronados, el tiempo lineal alterado, la «prole sudaca» se define en su maquillaje, hibridez y travestismo. Este «tercer mundo» supone la incursión en un escenario de dimensiones bajtinianas; se remarcan los trazos, se enfatiza el artificio (máscara) y se deconstruye al ser y a su discurso: «Explotaron los fragmentos de pasiones que ya no nos alimentaban […] nuestras pasiones empezaron a devorarse entre sí» (230). Asistimos a un mundo claustrofóbico que se configura a partir de la antropofagia discursiva: las palabras, los significantes, se lo comen todo. Se trata, como sugiere Julio Ortega, de la experiencia del «signo como desrepresentación» (citado en Richard 1993: 41). El escenario se llena de claroscuros, la mirada de María Chipia «brilla desde sus ojos maquillados» (214) y los personajes se doblan en contorsiones barrocas: «Difusa, diversa, estupefacta, me acerqué a la figura doblada de María de Alava» (214). La densidad retórica del carnaval lo asfixia todo. Asegura la melliza: «los reflejos enrojecen las ventanas y nos inundan de espesas y móviles sombras» (228), «las palabras carecen de sentido» (228); María Chipia se quiere escapar, María de Alava anuncia su huida y la de sus padres, los hermanos intuyen en el centro del carnaval la frenética danza de la muerte. El cuarto mundo Se trata de un mundo cerrado (útero, cuarto) marginal, abyecto y sostenido en el presente: «A horcajadas, terriblemente gorda, estoy encima
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de María Chipia tratando de conseguir placer. Va y viene. El placer va y viene. Cuando viene, viene un olvido total y el umbral del placer lo ocupa todo» (232). María Chipia y su hermana se convierten en signos de la abyección; seres mutilados desde el nacimiento, castrados emocionalmente —como su madre, como su casa, como su país— que buscan un modo de abandonar la casa, de fugarse del espacio patriarcal de la violencia. El cuarto mundo usurpa al mundo físico sus geometrías: «En el límite, llegué, siempre a horcajadas, a perder la noción del tiempo, pues se disolvió la frontera entre exterior e interior» (240). Es el lugar donde se pacta con el espacio uterino («acuerdo somático», 234), donde se establece como estrategia de supervivencia la «retórica del vacío» (245): «Sólo permanecen el niño y María Chipia, quienes representan el límite de la ficción de mi cuerpo […] Mi cuerpo castigado por mi necesidad de duplicarme, mi cuerpo alterado por la certidumbre de la muerte» (239). Asistimos a la conformación de una cuarta dimensión donde lo sublime se identifica con lo grotesco, y desde la cual emerge la fuerza combativa controladora del margen: lo sudaca. Su ímpetu creativo surge de una nueva «racionalidad» basada en el desborde y el exceso. El cuarto / mundo representa la (re) creación de una «xora» sudaca y obscena, identificada con lo ambiguo, con la fisura: de lo apolíneo a lo dionisíaco, del orden al caos, de lo masculino a lo femenino, del hermano a la hermana, de la representación a la desrrepresentación, a «la retórica del vacío» (245). Designa un territorio en crisis, donde se problematizan las jerarquías y se denuncia a «la nación más poderosa» (219), al poder y sus dominios. La novela se transforma en la exégesis de un cuerpo sudaca herido desde el nacimiento. Como «diamela eltit» (245), como su mellizo, como su «raza» (245), se convierte en metonimia de un cuerpo social recluido en su hibridez. En este mundo «abandonado a la fraternidad» (245), se cuestionan los límites de la «ciudad nominal» (245) mediante una escritura que abre y fisura el discurso monolítico. El cuarto mundo, antes sitio abyecto, expulsado por su semiótica del delito, se resignifica para convertirse en espacio de libertad, lugar donde se refugia la «identidad desidente» y donde se produce «la revuelta espasmódica de la materia significante» (Richard 1993: 51). Dioniso, el abyecto, entra en la escritura para escandalizarla y articularla mediante una espiritualidad alternativa. La obra «diamela eltit» se convierte así en la expresión más acabada de la grafía «cuartomundista» y los mellizos en su pulsión letrada.
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Bibliografía Eltit, Diamela (2004): Tres novelas. México: Fondo de Cultura Económica. Kristeva, Julia (1982): Powers of Horror: an Essay on Abjection. New York: Columbia University Press. Nietzsche, Friedrich (2000): The Birth of Tragedy. Oxford: Oxford University Press. Norat, Gisela (2002): Marginalities: Diamela Eltit and the subversion of mainstream literature in Chile. London: Associated University Press. Ortega, Julio (1993): «Diamela Eltit y el imaginario de la virtualidad», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de la literatura menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto propio. Richard, Nelly (1993): «Tres funciones de la escritura», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una poética de la literatura menor. La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto propio.
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Estrategias de dominación y resistencia corporales: las biopolíticas del mercado en Mano de obra, de Diamela Eltit Michael J. Lazzara Universidad de California
Y de otra manera, el actual proyecto democrático-capitalista de eliminar a las clases pobres a través del desarrollo no sólo reproduce dentro de sí la exclusión de las personas, sino también transforma en nuda vida a la población entera del Tercer Mundo. Girogio Agamben, Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida
1. Globalización, biopolítica y subjetividad En su complejo e iluminador estudio sobre la relación entre el poder biopolítico y la «nuda vida», el filósofo italiano Giorgio Agamben, tomando a Foucault como punto de partida, escribe sobre cómo, en la época moderna, la vida natural del hombre se va entretejiendo crecientemente con los mecanismos y cálculos del poder. Al enfocar la politización de la existencia biológica humana en la era contemporánea, el libro Homo sacer busca destacar «las formas concretas en que el poder [en contextos
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diferentes] penetra a los cuerpos mismos y a las formas de vida de los sujetos», situándolos así en la frontera precaria que separa a lo humano de lo infrahumano, la subjetividad plena de la objetivación, la palabra y la agencia del silencio. Aunque Agamben enfoca predominantemente la figura del campo de concentración en el siglo xx como locus de dominación biopolítica por excelencia, también está interesado en cómo las sociedades modernizadas (en particular las sociedades del hedonismo y del consumo masivo), han llegado a entender la interdependencia de la biología y el poder económico como un «hecho inevitable». En este nuevo momento histórico, más allá del campo, el mercado esclaviza e inscribe a los sujetos en su lógica mecanizada y pragmática de la compra-venta, engendrando así a seres agónicos y paranoicos que viven constantemente amenazados (y atrapados) por la cesantía, la deuda excesiva, y el deseo de acumular mayor cantidad de bienes materiales. La noción misma del valor humano, en este contexto, se vuelve tenue y se pone en peligro de estar vaciado de su contenido ético-moral. A su vez, los cuerpos se vuelven utilitarios y sumisos; están a la merced del engranaje ideológico del capitalismo neoliberal. Lo que es más, el valor de la vida humana deja de fundamentarse en la noción del valor intrínseco y comienza a medirse de acuerdo con la idea utilitaria de lo que un cuerpo puede producir: los que no cumplen con la normativa o con los criterios establecidos son desechables desde la óptica del sistema (para Agamben, serían «la vida que no merece vivir») (137). Este escenario, sin duda, genera una nueva marca de «cuerpo doliente» (Elaine Scarry), un sujeto domado y miedoso, sometido a una vigilancia feroz y totalizadora. Si recordamos la terminología de Foucault, genera los «cuerpos dóciles», cuerpos cuyas voces quedan silenciadas y cuyos vínculos a una comunidad solidaria más amplia son reemplazados por la mentalidad darwinista de la sobrevivencia de los más aptos. Las dictaduras latinoamericanas de los años 70 y 80 dieron paso a las sociedades neoliberales de los 90 y 2000. Mientras los regímenes brutales de Chile, Argentina y otros países ejercieron violencias implacables contra los cuerpos de ciudadanos que se etiquetaban de «subversivos» —violencias que, como pone en relieve el recién publicado Informe Valech (2004), siguen repercutiendo profundamente en la psiquis colectiva nacional— la instalación repentina del sistema neoliberal conllevó a una serie de violencias nuevas y más siniestras, sobre todo la coerción económica de la ciudadanía por una élite transnacional y una creciente clase tecnócrata
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(Franco 2002: 14). Consciente de esta nueva marca de violencia políticoeconómica, la escritora chilena Diamela Eltit ha expresado una aguda preocupación por la forma en que las economías neoliberales sobreviven y sobresalen gracias a la existencia de una mano de obra barata siempre sujeta a los caprichos de la lógica capitalista. «La globalización», escribe Eltit, «trabaja esencializando la tecnología para de esa manera tecnologizar al sujeto mismo y reducirlo a ser sólo una función en el engranaje de su proyecto. El problema no es la tecnología, que es necesaria y revolucionaria, sino su ideologización» (Eltit 2003). Según Eltit, que desde el comienzo de su trayectoria literaria ha privilegiado al cuerpo y al sujeto subalterno como partes centrales de su política de la palabra, el sistema neoliberal requiere de sujetos frágiles, debilitados, y desechables para autopropagarse y para garantizar su continuada hegemonía. Sobre todo en Chile, el país que para Eltit ejemplifica el capitalismo latinoamericano más salvaje, el neoliberalismo fabrica a sujetos objetivados, histéricos y paranoicos que incesantemente andan tras objetos que no satisfacen (ni pueden satisfacer) sus deseos. Como revela Eltit en un ensayo de 1996 sobre la pintura de Juan Dávila, el roto —aquel sujeto inútil, amenazador, impuro y empobrecido que funciona como una metáfora del pueblo chileno en la tradición folklórica nacional— es, al mismo tiempo, un afuerino y un cuerpo delictivo que las clases dominantes necesitan para satisfacer sus caprichos, lidiar en sus guerras, o simplemente para marcar la diferencia (Eltit 144-153). De cara a un sistema tan englobante y arrasador, y de cara a lo que en este momento parece ser el fin de la era revolucionaria, ¿dónde es posible identificar algunas zonas de resistencia en un escenario que no parece ofrecer obvias vías de escape? En Homo sacer, Agamben nota que una de las grandes paradojas de la democracia es que mientras más garantías, derechos y libertades adquieren los ciudadanos, más sometidos quedan a los poderes fácticos que les garantizan esos derechos. No obstante, el cuerpo mantiene su potencial subversivo. «Corpus», explica Agamben, «es un ser de doble cara, portador tanto del sometimiento al poder soberano como de las libertades individuales» (125). En ese sentido, el cuerpo no es solamente un sitio para la inscripción y el ejercicio del poder totalizador, sino también un importante locus de resistencia al poder. Esta idea, como se sabe, también constituye una constante del pensamiento de Foucault, para quien las relaciones de poder no debían entenderse exclusivamente en el sentido de «represión pura», sino también como una fuente de productividad y potencial creativo. Aun en sus formas más nocivas y sobrecoge-
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doras, el poder, según Foucault, es siempre peligroso; no es omnipotente. Por tanto, la insurrección no debe ser vista como una empresa inútil, sino como una forma en la cual «la subjetividad se hace historia» (Foucault 2000: 452). En textos recientes de América Latina, algunos escritores como Diamela Eltit han trabajando literariamente esta conceptualización dual del cuerpo como sitio de dominación y sitio de resistencia al orden neoliberal. En lo que sigue, me gustaría referirme a la novela más reciente de Eltit —Mano de obra (2002)— para mostrar cómo el cuerpo (la subjetividad) y el concepto relacionado de voz sirven de materia prima para criticar y desafiar los efectos devastadores y multiformes del neoliberalismo. A la vez que Mano de obra representa a un sujeto popular irreversiblemente hundido en un complejo sistema de poderes asimétricos y determinados, la novela, siguiendo al pensamiento de Michael Hardt, contempla simultáneamente cómo estos mismos sujetos pueden trabajar «dentro del círculo del capitalismo integrado para crear nuevas posibilidades para la vida» (Hardt en Cangi 2002: 20). Cuerpo y voz, para Eltit, son dos armas posibles que pueden permitir vislumbrar (aunque fuera apenas) algunos puntos de fuga para mitigar la alienación del obrero actual. 2. Super-mercado, control y resistencia En Mano de obra, Diamela Eltit construye la visión de un sujeto dócil, agobiado y destruido por el constante ejercicio del poder sobre su cuerpo. La primera mitad de la novela se escenifica en un supermercado, lugar que sirve de microcosmos y metáfora de la sociedad neoliberal, a la vez que sirve de ilustración de las eróticas del consumo y las múltiples violencias que porta el sistema. A diferencia de la más primitiva plaza de mercado descrita por Jesús Martín Barbero en Al sur de la modernidad, el «super-mercado» eltitiano aparece simbólicamente como un espacio hiperracionalizado, serializado y panóptico: un frío y ordenado espacio de control en el que tanto los sujetos deseantes como los objetos que desean se desvisten de su dinamismo a causa de la homogenización del espacio y el tiempo. Toda actividad humana dentro del súper se codifica y se serializa para posibilitar controles y restricciones aún más estrictos (Foucault 1995: 160). Clientes, trabajadores y supervisores aparecen como enemigos mortales, y todos ellos, a su vez, se someten a la «mirada más
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que especializada de la cámara» —mirada que, por supuesto, recuerda el letrero/aviso fosforescente de Lumpérica (1983), doble símbolo del ojo vigilante de la dictadura y de las políticas económicas pinochetistas inscritas en el cuerpo in(sumiso) de L. Iluminada (Eltit 2002: 34)—. En este mundo fraudulento, falsamente transparente y plastificado de «carnes de segunda», nadie está a salvo. El trabajo es precario e inestable, y hasta los supervisores son reemplazables. Además, el trabajador no sólo es adicto a la vigilancia y el control de los que detentan el poder; también se ve alienado de su propia obra. El trabajo queda así vaciado de su capacidad creativa porque gracias a la mecanización de la producción, para el obrero ya no es posible intuir la impronta de su labor en los productos que se ponen a la venta. El título de la primera sección de la novela, «El despertar de los trabajadores (Iquique, 1911)», recuerda una época histórica en que los obreros chilenos, oprimidos por condiciones terribles en lugares como la mina de Chuquicamata, empezaron a sindicalizarse. Este momento de lucha épica y de consolidación de la izquierda popular se mantiene, a lo largo de la primera mitad del texto, como un referente constante: esto, gracias a la colocación de títulos que evocan algunos diarios sindicales situados en un momento coyuntural de principios del siglo xx, pero ya remoto del presente neoliberal —«Verba roja (Santiago, 1918)», «Luz y vida (Antofagasta, 1909)», «Autonomía y solidaridad (Santiago, 1924)», etcétera—. Sin embargo, la narración que sigue a todos estos títulos acusa un quiebre radical con aquellos momento de sindicalización y lucha épica. Como punto de contraste con esta solidaridad perdida, el monólogo interior que atestiguamos alude a un momento anti-épico de conformismo individual y represión mercantilista. Toda referencia concreta al tiempo y al espacio desparece (un detalle que apunta al afán universalizante de la propuesta de Eltit, que nos urge a pensar en el neoliberalismo como un fenómeno global y no únicamente chileno o latinoamericano); y nos enfrentamos con una voz anónima que entrega, metonímicamente, su visión subjetiva del trabajador contemporáneo alienado. Está claro que la voz que nos habla ha quedado totalmente desvinculada y desprovista de cualquier red social solidaria. De hecho, a este trabajador el mismo sistema y los que lo implementan le han negado una identidad propia; lo han reducido al estatus de un mero diente de la rueda capitalista: «¿Quién soy?, me pregunto de manera necia. Y me respondo: una correcta y necesaria pieza de servicio» (75). Desde ahí, parece posible argumentar que los momentos solidarios aludidos en los títulos anteriormente mencionados
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se transmiten al lector como puro deseo de un momento de creatividad política ya perdido, pero no por eso menos anhelado a pesar de su aparente irrecuperabilidad. El cuerpo como locus de control figura en el centro de la reflexión literaria de Eltit. A través de una compleja dialéctica de dolor y placer, el cuerpo que el mercado requiere para sus fines aparece como un cuerpo deseante (adicto a la acumulación material y el placer que ella produce), pero también como un cuerpo enfermizo (adicto a la corrección, dañado y fatigado hasta en el nivel celular): «Lo digo, lo repito: estoy enfermo. Estoy cansado. El estigma que sufro y que me ataca me impide apelar a cualquier espacio prudente de mí mismo, me prohíbe pensar, responder a los más elementales estímulos. Me estoy viniendo abajo. Siempre cayendo (en pos de la manzana) hacia un estado más que degradado» (51). En este mundo destituido, tanto los cuerpos de los trabajadores como los productos están sujetos a las fuerzas destructivas. A los trabajadores se les niegan sus funciones corpóreas más básicas (orinar); y cualquier placer físico (comer, fumar, etcétera) que no pueda ser subsumido bajo la lógica de la productividad se considera antifuncional y delictivo. El ocio se ve antitético al proyecto disciplinario, según el cual «nada debe de quedar indolente o inútil» (Foucault 1995: 152). El trabajador imaginado por Eltit es hambriento, sediento, animalizado, agresivo, enfermizo y exhausto, hundido en una profunda crisis existencial y enjaulado en un mundo cuyo único Dios es sintético y plastificado (Eltit 2002: 67). Su identidad queda reducida al nivel del puro significante: la etiqueta que lleva en su uniforme. Si bien es cierto que en épocas pasadas (e.g. a comienzos del siglo xx, o en los años 60 o a principios de los 70 bajo Allende) el trabajador tenía una voz y un rumbo histórico imaginado, el obrero moderno en Mano de obra aparece pasivo y silenciado: «No odio a la turba, no tengo fuerzas ni deseos, ni más voz que la que está dentro de mi cabeza» (59, énfasis mío). Esta subyugación y mercantilización del cuerpo llega a su culminación en la segunda mitad de la novela, en una escena memorable titulada «Sonia se cortó el dedo índice». Sonia, carnicera y empleada del súper, accidentalmente mutila su dedo mientras despedaza un pollo. Cuando Sonia mira la sangre que inunda el mesón de la carnicería, el lector confronta la imagen de un fragmento de cuerpo mezclado con (y no descifrable de) la mercancía que ella prepara para la venta: «Y su dedo, al final de una loca y repugnante carrera, terminaba confundido con los aborrecibles
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restos del pollo» (154). La mecanización del cuerpo de Sonia llega a ser total cuando, después de ser retada por sus supervisores por lo tonto de su accidente, recibe un nuevo trabajo en la sección helada de la pescadería. Su dedo mutilado ahora se vuelve «máquina» cuando es sustituido por el frío y metálico filo de un cuchillo, «un cuchillo nuevo que reemplazaba, con su filoso estallido, el lugar apático de su dedo» (155). Mientras la primera mitad de Mano de obra se centra en el espacio público del supermercado, la segunda mitad —«Puro Chile (Santiago, 1970)»: el título evoca el pináculo de la solidaridad obrera y el poder popular bajo Allende— enfoca la penetración del neoliberalismo en el espacio privado de la casa. Un grupo de trabajadores se ve obligado a cohabitar debido a la carencia económica, y lucha desesperadamente para satisfacer sus necesidades más básicas. Sin embargo, a causa del desempleo, la precariedad económica y la deuda extrema, no logran formar relaciones solidarias que puedan ofrecerles soluciones viables. La traición, la delincuencia y la falta de confianza mutua guían siempre sus interacciones; la depresión, el alcoholismo y la violencia doméstica son las consecuencias de su aislamiento. Cuando un personaje llamado Alberto intenta sindicalizar a algunos empleados del súper, otro personaje llamado Gloria, temiendo represalias de la jefatura, traiciona a Alberto ante sus supervisores, abriendo así la pregunta por la posibilidad de la solidaridad y la acción colectiva en un sistema que violenta cualquier deseo de cambio. Jesús Martín Barbero, en un eco de la reflexión que encontramos en Mano de obra, resume elocuentemente esta metamorfosis de la solidaridad en el individualismo del paradigma neoliberal: El mercado no puede crear vínculos sociales, esto es entre sujetos, pues éstos se constituyen en procesos de comunicación de sentido, y el mercado opera anónimamente mediante lógicas de valor… El mercado no puede engendrar innovación social pues ésta presupone diferencias y solidaridades no funcionales, resistencias y disidencias, mientras el mercado trabaja únicamente con rentabilidades (Martín-Barbero 2001: 14-15).
Entonces, ¿en dónde reside la resistencia posible en Mano de obra? Si bien, como hemos dicho, el cuerpo es un sitio de dominación y ejercicio del poder, también es cierto, como nos enseña la referencia de Agamben al cuerpo como un «ser de doble cara», que éste puede servir como un importante sitio de resistencia. Debilitado y arrasado por la el trabajo en
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serie y el ordenamiento del mercado, el cuerpo (aun en su estado más oprimido) se representa en Eltit como un locus posible para la disrupción y la dislocación de ese orden. Al respecto, por ejemplo, Nelly Richard escribe que las «excreciones corporales… manchan la desinfectada arquitectura del súper», y que «secreciones y coágulos, viscosidades y mucosidades son la funesta interioridad a la que no tiene acceso el ojo panorámico de la vigilancia» (Richard, «Tres recursos»). Por otra parte, tanto en su capacidad para la organización colectiva como en su afán de rebeldía individual, el cuerpo se convierte en un arma insurreccional posible. La acción del populacho y el pillaje de los productos por los llamados «malos clientes» introducen en la novela comportamientos anárquicos que recuerdan escenas de protestas populares reales. (No nos olvidemos que Eltit escribió una parte de su novela en el 2001 mientras vivía en la Argentina y observaba escenas dramáticas de desesperación económica, de piqueteros, y de saqueos de bancos y negocios.) Sin embargo, la novela nos hace reflexionar cautelosamente sobre las consecuencias de tales comportamientos anárquicos. Nos preguntamos si, a fin de cuentas, estos cuerpos insurrectos solo se debilitarán o se dañarán más porque les será siempre imposible vencer al «sistema» monolítico. Según recuerda Michael Hardt, hay un peligro en la noción deleuziana de los «puntos de fuga» ya que los esfuerzos rebeldes y liberacionistas de los sujetos populares a veces pueden volverse autodestructivos (e.g. el alcoholismo o la drogadicción como mecanismos escapistas) en vez de ser política o socialmente productivos (Hardt en Cangi 2002: 20-21). En el capítulo final de Mano de obra, los personajes que todavía quedan en la casa están desesperados y hambrientos. Han sido traicionados por su líder, Enrique, quien ahora forma parte de la jefatura del supermercado y quien despide a muchos de los «amigos» que una vez apoyaba. Sin embargo, la novela nos deja con la sensación de que no todo se ha perdido. Gracias al nuevo liderazgo de Gabriel, Eltit permite vislumbrar la posibilidad de una organización política y una rebelión futura, aunque queda incierto si esta rebelión rendirá fruto concreto o si nuevamente será extinguida por una traición interna. La novela concluye con el llamado a armas de Gabriel, expresado en un lenguaje coloquial violento: «Vamos a cagar a los maricones que nos miran como si nosotros no fuéramos chilenos. Sí, como si no fuéramos chilenos igual que todos los demás culpados chuchas de su madre. Ya pues huevones, caminen. Caminemos. Demos vuelta la página» (176). El éxito eventual de esta arenga queda
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en tinieblas, igual que el éxito de cualquier tipo de Revolución con «R» mayúscula. ¿Qué debemos hacer con este lenguaje coloquial violento que sale como una tormenta de las bocas populares que pueblan la segunda mitad de esta novela? Jesús Martín-Barbero, en su comparación del supermercado a la plaza de mercado, ofrece un punto de partida para responder: Los sujetos en el supermercado no tienen la más mínima posibilidad de asumir la palabra propia sin quebrar la magia del ambiente y su funcionalidad. Alce la voz y verá la extrañeza y el rechazo de que será rodeado… En la plaza, por el contrario, vendedor y comprador están expuestos el uno al otro y a todos los demás. Y esa forma de comunicación no ha podido ser reducida a mera, anónima, unidireccional transmisión de información (226).
En este sentido, el uso que Eltit hace del habla popular (la voz) puede leerse como otro recurso poético a través del cual los sujetos violentan el lenguaje transparente, enlatado y aséptico del mercado neoliberal. Dentro de un sistema donde la voz del sujeto popular ha sido negada de múltiples maneras, el uso del lenguaje violento —aquí me refiero al potencial rebelde del garabato— puede ser un vehículo para que estos mismos sujetos expresen sus frustraciones y desafíen a los lenguajes que operan sobre ellos o los encarcelan. Sin embargo, la poética del garabato que Eltit cultiva en Mano de obra es una espada de doble filo: por un lado, es engendrada por la violencia misma del sistema, mientras por otro nos recuerda que los sujetos populares pueden hablar un lenguaje diferente y anti-funcionalun lenguaje que, debido a la forma en que choca al que lo escucha, tiene posibilidad de una mayor resonancia que los sound-bytes y los lemas que el mercado admite. 3. La ruptura desde adentro como desafío al poder soberano En El arte de la transición, Francine Masiello se pregunta si en el sujeto popular hay todavía un posible poder emancipador, o si más bien los efectos emancipadores de variados actores sociales simplemente han sido absorbidos por el mercado como resultado de los efectos de la globalización. Sin contestar esta pregunta de manera definitiva, Mano de obra parece sugerir que un desafío al poder biopolítico del neoliberalismo no reside en los grandes gestos redentoristas o revolucionarios, sino en los microespacios
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y en las esferas minoritarias de resistencia. Es decir, la poética de Eltit, con sutileza, permite intuir algunas líneas de resistencia posible desde adentro. Cuando la glosa del neoliberalismo en momentos de postdictadura parece vaciar al trabajo de su capacidad creativa, la novela de Eltit se pregunta si algún actuar todavía es posible. Al sugerirnos que ningún poder es totalmente impenetrable, el texto nos deja ver, entre líneas, que los mismos cuerpos y las mismas voces que están sujetos al control y la manipulación también son entidades móviles y dinámicas que albergan una tremenda capacidad de cambio (Masiello 2001: 39). Bibliografía Agamben, Giorgio (1998): Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford University Press. Cangi, Adrián (2002): «Diez preguntas a Michael Hardt sobre Imperio», en Revista de crítica cultural 24, junio, pp. 20-21. Eltit, Diamela (2000): Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de Chile: Planeta/Ariel. — (2002): Mano de obra. Santiago de Chile: Planeta. — (2003): «El lugar radical de la diferencia», en . Foucault, Michel (1995). Discipline and Punish: The Birth of the Prison. New York: Vintage Books. — (2000): Power (edición de James D. Faubion). New York: New Press. Franco, Jean (2002): The Decline and Fall of the Lettered City: Latin America in the Cold War. Cambridge: Harvard University Press. Martín-Barbero, Jesús (2001): Al sur de la modernidad: comunicación, globalización, multiculturalidad. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Masiello, Francine (2001): The Art of Transition: Latin American Culture and Neoliberal Crisis. Durham: Duke University Press. Richard, Nelly: «Tres recursos de emergencia: las rebeldías populares, el desorden somático y la palabra extrema», en .
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Diamela Eltit o el infarto del texto Javier Edwards Renard El Mercurio
Nada deseo más que a mi propio deseo. Qué extraordinaria la conversión compasiva de Dios. Un animal exhausto se arrastra en celo hacia la profundidad de su madriguera. El último satélite intenta inútilmente medir el diametro en expansión de la tierra. Mi amado trastabilla en la taberna clandestina sostenido por una muchacha robusta. Mi amado está muy pálido, muy tosco, demasiado ebrio, arrobado por el desafío que le presenta la cadera. Besaré mi propia boca fugazmente apenas se produzca la primera distracción en la noche. Besaré mi boca y untaré de saliva mi espectacular dedo índice. Tan costosa la vida, pareciera que unicamente el acto de morir fuera gratuito. Mi amado se emborracha y se emborracha en la taberna clandestina. Los banqueros se ríen ante la desesperación del préstamo. Mi amado nunca me regaló un vestido de seda. El satélite cae locamente a la tierra y quema la cabeza de su padre científico. Cuánto habremos de avergonzarnos por su espantoso fracaso. El infarto del alma
Durante el año 1994, Diamela Eltit, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, publicó un libro curioso, distinto, resultado de la combinación o alianza de dos lenguajes —el verbal y el fotográfico— para abordar los misterios,
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los significados, los silencios del hospital psiquiátrico de Putaendo, de sus habitantes, y hacer de los textos y las imágenes resultantes, la voz de los sin voz, un reportaje sobre el amor desde los márgenes de la cultura oficial del amor, y la metáfora del discurso posible de los silenciados. En esa oportunidad, y como un seguidor atento de la obra de Diamela Eltit, leí por primera vez un libro que he visitado muchas veces, que he citado otras tantas y que, siempre, ha generado un efecto iluminador, inquietante, en la palabra que dice e indaga y en las imágenes de esos seres que miran desde otra orilla, desconocida, arbitraria; orilla, límite, exilio impuesto desde la norma de la razón, desde el imperio de la cordura o, simplemente, desde el mero ejercicio del poder. Libro titulado El infarto del alma, toda una provocación a los sentidos y al juego posible de los significados; desafío de un libro, de un objeto que lanza una invitación provocando la seducción de un gesto poético sin concesiones, como toda la obra de Diamela Eltit. Infarto del alma: uno quiere antes de leerlo saber qué puede significar la unión de esos términos. El Diccionario de la Real Academia poco ayuda, con su aproximación médica a la palabra: aumento de tamaño de un órgano enfermo (un ganglio, un hígado, un corazón); necrosis de un órgano o parte de él por falta de irrigación sanguínea debida a la obstrucción de la arteria correspondiente. Hay que quedarse con eso del aumento del tamaño, con la necrosis del órgano. Pero, sólo la lectura acuciosa, la mirada insistente de esos rostros distintos, de esos otros cuerpos, de esas parejas —se intuye— puede darnos la aproximación de sentido acertado, el desplazamiento semántico correcto, desde el significado formal al poético, al literario. Y eso fue lo que se buscó, y lo que hoy, también, se busca o revisa: el sentido de un libro construido con palabras y fotografías; la función de su propuesta narrativa, de su estructura; los mundos que retrata y alberga, la forma en que ellos dan lugar a un espacio obligando una mirada distinta menos ingenua sobre realidades que, de otro modo, quedan sometidas a un silencio que las condena; no se les reconoce palabra válida y, como símbolo, están sometidos a la interpretación que hace la cultura oficial de lo moderno, tímidamente desvirtuada en esa ambigua contra cara, el postmodernismo. Es ésta, y fue en su momento, la lectura atenta de un libro visitado desde esa trinchera —no siempre bien ponderada— que es la crítica llamada periodística, y que busca, con mayor o menor éxito, servir de bisagra entre lo que se piensa dentro de los claustros universitarios y lo que se entiende
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en el mundo amplio y diverso de los lectores a secas, esa mayoría que, sola, se enfrenta a los elementos con que el autor construye su libro y frente a ellos, opone sus desnudas —entendidas como espontáneas, no profesionales— posibilidades de entender. Hay por ello, en todo este esfuerzo, algo impresionista, irreductiblemente subjetivo y no riguroso, que hace de esta lectura y del texto que surge de ella, otro ejercicio literario en el que la palabra recoge y comparte las huellas que dejan libros como éste en la experiencia vital del lector. El infarto del alma no abandona al lector, es un eco con múltiples posibilidades que no son sino las del libro que ampara, las de sus significados posibles, como ocurre con el conjunto de la obra de Diamela Eltit. Hay que dejarse llevar. De imágenes y palabras No es fácil clasificar El infarto del alma en una categoría literaria determinada, desde el momento en que conjuga texto escrito y fotográfico, verbo e imagen visual, como partes irrescindibles de un proyecto en el que se buscó explorar los lenguajes posibles, o la posibilidad de ciertos lenguajes, para penetrar los territorios oscuros y temidos de lo «otro», lo que no reconocemos como propio y nos envía señales, nos dice que existe y, al no entenderlo, solemos desterrarlo a zonas alejadas desde donde creemos que no nos va a agredir. La enfermedad, la diferencia étnica o cultural, la sexualidad, suelen ser, entre otros, rasgos que agrupan identificando y al mismo tiempo segregan, estableciendo una ruptura brutal entre eso que es «lo mismo» y aquello que representa «lo otro», fijando un orden en el que lo diverso es rechazado o escondido o simplemente no inteligible. Aquí entonces una primera aproximación al sentido que Diamela Eltit, creo, asigna al infarto del alma, en tanto que expansión, explosión que hiere el sentido comunicable del alma (del Ser) y que, a través de esa herida, da lugar al terror del observante que ve la posibilidad de la destrucción de la propia identidad. Frente a ese infarto del objeto que se describe, esa ruptura del sentido, esa expansión que dificulta el acto narrativo, Eltit / Errázuriz aúnan fuerzas y lenguajes para infartar —expandir— las posibilidades del texto (verbal y visual) en un ejercicio que potencia la capacidad expresiva del libro e instaura un juego de signos que guía y da posibilidades al lector.
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Las fotografías nos dan imágenes materiales de esos locos de Putaendo, de sus rostros, sus cuerpos, sus miradas, de sus actos solitarios e impúdicos retratando, de alguna manera, el significado de nuestro prejuicio: cuerpos contrahechos, caras gesticulantes, ojos que se extravían en un orden expandido, que resulta incomprensible y nos deja —asustados, detenidos— la distancia. Las palabras, el relato de Eltit, por su parte, articula en base a crónicas de autor sobre la experiencia de investigar y escribir el libro; a narraciones que buscan explorar el significado infartado de esas almas que habitan los cuerpos de los residentes del manicomio, dando a esos seres una voz; textos en los que Eltit se permite la reflexión sobre la forma en que nos relacionamos con los otros, el papel que juega la diferencia, la forma en que la instauramos y el eventual camino para superarla. En el medio de esa interacción de lenguajes, lo que se busca es desarmar el tinglado que autoriza la diferencia, la marginalización de lo diferente. La diferencia es el pretexto de El infarto del alma: de todas las diferencias posibles, la más paradigmática es la que surge entre locura y cordura, como obra de una modernidad racionalista que se desenmascara en las postrimerías del siglo xx dejando al descubierto el abuso de la lógica y de los discursos que manosean la imagen del mundo. Porque ella no es sino la suma y síntesis de todas las otras formas en que la diferencia se resuelve como la sujeción del otro más débil al yo/nosotros que detenta el poder. Eltit y Errázuriz, la palabra y la fotografía permiten explorar el universo del loco, ese «otro» que es el más extraño, el que nos habla con un lenguaje confuso, infartado, es decir, expandido y herido en su significado por alcances impenetrables; ese ser que nos mira con ojos invertidos desde un mundo que no controlamos. De esta manera, los locos de El infarto del alma constituyen la metáfora más clara del horror que nos produce lo distinto, horror que nos lleva a aislarlo, y también el desafío más grande para el lenguaje que busca significados, operando como un puente de sentidos entre personas y objetos, entre objetos y personas. Aquí está, quizás, la explicación de este extraño y conmovedor libro en el que se mezclan palabras, fotografías, ensayo, poesía y relato periodístico en un ejercicio que, buscando abarcar la expansión del alma infartada, infarta el texto escrito, lo hiere en el medio de su estructura canónica moderna y lo expande en la interacción de lenguajes y recursos narrativos.
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El infarto de la estructura narrativa El mérito de Eltit, lo que enerva a sus detractores, es que —se dice— no escribe fácil, no se somete a los géneros, no escribe desde la forma canonizada. En sus trabajos de ficción, en sus obras más testimoniales, siempre está explorando las posibilidades de romper las estructuras conocidas dejando que sea el lenguaje el que hable, el que se diga a sí mismo y, diciéndose, haga las veces de oráculo del objeto narrado. Y, por esto, así como es ineludible reconocer el tono intelectual de su propuesta narrativa, también hay algo en ella que lo trasciende, que nos muestra en sus textos una suerte de «escritura en trance», de origen poético, en el que la palabra parece escribirse a sí misma. Todo trance es, sin duda, una explosión, una expansión, una ruptura de los modos en que el sujeto se conecta con un objeto y lo aprehende, lo transforma, lo comunica. Y es así como resulta en El infarto del alma. Ahí están las fotografías de Errázuriz que gatillan una estancia en Putaendo y motivan el libro. Ahí están también los textos de Eltit, diversos, irregulares, sin redondez, ni armonía, más bien espinudos y diversos, tentaculares, volviéndose testimonio, o ficción, o ensayo. Los siguientes pasajes pueden servir como ejemplos respectivos de uno y otro registro: Mientras viajamos, el paisaje se vuelve francamente cordillerano, la luz lo atraviesa todo cuando aparece el imponente edificio recortado contra la cadena de cerros. A dos horas de Santiago la construcción me parece demasiado urbana. Como si un pedazo de ciudad se hubiera fugado —a la manera de una fuga psicótica— para formar de manera solitaria una escena sorprendente (Diario de Viaje). La vidente atravesó la calle arrastrando un ruidoso sonajero de plata. Desprecié sus augurios pues nunca he estado más acompañada desde que habito tu imagen. Camino como si no caminara, vivo como si la vida no me perteneciera. La vidente actuó con la mala fe de tus adoradoras pues quiso convencerme de que la imagen que tengo es la prueba de mi antagonismo a la realidad que te nombra. Me han culpado de cometer siniestros desmanes. Me acusan de intentar detener el curso de tu gloria (El infarto del alma). El sanatorio cambió de signo con la violencia de cualquier guerra territorial. De sanatorio en manicomio. La indigencia pulmonar fue sustituida por la inopia mental, la alimentación especial por la especialización de los
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fármacos, el libertario romántico ensueño amoroso por la camisa de fuerza ante este prohibido, ininteligible delirio (El amor a la enfermedad).
Así, en una trenza dispar, sin regla cierta, hiere el orden conocido de las cosas y asume una naturaleza híbrida que es la que fortalece su capacidad de decir y mostrar provocando un movimiento, sino en el orden inmediato y de hechos concretos, al menos en el alma de los lectores que, de alguna manera, también se infarta, se hiere. El infarto del texto Diamela Eltit asumió, desde el día que comenzó a escribir, el desafío de penetrar la palabra más allá de cualquier artilugio que permita constituir o armar un determinado discurso (el del poder, el de la marginalidad, el del género, el de la familia), para desmontar o simplemente explorar, intuir, lo que la propuesta oficial enmascara. De esta manera, y con claro talante revolucionario, Eltit quiebra su texto, su palabra, la hace explotar, la agrieta y la convierte en una red de pescador lanzada sobre los significados posibles, atrapándolos con flexibilidad, no exenta de firmeza. Y, de ese mismo modo, hace estallar los discursos, las realidades que visita, como ocurre con acierto ejemplar en El infarto del alma. Este texto, viaje físico al manicomio de Putaendo y odisea metafórica a través de la palabra, busca rastros de identidad, huellas perdidas de lo humano que devuelvan a esos seres exiliados a su especie. El resultado es impactante. Logra insinuar la fisonomía de esas almas, devela su humanidad, habla a través de la neutralidad de la fotografía, en el murmullo que arrastran las palabras de Diamela Eltit: analíticas, certeras y profundamente amorosas, cargadas de una ternura ausente en otros textos de la escritora. Con precisión, entonces, la escritura expandida de Eltit construye un puente que permite cruzar el abismo de la diferencia, para, al menos, atisbar emociones de un discurso alterno que la modernidad nos clausuró: «El alba ha venido a amenazarme. ¿Qué castigo podría sobrepasar a tu ausencia? Despierto ahora de un sueño en el que hube de verte. En mi sueño intentaba entrar entre tus brazos y tú te retorcías como si fueras atacado por una serpiente. Ni en mis sueños ya, ni siquiera en
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mis sueños. Sufro de calor y luego de escalofríos. Las pestes más arcaicas rondan a mi organismo. Percibo cómo mi cuerpo se vuelve extrañamente medieval. ¿Llegarán hasta la pira fúnebre mis restos? Me abandonaste como si fuera una antigua apestada. La fiebre negra me inunda de un modo funerario. Sólo mi deseo puede compadecerse. Traga mi corazón, el alba llega. De arte será hoy mi deslumbrante deseo. Qué maravilla. ¿Piensas que alguien podría acaso incendiar verbalmente la tierra?» (El infarto del alma). Porque de eso se trata y por esto se justifica un coloquio sobre la obra de Diamela Eltit, porque es capaz de generar textos, libros, lenguajes con el don de incendiar verbalmente la tierra, de infartar los textos y sus realidades, de retratar los infartos del alma, ahí donde ellos ocurren. El infarto del alma adquiere, entonces, el poder de un libro no sólo sobre la marginalidad de la locura mental sino sobre toda marginalidad que construimos desde la cultura oficial desterrando a las minorías, aquellas con un poder social disminuido, oprimido. Por último, no puede dejar de decirse que en este texto sobre seres cuyos horizontes están alterados, de modo que su orden es otro y distinto, Eltit nos muestra las señales de lo que en lo diverso es idéntico y nos acerca. El amor, la pareja, el deseo, aparecen como las claves de la pertenencia de esos otros a la especie, hermanándonos. Esos locos de Putaendo, esos locos vistos y sentidos, escudriñados por Diamela Eltit se aman y aparean, se emparejan de por vida, caminan juntos de la mano y sienten celos unos de otros, como todos los que creemos estar en la orilla de «lo mismo». ¿Cuál es el significado de ese amor loco o entre locos? ¿Cuáles son los límites y alcances de esas manifestaciones tan similares a las nuestras? Como la propia Diamela Eltit lo dijo en una entrevista televisiva de hace años, estas preguntas no tienen respuesta sino sólo a través de libros que exploran lo diverso y hacen de ello una metáfora del significado posible que se instala en lo «otro», significado que no resuelve las incógnitas pero descubre el nexo, el vestigio de identidad, de parentesco que existe entre todos los discursos y diferencias del mundo y que, por tanto, vuelve más alevosa la opresión, cuando se instala, ahí en la manifestación posible de vida de los más débiles, porque quizás —y ésta es la propuesta incendiaria de Eltit— Juana la loca, «la única rebelde visible del edificio público […] tal vez, no está loca», una posibilidad que no puede dejarnos impávidos.
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Bibliografía Eltit , Diamela y Errázuriz, Paz (1994): El infarto del alma. Santiago de Chile: Francisco Zegers.
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III. Lo que persiste es su mano enterrada… Eltit y el testimonio
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La verdad del testimonio y la verdad del loco Leonidas Morales Universidad de Chile
En 1952 Ricardo Pozas, antropólogo mexicano, publica Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil. Me interesan aquí dos aspectos de la textualidad de este libro, ambos tributarios de una historia literaria y cultural posterior que los involucra, los hace visible y les confiere al mismo tiempo un significado preciso. No los destaco para detenerme en ellos, sino para desde ellos y a través de ellos comenzar a entrar, ya con un primer principio de orientación, en el horizonte de los que serán temas centrales de mi intervención. El primero de estos aspectos está asociado al orden narrativo del libro de Pozas. Un orden articulado en torno a tres ejes fundamentales: 1) un narrador en primera persona, es decir, un narrador-testigo, 2) un narrador-testigo protagonista también de la historia narrada, 3) y una historia narrada cuya función consiste en desplegar ante el lector determinadas formas de vida social y cultural, definidas como prácticas de vida cotidiana, y en una de sus dimensiones principales, por el modo específico de su inserción en la estructura de poder dominante en la sociedad de que se trata. El orden discursivo así configurado aparecerá, retrospectivamente, como el punto de partida (punto de partida, pero no instancia «reductora») de una modalidad narrativa de amplia difusión en América Latina a lo largo de las décadas del 60, del 70 y del 80. Me refiero a la narración o narrativa testimonial. A su difusión, y en parte también al estímulo de
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su producción (más adelante hablaré del rol que en este sentido jugaron las condiciones políticas de enunciación), contribuyó la intensa recepción crítica de la que paralelamente fue siendo objeto a partir de la década del 60, sobre todo desde la academia estadounidense. En cierta medida, esta crítica, la estadounidense, impuso los «modelos» de análisis o de lectura, incluso una terminología de empleo recurrente (la del «subalterno», la de «la voz del otro», la del «hacer hablar», etc.), que, en sus niveles de elaboración menos originales, a ratos decayó en una verdadera jerga (algo que ha tendido a repetirse, además, cada vez que un fenómeno cultural latinoamericano emergente ha sido «administrado» por la crítica académica de inspiración estadounidense)1. Ya hacia fines de la década del 80 y comienzos de la del 90 se publicaban compilaciones de estudios sobre narración testimonial2. El segundo aspecto de la textualidad del libro de Pozas, como objeto crítico también visible retrospectivamente, se refiere a un elemento conceptual de su título, o más exactamente, de su subtítulo: Biografía de un tzotzil. El subtítulo identifica, como se ve, de manera explícita, el género discursivo del relato que el lector se prepara a leer: se dice de él que es una «biografía» (la de Juan Pérez Jolote). Una identificación, sin embargo, completamente impropia. Porque si por «biografía» se entiende el género discursivo donde alguien, con sus propias palabras (y sobre la base de sus propias experiencias o investigaciones), hace el relato (y el retrato) de una vida que no es la suya sino la de otro, relato por lo tanto donde sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado (o narrador y personaje narrado) son distintos, entonces el relato de este libro no es una «biografía»3. Estamos pues frente a una identificación del género engañosa. Pero si el relato que leemos no responde al género de la «biografía», responde en cambio, y No es ocioso preguntarse por la función que cumplen, desde el punto de vista del poder político, cultural y económico de Estados Unidos en América Latina, estas periódicas oleadas de crítica cultural y literaria originadas en la academia estadounidense, cuyos conceptos y términos rápidamente se apoderan de los discursos críticos y teóricos locales. Los centros de «estudios culturales» que en los últimos años han proliferado en las universidades latinoamericanas son espacios de conceptualización mayoritariamente articulados a paradigmas que remiten a la academia de Estados Unidos, de la que además forman parte, en gran número, intelectuales de origen latinoamericano, o en la que se han formado. 2 Anoto tres: Jara/Vidal 1986, Narváez 1988, Beverly/Achugar 1992. 3 Una definición detallada de lo que, dentro de la teoría de los géneros contemporánea, se entiende por biografía, la ofrece Leon Edel (1990). 1
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con toda evidencia, al de la «autobiografía», un género donde, tal como aquí, y para empezar, sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado son el mismo. En efecto, el relato que contiene el libro de Pozas no es más que el que Juan Pérez Jolote hace, con sus propias palabras, de su vida como miembro de la etnia tzotzil, una de las tantas que conviven dentro de la sociedad mexicana del siglo xx. Sin duda, la autobiografía de Pérez Jolote está muy lejos de la forma «clásica» del género (a la manera, por ejemplo, de San Agustín o de Rousseau), es decir, la de un relato originariamente escrito, proyectado y resuelto como decisión independiente de su autor, cuyo nombre figura como tal en la portada del libro que lo publica. El relato autobiográfico de Pérez Jolote, por el contrario, es de origen oral y, además, es un relato «editado» por otro (como lo serán casi todos los que desde entonces irán constituyendo el cuerpo de la narración testimonial latinoamericana) y es su editor, Ricardo Pozas desde luego, quien ocupa, en un gesto no libre de ambigüedad, el lugar del autor. El trabajo de Pozas como editor se basa en las respuestas de Pérez Jolote a sus preguntas (dentro del juego de intercambio verbal característico del género de la entrevista), preguntas finalmente eliminadas por el editor, mientras las respuestas son sometidas por él a un determinado «reordenamiento» narrativo. Ahora bien, estos deslizamientos o desajustes conceptuales perceptibles desde el subtítulo del libro de Pozas (que postula una biografía donde el relato instala una autobiografía) o desde el nombre de autor consignado en la portada (reductible sin embargo al de editor), me parecen figuras tempranas de toda una historia posterior regida por confusiones conceptuales en torno a identidades de género discursivo asociadas a la narrativa testimonial, confusiones alimentadas y renovadas tanto por los editores-autores de esta narrativa (en prólogos y títulos de libros) como por la recepción crítica. Pero en el centro de estas confusiones estará, haciendo posible en gran medida las demás; quiero decir, creando el campo de su ocurrencia, el concepto mismo de testimonio, nunca definido, pero sí supuesto detrás de atribuciones de identidad genérica que lo implican. Esto sucede cuando relatos autobiográficos similares al de Pérez Jolote pasen a ser reconocidos generalizadamente no ya como «biografías», sino como realizaciones de un «género nuevo»: el «género testimonio», sin dar cuenta desde qué concepto de género se razona, es decir, sin preguntarse si el testimonio exhibe condiciones discursivas
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que lo habiliten como género, o si, por el contrario, tales condiciones sencillamente no se dan4. La narrativa testimonial contemporánea registra un vasto corpus de libros publicados desde 1951 en adelante, es decir, desde Juan Pérez Jolote, su iniciador. Un número considerable son de la década de 1980, entre ellos algunos de cita casi ritual. Sin embargo, dentro de ese registro, aquellos libros cuyos títulos insisten en su retorno como objeto de análisis en los textos de la recepción crítica, y por lo cual podrían considerarse como formando parte de una suerte de «canon» de la narración testimonial contemporánea, forman un grupo reducido. De ellos puede decirse, por lo pronto, que si retornan, si insisten, es porque de alguna manera son leídos como realizaciones privilegiadas, en algún sentido, del modelo de relato testimonial introducido inauguralmente por el libro de Pozas, y de las variaciones, aperturas y transformaciones que el modelo experimenta en las décadas siguientes. No voy a citarlos aquí a todos. Sólo algunos (de entre los imprescindibles). Además de Juan Pérez Jolote, los siguientes: Biografía de un cimarrón, 1967, de Miguel Barnet, Si me permiten hablar… Testimonio de Domitila, 1977, de Moema Viezzer, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, 1983, de Omar Cabezas (el único, en este grupo, no «editado» por alguien distinto al que enuncia o narra, por lo mismo el más próximo de todos a la autobiografía «clásica») y Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la consciencia, 1985, de Elizabeth Burgos, un libro este último de difusión y recepción (abierta también a la polémica, centrada en la discutida veracidad de algunos hechos narrados) multiplicadas con el otorgamiento en 1992 del Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú. Me gustaría agregar a esta breve lista un libro de fines de la década del 80: El Padre Mío, de Diamela Eltit. El relato oral que recoge (en una serie de grabaciones) es de la primera mitad de esa década, pero el libro fue publicado en 1989. Si bien fundamental (y, por lo que iré diciendo, único) en la historia de la narrativa testimonial, no produjo en su momento el mismo interés que después, especialmente en la actualidad. Tal vez porque las condiciones sociales, culturales y políticas desde las que leemos hoy (las de una modernidad tardía, o también, las de la «globalización» o de la «posmodernidad»), son particularmente favorables a una percepción más 4 Sobre qué sea el testimonio dentro de la problemática de los géneros, véase mi ensayo «Género y discurso: el problema del testimonio», en Morales 2001: 17-33.
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nítida de ciertas figuras de sentido propiciadas por este libro. En torno a él y a ellas girarán las reflexiones siguientes. A mi modo de ver, El Padre Mío instala una frontera fuerte, un límite mayor, en la historia de la narrativa testimonial, tal como ésta se había generado sobre todo desde la Revolución Cubana, es decir, a partir de matrices de producción textual articuladas a condiciones políticas de enunciación derivadas de la Guerra Fría, y, dentro de su marco polarizado, solidarias de los movimientos de liberación social y de lucha frente al poder establecido y a sus instrumentos, los regímenes represivos (dictaduras militares muchos de ellos). Ahora bien, dentro de este contexto el libro de Eltit irrumpe con una palabra inesperada, y desconcertante a primera vista, que se pone de inmediato en una relación de ruptura profunda con el curso de la narrativa testimonial. «Testimonio soy yo», dice el narradorpersonaje de este libro. No dice «Testigo soy yo», o «Testimonio doy yo». La expresión «Testimonio soy yo» desplaza y asimila los términos «testigo» y «testimonio», y al hacerlo invita al lector a «leer» como testimonio no sólo la palabra dicha (su forma, su contenido), sino también la identidad particular de quien la dice. Por ahora, me basta anticipar que estamos frente a una palabra y a un sujeto de la enunciación que se exhiben en un estado manifiestamente catastrófico. Como si uno de los polos del conflicto de la Guerra Fría, el polo del poder (el del capitalismo y sus agentes represivos locales), hubiese arrasado con el otro, su oponente, su obtáculo, quebrando toda resistencia, desintegrándola. Y como si, justamente por eso, la palabra que se nos dirige desde las páginas de este libro fuese, en tanto testimonio, una palabra postrera, y como si aquel que la dice fuese, en cuanto testigo, un sobreviente, pero ninguno de los dos, ni el testimonio ni el testigo, ilesos. Por el contrario. En efecto, las páginas de El Padre Mío ofrecen un narrador-personaje y una narración que, por sí mismos, o sea, por su propia forma o modo de presentarse, instalan el paisaje de una ruina generalizada: ruina del sujeto, ruina del discurso, en definitiva, ruina del relato testimonial. Pero, desde luego, estas ruinas (la del sujeto, del discurso, del relato) no se cierran sobre sí mismas, es decir, no son naturalmente la sepultura del significado. Siguen siendo significantes, aunque de una manera imprevisible y con una intensidad perturbadora: desde su paisaje textual roto y desolado, por entre restos y fragmentos, a través de los intersticios, se abren a su lectura (a su construcción) ricas figuras de sentido. Figuras de sentido que no son sino figuras de una verdad de gran capacidad ilumina-
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dora desde el punto de vista del saber sobre el mundo cultural y cotidiano moderno que habitamos, y en particular sobre su arte y su literatura. Me propongo examinar aquí la naturaleza de esta verdad a la luz de algunas de sus figuras. Si bien remiten a instancias discursivas diferenciables, todas estas figuras se dan con un significado que las entrelaza. Unas surgen asociadas al sujeto de la enunciación, a su identidad (social, cultural, psicológica), y el foco de su verdad introduce al lector en el saber acerca de una pérdida, una más de las tantas pérdidas de viejas y nobles formas o dimensiones de lo «humano», consumidas por el desarrollo del capitalismo, o, lo que es igual, por el de la sociedad burguesa y su vocación depredadora (pérdidas que desde hoy nos resultan de una visibilidad trágica, ya no nostálgica). Las otras figuras de la verdad se despliegan, a su vez, en torno al discurso mismo y a su índole. Ellas le permiten al lector acceder a una imagen desgarrada (pero tampoco ciega o cerrada sobre sí misma) del estado actual de la literatura moderna entendida como escritura de la lucidez del deseo utópico. La problemática específica que ponen en juego, en uno y en otro caso, tales figuras de sentido, circula, latente o explícita, como contexto o tema, por los núcleos más vivos del pensamiento contemporáneo de la cultura y la literatura. Me refiero, entre otros, a los trabajos de Benjamin, Levinas, Foucault, Agamben. Intentaré dar cuenta de esas figuras en términos muy mínimos, pero por lo menos hábiles para sugerir una lógica. Y ojalá también, por esta vía, contribuya a establecer en los medios de la recepción crítica de los textos de Eltit, una idea hasta ahora lejos todavía de una aceptación generalizada: la de que libros como El Padre Mío, El infarto del alma, o el más reciente, Puño y letra, contienen elementos valiosos para construir una poética coherente con la inferible de las novelas de esta escritora. Más aún: por lo menos a la luz de El Padre Mío y de El infarto del alma, se trata, en ciertos aspectos, de una poética incluso mucho más radical. Quisiera volver por un momento a la tradición contemporánea de la narración testimonial latinoamericana abierta por Juan Pérez Jolote, y detenerme brevemente en ciertos antecedentes de su historia, necesarios para fijar con más exactitud la clase de relación en que se sitúa El Padre Mío, y comenzar de esta manera a dar cuenta crítica de los dos órdenes de figuras de sentido, como figuras de una verdad, propuestos como tema central de estas reflexiones. Una pregunta puede servir para ubicarnos en su perspectiva. La siguiente: en los libros del canon testimonial latino-
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americano antes citados, ¿quiénes son, qué identidad tienen, socialmente hablando, los sujetos de la enunciación, es decir, los que en ellos narran sus propias vidas, y cuál es la marca (la diferencia) de la inscripción social de sus prácticas de vida desde el punto de vista de una sociedad concebida, en ambos casos, como campo recorrido y tensionado por relaciones de poder? Juan Pérez Jolote (ya lo dije) es un indio de la etnia tzotzil, una minoría marginal dentro de la sociedad mexicana. Esteban Montejo (en el libro de Barnet), un negro cubano que vivió buena parte de su larga vida oculto en la montaña huyendo de la esclavitud. Domitila (en el libro de Viezzer), una india boliviana y dirigente de sindicatos mineros. Omar Cabezas (autor del libro que contiene su relato autobiográfico), un joven estudiante que ingresa al Frente Sandinista de Liberación en Nicaragua. Y Rigoberta Menchú (en el libro de Burgos), una india quiché de Guatemala que desempeña roles de defensa de su cultura y de denuncia de la represión interna. En todos estos casos se trata de sujetos populares (de clases populares) cuyas prácticas de vida cotidiana se insertan bajo el modo de la subordinación (que supone su complemento, el de la dominación) dentro de una estructura social de poder. Pero hay diferencias importantes en el plano del sujeto cuando se examinan sus prácticas desde una perspectiva histórica. En Juan Perez Jolote5 y en Esteban Montejo esas prácticas de vidas, que pueden de alguna manera entenderse como de resistencia frente al poder (cualquiera sean las formas que éste adopte en cada caso) no están presididas por pautas políticamente estructuradas: son prácticas más o menos espontáneas, intuitivas todavía, sin una fundamentación en principios y metas conscientes. No ocurre así en los tres casos restantes: Domitila Barrios, Omar Cabezas y Rigoberta Menchú son sujetos emintemente políticos: en las prácticas de vida de las que dan testimonio la resistencia toma la forma de una lucha consciente y comunitaria, de una activa intervención para el cambio en la estructura del poder. Son dirigentes sindicales, miembros de movimientos de emancipación, líderes de la defensa de la cultura indígena y los derechos humanos. El paso de la mera resistencia a la militancia tiene que ver sin duda con importantes cambios en las condiciones políticas de la enunciación del testimonio. 5 Ricardo Pozas, el autor de Juan Pérez Jolote, examina en un libro posterior, escrito junto con su mujer, Isabel H. de Pozas, el lugar del indio en las clases sociales mexicanas (Pozas/Pozas 1971).
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Más allá de relaciones más bien episódicas de Juan Pérez Jolote con la Revolución Mexicana de 1910, o de Esteban Montejo con las luchas por la Independencia de Cuba de fines del siglo xix, sus vidas no tuvieron referentes comparables, como modelos de liberación, a los de Domitila Barrios, Omar Cabezas y Rigoberta Menchú: la Revolución Cubana de 1959, la Revolución Argelina y su triunfo en 1962, la guerra de liberación de Vietnam y la intervención de Estados Unidos en 1962, el Mayo francés de 1968, la Unidad Popular en Chile en 1970. Los autores de los libros de mi corpus testimonial de referencia, sobre todo Moema Viezzer y Elizabeth Burgos, pero también Miguel Barnet, e implícitamente asimismo Omar Cabezas, presentan, en los prólogos, las vidas narradas en los relatos testimoniales que publican como vidas «ejemplares». La misma ejemplaridad de estas vidas se confunde con la ejemplaridad simétrica atribuida a su relato. No sólo los autores de estos libros subrayaban esa ejemplaridad: también lo hacía la crítica de esta modalidad narrativa. Incluso se escribió un manual con instrucciones para construir testimonios ejemplares6. Más aún, allí donde hay vidas ejemplares, los relatos que las testimonian, junto con absorber esa ejemplaridad y apropiarse de ella por contagio de semejanza, se vuelven de inmediato portadores de una verdad. Una verdad como efecto de la ejemplaridad, dependiente de ella por lo tanto. Ahora bien, la categoría de lo ejemplar, como aquello digno de ser imitado, sólo puede darse dentro de una concepción finalista, teleológica, de una vida social y de mayorías sojuzgadas por el poder, es decir, sometidas a la dominación y la exclusión que el poder por sí mismo introduce, y sólo puede concretarse a la luz de modelos superiores de vida, verdaderos arquetipos, ya política y éticamente «sacralizados», que encarnan tal concepción y señalan la dirección y el modo de su cumplimiento: el camino es el de la liberación, y el modo, el de la Revolución. En las décadas del 60, del 70 y la primera mitad de la del 80, la resistencia frente al poder y la lucha liberadora en América Latina y los países del tercer mundo tiene ya su galería de modelos revolucionarios arquetípicos: el Che Guevara, Fidel
Margaret Randall escribió un manual, para uso de los sandinistas, con el título ¿Qué es y cómo se hace un testimonio? El carácter ejemplar del testimonio es una de las premisas del manual. Aparece recogido en la compilación de John Beverly y Hugo Achugar (1992). 6
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Castro, Ho Chi Min, y en la arqueología latinoamericana del modelo a César Sandino y José Martí. La categoría de lo ejemplar, en el sentido dicho, tiene su historia, y no cabe duda de que el antecedente histórico más claro de la ejemplaridad de la narrativa testimonial latinoamericana en el siglo xx, y de su verdad política, es la literatura de los exempla de la época del cristianismo medieval. Las vidas ejemplares, y la verdad religiosa de su relato, responden a las mismas coordenadas: una concepción finalista, en este caso la «salvación» del hombre «caído» por el pecado original, y un modelo arquetípico de vidas ejemplares, es decir, de vidas concebidas como prácticas que cotidianamente labran el camino de la salvación, modelo que no es otro, obviamente, que Cristo7. En ambos casos, en los exempla y en la narrativa testimonial, la verdad de la narración es un efecto de la ejemplaridad de las vidas narradas. Pero como la ejemplaridad, a su vez, es función en un caso de la salvación, y en el otro de la revolución, si se produce el cierre de estos dos horizontes, el de la salvación y el de la revolución, la ejemplaridad perdería necesariamente pie, sostén, volviéndose imposible, mientras que la verdad de la narración, la verdad del testimonio, se cerraría sobre sí misma y dejaría ya de iluminar. Es lo que, con el fin de la revolución como utopía viva, le ha ocurrido, en gran medida, a la literatura testimonial latinoamericana, sobre todo, y desde luego, a aquellos relatos de vidas militantemente ejemplares (pienso en los libros de Moema Viezzer, Omar Cabezas y Elizabeth Burgos). Menos afectados, justamente por ser más rebeldes a su reducción ejemplar, han resultado el libro de Ricardo Pozas y especialmente el de Miguel Barnet. Dentro de este cuadro, ¿cómo se relaciona con los otros el libro de Diamela Eltit? ¿Dónde se sitúa su narrador-personaje desde el punto de vista del poder, de la dominación-exclusión, de las vidas «ejemplares»? ¿De qué verdad puede ser tributaria su narración testimonial? El sujeto, que aquí enuncia y se enuncia, presenta un rasgo esencial de identidad que lo pone en una relación a la vez de singularidad absoluta y de ruptura total con los sujetos de los libros precedentes ya que se trata de un loco. Es un loco el que enuncia. Sin embargo, este loco comparte con los sujetos anteriores otros rasgos de identidad social y algunas condiciones de enunciación. Por lo pronto, es también, y a su manera, un excluido dentro de un sistema de dominación, una exclusión que en su caso comienza por darse bajo la 7
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Sobre los «exempla» medievales, véase Curtius 1955: 91-96 .
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forma de una marginalidad y de pobreza extrema: vive en las afueras de una comuna de Santiago (Conchalí), frente al campo, habitando un espacio imposible de llamar «casa», al aire libre, entre arbustos que le sirven de percha, con utensilios básicos. Eltit estuvo con él, oyéndolo8, tres veces: en 1983, 84 y 85. Es entonces, de acuerdo a estos años, también igual que los anteriores, un sujeto que enuncia desde el interior del marco de la Guerra Fría. Pero con una diferencia decisiva: lo hace (así conjetura el lector) como si esta Guerra Fría hubiese ya concluido, con el triunfo del capitalismo, en su escenario chileno con la imposición total del poder cuyo instrumento fue la dictadura militar que irrumpe en 1973, y como si la expresión viva del resultado final fuesen este loco y su habla estallada. En otras palabras, lo que había anticipado como paisaje instalado por la enunciación del libro de Eltit: la ruina del sujeto, del discurso, del relato mismo. Esta ruina comienza a hacerse visible con una ausencia: quien habla carece de un nombre propio que lo identifique. Eltit lo «nombra» usando la filiación parental que el mismo sujeto usa insistentemente, el «Padre Mío», pero con un referente siempre inestable. A veces es él, a veces se deduce que nombra al otro, al «poder», aunque al final el lector concluye que en ambos casos es el nombre del poder que ha clavado en él su insignia victoriosa, tomando posesión de él, despojándolo de él mismo y ocupando su lugar. La ruina se extiende también a la palabra del sujeto como palabra del tiempo sucesivo: no podemos decir ya que esta palabra sea la palabra constitutiva de un «relato». Aun cuando habla de sí mismo y todo lo que dice sugiere el hablar autobiográfico, no hay en lo que dice un transcurso, una sucesión de hechos o circunstancias que permitan establecer alguna continuidad temporal. De manera que si antes me referí al contenido del libro de Eltit en términos de un «relato», y si continúo haciéndolo, sólo ha sido y será a título de «licencia». Por lo pronto (más adelante veremos este no relato desde otro ángulo) es obvio que estamos ante la palabra de un loco, un esquizofrénico, sorprendido por Eltit en cada uno de sus encuentros, en un estado de delirio. Desde el punto de vista del habla, un delirio el suyo a nivel sintagmático: las palabras elegidas son correctas en sí mismas, como formas léxicas, pero las combina de acuerdo a un código No podría decirse con propiedad, a la luz del estado mental del que habla, que oyéndolo (y grabándolo) como parte del desarrollo de una «entrevista». Pero en más de una ocasión el enunciador da a entender que «habla» para quienes tiene al frente (Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld) y que se han dirigido a él. 8
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a primera vista «salvaje», precipitando al discurso en su ruina. Es posible, sin embargo, mediante ciertas operaciones metadiscursivas, o códigos de emergencia, construir algunas figuras de sentido, o desde la identidad del sujeto, o desde el interior del discurso mismo, o desde el lugar donde el discurso como forma entra (con su publicación) en relación con contextos culturales y literarios. Ya lo advertí, mi análisis se ocupa de estas figuras. Dije que con la disolución del horizonte de la Revolución, dejan de tener sostén las vidas ejemplares, y la verdad del testimonio literario de estas vidas se marchita. Pero el discurso del Padre Mío, también desde una exclusión social ydesde una marginalidad, vuelve a instalar sin embargo la verdad en el testimonio. Pero ya no la verdad de unas vidas ejemplares (la del Padre Mío es una vida «fuera del juego»), sino simplemente la verdad del loco. De larga tradición la verdad del loco. Las sociedades arcaicas y antiguas, incluso hasta la Edad Media, la conocieron: el hombre leía en la palabra descarriada del loco, en lo que decía sin decir, o diciéndolo desde claves herméticas, su propia verdad, la verdad de sus límites, de las zonas oscuras que lo envuelven. En el teatro y la novela del siglo xvii, el loco parece despedirse diciendo una vez más su verdad (locos de palabra luminosa fueron el Rey Lear de Shakespeare y Don Quijote de Cervantes). La reaparición del loco con su verdad en el libro de Eltit, desata precisamente la evocación de su pérdida. A la figura de esta pérdida y a sus implicaciones voy a referirme a continuación. Como lo ha dicho tantas veces Foucault, la sociedad burguesa sacará al loco de sus espacios tradicionales en los que se movía como un signo misterioso, a veces incluso un signo de lo sagrado, y lo convertirá sólo en el objeto de una disciplina, de una ciencia, la psiquiatría, y así lo enmudecerá, borrándolo como palabra de la diferencia, de la «otredad», para reducirlo a la simple condición de sujeto «enfermo», a mero objeto de técnicas y fármacos que buscan curarlo y restituirlo a la sociedad del trabajo y la producción. Hemos perdido pues la locura y su palabra como experiencia, como saber humano, con lo cual la vida en nuestra sociedad pierde también espesor, densidad. Es difícil pensar en esta pérdida sin pensar de inmediato en otras pérdidas que la sociedad burguesa ha ido produciendo y decretando. Por ejemplo, esa pérdida de la que hablaba Benjamin con su dura lucidez: la del «aura» de las cosas9, que al esfumarse, las deja vacías, 9 Por ejemplo, en «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Benjamin 1989: 15-57.
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deshabitadas. Foucault emplea, para referirse a la pérdida de la locura como saber del hombre sobre sí mismo, palabras muy similares a las que emplea Benjamin para referirse a la pérdida del aura y el empobrecimiento consiguiente de las cosas. Dice Foucault (representando como futuro lo que es un presente): «Tal vez un día ya no se sabrá muy bien lo que pudo ser la locura», y así, con su ausencia, con su retiro, «se marchitará la imagen viva de la razón». Y agrega: ya no será posible «ponernos a la escucha de voces que, llegadas de muy lejos, nos dicen en la mayor cercanía lo que somos»10. Este juego entre lejanía (de donde vienen las voces) y cercanía (la de su escucha, allí donde las voces depositan la verdad «de lo que somos») parece remodular, a propósito de la locura, el juego paralelo que Benjamin había introducido a propósito del aura de las cosas. Decía Benjamin del aura que era «la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)»11. El aura y la locura abren el horizonte de una lejanía, y es ese horizonte el que hace posible la cercanía de la verdad como «imagen viva», de las cosas y de la razón. Pero, ¿a qué responde la reaparición aquí, en el libro de Eltit, del loco? ¿Será que no hemos perdido todavía del todo, en América Latina, una relación menos mediatizada por la psiquiatría y los fármacos con el loco y la locura? ¿Será que aún puede circular por calles y caminos, como antes, y que podemos leernos en él, en su locura, en su palabra? Tal vez subsistan condiciones para poder sobrevivir de forma limitada en algunas situaciones. Pero, en cualquier caso, el loco ha vuelto de mano de Diamela Eltit, y, «como en los mejores tiempos», para dar a su manera claro testimonio («testimonio soy yo», decía él mismo), y para decir en su testimonio, también a su manera, la verdad, otra verdad, una verdad, diría, a la altura de los tiempos… Roger Bastide hablaba de dos modos de definirse el ser «social» del loco. Uno: «no se es loco sino en relación con una sociedad dada», la que dice cuándo y cómo se es loco. Segundo modo: si Benveniste podía decir que la enunciación «introduce al que habla en su habla»12, Bastide nos recuerda que en el habla del loco es también «la sociedad la que se introduce»13. La verdad del loco es, pues, en primer
Foucault 1999: 269-270. Benjamin 1989: 24. 12 «El aparato formal de la enunciación», en su libro Problemas de lingüística general II . Traducción de Juan Almela. México: Siglo XXI Editores, 1978, p. 85. 13 Roger Bastide (1965). 10 11
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lugar social, pero lo es en un sentido rigurosamente histórico, asociada a una sociedad concreta y a un estado dentro de su desarrollo. ¿Qué sociedad es la que se introduce en el habla del Padre Mío, y a la construcción de qué otras figuras de su verdad tenemos acceso oyéndolo testimoniar? «Es Chile», dice Diamela Eltit en su hermoso prólogo14. Sí, en el discurso de este loco hay signos que retornan insistentes, repitiendo el mismo significante o con variaciones, o sumando otros a la misma zona de sentido, pero todos, en su juego abierto, ponen en primer lugar, ante los ojos del lector la identidad inconfundible de una sociedad, la chilena, «patológicamente» jerarquizada, «enfermizamente» burocrática, sin duda la más kafkiana, por eso mismo, de las sociedades modernas latinoamericanas. Pero la verdad de este loco, la que asoma por entre las roturas de sus «hablas», sin dejar de estar anclada en la sociedad chilena y de remitir a ella, va más allá de ella, o mejor, desde ella ilumina fenómenos, o más universales, o que son inherentes a la sociedad y a la cultura modernas en sus fases tardías. Entre los primeros está, por ejemplo, la cuestión del poder. Tal como lo aborda Eltit en su prólogo, el léxico dislocado y la sintaxis a la deriva del Padre Mío pueden leerse como una metáfora «literal» del efecto último, «terminal», sobre el sujeto y su palabra, del ejercicio de un poder absoluto y criminal, el de la dictadura militar chilena, en plena actividad en los primeros años de la década de 1980, cuando se grabaron las «hablas». Pero de los fragmentos del discurso del loco donde aparece comprometido el poder, surge otro rasgo de la verdad sobre el poder, uno menos episódico, más esencial al poder como tal, que toca a su naturaleza. Como si el Padre Mío hubiese sido lector de Foucault… Porque en su delirio pareciera dramatizar (poner en escena) una afirmación del filósofo francés acerca de que el poder no tiene titulares. Decía Foucault sobre el poder: «Nadie, hablando con propiedad, es su titular y, sin embargo, se ejerce en determinada dirección, con unos a un lado y los otros en el otro; no sabemos quién lo tiene exactamente, pero sabemos quién no lo tiene»15. Y el Padre Mío, como si hiciera una ilustración «pedagógica» del pensamiento de Foucault, enuncia de pronto justamente en cadena «nombres» de quienes (adivina el lector) están del lado del poder, y los dice como si fueran nombres intercambiables, o como si a la lista pudieran agregarse 14 15
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Eltit 1989: 9-18. «Un diálogo sobre el poder». En Foucault 1990: 15.
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otros: «El mismo señor Pinochet es el señor Colvin, es el mismo jugador William Marín de Audax Italiano, el mismo. El es el señor Colvin, el señor Luengo, el rey Jorge, uno de ellos, el retirado, ya que ustedes lo vieron en bote en el Hospital Siquiátrico». Finalmente, quiero focalizar y comentar otra figura de la verdad de este loco «lúcido» a pesar de sí mismo. Una en virtud de la cual entra en el juego de la lectura el mundo del arte, de la literatura. Ésta ya no se deja construir sólo en o desde el interior del discurso, sino en y desde una zona fronteriza: allí donde el discurso se pone en relación con la clase de libro que lo contiene y lo hace circular. Supongámos que Diamela Eltit pudo haber grabado las «hablas» del Padre Mío, haberlas transcrito y entregado, por ejemplo, a un médico psiquiatra prestigioso, para que las estudiara. No estaríamos entonces hablando aquí de ellas, ni en los términos en que lo hacemos. Pero felizmente hizo otra cosa, las publicó como libro, y, más exactamente, como un libro que lleva en la portada su nombre de «autora», y destinado a lectores de literatura, que reconocen en ese nombre de la portada el de la autora de otros libros, novelas la mayoría. Estas dos circunstancias, es decir, el nombre de Eltit como autora de literatura en la portada y un público de lectores de literatura como destinatario, comprometen a la literatura (y al arte) en el discurso del loco, o mejor aún, la comprometen en una verdad sobre ella, sobre su curso, que el discurso del loco hace por sí mismo visible de un modo absolutamente radical. ¿Qué verdad sería ésta? Su figura, para empezar, evidentemente histórica, tiene que ver con la pérdida del loco y su locura. Ya decía antes, citando a Foucault: desde el siglo xvii, la sociedad burguesa va expulsando la locura como experiencia, como saber del hombre sobre sí mismo, y recluyendo al loco en lugares institucionales de encierro, reducido a la condición de enfermo y, en nuestros días, habitante de hospitales donde «la farmacología ha transformado ya las salas de los violentos en grandes acuarios tibios»16. Pero lo ausente, lo perdido, ¿lo reprimido en términos freudianos?, ha encontrado una manera curiosa de retornar. Desde el siglo xix, con Mallarmé, la literatura ha venido asumiendo el lenguaje de la locura, sobre todo con las vanguardias y, dentro de ellas, con escritores como Antonin Artaud. Esto significa, como nos obliga a recordarlo y a reactualizarlo el libro de Eltit, primero otro modo de producción de sen16
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«La locura, la ausencia de obra». En Foucault 1990: 277.
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tido, uno que no sólo rompe con el código de la comunicación cotidiana o habitual, sino que vuelve imposible (por falsos) el sujeto unitario y el relato lineal. A esta imposibilidad se refería, poco antes de morir, en una entrevista, el poeta chileno Gonzalo Millán. Lo decisivo en la poesía desde la década de 1960, para Millán, «es la importancia que adquiere la espacialidad sobre la temporalidad. La poesía ya no es lineal, no está basada en un personaje ni en un sujeto»17. El desplazamiento de la temporalidad a la espacialidad y el fin de la linealidad es una dominante en todo el arte desde las vanguardias, y desde luego en el arte narrativo. Justamente es lo que de modo revelador, hace visible el libro de Eltit. Por eso es que, en un momento anterior, dije que en el curso de la narrativa testimonial latinoamericana, El Padre Mío introducía una frontera en varios planos, entre ellos el plano del relato: con él no hay ya relato, la continuidad temporal da paso a la fragmentación y a la espacialidad, principios por lo demás constitutivos del discurso del loco. Esta apropiación, o absorción, de la locura por parte de la literatura, debería verse como una forma sintomática de resistencia frente a una palabra y a unas codificaciones de la vida cotidiana regidas por la racionalidad burguesa, por la lógica de la mercancía. La más radical de las resistencias, y en su grado extremo la más pura. Roger Bastide decía que en el arte, «no hay otra solución más que el absurdo», el lenguaje de los locos, la resistencia de lo sagrado que activa, y concluía diciendo: «No podemos sino admirar esta solución desesperada, la única auténtica, porque los otros núcleos, surrealismo, dadaísmo, pintura abstracta o concretismo en literatura, no son sino soluciones hipócritas, los juegos sin peligro de la locura, jugados por burgueses o candidatos a la burguesía (y juegos que «rentan») comprometidos, por tanto, en el sistema de la productividad comercial»18. Leer pues la palabra de este loco de Diamela Eltit, el Padre Mío, y hacerlo en un libro puesto en circulación como libro literario por una autora de literatura, y destinado a receptores de literatura, y hacer la lectura en un momento de la historia de la modernidad como el nuestro, es tener, como lectores, el privilegio de participar en el despliegue inducido de una figura más de la verdad: la de que la auténtica literatura, hoy, acosados por la seducción ya casi «porno» del best seller, de la estética de la mercancía, es la que asume en plenitud la lengua de la locura, y que esta locura tal 17 18
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Pedro Pablo Guerrero (2006). Roger Bastide 1965: 329.
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vez sea no sólo el único lenguaje verdadero, sino, por eso mismo, el lugar desde donde podemos empezar a articular una nueva verdad, la de otras relaciones humanas y sociales, una que rompa la lógica de la mercancía, de la racionalización de la vida cotidiana, de la estética disolvente (en términos éticos) del puro espectáculo. Bibliografía Bastide, Roger (1965): «El «loco» y la sociedad», en Sociología de las enfermedades mentales. México: Siglo XXI, pp. 313-333. — (1978): «El aparato formal de la enunciación», en Problemas de lingüística general II, (trad. Juan Almela). México: Siglo XXI. Benjamin, Walter (1989): «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Discursos interrumpidos I. Buenos Aires: Taurus. Beverly, John/Achugar, Hugo (1992): «La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa». En Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, N° 36, segundo semestre, número monográfico, pp. 21-45. Curtius, Ernst Robert (1955): Literatura europea y Edad Media latina. Traducción de Margit Frenk Alatorre y Antonio Alatorre. México: Fondo de Cultura Económica. Edel, Leon (1990): Vidas ajenas. México: Fondo de Cultura Económica. Eltit, Diamela (1989): «Presentación», en prólogo a El Padre Mío. Santiago de Chile: Francisco Zegers, 9-18. Foucault, Michel (1999): «La locura, la ausencia de obra», en Entre filosofía y literatura. Obras Esenciales, Vol. I. Traducción de Miguel Morey. Barcelona: Paidós. Guerrero, Pedro Pablo (2006): «La mirada lúcida de Millán», entrevista en «Revista de Libros» de El Mercurio. Santiago de Chile: Domingo 22 de octubre, nº 911, p. 13. Jara, René/Vidal, Hernán (Comp.) (1986): Testimonio y literatura. Minneapolis, Institut for the Study of Ideologies and Literature. Morales, Léonidas (2001): La escritura de al lado. Géneros referenciales (Santiago, Cuarto Propio, 2001), pp. 17-33 Narváez, Jorge (ed.) (1988): La invención de la memoria. Santiago de Chile: Pehuén Editores Pozas, Ricardo/Pozas, Isabel H. de (1971): Los indios en las clases sociales de México. México: Siglo XXI.
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El juego de la representación en Puño y letra de Diamela Eltit Mónica Barrientos Universidad de Chile
La tradición de los oprimidos nos enseña que «el estado de excepción» en el cual vivimos es la regla. W. Benjamin
Durante el siglo xx, los países se han visto enfrentados a una serie de conflictos y antagonismos que han terminado por mantener, durante largos períodos, la suma del poder en un grupo o un individuo. Ya lo hemos visto y los hemos aceptado como una práctica natural. Este estado de excepción, relacionado directamente con la insurrección y la resistencia, ha permitido «la eliminación física de los adversarios políticos» (Agamben 2004: 25) y las categorías de ciudadano. Esta emergencia permanente es una de las cualidades más sobresalientes de los Estados contemporáneos, aun de aquellos que se consideran democráticos. Este juego nos obliga a plantearnos la siguiente interrogante ¿cómo podemos actuar políticamente en esta zona de lo indecible que puede convertirse en dictadura? Creo que la respuesta, en alguna medida, la tenemos por nuestra experiencia como chilenos y latinoamericanos que hemos crecido en dictadura. Pero todo tipo de sometimiento implica la resistencia como una forma válida que se encuentra implícita en todo forma de poder opresor. Las diferentes formas de resistir han servido no
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sólo para sobrevivir, sino para mantener en nuestra memoria aquellos acontecimientos que el consumo y la televisión, impuestos como necesidades vitales, han intentado hacernos olvidar. El testimonio es una práctica escritural que ha surgido principalmente en el siglo xx como una necesidad de denuncia. Desde la época de la colonia, comienzan a aparecer espontáneamente una serie de prácticas relacionadas con las crónicas donde se testimonia una situación de opresión por parte del conquistador, como se puede observar en el libro de Pineda y Bascuñan, «El cautiverio feliz…»; pero la mayor eclosión de textos testimoniales surge en la década del setenta como una forma de participar en los alegatos internacionales acerca de las crisis sociales. Esta forma de discurso se erige como una nueva manera de proporcionar recursos y relatos para la sutura de las identidades rotas o para dar nombres o imágenes a los vacíos experimentales que no encuentran figura ni palabra para representarse. De este modo, el texto testimonial arranca del extrañamiento suscitado por el impulso de colmar con el relato de uno (la propia experiencia) el deseo de saber que otro muestra. Entre este espacio (el del que cuenta y del que quiere oír) se disponen redes de relaciones, de captura, de simulación de tejidos para tapar los intersticios en los que cae la palabra que no se acierta a decir o que asoma a los labios como un insecto amenazante. Esto es lo que sucede en Puño y letra de Diamela Eltit, publicado en octubre de 2005. El texto fue gestado durante el año 2000, cuando la autora, que residía en Argentina, asistió de manera sistemática a las sesiones del juicio contra el chileno Enrique Arancibia Clavel por la participación en los asesinatos del General Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1974. Para iniciar el análisis de la obra nos centraremos en la alegoría escénica de carácter testimonial, y en su relación con la realidad violenta de una época de nuestra historia; el testigo como una voz que habla por los que no pueden, y la obscenidad del relato por la impostura del discurso. Lo primero que hay que reconocer es que no estamos frente a una novela, sino a un documento con mixturas de otros tipos de discursos. La obra se inicia con la «Presentación», donde se muestra la visión del contexto y la experiencia como testigo del juicio donde se reconoce la representatividad de los hechos y su importancia para una época y un lugar en una situación de represión. Este cruento período es lo que Benjamin reconoce como los «momentos terroríficos» (Benjamin 1967: 50), porque
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están acompañados del crimen y la tortura. En este punto es necesario hacer un alto y traer a escena el «momento fundacional» en que se erigió el golpe de Estado en Chile. Para llevar a cabo este proyecto se debe adjuntar la represión como un elemento para instaurar el nuevo orden. Estas aplicaciones de la dictadura militar concuerdan con los planteamientos de Benjamin al afirmar que una revolución «lograda» producirá modelos interpretativos que autolegitiman el «nuevo Estado». Estos modelos pasan por los microespacios de la calle, del barrio y la ciudad en torno a una guerra en la cual se destruye o recompone el Estado. Estos modelos tomaron en Chile la forma de Constitución de 1980 y de decretos con «fuerza de ley», que operaban dentro de la ley pero también fuera de ella, como fueron los casos de sentencias entre cuatro paredes, o la creación de la DINA y el posterior CNI, organismos que funcionaban amparados en la ley, pero al margen de ésta. Se trata, por lo tanto, de rememorar acciones lejanas en el tiempo donde el punto más importante es la voz testimonial que asume un compromiso ético y visceral por el caso que aún en la lejanía «invade un rencor antiguo, enteramente chileno» (21). El escenario de la post-dictadura se representa por el carácter fraccionado y disperso de diferentes lenguajes y códigos que intentan zurcirse para escenificar la memoria de un relato por medio de una disyunción de voces que escapan de la palabra única. Por esto, el acto de rememorar se realiza por medio de una sucesión inconclusa de fragmentos desarmados por los cortes de sentido. En la obra, sólo encontramos retazos de textos, testimonios, cartas, textos jurídicos, el juicio oral, ecétera. De esta forma la acción de recordar y de interpretar el texto permite la apertura a lecturas discontinuas y cruzadas, conformando una narración que, en palabras de L. Iluminada, «reviente en la letra la pesadilla de estas noches» (Eltit 1983: 39). Así la voz, al reconocerse en el bando de los vencidos, busca la afirmación de una identidad basada en la lucha contra la opresión. El escenario judicial retrotrae a aquellos mundos que habitamos con disciplina militar, por lo que la voz transita «obsesivamente ese mundo paralelo a las jerarquías militares que ya antaño conocía (las bombas, las bombas)» (23), pero en Argentina y 26 años después. Por este motivo se escoge este caso, ya que representa un símbolo de la represión dictatorial en que la autora fija su mirada como una testigo desfasada en el tiempo y el espacio.
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Otro punto importante de análisis es la figura del testigo como la presentación de una presencia que legitima lo oído, lo visto y lo vivido a través de la reelaboración de una situación de comunicación particular. En el caso de Puño y letra, nos encontramos con una figura correlativa del testigo, ya que la primera voz, como testigo ocular del Juicio Oral, trae a la presencia otros testigos, como Hugo Zambelli y las hermanas de Prats y Arancibia Clavel, para intentar una reconstrucción del acto. Este ejercicio de la narratividad como forma de apertura al sujeto desplazado, permite la autoconstrucción de un hilo identitatario donde el testigo (quien narra) moviliza varias posiciones de sí y (des)coloca al destinatario, sacándolo de su lugar para llevarlo a otro. Se trata de una polifonía de voces en la que varios son los que hablan y varios los que escuchan. Por lo tanto, es desde esta perspectiva que debemos entender la obra Puño y letra, ya que por medio de la testigo y su testimonio vemos las diferentes figuras que forman parte del juicio. Una de ellas son las figuras de las mujeres que aparecen en todo el juicio. La voz testimonial utiliza una metonimia para relacionarlas con figuras literarias, como el caso de las hermanas Arancibia que «evocan vagamente la atmósfera en la que se cursan algunas nítidas obras teatrales de Federico García Lorca. Obras saturadas por la histórica carga subsidiaria de dramáticos deberes femeninos» (26), o sea, sumisión, pasividad, humillación. Las hermanas Arancibia cargan la vergüenza familiar del apellido, pero que deben llevar por obligatoriedad, como una especie de castigo ancestral que asumen sin contemplación en forma pasiva. En cambio, las hermanas Prats «recuerdan la porfía ética de la tragedia griega Antígona y la dimensión vital de su lucha frente a los poderes dominantes que le negaban el derecho a una digna y correcta sepultura para su hermano vencido» (26), por lo que representan la lucha férrea en busca de un trozo de verdad para un leve acercamiento a la justicia, así como Antígona que enfrentó las leyes de los hombres y doblegó la mano del monarca para sepultar a su hermano. Las mujeres Prats representan la entereza y la porfía frente a ese espectro que tendió su manto en el Chile de la dictadura. La siguiente figura corresponde a Hugo Alberto Zambelli, que ocupa el capítulo llamado «Las contradicciones de Zambelli. Crimen y farándula», donde se transmite literalmente la declaración del testigo en el Juicio Oral. Este personaje es una de las figuras más importantes del documento, ya que por medio de él podemos conocer aspectos más íntimos de Arancibia
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Clavel por su relación de pareja durante varios años. Zambelli era coreógrafo y bailarín de diferentes revistas en teatros bonaerenses, de los cuales Arancibia era asiduo espectador, lo que provoca un extraño e interesante punto de encuentro entre la representación teatral de la farándula y la represión. Es por esto que el interrogatorio a Zambelli se relaciona con la teatralidad. «Su realización en un «aquí y un ahora», lo que transforma en una representación única, irrepetible, en una pieza (teatral) y porta múltiples sentidos […] (16). El juego de nombres demuestra, entonces, no una presencia, sino una fractura, una interrupción donde toda sustancialidad resulta imposible, sólo queda el medio, la búsqueda de algo (de una identidad) que nunca se concreta. Zambelli es un personaje subalterno, una figura que entre plumas y neón acompañó, quizás ingenuamente, a Arancibia Clavel durante sus momentos de «trabajo» más complejos. Zambelli representa un juego de espejismos en relación a la figura de Arancibia, ya que sus contradicciones sobre algunos acontecimientos, dineros recibidos y fechas son evidentes, lo que, si bien no permite llegar a una conclusión clara sobre los hechos, sí lo hace posible con relación a su vida íntima. Este artista reconoce reiteradamente que él no sabía nada, que no tenía idea, que sólo vive para el teatro. En el proceso de testificación va construyendo una identidad relatada dentro de los parámetros del mercado global en un escenario televisivo. Así Zambelli va autogestando una identidad como coproducción por medio de una diversidad de repertorios artísticos. Se reconoce a sí mismo como «artista», sostiene que su «vida se basó siempre en el teatro, el teatro, el teatro», que tenía como nombre artístico «Adrián», que trabajaba con Susana Jiménez y hacia programas de televisión. La figura de este personaje representa el prototipo de la espectacularidad, en el cual la «identidad es una construcción, pero el relato artístico, folclórico y comunicacional que la constituye se realiza y se transforma en relación con condiciones sociohistóricas no reductibles a la puesta en escena. La identidad es teatro y es política, es actuación y acción» (García Canclini 2000: 132), y Zambelli lo representa muy bien en el escenario jurídico. La siguiente figura corresponde a Enrique Lautaro Arancibia Clavel, que aparece en el capítulo titulado «Enrique, Juan, Juan Felipe, Luis Felipe, Miguel». Esta figura es caracterizada por su mala actuación estereotipada, pero en cambio disfruta de ser observado, «posa su pose sin tapujos» (21). Durante el relato se reafirma su neutralidad e insig-
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nificancia. Es señalado como un «Pájaro de cuentas», como un hombre a quien por sus condiciones hay que tratar con cautela, un personaje que posee «una vocación irrefrenable por destruir» (23). Su figura es escurridiza, movible, oscura, ilegítima, siempre al borde y al amparo de las Fuerzas Armadas, haciendo el trabajo sucio bajo el «placer de las múltiples identidades». De ser más de lo que era, el que no era, otro, otros» (29). Su búsqueda obscena de una identidad que nunca alcanzaría y de pertenecer a un lugar donde nunca sería aceptado (a no ser de ser el siervo, el mandado), produjo una catástrofe humana en su recorrido: desaparecidos, torturados y ejecutados. Carlos Prats y Sofía Cuthbert son el símbolo de que ese año, 1974, daría inicio a una serie de abusos sistemáticos por parte del poder opresor. A través del matrimonio Prats rememoramos «el tiempo deliberado y sistemático de las torturas, de las balas, los asesinatos, las desapariciones, los nuevos requisitos» (183). Arancibia Clavel representa la figura de la policía que Benjamin asocia al espectro, al fantasma. Según Benjamin, la policía aplica la ley bajo el lema de salvaguardar el orden público, por lo que su accionar es en sí mismo una decisión que se toma desde la ley, pero que se aplica fuera de ella. «Su poder es informe así como su presencia es espectral, inaferrable y difusa por doquier, en la vida de los Estados civilizados» (Benjamin 1990: 118). Su aspecto ignominioso lo hace partícipe de una violencia innata que provoca que el derecho y la ley queden suspendidos. La imagen de Arancibia puede ser leída como una alegoría como la entendía Benjamin, ya que es un concepto o una categoría que al ser profundizada se convierte en una realidad, es decir, la alegoría está lejos de ser una abstracción de la realidad; ella es un modo de comprenderla, un modo de descubrirla. Y si la alegoría posee la capacidad de interpretar la realidad es porque «ella tiene en sí misma la capacidad de expresión, como lo tiene el lenguaje y la misma escritura», que no lo tienen otros conceptos. La imagen que nos queda de Arancibia es la del Angel Novus, este ángel de la historia «que con su rostro vuelto hacia el pasado ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas sobre sus pies. Bien quisiera él detenerse y despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y pese a su fuerza divina no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo» (54).
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De esta forma, la voz testimonial de Diamela Eltit se erige en forma privilegiada, ya que su mirada muda nos permite, como lectores, transformarnos también en testigos del Juicio Oral. Su mirada y voz, ubicados en un escenario de tensión, elabora el proceso de enunciación a través de un análisis y selección de aquello y éticamente se debe mostrar. La voz de la testigo corresponde a la figura de un huérfano, es decir, «este sujeto vaciado de contenido para exhibir una carencia primigenia, activada por un acontecimiento histórico, el de 1973» (Cánovas 1997: 39). Así, la testigo tiene como misión rescatar la memoria colectiva que los años y el tiempo han ido mermando: Ingreso a la sala. Experimento una sensación de extrañeza no exenta de vacío. Pero, entonces, asombrada, reconozco cuánto se aloja en mí el atisbo del miedo antiguo que resurge» (21).
Por lo tanto, el testimonio y su proceso escritural se transforman en un exorcismo para intentar alcanzar un grado de comprensión de un fenómeno de naturaleza incomprensible, intentar hacer inteligible un sistema político-social, el de «la familia militar» que «detrás de la apariencia de un orden, yace en silencio el disturbio de poderes que los ha atravesado internamente» (25) y cuya autoridad emana de la fuerza física, la persecución y el miedo que ejercen contra el resto. El proceso escritural, es lo que marca la importancia de este relato, ya que narrar significa exteriorizar los conflictos interiores por medio de la escritura. Este procedimiento se da en medio del aislamiento, la soledad. La testigo presencia solitariamente el juicio y los testimonios, se aboca a escuchar las cintas y audiciones por horas y horas para seleccionar los materiales pertinentes y exponerlos, como en el teatro épico de Brecht, donde no se desarrollan acciones, sino que se exponen situaciones, o más bien las descubre por medio de la interrupción del curso de los hechos. De este modo, el acto de contar, narrar, como una forma artesanal de comunicación, fue el resultado de una decisión consciente y responsable, ya que exige, además, maestría para organizar, seleccionar el discurso de manera artesanal, de modo que «su propia huella […] está a flor de piel en lo narrado, si no por haberlo vivido, por lo menos de ser responsable de la relación de los hechos» (Benjamin 1990: 8). El resultado es un texto impostado, un montaje, donde lo montado interrumpe el contexto en el cual se monta, ya que requiere una reconstrucción donde la actitud de
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narrar se vuelca sobre sí misma para establecer la relación afectiva y ética con su propio relato, para traer desde el pasado y liberar el futuro que contenía, el «futuro olvidado en el pasado», como diría Benjamin. Por esto, el texto adquiere un carácter de artefacto o artificio que se nutre de otros discursos como la carta amistosa de Pinochet a Prats, el discurso del «Poder judicial de la Nación» al inicio del relato y el «Alegato», donde se presenta la querella interpuesta por la familia Prats. Todos los discursos se desarrollan en el acto de su relato y no como un discurso en sí mismo; por lo tanto, el texto en su conjunto, configurado sólo por medio de extracción de escenas, insinúa algo que jamás logra escenificación de la muerte, del atentado. Allí está la falta que radica en el vacío de algunos aspectos que no se pueden relatar, en el espacio en blanco de lo no dicho, ya que la refundición de la escritura pone en crisis el orden, el sustento de las autorías y sus jerarquías, pero también pone en crisis a la lectura, ya que arranca la pasividad del lector haciéndolo trabajar; pero sobre todo el de la técnica como vínculo casi invisible entre escritura y política que libera a la obra de la armonía y del equilibrio preciso Allí esta él, Arancibia Clavel, el peón, el subordinado, pero la peor falta, el vacío más cruel es el de los militares de verdad: Augusto Pinochet e Iturriaga Neumann. Aquí está la herida, no sólo en la tardanza, sino también en la distancia. «La tradición de los oprimidos nos enseña que “el estado de excepción” en el que vivimos es la regla» (cfr. Benjamin 1999). Es en la tradición que no deja legados, la tradición de los desaparecidos de la Historia, los que con su catástrofe muestran que el «estado de excepción» se ha convertido en regla. El matrimonio Prats simboliza la dureza de la crueldad de la dictadura donde nuestros cuerpos «fueron enteramente sometidos al nuevo orden». El desmembramiento del cuerpo de Sofía Cuthbert, producto de la bomba, vaticina el resultado del cuerpo nacional también desmembrado durante esos años de dictadura. La «reclusión perpetua», como fallo final del juicio, no logra completar el vacío de la ausencia de los verdaderos asesinos. Así, nuestros cuerpos que fueron sometidos, no logran la cura y seguimos arrastrando «la cicatriz que encubre la herida mortal que (nos) atravesó el alma de manera irreversible» (189).
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Bibliografía Agamben, Giorgio (2004): Estado de excepción. Homo Sacer II, I. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Benjamin, Walter (1990): Ensayos escogidos.Buenos Aires: Sur. —(1990): El origen del drama barroco alemán. Madrid: Taurus. —(1999): Sobre el concepto de Historia. Trad. Pablo Oyarzún. Santiago de Chile: Arcis-LOM. Cánovas, Rodrigo (1997): Novela chilena, nuevas generaciones: el abordaje de los huérfanos.Santiago de Chile: Universidad Católica de Chile. Eltit, Diamela (2005): Puño y letra. Juicio Oral. Santiago de Chile: Planeta. García Canclini, Néstor (2000): Consumidores y conciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México: Grijalbo.
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De Puño y letra. Justicia, documento y ética Daniel Noemi Michigan University
The dusk was repeating them in a persistent whisper all around us, in a whisper that seemed to swell menacingly like the first whisper of a rising wind. «The horror! The horror». Conrad, The Heart of Darkness
El viaje de Marlow en la famosa novela de Conrad, su incursión en el corazón del Congo Belga, es un recorrido hacia y por el horror. Un reconocimiento de lo más terrorífico que alberga la condición humana revelar y desvelar la violencia que marca y cruza los cuerpos, tanto individuales como sociales. El susurro del horror, cual viento que nos hiere amenazante, nos recorre y marca nuestra historia, nuestra memoria y nuestra posibilidad de pensarnos desde una necesaria nueva ética. Puño y letra (2005) de Diamela Eltit es un recorrido por el abismo del horror —inefable en su totalidad— de la dictadura de Pinochet. Pensado como un trabajo «estrictamente documental, apenas un fragmento incrustado en el interior de un mapa político depredador» (16), nos presenta como parte central del texto el interrogatorio —trascrito literalmente— al que se vio sometido Hugo Zambelli con motivo del juicio contra Enrique Arancibia por su participación en los asesinatos de Carlos Prats y Sofía
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Cuthbert. La documentalista/narradora/autora ha asistido «de manera sistemática a las sesiones del Juicio Oral» (13) que se llevaron a cabo el año 2000 en Buenos Aires. Así, la reconstitución/transcripción de esas sesiones -que incluyen, aparte del interrogatorio a Zambelli, las intervenciones de los abogados querellantes Guillermo Jorge y Luis Moreno Ocampo—, junto con una «presentación» y un epílogo (denominado «Transversal-mente»), dan cuerpo a y son el cuerpo fragmentado de Puño y letra. Un texto que lucha con la necesidad de una justicia1 y una ética ante aquello que es inconmensurable; un texto que comienza desde una «memoria pulverizada»2. Documentar, Insertar, reconstruir la historia, las múltiples historias (como múltiples son los nombres de Arancibia), borrando las fronteras entre la ficción y la no ficción e ir más allá del literal testimonio porque este texto es desde su cuerpo fragmentado una revisión de la historia. Historia leída a contrapelo, memorias atrapadas que se iluminan en momentos de peligro;3 peligro que es el tiempo-ahora (jetztzeit) de la enunciación y de nuestra lectura: escenario postmortem, donde la justicia parece escaparse cada vez más. Texto, así, que es documento histórico, pero al mismo tiempo, desde su precariedad, se constituye como escritura post-testimonial, pues está antes y después de los hechos, y sus voces divergentes4 dan cuenta de lo imperioso de la consecución de la justicia en un futuro que deviene anterior. De una justicia no por imposible menos necesaria, no por inalcanzable menos real; de una justicia radical que no es otra cosa que la normalización de la excepcionalidad bajo la cual vivimos5. Si bien es cierto que ha partir de la detención de Pinochet en Londres, se produjo un aumento considerable de juicios por casos de derechos humanos, no es menos cierto que la necesidad de justicia sigue existiendo no tan sólo a un nivel simbólico-político (que es, en parte, lo que argumento a lo largo del ensayo) sino también a un nivel de «realismopolítico». El caso de «El libro negro de la justicia chilena», de Alejandra Matus, tanto por lo que relata como por lo que la misma autora padeció por publicarlo (¡a los diez años del regreso a la democracia!) nos sirven como ejemplo de esa profunda carencia. De este modo, el texto de Eltit también puede leerse en el sentido más concreto de la necesidad de una justicia que se produzca a nivel de las cortes. 2 «A mi madre y su memoria pulverizada», es la primera parte de la dedicatoria del libro. 3 Véase la tesis VI de las Tesis sobre la filosofía de la historia de Benjamin. 4 El sentido de omnilateralidad articulado por Lenin y referido por Lukacs para explicar el ‘realismo’, bien podría utilizarse en este caso. 5 Y desde antes de la dictadura: «la democracia burguesa siempre fue estado de excepción hecho regla» (Thayer 2006: 21). 1
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En las páginas que siguen reflexiono sobre tres aspectos a mi juicio claves no solo en Puño y letra, sino también fundamentales para la comprensión de nuestro cuerpo presente. Elementos que en el Chile postmortem (y en Latinoamérica) marcado por el «opaco y penoso adentro» (190) creado por la dictadura, deben ser urgentemente pensados. Así, me acerco a la noción de documento y construcción histórica que está implícita en el texto, a la importancia de la justicia más allá de la justicia formal (justicia radical), y, finalmente, a la ética espectral que recorre el texto y que se articula como respuesta al horror. *** No leo nada que sea político, eh… mi vida siempre se basó en el teatro, el teatro y el teatro. Zambelli en Eltit 2005: 39 Welch Schauspiel! Aber ach! ein Schauspiel nur! Goethe, Faust
¿Qué es aquello que se representa? ¿Cuál es el intento y cuál su mecanismo que circula en el texto? Un texto que representa el paso por los tribunales de Eltit-narradora y documentalista: el que representa se representa a sí mismo. Y que repite algo que carece de antecedente, repite algo que el lector sabe-tiene desde ya: su propio enfrentamiento con esa realidad, la realidad del juicio, de la corte y de todo lo otro. Representar y testimoniar. Sin embargo, no es ni lo uno ni lo otro, dado que la representación se torna juego imposible (y es desde esa imposibilidad desde donde puede articularse) y macabroal ser representación del vacío total, de la muerte en última instancia; de la muerte de los únicos nombres que no cambian, que persiguen a la narradora y al lector: Carlos y Sofía, Carlos Prats y Sofía Cuthbert. El neoliberalismo en su afán por borrar el pasado decreta una nueva velocidad, la velocidad absoluta del presente que acaba con la posibilidad de la representación; al producirse un quiebre/corte no es posible traer al presente los hechos. No es posible desde esa lógica (de ahí el fracaso del testimonio que repite la lógica de la presencia-ausencia hegemónica); por ello es preciso proponer otra lógica, una que supere el quiebre con el
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pasado, que se imponga ante el corte y destrucción de la cronología y la crono-lógica6. La distancia representativa, así, es abismal: estamos ante una ficción jurídica, la ficción del derecho: «El derecho, como particular y en sus diversas formas, se opone a su universalidad y simplicidad intrínsecas, y adquiere entonces la forma de una pura apariencia» (Hegel 1996: 87). Y Pinochet presente, siempre presente, no representado, presente, su carta solo 4 días antes del golpe, declarando amistad, lealtad a Prats, el afecto de la traición. Esta carta, ahí, en la primera parte del libro: esa es la carta que presenta todo lo que sucede, esa es la carta que da inicio al teatro, a la performance militar que solo hará repetirse a sí misma. Porque sí hay una representación que no representa nada, la dictadura. Recordamos que Eltit ya se había acercado al «testimonio» con El padre mío (1989) y El infarto del alma (1994). Acercamientos problemáticos en tanto su definición: «Generalmente se ha empleado el género literario de “testimonio” para categorizar[los], aunque esta generalización resulta problemática en los dos casos por la intervención de la autora en su producción. Eltit prefiere la rúbrica de “libro cultural” por el hecho de ser “más social dentro del lenguaje” y menos “referencial”» (Reber 2005: 449). En Puño y letra nos enfrentamos a un problema similar, sin embargo, en este caso «la intervención de la autora en la producción» —y el funcionamiento del texto que surge desde esta manipulación— provoca tanto una alteración radical de la noción de testimonio y documento como una construcción histórica caracterizada por la necesidad de una subversión (y una sub-versión). El testimonio, todo intento de él, se basa en el acto de recordar. Es, así, un gesto de la memoria, de cierta memoria. Toda memoria, sabemos, es necesariamente inconclusa e imperfecta. Durante el interrogatorio a Zambelli se trata de eso, de recordar, de traer a la memoria fechas, momentos, viajes que permitan determinar una serie de otros acontecimientos. Esto es, se establece una relación triangular entre aquella búsqueda de la ‘verdad’ (las contradicciones de Zambelli respecto a las fechas son notables a este respecto)7, los acontecimientos efectivamente acaecidos (el ‘pasado’, el Véase al respecto Paul Virilio, Negative Horizon, en particular la tercera parte. La contradicción es necesaria en el proceso de revelación de la verdad; la contradicción permite dar cuenta del mecanismo que funciona tanto a nivel discursivo en el interrogatorio como a nivel de nuestra lectura. Zambelli ha dicho antes otra cosa, se contradice —«Usted está diciendo dos cosas distintas» (75)—. ¿Cuál es entonces la verdad? Nosotros también somos testigos (hemos devenido en ello con o sin querer) 6
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golpe, el asesinato de Cuthbert y Prats, la excepcionalidad normalizada), y nuestro presente, el de la lectura, el de la (no) justicia. Trayectoria que no ha de verse como una lectura lineal del pasado en cuanto pasado; no, el pasado solo existe como tal en tanto presente. Esta trayectoria-búsqueda —en la que deviene el testimonio que ya no lo es— permite mantener abiertas las posibilidades de lecturas alternativas y del surgimiento (estallido) de acontecimientos que diferencien y se diferencien de la norma hegemónica8. En otras palabras, la incertidumbre constante, la imposibilidad por parte de Zambelli, remeda e indica el proceso de construcción de/hacia la verdad que la lectora/documentalista debe efectuar continuamente. Pero, precisamente por esta labor constante, este testimonio ya no es un testimonio (nunca lo ha sido). La experiencia es inenarrable y sólo como tal puede ser narrada: la historia no se termina de escribir, y todos los testimonios no alcanzarían para recuperarla. El testimonio muere en su intento, en su falta inicial. Pero, paradójicamente, es desde la falta inicial —su imposibilidad definitiva— desde donde podemos pensar —Puño y letra lo hace— algo que está más allá, que nos permite contemplar lo abierto, y nos otorga la posibilidad del desocultamiento y de la verdad. Cuando el testimonio reconoce su incapacidad, se abre la posibilidad de una visión (de lo que acontece y de lo ya por acontecer) crítica y diversa. Este gesto ‘postestimonial’ implica una crítica radical de las condiciones de funcionamiento de la verdad oficial, una reelaboración de las historias menores y de la posibilidad incipiente de comunidades siempre abiertas, la recuperación de las memorias fragmentadas, y se proyecta en la consecución de la justicia (infinita, radical).
del horror, y así, por lo tanto, debemos solucionar nuestras contradicciones para con el terror dictatorial. Cómplices, como Zambelli, entramos de lleno en la representación irrepresentable del teatro neoliberal. El texto busca recuperarnos de ahí. 8 Se hace necesario, así, pensar nuevas mediaciones, nuevas velocidades que emergen en estos acontecimientos. Thayer plantea que «el acontecimiento en la mediación y la mediación en el acontecimiento, no nombra una sola cosa, uniforme y a tiempo consigo misma. Nombra el destiempo entre acontecimiento y mediación» (35). Es en el destiempo —en su radicalización— desde donde es posible pensar una alternativa y un alter-logos (o una ulogía). El acontecimiento, en Heidegger, se conecta estrechamente con el desvelamiento (la A-létheia, la verdad), y desde él el idioma se elabora nuevamente. Apuntar así a la creación de nuevos acontecimientos desde la posibilidad de lo otro, de lo oculto y silenciado; recordando las palabras de Zarathustra: «Die grössten Ereignisse das sind nicht unsere lautesten, sondern unsere stillsten Stunden».
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Documento atravesado por la política neoliberal; documento que busca subvertir esa política de la desmemoria. Así, el conjunto de textos que conforman Puño y letra pueden leerse como una maquinaria para la memoria que busca escaparse de las garras que la atrapan y reducen9. Pero se trata de una memoria inestable y, como la justicia a la cual apunta el juicio, finalmente imposible en el ahora, siempre post-puesta. Reitero que es en esta imposibilidad donde podemos hallar una alternativa para la construcción de la verdad histórica. El titubeo de Zambelli se convierte gracias a su inestabilidad, a sus contradicciones, a su recorrerse como texto a sí mismo en sus varias versiones/declaraciones, en camino para la elaboración de una historia que a la Benjamin, descubra y revele no sólo lo oculto —que es aquello que más se sabe— sino también lo que es evidente. Se trata, entonces, de ver lo visible: así como en un mundo azul el azul es inconcebible10, en la sociedad del Chile postmortem la alevosía (que no cesa) tiende a desaparecer por su presencia totalitaria. Como el mercado normalizado no nos deja ver su funcionamiento, como nos hemos acostumbrado a la excepcionalidad convertida en norma, como la justicia se suele convertir en «apenas una porción de la ley» (Eltit 2005: 33), se hace imperioso detener la velocidad hegemónica. La justicia sólo puede surgir desde un paradigma distinto, desde uno que se haga cargo de la inconmensurabilidad de lo acaecido. Esto no implica dejar de lado las prácticas de justicia comunes; por el contrario, éstas adquieren aún más importancia, se convierten en condiciones sin las cuales no es pensable ningún tipo de restitución mayor e idealmente total. «No dudo, señores, que condenarlo será justicia» (133), frase dicha por uno de los abogados durante los alegatos y que sirve de epígrafe a los alegatos mismos. En efecto, la condena es parte de la justicia, una mínima parte de un mínimo mecanismo —«nada más que un engranaje […] de una organización» (154)— pero por ello posee también la potencialidad de constituirse en parte mínima de un proceso de justicia más profundo.
En términos deleuzianos: escaparse de ser aparato. Agradezco a Federico Pous esta observación. 10 Me remito al concepto de Ex-Nominación empleado por Barthes y explicado en Cuadra 2003. 9
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Ética fantasmagórica y justicia radical Salgo a la calle y la alevosía no cesa. Eltit 2005: 34 …de manera borrosa o inamovible, tal como si el paisaje se hubiese petrificado y el único movimiento posible fuese el de los cuerpos… Eltit 2005: 183
El problema de la invisibilidad surge, múltiple, en el texto. Preocupación de reiterar (desde su negativo) la política neoliberal del éxito: hablar de «las víctimas más poderosas», de un Comandante en Jefe del Ejército y de su esposa, dejando, así, en el olvido —en la desmemoria y en la invisibilidad— «los crímenes y desapariciones de miles de ciudadanos que se suman como meras cifras o simples nombres en el memorial público de una catástrofe» (14-15). Hasta qué punto, se interroga la documentalista, «venía a incrementar una idéntica práctica segregadora» (15). Significativamente, no como respuesta a lo anterior, pero sí como presentización del conflicto, la intervención-operación final de la voz narrativa se inicia así: «El 18 de marzo de 1974 fueron encontrados muertos, en una acequia, agujereados por múltiples balazos, Santiago Avilés, pintor, y Nicolás Flores, ayudante de tapicero, después que fueran detenidos durante un allanamiento en la población Quinta Bella» (183). Esto es, se recalca que el intento de justicia debe alcanzar, a pesar y debido a su imposibilidad final, siempre más allá. Recuperar también la perspectiva de clase que se ha buscado borrar, pues sí, se trata de un conflicto de clases. El proyecto de la Unidad Popular por y para las clases populares (¿alguien recuerda al proletariado?) no sólo desaparece como posibilidad política, sino que además en su desvanecimiento arrastra consigo a una clase social y su lucha. La justicia, entonces, apunta de modo similar hacia esa restitución. Se trata, en otras palabras, de pensar en los fantasmas que están hoy presentes-ausentes. Los fantasmas, las presencias espectrales que cruzan el texto de Eltit, son incesantes, son como el horror de lo acaecido, como la imposibilidad del decir, infinitos. Y eso es lo importante, que no es sólo un general y su esposa (pero también ellos y también sus cuerpos), sino que hay toda una invisible visibilidad latente. Puño y letra puede leerse, así, como la propuesta
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y articulación de una ética radical; una que derrideanamente, surge desde el reconocimiento de que lo imposible puede volver a suceder: «Hay que recordar constantemente que ese mal absoluto (la vida absoluta, la vida plenamente presente, aquella que no conoce a la muerte y no quiere oír hablar de ella) puede tener lugar. Hay que recordar constantemente que, precisamente, a partir de la terrible posibilidad de ese imposible la justicia es deseable: a través pero, por lo tanto, más allá del derecho» (Derrida 2003: 196). Esa justicia que se ajusta a derecho, pero que tiene que ir más allá (¿cómo, si no, pretender acercarse siquiera a la inconmensurabilidad de lo acontecido?), devenir una justicia radical11. Se trata, por cierto, además de ver lo visible, de (de)volver la visibilidad a lo invisible; mientras, al mismo tiempo, lo visible debe ser aprehendido en su verdadera magnitud, aprehendido en su fundamental invisibilidad. Y se trata, por cierto, de la visibilidad de cuerpos heridos, dañados, destruidos desde el año aciago de 1974: «llegamos a convertirnos en seres grises e insignificantes a costa de consumir en nosotros mismos, un pedazo material de nosotros mismos, la ira y la pena» (188). Son cuerpos sociales nacionales, individuales. Son fragmentos irrecuperables por la herida de la dictadura: «Mi cuerpo crónico, a partir de ese año, y año, Junto a Luis Martín-Cabrera hemos elaborado el concepto de «justicia radical»: «By radical justice, then, we mean the exposure of the experience of the limit, thus opening up new political possibilities and new trajectories while at the same time resists any calculable retribution or norm. If radical injustice was the result of the dictatorship and perpetuates itself after it had formally concluded, radical justice functions from and towards a different time and location. What is established, is a relation of discontinuity among them: their “radicalisms” differ: radical justice opens up the limit experience created by radical injustice and traverses it. In this way, radical justice “speaks” and “produces” meanings from “there”. These (new) means of resistance, needless to say, do not imply that it is not necessary to judge the perpetrators of state violence or to establish compensations for the victims (on the contrary, that is the conditio sine qua non), but rather to insist on the fact that justice, radical justice, lies beyond the symbolic universe of the law. To put it another way, radical justice is not a single or concrete fact/object; something that can be simply established by decree. Rather, it is a process, a trajectory, a velocity that implies the active participation of various social and political sectors; something that requires the recovery of history and memory to imagine a different society without simply falling back into old utopias. As stated above, we can understand radical justice as a multiplicity of means of resistance. It is not another version of Spinozian multitude or what it wants to achieve: its political strength lies más allá, beyond any attempt to constitute a hegemonic legal/political force» (MartínCabrera/ Noemí Voionmaa 2007: 74). 11
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ya no tuvo cura. Arrastro la cicatriz que encubre la herida moral que me atravesó el alma de manera irreversible» (189). El cuerpo, observamos, entra en estrecha relación con la temporalidad, y ese tiempo —del cual el cuerpo es incapaz de liberarse— es el que se convierte en enfermedad crónica. Un tiempo que borra el tiempo; lo crónico que se torna acrónico, surgimiento de un tiempo ya impensable, donde no es posible pensar en temporalidades. Es el tiempo el que acrecienta la herida moral, el tiempo que se suma —que ni vuelve ni tropieza— que llega a su fin en su continuo devenir, es decir, el tiempo de la democracia atrapa e intensifica la «herida moral» desde la negación de la justicia, desde la implementación de la excepcionalidad dictatorial democratizada. Contra todo esto, se rebela Puño y letra, y propone pensar y posibilitar, entonces, con toda su literalidad, un nuevo tiempo que rompa con la crónica y lo crónico del presente. La combinación de lenguajes es, en este sentido, clave en el proceso de corte: el lenguaje del interrogatorio, los alegatos y el marco documental del texto, junto con todos los elementos paratextuales, provocan la detención de la lógica hegemónica tras la que se escuda el consenso neoliberal. No se trata solamente de trazar un recorrido hacia el pasado, tampoco es sólo traer de vuelta ese pasado al presente y tornarlo vívido; más aún, se trata de devolverle al tiempo —un tiempo que es al mismo tiempo pasado y presente— su potencialidad política. Esto es, la búsqueda de la justicia que está implícita, conlleva la recuperación de un proyecto político otro. La posibilidad de la diferencia y la urgencia de ella, de eso se trata la verdad, no de retomar, como podría pensarse, el modelo de la Unidad Popular, sino de abrirse a alternativas y alteronomías que reconozcan los legados del pasado (y el plural aquí es imprescindible). La consecución de la justicia entendida como la condena de un individuo, el limitarse a ello, puede, por lo tanto, producir un resultado paradójico, es decir, una suerte de complacencia, de satisfacción ante lo obtenido. Es por ello que la documentalista recalca que la «alevosía no cesa», y los mismos cuerpos devienen «un pedazo que no cesa» (189), porque, efectivamente, la justicia está siempre inacabada, está siempre más allá y por-venir, e implica, reitero, la necesidad de la recuperación de pensamientos políticos y proyectos que continúan borrados en la democracia postmortem. El futuro es siempre anterior.
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*** «Pueden quedar constancia de eso, que no recuerda si fue antes o fue después» La Defensa, 95
Hay, sin duda, una función del texto. Más aún, podemos arriesgarnos y decir que es la (una) función de la literatura y, de este modo, una ética de la literatura, la que se despliega. No me interesa discutir acerca de una definición particular de literatura en este caso. No, a lo que me refiero aquí es a la función institucional de la literatura, su relación en cuanto campo discurso y epistemológico con y en la sociedad12. Un texto se inserta en el campo literario y contribuye a conformarlo; simultáneamente, dicho campo está determinando en parte el funcionamiento del texto. Esta relación es central para comprender la posibilidad política de cada texto individual y del conjunto de textos que son la literatura. Al insertarse como un componente de la institución literaria —incluso pensando en la posibilidad de una crítica radical a la misma—, el texto entra en juego en una serie de relaciones aún más amplias, y es ahí cuando adquiere su significado social, histórico y político. El proyecto de Eltit13 tiene como una de sus características la alta auto-consciencia de su participación en este proceso, algo que se expresa en la metaliteratura que recorre los diversos textos de su producción y que se ha visto reforzado por el aparato crítico al que la misma autora ha contribuido 12
pecto.
El trabajo de Peter Bürger sobre la vanguardia resulta esclarecedor a este res-
13 Leonidas Morales considera el proyecto literario de Eltit el más importante en la literatura chilena de la segunda mitad del siglo xx, junto con el de José Donoso: «Desde el punto de vista de la historia contemporánea del género [la novela], o mejor, de la modalidad de género a la que se pliegan, es decir, de la novela como arte de experimentación y espacio de producción simbólica, representan la propuesta narrativa que con más coherencia y lucidez se hace cargo de las consecuencias, en términos de identidad del sujeto y de su narrador, del acontecimiento precipitado, en Chile, por José Donoso, ejemplarmente con su novela El obsceno pájaro de la noche: la culminación del doble proceso vanguardista de fragmentación del narrador y de desintegración de la unidad del sujeto» (2004: 165). Es interesante reflexionar sobre la noción de «proyecto» como otra manera de romper con la individualidad de la ‘obra’. De hecho, la noción de proyecto permite pensar en una serie de nuevas conexiones desde la constelación de un corpus. Es, así, la literatura misma la que adquiere un mayor potencial y obliga, por lo tanto, a una reflexión crítica más elaborada y necesariamente política.
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notablemente14. Podemos, de este modo, trazar múltiples líneas de contacto entre los diversos textos del corpus eltitiano. Ya mencionamos las versiones de post-testimonio/documento que son El infarto del alma y El padre mío. Otra relación, sin embargo, otra línea de fuga y velocidad alternativa hallamos al volver a la primera novela de Eltit, Lumpérica (1983). De las múltiples interpretaciones que este texto ha tenido15, nos resulta de particular utilidad aquella que observa, desde la teoría de Nancy, el intento de proponer/establecer una comunidad siempre por-venir —la de los mendigos—, nunca realizable en su totalidad, siempre abierta (y por lo tanto, profundamente democrática)16. Desde esa presencia espectral que constituía Iluminada y el grupo de pálidos de la plaza, podemos observar cómo, así, en Puño y letra surge de modo similar pero históricamente radicalizada la necesidad de una comunidad abierta tanto a las heridas del pasado como a la consecución —siempre incompleta, siempre porvenir— de la justicia. La radicalización de la necesidad histórica surge desde el momento en que el presente de la documentalización textual confluye con el presente del ominoso crimen, un crimen que es sólo la punta del iceberg. Se trata, por lo mismo, de recuperar las voces silenciadas —como se proponía en Lumpérica— pero ahora desde un momento histórico profundamente diverso, el del imperio del neoliberalismo, el del despliegue de su juego teatral; el momento de la globalización17y del ingreso de Chile en esta lógica (un ingreso que es 14 El trabajo de crítica cultural de Eltit entrega valiosas herramientas para la comprensión y explicación de su «proyecto». Asimismo, en múltiples entrevistas es posible advertir el alto grado de consciencia que existe en el mismo. Por cierto, no está nunca demás recordar, esto no implica que todo lo que Eltit mencione sobre su trabajo deba tomarse como la interpretación o lectura más adecuadas; pero de todos modos constituye un referente ineludible. 15 El artículo de Reber, antes mencionado, da buena cuenta de las distintas lecturas posibles. Destaca, en particular, las distintas perspectivas teóricas desde las cuales la novela ha sido analizada. Como posibilidad, creo, sería interesante sacar a Lumpérica de su contexto inmediato, el de la dictadura, y conectarla con la tradición vanguardista y realista social de los años 20 y 30; no con un afán de despolitizarla, sino, muy al contrario, para darle una nueva politización, un nuevo posicionamiento, que contribuya a su resignificación en el presente. 16 No corresponde aquí desarrollar esta lectura. Véase al respecto Jenckes 2003. 17 La inserción de Chile en el mercado global ha sido un tema recurrente en la producción más reciente de Eltit. Llanos cita a Kirpatrick señalando que Eltit ha sido una de las «voces e intérpretes principales de los cambios culturales» (2006: 11), con lo que esto implica. Véase también el trabajo de Rubí Carreño sobre Mano de obra, «Mano de obra, una poética del (des)centramiento», el de Francine Massielo «El trabajo de la
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múltiple) con todas las consecuencias políticas que ello implica —políticas que buscan borrar y lavar el pasado18 —. Y es aquí que el texto nos muestra los cortes que se han creado en la sociedad, desde el «Puño y letra» de la sociedad misma. Nunca es suficiente, de ahí la necesidad de documentar el horror, de dislocar y divertir-divergir nuestra comodidad. Por ello, la sensación de insatisfacción, o, aún más, de vacío y alevosía que perdura aún después de la «reclusión perpetua» (34) que escucha la documentalista. Ella sabe de la insuficiencia porque su texto es también dar cuenta de esa falta, de la falta, porque la re-escritura del juicio, la inscripción de los textos de los abogados, la carta infame, todo ello, forman un palimpsesto donde la trayectoria de la testigo (que no puede testimoniar) se convierte en su misma escritura. Escritura sobre escritura: el cuerpo que escribe en su recorrido por las cortes, el oído que escucha, la mano que transcribe, el ojo que lee. Sí, nosotros, entonces, escribimos de nuevo en nuestra lectura; nuestro recorrido es la búsqueda de algo que no podemos hallar (porque estamos acostumbrados y hallados en la excepcionalidad, en la ausencia de la justicia). La alevosía documentada, la falla sin suturar, es también la nuestra. Social, nacional, individual. Y casi sin querer pasamos a ser otro testigo más, como Zambelli, que no sabe, que no puede saber, si lo que ocurrió, si lo que nos ocurrió, fue antes o después. La política es una práctica y una teoría (en el sentido en que es, de modo inseparable, las dos) que se sitúa desde la posibilidad de la libertad y la consecución de la justicia. Como plantea Badiou, «Si la política existe verdaderamente, entonces la política es la posibilidad de no ser esclavos». Así, se trata de trazar un acto político que abra nuevas alternativas políticas: pensar y crear una justicia inconmensurable, hacer de los escenarios del pasado y del presente fuentes de una articulación crítica de la historia que nos permita no sólo soñar con una ética que no sea la del mercado, sino —desde una poética de las verdades— establecer una ética de la vida (y de la muerte) que logre, por fin, cesar el horror de la alevosía que nos atraviesa.
novela, o el mío», y «El supermercado nuestro de cada día: Literatura, traición y mercado alegórico», sobre la misma novela, todos publicados en Casa de las Américas 230 Enero-Marzo 2003. 18 El texto ya clásico de Moulian, Chile Actual: Anatomía de un Mito, presenta una interesante lectura de este proceso.
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IV. Inversión de escena… fuera de contexto
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Diamela Eltit: La memoria compartida Nelly Richard Universidad ARCIS
Conozco a Diamela Eltit desde 1977. En aquellos tiempos de adversidad, bajo dictadura militar, comenzó a tramarse una escena de prácticas artísticas y culturales que se empeñó en reconceptualizar —audazmente— los nexos entre arte y política, fuera de las canonizaciones de género de la cultura institucional que representaban al oficialismo de la dictadura y, también, fuera de toda subordinación ideológica al repertorio militante yde la izquierda ortodoxa. En un paisaje convulsionado por la violencia homicida del régimen militar, esta «nueva escena» o Escena de Avanzada (así la denominamos) reagrupó prácticas que mezclaban el arte, la escritura, el cine o el video, a través de las obras de Carlos Leppe, de Eugenio Dittborn, de Carlos Altamirano, de Lotty Rosenfeld y del grupo CADA. La Escena de Avanzada trabajaba con fragmentos de partículas sociales y materiales psíquicos violentamente desintegrados por el paradigma dictatorial. Su deseo era trazar líneas de fuga y disidencia en el interior de los bloques opresivos y represivos del autoritarismo. Conjugando de modo inédito el experimentalismo neovanguardista de la ruptura institucional y la autoreflexividad deconstructiva de los signos, la Escena de Avanzada fue desviando el orden de las codificaciones autoritarias al reinventar el cuerpo
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y la ciudad como zonas de desborde somático y de estallido pulsional, sin abandonar nunca el impulso trágico y utópico-contestatario. Diamela Eltit formaba parte del Colectivo Acciones de Arte (CADA) que jugó un papel determinante en esta reconfiguración de los imaginarios artísticos, políticos y culturales de los 80 en Chile. Eran tiempos de desgarros existenciales, de pasiones creativas y también de antagonismos personales en el interior de una micro-escena a menudo excedida por los delirios imaginativos que intentaban conjurar la sofocante falta o clausura de horizontes. Si bien quienes integrábamos la Avanzada compartíamos la extrema necesidad —urgida y urgente— de burlar las consignas oficiales con lenguajes desobedientes, no nos poníamos de acuerdo en cómo las imágenes y las palabras rebeldes debían librar sus batallas de la significación. Pese a que, en 1979, leí el libro Purgatorio de Raúl Zurita con total admiración, manifesté en seguida una abierta desconfianza crítica hacia los postulados mesianizantes de la retórica zuritiana que, en esos años, contagiaba al discurso del CADA. Pese a esa distancia mía con Zurita, no estuvo nunca en duda la complicidad estética que me vinculaba a los trabajos mas materialistamente deconstructivos que Lotty Rosenfeld y Diamela Eltit gestaban en el interior del grupo. Me refiero al trabajo de desmontaje de la economía política de los signos que, a través de sus intervenciones urbanas, ejecutó el riguroso trabajo de arte de Lotty Rosenfeld (ex miembro del CADA, artista visual y hasta hoy compañera de ruta de D. Eltit en varias aventuras creativas) y me refiero también, sobre todo en la ocasión de este Coloquio, al afiebrado proceso de desensamblaje de los géneros artísticos y literarios a través del cual D. Eltit fue modelando los fervorosos quiebres de su voz narrativa. Los años han pasado y el aura de reconocimiento académico, que hoy rodea el prestigioso nombre de D. Eltit, quizás haga difícil visualizar lo siguiente: el casi total aislamiento literario nacional en el que se fue escribiendo su primera novela Lumpérica (1983). De todos los escritores con firmas instituidas, sólo José Donoso se atrevió a entablar con D. Eltit un diálogo amistoso que vitalizaba la insaciable curiosidad literaria de ambos. Mi memoria —biográfica y cultural— me dice que fue un privilegio de vida haber asistido tan cerca al atormentado modo que llevó a Eltit a graficar las dislocaciones escriturales que le dan a Lumpérica una fuerza que irrumpe y es, además, disruptiva. Mi memoria me dice también que podría ser un orgullo el haber sido históricamente de las primeras (junto
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con Eugenia Brito) en dejarme inquietar y fascinar por la emergencia de esta voz narrativa que rompía los moldes de la convención con una osadía tan descarnada como hipermaquillada. La pulsión crítica que, en esos años, me comprometió con la escritura de Diamela Eltit se desataba, en mi caso, muy lejos del refugio académico y de sus conocimientos, a salvo en los extramuros de la universidad y a la intemperie, donde ciertas teorizaciones heterodoxas recurrían a la vagancia de conceptos fugados, desenmarcados, sin ataduras disciplinarias, para manifestar su rechazo a los saberes catalogados y normalizados de las bibliografías aprobadas. Entre el síntoma histórico del cuerpo-herida (dolor y mortificación: el tajo, la cortadura) y el síntoma histérico del cuerpo-mascarada (la cosmética, el barroco: el derroche de la palabra suntuaria), la narrativa de Lumpérica supo hacer proliferar, en torno a la cicatriz, una textualidad fastuosa que se valió de la contorsión idiomática como arma de subversión. Luego Eltit escribió la que considero que es una de las más imponentes y majestuosas novelas latinoamericanas: Por la patria (1986). La contraépica de Por la patria recorre un trayecto sobresaltado que va desde la negación de «Chile-no» (el repudio a la patria militarizada) a la afirmación de «Chile-nos» (la gesta comunitaria de ensamblar retazos de identidades). Ese trayecto escritural mezcla los exabruptos de la memoria y los clandestinajes del deseo, en una alegorización de Chile y de la fundación americana donde la ambivalente (la máscara y la traición), lo disconexo (lo no integrado y lo residual) y lo híbrido (lo mezclado y lo impuro) escinden cualquier orden representacional de simbolización nacional, de cohesión identitaria y de pertenencia genérico-sexual. Ambas novelas —Lumpérica y Por la patria— son textos brutalizados por la experiencia del haber tenido que desenterrar léxicos que se hallaban sumergidos en fosas de muerte, de odio y de persecución. Sus palabras, de tironeos y forcejeos, llevan quien deletrea la frase a palpar en cada rotura silábica, en cada quebradura sintáctica, la violencia desestructuradora del siniestro y combativo pasado que nos dividían entre trozos y destrozo. Ya se ha escrito mucho sobre el extenso trabajo narrativo de D. Eltit que sigue infatigable y sobre las claves que distinguen ese trabajo. Sólo enumero algunas de ellas: las hablas desfasadas (lo primitivo o salvaje y lo hiperletrado, lo galante y lo obsceno, lo devoto y lo profano, entre otras) cuya gesta recrea paródicamente las narrativas fundacionales, al invertir los signos del ascenso y al convertir a la caída en un deslumbrante motivo
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de goce de identidad; la hiperbolización barroca de los grafemas de la destrucción que se inscriben en corporalidades mutiladas y en biografías rotas por el hilo de la sangre; los cuerpos a cuerpos con la madre y las revueltas de una lengua que ficcionaliza múltiplemente la escena del nacimiento para no tener que permanecer cautiva de las nominaciones e identificaciones asignadas por el dibujo perverso de la triangulación edípica; las afecciones e infecciones del nudo familiar, que se trenza en escenarios sea míticos, sea populares que habitan cuerpos bajo condena a menudo fatales; el recurso fabulatorio de la mentira que insiste en adornar el ingenuo y pobre realismo de los hechos con alteraciones, retoques y simulaciones que exacerban en el lector la manía de la duda y el tic de la sospecha; la desconfianza hacia todo finalismo certero de una significación programada, y el gusto de lucir el desacierto y la imperfección a través de las grietas discursivas de la falla, del error y de la falla; el descentramiento de identidades transversas que sólo se conciben a sí mismas nómades o vagabundas, cuyas derivas pulsionales las zafan del monologismo de lo centrado; lo escultural del desecho urbano que cifra la miseria y el abandono en una residualidad tercermundista que defiende orgullosamente su otredad; las múltiples cadenas de estratificación del poder que la gestualidad contracultural de lo femenino sabe desviar hacia márgenes de activa disidencia simbólica; la negativa popular y cotidiana a dejarse avasallar por las fabricaciones del mercado que promueven el éxtasis de la compra, generando pliegues de resistencia que —desde la obstinada visceralidad del reviente orgánico o desde la refractariedad lingüística del garabato chileno a la traducción— desafían el idioma común de la globalización neoliberal. He leído con sostenida atención la obra narrativa de Eltit a lo largo de estos años y he celebrado el no-simplismo de cada una de sus torsiones de relato. Debo confesar, sin embargo, que de toda la producción de Eltit posterior a Lumpérica y Por la patria, mis preferencias de lectora compulsivamente atraída por los desenmarques me llevan a inclinarme hacia el fuera-de-marco de dos textos que considero sobresalientes: El padre mío (1989) y El infarto del alma (1994, publicado en colaboración con la fotógrafa Paz Errázuriz). Desde las grietas mentales de subjetividades en ruina y de cuerpos erráticamente signados por los descalabros físicos de la miseria urbana, Eltit construye un montaje de procedimientos que se intercalan y se desajustan unos a otros, mezclando el documentalismo testimonial con el figurativismo literario de una palabra tallada por el excedente suntuoso de un barroco que retoca —y pervierte— el natu-
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ralismo sociológico. Tan heteróclito montaje produce un shock estético, un shock doblemente salvaje en cuanto violenta tanto el culto de la literatura, como «ficcionalización», como la ortodoxia política del testimonio y como «veridicción». Ambos textos precipitan la mente hacia una zona de tumultos e infracciones que lleva la extra-vagancia de lo estético a desplegar toda su fuerza de perturbación cultural para agredir y transgredir las categorías reductoras —y normalizadoras— de comprensión social de lo marginalizado. Los tránsitos de género que ha experimentado la obra de Eltit a lo largo de estos años de insistente y persistente trabajo de escritura han movilizado una lectura de la crisis (una lectura que emergió socialmente de las fracturas y convulsiones del paisaje dictatorial), una lectura en crisis (una lectura desajustada de los formatos convencionales y remecedora del sentido) y una lectura que pone en crisis (una lectura que saca del conflicto de discursos su repertorio de intervenciones ideológico-culturales). Este modelo de lectura —que impregna sus textos— funciona como una apuesta de la imaginación que se expone al riesgoso deshacer y rehacer de significaciones fluctuantes e inacabadas, en tumulto, no sumisas a las pautas de acomodo y complacencia con las que el mercado de la recepción masiva trata de rebajar el atrevimiento y riesgo de los desajustes de signos. La transición chilena ha conjugado redemocratización política (el oficialismo del consenso y sus vocabularios técnicos de la negociación) y neoliberalización económica (el festejo consumista y sus brillos publicitarios) para que lo uniforme y lo conforme terminaran de domesticar las subjetividades vulneradas de la postdictadura bajo las nuevas reglas, triunfantemente ejecutivas, de lo funcionario y de lo numerario. No sólo el trabajo literario de Diamela Eltit, sino también el activismo cultural de su voz denunciante —la recogida, por ejemplo, en Emergencias (2000), que vigila el acontecer político-social y lo comenta en sus ranuras más intersticiales—, tratan de oponerse a la dominante de mercado, una dominante neoliberal que vacía el sentido y homologa los sentidos al lugar común de un pluralismo hecho para desactivar cualquier antagonismo de posturas en nombre del molde falsamente reconciliador de la diversidad. No es fácil hacer valer, en ese paisajismo mediático de lo banal, una diferencia de voz cuya otredad sepa burlar lo estereotipado de lo marginal con que el mercado comercializa las marcas llamadas «mujer», «periferia» o «subalternidad», para arrinconarlas en algún segmento cómodo que controle el sistema de las identidades y las diferencias homogéneas.
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Me parece que Eltit está consciente de los múltiples peligros de apropiación y expropiación de la voz crítica bajo un programa neoliberal que busca neutralizar todo coeficiente de desarreglo, suprimir lo recalcitrante y lo indócil, para que nada molesto —en el tono o la compostura— accidente la superficie operacional de las planas transacciones de signos que nivelan la comunicación mediática. Intuyo que ha tratado de conjurar estos peligros deslizándose de lugar y de posición culturales, cambiando de rol y de asignación genérico-literarios, rotando las pertenencias y los domicilios institucionales y extra-institucionales, para que no le resulte tan fácil al sistema administrar la previsibilidad de los recorridos de sus gestos de contrapoder. Eltit sabe bien que, cualquiera sea la formulación —directa o indirecta— que adoptan las solicitaciones del mercado y de la institución, el gesto de seducción-sedición de la escritura y del pensamiento debe luchar incesantemente contra la fetichización del autor y la reificación de la obra en el interior de un sistema cultural experto en bendecir a quienes lo contradicen o lo maldicen, a cambio de la promesa de alguna que otra recompensa y distinción. Los vaivenes de su historia llevaron a Eltit a habitar diversas latitudes (México y Argentina, además de Chile) y a ubicarse en distintas localizaciones culturales y académicas (América Latina y Estados Unidos). Se abrió en torno a su obra una red internacional de espacialidades múltiples, cuya vastedad era muy difícil de imaginar en los tiempos de confinamiento y reclusión en los que comenzamos juntas a escribir. Cuando la dictadura chilena buscaba clausurar todos los universos de sentido, Eltit recurrió a la plurivalencia expresiva de la metáfora literaria para burlarse del castigo de la penuria, de la indigencia, yendo del menos (la condena a la falta y la privación) al más (el utopismo libertario del desborde creativo). Me parece que frente a la amplificación de los horizontes que le dibujan hoy varias geografías de oportunidades, Eltit se ha sentido tentada de realizar un trayecto inverso, un trayecto que la conduce del más de la sobreoferta —a menudo engañosa— de las ventajas y las gratificaciones a un menos cada vez menos restringido, que consiste en acotar el deseo a un campo delimitado de pasiones cada vez más severas y estrictas. Es como si fuese hoy indispensable, para resistirse al vértigo circulatorio de los flujos indiscriminados de un mundo en que todo se liberaliza, recurrir a la exigüidad de un sobrio paraje de cautela desde donde mirar con desconfianza lo ilimitado de la multiplicabilidad total. Eltit ha ido practicando la austeridad de un trazo, de una marca parca, de una voluntad terca de
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cambiar lo extensivo por lo intensivo, de contraer la mirada (en lugar de expandirla) sobre singularidades cada vez más locales y sublocales para que el «sí, quiero» dirija su máxima concentración de energía hacia lo verdaderamente intransferible. Me siento cómplice de esta obstinada manera de insistir en una pasión absoluta que confía en la fuerza de dislocación crítica de la palabra y la imagen. Pese a las diferencias parciales que nos han separado —a veces agudamente— a la hora de decidir y resolver ciertas tomas de posición, hemos compartido con a lo largo ya de toda una vida— una misma energía batallante en torno a lo crítico-cultural. Nos une un hilo de memoria compartida que, según creo, ninguna de las dos quiere aflojar porque ese hilo lleva la cuenta de sus asperezas como tributo a una determinada historia de rigor y de valor en contra del relajo acrítico del lugar común institucional y del facilismo ganancioso de los éxitos de mercado. Valga mi homenaje a esa memoria —densa y tensa— de una amistad de más de 30 años con Diamela Eltit que se ha encarnado en biografía cultural.
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De la crueldad (Diamela Eltit y las reinvenciones del teatro chileno) Cristian Opazo Pontifica Universidad Católica de Chile
La letra puede salvarse de la enfermedad occidental [el aburguesamiento], transformándose en teatro. Antonin Artaud Mano de obra, dependiendo de quien la descifre, es revolucionaria, satisfecha, terrorista, narcisista, posmoderna, engreída… En todo caso, novela no es. Camilo Marks
I. Inversión de escena Con indignación, a veces, con vergüenza (ajena), otras, los críticos de la obra de Diamela Eltit hemos tenido que aprender a «poner en escena» nuestros trabajos en un espacio de lectura clausurado por los prejuicios: «[s]i usted relaciona la forma como escribe con [su] apariencia física […] podría traducir que se trata de un adefesio», «[su gramática hace] pensar
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en una mujer complicada, neurótica», «[ella] carece de originalidad y exhibe poca formación intelectual», más aún, «la prosa [de sus libros] […] se asemeja a la de filósofos clínicos tipo [Jacques] Derrida y [Félix] Guattari» (Marks 2002: 77). Con todo, quienes piensen que el papel del crítico consiste en trocar el denuesto de «herejes» y «blasfemos» por las loas del «colectivo», están redondamente equivocados. El objetivo del crítico literario, opino yo, debería ser mover deliberadamente textos amenazados por censuras domésticas hacia un fuera de lugar, donde la vitalidad de sus discursos pueda «estallar» en múltiples lecturas otras1. De acuerdo con esta postura ética (discernible a partir de la misma producción de Eltit2), he preferido tomar palco en la querella entre «bolañistas» y «eltitianos», ventilada durante las últimas semanas en los suplementos literarios de un par de matutinos santiaguinos3. En vez de hacer eco de discusiones todavía circunscritas a un campo cultural signado por el ninguneo criollo4, he decidido escribir sobre una dimensión donde, curiosamente, la escritura de Eltit se reinventa y reinventa prácticas anquilosadas: la dramaturgia chilena de la post-dictadura. ¿Qué impulsará a un director como Alfredo Castro (célebre por sus relecturas de clásicos como El Rey Lear o Casa de muñecas), a poner en escena un texto como Mano de obra (singular reality show de las prácticas de obreros y clientes de un supermercado periférico)? ¿Cuáles serán las 1 Este gesto lo realiza Rubí Carreño cuando presenta a Eltit ya no como una «heroína del margen», sino como una pasa-fronteras que, con sus desplazamientos, des-construye las oposiciones binarias centro/periferia, local/global, norte/sur (107). 2 Descentrar textos es lo que ha hecho Eltit al releer a María Carolina Geel (en relación con los crímenes pasionales inscriptos en la crónica roja de los tabloides), a José Donoso (vinculado con el artificio neobarroco), o Armando Méndez Carrasco (ahora, en diálogo con la filosofía del poder). 3 «Diamelitas» es el apodo despectivo con el cual Álvaro Bisama, citando a Bolaño, desacredita el trabajo escriturario de tres novelistas emergentes que se adscriben a la poética de Eltit: Nona Fernández, Andrea Jeftanovic y Lina Meruane. «Cuando Bolaño hablaba de las ‘diamelitas’ supongo que se refería a […] obras como […] Mapocho de […] Fernández que contiene todos y cada uno de los temas esbozados en los últimos quince años en las aulas universitarias: la opresión genérica, el incesto, la historia de Chile, la ciudad y sus márgenes, la orfandad, los guachos» (8), sentencia Bisama. «Frente a cuatro ‘diamelitas’, siempre es preferible la original» (2), agrega un cronista de La Tercera al comparar el trabajo de estas narradoras con Eltit. 4 No es casualidad que el primer «Coloquio Internacional de Escritores y Críticos: Homenaje a Diamela Eltit» se celebre casi 30 años después de la emergencia de Eltit en las letras de Chile.
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peculiaridades formales de este texto que reclaman una segunda vida sobre las tablas? ¿Qué distingue a los mecanismos de representación desplegados en este relato de Eltit de aquellos tradicionalmente usados por los dramaturgos del teatro social chileno? ¿De qué manera la penetración de sus textos en los centros de investigación/producción teatral obliga a ensanchar los límites de la enciclopedia literaria de nuestros teatristas? Estas cuatro preguntas me surgen después de asistir a una función del montaje teatral de Mano de obra5, espacio donde, para sorpresa de muchos, la escritura de Eltit abandona las aulas universitarias para dialogar con colegiales, profesores de liceo, trabajadores y diletantes6. II. Mimesis y escándalo La irrupción de Mano de obra (2002) en el campo teatral chileno constituye un escándalo, en el sentido etimológico de la palabra. La voz escándalo —si se me permite un apunte léxico—deriva del sustantivo latino scandalum, que es sinónimo de «trampa» (Corominas 672); la raíz skan, que a su vez fue tomada del griego, es de origen indoeuropeo y aparece asociada a los verbos «saltar», «trampear» y «tropezar» (American 2046). En castellano antiguo —indica el Diccionario de autoridades de 1732— escandaloso es el dicho que da motivo para que «los otros discurran» o sientan «asombro, pasmo, admiración» (552-53). Quizá sea en atención a estas glosas que Jacques Derrida, finalmente, comprende el escándalo como una zona (tramposa) de (el texto de) la cultura que, al no dejarse pensar dentro de los marcos epistemológicos consabidos, debe ser exorcizada merced a una serie de operaciones lingüísticas suplementarias («Estructura»). Para actores y directores (resignados ante la orfandad de dramaturgos de fuste7), críticos (ya habituados a experimentos postmodernos), y espec5 Mano de obra fue estrenada el 10 de octubre de 2003 en el centro cultural Matucana 100. La dirección y el guión adaptado estuvieron a cargo de Alfredo Castro. Formaron parte del elenco: Taira Court, Paola Gianinni, Amparo Noguera, Rodrigo Pérez, Marcial Tagle y Pablo Valledor. 6 El éxito del montaje de Mano de obra (estrenado el 2003, repuesto en el 2007 y cuyo guión adaptado también ha sido exitosamente publicado en formato libro [Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2007]), desmiente aquella tesis que indica que la escritura de Eltit sólo funciona como un best-seller académico. 7 No es casualidad que a partir del año 2007, la tradicional Muestra de Dramaturgia Nacional cambie su formato: de espacio para la representación de nuevos textos pasa a ser
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tadores teatrales (mal educados en el desdén por la palabra), Mano de obra propone una mimesis escandalosa. Representación escandalosa, porque representa al cuerpo y al habla de los sujetos populares de una manera que no se deja atrapar en los cánones de las academias teatrales nacionales. Los sujetos populares de Eltit, sus «pálidos», no están ni en el teatro circo de Andrés Pérez (donde cafiches y prostitutas emergen como archiveros del «arte poética» de la sabiduría popular8), ni en el teatro épico de Isidora Aguirre (donde las inmolaciones de caudillos como Lautaro y Manuel Rodríguez dan sentido político a las luchas de los colectivos explotados9), y ni siquiera en el teatro pobre de Juan Radrigán (donde proletarios y subproletarios, aunque desquiciados, todavía poseen un lenguaje y una dignidad inalienables10). Los alcances del escándalo de Mano de obra, en todo caso, no se limitan a una cuestión de «estilos» (polémicas discursivas con el teatro circo, el teatro épico o el teatro pobre); más bien, tienen que ver con la propuesta de una (nueva) manera de entender la especificidad de la escritura dramática. Esta propuesta —dicho sea de paso— nos conmina a revisar nuestros apuntes de semiótica teatral (¿qué es propio de los diálogos?, ¿cuál ha de ser la función de las didascalias?, ¿cómo se debe imaginar el cuerpo del actor que enunciará esos diálogos y habitará el espacio diagramado por esas didascalias?). Comparto, pues, mis impresiones de lector/ espectador. El texto dramático,según nos enseñan los manuales de semiótica, es un cuerpo doble (diálogo y didascalias son las partes que lo informan), cuya voluptuosidad semiótica (teatralidad) exige una lectura desde múltiples dimensiones (paramétrica). Mano de obra, creo, pese a estar escrito en prosa, desborda los límites de este género y se aproxima al drama: «novela [ya] no es» (Marks 2002: 77). En cada uno de sus apartados es posible un taller de escritura destinado a generar esos nuevos textos ausentes. 8 «La Negra Ester [de Pérez es] cosquillosa/ no aguanta la barreta/ güen chancho bonita tetah/ su carita como rosa/ como espiga orgullosa» (Pérez 1989: I, 1). 9 En El retablo de Yumbel (1978), de Aguirre, «representación que narra el martirio cruel de Sebastián el doncel», el lenguaje conserva su facultad de denunciar con nitidez: «¡[e]s verdad, y no es ficción!», «¡[h]ay abuso y no hay sanción!», «[t]ranquilo está el criminal», «[y] el inocente está en prisión», «¡[h]ay abuso y no hay sanción!» (I). 10 «No, compadre: d’aquí no me muevo» (189), sentencia el protagonista de Hechos consumados (1981) ante las puyas de un vigilante asalariado. El discurso de los personajes de Radrigán, explican María de la Luz Hurtado y Juan Andrés Piña, «supone no vivir de las migajas del sistema y superar la apatía de sobrevivir aceptando las reglas que atentan contra sus valores y aspiraciones» (19).
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discernir diálogos, didascalias y «gérmenes» de teatralidad. ¿Cómo lo leería un teatrista? El teatrista diría que el ojo-cámara del sujeto que enuncia11 («un ser pálido, preciso y enjuto» [13] que empaqueta, repone y vigila los abarrotes) no se arroga la facultad de «componer» un tablaux vivent (a la manera de los teatros sociales modernos12); el ojo-cámara, más bien, registra y cuantifica las propiedades kinésicas y proxémicas de los desplazamientos de un grupo de sujetos atomizados y desagregados (un «gran angular [que] sigue el orden de las luces [de el supermercado]» [16] y describe a funcionarios, no personas, que «asient[en] como un muñeco de trapo» [22]). De manera metonímica, la retórica por la que representa los sucesos este ojo-funcionario lee/ reduce a coreografías maquinales todas las imágenes que registra (tal vez, eco del filme Metrópolis): «Los clientes murmuran de manera atolondrada y, plagados de gestos egoístas, impiden que los demás compren», «ellos obstaculizan las mercaderías cuando se apoyan en los estantes y con el codo malogran hasta destrozar las verduras», «[a]demás de las molestias y el prejuicio que lo ocasionan a los productos, se ríen arbitrariamente de las compras que realizan los buenos clientes» (14). Desde la perspectiva de un crítico de narrativa «miscelánea» (Marks, por ejemplo), el uso de la sintaxis «rotunda» (en Mano de obra, la oración barroca cede su lugar a la frase soluta del discurso automátizado), y de formas verbales de proceso mecánico expresadas en tercera persona del presente indicativo («recorren» [13], «parlotean» [14], o «tocan» [15]), no tendrían mayor relevancia que la de sumergir al texto en una temporalidad estática («amodorrada», según Marks), donde el único movimiento posible es el de la obsolescencia de las mercaderías: «los supervisores, trastornados por el estropicio a los camiones, los pelos plásticos de la muñecas, los aviones…» (19). Contrariamente, desde la perspectiva del 11 Sujeto de la enunciación y no narrador-personaje. A través de este intercambio de términos subrayo la crisis de cualquier representación monolítica de la individualidad, teatralizada en la escritura de Eltit. El sujeto de la enunciación solo existe en y en la medida de aquel instante en que nos apropiamos de la lengua. 12 Para contrastar, obsérvese la acotación inicial de Chañarcillo (1936), de Antonio Acevedo Hernández: «Fonda en el pueblo de Juan Godoy. Es una taberna donde se vende de todo, desde el vino, que se presenta en toneles, odres y cántaras, y comestibles; entre otros, charqui… hasta los artículos femeninos de más lujo; igualmente, arreos de mineros y también perfumería… Hay, desde luego, mesas y taburetes ocupados por los clientes, mineros en su totalidad (I, 1).
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teatrista con «ojo semiótico» (Castro, sin duda), tanto la parquedad de la sintaxis como la mecánica robótica de los verbos aproximan el discurso del «ojo-cámara» a las didascalias (acotaciones) de los textos dramáticos de postvanguardia, compáreselas, sin ir más lejos, con las acotaciones de Hamlet Machine [1977] de Heiner Müller.13 Para este lector con instinto semiótico, tal tipo de didascalias, más que un conjunto de indicaciones técnicas dictadas por el Autor (con mayúsculas), son una clase de enunciados que confieren al texto un carácter espectral, es decir, transforman su superficie bidimensional y su ambición totalizadora en una cartografía de intensidades y percepciones subjetivas, ampliamente diseminadas14. En esta representación espectral, el gesto mecánico (ademán vacío) eclipsa cualquier planta de movimientos subordinada a un fin teleológico: «[t]ardíamente el perro ladra su sonido mecánico gracias a la potencia de la nueva batería, el loro grita. Y, por supuesto, la muñeca está agotada (su pila, me refiero). No llora, no habla, parece fallecida. Ah, el anacrónico espectáculo ya discontinuado de la juguetería…» (70). Si léxico y sintaxis rompen con la tradición del circo, la épica y el realismo criollos, ¿cómo (se) muestra, entonces, el cuerpo del ser pálido que se pierde en los pasillos del súper? Se muestra,nos dice el ojo-cámara: «[c]omo si [su] cuerpo funcionara sólo como una ambientación, una mera atmósfera orgánica que está disponible…» (20). ¿Cómo se entiende semejante afirmación? El cuerpo obrero es apenas una «circunstancia biológica» cuyas «propiedades químicas» (y no una voluntad de trabajo) favorecen el desarrollo, en este caso, de «procesos productivas»: «[m]is dientes rechinan en seco» (13), «mi espalda se inclina en exactos 90 grados» (14), «[i]ngresan [los clientes] como mártires de mala muerte» (15), «[estoy] [p]arapetado tras una experiencia somática intransferible» (18), «[y]o formo parte del súper —como material humano…» (21). 13 «Should I/ Because It’s expected stick a piece of iron into/ the nearest flesh or the next-nearest/ holding me fast because the world spins around/ Lord break my neck falling from a beer hall bench» (1-2), se lee en Hamletmachune; «Se dispara su miedo como si me lanzará al vacío desde una oficina del segundo poso con la cabeza en picada hacia el cemento» (17), dice el sujeto que enuncia en Mano de obra. 14 El teatro, a diferencia de las reproducciones mecánicas del cine de Hollywood —explica Benjamin— busca entregar un conjunto de imágenes yuxtapuestas que el espectador/ lector tendrá la responsabilidad de tramar (11). Asimismo, el carácter espectral de la escritura de Eltit ha sido abordado de manera detallada por Roberto Hozven en un trabajo compilado en este mismo volumen.
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Las acotaciones descoyuntan las definiciones tradicionales de cuerpo de dos maneras: 1) En un sentido fisiológico, refutan la concepción moderna de cuerpo humano. El cuerpo, decía el histólogo Ramón y Cajal ha comienzos del siglo xx, es un organismo regido por una red de flujos centralizados: nervioso, respiratorio, sanguíneo. Esta definición de cuerpo es la que sirve de base a los métodos de actuación que dominan las pedagogías teatrales naturalistas y realistas. Constantin Stanislavski, en Europa, y Lee Strasberg, en EE.UU., por ejemplo, ven la anatomía humana como la herramienta por la que cual el actor (genuino artista) representa la estructura psicológica esencial de un personaje. En Mano de obra, en cambio, el cuerpo es un espacio vacío, una tecnología, más o menos caduca, que sólo se hace funcional en la cadena de producción: «asiento como un muñeco de trapo» (22). 2) En un sentido político, en tanto, los pálidos de Mano de obra impugnan teóricamente la definición marxista de obrero(agente productor de plusvalía [Marx 80]) que subyace los discursos vindicativos sostenidos por la dramaturgia social chilena (tradición conformada por Antonio Acevedo Hernández, Isidora Aguirre o Juan Radrigán, entre otros). Los rasgos distintivos de Mano de obra se hacen legibles si se le compara, tal vez, con la acotación inicial de El loco y la triste (1980) de Radrigán, una obra contemporánea a Lumpérica (1983) que explora la subjetividad de proletarios y subproletarios despojados de sus hogares durante la dictadura de Pinochet: «El lugar donde transcurre la acción es la pieza principal de una casucha de población callampa recientemente erradicada. Pieza es solo una forma de decir… En medio de la devastación se ven los bultos informes de dos personas» (101). A diferencia del supermercado, en los eriales de Radrigán la precariedad está dada por el contexto, y aunque los signos de esa precariedad se inscriban en el cuerpo del marginado, el ojo del dramaturgo nunca cuestiona la calidad de persona que enviste a sus personajes. El sustantivo persona, en oposición al cuerpo o «espacio vaciado» de los pálidos, designa a un «sujeto de derecho» (RAE). Obreros y mendigos son, para Radrigán, sujetos potencialmente activos que han sido «sometidos a la arbitrariedad de una burocracia estatal hermética», y cuyo lenguaje aún constituye un dialecto de la resistencia (Vidal 1993: 28, Hurtado y Piña 1993: 21-22). Si prolongamos las metáforas fisiológicas propuestas en Mano de obra, diremos que así como el cuerpo obrero deviene mera «circunstancia bio-
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lógica», su lengua aparecerá truncada por lo que Derrida llama, figuradamente, glosoptosis: estado patológico en que nuestros enunciados dejan de ser expresivos (como el testimonio), referenciales (como la crónica) o poéticos (como la literatura), y se retrotraen hasta convertirse en balbuceo o garabato de sentido precario: «[los clientes] parlotean alrededor de los mesones» (14), «clientes [que] murmuran de manera atolondrada» (14), «mis dientes rechinan en seco» (13). El parloteo («hablar… sin sustancia» [RAE]), entonces, sumerge el lenguaje de la escena en un estado de interdicción donde ya no es capaz ni de alzarse en contra de la rigidez de la sintaxis predicativa, ni tampoco de remontarse a ese momento previo en que sus articulaciones todavía no constituían un código. En vez de marchas organizadas aparecen rutinas seriales (autómatas marchando al compás de los indicadores bursátiles); en lugar de horizontes, un circuito cerrado de luces de neón; en el sitial de la persona, un pálido funcionario. Éstas son, pues, las didascalias de este texto dramático y su semiótica perversa: «[l]a naturaleza del súper es el magistral escenario que auspicia… La música emblemática y serial. Un conjunto armónico de luces (de colores) correctamente conectadas a sus circuitos actuando de trasfondo para abrir el necesario apetito. […] Y aquí estoy yo [(t)itubeo hundido… (71)], en plenitud, protagonizando el espectáculo intransable de las horas» (72; las cursivas son mías). III. Escritura y crueldad Hasta aquí, he indicado cuáles son las peculiaridades formales que hacen de Mano de obra un objeto seductor a los ojos de un teatrista (y, de paso, una construcción poco digerible para lectores educados en la miscelánea). Lo dicho me permite dar un paso más y aproximar la teatralidad de Mano de obra con las propuestas estéticas (teatro de la crueldad) sistematizadas por Antonin Artaud en su Le théâre et son double (1938)15. Pero, ¿por qué Mano de obra sería un texto cruel? El teatro de la crueldad, como lo prefigura Artaud, exige rigurosidad en la administración de la letra (jamás la supresión que declaran sus malos 15 La relación entre la escritura de Eltit y Artaud ha sido mencionada lateralmente por Rodrigo Cánovas en un ensayo incluido en este mismo volumen; mi propósito, ahora, es evidenciar las huellas de esa relación.
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lectores16). Administrar la letra con rigurosidad (y esto es lo que hace, como norma, la escritura de Eltit) implica eximirla de su relación ancilar con los discursos mesiánicos de las ciencias humanas, los caudillismos políticos y las limosnas seudo-religiosas. Una letra (y, por extensión, una dramaturgia), ajena a posiciones ancilares es aquella que trueca la representación (didáctica) de un espacio por la producción (zahiriente) de otro diferente. La escritura abandona el servilismo y se hace cruel allí donde sucumbe mi deseo de que aquello que yo (diletante, mirón, voyeur) observo desde aquí, sentado en mi butaca, sea el simulacro por el cual controlo aquello que ocurre, de verás, allá donde yo nunca podría llegar a caer. La rigurosidad con que la letra es dispuesta por la sujeto de la enunciación de Mano de obra, termina por «expulsar a Dios de la escena de la escritura» Y que no se le acuse a Eltit de «herejía», ni tampoco se piense que esta prescripción de la divinidad pasa por la profanación de ciertas iconografías religiosas. En textos dramáticos como Mano de obra (2002; sic, creo haber demostrado que eso es lo que es), Dios queda proscrito merced a la instauración de un nuevo protocolo de lectura: la crueldad. ¿Qué es una lectura cruel? Lectura cruel —y aquí parafraseo a Artaud— es la que concibe la letra como un objeto (sin aura, por cierto), como cachivache, como efigie sin secreto, como cuerpo con las raíces al aire. De ahí que enfrentarse a un texto cruel, sea situarse ante una representación donde lo que está en crisis no es un orden social externo sino, muy por el contrario, la misma acción de representar la crisis. Aún más, me atrevería a decir, después de leer a Eltit, que en la crueldad la crisis no es de la lengua sino de la enunciación: el sistema y sus unidades discretas permanecen, lo que caduca es el piso ideológico que faculta al sujeto para poner en funcionamiento ese sistema y esas unidades discretas. Ejemplo privilegiado de este proceder cruel son los subtítulos que acompañan las distintas secciones de Mano de obra: «Verba roja (Santiago, 1918)» (13), «Autonomía y solidaridad (Santiago 1924)» o «Nueva era (Valparaíso 1925)» (37). Estos enunciados, otrora títulos de periódicos insurgentes, aquí no son más que emblemas obsoletos de una historia perversa. Corolario a esta impiedad son las líneas de Sandra Cornejo que sirven de epígrafe a la novela: «[a]lgunas veces, por un instante,/ la historia debería sentir compasión/ y alertarnos» (9). 16 «No se trata de suprimir la palabra hablada, sino de dar. a las palabras la importancia que tienen en los sueños» (Artaud, 106).
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Pero, ¿cómo sería una crueldad específicamente Latinoamérica? Bien sabemos que en la Europa de la década de 1920, cruel es aquel tipo de escritura que degrada y rebaja, desde su «atalaya sacrosanta», a las diatribas mesiánicas de la modernidad eurocéntrica: el «autor» como vate o iluminado (Víctor Hugo), el «autor» como juez de instrucción de la naturaleza (Zola), o el «autor» como chamán que palpa el inconsciente (Bretón). Desde nuestro lugar, este bando merece ser traducido. En el Cono Sur, modernidad y melodrama van de la mano (Martín Barbero, en De los medios a la mediaciones explica cómo los folletines radiales ayudaron a tolerar los dolores del parto de la modernidad). Los relatos folletinescos son cómplices del orden (obscenamente desigual) de las sociedades criollas; ellos construyen una estructura de sentimientos o modo de enunciación que desvanece la temporalidad de nuestra modernidad periférica (Beatriz Sarlo así lo explica en El imperio de los sentimientos). Los folletines neutralizan el pasado (la historia se transforma en épica romancesca desvinculada de las urgencias sociales), suprimen el presente (la discusión política es sobrescrita por el conflicto amoroso), y anulan el futuro (los cambios en las estructuras cívicas importan menos que la consumación de una fantasía de erotismo exótico). ¿Ejemplo criollo?: La pérgola de las flores (1965), de Isidora Aguirre y Francisco Flores del Campo donde una muchachita del campo llega a la ciudad (no hay alusiones a la crisis del latifundio), se enamora de un pije (que la traiciona para irse con una de sus iguales), y, finalmente, se queda con un chiquillo trabajador, pobre y honrado («cada oveja con su pareja»: en la promesa de unión conyugal muere cualquier posibilidad de ascenso social). Demás está decir que las coimas y sobornos de las elites políticas y comerciales quedan relegadas a la sombra del «infinito amor» Pues bien, dentro de este contexto, la crueldad latinoamericana será aquella que, como Mano de obra, libere a los cuerpos (anatómicos, escriturarios, fisiológicos, nacionales o plásticos) de la sujeción folletinesca. Escritura cruel será, entonces, aquella que restituya el dinamismo y la violencia al tiempo. Habrá crueldad allí donde el pasado emerja como una pesadilla ineludible (la épica abre paso a la sátira), allí donde el «amor» y la «familia» sean un simulacro (la cultura deviene sistema de prescripciones degenerativas), y allí donde el futuro se construya a partir de la incertidumbre. El pasaje final de Mano de obra así lo atestigua, al primar la imposibilidad de hablar, no por falta de palabras, sino por la precariedad de nuestras circunstancias y convicciones:
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Porque Gabriel siempre nos había querido y era (y ahora lo notábamos gracias a la luz natural) un poquito más blanco que todos nosotros… Por eso, por el cariño y respeto que nos inspiraba, asentimos cuando nos dijo: «vamos a cagar a los maricones que nos miran como si nosotros no fuéramos chilenos. Sí, como si no fuéramos chilenos igual que todos los demás culeados chuchas de su madre. Ya pues huevones, caminen. Caminemos. Demos vuelta la página» (175-76).
IV. Envío Mi propuesta se resume en dos ideas nucleares: 1) Mano de obra posee peculiaridades semióticas que la asemejan a un texto dramático de postvanguardia, capaz de descoyuntar los supuestos de la tradición dramática; 2) estas peculiaridades semióticas, evidenciadas en el montaje de Alfredo Castro, enseñan un tipo de mimesis inexplorada por los dramaturgos chilenos (estética de la crueldad). Decir que el aporte de la escritura de Eltit se reduce a lo expuesto sería un gesto mezquino. Sugiero, de manera todavía preliminar, faltando incluso un estudio pormenorizado, que el mayor aporte de Eltit ha sido «desordenar» o «rearmar» las bibliotecas de las escuelas de teatro. Sirvan algunos apuntes, todavía, informes. Si Mano de obra exige una relectura rigurosa de Artaud, sus trabajos anteriores (Lúmperica, Por la patria [1986], Los vigilantes [1991]) legitiman una manera de escribir que, años más tarde, proveerá espectadores atentos a las propuestas de nuevos dramaturgos. Azarosamente, menciono tres de esos nuevos dramaturgos: Juan Claudio Burgos (Famélicos), Rolando Jara (Polen), o Rodrigo Pérez (trilogía Patria). Revisemos algunos ejemplos breves. En la escritura de Burgos asoma una desconfianza en la sintaxis predicativa cuyo principal antecedente parecen ser Lumpérica y Por la patria: «eres hombre solo y yo mujer sola / no me hablas / ya no hablamos… / pesco todas mis pilchas y me voy / donde mi madre…lejos / para nunca volver / allí siempre / donde mi madre / a la tierra donde lloré por primera vez / allí siempre / allí quedarme y allí dormir» (Famélicos). En los textos de Jara, en tanto, los espacios públicos recuerdan la atmósfera sitiada de la plaza donde se revuelca la L. Iluminada de Lumpérica. En Eltit, primero, y en Jara, después, la ciudad y sus habitantes devienen anatomía ultrajada:
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[e]n el antiguo cerro? / ¿El Cerro Huelén? / ¿Sabía usted que ese era su nombre? / Ese es el corazón de nuestra ciudad furiosa. / Allí lo haremos / Usted entrará en mí como en la peste / Y su fluido correrá por mi torrente contaminado. / Entonces, será como si toda la ciudad estuviese apareándose / Enferma / Corrupta por la unión de su agua seminal y mi licor abyecto / ¿Me entiende? (Polen).
Por último, en las propuestas conceptuales de Pérez (quien también actuó en Mano de obra), se perpetúa la isotopía que hace de la patria un cuerpo castigado: «El cuerpo herido es presente. El cuerpo del país ha sido castigado y no olvida» (n.p). La devoción que estos tres dramaturgos profesen por la obra de Eltit podría ponerse en duda, incluso impugnarse; sin embargo, lo que a mi juicio no está en duda, es que textos como El padre mío o Mano de obra son los que abren las puertas de la ciudad letrada a una nueva camada de autores dramáticos. Y no sólo eso, la escritura de Eltit también ha invitado a reorganizar el canon de la dramaturgia chilena, aunque esta vez desde las «sensibilidades» y no desde clasificaciones estancas (géneros o generaciones). Eltit lleva a las tablas, junto con Juan Claudio Burgos, El lugar sin límites, de Donoso; aboga a través de la prensa por el rescate de los textos políticos de Isidora Aguirre (Los que van quedando en el camino, Los papeleros), cede gratuitamente los derechos de su novela Los vigilantes a un grupo de actores independientes, en fin, dialoga con la crítica Andrea Jeftanovic en su reflexión sobre la «escena de las mujeres dramaturgas chilenas» Así, Diamela Eltit, y esto es lo que me sorprende, va tramando una tradición de textos apócrifos, una genealogía en tono menor donde brillan los papeleros de Aguirre, el arista con patas de perro de Carlos Droguet y la Manuela de los delirios donosianos. Al igual que la voz escándalo, sobre todo en sus acepciones más tempranas, concluyo, la escritura de Eltit «da que hablar», «fuerza un discurso», «suscita pasmo», «se trabaja con admiración». Bibliografía Aguirre, Isidora (1987 [1978]): El retablo de Yumbel. La Habana: Casa de las Américas. Artaud, Antonin (1991 [1938]): El teatro y su doble. Buenos Aires: Hermes. Benjamin, Walter (2007): «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica», en .
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Práctica de la Avanzada: Lumpérica y la figuración de la escritura como fin de la representación burguesa de la literatura y el arte Jaime Donoso Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación
En lo que sigue intentamos presentar algunas de las problemáticas en torno a las cuales se estructuró una práctica artístico cultural que se desarrollo dentro de las acciones del CADA1, particularmente algunos de los materiales desarrollados por Diamela Eltit en el contexto de su pertenencia al CADA. Una de las ideas, que interesa destacar, es que este tipo de intervención no puede ser pensada como producto de la práctica del artista individual que se había desarrollado durante el auge del modernismo, por el contrario, se trata de agencias y operaciones de intervención que corresponden con un proceso histórico inédito y excepcional y que poseyó la característica de suspender, intervenir, interrumpir, corroer, desarticular el ejercicio y el campo de las artes y la literatura. De este modo, el tipo de agencia, en el cual confluyeron una multiplicidad de afectos y proposiciones relativas a la relación arte— política en el contexto de una sociedad tremendamente reprimida por las operaciones de bloqueo generadas desde 1 El Colectivo de Acciones de Arte estaba compuesto por diversas figuras artísticas e intelectuales como Raúl Zurita, Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld, entre otros.
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el estado, no podía ser sino de vanguardia. Y son de vanguardia, no sólo en lo relativo a la forma en la que se relacionaron con el campo de tensiones que se desarrollaban en la versión oficial de la cultura, su condición avant garden, sino que lo son de vanguardia en el sentido político del término. El termino vanguardia respondía a la práctica operativa, a las acciones coordinadas y previamente consensuadas por un colectivo que funcionaba como célula generadora de ideas. A diferencia de la neo-vanguardia2, que tuvo que desarrollar estrategias poco convencionales, y en comparación con la trayectoria de la práctica artística nacional, al verse enfrentados al carácter destructivo que iba tomando el golpe de estado, en su modo de consumación, se replantearon el ejercicio de la crítica y las prácticas de representación, y el CADA asumió ciertos lineamientos ya contenidos en las prácticas artísticas precedentes. En ese sentido, la diferencia del CADA con el trabajo de Leppe y Dittborn es que estos últimos buscan más el desmarque de lo obvio, no quieren verse mezclados con la contestación; sin embargo, el CADA se mezcla más con lo panfletario, con el muralismo. De cualquier modo, tanto las acciones de la avanzada, como las del CADA desarrollaron un campo de tensiones al margen de la producción artística gestada por el régimen militar, sin diálogo ni referencias de contestación de ningún tipo con la institución del arte que oficializaba la cultura museística en la época. Las obras, que se desarrollaron en este contexto, se caracterizaron por promover o proponer un movimiento artístico literario cuya preocupación central fue «extremar la pregunta en torno al significado del arte y a las condiciones límites de su práctica en el marco de una sociedad fuertemente represiva» (Richard 1987). La avanzada definió el desarrollo de una práctica artística que batallaba por establecer unos lenguajes y un trabajo artístico estratégico, para desoperacionalizar los montajes representacionales que la dictadura gestaba 2 Utilizamos en algunos casos el concepto de neo-vanguardia y el de Avanzada de modo indistinto, aunque se sabe que el término avanzada intenta definir una relación particular de distanciamiento y diferenciación con la vanguardia. Pablo Oyarzún señala que uno de los elementos que constituyen la avanzada es su preocupación particular con la socialización del arte en los niveles disímiles de los medios, modos y soportes materiales de la producción artística, la crítica de la fijación de sentido, la transparencia de lo real y de la consolidación político militante, de la voluntad creativa, la reivindicación del significante y del margen y la interrogación de las instituciones, que han funcionado no sólo como opciones descriptivas, analíticas u ordenadoras, sino también como ideas regulativas y hasta como imperativos para estas producciones. Véase Oyarzún 1988.
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mediante la movilización de materiales de diverso tipo, en los que el cuerpo, la imagen, la violencia y las políticas de shock jugaban un rol esencial. Se trataba de unas acciones que se desmarcaban de los lugares clásicos de representación artistico visual, y buscaban formas de acción que movilizaran las dinámicas de producción de sentido hacia zonas menos exploradas y más disruptivas. La Avanzada desconfiaba, desde un principio, en la factibilidad y efectividad de las formas que se utilizaban como mecanismos de respuesta a la dictadura, presintiendo cierto desacierto en la capacidad de producción simbólica de las agencias que insistían en la recuperación y afirmación de las formas de representación gestadas desde antes y durante la Unidad Popular (tales como el muralismo y el TAV). Las prácticas de la Avanzada se diferenciaron sustantivamente de otras prácticas culturales desarrolladas como medios de resistencia dictatorial, en el sentido que trataba de poner el énfasis en el carácter creativo como fuerza desarticulante de las formas de lenguaje y los códigos de autoridad desarrollados por el régimen militar. El sentido que adquiere, en este contexto, la palabra creación puede dar lugar a equívocos, dado que induce a pensar que las otras prácticas antidictatoriales no desarrollaron la creatividad como estrategia para articular un sistema de fuerzas posibles en contra de la dictadura, cosa que sí hicieron, pero no como en la Avanzada donde el concepto de creación fue trabajado como una estrategia especifica. Es evidente que durante la dictadura se desarrollaron una serie de formas artísticas populares y de élites, que propusieron variadas estrategias en la lucha antidictatorial; sin embargo, la mayoría de los trabajos artísticos y literarios se generaron en torno a la denuncia y la necesidad de construir una publicidad para-institucional, capaz de competir con las prácticas de control que la dictadura ejercía sobre los medios de comunicación. En este sentido, las prácticas de testimonio se hicieron frecuentes durante los años de dictadura y se llegaron a convertir en un fenómeno predominante en la rearticulación de un público antidictatorial y que atendía a prácticas de información independientes. Desafortunadamente, como hemos visto, el testimonio se subordinó ideológicamente a la agenda de los partidos de izquierda y la mayoría de las veces tendía a subsumir la creación a las prácticas de denuncia, reproduciendo los modelos de creación que ya habían sido elaborados con anterioridad al golpe. El muralismo, por ejemplo, fue una práctica artística que se había desarrollado con fuerza durante el gobierno de la Unidad Popular y había sido abrazado por importantes figuras de la pintura nacional, tales como
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José Balmes, G. Nunez, y Roberto Matta, entre los más sobresalientes. El muralismo brigadista se caracterizó por estar formado por grupos orgánicos pertenecientes a diversos partidos políticos de izquierda y por articular grupos en los que participaban pobladores, oficinistas, obreros e intelectuales. En este contexto se pueden mencionar a la Brigada Ramona Parra, a Elmo Catalán, Inti Peredo y Camilo Torres, que cumplieron un rol fundamental: inundaron de rayados antidictatoriales los muros de la ciudad, lo que significaba el desacato y la subversión con fuerza y color. Sus actividades consistían en la elaboración de un trabajo de rayado mural, en el que primaban la diseminación urbana de sus símbolos y consignas a través de la elaboración de una subjetividad épica y sacrificial. Se trataba de un estilo que se caracterizaba por la ocupación de los soportes de la ciudad, apropiándose de todo tipo de muros y vacíos espaciales que todavía no habían sido poblados por el mundo comercial. El muralismo designa, en retrospectiva, la posibilidad de poblar los espacios con los símbolos de la imaginación popular de la revolución en una ciudad, que todavía no ha sido colmada por la geografía simbólica del neoliberalismo, y que en la actualidad ocupa gran parte en el espacio ciudadano. El significado épico del muralismo se exacerbo durante la lucha antidictatorial al ser fuertemente sancionados por el censor de control simbólico que la dictadura impuso. Por lo mismo, se convirtió en uno de los ejercicios hegemónicos de la práctica artística popular que se desarrollo durante la dictadura. Pero, al ser una de las formas artísticas con las que se identificaba el arte revolucionario, su práctica paso a ser una forma de resistencia que afirmaba aquello que la dictadura y la sociedad emergente incluían en los vestigios de la derrota del socialismo en Chile. La acción del muralismo, por largo tiempo, fue uno de los pocos medios de soporte material de las funciones de comunicación e imaginación liberalizadora que, junto con el esténcil y el mimeógrafo, soportaron la crisis editorial en la que se sustentaba la puesta en cuestión de la función narrativa que la dictadura movilizaba. Efectivamente, el mural junto con el mimeógrafo se convirtieron en los materiales que posibilitaron el desarrollo de la producción intelectual bajo dictadura, estrictamente el muro de la calle y el mimeógrafo fueron las fuerzas productivas que soportaron la cultura contestataria, en definitiva, la base material desde la que se edificó el edificio de la crítica contestataria y fueron los materiales que configuraron las condiciones de producción para la producción cultural. Simbólicamente el mimeógrafo remitía a una estética industrialista incipiente, que apoyada por la máquina de
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escribir y el papel roneo3, contrastaba con la utilización de computadoras, máquinas fotocopiadoras y el papel couché, y utilizaba la publicidad neoliberal como producto incipiente de la tercerización de la economía que iba desarrollando el régimen militar. El papel roneo y el mimeógrafo sirvieron de base material para producir los volantes y panfletos en blanco y negro, con los cuales se llamaba a la protesta callejera y al boicot contra la dictadura —lo que contrastaba simbólicamente con la producción de trípticos en colores, comerciales y música pop norteamericana—, y con los que comenzaba a operar la propaganda mercantil del neoliberalismo. Por su parte, el muro significaba la resistencia territorial, ya que seguir utilizando los muros en la propaganda antidictatorial denotaba una práctica de resistencia territorial, el trazamiento de una frontera que separaba los territorios dominados de los territorios en lucha. El muro, como soporte de inscripción, correspondía con una actividad épica; rayar un muro era, en el contexto de una práctica de guerra, como rayarle la cara a la dictadura. Es interesante señalar que una de las últimas acciones de arte llevadas a cabo por el CADA fue una acción de rayado mural. La acción de arte se desarrollo en el año 83, a diez años del golpe militar y en un momento de fuerte tensión marcado por las protestas, el toque de queda, las desapariciones y la tortura, un momento donde un rayado podía costarle la vida a cualquiera. La acción de arte que desarrolló el grupo CADA consistió en rayar los muros con un NO +, un No con un signo +, «fue un trabajo político de arte, fue el trabajo más comprometido con nuestros cuerpos en la calle (Eltit 2002: 8). La idea era que la ciudadanía completara esos rayados con sus demandas. Y la gente fue rayando «No + dictadura, No + Hambre, NO + Muerte, No + porque somos más» (8). Este fue el momento que marcó el fin del CADA, «el NO + nos anuló, nos sobrepasó» (8). Sin embargo, lo que caracterizó a la vanguardia estética fue haber sido la primera en usar, dentro del contexto nacional, el cuerpo como soporte de sus acciones de arte y como material de exploración creativa. La utilización del cuerpo como soporte material de las operaciones estéticas literarias puede ser interpretado como una metáfora cuyo valor exhibitivo reposa en Justo Pastor Mellado ha señalado el manierismo de la edición de Francisco Zegers, editorial que se hizo cargo de casi toda la obra de la Avanzada, al utilizar papel couché en sus ediciones. Este recurso visual y financiero lo pone en relación con las industrias de la publicidad solidarias con el régimen neoliberal que promovía la dictadura. Cfr. Mellado 2004. 3
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la puesta en evidencia de la precarización de las condiciones de producción artísticas imperantes en el momento. Se trataría de una acción enunciativa, que denuncia performativamente el acorralamiento medial al que la práctica estética se somete por una política de oficialización y uniformación de la creación, y que deja al artista en condiciones equiparables a la desnudes. En tal sentido, el cuerpo, al ser utilizado como materia prima expone la condición de precariedad de la institución estética literaria, su orfandad exponencial frente a la desaparición de la institución editorial que demarcan las condiciones de producción de la literatura y el arte en la época de la celebración librecambista. A esto se refiere una de las primeras acciones de arte desarrolladas por el CADA: Para no Morir de Hambre en el Arte 1979, que consistió en repartir cien litros de leche, cuyas bolsas citaban el medio litro de leche que había garantizado la unidad popular, hecho que ponía en evidencia el estado de peligro en el que se encontraba el cuerpo ciudadano y el compromiso del arte con la vida al reclamar los alimentos básicos4. La demarcación del formato cuerpo y sus modos de circulación y usos en la nueva escena, nos ayudara a comprender, de aquí en adelante, la potencialidad enunciativa depositada en la corporalidad y su importancia en las prácticas de format y marcas utilizadas por la propia dictadura. En este punto se localiza nuestra primera aproximación crítica con la Avanzada. Si la Avanzada postuló como soporte material de su práctica artística el objeto cuerpo, desarrollando toda una serie de operaciones para exponer la crisis de narratividad en la literatura y la crisis de figuración en la estética, lo hizo desde la retaguardia, ya que fue la dictadura la que primero avanzó en constituir al cuerpo como material de operación y precarización de la subjetividad. La dictadura trabajó, en otro plano, el efecto shock como método de alterar el estado de las cosas, como una forma de provocar un cambio en el estado del mundo. La diferencia sustantiva entre las políticas estéticas de la vanguardia, es que éstas operan a un nivel puramente imaginario; la dictadura, por el contrario, desarrolló operaciones que le permitieron transformar el imaginario a través de sucesivos efectos shock que operaban sobre el cuerpo y, de ese modo, sobre el imaginario social. Además, después de llevar a cabo todos sus maniobras 4 El numero 19 de la Revista de Critica Cultural tiene un dossier con el titulo de CADA 20 Años, en el se reproducen una seria de artículos en los que se reevalúan las acciones del CADA.
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perversas, la dictadura realizó una serie de operaciones, que la mayoría de las veces buscaban un efecto estético comunicacional, y tendientes a borrar sus inscripciones violentas en la práctica social, operaciones que alcanzaron visibilidad de manera espectacular y que en su reverso exhibían la más completa abyección. La dictadura desarrolló una práctica de terror mediante la cual se conminaba a los sujetos a abandonar sus filiaciones afectivas, partidistas, políticas, ecétera. Dentro de este contexto la tortura cumplía un rol fundamental, era como un proceso de regrabado de las nuevas reglas sociales, un nuevo pacto social que comenzaría a regimentar las conductas de los individuos y de los grupos. Desde este punto de vista, una de las experiencias políticas más sustantivas que adquirieron las generaciones, que se vieron obligadas a firmar implícitamente este nuevo contrato social, fue que de aquí en adelante, después de la experiencia de la dictadura, el terror constituye un elemento constitutivo del nuevo orden social, es su afuera fantasmagórico el que asecha como alma en pena, para asegurarse de que las conductas y deseos no se saldrán de los límites que el pacto impone. El terror permanece desde entonces como lado de afuera del orden, como el estado de naturaleza, estado de origen siempre posible de ser alcanzado, que se mantiene en una exterioridad próxima a la imaginación del terror instaurada por la dictadura. De este modo, la comunidad nacional construida por la dictadura es una comunidad que descansa en la certeza de la proximidad de la naturaleza como estado de guerra. Lumpérica: Lenguaje y representación bajo la dictadura Lumpérica fue escrita en el año 1983 y publicada por la editorial Francisco Zegers. Se presenta como una novela anómala dentro del concierto escritural chileno. Se trató de una antinovela en el sentido en que en ella el lector se confronta con la imposibilidad de seguir una trama; es una escritura en la que no existe un proceso narrativo en el que el lector pueda seguir una línea argumental, que lo conduzca a través de un desarrollo continuo de circunstancias y eventos que tengan un principio y un final. Sin embargo, la novela quiere inscribir otra comunidad de lectores convocados por el sentido, para institucional de la institución de lectura. Por lo tanto, se trató de una novela que flanqueaba las posiciones de la institución cultural intentando con ello destruir cualquier herencia que la dictadura se quisiera
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adjudicar en la cultura. La novela operó como ejercicio fundacional en el que primaba una intención de vanguardia que: Invita a una crítica de vanguardia estimulando un régimen de transferencias entre la imagen y la palabra, lo visual y lo con-textual como matriz equivalente de la subversión mayor que se busca: la rehechura de la creatividad a través de la desobediencia a las pautas de disciplinamiento que separan a la cultura de la vida y que inducen en esta estructura hierática de los formatos y los géneros5 (Oyarzún 1987-88: 309).
El lenguaje de la novela es el drama que la novela performatea, la imposibilidad de las palabras, el estado interrumpido en el cual se encontraba el régimen de producción de la lengua pública. El despliegue continuo de una serie de elementos, materiales que se juntan para el ejercicio de una estrategia representacional. La plaza pública no es más el lugar donde se agrupan sensibilidades susceptibles de ser reproducidas en una narrativa lineal, descriptiva, en la que se reúnen como cotidianidad. Están, por el contrario convocados por el encuadre de una escena, cuyo carácter quimérico se extiende entre la figuración de una escena torturante, agobiante de los actores, sujetos pálidos convocados por una voluntad de azar y un encuadre de obra escénica fílmica. El cuadro está ordenado desde una exterioridad que tiene la capacidad de disponer de los sujetos, ahora conscientemente producidos como elementos arrojados a una pasividad aplastante que contrasta con la parálisis que sufre el espacio público en la sociedad de la época. La actuación de los sujetos en el encuadre no los distingue de los otros materiales, los dispone en una circulación sin afectos, despojados de animación. Sujetos en estado de anomia, reunidos por la continuidad espacial que el encuadre les concede. La novela se inicia con una constatación del estado de las cosas, de las reglas del juego, en las que se produce la escena. Se trata de una escena asfixiante en la que se figura una tortura de la representación que se extiende hacia el lector; de este modo pasar por la lectura es como pasar por una máquina de producción de signos ezquizoides, fragmentos inconexos que reproducen los flash backs que genera la tortura en la consciencia del torturado. Es la Este es el tipo de transferencias que ejercitan otros artistas que realizaban el mismo tipo de prácticas como Raúl Zurita, Diego Maqueira, Gonzalo Muñoz, Juan Luís Martínez. Todos ellos escritores que incorporaron lógicas transferenciales entre las prácticas del arte y del texto. 5
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presencia de un encuadre que ordena y que nombra la identificación de los sujetos según la distribución simbólica que los asigna. Porque el frío en esta plaza es el tiempo que se ha marcado para suponerse un nombre propio, donado por el letrero que se encenderá y se apagara, rítmico y ritual en el proceso que en definitiva les dará vida: su identificación ciudadana (Eltit, 9).
Una escena que describe las reglas emanadas por la presencia de la luminosidad del letrero publicitario, de la función panóptica y ordenadora de la anatomopolítica, que el encuadre facilita en la alternancia que produce su reflejo sobre el cuerpo de los sujetos en escena. «Aquellos que vienen desde los puntos más distantes hacia la plaza que prendida por redes eléctricas garantiza la ficción en la ciudad (Eltit, 9)» y que son ordenados en la retórica luminosa que es la forma en la que se transviste el poder en mercado. El luminoso distribuye la disposición de los nombres como ejercicio de inscripción de lo discursivo en la corporalidad de los sujetos, porque finalmente «sobre el cuerpo se ensayan y ejercen discursos sociales, la mayoría de ellos bastante opresivos y represivos incluso. La novela se escribe en un contexto asediado por el discurso de la violencia y donde el cuerpo adquirió otra dimensión de significación (Eltit, 2002. 74.)». La textura del lenguaje en Lumpérica es correlativamente directa a la descomposición del tejido social de Chile, y la ciudad de Santiago. Investigando las relaciones y los quiebres en la textura del lenguaje nos darán una imagen de las relaciones y quiebres en el tejido social. La escritura, como desplazamiento indagativo, reproduce mediante los cortes sintácticos, los cambios de escena, las dispersiones estilísticas y la desintegración de la sociedad, y lo representa como un proceso en tensión con el ojo vigilante de la luminosidad. El luminoso reproduce la pesada insistencia del mercado como organismo ordenador de las relaciones sin atender a las fracturas y a los quiebres de la sensibilidad social. El luminoso es insensible al estado afectivo de la sociedad. Se comporta del mismo modo que el mercado emergente después del golpe, celebra la llegada del espectáculo de las mercancías importadas como carnavalización post mortem, olvidando histriónicamente el descalabro material de las relaciones. Se comporta como la inauguración de un nuevo orden que invita a la adhesión por medio de la coerción.
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Este momento es marcado en la primera escena como el origen de un pacto sin consenso. El tiempo de la luminosidad se figura como proceso identificatorio donde los sujetos son nombrados e identificados, adquieren su identidad por donación condenatoria, de pertenencia al mundo de las mercancías. «A ellos que pudieron brillar de otra manera, están aquí lamiendo la plaza como mercancías de valor incierto» (Eltit, 11). Arrojados al mundo privado de las relaciones sin afecto, indiferenciados en su anonimato privado, se comportan en relación a Lumpérica Iluminada como adornos sin forma ni contenido. Aunque no es nada novedoso, el Iluminado anuncia que se venden cuerpos (13) Esta función condenatoria de la novela, respecto a la presencia de los otros, puede ser leída como la soledad de la escritura y la vanguardia respecto de un mundo que no se detiene a contemplar la misión vampiresca de las operaciones del mercado bajo las tinieblas de la noche. Iluminada nombra y devela la función de la crítica que en la soledad de la contemplación percibe las marchas de lo siniestro. El luminoso es la metáfora panóptica que describe la configuración del orden simbólico en la excepción dictatorial. Es por eso, que la ficción de la novela figura la capacidad de nombrar del luminoso en un estado de penumbras, donde lo único vital es la función luminosa. Por eso, el luminoso, en plena autonomía, los llama con nombres literarios (11). El luminoso es en la novela, no sólo el ojo vigilante que regula la distribución anatómica de los cuerpos en el espacio6. Sin embargo, en Lumpérica Iluminada se presenta como multiplicidad, una multiplicidad que emerge a pesar de las operaciones de la sanción de la luz. «Pero ella no esta sola allí. Todas sus identidades posibles han aflorado por desborde —clavando sus puntos anatómicos— sobrepasándola en sus zonas. Regida nada más que por el horario asignado a la luz eléctrica en la plasmación del luminoso que la estría» (12). Iluminada es una presencia molesta, como lo es toda operación crítica que desmantela la figuración fantasmal de la simbolización. Lumpérica, la 6 Esta sería la función del panóptico en la concepción anatomopolítica de Michel Foucault, quien, como confiesa Diamela, ha ejercido un fuerte influjo en su escritura. Foucault según Diamela Eltit llego a formar parte de sus lecturas fundamentales porque la ha permitido leer de un modo novedoso la configuración de la subjetividad en las sociedades modernas. Ver: Leonidas Morales. Conversaciones con Diamela Eltit. Santiago. Cuarto Propio. 2000. El texto de Michel Foucault al que Eltit hace constante referencia es Vigilar y Castigar (Foucault 1980).
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que interrumpe el orden de la representación fingida del encuadre, puede resultar fastidiosa al interrumpir el goce de la identificación. «Para el que la mira es un espectáculo desolador por que balbucea. Cada uno de sus nombres es desmentido por su facha (12). El encuadre de la plaza, en el cual la escena tiene lugar, es el escenario de unas representaciones descoloridas y afeadas, toda una serie de formas grotescas, cuerpos que se retuercen, «que se venden a un precio no determinado» (13), se trata de una estructura representacional, que presenta la cotidiana normalidad citadina del golpe como un espectáculo de formas asquerosas, todos los excesos son convocados para exponer aquello que se produce por detrás de las estilizadas formas del mercado. Robert Neustadt ha llamado la atención sobre el carácter bakhtiniano de esta carnavalización que se puede interpretar con la teoría del «realismo grotesco». Neustadt señala que la carnavalización de la plaza en Lumperica recuerda la noción Bakhtiniana de lo grotesco, por el uso referencial a la misa negra, al prostibulario y las escenas donde se utilizan elementos grotescos como metáforas «extremas: las uñas de sus pies son a mis uñas gemelas con las manchas rosáceas vetadas por las líneas blancas (93). Imágenes de signos confusos que desfiguran la docilidad de una representación transparente, sin interrupción. En Bakhtin se puede leer lo siguiente: It is not a closed, a complete unit; it is unfinished, outgrows itself, transgresses its own limits. The stress is laid on those parts of the body that are open to the outside world.. the emphas is I on the apertures or the convexities… the open mouth, the genital organs, the breasts… the body discloses its essence as a principle of growth which exceeds its own limits only in copulation, pregnancy, childbirth, the throes of death, eating, drinking, or defecation. This is ever unfinished, ever creating body (Bakhtin, 26)7.
La noción de lo grotesco contrasta con la imagen del país que moviliza la dictadura, la cual representan en la fotografía de la cordillera de los andes como metáfora de la limpieza y pureza de la nación que figuran estar construyendo. Las imágenes grotescas remiten a las escenas de tortura y suplicio, de la utilización de los baños de hospitales abandonados, urinarios de estadios de fútbol, calabozos mal olientes, donde se llevaba a cabo la otra escena, la del Chile silenciado y humillado por la dictadura. 7
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Citado en Neustadt 1999: 40.
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Porque ese intuye las piernas ulceradas y cuyas manos, bajan los pantalones para recorrerse una a una las llagas abiertas que ya no responden a ningún tratamiento/vendadas con tiras sucias para evitar la fricción con el género que las cubre y por esto, al sentirlas junto a la piel sana, esas mismas piernas supurantes lo mancharan de nuevo en su limpieza, en el cuidado incesante que cualquiera se prodiga (17).
El espacio figurado por la plaza es el del espacio vaciado de contenido producido por el toque de queda, se trata de un espacio que no esta vigilado sino en estado de ausencia ciudadana, entonces los seres que acuden son los sujetos exedenciales (Eltit 2002: 31), «de los personajes a la intemperie de la muerte y la matanza» (31). Por otro lado, la plaza y su relación con el luminoso parecen dar cita a la conformación de los nuevos espacios mercantiles producidos por la dictadura. Se puede pasar así de la plaza al ««mall plaza»», como representación por oposición de un proceso que tenia lugar en la emergente ciudad neoliberal. Efectivamente, si la plaza es la de los «sujetos excedentes», donde se «venden cuerpos a cualquier precio» y en la que los sujetos indiferenciados como mercancías se reúnen bajo la excepcionalidad que denota la luminaria, entonces se esta hablando de un lugar donde no existiría diferenciación, donde ya no habría intercambio sino pura cambiabilidad por residuo, en palabras de Baudrillard: donde ya no hay inter cambiabilidad de la vida8. Baudrillard define el escenario posmoderno del «cambio equivalencial» como uno en el cual ya no hay lugar para el intercambio, sino donde todo se realiza como cambiabilidad, es decir, pura relación equivalencial sin lugar para la diferencia como excedente. En este sentido, el diagnóstico extremo de Baudrillard es que «la vida misma habría perdido su posibilidad de intercambio», dado que estaríamos habitando un escenario en el que «se venden cuerpos indiferenciados» (Eltit). Para Baudrillard (1980) la intercambiabilidad demarca una posibilidad de tratar objetos diferenciados, donde siempre existiría un excedente simbólico que haría imposible la sutura de lo equivalencial; el ejemplo que utiliza para denotar este excedente simbólico es el plotach. De tal modo que la desaparición del excedente simbólico acarrea el peligro de una sociedad totalitaria, sin exterioridad. Éste es de algún modo el escenario propuesto por Eltit con el enunciado de los cuerpos excedentes. Entonces, el escenario constituido 8
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Cfr. al respecto Baudrillard 2000.
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por el «Mall Plaza» seria de algún modo la consumación celebratoria de un modelo de cambiabilidad, pero en el cual se realiza la equivalencialidad. Es decir, es el escenario donde se clausura la representación como puro flujo cambiario. Ahora, el escenario de la excepcionalidad y la relación a los cuerpos excedentes parece tener otra posibilidad de lectura. En un texto reciente que Judith Butler ha publicado, un libro que reúne una serie de artículos bajo el titulo de Vida Precaria: El poder del Duelo y la Violencia (Precarious Life: The power of Mourning and Violence 9, 2004), la adjetivación conceptual de «vida precaria» le sirve a Butler para introducir una problematización, respecto a la vida, al interior de operaciones excepcionales como la guerra, particularmente a la condición de vulnerabilidad respecto a las agresiones que ha adquirido la vida después de los ataques de septiembre 11 y las condiciones de los prisioneros de Guantanamo. Se trata de una desvaloración ética del contenido viviente de la vida, que en casos determinados hace que la vida de ciertos sujetos resulte prescindible dentro de una determinada racionalidad. Giorgio Agamben denomina a estas operaciones, donde se suspende la garantía de la vida como premisa básica del estado, como operaciones biopolíticas10, donde el estado decide sobre dejar vivir o no, a determinados sujetos. Ahora bien, lo que resulta atractivo, entonces, desde el punto de vista de la descripción del escenario social que alegoriza la plaza de la novela, es que los sujetos excedentes, los pálidos, parecen estar sujetos a una clasificación biopolítica; es decir, son vidas precarias que no representan valor ninguno y que se puede prescindir de su contenido viviente. Es importante anotar que esto puede explicar la desvaloración critica del contenido de marginalidad que estos sujetos representan en el interior de la novela, se los define como adornos decorativos de los padecimientos de Lumpérica. Mirado esto, desde un punto de vista retrospectivo, puede resultar sin importancia, sin embargo, es necesario constatar que la marginalidad ocupó un lugar central dentro de la teoría social hasta los años 80 y se le adjudicó un sentido valorativo bastante amplio dentro de los cambios sociales. Entonces, resulta sorpren-
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Judith Butler (2004): Precarious Life. The Power of Mourning and Violence. Girgio Agemben (1996): Homo Sacer.El poder soberano y La vida Desnuda.
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dente que la novela acuse su desvalorización y dé lugar a ser leída como una recepción temprana de su perdida de gravitación conceptual11. Otra de las características que se expresan en la figuración del espacio de la ciudad es que es una ciudad sin inscripción espacial, es decir, una ciudad que no contiene señas de diferenciación cultural identitaria. De este modo se puede decir que Lumpérica tiende a producir una figuración espacial que descentra el referente local y, por lo tanto, se representa como una ciudad postmoderna, dado que la localización ya no constituye relieve alguno. El lenguaje en la novela no argumenta ni define ideas ,lo que hace es desplegar anortodoxas imágenes que irrumpen la coherencia oficial de la imaginación fabricada por el régimen. Las imágenes están en un constante movimiento y mutación como acercamiento a otras imágenes con las que se combinan largamente en más complicadas unidades, para luego fragmentarse nuevamente. Aún cuando vienen juntas, esto no genera una reparación de las imágenes. Por el contrario, esas imágenes se mantienen en reacción hacia otras y constantemente devienen distintas de sí. Se localizan en un espacio absolutamente inestable en el que la producción de signos se insubordinan al mandato oficial de transparencia conductual. La narrativa de Lumpérica fisuró el molde del discurso oficial no solo regodeando el decir reglamentario con palabras de desacuerdo que ponían en litigio su validez y legitimidad conceptuales. También lo hizo desatando alrededor de toda significación-una, conflictos de interpretación que acusaban el reduccionismo de cualquier discurso monológico. Estos conflictos de interpretación emergen en la novela de un repertorio de técnicas que confrontan 11 El grado de radicalidad de la operación de lectura es bastante fuerte si se le compara con otras agencies culturales desarrolladas en la época. Se trata de una operación completamente distinta a la realizada por las lecturas de la subjetividad dictatorial desarrollas por Juan Radrigan, cuya obra literaria y dramaturgia se desarrolla en torno a la marginalidad. La dramaturgia de Radrigan tuvo una fuerte influencia en la configuración de los talleres de teatros populares y en la configuración de opinión pública critica de la dictadura. Los personajes de Radrigan generalmente son subproletarios, prostitutas, alcohólicos, vagabundos, «sujetos excedentes». Una de las características del teatro de Radrigan es su intento por prescindir de escenografías, dando paso a la utilización de espacios oscuros y tenues iluminados por algún farol del tendido público, en otras ocasiones extremando la vocación realista ha llevado sus obras a sectores populares utilizando como escenario los barrios miseria y los campamentos. Dentro de la obra dramaturgia de Radrigan destacan: El toro por las astas (1982), Made in Chile (1984), El pueblo de mal amor (1986), La contienda humana (1988) y El encuentramiento (1996).
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cada versión narrada a las per/versiones narrativas de la trama que desnarra (Richard 1993: 39).
Lumpérica se desautoriza como texto cultural al negarse a compartir un mismo régimen de símbolos con la normalidad uniformada. De algún modo, la pérdida de eficacia social es el precio que paga una operación crítica que pretende llamar la atención respecto de los usos del lenguaje y el sentido de las palabras en sociedad asediada por la violencia excepcional. De este modo, Lumpérica se resta a la circulación cultural, se presenta a sí misma como un libro en el que se operan una serie de acciones paratextuales que interrumpen la asentada concepción cultural del reconocimiento del libro. Al presentar un libro que tiene insertos, fisuras, marcas que agraden la representación cultural del objeto culturizante, Lumpérica ponía en evidencia las convulsiones que afectaban a la práctica artística, convirtiendo al libro en material a intervenir como un espacio móvil que podía traficar con el sentido de las acciones de arte, pero ahora insertándose en espacio de circulación de la letra. Las intervenciones urbanas realizadas por el CADA, como acciones que intervenían la regimentación simbólica de la ciudad, se repetían en Lumpérica como intervenciones en el espacio libro, denotando en un nivel analógico la utilización de la misma estrategia epistemológica que las acciones de arte. En definitiva, Lumpérica se convierte en un rechazo radical a las configuraciones de la ciudad letrada, es decir, a las alianzas generadas entre la practica letrada y el discurso del poder. La negación, aunque temporal, a intervenir como autoridad capaz de reordenar los fragmentos en una narrativa coherente representó una ruptura radical con la tradición letrada y un rechazo contundente a cualquier agencia reponedora de sentido. La anomalía sentimental de Lumpérica constituyó una declaración fundacional en el proceso de representación de la mujer. En Lumpérica los sentimientos y emociones nunca están bien definidos y coherentemente establecidos. Son por el contrario ambiguos, fluctuantes, esquizoides. Los sentimientos deben ser entendidos como una multiplicidad de imágenes que minan la posibilidad de la propia definición sobre la base de un sentimiento múltiple. Es de algún modo el ser de la multiplicidad de lo femenino, que no define sus afecciones en relación a la máquina de dominancia, sino que esta siempre descodificando los axiomas en los que se instaura la unicidad, lo único, lo mismo.
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Esto último, a su vez, tiene que ser entendido a partir de la relación con la maquina terrorífica que se especializa en fragmentar, en diluir los sentimientos, al producir contradicciones y sentimientos encontrados muy difíciles de resolver o que generalmente la axiomática resuelve por la vía de su reducción. Los sentimientos transitan por el cuerpo como fantasmas sin nombre que visitan el cuerpo advirtiéndolo de su presencia. Lumpérica articula una nueva relación sentimental de la agencia feminista con la escritura, al postular a la literatura como un terreno reapropiable por la práctica feminista y autoerigirse con autonomía respecto al régimen de repartos del Iluminado. Lumpérica Iluminada proclama su nacimiento, «por literatura fuiste creada», sentencia que anuncia la llegada de una literatura de la que apropiada surgen otros efectos. Lumpérica funda una agencia feminista en momentos de plena opacidad. Denota una estrategia de ocultamiento respecto al poder, adjudicándose la representación de la subalternidad de la mujer, interrumpe la apropiación traductiva de la agencia feminista, la entrampa en el proceso de generar historias explicativas. La agencia de Lumpérica operaria como una jugada falsa o como argumenta a Spivak en la definición de una agencia subalterna, «lanzándole al poder jugadas cognitivas tramposas para hacer tropezar a la dominancia, entrampandola en atolladeros sin salida, para con eso darle espacio a la subalternidad para que desarrolle sus propias agencias (Spivak 1985). Lumpérica organiza una trama en la lectura, una agencia de lectura que se centra en lo que queda por contar a través de fragmentos figurativos que se superponen en distintas direcciones, generando alternativas de imaginar distintas historias posibles. La autonarratividad desconfiada de Lumpérica da a leer la historia (la historia) como desconstrucción —reconstrucción de textos en borradores que le ofrecen al lector una multiplicidad combinatoria de tramas alterativas o divergentes. Hipersolicitar la colaboración del lector en ese proceso de desconstrucción-reconstrucción del sentido a partir de los blancos dejados en el texto (metafóricamente: en las memorias de la historia) por las intermitencias del sentido, fue una primera y decisiva manera de resistir y desafiar el llamado autoritario a dejarse regir por las verdades programadas desde arriba en conformismo paso a sus exigencias totalitarias (Richard, 39).
La novela debe ser leída como una dolorosa, profunda, aterradora pérdida de fe en la capacidad del lenguaje para transmitir la «verdad»
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del acontecimiento. La pérdida del lenguaje como vehículo de agencia para referir la verdad o la realidad. El lenguaje devino durante la política dictatorial el medio más poderoso para ejercitar el poder. La dificultad de definición del contexto, la imposibilidad de decir y decidir es también la imposibilidad de decidir sobre el contexto, el espacio está pleno de un sentido que la dictadura produce desde sus agencias. El lenguaje mismo es ignoto a su ser mismo. Enfrentada a la indecibilidad y la inseguridad desconfiada, Lumpérica prefirió armar alianza con un lenguaje balbuceante y contradictorio. Perdida de significado y contexto. La importancia del espacio público, que en la novela aparece colonizado por el poder de iluminación, por el cartel publicitario, sugiere la analogía entre la dictadura y el mercado, entre el control y la privatización. La privatización entendida como pasividad social, la renuncia a ser un actor social disuelto en la indiferencia, esto al menos que se optara por ser un ciudadano militarizado o ferviente partidario del régimen. La metáfora de la luz resulta de suma importancia ya que durante la dictadura el tiempo se dividió en tiempo de luz (noche) y tiempo público (día), distinción sancionada por el horario en que comenzaba el toque de queda, como tiempo de reclusión. El tiempo público y el tiempo de reclusión, donde la ciudadanía estaba sancionada a vivir al frente del televisor como una forma de olvidar o soliviantar el decidor silencio de lo público. Las trazas de la letra y amputación narrativa El bombardeo a La Moneda fue producido para hacer sentir a la gente el efecto de un gigantesco show, para aterrorizar y tomar el control del país a través de un acto simbólico lacerante. La Moneda, como monumento nacional que significaba el vínculo entre la vida privada y la vida pública, al ser bombardeada actúa como un acto performativo que señala el quebrantamiento simbólico, la destrucción del estado de las cosas y una escisión en el imaginario simbólico de la nación. El acto destructivo del símbolo patrio, símbolo de cuño materno, señala la voluntad de rotura de la dictadura que quemó hasta el acta de independencia. La voluntad destructiva de los símbolos de pertenencia nacional configura una herida en el seno de la consciencia nacional, una herida escindida en el cuerpo sagrado de la nación.
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El despliegue de violencia a través de muertes selectivas y tortura, deja a la gente desprovista de medios para reaccionar en contra de la expansión de fuerza y violencia que el golpe iba acumulando a medida que pasaba el tiempo. No hay posibilidades de dar una respuesta simbólica a la violencia, como tal, el golpe se erige como un acto no-simbolizable que desarticula los recursos simbólicos del ser común de la ciudadanía. Se trata de un evento traumático, esto es un evento que tomó lugar antes que la consciencia colectiva fuera capaz de comprender y asimilar que había pasado. La excepción del evento se instala como un comportamiento que se torna repetitivo y desconocido en el momento de su emergencia. La ciudadanía es compelida a jugar un rol performativo en el escenario social, sin posibilidades de modificar las condiciones de producción del escenario. Se trata de elección de adherir pasivamente el estado de cosas, convirtiéndose en sujetos que actuarían como actores de relleno escenografico en una trama mayor. Por otro lado, estarían los sujetos que se incorporan activamente al escenario jugando el rol de sujetos-víctimas potenciales. Serian estos últimos aquellos sobres los cuales los efectos repetitivos del trauma actuarían de manera sistemática, aunque no se trate de experiencias directas sobre ellos. El proceso habría generado un movimiento de nucleamiento y reclusión. Un sumergimiento de la vida en espacios reducidos, la casa como centro cotidiano de socialización televisiva. Esto último demarca el contenido performativo de la dictadura, una pedagogía performativa. Se interrumpen el lenguaje público y la cultura, especialmente el material impreso —cabe recordar las quemas de libros—. La política pública de Pinochet busca restar importancia a la cultura cosmopolita transmitida a través de medios de soporte tipo libro. Pinochet es uno de los principales promotores de una nueva cultura de masas basada en la información de los medios y sistemas electrónicos. Se postula la producción de pasivos consumidores de la agenda del régimen. Es este formato de imaginativo lo que la Avanzada postula con sus operaciones de figuración del cuerpo como lugar de inscripción. El texto de Diamela Eltit se inserta particularmente bajo la premisa de la emergencia del cuerpo en la política de la significación, en la figuración de la excepcionalidad. El cuerpo, ese objeto silenciado por la emergencia de la consciencia literaria, por la preeminencia de la legitimación y el discurso anclados en las prácticas literarias, re-emerge en la nueva escena como objeto primordial. La aparición del cuerpo del autor en el texto, en el
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soporte del libro, anuncia en Eltit, el camino fallido de la vanguardia hasta antes del golpe, alegoriza el fracaso de la vanguardia político estética12 en su capacidad para articular imaginarios y movilizar voluntades. Las proyecciones de la vanguardia político estética fueron radicalmente descalabradas por el ejercicio de la violencia y el castigo, ya que estas operaciones mostraron ser más eficaces para la producción efectiva del mundo soñado que la consagrada ilustración y la vía chilena al socialismo. El libro como objeto moderno, como el soporte de la inscripción cultural de un proceso de ilustración, es expuesto por Diamela Eltit en su absoluta fragilidad al ser interrumpido por la impotencia del sujeto letrado. Dicha impotencia se manifiesta en la incapacidad del autor por figurar literariamente el curso de los acontecimientos. La producción del libro como aparato objetual es interrumpido por la imposibilidad de una respuesta erudita y como clinamen de la imaginación letrada. Efectivamente, si atendemos a la escena de las marcas, de la inscripción de cicatrices en el cuerpo propio, podemos observar el reverso de la metáfora de la letra como inscripción en el cuerpo. La utilización del cuerpo como soporte para hacer notar el fracaso de la imaginación y la práctica letrada, viene a expresar un desplazamiento constitutivo en el modo de entender la literatura. En la amputación corporal, ejecutada en la piel de la propia escritora, podemos ver una acción que alegoriza la relación entre escritura y tatuado; Lumpérica escribe en el cuerpo de su autor, se insubordina de la natural subordinación del texto a su autor y lo compele a facilitarse como tabula en la que se inscribe la lacerante letra de la historia. Reproduce la escena del grabado, de la inscripción de la tortura como impotencia de la cultura letrada para soportar lo dado en el acontecimiento de la violencia y su ley. A su vez, en Ensayo General reinscribe la experiencia en el libro, con el trazo fotográfico en el centro del libro, lo violenta con la grafía de la experiencia, con la evidencia de la escarificación, traza un corte horizontal en el centro del libro, lo divide en dos, lo que acentúa la metáfora del corte radical de la representación. Utilizamos la denominación vanguardia político-estética para señalar la alianza entre cultura y política durante el desarrollo de la Unidad Popular y que ha sido entendido como una politización de la cultura durante el periodo. El proyecto de la Avanzada sería, por el contrario, el de una culturización de la política. 12
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Además, al cortar la sintaxis y diseccionar las palabras distribuyéndolas en un orden asintagmático, sin orden ni jerarquía, acentúa la confusión: Muge/r/apa y su mano se nutre final----mente el verde des----ata y maya se erige y vac/a—nal su forma (162).
Se trata de un tipo de composición excepcional, que no respeta las reglas del censor gramatical. Sin embargo, estos cortes ponen en circulación una serie de significados arcanos. Son casi oraciones que a través de los cortes y las combinaciones pueden crear distintos significados: una teoría del corte y la disección, una propuesta otra para relacionarse con el dolor; un repoblamiento del cuerpo con otras intensidades, quizás un despoblamiento del poblamiento maquínico de la valorización; el libro como mesa de disección en la que se distribuyen elementos y modelamientos del cuerpo; el desarrollo de un teatro con origen en Artaud, para quien la teatralidad tiene que atravesar y restaurar de parte a parte la «existencia» y la «carne» (Derrida 1989). Derrida definirá esta pasión por la crueldad como algo que se convierte en una cuestión histórica: Histórica no porque se deje inscribir en lo que se llama la historia del teatro, no porque haga época en la transformación de los modos teatrales o porque ocupe un lugar en la sucesión de los modelos de la representación teatral. Esta cuestión es histórica en un sentido absoluto y radical. Anuncia el límite de la representación (319).
Efectivamente, lo que el Ensayo General pone en escena no es la performance de una representacion o idea a priori, es precisamente la expresión de lo que la vida tiene de irrepresentable, es decir, el límite del hombre. Al ser el hombre la representación de la vida, la mutilación producida en el Ensayo General es una puesta en cuestión de esa representación, es decir, de lo que la vida tiene de hombre en tanto representación. Esa representación de la vida cuyo límite representacional es el hombre, es decir, como la forma narrable de la vida, es lo que Foucault (1990) ha denominado humanismo, como aquello que está en el centro de la episteme moderna. El ensayo general puede ser leído como una crítica radical al humanismo que es, entre otras cosas, puesto en cuestión en las mazmorras de la dictadura. En resumen, se puede decir que Lumpérica tuvo la capacidad de leer mas allá de las demandas de sentido que el sensor de control le adjudicaba
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a la práctica letrada. Por el contrario, tuvo la osadía de jugar con la experimentación en momentos de absoluto agobio por reinstituir la capacidad de representación. Bajo estas condiciones experimentales, que hacían transitar la escritura por distintas agencias, contaminándola de otros efectos, Lumpérica logró hacer una crítica a la representación que no se queda simplemente atada a una escena de discusión local. El uso estratégico de producción de imágenes dispersas le proporciono una habilidad de lectura que le permitió tomar distancia con las configuraciones de discurso interpelados por la dominancia. Una teoría de la escritura con capacidad de apropiarse de la literatura, expropiándola de sus usos estratégicos con la representación. Así se deja leer lo que sigue: La escritura como iluminación. en esta ciudad reconstituida/ de opereta/ se realiza sólo la norma restringiendo la imagineria: se extienden entonces grandes Paneles populares privadamente desmontables y rotativos, enormes tableros grises trabados de nombres cotidianos (Eltit, 130)
Ésta es una de las imágenes de las que nos provee la lectura de Lumpérica, uno de los textos más emblemáticos y representativos de la escritura de vanguardia durante la dictadura. Se trata de un texto que se piensa a sí mismo como un montaje en el cual la escritura es uno más de los recursos utilizados para el ejercicio de la (des)representación. Una escritura que se des trabaja como narrativa, que pretende interrumpir el curso de las palabras y el sentido de éstas durante el proceso dictatorial. Una escritura que trabaja desde el montaje y el colage, para intentar reproducir las formas mediante las cuales se iba construyendo una modernidad que intentaba borrar la violencia inscrita en su ilegitimo origen. Por eso, letra y ley se separan en Lumpérica, señalan su constitutivo divorcio mediante una cita con el carácter simulado de las relaciones. La literatura se niega a complicitar con las estrategias de producción de signos, estrategias que ya no requieren más de la constitución de un orden discursivo sustentado en una legitimidad racional.
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Bibliografía Agamben, Girgio (1996): Homo Sacer. El poder soberano y La vida Desnuda. Valencia: Pre-textos. Baudrillard, Jean (1980): El Intercambio Simbólico y la Muerte. Caracas: Monte Ávila. — (2000): El intercambio Imposible. Madrid: Cátedra. Butler, Judith (2004): Precarious Life. The Power of Mourning and Violence. London/New York: Verso. Derrida, Jacques (1989): «El Teatro de la Crueldad y la Clausura de la Representación», en La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos. Eltit, Diamela (1992): Lumpérica. Santiago de Chile: Planeta. — (2002): Conversación en Princeton. Lazzra, Michael (ed.). Princeton: Princeton University. Foucault, Michel (1990): Las palabras y las cosas. Buenos Aires: Siglo XXI. Neustadt, Robert: (Con)fusing Signs and Postmodern Position. Spanish American Performance, experimental writing and political confusion. New York: Routledge. Oyarzún, Pablo (1987-88): «Arte en Chile de Veinte, Treinta años», en Georgia Series on Hispanic Thought, nº. 22-25. Pastor Mellado, Justo (2004): «Arte Chileno. Políticas de un significante grafico», en . Richard, Nelly (1987): Arte en Chile desde 1973. Escena de Avanzada y Sociedad. Santiago de Chile: FLACSO. — (1993): «Tres funciones de la Escritura: Descontrucción, Simulación, Hibridación», en Lértora, Juan Carlos (ed.), Una Poética de la Literatura Menor: La narrativa de Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Spivak, Gayatri Chakravorty (1985): «Subaltern Studies: Deconstructing Historiography», en Subaltern Studies IV: Writings an South Asian History and Society, Ranajit Guha, editor. New Delhi: Oxford University Press, pp. 330363.
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Cuenta regresiva: Imagen, texto y la cuestión del observador Valeria de los Ríos Cornell University
El video arte como forma artística surgió a finales de los 60, cuando la invención de la cámara portátil hizo posible la diseminación del medio. En Chile, a pesar de nuestra periférica relación con la tecnología, se produce entre los años 1978 y 1982, en plena dictadura militar, un «aumento del número de receptores, unido a la efervescencia consumista» (Galaz 1988: 220), lo que posibilitó la adquisición de equipos de video importados. Por ello, fue posible que se formara un grupo de artistas que practicaron el video arte, entre los que se contaban Alfredo Jaar, Eugenio Dittborn, Gonzalo Mezza y, por supuesto, Lotty Rosenfeld1. Ésta última experimentó con la video instalación 2 a principios de los 80 y paralelamente exploró las posibilidades del trabajo en conjunto. Junto a Diamela Eltit trabajó en las acciones de arte del CADA 3, y en proyectos Juan Downey debe ser considerado un precursor, puesto que adquirió su primera cámara de video en 1968 en Estados Unidos, país en el que se radicó en 1966. 2 Este tipo de expresión artística utiliza al video como componente central y la instalación como su modus operandi. Supone la utilización de un espacio-tiempo específico y por ello es efímera, cualidad que le permite resistirse a una fácil transformación en mercancía. 3 Grupo fundado en 1979 junto al artista visual Juan Castillo, el sociólogo Fernando Balcells y el poeta Raúl Zurita. El objetivo del colectivo era: «Realizar trabajos de arte 1
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como la instalación multimedia Traspaso cordillerano en el Museo de Bellas Artes en 1981, el video El padre mío, filmado entre 1983 y 1985 y la serie de entrevistas a María de la Cruz, Elena Caffarena y Olga Poblete, realizadas entre 1989 y 1990. En Cuenta regresiva (2006) el guión de Eltit y la dirección de Rosenfeld se suman una vez más para producir interesantes articulaciones y dislocaciones en las complejas negociaciones entre imagen y texto4. Las imágenes de Rosenfeld son múltiples y no sólo porque haya producido distintos montajes basándose en un sólo y mismo texto, sino también porque la disposición de la obra pone al tradicional espectador en entredicho. En lugar del testigo pasivo de un espectáculo (el espectador), un observador mira dentro de un determinado conjunto de posibilidades, y está imbuido en un sistema de convenciones5. La visión es una construcción histórica y Rosenfeld elige mostrar esas convenciones mediante su sistemático desmontaje a nivel visual. El texto de Eltit, por su parte, plagado de aliteraciones y repeticiones que desafiarían «el discurso logocéntrico», se presenta como sonoro, forzado por la estructura dramática a cumplir su función comunicativa muy a pesar suyo. El visitante se encuentra así en una posición fronteriza entre la imagen caleidoscópica y su compleja contraparte sonora. Esta última, no es múltiple sino unitaria, lo que pone al observador móvil en un contexto de sujeción, no del espacio, sino del discurso. en forma colectiva, obviando los nombres propios; trabajar con el video y el cine como mecanismos de acción de arte; trabajar con un medio de comunicación masivo como vehículo de información de arte; alterar el censorio ciudadano, rompiendo su cotidianeidad mediante la reorganización de sus mismos ciudadanos; trabajar, preferentemente, fuera de las galerías, privilegiando los espacios abiertos y públicos» (En Galaz. Op.cit, p. 208). 4 La literatura y las artes visuales se han relacionado desde la antigüedad. En De Gloria Atheniensium Plutarco dice que para Simónides de Ceos la pintura es «poesía muda» mientras que la poesía una «pintura que habla». En su Arte poética Horacio estableció el Ut pictura poiesis relacionando pintura y poesía. Desde la mitad del siglo xvi hasta mediados del siglo xviii, poesía y pintura fueron consideradas como artes prácticamente idénticas en naturaleza, contenido y propósito. En el siglo xviii Lessing establece una distinción entre poesía y plástica. En su Laocconte asegura que la pintura es un arte espacial, mientras que la poesía puede representar las acciones en el tiempo. En el siglo xx Roland Barthes asegura que la imagen es en sí un área de resistencia al sentido: o bien se piensa que constituye un sistema rudimentario en comparación al lenguaje, o bien se cree que el significado no puede agotar la riqueza inefable de la imagen. Esta dicotomía parece seguir vigente. 5 Para hacer esta distinción me baso en Jonathan Crary (1990).
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La video instalación está emplazada en la oscuridad de la Galería Artes Visuales del Centro Cultural Matucana 100, en la que cuatro proyectores se dirigen hacia ambas caras de dos enormes pantallas de 6 x 4 mts. de altura, cada una de las cuales presenta un montaje audiovisual a color que difiere en tamaño y en punto de vista. En una de las paredes dos monitores proyectan otra imagen más pequeña y en sepia, dividida en cuatro secciones sobre las que aparece un listón negro con números en blanco que presentan un conteo de 30 minutos en reverso: es la cuenta regresiva a la que se refiere abiertamente el título de la exposición. Sin embargo, en otros niveles este título se relaciona también con otras cuentas (cuentas pendientes que tienen los personajes) y con otras regresiones, que los conectan con culpas históricas que los atormentan en el presente. Dos proyectores controlados electrónicamente tienen la capacidad de rotar programadamente sobre su eje y proyectar en 180 grados sobre los muros de la sala. Las imágenes proyectadas, editadas de manera diversa, corresponden a la puesta en escena del texto de Eltit, en el que seis personajes anónimos dialogan violentamente sobre muertos, perros, trámites, descargas fisiológicas, enfermedades y una indeseada invitación a una inminente comida oficial. El texto circula por motivos característicos de la producción literaria de Eltit, como el cuerpo, las relaciones de poder y los sujetos —frecuentemente fragmentados a nivel discursivo— que éstas relaciones construyen. Las imágenes, por su parte, reflexionan en torno a temas tales como la vigilancia, el castigo, la multiplicación barroca de perspectivas y la de-construcción del estatus del espectador. En la intersección entre el texto hablado y la visualidad se produce el espacio intermedio que constituye la obra. El visitante está en la instalación como un cuerpo que experimenta los estímulos audiovisuales, y que al mismo tiempo los ejecuta. Esa experiencia puramente preformativa se actualiza en el espacio donde se entrecruzan los elementos cardinales de la muestra: mirada, pantalla y sonido. La mirada del otro En Cuenta regresiva los modos de experiencia sensorial y motora del espectador tradicional son removidos por el carácter kinestésico de la muestra. El visitante puede moverse por la sala y observar las distintas proyecciones que funcionan como variados puntos de vista, al mismo tiempo que
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escucha —el texto procede aquí como puro sonido— los parlamentos de los actores. La mirada es al mismo tiempo una dinámica del deseo y una relación de poder6. Produce placer, pero también inspecciona, normaliza y afecta a los individuos que participan de su dominio. La mirada puede ser individual o colectiva y producir ciertos tipos de sujeto, conocimiento y discursos. La teórica del cine Laura Mulvey ha señalado que la mirada puede dividirse en tres: (1) la mirada de la cámara que registra, (2) la mirada de la audiencia hacia la imagen y (3) la mirada que los personajes intercambian en la diégesis. Según Mulvey las convenciones del cine narrativo niegan las dos primeras y las subordinan a la última. Con esto, lo que se quiere eliminar es la presencia intrusa de la cámara, para así evitar el distanciamiento de la audiencia. En la video instalación de Rosenfeld estas tres miradas coexisten, porque se han tomado medidas precisas para hacerlas visibles. En primer lugar, la cámara que registra se manifiesta materialmente en su aparición dentro del montaje. En numerosos momentos es posible ver las cámaras grabando. Con este gesto Rosenfeld evidencia sus medios de producción, lo que revela la puesta en escena como una instancia ilusoria. Los personajes siguen con su actuación, ignorando la presencia tanto de lentes como de micrófonos. Sin embargo, en algunos momentos específicos, leen sus parlamentos directamente desde el papel. Con ello revelan su condición de actores y de las palabras como escritura. La mirada de la cámara se manifiesta en el montaje, que funciona como elemento dinámico y no como una entidad transparente. Los distintos cortes y suturas7, que unen planos discontinuos de un mismo acontecimiento registrado, no responden a la sintáctica del cine narrativo. La cámara pasa de un lugar a otro sin seguir la línea de mirada de los personajes: se ubica indistintamente a un lado u otro del eje, produciendo cierto grado de desorientación en el espectador. Tal como la describe Benjamin, la cámara penetra en la red de lo visible y es capaz de cortar, enmarcar, magnificar Lacan y Foucault instalan respectivamente estas coordenadas, estableciendo la mirada como central en la construcción del sujeto. 7 Con «sutura» me refiero aquí al concepto de edición o montaje, y también a la definición dada por la profesora de retórica y cine Kaja Silverman: el concepto de sutura intenta dar cuenta de los medios por los cuales los sujetos emergen dentro del discurso. Aplicada al cine, la sutura surge a partir de múltiples cortes y negaciones. Cada imagen es definida por las diferencias con aquellas que la rodean sintagmáticamente. A nivel paradigmático, esto implica la negación de cualquier discurso que no sea el propio. 6
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o reducir, inaugurando un nuevo campo de visibilidad, que el filósofo bautizó como el inconsciente óptico. La mirada de los observadores se exterioriza en el carácter mismo de esta instalación. A diferencia del espectador cinematográfico, el visitante de la exposición Cuenta regresiva no está inmovilizado en su butaca, sino que puede moverse a su antojo por el recinto. Podría hablarse de una regreso al cuerpo, ya que el observador móvil literalmente camina por la muestra, en lugar de estar sentado frente a la pantalla, adoptando una postura corporal determinada. Como en el panóptico de Bentham, descrito por Foucault, el visitante actúa como vigilante-voyeur que mira sin ser observado en la oscuridad de la sala. El centro cultural no es una cárcel, aunque lo parezca, sin embargo, las pantallas y los muros reflejan imágenes que se asemejan a las producidas por las cámaras de vigilancia. Eso nos hace poseedores de cierto tipo de conocimiento y, por lo tanto, nos instala en una relación de poder. Éste último es —como en el panóptico— invisible e inverificable desde el punto de vista del observado. Finalmente, la mirada que los personajes intercambian en la diégesis responde a los discursos instalados por el texto. Las relaciones de poder se evidencian en la mirada y la ausencia de mirada, en lo que se dice, en lo que se calla, en lo que se repite y en la violencia que los personajes imprimen al hablar. Aunque el poder no se localiza como entidad monolítica en un lugar estable, hay dos personajes que representan el poder institucional anónimo. Ellos son los funcionarios encargados de comunicar la invitación a la fiesta oficial. Uno de los hombres señala: Tengo el honor de informarles que deben presentarse hoy a las 7 en punto para la comida oficial. Con las manos limpias, vestimentas impecables, sentarse en el lugar que se les ha asignado y no hacer el menor comentario. Allí serán llamados por sus nombres, a las 7 en punto, con sus vestimentas, con sus nombres y sin hacer el más mínimo comentario. Aquí tienen el instructivo y la invitación. Repito: a las 7 en punto, con las manos limpias, vestimentas impecables.
Estos hombres no sólo son portadores de la noticia institucional, sino que además comunican las condiciones o normas para que esta comida se realice. Ellos tienen la mirada fija, neutra, mientras que los invitados rehuyen esta mirada, intentando escabullirse de manera infructuosa, porque la mirada que controla no sólo contempla, sino que posee «sus nombres» que
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están escritos con tinta indeleble en la correspondiente «lista oficial» (la inscripción del nombre propio en la lista sella oficialmente la invitación, como una sentencia). La relación entre mirada, discurso y poder se manifiesta más claramente en la disposición de la mirada que el funcionario adopta al pronunciar su mandato lingüístico. Este último está dirigido específicamente sobre el cuerpo, procurando la construcción de sujetos dóciles, aseados y «civilizados», capaces de ejecutar órdenes, llevar a cabo acciones y emitir signos que sean comprensibles. La pantalla mágica Las pantallas son un tipo especial de heterotopía según Foucault. A diferencia de las utopías que son lugares que no existen materialmente, las heterotopías sí tienen lugar en el espacio social y al mismo tiempo, funcionan como anti-lugares, donde otros espacios pueden ser representados, refutados o invertidos. Como en el teatro, donde se pone sobre el escenario una serie de lugares distintos, en la pantalla percibimos una proyección bidimensional de una superficie tridimensional. A diferencia de una sala de cine común, en Cuenta regresiva las pantallas de grandes dimensiones han liberado a una de sus caras, haciendo posible que sobre ellas se produzca una doble proyección. Además, no sólo la pantalla tradicional, blanca y rectangular existe como soporte, sino que los muros del centro cultural se convierten en heterotopías transitorias e incluso móviles (en el caso de las proyectoras de 180 grados). En algunos casos la proyección al centro de la sala ocupa la pantalla completa, en otros, sólo partes mínimas de ella. Al igual que la presencia de la cámara, los diferentes tamaños de la proyección alertan al espectador de su propia mirada, produciendo un distanciamiento del ilusionismo de la imagen percibida. En la proyección en sepia sobre el muro percibimos cuatro perspectivas distintas a la vez, aunque a veces también se producen repeticiones (a/b/a/b, a/a/b/c a/b/b/b y otras combinaciones posibles). Sin la intervención de los visitantes, las pantallas reflejan de un modo predeterminado y no sólo eso, sino que también pueden mostrar, repetir, reproducir en cámara lenta o en cámara rápida, retroceder y adelantar. En la mise-en-scène se introducen proyecciones en los muros, pantallas efímeras, en las que se proyectan imágenes de obras anteriores de Rosenfeld, como Una milla de cruces sobre el pavimento, que la artista realizó
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en múltiples versiones desde 1979 (aquí se presenta una imagen fija de la cruz trazada en frente del palacio La Moneda) y El empeño latinoamericano de 1998, que muestra imágenes de una casa de empeño, mezcladas con cifras de la bolsa de comercio como una metáfora del funcionamiento de la economía de mercado. Incluso se proyectan imágenes de Cuenta regresiva produciendo un especular mise-en abime. La utilización de estas obras de la artista apuntan al cruce y contención de distintos momentos históricos: la dictadura, la transición y un presente alegorizado textual y performativamente por Eltit. Al interior de la ilusión proyectada en la pantalla hay otras pantallas donde se proyectan hitos que se relacionan con la historia de Chile y que anclan —al igual que el lenguaje— a esos personajes anónimos a una historia común. A pesar de que en sus diálogos fragmentarios los personajes no dan signos de un contexto histórico, cultural, político o económico específico, las imágenes de Rosenfeld sí lo hacen. De esta manera es posible leer —o más bien escuchar— el texto de Eltit como una alegoría del presente. Como ante un reality show los observadores de la muestra presenciamos imágenes que representan momentos privados de una serie de personajes encerrados, aplastados por su propia carga histórica que los designa como delatores, esperando el final de una cuenta regresiva que avanza implacable hacia el inicio de la «comida oficial». El poderoso aparato institucional controla a los sujetos sin distinción, hasta el punto que los propios delatores se delatan entre sí: dan sus nombres para la lista de la comida oficial. Aparentemente nadie los obliga, no hay signos de tortura, porque sus dóciles cuerpos han interiorizado los mecanismos de control: como en el panóptico, los vigilados no necesitan saber que los vigilan para comportarse, puesto que la sola posibilidad de ser observados los condiciona a la buena conducta. La conversación que se produce entre la mujer que ha dado los nombres y la pareja que es informada que debe asistir al evento oficial es decidora: Hombre 1: Volviste a entregar nombres, volviste a hacerlo ¿quieres hacerte famosa?, ¿eso quieres? Mujer 1: Quiere hacerse famosa, quiere hacerse famosa, quiere hacerse famosa, quiere hacerse famosa, hacerse famosa Mujer 2: Es un deber, pero qué saben ustedes de deberes. ¿Creen que es fácil, no? Sí, Muy fácil… estar pendiente de los nombres, de que no se me vaya a olvidar ni siquiera la parte de un nombre. Incluso, a veces sueño con
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listas infinitas, con un cúmulo de nombres que se me vienen encima para… para avasallar el resplandor de mi gordura» Mujer 2: Tienen que asistir a la comida, porque di sus nombres, qué más podía hacer. Me sacaron los nombres desde el fondo de la boca, se me revolvía la lengua, tenía el nombre de ustedes en la punta de la lengua… pero ahora van a empezar a frecuentar unas cenas preciosas, pre-cio-sas, con una luces que iluminan unas caras extraordinarias, sin marcas, sin facciones, sólo las bocas abiertas para engullir los bocados, un bocado y otro bocado, dispuestos en las bandejas de plata que brillan y brillan, ja, ja, ja. Todo relumbra. Todo: las facciones aletargadas, los rostros neutros, el miedo. Eso es. Por fin vamos a asistir a una cena de prestigio. Una cena que será tan exclusiva.
La delatora siente el deber de dar los nombres, no ve otra alternativa. La incorporación de los mecanismos de control produce sujetos específicos, sin embargo, el inconsciente devuelve el deseo reprimido: la mujer 2 sueña con listas eternas y teme olvidarse de los nombres. Como el orinarse de la mujer 1, el delatar se presenta como una incontinencia: no se puede evitar, como si el cuerpo intentara emanciparse violentamente del control ejercido sobre él. El cuerpo —aquello sobre lo que se ejerce el biopoder— es lo que se desborda. La mujer 2 dice que no soporta verse gorda, sin embargo, ella sabe que a «ellos» les gusta más gorda. Otros personajes viven habitados por la enfermedad: se les cae el pelo, vomitan, les salen manchas en la cara, le duelen las piernas, la cadera, la mejilla, la espalda, el oído, etc. Todos han sido invitados a la fiesta oficial, un evento de gran envergadura simbólica, como la Última Cena (de ahí, quizás, que la invitación sea leída como traición). Esta invitación se siente como amenaza, pero al mismo tiempo se la percibe como un honor: es repudiada y temida por la mujer 2, pero al mismo tiempo, se la desea y se alaba (se dice que las comidas son «preciosas», «de prestigio» y «exclusivas»). Sus cuerpos enfermos deben ser una vez más disciplinados, nombrados, archivados, actualizados y visibilizados en ese escenario lleno de focos que parece ser la comida oficial. Las instituciones exigen el blanqueamiento, la higiene cívica para aparecer todos felices, con las uñas limpias y satisfechos ante el espectáculo visible del poder. Al final de la cuenta regresiva la pareja invitada se alista para la comida. El hombre 1, ya colonizado por el discurso oficial, repite el instructivo que debe seguir al pie de la letra.
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Sonido excéntrico La voz grabada de los personajes es la encargada de dar continuidad a la instalación. Por descarte asumimos que la voz procede de un cuerpo que la origina, sin embargo, a veces imagen y sonido no coinciden, ya sea por una falla en la sincronización o porque al ser observadores móviles miramos una imagen que no corresponde con lo que escuchamos. Este evento —los sonidos «acusmáticos», aquellos que se ubican en algún lugar de la diégesis pero cuya fuente no se ve en pantalla— produce ansiedad y distanciamiento en el espectador. Con ello se pone de manifiesto la mediación propia de la reproducibilidad técnica. En Cuenta regresiva este efecto es producido por la multiplicación de pantallas y puntos de vista. En esos momentos, experimentamos la experiencia de la voz en off, que remite a un cuerpo ausente, fuera del marco, fantasmático. Las imágenes y las pantallas son diversas, pero el audio es uno solo. La preferencia por la voz apunta al ilusionismo de la presencia, la inmediatez y la identidad, entre otras. Para Derrida el énfasis dado a la voz por sobre la escritura en la filosofía occidental desde Platón en adelante es un síntoma del fono-logocentrismo. En la instalación los visitantes sienten la libertad de moverse por la sala y mirar una pantalla u otra. Sin embargo, el imperio de la voz los somete: dentro de la instalación se puede dejar de mirar, pero nunca se puede dejar de escuchar ese único discurso que se repite insistentemente cada media hora. La aparente libertad de la visión no implica emanciparse del poder del discurso, que en este caso es uno solo, interpretado coralmente por varios personajes. En ese sentido, los observadores nos instalamos en una relación de poder que la propia estructura de la muestra evidencia: miramos el mirar de otros, podemos elegir cuándo, dónde y cómo mirar, pero estamos obligados a escuchar un discurso unívoco. Creemos que elegimos, pero nunca elegimos del todo (una sucinta alegoría de la economía de mercado). Incluso los proyectores móviles que giran en 180 grados apuntan hacia el control del espectador. Las imágenes proyectadas parecen luces de vigilancia, programadas para escanear el territorio y proyectar en muros o sobre los cuerpos de visitantes desprevenidos las mismas imágenes que nosotros creemos estar dominando con nuestra mirada. En definitiva, es el discurso lo que determina el campo de lo visible. Embelesado por la caleidoscópica multiplicación de las imágenes, el observador-vigilante cree dominar el campo de visibilidad a su antojo.
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Sin embargo, está igualmente subordinado al discurso oficial, encerrado en la sala de arte estatal, creyéndose emancipado porque no es observado y circula azarosamente por el espacio de la instalación. Si bien al aura de la obra de arte tradicional desaparece con la reproducibilidad técnica (entre otras razones por los variados tests ópticos que experimenta el cuerpo del actor) la voz parcial y sin cuerpo que resuena en Matucana 100, aurática por la lejanía con que se experimenta, interpela al observador y lo constituye como sujeto: le enrostra la culpa, lo insulta, lo llama delator, lo obliga a disciplinarse, en definitiva, lo invita a asistir a la temible y a la vez deseada comida oficial (ese es el rendimiento del anonimato de los personajes: al no mencionar sus nombres propios, se vuelven genéricos y todos podemos ser interpelados por el «tú» o el «ustedes» de los enunciados). En Cuenta regresiva Rosenfeld trabaja cuidadosamente la relación entre imagen y sonido, entre discurso y visibilidad. Con ello apunta a construir un tipo específico de observador que dirige su mirada a las sucesivas pantallas, estando siempre inmerso en una constante sonora. Quizás por ello es el sonido lo que más molesta al espectador. En su columna dominical Waldemar Sommer (2006) critica «la imperfección circunstancial del sonido» en la instalación, porque éste se sincroniza a la imagen, pero por momentos, se escapa, se bifurca y remite no a lo Imaginario (como la imagen proyectada sobre la pantalla), ni a lo Simbólico (la entrada al lenguaje), sino a ese núcleo Real traumático (la Historia diría Jameson), que se resiste a ser simbolizado8. La Historia es aquello elidido, y la cuenta regresiva a la que alude el título de la obra es el testimonio más radical de la imposibilidad de dar cuenta de la Historia: el conteo en reverso se dirige hacia un minuto cero, y después de eso, existe un futuro que como observadores no estamos invitados a presenciar.
8 Al respecto, Mladen Dolar (2006) ha señalado: «the voice is not simply an element external to speech, but persists at its core, making it possible and constantly haunting it by the impossibility of symbolizing it. And even more: the voice is not some remnant of a previous precultural state, or some happy primordial fusion when we were not yet plagued by language and its calamities; rather, it is the production of logos itself, sustaining and troubling at the same time».
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Bibliografía Crary, Jonathan (1990): Techniques of the Observer. Cambridge, Massachussets: MIT Press. Dolar, Mladen (2006): A Voice and Nothing More. Cambridge, Massachussets: MIT Press. Galaz, Gaspar (1988): Chile Arte Actual. Valparaíso: Ediciones Universidad de Valparaíso. Sommer, Waldemar (2006): «Medios múltiples», en El Mercurio, 17 de diciembre.
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De/signaciones Quiero designar como tema de mis reflexiones aquí las estrategias de de/ signación en la obra de Diamela Eltit. Por lo tanto, desde un comienzo estoy abriendo el campo a todo tipo de paradojas, ya que mi designio es indicar unos procesos textuales cuyo fin —aunque sin que entren en una lógica de la finalidad o la intencionalidad— es desmarcarse o al menos desviarse de las múltiples pulsiones significativas que están en juego en la construcción discursiva de nuestra realidad. Entonces, ¿cómo marcar lo que intenta desmarcarse? ¿Cómo trazar dentro de los términos de la economía significativa las líneas de fuga que tratan de escaparse de ella? De hecho, mi propósito aquí no es resolver estas preguntas, ni domeñar las paradojas de la significación, ni devolverle su fachada de prístina nitidez al proceso significativo. Al contrario, quiero celebrar la inevitable ambivalencia de todo acto de significar, no como fuerza subversiva, sino como base imprescindible de toda significación. En este contexto el término «de/signar» se puede leer como un subterfugio significativo de mi parte. El verbo «signar» con sus múltiples significados, sea «imprimir un signo» o «poner su firma», sea «señalar» o «consagrar con la señal de la cruz» significa con creces después de añadirse el prefijo «de-», para convertirse en «designar», o sea «denominar»
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o «indicar»1. La introducción de una interrupción marca una pausa casi imperceptible entre «de-» y «signar» —una pausa para detener nuestro automatismo «designador» y reflexionar sobre este «de-» excesivo, este «de-» que puede reforzar y, al mismo tiempo, invertir el significado de una palabra. «De/signar», por lo tanto, se hace eco de la paradoja inherente a toda significación que oscila incesantemente entre el proceso de imprimir su marca y borrarla. Mientras que todo acto de significación obedece a esta constelación ambigua, existen textos que no sólo subrayan, sino que hacen resaltar y reflexionan sobre su base de paradojas significativas. La obra de Diamela Eltit, según mi parecer, representa un «caso» especialmente significativo. En unos contextos en los que los discursos oficiales se nutren de actos violentos tanto de marcar como de borrar ¿cómo se puede construir, o siquiera concebir una resistencia significativa? Tal y como subraya Nelly Richard en Residuos y metáforas, no solamente la dictadura, ni sólo la transición, sino sobre todo el sistema neoliberal ejercen su poder más allá de lo discursivo a través del control sobre lo que se inscribe y lo que se borra. Si la dictadura marcaba y desaparecía, y la transición controlaba lo que se debería recordar o recortar, es un capitalismo global que, como Deleuze y Guattari ya lo subrayaron en los años setenta, en L’Anti-œdipe, deriva su energía de la oscilación entre de— y reterritorialización, o —expresado en mis términos— entre de— y resignificación, sino directamente entre de— y resignación. Esta constelación que se presenta inclusiva y totalizadora no permite ninguna salida fácil, y menos la visión nostálgica de «otra» significación. Por lo tanto, cuando hablo de las estrategias de de/signación en la obra de Eltit no se trata tanto de una contra-escritura, sino de actos de grafías paradójicas, momentos ambiguos, vórtices textuales que ilustran el juego entre inscripción y borradura, reflexionando al mismo tiempo sobre su ineludible interacción e interdependencia. En lo que sigue voy a especificar el funcionamiento de la de/signación en la obra de Eltit escogiendo tres estrategias diferentes, estrechamente relacionadas entre sí: 1) la (im) posible borradura de la firma, 2) la mano de/signada que de/signa, y 3) las de/signaciones mediadas.
1 Ver las entradas «signar» (II, 2063), «designar» (I, 787) y «de-» (I, 729) en el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española.
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La (im)posible borradura de la firma La cuestión de la firma del autor o artista se plantea como problema tanto político como estético ya en el contexto del trabajo de Eltit con CADA (Colectivo Acciones de Arte) en los años setenta. Cuando CADA lleva a cabo parte de su proyecto «La leche: Para no morir del hambre en el arte», un texto que acompaña las «acciones de arte» publicado en la revista Hoy, demuestra el poder incontestable de la pulsión significativa. En vez de una página blanca —que aun así hubiera significado— aparece el siguiente texto: Imaginar esta página completamente blanca. Imaginar esta página blanca Accediendo a todos los rincones de Chile Como la leche diaria a consumir. Imaginar cada rincón de Chile Privado del consumo diario de leche Como páginas blancas para llenar (Neustadt, Cada día, 137).
La primera línea ya comienza el juego paradójico de borraduras e inscripciones, ya que marca el propio espacio que inscribe como blanco. Este blanco virtual se llena de significación —su blancura puramente imaginada alude metafóricamente al significado «leche»—. Al mismo tiempo, sin embargo, como expone la tercera línea, el espacio en blanco también significa otra carencia, la falta de leche. Así, la imposibilidad de vaciar una página de la revista Hoy da paso a una inscripción paradójica que escenifica su propio vacío, que no deja de significar la ausencia de su referente: «la leche». La línea final añade una estructura ambivalente a esta complejidad: por un lado, las «páginas blancas para llenar» se pueden leer de manera metafórica, como una manera de llenar la carencia, tanto de espacio como de leche; por otro, el hecho de que el espacio blanco está lleno de letras impide la representación gráfica de la leche, evidenciando así su carencia o ausencia. Mientras que la escenificación de un acto de borrar o vaciar la significación se presenta como una imposibilidad, ya que lo desmarcado, lo «ex-scrito» no deja de funcionar dentro de la economía significativa, el texto citado antes
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subraya los momentos paradójicos tanto en el acto de signar, como en el afán de no significar2. Cuando se trata del acto de signar en el sentido de poner su firma la de/ signación se vuelve aún más compleja. Cuando un autor, en vez de indicar su posesión de un texto o de inscribirse en la «función del autor», según Foucault, se quiere desmarcar de su obra, este mismo acto designa aún más fuertemente la relación entre obra y autor. En este sentido el regalo del CADA al pueblo Chileno, el «NO +» es un regalo imposible como lo define Jacques Derrida en Donner le temps: el propio gesto de entrega y generosidad constituye también una toma de posesión. Por lo tanto, las reflexiones de Eltit sobre la imposible borradura de la firma se distancian del deseo de desmarcar o desmitificar la función del autor. Cuando incluye su propio nombre en minúscula en sus textos —en Lumpérica y en El cuarto mundo— escenifica una confusión entre distintos niveles dentro de un mismo texto narrativo. Sin embargo, este juego formal en sí no acaba con el mito de la firma autorial. La de/signación aquí funciona a través de una hiper-inscripción. Es sólo la repetición desplazada de la firma autorial lo que posibilita ya no sólo el cuestionamiento de la firma «Diamela Eltit» en la portada, sino la problematización del proceso entero que fuerza un autor a signar y designa una obra a través de un nombre inscrito. La lógica de la firma autorial es, sin lugar a duda, también la lógica del mercado. El final de El cuarto mundo ilustra este vínculo: «Lejos, en una casa abandonada a la fraternidad, entre un 7 y un 8 de abril, diamela eltit, asistida por su hermano mellizo, da luz a una niña. La niña sudaca irá a la venta» (159). Doblegar la firma del autor —en la portada, y dentro del texto— no borra la pulsión autorial, al contrario. El mismo acto de entregar autoridad incluye su reafirmación. Sin embargo, la doble firma, en su movimiento de de/signación cuestiona la economía significativa, repitiéndola e inscribiéndose en ella. La mano de/signada que de/signa En la obra de Eltit hay otra estrategia de de/signación estrechamente vinculada con este acto de signar en su doblez: la figura de la mano y su 2
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Para un concepto de lo «ex-scrito», Nancy 2000.
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proceso de escritura. De hecho, como lo subrayan varios críticos, la mano ocupa una posición privilegiada en la obra de Eltit, sobre todo como reflexión sobre el acto mismo de producción literaria. Sea la «mano asalariada» de Vaca sagrada, o la «mano agarrotada» de El cuarto mundo, o las descripciones detalladas del proceso penoso de escribir en Los Vigilantes. Sea el brazo cubierto de cortes de «Maipú» y Lumpérica, o las muñecas sangrientas de Por la patria. Lo que me interesa particularmente en el contexto de una reflexión sobre las estrategias de de/signar, sin embargo, es la relación paradójica entre ambas figuraciones de la mano: la mano corta, escribe, y es cortada, la mano produce y, mutilada, se ve incapacitada para la producción. La mano que escribe textualmente produce el corte de la mano. Por lo tanto, la mano constituye un punto de cruce o quiasmo entre las distintas fases en el proceso significativo: en el acto de escribir o trabajar, la mano produce significado según su condicionamiento educativo, social, o literario —una pre-significación manual que Eltit designa como «caligrafía» (Morales 1998: 84)—. La doble inscripción de la mano nos devuelve a un círculo paradójico. La inscripción social condiciona a la mano a funcionar de manera específica, a hacerse productiva. Su doble, el corte de la mano, no solamente explicita materialmente la inscripción social, sino que se puede leer también como amenaza o sanción en caso de desviación de la productividad manual de sus límites. La significación de la mano dentro del discurso social, o más específicamente hablando, de un sistema de neoliberalismo es un cuchillo a doble filo. La sanción inscriptiva causa la improductividad de la mano e, indirectamente, abre el camino para su rebeldía o resignificación, ya que la mano mutilada vacía su actuación de significado productivo. Así, en un gesto paródico, la profetisa de Los trabajadores de la muerte convierte su muñón en la imitación de las herramientas de la fuerza militar o policial al final de la novela. La inflexión hacia el tema del trabajo manual dentro de un sistema capitalista, sin embargo, destaca aun más en la novela Mano de obra cuyo título ya subraya la significación de la mano —en un sentido metonímico— según su productividad. Este sentido halla su expresión sobre todo en el personaje de Sonia cuyas manos sufren el impacto del capitalismo: Sus manos veloces contaban y contaban los inacabables billetes o bien ordenaban los cheques o certificaban las tarjetas o manejaban las monedas hasta que las manos se ponían rojas. Feas. Como sangrientas. Se le inflama-
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ban las manos por el roce constante con las monedas. Las manos le olían a billetes. Todo su cuerpo terminaba impregnado con el hedor que exudaban los billetes, las tarjetas, las monedas y los cheques (105).
Aquí, los propios símbolos del capitalismo asumen todo su poder material como herramientas en el desgaste del cuerpo trabajador —la alienación se ha trasformado en una inscripción física en la que el dinero o sus suplementos asumen plena agencia—. El valor de la mano de obra, como la de Sonia, se confunde con la mercancía misma, o está aun por debajo de ella. Cuando la trabajadora se corta un dedo, éste termina «confundido con los aborrecibles restos de pollo» (154) que estaba cortando. Esta escena de auto-mutilación ilustra el mecanismo paradójico de la propia inscripción socio-económica: el trabajo de la mano de obra, su inserción en el sistema, induce a su explotación física, hasta el momento en que ya no produce y se vuelve material abyecto, mero deshecho de los círculos de producción y consumo. Las de/signaciones mediadas Es sobre todo cuando diferentes medios entran en juego, sin embargo, que las grafías paradójicas de Diamela Eltit se yerguen en toda su complejidad. Mientras que el tema de la mano de obra mutilada en Los trabajadores de la muerte y especialmente en Mano de obra apunta a los círculos letales de la significación capitalista, son las grafías en un ámbito de multi-medialidad las que se precipitan, entrechocan y se exponen a un cuestionamiento. La simulación textual de flujos de información —como el luminoso o el subtexto cinemático en Lumpérica— le presta otra dimensión añadida al juego de la de/signación: distintas formas de signar, designar, y significar se cruzan y refuerzan, a otro nivel, la oscilación ambigua entre significación y borradura. En cada caso, el carácter auto-referencial de los textos no permite ninguna jerarquía de representaciones en cuanto a su medio. La foto de la autora con los brazos llenos de cortes que se incluye en Lumpérica, no relega la representación textual a un rango más bajo de la significación, al considerarlo menos «auténtico» que una foto. El propio texto se vuelve comentario, de/signando así el valor significativo de la foto:
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¿Se representa en sí mismo el corte como en la propia fotografía? Más bien se lo fija como tal. La representación se da en la medida que se actúe sobre él. Por ejemplo, el trazado del corte es un surco sobre el que se opera evidenciándolo de ese modo como una señal. Empero, al estar como un surco, se vuelve trinchera o parapeto bajo el cual se protege o se esconde una actuación. Como surco, está hundido bajo una superficie que ha sido penetrada. Si se lo devuelve fotográficamente se lo aplana en el rigor de una nueva superficie, que solamente será rota por el ojo que corta allí su mirada (169).
Esta cita conjuga las distintas representaciones del corte como de/signaciones. Mientras que ni la fotografía ni el texto re-presencian el corte, sino que lo significan, el propio tajo corporal se halla siempre signado, porque ya ha entrado en los círculos significativos. Por lo tanto, la inclusión de la foto en Lumpérica interrumpe la significación textual, pero sólo para introducir otro tipo de significación vinculado con otro medio «gráfico». Al mismo tiempo, la proliferación de representaciones evidencia la contaminación de la herida misma por la significación. Aun la herida, la sangre, y el dolor no están más allá de la economía significativa. Esta estrategia de de/signación por proliferación y cruce de distintos medios se vuelve especialmente efectiva siempre que participe en un modo de representación convencionalmente designado como vinculado más estrechamente a la «realidad». La foto de Lumpérica y el acto de performance Maipú que acompaña e interrumpe el texto narrativo son sólo uno de los ejemplos en la escritura de Eltit. Con su última obra, Puño y letra, con la que vuelve al modo documental que exploró en El padre mío, la autora se vuelca otra vez más sobre la cuestión de la representación y la realidad. En este contexto, el propio título marca la paradoja: la expresión «de su propio Puño y letra» marca no solamente el vínculo entre un texto —que se presenta a menudo como firma o como un acto performativo de escritura que efectúa lo que designa— y un cuerpo. Al mismo tiempo, esta conexión directa entre un cuerpo individual y su escritura forma la base del concepto de agencia, y, por lo tanto, de responsabilidad. Paradójicamente, en Puño y letra que documenta el Juicio Oral contra Enrique Arancibia Clavel llevado a cabo en Buenos Aires del 2000, el vínculo entre mano y letra brilla por su ausencia o, al menos, por su precariedad. No sólo no se puede hablar de una participación directa de Arancibia Clavel en el asesinato del General Prats y su esposa. Los escritos que pueden corroborar su colaboración no son de su «Puño y letra», ya
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que se trata de documentos taquigrafiados —lo que motiva las preguntas frecuentes al testigo Zambelli sobre si vio al acusado escribir a máquina—. Además, la parte del proceso enfocada en el libro de Eltit subraya otros actos de «performance», no sólo la actuación de Zambelli en revistas musicales, cuya cronología mal recordada vuelve confusa la reconstrucción del asesinato, sino su «performance» durante el juicio. Debajo de estas capas mediadas, el atentado se empieza a de/signar, a formar sólo un evento más en el paisaje de flujos mediático. Sin embargo, incluso aquí, la complejidad significativa hace importante e imprescindible una estrategia de de/signación. Aunque los vórtices mediáticos parecen restarle inmediatez y realidad al asesinato, Arancibia Clavel es condenado, aun sin evidenciar «su Puño y letra». La proliferación de representaciones, por lo tanto, no llega a borrar la responsabilidad jurídica ni ética, sino que la re-significa. En este sentido, Eltit lleva su juego de de/signación a un nivel auto-reflexivo: aunque se trata de un texto documental, aunque es y no es del «Puño y letra» de Eltit, la autora se hace responsable incluso de un texto tan altamente de/signado. Así, Diamela Eltit, a lo largo de toda su obra, trabaja la de/signación, no sólo a un nivel textual, sino también a varios niveles meta-textuales, en todo momento de/signándose como escritora. Bibliografía Deleuze, Gilles/Guattari, Félix (1972/1973): L’Anti-œdipe: Capitalisme et schizophrénie. Paris: Minuit. Derrida, Jacques (1991) : Donner le temps. Paris: Galilée. Eltit, Diamela (1989): El padre mío. Santiago de Chile: Francisco Zegers. — (1991): Vaca sagrada. Buenos Aires: Planeta. — (1993): Lumpérica. Santiago de Chile: Planeta. Sudameri— (1994): Los vigilantes. Santiago de Chile/Buenos Aires: Editorial ��������� cana. — (1995): Por la patria. (2a ed.). Santiago de Chile: Cuarto Propio. — (1996): El cuarto mundo. (2a ed.). Santiago de Chile: Seix Barral. — (1998): Los trabajadores de la muerte. Santiago de Chile: Planeta. — (2002): Mano de obra. Santiago de Chile: Planeta. — (2005): Puño y letra: Juicio oral. Santiago de Chile: Planeta. Foucault, Michel (1994): «Qu’est-ce qu’un auteur?», en Defert, Daniel y Ewald, François (ed.), Dits et écrits 1954-1988 I. Paris: Gallimard, pp. 789-821.
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Morales T., Leónidas (1998): Conversaciones con Diamela Eltit. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Nancy, Jean-Luc (2000): Corpus. Paris: Editions Métailié. Neustadt, Robert (2001): Cada día: La creación de un arte social. Santiago de Chile: Cuarto Propio. Real Academia Española. Diccionario de la Lengua Española. 2 tomos. 22ª ed. Madrid: Editorial Espasa Calpe, 2001. Richard, Nelly (1998): Residuos y metáforas: (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición). Santiago de Chile: Cuarto Propio.
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El Padre Mío después de Pinochet, otros patronímicos Richard Astudillo Olivares Pontificia Universidad Católica de Chile
Cuando revisé en su momento la crítica previa a El Padre Mío, de Ivette Malverde (1991) y Álvaro Bisama (2001), reparé en la recurrencia de una perspectiva: la crítica privilegió los análisis que giraban en torno a la reconstrucción de la figura del padre en el marco dictatorial destacando la referencialidad de la obra. «Padre Mío» tendría por vértice a un patriarca, a un dictador, a Pinochet, nominación y unidad reconocible que aglutinaba mención histórica, «personaje ficcional» y discursos relativos a la operativa de los circuitos de poder. Por esa época muy influído por las bibliotecas repletas de novedades un poco rezagadas, observaba de reojo al psicoanálisis y releía y releía la lectura que Deleuze despliega sobre Freud1. El filósofo sostiene que el psicoanálisis es un relato, que inscribe el mito de Edipo manipulando la revelación de sentido y neutralización que la tragedia ofrece: Edipo como el primer psicoanalizado y el primer psicoanalista profesional. En la crítica al texto de Eltit observo una excesiva fijación patriarcal, donde se repite con insistencia el nombre de Pinochet y el apellido dictadura. La mención a ‘Pinochet’ se convierte en la unidad que absorbe y opaca las A punto de descubrir el gran arte del inconsciente, el arte de las multiplicidades moleculares, Freud no cesa de volver a las unidades morales, y de reencontrar sus temas familiares: el padre, la madre, la vagina, la castración… (A punto de descubrir el rizoma, Freud siempre vuelve a las raíces)» (Deleuze-Guattari 1994: 34). 1
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demás nominaciones (‘William Marín’, ‘Colvin’, ‘Administración’, ‘Hospital Siquiátrico’, ‘familia Badilla-Padilla’, ‘Doña Toña’). El Padre Mío, como es de suponer, despliega su intrincada posibilidad de significados a través de la acumulación de nominaciones. Nunca antes en un texto de la literatura chilena, el nombre propio y el prestado había tenido tanta relevancia en la conformación de la textura. Pregunta: ¿qué hay en la superficie de esta supravaloración de la palabra Pinochet por parte de la crítica? El rol preponderante que ocupa la nominación dentro del psicoanálisis, según Deleuze, termina por neutralizar lo que él denomina puntos de fuga, es decir las posibilidades de un texto, el no acatamiento de la función que le adjudicamos anticipadamente los lectores y censores. El Padre Mío desde la disciplina psicoanalítica correspondería al esquema de un texto concéntrico con estructura patriarcal sostenido en una palabra omnívora. En la lectura que propongo, sigo la pista del esquema de los patronímicos, de los otros nombres del padre que copan el texto. Patronímico es el nombre de persona que deriva del nombre del padre o de algún antecesor y se aplica al hijo, hija y otra. Presento desde el próximo apartado una lectura de los patronímicos probables en El Padre Mío, después de Pinochet. Obviando el repetido juicio donde lo esquizo del texto oscurecería su carácter de relato y ficción, leeré las peripecias de los nombres de los padres plurales, diversos, burocráticos y laborales. En la conclusión agrego un epílogo sobre la relevancia de El Padre Mío en las artes integradas versión 2000. El país de Los Ilustrísimas Una de las nominaciones del texto de Eltit, Jonathan Swift es la cita, refiere a un país imaginario habitado por personajes doblegados por un abundante léxico judicial: decretos, garantías, cómplices, ilegalidades, representaciones, atenuantes, denominaciones, léxico muy útil para relacionar los nombres de personas jurídicas y naturales en el reino. Ilustrísimas, es una casta de polimorfos, compuesta por prohombres que habitan la Corte Suprema de Justicia, los tribunales, la casa de gobierno, la ‘Administración’, bancos e instituciones financieras. Son los «hombres notables» que poseen «residencia», acaparan la riqueza, dominan una fabulosa «máquina de fabricar billetes», utilizan los fondos públicos, para viajar en sus carruajes por una ciudad de ensueño llamada Santiago, y lla-
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man a declarar a sus súbditos día por medio. Los Ilustrísimas, en sus ratos libres ofician como Presidentes del país y administran su fundo-parcela de agrado: «Uno de ellos que es el señor Alessandri, ya que no es, no es el asunto como se lo han conversado a ustedes. Son tres Ilustrísimas que han ocupado cargos con ese nombre, por lo que representa la oligarquía y están vivos todavía ellos» (Eltit 1989: 47). A pesar de estar muy ocupados en sus asuntos, Los Ilustrísimas no tienen problemas, obviando su buena cuna, para regenerarse en una banda de criminales, saqueadores y estafadores que construyen una poderosa y moderna «Administración», cuyos métodos de excepción son la falsificación del instrumento público, compraventa —robo de garantías y acciones— derechos de cada uno de los funcionarios-ciudadanos del «país». En el «buen país del nunca jamás» el vocabulario de los Ilustrísimas presenta torsiones: la legalidad es ilegal, las normas y leyes son propiedad de los amos de las industrias industriales y el gobierno es de uso exclusivo de una legión de Alessandris que heredan eternamente los ministerios, embajadas, y vocerías de palacio. Mientras tanto, la justicia, una oficina más del kafkiano aparato burocrático, crea un orden ficticio de aparente corrección y moralidad. Las garantías de los habitantes se transan, se usurpan, se depositan y se ofertan. En el habla del «Padre Mío» se percibe la amenaza de la presencia de los Ilustrísimas, no obstante, es imposible dejar de relacionarse con ellos ya que son los poseedores de las pegas y los puestos. El «Padre Mío» logra emplearse en una de las empresas de los Ilustrísimas, donde descubre las estafas de sus jefes, y de donde seguidamente es despedido y acusado de ser el autor material de los crímenes económicos que ha destapado: «Me echaron la culpa a mí» (31). Más tarde, en la calle y cesante, burla varios de los intentos de asesinato encomendados por sus patrones: «Porque yo antes tuve un atentado por estos asuntos: yo fui atropellado y chocado en tres oportunidades y escapé de morir torturado» (56). Los Ilustrísimas ante la imposibilidad de hacerlo desaparecer, deciden declararlo interdicto y va a parar al Siquiátrico. Otra de las ficciones incluidas en el patronímico de los Ilustrísimas corresponde a la propiedad del hablante de descubrir e identificar telepáticamente a sus captores y sus propósitos, con ese mismo método descubre que su testimonio será convertido en un texto audiovisual: «Usted me lleva con el plan de eso. —¿Cómo no voy a saberlo yo?—, si yo soy el hombre que voy a dar las órdenes aquí yo… Pero usted me sacó una fotografía, puede perder la existencia de la vida porque yo soy
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un hombre poderoso al dar órdenes, ya que no las he dado todavía, ni las he solicitado» (27). La incorrección de su captor hace que el emisor del testimonio pierda la compostura y realice un breviario de continuos con los nombres de los notables dueños del país: Pinochet, Allende, Frei, el futbolista del momento; los nombres, todos sacados de las páginas ajadas de un diario que cuelga del basurero, todos nombres de la historia balbuceada en el montaje de una sola nominación. El hablante en su arrebato logra crear una representación donde la oposición y las diferencias políticas no existen, todos los Ilustrísimas pertenecen a una gran familia: Yo tengo un compromiso con el Presidente Alessandri, ya que yo fui solicitado por él, por el señor Frei y por el señor Allende… Estuve en la casa del señor Allende… en una de las propiedades de él, cerca del Restaurante El Flete, adonde estuvo el Padre Mío, la industria industrial… El Padre Mío me ocultó siempre esos asuntos, pero el Padre Mío no es comunista, sino que es un oportunista… El señor Colvin me pidió que lleve la numeración de las personas que viven donde la señora Toña, donde llega el señor Colvin, llega el señor Allende, cerca de la villa Carlos Cortés, en una verdulería que hay ahí. El mismo señor Pinochet es el señor Colvin, es el mismo jugador William Marín de Audax Italiano, el mismo. El es el señor Colvin, el señor Luengo, el rey Jorge (45).
El continuo de los nombres de los notables, es análogo a la descripción de la Gran Academia de Lagado visitada por Gulliver en el texto de Swift, donde: «The first project was to shorten discourse by cutting polysyllables into one, and leaving out verbs and participles, because in reality all things imaginable are but nouns» (Swift 1985: 212). La violencia del lenguaje del país de los Ilustrísimas hace del nombre y su ubicuidad un patronímico de la estabilidad y la conservación del orden. El nombre en el texto de Eltit no se corresponde con el principio de identidad, nominar para «El Padre Mío» es destapar la red de relación, cohecho, influencia que se teje en torno a los mismos personajes y sus herederos. Coreografía de canto y baile En el texto de Eltit, la primera mención reconocible al disciplinamiento laboral se singulariza en la problemática de los cargos, traducción de los
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puestos de trabajo en la ‘Administración’. El proceso de adquisición de los cargos configura una lucha sin cuartel por obtener una ocupación, la postulación a la pega aparece revestida como un Festival de Talentos organizado para medir las capacidades de los pacientes del ‘Siquiátrico’: «…ya que yo superé al señor Colvin, al cantante Argentino Ledesma lo superé yo como cantor» (42). La competencia busca identificar una «gracia», un «talento» en la intervenida fisonomía del «interno» para luego ofrecerlo como el loquito que cantar mejor, mueve las caderas mejor, declama mejor, habla mejor. El peso como desviación de la carga muta en cargo, un empleo en trabajo. Él que posee una carencia física, no posee peso y por lo tanto no obtiene ocupación. En los brazos y piernas el concursante percibe al trabajo como una fórmula de entrenamiento capaz de mantenerlo en forma, gastando su tiempo libre, vistiendo un traje decente a los ojos de la sociedad. La pérdida de la potencia física gravita en el estado de indefensión y de vulnerabilidad frente a potenciales agresores: «Antes de perder la firmeza de mi cuerpo, de una sola cachetada podía tumbar a un hombre yo, pero yo no soy el mismo, porque yo no le convenía, por lo que le estoy conversando…» (34). El enfrentamiento con un hombre vulnera la performance social del concursante: no puede defenderse como un hombre, no puede actuar como tal ni parecerlo, es un trabajador con el músculo atrofiado, no cabe en el mural revolucionario. El «Padre Mío» es un resentido a pesar del grupo de baile, cree que el saber y el conocimiento son las únicas vías por las cuales se puede aspirar a la estabilidad social: «Si yo hubiera ejercido mi trabajo desde el tiempo que estoy planeado con los entrenamientos, yo habría desarrollado mi físico, sería un hombre perfeccionado: un facultativo, un hombre de ciencia» (39). La ciencia como disciplinamiento intelectual es un deseo de perfectibilidad no cumplido en el «Padre Mío». El hablante ve a la ciencia como un saber que genera «bienes», «servicios» y «productos», ejerce dominios e influencias reconocidas por las autoridades, el científico se hace de un nombre. No obstante, y para la desgracia del concursante del Festival de Talentos, son las mismas ciencias médicas y las ciencias jurídicas, abogados y médicos, los saberes que han aportado su tecnolecto para encerrarlo y dejarlo fuera del concurso de gracias laborales-artísticas.
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Los medios y el país deportivo El discurso de los medios es una de las hebras que configura un punto de fuga distanciado de las referencias patriarcales centrales en el texto de Eltit. La cita a los medios se singulariza en la mención a estrellas de la música como Carlos Gardel, figura en la que se localiza un modelo y un referente para las competencias de canto en el ‘Siquiátrico’: «Esas pruebas tengo que hacerlas yo para ser el Carlos Gardel» (39). El cantante aparece como un ejemplo de masculinidad y resistencia física —recordemos que las pruebas que debe pasar el demente-concursante son el tratamiento con medicamentos y electricidad—. Aquí, Gardel es un paradigma de hombre compuesto e íntegro, capaz de resistir engominadamente los «dolores» provocados por los amores y las disputas frente a otros galanes. Los diarios, por su parte, aparecen citados en las repetidas menciones a noticias internacionales: Gamal Abdel Nasser y el genocidio de los «negros» en África. Marco que genera la continuidad y conflicto del poder local con los organismos internacionales; el «logo fundacional del país» del escudo nacional es puesto junto al la «marca» de los gobiernos globales: «Pero por la razón o la fuerza es otro asunto de lo que representa ser delegado de las Naciones Unidas» (70). La relación con el gobierno aparece igualmente mediatizada. La fórmula para narrar sus acercamientos con el poder, repite las estrategias utilizadas en las noticias de farándula o los enredos gacetilleros de la realeza: «La familia Badilla-Padilla es mi familia, —¿sabe usted quiénes eran ellos?: familiares del rey Jorge, uno de ellos, que es el rey de España, el anterior que está vivo todavía» (47). El poder se entroniza en la cita pop a los medios de comunicación. Toda la burocracia es reducida a la noticia de un enredo familiar y de descendencia, hijo de, hija de. La subordinación de los sometidos en el país de los Ilustrísimas, según los medios, sería inalienable. El periodismo del despojo recogido en el habla del «Padre Mío» debe construirle al poder una folletinesca cara, para hacerlo más digerible, enmarcable y coleccionable (de ahí la cita constante a la fachada del poder folletinesco del matrimonio Perón y Evita en el texto). Uno de los puntos de fuga que traslada lo mediático a un terreno más específico, es la inserción del relato o la nómina de un equipo de fútbol en el continuo de identidades: «Él es el rey Jorge, es el jugador William Marín de Audax Italiano, es el jugador Enrique Hormazábal y el jugador Carlos…» (50). El fútbol o la glosa futbolera introduce un relato de la
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nominación local, donde el mejor jugador, el que capitanea el equipo, es el más hombre del equipo. El fútbol como rito masculino cobra acá un ribete militar, William Marín se traviste de ‘Pinochet’ y viceversa. La conmutatividad entre ambos homologa sus roles y les da una similar relevancia dentro de sus ámbitos. La cancha de fútbol y la elipse marcial son los terrenos en los que los «guerreros» muestran sus armas y su poderío, exhibiendo y representando su rol masculino: «El mismo señor Pinochet es el señor Colvin, es el mismo jugador William Marín de Audax Italiano, el mismo. Él es el señor Colvin, el señor Luengo, el rey Jorge» (29). Todo el talento y homoerotismo que exhibe el jugador en el campo de juego es consonante con los ejercicios de masculinidad a los que se somete a los reclutas en las escuelas militares. La mención al fútbol es otro continuo nominal que recoge la caída del ciudadano, no canta, no baila, no tiene músculos, no sirve para la pichanga. Un último apunte deportivo reproduce la caída de la literatura en el texto: «…relacionando el dinero bancario traído al país por las personas que ocupan cargos en la Administración, representantes de las actividades deportivas o la literatura» (Eltit, 32). La actividad letrada aparece junto a la hebra del deporte dentro de una cartera ministerial, es un saber institucionalizado cuyo nombre repite y es dependiente de los designios de la ‘Administración’. La literatura, luego, es un saber relativizado que debe producir billetes. El escritor no sería muy distinto a un jugador que añora con emigrar a mejor club, para ver así cumplidos sus sueños de grandeza. Epílogo: Cuatro tributos recientes para El Padre Mío 1. Tributo de los tribunales de justicia Pinochet es sorprendido robando dólares junto a sus heterónimos en pleno despegue de la desacelerada economía posdictatorial, los «yoes otros» del abuelo son arrestados, mientras los desaparecidos reaparecen en la nieve y vuelven a desaparecer en un laboratorio. Uno de sus heterónimos es Daniel López pero bien podría llevar nombre de sargento Antuco Ramírez o William Marín (como en El Padre Mío), jugador de Audax Italiano, vendido por varios millones de dólares a un club literario barcelonés. A la hora de la reparación nos vienen con que el padre tenía otros nombres, tenía chapas agregadas, no se llamaba, más pseudónimos, firmó contratos
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y convenios con bancos internacionales asegurando su futuro, compró máquina de dólares, a su familia y a los chilenos todos todos. Una vez más la realidad judicial juega a la literatura como en las mejores novelas de anticipación. La burla y parodia al dictador se hace comedia, pero ya no tiene gracia, el padre se ha esmerado en mutar y reencarnarse en otros patronímicos y descendientes. 2. Tributo de la guerrilla literaria Las nominaciones inusitadas en El Padre Mío repercuten, no podía ser de otra manera, en los últimos días de la narrativa chilena. En la novela más larga y reseñada de la última década, 2666, un personaje, un profesor de filosofía, realiza un cover de la continuidad de nombres y estilos tan característica del texto de Eltit. Bolaño afirmó en vida que la escritora era la «malita», posición que no impide que tribute a la es-cultura textual en el más puro estilo del psiquiatrizado «Padre Mío», página que viene a constituir un capítulo final en formato novelable de la guerra entre eltitianos y bolañistas. Zurita se suma tributando a 2666, presentando a un tal «Zurita» como autor de la novela de Bolaño dentro de su poemario Los países muertos (2006). La patria literaria se conmueve con este complejo y casi inexplicable juego de citas y menciones en distintos niveles como reconocería un correcto narratólogo. No se debe caer en la sospecha, Zurita se viste de Bolaño y Bolaño cita a Eltit, únicamente por cuestión de estilo, no hay que mirar debajo del agua. Eltit afirma en el prólogo que presenta El Padre Mío: Es Chile entero, pensé. Chile entero y a pedazos en la enfermedad de este hombre; jirones de diarios, fragmentos de exterminio, sílabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres de difuntos. Es una honda crisis del lenguaje, una infección en la memoria, una desarticulación de todas las ideologías. Es una pena, pensé… es literatura, es como literatura… es-cultura, pensé (Eltit 1989: 17).
El homenaje que aparece en 2666 a El Padre Mío corre por la voz un académico psiquiarizado que ha visto la caída-voltereta de la izquierda mundial y chilena en particular:
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Todo falso. Todo inexistente. Kilapán, bajo este prisma, pensó Amalfitano moviendo la cabeza al compás (ligerísimo) con que se movía el libro de Dieste al otro lado de la ventana, bien podía ser un nom de plume de Pinochet, de los largos insomnios de Pinochet o de sus fructuosas madrugadas… La prosa de Kilapán, sin duda, podía ser la de Pinochet. Pero también podía ser la de Aylwin o la de Lagos. La prosa de Kilapán podía ser la de Frei (lo que ya era mucho decir) o la de cualquier neofascista de la derecha. En la prosa de Lonko Kilapán no sólo cabían todos los estilos de Chile sino también todas las tendencias políticas, desde los conservadores hasta los comunistas, desde los nuevos liberales hasta los viejos sobrevivientes del MIR. Kilapán era el lujo del castellano hablado y escrito en Chile, en sus fraseos aparecía no sólo la nariz apergaminada del abate Molina, sino las carnicerías de Patricio Lynch, los interminables naufragios de la Esmeralda, el desierto de Atacama… los políticos socialistas alabando la política económica de la dictadura militar, las esquinas donde se vendían sopaipillas fritas, el mote con huesillos, el fantasma del muro de Berlín que ondeaba en las inmóviles banderas rojas, los maltratos familiares, las putas de buen corazón, las casas baratas, lo que en Chile llamaban resentimiento y que Amalfitano llamaba locura (Bolaño 2004: 286-287).
3. Tributo a la locura de ayer con la desesperanza de hoy Parte de la escena artística de los ochenta, en un signo de resistencia democrática, rescata del psiquiátrico al «Divino Anticristo» para llevarlo de regreso, artículo decorativo, al ambiente cultural del Barrio Lastarria. 4. Tributo a Allende, Alessandri, Manuel Montt, Pinochet, Frei y todos los demás Parra arma un continuo con nombres y siluetas de presidentes republicanos colgados en el Centro Cultural Palacio de la Moneda. Michelle Bachelet pregunta en la inauguración: «¿Me agregará a ella Don Nicanor?». Parra afirma vanguardísticamente en el cierre de la instalación que el ahorcado siempre es el artista que recibe el pago de Chile. Bibliografía: Bisama, Álvaro (2001): «El Padre Mío de Diamela Eltit: Fragmentos de exterminio», en Anuario de escuela de postgrado, nº 4, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, pp. 11-24.
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Bolaño, Roberto (2004): 2666. Barcelona: Anagrama. Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (1994): Mil mesetas: Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos. Eltit, Diamela (1989): El Padre Mío. Santiago de Chile: Francisco Zegers. Freud, Sigmund (1973): Obras completas. Madrid: Alianza. Malverde, Ivette (1991): «Esquizofrenia y literatura: El discurso de padre e hija en El Padre Mío de Diamela Eltit», en Acta Literaria nº 16, pp. 69-76. Swift, Jonathan (1985): Gulliver´s Travels. New York: Random House. Zurita, Raúl (2006): Los países muertos. Santiago de Chile: Ediciones Tácitas.
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V. Se hace arte para no morir: el trabajo de taller y su maestría
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El trabajo de taller: Diez personas tendidas en una plaza1 Andrea Jeftanovic Universidad Finis Terrae
Escribir para intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos Marguerite Duras
Llegué a Diamela Eltit y a su taller por un libro. Mi compañera de trabajo Paulina Matta, con quien subterráneamente cultivábamos un interés literario en medio de una consultora de comunicaciones, me prestó Vaca Sagrada. La lectura de la novela me erizó la piel: cómo alguien podía manejar así el lenguaje y producir esas escenas. Comencé a caminar por la calles con la imagen de la bandada de pájaros sobre mi cabeza, mientras me decía a mí misma: «Debo, tengo que conocer a esa ‘vaca sagrada’». Por tres años me dirigí a la calle Lincoyán a sentarme en una silla, y desde ahí, como hoy en relato-testimonio, enhebrar pensamientos en torno al trabajo literario, la práctica escritural y su inserción en el circuito cultural. 1 Este artículo es parte del proyecto Fondecyt 1051005 «Memorias del 2000: narrativa chilena y globalización».
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1. El procedimiento de taller: tres lecciones y una epifanía En todo taller literario, al menos en un buen taller, hay un implícito pacto secreto, por lo que parto con cierta incomodidad al tener que hablar de él. Me refiero a un pacto implícito, porque se entiende que lo que ocurre en las sesiones no sale de ahí. Cuando alguien da a leer un texto sabe que habrá una conjunción de críticas, de frustraciones, de claves personales y de errores a la vista; y eso, se resguarda. El procedimiento de trabajo tal vez era el tradicional: lectura de textos de autoría propia, cotejarlos entre el grupo, algunos ejercicios, análisis de textos de autores consagrados. Pero había algo en cómo esa metodología se llevaba a cabo, una perspectiva sobre el trabajo creativo y literario. Cada lunes entre siete y nueve, cuando alguien leía, éramos parte de un ritual. Esa persona incluso venía vestida distinto, impostaba su voz en medio de un respetuoso silencio, para luego anotar los a menudo punzantes comentarios de la ronda de crítica. El turno final era de Diamela, que implacablemente lúcida interrogaba el texto y sus operativas, desmantelaba facilismos, problemas de estructura, lugares comunes, exigiendo más allá de lo evidente, dando una amplia lista de otras referencias culturales que podrían nutrir ese proyecto. Había que tener resistencia frente a la crítica, en especial la de Diamela —muchos no regresaban después de su lectura—. Los textos no sólo eran «reparados», a modo de un taller mecánico, sino que también eran enfrentados a preguntas literarias: a dónde iban, en qué tradiciones se insertaban, qué preguntas levantaban, qué rupturas proponían. He ahí lo exigente, la pregunta abierta, y el balbuceo de una respuesta que se resuelve sólo en la escritura. La consciencia de que el acto de escribir no es un proceso aislado, sí solitario, pero una confluencia de tramas, lenguajes y estéticas que se inscriben dentro de una larga tradición cultural. Primera lección, tal vez obvia, pero necesaria para escritores noveles que debían comprender que la escritura es continuidad y ruptura, que no hay escritura que nazca de la nada, y que un escritor se forma en las páginas de otros escritores. Para esta ponencia rescato los cuadernos de taller. Son varias croqueras con tintas de distintos colores en las que fui registrando las sesiones de los casi tres años. Cito algunas anotaciones en relación a mi proyecto (para no romper el pacto con el resto de los integrantes): Diamela dice «falta concreción de los personajes, vida cotidiana, organización interna; lo teatral no es el eje, sino que el andamiaje». Agrega: «Las cosas ocurren
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muy vertiginosamente, las escenas no se fijan, falta más precisión, poblar el esqueleto, urdir las ligazones internas». Alguien dice: «insiste en las zonas dañadas, en las imágenes del trauma«. Otro añade: «los personajes parecen un poco vagos, ausentes, o quizás quieres presencias fanstamágoricas, pero precisa eso». Al mismo tiempo, en el taller los textos y los autores éramos insertos en una red de tráfico y microtráfico, entre las escrituras y lecturas de Diamela y del resto de los participantes: «¿leíste tal novela?», «¿viste esa película?», «¿conoces el trabajo de ese artista plástico?», «una vez conocí a alguien que le pasó algo similar…», «lee a este teórico», «piensa en tal imagen». A quién le cabe duda de que para escribir bien es necesario leer mucho, y «leer» no sólo libros. Creo que este punto es fundamental y diferencia el espacio de taller de aquel de una clase académica. Me refiero a ese libre intercambio de sus miembros que se urden en función del proyecto personal. Pero, cuidado, este tráfico comporta riesgos, y son los de la influencia. Nunca olvidaré esa frase que me dijo Diamela a mí y a otros en algún momento: «No me leas, te estás influyendo». Aprecié y aprecio esa honestidad. Por eso me extraña cuando las personas dicen que los talleres son fábricas de autores cortados por la misma tijera. Eso es un mal taller, y debe ser infinitamente más fácil para todos que el tallerista monte su cadena de montaje, dictando cátedra sobre cómo se debe escribir y recomendando un reducido espectro de nombres para leer. Aquí viene la tercera lección: un taller es un espacio para desplegar el registro propio, generar una política de escritura, y trasladarla a una operación de lenguaje. Despertar una consciencia de cómo nosotros y los otros vigilan esa escritura. Así fue como los dispositivos comunes, tales como ejercicios, temas y lecturas, confluyeron en indagaciones específicas que luego se tradujeron en novelas, libros de cuentos, de testimonios, textos sobre arte. Porque un taller, al menos como yo lo viví y lo trato de hacer ahora como tallerista, es un detonante que permite discernir cuándo se está siendo fiel a la propia voz, o cuándo se está enmudeciendo por las influencias o las modas. Un buen taller abre nuevas rutas de navegación e interpretación, ilumina los textos en zonas nunca visitadas, es una constante retroalimentación para pensar y experimentar estéticas futuras. Ahora que dirijo mi propio grupo de taller literario me sigue deslumbrando esa instancia, donde se reúnen personas de diversos oficios y edades, formaciones y experiencias, que opcionalmente reservan horas
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de sus ocupadas vidas sin esperar nada a cambio. Porque en un taller no hay títulos, diplomas ni la certeza de que se podrá terminar un proyecto o que un día se publicará. Un taller es un espacio lleno de incertidumbre; no hay pruebas ni calificaciones, sino la posibilidad de crear y apreciar la sutileza de una frase, el poder de una imagen, reconstruir el proceso que dio como resultado ese texto. El programa de estudios está sustentando básicamente por lo que sus participantes son capaces de producir. Y rescatando el espíritu del taller renacentista, es un espacio en el que estudiantes y maestros viven en la práctica y en la reflexión sobre su quehacer, en el contexto continuo de la conversación sobre el escribir en el escribir. Un espacio vital donde el escritor convierte a sus discípulos también en escritores, y donde los discípulos amplían los horizontes de su guía y de sus compañeros con nuevas indagaciones y formas. Se ayuda a cada autor o integrante a trazar la trayectoria entre su pulsión y una determinada escritura; es un momento difícil de lograr, no siempre se da, a veces se ronda, pero cuando ocurre, cuando ese proyecto encuentra la corriente de aire que lo llevará lejos, somos testigos colectivos de una epifanía literaria, una intensa sensación de goce, convirtiéndose esas hojas leídas en una esfera perfecta que estalla en el centro de la mesa de trabajo. 2. «Los niños y las niñas del taller salen a la venta» Parafraseo el final de la novela El Cuarto Mundo, para hablar de lo que ocurre después del taller. Sería más fácil obviarlo, no decir nada al respecto, pero creo que en este coloquio, y en especial en esta mesa en torno al trabajo de taller y las escrituras que de allí emergieron, es oportuno revisar cómo la crítica ha leído esta producción más allá de quienes las emiten, porque en este caso creo que es más importante el mensaje, el síntoma cultural que estos discursos representan. Un crítico al comentar el criterio de selección para una antología de cuentos del siglo xx, expresa en los medios: «Yo no tengo problema con que se me tilde de nada. Elegir entre un gran número de cuentos implica, más que capricho, una opción que me parece legítima. Elegí pensando en cuentos atractivos para el público, porque si pongo a la Andrea Jeftanovic, Diamela Eltit o Guadalupe Santa Cruz, la gente huye despavorida y no lee nunca más en su vida». O bien un columnista de un suplemento de libros anuncia cierta programática en una escritura que
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tendría hasta una tipología: «Cuando Bolaño hablaba de las ‘diamelitas’ supongo que se refería a eso, a obras como, por ejemplo, Mapocho de Nona Fernández, que contiene todos y cada uno de los temas esbozados en los últimos quince años en las aulas universitarias: la opresión genérica, el incesto, la historia de Chile, la ciudad y sus márgenes, la orfandad, los guachos… Especie de compendio de las estéticas de la diferencia sobre las que Nelly Richard y sus clones vienen pontificando desde hace más de 20 años…». O bien frente a la premiación del libro de poesía de una destacada creadora: «Hace un par de años el crítico x dijo que Diamela Eltit era ‘la Marcela Serrano de las universitarias chilenas’, aludiendo a la milagrosa legibilidad que cobran las novelas de Eltit en la academia local. Diamela Eltit, en todo caso, es y seguirá siendo la Diamela Eltit de la literatura chilena: lo verdaderamente preocupante es la enormísima cantidad de sucesores y sucesoras que se disputan la franquicia, a veces con resultados sorprendentes, como la poeta Malú Urriola, que con un diameloso libro titulado Nada ganó, el año pasado, todos los premios literarios, transformándose, de este modo, en algo así como la Rockefeller de la poesía chilena». O bien esta nota publicada tras el coloquio y titulada «Le pasa a las “diamelitas”»: «no tiene nada que ver con las religiosas Carmelitas, pero son igual de fervorosas. Las llamadas “diamelitas” son un grupo de escritoras que comparten su pasión por Diamela Eltit —entre ellas Lina Meruane, Andrea Jeftanovic y Nona Fernández— y que en agosto pasado impulsaron la campaña para que la autora de Los Vigilantes ganara el Premio Nacional de Literatura. Pese a que sus esfuerzos fueron infructuosos, ellas se mantuvieron fieles a su maestra. Tanto, que recientemente pusieron en aprietos a la editorial Planeta, al entregar una novela escrita por cada una, al más complejo estilo “diameliano”. Pero no esperaban que su más dura competencia viniera de la misma Diamela Eltit, que durante esos días también entregó un manuscrito a Planeta. Y la casa editorial no dudó: frente a cuatro «diamelitas», siempre es preferible la original». Estas citas evidentemente van mucho más allá de la recepción de los textos escritos por quienes fuimos alumnos de Diamela. Habría que preguntarse por el sentido de esta hostilidad, por esa descalificación gratuita, de la caricaturización, del deseo de anulación de autoras. Me pregunto cuándo la crítica periodística reemplazó el análisis por el insulto. Es un problema complejo; aquí me limitaré a enunciar algunas problemáticas.
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La recepción sesgada en Chile para con la literatura escrita por mujeres, porque si bien hemos avanzado en política, derechos laborales y roles familiares, la literatura escrita por autoras mujeres es mirada con sospecha, en un lugar secundario. ¿Qué se persigue con esa agresión unilateral y obsesiva hacia algunas escrituras y redes culturales? Lo pregunto porque no es una crítica a los libros, sino que a algo más cuando se dice: «Nona Fernández es pura caca, poto, nada». O bien, cuando se hacen críticas tendenciosas como: «A Costamagna puede reprochársele, entonces, una radical incapacidad de armar ese universo compacto que tiende a asociarse con el género breve, lo cual es una lástima porque, pese a su prosa tan estudiada, tan apopléjica, a veces puede escribir bien. Lamentablemente, no basta con esto, pues muchas veces se hace arduo, o realmente inalcanzable entender lo que quiere expresar». Y podría seguir infinitamente. Por cierto, todos sabemos que Fernández y Costamagna no fueron alumnas de Eltit, ni la han leído en extenso, entonces ¿cómo se convirtieron en «diamelitas»? ¿Por ósmosis, telepatía o reencarnaciones pasadas? O bien, ¿será que todas las mujeres que escriben son diamelitas? Entonces toda mujer que escribe es igualada, o borroneada, incapacitada en su posibilidad de narrar. De una u otra manera las autoras quedan reducidas a clones, fervientes fieles. Como sostiene Lina Meruane en su columna «Más mediocres que perversos», en respuesta a la nota «Les pasa a las diamelitas», el periodista autor (anónimo) de la nota «concluye que si no hemos logrado editar es por ser malas copias de la “original”. ¿Qué es lo extraliterario que crispa? ¿Qué es lo que enceguece? Como sostiene Meruane hay una falta de capacidad de señalar las diferencias estéticas entre las obras, y que se trata simplemente de narradoras en serie». Entonces las autoras no producen sino que se reproducen, repitiendo un esquema de escritura, un esquema que peca de complejo, incomprensible. La idea de que las mujeres no crean, sino que repiten, «se repiten» unas a otras. Por otra parte, los críticos literarios de los medios escritos tienden a citarse entre sí en los pocos espacios literarios que existen, y así se va creando la ilusión de que en Chile hay UN tipo de escritura, que sólo hay escritores hombres, que sólo hay críticos hombres, que sólo escriben quienes salen en los diarios, que son pocas las mujeres que escriben y que, si lo hacen, producen best sellers o cosas raras y de dudosa calidad. ¿Cómo no acusar ese golpe de negación y anulación de ciertas estéticas? Si no, no me explico como narradoras sólidas e innovadoras como Guadalupe Santa
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Cruz, Cynthia Rimsky, Beatriz García Huidobro, entre muchas otras, sean injustamente poco leídas y legitimadas. Esto tampoco es nuevo: lo vivieron Brunet, Bombal y Mistral hasta el final de sus días. El punto no se reduce a una lucha de autores contra autoras, no,va más allá: va a la estrecha capacidad o ceguera de la crítica para abrirse y desentrañar la incertidumbre que contiene un libro y volverla activa y punzante. En los medios escritos, donde hay algún espacio para la literatura, se ha formando un olimpo defensivo y arrogante de escritores y de críticos, de escritores-críticos y de escritores-editores, que se han empeñado en dictaminar cual es la única literatura válida. Es evidente que un crítico, tanto como un autor, tiene mayor sensibilidad e interés por unas estéticas que por otras. El problema se presenta cuando se ejercen dictaduras estéticas e ideológicas, cuando el crítico es incapaz de entrar en un libro y juzgarlo dentro del sistema que éste mismo propone. Como si en un país no fuese posible contar con un amplio espectro de escrituras y proyectos que convivan paralela y divergentemente sin tener que imponerse unas sobre otras. Además, el permanente rechazo a la complejización de la realidad y del lenguaje —ése «no se entiende»— no es nada nuevo. Ya José Donoso, en su Historia personal del boom, de 1972, sostenía que «para el gusto chileno no hay peor anatema que no ser sencillo» (31). Me resisto a pensar la literatura como mera entretención, como espacio domesticado, mimético. La sociedad capitalista ya nos inventa suficientes certezas y justifica crueles traiciones, y parapeta el valor literario en los ranking de ventas, en los escritores-rostros, y su afiliación institucional. Así, lo que se olvida es nada menos que el libro. Ese texto rebelde como todo texto, desde Flaubert a Jelinek. El texto que despliega en sus códigos escriturales procedimientos y prácticas discursivas. Creo en la literatura como un campo móvil y plural, creo que cada obra de teatro, cada película, cada texto literario —y esto sonará tremendamente marxista— es una «objeto de lucha», una lucha que va más allá de la lucha de clases: el arte lucha contra la angustia del hombre, contra la muerte, contra la historia, contra los sistemas, el uso convencional del lenguaje. Cuando el sujeto, las relaciones humanas, los sistemas políticos y económicos, las comunicaciones, el ecosistema tienden a complejizarse cada vez más, se le exige paradojalmente a la literatura ser fácil, rápidamente digerible, transparente.
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3. Urdiendo tramas creativas y afectivas o a «frotarse las antenas» Vuelvo al taller para cerrar esta reflexión. Han pasado ocho años desde su finalización y compruebo que en tal experiencia están registrados mis mejores años de indagación intelectual y artística. Y también, redes afectivas y creativas que persisten hasta hoy en día. En el taller conozco a Lina, a Nicolás, a Jorge Arrate, a Jorge Scherman, a Marisol Vera, a Pablo Torche, a Cherie, a Catalina Mena, a Sergio Missana, a Eleonora, a Auire, Pedro Stainer. Y me permito concluir con una «diamelada», para contarles que en el taller no sólo nos «frotábamos las antenas» entre nosotros mismos, sino que también nos las frotábamos con Peter Handke, con Agotha Kristoff, sí, y también con Herta Muller, el Marqués de Sade, Mishima, Kawabata, Sebald, Margo Glanz, Cynthia Ozick, Lispector, Faulkner, Pasollini, Beckett, pero ¿con Beckett novelista o dramaturgo?, con los dos pues, sí. Nos las frotábamos con Thomas Benhard, Virginia Woolf, John Kennedy O’Toole, Droguett, Donoso, con Lobo Antunes y más. Hasta que un día, con las antenas bien aceitadas, la maestra nos dijo uno a uno: «Es hora de que te vayas del taller». Así, sin despedidas, sin diplomas. Pero Diamela no deja a sus alumnos huérfanos, sabe de leyes de parentesco y nos sigue inscribiendo en tramas espesas y autopoéticas con esa maravillosa y simple frase: «¿Sabes?, te quiero presentar a alguien». Incluso ha mejorado la especie integrando miembros de otras tribus, porque nada mejor que la mezcla; y algunos de ellas y ellos incluso han viajado desde distintas latitudes hasta este coloquio. Diamela, como gran maestra, nos ha enseñado no solo una estética, entendida como un amplio registro donde cada uno busca su voz, sino también una ética, y es la de leernos crítica y generosamente unos a otros, entre escritores noveles y escritores consagrados, entre académicos y autores, entre críticos y autodidactas, entre los del norte y los del sur; sin jerarquías ni formalidades, cruzando fronteras, edades, títulos, geografías. Durante esos años en el taller de Diamela fuimos esa comunidad de trabajadores del supermercado en Mano de obra luchando contra el deterioro del lenguaje, contra la estandarización de los textos como mercancías alineadas según la oferta de turno, contra el fin de los colectivos. Fuimos los Gabrieles marchando por nuestra dignidad de creadores cuando las instituciones —ya sea universidades, medios de comunicación,
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editoriales, organismos del gobierno— siempre están listas para desecharnos, desvincularlos. ¿Por qué el trabajo artístico es trabajo-trabajo? Fuimos los hermanos mellizos de El Cuarto Mundo luchando por separarnos para dar a luz a una niña que venderá su sudor, su libro, a un precio irrisorio. Fuimos el vagabundo esperando al señor Colvin, al señor Luengo, que era el señor Pinochet, el Padre mío. Fuimos la niña con el brazo mutilado de Los trabajadores de la muerte empuñando una revolución en la taberna. O bien, los hermanos incestuosos que viajaban entre Santiago y Concepción en medio de pastizales a punto de incendiarse para sellar el círculo de alguna otra tragedia literaria. Fuimos la protagonista de Vaca Sagrada acostumbrada a soñar, a mentir mucho. Fuimos el niño tonto, ton-to de Los vigilantes que se azotaba la cabeza contra la pared buscando el sentido de su texto, el niño que hablaba hacia adentro y atento al TUM TUM TUM del corazón hasta que lográbamos fundirnos con la página. Fuimos esa pareja de El infarto del alma, que ama por una taza de té y un pedazo de pan con mantequilla. ¿Se escribe por algo más? Mientras esperamos la respuesta, escribimos para aminorar la angustia de existir al perdernos en la cara del lector que nos afirma, pese a todo, nuestra humanidad. Fuimos «los desarrapados de Santiago, pálidos y malolientes» de Lumpérica, alrededor de la figura de L. Iluminada, esperando que la luz de neón nos rebotara en el cuerpo y nos permitiera vislumbrar un nombre propio, una identificación ciudadana: la de autores. Todos nos tendimos en esa plaza iluminada de noche, y fuimos y somos sólo eso: un grupo de personas que escribía, y que escribe, a la luz de una ventana mientras otros dormían, y todavía duermen.
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El estallido de los límites o la experiencia de contar con Diamela Eltit como lectora profesional Cuando denomino apócrifo a este diario no es mi intención aducir falsedad ni poner en duda la fuente de su autoría; en todo caso, advertir la dificultad de aventurar cuál es el grado de fidelidad que este escrito mantiene en relación a lo sucedido. Sobre todo, tratándose —como lo es— de la reconstrucción de un itinerario que no fue apuntado en su momento y que hoy ineludiblemente incorpora inexactitudes. Lo de elíptico es casi una redundancia cuando acompaña como adjetivo a diario, pero en este caso lo incluyo por la importancia de no referirse a todos y cada uno de los acontecimientos acaecidos durante estos años, sino sólo a los que se relacionan directa o indirectamente con Diamela Eltit. Día «E» de noviembre de 2000 Es la mañana y con los organizadores del «I Encuentro Internacional de Escritores: las letras y el pensamiento 2000» estamos esperando en la puerta del Teatro Argentino de la Ciudad de La Plata, en Buenos Aires, a algunos de los escritores que participarán del evento.
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Sandra Cornejo, excelente poeta, y responsable de la organización de este encuentro, me había pasado un mes antes dos libros de la escritora chilena invitada y que, según Sandra, eran «justo para mí». Esos libros se llaman Vaca sagrada y El cuarto mundo. Los leí y pensé, Sandra tiene razón: «Diamela no lo sabe pero ella no sólo es mi escritora sino que me conoce muy pero muy bien, es mi amiga». Diamela no lo sabía aún pero ella pasaba a formar parte de mi selecto grupo familiar de artistas queridos. Llega Diamela al encuentro, allí está, no aislada, pero sí un poquito más apartada del resto. La veo observando. Me detengo en su mirada intensa que parece una polaroid en pleno trabajo. Me digo: «mi escritora está tomando instantáneas mentales». Se mueve diferente, tiene un cuerpo con otro acento, una cierta cadencia en su caminar, enciende un cigarrillo, sonríe cálidamente, se acomoda el cabello corto con los dedos. Cuando conversa con alguien le presta mucha atención y hace foco con los ojos para agudizar el alcance de la mirada como si buscara la máxima profundidad posible. Diamela no mira, bucea en los ojos del otro. A los escritores presentes les entregamos una carpeta que lleva el programa con las actividades de los tres días y una antología, que la Secretaría de Cultura publicó con los ensayos ganadores del Concurso Nacional Arturo Jauretche Edición 1999. Yo había resultado ser la ganadora de aquel concurso con un ensayo titulado «La otra viga en la cabeza de Phineas Gage» y por ello me habían invitado a colaborar en la organización de este Encuentro. Día «F» de noviembre de 2000 Para mi absoluta sorpresa, Diamela Eltit se acerca y me dice: «Anoche leí tu ensayo sobre la violencia y los medios de comunicación, me pareció muy interesante». Quedé atónita, jamás esperé que una escritora de mi panteón personal leyera un texto mío y menos que le gustara. «De veras, es una mirada muy particular la que pones a prueba allí», insistió. Día «G» de noviembre de 2000 Hoy expone Diamela; forma parte de la mesa que dialogará en torno a la consigna Los cuerpos del lenguaje, el cuerpo en el lenguaje, lenguaje como
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huella, como impronta junto a las escritoras Manuela Fingueret e Ivonne Bordelois. En su ponencia, Diamela explora una de las tantas relaciones que establece el cuerpo múltiple de la globalización neoliberal, en especial la relación entre literatura y mercado. Apunto aquí en este diario algunos, sólo algunos de los conceptos que vertió Diamela porque describen con absoluta claridad y en todas sus facetas el panorama en el que nos encontramos inmersos. Y, además, porque de algún modo preanuncian las preocupaciones más urgentes que le dan cuerpo a su novela Mano de obra (en el momento en que presentó esta ponencia todavía no se había publicado Mano de obra, que saldría dos años después, en julio de 2002). Recortes de la ponencia de Eltit: La globalización trabaja esencializando la tecnología para de esa manera tecnologizar al sujeto mismo y reducirlo a ser sólo una función en el engranaje de su proyecto. El problema no es la tecnología, que me parece importante y revolucionaria, sino su ideologización. De manera deliberada se sobrefragmenta al sujeto para garantizar así su exilio a cualquier pertenencia como no sea la pertenencia a sus marcados signos de despertenencias. […] La mano de obra más que barata, en verdad irrisoria, resulta crucial para el proyecto globalizador y más aún se convierte en la garantía de su discurso. Una de las operaciones más sensibles que porta este proyecto radica en terminar con las estructuras laborales de un prolongado tramado histórico que apeló a la constitución de un sujeto conectado socialmente a múltiples instituciones. En cambio, en esta tecno-realidad se trata de inocular en los cuerpos un desequilibrio análogo a la movilidad del capital. […] Me parece necesario insistir que se trata de un discurso crecientemente hegemónico. Un cuerpo envolvente que se instala con la dificultad de generar otros discursos que sean capaces de solventar una diferencia. La potencia del discurso globalizador neoliberal no alcanza un correlato en otro discurso que lo equilibre, quizás porque la conformación de este nuevo escenario y la acumulación de capital que porta ha permitido desperfilar cualquier otra radicalidad que se le enfrente. Paradójicamente este proyecto globalizador cuenta con un espacio para la literatura, de la misma manera con que cuenta con espacio para cada una de las prácticas susceptibles de competir en un mercado. Pero ¿cuál es el lugar que le ofrece la globalización a lo literario? Desde luego, y no podría ser de otra manera, este proyecto piensa a la literatura como un producto competitivo en un mercado febril. […]
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Más allá de lo anecdótico, la literatura que está articulada en una carga abigarrada de signos estéticos definitivamente queda afuera del proyecto globalizador pues jamás va a ser capaz de responder a las estructuras que definen los productos artísticos culturales solicitados por la tecno-realidad. En este punto me parece necesario señalar que no se trata de pensar la literatura como ajena a la circulación y a la venta de libros. Evidentemente lo literario, y esa es la tarea de una interesante política cultural, es un bien de consumo y como tal habita en los estantes, necesita un lugar en el presupuesto de los lectores, aspira a un análisis crítico y requiere de la realización de cada uno de los gestos protocolares que rodean su hacer. […] Al hacer literario hoy le corresponde ese lugar radical de la diferencia en la medida que se establece como cuerpo de escritura y no como cuerpo consumible, domesticado, apaciguado, entregado de lleno a los dictámenes externos. La escritura literaria no es inocente, ni fácilmente decodificable, porque no es transparente. No lo es puesto que porta una decisión en su trabajo con los signos y en tanto opción implica una determinada política textual comprometida sólo con el recorrido que le dicta su deseo. Su remanente de goce irreductible es parte de su política y de su poder, me refiero al goce que provoca la articulación de sentidos superpuestos que le dan espesor estético a un trabajo literario y permiten una lectura abierta a una multiplicidad de interpretaciones. […] En síntesis, la crisis que amenaza el hacer literario ha sido parte de su historia y es asombrosamente análoga a las historias de interrogantes y rebeldías con las que trabaja. La crisis esta ahí porque es la matriz de la escritura literaria. Esa matriz consiste en la ruptura con el uso instrumental del lenguaje o la interminable batalla por apuntar a un sentido.
Día «N» de noviembre de 2000 Hoy leí Los vigilantes y, por supuesto, no hay ninguna duda: Diamela es mi escritora. Tanto como para provocar un importantísimo movimiento tectónico de mis materiales internos. Desplazamiento, éste, que alcanza su clímax cuando devoro el libro Los trabajadores de la muerte. Punto en el que afloran desde la profundidad —y tumbando hacia los lados al ensayo— las grandes placas de ficción. Este fenómeno geológico, desatado en mi estructura intelectual/emocional/corporal por las fuerzas disruptivas de Diamela, coloca en el ombligo del escenario la cuestión de la identidad narrativa. ¿Por qué sólo ensayos? ¿Podría escribir ficciones? Es más, ¿me permitiría a mí misma la libertad (quizá deba decir: asumir
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el riesgo) de crear en el registro que fuese —mejor aún— en un registro híbrido o mixtura de varios, para huir de los rótulos o corsets populares y académicos? Sin saberlo, desde su escritura heterodoxa e inclasificable, Diamela me estaba proponiendo un desafío, que para mí, obviamente, comprometía mucho más que un proyecto literario y tenía raigambres en un estilo de vida, en un modo de ser en el mundo. Meses después Diamela me diría —y aquí irrumpo con un indebido flashforward— «nunca pierdas de vista que cada personaje tiene una poética, una erótica y una política, las que sean, y con todas las contradicciones posibles, pero las tienen». Claro, pensé, esos personajes son los que realmente alcanzan espesura y multidimensionalidad, esos no son los tibios, son los estallados. Y sólo una escritura exhaustiva y excesiva, si se quiere abismada, que no reconoce límites de ninguna índole o los tensiona al punto de volverlos como boomerangs contra sí mismos, es la que puede dar cuenta de la vida y la muerte de estos personajes. Día «B» de diciembre de 2000 Me animo, comienzo a balbucear microficciones sobre el papel. Permito el flujo de una escritura fragmentaria originada a partir de algunas ideasnúcleo. Estos gérmenes de relato pivotean en torno a las figuras del cuerpo como texto, la quema de libros y la violencia contra el Otro como cuerpo disidente. Siento entusiasmo pero al mismo tiempo mucha inseguridad. ¿Me pertenece este territorio? La poeta Sandra Cornejo alienta mi iniciativa y le escribe un email a Diamela preguntándole si yo podía hacerle llegar unos breves escritos para que me diera su opinión profesional. Diamela responde que con mucho gusto leerá lo que envíe. Sólo así rompo la cáscara y doy rienda suelta a mi atrevimiento. Sí, el atrevimiento de mostrarle mis retazos nada menos que a Diamela Eltit. Día «D» de diciembre de 2000 Recibo la ansiada respuesta. Diamela dice que es un material muy bueno, incipiente —aquí viene lo mejor— y se ofrece a ayudarme, para trabajarlo desde el lugar de lectora profesional. Su propuesta consiste en que yo escriba, le envíe los textos vía email para que ella los lea y luego nos
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reunamos personalmente a conversar sobre sus impresiones. Este régimen de encuentros tendría una periodicidad de 10 ó 15 días aproximadamente, lo que me «invitaba» a sostener una escritura constante. Día «K» de diciembre de 2000 Comienzo mis «sesiones personales» con Diamela. Siempre a las diez de la mañana, porque es cuando —según ella— está más lúcida (como si existiese algún horario en el que su lucidez no colme el aire). Me recibe en la residencia que durante aproximadamente cuatro años fue su morada en Buenos Aires. El ambiente en el que me espera es una especie de escritorio con varias pilas de libros desparramadas por aquí y por allá, una computadora que no es la suya personal sino la que se encuentra sobre la mesa, algunas fotos en los estantes de la biblioteca, dos sillones hermosos muy cómodos y enfrentados, y un ventanal espléndido con vista privilegiada a la Plaza República de Chile. El tecito de la mañana y los infaltables cigarrillos para Diamela, una gaseosa para mí. Inicio del itinerario conjunto Diamela actuó como «mi lectora profesional» durante casi dos años, guiando de un modo inusual y heterodoxo (de allí la invaluable riqueza del encuentro) la escritura y el desarrollo de mis dos novelas Vivir ardiendo y no sentir el mal y Doma —ambas publicadas en Argentina por Alción Editora en 2004. Yo escribía material, se lo enviaba, ella lo leía y me daba su opinión como lectora. De esta manera el «ritual» se repetía y florecía una escritura diferente, con una interlocutora real y brillante —no virtual— que seguía palabra a palabra ese crecimiento. Conversábamos sobre mi escritura y la suya, sobre cine, política, literatura, sobre la vida y las pasiones durante todo ese tiempo. Las sesiones con Diamela desplegaron caminos alternativos, mostrándome formas sumamente originales de trabajar y experimentar con los textos. Desde el sitio de lectora, me interesa contar con un dispositivo artesanal y artístico que posibilite la expansión de la subjetividad, por lo tanto, mi anhelo como autora es el mismo: producir un texto que, al menos, logre
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inquietar al lector. En aquel momento, si lograba inquietar a Diamela no podía pedir más. Ella detectó uno a uno mis nudos o trabas, por ejemplo, esa tendencia muy mía a producir fragmentos extremadamente condensados al punto del paroxismo. Diamela me preguntaba o sugería —jamás indicaba qué tipo de cambios debía hacer en mi escritura, y ésa es otra de sus tantas virtudes—. Otro de los gestos de Diamela, que me pareció dignísimo, fue el de establecer una especie de trueque. Ya que su ofrecimiento era totalmente desinteresado, me dijo que para que el balance se mantuviera en equilibrio yo debía darle algo cada vez que termináramos. Así pues, además de escribir yo pensaba con alegría en qué le llevaría a Diamela la próxima sesión. Como cinéfila incurable que soy, casi siempre le grababa películas difíciles de conseguir o CDs con selecciones musicales de diversas partes del mundo, o también algún libro o fotocopias de libros que me interesaban y pensaba que también podían resultarle atractivos a ella. Quería sorprenderla y que mi elección le aportara algo nuevo. Me parecía fantástico que se produjera una retroalimentación en la misma sintonía de su gesto. Su lectura profesional fue un verdadero trabajo entomológico, de disección del lenguaje. Diamela me prestó su mirada, su talento y su arte para asomarme a mi propia escritura desde todas las facetas posibles. Y el logro extraordinario es que en ningún momento sintió la muy humana tentación de inmiscuirse en la escritura. Lo suyo fue de una pureza total, lo que la revela como una maestra, una guía impecable. Días, muchos días, de 2001 El intercambio con Diamela se hace cada vez más potente y además disfruto plenamente de las sensaciones que genera este fenómeno de escritura a dos voces: una que escribe, la otra que lee. De este inagotable work in progress, que aún hoy sigue resonando en mí, nacen dos textos. Durante 2001 se gestó Vivir ardiendo y no sentir el mal; la misma Diamela sintetizó así las obsesiones de este texto: Vivir ardiendo y no sentir el mal abre un escenario singular y convulso, regido por una estética que no se da tregua a sí misma. La escritura como
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gesto fundamental permite que se desencadene un relato apasionado y apasionante. Wilborada, la monja que se imprime en la letra, construye su historia mientras espera serenamente que se cumpla la siniestra profecía que la habrá de arrasar. La horda albina se acerca a San Gall movilizada por un deseo de violencia impostergable. La muerte atraviesa la novela y, en su trazado inexorable, permite que Wilborada, encuadernadora de libros para la Biblioteca de San Gall, urda magistralmente la escena en la que se va a cursar su sacrificio. Carina Maguregui adviene al territorio literario con un texto que conmueve por su delicada pericia. Ingresa portando un imaginario contundente que recrea y legitima el espesor de la poética como soporte narrativo. Su libro se detiene en un espacio remoto de la historia para extraer de allí un personaje que renace revolucionando los siglos. La historia técnica y cultural del libro, su antigua materialidad artesanal, se encarna en Wilborada. La historia penetra en el centro de su subjetividad para que estalle la multiplicidad de sentidos. Cuerpo, libro, letra, sangre, muerte se trenzan y se superponen parapetados en una arquitectura literaria que resulta definitiva y asombrosa.
Dada su generosidad, la labor de Diamela no se limita a la ya de por sí trabajosa lectura profesional mencionada, sino que agrega al paquete su sorprendente vocación por tejer redes de conexiones. Diamela quiere que contacte con otras escritoras y que comience a moverme en un espacio de interlocutores válidos con quienes compartir experiencia literaria. Me presta un texto fabuloso de Ana Arzoumanian (La mujer de ellos) y uno de Liliana Heer (Ángeles de vidrio), me pasa sus teléfonos y me incita a comunicarme con ellas. Diamela tiene ese don para propiciar encuentros, un talento que la convierte en una especie de «Celestina literaria». Es como si ella nunca dejara de leer, no sólo los objetos-libro sino las personas-texto. Diamela nos observa, nos lee, nos analiza, nos deconstruye y, de inmediato, detecta las probables intertextualidades. Permanentemente está haciendo un montaje de cuerpos/texto como lo hace con los montajes de sus libros, y advierte los complementos viables o intertextualidades personales. Y no se equivoca. Gracias a su insistencia me abrí a escritoras y personas formidables como Ana Arzoumanian y Liliana Heer, con quienes construí una amistad y una complicidad en las preocupaciones de la escritura, de la política cotidiana, de la vida. Diamela también actuó como intermediaria para
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que conociera a una excelente crítica literaria, lectora voraz y escritora como lo es Silvia Hopenhayn a quien admiro tanto. Una vez terminada Vivir ardiendo y no sentir el mal, Diamela me dio el correo electrónico de Julio Ortega, de la Universidad de Brown, y me dijo que le enviara el texto para ver lo que opinaba. Además, durante todo el año, me invitó a las numerosas reuniones que ella realizaba con escritores y personalidades de la cultura para que los conociera y tuviera roce con ellos. En otro momento Diamela me pasó los correos de Jean Franco y Francine Massiello para que les escribiera y luego les enviara mis textos. Ella es una máquina de crear lazos y vínculos, todos de extrema calidad humana y artística. Elimina las «islas» y nos invita a acoplarnos unos a otros. Hay que ser muy generoso para tomarse el trabajo de articular estas redes. ¿Qué necesidad tiene ella más que de escribir? Ninguna, sin embargo, y he aquí su política de vida, lo hace. Diamela asumió un compromiso proteico que la coloca, como en las reacciones químicas, en el rol de una enzima o catalizador biológico. Días, muchos días, de 2002 Estoy escribiendo Doma. La idea central es la de un cuerpo que se presenta al lector como un texto donde la carne y las intervenciones conforman una trama semántica para ser leída. La intención que me anima es que la mirada vea así en el cuerpo escrito, en la herida del otro, su propia sombra, el doble del que no puede desasirse. Quiero encontrarle un formato a una historia en la cual las personas son obligadas a adoptar posturas, resultado de la metamorfosis quirúrgica que las dispara transformadas, lejos de una posición natural: inmovilizadas, vendadas, encogidas, canalizadas, enrolladas en sí mismas. Una historia en la que el organismo no esté enfermo sino convertido en enfermedad por los aparatos médicos: el cuerpo es enfermado por la imposición de un orden clínico. Busco poner en escena cómo la animalidad natural —de los fluidos, de las sustancias, del instinto, de la muerte— es desvitalizada, cosificada en un objeto híbrido entre el jadeo intermitente de la respiración y el flujo eléctrico de los cables. Aspiro a que en este texto, como lo señaló Michel Foucault, el cuerpo humano sea el lento resultado de acciones artificiales y represivas que incesantemente le imponen las tecnologías del poder. Para estas tecnologías
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incluso las funciones vitales, la nutrición, la sexualidad, la enfermedad y la muerte son factibles de ser sometidas a manipulaciones médicas, económicas y políticas, es decir, a unos procesos de control. Necesito ofrecer al lector la belleza trágica del cuerpo inerme, vulnerable, terrorífico en su indefensión. A partir de aquí, descubierto el velo de la violencia, que la escritura avance hacia los márgenes del sentido, erigiendo el cuerpo textual como zona de resistencia. Nadie mejor que Diamela para internarse en este terreno escabroso. La experiencia se repite del mismo modo que con Vivir ardiendo… y el resultado nos satisface a ambas. Doma está terminada en 2002. Muchos días de 2003 Diamela termina su estadía en Buenos Aires y regresa a Chile. Nos mantenemos en contacto vía email y por las visitas que ella realiza en diferentes momentos al país. Se presenta la posibilidad de que Alción Editora de Argentina considere para su catálogo la edición de Vivir ardiendo…, primero, y luego Doma. Muchos días de 2004 Ambas novelas son publicadas con diferencia de pocos meses por Alción en 2004. Doma lleva la contratapa de Diamela que dice: La novela Doma alude a un momento radical del cuerpo, explora con una sorprendente precisión el momento «biológico» en que se le retira al sujeto su condición más humana —su cuerpo discursivo— para intervenirlo como mero campo orgánico desde una aguda e incesante apropiación médica. Los órganos se convierten así en sede, en plataforma deshumanizada para cursar una experiencia técnica que no puede sino aludir al poder. Así, desde la pérdida del poder del cuerpo, se establece un viaje en el cual se implanta, de manera omnipotente, la tecnología médica como cuerpo de poder. Ángela Zaño se va a convertir en la protagonista de una experiencia en la que participa desde la máxima ausencia. El adentro y el afuera en que transcurre, la vuelven habitante de un espacio ambiguo que duplica y, más aún, amplifica el dolor.
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En tanto simple resonancia de sí misma, ingresa al lugar más devastado de la reclusión médica para convertirse en simple ficha médica, caso clínico, órgano extirpable. De manera creciente cuerpo y mente inician un proceso de mutua aniquilación. No se contienen porque la presencia amenazante del bisturí pareciera ensañarse en una perversa «operación»: producir en Ángela Zaño un desalojo de sí misma de incalculables proporciones. Doma con su escritura impecable e implacable emprende un importante derrotero estético, instala pormenorizadamente el drama del cuerpo para producir uno de los textos más elocuentes en torno a la escena del dolor y el escenario del poder.
Consecuente con su manera de ser, cuando viaja a Buenos Aires Diamela se lleva varios ejemplares de ambas novelas para hacerlos circular en Chile. Sin descanso, continúa con su cruzada de redes. Muchos días de 2005 En noviembre de 2004 conocí a la escritora cubana Soleida Ríos en casa de Ana Arzoumanian. Es 2 de enero de 2005 y estoy en La Habana Vieja, más precisamente en Obrapía, entre Mercaderes y Oficios. Vine a visitar Cuba y, una vez aquí, llamé a Soleida por teléfono y me dijo «si quieres conocer de verdad este país vente a mi casa, es muy humilde, pero te la ofrezco». Pasé un mes en la calle Obrapía, porque en la mitad de la cuadra se encuentra el apartamentito de Soleida Ríos. Treinta días confraternizando con sus amigos y amigas escritores, poetas, dramaturgos, críticos, músicos, artistas plásticos, ceramistas. Antes de viajar le había contado a Diamela que mi próximo destino era Cuba; ella conocía al escritor Arturo Arango, que dirige La Gaceta de Cuba, y me pasó su dirección para que lo visitara y conversara con él. Así lo hice. Soleida organizó una presentación de mis novelas para que compartiera con escritores y público en general la experiencia de contar con una lectora profesional como Diamela Eltit. El evento se realizó en el Palacio del Segundo Cabo y el nombre de la muy admirada escritora chilena resonó varios días en el malecón.
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2006 Tengo tanto para agradecerle a Diamela que no habrá coloquio que alcance. Entre todo lo que le debo está el hecho de haber leído —por su recomendación— el libro El desierto y su semilla del escritor cordobés Jorge Barón Biza, totalmente desconocido para mí, pero que me impactó de tal manera como para hacer esta mención, ya que Diamela me recomendó decenas y decenas de libros de diversos autores y autoras. Para terminar quisiera apropiarme de unas palabras de Derrida dedicadas a Levinas y regalárselas a Diamela. Derrida dice: […] cada vez que leo o releo a Levinas me siento colmado de gratitud y admiración; colmado por esa necesidad, que no es una limitación sino una fuerza amable que obliga y nos obliga, por respeto al otro, a no deformar ni torcer el espacio de pensamiento, sino a ceder ante la curvatura heterónoma que nos relaciona con el otro en su completud (o sea, con la justicia, como Levinas lo afirma en una formidable y poderosa elipse: «la relación con el otro, es decir, la justicia» […]
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…porque lo verdaderamente crucial es el texto, dijo la Vieja dejando caer la ceniza de su cigarrillo antes de aplastarlo, el texto, repitió el Gordo, definitivamente el texto, agregó el Alto, el autor aquí guarda silencio, insistió el Historiador, el autor… o la autora, interrumpió la Vieja, el autor y la autora, corrigió el Historiador haciendo el gesto del ahorcado: ambos se quedan quietos, mudos sobre sus sillas, como muertos; hay que morderse la lengua y morir pollo, corroboró desde su esquina el que menos hablaba, ¿pero por qué matar al autor?, preguntó la que se venía recién incorporando; no lo entiendo, ustedes y yo estamos en este taller imprimiendo nuestro cuerpo de carne y sangre en estos cuentos, precisó mientras se daba vuelta, porque detrás suyo una respiración acezaba, era el aliento de uno que venía llegando, tarde, a tropezones, con la lengua afuera y carraspeando; la Nueva se encontró ante unos ojos irritados, inquisidores, insobornables ojos que dejó de mirar para seguir diciendo, digo que escribo con mi cuerpo de carne, de pelos, de uñas, de dedos flacos y de huesos; este cuerpo mío y esta cabeza, y esta boca llena de dientes leerán estas páginas…, pero alguien más leerá conmigo, ¿no éramos dos, esta tarde?
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El Tímido asintió desde su esquina, y la Nueva, ¡leeremos los dos!, sentados o de pie, con manos temblorosas y voces entrecortadas, avergonzados ambos de haber revelado demasiado, asustados de ustedes, aterrorizados… no es para tanto, terció el de la Carraspera tosiendo, es cierto que los despedazaremos, pero literariamente, no literalmente, pero la Nueva agarró la frase donde el otro la había rematado: ustedes me llevan ventaja y la usarán en mí contra. Por qué no te sientas, intervino la que estaba por graduarse, pero la Nueva no se sentó, no había terminado: ¡quieren reemplazar mi autoridad por la de ustedes…! ¡quieren hacerme creer que ustedes saben más de mi cuento que yo misma! La que llevaba más tiempo levantó las cejas antes de murmurar, mira…, no sé como te llamas ni me importa, pero mejor siéntate, no es necesario dramatizar, sería mejor que enfríes la cabeza, tómate tu café frío, con harta azúcar bien fría y más bien blanca… Esta azúcar es morena, acotó el Gordo, pero la que hablaba no le hizo caso; ponle harta azúcar, insistió, vas a necesitarla cuando llegue la Diamela. Que por cierto, comentó el Alto rascándose la nuca, ladeando la cabeza con una misteriosa mueca en la boca: ¿dónde estará? Debe estar comprando cigarrillos en el quisco, dijo la Vieja encendiendo el suyo y aspirando como si en una sola chupada fuera a consumirlo; debe estar hablando por teléfono, suspiró el Gordo, hablando para siempre por su teléfono, y nosotros esperándola sin saber con exactitud qué esperamos, esperando para siempre en esta casa de Ñuñoa en cualquier época: ¿noviembre de 1995, julio de 1997, octubre del 2006?, ¿qué importa?, la esperaremos para siempre…, concluyó, metiendo a Beckett en su mochila; ya, pero mientras esperamos alguien debería contestar seriamente a la preguntita sobre la muerte… sugirió la Periodista agarrando una galleta de vainilla; sí…, susurró vagamente el Tímido abriendo un punto suspensivo que cerró después con un, ¿o no…?, con un, ¿sí o no?, que el más Alto completó con un, a lo mejor no, definitivamente no, eso sí que no, respuestas por ningún motivo: en este lugar trabajamos con la incertidumbre…, y dejó correr el siguiente punto suspensivo como un rastro ensangrentado;
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precisamente, saltó el Historiador abordando el asunto, hay que acabar con toda tiranía discursiva para internarnos en zonas más oscuras, arbitrarias, oscilantes; hay que acabar con los saberes exactos, con las fórmulas… y cuesta acostumbrarse, afirmó la más veterana, pero es apasionante hurgar en los materiales del texto…, precisó el Alto, pluralizar su lectura, acotó el Carraspera, inestabilizar su espacio, coreó la Periodista con la boca llena, sopesar sus estrategias narrativas, propuso el Gordo empuñando un lápiz, y analizar lo heterogéneo, murmuró la que estaba por graduarse, lo heterogéneo y lo estereofónico, reflexionó el Carraspera con voz desgarrada, ¿eso es lo que opinan ustedes o lo que dice la Diamela?, preguntó la Nueva aún sin comprender que esa filosofía de lectura los había reunido, que entre todos iban construyendo la poética del taller; buena pregunta, contestó la Periodista con la lengua seca, y entonces, la Vieja, torciéndose una mecha del mismo modo en que solía hacerlo la maestra, tomó la palabra y dijo, como dice la Diamela, y con ella toda una estirpe de semióticos franceses y sicoanalistas, la lectura concebida como otro modo de escritura es una operación subversiva, política, enteramente creativa; es decir, resumió el Historiador, subversiva, pero no mortal, no literalmente mortal, intervino el Gordo, sólo literariamente, gruñó el Carraspera, aunque nunca se sabe…, sugirió la Vieja teñida levantando una ceja: así que anda preparándote, linda, sí, prepárate, y no intentes defenderte, murmuró la que a pesar suyo iba a graduarse, porque tampoco ella había logrado defenderse cuando la Diamela le planteó que había llegado el momento, y con ese resentimiento en la cabeza insistió, acá nadie tiene derecho a pataleo; De nada sirve argumentar, el texto debe defenderse solo, carraspeó el Carraspera: si tu texto se publica no estarás ahí para justificarlo ante el lector, lector, o lectora, corrigió la Vieja con su voz áspera de fumadora y el Alto discurrió: una vez publicado, lo que escribes deja de ser tuyo;
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y la Nueva levantó la vista, mortificada, y sopesó los ojos fríos de la que estaba por graduarse, el gesto coqueto del Historiador, las bellas manos del Alto, la corrosiva sonrisa del Gordo; la Periodista se había levantado discretamente para ir al baño y el Tímido se escudaba detrás de la Vieja, de su estela de humo, de sus marcadas raíces negras: ¿qué puedo hacer para salvarme?, balbuceó la Nueva. Nada, porque nada salvará tu cuento si no lo merece, razonó el Tímido, lo importante es resistir, puntualizó el Historiador. Esto es too much, advirtió el Carraspera: que este relato sobre el taller no se nos vuelva explicativo, habría que producirlo…, digamos, literaturizarlo, dijo la Vieja citando a la Diamela; el Gordo asintió: además de literaturizarlo tenemos que preguntarnos cuál es la crisis que verdaderamente moviliza este relato. ¿De qué hablan?, se dijo y les dijo confundida la Nueva; y la que estaba por graduarse explicó: del taller, de su escritura, de su crisis. Yo diría, dirimió el Alto, que si no es suficiente crisis la muerte del autor o la desaparición de la autora, entonces lo será la pérdida… o las pérdidas, exclamó la Vieja, al menos una pérdida, insistió el Alto, la de la francesa que parecía alemana…, ¿la que alcanzó a leer un sólo cuento?, preguntó el Tímido, la que no resistió la crítica…, certificó el Gordo, las durísimas críticas. ¿Las críticas de quién?, quiso saber la Nueva sin levantar la vista de los gruesos dedos del Gordo que afilaban su lápiz con una cartonera. ¡Las críticas!, exclamaron tres voces, cinco voces o seis, heterogéneas, estereofónicas voces. Adivina, exhortó la que estaba por graduarse. ¿La Diamela? La Diamela, que es una maestra exigente, hasta feroz… Como dice Droguett, dijo el Gordo, «hay algo de ferocidad en la inteligencia» Sí, su inteligencia es ferozmente brillante, encandilante. ¡Y nosotros acá, como polillas!, exclamó el Tímido perdiendo en un instante toda su timidez.
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¡Apolillado estarás tú!, contestó la Vieja, encendiendo un fósforo, yo nunca he sido la polilla suicida de ninguna luminaria, todo lo contrario. Además a la Diamela no le interesan las mariposas nocturnas sino los animales literarios… Me parece, apostó la Nueva, que lo que ustedes necesitan es matar a la Diamela para poder tomar su lugar, para convertirse en los escritores que les gustaría ser pero que todavía no saben si son… ¿Qué acabas de decir?, contestó una de las acusadas; y el Tímido, ¿más café?, está bien caliente; matarla, dije, dijo la Nueva, darle muerte. La Vieja rió a carcajadas, los demás se volvieron hacia la puerta e hicieron una pausa sosteniendo las miradas. ¿Diamela?, articuló el Gordo. Se quedaron esperando en silencio. Habrá sido el viento…, sugirió el Tímido, agitándose, pero no era el viento, no corría ni una brisa en Santiago, sólo corrían los autos y corrían sobre todo las micros destartaladas, tocando sus bocinas y frenando, a lo lejos. Entonces reapareció la Periodista y los pilló en un extraño suspenso: el baño de la Diamela no funciona, comento, ¡qué desastre! Pero funcionaba…, replicó el Tímido cambiando de posición. Umm, suspiró la Periodista, pero qué pasa, ¿interrumpí algo? Seguimos tratando de explicar cómo era la Diamela…, dijo el Historiador, ¿Por qué hablas de la Diamela en el pasado?, objetó el Gordo, hablar de ella en pretérito es presentar su legado como un cuerpo caduco… Propongo que regresemos al presente. El presente me acomoda, admitió el Alto, en el presente resucita la escritura, activada, actualizada por una lectura que lo empuja hacia delante; «no hay que cejar en la ambición de la literatura», ¿se acuerdan?, continuó mascullando el Carraspera, aunque cuanto más ambicioso el programa más difícil es agarrarlo bien, agarrarlo de pies y manos…, y entonces se quedó callado, repentinamente exhausto, tosiendo incierto, pero sobre todo incómodo, como también incómoda estaba la Nueva, que intentaba huir del presente de la lectura de su cuento, decidida a regresar al pasado, a hurgar en la pérdida de esa extranjera que se había desbarrancado del taller y había rodado en el olvido de la conversación:
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¿Qué pasó con la que parecía francesa o inglesa pero que quizá era chilena? El Carraspera resucitó de su colapso con un estornudo, y con un sorry, los plátanos orientales me dan alergia y el smog más, o a lo mejor me enfrié, me dio la ventolera, pero yo creo que no, que no fue eso, es más bien que el humo me mata, comentó, echándole un vistazo a la Vieja que seguía, impertérrita, fumando y ofreciendo cigarrillos a la Periodista, que impertérrita los aceptaba sin atender al Carraspera, que cansado de escrutarlas se volvió hacia a la Nueva, que no fumaba nada, que nunca en su vida había fumado, que pronto empezaría a fumar y a escribir, como la Vieja, como los demás, y le respondió: a lo mejor era sueca, ¿alguien supo? No importa, cortó la Vieja con su olor a pucho, para los efectos de este relato bastará anotar que la extranjera leyó su cuento, el cuento de una pareja en crisis, y en medio de esa crisis, sobre la mesa de la crisis, encima de la cama en crisis, aparece un bonsái. ¿Un bonsai? Un bonsái, uno de esos árboles torturados por la manía de la poda… El punto es…, empezó a decir el Historiador; no me interrumpas, cortó la Vieja, sucede que la extranjera leyó y en la ronda de comentarios algunos fuimos críticos y otros no tanto; no era tan malo su cuento, intervino el Historiador; era plano, refutó el Alto; era programático, dictaminó la que iba a graduarse, un relato sociológico, anecdótico, sin profundidad simbólica, sin zonas de extravío… ¿Es que no era original la holandesa?, propuso la Nueva. No es eso, dijo el Gordo, porque tampoco hay temas originales, sólo se puede innovar en el punto de vista, en el lenguaje, y el cuento de la sueca…, pero algo tenía su cuento, la cosa del bonsái, comentó el Tímido, sí, es lo que dijo la Diamela…, recalcó la Vieja. ¿Pero qué fue lo que le dijo? Dijo que lo único estimulante, el único material rescatable de todas esas páginas a un espacio y en letra chica, era la mutilación, la obsesiva castración de ese amor que se manifestaba en el cuerpo atrofiado del bonsái. Era un comentario duro a la vez que auspicioso, le daba una pista relevante, productiva, pero ella sólo oyó la crítica. La Nueva fijó los ojos en la puerta, con pánico.
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Mira, el Alto intentaba distraerla moviendo sus largos dedos de escultor, la crítica va cincelando el texto, uno trae páginas como piedras y acá aprende a pulirlas; a pulirlas y a endurecerse para enfrentar la anti-crítica de los críticos que pululan en el mundo infeliz de los medios…, decía el Carraspera y tosió y siguió diciendo, estas críticas nuestras te habilitan para la vida pública de la literatura chilena, para los comentarios poco lúcidos del Groucho Marx o los insidiosos manifiestos del Guatón Difama, que por si no lo saben, ahora nos acusa de diamélicos… ¡Diamélicas!, qué sugerente, saltó la Vieja, mucho más que diamelitas, que fue lo que en realidad puso en su columna el Difama ese. ¿Es tan gordo, Difama? Bastante, contestó el Gordo hundiendo un poco su guata, pero eso no importa, lo central es que en vez de crítica literaria hay arrogancia y matonerío, hay ninguneo puro y duro; pero quien ningunea, objetó la Vieja, reconoce una presencia innegable, sin saberlo el Difama admite la genialidad de la Diamela… Es un ninguneo insostenible, complementó la que iba a graduarse, todo escritor está filiado a una estética, se ha formado en ciertas lecturas… y este taller es una grandiosa máquina de lecturas, acotó el Gordo, y el Alto afirmó: y escribir es la experiencia más íntima de lectura, el modo más riesgoso de abordar el lenguaje. No sé si me convence esto, murmuró amargamente, nerviosamente, la Nueva, quizá tendría que haberme ido a otro lado con mi cuento… Aprovecha de irte antes de que llegue la Diamela, sugirió el Tímido. Se está demorando demasiado, ya pasaron 15 minutos, comentó el Historiador algo impaciente. ¿Alguien la vio al llegar…? ¿Nadie? Yo fui la primera en entrar, confesó la Nueva, indecisa, venía practicando mi cuento en voz alta por la vereda; no sé, no me fijé, no toqué el timbre, la puerta estaba abierta… Yo venía detrás, confirmó el Tímido. Yo llegué después, indicó la Vieja abriendo una nueva cajetilla. Es decir, nadie la ha visto, concluyó el Historiador. Raro, siempre nos espera sentada en esa, su silla. Y si no me equivoco está sonando el teléfono en la otra pieza. Sí, sonó también cuando yo estaba en el baño, sonaba, sonaba, sonaba pero nadie lo atendió, igual que ahora, ¿oyen?, sigue sonando y nadie lo contesta.
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¿Quién será?, preguntó el Tímido. Debe ser don Godot, aseguró el Gordo, pero a nadie le hizo gracia. ¿Y qué hacemos mientras esperamos? Escribamos algo, sugirió el de las manos largas. Algo… ¡Qué! Cadáveres exquisitos. Esto se está poniendo surrealista, dijo ácidamente la Vieja. Yo escribo la primera línea, propuso el Gordo: «lo verdaderamente crucial es el texto…», ¿quién quiere seguir? Este juego es demasiado riesgoso, si escribimos a tontas y a locas… no sé, pueden emerger circunstancias equívocas, problemáticas… ¿como que la maestra aparezca muerta?, sugirió la Nueva, o algo peor, dejó caer con sorna la que iba a graduarse, ¿y si sale mal?, susurró el Tímido intimidado, y se hundió en su silla. No se puede escribir con miedo, hay que correr riesgos, riesgos de todo tipo, dijo uno, y escribir desplegando un rigor, añadió otro, escribir para la honra y también para la deshonra, opinó la del lado, escribir aunque nos llenemos las manos de sangre, concluyeron heterogéneos, estereofónicos; el desafío será configurar una poética, un lenguaje… ojalá alterando la mecánica convencional de la escritura, ¿en el texto que escribiremos, dices, mientras esperamos? ¿Qué le habrá pasado?, masculló una voz apagándose en la esquina… ¡Quién sabe! ¿Empezamos?, dijo alguien, y alguien más sugirió, exclamando, casi a oscuras: manos a la obra.
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Artesanos de palabras: la experiencia del taller literario de Diamela Eltit: 1995-1998 Nicolás Poblete Washington University, St. Louis
Era tarde ya cuando toqué la puerta en la casa de Diamela Eltit. Esto fue hace más de diez años, en la casa de Ñuñoa, la casa de la esquina en la que la escritora dirigía su taller. Yo llevaba un par de modestos ‘cuentos’, si es que se puede llamar así a esas historia medio abstractas, medio crípticas, historias dislocadas. Con esas historias me presenté esa noche en su casa para la primera entrevista, porque ese era el requisito, que me habían dicho, se tenía que cumplir para acceder al taller. Recuerdo que en mi ingenuidad ni siquiera sabía cómo abordarla. Le pregunté incluso, «¿Cómo la trato? ¿De usted o tú?». Y ella me respondió, «Como tú quieras». «Entonces, tú». Yo había leído en la universidad Vaca Sagrada, texto catalogado por mi profesora de Literatura como «literatura inconsumible» y buscaba un taller para poder desarrollar mi escritura. A pesar de que llevaba años de lectura personal y de haber terminado la carrera de Periodismo, no puedo pensar en el taller sino como en «el» lugar donde aprendí realmente a leer. A leer en profundidad, reflexivamente; a leer incorporando signos y signos que parecían no estar relacionados con los textos mismos, pero que adquirían nuevas luces, nuevos reflejos en la atmósfera bullente del taller. No quiero decir con esto que el taller fuera un espacio de intercambios corteses o meditativos; tampoco un lugar de armónica convivencia democrática o terapéutica. Al contrario y
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muy especialmente, el grupo con el que comencé era conocido como «la carnicería», ya que los ataques te podían dejar totalmente desmoralizado. La clásica dinámica de lectura y posterior intervención de cada uno de los participantes podía ser una real catástrofe para el ego. Y la estocada final podía, o no, llegar por mano de la tallerista. Varios años duró ese proceso, regresando una y otra vez a la casa de Ñuñoa, repasando lecturas, podando cuentos, ampliándolos o botándolos a la basura. Varios años de escritura, pero, sobre todo, de lectura, lectura, lectura. En esa época yo trabajaba en una librería en la que tenía descuentos para comprar libros, y que, a la vez, funcionaba como biblioteca, siempre que los libros retornaran a las estanterías impecablemente, que es como leo los libros hasta ahora: con cierta neurosis, intentando no deteriorar sus espinazos. En mi casa tenía una biblioteca grande, con lo que se suele denominar clásicos y con otros libros más escasos. Por supuesto, ¿quién no había escuchado hablar de Henry James, de Dostoievsky, de Thomas Mann, de Proust y de Agatha Christie? Claro que sí. ¿De Vargas Llosa, Borges, Carlos Fuentes y Cortázar? Claro que sí. Pero ¿dónde encontrar «Montacerdos» de Cronwell Jara? ¿Cronwell? ¿Cronwell se llama? ¿Cómo se llama?, o ¿Ancho mar de los Zargazos de Jean Rhys? ¿Dónde encontrar «El Chal» de Cynthia Ozick? ¿O a esos japoneses, Tanizaki, Kawabata, la misteriosa Casa de las bellas durmientes agotada hace siglos y sin ninguna promesa de reedición? Tantos japoneses, tantos norteamericanos, Carson McCullers, Flannery O’Connor. Dónde conseguir libros imposibles de conseguir, me preguntaba mirando los catálogos que llegaban a la librería. Textos que buscaba e intentaba manipular para que compraran. Editorial Siruela, a toda costa, pensando en cómo robar esos libros que literalmente son un robo en sí mismos. Eso es otro tema. Y más y más y más. Lecturas: Ian McEwan, Clarice Lispector, Agota Kristof, Lobo-Antunes (antes de toda fama), Salvador Elizondo, la Jelinek (también antes de toda fama), Ford Maddox Ford, Herta Muller, y así sucesivamente. ¿Dónde diablos encontrar a la famosa Pizarnik? ¿A Marosa Di Giorgio? (Todo esto antes de las reediciones). ¿Doris Lessing? Hace años que no se han reeditado en español sus novelas. Diamela, ¿me podrías prestar ese libro? Y ahí estaba la tallerista dando indicaciones, recomendando libros, novelas, teatro, poesía, cine. Pasaba de un continente a otro, de una disciplina a otra; cruzaba los campos con una especie de brújula invisible y con su inocultable pasión por la literatura. Es verdad, ahí aprendí a leer (escribir es también otro tema), en ese taller de artesanos, un taller con letras artesanales,
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cada semana, tomando apuntes en un cuaderno, corrigiendo los apuntes, corrigiendo los textos, compartiendo lecturas y libros con agua y café que ponía Diamela en una mesa. Una periodista joven con su proyecto de novela sobre unas prostitutas debía regresar a casa para leer desde el Marqués de Sade hasta Fernando Vallejo. Cómo podía hablar de masoquismo si ni siquiera sabía quién era Masoch. Un caballero jubilado que decía tener vocación de dramaturgo no salía del taller sin anotar en su libreta lo básico: Alfred Jarry, Artaud, Grotowski, Stanislavski, Brecht. Una estudiante de cine estaba de lo más impactada, no había escuchado hablar de Sam Peckinpah, pero muy suelta condimentaba sus indicaciones textuales dirigiendo: cámara lenta, zoom in. Dolly. Sí, a Polanski sí lo conocía, por supuesto que sí. Ahí, en el ambiente artesanal del taller cada uno luchaba por armar un texto, por insuflarle vida a alguna idea, iluminar de una u otra forma alguna historia, particularizarla de alguna manera. Ahí, cada uno luchaba con sus trozos, con fragmentos, con los miembros disponibles, tal como el doctor Frankenstein. Tal como el doctor Frankenstein que recolectó miembros y miembros de cuerpos muertos, pues así mismo yo intentaba darle cuerpo a ideas ya conocidas, a relatos que necesitaba hacer relucir, darles un golpe de electricidad, hacerlos girar, moverse y caminar por sí solos. Eso era el taller para mí, un gran laboratorio donde cada uno ponía a prueba sus experimentos, donde cada cual intentaba crear la pócima exacta que pudiera dotar de vida a nuestras incipientes creaciones. Y nuestra doctora Diamela-Frankenstein estaba ahí, para verificar las costuras, comprobar la elasticidad de los miembros, ver si los movimientos de nuestros monstruos sin nombre eran torpes, fluidos o bellos. La doctora Diamela-Frankenstein administraba sus rayos eléctricos y así, casi mágicamente, algunos textos salían caminando solos, con sus costuras bien firmes. Como sabemos la revolución industrial despedazó a los pequeñoburgueses, transformando a los artesanos en animales en extinción. Frankenstein, la novela escrita por Mary Shelley en 1818, refleja un momento emergente en cuanto a la expansión industrial y a la avidez por nuevas tecnologías y poderes que se estaban desencadenando en la época. Victor trabaja en su estudio, en su taller que es un laboratorio. Victor es el científico que se encarga de producir un monstruo que carece de nombre y que viene a ser una sinécdoque, una muestra de esa élite que empezaba a tener acceso a los avances técnicos. Entonces, me parece aún pertinente preguntarse por esta sociedad crecientemente consumista, preguntarnos quiénes son
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los que se encargan de marginalizar y consumir. El decorado que instala una serie de movimientos de transacciones (de producción y consumo) resulta revelador para extrapolar a los sujetos que, como contraposición, se deslindan de los centros de poder. Según Marx y Engels, «el desarrollo de la industria moderna corta bajo sus pies las mismas fundaciones en las que la burguesía produce y apropia productos. Lo que la burguesía produce, sobre todo, son sus propios sepultureros». Los artefactos que se encarga de producir la industria moderna van dejando huellas en los cuerpos por los cuales circulan. La exposición continua a estos avances desencadena una serie de actitudes a nivel social, favoreciendo la gestación de seres mutantes que, a modo de accesorios, experimentan las novedades a su alcance como si se tratara de miembros extra. Reduciendo dramáticamente, llegamos a la concepción posthumana de la que habla Katharine Hayles, para quien «la visión posthumana piensa en el cuerpo como la prótesis original que todos aprendemos a manipular». El monstruo de Frankenstein no es sólo un producto de la tecnología, resultado de los avances científicos, sino que también es una proyección psicológica. El trayecto que ejecuta el monstruo, además de retrazar las rutas invadidas por Napoleón, se encarga también de representar el impacto que su mera presencia monstruosa causaba en los sitios que aún eran administrados por pequeños burgueses o campesinos, metaforizando la destrucción que vendría a producir el auge industrial en esta clase. Así, como sugieren Marx y Engels, «las armas con las que la burguesía derribó el feudalismo ahora son dirigidas en contra de la burguesía misma. Pero la burguesía no sólo ha generado las armas que traen la muerte para ella misma, también ha creado a los hombres que han de utilizar esas armas, la clase trabajadora moderna, el proletariado». Con esta metáfora apunto a lo siguiente: He tenido la oportunidad de pasar seis años en un programa de doctorado en lo que se llama «la academia norteamericana», donde uno está expuesto a una serie de tendencias y aproximaciones. Donde uno debe tomar el texto y leerlo a partir de alguna aproximación: mientras el formalismo ruso se preocupa de elucidar los modos en los que operan géneros enteros, como la novela, los «Nuevos críticos» se concentran en obras literarias individuales, en cómo interpretar un poema en sí mismo, sin alteraciones externas. ¿Cómo la literatura actúa como verdad universal? El psicoanálisis como aproximación nos permite descubrir lo ominoso en los relatos de Borges o la desfamiliarización en una novela de Onetti; nos autoriza para que interpretemos la cualidad
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onírica de «Las Islas Nuevas», de María Luisa Bombal, ver dobles, sentir la extrañeza cohabitando en nuestro circuito más cercano. Una lectura marxista es posible para cualquier texto, para «Continuidad de los parques», por ejemplo. ¿Quién puede darse el lujo de sentarse en un sillón de terciopelo verde con sus cigarros al alcance de la mano, para disfrutar burguesmente de la lectura de una novela? ¿Quién está trabajando, oculto, para costear ese relajo? Claro que sí, la literatura y la cultura son inseparables de las políticas de las relaciones de clase. El post-estructuralismo viene como anillo al dedo para leer a Sarduy. Órdenes y desórdenes lingüísticos, estrategias de poder, control social, maneras de ignorar la realidad más que comprenderla. Derrida dijo «no hay un afuera del texto», entendiendo como un texto un mundo, o sea, un lenguaje, por lo menos un mundo habitable o conocido. ¿Rayuela? ¿Tres tristes tigres? ¿La Guaracha del Macho Camacho? El Feminismo, los estudios de género, el Historicismo, los estudios postcoloniales. Cada nación colonizada produce obras que describen la experiencia imperialista, que intentan definir un sentimiento nacional postimperialista, una identidad cultural. Saltando a otro continente encontramos a escritores africanos, Soyinka, Nadine Gordimer. Hoy los estudios culturales parecen tener la clave para leer textos. Una llave maestra que se adapta casi a cualquier cerradura. Estos estudios pueden ser abordados desde perspectivas inconmensurables, denunciando la jerarquía en la que se organiza la cultura. Desde el análisis de la televisión hasta la relevancia de las formas musicales. La cultura puede ser sostenida por manos conservadoras, pero también contiene la permanente amenaza de la erupción, de la disonancia, de una imaginación alternativa. Las universidades parecen cada vez más monasterios medievales donde aún se mantiene el estudio vivo, las bibliotecas en permanente actualización, pero que viven en el peor de los riesgos. Crítica, listas de artículos citados en el MLA. ¿Qué dicen las autoridades?, ¿qué ha publicado Minnesota University Press?, ¿qué opina este invitado de Duke, de Yale, o de Berkeley? ¿Dónde queda la impresión artesanal, el comentario de alguien externo, la opinión que estimo porque es fresca y no está prejuiciada por una educación particular? Esa persona valorable que comprende lo que uno está haciendo, que habla desde su sensibilidad particular, que puede darte una idea maravillosa, una crítica única. Esa persona casi siempre se encuentra fuera del circuito académico. Puede ser un estudiante que ama la literatura, puede ser un sujeto cualquiera que simplemente disfruta leyendo, una persona instintiva, intuitiva. Para algunos la crítica
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es una carrera, incluso más importante que la creación literaria. Para mí, el peligro radica en enclaustrarse, como estudiante o como críticos; de pasarse la vida leyendo crítica y crítica, sobrevalorar este afán, situarlo sobre la literatura misma. Eso es lo normal para muchos. A muchos ni se les ocurre considerar esto ridículo. Algunos ni se arrugan al esbozar lo que considero una dramática petición: «Recomiéndenme alguna novela que pueda encajar con esta teoría». Entonces dónde queda nuestro monstruo, un monstruo anónimo caminando con sus costuras expuestas, sus miembros en permanente riesgo de ser dislocados. Un monstruo romántico que lee y lee, porque como ustedes saben el monstruo en Frankenstein se cultiva, y, sobre todas las cosas, lee. Lee El paraíso perdido, Las vidas de Plutarco, las Desventuras del joven Werther, pero causa rechazo, carece de credenciales, ni siquiera tiene un nombre. Avanza sin identidad, pero con una enorme sensibilidad, sólo impulsado por superarse, ser mejor, aprender más, con su ingenuo propósito de ser aceptado por los otros. Dándose cuenta del repudio que experimenta una y otra vez. Romántico, pero no totalmente catastrófico, porque el monstruo no muere, el monstruo se hace inmaterial para reaparecer en otro lugar, en otro tiempo o espacio. Ése es mi ideal romántico: que fructifiquen estos espacios, que perduren estas células artesanales de creación. El «tercer espacio» como espacio vivido, dice Edward Soja, tiene múltiples lados, es contradictorio, opresivo y liberador. Es un espacio de apertura radical, un lugar de resistencia y lucha; un lugar donde encontramos geografías paradójicas que nos invitan a explorarlas. Es un terreno de encuentros, un sitio de hibridaciones y mestizajes que se mueve más allá de las fronteras delimitadas; un margen, un borde donde los lazos pueden ser cortados, pero donde se pueden forjar otros. Puede ser dibujado, pero nunca capturado en una cartografía convencional. Ese espacio de resistencia, el taller de Diamela Eltit, es lo que quiero celebrar en este momento, ese recuerdo de una comunidad polémica, vital. Valiosa e irrepetible. Todo este rodeo es para agradecerle a nuestra doctora DiamelaFrankenstein, a ese animal literario, pero, sobre todo, a ese ser maravillosamente generoso, conocido también como Diamela Eltit.
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La vi entrar por Avenida Italia o testimonio de una estudiante de liceo fiscal Verónica San Juan La Tercera
Acerca del nombre de esta mesa Cuando vi impreso el título de la mesa en que nos encontramos —«Se hace arte para no morir: Diamela el trabajo de taller»— estuve por llamar a Rubí Carreño, la organizadora de este coloquio, y decirle que me estaba cayendo de la mesa, que no cabía en la larga mesa de escritores y escritoras que han pasado por el taller de Diamela Eltit que quedaba colgando del mantel, que mi historia era otra, una pre-historia, tal vez, situada en un espacio y en un tiempo muy distintos. Retrasé el llamado y pensé de qué modo podía sentarme junto a Lina, Andrea, Nicolás y Carina, todos talleristas de Diamela, en distintos períodos. Intenté asimilar el trabajo de taller con el aula de clases de un liceo fiscal, donde fui alumna de Diamela, entre los años 1981 y 1983. Las diferencias, tan notorias, me volvían a botar de la mesa. Veía muchachas de jumper, calcetines de nylon azul y delantal a cuadros celestes, sentadas en pupitres con cubierta de melamina, y la imagen no me calzaba con la escena de una biblioteca, una década después, con la misma Diamela
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rodeada por un grupo de hombres y mujeres que, en un acto voluntario, hacían circular sus textos semana a semana en busca de una lectura crítica de sus relatos. Intenté un nuevo ejercicio y pensé al revés: ¿En qué se asemeja el trabajo de taller literario a un trabajo de aula escolar, acotado por lecturas obligatorias? Con esa torsión logré, creo, aproximar el aula al taller. Vi que por esos años en las salas del Liceo Nº13 de Niñas, hoy Carmela Carvajal de Prat, también circulaban textos en hojas de papel roneo, elaboradas en un precario esténcil; hojas ásperas, rugosas que traían cuentos o poemas aprobados por la Unidad Técnico Pedagógica. No eran textos escritos por nosotras, pero circulaban y estaban ahí para decirnos «se escribe para no morir». El burlador de Sevilla, Fuenteovejuna, El lazarillo de Tormes, La Galatea o Las Églogas de Garcilaso de la Vega pasaban por nuestras manos y aprendíamos —unas más, otras menos— que las clases de castellano eran bastante más que formas o estructuras gramaticales; bastante más que la diferencia entre un soneto, un romance o versos octosílabos. Aprendíamos que el castellano era un Árbol plantado por María Luisa Bombal o un Olmo seco regado por Antonio Machado. Tal vez, sin saberlo, asistí a los primeros talleres o pre-talleres literarios de Diamela Eltit. Nunca le mostré mis textos ni mis crónicas con apuntes urbanos sobre la protesta social, pero fui conformando un lenguaje, un estilo de escritura que se complementaba con otras raíces: la raíz libre pensadora de mi abuelo Carlos Wolff Palma, y el rigor gramatical de María Graciela Quezada, mi profesora de castellano entre los años 1978 y 1980. Ni ella sabía de esos pre-apuntes periodísticos ni yo sabía que Diamela empezaba a escribir la memoria de un país quebrado. Todas estas lecturas, desde el Rider Digest de mi abuelo coleccionista hasta las clases de aula que he bautizado como pre-taller, me llevarían en 1984 a matricularme en la desmembrada Escuela de Castellano del ex Instituto Pedagógico y luego en el, ese entonces, Instituto de Letras de la Universidad Católica, para, finalmente, terminar en la Escuela de Periodismo de esta misma universidad. No hay cuentos ni novelas en este proceso de aula-taller, por eso he traído pequeñas historias, más que nada fragmentos afectivos entre una profesora y una alumna de liceo fiscal. Aquí los fragmentos.
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Avenida Italia esquina Marín. El lugar de los hechos. A unas diez cuadras de la pequeña calle La Tranquera está el Liceo Nº 13 de Niñas de Providencia. Me han matriculado ahí, a pesar de que mi profesora de la Escuela Nº 41, doña Irma Urzúa, ha recomendado que es mejor que vaya a una escuela técnica, ya que considera que para mi futuro es mejor así. Ese lunes de marzo del año 1978 llegaré al séptimo de enseñanza básica, en la jornada de la tarde. Voy con el entusiasmo de una niña de doce años. Aún no sé que este liceo es una especie de oficina de propaganda de la dictadura que gobierna al país ni que su directora, doña Inés Huerta, es una activa militante del pinochetismo; ni que Lucy Mateluna, la profesora de educación musical, intentará adoctrinarnos con su verborrea musical. No tengo cómo saber que expulsarán a mi primera profesora de castellano, María Graciela Quezada, ni que en algunos años más nos vigilarán en los baños para que no pintemos leyendas antimilitares En esta tarde de 1978 no puedo saber que un día de 1983 seremos acorraladas en la cancha del liceo por doña Inés Huerta y sus inspectoras, tras sumarnos a una de las protestas nacionales en contra de Augusto Pinochet. Tampoco sé que por la reja de Avenida Italia veré entrar a una mujer de pelo muy corto que vendrá de la mano de un niño de pelo cobrizo, ni que esta mujer será mi profesora de castellano en tres años más. No tengo cómo saber que su nombre es Diamela ni que se desliza por las calles de Santiago dejando algunas marcas para la memoria social y visual de Chile. No sé que significa CADA, ni sé qué es un video instalación. Tantas cosas que no sé. Televisores en el Bellas Artes Sábado o domingo de algún mes de 1981, Museo de Bellas Artes. Tal vez he venido con mi abuelo Carlos o tal vez con Alejandra Cortés, mi amiga y compañera de banco en el 2º año B. No sé si he venido a realizar una tarea o sólo he venido a mirar alguna exposición. Mirar por mirar, sin instrucciones pedagógicas. Mi vista recae en un grupo de cuatro televisores en blanco y negro, camino hacia ellos, ahora estoy más cerca, miro y no logro entender lo que proyectan las pantallas. Sólo veo la imagen fija de una montaña, puede ser la cordillera de Los Andes. Supongo que mi cara
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refleja mi desconcierto, pero aquí no hay ningún guía que me saque de esta ignorancia. Lo único que entiendo es que allí hay un nombre que reconozco. Damiela Eltit y Lotty Rosenfeld son las autoras de «Trapaso Cordillerano» y Diamela Eltit es el nombre de mi nueva profesora de castellano. Ésa que lleva botas café, ésa que viste distinto, ésa que lleva el pelo corto y que tiene un lunar cerca de la boca. Ésa que camina en la sala entre una fila y otra de pupitres, como en una maratón. Ésa que no se parece a las otras profesoras. Ésa que, extrañamente, nos llama «Pajarito» o «Linda». La clase siguiente no digo, no pregunto. Tal vez exista otra Diamela Eltit y ésta, la de las caminatas dentro del aula, nada tenga que ver con la de los televisores. O tal vez sea una en dos. Es tan poco lo que sé. El amigo de Diamela Estamos en el comedor de Lorena Edwards, una alumna del 3º año B y una de las tantas muchachas que, junto a Alejandra Cortés y Amparo Gutiérrez, hemos invitado a participar en la Comunidad Cristiana de Estudiantes Fiscales, COCEF, un pequeño grupo de raíz católica creado por el Cardenal Raúl Silva Henríquez el 6 de junio de 1982. La casa de Lorena está ubicada en la Población Chile, en el Paradero 3 de Avenida Vicuña Mackenna. Esta tarde nos acompaña un estudiante del Seminario Pontificio Mayor. El Chico Bustamante está a punto de revelarnos algo que nos va a sorprender. Ya no será lo mismo cuando volvamos al liceo y Diamela abra el libro de asistencia. El Chico Bustamante está a punto de decirnos que es amigo de Diamela, que Diamela es escritora, que ella acaba de terminar un libro y que el libro se llama Por la patria. El seminarista lo está terminando de decir y nosotras estamos boquiabiertas. Y nosotros con ella y sin saber. Sin saber que la inquieta caminante ha escrito un libro. Y no sólo un libro sino que ha estado protagonizando la historia de la resistencia cultural desde fines de la década del 70. Y nosotras sin saber. De vuelta a clases no decimos nada, no preguntamos nada. Ya habrá un día, un momento, un lugar.
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El tocadiscos de mi padre Año 1983. He sido expulsada de mi curso de origen. Dicen que Inés Huerta, la directora, ha dicho que soy una «líder negativa». No tengo certeza de lo que dicen que dijo, pero he ido a parar al 4º año D, por la buena voluntad de Lucy Silva, mi joven profesora de matemáticas. Se me revuelve la vida, no conozco a nadie, no quiero estar aquí. Diamela sí está aquí con su caminata entre pupitres. ¿Por qué caminará tanto Diamela dentro de la sala de clases? A veces pienso que se siente tan enjaulada como nosotras y que ella también es un «Pajarito». Otras veces creo que va tramando algo entre un paso y otro de sus botas, no sé qué, pero la veo como si estuviera aquí y allá. Más que nada allá. Me siento en el primer pupitre de la primera fila de esta sala junto a la alumna Doris Kern; a mis espaldas se sienta mi nueva amiga Myriam Vásquez. Myriam ya sabe que cuando egresemos en pocos meses más, deberá partir a Inglaterra, en un nuevo grupo de exiliados silenciosos. En estos días Diamela nos ha propuesto disertar sobre los poetas de la Generación del 98, yo he elegido a Antonio Machado. Esta mañana tomo dos objetos queridos para complementar mi exposición: el tocadiscos portátil Phillips que me dejó mi padre antes de partir a Nueva York, en 1977, y el elepé que dejó Ximena, mi tía, antes de partir al exilio en 1974, en ese vuelo Air France. El disco es de Joan Manuel Serrat y lleva por nombre «Dedicado a Antonio Machado Poeta». Pongo la aguja y salta el primer poema-canción: «Todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar». Digo algunas palabras. Pongo la aguja nuevamente y salta el segundo poema: «Vosotras las familiares inevitables golosas/ vosotras moscas vulgares, me evocáis todas las cosas». Y la sala del 4º año D se va llenado de una música que aquí no se puede oír porque las clases de música las comanda Lucy Mateluna, una exhibicionista defensora de la dictadura de Pinochet que nos atemoriza con sus himnos y marchas militares. Diamela, extrañamente, permanece sentada y escucha la música que aquí no se puede oír. Pero la vida, el tiempo 2 de noviembre de 1983. Guardo dentro de mi morral un cuaderno de tapas duras, de color rojinegro y de orlas doradas que lleva inscrita, con
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trazos góticos, la adolescente inscripción «Diario de mi vida». Mis 17 años me absuelven (creo) de este desliz. Hasta ahora no hay nada de mi vida ahí. O sí, sólo que no hay historias de romances adolescentes, sino letras de canciones que he venido escuchando desde hace algunos años. Un texto de la activista norteamericana Joan Báez cubre la primera hoja. Pero ahora quiero usar el cuaderno para otro fin, quiero llevarme algo de este liceo además de mi militarizada y limitada educación. El cuaderno va pasando de mano en mano durante las dos primeras semanas de noviembre hasta que el 17 de ese mismo mes llega a la mesa de Diamela. Diamela escribe: Querida Verónica Después de tres años de crecimiento y más allá de cualquier separación, sé que vas a tener una buena vida, a veces intuyo eso con las personas y esto pasa en tu caso. Hay mucho más de lo que habría debido hablarles en estos tres años / pero la vida/ el tiempo/ te quiere/ Diamela
Pero la vida, el tiempo. Diamela sabe por qué ha escrito esto, yo también. Aquí está la respuesta a las preguntas que no hicimos y a las pocas que nos atrevimos a hacer con Alejandra Cortés y Amparo Gutiérrez. Pero la vida, el tiempo, responden al enigma de los televisores en blanco y negro del Bellas Artes; a la escritura silenciosa de «Por la patria»; a las páginas jamás comentadas de la revista Hoy que hablaban sobre la distribución de leche en La Granja. Pero la vida, el tiempo son la respuesta de una artista contemporánea que ha debido desplazarse en las aulas de un liceo fiscal, que en estos días es la representación del espacio público intervenido. Un espacio que ha limitado la expresión de cientos de muchachas y de decenas de profesores y profesoras. Pero la vida, el tiempo nos volverán a encontrar.
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Un taxi en la Avenida Portugal ¿Qué año es éste? Debe de ser un año de la segunda mitad de los años 80. Debo de estar estudiando en en el Instituto de Letras de la Universidad Católica. Debo de venir de alguna oficina de la Casa Central de la UC. Así lo creo porque estoy cruzando la esquina de Avenida Portugal y la calle Lira. O también puede ser algún año de los primeros de la década del noventa, en la Escuela de Periodismo de la UC. Hay algo nublado en esta escena que me hace confundir los años. Debe ser la circunstancia en que se produce el encuentro o los segundos que dura el cruce de palabras. Ocurre así: alguien grita mi nombre desde la ventana de un taxi, volteo la cabeza, es Diamela Eltit. Hace años que no nos vemos, no sé cuántos. ««¿Qué estás haciendo? Qué bueno, Cuídate mucho, Linda»» y el taxi se va y Diamela desaparece hasta no sé cuando. Yo sigo caminado por Avenida Portugal con ese vocativo escolar en la cabeza. Con toda mi cabeza volcada en ese portón de la Avenida Italia y la mujer de pelo corto que nuevamente se acaba de ir. Pero la vida el tiempo, otra vez Nos volvemos a ver con cierta regularidad, cada dos o tres años, pero tenemos pocas oportunidades para conversar. Por eso una mañana de noviembre de 2003, decido escribirle para exhumar algunos recuerdos. Éstos son algunos párrafos de aquella carta escrita como crónica mientras se realizaba un homenaje a Diamela en La Habana: Mientras se pasea agitadamente entre la escenografía de la sala, pide respuestas. No acepta los «no sé». En realidad, no tolera los «no sé». Cuando camina, mira hacia abajo, mira sus pasos y apremia con las respuestas. Lo suyo es gimnasia escolar y literaria. Exige identificar metáforas, hipérboles y todas las figuras literarias que nos ha venido enseñando. Yo siempre estoy preparada, yo siempre quiero responder… […] Un año, otro año […] Diamela sigue ahí y es una presencia militar la que nos dejará desnudas por primera vez. A ella le han encomendado una misión y me ha convocado a mí para ejecutarla. Es como si nos hubieran puesto una metralleta encima. Diamela y yo estamos en una pequeña sala del primer piso del liceo, una especie de camarín donde nos alistamos para
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la representación. Estoy aterrada, avergonzada y se lo digo. No quiero leer para la esposa de uno de los cuatro de la Junta Militar. Ella no es él, pero lo representa y afuera hay una tropa de fieles que la espera para las reverencias. Estoy paralizada, pero hay un solo gesto que logra movilizarme. Diamela está igualmente perturbada y me pide —en realidad me exige— que avancemos hacia la representación. La misión es ingenua. Debo leer las cartas que Carmela Carvajal de Prat escribió en otro siglo a su marido, el marino […] Leo como una muñeca a cuerda […] Leo, leo y leo hasta terminar, hasta escuchar los aplausos, hasta mirar los aplausos de Margarita Riofrío de Merino, la pequeña mujer de quien sólo recuerdo las perlas que cuelgan de su cuello. Afuera un viejo reportero de la Radio Nacional me asalta y me interroga sobre mi pequeño acto escolar. Otra vez hablo como una muñeca a cuerda. Pregunta mi nombre, se lo digo y espero que a esa hora de la mañana todas las radios de Chile estén apagadas.
Hasta aquí estos fragmentos de una estudiante de liceo fiscal de los primeros años 80, pero antes tomo las palabras de Diamela escritas el 17 de noviembre de 1983 y las respondo este martes 17 de octubre de 2006: No falló tu intuición. He tenido una buena vida, he conocido buenas personas. …pero la vida el tiempo te quiere Verónica
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Discurso de inauguración Patricio Lizama Pontificia Universidad Católica de Chile
En nombre de la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile y, en particular, en nombre de quienes integran el Departamento de Literatura, les doy la más cordial bienvenida a todos quienes asisten a este Coloquio-Homenaje en honor a la escritora Diamela Eltit. Permítanme expresar unas breves palabras antes de iniciar las sesiones de análisis en torno a su obra. El trabajo literario y la reflexión artístico-cultural desarrollada por Diamela Eltit han sido reconocidos de distintas maneras y en diversas instancias fuera del país. Así lo prueban las numerosas traducciones de su obra, las becas recibidas por la autora, las invitaciones a dar clases en universidades como Columbia y Autónoma de México, los homenajes y los coloquios dedicados a su obra en otras como Brown y Pittsburg y en organismos culturales como Casa de las Américas. A estos encuentros han acudido un conjunto de muy destacados hombres y mujeres de variados países como Gwen Kirkpatrick y Julio Ortega, profesores que hoy día están con nosotros en calidad de visitantes del Doctorado en Literatura. Los numerosos investigadores han estudiado y enseñado los textos de Diamela Eltit, escrito artículos y reseñas, publicado libros y dirigido tesis, esfuerzos que han sido cruciales para dar a conocer a la escritora en el extranjero, y situarla junto a Pablo Neruda, José Donoso, y Gabriela Mistral, entre los autores chilenos más estudiados.
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La legitimidad interna brindada por estos intelectuales a la obra de Diamela Eltit, se complementa con el aporte de académicos chilenos de distintas generaciones y filiaciones como Nelly Richard, Eugenia Brito, Rodrigo Cánovas, Bernardita Llanos y Rubí Carreño, esta última inspiradora del encuentro que nos convoca. Ellos, desde un comienzo, han explicitado el aporte significativo de la escritora a la tradición literaria y a la escena artístico-cultural chilena e hispanoamericana. A este grupo se agregan los jóvenes universitarios que han escrito tesis sobre las novelas de Diamela Eltit en Santiago, Concepción, La Serena y, quizás la valoración más significativa para una artista, las propias escritoras chilenas como Andrea Jeftanovich, Lina Meruane, Carina Maguregui quienes han asistido a sus talleres y han destacado la relevancia de su proyecto creador. La Universidad Católica, lugar donde ella estudió y obtuvo el título de Pedagoga en Castellano, no ha estado ajena a todo este proceso de reconocimiento artístico. En 1995 le concedió el Premio José Nuez Martín a Los vigilantes porque en esta obra el jurado advertía un doble compromiso: «con la escritura, con el hacer creativo de la palabra, y con la profunda crisis de la realidad hispanoamericana, continente en busca de libertad y de su propia identidad». Tres años más tarde, fue invitada por los alumnos para que clausurara la Semana de Letras, conferencia que tuvo lugar en un auditórium repleto de estudiantes que la escucharon con fervor. En el primer semestre del año 2003, la Facultad de Letras la invitó como Escritora en Residencia para que dirigiera dos talleres literarios en la licenciatura los que, por cierto, tuvieron gran convocatoria. En junio de este año, nuestra Facultad, consciente del valor artístico de la narrativa de Eltit y de la lucidez de su reflexión, doble actividad que la emparenta con escritoras como Iris y Gabriela Mistral y escritores como Manuel Rojas, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Juan Emar, presentó su nombre como candidata al Premio Nacional de Literatura 2006. El Decano José Luis Samaniego, en el documento de presentación destacaba su variada trayectoria no sólo como narradora, ensayista, investigadora y crítica, sino también como profesora de castellano en un liceo, académica de universidades chilenas y extranjeras, formadora de escritores en talleres, agregada cultural y miembro de colectivos de artistas durante la década de los ochenta. El Decano concluía: «Apoyamos su candidatura porque creemos que la calidad literaria, la lucidez en la crítica a las sociedades disciplinarias y de mercado, el trabajo riguroso en todos los planos como escritora y maestra, una escritura que hace fructificar la vanguardia estética
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Discurso de inauguración
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a la vez que afirma los valores humanistas, merece en justicia el Premio Nacional» El Coloquio-Homenaje, que hoy iniciamos, revela entonces la continua resonancia que ha tenido entre nosotros, profesores y alumnos de esta Facultad, el quehacer de Diamela Eltit, trabajo del cual quisiera destacar algunos rasgos de singular interés. Su proyecto configura una posición de gran originalidad dentro del campo artístico nacional. En su actividad de más de treinta años como novelista y ensayista, ha construido una memoria literaria de la historia reciente de Chile, a la vez que ha reescrito parte importante de nuestra tradición narrativa a partir de las obras de Marta Brunet, José Donoso, Carlos Droguett y Manuel Rojas, entre otros. Su apropiación de la novela contemporánea, de la poesía y el teatro del Siglo de Oro, su interés acerca de la escritura de mujeres y su anhelo por establecer nuevas genealogías en este ámbito, los desplazamientos de saberes culturales prestigiados a sujetos deslegitimados, resultan operaciones muy productivas para descentrar los sentidos que se automatizan, cuestionar las convenciones que fundan su estabilidad y gestar nuevos territorios. Esto mismo ocurre cuando indaga en el microespacio y en el fragmento; en la crisis del sujeto y en la proliferación de identidades; o al tratar los géneros literarios porque Diamela Eltit los arma y los desarma, respeta y subvierte sus límites y posibilidades y en el choque, en la disonancia producida por esta continua fricción, surge el intersticio y la ruptura que suspende y complejiza los sentidos anquilosados. La postura respecto al papel del escritor, la manera de participar en la historia que le ha tocado vivir, nos parecen desde el punto de vista ético, otros signos que distinguen a Diamela Eltit. Su narrativa ha sido una continua búsqueda que se ha abierto a distintas problemáticas a lo largo de los años. De esta forma, su trabajo intelectual no se ha guiado ni se ha puesto al servicio de un éxito fácil, su propuesta no ha sido concebida como un producto ni responde a estrategias y circuitos comerciales para legitimarse, sino más bien, ha sido elaborada desde un lugar independiente desde donde es posible leer la cultura y la sociedad para examinar los discursos y las certidumbres que las presiden. Su mirada siempre se ha basado en la división en esferas que aseguran una autonomía a la dimensión simbólica, rasgo esencial de la modernidad, pero esta autonomía no implica un dar la espalda a la historia, sino pensar la práctica intelectual en una relación tensa con la política.
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Su quehacer, en estos términos, no ha perdido el sentido de pertenencia respecto a su sociedad. Diamela Eltit escucha, dialoga y promueve a las figuras del pensamiento intelectual de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. Al mismo tiempo, escucha, dialoga y promueve a las minorías, a los sectores excluidos y desalojados del poder. Ella se instala en el margen, indaga el reverso de la sociedad para buscar al Otro, trabajar por «la persistencia de la memoria», validar la diferencia y otorgar espacio y visibilidad a nuevas subjetividades. La verdad de su discurso, en consecuencia, proviene de una mediación, de un registro de saberes y valores anclados en sujetos individuales y colectivos, de una interlocución con la cultura viva que transita por circuitos, globales y locales, centrales y periféricos. Proviene también de una lúcida lectura de los márgenes, de cuerpos menos protegidos, de signos sociales ocultos, práctica que busca, en palabras de Diamela Eltit, «señalar», mostrar a la sociedad, para humanizarla, dimensiones que le pertenecen y la completan. Proviene, por último, de su actitud de constante vigilancia y resistencia para impugnar los discursos y las imágenes hegemónicas y decir al poder una «pequeña verdad» que sea escuchada, audible y pueda así representar y encarnar los anhelos colectivos. En definitiva, lo que nos produce profundo respeto en Diamela Eltit, es la manera como se ha construido y ha ejercido su papel intelectual en Chile. En una sociedad vigilada, caracterizada por una profunda anomia y un campo cultural administrado, fue capaz de explicitar su desacato y «retejer» una poderosa energía artístico-cultural; en una sociedad globalizada que posee enormes desequilibrios e inequidades, ella ha dado voz a las minorías y pluralizado los discursos. El respeto, asimismo, podríamos entenderlo con otras denominaciones. Beatriz Sarlo confiesa que si bien la palabra honor sigue empleándose, que «antes que el honor, las sociedades occidentales reconocen hoy la noción (más empírica) de decencia o la noción (más subjetiva) de honestidad» Estas nos parece que son las nociones que han guiado a la artista que hoy homenajeamos. En estos días de dolor y pérdida para la poesía chilena, cerremos esta intervención con el recuerdo de las palabras de Enrique Lihn, «porque escribí estoy vivo», palabras que también hoy podría decirlas Gonzalo Millán: «porque escribí estoy vivo».Quizás, por esto, Diamela Eltit ha dicho: «escribo para no morirme».
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Hablar de literatura, referirse a los procesos literarios porta un riesgo, el de fijar o definir de manera autoritaria una superficie estética que es compleja, móvil y densa. No existen leyes generales que autoricen o impidan una opción literaria. La tensión radica en la manera en que se organiza cada uno de los textos y cómo se inscriben sus referentes. No puede ejercerse, a mi juicio, una línea terminante ni menos una conceptualización fundada en el rechazo. Me permito entrar en este terreno porque, después de todo, he dedicado mi vida al hacer literario, he pensado ese hacer, lo he repensado. Y, sin embargo, continúa abierto para mí el dilema en torno a cuál sería la sede más estable de la letra. Sus sedes posibles. Sé que el deseo literario es poderoso, a tal punto que no puede ser cumplido. Nunca. En ese sentido, atendiendo a la potencia y a la extensión de ese deseo, existe un componente de fracaso al que arrastra el hacer literario. Pero se trata de un fracaso que se produce al interior del texto, me refiero a un fracaso que no está anclado en la recepción (la exterioridad) sino más bien en la distancia abierta por el deseo y su siempre empobrecida materialización. Pero, a la vez, ese es el desafío y hasta la epopeya, la esperanza de llegar a un punto, digo, posible en que se pudiera producir una sorprendente y única armonía que colmara. Pero esa sería la última escritura, qué más se podría escribir, me pregunto, si la letra en realidad llegara a representar o a encarnar el deseo
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que la moviliza. Entonces, el fracaso al que me refiero, es permisivo o compasivo o creativo pues alarga el tiempo, permite la escritura y todos y cada uno de los ensayos o empeños en que se ordenan los horizontes literarios. Hablo, después de todo lo que ha sucedido o de lo que no ha sucedido, (me arriesgo a utilizar un término político) de una praxis, de un hacer tumultuoso pero cifrado. Lo que quiero acotar es que, desde mi perspectiva el pensar en la escritura y sus fragmentos de catástrofe, exime o expulsa el impacto que produce el afuera, aminora los efectos de la recepción pública de la letra. En un cierto sentido y pensando en la producción literaria, no hay afuera. Yo misma tolero resignadamente todos y cada uno de mis segmentos de fracasos. He tenido sucesivos sueños literarios incumplidos. En verdad he anhelado conseguir una estética perfecta, lo he deseado a pesar que en realidad detesto la perfección. Sin embargo por qué renunciar o escamotear las paradojas. Para qué. Pero se trata de un derrumbe, en último término, social. Es la escritura misma —como historia— la que impide, la que no propicia, la que evade. La escritura, por supuesto, es pragmática, ese es su punto de partida y quizás su punto de llegada. La literatura es su excepción o su infracción, intercepta el pragmatismo. Eso pienso. Sin embargo allí está la literatura como práctica; su muerte que no termina de cursarse cuando se pone en entredicho el libro, cuando se habla de su fin, porque el libro, dicen, es obsoleto, un objeto discontinuado que ya no conmueve o no habita plenamente en la comunidad. Pero el libro se niega a su extinción, su condición se impone y sobrevive a las épocas, las concilia y tal vez, las reconcilia. Quizás lo único posible es ubicarse en el afuera de la letra, en su perímetro social, en las condiciones de producción, en el contexto y sus dilemas. Ya se han sumado los años y en esa suma se han sumado también distintos horizontes, sucesivas hegemonías, diversos procedimientos culturales. No parece oportuno repasar cada una de las instancias, sin embargo no son indiferentes los espacios ni son banales las formas de control como tampoco los mecanismos mediante los cuales se producen los movimientos de poder. Los últimos decenios -la tétrica cultura del golpe y la ambigua del pos golpe— han transcurrido de manera nítida mostrando sus engranajes. Habría que establecer un viaje temporal desde el silencio más elocuente
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que buscó la cultura dictatorial hasta llegar al desaforado ímpetu de la cultura comercial. Una cultura que hoy derriba progresivamente todas las barreras en las que se anudaba el pudor a la exhibición sin fronteras y a una masiva forma de simplificación, en general, binaria. Quizás habría que dar vuelta las sentencias, tal vez se puede pensar que transitar varias vidas culturales y diversas experiencias sociales incrementa o afina o ejercita precisamente la mirada. Y, más aún, moviliza la mirada. Los sistemas culturales en los que he habitado han tenido distintas resonancias, sin embargo, a pesar de sus notables diferencias, es posible leer algunas constantes en la manera cómo se ordenan las voces de centros, cómo opera en ellos la composición de fuerzas y, especialmente, la dificultad de habitar o pluralizar los siempre reducidos espacios. Lo más interesante, para mí han sido las diferentes experiencias. A mi juicio el golpe pulverizó la histórica relación entre literatura y Estado y esa ruptura coincidió y se articuló, precisamente, en la notable reducción del Estado (la venta masiva de empresas públicas, el asentamiento del neoliberalismo) para promover, en cambio, la expansión del mercado. En ese sentido, cuando se habla del Estado como promotor o proveedor o sustentador de estéticas no me parece ajustado en la medida que el propio Estado, en los nuevos contextos, apenas puede validarse a sí mismo para sostener su precaria existencia. En cambio, es el mercado (en el sentido más intensificado del término) el que hoy escribe, desde mi punto de vista, las opciones y las decisiones. Desde luego el mercado chileno es pequeño, sus volúmenes de ventas y aún de propaganda podrían ser considerados irrisorios, no obstante, más allá de la realidad editorial misma, lo que resulta elocuente son los que yo llamaría «efectos del mercado» más que el mercado mismo. Lo que quiero expresar es que la sociedad chilena entera ingresó al proyecto comercial y ese ingreso escribió pautas, políticas y estrategias de posicionamientos culturales. El escenario mediático que nos rige se ha caracterizado por conseguir noticias o, dicho de otra manera, en la bolsa de valores culturales se transan de manera híperveloz las «confesiones» que antaño recorrían los espacios bajo la forma del mito, el rumor o la sospecha. La era comercial, el neoliberalismo ha despejado las estelas de ambigüedad y en esa supresión se favoreció el discurso o los discursos unidireccionales. Y, más aún, en el escenario abierto por la escritura se ha generado una especie de biopolítica literaria en la cual el autor mismo es ingresado como un texto más al mercado editorial. De esa manera, el cuerpo de la escritura se ha ampliado al
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cuerpo del escritor que entra al mercado como naturaleza muerta sobre la cual se deja caer la espectacularización de la vida como producto comercial pero para favorecer al mercado, en este caso concreto, editorial. No puedo dejar de pensar en el escritor alemán Günter Grass y su tardía «confesión» realizada en el año 2006 cuando reconoció haber pertenecido a las juventudes hitlerianas. Günter Grass como uno de los escritores más celebrados de Europa puso sobre el tapete su antiguo secreto, lo lanzó al escenario social, lo ubicó en el centro de un ardiente debate justo en los momentos en que se publicaban sus memorias que, precisamente, recogían ese episodio. El escritor Grass se adelantó a su propio libro, su palabra llegó antes que la letra y, de esa manera, las ventas se multiplicaron, la edición se convirtió en un estruendoso éxito comercial. En ese sentido «su secreto» (un tramo específico de su vida) más que vergüenza se convirtió en un as guardado bajo la manga que iba a ser administrado como un bien justo en el momento en que se podían incrementar sus bienes. Jeremy Rifkin afirma en su libro La Era del Acceso: «Estamos realizando la transición a lo que los economistas llaman una “economía de la experiencia”, un mundo en el cual la vida se convierte, de hecho, en un mercado de publicidad». Aunque Rifkin alude al cambio que, según su versión, han experimentado las sociedades desde el capitalismo industrial hasta la conformación actual de lo que él denomina capitalismo cultural, no deja de ser interesante deslizar esta cita al campo que hoy nos habita que es literatura, neoliberalismo y ultra mercado. Lo que quiero señalar en definitiva es que no sólo se vende literatura sino que es preciso incorporar la vida del autor —en tanto máquina de propaganda— como aditivo en cada ejemplar. El libro literario entonces debe ser una vitrina a la cual ingresan fragmentos de vida concreta para incrementar así el valor de las ficciones. Pero, claro, se trata de mecanismos caprichosos y volubles. El mercado necesita novedades, se articula en lo nuevo, opta por diluir el pasado. Cada una de las vidas comerciales entonces tiene un tiempo más feble que la vida orgánica, ya feble por naturaleza. El tema literatura y mercado en América Latina es de reciente data. Por supuesto el libro siempre ha sido un objeto de consumo, pero cuando me refiero a mercado estoy hablando en realidad de «ultra mercado», lo que pretendo apuntar es a la construcción de un producto o de una marca que requiere estrategias sin límites que exceden también sin límites al texto mismo. Quizás el momento en que se instala este tema es con la
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existencia del llamado «boom» literario que consiguió aunar letra, editorial y ventas. Más adelante, una vez que se completó el primer ciclo comercial, ya no fue posible construir un abanico «orgánico» de escritores sino más bien momentos, libros, temas, que se lanzan y se recogen a una velocidad siempre discontinuada. Sin embargo, lo que hoy resulta más importante y quizás más urgente es examinar las orillas que se extienden alrededor de los centros del mercado, esas franjas de producción literaria que sobreviven en una relativa o notable opacidad. Esa pervivencia o persistencia, a mi juicio, es ambigua y puede ser examinada bajo la forma de la paradoja. Por una parte, que exista una considerable cantidad de textos literarios fuera de las promociones y de los márgenes ultra comerciales podría apuntar a un sinsentido, a libros que sólo están allí para alimentar la existencia de los otros, para marcar desde la opacidad el brillo de los demás y garantizar con su mero número la extensión de la literatura. Pero, desde otra perspectiva, la existencia de escrituras que persisten en lugares minoritarios, demarcan, precisamente, la capacidad de subsistir en otros lugares, indica que existen miradas que cruzan los dictámenes del centro comercial y se detienen en producciones que no están diseñadas según las normativas oficiales del éxito y, desde ese lugar, matizan las construcciones centrales que la hegemonía intenta imponer. Desde una perspectiva distinta me parece oportuno recordar que, entre otros problemas, las economías fundadas en el libre mercado producen y auspician, desigualdades, provocando y promoviendo así franjas de inclusiones pero también una vasta superficie de exclusiones. En ese sentido me pregunto si no habría que leer en ese contexto —en la estratificada desigualdad— la situación literaria hoy. Me lo pregunto en tanto la literatura es un modo de producción social que genera sentidos y que organiza estéticas. En un mundo que se desea globalizado, que apuesta a los flujos e influjos de comunicación instantánea y masificada, habría que pensar cómo opera la literatura en este contexto y cómo soporta y comporta lo que se entiende por «lo local», aquellos libros que ocurren y transcurren inmersos en las fronteras nacionales o, más aún, dispersos en espacios regionales. Efectivamente es un problema complejo porque se trata, especialmente, de un dispositivo político que recorre todos los ámbitos de la producción artística. Quiero volver a retomar lo que ha sido mi experiencia literaria después de una vida dedicada a la literatura. Una experiencia que, desde luego,
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ha sido extraordinaria y liberadora. El acto de escribir me parece que es una forma de pasar el tiempo e incluso, desde una aseveración radical, podría incluso afirmar que constituye una manera de renunciar al tiempo y, si me amparo en esa posibilidad, siento que eso hace a la escritura aún más precisa y necesaria. En este contexto, para mí, la constitución como autora (escritora chilena) apunta a otro espacio bastante menos interesante o impactante que la práctica de la escritura misma. Pero, también es parte —como consecuencia— del acto de escribir. Existe, claro, ese lugar que podría ser denominado como social-literario, un campo no exento de efectos, afectos y de sobresaltos. Se cursa allí una cierta exposición que puede desembocar en respuestas adversas y, en algunos casos, agresivas. Pero, en realidad, las cuotas de hostilidad han formado, histórica e histéricamente, parte de las reglas del juego, más aún, en un país que carece de una superficie cultural estable y sólida y que, para equilibrar sus carencias, se retrotrae sobre sí mismo. Pero yo prefiero hablar desde el otro lugar, desde el espacio de las gratificaciones. El haber dedicado mi vida a la literatura me ha posibilitado, a la vez, el privilegio de establecer interlocuciones nacionales e internacionales que me han permitido pensar pero también repensar o reformular lo pensado. Ha sido verdaderamente vital el intercambio cultural permanente como también ser testigo de la conformación de inteligentes y poderosos conceptos culturales que han dotado de energía al campo artístico chileno. Ha sido un privilegio, insisto, haber accedido a relaciones culturales valiosas y perdurables. Pienso que son esos lazos —fuera y dentro de Chile— los que primordialmente me han sostenido a lo largo de mi trabajo de escritura. Y cómo no, la oportunidad (única) de haber presenciado la formación cultural de escritoras y escritores cuyo talento y creatividad ya están inscritos en el mapa cultural. Escribo ahora esta presentación en el marco del encuentro organizado por la, ahora, Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile entre los días 17 y 19 de octubre del 2006 que estuvo dedicado a mi obra literaria. Escribo este texto unos meses después que el congreso ya se hubiese realizado. No puedo dejar de expresar mi reconocimiento a cada uno de los participantes, respetados críticos literarios y, cómo no, a los invitados especiales que viajaron expresamente para darle a esta reunión un carácter internacional. Me permito nombrar de manera especial a Julio Ortega y Gwen Kirkpatrick como también a Michael Lazzara, Mary Green y Carina Maguregui. De manera especial quiero señalar que la
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presencia de Verónica San Juan encarna para mí la memoria de más de una década destinada a la enseñaza secundaria en liceos públicos y más tarde municipalizados del país. Verónica la niña inteligente y sensible que hube de conocer en esos años. La Facultad de Letras de la Universidad Católica ha sido extraordinariamente generos al acogerme en distintas oportunidades en su casa. Más impresionante cuando pienso que hace tantos años transité sus antiguos espacios como alumna hasta que obtuve mi especialización. Soy profesora de Estado con mención en castellano. He vuelto una y otra vez como invitada a la Universidad Católica y, quiero relevar de manera muy destacada a José Luis Samaniego hoy Decano de la Facultad, a Patricio Lizama, jefe del Departamento de literatura y cómo no a mis queridos amigos, los críticos Rodrigo Cánovas y Roberto Hozven. No puedo dejar pasar esta oportunidad para destacar los méritos intelectuales de la crítica literaria Rubí Carreño, como también su humanidad y su comprensión en momentos cruciales para mí. Muchas gracias a todos y cada uno de los participantes.
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— (2005): Jamás el fuego nunca. Santiago de Chile: Planeta. Eltit , Diamela y Brito, Eugenia (1980): Una milla de cruces sobre el pavimento. Santiago de Chile: Ediciones CADA. Eltit, Diamela y Errazuriz, Paz (1994): El infarto del alma. Santiago de Chile: Francisco Zegers.
Traducciones (1992): Quart-monde. Paris: Christian Bourgois Éditeur. (1993): Lumpérica (traducción al francés de Florence Olivier y Anne de Waele). Paris: Des Femmes. (1994): «Writing and Resisting», Latin American Literature and Arts, 49, p. 19. (1995): The Fourth World (traducción y prólogo de Dick Gerdes). Lincoln/London: University Of Nebraska Press. (1995): Sacred Cow (traducción de Amanda Hopkinson). London/New York: Serpents Tall. (1996): «Even if I Bathed in the Purest Waters», en Delia Poey (ed.), Out of the Mirrored Garden: New Fiction by Latin American Women. New York: Anchor Books. (1999): «Concerning Literary Practice», Meditations, Illinois, pp. 136-143. (1999): E. Luminata. Roonald Christ traductor, con la colaboración de Gene Bell-Villada, Helen Lane y Catalina Parra. Santa Fe, New Mexico: Lumen. (2001): Kuoleman Tyontekijat (traduccion al finlandés de Los trabajadores de la muerte). Helsinki: Editorial Kaantopiiri.
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(1995): «Perder el sentido», La Época, suplemento Literatura y libros, Santiago de Chile, julio, pp. 1-2. (1990): «Personaje en correspondencia», en Soledad Fariña y Raquel Olea (eds.), Una palabra cómplice, encuentro con Gabriela Mistral. Santiago de Chile: Corporación de Desarrollo la Morada/Cuarto Propio/Isis International, pp. 29-52. (1996): «Quisiera», Taller de Letras, Santiago de Chile, pp. 205-208. (1980): «Sobre las acciones de arte: un nuevo espacio critico», Umbral, Santiago de Chile. (1999): «Sociedad anónima», en Carlos Orellana (ed.), Chile en la mira: proposiciones y conjuros para sobrellevar el fin de siglo. Santiago de Chile: Planeta, pp. 81-102. (1982): «Socavada de sed», Ruptura, Santiago de Chile. (1992): «Una mirada en los intersticios», Página Abierta, 69, Santiago de Chile. (1995): «Vivir, ¿dónde?», Revista de Crítica Cultural, Santiago de Chile, pp. 39-43. (1987): «Yacer incubada oval», en Nelly Richard, Arte en Chile desde 1973: escena de avanzada y sociedad. Santiago de Chile: FLACSO, pp. 39-41.
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De los autores
Astudillo, Richard. Candidato a Doctor en Literatura por la PUC, su tesis doctoral versa sobre las continuidades y divergencias de la literatura argentina en las figuras del gaucho y la cautiva. Su interés de investigación primordial es la discusión de los géneros literarios integrados de la literatura latinoamericana. Bachner, Andrea. Humanities Fellow de Literatura Comparada de la Universidad de Stanford. Ph.D. del Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Harvard. Escribe su tesis sobre la figura de la inscripción en la teoría postestructuralista y las literaturas contemporáneas de América Latina, China y Alemania. Ha publicado varios artículos sobre teoría crítica, interculturalidad, cine y literatura. Barrientos, Mónica. Licenciada en Literatura de la Universidad Católica de Valparaíso y postulante Magíster de la Universidad de Chile. Ha investigado y estudiado las obras de Diamela Eltit desde sus primeras novelas. Ha participado en diferentes seminarios como ponente y sus trabajos han sido publicados en variadas revistas como en la Universidad de Chile, la Universidad Complutense de Madrid y el libro Reflexiones. Ensayos sobre escritoras latinoamericanas contemporáneas de Monmouth University, Nueva York. Actualmente está realizando su Tesis de Magíster centrada en algunas novelas de Diamela Eltit.
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Diamela Eltit: REDES LOCALES, redes globales
Blanco, Fernando. Licenciado en Literatura y Lingüística Hispánicas en la Universidad de Chile. Diplomado en Crítica Cultural, Universidad ARCIS. Ph.D. (c) Ohio State University. Profesor Visitante Universidad de Chile, Instituto de la Comunicación e Imagen. Ha sido profesor Visitante de Denison University, Kenyon College. Ha publicado como editor Reinas de Otro Cielo. Modernidad y Autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel. Lom, 2004. Trabaja en Sexualidades y Cultura Latinoamericana. Bonacic, Danisa. Estudiante gruaduada del programa de doctorado en el Departamento de Estudios Hispánicos en Brown University, tiene el grado de Magíster en Literatura otorgado por la Universidad Católica de Chile. Durante el año 2005, participó en la edición de un volumen dedicado a la obra de Diamela Eltit en la revista La Torre de Puerto Rico. Actualmente, su trabajo de investigación se ha enfocado en la construcción de espacios intersubjetivos en relatos publicados en los últimos quince años en Argentina, Perú y Chile. Brito, Eugenia. Poeta, crítica literaria, Doctora en Literatura de la Universidad de Chile y profesora de la Facultad de Artes de la misma. Es autora de numerosas publicaciones, entre ellas se cuentan Campos minados: (literatura post-golpe en Chile) (1990) y tres libros de poesía: Vía Pública (1984), Filiaciones (1986) y Emplazamientos (1993). Obtuvo la Beca Guggenheim en 1989 y el Premio Municipal de Poesía 1994. Canovas, Rodrigo. Licenciado en Literatura de la Universidad de Chile y Doctor en Literatura Hispano-americana por The University of Texas at Austin. Sus investigaciones han girado en torno al diálogo americano y sus interferencias: literatura y dictadura, censura y marginalidad, utopía y orfandad. De sus ensayos, antologías poéticas y recopilaciones críticas, destacamos los libros Literatura chilena y experiencia autoritaria (1986), Guamán Poma: escritura y censura en el Nuevo Mundo (1993) y Novela chilena, nuevas generaciones (1997). Desde hace veinte años publica periódicamente artículos de teoría y crítica en revistas chilenas y extranjeras. Es profesor titular de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Carreño Bolívar, Rubí. Doctora en Literatura Chilena e Hispanoamericana de la Universidad de Chile y se desempeña como Profesora de la
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DE LOS AUTORES
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Facultad de Letras de la Pontificia Universidad de Chile. Es autora de Leche Amarga: violencia y erotismo en la narrativa chilena del siglo xx (Bombal, Brunet, Donoso y Eltit) (Santiago: Cuarto Propio, 2007). Su área de investigación son la narrativa chilena y los estudios de género. De Los R íos, Valeria. Ph.D. en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Cornell, Periodista y Licenciada en Estética de la Universidad Católica de Chile. Sus áreas de investigación son los estudios visuales y culturales, los vínculos entre literatura, visualidad y tecnología. Se desempeña como académica en diferentes universidades chilenas. Donoso, Jaime. Crítico literario, sociólogo y Ph.D. en Literatura de la Universidad de Pittsburg. Edwards R enard, Javier. Estudiante del doctorado en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Abogado y Crítico Literario. Inicia su actividad como crítico literario el año 1988, escribiendo para el suplemento Literatura y Libros del diario La Época, bajo la dirección de Mariano Aguirre. Entre los años 1990 y 1992 viaja becado a Barcelona, España, y colabora con el diario El Observador de esa ciudad y la Revista Quimera. Regresa a Santiago y desde el año 1993 hasta la fecha, es colaborador habitual de la «Revista de Libros» de El Mercurio. Ha participado en dos oportunidades como jurado del concurso de novela de la Revista de Libros y en una oportunidad del concurso organizado por el Consejo del Libro. Asimismo, fue panelista estable del programa radial «Vuelan las Plumas» de Radio Universidad de Chile. A lo largo de estos años ha participado en distintas actividades literarias: seminarios, talleres, programas de televisión (Plaza Italia, Show de los Libros, entre otros) y en diversas actividades de la Feria Internacional del Libro de Santiago. Goldman, Silvia. Estudiante de doctorado en el programa de Hispanic Studies de Brown University. Obtuvo una maestría en literatura hispana de la Universidad de Washington. Es egresada del Instituto de Profesores Artigas (Montevideo), donde estudió profesorado de inglés, y de la Universidad ORT Uruguay, donde obtuvo el título de Técnico en Periodismo. Green, Mary. Hizo su doctorado en la Universidad de Manchester, Inglaterra. Escribió su tesis doctoral sobre la obra de Diamela Eltit, lo
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Diamela Eltit
cual se publicará en 2007 como Diamela Eltit: Reading the Mother. Su trabajo de investigación se centra en la literatura hispanoamericana y la teoría y crítica feminista. Profesora titular del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Gales, Swansea. Hozven, Roberto. Roberto Hozven. Profesor de literatura hispanoamericana, PUC. Libros: Octavio Paz. Viajero del presente (1994), Otras voces. Poesía y prosa de Octavio Paz (ed., 1996), El estructuralismo literario francés (1979). Estudios: en Anales de literatura chilena, Atenea, Cuadernos Americanos, Taller de Letras, Cuadernos Hispanoamericanos, Historia de la Literatura Hispanoamericana II (Cátedra), Revista Chilena de literatura, Revista Iberoamericana, Vuelta y otras. Jeftanovic, Andrea. Escritora, académica, socióloga de la Universidad Católica de Chile y Doctora (Ph. D) en literatura hispanoamericana de la Universidad de California, Berkeley. Actualmente es investigadora de dos proyectos Fondecyt. Como autora ha publicado la novela Escenario de Guerra (Alfaguara, 2000) que obtuvo los premios Juegos Literarios Gabriela Mistral, Consejo Nacional del Libro y Premio Municipal, y el conjunto de relatos Monólogos en Fuga (Animita Cartonera, 2006). Actualmente finaliza su segunda novela «Geografía de la lengua» y trabaja en un libro de conversaciones con la dramaturga chilena Isidora Aguirre. Es parte del proyecto de escritores jóvenes latinoamericanos Entresures. Kirkpatrick, Gwen. Profesora y directora de estudios de posgrado del Departamento de Español y Portugués de la Georgetown University (Washington, DC). Vivió tres años en Chile (1999-2001) como directora del centro de estudios de la Universidad de California. En dicha universidad ejerció como profesora en desde 1982-2003. Ha publicado libros y artículos sobre temas de literatura latinoamericana, especialmente sobre poesía y estudios de género. Su último libro es Disonancias del modernismo (Buenos Aires, 2005). Lazzara, Michael. Ph.D., Princeton University, es profesor asistente de literatura latinoamericana en la Universidad de California, Davis. Ha sido becario Fulbright en Chile y es autor de los libros Chile in Transition: The Poetics and Politics of Memory (Gainesville: University Press of Florida, 2006); Diamela Eltit: conversación en Princeton (Princeton: PLAS, 2002)
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y Los años de silencio: conversaciones con narradores chilenos que escribieron bajo dictadura (Santiago: Cuarto Propio, 2002). Es también traductor de la novela Óxido de Carmen (Carmen’s Rust, New York: The Overlook Press, 2003), de Ana María del Río. Lizama, Patricio. Director del Departamento de Literatura de la Universidad Católica de Chile, crítico literario y especialista en vanguardia. Es autor del libro Notas de Arte: Jean Emar en La Nación 1923-1927 (estudio y recopilación), 2003. Llanos, Bernardita. Doctora en Literatura Hispánica y Lusobrasilera de la Universidad de Minnesota. Profesora Titular del Departamento de Lenguas Modernas y del programa de Estudios de la Mujer en Denison University, Ohio. Ha publicado el libro (Re)descubrimiento y (Re)conquista de la ilustración española (1994). Es coautora del libro Reinas de otro cielo. Autoritarismo y modernidad en la obra de Pedro Lemebel (2004). Recientemente, editó el libro Letras y proclamas: la estética literaria de Diamela Eltit (2006). Su trabajo de investigación se centra en la literatura hispanoamericana, especialmente en la escritura de mujeres. Maguregui, Carina. Licenciada en Ciencias Biológicas de la Universidad de Buenos Aires y Periodista Científica de la UBA. Realizó estudios de cine en el Centro de Experimentación y Realización Cinematográfica del Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Visuales (INCAA) y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Publicó Vivir ardiendo y no sentir el mal (novela, Alción Editora, 2004), «Muerte y resurrección del afecto. Discurso televisivo, conciencia y texto fílmico» (ensayo, Ediciones de la Flor, 2004) y Doma (novela, Alción Editora, 2004). Meruane, Lina. Escritora, periodista cultural y columnista del diario El Mercurio. Ha publicado el libro de cuentos Las Infantas (Planeta, 1998) y las novelas Póstuma (Planeta, 2000, publicada en portugués en 2001) y Cercada (Cuarto Propio, 2000). En el 2004 recibió una beca de la Fundación Guggenheim para escribir la novela Fruta Podrida, que acaba de obtener el Premio a la Mejor Novela Inédita del 2006 del Consejo Nacional de la Culturas y de las Artes. Sus relatos han aparecido en diversas antologías nacionales y también españolas (Pequeñas Resistencias: Antología del Nuevo Cuento Sudamericano y MicroQuijotes), así como en revistas
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chilenas y extranjeras. Actualmente es candidata a doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Nueva York Morales, Leonidas. Crítico literario, autor de Figuras literarias, rupturas culturales: modernidad e identidades culturales tradicionales (1993), Carta de amor y sujeto femenino en Chile: siglos XIX y XX (2003) y Novela chilena contemporánea: José Donoso y Diamela Eltit (2004). Además, es editor del libro de ensayos de Diamela Eltit Emergencias: escritos sobre literatura, arte y política (2000). Noemí, Daniel. Profesor asistente en el Departamento de Lenguas y Literaturas Romances en la Universidad de Michigan, Ann Arbor. Recibió su doctorado en literatura de la Universidad de Yale. Ha publicado artículos sobre literatura y cultura latinoamericanas y el libro Leer la pobreza en América Latina: literatura y velocidad. Olea, raquel. Escritora, académica, crítica cultural e investigadora. Doctora en Literatura Hispanoamericana de la Universidad J. W. Goethe, Frankfurt, Alemania. Es autora de Lengua víbora: producciones de lo femenino en la escritura de mujeres chilenas (1998) y de numerosos artículos críticos sobre literatura chilena. Fue además, fundadora de La Morada. Opazo, Cristián. Doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica (2006). Desde el 2007, Profesor Auxiliar de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ortega, Julio. Crítico y ensayista peruano, ha publicado, entre otros libros, El discurso de la abundancia (1992), Una poética del cambio (1992), Arte de innovar (1994), Retrato de Carlos Fuentes (1995), El principio radical de lo nuevo (1997) y Caja de herramientas: prácticas culturales para el nuevo siglo chileno (2000). Oyarzún, Kemy. Doctora en Literatura de la Universidad de CaliforniaIrvine. Profesora de la Universidad de Chile y Fundadora del Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina. Directora de la Revista Nomadías. Entre sus publicaciones se encuentra: Cultural Production and the struggle for hegemony (1989), Bordering Difference: Culture in 20th Century Mexico (1991) y Poética del desengaño: deseo, escritura, poder (1998).
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Poblete, Nicolás. Periodista y master en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis). Ha publicado dos novelas en la editorial Cuarto Propio. Tambien ha publicado diversos ensayos críticos en revistas chilenas y extranjeras, y ha trabajado en el diario El Mercurio haciendo crítica literaria. Actualmente está terminandosu tesis doctoral en Washington University in St. Louis. Richard, Nelly. Ensayista y crítica cultural. Licenciada en Literatura de la Universidad de la Soborna. Directora de la Revista de Critica Cultural y del Magíster en Estudios Culturales de la Universidad ARCIS, y Vicerrectora de Extensión, Comunicaciones y Publicaciones de la misma universidad. Es autora de numerosas publicaciones, entre ellas se cuentan: Margins and institutions: art in Chile since 1973 (1985), La insubordinación de los signos (1994) y Residuos y metáforas ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición (1998). Además, ha editado libros como Políticas y estéticas de la memoria (2000) y Revisar el pasado, criticar el presente, imaginar el futuro (2004). San Juan, Verónica. Estudió en el Liceo Nº13 de Niñas de Providencia. Allí fue alumna de Diamela Eltit entre los años 1981 y 1983. Estudió tres años de Castellano en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en 1994 se tituló de periodista en la misma universidad. Ha trabajado en los diarios La Época, La Nación y El Mercurio. Actualmente es columnista de teatro del suplemento La Tercera-Cultura.
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