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DEUDA, COMPETENCIA Y PUNICIÓN Hacia una crítica del neoliberalismo como racionalidad de gobierno

Luciana Álvarez Mauro Benente Luis Félix Blengino Sebastián Botticelli Iván Gabriel Dalmau Pablo Martín Méndez Emiliano Sacchi Matías Leandro Saidel Silvana Vignale

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Deuda, competencia y punición: hacia una crítica del neoliberalismo como racionalidad de gobierno / Luciana Álvarez… [et al.]. – 1a ed. – Rosario: Matías Leandro Saidel, 2020. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-86-6261-9 1. Neoliberalismo. 2. Poder Político. 3. Crítica Social. I. Álvarez, Luciana. CDD 320.513 ISBN: 9789878662619 Imagen de tapa: Chris Briggs en Unsplash Las opiniones y los contenidos incluidos en esta publicación son responsabilidad exclusiva del/los autor/es.

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Índice Prólogo. Criticar al neoliberalismo, repensar la crítica........9 1. El neoliberalismo de Foucault. ¿Una lección sobre las pasiones políticas? ........................................................................ 17 Pablo Martín Méndez 2. Reflexiones en torno a la crítica foucaultiana del saber económico ........................................................................... 43 Iván Gabriel Dalmau 3. Sociedad de competencia, sociedad de la diferencia y el descarte. La segmentación neoliberal de la población en perspectiva foucaultiana ....................................................... 71 Luis Félix Blengino 4. Reflexiones sobre violencia y subjetividad en el capitalismo neoliberal. Disciplinas, deuda y guerra contra las mujeres......................................................................... 95 Emiliano Sacchi y Matías Leandro Saidel 5. Racionalidades neoliberales en procesos políticos posneoliberales en América Latina ....................................... 123 Mauro Benente 6. Pensar el giro punitivo a partir de la judicialización. Elementos para problematizar la gubernamentalidad neoliberal en Argentina ............................................................ 169 Luciana Álvarez 7. Hacia una genealogía moral de la deuda. A priori moral del sujeto endeudado .................................................... 203 Silvana Vignale 8. Neoliberalismo: el nombre del enemigo ......................... 241 Sebastián Botticelli

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Prólogo Criticar al neoliberalismo, repensar la crítica

Los capítulos que componen el presente volumen fueron escritos por un grupo de investigadoras e investigadores que desde hace años comparten intereses, inquietudes y debates. Quienes conformamos ese grupo consideramos como una tarea imprescindible ofrecer espacios que expresen los resultados de nuestros intercambios. El libro que presentamos a continuación es producto de ello. A través de sus páginas, se apreciará la consecución de un objetivo común que consiste en dar cuenta de los diversos vínculos entre el neoliberalismo y nuestro presente. Hemos ensayado una crítica no necesariamente novedosa, pero sí singular en varios de sus trazos y matices; una crítica que busca trascender ciertos lugares comunes en relación con las características, las formas de desarrollo y los efectos del neoliberalismo. El campo de estudios sobre el neoliberalismo se ha visto sumamente enriquecido desde las últimas dos décadas tanto en América Latina como en otras regiones del mundo. Si bien las perspectivas disponibles son numerosas y diversas, subsisten algunos tópicos con los cuales vale la pena seguir debatiendo. En primer lugar, la caracterización del neoliberalismo como el “retiro del Estado” o también, concebido desde un horizonte más amplio, como el proyecto de un mercado puro, libre de toda atadura y sin obstáculos en sus condiciones de realización. Se trata de una visión persistente no solo en los debates políticos, sino también en parte del mundo académico. Aquí, en América Latina, encontramos que esa visión ha estado acompañada

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por una serie de revisiones de las experiencias neoliberales recientes y, más concretamente, por la denuncia de las promesas incumplidas del neoliberalismo. No hay duda de que la denuncia es en sí un acto necesario para visibilizar y comprender la realidad. La pregunta, en todo caso, es si debemos conformarnos con ello o podemos intentar algo más. ¿Podemos comprender al neoliberalismo ubicándolo de antemano en el lugar de lo denunciable, lo repudiable, lo moralmente malo…? ¿Es el neoliberalismo la encarnación de todo lo negativo o nos encontramos, quizá, frente a un nuevo proyecto de sociedad que no solo abarca a las relaciones económicas, sino también a la cultura, la política y la subjetividad? Si es este el caso, cabe advertir que un neoliberalismo más performativo que regresivo, más propositivo que negativo, no tiene por qué estar exento de crítica. Sin desconocer la pertinencia política de las perspectivas puestas en juego, nos permitimos sugerir que estas no agotan el ejercicio del pensamiento crítico. El presente libro procura continuar dicho ejercicio brindando herramientas de distinta índole –herramientas teóricas, metodológicas, conceptuales o, en fin, herramientas de pensamiento–. Para ello nos servimos especialmente del legado de Michel Foucault y los aportes de algunos de sus intérpretes contemporáneos. Esta opción, como es de esperar, no está desprovista de cierta selectividad. Hemos tomado el legado foucaultiano no como un todo y en forma acrítica, sino desde los interrogantes generados por nuestro presente. Si pudiésemos resumir nuestro propósito común, diríamos entonces que se trata de interrogar al neoliberalismo en función de sus particularidades efectivas. Lo que buscamos perfilar es una crítica capaz de enfocarse en las formas de racionalización del gobierno sin tomar las figuras del Estado, el mercado, la sociedad civil y el sujeto como elementos a priori de nuestros análisis. Tarea sin duda difícil, aunque no imposible. El desafío, en pocas palabras, consiste en criticar al neoliberalismo ahorrándonos los universales.

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Dentro de este marco problemático, es posible agrupar los capítulos del presente libro de acuerdo a dos criterios no necesariamente excluyentes. Por un lado, presentamos trabajos que se centran en la revisión de la lectura foucaultiana del neoliberalismo desplegándose en un registro cercano a la filosofía política contemporánea; por el otro, ofrecemos elaboraciones que se vuelcan hacia una reflexión teóricopolítica en torno al neoliberalismo entendido como forma de gubernamentalidad de nuestro tiempo, abarcando aquí desde el despliegue de tecnologías de poder específicas hasta la conformación de nuevas formas de subjetivación. La compilación se inicia con el trabajo de Pablo Méndez: “El neoliberalismo de Foucault. ¿Una lección sobre las pasiones políticas?”. Este capítulo esboza una suerte de contra-respuesta al libro de Geoffroy de Lagasnerie, La última lección de Michel Foucault. Sobre el neoliberalismo, la teoría y la política. La exposición se organiza en función de tres elementos problematizados por Foucault. Hablamos de la “libertad”, la “sociedad” y el “Estado”. Si estos son, como señala Foucault en diferentes oportunidades, los tres efectos prácticos de la gubernamentalidad moderna, entonces es necesario analizar sus posibles formas de existencia y articulación sin tomarlos nunca como universales o realidades invariables. A ello responde precisamente el análisis del neoliberalismo en términos gubernamentales, que no debe entenderse como un trabajo acabado y sencillo de posicionar en el actual espectro ideológico, sino como una posible herramienta para trazar las coordenadas de nuestro pensamiento crítico. En este punto no solo queda incluido el lógos y las posibilidades del discurso racional; además –y no menos importante– están en juego las pasiones políticas. Seguidamente, el artículo de Iván Dalmau, titulado “Reflexiones en torno a la crítica foucaultiana del saber económico”, propone llevar a cabo una problematización de la imbricación entre “lo epistemológico” y “lo ontológicopolítico” que vertebra la crítica foucaultiana de la economía política. El trabajo se enfoca en el “archivo Foucault”

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como caja de herramientas para una crítica epistemológica del saber económico que, lejos de bastarse a sí misma, está orientada por objetivos ontológico-políticos ligados al diagnóstico de la actualidad. Así pues, antes que un aporte al perenne problema de la objetividad cognoscitiva de la economía política, Foucault nos permitiría elaborar una crítica epistemológica y ontológico-política de las formas de objetivación inmanentes a la formación histórica de dicho saber. Lo que se juega en este punto es algo más que las concepciones normativas del ejercicio de la crítica. El capítulo de Luis Blengino, titulado “Sociedad de competencia, sociedad de la diferencia y el descarte. La segmentación neoliberal de la población en perspectiva foucaultiana”, se apoya en la historia foucaultiana de la gubernamentalidad para distinguir los diferentes procesos de formación de modelos de sociedad proyectados como correlato de tecnologías gubernamentales heterogéneas. En primer lugar, se trata de señalar un primer proceso de antagonización entre dos modelos sociales: la sociedad de la uniformidad –vale decir, la sociedad de supermercado correlativa de una tecnología gubernamental disciplinaria– versus la sociedad de la empresa entendida como espacio de la diversidad, la tolerancia y el respeto a la iniciativa individual correlativa de una tecnología gubernamental para la economía de mercado. En segundo lugar, el capítulo pretende señalar un proceso de radicalización interna de la sociedad de la empresa, distinguiendo entre dos formas de proyectar la sociedad de mercado y las tecnologías de gobierno correlativas: por un lado, el modelo ordoliberal alemán que segmenta a la población en empresarios –independientes– y pobres –dependientes de la ayuda gubernamental–; y, por el otro, el modelo anarcocapitalista norteamericano que diluye aquella distinción en una población organizada según un sistema de optimización de las diferencias. Como señala Blengino, el proceso de radicalización del neoliberalismo corta el último puente tendido hacia el ideal de la solidaridad social para proyectar, en su lugar, una

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sociedad de la diferencia como correlato de una cultura del descarte, tal como viene siendo denunciada desde 2013 por el papa Francisco. Finalmente, el capítulo busca explicitar el modo en que el anarcocapitalismo opera una segmentación de la población cuya consecuencia principal será que los individuos, qua meros portadores de capital, devengan descartables –o también, y si se quiere, útiles y utilizables hasta el punto de caer en la obsolescencia–. El texto de Emiliano Sacchi y Matías Saidel, “Reflexiones sobre violencia y subjetividad en el capitalismo neoliberal: disciplinas, deuda y guerra contra las mujeres”, pone en discusión la idea de que la gubernamentalidad remita a una suerte de poder blando en el cual la violencia se reduce o bien a un rol instrumental y extrínseco, o bien a una especie de interiorización de una violencia que los sujetos ejercen contra sí mismos. Esta interpretación no solo tiende a esquematizar el trabajo de Foucault, sino también a nuestro propio presente. En primer lugar, porque establece una sucesión de distintas modalidades del poder que se corresponderían con determinadas épocas históricas; pero además, porque opone una interpretación del poder como relación de fuerzas en pugna a una concepción de este como conducción de conductas. Si bien estas esquematizaciones pueden tener cierta legitimación pedagógica, ocurre sin embargo que resultan poco satisfactorias ya sea en relación con la interpretación del trabajo de Foucault o, más todavía, respecto a la formulación de un diagnóstico certero sobre nuestro presente neoliberal. En ese marco, el texto discute con algunas de las lecturas dominantes sobre el capitalismo neoliberal que, a su vez, han dialogado con las tesis foucaultianas. Así se debate con las reflexiones sobre la violencia propuestas por Byung-Chul Han desde una mirada inspirada fuertemente en Foucault y también en ciertas lecturas que intentan acercarlo a Marx. El capítulo propone finalmente un análisis sobre tres formas interrelacionadas de coerción que operan sobre nuestras subjetividades, como son el rol de la deuda, la violencia contra

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los cuerpos feminizados, precarizados y racializados, y la persistencia del poder disciplinario al interior de la gubernamentalidad neoliberal. El artículo de Mauro Benente, “Racionalidades neoliberales en procesos políticos posneoliberales en América Latina”, se sitúa en lo que parece ser uno de los tantos momentos de retorno de las políticas neoliberales a América Latina. Nos referimos al triunfo de Mauricio Macri en las elecciones de Argentina en noviembre de 2015, la destitución de Dilma Rousseff en Brasil, el ascenso a la presidencia de Michel Temer en agosto de 2016 y la posterior victoria de Jair Bolsonaro, el giro de la presidencia de Lenin Moreno en Ecuador, la profunda crisis que vive la República Bolivariana de Venezuela, la moderación del proceso de Bolivia, la falta de apoyo a Evo Morales en el referéndum constitucional de febrero de 2016 y su destitución vía golpe de Estado en noviembre de 2019. Si bien este panorama debe combinarse con la esperanza generada por derrota electoral del macrismo en las elecciones presidenciales de octubre de 2019, subsisten una serie de fenómenos sobre los cuales este artículo pretende poner el foco. Se trata, en pocas palabras, del modo en que los gobiernos populares de la primera década del siglo XXI han quedado presos de un régimen discursivo que apela a una racionalidad de gobierno de sí y que, en esta misma línea, guarda muchos aires de familia con el “empresario de sí” propio de las racionalidades neoliberales. El capítulo “Pensar el giro punitivo a partir de la judicialización: elementos para problematizar la gubernamentalidad neoliberal en Argentina”, escrito por Luciana Álvarez, indaga las correlaciones entre algunas tendencias que caracterizan lo que se conoce como “giro punitivo” y la manera específica en que la judicialización opera en el entramado de relaciones sociales que configuran la gubernamentalidad neoliberal. En esta dirección, Álvarez busca elucidar cómo funciona el aumento de la punitividad que se ha hecho tendencia, al menos en nuestra región, y

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específicamente en Argentina, en el marco de relaciones sociales atravesadas por la competencia, la judicialización, la gestión del riesgo y la criminalización. Conforme al análisis propuesto, el incremento de la presión punitiva parece consistente con un tipo de intervención que opera en el punto de cruce entre las instituciones estatales y los procesos de subjetivación por medio de la judicialización generalizada de las interacciones sociales. Ello nos permite avanzar en el desciframiento de un tipo de racionalidad política desplegada a través de mecanismos nada sutiles de sujeción. Como señala el capítulo, son mecanismos que apuntan a estructurar y reforzar el proceso de constitución del sujetoempresa y la gestión individual del riesgo, encontrando en el encierro carcelario uno de sus corolarios. Desde una perspectiva filosófica y de carácter ensayístico, el capítulo de Silvana Vignale, “Hacia una genealogía moral de la deuda. A priori moral del sujeto endeudado”, aborda una genealogía moral de la deuda para situar en perspectiva el diagnóstico de la gubernamentalidad propia de nuestra época: que el mercado se ha convertido en un proceso de formación subjetiva y que, en el marco de este proceso, la deuda es central para el análisis de las formas emergentes de subjetivación. Recuperando aspectos del pensamiento de Friedrich Nietzsche, el capítulo plantea un “a priori moral” del sujeto endeudado mediante el análisis del drama desempeñado por el papel de la deuda, la promesa y la culpa en la constitución de un yo responsable y de la conciencia. Con ello se busca contribuir a la comprensión sobre la internalización de las normas por parte del sujeto en el marco de una ética del capital. Aquí es importante retomar la hipótesis nietzscheana de que lo social se funda en relaciones desequilibradas entre acreedor y deudor, y no mediante un pacto entre iguales. A este respecto, Vignale busca visualizar el entramado económico, político y moral del dispositivo de la deuda, y la posibilidad de elaborar nuevas herramientas para el examen de una historia del presente.

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El capítulo de Sebastián Botticelli, titulado “Neoliberalismo: el nombre del enemigo”, busca poner en cuestión el carácter monolítico que suele adjudicársele al neoliberalismo en gran parte de las indagaciones que lo designan como objeto de estudio. Desde la perspectiva de este capítulo, el tratamiento del neoliberalismo como una tendencia que subyace a emergentes de naturaleza diversa –golpes de Estado, reformas legislativas, pauperización de la democracia, precarización laboral, etc.– responde, al menos en primera instancia, a un requerimiento del pensamiento crítico, y es que los investigadores necesitan adjudicarle al neoliberalismo una identidad para poder no solo caracterizar su funcionamiento, sino además delimitar parcelamientos morales. Establecido este punto de partida, el capítulo detalla una serie de problemas que se desprenden a partir de él, considerando la pérdida de potencia crítica que se produce cuando el término “neoliberalismo” se convierte en un apelativo moral, la dilución del problema de la resistencia que le sigue a la suscripción acrítica de propuestas supuestamente progresistas surgidas en el contexto de experiencias noreurocéntricas, y la dificultad de reconocer hasta qué punto los sujetos reproducimos la racionalidad neoliberal en nuestras acciones cotidianas. Digamos, para finalizar, que este libro no procura ofrecer una definición última y depurada sobre el neoliberalismo. Al contrario, se trata de abrir todavía más los debates y revisar nuestros supuestos más asentados. Es en tal sentido que el presente libro se define, ante todo y en tanto producto de un trabajo colectivo, como una invitación a pensar. Por supuesto, pensar no en términos de una actividad meramente contemplativa o limitada a comentar la realidad, sino pensar desde la incomodidad, los peligros y la necesidad de constituirnos como algo diferente a lo que ya somos… Lxs autores Buenos Aires, verano de 2020

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1 El neoliberalismo de Foucault ¿Una lección sobre las pasiones políticas? PABLO MARTÍN MÉNDEZ1

I. Introducción “No penséis que hay que estar triste para ser militante, incluso si lo que se combate es abominable”, decía Michel Foucault en el prefacio a la edición en inglés de L’Anti Œdipe, de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Por aquel entonces –hablamos de mediados de los años 70–, una parte considerable de la reflexión académica y de la acción política giraba en torno a la lucha contra el fascismo, enfrentando sus posibles encarnaciones no solo en el nivel del Estado y los aparatos estatales, sino también en las prácticas cotidianas y las conductas más íntimas, vale decir: en nosotros mismos. Unas décadas más tarde, situándose en un presente signado por los debates sobre el neoliberalismo y las posibles formas de resistencia ante sus políticas, Geoffroy de Lagasnerie intenta retomar y quizá llevar más lejos la “lección” de Foucault. A ese fin responde el libro La última

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Licenciado y profesor en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Lanús (UNLa). Investigador asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Profesor-investigador asociado regular de la UNLa.

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lección de Michel Foucault. Sobre el neoliberalismo, la teoría y la política (2015), donde encontramos una interpretación tan interesante como polémica de los análisis foucaultianos sobre el neoliberalismo. La polémica no reside únicamente en que el citado libro pretenda abordar una cuestión ya de por sí controversial como el neoliberalismo, sino en el uso que De Lagasnerie hace de los análisis foucaultianos, considerando sobre todo el sentido que les da y ante qué pretende oponerlos. El escrito que presentamos a continuación es una suerte de contrarrespuesta al libro de De Lagasnerie, una objeción que explora los alcances y las posibilidades de la crítica sin buscar palabras o lecciones últimas. Esa contrarrespuesta se organiza con base en tres elementos constantemente problematizados por el curso Nacimiento de la Biopolítica. Hablamos de la “libertad”, la “sociedad” y el “Estado”. Si estos son –como señala Foucault en diferentes oportunidades– los elementos básicos de la gubernamentalidad moderna (Foucault, 2006b), entonces el análisis del neoliberalismo debería servir para problematizar las posibles relaciones entre estos. Así no solo se trazarían las coordenadas de nuestro propio pensamiento político, sino también algunos de sus límites más difíciles de franquear. En primer lugar, los límites de una crítica que suele aterrorizarse ante la fuerza arrolladora de los programas y políticas identificadas con el neoliberalismo; pero además, los límites de las actuales posturas antiestatistas que, en nombre de la innovación económica, no hacen más que celebrar esa fuerza arrolladora y presentar como un simple atavismo a cuanto se le resista. En este punto queda inscripta la lectura de De Lagasnerie: Hay que romper con la problemática de la “pérdida”, de la “destrucción”, del “duelo” que estructura la escritura tradicional de la historia del neoliberalismo. No hay que preguntarse

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qué “deshacen” las lógicas liberales ni proponerse poner en evidencia lo que ellas “destruyen”; hay que preguntarse, al contrario, lo que producen (De Lagasnerie, 2015, p. 27).

¿Qué produce el neoliberalismo? Tal es el interrogante que Foucault planteó en su momento y que atraviesa las lecturas y contralecturas aquí esbozadas. Las posibles respuestas dependen en gran parte de la actitud que asumamos ante ese hecho. En efecto, para percibir lo que el neoliberalismo produce, ¿basta con sustituir la tristeza por una alegre reivindicación, o se requiere en cambio de otra actitud crítica? La cuestión no es tan obvia como podría resultar a primera vista; al menos no en las coordenadas actuales de nuestro pensamiento.

II. Avanzar hacia lo intolerable Si el curso Nacimiento de la Biopolítica, dictado por Foucault a principios de 1979, tiene algo de inquietante, es que tiende a acortar la distancia entre el neoliberalismo y la crítica. Quizá el mayor mérito de De Lagasnerie consista en haberlo percibido perfectamente: Foucault no da a este sistema [al neoliberalismo] el carácter de un dogma cuyas recomendaciones y programas haya que aceptar y seguir. Su idea es más sutil: consiste en valerse del neoliberalismo como un test, utilizarlo como un instrumento de crítica de la realidad y el pensamiento. Se trata de ponerse a la escucha de lo que esa tradición tiene para decirnos, a fin de emprender un análisis de nosotros mismos. Puesto que enfrentarnos a una doctrina concebida como el “negativo” de nuestro espacio habitual de reflexión equivale, en cierta forma, a enfrentarnos a nuestro inconsciente, a los límites de nuestra propia reflexión (De Lagasnerie, 2015, p. 23).

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Desde hace varias décadas, nos hemos acostumbrado a pensar que el neoliberalismo y la crítica van por sendas diferentes o prácticamente opuestas, olvidando algo que tal vez solo pueda volver a percibirse mediante un trabajo genealógico lo suficientemente riguroso. Basta aproximarnos al pensamiento de los intelectuales neoliberales descriptos habitualmente “con rasgos dudosos, como ideólogos nefastos que habrían tenido un papel determinante en la implementación de las políticas de desregulación y apartamiento del Estado social” (De Lagasnerie, 2015, p. 18), para advertir que el neoliberalismo tiene una fuerte impronta crítica desde sus comienzos. Esta crítica no solo apunta hacia el famoso “Estado de bienestar” de mediados del siglo XX, sino que también contempla a los dispositivos y las tecnologías políticas desarrolladas desde fines del siglo XVIII, incluyendo las tecnologías de disciplinamiento y de normalización. El neoliberalismo, para usar términos foucaultianos, emerge de toda una “contraconducta”, un no-querer-ser-gobernado “de esa forma y a ese precio” (Foucault, 1995, p. 7), en tal caso, a través de las tecnologías y bajo los fines de la política moderna. Pero advertirlo no es fácil, primero hay que franquear cierta inhibición presente en el pensamiento crítico y más particularmente en la izquierda, esto es: que los ideólogos neoliberales no merecen ninguna lectura ni escucha demasiado seria, pues la verdad de sus palabras nunca puede residir en lo que dicen, sino en algo que opera por detrás u ocultándose siempre… algo así como sus malevolentes intenciones. De ahí la necesidad de analizar al neoliberalismo manteniendo siempre una prudente distancia: Se atribuyó a los teóricos neoliberales la figura de autores infrecuentables, que a nadie se le ocurría citar y ni siquiera leer en filosofía política o, a fortiori, en el especio del pensamiento crítico, a menos que fuera como un revulsivo, es decir, como aquello contra lo cual uno forma su reflexión, aquello que tiene como proyecto deshacer (De Lagasnerie, 2015, p. 18).

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Así no solo se pierde de vista lo que el neoliberalismo tiene de novedoso y de disruptivo, sino que además se reduce al mínimo la posibilidad de interrogar cómo este opera sobre nuestro presente, más allá de las políticas y las recetas económicas constantes en casi todos los gobiernos que compartan una orientación semejante. ¿Cómo el neoliberalismo opera en nuestro presente? Responder en serio tal interrogante nos lleva a convertir al neoliberalismo, siguiendo las palabras de De Lagasnerie, en “un instrumento de crítica de la realidad y el pensamiento”. Ahora bien, hay varias formas de hacer funcionar dicho instrumento. En De Lagasnerie encontramos solo una forma posible entre otras tantas…

III. De la crítica económica a la crítica política Según se desprende de la lectura propuesta por De Lagasnerie, el neoliberalismo habría sido el camino mediante el cual Foucault pretendió liberarse de “lo político”. La prueba estaría en el uso que concedió a algunos de los conceptos más afines al ideario neoliberal: Foucault vio en los conceptos de “mercado”, “racionalidad económica”, homo œconomicus, etc. instrumentos críticos sumamente poderosos que permiten descalificar el modelo del Derecho, la Ley, el Contrato, la Voluntad General, etc. Ese paradigma abre paso a la posibilidad de hablar un lenguaje que no sea el del Estado (De Lagasnerie, 2015, p. 97).

El lenguaje en cuestión es el de quienes resisten al gobierno político; para De Lagasnerie, es también un lenguaje de la insumisión que, a través del paradigma neoliberal, deviene en “golpe de Estado”: “En el fondo, su principal interés está en el gesto de insumisión e incluso, cabría decir, la especie de golpe de Estado que llevaron a cabo los neoliberales” (De Lagasnerie, 2015, p. 100). Si bien es posible

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discutir la imagen de un Foucault cuyo principal interés consistiría en encontrar un discurso refractario al Estado, no es sencillo evitar la irritación que pudiere provocar en nosotros, los críticos latinoamericanos, el hecho de unir tan despreocupadamente al neoliberalismo con los golpes de Estado. Aquí no podemos más que concentrarnos en lo primero. ¿Cabe afirmar que la racionalidad económica, el homo œconomicus y el mercado fueron para Foucault una vía de liberación ante el gobierno político? Para responder esta pregunta, no hay que ir demasiado lejos; por el contrario, todo (o casi todo) está en Nacimiento de la biopolítica, especialmente allí donde Foucault traza las continuidades y discontinuidades entre la razón de Estado y la racionalidad económica emergida a mediados del siglo XVIII. La racionalidad económica, cuyo germen reside en las ideas de los fisiócratas franceses, no es la simple abolición de la razón de Estado desarrollada en Europa continental entre los siglos XVI y XVII, sino un refinamiento interno de esta: “[…] es un principio para su mantenimiento, para su desarrollo más exhaustivo, para su perfeccionamiento” (Foucault, 2008b, p. 44). La diferencia estriba precisamente en la forma de llevar adelante las intervenciones gubernamentales. Más que intervenir sobre los individuos y las riquezas de un territorio en pos de “la grandeza y el esplendor del Estado” –así hablaban algunos tratadistas consultados por Foucault–, se da lugar a la idea de que el mejor gobierno es aquel capaz de ajustarse a una realidad dotada de sus propias leyes y dinámicas. Esa realidad, definida en principio como un entramado o una pluralidad de intereses individuales y colectivos, no vendría a ser otra que la “sociedad”: “En nombre de ella se procurará saber por qué es necesario que haya un gobierno, pero también en qué aspectos se puede prescindir de él y en qué ámbitos su intervención resulta inútil o perjudicial” (Foucault, 2008b, p. 361).

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Gobernar en términos de una racionalidad económica implica que los gobiernos se ajusten a la racionalidad de los mismos gobernados, incluyendo sus conductas y deseos, sus expectativas y posibilidades de acción: La racionalidad de quienes son gobernados, quienes son como sujetos económicos y, en términos más generales, como sujetos de interés –interés en el sentido más general de la palabra– […]: esa racionalidad de los gobernados debe servir de principio de ajuste a la racionalidad de gobierno (Foucault, 2008b, p. 357).

Ahora bien, los sujetos de interés no solo exceden la razón de Estado, sino además cualquier forma de racionalidad global o totalizante. A diferencia del homo juridicus como sujeto de la soberanía política, el homo œconomicus no se somete a ninguna trascendencia, ningún contrato o voluntad general; antes bien, es el punto donde el poder soberano declina en sus capacidades de centralización y totalización: “Lo hace caducar en cuanto pone de relieve en el soberano una incapacidad esencial, una incapacidad fundamental y central, una incapacidad de dominar la totalidad de la esfera económica” (Foucault, 2008b, p. 332). De ahí que el homo œconomicus aparezca, al menos a primera vista, como un elemento “no gobernable”: El homo œconomicus aparece pues, en sentido propio, como un ser ingobernable. En otras palabras, no solo hay que concebir esta figura como un modelo o una herramienta de conocimiento utilizada por la ciencia económica. Se trata de un instrumento polémico, un arma construida, sistematizada y teorizada a fin de sostener un discurso crítico contra el Estado, de cuestionamiento del ejercicio de la soberanía (De Lagasnerie, 2015, p. 101).

Este fenómeno nos resultaría muy fascinante –y de hecho así lo es para De Lagasnerie– si no fuera porque el mismo Foucault advierte que el homo œconomicus encierra

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un carácter sumamente paradojal: por un lado, aparece como una figura irreductible a la soberanía política, mientras que, por el otro, da lugar a una serie de intervenciones gubernamentales de amplio alcance, unas prácticas de gobierno capaces de ajustarse continuamente a aquello que se debe gobernar. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo el homo œconomicus puede constituir un punto de crítica para los gobiernos permitiendo a la vez su continua extensión?

III. 1. Un homo œconomicus atrapado en la libertad Que el homo œconomicus se mantenga solamente fiel a su propio interés no implica que escape a todo principio de gubernamentalización; por el contrario, hay que seguir a Foucault cuando advierte que el homo œconomicus está envuelto en una mecánica sin trascendencia, pero en una mecánica al fin. Desde fines del siglo XVIII, esa mecánica ha recibido diferentes nombres. Aquí podemos denominarla provisoriamente como “sociedad civil”, entendiendo por ello un complejo entramado de intereses interdependientes o conectados entre sí. A diferencia de lo que habitualmente se cree, la sociedad civil no es un dato de la naturaleza que existe por sí mismo y de manera previa a cualquier intervención externa, sino una realidad que emerge en el juego de las propias relaciones de poder. Foucault sostiene que la sociedad civil es como la locura o la sexualidad: una “realidad de transacción” desplegada entre gobernantes y gobernados, entre las estrategias dispuestas para dominar a los hombres y lo que continuamente escapa a ellas. La sociedad civil funciona como el dominio de referencia para la racionalidad de gobierno; de hecho, es el punto donde se abre la posibilidad de gobernar al homo œconomicus desde algo más que las reglas del derecho, pero también más allá de la ciencia económica. Se trata, en una apalabra, de ejercer el gobierno a través y con el apoyo de los intereses mismos:

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El gobierno […] no se ocupa de esas cosas en sí de la gubernamentalidad que son los individuos, las cosas, las riquezas, las tierras. Ya no se ocupa de esas cosas en sí. Se ocupa de esos fenómenos de la política –y que constituyen precisamente la política y sus objetivos– que son los intereses o aquello por lo cual tal individuo, tal cosa, tal riqueza, etc. interesan a los individuos o a la colectividad (Foucault, 2008b, p. 65).

Los intereses son el medio a través del cual los gobiernos despliegan una intervención o un influjo indirecto sobre los individuos, haciendo que estos desarrollen determinados comportamientos sin grandes oposiciones y resistencias. El homo œconomicus y la sociedad civil no se excluyen ni se oponen entre sí; en todo caso, son dos elementos históricamente indisociables: El homo œconomicus es, si se quiere, el punto abstracto, ideal y puramente económico que puebla la realidad densa plena y compleja de la sociedad civil. O bien: la sociedad civil es el conjunto concreto dentro del cual es preciso situar a esos puntos ideales que constituyen los hombres económicos, para poder administrarlos de manera conveniente (Foucault, 2008b, p. 336).

¿Qué quiere decir esto? En primer lugar, que un elemento y otro, el homo œconomicus y la sociedad civil, forman parte de la misma trama gubernamental; pero además, y sobre todo, que la racionalidad económica no solo ha sido un instrumento crítico dirigido contra el Estado y los aparatos estatales, sino que ha servido para gobernar a los individuos desde dentro, con el apoyo de sus libertades y deseos. Hace falta ir hasta el límite del pensamiento político moderno, como sin duda lo ha hecho Foucault en innumerables ocasiones, para problematizar algunas de sus dicotomías más básicas y persistentes. Nos referimos a las dicotomías poder-libertad, Estado-individuo, política-sociedad civil, etc. A través de las herramientas de análisis elaboradas por Foucault, vemos que la cuestión no consiste sin más en

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oponer por un lado la libertad que los individuos puedan reclamar o ejercer efectivamente y, por el otro, la capacidad de acción de los gobiernos. Existen ciertos puntos en que la libertad puede servir de apoyo o constituirse en un medio de gobierno. Así lo fue desde fines del siglo XVIII, cuando la libertad de hombres y mujeres, especialmente en referencia a sus posibilidades de circulación e intercambio, se introdujo en los cálculos, las reflexiones y las tecnologías de poder,2 y así lo sería nuevamente con el neoliberalismo, aunque con ciertos matices y diferencias. Hay una importante ruptura entre el homo œconomicus proyectado por la razón gubernamental del siglo XIX y el homo œconomicus de Gary Becker y otros neoliberales norteamericanos de la década de 1970. En el marco de la racionalidad liberal –donde Foucault incluye a la fisiocracia, el empirismo inglés y la economía neoclásica–, el homo œconomicus es todavía un elemento intangible para el gobierno, un sujeto al cual conviene “dejar hacer” en función de una supuesta regulación espontánea de los fenómenos económicos. El homo œconomicus, en tal sentido, tiene como reverso al famoso lema gubernamental laissez-faire, laissez-passer; es alguien cuya libertad debe administrarse en cada momento y en todos los aspectos posibles.3 Distintas son las cosas en la definición de Becker y algunos

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Según señala Foucault en Seguridad, territorio y población (2006b), durante el siglo XVIII se llega a la idea de que solo se puede “gobernar bien” a condición de respetar la libertad o una serie de libertades: “De ahí la inscripción de la libertad no solo como derecho de los individuos legítimamente opuestos al poder, a las usurpaciones, a los abusos del soberano o del gobierno, sino de la libertad convertida en un elemento indispensable para la gubernamentalidad misma. [...] La interrogación de las libertades y los límites propios a ellas dentro del campo de la práctica gubernamental es ahora un imperativo” (Foucault, 2006b, p. 404). Ese imperativo, podríamos agregar enseguida, es lo que define al liberalismo como razón gubernamental. Sobre la introducción de la libertad de circulación e intercambio en los cálculos y las tecnologías de gobierno, nos remitimos a Méndez (2017). “El liberalismo –en palabras de Foucault– plantea simplemente lo siguiente: voy a producir para ti lo que se requiere para que seas libre. Voy a procurar que tengas la libertad de ser libre” (Foucault, 2008b, p. 84).

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neoliberales afines, donde el homo œconomicus se vuelve mucho más “tangible” y hasta “gobernable”. Es más tangible, pues basta con que responda de una manera sistemática a las modificaciones introducidas en su campo de acción para hacerse visible al análisis. Desde esta particular perspectiva, el homo œconomicus se define por su sensibilidad ante las variables relativas al medio en el cual actúa, ya sean las variables naturales o bien aquellas introducidas de manera artificial. Y por eso es también más gobernable, porque su sensibilidad lo convierte en sujeto de toda una serie de “técnicas comportamentales”, yendo desde las técnicas conductistas basadas en la relación estímulo-respuesta hasta el neoinstitucionalismo. En el homo œconomicus programado por algunos pensadores neoliberales, De Lagasnerie ha encontrado la posibilidad de constituir una subjetividad ingobernable, mientras que Foucault señala que esa misma figura es, muy por el contrario, eminentemente gobernable: El homo œconomicus […] aparece justamente como un elemento manejable, que va a responder en forma sistemática a las modificaciones sistemáticas que se introduzcan artificialmente en el medio. El homo œconomicus es un hombre eminentemente gobernable. De interlocutor intangible del laissez-faire, el homo œconomicus pasa a mostrarse ahora como el correlato de una gubernamentalidad que va a actuar sobre el medio y modificar sistemáticamente sus variables (Foucault, 2008b, p. 310).

Al no renunciar jamás a su interés, el homo œconomicus queda prendido a toda medida de gobierno que altere el mecanismo de incentivos o los sistemas de pérdidas y ganancias generados por una acción cualquiera: no es sencillamente un elemento ingobernable, sino más bien alguien que está atrapado en su libertad misma.

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III. 2. La sociedad existe Pero De Lagasnerie no parece inquietarse por nada de esto. Antes bien, la lectura que nos propone se limita a reivindicar la “gran contribución” del neoliberalismo a la historia intelectual, como si la cuestión consistiese más en hacer gala de un pensamiento provocador que en interrogar los límites de nuestro presente. Según De Lagasnerie, el neoliberalismo habría contribuido a deshacer los fundamentos autoritarios y conservadores de las teorías sociales y la filosofía política, especialmente allí donde estas promueven la visión de una sociedad unificada en detrimento de lo individual. Así pues, a través de la generalización del mercado como modelo de comportamiento y de pensamiento, “el neoliberalismo impone la imagen de un mundo desorganizado por esencia, un mundo sin centro, sin unidad, sin coherencia, sin sentido” (De Lagasnerie, 2015, p. 67). No otra habría sido la cuestión que sedujo completamente a Foucault, llevándolo al punto de acreditar la famosa idea de que “la sociedad no existe” incluso antes de que Margaret Thatcher la hubiese enunciado como tal: “Foucault afirma que no hay algo que se llame ‘la sociedad’ y dentro de la cual aparezcan de tiempo en tiempo combates y movilizaciones: esas movilizaciones y esos combates deben pensarse por sí mismos, con prescindencia de cualquier horizonte” (De Lagasnerie, 2015, p. 75). Sabemos que para Foucault “los universales no existen” (Foucault, 2008b, pp. 17-18); vale decir, no existe “el” Estado, “la” soberanía o “la” sociedad como totalidades que podamos presuponer en la base de nuestras investigaciones o restituir en su punto de llegada. En efecto, ¿por qué hemos de suponer que las prácticas de dominación o de gobierno responden sin más a las necesidades de algo llamado “Estado”?; ¿cuál es la razón para creer que nuestras costumbres, hábitos y conductas provienen de la sociedad como instancia sobredeterminante? Pero hay que avanzar con cuidado; no es que se trate de negar las categorías

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comúnmente utilizadas por la filosofía política o el análisis sociológico. Al menos en principio, se trata de preguntar cómo, a partir de qué prácticas localizadas y concretas, es realmente posible hablar sobre el Estado, la sociedad o la soberanía. El método propuesto por Foucault parece apuntar hacia algo más que una mera negación de los universales. Si seguimos algunas de las conferencias y publicaciones contiguas al curso Nacimiento de la Biopolítica, como por ejemplo “El polvo y la nube” (1982 [1978]) o el escrito “¿Qué es la Ilustración?” (1999b [1984]), veremos que el desafío pasa en todo caso por “analizar, en su forma históricamente singular, cuestiones de alcance general” (Foucault, 1999b, p. 351).4 Pero ¿cómo encarar un desafío semejante?; ¿cuál sería la forma de articular lo históricamente singular con las cuestiones de alcance general? No existe “la” sociedad como realidad absoluta u omnicomprensiva, pero sí proyectos y formas de “hacer sociedad” que emergen de las prácticas concretas, que están acompañados por determinadas tecnologías de poder y que responden, allí donde se hacen presentes, a la necesidad de resolver determinados conflictos y resistencias. Las programaciones de sociedad no son ideas que se aplican de una manera más o menos lineal, ni tampoco utopías que solo anidan en la cabeza de algunos soñadores; para Foucault, son más bien “unos fragmentos de realidad que inducen unos efectos de lo real tan específicos como los de la división entre lo verdadero y lo falso en la manera como los hombres se ‘dirigen’, se ‘gobiernan’, se ‘conducen’ a sí mismos y a los demás” (Foucault, 1982, p. 71). El liberalismo tiene indudablemente sus programaciones de sociedad. Basta consultar los tratados de Mercier de la Rivière, Adam Ferguson o el mismo Jeremy Bentham. Si bien se trata de pensadores disímiles y a veces desconocidos entre sí, cierto es que, a través de su lectura, vemos centellear un mundo, 4

Se puede encontrar un mayor desarrollo de este criterio metodológico en Méndez (2020).

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una sociedad y unos hombres posibles, como un orden de cosas que jamás se consuma y que no obstante incide sobre las prácticas concretas. Ese orden es “la reflexión política interna a una nueva tecnología de gobierno o un nuevo problema planteado a las técnicas de gobierno, a las tecnologías de gobierno, por el surgimiento del problema económico” (Foucault, 2008b, pp. 351-352). Lo mismo vale para el neoliberalismo, que en modo alguno niega toda proyección u horizonte social en favor “del desorden, de la inmanencia y del pluralismo” (De Lagasnerie, 2015, p. 63), sino que hace del no intervencionismo una forma de ordenamiento. Resulta llamativo que la lectura de De Lagasnerie privilegie la figura de Friedrich Hayek y relegue a un segundo plano al ordoliberalismo alemán, sobre todo cuando el mismo Foucault se encarga de resaltar el papel que este tuvo en la conformación de la racionalidad neoliberal de gobierno. A través de Eucken, Röpke, Müller-Armack y otros economistas cercanos al ordoliberalismo, vemos una forma de programar la sociedad como campo de intervención gubernamental: La intervención gubernamental –y esto lo dijeron siempre los neoliberales– no es menos densa, menos activa, menos continua que en otro sistema. Pero lo importante estriba en ver cuál es ahora el punto de aplicación de esas intervenciones gubernamentales. El gobierno […] no tiene que constituir, en cierto modo, un contrapunto o una pantalla entre la sociedad y los procesos económicos. Debe intervenir sobre la sociedad misma en su trama y su espesor. En el fondo –y es aquí que su intervención va a permitirle alcanzar su objetivo, a saber, la constitución de un regulador de mercado general sobre la sociedad–, tiene que intervenir sobre esa sociedad para que los mecanismos competitivos, a cada instante y en cada punto del espesor social, puedan cumplir el papel de reguladores (Foucault, 2008b, p. 179).

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¿Por qué la lectura de De Lagasnerie no se detiene en el citado pasaje? Quizá ello se relacione con cierta manera de concebir la política. En efecto, varias son las ocasiones en que De Lagasnerie reduce la política a la esfera estrictamente estatal, omitiendo una de las cuestiones más remarcadas por Foucault durante la década de 1970, y es que la política puede y de hecho suele realizarse por medios no necesariamente estatales. Si bien la omisión no resulta tan grave en aquellas lecturas convencionales que presentan al neoliberalismo como una política impulsada desde el mismo Estado, sí lo es cuando nos lleva a suponer que estamos ante un fenómeno apolítico e incluso antipolítico. Queriéndolo o no, la lectura de De Lagasnerie induce constantemente a tal suposición, más aún cuando señala que el neoliberalismo debería concebirse como una “filosofía de la inmanencia, la pluralidad y la multiplicidad” (De Lagasnerie, 2015, p. 72). Así pues, todo trascurre como si los proyectos neoliberales no afectasen a la población en lo más mínimo; o como si la cuestión consistiese en hacer la política a un lado para que aflore un orden supuestamente “autoengendrado”. Acaso De Lagasnerie no vea, ni alcance a ver nunca, la importante discontinuidad histórica señalada por Nacimiento de la biopolítica. Mientras que la racionalidad liberal de gobierno parte de la necesidad de dejar el suficiente espacio para que el mercado aflore y funcione en su toda plenitud, el neoliberalismo postula un principio completamente inverso: la competencia de mercado no debe ser tratada como un fenómeno espontáneo, sino como algo que solo puede existir y producir sus correspondientes efectos cuando se hayan dado una serie de condiciones artificialmente establecidas. Lo que de un lado se percibe como una suerte de espontaneísmo virtuoso del mercado, aparece del otro como una mera “ingenuidad naturalista”:

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Cuando de la economía de marcado uno deduce el principio del laissez-faire [dice Foucault, parafraseando a los ordoliberales alemanes], significa en el fondo que uno está cautivo de lo que podríamos llamar una “ingenuidad naturalista”, es decir, el hecho de considerar que el mercado […] es de todas formas una suerte de dato de la naturaleza, algo que se produce espontáneamente y que el Estado debería respetar en la misma medida en que es un dato de la naturaleza (Foucault, 2008b, p. 152).5

A diferencia de los pensadores liberales inspirados en el laissez-faire, los intelectuales neoliberales descreen de todo orden autoengendrado, lo cual, ciertamente, equivale a decir que el orden de mercado se define ante todo como un proyecto político: “El neoliberalismo, entonces, no va a situarse bajo el signo del laissez-faire; por el contrario, va a situarse bajo el signo de una vigilancia, una actividad, una intervención permanente” (Foucault, 2008b, p. 158). No solo hay que evitar la confusión entre el neoliberalismo y la negación tajante de cualquier política de ordenamiento, sino también la creencia algo ingenua de que la racionalidad neoliberal promueve una sociedad diversa y plural, sin proyectos políticos de gran alcance o, más aún, sin violencias ni segregaciones. La cuestión que intentamos remarcar, en pocas palabras, es que no deja de haber política allí donde hay un discurso refractario al Estado.

III. 3. Fóbicos al Estado Sin lugar a dudas, la lectura de De Lagasnerie comparte mucho del sentido crítico contemporáneo. Nos referimos a la idea de que no hay nada entre el individuo y el Estado, y que, por lo tanto, toda dominación u opresión que recaiga sobre el primero viene necesariamente del segundo. Al menos en principio, ello está relacionado con los juegos de visibilidad e invisibilidad que se establecen desde mediados 5

Hemos abordado y profundizado estas cuestiones en Méndez (2013).

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del siglo XVIII, cuando la economía comienza a difundirse no solo como disciplina específica, sino también como un criterio de regulación para las acciones gubernamentales. Conforme a esos juegos, cualquier visión que supere la perspectiva del sujeto de interés –ya sea para conocer las condiciones en las que este se encuentra inmerso o bien para introducir su accionar en un plan de largo plazo– se considera una visión arbitraria y totalizadora.6 De ahí una imposibilidad tanto epistemológica como política, y es que, sobre los hombros del homo œconomicus, no puede asomar más que el Estado, sin ninguna red de poder, tecnología de gobierno o micropolítica que intermedie entre un elemento y otro. Pero la cuestión no se detiene en este punto, dado que también hay algo más propio de nuestro presente, una suerte de sensibilidad crítica que Foucault denomina como “fobia al Estado” y cuya expresión reside en la idea de que el Estado posee en sí mismo y en virtud de su propio dinamismo una especie de poder de expansión, una tendencia intrínseca a crecer, un imperialismo endógeno que lo empuja sin cesar a ganar en superficie, en extensión, en profundidad, en detalle (Foucault, 2008b, p. 219).

Puede que De Lagasnerie esté en lo cierto cuando afirma que la fobia al Estado no solo se define como la “pulsión común” del neoliberalismo, sino además como parte de la “actitud crítica” de nuestros tiempos (De Lagasnerie, 2015, p. 83). Pero de ahí a decir, como dicen De Lagasnerie, Daniel Zamora y otros lectores contemporáneos de Foucault, que este último se habría visto fascinado por el

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Como sostiene Foucault en la penúltima clase de Nacimiento de la Biopolítica, “La economía [...] no puede tener sino una visión de corto plazo, y si hubiese un soberano que pretendiera tener una visión de largo plazo, una mirada global y totalizadora, no vería jamás otra cosa que quimeras. La economía política denuncia, a mediados del siglo XVIII, el paralogismo de la totalización política del proceso económico” (Foucault, 2008b, p. 324).

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antiestatismo neoliberal y que incluso lo habría utilizado para criticar una militancia política triste, un pensamiento de izquierda sumido en la nostalgia y el duelo por la pérdida de las conquistas sociales pasadas, pues bien: eso es una exageración.7 Es una exageración, porque pasa por alto la serie de advertencias planteadas en Nacimiento de la biopolítica, sobre todo la referida al peligro de que la fobia al Estado termine anulando el análisis del presente: “estos análisis permiten evitar pagar el precio de lo real y lo actual […]. Basta con encontrar, a través de la sospecha y […] de la ‘denuncia’ algo parecido al perfil fantasmático del Estado para que ya no sea necesario analizar la actualidad” (Foucault, 2008b, pp. 220-221). Si partimos de la idea de que el Estado posee un dinamismo intrínseco e irrefrenable, como una suerte de fantasma que está en todas partes y a la vez en ninguna, entonces no hace falta ir demasiado lejos para descubrir las causas de todos nuestros males. Todo empieza y todo termina en el Estado: así se reproduce –pero de manera invertida– la actitud que De Lagasnerie reprocha a quienes

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Nos remitimos a la entrevista brindada por Daniel Zamora para el portal francés Ballast, a propósito de la publicación del libro Critiquer Foucault. Les années 1980 et la tentation néolibérale (2014): “Foucault était très attiré par le libéralisme économique: il voyait dans celui-ci la possibilité d’une forme de gouvernementalité beaucoup moins normative et autoritaire que la gauche socialiste et communiste qu’il trouvait totalement dépassée. Il percevait notamment dans le néolibéralisme une politique ‘beaucoup moins bureaucratique’ et ‘beaucoup moins disciplinariste’ que celle proposée par l’État social d’après-guerre. Il semble imaginer un néolibéralisme qui ne projetterait pas ses modèles anthropologiques sur les individus et leur offrirait une autonomie plus grande face à l’État” (Zamora, 2014). [“Foucault estaba muy atraído por el liberalismo económico: vio allí la posibilidad de una forma de gubernamentalidad mucho menos normativa y autoritaria que la de la izquierda socialista y comunista, a la que veía como totalmente obsoleta. Percibía especialmente en el neoliberalismo una política ‘mucho menos burocrátic’ y ‘mucho menos disciplinaria’ que aquella ofrecida por el estado de bienestar de la posguerra. Parecía imaginar un neoliberalismo que no proyectaría sus modelos antropológicos en el individuo y les ofrecería una mayor autonomía de cara al Estado”].

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critican al neoliberalismo desde la “izquierda” y que consiste en sustituir el análisis del presente por la denuncia y la pura indignación. Ahora bien, lo realmente curioso es que, desde la perspectiva de Foucault, la singularidad de nuestro presente no está en la proyección del Estado sobre la sociedad civil y las libertades individuales, sino más bien en la disminución de la gubernamentalidad estatizante y estatizada: “Los que participan en la gran fobia al Estado, sepan bien que están siguiendo la corriente y que […] por doquier se anuncia desde hace años y años una disminución efectiva del Estado, de la estatización y de la gubernamentalidad estatizante y estatizada” (Foucault, 2008b, p. 225). Ser fóbico al Estado, como son los neoliberales, como también dice serlo De Lagasnerie y como supuestamente sería Foucault, no implica asumir una actitud crítica ante el presente; por el contrario, es nadar como un pez en la corriente, sin siquiera experimentar la dirección particular del caudal que nos arrastra. En lugar de ir a contracorriente, la lectura de De Lagasnerie parece conformarse con reproducir el viejo antagonismo entre el Estado y la sociedad civil; antagonismo que, en palabras del propio Foucault, otorga una connotación peyorativa al Estado mientras que idealiza a la sociedad como un conjunto bueno, vivo y cálido (Foucault, 1991). Más raro todavía es que De Lagasnerie, cuya lectura celebra una y otra vez el rechazo de Foucault por los universales, proceda justamente ante el Estado como si los universales existiesen, percibiendo en este lo “universalmente malo”: En nombre del dinamismo del Estado, siempre se puede encontrar algo así como un parentesco o un peligro, algo así como el gran fantasma del Estado paranoico y devorador. En este sentido, poco importa en definitiva qué influjo se tiene sobre lo real o qué perfil de actualidad presenta éste (Foucault, 2008b, p. 220).

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IV. El arte de los límites Planteemos, para finalizar, la pregunta que aparece en el trasfondo de todas estas lecturas y contralecturas: ¿por qué Foucault se interesó en su momento por el neoliberalismo? Ante aquellas interpretaciones que nos muestran a un Foucault completamente seducido por el antiestatismo neoliberal, podemos plantear una lectura diferente, que no consista tanto en averiguar cuáles fueron sus intenciones últimas, sino en pensar todo lo que nos sea posible pensar a partir de sus escritos y sus cursos. Hay un pasaje de Nacimiento de la biopolítica donde Foucault declara haberse detenido en el análisis del neoliberalismo por una cuestión de “moralidad crítica” (Foucault, 2008b, p. 218). ¿Qué quiso decir con esto? Puede que cada lector tenga para ello una respuesta diferente. Aquí nos inclinamos por considerar el modo en que Foucault asumía la crítica. No se trata de rechazar o de reivindicar completamente un acontecimiento –sea una corriente de ideas, una resistencia o una práctica de gobierno–, sino de ejercer una postura “selectiva” ante él, posicionándose en sus márgenes para detectar ciertas líneas de ruptura y advertir a la par los posibles riesgos.8 Más que una cuestión de fascinación o de nostalgia, la crítica es ante todo un arte de los límites, un arte que Foucault habría ejercido al momento de analizar la Ilustración, la revolución iraní o el neoliberalismo, entre otros tantos acontecimientos históricos. 8

Se trata de evitar ese “chantaje” que habitualmente nos lleva a ponernos –y también pensarnos– completamente a favor o completamente en contra de un fenómeno determinado. Es algo que Foucault señala a propósito del dilema racionalidad-irracionalidad: “Creo que el chantaje al que a menudo se ha sometido a toda crítica de la razón o a toda interrogación crítica sobre la historia de la racionalidad (o aceptan ustedes la razón, o caen en el irracionalismo) opera como si no fuera posible hacer una crítica racional de la racionalidad, como si no fuera posible hacer una historia racional de todas las ramificaciones y todas las bifurcaciones, una historia contingente de la racionalidad” (Foucault, 1999a, p. 316). Hemos abordado la manera foucaultiana de pensar y practicar la crítica en Méndez (2015).

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Si no se tiene esto en cuenta, tampoco se ve hasta qué punto es posible montar una crítica sobre nuestras propias coordenadas críticas, incluyendo por supuesto la fobia al Estado. Foucault lo dice claramente en los pasajes más incisivos de Nacimiento de la biopolítica: “La crítica del dinamismo del Estado no efectúa su propia crítica ni su propio análisis. […] no busca saber de dónde viene realmente esa especie de sospecha anti-estatal […] que circula hoy en tantas formas diversas de nuestro pensamiento” (Foucault, 2008b, p. 221). Montar una crítica sobre la crítica al dinamismo del Estado es atreverse a preguntar por aquello que nuestro presente tiene de singular, contingente y arbitrario. Precisamente en este punto, el neoliberalismo se vuelve una potente herramienta de análisis. A través de ella, vemos de dónde viene la idea de que el Estado tiende a ampliarse de manera indefinida hacia otros ámbitos no estatales; vemos también cómo se establece una suerte de “relación de parentesco” entre políticas y regímenes no necesariamente contiguos, desde las políticas de intervención económica inspiradas en el keynesianismo, pasando por el socialismo y el comunismo, hasta llegar al fascismo y el nazismo de mediados del siglo XX; y vemos finalmente cuáles son los marcos de desciframiento que operan en nuestro propio presente, (des)calificando como totalitaria a toda política que desafíe el orden de competencia de mercado. Para decirlo en otras palabras, los análisis desplegados en Nacimiento de la biopolítica nos permiten ver la emergencia de una nueva racionalidad de gobierno; “nueva” en comparación con la razón de Estado e incluso con el liberalismo, aunque no más ni menos política que cualquier otra racionalidad gubernamental posible. Así pues, si el neoliberalismo fue para Foucault un test de análisis dirigido hacia el presente, un instrumento de interrogación sobre la realidad y el pensamiento, tiene que haberlo sido en el sentido señalado: no como un punto de anclaje para la crítica, sino más bien como la grilla de inteligibilidad a través de la cual detectamos nuestros propios límites. Hablamos de una “grilla”,

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vale decir, de una manera de pensar, descifrar e incluso percibir el ejercicio del poder, y no meramente de un conjunto de conceptos.9 Esta grilla es toda una forma de ahorrarse los universales, especialmente allí donde los fenómenos políticos son analizados desde una entidad denominada “Estado”. A contramano de las perspectivas “deductivistas”, Foucault propone hacer un análisis desde abajo; más concretamente, desde las diferentes prácticas y racionalidades gubernamentales: El Estado no es un universal, no es en sí mismo una fuente autónoma de poder. El Estado no es otra cosa que el efecto, el perfil, el recorte móvil de una perpetua estatización o de perpetuas estatizaciones […]. En síntesis, el Estado no tiene entrañas, es bien sabido, no simplemente en cuanto carece de sentimientos, buenos o malos, sino que no las tiene en el sentido de que no tiene interior. El Estado no es nada más que el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidades múltiples (Foucault, 2008b, p. 96).

Al leer a De Lagasnerie, bien podríamos creer que la grilla de la gubernamentalidad coincide punto por punto con las críticas de los intelectuales neoliberales, que no se dedican a cuestionar un autor o teoría en particular, sino una forma de percibir la política y la sociedad:

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Véase a este respecto las indicaciones otorgadas por Foucault en el curso Nacimiento de la Biopolítica: “La gubernamentalidad […] no es más que la propuesta de una grilla de análisis para las relaciones de poder. […] la grilla de la gubernamentalidad es válida a la hora de analizar el modo de encauzar la conducta de los locos, los enfermos, los delincuentes, los niños, puede valer, asimismo, cuando la cuestión pasa por abordar una escala muy distinta, como una política económica, la administración de todo un cuerpo social, etcétera” (Foucault, 2008b, p. 218).

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Para ellos, lo esencial está en otra parte. Se trata de situarse en otro nivel, más elevado, y cuestionar lo que podríamos designar como un programa de percepción, una manera de conceptualizar la política y problematizar el concepto de sociedad (De Lagasnerie, 2015, p. 55).

La respuesta a ese programa está en la fobia al Estado como modo de percepción y sensibilidad; o también, y si se quiere, en hacer ver como algo amenazante a todo lo que vaya más allá de la racionalidad propia del homo œconomicus, sin importar las singularidades, las diferencias, el contexto o la historia misma. Lo que acaso De Lagasnerie no vea, lo que de hecho deja fuera de toda interrogación posible, es hasta qué punto la fobia al Estado puede formar parte de una racionalidad de gobierno específica. Plantear una cuestión semejante implicaría interrogar cómo la racionalidad económica se transforma, al fin y al cabo, en una racionalidad política. Foucault es categórico al respecto: No hay que engañarse acerca de la naturaleza del proceso histórico que en nuestros días hace que el Estado sea a la vez tan intolerable y tan problemático. […] por eso tenía la intención de estudiar con un poco de detenimiento la organización de lo que podríamos llamar el modelo alemán y su difusión. […] El modelo alemán que se difunde, el modelo alemán que está en cuestión, el modelo alemán que forma parte de nuestra actualidad, que la estructura y la perfila en su recorte real, es la posibilidad de una gubernamentalidad neoliberal (Foucault, 2008b, pp. 225-226).

¿No se podría decir entonces que la grilla de la gubernamentalidad nos pone en el límite de la fobia al Estado?; más aún, ¿no cabría suponer que esa grilla abre la posibilidad de criticar las formas de conceptualización política heredadas en gran parte del neoliberalismo? Antes que determinar cuál fue realmente “la última lección” de Foucault, nosotros preferimos quedarnos con estas preguntas.

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Bibliografía De Lagasnerie, G. (2015). La última lección de Michel Foucault. Sobre el neoliberalismo, la teoría y la política. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Foucault, M. (2008a). Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Foucault, M. (2008b). Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Foucault, M. (2006a). Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Buenos Aires: Siglo XXI Editores. Foucault, M. (2006b). Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1977-1978). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Foucault, M. (1999a). “Estructuralismo y posestructuralismo”. En Ética, estética y hermenéutica. Obras esenciales. Volumen III (pp. 307-334). Barcelona: Paidós. Foucault, M. (1999b). “¿Qué es la Ilustración?”. En Ética, estética y hermenéutica. Obras esenciales. Volumen III (pp. 335-352). Barcelona: Paidós. Foucault, M. (1999c). “Prefacio”. En Estrategias de poder. Obras esenciales, Volumen II (pp. 385-388). Barcelona: Paidós. Foucault, M. (1995). “¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)”. Daimon. Revista Internacional de Filosofía, (11), pp. 5-24. Foucault, M. (1991). “Seguridad social: un sistema finito frente a una demanda infinita”. En Saber y verdad (pp. 209-228). Madrid: La Piqueta. Foucault, M. (1982). “El polvo y la nube”. En La imposible prisión: debate con Michel Foucault (pp. 37-79). Barcelona: Anagrama. Méndez, P. M. (2020). “Foucault y la arqueología de la política. Siguiendo las huellas de un método inconcluso”. Diánoia. Revista de filosofía, 65(84), pp. 81-109. teseopress.com

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Méndez, P. M. (2017). “Neoliberalismo y liberalismo. La libertad como problema de gobierno”. POSTData. Revista de Reflexión y Análisis Político, 23(2), pp. 551-582. Méndez, P. M. (2015). “Foucault y la Aufklärung, o el trabajo de sí como legado crítico”. Cuestiones de Filosofía, (17), pp. 139-162. Méndez, P. M. (2013). “Edmund Husserl en el ordoliberalismo alemán. Extrañezas, Resonancias y actitudes”. Valenciana. Estudios de filosofía y letras, 7(13), pp. 145-172. Nietzsche, F. (2013). Más allá del bien y del mal. Madrid: Alianza. Zamora, D. (2014). “Peut-on critiquer Foucault?”. Recuperado de https://bit.ly/33zihwp.

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2 Reflexiones en torno a la crítica foucaultiana del saber económico IVÁN GABRIEL DALMAU1

En retrospectiva, los trabajos publicados aparecen como fotografías, como recortes momentáneos de un proceso […]. Sin embargo, la lectura de las lecciones del Collège de France provee un antídoto eficiente para esto. En dichas conferencias vemos a Foucault trabajando, volviendo constantemente sobre cuestiones previas, retomándolas y reformulándolas. Sven-Olov Wallenstein, Foucault, Biopolitics and Governmentality

Desde hace poco más de dos décadas, la problematización de la biopolítica y las formas modernas de gubernamentalidad elaborada por Michel Foucault ha cobrado una centralidad insoslayable en el seno de las investigaciones y debates del vasto campo de la filosofía política contemporánea (Terrel, 2010; Lemke, 2011, 2019; Castro, 2014; Chignola, 1

Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Profesor adjunto de Epistemología de las Ciencias Sociales en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, docente auxiliar de Filosofía en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y docente auxiliar de Introducción al Pensamiento Científico en el Ciclo Básico Común de la UBA. Investigador del Programa de Estudios Foucaultianos (IIGG-FSoc, UBA), dirigido por el Prof. Dr. Marcelo Raffin y la Prof. Dra. Gabriela Seghezzo. Fue becario doctoral y posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Ha realizado estancias de investigación como invitado en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM, Estado Español) y en la Universidad de Granada (UGR, Estado Español).

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2014; Kelly, 2014, 2018; Golder, 2015; López, 2017; Blengino, 2018; Raffin, 2018, 2019). A lo largo de las líneas que se despliegan a continuación, nos proponemos llevar a cabo una problematización de la imbricación entre “lo epistemológico” y “lo ontológico-político” (Foucault, 2012) que vertebra a la crítica foucaultiana de la economía política elaborada en el marco de su genealogía de la gubernamentalidad moderna y contemporánea (Foucault, 2004a, 2004b).2 Es decir, que, en lugar de realizar una contribución a los debates teórico-políticos suscitados en torno de la lectura foucaultiana del liberalismo y el neoliberalismo, pondremos el foco de problematización en el modo en que el filósofo lleva a cabo una crítica política del saber económico en el seno de dicha genealogía.3 Buscaremos revisar, entonces, el “archivo Foucault” en cuanto caja de herramientas, remarcando que estas habilitan la realización de una crítica epistemológica del saber económico que, en lugar de bastarse a sí misma, se encuentra jalonada por objetivos ontológico-políticos ligados al diagnóstico de la actualidad (Foucault, 2008). Así, en lugar de realizar un aporte al “perenne problema” de la objetividad cognoscitiva de la economía política, que se articula con una concepción normativa

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Si bien, para simplificar la redacción, aludimos al liberalismo y al neoliberalismo como las formas de la gubernamentalidad moderna y contemporánea, respectivamente; en sentido estricto, nada más lejos de la perspectiva foucaultiana que considerar las formas de ejercicio del saber-poder en términos de “eras” (Foucault, 2004a). Retomamos y reformulamos una serie de discusiones abordadas previamente en el marco de nuestra investigación posdoctoral (Dalmau, 2019, 2020a). Por otra parte, quisiéramos destacar que este trabajo fue escrito antes de la pandemia global generada por la circulación a escala planetaria del coronavirus (COVID-19). En ese sentido, quisiéramos remarcar que, en un registro periodístico, hemos propuesto una lectura de la problematización foucaultiana de la biopolítica y las formas modernas de gubernamentalidad contraria a la que se desprende de las lecturas conspirológicas y estadofóbicas que pretenden, de forma filológicamente endeble y políticamente peligrosa, hacerse eco de los desarrollos conceptuales elaborados por Michel Foucault (Dalmau, 2020b).

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del ejercicio de la crítica, las herramientas forjadas por Foucault permiten elaborar una crítica epistemológica y ontológico-política de las formas de objetivación inmanentes a la formación de dicho saber. En lo que a la estrategia argumental respecta, sería pertinente destacar que dividiremos el presente escrito en dos parágrafos y un breve apartado de reflexión final. En el primero, apoyados en el gesto foucaultiano de recuperación y reelaboración recurrente de sus trabajos (Fontana y Bertani, 1997; Lehm y Vatter, 2014), revisaremos el archivo Foucault para constituir una serie documental que nos permita ligar las nociones de saber, genealogía y crítica, de modo tal de problematizar la apuesta foucaultiana de llevar a cabo una crítica política del saber económico. Justamente, en el siguiente apartado nos detendremos en dicho abordaje del discurso de la economía política desplegado por el filósofo en el marco de su arqueo-genealogía de las formas de gobierno económico (Foucault, 2004b). Por último, querríamos remarcar que pretendemos llevar a cabo una lectura arqueológica y problemática de la caja de herramientas foucaultiana. En tanto buscamos indagar acerca de la potencia ontológico-política que encierra su problematización del saber económico, no nos ocuparemos de problematizar sus referencias a otros filósofos u otras corrientes filosóficas en términos de su plausibilidad filológica, sino que, más bien, nos valdremos de ellas en función del modo en que se inscriben en la economía del discurso foucaultiano.

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La crítica política del saber como crítica de las formas de objetivación Me parece que la elección filosófica a la que nos encontramos confrontados actualmente es ésta. Hay que optar por una filosofía crítica que se presentará como una filosofía analítica de la verdad en general, o por un pensamiento crítico que tomará la forma de una ontología de nosotros mismos, de una ontología de la actualidad. Michel Foucault, Le gouvernement de soi et des autres

En la primera clase del curso dictado en el Collège de France durante el ciclo lectivo 1982-1983, es decir, la clase del 5 de enero de 1983 por medio de la que diera inicio al curso Le gouvernement de soi et des autres (Foucault, 2008), Foucault se vale de una presentación del modo en que Immanuel Kant respondió a la pregunta Was ist Aufklärung? para inscribir su propia labor en una modulación de la crítica. En línea con la cita que hemos colocado como epígrafe, consideramos pertinente detenernos en que, frente a la realización de una “analítica de la verdad en general” –preocupada por las posibilidades del conocimiento y sus límites infranqueables–, Foucault reivindica la práctica de la crítica como una ontología de la actualidad. Por un lado, en la reconstrucción propuesta por el pensador francés, tendríamos, entonces, el sendero de la crítica erigido en torno al Kant de la Crítica de la razón pura, en cuyo marco se despliegan un variopinto conjunto de corrientes filosóficas en las que la crítica es concebida como una reflexión fundamentadora y normativa. Discursos que, más allá de sus modulaciones, se inscribirían en una forma de problematización en la que el ejercicio de la crítica, como indagación respecto de los límites y posibilidades del conocimiento, formaría un triángulo con la búsqueda de un fundamento adecuado en el que afincar el conocimiento y una consecuente propuesta normativa respecto de la pregunta acerca de cómo conocer. teseopress.com

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Por el contrario, Foucault se inscribe explícitamente en el otro sendero de la crítica, aquel en el que –haciéndose eco del Kant que se pregunta por la Aufklärung– la filosofía crítica es practicada como una actividad de diagnóstico del presente. Senda en la que, entre otros, Foucault ubica a Nietzsche, y que tendría como nota particular la búsqueda de dar cuenta de la constitución ontológico-política de la actualidad (Giordano, 2007; Gros, 2008; Mascaretti, 2014). Es de destacar que el diagnóstico del presente se desplegará en los trabajos de Foucault, tal como lo remarcó en la citada lección, a través de la problematización de las matrices que constituyen los focos de experiencia, es decir, las prácticas que nos habitan.4 Apoyados en el gesto foucaultiano de recuperación y reelaboración recurrente de sus trabajos, al que hemos aludido en la introducción, consideramos pertinente remi4

Cabría preguntarse de qué manera, a partir de las herramientas elaboradas por Foucault, los discursos que se ubican en el sendero formado por la problematización de la crítica como “analítica de la verdad en general” pueden ser incluidos dentro del archivo sobre el que debe trabajar el/la filósofo/a que concibe la filosofía crítica como actividad de diagnóstico del presente. En ese sentido, si tal como repondremos en el siguiente apartado, en el seno de su problematización de las relaciones de saber-poder, Foucault destaca el rol estratégico jugado por la economía política y los saberes acerca de “lo humano” en el surgimiento y las mutaciones de la gubernamentalidad moderna y contemporánea, nos preguntamos si los discursos filosóficos que se inscriben en el seno de la crítica como analítica de la verdad en general pueden ser pensados como estrategias metagubernamentales, en cuanto permiten fundamentar que el discurso económico es el que resulta adecuado como grilla para reflexionar acerca de cómo gobernar mejor dentro del marco del ejercicio de la soberanía política. Es decir, si, en línea con las reflexiones desarrolladas por Foucault en el curso dictado en el Collège de France en 1980 (2012), podría pensarse al discurso que elabora una teoría del conocimiento –y permite fundamentar la cientificidad de la economía política y de las ciencias humanas– como una estrategia de ornamentación u oropelización del poder, que, si bien no clausura la discusión política, la encarrila al desalojar y deslegitimar ciertos discursos por encontrarse “fuera de la verdad”. En torno a esto, resulta más que relevante revisar las críticas epistemológicas que los economistas neoliberales despliegan contra lo que conciben como “objetivismo ingenuo” y el modo en que dichas críticas operan como un filtro acerca de lo discutible y lo no discutible a la hora de reflexionar acerca de cómo gobernar (Botticelli, 2014; Méndez, 2020).

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tirnos al modo en que elabora la nociones de saber y genealogía, desde la perspectiva de la manera en que problematiza el carácter crítico de la práctica filosófica. Por lo tanto, dirigiremos nuestra lectura hacia la problematización arqueológica del saber, tras lo cual nos detendremos en los que podrían denominarse como “ecos arqueológicos de la genealogía”. Sin embargo, antes de proseguir nuestra lectura, para disipar cualquier sospecha de “forzamiento teleológico” de la interpretación propuesta, quisiéramos remarcar una serie de cuestiones. En primer lugar, al referirse a Nietzsche y al estructuralismo a mediados de los 60 (Foucault, 1994a, 1994b), referencias introducidas en el marco de entrevistas que tuvieron lugar en el contexto de la publicación de Les mots et les choses (Foucault, 1966), Foucault vinculó explícitamente la actividad filosófica con el diagnóstico del presente. Por otra parte, no puede desconocerse que, en las arqueologías acerca de la locura (Foucault, 1972) y de la clínica (Foucault, 1963), el filósofo problematiza la imbricación entre la formación de determinados saberes y las transformaciones en las prácticas institucionales, en sintonía con sus posteriores indagaciones genealógicas desarrolladas en los años 70 (Gutting, 1989). Relación que parece elidida en Les mots et les choses, cuya preocupación ontológico-política resulta sin embargo insoslayable, puesto que de lo que allí se trata es de problematizar la constitución del “hombre”, de modo tal de poder desasirse de la grilla de inteligibilidad forjada por el humanismo, que hace de dicha figura el punto de partida tanto de la reflexión teórico-epistemológica como de la indagación práctico-política (Paltrinieri, 2014). A mayor abundancia, cabe recordar que, hacia el final de L’archéologie du savoir (Foucault, 1969), el filósofo explicita la posibilidad de llevar a cabo “otras arqueologías” acerca de la pintura, de la sexualidad y de la política, blancos –estos últimos– en los que se detendría a lo largo de los cursos dictados en el Collège de France (Castro, 2011).

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Habiendo realizado las aclaraciones correspondientes, nos remitimos, entonces, a la forma de problematización de los discursos que Foucault propone a fines de los años 60 en L’archéologie du savoir (1969). En dicho libro, remarca que la problematización arqueológica de los discursos consiste en abordarlos en cuanto prácticas y se orienta hacia dar cuenta de sus condiciones de posibilidad (Muhle, 2012), de forma que logra así el establecimiento de los modos históricos de constitución de ciertas positividades, en lugar de tomarlas de antemano como evidencia y punto de partida. La arqueología no busca configurarse como una teoría del conocimiento alternativa, que problematizaría la relación sujeto-objeto (Foucault, 1994c), sino que entre sus objetivos se destaca el dar cuenta de los modos históricos de constitución de ambos términos al remitirlos a sus condiciones de posibilidad. Así, en lugar de problematizar las posibilidades del conocimiento y sus límites infranqueables, configura un registro epistemológico que no se “basta a sí mismo”, sino que se encuentra jalonado por preocupaciones ontológicopolíticas. De lo que se trata, entonces, es de dar cuenta de la formación inmanente de los objetos y las posiciones de sujeto a partir del abordaje del discurso de las ciencias empíricas y las ciencias humanas. De este modo, la problematización del saber se encuentra desanclada del interior de la relación sujeto-objeto y se caracteriza por prescindir de una concepción teleológica de la historia de las ciencias, como así también de llevar a cabo una reflexión epistemológica de carácter normativo (Foucault, 1966; Castro, 1995). Por lo tanto, sostenemos que, en lugar de contribuir a la crítica normativa respecto de la objetividad cognoscitiva de las ciencias empíricas y las ciencias humanas, la crítica arqueológica se desplaza hacia la problematización de las formas de objetivación. Ahora bien, en la medida en que es la crítica genealógica del saber económico, desplegada en el marco de sus trabajos respecto de las formas modernas de gubernamentalidad, lo que constituye el blanco de nuestro capítulo,

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antes de dar paso al siguiente apartado se nos impone la tarea de explicitar los que podrían denominarse como “ecos arqueológicos de la genealogía”. Cabe destacar que, por “ecos arqueológicos de la genealogía”, nos referimos tanto a la centralidad que posee la noción de saber dentro de las herramientas de que Foucault se vale en sus genealogías, como así también al modo recurrente en que se ocupa del discurso de las ciencias empíricas (acerca de la vida, el trabajo, el lenguaje) y las ciencias humanas (Castro-Gómez, 2010). Además, no puede soslayarse la problematización foucaultiana de la genealogía como un método que permite realizar un trabajo filosófico en las canteras de la historia que no se encuentra jalonado por una preocupación normativa, ni adopta una perspectiva historiográfica de carácter teleológico. En este contexto, resulta pertinente recordar que en el marco de la Leçon sur Nietzsche dictada en Montreal en 1971, el filósofo se enfocó en la posibilidad erigida a partir de la genealogía nietzscheana de “pensar el conocimiento como un proceso histórico previo a toda problemática de la verdad, y más fundamentalmente que en la relación sujeto-objeto. El conocimiento liberado de la relación sujeto-objeto es el saber” (Foucault, 2011). En esta lección problematiza, a partir de una lectura de Nietzsche, la posibilidad de trazar “una historia de la verdad que no se apoye en la verdad”. Historia de la verdad a la que presenta en oposición a la elaborada dentro del marco de la filosofía positivista comteana: En esta historia positivista, la verdad no está dada al comienzo. Durante mucho tiempo, el conocimiento la busca: ciego, titubeante. La verdad se da como el resultado de una historia. Pero esa relación finalmente establecida entre la verdad y el conocimiento es una relación de derecho que se plantea al comienzo. El conocimiento está hecho para ser conocimiento de la verdad. Hay una copertenencia de origen entre la verdad y el conocimiento. […] El atrevimiento de Nietzsche consiste en haber desanudado esas implicaciones. Y haber dicho: la

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verdad sobreviene al conocimiento –sin que el conocimiento esté destinado a la verdad, sin que ella sea la esencia del conocer– (Foucault, 2011, p. 199).

La problematización genealógica recupera los desarrollos arqueológicos, puesto que la “desimplicación” entre conocimiento y verdad, que se liga a la posibilidad de repensar el conocimiento en términos de saber, es decir, de pensarlo por fuera de la relación sujeto-objeto, retoma la forma de problematización forjada por Foucault en el marco de la contraposición entre teoría del conocimiento y arqueología del saber. Cabe remarcar que el filósofo vincula la cuestión de que el saber no se da entre sujeto y objeto, sino que ambos términos le son inmanentes al hecho de que la interrogación se genera por fuera del problema de la verdad, valga la redundancia, por fuera de un problema pensable al interior de la relación cognoscitiva. De este modo, en su lectura de Nietzsche, Foucault destaca la posibilidad de llevar a cabo una historia de la verdad en la que no entren en juego las verdades inmanentes a la formación discursiva de los saberes contemporáneos de modo normativo, ni epistemológica ni historiográficamente. Por otra parte, en 1971 publica “Nietzsche, la généalogie, l’histoire” (Foucault, 1994d), artículo en el que, a través de una lectura de Nietzsche, retoma la distinción entre Ursprung y Erfindung, términos alemanes que implican la noción de “origen” e “invención”, respectivamente. Por lo tanto, en la lectura foucaultiana de Nietzsche, Ursprung es vinculado con la noción metafísica de “origen fuente”, de “origen transhistórico”, mientras que Erfindung se liga a la problemática concreta de la procedencia (Herkunft) y de las condiciones de posibilidad para la emergencia o surgimiento (Entstehung) de las prácticas. En 1973, Foucault dictará en Río de Janeiro el ciclo de conferencias “La vérité et les formes juridiques”; en la primera de ellas, se detendrá nuevamente en la exposición de su lectura de la genealogía nietzscheana (Raffin, 2014).

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Allí, destacará que las herramientas nietzscheanas habilitan la realización de una historia de la verdad descargada de un enfoque teleológico y normativo. En ese sentido, no podemos pasar por alto que, al caracterizar el trabajo que llevaría a cabo a lo largo de las conferencias, sostuvo: Presentaré algunos esbozos de esta historia a partir de las prácticas judiciales de donde nacieron los modelos de verdad que circulan todavía en nuestra sociedad, que se imponen todavía y que valen no solamente en el dominio de la política, en el dominio del comportamiento cotidiano, sino hasta en el orden de la ciencia. Hasta en el orden de la ciencia se encuentran los modelos de verdad cuya formación continúan a las estructuras políticas que no se imponen desde el exterior al sujeto de conocimiento, sino que son, ellas mismas, constitutivas del sujeto de conocimiento (Foucault, 1994e, p. 553).

A finales de la década del 70, en el marco de la arqueogenealogía del saber económico –en la que nos detendremos en el próximo apartado–, Foucault propuso llevar a cabo una crítica política del saber. Crítica a la caracterizó del siguiente modo: La crítica que les propongo consiste en determinar bajo qué condiciones y con qué efectos se ejerce una veridicción, es decir, una vez más, un tipo de formulación dependiente de ciertas reglas de verificación y falseamiento. […] No es la historia de lo verdadero, no es la historia de lo falso, es la historia de la veridicción la que posee importancia política (Foucault, 2004b, pp. 37-38).

De lo que se trata, entonces, es de indagar las condiciones que hicieron posible que se produjese una articulación entre una serie de prácticas y un régimen de veridicción, cuyos efectos serían que algo que no existía siguiese sin existir, pero, sin embargo, se inscribiese en “lo real”. En ese sentido, frente a la puesta en cuestión del discurso científico decimonónico en términos de “conocimiento superado” por la ciencia actual, cuyo carácter político se ligaría con el

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hecho de que se trataba de “conocimiento todavía no suficientemente elaborado” que tendría por presunta función la “legitimación del poder”, la crítica política del saber llevada a cabo por el genealogista permite dar cuenta del modo en que en determinado momento histórico se produjo un acoplamiento entre una serie de prácticas y un régimen de veridicción. Es decir que, tal como se desprende de la palabra foucaultiana, la problematización de los saberes apuntará a dar cuenta del modo en que estos articularon una serie de prácticas, constituyendo ciertos objetos pasibles de ser interrogados a partir de determinadas reglas de verificación y falseamiento. A partir de la lectura que hemos desarrollado en el presente apartado, distinguimos dos formas de problematización en los que podría enmarcarse la crítica de la economía política, los previamente citados senderos críticos erigidos en torno al legado kantiano. En ese sentido, se desplegaría, por un lado, la crítica concebida como “analítica de la verdad en general”, ligada a la elaboración de una teoría del conocimiento que permitiría llevar a cabo una crítica epistemológica de carácter normativo respecto de la objetividad cognoscitiva de la economía política. Es decir que, si de lo que se trata es de llevar a cabo una crítica preocupada por las posibilidades del conocimiento y sus límites infranqueables, la crítica de la economía política debería ocuparse de elaborar una fundamentación del conocimiento producido por la economía y de perfilar un discurso normativo que brindara las reglas acerca de la manera en que debe ser desarrollada la ciencia económica, de modo tal de garantizar la objetividad del conocimiento producido respecto de los objetos de que dicha ciencia se ocupa. En contraposición, en tanto la inflexión foucaultiana de la crítica se vincula a la realización de una ontología de la actualidad, entre cuyos blancos de problematización se encuentran los saberes –que son constitutivos de las matrices que configuran los focos de experiencia que nos habitan–, las herramientas forjadas por Michel Foucault

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permitirían perfilar una crítica epistemológica que, en lugar de bastarse a sí misma, se encontraría jalonada por objetivos ontológico-políticos, desplazándose desde el problema de la objetividad cognoscitiva hacia el de las formas de objetivación inmanentes a la constitución de dicho saber. En ese sentido, sostenemos que, en lugar de llevar a cabo una crítica normativa respecto de la objetividad cognoscitiva de la economía política, la crítica política del saber económico problematiza las formas de objetivación.

Saber económico y objetivación: reflexiones en torno a la genealogía de las formas modernas de gubernamentalidad He querido estudiar el arte de gobernar […]. Es decir que intenté abordar la instancia de la reflexión dentro de la práctica de gobierno y acerca de la práctica de gobierno. […] Intenté determinar la manera a través de la cual se ha establecido el dominio de la práctica del gobierno, sus diferentes objetos, sus reglas generales, sus objetivos de conjunto, con el fin de gobernar de la mejor manera posible. Michel Foucault, Naissance de la biopolitique

Los cursos dictados por el filósofo en el Collège de France durante la segunda mitad de la década del 70, editados en formato libro entre 1997 y 2004 (Foucault, 1997, 2004a, 2004b), constituyen lo que la crítica ha denominado “cursos biopolíticos”. En el primero de ellos, dictado en 1976 –que sería, valga la redundancia, el primero de los cursos del Collège en publicarse como libro (Foucault, 1997)–, la biopolítica es abordada en la última lección del curso en el marco de la problematización de las mutaciones del discurso de la guerra de razas. Si bien no pueden desconocerse los matices, ni las diferencias de acento, cabría destacar que

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el modo en que problematiza allí el “poder sobre la vida”, distinguiéndolo del “poder de espada del soberano”, es bastante cercano al elaborado en el capítulo final del primer tomo de Histoire de la sexualité (Foucault, 1976), publicado el mismo año en que dictara el curso. Ahora bien, en los cursos siguientes, tomando como punto de partida el análisis de los dispositivos de seguridad (Foucault, 2004a), el foco de problematización se desplaza desde la biopolítica hacia su marco de racionalidad: el liberalismo (Foucault, 2004b; Castro, 2011; D’Alessandro, 2011). No puede pasarse por alto que, si en el curso del 76 Foucault caracterizaba los dispositivos biopolíticos, que tienen por blanco la regulación de la vida biológica de la población, como modos de “estatización de lo biológico” (Foucault, 1997), en los cursos consecutivos, articulados en torno a la problematización de las formas modernas de gubernamentalidad, propuso elaborar un análisis que prescindiera de tomar como punto de partida “el objeto, la institución y la función” (Foucault, 2004a, pp. 91-118) y, por el contrario, inscribió su indagación en el marco de la apuesta teórica y metodológica nominalista que consiste en “suponer que los universales no existen” (Foucault, 2004b, pp. 3-28). De allí que, en lugar de problematizar el Estado como un “monstruo frío” cuya historia pudiera trazarse por sí misma, o de convertirlo en un mero reflejo de las transformaciones en las relaciones de producción, propondrá analizar su configuración y sus mutaciones como pliegues y peripecias en la historia de las prácticas gubernamentales. De lo que se trata, entonces, es de llevar a cabo una indagación que prescinda de tomar como punto de partida el Estado, la sociedad civil y el mercado en cuanto términos universales. Apuesta que Foucault caracterizó como “antihistoricista”, en la medida en que, en lugar de “pasar los universales por el rallador de la historia”, consiste más bien en ponerlos en cuestión y ver qué historia puede hacerse. Si bien el tratamiento minucioso de esta temática requeriría la escritura de otro trabajo, no quisiéramos dejar de remarcar

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que Foucault le dedicó la lección del 31 de enero de 1979 a la realización de una crítica de la denominada “fobia al Estado” (Foucault, 2004b). En ese sentido, sostenemos que el pasaje de la problematización de la biopolítica como un conjunto de estrategias de “estatización de lo biológico” o “biorregulación por parte del Estado” (Foucault, 1997, pp. 213-235) a la reinscripción del nacimiento de la biopolítica en el marco de una genealogía de la gubernamentalidad liberal, erigida a partir de la puesta en cuestión de los universales, permite disipar el peligro de una apropiación de la grilla biopolítica desde una perspectiva “estadofóbica”. Es decir que permite desmarcar la problematización foucaultiana de las formas modernas del ejercicio del saber-poder del variopinto conjunto de discursos que peligrosamente alientan una crítica inflacionaria del Estado. Tal como lo señaláramos previamente, en los cursos dictados en el Collège de France durante los ciclos lectivos 1977-1978, Sécurité, Territoire, Population (Foucault, 2004a), y 1978-1979, Naissance de la biopolitique (Foucault, 2004b), el problema de la emergencia de la biopolítica y los dispositivos de seguridad es situado dentro del marco de la realización de una “historia de la gubernamentalidad”, específicamente en el seno de lo que Foucault llamó, en la última lección del curso de 1977-1978, “gubernamentalidad de los economistas” (Foucault, 2004a, pp. 341-370), lo cual sería retomado en el curso del año siguiente, en el que propondría “estudiar el liberalismo como marco general de la biopolítica” (Foucault, 2004b, p. 24). Ahora bien, desde las primeras lecciones del curso de 1977-1978, se advierte la centralidad que para Foucault posee la formación de la economía política para el surgimiento de las formas modernas de gubernamentalidad, como así también para la constitución del objeto población. De hecho, cuando al final del curso contraponga la “gubernamentalidad de los economistas” a la de “los políticos”, propia del arte de gobierno según el principio de la razón de Estado, parte de la estrategia

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argumentativa consistirá en distinguir y analizar el modo en que fisiócratas y mercantilistas ponen en consideración a la población en el seno de sus problematizaciones. Es decir que Foucault se detiene en el hecho de que la población pasa de ser un mero dato cuantitativo, en el seno del análisis “mecánico” respecto de la “fuerza relativa” de los diferentes Estados dentro del marco de la denominada “balanza europea”, a cobrar un espesor y una densidad que la tornan un objeto de problematización privilegiado. De “mero dato” para el análisis de las riquezas, devendrá en “realidad espesa” atravesada por dinámicas que, paradójicamente, escapan a una matriz mecánica de problematización, y se convierte en blanco privilegiado del gobierno económico tal como fuera problematizado por la naciente economía política de la mano de François Quesnay y la Escuela Fisiocrática francesa. Gobierno económico de la población que se erigirá en torno a la, devenida clásica, fórmula laissez faire-laissez passer y que se articulará estratégicamente a través de dispositivos de seguridad (Foucault, 2004a). Consideramos elocuente que Foucault remarque que, dentro del marco del denominado “análisis de la riquezas”, la población poseía un estatuto ambiguo, a punto tal de que sostiene que esta se encontraba “presente y ausente” dentro de la grilla forjada por dicho saber. El análisis de las riquezas objetiva la población, como una variable más, para dar cuenta de la fuerza relativa de los Estados; en cambio, la mutación introducida por la economía política consistirá en que será objetivada como “realidad densa” frente al ejercicio del gobierno (Mauer, 2015; Sabot, 2016). De este modo, puede plantearse que la mencionada “presencia-ausencia” alude a la discontinuidad entre ambas formas de objetivación. Por otra parte, querríamos remarcar el carácter indisociable del surgimiento del liberalismo como matriz de problematización del ejercicio del gobierno y la constitución de la economía política, ciencia empírica cuya formación se encuentra estrechamente ligada a la emergencia de la problematización del mercado como ámbito de veridicción

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(Foucault, 2004b). Nos encontramos, entonces, frente a una doble mutación: así como la población deja de ser un “mero dato”, y deviene en “realidad densa” frente al ejercicio del poder, el mercado pasa de ser un mero ámbito de jurisdicción, blanco de políticas de controles de precios, por ejemplo, a constituirse en ámbito de producción de la verdad. De este modo, al aparecer “con espesor propio” frente al gobierno, el respeto a los “mecanismos del mercado” emergerá como una limitación interna al ejercicio del gobierno. Ya no se trata de oponer una limitación externa al ejercicio del gobierno, apelando a cuestiones jurídicas –la violación de un derecho, por ejemplo–, sino que las “verdades del mercado” operan como un filtro intrínseco a la práctica del gobierno, que, de no “respetarlas”, no comete una injusticia, sino una torpeza cuyos efectos serán irremediablemente contrarios a lo buscado. En ese sentido, las prácticas gubernamentales serán susceptibles de ser analizadas no en términos de justicia e injusticia, sino de adecuación e inadecuación a las verdades inmanentes al mercado, cuyo respeto resulta fundamental para el “éxito” del gobierno. Tal como lo destacara la investigadora Johanna Oksala: Foucault sostiene que con el desarrollo de la economía política se estableció un nuevo principio para la limitación de la racionalidad gubernamental. Mientras que hasta ese momento la ley había funcionado como una limitación externa al gobierno excesivo, el nuevo principio –economía política– era interno a la misma racionalidad gubernamental. Esto significa que el gobierno no tenía que limitarse a sí mismo porque violara la libertad o los derechos básicos de los hombres, sino en vistas del aseguramiento de su propio éxito. […]. En su momento, esto hizo posible juzgarlas como buenas o malas [a las prácticas gubernamentales], no en los términos de algún principio legal o moral, sino en términos de verdad: proposiciones sujetas a la división entre lo verdadero y lo falso. De acuerdo con Foucault, la actividad gubernamental entró, entonces, en un nuevo régimen de verdad (Oksala, 2013, p. 57).

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Así, se consolida lo que Foucault denomina como un “gobierno frugal”, una suerte de “naturalismo” que hace del mercado una zona vedada para la práctica gubernamental. Por lo tanto, sostenemos que, en el marco de la arqueogenealogía foucaultiana del liberalismo, en cuanto prisma reflexivo gubernamental, el filósofo elabora una crítica epistemológica y ontológico-política respecto de las formas de objetivación inmanentes a la formación del discurso de la economía política. Puesto que no se trata de desplegar una crítica normativa que denuncie la “falta de objetividad cognoscitiva” de la ciencia económica, sino de problematizar el discurso de la economía política en vistas a desbrozar qué objetos se constituyeron de modo inmanente a la formación de dicho saber, inscribiéndose estratégicamente en “lo real”. En ese sentido, el liberalismo se consolida, en estrecha vinculación con la formación del discurso de la economía política, como una forma de “gobierno esclarecido”, cuyo ejercicio no puede desconocer la “realidad espesa” del mercado, a cuyas verdades debe adecuarse. De lo que se trata, entonces, es de la conformación de una forma esclarecida de gobernar, cuya matriz estratégica de reflexión se perfila a través de la grilla de inteligibilidad inmanente al discurso de la economía política. Encontramos allí una crítica de la economía política en cuanto saber que, por ende, se coloca por fuera de la relación sujeto-objeto y prescinde de una preocupación epistemológica normativa; por el contrario, el trabajo epistemológico de archivo sobre la formación del discurso económico se encuentra jalonado por objetivos ontológico-políticos, puesto que apunta a dar cuenta de la manera en que los modos de objetivación inmanentes a dicho saber configuran la grilla a partir de la que se definen los blancos de la práctica gubernamental y los criterios para evaluarla; formándose, por ejemplo, “la población” y “el mercado” como objetos de un discurso cuya modalidad enunciativa configura al economista como sujeto legítimo de enunciación de la verdad acerca de cómo gobernar.

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La arqueo-genealogía de la gubernamentalidad moderna y contemporánea desplegada en estos cursos es completada por Foucault por medio del abordaje de la historia efectiva de las inflexiones contemporáneas de la racionalidad política liberal, razón por la cual le dedicará gran parte del curso correspondiente al ciclo lectivo 1978-1979 al neoliberalismo (Foucault, 2004b), fundamentalmente en sus formas alemana y norteamericana.5 En dicho contexto, sostuvo que el neoliberalismo, formado en la Alemania de entreguerras y consolidado en la posguerra, se encuentra ligado fundacionalmente a la Escuela de Friburgo, a la publicación de la revista Ordo y a un conjunto de economistas, sociólogos y juristas. Allí, remarcará el filósofo que el ordoliberalismo –denominación que se le otorga a esta corriente en alusión al título de la citada publicación– se articuló tomando el nazismo como campo de adversidad, problematizándolo como “punto de coalescencia” en el que convergen las distintas formas de dirigismo y planificación económica, como así también las políticas sociales de corte “socialista” (Botticelli, 2016). Forma de problematización que dio lugar a una radical puesta en cuestión de las políticas de redistribución progresiva del ingreso. En ese sentido, consideramos que no pueden pasarse por alto las “cuestiones de método” a las que nos hemos referido previamente, puesto que, al dejar de tomar como punto de partida que organiza el trabajo historiográfico a “la institución, el objeto y la función” y, específicamente, poner entre paréntesis “el Estado”, “el mercado” y “la sociedad civil”, es decir, aquellos supuestos universales que funcionan como grilla de la inteligibilidad, Foucault despliega una crítica radical de la racionalidad política neoliberal.

5

De todos modos, es de destacar que dedica la clase del 7 de marzo de 1979 a la circulación del neoliberalismo en Francia, lección en la que se detiene en la política del entonces mandatario francés Valéry Giscard d’Estaing (Foucault, 2004b).

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Particularmente, critica la forma de problematización configurada por el neoliberalismo, en la que se produce un fuerte eco entre “el estadocentrismo” como grilla de inteligibilidad y la “estadofobia” como táctica que permite marcar en “lo real” un punto de repulsión a partir del que, como contrapunto, perfila estratégicamente un programa de sociedad. Si toda política de distribución progresiva del ingreso implica una amenaza totalitaria, entonces, frente a los inusitados avances “estatizadores” sobre la “sociedad civil” –que se articulan con las medidas que arbitraria y autoritariamente “distorsionan el mecanismo de los precios de mercado”–, resulta adecuado refundar la soberanía estatal y la legitimidad del poder político en el “respeto a la libertad económica”, tal como lo reivindicara el consejo científico convocado por Ludwig Erhard en la Alemania de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, del que Foucault se ocupó en la clase del 31 de enero de 1979 (Foucault, 2004b). Por otra parte, resulta pertinente remarcar que, frente a la lectura ordoliberal que engloba en una misma secuencia a un variopinto conjunto de prácticas y formas de ejercicio del poder político, desde las tibias políticas de distribución progresiva del ingreso de la Alemania de fines del siglo XIX hasta las formas planificación económica de cuño keynesiano y las políticas de seguridad social propias del Estado de bienestar, cuyo presunto desenlace sería la consolidación del totalitarismo –de ahí la citada caracterización del nazismo como “punto de coalescencia”–, Foucault se ocupa minuciosamente de revisar la historia efectiva de las prácticas de racionalización del ejercicio del gobierno.6 Es esta forma de problematización la que le permite destacar la mutación introducida por el neoliberalismo respecto del 6

Cabe destacar que, frente a la lectura estadocéntrica (de indudables efectos estadofóbicos), Foucault problematiza el nazismo como una forma de gubernamentalidad específica, centrada en el debilitamiento del Estado y su subordinación al partido, en lugar de como una supuesta “expansión inusitada de la estatalidad”.

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liberalismo clásico, y remarcar lo inapropiado de la crítica que “denuncia” que los neoliberales pretenden volver al siglo XIX. En lugar de considerar al mercado como un universal y al neoliberalismo como una reedición de la defensa decimonónica del “libre mercado”, Foucault indaga la manera en que el discurso económico de la Escuela de Friburgo constituye al objeto mercado. De este modo, al elaborar una crítica de las formas de objetivación, destaca que con la Escuela de Friburgo se rompe la ligazón entre liberalismo y laissez faire, ya que se produce una mutación en la forma de objetivación del mercado, puesto que deja de ser problematizado como una suerte de “dato natural” y, como contracara de ello, se postula la necesidad de que sea constituido activamente. En sintonía con la hipótesis de lectura que nos encontramos desarrollando, sostenemos entonces que, en la lectura foucaultiana del neoliberalismo, la mutación de la racionalidad gubernamental se encuentra profundamente imbricada con la ruptura en el modo en que en el discurso de la economía política se constituye el objeto “mercado”. Dicho de otro modo, la transformación en la racionalidad gubernamental se encuentra articulada con la mutación de las formas de objetivación inmanentes a la formación del discurso económico. En el marco de dicha mutación analizada por Foucault, se inscribe la propuesta neoliberal de que, en lugar de gobernar limitando la acción del gobierno en función del “respeto” a los mecanismos del mercado, hay que gobernar activamente para producir las condiciones del mercado (Méndez, 2017), desarrollando así una gubernamentalidad activa. Desde el programa neoliberal, se alentará un activo gobierno del marco cuyo objetivo fundamental será inscribir en “la realidad” el mecanismo de la competencia, de modo tal de promover la empresarialización de las relaciones sociales. Por lo tanto, si bien cualquier intervención sobre los mecanismos del mercado será impugnada, se alentarán formas de intervención activas sobre las condiciones de posibilidad del mercado (Castro Gómez, 2010;

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Sacchi, 2017). Más que de un retorno al “naturalismo” del siglo XIX, se trata de un “liberalismo sociológico”, que, en lugar de tomar al mercado como dato y límite, lo problematiza bajo la forma de la competencia en cuanto principio formal que debe ser inscripto en “lo real” (Foucault, 2004b). Ahora bien, siguiendo la lectura foucaultiana, no podemos omitir remarcar que la citada torsión producida por el ordoliberalismo configurado en la Escuela de Friburgo con relación al liberalismo decimonónico sería profundizada y radicalizada en el marco del desarrollo de la “teoría del capital humano” por parte de la Escuela de Chicago, es decir, del neoliberalismo norteamericano. Discurso que se erige a partir de la problematización del capital como “aquello que produce un beneficio”, en el contexto de “asignación de recursos limitados hacia fines mutuamente excluyentes”, lo que permite la introducción de un desbloqueo epistemológico al posibilitar la inclusión del trabajo como actividad dentro del análisis económico (Foucault, 2004b). El “capital humano”, en cuanto objeto, se constituirá en torno a una serie de capacidades físicas e intelectuales vinculadas a la “productividad” y al savoir-faire atravesadas por la tensión entre “lo innato y lo adquirido”. En el seno de dicha estrategia discursiva, la “grilla de análisis económico” es aplicada a la totalidad de las prácticas sociales, es decir, incluso a aquellos comportamientos considerados “habitualmente” como “no económicos”; tanto la educación y las relaciones familiares, como la dieta y el acceso a la salud, por ejemplo, serán problematizadas en términos de “inversiones en capital humano”. Es decir que, una vez más, los blancos y criterios para racionalizar el ejercicio del gobierno se modifican en estrecha ligazón con la transformación en las formas de objetivación inmanentes al discurso económico. Justamente, en la medida en que la constitución del capital humano en cuanto objeto habilita la aplicación de la grilla económica como forma de inteligibilidad de todas las prácticas sociales, se perfila como criterio de intervención gubernamental. Por lo tanto, la contracara

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de que la racionalidad económica sea problematizada como el modo adecuado y sistemático de responder a las transformaciones de las variables del medio es que el blanco del ejercicio del gobierno se tornará eminentemente gobernable, justamente, a través de las intervenciones “esclarecidas” sobre el juego entre dichas variables (Foucault, 2004b). En ese sentido, por ejemplo, frente al discurso criminológico decimonónico, que buscaba descubrir por detrás del crimen al criminal y planteaba la necesidad de calibrar la pena en función de la peligrosidad del delincuente, la grilla forjada por la teoría del capital humano acarrea una borradura antropológica del criminal al problematizar el crimen como una situación de mercado. Mercado en cuyas condiciones de posibilidad debe intervenir el gobierno esclarecido, en cuanto debe valerse de tácticas que propendan a reducir el interés en invertir en él; es decir que el gobierno del delito debe desplegarse por medio de una intervención activa sobre el ambiente, que se ocupe de reducir el interés en la comisión de delitos. En otros términos, la gubernamentalidad activa sobre el “mercado del delito” debe ocuparse de que las inversiones en dicho mercado no resulten atractivas para los potenciales inversores, en la medida en que “se dejen afectar por la realidad” e incluyan la información disponible dentro del cálculo economicista de costobeneficio.

Revisitar a Foucault: potencialidades de la crítica del neoliberalismo como racionalidad gubernamental A lo largo del presente capítulo, hemos revisado la crítica arqueogenealógica desplegada por Michel Foucault respecto del discurso de la economía política; para esto, nos hemos ocupado previamente de trabajar con el “archivo Foucault” en vistas a constituir una serie, una trama, entre las nociones de crítica, genealogía y saber. Luego, colocamos el foco

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de lectura en la problematización de la economía política elaborada por el filósofo en el marco de su abordaje de las formas de gobierno económico, es decir, del liberalismo y el neoliberalismo en sus vertientes alemana y norteamericana. En ese sentido, consideramos pertinente destacar que el propio Foucault sostuvo, en el contexto del dictado del curso Du gouvernement des vivants (Foucault, 2012) –curso inmediatamente posterior a Naissance de la biopolitique–, que el objetivo de sus trabajos consistía, en parte, en dar cuenta de la imbricación que liga lo que suele denominarse como “lo epistemológico” y “lo político”. Imbricación que nos permite captar la potencia crítica que atraviesa las herramientas forjadas por Foucault; nos referimos, específicamente, a la posibilidad de elaborar una crítica epistemológica que, en lugar de “bastarse a sí misma”, contribuye a la problematización ontológico-política respecto de la actualidad. Consideramos, entonces, que la problematización del saber económico, en su articulación con la emergencia de las formas de racionalización del ejercicio del gobierno, se configura por medio de lo que hemos denominado como “crítica de las formas de objetivación”. Este desplazamiento desde el problema de la objetividad hacia el de las formas de objetivación permite que la reflexión epistemológica respecto de la economía política contribuya al despliegue de una crítica ontológico-política, trascendiendo el registro jurídico de la “denuncia” de los “intereses larvados” de ciertos discursos, como así también a la crítica sociológica e historiográfica respecto de las que podrían denominarse como “promesas incumplidas del neoliberalismo”. Sin desconocer la relevancia de los estudios que se encargan de mostrar los efectos de la implementación de políticas neoliberales en términos de aumento de la precarización, pérdida de derechos, distribución regresiva del ingreso y aumento de la dependencia externa, consideramos que criticar sus formas de objetivación permite dar cuenta de la manera específica en que, desde dicha perspectiva, se problematiza el ejercicio del gobierno. De este

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modo, más que señalar “los fracasos” de la aplicación del “modelo”, de lo que se trata es de remarcar el papel estratégico jugado por saberes como la economía política, en cuanto contribuyen a la formación de modos de reflexión acerca de cómo gobernar en el marco del ejercicio de la soberanía política. Así, dirigiendo el foco de miras hacia las formas de objetivación, podremos criticar en su especificidad al neoliberalismo, sin caer en el lugar común de abordar sus proyectos de reforma laboral, educativa y jubilatoria, en términos de “intentos de volver al siglo XIX”. ¿Acaso no resultan endebles dichas formas de crítica frente a la estrategia comunicacional neoliberal que propone que debemos “asumir la realidad” y apela a “la verdad de las cosas” como una invitación a “adaptarnos a los tiempos que corren”? ¿No nos exponemos a quedar entrampados en el lugar de “conservadores”, dejándole vía libre a estas estrategias de reformismo radical de derecha? Excepto que consideremos alegremente que la reforma y la revolución son patrimonio de la izquierda, deberíamos replantearnos cómo calibrar el ejercicio de la crítica.

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3 Sociedad de competencia, sociedad de la diferencia y el descarte La segmentación neoliberal de la población en perspectiva foucaultiana LUIS FÉLIX BLENGINO1

Vivimos en una cultura del desencuentro, de la fragmentación, una cultura del no me sirve, del descarte. Papa Francisco, 18 de mayo de 2013

Desde la perspectiva de la historia foucaultiana de la gubernamentalidad, el neoliberalismo forma parte de la tendencia de gubernamentalización del Estado en nombre de un arte de gobernar en la racionalidad económica de los gobernados. Dentro de tal tradición, el neoliberalismo se desarrolla desde mediados del siglo XX como un intento por dotar al capitalismo de una nueva vida frente al avance de las masas, la organización de la sociedad y el costo (económico y político) de la democracia y de la ampliación de los derechos sociales. El neoliberalismo se impondrá, entonces, como

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Profesor de Filosofía y doctor en Ciencias Sociales por la UBA. Investigador asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Asociado a cargo de la cátedra de Teoría Política Moderna en la Universidad Nacional de La Matanza (UNLaM) y ayudante de primera de la cátedra Rossi de Filosofía de la carrera de Sociología de la UBA.

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un programa gubernamental cuyo objetivo es desembridar la economía y liberarla de todas aquellas trabas, cargas y obligaciones que bloquean la libertad de emprendimiento e impiden el crecimiento económico. Asimismo, el neoliberalismo conforma una racionalidad gubernamental crítica que, a su vez, comparte cierto imaginario predominante acerca de la calificación de la sociedad del siglo XX como una sociedad de consumo, del espectáculo, de la uniformidad y homogeneidad de las masas, como sociedad de la disciplina y la normalización. Respaldados en la legitimidad que brindaba a la crítica neoliberal su consonancia con todos aquellos que dirigían sus críticas a lo que Foucault denominó “sociedad de supermercado”, el neoliberalismo, usufructuando, a su vez, del gran prejuicio fóbico al Estado que atraviesa las más diversas miradas del mundo social, comenzará a diseñar y proyectar un modelo alternativo de sociedad, una sociedad de mercado, que Foucault conceptualizó como “sociedad de empresa”, es decir, de competencia (Foucault, 2007, pp. 182-187). Como afirma Foucault, en el horizonte de la gubernamentalidad neoliberal se halla la idea, el tema-programa de una sociedad en la que haya una optimización de los sistemas de diferencia, en la que se deje el campo libre a los procesos oscilatorios, en la que se conceda tolerancia a los individuos y las prácticas minoritarias, en la que haya una acción no sobre los participantes del juego, sino sobre las reglas del juego, y, para terminar, en la que haya una intervención que no sea del tipo de la sujeción interna de los individuos, sino de tipo ambiental (Foucault, 2007, pp. 302-303).

La idea que pretendo sostener aquí es que, siguiendo esta categorización foucaultiana y tomando en cuenta que “sociedad” es un concepto de tecnología gubernamental, deben distinguirse dos procesos de formación de modelos de sociedad proyectados como correlato de tecnologías gubernamentales diferentes. En primer lugar, un proceso de antagonización entre dos modelos sociales: la sociedad

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de la uniformidad, la sociedad de supermercado, correlativa de una tecnología gubernamental disciplinaria y estatista, versus la sociedad de empresa, de la diversidad, la tolerancia y el respeto a la iniciativa individual correlativa de una tecnología gubernamental para la economía de mercado. En segundo lugar, un proceso de radicalización interna al segundo modelo que permite distinguir, a su vez, dos formas de proyectar la sociedad de mercado y las tecnologías de gobierno: por una parte, el modelo ordoliberal alemán que segmenta a la población en empresarios –independientes– y pobres –dependientes de la ayuda gubernamental–; por la otra, el modelo anarcocapitalista norteamericano que diluye aquella distinción en una población organizada según un sistema de optimización de las diferencias. Pretendo mostrar que en el proceso de radicalización del neoliberalismo se corta el último puente tendido hacia el ideal de la solidaridad social. En efecto, mientras aún se mantiene la distinción entre empresarios y pobres, a estos se los considera sujetos de políticas de asistencia social que deben procurar su reinserción en el juego económico de la competencia. Por el contrario, desde el momento en que la población se proyecta como compuesta por una multiplicidad de sujetos que son desde siempre portadores de cierto capital humano, es decir, que son empresarios de sí participantes del juego económico incluso antes de nacer, ya no se requiere de ninguna asistencia a los pobres para convertirlos en empresarios, puesto que ya lo son: pobres o empobrecidos, pero autosuficientes, sea cual sea su condición. Cada uno ya cuenta con cierto capital humano que pondrá a producir libremente de acuerdo con las condiciones del mercado. De este modo, el modelo alemán renuncia a la distridución del ingreso y la reducción de la desigualdad relativa, pero aún se sirve de un dispositivo asistencial para quienes caen debajo de un umbral relativo de desigualdad absoluta. Contrariamente, el modelo norteamericano de gobierno ambiental de las diferencias –y de las desigualdades como diferencias–, para conseguir su

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optimización en términos de economía de mercado, abandonará cualquier preocupación por los perdedores del juego. Si el primero considera que la sociedad de competencia debe ser construida y sostenida por políticas activas, el segundo asume que la sociedad de competencia constituye el medioambiente en el que nacemos y en el que estamos confinados para invertir libremente nuestro siempre escaso capital humano. Con el borramiento de la desigualdad y la pobreza, el programa neoliberal, crítico y radical, corta sus últimos vínculos con cierta solidaridad de cuño humanista para proyectar una sociedad de la diferencia que es fundamentalmente una sociedad del descarte, tal como denuncia el papa Francisco en sus intervenciones. En este sentido, el neoliberalismo constituye un arte de gobierno que opera en sus dos vertientes (ordoliberal y anarcocapitalista) a través de tecnologías de seguridad que pretenden gobernar a la sociedad desde la perspectiva de la población, i. e. como una multiplicidad de sujetos económicos que responden sistemáticamente a los estímulos del medio. Sin embargo, el anarcocapitalismo opera una segmentación de la población cuya consecuencia principal será que los individuos, qua meros portadores de capital, devienen descartables, i. e., utilizables hasta que caigan en la obsolescencia. A explicitar estos puntos, se orientará el resto del escrito.

El problema actual: de la población flotante a la población sobrante De acuerdo con Foucault, ambas corrientes neoliberales constituyen dos estilos de gobierno de Estados radicalmente económicos, es decir, un Estado de derecho (Rule of Law) cuyo fundamento y objetivo consiste en introducir y garantizar un mercado de competencia perfecta, para lo cual se busca producir y administrar una sociedad de empresa, i. e. de competencia entre empresarios de sí. Tal sociedad

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será gobernable en cuanto población pasible de ser analizada, segmentada y organizada con la finalidad de que pueda ser afectada y reorientada para su optimización y normalización a través de la modificación en las condiciones medioambientales que producirán variaciones en los índices estadísticos. La diferencia entre ambas corrientes es analizada con cierto detalle por Foucault en el curso de 1979. En contraposición con lo que en la posguerra se designó como planificación socialista –i. e. cualquier arte de gobernar que buscara reducir la desigualdad relativa–, la planificación para el mercado del ordoliberalismo alemán se fundó en el estímulo de aquellas desigualdades relativas para fomentar el juego de la libre competencia. Sin embargo, el modelo alemán suma al requerimiento de jugadores aptos la garantía de que aquellos que pierdan en el juego de la competencia económica y caigan por debajo de un umbral de pobreza, i. e. de desigualdad absoluta/no relativa, serán ayudados y subvencionados por la sociedad mientras el mercado no requiera de sus servicios. Para el ordoliberalismo, la sociedad de empresa requiere, por un lado, la inversión social (gubernamental) en la formación de capital humano económicamente útil, en la expansión social del modelo de la empresa, i. e del emprendedor racional aunque arriesgado; y, por el otro, la segmentación entre empresarios (los que dependen de sí mismos y son autosuficientes) y los pobres (los dependientes, quienes no dependen de sí porque no pueden autosustentarse).2 2

En efecto, a la política social “socialista” orientada por el objetivo de la igualdad y centrada en las nociones de pobreza relativa, socialización del consumo y distribución de los ingresos, los ordoliberales le opondrán una política social individual e individualizante que funcionaría a través de la privatización de los mecanismos de seguros y la asistencia económica a aquellos individuos que no puedan asegurarse a sí mismos. Como afirma Foucault, “se trata de una individualización de la política social, una individualización por la política social en vez de ser esa colectivización y socialización por y en la política social” (Foucault, 2007, pp. 177-178; la itálica es nuestra). CastroGomez define el objetivo de este tipo de política del siguiente modo: “[…] no

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La cuestión de una población flotante que debe ser administrada y conservada en estado de utilizabilidad para cuando la ocasión económica lo requiera será el verdadero asunto “político” de un gobierno ordoliberal. Los perdedores del juego, los pobres, los dependientes, la masa flotante de mano de obra serán, entonces, el objeto de lo que Foucault llama una “política social por abajo”, y en cuanto tales, puede decirse, son aún considerados sujetos en quienes vale la pena invertir públicamente y, por lo tanto, cobrar impuestos para ello. Los anarcoliberales buscarán prescindir de tales cargas impositivas y para ello radicalizarán la concepción del homo œconomicus. En efecto, el anarcocapitalismo toma como eje el desarrollo de la teoría del capital humano a partir de la teoría de las decisiones alternativas. Desde esta perspectiva, todos los humanos aparecen como personas jurídicas y económicas portadoras de cierto capital humano (genético y adquirido) y en cuanto tales, capitalistas, i.e. empresarios de sí forzados a invertir ese capital en situaciones que exigen escoger entre opciones alternativas. Todos los sujetos son, a nivel de las conductas, siempre-ya empresarios en un juego de competencia económica en la que las variaciones en la acumulación de capital humano tienen efectos económicos, de forma que dan lugar a diferentes estilos de vida. La categoría de pobre se diluye, así, en una gradación de estilos de vida diversos correlativos a diferentes formas de acumular e invertir el (siempre escaso) capital humano propio. Con ella también se dispersa el segmento de la población flotante en la medida en que cada uno se constituye en capitalista de sí con cada decisión que toma escogiendo cómo invierte su capital humano. En este sentido, aun el desempleado o el ‘igualar’ a todos mediante la cobija protectora del Estado, sino generar condiciones para que las desigualdades puedan entrar en el mecanismo de la competencia. No es fijarse la igualdad como objetivo del gobierno, sino todo lo contario, ‘dejar actuar la desigualdad’ [...]. El Estado simplemente velará por que la mayor cantidad de individuos puedan ‘autorregularse’ y gestionar sus propios riesgos” (Castro-Gómez, 2012, p. 185).

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marginal aparecen como un empresario de sí que permanece siempre jugando el juego económico. Nadie requiere, entonces, de ayuda para ser reintroducido en un juego que lo incluye inexorablemente y en el que se pretende que no hay ganadores ni perdedores, sino, simplemente, diferentes modos de administrar el propio capital, habitando el espacio “naturalizado” de la competencia y la inversión. Los dispositivos y técnicas de responsabilización individual de los sujetos son una forma muy especial de neutralización del dispositivo de la persona y la solidaridad, en el potencial que este podía tener en cuanto instrumento de resistencia política y jurídica. Para el anarcocapitalismo ya no se trata de la tríada conformada por los vértices de los empresarios (autónomos), los pobres (dependientes) y la población flotante. Bajo el supuesto de que todos son siempre-ya empresarios de sí, la población se segmenta entre empresarios exitosos y no exitosos, algunos de los cuales parsarán a engordar las filas de una población descartable, pero no necesariamente inútil. Por “empresario de sí exitoso”, hay que entender a aquellos que, introyectando los imperativos de autorresponzabilización, han logrado una acumulación de capital que les permite mantenerse relativamente inmunizados ante los vaivenes del mercado de trabajo. Con “empresarios no exitosos”, se hace referencia a la masa de empresarios de sí que, ya sea por una introyección ineficiente de los imperativos de autorresponsabilización, ya sea por el rechazo explícito o implícito a esta (indocilidad), se encuentran en una situación de permanente dependencia de los vaivenes del mercado laboral, aunque se mantienen relativamente en forma (utilizables) para cuando el mercado requiera de sus servicios. La población descartable refiere a la zona designada por el polo del dejar morir o abandonar a la muerte del paradigma del biopoder. En efecto, puede afirmarse que, si bien la tecnología ambiental del anarcocapitalismo se dirige hacia el polo del hacer vivir, también apunta hacia la zona gris en que se pasa al polo del abandonar a la muerte, que

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podría caracterizarse como un conducir hasta la muerte o un utilizar hasta la muerte a aquellos cuya vida útil se calcula relativamente breve. La producción de la plebe en Hegel, del lumpenproletariado en Marx, del hampa y el crimen organizado en Foucault se revela bajo el programa anarcocapitalista como una forma de organización empresarial que, aunque ilegalmente, constituye un mercado eficiente que produce grandes riquezas con base en la utilización de esa mano de obra descartable, es decir, utilizable hasta su muerte (probablemente temprana en cuanto segmento poblacional de alto riesgo). El sujeto de derecho se diluye en el sujeto econonómico y nos encontramos ante la vieja denuncia de Tomás Moro: no se puede continuar produciendo las condiciones sociales y económicas que producen la población descartable y pretender que hacer valer el derecho y la justicia consistirá en perseguir y castigar. En montar un aparato de policía, podría agregarse con Foucault, para gestionar los mercados ilegales que se nutren de tal masa de individuos descartables y cuya vida será utilizable mientras su capital humano produzca alguna rentabilidad. Siguiendo a Foucault, es preciso recordar que el camino utilitarista del radicalismo inglés en la concepción del derecho de los gobernados se impuso al camino revolucionario radical de cuño rousseauniano del derecho de los hombres y los ciudadanos. En efecto, bajo el imperativo del “siempre se gobierna demasiado” que orienta el sentido del primer camino, la reducción de la función estatal a la seguridad concebida como administración de las ilegalidades e ilegalismos (tal como analiza Foucault la propuesta de Gary Becker) conduce a un desentendimiento del dilema político y moral que supone administrar ambientalmente a una población descartable en lugar de tratar a cada uno de sus individuos como personas plenas, es decir, como sujetos de derechos y obligaciones. El derecho al empleo, a la salud y la educación, por ejemplo, como los pilares para la conformación de una población nacional en la que no solo la vida, sino también la persona de todos y cada uno cuentan, ya no

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tiene como correlato la obligación gubernamental de garantizarlos y hacerlos de cumplimiento efectivo. El problema parece ser aún peor que el denunciado por Habermas (2002) cuando señalaba que el mundo proyectado por el neoliberalismo es neodarwinista, puesto que el mundo proyectado por el anarcocapitalismo aparece también inquietantemente como neomalthusiano y el contraste entre el sujeto de derecho y el sujeto portador de capital humano está en el centro de nuestra actualidad.

Nacimiento de la sociedad de empresa y la cuestión de la población flotante Las “ficciones históricas” construidas por Foucault tejen la trama de un diagnóstico de las fuerzas que constituyen y agitan la actualidad, dibujando el mapa de las relaciones de poder. De estas fuerzas que es necesario acechar en el corazón del presente, la que da lugar a la expansión hegemónica del neoliberalismo resulta determinante. La historia foucaultiana del nacimiento del neoliberalismo se comprende en función de la arqueología de la gubernamentalidad y la genealogía de la gubernamentalización del Estado. El neoliberalismo como racionalidad de gobierno que se inscribe en la tradición liberal de pensamiento para radicalizarla resulta indisociable de la dimensión bélica. En efecto, el nacimiento del neoliberalismo es presentado por Foucault en términos bélicos, no solo porque su análisis demuestra que este apunta explícitamente a un enemigo táctico y a uno estratégico –como son el nazismo y el Estado de bienestar, respectivamente–, sino también debido a que su emergencia coincide con la finalización de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría. En este sentido, es difícil no ver en el neoliberalismo la continuación de la guerra por otros medios, pues, tanto en su vertiente norteamericana como alemana, su creciente hegemonía se sostiene

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sobre las nuevas relaciones de poder derivadas de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín, respectivamente. La lucha contra la intervención y la planificación, así como contra la sindicalización de los trabajadores librada por la gubernamentalidad neoliberal, no parecieran ser sino maneras de continuar la guerra por otros medios, en cuanto el objetivo del neoliberalismo sería hacer valer los privilegios de los vencedores despolitizando la sociedad, desregulando la economía y desproletarizando la fuerza de trabajo. Visto desde esta perspectiva, el neoliberalismo sería una gubernamentalidad que tiende a convertirse en una forma de dominación política y de explotación económica a través de la producción y gestión de sujetos competidores, realistas, útiles y dóciles (desproletarizados). Se trata de un caso paradigmático del modo en que guerra y gobierno se encuentran articulados íntimamente. Asimismo, si bien no es claro si Foucault alcanza a percibir al neoliberalismo como la restauración de un poder de clase –como hará posteriormente Harvey (2007)–, sí lo es el hecho de que para el profesor del Collège de France esta gubernamentalidad se sostiene sobre bases neocoloniales, o, más específicamente, sobre un “nuevo cálculo planetario”, en la medida en que proyecta la división del mundo en un centro en el que se daría el juego económico y una periferia que aparece como su apuesta (Foucault, 2007). En este contexto, cabe situar el problema de la población flotante. Desde la perspectiva del diagnosticador del presente, la mundialización de la economía de mercado está orientada hacia la desaparición de los gobiernos nacionalistas, populistas o populares, socialistas, o simplemente bienestaristas, con la consiguiente transformación de las formas de sus poblaciones para producir una sociedad de empresa compuesta por sujetos que “aceptan la realidad”, i. e. el nuevo entorno de libre mercado de competencia en que se los ha introducido como parte de una población

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económica que, en el caso de la pertenencia a la periferia, es, simultáneamente, parte de la apuesta de un juego que se juega en otra parte. El neoliberalismo como neocolonialismo no puede sino ser, como veremos, desde la perspectiva de los vencidos, un proyecto de dominación que continúa la guerra por otros medios, una forma de gobernar en cuyo origen está la guerra –o el genocidio, como es el caso de América del Sur– y, en su funcionamiento posterior, la producción de una población flotante y descartable abandonada a la competencia por la supervivencia. En este sentido, de acuerdo con Foucault, la política de sociedad ordoliberal se propone la generalización de la forma empresa a través de la producción activa de la competencia, lo que supone la creación del sujeto competidor y de las condiciones desigualitarias capaces de fomentarla y sostenerla. Como señala el autor: Se trata, desde luego, de multiplicar el modelo económico, el modelo de la oferta y la demanda, el modelo de la inversión, el costo y el beneficio, para hacer de él un modelo de las relaciones sociales, un modelo de la existencia misma, una forma de relación del individuo consigo mismo, con el tiempo, con su entorno, el futuro, el grupo, la familia (Foucault, 2007, p. 278).

La cuestión de las formas de introducción de este modelo de existencia lo conduce a Foucault hacia la problematización que se abre en torno de la Gesellschaftspolitik ordoliberal, la cual entraña al menos dos equívocos. Al primero lo denomina “equívoco económico-ético en torno a la noción misma de empresa” (Foucault, 2007, p. 277), al segundo lo caracteriza en los términos de cierta “ambigüedad ordoliberal” (Foucault, 2007, p. 280). Aquí solo me referiré al primero. Respecto del “equívoco económico-ético”, Foucault sostiene que es válido preguntarse hasta qué punto la serie de intervenciones “extraordinariamente numerosas” orientadas a la producción de la sociedad de empresa y del sujeto

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de la competencia responden “al principio de que no se debe intervenir en el proceso económico, sino en beneficio del proceso económico” (Foucault, 2007, p. 277). En efecto, la serie de intervenciones orientadas a evitar la centralización, favorecer la creación de medianas empresas y de empresas no proletarias, constituir un asalariado capitalista, sustituir los seguros sociales por seguros individuales, etc. están dirigidas a producir una forma de subjetividad que constituye al individuo como un empresario de sí, i. e. capaz de regular la totalidad de su vida y de sus relaciones con los otros y consigo mismo de acuerdo con una ética de la empresa. En este sentido, la Gesellschaftpolitik no solo actuaría como una política de marco dirigida a establecer y garantizar el juego económico, sino que fundamentalmente funcionaría como una tecnología de subjetivación destinada a producir al jugador mismo, es decir, al individuo como un tipo particular de sujeto que debe subjetivarse a sí mismo como jugador. Para ello no se puede más que intervenir en la sociedad para ordenarla y orientarla. El núcleo problemático del “equívoco éticoeconómico” recae sobre la difusión exhaustiva de una ética, de una forma de existir, incluso, de una antropología del empresario de sí, es decir, del sujeto calculador y maximizador del interés individual en todos los aspectos de la vida. En efecto, para el ordoliberalismo la política de sociedad orientada a la constitución de un mercado de competencia solo alcanzará su objetivo a través de la puesta en funcionamiento de una serie de intervenciones masivas dirigidas a la producción de dicha subjetividad. Es en este sentido en que para Foucault la política social ordoliberal constituye el claro ejemplo del modo en que los mecanismos orientados a la producción activa y exhaustiva del empresario de sí actúan como instrumentos que no solo sirven para favorecer el proceso económico, sino, sobre todo, para intervenir activa y directamente en él (Foucault, 2007).

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Al respecto, Foucault muestra de qué manera el ordoliberalismo alemán proyectó como instrumento único de política social la privatización de la seguridad social y la generalización de la lógica de capitalización individual, capaz de permitir el autoaseguramiento más completo a cada individuo (Foucault, 2007). En efecto, para el profesor del Collège, la “política social individual” del ordoliberalismo implicó una radical transformación en la concepción de la política social en la medida en que desde esta perspectiva “solo hay una verdadera y fundamental, a saber, el crecimiento económico” (Foucault, 2007, p. 178). En este punto, Foucault muestra cómo el arte ordoliberal de gobierno se apoya sobre la postulación de cierta autonomía de lo social y sobre su desconexión respecto de lo económico para proponer la creación de una regla (social) de juego extra que será complementaria a aquellas que funcionan como marco del juego económico. Esta regla –“único punto de contacto entre lo económico y lo social” (Foucault, 2007, p. 241)– implica que nadie debería quedar total y definitivamente fuera del juego, por lo que se procurará garantizar “un mínimo vital en beneficio de quienes, de modo definitivo y no pasajero, no puedan asegurar su propia existencia” (Foucault, 2007, p. 177). De este modo, el ordoliberalismo se opondrá a las políticas sociales “socialistas” en la medida en que su objetivo no será nunca la pobreza relativa, sino la pobreza tomada en sentido absoluto, es decir, el umbral por debajo del cual se considera que las personas están en riesgo de quedar excluidas del juego económico. Resulta de particular interés detenerse un instante en la reflexión que el profesor dedica a su coyuntura inmediata, específicamente, al proyecto francés de inspiración ordoliberal para la implementación de un impuesto negativo, es decir, de un impuesto capaz de sustentar una política social que no sea distorsiva del juego económico, en la medida en que no debería garantizar universalmente el consumo colectivo de ciertos bienes –como la salud o la educación–, sino solamente un subsidio temporal capaz de

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colocar nuevamente en la posición de jugadores a aquellos que hubieran caído por debajo del umbral de pobreza (Foucault, 2007).3 Sobre este tema, Foucault destaca tres cuestiones relativas al impuesto negativo y la pobreza. En primer lugar, apunta que la idea de un impuesto negativo tendrá por objetivo atenuar los efectos de la pobreza y no sus causas. Ya no se tratará, por lo tanto, de la distinción tradicional entre los pobres buenos –quienes quisieran trabajar, pero que por razones involuntarias no podrían– y los pobres malos –quienes no trabajarían por propia decisión–. Por el contrario, lo único que importará será la caída de los individuos, más allá de las causas, por debajo de cierto umbral de pobreza. En segundo lugar, Foucault destaca que el impuesto negativo tendría por objetivo evitar absolutamente cualquier efecto redistributivo del ingreso al hacer foco solo en el umbral absoluto de pobreza, excluyendo de sus objetivos las cuestiones inherentes a la pobreza relativa, i. e. a la desigualdad relativa. Dos cosas deben ser subrayadas en este punto. Por un lado, el umbral de pobreza absoluta es un umbral relativo a las diferentes sociedades, en el sentido de que no se trata de la satisfacción de necesidades consideradas básicas para todas las personas, sino de un mínimo vital relativo a cada sociedad. Por el otro, al marcar el carácter social y político estigmatizante que puede acarrear la reintroducción de la categoría de pobre para dividir la sociedad en pobres y no pobres, asistidos y no asistidos, cabe notar el desplazamiento desde una forma de tratar con las multiplicidades humanas caracterizada por la disciplina normacionista, médica y psiquiátrica, hacia una práctica gubernamental normalizadora, securitaria y sociológica. A la exclusiva consideración de los efectos de la pobreza le corresponde el abandono de una preocupación por la pobreza relativa, centrada en el “juego de la diferencia

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La política de impuesto negativo fue diseñada a comienzos de la década del 70, cuando, aun antes de convertirse en presidente de Francia, Valéry Giscard d’Estaing era el ministro de Finanzas.

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entre los más ricos y los más pobres” (Foucault, 2007, p. 246) para establecer una cesura absoluta entre los pobres –los asistidos– y los no pobres –los que se valen por sí mismos–. En tercer y último lugar, el impuesto negativo buscaría garantizar una “seguridad general, pero por abajo” (Foucault, 2007, p. 247), dejando actuar los mecanismos desigualitarios de la competencia entre empresas en el resto de la sociedad. Es decir, si por debajo del umbral los individuos son sujetos de asistencia, por encima de él deberían comportarse como empresas que compiten entre sí estimuladas por las desigualdades, que son la condición necesaria de cualquier competencia. Como consecuencia de estas cuestiones, Foucault destaca que la fijación del umbral absoluto para la distinción entre empresarios y pobres tiene como correlato la producción de una población flotante que se encuentra en perpetua movilidad entre la asistencia y la utilización laboral cuando las necesidades o las oportunidades económicas lo requieren. En efecto, se trata de una nueva forma de constituir un “fondo perpetuo de mano de obra” bien diferente a la utilizada por el capitalismo en los siglos XVIII y XIX.4 Una manera de constitución de ese fondo acorde a una modalidad neoliberal de gobierno, es decir, menos burocrática y disciplinaria, y más centrada en la posibilidad de que las personas trabajen si quieren o no trabajen si no quieren, pero en la cual “existe sobre todo la posibilidad de no hacerlos trabajar si no hay interés en que lo hagan” (Foucault, 2007, pp. 247-248). Foucault muestra, en consecuencia, cómo el proyecto de un impuesto negativo tiene como 4

“Será pues una especie de población flotante infra y supraliminar, población liminar que constituirá, para una economía que ha renunciado justamente al objetivo de pleno empleo, una reserva constante de mano de obra a la que llegado el caso se podrá recurrir, pero a la que también se podrá devolver a su estatus en caso de necesidad [...]. Pero esto implica un caudal de población flotante, un caudal de población liminar, infra o supraliminar, en el que los mecanismos de seguros permitirán a cada uno subsistir de determinada manera y hacerlo de tal modo que siempre pueda ser candidato a un empleo posible, si las condiciones del mercado lo exigen” (Foucault, 2007, p. 247).

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correlato la producción y gestión de una población flotante –i. e. que se encontrará a disposición según los requerimientos económicos– y la producción del sujeto-empresa a través de una política social individualizadora. En efecto, según el ordoliberalismo, se debe poner en marcha toda una política exhaustiva de subjetivación para procurar que los sujetos que han quedado fuera del juego económico reingresen en él –siempre que las condiciones lo requieran– como empresarios. Se puede comprender entonces en qué sentido el neoliberalismo en cuanto gobierno de sociedad está lejos de ser una gubernamentalidad que se asienta sobre los derechos fundamentales de los individuos o en la suposición de la dignidad de la persona. Por el contrario, la producción activa de una población flotante a ser utilizada cuando se lo requiera expresa antes bien una instrumentalización económica de los sujetos. La comprensión de los sujetos exclusiva o primordialmente como portadores de cierto capital humano cuyo valor depende de su utilizabilidad y rentabilidad en términos económicos nos sitúa frente a una concepción utilitarista que se halla en las antípodas de una concepción en términos de la dignidad o los derechos de las personas en cuanto personas. La idea de una población flotante compuesta de individuos utilizables de acuerdo a la coyuntura permite comprender el alcance limitado y utilitario de la solidaridad bajo una política social ordoliberal.

La sociedad de la diferencia y el descarte Al explicar el devenir comunitario del gobierno de sociedad en el liberalismo avanzado, Nikolas Rose (2007) expone cabalmente el modo en que el gobierno neoliberal comienza a ejercerse como un gobierno de las comunidades. En este sentido, el proyecto de tecnología ambiental anarcocapitalista, antes que como el abandono de los objetivos comu-

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nitarios, debe interpretarse como una transformación que lleva desde un sistema de correlación en el que la producción de lazos comunitarios funciona como un mecanismo de compensación de una política de sociedad de empresa, hacia uno en el cual la cuestión de la comunidad será retomada por la gubernamentalidad anarcoliberal como un elemento positivo y no compensatorio. En efecto, Rose (2007) destaca que la comunidad, o mejor aún, la pluralidad y la diversidad de comunidades particulares (morales, de estilo de vida, de compromiso, etc.), constituye el territorio, el nuevo campo de referencia y el instrumento de un “gobierno a través de la comunidad”. Una gubernamentalidad que despliega en torno de sí un saber técnico que posibilita gobernar a los individuos en cuanto están “insertos en” y “pertenecen a” determinadas comunidades particulares.5 En este sentido, la producción del sujeto-empresa pasa a ocupar un lugar táctico dentro de una tecnología gubernamental de tipo ambiental que se ejerce estratégicamente como un gobierno a través de la multiplicidad de las comunidades que son incorporadas en un cálculo gubernamental dirigido a gestionarlas a través de la optimización de los sistemas de diferencia. Sin embargo, la transformación anarcoliberal es aún más radical de lo que se supone. En efecto, mientras que el ordoliberalismo tendría por instrumento principal lo que Rose denomina “tecnologías de empowerment” –es decir, mecanismos de sujeción de tipo interna de los sujetos para volverlos autónomos y autorresponsables–, contrariamente, el anarcoliberalismo pondría a funcionar una tecnología ambiental que se ejerce como política de la diversidad, la diferencia y el respeto a las minorías –considerándolas como siempre-ya autónomas y responsables e integrables en cuanto tales a la regulación gubernamental–. En

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“Consignas antipolíticas como el asociativismo y el comunitarismo, que no tratan de gobernar a través de la sociedad, están en ascenso en el pensamiento político” (Rose, 2007, p. 113).

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la base de este quiasmo, se encuentra la teoría del capital humano, y, si bien ambas corrientes constituyen tecnologías que tienen por objetivo el gobierno del homo œconomicus, la diferencia entre ordo y anarcoliberalismo es clave en la medida en que permite captar la radicalidad de esta última racionalidad de gobierno. El ordoliberalismo parece acercarse más a un régimen normacionista (Foucault, 2006) en el que se buscaría, omnes et singulatim, el ajuste de la sociedad y los individuos a un modelo óptimo proyectado como norma ética para la constitución de la sociedad de empresa requerida para la implantación de una economía de mercado de competencia perfecta. Por el contrario, la gubernamentalidad anarcoliberal –en la medida en que compone un sistema de correlación entre tecnologías de subjetivación, tecnologías ambientales y dispositivos de constitución del consenso– operaría como un régimen de normalización en sentido estricto, es decir, uno en el cual: a. “la operación de normalización consiste en poner en juego y hacer interactuar las diferentes distribuciones de normalidad[es diferenciales]”; y b. “lo normal es lo primero y la norma se deduce de él” (Foucault, 2006, pp. 83-84). Este régimen de normalización en cuanto tal sería, en efecto, el correlato de una gubernamentalidad radicalmente económica, ilimitada y omnímoda, que se ejercería como una forma de administración del orden social a través del control normalizador de la regulación espontánea de la sociedad tal como lo señalaba en la conferencia de 1977 en Vincennes (Foucault, 1991). En este sentido, mientras la Gesellschaftspolitik y la Vitalpolitik ordoliberal estarían orientadas hacia la constitución activa de una sociedad de empresarios –incluyendo la producción de un “asalariado capitalista”– con la finalidad, por una parte, de evitar una política “socialista” centrada en la pobreza relativa y la redistribución de los ingresos y, por

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la otra, de combatir la organización sindical a través de una política de desproletarización de la sociedad (Foucault, 2007), la tecnología ambiental de cuño norteamericano –a través de la extensión de la racionalidad del mercado hacia dominios no económicos, a partir de la teoría del capital humano– proyectará al homo œconomicus como correlato de un gobierno que no requerirá producirlo y reproducirlo a cada instante de manera exhaustiva y masiva. De este modo, la distinción entre pobres y empresarios y entre desigualdad absoluta y relativa será reemplazada por un cálculo gubernamental que considerará a todos los individuos como portadores de cierto capital y que, en cuanto tales, estarán desde siempre –aun antes de su nacimiento en cuanto portadores de un capital humano genético– incluidos en el juego económico. De lo que se tratará con el anarcoliberalismo, en definitiva, será de una gubernamentalidad sin afuera en la que todos los sujetos estarían siempre-ya inmersos como empresarios de sí y de acuerdo con la cual, antes que umbrales de desigualdad y pobreza, lo que habría sería un continuum de diferencias individuales, grupales, comunitarias y sociales que no serán sino el reflejo de las diferencias de hecho en la acumulación y utilización del propio capital humano. En este sentido, el análisis foucaultiano de la política de drogas de Becker y de la cuestión del Enforcement of Law constituyen ejemplos del modo en que la biopolítica anarcoliberal segmenta la población en grupos y comunidades que es preciso administrar diferencialmente teniendo en cuenta los costos de intervención y las externalidades negativas que se derivan de dicha intervención. De ahí que la pregunta de Becker sea cuántos crímenes es rentable permitir y cuáles es posible (económicamente) desalentar y combatir. La población segmentada según grupos de pertenencia con sus estilos de vida propios permite, entonces, una intervención focalizada según el cálculo de costo-beneficio. En este sentido, solo cabe intervenir en aquellos casos en que los costos de intervención sean menores que los costos que acarrea la no intervención.

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Por lo tanto, si a la ampliación del concepto de homo œconomicus le corresponde tanto una limitación de los objetivos anátomo-políticos de producción de la subjetividad competidora perseguidos por la Gesellschaftspolitik, cuanto la extensión casi ilimitada de una política social entendida como tecnología ambiental, entonces puede comprenderse que la radicalización del neoliberalismo es paradigmática de la razón gubernamental en cuanto, por un lado, todo podría ser controlado desde el punto de vista del autosustento y la regulación espontánea, mientras que, por el otro, implicaría la plena realización del concepto de “biopolítica” como el poder de hacer vivir y abandonar hacia la muerte, o mejor aún, utilizar hasta la muerte. En consecuencia, la radicalidad anarcoliberal descansa en la posibilidad de una nueva correlación –económicamente más eficiente– entre la tecnología de subjetivación y la tecnología ambiental. Un sistema de correlación que permitiría que esta última incluya en su propia táctica a la primera a partir del cálculo económico-político de los costos y los beneficios de la inversión gubernamental en la constitución de un capital humano productivo. En efecto, así como, de acuerdo con Becker, la pregunta que debe responder la política penal es cuántos delitos deben permitirse y cuántos delincuentes deben quedar impunes, es decir, cuál es la extensión óptima del Enforcement of Law, así también la pregunta que deberá responder la tecnología ambiental es cuántos jugadores ineficientes soporta el juego económico y cuántos sujetos deben ser objetos de las políticas de inversión en capital humano, es decir, cuál debe ser la extensión óptima de una política de sociedad orientada a la producción de un sujeto competidor y de un capital humano idóneo. Así, esta política ambiental habilita, por un lado, una inversión focalizada para aumentar el capital humano en determinados segmentos poblacionales, mientras que, por el otro, permite la administración diferencial de segmentos poblacionales como meros sujetos descartables, es decir, ni excluidos ni supernumerarios, sino utilizables hasta que

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caigan en la obsolescencia o hasta su muerte (probablemente temprana, en cuanto segmento poblacional de alto riesgo). Se trata, por lo tanto, de la conformación de una población compuesta de individuos descartables, es decir, no sin valor económico, sino con un valor extremadamente bajo, pero que debe ser utilizado y explotado hasta su agotamiento. Como señala el papa Francisco al referirse al modelo neoliberal actual, “existe un sistema económico que descarta a la gente y ahora es el turno de los jóvenes de ser descartados” (Benedetti, Ferré, Lupo, 2016, p. 268).

A modo de conclusión En un contexto en el que la cuestión de la poshistoria comienza a resurgir, la idea de una sociedad siempre-ya compuesta por empresarios de sí nos sitúa frente a la pregunta que Foucault se hace en referencia a la tecnología ambiental anarcocapitalista: “¿Es eso considerar que estamos ante sujetos naturales?” (Foucault, 2007, p. 304). Si se trata de sujetos económicos naturales antes que de personas jurídicas y morales, se comprende que la naturalidad ante la que nos hallamos con las tecnologías ambientales neoliberales es la de una serie de relaciones hobbesianas y darwinistas en que el valor de las personas qua personas se subordina a los imperativos del capital, i. e. de la utilidad y la rentabilidad, siendo los sujetos solo dignos de protección e inversión social en la medida en que mantengan cierta potencia de productividad económica, mientras que el resto son tomados como descartables, es decir, utilizables hasta que agoten su valor hasta ser desechados. En un mundo no solo cada vez mas darwinista, sino también malthusiano, la subordinación del estatus de persona humana a su condición de capital humano augura los peores presagios. En efecto, como denuncia Francisco, la pobreza ya no es noticia, la crisis actual consiste en la invisibilización y en la

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dispersión de las desigualdades en un mar de diferencias de estilo de vida, detrás de las cuales emergen cada vez más amplios sectores poblacionales descartables.

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4 Reflexiones sobre violencia y subjetividad en el capitalismo neoliberal Disciplinas, deuda y guerra contra las mujeres EMILIANO SACCHI1 Y MATÍAS LEANDRO SAIDEL2

En continuidad con lo trabajado en “Notas sobre gubernamentalidad neoliberal y violencia” (2018), este texto busca poner en discusión algunos de los supuestos que subyacen a varios de los abordajes más extendidos de la gubernamentalidad neoliberal como una suerte de “poder blando” en el cual la violencia se reduce o bien a un rol instrumental y extrínseco o bien a una especie de interiorización de una violencia que lxs sujetxs ejercen contra sí mismxs. Como ya hemos señalado en diversas ocasiones (Saidel, 2016; Sacchi, 2017; Sacchi y Saidel, 2018), dichos abordajes se caracterizan por una interpretación que a nuestro juicio resulta demasiado esquemática tanto del trabajo de Foucault cuanto de nuestro propio presente. Esta interpretación establece, por un lado, una especie de historia de la sucesión de distintas modalidades del poder que corresponderían sin

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Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Profesor de la Universidad Nacional del Comahue (UNCO). Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Profesor de la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER).

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fisuras a épocas históricas determinadas (por ejemplo, una sociedad moderna disciplinaria caracterizada por un poder normalizador que moldea las conductas y una sociedad de control posmoderna en la que el poder se ejerce a distancia y modula los comportamientos sin espacio para la negatividad). Al mismo tiempo, al interior del trabajo de Foucault, dicha interpretación remite a una oposición entre una modalidad de ejercicio del poder que encuentra su paradigma en la guerra civil y de razas, y otra que supone la conducción de conductas en una intervención ambiental. Por el contrario, nuestros trabajos han intentado mostrar que, más allá de los efectos pedagógicos que estas oposiciones esquemáticas pueden tener, no resultan para nada satisfactorias ni a nivel de la interpretación del trabajo foucaultiano, ni mucho menos en la búsqueda de establecer un diagnóstico certero sobre nuestro presente neoliberal. En ese marco, las reflexiones que siguen intentan poner en discusión algunas de las lecturas dominantes sobre el capitalismo neoliberal que han dialogado con las tesis foucaultianas para intentar avanzar en un diagnóstico que nos permita interpretar y conceptualizar nuestro presente de manera satisfactoria. Por un lado, discutiremos las reflexiones sobre la violencia propuestas por Byung-Chul Han, no desde la denuncia de un “crimen perfecto” que le atribuyen ciertas lecturas psicoanalíticas (Alemán, 2016), sino desde una mirada inspirada fuertemente en Foucault y también en ciertas lecturas que intentan acercarlo a Marx (Lazzarato, 2013; Dardot y Laval, 2014; Alliez y Lazzarato, 2016). En ese contexto, comentaremos tres formas interrelacionadas de coerción que operan sobre nuestras subjetividades, moldeando y modulándolas, como son: el rol de la deuda; la violencia contra los cuerpos feminizados, precarizados y racializados; y la persistencia del poder disciplinario al interior de la gubernamentalidad neoliberal y las transformaciones en él.

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Gubernamentalidad neoliberal y sociedad de control: ¿el fin del poder disciplinario? En muchos abordajes que intentan actualizar el diagnóstico foucaultiano en torno al poder en Occidente, se suele señalar un pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control. Lo que al comienzo tuvo un efecto heurístico muy relevante para poder comprender muchas de las transformaciones del capitalismo actual (cognitivo, posfordista, posalfabético, bioeconómico, neoliberal, etc.) y de los dispositivos de poder que lo sostienen se ha transformado en una especie de lugar común acrítico donde pareciera que se establece una sucesión histórica donde el control es lo otro de la disciplina y, por lo tanto, de la violencia. Esta lectura esquemática de la Posdata deleuziana parece sostener que la gubernamentalidad neoliberal, equiparada sin más a la sociedad de control, implica una superación histórica de la sociedad normalizadora, como si cuando se habla de poder disciplinario y poder gubernamental se tratara de épocas y no de tecnologías de poder. Ambas ideas producen una caricaturización de los interrogantes foucaultianos y disminuyen su potencial crítico respecto de nuestro presente. Según el primer malentendido, toda la analítica foucaultiana del poder previa a la gubernamentalidad podría reducirse a la descripción de una instancia violenta de dominación a la que esta vendría a oponerse. Por lo que, claro está, para la comprensión del neoliberalismo como gubernamentalidad, de nada servirían esos otros análisis microfísicos del poder. Como si los dispositivos disciplinarios, el dispositivo de la sexualidad, los mecanismos de seguridad, las regulaciones biopolíticas, etc., descritas por Foucault, fueran todas figuras de un poder que simplemente niega, reprime y se ejerce exterior y violentamente sobre sujetos pasivos. El segundo malentendido consiste en considerar los dispositivos y tecnologías políticas descritos por Foucault, no como el resultado de relaciones diferenciales e inestables de fuerzas que solidifican teseopress.com

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prácticas, discursos y técnicas que se encabalgan unas con otras y producen distintas configuraciones históricas, sino como expresiones sucesivas de una historia del poder (soberanía, disciplina, biopolítica, control, neoliberalismo, etc.), de forma tal que el diagnóstico del presente parecería pasar menos por una cartografía de las fuerzas que por una deducción de sus rasgos a partir de la sucesión de épocas. Dicho de otra forma, si se presupone que la gubernamentalidad neoliberal es una especie de época (en la que el poder se ejerce bajo la modalidad del gobierno) que ha superado definitivamente a la sociedad disciplinaria o biopolítica (en las que el poder se reduce a dominación), difícilmente lograremos hacer inteligible el funcionamiento de las técnicas y los dispositivos disciplinarios y biopolíticos de la actualidad.3 Menos aún dar cuenta de sus transformaciones, su acoplamiento con otras técnicas, como las de la empresa neoliberal, que van configurando los efectos de conjunto del poder en nuestro presente. Al representar al neoliberalismo como una temporalidad global, tal como si fuese una revolución tecnológica, que reemplaza a la sociedad disciplinaria o biopolítica, se naturaliza una transformación que a su vez se presenta como autónoma y se homogeniza bajo una coherencia unificada la experiencia del presente. Así, siguiendo estos supuestos, Byung-Chul Han puede afirmar livianamente que “la sociedad disciplinaria es una sociedad de la negatividad. La define la negatividad de la prohibición” (Han, 2012, p. 85; las itálicas son nuestras) e inversamente que “la técnica de poder neoliberal no ejerce ninguna coacción disciplinaria” (Han, 2012, p. 130; las itálicas son nuestras). Sin embargo, ¿qué son acaso cada una

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Lo desarrollado hasta aquí no quiere decir que los dispositivos disciplinarios y biopolíticos funcionen en la actualidad tal cual fueran descritos por Foucault para los siglos XVIII y XIX. La emergencia del poder disciplinario puede ser situada históricamente, pero no puede ser reducida a una época, es un conjunto articulado de técnicas, saberes, dispositivos, etc. De lo que se trata es de interrogar las técnicas y los dispositivos concretos y no deducir su función a partir de una historia del poder.

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de las técnicas minuciosas descritas en Vigilar y castigar sino precisamente técnicas positivas de conducción de las conductas, del buen encauzamiento de las conductas para hacer crecer las fuerzas sociales? ¿Cómo se define la biopolítica a diferencia del poder soberano si no como un poder que se ejerce positivamente sobre la vida? Mucho antes de hablar de gubernamentalidad, y a propósito de todas esas técnicas positivas y productivas del poder, Foucault sostenía: “Qué fácil sería sin duda desmantelar el poder si éste se ocupase simplemente de vigilar, espiar, sorprender, prohibir y castigar; pero no es simplemente un ojo ni una oreja: incita, suscita, produce, obliga a actuar y a hablar” (Foucault, 1996, p. 136; las itálicas son nuestras). Después de todo, esos siempre han sido los verbos con los que la analítica foucaultiana pretendió desmontar los postulados de la imagen jurídica y económica del poder. En todo caso, hay técnicas, tecnologías, que mutan, se desarrollan, se bloquean, se reinventan, se encabalgan unas con otras, y no en un desarrollo sucesivo ni lineal, sino en un entramado de fuerzas y de relaciones estratégicas. Foucault es absolutamente claro al respecto: si bien unas tecnologías de poder pueden ser dominantes en una época y por ello puede hablarse de sociedades de soberanía, disciplinarias y biopolíticas, los dispositivos de poder correspondientes no son sustituidos, sino que se combinan de una manera novedosa entre ellos. En ese sentido, quizás sea oportuno recuperar una tesis de Michael Hardt (2005): la sociedad mundial de control (lo que junto a Negri luego llamará “imperio”) no es el fin de las disciplinas, sino su generalización en el marco de un control ejercido en espacios abiertos. De igual manera, el imperio no es el fin del poder soberano, sino su transformación hacia una forma de ejercicio del poder en redes y de manera más inmanente a la sociedad. Esta idea de que las disciplinas se renuevan incluso en los sectores hegemónicos del capitalismo es planteada por Dardot y Laval, cuando

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señalan que la ofensiva neoliberal no solo apuntó a convertir los espíritus mediante una lucha ideológica, sino también a transformar los comportamientos a través de técnicas y dispositivos de disciplina, o sea, sistemas de coacción, tanto económicos como sociales, cuya función fue obligar a los individuos a gobernarse bajo la presión de la competición, de acuerdo con los principios del cálculo maximizador y en una lógica de valorización de capital (Dardot y Laval, 2013, p. 193).

Lejos de oponer disciplina, normalización y control, todos estos dispositivos forman parte de la estructuración de un campo de acción. La disciplina no es, valga aclararlo, una coacción directa sobre los cuerpos. Ella opera mediante la influencia, sobre los deseos, conminando a cada individuo a perseguir su propio interés. En ese sentido, el neoliberalismo instaura un nuevo sistema de disciplinas, que operan no solo a través del aumento del desempleo y la disminución de los servicios sociales, sino también a través de la obligación de elegir y de la competencia, que atraviesa tanto al Estado como al management de empresa. En efecto, el poder disciplinario, lejos de ser un poder de la negatividad, que solo traza límites e impone al sujeto un molde uniforme como una cadena de montaje fordista, supone, por el contrario, el funcionamiento de la norma, lo que marca el abandono del postulado de la legalidad según el cual el poder se expresa por medio de la ley y como prohibición. Y, más aún, conlleva, a la par de las técnicas de objetivación del sujeto por el saber y el poder, unas verdaderas técnicas de subjetivación: de hecho, las técnicas disciplinarias son, ante todo, autodisciplinarias. Recordemos que su genealogía va de las técnicas del ascetismo monacal al archipiélago carcelario de la sociedad disciplinaria. De nuevo, la cuestión está en cómo unas técnicas como las del ascetismo monacal, a partir de cierto punto, pueden desbloquearse, volverse hegemónicas, extenderse sobre todo al campo social y entramarse con el despunte del capitalismo. teseopress.com

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Al distinguir la función de la norma de la función de la ley soberana, Foucault buscaba, en efecto, distinguir una tecnología de poder que opera mediante la primacía del código y sus prohibiciones de una que opera a partir de las distribuciones dadas en un campo abierto de posibilidades en el cual diversos comportamientos, diversas respuestas, reacciones e invenciones pueden ser realizados. La normalización, con el desplazamiento de lo jurídico a lo médico, no es una ley que se impone sobre los sujetos, que los moldea a su imagen y semejanza, sino una optimización de la autonormatividad de lxs vivientes. En ese sentido, es tan “liberal” como los dispositivos de la gubernamentalidad neoliberal. Después de todo, no hemos tenido que esperar al neoliberalismo para aprender a vigilar “libremente” nuestro cuerpo, salud, sexualidad, y nuestras conductas. Una larga serie de técnicas de observación y cuidado de sí toman forma al calor del despunte del capitalismo, de las campañas de moralización de la infancia, de la familia, de la sexualización y racialización de los cuerpos productores y reproductores. Por lo tanto, pensando en esta trayectoria tecnológica, es perfectamente posible decir que las técnicas del empresario de sí son un capítulo más de la historia de las tecnologías biopolíticas surgidas en la modernidad occidental. No olvidemos que el curso sobre la gubernamentalidad neoliberal pretendía justamente dar cuenta del nacimiento de la biopolítica. Con esto queremos decir: sin dudas las técnicas de la empresarialización de la existencia son determinantes en nuestro tiempo, pero se entroncan dentro de la historia de las tecnologías disciplinarias, normalizadoras y biopolíticas y, como estas, se entraman con el surgimiento y las transformaciones del capitalismo. Por eso mismo, no podemos sumarnos al coro de quienes entienden que, en la sociedad de control neoliberal, el poder se ejerce de manera no violenta, oponiendo esquemáticamente el gobierno como conducción de conductas a la visión nietzscheana del poder como enfrentamiento de

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fuerzas y estrategias. No solo sostenemos que esta última oposición tajante plantea una especie de teoría e historia del poder ajena a los propósitos de una mirada foucaultiana y olvida los modos en que la guerra opera en la filigrana de la paz, sino que es imposible no advertir el modo en que nuevas y viejas formas de coerción violenta concurren en la producción del homo œconomicus neoliberal, que debe autoconcebirse como un capital que debe valorizarse y como una empresa en competencia con las demás.

La violencia del capitalismo neoliberal y sus efectos subjetivos En los últimos años, distintos íconos de la teoría crítica contemporánea han insistido en la necesidad de reconocer el carácter sistémico de la violencia, frente a la cual estallan distintas manifestaciones violentas a nivel inter e intrasubjetivo.4 En ese marco, como en el apartado precedente, nos

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En su libro sobre la violencia, Žižek sostiene que, al lado de muy visibles formas de violencia subjetiva, existe una violencia objetiva y otra simbólica. En ese marco, sugiere que el árbol de las manifestaciones subjetivas de la violencia nos impide ver el bosque de la violencia sistémica que las genera. Esta violencia objetiva tendría que ver con la lógica de la abstracción real, es decir, que en el capitalismo no se trata de lo que hacen determinados sujetos a quienes podemos culpar de nuestra suerte, sino que la violencia del capital es impersonal, sistémica, anónima. Así sostiene: “Es demasiado simplista afirmar que el espectro de este monstruo autoengendrado que continúa su rumbo ignorando cualquier respeto por lo humano o por el ambiente es una abstracción ideológica, detrás de la cual hay personas reales y objetos naturales en cuyas capacidades productivas y en cuyos recursos se basa la circulación del capital y de los que se nutre como un gigantesco parásito. El problema es que esta ‘abstracción’ no está solo en la percepción errónea de nuestros ‘especuladores’ financieros, sino que es ‘real’ en el preciso sentido de determinar la estructura de los procesos materiales sociales: el destino de un estrato completo de la población, o incluso de países enteros, puede ser determinado por la danza especulativa ‘solipsista’ del capital, que persigue su meta del beneficio con total indiferencia sobre cómo afectará dicho movimiento a la realidad social […]. Es ahí donde reside la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más extraña que cualquier violencia

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parece interesante recuperar críticamente ciertos planteos del quizás sobrevaluado Byung-Chul Han, ya que elabora una topología de la violencia que pretende dar cuenta de sus transformaciones históricas, y para ello recupera cierta clave de inteligibilidad foucaultiana, pero en un sentido diametralmente opuesto al que sostenemos en este trabajo. Según Han: La sociedad premoderna de la soberanía está habitada en su interior, por la violencia de la decapitación. Su medio es la sangre. La sociedad moderna disciplinaria es, todavía más, una sociedad de la negatividad. Está dominada por una coacción disciplinaria, por la “ortopedia social”. Su forma es la deformación. Pero ni la decapitación ni la deformación pueden definir la sociedad de rendimiento tardomoderna. Está gobernada por una violencia de la positividad, que no permite distinguir entre libertad y coacción. Su manifestación patológica es la depresión (Han, 2016, p. 263).

Como vemos una vez más, la comprensión de Han de las disciplinas es limitada, cuando no caricaturesca, proponiendo además una supuesta sucesión y oposición entre sociedades de soberanía, disciplinarias y de control. Según esta filosofía de la historia del poder, en la actualidad “la violencia material deja lugar a una violencia anónima, desubjetivada y sistémica, que se oculta como tal porque coincide con la propia sociedad” (Han, 2016, p. 7). Esta tesis del pasaje de las formas sangrientas de violencia a una violencia más difusa e interiorizada, lejos de ser original, parece reproducir los lugares comunes de las teorías sociológicas de la modernización. Ya Norbert Elías (como Freud antes de él) reconocía hace un siglo la transformación de las heteroconstricciones en autoconstricciones y que el proceso de civilización implicaba sublimar determinadas

directa socioideológica precapitalista: esta violencia ya no es atribuible a los individuos concretos y a sus ‘malvadas’ intenciones, sino que es puramente ‘objetiva’, sistémica, anónima” (Žižek, 2009, pp. 22-23).

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prácticas donde la violencia manifiesta desaparece de la escena. Para Han, esta violencia interiorizada se transforma en una violencia que los sujetos ejercen sobre sí mismos. En los dispositivos de subjetivación neoliberales, la interiorización de la violencia tendría como resultado último la autoexplotación, característica central de la sociedad de rendimiento. La violencia actual ya no sería producto de la negatividad, sino de un exceso de positividad. Una violencia más traidora que la violencia de la negatividad, puesto que esta se ofrece como libertad. El “estruendo de la batalla” no ha enmudecido. Pero se origina en una batalla singular, una batalla sin dominación ni enemistad. Se libra una guerra con uno mismo, uno se violenta a sí mismo. Ya no proviene del mecanismo penitenciario, sino del alma del sujeto de rendimiento. Paradójicamente, la nueva prisión se llama libertad. Se parece a un campo de trabajo forzado, donde uno está prisionero y a la vez es el vigilante (Han, 2016, p. 262).

El “estruendo de la batalla” hace referencia a Vigilar y castigar, cuando al final del libro Foucault sostiene que es necesario oírlo bajo las instituciones del poder disciplinario. El estruendo, ahora, es el de una batalla “sin dominación ni enemistad” que no ha enmudecido, pero que se ha trasladado al interior del sujeto. De alguna forma, Han extiende el análisis foucaultiano del empresario de sí mismo a la violencia. Si somos empresarixs de nosotrxs mismxs, también somos explotadorxs, vigilantes, capataces, Kapos, de nosotrxs mismxs. El problema es que, en esa metonimia ilimitada, se pierde un elemento central del empresario de sí mismo, que no es el tomar al sí mismo como objeto de una práctica, sino el de darle la forma de un capital. Han no desconoce la violencia neoliberal, la batalla que supone, pero su topología la idealiza y la generaliza a tal punto que la hace ininteligible. Como ya dijimos, no ha sido el neoliberalismo el que nos ha enseñado a vigilar y disciplinar nuestros cuerpos y almas: han sido la larga historia de la

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pastoral y las disciplinas. Es esa la historia de la coincidencia entre obediencia y libertad (y entre necesidad y libertad) que hará gala en la filosofía moderna y de la que Han parece su último exponente. La pregunta que intenta responder Vigilar y castigar para la modernidad sigue siendo la misma para nosotrxs: ¿cómo se produce al sujeto de esa libertad que es una prisión? ¿Cuáles son los mecanismos que hoy la producen? O, en el lenguaje de Han: ¿cómo se fabrica al sujeto del rendimiento? Han supone que se trata de una violencia interiorizada, pero lo que no explica son los mecanismos violentos (o no) que producen esa interiorización. Han no solo no da una definición de la violencia de la cual dice hacer la topología, sino que entiende de manera indiferenciada a la sociedad de soberanía y a la sociedad disciplinaria como sociedades de la violencia negativa y represiva, para separarlas de una violencia causada por un exceso de positividad. Así, al mismo tiempo que pierde la genealogía de la “positividad” de la violencia contemporánea, mucho más profunda que su reducción a una etapa postmoderna, invisibiliza sus rasgos a menudo sanguinarios y sus diferentes modos de manifestarse, como si pudiese encontrarse una lógica única y última de la violencia contemporánea. En este sentido, para retomar el “estruendo de la batalla”, Han no se priva de pensar esta violencia a partir de la guerra, pero solo para reencontrar los mismos límites: […] hoy en día la guerra mundial tiene lugar sin un enemigo al que “combatir”. Más bien uno entra en guerra consigo mismo. La falta de negatividad de la enemistad hace que la guerra se dirija contra uno mismo. Quien destruye, será destruido. Quien golpea, será golpeado. Quien vence, pierde a su vez. Esta guerra carece de visibilidad y ostensibilidad, puesto que se manifiesta como paz. Se trata de una guerra en la que nadie puede ganar. Esta guerra sin enemigo no puede llegar a su fin con la victoria de un partido, sino con un desmoronamiento global, un burnout global (Han, 2016, p. 275).

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Si bien afirma que estamos frente a una guerra y acierta al caracterizarla como una guerra sin enemigos definidos que se manifiesta como paz, ya no se trata para Han, como en la inversión foucaultiana de Clausewitz, de oír bajo las categorías clínicas y psiquiátricas el estruendo de la guerra, sino de ocultarla tras el velo de la topología y sus metáforas psíquicas. Por el contrario, nos parece que sigue siendo imprescindible seguir la guerra como filigrana de la paz. Una guerra que, inversamente a lo que supone esa topología, tiene ganadorxs, pero, sobre todo, clarxs derrotadxs: mutiladxs, expropiadxs, explotadxs, desplazadxs, invisibilizadxs, que configuran la mayor parte de la población mundial. La guerra contemporánea, una guerra nunca declarada y que no interrumpe la paz, una guerra cotidiana, sin enemigos o con enemigos tan ideales como el terrorismo, el narcotráfico o la pobreza, atraviesa y ordena nuestras ciudades y territorios, nuestros cuerpos y nuestras formas de vida, produciendo formas de dominio y explotación cada vez más cruentas. Eso es lo que no entiende Han: que, si hemos llegado a concebirnos como empresarios de nosotros mismos, como autoexplotadorxs, si hemos llegado a estar en guerra con nosotrxs mismxs, es porque nuestras vidas han sido atravesadas por instituciones que continúan la guerra y por guerras que continúan las instituciones. Guerras que se despliegan en los barrios, en las villas, en los territorios blancos de la acumulación por desposesión, una guerra que se explicita donde las instituciones no llegan o lo hacen demasiado tarde, o cuando estas fracasan a sus objetivos bélicos. Al desconocer esa dimensión de la violencia y de la guerra, la topología de Han se parece a los filmes de Hollywood que (parafraseando a Jameson, Fisher, Žižek y otros) nos permiten imaginar el fin del mundo (en un burnout global o en una catástrofe climática), pero nunca el fin de las formas actuales de la dominación, la explotación y la guerra. El análisis

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topológico así propuesto, al perder de vista la materialidad de la violencia y de la guerra, es incapaz de dar un principio de inteligibilidad para lo contemporáneo, a no ser el de esa sucesión de las formas de poder que, como sabemos, son cualquier cosa menos epocales. En este sentido, aun si aceptáramos esta novedad de una violencia de la positividad, y sus excesos, de una violencia neuronal como distinta respecto de la violencia física, de una violencia que los sujetos ejercen sobre sí mismos, deberíamos reconocer que esta coexiste con formas mucho más externas y brutales de violencia sobre los cuerpos que reeditan la distribución geopolítica de la violencia y de la explotación de la etapa colonial, incluso al interior del otrora “primer mundo” en el que sin dudas Han está pensando. Así como sucede con otras miradas que analizan el capitalismo contemporáneo a partir de sus sectores hegemónicos, la objeción empirista indicaría que difícilmente podríamos sostener que lxs fabricantes de prendas textiles en talleres clandestinos, lxs inmigrantes que trabajan recolectando frutas en condiciones de superexplotación, o quienes trabajan en las minas de coltán en condiciones de semiesclavitud trabajen por placer y entretenimiento o que se autoexploten en la búsqueda de maximizar el propio rendimiento. Del mismo modo, lxs trabajadorxs precarixs y desocupadxs que en muchos casos habitan las periferias de nuestras ciudades experimentan formas de violencia cotidiana que lejos están de poder pensarse como exceso de positividad: aquí el “¡Sí, se puede!” de la ideología felicista (Bifo, 2003) se transforma mucho más rápidamente en impotencia, frustración y endeudamiento (Lazzarato, 2013), cuando no asesinato y suicidio. En este sentido, si bien es indispensable reconocer las transformaciones en las modalidades de la violencia y de las subjetividades en el capitalismo tardío, no se puede obviar que vivimos en un sistema global donde la distribución de las formas e intensidades de la violencia

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es altamente desigual. A diferencia de los teóricos del posfordismo, quienes, a pesar de posar su mirada casi exclusivamente en los sectores hegemónicos del capitalismo, intentan pensar las transformaciones concretas en las formas de explotación contemporáneas, en el caso de Han se trata de simples deducciones de una filosofía de la historia y una topología que ya hemos criticado. Por lo demás, se echa de menos en Han una consideración de las formas políticas que asume esa violencia, donde la negatividad parece reintroducirse por la ventana. En ese marco, Lazzarato hace un racconto mucho más descarnado de la violencia en la etapa neoliberal y de la coyuntura actual. Según el italiano, para imponer sus políticas económicas depredadoras, el neoliberalismo promueve una posdemocracia autoritaria y policial gestionada por los técnicos del mercado mientras las nuevas derechas declaran la guerra al extranjero, al inmigrante, etc. relanzando una guerra racial de clase. Una hegemonía neofascista sobre los procesos de subjetivación confirmada por un retorno de la guerra contra la autonomía de las mujeres y los devenires menores de la sexualidad como extensión del dominio endocolonial de la guerra civil. En ese sentido, “a la era de la desterritorialización sin límites de Thatcher y Reagan le sucede la reterritorialización racista, nacionalista, machista y xenófoba de Trump”, a la cabeza de “todos los nuevos fascismos” (Lazzarato y Alliez, 2016). En esta visión, ya no es ni el exceso de positividad ni una violencia ejercida contra nosotrxs mismxs lo que aqueja a nuestras vidas, sino la violencia de la expropiación, de la acumulación ilimitada, del ecocidio, de la competencia como norma de conducta, de la desterritorialización producida por el movimiento irrefrenable del capital, que se reterritorializa social y políticamente en nuevas formas de nacionalismo, machismo, racismo, clasismo, xenofobia, etc.

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En ese marco, un elemento clave está dado por la violencia de las finanzas y, en particular, de la deuda. Si las finanzas son la continuidad de la guerra por otros medios (Lazzarato y Alliez, 2016), esto implica no solo que la deuda produce de manera cruenta una subjetividad capaz de cumplir con sus promesas, siempre ya culpable frente al acreedor, ni tan solo que existen nuevas formas de servidumbre maquínica que operan en un nivel preindividual. Esto implica asimismo que las mnemotécnicas del capitalismo neoliberal que producen a este sujeto endeudado se graban en los cuerpos a través de formas muy materiales de violencia (Lazzarato, 2013). Por eso hay que entender este rol político de sujeción violenta que la deuda ejerce sobre los hombres y mujeres endeudadas. ¿O acaso los suicidios masivos de campesinos endeudados en la India son el efecto de una violencia neuronal causada por un exceso de positividad? En ese sentido, lejos de cualquier versión irénica de la gubernamentalidad (neo)liberal, debemos señalar que el endeudamiento, la desposesión y la precarización cada vez más extendida de diversas poblaciones, el aumento de la desigualdad, la violencia y la degradación ambiental –aquello que Achille Mbembe caracteriza como “devenir negro del mundo” (Mbembe, 2016, pp. 30 ss.)– no son meros efectos colaterales, sino elementos centrales del gobierno de nuestro tiempo y de la producción del homo œconomicus como empresario de sí mismo.

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Violencia de la deuda y guerra contra las mujeres Conscientes de esta incidencia de la deuda en las nuevas modalidades de sujeción y disciplina, uno de los manifiestos del colectivo argentino Ni Una Menos de 2017 se titulaba “Vivas y desendeudadas nos queremos”. En efecto, quienes padecen la violencia machista saben perfectamente que las altas tasas de endeudamiento en los hogares populares donde la mujer suele ser el único sostén económico es un factor de suma influencia en la “violencia subjetiva” de la que son víctimas. En ese sentido, Gago y Cavallero señalan que la relación acreedor-deudor planteada por Lazzarato debería tener en cuenta la diferencia de géneros y del potencial de desobediencia. En cuanto a cómo opera el endeudamiento sobre las mujeres, destacan: 1) un modo particular de moralización dirigida a las mujeres y a los cuerpos feminizados; 2) un diferencial de explotación por las relaciones de subordinación implicadas; 3) una relación específica de la deuda con las tareas de reproducción; 4) un impacto también singular con respecto a las violencias machistas con las que la deuda se articula; 5) variaciones fundamentales sobre los posibles “a futuro” que involucra la obligación financiera en el caso de los cuerpos feminizados (Gago y Cavallero, 2019, p. 12).

En ese sentido, agregan: Esto no desmiente la deuda como dispositivo de explotación transversal, que opera capturando la producción de lo común. Pero nos parece decisivo poder afirmar que no hay una subjetividad del endeudamiento que pueda universalizarse ni una relación deudor-acreedor que pueda prescindir de sus situaciones concretas y en particular de la diferencia sexual, de géneros, de raza y de locación, porque justamente la deuda no homogeniza esas diferencias sino que las explota (Gago y Cavallero, 2019, pp. 12-13).

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Por eso, Verónica Gago, siguiendo a diversas pensadoras feministas que han evidenciado las conexiones entre neoliberalismo y guerra contra las mujeres, no duda en preguntarse si el cuerpo de las mujeres no se ha transformado en un territorio privilegiado de la guerra contemporánea, y sobre el rol de la deuda en dicha contienda. Lo interesante para nuestro tema es la conexión que establecen Gago y el colectivo Ni Una Menos entre el endeudamiento de las mujeres y la imposibilidad que ello implica de sustraerse a la violencia machista. En ese sentido, el documento del 3 de junio de 2017 señalaba: “Las deudas no nos dejan decir no cuando queremos decir no”; y “La violencia machista se hace aún más fuerte con la feminización de la pobreza y la falta de autonomía económica que implica el endeudamiento” (Ni Una Menos, 2017). En efecto, los trabajos de Gago ilustran la conexión entre la violencia contra las mujeres y las transformaciones en la economía y el mundo laboral, donde se conectan explotación financiera, precarización de la existencia, desposesión, y asunción de formas de neoliberalismo desde abajo por parte de poblaciones precarizadas como lxs trabajadorxs migrantes (Gago, 2014). En ese sentido, sus trabajos destacan el modo en que las finanzas explotan desde el exterior una cooperación social que se da por fuera de la relación salarial y a la que reconocen su productividad, lo que da lugar a nuevas formas de extractivismo (Gago y Mezzadra, 2015), del cual las mujeres son las principales afectadas, puesto que la división sexual del trabajo las coloca no solo en condiciones de explotación más graves en el ámbito productivo, sino que además les impone hacerse cargo muchas veces en exclusiva del trabajo reproductivo. El Estado, que ya no puede garantizar la inclusión a través del trabajo, pero sí habilitar canales de consumo, otorga subsidios que están bancarizados y se erige en garante último de dicha explotación por parte de las finanzas

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sobre las clases populares. En este sentido, si por un lado se reconoce mínimamente el trabajo reproductivo a través de la Asignación Universal por Hijo,5 este tipo de subsidios que no aseguran dicha reproducción funcionan como garantía para la toma de deuda.6 En ese marco, la creciente violencia contra las mujeres se da en una situación de crisis del patriarcado del salario (Federici, 2018) que, lejos de liberar a las mujeres, las somete doblemente: a la violencia de masculinidades en crisis por su imposibilidad de seguir siendo proveedoras, y a la violencia de la deuda que muchas mujeres se ven forzadas a contraer, con la compulsión a encontrar los medios de reembolso. Sin embargo, como reconoce el documento de Ni Una Menos, la deuda pública también afecta especialmente a las mujeres, en la medida en que las condicionalidades que ella supone, como reducción de los salarios y subsidios, mayor precarización laboral y desempleo, ponen en jaque a las economías familiares.7 En ese marco de precariedad generada por la deuda, se viabiliza una recolonización

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Dicho derecho no deja de generar críticas en los sectores conservadores del país. En los discursos de varios referentes de la derecha, se señala que las mujeres se embarazan para cobrar una asignación, a pesar de que el 80 % de las familias que la cobran no tienen más de dos hijos y que dicho subsidio, que en septiembre de 2019 era de $ 2.652, equivalente a 45 USD, está muy lejos de cubrir una canasta básica que se estimaba en $ 37.600 (Indec, noviembre de 2019). En esos discursos, que repiten el tropo racista y clasista de la “welfare queen” norteamericana de los años 60, la “mujer aparece como un ser calculador que utiliza su maternidad como un modo de obtener un rédito económico, lucrando con sus hijxs. Esta acusación está dirigida de manera directa a los sectores populares, puesto que no se sostiene lo mismo respecto de los sectores medios que perciben las asignaciones familiares” (Meritano, 2017). Condiciones que pueden ser consultadas en https://bit.ly/3fPTIxJ. Algo similar sucede en el caso de los créditos a jubilados, en un contexto de pérdida de poder adquisitivo de las jubilaciones. Cabe recordar que la deuda pública argentina, sumando todos sus componentes, aumentó en más de 200 000 millones de dólares desde la asunción de la alianza Cambiemos en diciembre de 2015, en un contexto de inflación que rondó el 300 % durante su mandato y una devaluación de la moneda del

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del cuerpo-territorio de las mujeres, que quedan expuestas a distintas formas de violencia, que en el extremo se manifiestan en la violación y en el femicidio. En un sentido análogo, trabajos como los de Rita Segato, Sayak Valencia, y Jules Falquet sitúan el asesinato sistemático de mujeres en territorios como la frontera norte de México o Guatemala en un contexto de violencia más amplio que obedece a las transformaciones más generales en el régimen de poder del capitalismo neoliberal, y no reducen el problema a vanas explicaciones culturalistas o a una misoginia universal y transhistórica. Según estas investigaciones, fuerzas militares y paramilitares que fueron empleadas en la guerra antisubversiva de los 70 y los 80 y que fueron educadas en la producción del terror en el seno de la población –incluyendo la violación como instrumento de guerra– se han transformado en bandas armadas o fuerzas paraestatales que desarrollan o están vinculadas a una serie de negocios como el narcotráfico, venta de armas y el tráfico de personas, y se disputan el control territorial en distintas geografías latinoamericanas. En ese contexto, la violencia está ligada a disputas de dinero, poder y soberanía en un marco donde el Estado se ausenta voluntariamente por los beneficios indirectos que obtiene, o directamente apoya el saqueo y la expropiación de los territorioscuerpos, o bien disputa la soberanía con las bandas criminales, por lo cual se genera un terror en la población que beneficia a ambos bandos. En ese marco, Segato señala que el femicidio, lejos de poder ser reducido a violencia sexual, implica una violencia pedagógica y expresiva, donde la crueldad se practica y se exhibe como un mensaje hacia bandas rivales, hacia las poblaciones afectadas y a la sociedad en su conjunto. Esos crímenes también están ligados a transformaciones

540 %. Dicha situación se vio agravada a partir del plan de ajuste acordado con el Fondo Monetario Internacional, que consolidó un incremento en los niveles de pobreza, indigencia y desempleo alarmantes.

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del capitalismo, donde la riqueza y el poder de fuego se concentran en las mismas manos, y que lejos están de la versión postistórica que nos pintan las tesis de Han. En ese capitalismo gore (Valencia, 2010), las multinacionales no son solo las de la informática, sino también los emprendimientos narco. Desde este punto de vista, como señala Dawn Paley, Ciudad Juárez parece ser, más que Silicon Valley, el laboratorio económico-político del mundo contemporáneo (Paley, 2018).8 En estos territorios, la violencia funcionaría como herramienta de mercado o de emprendimiento, medio de supervivencia alternativo frente a la situación de precariedad laboral y existencial, y pieza clave de la autoafirmación masculina. En efecto, la violencia espectacular del capitalismo gore está directamente relacionada con las dinámicas de una globalización neoliberal donde las nuevas formas de gubernamentalidad extienden la racionalidad económica a todos los ámbitos de la vida con la consiguiente precarización laboral mundial.9 En ese marco, las prácticas gore responden a uno de los imperativos de legitimación del (neo)liberalismo: la idea del self-made-man o empresario de sí mismo. Esto se vincula de manera directa con la redefinición del rol del Estado, que ya no busca asegurar a la población contra los riesgos que aquejan a la existencia, sino promover subjetividades responsables de su propia suerte que estén dispuestas a vivir peligrosamente. Como señalábamos, no es casual que este tipo de necroemprendimientos tengan lugar en estas geografías. En ese sentido, Falquet nos recuerda el carácter estratégico de

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No obstante, como muestra Paley (2018), esas dos dimensiones están íntimamente articuladas, no solo por lo que refiere a las industrias clásicamente extractivas, sino incluso a las multinacionales high tech. Valencia entiende como componentes clave de la globalización la desregulación del mercado laboral, la desterritorialización de la producción, la “decodificación de flujos financieros por la aplicación exacerbada de la política neo-liberal” y las “estrategias aplicadas para que el dinero viaje a la velocidad de la información” (Valencia, 2010, p. 31).

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México en general, y de su frontera norte en particular, como fuente de materias primas y de mano de obra para Estados Unidos. En particular, la frontera norte: […] es especialmente emblemática de las lógicas de industrialización y luego de desarrollo de las zonas francas características del neoliberalismo. Ilustra con especial claridad la forma en que son puestas a trabajar diferentes categorías de mano de obra, en el centro de las cuales encontramos a lxs migrantes y a las mujeres, generalmente proletarizadas y racializadas: precisamente el tipo de personas que son el blanco de los feminicidios en Juárez (Falquet, 2015, p. 86).

En ese marco, Falquet pone el acento en que la violencia femicida en territorios como Juárez no puede ser entendida sin vincular la cuestión de género con la de clase y de raza, y permiten así pensar la reorganización neoliberal del trabajo. Por un lado, a través del vínculo entre la violencia contra las mujeres y la continuidad con la guerra antisubversiva llevada a cabo en los 70 contra las organizaciones de izquierda, mediante técnicas destinadas a producir terror. Por otro lado, a través de la pacificación de la mano de obra. En ese marco, además de la continuidad con la guerra contrainsurgente, Falquet propone un paralelismo entre la violencia semiprivada que se ejerce actualmente contra las mujeres y la caza de brujas estudiada por Federici como parte de la acumulación originaria. En efecto, la guerra contra las mujeres y su autonomía sigue estando profundamente vinculada a la acumulación de capital y a su necesidad de trabajo reproductivo a bajo costo o gratuito.10 En ese

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Acaso el voto del Senado argentino contra la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo pueda leerse en esta línea. Muchos de los discursos a favor y en contra de la ley mostraron la reducción del cuerpo de la mujer a un instrumento cuya misión prioritaria es la reproducción biológica, incluso en contra de sus propios deseos. Probablemente no sea casual que el No a la IVE tenga mayor consenso en las geografías donde los cuerpos femeninos son en mayor medida objeto de abusos, estigmatización y falta de autonomía.

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sentido, lxs trabajadorxs migrantes de la frontera norte de México padecen una situación de precariedad existencial que pareciera indispensable para el funcionamiento de la norma neoliberal en dichos territorios.11 En ese contexto, Falquet también sitúa la violencia contra las mujeres en el marco de las resistencias que estas llevan a cabo frente a las nuevas formas de extractivismo:12 Pueden verse en esta violencia varios objetivos entrelazados: traumatizar a las mujeres mismas (y luego a sus familias y comunidad), desalojadas de un determinado territorio (siendo este mismo territorio y sus recursos lo que está en juego detrás de la violencia), y crear una mano de obra “libre” (privando a las poblaciones indígenas de sus recursos y de su territorio) que podrá ser empleada en las plantaciones, el empleo informal urbano o la migración (esencialmente para el trabajo doméstico y sexual) (Falquet, 2017, pp. 141-142).

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Desde el punto de vista de Butler (2017, p. 40), “precariedad” (precarity) designa “una condición impuesta políticamente merced a la cual ciertos grupos de la población sufren la quiebra de las redes sociales y económicas de apoyo mucho más que otros, y en consecuencia están más expuestos a los daños, la violencia y la muerte”. Esta precariedad como una condición inducida de inequidad y miseria, que son efectos de las formas neoliberales de la vida social y económica, debe ser distinguida de la precariedad (precariousness) como condición existencial de lo humano compartida de igual manera por todxs. Esta ambivalencia se asemeja a aquella distinción entre ser desposeído como condición existencial de no poseerse a sí mismo, que permite pensar una ontología de la subjetividad por fuera del individualismo posesivo, de la desposesión de las personas a través de la inmigración forzada, el desempleo, la falta de vivienda, la ocupación del territorio y los modos contemporáneos de la conquista. Por otro lado, hay que desposeerse del yo soberano para entrar en formas de colectividad que se oponen a esas formas de desposesión. De allí las aporías y ambivalencias de la desposesión (Butler y Athanasiou, 2017, pp. 15 y ss.). En otros trabajos (Saidel, 2015), nos hemos ocupado del neoextractivismo en América Latina como un tipo de práctica transversal a gobiernos de distinta orientación política que han continuado con una matriz de desarrollo desposesiva. Sin embargo, no habíamos mencionado la conexión que existe en muchos de nuestros países entre extractivismo y guerra colonial primero y neocolonial después. Una guerra que no tiene entonces como víctima principal a la naturaleza, cuyos derechos algunas constituciones regionales reconocen, sino también a las poblaciones campesinas e indígenas, y en particular a los cuerpos-territorios de las mujeres.

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Como vemos, estas reflexiones realizadas desde el feminismo ilustran dimensiones de la violencia neoliberal, que desde perspectivas como las de Han quedan totalmente invisibilizadas. Si el mensaje de que todo se puede, y el imperativo de la competencia y el rendimiento son transversales a toda la aldea global, también hay que reconocer que dichos dispositivos y mensajes no tienen los mismos efectos para todxs. En ese marco, los usos y formas de la violencia difieren ampliamente de acuerdo con los sectores geográficos y sociales que estemos analizando. Desrealizando la violencia del capital y sus cuerpos sudorosos, sufrientes, sangrantes, la supuesta topología de la violencia no hace más que volverla u-tópica.

A modo de cierre A lo largo de estas notas, hemos intentado problematizar el modo en que se viene pensando desde ciertas teorías críticas de alto impacto editorial la relación entre gubernamentalidad neoliberal y violencia. Hemos sostenido que, lejos de oponerse y de implicar el fin de las relaciones diferenciales de fuerza, la gubernamentalidad neoliberal supone formas de violencia que son intrínsecas a ella, más allá del inocultable rol de la violencia estatal que le sirve de soporte. Existe una violencia productiva en el neoliberalismo, en forma de precarización existencial y externalización de riesgos hacia la sociedad que producen nuevas formas de disciplina de lxs sujetxs, devenidos empresarios de sí mismos. A través de la capitalización obligatoria de sí mismxs, lxs sujetxs se vuelven eminentemente gobernables. En ese sentido, no debe olvidarse que la competencia es una norma y la empresa se transforma en la principal institución dispensadora de reglas y de legitimidad. Estos dispositivos de la competencia y la empresa atraviesan tanto al Estado como a cada uno de los sujetos que lo habitan.

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Por eso mismo las caracterizaciones de la gubernamentalidad neoliberal como un poder blando y de su violencia intrínseca como una violencia neuronal producto de la autoexplotación deben ser complejizadas. Por supuesto que la gestión de la fuerza de trabajo cognitiva implica dispositivos de control y formas de violencia específicos, pero dichas formas de control y violencia no son meramente producto de un exceso de positividad ni se manifiestan solo en términos de violencia neuronal, déficit de atención, depresión y burnout. Pues esxs sujetxs fracasadxs, deprimidxs, estresadxs y agotadxs no son solo lxs trabajadores informáticxs de una multinacional, sino también lxs pobres, lxs precarixs, lxs endeudadxs, lxs explotadxs, lxs desposeídxs, lxs desocupadxs, etc. para quienes devenir empresa supone, ante todo, asumir riesgos que les son impuestos por el Estado y las empresas y hacerse gestores de sus propias miserias. Por eso, más que de una violencia de la positividad, hemos intentado dar cuenta de la positividad de la violencia. Como hemos señalado, este tipo de violencia, ligada a la precariedad y la falta de autonomía que producen dispositivos como la deuda, afecta de manera privilegiada a los cuerpos femenizados, racializados y empobrecidos. Las mujeres de los sectores populares, muchas veces las únicas garantes de la reproducción social, se ven coaccionadas de manera permanente por la precariedad, la deuda y la violencia machista, la cual a su vez debe ser pensada en la especificidad de su transformación neoliberal. Es decir, no del patriarcado ahistórico, sino de su crisis y transformación en el capitalismo neoliberal y la crisis de la sociedad salarial. Por eso mismo, más que elaborar una teoría unitaria de la violencia que se relacione con una condición epocal totalmente nueva respecto del pasado, hemos intentado sostener la necesidad de pensar las dimensiones disciplinarias y biopolíticas de la violencia contemporánea en su positividad, sin olvidar que una comprensión adecuada del capitalismo neoliberal y sus formas de violencia implica considerar prácticas, saberes, dispositivos, instituciones que

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no obedecen a una matriz unitaria, sino que operan en distintos ámbitos, produciendo subjetividades y formas de relacionarse con los demás y con uno mismo que están cada vez más subordinadas a las normas de la competencia y la acumulación ilimitadas.

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5 Racionalidades neoliberales en procesos políticos posneoliberales en América Latina1 MAURO BENENTE2

Introducción Todavía las ciencias sociales tienen dificultades para conceptualizar los procesos políticos y sociales que irrumpieron a principios de siglo en América Latina, en particular en el Cono Sur. Gobiernos progresistas, de centroizquierda, procesos de cambio, revoluciones ciudadanas, socialismo del siglo XXI, socialismo comunitario, gobierno de los movimientos sociales, populismos, revoluciones pasivas, transformismos son algunas de las tantas caracterizaciones y conceptualizaciones que recibieron los procesos 1

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Una versión previa de este trabajo fue publicada en el número 5 de la revista El arco y la lira. Tensiones y debates. Agradezco a Iván Dalmau y a Juana Fernández Camillo por las sugerencias y las correcciones. Por su parte, cabe aclarar que esta nueva versión fue escrita con anterioridad al golpe de Estado del 10 de noviembre de 2019. Mi posición sobre el golpe puede leerse en Benente (2019). Doctor en Derecho por la UBA. Profesor titular regular de Filosofía del Derecho de la Universidad Nacional de José C. Paz (UNPAZ). Profesor adjunto regular de Teoría del Estado de la Facultad de Derecho de la UBA. Director del Instituto Interdisciplinario de Estudios Constitucionales (UNPAZ). Director ejecutivo de la Unidad de Planificación Estratégica del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires, y vicepresidente del Consejo de la Magistratura de la Provincia de Buenos Aires.

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conducidos por el Partido de los Trabajadores en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay, el Frente para la Victoria en Argentina, Alianza País en Ecuador, y –los que creo más radicales– el Movimiento al Socialismo en Bolivia y el Partido Socialista Unido en Venezuela. Los procesos tienen sus particularidades, han tenido más o menos éxito, pero, en mayor o en menor medida, articularon un discurso muy crítico de las políticas neoliberales que arrasaron la región desde fines de la década de 1970 y hasta los primeros años de este siglo. Este escenario se ha modificado en los últimos tres o cuatro años. La victoria de Mauricio Macri en las elecciones de Argentina en noviembre de 2015, la destitución de Dilma Rousseff en Brasil, el ascenso a la presidencia de Michel Temer en agosto de 2016 y la posterior victoria de Jair Bolsonaro, y el giro de la presidencia de Lenin Moreno en Ecuador representan el retorno de las políticas y discursos neoliberales, en algunos casos articuladas con prácticas discursivas y no discursivas de corte neoconservador. Este contexto debe complementarse con la profunda crisis que vive la República Bolivariana de Venezuela, la moderación del proceso de Bolivia y la falta de apoyo a Evo Morales en el referéndum constitucional de febrero de 2016, aunque debe combinarse con la esperanza que trae la derrota electoral de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de octubre de 2019. Estas transformaciones en el panorama político y electoral abren numerosos interrogantes sobre aquellos procesos políticos que, aun sin poder nominar, desde lo discursivo presentaban un fuerte embate a aquella larga noche neoliberal que en algunas latitudes dio y da señales de un nuevo amanecer. Como sucede en cualquier proceso político, se cometieron errores, se construyeron alianzas polémicas, se traicionaron principios, y hasta se defendieron intereses espurios y contrarios a los sectores populares. Sin embargo, y sin pretender encontrar algo así como las causas de cierto ocaso de los gobiernos posneoliberales, me

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gustaría remarcar tanto ciertos límites en las críticas que desplegaron hacia el neoliberalismo, cuanto algunos déficits en la articulación de nuevas racionalidades de gobierno. En particular, deseo subrayar que no se ha puesto en discusión las técnicas de sí que se despliegan en el marco de las racionalidades neoliberales, ni tampoco se han desarrollado técnicas de sí vinculadas a las racionalidades posneoliberales. En términos más generales, me propongo remarcar que en estos procesos no se han disputado las subjetividades que se ponen en juego en el marco de los programas neoliberales. Es más, no solamente no las han disputado, sino que en algunos casos han sido reproducidas de modo absolutamente acrítico. Para plantearlo en términos más concretos, creo que, si bien varios programas económicos se han apartado del sendero neoliberal, en muchas oportunidades los marcos culturales delineados por estos procesos políticos no se han distanciado con tanta nitidez de la subjetivación consumista y competitiva a la que apela la matriz neoliberal. Para desarrollar mis argumentos, en la primera parte del trabajo presento de modo genérico el concepto de “gubernamentalidad”, y luego desarrollo la manera en que Michel Foucault estudió al neoliberalismo en cuanto racionalidad de gobierno. Teniendo en cuenta estas premisas conceptuales, reviso cómo en Argentina, y fundamentalmente en Bolivia, se criticaron con dureza las políticas neoliberales de privatización y extranjerización de la economía, pero no se subrayó el tipo de subjetividad interpelada y (auto)constituida en el marco de las racionalidades neoliberales. El caso boliviano, durante las presidencias de Evo Morales, es el que registra una mayor ruptura con las políticas neoliberales, es el que más éxito ha tenido en la disminución de la pobreza, el desempleo y la desigualdad, pero ni siquiera en este proceso se lee una potente crítica contra el sujeto del neoliberalismo, ni tampoco se encuentra qué tipo de subjetividad debería acompañar la racionalidad comunitaria de gobierno que proponía construir el

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Movimiento al Socialismo (MAS). En esta segunda parte del trabajo, no realizaré un contraste entre las políticas neoliberales y las posneoliberales, sino que me centraré en un plano estrictamente discursivo, en la dimensión cultural que acompañó y articuló el proceso político conducido por el MAS. Existen importantes discusiones sobre las continuidades en las políticas neoliberales en el gobierno, pero aquello que no se puede discutir es que la gramática que articuló su discurso intentó despegarse sistemáticamente de la larga noche neoliberal. Sin embargo, incluso en este plano discursivo, en esta dimensión cultural, a primera vista totalmente rupturista, no se encuentran mayores quiebres con las subjetividades interpeladas y (auto)constituidas por las racionalidades neoliberales.

Gubernamentalidad y racionalidades de gobierno La noción de gubernamentalidad no es trabajada en ninguno de los libros publicados por Michel Foucault. Fue empleada por primera vez en la clase del 1 de febrero de 1978 del curso Seguridad, Territorio, Población, y su primera formulación alude a un conjunto constituido por instituciones, procedimientos, reflexiones y tácticas que articula un ejercicio de poder que tiene como blanco a la población, pero también refiere a un proceso por el cual esta forma de poder cobró preeminencia por sobre la soberanía y las disciplinas, y mediante el cual el Estado se encontró gubernamentalizado (Foucault, 2004a, pp. 111-112). Uno de los objetivos es estudiar al Estado, pero sin caer en dos grandes sobrevaloraciones: sin concebirlo como un monstruo frío,3 pero tampoco como una estructura que reproduce las 3

Aquí es clara la referencia a Así hablaba Zaratustra donde bajo el título “Del nuevo ídolo” se lee: “Pueblos y rebaños todavía existen en alguna parte. Entre nosotros, hermanos míos, únicamente existen estados. ¿Qué es estado? ¡Atención! ¡Abrid los oídos! Voy a hablaros de la muerte de los pueblos.

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relaciones sociales de producción (Foucault, 2004a). Posiblemente como consecuencia del estalinismo, el fascismo y el nazismo, durante los primeros años de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial se desplegó una “fobia al Estado”, una “sobrevaloración del ‘problema del Estado’” (Rose y Miller, 1992, p. 192), una crítica a su omnipresencia y desarrollo burocrático, y se lo concibió como un gran peligro para la humanidad (Foucault, 2004b). A contrapelo de estas miradas que sobrestiman la estructura del Estado, estudiarlo bajo la grilla de la gubernamentalidad supone: a. pasar al exterior de la institución, situándola dentro de “una tecnología de poder” (Foucault, 2004a, p. 121). Se trata de sustituir el privilegio que la teoría política le otorgó a las instituciones, por el punto de vista global de las técnicas de poder (Gordon, 1991); b. pasar al exterior de la función proclamada del Estado, y situar su funcionamiento dentro de una economía general del poder (Foucault, 2004a); y c. pasar al exterior del objeto, y poner de relieve cómo las prácticas lo constituyen. La tarea consiste en situar al Estado dentro de una historia más general de las prácticas de poder, no por un capricho conceptual, sino porque “el Estado no es más que una peripecia del gobierno y no es el gobierno un instrumento del Estado […] el Estado es una peripecia de la gubernamentalidad” (Foucault, 2004a, p. 253). La invitación que nos realiza Foucault es a poner de relieve “la genealogía del Estado moderno y de sus diferentes aparatos a partir de una historia de la razón gubernamental” (Foucault, 2004a, p. 362) y a analizar los grandes problemas del Estado –ámbito

De todos los monstruos fríos, el más frío es el estado. Miente fríamente y he aquí la mentira que sale arrastrándose de su boca: ‘Yo, el estado, soy el pueblo’” (Nietzsche, 2005, p. 72).

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que no estaba muy presente en sus estudios sobre el poder disciplinario– sin erigirlo como “una realidad trascendente cuya historia pueda realizarse a partir de sí misma” (Foucault, 2004a, p. 366).4 La noción de gubernamentalidad fue construida para ahorrarnos “una teoría del Estado, como podemos y debemos ahorrarnos una comida indigesta” (Foucault, 2004b, p. 78).5 Eso implica desplazar el estudio sobre su naturaleza y sus funciones, no tenerlo como un universal político, y centrar la atención sobre las prácticas y racionalidades de gobierno (Valverde y Levy, 2006, p. 8). Esto es así porque “el Estado no es un universal, el Estado no es en sí mismo una fuente autónoma de poder” (Foucault, 2004b, p. 79), es la resultante de estatizaciones que son modificadas, desplazadas y transformadas: es “el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidades múltiples” (Foucault, 2004b, p. 79). Al momento de analizar la gubernamentalidad, Foucault aborda no solamente las prácticas de gobierno, sino fundamentalmente su racionalidad, la reflexión que se despliega sobre las prácticas que se efectúan y que deberían efectuarse (Lemke, 2003, p. 53; Hindess, 1996, p. 106; Rose, 1999, p. 7). La racionalidad gubernamental, o arte de gobernar, es “la manera reflexiva de gobernar mejor y también, y al mismo tiempo, la reflexión sobre la mejor manera posible de gobernar” (Foucault, 2004b, p. 4). Uno de los problemas a ser abordados, entonces, es “la racionalidad del gobierno, 4

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No estudiar al Estado como un objeto dado, sino indagar cómo se gubernamentalizó, cómo se constituyó como el resultado de prácticas de gobierno, es un gesto característico de la metodología foucaultiana. Veyne (1978, p. 219) sostiene que a menudo razonamos en función de objetos, los tomamos como dados, y luego estudiamos cómo las prácticas se relacionan con él y lo modifican. Empero, hay que invertir esa mirada y estudiar a los objetos en cuanto que frutos de prácticas: “Lo que se ha hecho, el objeto, se explica por lo que ha sido el hacer en cada momento de la historia; es un error que nos imaginemos que el hacer, la práctica, se explica a partir de lo que se ha hecho”. Este pasaje también se encuentra en “La phobie d´État”, un artículo no incluido en los Dits et écrits que se publicó en Libération en el número de junio-julio de 1984, y que con algunas diferencias se corresponde con los primeros cinco párrafos de la clase del 31 de enero de 1979.

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es decir, la manera en la cual el gobierno reflexiona su práctica” (Gros, 1996, p. 85). Estas racionalidades no son meras teorías políticas ni filosóficas, sino que tienen una clara dimensión práctica (Dean, 1999, p. 18), y Foucault cree que “es posible analizar la racionalidad política, así como se puede analizar cualquier racionalidad científica […] Ella se encarna siempre en instituciones y estrategias, y tiene su propia especificidad” (Foucault, 2001a, p. 1646). Una de las racionalidades de gobierno que estudia Foucault es el neoliberalismo, y entre los aspectos más novedosos y originales de su abordaje, se sitúa en el tipo de subjetivación y subjetividad que necesita y pretende poner en práctica la racionalidad neoliberal.

La racionalidad neoliberal Foucault traza una genealogía de la gubernamentalidad y estudia al liberalismo y al neoliberalismo en cuanto que racionalidades de gobierno. El estudio del neoliberalismo se inicia en la clase del 31 de enero de 1979, solo algunos meses antes que Margaret Thatcher se transformara en primera ministra de Gran Bretaña, y dos años antes que Ronald Reagan accediera a la presidencia de los Estados Unidos. De todas maneras, las conceptualizaciones sobre el neoliberalismo son preexistentes a estos gobiernos, y Foucault se detiene en el estudio del neoliberalismo alemán y el estadounidense. Si bien no son idénticos, ambos tienen como enemigos al keynesianismo y a la dirección estatal de la economía, pero no eliminan al Estado, sino que lo convierten “en un instrumento para crear la autonomía del mercado” (Castro-Gómez, 2010, p. 178). Para dar cuenta del neoliberalismo alemán, Foucault aborda las obras de Franz Böhm, Alfred Müller-Armack, y fundamentalmente las de Rudolf Eucken, uno de los máximos exponentes de la Escuela de Friburgo o Escuela del

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Ordoliberalismo. También resulta de importancia la obra de Friedrich A. von Hayek, quien representa una bisagra entre el ordoliberalismo y el neoliberalismo estadounidense. El ordoliberalismo comenzó a desplegarse en la década de 1930 y se consolidó en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, período atravesado por la necesidad y la urgencia de reconstruir la economía y recomponer lazos sociales. En este marco, el 19 de diciembre de 1947 se creó un Consejo Científico integrado por representantes de la Escuela de Friburgo, la doctrina social cristiana y el socialismo, con la misión de administrar los asuntos económicos en la zona angloamericana del territorio alemán. En abril de 1948, el Consejo propuso limitar la intervención del Estado en la economía, y en el informe de Ludwig Erhard se subrayó que, si el Estado violaba las libertades fundamentales de los individuos, dejaba de representarlos. Visto de otro modo, el aporte del neoliberalismo alemán fue asentar la legitimidad del Estado sobre las libertades de mercado: “La economía produce legitimidad para el Estado, que es garante de la economía” (Foucault, 2004b, p. 86). De modo contrario a las planificaciones del mercado propias de las racionalidades gubernamentales keynesianas, se proponía situar al mercado como organizador y regulador del Estado: “[…] un Estado bajo vigilancia del mercado más que un mercado bajo vigilancia del Estado” (Foucault, 2004b, p. 120). Si el nudo problemático del liberalismo del siglo XVIII y XIX era introducir la libertad de mercado dentro del Estado, el objetivo del ordoliberalismo es el inverso: ¿cómo legitimar al Estado partiendo de la libertad económica? Pero, además, si para el liberalismo el elemento definitorio del mercado era el libre intercambio, para los ordoliberales es la competencia, que no se concibe –al estilo del liberalismo clásico– como un fenómeno natural, sino como una meta a alcanzar con políticas activas. El neoliberalismo se sitúa no “bajo el signo del laissez-faire, sino al contrario, bajo el signo de una vigilancia, de una actividad, de una intervención permanente” (Foucault, 2004b, p. 137). El Estado debe

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intervenir, pero no de modo directo sobre el mercado, sino sobre su marco, “sobre las condiciones de mercado” (Foucault, 2004b, p. 144). Para el neoliberalismo, la intervención estatal no debe ser menos frecuente ni activa. Lo distinción no es cuantitativa sino cualitativa, no se juega en más o en menos, sino en la modalidad de la intervención: debe realizarse “para que los mecanismos de competencia, a cada instante y en cada punto del espesor social, puedan jugar el rol de regulador” (Foucault, 2004b, p. 151). Por su parte, si para el liberalismo político de los siglos XVIII y XIX la igualdad formal en el plano del Estado garantizaba el juego de las libertades naturales en la esfera mercantil, y de esta manera se desentendía de las desigualdades materiales que se generaban, para el neoliberalismo es necesario “producir artificialmente la desigualdad entre sujetos económicos” (Rossi y Blengino, 2014, p. 210). Todo esto lleva a redefinir los objetivos de la política social que era propia de los Estados de bienestar, puesto que el objetivo ya no se sitúa en la disminución de la pobreza “relativa” –la diferencia entre los ingresos más altos y más bajos–, sino que el esfuerzo debe estar en erradicar la pobreza “absoluta”, que alude al umbral por debajo del cual los individuos no están en condiciones de acceder al mercado (Foucault, 2004b, pp. 210-211). Bajo este paradigma, la apuesta no es igualar a todos y todas con la protección del Estado, sino generar el marco, las condiciones que permitan que las desigualdades puedan entrar al juego de la competencia, sin mayor atención al resultado de esos juegos competitivos (Castro-Gómez, 2010, p. 185). Foucault realiza un tratamiento más breve del neoliberalismo norteamericano y se concentra en dos variables puntuales: la teoría del capital humano y el análisis de la delincuencia. Me concentraré sobre la primera de ellas, que permite volver a la noción de gubernamentalidad y avanzar sobre las prácticas de sí propias de las racionalidades neoliberales, prácticas descuidadas y desatendidas en los procesos políticos posneoliberales del Cono Sur.

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Neoliberalismo y empresario de sí. El gobierno de sí y de los otros Seguridad, Territorio, Población y Nacimiento de la Biopolítica son los cursos en los cuales Foucault se detuvo con mayor precisión –o menor imprecisión– en el concepto de “gubernamentalidad”, pero en trabajos posteriores lo redefinió. Por un lado, encontramos menciones en las cuales la gubernamentalidad incluye las prácticas disciplinarias (Foucault, 2014a) y se emplea casi como sinónimo de “relaciones de poder” (Foucault, 1984, p. 338; Foucault, 2001b, p. 1570; Foucault, 2001c, p. 214). Por otro lado, en otras menciones, la gubernamentalidad incluye el dominio de la ética, el gobierno de sí (Foucault, 2014b, 2001d), y puede entenderse como el “encuentro entre las técnicas de dominación ejercidas sobre los otros y las técnicas de sí” (Foucault, 2001e, p. 1604). A la luz de este último registro, cobra sentido preguntarse por el tipo de técnicas de sí que se imbrican con el neoliberalismo en su dimensión de racionalidad de gobierno de los otros. Dicho de modo contrario, cobra relevancia revisar cómo aquella racionalidad preocupada por generar marcos de competencia se retroalimenta con determinadas técnicas de sí. Las investigaciones sobre la gubernamentalidad marcan ciertas discontinuidades con abordajes previos realizados por Foucault, puesto que, en sus estudios sobre las sociedades disciplinarias, el saber y la subjetividad parecían reducirse a epifenómenos del poder. Por el contrario, el estudio de la gubernamentalidad llevó a Foucault a centrarse “en las articulaciones que se dan entre tres dimensiones irreductibles unas a otras: el poder, el saber, la subjetividad […] las formas de saber y los procesos de subjetivación ya no son vistos como meros epifenómenos del poder” (Castro-Gómez, 2010, p. 26). En la primera parte del decenio de 1970, el concepto de “poder” abarcaba los saberes y la subjetividad como elementos pasivos, pero con la noción de gubernamentalidad se instala “la idea de una

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articulación entre formas de saber, relaciones de poder y procesos de subjetivación como planos distintos. Se establece un gobierno sobre los sujetos, con la ayuda de saberes” (Gros, 1996, p. 84). Con la perspectiva de la gubernamentalidad, Foucault abre un camino, no completa ni prolijamente explorado, que estudia la relación y la articulación que existe entre las tecnologías de gobierno de los hombres y las técnicas de sí mismo. El sendero que se abre, y que se inscribe en el esfuerzo por pensar al gobierno más allá y por fuera del Estado, indica que las tecnologías de gobierno de los individuos se entrecruzan e interrelacionan con las técnicas que empleamos para gobernarnos a nosotros mismos, con el modo en que parcial y fragmentariamente nos (auto)constituimos como sujetos. La racionalidad del gobierno debe vincularse a la forma en la cual los individuos se gobiernen a sí mismos (Burchell, 1996, p. 24) y su éxito, al menos en parte, depende de la articulación con el gobierno de sí mismo. Podemos pensar, entonces, que el gobierno de sí mismo es una forma de gobierno indirecto (Rose, 1993). Es a partir de esta interrelación entre gobierno de los otros y gobierno de sí a partir de lo que se puede afirmar que el neoliberalismo despliega una ethopolítica: el autogobierno individual puede y debe estar conectado con los imperativos del buen gobierno. Esta interconexión indica que la política y la ética no son dominios autónomos ni paralelos, puesto que “el gobierno incluye siempre una dimensión moral, implica una pretensión de conocer el bien, tanto para los gobernados como para los gobernantes” (Vázquez García, 2005, p. 82). Teniendo en cuenta lo anterior, Rose propone el neologismo de “subjetificación” para aludir a los modos en los cuales nos relacionamos con nosotros mismos, nunca de modo aislado, sino en el marco de racionalidades y estrategias de gobierno: “Nuestra relación con nosotros mismos adoptó la forma que tiene porque fue objeto de toda una serie de esquemas más o menos racionalizados, que

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procuran modelar nuestros modos de entender y llevar a la práctica nuestra existencia como seres humanos en nombre de ciertos objetivos” (Rose, 2003, pp. 217-218). Es a partir del entrecruzamiento entre el gobierno de los otros y de sí mismo, a la luz de esta dimensión ethopolítica o de prácticas de subjetificación a partir de lo cual hay que observar la imagen del empresario de sí, esa forma de constitución de subjetividad que se despliega con el neoliberalismo. Para llegar al concepto de “empresario de sí” es menester revisar la teoría del capital humano, desarrollada por los teóricos del neoliberalismo, y que Foucault restituye a partir de los aportes de dos profesores de la Universidad de Chicago galardonados con el Premio Nobel: Theodore W. Schultz, quien en 1959 publicó “Investment in Man: An Economist’s View” –la transcripción de una conferencia dictada en febrero de ese año– y Gary Becker, quien en 1964 publicó su célebre The Human Capital –una compilación de trabajos que ya se encontraban en circulación–. Si bien el trabajo de Becker se considera una bisagra en la materia, Ignacio Felgueras recuerda que algunas pistas de estas conceptualizaciones pueden encontrarse en los economistas clásicos. Es así que, en La riqueza de las naciones, Adam Smith reconoce que las habilidades de los trabajadores forman parte del capital de un Estado, y que la diferente instrucción de los trabajadores explica las distintas escalas salariales. Por su lado, en Los principios de economía política, John Stuart Mill subrayaba que la productividad del trabajo se encontraba condicionada por el grado y el nivel de formación de los trabajadores, y por ello creía que el progreso en la instrucción tenía efectos favorables en la producción. Finalmente, en el Tratado de economía política, John Baptiste Say también asociaba el conocimiento de los trabajadores tanto con la productividad del Estado cuanto con las diferencias salariales, pero agregaba que las razones por las cuales los países subdesarrollados crecen más rápido

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que los desarrollados radican en que los primeros se benefician de los conocimientos que se generan en estos últimos (Felgueras, s/d, pp. 21-25). Si en estos trabajos clásicos ya se encuentran delineados los trazos gruesos de la teoría del capital humano, sin dejar de remarcar la trascendencia de los aportes de Schultz y Becker, hay que subrayar que el concepto fue acuñado por el economista polaco Jacob Mincer en “Investment in Human Capital and Personal Income Distribution”, un artículo aparecido en agosto de 1958 en el volumen 66 del Journal of Political Economy, un año antes del citado trabajo de Schultz. Por su lado, es importante tener en cuenta que la teoría del capital humano no ha quedado encerrada en los claustros universitarios, sino que ha permeado en las recomendaciones que en la década de 1990 –momento de auge mundial del neoliberalismo– realizaron diferentes organizaciones multilaterales sobre la educación superior: recordando, en términos generales, que la capacitación contribuye a conformar sociedades más productivas y democráticas (Banco Interamericano de Desarrollo, 1998), y, en términos más específicos, sugiriendo que para avanzar en el crecimiento económico no solamente había que incrementar la inversión en educación, sino también diversificar la oferta educativa y desregular la intervención del Estado (Banco Mundial, 1996). Más allá de los antecedentes conceptuales, y de los documentos de los organismos multilaterales, de acuerdo con la lectura que hacen los neoliberales, la economía clásica no ha establecido una ajustada conceptualización del trabajo, puesto que lo ha reducido a una simple variable temporal del proceso económico. Para corregir estos errores, y reintroducir adecuadamente el trabajo en el análisis económico, es necesario situarse desde la perspectiva de quien trabaja, de aquel que desea obtener un ingreso que no representa el precio de su fuerza, sino el rendimiento de un capital. El salario es la renta de un capital que no se reduce a fuerza y tiempo, sino que está integrado por

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las destrezas, capacidades y habilidades que los individuos desarrollan y perfeccionan durante su vida. El trabajo ya no es tenido como un medio de producción originario, sino que se lo concibe como “un medio de producción producido” (López-Ruiz, 2007, p. 408). Con esta redefinición del trabajo, se reconoce que el análisis económico debe tomar como punto de partida “no tanto al individuo, no tanto los procesos o los mecanismos, sino a las empresas” (Foucault, 2004b, p. 231). Si el homo œconomicus del liberalismo era el individuo que participaba en el intercambio que se desarrollaba en el mercado, el del neoliberalismo “es un empresario, y un empresario de sí mismo” (Foucault, 2004b, p. 231). Bajo este punto de vista, el salario es la renta de un capital humano que está compuesto por elementos innatos y adquiridos: los primeros refieren a las capacidades congénitas, y los adquiridos aluden al desarrollo voluntario de aptitudes y destrezas. Es por esto por lo que no llama la atención “que las personas inviertan en sí mismas” (Schultz, 1959, p. 107), ni que Gary Becker postule que “la educación y la formación son las inversiones más importantes en capital humano” (Becker, 1993, p. 17). En este sentido, Becker no solamente explica y justifica las diferencias de salarios a partir de las disímiles instrucciones de los trabajadores (Becker, 1993, pp. 108-158), sino que recomienda que las empresas inviertan en la formación de sus trabajadores para luego alcanzar mayor productividad (Becker, 1993, pp. 29-58). Pero, además de esta redefinición del trabajo, y de la reconfiguración de un sujeto que ya no solamente consume, sino que fundamentalmente invierte sobre sí, el neoliberalismo emplea a la economía como “principio de desciframiento de las relaciones sociales y de los comportamientos individuales” (Foucault, 2004b, p. 249). De esta manera, no solamente la educación, sino también la alimentación y el tiempo que los padres y las madres pasan con sus hijos e hijas se contemplan como una inversión tendiente a construir un capital humano (Becker, 1993, pp. 70-75).

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Teniendo en cuenta estos desarrollos, no es exagerado afirmar que la puesta en funcionamiento y el éxito de la racionalidad gubernamental neoliberal dependen no solamente de llevar adelante programas de gobierno sobre los otros, sino también de lograr una forma particular de gobernarnos a nosotros mismos. El neoliberalismo demanda que los individuos desplieguen una particular actitud: que se hagan cargo de sí mismos, se gestionen, inviertan sobre sí, y se responsabilicen por esas buenas o malas inversiones. La racionalidad del neoliberalismo tiene una dimensión del gobierno de los otros, a quienes induce a competir en el mercado, pero este gobierno de los otros debe articularse con un gobierno de sí mismo, con un incentivo a constituir una subjetividad que asuma que la calidad de vida depende de elecciones en un marco competitivo, y que el sentido y valor de esa vida se puede cuantificar en función de esas decisiones (Rose, 1996, p. 57). Esta racionalidad, es importante aclararlo, no se opone, sino que se apoya en cierta libertad de los individuos, y por ello hay que producirla, administrarla y conservarla (Castro Orellana, 2010, p. 36).

Críticas al neoliberalismo y posneoliberalismo en América Latina Los gobiernos de Michel Temer y Jair Bolsonaro en Brasil, de Mauricio Macri en Argentina y, en menor medida, de Lenin Moreno en Ecuador izaron e izan la bandera de la restauración, en algunos aspectos conservadora y en otros neoliberal, en países del Cono Sur que hasta hace poco estaban bajo banderas populares. En el caso argentino, la gramática neoliberal puede leerse en diferentes políticas gubernamentales, pero aquí quisiera detenerme en la constante y sistemática apelación e interpelación a los emprendedores, a los empresarios de sí mismos. Durante

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su campaña electoral de 2015, Macri no aludía ni interpelaba a las trabajadoras y trabajadores, estudiantes, desocupadas y desocupados, y ni siquiera a las ciudadanas y ciudadanos. Mucho menos, su referencia era a organizaciones colectivas como sindicatos, movimientos sociales, centros de estudiantes, organizaciones feministas, u organismos de derechos humanos. Interpelaba a los cuarenta millones de “emprendedores” (Cambiemos, 2015). Se proponía la construcción de “un Estado atento y generoso que ayud[ara] a los emprendedores y a la vez les enseñ[ara] el camino, y que permit[iera] una verdadera igualdad de oportunidades para quienes qui[sieran] abrir su negocio” (Cambiemos, 2015). En esta propuesta, que reducía la igualdad de oportunidades a una futura apertura de negocios, prometía el diseño de políticas públicas que incentivaran “a todos sus ciudadanos a ser emprendedores” (Cambiemos, 2015). En el mismo orden de ideas, a poco de asumir, el gobierno de la alianza Cambiemos renombró la “Secretaría de Pymes” del Ministerio de Producción y la tituló “Secretaría de Pymes y Emprendedores”. Al año y medio de mandato, logró aprobar la ley 27.349, que llevó el sugestivo título de “Ley de Apoyo al Capital Emprendedor”, y, al momento de promulgarla, el expresidente subrayó el hecho de “haber convencido a tantos que necesitábamos no solo una Ley PyME, sino una Ley de Emprendedores” (Macri, 2017a). Asimismo, al momento de vetar la denominada “ley antidespidos”, en una carta aparecida en el mes de mayo de 2016 en el Diario La Capital, el expresidente decía: “Tenemos fe en nosotros mismos porque sabemos que vivimos en una tierra privilegiada, con gente capaz y emprendedora” (Macri, 2016). Además, lejos de plantear la necesidad de construir un espíritu cívico, una subjetividad comprometida y sensible con las otras y los otros, Macri remarcó que “la Argentina necesita fortalecer el espíritu emprendedor” (Macri, 2017b). De la misma manera, el candidato a vicepresidente de Macri para las elecciones de octubre de 2019, Miguel Ángel Pichetto, en plena campaña electoral,

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subrayó que “la Argentina necesita más emprendedores tecnológicos y menos cartoneros”.6 Finalmente, en algunas de sus intervenciones públicas, Macri vinculó explícitamente la creación de un mercado competitivo –dimensión del gobierno de los otros– con la actitud emprendedora –plano del gobierno de sí–: “Hay que poner reglas claras para la competencia. Al emprendedor lo tenés que hacer competir […] Hay que animarse a competir.”7 Si bien podría incorporar más discursos del expresidente Macri, y de sus ministros y ministras, mi intención no es revisar cómo los gobiernos marcadamente neoliberales apelan a las prácticas de sí propias del neoliberalismo. Más bien, quisiera mostrar que, en sus fuertes y reiteradas impugnaciones al neoliberalismo, los gobiernos progresistas y de izquierda de la región no se han detenido en reprochar las prácticas de sí propias del neoliberalismo, ni tampoco se han preocupado por instar prácticas de sí acordes a sus racionalidades posneoliberales. Si se repasan los discursos y conceptualizaciones que realizaron los gobiernos progresistas y de izquierda sobre la larga noche neoliberal, podemos notar que el foco se ha puesto sobre las políticas de privatización, concentración y extranjerización de la economía, el achicamiento del Estado, la desregulación del mercado y el consecuente incremento de la desocupación y la pobreza. Entiendo que estos reproches no ponen en escena todos los aspectos de los programas neoliberales, pero aquí no quisiera detenerme en evaluar todas las insuficiencias de estos discursos críticos, sino solamente subrayar que estas impugnaciones no avanzaron sobre las prácticas de sí propias del neoliberalismo, sobre el modo en que el neoliberalismo también despliega un gobierno de sí mismo. Tal como veremos, en las fuertes críticas al neoliberalismo se repudia la dimensión del gobierno de los otros, pero no se hace alusión al plano del 6 7

Cfr. https://bit.ly/2Cp7GJm. Cfr. https://bit.ly/31PcBfs.

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gobierno de sí propio de las racionalidades neoliberales. De la misma manera, cuando los gobiernos posneoliberales han reivindicado sus programas de gobierno, no han reivindicado prácticas de sí tan distintas ni distantes a las articuladas por las racionalidades neoliberales. Si tomamos el caso argentino, y analizamos los discursos que Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner pronunciaron con motivo de la apertura de sesiones del Congreso de la Nación, es recurrente el reproche al “modelo de concentración económica” (Kirchner, 2004) que supuso una “venta de los activos fijos del Estado” (Fernández de Kirchner, 2013) y se reiteró en varias ocasiones el repudio a quienes “desguazaron el Estado en función de sus intereses y negocios, los que se favorecieron con la pérdida y el retroceso del poder público” (Kirchner, 2005). Durante la oleada neoliberal, “nos quisieron convencer de que el Estado es un mal administrador” (Fernández de Kirchner, 2014) mientras las grandes corporaciones “aumentaban sus márgenes de ganancias vía desocupación y salarios a la baja” (Kirchner, 2006) y los concesionarios de los servicios públicos se aprovechaban “de la posición dominante y las ganancias fáciles a costas de los que menos tienen” (Kirchner, 2006). En estos discursos se criticó fuertemente el modelo de crecimiento acompañado de “una creciente expulsión del mercado laboral de millones de argentinos” (Fernández de Kirchner, 2010), y de “reformas laborales que cercenaban el derecho de los trabajadores” (Fernández de Kirchner, 2014). Las políticas neoliberales, asimismo, redujeron los poderes de regulación del Banco Central: “Se lo inmovilizó, se lo invisibilizó. Claro, todo ese poder fue a parar a algún lado […] fue a parar a las entidades financieras, a los bancos” (Fernández de Kirchner, 2012). Podría incluir otros discursos de Néstor y Cristina Kirchner en los que se reiteraron los reproches a las políticas de concentración y privatización de la economía, pero sin hacer ninguna mención al tipo de subjetividad a la que aspiraban las políticas neoliberales. De todas maneras, me

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parece más interesante abordar el caso boliviano, porque es el que mayor resistencia popular articuló frente a las políticas neoliberales y, junto con la República Bolivariana de Venezuela, se trata del gobierno que avanzó con más nitidez hacia una agenda posneoliberal. En este marco, me interesa revisar el modo en que Álvaro García Linera –vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia– teoriza tanto las críticas al neoliberalismo, cuanto el avance hacia racionalidades posneoliberales, hacia una racionalidad gubernamental comunitaria.

Racionalidad comunitaria y gobierno de sí. El caso boliviano El proceso social, político y económico que se desarrolló en el territorio boliviano durante el gobierno del MAS se transformó en un interesante laboratorio para las ciencias sociales. El extraordinario ciclo de resistencias a las políticas neoliberales y neocoloniales protagonizado por organizaciones indígenas, campesinas, sociales y sindicales se tradujo, al menos parcialmente, en el gobierno del MAS, que, encabezado por Evo Morales, construyó una agenda plurinacional y posneoliberal que muestra grandes resultados en términos de disminución de la desigualdad, el desempleo y la pobreza. El proceso boliviano es objeto de reflexión desde las izquierdas autonomistas que denuncian la matriz Estado-céntrica del proceso (Gutiérrez Aguilar, 2017; Machado y Zibechi, 2016), desde las tradiciones gramscianas que lo conciben como una revolución pasiva (Modonesi, 2012), hasta la ecología política que reprocha la matriz extractivista.8 Relativizando muchas de 8

Buena parte de estas críticas se realizan a la luz del concepto de “buen vivir” o “vivir bien”, incorporado al texto de la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia. Para una buena reconstrucción de ese concepto, y de las críticas suscitadas, ver Schavelzon (2015).

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estas críticas, y realzando muchos de los logros del proceso iniciado hace casi quince años, el vicepresidente Álvaro García Linera es quien con mayor originalidad ha defendido el gobierno que ha integrado, y buena parte de este ejercicio defensivo se construye en contraste con el drama neoliberal que en Bolivia se había iniciado a mediados de los años ochenta, durante el gobierno de Víctor Ángel Paz Estenssoro.

Las críticas al neoliberalismo En términos generales, para García Linera “el sistema neoliberal periférico se configuró entre un Estado reducido en sus capacidades y su poder de intervención económica y cultural […] y un sector económico privado extranjero, que se apropiaba de las riquezas públicas” (García Linera, 2013, p. 27). En varias oportunidades, el vicepresidente subrayó que el neoliberalismo se caracterizó por la “privatización extranjerizada de los recursos públicos” (García Linera, 2011a, p. 24), y en términos más amplios representó un dispositivo de “expropiación de riqueza común que deviene en riqueza privada” (García Linera, 2015a, pp. 251-252). La estrategia del neoliberalismo fue “la mercantilización de las condiciones de reproducción social básica (agua, tierra, servicios), anteriormente reguladas por lógicas de utilidad pública (local o estatal)” (García Linera, 2015b, pp. 251-252). En un primer momento, se privatizaron recursos públicos estatales –empresas mineras, petroleras y telecomunicaciones–, y luego se avanzó con la privatización de recursos públicos no estatales, como fue el caso del agua (García Linera, 2010a, p. 7). Este escenario neoliberal comenzó a disputarse a partir de la Guerra del Agua, y a desterrarse con el ascenso del MAS a la presidencia en enero de 2006. En este sentido, creo que, muy apresuradamente, en un artículo del 2015, García Linera sentenció que, “mientras que en el resto del mundo, el neoliberalismo aún sigue destruyendo

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sociedades y economías populares, en Latinoamérica ya no es más que un triste recuerdo arqueológico” (García Linera, 2015c, p. 67). Frente a la privatización y extranjerización del excedente, una de las primeras políticas que desarrolló el MAS fue incrementar la presencia estatal para lograr su redistribución (García Linera, 2011a, p. 24), promoviendo la inversión externa, pero con un control sobre los flujos y los réditos (García Linera, 2010b, p. 16). Se potenció al Estado como un dispositivo para generar riqueza, pero “no para la acumulación de una clase sino para su redistribución en la sociedad, especialmente entre los más humildes, los más pobres y los más necesitados” (García Linera, 2011b, pp. 67-68). La nacionalización de empresas (YPFB, ENTEL, ENDE, Huanuni, Vinto) y el desarrollo de diferentes políticas públicas –tales como la Renta Dignidad, el Bono Juancito Pinto, el Bono Juana Azurduy, distintos créditos productivos, etc.– “convirtieron el uso del Presupuesto del Estado, anteriormente monopolizado para beneficio particular por unas diminutas élites empresariales, en fuerza y poder económico general del pueblo” (García Linera, 2010b, pp. 43-44). Si bien en enero de 2006 el MAS accedió a la presidencia, la victoria electoral no garantiza la consolidación de un nuevo bloque de poder al interior del Estado, ni tampoco asegura la conformación de un nuevo bloque económico y social. Un paso importante hacia la consolidación del poder de mando del Estado fue “el ejercicio de la facultad ejecutora del Poder Ejecutivo, fundamentalmente a partir de sus resortes de inversión pública” (García Linera, 2010b, p. 24). Pero, además, este proceso tuvo un correlato económico: “La re-composición económica del Estado, en cambio, internalizó y redireccionó el uso del excedente económico a favor de los actores productivos nacionales, configurando un nuevo bloque de poder económico” (García Linera, 2010b, p. 26). Incluso, puede decirse que antes

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que la conformación de un nuevo bloque político se avanzó en la constitución de un nuevo bloque económico (García Linera, 2010b, p. 31).

“La bandera del común” Ya en el marco de cierta consolidación del proceso de cambio, una de las tensiones que se despliega es la pugna entre intereses generales e intereses particulares, disputa que se desarrolla al interior del bloque que conduce el proceso. Una de estas tensiones se produjo con el reclamo por incrementos salariales que, en el 2009, llevaron adelante sindicatos de la salud y la educación. Admitiendo que los sectores merecían mejores ingresos, en un trabajo publicado dos años después del conflicto, García Linera defendió al gobierno y recordó que en el período 2006-2011 los salarios de estos rubros se habían incrementado más que el de otros empleados públicos, y agregó que “la política de austeridad administrativa que lleva adelante el Gobierno tiene por objetivo mejorar las condiciones de vida de los sectores más necesitados” (García Linera, 2011b, p. 58). Más allá de este caso particular, lo importante es que estas tensiones se resuelven a través de un debate democrático entre indígenas, trabajadores/as, campesinos/as, y estudiantes que llevan –o deberían llevar– “la bandera del común, el interés del común, de la comunidad que es toda Bolivia” (García Linera, 2011b, p. 61). Si el neoliberalismo se había caracterizado por la privatización y la mercantilización de los recursos públicos estatales y no estatales, por la apropiación privada de lo común, García Linera plantea que las izquierdas –no solamente en Bolivia– deberían avanzar en la “reivindicación de lo universal, de los idearios universales, de los comunes. La política en común, la participación como una participación en la gestión de los bienes comunes, la recuperación de los comunes como derecho” (García Linera, 2015a, p. 24). A la racionalidad neoliberal de gobierno, García Linera le

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opone una racionalidad atravesada por lo común. De esta manera, en las conceptualizaciones que despliega sobre las políticas que desarrolla el MAS, enfatiza y subraya la contracara del diagrama neoliberal: la constitución y preservación de lo común. En su visita a Bolivia, Antonio Negri (2008, pp. 110-111) sostenía que un poder constituyente tenía que “ligarse a las nuevas dimensiones de la producción y, por tanto, insistir en el hecho de que la riqueza viene de lo común”. En esta misma sintonía, García Linera entiende que el MAS está construyendo un socialismo comunitario que, si bien el gobierno puede fomentar, deben ser las comunidades rurales y urbanas las que asuman “el control de la riqueza, de su producción y de su consumo” (García Linera, 2010, p. 15). El socialismo no consiste en estatizar los medios de producción porque, aunque ello ayude a redistribuir la riqueza, “no es una forma de propiedad comunitaria ni una forma de producción comunitaria de la riqueza” (García Linera, 2015c, p. 68). El Estado debe mejorar la situación de trabajadores/as y campesinos/as, y crear las condiciones “para democratizar aún más allá del Estado el control de la riqueza común, y comunitarizar (también más allá del Estado) la propiedad y la propia producción social” (García Linera, 2013, p. 111). En el socialismo coexisten la propiedad privada y la estatal, la propiedad comunitaria y la cooperativa, sin embargo “hay sólo una propiedad y una forma de administración de la riqueza que tiene la llave del futuro: la comunitaria” (García Linera, 2015c, p. 70). Leído como proceso, el socialismo supone revolucionar tanto en forma, cuanto en contenido los nudos principales, decisivos y estructurales de la sociedad. Los nudos principales son el gobierno, el parlamento y los medios de comunicación; los nudos decisivos son la organización de los sectores subalternos, la participación social en la gestión de bienes comunes, y el uso de los recursos públicos; finalmente, los nudos estructurales son las formas de propiedad

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y de gestión de las fuentes de generación de riqueza, y los esquemas simbólicos que permiten desmontar los monopolios de la gestión de los bienes comunes. Cuando se producen cambios en los nudos principales, estamos frente a renovaciones en los sistemas políticos que no alteran el orden estatal. Si hay cambios en nudos principales y decisivos, nos encontramos con revoluciones democráticas y políticas que renuevan el orden estatal capitalista, democratizando instituciones y derechos. Finalmente, cuando se producen cambios en los tres niveles, tenemos revoluciones sociales que transforman al Estado, construyen un nuevo bloque de clases dirigentes, y democratizan la economía y la política, y lo que resulta decisivo para García Linera es el “proceso de desmonopolización de la gestión de los bienes comunes de la sociedad (impuestos, derechos colectivos, servicios básicos, recursos naturales, sistema financiero, identidades colectivas, cultura, símbolos cohesionadores, redes económicas, etc.)” (García Linera, 2015d, p. 19). Esta dimensión revolucionaria de la decisión y gestión común de los bienes comunes es en parte la mirada y en parte la apuesta del proceso boliviano tal como lo conceptualiza García Linera. Revisemos ahora si esta propuesta se encuentra articulada con una racionalidad común que oriente, siempre parcial y fragmentariamente, las prácticas de sí.

Gobierno de sí y subjetividad neoliberal Hasta aquí puedo decir que las lecturas que realiza García Linera del neoliberalismo son correctas, no creo que presenten graves errores o inexactitudes, pero también entiendo que son incompletas e insuficientes, porque no cuestionan las formas de constitución de subjetividad ni el tipo de técnicas de sí que despliegan las racionalidades neoliberales de gobierno. Solamente en un artículo de gran densidad conceptual publicado en 1999 –seis años antes que la

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victoria del MAS en las elecciones presidenciales– advertía que el neoliberalismo contribuía a la constitución de identidades atomizadas y competitivas. Allí planteaba que destruye la unidad del trabajo y sus estrategias de dominación pasan “por la desarticulación de la sociedad civil, por la agresión a las formas de autoaglomeración que los trabajadores de distintos rubros fueron creando durante décadas; por la proscripción de los sindicatos, por la deslegitimación de las estructuras de mediación política plebeyas” (García Linera, 2009, pp. 144-145). Además, despliega una disciplina del proceso de trabajo y con ello constituye una “nueva identidad económica, política y cultural mercantilizada, atomizada, en descarnada competencia interna” (García Linera, 2009, p. 145). Es sorprendente que, en las numerosas teorizaciones desarrolladas por García Linera desde el ascenso a la Vicepresidencia, no encontremos estudios ni objeciones a las formas de constitución y autoconstitución de la subjetividad que se despliegan en el marco de las racionalidades neoliberales. En buena parte de sus trabajos, lo común en tanto racionalidad de gobierno se muestra como la contracara del neoliberalismo, pero que no se haya detenido en los sujetos del neoliberalismo tal vez explique que no haya dedicado ni una línea al tipo de subjetividad a interpelar y (auto)constituir en el marco de las racionalidades comunitarias. En Nacimiento de la biopolítica, Foucault recuerda que, para administrar los asuntos económicos de la Alemania occidental, el 19 de diciembre de 1947, se instituyó un Consejo Científico cuyas propuestas, si bien este tuvo una conformación plural, fueron marcadamente neoliberales. Lo curioso es que estas recomendaciones fueron adoptadas en 1950 por el Partido Socialdemócrata Alemán, y por ello Foucault postula que el socialismo no había desarrollado una racionalidad gubernamental propia (Foucault, 2004b, pp. 89-93). Creo que el ejercicio reflexivo que despliega García Linera sobre su propio gobierno muestra el

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despliegue de una racionalidad gubernamental distinta al neoliberalismo, pero se trata de una racionalidad trunca, que enfatiza la dimensión del gobierno de los otros, pero que al mismo tiempo descuida completamente el gobierno de sí mismo. Llama la atención que, en los trabajos en los que teoriza sobre el gobierno del MAS –haciéndolo a su mejor luz, enfatizando aciertos y minimizando errores–, se encuentren numerosas líneas sobre lo común como el horizonte de nueva racionalidad de gobierno de los otros y las otras, pero no se enuncie ni una palabra sobre el tipo de gobierno de sí que debería imbricarse con la política común. Si volvemos al inicio de este trabajo y retomamos la pregunta por el ocaso de ciertos procesos posneoliberales, en Bolivia podríamos analizar las elecciones subnacionales del 29 de marzo de 2015 y la derrota en El Alto, donde el MAS venía ganando todas las elecciones desde el 2002. De todas maneras, creo que más emblemática es la derrota en el referéndum constitucional del 21 de febrero de 2016, en el cual el 51,3 % de los electores y las electoras se opuso a que Evo Morales y Álvaro García Linera pudieran presentarse a una nueva elección presidencial en el 2019.9 Finalmente la fórmula pudo presentarse, puesto que el Tribunal Constitucional Plurinacional consideró que la prohibición de una nueva reelección era contraria a los derechos políticos consagrados en la Convención Americana de Derechos Humanos (Tribunal Constitucional Plurinacional, 2017), pero en aquel 2016 este proceso electoral resultaba crucial. En parte, aquella derrota puede explicarse porque unos días antes del referéndum circuló con mucha fuerza, por medios gráficos, radiales, digitales y televisivos, la noticia de un supuesto hijo no reconocido de Evo Morales, algo que luego fue completamente desmentido. Más allá de este episodio, que 9

En un referéndum en el que había que contestar por sí o por no, se preguntaba: “¿Usted está de acuerdo con la reforma del artículo 168 de la Constitución Política del Estado para que la presidenta o presidente y la vicepresidenta o vicepresidente del Estado puedan ser reelectas o reelectos por dos veces de manera continua?”.

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muestra el modo en que los medios de comunicación masiva han asediado y asedian los procesos populares, quisiera detenerme en los discursos de campaña previos a aquella votación que, insisto, en ese momento era concebida como clave para la continuidad del proceso emancipador. En estos discursos, enunciados con motivo de la inauguración de obras públicas, conferencias de prensa y entrevistas con distintos medios, se reiteran las críticas a las políticas de privatización y extranjerización de la economía desarrollada por los gobiernos neoliberales (Morales, 2016a, p. 20; 2016b, pp. 14-15; 2016c, p. 22; 2016d, p. 35), se reivindica la lucha de los movimientos sociales (Morales, 2016b, pp. 15-16; 2016c, pp. 20-21; 2016e, pp. 26-27; 2016f, pp. 9-10; 2016g, p. 38; 2016h, p. 6; 2016i; 2016j, p. 34), y se enfatiza que el progreso y la estabilidad económica se explican por la desobediencia a las sugerencias del FMI y el Banco Mundial, las políticas de nacionalización de empresas, de intervención del Estado en la economía, y la redistribución de los excedentes (García Linera, 2016b, pp. 28-29; Morales, 2016a, p. 20; 2016b, p. 16; 2016e, pp. 27-28; 2016h, p. 6; 2016j, pp. 5-7; 2016k, p. 5; 2006l, pp. 5-6; 2006m, pp. 10-11; 2006o, p. 21; 2006p, pp. 44-45). En términos generales, estos discursos no ponen en discusión las interpelaciones y (auto)constituciones de la subjetividad propias del neoliberalismo, y tampoco interpelan al sujeto, ni a la (auto)constitución de sujetos que deberían acompañar estas racionalidades posneoliberales de gobierno. De todos modos, en algunos discursos de García Linera, sí se leen vestigios de interpelación y (auto)constitución de subjetividades, pero cuesta encontrar su vinculación con las racionalidades gubernamentales de lo común. Al contrario, creo que es notablemente más sencillo advertir lógicas opuestas: matrices de continuidad con las racionalidades gubernamentales propias del neoliberalismo. En discursos dirigidos a estudiantes, García Linera mostraba la necesidad de formar ingenieros, técnicos, y científicos: “El estudio y el trabajo es la clave del desarrollo,

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un país se vuelve fuerte y poderoso si hay trabajo y si hay estudio” (García Linera, 2016c, p. 36). Para ello, el gobierno articuló una serie de incentivos: “[A fin de año] el mejor alumno varón y la mejor alumna van a recibir 1.000 bolivianos” (García Linera, 2016c, p. 37). Además de estos incentivos, el gobierno dotó a las escuelas y a los estudiantes de mochilas, útiles y sistemas informáticos: “[Ahora] van a tener internet gratis, van a poder faceboquear, van a poder wasapear gratis, nadie les va a cobrar” (García Linera, 2016d, p. 34). Aquí no se trata de poner en duda la importancia de la formación de científicos y técnicos, ni podemos caer en la analogía torpe de pensar que todo proceso formativo debe leerse en los términos neoliberales de una inversión sobre un capital innato. Tampoco se trata de problematizar que las computadoras sean utilizadas para acceder a Facebook o a otras redes sociales. Sin embargo, García Linera no realiza ningún esfuerzo por vincular la apuesta en los procesos formativos con lo común como racionalidad de gobierno. Resulta todavía más difícil encontrar esta vinculación con la matriz de competencia y de sujetos competitivos que se encuentra en la trama que premia al mejor alumno y a la mejor alumna. Si de lo que se trata es de establecer una racionalidad de gobierno que apueste a la decisión y gestión común de los bienes comunes, no queda claro cómo la comunidad se construye articulando lógicas de competencia: instando a que los individuos se asuman como sujetos competitivos y lean sus lazos sociales a través de la grilla de la competencia. Por su parte, en estos discursos previos al referéndum del 2016, también se subrayó que “la mejor forma de garantizar el crecimiento económico es con mercado interno” (Morales, 2016q, p. 5). El crecimiento económico, una de las banderas del MAS, se garantizaba con un dispositivo parecido al venerado por los neoliberales: el fortalecimiento del mercado interno. Muy vinculado a él, se encuentra el énfasis en el incremento de la clase media, caracterizada por el consumo. En El “oenegeismo”, enfermedad mental del

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derechismo, García Linera respondió al documento Por la recuperación del proceso de cambio para el pueblo y por el pueblo firmado en junio de 2011 por intelectuales y varias ONG. Allí el vicepresidente sostenía que, “en la última década, la población ubicada en el estrato de ingresos medios aumentó del 30 % al 36 %, es decir, 1 millón de personas pasaron de la condición de pobres a la de personas con ingresos medios” (García Linera, 2011a, p. 15). El incremento de la clase media debía inscribirse, además, en una notable disminución de la desigualdad (Morales, 2016q, p. 16). En la misma línea, en los discursos previos al referéndum, recordaba: “Hemos logrado que 2 millones de bolivianos, el 20 %, pase a la clase media, nunca había habido tanta incursión de gente pobre a clase media” (García Linera, 2016e, p. 47). Es así que, “mientras que en otros países los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres, en Bolivia los pobres se vuelven clase media y los ricos ya no son tan ricos” (García Linera, 2016e, p. 47). Por su parte, en ¿Fin de ciclo progresista o proceso por oleadas revolucionarias?, una conferencia dictada en mayo de 2016 en Buenos Aires, reconocía el estancamiento y hasta el retroceso de varios gobiernos populares, pero seguía destacando que uno de los logros había sido el engrosamiento de los sectores medios (García Linera, 2016a, p. 5). El crecimiento de la clase media se traduce en un incremento del consumo y en la ampliación del mercado interno. En este orden de ideas, sobre el incremento de los ingresos de los sectores medios, García Linera se preguntaba: “Si la gente tiene más recursos, ¿qué hace cuando tiene más recursos? Compra más, consume más, invierte más” (García Linera, 2016e, p. 16). Es así que “la clase media es el conjunto de personas que consume, su caracterización como clase media es de consumo” (García Linera, 2016e, p. 16). Dicho de otro modo, “la clase media significa incremento de los consumos y el incremento del consumo” (García Linera, 2016e, p. 16). Reducir la pobreza y aumentar la clase media tiene un “correlato económico, ¿cuál es? Hay

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más consumidores, hay más compradores, es decir, crece el mercado interno” (García Linera, 2016e, p. 20). Los sectores subalternizados, ahora, devienen en sectores consumidores: “Se amplía la capacidad de consumo de los trabajadores, de los campesinos, de los indígenas, de los distintos sectores sociales subalternos” (García Linera, 2016a, p. 5). Si en los discursos dirigidos a estudiantes parecía que la interpelación a sujetos competidores tenía muy poca vinculación con una racionalidad gubernamental que apela a la decisión y gestión común de los bienes comunes, con las referencias a las clases medias cuesta entender cómo los sujetos que se interpelan y se conciben a sí mismos/as como consumidores/as o compradores/as logran articularse con aquella racionalidad comunitaria. Circunscriptos al proceso electoral de aquel referéndum constitucional de 2016, en el cual el MAS salió derrotado, la pregunta que hay que hacerse es por qué sujetos que se ven a sí mismos en competencia, o que se autoconciben como consumidores/as o compradores/as, apostarían por un proceso político que propone construir una racionalidad gubernamental comunitaria.

El plano cultural de la revolución Con motivo de cumplirse el centenario de la Revolución rusa, en el mes de diciembre de 2017 García Linera publicó un denso trabajo dedicado a teorizar sobre la revolución bolchevique en particular, y sobre la revolución en general. Allí planteaba que una de las dimensiones más importantes de cualquier revolución era la cultural: “La revolución se muestra fundamentalmente como una revolución cultural, una revolución cognitiva que vuelve lo imposible y lo impensado en realidad” (García Linera, 2017, p. 36). En este sentido, en los procesos revolucionarios, las pautas morales y cognitivas estallan

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en mil pedazos y habilitan otros criterios morales y otras maneras de conocer, otras razones lógicas que colocan a los dominados, es decir, a la inmensa mayoría del pueblo, como seres constructores de un orden en el que ellos mandan, deciden y dominan (García Linera, 2017, p. 36).10

Toda revolución supone un momento jacobino, un tiempo de ocupación de las estructuras estatales, algo que puede alcanzarse haciendo uso de la violencia o por medios electorales. Sin embargo, necesariamente, este momento jacobino se encuentra precedido del “poder políticocultural previamente alcanzado por las fuerzas insurgentes” (García Linera, 2017, p. 44). Las revoluciones representan procesos muy excepcionales, nada frecuentes, “y ello obliga a un trabajo paciente e imaginativo de ‘guerra de posiciones’ ideológico-cultural a fin de abrir fisuras en el armazón de la sociedad civil y del Estado, que puedan contribuir a la emergencia excepcional de una época revolucionaria” (García Linera, 2017, p. 55). Esta dimensión cultural de las revoluciones, que García Linera pone de relieve en términos conceptuales, es fundamental para comprender la potencia, y quizás también los límites, del proceso boliviano de los últimos tres lustros. Por supuesto que una revolución no se agota en el plano cultural, sino que debe estar combinada con poderosas transformaciones en los espacios de toma de decisión política, y en los modos de organizar la producción económica. Sin embargo, esta dimensión cultural juega un papel fundamental en el modo en que los sujetos se (auto)constituyen como tales en relación con esas nuevas formas de organizar la política y la economía.

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En particular, sobre el caso ruso, destaca la victoria cultural e ideológica que representó, y entonces afirma que se puede hablar de un ‘Lenin gramsciano’ que deposita en la hegemonía cultural y política la llave del momento revolucionario” (García Linera, 2017, p. 41).

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Hacia el año 2005, el exvicepresidente comenzaba a detectar una crisis en los componentes del Estado neoliberal y colonial, y, desde entonces, y hasta la publicación de Las tensiones creativas de la revolución, en el año 2011, ha teorizado sobre la transformación del Estado en Bolivia. El primer momento de esta transformación es el denominado “develamiento de la crisis”, que supone la emergencia de un bloque social y político disidente, con una importante capacidad de movilización y expansión territorial, que comienza a ganar aceptación en diferentes sectores y no logra ser canalizado por las estructuras estatales.11 Esto sucedió en Bolivia entre el 2000 y el 2003, un período iniciado con la “Guerra del Agua” (1999-2000) y continuado con otras manifestaciones, entre las que se encuentra la “Guerra del Gas” (2003), que culminó con la renuncia del entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada (García Linera, 2010, pp. 6-8). De todos modos, esta era solamente una dimensión de la crisis, una crisis de los componentes de corta duración del Estado, en este caso del modelo neoliberal que había comenzado a desarrollarse a mediados de la década de 1980 (García Linera, 2005, pp. 452-455). Sin embargo, también se hizo presente una crisis de los componentes de larga duración del Estado, que se manifestó con su fisura colonial –asociada a “la presencia de los actores sociopolíticos más influyentes del país, que son básicamente los indígenas” (García Linera, 2005, p. 456)–, y con su fisura espacial –relacionada con “el traslado de los ejes decisorios económico-políticos del Estado, de una región (norteoccidental) a otra (oriental)” (García Linera, 2005, p. 463)–. Más allá de la crisis de las dimensiones de corta y larga duración, desde una perspectiva más cultural y general, puede decirse que este develamiento de la crisis se produce

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Aquí puede advertirse una clara resonancia gramsciana, porque García Linera está mostrando cómo la clase subalterna “puede e incluso debe ser dirigente aun antes de conquistar el poder gubernamental” (Gramsci, 1975, p. 387).

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cuando el sistema político y simbólico que lograba constituir una “tolerancia o hasta acompañamiento moral de los dominados hacia las clases dominantes, se quiebra parcialmente” (García Linera, 2011b, p. 12). Durante el período 2000-2003, en ese momento fundante del proceso de cambio emancipador, aquello que se había quebrado era el discurso neoliberal y colonial que generaba que los sectores subalternos participaran, reiteraran y reprodujeran activamente las prácticas y discursos que los subalternizaban. En una perspectiva heredera de la obra de Gramsci, podemos advertir que la dimensión cultural de las revoluciones, de los procesos de cambio de tinte emancipador, es fundamental. Lo primero que se quiebra es el sentido común creado por un orden establecido, y el nuevo orden a establecer, el nuevo bloque histórico, se presenta –aunque de ningún modo se reduce a ello– como una sedimentación de otros sentidos comunes. En este orden de ideas, y a modo de resumen de lo anterior, puede decirse que antes de las victorias políticas y militares de todo proceso revolucionario, existe, primero, una victoria cultural, una victoria de significados y esquemas interpretativos-orientadores del futuro inmediato, una victoria moral sobre el adversario, que convierte la carencia social, la frustración colectiva y la necesidad diaria, en una voluntad general que apunta a un horizonte que se apodera de las pasiones del pueblo. Entonces, las victorias políticas y militares sólo cumplen, en el tiempo, lo que de inicio ya constituye una victoria moral sobre el viejo régimen (García Linera, 2016a, p. 16).

En la ya mencionada conferencia ¿Fin de ciclo progresista o proceso por oleadas revolucionarias?, García Linera marca algunos déficits de los procesos posneoliberales latinoamericanos, y uno de ellos es no haber logrado lo que denomina una “revolución cultural permanente”. En este sentido, reitera que, hacia fines del siglo XX, al horizonte de sentido neoliberal se le enfrentó “otro horizonte colectivo creíble, palpable y realizable, capaz de contener las expectativas y

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las ansias individuales y colectivas de las clases populares” (García Linera, 2016a, p. 15). Sin embargo, una vez que los sectores populares ocuparon las estructuras estatales, esta dimensión cultural, este proceso creativo de nuevos sentidos, ha perdido bastante intensidad. En términos más precisos, García Linera identifica que el problema se sitúa en la “redistribución de la riqueza sin politización social” (García Linera, 2016a, p. 17). Es así que, si las políticas de redistribución y de acceso al consumo no se acompañan con la politización social revolucionaria, con la consolidación de una narrativa cultural, con la victoria de un orden lógico y moral del mundo, producidos por el propio proceso revolucionario, no se está ganando el sentido común dominante. Lo que se habrá logrado es crear una nueva clase media con capacidad de consumo, con capacidad de satisfacción, pero portadora del viejo sentido común conservador (García Linera, 2016a, p. 17).

La deficiencia que subraya el exvicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia guarda aires de familia con los déficits en el modo en el cual los procesos de cambio no han reflexionado sobre las prácticas de sí, sobre cómo han descuidado el plano de la (auto)constitución de una subjetividad acorde a las nuevas racionalidades gubernamentales. Pero, además, creo que es una deficiencia que debe leerse como fuerte autocrítica, puesto que, en los discursos previos al referéndum de 2016, García Linera reivindicaba fuertemente el ingreso a la esfera del consumo de sectores otrora excluidos, pero no agregaba ninguna dimensión que permitiera corregir o atenuar el peligro de transformar a quienes históricamente fueron subalternizados en meros consumidores y consumidoras. Por su parte, creo que es posible marcar un matiz y una advertencia en el modo en que García Linera subraya las (sus) deficiencias. Si bien es fundamental acompañar las políticas de redistribución y de acceso al consumo con una politización, con una dimensión de (auto)constitución de la

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subjetividad que evite que la carta de ciudadanía se reduzca al ingreso al mercado de consumo, entiendo que la disputa no es contra aquel “viejo sentido común conservador” al que alude el exvicepresidente, sino contra un sentido neoliberal que, lejos de ser conservador, apela a un discurso de cambio, de transformación y de constante innovación. El neoliberalismo es un programa económico, pero también una racionalidad política que crea nuevos sujetos, conductas y percepciones del mundo (Brown, 2015, p. 36). No es una racionalidad que apuesta a la conservación, sino a una profunda transformación, aunque no emancipatoria.

Notas finales Con los gobiernos del Partido de los Trabajadores en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay, el Frente para la Victoria en Argentina, Alianza País en Ecuador, el Movimiento al Socialismo en Bolivia y el Partido Socialista Unido en Venezuela, en el Cono Sur se desplegaron potentes críticas a la larga noche neoliberal que arrasó la región durante más de dos décadas. Las políticas de privatización y extranjerización de la economía estuvieron en el centro de las críticas, pero curiosamente no se leen embates a las formas de constitución de la subjetividad que se insertan en el diagrama neoliberal. Si el gobierno supone prácticas de gobierno de los otros, pero también prácticas de gobierno sobre sí mismo, los procesos posneoliberales han enfatizado sus reproches sobre la primera de las variables, y han desatendido el segundo de los aspectos. Si tomamos el caso boliviano, resulta especialmente llamativo que en las finas y muy originales teorizaciones de Álvaro García Linera no se lean críticas a las prácticas de subjetivación que pone en juego el neoliberalismo, y también resulta preocupante no encontrar pistas sobre aquella subjetividad a (auto)constituir en el marco de las

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racionalidades de gobierno comunitarias. En muchos de sus trabajos y discursos, el exvicepresidente ha remarcado la importancia que adquiere la dimensión cultural de los procesos revolucionarios, la relevancia de crear nuevos sentidos comunes desde los cuales interpretar las nuevas y viejas realidades. Sin embargo, en este punto, en esta tarea de avanzar hacia una revolución cultural permanente, no hay pistas sobre cómo (auto)constituir una subjetividad distinta y distante a la ofrecida por las racionalidades neoliberales. No se ofrecen mayores apuestas por una racionalidad de gobierno común que, además de proponer un horizonte de gobierno de los otros, ofrezca una dimensión sobre cómo gobernarnos a nosotros mismos. Si bien desde la perspectiva de la gubernamentalidad es clave centrar la atención no solo en el gobierno de los otros, sino también en el de sí mismo, la reflexión sobre las formas de constitución de nuevas subjetividades no es ajena a las tradiciones de izquierdas. En Nuestra América, Ernesto “Che” Guevara subrayaba que el comunismo solo podría construirse si, además de avanzar en una transformación de la estructura económica, se creaba un hombre nuevo (Guevara, 2014, p. 417). Esta mirada de Guevara, tan cara para las izquierdas latinoamericanas, no representa una desviación de la ortodoxia marxista, puesto que el propio Engels no dudaba en sostener que la caída del capitalismo traería la emergencia de una nueva generación de individuos (Engels, 1998, pp. 147-148). La pretensión de este trabajo no es dar con las causas o las razones que permiten explicar –siempre muy parcial y limitadamente– cierto ocaso de las experiencias posneoliberales en América Latina. De lo que se trata, escribiendo con algo de nostalgia, no es de centrar la atención en aquellos aspectos donde la imaginación no se tradujo en realidad porque no se contaba con una correlación de fuerzas favorable, sino en donde ni siquiera se imaginaron alternativas. En Nacimiento de la biopolítica, Foucault planteaba que el socialismo no había desarrollado una racionalidad

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de gobierno propia, distintiva, distinta y distante de las racionalidades neoliberales. Creo que, en América Latina, los procesos políticos posneoliberales sí construyeron una racionalidad de gobierno propia, pero trunca, fracturada, enfatizando la dimensión del gobierno de los otros y las otras, pero descuidando la dimensión del gobierno de sí mismo. Esta fractura no es menor, puesto que las subjetividades moldeadas bajo racionalidades del neoliberalismo, más temprano que tarde, terminan votando programas de gobierno neoliberales.

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6 Pensar el giro punitivo a partir de la judicialización Elementos para problematizar la gubernamentalidad neoliberal en Argentina LUCIANA ÁLVAREZ1

Posicionarse delante del derecho significa para mí no sólo desaplicarlo. En la existencia material de muchos y de muchas, aquí y en otro lado, esto ya ocurre. También es importante saber cuándo funciona y cómo funciona para explotar la tecnología con la intención de hacer de éste un uso diferente. Sandro Chignola (2013)

Una vez que iniciamos un recorrido por la literatura reciente sobre neoliberalismo, especialmente aquella que refiere a su carácter político y programático, nos encontramos con una serie de problemas que atañen a la

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Abogada por la Universidad Nacional de Cuyo (UNCU). Doctora en Derecho con mención en Filosofía del Derecho por la Universidad Nacional de Cuyo (UNCU). Estudios posdoctorales en Berkeley Law (Center for the Study of Law and Society), University of California (2015) y la Université Paris 8 Vincennes- Saint-Denis (2011). Investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Docente en las cátedras de Filosofía del Derecho e Introducción a la Filosofía de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cuyo (UNCU).

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relación entre instituciones y acción individual (Laval y Dardot, 2013, p. 133). El neoliberalismo supondría, desde esta perspectiva, un tipo específico de relación entre las instituciones, más precisamente las instituciones estatales, y los individuos: el modo en que se comportan, sus conductas, sus inversiones, sus actividades. Caracterizado de esta manera, podríamos estar hablando de cualquier programa político, pero lo que nos interesa enfatizar es que, entendido de este modo –como racionalidad de gobierno–, la relación que promueve entre acción individual e instituciones presenta sus especificidades. No se trata de un simple y llano liberalismo aggiornado, sino de un modo singular de plantear el tipo y el ámbito de intervenciones legítimas, que en términos generales referenciamos en torno del Estado. ¿Dónde? ¿En qué esferas de la actividad humana puede intervenir sin distorsionar las finalidades que le han sido fijadas? ¿Cuáles los ámbitos en que su actividad, la estatal, supondría gobernar demasiado e ineficientemente? Lo que lleva directamente a otra modalidad de la interrogación: ¿qué tipo de intervenciones son aceptables?; ¿cómo, a través de qué mecanismos, es posible para los neoliberales intervenir procurando la mayor libertad para los individuos?; ¿cómo se interviene en el marco de relaciones sociales organizadas en torno de la libertad individual?; ¿cómo conducir la acción de sujetos a quienes se reconoce como eminentemente libres? Como racionalidad de gobierno, es decir, como reflexión sobre la manera de gobernar lo viviente en el marco de relaciones que conllevan obediencia política, el neoliberalismo pone en cuestión –y de allí cierta vocación de impugnación– el modo en que distintos programas de gobierno liberales y no liberales concebían, modelaban, asumían como legítimas ciertas relaciones entre el Estado y los

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individuos caracterizadas por la planificación económica2. Foucault se refirió a ello como el “campo de adversidad” de los teóricos neoliberales constituido por la invariante antiliberal que representan los diversos modos de intervención estatal en la economía (Foucault, 2007, p. 142). Si el neoliberalismo puede ser pensado como una racionalidad de gobierno específica, diversa del liberalismo, tal como lo sugiere Foucault y ha sido tematizado por varios autores contemporáneos siguiendo esa línea de exploración, es posible hacer comprensibles el tipo de instituciones que promueve, y las singularidades con que ese modo de conducir se desenvuelve en nuestras realidades políticas. Desde este lugar, asumiendo que es posible cartografiar las coordenadas de un tipo de racionalidad política como la neoliberal, pero asumiendo que esto solo es posible rastreando las singularidades con que ella se actualiza en diversas formaciones espaciotemporales, es decir, poniendo en juego una perspectiva microfísica que suponga relevar los puntos de apoyo a través de los cuales el poder circula y toma múltiples direcciones e intensidades, nos planteamos la posibilidad de indagar las correlaciones que tienen lugar entre algunas tendencias que caracterizan lo que se conoce como “giro punitivo” y la manera específica en que la judicialización opera en el entramado de relaciones sociales que configuran la gubernamentalidad neoliberal. En esa línea, buscamos movernos a pensar algunas dimensiones de la ligadura entre judicialización de la política y criminalización –más allá de lo que ha sido dicho a partir de otras claves de lectura– y, a su vez, elucidar cómo funcionan el aumento de la punitividad, que se ha hecho tendencia en Latinoamérica, en el marco de relaciones sociales atravesadas por la competencia, la

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Nos referimos en este trabajo a “planificación económica” en un sentido muy general, todo lo amplio que permita incluir diversas modalidades de intervencionismo estatal, ya sea administrativo, legal o judicial.

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judicialización, la gestión del riesgo y la criminalización. Y todo ello a fin de avanzar en el desciframiento de un tipo de racionalidad política que no solo gobierna por la alegría y la incitación al deseo, sino que involucra mecanismos nada sutiles, y muy violentos en muchos casos3, de sujeción.

Judicialización de la política en Latinoamérica Comencemos por la caracterización de lo que en Latinoamérica se conoce bajo la rúbrica de “judicialización de la política”, a fin de avanzar luego, a partir de esta grilla de inteligibilidad, hacia el problema del giro punitivo propiamente. A partir de los años 90, en Latinoamérica tiene lugar una reconfiguración de la actividad política de los tribunales de justicia (Helmke y Ríos-Figueroa, 2011; Hirschl, 2006; 2008) que, entre otros desplazamientos, conlleva la expansión de la forma judicial a ámbitos o esferas de la vida social que se suponían ajenas a ella. Nos referimos, en un sentido amplio de judicialización de la política, al proceso por el cual lo judicial forma parte de los modos en que concebimos las relaciones al interior de una sociedad, las modalidades de relación con nosotros mismos y con otros. Algunas claves para leer este proceso, con la especificidad que presenta en Argentina, las desarrollamos en un artículo reciente, al que remitimos (Alvarez, 2018), en el que nos concentramos en mostrar diversas líneas de fuerza que dieron el marco de posibilidad de su efectuación. Señalamos el despliegue del activismo judicial, en sus facetas 3

Si bien no constituye el objeto de este trabajo, es preciso destacar los trabajos de Daroqui (2014), Cesaroni (2009) y Christie (1993), que colocan el foco en el “hacer sufrir” que estructura las transformaciones contemporáneas de la economía del castigo y, finalmente, permite analizar los sistemas penales de nuestras sociedades a partir del mayor, o menor, dolor que sean capaces de provocar en aquellos a quienes capturan.

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progresista y conservadora, es decir, como catalizador de transformaciones sociales mediante el amparo y garantía de protección y promoción de una amplia gama de derechos humanos, especialmente de derechos económicos, sociales y culturales, por un lado, y como garante del statu quo a través de los límites que es capaz de imponer a una legislatura progresista en determinadas coyunturas históricas, como los casos de Chile durante el gobierno de Allende (Amunátegui Echeverría, 2011) o el de Estados Unidos en el periodo de la Corte Renquist4, por nombrar solo algunos. Destacamos la movilización legal de diversos colectivos y movimientos sociales luego de la recuperación democrática, especialmente en Argentina, en que el movimiento por los derechos humanos ha tenido un papel central a la hora de reposicionar la vía judicial como espacio de efectivización de demandas. Mostramos además cómo la mayor incidencia de los tribunales de justicia en los gobiernos de Latinoamérica constituye una política exterior del gobierno de los Estados Unidos a partir de mediados de los años 805. En el caso de Argentina, rastreamos parte de la actividad de FORES (Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia) especialmente vinculada a los programas de la Agencia de Desarrollo Internacional de los Estados Unidos (USAID por sus siglas en inglés) desde su formación en el año 1976 y con marcado énfasis en los años 90. Su intervención perseguía, además del fortalecimiento de las estructuras de 4

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En el periodo de la Corte Renquist, la intervención judicial estuvo marcada por su tendencia a limitar modificaciones legales a través de la declaración de inconstitucionalidad, lo que ha llevado a que se la caracterice –en contraste con el activismo judicial progresista y liberal que caracterizó a la Corte Warren entre los años 1953-1967– como “activismo judicial conservador” (Balkin y Levinson, 2001, pp. 203-207). Aun cuando reconocemos que la política exterior de los Estados Unidos respecto de Latinoamérica pudo haberse reconfigurado a comienzos del siglo XX promoviendo el arbitraje y la resolución jurídica de disputas internacionales, tal como señala Scarfi (2014), nos interesa enfatizar el impulso con que, hacia fines de los años 70, se busca reconfigurar la política interna de los países bajo influencia norteamericana por medio de la promoción de la forma judicial y la ciudadanía legalmente activa.

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asistencia legal, la finalidad de colocar en agenda las falencias de la administración de justicia en Argentina y vincular y coordinar las acciones de los diversos actores en vistas de la promoción de una reforma del sistema judicial. En el desarrollo de aquel trabajo, pudimos mostrar –eso al menos intentamos– que, en el cruce de fuerzas que hicieron del poder judicial un actor relevante de la vida política de la Argentina, a partir de los años 90, convergen líneas muy heterogéneas: la campaña más o menos global por la reforma judicial6, el activismo político-jurídico del movimiento por los derechos humanos, la crisis político-económica del año 2001, la deslegitimación del poder judicial y la remoción posterior de la mayoría de sus miembros en el año 2003, las conferencias nacionales de jueces a partir del año 2006 y su propuesta de renovar la confianza de la sociedad, el activismo legal y judicial de diversas ONG en defensa de derechos, el activismo de diversas ONG vinculadas a la administración de justicia subsidiadas por programas provenientes del gobierno de los Estados Unidos y de agencias multilaterales de cooperación y finanzas, así como la utilización, como siempre selectiva, del poder judicial para para domesticar adversarios políticos, que llegó a denominarse lawfare7. 6

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Es sintomático para ilustrar este proceso el caso del juez brasileño Sergio Moro, quien ordenó en abril de 2018 la prisión del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Moro transitó una parte importante de su formación durante su carrera judicial en Harvard Law School –en el año 1998– y a través de los programas del Departamento de Estado de los Estados Unidos destinados a la investigación de delitos vinculados al lavado de dinero durante la primera década del 2000. Además, estudió con cierto grado de detalle el proceso de reconfiguración política y judicial que tuvo lugar en Italia a comienzos de los años 90 –conocido como mani pulite— en cuya materialización el mismo Moro aprecia como fundamental el proceso de deslegitimación del sistema político italiano que comenzó con anterioridad a la operación mani pulite y que el poder judicial contribuyó a profundizar (Moro, 2004, p. 57). En rigor, lawfare refiere al uso del derecho como arma de guerra o con fines bélicos. Inicialmente, se utilizó para caracterizar la manera en que las restricciones legales en materia de derecho de guerra eran utilizadas indebidamente por adversarios bélicos de menor potencia militar que Estados Unidos que pretendían debilitar la posición bélica norteamericana sobre la base

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Al mostrar estas distintas estrategias de intervención, buscamos hacer foco en el hecho de que lo que se conoce como “judicialización de la política” es el efecto, podríamos decir, de una serie de procesos y líneas de fuerza heterogéneas, dispersas y en ocasiones divergentes, pero que poseen igualmente correlaciones que la tornan inteligible en cuanto sistema de diferencias. Como tal, supone reconocer los modos en que distintos actores políticos se comprometieron, y se encuentran aún hoy comprometidos, en función de diversas operaciones que, independientemente de su voluntad, tienen como efecto global un reposicionamiento del poder judicial en las sociedades contemporáneas, que, en el caso de Argentina –al igual que muchos otros–, podemos caracterizar como formaciones sociales marcadas, en parte, por una racionalidad de gobierno de signo neoliberal, sin perjuicio de los diversos matices e intensidades, nada desdeñables, con que ello se configura en cada situación espaciotemporal. En este trabajo no avanzamos hacia una caracterización fina de lo neoliberal en Argentina que atienda a sus diversas modulaciones, así como a la posibilidad misma de pensar lo “posneoliberal”, sino que nos ocupamos de mostrar cómo la reconfiguración de lo judicial juega un rol destacado en las transformaciones que pueden observase en el paso de lo que Davies (2016) denominó “neoliberalismo normativo” de los años 90 hacia el “neoliberalismo punitivo”, que el mismo autor ubica a partir de la crisis financiera de 2008. Es preciso indicar que del incumplimiento evidente del derecho internacional de guerra (Dunlap, 2001). Así, apuntaban cómo en lugar de garantizar una confrontación bélica ajustada a derecho, países militarmente débiles utilizan el derecho (el derecho de guerra) para contrarrestar el poderío bélico norteamericano, lo que suponía a sus ojos un uso indebido del derecho. No hemos querido abundar sobre este punto en la medida en que, si bien reconocemos los múltiples sentidos en que el término lawfare puede ser utilizado, creemos que lo que denominamos “reconfiguración política del rol del poder judicial” en la región constituye un diagnóstico más ajustado a las especificidades de nuestro presente.

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sostener que nuestra sociedad se encuentra “marcada” por una racionalidad de gobierno neoliberal no implica hacer de la racionalidad neoliberal una rúbrica capaz de cubrirlo todo, desconociendo cualquier diferencia de intensidad y espesor. Se trata, más bien, de contribuir a reconocer aquellas prácticas que en su heterogeneidad se organizan y articulan configurando problematizaciones o positividades que, más allá de constituir fenómenos históricos, o empíricos, permiten “hacer inteligible la totalidad de un contexto histórico-problemático más vasto” (Agamben, 2009, p. 15).

El poder judicial en el gobierno neoliberal La forma judicial funciona como estrategia de intervención política, poniendo en movimiento y haciendo emerger, a nivel del tejido social, estrategias singulares de resolución de conflictos, al igual que organiza prácticas de las élites tanto locales como internacionales, en lo que también se ha denominado “judicialización desde arriba”, lo que nos permite sostener que opera a nivel de nuestros procesos de subjetivación en el entramado en el que se codifican nuestras conductas. Para comprender esta afirmación, es preciso dar cuenta de la emergencia de la forma empresa como modo de plegamiento subjetivante, como codificación capaz de implicar a los sujetos en una estructura ética y psíquica ligada al goce, al rendimiento y la competencia. Recordemos que Foucault señala la relevancia que, en el tránsito del liberalismo clásico al neoliberalismo, presenta la teoría del “capital humano” como mutación en la concepción del salario, que a su vez nos habilita a pensar las modulaciones a nivel de la forma-salario como forma social, es decir, como “forma según la cual el poder se ejerce en una sociedad, la manera como toma el saber que necesita para ejercerse y como, a partir de ese saber, va

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a distribuir órdenes y prescripciones” (Foucault, 2016, p. 263). Para los neoliberales norteamericanos, el salario deja de ser concebido como retribución del tiempo de fuerza de trabajo disponible al capital8 para percibirse como la renta directa de un capital específico: el capital humano. Cada individuo constituye una empresa de sí mismo9, en la medida que obtiene una renta a partir de “un conjunto de factores físicos, psicológicos, que otorgan a alguien la capacidad de ganar tal o cual salario” (Foucault, 2007, p. 262). La inscripción social de los individuos bajo esta forma, la de la empresa, promueve –en cada uno de ellos– la gestión de todos los riesgos de la vida que puedan implicar una disminución permanente o transitoria de salarios, y demanda, por lo mismo, mecanismos de seguridad para prever la productividad de la máquina viviente y la exitosa consecución de una vida concebida como un plan racional, un plan de vida. Siendo que […] el verdadero sujeto económico es la empresa. Cuanto más se anima a ésta a que haga su juego como considere en el marco de las reglas formales, más se fija por sí misma libremente su propios objetivos, dando por supuesto que no hay ningún fin común impuesto (Laval y Dardot, 2013, pp. 181-182).

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Las consideraciones de Foucault en este sentido son mucho más específicas en relación con las nociones de trabajo abstracto y trabajo concreto, y los modos en que este último es concebido por la teoría marxista y por los neoliberales (Foucault, 2007, p. 257). Es más que elocuente considerar el modo en que se calculan las indemnizaciones por muerte o incapacidad, en que la vida de una persona posee un valor que se cotiza en relación con aquello que hubiera podido producir. En la misma línea, a partir del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “María Elena Loayza Tamayo vs. Perú” de 1998, se planteó la posibilidad de indemnizar el daño causado al proyecto de vida (Tonón, 2011). La posibilidad de indemnizar el daño al proyecto de vida se encuentra prevista, además, en el Código Civil y Comercial de Argentina sancionado en 2014.

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Cada uno de los individuos participa del mercado como un núcleo empresarial en competencia con otros en el marco de reglas formales, claras y previsibles. Teniendo a su cargo hacer de sí mismo un producto rentable, invierte en su capacitación, compite con otros potenciales trabajadores (ahora empresarios de sí) por la obtención de diversos recursos económicos, políticos, culturales o sociales maximizando sus capacidades. El sujeto empresarial […] debe velar constantemente por ser lo más eficaz posible, mostrarse como completamente entregado a su trabajo, tiene que perfeccionarse mediante un aprendizaje continuo, aceptar la mayor flexibilidad requerida por los cambios incesantes que imponen los mercados. […] La racionalidad neoliberal empuja al yo a actuar sobre sí mismo para reforzarse y así sobrevivir a la competición. Todas sus actividades deben compararse a una producción, una invención, un cálculo de costes (Laval y Dardot, 2013, p. 335).

La forma-empresa hace funcionar relaciones intersubjetivas en el filo de la competencia, habilitando una conflictividad de densidad distinta de aquella en la que el Estado se ocupaba de arbitrar y operar distribuciones entre empleadores y trabajadores y, a su vez, redistribuía recursos de distinto tipo poniendo en juego estrategias políticoadministrativas10, estructuradas sobre alguna idea de planificación social, cooperación o solidaridad. La competencia, en su lugar, requiere un marco formal en el que las unidades empresariales desarrollan su juego libremente: la igualdad consiste en la existencia de un marco formal (Rule of Law) que garantice que todos los ciudadanos podrán reclamar igual respeto a su plan de vida racional, cuyo garante ante el 10

La idea de bienestar vinculada a la posesión de un empleo implicaba un conjunto de protecciones que sumadas al salario garantizaban el acceso a bienes y servicios. De este modo, la integración a la sociedad estaba dada en primera instancia por el mercado de trabajo: la posesión de un empleo aseguraba un lugar reconocido en la estructura social, y un puesto en el sistema de intercambios (Várnagy, Blengino, Baccarelli Bures, y Sanles, 2011, p. 4).

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incumplimiento de estas reglas formales es el poder judicial. Los tribunales actúan como garante de ese espacio económico dentro del cual el individuo-empresa invierte recursos y asume riesgos, se produce a sí mismo y es responsable de las condiciones materiales que ha llegado a proveerse para sí. Ello permite comprender, al menos en parte, el despliegue de las políticas de reforma judicial que en la práctica supuso además una reconfiguración política de los tribunales, de modo que Las concepciones de “governance”, “rule of law” y estado de derecho responden a estos modelos teóricos que otorgan al poder judicial una función central en el logro de objetivos de desarrollo económico macroestructural. Esto hace comprensible el interés que despertaron, hacia mediados de la década del noventa, las nuevas reformas para la modernización de los poderes judiciales, como complemento y refuerzo de los anteriores programas de reforma legal y económica estructural (Lista, 2008, p. 746).

Como dispositivo de resolución de conflictos sociopolíticos y económicos, la judicialización demostró cierta capacidad para relegar a las instancias políticoadministrativas signadas por la cooperación, la confianza o el parentesco (Smulovitz, 2008, p. 195) devenidas incapaces de gestionar una conflictividad social que comenzó a revelar otras aristas, a medida que las finalidades políticoeconómicas de la actividad estatal se fueron sesgando hacia la garantía de la competencia. A diferencia del modelo de bienestar en que el Estado funciona como “gran decisor”, al recaudar y distribuir recursos con la finalidad de compensar los efectos perniciosos no deseados del libre mercado, en el programa neoliberal los individuos compiten entre sí para maximizar beneficios cuya adjudicación opera a través del mercado. Se trata de gestionar las planificaciones individuo-empresariales, una suerte de privatización de la

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política social, cuya contrapartida parecería ser la judicialización de los reclamos a través de la demanda de respeto por un plan, que ahora es un plan de vida individual11. Se produce el desplazamiento de la planificación –en un sentido amplio– hacia la prevalencia del “plan de vida” como instancia de gestión y racionalización de recursos de diversa índole, a través de la cual las personas son constreñidas a afrontar individualmente la satisfacción de distintos tipos de necesidades. Abolida la planificación social, encontramos una suerte de planificación privada e individual. Libertad para diseñar un plan de vida racional a condición de que la vida misma sea concebida económicamente. En esta línea, en el año 1988 Rawls sostenía que en una sociedad democrática los miembros […] tienen, al menos de forma intuitiva, un plan racional de vida, a la luz del cual hacen inventario de sus proyectos más importantes y asignan sus varios recursos (incluidos los mentales y corporales, temporales y energéticos) con el fin de perseguir sus concepciones del bien a lo largo de un ciclo vital completo (Rawls, 1996, p. 177).12

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Esta primacía de lo judicial frente a lo administrativo develó, por ejemplo, el carácter adversarial de la cultura legal norteamericana, que tiende a judicializar todo tipo de reclamos, a diferencia de los Estados europeos en que prima una cultura jurídica de tipo burocrática en la que los conflictos sociales se procesan mayormente a través de instancias administrativas no judiciales (Kagan, 2003, p. 9). El carácter fuertemente publicista, de la estructura jurídica francesa en particular, puede observarse con relación al acotado margen de justiciabilidad de las decisiones administrativas. Esta particularidad fue incluso señalada por Foucault en el Nacimiento de la biopolítica, en la clase del 21 de febrero de 1979, al referirse a la inexistencia del Estado de derecho en Francia en virtud de la existencia del fuero administrativo: si hay algo que caracteriza al Estado de derecho, especialmente neoliberal, es la posibilidad de que el Estado sea tratado como un individuo privado. “The members of a democratic society have, at least in an intuitive way, a rational plan of life in the light of which they schedule their more important endeavors and allocate their various resources (including those of mind and body, time and energy) so as to pursue their conceptions of the good over a complete life” [la traducción es nuestra].

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Ante la ausencia de una planificación social, el Estado lidia con planificaciones individuo-empresariales en competencia, y responde –a través de la garantía que proveen los tribunales– a los requerimientos de esos sujetos, sus necesidades e intereses. Una gestión de planificaciones individuo-empresariales por medio de una suerte de privatización de la política social, cuyo correlato se presenta bajo la judicialización expansiva de reclamos de diverso contenido. La posibilidad misma de un plan se ha individualizado, como referimos antes: asumimos que no hay un fin común. En esos múltiples reclamos de derechos, especialmente de derechos sociales y económicos, fundados en la consecución de un plan de vida, tendemos –en cierto modo– a reforzar la torsión objetivante que, en el límite, ha hecho de nosotros sujetos-empresa y de nuestras vidas, un plan de inversiones. Como contrapartida, el respeto del plan de vida racional hace responsables a los sujetos por las decisiones que contribuyeron u obstaculizaron su consecución exitosa. A diferencia del sujeto del libre intercambio, quien disponía de la posibilidad de reaccionar pasivamente ante los datos provistos por el mercado, la competencia intersubjetiva que estructura la forma-empresa entraña la sujeción al dispositivo rendimiento-goce. Ya no requiere de cada uno de nosotros la adaptación al promedio y la normalidad estandarizada, somos interpelados y empujados a ser excepcionales en términos de rendimiento. Ya no se nos dice qué debemos hacer, cómo debemos comportarnos, el mandato es potenciar libremente nuestro diferencial de capacidad a fin de alcanzar nuestras propias metas, que en el mayor de los casos se reducen a garantizar para cada uno, y en su caso cada uno de los miembros del grupo familiar, una serie de necesidades de alimentación, salud, educación y seguros sociales, que solían cubrirse colectivamente y que funcionaban, a su vez, como correlato necesario de la forma-salario.

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El signo de la libertad en el neoliberalismo es la libertad de emprendimiento según la cual cada sujeto disfruta de “la posibilidad de competir en el mercado diseñando sus planes y manejando sus propios recursos” (Mendez, 2017, p. 563). Esta tendencia a la empresarialidad del sujeto ha supuesto, a su vez, precarización laboral pero también socioafectiva, que se intensifica en la medida que, más allá de las múltiples privaciones a las que se encuentra sometido, el sujeto actúa en un campo de posibilidad en permanente transformación, cuyas coordenadas no solo no controla él mismo, sino que no son controladas por ningún agente (estatal o no estatal). El Estado judicial ocupado en garantizar el Rule of Law vela únicamente por las reglas del juego, pero no por el juego en sí… La racionalidad de gobierno neoliberal expone un diagrama de relaciones que conforman el campo de posibilidad para la conducta individual y colectiva, en cuyo interior la judicialización de diversos aspectos de la interacción humana posee una posición privilegiada. El Estado, a través del derecho, podrá legitimar sus intervenciones en la medida en que ellas tiendan a facilitar y garantizar el libre juego individuo-empresarial, desalentando conductas antieconómicas y sancionando aquellas acciones que supongan eludir las reglas formales del mercado. Por ello, y a partir de concebir el comportamiento humano como cálculo racional por el cual se invierten recursos para satisfacer intereses y deseos, solo pueden garantizarse libertades económicas: todo lo que obstruya la regularidad económica del mercado, o impugne su legitimidad para asignar recursos, podrá ser sancionado legal e incluso penalmente. En esta dirección, Harcourt ha caracterizado a la penalidad neoliberal en el sentido de

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una forma de racionalidad en la que la esfera penal es colocada fuera de la economía política y cumple la función de límite: desde la lógica dominante de la economía clásica, la sanción penal es delimitada como el único espacio en que el Estado puede legítimamente imponer el orden. Desde esta perspectiva, el grueso de la interacción humana –que consiste en intercambios económicos– es vista como voluntaria, compensada, ordenada y tendiente al bien común; la esfera penal se ubica más allá, donde el gobierno puede interferir legítimamente (Harcourt, 2009, p.2)13.

De todos modos, y esta es parte de la hipótesis que sugerimos explorar en este trabajo, la manera en que las instituciones estatales intervienen legítimamente en la esfera penal puede pensarse, también, como una de las modalidades en que opera la judicialización de la política en general, como fenómeno sociopolítico que implica la expansión de la “forma judicial” como dispositivo de procesamiento de conflictos en un campo social, y que supone además una de las codificaciones de comportamiento que atraviesan nuestra subjetivación. Podríamos resumir nuestro argumento en relación con la afirmación de Harcourt de la siguiente manera: aun cuando es posible comprender la expansión de la penalidad como correlato de una racionalidad de gobierno que solo admite intervención legítima en la esfera penal en la medida en que ella se encuentra excluida de la lógica de intercambios económicos, racionales y voluntarios que promueve el neoliberalismo, la esfera penal con sus particularidades participa –a nuestro juicio– del mecanismo general de la judicialización que en sí misma supone

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“A form of rationality in which the penal sphere is pushed outside political economy and serves the function of a boundary: the penal sanction is marked off from the dominant logic of classical economics as the only space where order is legitimately enforced by the state. On this view, the bulk of human interaction-which consist of economic exchange is viewed as voluntary, compensated, orderly, and tending toward the common good; the penal sphere is the outer bound, where the government can legitimately interfere” [la traducción es nuestra].

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una modalidad específica de gobierno e intervención política. Este matiz emerge al comprender, como señalamos al comienzo, que la racionalidad neoliberal no implica el simple y llano retiro del Estado de las funciones públicas de gestión, sino una transformación en los modos y los ámbitos de intervención según la cual no solo las instituciones intervienen en la esfera penal, como propone Harcourt, sino que intervienen de diversos modos mediante la construcción de reglas formales y a través de la gestión judicial. La judicialización, en general, estructura y refuerza un proceso de subjetivación que se orienta tendencialmente hacia el sujeto-empresa, la competencia y la gestión individual del riesgo, en el marco del cual la exposición a una sanción de tipo penal es responsabilidad de quien “decide”14 saltear las reglas de juego formales y cometer un delito. Y correlativamente, la puesta en tensión de casi cualquier regla de juego (administrativa o civil) involucra posibles denuncias y procesos judiciales de índole penal. De aquí a la criminalización de la protesta social, así como a la persecución de los adversarios políticos, hay solo un paso. En la medida en que la cifra de las relaciones intersubjetivas es la competencia, a partir de la configuración de la forma empresa, y en que el Estado interviene mediante la garantía de las reglas formales de la economía, a partir de la configuración de la forma judicial, o judicialización, las transformaciones de la penalidad contemporánea encuentran otra clave de inteligibilidad.

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En la clase del 21 de marzo de 1979, Foucault reconstruye la definición de crimen de Becker del siguiente modo: “Crimen es toda acción que hace correr el riesgo a un individuo de ser condenado a una pena” (Foucault, 2007, p. 291).

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Giro punitivo: pensar la prisión en las actuales coordenadas de gobierno Al comienzo de este trabajo, insistíamos en la necesidad de pensar algunos fenómenos que hemos recortado en torno de lo que se conoce como “giro punitivo” en el marco de las relaciones de poder que nos permitan comprender en qué consisten las mutaciones y desplazamientos operados a nivel de la penalidad contemporánea. Se trata de un tipo de trabajo que intenta retomar, ahora en otra dirección, la pregunta foucaultiana por el sistema de poder en el que funciona la prisión (Foucault, 2016, p. 263), para preguntarnos ahora: ¿qué función cumplen el encarcelamiento masivo, el aumento de punitividad y el tipo de modificaciones institucionales que le son intrínsecos en el marco de las relaciones de poder en que ellas se despliegan y que hemos caracterizado en torno de la forma judicial? Aun cuando reconocemos el desarrollo de otras líneas de interpretación (Wacquant, 2000; De Giorgi, 2006; Daroqui, 2014) que de diversos modos han sugerido la ligadura penalidad contemporánea/neoliberalismo, la nuestra busca escribirse a partir, pero también más allá, de los desarrollos de Foucault. No para impugnarlo, sino en el gesto –quizás más filosófico– que supone pensar con Foucault: “[…] retomando en el propio pensamiento el movimiento mismo de ese pensamiento […] para probar su dinámica transformadora” (Sabot, 2018). Preguntarnos por ello, en su tono –que es también el de la pregunta por los modos en que el derecho opera en un diagrama de fuerzas determinado–: ¿qué se produce, a nivel de los sujetos y los saberes, a través de lo que se denomina “giro punitivo”?; ¿por qué la racionalidad neoliberal demanda el aumento de las penas a la vez que prescinde del discurso legitimador de la resocialización?; ¿para qué encerramos en la cantidad y la modalidad en que lo hacemos?; ¿qué sujeto, qué tipo de subjetividad, tiende a producirse y reforzarse en la singularidad de la normatividad penal, en el modo que ella aparece en teseopress.com

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nuestra actualidad? Persiste, entonces, en nuestra pregunta el sesgo productivista de las relaciones de poder que ha sido clave en los desarrollos foucaultianos, en la medida en que entendemos que no hace falta deshacerse de la analítica del poder foucaultiana para ajustar el diagnóstico respecto de la prisión y, más específicamente, de las transformaciones de la penalidad o la economía política del castigo, en nuestras sociedades. En los párrafos que siguen, presentamos, a grandes rasgos, aquello que se ha denominado “giro punitivo” y pareciera indicar una mutación a nivel de la penalidad en las sociedades occidentales contemporáneas. Consideraremos algunas modificaciones legales e institucionales que han tenido lugar en Argentina en los últimos veinte años, así como algunos indicadores que evidencian la singularidad de esta tendencia. En cierto sentido, utilizamos una serie de datos e hipótesis relativas al “giro punitivo” que gozan de cierta legitimidad en el campo sociológico, con la finalidad de ponerlos a prueba de la grilla de inteligibilidad que hemos podido construir a partir de los desarrollos foucaultianos sobre la racionalidad gubernamental. Lo que proponemos, en definitiva, es una reorganización de elementos disponibles, a la luz de lo que el proceso de reconfiguración del rol político de los tribunales permite hacer visible15. Uno de los datos más significativos vinculado al “giro punitivo” es el aumento escandaloso de las tasas de encarcelamiento. De acuerdo con los relevamientos citados por Sozzo (2007, 2016), desde mediados de los años 90 en adelante, en Latinoamérica en general al igual que en Argen15

En un sentido similar, Robert Castel sostiene la posibilidad de una genealogía que, no siendo ella misma un trabajo historiográfico, se vale de materiales históricos para construir con ellos una narración distinta, una problematización, guiada por preguntas y énfasis que no son aquellos que utilizan los historiadores, puesto que estos se guían por objetivos intrínsecos a su disciplina. Un trabajo de este tipo supone el desafío de abrir el debate entre especialistas (historiadores) y no especialistas (no historiadores) y hacer la prueba de hasta dónde la narración genealógica propuesta es posible a partir de los materiales de que se dispone (Castel, 2001).

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tina, las tasas de encarcelamiento –esto es la cantidad de personas privadas de su libertad cada 100 000 habitantes– se han incrementado llamativamente. Para el año 201816 todos los países de América del Sur presentaban tasas que superan los 100, y muchos de ellos como Brasil (334), Chile (233), Perú (278), Colombia (244), Uruguay (295), Ecuador (222) e incluso Argentina (213) superaban los 20017. En Argentina se observa un incremento de la tasa de encarcelamiento que va de 62 en el año 1992 a 213 en el año 2018, lo que indica un crecimiento del 227 % en veintiséis años. Es especialmente significativo que la tasa de encarcelamiento en Argentina se haya incrementado en un 26 % en tan solo 3 años, durante el último periodo de gobierno a cargo de Mauricio Macri. Si tomamos en cuenta, en cambio, el periodo 2003 a 2015 inclusive, correspondiente a los gobiernos de Nestor Kirchner (2003 a 2007) y Cristina Fernández (2007 a 2015), advertimos que la tasa de encarcelamiento aumentó un 22% en un periodo de 12 años, siendo de 137 en 2003 y llegando a 168 en 2015. Esto permite advertir cierta agudización de la presión punitiva entre 2015 y 2018, que, como sabemos, no se reduce a la tasa de encarcelamiento, sino que se hace perceptible en un conjunto de prácticas, discursivas y no discursivas, que derivaron en la muerte violenta de jóvenes a manos de personal policial. De acuerdo con el Informe Anual del Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la Pena (SNEEP) de Argentina de 2018: Desde la década de los noventa existe una tendencia sostenida en el crecimiento de la población penitenciaria. Más allá de algunos periodos de leves bajas o amesetamiento, como 2006 y 2007, cada año se registra un crecimiento de personas privadas de libertad en unidades de detención (2018, p. 17).

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Se ha tomado como referencia el año 2018 puesto que, al momento de finalizar este escrito, no se encuentra disponible aún el informe correspondiente al año 2019. Fuente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.

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De acuerdo al mismo informe, el 96 % de las personas privadas de libertad son varones jóvenes con escasa trayectoria educativa18. Es de destacar además que este aumento insistente de la tasa de encarcelamiento no se corresponde con un aumento correlativo de la tasa de delito, incluso en algunos periodos puede observarse una disminución de esta sin incidencia sobre la cantidad de personas privadas de libertad. Pero el giro punitivo no se reduciría a las tasas de encarcelamiento, sino que puede comprenderse como una transformación más o menos global a nivel de las prácticas penales. De acuerdo con Lamas Leite: […] existe cierto consenso en que se caracteriza por un retorno a las perspectivas ético-retributivas y, dentro de ellas, quizás a las más exacerbadas, y con poca preocupación por la proporcionalidad entre la gravedad del ilícito y de la sanción. De esto se deriva un endurecimiento de las sanciones penales establecidas para la mayor parte de los delitos (que llegan a una defensa más encarnizada de la pena de muerte en algunos Estados de los EUA) o, por lo menos, de algunos tipos legales, así como en una neo-criminalización creciente, o en un entendimiento del ius puniendi fundamentado en presupuestos eficientistas, ‘actuarialistas’, de ‘managerialismo’, con la consecuente visión del autor delictivo, como una disfunción sistémica que urge regular de modo económicamente racional. Además de la utilización de la prisión como una forma de sancionar que deja de ser de ultima ratio para pasar a ser, a menudo, de prima ratio, cuestión esta, que hace crecer una visión dispar sobre su finalidad y sobre el sentido de la ejecución (Lamas Leite, 2013, p. 8).

Retomando las notas características del giro punitivo –desplazamiento de la resocialización por la retribución, endurecimiento de sanciones penales, concepción

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El informe no brinda detalles al respecto, indica únicamente que el 67 % de las personas detenidas poseen estudios primarios, sean completos o incompletos.

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racional-economicista de la gestión de la criminalidad, y el uso excesivo de la prisión frente a otras posibles sanciones19–, trataremos de situar estas tendencias en el periodo 1996-2018 en Argentina, a la vez que mostraremos algunos elementos que permiten correlacionarla con la producción social de subjetividades empresariales y la judicialización de los conflictos que hemos señalado como componentes que estructuran, junto con otros, la racionalidad de gobierno neoliberal. El periodo a cartografiar se ha determinado en función del incremento significativo observable de la tasa de encarcelamiento a partir de 1996 (Sozzo, 2016) y los últimos registros oficiales que, al momento de escritura de este texto, corresponden al informe del SNEEP de 201820. Aun cuando reconocemos que el incremento de la tasa de encarcelamiento no es la única variable a considerar, advertimos que resulta una de las más relevantes a la hora de identificar el incremento de la presión punitiva. En Argentina, siguiendo a Sozzo (2007, 2016), podemos hablar de una primera ola de incremento de la punitividad marcada por la demanda social, y creciente, por una disminución de la edad de imputabilidad penal (edad a partir de la cual una persona puede ser considerada responsable en términos penales y pasible de resultar sancionada con una pena privativa de libertad21) y por un incremento de las escalas penales, a mediados de los años 90. En ese periodo, caracterizado por una reconfiguración de la política económica con un fuerte giro neoliberal, que produjo

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Esto se evidencia sobre todo al comparar la tasa de encarcelamiento con la tasa de criminalidad y advertir que el aumento exponencial de la primera no se corresponde con una mayor comisión de delitos, en general lo que se observa es un mayor recurso al encierro como respuesta al delito. Corresponde tener en cuenta la dificultad en la medición estadística correspondiente al periodo 1996-2005, cuyos problemas señala Sozzo; de todos modos, y a los fines de nuestro trabajo, cualquiera sea efectivamente el incremento experimentado no parece haber duda en relación con la existencia de un aumento significativo. En Argentina actualmente la edad de imputabilidad se encuentra fijada a los 16 años, cf. art. 1, ley 22.278.

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una profunda precarización laboral y vulnerabilidad social, las tasas de delito de la calle y la intensidad con que se experimentó esa sensación de “inseguridad” generaron las condiciones de incremento de las demandas sociales hacia una intensificación de la punitividad. Más allá del efectivo aumento de las tasas de delito, la inseguridad urbana y la percepción de la posibilidad cierta de encontrarse expuesto a la comisión de delitos contra la propiedad y la integridad física se instalaron como problema social y problema de gobierno. Dentro de las transformaciones normativas de este periodo, y si nos situamos exclusivamente en el ámbito nacional, encontramos: el incremento en los mínimos y máximos de las escalas penales cuando mediare la utilización de armas de fuego22, sancionado en septiembre de 2000; y la derogación del beneficio del “2×1” para el cómputo de la prisión preventiva establecido, mediante la ley 25.430 de mayo de 2001. A partir de allí, a comienzos de 2004 resultó significativa la ola “Blumberg”23: el proceso de modificaciones en la política en relación con delitos comunes, la configuración del problema de la inseguridad como problema cotidiano de la ciudadanía y el incremento de la punitividad configurado en torno de un aumento de penas para casos en que el imputado fuere autor de varios hechos independientes reprimidos con una misma especie de pena (disponiendo como mínimo el mínimo mayor y como máximo la suma aritmética de las penas máximas correspondientes que no podrá exceder de 50 años)24; la imposición de límites a la concesión de libertad condicional; la prohibición del beneficio de 22 23

24

Ley nacional 25.297. Referimos con ello un proceso social de demanda de aumento de la punitividad que se potenció a partir del secuestro y asesinato del joven Axel Blumberg en el Gran Buenos Aires. El activismo de su padre Juan Carlos Blumberg, ligado a una serie de factores convergentes, promovió una fuerte movilización social que reclamaba la necesidad de introducir cambios orientados hacia un incremento de la presión punitiva. Para un análisis más detallado del fenómeno, puede verse el trabajo de Sozzo (2016). Ley nacional 25.928.

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libertad condicional, de salidas transitorias, de semidetención y de libertad asistida en el caso de determinados delitos contra la propiedad y la integridad sexual25. Todas reformas legales que se sancionaron durante el año 2004. Luego de este periodo, es difícil identificar un momento de intensidad punitiva similar, pero sí continuaron –de manera irregular– produciéndose algunas modificaciones legislativas de corte punitivista, como: la ley 26.268, llamada Ley Antiterrorista, sancionada en julio de 2007, que supuso un paraguas para la criminalización de diversas conductas vinculadas a la movilización social y política; modificaciones al Código Procesal Penal introducidas en diciembre de 2014, que flexibilizaron los criterios para la procedencia de la prisión preventiva; y las leyes 26.364, 26.842 y 26.791, que penalizan la trata de personas y el femicidio como mecanismo de respuesta a problemas sociopolíticos entre los años 2012 y 2013. En relación con ello, conviene señalar que, de acuerdo con el Informe del SNEEP de 2018, la cantidad de personas privadas de libertad por delito de violación se incrementó en un 255 %. Los mínimos y máximos de las penas privativas de libertad se han incrementado significativamente en relación con los delitos contra la propiedad privada y la integridad sexual que involucren el uso de armas de fuego, en el doble convencimiento de que, por un lado, ello desalentará conflictos violentos, y, a su vez, de que quien insista en infringir la ley no solo merece, sino que también elige la severidad de la sanción. Ello evidencia una concepción de la sanción penal que, por un lado, se inclina hacia la retribución desatendiendo sus supuestas finalidades resocializadoras y, por el otro, que se dirige al infractor de la ley penal como sujeto racional. Como muy superficialmente señalara Foucault, la política criminal –en el modo en que es concebida por los neoliberales– atiende al crimen en términos mercantiles al ser concebido como “toda acción que hace correr el riesgo a 25

Ley nacional 25.892 y ley nacional 25.948.

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un individuo de ser condenado a una pena”. Esto supondría un cambio de punto de vista: desde el delincuente hacia la posición del infractor, quien tenderá a cometer menos crímenes en la medida en que ello suponga mayor riesgo. Así, quien comete un delito es presentado como un agente económico interesado que tenderá a maximizar beneficios, de tal manera que la gestión del delito tiende a controlar externalidades negativas. De este modo, puede decirse que también en este caso se pasa entonces del lado del sujeto individual, pero sin precipitar en él, sin embargo, un saber psicológico, un contenido antropológico, así como cuando se hablaba del trabajo desde el punto de vista del trabajador no se hacía una antropología del trabajo. Solo se pasa del lado del sujeto mismo en la medida en que […] se lo puede tomar como el sesgo, el aspecto, la especie de red de inteligibilidad de su comportamiento que hace de este un comportamiento económico (Foucault, 2007, p. 292).

La penalidad pasa a operar como refuerzo de la competencia empresarial que estructura relaciones sociales en el diagrama neoliberal. Si la satisfacción de las necesidades (alimentación, servicios de salud, educación, cobertura por riesgos de diversa índole, jubilaciones y pensiones) son reconducidas al plano individual mediante la privatización de los servicios, la individualización de los méritos y responsabilidades y la precarización laboral y social, el encierro carcelario forma parte del campo de posibilidades, bajo la forma del riesgo posible, ofrecidas por el esquema de mercado. Las personas llegan al encierro violento y degradante por haber tomado malas decisiones, del mismo modo que malas decisiones o inversiones sobre sí determinarán, justificadamente, un bajo flujo de salarios, deficientes servicios de salud y alimentación, entre otros. En una dirección distinta, pero convergente con nuestra mirada, Fassin (2018) advierte cómo en las sociedades occidentales contemporáneas el castigo produce sujeciones,

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al reforzar desigualdades socialmente construidas. A partir de evidencia etnográfica, señala con lucidez el hecho de que –a diferencia de lo que sostiene la teoría del derecho– “no es el crimen o la sospecha de crimen lo que conduce al encarcelamiento, sino la conjunción de mecanismos jurídicos y de coerciones financieras” (Fassin, 2018, p. 37). La exigencia de fianza o caución económica como requisito para evitar una detención provisoria opera, en definitiva, como factor de selección entre aquellos que continuarán detenidos y aquellos que serán liberados. De esta manera, se consolida la tendencia a aumentar la cantidad de personas encerradas debido a su condición socioeconómica, más allá de la gravedad de la infracción, intensificándose la prevalencia de la estructura de sostén como determinante del encierro. A su vez, en la medida en que la estrategia de resolución de conflictos sociales, en términos generales, se ha hegemonizado en torno de la respuesta que puedan proveer los tribunales de justicia, en el campo de la problemática del delito ello se traduce en aumento de respuestas punitivas, al ser el juez, penal en este caso, el garante de la aplicación de la reglas del juego del mercado. Como señala De Giorgi (2006), el actual sistema carcelario busca gobernar la excedencia fijando a las personas encarceladas a la precariedad, replicando las posibilidades de reproducción de la vida que ofrecen a las personas empobrecidas y excluidas las sociedades capitalistas contemporáneas. De Giorgi hace foco en el gobierno, es decir, en las prácticas que modulan conductas, y no en el mero depósito de personas que se conciben como “descartables”. Esta situación de encierro e incertidumbre estructural es concebida como resultado del esquema de posibilidades que cada persona pudo construir para sí misma a través de las múltiples inversiones que estructuraron su capital humano, y por ello de algún modo lo “merece”. Se trata de un merecimiento que ya no precisa fundarse en la naturaleza

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degradada del delincuente, propia de la criminología clásica, sino en las propias decisiones individuales y racionales de quien infringe la ley. La precariedad, divisa de la subjetivación neoliberal de nuestros días, deviene así consecuencia de malas inversiones sobre el propio capital humano. Si hay un mensaje que podemos pensar que emite la cárcel hoy, en nuestras sociedades, es el siguiente: “la cárcel no es más que el resultado de nuestras propias elecciones”, del mismo modo que las condiciones en las que desarrollamos nuestra vida obedecen al plan que hemos forjado para cada uno de nosotros. Se trata de un mensaje que podemos pensar que emite la cárcel, sin perjuicio que efectivamente sea emitido por las autoridades públicas. En el caso que transcribimos a continuación, se trata de las palabras de Barack Obama en ejercicio de la presidencia de los Estados Unidos: Estos son jóvenes que cometieron errores que no son tan diferentes de aquellos que yo mismo cometí, ni de aquellos que muchos de ustedes han cometido. La diferencia es que ellos no contaron con el tipo de estructuras de soporte, segundas oportunidades, ni recursos que les hubieran permitido sobreponerse a esos errores26.

El cinismo de estas palabras es tan desgarrador como elocuente respecto de la concepción del delito. Situado enteramente en la esfera individual, junto a la estructuras de contención, oportunidades y recursos que

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“These are young people who made mistakes that aren’t that different than the mistakes that I made, and the mistakes that a lot of you guys made. The difference is they did not have the kinds of support structures, the second chances, the resources that would allow them to survive those mistakes” [la traducción es nuestra]. Declaraciones de Barack Obama, presidente de los Estados Unidos, en la primera visita a una prisión federal por parte de un presidente en ejercicio en la historia de su país, Editorial (2015, 16 de julio). “President Obama Takes On the Prison Crisis”. New York Times. Recuperado de https://nyti.ms/3iJJNM5.

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en ningún momento aparecen como el problema de una comunidad, sino tan solo como aquello que algunos tienen y de lo que otros carecen.

Giro punitivo y judicialización: correlaciones posibles El diagrama de relaciones neoliberal, en teoría, solo tiene previsto para las decisiones individuales la aplicación de reglas formales del Estado de derecho a través de los tribunales de justicia, que en el peor de los casos deriva en el encierro carcelario, o la vida en la calle cuando resulta endeudado y “desalojado” de toda posibilidad de vida digna. En la medida en que la disciplina –vía instituciones estatales de distinto tipo– se ha desintensificado, la única respuesta existente es judicial y, en este caso, penal y carcelaria. No se trata de un ámbito en que el Estado intervenga más que en otros, en todo caso la ampliación de la esfera penal puede comprenderse como correlativa a la ampliación de la actuación de los tribunales que, como señalamos, posee su propia dinámica de actuación y legitimación y es, ella misma, correlativa al plegamiento subjetivante de la forma empresa. Todo esto no implica en absoluto que las condiciones actuales de encierro, en lo que se ha denominado “nueva penalidad” o “giro punitivo”, produzcan emprendedores o empresarios de sí, de la misma manera que la prisión disciplinaria no producía trabajadores asalariados, sino que constituía el correlato de una modalidad de subjetivación disciplinaria. Recordemos las reflexiones de Foucault, hacia el final de Vigilar y castigar, en relación con la evidencia del fracaso de la prisión en su función de resocialización: justamente es necesario revelar los problemas27 a los que 27

“Sería preciso entonces suponer que la prisión, y de una manera general los castigos, no están destinados a suprimir las infracciones; sino más bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóci-

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responde esa institución de hecho, una vez que advertimos que no resocializa, sino que, por el contrario, refuerza y produce delincuencia (Foucault, 2002, 248-253). De igual manera, en la quinta conferencia de La verdad y las formas jurídicas, Foucault señala: En el gran panoptismo social cuya función es precisamente la transformación de la vida de los hombres en fuerza productiva, la prisión cumple un papel mucho más simbólico y ejemplar que económico, penal o correctivo. La prisión es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen transformada en amenaza. La prisión emite dos discursos: “He aquí lo que la sociedad es; vosotros no podéis criticarme puesto que yo hago únicamente aquello que os hacen diariamente en la fábrica, en la escuela, etc. Yo soy pues, inocente, soy apenas una expresión de un consenso social”. En la teoría de la penalidad o la criminología se encuentra precisamente esto, la idea de que la prisión no es una ruptura con lo que sucede todos los días. Pero al mismo tiempo la prisión emite otro discurso: “La mejor prueba de que vosotros no estáis en prisión es que yo existo como institución particular separada de las demás, destinada solo a quienes cometieron una falta contra la ley” (Foucault, 1986, p. 137).

En la misma dirección, buscamos mostrar el correlato existente entre las transformaciones tendenciales que englobamos bajo el término “giro punitivo” y la producción de sujetos empresariales ligados socialmente a través de la racionalidad económica, en la forma en que la entiende el neoliberalismo. Nos movemos a nivel de los efectos que producen una serie de prácticas discursivas y no discursivas, intentando captar cómo funciona la penalidad neoliberal,

les a quienes están dispuestos a transgredir las leyes, sino que tienden a organizar la trasgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos” (Foucault, 2002, p. 253).

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por el lado de su cara externa, donde está en relación directa e inmediata con lo que podemos llamar, de manera muy provisoria, su objeto, su blanco, su campo de aplicación; en otras palabras, donde se implanta y produce sus efectos reales (Foucault, 2000, p. 37).

Intentamos mostrar cómo el incremento de la presión punitiva es consistente con un tipo de intervención que opera en el cruce de relaciones que involucran instituciones estatales y procesos de subjetivación, por medio de la judicialización generalizada de las interacciones sociales, de la cual la penalidad es una de sus modalidades. En todo caso, este aumento de la punitividad no supone una excepción intervencionista en un campo de lo real en el que lo que entendemos habitualmente por Estado tiende a retirarse completamente. No se trata del paso del Estado social al Estado penal, al menos no exclusivamente, sino de una forma más general en que lo judicial gestiona conflictos sociales y políticos y lo penal encuentra un lugar específico. Ello sobre todo si tenemos en cuenta que el Estado social no se contrapone a lo penal, sino que fue estructuralmente acompañado de un tipo de penalidad disciplinaria que encontraba su matriz en el diagrama de relaciones de poder signadas por el desarrollo de las disciplinas. En cierto sentido, al desintensificarse lo disciplinar a nivel del proceso de subjetivación y desplazarnos –a grandes rasgos– del individuo disciplinario al sujeto neoliberal, se produce un desplazamiento a nivel de las gestión de los conflictos sociales y políticos desde al ámbito administrativo al judicial. Podemos decirlo de otro modo: es posible percibir en la reconfiguración de las instituciones judiciales el reverso del retiro del Estado y la privatización de los servicios previsionales, de salud, educación y ahorro. Este retiro del Estado y sus instituciones de contención e integración social ha llevado a tantos a hablar de un nuevo Estado de policía, en el sentido de un Estado represivo, y de la necesidad de

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recuperar el Estado de derecho, sin lograr advertir la crueldad que este último es capaz de desplegar a partir de una reconfiguración de sus dispositivos de gobierno. En otra dirección, quienes creemos en la crítica como diagnóstico de nuestra actualidad estamos buscando las palabras y las prácticas que permitan nombrar, de un modo que no deja de ser él mismo precario, como toda práctica del decir, estas relaciones de fuerzas en las que estamos siendo lo que somos, para ser también de otras maneras.

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7 Hacia una genealogía moral de la deuda A priori moral del sujeto endeudado SILVANA VIGNALE1

Yo soy de hoy y de antes, dijo luego; pero hay algo dentro de mí que es de mañana y de pasado mañana y del futuro. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra

Hay un hecho de discurso irrefutable en la lengua alemana: la palabra “deuda” y la palabra “culpa” comparten el morfema Schuld, como Friedrich Nietzsche expone en La genealogía de la moral (1887). ¿Qué vigencia y relevancia adquiere en el marco del diagnóstico de nuestro presente esta relación? Tanto las deudas como la culpa son aquello con lo que se carga: de ahí también en inglés la vecindad entre should (deber) y shoulder (hombro). En nuestra propia lengua, la palabra “deber” alude tanto a la deuda como a la obligación jurídica. El componente filológico no es solo una curiosidad. Lo que buscamos mostrar aquí es el elemento moral que se encuentra presente en la constitución del sujeto endeudado. Sin lugar a dudas, si consideramos 1

Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Lanús (UNLa). Investigadora adjunta en Conicet, en el Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA CCT Mendoza). Profesora titular de Filosofía y en Antropología Filosófica y Sociocultural en la Facultad de Psicología, Universidad del Aconcagua (UDA).

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fehacientemente que la deuda, o el endeudamiento, no es solamente un mecanismo económico, sino una técnica securitaria de gobierno, es necesario estudiarla y trabajarla no solo desde la teoría económica, sino desde una genealogía que dé cuenta de los procesos de subjetivación de los que es correlato. La expresión de Margaret Thatcher “La economía es el método, el objetivo es el alma” sintetizó el anudamiento económico, ético y político de la configuración subjetiva de nuestro tiempo. Ahora bien, la hipótesis con la que aquí operamos es que, si bien cada momento histórico tiene sus características peculiares en relación con las formas de sujeción a determinadas técnicas y dispositivos, la deuda se halla inscrita en lo más profundo de la conciencia moral. Inscripción conjunta de la deuda, la culpa y la pena, que, si bien no es fechable, en términos de lo que se esperaría de un trabajo de archivo, sí es determinable desde un trabajo genealógico. La precaución metodológica cabalga sobre un carril estrecho: no solo atender los a priori históricos con los que trabajamos a la hora de realizar una historia del presente –y las formas de abordarlos–, sino también la posición epistémica desde la cual intervenimos en la dilucidación y diagnóstico de él –o bien la de continuar con las pretensiones de cientificidad de las ciencias humanas y sociales, o bien la producción de conocimiento y trabajo filosófico favorable a la vida y la inscripción de futuros–.

Neoliberalismo y sujeto endeudado Pretender que el humilde devuelva en oro el plomo que a él le han arrojado, y exigirle que pague una deuda que nunca con nadie ha contraído, es comercio de usura al que nadie está obligado. O. Kheyyam, Rubaiyat

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Nuestro tiempo se encuentra determinado por una forma de gubernamentalidad en la que el mercado se ha convertido en proceso de formación de sí mismo. La deuda es un elemento central para el análisis de las formas actuales de subjetivación, en cuanto constituye nuestras formas actuales de servidumbre, en el marco del capitalismo como cierto régimen de deseo y dispositivo de captura de las potencias de actuar. Para un diagnóstico preciso de los modos de configuración subjetiva de nuestra actualidad,consideramos que la tarea es profundizar aspectos relativos a lo que denominamos aquí como un “a priori subjetivo o moral”, es decir, examinar elementos que se encuentran presentes desde la constitución de la conciencia moral. Esta perspectiva nos permite la visualización de un entrelazamiento económico, político y moral, y la constitución de nuevas herramientas para el examen de una historia del presente. El mecanismo de la deuda se encuentra en el corazón del neoliberalismo y del capitalismo financiero; en cierta medida, fue el endeudamiento lo que sirvió para introducir las reformas neoliberales en los 70. Constituye una de las principales preocupaciones en nuestra actualidad, en cuanto la deuda es causa, y al mismo tiempo efecto, de las crisis financieras en el mundo. Con el neoliberalismo se produce un nuevo modo de expropiación y de magnífica concentración de la riqueza: mediante políticas de austeridad y recaudación fiscal, asunto clave para comprender el posfordismo –sin que quede reducido exclusivamente a los cambios producidos en la organización del trabajo–, se opera una transferencia masiva de recursos hacia los sectores más ricos, con argumentos de sobreconsumo y retraso tarifario. La expropiación se justifica con la idea de que quienes tienen menos recursos quieren vivir y tener un acceso a un consumo que no es acorde a sus posibilidades. Lo cierto es que, si bien el consumo se restringe, la deuda se vuelve universal, para todos. Nuestro tiempo se encuentra signado por la libertad de endeudarse, aun de quienes no disponen siquiera del trabajo asalariado.

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Partimos de la premisa de que el neoliberalismo no es solamente una doctrina económica –o simplemente un conjunto de medidas antipáticas y antipopulares–, sino la forma de gubernamentalidad de nuestro tiempo.2 Esta racionalidad gubernamental supone nuevas formas de servidumbre, muy distintas a la esclavitud, así como también a las formas de enajenación que Karl Marx denunciaba respecto del trabajo forzado. “Son las sociedades de control las que están reemplazando a las sociedades disciplinarias”, dice Gilles Deleuze en su “Posdata sobre las sociedades de control”, y es la empresa la que reemplaza a la fábrica: La fábrica constituía a los individuos en cuerpos, por la doble ventaja del patrón que vigilaba a cada elemento en la masa, y de los sindicatos que movilizaban una masa de resistencia; pero la empresa no cesa de introducir una rivalidad inexplicable como sana emulación, excelente motivación que opone a los individuos entre ellos y atraviesa a cada uno, dividiéndolo en sí mismo (Deleuze, 1991).

El aumento de las fuerzas del cuerpo –en términos de utilidad económica– y su disminución –en términos de obediencia política–, análisis que Michel Foucault expone en razón de la descripción del ejercicio del poder disciplinario (2008), expresa en términos de una economía física del poder algo que Nietzsche había mostrado respecto de la aparición de la mala conciencia, y que alcanza su mayor exponente en el individuo moderno. La idea del hombre como el animal al que le es lícito hacer promesas –tal como el filósofo alemán recrea la aparición de la responsabilidad en el ser humano– constituye el trasfondo del alma como cárcel del cuerpo, donde puede rastrearse el vínculo entre el dispositivo de la persona (Esposito, 2009, 2011, 2015) y la formación incipiente de la meritocracia, para converger 2

Sobre el neoliberalismo como racionalidad gubernamental, remitimos a los trabajos de Michel Foucault (2007) y de Christian Laval y Pierre Dardot (2013).

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finalmente en el individuo como empresario de sí mismo, responsable de su propio éxito o fracaso individual, proceso que realiza mediante un trabajo sobre sí mismo (Laval y Dardot, 2013; Lazzarato, 2013, 2015), y conlleva un “consentimiento” u “obediencia feliz” (Lordon, 2013). En otras palabras, buscamos con este a priori delatar la trampa metafísica subjetivista a partir de la que se constituye la idea de la voluntad libre del sujeto hasta nuestros días, entretejer los modos en que se presenta la servidumbre voluntaria de nuestro tiempo, a partir de cierta internalización de las normas en el marco del conjunto de valores morales del capitalismo, mediante la hipótesis nietzscheana de que lo social se funda en relaciones desequilibradas entre acreedor y deudor, y no mediante un pacto entre iguales. Es desde este lugar desde el que intentaremos abordar el elemento moral que subyace al dispositivo del endeudamiento en el neoliberalismo, en cuanto alumbra las transformaciones introducidas por la financiarización de la economía global. Nuestro trabajo –que excede los límites de este escrito– indaga una historia conjunta del dispositivo de la deuda y de la moral occidental, que se cristaliza en nuestra actualidad –en la nueva fase del capitalismo financiero– en una forma de ser sujeto. Sujeto que se encuentra implicado en la labor que lleva a cabo y ha internalizado las normas y mandatos de productividad a su interioridad. En otras palabras, el mercado constituye modos de subjetivación, tabicados por valores como los del mérito y el esfuerzo (meritocracia), de forma que un análisis de esta racionalidad gubernamental debe abordar de modo complejo las relaciones entre verdad, poder y ética, enlazados en un mismo campo de experiencias; campo de experiencias del que formamos parte, de manera que como primera precaución de método debemos tener presente que el neoliberalismo nunca es lo otro que nosotros, dado que forma parte de nuestra propia configuración subjetiva.

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Es preciso que abordemos entonces el endeudamiento no solamente como un mecanismo económico, sino como la constitución de una estrategia gubernamental tanto a escala global (deuda pública), como en lo más íntimo de nuestros procesos de subjetivación: la domesticación de los sujetos mediante la constricción a pagar, a expiar deudas de dudosa legitimidad, lo que precipita la constitución de la figura del sujeto endeudado. Producción económica y producción subjetiva: lo económico y lo ético entran en un mismo campo estratégico de producción de subjetividades. A través de la deuda, se es gobernado mediante el aplazamiento del presente, que nos vuelve siervos de un consumo pasado: trabajamos para pagar lo que ya hemos gastado. De manera que puede considerarse a la deuda como uno de los dispositivos subjetivantes propios de la racionalidad neoliberal. Nos ocuparemos aquí de abordar el a priori de este sujeto endeudado, a partir de una genealogía moral de la deuda.

Algunas cuestiones de método Toda investigación en ciencias humanas –y por ende, la presente reflexión sobre el método– debería implicar una cautela arqueológica, esto es, retroceder en el propio recorrido hasta el punto en que algo ha quedado oscuro y no tematizado. Solo un pensamiento que no esconde su propio no-dicho, sino que de manera incesante lo retoma y lo desarrolla, puede pretender eventualmente ser original. Giorgio Agamben, Signatura rerum

Nos hemos referido a la idea de un a priori para abordar el trabajo de una genealogía moral de la deuda. Explicitaremos brevemente aquí este supuesto metodológico.

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Hacer genealogía no es determinar cómo algo ha sido verdaderamente –lo que entrañaría una pretensión positivista del conocimiento–. La opción por esta metódica se ajusta a lo mencionado al comienzo: hacer una historia que responda a las necesidades de la vida y no, en cambio, a una degeneración de la vida (Nietzsche, 2003). Si con el neoliberalismo y el capitalismo anárquico podemos comprobar que nos encontramos ante fuerzas tanáticas que amenazan –de forma permanente– la vida individual y colectiva (es ineludible la lectura y el análisis del neoliberalismo en su relación con la biopolítica), un diagnóstico del presente debe atender a la cuestión política de potenciar la vida y su intervención sobre los procesos de subjetivación. Se trata por tanto de posicionarse en otro lugar respecto de cierta pretensión de cientificidad de las ciencias sociales y humanas. Una historia como la que buscamos –una genealogía moral de la deuda– no puede ajustarse meramente a categorías de procedencia como las que funcionan en la relación de causalidad. Con atención a la coherencia entre nuestros supuestos ontológicos, epistemológicos y metodológicos, es interesante la perspectiva de Frédéric Lordon, para quien “no se lucha radicalmente contra el imaginario neoliberal si no se ataca a su núcleo duro metafísico, es decir, a su idea del hombre” (Lordon, 2018, p. 339), algo que se traduce epistémicamente en las pretensiones de verdad del cientificismo, en cuanto concibe al hombre desde el mismo dispositivo que ha vuelto al hombre –como lo señala Nietzsche– calculable, regular, necesario, predecible.3

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Otras reflexiones en torno en las ciencias sociales fueron volcadas en un artículo de divulgación en la Revista Bordes, a partir del análisis del texto ¿Qué es real? de Giorgio Agamben. En él sostuvimos que, si no se trata tanto del conocimiento de un fenómeno tal como es, sino de la posibilidad de intervenir hacia dónde es llevado, es decir, sobre el gobierno de un fenómeno, lo real se encuentra siempre asociado a la creación de las condiciones para intervenir sobre la realidad, en el terreno de la incertidumbre, y las ciencias sociales deben asumir su arte de gobernar (Vignale, 2019).

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El trabajo genealógico parte de la necesidad de una crítica de los valores morales, “poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores –y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron” (Nietzsche, 1998, p. 23). Supone establecer a la vez el “valor del origen y origen de los valores” (Deleuze, 2008, p. 9), de forma que nuestra tarea se encamina a contemplar las valoraciones y sentidos que constituyeron el dispositivo de la deuda, en el marco del proceso de las políticas de la subjetividad de nuestro tiempo. Fijar el sentido no se refiere solo a la significación, sino a la ambigüedad a la que el término remite: “sentido” en cuanto significado que se apodera de un fenómeno o de un objeto, pero también “sentido” como dirección hacia donde se dirige una interpretación. Respecto de la cuestión del valor, la genealogía establece cómo algo se ha constituido en moralmente “bueno” o “malo” y luego ungido como una verdad. Por lo tanto, que la genealogía ponga en juego la interpretación y la evaluación quiere decir que jerarquiza los sentidos y los coloca en perspectiva. Esto es lo que colabora con el ejercicio intempestivo de encontrar en el presente una configuración arcaica. En última instancia, el trabajo genealógico remite a una economía física del poder, es decir, al análisis de las sujeciones, apropiaciones de sentido, juego de máscaras, que constituyen una historia, para lo que hay que tener en cuenta el papel activo o reactivo de las fuerzas: activas son aquellas fuerzas de conquista y subyugación, las que accionan y son transformadoras; por el contrario, las fuerzas reactivas son fuerzas conservadoras, que buscan la adaptación.4

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Sobre las fuerzas activas y reactivas en el pensamiento de Nietzsche, en el marco de su concepto de “voluntad de poder”, remitimos tanto a los trabajos del filósofo alemán (Nietzsche, 1998, pp. 42-46 y 87-90) como a la interpretación propuesta por Gilles Deleuze (2008, pp. 59-67).

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Nietzsche habla de prehistoria cada vez que busca remitirse a la procedencia moral y a la aparición de la conciencia en el hombre: Midiendo siempre las cosas con el metro de la prehistoria (prehistoria que, por lo demás, existe o puede existir de nuevo en todo tiempo): también la comunidad mantiene con sus miembros esa importante relación fundamental, la relación del acreedor con el deudor (Nietzsche, 1998, p. 81).5

Probablemente el término haya sido tomado de su amigo historiador Franz Overbeck. Overbeck llamó Urgeschichte a esa dimensión con la que debe confrontarse toda dimensión histórica, que no es de origen cronológico, sino una alteridad cualitativa, y que no coincide necesariamente con lo más antiguo desde el punto de vista cronológico, pues la característica fundamental de la historia es ser la historia de una emergencia (Agamben, 2018, p. 120). Como puede comprenderse en este excurso metodológico, estamos haciendo uso de un a priori histórico con una modulación respecto del a priori histórico foucaultiano, en cuanto que lo que se menciona como “prehistoria” no se reduce exclusivamente a lo enunciativo, sino también a una determinación genealógica en torno de la procedencia donde se ponen en juego las fuerzas y valoraciones, y se considera esa alteridad cualitativa con la que toda historia tiene relación.6 Nietzsche trabaja con un tipo de a priori que,

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6

También Marx utiliza la idea de “prehistoria” cuando se refiere a la acumulación originaria del capital: “La llamada acumulación originaria no es, por consiguiente, más que el proceso histórico de escisión entre productor y medios de producción. Aparece como ‘originaria’ porque configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente al mismo” (Marx, 2011, p. 893). A nuestro modo de ver, esa prehistoria debe entenderse como aquello que se encuentra presente –la violencia del despojo y la desposesión– cada vez que se reedita el capitalismo en alguna de sus transformaciones históricas. La noción de a priori histórico se encuentra formulada por Foucault en La arqueología del saber (2004, pp. 214-223), y con ella se hace referencia a las condiciones históricas de los enunciados que los hacen aparecer, transfor-

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si bien no tiene data –en términos de la asignación de una fecha o de la determinación de un hecho a partir del cual se siga su surgimiento–, no busca nombrar algo que haya quedado por afuera de la historia. Por el contrario, se trata de un tipo de a priori que presenta los acontecimientos que tuvieron que darse origen para el tipo de individuos que somos. Las palabras entre paréntesis de la cita anterior no son por ello menos sustanciales: “[…] prehistoria que, por lo demás, existe o puede existir de nuevo en todo tiempo”, lo que nos coloca quizás más cerca de aquello que señalaba Deleuze respecto de los conceptos nietzscheanos como “categorías del inconsciente” (Deleuze, 2019, p. 30); palabras que nombran aquel estrato arqueológico que convive en nosotros haciéndose presente, actualizándose. En este punto, coincidimos con León Rozitchner sobre la precaución metodológica de no caer en una falsa opción teórica de considerar o bien una historia y política sin subjetividad, o bien una subjetividad sin política y sin historia, y considerar la internalización de cierta normatividad en nosotros mismos, que dificulta las posibilidades de resistencias, para lo cual se trata de “romper con las formas de dominación que el enemigo nos impuso, siendo suyas, como si se tratara de modos de nuestra propia actividad” (Rozitchner, 2012, p. 46). En un ejercicio metodológico análogo, Rozitchner dice que, para comprender el fundamento ilusorio del presente en la política, se trata de “buscar lo originario donde la ilusión se constituyó. Y ese lugar se nos revela en la descripción de un drama fundamental que todos enfrentamos en los aledaños de la vida” (Rozitchner, 2012, p. 47), refiriéndose a Edipo. En el presente escrito,

marse y desaparecer, en el marco de la arqueología que tiene por objetivo la descripción de los discursos como prácticas especificadas en el elemento del archivo. Agamben señala que Foucault no se interroga por la estructura específica que parece implicar la noción de un a priori histórico, que es “un pasado especial, que no precede cronológicamente al presente como a un origen, ni es simplemente exterior a él” (Agamben, 2018, p. 133).

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ese drama se encuentra dado por el dogma del sujeto y las relaciones entre acreedor y deudor, como veremos en adelante. A los fines de nuestro trabajo, y con atención a los propios supuestos respecto de los procesos de subjetivación y de determinación del presente del que formamos parte –lo que nombraremos en este momento y metafóricamente como faraway, so close (“tan lejos, tan cerca”)–, asumimos el trabajo con un a priori moral e histórico, no fechable. En otras palabras, se trata de una inscripción subjetiva histórica de la que no tenemos memoria y que, a pesar de ello, se encuentra presente. No obstante, queremos subrayar que el hecho de no ser fechable no nos remonta a un origen metafísico o trascendente. La materialidad del a priori se encuentra dada por aquel faraway, so close: aquello que se encuentra tan cercano a nosotros –actual–, aunque su procedencia se remonta a otro tiempo: componente moral que se encuentra en la conformación de las pautas a partir de la cuales nos constituimos como sujetos, y alrededor de las cuales también creamos nuestras instituciones –el derecho, el Estado o el mercado–.7 8 Si no equivocamos el diagnóstico, cada una de nuestras instituciones responde o es efecto de una escena dentro del drama desempeñado por el papel de la conciencia, la culpa, y la constitución de un yo responsable. Si advertimos un origen común para el estado actual de cosas, en el terreno de la gubernamentalidad neoliberal y de 7

8

Como ya dijimos, no desarrollaremos en profundidad en este escrito los aspectos metodológicos de nuestro trabajo. Sin embargo, y respecto de la idea de “origen”, cabe remontarse no a la noción metafísica de Ursprung, sino a las utilizadas por Nietzsche, Herkunft (procedencia) y Entstehung (emergencia), aspecto de la genealogía desarrollado por Foucault en Nietzsche, la genealogía, la historia. Sobre desarrollos metodológicos propios y previos a esta investigación, remitimos a nuestro artículo publicado previamente (Vignale, 2017, pp. 115-128). También puede entenderse el concepto de Giorgio Agamben de “arqueología” en este sentido: “Podemos llamar provisoriamente ‘arqueología’ a aquella práctica que, en toda indagación histórica, trata no con el origen, sino con la emergencia del fenómeno y debe, por eso, enfrentarse de nuevo con las fuentes y con la tradición” (Agamben, 2018, p. 126).

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la producción subjetiva actual, y que este se remonta a la génesis de la conciencia humana, los interrogantes en torno a las resistencias encuentran otro espesor: es necesaria una actualización de eso que llamamos “crítica”, de modo que este a priori moral e histórico nos permite también redimensionar el problema de las formas de resistencias singulares y políticas en nuestro presente.9 Por último, y en defensa de la elección de trabajar con este tipo de a priori, hacemos nuestras las palabras de Giorgio Agamben, en cuanto resumen de un tipo de anudamiento ontológico, epistémico y metódico del trabajo genealógico por el que optamos: Debemos renunciar a un concepto de origen acuñado en base a un modelo que las mismas ciencias naturales ya han abandonado, y que lo piensa como una locación en una cronología, una causa inicial que separa en el tiempo un antes-de-sí y un después-de-sí. Tal concepto de origen es inutilizable en las ciencias humanas en tanto que éstas no versan sobre un “objeto” que presuponga ya lo humano, sino que por el contrario éste es constitutivo de lo humano. El origen de un “ente” semejante no puede ser historizado, porque en sí mismo es historizante, funda por sí mismo la posibilidad de que exista algo llamado “historia” (Agamben, 2004, pp. 67-68). 10

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Sobre la necesidad de un trabajo de actualización de la crítica, remitimos a trabajos que hemos publicado previamente (Vignale, 2018, 2017; Vignale y Álvarez, 2016). La reflexión de Agamben se encuentra en el ensayo titulado “Infancia e historia: ensayo sobre la destrucción de la experiencia”, que gira en torno a la idea de la expropiación de la experiencia por parte del proyecto de la ciencia moderna. El párrafo citado responde a la necesidad de pensar si existe algo como una in-fancia del hombre, a lo que Agamben responde que no habría que buscarla como algo anterior e independientemente al lenguaje, puesto que la experiencia coexiste originariamente con el lenguaje (Agamben, 2004).

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Libertad y mérito: una genealogía de la moral del resentimiento No hagamos nada para lo cual no seamos bastante fuertes, ¡seamos buenos! F. Nietzsche, La genealogía de la moral

Una relectura de La genealogía de la moral de Nietzsche es el primer paso para una genealogía moral de la deuda, en cuanto pone en juego como primer asunto de importancia a la idea de que nuestros lazos sociales no se fundan en un pacto o contrato, ni en las relaciones de igualdad del intercambio a lo que apelan las tradiciones de la política clásica y del liberalismo, sino en las relaciones acreedor-deudor. Nos enfocaremos antes y de momento en dos aspectos específicos. El primero de ellos, vinculado a lo que Nietzsche denomina como el “dogma del sujeto y de la libertad”, que a nuestro juicio funda una de nuestras principales contradicciones: a partir de la idea de mérito, se configura la gestión de nuestras libertades y obediencias, que acaba confiscando nuestras potencias de actuar. En segundo término, la idea del hombre como animal que desarrolló la capacidad de hacer promesas, que lo constituyó en un individuo responsable, a partir de la “mala conciencia” y de las fuerzas reactivas vueltas contra sí mismo. Ambas marcas, la libertad como mérito y la facultad de hacer promesas, pueden considerarse como a priori histórico del sujeto endeudado de nuestro presente. Hemos mencionado al comienzo de este capítulo el término Schuld, común en alemán para las nociones de deuda y culpa. Al comienzo de La genealogía de la moral, Nietzsche expone el origen de una moral del resentimiento –a partir de la cual triunfa un determinado modo de valoración de lo “bueno” y lo “malvado”–, que se basa en interpretar la debilidad como libertad y como mérito, o, también podríamos decir, la bondad como impotencia. El resentimiento es

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propio de un sujeto que, para afirmarse a sí mismo como “bueno” –en cuanto débil y desgraciado–, necesita contraponerse antes a otro “malo” –que sí realiza un despliegue de su fortaleza–. En otras palabras, el resentimiento comporta culpar a otro por la no exteriorización de la propia fuerza. El primer tratado de La genealogía, “‘Bueno y malvado’, ‘bueno y malo’”, echa por tierra la idea de que existan los valores “bueno” y “malo” en sí mismos, sino que revela a estos como el producto de determinadas fuerzas y valoraciones que se apoderaron de ellos. Habría, por lo tanto, al menos dos orígenes para “bueno” y “malo”, un origen activo o noble, por el que hay una afirmación de sí mismo sin necesidad de otro, y, por otro lado, un origen reactivo, plebeyo o bajo, la manera sacerdotal de valorar, que parte del “no”, para poder luego afirmarse; o, dicho de otro modo, que para afirmarse a sí mismo como bueno, debe antes reconocer en el otro un malvado, razonamiento que se resumiría así: “Los corderitos dicen entre sí ‘estas aves de rapiña son malvadas’, si un corderito es su antítesis, éste ‘–¿no debería ser bueno?’” (Nietzsche, 1998, p. 51). De esta forma es como “los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia: ‘¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos!’ […], conviene que no hagamos nada para lo cual no seamos bastante fuertes”, de modo que su debilidad es “un logro voluntario, algo querido, elegido, una acción, un mérito” (Nietzsche, 1998, pp. 52-53). La impotencia es el núcleo de la moral del resentimiento, en cuanto se trata de una inversión de los modos aristocráticos de valorar, que identificaban lo noble con lo poderoso, lo bello, lo feliz, y han convertido lo bueno en lo contrario: “‘Los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios […]’” (Nietzsche, 1998, p. 39). Se trata de un devenir reactivo de las fuerzas, que separa a las fuerzas de lo que las fuerzan

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pueden, y configura de este modo una forma de obediencia. ¿En razón de qué? Del mérito. Como lo sostiene Deleuze, “separada de sus efectos será culpable de actuar, meritoria, al contrario, si no actúa”, incluso creyendo que se requiere más fuerza para reprimirse que para actuar (Deleuze, 2008, p. 173). La debilidad, por lo tanto, no es constitutiva, sino producto de ese acto meritorio. El bueno, que podría hacer todo lo que hace el noble, tiene el mérito de impedir dar libre curso a su fuerza. Esto es lo que Nietzsche denomina como el dogma del sujeto y de la libertad: la idea de un sujeto libre, que pudiera ser dueño de exteriorizar o no su fuerza: El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como mérito (Nietzsche, 1998, p. 53).

La cita es elocuente, al colocar en una misma oración las nociones de debilidad, libertad y mérito. Eso que llamamos “libertad” no es sino debilidad e impotencia. O en otros términos, la impotencia y la obediencia surgen, paradójicamente, a partir de un acto de libertad.11 Merecer es siempre a costa de algo: aquello que se merece es por sacrificio, por esfuerzo, por un precio. No es menor, en términos éticos, la idea de que la felicidad se haya constituido también en algo que se merece: “Contra esta sabiduría pueril, que afirma que la felicidad no es algo que pueda merecerse, la moral ha alzado desde siempre su objeción”, nos recuerda Agamben a partir de la moral kantiana (Agamben, 2005, p. 22), la que podemos ubicar en la

11

Sobre el tratamiento de una genealogía de las libertades en el neoliberalismo, y sus tensiones con las formas de obediencia y servidumbre de sí, remitimos a un trabajo realizado en coautoría, que se encuentra en proceso de edición (Vignale y Álvarez, s/e).

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misma historia del sacrificio o del mérito que desemboca en la moral protestante, descripta por Max Weber a propósito del capitalismo (2003). Precepto que gobierna la moral del neoliberalismo en nuestro tiempo: la creencia en que los individuos son merecedores de lo que tienen (propiedades y éxitos o fracasos personales) en función de su esfuerzo. Lo descrito aquí alude al proceso sobre cómo esta forma de valorar, esta moral, ha triunfado en Occidente. Una moral reactiva, que crea valores a partir del resentimiento: “[…] el resentimiento de aquellos seres a quienes está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria” (Nietzsche, 1998, pp. 42-43). Nuestras formas de obediencia se encuentran signadas por esa reactividad, y han logrado gestionar el uso de las fuerzas.

“Lo prometido es deuda”: historia de la responsabilidad e interiorización de la culpa La manera sacerdotal de valorar constituye una moral del resentimiento, y su análisis permite advertir cómo se culpa a quien exterioriza sus fuerzas y, por el contrario, cómo es meritoria la libertad de contenerlas, es decir, la impotencia. A continuación, y a partir de lo que Nietzsche denomina como la facultad de hacer promesas, puede verse la emergencia de la responsabilidad mediante la interiorización de la culpa. Dicho de otro modo, y para comprender rápidamente la diferencia entre el momento del resentimiento y el de la “mala conciencia”, se trata de percibir cómo las fuerzas reactivas se vuelven contra sí mismo, en el pasaje de “es tu culpa” a “es mi culpa”. “Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas –¿no es precisamente esta misma paradójica tarea que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es éste

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el auténtico problema del hombre?…”, dice Nietzsche en el primer parágrafo del “Tratado Segundo: ‘Culpa’, ‘mala conciencia’ y similares’– (Nietzsche, 1998, p. 65). La promesa ha hecho al hombre gobernable. Se trata de una forma de anudamiento consigo mismo por el que es asegurado el control de las acciones futuras. La promesa es promesa de pago: hacer promesas es garantizar de modo anticipado un determinado comportamiento y, por lo tanto, un modo de embargo del presente. La palabra “promesa” resguarda un nuevo capricho del lenguaje: alude en primer término al juramento; en segundo lugar, a la esperanza; y, por último, a una oración que se realiza a Dios o a un santo a cambio de algo. En cualquiera de los casos, se trata de un móvil diferido del presente que encontraría la paga o el sosiego en un más allá –temporal u ontológico: el futuro, la otra vida–. Nietzsche habla de una paradójica tarea cuando se refiere a esta facultad de hacer promesas, en cuanto actúa en contra de otro tipo de fuerzas presentes en el hombre, correspondientes a la capacidad de olvido. Esta última sirve para mantener cierto orden anímico, felicidad y jovialidad, condición de posibilidad para la novedad y para el presente. Por el contrario, la memoria, como facultad de hacer promesas, deteriora la capacidad de olvido y vuelve dispéptico al hombre, sin posibilidad de digerir sus vivencias. No poder desembarazarse de la palabra empeñada una vez, acaba por “un activo no-querer-volver-a-liberarse, un seguir queriendo lo querido una vez, una auténtica memoria de la voluntad” (Nietzsche, 1998, p. 66). Y para ello, el hombre debió haber aprendido a pensar causalmente, “[…] ¡cuánto debe el hombre mismo, para lograr esto, haberse vuelto antes calculable, regular, necesario, poder responderse a sí mismo de su propia representación, para finalmente poder responder de sí como futuro a la manera como lo hace quien promete!” (Nietzsche, 1998, p. 67).

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La facultad de hacer promesas, como contraria a la capacidad de olvido, expresa, por lo tanto, el quid de la temporalidad de la deuda, la confiscación del presente como dispositivo de control de la subjetividad. No tiene la función de recordar el pasado, sino de disponer anticipadamente del futuro, lo que inaugura una historia de la procedencia de la responsabilidad, y que según Nietzsche ha creado su instinto dominante: la conciencia. La conciencia fue la manera de hacerle una memoria al animal-hombre que asocie el perjuicio al dolor, que se grabe a fuego. Las penas más crueles en la historia del castigo (empalamiento, desgarramiento de los miembros utilizando caballos, desollamiento) han surgido con ayuda de tales imágenes y procedimientos, puesto que con ellos “se acaba por retener en la memoria cinco o seis ‘no quiero’ respecto a los cuales uno ha dado su promesa con el fin de vivir entre las ventajas de la sociedad” (Nietzsche, 1998, p. 71). En consecuencia, hay un desarrollo de la facultad de hacer promesas y de la responsabilidad asociado a la emergencia de la pena o castigo: la aparición de dispositivos jurídicomorales que hace del dolor un elemento de gobernabilidad y de expiación de la culpa. El uso duradero de la pena es el ser ejemplificador: “Lo que con la pena se puede lograr, en conjunto, tanto en el hombre como en el animal, es el aumento del temor, la intensificación de la inteligencia, el dominio de las concupiscencias: y así la pena domestica al hombre, pero no lo hace ‘mejor’” (Nietzsche, 1998, p. 95). Como lo señalan Deleuze y Guattari, ante la pregunta: ¿Cómo proporcionarle una nueva memoria, una memoria colectiva que sea de las palabras y de las alianzas con las filiaciones extensas, que le dote de facultades de resonancia y de retención, de extracción y de separación, y que opere de ese modo la codificación de los flujos de deseo como condición del socius? La respuesta es sencilla, es la deuda […]. Toda la estupidez y arbitrariedad de las leyes, todo el dolor de las iniciaciones, todo el aparato perverso de la educación y la represión, los hierros al rojo y los procedimientos atroces

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no tienen más que un sentido: enderezar al hombre, marcarlo en su carne, volverlo capaz de alianza, formarlo en la relación acreedor-deudor que, en ambos lados, es asunto de la memoria (una memoria tendida hacia el futuro) (Deleuze y Guattari, 2012, p. 197).

La evolución jurídica de la pena culmina con la responsabilidad basada en la libre voluntad del sujeto en la modernidad. No estamos lejos entonces de comprender en qué medida se eslabona la culpa y la pena respecto de la fábrica de un sujeto endeudado en la lógica de la racionalidad neoliberal. Pues aquello que vale la pena queda asociado a la responsabilidad como sujetos de pagar nuestras deudas, pero ya no como la ley, en cuanto, de modo externo a nosotros, nos imputaba de un cargo o nos imponía una pena. Sino mediante la libre autodeterminación de los sujetos a diferir el pago. Ya no es necesario un dios acusando. Es nuestro propio dedo índice sobre nosotros mismos, que nos señala culpables, deudores y responsables de lo que hemos hecho de nosotros mismos, y de lo que haremos en el futuro. El surgimiento de la “mala conciencia” es decisivo para una genealogía de la moral, pero especialmente para una genealogía moral de la deuda, en cuanto ofrece también una genealogía de la interiorización normativa a partir de la cual nos volvemos siervos, deudores u obedientes de nosotros mismos. Se trata de una suerte de órgano que el hombre tuvo que fabricar para sí mismo, atraído por el sortilegio de la sociedad y de la paz (Nietzsche, 1998, p. 95), la mutación que tuvo que dar el hombre para sobrevivir, una suerte de adaptación de los instintos a la conciencia, que lo redujo a “pensar”, “razonar”, “calcular”. Proceso por el cual las fuerzas reactivas se vuelven contra sí mismo, se descargan los instintos que naturalmente estarían dirigidos hacia fuera, y se constituye aquello que en nuestra tradición llamamos el “alma”, nuestra “interioridad” o nuestra “conciencia”. Hay un párrafo en el “Tratado segundo” que conviene citar in extenso aquí:

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Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar –¡y, además, aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Solo que resultaba difícil, y pocas veces posible, darle satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos, y por así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro –esto es lo que yo llamo interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su “alma”. Todo el mundo interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad –las penas sobre todo cuentan entre tales bastiones– hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer de la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción –todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen de la “mala conciencia” (Nietzsche, 1998, p. 96).

Más allá de que el párrafo adelanta la sublimación de los instintos en nuevos recorridos libidinales –trabajado posteriormente por Freud–,12 en pocas palabras da cuenta 12

No son solo evidentes las resonancias respecto de lo que el padre del psicoanálisis teoriza posteriormente respecto de los principios de eros y thánatos en el origen de la cultura, y el desarrollo de la conciencia moral o superyó, sino que hay un reconocimiento por lo menos parcial de la influencia de Nietzsche sobre su pensamiento. Freud utiliza la misma expresión “mala conciencia”: aquella que nos hace sentir culpables no solo por hacer algo malo, sino solo por tener la intención de hacerlo. En el caso de Freud, lo malo se encuentra relacionado con el miedo a la pérdida del amor, uno de los principales motivos que nos hacen sentir culpa, y que podemos asociar con lo que decíamos antes: cierta actividad altruista por la que creemos hacer las cosas por amor. Entonces dice Freud: “A semejante estado lo llamamos ‘mala conciencia’, pero en el fondo no le conviene tal nombre, pues en este nivel el sentimiento de culpabilidad no es, sin duda alguna, más que un temor ante la pérdida del amor, es decir, angustia ‘social’” (Freud, 2007, p. 85). Como vemos, la génesis del superyo se encuentra asociada con lo que para él es una instancia primitiva de la conciencia: es la introyección de una autoridad

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del acontecimiento por el cual se constituye nuestra conciencia, el instante en el que se sucumbe e inaugura la posibilidad de intervenir voluntariamente en la exteriorización o no de la fuerza. Aparece con ella esa relación consigo mismos en la que la interiorización de la culpa hace que quedemos en deuda con nosotros mismos, que nos volvamos obedientes a normas que hemos internalizado, que nos constriñamos mediante una domesticación de los instintos. El correlato es la impotencia. Como lo sostiene Werner Hamacher, “quien está atrapado por la culpa no hace lo que hace, sino que ejecuta un programa preestablecido y cae fatal y letalmente para el actuar mismo bajo la predestinación mediante una herencia de cuya consecuencia de no emprender no queda libre” (Hamacher, 2013, p. 140). De manera que, lejos de fundamentarse lo propiamente humano en el reconocimiento de derechos inalienables y de libertades formales, Nietzsche revela un origen de la humanidad a partir del más violento desarrollo de nuestra obediencia e impotencia. Nuestra sociedad se funda en la renuncia e inhibición de la acción, lo que nos invita a pensar desde aquí en políticas del antihumanismo: las que develan la sociedad de lo humano con las formas de violencia, coacción y fascismo, presentes y disfrazadas de voluntad libre e igualdad natural. En nuestro breve apartado metodológico, nombramos el análisis del complejo de Edipo que realiza Rozitchner como explicación acerca del modo en que se pliega una

paternal, y del miedo a Dios en el último de los casos. “¿Qué le ha sucedido para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de ‘conciencia’ [moral], despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad, se manifiesta en la forma de necesidad de castigo” (Freud, 2007, p. 83).

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norma externa o un mandato social en la propia subjetividad, para que la obediencia sea más eficaz: lo que hace que ya no se trate de obedecer a una autoridad externa, sino solo a sí mismos. A esto lo llama la “matriz despótica del inconsciente”. El otro, que lo amenaza con su poder inconmensurable, entra a formar parte de su propio cuerpo, escindiéndolo. Hay un polo, en sí mismo, cuyo lugar ocupa el padre, y hay otro cuyo lugar lo ocupa él. El enfrentamiento, que antes se desarrollaba afuera, se representará en su propio interior (Rozitchner, 2012, p. 51).

Lo que expresa también esa idea de que todo lo que no se desahoga hacia fuera, se vuelve hacia adentro, ese repliegue de la lucha. La aparición de la conciencia moral, nacida con mala conciencia para Nietzsche, surge a partir de esta interiorización. Es la forma en que se instala ese poder despótico –esa agresión dirigida hacia sí mismo– la génesis que permite explicar sobre qué fantasmas se asienta la dominación de un poder histórico-social: Todo está jugado aquí desde un comienzo: la contención de la violencia es el resultado de este enfrentamiento que borró el origen, eliminó su momento arbitrario y fundador desde el cual prendió en nosotros para trazar desde allí un comienzo infinito, fuera del tiempo y de la experiencia, anterior y previo a todo lo que podamos pensar, vivir, recordar y hablar (Rozitchner, 2012, p. 57).

Estamos más cerca de atisbar el papel subjetivo que cumplimos en cualquier forma de dominación política: la de obedecernos a nosotros mismos. Este drama, como fundamento de la conciencia, inscribe en ella el enfrentamiento y con él la agresión, la muerte y la culpa como fundamento de toda significación, pero también la necesidad cultural del castigo. Lejos estamos de la ficción del contrato, o al menos de la idea de

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un contrato entre iguales, puesto que, si la amenaza es la muerte, el fundamento de esas relaciones es de una desigualdad absoluta, y el drama expresa una escena de obediencia fundadora, relacionada a una expropiación de la agresividad del hombre como método de dominación social, que Rozitchner denomina como un “a priori de la dominación” (Rozitchner, 2012, p. 60), en donde lo que tuvo un origen aparece como si existiera desde siempre y de toda eternidad; “la conciencia remite a un ‘antes’ de su existencia pese a haberse producido en la propia existencia, poniendo fuera de sí el drama que la originó –como si estuviera sustentada, sin génesis, más allá de sí misma–”, lo que señala “un corte, un vuelco, la aparición de un nuevo esquematismo en la subjetividad que la descripción empírica, aferrada a los ‘hechos’, no logra explicar” (Rozitchner, 2012, p. 61). Retomando lo dicho hasta aquí, estamos en condiciones de afirmar que esa asociación sujeto-libertad-culpamérito es la base para la responsabilidad de sí mismo, como último eslabón de lo que Nietzsche expone respecto de una génesis de la responsabilidad. El auténtico trabajo del hombre sobre sí mismo en el más largo periodo del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene aquí su sentido […]: con ayuda de la eticidad de la costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable.

Y si nos situamos al final de este proceso, “encontraremos, como el fruto más maduro de su árbol, al individuo soberano, al individuo tan solo igual a sí mismo, […] al individuo autónomo” (Nietzsche, 1998, p. 67). Este fruto maduro ya no es solamente el individuo responsable, dado que ya no debe responder más que a sí mismo, es también el individuo de la voluntad libre. De manera que la responsabilidad es un medio para el adestramiento, pero:

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[…] el producto acabado de la actividad genérica no es de ningún modo el hombre responsable o el hombre moral, sino el hombre autónomo o super-moral, es decir el que verdaderamente activa sus fuerzas reactivas y en quien todas las fuerzas reactivas son activadas. Solo éste “puede” prometer, precisamente porque ya no es responsable ante ningún tribunal (Deleuze, 2008, p. 193).

Esto nos interesa particularmente para una genealogía moral de la deuda, en cuanto una de las características más propias del empresario de sí mismo en la gubernamentalidad neoliberal es el rol que adquiere ser responsables de sí mismos, en una nueva forma de anudamiento del individuo a su labor. La ética de la empresa presupone el desarrollo de las propias capacidades para enfrentar la incertidumbre y la competencia, y el meollo de la meritocracia reside en esta responsabilidad: el éxito o fracaso individual dependerá del buen desarrollo e incremento de las capacidades personales. “Se trata de poner a los individuos en situaciones que obligan a la ‘libertad de elegir’, a manifestar prácticamente sus capacidades de cálculo y a gobernarse ellos mismos como individuos ‘responsables’” (Laval y Dardot, 2013, p. 220). En pocas palabras: ser responsables de sí mismos es asumir que la culpa es nuestra. ¿Cómo opera este mecanismo de la responsabilidad en nuestro presente? Fundamentalmente, aceptando el rol de responsables que las finanzas del Estado imponen. El mecanismo económico de la crisis va siempre acompañado –como lo sostiene Lazzarato– de un dispositivo subjetivo que invierte la responsabilidad (Lazzarato, 2015, p. 68), y que siempre se encuentra justificado por la libertad: la libertad de endeudarse. No es otra cosa que aquella interiorización, mecanismo por el cual aparece la culpa –que es independiente de cometer o no un crimen, sino solo de la intencionalidad–. El problema fundamental de la filosofía política sigue siendo el que Spinoza supo plantear: ¿por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación? (Deleuze y Guattari, 1973, p. 36). Pregunta que teseopress.com

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sigue interrogándonos desde La Boétie en el siglo XVI: cómo es que desarrollamos nuestra obediencia y nuestra servidumbre voluntaria: Es realmente sorprendente –y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos– ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y son juzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto que se muestra para con ellos inhumano y salvaje). ¡Grande es, no obstante, la debilidad de los hombres! Obligados a obedecer y a contemporizar, divididos y humillados, no siempre pueden ser los más fuertes (La Boétie, 2008, pp. 45-46).

Lo sorprendente del planteo del joven La Boétie es la anticipación con la que comprendió el dogma subjetivista del libre albedrío, así como la relación del individuo consigo mismo. Por eso es por lo que este tipo de servidumbre es incomprensible sin atender donde Nietzsche acierta: en la libertad individual como presupuesto subjetivista que dice “sí” y da consentimiento. Lordon, de la mano de Spinoza, trabaja esto desde la idea del capitalismo como régimen de deseo, en donde las estructuras objetivas se prolongan en estructuras subjetivas, y se da un consentimiento con la forma de una “obediencia feliz” (Lordon, 2013, 2015), nuevo horizonte de la gobernabilidad neoliberal, que sueña con tener que tratar solo con asalariados contentos, realizados, etc. (Lordon, 2018, p. 21). La trampa de las metafísicas subjetivistas es propiamente el problema de la libertad, cuando en realidad se trata de un problema de encadenamiento causal de afectos y de pasiones, lo que nos determina a desear lo que deseamos, en términos de Spinoza, aunque también de relaciones de fuerzas y de voluntad de poder en términos de Nietzsche, tal como lo hemos venido desarrollando.

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La deuda infinita, el crédito como credo ¿Se han imaginado, aunque solo sea de lejos, que, por ejemplo, el capital concepto moral de “culpa” (Schuld) procede del muy material concepto “tener deudas” (Schulden)? F. Nietzsche, La genealogía de la moral

Hemos venido anunciándolo desde el comienzo: Nietzsche fundamenta que lo social no se instituye en la figura del contrato o del pacto, como tampoco en las relaciones de intercambio –tal como lo entendió el liberalismo y el propio Karl Marx–, sino en la relación acreedor-deudor, es decir, en el crédito. Esto quiere decir que la sociedad no se funda sobre las relaciones entre iguales, sino, por el contrario, sobre la más profunda de las desigualdades. El neoliberalismo ha captado que la supervivencia del sistema se encuentra en garantizar la competencia, creando y contribuyendo a la desigualdad de condiciones. Originalmente, la relación acreedor-deudor surge por la modificación de la imposición de penas: en un comienzo, el castigo se ejecuta por cólera del prejuicio sufrido, luego, por justificación del castigo a partir de la idea de que todo perjuicio tiene su equivalente, compensable –como ya hemos dicho– con dolor. ¿De dónde surge la idea que relaciona la posibilidad de una equivalencia entre un perjuicio causado y el dolor de quien lo causó? “Yo ya lo he adivinado”, dice Nietzsche, “de la relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de ‘sujetos de derechos’ y que, por su parte, remite a las formas básicas de compra, venta, intercambio, comercio y tráfico” (Nietzsche, 1998, p. 72). Con esto es posible ver que para una genealogía moral de la deuda, no cabe separar la historia de la procedencia de la culpa y la de la pena: hay un entrecruzamiento jurídico, político y moral de la deuda. El sentimiento de culpa (Schuld), de la obligación personal,

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ha tenido su origen en la relación acreedor-deudor, “fue aquí donde por primera vez se enfrentó la persona a la persona, fue aquí donde por vez primera las personas se midieron entre sí” (Nietzsche, 1998, p. 80). Las relaciones entre acreedores y deudores se introducen una vez más en las comunidades primitivas en la relación del hombre actual con sus antepasados, reconociendo una obligación jurídica con la estirpe fundadora, reinando “el convencimiento de que la estirpe subsiste gracias tan solo a los sacrificios y a las obras de los antepasados –y que esto hay que pagárselo con sacrificios y con obras: se reconoce así una deuda (Schuld)” (Nietzsche, 1998, p. 101). Deuda que se expía en algún momento, mediante un “rescate global”, una “indemnización del acreedor”, como puede ser con el sacrificio del primogénito. Ahora bien, el temor a los antepasados crece proporcionalmente en la medida que crece la estirpe. Lo que acaba en algún momento, según Nietzsche, en transfigurar ese pasado en un dios. El sentimiento de tener deudas ya no es el de la deuda con los antepasados, sino con la divinidad misma, de forma que el advenimiento del dios cristiano es el que ha hecho que se manifieste el máximum del sentimiento de culpa. Pero con el proceso de interiorización de las fuerzas reactivas y el repliegue de la “mala conciencia” –que explicamos hace un momento–, se obtura la posibilidad de un “rescate”: al volverse la culpa infinita, se vuelve también infinita su expiación. La deuda se vuelve impagable a tal punto que no solo se vuelve contra el deudor, sino también contra el acreedor: Hasta que de pronto nos encontramos frente al paradójico y espantoso recurso en el que la martirizada humanidad encontró su momentáneo alivio, frente a aquel golpe de genio del cristianismo: Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre, Dios mismo pagándose a sí mismo, Dios como el que puede redimir al hombre de aquello que para este mismo se

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ha vuelto irredimible –el acreedor sacrificándose por su deudor, por amor (¿quién lo creería–?), ¡por amor a su deudor!… (Nietzsche, 1998, p. 105).

El análisis respecto de cómo la deuda se vuelve infinita no es menor respecto del dispositivo de la deuda del neoliberalismo. Mientras que el liberalismo, cuya concepción se basaba en el intercambio –y, por lo tanto, en las relaciones entre iguales–, suponía que la deuda es reembolsable, el neoliberalismo, que busca garantizar la competencia, y por lo tanto asegurar las condiciones de desigualdad, ha convertido a la deuda en un mecanismo que perpetúa el hecho de no terminar de reembolsarse. Nietzsche ya había visto que, en cuanto originaria, una vez que aparece la deuda, es infinita. Por eso debemos entenderla como un a priori histórico, fundante no solo de las relaciones sociales, sino de la propia relación consigo mismo, como matriz de nuestra subjetividad. En el capitalismo financiero, bajo la forma de un “pago aparente”, la deuda también es infinita e impagable, en cuanto se pasa de una deuda a otra, y a una “‘prórroga ilimitada’, por la cual uno se endeuda en forma constante y la deuda jamás se salda (y no debe saldarse jamás), porque el crédito no se ha otorgado para ser reembolsado, sino para estar en variación continua” (Lazzarato, 2015, p. 90). La prorrogación del ahora mediante la deuda es lo que se vuelve infinito: cada presente se encuentra endeudado con un futuro presente, de manera que el tiempo de la vida se vuelve un permanente saldo del pasado, una permanente deuda con el futuro y la imposibilidad de una acción o intervención en el presente en el que se encuentra. Como lo expresan Deleuze y Guattari: En una palabra, el dinero, la circulación del dinero, es el medio de volver la deuda infinita. […] Siempre hay un monoteísmo en el horizonte del despotismo: la deuda se convierte en deuda de existencia, deuda de la existencia de los sujetos mismos (Deleuze y Guattari, 2012, p. 204).

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De allí la relevancia de ese breve trabajo de Walter Benjamin, Kapitalismus als Religion, para mostrar cómo el capitalismo se ha vuelto una religión, subrayando sus diferencias con Max Weber: el capitalismo no es una formación condicionada por lo religioso, como lo sostuvo el sociólogo alemán, sino que su aparición, parásita del cristianismo, ha servido para la satisfacción de los mismos cuidados, tormentos y desasosiegos a los que antaño daban respuesta las religiones, es decir, como un fenómeno esencialmente religioso. Aunque con una particularidad: sería el primer caso de un culto que no expía la culpa, sino que la engendra, la vuelve universal: Una monstruosa conciencia de culpa que no sabe cómo expiarse apela al culto no para expiarla, sino para hacerla universal, inculcarle la conciencia, y finalmente sobre todo incluir al Dios mismo en esa culpa, para finalmente interesarlo a él mismo en la expiación. Ésta no debe esperarse, pues, en el culto, ni tampoco en la Reforma de esta religión, que debería poder aferrarse a algo seguro en sí misma, ni en la renuncia a ella. En el ser de este movimiento religioso, que es el capitalismo, reside la perseverancia hasta el final, hasta la completa inculpación de Dios, el estado de desesperación mundial en el que se deposita justamente la esperanza. Allí reside lo históricamente inaudito del capitalismo: en que la religión ya no es la reforma del ser, sino su destrucción (Benjamin, 2016, p. 11).

Con esto, Benjamin sitúa a la culpa y al capitalismo en un mismo espacio de determinación: el capitalismo es instauración de la culpa. En el texto original utiliza el término verschulden para referir esta instauración, en el que nuevamente se juega la ambigüedad del término alemán, o, en todo caso, el hecho de que culpa y deuda sean las dos cosas al mismo tiempo. En el texto, Benjamin sugiere que Nietzsche, Marx y Freud, a pesar de ser quienes logran determinar la crítica a la modernidad, terminan siendo solidarios de alguna

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forma como la religión de la separación, respecto de Nietzsche constituyendo en ello un ethos, a partir de la figura del superhombre, “el primero que comienza a practicar de manera confesa la religión capitalista” (Benjamin, 2016, p. 11). Desde nuestro punto de vista, son insuficientes los argumentos para sostener este enunciado, atendiendo en especial el desarrollo de la voluntad de poder en Nietzsche, algo que Deleuze expresa muy bien respondiendo a la confusión de que la manera noble de valorar tiene su correlato en el nazismo, y que aquí bien puede responderse en la misma dirección respecto de un ethos capitalista: Nietzsche describe los Estados modernos como hormigueros, donde los jefes y poderosos prevalecen por su bajeza, por el contagio de esta bajeza y de esta bufonería. Sea cual fuere la complejidad de Nietzsche, el lector adivina con facilidad en qué categoría –es decir, en qué tipo– hubiera alineado a la raza de los “amos” concebida por los nazis. Cuando el nihilismo triunfa, entonces, y sólo entonces la voluntad de poder deja de querer decir “crear”, para significar: querer el poder, desear dominar (por lo tanto, atribuirse o hacerse atribuir los valores establecidos, dinero, honores, poder…). Ahora bien, esa voluntad de poder es, precisamente, la del esclavo, es la manera en la que el esclavo o el impotente concibe el poder, la idea que se hace de él, y que aplica cuando triunfa (Deleuze, 2019, pp. 26-27).

Siguiendo el mismo razonamiento, “quien practica la religión capitalista” no sería el superhombre, sino el mismo hombre constituido a partir de la moral del resentimiento y de la interiorización de la culpa del cristianismo. De cualquier modo, la riqueza del texto de Benjamin reside propiamente en señalar que el capitalismo es una religión, dotando al concepto de “culpa” un lugar epistemológico. Como lo señala Hamacher, lo relevante reside en mostrar que la máxima categoría histórica no es la de causalidad, entendida como concatenación o sucesión de hechos cronológicos, sino la categoría genealógica de “culpa”, que

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explica la sucesión a partir de un camino no mecánico, a partir de lo cual lo que sucede siempre está en deuda con otro desde donde sucede. La culpa, entonces, como procedencia, y también la culpa como categoría de relaciones jurídicas y morales que exigen que el culpable siempre sea uno mismo. Nos interesa, además, particularmente el hecho de que el tiempo de la culpa, desde esta concepción, es un tiempo no presente, pero simultáneo, “un tiempo sincrónico al que le es denegada la diferenciación según pasado, presente y futuro puede denominarse temporal solo inapropiadamente” (Hamacher, 2013, p. 138). Esta idea de simultaneidad alimenta el tipo de a priori histórico con el que trabajamos para esta genealogía moral de la deuda. Como puede observarse, el capitalismo como religión se define en términos de fe, de credo. No casualmente el participio pasado del verbo latino credere, creditum, alude a aquello en lo que creemos, en lo que ponemos nuestra fe. De allí proviene “crédito”, que no solo significa el derecho que una persona acreedora tiene de recibir de otra persona deudora algo que le fue prestado, sino también ‘confiar, tener confianza’: “dar crédito”. Usamos la expresión también cada vez que queremos señalar la capacidad de cumplir que alguien tiene, la voluntad o solvencia de una obligación contraída. Así, como lo señala Benjamin, el capitalismo sería una religión de mero culto, sin dogma, que no cree más que en el crédito, y que funciona mediante la fe y el aplazamiento del presente. Agamben, en “Elogio de la profanación”, enuncia que el problema del capitalismo como religión es el de volver improfanables las cosas, desplazándolas del uso común de todos los hombres a una esfera separada, la de la propiedad como derecho. La reflexión contrapone las nociones de “uso” y “consumo”: mientras que el consumo destruye a la cosa, el uso la deja intacta. En tal caso, si el capitalismo es una religión y profanar es devolver al uso común lo que fue separado en la esfera de lo sagrado, nos encontramos ante el problema de que, en las sociedades de consumo

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en las que vivimos, el capitalismo apunta a la creación de lo absolutamente improfanable: no es posible devolver las cosas al uso común, sino tan solo concebirlas a partir del derecho de propiedad: Si hoy los consumidores en las sociedades de masas son infelices, no es sólo porque consumen objetos que han incorporado su propia imposibilidad de ser usados, sino también –y sobre todo– porque creen ejercer su derecho de propiedad sobre ellos, porque se han vuelto incapaces de profanarlos (Agamben, 2005, p. 109).

La profanación sería, al contrario, la acción liberadora de lo que ha sido confiscado a través de ese dispositivo en una esfera separada, un acto por el cual se le arrebate a aquella esfera y se lo restituya a un posible uso común. “Por esto es necesario arrancarles a los dispositivos –a cada dispositivo– la posibilidad de uso que ellos han capturado. La profanación de lo improfanable es la tarea política de la generación que viene” (Agamben, 2005, p. 119).

En síntesis A lo largo de este capítulo, nos hemos ocupado de inscribir en el análisis del sujeto endeudado el a priori moral que lo constituye, lo que posibilita dimensionar no solo el carácter económico de la deuda en relación con la gubernamentalidad neoliberal –la inscripción colectiva a una promesa de pago y la dificultad de reembolso de las deudas pública y privada–, sino también cómo opera la deuda como mnemotécnica –como sostenía Nietzsche en la capacidad de hacer promesas en la constitución del individuo responsable–. La mala conciencia es todavía condición subjetiva en nuestro presente, manifestándose como cierta servidumbre de sí mismo. El análisis de la interiorización de los instintos y la aparición del sentimiento de culpa responde a aquellas

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viejas preguntas sobre la servidumbre voluntaria. El modo de abordar el endeudamiento, por lo tanto, ha buscado desplazarse de lo económico y hacer foco en los procesos de subjetivación, mediante una genealogía que puede mostrar las formas en que el dispositivo de la deuda anuda las formas de obediencia de sí. Lo económico y lo ético entran así en un mismo campo estratégico de producción de subjetividades: gubernamentalidad entonces no solo como estrategia del gobierno de los otros, sino también como una determinada forma de gobierno de sí mismo. Los supuestos que han guiado nuestra escritura son de varios órdenes: un supuesto ontológico a partir del cual sostenemos que en nuestras formas actuales de subjetivación se encuentra un determinado tipo de inscripción –de la que no tenemos memoria–, y que no obstante se encuentra presente (faraway, so close). Esa inscripción es la de la deuda, la culpa y la pena, que se anudan como dispositivos en los ámbitos de lo político-económico, de lo moral y de lo jurídico. En segundo término, optamos por la genealogía como metódica de trabajo, con el objeto de determinar el modo en que ciertas fuerzas se apoderaron de un objeto; en concreto, la emergencia del dispositivo de la deuda en los procesos de subjetivación –que encontramos asociado a la interpretación de la debilidad como libertad y a la interiorización de la culpa, en el marco de las relaciones entre acreedor y deudor–. Esto nos condujo al trabajo con un tipo de a priori, subjetivo y moral, cuya peculiaridad es la de una aprioridad histórica, aunque no fechable, teniendo en cuenta la noción de “prehistoria” que utiliza Nietzsche, que denota lo que surgió en un determinado momento, pero que permanece presente en todo tiempo. Por último, el supuesto epistémico de este trabajo se remonta a una concepción del conocimiento y de la producción filosófica en particular, y de las ciencias humanas y sociales en general, que toman distancia de toda pretensión de objetividad positivista y consideran al propio trabajo

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teórico como un modo de intervención en la realidad de la que se forma parte. Si con el neoliberalismo, como dijimos, nos encontramos ante fuerzas tanáticas que amenazan la vida, y hasta ahora eso se ha encontrado acompañado de un núcleo metafísico respecto de qué es lo humano, nos toca desde nuestra tarea la creación de nuevos conceptos, desbloquear la circulación de los afectos, volver a amistar la política y el amor, la política y la amistad, la política y la vida. A más de ciento treinta años, en el contexto de la financiarización de la economía y de una nueva fase del capitalismo, en el momento en que nos apremia pensar en el mercado como proceso de subjetivación y en el neoliberalismo como forma de gubernamentalidad, nos encontramos con el profundo trabajo nietzscheano, abriéndose paso por los abismos insondables del alma occidental y cristiana, revelando el escenario del mérito en la construcción del sujeto que somos. Mientras elaboramos críticas a la deuda como dispositivo de los procesos actuales de subjetivación, del hombre endeudado y del empresario de sí mismo, nos encontramos que ya Nietzsche había descubierto en el núcleo de nuestra moral esa asociación entre la debilidad –interpretada como libertad– y el mérito, que dan origen a la responsabilidad de sí mismos, y con ello a la impotencia. Con lo que hemos repasado, podemos ver que todavía hoy nuestras formas de valorar se encuentran asociadas al resentimiento. Por otro lado, observamos la relación entre deuda, culpa y promesa, que da origen a la responsabilidad. La promesa expresa la estructura temporal de un modo de hacer gobernable al hombre, mediante la confiscación del presente y la disposición anticipada del futuro. En este marco aparece la conciencia, mediante el repliegue de los instintos que no se desahogan hacia fuera, y cumple la función, entre otras, de hacerle aparecer una memoria al hombre que asocie el perjuicio con el dolor, dando lugar al uso ejemplar y duradero de las penas.

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Hemos expuesto la importancia de inscribir esta genealogía moral de la deuda en las relaciones acreedor-deudor, desmontando la tradición de la filosofía política clásica que funda lo social en las relaciones de igualdad e intercambio. Además, frente a la concepción de la economía política que hace derivar la idea de “valor” del intercambio, Nietzsche nos sitúa en la tarea futura del filósofo, la de resolver el problema del valor de los valores, en determinar la jerarquía de los valores (Lazzarato, 2015, p. 86), lo que hace al trabajo de Nietzsche tanto más actual, tanto más intempestivo. El mecanismo de la deuda en el neoliberalismo, que consiste en no terminar nunca de reembolsarse, en perpetuar o prorrogar ilimitadamente el pago –y por ende, no poder nunca saldarlo–, se presenta como característico ya en la genealogía del dispositivo: la deuda que se vuelve infinita. Como promesa de pago, que la deuda sea infinita supone la confiscación total de la temporalidad, y coincide con el programa de incertidumbre del neoliberalismo, donde deposita toda la responsabilidad en el emprendedor de sí mismo, en su capacidad de adaptación y reacción ante imprevistos. Así, el crédito como credo da cuenta de que “la economía es el método”, pero “el objetivo es el alma”, y expresa la conexión entre el capitalismo y la instauración de la culpa, donde volvemos a ver la resonancia de la doble significación de la palabra alemana Schuld. Por último, si de lo que se trata es de arrancarles a los dispositivos “la posibilidad de uso que ellos han capturado”, y si “la profanación de lo improfanable es la tarea política de la generación que viene”, una posible vía para pensar en formas de desobediencia de sí es arrancar del dispositivo de la deuda la constricción a pagar, infinitamente, una promesa de la que no tenemos memoria. Una nueva política debiera orientarse en esa dirección, en ese hacia dónde. Solo en tal caso podremos hablar de mañana, de pasado mañana y de futuro: cuando acabemos con las prórrogas del presente y asumamos las urgencias políticas de nuestro tiempo.

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8 Neoliberalismo: el nombre del enemigo SEBASTIÁN BOTTICELLI1

Piedra libre aún peor Abajo de tu cara Piedra libre otro peor Arriba de tus dientes Caballeros de la Quema

El neoliberalismo y su identidad monstruosa En otra época, y también en otra geografía, habitaba un fantasma que se erguía amenazante sobre los territorios en los que el capitalismo había sabido gestarse. Ese fantasma ganaba visibilidad intensificando su brillo, se plasmaba en lo real ofreciendo a los desposeídos la imagen de una transformación posible y se inscribía en la historia inaugurando un nuevo léxico. Su aparición insufló nuevos bríos a las resistencias que ya se levantaban contra la alienación producida por la organización industrial del trabajo.

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Profesor en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y doctor en Ciencias Sociales por la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Profesor adjunto de Filosofía Social de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y de Introducción a la Problemática del Mundo Contemporáneo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UnTreF). Docente de Filosofía Contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

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Su invocación permitió que las luchas se orientaran no solo contra la explotación capitalista, sino también por otro modo de vida. Cuando las voces de los oprimidos y alienados por fin alcanzaron a pronunciar su nombre –¡comunismo!–, las expectativas colectivas avizoraron horizontes muy diferentes. Distinta es la suerte de los que habitamos este siglo XXI y estas latitudes a las que ciertas perspectivas vetustas pero operantes siguen señalando como “periféricas”. Nuestra actualidad no es recorrida por ningún fantasma, ningún espectro de transformación amenaza con hacerse carne entre nosotros para demoler estructuras y revertir injusticias. No hay a quién dirigir esas miradas ni tampoco, consecuentemente, en quién depositar esas expectativas. Antes bien, nuestro presente parece estar signado por un monstruo grande que ya no necesitaría pisar fuerte para aplastar esperanzas y condenar vidas. En el momento de su surgimiento, este monstruo impuso sus lógicas a sangre y fuego. Su acumulación de triunfos le habría permitido, mediante movimientos sigilosos y certeros, desplegar sus extremidades hasta abarcarlo todo. Se trataría de nuestro Zeitgeist, el Espíritu que cruza en diagonal la totalidad de nuestro Tiempo. Tendría un temperamento invariable –la fría determinación del mercado–, un propósito inclaudicable –extender las fronteras de la explotación al infinito y más allá– y un nombre cuya repetición no alcanzaría a conjurarlo: neoliberalismo, neoliberalismo, neoliberalismo. De todas las versiones de lo monstruoso, la que se le asigna al neoliberalismo es quizás la que mayor pavor produce: aquella que amenaza sin enseñar su rostro, aquella que permanece en las sombras, aquella que acecha debajo de nuestra cama o dentro de nuestro ropero recordándonos su existencia con sonidos apagados y leves chasquidos, aquella que sabe contener nuestras peores pesadillas. A partir de la asignación de este carácter, tememos al neoliberalismo

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como se teme a lo cercano-desconocido, al demon familiar que está aquí, viviendo en nuestro hogar, dispuesto a cumplir las más siniestras profecías. Particular monstruo sería el neoliberalismo: sus efectos se muestran concretísimos, pero sus formas resultan difusas; su influencia parece irrefutable, aunque su paradero es difícil de precisar. Se manifestaría aquí pero también allá, ignorando épocas y fronteras. Dejaría trasuntar su impronta en emergentes de naturaleza diversa: normativas económicas sancionadas por poderes legislativos, teorías académico-gerenciales que reorganizan las lógicas del trabajo en nombre de la eficacia y la eficiencia, discursos meritocráticos y punitivistas propagados por medios de comunicación monopólicos, informes difundidos por organismos financieros que buscan reorientar las prioridades estatales, innovaciones tecnológicas que generan nuevas formas de consumo. Extensa historia tendría el neoliberalismo: habría comenzado a gestarse antes del final de la Segunda Guerra en los think tanks de las escuelas económicas de Friburgo, de Viena y luego de Chicago, se habría presentado en el escenario mundial influyendo en las sangrientas dictaduras latinoamericanas de los 70 y en las reformas de la public policy impulsadas por los gobiernos de Thatcher y Reagan a comienzo de los 80, habría generado crisis financieras urbe-et-orbi durante los 90, habría puesto de rodillas a los Estados de las potencias mundiales entre 2008 y 2009, se habría retirado de mala gana del horizonte latinoamericano con el cambio de milenio, pero habría vuelto con recargada ira a partir de los cambios de gobierno que comenzaron a darse desde la segunda década del siglo XXI. ¿Cuáles son, en última instancia, las características específicas, el núcleo efectivo de ese neoliberalismo monstruoso cuya presencia e influencia parecen innegables? Es aquí donde las voces pierden su uniformidad y dan lugar a una serie de versiones diferentes cuya cantidad resulta alarmante. Algunos hablan de la extensión de las fronteras

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del mercado y el impulso de la competencia como lógica de regulación social. Otros remiten a una forma de gobernanza global orquestada por poderes financieros internacionales. Algunos lo interpretan como una fase superior del capitalismo posimperialista. Otros lo caracterizan como un modo de subsumir la totalidad de las facultades del viviente humano a las disposiciones de la producción económica. Nuestro espanto aumenta al comprobar que el término en cuestión remite a un blanco móvil: el nombre “neoliberalismo” funciona como una suerte de navaja multipropósitos con la que los cientistas económicos y sociales buscan asir una variedad de problemáticas que se registran en diversas territorialidades y a diferentes escalas. En este sentido, nos damos cuenta, el término se ha convertido en una víctima de su promiscuidad. El problema comienza con el afán de asignarle una identidad al neoliberalismo. O, más precisamente, el problema comienza cuando no se considera la posibilidad de que, para volverse operativo, el neoliberalismo no necesite de un rostro en el cual reconocerse, no necesite de la conjunción entre una coherencia interna y una regularidad programática, no necesite argumentar ni convencer. El problema de la identidad no es menor si tenemos en cuenta que, a diferencia de lo que ocurre con las diversas versiones del liberalismo clásico, nadie se identifica con el mote de “neoliberal”; nadie reivindica ni defiende lo que ese término comprende. Desde comienzos de la década del 70, no hay intelectual, economista o político que elija presentarse con ese adjetivo; muy por el contrario, todos prefieren negarlo y distanciarse de él (Boas & Gans-Morse, 2009). Podría suponerse que ese alejamiento no es más que una postura calculada para ocultar la realidad, una simple mentira. Pero estaríamos optando por el camino más sencillo. En efecto, cuando se convierte en un apelativo moral, el término “neoliberalismo” resigna sus posibilidades críticas: los bandos ya han sido dispuestos –primero ellos, los malos; luego nosotros, que por contraposición seríamos los

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buenos–, las reglas han quedado establecidas y lo único que queda es jugar un juego cuyos resultados vienen dados de antemano. Si nadie se reivindica como neoliberal, si todos abjuran de esa fe, la necesidad de asignar regularidades al neoliberalismo corre exclusivamente por cuenta de quieres pretenden desarrollar un pensamiento crítico. Somos nosotros, entonces, los que necesitamos que el neoliberalismo tenga una identidad. Solo de ese modo podremos señalarlo con dedo acusador. Por eso lo abordamos como un modelo para armar, de esos que se compran en los quioscos: el orden de las piezas y de los encajes viene definido de antemano. Un poco más acá, un poco más allá, nunca demasiado próximo. En donde sea que se lo necesite para tenerlo enfrente, para poder convertirlo en objeto de estudio y de análisis. La sorpresa que expresamos cuando por fin nos encontramos frente a la maqueta terminada solo puede existir a modo de impostación. Resuena en este punto la advertencia de Roberto Esposito según la cual el ejercicio intelectual no consigue sortear la brecha entre política y pensamiento, pues es justamente este el que la produce: nos acostumbramos a una filosofía política y social que ofrece respuestas para sus propias cuestiones, cuestiones que fueron formuladas desde sus propios supuestos y desde sus propias necesidades (Esposito, 1996, pp. 19-36). Los problemas del ejercicio intelectual no son los problemas de la política. El sociólogo crítico advierte sobre peligros presentes y futuros, pero su discurso no excede los densos muros de la academia. El filósofoconsejero dicta máximas, pero ningún gobernante le presta sus oídos. Esto no hace retroceder a uno ni frustra al otro: ambos se regocijan al sentirse incomprendidos, creyendo además que dicha incomprensión establece una suerte de blindaje moral que los pone a resguardo de las salpicaduras de la realidad. Mientras tanto, el financista sigue sugiriendo inversiones, el periodista sigue reforzando el sentido

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común y el representante político, sin importar qué ideología suscriba, sigue orientándose por la mentada máxima según la cual “es la economía, estúpido”. En su intento por asirlo, el pensamiento crítico multiplica al neoliberalismo, y al hacerlo lo difumina, acrecentando así su poder. Demasiado a menudo, las descripciones e indagaciones que apuntan a dar con la quintaesencia neoliberal parecen remitir a una experiencia omnipotente y omnipresente, a una fuerza capaz de constituirse como la única causa de los más grandes problemas que atraviesan nuestro mundo contemporáneo. Por definición, lo monstruoso es inhumano y remite a lo que no puede comprenderse como parte de nuestro modo de ser. Adjudicarle al neoliberalismo una condición monstruosa nos permite comprenderlo como algo siempre ajeno, y esto parece eximirnos de la responsabilidad de pensarnos a nosotros en relación con él, de indagar cuánto de él habita en nosotros, de qué manera él nos define y de qué modo nosotros lo reproducimos en nuestra cotidianeidad.

Cómo el neoliberalismo se convirtió en nuestro villano favorito Es relativamente corto el tiempo que lleva el neoliberalismo en el centro de las explicaciones que buscan dar cuenta de nuestro presente. Desde la filosofía de Marx hasta la década del 70, el capitalismo era el concepto clave hacia el cual el pensamiento crítico apuntaba sus cañones. Sin haber desaparecido, desde los últimos lustros del siglo XX las referencias al capitalismo han cedido una buena porción del lugar que ocupaban. Este desplazamiento se explica en parte por la intención de muchos pensadores críticos mainstream de dejar de lado el sistema categorial del marxismo junto con su léxico. Pero también se explica porque, a partir de la postulación del “fin de la historia”, el término

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“capitalismo” pareció referirse a algo demasiado grande, algo demasiado voluminoso como para poder ser abarcado por descripciones puntuales, caracterizaciones específicas y observaciones minuciosas. Ocurrió algo a nivel de la imaginación colectiva que hizo que –parafraseando a Llunch– se volviera más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. Por ello, el término “neoliberalismo” cobró utilidad para algunos académicos en cuanto que les permitió referirse a ciertos fenómenos como la financiarización de la producción económica, las reformas en las dinámicas de las administraciones estatales o la transnacionalización de las lógicas del consumo sin tener que recurrir a un vocabulario marxista, que por entonces comenzaba a sonar demodé. De esa manera se fue cristalizando una disminución de las expectativas del pensamiento crítico. En efecto, analizar las características del neoliberalismo configura un objetivo menos ambicioso que dar cuenta de las dinámicas del capitalismo actual. Aun cuando ambas tareas puedan pensarse de manera complementaria, la segunda de ellas siempre demandará un trabajo mucho más complejo. Delimitar cuánto del enroque del capitalismo por el neoliberalismo respondió a la aspiración de profundizar la potencia de la crítica o bien a una falta de temple por parte de la intelectualidad de la época será una discusión a mantener en otra arena. Sin embargo, aun cuando se perfile dentro de un horizonte menos ambicioso, el objetivo de caracterizar al neoliberalismo puede seguir considerándose una tarea significativa, importante e incluso imprescindible, siempre y cuando se realice teniendo en cuenta la advertencia contenida en el apartado anterior: el neoliberalismo no es una identidad, no es una ideología que suscita adhesiones ni tampoco un bloque unívoco al cual los sujetos se adscriben o bien se enfrentan. Esto significa asumir un pesado conjunto de incomodidades formales, metodológicas y conceptuales que obliga a dejar de pensar al neoliberalismo exclusivamente

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en relación con los gobiernos de los Estados para pasar a pensarlo, además, en sus vinculaciones con las dinámicas de producción de subjetividad características de nuestro presente. Vale la aclaración: afirmar que el neoliberalismo no es una identidad –y que, consecuentemente, no debe indagarse desde ese supuesto– no implica que el neoliberalismo no exista ni menos aún que debamos dejar de prestarle atención. Muy por el contrario, el término “neoliberalismo” y sus nociones asociadas suponen una de las mejores posibilidades que tenemos para señalar el funcionamiento de una matriz de comportamiento que se ha vuelto a un tiempo íntima y universal, y que funciona como una forma de gobierno que se aplica simultáneamente a todos y a cada uno.2 Por lo tanto, el pensamiento crítico debe asumir la responsabilidad de no vilipendiar esa potencia, como parece hacer el autor al que se refiere el apartado siguiente.

Liberalización de las fuerzas productivas: una solución noratlántica para los problemas latinoamericanos “¿Por qué estamos tan obsesionados con el neoliberalismo?”, pregunta un tal Mark Purcell, politólogo de la Universidad de Washington, uno más que, como tantos, incluyó un capítulo de su autoría en un libro colectivo –como este mismo que usted está leyendo ahora–. No vale la pena entrar en mayores detalles; los interesados pueden encontrarlo fácilmente en esa fuente infinita de distracciones conocida como “Internet”. Pasando por alto la consideración del

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Aquí y en lo que sigue, el término “gobierno” es utilizado en el sentido que le dio Michel Foucault. Este no apunta estrictamente al gobierno institucional del Estado; antes bien, remite a la forma en la que las dinámicas del saberpoder estipulan diferentes dispositivos desde los que se busca conducir las conductas de las poblaciones (Foucault, 2006, pp. 135-136).

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palmarés académico que detenta el profesional en cuestión, aquí interesará tomar este discurso como un emergente de nuestro mundo contemporáneo (Purcell, 2016). Purcell afirma que la obsesión por el neoliberalismo es fruto de un resentimiento comprendido à la Nietzsche: los oprimidos no pueden cambiar las condiciones de su opresión, por lo que desarrollan una “moral de esclavos” para dar sentido a su mundo. Para esta moral, lo que sea que hagan los opresores se corresponderá con “el mal”, de modo tal que los oprimidos puedan identificarse por oposición con “el bien”: en una pseudodialéctica que circula en un único sentido, el oprimido obtendría de este modo su identidad exclusivamente a partir del modo en el que se vincula con su opresor. Según Purcell, esta dinámica ha atrofiado nuestra imaginación, lo que se verificaría en el contraste que puede establecerse entre la sofisticación que han alcanzado las diversas críticas dirigidas contra el neoliberalismo y el carácter siempre exploratorio que detentan las propuestas que buscan superarlo. Este desequilibrio mostraría que destinamos casi toda nuestra energía en contestar, protestar, rebatir y resistir al neoliberalismo sin dedicar ni siquiera un pequeño porcentaje de nuestra creatividad a imaginar cómo quisiéramos que fuera nuestra vida sin él. De allí que, mientras intentamos ocupar las calles, el neoliberalismo habría logrado ocupar la totalidad de nuestra visión y de nuestra imaginación (Purcell, 2016, p. 613). Purcell recupera la apreciación de Lewis Hyde según la cual las ironías funcionan cuando se las utiliza eventualmente, pero cuando se mantienen en el tiempo terminan convirtiéndose en una caja de resonancia para el resentimiento. Según Purcell, nosotros –los habitantes del siglo XXI– amamos estar dentro de esa caja construida sobre la base del descontento y la animadversión. Esa sería la causa de nuestra mayor debilidad y el origen de la enfermedad que aquejaría al pensamiento crítico –trastorno que deberíamos achacar al Marx de El capital, de quien

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el progresismo habría heredado su obsesión por negar al capitalismo sin comprender la importancia de proponer una alternativa–. El camino que propone Purcell, como ya puede imaginarse, pasará por abandonar el resentimiento para entrenar nuestras capacidades de superación e intentar producir lo que deseamos: apostar por nuestras habilidades y nuestro poder para crear nuevos objetos, nuevas relaciones y nuevas formas de vida. Por eso ya no necesitaríamos que nos expliquen qué es el neoliberalismo o qué es la opresión. Antes bien, tendríamos que “obsesionarnos con nosotros mismos” (Purcell, 2016, p. 618) para poder por fin abandonar nuestra inercia rencorosa y comenzar a explotar nuestras capacidades creativas. Aquellos movimientos que tuvieron lugar durante 2011 como Occupy Wall Street o los indignados españoles funcionan para Purcell como muestras de lo que puede llegar a pasar cuando nos independizamos de nuestro resentimiento e intentamos superar esa obsesión que nos debilita, a saber, aquella que se contenta con hacer del neoliberalismo un objeto al cual destinar todo nuestro odio. Esta caracterización del diagnóstico y de la propuesta desarrollada por Mark Purcell ha sido redactada hasta este punto en primera persona del plural buscando emular el modo en el que el autor estadounidense elige expresarse. Considerar la forma que adopta esa escritura conduce a uno de los primeros interrogantes que aquí cobran relevancia: ¿quiénes componen ese “nosotros” al que Purcell se dirige?; ¿quiénes son aquellos que, prefiriendo encerrarse dentro de su odio por el neoliberalismo, dejan de lado la posibilidad de explotar sus capacidades creativas?; y, sobre todo, ¿quiénes son aquellos que, con solo proponérselo, podrían abandonar esa supuesta clausura y sencillamente dejar de pensar en el neoliberalismo? La sospecha que encierran estas preguntas se alimenta de aquello que podría denominarse “cuestión de latitud”. Frente a desarrollos como los de Purcell, resulta fundamen-

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tal reconocer y afirmar las especificidades de nuestra propia época y de nuestra propia geografía. Dicho al modo de una advertencia metodológica: es indispensable dejar de tomar la perspectiva de los autores que hablan desde una supuesta centralidad noratlántica como si se tratase de un punto de vista universal, pues al recaer en esa penosa costumbre nos desligamos de la obligación de pensar las condiciones de nuestro propio topos. En ese sentido, resulta fundamental comprender que los latinoamericanos no formamos parte de ese “nosotros” que fácilmente podría liberarse de su obsesión por el neoliberalismo. Y esto se debe a un motivo muy claro: portamos en nuestro cuerpo social y material una marca indeleble que opera como límite de cualquier interpretación y de cualquier teorización, la marca dejada por el sufrimiento que el neoliberalismo nos infringió y, muy a nuestro pesar, nos sigue infringiendo. Esta consideración nos remite al contexto de dos experiencias históricas íntimamente relacionadas con el neoliberalismo que teóricos como Purcell no han conocido y que por ello no alcanzan a considerar: las dictaduras cívicomilitares y los así llamados “gobiernos populistas” latinoamericanos.3 La experiencia de las dictaduras –que supieron concretar los primeros experimentos neoliberales– nos llevó a conocer ciertos rostros de la opresión y del terror que diferencian sus muecas macabras de aquellas otras muecas (seguramente no menos macabras) que pudieron mostrar los totalitarismos europeos. También nos hizo conocer el dolor que conllevan las pérdidas irreparables, la desesperación por la imposibilidad de la justicia, el sufrimiento masivo producido por la miseria estructural. Se trata de una

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Utilizo aquí el término “gobierno populista” en línea con la generalidad de la acepción que le otorgó Ernesto Laclau, es decir, en cuanto modo de articulación política ligada a la definición de identidades colectivas, la pugna por la hegemonía y la definición de representaciones democráticas (Laclau, 2005).

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experiencia que retorna de manera continua y constante, aunque algunos prefieran negarla. Vuelve y es necesario volver a ella para revisarla y repensarla, para que no suceda Nunca Más, pero también para comprender que nos resulta constitutiva y que en, en muchos sentidos, sigue sucediendo. Por ello sería improcedente proponer una reflexión sobre las formas de habitar nuestro mundo que no considere este dolorosísimo conjunto de particularidades, sería imposible intentar una ontología de nosotros mismos que no se pregunte: ¿qué ha pasado con las posibilidades de la disidencia, la revuelta, la protesta o la desobediencia tras la experiencia traumática que significó para nosotros el plan de desaparición sistemática de personas?; ¿cuánto han mellado los horizontes de nuestras voluntades políticas el miedo y el terror?; ¿hasta qué margen de subsistencia –o de subexistencia– se han visto reducidas nuestras expectativas de vida tras el tendal dejado por la expoliación inconmensurable a la que nos ha sometido el neoliberalismo en su constancia y en su duración? La memoria indeleble de la muerte seguida de la experiencia duradera de la miseria y del hambre configuran las paredes de un encierro que resulta imposible abandonar, sin importar cuánta fuerza creativa destinemos a intentarlo. La segunda experiencia fundamental que Purcell no puede considerar son los gobiernos que hoy se engloban bajo el rótulo de “populismos”. En su uso más difundido dentro de las academias noreuroatlánticas, este concepto hace referencia a un tipo de gobierno encabezado por un liderazgo fuerte, de sesgo asistencialista, nacionalista y demagógico, capaz de ampararse en el apoyo popular para transgredir las normas institucionales toda vez que lo considere necesario. Sin embargo, esta definición muestra severas limitaciones, pues con ella se engloban emergentes que solo comparten el supuesto rechazo metodológico por las condiciones de funcionamiento social estipulado por las democracias liberales representativas. Desde su comodidad, muchos intelectuales ven en el Estado una herramienta de

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la disciplina y de la opresión capaz de pervertir los criterios de las masas buscando la conservación del statu quo; de allí su desconfianza y su rechazo a la órbita estatal, pues suscriben una forma de concebir la distinción entre sociedad y Estado que hunde sus raíces en los liberalismos más tradicionales. En muchos casos, esa desconfianza se traduce en una suerte de disociación que separa la política de la ética, reduciendo la primera a la continuidad institucional y remitiendo la segunda casi exclusivamente al plano rupturista del acontecimiento. En ese sentido –siempre desde la centralidad noreuroatlántica–, populismo y democracia terminan contraponiéndose. Pero por estas latitudes sabemos que el uso peyorativo del término “populismo” responde a una simplificación y apostamos por la posibilidad de interpretar a los movimientos populistas ya no como una forma degradada de la democracia, sino como un tipo de gobierno que, sin tener un contenido ideológico específico, apunta a componer identidades a partir de la articulación de demandas dispersas, proceso que supone una particular construcción de lo político y, en última instancia, la aspiración de ampliar cualitativamente las bases democráticas de la sociedad (Laclau, 2005; Laclau y Mouffe, 2006). Desde esta mirada que nos resulta mucho más propia, se vuelve necesario recordar que, si bien no siempre es posible relacionar al neoliberalismo con una cierta identidad, él ha tomado a su cargo la tarea de arrebatar identidades colectivas, ya sea proscribiendo partidos políticos, profundizando procesos de expoliación económica o apropiándose de niños nacidos de mujeres ilegalmente detenidas. Al surgir como una forma de resistencia frente a las derivas dictatoriales, las experiencias populistas nos han permitido, en muchos casos y de muy diversas maneras, reconstruir buena parte de esas identidades. Dicha reconstrucción pudo llevarse a cabo ya no solo desde el odio hacia el neoliberalismo, sino justamente a partir de la afirmación de nuestra voluntad –política y soberana– de enfrentarlo.

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Hasta aquí se han señalado algunas consideraciones por las que propuestas como las de Purcell resultan inconducentes en lo que respecta a las posibilidades de abordar críticamente las condiciones de nuestra realidad argentina y latinoamericana. Sin embargo, algo de lo que este autor sostiene podría llegar a resultarnos útil. No parece que sea posible ni deseable para nosotros dejar de pensar al neoliberalismo en sus características específicas. Las condiciones de nuestra actualidad imponen la necesidad de asumir esa tarea. Pero, atendiendo a los señalamientos del autor estadounidense, debemos llevarla a cabo buscando gestar posibilidades ya no solo de comprenderlo, sino además de resistirlo. En ese sentido, seguramente convendrá advertir que otorgar al neoliberalismo un carácter monstruoso nos induce a pensarlo como algo ajeno. Quizás el ejercicio crítico más urgente que hoy debamos encarar sea el de reconocernos como parte de él y a él como parte de nosotros: comprender al neoliberalismo como un factor preponderante dentro de lo que hoy estamos siendo.

El nombre del enemigo: una escena para tres posicionamientos La escena: discusión en el bar de los desocupados La película española Los lunes al sol (De Aranoa, 2002) muestra cómo un grupo de hombres que rondan los 50 años de edad sobrellevan la situación de encontrarse sin empleo en la España de comienzos del siglo XXI. Una de las escenas más significativas se desarrolla dentro del bar en el que estos hombres se reúnen habitualmente. Allí, el personaje de Santa (Javier Bardem) discute con el personaje de Reina (Enrique Villén) sobre la subvención a los desempleados. Reina se queja de los impuestos que debe pagar en concepto de seguridad social “para mantener a una pala de vagos”

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y acusa a los subvencionados de hacerse pasar por víctimas para perpetuarse en su situación de comodidad. Santa afirma que eso no es así, que a nadie le resulta placentero sentirse un inútil; lo que ocurre es que las oportunidades de reinserción en el mercado no abundan. La discusión va subiendo de tono. Para contrarrestar los argumentos de Reina, Santa recuerda lo que había ocurrido unos años atrás, cuando el astillero en el que trabajaban había intentado echar a 80 empleados eventuales: todos los obreros se amotinaron, tomaron las instalaciones en defensa de sus puestos y enfrentaron la represión policial. –¿Y qué conseguisteis con eso? –pregunta Reina–. No conseguisteis nada. –Conseguimos que se enterase la gente –responde Santa. –Pues ya se les ha olvidado a todos. –Y conseguimos estar juntos –agrega Santa–. Eso a mí no se me ha olvidado.

Santa continúa recordando que, en medio de la huelga, la gerencia intimidó a los empleados de planta para que firmaran un nuevo convenio bajo la amenaza del cierre total del astillero; de ese modo, se fracturó el frente de los huelguistas, la resistencia cedió y finalmente los empleados eventuales fueron despedidos. Pero al año siguiente, el astillero cerró de manera definitiva y ya no hubo margen para retomar las protestas. –Nos fuimos ochenta a la calle y al año siguiente vinisteis los fijos detrás. ¿Y qué pasó ahí? –pregunta amargamente Santa–. Ahí ya no estábamos juntos. Nos habían separado con el puto convenio. Y si no estamos juntos, nos joden. Pero eso no es de ahora, eso es de siempre.

Santa admite que alguno de los despedidos pudo salir adelante invirtiendo su indemnización, como por ejemplo Rico (Joaquín Climent), el dueño del bar en el que ahora

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se encuentran. Pero destaca que otros no tuvieron la misma suerte. Reina insiste en su contrapunto con un ejemplo alegórico: –Vale, Santa. Pero aquí una cosa está clara: yo vengo a este bar, pero si a mí me ponen las copas más baratas en el bar de enfrente, me voy al de enfrente. Pues con el astillero es lo mismo: si los coreanos hacen los barcos más baratos, es normal que se los compren a ellos.

Ya abiertamente enojado, Santa dice que la referencia a los costos de fabricación coreanos, supuestamente menores, no es más que una perogrullada y que el astillero trabajaba de forma competitiva. Alzando la voz, continúa: –Y además te digo una cosa: yo no me voy al bar de enfrente ni aunque regalen las copas. Llevo tres años viniendo aquí y voy a seguir viniendo–. Y dirigiéndose a Rico agrega: –Aunque firmaras el convenio–.

Luego, tras hacer una pausa para recuperar el aire, Santa concluye: –Si a mí me da igual; yo mañana me pongo a servir copas, eh. Pero eso sí: si ponen a todos en la calle, ya no va a haber a quién servírselas. Y eso ya me jode más.

Primer posicionamiento: deconstruir la noción de “interés” Entre muchas otras cosas, la escena de Los lunes al sol sirve para ilustrar el punto en el que la impronta del liberalismo y del neoliberalismo se contacta de manera directa con las dinámicas de producción de subjetividad. Ese punto queda demarcado bajo la noción de “interés”. Podría suponerse que la búsqueda del interés comprendido en términos de beneficio personal es mucho más antigua que el liberalismo. Esa suposición sería correcta, pero solo hasta cierto punto, pues, para comprender el actual teseopress.com

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alcance de esta noción, es necesario registrar las características que esta comienza a asumir a partir del siglo XVIII. Desde su surgimiento, el liberalismo articula sus figuras subjetivas en torno a ella: invirtiendo la dinámica de los absolutismos monárquicos, las exigencias ya no descienden desde el Soberano hacia los súbditos, sino que se elevan desde la sociedad hacia el Estado, el cual deberá hacer todo lo posible por no obstaculizar la posibilidad de que los ciudadanos persigan su interés individual. ¿Cómo debe comprenderse, en última instancia, ese interés que caracteriza al sujeto del liberalismo? Dicho interés no apunta a la persecución de una meta predefinida, como pudiera haber sido en otro tiempo la salvación del alma. Tampoco se articula en torno a un conjunto de preceptos particulares. Antes bien, la persecución del interés muestra la arista más concreta de una racionalidad que se expresa en los términos de las disciplinas económicas, un conjunto de pautas que constituyen un nuevo sentido común y que se vuelven operativas asumiendo como horizonte irrebasable la necesidad de atender a la administración de recursos siempre escasos en favor de la maximización de estos. Ya Adam Smith, en su célebre “Pasaje del carnicero”, ubica el interés en el centro del entramado de relaciones sociales: No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas. Solo el mendigo depende principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos; pero no en absoluto. Es cierto que la caridad de gentes bien dispuestas le suministra la subsistencia completa; pero, aunque esta condición altruista le procure todo lo necesario, la caridad no satisface sus deseos en la medida en que la necesidad se presenta: la mayor parte de sus necesidades eventuales se remedian de la misma manera que las otras personas, por trato, cambio

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o compra. Con el dinero que recibe compra comida, cambia la ropa vieja que se la da por otros vestidos viejos también, pero que le vienen mejor, o los entrega a cambio de albergue, alimentos o moneda, cuando así lo necesita. De la misma manera que recibimos la mayor parte de los servicios mutuos que necesitamos, por convenio, trueque o compra, es esa misma inclinación a la permuta la causa originaria de la división del trabajo (Smith, 2012, p. 17).

Y más adelante, afirma: En todos aquellos países en los que reina una razonable seguridad, no hay hombre de mediano talento que no procure emplear todo el capital que pueda conseguir, bien en proporcionarse un goce actual, o un beneficio futuro […]. El hombre que en un país seguro no emplea el capital de que dispone en una de estas tres formas, bien le pertenezca directamente o lo consiga por vía de préstamo, es realmente un insensato (Smith, 2012, pp. 257-258).

Con estas líneas, Smith está fundando una racionalidad particular. La persecución del interés individual comprendido a partir de los términos, los conceptos y las categorías de las disciplinas económicas se convierte no solo en un criterio, sino además en un mandato: dentro de la lógica del mercado, todo lo que no se gana se pierde; y nadie en su sano juicio puede querer ubicarse en el bando de los perdedores. Este mandato de maximización del capital debe comprenderse en el contexto del grado de desarrollo que el modo de producción capitalista había alcanzado durante el siglo XVIII. En perspectivas como las que Adam Smith representaba por aquel entonces, los capitales que debían administrarse eran las tierras cultivables, los barcos mercantes, las materias primas, los productos industriales e incluso el dinero. Pero, durante la segunda mitad del siglo XX, ese criterio se extiende hasta abarcar la totalidad de la vida. En ese sentido, quizás el núcleo de eso que hemos dado en llamar “neoliberalismo” pueda encontrarse en teorías teseopress.com

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como la del capital humano (Becker, 1964). Esto permite pensar a la impronta neoliberal como una ampliación y profundización de las dinámicas de producción de subjetividad del liberalismo clásico, un conjunto de criterios economicistas que se extienden hasta ámbitos que no son (o no eran) inmediatamente económicos. En otras palabras, la perspectiva neoliberal reinscribe en el terreno de la analítica economicista cualquier conducta que involucre la asignación de recursos limitados en relación con la consecución de fines preestablecidos. Se perfila así una definición del neoliberalismo según la cual este obliga a los individuos a perseguir su propio interés como medio para asegurar su subsistencia, pero también como mandato moral. En ese sentido, a partir de la exacerbación de la competencia, el neoliberalismo busca generar las condiciones para que sea la economía la que tome a su cargo las dinámicas de gobierno. De este modo, las implicancias de la ya citada frase “Es la economía, estúpido” alcanzan profundidades que resultan casi insondables.

Segundo posicionamiento: superar el individualismo La ruptura estratégica de los lazos de solidaridad y la degradación del tejido social no son inventos neoliberales. Pero no cabe duda de que, desde la expansión de la influencia neoliberal, aquellas se dan con altísimo grado de previsibilidad. Esta ruptura y esta degradación se producen a partir de la extensión del criterio de persecución del interés hacia todos los ámbitos de la vida. Desde la perspectiva que el neoliberalismo logra imponer, la colectivización deja de ser una decisión solidaria o bien heroica para convertirse en un acto irracional. Así se acotan las posibilidades del “estar juntos”. Las relaciones que los sujetos establecen en función de la persecución de sus intereses configuran el ámbito de lo social. En cuanto que dicha persecución se vincula estrechamente con el desarrollo de las capacidades individuales,

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lo social comprenderá la sumatoria de las fuerzas (de los esfuerzos) que cada persona pueda desplegar. Estas fuerzas podrán unirse o separarse, coordinarse o contraponerse, pero nunca unificarse. El individuo que persigue su interés deviene propietario: posee control sobre su vida, sus capacidades y sobre sus logros, para su uso y disfrute particular con exclusión de los otros individuos. El derecho a la propiedad supone y exige la libertad individual: un espacio sin injerencias extrañas a la propia voluntad. El hombre en cuanto ser racional se hace dueño de sí y del mundo. Así concebido, el horizonte de lo social queda reducido al reaseguro de la libertad de todas y cada una de las individualidades que la componen. Esas individualidades mantienen como rasgo eminente la autorregulación: a partir del cálculo de potenciales conveniencias y perjuicios, los gobernados hacen coincidir sus deseos, esperanzas, decisiones, necesidades y estilos de vida con objetivos gubernamentales. En este sentido, el correlato subjetivo del liberalismo se expresa en el nivel de los criterios que orientan las conductas. El tándem conductainterés circunscribe el horizonte de la acción a la órbita de la individualidad. Esta delimitación se produce de manera inflexible. En efecto, una vez convertido en matriz conductual, el criterio de maximización de los recursos adquiriría ribetes pavlovianos si no fuera porque –paradojalmente– involucra una cierta comprensión de la libertad.

Tercer posicionamiento: reapropiarse del “nosotros” Es una tarea acuciante comprender cómo y por qué el neoliberalismo ha tenido entre nosotros semejante nivel de penetración, cuáles fueron los desplazamientos que fomentaron el grado de capilaridad con el que hemos adoptado los criterios que el neoliberalismo motoriza: hasta qué punto el neoliberalismo es el nombre de una impronta que reproducimos a nivel personal con nuestras conductas cotidianas.

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Así y todo –o especialmente por eso–, cabe afirmar que el uso del término “neoliberalismo” sigue suponiendo una de las mejores posibilidades que tenemos para nombrar aquello que quizás sea nuestro enemigo más poderoso y también más íntimo.4 Si abandonamos la comodidad que implica pensar al neoliberalismo como el monstruo que habita debajo de nuestra cama, es decir, como aquello que nos amenaza de cerca pero que al mismo tiempo no podría sernos más ajeno, comenzaremos a distinguir sus rasgos no solo en las medidas adoptadas por los gobiernos de los Estados o por las potencias financieras transnacionales; comenzaremos a encontrarlo también en la imagen que nos devuelve el espejo. La búsqueda del pensamiento crítico, entonces, debe orientarse hacia la generación de las condiciones que necesitamos para nombrar al neoliberalismo mirándonos a nosotros mismos. Nombrarlo para comprender cómo lo reproducimos con nuestras conductas y nuestros criterios, con nuestros reclamos al sector público, con nuestras valoraciones cotidianas. Y nombrarlo, también, buscando identificar aquellas acciones que llevamos a cabo y que de alguna forma puedan significar un desafío a la matriz neoliberal, acciones en donde los sujetos alcanzamos a desentender-

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“En el dominio del lenguaje, el nombre tiene el sentido único y la significación incomparable de constituir de por sí el ser más profundo del lenguaje. El nombre es aquello por medio de lo cual ya nada se comunica, mientras que en él, el lenguaje se comunica absolutamente a sí mismo. En el nombre está la naturaleza espiritual que se comunica: el lenguaje. Donde la entidad espiritual en su comunicación es el propio lenguaje en su absoluta totalidad, solamente allí existe el nombre, allí solo el nombre existe. El nombre, como patrimonio del lenguaje humano, asegura entonces que el lenguaje es la entidad espiritual por excelencia del hombre. Solo por ello la entidad espiritual de los hombres es la única íntegramente comunicable de entre todas las formas espirituales del ser. Esto fundamenta asimismo la distinción entre el lenguaje humano y el de las cosas. Dado que la entidad espiritual del hombre es el lenguaje mismo, no puede comunicarse a través de éste sino solo en él. El nombre es la esencia de esa intensiva totalidad del lenguaje en tanto entidad espiritual del hombre. El hombre es el nombrador; en eso reconocemos que desde él habla el lenguaje puro” (Benjamin, 2007, pp. 62-63).

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nos o a desmarcarnos de las imposiciones conductuales del neoliberalismo, poniendo en entredicho sus criterios y desafiando sus lógicas. Será preciso fortalecer este último grupo de acciones apostando por la posibilidad de generar un “nosotros” que ya no suponga un mero conjunto de elementos dispersos, sino una nueva identidad colectiva en la que el todo establezca una diferencia cualitativa respecto de la simple sumatoria de las partes. Esta nueva identidad deberá alejarse tanto del resguardo de la moralización como del quietismo de la resignación, aspirando a un modo de comprender los vínculos interhumanos en el cual el otro no sea a priori un competidor. Esto requerirá de una nueva sapiencia común, una praxis paciente y constante donde el rasgo definitorio no pase por la liberalización de las fuerzas productivas ni por la potenciación de la multitud ni por la exacerbación de la espontaneidad revolucionaria de los oprimidos, sino por la crítica militante que asume la tensa relación entre emancipación y poder, sabiendo que, por más que se lo proponga, este último nunca consigue absolutizarse y, recíprocamente, aquella nunca se alcanza de manera definitiva. Bajo estas condiciones, los cursos de acción en ningún caso podrán manifestarse en la órbita de lo privado. Antes bien, deberán aspirar a convertirse en un ejercicio colectivo de reapropiación que nos conduzca desde el “estar juntos” hacia la configuración efectiva de un “nosotros”, un ejercicio llevado a cabo ya no desde el resentimiento –o no solo desde él–, sino también desde la voluntad de habitar nuestro presente en un sentido más empático, afirmando el horizonte de una democratización cualitativa de nuestra vida conjunta.

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Bibliografía Becker, G. (1964). Human Capital: A Theoretical and Empirical Analysis. With Special Reference to Education. Nueva York: National Bureau of Economic Research. Benjamin, W. (2007). “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”. En Concepto de filosofía de la historia, pp. 59-74. Buenos Aires: Terramar Ediciones. Boas, T. C. & Gans-Morse, J. (2009). “Neoliberalism: From New Liberal Philosophy to Anti-Liberal Slogan”. En Studies in Comparative International Development, n.º 44 (2), pp. 137-161. Esposito, R. (1996). Confines de lo político. Madrid: Trotta. Foucault, M. (2006). Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France 1977-1978. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Laclau, E. (2005). La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Laclau, E. & Mouffe, C. (2006). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Purcell, M. (2016). “Our new arms”. En S. Springer, K. Birch, & J. MacLeavy (Eds). The Handbook of Neoliberalism, pp. 613-622. Nueva York: Routledge. Querejeta, E. & Roures, J. (productores), De Aranoa, F. L. (director) (2002). Los lunes al sol [película]. España: Mediapro. Smith, A. (2012). Investigación sobre la naturaleza y causas de la Riqueza de las Naciones. México: Fondo de Cultura Económica.

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