Del topos al logos: Propuestas de geopoética 9783954872121

Reúne una serie de ensayos en torno a la función del espacio en la narrativa latinoamericana: sus símbolos y la forma en

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Spanish; Castilian Pages 304 Year 2006

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Table of contents :
Índice
Introducción
Primera Parte. Espacios inéditos
Grafías del espacio en perspectiva
La toma de posesión del espacio americano
El topos de la selva
La desembocadura literaria de los ríos inéditos
Segunda Parte. Ciudades
Lugares de la memoria
La invención literaria del espacio urbano
El espacio preservado del jardín
Las ciudades soñadas
Tercera Parte. Fronteras
Límite, diferencia y espacio de encuentro y transgresión
La tierra prometida
La frontera argentina: Del programa político a la ficción utópica
Bibliografía
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Del topos al logos: Propuestas de geopoética
 9783954872121

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Del topos al logos: propuestas de geopoética

La Crítica Practicante, 2

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L a C r í t ic a P r ac t ic a n t e Ensayos latinoamericanos

Vol. 2 «L a C rítica P racticante » como crítica imaginativa y descifradora aspira unir creación y crítica, sobre todo en el campo del ensayo. Desde que en 1890 Wilde hablara del «crítico como artista», desde que T. S. Eliot apelara a un poeta crítico, consecuente y consciente de la racionalidad de su obra, la exégesis literaria ha intentado acortar las distancias con el texto mismo que comenta. Dentro de la producción ensayística hispanoamericana no faltan ejemplos de esa proximidad; entre ellos, piezas fundamentales para lo que es ya una historia nutrida y variada de la crítica literaria. La presente colección desea recuperar y publicar libros que subrayen la continuidad y coherencia del pensamiento crítico, y no sólo en torno a la literatura; también aquellos que, en sentido amplio, aborden creativamente la cultura latinoamericana.

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Fernando Aínsa

DEL TOPOS AL LOGOS Propuestas de geopoética

Iberoamericana • Vervuert • 2006

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http:// dnb.ddb.de. Derechos reservados ©  Iberoamericana, 2006 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net ©  Vervuert, 2006 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-291-3 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-312-2 (Vervuert) Depósito Legal:  Cubierta: Michael Ackermann Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Índice

Introducción...................................................................................9 Primera Parte: Espacios inéditos Grafías del espacio en perspectiva............................................. 17 La toma de posesión del espacio americano............................. 37 El topos de la selva....................................................................... 51 La desembocadura literaria de los ríos inéditos..................... 111 Segunda Parte: Ciudades Lugares de la memoria.............................................................. 131 La invención literaria del espacio urbano............................... 145 El espacio preservado del jardín............................................... 175 Las ciudades soñadas ............................................................... 195 Tercera Parte: Fronteras Límite, diferencia y espacio de encuentro y transgresión..... 217 La tierra prometida....................................................................235 La frontera argentina: del programa político a la ficción utópica............................... 249 Bibliografía................................................................................. 291

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Introducción

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el topos al logos: Propuestas de geopoética reúne una serie de ensayos alrededor de la fundación del espacio en la narrativa latinoamericana, los símbolos con los que se lo identifica y la forma como la naturaleza se ha transformado en el paisaje y los lugares (topos) en que se verbaliza artísticamente (logos). Éste ha sido un largo proceso de apropiación y representación en el que se han ido estableciendo distancias, abierto horizontes y perspectivas y fijado límites y fronteras. La naturaleza, como luego lo serían las ciudades, contextualizada por lo que la rodea y envuelve –medio, ámbito, atmósfera, ambiente, contorno, zona, sitio, extensión…– ha propiciado la creación de un verdadero «sistema de lugares» literario y un campo semántico de sugerentes significaciones e intensa proyección simbólica. Si bien éste no es privilegio del espacio americano, es evidente que la realidad del Nuevo Mundo apareció, desde el momento de su incorporación a la historia occidental, como un conjunto de «lugares posibles» para el despliegue de un prodigioso imaginario geográfico. En la medida que se desconocía su articulación interna, el vacío primordial del espacio inédito tenía una predisposición cosmológica a la creación demiúrgica de la que cronistas y escritores serían artífices. Su propia indeterminación era una invitación a conquistar y a «bautizar» con palabras la nueva realidad, apasionantes grafías con las que se construyeron progresivamente los paisajes arquetípicos con que ahora se la caracteriza. 

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Gracias al proceso que va del topos al logos se fueron haciendo inteligibles los conceptos y las nociones que permitieron la puesta del Nuevo Mundo en perspectiva y la proyección de una auténtica geopoética latinoamericana de la que estos ensayos aspiran ser una propuesta abierta. En ese nuevo «vivero de imágenes» –utilizando la feliz imagen de José Lezama Lima– América entrelazó íntimamente «el mito clásico y la nueva utopía» y propició un principio de agrupamiento, reconocimiento y diferenciación. Flora y fauna fueron objeto –en palabras de descubridores y cronistas– de comparaciones con viejos bestiarios, fabularios y libros sobre plantas mágicas, cuando no con la fantasía de libros de caballería o mitología clásica. De ahí que el estilo de esa primera literatura haya sido conscientemente exagerado, hiperbólico, efectista. De ahí la importancia de lo descriptivo; de ahí el barroco subsiguiente, dirán otros. Frente a la selva, la pampa, las altas cordilleras o los ríos caudalosos, se repetiría este proceso de apropiación por la palabra. La fuerza vital omnipotente de la naturaleza impresionó a quienes primero la percibieron viniendo de otros mundos y sin otro instrumento adecuado para aprehenderla que la lengua. Sin embargo, los modos en que el espacio fue asumido y transformado en sucesivos paisajes literarios fueron diferentes. Si muchos textos reflejan un conflicto y un enfrentamiento con los elementos primordiales de un medio que parece hostil (narrativa de la selva, del mundo andino, de los ríos que vertebran el continente), otros reflejan el horror al vacío (las pampas y desiertos), en tanto que otros recuperan el escenario de la Edad de Oro, el paraíso perdido en visiones edénicas o en reconstrucciones americanas de la Arcadia. Las ciudades, paradigma del espacio utópico y geométrico con que fueron inicialmente proyectadas, fueron los puntos desde los cuales se desplegó esa mirada. Desde la seguridad urbana y la centralidad administrativa se midieron distancias y fijaron los límites y fronteras con que se reconoce hoy la cartografía literaria del continente. Sin embargo, no tardaría el topos de la ciudad en volverse centro, a su vez, de una difícil e inconclusa representación literaria que ha privilegiado tanto la solidaria integración de sus barrios 10

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evocados con nostalgia como la desarticulación babélica, cuando no caótica y violenta, de su tejido urbano. En todos los casos, el texto / textura de la narrativa que se ha ido apropiando del espacio –sabanas y llanos, selvas y montañas, barrios y ciudades– integra conjuntos simbólicos con un «sentido común», un mundo de significaciones suficiente para permitir tanto la reconstrucción de espacios de origen como la recuperación de un lugar privilegiado del «habitar». Construir y habitar concretan el lugar, el topos; al describirlo se lo trasciende en logos. La representación se filtra y distorsiona a través de mecanismos que transforman la percepción exterior en experiencia psíquica y hacen de todo espacio un espacio experimental y potencialmente literario. El punto de vista es, por lo tanto, variable, pero está siempre originado en un aquí y ahora estrechamente fusionados que explican tanto la dimensión de historicidad susceptible de reconocerse en todo espacio como la dimensión espacial de todo devenir. El lenguaje, el pensamiento y el arte se fundan en esa «conquista interior» abierta al mundo, «espacio mental» –estructura antropológica del imaginario, al decir de Gilbert Durand– que propicia un espacio vivencial, intuitivo, sensible, íntimo, espacio vivido, «espacio que se tiene», «espacio que se es», espacio de la experiencia y la creación. II Los ensayos que integran Del topos al logos. Propuestas de geopoética van unívocamente en esa dirección. Dividida en tres partes –«Espacios inéditos», «Ciudades» y «Fronteras»– los once capítulos de esta propuesta invitan a una lectura donde realidad y ficción se entrelazan a partir del poético vaticinio de Juan de Castellanos en las Elegías (1587) que dedica a Cristóbal Colón: «Al Occidente van encaminadas las naves inventoras de regiones». En el primero –«Grafías del espacio en perspectiva»–se aventura una teoría del espacio como vacío al que la palabra da un contenido, apasionante toma de posesión que tiene en la narrativa latinoamericana su mejor expresión, cuyas «voces de la tierra» y 11

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metaforización poética de la geografía se analizan en el segundo capítulo. El topos de la selva y sus arquetipos más connotados (la catedral verde, la cárcel vegetal, la espiral y el laberinto, la dialéctica espacio-tiempo) se rastrean en las obras canónicas de Juan León Mera, José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Alejo Carpentier y Mario Vargas Llosa. Un capítulo especial se consagra a la literatura que tiene a los ríos por escenario, una temática poco transitada por narradores y críticos y que pretendemos descubrir para el Uruguay. Los «lugares de la memoria» que el poder instaura en las ciudades a través de un «sistema celebratorio» representado en monumentos, placas conmemorativas, nombres de calles y avenidas configuran una visión histórica del pasado. El espacio urbano refleja esta reconstrucción de una memoria selectiva, temporalidad espacial a la que consagramos el primer capítulo de la segunda parte. La invención literaria de la ciudad, los nuevos paisajes que propicia una narrativa que la ha ido progresivamente conquistando en la misma medida en que se ha descentrado y fraccionado, son analizados en otro capítulo. De la Caracas de Salvador Garmendia y Adriano González León al Buenos Aires de Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Ernesto Sábato, Leopoldo Marechal y César Aira, pasando por el México de Carlos Fuentes, Gustavo Saínz y Guillermo Samperio y La Habana de Guillermo Cabrera Infante y Leonardo Padura, la ciudad latinoamericana reconcilia imaginación y memoria a través de una urdimbre textual que sigue atenta a las vibraciones de «los signos de la calle» y abierta a los desafíos del deterioro o la violencia. Al salir de un largo período de urbanofobia más o menos reflexiva, la ciudad –considerada como espacio de anonimato y soledad, agobio masificado y contaminación– está recuperando sus virtudes más secretas y propone una aventura en la que su propio caos se transforma en objeto estético, atracción por el sentido del sinsentido de «les villes énormes» que ya sedujera a Baudelaire. Ahora poetas, pintores y fotógrafos entienden que «la enjundia poética de la calle estaba en la verdad de su desorden, en la parte de calamidad y desolación que contiene», un «territorio agreste donde leer las tensiones de la Alteridad, del desarraigo y la pérdida» 12

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(Bolaños 1996), una sugerente derivación que recoge la narrativa que analizamos en la segunda parte. El espacio preservado del jardín, refugio que rodea y prolonga la casa como resumen del mundo, es abordado a través de la novela de José Donoso, El jardín de al lado. Leitmotiv de la narrativa latinoamericana, el jardín invita desde la mirada del exilio a un sugerente reflejo de espejos entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Sin embargo, la ciudad como apropiación literaria no se identifica sólo en la toponimia de una cartografía real. Juan Carlos Onetti funda Santa María; Juan Rulfo, Comala; Gabriel García Márquez, Macondo; Roberto Bolaño, Santa Teresa: ciudades del imaginario que condensan con intensidad alegórica una cosmovisión en la que se reconocen signos de la realidad. Otros, como Borges, proyectan ciudades a través del sueño del poeta Coleridge o de la relectura del Libro de las maravillas de Marco Polo. A estas utopías visionarias consagramos el último capítulo de la segunda parte. En la tercera parte –«Fronteras»– proponemos una teoría de la frontera como espacio de diferencia, encuentro y trasgresión. Expresión de poder, el límite genera diferencias, crea zonas fronterizas e invita a pasajes e intercambios. Fijar la frontera, poblar el espacio interior que enmarca fueron preocupaciones fundacionales de Sarmiento y Alberdi en la Argentina, proyecto que inicialmente pudo ser el de una «tierra prometida» y derivó en una desordenada Babel. La narrativa ha reflejado esta búsqueda, a cuyo análisis dedicamos el último capítulo. Si cada uno de los ensayos de Del topos al logos tiene su propio itinerario y origen –un seminario, un congreso, una conferencia, un libro colectivo– su actualización, armonización y vertebración en un texto único obedece a un designio más vasto en el que se inscribe una reflexión crítica y ensayística que desarrollamos desde hace más de treinta años. Iniciada en dos textos –«La significación novelesca del espacio latinoamericano» (Eco 161, Bogotá, marzo 1974) y »Los buscadores del Paraíso» (Cuadernos Hispanoamericanos 289-290, ICI Madrid, julio-agosto 1974)– esta «significación» sería el eje de Los buscadores de la utopía (1977) y se prolongaría en Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa (1986), Espacios 13

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del imaginario latinoamericano (Arte y Literatura, 2002), Narrativa hispanoamericana del siglo xx. Del espacio vivido al espacio del texto (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2003) y Espacio literario y fronteras de la identidad (Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2005), jalones que se recortan, actualizan, reescriben y superponen tangencialmente en esta edición de Iberoamericana Vervuert. El topos encarnado en logos llega así a la única liberación posible para un texto: plasmarse en el libro que lo fija y lo difunde, en esa vida propia y tan aleatoria de su destino independiente, cuando alguien distinto a su autor lo lee. Porque Del topos al logos tiene en cuenta –siguiendo a Ricardo Gullón– que es en la lectura donde se produce la verdadera dilatación del espacio literario, es decir, donde el texto «da de sí» y «donde el encuentro autor-lector, desencadena en éste una cadena de respuestas que no sólo es decodificación, sino ajuste a una realidad verbal que pide ser completada» (Gullón 1980: 44). El lector introduce un nuevo punto de vista y tiende puentes y abre pasajes entre su propio espacio y el de la obra a través de esa «comunidad de evidencias» en las que se reconoce y se apoya. La lectura invita a la trasgresión de fronteras establecidas en el topos, a la comunicación entre espacios diferenciados y a la creación de esa «comunidad de evidencias» que procura el logos. Hagamos de esta «comunidad de evidencias» el vínculo por el cual los lectores de estas «propuestas de geopoética» puedan ingresar a una lectura del espacio imaginario americano, donde se representan los vastos territorios de una invención a la que han contribuido sus mejores escritores. Zaragoza-Oliete, mayo 2006

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Primera Parte



Espacios inéditos

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Grafías del espacio en perspectiva

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a noción de espacio ha estado tradicionalmente asociada a la idea de «hueco» y de vacío, y ha sido objeto de estudio tanto de la física como de las matemáticas y la geometría. Medio indefinido por naturaleza, el espacio se identifica con el aire y con el recipiente, continente en cuyo interior se sitúan los objetos, aunque pueda concordarse con Heidegger en que el espacio está en el mundo y no a la inversa, ya que «el lugar no se encuentra en un espacio dado, sino que, por el contrario, éste se despliega a partir de los lugares» (Heidegger 1980: 183). Es con la demarcación de contornos, límites o fronteras que el espacio se significa a partir de un punto determinado. Gracias a instrumentos científicos que han incursionado en lo diminuto (el microscopio) y en lo lejano (el telescopio), la tridimensionalidad clásica del espacio euclidiano que podía percibirse por los sentidos –el largo, ancho y alto– se ha ampliado a límites que rebasan la noción convencional. El espacio abarca ahora el espacio extraterrestre y su exploración y conquista se proyecta en la aventura espacial, aunque la dimensión actual del espacio cósmico pueda rastrearse en el imaginario de la literatura clásica. En un cosmos que se sospecha infinito, el vacío se ha sustituido por  Luciano en su Historia verdadera hace viajar una nave por los aires hasta la luna y el sol, aventura que reiteran las utopías de Francis Godwin, The man in the moon (1638) y de Cyrano de Bergerac, Etats et Empires de la Lune et du Soleil (1657); una perspectiva espacial que De Fontenelle sintetiza, tanto desde

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una noción más compleja con variados referentes, donde, más que nunca, parece válida la indefinición que a modo de definición daba Pascal: el universo es «una esfera en la cual el centro está en todos lados y la circunferencia en ninguna parte» (Pascal 1963: 525-526). La fundación de «sistemas de lugares» Puramente cuantitativos a primera vista, los conceptos relacionados con el espacio han estado desde siempre asociados a la condición humana. Los objetos que asignan un espacio son aprehendidos no sólo por su forma geométrica y el carácter mensurable en que resumen y simbolizan el mundo exterior de las apariencias, sino también a través de una relación subjetiva compleja hecha de demostraciones e intuiciones, lógica y estética. En tanto que ser en el mundo, el hombre es un ser espacial y, por lo tanto, fundador de lugares y creador de perspectivas. El espacio se configura como lugar significado y ese proceso de significación le brinda una proyección simbólica (Maldiney 1996: 17). De ahí las dificultades para cruzar la frontera entre la experiencia propia, expresada a menudo en el ámbito de los sentimientos, y la ciencia como saber objetivo, cuando se trata de fenómenos que conciernen a un mismo espacio. El valor intrínseco de la abstracción no se resume en los metros que miden el interior de un espacio o en las coordenadas –longitud, latitud, altitud– que lo dividen con precisión geométrica, sino que va mucho más allá. Gracias a las sugerentes representaciones simbólicas que la extensión abstraída de la geometría suscita, el determinismo físico, la visión única y absoluta de la ciencia geográfica se ha abierto a un pluralismo teórico y conceptual  , capaz de describir el espacio a través de una multiplicidad de lenguajes, órdenes y formas que no necesitan ser recíprocamente excluyenel punto de vista literario como científico, en Entretiens sur la pluralité des mondes y Julio Verne retoma al inaugurar la ciencia-ficción contemporánea.  Toda una escuela de geógrafos del que fuera pionero Élisée Reclus y su obra fundacional L’homme et la terre (1998 [1869]) se inscribe en esta dirección. Un ejemplo contemporáneo es el de Yves Lacoste, fundador en 1976 de la revista Herodote, subtitulada Revue de géographie et de géopolitique, y del movimiento de geógrafos que ha rehabilitado la geopolítica en tanto que conocimiento estratégico.

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tes. Por lo pronto, porque la noción de espacio físico está determinada por lo que lo rodea y envuelve: medio, ámbito, atmósfera, ambiente, contorno, zona, sitio, extensión, distancia, nociones éstas que componen un verdadero «sistema de lugares» del imaginario contemporáneo y un campo semántico de sugerentes significaciones. El auge de la «geografía de la vida cotidiana», donde los lugares de la realidad inmediata de cada uno adquieren un significado particular, ratifica la importancia del lugar personalizado. Así, en culturas como la japonesa, una sola palabra –fûdo– puede resumir un conjunto de nociones como territorio, clima, paisaje y costumbres de sus habitantes. Si clima tiene para nosotros la doble acepción de clima meteorológico correspondiente a una zona y la, más amplia del clima de una situación o de un momento psicológico, el fûdo japonés sintetiza la peculiar relación entre la naturaleza y la cultura en un espacio determinado. Relación más compleja que el «medio», tal como se entiende en Occidente a partir de Taine. Esta relación del hombre con el ambiente es factor determinante de la creación artística y de la definición de caracteres y comportamientos humanos, un «reflejo del mundo exterior en la imaginación del hombre», que seduce a Humboldt en su obra Cosmos, una dimensión del espacio que puede ser mítica o simbólica. A partir de la comprobación de que, en tanto ser en el mundo, el ser humano fija distancias y funda lugares, pueden definirse otras nociones espaciales. Desde la Física de Aristóteles, «las partes y especies diferentes de los lugares» son el arriba y el abajo, la derecha y la izquierda (Aristóteles 1949: 67), el delante y el detrás, términos elaborados a partir de un observador que está de pie, un hombre cuyo punto de vista crea horizontes y perspectivas. El lugar significa emplazamiento, el locus donde se ha colocado una cosa. El adverbio locativo donde indica el lugar desde el cual el mundo se pone en perspectiva y se despliega el campo de la mirada. Allí se colocan marcas en el espacio y en el «aquí momentáneo» del emplazamiento se va construyendo un habitar hecho de apropiaciones, límites y fronteras, que es el campo de la propia existencia. Debe recordarse que, desde el Renacimiento, el espacio ha sido una experiencia modelada por la cultura. En la medida en que el 19

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clásico espacio euclidiano se ha relativizado a través de juegos refinados de reenvíos y correspondencias entre variados componentes de la naturaleza y la cultura, del individuo y la sociedad, la noción física y geométrica espacial adquirió una densidad específica propia, poblada por un «bosque de símbolos» de signos diversos. Hoy parece evidente que a culturas diferentes correspondan percepciones sensoriales distintas, representaciones cosmogónicas tradicionales que dividen el espacio primordial entre el cosmos y el caos, lo sagrado y lo profano, lo civilizado y lo salvaje. Estas antinomias no hacen sino prolongar la dialéctica que encierran las parejas de finito / infinito, próximo / lejano, alto / bajo, vertical / horizontal, abierto / cerrado, pequeño / grande, continuo / discontinuo: polaridades y oposiciones de un alfabeto binario que se contrapone a la búsqueda de imágenes de intencionada simetría, complementariedad, síntesis o inclusión, de las que las representaciones pictóricas y literarias aspiran a ser su lograda expresión. El espacio de las vivencias interiores Gracias al creciente interés filosófico por las relaciones entre la existencia humana y el mundo, especialmente a partir de las reflexiones fenomenológicas que van de Berkeley a Husserl, el llamado «espacio cultural» o «espacio social» en el que se integra el espacio urbano se configura como experiencia. Como afirma E. Hall (1971: 17), «todo lo que el hombre hace está vinculado a la experiencia del espacio». Esta preocupación pluridisciplinaria, conocida por espacialismo, no es, en ningún caso, una escuela o un movimiento filosófico, sino una nueva actitud que refleja la preocupación del «estar ahí» existencial. Los signos de esta presencia se reconocen en los espacios múltiples de la antropología natural y de la cultural o social, pero también en lo literario y poético. En todos ellos hay un «espacio común», noción epistemológica construida más allá de cualquier diferencia disciplinaria , y que puede ser tanto exterior como interior. La espacialidad externa  Véase al respecto Matoré 1962.

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tiene el reverso de una espacialidad intensa vivida interiormente, lo que no supone un espacio dual, sino un único espacio que por un lado es exterioridad y por otro interioridad. En ese «espacio subjetivo», del cual ya hablaba Kant, se relativizan los valores absolutos del espacio geométrico y la visión pretendidamente objetiva de la ciencia. Como resume Gaston Bachelard: El espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y a la reflexión del geómetra. Es vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las parcialidades de la imaginación. En particular, atrae casi siempre. Concentra ser en los límites que protege (1965: 17).

El «espacio vivido» atrae porque concentra «ser» en los límites que diferencia, y en tanto se experimenta se convierte en verdadero sistema de referencias de la crítica artística y literaria y de la reflexión filosófica. La imagen del espacio se filtra y se distorsiona a través de mecanismos que transforman toda percepción exterior en experiencia psíquica y hacen, de todo espacio, un espacio experimental. El «espacio contemporáneo» del lenguaje, del pensamiento y el arte se funda en esa «conquista interior», abierta al mundo. Ese «espacio mental» propicia un espacio intuitivo, sensible, íntimo, espacio vivencial, espacio vivido, «espacio que se tiene», «espacio que se es». El «ser-uno» con el espacio supone «habitar el ser», es decir, vivir en un «dentro» que es una esencia donde el hombre se reconoce y arraiga, ese «espace du dedans», al decir de Henri Michaux , cuya noción es el resultado del condicionamiento exterior múltiple del espacio intencional emergente de la conciencia. Este «espacio que tiene su ser en ti» –sobre el que poetiza Rainer Maria Rilke– no  Entendemos el «espacio mental» en el sentido explorado por Gilbert Durand (1969).  Al decir de Merleau Ponty. Véase su Fenomenología de la percepción (1975).  Michaux 1998. Michaux contrapone la noción de movimiento y de exploración hacia tierras y culturas lejanas (Ecuador, Un bárbaro en Asia) a la circulación en los espacios imaginarios (Ailleus, La nuit remue...) y a las experiencias alucinógenas (L’Infini turbulent, Les Grandes épreuves de l’esprit...).

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es sólo ascensión, sino vertiginosa caída, y está poblado tanto de imágenes estelares y de paisajes de vasto horizonte como de laberintos enroscados sobre sí mismos, de túneles y escaleras interiores, de prisiones y de ruinas circulares. Las variadas expresiones del espacio exterior, ensanchado gracias a su propia dimensión interior, van del indiferenciado mundo circundante al del propio cuerpo individual, de la distancia mensurable de lo real a la «profundidad» en apariencia inespacial de los fenómenos psíquicos, aunque esta noción de «profundidad» no se acepte fácilmente. Como recuerda Arturo Ardao (1983: 51), «pocos prejuicios más pertinaces, y a la vez más graves, en la historia de la filosofía que el que sustrae del espacio a los fenómenos psíquicos», prejuicio que deriva de la errónea identificación entre espacio y «extensión». Aunque extenso, lo espacial es además «intenso». «Ex-tensión e «in-tensión», o simplemente, tensión, son dos caras de una misma realidad de lo real. La espacialidad externa que genera el orden urbano, tiene el reverso de una interna vivida en forma intensa, lo que no supone un espacio dual, sino un solo y mismo espacio que, por un lado, es exterioridad y por otro interioridad, peculiar manifestación «in-tensa» de lo «ex-tenso». De ahí la tensión implícita en la propia etimología del término espacio. La raíz de spatium, spes, supone espera, esperanza, un alargarse en el tiempo que es duración. La disciplina de la proximidad Sin caer en la medición antropológica del espacio que propone E. Hall (1971) al dividir la proxemia, verdadera disciplina de la proximidad, en tres zonas –la intimidad de 0 a 0,50 centímetros, la relación personal de 0,50 a 1,5 metros y la relación social de 1,5 a 6 metros–, es evidente que todo espacio se fija a partir de los límites que una relación personalizada establece con su entorno. La espacialidad de la vida humana reivindica un «lugar de encuentro social» propio, donde el hombre «afincado en ese territorio podrá resistir mejor los ataques del mundo, hacerse su vida» (Bollnow 1969: 113). De ahí se comprende cómo el lugar es elemento fundamental de toda identidad, en tanto que autopercepción de la territorialidad 22

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y del espacio personal. De ahí, también, las dificultades de cruzar la frontera entre la experiencia propia, expresada con frecuencia a nivel de sentimientos, y la ciencia como saber objetivo sobre los fenómenos que conciernen a ese mismo espacio. El espacio se reconoce entonces en la variedad connotativa de planificadores y urbanistas utópicos, en los proyectos de arquitectos y paisajistas, en el recinto cerrado de la casa y en el abierto de la plaza pública, en el espacio ensalzado por excelencia, espacio feliz o espacio exterior de hostilidad, odio y combate, pero también en la dinámica del viaje. El recorrido exploratorio del aventurero, el camino sacralizado del peregrino y el deambular del simple transeúnte son ámbito de vida y expresión del homo viator que «hace camino al andar». Pero es en la «descripción literaria» donde términos como camino, escenario, distancia, horizonte, lugar, universo y paisaje se convierten en las figuras privilegiadas de las descripciones del «estar-aquí», de esa manera de vivir el espacio. Aunque diferenciados, el espacio exterior y el interior deben comunicarse. De lo contrario, hay alienación, autismo. La comunicación recíproca entre el exterior y el interior y viceversa propicia puntos de situación, de unión y separación, de aislamiento y sociabilidad, de atracción y repulsión de los que la creación artística y literaria son puente y obligado pasaje, pero también lugar de encuentro y síntesis. El umbral, gracias al cual se comunican, participa de la ambigüedad del cruce, es celebración de la articulación que no termina de abrirse ni de cerrarse, convocación para que lo íntimo perciba el exterior y para que las diferencias entre ambos sean evidentes y se acepten. Gracias al umbral se mantiene una apertura hacia otros horizontes. Su función, aun fijando límites que se pueden atravesar, es articulada, supone una disposición al contacto exterior, hacia la transición a otro espacio, lo que le da una sugerente inestabilidad. La intencionalidad del sujeto define, pues, la objetividad de las cosas y toda descripción del espacio; incluso las proyecciones  Véase el número monográfico «La plaza pública: un espacio para la cultura» (Cultures Vol. V; 4, Paris, Unesco, 1978).

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cartográficas, atenidas a reglas codificadas como planos, mapas y planisferios, no son otra cosa que el resultado de las convenciones por las cuales el medium se disimula entre el objeto y la representación científica. En esta perspectiva se puede llegar a decir que la geografía es una metáfora, en tanto representa hechos social y existencialmente relevantes bajo la forma de la abstracción de un territorio. La «lectura» de un mapa, por muy detallado que sea, no proporciona por sí misma la ilusión de la representación a la que invita. Detrás de la abstracción está la seguridad de que un signo, un topónimo o el nombre de una calle en el nomenclátor urbano, el trazado rectilíneo o circular de un plano no hacen sino esconder una realidad de cuya vitalidad simbólica y su sentido secreto no existen dudas, y a la que la imaginación da su inevitable complemento. ¿No decía acaso Robert Luis Stevenson, el autor de Los cuentos de los mares del Sur, que «no hay mejor materia para un sueño que un mapa»? El vacío y sus signos amenazadores Desde los albores de la historia, el vacío, la carencia de un espacio propio, se ha presentado bajo signos amenazadores. Mientras no existe el bosquejo conceptual que lo ordene, todo espacio desconocido inspira desconfianza, no exenta de cierta ambigua atracción por los misterios que aquél puede encerrar. Ante el ser humano desfilan formaciones incomprensibles que le inspiran terror o admiración, atracción o rechazo y de las que siente la imperiosa necesidad de apropiarse. Tomar posesión del espacio circundante ha sido, pues, el primer signo de toda civilización. Claude Lévi-Strauss explica el nacimiento de la cultura como el resultado del shock que provoca en el hombre primitivo el enfrentamiento con el caos abigarrado, pleno, confuso y extraño de la naturaleza, tal como se presenta ante sus ojos. En ese enfrentamiento se empieza por establecer una perspectiva. Una planta, un árbol, la montaña que se recorta en el horizonte, la casa o la choza en la que se vive se ordenan en un diorama  Lévi-Strauss 1983. La misma idea aparece en Lévi-Strauss 1952 y 1958.

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que va integrando el entorno como vivencia y donde se establece una geometría que no determina solamente la configuración de espacios y de formas en una dimensión matemática, sino que además le da un sentido, transformando el mundo en universo simbólico. Con palabras sencillas, Kenneth Clark inicia su obra El arte del paisaje recordando que Estamos rodeados de cosas que no hemos hecho y que tienen una vida y una estructura diferente de la nuestra: árboles, flores, hierbas, ríos, montes, nubes. Durante siglos nos han inspirado curiosidad y temor. Han sido objeto de deleite. Las hemos vuelto a crear en nuestra imaginación para reflejar nuestros estados de ánimo» (Clark 1971: 13).

En la visión cosmogónica de un indígena consustanciado con su medio, en la del artista que se apropia estéticamente de su alrededor, en la del explorador admirado o sorprendido por la realidad que descubre o en la del colonizador que verifica la extensión de su dominio, hay siempre una representación del espacio que organiza la realidad en función de la perspectiva que la guía. Pero ese interés, diverso según los puntos de vista asumidos, establece profundas diferencias entre las visiones de una misma realidad. Por lo pronto, la del artista buscando extraer del caos una visión sensible e inteligible, ya que «todo arte tiende a establecer sus límites en el espacio y a controlarlo de un modo u otro, por sus propios medios y estableciendo sus reglas en el contorno» (Le Corbusier 1948: 32); la naturaleza desnuda, no embellecida por el trabajo y el arte, provocaba en el pasado cierto horror; asustaban los abismos y las cumbres que ahora se escalan con embelesamiento; los bosques estaban poblados de una temible aura que desacralizaron los paseantes románticos. El mismo Kenneth Clark (1971: 21) sugiere que el hombre ha ido humanizando el paisaje y Michel Collot (2005), que el género descriptivo, género en su origen poético, ha hecho de la experiencia del hombre en la naturaleza su traducción representativa en paisaje. La pintura, como la literatura, delimita y embellece el espacio que representa como naturaleza, a la que domestica para trans25

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formarla en paisaje, el topos amable de su entorno, lo que hace su cultura en el sentido etimológico de la palabra: cultivo. Sin llegar a sostener que «donde no está el hombre, la naturaleza es estéril» –tal como propone William Blake en sus Proverbios del infierno (1971: 102)– es evidente que la naturaleza ha tenido que ser manipulada literariamente de muy distintas formas hasta poder llegar a ser el paisaje y el asiento cultural con que se la asume. Es por eso, por ejemplo, que la cordillera de los Alpes fue una presencia amenazadora en Europa hasta que un poeta como Petrarca y un filósofo sentimental e ilustrado como Albert Von Haller describieron su hasta entonces inexpresada belleza. Una apropiación artística que lleva a Pedro Laín Entralgo a sostener que el paisaje castellano ha sido inventado por los escritores. Son Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Azorín (ninguno de ellos, por otra parte, castellano) quienes han forjado literariamente los tópicos del paisaje con que se identifica a Castilla. El espacio imaginario resultante puede reflejarlo, trascenderlo o desmentirlo; en todo caso, lo significa y enriquece. La necesidad del límite En ese habitar un espacio, en la construcción progresiva del campo de la existencia, se aborda el problema de fijar direcciones y sentidos. Construir y habitar concretan el lugar, el topos; al describirlo se lo trasciende en logos. Esta dimensión lingüística se traduce en la apertura conceptual a metáforas espaciales que impregnan el lenguaje cotidiano, hecho de expresiones como «sentido común», «perspectivas de futuro», «distancia interior», «línea del partido», «tener un horizonte en la vida», «dirección clara», «estar desorientado»; terminología de superficies que se abre a una rica polisemia. La experiencia del espacio se confunde con su representación concreta en expresiones no siempre literarias como «descenso a los infiernos», «estar en las alturas», «clase alta», «salarios bajos», referencias espaciales que demuestran hasta qué punto el lenguaje es una intuición a priori de la razón, como ya sospechaba Kant.  Véase al respecto Laín Entralgo 1967.

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Gerard Genette (1966: 106) habla de un «verdadero campo de nociones», que se traduce en las técnicas y códigos del lenguaje de la perspectiva pictórica y escultórica, en los planos y el montaje cinematográfico, a los que podríamos añadir los «espacios virtuales» creados por la informática. En todo caso, el espacio no es nunca neutro. Inscripciones sociales asignan, identifican y clasifican todo asentamiento. Relaciones de poder y presiones sociales se ejercen sobre todo espacio configurado. El territorio se mide, divide y delimita para mejor controlarlo, a partir de nociones como horizonte, límite, frontera o confín, y el espacio vital se abre a nuevas relaciones de dominio o de trasgresión, y a formas de diferenciación espacial que pueden ser tanto naturales y espontáneas como artificiales o de dominación. Zonas fronterizas, recintos sagrados, territorios míticos, fronteras políticas, «fronteras vivas», «procesos expansivos», reductos inaccesibles o prohibidos, tierra prometida, prácticas fundacionales territoriales; todos ellos surgen de este proceso de división y fragmentación del espacio y de la idea, tan difícil de erradicar del espíritu humano, de «la necesidad de la existencia de límites». En este contexto, cobran importancia las funciones de la orientación, esos referentes de profunda significación simbólica como son los «puntos cardinales» –Norte, Sur, Este y Oeste– y los de la situación axial de todo objeto en el espacio: la cruz marcando direcciones que todo observador puede desplegar a partir de su punto de vista y de su localización en el espacio. Punto de vista que es inseparable, a su vez, de la noción de horizonte. Si quedaran dudas sobre la íntima relación de objeto y sujeto, de interior y exterior que todo espacio conlleva, la noción de horizonte la disiparía. En efecto, el horizonte se configura a partir de un sujeto y no tiene realidad objetiva. Aunque no puede ser localizado en ningún mapa, el horizonte acompaña toda percepción de un paisaje en esa mezcla de «dentro y fuera» que resulta del encuentro de una mirada con el mundo exterior, en el metafóricamente llamado «punto-yo». El espacio es uno y comprende los mundos del dentro y del fuera en ese intercambio en que se funda todo trazado de la línea del horizonte. Claro está que su función en la organización del 27

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campo de la percepción es ambigua, ya que el campo que delimita en el territorio interior en el que el paisaje se estructura como conjunto estable varía fácilmente. El horizonte se aleja, cambia con el movimiento en el espacio, sea cual sea la dirección elegida. Si bien el horizonte es inasible, ayuda a configurar un espacio orientado al dividir el mundo entre cielo y tierra, arriba y abajo, cercano y lejano. Es más, le da sentido, lo que significa, como bien ha señalado Michel Collot, que Todas estas direcciones dan un sentido no sólo al espacio, sino a la existencia misma y tienen un valor simbólico que no ha pasado desapercibido a los poetas: «profundidad del espacio, alegoría de la profundidad del tiempo», escribía Baudelaire. La amplitud de la mirada corresponde a la amplitud de la vida. El horizonte está vinculado sobre todo a la dimensión del porvenir del proyecto y del deseo; el ser humano es un «ser de lejanías» y tiene necesidad de una lejanía que, como el horizonte, quede al mismo tiempo a la vista pero siempre alejado, para orientar y sostener el impulso de su existencia (1990: 133).

Sin embargo, dos fenómenos divergentes parecen confabularse contra la seducción de los aspectos «relacionales» que todo espacio suscita. Por un lado, la tradicional tensión entre lo próximo y lo lejano se desdibuja en la facilidad de las comunicaciones actuales, en la transmisión de imágenes que irrumpen en hogares y pantallas, aboliendo no sólo la distancia espacial sino también la temporal, ubicuidad televisual e informática que caracteriza la «aldea global» del mundo. Verdaderas ciudades sin fronteras, desterritorializadas por la extensión totalizadora de las tecnologías audiovisuales y de la información y por la comunicación a distancia, las telépolis10 contemporáneas, pese a su carácter de simulación y representación, producen efectos sociales mensurables. Estar en un lugar significa al mismo tiempo una forma de «estar en el mundo» gracias a la radio, el teléfono, la televisión y las vinculaciones que propician redes informáticas y de correo electrónico. El espacio más cerrado 10 Véase Echeverría 1994.

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de una habitación o una casa se comunica con el exterior, forjando redes e inevitables relaciones individuales y sociales donde los pasajes del espacio interior al exterior se multiplican. Al vivir en la yuxtaposición de imágenes reales y virtuales, al abolir distancias y al difuminar un aquí y un allá en la simultaneidad, el punto de vista privilegiado, el lugar de presencia fundador de tantos horizontes y símbolos de existencia pierde parte de su natural intensidad y se diluye en el caleidoscopio del espacio y del tiempo sincrónico. Por otro lado –lo que en verdad resulta en lo contrario– el espacio que estalla en la fragmentación provoca repliegues de la conciencia que llevan a la construcción de refugios en el interior de espacios protegidos con barreras y fronteras. El espacio que tendía naturalmente a la apertura se cierra. Desde el cocooning individualista (cuando no egotista) al nacionalismo, pasando por el creciente espíritu corporativo, el rechazo del «otro», el regionalismo de raíz étnica, religiosa, lingüística o la obsesión por la seguridad, todo conduce a que el espacio se fragmente y se aísle, levantando fronteras donde no las había e incomunicando entre sí territorios en nombre de diferencias y particularismos exaltados y no siempre justificados. Los espacios del tiempo Para comprender la verdadera dimensión de la reflexión contemporánea sobre el espacio debe recordarse que la autonomía conceptual que se ha ido elaborando en las últimas décadas sólo ha sido posible gracias a los estudios paralelos sobre la noción del tiempo, desarrollados a partir del pensamiento existencialista y fenomenológico. Con la irrupción secularmente postergada del «temporalismo» en el «drama metafísico» contemporáneo de que habla Francisco Romero (1961), una manera de ver (y de leer) espacialista ha ido ganando el lugar propio que reivindica ahora como verdadera temática, por lo que puede afirmarse, casi como en un juego de palabras, que «ha llegado el tiempo del espacio». Es sabido que la noción de tiempo en su dimensión existencial adquirió credenciales a partir de Henri Bergson y su famoso distingo entre tiempo real o vivido y tiempo imaginario o ilusorio, 29

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donde se contrapuso el tiempo del yo psicológico y su íntima duración a la proyección exterior, homogénea, cuantitativa y mensurable de un tiempo que, al ser simultáneo a otros tiempos exteriores, es espacial. Gracias a este distingo, Bergson inscribió la representación simbólica de la duración en el espacio y definió el tiempo homogéneo (cronológico) como «una cuarta dimensión del espacio» (Bergson 1921: 84). El tiempo es, pues, «consustancial», como dirían los teólogos, con las otras dimensiones de lo real, como es el caso del espacio, pero también de la materia misma, ese «coeficiente de existencia» que es posible aprehender por medios científicos y sensoriales. El espacio-tiempo es la propia experiencia, lo vivido, el lugar de la memoria y de la esperanza y, en la medida en que es posible representárselo, se lo puede reconstruir en la conciencia o, simplemente, recrearlo, crearlo, inventarlo en la ficción novelesca o poética. La temporalidad del espacio, los «espacios del tiempo» de que hablaba Juan Ramón Jiménez, supone que todo espacio mental tiene un pasado y un futuro. En ese tejido se inserta el espacio de la vida presente con su carga no sólo recordable o anticipante, sino operante. Con el espacio de «detrás» (pasado) y el de «delante» (futuro), abre sus puertas a otros ámbitos de acción, temporalidad transversal que no hace sino enriquecerlo. La propia cultura y la lengua, la investigación y la expresión artística están condicionadas por esta inscripción en el tiempo. El tiempo se espacializa como recuerdo. Al fijar el instante, se escenifica. Si ello es claro en el cuadro o la escultura que retienen el gesto, también lo es en toda reconstrucción novelesca, tentada por la descripción visual y por la sucesión «espacial» de escenas que componen su propia historia. Claro está que la íntima relación entre espacio y tiempo que el poeta René Char resume en la condensada imagen del relámpago en el cielo, lo efímero que da al mismo tiempo una idea de lo eterno en la fulguración del instante, ya estaba insinuada en el pensamiento clásico de Heráclito cuando hablaba de la «distancia» que existe entre la tensión del arco y el impacto de la flecha en su objetivo. También lo estaba en la aparente petición de principio de Aristóteles cuando escribía «Medi30

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mos el tiempo gracias al movimiento y el movimiento gracias al tiempo». Un aquí y un ahora estrechamente fusionados que explican la dimensión de historicidad que puede reconocerse en todo espacio y en la dimensión espacial de todo devenir. Una historicidad del espacio que ha ido configurando una visión diacrónica de disciplinas sincrónicas como la física y la biología. Un espacialismo histórico que funda los trabajos de la historiografía contemporánea de Frederic Jackson Turner en su obra seminal, The significance of the frontier in American History (1893), o esa duración entendida como «larga duración» por el historiador Fernand Braudel, ese camino recto y homogéneo dividido por el calendario en trozos uniformes (1986: 60-106). La percepción del «tiempo vivido», que Minkowski abordó en un texto clásico de 1933, El tiempo vivido (Minkowski 1973), completa la temporalidad del «estar en el mundo» con la del «espacio vivido», ya que, apenas tratamos de representarnos el tiempo, éste asume la forma de una línea recta. El tiempo se mide en la «distancia» de horas, meses y años, recorrido que pese a ser una ficción permite una fácil representación del «paso» del tiempo, ese «fluir» que no es sólo temporal sino un movimiento en el espacio. ¿No se mide, acaso, el tiempo que marcan los relojes en función del movimiento de translación de la tierra sobre sí misma y en la órbita solar? Por ello las categorías del movimiento espacial no pueden concebirse sin su dimensión temporal. Por eso, también, el tiempo se espacializa en la cronología, la medida fraccionada de su transcurrir («el tiempo que pasa») representado en una línea recta, eje pautado por fechas y fracciones homogéneas, el calendario, sobre el que se proyecta no sólo el pasado, sino el futuro en forma de agenda, cronogramas y planes «espaciados» en el tiempo. Si la historia se fragmenta en unidades temporales –minutos, horas, días, semanas, meses, años y siglos– la representación espacial no ha podido escapar a este «mecanicismo» impuesto por la medida del reloj. La distancia, especialmente en cuanto representa un viaje, un movimiento, se mide también en horas, en el tiempo necesario para ir de un lugar a otro. 31

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Está claro que si la definición ontológica del espacio es inclusiva de la de tiempo, indisociabilidad que ha inscrito la temporalidad de la vida humana en una exterioridad inevitable, la interdependencia entre tiempo y espacio también se comprueba en la física y en las matemáticas y se extiende a la metafísica, al punto de que Samuel Alexander afirma que «no hay espacio sin tiempo, ni tiempo sin espacio […]; el espacio es por naturaleza temporal y el tiempo espacial»11; si fuera intemporalizado, carecería de elementos que permitieran distinguirlo. Una relación que Élisée Reclus convirtió en su obra L’homme et la terre (1998) en la afirmación de que «la geografía es la historia en el espacio, tal como la historia es la geografía en el tiempo». En todo caso, muchos espacios míticos rezuman «temporalidad», como gráficamente llama Ricardo Gullón a los espacios que proyectan una secuencia de acontecimientos. Estos «espacios históricos» por antonomasia superponen no sólo las representaciones de lo visible, sino las de la memoria individual y colectiva, referentes connotativos no siempre vividos, sino también «aprendidos» o simplemente «leídos». Basta pensar en la carga de «lecturas» y referentes que conllevan las tierras de los «escenarios» de la Biblia o de la Antigüedad clásica. Del mismo modo, la «memoria literaria» impregna el espacio de La Mancha con los referentes inevitables de Don Quijote. Por su parte, quienes recuerdan que los fenómenos y procesos psíquicos son tan espaciales como temporales, en la misma forma en que los fenómenos y procesos físicos son tan temporales como espaciales, subrayan que el transcurrir del psiquismo acontece «a la vez» en el espacio y en el tiempo. Estas nociones no son separables, pese a las ilusiones de simultaneidad espacial que dan frases como «al mismo tiempo», y a la dificultad de espacializar el antes y el después de lo que sucede en un mismo lugar. El espacio supone siempre al tiempo y el tiempo supone siempre al espacio. Todo fenómeno psíquico tiene un aquí tanto como un ahora. En todos los casos, el espacio es «un campo de fuerza» y una «prolongación de un campo temporal» donde se expresa la actividad del ser humano. 11 Alexander 1920. Citado por Gullón 1980: 1.

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Espacio y creación literaria El esfuerzo actual del espacialismo por relativizar y hacer cambiante el espacio de la física ha existido, por el contrario, desde siempre en la creación literaria. La emergencia del espacio subjetivo se produce espontánea y –nos atreveríamos a decir– inevitablemente en el texto novelesco. Esta invención le confiere una realidad propia que el lector acepta sin dificultad, en la medida en que el espacio verbal del yo narrador es «un contexto para los movimientos en que la novela se resuelve» (Gullón 1980: 2), construcción estilística hecha de reiteraciones, alusiones, paralelismos y contrastes que fundan el «lugar de la ocurrencia», donde los personajes están y, por lo tanto, son. El estar determina el ser, relación que la crítica ha traducido en general en los análisis sobre paisajes, ambientes, descripciones que forman parte del espacio novelesco; espacio que supone el lugar donde se desarrolla la intriga, en una verdadera red de relaciones suscitadas por el propio texto. Como ha precisado Jean Weis­berger: El espacio de la novela es en el fondo sólo un conjunto de relaciones entre lugares, el medio, el decorado de la acción y las personas que ésta presupone, es decir, el individuo que cuenta los acontecimientos y las gentes que participan en ellos (1978: 14).

Si no siempre un paisaje contemplado traduce un estado de ánimo, el espacio suele estar ligado a la psicología de los personajes y condiciona su carácter. «Le dehors est notre patrie» –resume Salah Stetie, para añadir–: «Poetas, somos un pueblo del exterior. El espacio en sus tres dimensiones es el más común de nuestros sueños. Amamos lo que se mueve en el espacio y lo que se mantiene inmóvil» (1990: 30). El «exterior como patria» es evidente en las llamadas novelas hispanoamericanas de la tierra (Doña Bárbara y Canaima de Rómulo Gallegos) y en la creación de «territorios» míticos como Comala en la obra de Juan Rulfo, Santa María en la de Juan Carlos Onetti o Macondo en el universo de Gabriel García Márquez. Pero no todo exterior es «patria». Puede ser también desarraigo y exilio en la pro33

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yección metafórica de la búsqueda del espacio a través del motivo narrativo del viaje. La relación del arte con el espacio puede fundarse en el horror al vacío y en la eliminación de todo intersticio que preconiza el barroco, en el punto de vista del behaviorismo y de «la escuela de la mirada» del nouveau roman o en la significación del «espacio en blanco» de las expresiones artísticas contemporáneas, esa «nada, anterior a todo nacimiento», de la que habla Kandinsky en la pintura y que Maurice Blanchot define para la literatura como «soledad esencial»12. Pero en el espacio novelesco el lugar es, sobre todo, «otro sitio», complementario del sitio real desde el cual es evocado. La ficción, como precisa Michel Butor (1967: 54), «dépayse». El espacio novelesco puede ser la construcción de un espacio autojustificado y cerrado, como las figuras de la biblioteca y el laberinto en la obra de Jorge Luis Borges o espacios de figuración simbólica, paralelos y engañosos, multiplicados al infinito para desorientar como en El castillo de Kafka, espacio paradójico por excelencia. El espacio puede estar confinado en una ciudad (Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal), en la variedad de su catalogación alegórica (Las ciudades invisibles de Italo Calvino) o en la creación de «zonas» como en 62, Modelo para armar de Cortázar o en las novelas de Juan José Saer. El espacio puede ser cerrado, la habitación de una pensión en El pozo de Juan Carlos Onetti o en L’Enfer de Henri Barbusse. El espacio puede ser «comunicante» a través de las «galerías secretas» o la «continuidad de los parques» del mismo Cortázar o causa de la disolución del personaje en el espacio selvático de La vorágine de José Eustasio Rivera. Finalmente, en la poesía pampeana de Jules Supervielle se puede vivir «el vértigo horizontal» de la extensión. El «espacio-refugio» de un cierto tipo de literatura, transformado en el «temible espacio-refugio donde algunos artistas y escritores actuales han construido sus laberintos» de que habla Gérard Genette (1966: 102), confirma la topología desconcertante de un mundo donde el espacio euclidiano ha sido neutralizado por 12 Véanse, respectivamente, Kandinsky 1995 y Blanchot 1955.

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las nociones del espacio curvo, de las complejas relaciones entre espacio y tiempo y la presencia de la cuarta dimensión y, sobre todo, por la yuxtaposición espacio-temporal de los recursos de la narrativa contemporánea. Basta pensar en la superposición de espacios, en la irrupción de recuerdos, en ese «medio indeterminable, donde yerran los lugares» del espacio proustiano analizado por Georges Poulet13. Todo espacio que se crea en el espacio del texto instaura una gravitación, precipita y cristaliza sentimientos, comportamientos, gestos y presencias que le otorgan su propia densidad en lo que es la continuidad exterior del espacio mental. En resumen, en lo que es la creación de un espacio estético. En estos casos, el escritor «gana espacio», como decía Rainer Maria Rilke, al crear nuevos espacios. Donde termina un espacio real, empieza el espacio de la creación. Gracias a estos autores la dimensión ontológica del espacio integra la dimensión «topológica» como parte de una comunicación y tránsito natural del exterior al interior y viceversa. Este espacio creado invita a los «topoanálisis» del «espacio feliz» que propone Gaston Bachelard en La poètique de l’espace y en La terre et les rêveries du repos, a los estudios críticos sobre el «espacio del texto» de Georges Poulet y de Maurice Blanchot y a los del «espacio genético y espacio plástico» de Francastel y de «la mirada en el espacio» de Jean Paris. Gracias a estos autores la dimensión ontológica del espacio integra la dimensión «topológica» como parte de una comunicación y tránsito natural del exterior al interior y viceversa. Estos modos de organizar el mundo según circunstancias creativas que generalmente son tan dinámicas como envolventes, pero en todo caso subjetivas e interiorizadas, se traducen también en el espacio novelesco resultado de una tensión, de una escisión y de una disconformidad con lo real. Los impulsos de cambio y de creación de «otra realidad» se traducen en sueños, utopías generadoras de espacios alternativos o de simple evasión, pasajes sutiles de los planos reales a los fantásticos, esos planos que invitan al «juego de espacios» de Utopiques en la obra de Louis Marin, y cuyos signos 13 Véase Poulet 1963.

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se reconocen sin dificultad en buena parte de la narrativa hispanoamericana contemporánea, cuyos autores no serían otra cosa que «buscadores de utopías»14.

14 En Aínsa 1977 hemos desarrollado esta tesis.

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La toma de posesión del espacio americano

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l espacio americano apareció desde el primer momento a los ojos de Occidente como un lugar o conjunto de «lugares posibles» para el despliegue de un prodigioso imaginario geográfico. En la medida que se desconocía su articulación interna, el vacío primordial del espacio inédito ofrecía una predisposición cosmológica a la creación demiúrgica. Su propia indeterminación era una invitación a conquistarlo y a «bautizarlo» con palabras nuevas, apasionantes «grafías» con las que se construyeron progresivamente los paisajes arquetípicos con que ahora se lo caracteriza. Gracias al proceso que va del topos al logos se fueron haciendo inteligibles los conceptos y las nociones que permitieron la puesta del Nuevo Mundo en perspectiva y la fundación de una auténtica geopoética latinoamericana. América, a partir de su descubrimiento, se convierte en «un nuevo vivero de imágenes», utilizando la feliz metáfora de José Lezama Lima: «Desde su incorporación a la historia occidental, el Nuevo Mundo entrelaza íntimamente el mito clásico y la nueva utopía» (1993: 74). En América, en los primeros años de la conquista –recuerda Lezama– «la imaginación no fue “la loca de la casa” sino un principio de agrupamiento, de reconocimiento y legítima diferenciación». El cronista de Indias lleva la novela de caballería al paisaje. Flora y fauna son objeto de reconocimiento 37

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en relación con los viejos bestiarios, fabularios y libros sobre las plantas mágicas. La imaginación va estableciendo las semejanzas. De ahí que el estilo de esa literatura sea conscientemente exagerado, hiperbólico, efectista. De ahí la importancia de lo descriptivo; de ahí el barroco subsiguiente, dirán otros. La metáfora poética de la geografía No otra cosa ha sucedido en la vasta metáfora poética de la geografía de América Latina, desde las cartas de Colón que la describen por primera vez hasta la Babel de sus ciudades contemporáneas, pasando por los espacios inéditos de la selva, divididos ambiguamente entre la visión paradisíaca y la infernal, la Arcadia y la naturaleza violada. En «nuestra América» la toma de posesión por la palabra del espacio innominado, la apropiación del topos por el logos ha significado un difícil e inconcluso aprendizaje, cuyas representaciones han sido muchas veces traumáticas. Frente a la selva, la pampa, las altas cordilleras o el paisaje inédito de América, se ha repetido este proceso de bautismo primordial de la realidad. La fuerza vital omnipotente de sus elementos impresionó a quienes, provenientes de otros mundos y carentes de los instrumentos adecuados para aprehenderla e ir «espacializando» la realidad, la percibieron primero. Sólo quien se ha visto alguna vez frente a esos espacios inconmensurables, ante los cuales el hombre, como personalidad individual, no es capaz de existir; sólo quien ha vivido la lobreguez de noches en las que no se percibe otra cosa que la respiración de una naturaleza no humana, aún no humanizada; sólo él puede comprender lo que significa imponer una forma a lo informe y dominar así su atracción y su amenaza; una forma que convierte a un mundo postmítico en realidad (Grassi 1968: 169).

Forjar un camino en ese mundo desconocido no fue fácil. El proceso de «imponer forma a lo informe» se repetiría en todas las épocas. Su inventario es en buena parte el de la historia de la literatura latinoamericana. Inicialmente fue evidente en el bautismo de 38

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la realidad a través de ese «darle nombre a las cosas» que inaugura la literatura colonial y que se repite en todas las latitudes, desde Cuba a Chile, pasando por Brasil. Los cortes y recortes que las crónicas, las relaciones, la propia poesía y la prosa narrativa fueron haciendo en la realidad, intentando adueñarse de su esencia, estaban guiados por el azar de viajes y descubrimientos, conquistas y colonizaciones. En todo caso, demostrarían que la naturaleza y la geografía que la representa eran decisivas en América, al punto que en pleno siglo xix Lastarria todavía consideraba que «la naturaleza americana, tan prominente en sus formas, tan variada, tan nueva en sus hermosos atavíos, permanece virgen; todavía no ha sido interrogada; aguarda que el genio de sus hijos explote los veneros inagotables de belleza con que le brinda» (1967: 97-98). Un paisaje y una naturaleza omnipresente y decisiva, ya que –como recuerda Eduardo Caballero Calderón– «el llano y la selva no son escenarios que puedan anticuarse como un salón Luis XV o una galería art nouveau. El paisaje es una realidad americana y no una moda que pasa de moda, dentro de nuestro panorama intelectual» (1965). De ahí, el profundo divorcio entre geografía e historia en América Latina, donde «el determinismo geográfico es más intenso mientras menor es el desarrollo técnico», porque «la geografía es primordial» (Benítez 1950: 22). De ahí, también, que el estudio de las formas de posesión del espacio americano, «nuestros recortes y no los de la naturaleza», como reivindica Ernesto Grassi, resulten claves para definir los modos de integración en ese contexto y establecer parámetros de identidad cultural a partir de los lugares que se han vivido. Esta misma perspectiva –el paisaje como creación a partir de los materiales que brinda la naturaleza– es asumida por Fernando Alegría cuando afirma que «obra y paisaje se unen a partir de un punto esencial: el hombre natural y condicionado, que es el alma que crea y trabaja con los materiales de la tierra y de su propia alma» (1936: 65). Forjar un camino en una naturaleza inédita pone en evidencia, pues, las dificultades que ha encontrado el logos para adueñarse literariamente del topos. Del caos desordenado de las impresiones que siguieron a su descubrimiento, se fue pasando a una ordenación estética dotada de sen39

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tido, ya que toda «espacialización» por la palabra, en la medida que aspira a ser una estructura dotada de sentido, propone su propio «sistema de lugares». Con ello intenta llenar los «abismos no revelados» del «espacio negativo» –del que habla Georges Poulet– cubriendo la «distancia» entre el ser humano y su contorno. Este ordenamiento de lugares y el establecimiento de distancias en un texto, es decir, la representación por la palabra de una visión del mundo, es siempre una operación subjetiva. Lo recuerda Octavio Paz: La naturaleza no es sino un punto de vista: los ojos que la contemplan o la voluntad que la cambia. El paisaje es poesía o historia, visión o trabajo. Nuestras tierras y ciudades cobraron existencia real apenas las nombraron nuestros poetas y novelistas (1966: 19).

En resumen, «un paisaje no es la descripción, más o menos acertada, de lo que ven nuestros ojos sino la revelación de lo que está atrás de las apariencias visuales. Un paisaje nunca está referido a sí mismo sino a otra cosa, a un más allá. Es una metafísica, una religión, una idea del hombre y el cosmos» (Paz 1967: 17). En este esfuerzo de conversión de la naturaleza en paisaje se ha ganado el derecho a una postergada inserción en la historia. La carta nueva La revelación de ese «más allá» que ven nuestros ojos ya está presente en las primeras páginas que se escriben sobre el Nuevo Mundo. En el Diario y en las cartas de Cristóbal Colón se establecen esos «cortes y recortes» en el entorno, verdaderas «herejías y petulancias, que la vida de la naturaleza no puede soportar» (Grassi 1968: 46). La sorpresa, el temor o la admiración marcan esa apropiación por la palabra de la vastedad inédita del espacio americano. Las impresiones son inevitablemente subjetivas y están jerarquizadas de tal modo que algunos aspectos de la realidad son  Poulet (1964) establece el sistema de lugares en la obra de Proust oponiendo los escenarios «vividos» al «espacio negativo» de los «abismos no revelados» que existen entre ellos. Lo importante es vincular los lugares entre sí hasta crear un verdadero sistema.

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realzados y puestos en relieve, mientras otros son desechados o encubiertos de forma deliberada. Viajar y descubrir consiste no sólo en la expansión de los límites del mundo conocido, sino en hacer retroceder el caos y las brumas de lo ignorado, empresa de conocimiento que supone un reconocimiento de la existencia del otro. La alteridad es arrancada al caos y a la ignorancia y permite –gracias a la razón– fundar una nueva naturaleza completa. En Colón el propósito es explícito: Tengo propósito de hacer carta nueva de navegar, en la cual situaré toda la mar e tierras del mar Océano en sus propios lu­gares, debaxo su viento, y más componer un libro y poner todo por el semejante por pintura .

Esta necesidad de marcar los hitos del conocimiento de lo otro tiene una clara finalidad de ordenamiento y centralización de la información. El mapa («la carta nueva» de que habla Colón) es, por lo tanto, empírico, resultado de una comprobación del espacio geográfico en «sus propios lugares», más que pintura ecuménica del mundo total de los mapamundis medievales, al modo del mapa del Beato San Severo en el siglo xi. Con Colón lo que es diferente se estructura, haciéndose evidente el propósito de descubrimiento y conquista, ya que: El mapa, instrumento privilegiado de la geografía, es el simulacro de lo lejano y mantiene con el exotismo una relación paradigmática. Es a la vez el modelo y la aproximación intocable. Permite ver, pero no permite apropiarse. Para apropiarse hay que partir. Por esta razón puede aventurarse una extraña aporía: sin mapa no hay descubrimiento, pero sin descubrimiento no hay mapa. El mapa tiene una doble función: es imagen y representación del mundo, es instrumento de descubrimiento y conquista (Affergan 1987: 33).

Al abrir espacios propios en una realidad inédita, las descripciones están guiadas por la admirativa sorpresa. La felicidad  En Varela (ed.) 1983: 17

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embarga las primeras páginas de Cristóbal Colón sobre América, donde se multiplican las referencias a la condición «maravillosa» de los sucesivos espacios que va abordando. Maravilla son «los muchos puertos en la costa de la mar y hartos ríos y buenos y grandes»; también «hay pinares a maravilla» y «la Española es maravilla». Lo mismo sucede en la isla Fernandina. Los árboles son «la mayor maravilla del mundo», como también lo son los peces, pues «no hay hombre que no se maraville y no tome gran descanso en verlos». Al oír el canto de los pájaros, Colón se dice que «nunca se querría partir de aquí». Es decir, que el primer europeo que llega a territorio americano ya considera que esta tierra «es para desear y vista es para nunca dejar». Ese aspirar a «nunca dejar» América puede también ser el resultado de comparar uno y otro mundo como hace Pedro Mártir en De Orbe novo: «¿Qué mayor felicidad que pasar la vida donde no se vea uno obligado a encerrarse en estrechas habitaciones con horroroso frío?» (1964: 130). Poco años después, en 1545, Pedro de Valdivia al descubrir Chile afirmará: «Esta tierra es tal, que para vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo» (1970: 43). El diálogo entre el conquistador y el espacio americano parece entablado sobre las bases sólidas de la posesión que sigue al deseo. La identidad americana se insinúa en el primero de sus requisitos necesarios: el arraigo. Su expresión literaria integra a la vez armoniosamente geografía, mito e invención. La satisfacción y la alegría recorren las primeras páginas de los cronistas de Indias que describen la realidad recién descubierta. Donde se plantaban las banderas de Castilla, el conquistador entablaba inmediatamente un diálogo con el espacio. Sin embargo, la representación del Nuevo Mundo, el logos que se apropia del topos, es para hacerlo inteligible a los propios ojos, pero sobre todo para explicarlo a los demás, los destinatarios del texto (monarcas, administradores de la Corona, lectores interesados en el Nuevo Mundo). El escribiente piensa siempre en el efecto que debe producir en el lector, y de allí tanto adjetivo, tantas comparaciones entre objetos

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y realidades conocidas para trasmitir una idea de la dimensión de lo desconocido. Los recortes de la realidad «No escribo de autoridad de algún historiador o poeta, sino como testigo de vista», declara Gonzalo Fernández de Oviedo en su Sumario de la natural historia de Indias (1526). En sus páginas adelanta –impregnado del naciente espíritu renacentista español– la aspiración de que la realidad descrita se integrara en un orden universal del que el Nuevo Mundo debía de formar parte. «No mire sino en la novedad de lo que quiero decir», le dice Oviedo al rey Carlos V, y aunque insiste en sus invocaciones sobre la búsqueda de novedad, es evidente que lo que pretende es integrar «lo no europeo, lo peculiar de los secretos y cosas que la naturaleza produce» en América en el marco de la civilización cristiana que España representa. La naturaleza americana debía ser descrita para mayor gloria de Dios, único creador del universo, y debía integrarse en función de un orden único. Se conocerá a Dios estudiando la naturaleza, pero también se justificará la unidad de la creación a través de su representación coherente como paisaje. «Cortar y recortar» la realidad, eligiendo las medidas justas, es tarea de artistas, lo que Thomas Burnet en su Telluris theoria sacra (1684) consideraría como una prueba más de que «las cosas fueron hechas en el origen en proporción y belleza suficientes y a imagen y semejanza del paraíso terrenal» (Burnet 1684: 125). No otra cosa proponen los «recortes» en el paisaje del Arauco domado (1596) de Pedro de Oña –«¡Oh! ¡Quién tuviera pluma tan cortada / y versos tan medidos y corrientes / que hicieran el vestido de este valle / cortado a la medida de su talle!» (Oña 1979)–, o los de Bernardo de Balbuena, Rafael Landívar y Alonso de Ercilla en esa vasta y colorida apropiación estética de la geografía americana. La maravillada sorpresa y su transmisión a los demás se sintetiza en cierto modo en el afán utilitario por describir, nominando y bautizando la realidad como hace Bernal Díaz del Castillo en los huertos y vegas de México, tal vez inspirado por el Vergel de 43

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oración de Alonso de Orozco. Tal acumulación descriptiva resulta hoy abrumadora, pero es el modo en que el espacio americano es apropiado por la palabra castellana. Porque son las realidades primordiales las que impresionan a conquistadores y cronistas, pero no para invitarlos a asentarse bucólicamente en un paisaje, sino para acumular posesivamente el mayor espacio en el menor tiempo posible. Como ha sintetizado Hernando Téllez: Aquí el aire es de tal manera, aquí el agua tiene este color, aquí los pájaros llevan este plumaje, aquí hay unos crepúsculos inverosímiles y unas noches misteriosas y perfumadas, dice siempre con parecidas palabras la bárbara prosa del soldado o la prosa de artificio latino del licenciado. […] Ahí estaba la tremenda naturaleza, el medio físico, absorbiéndolo todo, devorándolo todo, imponiéndose como un espectáculo sin antecedentes para los ojos europeos, y como una misteriosa amenaza. El hombrecillo desnudo o semidesnudo de oscura piel de cobre, habitante de ese fantástico mundo era, al fin y al cabo, lo de menos. Lo de más, lo que importaba, era lo otro: la tierra, el clima, la atmósfera, el paisaje, el suelo y sobre todo, lo que podía haber debajo del suelo. Con qué exquisita morosidad se detiene la corriente del relato en las crónicas de los conquistadores y de los colonizadores para pintar el agua, los árboles, las desconocidas flores, los inmensos golfos de verdura, los bosques, las fieras y los pájaros y, además, el polvo de oro y el grano de oro, el polvillo de esmeralda y el verde cristal maravilloso (s/f: 82-83).

Información ésta que es, además, una forma de orientarse en la nueva realidad. Si faltan sus indicios, el hombre se siente perdido. Por eso cuando Américo Vespucio, viajando para ver «una porción del mundo y sus maravillas», deja de tener «la tutela de las estrellas conocidas», se siente perdido en la costa del Brasil. Los recortes del espacio americano prosiguen en el tiempo según los diferentes modelos literarios que responden al desafío de su apropiación. La «emancipación de la inteligencia» que reclamó el argentino Esteban Echeverría y reiteró el venezolano Andrés 44

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Bello en su famosa Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826) se repitió con mayor o menor fortuna en los aportes de movimientos, escuelas y modelos literarios que resultaron fundamentales en la definición de la identidad americana. Los modos en que el espacio americano ha sido asumido y transformado en los sucesivos paisajes literarios han sido muy diferentes. Si muchos textos reflejan un conflicto y un enfrentamiento de la identidad primordial con los elementos naturales (narrativa de la selva y de altas montañas), otros han reflejado el horror al vacío (las pampas y desiertos), mientras que algunas obras injertan sus personajes en un escenario decorativo y lleno de detalles pintorescos. Las voces de la tierra A principios del siglo xx se desarrolla con intensidad un movimiento de fuerzas centrípetas hacia el interior de América, en busca del ser profundo de un continente que todavía se ignora. Es el «descubrimiento de otro Nuevo Mundo» a través de «las voces de la tierra» el que, deliberada y conscientemente, emprende la ficción del período. Para echar raíces y crear un «centro de cohesión interior» y una visión orgánica y unitaria sobre el conjunto de la realidad –usando las palabras de Augusto Roa Bastos– la novela empieza por hacer «un inventario del espacio circundante al que, al carecer de las pautas culturales para juzgarlo en función del orden que pudiera serle propio, se percibía como un caos» (1965: 4). El conflicto del hombre con las fuerzas de la naturaleza es el eje central de las llamadas «novelas de la tierra», donde surgen con fuerza protagónica vastas zonas geográficas de América: la selva, la pampa, la sabana, llanos, campos, valles y montañas de la cordillera. Inscritas en un regionalismo heredero del costumbrismo y del realismo decimonónico, pero trascendido en su afán de reproducir paisajes, fijar literariamente lugares, documentar tradiciones y especificidades locales y contribuyendo a establecer perfiles y diferencias, la novela realista informa y para ello utiliza formas conexas a la literatura, como el apunte sociológico, etnológico y hasta periodístico. 45

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Las novelas de la tierra no crean únicamente un paisaje literario, sino que integran personajes colectivos, verdaderos arquetipos de grupos representativos de la sociedad en los cuales reconocerse. En la arraigada compenetración del hombre con el medio en que vive se forja una tipología cuya dimensión, más social que individual, completa literariamente el mapa físico de América Latina. El indio, el cholo, el gaucho y el emigrante entran a la narrativa como grupos sociales homogéneos, más que como individualidades. Al mismo tiempo, en nombre del realismo en que se inscribe, la «novela de la tierra» abandona la visión exaltada del romanticismo y del costumbrismo, donde las nociones de tierra y de pueblo, cuando no de nación o patria, se confundían, apareciendo la naturaleza como soporte de un orgullo nacional y, muchas veces, localista. Lejos de la naturaleza idílica de obras como María (1867), del colombiano Jorge Isaacs, y de Cumandá (1879), del ecuatoriano Juan León Mera, cinceladas al modo de las visiones arcádicas de Chateaubriand en Atala y de Saint-Pierre en Paul et Virginie, la naturaleza que se describe en las novelas de la tierra está pobladas de insectos, asoladas por enfermedades y lluvias torrenciales y en sus páginas se inventaría en forma minuciosa y documentada la realidad política, económica y social del continente. Para el colombiano José Eustasio Rivera la naturaleza es una fuerza trágica del destino a la que hay que someterse con resignado fatalismo. La selva de La vorágine (1924) ya no es un arcádico escenario paradisíaco, sino un infierno que «devora al hombre». En ese «laberinto vegetal» se pierde el protagonista Arturo Cova, tras haber huido de Bogotá con la mujer que ama, Alicia, escapando de la violencia que lo persigue. Cova termina «devorado» literalmente por un mundo vegetal de notas surrealistas. Gracias a la fuerza de esta epopeya, la última frase de la novela –«¡Los devoró la selva!»– se convirtió en el fin emblemático no sólo de la obra de Eustasio Rivera, sino de toda una corriente novelística. A partir de La vorágine, la lista de obras de motivo selvático resulta tan abrumadora como repetitiva. Desde Venezuela hasta  Campra (1982) estudia estos arquetipos en el contexto del espacio mítico de la narrativa latinoamericana.

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Brasil y la propia Argentina con su selva de las Misiones, pasando por los países que tienen su vertiente amazónica –Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Paraguay– el tema de la foresta hostil que aniquila al extranjero que se aventura en ella, el del espacio que es al mismo tiempo escenario de despojamiento e iniciación personal y agresiva presencia vegetal reaparece una y otra vez como obsesivo leitmotiv. A este grupo representativo de obras sobre el espacio de la selva consagramos el capítulo siguiente. En la novela de la selva la geografía es esquiva y cambiante, pero en ella se mueven con soltura sus habitantes nativos y quienes descubren su sentido secreto. Tal es el caso de Horacio Quiroga, cuya obra, fundamentalmente como cuentista, relata, gracias a su propia experiencia personal en las Misiones, el mundo de la selva (Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917; Cuentos de la selva, 1918; El salvaje, 1919; Anaconda, 1921). Allí es agricultor, colono, constructor de su propia casa, pionero y cazador, partero de sus hijos y solitario explorador. En Los desterrados (1926), forasteros, extranjeros o fronterizos que han olvidado sus banderas de origen –alemanes, belgas, brasileños…– aparecen hermanados en una suerte de epopeya de conquista y derrota que el propio autor vive como pionero de su aventura personal. La narrativa de Rómulo Gallegos constituye otro buen ejemplo del realismo telúrico del período. En Doña Bárbara, Gallegos pretende conciliar las fuerzas primitivas, pletóricas de la energía necesaria para vencer al medio hostil, encarnadas en el personaje de Doña Bárbara, con las civilizadoras del protagonista Santos Luzardo. Dos estrategias de «producción» se enfrentan: la moderna de la hacienda Altamira frente a la tradicional de El Miedo. Sin embargo, la dialéctica –civilización y barbarie– ya presente en Facundo (1845), del argentino Domingo Faustino Sarmiento, y encarnada en Doña Bárbara y en Santos Luzardo, se abre a un tercer personaje: el enemigo extranjero, Mister Danger, encarnación del rampante imperialismo norteamericano en la América meridional de las primeras décadas del siglo xx. El nuevo «triángulo» se resuelve, en la perspectiva de Gallegos, por la unión de las fuerzas «nacionales» contra el imperialismo extranjero. Apenas publicada, Doña Bárbara fue considerada la «novela representativa del 47

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llano venezolano». Su propuesta se presentó como ejemplar para la Venezuela futura. Si la selva parece ser el escenario privilegiado de las novelas de la tierra, otros paisaje representativos de América como la pampa, la sabana, el altiplano boliviano y la sierra andina o el mundo campesino de Chile y Uruguay se convierten en arquetipos de una geografía simbólica y telúrica cuyos protagonistas se mimetizan con la naturaleza. El relevamiento de grupos humanos a los que se adscriben –caucheros y siringueiros, gauchos y paisanos, mineros y obreros de ingenios azucareros– van poblando un territorio hasta entonces inédito. El predominio de esta narrativa es consecuencia directa del proceso de autoafirmación americanista, en la cual la narrativa realista cumple una verdadera función social. La ficción refleja un mundo que sólo esperaba quien le restituyera su legitimidad. El escritor se cree investido de esa misión. Sin embargo, es Don Segundo Sombra (1926), del argentino Ricardo Güiraldes, quien mejor concilia la aguda preocupación formal y estética que proviene del modernismo con la temática de la pampa, proyectada como cristalización emblemática de la conciencia de la argentinidad. El viaje de formación del adolescente Fabio a través de la «pampa húmeda», bajo la orientación y guía de Don Segundo Sombra, al que llamará «mi padrino», reconstruye el itinerario iniciático y la progresiva superación de obstáculos, al modo de una novela de caballería, que habrá de forjar su «alma de horizonte». Fabio, el inicial adolescente imberbe, se transforma, poco a poco, en un gaucho estoico que encarna con su silencio la virtud primordial del hombre solitario. En el duro aprendizaje como «baqueano» y resero, este hijo natural, reconocido in extremis por su padre agonizante, se transforma finalmente en «estanciero». Detrás quedan los recuerdos de resero vagabundo y «esa indefinida voluntad de andar, que es como una sed de camino y un ansia de posesión, cada día aumentada, de mundo». En la lectura del «texto / textura», sabanas y llanos, selvas y montañas integraron conjuntos simbólicos con un «sentido común», un mundo de significaciones suficiente para permitir tanto la reconstrucción de espacios de origen como la recuperación de un lugar privilegiado del «habitar», ya que, como sugiere Paul Ricoeur, es 48

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necesario, para habitar el paisaje, la mezcla de la mirada del geógrafo, el espíritu del viajero y la creación del artista para, respectivamente, darse cuenta del entorno concreto de la naturaleza de los espacios, desear penetrar en sus sendas, caminos y secretos. De esta manera, el hermeneuta marcha constantemente para encontrar hallazgos y en ellos darle un sentido a su propia existencia. Desde una perspectiva contemporánea, la novela de la tierra tuvo el mérito de haber «inventariado» la naturaleza y el espacio americano, hasta ese momento inéditos. Al valorar los aspectos que hoy pueden considerarse meramente documentales e informativos, compensó lo que en aquel entonces era un desconocimiento sociológico, económico o antropológico, áreas de estudio que, en muchos casos, llegarían después a un territorio definido inicialmente por la ficción. Esta función complementaria de la narrativa no ha sido exclusiva de América Latina. Basta recordar, en el siglo xix, las pretensiones de Balzac cuando concibió el ambicioso plan de La comedia humana o el reflejo explícito de la sociedad francesa que se propuso Émile Zola o Benito Pérez Galdós de la española. Casi cinco siglos después de los primeros sorprendidos, de aquellos cronistas de Indias y su esfuerzo por «bautizar» la geografía recién descubierta del Nuevo Mundo, y luego del pormenorizado relevamiento de la naturaleza de los novelistas de la tierra, Alejo Carpentier, en plena década del sesenta, seguía sin embargo afirmando que «creo que ciertas realidades americanas, por no haber sido explotadas literariamente, por no haber sido “nombradas”, exigen un largo, vasto, paciente proceso de observación» (1967: 12). En eso parece seguir estando la literatura latinoamericana.

 Véase Ricoeur 1983, Vol. I.

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El topos de la selva

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o hay espacio en la naturaleza latinoamericana que haya suscitado representaciones literarias tan opuestas como la selva. Arcadia, Jardín del Edén o Paraíso inviolado del Génesis para unos, «infierno verde», trampa, cárcel o «laberinto vegetal» para otros, el mundo cerrado y misterioso de la selva ha propiciado una narrativa conflictiva que ha hecho de su espacio inédito y desconocido un topos literario por excelencia. Allí se han forjado sus mejores mitos y sus peores tópicos. En el vasto territorio que ocupa el corazón de América del Sur –cuyo arco geográfico va desde la Guayana y Venezuela hasta la Argentina, pasando por la vertiente amazónica de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y el Paraguay y en el que el Matto Grosso y la Amazonía en Brasil ofician de centro– se ha creado, mediante la apropiación estética de la naturaleza virgen, un espacio compartido que ha propiciado un significativo paisaje literario. La llamada «novela de la tierra» la consagró en los años veinte con La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, aunque en realidad el telurismo lo habían inaugurado cronistas y poetas del período colonial y había sido ensalzado ya por el romanticismo. Finalmente, la ficción contemporánea la transformaría en paradigma del nunca dirimido conflicto entre tradición y modernidad. El resultado es un auténtico subgénero temático: la novela de la selva. En este grupo de novelas y relatos se integran obras tan diversas como Cumandá (1879) de Juan León Mera; Green mansions (1904) de W. H. Hudson; La vorágine (1924) de José Eustasio 51

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Rivera; Toá (1933) de César Uribe Priedrahita; Canaima (1935) de Rómulo Gallegos; La serpiente de oro (1935) de Ciro Alegría; Borrachera verde (l937) de Raúl Botelho Gosálvez; El camino de El Dorado (1947) de Arturo Uslar Pietri; Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier; Desde el río (1965) de Alfredo Leal Cortés; Maladrón (1969) de Miguel Ángel Asturias; Siete lunas y siete serpientes (1970) de Demetrio Aguilera Malta; Sangama (1971) de Arturo Hernández; Daimón (1981) de Abel Posse; La casa verde (1966) y El hablador (1986) de Mario Vargas Llosa. En los cuentos misioneros de Horacio Quiroga y en la narrativa paraguaya, boliviana o ecuatoriana, se repite la constante temática del viajebúsqueda, especie de peregrinaje iniciático, de despojamiento de lo fútil del mundo desarrollado y de encuentro con valores primordiales en el corazón de la selva virgen americana. El camino que lleva a ese corazón simbólico es siempre un camino difícil. Supone –como en las novelas de caballería– una serie de obstáculos por franquear, un camino lleno de recodos y trampas que intentan disuadir al extranjero-intruso de su propósito inicial. Peligros y aventuras que van modificando la personalidad del héroe al mismo tiempo que procuran una forma de iniciación. A veces, esta iniciación que el viaje procura se traduce en una comunión final del hombre con la sencillez de la naturaleza, una vez que se siente despojado de los superfluos atributos de la civilización. La selva que hasta ese momento parecía una cárcel infernal, se transforma en un templo («catedral verde» se la llama en Cumandá), verdadero centro de la identidad asumida. En efecto, en algunas novelas ese corazón escondido existe. Allí están intactas las fuerzas del Fundador de Ciudades en Los pasos perdidos; la esencia del futuro mestizo de América en Canaima y Green mansions; la isla secreta con la que todos sueñan, como Fushía en La casa verde. En otras, la identidad del héroe se disuelve en el vasto laberinto vegetal de una selva que carece de centro, como en La vorágine, en Toá, en Desde el río; en el relato Kilómetro 83  Aunque no los analicemos en este trabajo consagrado a la novela, no pueden dejar de mencionarse los «cuentos de la selva» de Horacio Quiroga, cuya vida y obra se centran en gran parte en el territorio de las Misiones.

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de José Diez Canseco; en Inferno verde de Alberto Rangel y en los cuentos misioneros de Horacio Quiroga. Finalmente, hay novelas donde la empresa de conquista es colectiva y se aparece como una crónica de vasta resonancia histórica, tal como se narra en Maladrón, en Daimón, en El camino de El Dorado y en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1962) del español Ramón J. Sender. Más allá de las diferencias de estilo o argumento, en todas ellas se cumple un movimiento centrípeto desde las «orillas» del continente americano hacia su interior, movimiento de repliegue y arraigo, de búsqueda de esencias y tradiciones perdidas en la periferia. En el corpus de obras que lo caracterizan hemos seleccionado Cumandá de Juan de León Mera, La vorágine de José Eustasio Rivera, Canaima de Rómulo Gallegos, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier y El hablador de Mario Vargas Llosa, cinco novelas consideradas canónicas dentro del género. Analizaremos en ellas los diferentes modelos estéticos de representación de la naturaleza y su transformación en paisaje, en la perspectiva de los estudios que propicia la geopoética. Ello necesita de algunas consideraciones previas. La conquista heroica del espacio La narrativa latinoamericana del movimiento centrípeto –de la que forman parte estas obras– debe inscribirse en la larga tradición mítico-literaria que Mircea Eliade ha tipificado como la empresa del navegante que quiere alcanzar el punto sagrado donde se encuentra el templo o el centro que le permite elaborar su propio ordenamiento cosmogónico del mundo. Esta aspiración demiúrgica de «creador de mundos» es evidente en la fundación inventiva de las ciudades míticas de Comala en la obra de Juan Rulfo, Santa María en la de Juan Carlos Onetti o Macondo en el universo de Gabriel García Márquez. Nadie mejor que Alejo Carpentier para transmitir ese afán creativo que implica la fundación de una ciudad. La resume el protagonista de Los pasos perdido cuando exclama: Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. Él ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser Fundador de

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una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figura en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad (1971: 187).

Estas expediciones fundacionales son conquistas heroicas en la mejor tradición de las organizadas tras los mitos de El Dorado, el reino de Jauja, las Manzanas de Oro, la Ciudad de los Césares, la Hierba de la Vida, el País de la Canela, la Fuente de la Juventud, el reino de las Amazonas y tantos otros de romances y leyendas populares, de libros de caballería y de textos grecolatinos clásicos. Llámese California («Una isla muy cerca del paraíso terrenal», como la bautizara Hernán Cortés), Amazonía (tierra de las fantásticas mujeres guerreras), o El Paititi, ese remoto lugar de la selva al que huyen los emperadores incas con sus tesoros para establecer el nuevo centro de su reino perdido en la cordillera, o se trate del encuentro con «la madre de Dios» en las formas primordiales de una jarra sin asas, como se imagina en la Santa Mónica de los Venados de Los pasos perdidos. Todos estos puntos míticos de la geografía americana procuran una sensación simultánea de llegada o de fin del viaje y de comienzo o iniciación a una existencia más auténtica. Para los héroes de esta narrativa, la selva no es sólo algo natural que se puede inventariar objetivamente en un orden geográfico, botánico o zoológico, o como repertorio o catálogo de etnólogos y naturalistas. Es mucho más. Es un mundo cerrado y por lo tanto misterioso, que provoca adhesión o rechazo, cuando no ambas sensaciones entrelazadas en un sentimiento confuso y difícil de expresar. Esta noción de mundo cerrado nace de un conjunto de impresiones que no se pueden explicar científicamente, sino sólo por medio de representaciones literarias que son reflejo de una visión subjetiva de la relación entablada por el hombre y su entorno. Nos hallamos, en cierto modo, frente a una geografía personalizada y mítica, espacio conflictivo por excelencia, ajeno a descripciones e informaciones objetivas y cercano a un modo abstracto, sensorial y, por lo tanto, poético de percepción, aunque también se ha insinuado su dimensión religiosa y mística. No por 54

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casualidad –anota Esther Mocega sobre Los pasos perdidos– Carpentier menciona a Santa Teresa y las «vías purgativas» con que jalona el «camino de la perfección» de Las Moradas . Del paso de uno a otro, peldaños que ascienden desde el nivel del mar de Nueva York hasta las cimas más altas en el centro de la selva, última «morada del castillo de diamantes». Itinerario, que si bien es místico en tanto supone un progresivo despojamiento de la carnadura pecaminosa de la que es portador y que Mouche simboliza, es al mismo tiempo de iniciación al goce de los placeres simples y primordiales. En todo caso, sea como mundo vegetal, simbólico o místico, escenario que procura definiciones o disuelve la identidad, la polisemia del espacio selvático permite proyectar una teoría del espacio como centro dialéctico de las extensiones entre el mundo del yo individual o colectivo y el vasto e inédito del no-yo. Esta teoría, basada en el análisis de ciertos tópicos y leitmotivs que aparecen como constantes en la mayoría de las novelas enunciadas, merece ser desarrollada aun cuando cuente ya con antecedentes, tal como ha recordado Pedro Lastra a propósito de La vorágine: En un agudo examen de La vorágine como un viaje al país de los muertos, Leonidas Morales se refirió a las posibilidades que podrían tener entre nosotros un nuevo tipo de investigación, fundado en el análisis de ciertos tópicos y motivos –en parte, incluso, al margen de la tradición europea– que en algunos importantes narradores hispanoamericanos funcionan como correlatos de comprensión que permiten integrar y hacer inteligible el sentido último de esas creaciones (1972: 45)

Las páginas que siguen no son más que un intento de establecer algunas de las constantes temáticas y motivos literarios que le dan un sentido y una significación particular a esta narrativa, más allá de la escuela literaria en que se inscribe o de la literatura nacional a la que pertenezca. Sin embargo, es conveniente recordar en detalle cómo el topos de la selva se representa en la literatura colonial.  Véase Mocega González 1980: 38.

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La catedral verde de Cumandá Las primeras descripciones de la selva americana, impregnadas de la visión paradisíaca, se inspiran en las Églogas y las Geórgicas de Virgilio, pero sobre todo en la Arcadia de Iacopo Sannazaro y en las novelas pastoriles en boga en el siglo xvi, al modo de la Galatea (1584) de Cervantes. El siglo de oro en las selvas de Erifile (1608), de Bernardo de Balbuena, constituye un ejemplo representativo de ese primer esfuerzo apaciguador de la naturaleza americana a través de la literatura. El diálogo pastoril del protagonista Serrano se inscribe en un paisaje idílico, locus amoenus de larga tradición clásica, donde al mismo tiempo que se describe la flora y la fauna de la Nueva España se cantan las bondades de praderas, bosques, montañas y ríos; un paisaje que sería ejemplo de la armonía de la creación. Similares esfuerzos de la conversión de la naturaleza en paisaje están presentes en la obra de Francisco Cervantes y Salazar, pero sobre todo en la Rusticatio Mexicana (1781) del guatemalteco Rafael Landívar, donde se inventarían los rasgos característicos de la naturaleza del Nuevo Mundo, en una descripción pormenorizada de su flora y su fauna, sus campos y montañas, sus lagos y cascadas, sobre la que Pedro Henríquez Ureña cree percibir una «graciosa vivacidad y una honda simpatía y comprensión por las culturas indígenas» (1964: 85). La herencia neoclásica es asumida por el romanticismo. Suerte de Jardín del Edén, donde no hay insectos ni reptiles ponzoñosos y fluyen aguas cristalinas que invitan a baños bautismales, la selva reproduce una bucólica Arcadia. Los habitantes nativos, entre los cuales hay hermosas indígenas de sospechosos ojos azules, viven de forma idílica hasta la llegada del hombre blanco. No es extraño, entonces, que la novela romántica por excelencia de la selva, Cumandá (1879) del ecuatoriano Juan León Mera, convierta la amazonía ecuatoriana en una «catedral verde», donde «la idea de Dios» se hace más perceptible, como cree su protagonista –el joven Carlos Orozco– al penetrar en la foresta impregnado de una «cierta misteriosa grandeza». En el centro de la vegetación umbría se siente «en su elemento», ya que tiene: 56

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Una libertad de que nunca hasta entonces había gozado, y que, enajenándole del mundo, le hacía dueño absoluto de sí mismo, para lanzarse derecho y más fácilmente a la contemplación de lo infinito. Allí le pareció más perceptible la idea de Dios, y halló más claras y precisas algunas verdades sobre las cuales había cavilado mucho (Mera 1998: 113).

En ese ámbito se le aparecen «claras y precisas algunas verdades sobre las cuales había cavilado mucho». Una voz secreta le musita: Eres dueño de ti mismo y verdadero rey de la naturaleza: estás en tus dominios, haz de ti y cuanto te rodea lo que quisieres. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira ni sojuzga tus actos (Mera 1998: 69).

La representación de la selva como espacio religioso no hace sino reproducir la visión medieval de la diversidad y grandiosa unidad del mundo que encarna la catedral gótica. La identificación secular con el Edén, la naturaleza como «segundo paraíso» donde la sombra vertical de los árboles sella la alianza entre la religiosidad y la mística ecológica que las elevadas columnas de la catedral reproducen como palmeras edificadas a la gloria del creador, forjan esa imagen cliché del bosque catedral. Una selva que inspira devoción al mismo tiempo que temor. El escenario inhóspito y hostil, poblado por seres desconocidos y aterradores, al modo del bosque medieval, es al mismo tiempo el sobrecogedor refugio nostálgico del mundo de los orígenes, ese paraíso perdido eternamente evocado y reconstruido. Estamos en Cumandá frente a una naturaleza cuyo conocimiento y posesión de «todas sus bellezas y armonías» parece únicamente privilegio de la poesía, aunque se exprese en una novela, según confiesa arrobado el «intruso» en el paraíso: Aquí hay sonidos y melodías que encantarían a los Donizetti y los Mozart, y que a veces los desesperarían. Aquí hay flores que no soñó nunca el paganismo en sus Campos Eliseos, y fragancias desconocidas en la morada de los dioses. Aquí hay ese gratísimo no sé qué, inex-

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plicable en todas las lenguas, perceptible para algunas almas tiernas, sensibles y egregias, y que, por lo mismo, se le llama con un nombre que nada expresa: poesía (Mera 1998: 70).

Se trata, al sentir de autores románticos como Lord Byron, de hacer del paisaje un estado de conciencia. Sin embargo, la representación del paraíso selvático, al modo de Cumandá, duró poco. Pronto se descubrirán insectos y reptiles, humedad y calor opresivo y la cruel explotación del hombre por el hombre en el corazón de lo que se creía refugio edénico. Las experiencias serían diferentes. De la «catedral verde» a la «cárcel vegetal» Al inicio de La vorágine y de Los pasos perdidos hay un personaje que huye o deja atrás una gran ciudad –Bogotá, Nueva York o Caracas– hacia un centro simbólico de localización imprecisa en un mapa, identificado con un paraje secreto de la selva, donde formas primitivas de vida están preservadas gracias a la dificultad geográfica de acceso. El héroe es un extranjero al medio e intenta, a través de un sumergirse en ese mundo primordial, una forma de encuentro consigo mismo. Si un desajuste existencial profundo marca el impulso inicial que lo lleva a dejar la urbe periférica, el movimiento centrípeto en que lo traduce conduce a una disolución panteísta de la identidad en el centro de una naturaleza desbordante, tan hostil como seductora. A través de experiencias límite que la vida ciudadana nunca podría procurarle, la selva modifica la identidad del extranjero que se aventura en su laberinto, al punto de que quién vuelve (¡si es que puede volver!) nunca es el mismo que se fue. Cuando se puede escapar a las trampas que tiende la realidad de la selva, el ser que emerge es siempre otro, metamorfoseado integralmente, irreconocible para los demás. En principio, puede hablarse de una perspectiva común desde la cual han sido concebidas tanto estas dos novelas como otras del género: la identificación del ámbito selvático como paraíso primordial, cuya pureza es frágil como lo es la virginidad que garantiza su equilibrio. El hombre, al penetrar en su espacio sagrado, viola 58

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la pureza y transforma el paraíso en un infierno. La naturaleza se venga del intruso que se ha atrevido a penetrar en su espacio. Como ha señalado Lydia de León Hazera: La selva responde en términos de sabor bíblico-mitológico que quien la transformó en infierno fue el invasor por su codicia y avidez, que antes de la llegada de éste su prodigiosa vegetación era un paraíso donde las tribus vagaban libres y felices (1971: 71).

El esquema de un orden paradisíaco virginal violado por el ángel destructor que encarna el hombre blanco y sus ambiciones conduce naturalmente a que la selva se autoproteja cerrando sus accesos. El mundo selvático tiene entradas difíciles y secretas. Disponer de las llaves que permiten llegar a sus rincones más recónditos es clave esencial para encontrar el templo que busca el protagonista de Los pasos perdidos. El Adelantado se lo explica: Cubriendo territorios inmensos, encerrando montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundo compacto entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida, mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocas puertas. «Algo así como el Arca de Noé, donde cupieron todos los animales de la tierra, pero sólo tenía una puerta pequeña», acotó el hombrecito (Carpentier 1971: 125).

Para penetrar en ese mundo, el Adelantado ha tenido que conseguir las llaves de secretas entradas; ya que «sólo él conocía cierto paso entre dos troncos, único en cincuenta leguas, que conducía a una angosta escalinata de lajas por la que podía descenderse al vasto misterio de los grandes barroquismos telúricos». Por esta razón, cuando el protagonista de Los pasos perdidos intenta volver solo, sin el guía poseedor de las «llaves», al punto donde encontró la felicidad con la nativa Rosario, se pierde. Los ríos y lagos ya no tienen las mismas orillas; las puertas no están en el mismo lugar; los senderos han sido escamoteados por una vegetación devoradora y «las veredas tropicales» tienen un nuevo trazado. La moraleja es clara: 59

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para guiarse en ese mundo no se puede prescindir de los conocimientos de los nativos, porque la geografía es esquiva y cambiante, no sirviendo de nada los «grandes mapas» porque «aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles» (Vargas Llosa 1966: 51). Estas dificultades de acceso exacerban la condición paradisíaca de la selva americana. El paraíso terrenal se protegía en la tradición bíblica por el círculo de fuego y los ángeles guardianes que impedían su entrada o en la visión de Dante en La Divina Comedia por la lejanía de la isla del Purgatorio, situada en las antípodas de Jerusalén y en cuya cima se superponían sus círculos. El paraíso cerrado de la selva, auténtico Jardín del Edén, como creyó ser reconocido por los conquistadores de Brasil, intenta proteger celosamente su condición. Extraños en el paraíso Sin embargo, se adivina en todos los casos que el paraíso es, por sobre todas las cosas, una forma de encuentro consigo mismo. El contorno se subjetiviza en función del estado de ánimo; la visión personal marca la selva con los signos de un paraíso frágil y difícil de preservar, del mismo modo que puede convertirlo en un infierno. En efecto, no es difícil que los signos se inviertan. En definitiva, el paraíso puede estar más cerca del infierno de lo que se pudo imaginar. A diferencia de la selva hasta ahora analizada, polarizada entre la visión paradisíaca y la infernal, la de una obra como Los pasos perdidos es engañosa. En este mundo vegetal «muchas verdades están en entredicho» y la realidad es dual y está regida por «la mentira esencial» de la naturaleza selvática que encubre el «mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante», donde todo es «disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis». Por lo tanto, no es la visión subjetiva del ser humano la que transforma una «catedral» en «cárcel», sino que es la propia naturaleza la que escamotea su auténtica condición en disfraces tanto edénicos como  Los motivos edénicos en el descubrimiento y en la colonización del Brasil constituyen el tema del completo estudio de Buarque de Holanda (1977).

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infernales. Así, el protagonista de Los pasos perdidos, después de haber creído que ha llegado a una forma personalizada del paraíso, descubre la falacia del decorado selvático: Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con las fauces en espera, parecían maderos podridos, vestidos de escaramujos; los bejucos parecían reptiles y las serpientes parecían lianas, cuando sus pieles no tenían nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena, escamas de ananá o anillas de coral; las plantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida, escondiendo el agua que les corría debajo, fingiéndose vegetación de tierra muy firme; las cortezas caídas cobraban muy pronto una consistencia de laurel en salmuera, y los hongos eran como coladas de cobre, como espolvoreos de azufre, junto a la falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapizlázuli, demasiado plomo estriado de un amarillo intento, simulación, ahora, de salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. La selva era el mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis (Carpentier 1971: 164).

En este mundo, donde «muchas verdades están en entredicho», la realidad es engañosa y dual: el lagarto-cohombro, la castañaerizo, la crisálida-ciempiés, la larva con carne de zanahoria y el pez eléctrico que fulmina desde el pozo de las linazas. No es difícil, entonces, que al descubrir «la mentira esencial», la «catedral verde» que alberga el ansiado paraíso se convierta a los ojos del extranjero en una cárcel, aunque objetivamente ni una sola hoja de la fronda haya cambiado. Es la visión subjetiva del ser humano la que transforma un escenario paradisíaco en infernal. El esquema se reproduce en otras novelas de la selva, donde caracteres y personajes mal definidos cobran una inesperada dimensión gracias a la intensidad con que se viven esos espacios hostiles. Si la selva termina por destruirlos –como sucede en La vorágine– antes 61

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de aniquilarlos los ha transformado en seres trágicos. El escenario otorga profundidad al conflicto de seres que, fuera de ese contexto, se desinflarían y pasarían a ser caracteres planos, de acuerdo con un distingo ya clásico entre personajes planos y esféricos. En la narrativa de Rivera y de Carpentier, gracias a la influencia decisiva de la naturaleza, los protagonistas se trascienden en caracteres dramáticos y dejan de ser esos caracteres-tipo, casi estereotipos de comportamientos que abundan en la novela de la tierra americana, para transformarse en personajes «esféricos», seres que no pueden caracterizarse en una sola frase. Tanto la conciencia de Arturo Cova en La vorágine como la del etnólogo musical de Los pasos perdidos se enriquecen sensorialmente gracias a la lucha contra las agresiones del espacio que los hostiga, dividido ambiguamente entre el paraíso y el infierno. El medio les otorga los incentivos para desarrollar habilidades con que responder al desafío original. La identidad de estos «intrusos en el paraíso» se cristaliza alrededor de mecanismos de defensa selectivos. Si por momentos buscan imponerse al medio, en general parecen sucumbir a la fatalidad del destino y atraer, como los pararrayos, la violencia que desencadenan a su alrededor. Su problemática, siendo individual, es generalmente representativa de una más vasta y colectiva. Por lo tanto, es apta para ser novelesca y en ella pueden reconocerse lectores de todas latitudes. En la medida en que estos héroes son derrotados por el medio, es todo un esfuerzo civilizador el que fracasa y, por lo tanto, un modo de concebir el ordenamiento del espacio latinoamericano. Es tal vez esta derrota del hombre por el medio –pese a los desafíos civilizatorios que se propone Marcos Vargas en Canaima de Rómulo Gallegos– la que tienta a tantos escritores, a partir del éxito de La vorágine en 1924, a reiterar la trama en otros escenarios de la selva americana, hasta convertirla en mera repetición de tópicos. Sus cultores son legión en Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay y Brasil y no faltan en la propia Argentina.

 Véase Forster 1957. Forster los llama «round and flat characters».

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Robinson construye su mundo utópico Las puertas del mundo cerrado de la selva no se abren con facilidad y el transcurso de un viaje sólo da ilusiones momentáneas de integración. Para identificarse plenamente con el buscado centro, la renuncia tendría que ser más radical y cruzar las barreras de obstáculos que la naturaleza opone tenazmente con fiebres, picaduras de insectos y una muerte que acecha disimulada entre las hojas del Jardín del Edén, serpiente diabólica de mordedura venenosa, símbolo amenazante que convierte el desafío de la colonización del espacio en una aventura de significación más profunda. Porque si es evidente que no existe un «corazón de las tinieblas» en su profundidad –al modo del encontrado por el héroe de The Hearth of darkness de Joseph Conrad, una obra con la que se ha comparado Los pasos perdidos y que indudablemente le ha influido– al menos se lo puede construir con empeño. El centro del mundo está donde el hombre ha decidido abrir un claro en la selva y significar el espacio. Son los Robinson Crusoe de esta narrativa –y no dioses generosos– quienes fundan y dan un sentido al espacio americano, ávido de delimitaciones. En tanto que seres ajenos al espacio en que irrumpen, los intrusos tienen la capacidad de asombro y extrañeza que otorga una visión distinta de la realidad. Sin embargo, en forma paralela a la sorpresa que lo inédito les provoca, estos extranjeros hacen un esfuerzo por adaptarse. Son intrusos con mala conciencia y, al mismo tiempo, seres que anhelan echar raíces y justificar su ser en el espacio que han invadido. En esta voluntad es perceptible la necesidad libidinal de todo ser humano por expandirse en el espacio en que desarrolla sus actividades. Porque si bien en el origen del movimiento que los ha impulsado a huir de la ciudad hacia el interior del continente ha habido un desajuste fruto de una experiencia conflictiva, buscan, apenas llegados a lo que consideran su centro, una síntesis integradora entre los aspectos más problemáticos de su identidad y la realidad del entorno. Este proceso integrador tiene, sin embargo, diferentes grados de expresión. La más comprensible es la necesidad de comunicación. Abordado un nuevo mundo hay que establecer un diálogo con la realidad. Pese a la hostilidad de lo desconocido, hay una voluntad 63

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de intercambio que se acompaña generalmente de un esfuerzo de comprensión. Ello supone otras razones. No se puede ser indiferente cuando se ama la acción y la aventura. Porque es evidente que los héroes de esta novelística son siempre seres «enamorados de la actividad en gran escala», cuya identidad aparece constantemente estimulada por el viaje iniciático que han emprendido y por el proceso dialéctico de la relación entablada con las dificultades del medio. En cierto modo es como si la hostilidad y la sorpresa los motivaran más que una blanda travesía por un espacio sin obstáculos. Aunque en muchas de estas obras, como es el caso de La vorágine, la aniquilación del protagonista marca el dramático final, el proceso puede medirse en términos de un crecimiento del yo, como desafío individual, apasionante en la medida en que es desproporcionado. La desmesura empieza por la ambición de querer ser Dios, es decir, ser un constructor de mundos. Todo proyecto de utopía –ya se sabe– implica una vocación de poder omnisciente en los límites del espacio donde pretende edificarse. Un Dios que tal vez es modesto, como un Robinson Crusoe enfrentado a un mundo en el que tiene que sobrevivir y en el que busca integrarse. El mejor ejemplo, tal vez el único, de esta expresión literaria se da en la vida y en la obra de Horacio Quiroga, pero no es el caso de Rivera o de Carpentier. Ni Rivera ni Carpentier pretenden sobrepasar la condición de «intrusos», violadores de un paraíso por el cual son seducidos hasta que lo sospechan un infierno. Tampoco idealizan su empeño de conquista. Lo recuerda al pasar el protagonista de Los pasos perdidos. En ellos, la integración del hombre con el medio se cumple a través del vacío que va abriendo a su alrededor para protegerse. De ese espacio se van expulsando plantas, árboles y animales nativos para irlos sustituyendo por empalizadas, casas cerradas, perros guardianes, bueyes y pájaros en jaulas, traídos e implantados a la fuerza, elementos de aculturación que se integran a la realidad de la selva para pasar a constituir parte de su nueva identidad. Las fusiones y las defusiones que se van produciendo en la constante interacción de las fuerzas opuestas de ajuste y desajuste con el medio enriquecen y otorgan particular intensidad a la narrativa que las describe. 64

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La transformación de la selva paraíso en selva infierno puede ser resultado, simplemente, de una decepción que ha seguido a la exagerada mitificación a priori de su espacio cerrado. La idealización de un escenario donde se localizó, desde el descubrimiento de América, el mirífico reino de El Dorado, de las Amazonas o el Paititi, y luego, más prosaicamente, las riquezas caucheras o petroleras, al ser confrontado con una realidad difícil y violenta provoca la reconversión de los mitos, ambigüedad ya presente en los textos clásicos: el oro sagrado es también maldito, vellocino o cáliz del Santo Grial, oro místico o transformado en las monedas que defecan los asnos en el país de Jauja o en la ambiciosa búsqueda de El Dorado. Porque «esta visión poética de la selva como cárcel coincide con las circunstancias sociales de los seres humanos que, seducidos por la ilusión de riqueza y las promesas de los enganchadores, son aprisionados por el ambiente físico y por la represión brutal de sus patrones» (León Hazera 1971: 140). Al descubrirse prisioneros en una gran trampa en la que han entrado inocentemente, los héroes de la narrativa de la selva pueden llegar a sentirse asfixiados. Las puertas secretas se cierran detrás de ellos y no les dejan escapatoria. Así, el viajero que pretendía ser un objetivo observador en De Bogotá al Atlántico –una crónica novelada de 1897 que es antecedente literario de La vorágine– llega a exclamar: «Nuestros ojos ansiaban ver el cielo que sólo divisábamos como a jirones por entre el follaje, y aquel manto de hojas nos parecía robarnos el aire, de modo que por fenómeno de pura imaginación creíamos que éste faltaba a nuestros pulmones» (Pérez Triana 1945: 13). El escenario cambiante de la selva –catedral o cárcel, paraíso o infierno– es el reflejo externo del estado de ánimo del protagonista de La vorágine, Arturo Cova, donde el genius loci del autor llega a convertir la obra en una especie de espejo surrealista donde se reflejan sueños y pesadillas y donde todo se ve según el cristal con que se mira. Es la conciencia del ser atormentado la que construye la visión del mundo y no a la inversa, como sucede en la obra de Carpentier. Aunque ambas –La vorágine y Los pasos perdidos– están escritas en primera persona, a modo de testimonial recorrido de un itinerario personal de iniciación en 65

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el mundo cerrado de la selva, el punto de vista es diferente. En la novela de Rivera todo está impregnado por los estados de ánimo del protagonista, mientras en la de Carpentier la plurivalencia y la capacidad de manifestarse en planos múltiples, aun cuando homologables, aspira ser objetiva. Vale la pena referirse a ambas perspectivas. Los laberintos vegetales de La vorágine Arturo Cova ha jugado su corazón al azar y se lo ha ganado la Violencia, definida así con mayúscula desde la primera página de la novela. Gobernado por esa violencia visceral emprende una huída desde Bogotá hacia la selva. Su primera decisión es escaparse de la ciudad con la mujer que ama, Alicia. Arturo no busca, sino que está huyendo; no pretende ir hacia el centro de sí mismo, sino huir de los otros, la sociedad bogotana, donde ha protagonizado un escándalo. Sin embargo, poco a poco, se siente ambiguamente seducido por el mundo primitivo y se va despojando de su carga ciudadana, hasta metamorfosearse y desaparecer confundido en la vegetación que lo rodea, con estas palabras finales: «Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!», que han pasado a ser una auténtica definición literaria del género. Sobre esta frase final Carlos Fuentes ha llegado a decir que: La exclamación es algo más que la lápida de Arturo Cova y sus compañeros; podría ser el comentario de un largo siglo de novelas hispanoamericanas: se los tragó la montaña, se los tragó la pampa […]. Más cercana a la geografía que a la literatura, la novela de América Latina ha sido descrita por hombres que parecían asumir la tradición de los grandes exploradores del siglo xvi. Los Solís, Cabral y Grijalva literarios continuaban, hasta hace pocos años, descubriendo con asombro y terror que el mundo latinoamericano era ante todo una presencia implacable de selvas y montañas a una escala inhumana (1969: 9).

Espiral laberíntica, ese adentrarse por la geografía de Colombia hacia el corazón secreto de América puede percibirse como un 66

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auténtico «descenso a los infiernos», motivo ampliamente elaborado por la literatura clásica occidental, desde la Odisea de Homero a la Divina Comedia de Dante, pasando por la Eneida de Virgilio, pero con una gravitación de lo telúrico sin precedentes en la literatura europea. La inmersión en los «círculos del infierno» es inmediata. Desde la primera página de la novela, Arturo Cova ya está en Casanare, en los llanos linderos de la selva, un espacio que no abandonará en las 250 páginas siguientes. Huye con Alicia de «un escándalo en Bogotá» que han dejado atrás y del que poco se sabe en esta novela que empieza deliberadamente in media res, para descubrirse sin dificultad que el verdadero protagonista del relato es la selva, inmensa planta carnívora que devora a los personajes extraños que se han aventurado entre sus lianas. Con ella dialoga Arturo Cova en sus febriles delirios, otorgándole una y otra condición –catedral verde o cárcel vegetal– según sus estados de ánimo. Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venideros (Rivera 1953: 95).

Pero la selva es, al mismo tiempo: Esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina. ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, ¿por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpura las lejanías, hacia el lado de mi país! [...] ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit! (Rivera 1953: 95).

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Plantas y árboles van adquiriendo una consistencia determinante de los estados de ánimo del protagonista. Como la novela está escrita en la primera persona del singular, el yo subjetivo de Cova parece prolongar el estado tortuoso de su conciencia en el exterior y viceversa. Así, dueño de una aguda sensibilidad que envidiaría un buscador de experiencias límites por la vía de las drogas, llega a exclamar: Esta selva sádica y virgen procura al ánimo la alucinación del peligro próximo. El vegetal es un ser sensible cuya psicología desconocemos. En estas soledades, cuando nos habla, sólo entiende su idioma el presentimiento. Bajo su poder, los nervios del hombre se convierten en haz de cuerdas, distendidas hacia el asalto, hacia la traición, hacia la acechanza. Los sentimientos humanos equivocan sus facultades: el ojo siente, la espalda ve, la nariz explora, las piernas calculan y la sangre clama: ¡Huyamos, huyamos! (Rivera 1953: 176).

En estas páginas del diario de Arturo Cova, la naturaleza parece animarse para palpitar, sus árboles respirar y las raíces hundirse como desesperadas garras subterráneas que arañan la entraña de un gran animal vivo. Pese a estas notas surrealistas, pesadillescas y aun delirantes, esta selva animada, llena de gemidos y aullidos, atrae y cautiva a sus habitantes de modos muy diversos. Quienes han nacido y viven sobre su suelo, como Don Rafo, afirman convencidos: Es que... esta tierra lo alienta a uno para gozarla y para sufrirla. Aquí hasta el moribundo ansía besar el suelo en que va a pudrirse. Es el desierto, pero nadie se siente solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni se les teme, ni se les maldice (Rivera 1953: 18).

Por su parte, la vieja mulata Tiana considera que su tierra es «ésta donde me hayo», porque: «¡Yo soy de todas estas yanuras! Pa qué más patria, si son tan beyas y dilataás! Bien dice el dicho: ¿Onde ta tu Dios? ¡Onde te salga el sol!» (Rivera 1953: 47). Como otros autores que han comprendido, tras complejas elucubraciones, que es más importante ser que estar aquí o allá, 68

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los nativos de la tierra colombiana de la obra de Rivera han llegado a la conclusión de que nada es más sencillo que hacer del lugar en que se vive, dilatado espacio virgen, la patria buscada ansiosamente por otros. El propio Cova, sofisticado bogotano, no tarda en reconocer que: Hasta tuve deseos de confinarme para siempre en esas llanuras fascinadoras, viviendo con Alicia en una casa risueña, que levantaría con mis propias manos a la orilla de un caño de aguas opacas, o en cualquiera de esas colinas minúsculas y verdes donde hay un pozo glauco al lado de una palmera. Allí de tarde se congregarían los ganados, y yo, fumando en el umbral, como un patriarca primitivo de pecho suavizado por la melancolía de los paisajes, vería las puestas de sol en el horizonte remoto donde nace la noche; y libre ya de las vanas aspiraciones, del engaño de los triunfos efímeros, limitaría mis anhelos a cuidar de la zona que abarcaran mis ojos, al goce de las faenas campesinas, a mi consonancia con la soledad (Rivera 1953: 74).

A partir de esta aspiración roussoniana de vida sencilla y en el buscado sosiego digno del Walden de Thoreau, Cova no puede evitar la confrontación entre campo y ciudad, antinomia que recorre la narrativa latinoamericana: ¿Para qué las ciudades? Quizá mi fuente de poesía estaba en el secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que dice al peñón la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a las inmensidades que guardan el silencio de Dios. Allí en esos campos soñé quedarme con Alicia, a envejecer entre la juventud de nuestros hijos, a declinar ante los soles nacientes, a sentir fatigados nuestros corazones entre la savia vigorosa de los vegetales centenarios, hasta que un día llorara sobre su cadáver o ella sobre el mío (Rivera 1953: 74).

Sin embargo, la atormentada naturaleza de Cova es muy voluble. Apenas ha soñado con una vida apacible alrededor de un hogar edificado con sus propias manos en el corazón de una selva que convertiría en el centro de su identidad, la violencia que lo embar69

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gaba al principio vuelve a poseerlo. Alicia, el amor por el que huyó de Bogotá, se ha ido convirtiendo en un obstáculo, le va «estorbando como un grillete». No sabe montar a caballo –«el rayo del sol la congestionaba»– y se va apareciendo fuera de contexto desde las primeras páginas. El medio va haciendo notorio el desajuste de una mujer que, al no mimetizarse con el entorno, se va haciendo cada vez más extraña, no sólo a los ojos de los nativos, sino a los de su propio compañero. Seres que continúan siendo «idénticos a sí mismos» en un medio diferente tienden a desprenderse de la realidad, a desgajarse del paisaje como un personaje que ha perdido su razón de ser. Algo similar sucederá con Mouche, la amante del protagonista de Los pasos perdidos. Los personajes centrales masculinos «dejan caer» a la mujer ciudadana para sucumbir al encanto de las nativas. Las raíces de la mujer nativa Griselda, hija natural del medio, se mueve con soltura en el espacio primitivo en que ha nacido y del cual es su hermosa expresión. Al seducir a Arturo Cova no hace sino acentuar el progresivo desdibujamiento de la identidad ciudadana del protagonista, finalmente devorado por la inmensa y amorfa masa vegetal de la selva. Pero es otra mujer, la ubérrima madona, la que ha de devorarlo en el sentido literal y físico de la palabra: Calamidades físicas y morales se han aliado contra mi existencia en el sopor de estos días viciosos. Mi decaimiento y mi escepticismo tienen por causa el cansancio lúbrico, la astenia del vigor físico, succionado por los besos de la madona. Cual se agota una esperma invertida sobre su llama, acabó presto con mi ardentía esta loba insaciable, que oxida con su aliento mi virilidad (Rivera 1953: 225).

Sin embargo, en este progresivo y sensual identificarse con el medio, Arturo Cova no tiene muy claro hacia dónde va. Sabe de dónde viene y, pese a las sucesivas barreras naturales que lo separan del pasado –especialmente en su progresiva inmersión en la selva colombiana– está convencido de poder volver en cualquier momento. 70

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La mera posibilidad de volver, cada vez más remota y difícil, lo mantiene enfrentado a sí mismo. Cova se busca en la selva, aunque arrastra al mismo tiempo «una parte de su pasado» que quiere destruir, pero de la que no puede desprenderse. Por esta razón, cada vez que cree que está cortando definitivamente con esa parte de sí mismo que representa el pasado, estalla en una alegría violenta. Cada caño cruzado le parece un puente cortado, pero es otro elemento –el fuego– el que le da la sensación de que no puede «volver hacia atrás». Cuando estalla un incendio en la sabana, en el límite de la selva en el que se va adentrar, Cova grita entusiasmado: El amargo olor a carnes quemadas, agasajáronme la soberbia; y sentí deleite por todo lo que moría a la zaga de mi ilusión, por ese océano purpúreo que me arrojaba contra la selva aislándome del mundo que conocí, por el incendio que extendía su ceniza sobre mis pasos. ¿Qué restaba de mis esfuerzos, de mi ideal y de mi ambición? ¿Qué había logrado mi perseverancia contra la suerte? ¡Dios me desamparaba y el amor huía...! ¡En medio de las llamas empecé a reír como Satanás! (Rivera 1953: 93).

Poco después, el hombre que empezó huyendo puede decirse satisfecho: «¡Nadie nos buscaba ni perseguía! Nos habían olvidado todos» (Rivera 1953: 96). Ser olvidado por los demás es una forma de desaparecer para uno mismo, y en la progresiva inmersión en la naturaleza que conduce a Cova a su virtual desaparición hay una visión de la historia primordial del mundo que empieza a prevalecer. En ese desaparecer, como si se sumergiera en el túnel del tiempo, vuelve a los orígenes de la creación, una metáfora de involución que tiene algo del Génesis de la Biblia, no sólo en el comienzo que se confunde en la noche de los tiempos, sino también en el apocalíptico final de la historia. Gracias a los poderes de la planta yagé, conocida por telepatina, el indio Pipa puede predecir el mundo del futuro convertido en el espacio del «tercer día de la Creación», como Keyserling definiría, años después, al continente americano en sus Meditaciones sudamericanas (1932): 71

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Las visiones del soñador fueron estrafalarias: procesiones de caimanes y de tortugas, pantanos llenos de gente, flores que daban gritos. Dijo que los árboles de la selva eran gigantes paralizados y que de noche platicaban y se hacían señas. Tenían deseos de escaparse con las nubes, pero la tierra los agarraba por los tobillos y les infundía la perpetua inmovilidad. Quejábanse de la mano que los hería, del hacha que los derribaba, siempre condenados a retoñar, a florecer, a gemir, a perpetuar, sin fecundarse, su especie formidable, incomprendida. El Pipa les entendió sus airadas voces, según las cuales debían ocupar barbechos, llanuras y ciudades, hasta borrar de la tierra el rastro del hombre y mecer un solo ramaje en urdimbre cerrada, cual en los milenios del Génesis, cuando Dios flotaba todavía sobre el espacio como una nebulosa de lágrimas. «¡Selva profética, selva enemiga! ¿Cuándo habrá de cumplirse tu predicción?» (Rivera 1953: 111).

En esta especie de disolución final en un mundo vegetal y barroco se pierden los impulsos iniciales de la huída de Arturo Cova. Y en ese aniquilamiento selvático, por haber sido devorada la identidad, radica parte de la frustración que deja la lectura de la obra de José Eustasio Rivera. Esta selva-personaje, sin un rostro definido y sin un claro centro donde el espacio pudiera definirse con un contorno preciso, se disuelve en un magma de lianas y trampas sin sentido. En cierto modo el mundo cerrado del origen vuelve a cerrarse sobre los días previos a la creación, anteriores al Génesis, sin dejar trazas del pasaje del ser humano. Al despertar de la pesadilla surrealista de su vorágine, no quedan direcciones marcadas en el mapa americano. La identidad buscada, intuida en algún momento, no ha podido imponerse y ha sucumbido al medio. Canaima: un destino mestizo en la selva Entre el paraíso incontaminado y el infierno degradado de la selva, Rómulo Gallegos propone en Canaima (1935) la alternativa de un proceso civilizatorio. La naturaleza se enfrenta en lucha desigual, pero hay que combatirla para conquistarla. Marcos Vargas, el protagonista, tiene veintiún años y vive con sus padres en Ciu72

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dad Bolívar, en la frontera del mundo selvático, del cual llegan los ecos míticos de riquezas abundantes: caucho, oro, diamantes, que sólo esperan por espíritus emprendedores y jóvenes arriesgados para recoger sus fáciles frutos. Cuando su padre se descubre arruinado y fallece poco después, Marcos decide ir a la conquista de esas riquezas. Así lo anuncia a su apesadumbrada madre: «–No se aflija, vieja. Pronto estará nadando en un río de oro que le traerá su hijo, de donde broten los manantiales, por más lejos que sea» (Gallegos 1996: 11). Porque «la Guayana es de los aventureros», parte de una «Venezuela del descubrimiento y la colonización inconclusos» (Gallegos 1996: 6). Marcos ha escuchado desde pequeño con «emoción religiosa» esta consigna y ha adquirido «con la eficacia de un vigoroso instinto aplicado a su objeto propio los únicos conocimientos que le interesaban», es decir, «la geografía de la vasta región que luego sería el escenario fugitivo de su vida de aventurero». Por eso no es extraño que exclame convencido: «Guayana era una tierra de promisión» (Gallegos 1996: 7). Una fascinación ante el paisaje que es fuente de inspiración literaria donde se combinan la precisión de un manual de geografía con el lenguaje poético. Esta comunión del hombre con la naturaleza en lo que François Delprat ha definido como «telurismo lírico» otorga a Canaima una fuerza poética y forja una unidad que va más allá de la dicotomía civilización barbarie, que viene dada por la presencia de un elán vital primordial. Sin dinero, apenas con «su suerte por el camino y ante la vida», Vargas parte a «luchar entre los hombres y contra ellos». Frente a él están las aventuras «temerarias a que se lanzaban los hombres animosos» y un mundo inédito y rico: la selva que empieza en la orilla opuesta del río Caroni, que cruza con emoción. «Ya está en el Yuruari y que le sea de provecho. En la tierra del oro y de los hombres machos» (Gallegos 1996: 17), le anuncian al inicio de su aventura. Los términos de la apuesta son aparentemente simples: la naturaleza es rica, pero hay que doblegarla y para ello se necesita agresividad. El país espera por jóvenes como  Véase al respecto Delprat 1985.

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Marcos para cambiar el rumbo y el destino de la historia. ¿Acaso no se dice burlonamente que la historia de Venezuela ha sido hasta entonces la de «un toro bravo, tapaojeado y nariceado, conducido al matadero por un burrito bellaco»? (Gallegos 1996: 28). Aunque Canaima está escrita en tercera persona, el proceso de adquisición y ensalzamiento subsiguiente de la naturaleza, tanto por la vía descriptiva del paisaje que Marcos interioriza como por la de los seres humanos que viven en su seno –donde «se perdían los gemidos de una raza aniquilada»– se cumple en función de una vivencia personal intransferible. Pese a que abundan informaciones sobre ese espacio de la selva venezolana, su demarcación literaria no es genérica, sino que se recorta, se integra y se significa a través del proceso de acaparamiento de la realidad por parte de Vargas y en función exclusiva de los cambios que se procesan en su identidad. «¡Cómo suenan las tripas cuando se están convirtiendo en corazón!», se dice dándose ánimos (Gallegos 1996: 62), anunciando al mismo tiempo el íntimo proceso de transformación en el que está embarcado sin saberlo. Sin embargo, su crecimiento interior no se refleja en un estilo subjetivizado al modo de La vorágine. Como anota León de Hazera: Al concepto riveriano de la selva como fuerza avasalladora, Gallegos agrega otras posibilidades que la convierten en un elemento de proyección tridimensional. La selva es, a la vez, símbolo literario, fuerza sicológica y paisaje subjetivo. La diferencia esencial entre las dos obras residen en la relación entre el paisaje y el protagonista. En La vorágine la selva refleja el estado anímico de Arturo Cova y expresa su personalidad desorbitada, mientras en Canaima ella actúa como fuerza propulsora que influye activamente en la mudanza sicológica de Marcos Vargas (1971: 156).

En la obra de Rómulo Gallegos esta fuerza primaria se identifica con un mito desde el propio título de la obra. Canaima encarna el mito de la selva como deidad maléfica, cuyo espíritu deambula sembrando destrucción y muerte. Como enemigo del ser humano, «desata la tempestad, las fieras, los animales venenosos y todos los peligros ocultos de la selva. Canaima invade 74

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el espíritu del hombre e inyecta en él la fiebre del oro, la ira y la locura […] Contra él lucha Cajuña, el dios bueno, que siempre sale derrotado» (Araujo 1955: 45). Este mito aborigen recuperado por Gallegos tiene el valor de realzar el carácter americanista de la novela y expresar al mismo tiempo la eterna lucha del bien contra el mal. Antes de que Vargas comprenda el sentido dialéctico de la lucha que se libra en la naturaleza, la selva no es todavía un paisaje. Es simplemente una sucesión de «¡Árboles!, ¡árboles!.. la exasperante monotonía de la variedad infinita, lo abrumador de lo múltiple y uno hasta el embrutecimiento» (Gallegos 1996: 119). Al principio fue la decepción, se dice, para preguntarse: «¿Y esto era la selva?». Luego, empieza «a sentir que la grandeza estaba en la infinitud, en la repetición obsesionante de un motivo único al parecer», para concluir que: «He aquí la selva fascinante de cuyo influjo ya más no se libraría Marcos Vargas» (1996: 119). En el proceso de asumir la realidad para integrarla a su identidad, Marcos empieza por describirla, abunda en detalles y en un cierto barroquismo. Luego prosigue en términos de profundización metafísica: ¿Por qué internarse en la bárbara soledad de la selva? ¿Qué es lo que lleva a un hombre como Marcos a despojarse de todo para vivir casi desnudo en una selva hostil?

Las preguntas suponen siempre un riesgo para quién las formula. Buscar explicaciones puede conducir a una confrontación consigo mismo y a la comprobación de que la selva es: El infierno verde por donde los extraviados describen los círculos de la desesperación siguiendo sus propias huellas una y otra vez, escoltados por las larvas del terror ancestral, sin atreverse a mirarse unos a otros, hasta que de pronto resuena en el espantoso silencio, sin que ninguno la haya pronunciado, la palabra tremenda que desencadena la locura: ¡Perdidos! (Gallegos 1996: 120).

El laberinto de la selva rompe todo orden preestablecido; en la dialéctica para sobrevivir, la identidad retrocede hasta sus formas 75

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más elementales. Las interrogantes se hacen más acuciantes y las respuestas más simples. Marcos obtiene la respuesta de un personaje europeo, el Conde Giaffaro, que incursiona en la selva «con fines misteriosos» y practicando una curiosa terapia personal, la cura periódica en la que «abre válvulas de escape a las inmundicias que se van acumulando dentro del alma, a fin de que no lleguen a intoxicársela por completo». Y para esta cura no hay como la selva, según aconseja al joven Marcos: Trate usted su alma como una caldera de vapor, vigile los aparatos registradores de la presión y cuando advierta que ésta pone en peligro la integridad de aquella, tire del obturador sin falsos escrúpulos y ábrale la válvula de escape al grito de Canaima. Y deje que los demás se pierdan en conjeturas acerca de lo que significarán esos silbatos de alarma. ¡Usted sabe lo que significan y eso basta! (Gallegos 1996: 126).

Los ambiciosos propósitos iniciales de enriquecerse con el oro, el caucho o los diamantes, cuyos rastros descubre Marcos Vargas en su vagar por la Guayana venezolana, se van diluyendo. Sin embargo, al perder el ímpetu original, Marcos ha ganado en sensibilidad. Lo ayuda la nostalgia, por un lado, y un saludable sentimiento de duda. Dudar es abolir seguridades, pero también es una forma de adquirir una sutil percepción no menos rica que las piedras preciosas que se recogen en los cauces de los ríos secos de la selva. Empieza a comprender así las tremendas injusticias –«el mal de la selva»– y su «alma generosa ya no puede conciliar el optimismo con la iniquidad». A su alrededor comprueba cómo los capataces abusan de los peones e indios. Sólo del aniquilamiento del hombre ambicioso podrá surgir el hombre nuevo que aspira a ser. Y el hombre nuevo es un hombre recién creado en el Paraíso del Génesis, ya que como sugiere Juan Liscano: La búsqueda profunda de Marcos Vargas era de inspiración adánica y consistía en obtener un alma nueva, nacida de la inmersión en lo telúrico primordial, fraguada en las pruebas de la selva, asomada al misterio del sexto día de la creación (Liscano 1961: 135).

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Una nueva vida empieza para Marcos. Si los demás lo tienen por loco, él parece haber encontrado la felicidad permitiendo que «soplen por fin aires de Cajuña el bueno» en su corazón. Después de vagar por la selva se instala con los indios y los ayuda a escapar de «de las garras del racional» hombre blanco, fuera de la zona cauchera donde los explotan y tiranizan. Viviendo «sencillas escenas de comienzos de mundos y una nueva sensación de sí mismo», Marcos no sólo comparte «la vida simple», sino los amores de la india Aymará que le es entregada en una sencilla ceremonia por el jefe de la comunidad. Parece, por fin, haber encontrado la paz para su agitada conciencia y el verdadero centro de su desorientada identidad. El hijo mestizo que Aymará lleva en sus entrañas podrá completar esa imagen de perfecta felicidad, aunque él mismo no pueda olvidar su condición de blanco y no acepte la pasividad de los indígenas a los que quisiera unir en un gran pueblo. Este sueño utópico, como tantos que han ido jalonando la vida de Marcos Vargas en la selva, dura poco. «Las palabras mágicas» deben ceder a la realidad. Marcos abandona el mundo indio al que tampoco pertenece y desaparece sin dejar rastros. Se lo recordará con una interrogante: «¿Qué se habrá hecho? ¡Aquella esperanza fallida! ¡Aquella fuerza gozosa que se convirtió en atormentada!» (Gallegos 1996: 237). Pero si su existencia provoca interrogantes hay, por lo menos, una certeza en juego. Su hijo se llamará también Marcos Vargas, y asegurará no sólo la continuidad en el tiempo de su estirpe, sino la firmeza de las raíces en el espacio selvático. Como mestizo, «hijo de un racional», pero con un rasgo indio «bien templado», el Marcos Vargas del final de la novela anuncia el destino futuro de la identidad de América –según Gallegos, y luego reiterado por otros escritores–: el del mestizaje étnico y cultural. Un mestizaje que es el fruto de la inyección de «la raza extranjera» que ha perdido conciencia de sus orígenes, en un pueblo indio pasivo, pero enraizado en una selva que, a su vez, continúa estando dialécticamente dividida por la lucha entre Canaima y Cajuña, la eterna pareja del bien y del mal. 77

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La dialéctica tiempo-espacio de Los pasos perdidos «Más el barco avanza y su marcha es tiempo, edad del paisaje», se decía en forma enigmática al principio de Canaima (Gallegos 1996: 4), cuando el protagonista de la novela remonta el bajo Orinoco hacia un punto recóndito de la Guayana venezolana. En esta frase, casi perdida en una minuciosa descripción del paisaje selvático, se hace referencia a uno de los leitmotivs de la narrativa del movimiento centrípeto hacia los espacios recónditos de la selva americana: la estrecha relación entre espacio y tiempo, sobre la cual está construida Los pasos perdidos. En efecto, en el repliegue centrípeto de los protagonistas de Los pasos perdidos no sólo hay una distancia que se recorre, sino también un tiempo histórico que retrocede. Huyendo de un pasado con el cual quieren cortar o buscando su identidad, estos héroes remontan simultáneamente un espacio geográfico y cronológico. Descubren sorprendidos que en cada una de las unidades espaciales atravesadas –llanos, sabana, selva– reina un tiempo histórico diferente. De la civilización contemporánea de las grandes ciudades a la prehistoria del mundo indígena, pasando por la colonia y la edad media de los pueblos perdidos, tiempos históricos diversos coexisten en el espacio gracias al aislamiento geográfico que los separa. En América Latina se acumulan, sin excluirse, las diferentes eras de la historia de la humanidad. Basta viajar desde la costa hacia el interior del continente para descubrir cómo las etapas de la historia, auténticas capas geológicas ya desaparecidas en Europa, sobreviven milagrosamente en América. Viajar será, en cierto modo, ponerlas en contacto. Hay, en efecto, diversos tiempos históricos que coexisten en compartimentos estancos, incomunicados entre sí, en los cuales se puede irrumpir como en un escenario de ciencia-ficción al que se hubiera viajado gracias a la máquina del tiempo de H. G. Wells. Pero también hay un tiempo individual, exclusivo del viajero protagonista, que transcurre acumulando experiencias entrelazadas y donde el recuerdo de unas influye inevitablemente a las otras, sin que pueda hacerse abstracción de la memoria. Ambas nociones del tiempo configuran –más allá de los distingos clásicos de Henry 78

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Bergson entre tiempo vivido y tiempo físico, entre tiempo medido y durée– lo esencial de la empresa novelesca de Los pasos perdidos, auténtico paradigma del movimiento centrípeto hacia «el centro de la Tierra de América». Vale la pena analizarlo en detalle. La ley del movimiento indica –como prueba la novela de Alejo Carpentier– que el tiempo existe en función del espacio y viceversa. Se puede decir que, en principio, el movimiento engendra figuras espaciales independientes del tiempo. Un movimiento constituye siempre un trayecto de un punto de partida hacia uno de llegada, pero en cualquiera de las hipótesis de este análisis no puede hacerse abstracción del tiempo realmente transcurrido durante el viaje. Así, pueden diferenciarse dos tiempos: Primero, el tiempo del protagonista que viene de un pasado irreversible y va hacia un futuro, aún indeciso e inexistente, en un movimiento que va desde un punto hacia otro. Es un movimiento que tiene, a la vez, una estructura precisa e imprecisa. Su imprecisión no proviene de los factores determinantes que lo han generado y de los que huye el protagonista –crisis matrimonial, escándalo con una amante, etc.– sino del carácter inherente a todo tiempo biológico, es decir, del hecho que el tiempo personal está constituido por una sucesión homogénea de instantes que forman un presente continuo. Al viajar, navegando por los ríos americanos que lo llevan al corazón de la selva se está, en realidad, remontando el curso de la historia. Pero no sólo porque dos nociones –tiempo y espacio– se imbrican, sino porque el movimiento que las une está en relación directa con el ritmo que se adjudica a una y otra. En efecto, cuanto más se retrocede en el tiempo, el movimiento en el espacio se hace más lento y dificultoso. Remontar ríos y sendas necesita de pasos cada vez menos apresurados, como si la velocidad inicial de penetración en el espacio contemporáneo se fuera frenando por la resistencia progresiva que van oponiendo los obstáculos naturales. Las dificultades son los celosos guardianes de un tiempo pasado en el mundo cerrado de la selva. Sin embargo, este ritmo diferenciado entre los tiempos contemporáneos –urgido, cronometrado, marcado por horas y días de la semana– al ceder al más intemporal 79

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de la vida primitiva, cuando no prehistórica, provoca en el viajero un serio desajuste. Desde las primeras etapas de su viaje el protagonista de Los pasos perdidos anota: Los cambios de altitud, la limpidez del aire, el trastorno de las costumbres, el reencuentro con el idioma de mi infancia, estaban operando en mí una especie de regreso, aún vacilante pero ya sensible, a un equilibrio perdido hacía mucho tiempo (Carpentier 1971: 70).

Poco después, precisa: Hasta ahora, el tránsito de la capital a Los Altos había sido, para mi, una suerte de retroceso del tiempo a los años de mi infancia –un remontarme a la adolescencia y a sus albores– por el reencuentro con modos de vivir, sabores, palabras, cosas, que me tenían más hondamente marcado de lo que yo mismo creyera. El granado y el tinajero, los oros y bastos, el patio de las albahacas y la puerta de batientes azules habían vuelto a hablarme (1971: 79).

Pese a que esas unidades histórica están aisladas entre sí y se desconocen, es inevitable que se pongan en estrecha relación en el ámbito de la subjetividad del protagonista. Es imposible no recordar o no hacer comparaciones entre los espacios y los tiempos confrontados. Los pasos perdidos insiste en esta oposición dialéctica entre el aquí y el allá, el ahora y el entonces, y ofrece –a lo largo de la experiencia del viaje del protagonista– una variada gama de combinaciones entre espacio y tiempo. El viaje búsqueda constituye una especie de hilo conductor temporal entre los puntos espaciales recorridos. Por un lado, la casa cargada de «muebles y trastos colocados en un lugar invariable», ese «hogar destruido» del que huye el protagonista (Carpentier 1971: 9) y, por el otro, la utopía primitiva de Santa Mónica de los Venados al que llega al cabo del periplo. Del mundo contemporáneo a la prehistoria, de Nueva York a la selva americana, del pasado hacia el futuro, de la periferia al centro secreto, del desajuste a la plenitud gozosa de una identidad encontrada y asumida lejos de todo referente conocido. 80

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Esta visión temporal transforma las aspiraciones, sueños y proyectos de la conciencia del tiempo individual en «tiempo común». El tiempo colectivo queda así identificado con una representación del mundo, con sus ritos y manifestaciones sociales, sus creencias, sus metáforas y su lenguaje propio. El tiempo no sólo se representa, sino que además «se vive», genera sentimientos. En segundo lugar –y éste es un rasgo específico del tema de la identidad cultural de América Latina que Los pasos perdidos pone en evidencia– hay un tiempo que es propio de cada una de las unidades aisladas que el personaje aborda en su remontar los ríos americanos. Cada espacio atravesado es independiente, y constituye una isla cultural, verdadero universo cerrado y autónomo, con sus leyes y valores propios. Cada capítulo de Los pasos perdidos encierra un espacio determinado en unidades temporales específicas aisladas entre sí, que sólo el viaje del protagonista comunica circunstancialmente. La empresa de Carpentier es deliberada: un contrapunto entre Nueva York, representación de la edad contemporánea, y «la edad de piedra» que se descubre en las fuentes del Orinoco. Representa no sólo un contrapunto espacial, sino histórico. En efecto, «la Edad de Piedra, tanto como la Edad Media, se nos ofrecen todavía en el día que transcurren. Aún están abiertas las mansiones umbrosas del Romanticismo, con sus amores difíciles» (Carpentier 1971: 272). En cada una de las etapas de su viaje –auténtico viaje iniciático en busca de sí mismo–, el protagonista encuentra un tiempo, cuya inserción histórica va retrocediendo. Del tiempo contemporáneo, pasa en Los Altos al tiempo de su infancia. Un poco más lejos, está viviendo varios siglos hacia atrás. Así, se siente iniciando «una suerte de Descubrimiento», al modo de los conquistadores españoles: Yo me había divertido, ayer, en figurarme que éramos Conquistadores en busca de Manoa. Pero de súbito me deslumbra la revelación de que ninguna diferencia hay entre esta misa y las misas que escucharon los Conquistadores del Dorado en semejantes lejanías. El tiempo ha retrocedido cuatro siglos. Ésta es misa de Descubridores, recién

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arribados a orillas sin nombre, que plantan los signos de su migración solar hacia el Oeste, ante el asombro de los Hombres del Maíz (Carpentier 1971: 174).

Frente a un oficio religioso que describe en forma detallada, se pregunta si «Acaso transcurre el año 1540»; rápidamente, se corrige: Pero no es cierto. Los años se restan, se diluyen, se esfuman, en vertiginoso retroceso del tiempo. No hemos entrado aún en el siglo xvi. Vivimos mucho antes. Estamos en la Edad Media. Porque no es el hombre renacentista quien realiza el Descubrimiento y la Conquista, sino el hombre medieval (Carpentier 1971: 175).

El viajero ignora las distancias reales del espacio geográfico, muchas veces separadas por pocos kilómetros y tiene la sensación de que ha vivido cientos de años que le permiten ser contemporáneo de hombres prehistóricos. El medio de comunicación entre estas diferentes épocas de la humanidad es el río. Junto a él, que es granero, manantial y camino, no valen agitaciones humanas, ni se toman en cuenta las prisas particulares. El riel y la carretera han quedado atrás. Se navega contra la corriente o con ella. En ambos casos hay que ajustarse a tiempos inmutables. Aquí, los viajes del hombre se rigen por el Código de las Lluvias. Observo ahora que yo, maniático medidor del tiempo, atento al metrónomo por vocación y al cronógrafo por oficio, he dejado, desde hace días, de pensar en la hora, relacionando la altura del sol con el apetito o el sueño. El descubrimiento de que mi reloj está sin cuerda me hace reír a solas, estruendosamente, en esta llanura sin tiempo (Carpentier 1971: 111).

La dimensión de un nuevo tiempo no le impide sentirse, en algunos momentos, prisionero de sus viejas costumbres. Así, agitado entre sueños por los gritos de un vendedor ambulante, ha podido manotear: 82

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Sobre el mármol de la mesa de noche, aquel despertador que está sonando, si acaso, muy arriba en el mapa, a miles de kilómetros de distancia (Carpentier 1971: 46).

Son las reminiscencias del otro mundo, en ese arriba del mapa ceñido a precisos ritmos cronológicos, que lo llevan en otras oportunidades a pensar que Yo vivo aquí, de tránsito, acordándome del porvenir –del vasto país de las Utopías, de las Icarias posibles–. Porque mi viaje ha barajado, para mí, las nociones del pretérito, presente, futuro. No puede ser presente esto que será ayer antes de que el hombre haya podido vivirlo y contemplarlo; no puede ser presente esta fría geometría sin estilo, donde todo se cansa y envejece a las pocas horas de haber nacido. Sólo creo ya en el presente de lo intacto; en el futuro de lo que se crea de cara a las luminarias del Génesis (Carpentier 1971: 252).

La lentitud del viaje por tierra le ha permitido ir integrando cada una de estas etapas en una toma de conciencia progresiva del tiempo histórico y su secreta vinculación con el espacio americano. Sin embargo, el inesperado retorno en avión al final de la obra da un sentimiento de relatividad a toda la empresa: Es decir, que los cincuenta y ocho siglos que median entre el cuarto capítulo del Génesis y la cifra del año que transcurre para los de allá, pueden cruzarse en ciento ochenta minutos, regresándome a la época que algunos identifican con el presente –como si lo de acá no fuese también el presente– por sobre ciudades que son hoy, en este día, del Medioevo, de la Conquista, de la Colonia o del Romanticismo (Carpentier 1971: 229).

Sin embargo, estas comparaciones entre los diferentes tiempos históricos que coexisten en un mismo país americano sólo pueden hacerse porque el protagonista viaja y puede ponerlas en relación. En efecto, para el hombre primitivo, que vive aislado en la selva, no hay otro tiempo histórico que el suyo. Su presente es nuestro pasado. No tiene otra referencia. 83

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El paraíso, entre pasión y antropología De allí la importancia del movimiento, y por ende, del viaje individual en la dialéctica tiempo y espacio. Esta visión personalizada podría llevar a suponer que, en todos los casos, el resultado es subjetivo. Tiempo y espacio se tiñen inevitablemente con el punto del vista del protagonista, narrador casi siempre en primera persona, aunque la primera persona de Los pasos perdidos pretende ser siempre objetiva, y su análisis, científico. En sus páginas prima un fuerte racionalismo, lógica que desmenuza hasta las experiencias sentimentales, y una carga cultural y filosófica marca de manera inevitable, cuando no en forma gravosa, los pasos del héroe a lo largo de la historia. La visión paradisíaca de la selva, a la que se sucumbe en algún momento, está neutralizada por un punto de vista antropológico e histórico, reflejo de la profesión que lo llevó a ese viaje, la de etnólogo musical. En efecto, si en algún momento se deja llevar por los sentidos y se cree en «el mundo del Génesis, al fin del Cuarto Día de la Creación», no deja de pensar que Si retrocediéramos un poco más llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador, la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo (Carpentier 1971: 184).

Por otra parte: Él no pretende que esto sea algo semejante al Paraíso Terrenal de los antiguos cartógrafos. Aquí hay enfermedades, azotes, reptiles venenosos, insectos, fieras que devoran los animales trabajosamente levantados; hay días de inundación y días de hambruna y días de impotencia ante el brazo que se gangrena (Carpentier 1971: 192).

La selva sería entonces un mundo del Génesis anterior al paraíso y no posterior a su creación. Puede ser también un mundo «diabólico que rodeaba el Paraíso Terrenal antes de la Culpa», es decir, un mundo de «lo prenatal, de lo que existía cuando no había ojos», que no ha sido recreado por la Palabra, porque, tal vez, es la obra de 84

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Dioses anteriores a nuestros dioses, dioses a prueba, inhábiles en crear, ignorados porque jamás fueron nombrados, porque no cobraron contorno en las bocas de los hombres (Carpentier 1971: 203).

Hay que preguntarse, entonces –coincidiendo con Rosario Rexach– si la preocupación por el tiempo en la obra de Carpentier no es una forma de abolirlo, ya que Los mismos problemas se repiten con insistencia, siempre dentro de distintas situaciones, siempre en tiempos diferentes, siempre en escenarios mudables. Pero siempre con los mismos vaivenes, porque el hombre es siempre el mismo para el novelista y el tiempo una mera ilusión. Vivimos en un tiempo sin tiempo. Por eso hace de la historia una fuente de sus temas. Ya se encargará él luego de proyectarlo en el presente (Rexach 1980: 13).

Éste es un hombre eterno, capaz de atravesar la historia como el Orlando de Virginia Woolf y que reaparece como una constante en la obra de Carpentier, a través de títulos cuyas connotaciones espacio-temporales son directas: Viaje a la semilla, Camino a Santiago, Guerra del tiempo, Semejante a la noche, Los fugitivos, El reino de este mundo y El siglo de las luces. El tema del «viaje en el tiempo», al modo de Los pasos perdidos, pero en sentido inverso, está presente en el relato Semejante a la noche. Un soldado movilizado para ir a la guerra de Troya vive su última noche de libertad antes de embarcarse de un modo similar y simultáneo con otros soldados (¿o él mismo?) en diferentes épocas de la historia: la Edad Media, el Renacimiento, el siglo XVII; un relativismo temporal que –como ha destacado Alexis Márquez para El siglo de las luces– puede «producir dislocaciones y trastornos que desembocan en situaciones paradójicas y grotescas. Tal como ocurre cuando Víctor Hugues, gobernador de la Guadalupe, sigue aplicando los métodos del Terror y rigiendo la isla en nombre de Robespierre, sin saber que éste, destituido y guillotinado, hace tiempo que yace en el cementerio» (Márquez 1984: 410). Sin embargo, no se trata de consideraciones metafísicas sobre el tiempo. El ejemplo de Viaje a la semilla, cuento publicado por 85

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primera vez en 1944, es interesante porque –más allá del tiempo que se remonta desde la muerte de Marcial, marqués de Capellanías, hasta su propia concepción en el vientre materno– Carpentier adelanta la que será una constante en su obra: el tratamiento del tiempo como un recurso de novelista, más que como una preocupación filosófica. Para hacer más eficaz el recurso narrativo lo completa con uno utilizado en la composición musical, procedimientos de los que hace gala en varias de sus obras. «El propio Carpentier ha confesado que lo determinante en la elaboración de Viaje a la semilla fue su deseo de aplicar a la narración literaria» –recuerda Márquez– «un recurso propio y frecuente de la composición musical, como es la recurrencia, en la que una frase musical se repite en forma inversa. De modo que fue, inicialmente, una preocupación formal, y no temática, lo que lo puso frente al problema del tiempo» (Márquez 1984: 401). Por lo pronto, en la obra de Carpentier se contraponen las nociones de azar y de aventura. «El azar» –sugiere Eduardo González (1978: 114)– «va tejiendo la aventura, pero en lo tejido el azar acaba por desvanecerse; aunque también puede ser que la aventura sólo sea posible, como tal, en el Texto (textum/tejido)». En el «tejido de las implicaciones» de que habla el propio Carpentier en Los pasos perdidos, como hablaba de «trabazón de los hechos» en El acoso, se va forjando una «figura en el tapiz» (Henry James) de diseño preciso: la revelación interior que lo conduce a una auténtica epifanía. Pero hay más. La espiral y el laberinto El tiempo pasado no es, sin embargo, necesariamente mejor. Tentado por la vida primitiva, el protagonista de Los pasos perdidos no comete el error de ensalzar el mundo arcádico como espacio a reconquistar. Carpentier no idealiza al indio como representación del bon sauvage ni identifica en forma simplificadora la selva con el paraíso terrestre. Como ha destacado Klaus Müller-Bergh: 86

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Aunque Carpentier destaca los valores del mundo primitivo y los estima más que los postulados de la civilización moderna, no comete el error de afirmar que el viaje del personaje principal es un camino de evasión que conduce a la utopía. Por el contrario, cada etapa del itinerario confronta al héroe con realidades elementales y ni sus amores con Rosario reflejan los de Paul et Virginie, ni las comunidades indígenas son sociedades idealizadas habitadas por nobles salvajes roussonianos (1972: 97).

No hay engaño posible, ya que el propio personaje ha comprobado cómo la apasionante tarea del Adelantado, el «Fundador de Ciudades», no puede confundirse de ninguna manera con la de un constructor del paraíso. Sin embargo, si no hay una meta clara al término del viaje y si la utopía buscada no puede concretarse, ¿adónde nos conduce el viaje de Los pasos perdidos? No faltan otras interpretaciones, pero es evidente que en esta novela de Carpentier no se pretende otra cosa que una suerte de reflexión ante el espacio que va accediendo a la experiencia. Pero se trata de una reflexión dialéctica, donde la relación vital del hombre y el entorno se va modificando en la medida en que la conciencia protagónica viaja a través del espacio. La reflexión vivencial parte de un principio enunciado con claridad: «Los mundos nuevos tienen que ser vividos, antes que explicados» (Carpentier 1971: 271). Si bien el tiempo es consustancial con otras dimensiones de lo real, como es el caso del espacio, también lo es de la materia misma, ese «coeficiente de existencia» que es posible aprehender por medios sensoriales. El espacio-tiempo es la propia experiencia, lo vivido, el lugar de la memoria y de la esperanza y, en la medida en que es posible representárselo, se lo puede reconstruir en la conciencia o, simplemente, recrearlo, crearlo, inventarlo en la ficción novelesca o poética. La temporalidad del espacio, los «espacios del tiempo» de que hablaba Juan Ramón Jiménez, supone además que todo espacio mental tiene un pasado y un futuro. En ese tejido se inserta el espacio de la vida presente con su carga no sólo recordable o anticipante, sino operante. Con el espacio de «detrás» (pasado) y el 87

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de «delante» (futuro), abre sus puertas a otros ámbitos de acción, temporalidad transversal que no hace sino enriquecerlo. La propia cultura y la lengua, la investigación y la expresión artística están condicionadas por esta inscripción en el tiempo. Por lo pronto, el tiempo se espacializa como recuerdo. Al fijar el instante, se escenifica. Si ello es claro en el cuadro o la escultura que retienen el gesto, también lo es en toda reconstrucción novelesca, tentada por la descripción visual y por la sucesión «espacial» de escenas que componen su propia historia. Un principio que no sólo se comprueba racionalmente en Los pasos perdidos, sino que es también vivido con gozosa plenitud. El protagonista, antes de descubrir que en la naturaleza hay un poema secreto, no siempre explicitado ni comprendido en su cabal significación, se dice que «no debo pensar demasiado. No estoy aquí para pensar»: Es todo un ritmo el que se crea en las frondas; ritmo ascendente e inquieto, con encrespamientos y retornos de olas, con blancas pausas, respiros, vencimientos, que se alborozan y son torbellino, de repente en una música prodigiosa de lo verde. Nada hay más hermoso que la danza de un macizo de bambúes en la brisa. Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo. Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado. Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre un poema (Carpentier 1971: 208).

Esta imagen del caracol que simboliza la abstracción y la síntesis de la visión de las formas primordiales aparece también en El siglo de las luces, donde se explica su significación. Esteban, el héroe de esa novela de Carpentier, reflexiona sobre el mundo y su sentido «abismándose en la contemplación de un caracol». A través de «la contemplación de un caracol –de uno solo–», Esteban cree descubrir que 88

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El Caracol era el Mediador entre lo evanescente, lo escurrido, la fluidez sin ley ni medida y la tierra de las cristalizaciones, estructuras y alternancias, donde todo era asible y ponderable (Carpentier 1963: 193).

Contemplando ese caracol, Esteban piensa En la presencia de la Espiral durante milenios y milenios, ante la cotidiana mirada de pueblos pescadores, aún incapaces de entenderla ni de percibir siquiera la realidad de su presencia (Carpentier 1963: 216).

En la hechura del caracol y de los otros moluscos, en la Espiral, parece simbolizarse una ciencia de formas que ha entusiasmado a críticos como Roger Caillois, autor de numerosos ensayos sobre «la lógica de lo imaginario» y sobre «la imaginación como una de las prolongaciones de la naturaleza». En Mitología del pulpo: Ensayo sobre la lógica de lo imaginario, Caillois analiza las dificultades para separar los animales de la fábula de los animales de la zoología y recomienda: «por ello es inevitable que la imaginación se imponga a la observación cada vez que vertebrados, artrópodos o moluscos presentan alguna anomalía o bien alguna semejanza fortuita con un detalle conocido en otra parte o incongruente en ellos» (Caillois 1976: 7). Por esta misma razón, un estudioso de El siglo de las luces, Claude Dumas, se pregunta si no seguimos estando incapacitados para percibir la geometría de la naturaleza: Pero el mundo moderno puede, como las civilizaciones primitivas, no comprender ciertas realidades, ciertos signos inscritos alrededor suyo. Las formas de las cosas creadas son acaso una observación, un alfabeto, una geometría que no acabamos de comprender. ¿Qué mensaje se esconde en las líneas de las plantas, de los musgos, de las conchas marinas? (Dumas 1972: 348).

La prefiguración de las formas del porvenir –«el barroquismo por venir» que se adivina en la espiral del caracol– se convierte en Los pasos perdidos en la imagen simbólica de un laberinto vegetal y 89

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circular. Por ello, Carmen Bustillo se pregunta si en definitiva no es un «cosmos laberíntico» el que informa el discurso de Carpentier, laberinto construido por el hombre con sus propios errores, aunque siga buscando «la salvación en el laberinto del tiempo» (Bustillo 1988: 170-171). «Cronología del laberinto que podía ser la de mi existencia» (Carpentier 1971: 60), se dice el protagonista al comprobar que lo que es natural e inteligible para quién ha nacido en la selva no lo es para el extranjero, el intruso que accede desde otro espacio y otro tiempo; condenado por lo tanto a estar descolocado, aunque pretenda lo contrario. Los forasteros no podrán ser nunca los dueños del privilegio de pertenecer a un punto de «irradiación germinativa», al decir de Mircea Eliade, ese centro a partir del cual una visión determinada del mundo se despliega armoniosamente. Al descubrir la esencia de su identidad americana en el centro de la selva, el protagonista de Los pasos perdidos piensa en quedarse y recomenzar una nueva vida: Hoy he tomado la gran decisión de no regresar allá. Trataré de aprender los simples oficios que se practican en Santa Mónica de los Venados y que ya se enseñan a quien observe las obras de edificación de su iglesia. Voy a sustraerme al destino de Sísifo que me impuso el mundo de donde vengo, huyendo de las profesiones hueras, el girar de la ardilla presa en tambor de alambre, del tiempo medido y de los oficios de tinieblas (Carpentier 1971: 196).

Al acceder al «Valle del Tiempo Detenido», cree en un momento de éxtasis amoroso que es posible quedarse y edificar su propio centro en el corazón de la selva, olvidado del resto del mundo. Sin embargo, la ilusión es fugaz y, al recapacitar sobre su entusiasmo, puede decirse razonablemente: Fui un ser prestado. Rosario misma debe haberme visto como un Visitador, incapaz de permanecer indefinidamente en el Valle del Tiempo Detenido [...] Quienes aquí viven no lo hacen por convicción intelectual; creen, simplemente, que la vida llevadera es ésta y no la otra. Prefieren este presente al presente de los hacedores de Apoca-

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lipsis. El que se esfuerza por comprender demasiado, el que sufre las zozobras de una conversión, el que puede abrigar una idea de renuncia al abrazar las costumbres de quienes forjan sus destinos sobre este légamo primero, en lucha trabada con las montañas y los árboles, es hombre vulnerable por cuanto ciertas potencias del mundo que ha dejado a sus espaldas siguen actuando sobre él. He viajado a través de las edades; pasé a través de los cuerpos y de los tiempos de los cuerpos, sin tener conciencia de que había dado con la recóndita estrechez de la más ancha puerta (Carpentier 1971: 271).

Las puertas del mundo cerrado de la selva, en tanto son puertas de un pasado al que ya no se pertenece, no se han abierto con facilidad durante el tiempo que ha durado el viaje de Los pasos perdidos. Sin embargo, si resulta evidente que el espacio primigenio no se encuentra ya dado, se lo puede construir con empeño. El verdadero centro del mundo está donde el hombre ha decidido abrir un claro en la selva y significar el espacio para convertirlo en su tiempo presente. El centro del mundo, buscado con ansiedad, está finalmente donde se logra ser uno mismo y ello sólo es posible en el tiempo presente. Ésta es tal vez la moraleja –si necesitara una– que brinda Los pasos perdidos. Si el protagonista –como podría sucederle a cualquiera de nosotros– se ha perdido en un laberinto vegetal en el que se metaforiza el dédalo del tiempo, más que idealizar o maldecir el pasado, más que confiar excesivamente en el futuro en un continente que se sigue calificando como «joven» y llamando Nuevo Mundo, su prioridad –la nuestra– debiera ser «buscar el presente», una forma de encontrar su propia identidad. Esta «búsqueda del presente» –como recordara Octavio Paz en su discurso de recepción del Premio Nobel– «no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos», pero sobre todo este «otro tiempo» es el tiempo verdadero: «el presente, la presencia» .

 Fragmento incluido en Aínsa 1991: 32.

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El amor primordial En Los pasos perdidos, como en buena parte de la narrativa del movimiento centrípeto, la mujer nativa cumple una función esencial en la toma de conciencia del ser. Griselda o la «madona» de La vorágine se convierten aquí en Rosario, una indígena armónicamente integrada al medio, lejos de los símbolos poéticos de «la mujer pájaro», la mestiza Rima de Green Mansions de William Henry Hudson que brinda la ilusión de unas raíces y una identidad encontrada a través de la pareja primordial o –como la indígena de Sangama de Arturo Hernández– que candorosamente demuestra que «en la selva el amor es simple, como el de los pájaros que se encuentran un día en una rama y desde entonces vuelan juntos» (Hernández 1971: 12). Rosario también representa una forma natural del amor, con lo que supone de candor, pero también por lo que supone como fidelidad a su especie y al medio en el que ha nacido. Comprendí por qué la que era ahora mi amante me había dado una tal impresión de raza, el día que la viera regresar de la muerte a la orilla de un alto camino. Su misterio era emanación de un mundo remoto, cuya luz y cuyo tiempo no me eran conocidos. En torno mío cada cual estaba entregado a las ocupaciones que le fueran propias, en un apacible concierto de tareas que eran las de una vida sometida a los ritmos primordiales. Aquellos indios que yo siempre había visto a través de relatos más o menos fantasiosos, considerándolos como seres situados al margen de la existencia real del hombre, me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura. Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto del salvaje (Carpentier 1971: 171).

En el espacio central al que ha accedido el protagonista de Los pasos perdidos, la figura de Rosario es parte natural del contorno y está integrada al paisaje. Nada le es extraño, tal es el contexto. De la mañana a la tarde y de la tarde a la noche se hacía más auténtica, más verdadera, más cabalmente dibujada en un paisaje que fijaba sus constantes a medida que nos acercábamos al río. Entre su carne

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y la tierra que se pisaba se establecían relaciones escritas en las pieles ensombrecidas por la luz, en la semejanza de las cabelleras visibles, en la unidad de formas que daban a los talles, a los hombros, a los muslos que aquí se alababan, una factura común de obra salida de un mismo torno (Carpentier 1971: 107).

Hombres, mujeres, plantas y animales han salido todos de un mismo torno. Todos, excepto los extranjeros. El protagonista intenta superar su condición de extraño a través del amor de Rosario. Paralelamente, la amante que lo ha acompañado desde Nueva York –Mouche– empieza a ser un obstáculo. Mouche, a diferencia de Rosario, Iba resultando tremendamente forastera dentro de un creciente desajuste entre su persona y cuanto nos circundaba. Un aura de exotismo se espesaba en torno a ella, estableciendo distancias entre su figura y las demás figuras; entre sus acciones, sus maneras, y los modos de actuar que aquí eran normales. Se tornaba, poco a poco, en algo ajeno, mal situado, excéntrico, que llamaba la atención, como llamaban la atención antaño, en las cortes cristianas, el turbante de los embajadores de la Sublime Puerta (Carpentier 1971: 107).

Como había sucedido con Alicia, la amante de Cova en La vorágine, el viaje centrípeto es causa de ruptura y conflicto en la pareja. El espacio selvático modifica también los sentimientos. Esta constante reaparece en otras obras y se proyecta en un triángulo resuelto siempre en la polarización entre extranjero hombre y mujer nativa, en desmedro de la mujer ciudadana, a la que, no sin cierta arbitraria injusticia, se abandona siempre, una vez que están fuera de su contexto de origen. Por el contrario, una vez llegados al centro de la selva, mujeres como Rosario aparecen como parte de una realidad a la que pertenecen por nacimiento: Para Rosario no existe la noción de estar lejos de algún lugar prestigioso, particularmente propicio a la plenitud de la existencia. Para ella, que ha atravesado fronteras sin dejar de hablar el mismo idioma y

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que jamás pensó en atravesar el Océano, el centro del mundo está donde el sol, a mediodía, la alumbra desde arriba (Carpentier 1971: 178).

El centro del mundo, buscado con ansiedad, está finalmente donde se es integralmente. Pero lo que es natural para quién ha nacido en el aquí desde donde se ordena la realidad no lo puede ser nunca para el extranjero, condenado siempre a estar descolocado, aunque pretenda lo contrario. Al cabo de estos viajes se sospecha que el único modo de acceder a un centro es perteneciendo a él por nacimiento. Los forasteros no podrán ser nunca los dueños del privilegio de pertenecer a un punto de «irradiación germinativa», al decir de Mircea Eliade, ese centro a partir del cual una visión determinada del mundo puede desplegarse armoniosamente. Bautizo y comunión por el agua En su preocupación por dejar de ser un intruso y en su anhelo por asumir una nueva identidad en armonía con el entorno al cual han accedido después de un viaje jalonado de obstáculos y dificultades, los extranjeros, héroes de esta novelística, buscan otros modos de integrarse al medio. Pretenden una identificación total que vaya más allá del control relativo que pueden ejercer sobre las formas primordiales que los rodean. Uno de los modos de integración más recurridos es la comunión con la naturaleza a través de experiencias de despojamiento, como el baño desnudo en las aguas cristalinas de un río, verdadero bautizo en la nueva fe panteísta que aparece como una constante en esta novelística. Este leitmotiv ya aparece en la selva romántica del ecuatoriano Juan León Mera. El joven Carlos Orozco en Cumandá, la novela de Mera, se sumerge en las aguas de un arroyo y sale ungido con una nueva sensibilidad que le permite una «iniciación en todas las misteriosas maravillas» de una naturaleza cuyo conocimiento y posesión de «todas sus bellezas y armonías» parecía únicamente privilegio de la poesía: «Aquí hay ese gratísimo no sé qué, inexplicable en todas las lenguas, perceptible para algunas almas tiernas, sensibles y egregias, y que, por 94

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lo mismo, se le llama con un nombre que nada expresa: poesía» (Mera 1998: 17). El baño bautismal se reitera en Toá, del colombiano César Uribe Piedrahita. Antonio de Orrantía, el médico que ha solicitado «un puesto lejano en la selva o en una isla» para satisfacer «sus vagos deseos de liberación», se levanta y se dirige al río. Se despoja de la ropa lentamente y se sumerge en el agua suave y fresca. Desnudo, blanco, limpio, se presenta frente a la naturaleza y piensa que «aquel baño en el río poblado de sombras disponía su ser para presentarlo ante el altar magnífico de la muda selva y del río quieto» (Uribe Piedrahita 1942: 17). En sus solitarios paseos por los alrededores del puerto de Pointe-à-Pitre, Esteban, en El siglo de las luces, también descubre el encanto de la naturaleza a través del bautizo por inmersión en las aguas: La claridad, la transparencia, el frescor del agua, en las primeras horas de la mañana, producían a Esteban una exaltación física muy semejante a una lúcida embriaguez. Retozando donde diera pie, aprendía a nadar, sin resolverse a regresar a la orilla cuando era hora de hacerlo; se sentía tan feliz, tan envuelto, tan saturado de luz, al estar nuevamente en suelo firme, tenía el aturdido y vacilante andar de un hombre ebrio. A eso llamaba sus «borracheras de agua», ofreciendo el cuerpo desnudo al ascenso del sol, echado de bruces en la arena, o de boca arriba, abierto de piernas y de brazos, aspado, con tal expresión de deleite en el rostro que parecía un místico bienaventurado favorecido por alguna Inefable Visión (Carpentier 1963: 209).

La visión de Esteban está hecha de sensaciones simples. Una comunión que le permite estar Echado sobre una arena tan leve que el menor insecto dibujaba en ella la huella de sus pasos, Esteban, desnudo, solo en el mundo, miraba las nubes, luminosas, inmóviles, tan lentas en cambiar de forma que no les bastaba el día entero, a veces, para desdibujar un arco de triunfo o una cabeza de profeta. Dicha total, sin ubicación ni época. Tedeum… (Carpentier 1963: 215).

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En Los pasos perdidos, la identificación con la naturaleza se da a través de una experiencia similar, desmenuzada en sus significaciones más directas: Aquí es donde nos bañamos desnudos, los de la Pareja, en agua que bulle y corre, brotando de cimas ya encendidas por el sol, para caer en blanco verde, y derramarse, más abajo, en cauces que las raíces del tanino tiñen de ocre. No hay alarde, no hay fingimiento edénico, en esta limpia desnudez, muy distinta de la que jadea y se vence en las noches de nuestra choza, y que aquí liberamos con una suerte de travesura, asombrados de que sea tan grato sentir la brisa y la luz en partes del cuerpo que la gente de allá muere sin haber expuesto alguna vez al aire libre […] Y el sol me entra por entre las piernas, me calienta los testículos, se trepa a mi columna vertebral, me revienta por los pectorales, oscurece mis axilas, cubre de sudor mi nuca, me posee, me invade, y siento que en su ardor se endurecen mis conductos seminales y vuelvo a ser la tensión y el latido que buscan las oscuras pulsaciones de entrañas caladas a lo más hondo (Carpentier 1971: 195).

Pero estas experiencias, aunque intensas, son breves. Rápidamente se vuelve a ser el intruso en el paraíso, cuya condición de extranjero resalta en cada gesto, en cada palabra y en la capacidad de comparar este aquí circunstancial y el allá al que se pertenece, mal que pese. La experiencia se repite en El hablador de Mario Vargas Llosa. El hablador: tradición y modernidad en la Amazonía El «serrano» Mario Vargas Llosa, autor de novelas de variada temática, no ha escapado a la tentación de abordar el territorio selvático de la Amazonía peruana que ocupa casi tres cuartas partes de la superficie de su país. Lo ha hecho en dos novelas que tienen a la selva como motivo central, La casa verde (1966) y El hablador (1987); en otras, como Pantaleón y las visitadoras (1973), ha reiterado como eficaz telón de fondo algunos de los centros más recurridos de su geografía literaria. Uno de ellos, el puerto fluvial de Santa María de Nieva, presente en las tres novelas, fija la fron96

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tera entre el mundo indígena y el de los blancos (los «viracochas») y abre la ambigua zona del mundo mestizo en el que se dirimen la mayoría de los conflictos. Sin embargo, Vargas Llosa no se ha limitado a reelaborar una temática trillada. Si se aventura en la selva es para superar la antinomia –entre paraíso e infierno– forjada durante el período de las llamadas novelas de la tierra, y para cuestionar los tópicos de la visión edénica del romanticismo que ha retomado un cierto ecologismo y neoindigenismo contemporáneo. Superación y cuestionamiento proyectados en El hablador en forma de verdadero alegato. Aunque Mario Vargas Llosa opta por una visión del mundo selvático más aséptica y menos emocionalmente comprometida con la naturaleza que Rivera, Gallegos o Carpentier, El hablador refleja, con todas sus contradicciones, el destino de los pueblos nativos que viven en su vasto territorio. Éste no es poco mérito, ya que la narrativa tradicional de la selva prefirió siempre el reino vegetal, y aun el animal, antes que el de sus pobladores originarios. Lianas, bejucos, insectos y reptiles ocupan páginas enteras de La vorágine, mientras se olvidan las tribus que yerran en sus espacios umbríos. Vargas Llosa recupera esos pueblos, lejos de la representación bíblico-mitológica del «paraíso perdido» o de la «cárcel vegetal», para enfrentarlos al gran debate de este contemporáneo: la compleja relación entre tradición y modernidad. El diagnóstico de El hablador es terminante. Es imposible preservar la selva aislada e incontaminada. Los cambios son inevitables, aunque algunos pretendan proteger los modos de vida y las creencias de unas tribus que viven, muchas de ellas, en «la Edad de Piedra»: «acosados y lastimados, entre los anchos y lentos ríos, con taparrabos y tatuajes, adorando los espíritus del árbol, la serpiente, la nube y el relámpago» (Vargas Llosa 1987: 15). El narrador –un posible alter ego del autor– está convencido que no se puede imaginar algo tan quimérico como reconocer los derechos inalienables de los indígenas y «poner en cuarentena» su territorio para que «nadie más entre allá, a fin de evitar la contaminación de esas culturas con las miasmas degenerantes de la nuestra» (1987: 35), ya que unas más lentamente, otras más de prisa, están todas contaminándose de influencias occidentales y mestizas. 97

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Por otra parte, Vargas Llosa sostiene que no se puede renunciar a explotar los ricos recursos naturales de la Amazonía. El dilema parece claro. Son las necesidades de los dieciséis millones de habitantes del Perú, buena parte viviendo en la pobreza, las que se enfrentan a las frágiles culturas de sesenta u ochenta mil indígenas. La irónica pregunta de si éstos tienen derecho a seguir «flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando la boa constrictor» (1987:24) lleva consigo la tajante respuesta: no se pueden ignorar las posibilidades agrícolas, ganaderas y comerciales de una región tan rica para que los etnólogos del mundo se sigan «deleitando» con el estudio de «aquellas curiosidades humanas» que han vivido con pocas variantes desde hace cientos de años. ¿Para qué seguir viviendo en forma primitiva?, se pregunta el protagonista al comprobar tristemente que el primitivismo que se fomenta como forma de autoctonía los hace víctimas propiciatorias de los peores despojos y crueldades. La ley de la historia es fatal: la gradual y sistemática extinción de la cultura más débil. Son las «utopías arcaicas» que denuncia el mismo Vargas Llosa al analizar la obra andina de José María Arguedas en La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996). «Nuestra cultura es demasiado fuerte, demasiado agresiva. Lo que toca, lo devora», constata el narrador de El hablador, para enumerar los diversos «procesos de aculturación que están en marcha: la cristianización, la enseñanza bilingüe, la empresa privada, el valor del dinero, el comercio, las ropas occidentales» (1987: 97). En este proceso, el trabajo de los etnólogos y de los misioneros no es mejor ni peor que el de los caucheros, madereros, reclutadores del ejército y demás mestizos y blancos que van diezmando las tribus. El tráfico de drogas que se extiende por la Amazonía como «una peste bíblica», la red de cocales, laboratorios y aeropuertos clandestinos, las matanzas y los arreglos de cuentas de bandas rivales, la guerrilla y el terrorismo completan un panorama desolador. En el contrapunto del diálogo entre el narrador y su amigo, el apasionado antropólogo Saúl Zuratas («Mascarita») se repasan los conflictos que estremecen el otrora soñado paraíso y se replantean en la perspectiva de la antinomia entre tradición y modernidad. ¿Qué hacer, pues, frente al estado deplorable de las culturas 98

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amazónicas y la agonía de los bosques tropicales? Para Zuratas el único modo de respetar las culturas indígenas es no acercarse a ellas, no tocarlas. Hay que evitar convertir a los indígenas en «buenos occidentales, buenos hombres modernos, buenos capitalistas, buenos cristianos reformados»; en resumen, hay que evitar transformarlos en lo que son los aborígenes de Norteamérica, confinados en reservas. Para el escritor (narrador) y protagonista de El hablador la única alternativa es la contraria: modernizarse o extinguirse. Para ello, propone conciliar el Perú moderno con el tradicional. «El Perú del futuro» –preconiza– «debería estar hecho de un mosaico de culturas donde las tribus amazónicas podrían modernizarse y conservar lo esencial de su tradición» (1987: 75-76), recordando que no toda cultura primitiva es idílica y que en ese mundo hay también barbarie: trepanación de cráneos, sacrificios humanos, los padres que arrancan y devoran el himen de sus hijas cuando tienen la primera menstruación, ignorancia y falta de higiene elemental. «Viven comiéndose los piojos y hablando dialectos incomprensibles» (1987: 30), resume en forma provocativa. La realidad resulta ser aun más cruel. No hay modernización posible en el Perú, al menos en lo inmediato, porque los indígenas son expulsados de sus tierras y empujados cada vez más hacia adentro de una selva que les sigue ofreciendo refugio. Se trata de buscar otro lugar, sujeto a menos contingencias para instalar sus aldeas, mudarse, fundando y levantando esas «cabañas de troncos, cañas y hojas de palmera», tan fáciles de instalar como de desmantelar. Éste es el único modo que tienen de protegerse. La solución es, pues, resistir moviéndose en forma permanente por la selva y frente a cada dificultad «echarse a andar», como en el más persistente de los mitos de la historia: el éxodo, cuando no la diáspora, con que la humanidad se ha salvado de persecuciones y exterminios. El movimiento, la marcha, «andar, andar», avanzar «con o sin lluvia, por tierra o por agua, subiendo el monte o bajando la quebrada» (1987: 40), al convertirse en leitmotiv de la novela, parece darnos la clave de este dramático juego hecho de huida y reconstrucción en «otra parte», de apariciones y desapariciones con que 99

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los pueblos indígenas jalonan la resistencia pasiva y elusiva de su permanente escamotearse entre el follaje. Éste es, tal vez, el mensaje fatalista, pero no por ello menos realista y pragmático, que nos ofrece a fin de cuentas Mario Vargas Llosa. Para salvar las culturas de la Amazonía peruana la única solución es ganar tiempo, evitar las confrontaciones con el invasor, esquivar el choque abierto de culturas, «jugar a las escondidas» con la civilización occidental. Hacia una geopoética de la selva La novelística de la selva intenta construir –más allá de su carácter descriptivo– una posible armonía del hombre con el medio. Se puede rastrear, en este sentido, una secreta propuesta para fijar un punto geográfico central de América, desde donde la identidad adquiriría un sentido y el hombre podría proyectar un ordenamiento coherente de la realidad a partir del vasto magma verde de la selva que, no por estar despoblada y ser culturalmente inédita, es por ello menos seductora. Una auténtica geopoética que la tendría por centro. Los esfuerzos robinsonianos del homo faber, intentando edificar su propio axis mundi en el espacio que anhela integrar a su conciencia, no son fáciles. Se han dejado las grandes ciudades civilizadas, se han remontado o descendido ríos, se ha experimentado la fuerza de los elementos naturales desatados –el fuego, el agua, el viento– y se ha sobrevivido perseguido por insectos, reptiles y un clima que doblega los entusiasmos más apasionados. Se han abandonado ropajes presuntamente civilizados en aras de la vida primitiva e ingenua, se ha amado a nativas de piel cobriza que han podido dar la ilusión de un arraigamiento y hasta se han dejado hijos mestizos en una simbiosis cultural que anuncia otro destino americano, como hace Vargas, el protagonista de Canaima de Rómulo Gallegos. Pero este esfuerzo literario de búsqueda y estos viajes con leitmotiv recurrentes, cuando no monótonamente repetitivos, han llevado a la conclusión inevitable de que la gran circunferencia de la selva americana que desciende de Venezuela y Colom100

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bia a Paraguay y el norte de la Argentina, con una vasta franja que va de Norte a Sur en Ecuador, Perú y Bolivia por el Oeste y cubre una buena parte de Brasil por el Este, no tiene centro. La inmensa mancha verde de América del Sur, con sus apéndices centroamericanos –los Andes Verdes de la narrativa de Miguel Angel Asturias– carece de una fuerza integradora central. Por el contrario, parece dispersar, haciéndolo estallar en todas direcciones, cuando no para diluirlo o devorarlo, todo intento de ordenamiento centralizador. En este momento se puede sospechar que el desajuste y el desasosiego desordenado de La vorágine y el más racional de Los pasos perdidos parten de un equívoco inicial. Porque es evidente que un espacio que está vacío en términos humanos y que, por lo tanto, no ha sido significado literariamente e integrado a una geopoética, no puede constituir un centro. Un espacio sin relaciones dialécticas establecidas entre la palabra y el silencio anterior al Génesis y sin nexos entre los diferentes puntos éditos de la realidad, no puede aspirar a una centralidad de irradiación germinativa. El mapa literario de América posee, en efecto, un gran vacío central. Es la periferia la que le ha venido dando un sentido a través de una narrativa escrita, en su mayor parte, desde y sobre las ciudades que forman como «un collar» alrededor del continente, pero cuyo corazón sigue siendo un gran hueco sin distancias establecidas y, sobre todo, sin comunicación interior. Cada punto de la selva americana, sea venezolana o colombiana, boliviana o brasileña, es abordado desde el respectivo borde nacional y no constituye, en ningún momento, una realidad común en términos culturales o una red vinculada entre sí con la sugerente trama de un área generada por una geopoética común. Viviendo en la misma área cultural los habitantes de las diferentes vertientes selváticas de cada uno de los países que tienen una orilla abierta a esa suerte de vasto lago interior poco tienen que ver entre sí. La civilización de los conquistadores no es representativa del origen común que los unió en el pasado y debería seguir uniéndolos. Decir que en América del Sur el espacio parece haber sido construido al revés es algo más que una arriesgada metáfora: es la explicación de esta atracción magnética que ejercen las orillas del gran 101

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lago interior del continente. Resulta casi un lugar común decir que el espacio americano ha sido conquistado, y por lo tanto significado literariamente, desde la periferia. El interior del continente ha sido abordado a partir de las orillas marítimas, pero no sólo desde un punto, sino desde cada uno de los puertos donde luego han surgido las capitales de los países que se asoman a esa misma vasta cuenca selvática. Operación simultánea de organización desde el afuera hacia el adentro, empresas múltiples de conquista y colonización que han impedido que un proyecto se organizara alrededor de un punto central, desde donde hubieran podido irradiar líneas ordenadoras, como los radios de una circunferencia. Las orillas periféricas a partir de las cuales se han tendido los esfuerzos de conquista han sido ciegas y se aparecen como desorientadas en un deambular laberíntico. Así lo han empezado a comprender los estrategas de la explotación y depredación de los recursos naturales, los que en definitiva serán sus verdugos. Carreteras axiales, deforestación, genocidios, van tendiendo las redes sutiles que apenas intuyó la literatura. El círculo sin centro En este sentido, el corazón de la selva al cual se accede desde cada una de las orillas– Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Argentina y Brasil– en lugar de ser el centro desde donde un ordenamiento del mundo americano podría haber adquirido un sentido, no es sino el punto más lejano al que se puede retroceder desde la respectiva costa continental de cada uno de los países, a partir de la cual se emprende el viaje de apropiación del espacio. Por otra parte, el centro buscado en cada una de las novelas consagradas a la selva –de las que La vorágine y Los pasos perdidos forman parte– es un centro más nacional que continental. La búsqueda se da en el espacio interior selvático de cada uno de los países que participan del movimiento, apenas trasciende las fronteras nacionales. La distancia se mide en una escala geográfica delimitada por el territorio nacional. 102

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Finalmente, esta dimensión nacional de la búsqueda supone que a partir del centro geométrico –al que se puede acceder en cada uno de los países que participan del movimiento centrípeto– se empieza a salir hacia otro lado. El centro geográfico, desde el momento en que no tiene una significación particular, no puede ser nunca el punto final del viaje, como no pudo ser su punto de partida. La selva colombiana de La vorágine se sitúa en función de la capital, la Bogotá de la que huyen Alicia y Arturo. La venezolana de Los pasos perdidos se mide en términos de espacio y tiempo «remontado» a partir de la capital, Caracas. El esquema se repite en la selva misionera donde decide vivir y sobre la que escribe Horacio Quiroga: la medida de la lejanía la da la ciudad portuaria de Buenos Aires y no la inversa. En ningún momento se sospecha que esa selva pueda formar parte de esa gran cuenca selvática que ocupa el interior del continente americano, y sobre la cual cada país tiene sus orillas. No hay excepciones. El topos selvático se construye del mismo modo en la narrativa selvática de países reputados como andinos, por ejemplo Bolivia, donde el escenario de Pando o del Beni, los departamentos amazónicos por excelencia, se mide siempre desde La Paz, a todo lo más desde Santa Cruz. El sistema de lugares de Ecuador, otro país tipificado como andino, no escapa a este esquema: se habla del Oriente, en relación a Quito, desde las primeras novelas etnológicas del padre Enrique Vacas Galindo, como Nankijukima (1895), sobre «los usos y costumbres de los salvajes del Oriente del Ecuador», hasta Etza o el Alma de la Raza jíbara (1934) de Alejandro Ojeda, o Siete lunas y siete serpientes (1970) de Demetrio Aguilera Malta. Algo similar sucede con los cuentos colombianos sobre el tema, como Los hombres de El Dorado (1890) de Eduardo Posada o las Doce novelas de la selva (1935) del peruano Fernando Romero. Cuando hay referencias a países vecinos en el mismo espacio selvático es siempre en términos de conflicto fronterizo, como se  A las obras mencionadas en este capítulo pueden añadirse El valle del sol (1935) de Augusto Céspedes, Tierras hechizadas (1931) de Costa du Rels y, sobre todo, Páginas bárbaras (1904) de Jaime Mendoza, que fue precursora del género.

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narra en Canaima, o como traduce la polémica historia entre Perú y Ecuador, jalonada de episodios bélicos por el control de zonas selváticas limítrofes, donde, sin embargo, hay culturas indígenas comunes compartidas más allá del límite político. La falta de comunicación de cada uno de los centros nacionales con otros centros de idénticas características en países abiertos hacia ese mismo espacio interior amazónico hace estallar en fragmentos una posible identidad colectiva. Insinuado alegóricamente en Daimón de Abel Posse el destino común de ese vasto espacio culturalmente inédito, el tema de la comunicación constituye la trama de Una sola sombra al frente (1973) de Augusto Tamayo Vargas, donde se narra la epopeya del ingeniero Enrique Aet en el oriente peruano, tendiendo los hilos telegráficos y telefónicos que deberían justamente poner en comunicación regiones selváticas aisladas. En la lucha desproporcionada y despreciada de Aet se anuncia el primer y elemental paso que toda integración supone: poner en relación hombres con idénticos problemas. Con un sentido mítico de vasta significación americana, Green mansions de W. H. Hudson había brindado a principios del siglo xx una variante de este mismo anhelo de puesta en contacto de las diferentes vertientes de la cuenca amazónica. Rima, una hermosa mujer india que «habla con los sonidos del canto de los pájaros de la selva», quiere encontrar al pueblo del que desciende, que sabe está lejos pero al cual se siente pertenecer por su origen cultural. Aunque la esperanza de encontrar el pueblo de Riolama es un «espejismo, milagro, quimera», el largo viaje a través de la selva, cubriendo un arco que va bordeando las diferentes vertientes nacionales –venezolana, colombiana, ecuatoriana y peruana, donde presuntamente estaría situado– se convierte en otra variante del viaje iniciático. Los espacios son más circulares que nunca y cuando Rima desaparece, probablemente quemada en un incendio que ha asolado la selva, todo pierde su sentido para el protagonista: «Yo, ya no soy yo en un universo en el cual ella no está y Dios no está» (Hudson 1968: 330). Es decir, Abel Guevez de Argensola no es más Abel en un universo donde ella ya no está y, por lo tanto, tampoco Dios puede estar: «Sin vos y sin Dios y sin mí», se dice en mal castellano. 104

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La creación de un sistema de lugares Todas estas consideraciones no son gratuitas ni pretenden ser un juego con un compás que traza una circunferencia en un mapa de América del Sur. Se trata –como se sugiere en Sangama– de proyectar a partir de ese centro del continente un auténtico sistema de lugares significado literariamente: Lo indudable es que la selva constituyó en el pasado la parte más honda de un mar Mediterráneo enclavado en el corazón de Sud América, que el caudal turbio del Ucayali, el Huallaga y sus múltiples afluentes, ha ido rellenando con material acarraedo, en cantidades fabulosas, desde las cordilleras y sus estribaciones. Las limosas aguas invernales con sus sedimentaciones y la selva misma con sus ramas y sus troncos, apresuran la acción geológica. Si excaváramos aquí encontraríamos vestigios de fauna marina, esos fósiles que se hallan en los terrenos en formación y que corresponden a especies evidentemente no existentes en nuestros días en los ríos (Hernández 1971: 109).

El centro del continente está todavía «en proceso de formación y parece tener el desorden de la locura, antes que el concierto armónico de la naturaleza» (Hernández 1971: 109). La selva está poco a poco acondicionándose en «morada del hombre», aunque se recuerda que «eso no es labor de décadas ni de siglos». Entretanto, el desorden esencial del caos que precede al Génesis reina en su territorio, tal como debió reinar hace millones de años en las tierras «donde florece ahora la más avanzada civilización», es decir, Europa. Desde las orillas de ese espacio común –ese emblemático lago interior americano– donde apenas hay algunas islas unidas entre sí por la tenue red de los ríos, se van tendiendo las líneas que forman, poco a poco, los archipiélagos de un sistema literario –una geopoética– resultado de una verdadera empresa de colonización cultural empeñada en el bautizo de lugares. Del topos se accede lentamente hacia el logos. Pero entre esos puntos aislados integrados sigue habiendo vastas extensiones vacías de todo sentido, humano y cultural. La tarea de fundación de topoi significados literariamente se convierte así en una empresa apasionante. Basta pensar 105

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que esa vasta empresa cultural tuvo también su importancia en el establecimiento del sistema de lugares en la literatura europea, en lo que hoy es su geopoética consagrada e indiscutida. En la Nouvelle Heloise de Jean Jacques Rousseau se cuenta cómo Julie instaló una isla artificial en el centro del lago de Clarens. Pretendió así ordenar el mundo a partir de ese centro de irradiación germinativa situado en un lago suizo. Al mismo tiempo contrapuso una visión europea del mundo a la ordenación del espacio propuesta por su amante, viviendo en las lejanas islas de las antípodas en Tinian y Juan Fernández. Un hipotético círculo trazado con un compás que tomara esa isla del lago como centro establecería una cosmovisión a partir de la cual todo, incluso lo más remoto, se ordenaría. Rousseau reaseguró, por su parte, la visión de Julie: el mundo, su mundo, tiene un centro y todo cobra un sentido, aunque sea relativo al punto de vista asumido. Como ha anotado Michel Butor al estudiar la Nouvelle Heloise, el propio Rousseau utilizó el lago Leman como el centro desde el cual se explica toda la obra. Cuando sus personajes viajan y se desplazan de un punto hacia otro, cada uno de los trayectos realizados supone un sentido de ida y vuelta perfectamente equilibrado en función de ese punto central. El lago Leman oficia como proporcionador de los movimientos y las distancias recorridas. Un país lejano lo es en función de ese punto de referencia. Un lugar cercano empieza a ser remoto en la medida en que el alejamiento geográfico se mide a partir de ese punto. Si su fijación puede considerarse arbitraria, ya que en un mundo esférico cualquier punto puede ser central, es evidente que el sistema de lugares cultural y literario originado en los puntos europeos, como lo es el lago Leman de Suiza en relación al viejo continente, ofrecen seguridades que otros puntos del globo terráqueo no tienen. Esta seguridad que brinda la novelística de Rousseau –por citar únicamente un ejemplo de la ficción europea abundante en cen Butor (1970) realiza un interesante estudio de geografía en la novela y de las resonancias literarias desde puntos de vista prestigiosos a priori, como los europeos en relación con los exóticos, o sea, los americanos.

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tros prestigiosos incuestionados (París, Atenas, Roma, Toledo, Venecia, Sevilla y tantos otros como el propio mar Mediterráneo, vasto «lago interior» de florecientes culturas generadas en sus orillas)– permite que sus héroes viajen sin angustia a la Polinesia o a la isla de Juan Fernández en el mar austral americano. Los puntos de referencia europeos otorgan a los viajeros estabilidad, aun estando lejos, porque saben de dónde vienen y, sobre todo, adónde pueden volver. En efecto, el lago suizo de la obra de Rousseau concentra espacio en lugar de disolverlo, porque precisa los límites de lo ya poblado en sus orillas. Los puntos con significación narrativa son piquetes de una concepción segura e inalterada del mundo que lo tiene por centro y que nadie se atrevería a discutir. Así, cuando un Chateaubriand sueña con lo maravilloso americano no deja de ordenar el mundo a partir del templo parisino. Puede recordar para reasegurarse que lo llamaban «Monseñor en la fonda de los Negocios Extranjeros, calle de los Capuchinos en París». Su propia reputación literaria, que no desdeña el paraíso americano con que soñó en su juventud, proviene de ese centro metropolitano, tal como confiesa en las memorias que escribiera en su vejez: Hoy, que me acerco al fin de mi carrera, no puedo menos de pensar, dirigiendo la vista a lo pasado, cuanto la hubiera modificado si hubiera llenado el objetivo de mi viaje a América. Perdido en aquellos mares salvajes, en aquellas playas hiperbóreas, donde ningún hombre ha puesto su huella, los años de discordia que con espantoso rumor han destruido tantas generaciones, hubieran pasado silenciosamente sobre mi cabeza, y el mundo hubiera cambiado mientras yo estaba ausente de él. Probablemente no hubiera tenido la desgracia de escribir, y mi nombre, o hubiera quedado sumido en el olvido, o se habría confundido con una de esas reputaciones pacíficas que jamás sublevan contra sí la envidia, y que anuncian menos la gloria que la dicha. Quién sabe si repasado el Atlántico me hubiera fijado en las soledades por mi descubiertas, como un conquistador en medio de sus conquistas.  Citado por Desnoes 1972: 305.

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La vorágine y Los pasos perdidos carecen de tales seguridades desde el momento en que no pueden apostar con idéntica firmeza a ninguno de los centros desde los cuales el movimiento centrípeto se ha iniciado. Ni los héroes intelectualizados, como el protagonista de Los pasos perdidos, ni los obsesionados como Cova apuestan más allá de cierta precariedad a esas ciudades imaginarias que fundan con entusiasmo en su imaginación. Saben que pueden ser devorados por el caos apenas las han bautizado o que las marcas en los ríos desaparecerán con la primera crecida. Sin embargo, la empresa fundacional de la literatura ha sido y es importante. Estas novelas han «cosmizado» –al decir de Mircea Eliade– una zona desconocida en la literatura latinoamericana, para habitarla. Estas fundaciones constituyen actos de creación que han ido dejando jalones ineludibles en el estudio de la configuración de la identidad cultural de América. Creemos que estos viajes-búsqueda iniciáticos son algo más que simples excursiones sin mayor valor que el pintoresquismo o folklorismo con que cierta crítica ha insistido en clasificarlos. Es evidente que, más allá de las diferentes calidades literarias en juego o de las corrientes estéticas en que se inscriben, estamos frente a un esfuerzo por dar forma, transformándola y adaptándola a la escala de la conciencia de sus protagonistas, a esa turbulencia caótica con que se presenta ese espacio inédito, apenas poblado y salpicado de islas sin otra significación literaria que las páginas de la narrativa que lo ha abordado. Sin exagerar, se puede decir que el esfuerzo cumplido por los escritores de la narrativa del movimiento centrípeto del que Rivera y Carpentier forman parte tiene una dimensión bíblica. Estamos en el Génesis y es bueno recordar lo importante que fue la Palabra –el Verbo del Creador– en el proceso original de definiciones y de separación de las cosas. En este Génesis del hombre americano, esa potencialidad esencial del Verbo recobra su vigencia prístina y esto lo saben los escritores que han hecho de la Palabra Escrita su única y más preciosa herramienta. Una palabra que parece válida para el conjunto de la narrativa de la selva americana, ya que de la habilidad con que se juegue la cruel partida que se libra en el corazón de la espesa vegetación del 108

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continente dependerá que el postergado paraíso de los orígenes se transforme en sosegado y armonizado paisaje del futuro, o que la amenazante antesala del infierno actual se convierta en un irremediable camino sin retorno. Mientras tanto, la naturaleza selvática, tal como la ha reflejado y sigue reflejando la narrativa, ha ido creando un «sistema de lugares» cargado de memoria, de deseos y de esperanzada prospectiva, en el que ya se ha integrado un «archipiélago» de significativas obras literarias.

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La desembocadura literaria de los ríos inéditos

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ruguay, voz indígena nativa que quiere decir «río de los pájaros pintados», es el nombre que se le da al río que nace en los planaltos brasileños en medio de espesos bosques tropicales y del que solamente la parte final de su largo recorrido bordea la Argentina para unirse con el Paraná –el «Paraná guasú», «gran pariente del mar» en guaraní– en el estuario del Río de la Plata. Uruguay es también la abreviación con que se denomina a la República Oriental del Uruguay, cuyo nombre oficial deriva de su situación: la «Banda Oriental» que se extendía, desde la época colonial, del otro lado del río, al este de las provincias de Buenos Aires y Entre Ríos. Cuando «el lomo del río se hincha» Uruguay, nombre de un río con el que se denomina un país, pero también signo inequívoco de una condición acuática y fluvial que caracteriza un territorio entero, porque no es exagerado decir que sus fronteras están prácticamente delimitadas por el agua. En la frontera con Brasil corren los ríos Cuareim y Yaguarón y sus respectivos afluentes; hacia el sudeste la laguna Merim y los emblemáticos ríos Olimar y Cebollatí. Por el sur, el Río de la Plata y en  Silva Valdés 1925: 119. «Paraná guasú, / gran pariente del mar, / canto de agua y espuma / el primero que oí».

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el sureste –a partir de Punta del Este– el océano Atlántico. La propia ciudad de Montevideo, situada a orillas del llamado «río como mar» –donde, según priman las corrientes, la cadena de playas que la flanquea son fluviales u oceánicas– limita con el arroyo Carrasco y cruzan el casco urbano, contaminados y pestilentes, el Miguelete y el Pantanoso. Pero es el río Uruguay, en la frontera oeste con la Argentina, el que da ese carácter fluvial al país entero. De norte a sur, sus afluentes –el Cuareim, fronterizo con Brasil; el Arapey; el Daymán; el Queguay y el río Negro, que divide prácticamente la zona central del Uruguay; sus tributarios, arroyos, cañadas, esteros, bañados, tajamares, manantiales y las lagunas del sureste en que desembocan otros ríos, desde la del Sauce y siguiendo por las de José Ignacio, Garzón, Rocha, Castillos, Negra, hasta la Merín en la frontera del este en el departamento de Rocha–, forman una uniforme y completa red hidrológica que vertebra la integridad del territorio, sin dejar apenas claros en el mapa. En las orillas de estos cauces crece la única vegetación nativa. A excepción de algunos palmares, escasos montes espinosos de la costa oceánica y solitarios ombúes que crecen entre rocas, el país está cubierto únicamente por onduladas praderas deshabitadas. Una incipiente forestación programada apenas palia este paisaje. ¿Por qué este sorprendente contraste entre el entorno de los ríos, bordeados de una espesa flora, y el del campo de verdes pastizales? La razón es simple. El río Uruguay nace en el interior profundo del Brasil, bajo bosques tropicales, y luego discurre entre la selva de las Misiones para irse integrando en la región de la Pampa húmeda argentina. Su cauce arrastra plantas, flores, ramas, semillas y en sus crecientes anuales –cuando «el lomo del río se hincha», al decir campero; ese «río hinchado y oscurecido» que describe Juan Carlos Onetti en El astillero– arrambla con árboles, camalotes y una fauna que sobrevive aferrada a sus ramajes, hasta que río abajo, en la zona templada del territorio uruguayo, echan raíces, se adaptan y crecen en las orillas conformando un nuevo y enmarañado paisaje –el «monte», sinónimo de río– gracias al cual surgen islas aluvionales, se abren canales y el cauce modifica, año tras año, su sinuoso trazado para desesperación de quienes 112

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fijan y vigilan las fronteras territoriales entre la Argentina y el Uruguay. Las orillas de la costa del Río de la Plata se mueven como «una lenta marea». Con los caprichosos vientos –sudestadas o pamperos– se producen desplazamientos de bancos de arena y, según las correntadas, las islas crecen o se desgarran. El río se divide en canales que dejan entre ellos pequeñas islas de discutida soberanía, unas verdes, otras arenosas, algunas impenetrables, otras pobladas o con algún sendero que se abre entre la espesa vegetación desde la orilla. En la novela Tres muescas para mi carabina (2002) –escenificada en la isla Juncal, frente a la costa uruguaya de Carmelo– Carlos María Domínguez brinda una metafórica y lujuriosa descripción de ese crecimiento vegetal: Las plantas crecían con ritmo alocado y de un día para otro un brote se convertía en hoja, un tallo en un tronco, una rama en dos, y donde uno miraba correr el río asomaba un montón de resaca, y luego suelo firme, y así, en el curso de pocas semanas podía verse nacer la tierra del agua, un lomo negro que barrido por las olas más tarde secaba al sol alrededor de la Juncal, que subía también montada sobre un enorme animal de lodo cuya cabeza no acababa de aflorar (Domínguez 2002a: 38).

Sin embargo, pese a su aspecto, el desorden del «monte» es sólo aparente. Los árboles se disponen en tres niveles. Al borde del cauce, los no espinosos: sarandí, sauce; en la barranca crecen el tala, el coronilla, el arrayán, el ceibo, el guayabo, el virazón, la envira. Solo algunos «montes» se continúan hacia el campo, con espinillares y algarrobales. El árbol que más se aproxima al agua es el sauce, que puede llegar a obstruir el cauce, pero son los sarandizales los encargados de cerrar los cursos, creando islas, reteniendo el fértil limo entre su follaje. El río Uruguay conecta así de norte a sur regiones bien diferentes de la América meridional y al mismo tiempo constituye el nudo que da unidad y coherencia a «ese caos de compartimentos estancos y archipiélagos de tierra firme», con que define el antropólogo Daniel Vidart al territorio uruguayo: 113

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Nuestro país participa intensamente de las peculiaridades de esta América terrígena, donde la botánica y la zoología son más importantes que la orografía, donde la hidrografía sustituye torrencialmente las alusiones marítimas de los lejanos litorales (Vidart 1968: 23-24).

Interpuesto entre las selvas tropicales de Misiones y Santa Catalina y las pampas argentina, el Uruguay posee de aquéllas los bosques y de éstas las praderas. Sobre esta generosa naturaleza, ensalzada por geógrafos y estudiosos como lo fuera por descubridores y viajeros, se ha ido acumulando una tradición literaria. Sin embargo, a diferencia de los paradigmas civilizatorios que la tradición otorga al curso de los grandes ríos del mundo –del Nilo al Ganges, pasando por el Danubio, el Po o el Mississippi – en el Uruguay las arterias fluviales son un espacio casi inédito de marginación y misterio. La envidiable red hidrográfica que lo parcela, en la medida en que está cubierta de una vegetación selvática enmarañada, se ha convertido en escenario de las únicas aventuras posibles: la de los  El Danubio de Claudio Magris (1997) es un excelente ejemplo reciente de la significación simbólica de un río a través de la literatura. Entre la ficción y el ensayo, crónica e historia, el diario y la autobiografía, la historia cultural y el libro de viajes, «especie de novela sumergida» según el propio Magris, El Danubio está considerado como un libro modélico.  Il mulino del Po (1938-1940) de Riccardo Bacchelli, fresco histórico sobre la dura vida de una familia de molineros en las orillas aluvionales del Po que comienza en la época napoleónica y se prolonga hasta 1900. Gracias a esta saga, el río más importante de Italia adquirió el aura legendaria que sigue envolviéndolo hoy en día.  Basta pensar en la obra de Mark Twain, Aventuras de Huckleberry Finn (1884), esa epopeya sobre el tranquilo fluir del Mississippi por cuyas aguas se desliza una balsa tripulada por un adolescente aventurero y un esclavo negro que huye en pos de la libertad. Sarmiento vio un modelo civilizatorio en el Mississippi en cuyas márgenes se han edificado «centenares de populosas ciudades», un río que no considera más aventajado que el Pilcomayo, el Bermejo, el Paraguay y «tantos grandes ríos que la Providencia ha colocado entre nosotros para marcarnos el camino que han de seguir más tarde las nuevas poblaciones que formarán la Unión Argentina» (Sarmiento 1979: 181).  Por otra parte, Domínguez ha reconocido su deuda con Haroldo Conti, autor de un relato escrito en homenaje a la mítica Julia –«La balada del álamo carolina»– y de la novela Sudeste (1962) sobre el mundo del delta del Tigre.

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«montaraces», que talan los «montes» de sus orillas y descienden las aguas conduciendo troncos en inmensas «jangadas»; la de las expediciones de cazadores de «carpinchos», gatos monteses y chanchos salvajes y de pescadores de dorados, bagres y tarariras o del pacú que «sabe a barro»; la del tráfico de comerciantes y contrabandistas que recorren los islotes del delta o cruzan las orillas internacionales con sus mercancías (yerba mate, alcoholes o tabaco); los pioneros que levantan sus casas y apostaderos abriendo senderos y veredas en las orillas escabrosas; los fugitivos de la justicia, «matreros» que se esconden entre cañaverales, y los que han perdido toda esperanza y languidecen frente al metafórico «camino que anda» cantado por los payadores. Personajes que Horacio Quiroga convirtió en emblemáticos en sus relatos misioneros –Los desterrados, A la deriva– y que completó con yacarés, serpientes y el bestiario antropomorfizado de Cuentos de la selva se encarnan, corriente abajo, en los «montaraces» y los cazadores de las novelas y relatos de Enrique Amorim; las tres generaciones de tenaces pobladores y contrabandistas de la isla Juncal de la novela de Domínguez; los derrotados empresarios –Jeremías Petrus y Larsen– del abandonado Puerto Astillero en la obra de Juan Carlos Onetti, puerto fluvial por el que se pasean nostálgicos los protagonistas del cuento «Ejsberg en la costa», del mismo Onetti. Lejos de los gauchos y paisanos de la narrativa de tema rural, la narrativa fluvial refleja esa brecha trazada entre «los hombres del campo, curtidos en el deber y los patrones, y los hombres de la costa, más amigos de la libertad y el riesgo que de la autoridad y el orden» de que habla Domínguez (2002a: 16). Porque: Hay en el Río de la Plata una raza de hombres y mujeres de la costa cuyas vidas, igual a esos troncos que las mareas arrojan a la playa, han sido pulidas de forma caprichosa y extraña. No existe un elemento más blando que el agua y sin embargo, socava la roca y el corazón más duro hasta volverlos irreconocibles (Domínguez 2002b: 9).

El río Uruguay es más un escenario privilegiado de huida y de fragmentación que de armónica integración; en sus orillas no se 115

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organizan los amables paseos fluviales cantados por los poetas en el Sena y la Marne, ni las meriendas en sus orillas, inmortalizadas por los pintores impresionistas; tampoco se forja una épica nacionalista, al modo de la germánica alrededor del Rin, ni en el fondo de sus aguas hay dioses que emerjan esgrimiendo el anillo de los nibelungos con grandilocuentes notas wagnerianas. Si bien los ríos de la «Banda Oriental» carecen de marcas civilizatorias ostensibles, mantienen una extraña fascinación, entre la sorpresa ante lo desconocido y la atracción por una suerte de bucólica Arcadia americana de la que difícilmente pueden encontrarse paralelos en el resto del mundo. En este capítulo analizaremos algunas de las obras más significativas de la ficción uruguaya, fundacionales de este novedoso espacio geopoético que merece ser rescatado. Porque, como sostiene Domínguez: «Vivimos a la orilla de un río misterioso, condenado a desaparecer, y lo ignoramos», ya que «este país está lleno de mundos inexplorados y para descubrirlos sólo hay que salir de Montevideo» (Domínguez 2002c). Lejos de la dicotomía campo-ciudad que ha polarizado tradicionalmente la narrativa urbana y la rural de temática nativista, los cauces fluviales proponen una aventura inédita en la que, literalmente, vale la pena «embarcarse». La «melancólica pereza» de las ramas de los sauces El río en la narrativa uruguaya es –antes que nada– paisaje, naturaleza pura, apenas modificada por la presencia humana. Las poblaciones están situadas lejos de sus orillas, no sólo por lo espeso  En Schama 1995 se analiza, en los capítulos consagrados a los ríos –«Flujos de conciencia» y «Ríos como arterias»– y tras describir la significativa carga simbólica del Nilo y el Ródano, la mitología del nacionalismo alemán concentrada en el Rin.  A su rescate ha ido el propio Domínguez realizando una investigación periodística en las márgenes y en las islas de la parte uruguaya del delta del Río de la Plata, fruto de la cual ha sido Escritos en el agua (2002), compuesto con entrevistas y testimonios de los habitantes del litoral –cazadores, pescadores, contrabandistas y descendientes de los personajes históricos– que ha novelizado en Tres muescas en mi carabina.

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de su vegetación, sino porque los ríos tienen un curso irregular y se desbordan en crecientes que inundan las tierras aledañas. Ángel María Luna en Pitanga y río describe una «crecida» del río Cebollatí: Se ha desatado la furia en el río; los enormes coronillas hacen fuerza en una lucha de increíble resistencia con el agua que cruza bramando; por último cede la greda de las barrancas, aflojan las raíces y allá va la coronilla, balanceándose en un cabeceo de despedida; y allí otro y otro espinillo y una espuma de cruz y una chilca y una oveja y nidos y hojas y flores… Es una marcha de confusión entre el agua que corre y se golpea contra las orillas, y gritos y balidos.

Si se arriesga la construcción de una casa cerca del río, la crecida puede arrasarla. La isla Juncal, frente a las costas de Carmelo, con apenas doscientos metros de «barro y arena» en su origen, sobre cuyas «tierras emergentes» el italiano Enrique Lafranconi se empeña en establecerse y fundar una familia –según se cuenta en Tres muescas en mi carabina– sufre periódicos temporales y crecidas. Una noche en que el «colono» Enrique –como lo llaman en la vecina ciudad de Carmelo– presiente «el brío nervioso del Paraná y el suave derrame del Uruguay», un ventarrón estremece la casilla donde vive y dobla los sauces. «Alcanzó a ver gruesos torniquetes de espuma, gases azules, revueltos y tan elevados que le dieron la impresión de hallarse en el fondo de un mar aborrascado». Poco después «las olas entraban en la isla, ya sumergida bajo la marejada, los perales flotaban enredados en las cuerdas que los sujetaban a las estacas» (Domínguez 2002a: 88-89). Enrique se salva trepado a la copa de un ceibo, entre los picotazos de las garzas aferradas a sus zarandeadas ramas. En otros casos, la creciente puede llegar de noche, como le cuenta Josefina a Larsen en El astillero: «Cuando vino la inundación en la casa vieja […] era de noche, empezamos a subir las cosas al piso de los dormitorios, cada uno arrastraba lo que más quería y era como una aventura» (Onetti 1960: 28). O puede, simplemente, esperarse:  Citado por Wettstein 1967: 46.

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«La casa elevada sobre pilares de mampostería, destinados a defenderse de una creciente del río que hasta hoy no se produjo con la intensidad temida» (Onetti 1960: 130). Pese a temporales y crecientes, el paisaje del río suele ser apacible. Sobre el arroyo descrito por Javier de Viana en Campo (1896) «vense hundir sobre el haz del agua, con melancólica pereza, las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los pardos sarandíes». Sus orillas están cubierta de vida: lagartijas, miríadas de pájaros, mariposas de «sutiles alas irisadas», insectos, luciérnagas y ranas y peces en el agua (tarariras, mojarras, culebrillas…) que se mueven en todas direcciones. En otros casos –como en Fronteras al viento (1955) de Alfredo Gravina– el «monte» vecino al río está cubierto del zumbido de insectos, arrullo de las torcazas, el «zambullón de un carpincho», el revoloteo incesante de los pájaros. En la indefinida geografía litoral de El astillero, se dan algunos referentes cartográficos del río Uruguay: Larsen «bajó hasta Mercedes, dos puertos hacia el sur» (Onetti 1960: 59), lo que indica una vaga situación del astillero al norte, pero al sur de la mítica ciudad de Santa María, ya que páginas más adelante (91) se recuerda que: La última lancha de la carrera pasaba hacia el sur por Puerto Astillero a las cuatro y veinte y llegaba a Santa María cerca de las cinco. Era lenta como la primera de la mañana; entoldada bajo la lluvia iría arrimándose a cada desembarcadero para dejar huevos, damajuanas, cartas y saludos, algún mensaje confuso que se balancearía sobre el agua encrespada antes de intentar el arribo hacia la orilla.

El paisaje alrededor de los escenarios litorales de Onetti se enriquece, incluso, con palacios. Petrus, mientras se va desguazando el astillero y se venden piezas y viejas maquinarias, sueña con comprarse el palacio de Latorre, situado en una isla sobre el río. El palacio de paredes rosadas y eternamente húmedas, con cien ventanas enrejadas, con su torre circular, se declara monumento nacional y un profesor suplente de historia nacional se instala a vivir para hacer «llegar informes regulares sobre goteras, yuyos amenazantes 118

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y la relación entre las mareas y la solidez de los cimientos» (Onetti 1960: 131). Un paisaje fluvial que invita también a la meditación y el reposo. En algún momento, sobre el río Arapey, «correntoso, con el suave palpitar de un oleaje manso, rítmico, tranquilo», se sumerge el espíritu en un estado apacible, nos sugiere Enrique Amorim (1963: 74) en La trampa del pajonal. La belleza de un paseo en bote –descrito en el cuento «Teros»–, donde una niña sentada en la popa se esfumina en «un fondo de juncos que iba dibujando a sus espaldas un biombo de un verde amarillo, desvanecido» (Amorim 1960: 81) en un progresivo deslizarse a la deriva, puede asociarse a «la sangría de una vena vital» y desembocar en un desvanecimiento. Soñar junto al río, dar «la imaginación al agua que hace verdes los prados», porque no es posible sentarse junto a un río sin perderse en profundas fantasías –como recuerda Gaston Bachelard en L’eau et les rêves. Essai sur l’imagination de la matière (1942)–, es lo que procura una sensación más profunda. No es necesario que el río nos pertenezca para sentirlo como parte de uno; sus aguas pasan y transcurren frente a quienes las contemplan, el río es el mismo no siendo el mismo –como ya señalara Heráclito, no es posible sumergirse dos veces en el mismo río–: he ahí un secreto que ha obsesionado a todas las culturas como alegoría de la vida misma. «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir», poetiza Jorge Manrique10; «circulación» vital que según la mitología oriental se produce en circuito cerrado como la sangre en el cuerpo humano, principio que Platón transforma en representación del mundo: los continentes están rodeados por el «río océano» que fluye a su alrededor11. «Yo veía el raudal de mi sangre  Es interesante anotar que el poemario El río (1952) de Amanda Berenguer otorga dimensión simbólica a los componentes geográficos del río. Los poemas llevan por título: «Cauce, afluentes, torrente, hoya, remolino, angostura, oleaje, correntada, isla, aguas arriba, viaje, rápidos, embarcación, orillas, limo, creciente, embalse, deriva, muelle, manantial, margen, presa, rielar, remanso, estero, puente, fondo, delta, recodos, hundimiento, emerger, arboladura, salto». 10 Manrique 1952: 116. Manrique recuerda que en la desembocadura «los ríos caudales», los otros medianos y los «más chicos», son todos iguales. 11 Véase Platón 1963: 113.

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juntarse como las aguas turbias de una crecida –recuerda Montes, el protagonista de La desembocadura de Amorim–; «Sangre y malón de resaca se confundieron» (Amorim 1968: 47). No por azar, en Uruguay se llaman «sangradores» a los brazos muertos de los ríos por donde se canaliza el agua que desborda. Al atravesar en balsa un río, probablemente el río Negro, el protagonista de La mujer y el río, de Manuel Márquez, siente que reingresa «al país de los mitos», un cruce que adquiere la dimensión del que separa el mundo de los vivos del reino de los muertos, cuando el viejo balsero le dice que «el día que su ánima se desatracara del mundo, iba a ser con sus patas mojadas. Por la balsa y el río, sus únicos amores» (Márquez 1996: 8), reflexión que parece apoyarse en la melancolía del cementerio que se extiende en las orillas del lago vecino. Sin embargo, si la mar es el morir, el río es generalmente la vida, la fertilidad, y así lo interpretaron las civilizaciones de la Antigüedad. El Nilo, «emisión seminal de Osiris» –se dice en la mitología del antiguo Egipto–, donde sus aguas curan a las mujeres estériles, su fauna se diviniza y en cuyo cauce coexisten los cocodrilos del sur y los delfines del norte, tiene –según una tradición legendaria– sus fuentes en canales y cuevas subterráneas, formando parte de un secreto laberinto circular situado en el corazón de África. El culto que fundan Séneca, Plinio, Plutarco, Estrabón y Diodoro a partir del Nilo está también presente en los ríos Éufrates y Tigris, donde se situaría el Paraíso Terrenal y los cuatro brazos que nutren al Árbol de la Vida. Cristóbal Colón cree encontrarlo en su tercer viaje, al abordar la desembocadura del Orinoco. Sin embargo, desde la intervención de los faraones en el Nilo, como luego de los romanos a lo largo de los grandes cauces fluviales europeos, el río ha sido también vía de penetración imperial. De conquista, pero también de derrota. El río camino de colonizadores, la autopista de penetración comercial que termina en la desorientación, en la demencia y en la muerte –con que Joseph Conrad transforma progresivamente el remontar del río Congo en El corazón de las tinieblas– ya había tenido en el río Amazonas su temible aventura de conquista, crimen y locura con la expedición de Lope de Aguirre. 120

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«Un mundo aparte», donde «la vida es otra» Lejos del dramatismo de la selva ecuatorial, los ríos uruguayos encarnan una naturaleza en estado puro, apenas retocada por el paisaje con que se los representa. «La virginidad de la tierra se perdía en la noche de los tiempos», se dice en Fronteras al viento. La naturaleza no oprime, enloquece o mata, pero envuelve y marca el destino de los seres humanos de forma indeleble. El mito es aquí alegoría de la naturaleza, forma poética en la que se expresan simbólicamente los misterios no descifrados. Naturaleza que se expresa en la figura barroca del meandro, ese trazado sinuoso, replegado sobre sí mismo, indeciso sobre la dirección correcta, que tiene el río que parece no tener prisa por llegar a su fin. La narrativa refleja este diálogo. «Si Egipto es un don del Nilo, ¿qué es Treinta y Tres del Olimar? –se pregunta Julio C. da Rosa– Hijo, habría que contestar; pero con una condición: que hijo signifique todo […] Todo, Hijo, porque de él nació; hijo, porque por él es; hijo, porque sin él no sería ni una sombra sobre la tierra» (Rosa 1961: 75). Entre la ciudad de Treinta y Tres y el río Olimar –como sucede con otros ríos uruguayos– se establece una relación que Da Rosa considera es el «camino hacia la entraña viva, el camino hacia la sangre; el camino hacia el alma», por lo que: Quien no lo haya conocido; quien no haya comido su asado, tomado su mate, su caña o su vino en el Olimar; quien no haya recibido su baño en de agua, de sol o de monte en el Olimar; quien no haya nadado en sus aguas, pisado sobre su arena, comido sus pitangas […]; quien no haya cantado, soñado, querido o besado a su vera, bajo su sol o bajo su luna, este no es treintaitresino. Como no lo es el artista que lo le haya dedicado un par de notas, un par de tonos o un par de líneas. Ni el leñador que no lo haya «leñado». Ni el matrero o el contrabandista que no lo hayan buscado. Ni el sediento que no lo haya bebido. Ni el enamorado que no lo haya sentido hasta llorar (Rosa 1961: 76).

Los amables paseos que se extienden en sus orillas, el nostálgico puente peatonal que cruza el Olimar a su paso por la ciudad de Treinta y Tres, no dejan de ser una excepción, aunque pueda citarse el «romance» novelesco de corte nativista Isla Patrulla (1935) de 121

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otro autor originario de Treinta y Tres, Pedro Leandro Ipuche. Porque, en general, el diálogo entre el hombre y el río es áspero, es parte de un combate desigual del que Enrique Amorim dio noticia en Los montaraces. Novela realista y de denuncia social sobre los obrajes de explotación maderera del norte del Uruguay, el germen de su trama ya estaba en el relato La trampa del pajonal (1928), donde se define al montaraz: Se llama montaraz al leñador que, internado en el monte, voltea árboles y los convierte en astillas. Instalados en carpas o enramadas, se pasan los días al borde del río, desmontando, derribando árboles, aureolados por nubes de mosquitos que giran alrededor de sus cabezas (Amorim 1963: 67).

El montaraz –el leñador internado en los montes vecinos a la orilla del Arapey, volteando, desbrozando, llevando una vida nómada y autárquica en carpas o bajo enramadas, entre paja brava «cortante como navajas», hormigas, cascarudos, arañas y tábanos, del relato La trampa en el pajonal– pasa a ser el obrero explotado de una compañía maderera situada en la Isla Mala, entre dos brazos del río Paraná con rápidos y remolinos que la hacen prácticamente inaccesible, en la novela Los montaraces publicada casi treinta años después. Con algo de la secreta atracción que ejercen las islas malditas de la tradición literaria universal, la Isla Mala captura al adolescente Cecilio, hábil nadador que se arriesga en las aguas turbulentas –«la cola del Diablo»– para introducirse en los secretos de la explotación y la opresión que la rigen como «un mundo aparte». En la Isla Mala «la vida es otra», es lo desconocido, un mundo al margen de las leyes y del orden establecido en la costa del Este o del Oeste, «algo que escapaba a las posibilidades del gaucho y, más aún, a las del precario chacarero que moraba en ambas costas» (Amorim 1973: 30). En su territorio comienza el trópico, incrustado de «Norte a Sur como una espada de la que se desconocía su empuñadura» (1973: 31). Allí viven animales salvajes, víboras de mordedura letal, proliferan insectos y arañas dañinas y se levantan árboles inmensos de codiciada madera –lapacho, petiribé, 122

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urunday, cedro– pero también proliferan leyendas sobre duendes y aquelarres, «lobizones» y aparecidos que hacen más atractivo el sortilegio de la aventura. Una aventura que empieza en la atracción por lo desconocido y casi inaccesible y termina en una rebelión encabezada por el propio Cecilio Morales contra las condiciones de explotación y represión del obraje. Si «la soledad es el secreto de la selva» y «la libertad es el secreto de los hombres» –como reflexiona Wanda Saravia al final de la novela– Los montaraces sugiere un puente entre ambos, un diálogo tenso, pero diálogo al fin. Una libertad que es también el secreto de la vida del capitán don Robustiano Casaque, protagonista del relato «Calandrias» del citado volumen Los pájaros y los hombres. El capitán vive a la orilla del río Uruguay dedicado al negocio de las maderas sin preocuparse por las reyertas del obraje vecino ni por las pendencias de los obrajeros que están fuera de su jurisdicción. Especula con la madera «creyendo dominar el río, sobre cuyo lomo rodaban los troncos hacia el sur», y desciende hacia el sur dos veces por año con «mil, dos mil vigas de urunday, cedro y lapacho», caminando sobre ellas: Y el lapacho le había endurecido el corazón de tal forma, que, sobre los jangadas, El capitán parecía uno de esos tigres hambrientos traídos por la creciente sobre lechos compactos de lianas, camalotes y sarandíes (Amorim 1963: 58).

Sin embargo, bajo esa caparazón de dureza late un hombre sensible, capaz de proteger las calandrias que anidan en las vigas de la cumbrera del rancho de la jangada hasta que los pichones pudieran volar por sí mismos. Un diálogo con la naturaleza que lo rodea, lo que hoy se diría un «desarrollo sostenible», de una inesperada y tierna dimensión. En La desembocadura donde se desmayan las aguas En La desembocadura (1958) el diálogo del hombre con su contorno se prolonga en el tiempo. Un pionero, dueño de una vasta estancia limitada por el río Arapey, es asesinado de un tiro en la 123

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desembocadura del río un lejano día de 189912. Su bisnieto, un escritor, se acerca a ese punto –«allí donde se desmayan las cristalinas aguas del arroyo Arapey, en el insondable turbión del Uruguay» (Amorim 1968: 5)– y, al modo de Pedro Páramo de Juan Rulfo, dialoga con su antepasado muerto y reconstruye la saga familiar de los Montes desde los orígenes de la conquista y la colonia. El primer español que llegó a caballo y se detuvo en las orillas del Arapey estableció un hito, le cuenta el bisabuelo Montes. Trazó un mapa con sus límites y fijó, gracias a su cauce, el «marco divisorio» de una propiedad, la que será la estancia del Cerro del Moreno. Cuando llegaron otros –rememora con locuacidad–, «aquel río nos sirvió de “tregua”», lo que «evitó los pleitos o reclamaciones» (Amorim 1968: 9). El lector escucha la voz del muerto, testigo y protagonista de buena parte de la historia nacional, como un río que fluye a través del médium del narrador, juego de asociaciones, creando una geografía y un espacio mítico, legendario. El «fantasma que hace levantar, como en una serena ensoñación, los días remotos del origen de su estirpe» (Cotelo 1968-1969: 427) –primera persona que habla en tono coloquial en los primeros trece capítulos de la novela– se proyecta luego en una voz plural que se diversifica como el delta en la desembocadura del río. Del bisabuelo, como el río que se ramifica en sus propios afluentes, surgen la dinastía legítima de los Montes y la bastarda descendiente de Magdalena Lope, y cuando la estancia se fragmenta, surgen en lugar del latifundio chacras, pueblos de ratas y una chata aristocracia pueblerina: Cerro del Moreno descargó su gente en aquel puerto entre dos cementerios. Vinieron de otros lares desamparados y forasteros. Habitado por las mujeres, compañeras y concubinas de la peonada, luego lo frecuentó otra gente que necesitaba hacer noche o reponer fuer12 «Una bala, una sola bala, de un plomo difícil de obtener por cualquier civil, me tumbó sobre este montículo allá por 1899. Yo sé que no debí venir hasta la desembocadura solo y confiado. Lo único que sentí fue el resuello de mi propio caballo y, más tarde, la tierra polvorienta que dejaron caer sobre mi cuerpo, pesada, gris y mortal; los años, las tormentas. Y me dieron por desaparecido» (Amorim 1968: 40).

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zas. Entraban y salían y se llevaban una res, de paso, y recogían el contrabando oculto en las costas del Uruguay […] En la geografía se señalaba un nuevo punto: corral abierto. No faltaban perros y gatos y ratas…» (Amorim 1968: 75).

Sin embargo, todas las voces siguen teniendo su origen en la autoridad unívoca de un Dios que puede ser el Destino. Por ello, La desembocadura ha sido comparada con La hojarasca (1955) de Gabriel García Márquez, y la estancia del Cerro del Moreno ha sido apodada el «Macondo cimarrón». Sin embargo, el tiempo es, en realidad, el verdadero protagonista de La desembocadura, un transcurrir que es auténtico trasfondo del relato, donde queda apresada en apenas cien páginas «la impalpable, oscura tenacidad del tiempo»13. En esa desembocadura Amorim aventura una profecía: «Este montón de tierra de la desembocadura terminará por ser roído por las aguas y caeremos victoriosos en la confluencia para que avancen las praderas artificiales, que apenas suspiran sus verdores sobre una superficie sorda y muda» (Amorim 1968: 82). La naturaleza será un día dominada: praderas artificiales en la tierra; canales, diques y represas en las aguas de los ríos. El diálogo amable del hombre con su entorno se trocará en intervención brutal en el medio ambiente. El mito cederá ante las presuntas razones de la civilización, como ha sucedido desde la más remota antigüedad. El sueño inconcluso: dominar los ríos Porque si en el Nilo se encarnó una mitología que ha sacralizado el curso de las aguas, también sus aguas fueron escenario del absolutismo del poder faraónico. Las grandes obras de canalización y de riego, el desplazamiento de tierras emprendido en Egipto sobre la base de conscripciones y movilizaciones obligatorias de poblaciones enteras y un severo régimen de esclavitud, inauguran lo que Carlos Marx y Karl Wittfogel han definido como «sociedades hidráulicas» basadas en el despotismo de las que Roma, 13 Cotelo 1968-1969. También sobre Enrique Amorim, «Introducción a Los montaraces» (1973).

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constructora de acueductos por excelencia, sería su heredera. Las tiranías que pretenden legitimarse en el poder ejercido sobre los recursos hídricos se prolongan –según Wittfogel (1957)– en las obras monumentales de las represas soviéticas y chinas de los años cincuenta, en la canalización entre el Volga y el Don, en la del Yagtze y en el titánico proyecto de los «Tres Valles», que ha sumergido el más hermoso paisaje natural chino, lanzado por Deng Xiaoping –autoproclamado heredero del emperador Yu, que ya en 2000 a.C. había dictado severas reglamentaciones sobre los canales de irrigación–. Podrían añadirse al listado de Wittfogel las obras de canalización del delirio despótico de Caecescu en Rumania y el secado del mar de Aral en Asia central. La América meridional, de la que el cauce del río Uruguay forma parte, no ha sido ajena a esta intervención autoritaria. La represa hidroeléctrica de Itaupú –en su momento la más grande del mundo– en las aguas del alto Paraná, en la confluencia de los tres países –Argentina, Paraguay y Brasil– fue proyectada e impuesta por la dictadura brasileña; la de Salto Grande, entre Argentina y Uruguay, creando el lago más grande de América del Sur, por los regímenes dictatoriales de ambos países del Río de la Plata en los años setenta; como lo había sido la del Rincón del Bonete en Uruguay, construida con capitales y tecnología del régimen nacionalsocialista alemán bajo la dictadura de Gabriel Terra (1933-1938). Los ríos dominados y encauzados por obras de ingeniería, los caudales regulados de un mapa físico del Uruguay que ha ido sojuzgando la naturaleza, ¿lo están en realidad en las páginas de ficción? La respuesta podría darla un extraño relato, El puente romano (1981) de Héctor Galmés. Proponiendo un juego digno de Borges y con un estilo cercano al de Lovecraft, Galmés nos cuenta cómo en las inmediaciones del Salto un grupo de voluntarios que ha peleado en la revolución del Quebracho debe atravesar el río, no muy lejos del Itapebí. Hay creciente y buscan un vado, aunque el capitán recuerda que en el mapa figura un viejo puente de arquitectura romana una legua antes del paso. Sin embargo, el puente no puede ser atravesado. «Por más que uno camine sobre él, nunca se puede ganar la otra orilla», sentencia el guía: el puente está «engualichado». 126

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En realidad –anota el autor en una erudita nota al pie de página– se trata de un puente construido a fines del siglo xviii por un ingeniero excéntrico al servicio de Carlos III, especialista en construcciones militares, que buscó un lugar apartado de América para reproducir un modelo de puente como el que habría construido el astrónomo árabe Al Muzewa sobre el Guadiana en el siglo xiv. Allí, según un conjuro del diablo luego destruido por la Inquisición, se habría aplicado una minuciosa ecuación de movimiento retrógrado en consonancia con la posición del planeta Marte, por la cual –al llegar a su centro– se producía una inversión, auténtico reflejo del puente sobre sí mismo, que devolvía a todo aquel que quisiera cruzarlo al punto de partida. Números arábigos en baldosas, jeroglíficos y signos algebraicos tallados en las piedras cubiertas de maleza aseguran el fiel cumplimiento del conjuro, como una maldición inexplicable. Cuenta Galmés: Entró de nuevo en el puente. Avanzaba despacio, muy despacio; pasó junto a los dos cadáveres que estaban a su derecha y cuando traspuso la mitad del puente sintió como un ligero vaivén, un mareo fugaz; y ahora tenía los dos cadáveres delante de sí, pero a la izquierda» […] Sin desanimarse, volvía a comenzar, y siempre retornaba, sin percibir cómo al punto de partida (Galmés 1999: 17).

En ese puente, que no puede ser cruzado porque al llegar a su punto medio el movimiento se invierte, está el secreto de la resistencia que el río ofrece, porque a lo mejor, como dice Gregorio –el «tonto del pueblo» de Tres muescas en mi carabina–, Dios vive en el río, ya que «las nieblas de la mañana eran una bocanada del cigarro de Dios porque antes de separar las aguas y hacer el día, meditaba, igual que él, acompañado de un tabaco». Por eso –asegura– «el Señor vivía en el río y le hacía oír las voces que traía desde Paysandú, Concepción y Salto, tan claras y cristalinas como si las tuviese al lado» (Domínguez 2002a: 19). Voces que vienen del norte, cada vez más selvático, donde está el escondido corazón de América y las fuentes del río Uruguay, y hacia donde emprende su último viaje Larsen, huyendo de la ruina veloz del astillero y el silencioso derrumbe de las paredes, acurru127

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cado en una lancha, empapado por el rocío, río arriba –«trepando el río»– para morir de pulmonía en el hospital de El Rosario. Polifonía de voces diversas unidas por el río que van poblando la literatura, para darle a un paisaje inédito su esperado eco.

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Segunda Parte



Ciudades

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Lugares de la memoria

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sta mañana de un día feriado hemos decidido creernos dueños del tiempo. No sólo de las horas de que disponemos, sino de los recuerdos que queremos evocar libremente en un juego libre y abierto de la memoria. Tiempo que reivindicamos como nuestro, hecho de un pasado individual que nos pertenece. Tanto es así, que hemos dejado el reloj pulsera en la mesita de noche, junto al despertador que suena los días laborables a las siete de la mañana, no lejos de la agenda donde anotamos citas, cartas a escribir y obligaciones diversas y de la computadora donde hemos instalado un novedoso programa informático de «gestión optimizada del tiempo». Sin embargo, a poco de andar –y al cruzar la plaza Matriz– escuchamos las severas campanadas de la catedral. El gran reloj recuerda a todos la hora del mediodía, lo que fuera durante siglos exclusivo privilegio de la iglesia: ordenar el ritmo del trabajo, rezo y reposo de todos los que vivían a la sombra de su campanario. Un poder que ahora se comparte con los números analógicos luminosos desplegados en la fachada de un edificio lateral y donde alternativamente se anuncia la hora, la temperatura reinante y los beneficios de Coca-Cola, que se publicita con luces rojas y blancas y cuya visión difícilmente puede evitarse. En el centro de la vecina plaza Independencia se levanta el monumento del héroe nacional cuya vida tuvimos la obligación de estudiar en la escuela. No muy lejos se abren las puertas del Archivo General de la Nación, donde se guardan los documentos de la memoria escrita de nuestro país. 131

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Sistemas celebratorios y memoria selectiva En el deambular inicialmente ocioso de nuestro paseo no tardamos en comprobar que la nomenclatura de las calles que atravesamos forman parte del sistema celebratorio que institucionaliza la visión oficial de la historia en la que estamos integrados. La denominación de plazas centrales, avenidas, calles y pasajes, placas recordatorias y monumentos, consagra el «discurso del poder» vigente y que, mal que bien, forma parte de esa memoria históricamente consciente de ella misma, con la que Pierre Nora define a la tradición. A través de su clara función mnemotécnica esa tradición imperante se legitima y condiciona nuestra memoria individual a través de representaciones incesantemente reelaboradas, que pesan sobre nosotros como auténticos arquetipos de memoria social. Nuestros recuerdos personales se integran en la rejilla de su irradiación simbólica. Por algo, en los últimos años y por imperio de los diferentes gobiernos del país –constitucionales y de facto– ha cambiado varias veces la nomenclatura urbana y se han sustituido unos monumentos por otros. Si la última dictadura rebautizó calles y plazas dándole nombres de personajes oscuros de una historia cuya revisión se empeñó en hacer para justificar su propia existencia, el retorno a la democracia no sólo restableció parte de la nomenclatura original, sino que añadió el nombre de héroes y victimas del pasado reciente. Descubrimos con cierta consternación que el triunfo de toda ideología intenta ser la medida de la memoria selectiva que controla y jerarquiza. Toda autoridad que domina el presente pretende determinar el futuro y reordenar el pasado, definir lo que hay que recuperar de la memoria colectiva. La legitimación del orden establecido que esta recuperación selectiva del pasado define es más política que científica, aunque se apoye en acontecimientos reales, documentos fidedignos e interpretaciones históricas. En la incorporación intencional y selectiva del pasado lejano e inmediato se adecuan  Nora 1997: 3041. «Una tradición es una memoria históricamente consciente de ella misma»–afirma Nora–, lo que necesita de una herencia que se asume y una mirada exterior que objetive ese patrimonio.

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los intereses del presente para modelarlo y obrar sobre el porvenir, verdadera retrodicción del lenguaje que infiere lo que pasó a partir de lo que actualmente sucede. La historicidad, como expresión de un tiempo que pretende ser colectivo, se impone en la memoria individual de todos nosotros, aunque no lo queramos, aunque lo rechacemos. Un parentesco secreto se establece entre los «lugares vivos» de la ciudad por la que paseamos y los objetos conservados en museos o archivos y, más sutilmente, con las instituciones que los representan. Más allá, se integra en una red sutil de fronteras nacionales y divisiones administrativas del país del que la capital es centro de ordenación germinativa. Esta representación es también evidente en el gesto ritual de conmemorar fiestas patrias o religiosas, aniversarios, centenarios y sesquicentenarios, jalones de la memoria colectiva que se impone a todos los individuos con aparente naturalidad, como si fueran la expresión indiscutida en vigor de una interpretación canónica de la historia. Lo aceptamos sin cuestionarlo, porque ¿no tenemos, acaso, nosotros mismos nuestras propias celebraciones personales, marcadas por fechas de cumpleaños, aniversarios de casamientos o de muertes? ¿No nos creemos dueños de la autoridad de darle un nombre a nuestros hijos, apenas nacen, marcándolos con nuestra voluntad por el resto de sus vidas? ¿No hacemos lo propio con el chalet en que vivimos o la casita en que veraneamos? En resumen, descubrimos que nuestros recuerdos no son sólo nuestros y personales como creíamos, sino parte de un tiempo que nos impone los paradigmas de una memoria colectiva elaborada como un verdadero sistema de reconstrucción histórica y justificación del presente del que somos prisioneros, aunque no tengamos plena conciencia de ello. Los espacios históricos Esta dialéctica del tiempo y la memoria ha sido esencial en la configuración de la identidad individual y colectiva, aunque sea evidente que al retrazar una visión de un momento determinado, toda representación está marcada por su época. Por ello, más allá del sistema celebratorio del sistema imperante, muchos espacios 133

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reflejan su propia temporalidad. Son los «tiempos acumulados», el «tiempo frondoso» de que habla Saül Karsz, cuyos planos múltiples y cualitativos se fecundan y entrecruzan sin cesar. Son los espacios históricos por antonomasia que superponen las representaciones de lo visible y recordado con el secreto de esquinas y plazas. Temporalidad y espacialidad que destilan también los acontecimientos de triste memoria de un pasado sofocado: la plaza en que se realizó el último acto partidista preelectoral de las últimas elecciones, la avenida en que una manifestación obrera fue reprimida apenas instaurada la dictadura, capas sedimentarias del estrato de la memoria, referentes de una historia paralela en diálogo, si no confrontación, con la oficial. Un espacio en el que también se insertan los recuerdos individuales, aunque estén siempre condicionados por los colectivos. La esquina en que vimos por última vez al amigo que se fue del país es la encrucijada de dos avenidas con nombres de batallas ganadas a un país vecino y conmemoradas por la historia oficial; el café en que conocimos a nuestra compañera lleva el nombre de un conocido cacique indígena. Nuestra memoria no puede liberarse de la historia que la contextualiza, hasta en la intimidad de una confesión o en la habitación de la casa de huéspedes donde amamos por primera vez. Sin embargo, este pasado impuesto nos es necesario. Es bueno recordar brevemente que la irrupción postergada del temporalismo en el «drama metafísico» del hombre contemporáneo se concreta a partir de Henri Bergson y su famoso distingo entre tiempo real o vivido y tiempo imaginario o ilusorio. Bergson contrapuso por primera vez el tiempo del yo psicológico y su íntima duración a la proyección exterior, homogénea, cronológica, cuantitativa y mensurable de un tiempo simultáneo a otros tiempos exteriores. El tiempo individual se elaboró con la propia experiencia, con lo vivido, con el lugar de la memoria y la esperanza y, en la medida en que es posible representárselo, con la reconstrucción de la conciencia o, simplemente, con la creación y la invención histórica y literaria. Ambas nociones del tiempo inscriben –más allá de los distingos de Bergson entre tiempo vivido y tiempo físico, entre tiempo medido y la durée– la representación simbólica de la duración en el 134

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espacio y definen el tiempo homogéneo (cronológico) como «una cuarta dimensión del espacio». Sin embargo, la percepción del tiempo vivido ha sido siempre contradictoria y conflictiva, aunque no llegue al extremo de un mero transcurrir «sin dirección», sino la de un devenir enunciado por Heráclito y desarrollado por Hegel. Su movilidad está íntimamente emparentada con el «anhelo» (Ernst Bloch), con la voluntad, con la propia vida, con ese sentimiento que Oswald Spengler llamaba el «carácter orgánico» del tiempo. En realidad, lo que se mide no son las cosas pasadas o futuras, sino lo que se recuerda o lo que se espera, es decir, todas aquellas «afecciones» dinamizadas por la espera, la atención y el recuerdo y el tránsito de los acontecimientos a través del presente. El tiempo individual tiende a abolir la representación lineal del tiempo, descronologización que profundiza la reconocida complejidad del tema donde tiempo y memoria se entrelazan con ambigua atracción. Aunque el espesor del presente y el corte que lo separa del pasado no sea el mismo a la escala de la conciencia individual que de la colectiva, no es posible imaginar individuos o pueblos sin pasado, sin esa memoria colectiva que les otorga su propia razón de ser. El pasado es necesario para todos; es parte constitutiva de la identidad. Parece que de no remitirse a un pasado con el cual conectarse, el presente fuera incomprensible, gratuito, sin sentido. Como sostiene el historiador mexicano Luis Villoro: «Remitirnos a un pasado dota al presente de una razón de existir, explica el presente, ya que un hecho deja de ser gratuito al conectarse con sus antecedentes, porque al hallar los antecedentes temporales de un proceso, se descubren también los fundamentos que lo explican» (Villoro 1988: 37). Esta función que cumplía el mito en las sociedades primitivas es ahora de la historia, a partir del proceso de laicización de la memoria del pensamiento grecolatino iniciado por Herodoto y que Salustio resumió en la conocida máxima: «De todos los trabajos del ingenio, ninguno trae mayor fruto que la memoria de las cosas pasadas». Menos dueños del presente de lo que creemos, sentimos cómo el pasado entra en el presente como cosa viva, obra en él con una fuerza semejante a lo contemporáneo y las reactualizaciones que 135

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de él se hacen transmiten sin dilación y con toda su carga emotiva las poderosas presencias del pasado en las contiendas del momento actual. La reconstrucción de la memoria En realidad, las relaciones con el pasado no son nunca neutras y se inscriben inevitablemente en la más compleja dialéctica que hacen de su reconstrucción una forma de la memoria, cuando no de la nostalgia y de la fuga desencantada del presente hacia el pasado. Al mismo tiempo, el pasado se capitaliza a escala individual como parte de la estructura de la identidad. Por algo se afirma que «uno es lo que ha sido». Son las experiencias, los recuerdos, incluso los acontecimientos traumáticos los que nutren una memoria que configura la historia personal, donde la representación del pasado individual y los recuerdos personales se idealizan a medida que van retrocediendo en el tiempo. Fotos, souvenirs, antigüedades, cartas, diarios íntimos u objetos personales son los soportes necesarios de una memoria que no quiere perderse y que se embellece retroactivamente. Como decía irónicamente Nietzsche: «Cosa de la vejez es el volver la mirada y repasar cuentas, su afán de buscar consuelo en las remembranzas del pasado, en la cultura histórica». Sin embargo, este apoyo buscado del individuo en su propia historia, como un modo de salvarse de un presente que rechaza, no es otro que el reflejo actualizado del principio recurrente de las edades míticas, cuyo modelo paradigmático del pasado fue la Edad de Oro, ese tiempo ejemplar de inocencia y virtud, época de los grandes ancestros. El pasaje de la Edad de Oro a la de Hierro no hizo sino probar la progresiva e inevitable decadencia, esa noción pesimista de la historia que guió el pensamiento de la humanidad hasta el siglo xviii y que han recogido algunas ideologías del siglo xx, cuyo pesimismo ha tenido magníficas expresiones artísticas. El pasado es objeto de culto. La arquitectura y el diseño lo recuerdan, los museos y las bibliotecas lo preservan. La obsesión patrimonialista actual lo sacraliza en Listas del Patrimonio Mundial (Unesco, Icomos…) que intentan protegerlo de toda demolición. Protegemos edificios, nos indignamos cuando vemos los solares de la «ciudad 136

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vieja» donde se levantaban casas solariegas convertidos en improvisados parkings. Pero hay más. Hoy, más que nunca, a falta de un esperanzado futuro, desorientados con la ausencia de referentes actuales, el ser humano tiene la tendencia natural a revestir de «buenos recuerdos» su propio pasado. Con melancolía o tristeza va reclasificando experiencias y recuerdos. «Todo tiempo pasado fue mejor», se dice repitiendo un lugar común. Esta revalorización del pasado parece implícita a la filosofía del tiempo, forma necesaria de justificación de la vida que todo hombre necesita para no limitarse a una aceptación resignada del paso del tiempo. Se puede hablar de un reconocimiento hacia todo lo que es recuerdo , reconocimiento en el doble sentido de la palabra: recuerdo y situación en la memoria por un lado, gratitud y agradecimiento por el otro. El pasado, tal como lo preserva la memoria individual o colectiva, sirve así de modelo para el futuro al que aspiran los nostálgicos conservadores, tantos reconocimientos abrigan el sentimiento y la memoria. La liberación del pasado Sin embargo, otros, en aras de revoluciones proyectadas hacia el futuro, envían el pasado al territorio de lo que hay que destruir por ser representativo de un orden a superar. Las versiones ritualizadas del pasado del pensamiento clásico –especialmente la de la Edad de Oro– se satanizan como encarnación de lo arcaico, de lo viejo, de objetos que son antigüallas, démodées, tradiciones que hay que destruir. Se derriban estatuas, se queman palacios e iglesias y los símbolos que encarnan el viejo orden, del mismo modo que un individuo quema las cartas o las fotografías de un frustrado amor, cuando quiere olvidarlo y borrar todo rastro de su memoria. En otros casos, se olvidan selectivamente episodios de la historia, se borra lo que molesta, se oculta lo que no se quiere recordar. Por  Como ha hecho Jean Cazeneuve, por ejemplo, al estudiar las relaciones existentes entre la ideas de tiempo y felicidad en el marco de diferentes civilizaciones. Véase Cazeneuve 1966.

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eso las calles y las avenidas, las ciudades cambian de nombre para acelerar el proceso del olvido decretado del pasado, como el individuo que cambia la decoración y los muebles de su casa o se muda de su propio domicilio cuando pretende iniciar una vida nueva. En esta perspectiva el transcurso del tiempo no sólo supone una evolución, sino que debe ser portador de un cambio radical. Son los tiempos nuevos que reivindica toda revolución. La noción de tiempo y la de cambio se vuelven inseparables. Lo que varía es el grado del cambio propuesto en una unidad de tiempo determinada. Se preconiza la urgencia del cambio radical y revolucionario. Las transiciones deben ser rápidas y totales porque el futuro «está al alcance de la mano» y hay que «romper definitivamente con el pasado». Una cierta «impaciencia» providencialista guía los acelerados procesos e impone cambios sustanciales en el devenir donde «nada deberá ser como antes». Esta aceleración del futuro transforma las aspiraciones, sueños, proyectos y utopías de la conciencia individual en «tiempo común». El tiempo colectivo queda así íntimamente identificado con una representación del mundo, con sus ritos y manifestaciones sociales, sus creencias, sus metáforas y su lenguaje propio. La memoria colectiva no sólo se representa, sino que además «se vive», genera un sentimiento a escala individual. Confianza o esperanza en el futuro en cuyo nombre se ha soportado y sacrificado el presente. Sin necesidad de cambios revolucionarios, no faltan quienes desean liberar el porvenir del pasado. Según Michel Surya, autor de Libérer l’avenir du passé (1999), el pasado ocupa todo el espacio que se debería emplear en pensar el presente; el pasado pesa más que nunca, rellenando la memoria humana hasta limites insoportables, lo que a su juicio provoca miedo al porvenir. Por ello denuncia que cada día somos más historiadores y menos filósofos, olvidando, precisamente, que el olvido no es menos necesario que la memoria en favor del porvenir. En realidad la memoria se sitúa más ambiguamente entre el que procura el pasado y el porvenir: el que se espera con ilusión o temor y el que se ha perdido. Por ello las ilusiones que se depositan en el futuro siempre se neutralizan a medida que se van aproximando al tiempo presente. 138

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Es verdad que la acción y el pensamientos de todo individuo son, ante todo, una forma de representar la memoria del pasado en el presente. A través del proceso de interacción y diálogo entre el presente y el pasado, en el «va y ven» de un tiempo a otro, se establece una relación coherente entre el hombre y su tiempo, un sentido histórico de pertenencia orgánica a un proceso colectivo, local, nacional o regional. Gracias a esta relación intertemporal se preserva la memoria como hogar de la conciencia individual o colectiva y se crea el contexto objetivo donde se expresan modos de pensar, representaciones del mundo, creencias e ideologías. Donde empieza la historia Para entender bien el proceso por el cual el tiempo individual y el colectivo se combinan ahora en la representación del pasado, es importante recordar que la historiografía, en la medida en que se ha pretendido objetiva y científica, empieza donde termina la memoria de las generaciones capaces de testimoniar en «vivo y en directo» sobre una época, lejos de los relatos de quienes podían decir «yo lo vi, yo lo escuché decir». En el espacio temporal de las generaciones que integran nietos, hijos y abuelos, las formas privilegiadas de representación del tiempo y de preservación de la memoria eran las crónicas, recuerdos, diarios íntimos, cartas, testimonios, tradiciones y relatos orales. La representación del tiempo dejaba de ser individual sólo cuando se remontaba más allá de esos recuerdos o testimonios personales. El renovado interés por el destino individual en el seno de un devenir histórico común también explica el sentimiento de la existencia de un tiempo individual en la representación del tiempo colectivo compartido en un espacio común y la creciente importancia del tiempo psicológico como componente esencial del tiempo cultural. De ahí el cambio cualitativo del subgénero histórico de la biografía que ha permitido introspecciones y consideraciones sicológicas variadas en lo que se denomina la «psicohistoria», las «micro-historias» que retrazan, al modo de novelas costumbristas, la vida cotidiana del pasado o el esfuerzo por elaborar una «historia de las mentalidades» o de la «sensibilidad», 139

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donde el sentido de la duración y del tiempo es más subjetivo que objetivo. Se llega, incluso, a privilegiar la memoria viva por considerarla más auténtica y verdadera que la historia, que inevitablemente la manipula al «arreglar» el pasado, al acomodarlo en función del presente, al forzar en los límites de la estructura del relato que configura lo que es la materia prima de la memoria: la vivencia, el recuerdo o el testimonio. De ahí el auge de los relatos de vida, del género testimonial, donde el tiempo individual se integra en el colectivo. Una interdependencia de percepciones que incluso subyace en el renovado interés por la historia de acontecimientos recientes, inmediatismo favorecido por el desarrollo de los medios de comunicación que ha acercado los géneros de crónicas y reportajes periodísticos con el de la propia historia. En realidad, las formas de vida del pasado coexisten siempre con las del presente, separadas y aisladas como acumuladas cortezas geológicas, superpuestas pero sin excluirse. Ello da a toda reflexión sobre el tema de la percepción del tiempo, tanto el individual como el colectivo, una inevitable connotación espacial, por no decir geográfica. Esta necesidad de equilibrar recuerdo y esperanza ha sido subrayada por el ensayista mexicano Alfonso Reyes: Los hombres sienten la necesidad –formulada por el dogma católico, heredero de la sensibilidad de los siglos– de figurarse que proceden de otra era mejor y caminan hacia otra era mejor; que han dejado a la espalda un paraíso ya perdido y tienen por delante, nada menos que la conquista de un cielo, aunque sea un cielo terrestre. A un rostro vuelto hacia atrás corresponde otro hacia delante, dialéctica de lo Nuevo y lo Antiguo de vasta significación simbólica (basta pensar en la diosa Jano de la mitología griega), no siempre claramente percibida en los análisis historiográficos (Reyes 1960: 341).

Por otra parte, ahora son más evidentes las dificultades para vivir en el presente. La gran mayoría de los pueblos confrontados a problemas cotidianos de supervivencia en la marginalidad y la pobreza o que hacen frente a la inestabilidad política y la inflación 140

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económica no hacen sino «vivir al día». En esta gráfica expresión se resume el verdadero sentimiento de quienes están condenados a hacer equilibrios en el fugaz instante del presente para cosas tan simples como sobrevivir, ignorando el pasado y sin poder apostar al futuro. Ello explica también el énfasis que se pone en «vivir el presente», aprovechar el momento, gozar el instante que pasa, consumir despreocupadamente sin pensar en el mañana. Por esta razón, más que idealizar o maldecir el pasado, o más que confiar excesivamente en el futuro, la prioridad debería ser «buscar el presente». Esta «búsqueda del presente» –como ha recordado Octavio Paz (1990)– «no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos», pero, sobre todo es el tiempo verdadero: «el presente, la presencia» (citado en Aínsa 1991: 32). Los espacios temporales de la literatura El tiempo es pues consustancial con las otras dimensiones de lo real, como es el caso del espacio, pero también de la materia misma, ese «coeficiente de existencia» que es posible aprehender por medios científicos y sensoriales. La propia cultura y la lengua, la investigación y la expresión artística están condicionadas por esta inscripción en la memoria. El espacio/tiempo es la propia experiencia, lo vivido, el lugar de la memoria y de la esperanza y, en la medida en que es posible representárselo, se lo puede reconstruir en la conciencia o, simplemente, recrearlo, crearlo, inventarlo en la ficción novelesca o poética. La ciudad no es ajena a las representaciones literarias en la que se reconocen sus propios habitantes. Frente a la historicidad –expresión de un tiempo que pretende ser colectivo– la literatura intenta preservar los asediados espacios de la memoria individual, los mecanismos mediante los cuales los recuerdos personales se subsumen en la memoria colectiva y cómo estos se metaforizan y alegorizan, propiciando la inserción del recuerdo individual en lugares significados por la ficción o la poesía. La creación de un espacio estético –como lo es el de la ficción– está hecha tanto del presente como del pasado preservado en la memoria. Así, la dimen141

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sión ontológica del espacio integra la dimensión topológica como parte de una comunicación y tránsito natural del exterior al interior y viceversa, entre presente y memoria, entre lugares vividos y espacios inéditos. Estos «espacios históricos» que Europa acapara por antonomasia, existen también en América Latina y superponen no sólo las representaciones de lo visible, sino la de recuerdos, eventos, referentes connotativos no siempre vividos, sino también aprendidos o simplemente leídos. Lecturas que preceden muchas veces a las experiencias vitales. Basta pensar en la carga de lecturas y referentes que los escenarios de la Biblia o de la Antigüedad clásica –Grecia y Roma– conllevan. Pero más que los espacios significados de la naturaleza, son las ciudades, leídas y aprendidas en los libros, las que tienen lo que Alejo Carpentier llama «un estilo fijado para siempre». Sin necesidad de referirse al espacio urbano de París en Víctor Hugo, Balzac o Zola; al Dublín del Ulises de Joyce, la Praga de Kafka, el San Petersburgo de Dostoievski o, más recientemente, Barcelona, cuya mitificación evidencia la novela La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza, las capitales latinoamericanas han ido acumulando también esa «carga de memoria literaria que todo lo impregna» (Carpentier 1967: 14) y que impide la mirada inédita y la percepción inocente. A su recorrido está consagrado el capítulo siguiente.

Como aspirantes a modestos cicerones, hemos planteado estas notas a partir de lo que nos gustaría llamar una geopoética de la ciudad fundada en la memoria que su trama urbana es capaz de condensar, trama infatigable de imaginación y memoria en la ciudad donde se redimensiona la perdida noción de genius loci y se sientan las bases de una nueva «arquitectura espiritual». Al término de este paseo matutino de un día feriado por una capital cualquiera de América Latina, la urbe que podría haber sido la de nuestra adolescencia y juventud, sobre los escombros de la ciudad ideal de nuestros recuerdos y desorientados en su entramado actual, jadeando bajo la atmósfera velada por el smog, sacudidos por la brisa que felizmente la ventila de vez en cuando, recono142

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cemos, entre satisfechos y resignados, que su espacio sigue siendo, pese a todo, el lugar metafórico y privilegiado de la fundación por la palabra de los mundos del imaginario; pero sobre todo, el de la preservación de esa memoria históricamente consciente, esa tradición que si bien nos agobia, también explica (si no justifica) nuestra existencia.

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La invención literaria del espacio urbano

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ecir que toda literatura es urbana es algo más que una boutade, ya que el concepto secular con el que se define esta rama de la creatividad no incluye una expresión artística que pueda ser auténticamente campesina. El escritor –salvo contadas excepciones– vive siempre en la ciudad, aunque despliegue su mirada nostálgica por campos y montañas, idealizando la naturaleza con los topoi de la Arcadia o el paraíso perdido. Por ello –y no sin cierta ironía– Rafael Gutiérrez Girardot precisa que en América Latina la literatura ha sido siempre urbana (1993: 129), aunque haya primado el tema rural. El escritor parece haber vivido de acuerdo con la máxima del historiador Jacques Le Goff: «en el principio eran las ciudades», esas ciudades en las que «nació el intelectual en el Occidente medieval». Allí surgieron los clercs y amanuenses de las letras que pasaron al Nuevo Mundo como cronistas y relatores y luego como poetas virreinales. El escritor iberoamericano fue, pues, desde su origen ciudadano de la «ciudad letrada», esa ciudad germinativa de ideas sobre la que ha escrito  Le Goff 1981: 130. Véase en general el capítulo «La mémoire medievale en Occident».  La ciudad letrada es el título de la obra de Ángel Rama (1984) que retoma la tesis de la obra de José Luis Romero, Latinoamérica: La ciudad y las ideas, (1976), aunque apenas la cita. Como subraya Gutiérrez Girardot (1996: 23),

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José Luis Romero en Latinoamérica: La ciudad y las ideas y que no es otra que la polis que suma a su condición de centro de poder político e institucional, la de centro del intelecto. El modelo colonial de la «capital-damero», que se proyecta para asentar la sede del poder, le da al escritor su lugar de importancia junto a clérigos, gobernadores y virreyes. A partir de las líneas que traza en forma homogénea, regular y ordenada, el plano de la «ciudad-capital» americana institucionaliza «el puesto de mando» («Las grandes ciudades son en realidad puestos de mando», sugiere el arquitecto Le Corbusier) que dirige la expansión y la conquista de lo que está fuera de sus límites. Modelo colonizador por excelencia, la «ciudad-capital» sirve de pretexto al Estado que todavía no existe y justifica el orden administrativo que lo sustenta sobre el resto del territorio. El entorno es progresivamente apropiado e integrado desde el cuadriculado capitalino; las líneas fronterizas apenas exploradas de los confines de provincias y virreinatos, tendidas desde la seguridad que inspira el trazado geométrico urbano. El paisaje, domesticado. A ese proceso se incorporan los letrados con la aguzada «arma de la palabra», porque las ciudades –como ha señalado metafóricamente Rosalba Campra– se levantan con materiales que no sólo provienen de canteras, aserraderos y fundiciones, sino también de los archivos de la memoria. Las ciudades «están hechas de ladrillos, de hierro, de cemento. Y de palabras. Ya que es el modo en que han sido nombradas, tanto como los materiales con que se las construyó, lo que dibuja su forma y su significado» (Campra 1989: 9 y 103). Las cuatro esquinas del universo prehispánico Es interesante anotar que esta relación cultural con el espacio urbano que el hombre «marca y mide», al modo de un esquema geométrico sobre un territorio en expansión, está ya presente en los mitos indígenas de la creación. En el Popol Vuh se afirma que: este libro fundamental de Romero ha sido «mal y mucho explotado y tímidamente citado».

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Grandiosos fueron la descripción y el relato de la creación del cielo y de la tierra, de cómo Todo fue formado y dividido en cuatro partes, de cómo el cielo fue marcado y medido. Trajeron una cuerda de medir y fue extendida en el cielo y sobre la tierra, a los cuatro ángulos y a las cuatro esquinas, como lo había dicho el Creador y el Formador, el padre y la madre de la vida, de todo cuanto fue creado.

La ciudad prehispánica refleja «los cuatro ángulos y las cuatro esquinas» que marcan los límites del universo, los puntos que son indicados por la salida y la puesta del sol en su solsticio de verano y su solsticio de invierno. Aparecen sacralizados en las cuatro esquinas de la casa, de la pirámide y el templo, en la plaza del pueblo, el altar y el hogar. En el caso de Tenochtitlán y de Cuzco, la ciudad funciona como el gran centro ceremonial desde el cual se impone la autoridad sobre el resto del imperio. La América hispánica hereda esta significación del centro capitalino y lo hace suyo en la variedad connotativa de planificadores y urbanistas, en los proyectos de arquitectos y paisajistas, en el ensalzamiento del recinto cerrado de la casa y del abierto de la plaza pública . Pero, sobre todo, en la superposición, por no decir fusión, de culturas en el mismo lugar, entendiendo como lugar la fusión del orden natural y el humano en un centro significado por una experiencia individual o colectiva. En el Zócalo de Ciudad de México, ese lugar sagrado de encuentros, cargado de imágenes míticas prehispánicas, se levantan la Catedral y el Palacio Nacional coloniales y se anuncia la época moderna. Plaza de las Tres Culturas se llama a Tlatelolco, otro punto clave de la capital mexicana, en honor a esa condición demiúrgica que le ha valido el sobrenombre de la «ciudad con tres ombligos». Frente a la ciudad, resultado de una intervención humana sobre la cual se teoriza, planifica y construye, el letrado distingue el orden intramuros de la espontaneidad, por no decir el caos, de la realidad desconocida de la naturaleza que lo rodea. Con ello confirma la  La importancia de la plaza pública ha sido objeto de una copiosa bibliografía. Véase el monográfico «La plaza pública: un espacio para la cultura», en Cultures Vol. V; Nº4, Paris, Unesco 1978.

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concepción renacentista de que la ciudad es un espacio protegido y modelado por la cultura; el lugar donde se va urdiendo la progresiva identificación de la gente con los lugares que habitan, y donde se van localizando los referentes propios y ajenos que construyen un «espacio familiar». Sin embargo, la actitud del literato del Nuevo Mundo frente a la ciudad que parece brindarle tanto seguridad como poder ha sido más bien negativa. Sin ser esquemático, puede decirse que poetas y narradores rechazan lo que consideran «fabricado» y construido artificialmente en las ciudades, frente a la espontaneidad de la naturaleza y al espejo bucólico y paradisíaco que todavía reflejan sus paisajes. Los sucesivos modelos y escuelas literarias de América Latina reflejarán esta atracción por lo abierto e incontaminado de un paisaje que será refugio y reserva para ser conservada. Desde el neoclásico al mundonovismo, pasando por el romanticismo decimonónico y los variados telurismos y nativismos que marcan las primeras décadas del siglo xx, la narrativa insiste en una visión americana forjada a partir de sus fuerzas naturales primigenias. Las «novelas de la tierra» inventarían llanos, pampas, desiertos y montañas, ratificando la primacía del tema rural sobre el urbano que caracteriza buena parte de la narrativa realista hasta fines de la década de los treinta. La selva, representada tanto como «catedral verde» o «laberinto infernal», será uno de sus espacios antinómicos más recurridos, como analizamos en la primera parte. De esta clara preferencia por la Arcadia de la naturaleza frente a la Babel urbana surgen muchos de los tópicos que alimentan hasta el día de hoy el tema de la ciudad en la literatura. A su análisis está dedicada parte de la reflexión que sigue. La naturaleza ensalzada desde el empedrado ciudadano En tierra americana, y tal vez con buenas razones de las que la variada naturaleza es generosa muestra, poetas y narradores repiten el ensalzamiento «virgiliano» de las virtudes de la «vida rústica» y hacen suyo el Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539) que pregonaba en España la obra del mismo título del «con148

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sejero de príncipes», Antonio de Guevara. El escritor transpone a la realidad del Nuevo Mundo la antinomia de las letras clásicas que oponía el campo a la ciudad. Ello es evidente en el bautizo de la realidad a través de ese «darle nombre a las cosas»  que inaugura la literatura colonial. Su inventario es en buena parte el de la propia literatura del período, desde Cuba a Chile, pasando por Brasil, tal como hemos analizado en el capítulo anterior. Esta visión edénica se prolonga en la Independencia, cuando la poesía neoclásica busca un nuevo lenguaje para la América que quiere ser «orijinal», al modo como se lo plantea Simón Rodríguez. Lo evidencia Andrés Bello en Alocución a la poesía (1823) y en la Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826), al proponer como un auténtico «programa literario» que la poesía abandone Europa y pase a América para asumir dos temas: el de la historia y el de la naturaleza. La América de las naciones y estados nacientes sigue ensalzando la espontaneidad ubérrima de sus selvas y campos, aunque lo haga desde el empedrado ciudadano. El romanticismo hereda esa misma dualidad antinómica y en su exaltación nacionalista no privilegia a las ciudades. Prefiere la lujuriosa vegetación de María (1867) de Jorge Isaacs o la artificialidad selvática de Cumandá (1879) de Juan León Mera. A todo lo más recupera los «recuerdos de provincia» de las pequeñas ciudades que han quedado al margen de la modernidad naciente, como hace Domingo Faustino Sarmiento en Recuerdos de provincia (1850), nostálgica evocación de su San Juan natal y pretexto para reconstruir la vida de sus antepasados y justificar la suya propia. Por excepción, el neorromanticismo costumbrista se detiene amablemente en esquinas y plazas de Lima en las Tradiciones peruanas (1872-1896) de Ricardo Palma, tildadas de esfuerzo de restablecimiento de una «Arcadia colonial», aunque en realidad se tratara de un discurso formativo del paradigma de la identidad nacional.

 «Creo que ciertas realidades americanas, por no haber sido explotadas literariamente, por no haber sido “nombradas”, exigen un largo, vasto, paciente proceso de observación», sostiene Carpentier (1967: 12).

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Todo lo contrario sucede con el topos de la gran ciudad, sede del poder y la ambición. En Amalia (1850) de José Mármol, una Buenos Aires sometida por la dictadura de Rosas es «un desierto, un cementerio de vivos», donde civilización y barbarie se estructuran en campos semánticos antinómicos, cuando no maniqueos, en el propio territorio urbano. Casi cincuenta años después, la ciudad patricia de Mármol se ha transformado en una flamante «cosmópolis» asediada por la especulación y embriagada por la facilidad para hacer y deshacer fortunas que diseña con tintes casi autobiográficos Julián Martel en La Bolsa (1890). Por esa misma ciudad, que ha perdido bajo el aluvión inmigratorio su carácter de «gran aldea» (en 1884 Lucio V. López titula La gran aldea su nostálgica mirada por la sociedad criolla), se pasea el protagonista de Sin rumbo (1884), de Eugenio Cambaceres: «En un anhelo de movimiento, en un deseo, en una necesidad de ruido y de tumulto, vagaba por las calles más centrales». La ciudad cosmopolita sucumbirá a la «amenaza babilónica». Aunque lo anuncia Sarmiento en Facundo (1845) –«Buenos Aires, la Babilonia americana»– es Héctor Pedro Blomberg en los relatos Las puertas de Babel (1920) quien –según metaforiza Luis Emilio Soto– construye «un panorama torvo» de la capital porteña, en el que se reflejan «el espejismo de tierras remotas» y los «restos de naufragios de la voluntad y de la ilusión» de los hombres, cuyos desechos «el mar arroja a los puertos» y donde la ciudad es «la confidente de hombres solitarios, cuyo rezongo anida en sus corazones y los llena de una incurable desazón». Todo empuja a una cierta marginalidad en el seno de la gran urbe. Conventillos y pensiones serán refugio para los inmigrantes recién llegados o para los derrotados en el «vientre de la gran ciudad». La casa por dentro (1921), de Juan Palazzo, narra la sórdida vida de esos tugurios urbanos y Camas desde 1 $ (1932), de Enrique González Tuñón, la atmósfera entre pintoresca y dramática de la gran urbe babélica. Lejos del costumbrismo decimonónico y del amable sainete del novecientos, escenificado en conventillos y  Véase el juicio de Luis Emilio Soto sobre la obra de Héctor Pedro Blomberg en Arrieta 1959, Vol. IV.

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pensiones, el tono es ahora agrio y reivindicativo. Y todo ello más allá del conflictivo deslumbramiento de los poetas modernistas como Rubén Darío, José Asunción Silva y Julián del Casal ante la transformación modernizadora del último tercio del siglo xix en Santiago de Chile, Buenos Aires, Bogotá y La Habana. Esta apropiación subjetiva del espacio urbano proyectado en el espacio estético de la modernidad, estudiada por Álvaro Salvador (2002) para los poetas citados y extensible a la visión de Montevideo como «toldería» –«Tontovideo» que Julio Herrera y Reissig ridiculiza en un texto escrito al alimón con Roberto de las Carreras– recorre las décadas sucesivas y se instala como nueva antinomia del discurso literario. Las megalópolis apocalípticas Detrás de esta representación urbana se va delineando la oposición entre el «país visible» y el «invisible» con que Eduardo Mallea en Historia de una pasión argentina (1937) plantea la dicotomía esencial del país: una capital-puerto mirando hacia el otro lado del Atlántico y un país silencioso (¿o silenciado?) detrás. Una imagen negativa de la capital que resume el mismo Mallea en La bahía del silencio (1940) al afirmar que Buenos Aires «era la ciudad sin gloria». La gran urbe, de la que la capital porteña es paradigma en América del Sur, estalla en la proyección subterránea de la antiutopía de Roberto Arlt. En Los siete locos (1929) y en Los lanzallamas (1931) la ciudad caleidoscópica se asimila a «una prostituta enamorada de sus rufianes y de sus bandidos», dicho lo cual el autor concluye: «Esto no puede seguir así». Condenada a su proyectada destrucción, esa misma ciudad es, sin embargo, objeto de las entrañables Aguafuertes porteñas, en las que Arlt refleja su compromiso vital con el entramado de sus calles y plazas y el de sus apasionados habitantes. Sobre ella se proyecta la ciudad imaginada por el arquitecto Balder en El amor brujo (1932): una Buenos Aires de acero y cristal. Casi todas las capitales latinoamericanas son la Tierra de nadie (1941), como titula Juan Carlos Onetti una de las primeras nove151

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las urbanas rioplatenses contemporáneas. Allí se refugian solitarios y desarraigados y en la libertad del anonimato se disimulan las derrotas cotidianas. La ciudad propicia un descenso cotidiano al infierno –Cacodelfia– como propone Leopoldo Marechal en Adanbuenosayres (1948). Entre mito y parodia, entre ficción alegórica y presuntuoso «pastiche» metafísico, Marechal narra el viaje iniciático del protagonista Adán a través del barrio de Villa Crespo, peregrinaje suburbano que incluye un descenso a un purgatorio (¿o infierno?), reverso subterráneo de la capital porteña, ese «archipiélago de hombres islas», esa ciudad que está todavía por hacerse: «la tristeza del barro que pide un alma». Ernesto Sábato, en Sobre héroes y tumbas (1961), aborda Buenos Aires como una ciudad que no es la verdadera capital de un país sino «una Babilonia desestructurada», nada menos que seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos y ucranianos. Sábato se pregunta con indisimulada ironía, «‘lo nacional’. ¡Dios mío! ¿Qué era lo nacional?» (Sábato 1964: 139). En este caso si la Argentina aparece como «un país inexistente» es porque «nada tiene importancia para uno», «aunque la peste diezme una región de la India», y no porque «nunca sucedan cosas», como cree Bruno, uno de los personajes claves de ese desarraigo urbano. ¿Como escapar, pues, de la realidad cotidiana de un Buenos Aires semejante? Desde su infancia, la heroína Alejandra habla de irse a la China o al Amazonas y propone a Martín recorrer «países salvajes». Se trata de «irse lejos», «irse de esta ciudad inmunda» a «un lugar lejano, a un lugar donde no conociera a nadie». En la visión de los prosistas más que en la de los poetas (no se puede olvidar el Fervor de Buenos Aires con que en 1923 Borges mitifica la capital porteña), la mayoría de las urbes encarnan el condensado reflejo de las tensiones políticas, económicas y culturales de la sociedad. En su crecimiento arbitrario, ruidoso y confuso, ya no se reconoce el sosegado pasado colonial o el entusiasmado ingreso a la modernidad finisecular simbolizado por el trazado de grandes paseos y bulevares, como el Paseo de la Reforma en Ciudad de México dispuesto en 1864 por Maximi152

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liano, siguiendo el modelo de la avenida Louise de Bruselas, el Prado en La Habana, la calle Corrientes en Buenos Aires, o la transformación de Santiago de Chile que saluda el poeta Rubén Darío en 1886: «En América Latina, es la ciudad más soberbia», su «lujo es cegador» . En el deterioro progresivo y en su prematuro desgaste, las grandes capitales, las megápolis de crecimiento acelerado, aparecen como un caos inhumano plagado de contradicciones, donde lujo, marginalidad y pobreza conviven bajo tensión, inseguridad y violencia en barrios diferenciados en forma drástica. La «jungla de asfalto» aúna rascacielos y guetos de ricos propietarios protegidos por barreras, códigos y guardias privados, con cinturones de miseria y barriadas que recogen el éxodo rural o la propia marginalidad que genera la sociedad. En esta nueva realidad se ahogan los signos del proyecto que todavía puede adivinarse en los barrios históricos coloniales y en las urbanizaciones modernas. Tráfico congestionado, dificultades de transporte, contaminación y degradación del medio ambiente niegan las notas optimistas del progreso con las que la ciudad del futuro se proyectó en los planos visionarios de urbanistas y utopistas. Lima es «la horrible», como la bautiza Sebastián Salazar Bondy, aun ejerciendo ese rol abusivamente tutelar y centralista de capital que vive abstraída de la realidad lacerante del resto del Perú. Lima es también el espacio desolado de Los gallinazos sin plumas (1955) de Julio Ramón Ribeyro, o el escenario de un deambular sin rumbo de los cuentos de Oswaldo Reynoso, aunque intenten convencerse de la necesidad de un centro: «Perú es Lima; Lima es el Jirón de la Unión; el Jirón de la Unión es el Palais Concert, la confitería limeña donde se reúnen en la belle époque la buena sociedad, los intelectuales y los dirigentes políticos», como propone Abraham Valdelomar en La ciudad muerta, de 1911 (Valdelomar 2001: 120). Una ciudad que ya anuncia en Duque (1934), de José Luis Canseco, la visión sesgada y crítica de un «perro fiel», el Duque que da nombre a la novela, de una sociedad limeña cuyo protagonista, un efebo de vieja familia, oscila entre la homosexua Citado por Gutiérrez Girardot (1993: 127).

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lidad y los amores de una joven de la buena sociedad. Lima, en resumen, puede ser La ciudad y los perros (1962) de Mario Vargas Llosa, y cuando ofrece su rostro amable es porque está impregnada por la nostalgia de un mundo apacible y provinciano, salvaguardado en un barrio, como es el caso de Barranco en La casa de cartón (1928) de Martín Adán. La diversificación de estilos que la narrativa de los sesenta propició tuvo otras expresiones urbanas originales. Atenido a un realismo escueto, sin barroquismos o excesos, Julio Ramón Ribeyro refleja la vida de Lima, privilegiando la de los seres marginales, outsiders, delincuentes o pobres desarraigados que campean en los relatos de Los gallinazos sin plumas (1955) y Las botellas y los hombres (1964). Sin estridencias, Ribeyro fue construyendo un mundo donde los «niños bien» de la sociedad limeña, como Ludo, el protagonista de Los geniecillos dominicales (1965), se codean con el lumpenaje de los ambientes «barriobajeros» del puerto de El Callao, pero, sobre todo, acumulan experiencias iniciáticas de formación. Los nuevos paisajes de la violencia urbana En esta misma perspectiva, Caracas no es otra que la violencia y el caos urbano descrito con un cierto morboso regodeo en la novelística de Adriano González León y Salvador Garmendia, como lo había sido su suburbio de prostíbulos, pulperías e inquilinatos en Campeones (1939), de Guillermo Meneses. La veinticuatro horas de la vida del guerrillero Andrés Barazarte en cumplimiento de una misión a través de Caracas permiten a González León dar en País portátil (1968) una visión palpitante y frenética de una jungla de asfalto que ya había proyectado en un relato anterior, Asfaltoinfierno (1963), donde la ciudad, una vez más, es sinónimo de ese infierno con el que se la asocia tradicionalmente. Este corto viaje en el tiempo y en el espacio se inscribe, sin embargo, en una recopilación de recuerdos, personajes y episodios laterales a la vida de Andrés, surgiendo desde el pasado en forma multitudinaria y desordenada. Una esquina, un rostro cruzado al pasar, frases fragmentadas escuchadas sin querer permiten un juego 154

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de planos en el tiempo y en el espacio que se superpone al presente. Caracas es su propio pasado, las zonas rurales que la rodean, las barriadas que la ciernen, su ausencia de centro, el atasco permanente de sus calles: «Media hora para atravesar Sabana Grande, media hora para un poco más de siete cuadras» (González León 1968: 12). El calidoscopio de una urbe que no termina de cuajar en una capital estable de direcciones y perspectivas definidas permite este juego permanente de planos que recuerda, por su temática central, a la novela Gestos de Severo Sarduy, ese viaje de una bomba a través de La Habana sometida por la dictadura de Batista. Caracas es también la «ciudad circular» de Largo (1968) de José Balza, esa ciudad cuya expresión es «laberíntica», como la define el protagonista, y cuya historia desea que le «gire alrededor, que me circunde». «El auto avanza hacia el sur y he aquí, laberíntica, la expresión de la ciudad» (Balza 1968: 72). Sin embargo, aunque nacido en Caracas, su protagonista «no conoce la evolución de su propia ciudad», y al conducir un automóvil por sus avenidas se extravía para decirse que «quiero que gire a mi alrededor, que me circunde, la historia de mi ciudad» (Balza 1968: 92). Pero quien se aparece como el escritor paradigmático de Caracas –el que mejor «ha robado la magia literaria de la gran ciudad»– es Salvador Garmendia. En Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y La mala vida (1968) capta la angustia y la barbarie del hombre perdido en los laberintos de la inmensa capital heterogénea, polarizada y violenta, pero no por ello menos atractiva. Garmendia –como bien apunta Lubio Cardozo (1975)– ha captado la angustia, la melancolía y la barbarie del hombre perdido en los laberintos urbanos, cuya magia literaria ha «robado» con eficacia literaria. Garmendia domina el sermo urbanus y conoce bien los subterráneos y las miserias físicas y morales de la metrópoli venezolana. Esa angustia se traduce en el andar sin pausa y sin objeto por las calles del personaje central de Los pequeños seres, Mateo Martán: ¡Andar! las calles se suceden sin tregua, disímiles, cada una dispuesta para conducir la vida que bulle en medio de su cauce. Atravesar aceras rebosantes, mezclarse a las manadas impacientes que esperan

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para cruzar la calle, escurrirse por entre los cuerpos que obstruyen las esquinas. Moverse sin objeto en la estridencia y el fragor… (Garmendia 1967: 123).

Miguel Antúnez, el protagonista de Día de ceniza, pertenece a la misma estirpe de Martán, aunque parezca un ser extrovertido y seducido por la vida irresponsable. En el transcurso de la novela, que se desarrolla durante los días del Carnaval caraqueño, el personaje deriva de la alegría inicial hacia el callejón sin salida del suicidio final, en lo que resulta una simbólica mascarada existencial de seres alienados. Tampoco tienen fundamento las vidas entrelazadas en el tiempo y el espacio de los personajes vacuos de Los habitantes, donde se narra la historia de dos familias viviendo en el «vientre urbano» de Caracas. Matilde y Luis y sus padres Francisco y Engracia habitan una casa idéntica a la de Irene, Raúl y su padre enfermo. Son casas iguales a las de toda la manzana y «debieron ser fabricadas en el mismo tiempo y bajo un solo modelo. Poseen la misma distribución, iguales dimensiones», nos dice el autor (Garmendia 1968: 151) para denunciar esa ciudad anónima que carece de un centro que cohesione su desperdigado urbanismo. La invención de la ciudad Montevideo surge como «invención» de las páginas de una novela, Montevideo o la nueva Troya de Alejandro Dumas, el popular autor de Los tres mosqueteros que nunca estuvo en Uruguay. Entre briznas de realidad y descripciones fantasiosas, con una deliberada voluntad de identificar los signos más emblemáticos  Alejandro Dumas escribió su novela por encargo, siguiendo el esbozo que le entregó el general Melchor Pacheco y Obes, polifacético hombre de acción y de letras uruguayo. Pacheco había buscado en Francia apoyo diplomático, logístico y propagandístico a la causa de la defensa de Montevideo, sitiada desde 1843 por las tropas de Manuel Oribe, aliado con Manuel Rosas en la Argentina en el marco de la llamada Guerra Grande (1841-1850). Gracias a la firma de Alejandro Dumas, a la sazón escritor famoso, en una novela que tuviera por escenario Montevideo, Pacheco pretendía llamar la atención internacional sobre lo que sucedía en el remoto confín atlántico.

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de su toponimia, Dumas afirma en la introducción: «Montevideo no es sólo una ciudad, es un símbolo» . Montevideo es literalmente «inventada» por Dumas y esta invención marca desde entonces la relación de la capital del Uruguay con la literatura, hasta el punto de convertirla en referente existencial de imprecisos rasgos geográficos, aunque de significaciones culturales buscadas con empeño. Así, Carlos Maggi titula La invención de Montevideo (1968) su ensayo sobre los orígenes y la fundación de la ciudad, escrito según las reglas de lo que llama el veridimágico, nuevo quehacer histórico-fabulístico cuyas reglas son «no decir nunca toda la verdad, ni únicamente la verdad; y hacer que el todo resulte asombroso y sin embargo verídico», porque «cada vez que un testigo jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, está mintiendo» (Maggi 1968: 5). Del mismo modo, Gerardo Ciancio titula su estudio histórico sobre «Montevideo en la escritura poética y en las letras de canciones en los siglos xix y xx» La ciudad inventada (1997), ya que Paralela a la urbe real, fáctica, tangible, percibida, existe una Montevideo construida por los poetas, ficcionada, una ciudad cantada y contada en versos de una serie muy amplia (genéricamente hablando) de textos, que asumen la forma de odas, himnos, canciones, coplillas, crónicas; incluso improvisados graffitis versificados y tonadillas populares fosilizadas en magros jingles comerciales y/o campañas electorales de signo diverso (Ciancio 1997: 7).

Por ello, aunque el escritor argentino Rodolfo Rabanal reconozca en Montevideo «rincones de Génova, de Barcelona o de Lisboa», y otros vean retazos de Gijón o de La Habana en la costa montevideana, la imagen de la ciudad que refleja la litera Dumas 1961: 37. El original francés publicado por Le Patriote Français en 1850 y la primera traducción al español en 1893 se titulan Montevideo o una nueva Troya. Numerosos investigadores se han abocado al tema de saber hasta dónde Alejandro Dumas, acostumbrado a trabajar con asistentes y colaboradores de los que formaba parte su propio hijo en la llamada «factoría Dumas», escribió totalmente la novela, cuyo esquema o primera versión le había sido suministrada por Pacheco mismo.

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tura tiene siempre ribetes de la propia literatura a ella referida. En ella sigue presente la figura del propio Alejandro Dumas en la poesía de Jorge Arbeleche (2000: 11); en un relato de Juan Carlos Mondragón regresa a su ciudad natal Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, rememorando: «Mi ciudad, mi Montevideo, mi putita…»; la sombra tutelar de los dos Jules –Laforgue y Supervielle– está presente en la poesía de Enrique Fierro, quién, en otro poema, recuerda el celebrado pasaje de Pablo Neruda por la «tacita del Plata», referentes culturales aludidos en el «otro» Montevideo que «inventa» Ida Vitale en su Léxico de afinidades. Incluso aparece en las vagas referencias de un viaje a Montevideo que flotan en los versos del «canto órfico» del italiano Dino Campana10 . Todos ellos –de un modo u otro– intentan dar respuesta al burlón desafío de Juan Carlos Onetti, cuando el 25 de agosto de 1939 sostenía que «entretanto Montevideo no existe. Aunque tenga más doctores, empleados públicos y almaceneros que todo el resto del país, la capital no tendrá vida de veras hasta que nuestros literatos se resuelvan a decirnos cómo y qué es Montevideo y la gente que la habita». Y por si existieran dudas, añadía: «Este mismo momento de la ciudad que estamos viviendo es de una riqueza que pocos sospechan», para concluir: Es necesario que nuestros literatos miren alrededor suyo y hablen de ellos y su experiencia. Que acepten la tarea de contarnos cómo es el alma de su ciudad. Es indudable que si lo hacen con talento, muy  En «Montevideo en video Ducasse» (Aperturas, miniaturas, finales, 1985) Mondragón imagina el retorno a su ciudad natal del autor de Los cantos de Maldoror. 10 Dino Campana viaja hacia un punto del que no se tiene otra información que el destino. «Viaje a Montevideo» se titula el poema. Los detalles que se dan –la tarde celeste, el puente de la nave, las pasajeras «de senos llenos de vértigo», el chirrido de cadenas, la orilla selvática, el inquieto mar nocturno– son marcas del transcurso, itinerario marino que termina cuando aparece «sobre un mar amarillo por la portentosa abundancia del río, del nuevo continente, la capital marina». Como única precisión topológica no queda más que el fantasmogórico nombre de Montevideo flotando sobre una ciudad abandonada entre el amarillo y las dunas. Véase Campana 1970: 13.

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pronto Montevideo y sus pobladores se parecerán de manera asombrosa a lo que ellos escriban (Onetti 1994: 22).

Tal es el caso del Montevideo descrito por Mario Benedetti, un escritor que la consagra como «capital literaria» en los cuentos de Montevideanos (1961), moroso escenario urbano donde se mueven los personajes de las novelas La tregua (1960) y el más crispado de Gracias por el fuego (1965). En el exilio durante los años de la dictadura uruguaya (junio 1973 a noviembre 1984), Benedetti siguió alimentando, con nostalgia no exenta de amargura y contenida ternura, su visión «montevideana» en las novelas La borra del café (1992) y Andamios (1996), y en muchos de sus cuentos y poemas. Santiago de Chile, por el contrario, es para Hernán Neira una ciudad que no solo inaugura una literatura, sino un país cuya ordenación territorial y configuración como nación surge a partir de la centralidad cuadriculada del damero de la capital colonial fundada por Pedro de Valdivia. Pedro de Valdivia inventa un país y una ciudad mítica a partir de descripciones minuciosas de cómo debe ser la ciudad proyectada en planos y ordenanzas, identificación que desde 1541 en adelante se repite y que la literatura –según propone Neira11– recoge en dos novelas emblemáticas: Ay mamá Inés (crónica testimonial) (1993) de Jorge Guzmán y 2010: Chile en llamas (1998) de Darío Oses. Por su parte, Jorge Edwards ha sido leal a un estilo y a una temática profundamente «santiaguina». En los relatos Gente de la ciudad (1962), Las máscaras (1967) y en su primera novela El peso de la noche (1965), Edwards delimitó un espacio novelesco urbano y de clase media alta o «venida a menos», entre convencional y burgués, para incursionar progresivamente, con humor y ligereza, en un período de la historia de Chile que ha narrado a partir de una mirada irónica y distanciada centrada en la capital. En la alegórica novela El museo de cera (1985), en el descubrimiento de la sofocada condición de artista de Inés, La mujer imaginaria (1985), y en la polifónica Los convidados de piedra (1978) ha abordado la historia política reciente de Chile con sus ambivalencias y contradicciones. 11 Véase Neira 2006: 29-41.

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Los diálogos cruzados de los personajes invitados al cumpleaños de Sebastián Agüero en Los convidados de piedra, apenas unas semanas después del golpe de Pinochet del 11 de septiembre de 1973, convierten en una mordaz crónica el álgido momento vivido por unos con frívola indiferencia, y por otros con la lúcida conciencia de la fractura histórica y el represivo proceso desencadenado en un tejido urbano santiaguino fraccionado en «zonas» claramente diferenciadas política y socialmente. En un flash back temporal, en El inútil de la familia (2004) el espacio urbano todavía no ha sido destruido y pueden evocarse los años iniciales del siglo xx desde la perspectiva de la bonhomía de una clase social no cuestionada en barrios de sólidos caserones y frondosas alamedas. Santiago se compara y confronta a los espacios vitales europeos –París, Londres, Madrid– que recorren sus solventes protagonistas, aunque se adivinen los polarizados enfrentamientos de la historia no resuelta de Chile y el mero escapismo que subyace en los rumbosos viajes a Europa. Pero ninguna capital latinoamericana ofrece una imagen literaria más apocalíptica que México. Desde La región más transparente (1958) y Cristóbal nonato (1987) de Carlos Fuentes, a José Trigo (1966) de Fernando del Paso y Espectáculo del año dos mil (1981) y El último Adán (1986), de Homero Aridjis, la compleja pluralidad de México se percibe no en el jocundo estallido de la concentrada intensidad cultural que la caracteriza, sino en los contrastes que genera el difícil diálogo entre tradición y modernidad. «El aire transparente» que ensalzara Humboldt y sobre el que ironiza Fuentes es hoy una atmósfera contaminada e irrespirable a la que todos se resignan. En Cristóbal nonato, Fuentes propone una suerte de novela de anticipación plagada de signos milenaristas. El protagonista ha sido concebido el 6 de enero de 1992 y nacerá a la medianoche del 12 de octubre de 1992, en directa alusión a los 500 años del descubrimiento de América. Su relato como «nonato» se publica en 1987, cinco años antes de los eventos que relata, de modo que Fuentes se permite imaginar en un lenguaje liberado, una Ciudad de México caótica e infernal, marcada para siempre por el terremoto del 19 de septiembre de 1985, ya que «la imagen de la Ciudad 160

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es desde hoy su destino». «En México nos va mal», dice Ángel, el padre del protagonista. «Esto es una tautología» –responde su esposa– «México es para que nos vaya mal» (Fuentes 1987: 11). La ciudad no es otra que una acumulación de metáforas sobre la utopía que no fue, del mito degradado en la dura vida cotidiana: «ciudad reflexión de la furia», «ciudad del fracaso ansiado», «ciudad perra», «ciudad famélica», «ciudad lepra y cólera hundida», como la llama sucesiva y obsesivamente Carlos Fuentes. En resumen, como escribe Gustavo Saínz en Gazapo: «¡Pinche ciudad!… ¡Qué fea es!» (1985: 47). El desenfadado realismo urbano de Guillermo Samperio, gracias al cual se denuncian las características de la cultura cotidiana construida con fragmentos de publicidad, música, cine y periodismo, se explicita en la desenvoltura y el humor de Miedo ambiente y otros miedos (1977) y Gente de la ciudad (1986). Mordaz, irónico, burlón, exorcizando los riesgos del realismo a partir de una conjuración de sus peores estereotipos, estas obras –y ésta no es su única paradoja– desacralizan mitos a través de su integración a la literatura, justificando nuevos sueños y esperanzas. Lejos del Distrito Federal de México, la Santa Teresa de 2666 de Roberto Bolaño –donde apenas se disimula Ciudad Juárez– nos recuerda cómo en el límite de la frontera la ciudad, en lugar de liberarse a partir de los encuentros y cruzamientos que propicia, se vuelve impune para la discriminación y el crimen. La ciudad descentrada y fraccionada En América Latina la relación del escritor con la ciudad parece no tener otra escapatoria que la de quedar atrapado en la espiral de la infamia que se hunde en el corazón de la urbe que habita. «La ciudad entró en la literatura hispanoamericana por los caminos del desarraigo nativo y coincidiendo con el modernismo», asegura Luis Alberto Sánchez en su estudio pionero de 1953 sobre el Proceso y contenido de la novela hispano-americana (Sánchez 1968: 527). Si se compara esta perspectiva con la que se da en la narrativa norteamericana se percibe una diferencia. En principio, Nueva York es una «hermosa mujer de boca cruel» que deberá un día ser 161

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tapada por «un polvo que aniquile a sus habitantes», como pregona Theodore Dreiser, el autor de My City12 , o aniquilada por un terremoto en 2050, según la profecía de Edgar Allan Poe en Mellonta Tauta. Es más, todas las ciudades deberían tener «la capacidad de purificarse por el fuego o por la ruina cada medio siglo», porque de no ser así se convierten irremediablemente «en las guaridas hereditarias de sabandijas y pestes», según propone Nathalie Hawthorne en The Marble Faun13 . Sin embargo, el escritor norteamericano cree, al mismo tiempo, que la ciudad es la esperanza de la democracia (Frederick C. Howe) o saluda el progreso del «tren aéreo» y de los tranvías como hace, a riesgo de parecer ingenuo, el poeta Walt Withman. Divididos entre un retorno abierto a la naturaleza de una vida en pequeñas comunidades –como proponen Nature (1836) de Emerson y Walden (1854) de Thoreau– y los valores del progreso, poetas y novelistas critican las grandes ciudades no por demasiado civilizadas, sino por no serlo lo suficiente. Un futuro esperanzado puede habitarlas. El narrador latinoamericano difícilmente podría apostar al mito civilizador de integración y consolidación del espacio urbano. Nada parece detener el progresivo deterioro de las grandes capitales. Apenas el recurso del humor, que propone para Lima Alfredo Bryce Echenique en Un mundo para Julius (1970) o Juan Villoro para México en Materia dispuesta (1997). En otros casos, el refugio nostálgico en el pasado que representan los grandes caserones, esas «casas quinta» amenazadas por promotores y especuladores inmobiliarios se transforman en la obsesiva temática de novelas como Con las primeras luces (1966), del uruguayo Carlos Martínez Moreno, y Coronación (1957), Este domingo (1966) y El obsceno pájaro de la noche (1970), de José Donoso. En su extravío del «espíritu de ciudad», Manuel Mujica Láinez también se refugia en La casa (1954), una noble mansión de la calle Florida de Buenos Aires que, al tiempo que es demolida, cuenta la historia de sus 12 Citado en White y White 1967: 138. 13 Véase al respecto el capítulo IV, «The Spectre of the Catacomb» (Hawthorne 1968).

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muros. Del mismo modo, la casa se convierte en prolongación de la conciencia del protagonista en Sangre patricia (1902) del venezolano Manuel Díaz-Rodríguez. Tulio siente que «el alma de la casa empezó de súbito a vivir para él, con vida poderosa y múltiple» (Díaz-Rodríguez 1972: 37). Por ello, las autoras de La casa paterna. Escritura y nación en Costa Rica (1993) sostienen que «en el mundo de la ciudad, cada vez más despersonalizado y riesgoso, aparece la casa como último reducto del idilio». Aun cuando añadan: «Pero este asilo también se ve amenazado por el paso del tiempo, por la historia»14. Este esquema puede repetirse en otros países amenazados por las dramáticas contradicciones que sus propias capitales albergan. Ciudades que acumulan proyectos utópicos no realizados y mitos degradados, proyectos visionarios de urbanistas y desarrollo espontáneo de barriadas, nostálgicas miradas al pasado y apocalípticas visiones del porvenir. Ciudades donde se disimula la inconfortable relación entre la élite intelectual y la pobreza que la rodea, donde la mala conciencia de vivir en barrios privilegiados se trasciende en la exaltación del valor simbólico de la memoria urbana de zonas históricas rehabilitadas y áreas residenciales tradicionales. Ciudades que proclaman la derrota del urbanista y sus proyectos por la aparición de la noche a la mañana de barrios espontáneos, no controlados, donde el aparente desorden de la naturaleza toma su revancha contra toda planificación. Ciudades, finalmente, donde el espacio oclusivo y alienante desmiente el viejo adagio medieval italiano, «l’aria della città rende liberi». En la eclosión de la literatura urbana que «desestructura» las visiones jerarquizadas y concéntricas del centro y sus «ensanches» modernistas surgen puntos focales «deconstruidos» en barrios y suburbios y en la variedad de poblaciones «espontáneas» –villas miseria, favelas, callampas, cantegriles, etc.– que forman los cinturones de pobreza o constituyen «islas» en el propio centro de la ciudad. Las sórdidas barriadas del Quito de En las calles (1935) de Jorge Icaza, la capital anónima de Al pie de la ciudad (1958) del 14 Ovares y Rojas y Santander y Carballo 1993: 275. Esta obra constituye un excelente ejemplo de «topoanálisis» del espacio significado por la literatura.

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colombiano Manuel Mejía Vallejo, hecha de las oleadas del éxodo campesino, los «barrios de latas» de Lima, donde pululan los antihéroes de Enrique Congrains Martin en No una, sino muchas muertes (1967), son ejemplos de este progresivo «descentramiento» urbano de la narrativa. En La villa (2001), César Aira penetra en una «villa miseria» del suburbio de Buenos Aires de Bajo de Flores a través de la progresiva inmersión del protagonista, Maxi, en el submundo de los «cartoneros»15 que recogen papeles, botellas y restos de comida hurgando en las latas de basura del centro de la capital, antes de que pasen los camiones recolectores municipales. En el mundo cerrado en el que es aceptado por la desinteresada ayuda que brinda a los «pobres» que tiran de carritos por las calles, Maxi descubre la secreta geografía y las leyes que gobiernan «la villa». Calles angostas, pasadizos, casillas construidas con desperdicios, «lugares del miedo» para aquellos que no forman parte de esa «sociedad», configuran un entramado de hacinamiento y miseria a las puertas de la ciudad, que «la gente prefiere no ver». Periferia urbana, marginalidad social. La chilena Guadalupe Santa Cruz llega a decir en Cita capital (1992): «El centro está aquí», y señala en un plano que ilustra la novela el corazón del barrio Estación Mapocho en Santiago de Chile. En Colombia, barrios transformados en auténticos focos de violencia donde imperan el narcotráfico, clanes y «tribus» suburbanas, fraccionan la centralidad neocolonial y la modernidad apenas asimilada de Medellín o Bogotá. La virgen de los sicarios (1994) y El desbarrancadero (2001), de Fernando Vallejo, y Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco Ramos, para la primera, y Scorpio City (1998), de Mario Mendoza, para la segunda, alejan definitivamente la ciudad de la Arcadia de sus barrios apacibles. La violencia que se instaura es más social que política, más cercana de la gratuita indi15 «La profesión de cartonero o ciruja» –escribe Aira– «se había venido instalando en la sociedad durante los últimos diez o quince años. A esta altura, ya no llamaba la atención. Se habían hecho invisibles, porque se movían con discreción, casi furtivos, de noche (y sólo durante un rato), y sobre todo porque se abrigaban en un pliegue de la vida que en general la gente prefiere no ver» (Aira 2001: 13).

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ferencia con que se la contempla en la pantalla de televisión o de un videojuego que del proyecto revolucionario con que pudo intentar legitimarse en el pasado. La noche agrava los males urbanos. Así surgen apasionantes infiernos que cobran en la noche una dimensión alucinatoria. «Escalera del infierno; bajar en las noches por el jirón Belén y el bulevar Quinca es descender al subsuelo. Visite nuestros subterráneos». En estas primeras líneas de la novela El testamento de la tormenta (1997), del peruano Mario Wong, cuya introducción se titula «Ciudad irreal», se anuncia la tónica de una literatura que usa la ciudad, esas «flores de cemento y neón», como el escenario propicio para el desencadenamiento de pasiones contenidas, «sucumbiendo a la fascinación de la noche». A «Los ocupantes de la noche» consagra Beatriz Sarlo una de las Instantáneas (1996) que ha publicado sobre «los medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo». Borrachos, vagabundos, niños de la calle, seres que, por una razón u otra, han iniciado una «deriva por el paisaje» pueblan la noche. «Un saber de la ciudad y de cómo se sobrevive en la ciudad es necesario para derivar por ella» (Sarlo 1996: 80), comprueba para recordar que detrás de los «ocupadores nocturnos» está un Buenos Aires cada vez más deteriorado, alienado e inseguro, lejos del mito y el «fervor» y de aquella Misteriosa Buenos Aires (1950) que desmenuzara en evocativas crónicas Manuel Mujica Laínez. Por la noche se revelan las lacras que el día esconde detrás de los muros lacerados por el deterioro en esa Trilogía sucia de La Habana (1998) que describe con morbosa delectación Pedro Juan Gutiérrez. De noche, Los palacios distantes (2002) de Abilio Estévez adquieren la pátina dorada de la melancolía que la luz diurna no puede revelar. Una nocturnidad que transcurre desde la medianoche al nostálgico amanecer de Habanecer (2005) de Luis Manuel García en el largo y minutado periplo (las páginas tienen en su margen cada uno de los minutos a los que corresponde la narración) de un deambular urbano de veinticuatro horas. Al modo del Dublín del Ulises de James Joyce, Habanecer nos sumerge en una Habana deteriorada pero jocunda, siempre vital y exultante. 165

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En el progresivo descenso nocturno de la narrativa urbana contemporánea, el chileno Pedro Lemebel en La esquina es mi corazón (1995), subtitulada Crónica urbana, va todavía más lejos al proponer una visita a la nocturnidad de parques, baños públicos, bares donde se forjan citas equívocas, esquinas del sexo efímero, en una serie de «crónicas» y descarnadas viñetas sobre un Santiago de Chile casi clandestino, apenas disimulado en la diurnidad. Un descenso en el que reincide con clara vocación provocadora Juan Pablo Sutherland en Ángeles negros (1994). ¿Qué surge de todas estas obras y de la visión que nos da la narrativa latinoamericana de sus ciudades? En las páginas siguientes intentaremos develarlo. Espacios de simbiosis y amalgamas Para ello hay que partir de una evidencia. En tanto que lugar activo, la ciudad es un «espacio socialmente construido» (Dembicz 2000: 29) que influye, transcurre y evoluciona con la propia vida del individuo o de la colectividad. Al ser el resultado de la fusión del orden natural y el humano, como centro significativo de una experiencia individual y colectiva y como elemento constitutivo de grupos societarios, el significado del «lugar» citadino es inseparable de la conciencia del que lo percibe y siente. El hombre y el lugar en que vive se construyen mutuamente y, por lo tanto, las nociones de sitio, espacio, paisaje u horizonte, o las representaciones territoriales (nación, región, comarca, sitio, pago, barrio, plaza, calle o esquina), aunque cuantitativas y racionalizadas a primera vista, reflejan siempre un juicio de valor. José Carlos Rovira recuerda que «las formas físicas de la ciudad son constituyentes principales de la imagen que vamos a formarnos de la misma», cuya reducción clasificatoria resume en las siguientes representaciones: el recorrido (calles, avenidas, líneas de transporte en superficie), tránsitos que trazan itinerarios; los límites que separan un espacio de otro (ríos, desniveles, viaductos y vías férreas); los barrios individualizados, cuya interiorización subjetiva permite diferenciarlos por notas características; los nodos, esos puntos estratégicos que permiten trazar el plano per166

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sonal en el cual nos movemos (una plaza, encrucijadas de calles o avenidas, una terraza de encuentro); y, finalmente, los hitos con los cuales fijamos los referentes de la ciudad: monumentos, un café, un comercio emblemático, una estatua… (Rovira 2005: 21). Sin llegar al extremo del flâneur Baudelaire cuando sugería que las ciudades cambian con más velocidad que el corazón de un hombre, porque todo paisaje urbano se construye sobre la base de la propia vida que la puebla, es evidente que la representación urbana se filtra y se distorsiona a través de mecanismos que transforman toda percepción exterior en experiencia psíquica y hacen de todo espacio un espacio experimental. Si un cierto tipo de espacio urbano invita a los «topoanálisis» del «espacio feliz» que propone Gaston Bachelard, Hernán Neira (1997) se pregunta si la urbe contemporánea, especialmente la latinoamericana, en la medida en que ha perdido su dimensión comunitaria de polis, no se ha convertido en un «espacio infeliz», donde se han eliminado los vínculos morales y la vecindad es pura contigüidad. Los «espacios históricos» que «rezuman temporalidad» (Gullón 1980: 75), donde mito e historia se entrecruzan y que por antonomasia acapara Europa, existen también en América Latina y superponen no sólo las representaciones de lo visible, sino las de la memoria individual y colectiva, referentes connotativos no siempre vividos, sino también «aprendidos» o simplemente «leídos». Lecturas que preceden muchas veces a las experiencias vitales. La carga literaria y de referentes histórico-culturales de ciudades como París, Londres, Roma, Praga, Dublín, San Petersburgo, Madrid y, más recientemente, Barcelona –cuya creciente mitificación evidencia la novela La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza– es indudable. Las ciudades europeas, leídas y aprendidas en los libros, tienen lo que Carpentier llama «un estilo fijado para siempre». No puede haber mirada ni percepción inocente. Todo tiene una carga simbólica de la que –a su juicio– carecen las de América Latina. «Las nuestras están, desde hace mucho tiempo» –escribe en Tientos y diferencias– «en proceso de simbiosis, de amalgamas, de trasmutaciones, tanto en lo arquitectónico como en lo humano […] Nuestras ciudades no tienen estilo. Y sin embargo empeza167

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mos a descubrir ahora que tienen lo que podríamos llamar un tercer estilo: el estilo de las cosas que no tienen estilo» (Carpentier 1967: 14). Lo que necesita ese «tercer estilo», entre el buen y el mal gusto, entre la fealdad embellecida por acercamientos fortuitos o alusivos, formando ese tejido de horribles imitaciones o magníficos hallazgos, es una «revelación» literaria, una apropiación estética que interiorice y condense lo que podía ser simple enumeración de exterioridades y apariencias. Una ciudad supone un archivo de sensaciones, contactos, imágenes y enfoques personales que vayan más allá del «deseo de evasión y la incapacidad de entendimiento». Si Carpentier pretende revelar La Habana como «la ciudad de las columnas» esa mitificación simbólica cobra, gracias a la nostalgia, una dimensión palpitante de ciudad vivida en Peña pobre (1980) de Cintio Vitier, esa tierna evocación de una calle y su vecindario circundante en La Habana Vieja. Sin embargo, las múltiples voces de La Habana tienen en la obra de Guillermo Cabrera Infante a su mejor «polígrafo». A partir de las crónicas de Así en la paz como en la guerra (1960), escritas al socaire del triunfo de la revolución cubana de 1959, Cabrera Infante, obsesionado por el lenguaje, sus giros y los códigos semánticos que intercambia ágilmente con el cine y la música popular, publica en 1967 la compleja y coral polifonía de la vida nocturna habanera que es Tres tristes tigres. Esta «novela sobre el lenguaje», y las parodias y los juegos que instaura, se prolonga en La Habana para un infante difunto (1979), donde la presencia de elementos musicales se da a partir del título, en directa referencia a la Pavane de Mauricio Ravel. Aquí Cabrera Infante nos invita a un recorrido del «texto/ textura» urbano y a reconocer en la unidad de la lengua los diferentes «dialectos» de la ciudad y el de cada uno de sus barrios, aprendizaje iniciático de lectura que solo puede compararse al de Marechal con Buenos Aires. Desde entonces, La Habana se ha ido convirtiendo –como sugiere Leonardo Padura– en algo más que espacio y escenario: La Habana ha devenido también personaje, acechado por las mismas incertidumbres y pesares de los individuos que la habitan y la

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hacen palpitar, mientras sus paredes se rajan y sus columnas se inclinan, mientras las vidas de sus habitantes se tuercen en el exilio o se afincan en la tierra de la isla, empeñados –todos– en hacer la crónica de un tiempo irrepetible, vivido en una ciudad también hecha por su literatura (Padura 2006).

Otro sitio, el lugar del texto Bueno es recordar que el espacio ciudadano en la literatura, el «lugar» del texto, es, sobre todo, «otro sitio» complementario del sitio real desde el cual es evocado. Esta precipitación en el «otro sitio» puede darse también desde la perspectiva del exilio y del desarraigo que proyectan en forma metafórica Rayuela (1963) y 62, Modelo para armar (1968) de Julio Cortázar, novelas paradigmáticas del movimiento centrífugo en que se expresa la búsqueda de la identidad en la narrativa latinoamericana. Aquí la ciudad no son las líneas del cuadriculado en el damero, sino la del círculo, espiral y centro que en Rayuela comunica al Río de la Plata con París a través del juego infantil de la rayuela y la «continuidad de los parques» y las «galerías secretas» con que los relatos completan su personal geopoética. Hacer del círculo una espiral permite descubrir que finalmente «en París todo lo era Buenos Aires y viceversa», y que la división del mundo entre «el lado de allá» (Europa) y «el lado de acá» (América) no puede traducirse en una localización geográfica precisa, sino en un punto de vista desde el cual se contempla el mundo. La espiral se extiende a los círculos tangenciales de otras capitales europeas en 62, Modelo para armar. Juan, el protagonista, ha aceptado su condición de «hoja al viento» como un posible destino válido y lo asume plenamente. Las líneas del mandala cubren tanto los planos de París como los de Londres y Viena. «La ciudad como espacio alucinatorio donde confluyen todas las ciudades», aunque el espacio de la realidad cotidiana no es la ciudad, sino la «zona». Un similar itinerario vital entre seis ciudades europeas recorre Roberto Humberto Moreno-Durán en Metropolitanas (1986), al ritmo de signos musicales equívocos: «Canon para seis voces», «Los cuadros de una exposición», «Solo para sopranos» o el más 169

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alusivo «Para una mejor interpretación del arte de la fuga». El todo bajo la invocación de Melville: «Los sitios reales nunca aparecen en los mapas». Al preconizar la cartografía como «una forma de autobiografía», Metropolitanas no viene a ser más que «un mapa cuya lectura busca corregir los extravíos de una agitada peregrinación». La ciudad se sitúa en «la justa intersección de peregrinación y memoria donde el homo viator funda su patria y es desde allí donde proclama los motivos de un viaje que, como quería Celan, justifiquen su divisa: «con él peregrinan los meridianos…» (Moreno Durán 1986: 11). Estos modos de «organizar» el mundo según circunstancias creativas que generalmente son tan dinámicas como envolventes, pero en todo caso subjetivas e interiorizadas, se traducen en el espacio urbano recreado en la ficción, que no es otro que el resultado de una tensión, de una escisión y de una disconformidad con lo real. Así, los impulsos de fundación de «otra realidad» se traducen en sueños, utopías generadoras de espacios alternativos o de simple evasión, pasajes sutiles de los planos reales a los fantásticos, esos planos que invitan al «juego de espacios utópicos» que propone Louis Marin (1973) y cuyos signos se reconocen sin dificultad en buena parte de la narrativa hispanoamericana contemporánea, cuyos autores no serían otra cosa que «buscadores de utopías». Esta aspiración demiúrgica de «creador de mundos» es evidente en la fundación inventiva de las ciudades míticas de Comala en la obra de Juan Rulfo, Santa María en la de Juan Carlos Onetti o Macondo en el universo de Gabriel García Márquez. El espacio urbano puede ser también el resultado de la «reinvención» de las ciudades que la realidad le propone al escritor, al modo de la Alejandría de Lawrence Durrell, el Dublín de James Joyce o la Ankara y el Estambul de Tampinar; una reinvención que, en el caso de América Latina, es más bien la revelación de la ciudad al modo preconizado por Carpentier. Tal es el caso de Montevideo, donde se puede oponer «esta real ciudad imaginaria» a «otra ciudad falsa, cambiada por tropelía», como propone Ida Vitale: Me someto hace años, por amor a Montevideo, a la creación de una ciudad mágica y tormentosa, establecida entre aguas y vientos,

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que bien podría llamarse con ese mismo nombre creado, discutido, extraño (Vitale 1994: 150).

Es «sobre la arquitectura lógica, monótona y colonialmente cuadriculada de la ciudad –porque Bruno Mauricio de Zavala no trazó Montevideo en círculos, como Campanella su ciudad del Sol», donde: Flota un plano divagado, con sus ondulaciones y sus curvas y sus recovecos en donde los imaginativos querrían perderse, dados a la maravilla. Todo el que ama la ciudad afirma en este cielo sus deseos, sus sueños, quita o pone tapias, colores, perspectivas, jardines, rescata árboles escondidos, destierra a quienes los crucifican. Cada mañana o tarde o noche bien vivida en la ciudad creada le agrega un rincón definitivo a la otra, a la dudosa e inestable (Vitale 1994: 152-153).

Es en esta ciudad «creada» donde se gesta «un lenguaje profundo entre la urbe y cada habitante» y donde se puede hablar de la ciudad como «un lenguaje con sus diferentes niveles». Pedro Orgambide en Buenos Aires, la novela (2001) llega a proponer una historia de la capital argentina proyectada como ficción, capitulando sus hitos como apasionantes episodios novelescos. «Una ciudad comienza con un sueño», anota en su evocación de aquella primera empalizada, «realidad mezquina», con que se bautiza el 2 de febrero de 1536 Santa María del Buen Aire, entre cuyos muros morirían de hambre los expedicionarios al mando de Pedro de Mendoza. La ciudad, trama infatigable de imaginación y memoria Walter Benjamin en sus retratos de ciudades propone la lectura de la metrópolis moderna como si fuera un texto o una escritura, modelo gestado para interpretar las grandes ciudades y sus grupos marginalizados en «ciudades madre» como París, Berlín y Moscú16 . Este modelo es retomado por Willi Bolle (1994) para las 16 Véase, al respecto, Benjamin 2005.

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capitales de los países de la periferia latinoamericana, y lo aplica con originalidad a la ciudad de San Pablo. Así, la dimensión ontológica del espacio integra la dimensión topológica como parte de una comunicación y tránsito naturales del exterior al interior y viceversa. Los escritores son, finalmente, los responsables de la «modelización» de las ciudades y cumplen una función primordial de comprensión y de síntesis. Es por ello que las obras ficcionales de temática urbana no necesitan siempre representar la ciudad con descripciones detalladas de calles, edificios y plazas correspondiente a urbes reales. Hugo Achugar (1997) recuerda cómo Onetti ha «inventado» la ciudad de Santa María y Borges ha rebautizado Buenos Aires. En esta obligada relectura del tejido urbano americano y sus intertextualidades narrativa no puede olvidarse un texto fundacional, Grandeza mexicana (1604), de Bernardo de Balbuena, quien sienta las bases de una «poética urbana» de tonos amables y laudatorios, casi propagandísticos, en su breve descripción de «la famosa ciudad de México y sus grandezas». Lo hace bajo la siguiente advocación: «Oye, un rato, señora, a quien desea/ aficionarle a la ciudad más rica,/ que el mundo goza en cuanto el sol rodea». E invita a recorrerla como un entusiasta cicerone que tomado de la mano del lector respira el aire de eterna primavera, mientras el bullicio de carruajes, pregoneros y oficios callejeros acompaña su voz de poeta inspirado. Texto clásico de la literatura colonial, Grandeza mexicana anuncia un posible retorno a una percepción de la ciudad como aventura. Al salir de un largo período de urbanofobia más o menos reflexiva, la ciudad –considerada como espacio de anonimato y soledad, agobio masificado y contaminación– está recuperando sus virtudes más secretas y propone una aventura en la que su propio caos se transforma en objeto estético. María Bolaños (1996) ha señalado que la ciudad es un estado de ánimo, para resaltar la fascinación que el lugar como verdad y como motivo ético ejerce sobre nuestro tiempo. El lugar, ese «punto de mira ideal desde el que enfilar todas las búsquedas», permite una doble perspectiva. Por 172

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un lado –nos dice Bolaños– «con sus discontinuidades y contradicciones, con su tejido urbano roto y quebradizo, con su Otredad intratable, la ciudad, aseguran sus enemigos, derrota al individuo porque debilita sus convicciones, altera su sistema nervioso, erosiona su vida» (Bolaños 1996: 8). Por el contrario, poetas, pintores y fotógrafos entienden que «la enjundia poética de la calle estaba en la verdad de su desorden, en la parte de calamidad y desolación que contiene», un «territorio agreste donde leer las tensiones de la Alteridad, del desarraigo y la pérdida» (Bolaños 1996: 9). Se habla de la ciudad como una obra de arte, museo viviente y cambiante que plantea interrogantes sobre sus finalidades y esencias. En este proceso de idealización se tiende a fijarla con una «identidad» y hasta un sexo: las ciudades son esencialmente femeninas. La atracción por el sentido del sinsentido de les villes énormes de las que hablaba Baudelaire inspiran una prosa poética capaz de adaptarse a los «sobresaltos de la conciencia», cruzamiento de innombrables relaciones que invitan a errancias y desplazamientos y proponen multiplicidad de intercambios. La ciudad se entiende así como experiencia múltiple de «una permanente superposición de la forma y el sentido» (Payot 1996: 81). Porque hay que aprender a leer una ciudad en el «texto/textura» que proponen las calles y avenidas de sus urbanistas, pero también como «espacio de aglomeración» que se autogenera fuera de todo control, y darle al conjunto simbólico resultante un «sentido común», un mundo de significaciones suficiente para permitir tanto la reconstrucción de espacios de origen como la recuperación de un lugar privilegiado del «habitar». La ciudad puede ser todavía el modo de salvar el sentido de la «comunidad del territorio». Porque, como recuerda Eduardo Portela: As megalópoles improvisadas, e precocemente extenuadas, carecem de investimentos afetivos oportunamente compensadores. Por detrás da cartografía, ou da mera organizaçao do espaço físico, retirando-a do seu repouso inutil ou da sua agitaçao predatória, persiste a trama infatigavel de imaginaçao e memória, no encalço da comunidade de cidadãos (1995: 110).

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Y si persiste esta «trama infatigable» de imaginación y memoria en la ciudad «precozmente extenuada», cuyo carácter improvisado carece de inversiones afectivas, es, en buena parte, gracias a la narrativa. La ficción, como hemos dicho ya, ha sido capaz de redimensionar la perdida noción de genius loci y de sentar las bases de una nueva «arquitectura espiritual». Sobre los escombros de la ciudad ideal y sus detritus, jadeando bajo la atmósfera velada por el smog, el espacio urbano sigue siendo, pese a todo, el lugar metafórico y privilegiado de la fundación por la palabra de los nuevos mundos del imaginario.

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El espacio preservado del jardín

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n El jardín de al lado (1981), de José Donoso, los signos connotativos del motivo del jardín están dados desde el propio título de la novela. El topos del jardín, de vasta significación simbólico literaria –espacio protegido, Jardín del Edén o de las Delicias, refugio místico y amoroso, naturaleza restaurada– se anuncia en un título que introduce, a la vez, la neutralización de cualquier posible ensalzamiento personal del espacio evocado, lo que podría ser un paraíso propio, el espacio feliz por excelencia. En efecto, el jardín de la novela de Donoso no está aquí, sino «al lado». El espacio ideal no es propio, sino ajeno, pertenece a otros y su acceso, por lo tanto, está limitado, cuando no vedado. Pero a diferencia de los «jardines prohibidos» de la tradición artística y literaria, cuyo secreto e inaccesibilidad se garantizan con rejas o muros, este jardín puede ser observado desde el «mirador» que ofrece un apartamento vecino, cuyas ventanas se abren sobre la privacidad ajena. El jardín puede ser penetrado por la mirada y en su impecable perímetro puede la imaginación explayarse libremente. Con indisimulada ironía, el pintor Pancho Salvatierra –propietario del piso que presta durante los meses del verano de 1980 al escritor Julio Méndez, protagonista de El jardín de al lado– resalta esta cualidad de privilegiado voyeur que ofrecen sus ventanas: Este departamento me cuesta una hueva y la mitad de la otra, pero lo vale, aunque no sea más que por el placer esnobísimo de ver a mi

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vecino, el duque de Andía, sudando la gota gorda para mantener bien cortado el césped en que recreo mi vista. ¿No me vas a decir que no es el colmo de lo elegante tener como jardinero a un Grande de España? (Donoso 1981a: 17).

La cercanía del jardín, pero al mismo su ligero descentramiento –estar «al lado» en relación a una posición que podría ser de plena propiedad y placentero usufructo– le confieren el carácter de espacio deseado, «anhelado», objeto de tentación y envidia. Pese a no estar situado en un tiempo perdido o en un espacio lejano, como proponen los míticos jardines del imaginario colectivo universal, el jardín de al lado tiene los «halos connotativos» del espacio disociado de la utopía. La cercanía, estar ahí, al alcance de la mirada indiscreta, mediatiza, pero no deroga los referentes simbólicos de la figura del jardín. Y ello, fundamentalmente, porque la mirada que lo observa no es indiferente: está marcada por la condición de extranjero exiliado de Julio Méndez. Una mirada que no puede ser indiferente Como narrador ficticio representado de la obra, Julio Méndez tiñe de subjetividad todo cuanto mira, lejos de la omnisciencia o de la presunta objetividad del observador testimonial. Y en esta subjetivización del punto de vista, el espacio del jardín de al lado adquiere una significación que lo resalta y proyecta en una doble y provocativa dimensión de efectos contradictorios. Así, podemos hablar de un jardín cuadro: el jardín vecino es un cuadro (¿pintura trompe l’oeil como sugiere el propio Donoso?) cuya «tela» literalmente se atraviesa para ingresar a un espacio de representación y figuración. Julio se evade de la opresiva realidad perso En su obra fundamental El principio esperanza, Ernst Bloch habla del tiempo y del espacio del anhelo como caracteres fundantes de lo utópico, tiempo y espacio que se contrapone al aquí y al ahora. El espacio disociado que es inherente a la utopía es siempre «anhelado», esperado, buscado y es, por lo tanto, lejano. Véase Bloch 2004.  «El trompe l’oeil es una suerte de espejo», ha explicado Donoso en una entrevista sobre El jardín de al lado (1981b: 19). «Hay un momento en que juego un poco con la idea de trompe l’oeil en esta novela».

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nal que lo embarga y proyecta libremente su imaginación en los cuerpos de las ninfas y efebos que habitan la casa vecina, saltando al espacio de pura ficción que le procura el escapismo alienado de contemplar el jardín del vecino enmarcado en la ventana. Este jardín-cuadro se le ofrece como una pintura figurativa de carácter decorativo, ribeteada de notas ligeramente fantasiosas, cuando no fantásticas. Y puede vérselo, también, como un jardín espejo: invirtiendo las imágenes del jardín ajeno en el negativo del propio, situado en Chile y amenazado de venta o expropiación a la muerte de su madre, el jardín «de al lado» se convierte en el espejo que permite experimentar en sus reflejos las raíces rotas. Así, Julio revisita la casa familiar de su infancia desde su exilio madrileño. En la imposibilidad de viajar en el espacio, lo hace en el tiempo, superponiendo imágenes del pasado en el presente. Al mirarse a sí mismo en el jardín vecino, Julio no hace sino descubrir la nostalgia del exilio y la necesidad de volver a Chile para asumir el «territorio propio» de su historia. Si a través del primer movimiento Julio Méndez potencia la fantasía y agrava su desarraigo, a través del segundo cobra cabal conciencia de su crítica situación personal, para intentar asumirse finalmente en lo que es y no en lo que hubiera querido ser. Este doble estímulo, contradictorio en apariencia, disocia no sólo el espacio del jardín, sino la propia conciencia del protagonista, desgarrada por su condición de exilado. El espacio disociado del exilio Al deterioro del orden social chileno de la mayoría de sus obras, José Donoso añade en El jardín de al lado la disociación del espacio que conlleva el exilio. La distancia que separa España –donde transcurre el acontecer– del lugar de la memoria –Chile– propicia la mitificación de los orígenes, al mismo tiempo que condiciona, hasta su distorsión, los comportamientos de Julio Méndez en Sitges y en Madrid. En efecto, la disociación y la confrontación de los espacios en que opera la novela se da, fundamentalmente, a partir de la pers177

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pectiva del exilio y la fractura en el tiempo que propicia. La condición del exilio signa el carácter antinómico de los espacios disociados y evidencia la dualidad existente en el frustrado escritor Julio Méndez. El forzado desajuste al que conduce el vivir voluntario o involuntario fuera de fronteras «colorea» la perspectiva en que se enmarcan los sucesivos escenarios de la novela. Portador del fracaso de un exilio mal asumido, su visión condiciona todo lo que sucede en El jardín de al lado. El punto de vista del exilio configura incluso la relación de Julio con el apartamento que le presta Pancho Salvatierra para que escriba su novela y desde donde descubre el paisaje del jardín vecino. El piso es objetivamente lujoso y confortable y se abre en forma agradable sobre un hermoso jardín vecino cuya vista descansa y entretiene. «No está mal mi casa para pasarse tres meses escribiendo», lo tienta Salvatierra, al ofrecérselo en la conversación inicial de la novela. «La verdad es que no estaba mal el piso de Pancho Salvatierra en el centro mismo de Madrid» (Donoso 1981a: 17), concede por su parte Julio, recordando «el pequeño invernadero, ínsula de especies tremolantes» de ese «hogar prestado». Este confort es tanto más evidente si se lo compara con el «lóbrego hogar» minúsculo donde viven Julio y Gloria «en el ambiente deteriorado de Sitges», cuya puerta parece «la tapa de un ataúd» (1981a: 24) y cuyo pasillo es «mezquino». La simple contraposición de los dos hogares españoles –el «lóbrego» de Sitges y el «lujoso» de Madrid– debería bastar para que el segundo pareciera el espacio ensalzado donde «no está mal pasarse tres meses escribiendo». Sin embargo, la conflictiva dualidad en que se refleja la condición de exiliado de Julio Méndez convierte este piso que debería ser ideal en el atormentado escenario desde el cual se intentan recuperar otros espacios lejanos, cuando no definitivamente perdidos. Gracias a esa cercanía relativa y a la posibilidad de «espiar» su territorio, el jardín de al lado irradia su influencia sobre el propio apartamento que ocupa su observador para desarticularlo en forma dramática. De ahí el deterioro progresivo, el abandono a que se libran Gloria y Julio, dejándose invadir por la suciedad, descui178

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dando las propias plantas del jardín interior del piso, convirtiéndolo en una «inmundicia de gitanos», abandonándose poco a poco a la inercia de cometer «los delitos insignificantes de los seres que ya no tienen proyecto» (Donoso 1981a: 163). La comodidad del lugar ajeno agudiza la nostalgia del propio, al punto de «ensuciar» el prestado. El espacio disociado de la conciencia opera sobre el espacio real, antagonizándolo en términos subjetivos incomprensibles desde un punto de vista estrictamente objetivo. El espacio se deteriora realmente, como una forma desesperada de seguirse probando a sí mismo que el hogar familiar lejano –la casa de la calle Roma en Santiago de Chile– no puede sustituirse por un estrecho apartamento en Sitges o uno prestado en Madrid, por muy lujoso que sea este último. En esta perspectiva, vale la pena analizar en detalle la doble función que cumple el topos del jardín como espacio de operatividad –cuadro o espejo– en la novela de Donoso. El motivo del jardín como resumen del mundo El topos, el locus del jardín se identifica tradicionalmente con un espacio de preservación, cuando no de protección frente al mundo exterior, ámbito donde la naturaleza aparece sometida, seleccionada, ordenada y cercada. Como imagen y representación del mundo, el jardín se contrasta al caos (simbolizado en el inconsciente por el bosque o la selva), en ensalzamiento del reino vegetal domesticado en desmedro del salvaje, escenario que brinda seguridad por lo conocido. Pero el jardín es también una creación del hombre, operando exclusivamente a su medida aunque utilice elementos vivos de la naturaleza, árboles y plantas que nacen, viven y mueren según las leyes de las ciencias naturales. Ámbito de connotaciones simbólicas de signo eminentemente femenino, el jardín reproduce en la tierra una forma del paraíso (reminiscencia del paraíso perdido del Génesis), procurando rincones de apaciguamiento y reposo espiritual (representación de Arcadia) que se contraponen al vértigo del espacio que está fuera de su cerco. El jardín cerrado e invisible desde el exterior –cuyos paradigmas pueden ser también los jardines de conventos y monasterios 179

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donde se preserva, cuando no se protege, un clima espiritual– aparece significado en todas las civilizaciones, desde Mesopotamia y el antiguo Egipto hasta nuestros días. Los jardines representan y resumen el mundo, restauran la naturaleza en su estado original. Este simbolismo cósmico de raíz religiosa y filosófica que la tradición japonesa y china multiplica en los jardines de «la longevidad», los paseos de las Musas, los espacios donde «se puede dar el grito» o simplemente vagar de un modo nonchalant, está codificado y reproduce la creación entera como una auténtica matriz, cuyos elementos primordiales se aprisionan en su espacio: la piedra y el agua, los pájaros y las plantas. El simbolismo se codifica tan cuidadosamente que todo jardín japonés, por muy pequeño que sea, debe escenificar un lago, una isla, una cascada y una playa. El motivo del jardín aparece también reflejado en la poesía y la pintura de la cultura persa: espacios frescos, refugios umbríos propicios para la música y, sobre todo, para el amor. Los juegos amorosos tienen por escenario jardines secretos y cerrados, cuyo difícil acceso –la simbólica «puerta estrecha» de connotaciones iniciáticas– acrecienta la expectativa de placer y delicia. En esos jardines, el agua de las fuentes completa y ayuda a ordenar un espacio siempre sosegado, con una simbología no menor a la de los propios jardines: fuente de la juventud, estanques como espejos del cuerpo y del alma, niveles de caída y ascenso donde cascadas y chorros otorgan la sonora dinámica de un elemento primordial, el agua, cuya poética también es evidente. Entre ellas, las fuentes de cuatro bocas, representando los cuatro ríos primordiales del paraíso terrestre, cuna de la humanidad, del Edén y Jardín de las Delicias. El índice de símbolos se prolonga, oscilando entre la estudiada espontaneidad del jardín inglés y la vocación geométrica del jardín francés, entre el sinuoso arabesco del manierismo y el espacio íntimo de valles y senderos artificiales, entre el cierre (verjas y muros) y la apertura de los jardines que se prolongan con naturalidad en el paisaje, entre la proyección utópica (al modo de la islajardín de la Nouvelle Heloise de J. J. Rousseau) y el pintoresquismo elaborado de los «retiros salvajes» de los poetas románticos. 180

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Como tentativa de organizar el espacio y rehacer el mundo, el arte de los jardines es arte de esquiva disimulación y de representación. Su creación atrae, por lo tanto, a pintores y escritores. El jardín es motivo recurrente en la narrativa que lo condensa y alegoriza –basta pensar en la novela El jardín de los Finzi Contini de Giorgio Bassani– pero también es el escenario en que gusta vivir un pintor como Fragonard (el jardín de la villa d’Este en Tivoli, Roma) o el que cuidadosamente construye Monet en Giverny para extraer de su artificiosa «creación» el tema de sus cuadros más famosos: la serie de inmensas telas de las Nympheas. José Donoso no escapa a la tentación de estos espacios significados y desde sus primeras obras rodea y protege el orden de sus caserones familiares con jardines frondosos que amortiguan los ruidos y la amenaza exterior. La casa de Elisa Grey de Abalos en Coronación (1957) era «un chalet adornado con balcones, perillas y escalinatas, en medio de un vasto jardín húmedo con dos palmeras, una a cada lado de la entrada» (Donoso 1968: 13). Los jardines son también el refugio de los «juegos legítimos» entre los primos de Este domingo (1966) y el espacio destruido que ocupa el edificio de apartamentos no terminado adonde van a refugiarse los vagabundos del relato «Los habitantes de una ruina inconclusa» (en Donoso 1971). «¡Qué raro que dejen a una niñita tan chica sola en un jardín tan grande!», es la primera frase del relato «Ana María» (en Donoso 1971), reflexión del viejo obrero que descubre a la niña de tres años jugando en un desordenado jardín, lejos de la casa donde reina la desidia y el abandono de sus padres. A ese jardín vuelve todos los días, atraído por esa niña que juega inocentemente en la oscura maraña de matas y arbustos. De ahí se la llevará de la mano al final de un relato sutil donde se repite otra de las constantes de la obra de Donoso: la transgresión del orden de los dueños de caserones y jardines por parte de niños aliados secretamente con los represen Uno de los capítulos de Este domingo se llama, justamente, «los juegos legítimos». La idea del juego es fundamental en la obra de Donoso, en tanto que «esencia irreal y regulada que suspende las consecuencias serias de la vida práctica, mientras mantiene la coherencia dentro de un orden inmanente» (Goic 1968: 163).

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tantes de la clase popular, servidores y criadas en tensa rebeldía de la que no siempre se tiene conciencia. Los poderes integradores de la casa Al mismo tiempo, el topos del jardín sirve para enmarcar y rodear las casas señoriales donde se refugian los representantes del orden cuyo deterioro novela Donoso en la «saga» de su obra, de Veraneo (1955) a La desesperanza (1986). La casa rodeada de jardines tiene fuertes poderes integradores, cuya significación otorga ilusiones de estabilidad y unidad. En este sentido, la casa concentra una serie de imágenes dispersas y formaliza un aspecto esencial de la geografía psicológica de los personajes de la obra de Donoso. A su alrededor y a partir del centro que procura la vida familiar se organizan las partes individuales –el yo de cada integrante–, espacio sagrado que estructura la jerarquía de la familia –abuelos, padres y nietos– y la del servicio doméstico –cocineras, criadas y jardineros–. Al afuera minado por riesgos y peligros, caos inseguro, se contrapone la seguridad interior del orden caduco de casas y jardines. Sin embargo, el espacio cerrado de la casa, en la medida en que es representativo de un orden anacrónico, está disociado del espacio exterior. Sobre esas casas tan suntuosas como ruinosas, representativas de un orden finisecular o de comienzos de siglo, cuyos límites, jardines y muros erosiona literalmente el crecimiento urbano y donde se urden las complicidades de niños y sirvientes, bajo la inútil vigilancia de madres y abuelas, pesa el deterioro y el anacronismo, cuando no la simple amenaza de expropiación y demolición. Cambia la fisonomía de los barrios donde están enclavadas, el contorno tiende a rodearlas, cuando no a asfixiarlas o a asaltarlas –como alegóricamente se narra en Los habitantes de una ruina inconclusa y se anuncia en el final de Este domingo– fraccionando sus grandes jardines, robando sus objetos, valorizando simplemente la tierra en términos de especulación urbana. Las notas por las que se agudizan los contrastes y diferencias entre el espacio interior del orden familiar de estos caserones y 182

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la realidad del mundo exterior constituyen el tema central de la narrativa de Donoso. El jardín de al lado no es una excepción a esta constante, sino que la corrobora patéticamente en la perspectiva del exilio desde la cual está escrita. El privilegio y el sortilegio del voyeur Espacio cerrado e ideal, el jardín «de al lado» en El jardín de al lado es «el oasis de lujo y de calma en pleno corazón de la capital» (Fell 1983), pero al mismo tiempo es un reducto inaccesible, separado por el «cerco de fuego» de una clase social que no es la de Julio Méndez. Espiando ese escenario desde la ventana descubre en forma paulatina a sus habitantes, cuyas voces no puede escuchar y cuyos lánguidos movimientos parecen brotados del espacio embrujado de la película El año pasado en Marienbad de Alain Resnais, con la misma vacuidad de los personajes de La aventura de Antonioni y con la esfuminada cursilería de las adolescentes fotografiadas por David Hamilton. Su furtiva contemplación lo transportan a un universo imaginario, a esa «fiesta, al banquete» al que no ha sido invitado. Poco a poco su atención –la que debería prestar a la novela que pretende escribir sobre el golpe de estado en Chile– se orienta hacia el jardín y los movimientos de sus habitantes alrededor de una piscina de aguas azuladas, remedo del simbólico estanque de los jardines clásicos, pero no menos mitificado en la tradición pictórica contemporánea (por ejemplo, en la temática de las piscinas en la pintura de David Hockney). Atraído por las ondas irisadas de esa piscina, cuya iluminación nocturna le da un tono irreal, Julio se sumerge en el sortilegio del jardín prohibido: Sortilegio es una palabra desprestigiada, ya lo sé, pero debo usarla: de golpe, el sortilegio radiante del exterior avasalla y suplanta mi pobre realidad. Por entre el encaje de una hojas negras del primer plano, veo la piscina iluminada por dentro: un aguamarina, y focos disimulados entre los arbustos alumbran la fachada del palacete, la altura completa del ciprés plano, como de escenografía (Donoso 1981a: 103).

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Condenado al papel de voyeur, Julio no participa de los juegos eróticos y ensoñados que cree adivinar desde su observación a distancia, paraíso que lo tienta como contraste a la crisis personal que lo carcome: crisis de creación, por no encontrar el tono justo de su obra, crisis de pareja al enfrentar el desgaste de la relación con su esposa Gloria, crisis familiar por la pérdida de su hijo «Pato», que ha asumido su propio destino independiente, crisis de destino al plantearse el exilio en la perspectiva de un creciente desarraigo e indiferencia por todo lo que pasa. El jardín de al lado pasa a ocupar el espacio vacío de su vida creativa. Allí se va articulando día a día «una coherencia distinta» (Donoso 1981a: 117), donde proyecta un imposible amor con la «condesita» que se pasea envuelta en una túnica que parece salida de un cuadro de Klimt. A partir de la intimidad develada desde su observatorio –cuerpos desnudos, abrazos furtivos, llantos de niños– Julio Méndez especula sobre roles y conversaciones imaginarias, al punto de plantearse en un momento determinado si ésa no debería ser la novela que tendría que escribir: la del destino de esas gentes, en lugar de las casi quinientas páginas de la ambiciosa obra sobre el golpe de estado de Chile que pretende convertir en un best seller. Julio decide trasponer el marco de ese jardín-cuadro irrumpiendo en su recinto protegido, tal como lo ha ido representando en su imaginación a partir del paisaje que le ofrece la ventana. Lo hace como el viejo pintor chino –recordado por Ernst Bloch en Huellas– que enseña su último cuadro a un grupo de amigos: un paisaje con un sendero que serpentea entre los árboles y que termina ante la pequeña puerta roja de un palacio. Antes de que los amigos puedan reaccionar, el pintor se introduce en su propio cuadro y se va corriendo, sonriente, por el sendero hacia la puerta que abre él mismo, y por la que desaparece para siempre. «De este modo un poeta se insertó a sí mismo en su obra» –concluye una anotación del relato de Bloch–: «Detrás del muro de los caracteres eternos» de la escritura, detrás de la puerta de su propia creación. Esta historia –ya se sabe– pretende lo imposible, ya que «nos quedamos siempre fuera de lo que creamos», porque «el pintor no entra en el cuadro, ni el poeta en el libro, en la tierra utópica más allá del país de las letras» (Bloch 1968: 168). 184

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El arte está siempre situado en el terreno de la apariencia, donde el tema del cuadro es la fisura, la frontera, el pasaje a través del cual se escabullen tantos artistas, ese franquear los límites de una frontera, verdaderas fauces que devoran una realidad para abrir paso al abismo de otra de la que no se sabe de su principio o su fin, atracción irremediable de lo otro que tienta a todo creador de un mundo que decide un día habitar. No otra cosa intenta Julio Méndez, lo que Julio Cortázar llama «una invitación a franquear la entrada de una casa», una invitación a franquear la entrada para que «el lector protagonista descubra por su cuenta otras puertas que no han sido fabricadas en las carpinterías de la ciudad diurna». Son las «casas interiores» –nos dice Cortázar– en que cada relato propone «un avance por habitaciones, galerías, patios y escaleras que absorben al lector y lo separan de su mundo previo» (Cortázar 1984: 15). Porque finalmente, como se dice Julio Méndez, «todo es posible en un jardín solitario al que uno no tiene acceso» (Donoso 1981a: 158). El jardín-espejo: espacio abolido y memoria El jardín de al lado es novela de y sobre el exilio, pero sobre todo de nostalgia «transterrada» de un mundo dejado atrás en el tiempo y en el espacio. A través de esta suerte de cordón umbilical –el jardín propio, pero lejano, contrapuesto al «jardín de al lado», sin embargo ajeno– Donoso integra esta novela en el ciclo de sus principales obras, donde siempre ha primado la atmósfera y la temática chilena. Porque más que propiciar el ingreso a otra realidad, como sugiere la lectura del jardín como cuadro y representación figurativa, el «jardín de al lado» invita a un retorno al jardín y al hogar familiar del lejano Chile, donde la ventana es en realidad un espejo donde se reflejan simultáneamente este jardín y el otro. A través del ventanal que se abre sobre el jardín vecino, Julio no hace sino atravesar el espejo de la memoria en el tiempo y el de un espacio que no es más que el reflejo invertido del mundo de las antípodas. Cuando la fantasía podía explayarse libremente en la invención novelesca en la que se aventuraba, el Julio Méndez que contempla a 185

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la «condesita» propicia que las imágenes del remoto jardín de Chile se tornen imperiosas y anulen el proyecto de escribir una novela diferente a la proyectada sobre el golpe de estado. En la alienación en segundo grado en que pretendía sumergirse, como una forma de sublimado escapismo, Julio se asoma en realidad –y sin quererlo– al mundo de sus orígenes. El espacio se disocia entre el aquí y el allá, el ahora y el entonces. Esta superposición de imágenes del pasado chileno sobre el presente madrileño se produce desde la primera vez que Julio mira el jardín, apenas llegado al piso de Salvatierra: Mientras Gloria termina de abrir la cortina me levanto de la cama y miro: sí, un jardín. Olmos, castaños, tilos, un zorzal –o su equivalente en estas latitudes; no me propongo aprender su nombre porque ya estoy viejo para integrarlo a mi mitología personal– saltando sobre el césped no demasiado cuidado (Donoso 1981a: 65).

En esa primera mirada, Julio revive el «paraíso perdido» del jardín de la casa de su infancia –la casa materna de la calle Roma en Santiago– amenazado de venta y destrucción. Apenas descubre el jardín del duque de Andía poblado de olmos, castaños, tilos y un zorzal, Julio recuerda el jardín de su casa de Chile donde crecen paltos, araucarias, naranjos y magnolios, rodeando en silencio la casa donde su madre agoniza. Sin embargo, aunque diferentes, los jardines tienen sombras idénticas: Florecillas inidentificables brotan a la sombra de las ramas [...], parecidas a la sombra de las ramas de un jardín de otro hemisferio, jardín muy distinto a este pequeño parque aristocrático, porque aquélla era sombra de paltos y araucarias y naranjos y magnolios, y sin embargo esta sombra es igual a aquélla, que rodea de silencio esta casa en que en este mismo momento mi madre agoniza (1981a: 65).

Las mismas sombras de este jardín «rondan estremecidas la casa en el hemisferio inverso» (1981a: 113), anunciando de un modo lapidario: «Mi madre agónica en otro jardín» (1981a: 150). Tiempo y espacio se confunden: esta casa es la de Chile, la primavera es la 186

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de «allá en España», aunque Julio y Gloria estén mirando este jardín de Madrid y allá en Chile sea otoño. Expulsado del paraíso original, jardín de las delicias por excelencia, desterrado y exiliado, Julio Méndez padece el vértigo del «jardín de al lado» en la medida en que sucumbe a la nostalgia del propio, abandonado en el país de origen y amenazado de venta cuando su madre fallezca. El jardín ajeno se transforma en catalizador de la búsqueda desorientada de las propias raíces, un lugar mítico sobre el cual se superpone la imagen de la lejana casa materna. Los símbolos emblemáticos del Hogar El jardín propio es en realidad el símbolo emblemático del país, como la casa lo es del Hogar con mayúscula –la Patria– espacio fracturado que el exilio transforma en el jardín «de al lado», la casa prestada, la inevitable trashumancia a la que un hombre nostálgico de sus raíces debe hacer frente. Nostalgia, necesidad de raíces, recuerdos, cristalizan en la figura de su madre, cuya agonía y muerte Méndez vive «directamente», al hablar por teléfono con su hermano Sebastián durante las madrugadas insomnes de ese verano en Madrid. Los espacios disociados –Chile (la patria) y España (el exilio)– se confunden al abolirse la distancia que permite la simultaneidad de una conversación por teléfono de «larga distancia»: «Y con los ojos enormemente abiertos fijos en el jardín fosforescente, marco el número de la casa de mi madre en Santiago: allá son las diez de la noche» (1981a: 163). Mientras mira como hipnotizado el espacio vecino del sortilegio, Julio se entera por su hermano Sebastián que su madre acaba de morir. Y en ese momento, tan dramática como absurdamente, siente que «le importa» la casa lejana de su infancia. Lo lógico sería venderla para pagar las deudas, porque el lugar en que se levanta –que antes era casi campo y ahora queda en el corazón mismo del barrio comercial más caro de Santiago– está rodeada de altos edificios, «un islote verde en medio del cemento: una propiedad muy buena» (1981a: 172). Es lógico venderla, le sugiere su hermano, pero 187

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Julio no soporta imaginar el sacrilegio de que corten los árboles, los naranjos, el magnolio, el damasco, para construir un edificio que ocupará el terreno de la historia familiar. Por eso, le ruega a Sebastián «que aguarde hasta que regrese para decidir». ¿Volver? No lo sabe, aunque siente que podría hacerlo para «habitar el auténtico jardín de al lado» (1981a: 165). De momento se trata de que no se venda la casa: Yo grito que no, no, no, no, por ningún motivo, está loco al ofrecer en venta la casa de mis padres dejándome en la intemperie. ¿No es él quien no cesa de repetirme que vuelva, que las cosas no son como antes, que no voy a tener problemas […]?

Desde lejos –con la línea telefónica como único «cordón umbilical» vinculando los dos espacios, el aquí y el allá–, Julio se aferra a esa casa lejana mientras contempla el jardín vecino, porque ¿Adónde, si se vende la casa, quiere que vuelva? Uno no vuelve a un país, a una raza, a una idea, a un pueblo: uno –yo por lo pronto– vuelve a un lugar cerrado y limitado donde el corazón se siente seguro (1981a: 169).

Estar aferrado a la casa no es locura ni sentimentalismo pequeñoburgués: «es arraigo, historia, leyenda, metáfora, territorio propio, término en que habita el corazón» (1981a: 173). «¿Adónde aterrizaría a mi regreso, cuando caiga Pinochet?» –se pregunta angustiado, sin poder dar una respuesta, como no podrá darla años después el protagonista de La desesperanza (1986). Contra toda lógica, Julio Méndez pretende detener el futuro que se le impone, asumir cabalmente su destino de «orfandad»: huérfano de madre, pero también huérfano de casa y de país, aterida soledad del hombre contemporáneo que se descubre inmaduro, sin techo propio y sin la red sutil de dependencias y compromisos de quién vive insertado en una comunidad. Un futuro amenazante que le permite exclamar a la muerte de su madre: «Ahora no soy hijo de nadie: ahora yo soy tronco, yo soy raíz» (1981a: 165). Un 188

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modo de ingresar, a pesar suyo, en la tardía madurez que ha esquivado hasta ese momento. Tiempo del acontecer y tiempo de narración La irrupción simultánea y atropellada de acontecimientos del pasado en el presente, la súbita cristalización de varios niveles de crisis existencial incubados a lo largo de los años previos a la narración, «telescopan» –al decir del propio Donoso– el acontecer de El jardín de al lado y forman los diferentes niveles argumentales de una acción dinámica e intensa, desencadenada por esas fuerzas súbitamente liberadas. Una simetría lejana y correspondencias «telescópicas» se instalan en un relato que es sólo lineal en apariencia. En efecto, la intensidad y la presión de ese pasado sobre el acontecer novelesco es tan grande que llega a alterar el presente, otorgando una cierta omnitemporalidad a la novela, ruptura temporal que pauta el crescendo, la fragmentación y el estallido final del yo narrativo en el viaje a Marruecos, donde pretende disolverse en la masa anónima de cuerpos cubiertos por chilabas. El eje central que concentra los lugares –Chile y España– y todos los momentos –el pasado «telescopando» el presente y condicionando el futuro– es la conciencia del narrador que se mueve en un «va y ven» desde una posición clave estratégicamente dominante. Lo que sucede en El jardín de al lado proviene del pasado «mal resuelto» del narrador-protagonista y no de acontecimientos externos provocados por otros agentes. A partir del presente del narrador se sintetizan numerosas imágenes del pasado, cuya intensidad motiva buena parte de su comportamiento y justifica la «lógica de la inconsecuencia» –al decir de Jean Pierre Richard (1998)– de su conducta. La causalidad, violada tantas veces por la sorpresa, finalmente se respeta porque los efectos provocados, por absurdos que parezcan, son posibles. Detrás de ellos hay una fuerte evocación emotiva, una carga que los hace creíbles. Tanto la depresión nerviosa de Gloria como la disolución de Julio en las callejuelas de Tánger se explican, por no decir se justifican, en la lógica del relato gracias a los antecedentes acumulados y develados a lo largo 189

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de la propia acción. Pese a esta omnitemporalidad, el «hilo conductor» de la narración se mantiene sin borrar las pistas para el lector y sin que un ritmo de discontinuidad temporal se instale, al modo de muchas narraciones en primera persona, lejos de la norma de isocronía narrativa representativa del llamado discurso inmediato. El tempo novelesco de El jardín de al lado respeta las formas canónicas de los movimientos narrativos y sus velocidades de ejecución. Escenas y diálogos, elipsis y pausas descriptivas se suceden en un ritmo que puede ser considerado clásico, todo experimentalismo dejado de lado. En ningún momento se recurre a la libertad que otorgan otros modos narrativos como el monólogo interior, caracterizado por la discontinuidad, las anacronías sincopadas, el pensamiento en estado genético, donde los flujos verbales desorganizados están reducidos al mínimo de sintaxis y donde el flujo de conciencia (stream of conscioussness) justifica el «tout-venant mental». La locución vivida, la interioridad en vigilia o la escritura automática no figuran entre las modalidades narrativas de esta novela que, sin embargo, pretende reflejar la crisis interior de un escritor insertado en un espacio desgarrado por las antinomias. En efecto, la disposición secuencial y ordenación cronológica causal de la novela, la ordenación del acontecer, la disposición de sus partes, capítulos, segmentos, se concentran unívocamente en la «progresión histórica» de la autodestrucción de Julio Méndez. La intriga tolera escasas catálisis, es decir, esa notaciones subsidiarias que unen los núcleos funcionales como elementos retardadores de lo que está sucediendo. El ritmo del acontecer de El jardín de al lado es tenso y exasperado, en la medida en que la primera persona del narrador-protagonista transmite su propia angustia no resuelta y su conflictividad agresiva. En forma paralela, El jardín de al lado se estructura sobre la base de una cierta convergencia de tiempos, ya que hay una relativa contemporaneidad entre lo narrado y la narración que propicia el encuentro final entre el instante del acontecer y el de su escritura. Esta convergencia es más notoria porque la frontera entre el mundo desde el que se cuenta y el mundo sobre el que se cuenta es frágil, casi inexistente. 190

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El tiempo administrado dentro de otro tiempo carece de anacronías narrativas, es decir, de discordancias entre el orden de la historia y el del relato. El tiempo de lo contado –tiempo de la historia y del significado– coincide con el del relato, es decir el tiempo de la narración y del significante. La distancia que media entre el momento en que se producen los acontecimientos narrados y el momento en que se cuentan está prácticamente abolida, al punto de superponerse en el último capítulo, cuando acción y escritura son contemporáneas. En ese momento, el texto se elabora en forma simultánea al acontecer: «Vengo llegando de un almuerzo» (1981a: 247), «Estoy escribiendo esto» (248), «Mientras escribo esto» (251). La instancia narrativa, que hasta el capítulo sexto ha sido ulterior, cambia la posición relativa del narrador en relación a la historia para transformarse en simultaneidad: ese «vengo llegando» de agitada significación. Estamos aquí lejos de la ambición de abarcar largos períodos –por ejemplo los cincuenta años de la historia que cubre El obsceno pájaro de la noche (1970)– o de la mirada melancólica de la recapitulación distanciada en el tiempo de Este domingo. Las raíces humanas de la ficción Si bien El jardín de al lado no tiene vocación «histórica», sino de respuesta a una situación que se sospecha autobiográfica o que, por lo menos, se disfraza hábilmente de testimonio personal, la distancia existente entre el tiempo que llevó al exilio (septiembre de 1973) y el tiempo de la escritura (1980) atenúa buena parte de los impulsos iniciales. El tiempo transcurrido –siete años de frustraciones, esperanzas diluidas e imposibles inserciones– otorga reflexión y decantamiento al tema de una obra que, por sobre cualquier otro error posible, no quiere ser portadora de fáciles mensajes. Si a ello se añade el tiempo ulterior de la lectura, es decir, el momento en que, con otra perspectiva, se lee su texto, se descubre –pese al envejecimiento y pérdida de actualidad de algunas páginas– la vigencia de una situación vital que rebasa la contingencia histórica en que se sitúa. 191

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En efecto, si Donoso la llamó en su momento «novela de circunstancias», El jardín de al lado debe leerse ahora como una creación literaria, más allá de su contextualidad y sus referentes inmediatos. Una simple razón lo hace posible: Donoso escarba la historia factual para encontrar su escondida raíz social, desconfía de lugares comunes y apuesta por la complejidad del alma humana, prescinde de certezas para plantearse interrogantes, se apoya en el individuo más allá de su integración en grupos solidarios, aunque para ello lo deje solo y desamparado. En resumen, Donoso hace todo lo posible por escribir literatura, lejos de consignas inmediatistas o compromisos de pacotilla para los cuales, por otra parte, se declara incapacitado. Sin embargo, la lectura de El jardín de al lado –en tanto aborda conscientemente un tema que afecta a muchos exiliados y revuelve con cierta crueldad el cuchillo en una herida no cicatrizada (el proceso de la dictadura chilena)– es provocadora. Hablar del presente, aun ligeramente distanciado y amortiguado por la ambigüedad de las voces que lo refieren, abre siempre un espacio de discusión y polémica. Porque, entre otros motivos, el orden social de los personajes de Donoso no es el de todos los chilenos. La voluntad de «un estudio modélico» de un cierto «destierro marginal» que encarnan Gloria y Julio –tal como confiesa Donoso haberse planteado en El jardín de al lado – no tiene por qué provocar adhesiones unánimes. El individualismo exacerbado de sus gestos, los ribetes egocéntricos en que se solaza, incluso en los momentos de su desgracia, están lejos de otros exilios posibles, aunque estén tan cerca de la literatura. Cabe preguntarse entonces si la visión del jardín «de al lado» –tanto en el sortilegio de la imagen de figuración y representación que ha procurado, como en la de espejo donde se ha reflejado el jardín materno de las antípodas– no ha sido en realidad el espacio donde se ha cumplido un rito de iniciación, el sacrificio obligado por el que un huérfano de familia, patria y destino, se asume indi En la entrevista de Quimera (1981b) Donoso afirma que «El resentimiento es a veces saludable», y que en El jardín de al lado «no analizo qué es el exilio latinoamericano sino tan sólo un cierto tipo de destierro marginal».

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vidualmente, más allá de todo proyecto colectivo. En resumen, una parábola del exilio, donde la Historia con mayúscula se conjuga en definitiva en los términos de la aterida soledad de un hombre frente a sí mismo.

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Las ciudades soñadas

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orges recuerda en «El sueño de Coleridge» el origen del poema Kublai Khan de Samuel Taylor Coleridge. El poeta inglés, sintiéndose aquejado de un fuerte dolor, toma un sedante opiáceo que lo deja entre hipnótico y somnoliento, y en ese estado reescribe un fragmento del historiador Purchas sobre la edificación del palacio de Kublai Kan. El resultado es un poema que, a través de imágenes de sensorial intensidad, evoca un lugar entre santo y encantado, donde se bebe la leche del Paraíso y voces ancestrales profetizan el futuro. Una página de «no discutido esplendor» que –como sintetiza Borges– «le fue dada en un sueño». Un palacio, una morada, una ciudad construida en la levedad de un sueño que, sin embargo, se basa en la verdadera historia de la edificación del palacio del emperador tártaro. En efecto, según cuenta Rashid ed-Din, visir de Ghazam Mahmud, en Compendio de historias, «al este de Shang-tu, Kublai Khan erigió un palacio, según un plano que había visto en un sueño y que guardaba en la memoria».  El nombre de Kan varía enormemente según los autores: Can, Khan, Kaán, Kaghán, Gran Khan, Cublai, Qubilai, Kubilai. El propio Marco Polo utiliza diferentes ortografías. A efectos de este trabajo hemos elegido la hispanizada de Kan, aunque Mauro Armiño propone la de Kaán en la edición del Libro de las maravillas que hemos utilizado en este ensayo. Como anota Armiño, el nombre de Kaán significa «rey de reyes», mientras que Khan, simplemente, «rey».  «El sueño de Coleridge». En Borges 1974b: 642-645.

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Asombrosa coincidencia. Por un lado un emperador mogol en el siglo xiii construye un palacio según el proyecto de un sueño y, por el otro, un poeta del siglo xviii, ignorando que esa morada provenía de una visión, sueña, a su vez, un poema sobre el palacio. De ahí Borges extrae la simetría de una creación que trasciende el tiempo y la razón. Similitud que puede volver a repetirse, según nos anuncia premonitoriamente: La serie de sueños y de trabajos no ha tocado a su fin. Al primer soñador le fue deparada en la noche la visión del palacio y lo construyó; al segundo, que no supo del sueño del anterior, el poema sobre el palacio (Borges 1974b: 643).

Un sueño que no habría terminado de ser soñado, ya que como concluye Borges, podrá ser fuente de nuevas inspiraciones creativas: Si no marra el esquema, alguien, en una noche de la que nos apartan los siglos, soñará el mismo sueño y no sospechará que otros lo soñaron y le dará la forma de un mármol o de una música. Quizá la serie de sueños no tenga fin, quizá la clave esté en el último (1974b: 645).

El autor de Otras inquisiciones reitera la estrecha relación entre sueño (proyecto) y realidad (palacio y/o poema) en Parábola del palacio. Aquí se trata de un Emperador –el Emperador Amarillo– que enseña las dependencias y jardines de su palacio a un poeta que puede ser tanto un visitante como su fiel escriba. Un palacio donde «lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño». Al final de la visita, el poeta recita una breve composición que resume de forma asombrosa, en un sólo verso, todos los detalles y toda la historia del palacio. Convencido de que ese breve poema le ha arrebatado parte de su sueño, el indignado emperador manda cortar la cabeza del poeta. Otra variante de la misma parábola –cuenta Borges– sostiene que, como en el mundo no puede haber dos cosas iguales, bastó  «Parábola del palacio». En: Borges 1974a: 801-802.

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que el poeta recitara su poema para que el verdadero palacio fuera abolido, «fulminado por la última sílaba». Así, concluye metafóricamente que los descendientes del poeta siguen buscando aún «la palabra del universo». Palabra del universo, palacios de emperadores y creación de poetas, cadena de sueños y ciudades reales e imaginarias que Italo Calvino retoma en Las ciudades invisibles. El Libro de las maravillas: entre el testimonio y la invención En Las ciudades invisibles Italo Calvino elabora una suerte de reescritura alegórica y poemática del Libro de las maravillas de Marco Polo, libro que, según su propia recomendación, sin duda hay que leer. El texto de Marco Polo formaría parte de esos libros que se «esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual» y que «nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado», como define Calvino a un clásico en Por qué leer los clásicos . Sin embargo, a diferencia de Marco Polo, que trató de convencer a sus contemporáneos de la «veracidad» de su relato sobre las «grandísimas maravillas y diversidades» vistas y oídas en el curso de su viaje por Asia, Calvino prefiere recuperar en el relato del veneciano la «invención» imaginativa a la que la descripción de ciudades exóticas invita, es decir, la condición de crónica «increíble», o sea, no creída en su época. En efecto, pese a que el Libro de las maravillas estuvo originalmente dirigido a «todos aquellos que queráis conocer las diferentes razas de hombres y la variedad de las diversas regiones del mundo, e informaros de sus usos y costumbres», y precisaba en su introducción que «quien haga la lectura o la oiga deberá creerla, porque todas sus cosas son verdaderas», puesto que nadie hizo tantos viajes ni tuvo tantas ocasiones de «ver y comprender»  En Por qué leer los clásicos, Italo Calvino da catorce definiciones de lo que es «un clásico». Entre otras, considera que «llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes» (Calvino 1992: 17.)

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(Polo 1983: 9), sus páginas nunca lograron vencer la incredulidad natural que todo relato de un viajero proveniente de un país lejano provoca. Como ha anotado con sagacidad José Lezama Lima, la incredulidad y la cárcel espera a los descubridores de mundos que cambian radicalmente las creencias establecidas de una época. Tal fue el destino de Marco Polo, como lo sería posteriormente el de Cristóbal Colón. Recordando la dimensión de la revelación de Marco Polo sobre una «tierra desconocida», nos detalla Lezama la «fiebre que recorrió la Europa prerrenacentista, la imaginación de Kublai Kan, desatada por los viajes de Marco Polo». Después que la imagen sirvió de compulsión a las más frenéticas o cuidadas expediciones por la terra incognita, por la incunnábula, tenía que remansarse. Tanto Colón como Marco Polo sufrieron prisión después de sus descubrimientos y aventuras, como si fuera necesario un sosiego impuesto después de la fiebre de la imago (Lezama Lima 1969: 27).

Una imaginación de «un imperio centrado en una nueva ciudad» que, todavía en la época de Coleridge, mantenía sus emblemáticos poderes evocadores y que Lezama afirma «está vivaz y relumbra» en nuestros días en obras literarias de vocación americana como La tierra purpúrea de Guillermo E. Hudson. Contribuyó además a este destino, hecho tanto de incredulidad como de popularidad, el hecho de que el Libro de las maravillas fuera dictado en la cárcel por Marco Polo a Rustichello de Pisa, un autor de libros de caballería sobre el ciclo del Rey Arturo y de una compilación de leyendas bretonas, Meliadus. Las «memorias» del veneciano quedaron así más asociadas con los fabliaux, los roman courtois y las fantasías de caballeros andantes que con las canciones de gesta, los libros de historia o los testimonios fidedignos de viajeros con los que pretendió identificarse. Un juego de incredulidad, ficción, realidad e imaginario al que se refiere el Marco Polo de Calvino cuando a la pregunta de Kublai: «Cuando regreses al Poniente, ¿repetirás a tu gente los mismos relatos que me haces a mí?», responde: 198

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Yo hablo, hablo, pero el que me escucha retiene sólo las palabras que espera. Una es la descripción del mundo a la que prestas oídos benévolos, otra la que dará la vuelta de los corrillos de descargadores y gondoleros en los muelles de mi casa el día de mi regreso, otra la que podría dictar a avanzada edad, si cayera prisionero de piratas genoveses y me pusieran al cepo en la misma celda junto con un escritor de novelas de aventuras. Lo que comanda el relato no es la voz: es el oído (Calvino 1993: 148).

Un relato «dictado» por una voz a un oído que –como anota Víctor Chklovski (1993) en El viaje de Marco Polo– fue deliberadamente impreciso para embrollar las pistas y no revelar a los carceleros genoveses, a la sazón enemigos de Venecia, los puertos y ciudades que pudieran permitir el acceso a las riquezas que enumeraba. Los falsos nombres propios, las confusiones, fueron acumuladas por el «escriba» Rustichello, originario de Pisa, una ciudad enemiga tanto de Venecia como de Génova, quién además injertó pasajes de libros de caballería, transformando, sobre todo en los últimos capítulos, la posible veracidad del relato en ficción novelesca. El Libro de las maravillas se leyó como un libro divertido, escrito para distraer, al modo de los falsos viajes de Sir John de Mandeville, ya que, se afirmaba, Marco Polo no había estado nunca más allá del Bukará, en el cercano oriente. Acusado de ser un impostor y un mentiroso, al salir de la cárcel se le exigió que desmintiera y renegara de sus «fantasías». Sin embargo, Marco Polo aseguró que no había contado «ni la mitad de cosas extraordinarias de las que había sido testigo», que todo lo que había descrito «lo vio con sus propios ojos», aunque hubieran «algunas cosas que no vio, pero las había sabido de hombres dignos de ser creídos y citados». «Por eso» –reiteraba en la advertencia inicial del Libro– «presentaremos las cosas vistas como vistas y las cosas oídas como oídas, de suerte que nuestro libro sea sincero y verdadero sin mentira alguna, y para que sus palabras no puedan ser tachadas de fábulas». No fue la condición de crónica fidedigna reivindicada por Marco Polo la que aseguró el éxito que el Libro de las maravillas 199

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tuvo en años y siglos sucesivos, sino todo lo contrario. Traducciones fragmentarias o extrapoladas, numerosas variantes del texto original, nuevas leyendas sobre la supuesta falsedad o veracidad de lo afirmado fueron acumulando «invenciones» hasta llegar al número de los ciento cuarenta y tres manuscritos distintos que se repertoriaron a principios del siglo xx. Gracias al trabajo de Paul Pelliot y C. Moule se pudo publicar en 1938 la primera edición completa «reconstituyendo» el original, bajo el título The description of the World en la edición inglesa, Le devisement du monde en la edición francesa de Louis Hambis, de 1955, e Il Milione en la italiana de Marcello Ciccuto, de 1981. La versión española que hemos utilizado en este trabajo recupera el subtítulo original de Libro de las maravillas. Gracias al aporte complementario de la historiografía china y rusa (entre otros, el citado Victor Chklovski) muchas de las ciudades y los territorios que estaban detrás de las vagas y contradictorias descripciones de Marco Polo pudieron identificarse en los mapas de las «rutas de la seda», que iban desde Venecia hasta el lejano oriente. Sin embargo, aunque hoy sea evidente que Marco Polo «imaginó» menos de lo que creyeron sus contemporáneos, no todas las ciudades y territorios descritos en el Libro fueron «vistos» por el narrador, ni los testimonios provenían de personas «dignas de ser creídas». De lo maravilloso real a lo real maravilloso Marco Polo recogió –entre otras leyendas que circulaban en su época– la de las tierras pobladas por seres monstruosos con cabeza humana, piernas de buey y cara de perro, situadas en el borde del océano Ártico, en ese país de nieves eternas donde hace tanto frío que el sol ni se atreve a salir durante seis meses del año y donde hay un gran agujero en la tierra por el que se escapan todos los vien Las «rutas de la seda» han sido objeto de múltiples y recientes estudios, especialmente por parte de la Unesco. Como iniciación al tema, Marco Polo et la route de la soie de Jean-Pierre Drègue (1989) es un excelente breviario, útil por los anexos documentales sobre las «maravillas» repertoriadas por Marco Polo.

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tos. En esas tierras donde no hay ni ciudades ni ciudadelas reinaba Khan Kantchi, de la misma familia de Gengis Kan. Apoyándose en la geografía mítica inspirada en la Biblia, visión que ignoró o destruyó los conocimientos clásicos sobre las tierras del cercano, medio y lejano oriente, Marco Polo localizó el «ombligo de la tierra» en Jerusalén, no lejos de la entrada del infierno, de los cuatro ríos del Paraíso y de la lejana tierra de Magog, donde reinaba Gog y de donde deberían salir sus habitantes al aproximarse los días del Apocalipsis. Se refiere también a los «sueños» de Nabucodonosor, al sepulcro de Santo Tomás Apóstol, al mítico «árbol sólo-árbol solo», tal como se evoca en el bíblico Libro de Daniel, a la leyenda del Viejo de la Montaña; cita, además, el mito del reino del Preste Juan, ese rey descendiente de uno de los reyes magos que habría derrotado a los persas y fundado una auténtica dinastía con su nombre. Al recordar el mito, Marco Polo se pregunta, haciéndose eco de otra leyenda, si Gengis Kan no ha destruido el reino al haberle rehusado el Preste Juan la mano de su hija. Pese a esta versión, el reino del Preste Juan se siguió buscando hasta mediados del siglo xix. Las «maravillas» del Oriente, pobladas por seres entre monstruosos y alegóricos, representativos de verdaderos «prodigios morales» , que se habían recopilado desde la época de las Cruzadas en países legendarios como Etiopía, la India y el norte de Asia, fueron recogidas y completadas por Marco Polo, mientras que los prototipos de la Antigüedad clásica, desde Herodoto a las representaciones cartográficas medievales, fueron extrapolados con los relatos de Simbad el Marino y de Las mil y una noches. Entre otras, las islas «macho» y «hembra» del sur de Arabia, donde la mitología tradicional localizaba la leyenda de las Amazonas, un pasaje del Libro de las maravillas que, Cristóbal Colón, atento lector de Marco Polo, creyó revivir en América.  Wittkower 1991: 44. Wittkower subraya la intensa condición alegórica de los monstruos en el imaginario medieval, figuras identificadas en la erudición enciclopédica religiosa con categorías morales: los pigmeos con la modestia, los gigantes con el orgullo, los cinocéfalos con la discordia o los seres de labio inferior cubierto con la maldad.  Véase al respecto Santaella 1987.

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Sin inscribirse en el milenarismo visionario del franciscano Juan de Plan Carpin y la esperanzada visión de convertir al catolicismo al gran Kan de los mogoles, Marco Polo localiza en sus viajes las tierras de estas leyendas, forjando la que sería la cartografía oriental del imaginario europeo durante varios siglos. En Storia letteraria delle scoperte geografiche y en I precursori di Marco Polo, Leonardo Olschki ha demostrado de manera convincente cómo las ideas que la Europa de la época se hacía del Oriente determinaron la estructura y el carácter de la obra del veneciano, donde la visión de lo maravilloso percibido como real dio el paso definitivo a lo real percibido como maravilloso. Marco Polo repite algunas de las leyendas del Libro de Alejandro y localiza las «puertas de hierro» que separan el próximo del medio oriente en las orillas del mar Caspio, «puertas del mar» como la llamaban los georgianos o «puertas de Albania» de las que hablaban los romanos para trazar el límite entre el mundo conocido y el desconocido. Esta división del mundo de la época que su viaje debía integrar llevó a Marco Polo a elegir el título en francés, Le devisement du monde, con que Rustichello de Pisa escribió la obra en el francés antiguo de la época . Las ciudades invisibles, un espacio afacetado del mundo Italo Calvino recupera en Las ciudades invisibles esta dimensión imaginaria e increíble del libro de Marco Polo, como parte de una estrategia narrativa muy borgeana: fingir que el libro que escribe ya está escrito por un autor de otra época, libro que prolonga en un texto contemporáneo. En el tránsito imperceptible del viaje del texto original, viaje cierto pero que no se cree, hacia el texto de ficción contemporáneo, la fuerza del imaginario surge de la propia tradición mítica que encarna y poetiza: la descripción de países legendarios que tienen un intenso poder evocador en el subconsciente colectivo. Algo que Calvino, autor de una monumental  La devisement du monde es el título original de la obra escrita en francés antiguo por Rustichello de Pisa. Con este título ha sido reeditada en 1983 en francés por La Découverte / Maspero (2 Vols., Paris).

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edición de Fiabe Italiane (1956), ha señalado en diversas oportunidades al subrayar la importancia de las tradiciones y cuentos populares como matriz novelesca: La impronta de las fábulas más remotas: […] el caballero que debe superar encuentros con fieras y encantamientos, sigue siendo el esquema insustituible de todas las historias humanas, sigue constituyendo el plan de las grandes novelas ejemplares, en las cuales una personalidad moral se realiza moviéndose en una naturaleza o en una sociedad despiadadas.

En esos relatos, el objeto de la búsqueda se encuentra siempre en «otro» reino «diferente» que «puede estar situado muy lejos, en línea horizontal, o a gran altura o profundidad en sentido vertical» (Calvino 1990: 39). El viaje iniciático sorteando obstáculos constituye la función del «traslado del héroe» que Vladimir Propp consideró en Morfología del cuento como una de las funciones características del cuento popular. Según Calvino, tanto éstos como los relatos de aventuras procuran al escritor una «energía interior» que asegura el «recorrido fulmíneo de los circuitos mentales que capturan y vinculan puntos alejados en el espacio y en el tiempo» (Calvino 1990: 61). Una «captura» que puede permitir que el juego autónomo de las imágenes visuales del relato nazca de un enunciado conceptual, referente que explica el origen de los relatos de Cosmicómicas: Incluso al leer el libro científico más técnico o el libro de filosofía más abstracto se puede encontrar una frase que inesperadamente sirva de estímulo a la fantasía figurativa. Nos hallamos, pues con uno de esos casos en los que la imagen está determinada por un texto escrito preexistente […] y que puede dar lugar a un desarrollo fantástico, tanto dentro del espíritu del texto de partida como en una dirección totalmente autónoma (Calvino 1990: 105).

 En la revista Paragone, junio 1955; fragmento citado por Esther Benítez (1979: 8) en su introducción a El vizconde demediado.

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Si una lectura del texto de Marco Polo puede inscribirse sin problema en esta dirección, Calvino lo hace para ceñirla aún mejor a las composiciones cortas, con un desarrollo narrativo reducido, «entre el apólogo y el petit-poème-en prose» (Calvino 1990: 62 ), que elige como modalidad expresiva de Las ciudades invisibles: En esta predilección por las formas breves no hago sino seguir la verdadera vocación de la literatura italiana, pobre en novelistas pero siempre rica en poetas, que cuando escriben en prosa dan lo mejor de sí mismos en textos en los que el máximo de invención y de pensamiento está contenido en pocas páginas, como ese libro sin igual en otras literaturas que son los Diálogos (Operette morali) de Leopardi (Calvino 1990: 64).

Calvino concreta su propuesta estética afirmando que «en los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamiento», donde la «exactitud» de la obra se traduzca en «un diseño bien definido y bien calculado»; donde la evocación de imágenes sea nítida, incisiva y memorable, y el lenguaje preciso como léxico y como expresión de los matices del pensamiento y de la imaginación. Para ello hace suya la definición de Paul Valéry acerca de la poesía como «una tensión hacia la exactitud». Calvino considera, por otra parte, que la ficción contemporánea tiene vocación enciclopédica, como método de conocimiento, como red de conexión entre los hechos, las personas y entre las cosas del mundo, pero de enciclopedia «abierta», pese a la oposición que el sustantivo «enciclopedia» y el adjetivo «abierta» parecen tener entre sí. Por ello Las ciudades invisibles se proponen como parte de una aventura que sólo los poetas y escritores pueden llevar a cabo: las nuevas empresas que ningún otro osa imaginar, donde se entretejen «los diversos saberes y los diversos códigos en una visión plural, afacetada del mundo» (Calvino 1990: 127). Una visión plural y afacetada del mundo que surge no sólo de las ciudades que Marco Polo describe a Kublai Kan en El Libro de 204

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las maravillas, sino de la historia mogola y china del período, que sirve de magnífico pretexto a Calvino para urdir, a través de los diálogos de su obra, una verdadera complicidad entre el emperador y el veneciano. Porque Marco Polo fue, antes que nada, un empírico que «sabía contar muchas cosas nuevas y extrañas» (Calvino 1990: 34). A poco de llegar a la corte del Gran Señor –se dice en el Libro de las maravillas– ya sabía varias lenguas y cuatro escrituras y letras, «de tal suerte que podía leer y escribir muy bien en esos lenguajes». Aprendió «las costumbres y los usos de los tártaros, su lenguaje, sus letras, y tan bien que era maravilla». Era sabio y prudente «más allá de toda ponderación y el Gran Kaán le quería más que a cualquier otro por el buen natural que él veía y por su gran valor». En el curso de sus viajes siempre «estuvo muy atento a las novedades y a todas las cosas extrañas que podía saber o ver, a fin de poder repetirlas al Gran Kaán» (Polo 1983: 33), quién lo escuchaba con «más curiosidad y atención que a ningún otro de sus mensajeros o exploradores» (1983: 15), tal como precisa el Libro de las maravillas. Ciudades del deseo y de la memoria Es interesante anotar que Marco Polo no fue el único extranjero en la corte del Gran Kan. Al no disponer de suficientes cuadros administrativos mogoles y al desconfiar de los chinos por estar sometidos como vasallos, el emperador formó su corte con gentes de diversos orígenes. Tenía árabes y persas como asesores, sarracenos en sus fuerzas armadas, astrólogos, astrónomos, artistas, saltimbanquis, pintores, músicos y bailarines de otros países asiáticos y europeos y un médico de cabecera italiano, el Dr. Essia. Para divertirse organizaba polémicas teológicas entre judíos, musulmanes y cristianos, y al parecer, se reía complacido, otorgando premios a los ganadores. Entre los extranjeros, Marco Polo ocupaba una posición privilegiada de asesor y consejero. Su nombre aparece tantas veces mencionado en los anales chinos y en las crónicas mogoles de la época que se ha llegado a dudar si se trataría siempre del mismo Polo. 205

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Con esta heterogénea corte, el emperador se desplazaba del palacio invernal de Cambalac (en el Pekín actual) a su residencia veraniega de Xabadú en el norte, un palacio construido con bambú y sostenido por pilares de madera barnizada y dorada, protegido por tigres y leopardos amaestrados. Este palacio, que parece digno de un sueño opiáceo de Coleridge, de una parábola de Borges o de una prosa alegórica de Calvino, está minuciosamente descrito por Marco Polo en el Libro de las maravillas. Calvino sintetiza estas descripciones afirmando que «sólo a través de ojos y orejas extranjeros el imperio podía manifestar su existencia a Kublai» (Calvino 1993: 32), mirada y oídos «exteriores» a la realidad descrita que realzan la originalidad de cada una de «las ciudades invisibles». Una capacidad de asombro que suscita lo «diferente» cuestionada por Kublai Kan: «Tus ciudades no existen» […] «¿por qué mientes al emperador de los tártaros, extranjero?» (Polo 1983: 71). A lo largo de los calmos y monótonos días y atardeceres veraniegos, Kublai Kan escucha los relatos de Marco Polo sobre remotas ciudades de sugestivos nombres femeninos. El texto se organiza alrededor de características emblemáticas: la memoria, el deseo, los cambios o los signos en que se reconocen. Unas ciudades están referidas al cielo o a los muertos; otras, finalmente, tienen la cualidad de ser tenues, continuas u ocultas. Cada ciudad «invisible» se presenta como fragmento que desarrolla una variable de la ciudad única que «todos llevamos adentro». En este apasionante catálogo de «variantes» caleidoscópicas, al viajero le puede acometer «el deseo de una ciudad», la ciudad de sus sueños; estos, al concretarse, transformarán los deseos en recuerdos (Isidora). Los deseos invitan también a «habitar» los sueños (Anastasia) o a elegir la ciudad que les corresponde (Fedora). En las ciudades que dan forma a los deseos o en aquéllas en que «los deseos o bien logran borrar la ciudad o son borrados por ella» (Zenobia; Calvino 1993: 46), se dan las «tenues» diferencias entre ciudades felices e infelices. En definitiva –anota Calvino– «las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos», razón por la cual las ciudades que se buscan y no se encuentran pueden ser construidas como en el sueño que las imagina (Zobeida). 206

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Marco Polo le confiesa al Kan que su «mente sigue conteniendo un gran número de ciudades que no he visto ni veré» (1993: 104), ciudades que contienen fragmentos de figuras imaginadas. Por el contrario, cuando Kublai Kan sueña una ciudad la describe y le pide a Marco Polo que explore su imperio, buscando esa ciudad, y le diga a la vuelta si «el sueño responde a la verdad» (1993: 67). En otros casos, en una ciudad invadida por una ola de recuerdos su espacio se mide en función de los acontecimientos del pasado, al que contiene como «las líneas de una mano» (Zaira), o al permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, languidece, se deshace y desaparece (Zora). Memoria obsesiva de los lugares que en la ciudad de Marsilia suma el atractivo de que «a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que era» (1993: 40), aunque las viejas postales no la representen como era, sino como otra ciudad. Porque también hay ciudades «donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio» (Eufemia; 1993: 49) o se contempla «fascinados su propia ausencia» (Bauci; 1993: 89). Poco a poco, Calvino nos hace ver que las ciudades que Marco Polo describe se parecen, «como si el paso de una a otra no implicara un viaje sino un cambio de elementos» (1993: 55), ciudades que van tejiendo «telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma» (Ersilia; 1993: 88). Leopardi en Zimbaldone ya había destacado esta atracción por los misterios escondidos de las ciudades que la luz recorta, contrastándolas, en sombras, placer al que contribuye «la variedad, la incertidumbre, el no verlo todo y por lo tanto el poder volar con la imaginación hasta aquello que no se ve»10. Una relación que, cuando uno se queda a vivir en una ciudad –«Te detienes en Fillide y pasas allí el resto de tus días» (1993: 102)–, decolora y borra los detalles hasta transformarla en «invisible». Los itinerarios trazados en la ciudad en que se vive son personales, interiores, y se sustraen a las miradas «salvo si las atrapas por sorpresa» (1993: 103). En cada una de Las ciudades invisibles se concentra un espacio o un tiempo, verdadera alegoría o parábola que Calvino sintetiza 10 Citado por Calvino 1990: 77.

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con una deliberada diafanidad. La descripción se inscribe en la explícita vocación por la «levedad» que propugna en sus Seis propuestas para el próximo milenio, en ese «quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades» para aligerar al lenguaje y la estructura narrativa de «la pesadez, la inercia, la opacidad del mundo, características que se adhieren rápidamente a la escritura si no se encuentra la manera de evitarlas»11. No se trata, como precisa él mismo, de «volar a otro espacio» para fugarse «al sueño o a lo irracional», sino de cambiar de enfoque para mirar el mundo «con otra mirada», otra óptica, otra lógica, otro método de conocimiento y de verificación. En resumen, las imágenes de levedad que busca «no deben dejarse disolver como sueños por la realidad del presente y del futuro» (Calvino 1990: 19). La ciudad invisible como utopía visionaria La visión plural y afacetada del mundo a la que, como un verdadero viaje por el imaginario, invitan Las ciudades invisibles no surge sólo de las diversas ciudades descritas por Marco Polo, sino también de las respuestas e interrogantes de Kublai Kan. El emperador interviene imperiosamente en los relatos de Marco Polo. Pregunta y duda, propone sus propios sueños y contrapone al «empirismo» del veneciano la utopía del planificador, el proyecto de la «ciudad ideal» que todavía no existe, aunque ambos sepan que «no se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe» (Calvino 1993: 73). De este diálogo va surgiendo una visión antinómica de la ciudad. Por un lado la apertura plural de Marco Polo, y del otro el sueño utópico de la modélica «ciudad ideal» del Gran Kan. En realidad, Las ciudades invisibles no constituyen ciudades modélicas al modo de las propuestas del género utópico, racionalización urbanística del viejo mito de la «ciudad ideal», voluntad, 11 Tras cuarenta años de escribir ficción, Calvino confiesa que su principal trabajo ha consistido en «quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; he tratado sobre todo de quitar peso a la estructura del relato y del lenguaje» (Calvino 1990: 15).

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más o menos definida, de buscar «un mundo mejor», de aspirar a otra realidad en tanto se rechaza ésta, tensión utópica que caracteriza el mito de la ciudad ideal. Por el contrario, en el catálogo de las ciudades invisibles de Calvino se pueden reconocer sutiles notas irónicas de la utopía satírica o la antiutopía de Jonathan Swift, especialmente de la ciudad volante de Laputa, modelo de perfección en la «levedad» que le permite sostenerse en el aire. Del mismo modo, el reenvío anacrónico, verdadera «memoria del futuro» que intuye Kublai Kan, anuncia ciudades de pesadilla como Enoch, Babilonia o Brave New World, antiutopías del mundo contemporáneo que describirán, entre otros, Aldous Huxley, Eugene Zamiatin, Jack London y George Orwell12. La posible lectura utópica de Las ciudades invisibles debe buscarse, entonces, en otros aspectos de la obra. Por lo pronto, en la tradición italiana de la «ciudad ideal» que subyace en el catálogo urbano del imaginario de los arquitectos del quatroccento y de las utopías de la Contrarreforma del siglo xvi, en las «ciudades imaginarias» que Mantegna ilustró magníficamente en cuadros de proyección visionaria. La cittá italiana de arquitectos y utopistas se propuso como alternativa terrestre al Paraíso y como modelo de felicidad que armonizaba commoditas y voluptas, función y belleza, vida cotidiana y pensamiento. En este ideal urbano, donde se conciliaba un modo de vida aristocrático y estético, la ciudad era una afirmación de lo humano, de los valores del hombre y del humanismo renacentista. Teóricos y racionales, sus planos incorporaron los principios del aristotelismo y el platonismo como auténticas opciones a la civitas Dei cristiana, adecuación de los medios a los fines que pretendía asegurar un modo feliz de vivir en la tierra sin esperar el eventual paraíso post mortem. Obras como La cittá felice (1553), de Francesco Patrizi da Cherso13, consideraron que una ciudad pensada para ser feliz no 12 En «Dos utopías negativas» (en Aínsa 1990) se analiza en detalle los caracteres de las llamadas «contrautopías», «distopias» o «antiutopías» que han proliferado en el siglo xx como reacción a la «realización de las utopías». 13 Moreno Chumillas (1991) recopila las utopías del período de las que hemos extraído las referencias de este trabajo.

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podía garantizar la felicidad a la mayoría. Por ello invitaba a los lectores a dejar los sueños de la utopía y aceptar la realidad. La felicidad sólo puede estar basada en la desigualdad, en el sometimiento de una clase de ciudadanos a otros. El sacrificio de muchos asegura el bienestar de unos pocos, ya que –nos dice Patrizi a modo de moraleja– cuando la utopía propone la igualdad como base de la felicidad lo hace siempre en desmedro de la libertad. Una propuesta de ciudad que un par de siglos después el pintor Giovanni Battista Piranesi revisitó como ruinas de la cittá antica o como Carceri d’invenzione, y que Borges transformaría en sus famosos laberintos de variadas proyecciones14. En otra de las utopías del período, I mondi celesti, terrestri e infernali, degli accademici pellegrini, de Anton Francesco Doni, obra escrita bajo la influencia directa de la Utopía de Tomás Moro, traducida al italiano cuatro años antes, el diálogo entre los personajes centrales, el Sabio y el Loco, denuncia los peligros del «oficio divino del demiurgo de la realidad» y se pregunta si en realidad no es de locos «el oficio prometeico del saber», ya que, finalmente, el verdadero loco es el sabio. Si la ciudad ideal de Italo Calvino se debate en la ambigua división entre los recuerdos, la imaginación y la nostalgia de Marco Polo, por un lado, y los sueños, proyectos y utopías de Kublai Kan por el otro, hay que ir a la esencia de la propia estética en que se sustenta esta oposición para comprender la verdadera dimensión utópica que subyace en el texto. Calvino metaforiza a través de la antinomia pasión-razón la oposición interna que se vive en cada una de sus ciudades invisibles. Son las figuras de la llama y del cristal –«dos formas de belleza perfecta» y «dos símbolos morales, dos absolutos, dos categorías para clasificar hechos, ideas, estilos, sentimientos»– las que resumen la necesidad de «un modelo cosmológico» que presida la creación literaria. 14 Cristina Grau (1989) propone un esquema de los diferentes tipos de laberinto de la obra de Borges: el laberinto generado por adiciones infinitas, el laberinto de las duplicaciones y simetrías, los laberintos de vía única, la ciudad como laberinto y los dos trazados del laberinto como camino y obstáculo, como defensa y cárcel.

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La oposición «llama-cristal» no hace sino reflejar la oposición «orden-desorden» del mundo actual y la tensión entre la racionalidad geométrica de la utopía urbana y la maraña de existencias humanas que subyace en toda ciudad. Atraído por la perfección del cristal, Calvino no puede olvidar el valor que tiene la llama como «modo de ser» y como «forma de existencia» (Calvino 1990: 85). En Las ciudades invisibles cada concepto y cada valor son, por lo tanto, dobles. La exactitud no escapa a esta condición existencial. Así, en cierto momento Kublai Kan personifica la tendencia racionalizadora, geometrizante o algeibrizante del intelecto y reduce el conocimiento de su imperio a la combinatoria de las piezas en el tablero de ajedrez. Las ciudades que Marco Polo le describe con abundancia de detalles son representadas con una u otra disposición de torres, alfiles, caballos, reyes, reinas, peones, en sus casillas blancas y negras. La conclusión a que le conduce esta operación es que el objeto de sus conquistas no es sino «la tesela de madera en la que posa cada pieza: un emblema de la nada»15. El paralelo con el tablero de ajedrez no hace sino reflejar la predilección por la «exactitud», por las formas geométricas, por las simetrías, por las series, por las combinatorias, por las proporciones numéricas del propio Calvino. Se trata de explicar lo escrito en función de «la fidelidad a la idea de límite, de medida» (Calvino 1990: 83), medida que es también posible síntesis, modelo y prototipo de la ciudad ideal. Kublai construye en su mente «un modelo de ciudad, de la cual se pueden deducir todas las ciudades posibles». Esa ciudad encierra todo lo que responde a la norma. Todas las ciudades visitadas por Marco Polo no serían sino excepciones a esa norma, al modelo previo que figura en el atlas del Gran Kan: las «tierras prometidas» visitadas en el pensamiento, aunque todavía no hayan sido descubiertas o fundadas; la Nueva Atlántida, Utopía, la Ciudad del Sol, Océana, Tamoé, Armonía, New-Lanarck, Icaria. Ciudades de la utopía, confrontadas en la memoria del futuro a Cuzco, México, San Francisco, Amsterdam, Nueva York y Kyoto15 La referencia aparece en Calvino 1993: 135, y es recogida en la variante arriba citada en Calvino 1990: 86.

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Osaka, ya trazadas en el atlas que despliega Kublai Kan, aunque «ni los geógrafos saben si existen y dónde están» (1993: 149). En el juego sutil entre la memoria de Marco Polo y el futuro con el que sueña el Gran Kan, la pregunta de Kublai parece obvia: «Tú que exploras en torno y ves los signos, sabrás decirme hacia cuál de estos futuros nos impulsan los vientos propicios». La respuesta del viajero está hecha de dudas y fragmentos de tiempo y espacio, porque una ciudad perfecta está hecha de trozos de diferentes ciudades, pero también de instantes separados por intervalos variables. Por lo tanto, el viaje que conduce a ella es discontinuo: no se puede trazar una ruta en el mapa, ni fijar la fecha de llegada. «La ciudad te seguirá» Marco Polo cree que cuanto más se pierde en barrios desconocidos de ciudades lejanas mejor entiende las otras ciudades que ha atravesado para llegar hasta allí, como si avanzara con la cabeza vuelta hacia atrás y su viaje se desarrollara sólo en el pasado o como si, aun buscando algo que está delante, el pasado cambiara a medida que va hacia el futuro. Porque «el pasado del viajero cambia según el itinerario cumplido» (1993: 38) o se distrae «con un nuevo itinerario para ir a los mismos lugares» (Smeraldina; 1993: 100). La memoria del futuro guía sus pasos, ya que en realidad «cada hombre lleva en la mente una ciudad hecha sólo de diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma, y las ciudades particulares la rellenan» (Zoé; 1993: 44). Por ello, adivinando un posible itinerario secreto de las ciudades descritas, Kublai Kan pregunta por qué Marco Polo no habla jamás de Venecia, a lo que éste confiesa que «cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia», porque, aunque sospeche que al hablar de otras ciudades está perdiendo poco a poco a su ciudad natal, en definitiva «para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita» (1993: 98). Marco Polo viaja en realidad en la memoria. «¡Para soportar una carga de nostalgia has ido tan lejos!», le dice el emperador y añade 212

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con sarcasmo: «¡Con la bodega llena de añoranzas vuelves de tus expediciones! Magras adquisiciones, a decir verdad, para un mercader de la Serenísima» (1993: 110). Aunque «la forma de las cosas se distingue mejor en lontananza». Marco Polo sospecha sin saberlo –como escribe Cavafis en su famoso poema La ciudad– que aunque uno se diga «Iré a otra tierra, iré a otro mar», aunque se diga que «otra ciudad ha de haber mejor que esta», no se hallarán nuevas tierras ni nuevos mares: «la ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo; y entre las mismas paredes irás encaneciendo», porque «siempre llegarás a esta ciudad» (Cavafis 1982: 45). Una ciudad interiorizada con tanta intensidad puede llegar a convencer al viajero de que nunca ha salido del jardín de la casa de su infancia, en la que finalmente puede reducirse un mundo. Como escribe Borges en Fervor de Buenos Aires: Mi patria –Buenos Aires– no es el dilatado mito geográfico que esas dos palabras señalan; es mi casa, los barrios amigables, y juntamente con esas calles y retiros, que son querida evocación de mi tiempo, lo que en ellas supe de amor, de penas y de dudas16.

El mismo Marco Polo, al volver a Venecia tras su largo periplo en Oriente, intentó sintetizar en el espacio de su hogar familiar recuperado la «evocación de su tiempo». El viajero podría resumir sus peripecias en un deseo de quedarse, como hace el joven narrador de El vizconde demediado de Calvino, cuando afirma: «Pero las naves ya estaban desapareciendo en el horizonte y me quedé aquí, en este mundo nuestro lleno de responsabilidades y fuegos fatuos» (Calvino 1979: 160). Pero, como todos sabemos, «este mundo nuestro», lleno de «responsabilidades y fuegos fatuos», está lejos del escapismo que pueden procurar los viajes o los sueños. 16 Por otra parte, en el poema «Buenos Aires» (en Borges 1974a), el mismo Borges asegura que «Antes yo te buscaba en tus confines / Que lindan con la tarde y la llanura […] / Ahora estás en mí. Eres mi vaga / suerte, esas cosas que la muerte apaga».

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Revelación que encierra una duda sobre el sentido que puede tener el ejercicio narrativo de la memoria de Marco Polo y las propuestas utópicas de Kublai Kan. Se trata de saber –como se pregunta finalmente el emperador– si el diálogo entre ambos no es más que un diálogo entre dos harapientos apodados Kublai Kan y Marco Polo que revuelven un basural, amontonan chatarra oxidada, pedazos de trapo, papeles viejos, y ebrios con unos pocos tragos de mal vino ven resplandecer a su alrededor todos los tesoros del Oriente. Resplandor que anunciaría un terrible despertar a la evidencia de que la «serie de sueños» sobre palacios y ciudades de que hablaba Borges en El sueño de Coleridge ha terminado. La clave estaba, en efecto, en el último sueño: el que acaba de soñar Italo Calvino.

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Tercera Parte



Fronteras

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Límite, diferencia y espacio de encuentro y transgresión

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Qué es una frontera? ¿Tiene sentido seguir hablando hoy de fronteras, en un mundo globalizado, interdependiente e intercomunicado como el nuestro? ¿Lo tiene en los países de la comunidad europea, en los de América Latina, cada vez más integrados, no sólo económica sino política y culturalmente con sus vecinos, los países limítrofes que comparten sus fronteras? Estas preguntas, cuando al mismo tiempo surgen fronteras de todo tipo en el interior de los países y entre los propios seres humanos, tienen un significado que tal vez no sea el que pudo tener en el siglo xix y buena parte del xx, pero cuya actualidad sigue siendo indiscutible en el nuevo milenio. Para entender la dimensión de una noción que explica buena parte de la historia y de las diferencias culturales que la literatura subraya vale la pena aventurar algunas ideas alrededor del tema de la frontera, tanto en su dimensión de límite protector de diferencias como en la de línea que invita al pasaje y a la transgresión. En una encuesta realizada hará unos años en la ciudad de Laredo en la frontera entre Texas y México, a la pregunta de «¿qué significa para usted la frontera?», un 21% de los entrevistados afirmó que la frontera aparta y divide, un 40% sostuvo que une y acerca lo que por naturaleza es diferente y el resto aventuró que toda  Véase Treguer y Dessenoix 1991.

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frontera es «algo específico», ya que funda en una franja territorial una zona distinta a los espacios situados a uno y otro lado de su borde. Más allá de los porcentajes aleatorios de la encuesta y del valor casi paradigmático de la frontera que separa México de los Estados Unidos, esa frontera por excelencia del continente americano –la frontera que Carlos Fuentes llama «cicatriz de una herida mal curada», y que tantas veces amenaza con abrirse y sangrar de nuevo– lo que interesa destacar al principio de este ensayo teórico es la diferente percepción que provoca su indiscutible valor representativo y simbólico, las antinomias que genera. Porque si una frontera resalta y protege las diferencias existentes de uno y otro lado de la línea que la marca, también las pone de relieve, cuando no crea otros distingos; tal es la proyección cultural de todo límite político, más allá del natural geográfico. Al mismo tiempo, en tanto separa y divide, toda frontera atrae e incita al contacto entre quienes están de uno y otro lado de su línea divisoria, aunque sea a través de la tensión, la confrontación o la transgresión de los límites existentes. La frontera difícilmente puede dejar de ser la «membrana» a través de la cual respiran los espacios interiores que protege, «respiración» que asegura las influencias e intercambios inherentes a su propia supervivencia, por muy autárquica y cerrada que se pretenda. Porque, al mismo tiempo que protege y propicia contactos, la frontera funda nuevos espacios en sus propios límites. Allí se amortiguan las diferencias más flagrantes y surgen nuevas realidades lingüísticas, sociales, étnicas y culturales: las de las llamadas zonas fronterizas. Estas variantes de la noción de frontera están reflejadas en el título de este capítulo, construido alrededor de una antinomia y una interrogante. Espero que su planteo pueda contribuir a un debate inaugurado desde que las fronteras existen, lo que nos permitirá analizar más adelante algunos ejemplos concretos, algunos de los cuales están reflejados en la literatura. Para ser lo más claro posible, dividiré las páginas que siguen en dos partes. En la primera trataré de explicar la dialéctica de la más notoria de las antinomias del signo fronterizo: es decir, cómo la frontera protege las diferencias del territorio que enmarca y, al mismo tiempo, cómo genera nuevas diferencias que sin ella no existirían. 218

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En la segunda, desarrollaré tres ideas que me parecen fundamentales en la noción de frontera: –el límite fronterizo como expresión del poder que lo instaura y mantiene; –la zona fronteriza como espacio diferenciado; –la significación del pasaje fronterizo y la transgresión del límite. Estas ideas nos permitirán, finalmente, comprender el papel de la literatura en la protección y ensalzamiento de las diferencias (lo que se llaman «señas de identidad») y en la transgresión de los límites establecidos, función antinómica que funda y explica en buena parte la dinámica de la literatura latinoamericana contemporánea. Utilizaremos, por otra parte, ejemplos de esa región, por resultar ilustrativos de algunas de las nociones en juego. Vayamos, pues, por partes. La frontera protectora y generadora de diferencias La frontera sirve para proteger los espacios donde operan y se desarrollan energías culturales propias. Si bien «la frontera contiene en el ámbito que ella perfila, las esencias peculiares que constituyen lo diferencial de su personalidad, los legítimos objetos de su amor propio» , desde nuestro punto de vista –en tanto que zona de tensión que define lo que está en su interior– la frontera supone también una situación límite. La frontera contribuye a definir esa noción de «modo de vivir» que conlleva la idea dominante de peculiaridad en un medio dado, lo que se reivindica como identidad. La necesidad, por no decir lo inevitable de las fronteras, se evidencia en esta legitimación y protección de lo diferente que enmarca en sus límites. Esta función es generalmente defensiva, de preservación de tradiciones y valores propios, de autoafirmación frente a los demás. En estos casos, la frontera delimita un lugar, un tiempo en la his Mañach 1970: 55. El ensayista cubano afirma que la función de la frontera no es sólo de defensa, sino también de preservación de las tradiciones y valores propios.

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toria, es la piel de un cuerpo social, el contorno de una imago en el interior de cuya línea sitúa el espacio del «adentro» que da seguridad y a cuyo exterior –el espacio del «afuera»– relega «lo otro», lo diferente, lo que es desconocido, extraño y hasta considerado peligroso, el territorio enemigo del que se protege erigiendo barreras. Basta pensar en la función defensiva y protectora que cumple la frontera para garantizar la soberanía de pequeños países limítrofes con grandes potencias, como el Uruguay entre la Argentina y el Brasil, o la de los países centroamericanos en el contexto de la región. Gracias al valor simbólico de una línea protectora se atenúan presiones, se evitan asimilaciones forzadas y persecuciones, o simplemente se reivindica una identidad con la fuerza que da la palabra escrita de un tratado de fijación de límites. La propia palabra frontera se refiere a esta idea de «frente» contra algo o contra alguien. Piero Zanini recuerda que es una palabra común al español, el italiano (frontiera), el inglés (frontier) y el francés (frontière), y que esa idea de «frente» está íntimamente asociada a las aspiraciones y expectativas de la comunidad que las propicia, fija y trata de «empujar» más allá de sus límites construyendo teorías que las justifican (Zanini 1997: 11). En efecto, al mismo tiempo que protege diferencias, la frontera genera e inaugura divisiones entre espacios contiguos que no siempre serían diferentes por su naturaleza, tanto geográfica como social o cultural. El límite que fija la frontera puede ser en sí mismo una forma de fundar diferencias donde no existían con anterioridad. Toda creación se inaugura por una repartición instauradora de límites espaciales, es «fundadora de la diferencia» y –como recuerda Claude Raffestin (1986: 4)– explica en todas las cosmogonías el mito del origen de la humanidad. Basta pensar en las particiones de la creación del mundo y las fronteras que se establecen en el mismo Paraíso del Génesis. La diferencia induce a la creación de límites en un proceso dialéctico donde el límite no es nunca arbitrario, sino el resultado de una relación entre los espacios de uno y otro lado de la línea que los divide. Si hay fronteras naturales –cadenas montañosas, ríos y lagos, mares y océanos– otras se definen por marcas en muros, 220

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alambradas, construcciones o simples trazados geométricos en los mapas con que se representan. Si la cordillera de los Andes separa naturalmente Chile de la Argentina, pese a las similitudes entre las zonas culturales de ambas vertientes, en otros casos no queda ni el subterfugio geográfico para justificar la frontera política. Tal es el caso de la línea divisoria territorial de los llanos entre Colombia y Venezuela, donde, en la contigüidad de un paisaje uniforme, las únicas diferencias las fijan los límites políticos reivindicados con celo por sobre las similitudes de toda suerte. El límite, en tanto que línea trazada en forma simbólica o real, instaura un orden que no es únicamente de naturaleza espacial –la frontera que separa el aquí del allá, lo que encierra en su perímetro y lo que excluye– sino un orden mucho más complejo, ya que las fronteras geográficas y políticas conforman en buena parte las fronteras psicológicas de sus habitantes. Creencias, prejuicios, estereotipos, tópicos, imágenes-símbolo, variantes lingüísticas prosperan al socaire de fronteras que, aun tildadas de artificiales, permiten enarbolar con éxito un orgulloso nacionalismo. En efecto, los límites naturales –un río, un lago, una cordillera– no diferencian tanto las naciones entre sí como las divisiones políticas o económicas que se establecen a partir de la demarcación que ese accidente geográfico pone de relieve. Lo diverso es generador de fronteras en la misma medida en que la frontera es creadora de diversidad; regiones que se proclaman estados soberanos; espacios comunes estallando en ambiciones locales. Hay un ejemplo flagrante en el área de la antigua civilización maya, geográfica y culturalmente única, hoy atravesada por las fronteras de tres países: México, Honduras y Guatemala. Paradójicamente, el que fuera un espacio común en el apogeo histórico de los mayas está hoy parcialmente incomunicado entre sí. Lo mismo sucede con el área cultural aymará, repartida entre el norte de Chile, el oeste de Bolivia y el sur del Perú. En otros casos a la división territorial se suma la lingüística, resultado de dominaciones coloniales distintas, como sucede en el área cultural común de las Guayanas, fragmentada entre el francés, el inglés, el holandés y el castellano. El ejemplo se repite entre Belice y la parte oriental de Guatemala. 221

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Es bueno recordar, en este contexto, que buena parte del origen de la independencia de los estados latinoamericanos a lo largo del siglo xix proviene de la fragmentación de un territorio que pudo ser una «patria común» en el sueño utópico de la unidad continental a la que aspiraba y por la cual luchó Simón Bolívar. Los cinco países centroamericanos y, posteriormente, Panamá, como lo fueron en América del Sur Ecuador y Bolivia, se independizaron por razones que podrían parecer históricamente secundarias, muchas veces en nombre de la ambición de un caudillo o de un interés imperial espurio –el caso de Panamá, hoy un Estado legitimado que reivindica con orgullo su propia identidad frente a la Colombia de la que fuera provincia. La geografía depende muchas veces de la historia o, simplemente, no puede ignorarla. Ello resulta claro cuando entre países sin fracturas geográficas (montañas, ríos u obstáculos naturales), étnicas, culturales o lingüísticas las fronteras se cierran por razones políticas o religiosas. En estos casos, la frontera se asegura con el aislamiento y el encierro. Su modelo es la Gran Muralla China, rodeando un imperio al que protegía en la medida que lo encerraba en sus confines; su símbolo es la noción de bárbaro con que los griegos definían lo que estaba fuera de los límites de su lengua y de su cultura. En estos casos, el pensamiento o el libre curso de la imaginación que desbordan con facilidad los límites establecidos están constreñidos por las reglas, ritos, creencias, arquetipos, tópicos y hasta lugares comunes con que se justifica ideológicamente la existencia de fronteras. Porque es evidente que la frontera puede consagrar en forma maniquea divisiones, la fe, el dogma y las creencias que encierra y controla en su perímetro, desterrando interrogantes y dudas, condenando influencias y fecundaciones mutuas. Son las fronteras de naciones y patrias, las fronteras de religión, partido, sexo o clase social las barreras que se levantan para proteger lo sagrado, la verdad y lo absoluto de herejías, heterodoxias y disidencias. Son las barreras consagradas por el miedo a todo lo que se ignora del «otro». La frontera se proclama, también, como garantía del derecho de propiedad –«esto es mío, esto es tuyo»–, un derecho que se marca 222

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en forma abrupta por puertas, barreras, cerraduras y carteles de «Prohibido pasar». La frontera fija los límites de hasta dónde se puede llegar, demarca lo tolerado y admitido, los niveles diferentes de estamentos en que se funda toda dominación y dependencia, por donde pasan también –bueno es recordarlo– las desigualdades que fundan las diferencias y las injusticias de las cuales América Latina ofrece tantos tristes ejemplos. Fronteras económicas y de subdesarrollo, fronteras sociales y psicológicas, lingüísticas, étnicas y culturales, entre mayorías dominantes y minorías sin posibilidad de expresarse proliferan en un continente marcado por su diversidad y por las desigualdades que las agudizan hasta el límite de lo insoportable. Fronteras de naturaleza diversa se han multiplicado así en el mundo, variando según las épocas y las circunstancias históricas, reproduciéndose en todas las escalas: en el seno de cada país, ciudad, barrio, grupos sociales y de trabajo, e incluso entre familias. Sin llegar a referirse a las «fronteras interiores», las fronteras mentales con que cada individuo parcela su intimidad, a veces entre zonas ambiguas o conflictivas de la personalidad, hay que admitir que la frontera es el único modo de delimitar la forma de un cuerpo y una existencia o de poner límites a la propia conciencia. Cada lugar es la frontera de otro lugar, cada ser humano es la frontera del otro, y es ella la que permite, justamente, que sea uno mismo frente a los demás; la frontera establece los límites gracias a los cuales se puede decir «yo soy yo, tú eres tú». En tanto que membrana protectora, la frontera establece una línea de demarcación entre lo que es uno y la «otredad» del resto del mundo. La verdad es que es difícil imaginar un mundo sin fronteras desde el momento en que toda actividad humana tiene límites fijados por condicionantes y criterios variables, ya que frontera es separación y separar quiere decir delimitar y hacer independientes elementos contiguos. No es de extrañar, entonces, que el cruce de una frontera esté reglamentado y su violación se penalice. Ese mismo ritual codificado por la autoridad es el que otorga el derecho de paso de un lado al otro del límite, función controlada por los mecanismos que lo legitiman: aduanas, pasaportes, visas, puestos fronterizos donde 223

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se enarbolan las banderas y los signos emblemáticos de uno y otro territorio. Este reverso de la medalla es importante para entender la ambigüedad del signo fronterizo: por un lado, esa necesidad de fijar límites para proteger diferencias, idiosincrasias o identidades culturales amenazadas, y por el otro, el riesgo de que la frontera aísle y corte todo contacto fecundo con el exterior para transformarse en generadora de falsas diferencias y, lo más grave, en la celosa «guardiana de ignorancias mutuas». De ahí que la naturaleza de la frontera sea dual y ambivalente y su vigencia se justifique alrededor de sus propias contradicciones para enmarcarse en dicotomías más amplias y universales, cuyos aspectos positivos se confunden siempre con los negativos. Para mejor comprender estas antinomias –y tal como adelantamos al principio– desarrollaremos tres ideas complementarias del signo de la frontera: el límite como expresión del poder que lo instaura y mantiene, la zona fronteriza como espacio diferenciado y el pasaje de la frontera como contacto o transgresión. La frontera como expresión de poder La frontera es el resultado de una voluntad que no es arbitraria y que se esfuerza por legitimar cultural o políticamente su existencia. En el origen del límite fronterizo hay siempre una autoridad, un poder que ejerce la función social del ritual y de significación del límite que instaura y controla: lo que es territorio propio y lo que es extranjero. El origen de toda frontera es, por lo tanto, intencional, y es la expresión de un poder en acción. El límite fronterizo establece «hasta dónde» llega la autoridad que lo define y controla. De ahí la voluntad expansionista de unos, las tensiones y reivindicaciones fronterizas de otros, las anexiones y conquistas que modifican el trazado de las fronteras a través de la historia, las influencias que lo confunden, cruzan y trasgreden. Toda línea fronteriza se concibe, entonces, a partir del centro que proyecta su propia periferia. El espacio interior cuyo perímetro es la frontera puede ser tanto un «campo de libertad» como de opresión y violencia y en él se legisla la estructuración del territo224

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rio que controla y donde manifiesta el poder de un designio social, político o ideológico. Toda ideología nacional se funda en un territorio delimitado y realzado por sus fronteras, donde usufructúa la autonomía que le da su poder efectivo. Límite de alcance «energético», en tanto fija un campo de actividad que defiende celosamente, la frontera física es una situación límite, donde se agudizan las circunstancias, los intereses y los problemas que son comunes a su hinterland; es decir, a toda la «persona histórica a la cual le sirve como de rostro o frente», ya que una frontera geográfica no es sino «un frente de avance que se ha estabilizado». Llega hasta donde su poder se lo permite; hasta donde empieza el «frente» del otro (Mañach 1970: 32). Hay pues una gestión interna y propia del espacio al que se refiere la frontera, división territorial en la que se expresa un poder. La frontera es un instrumento que pone en funcionamiento un verdadero sistema sémico, cuyo lenguaje de representaciones simbólicas es tan sutil como variado. La división entre estados se refleja en el seno de la propia organización que administra los distingos que hacen más explícitas las fronteras, como, por ejemplo, las banderas, escudos, barreras y señales varias que la marcan, o los uniformes militares o aduaneros de sus custodios. El énfasis nacionalista tiñe de colores locales la visión de las personas desde su infancia, fijando en el subconsciente fronteras políticas predeterminadas y consagrando diferencias existentes. El carácter lineal de la frontera contemporánea se legitima en la demarcación, lo que Raffestin (1986) llama «la fijación de la frontera», y en la representación en mapas e imágenes con que se «funcionalizan» sus trazados precisos. El mapa abstrae y al mismo tiempo subraya la noción de frontera con los colores diferentes con que ilustra cada territorio, coloración que se prolonga en la visión del otro desde un territorio y que, por lo tanto, varía según el punto de vista asumido: el lado de la línea fronteriza en que está situado. La frontera, una vez instaurada, cumple una función que necesita justificarse por el énfasis que pone en la diferencia que enmarca en sus límites. Si la frontera no establece esas diferencias tiende a borrarse, a ir desapareciendo, por lo que siempre necesita de una 225

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mínima «superficie de fricción» donde la situación fronteriza establece una contigüidad que puede ser tanto de contactos privilegiados como de riesgo y enfrentamiento, de apertura y permeabilidad o de hostil aislamiento, pero que en todos los casos necesita justificarse. Las fronteras necesitan ser recordadas, subrayadas con énfasis. Una expresión extrema de la noción de frontera puede ser ideológica: la isla de Cuba, aislada (a-isla-da), y con sus fronteras marítimas y aéreas sometidas a bloqueo, aguzando controles y protegiendo el espacio interior de agresiones externas. En estos casos, la frontera necesita de un aparato propagandístico y militar para legitimar y mantener la existencia de un límite que no es sólo geográfico, sino temporal, histórico: la diferenciación entre el «antes» y el «después» de un proceso revolucionario que le es propio y que reivindica y protege con orgullo. La vocación de estas fronteras ideológicas es doble: por una parte proteger su espacio interior y, por el otro, transgredir el límite que la aísla para exportar las ideas del propio sistema que sustenta. Estas fronteras instauran dos mundos al oponerlos, los regulan por la tensión, los diferencian y, aunque parezca paradójico, los vinculan, cuando no los justifican, a través de la confrontación. La frontera obedece, además, a realidades antropogeográficas (criterios culturales, étnicos, religiosos o lingüísticos) que se afirman en las identidades nacionales en que cristalizan cuando se proclaman estados soberanos. Los sentimientos difusos de pueblos y comunidades encuentran una mejor expresión en la simplificación que puede dar un Estado de límites reconocidos. En otros casos, la frontera brinda garantías de supervivencia. Tal es el caso del Río de la Plata y el esfuerzo por diferenciarse que ponen los uruguayos desde su orilla, tratando de subsanar una relación no simétrica y desproporcionada frente a un país de diferente potencial como es la Argentina. De ahí el énfasis que se pone en marcar las diferencias, lo que distingue. En forma más evidente, México se protege en su frontera norte gracias al acento fuertemente nacionalista de su política cultural, que proyecta incluso en los territorios anexados por los Estados Unidos en el siglo xix. Una proyección que penetra por la ósmosis étnico-cultural de la 226

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inmigración desde el sur y de las raíces originarias que reivindican sus propios habitantes chicanos nacidos en Texas, Nuevo México o Arizona. La línea fronteriza es también arbitraria. Tal es el caso de muchas fronteras políticas entre estados donde se han separado áreas étnicas y culturales de origen unívoco, sobre cuyos valores identitarios se superponen los de las naciones presentes de un lado y otro de la línea, énfasis patriótico no siempre justificado por la realidad humana que divide artificialmente. En el triángulo de la zona de Arica, Tacna y la frontera boliviana, evocado más arriba, la nación aymará, cuya identidad cultural nadie discute, se ha fraccionado en tres países enfrentados en la guerra del Pacífico, poniendo en evidencia la arbitrariedad de la frontera política que los separa. La zona fronteriza como espacio diferenciado La frontera, si bien se representa como una línea, es en realidad una zona que sufre las influencias de los espacios que divide. Su carácter «relacional» es evidente. La frontera más cerrada y controlada no puede evitar las relaciones de vecindad que todo límite instaura entre los territorios que separa. Las comparaciones son inevitables y los contactos se suceden tanto en el intercambio como en la diferencia, ya que «Toda situación fronteriza implica relaciones de contigüidad física y de oposición o cuando menos de diferencia entre dos complejos de intereses», recuerda Mañach (1970: 26). En la franja fronteriza operan las fuerzas centrífugas que animan la vocación expansiva del espacio que la impulsa hacia la periferia (espíritu de frontera, la frontier del idioma inglés, la tensión cultural) o las fuerzas centrípetas que la refieren al centro que las gobierna y desde donde se la controla y se consagra el derecho positivo que la legitima. En ella puede darse en forma más explícita la pugna entre la tradición reivindicada y codificada por el centro y la innovación que penetra y erosiona desde la periferia fronteriza, dialéctica del movimiento centrípeto y centrífugo que consideramos fundamental para explicar la identidad cultural de América Latina. 227

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Las capitales de los estados que son fronterizos operan como centro de las propias realidades nacionales, aunque estén situados en su periferia geográfica, generalmente en la costa, como sucede con Buenos Aires en la Argentina, Lima en Perú y Montevideo en Uruguay, contradicción estructural que pretendió corregir el Brasil levantando su capital, Brasilia, a partir de una voluntad política de «recentramiento» en un punto geométrico equidistante en el territorio nacional. La zona fronteriza es, en todo caso, el límite extremo respecto a un centro; es la anticipación de otra realidad, por lo que en sus componentes culturales existen siempre indicios de lo que está más allá de la línea que la separa de los otros, por muy cerrada que se pretenda y por muy estrictos que sean los controles para mantener la integridad de lo que protege en su perímetro. Sus habitantes tienen siempre el sentimiento de haber nacido en el borde de algo diferente, lejos de la cultura hegemónica del centro al que están referidos, en el borde de algo que los sitúa en un espacio diferente, donde se puede ser testigo de contactos, voyeur del otro, de lo que está más allá de lo que se conoce. En este contexto se proyecta la noción de confín, lugar de misteriosa atracción, espacio de alteridad por antonomasia y donde lo «otro», lo ignoto, se confronta con el espacio cerrado en cuyo interior se habita, el lugar familiar de las certezas. El confín es, en principio, extremo, el punto más lejano de lo conocido. En tanto que lejanía referida a un hipotético centro se atribuye a Alberto Zum Felde la siguiente boutade, no exenta de ironía: «Nosotros, los habitantes del Río de la Plata, vivimos en el confín del mundo». Ir hacia los márgenes, vivir la liminaridad, instalarse en los confines puede constituir una experiencia de aprendizaje y subjetividad. Decía Marguerite Yourcenar que el emperador Adriano amaba los confines –los limes o límites del imperio– porque le conferían libertad. Le brindaban también extrañeza y le propiciaban una quimérica fertilidad intercultural. Por ello, su connotación metafórica le otorga una imprecisa y movediza delimitación. «Los confines mueren y resurgen, se detienen, se cancelan y reaparecen inesperadamente», recuerda Claudio Magris (1991: 12), y es en base a su sinuosa y sugerente lejanía que se elaboran los mapas mentales. 228

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Sin embargo, lo normal es que el perímetro fronterizo represente la zona de más aguda sensibilidad de cada pueblo, «algo así como la piel de su cuerpo colectivo». Conquistadora o defensiva, abierta o protectora, la dialéctica de las fuerzas centrífugas o centrípetas que operan en la frontera revela la dinámica de las sociedades referidas a su periferia o a su centro, según los casos o los momentos históricos. Basta pensar en la dinámica fronteriza de países como Estados Unidos y Brasil, espíritu de frontera expansivo, alimentado por los asentamientos humanos sucesivos en el confín al que han accedido progresivamente. En estos casos puede hablarse de una «membrana periférica» que se deforma en la medida en que su vocación centrífuga se afianza, presencia imperial, cuando no imperialista, en algunos casos; simplemente «pionera» en otros, como la que forjara el far West en el imaginario norteamericano y los bandeirantes en el brasileño. Para la primera resultaron fundamentales los aportes de Frederick Jackson Turner, especialmente La frontera en la historia norteamericana (1920), donde afirma que «el Oeste es una forma de sociedad, más que una zona». La frontera geográfica desde finales del siglo xix ha tendido a fijarse en la línea precisa que han demarcado y legitimado tratados o convenciones. La supervivencia de puntos en litigio no deja de ser excepcional, y aunque estos puedan tener valor emblemático o de reivindicación periódicamente utilizada por razones políticas circunstanciales, como los conflictos peruano-ecuatorianos o chileno-argentinos, otras tantas fronteras reales existen en el interior mismo de los países. Pasaje fronterizo y transgresión del límite La frontera como membrana permeable permite la ósmosis de campos culturales diversos. Parece paradójico y en parte lo es sostener que las fronteras están hechas para ser cruzadas. La meta es cruzarla, atravesarla; trasponer las fronteras internas o externas ligadas a una lengua, raza, ideología o religión, porque toda frontera es, en definitiva, el punto inicial para poder acceder a otros horizontes. 229

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La frontera invita a pasar del otro lado, a su transgresión, a borrar aquellos límites que se sospechan creados artificialmente. Por eso la frontera genera expresiones culturales y relaciones de intercambio basadas en la disponibilidad recíproca de los espacios que separa, porque la noción de frontera contiene en sí misma sus límites y sus errancias: permite soñar con el más allá, el ailleurs poético ensalzado por Baudelaire, con el «más allá» de las fronteras existentes, con la liberación de los encierros mal conocidos. En este caso no es inútil preguntarse cuál es, en definitiva, la vocación esencial de la frontera. ¿La de ser división o la de ser pasaje? Metafóricamente, la frontera combina la noción de división con la de pasaje. Las fronteras entre individuos se atenúan y permiten contactos, «cruzamientos», transgresiones inevitables para mejor comprender al otro, instauran la forzada convivencia y la tolerancia. De un modo optimista puede llegar a afirmarse que la frontera no es una línea divisoria, sino un lugar de «encuentro». Por otra parte, si la frontera es la piel que envuelve un cuerpo social, traza el límite del mundo peculiar que protege, es una piel que respira y que posee la facultad sensitiva de comunicarse con el mundo, porque toda piel delimita la extensión de un sujeto y lo ayuda a percibir el mundo desde el exterior. De ahí, entre otros signos, la ambivalencia que rodea el signo fronterizo: esa piel permeable, verdadera metáfora sensible del cuerpo social y cultural que protege, no puede prescindir de su carácter orgánico y, por lo tanto, variable y sometido a influencias. De ahí también que las fronteras broten como heridas de conflictos y rivalidades personales y se transformen en las cicatrices metafóricas del momento histórico que ha marcado su propio origen. Se puede pensar, entonces, que no es posible eliminar las fronteras sino que hay que confrontarse con ellas, del mismo modo que tampoco puede optarse por mantenerlas absolutamente cerradas. En definitiva, hay que plantearse la necesidad de aprender a vivir a «través» de las fronteras, en la porosidad y en la ósmosis del cuerpo social e individual que respira, en la intimidad protegida de una identidad y en el intercambio que da elasticidad a todo límite. 230

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De ahí –por fin– la importancia del arte y la literatura como espejos en que se reflejan estas contradicciones, asegurando al mismo tiempo contactos, el pasaje y la transgresión. Literatura y frontera Parece obvio señalarlo, pero la literatura de frontera parte de la base de que las fronteras existen y de que hay, por lo menos, dos partes en juego cuya curiosidad recíproca permite los contactos. La literatura hace más permeable las fronteras en tanto se produce en un campo geográfico, social o humano sometido a tensiones diversas, presionando o influyendo a quienes viven de uno y otro lado de la línea que simbólica o realmente separa el espacio limítrofe. Rivalidades que pretenden imponer un modelo cultural, presiones o influencias de unos grupos sobre otros o simple enfrentamiento entre estados, el espacio fronterizo es fuente de inspiración creativa en tanto permite que una identidad se demarque –y, por lo tanto, se diferencie– o que una identidad se afirme no sólo sobre sí misma sino a expensas de otra. Sin embargo, no toda literatura de frontera está necesariamente asociada a la idea de nación, lengua o etnia. Puede haber literatura de frontera en la expresión de comunidades pequeñas, pertenecientes a grupos culturales de una misma nación y que hablan una misma lengua o pertenecen a una misma etnia. Por el contrario, toda separación nacional, étnica o lingüística crea fronteras y, por lo tanto, una literatura de frontera. ¿Cuáles son las características de una literatura de frontera? ¿Las querellas lingüísticas en los límites territoriales? ¿La utilización de idiomas o dialectos algo olvidados? ¿Las reivindicaciones de minorías culturales enclavadas en territorios más vastos e identificadas con naciones de las que han sido desgajadas? ¿ La defensa de monopolios de costumbres y particularismos de la zona fronteriza? ¿El énfasis en los detalles genéticos que marcan y diferencia­n las culturas o, por el contrario, favorecer la permeabilidad de las «membranas» limítrofes? Hablar de literatura y frontera en América Latina significa reproducir a escala de la creación el esquema antinómico trazado hasta ahora: por un lado, una voluntad de repliegue y arraigo, 231

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la fundación de «microcosmos» cuyas fronteras se protegen de influencias externas, en ese movimiento centrípeto de una narrativa donde se reconoce lo mejor del interior secreto del continente, esos pueblos emblemáticos de Macondo (García Márquez) y Rumí (Ciro Alegría), Comala (Juan Rulfo) y Santa María (Juan Carlos Onetti), los sertãos y las veredas del Brasil en la obra de João Guimarães Rosa, los «viajes iniciáticos» de Alejo Carpentier que remontan el Orinoco. Por otro lado, y desde la internacionalización de las experiencias de los estoicos y epicúreos, que afirmaron ser ciudadanos del mundo, se ha proclamado la necesidad de abolir fronteras. La «no frontera» del ecumenismo medieval se transmitió al Renacimiento a través del humanismo, del Derecho Natural y de Gentes y es la que explica los grandes esfuerzos contemporáneos del internacionalismo de movimientos políticos pregonados con entusiasmo hasta no hace mucho y el cosmopolitismo de otros. La literatura se abre así a influencias, al internacionalismo de un movimiento centrífugo de ideas y corrientes estéticas cuyos reflejos pasan por espejos situados en Europa y Estados Unidos para explicar mejor América Latina. Viajes iniciáticos de otro signo y hacia otros polos –París, Roma, Madrid y Nueva York– proclaman la abolición de las fronteras en nombre de una condición humana universal que no niega sus raíces, sino que las busca en otras latitudes. El viaje «de ida y vuelta» de Oliveira en Rayuela es el mejor ejemplo de una larga tradición literaria hispanoamericana de viajes a Europa cargados de significación cultural, y donde la abolición de fronteras es la premisa inicial para definir una identidad originaria. Claro que, más allá de su temática, la literatura es por su propia naturaleza una actividad de frontera, aunque muchas veces no haga sino homologar en metáforas y ficciones los conflictos, los sentimientos y las divisiones emergentes de una situación fronteriza. En tanto que metaestructura, la creación literaria se conecta con otras estructuras y, a través del establecimiento de diferencias, supera las fronteras en nombre de la unidad de la condición humana, que pone de manifiesto esas mismas diferencias. La literatura parece no tener fronteras, aunque sea representativa de un pueblo o nación, 232

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ya que las obras de creación no pertenecen a un país, sino a la humanidad. La literatura invita, por otra parte, a la transgresión; su misión es cruzar los puentes que tiende sobre las diferencias, asegurar que las señales de la creación crucen las barreras levantadas por los seres humanos, eliminando prejuicios y abriéndose genuinamente al otro. Confrontada permanentemente con la diferencia, con las asimetrías, con la discontinuidad, con fronteras de todo tipo, una buena obra literaria contribuye a hacer elásticos los límites existentes. Tal ha sido el caso de la literatura disidente en su esfuerzo por demoler fronteras, como ha sucedido en Europa con la obra de Kundera y de Milosz, o en México con la obra de los escritores que recuerdan una identidad cultural común vigente en buena parte de Texas, Arizona y Nuevo México. Es más, puede llegar a sostenerse que una obra de creación, en la medida en que es innovadora, se sitúa estéticamente en una «zona fronteriza». La creación está en los márgenes –en la marginalidad– de los límites trazados por el orden reinante: roza o proclama la herejía, cruza el borde, asegura el contrabando de ideas y tendencias, es el equilibrista condenado a hacer piruetas en la línea divisoria, el ariete que penetra clandestinamente el territorio extranjero, la tierra prohibida. Toda ruptura de límites se traduce en búsquedas formales, en incursiones temáticas, en la transgresión fecunda de códigos. Este pasaje, esta tensión es imprescindible a toda creación que se pretenda viva. La frontera, podríamos añadir, ofrece novedad, impulsa hacia lo desconocido, invita a una transgresión libertaria, a cruzar los puentes que tiende sobre las diferencias, a asegurar que las «señales» de la creación crucen las barreras levantadas por los seres humanos, eliminando prejuicios y abriéndose genuinamente al otro. Sin embargo, aun cuando propicia pasajes y puentes, hay riesgos que amenazan a la literatura sin fronteras y al realismo «sin orillas». Sometida a los mensajes cruzados de la «aldea planeta Son interesantes en este sentido los testimonios de escritores reunidos en las actas del 50º Congreso Mundial del Pen Club Internacional sobre el tema Scrittori e letteratura di frontiera (Lugano, 10-17 mayo 1987), y publicadas por la Fondazione Arnoldo e Alberto Mondadori, 1987.

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ria», y a una globalización que fragmenta y aliena al individuo, sin simpatías y afinidades naturales, la obra carece de la «patria interior» de que hablaba Fernando Pessoa. Porque hay también una literatura que depende de la pequeña porción de tiempo y espacio en que vive su autor, del lenguaje propio que utiliza y en el que imprime su marca personal, dependiente de la vasta trama histórico-geográfica que lo rodea y en la que, como la araña sobre la tela que ha tejido pacientemente, se balancea, aun sabiendo que lo hace probablemente sobre el vacío. Por esta razón, conflictos no dirimidos dividen y siguen oponiendo en América Latina a «provincianos» y «extranjerizantes», la «capital-puerto» al «interior-campo», los «arraigados» a los «desarraigados», la tradición a la modernidad, la cultura endógena a la exógena, la cultura periférica a la metropolitana, los celosos guardianes de la identidad a los entusiastas transculturadores, los puristas a los mestizos, las fronteras abiertas a las cerradas. Una vez más el signo ambivalente de la frontera se ha levantado como una metáfora de significación mucho más amplia que el límite geográfico que traza. Su significado es referente obligado de toda literatura. Es tal vez por vivir sus contradicciones en carne propia que los creadores son quienes mejor conocen el exilio, y la escritura la que mejor refleja la frontera interior que divide la conciencia del escritor entre patria de origen y patria del otro, la que se hace eco del desgarramiento que conlleva la expulsión fuera de las fronteras. La frontera es vivida entonces como una laceración, una herida sobre la piel del mundo y sobre la propia, cuya cicatrización es siempre dolorosa. Su línea no se borrará nunca, por mucho que se lo pretenda, por mucho que lo proclamemos en ensayos como éste.

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La tierra prometida

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l mito de la tierra prometida es particularmente interesante porque en la simbología de la geografía –en lo que se llama la psicogeografía, con que el ser humano representa y jerarquiza los lugares de la tierra en que vive o con los que sueña– es también la meta de una búsqueda de orden espiritual. Es tierra que hay que alcanzar, espacio privilegiado de logro, meta y objetivo donde hay paz y perfección. Como la mayoría de los mitos y topos del imaginario colectivo originados en un episodio al que la historia de un pueblo adjudica una dimensión significativa –por no decir configuradora de su identidad a un espacio–, el de la tierra prometida que pudo identificarse con el Nuevo Mundo a partir de 1492 surgió originalmente en las páginas del Génesis como remedio y esperanza de un pueblo –el pueblo judío– sometido a un destino de éxodos, emigraciones, diásporas y exilios. La tierra prometida es la que Jehová promete a Abraham: «Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre» (Gen. 13-14.15). Esa tierra es Canaán, una comarca «real» localizada más allá del desierto que limita la Ur del país de los caldeos. Hacia Canaán se puede emigrar, tal como le ordena Jehová a Abraham: «Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te 235

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mostraré» (Gen. 12). La promesa se acompaña de una orden imperante: «Levántate, ve por la tierra a lo largo de ella y a su ancho; porque a ti la daré» (Gen. 13-17); una promesa reiterada a Isaac, Jacob y Moisés. En lo alto del monte Sinaí, en el medio del desierto, Jehová le anuncia a Moisés que «A tu descendencia la daré», tierra de promisión con la cual los hombres asociarán, desde ese momento, la idea de patria o nación a construirse en «alguna parte». Esta proyección mesiánica guiará buena parte de los éxodos y las esperanzas, emigraciones y colonizaciones, y anuncia ese «fin de los tiempos» en que Canaán será la tierra de todos, con la montaña de Sión levantada en su centro. Canaán se representa con los tópicos del paraíso terrenal, el que fuera espacio ideal por excelencia, del tiempo perfecto de la Edad de Oro. Canaán es «buena tierra», «tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella...» (Deut. 8-7.8.9). Isaías, por su parte, profetiza el advenimiento de esa «buena tierra» en un clima de paz, de donde habrá sido erradicada toda violencia: «Serán vecinos el lobo y el cordero y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá» (Is. 11-9), porque entonces «se sentará cada cual bajo su parra y bajo su higuera, sin que nadie lo inquiete». Esta tierra generosa, con «la miel que surge de las peñas y el aceite de la dura roca», anuncia el hartazgo en que se solazarán los habitantes de los países de Jauja y el país de Cucaña, esos «paraísos de los pobres» gestados en el imaginario medieval, cuyas características de abundancia y de vida fácil se prolongarán en las primeras representaciones del Nuevo Mundo y cuyos tópicos, repetidos hasta hoy en día, guiaron los pasos de emigrantes buscando «hacer la América» sin mayor esfuerzo. Alrededor de la búsqueda de la tierra de promisión se polariza la antinomia esencial de los orígenes del propio mito: por un lado, la «tierra maldita» en la que viven los descendientes de Adán y Eva desde que fueron expulsados del paraíso terrenal, y por el otro la tierra de Canaán, que le «promete» Jehová a Abraham. 236

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La primera –la «tierra maldita»– es la tierra en la que los hombres están condenados a sacar con fatiga «el alimento todos los días de su vida», y la segunda –la tierra de promisión– es comarca donde abunda el vino, la leche y la miel, pero, sobre todo, donde se reconocen los símbolos y los arquetipos del paraíso perdido. En la descripción de estas tierras –maldita y prometida– están resumidos los caracteres que oponen, desde el Génesis hasta nuestros días, el espacio «real» (el aquí donde se vive) al «espacio de anhelo», espacio ideal (del allá), dualidad antinómica fundante del mito y motivo de emigraciones y éxodos guiadas por su esperanzada localización, ya que –como anota Selim Abou (1980: 83)– «todo hombre alimenta en secreto el sueño o la utopía de una tierra prometida, de un lugar donde, sin obstáculos, pueda llegar a ser lo que es o lo que cree ser, desarrollar su identidad personal y cultural sin presiones». La «tierra nueva» del Apocalipsis Sobre la idealización de ese espacio «lejano» se edifica la esperanza de otro mundo posible –mundo nuevo, Nuevo Mundo, mundo alternativo– esa tierra que se promete a los elegidos (individuos o pueblos) por sus méritos o su condición, espacio utópico por antonomasia. La reiterada promesa de la tierra prometida del Antiguo Testamento reaparece en el Nuevo, donde se recuerda a los «impacientes» que «para el Señor un día es como mil años y mil años como un día». «Pacientemente» se puede decir que «nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y “tierra nueva”, en los cuales mora la justicia», como escribe San Pedro Apóstol en su Segunda epístola universal. La tierra prometida se transforma en «tierra nueva» en el Apocalipsis, tierra que anuncia el fin de los tiempos: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más» (Apoc. 21-1). La «tierra nueva» es, también, la tierra sobre la que la nueva Jerusalén «descendida  Bloch (2004) consagra un capítulo a las utopías geográficas, que funda en la noción de «espacio del anhelo», es decir, del espacio deseado.

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del cielo» se construirá, una ciudad donde no se cierran nunca las puertas, donde corre un río limpio de agua de vida, donde da sus frutos el árbol de la vida y donde no hay «más maldición». En ella se condensan otros mitos clásicos: la fuente de la juventud y, sobre todo, el mito de la Edad de Oro, edad perdida illo tempore con el advenimiento de la Edad de Hierro. Esa Edad de Oro de los orígenes de la historia de la humanidad, que para judíos y cristianos ya estaba presente en el Paraíso del Génesis y al cual, no sin nostalgia, se pretende volver, se reencuentra aquí al término de la historia. Aquellos tiempos bienaventurados esperan al hombre en un futuro redimensionado por el mesianismo, donde el tiempo no es más que un barco que conduce al paraíso reencontrado al final de los tiempos, momento en que el Jardín del Edén reabrirá definitivamente sus puertas. En esta Jerusalén celeste ya están presentes algunas de las características que, sin esa dimensión apocalíptica, recoge luego el género utópico: la arquitectura y el urbanismo que proyecta la «ciudad ideal». Las indicaciones de cómo debe ser construido el templo de Jerusalén en las profecías de Ezequiel permiten que esa tierra, «hasta ahora devastada», se «haga Jardín del Edén» (Ez. 40-48). A través de los siglos, el topos de la tierra prometida va de una tierra, Canaán, a una ciudad, la nueva Jerusalén. El mito varía y evoluciona como la vida misma, como recuerda Isaac J. Pardo (1983) al explicar cómo el mito de la tierra de promisión trasciende y se va tornando simbólico a través de los siglos. De una tierra, Canaán, geográficamente situada en Palestina, se va pasando al espacio espiritual de la esperanza humana. Si ello es evidente en la Biblia también lo es en otros textos sagrados del pueblo judío. En el Primer libro de Henoc la tierra prometida se representa como una visión apocalíptica de la estructura del universo y en el Tercer Libro Sibilino el espacio «prometido» se condiciona al advenimiento de una era de abundancia, donde Del cielo bajará cantidad de dulce miel, los árboles producirán sus frutos y habrá ricos rebaños, vacas, ovejas y cabritos. Hará (Dios) que

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surjan dulces fuentes de blanca leche. Y las ciudades estarán llenas de buenas cosas y serán pródigos los campos.

Finalmente, en el Cuarto Libro de Esdras, donde el rendimiento agrícola se ha multiplicado por mil –las mil ramas de cada viña, los mil racimos de cada rama y las mil uvas de cada racimo– el motivo de la tierra prometida ya es parte de una auténtica alegoría existencial y su representación es metafórica. El mito de la tierra prometida existe también en otras civilizaciones: Canaán para los hebreos caminantes del desierto, Ítaca para Ulises, Tierra Pura para Platón, Jôdo para los japoneses, tierra pura y de recompensa (Hôdo), Tierra de los orígenes, el «pueblo natal» al que vuelven cíclicamente para regenerarse entre los espíritus de los antepasados muchas sociedades tradicionales. La búsqueda de la «Tierra sin mal» de los tupí-guaraníes de la América meridional es también una forma de la búsqueda del paraíso perdido, una búsqueda que se había iniciado antes de la llegada de los europeos y se ha revestido de una trágica urgencia en la época contemporánea, tal como han destacado los trabajos de Alfred Metraux y Mircea Eliade sobre los movimientos migratorios de los tupi-guaraníes en el Brasil. La tierra prometida es, finalmente, Tierra Santa «por excelencia» para los cristianos. Palestina, «comarca suprema», es tierra de razas elegidas, tierra con las que se relacionan luego los símbolos del «centro del mundo» de Salem, Tule o Glastonbury, donde José de Arimatea llevó el Santo Grial, y de tantas leyendas y epopeyas que explican el origen de pueblos y naciones europeas. El mito no se agota en la cosmogonía del Viejo Mundo y sirve –a partir de 1492– para explicar la subyugada atracción de un tiempo primordial recuperado en el vasto espacio del Nuevo Mundo. El mito renace y se transforma y los arquetipos de su representación sirven para fundar la utopía como género y como práctica americana. Como el exégeta que «abre un texto» y hace «salir» lo que estaba «escondido», el descubrimiento de América no habría sido  Citado por Pardo 1983: 224.  Véanse, en particular, Metraux 1928 y 1967 y Eliade 1957 y 1971.

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más que un modo de revelar un secreto y ratificar una certidumbre, lugar ensalzado por la exfoliación adecuada del texto donde el Nuevo Mundo (la «tierra nueva») ya estaba anunciado, «prometido», para incorporar su escondida verdad a la historia universal. De ahí que Colón se crea investido de una misión trascendente cuando sospecha que en realidad había descubierto un mundo y por ello inventaría en su Libro de las profecías la lista de textos bíblicos y grecolatinos, leyendas medievales e indicios de toda índole que «presienten» América desde la más remota antigüedad. Las tres carabelas han atravesado no sólo el espacio de un océano desconocido, sino la escala del tiempo, al permitir el encuentro del paraíso, de la «tierra nueva» que sólo debía encontrarse al final de la historia. Al develarse su existencia, ese tiempo futuro se hizo presente de golpe. En poco tiempo se había recorrido el alfa y el omega de la historia. Conquistadores y descubridores no «encuentran» un mundo, sino que «reencuentran» un mito olvidado para reinsertarlo en un proceso iniciado en el Génesis y que debe reencontrarse en la última revelación. Todos buscan en América lo que han perdido en Europa porque la tierra de promisión, por muy «prometida» que esté en el futuro, se nutre del pasado. Ese posibilidad de empezar desde cero no es improvisada, porque América no ha hecho sino actualizar esa promesa de las Sagradas Escrituras: la existencia en «alguna parte» de una tierra generosa y ubérrima explica, en buena parte, los motivos de la emigración hacia sus tierras. Sueños y esperanzas del emigrante El deseo de establecer una distancia entre el lugar de residencia rutinaria y cotidiana y el de una nueva vida se presenta como un anhelo natural a todo hombre que quiere romper la circunstancia histórica que lo determina o condena. No es, pues, exagerado decir que todo ser humano, hasta el más sedentario, es un emigrante en potencia. Hay en el hombre un deseo insaciable de ocupar el espacio desconocido, tanto el geográfico como el cognoscitivo, el afán de apropiarse de tierras y de hombres, de la cultura y de los conceptos de los otros, deseo y afán que está en la base de toda con240

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quista, pero también de toda emigración. Por ello, en el origen de la emigración hay una decisión personal o familiar motivada por una insatisfacción derivada de la disociación del hombre con su espacio cotidiano. En realidad pareciera que el ser humano sólo concibe la felicidad en «el lugar donde no está» (Bloch 1970: 108). Por algo se dice que nadie es profeta en su tierra. El verdadero origen de casi todas las migraciones, sin embargo, es una infelicidad que proviene de la opresión. «Cuando la escasez es grande, abundan los deseos» –recuerda Ernst Bloch (1970: 109)–, y de ahí que el ser humano desee «construir el cielo en la tierra». Esta opresión puede darse en el pueblo natal o provenir de una rígida tradición familiar, de un sistema político tiránico o de una religión dogmática. No es de extrañar, entonces, que las migraciones estén compuestas por «los grupos sociales más pobres, desprotegidos y explotables», incluyendo –como lo hace la Unesco – a todos aquellos que «han emigrado por razones políticas». Conviene, en este sentido, distinguir entre el emigrante y el exiliado. El emigrante apuesta más o menos libremente por la que identifica con la tierra prometida de su elección. El exiliado no tiene otra alternativa que asilarse en el país que lo acoge para salvarse de la persecución, de la cárcel o de la muerte. El primero busca con esperanza un futuro diferente; el segundo huye de un pasado en el que la utopía en la que creía ha sido derrotada. La actitud de ambos será, por lo tanto, diferente en el país al que llegan: tierra prometida y patria definitiva para el emigrante, tierra de asilo y refugio provisorio para el exiliado. Para emigrar hay que romper con «los límites de una pequeña existencia cuyas líneas están trazadas de antemano» (Kattan 1969: 11) y salir del «estrato de la sociedad cristalizada a la que se pertenece» (Jauretche 1974: 158). La infelicidad que motiva la emigración está causada fundamentalmente por la opresión. Esta opresión puede darse en el pueblo natal o derivar de una rígida tradición  Definición adoptada por la Unesco en la consulta de expertos sobre «Los aportes culturales de los emigrantes a América Latina y el Caribe desde comienzos del siglo xlx», celebrada en Panamá del 19 al 23 de noviembre de 1979 (Unesco, CC-79 / Conf. 619/17).

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familiar, un sistema político tiránico o una religión dogmática, pero en todo caso la miseria es el gran auxiliar del ensalzamiento de la otredad posible, la causa fundamental que impulsa al hombre a dejar su tierra. Y nada mejor el Nuevo Mundo para concitar esas esperanzas. América se convierte así en reino de la revancha social. La utopía popular o paraíso de los pobres, de larga tradición en el pensamiento medieval y cuyas versiones italianas se dan a través del topos del paese di Cuccagna  y las variantes populares renacentistas del mondo a la rovescia, inversión social y política de significativa aplicación en la idea de las Antípodas, se identifica rápidamente con el territorio americano. La utopía es un espacio de «frontera», una esperanza de escapar al presente, no gracias a una confianza en los poderes del futuro, sino gracias al viaje que permite el acceso a esa tierra prometida, permeable, donde una nueva realidad puede ser forjada de inmediato a la medida de los deseos del emigrante. En general, toda emigración in terram utopicam se proyecta más allá de la res finita conocida, con la esperanza de encontrar lo nuevo-posible, el novum que está latente en la realidad de otro lugar, en otro lugar. Pese a ello, no es siempre fácil establecer el «hacia dónde» de lo real. Esta noción está vinculada estrechamente a la de praxis en la medida en que más allá de los mitos que operan en el subconsciente y en el proyecto utópico, hay una opción concreta: la del territorio elegido para emigrar, la frontera que hay que transgredir para acceder al otro espacio. Porque aunque la vocación del límite es la de ser infranqueable, ninguna frontera puede escapar al tema de su penetración. Ningún territorio puede cerrarse completamente al otro. Todo límite supone su transgresión, por lo que deben organizarse los lugares de entrada: puertos, aduanas, caminos, pasos. Por ellos penetran siempre, legal o clandestinamente, los inmigrantes. Emigrar es una forma de escapar –generalmente la única– a un destino predeterminado y acceder a una vida alternativa sin tener  Morton (1952) explica el origen de la utopía a partir del «paraíso de los pobres», la razón desesperada y la razón sublevada.

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que pasar por la dolorosa y ardua tarea de demoler lo existente. Emigrar permite renacer como otro en la alteridad lejana situada más allá de la frontera. La tierra prometida constituye, en tanto que espacio «otro», refugio y tierra de asilo para toda suerte de perseguidos. En cualquiera de los casos, la decisión de emigrar necesita de un gran coraje, subrayado por ensayistas y poetas. J. F. Kennedy, él mismo nieto de emigrantes, ha escrito que No hay nada más extraordinario que la decisión de emigrar, nada más extraordinario que esta acumulación de sentimientos y de reflexiones que llevan finalmente a una familia a despedirse de la comunidad en cuyo seno ha vivido durante siglos, a romper los antiguos lazos, a dejar los paisajes familiares y a lanzarse a los mares amenazantes hacia una tierra desconocida (Kennedy 1964: 4).

Hay que lanzarse al «negro océano sin límites, / sin dimensiones, donde se pierden lo largo, lo ancho, lo profundo, / el tiempo y el espacio», sobre el que poetiza Milton. Para ello hay que disipar la profunda angustia de la partida, esa «venganza» de la casa hogareña que «nunca quisiera verse abandonada» (Fernández Moreno 1970: 132) y darse los ánimos sobre los que versifica Rosalía de Castro: «¡Animo, compañeiros! ¡tod’a terra e’ d’os homes! Aquel que no ven nunca mais que a propia a iñorancia o consome. ¡Animo! A quen se muda Diol’o axuda». Para darse ese coraje, el emigrante vuelca toda su esperanza en el país al que ha apostado, como si la fe pudiera ayudarlo a autoconvencerse de lo atinado de su resolución. «Empezar desde cero, lejos de aquí» «Vamos a un país de futuro», a «una verdadera tierra prometida», han declarado muchos emigrantes antes de partir hacia Canadá, Estados Unidos, Argentina o Brasil, una esperanza desproporcionada que ha tenido, en algunas ocasiones, una raíz religiosa, como  «As viudas dos vivos e as viudas dos mortos», en Castro 1963: 126.

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en la bíblica emigración del pueblo judío o la reciente de Israel, o aun en la colonización de los Estados Unidos. El deseo de «empezar desde cero, lejos de aquí», ha funcionado como estímulo e impulso para la idealización del espacio americano. América es «un espacio lleno de posible real», al decir de Bloch. Emigrar al Nuevo Mundo será un modo de pasar de la tierra en estado de posibilidad real a la tierra en estado real. América ha sido espacio vacio, refugio, tierra de asilo para toda suerte de perseguidos y una forma de renacer como otro en la alteridad lejana. Thomas Paine afirmaba en 1776 que: No hay lugar en la tierra que pueda ser tan feliz como América. Su posición la aleja de todas las querellas del mundo. América no tiene más que comenzar con los unos y los otros.

Del mismo modo, sobre la Argentina ha escrito Julio Mafud: América era la contraverdad de sus vidas. El otro mundo prometido. Emigrar era el camino más rápido para triunfar. Por otra parte, el único camino para fugarse de la policíaca miseria. El nuevo mundo descubierto en su mente no tenía forma ni estructura real. Era una brillante extensión de tierra poblada de posibilidades (1967: 65).

La utopía espacial se sustenta, pues, en un territorio idealizado por la distancia o por lo poco que se sabe de él, aunque también puede ser la gran capital para el habitante del mundo rural sujeto a un sistema de explotación agraria feudal, «luces de la ciudad» que han motivado vastos éxodos rurales hacia las ciudades. Son los El Dorado de los campesinos del nordeste de Brasil que noveliza Jorge Amado en Los caminos del hambre, que creen que por el mero hecho de atravesar el sertão dejarán atrás la miseria y el hambre. A la inversa, la crisis urbana contemporánea ha impulsado  Mircea Eliade (1971) sostiene el signo escatológico del proceso de colonización del Nuevo Mundo. En la misma dirección, las obras de Charles L. Sanford (1961) y de George H. Williams (1962) analizan el sentido religioso de esta marcha progresiva del este hacia el oeste, iniciada «en el desierto de Sinaí».  Citado por Boorstin 1976: 60.

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un «retorno a la tierra» y una revalorización de la vida arcádica en comunas como contraimagen de la contaminación del medio ambiente y el deterioro social en las grandes ciudades. Las llamadas ecotopías en Estados Unidos y algunos ejemplos latinoamericanos recientes son ilustrativos. La mitificación de la tierra prometida ha sido, en muchos casos, ingenua. Los emigrantes americanos cantaron a las big rock candy mountains donde «nunca hay que cambiarse de calcetines» y donde se puede recorrer en canoa «un lago de wisky». Con palabras más simples no hacían sino repetir el escenario de esos países de la abundancia –Jauja, Cucaña, la Lubberland, el Bigoudi– que poblaron las febriles imaginaciones de los campesinos hambrientos de la Europa medieval y que tan espléndidamente representó Peter Brueghel en sus cuadros. Son las ilusiones de quien va a las Indias a hacer fortuna, repetidas a través de los siglos: «Carcas de canela allí daré a la lumbre por cebo, fabricando catre nuevo del ágata y el coral, que tenga cada puntal un topacio como un huevo»10 . La noción geográfica del horizonte distante americano como «tierra de la fortuna» aparece gráficamente representada en el diálogo del escritor Camilo José Cela con un pescador, frente al océano Atlántico que baña las costas de Galicia: –¿Qué queda detrás de la marola? –Inglaterra, que es un país de marineros. –¿Y allá enfrente? –Allí enfrente, La Habana, que es un país al que llevé muchos que se hicieron ricos y volvieron con reloj de oro (Cela 1956: 41).

La publicidad ha sabido explorar esos sentimientos. Para seducir a los posibles emigrantes al oeste americano, la prensa de la  Ward (1974) incluye el texto de la canción «The big rock candy mountains» (1974: 10), donde se afirma que «the sun shines every day» y «you sleep all day», al pie de «the cigarette trees», cerca de las «sodawater fountains» y los «lemonade springs», en un paisaje que se extiende sobre un «lake of stew, and whiskey, too». 10 «Ilusiones de quien va a las Indias a hacer Fortuna» (Lobo 1965: 71).

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época publicaba anuncios destacando las virtudes de la tierra de los indios navajos: «el clima es tan sano que sólo pegándole un tiro a un hombre se puede inaugurar una tumba». Esta tierra americana era la utopía, donde no había «aristócratas» y la gente «no tiene que trabajar mucho para tener de todo». La misma exaltada publicidad fue propuesta por el socialista utópico Victor Considerand en el folleto Au Texas, donde afirmaba que la prodigalidad de la naturaleza hacía en Texas las dicienueve de las veinteavas partes del trabajo de un hombre. Para los campesinos polacos, esta vez radicados en el Paraná, la publicidad se revistió de un pretendido milagro: la Virgen María había disipado las brumas y convertido la tierra de la mesopotamia argentina en un fértil paraíso destinado a los «buenos católicos»11. La creencia en el porvenir de América y en su falta de historia permitía imaginar a los emigrantes y a los esperanzados aspirantes a una nueva vida en un Nuevo Mundo que todo sería más fácil en su territorio. Se creía que América carecía de historia, lo que la hacía menos resistente al cambio y más proclive a la apertura, permeable a las nuevas ideas. De ahí que la emigración de campesinos y trabajadores haya estado muchas veces integrada por los grupos más concientizados de Europa. Que fueran pobres o miserables no significaba que fueran siempre ignorantes. La decisión de emigrar suponía una inquietud y un desajuste de origen, al mismo tiempo que una idealización del destino americano. Sin embargo, detrás de estos proyectos que han arrastrado a pobres campesinos europeos tras el sueño de la tierra prometida «al alcance de la mano», se escondía una cruda realidad hecha de explotación y miseria, como ha escenificado la película Heaven’s gate de Michael Cimino y tantas novelas latinoamericanas, especialmente argentinas y brasileñas. El emigrante descubría tristemente que no viviría mejor que el indio al que había despojado de su «paraíso» natural. Nada mejor para ilustrar esta idea que el ejemplo paradigmático de la colonia Cecilia, fundada en 1892 en el estado de Paraná de Brasil por un grupo de anarquistas italianos conducidos por Giovanni Rossi. En la canción libertaria que oficia de himno de la colo11 Citado por Abou 1980: 78.

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nia se afirma alegremente: Te lascio Italia, terra di ladri, / Coi miei compagni vado in esilio, / E tutti uniti a laborare / E formerem la colonia social12. En este caso, la disociación antinómica entre realidad y utopía se plantea con claridad: lo que ya no es posible en Italia, tierra «dominada por ladrones, burgueses, el rey y el papa», debe serlo (tiene que serlo) en «una isla de anarquía rodeada por el Brasil». Esa metafórica «isla de tierra firme» –arquetipo de la utopía– no es más que la visión alternativa, la contraimagen ideal de la Italia real, es decir, la Italia comunista y libertaria con la que sueñan los anarquistas de la colonia. Claro que, en este proyecto, el Brasil no deja de ser una utopía de Europa, como todas las imaginadas por emigrantes europeos en tierras americanas. Pero pese a ser una utopía de Europa, los pobladores italianos de la colonia Cecilia están convencidos de que Brasil es un «país de futuro», como lo llamará en pleno siglo xx el escritor Stefan Zweig. El propio emperador Don Pedro II cree en este eu-topos, en el «lugar feliz» en el que puede transformarse el Brasil, cuando le dice a Rossi que Lo que es difícil en Italia es realizable en Brasil. Mi país es un país nuevo, poco poblado, que tiene necesidad de hombres cultivados, de ideas modernas, de pioneros y predicadores de la ciencia. Si quiere usted realizar sus ideas, reflexione sobre esta propuesta: les dono tierras (Comolli 1976: 19).

América pone el espacio libre y virgen y Europa la voluntad de construir en su territorio un mundo alternativo donde se puede empezar de nuevo la vida. El camino está sembrado de emboscadas, de ilusiones y de frustraciones, de sueños y de decepciones, pero en todo caso merece lanzarse a la aventura de recorrerlo. El mito de la tierra prometida lo motiva; la esperanza de realizar la utopía allende los mares lo justifica.

12 Canciones anarquistas reproducidas en la película La Cecilia de Jean Louis Comolli (en Comolli 1976: 9).

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La frontera argentina Del programa político a la ficción utópica

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n Argirópolis (1850) Domingo Faustino Sarmiento llama la atención sobre la frágil situación de la integración territorial argentina y la ausencia de fronteras claramente diferenciadas con los estados vecinos. El autor anota con evidente preocupación que el país limita hacia el oeste con las «escarpadas cordilleras de los Andes, que embarazan la comunicación directa con el Pacífico», mientras hacia el norte se divide entre el desierto y las provincias de Bolivia, «escasas de productos de lucrativo intercambio» y, por lo tanto, «esterilizando todo esfuerzo de industria». Hacia el sur, no sólo el territorio está naturalmente despoblado, sino que los «salvajes» han reconquistado zonas ya colonizadas en períodos anteriores de la historia, cortando vías de comunicación existentes (Sarmiento 1968: 52). Fijación, demarcación y significación del límite En este texto de Sarmiento, entre político, programático y utópico, los límites fronterizos debían marcar la diferencia entre una Argentina que aspiraba a ser europeizada y una indoamérica que se percibía desde Buenos Aires como esencialmente diferente. La frontera geocultural del país debía, por lo tanto, fijarse con precisión, rechazando a los «indios salvajes» que «depredaban el interior 249

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del país hacia el sur y el oeste», donde «la parte ocupada por los cristianos» (Sarmiento 1968: 111) se iba reduciendo, ya que Lejos de estar en condición la actual Confederación Argentina de poder cambiar sus productos con nación alguna civilizada, sufre las devastaciones de los salvajes, quienes, gracias a nuestro abandono, a la pobreza de las provincias del interior y a la guerra exterior que nos aniquila, han logrado en estos últimos diez años despoblar una parte de la República, hacer azarosa la comunicación con el puerto de Buenos Aires y acercar el desierto hasta el río Tercero (Sarmiento 1968: 52).

Para Sarmiento, la necesidad de fijar claramente las fronteras del país era impostergable en el momento que proyectaba la Argentina del postrosismo. Durante el período de la dictadura de Rosas las fuerzas armadas se habían dedicado a guardar «la entrada de la patria», impidiendo la libre inmigración, en lugar de fijar y proteger las fronteras interiores. Como resultado de ello, la Argentina estaba desprotegida «al sur y al norte», donde: «Acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones» (Sarmiento 1979: 23). Esa necesidad era tanto más imperiosa porque la Argentina ya rivalizaba en potencia e influencia en la región frente al «imperio del norte» del Brasil, esa nación «fuerte de cuatro millones de habitantes». En resumen, el país necesitaba imperativamente «estabilizar» lo que hemos llamado «el frente de avance», es decir, hasta donde llegaba el impulso y la fuerza, no necesariamente «física-militar», del proyecto territorial argentino. Para hacer plausible y verosímil ese proyecto de integración nacional, el autor de Facundo se remite al «modelo europeo». Funda sus ideas en «las necesidades de las naciones modernas» y en el «espíritu de la época». Los ejemplos de Italia, Alemania, Canadá y Estados Unidos, incluso con la «anexión de los estados vecinos» (Texas, California y Nuevo México), le parecían verdaderos mode Sobre esta noción, véase Mañach 1970: 32 y 52.

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los. Por esta misma razón compara su proyecto argentino con la «pacificación» que, en ese mismo momento, llevaban a cabo Rusia en sus territorios asiáticos y Francia en Argelia. Estas necesidades no son otras que las que pautan las preocupaciones de las potencias coloniales europeas, pero también las de los flamantes estados independientes americanos a lo largo del siglo xix: fijar las fronteras nacionales, algo parecido a la «repartición» y «delimitación» de zonas de influencia en África, el Medio Oriente (Siria, Líbano, Palestina e Irak) y en buena parte de Asia, límites muchas veces arbitrarios y fuente de conflictos que se arrastran hasta hoy en día. En Argirópolis –como en otros textos de Sarmiento– se reclama la fijación del límite fronterizo como una forma de reconocimiento de la emergente nacionalidad argentina, proceso de autoafirmación y diferenciación que está en la raíz de la acepción de frontera como línea divisoria entre estados y cuya legitimación pasa por la demarcación y su representación en los mapas que la consagran. La frontera como proyecto y expresión de poder En el interior de un territorio bien delimitado deberían darse libremente las expresiones de poder del Estado soberano, ya que, como hemos visto, los límites naturales –un río, un lago, una cordillera– no diferencian tanto los países entre sí como las divisiones políticas, culturales o económicas que se establecen a partir de la demarcación política que ese accidente geográfico pone de relieve, o que simplemente utiliza como pretexto para fundar la frontera política. Sarmiento era consciente de que toda frontera –aun apoyadas en la división natural o el accidente geográfico, como lo son la cordillera de los Andes o el Río de la Plata en la Argentina– es siempre el resultado de una voluntad política que se esfuerza en legitimar históricamente su existencia, porque el límite fronterizo se fija gracias al ejercicio de una autoridad, un poder que significa política y socialmente el territorio que delimita y controla. En el origen del límite fronterizo hay siempre una autoridad, un poder que ejerce la función social del ritual y de significación 251

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del límite: lo que es territorio propio y lo que es territorio extranjero. El origen de todo límite es, por lo tanto, intencional y es la expresión de un poder en acción. Una clara delimitación de la frontera argentina no sólo marcaría un lugar, un espacio propio, sino un tiempo en la historia, ya que, en general, las fronteras brotan como cicatrices de conflictos, rivalidades y diferencias y se transforman en un recuerdo metafórico del tiempo histórico transcurrido. Por ello, Sarmiento reclama en sus primeros escritos el trazado colonial de las fronteras del Virreinato del Río de la Plata para proponer las que deberían ser las fronteras de la Confederación Argentina o las de las Provincias Unidas del Río de la Plata, aunque finalmente acepte fijar los límites del Estado en función de los límites de la «fuerza» real del país, hasta donde llega el poder vigente. Al reivindicar la legitimidad colonial para la frontera argentina, Sarmiento no hace sino darle un antecedente jurídico a un proyecto cuyo sustento social y cultural no le parecía suficiente, lo que él mismo llamaba superar la «inferioridad de fuerza» en que se encontraba el país, para proyectarlo en un «gran Estado». Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en otros países de América Latina con un rico y estructurado pasado prehispánico o colonial, el flamante Estado argentino carecía del sustento humano (población) y cultural (referentes identitarios a un centro a partir del cual se irradiara) que hacen de toda frontera un resultado y no una causa de la diferencia. Sarmiento reconoce los efectos del escaso pasado cultural prehispánico y colonial y, sobre todo, la situación de hecho del país despoblado y «vacío» en términos humano que pretende integrar a través de la fijación de sus fronteras. Por lo tanto prefiere, en lugar de intentar armonizar lo existente (indígenas y nómadas, poblaciones más o menos autónomas) o de militarizar el país para imponer una unidad por la fuerza, apostar por una Argentina futura que sea diferente a la existente. Para ello, propone un modelo social, político y cultural para un país que no existe, que «estaba por hacerse». El límite fronterizo no debería sino fijar el molde en cuyo contenido se fundiría un modelo novedoso de sociedad, en el interior 252

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de cuya línea se situaría el espacio securizante del adentro y a cuyo exterior –el espacio del afuera– se relegaría a los otros, para marcar las diferencias de la Argentina con sus vecinos y mejor enfatizar las peculiaridades nacionales. Una frontera claramente delimitada permitiría crear, más que preservar, tradiciones y valores propios y autoafirmarse frente a los demás. La realización del proyecto sarmentiano establecería con claridad la «diferencia» que reclamaba buena parte de su generación entre la Argentina y el resto de América, al mismo tiempo que daría la necesaria cohesión al cuerpo social del pueblo enmarcado en sus límites. La frontera sería el resultado de las diferencias que deberían crearse y no la causa de ellas. La Argentina necesitaba que su frontera político geográfica reflejara las realidades antropológicas, políticas, sociales, culturales, étnicas, económicas o lingüísticas del Estado que aspiraba a ser en el contexto americano de países independientes. Límite de alcance «energético», en tanto fijaría un campo de actividad que defendería celosamente, la frontera debía poder contener en el ámbito que perfilaba, en los límites que establecería, las esencias peculiares que constituían lo diferente de su «personalidad colectiva», los legítimos objetos de su amor propio, esa noción de «modo de vivir» que conllevaba la idea dominante de «idiosincrasia» en un medio dado, lo que se reivindicaría más tarde como identidad nacional. Para llevar a cabo su proyecto político, Sarmiento propuso fundamentalmente poblar la Argentina con inmigrantes que fijaran, por su propio origen europeo, la diferencia buscada frente al resto de la América indígena o mestiza. De cualquier modo, el espacio argentino estaba en gran parte vacío en términos humanos, por lo cual no podría ser capaz de soportar la tensión inherente a toda frontera. Vacío humano significaba vacío histórico y, por lo tanto, fragilidad de la frontera. La frágil «membrana periférica» del «mundo solitario» de la Argentina estaba amenazada en la medida en que la vocación centrífuga de Brasil se imponía, presencia imperial en algunos casos, simplemente «pionera» en otros, como sucedía con los avance de los bandeirantes hacia el oeste. 253

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Poblamiento y diferenciación del territorio En una frase que se ha transformado en tópico recurrido de su pensamiento, Sarmiento sostuvo en Facundo (1845) que El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes y se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado, sin una habitación humana, son por lo general, los límites incuestionable entre unas y otras provincias (Sarmiento 1979: 22).

Para superar «los males de la extensión» y el «despilfarro de terreno» que caracterizan la «superficie desmesurada» de América (Sarmiento 1979: 83) había que transformar el «desierto» en una tierra feraz, algo sólo posible poblándolo de «laboriosos inmigrantes». Nuestro principal elemento de prosperidad son los terrenos baldíos, improductivos hoy, pero que pueden valer millones desde el momento que se emprenda distribuirlos a los colonos por un precio determinado (Sarmiento 1968: 116).

Para fijar y asegurar la frontera nacional no había más que poblar y colonizar el país: distribuir tierras, construir caminos cuyo recorrido se aseguraría con «una buena red de postas y posadas», garantizando comunicaciones con el telégrafo, fortificando ciudades para protegerlas de «malones» y de «salvajes». Se trataba en definitiva de llenar el «vacío humano», lo que Juan Bautista Alberdi llamaría «nuestro mundo solitario». La frontera argentina necesitaba marcar las diferencias con sus vecinos, ya que si no establece diferencias toda frontera tiende a borrarse, a ir desapareciendo, por lo que necesita de una mínima «superficie de fricción». Las fronteras –se ha dicho sin ironía– deben ser «recordadas», subrayadas con énfasis. Por lo tanto, el único modo de construir eficazmente la frontera del país es recordarla por la diferencia que la Argentina debe generar entre su territorio y el de sus vecinos. Como la diferencia no existe en forma marcada, hay que crearla poblando el país con inmigrantes que no sean americanos. Sar254

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miento fomenta la inmigración europea como un modo eficaz de «gobernar», porque entendía –en otra sentencia transformada en lugar común de su pensamiento– que «gobernar es poblar», fórmula que repite en Argirópolis y en otros textos: El elemento de orden de un país no es la coerción ni la comprensión del gobierno. Son los intereses comprendidos. La despoblación y la falta de industria prohijan las revueltas: poblad y cread intereses. Haced que el comercio penetre por todas partes, que mil empresas se inicien, que millones de capitales estén esperando sus productos, y crearéis un millón de sostenedores del orden (Sarmiento 1968: 124).

Esta idea es fundamental en la articulación territorial que la inmigración debía propiciar, ya que en el espacio interno que establece la frontera genera nuevas solidaridades que los sociólogos llaman por «similitud» o por «proximidad», pero que, en todo caso, justifican la propia existencia de fronteras. En la intención utópica que subyace en Argirópolis se reiteran las mismas preocupaciones: «los males de la extensión» y el «despilfarro de terreno» que caracterizan la «superficie desmesurada» de América, porque «nuestra pampa nos hace indolentes, el alimento fácil del pastoreo nos retiene en la nulidad» (Sarmiento 1968: 83). Argentina debe ser «la patria de todos los que vengan de Europa», y debe dejárseles en «libertad de obrar y mezclarse con nuestra población» (1968: 109). Por ello, reitera una vez más que «nuestro principal elemento de prosperidad son los terrenos baldíos, improductivos hoy, pero que pueden valer millones desde el momento que se emprenda distribuirlos a los colonos por un precio determinado» (1968: 116). Sarmiento insiste que hay que «mezclarse» con la población de «países más adelantados que el nuestro», hay que favorecer la inmigración de europeos para que «nos comuniquen sus artes, sus industrias, su actividad y su aptitud al trabajo» (1968: 99), anunciando casi textualmente en estas palabras el principio que consagra en 1853 la Constitución. Para ello, hay que «hacer segura la situación de los extranjeros, atraerlos a nuestro suelo, allanarles el camino de establecerse y hacerles amar el país, para que atraigan a su vez a 255

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otros con la noticia de su bienestar y de las ventajas de su posición» (1968: 99). Las embajadas argentinas en el exterior deben transformarse en «oficinas públicas» para «seducir hombres eminentes» y «enviarnos millares de emigrantes laboriosos» (1968: 111). No hay que «gritar contra los extranjeros» y no hay que esperar que los pocos nativos se multipliquen hasta llegar a ser una nación, porque no harán sino reproducir hombres «con su escasez actual de conocimientos» y su falta de «nociones industriales». Hombres, por otra parte, condenados a defenderse de los «indios salvajes» que depredan el interior del país y reducen aún más «la parte ocupada por los cristianos» (1968: 111). La obsesión de poblar como remedio a todos los males vuelve a repetirse a lo largo del libro y adopta diversas formas, pero el razonamiento de fondo es claro: «Cuantos más europeos acudan a un país, más se irá pareciendo ese país a la Europa, hasta que llegue un día en que le sea superior en riqueza, en población y en industria» (1968: 110). Con los cien mil emigrantes enviados cada año, se «cubrirán de mieses los campos y las ciudades» del «bello territorio de Entre Ríos». Un buen ejemplo es éste de la provincia de Entre Ríos, cuya importancia geográfica y natural aparece destacada por el hecho de que «el día que haya leyes inteligentes de navegación, será el paraíso terrenal, el centro del poder y de la riqueza, el conjunto más compacto de ciudades florecientes» (1968: 87). Sarmiento compara ese territorio «regado por la naturaleza con el esmero de un jardín» con la estrecha franja del valle del Nilo en Egipto, con la «Holanda cenagosa» y «la Francia mal regada», para concluir que si en el jardín entrerriano sólo «pacen hoy rebaños de vacas» es por la falta de leyes de navegación y una «mala aplicación de territorio privilegiado». Se trata –una vez más– de parecerse a Europa. ¿Acaso las sierras de Córdoba no recuerdan a los «sitios risueños y pintorescos de los Alpes de la Suiza?» (1968: 118). Y la posibilidad de parecerse a algo ya existente, convierte el proyecto utópico en algo posible. Lo que es utopía en América, es realidad en Europa, aunque este principio se relacione en forma ambivalente con el hecho de que América es –al mismo tiempo– despositaria de la esperanza perdida en Europa. 256

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«Poblar nuestro mundo solitario» Juan Bautista Alberdi partiría de un esquema similar: «El terreno es la peste de América, como lo es en Europa su carencia», «hay que escapar de la soledad; poblar nuestro mundo solitario», para lo que propuso una inmigración de origen sajón, cuyas virtudes ensalzó con entusiasmo: Cada europeo que viene, nos trae más civilización en sus hábitos, que luego comunica en estos países, que el mejor libro de filosofía […] ¿Queremos que los hábitos de orden y de industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente estos hábitos. Ellos son pegajosos: al lado del industrial europeo, pronto se forma el industrial americano (Alberdi 1886-1887, Vol. III: 88).

Más directamente lo explicita en su alegoría Peregrinación de Luz del Día o Aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo: El dilema es de hierro para la América del Sud: o latina exclusivamente, y entonces esclava; o libre, y entonces sajona, por la educación y el temperamento cuando menos.

A lo que, con ironía, añade: Si la América antes española prefiere ser la «América de la poesía», a ser la «América de la libertad», puéblese entonces con las inmigraciones de la Europa latina. La raza latina la traerá naturalmente su «libertad latina», libertad muerta, como la lengua latina, libertad arqueológica […] que sólo vive hoy la vida de los fósiles (Alberdi 1983: 189).

Pero a diferencia de Sarmiento, Alberdi tuvo en cuenta en su proyecto a los pobladores y ocupantes «originarios» de ese espacio. Por ello no va tan lejos en su rechazo de la «barbarie gaucha». En su visión pragmática, las antinomias sarmentianas entre civilización y barbarie y campo versus ciudad le parecen reductoras de la realidad existente, hecha de indígenas y gauchos que ya están poblando el 257

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territorio y que, mal que bien, trabajan los campos. Por ello, no deja de reconocer que El gaucho es el maquinista, que en este sentido es a la civilización argentina lo que el marinero y el maquinista a la civilización inglesa: rudo, inculto, áspero, pero brazo elemental del progreso, que allí reside en el desarrollo de su riqueza rural. Tales campañas y tales campesinos no pueden representar la barbarie sino en libros que no entienden lo que es civilización (Alberdi 1886-1887, Vol. VII: 164).

De un modo pragmático Alberdi combate al indio al mismo tiempo que ataca a los xenófobos del gobierno, buscando conciliar su prédica a favor de la inmigración anglosajona con la existencia de una población criolla ya asentada en el campo. Aunque parezca más claro en Alberdi, no debe dejar de recordarse que el propio Sarmiento, al idealizar el espacio abierto de una pampa que describe como «Tierra Prometida» y «escenario edénico», divide ambiguamente sus sentimientos entre la nostalgia de la Arcadia pastoril y la Edad de Oro del período colonial y la necesidad de apostar a un industrioso futuro. «Creía estar en los tiempos de Abraham», escribe en uno de sus viajes al interior del país, reiterando las amables descripciones del mundo criollo de la infancia narrado en Recuerdos de provincia (1850). Sarmiento sueña con un «Nuevo Gobierno» para dirigir una Argentina próspera, lo que debería ser un «gran estado» contrapuesto a la «república oscura». «Éstas no son quimeras, pues basta quererlo», sostiene en Facundo. Este diagnóstico lo traduce en una encendida proclama, aunque la plantea como una interrogante: ¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta de la inmigración europea, que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos, a la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar? ¿Hemos de dejar ilusorios y vanos los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria, que, con envidia, nos dirigen los que en Europa estudian las necesidades de la humanidad? (Sarmiento 1979: 12).

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De ahí que exclame, a modo de conclusión: «¡Oh! Este porvenir no se renuncia así no más». Un proyecto «para todos los hombres del mundo» Desde los orígenes de la nación independiente argentina se plantea el interés de que se traigan «sabios y artistas» de todos los países, como le pide Mariano Moreno a Manuel Aniceto Padilla en las instrucciones del 9 de septiembre de 1810, y reiterará después Rivadavia con la ley de enfiteusis y la instalación de la primera colonia de inmigrantes en San Pedro en 1825. Será, sin embargo, con la Constitución de 1853 cuando la política inmigratoria adquiera una verdadera dimensión nacional. La necesidad de aumentar la población se proclama en el Preámbulo y se consagra en su articulado. La intención del constituyente fue explícita. Pretendía poblar un territorio para consolidar una nación, fijando con claridad sus fronteras, al mismo tiempo que anunciaba su misión civilizadora: «mejorar» industrias e «introducir» ciencias y artes. Los propios constituyentes, al decretar los principios de la «unión nacional», afirman hacerlo «para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino», asegurando que «los extranjeros gozan en el territorio de la Confederación de todos los derechos civiles del ciudadano, pudiendo ejercer su industria, comercio y profesión» (artículo 20). El artículo 25 declara por su parte que El gobierno federal fomentará la inmigración europea y no podrá restringir, limitar, ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir las ciencias y las artes.

Se trata de estimular la llegada al país de inmigrantes «calificados», que por razones culturales y geográficas, por no decir raciales, deberían ser de origen europeo. La Constitución lo ratifica: «fomen Citado por Onega 1982: 9.

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tará la inmigración europea», ya que no «hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América». Entre los pueblos de este continente, sólo la Argentina está llamada «a recibir la población europea que desborda como el líquido de un vaso», al decir del propio Sarmiento, aunque la «europeización» y la erradicación de «la barbarie gaucha» suponga, en todos los casos, «desespañolizar». Apenas sancionada la Constitución de 1853, llegan a la Argentina los primeros europeos, cuya integración al país se garantiza por la Ley Avellaneda de 1876, que da origen al Departamento de Inmigración, proceso que se acelera en los años sucesivos, al punto de que en menos de veinte años (entre 1889 y 1909) la población de Buenos Aires se duplica. En cinco años (1886-1890) ingresan 591.383 inmigrantes. En 1895 un 34% de la población total del país está constituida por extranjeros, concentrados en su mayoría en la capital y en las ciudades del litoral. Entre 1901 y 1910 llegan a la Argentina 1.120.200 inmigrantes. El año récord es 1906, con 302.200 inmigrantes . Para tener una idea de la importancia del fenómeno argentino en el contexto americano es interesante recordar que, entre 1824 y 1924, cincuenta y dos millones de personas dejaron Europa, de los cuales el 93% vinieron a América (un 72% a los Estados Unidos y un 21% a América Latina) y el 7% restante se fue a Australia. De los once millones que emigran a América Latina, más del 50% es absorbido por un solo país –la Argentina– un 36% por el Brasil, un 5% por el Uruguay, y el 9% restante se reparten entre los otros paises del hemisferio. El mito babilónico de Buenos Aires Con la inmigración masiva, la actitud de los dirigentes cambia. Tanto Sarmiento como Alberdi no tardan en comprobar que los inmigrantes que llegaban a la Argentina no eran los calificados e  Véase Russich 1974, donde se ofrecen detalladas estadísticas por nacionalidades.  Datos extraídos de Morner 1978: 60. Aun simple o motivada ingenuamente, la función de la inmigración es particularmente significativa en la consolidación nacional de las fronteras de Estados Unidos, Argentina, Brasil, Uruguay y Venezuela.

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idealizados trabajadores que se esperaba. No todos eran aquellos inmigrantes ensalzados, alfabetizados e industriosos, sino que la mayoría provenía de las regiones más pobres del sur de Europa. Por otra parte, entre la enorme masa inmigratoria –como señala Gladys S. Onega (1982: 14)– «llegan líderes obreros expulsados de sus países por cuestiones sociales y obreros entrenados en la lucha de clases». Con la emigración irrumpen ideas nuevas (socialismo y anarquismo) y las reivindicaciones sociales derrotadas en Europa rápidamente se reiteran en América. Poblar se convierte en sinónimo de «corromper». En la alegoría Peregrinación de Luz del Día, el mismo Alberdi que había preconizado la inmigración, ironiza: Gobernar es poblar, pero cuando se le puebla con inmigrantes laboriosos, honestos, inteligentes y civilizados; es decir, educados. Pero poblar es apestar, corromper, embrutecer, empobrecer el suelo más rico y más salubre, cuando se lo puebla con inmigraciones de la Europa más atrasada y corrompida .

El autor de Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina descubre –no sin cierto asombro– que no todo lo que es europeo es civilizado: Europa abriga «millares de salvajes y bribones de peor tipo que los peores indígenas de América». Las Pampas, en resumen, están en París; la Patagonia, en Londres. Alberdi entiende que la inmigración que educa y civiliza no es espontánea en los países nuevos y que debe ser, por lo tanto, seleccionada, ya que la población que puede elegir libremente no emigra sino a países civilizados, ricos y seguros. En forma más radical, Sarmiento editorializa en 1887: «Lo más atrasado de Europa, los campesinos y gente ligera de las ciudades, es lo primero que emigra. Véalo en el desembarcadero...» (Sarmiento 1887b).

 Alberdi 1983: 27. El capítulo, de manera significativa, se titula «Casos en que poblar es asolar».  «Guerra a los extranjeros y al extranjerismo», en Alberdi 1886-1887.

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La comprobación es indiscutible. La inmigración proyectada no tiene nada que ver con la abrumadora realidad. «Nadie que vale algo emigra para empeorar su condición», comprueba Sarmiento en el mismo editorial, repitiendo con otras palabras la afirmación de Emilio de Alvear: «Nadie se expatría para empeorar». El inmigrante deja de ser una esperanza para convertirse en una amenaza. El mito civilizador de integración y consolidación de un espacio territorial cede rápidamente a la «amenaza babilónica» de desintegración de la sociedad tradicional criolla. La ciudad de Buenos Aires viene a ser «Las puertas de Babel» que describe años después Héctor Pedro Blomberg en el relato homónimo (1929) y que novelan, entre otros, Enrique González Tuñón y Juan Palazzo. La desordenada realidad ciudadana, derivada de la concentración de la inmigración destinada al interior tanto en la capital federal como en las provincias de Rosario y Santa Fe, deroga en la práctica el proyecto de población de las fronteras. Por ello, en 1887, el propio Sarmiento se pregunta: ¿Quiénes son los ciudadanos de este El Dorado ya presentido por los antiguos conquistadores, ciudad sin ciudadanos, pues de sus cuatrocientos mil que la habitan, la más industrial parte y la que representa el aspecto moderno se declara extraña, y cuando más se reconoce artífice y artista de la transformación, sin transustanciación, pues cada uno queda lo que fue, instrumento, fabricante, constructor? (Sarmiento 1887a).

El inmigrante sigue siendo extranjero, no se produce la esperada «transustanciación» pues «cada uno queda lo que fue». En este nuevo mundo «babilónico» Sarmiento se interroga entonces sobre «¿Qué es laArgentina?»: Es acaso la primera vez que vamos a preguntarnos quienes éramos cuando nos llamamos americanos y quienes somos cuando argentinos  Citado por Halperin Donghi en «Proyecto y construcción de una nación», en Díaz (ed.) 1984/1985: 21.

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los llamamos. ¿Somos europeos? Tantas caras cobrizas nos desmienten. ¿Somos indígenas? Sonrisas de desdén de nuestras blondas damas nos dan acaso la única respuesta. ¿Mixtos? Nadie quiere serlo, y hay millares que ni americanos ni argentinos querrían ser llamados. ¿Somos nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello.

Los nuevos signos de la frontera: encuentro, cierre y utopía Frente a esta realidad, que desmiente los proyectos fundacionales de Alberdi y Sarmiento consagrados en la Constitución, se producen reacciones contradictorias, aunque en cierto modo complementarias: –Por un lado, se idealiza una forma del pasado, especialmente el mundo gauchesco, al que se le otorgan retroactivamente las virtudes que se le habían negado en su tiempo. El signo de la frontera se invierte: el confín se transforma en punto de encuentro. –Por el otro, se rechaza en forma xenófoba, cuando no racista, la vasta masa inmigratoria extranjera que ha llegado (y sigue llegando) al país, aunque lentamente se le otorga un papel que asumirá plenamente en el siglo xx: los nuevos colonos y pioneros del espacio argentino pueden ser inmigrantes portadores de una esperanza de signo utópico. La primera corriente se traduce en una literatura que ensalza las virtudes del gaucho legendario, refugiado justamente en la frontera del desierto que adquiere una nueva dimensión –punto de encuentro del otro– y de la cual Martín Fierro de José Hernández es su ejemplo paradigmático. En esta recuperación del espacio fronterizo que marca una «linea ambigua de contactos entre los intereses de la ciudad y los del desierto» se descubre un auténtico «mundo fascinante en el que la aventura, el heroísmo y la abyección intercambiaban un cotidiano juego de máscaras» (Prieto 1968: 93).  Sarmiento, Conflicto y armonía de las razas en América; citado por Gladys Onega 1982: 52.

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En la misma dirección, los denostados nativos de la frontera argentina encuentran su interesada rehabilitación en obras como Una excursión a los indios ranqueles (1870) de Lucio V. Mansilla, suerte de ensayo histórico-antropológico de tono periodístico que utiliza el género epistolar como modo de expresión narrativa, para la defensa de los indígenas y «montoneros» que viven más allá de los confines del mundo «civilizado». Lo importante es que la actitud ha cambiado. Mansilla siente El deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades. sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno (1966: 21).

Llevando a cabo el pensamiento que «rumiaba» –«Hace ya mucho tiempo que yo rumiaba el pensamiento de ir a Tierra Adentro», escribe (1966: 25)–, Mansilla sucumbe a las «seducciones» de un «jefe de fronteras» y funda, lejos del poder central, un verdadero «gobierno fronterizo», donde descubre a los gauchos que «han solido ir a los indios por su gusto o vivir cautivo entre ellos» (1966: 33). En ese momento, la frontera-baluarte de Sarmiento se ha convertido en la frontera-membrana permeable que debe permitir el encuentro y la ósmosis entre campos culturales diversos. La meta de la nueva frontera es su «cruzamiento» en el doble sentido de la palabra: es cruce (encrucijada) y es mezcla (cruzamiento de especies). El límite violado es el punto inicial para acceder a otros horizontes. La frontera invita a «pasar del otro lado», a transgredir su línea y a borrar los límites que se sospechan creados artificialmente, a levantar otros para refugiarse del mundo del que está separada. Por eso, la nueva frontera de la literatura argentina genera expre­ siones culturales y relaciones basadas en la hostil disponibilidad recíproca de los espacios que separa: la errancia de personajes perseguidos y condenados a su pasaje, la huida en el otro, como dramáticamente se narra en Martín Fierro, al instaurar una convivencia del héroe con los que podrían ser sus enemigos naturales: los indios que viven en los confines de la «civilización»: 264

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Yo sé que allá los caciques amparan a los cristianos y que los tratan de «hermanos» cuando se van por su gusto (Hernández 1970: 30)

La frontera se transforma con Hernández en el nuevo espacio de encuentro. Aunque se sepa que «en la cruzada hay peligros», el espacio del otro lado de la frontera se idealiza: Allá no hay que trabajar vive uno como un señor; de cuando en cuando un malón, y si de él sale con vida lo pasa echao panza arriba mirando dar güeltas el sol (Hernández 1970: 31).

Pero la frontera como espacio de refugio se transforma rápidamente en lugar de sufrimiento («Y sufrí en aquel infierno»), aunque Martín Fierro se prometa que: «No repetiré las quejas / de lo que se sufre allá». La verdad es que, más allá de la perspectiva literaria de Martín Fierro, José Hernández planteaba desde 1869 que si bien «es grande la idea de poblar el desierto», también «es necesario examinar si los medios corresponden a la idea». Llamar a la inmigración, simplemente, «no es mejorar la situación, sino empeorarla». Por ello se preguntaba: «¿Ha mejorado en algo nuestra situación esa inmigración que llega periódicamente?». Para responder de inmediato que El inmigrante que desembarca en nuestras capitales, se encuentra enfrente del desierto, sin medios de trabajar, porque la campaña amenazada aleja los capitales. La ciudad le ofrece la subsistencia, y trata de amoldarse a una vida las más veces inútil y ociosa.

América, prosigue Hernández, no puede cargar con la «plaga del pauperismo» que asola a los imperios del viejo mundo. De cual José Hernández (1869): «Inmigración»; citado en Díaz 1984/1985: 4.

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quier modo, si la inmigración «sin capital y sin trabajo, es un elemento de desorden, de desquicio y de atraso», lo que debe cambiar es la sociedad que la recibe. «Formemos una sociedad modelo», con leyes sabias y costumbres justas –propone–, y «la inmigración vendrá a ser un auxilio poderoso para el cumplimiento de nuestro destino humanitario». El cierre de fronteras del discurso xenófobo La reacción contra los inmigrantes se concentra en los símbolos del «cosmopolitismo» del que son portadores y el «valor del oro» por el que luchan. Ambos amenazan destruir las tradiciones encarnadas en los valores tradicionales de «la Patria y la Familia» argentina. Por ello, Cané llega a exclamar en 1899 que «Ese país, ¿es necesario decirlo?, es el nuestro, la tierra de promisión para todo vagabundo o delincuente que no encuentra ya cabida en Europa»10. Ello se traduce en una narrativa que enumera los males de la inmigración. Eugenio Cambaceres y Julián Martel son dos buenos ejemplos, pero no los únicos. El inmigrante, cuando no es perezoso, es punga como en Pot-pourri de Cambaceres, quien En la sangre (1897) va aún más lejos. Genaro es argentino, pero como hijo de inmigrante italiano, prolonga en su herencia biológica, psicológica y cultural las taras y la amoralidad de sus padres. Las virtudes originales que se adjudicaban al inmigrante se han transformado en su opuesto. Atraso y brutalidad, avaricia e ignorancia, sustituyen al esperanzado papel civilizador europeo. Por ello, la reacción se concentra en los símbolos del cosmopolitismo y el «valor del oro», vistos como amenaza para los valores tradicionales. Julián Martel lo dice abiertamente en La Bolsa: Pero allí el oro es corruptor. Allí donde el dinero abunda, rara vez el patriotismo existe. Además de eso, el cosmopolitismo, que tan grandes proporciones va tomando entre nosotros, hasta el punto de que ya no sabemos lo que somos, si franceses o españoles, o italianos 10 Miguel Cané, Apuntes (Expulsión de extranjeros); citado en Díaz 1984/1985: 23.

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o ingleses, nos trae, junto con el engrandecimiento material el indiferentismo político, porque el extranjero que viene a nuestra tierra, neutralícese o no, maldito que le importa si estamos bien o mal gobernados (1956: 95).

El extranjero –concluye Martel– ha contagiado un culpable egoísmo importado, «¡A nosotros, los argentinos!». La reacción llega a ser, incluso, violenta, como refleja Juan Antonio Argerich en Inocentes o culpables (1884): En mi obra me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina (1933: 4).

Influido por el naturalismo de Zola, Argerich afirma haber estudiado «una familia de inmigrantes italianos». Su protagonista, el dueño de una fonda, Giuseppe Dagiore, aparece como un avaro que piensa en «mucho dinero, dinero y nada más», porque «su hambre de oro no expresaba ningún deseo, era la animalidad descarnada del avaro». Las descripciones de tipo lombrosianas sobre Dagiore se acumulan –«raza cretina de la avaricia por la avaricia» (Argerich 1933: 24), «frente pequeña y deprimida» (1933: 9), «pecho ancho y exuberante de vegetación cerdosa» y «sonrisa de bestia» (1933: 8)– en una trama que incluye brutalidad, locura, degeneración, alcoholismo, adulterio, suicidios y muertes. Esta pretendida «condición inferior» del inmigrante se transmite a los descendientes. «De padres mal conformados y de frente deprimida», no puede surgir «una generación inteligente y apta para la libertad», asegura Argerich. Por lo tanto, el hijo del inmigrante, engendrado en una noche de borrachera por un hombre avaricioso y cansado de la dura faena del día, tendrá su cerebro endeble, carecerá de inteligencia, será víctima de la sifilis y terminará en el suicidio. La xenofobia se reitera en Carlo Lanza (1890) de Eduardo Gutiérrez, donde se cuenta la vida de un aventurero que ha realizado su sueño de emigrar a América: «¡Él en América, realizando su sueño dorado de inmensas riquezas!»: 267

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Aquella imaginación febril y activa se trazaba los mayores planes de riquezas, los negocios más fabulosos y enredados, cuyo resultado era siempre una fortuna inmensa y una posición respetable y fabulosa (Gutiérrez 1890: 13).

Al darse cuenta que no es verdad que «no había más que venir a América y recoger las onzas de oro que andaban tiradas por las calle» (1890: 10), Carlo Lanza se dedica a estafar a sus compatriotas y llega a acumular una fortuna. La novela se convierte en testimonio de la «falacia del espejismo de riquezas y prosperidad de América en los años 80». En Lanza, el gran banquero (1890), el mismo Gutiérrez narra el retorno triunfante de Lanza a Italia, pero lo hace para derrotarlo progresivamente en su propio medio. En Italia, Lanza pierde todo lo que ha ganado en América, parábola de tristes referentes. El discurso nacionalista que refleja la narrativa de la época se apoya en el tradicionalismo todavía imperante en las campañas del interior del país, «donde están refugiadas las viejas pautas patriarcales deseables en el presente», como escribe nostálgicamente Miguel Cané en Prosa ligera, alarmado por «la desaparición de los viejos y sólidos hogares» y por el hecho de que los sirvientes inmigrantes sean ladrones y se vistan como «nosotros mismos»11 . Las virtudes del pasado encarnan una generosidad que la riqueza avaramente acumulada por los inmigrantes ha desterrado. Por su parte, Miguel Cané (padre) cuando viaja a Italia resalta la pobreza y la presencia de mendigos y pordioseros en Civitavecchia: «Se diría un enjambre de hormigas esparcido sobre el territorio romano». Lucio López se lamenta en La gran aldea (1884) de que «el aristocrático comercio al menudeo de la colonia» haya cedido ante «las tiendas europeas de hoy, híbridas y raquíticas, sin carácter local, [que] han desterrado la tienda porteña de aquella época», reflejando en la narrativa los términos de la carta de Emilio de Alvear a Vicente Quesada:

11 Citado en Onega 1982: 53.

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Recuerdo que la calle denominada hoy de Rivadavia, estaba poblada de roperías, talleres, platerías y talabasterías, artefactos y tejidos fabricado en Buenos Aires y en las provincias; hasta el indio pampa contribuía con sus mantas, riendas y otros artículos de trabajo industrial: hoy no sabe sino robar.12

Para Alvear no debe seguir estimulándose una inmigración de «changadores, criados, puesteros y verduleros». Por otra parte, la ausencia de talleres y fábricas, hace que se «embrutezca» a todo aquel que es calificado: «De un excelente operario de paños hacemos un sereno, de un tejedor de sedas de León un cochero o cocinero, y de un relojero o artista un madianero de ovejas». Mientras unos extranjeros son objetos de la «trata de inmigrantes» de que ha hablado David Viñas (1971), otros triunfan y «hacen la América». La reacción que provocan no es menos radical y xenófoba. Francisco Grandmontagne cuenta en Los inmigrantes prósperos cómo «los inmigrantes que llegaban a la Argentina sin más bienes de fortuna que los caminos y las estrellas, se tornan al poco tiempo altivos y soberbios», es decir, cómo pasan de «proletarios a propietarios», lo que considera parte de «la grandeza de América»: poder dar soberbia a los que jamás pudieron tenerla en Europa (Grandmontagne 1933: 373). Al mismo tiempo, Carlos María Ocantos reconoce en Promisión (1914) la capacidad de trabajo y el tesón de quienes, si bien buscan un fácil El Dorado, lo encuentran sólo a través de la perseverancia y el esfuerzo sacrificado. Por ello, exclama: ¡Qué país! ¡Qué país! Aquí todos comen y respiran al aire libre y van medrando y éste se hace propietario, el otro, pobre bracero en su aldea, se convierte en señor de coche y palco… (Ocantos 1914: 74).

No faltan en esta narrativa los irónicos comentarios sobre los menospreciativos señoritos porteños, ociosos y aristocratizantes, que critican la invasión de gringos, bachichas y gallegos y la irrup12 Incluida por Halperin Donghi en Proyecto y construcción de una nación; citado en Díaz 1984/1985.

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ción en la sociedad de «apellidos que están oliendo a cebolla o a liencillo», como escribe Fray Mocho en sus Cuentos. La antinomia inmigrante/criollo se polariza al punto de que Silverio Dominguez, «Ceferino de la Calle», titula una de sus novelas Palomas y gavilanes (1886), la historia de un par de emigrantes de origen italiano –los gavilanes– seduciendo por interés económico a inocentes criollas: las palomas. Al mismo tiempo, la literatura popular describe con simpatía las virtudes del inmigrante en un tono entre costumbrista y realista. Comidas sencillas y cantos alegres, el pintoresco griterío de «conventillos» y barrios modestos, el sentido de la familia, la capacidad de adaptación y de trabajo pasan a ser los nuevos tópicos de una identidad argentina que integra a su tipología los frutos de la inmigración masiva. El lenguaje refleja esta carga ambivalente de afecto conmiserativo, menosprecio o celos, según las circunstancias, con que se bautiza al inmigrante: «gallego», «ruso», «judío», «gringo» o, para el italiano, «bachicha». La desordenada realidad ciudadana deroga el proyecto utópico, como titula significativamente Mateo Booz13 una de sus novelas: La ciudad cambió de voz (1938). El inmigrante sigue siendo extranjero, no hay «transustanciación» –lo que hoy llamaríamos transculturación– pues «cada uno queda lo que fue». En ese momento, se va comprendiendo la inevitabilidad de la convivencia social entre criollos y gringos, entre «paisanaje y gringaje», como representa pocos años después Roberto J. Payró en El casamiento de Laucha (1906), la historia de la pobre inmigrante italiana Carolina, burlada por un criollo. El mundo de Payró, especialmente en Pago Chico (1908), refleja la compleja composición étnica de la Argentina, representado en forma arquetípica en un pequeño pueblo donde abundan los italianos (la «Sapateria e spacio de Bevida», el Café Cármine, el Doctor Fillipini) y los «bolicheros» y repartidores gallegos. Con realismo crudo –y sin dejar lugar a la ilusión del destino americano– en el relato «Inmigrantes a bordo» el mismo Payró narra la forma en que viajaban los emigrantes: 13 En este mismo contexto, Mateo Booz aborda el tema de los «turcos» inmigrantes en La tierra del agua y del sol.

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Mi pasaje de tercera me dio un sitio entre cuatrocientos cincuenta pobres diablos como yo, que llenan el entrepuente convirtiéndolo en una especie de plaza de aldea en día de mercado, pero sin aire, ni luz, ni alegría. Está rebosando de hombres, mujeres, niños, en revuelta confusión, que hablan todos los idiomas, exhalan todos los olores, visten todos los harapos... No te puedes imaginar lo que una persona medianamente educada, por mucho que sea la amplitud de su espíritu, padece en lo físico y lo moral durante uno de estos viajes dolorosos y deprimentes (Payró 1968: 58).

En este debate, del cual la narrativa no hace sino reflejar algunos aspectos, las reacciones políticas no tardan en llegar. En 1902 se sanciona la Ley de Residencia en la que se subraya «el peligro de ciertos elementos exóticos» incorporados a la población y «amparados ilimitadamente por las leyes vigentes relativas al extranjero», por lo que se hace necesario «excluir del territorio nacional a los extranjeros que sólo traen a él propósitos de perturbación o conmoción social». El artículo 2º de la ley otorga absoluta discrecionalidad al Poder Ejecutivo que «podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público». Impedir la entrada de extranjeros, poderlos detener y expulsar por simple decisión administrativa abre las puertas al reino de la arbitrariedad, al mismo tiempo que reafirma los sentimientos nacionalistas. La ley se completa en 1910 con la Ley de Defensa Social, textos que parecen dar una tardía razón a Miguelín, personaje de La Bolsa, cuando exclama: «Todo lo que no tiene cabida en el viejo mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El gobierno debería ocuparse de seleccionar» (Martel 1956: 26). América, tierra de promisión Mientras una narrativa de tipo realista, cuando no pintoresco o costumbrista, denuncia o se burla del inmigrante (como sucede también en el sainete teatral y los artículos periodísticos), otra reedita la temática fronteriza a través del ensalzamiento del espacio y de las virtudes de la colonización. Detrás de la narrativa de conte271

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nido realista y social, cuando no pintoresco o costumbrista, se va reeditando el mito de la tierra prometida americana. Gracias a la intensidad de su proyección puede comprenderse la asimilación y transculturación operada en la sociedad argentina y esa integración en un espacio cada vez más familiar. El mito es movilizador en el origen de la decisión de emigrar y creador de una tensión utópica positiva en el proceso de fundación del nuevo territorio. En efecto, el mito permite que la vida apretujada y miserable de los inmigrantes en el barco que los transporta a América –en la novela Pasajeros de tercera de Juan Francisco Caldiz– se alimente de la esperanza de la llegada a la Argentina. Verdadero «conventillo flotante», la travesía, hecha de hacinamiento y escasez, se soporta gracias a la intensidad del anhelo proyectado en el Nuevo Mundo. El mito permite igualmente que «el gallego ascienda a banquero»14, como novela Francisco Grandmontagne en Teodoro Foronda (1896), una obra que traza el recorrido social de un inmigrante español, pautado por el esfuerzo, las dificultades y el triunfo económico. Subtitulada «Evoluciones de la sociedad argentina» y situada en 1866, esta novela documenta –como otras del género– la inserción de la inmigración en el período constitutivo de la nacionalidad. Teodoro Foronda empieza su fortuna a través del trabajo tenaz y empeñado en un gran almacén, donde se amontonan objetos de toda índole (de zapatos a ferretería, pasando por pan y artículos de construcción), llamado alusivamente La Babilonia. Del mismo modo, pero esta vez alrededor de un inmigrante italiano, Adolfo Saldías narra en Bianchetto, la patria del trabajo las vicisitudes de los viajes en barco entre Italia y América: hacinamiento, «confusión brutal» de sexos y edades, «desaseo y miasmas», comidas en el suelo. Pero la esperanza americana hace soportable el viaje y todo se transforma en ilusión en el momento del desembarco. Más explícito, el mito reaparece con sus bíblicas connotaciones en Los gauchos judíos (1910) de Alberto Gerchunoff. Si Israel, 14 García 1952: 81. El mismo García es autor de El inmigrante en la novela argentina (1970).

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«Canaán», fue la tierra prometida que salvó al pueblo judío de las persecuciones del faraón de Egipto, América –nueva Jerusalén aludida en muchos de los textos de la emigración– anuncia un nuevo Génesis para la humanidad perseguida: En la sórdida ciudad de Tulchin, perpetuamente cubierta de nieve, ciudad de rabinos gloriosos y de sinagogas seculares, las noticias de América llenaban de fantasía el alma de los judíos (Gerchunof 1968: 7).

Las noticias que llegan de «las tierras lejanas del Nuevo Mundo» conmueven a la comunidad. Aparecen magnificadas por esa doble condición del «espacio del anhelo»: lejanía y novedad. Lejos de la fácil abundancia y del ocio preconizado por las visiones edénicas o en las simples trasposiciones americanas del «paraíso de los pobres» (Jauja o Cucaña), el Nuevo Mundo es tierra de promisión gracias al trabajo. Este principio deriva del libro Zeroim del Talmud: «Sólo los que viven de su ganado y de su siembra tienen el alma pura y merecen la eternidad del Paraíso» (Gerchunof 1968: 9). A partir de esta regla se habla de la Argentina como «Tierra Prometida» y «Jerusalén anunciada». Bajo un cielo distinto («allí el cielo es distinto»), el alma cristiana puede estar habitada por sentimientos como la piedad y la justicia. Allí «donde todos trabajan», el cristiano «no nos odiará». La idealización del espacio se potencia gracias a su lejanía, a la condición de antípodas de la Rusia del zar, verdadero reverso de libertad para la desesperanza de los siervos. En esa proyección esperanzada se percibe la fuerza del sionismo que resumen los versos publicitarios que se distribuyen en las puertas de las sinagogas: «A Palestina y Argentina / iremos a sembrar, / iremos, amigos y hermanos / a ser libres y a vivir...» (Gerchunof 1968: 20). Los valores sobre los cuales se funda la visión de la inmigración son, pues, valores de trabajo y libertad, libertad garantizada por el espacio abierto y generoso de una tierra feraz y despoblada. La constante del mito de la tierra prometida está presente directa o indirectamente en la narrativa del tema de la inmigración del ochenta, pero el reflejo de la complejidad de la realidad, más allá de toda sim­pli­ficación antinómica, aparece particularmente realzado 273

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en algunas novelas del siglo xx; es el caso de La pampa gringa (1936) de Alcides Greca, Puerto América (1942) de Luis María Albamonte y Hacer la América (1984) de Pedro Orgambide, que analizamos a continuación. La pampa gringa como proyecto utópico En La pampa gringa (1936) de Alcides Greca15, subtitulada Novela del sud santafesino, los tópicos del mito se ponen explícitamente al servicio de un proyecto de revolución social a través de la historia de un emigrante gallego en la «pampa húmeda». En su progresiva inserción americana, el protagonista, Antonio Linares, no sólo descubre la realidad, sino la idealidad. A la triste comprobación de cómo es la Argentina opondrá una proyección utópica de cómo debe ser. Apenas desembarca en el puerto de Buenos Aires y toma un tren para ir directamente al pueblo de Maciel, en las afueras de Rosario, donde lo espera un empleo como dependiente de la tienda Fuentes, Botto y Cia., Antonio Linares se sorprende de que América no fuera como se la había imaginado. Su imagen del Nuevo Mundo es muy diferente a lo que ve y está teñida por el exotismo y el pintoresquismo. En el compartimento de segunda clase en que viaja entre Buenos Aires y Rosario, A Antoñico se le enredaban las ideas. No salía de su asombro. Había creído que la América era un país maravilloso, de comarcas cubiertas por selvas de árboles gigantes, entoldadas con lianas, en las que se abrían flores prodigiosas y se guarecían pájaros de vivos plumajes. Se había imaginado que sus pobladores habitaban en palacetes muy blancos, rodeados de jardines, situados en los claros del bosque o a orillas de ríos anchurosos. La indumentaria de los europeos debía ser, necesariamente, un impecable traje de caza, casco inglés y voluminoso revólver en la cintura; los indígenas irían cubiertos con calzones a rayas, de colores chillones. Antoñico había presentido la América a 15 Sobre la inmigración italiana en el litoral santafesino puede también mencionarse Surcando destinos, de Elsa Durando Mackey.

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través de alguna historieta de plantaciones antillanas o de las tapas policromas de una novela de Salgari (Greca 1936: 13).

Esta visión estereotipada, digna efectivamente de una novela de aventuras, se va desmintiendo a través del contacto con la realidad cotidiana. La vida del emigrante está hecha de soledad y falta de amor, de pocos amigos y de la burla hiriente a causa del acento y el lenguaje «extranjeros», un tópico que aparece de forma reiterada en esta narrativa y que se explota humorísticamente en el sainete teatral de la época16. Sin embargo, y pese a las dificultades –o gracias a ellas– se va creando un espacio para la utopía en el seno de la nueva realidad. En Maciel, Antonio Linares se hace amigo del maestro César Hidalgo, enamorado de Juanita, la hija de Fernando Fuentes, el dueño de la tienda donde trabaja como dependiente. A través de esa amistad percibe otro mundo posible, visión alternativa de la realidad que se inscribe en las visiones utópicas prospectivas de lo americano. El maestro Hidalgo Amaba la pampa gringa, como él la había bautizado, no por lo que era en el presente, sino por lo que, según sus sueños, sería en el futuro. Como en un tríptico, se abría ante su imaginación una triple visión de esa llanura, la más mentada de la tierra (1936: 27).

Como en toda visión utópica el tiempo presente –hecho de explotación y miseria– se contrapone a un futuro proyectado como «país de maravilla» a partir de la condición paradisíaca de la tierra argentina. La visión prospectiva resulta idílica por mero contraste: Como por arte de magia, el antiguo desierto, hoy cuadriculado, peinado y domesticado por el esfuerzo de miles de hombres rudos, extranjeros casi todos, se convertiría en un país de maravilla. Ya no sería esa, la pampa miserable, con sus dispersas casuchas de barro cru16 El sainete rioplatense abunda en inmigrantes, personajes risibles por su acento y expresiones. Véase, por ejemplo, Babilonia de Armando Discépolo.

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do y techos de zinc, a las que parece adherirse la roña de corrales y chiqueros. Ya no sería sólo una sucesión inacabable de alambrados y caminos, acolchonados de polvo, sin otro adorno que el alto poste del telégrafo (1936: 28).

La pampa del futuro es «un vergel inmenso, estupendo, donde las huertas sucederían a las huertas y las villas a las villas». Las casas de los agricultores se convierten en «lujosas mansiones, verdaderos palacetes», con techos de «alegres tejados», rodeados de grandes arboledas y de «cuidados y floridos jardines». En esta visión del futuro de la pampa hay carreteras pavimentadas entrecruzadas «en todas direcciones», por donde circulan «ininterrumpidas caravanas de vehículos» –lujosos omnibuses y camiones de carga, veloces automóviles y trenes vertiginosos–, mientras el aire se llena con el «ronquido de los aeroplanos». Este paisaje se completa con la imagen de fábricas de chimeneas humeantes: «Aquella una hilandería, la otra un molino harinero; más allá, una cremería, un frigorífico, una fundición o un taller mecánico» (Greca 1936: 28). En las noches, la pampa se llena de luces que eclipsan las estrellas. Focos alineados en todos los caminos, porque «sólidos cables, sobre torres de hierro, llevarían la luz y el teléfono a todos los rincones». La planificación urbanística, en la que abundan todas las utopías, se integra con la función social que pasa a cumplir el espacio común de plazas y jardines: Junto a las escuelas para los hijos de los campesinos, ubicadas a los costados del camino, habrá plazoletas para ejercicios físicos, canchas de tenis, piletas de natación (Greca 1936: 29).

En efecto, el proyecto de la pampa gringa no supone solamente un progreso tecnológico generalizado, sino que está imbuido de un contenido social de raíz utópica, aunque el modelo al que aspira no sea otro que el de la burguesía. Es interesante observar que el maestro Hidalgo no sueña con una «pampa gringa» transformada por una revolución popular, sino con una copia y extensión masiva del modelo ya existente para las clases acomodadas. 276

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Su proyecto es hacer accesible a todos los campesinos lo que es el privilegio de pocos. Se propone, por así decir, una igualdad por lo alto. En este esquema, el colono es un gran señor. Las dueñas de casa tocan el piano y lucen «elengatísimos tocados, según el último grito de Buenos Aires, de Berlín, de Melbourne, de Nankin». En la villa del colono se cenará oyendo música del Metropolitan de Nueva York. El modelo cultural importado y de identificación con la clase alta se completa con reuniones sociales de los agricultores que «nada tendrán que envidiar en chic, en discreta elegancia, a las que hoy se realizan en la intimidad de las aristocráticas mansiones de las grandes capitales» (1936: 30). Aunque proyectada como utopía, la visión futura de la pampa gringa del maestro César Hidalgo se plantea como viable desde el punto de vista político. Alcides Greca lo propone, al modo de una plataforma partidaria: Pasarían los años y vendría alguna vez un gobierno emprendedor, valiente, verdaderamente argentino, que desligado de los intereses de la plutocracia criolla, acometería, sin miramientos, la subdivisión de los latifundios y pondría en práctica el gran lema de los agrarios: la tierra para el que la trabaja (1936: 28).

Sin embargo, aunque atractiva y viable en principio, la proyección de la pampa gringa en el porvenir se contrapone ambiguamente con la visión idílica del pasado, especie de Arcadia o paraíso perdido, que César Hidalgo quiere también tenazmente recuperar. La «pampa salvaje», que añora con vehemencia, no tiene cultivos, ni alambrados, ni viviendas. La nostalgia de la Edad de Oro tiñe, no sin tensiones, la visión del porvenir. El pasado condiciona el futuro, pero lo hace a partir de la riqueza que está dada, al alcance de la mano, tal como se concebía en el paraíso terrenal del Génesis. Esta abundancia del Jardín del Edén de la Mesopotamia argentina, como acaeciera con la representación del paraíso bíblico, se simboliza en un río. El río Paraná, como el Nilo y el Ganges, pero sin sus ofrendas, es la columna vertebral de una región a la que se define como 277

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El arca inagotable para el hombre que en sus márgenes encuentra los elementos necesarios para la vida con sólo tender la mano: la madera y la paja para su morada; peces, aves y frutos para su alimento; leña para el hogar; arena y sombra para su reposo (Greca 1936: 129).

El Paraná es la inmensa proveeduría del país, creador de «fabulosa riqueza», medio de comunicación fácil, que ha hecho más por «la grandeza argentina que todos sus gobiernos». En la visión del maestro Hidalgo, tal como la hace compartir al inmigrante Linares, todo es futuro o pasado, porque el presente está abrumado por la chatura, la miseria, ese «cáracter indefinido y cosmopolita de la pampa gringa, con sus oscuras tragedias, con sus rudos problemas» (1936: 30). Es un pampa sin canciones y sin poesía, donde planea la problemática del colono que sigue sintiéndose extranjero sobre una tierra ajena. Los inmigrantes son gentes rudas, «toscos, egoístas», a quienes «la civilización no había arañado siquiera las conciencias» (1936: 148): eran «ilotas». En este contexto que desmiente su ilusión, Hidalgo se pregunta si no sería cierto lo que afirmaban algunos pensadores, en directa alusión a las consideraciones de Sarmiento y Alberdi sobre el espacio y la extensión argentina: Las grandes llanuras han sido propicias a la servidumbre. La libertad siempre se ha defendido palmo a palmo en los riscos de las montañas, en los vericuetos y desfiladeros de las serranías (1936: 148).

Esta realidad hecha de «servidumbres» es prisionera de un sistema productivo en el que los dueños de las parcelas trabajadas, los especuladores, los agiotistas e intermediarios viven ociosamente en Buenos Aires, viajando a Europa para dilapidar los beneficios del sistema de explotación americana. El vaticinio de Hidalgo es claro y terminante: Esa era, pensaba, la gran tragedia argentina que algún día haría crisis y reventaría en un largo desfile de guadañas y rastrillos por las cales asfaltadas y relucientes de esa metrópoli inmensa, de la monstruosa Buenos Aires, la urbe insaciable que absorbía toda la energía,

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todo el esfuerzo y también toda la vitalidad de los hombres que en las dilatadas planicies del país regaban los surcos con un sudor de sangre (1936: 32).

Alcides Greca imagina la invasión de los «ilotas», los hijos irredentos de la tierra argentina, «extraños al espíritu del suelo», tomando la justicia por sus propias manos en la capital, tal como propondrá años después el uruguayo Enrique Amorim en el final alegórico de Corral abierto (1956). En este sueño utópico de redención social presagia sin saberlo lo que sucedería décadas después en la realidad: la invasión pacífica y silenciosa de la mano de obra del interior hacia la capital, los «cabecitas negras» penetrando el tejido social urbano desde los oficios más bajos. El mito de la tierra prometida invierte su signo y empieza a proyectarse en «las luces de la ciudad» que atraen un nuevo tipo de emigración. Pero entre la «pampa gringa» y Buenos Aires hay espacios intermedios: la ciudad de Rosario, capital provincial, cuyas virtudes son descritas con orgullo. La clase obrera «inquieta y viril», como «no la tiene la propia capital de la República»; estudiantes y profesores universitarios, «laboriosos» y «sin el empaque porteño ni la solemnidad cordobesa», trabajan «afanosamente, en mangas de camisa, por la grandeza del país». En Rosario –inmenso «taller», donde con «zumbido de colmena» se está gestando una «nueva grandeza» que hará el «portento del mañana»– se da también el contraste entre el presente y el futuro. En el presente, Rosario, llamada «la Nueva Génova», está en manos de la maffia, de plutócratas avaros y de «genoveses», reconocidos por «amarretes» (avaros). Los ricos inmigrantes no invierten sus beneficios en el país, más allá de los palacetes que se construyen con materiales importados, y prefieren viajar rumbosamente al Viejo Mundo17. El día de mañana, por el contrario, será diferente: 17 La motivación de estos viajes no es la de un retorno a los orígenes, ni de recuperación de raíces o peregrinación familiar, sino de simple revancha social frente a los suyos de aquí y de allá. En la tipología del viaje reflejado en la narrativa latinoamericana, el regreso de los «indianos» a su país natal ocupa un lugar interesante en la medida en que combina la necesidad de obtener

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Cuando la superabundancia reviente las cajas de hierro, hoy cerradas con cuatro llaves por sus hoscos guardadores, y se desparrame el oro con mano pródiga, esta ciudad concretará el portento de la pampa gringa, de la que es su capital y puerto (Greca 1936: 64).

Pero no todos los inmigrantes de La pampa gringa son triunfadores. Entre los «linyeras» y vagabundos que ocupan baldíos de la ciudad de Rosario hay también extranjeros, italianos, polacos, checos y alemanes, como Schneider, cuya triste historia narra Greca como contrapunto a la del emigrante que ha «hecho las Américas». Con estos seres –y en el marco de una sequía que aventa fortunas y desata conflictos sociales que terminan en una rebelión abierta– Alcides Greca anuncia la necesaria síntesis final de su proyecto argentino. Como en tantas otras novelas de la tierra del período, es la naturaleza la que incide en la historia de los hombres. Son las fuerzas telúricas desencadenadas las que marcan y deciden por los seres humanos18 . Los elementos coagulan un espacio y una sociedad sobre la que se había dicho despectivamente: «Aquí se funden cuatrocientas razas / y no se funde ningún gringo bruto» (Greca 1936: 72). Sin embargo, gracias a la sequía los hombres se descubren solidarios e integrantes de una misma comunidad. La solidaridad final generada en el espacio de La pampa gringa es de clara proyección revolucionaria y anuncia un futuro a construirse a partir de cambios que serán necesariamente convulsivos. Puerto América como meta y punto de partida En Puerto América (1942), de Luis María Albamonte, el esquema se invierte. No se trata de modificar la realidad americana, por un reconocimiento en el lugar de su origen o del de sus antepasados, con la autoafirmación personal para saber cuál es exactamente su pertenencia. 18 Pese a la primacía de lo social en la perspectiva de Greca, estas páginas se inscriben en las tendencias de la novela de la tierra latinoamericana del período, donde los hombres son gobernados por los elementos. Basta citar como referente La vorágine de José Eustasio Rivera y las novelas de Rómulo Gallegos como Doña Bárbara o Canaima.

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injusta que parezca, sino de integrarse a ella lo mejor posible. No es fácil, sin embargo, acceder a su plena posesión sin ir abandonando parte de la propia identidad. Tal es el proceso de Luigi Pietra, desde que decide Dejar la casa hecha piedra sobre piedra por los abuelos de mis abuelos. Dejar mis hermanas, mi padre, mi madre. Dejarlos en la puerta del chiquero, en las callecitas miserables, miserables para toda la eternidad. Dejarlos prisioneros de esa vida oscura y pobre para siempre, mientras yo… (Albamonte 1942: 13).

Las raíces de «cinco mil años» que lo adhieren al «suelo adorable» de Italia son rotas «de un zarpazo». Se trata de «hacer la América» y para ello hay que emigrar a las antípodas («¡Decir que ahí debajo hay otro mundo!», exclama). La proyección esperanzada en el espacio de una geografía desconocida está en el origen de la decisión de emigrar: ¡América! Si usted supiera cómo se sueña en mi aldea con partir!… Mis paisanos sólo viven para salir un día… aunque se mueran en el mismo lugar en que nacieron (1942: 14).

En la ruptura de la partida subyace una doble esperanza: uno va a buscar todo a América, pero con la pretensión de volver a la patria de nacimiento: «¡Únicamente con el silencioso juramento a la tierra de volver, se puede partir sin cometer una infamia!», se reasegura Luigi. Sin embargo, tanto en Puerto América como en otras novelas sobre el tema se comprueba que los proyectos de volver a la aldea de origen no son más que subterfugios para quedarse finalmente en el Nuevo Mundo. El propio Luigi Pietra no tarda en reconocerlo: Tiene razón. Yo también quería volver pronto, y ahora sólo pienso en quedarme. ¿Por qué nos ocurre esto? (Albamonte 1942: 165).

La respuesta a esta interrogante son los sutiles procesos del arraigo. Todos los episodios de la novela de Albamonte confluyen 281

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hacia la comprobación de cómo queriendo «hacer la América», un inmigrante termina siendo «constructor de América». Si se puede hablar de una tierra prometida de raíces bíblicas en la obra de Luis María Albamonte, debe también hacerse referencia a una Jauja, suelo pródigo y abundante, propiciando el mínimo esfuerzo, permitiendo imaginar que es posible «hacer la América» sin mayores dificultades, todo ello asegurado por la «juventud» del Nuevo Mundo. América es «brío de juventud», es «el muchacho que quiere hacerse hombre». Por el contrario, Europa «son mendigos, son viejos enfermos chocheando y malignos» (1942: 98). Por eso no hay que perder las esperanzas. «En cualquier momento se hace la América» (1942: 198), porque América «está siempre madura. Siempre propicia. En cualquier momento te levanta» (1942: 221). La representación de América es la de «una tierra grande, muy grande» (1942: 4), especie de Jauja donde se «arrojan los cigarrillos por la mitad», la gente «está aburrida de comer carne» y donde «cualquiera tiene varios trajes nuevos». En resumen: «la vida comenzará el día que lleguemos a América…» (1942: 52). Esta idealización del territorio (espacio) donde todo es posible aparece contrapuesta a la condición humana del americano. Este distingo entre el espacio edénico y el espacio nativo menospreciado, que surge ya en las primeras visiones de lo americano, Albamonte no hace sino repetirlo. Negros, mulatos, «chicos descalzos», se describen como «inferiores» (1942: 27). Triunfar en el Nuevo Mundo implica, pues, hacerse un lugar entre los otros, entre quienes estaban antes en América, proceso de ocupación y desplazamiento de la alteridad que no siempre es pacífico. Para ello, «hay que luchar», «trabajar como burros», «sufrir», porque Es mentira que aquí se encuentre la plata en la calle y que no hay más que salir con palas a recogerla (1942: 72).

Luigi comprueba que la riqueza se hace «con el cadáver de sus alegrías y de sus deseos». Privarse, para llegar, pero ¿llegar a qué? El inmigrante «deja todo para después». «Si no vivís ahora, ¿Cuándo diablos vas a vivir?», se le pregunta (1942: 88). El esfuerzo de man282

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dar dinero a su familia lejana se paga con sacrificios: «No, la plata no se la encuentra en la calle». La América de la cual se habla en Europa es una. «La de aquí es otra». Luigi Pietra se va a América, por lo que América «debía ser otra cosa. No aquello, sucio y pobre». Por eso, cuando la miseria no lo abandona en el conventillo donde vive, cree seguir estando en su pueblo de origen o en el barco en el cual había viajado desde Italia, «con las mismas angustias, las mismas esperanzas, idénticas miserias» (1942: 92). «Se hallaba en América, mas nada había cambiado. Tenía que continuar soñando con la férrea voluntad de llegar, como si aún no hubiese partido» (1942: 91). El mito de la tierra prometida se desmiente en los hechos: Quisimos llevarnos América a la aldea y no pudimos ni siquiera retornar nosotros solos, miserables y sin nada. Nosotros hemos ido desmenuzando nuestras fuerzas, nuestra salud y nuestra vida, como una tierrita. Las hemos ido dejando por acá y por allá. ¿Dónde están?. Mariano dice que América nos conquistó a nosotros. Pero salvajemente, destruyéndonos, devorándonos (Albamonte 1942: 105).

Se descubre, no sin asombro, que el reino de los «elegidos», de los que realmente «hacen la América», es de unos pocos. Son muchos los que no hacen la América y que saben que no la harán más, conforme a «un sentido misterioso que nadie conoce» (1942: 232). En la miseria, Luigi considera que si bien la tierra prometida no existe en Buenos Aires, hay por lo menos una tierra que nostálgicamente se puede recuperar: el paraíso perdido de los orígenes. La mayor gloria sería recuperar los valles que había dejado tan lejos, el horno del pan, el arroyo, las sábanas de hilo, los senderos de las campiñas florecidas de duraznos y cerezos. Era una ansiedad como una sofocación. Permanente (1942: 92).

Pese a todo, el mito no está totalmente destruido. Gracias al «porteño» Marcelo, Luigi Pietra descubre que detrás de la gran ciudad de Buenos Aires hay un campo virgen lleno de riquezas potenciales, un paraíso terrenal de frutos abundantes y generosos. 283

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«Afuera, un porteño es un rey. Sabe más que los paisanos o los puebleros», le explica Marcelo. La antinomia entre interior y capital, el «afuera» de la ciudad que se proyecta como origen de la riqueza, hace irrupción en las páginas de la novela: ¿De dónde vienen los trenes cargados de cereales y animales? Del campo. Y los barcos que van a todas partes del mundo. ¿Quién los llena? El campo. La riqueza de América no es un sueldo de la ciudad. Es la tierra de los campos... (1942: 125).

Luigi Pietra se dice que «con razón» se estaba desilusionando: «creía que América era la ciudad». La esperanza renace y puede repetirse nuevamente que América será suya. Con esta perspectiva, el descubrimiento de la tierra virgen resulta fascinante. Su amigo Marcelo le asegura: «Sos el primero que la toca. No la penetró ningún arado todavía, y estos árboles y estos pastos los sembró el viento». Nadie ha tocado esa tierra americana; noción del origen paradisíaco inviolado que abre un nuevo derecho a la esperanza contrapuesta a la Europa de tierras donde «no hay un palmo que no esté succionado desde hace siglos». Al descubrir el campo por primera vez Luigi se acuesta en el suelo y pega su mejilla contra la tierra para confesar embrujado: «Tierra, te lo juro, te amo»; promete que «no le quitará nada». Cuidará de las plantas, no arrancará flores, ni matará pájaros, equilibrio ecológico del paraíso terrenal que no alterará comiendo del fruto prohibido. En esa postura casi religiosa repite el gesto final de Raucho (1917) en la novela homónima de Ricardo Güiraldes. Raucho regresa a la Argentina tras una suerte de viaje iniciático a París. Lo hace con una identidad profundamente cambiada. Ha descubierto que «quiso ser todo menos lo que era», verdad esencial que lo lleva al campo de su infancia, portando el chiripá típico, aunque es consciente que la indumentaria tradicional «se habrá envilecido en el polvo de caminos extranjeros» (Güiraldes 1968: 115). Desde el espacio de la estancia familiar, el mundo adquiere una particular ordenación. El ombligo del mundo, constituyendo un verdadero axis-mundi, pasa por la cruz que forma su cuerpo 284

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acostado en la pampa, bajo el cielo estrellado: «Raucho, inefablemente quieto, se duerme de espaldas, los brazos abiertos, crucificado de calma sobre su tierra de siempre» (Güiraldes 1968: 115). Este gesto de auténtica comunión con el paisaje es, a su vez, parodiado por Julio Cortázar en Los premios, de 1960, cuando Persio, el protagonista, se pregunta si «de cara a las estrellas, tirados en la llanura impermeable y estúpida» se opera una «renuncia histórica», si valen las «dulces y tontas palabras folklóricas» y el «Túpac Amarú cósmico, ridículo» (Cortázar 1960: 320, 250). Entre la tierra prometida y el paraíso perdido ¿Cómo conciliar, entonces, el paraíso perdido y la tierra prometida? La solución propuesta por Luigi en Puerto América no deja de ser práctica y, al mismo tiempo, culturalmente significativa. Decide abandonar el mundo rural donde, a fin de cuentas, no hay «nativos» sino otros inmigrantes –«casi todos rusos...»–, y volver a Buenos Aires derrotado y cargado de nostalgia, para instalar un restaurante donde se sirvan «comidas típicas» italianas. –Y, usted sabe. Un restaurante al «uso nostro» es un pedazo de Italia aquí. Los italianos necesitamos de aquello. El vino, las salsas, las pastas, los quesos de pecora, los higos trenzados. ¿Me comprende?. –¡Sí, es transportar el terruño a través del océano! (Albamonte 1942: 209).

Los paralelos simbólicos se hacen más evidentes cuando la cantina se edifica, porque «era América que crecía». El restaurante es «América en marcha», porque «América es otra gran cantina que da de comer a todos». La cantina es su América. Por esta razón Luigi decide ponerle al restaurante el nombre de «Puerto América», símbolo que Albamonte amplía al elegirlo como título de la novela. Varios episodios marcan el progresivo, inconsciente y definitivo enraizamiento del italiano en esa animada calle de Buenos Aires. Luigi pasa a llamarse Luis, por sugerencia de su compañera María, la que será finalmente su esposa. El cambio de nombre se prolonga en el corte de raíces que le produce la noticia de la muerte de su 285

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madre en la lejana Italia: «Ahora era un poco más de la nueva tierra» (1942: 184), se dice a modo de consuelo. El estallido de la guerra mundial de 1914 le permite descubrir, confusa y torpemente, que no siente el llamado de la patria como otros inmigrantes que han decidido volver a Italia para combatir por su tierra; mientras otros se van, él decide quedarse. Un rumor lejano, brotado de lo profundo de la tierra argentina, hecho del fruto de su trabajo, le hace comprender que «Pietra es nuestro», es decir, americano. Como en otras novelas del género, es, finalmente, la descendencia «criolla» la que procura el arraigo definitivo. Cuando Luigi tiene un hijo, descubre sorprendido cómo «hasta el presente ha vivido sin echar raíces conscientes en América», y reconoce que «América ha hecho a mi hijo» (1942: 252). A partir de ese momento «todo lo que piensa es para América», incluso su nostalgia por el pueblo nativo, porque Si en alguna oportunidad se embarca, será para hacer un paseo por las colinas que no se olvidan, para beber aquella agua deliciosa del arroyo, para respirar el aire perfumado de las huertas. Y volver después a América (Albamonte 1942: 262).

Luigi «ha sufrido una espantosa transformación». América lo ha ganado, lo ha sorbido y tiene ganas de disculparse a gritos, porque «América ha sido generosa conmigo». Como sugiere Germán García en un trabajo crítico sobre el tema: Queriendo «hacer la América», estos inmigrantes, laboriosos como las abejas, tenaces, ahorrativos, endurecidos consigo mismos, pueden ser en realidad los constructores de América (1952: 201).

En efecto, Luigi, ya convertido en Luis, «siente el súbito deseo de dejarse caer, lejos, en una campiña solitaria, y estirado con los brazos abiertos, la espalda en la tierra grávida y perfumada, dormir profundamente». En esta comunión con la tierra y el cielo, Albamonte vincula nuevamente la integración de Luigi en el suelo de su patria de adopción con el final del periplo iniciático de Raucho 286

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de Ricardo Güiraldes: acostarse en la pampa bajo un cielo estrellado con los brazos en cruz «sobre su tierra de siempre» (1968: 115). Nuevamente el mismo gesto se repite, pero si para Güiraldes aquél era el fin del periplo iniciático de un señorito criollo, para Albamonte lo es de la toma de posesión de un nuevo suelo patrio como inmigrante. La Argentina ya no es la misma, ni puede serlo, como no lo será una generación después –la de Cortázar–, cuando todo pueda ser burlonamente parodiado. Y el mito continúa El mito no termina con la esperanzada revolución novelada por Greca en 1936, ni con la «integración» de los inmigrantes preconizada por Albamonte, sino que reaparece tenazmente en otras novelas sobre el tema de la inmigración; el rastreo temático puede seguirse hasta la actualidad. Algunos títulos son representativos. En Hacer la América. Autobiografía de un inmigrante español en la Argentina, de J. F. Marsal, se repite el tópico de Buenos Aires como «meta» de la inmigración y «punto de partida» de la fortuna americana: ¡Esa gran ciudad que se veía tan iluminada! ¡Esa ciudad, que en aquel entonces era la ilusión de tantos miles de seres que iban con la esperanza de satisfacer sus ansias de fortuna, o por lo menos de mejorar sus situaciones económicas! ¿Qué tal me iría a mí? ¿Sería para mal o para bien haber venido? Eso me preguntaba yo. El tiempo diría.19

La misma amalgama étnica y cultural «porteña» reaparece en los pueblos de provincia: Urquiza es un pueblito en el que hay de todo: españoles, italianos, judíos, turcos, alemanes y rusos. Poco a poco me fui familiarizando con todos, pues yo nunca hice distingos de razas ni credos. Para mí todos somos hermanos, así que lo mismo entraba en casa de un judío 19 Fragmento reproducido en Díaz 1984/1985: 45.

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como en la casa de cualquier otro y en todas partes me recibían con simpatía. 20

En Cuerpo a cuerpo (1979), de David Viñas, las referencias a los mitos constitutivos de la nacionalidad forjados a través de la condición «babilónica» de Buenos Aires constituyen el eje de una obra compleja y sugerente. Del mismo modo, en Nada que perder (1982), de Andrés Rivera, y en El frutero de los ojos radiantes (1984), de Nicolás Carullo, reaparece la constante de Argentina como espacio abierto. En la documentada saga Santo oficio de la memoria (1991-1997), Mempo Giardinelli reconstruye la historia familiar de los Domeniconelle a través de los fragmentos de la memoria individual y colectiva que va conformando un tejido social en el cual puede reconocerse finalmente la Argentina. Su esfuerzo, en la medida en que rastrea una copiosa documentación, es el más ambicioso que se ha realizado en la narrativa para reflejar en un vasto fresco colectivo una compleja sociedad donde el componente de aluvión inmigratorio no desdibuja, sino que, por el contrario, enriquece culturalmente el país y le otorga su más genuina identidad. En Hacer la América (1984), Pedro Orgambide abre el abanico de la integración sociocultural en el espacio argentino a otros orígenes inmigratorios. A través del rastreo de la vida de sus cuatro abuelos, cuyas raíces italianas, españolas, criollas y judías de origen ruso sintetizan la nación argentina contemporánea, Orgambide propone el caleidoscopio de sueños, esperanzas, frustraciones y pequeñas traiciones y miserias cotidianas en que el mito se ensalza y degrada. En esta saga familiar se ficcionalizan las sucesivas etapas del proyecto de integración nacional, desde la apertura inicial a la Ley de Residencia y de las diversas culturas del origen hasta la síntesis de los cuatro apellidos paterno y materno en una sola persona. «El oro flota en el aire», se dice alborozado el inmigrante italiano Enzo Bertotti al desembarcar en Buenos Aires en la primera página de la novela. «Hay que extender la mano y agarrarlo» 20 Fragmento reproducido en Díaz 1984/1985: 46.

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(Orgambide 1984: 7), se repite, convencido de que la tierra prometida es, antes que nada, la Jauja de los sueños de los hambrientos campesinos europeos. Pero si otros inmigrantes no lo ven o sospechan que «el oro huye en el viento del sur», porque «es una nube de luciérnagas», todos se convencen de que «hacer la América» supone, sobre todo, trabajar duramente en ese país situado en «el culo del mundo» (Orgambide 1984: 8). Pero si el judío David Burtfichtz llega buscando también un porvenir –«una patria, quizá»– el gallego Manuel Londeiro comprende rápidamente que sólo el trabajo no basta. Es necesario cambiar la sociedad que tolera la explotación del hombre por el hombre. Y para ello hay que empezar por enfrentarse al cerrado nacionalismo xenófobo de quienes afirman: «Si yo fuera Presidente, los echaba a todos del país»; «Por algo los largaron de sus patrias» (1984: 39), o el temido: «Yo les metía bala... Pa que aprendan» (1984: 193), porque: Todos ustedes son iguales, todos la misma mierda. Vienen a matarse el hambre a la Argentina y después hacen líos, se portan como delincuentes. Así agradecen, puros maulas, nada más que basura (1984: 75).

Sin embargo, para intentar cambiar la sociedad no se puede «trasladar mecánicamente la experiencia de Europa» (1984: 87). Al «gran universo plebeyo», donde se amalgaman indios, gauchos e inmigrantes, le falta la palabra y saber qué hacer con ella. Porque, en realidad, «cada uno hace la América como quiere o como puede» (1984: 204), porque «cada uno sueña lo que puede» (1984: 303). Unos trabajan con «obstinación» –como el italiano Enzo– porque sienten que el oro sigue estando «en el aire»; otros luchan para encontrar la palabra justa y utilizarla adecuadamente –como hace Londeiro, aunque reciba insultos y golpes–; otros –como los Burtfichtz– reproducen en el barrio porteño en que viven la atmósfera y las costumbres del gueto de Rusia y Polonia. Pero todos, como canta el payador «el negro Sabino»: Argentinos, italianos gallegos, turcos, judíos,

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hacen bien juntos el nido porque todos son hermanos (Orgambide 1984: 184).

Una forma de convencerse de que «Ayer fue el porvenir y no nos dimos cuenta», como alegóricamente afirma el protagonista de Hacer la América de Pedro Orgambide: verdadera metáfora de un país cuyo proyecto inicial de poblamiento y desarrollo parece hoy tan lejano en el tiempo como desmedida pudo ser, en definitiva, su ambición inicial de conciliar a todos los hombres en un único territorio.

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