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Spanish Pages 173 [167] Year 2012
Diablo novohispano
Discursos contra la superstición y la idolatría en el Nuevo Mundo
textos Parnaseo 18
Colección dirigida por José Luis Canet Coordinación Julio Alonso Asenjo Rafael Beltrán Marta Haro Cortés Nel Diago Moncholí Evangelina Rodríguez Josep Lluís Sirera
Diablo novohispano
Discursos contra la superstición y la idolatría en el Nuevo Mundo Alberto Ortiz
2012
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, Albert Ortiz Junio de 2012 I.S.B.N.: 978-84-370-8946-1 Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera y J. L. Canet Imagen de Cubierta: Anónimo. Condiciones para una buena confesión, siglo xviii, Pinacoteca del templo de la Profesa, México. Detalle. Maquetación: José Luis Canet Publicacions de la Universitat de València http://puv.uv.es [email protected] Esta colección se incluye dentro del Proyecto de Investigación del Ministerio de Economía y Competitividad, referencia FFI2011-25429
Diablo novohispano : discursos contra la superstición y la idolatría en el nuevo mundo / Alberto Ortiz Valencia : Publicacions de la Universitat de València, 2012 176 p. ; 17 × 23,5 cm. — (Parnaseo;18) ISBN: 978-84-370-8946-1 Bibliografía 1. Literatura hispanoamericana – S. XV-XVI – Història i crítica. 2. Diable en la literatura. I. Ortiz, Alberto. II. Publicacions de la Universitat de València 821.134.2(7/8)-09”1450/1650” 398.41(8)
ÍNDICE Introducción I. La conformación del discurso contra las supersticiones II. Llegada y presencia en la Nueva España de la tradición
discursiva
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antisupersticiosa
1. El Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos 2. El Informe contra idolorum cultores de Pedro Sánchez de Aguilar 3. El Tratado de las supersticiones de Hernando Ruiz de Alarcón 4. La Relación auténtica de las idolatrías, supersticiones y vanas observaciones de los indios del Obispado de Oaxaca, de Gonzalo de Balsalobre
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III. El diablo en la literatura novohispana 1. El Luzbel cantado en la obra de Pedro de Trejo 2. Narraciones mágico-supersticiosas de perfil literario en el Tratado de hechicerías y sortilegios 3. El demonio ídolo del Coloquio de la nueva conversión y bautismo de los cuatro últimos reyes de Tlaxcala en la Nueva España IV. Juan Ruiz de Alarcón, demonólogo 1. Amor y magia, el juego de ilicitudes en el teatro de Alarcón 2. Alarcón escatológico, su versión del Anticristo V. Idolatría y personificación diabólica VI. Bibliografía VII. Colofón
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Introducción Algún día, seyendo yo mas moço y leyendo las artes, solia pensar que algo sacaua de mi ingenio que en ninguna otra parte lo auia visto, ni oydo; mas despues (aunque no assi junto e ordenado) todo lo hallaua en los que primero auian leydo y enseñado, y entonces venia en conocimiento de como los que son similes en los ingenios y complexiones, serian conformes en los pareceres y opiniones. Y aun lo que el vno sueña soñaria el otro, quando sobre vna mesma complexion en diuersos, vnas mesmas causas concurriessen. Assi que ninguna otra cosa me parece que hazen los que agora escriben, saluo que cogen lo que pueden, y no sino (como dizen) del agua vertida. Pues ¿que piensa V.R.S. hallaran en este tratado, sino vn poco de lo que he cogido con mi pequeñuelo marco, de la pila de los dotores, donde tantos papeles viejos de diuersas facultades estan molidos y desatados en las aguas de la sabiduria delectable? Fray Martín de Castañega, «Prologo» en Tratado de las supersticiones y hechizerias. Autores del mundo novohispano redactaron textos con pretensiones eruditas —de carácter literario, histórico o doctrinal— que, interpretando, trasladando o imitando los tratados europeos contra la superstición, reflejan la percepción sincrética de la sociedad colonial. La mayor parte de los discursos muestran esfuerzos por dar continuidad al discurso tradicional que discute fenómenos mágicos y arcanos, tratan de seguir los lineamientos autorizados de la perspectiva europea, adaptando y reenfocando el problema que significó enfrentar y reprimir las prácticas mágicas y toda manifestación heterodoxa en América. Las variantes locales en cuanto a la tipología específica del «enemigo» más las condiciones sociales de la colonia y el entorno cultural, dotaron de matices originales al esfuerzo de los eruditos por reprobar, censurar o señalar los peligros contra los dogmas. Los libros resultados de este esfuerzo se suman a la tradición discursiva occidental en contra de esquemas del imaginario colectivo traducido a manera de una realidad amenazante, dentro de la cual conviven magos, brujos, y diablos. Algunos de los textos se conocen, aunque no se han
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estudiado suficientemente ni a la luz de una probable tradición temática, otros más quizás requieran de una relectura que los vincule definitivamente con la producción europea de ideas que discuten y censuran las supersticiones. En todo caso es necesario reconsiderar y ubicar el papel que esta tipología textual tuvo en la conformación de la cultura novohispana. Estudios anteriores han intentado demostrar que las ideas que censuran las supersticiones a través de tratados eruditos conforman una tradición discursiva prácticamente soslayada hasta finales del siglo xx, a pesar de su gran producción editorial e innegable impacto en la mentalidad social.1 Sin embargo eso ha cambiado radicalmente durante las últimas décadas, importantes investigadores han desarrollado el área desde distintas disciplinas. Acercamientos históricos, antropológicos, culturales y filológicos aportan hoy noticias, técnicas, marcos teóricos y propuestas analíticas acerca de la escritura de textos censores de la magia y la demonología considerando sus diversas expresiones en Europa, mediante criterios disciplinares o cronológicos, que transitan del Renacimiento a la Ilustración; por lo tanto se justifica revisar el caso en el mundo novohispano. Su todavía exiguo estudio lo convierte en un tema original. El presente enfoque aspira directamente a esclarecer cómo funcionó en América el discurso antisupersticioso y cuáles fueron las versiones principales; aspectos básicos de la tradición religiosa occidental, sus modificaciones y posibles rupturas. Aún hoy, luego de que se han traducido, reeditado y analizado los principales ejemplos representativos de la crítica a las supersticiones, permanecen dudas alrededor del asunto, cadenas de incógnitas que aquí compartimos respecto a varios dilemas del fenómeno estudiado. No se atina a definir si existe una real preocupación en sí por la persona que cree o sólo por el compromiso ideológico religioso; es decir, es difícil precisar si a través del tiempo los autores considerados como constructores del tema criticaron a los sujetos supersticiosos usando un tono de desprecio y hasta de cierta soberbia; o reprocharon la superstición con la genuina angustia de celadores de las almas; o con plena conciencia censuraron ambos aspectos. Tampoco queda totalmente claro el eclecticismo o juicio discriminativo personal de los escritores de discursos contra las supersticiones cuando censuraron algunas de ellas y evidenciaron su convicción en otras. Nos preguntamos, presos de inquietud, si ese protagonismo del diablo en la mayoría de los casos no linda con algún tipo de seducción inconfesable. Hay, más allá del primer análisis, un camino de definición que es preciso recorrer en el encuentro con este tipo de tradición erudita, una ubicación del discurso como acontecimiento cultural que requiere considerar la doble vía de funcionalidad del texto: la que va del fenómeno supersticioso al manual inquisitorial y viceversa por ejemplo, o del dictamen clerical respecto a las desviaciones del dogma proclamado en el Índex al grimorio o libro de hechicería. 1.– Véase: Alberto Ortiz, Tratado de la superstición occidental, Zacatecas, UAZ, 2009.
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Pero véase como un estudio de mentalidades o como una crítica de fuentes del pensamiento occidental, la realidad de la práctica supersticiosa exige una revisión de las motivaciones internas que la convierten en red de intrincados significados sociales con una mitología, una serie de rituales y unos principios teológicos sui géneris. Sin duda que como propuesta de investigación tiene posibilidades. En cuanto a las certezas prevalecen algunas ideas y conceptos emanados del andamiaje teórico antisupersticioso que vale la pena comentar; si bien se refieren al ámbito de la superstición como tal, la correspondencia con el texto que la censura es importante. Primera. Aclarándolo o no, los teóricos, historiadores y críticos modernos están de acuerdo en que «superstición» es un concepto acuñado desde el poder. Su semántica fue originalmente descrita o autorizada, por y desde la élite cultural, religiosa y política. Gran parte del entramado de significados, referentes y discursos alrededor de las supersticiones —y por supuesto su ligazón directa con la herejía, el cisma y la heterodoxia en general— se derivó de las concepciones personales, jerárquicas e inquisitoriales que lo aplicaron y transmitieron a los «otros», entendidos éstos, claro, como diferentes, ignorantes, equivocados, herejes, paganos, idólatras, etcétera. El autor de un libro que discute la operatividad mágica diabólica tiene conciencia de que su labor es útil, valiosa y necesaria, se concibe como «director de las almas»; parte de su autoridad consiste en la obligación de ejercer el poder de amonestar y dirigir. Tal rol inalienable presupone la idea de que el hombre común requiere de tutores, intermediarios e intercesores actuando entre la divinización del mundo, la fe, la imperfección y las verdades trascendentes. El tratado demonológico no es, en todo caso la única herramienta que los autores utilizaron para desempeñar su papel, todos los censores escribieron además acerca de otros temas que consideraban tan importantes para el cuidado de la fe y el saber humanos como el discurso contra la magia. Y no está de más señalar la exculpación y diferencia entre el texto erudito y los procesos inquisitoriales de brujería. El texto no es necesariamente responsable, autorizador, solapador, causa o justificación de la quema de supuestas brujas. Se trata de acontecimientos histórico-literarios cuya dinámica es diferente aun teniendo puntos de contacto. Segunda. No importa cuán sólidas parezcan las «evidencias», a pesar del peso verosímil que los discursos escritos a favor y en contra le confieren, las supersticiones sólo operan como parte de la imaginería humana, no son hechos ni históricos ni físicos; en otras palabras, siendo importantes para reconocer la mentalidad y cultura de nuestra humanidad, no hay en absoluto base científica para dar por cierto que las brujas vuelen, los hechizos eróticos afecten o la magia simpática funcione. Esta «verdad de Perogrullo» se vuelve pertinente en
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el mundo actual que ansía creer y busca soluciones fáciles a problemas cotidianos, ni más ni menos que lo que pretendía el mundo de ayer; además, la fuerza social de los conceptos —hoy más usados en los campos de investigación de las humanidades— es suficiente como para darles un falso respaldo factual a los acontecimientos supersticiosos o como se sigue diciendo popularmente: «Las brujas no existen, pero haberlas, haylas». Por su parte el discurso antisupersticioso se encuentra encabalgado entre la firme creencia de los acontecimientos mágicos, su confabulación amenazante para la fe oficial y el ninguneo de tales eventos «maravillosos», no por escepticismo total sino por adjudicarlos a la ignorancia de la mayoría. Y tercera. Esencialmente las prácticas supersticiosas y los ritos oficiales de cualquier religión son similares. Ambos reflejan la búsqueda antropológica por la trascendencia, refieren los conceptos de hombre en relación y codependencia con la divinidad, dan sustento a una realidad y a un mundo metafísico que hay que reconocer y explicar. La diferencia es la autorización o no, dependiendo de ciertas normas más o menos laxas o rígidas según la época, de dichos rituales para entrar en relación, concordante o discordante, con percepciones tradicionales de un aparente mundo allende las fuerzas y el conocimiento humanos. Por supuesto que el discurso antisupersticioso no plantea similitudes así, precisamente la defensa del culto estimado correcto lo autoriza para descalificar cualquier otra práctica ritual. Sus diferencias internas estriban en la discusión de si las prácticas mágicas son realmente un ritual normado a imitación paródica del cristianismo o un «culto desarreglado» caótico y lleno de incoherencias. Dos preguntas básicas se desprenden de la seudo realidad supersticiosa y su expresión como discurso: ¿cómo se manifiesta la censura al sujeto que recurre a la superposición del ritual oficial y sus dogmas? y ¿por qué las creencias de este tipo se atacan por los eruditos con un tipo de discurso específico? Considérese, para responder a la primera pregunta, que nuestra actualidad semiótica reconoce la dificultad atávica para el hombre de someter a su dominio cualquier sistema de significados, sea físico-sensorial o metafísico-explicativo, para finalmente orientar las posibles respuestas en función de sus necesidades. El proceso siempre pertenecerá a un esquema empírico y se expresará como código, símbolo, mito y rito, ya con intención de transgredir, ya por necesidad de control del mundo material y del mundo espiritual que se representa a través de aquél. En todo caso es normal que las respuestas ofrecidas por los canales de información oficial, y por ende unilaterales, se desgasten hasta ser insuficientes para satisfacer la certeza de seguridad; eventos nuevos, modificaciones históricas o coyunturales, envejecimiento de esquemas ideológicos o fuertes sacudidas por los males naturales, digamos una peste, pueden complicar dicha seguridad
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social y espiritual hasta coaccionar a los individuos para buscar satisfacer y reencontrar sus seguridades cotidianas. En condiciones rutinarias el estudio del miedo es un factor importante para iniciar el entendimiento del hombre supersticioso, la conciencia civilizadora se ha desarrollado también gracias a las reacciones que un incentivo tan poderoso como el temor a la intrascendencia, a la aniquilación, al hambre, a la oscuridad, y a la eventual maldad desconocida, produce en cualquier tipo de sociedad y en cualquier tiempo; ahora bien, si el miedo se combina con una ausencia de prestigio del poder que dicta las normas para incursionar en el contacto cosmogónico, o con un excesivo afán de control del mismo, o con un acontecimiento nuevo poco explicado por la tradición, o con algún tipo de «disturbio» sociocultural, la superstición ofrece «respuestas» que gracias a su carácter ficticio devienen en arcanos contradictoriamente funcionales. Auxiliarse de la magia, la adivinación y el maleficio conlleva por supuesto un tipo de ausencia en los esquemas de formación educativa, es un tipo de ignorancia que puede presentarse como inocente, a pesar de acarrear consecuencias nefastas; o como interesada, aunque parezca desenvolverse en un sistema de bondad y bienestar individual y social. Por lo menos denota una transgresión normal en todo esfuerzo de instrucción, y no necesariamente intencional, del pragmatismo religioso «oficial», pues las supersticiones siempre se materializan en prácticas o derivadas, o malentendidas, o modificadas con o sin premeditación de la ritualidad funcional que funge como autoridad y modelo. En estos cambios operan sincretismos constantes, las supersticiones no necesariamente son renovadas. Resabios y persistencias de una propia tradición del pensamiento mágico se actualizan. Otra respuesta se sujeta a la idea planteada por los propios censores, por ejemplo la que el padre Benito Jerónimo Feijoo publicó durante el siglo xviii, en relación a que hay un necio afán de reconocimiento oculto dentro de cada pretensión para ostentarse como brujo o mago. Efectivamente las actividades supersticiosas hasta nuestros días no son tan inocentes como el desdén erudito y la difusión por los medios masivos de comunicación hacen parecer. A fin de cuentas el ejercicio práctico de la superstición también es una influencia sobre el otro, una manera de confrontarlo hasta conseguir dominio en sus creencias más íntimas, un control en un aparente mismo plano de quien opera la magia sobre quien espera las soluciones, es drama, personificación mesiánica, estatus y estratificación. Sin embargo la tradición discursiva contra la superstición y los errores comunes retrata a un sujeto equivocado cada vez que su presencia se manifiesta a través de los párrafos en sermones, manuales y tratados que versan de magia, demonología y hechicería. El error tácito responde a cualquier caracterización específica, ya sea presentado como ignorancia o herejía.
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Las respuestas al segundo planteamiento parecen más obvias puesto que han sido repetidas desde diversos enfoques y valen para distintos problemas. Se censura lo que los demás piensan como ejercicio del poder, como consolidación de diferencias, discriminación y conflicto, posesión de verdad universal, dominio, justificación y autoridad. Es el «otro» siempre quien no es capaz, casi por naturaleza, de integrar coherentemente su existencia en este mundo, un prejuicio notoriamente reversible y paradójico, ya que la diferenciación del «vulgo», «pagano», «idólatra», «infiel», «hereje», «extranjero», etc., imposibilita la autorización de la pretendida «corrección». En el contexto que el tema presenta, el discurso antisupersticioso tradicional asume que hay un imaginario popular innegable, a veces confiriendo cierta razón a su existencia a través de un mea culpa institucional, pero que se debe mantener bajo control, dado que es posible que desarrolle conexiones socioreligiosas peligrosas como el cisma, la apostasía, la infidencia o la herejía. De otro modo se descuida el dogma y por lo tanto se pone en riesgo la ordenación de la vida en común y los planes de salvación ultraterrena, se resquebraja el estatus de la verdad salvífica (supuestamente única, buena, eterna, real) y por ende se pierde el control social, religioso, político y económico. Tan sólida como la anterior perspectiva política es el fundamento religioso de la censura en este discurso específico. La caridad cristiana exige el cuidado de las almas. Sostener la posesión de la verdad trae consigo responsabilidades irrenunciables, no es posible concebir superficialidad o negligencia en la tarea de la salvación. Bien lo sabían los evangelizadores novohispanos. De esta manera llegamos a la discusión del tema tal como en este libro se pretende presentar, esto es, a manera de un diálogo textual entre eruditos pertenecientes a un sistema religioso que forman parte de una cadena de transmisiones de mensajes doctrinales, reproducidos y repetidos para ayudar a sus ministros en la información, advertencia y combate contra las supersticiones de los indígenas y habitantes americanos. Es, en tal sentido, un discurso unilateral, incomprensible para la parte acusada. Una violencia cultural, ejercicio del poder y del prejuicio frente al «otro». Hasta hace pocas décadas la citada ilación de pareceres alrededor de la superstición se había estudiado por los investigadores contemporáneos como una lista de casos aislados, con cariz paradigmático y como curiosidad bibliográfica, no faltaron los lazos intertextuales por supuesto, dado que cada día se reafirma más la pertinencia de ligar los discursos individuales con sus antecedentes, cada libro recoge la voz de otros muchos y cada idea planteada nace gracias al eslabón teórico que la vislumbró. Aun sin obras modernas de directa vinculación con la tradición discursiva antisupersticiosa, el tema sigue inquietando y es un trabajo o vía de investigación para reconocer una parte coyuntural de la mentalidad humana; sólo hace falta
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conjuntar los esfuerzos y comenzar a ver el derrotero de las ideas antisupersticiosas como una línea consecutiva, como una tradición discursiva, si no como un subgénero literario o tema (al menos tópico) que arma su propia continuidad. Tal vez sea este el valor más trascendental de la investigación propuesta: observar a los discursos eruditos contra las creencias supersticiosas a manera de una cadena discursiva que logra una tradición trasladada al Nuevo Mundo, si bien por razones de enfoque y delimitación, no se estudian todos los textos que la conforman. Una herramienta nunca abarca el objeto de estudio en todas sus dimensiones. La práctica supersticiosa en el discurso muestra una contradicción que se debate, una búsqueda correctiva dependiente de la naturaleza del discurso que la analiza, no de su propia esencia, sin embargo es una vía de comprensión y una fortaleza cultural en tanto escritura. Los textos novohispanos conocidos y más próximos a la modalidad del tratado demonológico tipo europeo, que versan acerca del tema, son: –Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos.2 –Informe contra los adoradores de ídolos del Obispado de Yucatán de Pedro Sánchez de Aguilar.3 –Tratado de las supersticiones y costumbres gentílicas que hoy viven entre los indios naturales de esta Nueva España de Hernando Ruiz de Alarcón. –Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad de Pedro Ponce. –Tratado de las supersticiones, idolatrías, hechicerías, y otras costumbres de las razas aborígenes de México de Jacinto de la Serna. –Revelación sobre la reincidencia de sus idolatrías de los indios de Chiapa después de treinta años de cristianos de Pedro de Feria. Para el caso, en cuanto a límites textuales, sólo se tomaron en cuenta aquellos que contienen rasgos de censura a las supersticiones, posibles de conectar a la tradición discursiva europea, ya sean literarios, históricos, filosóficos o doctrinales, producidos o conocidos durante la época colonial en México. Aunque lo que aquí se discute puede extenderse también a otras obras. No resulta sorpresa que la cuestión abarque principalmente los siglos xvi y xvii, precisamente la época en la que Europa produce la mayor parte de su obra demonológica. Y 2.– Se usa la edición facsimilar de Georges Baudot: Fray Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías y sortilegios, 1553, publicada por la UNAM en México, 1990. 3.– Éste y los siguientes escritos fueron editados por el insigne rescatador cultural y recopilador de textos prehispánicos y novohispanos, Don Francisco del Paso y Troncoso, originalmente en los Anales del Museo Nacional, durante 1892 y luego entre los dos tomos de su obra publicados en México por Fuente Cultural de la Librería Navarro, en 1953. Aquí se utilizan tanto la edición de Navarro como la reedición facsimilar de 1892 por el Fondo de Cultura Económica, bajo el nombre de El alma encantada, que presentara Fernando Benítez en 1987.
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aunque se encuentras textos similares en el siglo xviii, la Ilustración discutió el asunto bajo sus propios preceptos. Dado que el discurso en cuestión se generó y multiplicó en diversas manifestaciones artísticas, la investigación y el análisis se extienden naturalmente hacia el ámbito de la literatura, por lo tano se explora el funcionamiento de la ideología sobre la magia y el diablo en textos y formatos específicos con una especial mención a Juan Ruiz de Alarcón, quien sin duda representa un hito en el tratamiento dramático de la magia y la demonología. Por supuesto, se considera necesaria la vinculación constante con aquellos libros que circularon en Europa y con las ideas y teorías al respecto, a partir del corpus europeo-novohispano. El asunto capital es analizar y exponer el texto antisupersticioso novohispano, estableciendo sus vínculos con el europeo a través de las explicaciones y puntos de encuentro. Así que muchas preguntas se desprenden del problema principal: ¿Hay una relación dependiente entre el discurso que censura las supersticiones en Europa y el que lo hace en América? ¿Conforma este fenómeno una extensión de la tradición discursiva antisupersticiosa? ¿Cómo se reproduce, adapta o interpreta? ¿Cuáles son los textos y autores representativos de esta posible continuidad de las obras contra las supersticiones? ¿Cuáles son las relaciones principales entre los textos de la tradición en Europa y los de la Nueva España? ¿Por qué la idolatría se constituye en el centro de la discusión del discurso antisupersticioso novohispano? ¿Cómo se expresan y para qué los elementos básicos de la tradición, como «diablo», «brujería», «herejía», «superstición», «adivinación», etcétera? Hipotéticamente se considera que la tradición textual antisupersticiosa, al igual que otros discursos occidentales, se introdujo a la Nueva España repitiendo esquemas básicos en escritos y mentalidades, sin embargo el esquema ideológico se centró principalmente en la vigilancia y cuidado por suprimir los resabios de las prácticas religiosas indígenas, casi dando por hecho que los demás estratos de la sociedad se conservaban fieles a la ortodoxia. Opera sin embargo un problema de «traslado», pues se trata tanto de una interpretación como de una adaptación o repetición de las ideas que analizaron y atacaron todo tipo de superstición popular. En suma, el objetivo principal de este libro es discutir y ubicar el decir censor de los textos novohispanos que abordan la superstición como tema; también establecer la relación con sus similares europeos mediante la búsqueda de aquellos que probablemente existan, el análisis de los ya ubicados para su reconsideración desde el presente enfoque, y la comparación de las obras que se produjeron en ambos contextos. Se espera que tales sencillas inquietudes signifiquen un avance. El campo de estudio sigue abierto.
I. La conformación del discurso contra las supersticiones Hallo por constante que vna de las cosas mas necessarias en la Republica Christiana, es la reprobacion y extirpacion de supersticiones y hechizerias: porque este mal secretamente mina, cunde y se estiende de manera que llega a malear aun los coraçones de los que se precian de muy Catholicos. De lo qual ay tanta experiencia en los que tratan las cosas del Fuero de la conciencia, y las del Santo Oficio de la Inquisicion, que sin duda ninguna, sino se procura atajar, y arrancar de raiz tamaño mal, se experimentaran de cada dia, mas graues daños. Vicente Navarro, «Parecer y sentimiento», en Pedro Ciruelo, Tratado en el qual se reprvevan todas las supersticiones y hechizerias. Cuando se califican a los fenómenos culturales del pasado utilizando criterios y convencionalismos actuales ocurre irremisiblemente violencia simbólica sobre las percepciones ideológicas y las maneras de vivir de la gente, de entrada por la aplicación seudo diferenciadora del tiempo; por otro lado a nuestra modernidad el juicio histórico y la crítica social le resultan inalienables. Estudiamos e investigamos para someter a dictamen, primero, procesos del pensamiento cuyos vestigios no son más que cadáveres irreconocibles por el propio contacto modificador de nuestras manos; y segundo, actividades antropológicas cuyas motivaciones imaginamos y aceptamos como reales asentados en una supuesta superioridad metodológica que confecciona el velo de la infalibilidad. Arrellanados cómodamente en el sillón de nuestra aparente hegemonía frente al ayer y frente a cualquier manifestación cultural diferente, ajena o distante, evaluamos la historia que hemos armado de trozos prestados por la imaginación soberbia, a tal grado ciegos que cuando alcanzamos a apreciar las mentiras que le imponemos al pasado, en lugar de corregir el rumbo las llamamos «mitología». Ya Giambattista Vico, ese genio perdido que se ocupó de la interpretación del mundo, estableció en su obra que el hombre suple con fantasía la ignorancia, y no hay nada que se pueda hacer para remediarlo, pues se trata de la naturaleza humana.4 4.– Ver: Giambattista Vico, Principios de una ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las naciones, México, FCE, 1993.
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La censura al pensamiento supersticioso, labor corriente durante los siglos novohispanos, que se aplicó a toda manifestación —pública o privada, europea o americana, en especial de carácter mágico— juzgada heterodoxa con o sin razón, equivale a los actuales brotes de intolerancia étnica, racial, política, cultural y de profesión religiosa. Sin reconocerlo expresamente, las instituciones cristianas en Occidente aprendieron mucho de la convivencia con otras creencias, la musulmana y la judía por ejemplo, en especial la manera de destacar las diferencias. Sólo que en contraste con nuestra época, —plagada de exigencias de igualdad y democracia irresolutas ante la evidente distinción que la identidad otorga a cada pueblo— durante centurias la idiosincrasia en el poder consideró un deber, asentado en las convicciones más íntimas de su inteligencia, aglutinar a todo hombre y mujer alrededor de una fe única, al tiempo que se afanaba por señalar y perseguir al diferente. Lo católico simboliza lo universal, pero a través de la historia hegemónica de la Iglesia se puede ver con facilidad que abarcarlo todo requirió de descalificar al «otro» y de, cuando fue preciso, violentar sus costumbres. La aspiración institucional era religar al hombre en una iglesia universal, en el pancatolicismo. Cualquier modalidad de poder requiere posesión de verdad excluyente, tal es el principio político-religioso del catolicismo; por lo tanto los demás, los «otros» fueron aglutinados, o al menos se intentó, por el poder clerical —intención notoria especialmente durante los siglos xvi, xvii y xviii—, en el conjunto peligroso para el status quo formado por individuos que se temían y se odiaban por «equivocados»: brujos, salvajes, herejes, paganos; denominaciones discriminantes a las que se sumaron las razas; así musulmanes, judíos, protestantes, e indios americanos se identificaron arbitrariamente como un grupo peculiar, amenazante y pecador, los individuos eran reconocibles sólo en relación al conjunto, sin particularidades ni virtudes personales válidas, señalados en casos de crisis sociales o desastres naturales, calificados de sub-humanos inmersos en el error, y en suma engañados por quien funge como maestro de la mentira y la disidencia en el propio esquema ideológico de la Iglesia, el diablo, quien, desde la calificación marginal y aun sin pertenecer a sus rasgos culturales, se convirtió en el padre putativo de los «herejes». El discurso acerca de la heterodoxia y sus manifestaciones abarcó pronto a todos los rituales o actividades de fe diferentes a la católica con el concepto generalizador de «herejía». Se trató de un proceso jurídico-censor inserto en el desarrollo del discurso contra la brujería, aliado a los parámetros judiciales que confirieron roles coercitivos a los inquisidores. En especial el vínculo entre el mito de la brujería y el delito de herejía se fortaleció gracias a las prácticas y textos inquisitoriales respaldados por las atribuciones jurídicas emanadas de documentos papales como la bula Super illius specula emitida en 1320 para dar instrucciones al respecto. Así «bruja» pasó a
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significar «hereje». La persecución de supuestos practicantes de la magia negra fue un resultado lógico. Para finales del siglo xv, lo que el Malleus maleficarum5 sintetizó no fue más que la historia de intolerancia a la disidencia que la experiencia del poder institucional había acumulado merced a los esfuerzos contra otras religiones, reminiscencias de la cultura grecolatina, variantes tempranas del cristianismo y liderazgos u opiniones diversas como el pelagianismo, el arrianismo y el catarismo.6 Mención especial merece el Canon Episcopi, datado en el año de 314, un documento de inusitada importancia para la historia de las supersticiones, olvidado o desdeñado desde el siglo xv al xviii, (p. e. el ilustrado Feijoo dudó de su autenticidad) que resulta básico para reconocer el proceso de análisis de los discursos y polémicas respecto al tema porque significa una diferente interpretación y legitimidad del pensamiento mágico, pues señala la censura a creer en vuelos de brujas y su existencia en general. Al paso del tiempo lo que oficialmente se amonestó fue la no creencia en ellas: Considerada la brujería a la luz del Canon, era una herejía creer en la existencia de las brujas. Para finales del siglo xv, una evolución lenta pero sin retorno, había conducido a la consideración de la brujería no solo como un hecho real, sino como herejía... Este cambio en la apreciación de la brujería... había sido posibilitada por una larga trayectoria de defenestración del Canon Episcopi, cuyas cumbres la constituyen dos publicaciones entre sí contemporáneas e íntimamente relacionadas: la Bula de Inocencio VIII Summis desiderantes affectibus, de 1484, que supuso el espaldarazo oficial a la igualdad brujería=herejía, y la publicación, en 1486,... del más famoso y peligroso manual contra la brujería, el Malleus maleficarum... A partir de aquí no creer en la existencia de las brujas y de la brujería sería considerado herejía. Como se puede apreciar el cambio es sustancial.7 La suposición de la magia es un corolario resultado de las investigaciones que en el marco de la historia de la cultura, la antropología y la literatura se ha obtenido, aderezado con el escepticismo científico moderno; el censor de las supersticiones, el inquisidor e incluso el propio «brujo» creían realmente en la 5.– Ver: Kramer y Sprenger, Malleus maleficarum (El martillo de los brujos), Buenos Aires, Ediciones Orión, 1975, (Colección testimonial). 6.– Ver: Emilio Mitre y Cristina Granda, Las grandes herejías de la Europa cristiana, Madrid, Istmo, 1983. 7.– Juan Roberto Muro Abad, «Introducción», en Fray Martín de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechizerias y de la possibilidad y remedio dellas (1529), Logroño, Gobierno de La Rioja / Instituto de Estudios Riojanos, 1994, p. xxviii.
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hechicería, el Sabbat, la adivinación y el diablo. La magia, tanto en la España imperial como en la América colonizada, era parte importante de la fe popular y la vida cotidiana. Es preciso reiterar que las invectivas contra la superstición, la magia y la brujería no son una inercia causada por la histeria colectiva de malvados y oscuros personajes sádicos actuando en la oscuridad, sino íntimas convicciones de, en su mayoría, sujetos genuinamente preocupados por salvaguardar su fe, su forma de vida y su alma; sin embargo la leyenda negra ha acumulado más prejuicios que el propio acontecimiento del fenómeno mágico; aunque es justo conceder que durante algunos casos históricos, como los ocurridos en Logroño y Salem, fue precisamente el miedo social enfermizo el que señaló a las víctimas propicias para la violencia comunitaria. Reconocida jurídica y socialmente, ubicada en el lenguaje en tanto agente diferenciador, la herejía se describió como alejamiento, modificación, superposición e impostura de pensamientos y «prácticas vanas» en detrimento de la «verdadera fe», la cual debía mantenerse pura, ya que se consideraba emanación divina, sin alteraciones o mixturas. Divergencias externas e internas, modificaciones no autorizadas al dogma, glosas libres y por supuesto literatura creativa se vigilaron celosamente. A partir del siglo xvi, inventada la imprenta europea, la censura se convirtió en un trabajo profesional, porque el poder conoce que su conservación estriba en el saber y en la transmisión de las ideas. Todas las incompatibilidades son leídas desde este esquema, el campo semántico de la herejía concluye invariablemente en el concepto del diablo como razón y fundamento de la pragmática lingüística y de la inquietante actitud supersticiosa del «otro», porque el sistema doctrinal católico ortodoxo no concibe la posibilidad de verdad en los demás. Debido a esta valoración precisamente, por la presencia del diablo detrás de toda idea diferente, es que ésta se califica y se persigue como herética, tanto si proviene del extraño por oposición racial como del propio que involuciona hacia lo excepcional. En el fondo se encuentra, por supuesto, al inquietante dilucidación judeocristiana acerca del mal, porque a fin de cuentas en este esquema cultural Luzbel tiene muchas caretas pero representa la quimera, la paradoja cósmica, una sola esencia, la libérrima elección del mal, no se olvide que el sistema político religioso y las instituciones que lo defendían, la Monarquía, el Papado, y especialmente la Inquisición se erigieron y fortalecieron alrededor del mito que confronta e inevitablemente hermana al bien con el mal. El postulado que Bataille expresara en el siglo xx, es una síntesis de los corolarios teológicos patrísticos que impulsaron las empresas de evangelización, conversión y dominio occidental, desde las cruzadas hasta la conquista de América; efectivamente la forma significativa del mal es el vicio,8 tanto porque 8.– Cfr. Georges Bataille, La literatura y el mal, Barcelona, Nortesur, 2010, p. 12.
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pragmatiza la ruptura edénica como porque revelan las pasiones de la carne sobre los valores del espíritu, según esa misma tradición católica que las separó y las volvió irreconciliables. Coloquios doctrinales, tratados, hagiografías, ejemplarios, sermones y oraciones litúrgicas están, en parte o en todo, dedicados a sancionar el mundo de los vicios capitales a los cuales se les anteponen virtudes y modelos de probidad.9 Si la maldad tiene una cara multiforme en el diablo, también tiene una realidad en la vida cotidiana, los vicios humanos son esa terrible y ordinaria verdad terrena que atenta contra las virtudes del alma y su reivindicación divina. Obviamente se creía que en los espacios en que la verdad revelada no dirigía hacia el sumo bien, las pasiones se desbordaban sin control alguno y los vicios domeñaban la razón, si encima había regodeo en el error, la necesidad de corregir llevaba a la obsesión, como ocurrió en los momentos de crisis social de la Europa renacentista. En suma, para el discurso antisupersticioso, los «otros» prestan oídos a Satán, engañados o conscientes, son idólatras, paganos, infieles, pactantes, nigrománticos, inmorales, descreídos, apóstatas, por lo tanto herejes. ¿Qué ha de hacerse entonces para preservar la «verdadera fe»?: evangelizar, convertir, bautizar, purificar, salvar el alma; empero, para hacer el trabajo de Dios en la tierra se requiere información, instrucciones, guías, herramientas, armas en la lucha contra la avanzada del mal entre los pueblos de la tierra: manuales inquisitoriales, tratados contra la magia, formularios exorcistas, textos que digan cómo lidiar y triunfar en la guerra contra el diablo y sus huestes. Es decir, formas del discurso antisupersticioso, (también llamado género demonológico) de la historia cultural y literaria occidental. Y además se trata de un doble frente unificado, el herético es tal porque falta al «dios verdadero» con sus ideas y prácticas, pero también porque cuestiona, ataca o lesiona al poder terrenal depositado en el rey por Dios. La calificación y persecución del «otro», del «extraño», del «diferente» como hereje, también es un ejercicio de poder monárquico. El delito, se tipificó, iba contra Dios y el rey. Por este motivo, a partir del Renacimiento y con voces previas de la baja Edad Media, la bruja rural pasó de ser una ignorante y enajenada mujer anciana a una supuesta sectaria, una adepta al demonio, una pactante y una falaz integrante de la «iglesia diabólica» o «secta de los brujos» culpable de sedición, que eruditos como Castañega y Martín del Río denunciaron. Cuando a la brujería se la vio como una amenaza organizada contra el estatus religioso y de gobierno fue relativamente fácil concretar la identificación de la bruja con el hereje. 9.– Recuérdese que otra de las obras de fray Andrés de Olmos, autor básico en este trabajo, es justamente un tratado acerca de los siete pecados capitales. De la misma manera la historia de la dramaturgia tiene muchas obras con alegorías y personajes que ayudan a Lucifer según su tipología de vicio, el ejemplo más claro aparece aún en las pastorelas tradicionales.
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Por necesidad compleja el poder clerical carga el sistema contra la heterodoxia, pues está obligado a instalar en el mundo lo que considera la verdadera fe y reconoce el peligro de contaminación que las creencias de los demás pueden ejercer, arrebatándole espacios físicos y espirituales. Obligación y necesidad motivan tanto la escritura orientada a la censura de los rituales ajenos como las acciones judiciales para eliminarlos. Obligación y necesidad de preservar la supuesta verdad provienen del miedo y la violencia. Dos aspectos que identifican al familiar de la Inquisición y al propio disidente. Supersticioso y censor, inquisidor y bruja, teólogo y feligrés se encuentran en el mismo plano del miedo a la anormalidad, a la magia negra y a sus efectos, a la intervención demoníaca, todo lo cual se superpone a la realidad vulgar a tal grado que ya para nadie resulta posible distinguir si lo extraordinario maligno afecta la vida común o si es transición constante de ésta incursionar —a través de invocaciones y conjuros por ejemplo— hacia la extravagancia diabólica. La confusión provoca violencia, tanto al seno del pueblo ignorante de los dogmas como al exterior; los sabios y guías espirituales ya no se distinguen de los iletrados porque igual que ellos creen firmemente en la culpabilidad del hereje que llevan a la hoguera vistiendo el sambenito. El miedo y la violencia unifican a jueces, verdugos, culpables e inocentes. El ataque al hereje abre un momento de igualdad. Tal vez el único en las sociedades occidentales, reconocidas por su estratificación, sobre todo del Renacimiento a la Ilustración. Cuando los tratadistas redactaron sus censuras a la magia creyeron en ella como cualquier otro habitante de la incipiente ciudad, cuando los calificadores aplicaron la lista del Índice para prohibir la circulación de ideas diferentes a las suyas aprendían lo que negaban, cuando un vecino acusó a otro de brujería lo hizo antes de que el otro lo denunciara a él, cuando el sacerdote amonestó y despotricó contra la diferencia cultural reconoció su existencia. Cuando se habla del diablo se le invoca. Gracias a los estudios casuísticos de la brujería, pero especialmente gracias a los estudios interdisciplinarios respecto a la demonología, las supersticiones y la magia en Occidente, resulta posible afirmar que no hay hondas diferencias entre acusadores y acusados en el terreno de la superstición, incluso pueden llegar a ser una misma persona; ya que el pensamiento mágico forma parte inherente de la historia cultural, de la vida cotidiana y de la creación intelectual y artística. En mayor o menor grado los integrantes del poder religioso y civil creían en lo mismo que aquellos a quienes pretendían instruir. Prácticamente ninguno de los autores de los discursos contra las creencias mágicas escritos de finales del siglo xv a inicio del xviii se atrevió a negar la existencia del diablo. Su presencia es un punto de acuerdo; la polémica y las diferencias principales estriban en la dimensión, cantidad y calidad, origen y efecto, de sus poderes. Por supuesto que el objetivo del discurso contra la hechicería también coincide: reprobar y aleccionar.
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A dichas discusiones teóricas que suponen la operación de la magia y los ataques del diablo y sus acólitos contra el cristianismo mientras que censuran al «otro», a quien califican como «hereje» o «brujo (a)» reconocemos mediante la denominación conceptual: «tradición discursiva antisupersticiosa», la cual, se insiste, corresponde al conjunto de textos escritos en Occidente desde el poder intelectual, político y religioso judeo-cristiano (católico y protestante), con el fin de censurar creencias discordes, criticar heterodoxias, analizar desviaciones del dogma, proponer castigos a transgresores, ilustrar a ministros, y alfabetos en general, alrededor del pensamiento social mágico supersticioso. A este tipo de discurso pertenecen los manuales para inquisidores como el célebre Malleus maleficarum, de los dominicos Kramer y Sprenger,10 las antologías ejemplarias de sucesos mágicos como el Compendium maleficarum de Guazzo,11 los tratados contra las supersticiones de la gente ordinaria como el Traité des supertitions de Jean-Baptista Thiers,12 las explicaciones dogmáticas de polémica como las que intentó en su Teatro Crítico Universal el ilustrado Feijoo,13 y una gran variedad de mensajes difusores de la fe o especializados en teología. Armado de certeza y autoridad histórica Stuart Clark ha denominado estos textos como «demonologías», acuerda en que se trata de un género literario con un formato definido para su escritura, y los define: «Eran tratados formales, escritos en su mayor parte por intelectuales y profesionales, que exploraban y debatían las complejidades de la brujería y otros temas afines de un modo sistemático y teórico, aportando una orientación sobre qué creer y qué no en relación con aquéllos».14 Modestamente se insiste en la necesidad de ir construyendo una definición más precisa, para tratar de distinguir, por ejemplo, entre los textos escritos con la intención de servir como guía jurídica, representados por los manuales para inquisidores y aquellas diatribas contra costumbres o creencias populares supersticiosas que se consideraban «errores del vulgo», además de otras posibilidades de diferenciación. Y es que el corpus de esta tradición textual es sorprendentemente amplio, más complejo e importante de lo que la simple leyenda negra acerca de la brujería, sospechó. Atrás de libros, más bien reconocidos como «raros» y «abominables» por la opinión común de nuestros días, (tal es el caso del Malleus maleficarum), se encuentra una búsqueda y preocupación 10.– Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus maleficarum, (1486). 11.– Francesco Maria Guazzo, Compendium maleficarum, (1608). 12.– Jean-Baptiste Thiers, Traité des supertitions, (1697). 13.– Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal, (1726 a 1740). 14.– Stuart Clark, «Brujería e imaginación histórica. Nuevas interpretaciones de la demonología en la Edad Moderna» en El diablo en la Edad Moderna, eds. Tausiet, María y James S. Amelang, Madrid, Marcial Pons Historia, 2004, p. 22.
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constantes por la vida real y el esquema espiritual, tratando de dilucidar la innegable presencia del mal en el mundo. Ayer como hoy, cuestión nada sencilla. La caracterización del diablo, factor concordante entre los discursos diversos, multívocos y ocasionalmente hasta en franca polémica, se usa con el fin de responder a dicho problema, por eso los libros pueden leerse, parcial o totalmente como escritos demonológicos. Hay un factor común, un personaje protagónico y referencial, visible o escondido, en cada discurso de este tipo, el diablo. Así que efectivamente es indispensable integrar el concepto «demonología» en todo intento de explicación y análisis de este corpus textual. Además los autores se valen de la ficción en diversas modalidades, por lo tanto la literatura presta recursos retóricos y narrativos, la propia esencia fantástica de la disertación justifica su presencia en la historia de las letras. El discurso censor de las supersticiones siempre sugiere lecturas desde diferentes disciplinas. Estamos, entonces, frente a una combinación de textos que dicen referir una «realidad» (la existencia indudable de las brujas, por ejemplo) en tanto la inventan o construyen; textos que reproducen y desarrollan el germen de esa «realidad» que entonces parece tomar consistencia y rodearse de fuerza a través de conceptos como «amenaza», «peligro», «infidencia», «herejía», «apostasía», «cisma»… textos que se entretejen gracias a la mitología, las leyendas, el folclor, los rituales, las costumbres, las creencias, la ignorancia; todo sobre la base de la opinión de eruditos que se remiten a la autoridad cohesionadora representada por la Biblia y los escritos de los Padres de la Iglesia para presentar una versión facultada, posición casi definitiva que continúa en debate por las perspectivas individuales.15 Se reitera que la mayor parte de esta documentalia se redactó entre finales del siglo xv y principios del siglo xviii. Reconociendo el álgido periodo de asuntos político religiosos y el fenómeno mítico de la «caza de brujas» en Europa es comprensible que haya sido así. Muchos eruditos, salvo excepciones, dotaron de justificaciones y fundamentos dogmáticos a la labor inquisitorial para salvaguarda de la ortodoxia, otros desplazaron las beligerancias entre católicos y protestantes, nacionalistas y extranjeros, «fieles y herejes», etcétera, al terreno de la magia y la demonología; otros más sólo intentaron reflejar el pensamiento socio-normativo desde la diferenciación del poder. Incluso hubo quien aconsejó prudencia ante las posibles equivocaciones de hacer pasar al fanatismo, la locura y la ignorancia como hechicería.16 15.– Como se señaló antes, un ejemplo vital para el desarrollo de las ideas y controversias en el tema es la interpretación y legitimidad del Canon Episcopi, (año 314) pues señala la censura a creer en vuelos de brujas y su existencia en general, al paso del tiempo lo que oficialmente se amonestó fue la no creencia en ellas. 16.– Fue el caso del Dr. Johan Wier y de F. Von Spee.
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La cantidad y calidad de los textos representativos de esta tradición discursiva, explican además un fenómeno cultural de transmisión, enajenación y apropiación mitológicas; pues los esquemas narrativos y las fábulas centrales de los componentes judiciales de la brujería fueron erigidos por los propios prejuicios y capacidades creativas de los autores, con base en interpretaciones de frases bíblicas, queriendo encontrar (y encontrando) en la ficción lo que la realidad no demostraba, para construir un objeto y un sujeto perseguible de acuerdo a las normas; es decir, levantaron al cadalso y a la bruja para quemarla, aunque ella no existiera y ya existiendo no supiera que era tal. En suma el discurso antisupersticioso habría aparecido en Europa entre la literatura destinada a discernir los aspectos correctos o incorrectos de la conducta religiosa de la gente; denota, claro, el afán de control y la aplicación de la ortodoxia de los grupos que ostentan el poder en la administración del catolicismo. No fue una propuesta exclusiva, como se aclaró antes, el protestantismo aportó obras en el mismo tenor. Tampoco es uniforme, al seno de los preceptos generales, los dictámenes teológicos y el dogma, se gestó constantemente una serie de controversias para definir una explicación del qué y por qué de la superstición. Eventualmente, la producción persistente, la intención aleccionadora y el uso didáctico, las polémicas internas, la reproducción e imitación, y especialmente la lectura dogmática referencial, prepararon su devenir en tradición discursiva.
II. Llegada y presencia en la Nueva España de la tradición discursiva antisupersticiosa El diablo ni duerme ni está olvidado de la honra que le hacían estos naturales, y que está esperando coyuntura para si pudiese volver al señor que ha tenido; y fácil cosa le será para entonces despertar todas las cosas que se dice estar olvidadas cerca de la idolatría, y para entonces bien es que tengamos armas guardadas para salir al encuentro. Fray Bernardino de Sahagún en Historia General de las cosas de Nueva España. El primer calificador prejuiciado que aplicó sus convicciones ante el «otro» y explicó su percepción de una parte de las costumbres del hombre indiano fue también el primer personaje importante que enfrentó y tradujo a su manera este mundo, necesariamente el primer europeo renacentista en el Novo Orbis: el «Almirante de la Mar Océano», Cristóbal Colón. Los sujetos a juicio no pudieron ser otros más que los indígenas americanos. Será así durante los tres siglos de dominación española. Funcionó de tal manera debido a la extrañeza que la existencia del «otro» dio al europeo. Intrigado y emocionado por su descubrimiento, Colón estaba más preocupado por la apropiación de la realidad común, de suyo extraordinaria, porque acarreaba el mito lindante con lo desconocido geográfico. El marinero pareció respirar tranquilo cuando constató la ausencia de lo monstruoso entre sus anfitriones, aunque dejó abierta la posibilidad de encontrar antropófagos y hombres que nacían con cola, cerca del espacio normal al cual él arribó. El mito, el monstruo, el terror, estaban allí, en una isla contigua a las que visitó y bautizó, como síntoma inequívoco de apropiación de la realidad inusitada que atemoriza. Otro enfoque de lo maravilloso se revela en el encuentro: el imaginario de los nativos. A diferencia del Hernán Cortés, en su rol de militar medieval, quien sagazmente utilizará el referente mítico de los indígenas mesoamericanos a su favor bélico, en tanto que, como acertadamente afirma Margo Glantz: «Su relación con la escritura ya no es religiosa, decir la verdad no tiene nada que ver con la divinidad, aunque se pretenda catequizar y convertir
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a los naturales…»;17 el Cristóbal Colón, letrado humanista, se congratuló de la «ingenuidad» indígena que lo consideró «bajado del cielo». Aunque ello sólo haya sido un error de interpretación de su parte. Este inicio que convirtió o intentó convertir propio lo extraño, más la obligación de evangelizar, provocará que durante el periodo novohispano sea el indígena el motivo, causa y fin del discurso contra las supersticiones. Se dio por descontado que los demás estratos de la población cumplían generalmente con los mandamientos: mestizos, criollos y españoles, ya habían nacido en la fe católica y no eran «cristianos nuevos» como los naturales americanos, y aunque aquéllos también fueran capaces de infringir las reglas, éstos corrían mayor peligro de «perderse» si se les permitía regresar a sus prácticas tradicionales, al «paganismo», a la «idolatría», al «engaño del demonio». Ahora bien, la transmisión del «evangelio negro», como lo ha señalado Gustav Henningsen,18 forma parte del proceso de aculturación que significó la evangelización americana. Lo que el investigador llama «el cuarto componente» es precisamente la tradición discursiva antisupersticiosa aunada a los fenómenos de pensamiento y aplicación mágica de la cultura popular. Aceptando, por supuesto, su clasificación respecto a los agentes responsables de trasplantar este tipo de creencias a América: «La una, en la que dominan las mujeres, se basa principalmente en la transmisión oral de la tradición mágica; y la otra, principalmente compuesta por hombres, se basa en la transmisión de la tradición escrita».19 Esta última es, justamente, el área del presente estudio, pues los textos comentados forman parte de la cultura erudita de su tiempo y son dictados desde la normatividad y pretensiones del poder y el control religioso. Colón y sus marinos llegaron al nuevo continente, luego de partir hacia lo ignoto cargados de la dualidad renacentista, la inquietud del conocimiento por la virtud humana y el imaginario atemorizante de las fronteras desconocidas. Los mitos, las fantasmagorías, el inframundo y la fenotipia antinatura con toda la compañía de monstruos, bestias y demonios, acicatearon y reprimieron las convicciones. En Europa la creencia en la brujería y en el engaño del diablo formaban parte de la vida cotidiana popular y de las preocupaciones paternalistas de los letrados; los discursos, tratados y sermones contra la magia, se escribían y dictaban todos los días. El género demonológico se cultivará durante los siguientes tres siglos como parte de la literatura teológica, médica, jurídica, moral y recreativa. Para cuando los europeos encuentran América ya se han escrito los 17.– Margo Glantz, Borrones y borradores. Reflexiones sobre el ejercicio de la escritura (Ensayos de literatura colonial, de Bernal Díaz del Castillo a Sor Juana), México, Coordinación de Difusión Cultural/ Dirección de Literatura/UNAM/Ediciones del Equilibrista, 1992, p. 28. 18.– Ver: Gustav Henningsen, «La evangelización negra: difusión de la magia europea por la América colonial», en Revista de la Inquisición, 3 (1994), pp. 9-27. 19.– Ibídem, p. 12.
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manuales inquisitoriales más famosos, el Formicarius y el Malleus maleficarum,20 pero pronto llegarán las disertaciones demonológicas de Ciruelo, Andosilla, Gandino, Binsfeld, Torreblanca, Del Río, Wier, y una larga lista de autores que escribieron al respecto como parte de su trabajo analítico y/o aleccionador. Sin embargo la opinión de Colón, aunque ajena e interesada, contrasta notablemente con los dictámenes eruditos que prevalecerán durante toda la época colonial respecto a la fe de los indígenas: «No conocen la idolatría; por el contrario, creen fácilmente que toda la fuerza, todo el poder y todos los bienes existen en el cielo y que yo descendí del cielo con estos navíos y estos marineros;»21 Si el indio «no conoce la idolatría» es inocente, no herético; mas la subsiguiente conquista de los territorios descubiertos requerían de una justificación trascendental; el discurso de la expedición imperialista se basó en una claramente torcida interpretación de la Bula Inter caetera emitida por el Papa Alejandro VI que requería y exhortaba a evangelizar a los habitantes de las Indias occidentales, por considerarlos aptos para recibir la fe católica; es decir, el documento papal compartía la opinión de Colón en cuanto a considerar al indio como naturalmente bueno, y nunca autorizó su conquista por medios violentos o para atacar la herejía en las nuevas tierras. Los intereses políticoeconómicos y la tradición supersticiosa que veía en el «otro» a un salvaje «hijo de Satanás» prepararon el terreno para lo que el conquistador y el fraile encontraron en la incursión continental: idolatría. No sin polémica se pretendió justificar el dominio físico y espiritual aduciendo que sólo así se conseguía la salvación de las almas hasta entonces supuestamente presas del diablo. «Bien sabemos que esta incapacidad de reconocer al otro, o reconocerlo como inferior, es también una de las constantes de la conquista».22 Este traslado textual e ideológico abarcó, desde el primer momento de la conquista espiritual americana y específicamente en las tierras de la Nueva España, la continuidad de la tradición discursiva antisupersticiosa. Es decir, los tratados contra las hechicerías y las supersticiones, unidos a los manuales inquisitoriales y otros documentos similares constituyen un corpus de continuidad porque comparten características generales de estilo y tema, lo que permite visualizar un tipo de discurso especial, consistente y similar por lo menos hasta el siglo xviii.23 Pues bien, los supuestos ideológicos, los temas y los textos en sí, que forman parte de una literatura relacionada con la superstición, se sometieron 20.– El primero se editó en 1475 y el segundo en 1486. 21.– Ernesto Rocha Ruiz, La carta de Colón. De las islas descubiertas. De insulis inventis, Monterrey, Arbor, 1992, p. 16. 22.– Margo Glantz, Op. Cit., p. 61. 23.– Esta hipótesis rigió la tesis doctoral de quien escribe, ya publicada, aunque se discutió el problema desde la obra de Benito Jerónimo Feijoo.
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a un proceso de adaptación que los recreó, reprodujo y operó en el mundo novohispano, generando discursos enlazados con dicha tradición que censura el augurio, la adivinación, la hechicería, etc. Sin embargo los censores europeos no tenían un código para descifrar las costumbres y rituales de los indígenas, la construcción del canal de comunicación y reconocimiento se limitó al extraordinario evento que la historia de la conquista conoce como el «Coloquio de los doce».24 Muestra, además, del encuentro y disputa entre la religión cristiana y la cosmogonía nahua en la que los supuestos genésicos de la tradición occidental —entre ellos el papel instigador de los demonios y la reprobación de la idolatría— se intentan implantar. Después que los demonios se vieron para siempre desterrados del cielo privados de todos sus bienes y dignidades y poder para siempre jamás, luego concebieron grandíssimo odio y rencor contra Dios y le blasphemaron, donde a pocos días se juntaron todos con su caudillo el Lucifer, y él los habló a todos en esta manera. A. Ya aveis visto, hermanos mios, lo que nos a acontecido; ya del todo Dios nos a menospreciado y desechado; conviene que todos nosotros de una voluntad y concierto hagamos quanto mal pudiéramos a todas sus criaturas, especialmente a los hombres, a los quales él más ama, porque por esto los hizo para darles las riquezas y dignidades que a nosotros nos quitó; conviene que los desatinemos en tal manera que no conozcan a su hazedor. B. Vosotros que sois de más alto entendimiento, con toda diligencia y aviso tentarlos eys, para que ydolatren, que adoren por dios al sol y a la luna y a las estrellas y a las estatuas hechas de piedra y de madero, a las aves y serpientes y a otras criaturas, y también los provocareis para que nos adoren y tengan por dioses a nosotros, para que de esta manera ofendan especialmente a su criador, para que provocado a yra contra ellos los avorrezca y deseche como a nosotros; aparecer los eys con palabras humanas en los montes y en las honduras de los ríos, en los campos y en las cuevas para que mejor los descamineis y desatineis.25 La alocución es clara, desde el pensamiento evangélico de los españoles, todo el sistema religioso indígena está equivocado, han vivido engañados, sus dioses sustentadores, sus lugares de culto, y el propio ritual, no son más que 24.– Ver: Christian Duverger, La conversión de los indios de Nueva España. Con el texto de los Coloquios de los Doce de Bernardino de Sahagún (1564), México, FCE, 1996. 25.– Ibídem, p. 79.
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argucias de Lucifer y sus huestes para enemistarlos con el verdadero Dios y ocupar su lugar de adoración. De ahí a las acusaciones de herejía, nigromancia, brujería, e idolatría, sólo hubo un paso. En materia de magia, los más connotados filósofos y teólogos del Renacimiento habían cooperado denodadamente para dejar establecida la diferencia entre Teurgia y Goética, es decir, entre magia divina y diabólica, entre magia natural y brujería, entre mago y bruja, entre sabio e ignorante. Así que para el siglo xvi no sólo los extranjeros podían representar enemigos insertos en las confabulaciones satánicas, sino que los propios vecinos podrían ser hostiles a la religión, la fe y la verdad católicas; tal como se comprobaría durante la época de mayor producción y preocupación doctrinal respecto a la brujería; etapa singular, sin duda fruto de los descubrimientos y conquistas geográficas, los movimientos religiosos reformistas y las tensiones internas del poder nobiliario y clerical. Este contexto potenció la polémica acerca de la apreciación humana y espiritual de los habitantes de las Indias; dada la situación antisupersticiosa y de defensa de la fe católica en Europa, no se podría esperar menos en América que una dedicada pero desconfiada vigilancia de cualquier rito local. Vigilancia burlada constantemente ante la imparable fuerza de la cultura autóctona, cuya inercia persistente, como cualquier otra civilización seudo domeñada, llegaba a abrumar a los colonizadores. Sobre su conciencia pesaba la autoridad de manuales e instrucciones inquisitoriales de gran peso judicial como el Malleus maleficarum; la tradición discursiva ya tenía principales representantes que además de escribir acerca de demonología, se distinguían por encabezar el conocimiento de la historia, la ciencia y la teología de su época, en España, por ejemplo, Torreblanca y luego Del Río, repetían a través de sendos tratados contra la magia, la delicadeza del asunto, reforzando la opinión erudita respecto a graves dilemas del mal entre los hombres, su prestigio no era ajeno a la realidad y al compromiso de los evangelizadores que trabajaron en América durante los siglos xvi y xvii, para entonces el concepto de autoridad tenía tal trascendencia que sus palabras se consideraban guías infalibles. Y ellos, como muchos otros, habían explicado que la ignominia diabólica se revelaba a través del pacto hombre-demonio, y que la superstición y sus manifestaciones, por ejemplo la adivinación o mancias y la idolatría, implicaban un pacto implícito, tan culpable como el pacto expreso. Kramer y Sprenger unificaron la carga delictiva y pecaminosa de ambos tipos de pacto, antes de ellos el pacto implícito podía considerarse una imprudencia y ser medianamente tolerado aduciendo la falibilidad humana; después de los ellos y de la Bula Summis desiderantes affectibus, firmada por el Papa Inocencio VIII, los cristianos entrarían al siglo xvi atestiguando una restricción punitiva clerical en contra de sus prácticas con raíces folclóricas, sus «vanas observancias», y sus modificaciones o adaptaciones de los rituales católicos.
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Los trabajos pioneros de rescate etnográfico no hacen sino confirmar la distancia en materia de idiosincrasia entre las culturas mesoamericanas y la española. La prohibición de la heterodoxia requiere distancia, desconocimiento, constituye en sí mismo un fenómeno de diferenciación. Aunque hablamos de un traslado de las formas discursivas, no existieron posibilidades de equivalencia, el propio cambio de contexto socio-histórico conlleva una modificación del dogma. No de balde personajes ilustrados de la Colonia, décadas después de la primera etapa evangelizadora, se quejarán de la imposibilidad de conversión genuina de los naturales. Muchos de los textos producidos por el pensamiento europeo sirvieron de base para las estrategias de evangelización en América. No es noticia la utilización de fórmulas conocidas a circunstancias novedosas. Sólo indica una manera de hacer propio lo extraño. El proceso de aculturación o intento de tal en el nuevo continente requirió, por fuerza y necesidad, del bagaje cultural europeo, el cual se aplicó a las manifestaciones culturales indígenas sin demasiada preocupación de las diferencias y la identidad específicas.26 El ejemplo prototípico de esto es el teatro de evangelización. El drama ha sido siempre una de las expresiones literarias más directas y con mayor cantidad de contactos con el público. Es indudable que todo arte se optimiza mientras mejor se vincula con los receptores; los canales de comunicación, al abrirse, permiten la comunión del circuito. No extraña, pues, que el teatro haya sido puesto en práctica por los religiosos como una posibilidad de aleccionar en la fe católica durante el período colonial en México. Después de una primera etapa —fructífera según las crónicas de los propios evangelizadores— se intentó concluir con el ímpetu casi místico que llevó al puñado de frailes misioneros —franciscanos principalmente— a utilizar el género dramático como herramienta plural de catolización, léase bautismo y adoctrinamiento relacionados con las piedras angulares del dogma; para 1585, el Tercer Concilio Mexicano proscribió el teatro como medio de lograr el acercamiento masivo al culto cristiano.27
26.– Ver Luis Weckmann, La herencia medieval de México, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 1994, sobre todo la «Segunda Parte La Iglesia». Y por supuesto el clásico de Robert Ricard La conquista espiritual de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, el capítulo «El teatro edificante», que es un magnífico ejemplo que ilustra esta idea. 27.– Alfonso Reyes, «Teatro misionero», en: Obras Completas, México Fondo de Cultura Económica, 1983, t. xvii, p. 323. También: Juan Pedro Viqueira Albán, en: ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante el siglo de las Luces, México, Fondo de Cultura Económica, 1987 p. 60, señala que desde 1545 la propia Iglesia limitó las representaciones religiosas y que a partir de 1574 se aplicó censura a todo tipo de teatro por parte de la Inquisición.
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Para entonces, e incluso después, ya que el género subsistió al mandato prohibitivo —de la misma manera que otros muchos aspectos—, el teatro no sólo había sido una efectivísima arma cristianizadora, sino que se había arraigado con singular fuerza en la mentalidad de un pueblo sostenido por el recuerdo del inmediato pasado esplendor y cosmovisión mesoamericanos y la obligación, ideológica y física, de interpretar y sujetarse a una cultura totalmente diferente.28 Dado que se requería de un trabajo ideológico y material, pues el objetivo era «rescatar almas», y el momento histórico requería de alimentar la «verdadera fe» en contra de «los engaños del demonio», una posibilidad añeja y efectiva se puso en marcha por los religiosos: la escenificación, ya que fueron los ministros del catolicismo los que más se involucraron en la tarea del cambio, de la conversión espiritual profunda y bien cimentada. La Conquista se volvió entonces sinónimo de evangelización. Pero, para ello, se tendría que ir, primero, contra las fuerzas y las malas artes del demonio. Y es cuando se acudió al recurso del teatro, utilizado como diseño, estrategia, disciplina audiovisual, observancia, metodología y batalla triunfal. Lucifer cobró vida en el escenario americano. Lucifer como encarnación viva, como sustancia anímica, que obtenía idea y realidad en cada uno de los ídolos y símbolos del universo teológico, económico, jurídico, político, social,... de los habitantes del nuevo mundo. [...] Lucifer en América se hizo presente ante la azorada conciencia de los misioneros, en la forma de un protagonista vivo y activo de la historia sagrada prehispánica; como la prolongación, en el mundo recién descubierto, de la lucha emprendida contra el propio Satanás ochocientos años antes, y cuya victoria sobre él parecía ponerse ahora en entredicho cuando expulsado al fin de la madre España mediante la Reconquista, volvía a aparecérseles en América en forma tan clara y aguerrida, de acuerdo con las habilidosas estratagemas a que es tan dado el Diablo, jugador empedernido. Esta lucha a muerte contra el demonio, a través de la destrucción de sus templos, la suspensión de sus prácticas, la condenación de sus tradiciones, la anatematización de sus consejas, dio 28.– Ver: José Rojas Garcidueñas, en: «Prólogo» a Autos y Coloquios del siglo xvi, México, UNAM, 1972, pp. vii-ix. Además: Christian Duverger, Op. Cit., p. 163.
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lugar a la llamada «epopeya del siglo xvi», cuyo nombre propio es el muy repetido de Conquista espiritual de América.29 Aunque muchas veces hayan tenido la necesidad de torcer un poco su propia ortodoxia, siempre consideraron que el objetivo lo valía. De los europeos llegados a América, el clero regular fue el que mejor dilucidó y asumió su papel como aculturizador; hay ejemplos de que quisieron conocer de raíz lo que venían a sepultar.30 Es innegable el importante papel que algunos elementos teatrales jugaban en el desarrollo de la ritualidad mesoamericana. Si bien no existía una dramaturgia tal y como la conocemos por los patrones y valores europeos, las ceremonias efectuadas en los centros ceremoniales tenían mucho de teatro. Por supuesto que: «A los ojos del hombre español que conquista América, las formas rituales que animaron la manera ser y estar del hombre americano ante sus dioses, habrían de parecerles necesariamente terribles, definitivamente insoportables, demoníacas y aun perversas».31 Parte de las formas mediante las cuales interactuaban con su concepto de divinidad bien se podría llamar teatro incipiente.32 Sin embargo, hay que considerar que coreografía, maquillaje, disfraz, mímica y escenografía son parte persistente en los rituales «hombre-Dios» de cualquier cultura.33 Esto para no caer en la aseveración de que, con toda certeza, algunas manifestaciones teatrales incluidas en actos religiosos tengan por fuerza que desembocar en un teatro tal cual nos resulta familiar por tradición europea. Casi inmediatamente después de la conquista de México-Tenochtitlan comienzan las escenificaciones doctrinales en América continental34 (a pesar de la ausencia de textos confirmadores, es muy probable que antes se hayan efectuado representaciones en las islas primero conquistadas); hay noticia imprecisa, de parte de los cronistas, acerca de una procesión organizada por españoles 29.– Héctor Azar, «El teatro medievista en la conquista espiritual de América» en La literatura novohispana, ed. cit., p. 36. 30.– Ver: Tzvetan Todorov, La Conquista de América. El problema del otro. México, Siglo xxi, 1995. 31.– Héctor Azar, Op. Cit., p. 32. 32.– Francisco Javier Clavijero, Historia Antigua de México, pp. 242-243. También: Alfonso Reyes, Op. Cit., p. 322, y Pedro Henríquez Ureña, «El Teatro de la América Española en la época colonial», en Estudios Mexicanos, México, Fondo de Cultura Económica y Secretaría de Educación Pública, 1984, p. 99. 33.– Patrick Johansson, «Estudio introductorio» a Teatro Mexicano, historia y dramaturgia, I, Festejos, ritos propiciatorios y rituales prehispánicos, Mexico, Consejo Nacional para la cultura y las artes, 1992. Además, para una interpretación del proceso ritual donde el hombre sacraliza su mundo, es recomendable Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Bogotá, Labor, 1994. 34.– Giuseppe Bellini, Historia de la literatura hispanoamericana, Madrid, Castalia, 1985, pp. 166-167.
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a un año de la caída de la capital mexica; por otro lado, son conocidos la tradición y el gusto de los occidentales por lo carnavalesco. En esta compleja trama de supuestos ideológicos que se imponen y otros que se intenta desvanecer, se distingue, de acuerdo con su nacimiento, la aplicación de dos tipos de teatro: uno el trasplantado y adaptado, y otro; el natural originado por la necesidad imperante.35 Es pertinente decir que los dos tipos de drama así nombrados, son, por supuesto, producto de la necesidad inmediata de contar con recursos adecuados para lograr la conversión y el bautismo de los indígenas. Ambos tomarán forma e identidad americanas, y al paso del tiempo se mostrarán como un producto mestizo y propio de una nueva visión del mundo que recién se gestaba. El primero de esos tipos fundamenta su título en el hecho de que se trata de piezas teatrales traídas de Europa y, como en el caso de La destrucción de Jerusalén, El sacrificio de Isaac, y otras; escritas durante la Edad Media, usadas para reforzar la fe, de acuerdo a idiosincrasia, propósito y contexto social diferentes. Ellas tendrán en América un fin general paralelo: evangelizar. En la Europa católica el teatro religioso formaba e informaba al pueblo inculto, fustigaba los odios contra los «infieles musulmanes», incluso combatió la Reforma; en Nueva España ganará almas y riquezas para el imperio español, depositario, a través del Papa, del deber y poder divinos. En ambas partes se usó para luchar contra el demonio. Un drama ejemplifica la existencia del teatro religiosos trasplantado a México; se trata del Jeu d’Adam, fechado entre el 1150 y el 1160, y escrito en anglonormando; como en otros muchos casos, el tema coincide con el de la pieza escenificada muy temprano en la Nueva España: el pecado de Adán y Eva durante su estancia en el paraíso, con su consecuente expulsión. Las celebraciones cristianas relevantes, específicamente el día de Corpus Christi, constituían la temporada idónea para representaciones religiosas, por la carga emotiva y significado bíblico; autos, misterios, moralidades36 o cualquiera otra modalidad del drama litúrgico eran vías de aleccionamiento doctrinal tradicionales en España, que llegarían a América, donde se robustecerían con la vitalidad interpretativa de los naturales.37 35.– Esto sólo para efectos de distinción analítica y por la procedencia de los textos que se conocen; por lo tanto, a partir de aquí se llamarán de ese modo. 36.– Si bien «auto» significa «acciones» o «actos», respecto al tipo de pieza dramática es más bien un «misterio», nombre dado en Europa a todas las escenificaciones con temas directamente tomados del Antiguo y Nuevo Testamentos. Por lo tanto, todas las piezas de este tipo se definen en general como pieza teatral con sentido y tema religioso católico, que muestra un pasaje bíblico con fines de catequesis y propaganda de la fe cristiana. 37.– Basados en las descripciones que Sahagún, las Casas y Motolinía hicieron respecto a la participación de los indígenas en las escenificaciones, investigadores del tema como Robert Ricard,
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Durante su permanencia en Europa como pilar de la doctrina católica, los temas se continuaron expandiendo y especializando, siempre en un sentido de representación de lo sagrado: la Creación, la Natividad, la Pasión, el Juicio Final, etc.; los sucesos se trataron usando alegorías en preeminencia sobre lo literal; los personajes bíblicos se transformaron gracias a una «imaginación dramatizada» en hombres de la época; así, el diablo se identificaba continuamente con un moro, y las cualidades, vicios, pecados, ideas y abstracciones en general se movían en escena representados en forma humana, como la muerte, la virtud, la peste, etcétera. La Providencia, al depararle a España la sorpresa mayor de un mundo insospechado (que, además, esperaba los beneficios de la redención, el rescate de la grave culpa de vivir en el pecado), sembró tanto en el misionero como en la soldadesca, el grito sordo, impronunciado en estas latitudes, de «¡Guerra contra Lucifer!», para que los pueblos americanos vieran derrumbarse sus principios y respondieran con cantos y lamentaciones jeremiaicas de profundísimo valor humano.38 El segundo tipo de teatro es el originado por necesidad en América, como respuesta a la urgencia de contar con textos apropiados para apoyar de inmediato la labor de evangelización. Fue escrito y adaptado por los primeros religiosos llegados con la titánica empresa de convertir a todo un crisol de culturas al credo cristiano; muchos de ellos dirigidos y apoyados por las ideas que inspiraron la fundación y valores de la orden franciscana: pobreza, humildad, etc. No importaba el derecho de autor, por eso se desconoce la mano directa de la persona que redactó —ya en náhuatl, ya en castellano, o en ocasiones en ambos— las piezas teatrales de las cuales no hay un referente inmediato en Europa. Se conoce a fray Luis de Fuensalida y a fray Andrés de Olmos como autores dramáticos de la época, y se quiere dar carta autoral a fray Toribio de Benavente, el célebre «Motolinía» y al no menos prestigiado fray Bernardino de Sahagún. En general, autores originales del teatro de evangelización novohispano fueron también adaptadores del drama litúrgico europeo, en tanto la meta siempre fue la instalación de la nueva fe y no la expresión literaria precisamente.39 Traído por los primeros franciscanos y luego por frailes de otras órdenes, el teatro evangelizador en la Nueva España se suma a otras manifestaciones de Fernando Horcasitas, Rodolfo Usigli, Alfonso Reyes y José Rojas Garcidueñas, entre otros, se refieren y apoyan la idea de la gran acogida que el teatro tuvo entre los indígenas. 38.– Héctor Azar, Op. Cit., p. 37. 39.– Robert Ricard, La conquista espiritual de México, ed. cit. pp. 304-319. Además: Carlos González Peña, Historia de la Literatura Mexicana. Desde los orígenes hasta nuestros días. México, Porrúa, 1980, p. 60.
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la comunicación: la prédica, la ceremonia litúrgica, el canto de alabanza, las fiestas patronales y las procesiones; completan una estrategia que intentaba cubrir más personas en menos tiempo; como lo dice Alfonso Reyes, este teatro emergente «...fue dádiva de la evangelización y el catequismo».40 Era común la aplicación masiva de sacramentos inmediatamente después de alguna fiesta o representación, principalmente el bautismo, hecho que acarreó serias disputas entre diversas órdenes, como entre franciscanos y dominicos y entre autoridades seculares y clero regular.41 A pesar de prohibiciones y protestas, el éxito de los frailes fue grande: al dejar en manos de los indígenas la organización, preparación escenográfica y actuación de las obras, ellos hicieron suya la representación, arraigándose para siempre en la mentalidad americana.42 En contrapartida también se iba preparando un teatro elitista muy al estilo de la época dorada española, encomenderos, prelados y gobernadores asistirían a él, pero su importancia en el siglo xvi fue mínima al compararse con las grandes y populosas representaciones doctrinales.43 Al igual que otras manifestaciones culturales, el teatro evangelizador se superpone y combina con la tradición indígena, para ganar terreno en la conversión y modificar lo menos violentamente posible la mentalidad del pueblo, tal sincretismo parte de la idea no confesada por los misioneros de que sólo sustituyendo la anterior creencia —llamada falsa y engañosa, cual parodia demoníaca, en el Coloquio de los Doce—44 se obtendrá un entendimiento real de la fe. A pesar de ello, el peligro de la adoración pagana, aparentando sumisión al nuevo orden, siguió latente y muchas fueron las medidas implementadas para descubrir y erradicar esa posibilidad. Fray Juan de Zumárraga, en su papel de máximo guía espiritual novohispano, desde su lugar y función de inquisidor y protector de indios, censuró acremente la mixtura y adaptación de elementos paganos con festejos católicos; no obstante de que también era franciscano, criticó el teatro que pretendía adoctrinar. Para él, los indígenas que antes adoraban a sus divinidades con danzas y cantos y ahora alababan al Cristo de igual manera, entre procesiones, algarabía, burlas, representaciones chuscas y desmanes dentro del dogma, iban a pensar «... y lo tomarían por doctrina y ley, que en estas tales burlerías consiste la santificación de las fiestas».45 40.– Alfonso Reyes, Op. Cit. p. 322. 41.– Christian Duverger, Op. Cit. p. 108 y principalmente Georges Baudot, La pugna franciscana por México, México, Alianza Editorial/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 27-29. 42.– Ver Giuseppe Bellini, Op. Cit., Christian Duverger, Op. Cit., pp. 166-167, y Rodolfo Usigli, «Prólogo» a Francisco Monterde, Bibliografía del Teatro en México, pp. xvi-xviii. 43.– Kathleen Shelly y Grinor Rojo, «El teatro hispanoamericano colonial», en Historia de la Literatura hispanoamericana, tomo I, Época Colonial, coord. Luis Iñigo, Madrid, Cátedra, 1993, p. 320. 44.– Ver: Christian Duverger, Op. Cit. pp. 35-101. 45.– Fray Juan de Zumárraga, citado por Pedro Henríquez Ureña, en: Op. Cit. p. 100.
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Aprovechando la didáctica oral practicada por los indios,46 las obras a representar se sustentaron en esa misma tradición; por lo tanto, los textos dramáticos para evangelizar estaban sujetos a precauciones, cuidado y esmero en el dogma y la moralidad cristiana, con el afán de instruir y moralizar a los neófitos, procurando evitar desviaciones. Se tomaban medidas para evitar confusiones teológicas, malas interpretaciones y sentidos torcidos de la catequesis; los mismos Sahagún y Motolinía manifestaron una vigilancia escrupulosa; entre otras medidas prácticas, no se permitieron mujeres en el escenario, y en el terreno doctrinal se suprimieron episodios escabrosos del Antiguo Testamento, como el que deja ver la vida poligámica de Abraham, en el auto del Sacrificio de Isaac, una de las piezas de la tetralogía en 1539, en Tlaxcala.47 En suma: «Todo este teatro edificante, está caracterizado, en términos generales, por una adaptación muy estricta y muy cuidadosa, al modo de ser espiritual y al temperamento de los indios, así como la situación en que se hallan con orden a la nueva religión».48 Es auténtico el intento de los promotores de la sustitución cultural en el terreno religioso; el teatro ya había sido probado como instrumento aleccionador de masas en el viejo continente, existía una secuela heredada del mundo grecolatino, para moralizar, criticar y mostrar hechos reales, épicos y religiosos en tablados improvisados y sitios ex profeso; para unos cuantos frailes casi aventureros, avanzar en la conversión de multitudes era preciso y realmente un triunfo autorizado por Dios, después de que el Papa les había concedido libertad para evangelizar utilizando cualquier recurso, puesto que, desde esa percepción, el fin lo valía. Ahora bien, si el teatro evangelizador conlleva al discurso censor de la idolatría y las prácticas religiosas prehispánicas en general como proceso complejo de imposición cultural, ello no significa que la percepción ante el «otro» indígena tenga sólo matices doctrinales. Hay muchos rostros en el encuentro de las culturas y muchos participantes con diversas perspectivas.49 46.– Ver: Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos xvi-xvii, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 15-76. 47.– Robert Ricard, Op. Cit. p. 308, llama a la obra: El sacrificio de Abraham. El dato que registra por primera vez la puesta en escena en la obra, junto con las otras tres letras y otras en años diferentes, pertenece a la Historia de los indios de la Nueva España, de Motolinía. Además, el dato es cotejable en varias «historias» de la literatura mexicana, como las aquí consultadas. 48.– Ibídem. p. 312. 49.– Desde la obra de Bartolomé de las Casas ya se ha discutido mucho, hasta formar un estereotipo, la faceta del conquistador, en cuya ansia por la riqueza, no importan las creencias de los pueblos autóctonos ni los argumentos y mandatos espirituales para atacar la idolatría: «Cierto tirano en este tiempo yendo por visitador mas de las bolsas y haziendas para roballas de los yndios que no de las animas y personas, hallo que ciertos yndios tenian escondidos sus ydolos; como nunca los oviessen enseñado los tristes españoles otro mejor dios: prendio los señores hasta que le dieron los ydolos creyendo que eran de oro, o de plata: por lo qual cruel e injustamente los
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Aunado a las percepciones primarias de los descubridores y al teatro de evangelización del siglo xvi encontramos tanto la percepción de un «otro» a definir y a integrar en la cosmovisión occidental, como el rastro del discurso antisupersticioso en las crónicas de descubrimientos y conquistas etno-geográficas; acompañadas del miedo, y la maravilla. Las crónicas e historias europeas acerca de la evangelización de los indígenas, tanto como las batallas de conquista y la colonización física y cultural en general, manifiestan la importancia económica, política y trascendental de la llegada a América, trascendencia coyuntural percibida por los españoles letrados, la misma que, directa o indirectamente justificó el ejercicio del poder monárquico y religioso sobre el derecho natural del hombre americano. La conquista de México se escribe por los propios invasores, por ende se registra como parte del proceso histórico de la humanidad que necesariamente respalda al cronista y a su pueblo frente al cuestionamiento interno y externo respecto a su presencia usurpadora del señorío y el control entre quienes no concibe como sus iguales. Precisamente los esquemas de la diferenciación aplicados por los conquistadores inician con la descalificación teológica del «otro». Por las narraciones desfilan dioses «falsos», prácticas «bárbaras», pensamientos «supersticiosos», costumbres «anormales»; en fin, todo el ritual mesoamericano se convirtió en extravagancia, bizarría, parodia, y error. La comparación parcial y prejuiciada entre individuos e incluso entre esquemas culturales, si acaso llegó a haberla, usó necesariamente del discurso antisupersticioso para descalificar la religión del indígena, del poder que da el dominio bélico, de la posesión absoluta de la verdad social y espiritual, de la supremacía xenófoba y, por supuesto del miedo como motor ante la identidad cultural y natural incomprendida. Ahora bien, difícilmente pudo ser de otra manera. Los valores de tolerancia, democracia e identidad le pertenecen a una construcción moderna de la sociedad, son criterios conceptuales que dirigen o pretenden dirigir la convivencia social entre «diferentes» puesto que aún en nuestro tiempo hay serios problemas de aplicación. Así que los cronistas del siglo xvi ante el acontecimiento sorprendente del encuentro con América, urgiendo la necesidad de identificar al hombre inmerso en otros contextos religiosos, sociales y ecológicos, tendieron, por lógica cultural, a explicar lo desconocido a través de conceptos y palabras familiares. En aquel momento histórico, lo propio en Europa para explicar las diferencias de castigo. Y porque no quedasse defraudado de su fin: que era robar: constriño a los dichos caciques que le comprassen los ydolos: y se los compraron por el oro, o plata que pudieron hallar para adorarlos como solian por dios. Estas son las obras y exemplos que hazen,y honrra que procuran a dios en las yndias, los malaventurados españoles». Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, México, Fontamara, 1989, pp. 72-73.
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creencia trascendental eran las ideas comprendidas en el campo semántico de «herejía»: paganismo, infidencia, idolatría, brujería, superstición. Por tal procedimiento ontológico y político (en el sentido de dominio y tutelaje desde el poder) de identificación- apropiación de lo extraño, fray Bernardino de Sahagún relacionó los pronósticos de advenimiento social del individuo nahua, no como los signos que rodean el evento especial de la procreación dentro de la tribu sino como astrología judiciaria. El libro cuarto de su obra «De la astrología judiciaria o arte de adivinar que estos mexicanos usaban para saber cuáles días eran bien afortunados y cuáles mal afortunados y qué condiciones tendrían los que nacían en los días atribuidos a los caracteres o signos que aquí se ponen, y parece cosa de nigromancia, que no de astrología»50 da claro ejemplo de la forzada traslación idiomática al nuevo y distinto contexto; pues el reconocimiento del fenómeno ritual connatural a todo pueblo queda sometido a la dependencia del propio proyecto mágico, sólo a través de él y sus esquemas formales se da cuenta de las costumbres de los mexicanos. El apartado no es otra cosa que una compaginación de las creencias teogónicas y simbólico-calendáricas de los indígenas identificadas desde la base de la astrología judiciaria, es decir, según aquella, socialmente importante en Europa, «vana observancia» reprobada por la doctrina religiosa porque intentaba definir y determinar el destino del hombre, contradiciendo el concepto cristiano del libre albedrío, misma que se relegó al campo censurado de las supersticiones. Por lo tanto, al considerar que se trata de adivinación, pronosticación o profecía no autorizada, con el agravante de constituir costumbres y creencias de los «salvajes», obviamente se reprueban: «Este artificio de contar o es arte de nigromántica o pacto y fábrica del Demonio, lo cual con toda diligencia se debe desarraigar».51 Los cronistas pudieron discordar en mucho, incluso sus percepciones acerca de la conquista de México fueron diferentes, no es lo mismo la percepción militar y de autosuficiencia de Hernán Cortés que la reivindicación del soldado común propuesta por Bernal Díaz del Castillo, o la exigencia de reconocimiento del linaje familiar de Fernando de Alva Ixtlixóchitl, o la crítica a la ética guerrera española de fray Diego Durán. Pero, pese a las discrepancias, los relatos acerca de la conquista parten del principio que instala al «otro» como equivocado y promueven la censura a su cosmovisión. El discurso antisupersticioso califica al indígena y lo muestra como entidad puesta y dispuesta a la corrección. Ajuste necesario no sólo para evitar la continuidad del indio en el 50.– Ver: Fray Bernardino de Sahagún, Historia General de las cosas de la Nueva España, México, CNCA / AEM, 1989, pp. 231-284. Además el libro quinto que trata de los agüeros y abusiones de los naturales muestra un breve pero representativo compendio de creencias, temores y advertencias, que entonces y ahora se califican como supersticiones. 51.– Ibídem, p. 232.
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error, sino para evidenciar la identidad del católico, enviado al mundo para propagar el evangelio de Jesús. Con toda la leyenda negra alrededor de los hechos atroces de la violencia, se debe conceder, pues no está ya a discusión, que muchos de los evangelizadores creían firmemente en lo que predicaban y estaban convencidos de su destino, abrazándolo como un apostolado hasta el martirio y la muerte. Porque tal era su cometido, los primeros cronistas de la conquista debieron ser los primeros representantes de la censura de los rituales indígenas, implícitamente los primeros tratadistas de las supersticiones en América; no obsta que el tratamiento de sus disertaciones se encuentre prejuiciado principalmente con la supuesta posesión de la verdad, la desaprobación tácita y la mitología alrededor de la brujería y el diablo. A la manera europea, los censores de las costumbres autóctonas escribieron sobre diversas materias y antes que demonólogos especializados fueron hombres de fe y letras buscando herramientas adecuadas para la conversión de los nativos. En este sentido la intolerancia frente al «otro» se matiza gracias al esfuerzo de algunos misioneros cuya obra representa un loable y hasta sincero esfuerzo para reconocer la cultura ajena, ya fuera por medio del aprendizaje de su idioma o mediante el rescate etnográfico. Sin embargo, el cuidado de la ortodoxia católica no admitió concesiones; en cuanto el cronista incursiona en el discurso antisupersticioso, el camino de disertación, el método y la argumentación se encuentran predeterminados por los ejemplos cimeros de la tradición respectiva. Es imposible no escuchar las voces de las autoridades de la materia en los textos censores novohispanos. Por ello se habla de una tradición discursiva y no de un género inventado por el fenómeno de la conquista espiritual. Si el discurso no cambia, entonces la modificación más trascendente que identifica la llegada y el desarrollo del pensamiento antisupersticioso a la Nueva España es el propio contexto en el que se aplica la censura. De ahí la distancia, casi insalvable, entre conceptos y fórmulas europeas referentes a la brujería y la realidad indígena. No parecen coincidir nunca por más esfuerzos que los autores hacen. Por lo tanto el asunto se desvía hacia un aspecto esencial que sí corresponde a la realidad perviviente de la cosmovisión indígena: la idolatría. Una de las percepciones típicas de todo ello se revela en la obra del jesuita Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias.52 La edición, que data de 1590, está dedicada a la Infanta Isabel Clara Eugenia de Austria, procurando su divertimento, rasgo protocolario común, pero resulta sintomático para esta disertación que en la especial dedicatoria uno de los argumentos motivacionales sea llamar la atención hacia lo exótico, lo diferente, lo extraño-maravilloso: «Mas 52.– Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, primera edición en Sevilla, por Juan de León, 1590. Se utilizó la edición mexicana moderna del 70 aniversario del FCE, preparada por Edmundo O’ Gorman, México, FCE, 2006.
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porque el conocimiento y especulación de cosas naturales, mayormente si son notables y raras, causa natural gusto y deleite en entendimientos delicados, y la noticia de costumbres y hechos extraños también con su novedad aplace, tengo para mí, que para V. A. podrá servir de un honesto y útil entretenimiento».53 Así que desde el principio de la obra encontramos a un autor consciente de su papel como lector del libro de Dios, en cuya exégesis privan las maravillas físicas del mundo y el asombro erudito de quien las explica. En el libro quinto el padre Acosta desarrolla su perspectiva demonológica frente al asunto de la idolatría americana. Se trata de una síntesis renovada de los pareceres tradicionales alrededor de la superstición cuyo acalorado debate en Europa la hacía pertinente en todas las explicaciones cronológicas o etnográficas.54 Congruente con la encomienda evangelizadora y sus creencias, el jesuita asume el trabajo misional en la práctica y en la escritura como una misma labor en pro del catolicismo, así que por el discurso cruza los vectores de la experiencia y la instrucción para sustentar la idea de pertenencia a la misión divina de catequizar, en cuya empresa el sujeto es un emisario que rescata y salva las almas de los «otros» supuestos equivocados, gracias a la inmanencia de la palabra de Dios concebida como luz capaz de irradiación recóndita. De nueva cuenta los demás se engloban en un esquema semántico homogeneizador desde la posesión de la verdad suprema y excluyente. Para Acosta, como para todos los representantes del discurso antisupersticioso discurriendo acerca de la idolatría, los pueblos no cristianos eran «bárbaros». No obstante que reconozca diferencias entre ellos, el misionero suele ver únicamente dos mundos en contradicción, el propio, salvo y salvador, y el de los demás: infiel, pagano, idólatra y engañado por la influencia diabólica. Los ritos de romanos e indígenas, por ejemplo, le parecen por igual muestras de crueldad y locura. Al centro del hecho diferenciador se ubica al «príncipe de las tinieblas», maestro de toda infidelidad. Acosta reitera su presencia antagónica y preponderante justo entre los pueblos no cristianos, campo visible de su lucha eterna y rabiosa. Se trata, dice, de un dominio usurpado ante la ausencia del evangelio, debido a la insistencia del demonio para ser considerado dios; por odio quiere su lugar entre los hombres e inventa idolatrías que alimenten su soberbia. Son dos sus motivos para continuar con el esfuerzo idólatra: 1. Increíble soberbia hasta pedirle a Jesucristo que se postrara y lo adorara. 2. Saber que el mayor error del hombre es adorar a la criatura en lugar del Creador. 53.– Ibídem, p. 9. 54.– La labor evangélica del autor se extiende además a su obra latina De procuranda Indorum salute, editada en Salamanca en 1588.
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Y son dos los males que el demonio ocasiona al sujeto que lo sigue: 1. Guiarlo a negar a su Dios. 2. Sujetarlo a alguien más bajo que él.55 El autor tiene una visión bíblica del tiempo, plantea el asunto de la idolatría diabólica como una avanzada histórica-triunfal del Evangelio; primero el demonio dominaba los pueblos importantes, Dios sólo tenía a Israel, luego el cristianismo le arrancó las plazas, así que se retiró a los remotos y bárbaros lugares, es decir, América. Y aunque llega a conceder que la «luz de la verdad» indicó a los infieles un principio general de divinidad, pues integraron en su cosmovisión a un gran «hacedor», y eso ayudó a los predicadores a identificar dicho principio con el dios católico, resultó difícil convencer a los indígenas de que no hay otras deidades. El principio totalizador del catolicismo se ve en pugna interna y externa, por un lado su postulado de exclusión definitiva de otras divinidades frente al dios único le niega la multiplicidad divina, por otro el politeísmo representa la confusión diabólica, no una opción religiosa identificable en la teología cristiana. Al clasificar los dos tipos o «linajes» de idolatría indígena, la obra de Acosta se encuentra cerca de la violencia simbólica contradictoria del discurso antisupersticioso occidental que conlleva la instalación y el registro histórico para censurar en las culturas diferentes el mito acusatorio. El primer tipo idolátrico se identifica por adorar cosas naturales y puede ser general (culto al sol, la luna, la tierra...) o particular (culto a un río, fuente, árbol o monte específicos). El segundo género se refiere a cosas imaginadas o inventadas por el hombre; puede operarse culto a productos del arte e invención humana (ídolos de diversos materiales, pinturas, esculturas...) o puede rendirse culto a la realidad presente o pasada (muertos, pertenencias...) Ahora bien, el teólogo jesuita no comparte la opinión respecto a la naturaleza diabólica de los indígenas, se suscribe a la percepción genésica del creacionismo troncal y reafirma la ausencia del Evangelio y el engaño del diablo como las causas de la idolatría, es decir, «...retorna a la explicación que centra el origen de la idolatría indígena en una cuestión de estado, mas no de naturaleza».56 En suma la práctica idolátrica americana muestra a la percepción prejuiciada del inquisidor europeo la aborrecible subversión del orden terrenal, el «mundo del revés», en donde el demonio usurpa el sitio capital; y los valores, —es decir las virtudes teologales y cardinales, más el decálogo— que dan consistencia 55.– Cfr. Joseph de Acosta, Op. Cit., pp. 243-245. El título del Capítulo i muestra la identidad diabólica de la idolatría que veían estos autores: «Que la causa de la idolatría ha sido la soberbia y envidia del demonio». 56.– Sebastián Sánchez Conicet, «Demonología en Indias. Idolatría y mímesis diabólica en la obra de José de Acosta», Revista Complutense de Historia de América 28 (2002), p. 21.
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a la vida y aseguran la salvación, son cambiados, como en el caso prehispánico, por percepciones animistas de la naturaleza cuyos elementos diversos y correlacionados tienen poder propio y autoridad en la definición de la vida individual y social. Acosta critica que los infieles en lugar de adorar al Creador adoren a sus creaciones. Además hay que sumar a esta ritualidad ajena, considerada inversa, la soberbia, la parodia y la ira del mal ante el bien, origen y motor de la iniquidad, la locura y la estulticia humanas. Para los misioneros y teólogos del siglo xvi esto no podía deberse más que a una elaborada trampa diabólica, a un engaño e ilusión perpetrado por el demonio en el que caía el indígena debido al desconocimiento de la «verdad revelada» evangélica. Por ese motivo las discusiones alrededor de la cristianización del nuevo mundo terminaron ejemplificando disertaciones demonológicas. Demonizar al indígena fue una labor occidental conjunta, perspectiva, fundamento y pretexto de la evangelización, pues se creyó que donde no brillaba la luz del catolicismo imperaba la noche de Satán, engañando a los hombres. El supuesto desconocimiento del verdadero Dios, justificó tanto la conversión obligada como la instrucción dogmática, sugirió el proteccionismo paternalista, atizó el miedo del colonizador a la rebelión y a la reincidencia idolátrica, pero sobre todo obligó a un trabajo didáctico arduo en todos los campos de la conquista. La llegada de la tradición discursiva antisupersticiosa a la Nueva España y a todo el continente representó la oportunidad auténtica de los europeos católicos para consolidar su representatividad electiva de una religión con un dios obligatoriamente único e invisible. Apartando a los naturales de la idolatría salvaban sus almas y se inscribían en el libro de la historia divina. Las convicciones eran firmes, la lucha contra el mal lo exigía. Lo más lógico para iniciar el trabajo era aplicar métodos ya conocidos a circunstancias novedosas, interpretándolas como similares. Sin embargo, luego de un rápido ajuste, la idolatría ganó importancia entre las demás facetas de la superstición. La conquista bélica y la súper posición cultural supusieron la derrota de las religiones prehispánicas en primera instancia, unos años más tarde —prácticamente luego de una generación, y durante el siglo xvii— la discusión se centró en la reincidencia idolátrica. No deja de ser dramático que las voces ufanadas por la victoria de Dios sobre el demonio, que significó la conversión indígena, pronto fueran suplidas por lamentos, enojos y desesperanzas ante la escasa convicción de los nuevos cristianos.
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1. El Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos ¡Oh, infelicísima y desventurada natión, que de tantos y tan grandes engaños fue por gran número de años engañada y entenebrecida, y de tan innumerables errores deslumbrada y desvanecida! ¡Oh, cruelísimo odio de aquel capitán enemigo del género humano, Satanás, el cual con grandísimo estudio procura de abatir y envilecer con innumerables mentiras, crueldades y traiciones a los hijos de Adán! ¡Oh, juicios divinos, profundísimos y rectísimos de nuestro señor Dios! ¿Qué es esto, señor Dios, que habéis permitido tantos tiempos, que aquel enemigo del género humano tan a su gusto se enseñorease desta triste y desamparada natión, sin que nadie le resistiese, donde con toda libertad derramó toda su ponzoña y todas sus tinieblas? Fray Bernardino de Sahagún en las «Exclamationes del autor», Libro primero de la Historia General de las cosas de Nueva España. Así, en términos generales como se ha explicado antes, este tipo de discurso llega a la Nueva España. Su primer gran representante, mediante el Tratado de hechicerías y sortilegios57 es fray Andrés de Olmos, connotado misionero franciscano a quien se debe la versión conocida de los bellos Huehuehtlahtolli y la primera Arte de la Lengua mexicana, entre otros aportes. En Europa el padre Olmos había acompañado a Juan de Zumárraga, luego nombrado Obispo de México, durante la comisión que le diera Carlos V «para desterrar la venenosa brujería de las regiones de Cantabria»58, los asuntos relativos a la heterodoxia y el discurso contra la magia negra no le eran desconocidos en la práctica, como no lo eran para la mayoría de los religiosos eruditos al menos en la teoría. Durante las etapas de conquista, colonización y evangelización española en América predominó la tendencia general de aplicar la experiencia —acarreada desde la tradición del Medievo— en la labor doctrinal europea para la catequesis de los pueblos indianos. Si Olmos pudo enfrentar la brujería en España, podría hacerlo en el Nuevo Mundo, tal era el razonamiento. Por supuesto que esta lógica consecutiva sustenta a los propios fenómenos mágicos y diabólicos como una presencia mundial, el mal reconocible en Europa, principalmente mediante su faceta de brujería, debía estar necesariamente enseñoreado de las nuevas tierras, desprotegidas e ignorantes del Evangelio. Así la realidad mágica 57.– Fray Andrés de Olmos, Op. Cit. 58.– Juan José de Eguiara y Eguren, Historia de sabios novohispanos, México, UNAM, 1998, p. 19.
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de América, desde la versión demonológica europea, se instala por traslado y enajenación migratoria en un primer momento. El teatro de evangelización es el más claro ejemplo de esta técnica predicadora.59 Los sacerdotes que ya tenían camino recorrido en la propagación y corrección de la fe fueron los mejores candidatos para ejecutar otro tanto en América. El hecho es que su prestación en la campaña contra las brujas de Vizcaya debió parecer altamente satisfactoria, ya que su superior, fray Juan de Zumárraga, al ser elegido por el emperador Carlos V como primer obispo de México en 1527, hizo de él su compañero para el decisivo viaje americano. Es posible que Zumárraga pensara que la colaboración de Olmos en el delicado asunto de las brujerías vascas tuviera algún parecido con la misión que se le encomendaba en tierras de América, es decir, erradicar creencias, ritos, actitudes, discursos y prácticas ajenas a la doctrina cristiana. Además, podía parecer útil contar con un «especialista» que había dado pruebas abundantes de su eficacia.60 Mas, si en un primer momento se trató de una directa súper posición de valores, de intento o ideal de aculturación, de un traslado indiscriminado de formas, técnicas y recursos didácticos para la difusión evangélica, muy pronto la realidad mostró a los conquistadores (militares y religiosos) que era preciso adaptar, reorganizar, modificar las herramientas doctrinales europeas, además de crear otras acordes al nuevo contexto. Las necesidades y las exigencias provenientes de los obstáculos in situ generaron estrategias renovadas debido a que la inercia de la identidad cultural autóctona no desaparecía derribando los ídolos y bautizando a los indígenas; fue evidente que una inusitada forma de enajenamiento, de aceptación y rechazo, de ruptura y continuidad, de apropiación e interpretación especiales del dogma cristiano parecía cubrirlo todo hasta casi mostrar desconocido el rito para los propios difusores: el sincretismo. El intento que representa el Tratado de hechicerías y de sortilegios en lengua náhuatl para introducir en las conciencias aborígenes los elementos de una demonología europea originada en un modelo español elaborado veintiséis años antes, no es la menos atrayente ni la menos importante de las empresas llevadas a 59.– También se puede considerar ejemplo de esto a la pintura mural con fines moralizantes. Así lo analiza Michel Karl Schuessler, «Géneros re-nacientes de la Nueva España: Teatro misionero y pintura mural», en José Pascual Buxó (editor), La cultura literaria en la América virreinal. Concurrencias y diferencias, México, UNAM, 1996, pp. 269-277. 60.– Georges Baudot, «Las crónicas etnográficas de los evangelizadores franciscanos», en Historia de la literatura mexicana 1. Las literaturas amerindias de México y la literatura en español del siglo xvi, ed. cit., p. 301.
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cabo por el fraile menor. El papel que desempeña este texto en la génesis de ciertos sincretismos, en la reinterpretación de las doctrinas cristianas por los indios (probablemente al revés de lo que Olmos deseaba), no ha debido ser nada desdeñable.61 Por tres siglos, al menos, persistieron tanto la queja clerical acerca de la poca eficacia en el denodado esfuerzo para conseguir la conversión indígena, (y no por culpa de los emisores sino por la «malignidad» de los receptores engañados por el diablo, arguyeron mediante los sermones) según se distingue en los discursos contra las supersticiones e idolatrías aquí presentados, como la permisividad, aceptada o no, de mixturas, alteraciones, omisiones y adaptaciones en la práctica social de la religión católica ante la inevitable presencia de las aún vigorosas raíces culturales autóctonas. El propio Andrés de Olmos murió angustiado por el empecinado retorno a las prácticas ancestrales que de vez en vez, pero de manera continua realizaban sus feligreses, especialmente totonacas y chichimecas. Llegó a ver poco provechoso su trabajo arduo en el aprendizaje de los idiomas locales, la redacción de textos para la conversión y las excursiones misioneras. Su escritura, sobre todo en el Tratado de hechicerías, revela a un hombre preocupado ante los aparentes magros frutos de su esfuerzo. ...la lucha por extirpar la idolatría se halla en la línea sobresaliente de sus preocupaciones al incurrir en semejante libro. La conciencia clara de que la evangelización conlleva cierto fracaso es palpable en estos años que atestiguan cómo principió el notable desplome de las grandes esperanzas albergadas en el primer tercio del siglo xvi.62 El acercamiento biográfico que el polígrafo novohispano Eguiara y Eguren realiza de Olmos lo decanta casi como un sujeto con olor a santidad, según su opinión el evangelizador mostró en vida denodado esfuerzo, amplia sabiduría, dotes de profeta y favor de Dios en la labor de conversión de los indígenas: Muchas veces las flechas que le lanzaban se volvían contra los lanzadores, y dejándolo a él a salvo para bien de ellos, se los ganó luego para Cristo. Algunas ocasiones, en la cabaña de paja que él había construido para las celebraciones sagradas, por instigación del demonio arrojaron los indios venablos encendidos a fin de matarlo cuando huyese de las llamas, sin que por ello se 61.– Georges Baudot, «Prefacio», en Fray Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías y sortilegios, 1553, México, UNAM, 1990, p. vi. 62.– Georges Baudot, «Introducción», en Ibídem, pp. xxiv-xxv.
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quemase la casa ni él padeciese daño alguno, por lo cual, estupefactos, se rindieron a él y a la fe que predicaba.63 Incluso, asegura, en el momento de su muerte acontecieron señales de santidad como luz, aroma y música celestiales. Se trata de una lógica común en la difusión religiosa. Como consecuencia de la familiaridad con el discurso hagiográfico, la mayor parte de los promotores evangélicos, especialmente aquellos apegados a las prácticas ascéticas y a la labor de conseguir la conversión en condiciones peligrosas y difíciles, fueron encaminados a los altares, o al menos propuestos como modelos de sacrificio, beatitud y santidad. Este tratamiento biográfico es típico en la valoración novohispana de los principales frailes misioneros. Las crónicas que narran los pormenores de la evangelización no dudan en afirmar que el milagro está de lado de los sacerdotes, en contraposición de la fascinación e ilusión, dotes de los demonios; construyen así un para-relato con elementos literarios e históricos, engrosando el género martirológico de origen medieval relativo a las vidas de santos. Desde otro enfoque las crónicas de milagrería reflejan el rostro institucional de la percepción mágica, sobre todo cuando la apología al personaje raya en la veneración excesiva, precisamente una de las definiciones de la superstición; además de que las narraciones de sus acontecimientos trazan un mapa común cuyo diseño los relaciona en lo general al presentar episodios de ermitañismo, tentaciones, ascetismo, revelaciones, misticismo, predicación, etc. Son especialmente interesantes para este análisis en su lectura como fuentes directas y poco exploradas en busca de la dilucidación respecto al discurso antisupersticioso, pues invariablemente aparecen aspectos mágicos, fenómenos maravillosos, crisis de fe, lecciones morales, y variantes personificadoras del diablo. Que el propio autor de una diatriba a las supersticiones estuviera a punto de convertirse en una, por compartir adoración santificada promovida por sus biógrafos, resulta una paradoja y una fehaciente muestra de que el pensamiento mágico funciona comúnmente desde cualquier enfoque, ya sea el marginal y prohibido o el oficial. Con el presente planteamiento y recorrido textual se pretenden establecer los vínculos que de manera general se encuentran relacionando la obra de Olmos relativa a la hechicería con otros textos similares, los cuales funcionan como antecedentes y pilares de la tradición discursiva. Ésta, hemos dado en considerar, está armada por los tratados de las supersticiones. La obra de Olmos forma parte de ella y se caracteriza por ser el primer ejemplo de este género en América. El tema, como se dijo antes, resultó inmediatamente del encuentro cultural y la calificación del «otro». Descubridores, conquistadores y evangelizadores integraron el discurso antisupersticioso y hablaron de paganismo e idolatría 63.– Juan José de Eguiara y Eguren, Op. Cit., p. 21.
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indígenas desde las primeras relaciones de sucesos, pero ahí lo encontramos como parte de una serie de informaciones y crónicas que contenían diversos fines y diferentes temas; el libro de Olmos, en cambio, traslada a un contexto incomparable, de manera directa, la reprobación de las creencias de los demás tal cual lo expresaban los teólogos europeos, adecuándolas al Nuevo Mundo. Varios elementos deben considerarse para explicar la existencia de un tratado antisupersticioso en el siglo xvi novohispano: como se indicó antes hay una necesidad de evangelización, ésta requiere herramientas; de manera lógica opera una reproducción de las representaciones de la superstición europea; y se precisa una adaptación de los recursos y los esquemas ideológicos, aunque sólo por sentido utilitario y no por consideración de la diferencia cultural. Por lo tanto hay confusión derivada de la falta de empatía cultural. Confusión que se refleja en las soluciones de «tabla rasa» y juicio similar a eventos diferentes; y en el aprovechamiento de los patrones ritual-religiosos que los evangelizadores sí alcanzaron a percibir pero no a comprender cabalmente, y para el caso de la obra de Olmos, en el tratamiento paternal que hace suyo a partir del estilo amonestador de la educación en el idioma náhuatl. En cuanto a los objetivos se trata de un libro concebido por su autor como antisupersticioso en sentido amplio; en cuanto a los medios a emplear contra la superstición, el manual no separa apenas los pies de la tierra, abordando lo que suponemos debían ser los principales excesos concretos dados en la diócesis.64 De que la obra de fray Andrés de Olmos sea un eslabón más de la cadena discursiva que debate alrededor de las supersticiones no hay duda, lo prueba el hecho de que su tratado introduce los principales aspectos y temas del manual antisupersticioso a América como se hizo con el efectivo teatro de evangelización, es decir, usando un texto básico europeo y adaptándolo a las necesidades inmediatas exigidas por la labor evangelizadora: «[...] tomé el trabajo de sacar del dicho libro lo que pareció hazer más al caso para éstos [...]»65 Se refiere por supuesto al Tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones... de fray Martín de Castañega, también perteneciente a la orden seráfica, publicado en 1529, el cual transcribe y adapta en náhuatl para armar su Tratado de hechicerías y sortilegios.66 He aquí su valía y originalidad, el texto español cambia gracias al enfoque y al tratamiento didáctico de la transmisión amonestadora estilo 64.– Juan Roberto Muro Abad, «Introducción», en Fray Martín de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechizerias y de la possibilidad y remedio dellas (1529), edición e introducción crítica de Juan Robert Muro Abad, Logroño, Gobierno de La Rioja / Instituto de Estudios Riojanos, 1994. p. xiii. 65.– Ibídem, p. 3. 66.– Mientras Georges Baudot en la introducción a la obra de Olmos (p. x) deja como probable la participación y por lo tanto coautoría de Olmos en el tratado de Castañega, Muro Abad lo in-
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tradición oral de los pueblos nahuas. Olmos se tomó la molestia de aprender la lengua principal de Mesoamérica (y otras) y de escribir este texto en particular mediante idioma náhuatl. El resultado que logra preconiza la dirección que el discurso doctrrinal novohispano tomará en los siguientes siglos: el cuidado en la ortodoxia católica con especial atención en las reminiscencias rituales indígenas. Pues aunque los demás estratos sociales no dejan de ser vigilados, aleccionados, y coercionados, con mano suave en general, los textos censores y denunciantes de heterodoxias que se escribieron durante la colonia están dirigidos a reprobar la idolatría indígena principalmente. Para cualquier predicador de la talla de Olmos resultaba claro que el principal enemigo se encontraba enquistado en las reminiscencias y aun reactualizaciones de los cultos prehispánicos. El diablo estaba en el ídolo indígena tanto como estuvo en los oráculos de Apolo. La propia materialidad idolátrica parecía convenir con las pretensiones miméticas de Luzbel. El trabajo de los líderes de la conversión debía abarcar éste y otros aspectos de carácter social y espiritual a fin de dar cohesión a una peculiar reedición del colonialismo, en cuyo centro estaba el cuidado de la ortodoxia, la argamasa de la construcción ideológica heterogénea. El tratado de Castañega ha de inscribirse sin duda en el marco temporal de la expansión geográfica de la monarquía y de la unificación política, social y religiosa de sus dominios. En este último aspecto, la Inquisición iba a jugar un papel de primera magnitud al abordar la tarea de dar cohesión ideológica a los pueblos del nuevo estado. Para ello había de combatir encarnizadamente las heterodoxias allí donde se presentaran; y en donde no las hubiera, el celo inquisitorial llegaría a crear lo que se ha venido a llamar «herejías artificiales» que habían de cumplir eficazmente el papel de excusa.67 En su «Prólogo» el padre Olmos establece como justificación del texto escribir contra un caso anómalo que entonces existía en Europa entre «cristianos viejos» y se repetía obcecadamente entre los «naturales indios». Presupone la existencia de hechiceros, actividades demoníacas y peligro de daño «a las almas y cuerpos». Presuposición no subjetiva si se toma en cuenta el respaldo que los eruditos daban al fenómeno mágico y las circunstancias de maravilla natural directa que el entorno novedoso americano le mostraba día a día. El evangelizador es uno de los muchos religiosos convencidos de la realidad de la hechicería y de todo lo que conlleva: demonolatría, herejía, infidelidad, dica como una línea de investigación pendiente. Así lo estableció en la introducción al tratado de Castañega (p. xl) y en una comunicación personal. 67.– Ibídem, p. xiv.
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idolatría... como antes se preocupó y ocupó contra el fenómeno en Vizcaya, ahora hace otro tanto en la Nueva España. Tal vez más preocupado por lo avanzado de su edad y la firme convicción del «peligro»: Y pues esta maldita llaga crece, o reverdece, y yo me voy llegando al fin, pareciome escrivir lo que alcanço, aunque no sea sino abrir la senda a que los que más saben en todo la hagan campo y la declaren mejor. Si en el árbol verde tales cosas acaecen, ¿qué será en el seco? Si la vieja christiandad se quema, no es de maravillar que arda la nueva, pues el enemigo no menos embidia, enojo y rencor tiene destos que poco hase se le escaparon de las uñas que de los que ya ha mucho tiempo se le salieron de las manos. Y cada día cerca y rodea la presa por la tornar a comer al qual solo la fe formada le es impedimento, porque del ‹de› fe tibia o muerta, poco, o nada se espanta.68 Para el padre Olmos las prácticas rituales reincidentes (o nunca abandonadas del todo) de los indígenas tienen el cariz de adoración al demonio, idolatría y falta de fe, por ende su reiteración significaba un fracaso personal del mandato de evangelización en su genuino rol de «salvador de almas» y predicador de la «verdadera fe». Baudot lo expresa correctamente luego de su revisión del texto: «Efectivamente, con la única excepción de una anécdota [...] todas las apariciones diabólicas alegadas por Olmos revisten los aspectos de una lucha contra posibles resurgencias prehispánicas».69 Por ende no bastaba convertir y unificar bajo la «verdadera fe» sino además había que mantenerla y vigilar su correcta aplicación. Fracasar en la promoción y conservación leal de la fe no era una opción para los evangelizadores, no lo fue para Olmos, al menos. La inconmensurable tarea exigió toda su energía, la lucha era física y espiritual, se trataba de enfrentar la realidad natural y social del Novo Orbis y la metafísica de la malignidad. Esa era su misión diaria. El mundo de creencias y costumbres «desordenadas» que el franciscano percibe equivale a las herejías ya tipificadas por la vigilancia eclesiástica. Resulta igual de reveladora su convicción en otra de sus obras: Dios pide que nadie adore ídolos, que nadie se pinte el rostro, que nadie queme hojas, queme hierbas, que nadie queme incienso, nadie ponga copal en la lumbre, porque esto es una ofrenda al Diablo. Nadie seguirá al curandero, al brujo, no se creerá en la palabra de los ciegos, de los que no creen, no ven, 68.– Fray Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías..., ed. cit., p. 4. 69.– Georges Baudor, «Introducción» a Fray Andrés de Olmos, Tratado de..., ed. cit., p. xxv.
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no tienen sentido común, y que son hombres perversos que no quieren obedecer a Dios.70 El autor instala a la figura diabólica como el fundamento justificador sobre lo que descansa gran parte de la dialéctica prevención – amonestación – hechicería – adoctrinación. Pero sobre todo compagina los rituales de la cosmovisión autóctona con la percepción europea demonológica, implicando a los guías de los indios en algo que originalmente les es ajeno: el trato con el diablo, pero que aprenderán a relacionar y a utilizar, gracias a la inherente contradicción del discurso moral que muestra lo que prohíbe, como símbolo de poder rebelde frente al yugo español durante la Colonia. Estrictamente apegados a la continuidad del pensamiento demonológico erudito, Olmos fue el primer intérprete textual de la presencia diabólica en América. No sólo porque reutilizó un tratado europeo sino porque «constató», desde su preocupada visión y actividad doctrinal, la presencia del diablo detrás de los cultos mesoamericanos. Específicamente en tres de sus facetas: el rito en sí, el ídolo y el sacerdote indígena. El primer capítulo71 de su reproducción es un extracto de la demonología tradicional, con referencias constantes a las características del diablo: desobediente, instigador, engañador, falso, rebelde, soberbio, charlatán, fanfarrón, etc., todo lo que se desea que el indígena no sea, desprecie y denuncie. De la misma manera —como es el caso de la mayoría de tratados europeos— prácticamente en todo el texto se encuentra la figura del diablo instalada como un eje de explicación que rige los subtemas. «Muchísimo se ha escrito acerca del Diablo, para que sea conocida su mucha maldad, para que entonces sea temido, sea abandonado, para que no se sufra para siempre a su lado».72 Pretende justificar en el capítulo viii. Y aún en las últimas palabras de la obra, se trasluce la preocupación de Olmos frente a la constante presencia del mal: «No se dirá más para que nadie se turbe. Porque es muy temible».73 Por supuesto que ahora, bajo las nuevas circunstancias históricas, el diablo tiene rostro, presencia y amenaza de indígena: En resumidas cuentas, el diablo es un personaje indígena, prehispánico, cuando hace alguna aparición por México. Su apariencia es entonces, siempre, la de un señor de la nobleza aborigen de la época precolombina, vestido con la indumentaria propia tal y como aparece en los códices, con las galas y vestiduras de tiem70.– Fray Andrés de Olmos, Tratado sobre los siete pecados mortales, (paleografía del texto náhuatl, versión española, introducción y notas de Georges Baudot), México, UNAM, 1996, pp. 21-23. 71.– Se titula «De cómo el demonio desea ser honrado». 72.– Ibídem, p. 65. 73.– Ibídem, p. 75.
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pos anteriores a la llegada de los españoles, y que reclama cultos, ritos y ofrendas desterrados por los conquistadores.74 Esta identificación directa entre las deidades y dignatarios prehispánicos y la figura del mal en el catolicismo es necesaria, porque así lo ven los misioneros y porque sirve a los propósitos de la conversión religiosa. Además de reflejar la ansiedad doctrinal, justifica y al mismo tiempo fortalece el proceso escatológico final de la religión católica. Hay algo de nimbo iluminatorio en cada esfuerzo personal y colectivo de los hombres de la iglesia que redunde en consolidar el plan divino y la promesa de salvación, en cuya brega la lucha contra el demonio significa un paso ineludible y un imperioso mandato. En este mismo espacio el autor aprovecha el recurso casuístico, aunque nunca abusa de él, para mencionar a Jesús tentado por Satanás, el Papa Gilberto practicante de brujería, la debilidad de Salomón por las mujeres, la conversión de Cipriano, y la predicción a Saúl. El ejemplo es importante, tanto por el tratamiento doctrinal como porque es característico en los tratados antisupersticiosos más difundidos. Por cierto, aparecen desde el inicio, y se mantienen cada vez que hay necesidad de referirse a las mujeres, los prejuicios que califican al sexo femenino como proclive al mal, acólito del diablo y gustoso de la ocupación brujeril. Hasta incluye una serie de respuestas al porqué hay más mujeres servidoras del diablo que hombres: • • • • •
Son embaucadoras, no están cerca de los sacramentos. Son fáciles de engañar por el diablo porque así fue con Eva. Son curiosas, quieren saber rápido los secretos sin estudiar en los libros. Son parlanchinas, no cuidan sus palabras, comunican todo. Se dejan dominar por las pasiones: ira, enojo, cólera, celos, envidia.75
Sin embargo Olmos no está aportando nada nuevo en el estilo y tratamiento del discurso contra las supersticiones, puesto que la misoginia nace implícita al manual inquisitorial y a toda disertación que discute la presencia maligna y su representación terrenal. Como es fama, el Malleus maleficarum de Kramer y Sprenger, el Compendium maleficarum de Guazzo, las Disquisitiorum magicarum de Martín del Río y otros muchos textos se caracterizan justamente por el peso discriminatorio que redactaron en contra de las mujeres. Las crisis de brujomanía europea acontecidas entre el siglo xvi y xvii afectaron principalmente al sexo femenino, la base para esta diferenciación genérica se encuentran en los discursos eruditos. 74.– Georges Baudot, en Op. Cit., pp xxv-xxvi. 75.– Cfr. Fray Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías..., ed. cit., p. 47.
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El capítulo ii muestra que Olmos estaba convencido de la hipótesis que establecía la acción y organización paralelas de una iglesia demoníaca contra la iglesia católica. «Hay sobre la tierra dos congregaciones; una es muy buena y la otra muy mala. Aquella que es muy buena se llama Yglesia cathólica, y la que es mala se llama yglesia diabólica».76 A la manera en que Martín del Río lo plantea en las mencionadas Disquisiciones mágicas. Ambas iglesias se encuentran en constante y trascendental lucha, todo lo relativo al bien se alía con la católica, mientras aquello execrable se vincula con la diabólica. Una ha establecido los «sacramentos» y la otra la parodia con los «execramentos».77 Los cuales malversan la materia, la forma, la intención y en sí a toda la liturgia. Y así, algunas veces quiere burlarse de los Sanctos Sacramentos, él, y por eso hace para ello los mismos tres atributos, hace o quizá dispone los Execramentos. Primero 1: si es posible busca una porquería, una cosa sucia, un excremento maloliente, espantoso, escandaloso y difícil de reconocer; esto se llama la materia. Segundo 2: para lo que se llama forma, él usa palabras muy peligrosas, falsas, oscuras, difíciles de entender. Tercero 3: para lo que se llama yntención, que quiere decir lo que más desea su corazón cuando da los Execramentos, para que así se cumplan malas acciones, pecados, maldades, para que vayan todos al lugar de los muertos.78 Este enfoque o consideración de las realidades y mitos alrededor de las actividades diabólicas como la hechicería en congregación antagónica, no dejaba, incluso en su tiempo, de ser extrema y por lo tanto debatible por los propios teólogos del catolicismo. Quienes, por otro lado, se encontraban muy lejos de los avatares de la evangelización en América como para censurar la opinión de Olmos, máximo tratándose de una labor esforzada en un medio desconocido y en ocasiones hostil. El propio autor reconoce que existen diferencias de opinión entre los propios religiosos: «Muchos sabios, los que conocen bien la escritura, no creen que los hechiceros, los nahuales (brujos), los descreídos, puedan volar por los aires; piensan que esto es imposible. [...] de hecho es verdad que, a veces, los de mundo diabólico pueden así volar por los aires».79 Y arguye tres «razones»: 1ª. Se les ha visto, 2ª. La Biblia dice que es posible, y 3ª. 76.– Ibídem, p. 23. 77.– El tema se trata en el capítulo iii: «De cómo ay sacramentos en la Yglesia Católica y en la diabólica execramentos». 78.– Ibídem, p. 37. 79.– Ibídem, p. 51.
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Los brujos lo reconocen. Respecto a esto último, más adelante considera la posibilidad de que a veces los brujos nahuales sólo sueñen el vuelo nocturno. Lo que el padre está tratando de explicitar es la disputa que también se encuentra en el polémico Canon Episcopi, el cual tacha de onírica la pretensión de que las brujas vuelen a las reuniones nocturnas, atribuyéndolo a su imaginación y a sus sueños, de hecho muchos otros autores secundarán la opinión escéptica, mientras otros más apegados al esquema de credulidad en las actividades y características de la brujería que la propia Iglesia católica impulsó, compartirán la opinión de Olmos. Es lógico encontrar en el planteamiento de la obra la reiteración de la iglesia católica como la única, la verdadera, la relacionada con Dios, mientras que «la otra», «la casa del diablo» aglutina a todas las manifestaciones y creencias equivocadas, es diversa. Lo que el franciscano hace, como muchos otros, es incluir en el mismo esquema, cual cajón de sastre, todas las ideas y tipos de fe diferentes a la suya con la etiqueta de «herejía»: judíos, musulmanes y naturales americanos. Es de vital importancia para el discurso sermonario dejar claro que el catolicismo contiene al «genuino y único» Dios. El monopolio de la «verdad» divina, de la religión «buena» y del mismo Dios es un convencimiento a transmitir. Como se trata de un texto diseñado para la transmisión de ideas, la educación en materia de fe, el autor previene e informa a los indígenas, —para quienes estos dogmas eran novedad y extrañeza— la manera de distinguir cuál iglesia es la «correcta»: si es asamblea pública y enseña a amar a Dios (catolicismo) es buena; si es reunión secreta y hay palabras erróneas y engaño, es mala (templo del diablo).80 Otro recurso constante es el miedo. Se plantea un enemigo astuto y temible, peligroso en la realidad diaria y en los planos espirituales, con adeptos dispuestos a cumplir sus terribles mandatos. (A través de los votos o pacto implícito u oculto que hacen). Ante lo cual no hay más defensa que la propia fe, si bien debe sostenerse y trasladarse a los escudos «prácticos» que la misma Iglesia aconseja: «Se dice que no hizo el signo de la Cruz, que no dijo: Jesús. No vayan a olvidar ustedes, para que el diablo no les haga desgraciados, si les pareciere algo, alguna vez».81 Instalado el miedo devienen la desesperación y la angustia, productos de la orfandad y la duda de las protecciones señaladas. ¿Y si santiguarse no es suficiente? ¿Por qué siendo tan malo el diablo se enseñorea del mundo y hace pecar a los hombres? Olmos lo expresa así: Acaso decís: ¿por qué se le permite al Diablo engañar así? ¿Como es posible que Dios no lo haya sometido? Así ya no enga80.– Ibídem, p. 27. 81.– Ibídem, p. 45.
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ñaría. Y del mismo modo: ¿por qué viven sobre la tierra tantos judíos, moros, gentiles y herejes, que no se pueden convertir, que no quieren ser cristianos? ¿Cómo es posible que Dios no los haya sometido, en ningún modo los haya muerto, en ningún modo los haya arrojado al lugar de los muertos? A pesar de ello, Dios sólo conoce la respuesta, y nadie puede ser digno de preguntar a tu gran rey por qué todos aquellos que así viven en su morada acaso no se lo merecen.82 Y responde con las siguientes ideas basándose en San Agustín: • No hay plena convicción de la fe personal. En contacto con los seguidores del diablo los hombres fortalecen su fe y se dedican más a ella. • Viviendo los herejes los cristianos destacan, aquellos son engañados para prevenir a los verdaderos cristianos. • Las maldades son para los incrédulos, los buenos reconocen los engaños. • Dios no abandona al engaño a sus fieles, actúa bien aunque no se le entienda.83 Por extensión, la lectura, contenido y lección que se espera llegue a los indígenas es que los rituales y divinidades de sus antepasados son malignos, que deben abominarlos por ser obra del diablo, mientras que deben anhelar la práctica reglamentada de los rituales católicos para bien de sus cuerpos y de sus almas. Siempre hay una velada amenaza, diplomática, hasta cariñosa, pero la dulzura de la lección se apoya en un estado de contención, prohibición, vigilancia (difícil de llevar a la práctica, por ello se requiere el autoconvencimiento del indígena) y continuo esfuerzo adoctrinador. En el mismo orden de ideas Olmos concede materia espiritual al diablo, le reconoce poderes sin incursionar en la discusión respecto a la permisividad o limitantes que Dios le impone o no a sus acciones maléficas. Simplemente da como un hecho su poder: «Y, así, fuerte es el Diablo, bien logrará que el fuego del cielo sobre la gente caiga. [...] ninguna cosa terrestre le hace daño, porque no es carnal».84 Parte de su poder es la facultad de la posesión y de procrear íncubos y súcubos: «Por fin el Diablo se transforma a veces en varón para alcanzar acceso carnal con una buena mujer, y a veces se hace mujer para dormir con un varón bueno, y así concibe».85 82.– Ibídem, pp. 37-39. 83.– Ibídem, p. 39. 84.– Ibídem, p. 29. 85.– Ibídem, p. 31.
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La constante referencia al diablo, aparte de convertirlo en un personaje principal del tratado, dimensiona la magnitud del esfuerzo en tanto el misionero cree que se enfrenta con manifestaciones provocadas por un formidable enemigo del bien, pervertidor de gran número de hombres y señor de las tierras americanas, que incluso se niega a retirarse vencido acuciando a los indígenas para que lo adoren con los mismos rituales prehispánicos. Ahora bien, los tratados antisupersticiosos europeos, lógicamente empezando por el de Castañega, a quien, se insiste, Olmos imita casi por completo como modelo, y representados por la impactante trascendencia de las ideas vertidas en el Malleus maleficarum, destinan la misma capital importancia al diablo, igual le dedican constantes referencias y, conceptos más o conceptos menos, le atribuyen las mismas características. A partir de esta figura principal se derivan los temas específicos que se incluyen en la superstición. El primero de ellos, sin duda, es la hechicería. En el padre Olmos, como en Ciruelo y su Tratado de las supersticiones y el propio Castañega, los cuales son los enlaces más próximos a su obra, la hechicería aparece ya con todos los elementos que caracterizan su imaginería: un papel preponderante y además por «perversión natural» de las mujeres, el vuelo nocturno, el aquelarre o Sabbat, la orgía, el canibalismo, el asesinato de infantes, los maleficios, la adoración al diablo, etc. Sólo que en Olmos estos elementos se supeditan y en cierto sentido se modifican gracias al ambiente y concepción religiosa que se quiere suprimir. El concepto de idolatría gana preponderancia entre las preocupaciones de la censura del tratado y se espera que no haya regreso a los rituales originales. El discurso previene y se mueve más comúnmente alrededor de la idea del engaño al pueblo recién bautizado por sacerdotes que no abandonan a los dioses nahuas —representantes del mal según los misioneros— que alrededor de la elección como parece ser la reprobación en los casos relacionados con los europeos. Hay la conciencia de que los indígenas no conocen totalmente la nueva religión y que en el pasado fueron engañados por el diablo y los sacerdotes de sus ritos para vivir en la «oscuridad» de la fe, pero que de nuevo pueden prestar oídos a sus antiguas creencias. Excusa que no se puede utilizar con los «cristianos viejos», si éstos equivocan el camino es por infidencia, maldad, herejía y con conocimiento de causa. Si bien los tratados contra las supersticiones se muestran preocupados por atacar la brujería, no dejan de ser correctivos didácticos para preservar la ortodoxia católica. El señalar el error adjunta una reprimenda de la actitud supersticiosa pero también una moraleja para la vida práctica. Ciertamente las obras no llegaban directamente a las personas analfabetas, pero las falsas creencias y las prácticas heterodoxas no eran exclusivas del pueblo llano. Así que los tratados hablan primero a los sacerdotes, eruditos, nobles y personas de cierto nivel
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socio económico y de cierta preparación, a unos para que ayuden en el esfuerzo de erradicar las supersticiones y a otros para que aprendan a no ejercerlas. En el padre Olmos se nota un intento por llegar a los oídos de los indígenas a través del uso de su idioma y de sus fórmulas didácticas, pero se ha de tomar en cuenta que el vehículo de transmisión y llegada principal es el sermón litúrgico y no el texto escrito en sí. Es posible imaginar a un Andrés de Olmos arengando en náhuatl a sus súbditos en su esfuerzo por traducir la tradición discursiva contra toda superstición. Por otro lado y para concluir, su dependencia directa con el tratado de Castañega no devalúa su intento, antes bien, lo enriquece, dada la hipotética continuidad del discurso contra las prácticas supersticiosas. Ciertamente ha seguido un modelo occidental como lo ha hecho en otros casos y como es la práctica común de los evangelizadores del siglo xvi novohispano, al hacerlo, se eslabona y da extensión al discurso especial que se muestra en cada tratado que censura supersticiones, intenta aclarar los posibles «errores» y alecciona para discernir al respecto. Es precisamente esta tradición discursiva la que permite sostener, primero, el concepto de «tradición» de un tema y segundo la continuidad del mismo, dadas las constantes manifestaciones, es decir, los textos que es posible relacionar. En el presente caso la obra de Olmos no tiene mayor problema para su inclusión en esta continuidad textual. Resultan obvios el traslado y la adaptación de las ideas que atacan la hechicería y otras supersticiones con la figura del diablo en primer lugar. Ese es precisamente el mérito de su existencia. Vocación, preocupación, doctrina, mesianismo, incluso miedo impulsan la labor suplantadora de los frailes católicos en América. Olmos extiende al texto y a la cotidianidad la mano evangélica del mandato real y papal para conseguir una relativa y siempre débil victoria sobre el supuesto engaño diabólico instalado y escondido entre los rituales prehispánicos cuyo centro cósmico preside el ídolo. Para Olmos, una faceta más de Lucifer.
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2. El Informe contra idolorum cultores de Pedro Sánchez de Aguilar Inquisidor os mostrais CONTRA IDOLORUM CULTORES Con los fauores del Sol, Que mirais con vista inmoble. Desde Arcediano y Dean Distis tal buelo, de donde Oy el mundo nueuo todo Rodeais con este informe. Con el abriran los ojos Del entendimiento torpe Los que al tiempo del auxilio Los cerraron con desorden. «De vn religioso deuoto del autor» en Pedro Sánchez de Aguilar, Informe contra los idólatras de Yucatán. La justificación jurídica constituye una parte inherente del discurso contra las supersticiones, además es legible en todo tratado de demonología. Parcial o totalmente, como referencia o argumento, los textos típicos del tema desarrollan disertaciones alrededor de la legalidad, normatividad y legislación para el intento coercitivo contra las ideas y acciones heterodoxas, echando mano tanto de argumentos basados en la exégesis bíblica como de aquellos propios de la disciplina del Derecho. Prohibiciones, controles e intentos de supresión están ligados directamente con los postulados que la élite en el gobierno discurre como adecuados y verdaderos; es decir, los considera propios tanto de la ley de Dios como de la de los hombres. Esto apuntala el esquema diferenciador del poder; así, todo aquel sujeto o pueblo que no viva bajo dicha sistema «ordenado» y «deseable», no sólo no tiene un sistema coherente que le dé civilidad y vida «en policía» sino que intrínsecamente atenta contra el buen orden que la «ley verdadera» en propiedad exclusiva señala. Los fenómenos de la magia, la brujería, la adivinación y todo el esquema del imaginario heterodoxo occidental representan un caso cultural en cuyo centro se acrisola e incluso, por su carácter maravilloso e inmanente, se atrae el doble cuestionamiento de la legalidad, en tanto los libros al respecto señalan, anatemizan y persiguen estos rubros de la mentalidad común porque a su parecer atentan doblemente contra el bien y la verdad, pues reniegan de las leyes divinas y humanas. Según su discurso conforman una afrenta para el practicante y
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para el creyente, incumplen con los mandamientos de la religión y amenazan con pervertir el orden social. En el ámbito documental que persigue las creencias del «otro», hay que distinguir entre los manuales inquisitoriales y los tratados antisupersticiosos: en los primeros se muestra apego al proceso jurídico contra la herejía, explicando su aplicación mediante instrucciones y formatos; en los segundos la referencia legal y la labor del tribunal del Santo Oficio son respaldos argumentativos y constituyen sólo una de las varias disertaciones y temas que se discuten. Si bien ello no obsta para que los tratados demonológicos y contra las prácticas mágicas presenten capítulos o apartados desarrollando enfáticas disertaciones alrededor de las transgresiones, los procesos judiciales y las penas aplicables al caso; así como la mayor parte de los manuales inquisitoriales contienen, glosan y recrean con detenimiento el imaginario mágico colectivo. Aunque las dos tipologías informan, aleccionan y justifican tratamientos discriminatorios, el manual inquisitorial pertenece directamente a la documentalia del ámbito legal y al sistema de control impuesto por el poder del estado, tiene diseño y carácter de herramienta utilitaria; mientras que el discurso contra la magia puede tener un uso y una difusión más general, es un libro —o una parte esencial de alguno— monográfico, específico, dividido en subtemas relativos más o menos constantes y repetidos, que dilucida el espinoso asunto para acrecentar el bagaje de los directores de la fe, siempre en el contexto de la disertación teológica erudita. El Malleus maleficarum,86 por ejemplo, en tanto modelo prototípico del manual del inquisidor enfocado al combate contra las brujas, a pesar de incluir abundantes respuestas demonológicas, narraciones de hechos mágico-maravillosos y hasta remedios y recursos defensivos contra supuestos hechizos, pone especial énfasis en las acciones punitivas y los métodos judiciales para aniquilar la brujería. El Manual de inquisidores87 (también llamado Directorium inquisitorum) del dominico aragonés Nicolau Eymeric es mucho más directo en cuanto a la descripción del proceso que se había de seguir para procesar a los herejes y se convirtió en una pieza fundamental del derecho inquisitorial en español cuando el doctor canonista Francisco Peña lo rescribió.88 Incluso durante mucho tiempo los textos demonológicos de carácter informativo o jurídico se han visto como un intransigente alegato erudito que respaldó brotes y permanencias xenófobas, misóginas y de franca intolerancia 86.– Hay muchas ediciones, por citar una reciente, véase: Heinrich Kramer/Jacobus Sprenger, Malleus Maleficarum. El martillo de los brujos, Barcelona, Reditar, 2006. 87.– Véase Nicolau Eymeric, Manual del inquisidor, México, Alamah, 2003. 88.– Eymeric debió escribir su manual alrededor de 1376, con la llegada de la imprenta se editó por primera vez en 1503, la versión comentada por Peña se da a conocer en 1578. Véase la edición con introducción y notas de Luis Sala-Molins, Nicolau Eimeric, Francisco Peña, El manual de los inquisidores, Barcelona, Muchnick, 1983.
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frente al «otro» en general, como aconteciera durante las etapas eventuales de caza de brujas y la sistemática persecución de la ficticia secta de los brujos que hizo crisis entre los siglos xvi y xvii. El discurso antisupersticioso, por otro lado, es mucho más complejo que eso. Su continuidad está determinada por múltiples factores culturales y no sólo por la necesidad administrativa de contar con un respaldo legaloide en los procesos inquisitoriales. Si bien hay que reconocer que los jueces en los autos de fe requerían y usaban de la autoridad del manual inquisitorial y del discurso contra las supersticiones escrito por connotados teólogos, no únicamente en tratados monográficos, sino en libros doctrinales, glosas, sumas y exégesis de la Biblia. Empero, dada la importancia histórica del fenómeno mágico, resulta arriesgado apoyar propuestas teóricas que lo analizan considerando sólo el sentido unívoco, o acaso maniqueo, de su existencia histórica, como libro de utilidad persecutoria y ligado al ejercicio burocrático del Santo Oficio. Las investigaciones más recientes lo confirman: Sin embargo, la relación entre textos de brujería y juicios por brujería no es en absoluto sencilla. En muchos aspectos, de hecho, parece haber existido una relación disyuntiva. No podemos dar por sentado, simplemente, por tanto, que la única razón para escribir sobre brujería fuera justificar los procedimientos legales contra las brujas o, cuando menos, comentarlos.89 Dada la presencia constante de discursos europeos con temas jurídicos para respaldar la crítica y las acciones punitivas en contra de toda manifestación considerada herética, no sorprende encontrar ejemplos similares en el contexto novohispano. Tal es el caso del opúsculo de Pedro Sánchez de Aguilar, el Informe contra idolorum cultores,90 cuya principal preocupación estriba en demostrar que la Iglesia puede actuar contra la idolatría americana basándose en la legalidad pertinente. Es decir, en aquella que el propio discurso contra la magia y la herejía de los «otros» construyó desde el poder religioso y militar con base justamente en la persecución de esos rituales diferentes. Como la principal objeción a su texto lo dio la historia institucional —pues los indígenas terminarían por quedar excluidos del control inquisitorial, y el propio canónigo lo sabía cuando compuso el texto en América, que luego sería editado en España—, debemos buscar en otros terrenos ideológicos las motivaciones de su disertación. 89.– Stuart Clark, «Brujería e imaginación histórica. Nuevas interpretaciones de la demonología en la Edad Moderna», en El diablo en la Edad Moderna, coord. James S. Amelang y María Tausiet, Madrid, Marcial Pons, 2004, p. 22. 90.– He utilizado la reedición facsimilar del reimpreso de 1892, El alma encantada, Op. Cit., pp. 15-122.
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El libro, tamaño de quartilla, se publicó en el año de 1639, pero Sánchez de Aguilar lo redactó en 1613, siendo Capellán y Deán de la Catedral de Yucatán, con el fin de aclarar si correspondía al brazo real o eclesiástico capturar y castigar a los indios idólatras de la península, como respuesta e informe a una Cédula Real de Felipe III, el Piadoso, emitida en 1605, donde ordenaba se le notificara acerca de la situación que guardaba la idolatría en esa parte del territorio americano y las posibles vías para erradicarla. Al parecer la relevancia de Pedro Sánchez de Aguilar, respecto a la preocupación monárquica en la extirpación de los rituales idolátricos tiene continuidad protagónica, pues como él mismo lo declara, el informe representa la conclusión de un proceso que el padre promoviera 36 años atrás ante el Rey y el Consejo de Indias cuando en 1603, de regreso en América y nombrado Vicario general, se encontró con la «crecida» idolatría indígena y las limitaciones eclesiásticas para ponerle castigo y remedio, luego de haber fungido en 1602, en Valladolid, España, como Procurador ante el Consejo de Indias precisamente defendiendo la facultad del episcopado para aprehender indios idólatras por mandato del Obispo de Yucatán, Juan Izquierdo; en seguida escribió una carta dando cuenta y queja de la situación, su misiva fue la causa, afirma, de la redacción de la Cédula Real.91 La cual, efectivamente lo refiere: EL REY. Reuerendo in Christo Padre Obispo de Yucatan, del mi Consejo, por carta del Doctor Pedro Sanchez de Aguilar he entendido que en muchos pueblos de Indios, desse Obispado ay algunos dellos culpados en idolatrías; y aunque los Ministros assi Clerigos, como frailes, tienen gran cuidado en su conversion, e por ser toda essa tierra de montaña espesissima, y llena de cueuas, donde se ocultan, es muy aparejada para semejantes pecados, y que esta es la causa de estar en ella mas arraigada, que en otras la idolatria, y que el castigo, y penitencia que ha visto dar á los que han incurrido en este pecado, siendo bautizados, y hijos de Católicos, es muy leue para tan gran culpa: porque solamente se les han dado cien açotes, y dos, o tres meses de seruicio en la obra de la Iglesia Catedral desse dicho Obispado, que es causa de reincidir muchos dellos en el pecado, como lo hazen de ordinario; y que auiendo comunicado con personas doctas del remedio, que para euitarlo se podria hazer, ha hallado ser el mas vtil y necessario castigarlos con mucho rigor; y que si yo no mandasse hazer esto, nunca dexarian a los Dioses y ritos de sus passados.92 91.– Cfr. Pedro Sánchez de Aguilar, «Prólogo al letor» en Informe Contra Idolorum Cultores, pp. 20-22. 92.– Ibídem, p. 33.
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Por supuesto que esta respuesta obtenida de la más alta cúpula del poder en su tiempo, envalentonaría al clérigo para seguir insistiendo en el tema, a tal grado que llega a afirmar que si Bartolomé de las Casas fuese testigo de los rituales que él ha desbaratado personalmente no defendiera tanto a los indios. Por otro lado y no obstante haber escrito una doctrina en lengua maya cuya versión final confiesa haber perdido, dejando un borrador con los frailes jesuitas de Yucatán; muestra ser un ministro más de acciones que de palabras, pues seguirá trabajando contra lo mismo en el Perú. En el prólogo el autor da cuenta del esquema conceptual y contenido del libro: La traça y planta del (por abreuiarle) es vna question con sus argumentos, preludios, dos conclusiones, y respuesta a ellos, prouando quan desenfrenadamente se van al infierno estos idolatras, no siendo rudos ni barbaros, ni neofitos, sino tan sabidos, y resabidos, y atreuidos, como larga y forçosamente lo prueuo con sus maldades, y hechos insolentes, fundados en el poco castigo que han tenido, después que el demonio, a quien adoran, les ganò vna Real prouision de la Audiencia de Mexico, con que ataron las manos al segundo, y santo Obispo don Fray Diego de Landa, que los castigaua con alguna seueridad. Y por fin y remate puse vn caso estupendo de vn duende, o demonio, que infestò mi patria muchos años; y vltimamente algunos documentos para arrancar esta mala yerua y cizaña de idolatria.93 Mas si el tema principal discute la intencional actividad idolátrica, o mejor dicho desde la alocución censora «demonolátrica» de los indígenas, el asunto nodal que motiva el discurso es la entonces nunca resuelta definición de jurisdicciones. Es decir, dilucidar a qué órgano compete la persecución, el castigo y el remedio de la idolatría; concluyendo a favor de la Iglesia como parte de sus obligaciones y derechos mediando la delegación y patronazgo real. El sacerdote, incluso, pretende optimistamente dejar zanjada dicha cuestión. Y por que el tercer Obispo don Gregorio de Montaluo relaxò al braço seglar algunos destos idolatras, o porque las ordenanças antiguas de su Magestad para las Indias, y algunas cedulas Reales encargan a los jueces seculares, y Gouernadores destas Prouincias la extirpacion de la idolatria, pensaron, y pretendieron hazerse juezes deste pecado: cuyo conocimiento priuatiuamente segun derecho, y Bulas Apostolicas, pertenece al Obispo, y sus Vicarios. Y en este informe veran los juezes seglares el desengaño de los temores, con que dauan el auxilio que deuen 93.– Ibídem, p. 21.
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dar liberalmente sin conocimiento alguno de processos para la prision y captura destos idolatras, atendiendo a la descomunion de vna Bula de nuestro muy santo Padre Iulio III, que se halla al fin del Repertorium Inquisitorum, «Repertorio de Inquisidores,» con que cessarà la competencia que durò muchos años, sin acabar de concluirla los pareceres de los hombres doctos, que le dieron en mi tiempo.94 Aguilar, como hombre religioso de su época, se ampara tanto en su respeto a las jerarquías como en la común obligación de todo buen cristiano de salvaguardar la fe y ayudar a los desamparados, alejados o apóstatas, a reivindicarse frente a la doctrina para la salvación del alma, la propia y la ajena. No sin dejar de utilizar las fórmulas protocolarias de la falsa modestia y el auto vejamen. Este binomio, la obediencia y el esfuerzo, se encuentra sostenido por otro inherente a la doctrina católica de la restitución: el premio y el castigo para las vidas terrenal y espiritual. Lo que además aplica a raja tabla y representa una piedra angular de su texto y seguramente de su desempeño como ministro en tierras novohispanas y peruanas. Para él, los indígenas idolatran con total conocimiento de causa, yerran por convicción, contradicen la «verdadera fe» y definitivamente deben ser castigados sin miramientos ni consideraciones por los sacerdotes. Allá veremos el premio en el Tribunal supremo de Dios N. S. y el castigo tambien de los que contradizen a los juezes Eclesiasticos y el de los idolatras se empieza a ver con la persecusion de tantas langostas, que les destruyeron sus comidas los años passados; y vn huracan sobre todo, de que me han auisado. Quiera la diuina Magestad alumbrarlos con semejantes amagos de su gran misericordia, y conformar las cabeças, à cuyo cargo esta el procurar la salud espiritual, y temporal desta ciega gente, y despertar a los Ministros y curas para que velen como Pastores.95 En la aprobación del libro el franciscano fray Alonso de Herrera apoya la aplicación del castigo para corregir lo que califica como «la inclinación natural de aquellos bárbaros», de donde se desprende su obvia adhesión a la idea de que sea la Iglesia la que persiga y castigue a los indígenas idólatras y se refleja también el firme arraigo de los prejuicios tanto del castigo como solución a las diferencias, moneda corriente en la instrucción y el control social de la época, como el de considerar sin mayor análisis a los indios «de naturaleza infiel». La opinión del autor de la obra que aprueba, sin embargo, como ya se citó es mucho más 94.– Ídem. 95.– Ibídem, pp. 21-22.
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intolerante y acusadora, pues mientras Herrera alude a la naturaleza, Aguilar condena directamente la premeditación, en un señalamiento que representa la voz hispana más extremista acerca de la consideración del indígena americano. Es inevitable concordar con el pensamiento latente del autor y de otros de sus contemporáneos en cuanto a que mientras se discutía y definía la jurisdicción del hecho, la idolatría continuaba y aumentaba entre los naturales de las Indias occidentales. Lo deseable para ellos era que el poder real hubiese delegado a la Iglesia todas las facultades para encargarse del problema como parte de la propagación y defensa del catolicismo. Contando además con su apoyo, protección y mecenazgo para el conveniente desempeño de esta actividad, como tradicionalmente había ocurrido sobre todo en el acuerdo monarquía-papado del imperio español. Aunque también es cierto que ya fuera por el brazo seglar o el secular, con rigor o con levedad, el acuerdo y la preocupación comunes era que se persiguieran y castigaran a los indígenas idólatras porque cometían un delito y un pecado peligrosos. «Luego si se puede combatir á los idólatras, mucho más se les puede desterrar, ahorcar, quemar, según dispone el Derecho».96 Afirmó tajante el Vicario Sánchez de Aguilar. Tal y como el discurso contra el pensamiento supersticioso lo asienta en los diversos tratados de la época, la idolatría constituía un grave pecado que se oponía directamente a Dios y su fe. El autor conoce de la equivalencia jurídica y teológica entre idolatría y herejía; para entonces una verdad dogmática que campeaba en toda discusión acerca del demonio, la brujería, la magia y la heterodoxia. En el centro de dicha cuestión está la observación irrestricta e importancia doctrinal del primer mandamiento en el decálogo instituido por la Iglesia. Idolatrar significaba apostasía, infidencia, en suma rebeldía directa a las leyes divinas y por lo tanto adhesión, confabulación y vasallaje al demonio. Motivos centrales para ser abominado por el cristianismo, acarrearse persecución no sólo inquisitorial, sino de todos los organismos civiles y eclesiásticos, y, por qué no, ser digno de desprecio lastimoso por vivir en el pecado, la ceguera y la oscuridad diabólicas. Esto último parece ser parte, aunque en mínima proporción, del sentimiento y juicio de Pedro Sánchez de Aguilar. Y es que mientras la idea general entre los mandatarios y jueces se refería a que los transgresores eran más dignos de lástima que de castigo, como lo muestran las múltiples ordenanzas y cédulas reales indicando conmiseración en el trato a los indígenas, Aguilar, no obstante conocerlas y citar textualmente algunas en su libro, aduce que de poco o nada ha servido la indulgencia con la que se ha tratado a los idólatras, y que incluso la mano blanda funciona a manera de incentivo para sus reincidencias perversas. 96.– Ibídem, p. 56.
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Nuestra percepción lírica actual, acostumbrada a la leyenda negra tejida alrededor del funcionamiento de la Inquisición española, olvida con facilidad el cuidado, la mesura y la tolerancia que jueces y letrados usaron generalmente para con los y las acusadas de brujería o de prácticas supersticiosas; de tal manera que la suavidad en las penas contra los idólatras en América no es otra cosa que una congruente forma española de tratar al disidente en estos intrincados ámbitos; en los cuales la locura, la ignorancia, la histeria, o la llamada «melancolía» jugaban un papel preponderante reconocido por la mayoría de aquellos a quienes correspondía el difícil trabajo de juzgar. Si a ello sumamos la calificación de los indios como «gente simple» y «menores», a quienes había que tratar como si fuesen niños, entonces se entiende la actitud paternalista y protectora de autoridades civiles y religiosas. El propio autor llega a mencionar que los sacerdotes daban el «nombre de hijos» a los indios puesto que los habían «engendrado» mediante el Evangelio. Así que no hay duda de que esta idea formaba parte de la idiosincrasia ministerial. Por supuesto que muchas voces inflexibles se alzaron contra esta percepción, proponiendo y exigiendo castigos ejemplares, basándose, como en el caso del presente clérigo, en una verdad proveniente del sentido común, antes y ahora: los indígenas no eran faltos de entendimiento ni razonaban con la inexperiencia de menores de edad sino que eran personas adultas, tan capaces de realizar maldades como cualesquiera otras; y esgrimiendo una acusación directa: sabían lo que estaban haciendo y la supuesta inocencia que bondadosamente se les confería era un subterfugio que utilizaban para continuar con sus costumbres y creencias. Para desarrollar tal acusación, alentado por los relativos éxitos que había obtenido en la práctica represora de la idolatría en su estancia en Yucatán, y motivado por cierto anhelo de imitación apostólica Aguilar cita textualmente cédulas y ordenanzas reales y refiere, para cuestionar luego, algunas otras normas, dictámenes y mandatos que prohíben a los obispos o clérigos actuar punitivamente en contra de los indígenas que idolatren o cometan alguna falta parecida. Estos argumentos, que en seguida se sintetizan, en contra de su dicho son los que pondrá en primer lugar en el libro: 1. No son sus súbditos en lo temporal. 2. Es el brazo secular el que tiene la anuencia para la conversión de los indios. 3. No se les debe juzgar ni castigar con los mismos parámetros del Derecho porque son nuevos en la fe o «párvulos», según disposición real de 1530. 4. Como se ha de castigar según la calidad de la persona y los indios son ignorantes y rústicos, sus delitos tienen un grado de excusa.
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5. Si se les quemara en la hoguera los demás se asustarían y se negarían a convertirse al cristianismo. A los anteriores cinco argumentos opone diez fundamentos: 1. Desde 1540 lo indios de la Provincia de Yucatán aceptaron de buen grado la fe católica, ya no son neófitos. 2. En 1550 algunos reincidieron en la idolatría y fueron reprimidos con éxito por fray Diego de Landa. 3. Fray Diego de Landa fue acusado de crueldad ante el rey, fue a España y pasado un tiempo lo nombraron obispo. 4. En 1583 el Obispo fray Gerónimo Montalvo mandó aprehender, encarcelar y azotar a indios idólatras del pueblo de Tizminac; otro tanto ordenó el Visitador Diego de Palacios; por ello algunos gobernadores disputaron a los obispos estas actividades, basándose en una cédula real. 5. El Obispo fray Juan Izquierdo y el Gobernador, Capitán Diego Fernández de Velasco se disputaron también la jurisdicción para capturar indios idólatras. 6. Muchos frailes franciscanos y clérigos diocesanos enseñan la doctrina en el idioma autóctono, por lo que no pueden disculparse por falta de predicadores. 7. Todos los indios conocen la doctrina desde niños y la repiten constantemente, saben lo que deben hacer para salvar su alma. 8. La naturaleza del terreno peninsular se presta para que los indios se escondan en cuevas, adoren a sus ídolos, beban balche (vino) y cometan pecados carnales. Cuando los sacerdotes los descubren se les perdona. En cada caso falta el auxilio de los gobernadores. 9. El Rey y su Real Consejo han emitido disposiciones para cuidar la fe a favor de los indios, pero algunas de ellas podrían cambiarse para adecuarlas a los tiempos. 10. Un obispo puede proceder en causas civiles por ser juez eclesiástico y en causas criminales cuando se trata de asuntos de fe, por ser inquisidor, como la herejía, para castigar, enmendar y guardar la paz. De todo lo anterior obtiene dos conclusiones aparentemente antagónicas pero al fin en realidad complementarias. La primera siguiendo la idea inicial de la no competencia clerical en el castigo de la idolatría: El obispo, ó su vicario general ó foráneo, no pueden aprehender á las personas laicas, ni encarcelarlas, ni secuestrar sus bienes con motivo de ejecutar una sentencia ó un justo mandato en
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causas civiles ó criminales, intentando civilmente, sin pedir el auxilio del brazo secular, el cual están obligados á darlo los jueces, á quien se puede obligar con las censuras de la Iglesia para que lo presten.97 Y la segunda afirmando la propiedad de la jurisdicción, precisamente su defensa central: El Obispo, su Vicario general, ó Comisario foráneo, pueden aprehender, encarcelar, AZOTAR á los indios idólatras como á herejes, apóstatas y despreciadores de nuestra Religión Cristiana sin solicitar el brazo secular, particularmente si proceden para castigo del delito, para satisfacer por él á Dios Óptimo y máximo, para reducirlos á verdadera penitencia, para que no vuelvan á los montes, donde no es fácil que los encuentren; si no los aprehenden in fraganti y al principio de formarles causa.98 Después de redactar «confirmaciones» y «pruebas» para respaldar su segunda conclusión incluye a renglón seguido una invocación que rompe con el estilo discursivo de tono legal-denunciante, para emitir una oración a la manera de la celebración litúrgica: Hasta cuándo, oh Señor, serás padre para que estos indios abusen de tu paciencia? Te provocan con dioses extraños y atraen la ira con sus abominaciones. Inmolan á sus hijos é hijas al demonio, derraman la sangre inocente de los que sacrifican, ¿qué hay más inhumano y horrendo? Tuya es, Señor, la venganza; levántate y juzga tu causa. Retribuye en tiempo oportuno para que sus piés no resbalen hasta los infiernos; apresúrate, Señor, y no te demores; perdona las iniquidades de tu pueblo. Tú sancionaste esta ley: «No tolerarás que los maléficos vivan». (Exodo 22. 18.)99 Es preciso reiterar que el texto, como la mayoría de los discursos antisupersticiosos, está principal y originalmente dirigido a los curas comunes de las parroquias para que se instruyan en la práctica de la fe y la persecución de «las abusiones y supersticiones» de los indígenas yucatecos, «las que yo pude 97.– Pedro Sánchez de Aguilar, Op. Cit., p. 42. 98.– Ibídem, p. 43. 99.– Ibídem, p. 54. La oración no principia ni termina en esta cita, aparece sin previo aviso, pero concluye con la fórmula de cierre oratorio «Así sea», tampoco tiene siempre el tono acusador, sino que fluctúa entre la petición de perdón divino para los indígenas, haciendo de abogado defensor, y el lamento manifiesto por la persistencia idolátrica. Luego el autor vuelve a su tema recurrente.
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alcançar, pondre en este informe, para que los Curas las reprueuen, y reprehendan en sus sermones y platicas».100 Por cierto, de la breve relación de supersticiones y creencias que informa, llama la atención su crítica a las costumbres con que los naturales solían acompañar la aparición de los eclipses, en especial que Aguilar se jacte de haberles «explicado» con material didáctico el funcionamiento del fenómeno, «...de que quedaron admirados, y muy contentos y risueños, y corridos de su ignorancia, y de la de sus passados,.»..101; e incluso, previa consulta de un lunario astrológico, les avisó de otro, con lo cual, afirma, causó admiración en los caciques y fue llamado Ahmiatz que significa científico. Inevitable relacionar su orgullo de repetidor escolástico con el de fray Bartolomé Arrazola, personaje de Augusto Monterroso que en el cuento breve «El eclipse» (1952) recibe una lección pre-mortem de Astronomía cuando pretendió impresionar a los mayas con su «arduo conocimiento de Aristóteles». Otro tanto le pudo pasar a nuestro autor por su pretendida superioridad intelectual, puesta en cuestionamiento inmediatamente después al recetar beber excrementos de hombre para remediar la picadura de víbora. La prueba contundente de la filiación que Sánchez de Aguilar tiene con la tradición discursiva antisupersticiosa en su variante adaptada para la Nueva España frente a las reincidencias idolátricas es la mención directa del dominico Eymeric y su famoso manual para inquisidores: «Y despues de auer alçado la mano de este informe, bolui a ver, y reuer el Directorium Inquisitorum de Eimerico, del qual saque los apuntamientos siguientes, que se podran ver en prueua de todo lo contenido en este papel».102 Con las reservas del caso este dato nos permite confirmar la importante presencia, lectura y uso de los textos censores de heterodoxias en la Nueva España. Y si bien dicho uso, cuando no se discute el mismo tema, no consiste más que en ocasionales descontextualizaciones, leves manipulaciones de las ideas ajenas e interpretaciones personales para que la autoridad del teólogo parezca confirmar su propuesta; resulta innegable que Aguilar suma su disertación al discurso común entre tratadistas demonológicos e instructores inquisitoriales, armando equivalencias entre las condenas y postulados para el proceso inquisitorial contra los herejes de Eymeric y la necesidad y derecho de persecución episcopal a los indígenas idólatras de territorios novohispanos de su pensamiento. El autor extendió la continuidad de la censura al introducir en su diatriba una corta pero significativa serie de acontecimientos milagrosos, aduciendo que las entidades divinas, especialmente la Virgen María, se encontraban entriste100.– Ibídem, p. 83. 101.– Ídem. 102.– Ibídem, p. 76.
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cidas por los fingimientos y traiciones de los indios. Se suponía que, mediante el milagro, Dios enviaba un mensaje y prevenía a sus fieles, puesto que en él acontece, se interpreta y marca la permanencia de un paquete semiótico entendible intrínsecamente por quienes comparten el código con que se manifiesta y extrínsecamente por las glosas doctrinales que acarrea. La reiteración del mito es característica del tratado demonológico, muchos discursos antisupersticiosos basan su intento persuasivo en la referencia confirmativa de milagros y la narración de ejemplos edificantes en los cuales se premia o se castiga al infractor de la fe cristiana. Ya dejamos constancia de que, siendo el asunto jurisdiccional y punitivo de la idolatría el tema principal, el Vicario de Yucatán integró en su texto el referente milagroso, e hizo otro tanto con el esquema mágico, pues, insistimos, ningún discurso estaría ligado convenientemente con la tradición de la censura a la superstición si no repite o atestigua fenómenos mágicos y fantásticos para la relevancia de la fe, en cuya trama el diablo tiene por lo general un papel protagónico. El sacerdote, entonces, traerá a colación un curioso relato en el cual, si damos crédito a su testimonio, toda una villa y él personalmente se enfrentaron a un demonio chocarrero. Se trata del caso de un duende-demonio invisible, bufón y parlanchín que escandalizó dos ocasiones Valladolid103, en 1560 y en 1596. Durante su primera aparición el duende conversaba, tocaba y bailaba. Decía ser cristiano oriundo de Castilla la Vieja, rezaba, era amigo de soldados conquistadores, esparcía rumores, molestaba a las mujeres, hacía travesuras como lanzar piedras a las casas, se ufanaba de sus pillerías y burlaba a quienes lo pretendía correr, es especial escarneció al cura de la villa cuando lo quiso conjurar. Su actividad dio un giro cuando el obispo ordenó que nadie le hablara ni respondiera más, al parecer desesperado lloraba, hacía fuerte ruido y quemaba las casas, hasta que los vecinos pidieron al cura que requiriera la intercesión de un santo, a cambio prometieron organizar su fiesta con procesión, la ayuda vino del Papa mártir san Clemente y a pesar de que el pueblo dejó solo al sacerdote cuando hubo de cumplir la promesa del festejo, el duende calló. Llegó el año de 1596, Pedro Sánchez de Aguilar era cura de Valladolid, el demonio retornó quemando casas de indios en Yalcoba, una aldea cercana. Aguilar fue llamado para conjurarlo, el demonio se presentó en forma de tornado lanzando centellas, el padre ofició la misa y el demonio se retiró quemando una casa grande. Al día siguiente celebraron otra misa a la entrada sur del pueblo, el padre pidió la ayuda de san Miguel, y le conjuró ordenándole que no entrara más al lugar. Pero el mal se mudó a Valladolid para incendiar casas, sólo cesó cuando se pusieron cruces 103.– La actual ciudad de Morelia, Michoacán, en la cual nació Pedro Sánchez de Aguilar, pues en el mismo cuento la llama «mi patria».
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por toda la villa. Se sospechó que esto aconteció por la multitud de hechiceros que había, el padre Aguilar logró capturar a uno. El relato, por un lado es un texto inserto en un discurso censor del «diferente» trasgresor de la fe católica y se lee en consonancia de la disertación representativa acerca de la herejía, por otro es un cuento mágico que muestra típicos elementos de la mitología demonológica y deja ver la presencia del diablo folclórico en el ámbito popular. De este tipo de narraciones la investigación de la doctora Zamora Calvo ha concluido que: Estos relatos disponen de un hondo componente tradicional de transmisión tanto oral como escrita. La fuente de donde son tomados es, en la mayoría de los casos, erudita ya que se acostumbra en esta época a que los autores se citen unos a otros, aunque en otros casos estos se limitan a transcribir narraciones divulgadas oralmente. Poseen una extensión generalmente breve, una interpretación unívoca y una estructura cerrada. Supersticiones, maleficios, apariciones, adivinaciones, etc., organizan el contenido de cada uno de estos tratados. Sin embargo, entre tal variedad de materias destacamos las cuatro que subyacen en la mayoría de estos cuentos: la misoginia, la herejía, el pacto con el diablo y la sexualidad.104 En el ejemplo de Contra idolorum cultores resaltan algunas peculiaridades que confirman el discurso social, doctrinal y demonológico de esta manifestación cultural. Efectivamente el ser diabólico en cuestión cumple al menos con dos de las características señaladas: es misógino pues lanza huevos a las mujeres y difama a las doncellas, incluso abofeteó a una tía de Aguilar por pretender echarlo; es herético pues se dice cristiano estableciendo una contradicción manifiesta, ya que no se conciben demonios creyentes, además se ha mofado del cura de la villa desoyendo su llamado exorcizante y trocando sus alimentos en estiércol y orina. Está claro que el demonio tipo duende de la primera parte del relato no es el mismo que enfrentará el autor 39 años después. Antes se trataba de una entidad invisible, traviesa y juguetona, con sentido del humor aunque negro, molesto e impertinente, dispuesto a ridiculizar a los demás pero ávido de atención y afecto a la charlatanería. A tal grado que su peor castigo y causa de extinción haya sido la indiferencia, despareció cuando nadie le habló más, signo inequívoco de la identidad social del demonio. «De hecho, el héroe o heroína del cuento no son simples rivales del diablo sino que, en cierta medida, establecen una relación dialéctica con dicho personaje, que en algunas ocasiones parece 104.– María Jesús Zamora Calvo, Ensueños de razón. El cuento inserto en tratados de magia (siglos xvi y Madrid, Universidad de Navarra/Iberoamericana/Vervuert, 2005, p. 209.
xvii),
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representar incluso el doble del protagonista».105 Es incluso servicial, divierte a sus interlocutores, lleva y trae noticias, como cuando avisa a uno de los conquistadores encarcelado del nacimiento de su hijo. El demonio que Aguilar conjura, en cambio, no tiene personalidad, es visible, un tornado que esparce el fuego entre las casas de paja, es, digamos un rival más serio e incógnito, propio para que el autor del documento se enfrente a él, venciendo donde su antecesor fuera ridiculizado. San Miguel, la señal de la cruz, el mártir santo, el obispo, el propio autor anulan las manifestaciones diabólicas porque tradicionalmente son factores y personajes que se usan en la reyerta contra los demonios. El cuento sugiere que el problema no desaparece del todo debido a la existencia de acólitos del mal, hechiceros indígenas en este caso. En la forma discursiva y en el fondo ideológico prevalece la convicción de que la lucha contra la idolatría es la lucha contra el demonio. Es fácil concluir, sobre todo considerando el tono de Contra idolorum cultores, que el uso del término «idolatría» se utiliza en los textos contra los rituales prehispánicos reminiscentes casi como eufemismo, atrás se esconde la connotación herética de la demonolatría. Por lo menos se calificará en el discurso como si lo fuera. En todo caso ambos funcionan cual sinónimos en el léxico calificador del «otro» aunque la elección del hablante en la aplicación del código sea considerablemente más constante para el primer vocablo. Hay además otra razón, tanto Aguilar como los otros tratadistas aquí mencionados distribuyen la culpa idolátrica entre el afán engañador del demonio, la presencia subrepticia de ministros de las religiones prehispánicas aún con fuerte influencia comunitaria («hombres búho», diría Olmos) y la reincidencia de los propios indígenas. Estos factores causales separaron, aunque no exculparon, al natural americano del señalamiento de pactar explícitamente con el demonio, adorándolo de forma directa; por lo tanto aminoró la posibilidad de una época de «caza de brujas novohispana», en la cual el indígena hubiera sido la víctima propiciatoria. Para los inquisidores su error opera indirectamente, porque ha sido engañado y desconoce la verdadera fe. La idolatría constituyó igual una herejía para el cristiano en rol de calificador de las creencias indígenas pero en sus escritos no usó comúnmente el término «demonolatría», éste en cambio sí se utilizó en los tratados que censuraron las supersticiones entre los propios europeos porque el mito de la brujería occidental implica el pacto diabólico, es decir, adoración, sometimiento e instalación del demonio en el lugar de Dios.
105.– Carlos González Sanz, «El diablo en el cuento folklórico» en El diablo en la Edad Moderna, ed. cit., p. 158.
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Una verdad histórica innegable subyace entre las preocupaciones de este tipo, ya sea que los sacerdotes católicos compartan la idea de aplicar castigos maquiavélicos ante el ladinaje106 de los indios o que procuren una explicación y vía de corregimiento basadas en la paternidad, hay un acuerdo de convicción; y es que, hermética, escamoteada, y subterfugia, la idolatría acontece como suceso corriente entre las comunidades indígenas y que, en mayor o menor medida, esta contumacia está suscrita por el plan protervo del diablo que se niega a abandonar las tierras en las que antaño fuera amo y señor. La reedición del pasado indígena convulsionado por la conquista espiritual y bélica contradice mediante la reminiscencia del ritual prehispánico el esfuerzo ecuménico de muchos años, y eso molesta sobremanera a los razonamientos ortodoxos. Tal vez lo más relevante del texto de Pedro Sánchez de Aguilar no sea su manifiesta adhesión irrestricta al apostolado evangélico en las Indias, o la constante cita textual de las cédulas reales para fundamentar su opinión de que sean los obispados los que se encarguen legalmente de perseguir a los idólatras, o su idealista intento de dejar zanjado el dilema de jurisdicciones al respecto, o los 16 «remedios» que propone para erradicar la idolatría107; quizá lo más importante para el estudio de los textos antisupersticiosos en América sea la revelación de una personalidad y un pensamiento suficientemente obstinado como para dar seguimiento por muchos años a una idea social de dominio religioso en cuyo centro metodológico ya no se encuentra el paternalismo etnográfico de los primeros evangelizadores sino el castigo corporal autorizado jurídicamente. En el caso particular de Pedro Sánchez de Aguilar, aun cuando estuvo más preocupado en sostener y continuar el debate de competencias jurisdiccionales, que en pormenorizar o explicar y censurar teológicamente las supersticiones de los indígenas de Yucatán; son claras, en el análisis de su texto, las relaciones, herencias y concatenaciones que tiene con el discurso occidental de la época acerca del pensamiento mágico.
106.– En el sentido peyorativo que señala a la persona mentirosa o hipócrita en cuestiones morales. 107.– A saber: dar la competencia jurisdiccional a los obispos, fundar un colegio jesuita, que los indios tengan altares en sus casas, que no hagan juntas ni fiestas nocturnas, que no beban vino, que no se muden de pueblo, que no se les confíen ornamentos de los templos, que reciban el santísimo sacramento, que se aumente el número de curas y parroquias, que los curas se queden en sus parroquias, que los curas sean expertos en lengua indígena para la predicación, que haya más fiscales en los pueblos, que el fiscal supervise la asistencia de los indios en la misa, que el fiscal ayude a los curas con los enfermos y las extremaunciones, que se publiquen libros píos en lengua indígena, que se funde un colegio para hijos de caciques indios atendido por jesuitas. Cfr. Pedro Sánchez de Aguilar, Op. Cit., pp. 110-116.
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3. El Tratado de las supersticiones de Hernando Ruiz de Alarcón ¿No miráis cómo aquel soberbio que decía in caelum conscendam, super astra Dei exaltabo solium meum, similis ero Altissimo, trabajó en esta tierra de levantar en alto sus crueles sacrificios, y aquel que del cielo fue derrocado, cómo trabaja por derrocar y echar de alto a los hombres, y en cuanto puede llevar al profundo sus ánimas y cuerpos? Fray Toribio Motolinía «De muy grandes crueldades e nunca oídas, que hacían en las fiestas del dios del fuego» en Memoriales. Como se ha señalado antes, muy temprano, gracias al vínculo entre la obra Tratado de las supersticiones y hechizerias de fray Martín de Castañega108 y su innegable influencia en fray Andrés de Olmos,109 quien la copia y adapta al contexto americano, el tema y la tradición discursiva antisupersticiosa en sí aparecen en la Nueva España.110 Si bien adquiere peculiaridades y diferencias de acuerdo al contexto socio histórico, pues inmediatamente se liga al proceso de evangelización y al sistemático ataque a la idolatría. Un eslabón de la continuidad del discurso, con peculiares matices, lo constituye la obra Tratado de las supersticiones de Hernando Ruiz de Alarcón.111 En el presente apartado se comentan algunas de sus ideas principales a la luz de las concepciones censoras de los textos contra la superstición para confirmar su pertenencia a esta tradición discursiva. En un ambiente relativamente novedoso, bajo los preceptos católicos contrarreformistas, era de esperarse que el cuidado de la ortodoxia entre las diversas castas novohispanas no sólo incluyera la difusión del discurso que recrea las empecinadas censuras a la brujería, la adivinación y la astrología judiciaria, sino que además se adaptaran, en dicha recreación, las características propias de la cultura colonial en formación sincrética. Así se revela en el tratado de Alarcón, el cual se produce a partir de una petición expresa de la autoridad; a la manera en que se encargaban y redactaban informes para dar razón de la cantidad y calidad de los recursos naturales de las regiones novohispanas. Mediante una «relación» el autor da cumplida y 108.– Martín de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechizerias y de la possibilidad y remedio dellas, (1529). 109.– Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías y sortilegios, (1553). 110.– Y no sólo en los textos doctrinales especializados, recuérdese su referencia constante en el teatro popular, escolar y profesional. Muchas obras usaron al pensamiento supersticioso como tema central, en el caso novohispano destaca Quien mal anda en mal acaba y otras obras teatrales de Juan Ruiz de Alarcón. Hermano del autor cuyo tratado se comenta. 111.– Hernando Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones, (1629).
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pormenorizada cuenta de las «supersticiones», «ritos» e «idolatrías» indígenas, así como de las acciones que personalmente emprendió para descubrirlas y corregirlas. Para el efecto, Hernando Ruiz de Alarcón encabezó un grupo pesquisidor que podía, en caso necesario, reprender a los indígenas sospechosos o culpables de ejecutar rituales prehispánicos. Tenía experiencia, pues hizo antes otro tanto en el Perú. En Ruiz de Alarcón se repite el rol que identificó a los famosos cazadores de brujas del siglo xv, los frailes dominicos Kramer y Sprenger. Mediando una comisión directa que da plenas facultades a su poseedor, el inquisidor busca y por supuesto, encuentra manifestaciones heterodoxas, creencias erróneas y rituales sacrílegos allí donde se suponía sólo debía campear la religión católica. La práctica y la experiencia del investigador resultan fundamentales para descubrir los supuestos engaños y alteraciones de la fe. De nuevo el hombre creyente, el director espiritual, el censor de la moral, el inquisidor, funge como directamente responsable de salvaguardar el ritual oficial comprometiendo vida y recursos para la lucha contra el mal. Una labor delicada pero que dotaba de prestigio, poder y reconocimiento social a quien la ejercía. A pesar de que le solicitaron atender un asunto que «daña las almas» él se muestra preocupado por atender además los cuerpos y el orden social, rasgo de un letrado, sobre todo cuando critica los efectos nocivos del alcoholismo entre los naturales. Aspecto diferenciador, por otra parte, de la percepción tradicional del cazador de brujas, a quien, se suponía, únicamente interesaban la pureza de la fe y la eliminación total de la «secta de los brujos»; en cuya inteligencia, además, el organismo no sólo representaba un estorbo sino un vehículo nefasto propenso al mal que el martirio, la muerte por fuego u otros tormentos purificarían. Ni siquiera hay una apreciación del sujeto corporal en este esquema de pensamiento, el cuerpo es despreciable y nada importa en oposición del alma, la cual se debe salvar a cualquier precio. La técnica de trabajo consistió en buscar información, desentrañar casos, aprisionar sospechosos, interrogar testigos, conseguir las pruebas, castigar culpables, en suma, atacar la idolatría en cualquiera de sus manifestaciones. Para ello confió en la veracidad de personas «sin tacha» y en sus propias pesquisas que enfrentaron serios obstáculos debidos principalmente al hermetismo de los integrantes de las comunidades indígenas. Indica que los acusados de ser brujos no confiesan, nunca lo admiten, situación que interpreta como contumacia, no como desconocimiento natural del esquema mágico y legal aplicado por los europeos. Si esto lo anteponemos a la forzada práctica, mediando la influencia doctrinal, de que luego de la proclamación de un bando de fe, los supuestos brujos o herejes se presentaban por propia voluntad a declarar su culpabilidad frente a las autoridades inquisitoriales, en ocasiones evidenciando una histeria comunitaria que «demostraba» a los jueces más conservadores la
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utilidad de su labor y la dimensión diabólica del peligro para las almas, como aconteciera en el famoso Auto de fe de Logroño en 1610; entonces el silencio de los indígenas resultaba más desesperante para un hombre con una comisión como la de don Hernando. Frente a la obstinación destaca la sagacidad que el juez adquiere yendo directamente a investigar los hechos para hallar y castigar los casos de idolatría, resaltando su propio trabajo, al parecer sin falsas modestias, ya que fue conocedor del idioma náhuatl, efectivamente se hizo cargo del asunto, le constó que los naturales guardaban ídolos y ofrendas en los propios altares, retablos y palios cristianos, además de las cuevas. En general actuó como un comisario de la fe, un cazador de oratorios e ídolos, usó la coerción, el interrogatorio, la cárcel, la amenaza, la intervención directa y notariada, y trató de coger a los transgresores in fraganti. Su experiencia lo autorizó para recomendar a los ministros diligencia en la inquisición, extirpación y castigo de los resabios idolátricos y el «culto al demonio», además de algunos consejos prácticos en tono jurídico: • Apresar al indiciado fuera del pueblo para que no avise a sus parientes ni se prevenga. • Capturar al «delincuente» y poner guardias en donde pueda estar el ídolo, al mismo tiempo. • Sólo confiar en los ministros y en nadie del pueblo. • Que el juez en persona saque los ídolos «o cosas supersticiosas» y si lo saca el «delincuente», esté atento. • Buscar los ídolos en todas partes de la casa, pues los esconden en ollas, altares o peanas de cruces. Gracias a sus investigaciones llegó a obtener aciertos destacables, reconoció, por ejemplo, los lugares y no sólo las prácticas y los destinatarios como pertenecientes a la adoración: lagos, ríos, fuentes, cerros… una especie de topodulía. Dio cuenta de la ingesta de plantas alucinógenas, método utilizado por los sacerdotes autóctonos para entrar en comunión con el inframundo y las divinidades, lo que interpretó como «el demonio», aunque por otra parte supo que el estado subliminal o místico alcanzado por comer semillas ololuhqui o cuexpalli, se debía a la «deidad» o propiedades naturales que «habitan» en la semilla. Realizó toda una campaña contra los enervantes: rozó plantaciones, buscó y confiscó cestos con la semilla ololuhqui para quemarla públicamente, en una ocasión «casi una anega». E incluso identificó los factores explicativos de la presencia de las supersticiones e idolatrías que narra: lejanía de los pueblos principales, negación y ocultamiento, respeto a la tradición, estimación y miedo a los dioses, costumbres sociales y necesidades y fines prácticos. Sin em-
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bargo, en contraste, no es capaz de explicar la operación de algunos vestigios de rituales prehispánicos, pues considera simplemente que no tienen sentido. Para un censor de las supersticiones deambular inquisitivamente entre lo desconocido, ir al lugar de las «herejías», entresacar culpabilidades e inmiscuirse en las formalidades judiciales de los casos denunciados no era tarea sencilla. El respaldo que obtuvo gracias a sus experiencias debió estar sostenido a su vez por un profundo conocimiento del dogma y un apego a la autoridad y la tradición. Alarcón fue un hombre de letras que indudablemente conoció los vericuetos inquisitoriales, la burocracia legal y la teoría demonológica, de tal manera que su labor fuera respetada y no corriera peligro de ser cuestionado por sus métodos y resultados. En su tratado no pierde de vista el objetivo de informar acerca de las supersticiones a los ministros de indios para que las conozcan, entiendan y enmienden. El texto persigue utilidad en la labor evangélica. Para la concreción de la meta la relación asienta elementos fácticos y elementos metafísicos obstaculizando la tarea. Estos últimos se sintetizan citando al demonio como el astuto enemigo que promueve la idolatría y pervierte a las personas; en cada incursión e intento de propagación e imposición de la fe católica entre los indios, el diablo aparece como telón de fondo y como adversario. Así se desplaza un poco la culpa de la «necedad» americana para aceptar una nueva religión y olvidar las costumbres de los antepasados. Aunque no se tolere en la realidad. En cuanto a los obstáculos directos, señala: • • • • • • •
Poco tiempo para dedicarse a tareas difíciles. Corto talento. Poca experiencia en la escritura de materias graves. Pocas y herméticas fuentes de información. Nula cooperación de los indígenas. Ocultamiento de datos. Lenguaje metafórico del náhuatl.
La instalación del demonio, incluso a pesar del teocentrismo católico, como la pieza eje de las actividades evangelizadoras, aleccionadoras y correctoras, del discurso occidental contra las supersticiones, es ya una tesis de las investigaciones al respecto. Muestras literarias como el teatro popular religioso medieval, renacentista y evangelizador, así como los tratados aquí referidos, son pautas y avales innegables de la preponderancia que la personificación del mal ha obtenido gracias a los planteamientos dogmáticos y a las interpretaciones bíblicas e históricas del cristianismo. Insistimos, telón de fondo, referente o actor principal, el diablo siempre «está ahí», dueño de una ubicuidad inquietante, ya como constancia del mal humano, ya como entidad antagonista de Dios y de los hombres.
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El texto de Alarcón no es la excepción, pues denunciando un supuesto culto al diablo al cual identifica en todos los actos disidentes y señala como el enemigo a vencer, reitera, directa o tácitamente los prejuicios descalificadores de la cosmovisión mesoamericana: el demonio se ha enseñoreado de estas tierras, la religión politeísta indígena es un culto diabólico, los sacerdotes-hechiceros son sus acólitos, etcétera. Siendo Luzbel quien intenta asemejarse a Dios según la demonología cristiana, y habiéndose establecido por la tradición discursiva antisupersticiosa una relación entre la soberbia diabólica y la imitación a la liturgia católica, el concepto de parodia es utilizado constantemente por los tratadistas para calificar los rituales de otras creencias como un remedo solicitado por el propio Satán a sus súbditos. Alarcón reputa constantemente costumbres, rituales y ceremonias de origen prehispánico como parodias al catolicismo. Así, la usanza de elegir nombres a recién nacidos, asignándole al niño un nahual, o espíritu protector, le parece imitación lo primero y consejo diabólico lo segundo. En su esquema ideológico —alimentado por la tradición que censura, anatemiza y configura (sea tal o no) desde el poder las supersticiones del «otro»— el postulado que sostiene la reiterada parodia diabólica del culto reglado al «dios verdadero» explica así mismo el criterio para la exclusión de prácticas socioteológicas que provengan de la heterodoxia, la diferencia religiosa o el desconocimiento del dogma católico, al incluir toda manifestación diferente o no tolerada en el omniabarcante concepto de la «superstición», cuya definición tradicional refiere a un supuestamente desarreglado, equivocado, excesivo o desviado culto a Dios, en cuyo centro siempre están descalificaciones tácitas como la diferencia, la ignorancia, o la heterodoxia. A indicación del demonio, dice Alarcón, los nativos ejecutan rituales de imitación a la liturgia católica. Mediante una forzada similitud ve en cada costumbre autóctona la actividad paródica cara a la soberbia del que se quiso igualar a Dios. Si el indígena ofrece al fuego los primeros frutos de la cosecha, deduce que «también el demonio quiere que le ofrezcan primicias»; si alguna comunidad realiza una fiesta de acción de gracias, considera que se reunieron porque forman «la cofradía de Bercebú»; si toman la semilla temprana del maíz o huauhtli y hacen idolillos para comerlos, cree que imitan la Eucaristía: Este hecho prueva muy bien las grandissimas anssias y diligencias del demonio, en continuacion de aquel su primer peccado, origen de toda sobervia de querer ser semejante a Dios ntro. Señor, pues aun en los misterios de nuestra Redempcion trabaja tanto por imitarle, pues en lo que acabo de referir se vee tan al vivo embidiado y imitado el singularissimo misterio del Santissimo Sacramento del Altar, en el qual recopilando ntro.
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Señor los beneficios de ntra. Redempcion dispuso que verdaderissimamente le comiessemos, y el demonio, simia, enemigo de todo lo bueno aliña como estos desventurados le coman, o se dexen apoderar del comiendole en aquellos idolillos.112 En suma cualesquier manifestaciones de la diferencia cultural se pueden traducir, en el papel del censor de la idolatría y la superstición, como honras y alabanzas al demonio, máxime si se trata de ofrendas y sacrificios que impliquen derramamiento de sangre como muchos de los rituales prehispánicos.113 Así que el diablo seguía siendo el señor de este mundo, y por «este mundo» muchos novohispanos como Alarcón entendieron la América indígena. Porque, a diferencia de la obstinada preocupación evangelizadora de los primeros misioneros, la crítica de los siguientes años agregó al prejuicio cultural el pecado de contumacia y rebeldía. Ahora bien, el mundo indígena había cambiado cuando este autor lo reconoce, al transcurrir la centuria barroca muchos elementos occidentales se encontraban ya mezclados con reminiscencias de la ritualidad autóctona y otros fenómenos habían evolucionado, cobrado importancia o se habían ocultado sin desaparecer por las amenazas. El espectro supersticioso que se denuncia puede tener ahora una intencionalidad de rebeldía, contradicción y ataque. La persecución puede también ser comprendida en parte por los propios infractores, quienes, por lo menos, ya saben que esas prácticas no son toleradas por las jerarquías. La historia actual reconoce el indisoluble lazo que ata al hombre mesoamericano con la divinización de la naturaleza. En cambio para un criollo letrado del siglo xvii con educación occidental, la naturaleza significa una oportunidad de posesión y dominio mezclada con adversidad y miedo. Las diferentes percepciones lograron impulsar una acertada deducción en el tratadista, pues partiendo del ritual del nacimiento consigna tres diferencias entre los «brujos nahuales» de la Nueva España indígena y las «brujas» de España: 1. Los niños indígenas son relacionados con un animal, un nahual, para el desarrollo de la vida. Hombre y animal están ligados y viven y mueren en reciprocidad por magia simpática. (Lo que pasa en uno repercute también en el otro). Sin embargo, el autor niega que se trate de un poder de transfiguración, desdoblamiento o ubicuidad de hombre a bestia y explica la dualidad. Si un caimán es cazado en un río y al mismo tiempo fallece sin causa aparente un indio 112.– Hernando Ruiz de Alarcón, párrafo 68, Capítulo iii, Tratado Primero. 113.– Cita el caso de un indígena al que sorprendió personalmente durante una oblación de sangre (se perforaba el mentón y las orejas con una espina) frente a un altarcillo en el bosque.
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en la aldea, se debe a la relación de nacimiento, no a que el indio pueda estar convertido en animal y hombre a la vez. En este caso Alarcón está tan convencido de esa seudo realidad como la credulidad que denuncia e intenta corregir. Esta primera diferencia es básica para entender el traslado y aplicación del prejuicio antisupersticioso, se trata del punto de partida para justificar y aliar al nativo americano con el diablo, ni más ni menos que ligado a él por y desde el nacimiento. El rasgo de animismo en el nombramiento del niño indígena, su relación con un animal del medio ambiente, el «espíritu protector», nahual o toná, que acompañará al sujeto, se interpreta en el tratado como una imposición del demonio atribuida al pacto que tiene con los padres del niño. Claro que esta opinión es una mezcla de creencias ajenas explicadas desde la pretendida posesión de la verdad absoluta. 2. El propio indígena, cuando alcanza «uso de razón», ratifica el pacto con el diablo. De esta manera, la responsabilidad de la predeterminación y «naturaleza diabólica» del indígena pasa de la familia al individuo, del accidente a la elección, del mandato a la razón. El nacido en el pacto diabólico confirma su vocación natural por el mal. La acusación resulta espeluznante, nada sino su dictamen salva al indio frente al censor. Cuerpo y alma están condenados, no hay salida. Por otro lado resulta evidente la aplicación artificiosa del esquema brujomaníaco europeo, esta segunda diferencia muestra la ambigüedad del discurso contra la magia en la Nueva España porque se trata ya no de una mala interpretación de las costumbres y creencias ancestrales de los indígenas, sino del concepto de pacto implícito con el demonio, el rasgo más temible, preocupante y execrable que caracterizó la labor de los demonólogos occidentales a fin de contraatacar la máxima amenaza herética, las asambleas de brujos y la secta diabólica. 3. Nahualli deriva de nahualtia, que significa «esconderse encubriéndose con algo. Nahualli quiere decir «disfrazado» (de algún animal) Alarcón intenta encontrar en la etimología del vocablo su significado de maldad, acción y magia. Esto sugiere la aplicación de una herramienta metodológica propia del hombre de letras producto del Renacimiento, es el uso y el enfoque los que sostienen la crítica a la cultura americana, cuyas costumbres él ve como superstición. Hay que considerar seriamente la acusación de pacto demoníaco expreso y heredado. La caza de brujas en Occidente se basó teológica y jurídicamente (independientemente de si esto es justo o no) en la acusación del pacto. Éste sostiene la violencia final de la hoguera, la pena de relajación, porque se libera a la sociedad del mal personificado y además marca para siempre el linaje del
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acusado, pues se suponía que era obligatorio ofrecer, sacrificar y adiestrar a los hijos en la magia negra y el culto a Satanás. A fin de cuentas las tres diferencias que el tratadista distingue terminan por no serlo, pues mediando el pacto diabólico, según Alarcón, tan sujetos de censura y condena son los indígenas «idólatras» americanos como las «brujas» europeas. El texto enfatiza y en ocasiones interpreta correctamente un mundo reticente a seguir «la verdad», apegado a costumbres antiguas que se reeditan en cada caso inspeccionado y se reconocen como regresiones al «pasado equivocado». En este sentido para el autor el único pasado que constituye Tradición y Autoridad es el católico europeo. Cualquiera otra fuente directiva de la vida cotidiana y la creencia trascendental se proscribe y reprende previo análisis desde el poder que aplica el criterio de verdad excluyente. La recurrencia indígena hacia las personalidades numinosas antiguas en busca de ayuda, consejo, dominio y curación, es decir, la consulta a dioses domésticos, hechiceros o texoxqui, curanderos o personas que hacen las veces de sacerdotes reminiscentes, se califica como triple engaño: error de quien recurre a ellos, charlatanería de los supuestos médicos naturales y grave falta a los preceptos de la fe impuesta como única y verdadera. Alarcón reparte el problema de las reincidencias en los ritos prehispánicos entre población común y líderes locales de fe; remite una parte de la culpa de las prácticas idolátricas a los sacerdotes proscritos114 quienes ordenan las ofrendas y ceremonias, «alivian» males físicos y mágicos o aconsejan utilizando alucinógenos; y otra parte a la obstinación del indígena común que opera además un culto personal, íntimo y secreto, al parecer, para la época referida, ejercicio al alcance de cualquier sujeto. Otra ambigüedad muestra el tratadista cuando hace referencia al sacerdote indígena, pues lo confunde con el brujo o curandero. Se sabe que para el siglo xvii, el ministerio sacerdotal prácticamente había desaparecido como actividad rectora de la comunidad, los individuos que ejercían algún control interno, reconocimiento o patriarcado entre los pueblos de indios, reconocidos incluso por el gobierno español, algunas veces, siempre con riesgo, encabezaron tradiciones, fiestas y costumbres sin una estricta vigilancia española; las recaídas y/o continuidades en el «paganismo», como se calificaban los rituales y sacrificios a los dioses prehispánicos, así como las actividades mágicas y chamánicas, operaban cubiertas por el anonimato y desde la clandestinidad, por obvias razones. Sin embargo la caracterización y confusión del sacerdote en el tratado, (a Alarcón el brujo, el yerbero, o el sacerdote, le parecen una misma identidad, la de un súbdito del diablo) permiten identificar la difícil relación entre la credulidad del 114.– Ya durante el siglo xvi fray Andrés de Olmos en su Tratado de hechicerías y sortilegios se quejaba de la poca convicción de los evangelizados lamentando que los indígenas confiaran en los «hombres búho», o sea en los sacerdotes indígenas y alertaba a los pueblos a su cargo para que no los creyeran, señalándolos como sirvientes del demonio.
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autor y los preceptos de la tradición discursiva censora. Casi en todos los casos (Ciruelo, Castañega, Nyder, Del Río, Torreblanca, Navarro, Thiers, etc.) los tratadistas niegan la efectividad de las actividades de los brujos, pero afirman, con mayor o menor énfasis, la intención y el poder diabólico de dañar a los hombres. La cuestión nunca fue dilucidada, siempre se planteó como un corolario más: los hechiceros engañan y no tienen poderes, es Satán quien finge y hace ver ante nuestros ojos que los tienen, ya sea mediante trucos e ilusiones, ya sea mediante su experiencia y conocimiento oculto de la naturaleza de las cosas. Alarcón recoge la ambigüedad y la trasfiere a la realidad americana. No se puede esperar otra técnica, a fin de cuentas el erudito novohispano está aportando información de las creencias locales, no es un teórico de las supersticiones, así que sólo plasma lo que aprendió e intenta explicarse un mundo ajeno con patrones ideológicos casi inamovibles no sujetos a su arbitrio. Tal era la forma de trabajo en la época. Por lo tanto su texto muestra confusiones entre charlatanería, medicina, credulidad y participación del demonio. Notorias en la identificación crítica de los médicos indígenas, pues primero cree que poseen poderes extraordinarios como la transfiguración y el desdoblamiento, luego los llama «hechiceros», «brujos», «nahualli» que se convierten en zorros, caimanes, búhos y murciélagos; y al final afirma que la hechicería y la superstición existen naturalmente entre los indígenas, ya que creen en hechizos, en que los enferman a distancia y en que sólo por medios mágicos y el poder del brujo se pueden curar. Aunque reseña casos maravillosos como ciertos acerca de los curanderos, los llama «falsos médicos», «charlatanes». Las contradicciones tienen una explicación en la percepción discriminante del «otro». Remitidos al engaño diabólico, sujetos de vasallaje por su inferioridad, útiles sólo como siervos, perdido su derecho natural de gente, los indígenas son, para el criollo y el español, una masa de salvajes apenas diferente a los animales del campo, algunos se pueden domesticar, pero difícilmente modificarán sus «bárbaras» costumbres. Luego del análisis se puede concluir que a pesar de que mediante la investigación de campo y la redacción del tratado, Hernando Ruiz de Alarcón se adentró en la idiosincrasia y en la cotidianidad mágico-religiosa de los indígenas, lo hizo aplicando esquemas censores y explicativos ajenos a los fenómenos supersticiosos que encontró, y aunque justificó las acciones judiciales aduciendo el bien espiritual de los evangelizados, nunca creyó en su posibilidad de redención, estaba convencido de que no era por falta de bondades del catolicismo o trabajo de los cristianos, (al contrario, su relación era una prueba de lo mucho que importaba, afirmó) sino por la iniquidad de los nativos. El protagonismo de la tradición discursiva antisupersticiosa es evidente, ese «bien espiritual» es la imposición del poder sobre quien se considera equivo-
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cado hasta y especialmente en su contacto divino, los rituales del «otro» ni siquiera tienen sentido, mucho menos corresponden a un sistema religioso congruente, son simplemente inaceptables, pues todo es una imitación, equiparación, remedo o desviación del catolicismo. Y por supuesto, todo es obra del demonio, «noche y tinieblas de la idolatría» dice Alarcón. Deduce también que no hay una real conversión y sugiere, coincidiendo con Sánchez de Aguilar, dado que no ha bastado razonar ni predicar con los indígenas, el uso del castigo. La reticencia al cambio de religión, los rituales clandestinos, el silencio obstinado, la falta de colaboración y toda una actitud popular que de entrada considera sacrílega y desafiante —aspectos que se sostienen en el prejuicio frente al «otro» dominado y considerado presa del «error» desde una tradición discursiva dogmática que censura a las creencias diferentes—, lo separan definitivamente del conocimiento real de la cosmovisión indígena. Al mismo tiempo el encuentro con un universo maravilloso y sorprendente, la convivencia diaria entre los indígenas, cara a cara frente a un mundo sincrético que, paradójicamente, el autor novohispano se afana por extrañar y reconocer midiéndolo con los parámetros de la crítica a las supersticiones del «otro», invariablemente a priori condenado e insalvable, confirma la perennidad y la importancia en la formación dogmática del individuo de los conceptos histórico-culturales judeo-cristianos, que dan fundamento al discurso censor y fortalecen la creencia de posesión de la «verdadera fe». Alarcón, no se olvide, tiene en mente una misión qué cumplir, funge como delegado e inspector para realizar una ardua labor que parte del principio equívoco de registrar prácticas casi insondables y espirituales, rituales irreconocibles para el lector final, ajeno a las circunstancias socio culturales de la América indígena dominada por el esquema político español. Transita por la cosmovisión indígena armado de herramientas propias de un contexto y una realidad social diferentes. En suma, el tratado de Hernando Ruiz de Alarcón cuenta, implícita y explícitamente, con los postulados calificadores principales que se repiten en cada eslabón de la cadena discursiva antisupersticiosa, salvo matices, como su preocupación social y su conocimiento de aspectos etnográficos, si bien en este caso se usan como cimiento y teoría para atacar las manifestaciones rituales indígenas denominadas «idolatría». Por otro lado, sin duda alguna, una obligación y una convicción en todo letrado y hombre religioso de la época.
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4. La Relación auténtica de las idolatrías, supersticiones y vanas observaciones de los indios del Obispado de Oaxaca, de Gonzalo de Balsalobre Acabados estos ídolos, [que] estaban públicos, de destruir, dieron tras los que estaban encerrados en los pies de las cruces como en cárcel; ya podéis ver ¿cómo le iría al demonio cuando le pusiesen su imagen con la cruz? ¿Qué compañía tendrían tinieblas con la luz? ¿Qui consensus templo Dei cum idolis? Ni la cruz le podría sufrir más que la mar a los cuerpos muertos, ni el demonio estaría par de la cruz sin padecer gran tormento; por otra parte viendo el demonio que ni aun la cruz no le valía, y aunque debajo de ella, andaban [los frailes] tras de él a: «sal acá, traidor», y le tenían el pie sobre el pescuezo [...] pienso que acordó de irse a las sierras y montes, y desde allá aun había miedo de la cruz de Cristo que iba tras él, y desde allí a tiempos hacía sus saltos como adelante diré; [...] Fray Toribio Motolinía, «De cómo escondían los ídolos…», en Memoriales. Como se explicó con anterioridad, la primera manifestación en América del discurso que censura las supersticiones, se encuentra en la obra Tratado de hechicerías y sortilegios de Andrés de Olmos.115 Durante el siglo xvii otros autores más o menos importantes o reconocidos escriben en Nueva España tratados similares a los que se editaban en Europa, si bien en menor cantidad, hasta donde se sabe; sin embargo el enfoque del discurso antisupersticioso novohispano se centra en la superposición ideológica, ya que los evangelizadores y conquistadores españoles consideraban como un serio problema la subsistencia de prácticas, costumbres, rituales y creencias indígenas que la tradición eclesiástica, la idiosincrasia imperialista y la convicción religiosa tachaban de idolátricas. Algunos visos de sentido práctico tenía tal preocupación; razones de funcionalidad campean en los embates occidentales para reforzar y apuntalar la reciente imposición doctrinal, los prejuicios frente al «otro» los advertían de posibles «retrocesos» al «paganismo», los arraigados y complejos esquemas teológicos prehispánicos latían con fuerza en las comunidades, que, diezmadas y supuestamente convertidas al catolicismo, nunca abandonaron del todo el estilo de vida transmitido por 115.– Un estudio a manera de primer acercamiento al respecto se encuentra publicado: Alberto Ortiz, «La llegada a Nueva España de la tradición discursiva en los textos contra la superstición. Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos», en Pensamiento novohispano 5, (Comp. Dr. Noé Esquivel Estrada), pp. 11 - 21.
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sus abuelos. Hay que recordar que si el catolicismo tiene una fuerte y sólida consecución histórica, las fortalezas religiosas indígenas son equivalentes. La queja española y criolla contra la idolatría local y las prácticas populares consideradas supersticiosas en general, resultan por lo tanto en un discurso comprensible si reconocemos el contexto doctrinal e histórico en el que se generan. Por otro lado no se trata de una opinión nueva en el ámbito de la historia del catolicismo, pues desde el año 325, d. C. cuando se reúne el Concilio de Nicea, sale a colación el tema de la idolatría y el fideísmo, es decir, la creencia a ultranza. Desde entonces la teología católica tiene opinión al respecto. Además de la breve relación de Balsalobre, texto motivo del presente apartado, elegido entre otros para continuar el estudio del discurso contra las supersticiones en la Nueva España, mismo que abarca otro tipo de obras que se produjeron durante esta etapa;116 el discurso antisupersticioso se encuentra en los tratados europeos que sirvieron como lecturas pías y moralizantes, los sermonarios respaldados por las citas bíblicas y los conceptos de los padres de la Iglesia, los estudios especializados respecto a la doctrina cristiana, los manuales para exorcistas, los catecismos y una gran variedad de documentos varios que directa o indirectamente explicaron y atacaron a la magia, la idolatría y la herejía. Como en el caso de los anteriores textos, el documento de Gonzalo de Balsalobre: Relación auténtica de las idolatrías, supersticiones y vanas observaciones de los indios del Obispado de Oaxaca,117 recoge la preocupación tradicional católica por conservar y vigilar celosamente la ortodoxia, en este caso por medio del ejercicio coercitivo inquisitorial, mientras instala implícitamente, y sin ningún esfuerzo teórico, su decir en algunas de las afirmaciones y categorías básicas que el discurso censor de toda superstición explicaba en libros tan famosos como el escrito por Martín de Castañega118 o la obra del Maestro Ciruelo119. La circunstancia específica de la evangelización y sus avatares le dan un tinte especial al caso discursivo censor de las supersticiones en Nueva España. Los textos tienen como objetivo informar, criticar, ejemplificar y buscar remedios 116.– La investigación es más amplia, aunque aquí sólo se hayan seleccionado y analizado los textos más cercanos a la fórmula europea, se pretende abarcar toda la etapa colonial, incluyendo el rastreo de fuentes poco conocidas, si las hay, el rastreo del discurso censor en textos doctrinales redactados inicialmente con otros fines y extendiéndose hasta la opinión de la ilustración novohispana. 117.– Para el presente trabajo se utilizaron dos ediciones: Heinrich Berlin, Gonzalo de Balsalobre, Diego de Hevia y Valdés, Idolatría y superstición entre los indios de Oaxaca, México, Ediciones Toledo, 1988 y Gonzalo de Balsalobre, Tratado de las idolatrías, supersticiones, dioses, ritos, hechicerías y otras costumbres gentílicas de las razas aborígenes de México, ed. de Francisco del Paso y Troncoso, México, Fuente Cultural de la Librería Navarro, 1953, Tomo ii, pp. 337-390. 118.– Martín de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechizerias y de la possibilidad y remedio dellas (1529), Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1994. 119.– Pedro Ciruelo, Tratado en el cual se reprueban todas las supersticiones y hechicerías: muy útil y necesario a todos los buenos cristianos celosos de su salvación, 1539, reedición en Barcelona, 1628.
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que acaben de una vez por todas con las reminiscencias de las costumbres religiosas indígenas que algunas cándidas percepciones suponían abolidas. La simple detección del «problema» es de suyo una manera de alertar y proponer soluciones al peligro del desvío espiritual y la franca heterodoxia. La denuncia es un medio y un fin. No es de extrañar que el tono de los tratados citados se rija por el parámetro semiótico que media entre la delación y la querella. Por otro lado la ilación mitológica recurrente en la lucha contra las vanas creencias en Europa experimentó susceptibles cambios y adaptaciones acontecido su traslado y aplicación en América; el perfil del brujo no corresponde con el Fausto pactante, el aquelarre prácticamente desaparece aunque sí se enuncia, y los supuestos poderes mágicos se ligan al conocimiento y dominio de medicina herbolaria e ingestión de plantas con propiedades alucinógenas, en ceremonias de origen prehispánico que incluyen rituales alejados de las concepciones de herejía, apostasía, y contacto con el demonio; por si esto fuera poco, la confusión española entre el panteón indígena mesoamericano y los demonios catequéticos en realidad marcan una distancia cultural prácticamente insalvable, diferencia que los evangelizadores no percibieron, por supuesto. A pesar de que las prácticas rituales prohibidas llevaban tiempo realizándose en la región, según las declaraciones de los indígenas, es en 1653 cuando Gonzalo de Balsalobre, a la sazón cura de San Miguel Sola las descubre, las denuncia a la Inquisición y escribe una breve relación que se publica en 1656. Encontramos de nuevo el perfil dual del censor de las supersticiones locales: miedo y calificación ante el «otro», reprobar y corregir, obligaciones y atribuciones inherentes a la personalidad implicada y al proceso de evangelización, aunque en este caso, por el tiempo transcurrido desde la llegada de los españoles a América, se suponga más bien una continuación y preservación de la fe más que una conversión. La relación está compuesta de una licencia otorgada por Don Francisco Fernández de la Cueva, Duque de Alburquerque; una carta pastoral dirigida «a los venerables curas beneficiados seculares y regulares de nuestro obispado» redactada por el vigente Obispo de Antequera, fray Diego de Hevia y Valdés; la relación propiamente dicha, que incluye una reseña de los procesos, como «causas en particular» y como «causas fulminadas»; los fallos y sentencias del Obispo que decide sobre el proceso inquisitorial, en su función de Inquisidor Ordinario; las cartas de distintos participantes en el Auto que se derivan a partir de una «Real provisión» emitida por el rey Felipe; la «Relación de otros casos de idolatría», escrita por el mismo Balsalobre; y se cierra con una «Forma e instrucción» formulada por el Obispo señalado. El documento de Balsalobre tiene como causa y motivo los procesos inquisitoriales ejecutados en contra de los indígenas comunitarios oaxaqueños, de estos juicios el autor da cuenta a través de reseñas, utilizando el formato de la
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relación, en su carácter de representante de dicho tribunal. No se redacta pues, propiamente, un tratado de las supersticiones, aunque la censura está contenida en la relación de los procesos. La acusación principal es la de idolatría, la cual se traduce como herejía por los propios jueces. Resulta curioso que en medio del proceso se encuentre implicado un texto que reproduce los llamados «sortilegios» supuestamente ejecutados por los indiciados. Algunos de ellos poseyeron o poseen copias del texto y, aunque no se aclara totalmente su contenido, se dice que es una especie de manual-guía para los ritos idolátricos, que se copia y guarda por los implicados. Entre líneas se lee la necesidad tribal de contar con respuestas frente al futuro incierto y contra los problemas de salud personal y familiar; lo que explica la relación poder medicinal-profético y estatus comunitario de los dueños de una copia del texto. A propósito, la importancia del asunto es una variante de investigación en este tema y similares: Cualquier dibujo verdaderamente redondeado de brujería debe incorporar las maneras en que ciertas personas establecieron sus demandas para poder leer - o detectar - la brujería, los fines a los cuales aplicaron esa capacidad, y el papel que los libros jugaron en su mundo. Aquí, como en otra parte, hay buenas razones para sacar de la consideración tradicional la persecución como tal, para mirar en mejor detalle el mundo complejo de sospechas del pueblo, amenazas, y narración mágica. La brujería puede mirarse a la cara tanto como por lo que se refiere a la terapia como a partir de la motivación personal; en muchos, si no en la mayoría de los casos, el punto a tal diagnóstico era abrir el camino a una cura.120 Independientemente del asunto inquisitorial, lo que abriría otra posibilidad interesante de estudio y análisis, destaca el vínculo tácito entre las ideas oficiales o permitidas en torno del acontecimiento religioso y las supersticiones ejercitadas, por lo tanto reprimidas, según las proposiciones expresadas en el texto de Balsalobre pues, aunque nunca se enfrente al problema teológico, social o antro120.– Robin Briggs, «Circling the Devil: Witch-Doctors and Magical Healers in Early Modern Lorraine» en Languages of Witchcraft. Narrative, Ideology and Meaning in Early Modern Culture, ed. Stuart Clark, New York, St. Martin’s Press, 2001 p. 161. «Any truly rounded picture of witchcraft must incorporate the ways in which certain people established their claims to be able to read —or detect— witchcraft, the ends to which they applied that capacity, and the role that books played in their world. Here, as elsewhere, there are good reasons to move away from the traditional concern with persecution as such, in order to look in greater detail at the complex world of village suspicions, threats, and counter-magic. Witchcraft can then be envisaged as much in terms of therapy as of personal animosity; in many if not most cases, the point as such a diagnosis was to open the way to a cure» (Traducción personal libre).
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pológico de la idolatría como una forma de superstición y herejía, pretende dar cuenta de los «errores» de los nativos y de lo que se hizo para escarmentarlos. El autor se encuentra ya en una etapa diferente a la reprobación teórica, distinta a la visión paternalista de Olmos, por ejemplo, en este caso la superstición se reprueba judicialmente y Balsalobre atestigua el hecho desde la coerción ejercida, aplicado el supuesto remedio. La idolatría caminó de una posibilidad amenazante a una realidad incontrolable. La querella presentada y tramitada en forma de un proceso inquisitorial, que luego se escribe como noticia ejemplificante, aparece como una circunstancia producto de la desolación y la frustración. El indígena lleva tiempo siendo inducido a la «verdadera» religión, esfuerzos, recursos y tiempo se han gastado en pro de su adoctrinamiento y control eclesiástico; y a fin de cuentas recae en los errores heréticos que ponen en jaque la «salvación de su alma». La desesperanza engendra al castigo, una vía de reconvención que agota la palabra amonestadora y dispone al sujeto «culpable» ante el aparato coercitivo de la maquinaria gubernamental. Si en el siglo xvi fray Andrés de Olmos se sentía desilusionado por los magros frutos de una vida de trabajo evangelizador, los sacerdotes del siglo xvii ya no toleran fácilmente la penitencia relapsa del indígena, (por ejemplo las opiniones vertidas por Pedro Sánchez de Aguilar y Hernando Ruiz de Alarcón) Lejos están de explicarla a través de la transición antropológica que ahora justifica el aferramiento a las raíces culturales. Pertinacia que tal vez adivinaban ya al inicio de la conquista espiritual Sahagún y Motolinía entre otros, cuando registraban los pormenores de las creencias, los ritos, los sacrificios y las búsquedas de contacto unitivo con la divinidad de los indígenas mesoamericanos. Prácticas que, siguiendo la tradición discursiva antisupersticiosa, censuraron: Estos adivinos no se regían por los signos ni planetas del cielo, sino por una instrucción que según ellos dicen se la dexó Quetzalcóatl, la cual contiene veinte caracteres multiplicados trece veces, por el modo que el presente libro se contiene. Esta manera de adivinanza en ninguna manera puede ser lícita, porque ni se funda en la influencia de las estrellas, ni en cosa ninguna natural, ni su círculo es conforme al círculo del año, porque no contiene más de doscientos y sesenta días, los cuales acabados tornan al principio. Este artificio de contar o es arte de nigromántica o pacto y fábrica del Demonio, lo cual con toda diligencia se debe desarraigar.121 121.– Fray Bernardino de Sahagún, «De la astrología judiciaria o arte adivinatoria indiana», en Historia General de las cosas de Nueva España, ed. cit., pp. 231-232. Las negritas son nuestras con el
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Tratándose de un asunto que sobrepasó la adoctrinación, el enfoque restrictivo y la delación-coerción de los evangelizadores, lo cual es posible constatar antropológicamente, las prácticas mágicas indígenas, luego de sufrir los avatares, contaminaciones y mixturas que el paso del tiempo generó, sobreviven hasta nuestros días, tanto como prácticas rituales de comunidades indígenas, como parte de la vida cotidiana de sectores populares.122 Es evidente que los casos denunciados y descritos por Balsalobre giran en torno a un texto con características similares a las que reseña Sahagún como parte de su pionero trabajo etnográfico, aunque la modificación de los estratos sociales ubique en otro escaño, mucho más restringido que aquel que ocuparan en la época prehispánica, a los «maestros», de «dichas idolatrías y supersticiones» como la relación expresa: Este y otros maestros que allí ay, y en la lengua vulgar, y corriente se llaman Letrados, y Maestros, han enseñado continuamente los mismos errores que tenian en su Gentilidad, para lo qual han tenido libros y quadernos manuescritos, de que se aprovechan para esta doctrina, y en ellos el vsso, y enseñança de treze Dioses, con nombres de hombres, y mugeres, á quienes atribuyen varios efectos, [...]123 La posesión misma del texto-guía constituye una infracción. El poder de la palabra escrita, ya como símbolo o carácter mágico, ya como instructivo adivinatorio, forma parte de la actitud supersticiosa; que si bien en Europa se manifestó en grimorios, nóminas, cartas de tocar y conjuros, en América, independientemente de su recreación en las anteriores modalidades, —y los marginales grimorios y libros de arte mágica, todos indexados— lo que se ataca es la reincidencia idolátrica que el texto representa, la permanencia de «errores» ahora trasladados a la reproducción europea. Como se dio a entender antes, opera la equiparación inconsciente o despreciativa de una parte entre ambos esquemas ideológicos, una especie de «tabla rasa» que califica a todo el «extraño» o «pagano», como hereje, y lo aplica como si compartieran una misma cosmovisión que se auto proclama en la voz del fin de resaltar la preponderancia del ataque a las supersticiones y el vínculo directo que la magia, la adivinación y la astrología judiciaria tiene con Satanás desde el discurso antisupersticioso. 122.– Ver Lilian Scheffler, Magia y brujería en México, México, Panorama, 1984. Aunque no se trata de un libro recomendable para investigación e inclusive equivoca la explicación en algunos fenómenos, no profundiza ni sostiene un marco teórico; es un buen intento por recorrer y difundir el mundo de manifestaciones mágicas que se encuentran en el México de hoy. 123.– Gonzalo de Balsalobre, Tratado de las idolatrías, supersticiones, dioses, ritos, hechicerías y otras costumbres gentílicas de las razas aborígenes de México, ed. de Francisco del Paso y Troncoso, México, Fuente Cultural de la Librería Navarro, 1953, p. 110.
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emisor juez, el evangelizador o el conquistador, la única opción considerada posible de contener veracidad y aun más de ser la verdad. Dogma que se manifiesta a través de un cuadro semántico ya armado y reconocido por occidente. Balsalobre usa, entonces, conceptos como «hechicero», «brujo», «idólatra», «supersticioso» y «demonio», para describir la actitud del rito y la costumbre perviviente entre los indígenas que forman ahora su parroquia, de quienes se espera un comportamiento cristiano y puro, al menos señales claras de conversión y fidelidad, no la veneración, el sacrificio o la fe en ídolos a través de «prácticas supersticiosas». El propio prejuicio religioso intenta separar la supuesta verdad de cualquier otra manera de concebir la vida diaria y la divinidad: «Para ofrecer limosna en la Iglesia, tienen dias buenos, y malos, y essos los señala algun Letrado de la jurisdicción, segun el computo del libro de su doctrina».124 En el fondo muchas de las aplicaciones dogmáticas en contra de los rituales indígenas están desautorizadas no por ser diferentes a las que el catolicismo introdujo en América, sino simplemente porque la «autorización» la tienen y la otorgan los ministros de culto del imperio español y no los sacerdotes del pueblo vencido. Los pases mágicos, las habilidades taumatúrgicas, el escudo del talismán y cualquier otra pretendida protección de los males, así como un sin fin de creencias, rituales, y prácticas religiosas que el cristianismo ejecuta no se distinguirían demasiado de aquellas proscritas por ellos mismos. ¿O qué diferencia real existe entre el hechicero que «limpia» y el cura que «absuelve»? básicamente ninguna, la distancia se encuentra en la «autoridad» que la «verdadera fe» se adjudica y, por supuesto, en la tradición teológica, cultural, histórica y social que explica la «efectividad» de una frente a la «vanidad» de otra. Con Noemí Quezada se puede opinar que: «Magia» no es siempre el nombre que toma la religión vencida. Al frente, en torno y a veces al interior mismo de toda religión estrictamente organizada por un clero, se desarrollan los elementos mágicos, restos de antiguas prácticas o deformaciones populares «supersticiosas» de prácticas religiosas vivas. De esta manera, en la civilización tradicional occidental el sacerdote es frecuentemente hechicero. Puede levantar un mal y se le solicita para cumplir los ritos mágicos que la liturgia adapta o adopta. Una situación muy parecida existe entre los mexica donde al margen del clero y de las grandes fiestas oficiales, una multitud de adivinos, brujos y hechiceros responden a las necesidades co-
124.– Ibídem, p. 114.
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tidianas del pueblo en el terreno de la prevención o la curación maravillosa.125 Efectivamente, la magia, la maravilla, el prodigio, el milagro, (sin hacer la distinción sino sintetizándolas para fines prácticos y de fe) operan en cualquier esquema ritual y religioso medianamente estructurado y jerarquizado; presenta una respuesta congruente con las necesidades del tipo de sociedad a la que sirve y domina. Y la superstición, —es decir, concebir equivocadamente o desfasar el dogma en franca contradicción con los parámetros dispuestos por una eventualidad cósmica acaecida en el principio de los tiempos y favorecedora del hombre por gracia de su dios— significa una alteración peligrosa que no se debe soslayar. Un sacerdote es el depositario del poder divino, por lo tanto es capaz de trocar el mal en bien, conjurar a las fuerzas malignas e incluso desatar la ira divina.126 La relación del padre Balsalobre enfrenta un hecho específico que califica de idolatría porque no tiene otra manera de concebir la diversidad religiosa y porque así cumple con la labor inquisitorial, al parecer poco diligente por más de una década. Obviamente el cuidado del dogma entre los naturales americanos y la persecución a las formas rituales tachadas de paganismo no fueron acontecimientos aislados, durante toda la época colonial constituyeron una preocupación eclesiástica, aquí y allá brotaban reediciones de las costumbres religiosas indígenas, hasta edificar el consabido sincretismo que ahora conocemos. Durante mucho tiempo los evangelizadores tuvieron problemas con la idolatría, tanto en Oaxaca como en todo el territorio novohispano. Por ejemplo en ese mismo obispado aconteció durante el año de 1700, la rebelión idolátrica de los habitantes de San Francisco Caxonos que «elevó al martirio» a las autoridades y fiscales de la población.127 Así que la historia de la reincidencia indíge125.– Noemí Quezada, Amor y magia amorosa entre los aztecas, México, UNAM, 1996, p.11. 126.– Un ejemplo típico de ello es el texto contemporáneo de la relación de Balsalobre: Libro de coniuros contra tempestades, contra oruga, y arañuela, contra duendes, y bruxas, contra peste, y males contagiosos, contra rabia, y contra endemoniados, contra las aves, gusanos, ratones, langostas, y contra todos cualesquier animales corrusivos que dañan viñas, panes y arboles de cualesquier [ilegible], aora nuevamente añadidos. Sacados de Missales, Manuales, y Breviarios Romanos, y de la Sagrada Escritura. Compuesto y ordenado por el P. Fr. Diego de Céspedes, Monje Bernardo, Prior del Monasterio Real de N. Señora la Blanca de Marcilla y Lector de Sancta Theologia. CON LICENCIA. En Pamplona.Por la heredera de Carlos de Labayen, año 1641. 127.– Ver Eulogio G. Gillow, Apuntes históricos, Oaxaca, Imprenta del Sagrado Corazón de Jesús, 1889; reimpresión en facsímil, México, Ediciones Toledo, 1989. En el apéndice tercero, el autor reproduce una causa contra idolatría llevada a cabo en 1684, es decir, años después de la relación de Balsalobre, instituida contra Nicolás de la Cruz Contreras y socios, por idolatría, en el mismo pueblo. En el proceso que se siguió contra los idólatras que atacaron a las autoridades de la comarca (compuesta por seis pueblos) durante septiembre de 1700, un testigo apunta: «que era público y notorio que los naturales de San Francisco Caxonos habían sido prendidos en una idolatría
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na en pos de sus convicciones religiosas tiene un derrotero histórico incesante. Lo que importa, para el presente comentario, es la pretensión de Gonzalo de Balsalobre por dejar constancia de un hecho que, sin análisis, califica con los parámetros del discurso censor de las supersticiones, aplicando los esquemas discursivos que Occidente arma para su propia persecución de brujas. En sentido estricto, y de acuerdo a los parámetros teológicos en que se basaron todos los tratadistas europeos que hablaron del tema, la idolatría indígena, tal como la denuncia Balsalobre ante la Inquisición, sería una forma de superstición agravada, los rituales con que se manifiesta lindarían con los demás conceptos que arman la censura, es decir: paganismo, herejía, apostasía, dulía, etc. Sin embargo, el enfoque coercitivo, la ausencia de análisis, las escasas (prácticamente nulas) referencias razonadas al discurso antisupersticioso y el tratamiento de proceso delictivo ante los tribunales y autoridades competentes, muestran que el uso del lenguaje calificador no es suficiente para ampliar, renovar, aumentar o trasladar los supuestos teóricos de la tradición del texto antisupersticioso, pues el autor y sus dialogantes y coparticipantes en el opúsculo (el Obispo Diego de Hevia y Valdés, principalmente) no llegan a construir un texto que recree, en América, los tratados europeos acerca de la magia y temas afines; su esfuerzo, como se señaló antes, se quedó en el empeño del celo católico por resguardar la ortodoxia, lamentar la reincidencia y querellarse para impulsar el proceso inquisitorial en contra de los «idólatras». Aunque se use el lenguaje del discurso censor, el peso de la realidad cultural indígena americana, diferente a todas luces de las vivencias religiosas y creencias supersticiosas europeas, desborda el modelo corrector y la explicación doctrinal de los autores. Prevalece, como telón de fondo, una duda razonable respecto al acontecimiento de ruptura extrema entre el sujeto y la Iglesia: el pacto diabólico. Esta misma reprobación de hechos en Europa hubiera dado pie a un escándalo social en el cual el pacto explícito con el demonio, el aquelarre y el resto de la mitología alrededor de la brujería, hubiesen sido el centro del acontecimiento general», p. 139. El autor, desde su visión eclesiástica, reconstruye la historia tomando como base los documentos de la época, por ejemplo, narra un momento álgido: «Al llegar a la casa en donde se verificaba la idolatría, habia en el patio luminarias, pero fuese por la llovizna ó por el interes de la funcion, todos los indígenas se encontraban dentro de la cocina y las dos grandes piezas que componian la casa habitacion de José Flores, menos los dos indios que estaban de guardia en la puerta de la sala principal, pero que distraidos con las ceremonias que se estaban practicando en el interior de la casa, no advirtieron su llegada. Los religiosos y sus acompañantes pudieron, por un momento, apercibirse de lo que pasaba dentro de la pieza principal. Estaban allí multitud de hombres y mujeres de todas edades, niños y niñas y hasta criaturas de pecho, en pié los unos, hincados la mayor parte y postrados otros, repitiendo todos ciertos rezos que un indio lector, llamado Sebastian Martin, como maestro de capilla, apuntaba, teniendo en la mano una especie de pergamino, escrito con letras grandes, coloradas como de sangre». p. 105.
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independientemente de su realidad histórica o judicial. Por mucho que se trate de un proceso inquisitorial contra sincretismos indígenas, el diablo en América no es un tramposo pactante al etilo europeo, sino un traidor anacrónico obstinado en la reactualización de los ritos prehispánicos. De tal manera que la preocupación de la voz española por suprimir las supersticiones, las prácticas mágicas y la supuesta filiación diabólica de los indios, que en un primer momento fue evangelizadora, transitó, al parecer, hacia un discurso teológico de dominio, por lo tanto es un discurso político y no teológico en su mayor parte. La casi ausencia en América de acontecimientos alrededor de la brujería clásica, aquellos que en Europa despertaron la necesidad clerical de explicar y censurar a través de los libros contra la magia y la hechicería, modifica el esquema erudito que critica a la sociedad y su vida cotidiana. En Europa el discurso calificador mantiene enfoques eminentemente teológicos, porque efectivamente las disensiones marcaban ese tipo de reprimenda; en el mundo indígena americano en cambio, el discurso se politiza para mantener el dominio y control político-económico. En el contexto europeo el discurso censor de las supersticiones tiene representantes en variados estratos de la jerarquía religiosa y la sociedad alfabeta, hasta convertirse en un discurso apropiado por algunos sectores de la población; las personas comparten e integran en su esquema ideológico, al mismo tiempo, tanto las creencias supersticiosas provenientes de su tradición autóctona o aquellas importadas de oriente y el mundo grecolatino, como las recomendaciones doctrinales de la iglesia oficial que los ponen sobre aviso respecto de los «peligros de la perdición de las almas», es decir, la seducción diabólica, el ataque constante de las brujas, hechiceros y magos, los brotes o invasiones de herejía, (léase mahometismo, judaísmo, luteranismo, calvinismo...), la infidencia y la práctica desproporcionada e indebida de la fe, o sea, la superstición. Es por consiguiente un discurso en parte propio, en general corresponde a una idiosincrasia y una forma de vida determinada por los mismos aspectos que el discurso antisupersticioso exalta o recrimina. En cambio, para el caso de la América novohispana, se trata de un discurso que siendo idéntico ya no tiene equivalentes ecos ni similares acciones sociales como causales, forma parte del esquema ideológico que se pretende implantar suprimiendo las tradiciones indígenas, es un discurso del poder, desde el poder y a favor de él. A manera de hipótesis para la continuidad de esta investigación, es posible afirmar, partiendo de este caso, que la tradición discursiva antisupersticiosa en América, tiene una connotación ideológica política, no primordialmente religiosa, (a pesar de que supuestamente se trataba de ingresar a los indígenas a la «verdadera fe») mientras que en Europa, durante el mismo tiempo, hasta finales del siglo xviii, mantiene su preeminencia religiosa más que cualquier otra.
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Este es el caso de la relación de Balsalobre, una reseña de las acciones que se «descubren» en materia de prácticas idolátricas, un proceso inquisitorial contra los resabios de la cultura aborigen a la que se le pone nombre para aplicar escarmiento, a sabiendas de que todo el pueblo está implicado en los rituales prohibidos, una lección que nadie aprende, las reincidencias no han parado, porque la identidad es más fuerte que los procesos judiciales. El discurso censor no deja de ser una intromisión, ni las categorías acusatorias ni el lenguaje se acomodan a la filosofía del fenómeno. Si además el discurso no se aplica en el análisis, no ciñe su metodología sino que únicamente se utiliza porque es el esquema construido para calificar todo lo «diferente», entonces sobreviene con notoriedad la incongruencia y la extrañeza entre un decir otrora coherente para descalificar y normar y una realidad que no funciona como la palabra escrita quiere. El autor, en tales circunstancias, sólo califica, sin mediar un ápice de reflexión imparcial del porqué acontece la idolatría, da por hecho la intervención del demonio, pues supone que es a él a quien se dirigen las peticiones de los indígenas en los rituales. Si su preocupación es que a pesar de los esfuerzos evangelizadores los pueblos de indios recaen en el «paganismo», otro tanto se puede señalar de su denuncia llana, pues a pesar de tanto tiempo en convivencia, no entiende el medio religioso que intenta modificar. Es evidente que conoce los momentos específicos cuando se realizan las prácticas prohibidas, las señala: en la cosecha, en la pesca, en el parto, en alguna enfermedad, etcétera; asimismo conoce en general el tipo de prácticas y a cuál divinidad prehispánica va dirigida (Loçucuy, Lociyo, Coqueelaa, Niyohua, Noçana, Nohuichana...), y tiene conocimiento de algunas ceremonias o partes de ellas; sin embargo su visión es limitada, de tal modo que refleja únicamente el sentido común de un fraile cualquiera, nunca profundiza ni explica la presencia de las supersticiones como haría un tratadista mediano del tema, únicamente delata, al parecer, para «cumplir» con su trabajo de celador católico y es francamente dudoso que hubiese tenido lecturas especializadas al respecto, como había demostrado tener Andrés de Olmos, al utilizar el texto contra las supersticiones de Martín de Castañega adaptándolo al contexto colonial, Sánchez de Aguilar al referir a Eymeric y Ruiz de Alarcón al trasladar aspectos de la mitología demonológica. No cabe duda que el discurso censor de los errores comunes, como lo llamaría durante el siglo xviii, el padre Feijoo, requiere de una preparación y un tratamiento específicos y no sólo de un señalamiento acusador que describe informes aislados, como es el caso del texto de Balsalobre. De cualquier forma subyace el sentido calificador que se enfoca a la idolatría en tanto tema central de la disensión supersticiosa entre los indígenas americanos, el cuidado catequístico debía vigilar este acontecimiento en específico, lo
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que podría llamarse «recaída espiritual o fidélica». La única manera que existía para dar cuenta y dimensionar un conflicto de este tipo era el discurso contra las supersticiones, tradición textual que Occidente armaba desde el origen del cristianismo como institución de poder. En algunos casos, la discusión es enterada y profunda, en otros únicamente constituye ecos de una fórmula prejuiciosa que se aplica a la «otredad» porque no se comprende su presencia en el mundo.
III. El diablo en la literatura novohispana Fuime al fogón, y como allí venían algunos tan sucios que tomaban tabaco, al encenderlo me incensaban con él y creía que eran semidiablos, y aun enteros, viéndoles echar humo por la boca y chupar lumbre, además de que el olor es el más correspondiente al del azufre de nuestros perfumes. Juan Mogrovejo de la Cerda, La endiablada. Personaje imbuido de lirismo desde su primera aparición entre las batallas cósmicas de los mitos fundadores, el diablo viaja por la literatura occidental a manera de un eje narrativo de intenso valor semiótico; le caracteriza la diversidad relativa, su aspecto, personificación o disfraz en el drama humano —que durante siglos no diferenció la realidad histórica de la ficción— cambió de acuerdo a las circunstancias sociales y religiosas que tensaron la siempre delicada relación entre pueblos distintos; si bien la forma y atributos varían, en el fondo conceptual su identidad cosmogónica y su función primordial se conservaron hasta el lento proceso de desacralización de las creencias que la Modernidad impulsó entre el pensamiento erudito. Para alcanzar la preeminencia lírico-narrativa que la historia cultural le confiere hasta nuestros días, el personaje debió transitar por estadios estructuradores e impactar su iconicidad referencial en diferentes niveles comprensivos; por ejemplo, una primera instancia requirió que extendiera su identificación exegética bíblica. Es decir, los atributos que los comentaristas autorizados por el poder instalaron como principales y determinantes en su caracterización mítica y rol terrenal mediante las glosas de historias y libros sagrados fueron la base de su reconocimiento en tanto eje dogmático religioso, pero además sirvió de cimiento para edificar, alrededor de él y sobre sus supuestos imaginarios, el edificio leyendístico culto y popular que derivó en versiones y sentidos de amplio rango narrativo y de multifacéticos significados respectivamente. En este caso el diablo resulta un producto sólido y constante —por ende paradójico— de los procesos doctrinales conducidos al pie de la letra por los emisores del mismo discurso institucionalizador de los valores que le son antagónicos, la dualidad del cristianismo que sobrevivió más allá de las disidencias maniqueas.
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Otro proceso acontece de manera paralela al asentamiento evangélico de la interpretación intermediaria, la inclusión del diablo en los pasajes nodales de la textualidad sacralizada y su casi natural diversificación en paratextos cuya veracidad no se cuestionó y, según nos enseña la historia literaria, tampoco se diferenció intencionalmente del mito con la criba de la verdad/ficción. La figuración del mal creció conforme fue necesario decantar un alter ego divino que excluyera del principio prístino del bien la operación maligna natural y social en el mundo, único espacio de explicación existencial del juego cósmico demiúrgico. Esta escisión teológica sólo resultó explicable mediante el mito de la rebelión primigenia y tuvo su mejor argumento en el siempre complejo concepto del libre albedrío. Así Luzbel enfrentó y enfrenta constantemente a su creador, exculpando del principio del bien —mediante una compleja e irresoluta argumentación silogística— el origen y existencia innegable del mal. El diablo basa su ontología ficticia en el principio non serviam y el complemento subsecuente de la similitud actora, no quiere servir porque se pretende igual a Dios, así que lo imitará y parodiará, disputará su lugar entre las criaturas que le adoran, sin renunciar a su odio y dolor sempiterno que le confieren el papel constante del antagonista relapso de Dios y la humanidad, como su función según la tradición deberá mantenerse irrenunciable todo indicio de solidaridad con los hombres es un ardid, de ahí que además del adversario, el diablo sea el engañador, el instigador, el falso, el padre de la mentira. Esta sintética figuración del diablo se inserta poco a poco en los textos, exégesis, paratextos, glosas y derivaciones de las voces cultas que a su vez extendieron la comprensión de discursos canónicos. Y así, sin diferenciar las tipologías literarias, anudando los textos mediante el concepto de la didáctica religiosa, el diablo desempeñó su papel equilibrante tanto en sermones oficiales y disertaciones teológicas de hermeneutas ortodoxos como en obras dramáticas, poéticas épicas o narrativas. El diablo de las leyendas de Hipólito, Cipriano y Fausto, el de los coloquios medievales, y el postrenacentista de la «caza de brujas» no es tan diferente aunque provenga de las reflexiones de Tomás de Aquino o derive de la reconstrucción del mito anti judío, o refiera viejas costumbres autóctonas, o se dibuje con frisos paganos. Este diablo que luego América heredará es, a fin de cuentas, un gran crisol de significados, una manufactura especial del «cajón de sastre» cuyo concepto omniabarcante es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia novedosa y mimetizarse con todo principio diferenciador. El diablo nació como identidad mimética, así que no resulta extraño que imite todo lo que toca, hasta parecer personaje original de todas partes, de todos los tiempos, de todos los pueblos, de todos los hombres y de ninguno. Ya inscrito para siempre en los renglones de la literatura, diablo-personaje y mito-alteridad, acontecerán a manera de un mismo fenómeno connotativo, re-
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ceptivo y nominativo que más que identificarse a sí mismo —sobre los lomos librescos de una explicación teórica única y determinante— identifica y vincula a sus receptores, lectores y oyentes de talante crédulo en mayor o menor medida, con un compartido y reconocible sistema de redes ideológicas distendidas para el control religioso dependiente del judeocristianismo troncal. Desde finales de la Edad Media hasta la Ilustración, Luzbel ocupará, a despecho del pensamiento escolástico, el centro del escenario. Su utilidad lectiva fue tan importante que apenas se encuentra algún autor u obra de mediana popularidad que no lo cite, refiera o utilice en algunas de sus múltiples facetas. Gracias a la tradición y al eje dogmático que sostiene la continuidad del mito diabólico, es posible que se establezca de forma sencilla y directa el pacto ficcional entre casi cualquier lector y la obra que contenga al diablo formando parte de su dramatis personae. La información esencial y aun detalles idiomáticos se encuentran instalados en las capas de competencia cultural en un probable lector occidental, de tal manera que el devenir del texto confirma, matiza o contradice una etapa de comprensión antecedente. El diablo ya está leído antes de aparecer en escena. Por lo tanto el personaje en la literatura, en este caso la producida dentro del contexto novohispano, puede analizarse como un acontecimiento lingüístico y estético del tipo cliché. Porque si bien las variantes de su personificación ofrecen sorpresas —en especial durante los Siglos de Oro, merced a su reiterado uso contrarreformista— la necesidad e incluso obligación político-religiosa de presentarlo de acuerdo a las voces de la tradición y la autoridad, más el considerable peso de la utilidad del texto literario que por lo general estuvo encaminada a fortalecer la fe, aleccionar a la sociedad y moralizar su conducta, desembocaron en una identidad estereotipada cuyo perfil anecdótico pasó al lírico y de éste al dramático-narrativo presumiendo un envidiable y constante don de la ubicuidad, dueño de un campo semántico referencial que se repetía y recreaba hasta la saturación. Este círculo reiterativo además se nutrió con las percepciones y emisiones de la expresión oral que la cultura popular indígena añadió en cada caso histórico. La literatura novohispana recibió de la tradición occidental un perfil específico, mediante el cual reconocer al diablo y todo el esquema demonológico, se trata de un discurso contra las supersticiones acordado desde la erudición teológica que ostentara el poder y confirmado mediante la certeza artificial de la infalibilidad conferida a la palabra doctrinal oral y escrita; el diablo a su vez sostenía su importancia ideológica a través de la dinámica multiplicación cotidiana de las versiones sociales que actualizaban el mito y el dogma para la gente simple. Pero además se familiarizó con una inusitada renovación del personaje tradicional y vigente mediante el sincretismo que significó la conquista, la evangelización y la colonización. La convivencia con resabios y bro-
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tes constantes de las creencias prehispánicas combinadas con modificaciones, adaptaciones y préstamos de la siempre imperfecta imposición cultural originó la simbiosis que identifica al diablo novohispano entre los vericuetos de la idolatría americana. Definitivamente el diablo fue el ídolo, y —a semejanza de la calificación cristiana respecto al paganismo grecolatino— todo ídolo del panteón americano representó un demonio; los novohispanos lo supieron, lo mitificaron así, gracias al propio discurso antisupersticioso de los manuales inquisitoriales y los tratados demonológicos y en especial de acuerdo al contexto cultural del nuevo mundo. No por inmanencia natural, claro, sino por la aplicación de los supuestos del imaginario europeo al contexto cultural indígena, encuentro e identificación que instaló de entrada la diferencia en la fe y discriminó la posesión de la verdad entre católicos e indios de acuerdo al concepto del «otro» errado en sus percepciones de la divinidad y llevado al caos por el propio representante de la iniquidad. La literatura de la época entre tanto intentó revelar las posibilidades dramáticas del enemigo mediante el uso de diversas máscaras y facetas sociales que respetaron en general la tradición mimética diabólica, en el sentido de su identidad cultural y en el que corresponde a las atribuciones que la propia narrativa le reconoce. Al mismo tiempo el fenómeno cultural de la repetición constante adaptó la figura a las nuevas circunstancias históricas mediando una combinación entre la realidad y la fantasía, zanjada por el dogma eclesiástico de la creencia en el mal como personaje, por tal motivo la literatura que recrea el tema mantiene formatos mixtos e intenciones didácticas, de carácter doctrinales, moralistas y edificantes. Así que el diablo literario novohispano llevará al principio de la colonia disfraz de sacerdote promotor de culto prehispánico; instalado el sistema virreinal y asentada una sociedad estratificada básica, los demonios serán representados mediante el azote de los pecados capitales, contrastarán entre los danzantes de atrio, administrarán las penas del infierno, acarrearán al abismo las almas de los pecadores, y aconsejarán especialmente a los disidentes del status quo, quienes a fin de cuentas no dejarán de ser unos extraños por sí mismos en una sociedad alejada de los grandes cismas europeos. Muestra de tales variaciones y enmascaramientos del diablo novohispano se encuentra revelado por la obra teatral de colegio estrenada en Puebla durante 1586: Tragedia intitulada Oçio, del jesuita Juan Cigorondo, pues el personaje antagónico principal, Otium, representa casi en su totalidad actancial a un demonio novohispano, en este caso, obvio, al de la ociosidad, madre de los vicios.128 128.– Ver Julio Alonso Asenjo, (Estudio, edición crítica y notas) Tragedia intitulada Oçio de Juan Cigorondo y Teatro de Colegio Novohispano del Siglos xvi, México, El Colegio de México, 2006.
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Con un evidente peso aleccionador, la obra presenta a un pecado capital instigando y malaconsejando a un estudiante, de paso critica las costumbres laxas de la sociedad poblana. Varias características malignas y pertenecientes a las secuencias del mito en cada aparición diabólica se cumplen en el personaje como para calificarlo de demonio o diablo: el lazo constante con el infierno a pesar de su brega en la tierra, la inquina despreciativa contra la humanidad, el rol planeado para engañar al hombre y atraerlo al pecado que lo perderá, el contacto a través de un acuerdo o pacto implícito, etc. Además de este caso la propia inercia colonialista y la lectura de textos y noticias de la metrópoli crearán borrosas figuras de maldad irreconocibles en su forma histórica para cualquier creyente oriundo de la Nueva España, hijos de diablos, seguidores del maligno, demonios íncubus ellos mismos fueron en el imaginario colectivo prejuiciado: Judas, el pueblo judío, Poncio Pilatos, Gestas, Nerón, Lutero, Calvino, los protestantes, las brujas, los enemigos del Papa, Voltaire, etc. Como es notorio el esquema dogmático, es decir teológico y demonológico al mismo tiempo, y su correlato simultáneo en la recreación tópica del discurso literario se caracterizan por la movilidad y la ampliación constante que opera desde un supuesto ideológico principal derivado de unas cuantas pistas y referencias bíblicas. Con todo, y si bien la historia, presencia, actividad y personificación del mal llegó a ser tan atractiva que arrebató el protagonismo del bien en los dramas y relatos de su incumbencia, el diablo novohispano nunca tuvo la prominencia social de los círculos eruditos que sí alcanzó en el viejo continente por medio de sendos tratados especializados que armaron toda una tradición discursiva y acaso, sin querer, una apología diabólica.
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1. El Luzbel cantado en la obra de Pedro de Trejo Cuando leo estas cosas y pongo ante mis ojos toda la redondez de la tierra que adolece de la misma locura, no sé qué es lo que hay que hacer: si dolerme o indignarme (...) y no fue este error sólo cosa de gente baja, sino que los más excelentes de los poetas y de los retóricos y aún de los filósofos, en sus palabras y acciones, mostraron admiración de semejantes bagatelas. José de Acosta, De procuranda. Luzbel llegó a América el 12 de octubre de 1492, de 1521 en adelante fingirá que siempre estuvo aquí, que, desterrado de Europa, enfadado de la guerra constante contra los católicos empeñados en malograr sus intrigas, sentó sus reales entre los pueblos de las Indias, instalándose como dios de aquellos supuestos ignorantes del verdadero, justo la pretensión máxima de su rebeldía. Así, Occidente trajo al diablo sobre sus hombros, guardado dentro de sus cofres, descrito en sus libros, y luego lo aposentó para siempre en el Nuevo Mundo. El teatro de evangelización, la crónica de conquista, e incluso los documentos personales dan cuenta de ello. La literatura novohispana lógicamente incluye al personaje maligno porque el proceso de traslación cultural es también una búsqueda de sentido del conquistador ante las inquietantes preguntas acerca de la maldad en este mundo. Este Luzbel recién llegado atraviesa un proceso de renovación tanto como cualquier otra institución europea trasladada a América. No es casualidad que los temores metafísicos llevados al campo jurídico-práctico inquisitorial de la persecución de brujas y las herejías muestren una actividad prejuiciosa sin precedentes justamente durante los siglos xvi y xvii. Actividad visible gracias a la variedad de textos demonológicos que se escribieron, editaron y difundieron durante estos siglos. Luego de revisar varios aspectos que inciden en la construcción ideológica de la tradición del discurso antisupersticioso, es posible afirmar que la figura del diablo europeo se apuntaló gracias al fortalecimiento, continuidad y patente presencia que le dio la instalación del ser diabólico en el Nuevo Mundo. Especialmente en el ídolo prehispánico y por extensión en los sujetos que lo adoraban. Junto a la Reforma, la diferenciación del «otro» indeseable en musulmanes y judíos, las herejías y los rituales populares, la idolatría del indígena americano redondeó en el imaginario occidental la ominipresencia del eterno y contumaz enemigo. Si evangelizadores de la talla de fray Andrés de Olmos trasladan y aplican la presencia demoníaca, por ejemplo en el caso de éste mediante la copia y adaptación del Tratado contra las supersticiones y hechicerías de Martín de Castañega,
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personalidades como Pedro de Trejo hacen otro tanto utilizando la poesía. Este español avecindado entre 1563 y 1568 en el actual Lagos de Moreno Jalisco, de vida legal complicada, pensamiento cercano a la heterodoxia e inquietudes literarias no legitimadas en su tiempo, dejó escrito y salvo, merced a los procesos inquisitoriales que enfrentó, un Cancionero,129 del cual sobresale la «DECLARAÇIÓN EN PROSA Y METRO QUE HAZE EL AUCTOR SOBRE LA MAJESTAD DIVINA Y SU ADMIRABLE ORDENACIÓN Y PROVIDENÇIA». Poeta de ‘asuntos dogmáticos’ y ‘poemas laudatorios’ en opinión de Sergio López Mena, el autor de estos versos realmente se vio en serios problemas con la inquisición de México, a pesar de que en la dedicatoria del Cancionero general él mismo había suplicado a Felipe II lo amparara ‘de cualquier detractadora y roedora polilla’, en clara alusión a los familiares, consultores, fiscales y jueces del Santo Oficio.130 Dicho opúsculo contiene la primera parte en prosa, seguida de las secciones principales versificadas: una breve «Declaración en metro sobre la ordenación divina, con invocación a Dios», la «Divinidad y ordenación, con la sucesión de criaturas angélicas y humanas, con movimiento de tiempo» y el «Llamamiento que haze Lucifer a todos sus secuazes para darles a entender las ocasiones pasadas y lo que le movió para engañar al hombre, y lo que pretende hazer y la causa que a ello le mueve», en cuyo eje temático se ubica un Luzbel decantado por el mito cosmogónico cristiano pero con ciertas singularidades que aquí se pretenden describir. Como el título lo indica, efectivamente el poema comienza con una invocación de doble destinatario: Dios y la propia dimensión cognitiva del hombre. Recuérdese que hay una diferencia extrema entre las dos formas en que se supone el hombre puede llamar y contactar a los seres ultraterrenos, invocación y conjuración, a Dios se le invoca, al diablo o a los demonios se les conjura. Se invoca ayuda, consuelo, actos bondadosos, y se conjura para mantener el control de los seres malignos que deberán complacer los caprichos mezquinos del conjurante u obedecer las órdenes repelentes del exorcista. Para el caso la ayuda se solicita con el fin de ejercer la voz poética con tino y así referir el más grande «cuento» del catolicismo. A todas luces se trata de una 129.– Debemos al Dr. Sergio López Mena la edición completa de los poemas, conservados gracias al expediente inquisitorial del juicio que enfrentó el autor, y el estudio introductorio informando de los avatares de su vida y obra: Pedro de Trejo, Cancionero, ed. y estudio de Sergio López Mena, México, UNAM, 1996. 130.– Humberto Maldonado Macías, «Poesía de fiestas y solemnidades» en Beatriz Garza Cuarón y Georges Baudot, (Coordinadores), Historia de la literatura mexicana I. Las literaturas amerindias de México y la literatura en español del siglo xvi, México, UNAM/Siglo xxi, 1996, p. 476.
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refundición del mito generador cristiano que tanta fama dejó a John Milton y su Paraíso perdido. La fábula no es nueva, ni el intento, lo que pudiera resultar novedoso es que este poema lo haya escrito una persona cuyos conocimientos teológicos provienen de la tradición popular y algunas lecturas no tutoradas, precisamente la reconvención que los jueces de su caso le dictaminaron. A Pedro de Trejo se le prohibió escribir y se le amonestó por inmiscuirse en cuestiones teológicas sin tener estudios o autoridad para ello.131 En la siguiente parte del poema, en realidad la primera, en tanto usa seis quintillas para introducir con la invocación, desarrolla una historia del génesis bíblico que incluye, en el principio, explicaciones líricas del dogma trinitario y las definiciones y características de la omnipotencia divina que dan sentido al trabajo creador de Dios, cuya obra inicial es la entidad angélica. La subsiguiente escisión cosmogónica demuestra que el poeta tiene información y opinión personal respecto a la versión bíblica: Parte de estos servidores, con sobervia y presunçión, con Luzbel hazen traición contra el Señor de señores, negándole subgecctión.132 El autor sabe que una fracción de los ángeles se rebeló, probablemente un tercio, que la soberbia y presunción que los movió a participar en la conjura contra el máximo poder constituyeron sus delitos y considera que habiendo nacido como servidores aunque dueños de su albedrío, resulta una contradicción que no quisieran sujetarse a Dios. ¿Cómo logra Trejo sintetizar en cinco versos una de las partes nodales del cisma angélico original? Gracias a su sorprendente capacidad de síntesis en el uso del lenguaje y a que el mito es un pilar de la tradición cristiana y la idiosincrasia social, ya que el escrito se completa con la información previa del lector. Además, en tanto intenta poesía sacra: Los valores semánticos de tipo biográfico adquiridos por poses y figuraciones, y relativos a la experiencia conocida del escritor, no están directamente explicitados en el perfil de la voz lírica, 131.– En palabras de Humberto Maldonado: «... este poeta novohispano no vacila en caer con frecuencia en un abierto aire de heterodoxia y clandestinidad.».. y al hablar de un soneto del autor referido a la Santísima Trinidad, y su tradición representativa heterodoxa, indica: «Si analizamos esta pequeña pieza de Pedro de Trejo desde este ángulo, es muy probable que los versos que la componen también lleguen a presentar esos mismos escarceos ‘heréticos’ de índole contestataria y marginal que, a la postre, sirvieron como pretexto para iniciar el proceso inquisitorial que llevó a la ruina a ese coplista mexicano». Ibídem, pp. 474-475. 132.– Pedro de Trejo, Cancionero, ed. cit., p. 128.
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sino en el valor simbólico que palabras, frases e imágenes del poema adquieren como configuradoras de una conciencia que está detrás del texto generándolo, y que el lector rellena con los datos del autor.133 En la sucesión de hechos, luego del motín «aplacado» continúa la creación del hombre, según el autor Dios deseó una renovada manera de ser servido, otra de sus opiniones teológicamente incorrectas. No menciona la creación de la mujer, sino que narra la instalación de la pareja pura y virginal en el paraíso como eminente lugar de disfrute. El mandato vedando comer la fruta de un árbol señalado y la labor de Satán triunfante en Eva. Repite el prejuicio de la mujer débil, factible al engaño, quien además tienta a Adán sabiendo el bien que perdió. Dios desespera ante el nuevo fracaso, el poeta preconiza la necesidad de que encarne y muera por el hombre. La finitud y la culpa se convierten en enemigos de los hombres, sujetos en adelante al instinto y esclavos del pecado y la muerte. Justo entonces el poema instala un inusitado paralelismo de rebeldía entre Adán y Lucifer mediante la analogía de la soberbia y la inocencia (léase ingenuidad, simpleza). La soberbia de uno deviene en ingratitud y la simpleza del otro en desobediencia: Con soberbia Lucifer, y Adán con simple inocencia, fueron contra la potençia divina, que en les dar ser se esmeró y puso su ciencia.134 Desde este enfoque se desarrolla la idea lírica que intenta afirmar que bajo la protección de Dios Adán estaba seguro y a salvo del mal, pero él mismo se condena, no se le excusa para depositar en Lucifer el pecado original, pues el error estriba en el arbitrio humano como posibilidad innata; y si bien Dios crea este tipo de criatura electiva, no es él tampoco responsable de los actos humanos, el poema le exculpa de originar el mal, puesto que le es «imposible poder hazer cossa mala». El poema afirma que la inobediencia representa la real causa del pecado original y de la herencia de pecados mortales y veniales que prevalecen en la conducta humana. Sin embargo, y habiendo intentando mermar responsabilidad al creador de la vida, Trejo cae en una seria contradicción, pues inmediatamente señala que en última instancia la responsabilidad del drama edénico y por lo 133.– Yolanda Novo, «Máscaras y figuras en las Rimas sacras», en Francisco Rico (Director), Historia y crítica de la literatura española 3/1 Siglos de Oro: Barroco, (Primer suplemento), Barcelona, Crítica, 1992, p. 117. 134.– Pedro de Trejo, Cancionero, ed. cit., p. 131.
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tanto de la herencia del mal en el mundo recae en Dios, pues dio a los primeros padres, más de lo que podían manejar. No resulta extraño que sus rimas parecieran desproporcionadas, osadas y extravagantes a los censores inquisitoriales: La razón, a mi entender, de nuestra muerte y desmán fue por dar a Eva y Adán, Dios, tánto de qué comer. Y esto ciegos lo verán.135 Defiende y argumenta al respecto, aduciendo que si Dios les hubiese dado poco, el problema no existiría, al parecer, para este poeta, la loada magnanimidad divina origina males, incluso afecta al propio benefactor. Si divaga en este tema, pretende contundencia en el siguiente, afirmando con categoría que la fruta no contenía el mal, sino que proviene de una decisión humana, recuérdese, no acatar la veda divina. Luego, con dificultad, matiza el decir para establecer como razón el que Dios quiso, en el sentido de permitir, que el hombre lo desobedeciera, con la finalidad de darle el ser. Se deduce que la identidad humana, en tanto problema ontológico, se debe al juego prohibición-desobediencia-permisión, planeado por Dios. Mediante esta transición el poema regresa la culpa a Satán, el hombre un día ha de sustituir a los ángeles rebelados. El plan divino consiste en que él acepte el lugar que Satán dejó vacante en el cielo, para su grandeza, bien y eternidad. Prepara la nueva alianza con normas, o sea mediante la Ley Antigua de Israel. La reubicación de Luzbel como el adversario tradicional, el procurador de enemistad entre Dios y hombres, permite al poeta regresar a la ortodoxia y no liarse más en embrollos teológicos de difícil conceptualización, especialmente cuando intenta versificar en estilo culto. En este giro aparentemente contradictorio, muestra del peso de la tradición sobre el imaginario mitológico del católico común del siglo xvi, Pedro de Trejo encuentra las respuestas convencionales al cuestionamiento trascendental del origen del mal. Satán es quien ejerce la labor perversa, pero su astucia reside en la experiencia y no ostenta poderes extraordinarios. En este aspecto, el autor se adhiere a la más aceptada opinión dogmática católica del discurso contra las supersticiones y la magia demoníaca, en contra de la opinión vulgar que ve y teme a un diablo potente. El poema se detiene en el personaje maligno, decanta ahora al Satán adversario, empeñado en crear sectas para desbaratar el plan unificador bíblico, un ser limitado por la falta de poder efectivo y la prohibición de tocar al hombre que habrá de ser a la postre, salvo; apegado a la tradición, el texto quiere hacer un Job de cada individuo, a pesar de haber señalado la culpa edénica. La relación 135.– Ibídem, p. 132.
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de actividades y características de Satán reflejan el dualismo inevitable del mito, el mal y el bien constituyen un campo de batalla en cuyo centro se ubica la imperfección humana, Trejo dice que Dios manda seguir el camino de la salvación mientras que el demonio mal aconseja al hombre para que no obedezca, le habla al oído, es decir, lo inficiona136 con la mágica calidad de la palabra porque barrunta el triunfo final del plan de salvación. Incluso, en este duelo, el creyente, según el autor, ya ha tomado partido, pues se encuentra del lado de Dios, mientras los demonios luchan obviamente en su contra. Como se trata de un equilibrio de fuerzas, desigual en la escatología cristiana, así como Dios intenta aumentar su compañía, Satán pretende aumentar el número de condenados en el infierno, auxiliándose de los vicios y organizando constantes campañas bélicas. Tal actitud es inevitable, sugiere el poema, el mal está atado a sí mismo. La caracterización satánica da pie a la última parte del poema, una detallada versificación en la cual Pedro de Trejo repite el discurso tradicional que el personaje maligno emite en cada parlamento de obras teatrales, (pastorelas autos y coloquios), se trata de la arenga o llamamiento a sus secuaces, revelando entre líneas una airada protesta contra la relación de Dios y el hombre, que inicia, como es común, con la relación de la caída de los subversivos del Empíreo, luego de referir el lugar predilecto que como ángel gozaba. En voz del propio Lucifer asistimos de nuevo, ahora desde la versión del rebelde, a la historia del Génesis y a los planes constantes que urde para perder al hombre. Y esta es la mejor radiografía de la personalidad del mal, el autor se cuida de caer en contradicciones, aunque difícilmente se puede aclarar si tuvo conciencia de ello. El Lucifer cantado por Pedro de Trejo es la voz y la convicción de un guerrero, de un capitán de ejército que confirma su soberbia y rol inalterable. Compite contra Dios, quiere igualársele, ser como él o mejor, ser él. No es un ente obnubilado sino astuto y decididamente valiente, tiene conciencia de su error pero no se arrepiente de ello, sino que continúa en actitud pertinaz. Su calidad de soldado y de líder se muestra expresando un argumento poco común en la literatura de la época, el poema sugiere que por la pasividad de Dios, Lucifer creyó que era débil y podía derrocarlo; a todas luces estamos ante un código de ética propio del guerrero, un resabio de la mentalidad medieval occidental. El resultado de la guerra es la derrota y la maldición eterna, la expulsión le da la oportunidad de apropiarse de la tierra, aunque acosado por el arcángel Miguel, hasta que Dios crea al hombre y se abre un nuevo episodio de la guerra, el diablo trata de centrar en él sus intrigas. De hecho le acometimos. De hecho nos derribó. 136.– Mientras que la habilidad mágica para el encantamiento mediante los ojos se denomina fascinación, corresponde a la voz el poder de inficionar.
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De hecho no permitió que allá vamos; ni subimos. Ya con el çielo se alçó.137 Esta, en suma, es la tipología demoníaca que se difunde en la Nueva España, una pintura cuyo pincel tiene equívocos porque no ha podido resolver sus propios procesos de asimilación. En Pedro de Trejo habla la voz europea adoctrinada respecto al diablo, pero también, y esto es lo particular de su versión poética, habla la voz popular que, por no alcanzar la profundidad de la complicada explicación teológica, yerra y se contradice hasta armar como figura antagónica de su deidad a una entidad maligna cercana a las pasiones conocidas: ira, rencor, obstinación y una peculiar presencia de la fortaleza, la valentía y la determinación del soldado, si bien no apologética ni ejemplificante. Si la idea renacentista alrededor de la magia y el conocimiento propuso separar la magia culta de la popular, relacionando a la primera con la filosofía natural y el estudio de los arcanos divinos; y menospreciando a la segunda como una forma vulgar de superstición y mito; en personajes de producción literaria inclasificable como Pedro de Trejo encontramos una mixtura inquietante de ambas posibilidades, lo cual demuestra la cercanía y concomitancia que tuvieron siempre los discursos eruditos y comunes alrededor de la magia, el diablo y los vericuetos teológicos en general.
137.– Ibídem, p. 139.
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2. Narraciones mágico-supersticiosas de perfil literario en el Tratado de hechicerías y sortilegios Las historias, y successos, que se escriben, siruen de testigos de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria; maestra de la vida, y de acordar, y traer á los tiempos, en que se leen, las antiguedades, que passaron. Y como podremos rezelar, que el Demonio enemigo del género humano, y que tanto siente, que esta nacion sirva á Dios: siempre á de procurar en todos tiempos herirlos de muerte: es bien, que haya preuencion para semejantes daños. Jacinto de la Serna, en el «Prólogo», Manual de ministros de indios. En la historia cultural de Occidente el imaginario mágico-supersticioso y su censura erudita constituyen un discurso tradicional propio de tratados demonológicos y manuales doctrinales en general, cuyos epítomes de apertura y cierre bien pueden ser, respectivamente, el célebre Malleus maleficarum138 de los dominicos inquisidores Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, y varios discursos del Teatro Crítico Universal del benedictino ilustrado Benito Jerónimo Feijoo.139 Independientemente de la amplia producción y propagación de estos textos, censores sí, pero igual difusores de las supersticiones, sobre todo desde finales del siglo xv hasta mediados del xviii, la disertación prohibitiva alrededor del pensamiento mágico fue incluida como eje o al menos parte moralizante de la trama de obras literarias, por ejemplo en Quien mal anda en mal acaba de Juan Ruiz de Alarcón, El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes, El mágico prodigioso de Pedro Calderón de la Barca, El esclavo del demonio de Antonio Mira
138.– Aunque la obra, sacada a la luz en 1486, no inaugura el tema, ni es el primero de su tipo, pues ya otros habían hecho manuales similares, (por ejemplo Nicolau Eimeric dio a conocer uno en 1376, el mismo que fue ampliado y comentado por Francisco Peña en 1578) sí consolida la preocupación judicial ante la magia al equipararla a la herejía, sintetiza e influye definitivamente en la conformación del mito alrededor de la brujería y sirve de modelo para subsiguientes manuales inquisitoriales. Entre los que colaboraron en la discusión previa están: San Agustín, San Isidoro de Sevilla, Alejandro de Hales, Guillermo de Auvernia y Tomás de Aquino. 139.– Las categorías temáticas que el ilustrado comentó incluyen taumaturgia, tradiciones, astrología, magia, profecías, adivinación, demonología, etc., tres textos sirven de ejemplo típico de su tratamiento y censura al imaginario supersticioso: «De la transportación mágica del Obispo de Jaén» Carta xxiv, tomo primero, y «Contra la pretendida multitud de hechiceros» Carta xv, tomo tercero, pertenecientes a las Cartas eruditas y curiosas y «Uso de la Mágica, Discurso xxi, de la Ilustración Apologética.
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de Amescua y las diferentes versiones de la época de los Siglos de Oro respecto a la leyenda mágico-diabólica de la cueva encantada salmantina.140 En tales muestras la tradición discursiva antisupersticiosa141 sirve a la obra literaria en el tema, el texto no se confunde, está bien ubicado tanto por el autor como por el lector, es literatura ejemplificando, adoctrinando; en contraste, hay casos, tanto en la producción europea como en la americana de los siglos xvi a xviii, en los que el discurso antisupersticioso se presenta a manera de tratado o disertación con carácter teológico moral que incluye cuentos,142 breves tramas fantásticas puestas en los documentos como una verdad relevante que ejemplifica y fortalece el ánimo aleccionador de la alocución. Estos cuentos mágico-narrativos contienen en general personajes en crisis, fantasía supersticiosa, lenguaje conciso y mensaje didáctico; aspectos que les otorgan una innegable identidad literaria, es sencillo identificarlos dentro del contexto doctrinario de los tratados demonológicos. Un caso especial y tal vez paradigmático para esta diferenciación se presenta en las obras coloniales similares que incluyen narraciones mágico-supersticiosas de preponderante cariz literario. Como ya se afirmó, la propia tradición discursiva antisupersticiosa contiene muestras literarias gracias al genio de Rojas, Cervantes, Alarcón, y otros. Pero dicha tradición se desarrolló utilizando principalmente no a la obra literaria tradicional sino al tratado censor del pensamiento mágico o tratado demonológico, en cuya redacción se insertaron las piezas narrativas breves posibles de ser clasificadas como cuentos fantásticos, gracias al vínculo natural que hay entre el lenguaje metafórico de la magia y el lirismo. En tales casos hace falta definir si las narraciones pueden reconocerse como entidades semióticas independientes o deben su sentido a la continuidad, intención e idiosincrasia del discurso aleccionador que las incluye. El presente trabajo intenta un acercamiento a este asunto, tomando como caso prototípico un texto de fray Andrés de Olmos, con el afán de colaborar en la 140.– Me refiero al entremés La cueva de Salamanca de Cervantes, la obra de magia y maquinismo La cueva de salamanca de Juan Ruiz de Alarcón, el entremés El Dragoncillo de Calderón de la Barca, y la comedia Lo que quería ver el Marqués de Villena de Francisco de Rojas Zorrilla, principalmente. 141.– Para el caso, se denomina «tradición discursiva antisupersticiosa» al corpus textual escrito por eruditos hombres de letras y teólogos que desde el poder religioso y judicial, censuran, prohíben y alertan a los creyentes y a ministros de la fe, respecto a prácticas mágicas, y creencias consideradas supersticiosas y heréticas que circulaban en las comunidades europeas y americanas, algunas provenientes de rituales y cultos autóctonos antiguos, otras derivadas de la influencia grecolatina y algunas más francamente inventadas por el propio discurso censor. La producción textual principal ocurrió de finales del siglo xv a finales del xviii y abarca manuales para exorcistas e inquisidores, tratados contra la magia y demonologías. 142.– En este texto se usarán /cuento/, /fábula/, /narración/, /relato/, /ficción/, e incluso /historia/ como sinónimos para designar las piezas narrativas breves que se encuentran insertas en los tratados contra las supersticiones.
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dilucidación respecto de hasta dónde es posible seguir utilizando textos de diversos géneros para recuperar y analizar la literatura novohispana. Por un lado se sabe que uno de los aspectos esenciales de la literatura novohispana es su intención didáctica, el teatro evangelizador y doctrinal, la poesía de ocasión y circunstancia, la protonovela, son ejemplos. Por otro, principios morales y doctrinales se transmitieron a través de discursos que, no siendo literatura propiamente dicha, utilizaron recursos, formas y estructuras literarias para fijar mejor el mensaje en los lectores u oyentes. En ocasiones resulta difícil distinguir qué parte de un texto novohispano tiene valor literario implícito o intencional; hay que conceder que la tendencia analítica multidisciplinaria actual desvanece las fronteras delimitantes del objeto de estudio exclusivo de la literatura y que los propios textos pueden presentar ambigüedad por los tratamientos y cánones de escritura de la época. Lo cual plantea un dilema para las investigaciones contemporáneas, pues es cierto que los textos novohispanos de tipo didáctico-moralizante incluían naturalmente relatos ejemplificantes porque las narraciones referidas eran parte del fenómeno retórico, y en tal caso el discurso en general y los cuentos que incluyen, quedarían fuera del ámbito del estudio propio de la literatura novohispana; y también es verdad que las piezas breves insertadas pueden ser leídas y, lo que es más importante, comprendidas por separado, incluso tienen versiones distintas en la historia de la literatura, conservando la anécdota central; además las variantes circulan entre las muestras líricas de la cultura popular, por lo común liberadas de las explicaciones doctrinales eruditas. La doctora Zamora Calvo plantea así una definición de los cuentos insertos en los tratados de magia: [...] estos son narraciones, en la mayoría de los casos breves y de desarrollo lineal (progresiva o regresivamente), que relatan una anécdota cuyo final causa sorpresa y, a veces, se encuentra fuera del esquema narrativo que se ha seguido en el discurso; su origen puede ser tanto erudito como oral, su contenido debe provocar la credibilidad en el receptor y persigue una finalidad no solo ejemplar, sino que en muchos casos sirva para entretener, evadir, introducir un determinado tema, enseñar, respaldar una afirmación concreta, etc.143 Estos relatos de perfil literario incluidos en tratados que discuten las supersticiones, —en el caso de la Nueva España, el discurso censor se enfoca especialmente en atacar la idolatría indígena— tienen en general las siguientes características: 143.– María Jesús Zamora, Ensueños de razón…, ed. cit., p. 146.
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a) En tanto narrativa breve recibió influencias de: el exemplum, la nova, el lai, el fabliau, el mito, el milagro, y la novela. b) Su temática144 está determinada por la esfera conceptual de lo mágico, aparecen principalmente: la misoginia, la herejía, el pacto diabólico y la sexualidad. c) Los personajes tienen carácter maniqueo y esquemático, se distinguen cinco arquetipos: la bruja, el mago, el diablo, los demonios y los hombres. d) En general cumplen con las leyes estilísticas de la clasificación de Olrik: de apertura y cierre, de unidad argumental, de personaje principal, de repetición, de tres, de dos en escena, y de contraste, principalmente.145 El primer tratado antisupersticioso en América es el de fray Andrés de Olmos, que se da a conocer en 1553, refundición del libro español de Martín de Castañega editado en 1529, con especial y preocupado énfasis en la evangelización y las reminiscencias idolátricas de los indígenas. El tratamiento general del discurso determina un estilo literario influenciado, debido a razones conocidas, por el idioma náhuatl y los Huehuetlatolli. Sin embargo no hay adjudicación de autoría, el texto ya está compuesto cuando el evangelizador lo traduce y adapta. Considerando su carácter de documento trasladado y adaptado es de esperarse que dentro de su disertación doctrinal contenga breves narraciones de tema mágico instaladas como casos de lección moral y religiosa; y que los temas, la estructura narrativa y la pretensión de verdad correspondan a historias mágicas llenas de lirismo, mito y maravilla gracias a su dimensión de ficción literaria. Además se trata de fabulaciones que se repiten aquí y allá en la tradición textual censora de las supersticiones occidentales. Entre otras: 1. Rebelión y guerra cósmica en el Empíreo hasta la derrota de Luzbel, que incluye su funcionamiento en el mundo y su relación futura con la humanidad. 2. Hombre pecador o justo en crisis y su encuentro con el diablo o alguna variante de la representación mitológica del mal. 3. Secuencia de pacto diabólico con implicación de terceros, clímax de solución positiva o negativa y destino final. 144.– En su estudio, la Dra. Zamora Calvo afirma que en los tres núcleos textuales (magia, demonología y brujería) en que se conjuntan los tratados que versan acerca de la magia y las supersticiones, los temas de los cuentos insertos son de una gran variedad: «Las supersticiones, los encantamientos, las hechicerías, los aquelarres, los sueños premonitorios, las apariciones espectrales, los conjuros, los filtros, los milagros, las metamorfosis, el vampirismo, las estatuas mágicas, las claveras parlantes, los antídotos, los tormentos, los remedios, los poderes demoníacos, la locura, la melancolía, el amor, la lujuria, la muerte, entre otros…» Ibídem, pp. 166-167. Para el caso hemos elegido la clasificación general porque se ajusta mejor a las muestras que aparecen en textos novohispanos. 145.– Ibídem, pp. 143 y ss.
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4. Episodio erótico de funcionamiento de la magia amorosa que propicia u obstaculiza relaciones humanas. 5. Atestiguamiento, descubrimiento o comunicación impersonal del aquelarre, con descripción detallada de actos bizarros y medición temporal. 6. Actividades varias atribuidas a las brujas, males físicos inmediatos, deficiencias morales, prodigios, poderes, conocimientos y actitudes de vida según el cliché de la personalidad. 7. Usos de pócimas, amuletos y artículos de carácter mágico. 8. Descripción de escenarios ultraterrenos, lugares encantados y geografía mágica. 9. Pasajes, anécdotas o acontecimientos basados en la descripción y funcionamiento de un supuesto poder mágico, como la metamorfosis, la ubicuidad o la tele transportación. 10. Encuentro entre representantes del mal y actores del bien con resultados previsibles no definitivos. Por ejemplo, en la refundición del evangelizador se reitera la historia del hombre que pacta con el diablo para obtener riqueza: «De igual modo me dijeron que se le apareció el Diablo a un cristiano, allá en Castilla; vivía en gran tristeza porque era pobre; y le dijo: abandóname tu alma, y yo te haré ser muy rico en cambio. Éste le dijo: está bien, al instante».146 Aunque sintético y básico el episodio es de gran significado, impacta la propensión humana al mal. «Vender el alma al demonio», intercambiarla por algún tipo de beneficio material o sentimental o lo que es lo mismo traicionar la fe a cambio de dinero o amor, se trata obviamente de una estructura reiterada por la tradición oral y escrita, en la cual sólo se modifican espacios probables para dotarla de verosimilitud, en todo caso no es importante quién interviene o dónde se realiza el «comercio ilícito» sino la intención aleccionadora y la credulidad en el acontecimiento. Que Olmos repita esta leyenda es relevante porque se trata de una estructura antropológica y constante en el imaginario mágico colectivo de la cultura occidental, a la vez sugiere que la mayor parte de las anécdotas mágicas ya se encontraban tramadas antes de que se escribieran las disertaciones evangélicas de la época colonial. Lo que el erudito hace es asentar una fábula que ha pasado de texto en texto y de versión en versión hasta confundir su origen, de tal modo que es imposible determinar con exactitud si se trata de piezas de la literatura popular nacidas del pensamiento mágico social o de una ficción de autor reconocible. Así, en el caso de Olmos, sólo cambian los personajes del relato, lo que antes en Europa correspondía a un musulmán o judío, lo ejecuta ahora un sacerdote mesoamericano, el receptor del ejemplo era el vulgo iletrado y 146.– Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías y sortilegios, ed. cit., p. 45.
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ahora será la comunidad indígena. De hecho se trata del criterio adaptador que privará para su traslado de la obra de Castañega. Entre las fábulas con perfil literario que incluye está el mito tradicional acerca de la rebelión y subsiguiente caída de Luzbel y sus aliados, al cual se reconoce como el principal relato épico de la religión cristiana cuyos aspectos literarios, en tanto mito cosmogónico fundador participan de la historia de la literatura con múltiples versiones. Sólo hay que recordar El paraíso perdido de John Milton. El mito del otrora favorito ángel renegado servirá para los misioneros como la gran alegoría alrededor de la obediencia y la fidelidad al poder y a la religión. La combinación entre arquetipos, maniqueísmo y relación imposible, por tanto conflictiva, entre hombre y demonio desemboca en distintas posibilidades ficticias, una de ellas, como se afirmó antes, es el tema del pacto con el demonio, también llamado «comercio ilícito». Olmos narra la transición pactante y para ejemplificarla resume la leyenda tradicional del mago Cipriano, de la cual hay diferentes versiones literarias, quizá la más célebre se deba a Calderón de la Barca, dispuesta en su drama El mágico prodigioso. La historia tiene tal presencia en el imaginario mágico-supersticioso que sirve de introducción al grimorio o recetario mágico conocido precisamente como El Libro de San Cipriano. Y es que el proceso del pacto diabólico ha dado origen a múltiples cuentos cuyas variantes estilísticas abarcan desde la sátira hasta la tragedia.147 Cuando Olmos retoma la idea del antagonismo de las dos iglesias en el mundo (católica y diabólica), no como historia eclesiástica sino como recurso de persuasión ejerce dos eventos de continuidad discursiva; primero, concuerda con la fábula de los tratadistas más crédulos, especialmente con lo que Martín del Río escribirá un poco más adelante en sus Disquisitionum magicarum (publicadas en Lovaina en 1599) respecto a la presencia del diablo y de su temible secta de brujos en la tierra trabajando contra la fe; y segundo, utiliza el peso maravilloso de la anécdota para sus propios fines evangelizadores narrando un cuento maniqueo de terror que considera realidad. Al reeditar el fantástico acontecimiento narrativo acerca del antagonismo fiel-apóstata, una de las bases de la ficción alrededor de la magia, vía tratado de Castañega, traslada el mito a América sustituyendo a las creencias y actividades de la pretendida secta brujeril por las reminiscencias rituales de la cultura, cosmovisión y vida religiosa prehispánica. Resulta claro que el momento histórico que el fraile vive lo condiciona para trasladar y adecuar las explicaciones acerca del mundo ya de suyo considerado enigmático y amenazador. No se le puede exigir diferenciación entre la fantasía que describía el nuevo mundo y el viejo, en contraste al significado del texto 147.– Por ejemplo, el milagro xxiv, dedicado a la historia de Teófilo, en los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo y una gran cantidad de textos literarios similares.
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que coadyuva en la evangelización y la realidad cotidiana. Es decir, el mundo de la magia y el de la literatura no son distinguibles de la realidad americana, el texto como arma para persuadir es en sí mismo motivo y fin de la verdad apostólica que Olmos plasma intencionalmente en su versión náhuatl de la tradición antisupersticiosa. Tradición censora que no se detuvo demasiado en los mismos tópicos de magia y brujería prohibidos allende el mar, sino que se adaptó rápidamente a las circunstancias que enfrentaba para enfocar, en la idolatría y las reminiscencias de cultos prehispánicos, su principal obstáculo a derribar. Personajes como el judío errante, el hombre lobo, o los íncubos y súcubos, que tanto ocuparon la pluma de los tratadistas apenas tuvieron mención en América, debido, como se señaló, a que el misterio y la amenaza acá mostraron otro rostro; las campañas misioneras debatieron todos los días contra un mosaico de culturas autóctonas que tenían su propia percepción respecto de la maravilla, la magia y el prodigio. Resulta notorio, —y no puede manifestarse de otra manera en tanto se trata de la tradición discursiva antisupersticiosa— la preponderancia referencial del diablo. El personaje obtiene protagonismo explícito en cada relato usado en los tratados demonológicos como mecanismo de intertextualidad e incluso se encuentra fuertemente implícito entre las disertaciones dogmáticas cuantitativamente mayores de la textualidad. La caracterización del diablo desde el poder religioso puso énfasis en la «parodia diabólica», y este aspecto, a partir de la paráfrasis de Olmos, se repetirá constantemente en todos los demás textos censores de la idolatría americana que se producirán durante la colonia. El demonio simia, imita la obra de Dios, pervierte el orden deseado, pone al mundo de cabeza, anhela ser tenido y adorado como dios, de tal manera que se coincidió en que las actividades religiosas prehispánicas imitaban al «culto arreglado» por engaño y remedo diabólico: «De igual modo un hombre llamado don Juan, señor de Amecameca, me dijo que antaño, él, a su padre, ya se la había aparecido el hombre-tecolote (el Diablo), parecido a un mono».148 De ello resulta un tratamiento nominativo contra-apologético del personaje, reflejado entre otros recursos literarios mediante epítetos denostadores de sus características y facultades para armar un diablo escatológico repugnante. El personaje diabólico constituye un pilar narrativo constante, incluso cuando se utiliza la narración autobiográfica y referencial como en «Quales son los ministros del demonio. Capítulo iv: donde se dirá cómo son los sacerdotes del Diablo».: Sabréis que cuando yo, fray Andrés de Olmos, allá vivía, en la región de Cuernavaca, quizá ya (hace) veinte años, un hombre 148.– Andrés de Olmos, Tratado de hechicerías y sortilegios, ed. cit., p. 44.
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casado vivía en un templo; me dijo que oyó que él, el hombre-tecolote (el Diablo), se apareció a un hombre y le mandó que llamara a algunos en secreto; para que allá, a la entrada del bosque fueran, para que en su presencia cumplieran con él; y de este modo lo hicieron. Luego fueron agarrados, en una casa fueron encerrados; yo vi a algunos de ellos, e interrogué a aquel a quien se apareció el Diablo, a aquel que por su causa sufrió amonestación para mortificarse; y le interrogué para que me dijera cómo se apareció, cómo le habló. […] Y escribí un relato del modo que ellos rezaron al Diablo, y de cómo por esto fueron muy condenados, fueron atormentados.149 En este aspecto ni Castañega ni Olmos representan casos enfáticos ni muestran un tratamiento peculiar que los diferencie de otros autores, no sorprende la preponderancia de lo diabólico, casi se puede afirmar que era un pensamiento popular y culto común. El diablo se presenta como un personaje principal tanto en las obras literarias como en los tratados antisupersticiosos. No es fortuito que los principales textos demonológicos se hayan redactado precisamente durante los siglos xvi y xvii. Formando parte de la misma tradición y relacionados además por haber sido escritos en castellano, aunque no se debe olvidar que Olmos realizó también la versión en idioma náhuatl, se encuentran la Reprobación de las supersticiones y hechicerías de Pedro Ciruelo, cuya primera edición en Salamanca data de 1538 y el Tribunal de superstición ladina de Gaspar Navarro, editado durante 1631, en Huesca. Por lo tanto las narraciones que ilustran o ejemplifican la doctrina y el mensaje religioso y moral en los tratados antisupersticiosos contienen sendas referencias directas a las actividades diabólicas, armando una compleja red de participantes mágicos confundidos en el concepto «demonio», aunque evidentemente no se trate del mismo tipo en cada uno de los cuentos. Esto refleja una entidad con presencia, actividad y personalidad múltiple; ya es sesudo consejero, ya aparente amigo, ya facilitador de encantos, ya terrible e iracundo fiscal o ridículo y lastimero acompañante. Dentro de los ejemplos de Olmos la anécdota básica se conserva, una modificación menor opera en el espacio geográfico, el mayor cambio consiste en la traducción de los aspectos rituales de la cultura autóctona como manifestaciones paródicas del demonio, además del receptor a quien se amonesta. Por fin, me fue dicho cuando interrogaba al que le perteneció en Zacatlan, que se andaba diciendo de una mujer, que de ella había nacido un niño que inmediatamente mandó, que dijo que los cristianos no serían entregados al tributo Por cierto, apro149.– Ibídem, p. 43.
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pósito, vino para salvarlos de entre sus manos. Así, por él, sobrevino la batalla, de tal suerte que se hicieron una multitud de esclavos; quizá unos cuantos bien murieron entonces nueve veces. Muchos, por esto, se burló de ellos el Diablo. Su maldad no tiene cuenta, ya que deshonra, se burla, ya que calumnia. Ojalá despierten ustedes bien, ojalá sean prudentes.150 Olmos revela una constante preocupación por avanzar y si es posible concluir con la evangelización y la salvación eterna de las almas a su cargo según los parámetros de la doctrina católica. Como muchos de sus contemporáneos consideraba que el diablo era un formidable enemigo que había dejado las tierras europeas para venir a enseñorearse de las americanas en razón del denodado esfuerzo que en contra suya estaba desempeñando la Iglesia, pues esta era una concepción común de los sacerdotes de la época, cuya labor fluctuaba entre la esperanza del triunfo final y la decepción por las reiteradas manifestaciones de reincidencia a los cultos indígenas. Atrás de cada texto evangelizador se encuentra la convicción de asistir a la lucha contra el mal, así que no extraña que se echara mano de cualquier herramienta, método, discurso o género textual para auxiliase en la batalla de las almas, máximo cuando la herramienta textual ya había probado su eficacia en Europa y en tiempos pasados hasta conformar una tradición discursiva, como es el caso de los textos contra las supersticiones. La estructura general y la mayor parte de los temas específicos a los que se recurría para conformar la trama de las narraciones contienen una fuerte carga lírica, su peso fantástico referencial, su sentido mitológico cosmogónico y su naturaleza narrativa sirven directamente a la intención catequética porque suponen una enunciación de autoridad y tradición congruente con las demás herramientas evangelizadoras. Un texto novohispano cuando tiene fines didácticos, por lo común utiliza ejemplos, lo que lo convierte en un texto de naturaleza mixta, pero unificado hacia un objetivo. El texto doctrinal de composición mixta funciona porque los exempla abren o cierran la disertación doctrinal y pueden entenderse con toda su carga intencional y moralizante independientemente de que se capten o no los vericuetos de la perorata teológica. Además, el propio cuento inserto posee una estructura literaria básica que es posible de enriquecer con recursos retóricos para llamar la atención y que puede usarse aun sin la intervención de un magistral estilo autoral, es decir, la anécdota básica del relato es suficiente para atraer la atención del oyente. Hasta aquí, en espera de una investigación completa, el dilema de si los textos narrativos mágicos, evidentemente de perfiles literarios, forman parte con150.– Ibídem, p. 45.
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tinua del texto doctrinal no necesariamente literario o son piezas independientes insertadas para reforzar mediante el ejemplo y la amenidad las eruditas disertaciones teológicas o jurídicas de la censura heterodoxa, se ha de resolver parcialmente afirmando que el cuento breve dota de identidad literaria al discurso antisupersticioso como el lenguaje lírico, la retórica, la metáfora o cualquier otro recurso del lenguaje participa del discurso censor del poder con el objetivo de persuadir de mejor manera, pues la narración mágica despierta el interés del lector y lo motiva a admitir la veracidad del hecho por medio de la maravilla que atrae la atención mejor que la crónica real. Sin embargo este cariz narrativo de partes de los textos doctrinales europeos y novohispanos no ha engañado el enfoque de los investigadores; el discurso contra las supersticiones ha sido discutido principalmente desde la historia cultural y usando herramientas multidisciplinarias, las ficciones narrativas esperan su turno para ser analizadas como manifestación del pensamiento mágico-literario, ya que sus características principales y tema esencial se fueron conformando antes de la redacción del tratado doctrinal que las fija, son parte de la tradición lírica que fluye del mito popular al texto erudito y viceversa. Estas fuentes que se alimentan continuamente convergen en el texto literario, es la escritura la que convierte el decir público en una muestra de sus preocupaciones y trascendencias, al mismo tiempo que la leyenda circula entre el imaginario social. Las narraciones breves insertadas en el tratado demonológico, antisupersticioso y doctrinal abarcan temas tan cercanos a la literatura que incluso han sido desarrollados en obras clásicas de autores reconocidos y en versiones líricas de origen popular y autor anónimo. Tal proximidad permite leer de manera independiente a los cuentos ejemplificadores de los tratados, sin perder de vista que están allí porque el autor pretendía aleccionar y amenizar su discurso y que no los consideraba muestras de ficción sino realidades de su mundo lleno de milagrería, fascinación y maravilla.
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3. El demonio ídolo del Coloquio de la nueva conversión y bautismo de los cuatro últimos reyes de Tlaxcala en la Nueva España Y teniéndonos por más obligados, que otro ningún Príncipe del mundo a procurar Su Servicio y la gloria de Su Santo Nombre, y emplear todas las fuerzas y poder que nos ha dado en trabajar que sea conocido, y adorado en todo el mundo por verdadero Dios, como lo es, y Criador de todo lo visible, e invisible; y deseando esa gloria de nuestro Dios y Señor, felizmente hemos conseguido traer al Gremio de la Santa Iglesia Católica Romana las innumerables Gentes y Naciones que habitan las Indias Occidentales, Islas y Tierrafirme del mar Océano y otras partes sujetas a nuestro dominio. Libro primero, título primero, ley primera, Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, 1681. El padre Matías de Bocanegra, (1612-1668) poblano, adscrito a la Compañía de Jesús, como autor dramático escribió alrededor del año 1640 la Comedia de San Francisco de Borja a la feliz venida del excelentísimo Señor Marqués de Villena, Virrey de esta Nueva España. Según Elsa Cecilia Frost se le atribuye el coloquio aquí citado y conoció al menos, en su papel de censor, la comedia de enredos Sufrir para merecer, obra que estaba entre sus documentos, pero existen razonables dudas de que él la haya escrito.151 La autoría de la pieza atribuida está rodeada de polémica, en opinión de Pedro Henríquez Ureña, el autor del coloquio fue Cristóbal Gutiérrez de Luna, pues el manuscrito de Tlaxcala que se conserva en la Universidad de Texas está firmado por él en 1619.152 Méndez Plancarte coincide,153 pero Rojas Garcidueñas considera que sólo integró el texto al resto de su producción.154 Quien quiera que haya sido el autor, la obra interesa aquí por conjuntar la apreciación elitista acerca del mundo indígena, la idolatría y la demonización de sus dioses primigenios. 151.– Cfr. Elsa Cecilia Frost, Teatro mexicano, historia y dramaturgia v. Teatro profesional jesuita del siglo México, CONACULTA, 1992, pp. 31-35. Resulta curioso que este fraile haya sido bienquisto de Palafox y Mendoza, justo cuando operaron sus álgidas desavenencias con la Compañía. xvii,
152.– Pedro Henríquez Ureña, La utopía de América, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1989 p. 167. 153.– Alfonso Méndez Plancarte, Poetas novohispanos: primer siglo (1521-1621), México, UNAM, 1942, p. xxxviii. 154.– José Rojas Garcidueñas, El teatro de Nueva España en el siglo 135-136.
xvi,
México, SEP, 1973, pp.
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El Coloquio de la nueva conversión… es una joya ideológica, representa claramente el afán aglutinador que los prejuicios acerca del «otro» promovieron en la identificación sincrética propia del pensamiento europeo y español. Desde tal enfoque todo lo que no fuera catolicismo e hispanismo era sospechoso de error o francamente malvado. Por lo tanto las categorías usadas para la identificación discriminatoria en materia de raza, credo, sexo y estrato socioeconómico como las calificaciones: gentiles, paganos, salvajes, herejes, bárbaros, etc., confluían por lo general en las lindes o el centro del campo semántico relativo a la filiación diabólica. A partir de ideas, hechos, mitos y supuestos ideológicos conocidos, los españoles se explicaron el nuevo mundo; así que en general reconocieron al otro indígena mediante su integración gruesa a los propios convencionalismos tradicionales. Su cosmovisión religiosa se tradujo como politeísmo pagano, sus ritos propiciatorios como parodias de la liturgia, sus ceremonias de adoración a los dioses un engaño del diablo para ser alabado con máscara de ídolo y sus sacerdotes como brujos. Atrás de cada mensaje moralizador y doctrinario estaba la necesidad de interpretar un complejo mosaico multicultural para hacerlo accesible a la conciencia llana; además de justificar la presencia en el mundo y la colonización a manera de una misión apostólica. No es, por supuesto, la única muestra de tal ideología y proceso cultural; antes, por ejemplo, Fernán González de Eslava, llegado a Nueva España en 1558, escribió sus Coloquios espirituales y sacramentales, en cuyo volumen se incluye un «Coloquio quinto. De los siete fuertes», escenificado el 8 de diciembre de 1574, que refiere como personajes alegóricos a Demonio, Mundo y Carne. En el drama estos viejos enemigos de la grey cristiana son representados «como chichimecos» armados de arcos y flechas. Su labor específica es atormentar a Ser Humano, quien personifica a los pecadores aunque se hayan bautizado. La acción dramática de este coloquio es, en verdad, muy dinámica, pues se trata de un recorrido, de un viaje del Ser Humano que va visitando los siete fuertes en los que va encontrando diversas virtudes que son formas de defenderse contra el Demonio, cuya identidad se funde, en ocasiones, con la de los chichimecas.155 Y en correspondencia, mediante una biunivocidad semántica de los conceptos hechos coincidir por Eslava en forma de mixtura cultural, los indios chichimecas encarnan los anti-valores del diablo occidental, desde su comandancia en la batalla contra el bien deseable hasta el diseño de su carácter furibundo, torvo y vengativo. Esto se entiende porque los grupos semi-nómadas del sep155.– Carlos Solórzano, «Estudio introductorio», en Teatro mexicano, historia y dramaturgia iii, ed. cit., p. 22.
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tentrión mexicano eran considerados enemigos feroces y temibles, la construcción de los fuertes que da motivo al drama pretendía una avanzada colonizadora y un sistema de contención de las tribus belicosas del norte. La realidad histórica está empalmada con las pretensiones evangelizadoras y los sacramentos, pero también con la demonización de la realidad indígena. Por esos mismos años, en la tragedia de circunstancia titulada Triunfo de los santos que data de 1578,156 la discusión alrededor de la idolatría muestra una nueva recreación del problema social y religioso que significó la conversión indígena y que tanto preocupó a los misioneros. La Idolatría, entonces, aparece como personaje rabioso por la intromisión de los cristianos a sus vetustos dominios. En la realidad su represión sistemática antecede por mucho a la adaptación americana pero esta reedición se consolidará rápidamente en la sociedad novohispana criolla y española, no sólo mediante el teatro profesional y popular, que ciertamente significó un arma espléndida para el trabajo de adoctrinamiento, sino también mediante la inclusión en la vida cotidiana de todo el sistema litúrgico. Aunque los hechos presentados aluden a la historia del imperio romano […] su trasfondo religioso y doctrinario permite que esos hechos también se apliquen a las circunstancias y acontecimientos de la Nueva España y, sobre todo, a su capital, cosas que tampoco dejarán de ser aludidas al final de la obra por boca de la misma Iglesia y de sus aguerridas virtudes (Fe, Esperanza y Caridad), que heroicamente han triunfado ante sus antagonistas.157 El uso de las alegorías, —recurso retórico básico en la estructura dramática— facilita la recreación ficticia de la victoria espiritual sobre el paganismo grecolatino y claro, por extensión anacrónica sobre las ideas de los habitantes autóctonos de las nuevas tierras. Al insistir en el diseño de un constante y sólido éxito sobre sus enemigos históricos, sin diferenciación de tiempo ni espacio, con la intención de propagar la supremacía de su religión, e incluso su veracidad y realidad única, el discurso católico recreado en la literatura prepara el sentido convincente y coaccionador para su instalación, continuidad y hegemonía. Por todo el mundo suene y resplandezca verdad con tanta sangre averiguada; 156.– La obra se escribió para festejar la llegada al continente, un año antes, de las reliquias que enviara a los jesuitas el papa Gregorio XIII. Se escenificó a partir de las 8 de la mañana, el 2 de noviembre de 1578, en la capilla del Colegio de San Pedro y San Pablo. Cfr. José Quiñones Melgoza, «Estudio introductorio», en Teatro mexicano, historia y dramaturgia IV, ed. cit., pp. 25-27. 157.– Ibídem, p. 25.
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y todo se sujete y obedezca a la ley con milagros aprobada. Idolatría con su error perezca; vaya de todo el orbe desterrada, en cadena y cruel prisión metida como cautiva mísera rendida.158 La victoria constante, terrenal y eterna, frente a otros credos, naciones y razas es, claro, una quimera, pero la necesidad de identidad y mesianismo obligan naturalmente al emisor a repetir la falacia hasta hacerla parte de los pensamientos más arraigados de sí mismo y de los demás, es decir opera una concientización didáctica en quien lo proclama como verdad y en quien la recibe envuelta en ese ropaje. En resumidas cuentas sólo es una gran fábula, materia lírica, el ideal de toda religión, triunfar siempre sobre el cuerpo, el pensamiento y el alma de los demás hombres; pero ficción al fin, está más cerca de la materia poética que de la verdad histórica y por eso son los géneros y formatos literarios los que mejor se avienen para la recreación del idealismo dogmático de las religiones. Triunfar en el hombre significaba prevalecer sobre los planes del diablo. En esta guerra comandada por la política imperialista católica y sostenida por el discurso erudito en contra de las manifestaciones heterodoxas una estrategia primordial consistió en suplantar tácita e implícitamente a las deidades indígenas por el diablo, los demonios, o alguna de sus variantes; lo que el Coloquio de la nueva conversión… muestra entre lenguaje literal y metafórico, el demonio pasa por ídolo, Hongol, nombre apócrifo del ídolo, es el demonio. El primer postulado de la impostura exige una identificación nominativa inmediata y directa. Un segundo aspecto, ahora parte del carácter personificador del actante ídolo/demonio correlaciona la ineficacia de las promesas que expresa con el engaño mediante el cual ha mantenido sometido al indígena. Esto constituye una complejo argucia diabólica y una doble lección para los naturales que hasta la llegada de la «verdadera fe» en voz de los representantes españoles y hasta de los propios ángeles, adoraban y confiaban, sin saberlo, a Satán, como dios. De pronto y ante la sola presencia de los católicos, el supuesto dios prehispánico se declara incapaz de consolar a sus adeptos, ya no digamos de conducirlos hacia la victoria militar, al mismo tiempo se declara reacio a reconocer su inutilidad y falsedad, pretendiendo que sus hasta entonces súbditos prevalezcan en el error inducido por su ansiedad de mímesis y equiparación divina. En contrapeso a los engaños demoniacos, los ritos, en este caso particular, el bautismo de los tlatoanis tlaxcaltecas, los símbolos, y los representantes del 158.– Triunfo de los santos, versos 586 a 593, Ibídem, p. 72.
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catolicismo son suficientes para corregir el rumbo de los incautos, proteger a los conversos, deshacer las obras del demonio y ahuyentarlo. Justo una tercera estrategia incluida en la pieza dramática, la necesaria proclama in victus del discurso cristiano. El estilo de esta obra y de las similares anteriormente comentadas es apologético por necesidad y cada pieza, motivo, escena, cuadro y acción está imbuido de la sensación lírica de poder, construido por medio de frases admirativas, contundentes y retóricas, que emana del idealismo católico milagroso sin más explicación que el dictamen de la fe ciega. El rearmado tendencioso de hechos históricos que compone la trama narra el bautizo de los cuatro señores tlaxcaltecas que hospedaron a los españoles, más que un coloquio completo se trata de un cuadro con motivo de la conversión capital ejemplificante, por lo tanto tiene gran influencia de los autos sacramentales de la Edad Media. Los líderes se encuentran en la coyuntura de la conquista, cuestionan la tristeza, opacidad y silencio de su dios: He llegado mil veces a su templo a consultarle de mi guerra el caso: sordo, mudo, callado, le contemplo, pues que labio no mueve, pie ni brazo. Además de su tristeza, es claro ejemplo el mostrarse a mi gusto tan escaso cual suele al desgraciado la fortuna no querer ayudarle en cosa alguna.159 Compartida su preocupación cuentan haber soñado la presencia de los españoles, planean sacrificar dos doncellas cuando el ídolo Hongol (nombrado Demonio en la acotación de los parlamentos) habla. Su primera alocución coincide con el clamor que tradicionalmente emite con el nombre de Luzbel en otras obras teatrales, si bien más parca, reniega y da noticia de su caída celestial mientras reafirma su soberbia. En seguida les revela la presencia y el objetivo de los españoles, advirtiéndoles y amenazando, curiosamente sitúa a la ambición como el motor de los conquistadores, no aconseja hacerles frente sino fingir que se adoptarán su credo, asume en dejo lastimoso que ya con un pie español en sus dominios ha perdido el control: Mas si con dinero se hallan, es averiguada cosa que mis profundos palacios conquistarán sus personas. No digo que su amistad 159.– Coloquio de la nueva conversión y bautismo de los cuatro últimos reyes de Tlaxcala en la Nueva España, en Teatro mexicano, historia y dramaturgia, V, ed. cit., p. 82.
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dejéis por ninguna cosa, pero que no os sujetéis a su ley, que es engañosa. Regaladlos y servidlos y su amistad provechosa tened, mas no los creáis, mirad que es gente envidiosa.160 Ante hechos consumados el parlamento de Demonio «adivina» las transiciones de la conquista, el pacto obligado de Cortés (El Marqués del Valle en el dramatis personae) con los tlaxcaltecas y la conquista espiritual simultánea a la violenta. Luego de confirmarse la noticia de la presencia española por un mensajero del señor de Tabasco, un ángel se les aparece en sueños y les revela tanto la «buena nueva» como la verdadera identidad de su dios sintetizando el mito cosmogónico de la ruptura y caída angélica. Los indígenas despiertan adorando a Cristo y aborreciendo a Hongol, envían presentes a Cortés, en cuanto éste arriba a su comarca se reúnen y bautizan con nombres en castellano, Demonio aparece rabiando contra Carlos V y declarando su identidad por si hubiese alguna duda: ¿No te basta, di gusano hecho de polvo tu forma, que con poderosa mano del mundo la cuarta tomas? ¿No basta —¡oh de reniego!— venirme a tierras remotas donde por dios me adoraban estos bárbaros idiotas? ¡No basta, que si bastara, nunca mi sulfúrea boca consintiera que salieras a deshonrar mi corona! Paciencia fiero Luzbel, mas ¿quién conoció tal cosa, siendo la mesma soberbia mi hija, en voluntad propia?161 Cuando el personaje indica que, perdida su potestad en la Roma politeísta y decadente, se había trasladado a estas tierras para ser adorado como si fuera el dios verdadero, el discurso de la obra se remite a la convicción misional del 160.– Ibídem, p. 84. 161.– Ibídem, p. 90.
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siglo xvi que consideró justamente que los cristianos habían obligado al diablo a replegarse hasta América porque no tenía más cabida en Europa gracias a las arduas campañas en su contra. A propósito, José de Acosta, mencionado antes, adscribió esta idea desde el tratamiento histórico, y Mira de Amescua la utilizó en el ámbito literario cuando hizo decir a sus personajes Gentilidad y Herejía del drama El erario y el monte de piedad, que trasladarían sus actividades a América; entre otros muchos teólogos, literatos y misioneros. Según la mentalidad europea colonizadora el diablo siempre está detrás de todas estas intenciones e ideas, para el caso de la literatura, funciona difuminado y disperso entre varias personalidades alegóricas como Pecado, Demonio, Idolatría, pero el uso de esbirros o máscaras justo revela su identidad. Dentro del presente texto Hongol descubre su engaño tal como suele suceder en obras y parlamentos similares, pues se trata de una etapa necesaria en el proceso de su derrota tácita, en El Nuevo Mundo, de Lope de Vega, por ejemplo, Idolatría declara que ha engañado por mucho tiempo a la gente de las Indias occidentales. Tras años inumerables que en las Indias de Occidente vivo engañando la gente con mis errores notables, tú. cristiana Religión, por medio de un hombre pobre, ¿quieres que tu fe la cobre estando en la posesión? El demonio en ellas vive; la posesión le entregué.162 Y el propio Demonio, que se hace llamar «rey de Occidente» lo confirma de inmediato: ¡Oh! tribunal bendito, Providencia eternamente, ¿dónde envías a Colón para renovar mis daños? ¿no sabes que ha muchos años que tengo allí posesión?163 Una última alocución del Clérigo y el canto de un villancico ejecutado por dos ángeles que acompañan la marcha aliada españoles-tlaxcaltecas para continuar la conquista cierran la escenificación. 162.– La famosa comedia del Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, en Teatro indiano de los Siglos de Oro, ed. de Arturo Souto Alabarce, México, Trillas, 1988, p. 69. 163.– Ibídem, p. 70.
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En obras de este corte estilístico el tema tiende hacia la regeneración cíclica, posible de ser sintetizada así: avanzada del mal y sus argucias - instalación o defensa cristiana - derrota parcial del mal - promesas y reinicio. Por lo general el momento del señorío maligno se debe a una crisis de fe entre los hombres o a una coyuntura teológica, sobreviene el contraataque de los fieles, sus símbolos y representantes, una siempre débil e ineficaz respuesta, intriga o violencia de los líderes perversos o del propio Satán, y luego acontece su previsible derrota, que lo aleja temporalmente de la humanidad sin aniquilación total. Para el cierre ambos bandos prometen su recurrencia, unos esperanzan y otros amenazan. De cualquier modo el final tiende a la alabanza de Dios entre júbilo feligrés. En el caso que nos ocupa el proceso de las secuencias narrativas está claro, pero lo que importa resaltar es el esquema de pensamiento discriminante y hegemónico que instala, identifica y convierte directamente al ídolo prehispánico en una versión del demonio europeo. Como es notorio, el coloquio constituye un crisol donde confluyen varias de las ideas y percepciones novohispanas elitistas respecto a la religión y la idolatría. De entrada la separación tajante de credos, mientras que la española es una religión en toda forma, además única y veraz, la de los indígenas mantiene el peso peyorativo de idolatría, son consideradas creencias erradas que además tienen las maquinaciones antagónicas del diablo atrás. La imagen del demonio está fuertemente vinculada con el ídolo, la fe, rituales y costumbres prehispánicas, el mismo Hongol reconoce sus trampas y se despoja del disfraz con que fue adorado antes de la presencia hispánica. No le queda más remedio que retirarse a preparar una nueva invectiva usando los siete pecados capitales. Con todo ello la figura del español conquistador se justifica por la evangelización, resulta fortalecida y digna de una épica historia, la lucha contra el mal diabólico en cualquier horizonte y entre cualesquier pueblos. En conclusión atestiguamos una variante más del traslado y la aplicación de valores propios de Occidente a entidades ajenas, americanas para el caso, calificadas de malignas por la inercia del esquema mítico que conforma el pensamiento demonológico europeo. La ideología mesiánica de la evangelización vio al demonio en el ídolo, y por extensión, a la maldad y al pecado en sus adoradores. La cosmovisión cristiana occidental se extendió al mismo tiempo que operaba la colonización y la conquista, por ello se reconoce la categoría cultual que llamamos «conquista espiritual», clave en la comprensión del imaginario, el mito y lo fantástico en el pensamiento social.
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IV. Juan Ruiz de Alarcón, demonólogo La mágica se divide en tres especies diversas: natural, artificiosa y diabólica… Juan Ruiz de Alarcón, La cueva de Salamanca. El sentido básico de la superstición y el mito permanece inquietando a las generaciones porque representa el misterio de su origen como entidad gregaria anclada a este mundo de maravillas y realidades encabalgadas entre el pensamiento mágico y el estudio de las leyes de la naturaleza. Este mundo entonces se observa y analiza como una balanza en cuyo fiel juegan y riñen las fuerzas oscuras y las bondadosas, el hombre debe buscar el equilibrio para preservar el orden; por lo tanto cualquier ayuda es bienvenida, sobre todo en los momentos de crisis social derivados del desgaste de los sistemas mítico-religiosos o durante las etapas de desconfianza en los esquemas y métodos científicos. Las vías para explicar el universo que a fin de cuentas nunca han estado claras ni cercanas para todos. El género dramático —que ha legado muchas obras conocidas y otras poco publicitadas— abordó el tema con singular dimensión estética, gracias a los dones expresivos propios del texto, cuya semiótica ha de medirse tanto por la puesta en escena como por el guión. Se trata de una dimensión mágica presentada en varias facetas. El teatro en sí mismo devela una realidad fascinadora. Su identidad imitativa regenera el mundo real y su propio universo representado, reactiva la voluntad de ser y estar en la doble vía de actuación y expectación. Un edicto tabú se rompe en cada acto, en cada parlamento: la negación del ser diferido por la máscara, la huida del hombre, la estancia y la evaporación. La magia dentro del teatro como circunstancia de evasión, ruptura y búsqueda heterodoxa presenta una realidad que existiendo no es más posible de sostener en cuanto se cierra el telón. La posibilidad queda, pero no la seudo realidad presentada. La magia en tanto recurso escenográfico —las trampas del escenario, los trucos de tramoya, la visión escamoteada, los efectos de escena—, funcionan como corresponsables de la crítica a la sociedad y del conjunto dramático, a tal grado que llegan a confundir al público. En el teatro canónico la
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fascinación y la inficionización eran parte de la magia que se reprobaba, por un lado se recurría al asombro para captar mejor la atención del auditorio y por otro se criticaba la aplicación en la vida cotidiana de cualquier encantamiento o prodigio transgresor. La literatura de los Siglos de Oro constituye un vasto campo de actividad teórica y práctica en cuanto a las preocupaciones sociales, teológicas y culturales que la superstición, la magia y la demonología plantean. Es, obviamente, uno más de los temas entre el abanico de rica y variada expresión que el teatro español y otras manifestaciones ofrecieron durante los siglos xvi y xvii. No es una correlación fortuita, durante esos siglos los tratados especializados que discuten el mundo de la magia y su impacto entre los hombres menudean, los hay escritos por franceses, italianos, ingleses, españoles y alemanes. El escenario que sugiere dicha constante producción textual con probado éxito de edición y lectura, indica la real ansiedad por conservar el orden y el control de la ortodoxia religiosa. Una rápida revisión a la producción áurea da objetiva y veraz cuenta de lo importante que era para un autor dramático, lírico o narrativo discutir alrededor de un tópico mágico-supersticioso desde cualquiera de sus enfoques, Fernando de Rojas y toda la tradición celestinesca establecieron un hito al respecto, pero nada desdeñables son los trabajos de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes, Mira de Amescua, y Tirso de Molina, los cuales conformaron la pléyade literaria, apuntalados por otros escritores no tan famosos que siguieron su ejemplo. Junto con los eruditos de la época, Juan Ruiz de Alarcón ejemplifica la visión social de la magia unido a su uso como recurso escénico y tramoyístico, por cierto siempre bien aprovechado. Considerado uno de los máximos poetas dramáticos de la Edad de Oro, Alarcón merece una mención pormenorizada debido al intenso y productivo trabajo que realizó al incluir en varios de sus obras de teatro una serie de ideas pertenecientes a la tradición del discurso contra la magia, siempre desde un enfoque peculiar digno de análisis.164 Hay sin embargo una inacabada y acaso innecesaria polémica respecto a si ha de considerarse un exponente de la literatura novohispana por la evidencia histórica de su origen o ha de pertenecer a la pléyade de creadores peninsulares por haber desempeñado su actividad profesional en los escenarios madrileños. Sea como fuere, la historiografía de la literatura suele considerarlo como parte de la producción novohispana y por tal motivo se incluye en este estudio. Hombre afecto a los misterios y dueño de una tesonera personalidad, el poeta «indiano» escribió obras cuya base, asunto y motivo dramáticos se centran 164.– Véase «Los contenidos de la tradición discursiva antisupersticiosa en el drama alarconiano» en Alberto Ortiz, Magia y Siglo de Oro, ed. cit., pp. 67-90.
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en la magia y en la relación siempre complicada entre el hombre y las fuerzas sobrenaturales malignas. La manganilla de Melilla, La cueva de Salamanca, Quien mal anda en mal acaba, La prueba de las promesas y El Anticristo, dan fidedigna prueba de su interés por estos, entonces, herméticos y delicados asuntos.165 Por otro lado describir asuntos de este tipo formaba parte de las inquietudes sociales y personales. La mayoría de los erudito de los siglos xvi y xvii fueron al mismo tiempo hombres de fe, partícipes y conformadores de una tradición que les daba identidad y a cuyo servicio pusieron su talento. Las lecturas comunes apuntaban justamente hacia las coyunturas teológicas cuya base había sido construida por la retórica escolástica y por la continuidad de la patrística. Y si acaso algún escritor desatendía o erraba los preceptos, otro grupo de eruditos, desde la función inquisitorial de expurgación de textos, le corregía la plana o censuraba la obra en todo o partes. Así que es posible afirmar que el literato áureo católico fue al mismo tiempo que artista, un evangelizador, un referente ideológico de todo lo que su sociedad, su tiempo y su religión consideraba bueno y verdadero. La recurrencia a soluciones mágicas era moneda corriente entre cualquier persona de la España del Siglo de Oro, se escribía y hablaba del tema constantemente. Reinaba, por lo tanto, cierta confusión entre los propios representantes clericales de una sociedad eminentemente regida por preceptos católicos. Y como último condimento, antes como ahora, no existía correspondencia estricta entre la teoría y la práctica. Una palabra era la que se dictaba como norma y otra la manera de vivir y creer de los individuos de los diferentes estratos sociales. Aunque siempre se culpó al grueso de la población común de supersticioso, la verdad es que cualquiera podía ejercer o buscar en la magia cierta ayuda o respuestas que las voces oficiales no le proporcionaban. La preocupación por censurar el fenómeno supersticioso no se detiene en la prohibición simple, las explicaciones para dar respuesta a un hipotético «porqué», se suceden mediante diferentes medios. El teatro de los Siglos de Oro intenta, como máximo foro de aleccionamiento social, dejar claro el deber ser en el esquema de valores católicos que, estando interiorizados, debían reforzarse de manera constante. Yerra la opinión común y especializada que adjudica a los patrones de ejercicio del poder, la necesidad y hasta la perpetración de la norma castrante con 165.– En repetidas ocasiones la Dra. Margarita Peña, especialista en la vida y obra de Alarcón, ha señalado, en conferencias y discusiones personales, la necesidad de explorar la faceta nigromántica del autor. Al parecer su vida y obra plantean algunas interrogantes respecto a la heterodoxia de su personalidad, ya sea como parte de una línea familiar judaizante, miembro de secretas asociaciones o al menos lector de libros herméticos, cabalísticos y de magia. La propia investigadora ya ha desarrollado algunas aristas relacionadas, ha propuesto líneas de trabajo y ha documentado la biografía del autor.
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sentido sádico. Es cierto que concurren excesos en toda instrucción moralizante, es verdad que se trata de intrusiones a la libertad de pensamiento, pero dicha libertad es sólo un valor contemporáneo y no una necesidad o convicción de aquellos siglos. Aun así, el trabajo de los autores dramáticos y el sentido general de quienes representan el saber y el poder, utiliza vías de argumentación, no sólo de aplicación despótica de los dogmas. El poder del interdicto se justifica gracias a la explicación. Si esa respuesta no es convincente, o sólo «representa» una respuesta sin serlo a cabalidad, no proviene de un engaño prefabricado, sino que es producto del tratamiento del discurso y de las anchas o angostas posibilidades del sistema religioso para explicarse y actualizarse en la mentalidad de los individuos. Por eso a viejas preguntas se responde con viejas respuestas, repitiendo un esquema probado. Los cambios de mentalidad, en este ámbito, operan de manera lenta, el tiempo se relativiza cuando se alecciona entre el pasado y el presente del sujeto. Únicamente una crisis, como la presencia del mal natural, redimensiona y somete al cuestionamiento de la sobre vivencia humana en el futuro, mientras que, paradójicamente, revela los rituales que se suponían abolidos mediante la aplicación de sistemas educativos, coercitivos y doctrinales apenas ayer confiables y fuertes. Dado que el arte nacía ligado a las preocupaciones sociales y su —así considerado por la jerarquía— necesario aleccionamiento moral, los textos literarios referían o, —ya acontecida la transmutación ficcional a través de la recreación lingüística parecían referir— acontecimientos, leyendas, anécdotas o hechos históricos más o menos comunes. Alarcón usa de referentes imbuidos en el cruce de la historia y la fantasía, para desarrollar las tramas. Personajes como Ramírez y Villena tenían ya un lugar en el imaginario colectivo, parte de su vida había sido trastocada por la leyenda y al convertirlos en perfiles dramáticos algunas etapas narrativas de su percepción ficticia fueron modificadas a través de la recreación canónica.166 Didactismo y utilidad político-religiosa identificaban las posibilidades de servicio cultural de una obra y en ello iba implícito el trabajo de redacción, censura, edición y difusión vigilado y aun sostenido por pares intelectuales y controles administrativos dedicados justamente a conservar el status quo. Por lo tanto Alarcón sostiene su perfil creador mediante el cumplimiento tácito de las normas sociales y religiosas de su época, pero además colaborando en su justificación y apología escritas, tanto porque su propia idiosincrasia lo conduce como porque la vigilancia de las expresiones difusoras del arte lo exige.
166.– Incluso hoy en día hay sectores de cronistas e historiadores que reconocen la vida y la leyenda de Román Ramírez en la siempre encantada ciudad de Cuenca.
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Un aspecto más adereza el desempeño literario alarconiano, se trata de su conocimiento directo de las disertaciones demonológicas generadas por eruditos del tema; y claro, el conocimiento directo de casos de magia, brujería y pacto diabólico que debió leer en alguno de los muchos tratados y manuales que al respecto se escribían y editaban constantemente. De tal manera que el reflejo de las creencias supersticiosas que Alarcón hace en su obra muestra una constante preocupación por tratar comedidamente el tema y glosar las opiniones autorizadas, es posible detectar que en cada obra de magia y maquinismo respaldó la crítica institucional que el estado católico de los Siglos de Oro puso en marcha en contra de la heterodoxia y en especial en contra de la supuesta familiaridad humana con los demonios. Visto así el autor no sería otra cosa más que un vocero de la erudición y el poder político-religioso de su época, lo cual adscribiría su trabajo a los convencionalismos controladores del poder y lo remitiría a la leyenda negra alrededor de la cuestión y no a la búsqueda de los ejes esenciales que motivaron estas especulaciones intelectuales. La literatura, a fin de cuentas, fue una trinchera más desde la cual el sistema religioso enfrentó y explicó el mundo y su probable desequilibrio cósmico para preparar el advenimiento del pensamiento moderno. Sin brujas ni demonios, el empirismo lógico y el método científico no hubiesen tenido la fuerza original para despertar la conciencia colectiva hacia otra manera de examinar los fenómenos naturales y humanos. La versión demonológica de Alarcón, entonces, no se puede reconocer a plenitud si se considera una mera versión literaria del discurso anti supersticioso de cuña erudita. La propia ficcionalización de eventos y casos históricos transita del uso del recurso para la estructuración y motivación de la trama hacia la puesta en crisis del valor moral humano y social frente al acontecimiento maravilloso de la magia ilícita, supuesta o funcional, dentro de la fábula escenificada. Este sólo aspecto serviría ya para dimensionar los conocimientos teológicos de Alarcón; y reconocer en él a un tratadista de las supersticiones que, en lugar de ensayar escolásticamente sus planteamientos acerca del libre albedrío y las coyunturas del mal entre los hombres, diseña personalidades cuasi reales o trasplantadas de la realidad histórica partiendo de un nombre propio, para devenirlos en personajes cuya esencia se aísla del sujeto histórico original y se enlaza mediante la estética de la representatividad al quid de la identidad social. Efectivamente el Alarcón demonólogo que aquí se presenta tiene a su favor el saber convocar los conocimientos y las percepciones del imaginario colectivo popular con los postulados teológicos emanados del arduo análisis del mal en la tierra que eruditos de la talla de Martín del Río propusieron como resultado de la preocupación social que una supuesta iglesia diabólica despertara. Y aun más, el dramaturgo incursionó incluso en ámbitos escatológicos de difícil explicación en su obra referida al Anticristo apocalíptico. El cuño de su expre-
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sión pudo o no gustar a los espectadores madrileños de la Edad de Oro, pero es innegable que su proceso estético dispuesto en el traslado de realidades y preocupaciones morales y teológicas supera con creces las condiciones normativas del canon, hasta conformar una realidad dramática intensa y llena de ejes conceptuales que no sólo aleccionan teóricamente frente a la dilucidación del mal, sino que reinsertan el dilema del equilibrio lábil en el espectador, y con él, en la memoria trascendental y metafísica de la sociedad de nuestro tiempo. Mención y estudio analítico aparte merecen sus espacios versificados de exquisitez poética cuando pudo amalgamar en la apariencia de la sencillez el tremendo peso de la inteligencia. No olvidemos que Alarcón es un pensador preocupado por la magia pero ocupado en la confección pura y fluida del diálogo dramático.
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1. Amor y magia, el juego de ilicitudes en el teatro de Alarcón Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que un ánima que la que quema cien mil cuerpos. Como de la apariencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el del purgatorio es tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos. Fernando de Rojas, La Celestina. La historia de la magia reúne en las dolencias pasionales una de sus recurrencias más notables. Esta herencia del pasado —que desarrolló connotados ejemplos en la poesía cortesana, la renacentista y la áurea— constituyó una de las bases líricas relativas a la metaforización de las relaciones humanas. Todavía el binomio magia/amor, amor/magia mantiene una relación tópica funcional en la temática literaria que despliega la producción creativa de la actualidad. Las emociones, especialmente de matices eróticos, como se verá, conectan con tipologías particulares de la hechicería y el concepto del encantamiento amoroso priva tanto en el esquema semántico del amor pasión como en el de la magia. No erróneamente se han establecido parangones estéticos en los procesos imaginarios de las artes notorias y las etapas de enamoramiento arrebatado. Consta en las investigaciones modernas acerca de hechicería que la coacción entre las personas para conseguir afectos negados o distraídos está entre las principales causas y procesos judiciales. No es el único contacto, por supuesto, categorías analíticas y estructuras de la mitología mágica coinciden o son usadas para el reconocimiento de las pasiones. La fascinación, por ejemplo es una idea compartida, a tal grado que su sentido mágico y erótico se distribuye y confunde. Suscrito a la moral laica y religiosa deseable para su tiempo, Alarcón desarrolló sobre ese eje varias de sus mejores piezas dramáticas. En cada texto se distingue enseguida el cuidado ético y la precisión con que abordó y repitió los serios cuestionamientos convencionales a la heterodoxia; lo cual hace pensar en un autor que sabiéndose líder y vocero del sistema político religioso y al mismo tiempo sujeto de vigilancia y observación, evitaba la exposición a la censura y el veto inquisitorial a sus obras, caso que le hubiese desesperanzado dado su afán de trascendencia en el ámbito dramático del imperio español. Por otra parte su diseño técnico escenificable exigía tramoya compleja para los efectos especiales, estos trucos para conferir a los personajes de poderes
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mágicos lícitos o ilícitos, —es decir, con mayor o menor justificación y permisividad de su uso— fueron recursos que el poeta aplicó en varias obras.167 Sin embargo en algunas escenas se trata de una demostración de prodigios mágicos, a manera de «trampatojos» o engaños de las supuestas habilidades extraordinarias del personaje. Invariablemente estas tácticas escenográficas se acompañan de censura moralizante implícita o explícita, pues la magia preternatural termina por anularse al final de la fábula, prevaleciendo la ortodoxia. El autor usa el esquema mágico e incluso la demostración fantástica para asombrar al público; asimismo aplica el poder sobrenatural para contrarrestar el dominio o la ambición de los personajes inclinados al mal; mientras que en otros momentos, además de presentarse como recurso dramático, la magia se somete a juicio entre los interlocutores para determinar sus riesgos y aleccionar respecto a las censuras y precauciones en la sociedad cristiana. En suma, se sabe con certeza que el poeta fue un lector enterado de tratados especializados en demonología y magia, además de representar la erudición al respecto entre los autores de su época; así lo confirman los contenidos, temas y personajes de sus líneas de trabajo creativo, varias de sus obras incluyen preponderantemente aspectos nodales relativos a la magia. De tal planteamiento general se desprende su aplicación correlativa de la magia amorosa entre los personajes de sus dramas. El interés malsano o la curiosidad ingenua constituyen las bases sociológicas mediante las cuales el poeta engarza el vínculo amatorio provocado por la magia. Si esta relación desborda las pasiones se considera un sentimiento nefasto y contrario a las virtudes morales de la época, aun más si tal desavenencia proviene del amor forzado por medios ilícitos. Un hechizo, encantamiento o embrujo amoroso no tiene cabida en la funcionalidad amorosa llena de convenciones y acuerdos que el catolicismo impuso. Dos vías básicas representadas por otras tantas de sus obras —inscritas en esta línea creativa— presenta Alarcón para entretejer el drama mágico-amoroso: la consecución del amor vedado o imposible a través de la magia diabólica, y la intermediación quizá determinante de la magia en la resolución de los problemas de amor; desarrolladas respectivamente en Quien mal anda en mal acaba, y La prueba de las promesas. En ambos casos, si el sentimiento excede los límites del decoro o interfiere con el desempeño devocional del feligrés, se le considera una alteración reprobable del ánimo y se castiga con energía. De la misma forma ejemplificarían variables de la philocaptio, una inducida y otra natural. 167.– Básicamente en La manganilla de Melilla, La prueba de las promesas, El Anticristo, La cueva de Salamanca, y en Quien mal anda en mal acaba. Cfr. Juan Ruiz de Alarcón, Obras completas (3 tomos). Las tres primeras aparecen en el tomo II, La cueva de Salamanca en el tomo I y Quien mal nada en mal acaba en el tomo III.
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En Quien mal anda en mal acaba, por ejemplo, además de las innegables conexiones entre el enfoque alarconiano respecto a los demonios en la vida cotidiana y el discurso censor de los tratados contra la superstición, particularmente contra la magia, el acontecimiento erótico arrebatado delinea el espectacular deterioro moral del personaje principal. Esta rápida transición al mal operada en Román Ramírez168 parece justificarse en primera instancia mediante un súbito «mal de amores» al tener a la vista a Aldonza, acontecimiento fortuito que lo descompone emocionalmente y le hace emitir una atrevida disertación acerca del libre albedrío, ahora perdido por amor: ¡No puedo más!... ¡No soy mío! ¡Miente la opinión, que pone siempre elección de los actos en la voluntad del hombre! ¡Miente, que no hay albedrío! Ley es todo, todo es orden dispuesto por los influjos de los celestiales orbes, pues te sigo, bella Aldonza, forzado de mis pasiones.169 Contra esta aparente justificación retórica del discurso amoroso se objeta, primero: el hecho de que el probable pecado de amor no sigue las líneas generales de la leyenda de Fausto como para que exista por lo menos una posibilidad de salvación, (operada en la versión de Goethe), mucho menos representa al amor medido y convencional grato al sistema religioso; segundo: que negar la posibilidad de libre elección es una contradicción seria, así lo demuestra el Paulo de Tirso de Molina en El condenado por desconfiado170 quien es destinado a sufrir en el infierno, a pesar de su vida ermitaña, por dudar de su posibilidad 168.– Por otra parte, la crítica implícita a su proceder muestra directas concordancias con lo que se expresa en los manuales inquisitoriales, como el citado Martillo de los brujos de Kramer y Sprenger escrito en 1486 y el Manual del inquisidor de Nicolau Eymeric, ampliado, adaptado y explicado por Francisco Peña en 1578. Ambos tratados, independientemente de su carácter de herramienta legal y modelo para el proceso inquisitorial, refieren a una teoría demonológica que aplica con tabla rasa el concepto de herejía y ve con celosos ojos toda manifestación mágica, relacionando inmediatamente la magia, la intermediación del diablo, la herejía y por supuesto la necesidad de extirpar esta tríada. De la misma manera es notoria su cercanía con las Disquisiciones mágicas del jesuita Martín del Río, obra publicada en 1599-1600, el Tratado de las supersticiones y hechicerías (1529) de Martín de Castañega y la Reprobación de las supersticiones y hechicerías (1530) de Pedro Sánchez, el maestro Ciruelo. 169.– Versos 141 a 150. 170.– Véase Tirso de Molina, y otros, Poetas dramáticos españoles ii, Estudio preliminar de Jacinto Grau, México, CONACULTA/Océano, 2000, pp. 111-214.
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de salvación y elegir incorrectamente sus acciones en esta vida; tercero: que declarado esclavo de sus pasiones, como se manifiesta en el parlamento anterior, está dispuesto a corromperse y dejarse arrastrar por ellas hasta satisfacerlas por cualquier medio, incluida la magia diabólica a la que inmediatamente recurre. En cuanto a la primera objeción que se indica, es decir, la justificación de la pérdida de la conciencia por amor, se trata de un recurso frecuente entre los literatos de la época,171 constituye un primer e importante paso inaugurador del descenso planeado dentro del drama y su intención moral en la escala de valores católicos que el personaje, casi siempre predestinado por otros factores, recorrerá velozmente. Es, a todas luces, un amor ilícito, un amor que, cuando el motivo del drama no es la magia, lleva hasta la muerte, la deshonra o el descrédito social, como acontece en las tramas de las comedias de capa y espada. La pasión insana, el pecado de la lujuria, las prohibiciones del ejercicio sexual, todo se encuentra atrás del signo del enamoramiento repentino e irreflexivo. Si acaso se delibera como sucede en los parlamentos, se trata de una visualización, una introspección, un soliloquio que arma la imagen completa para el espectador, para que el público reconozca la nefasta obnubilación de los sentidos que el personaje padece. En cierto momento parece una posibilidad de reflexión salvadora, pero las palabras de análisis de aquello que se siente terminan siempre con un abandono, un reforzamiento de la atracción porque se combina con deseo malsano, ansiedad de poder o franca rebeldía hacia normas sociales. El mensaje está claro, además de las normas que se rompen como la mesura y el contrato y convención social para armar parejas, la crítica se dirige hacia la observación o no, del primer mandamiento católico. A nadie se ha de amar con tal vehemencia si no es a Dios. Tampoco resulta justificable para los parámetros de entonces el terrible impacto que la dama ejerce sobre la sensibilidad del caballero, si bien la philocaptio aparece casi de manera instantánea y en ese caso habría que tomar en cuenta la inmanencia encantadora de la mujer antes que la sensibilidad abierta y la débil razón del sujeto, justamente la abrasión del ánimo de Román señala hacia un espíritu desordenado y una casi natural propensión al error. Además dicha fascinación no tiene intencionalidad en el emisor sino que la ilusión amorosa se construye desde el sujeto observante y casi inmediatamente se transforma en deseo sexual y muestra de pasión torva. Esta desmesura se agrava con la intención de Román de obtener el amor de Aldonza a la fuerza, es decir, conduciendo la philocaptio natural al artificio diabólico. Asunto igual de complejo representa la renuncia del libre albedrío, Si como se señalaba, el abandono a la pasión es ya de suyo una ruptura social y religiosa, dicho abandono niega la humanidad y la tutela divina, pues siendo la libre 171.– El caso se repite en la obra de Tirso de Molina El mágico prodigioso.
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elección el mayor de los dones que Dios depositó en el hombre, su negación significa una renuncia y un desdén a las ofertas divinas de salvación. La defensa del hombre se sustenta en la fe y en su capacidad para decirle no al mal, si es el propio sujeto quien cierra la puerta a su independencia electiva, cava no sólo su propia tumba espiritual sino que cuestiona la validez de su funcionamiento por no utilizarlo. El abandono, la pasión, la ceguera manifiesta puede utilizar vías diferentes para desahogarse. Ramírez elige la extrema, la opositora, la magia negra, el pacto con el demonio. El medio para saciar su apetito, es en sí mismo una condena, no importará que cumpla o no con su deseo. La recurrencia figurada o activa al mal, ya sea para fines nefastos o incluso para fines loables, fue sistemáticamente prohibida por el esquema teológico. A pesar de su aparente predisposición al mal, Román Ramírez es incapaz de formular un conjuro tradicional para atraer al diablo, sólo lo invoca, tampoco se firma un pacto: ¿Hay un demonio que escuche estas quejas, estas voces, y por oponerse al cielo dé remedio a mis pasiones?172 El pacto maligno y el conjuro tienen la diferencia de que utilizando éste se ejerce «control» por la palabra de Dios sobre el espíritu infernal, mientras que usando aquél hay un co-sometimiento, el diablo otorga ciertas prebendas a cambio de algo, por lo general el alma. Por otro lado el pacto firmado con sangre parece innecesario pues el demonio que lo auxiliará ya ha servido a sus antepasados como «demonio familiar».173 El autor remarca así el prejuicio contra los árabes. Desde la calificación del discurso antisupersticioso, el caso es que la invocación funciona como conjuro y los resultados acusan un pacto expreso, aunque en la realidad dramática sea sólo implícito precisamente por la ausencia de conjuro y pacto; entonces sí hay pacto diabólico al invocar aunque no se use una fórmula escrita pactante: DEMONIO: Pues con recíproco pacto nos obligamos los dos: tú a adorarme a mí por Dios, y yo, igualando al contracto, a cumplirte ese deseo.174 172.– Versos 165 a 168. 173.– Véase, para profundizar en el tema, el libro de Norman Cohn, Los demonios familiares de Europa, Barcelona, Altaya, 1997, (Grandes obras de Historia, N° 59). 174.– Versos 197 a 201.
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En los manuales inquisitoriales y los tratados mencionados los autores analizan la dimensión de la falta que consiste en modalidades del «comercio ilícito» con el demonio, aunque por lo general terminan calificándolas de herejía. Como el propio Román parece saber, la intención siempre es hacer el mal y contradecir a Dios, intuye que la ayuda del demonio no se consigue por favor especial o personal sino como resultado de su labor de antagonista divino. La sensación de elegido y favorito, en una sociedad que no presenta muchas oportunidades de individualidad simplemente porque no funciona así, es, a fin de cuentas una poderosa herramienta de seducción y auto convencimiento del error. A través de la magia, el sujeto es alguien, el personaje literario se distingue de los demás y, por lo menos durante unos minutos, es la pieza principal del engranaje social y cultural. En la vida real debió de suceder algo similar. Por otro lado, teológicamente el mal no es una sustancia física ni se encarna en una personalidad corporal, nunca vence porque no existe en realidad, Dios no permite que sus obras tengan consistencia alguna, por lo cual, en el ámbito literario, es común que los personajes como demonios y brujas, sólo fabriquen ilusiones y embelesos, en especial de esencia erótica, que se destruyen con la luz del día, metafóricamente la luz de la verdad divina. Alarcón coincide con la opinión de los teólogos más ortodoxos de la época. El diablo no puede violentar las leyes físicas ni operar cambios en la materia, por eso no puede obligar a Aldonza a que ame a Román, pero le es posible engañar la vista de cada uno para hacerlo ver lo que no existe, esto es, el engaño se ubica en los ojos del espectador y no en la realidad: Tú has de mudarte, para no ser conocido, el nombre; que concedido me es a mí desfigurarte, ofreciendo en lo visible a los ojos otro objeto, ya que el natural sujeto alterar no me es posible.175 La marca en el contrato o pacto diabólico es un signo importante. No sólo porque se anexa un nuevo súbdito a la grey maligna, sino porque identifica el nuevo estatus del pactante, frente a sus correligionarios y sus oponentes. El nombre para la nueva vida de Román Ramírez funciona como la marca que se suponía el maligno imprimía en la piel de sus súbditos, y como una especie de rebautizo. El propio Belcebú lo elige y es bastante revelador: «Demodolo».
175.– Versos 220 a 227.
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Instalada esta plataforma teatral el personaje y su consejero maligno desarrollan en escena varios engaños basados en la apariencia, la fascinación y el encanto. Nunca hay una dotación de riquezas o de saber proporcionadas directamente, ni se otorga lo más importante para el protagonista al inicio de la trama, el amor de la dama, sino que con base en argucias, consejos e ilusiones del demonio, el hombre pretende conseguir riqueza, poder y el afecto de Aldonza. Cuando parece que logran sus objetivos y está cerca el final de la obra, un rápido clímax desarma la intriga diabólica, la figura del mal huye ante la sola presencia de los familiares inquisitoriales consignando su impotencia ante ellos, quienes por representar a Dios se supone que logran hacer huir a los demonios. Atrapan a Román, pero no por el cargo de pacto diabólico, sino por seguir la ley de Mahoma, o sea por practicar otra religión a la permitida. Respecto al segundo de los casos señalados antes, La prueba de las promesas ejemplifica la posibilidad del vínculo amor y magia: el uso escamoteado de ésta para resolver conflictos relacionados con el amor. El planteamiento recreado por el autor muestra la manipulación de ilusiones mágicas para probar la constancia y veracidad de los afectos; en sí mismo el recurso proporciona una sensación de narración dramática contemporánea porque la estructura se cierra justo en el punto de partida de los acontecimientos representados y el tiempo se relativiza, lo cual además da circularidad a la obra. Esto sólo puede derivarse del encantamiento que opera en la secuencia de la historia, forma y fondo se vinculan logrando unicidad dramática gracias al genio alarconiano. En la versión del indiano, la fábula tiene como antecedente el ejemplo xi de El conde Lucanor,176 al tiempo que abre consecuentes literarios, según Agustín Millares Carlo: «El cuento que sirvió de base para el argumento de La prueba de las promesas tuvo repercusiones en español (José de Cañizares, Don Juan de Espina en Milán; Ángel de Saavedra, duque de Rivas, El desengaño en un sueño). La pieza de Alarcón es la mejor de las varias obras inspiradas en la leyenda del mágico toledano».177 Efectivamente y además como anécdota ejemplificante reúne varios de los supuestos tradicionales alrededor de la nigromancia: la leyenda de la escuela para enseñar artes mágicas ubicada en Toledo, el rol aleccionador en tanto figura de autoridad del preceptor o mago, y los peligros a los que se exponen los necios, ambiciosos e inmorales al pretender aprender artes ocultas. Se trata de tópicos formulados y renovados constantemente por varios dramaturgos y narradores doctrinales de los Siglos de Oro.178 176.– Ver: Don Juan Manuel, «Exenplo xi. De lo que contesció a un deán de Sanctiago con don Illán, el grand maestro de Toledo» en El conde Lucanor, ed. de María Jesús Zamora, Madrid, Edaf, 2004, pp.144-151. 177.– Agustín Millares Carlo, «Noticia» en Obras completas de Juan Ruiz de Alarcón ii, p. 742. 178.– Ver: Alberto Ortiz, «Sabiduría a cambio de almas. El tutelaje diabólico en la literatura áurea» en Edad de Oro xxvii, 2008, pp. 201-218.
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La gran lección moral que la obra presenta, cara a la preceptiva moral y social del siglo xvii, confronta los íntimos secretos del amor endeble y por lo tanto falso ante la fascinación del poder y la riqueza obtenidos por obra de la magia debatiéndose en un espíritu inclinado al egoísmo y a la variación sentimental. Actitud que deberá ser puesta a prueba y desenmascarada por los encantamientos del padre-mago toledano, Don Illán. Es pues, un caso de servicio de la magia al amor, pues gracias a ella es posible descubrir las verdaderas intenciones de Don Juan y reprobar su espíritu hipócrita, al tiempo que la dama, Doña Blanca se desengaña para corregir sus afectos y elegir el amor matrimonial representado y propuesto por Don Enrique. Prácticamente toda la fábula es una ilusión, si bien sirviente de la verdad y con fines morales; sin esta excusa el recurso alarconiano podía ser anatemizado porque las ideas demonológicas de la época liaban toda manifestación ilusoria a las variantes del pacto diabólico. Lo salva de la censura erudita el hecho de que se trate de una representación con fines edificantes y que el personaje que resulta responsable de todo el engaño lo haya realizado para preservar la honra de su hija, escarmentar y revelar las aviesas intenciones del personaje malvado, quien en realidad nunca está en control del poder que la magia le pudiese proporcionar al utilizar en su favor los conocimientos arcanos, pues es una fantasía que se desvanece en cuanto queda clara la doblez de su personalidad. Igual que en algunos otros dramas similares, mientras que la culpa tradicional de la brujería recayó en la figura casi siempre abominable, de la mujer malvada, el control de las emociones, la mesura en el uso de conocimientos secretos, y cierto autorizado uso de la magia, fueron virtudes depositadas en figuras masculinas. La separación renacentista entre bruja y mago, con la carga diferenciadora de género que conlleva, colabora también para comprender la ideología constructora del personaje mágico de la obra. A través de Don Illán, la magia parece reconciliarse con los fines honestos que difícilmente acepta su espinoso trato. A fin de cuentas la trampa funciona porque aparte de significar una burla sangrienta para el enamorado de Blanca, le proporciona una ilusoria plenitud de poder que lo embriaga y que difícilmente superaría cualquier simple caballero. La magia siempre es una tentación y en este caso lo es por partida doble, en tanto promesa de aprendizaje y descubrimiento del poder y por el engaño mismo que seduce el débil espíritu del caballero burlado. Los desenlaces de ambas obras son reveladores ¿quiere Alarcón y el pensamiento crítico de la magia de la época equiparar la infidelidad al pacto diabólico? ¿Decir que cualquier creencia diferente, aun la pasión amorosa, está ligada a una dependencia con el mal? ¿Modelar las pasiones prohibidas? ¿Equiparar la falta de juicio por enamoramiento con la propensión al mal? ¿Justificar la presencia e incluso el uso mesurado de una probable magia permitida, en el sentido de conocimiento secreto pero autorizado por la probidad y la moral?
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¿Asentar, a fin de cuentas, la maldad y la bondad en las virtudes y las imperfecciones personales antes que concederles a los demonios dominio sobre la conducta humana? Ciertamente el autor instala mensajes inequívocos alrededor de las virtudes personales y sociales deseadas mediante la representación de actitudes y acciones malvadas, prohibidas por necesidad, reprobables y reprimidas a través del castigo ejemplar, pero su desempeño como poeta dramático, el ingenio dispuesto en la estructura de las obras, y el conocimiento teórico de la magia y los preceptos eruditos al respecto le permiten echar mano de encantamientos, fascinaciones, ilusiones, y presencias diabólicas para realzar las emociones y las finalidades moralizantes de su teatro. La unidad religiosa se buscaba por cualquier medio. Si en la vida se empleaba tal esquema moral y religioso, no hay motivo para creer que el teatro reprodujera un pensamiento diferente. Por otro lado, el «delito» en la práctica era la infidencia, una verdad más impactante, preocupante, física, y fácil de probar que la venta del alma al diablo. Nadie podía amar a hombre, mujer o demonio en lugar de Dios.
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2. Alarcón escatológico, su versión del Anticristo Habló largo tiempo. La muchedumbre de pobres crecía a su alrededor. Su discurso se elevaba, se hacía elocuente. Su voz resonaba más clara. Una llama brillaba en su mirada; a los ojos de los oyentes aparecía hermoso como un joven rey. Parecíase a los poderosos señores de su familia que antaño distribuían el oro y la felicidad entre todos los habitantes de sus vastas tierras. Todos se consideraron consolados y dichosos, puesto que su joven señor los amaba y les prometía la ventura. Cuando él terminó, todos lo aclamaron, gritando que lo seguirían por doquier y que harían cuanto les ordenase. De un solo golpe había adquirido ascendiente sobre ellos. Tan seductor era que nadie se le resistía. Su fe los encantaba y los transportaba. Selma Lagerlof, Los milagros del Anticristo.179 Una larga tradición respalda al tópico literario alrededor de la figura del Anticristo. Tratados, sermones y discursos varios de corte preceptor y cuño erudito anteceden y acompañan las versiones dramatizadas que nos legaron los autores pertenecientes a los Siglos de Oro de la literatura española. Gracias a ello la sola nominación del personaje denota y connota de inmediato las características que lo identifican tanto en el contexto escatológico cristiano como en la mitología general: se trata de un representante de la maldad que se hará presente en los últimos tiempos del mundo, para engañar a los hombres e intentar una cruzada final contra el plan de salvación divino cuya culminación sobrevendrá justo luego de su aparición terrenal como parte de los signos apocalípticos. Por otro lado su caracterización está ligada a un contexto temporal subjetivo, el fin del mundo, anunciado y emplazado en reiteración supersticiosa constante. De esta manera resulta relativamente sencillo para un dramaturgo o narrador reproducir, renovar y recrear los acontecimientos secuenciales del personaje, dado que hay marcos generales de referencia y contexto implícitos en el tópico, a manera de cliché cultural; y además estos imaginarios se encuentran instalados en casi cualquier persona de mediana cultura religiosa occidental.
179.– En apariencia la distancia entre esta reconocida autora y Alarcón puede parecer insalvable, sin embargo tienen en común el acendrado sentido religioso en sus obras y, en este caso particular, el tópico del Anticristo que ambos exploran desde la misma tradición, salvo conceptos y enfoques de época y peculiaridades de estilo.
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A través del derrotero histórico que arma la continuidad textual del tema sobresalen algunas obras consideradas básicas por los especialistas para redondear las alusiones bíblicas del Anticristo;180 en tanto la producción al respecto se ha generado a manera de una larga y múltiple glosa redactada mediante similares estructuras narrativas esenciales, al tiempo que su obvia multivocidad se anuda en la reunión ideológica que el acuerdo dogmático propicia. Sirva de ejemplo el Ludus de Antichristo o Drama del Anticristo, que data del siglo xii, traducido por Luis Astey y publicado póstumamente en edición bilingüe con la Epístola de Adso a la Reina Gerberga acerca de la aparición y el tiempo del Anticristo, del siglo x, en el apéndice.181 Mientras que la carta del monje Adso de Montier constituye una vigorosa síntesis de los terribles acontecimientos profetizados alrededor de la personalidad y actitud del ente maligno; el drama pone en escena la feroz lucha por el poder que las naciones representantes de la tierra llevarán a cabo hasta la aparición del Anticristo, quien, mediando la represión, el soborno o el asombro, reunirá en sí el control de los pueblos para erigirse como emperador totalitario, ante los ojos de los martirizados profetas Elías y Enoc, quienes advierten de su llegada y son asesinados por representar la oposición cristiana. Un rápido e invencible golpe divino cae en la cabeza del Anticristo y se restaura la fe en la Iglesia. Según Guadalajara Medina la literatura apocalíptica en su desarrollo y popularización medieval se presentó como la confluencia de dos dimensiones: la religiosa-espiritual y la política-social.182 Efectivamente, el binomio está explícito en la epístola señalada, pues además de constar la preocupación de la época por el resultado escatológico emanado del juego moral decadente, es decir, del pecado frente a la penitencia según los dictámenes del cristianismo; se instala un telón de fondo dibujando el poder terrenal y las posibilidades de control social por un tirano, que, a más señas, gobernará el mundo agónico durante tres años y medio antes de su eliminación. Si bien el aspecto moral horrorizante cubre la trama fabulosa, el advenimiento del falso líder está sujeto al proyecto ideal del cristianismo para determinar la historia política de la sociedad: «Así pues, la función del mito medieval del Anticristo es crear un sistema propagandístico que reivindique una especie de monarquía universal,
180.– Aparece principalmente en el Apocalipsis, el libro de Daniel y en las cartas de Juan: I, 2, 22; I, 2, 18 y I, 4,3. 181.– Luis Astey (ed.), Ludus de Antichristo. Drama del Anticristo, México, El Colegio de México, 2001, pp. 18-59 y 66-79, respectivamente. 182.– José Guadalajara Medina, «La venida del Anticristo: terror y moralidad en la Edad Media Hispánica», en Cultura populares. Revista Electrónica 4, enero-junio, 2007, p. 3.
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cuyo protagonista es el imperio de la República Cristiana cuyo reto más claro es la conquista de Jerusalén».183 La rica lista de obras relativas al Anticristo y al apocalipsis recorre la historia del cristianismo. De trascendencia hispánica destacan el Comentario al Apocalipsis, escrito en el año 786 por Beato de Liébana; el Libre qui es contra Antichrist, de alrededor de 1274, por Ramón Llull; el Tractatus de tempore adventus Antichristi, cerca de 1299, por Arnaldo de Vilanova; y el Libro del Anticristo, de 1496, por Martín Martínez de Ampiés.184 Además otros reconocidos autores se han ocupado del tema: Isidoro de Sevilla, Hildegarda de Bingen, Joaquín de Fiore, y Gonzalo de Berceo. Pieza rara en esta tradición el Tratado del Apocalipsis, del siglo xvi, redactado por el enigmático Gregorio López presenta la tesis que sostiene la identidad de la Roma idolátrica y diez de sus emperadores persecutores de cristianos atrás de la metáfora onírica de Juan, es decir, la bestia que emerge del mar sería el imperio, y sus cuernos cada uno de los líderes que reprimieron al cristianismo: Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Severo, Maximino, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano. Según la exégesis del ermitaño en Nueva España las características del Anticristo estarían compartidas y distribuidas entre sus representantes romanos, así, por ejemplo, la profecía acerca de la duración de su reinado terrenal se cumpliría en Valeriano, quien gobernó, supuestamente, durante 42 meses.185 En este caso el fenómeno del Anticristo constituiría un problema de tolerancia religiosa entre los césares romanos empeñados en evitar la propagación evangélica, y se trataría también de un acontecimiento profetizado por San Juan pero ya ocurrido justo en los tiempos de la conformación y ubicación político-religiosa de la secta cristiana. «Ya he dicho que la bestia es Roma con siete montes y los cuernos diez emperadores perseguidores; […]»186 Durante el siglo xvii, en 1634, nueve años después de la escenificación del drama alarconiano, el fraile dominico oriundo de Murcia, Lucas Fernández de Ayala, publicó una obra dividida en cinco tratados desglosados a su vez en discursos, basada en la leyenda apocalíptica; algo que podría considerarse una suerte de anti-hagiografía, la Historia de la perversa vida, y horrenda muerte del Antechristo. Reimpreso en 1649, el libro en cuestión es más una explicación erudita 183.– Francisco Tauste Alcocer, «La carta del monje Adsón de Montier Sobre el nacimiento y el tiempo del Anticristo y la República Christiana” en Pedro Roche Arnas, (coord.), El pensamiento político en la Edad Media, Madrid, Fundación Ramón Areces, 2010, p. 679. 184.– Cfr. José Guadalajara Medina, El Anticristo en la España medieval, Madrid, Laberinto, 2004, pp. 9-11 y ss. 185.– Gregorio López, «Tratado del Apocalipsis», en Argaiz, Gegorio de, (comp.), Vida, y escritos del venerable varón Gregorio López, Madrid, Antonio Francisco de Zafra, 1678, ff. 1-121. 186.– Ibídem, f. 61. En todos los casos de mención y cita de textos antiguos, como el presente, se ha modernizado la ortografía y la puntuación.
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con base en autoridades eclesiásticas de las vivencias y hechos alrededor del personaje que una narración propiamente dicha. Desde el «Discurso primero» justifica su escritura de la siguiente manera: Meditemos, meditemos esto, en particular el juicio universal. […] he hecho elección entre todas las señales de miedo y temor, de la tiránica y cruel persecución del Antecristo; como cosa que justamente puede mover nuestros corazones a dejar los devaneos del mundo, estando aguardando tiranía tan cruel y que no sabemos si será en nuestros días y en nuestra vida, […]187 Enseguida plantea la utilidad de su trabajo por medio de los criterios de censura y crítica literaria que debió aplicar en su labor cotidiana como inquisidor: Dejemos (como dijera Cirilo) libros inútiles, halagos al gusto […], libros que sólo nos son buenos para hacernos malos, entibiando el fervor de la devoción, la quietud del alma; haciéndonos libres y fugitivas las potencias, hurtándonos el precioso e irrecuperable tiempo. Leamos lo que nos importa, armándonos con el conocimiento de las adversidades futuras, que no sabemos si en la más segura paz vendrá repentina la desdicha.188 Remata con una lamentación por la humanidad frente al futuro apocalíptico, usando un tono elegíaco-amonestador que mantendrá en todo el discurso: Sólo una simple y sencilla memoria, una intelectual especulación, cuando atento considero y retirado medito, me vuelve suspenso, cuando advierto la angustia e increíble tribulación que en los futuros tiempos sobrevendrá a los hombres y cuán malvado y tirano se ha de ostentar este fiero dragón al género humano, en particular a los santos, que invencibles y constantes profesaren nuestra fe católica. Este mismo efecto pluviera (sic) el cielo causaran estas letras en el corazón del prudente lector, para que engrandeciendo los justos juicios de Dios, cayéramos en la cuenta de nuestras culpas, ocasionadoras de tales persecuciones.189 Al igual que en otros textos similares, el autor reúne el conocimiento erudito y comunitario de la cultura cristiana occidental respecto a la idea o tópico del anti Mesías y lo dispone, como en este caso, en una serie de propuestas hipo187.– Lucas Fernández de Ayala, Historia de la perversa vida, y horrenda muerte del Antechristo, Madrid, Francisco García, 1649, ff. 3-4. 188.– Ibídem, f. 4. 189.– Ibídem, ff. 4-5.
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téticas que se aprueban o corrigen de acuerdo con la Patrística, la Tradición y la Autoridad; de tal manera que se redondea y apuntala el mito con fines moralizantes, al más alto nivel de comprensión. Juan Ruiz de Alarcón abordó el tópico en su comedia bíblica El Anticristo,190 la cual se representó en diciembre de 1623. No está de más recordar que el estreno terminó en fracaso y escándalo, pues la premier fue boicoteada mediante una «bomba fétida» embotellada que ahuyentó al público a mitad de la representación, y aunque la obra concluyó tuvo un final accidentado debido a una pifia del actor principal. El mal estaba hecho. Se sospechó que atrás del incidente operaron ni más ni menos que Lope de Vega, Mira de Amescua, o incluso Quevedo. Dado que Lope había presentado su propia versión del asunto alrededor de 1618 bien podría tratarse de un episodio más de la inquina contra el dramaturgo indiano, ahora en forma de «guerra de Anticristos». El tema y la disputa por la taquilla, las musas y el prestigio no fue lo único que los puso en la paradoja de la similitud-confrontación. Luego de comparar el aparato escénico de ambas versiones, Aurora Biedma opina que son semejantes y que sus diferencias, al menos de tramoya, pueden deberse a las condiciones físicas de los corrales de comedias en los que se representaron.191 El guión de Lope de Vega tiene de protagonista a «Titán», mote, además de su sabor pagano, inspirado en «Teitán», variable de uno de los nombres posibles por los que se conocerá al Anticristo según Ireneo de Lyón. «Nuevamente es la gematría la que proporciona la interpretación de la cifra 666, en virtud de la correspondencia entre números y letras: así T=300; E=5; I=10; T=300; A=1; y N=50, que da como resultado el nombre de Teitán=666».192 A través de tres jornadas, el personaje recorre la trama que la leyenda cuenta, sus características y acciones fueron diseñadas respetando los datos y supuestos de la tradición. Presentado desde el inicio a manera de un juego de oposiciones, el Anticristo nace y crece según el revés de Jesucristo, hasta la parodia. Proviene de la tribu de Dan, acorde con la Biblia; es producto del incesto, falta que luego repite en su madre deshonesta, figura inversa a la castidad de la madre de Cristo. Poseído por el demonio desde su nacimiento ha crecido adiestrándose en la magia y en todas las ciencias para generar premeditadamente el mal mediante acontecimientos maravillosos que serán considerados milagros. Pretende ser Dios reencarnado, movido por un egoísmo enfermizo instala su «yo» sobre los otros y desprecia toda prudencia, si es necesario invoca a los demonios a su 190.– Juan Ruiz de Alarcón, «El Anticristo» en Obras Completas de Juan Ruiz de Alarcón ii, pp. 465546. 191.– Aurora Biedma Torrecillas, «Una comparación del aparato escénico en dos versiones próximas de El Anticristo», en Biblioteca Universitaria, Memoria Digital de Canarias, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 2005, pp. 215-228. 192.– José Guadalajara Medina, El Anticristo en la España medieval, ed. cit., pp. 31-32.
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favor. Su reino dura tres años y medio bajo la permisividad de Dios. Cuando ha logrado el control del mundo y la adoración de los pueblos que hasta entonces se disputaban la supremacía del poder y la fe, instalado en el trono, muertos los profetas opositores que advertían de su maldad, Enoc y Elías, equiparado a la bestia del Apocalipsis; su imperio se derrumba más rápido de lo que se erigió previo levantamiento popular en su contra. Un ángel armado con una espada de fuego lo abisma como se representa de continuo en los dramas pastoriles.193 Aparte de la fluidez parlamentaria, la compleja tramoya y el diseño coreográfico, tal vez lo mejor logrado de la lírica de Lope dentro de la obra se refleja en los diálogos que versan de amor y celos entre «Luna» y «Príncipe», dispuestos a mitad de la segunda jornada, narrando un trío amoroso en el que se involucra el Anticristo. Mientras que el más intenso planteamiento teológico que se discute, además de la fidelidad de la anécdota a la tradición, estaría en el diálogo trazado por medio del contrapunto que sucede entre «Titán» y el profeta «Elías» para dilucidar la divinidad y/o humanidad de Jesús. La versión de Alarcón también está cercana a la leyenda, requiere de una complicada tramoya y posee versos líricos plenos de preciosismo musical y fluidez en el encabalgamiento de parlamentos dialogados; pero los planteamientos teológicos de su guión muestran, aparte del conocimiento general referido al tema, propio en cualquier erudito de la época, una investigación en fuentes pertinentes, puesto que el enfoque teórico y las variantes dramáticas que se permite, corresponden sí a la tradición textual, pero también al planteamiento creativo personalísimo del autor respecto a la heterodoxia, la magia y la fe. Al parecer Alarcón no se conformó con saber «al dedillo» la leyenda, merced a la formación catequística común, sino que intentó regenerar la historia más que imitarla; en el sentido del hipotético «laicismo alarconiano» del que ha hablado Margarita Peña cuando señala los escasos estudios alrededor de su religiosidad. Si se tratara de redefinir este aspecto de la mentalidad alarconiana habría que decir que Alarcón es un pensador «libre», de una religiosidad moderada; un hombre instruido en corrientes de pensamiento renacentista heterodoxas (disertación sobre la magia en La cueva de Salamanca; explicitación de los diferentes tipos de magia en La prueba de las promesas) que se ocupa ocasionalmente de asuntos bíblicos (El Anticristo) y cuyos personajes profesan una religión «burguesa» al uso, que ponía al autor al abrigo de las sospechas y eventuales persecuciones de un Tribunal del Santo Oficio, abrumadoramente vigente en la época.194 193.– Lope de Vega, «El Antecristo». 194.– Margarita Peña, Juan Ruiz de Alarcón ante la crítica, en las colecciones y en los acervos documentales, México, UAM/BUAP/ICSH/Miguel Ángel Porrúa, 2000, pp. 108-109.
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La contemporaneidad de la anteriormente referida Historia de la perversa vida… de Fernández de Ayala y el drama alarconiano basta para reflejar el grado de vinculación e impacto social del tópico; sin embargo, el referente más directo está implícito en la propia obra; ya que en la escena vii del acto segundo, «Sofía» aparece con un libro que un «Cristiano» habrá de leer, puesto que ella ha sido enmudecida, para disipar dudas y sostener la ideología del drama con argumentos autorizados. Hay entonces, como parte de los parlamentos, una cita del título y tres párrafos breves de otro de los libros pilares en la disquisición del asunto, el Tratado del juicio final, escrito por el fraile de la orden de los predicadores Nicolás Díaz y publicado en 1588. Esta obra consta de las partes protocolarias iniciales, diez capítulos divididos en parágrafos y un prólogo, en el que se especifica la intención autoral: Y porque en esta materia del juicio final, hay muchas cosas particulares que los hombres comúnmente no saben, las cuales ansí se holgaran de saber los curiosos, que también aprovecharan mucho para enmendar la vida y gastarla en servicio de nuestro Señor, hice este tratado en el cual las trato lo mejor que supe y pude, en estilo claro para que todos las puedan fácilmente entender, […]195 Efectivamente, a diferencia de Fernández de Ayala, Díaz no cita en latín y explica cada aspecto recurriendo a un estilo menos denso, subordinando ideas pertenecientes al mismo campo semántico para construir los párrafos, hasta rematar de manera inductiva en conclusiones; así, su sintaxis es renacentista y no barroca, tal vez gracias a la idea de escribir para un público más amplio. Mediante el recurso de la cita del libro en escena la obra alarconiana gana no sólo en dinamismo estructural sino en conexión con la realidad cultural y social en la que vive el espectador, el cual podría, si quisiera, verificar la pertinencia de los pilares dogmáticos que la obra dramática le intentaba transmitir y apreciarla tanto como para completar sus supuestos elocutivos y contribuir en lo que finalmente se pretendía lograr ideológicamente a través del teatro áureo, erigir una fortaleza inexpugnable contra las amenazas político-religiosas extranjeras y las debilidades de la propia conciencia humana, más allá de la fama de los ingenios y el aprecio de las bellas letras. A propósito del uso de la dinámica estructural debida a la pluma de Alarcón, es justo señalar que el drama de Alarcón está armado con mayor variedad de recursos escénicos y argumentativos que el de Lope de Vega, aparte de citar el
195.– Nicolás Díaz, Tratado del juicio final, Valladolid, Diego Fernández de Córdova y Oviedo, 1558, f. 3r.
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tratado indicado y otras lecturas bíblicas, echa mano de música y canto, recrea un clásico chiste clerical,196 demanda rica escenografía y muestra simbología. El Anticristo alarconiano parte de un símil paródico, el personaje «Elías falso» tiene un sueño profético del advenimiento del Mesías acorde con su descripción en el Apocalipsis. Tal comienzo es trascendente porque es justo la parodia la actividad predilecta y obligada de Lucifer, según la demonología. Alarcón utiliza aspectos de la profecía y la astrología judiciaria, más adelante lo confirma mostrando las visiones proféticas de la heroína y refiriendo la aparición de un cometa de mal presagio que surca el cielo. El líder esperado tiene en realidad un doble origen incestuoso que declara la propia madre-esposa, asesinada de inmediato por su hijo para inaugurar su cadena de atroces crímenes. Ascendencia, procreación y lugares de actividad, Betzaida y Corozaín, coinciden con la leyenda. El ejercicio del poder mágico por el Anticristo resulta una característica peculiar e importante. Anulado constantemente gracias al plan divino, su afán por operar supuestos milagros acontece asombrando a los seguidores pero también poniéndolo en contradicción debido a los magros resultados de sus prodigios, especialmente en el clímax de la obra. A decir de los principales tratados contra la magia escritos durante los siglos xvi y xvii, el demonio o cualquiera de sus manifestaciones y esbirros no son capaces de modificar la obra natural de Dios, sino que se valen de artificios, ilusiones o conocimiento oculto de hechos físicos, pues no poseen verdadero conocimiento, sino ciencia engañosa y falsa. Y en todo caso, señalan Castañega, del Río, Torreblanca, Guazzo, Ciruelo, Navarro y otros; nada pueden sus astucias contra la fe verdadera y las decisiones divinas. Por tales motivos las maravillas del Anticristo, como hacer hablar la cabeza de «Eliazar», o seducir a «Sofía», terminan en fiasco; y dado el caso de que funcionen no consiguen nada relevante, como cuando enmudece a «Sofía»; o al principio, cuando da a «Elías falso» el poder de la glosolalia o poliglosia —una característica demoniaca, presente en los casos de posesión diabólica, por ejemplo Loudun y Louviers— para que difunda su presencia entre todos los pueblos. El stigma diaboli también forma parte de la trama, se suponía que el diablo marcaba a sus adeptos. En el caso del Anticristo mitológico existe incluso un diseño de signo o emblema que deberían llevar sus seguidores, se trata de un trazo parecido a una P, —acotada por Alarcón en la escena v del acto primero— que algunos teólogos, entre ellos Fernández de Ayala, describieron, dibujaron e incluyeron en sus libros.197
196.– La escena ocurre entre Balán, el gracioso, y un cristiano el mismo rol. 197.– Lucas Fernández de Ayala, Op. Cit. f. 228.
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«Sofía» es la defensora de la fe cristiana, tiene visiones reveladoras de la presencia del falso Mesías similares a las señales narradas en el Apocalipsis. Se dispone a enfrentarlo y toma el rol de la Virgen María, pues quiere vencerlo y pisarle la cabeza. En el acto segundo inicia su dominio de los pueblos babilonios y hebreos lo adoran pero los cristianos se resisten. Ordena guerra contra sus opositores y nombra Capitán a «Elías falso». Todo el que no lleve su marca debe morir. Él se enfoca a seducir a «Sofía». Aparece el verdadero «Elías» declarando el embuste. Discuten acerca de las profecías y su cumplimiento, a favor de su identidad mesiánica según el Anticristo, a favor de su aparición y derrota antes del fin del mundo, según «Elías». Citan profetas y Apóstoles de la Biblia: Malaquías, Isaías, Jeremías, Daniel, Jacob especialmente. Cada cual expresa su exégesis para definir el caso. Esta escena iii del acto segundo es una disertación dialogada acerca de los datos y aspectos nodales establecidos por la tradición, la leyenda y la Biblia respecto a la aparición, vida, hechos, personalidad y muerte del Anticristo. Elías lo desenmascara refiriendo sus crímenes y nacimiento incestuoso. El protagonista mantiene su perfil mítico con fuertes matices humanos, pretende ser nieto de un «Patriarca» hebreo e hijo de su virginal hija muerta. Quiere poseer a «Sofía». Como ésta no accede sino que niega su divinidad, la enmudece. Luego, para recibir respuesta a su solicitud amorosa, le devuelve el habla. Ella instala su libre albedrío como virtud inviolable. Cuando el malvado intenta someterla por la fuerza Elías la rescata. El Anticristo envía a los ejércitos de Gog y Magog a matar cristianos y a cautivar a Sofía. Se autonombra «Maozín» para reinar porque según sus propias palabras significa poder. Quiere desahogar su lascivia con mujeres, mas, como no consigue a la doncella ni puede olvidarla, desespera; está a punto de confesar su impostura cuando llega el demonio transfigurado en «Sofía» y casi se le entrega para engañarlo y continúe su maldad, pero «Elías» revela el truco con la finalidad de que la virtud de la mujer no se menoscabe. Aun sabiendo la verdad el Anticristo acepta la
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entrega carnal del demonio transfigurado, una magistral sugerencia erótica y perversa. «Elías» es aprendido, «Enoch» ya está en prisión, versos adelante se narra la muerte y elevación de ambos. «Sofía» y los cristianos ayudados por un ángel vencen a «Elías falso» y sus soldados, llega el líder falaz a ayudar pero ella lo vence poniéndole el pie en la cabeza, cumpliendo la profecía de San Juan. El Anticristo pide la muerte, sin embargo debe ser el aliento de Dios el que lo elimine. Pierde credibilidad entre sus súbditos judíos porque no puede contrarrestar los designios cristianos, se rebelan en su contra, él finge que sube al cielo, cuando lo intenta un ángel con espada lo golpea y arroja al infierno. Con esta leyenda religiosa Alarcón logró, tal vez, su drama más enigmático, simbólico e inquietante, y a la vez nos heredó la mejor versión para teatro hasta hoy.
IV. Idolatría y personificación diabólica En el primer mandamiento nos habla Dios de la fe, amor y lealtad que hemos de tener con el como buenos vassallos. Y a esta virtud llaman los Griegos latria o theosebia: los Latinos la dizen religion o deuocion. El pecado contra ella es ydolatria o traycion contra Dios haziendo concierto de amistad con el diablo su enemigo. Pedro Ciruelo, Tratado en el qual se reprvevan todas las supersticiones y hechizerias. ¿Por qué cuesta trabajo reconocer la presencia diabólica en el período novohispano, siendo que conformaba una parte importante e ineludible del imaginario popular y de la administración de la fe? Tal vez porque el diablo históricamente es un hábil transformista y su capacidad de adaptación le asegura la permanencia. Sólo nos deja rastros vagos de su presencia y un indicio de su llegada: ahí donde el binomio miedo y violencia entre entidades o sujetos que se califican mutuamente de diferentes provoca una víctima, el mal existe y opera con éxito relativo. Nuestra hipótesis propone que se debe a que hasta hace poco habíamos buscado y «encontrado» un diablo tal como la tradición mágica europea lo ha decantado, pues las características, las atribuciones, la morfología, la iconografía, el mito en suma, se reconoce en la Nueva España y América a través de la traslación ideológica de la conquista espiritual, la historia cultural alrededor del fenómeno y los textos, en su mayoría de cuño europeo, que se han escrito. Recientemente se ha avanzado en la percepción analítica de un diablo diferente, amerindio, con raíces autóctonas, un diablo ídolo, pero terriblemente engañador y falaz, ya que, como lo muestran las obras aquí comentadas, son los representantes de la tradición discursiva antisupersticiosa en el Nuevo Mundo los que ven el diablo en las reminiscencias de la idolatría, o tal vez deberíamos decir, en la continuidad colonial de los rituales prehispánicos. Es el momento adecuado para redefinir la demonología americana, en especial para confirmar al diablo en la cultura de estas tierras como un fenómeno y un personaje diferente al que operó en Europa. Consideramos que especialmente los estudios de la literatura, la historia y el pensamiento novohispano relacionados con la
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mitología diabólica, ya sea desde los acontecimientos mágicos, las manifestaciones heterodoxas, los esfuerzos doctrinales, los procesos inquisitoriales o los discursos antisupersticiosos, pueden esclarecer la tipología de este diablo en comparación y relación, semejanza y diferencia, del diablo tradicional. Si los estudios especializados y multidisciplinarios alrededor de la superstición, la magia y la demonología en la península ibérica, tienen un breve, aunque exitoso historial, estas mismas indagaciones en México se limitan a una parcialidad interesada que forma parte del conjunto de investigadores del pensamiento novohispano y a dos o tres incursiones antropológicas y difusoras; lo que da como resultado el que sigamos viendo el tema como un detalle folclórico y no como un pilar de las preocupaciones y vivencias novohispanas. Es cierto que se ha avanzado en los estudios de caso alrededor de la brujería, la herejía y todos aquellos «delitos» encargados al tribunal inquisitorial. La propia historia de la inquisición en México tiene avances notables gracias a investigadores connotados. Sin embargo el estudio del proceso o la referencia de casos no esclarecen el rol del diablo en la Nueva España, simplemente porque no se trata de lo mismo. Un estudio acerca de la burocracia novohispana como sistema de compra-venta de la legalidad y la justicia daría los mismos resultados para fines de reconocimiento socio-histórico. En cambio, la demonología novohispana requiere de un estudio exhaustivo de diversos factores, entre los cuáles se encuentra el texto litúrgico, moralizante y educativo en general, pero también los «otros textos», es decir, expresiones artísticas, artesanales, elitistas, populares, sacras y paganas de la vida ceremonial y común de la colonia. La figura del mal contiene al mito, a la ficción, a la historia, a la sociología, a la cultura heredada y creada por el hombre, quien la sufre y la representa en circunstancia común y extraordinaria al mismo tiempo. El discurso supersticioso aplica en todos los casos en tanto fe y cuestiona, incluso desde la crítica del escéptico, la realidad vulgar para llevar la existencia al mérito fantástico. La censura responde al discurso mágico planteando con explicitud los niveles de violencia y temor que la creencia común desencadena invariablemente. Para el caso novohispano, el temor a la rebelión, a una falsa conversión del indígena, al regreso de los rituales autóctonos, convivió con los esfuerzos por desterrar el pensamiento trascendental prehispánico ya imbricado por el quid sincrético; lo que no sólo forma parte de cualquier cultura por derrotada que se suponga, sino que se halla imbuido en todo escaño cultural. El hombre súper posiciona, el hombre crea y recrea todos los días la dimensión mágica de su existencia, independiente y/o conjuntamente de cómo el sistema lo prohíba o lo permita, y de las aplicaciones normativas del poder religioso. La prueba es que los controles de la fe novohispana además de su preocupación por la idolatría autóctona debían vérselas con los ritos animistas acarreados por los esclavos africanos, los sincretismos provenientes del en-
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cuentro cultural y las reediciones de supuesta brujería al estilo europeo, cuyos promotores y protagonistas eran tanto españoles como criollos. Gracias a los discursos citados resulta claro que el epicentro de la preocupación rectora desde la jerarquía católica colonial, era la idolatría indígena. ¿Pero por qué las versiones novohispanas del discurso antisupersticioso se dirigieron al indígena, a la idolatría y a las reminiscencias de los cultos prehispánicos? Hay al menos tres respuestas generales a dicha interrogante: 1. Se encuentra prefijado el receptor del discurso debido a que es un discurso acuñado y aplicado desde el poder para diferenciar y justificar la posesión de la verdad: desde la Europa medieval el «otro», en tanto diferente por su religión y forma de vida está indicado en este discurso dirigido. Nace como una acusación de la presencia del mal en los demás, es también un producto del miedo íntimo ante la amenaza de los extraños y sus costumbres y una violencia que relega a planos infra humanos y diabólicos las creencias de los extraños. Cuando el discurso llega a América, si antes fueron paganos, judíos y musulmanes los señalados, ahora lo son los «salvajes», los «indios». Éstos toman el papel del «diferente» del «equivocado», por simple traslado de una idea que engloba a todos aquellos que no forman parte de la comunidad católica, para la cual sólo existen en el mundo dos clases de pueblos, ellos, los creyentes, los hijos del dios verdadero y los otros, los herejes, los infieles, los impíos, hijos de la mentira, acólitos del diablo. 2. Existe la genuina preocupación para desempeñar con efectividad la comisión de evangelizar. Salvar almas fue la tarea encomendada desde las jerarquías clericales y monárquicas, además de constituir una convicción personal en casi todos los misioneros. No hay otra forma de concebir el mundo si no es a través del velo del cristianismo y la labor apostólica ordenada por el propio Jesús luego de la resurrección. No en balde se intenta mandar a las Indias justo doce misioneros en el primera viaje planeado para cumplir con la propagación de la fe. 3. La percepción española del indígena fluctuaba entre la consideración del indio hipócrita que finge obedecer a sus amos (el «indio ladino») y su peligrosa fragilidad en el ejercicio de la fe debido a la novatez en el conocimiento de la doctrina cristiana (el «indio niño»);198 en ambos casos la 198.– Como lo confirma José Miguel Oviedo, en su Historia de la Literatura hispanoamericana, 1. De los orígenes a la Emancipación, Madrid, Alianza Editorial, 1995, p. 72: «Según se invocasen los mitos antiguos, las historias bíblicas o las leyendas medievales, el indio fue visto como un ser inocente y bueno, un alma cándida que vivía en estado paradisíaco, anterior a la caída y por lo tanto excluido de la redención; o como un ser bárbaro e inferior, una bestia ignorante de Dios y sólo útil como animal de carga y botín de guerra, un monstruo de la naturaleza sin ningún derecho en el mundo civilizado».
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solución parecía consistir en reforzar constantemente la prédica y los castigos, ya siendo falso o necesitado de paternidad, el indígena sólo podía convertirse en un buen cristiano si se le vigilaba, aleccionaba y reprimía constantemente. Por otro lado ¿por qué hoy resulta difícil reconocer que efectivamente los indígenas americanos eran idólatras?199 ¿Y que la «caza de brujas» europea de los siglos xvi y xvii, ya de por sí notablemente excepcional y escéptica en la actividad de los inquisidores ibéricos,200 sólo miró de soslayo a los territorios de la Nueva España? Incluso los acontecimientos novohispanos, considerados de brujería, aunque parezcan casos típicos no presentan las mismas características que se mostraron en Europa y, como se analizó, los textos censores de la superstición que se escribieron en Nueva España están dirigidos al problema de la idolatría equiparándola con herejía y utilizando, eso sí, el mismo lenguaje censor propio de la demonología para un caso diferente y para trasgresores distintos a los europeos. Se puede atribuir una parte de la respuesta a que el término tiene, aún ahora, connotaciones peyorativas; a fin de cuentas es un calificativo que se usó para justificar la coerción de unos sobre otros, dando por hecho una supremacía natural de nacimiento, religión y genética. Hasta es posible aducir una defensa de la identidad nacional. Como sea resulta preciso discutir las percepciones pasadas y actuales alrededor del concepto. Años de intolerancia y desdén frente a la diversidad cultural indígena americana han provocado una reacción apologética, igual de prejuiciada que las acusaciones novohispanas de paganismo e idolatría. Es decir, más allá de la necesaria reivindicación de nuestras raíces culturales, es común encontrar en la historia oficial de México una sobre valoración de la cultura indígena destacando la incomprensión xenófoba de los europeos. Hasta parecer que todo lo prehispánico era y es mejor que cualquier otro rasgo cultural europeo o mundial. No hemos encontrado el justo medio. 199.– Esto si y sólo si descargamos al concepto del peso ideológico represor impuesto desde el poder religioso occidental. Considérese entonces a la idolatría como la representación material de los númenes útiles para necesidades físicas y morales. 200.– Esta afirmación se considera una hipótesis ya probada mediante estudios cuantitativos y de las mentalidades, no obstante la «leyenda negra». Como lo afirma Gustav Heninngsen en su artículo citado: «Ésta, comparada con el resto de Europa, extremadamente baja frecuencia de quemas, se debe al rotundo excepticismo (sic) inquisitorial en cuanto a la realidad de la brujería y eficacia de la magia, excepticismo que dominó durante los siglos xvi y xvii la mentalidad de los inquisidores mediterráneos. Al contrario de lo que ocurrió con el judaísmo, luteranismo y el mahometanismo, los inquisidores trataron la brujería y la hechicería con inusitada benignidad. Los reos eran normalmente sólo castigados por haberse entregado a la superstición. La pena variaba entre una simple reprimenda y el destierro perpétuo, (sic) dependiendo ello de hasta qué punto, el acusado creía en la magia». p. 12.
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Es un hecho que los europeos vieron al demonio en el ídolo. Incluso su composición estética formal los escandalizó. Pero fue él y su tradición bíblica excluyente los que actuaron sobre un sistema religioso disímil. Las imágenes del becerro de oro y de Júpiter se evocaron necesariamente ante la de Huitzilopochtli. El problema de la representación de Dios más la básica y primordial separación del judeo-cristianismo monoteísta frente a la obligada convivencia con el politeísmo grecolatino, antes y después de su erección como fe de estado, impulsaron tradiciones de exclusión socio-religiosa genuina y también una especie de satisfacción orgullosa de «pueblo elegido». Desde el intento por consolidar un efectivo desplazamiento religioso y social de la cultura grecolatina que significó la instalación en el poder político del monoteísmo cristiano, una de las vertientes del discurso católico atacó con vehemencia el politeísmo y la idolatría. Idea central de esta censura es la identificación de toda adoración idolátrica con la figura del diablo, la espantable demonolatría, hasta sostener que las formas de veneración a númenes representados sólo se trataban de un engaño más perpetrado por el gran enemigo de los cristianos, y aunque el ala ortodoxa eligió un rito iconoclasta, la imagen continuó aportando su fuerza simbólica doctrinal; ya sabemos las posibilidades que la representación y la equivalencia diversificada del catolicismo acarrearon para la evangelización americana. La identificación entre idolatría y lo diabólico ya estaba madura cuando los ministros de la Nueva España batallaron y desesperaron junto a las voces que clamaron la poca eficacia de la conversión indígena. Este vínculo ya era indisoluble y pesó en las mentes de los eruditos que disertaron al respecto, como lo prueba la edición en 1609, aprobada por doctores de La Sorbona, de De idolatria magica,201 un libro que recoge los argumentos tradicionales para reiterar el gusto diabólico por ser representado y adorado en ídolos en el lugar de Dios. Resulta claro que este enfoque pertenece al examinador europeo, al evangelizador, al conquistador, fue él quien vio a los demonios reproducidos por centenas en cada espíritu protector, toná o divinidad indígena. Con el tiempo, algunas voces disintieron, a la llegada de la Ilustración el benedictino Benito Jerónimo Feijoo, desde un monasterio ovetense, tachó de ridícula la creencia de que en América había una gran cantidad de hechiceros poderosos. El censor fue quien utilizó peyorativamente el concepto de la idolatría porque estaba convencido de su papel y porque buscaba a toda costa la conversión de los naturales americanos que engrandecería su papel de coadyuvante en la edificación del reino de Dios en la tierra, venciendo las intrigas de Satán. Mientras tanto el indígena veía la fuerza divina en todas partes y en todos los
201.– Ioannis, Filesaci, De Idolatria Magica, París, 1609.
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momentos de su existencia, traduciendo mediante la representación plástica esa fuerza anímica como individuo constantemente creyente. Por la misma razón el discurso antisupersticioso sólo fue entendible por aquellos eruditos que lo formularon, resulta ilógico discutir si los indígenas comprendieron la amonestación europea respecto a «sus idolatrías», evidentemente se trata de una tradición conformada por el monólogo y no por el diálogo. A nuestro tiempo ha correspondido reconsiderar el término «idolatría» y descargarlo, aunque sea parcialmente, del peso que el prejuicio español acerca del «otro», el «hereje» indiano, le impuso durante el siglo xvi y siguientes, para utilizarlo como acontecimiento del sentido en los esquemas de la explicación religiosa. Hoy podemos ser los interlocutores que el discurso antisupersticioso no tuvo entonces, porque no los quería ni necesitaba en tanto manifestación del poder. Incluso es posible conceder, sin aceptar, la parte maligna contenida en los ídolos mesoamericanos. Mirar al diablo en el ídolo significó para el evangelizador aplicar un denodado doble esfuerzo: el muscular para derribarlo e instalar en su lugar una imagen autorizada por el poder que confiere tanto el imperio como la posesión del dios verdadero, y el doctrinal para evitar que la sombra idolátrica cubriera de nuevo al culto «arreglado», a la advocación mariana o a la veneración de los intercesores santificados. Sin embargo, para los representantes de la continuidad del discurso contra las supersticiones, el diablo en el ídolo retornaba de vez en vez, perpetuando la lucha y emponzoñando los corazones de los convertidos. El hombre de fe necesita de participar en la lucha contra el mal personificado, requiere de un «némesis», y el diablo es el enemigo por antonomasia. Efectivamente los indígenas americanos eran idólatras, en el sentido lato del término, no debería haber problemas en reconocerlo. La idolatría sustentaba al mundo —Moctezuma se lo dijo a Cortés, los viejos nahuas a los misioneros— y difícilmente encontramos, en la práctica, una religión monoteísta; el hombre es politeísta porque requiere de diversas respuestas provenientes de varias entidades que corresponden a sus roles cotidianos y trascendentales. El propio catolicismo fue incapaz de practicar el monoteísmo purista, el que en teoría lo diferenciaría de otras opciones igual de valiosas. El problema no está ahí, sino en la percepción e intención del europeo que llama «idólatra» al nativo americano. El problema está en el vínculo demoníaco que eso implica, en el azoro que da constatar que en todas partes el mal existe y que Satán es el señor de esta tierra. Efectivamente, el diablo pertenece tanto a Europa como a América y viceversa. Y nuestra historia cultural debería saberlo. El ídolo regenera el mundo, ubicarlo al centro de la ciudad, en lo alto del teocalli, representó instalar el centro del universo alrededor del cual la comunidad pudo vivir en tanto ya ha ordenado los planos de coexistencia divina y humana. El ídolo sintetiza la recreación del origen del hombre y del mundo,
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cosmovisión concéntrica que hace posible la vida en imanación trascendental. La idolatría trajo aquí y ahora la conciencia eterna del espacio creativo y creacionista del mundo para la tribu. Lo mismo que hizo la cruz para el cristianismo lo logró el ídolo prehispánico. Se trata de equivalencias en la diferencia cultural. Frente al bien social del orden que el ídolo genera, el mal individual es el desorden, el caos y la destrucción, contra el cual el hombre prehispánico debe sacrificar y sacrificarse; este mundo es un espacio breve en constante peligro de destrucción. La vida y la muerte juegan los ciclos regenerativos, la finitud del ser representa su única verdad. Los icnocuícatl mexicas, cantos de angustia o cantos del huérfano, representan con sumo lirismo, dicha percepción, en cuyo seno semiótico la igualdad entre dolor, existencia, poema y guerra, en tanto trabajo humano y divino de sobre vivencia cósmica, resulta evidente. En cambio el prejuicio de la Iglesia católica como institución en el poder acerca de la «otredad» no concibió verdad en las formas diferentes de vivir y traducir la trascendencia. Porque el poder no puede ser tolerante e incluyente, en tal caso resquebrajaría sus propios cimientos en contradicción definitoria. El poder militar del imperio español fue represivo por antonomasia, pero el discurso religioso tuvo y tiene qué vérselas con secuencias duales: vigilar y dirigir, proteger el alma y el cuerpo, matar para salvar. Por eso la evangelización de América y la repetición del discurso antisupersticioso se pueden definir desde el problema histórico-cultural de la ambigüedad. Stuart Clarck, en el artículo ya citado, indica que los «demonólogos» (en realidad sugiere que se les reconozca y se les denomine en su calidad de teólogos y eruditos disertadores de diversas materias) que compartían la creencia en la brujería, tanto como aquellos que la dudaban o la negaban, presentan características individuales amplias que conectan el tema específico de las supersticiones con un contexto de conocimiento y análisis más amplio. De los autores que compartían la credibilidad en la brujería y conceptos afines dice: ...sus ideas de desviación religiosa tenían su origen en una interpretación providencial de la desgracia, una concepción pastoral y evangélica de la piedad y la conformidad, y una preocupación por los pecados contra el Primer Mandamiento, especialmente la idolatría; y su política se construía sobre una visión mística y cuasi-sacerdotal de la administración de justicia y sobre los actos de un gobernante carismático.202 Si aplicamos esta percepción teórica desmembrándola en categorías de análisis general, notamos de inmediato un vínculo que va de los intereses del poder monárquico y religioso a las motivaciones que promovieron la escritura del 202.– Stuart Clarck, art. cit., p. 40.
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discurso antisupersticioso en la Nueva España. Resulta lógico el enlace del mandamiento básico del cristianismo con el señalamiento inquisidor de «idolatría». En efecto, la idolatría, sabemos ya, es la preocupación esencial de los censores teológicos, eruditos en el papel de demonólogos y guías espirituales, concediendo que algunos personajes llegaron a cubrir todo el espectro, caso de fray Andrés de Olmos. Así que el asunto se discute no tanto en razón de un acontecimiento de persecución eventual de hechiceros y brujas indígenas o mestizos; sino en función de la prioridad en la fe cristiana que significa la piedra angular del dogma: «Amarás a Dios sobre todas las cosas». El mandamiento supremo, no se olvide, fue plasmado por Dios en persona, se trata de la alianza definitiva entre la grey y su guía. Desobedecerlo es lo mismo que romper el acuerdo. Durante el siglo xvi no se concibe un hombre sin el favor de Dios o engañado para que no entre en su plan. Éste es el caso de los indígenas. La obligación «piadosa» del español en la avanzada doctrinal consiste en «desfacer el entuerto del demonio», hasta suprimir la idolatría, afrenta para Dios y sus siervos. Era, entonces, preferible el yugo del español que el del diablo. La política de justicia intenta reestablecer el lazo místico entre los «desgraciados» y la «fe verdadera». Mediante el discurso o mediante la fuerza, el fin pío es el mismo. En América novohispana el demonio es el ídolo porque la identificación se gestó en la cultura clásica grecolatina, pero la diferencia estriba en que a expensas de un pasado pagano poco rescatable, los gentiles no pueden ser redimidos en la carne ni en el espíritu sino hasta el final de los tiempos, sin dejar de representar un dilema teológico para el plan divino, pues difícilmente se aclara qué se hará con ellos. Los pueblos de las Indias occidentales, en cambio, están aquí y forman parte de la época de la «buena nueva», del advenimiento del Mesías para «el perdón de los pecados» de «todos» los hombres. Los representantes del discurso contra las supersticiones creyeron que si el demonio había inventado la idolatría para confundir, perder y engañar al hombre mediante la inversión del mundo, sólo la predicación del evangelio lo podía rescatar. Sin embargo el demonio que vieron los censores europeos en el ídolo novohispano no era el diablo al que están acostumbrados combatir. Ni ridículo ni terrorífico este diablo novohispano prevalece en los resabios de las prácticas culturales indígenas sin degradarse ni crecer entre sus creyentes, simplemente porque no existe a la manera occidental; y por otro lado el proceso para demonizar a la negada religión indígena resultó tan artificioso y superficial como el bautizo por aspersión. Ahora bien, que el efecto no correspondiera las expectativas de los misioneros no significa que estos no hayan realizado una labor sistemática y de recia urdimbre, típica de la violencia simbólica cultural sobre las costumbres y creencias indígenas. La decepción por atestiguar las reincidencias idolátricas de los aborígenes, sentimiento contundente en los textos y autores comentados, obedece a la implantación y calificación del mito demonológico
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ajeno a los receptores, posibles trasgresores o fieles a la fe impuesta. En cuyo centro, indudablemente, la lucha contra un demonio astuto y constante, acaece desde una cultura organizada casi ex profeso para su presencia, mientras que en la otra, las faltas y los temores se reparten de otra forma. El indígena idólatra no tiene la culpa que el diablo no sea tan importante en su cosmovisión como lo es para el cristiano. Él, los santos, la virgen y dios, pueden ocupar uno de los escabeles de la pirámide mayor, tal como se lo admitían los habitantes del valle de México a los conquistadores.
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VII. Colofón
Suplicote amantissimo lector, que no con sola vna vez que lo leas lo dexes por leydo, que tornandolo muchas vezes a mirar, siempre hallaras que notar, y quanto mejor entendieres la materia tanto mas lo preciaras e ponderaras muchos puntos que son dignos de ser notados. No te marauilles si topares con algunos defetos, que aun yo me los hallaria y los enmendaria; y por esso los libros de los antiguos eran mas examinados y enmendados, porque siempre o mucho tiempo, estauan en poder del mesmo autor y nunca los tornauan a leer que no hallassen que quitar o que poner; mas agora no esta bien seca la primera tinta del borrador quando ya esta en poder del impressor, pues harto seria que fuesse escrito por boca del Espiritu Santo, si en todo se hallasse perfeto e acabado. La voluntad con que me mueuo merece que sanamente sea corregido y, si necessario es, hago aquella protestación teológica en las materias escrupulosas acostumbrada. Fray Martín de Castañega, «El autor al discreto lector» en Tratado de las supersticiones y hechizerias.