Cultura Paranoica

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Derecho de Autor Roni Bandini

Steadman Thompson Ciudad de Buenos Aires Diciembre/2015

Contenido --------3000 metros seguro.................... 4 Kindle Girl...........................7 Ascendencia Rumana....................10 Esto del final.........................19 La hija del policía.....................24 Algo así como la ruleta.................28 Capoeira..............................31 Las puertas............................43 Mal aliento en Bafici...................45 La conferencia de Google................47 Radio Rivadavia........................51 La amiga de Ayrton......................55 Último día en la costa este..............57 Menage Serial..........................61 Wallace dice que te calles...............65 A good night............................69 72hs...................................76 Showtime Extreme........................81 Ella baila tango........................84 Miedo a los interiores...................91 Otras cosas más complejas................95 Noche de Ayahuasca.......................99 Nadie se va a dar cuenta nunca.............102 Cruzando la avenida......................105 Ayudar a Enrique.........................108

“Ustedes quédense con el 10%, mi derecho de autor son las groupies “ Roni Bandini

3000 metros seguro 4

Madrugada del viernes, después de la función, tres Jameson, una promesa incumplida y una cerveza colorada, le pregunto a Funkhouser sobre esta chica porque creo que es lesbiana y yo nunca mido bien con las lesbianas. Hay suspenso. Segundos de suspenso. Entonces corta el semáforo y Funkhouser dice: - Mirá, yo soy un esteta. Pero puede que diga esteticista o estadista y todas son opciones válidas. Ese es el problema con los poetas. La cosa es que al otro día le saco el techo al auto y la paso a buscar. Hace un calor asesino. Tengo el aire al tope de la perilla y es lo mismo. Ella es divertida, expat, estilizada y su voz suena bien. Me gusta que no pregunte adónde vamos. Voy, vengo, doblo, vuelvo a doblar. Trato de circular por calles con sombra. Finalmente estaciono detrás del club hípico donde un caballo me sacó a dar vueltas enganchado de un pie al estribo. Pongo Rockas Vivas en cassette y ella cuenta que hay una chica en su país llamada Larisa La Roquera que canta Perdiendo el Control. Pura provocación. Entonces se acerca un Honda Fit y aparece la cara polarizada de una señora. Pregunta si estoy estacionado. Miro alrededor, miro el cielo. Resulta que sí, estoy estacionado. Nadie puede hacer preguntas tan pelotudas. Más que una pregunta será una señal. Arranco, voy hasta Recoleta, vuelvo, doblo en Olleros y entro al hotel dónde solía llevar a la directora de teatro chilena. El lugar está cambiado, modernizado con revestimientos de piedra y blindex. Sacaron también al viejo que daba una tableta de acrílico y tres caramelos. Ahora hay una morocha putona que debería ser ofrecida como add-on. Con hidro $250. Con hidro y la morocha $450. Subimos por el ascensor. El viaje dura un piso pero suficiente para que ella pregunte si ahí meto a todas las chicas. Abro la puerta. El hidro es grande. La morocha entraría seguro. Me pongo a trabajar con las luces y consigo un nivel aceptable de penumbra. Siento que tengo tiempo así que bajo y me quedo un rato largo 5

hasta sentirla acabar. Después subo, me pongo un Prime y entro despacio. Ella traba las piernas alrededor de mi cintura y de alguna forma se convierte en algo excitante, para analizar con la terapeuta que no tengo. La siento acabar otra vez y una más y después decido ponerla en cuatro pero ahí decae. Está preocupada, creo, aunque en ningún momento le di a entender que iba a necesitar hacerle la cola. Total que vuelvo a las posiciones comprobadas y llego exactamente al borde. Más que eso, miro abajo y dejo fluir el vértigo. Ahí me doy cuenta que no, que es una lástima, un desperdicio y me saco el Prime y le pido que se la ponga en la boca. La chupa muy bien: la boca suave, la mano con presión. No pasa mucho tiempo antes de lograr ese efecto, el precipicio, ahora sí me caigo, es una caída libre de 1000 metros. Podrían ser más, 2000 o 3000 incluso pero ella se corre justo en el mejor momento. Es algo que hacen las chicas ahora. La mayoría por mala información, unas pocas por perversidad. En fin, estuvo cerca de ser muy bueno. Lleno el hidromasaje y empiezo a silbar Perdiendo el Control, versión original, mientras ella cuenta sus experiencias lésbicas. Por la noche tengo un evento y creo que a esta altura debería parar, la inercia va a terminar generando más cosas de las que necesito. Duermo cuatro horas, quizás menos y suena el despertador. Hay una morocha en la cama. Me putea. Es todo lo que voy a decir de ella. El pronóstico indica lluvia, altas probabilidades y nada peor para las motos clásicas que el asfalto mojado pero es un pronóstico después de todo y salgo igual, cargo el tanque me voy encontrando amigos en las avenidas y estaciones de servicio. Paramos en un boliche sobre la rotonda y pedimos que nos cambien la música, que enciendan la parrilla, que nos dejen entrar a la pista de karting. Prometemos no más de cinco motos por carrera, que vamos a usar casco y que no vamos a apostar. Acelero en busca del pozo y ahí sí, llego a los 3000 metros. Seguro. 6

Kindle Girl

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Kindle: to set alight or start to burn Supongamos que te llamás Roni Bandini y una chica muy menor te reconoce en la calle y decide inmolar su belleza decimonónica bajo el peso de tus crónicas apuradas. Todo como parte de un camino autodestructivo que ni te tomás la molestia de analizar porque el tema es otro, el tema sos vos mismo y la posibilidad de perderte. En fin, si tenés algún consejo sobre este tema llamá al 0800. me.importa.1.carajo. Vamos a los hechos. Día de semana, madrugada. Salgo de boluevento literario donde fui a increpar a cierta editora que tiene mi novela en el freezer mientras cuenta en Facebook las mil y unas formas de zamparse un ceviche. Ya en la puerta de casa entra un mensaje de texto: es Kindle Girl, que no me conoce, que no había nacido cuando yo ya era básicamente quien soy. Me manda la dirección de su departamento de estudiante. Yo estoy hecho percha, despeinado y con las últimas 18 horas de rebote estampadas en la cara pero lo único que podría impedirme llegar es un triple vuelco sobre Avenida Santa Fe. Llego, toco el timbre. Espero, cinco, diez minutos. Ella baja, calculadamente informal, incalculablemente atractiva para mí que me cansaron las treintañeras de tacos y maquillaje. Kindle Girl se empeña en mostrar que está en control de algo que ya excede cualquier posibilidad de ser medido. Yo hablo como si estuviera con James Lipton en el Actor´s Studio: mis problemas de personalidad, salidas de motos italianas, las funciones de Entrevistas Breves… Mientras tanto siento un vibe, algo que pasa a veces. La gente espera que me ponga a escupir macetas, carajear y levantar polleras. Pero yo no soy así. Ni hay macetas llegado el caso. Total que me acerco – destemplado, ridículo – y le doy un beso. Hay mujeres que se conmueven, otras que te rechazan, 8

unas pocas indiferentes. Mezclá todo eso y te vas a hacer una buena idea de cómo se siente un beso con Kindle Girl. Afuera, los pájaros anuncian la llegada de la mañana y no es que tenga algo que hacer pero suelo acostarme cuando está oscuro y me molesta la evidencia de haber saltado el guardarrail, de estar dando trompos por la banquina. Kindle girl se para, va hasta la pieza, se saca la ropa. Y cuando quieran saber por qué se escribe – si no hay plata, ni sentido en sí mismo, ni posibilidad de que a las editoras les importe más tu novela que comer ceviche – Sepan que es por esto, para ordenar el caos, para entender a una chica linda, disfuncional, herida, que invita a un desconocido veinte años mayor y se ofrece desnuda en los últimos segundos de la madrugada. No sé qué pasa con los pájaros ahí afuera, con mis reglas y lo que se supone que tenga que hacer pero bajo y me pierdo entre sus piernas con una clara visión: es el viento que sopla. Y ni rastros de las migas.

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Ascendecia rumana

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Empiezo clases de teatro. La profesora es mujer, pálida, castaña. Tiene puesta una camisita con mangas princesa muy curiosa. Me imagino que esas mangas princesa le costaron sus últimos diez novios. Estoy incómodo. Tengo miedo en realidad. Miedo a que manga-princesa me haga subir al escenario y me pida representar una fuente de agua. Estamos sentados en círculo. Somos dos hombres, el resto mujeres y siguen apareciendo. Diez, quince, veinte, veinticinco mujeres. No puedo disfrutarlo. Tiemblo. Me estoy por cagar encima. Eso sí que va a ser teatral. Ronda de presentación. Nombre, edad, profesión, experiencia en teatro. Casi todas las chicas tienen veinte años y ya tuvieron alguna experiencia en el rubro. Me toca. Toso y digo que soy Ingeniero en Sistemas. A un Ingeniero se le tiene que perdonar que no pueda hacer de fuente de agua. Al lado tengo sentada a una mina con anteojos siniestros y delantal de panadería. Ascendencia rumana, dice. Lo único que conozco de por ahí eran esos chicos con cara de grandes que tocaban el acordeón en el subte. La ronda de presentaciones pasa y la rumana me dice algo al oído. Creo que es un chiste porque se está riendo. Me río también. Ja, jaaa. No tengo idea qué dijo. La tenés chica. Jaa, ja, ja. Humor rumano. De pie. Nos hacen dejar las sillas. No sé por qué. A mí me gustan las sillas. Uno puede protegerse con una silla. Estamos todos parados, mirándonos la cara. Yo debo ser el más nervioso. Las chicas están tranquilas. Algunas me sonríen. Sale música New Age, esa que incita a la violencia. Tenemos que caminar por el salón. En cualquier dirección. Dejo de temblar, camino y miro culos y cada tanto doblo. Voy por atrás de la columna y me doy de frente con los anteojos siniestros de la rumana. No puedo disimular la cara de miedo. Me alejo. La profe manga-princesa cazó mi nombre. Desde la otra punta del salón grita: “Roni, tenés los hombros muy rígidos” Todos me miran, concha de tu madre. Entonces la cosa se 11

complica. Ahora la profe aplaude y tenemos que quedarnos duros, estilo estatua. Las minas son sueltitas y ponen unas caras bien teatrales, con las manos extendidas y los dedos formando abanicos. Yo hago estatua en las distintas fases del andar pero se ve que esto es lo menos porque ahí llega el grito desde la otra punta del salón “Roni, no hagas siempre lo mismo” Aplauso. Empiezo a hacer pelotudeces. Levanto un pie. Aplauso. Me agarro una oreja. Aplauso. Le doy la mano al hombre invisible. Aplauso. Hago dedo. Aplauso. Paro un colectivo. Tengo plena conciencia de que soy el aparato más aparato de todas las clases de teatro de la Argentina. La profe aumenta la apuesta. Ahora hay que armar una secuencia de movimientos. Llega el primer aplauso y me quedo duro, no sé qué hacer. En la urgencia pelo un desplazamiento de Capoeira. Zafo. Segundo aplauso. Otro desplazamiento de Capoeira. Así voy por el salón haciendo unas cosas raras que nadie entiende. La profe me mira pero no dice nada. Se habrá dado cuenta de que no vale la pena. Termina la tortura y nos sentamos en el piso. Estoy ahí, a nivel del suelo, humillado, derrotado. Decido abandonar. La profe habla de las escuelas de teatro, de Lee Strasberg y del Método. Entonces una chica menudita sentada estilo sirena se deja caer naturalmente sobre mi hombro. Me parece que fue un accidente y espero que se corra pero no se corre. Queda ahí, recostada, casi encima mío. Yo respiro el perfume de su pelo y empiezo a imaginar poses para la clase que viene. *** Segunda clase. La rumana ronda mi sector. La profe pide que nos pongamos en parejas y me apuro en escapar al otro lado. Quedo cerca de una petisita culona muy linda de cara. Me gustaría que la consigna sea un blow job, más que nada para aprovechar sus mejores cualidades pero no. La consigna es andar por el salón, mirarse a los ojos y sincronizar movimientos. Me sale bien la par12

te de mirarla a los ojos. En lo demás soy Robocop. El ejercicio es largo como la violación de Mónica Belucci, desde el punto de vista de Mónica Belucci. Nos sentamos y la profe larga teoría Strasberg. Me gusta la teoría, me gusta cualquier cosa que no me tenga ahí parado haciendo boludeces. Otra consigna. Tienen que pasar algunas parejas. Petisita Culona quiere pasar pero yo no hago contacto visual y al final no pasamos. Los que pasan lo hacen bastante bien. Dos rubias bailan y se miran y los movimientos fluyen y tengo ganas de invitarlas una semana, todo pago a Fort Lauderdale. La clase está por terminar. Faltan diez minutos y todo indica que voy a zafar del ridículo. Entonces: “Roni, adelante” Le pregunto “Para qué” Todos se ríen. Queda como un chiste. Macanudo. Paso y meto las manos en los bolsillos. Las saco. Las meto. La profe me alcanza una silla y me pide que piense en un lugar de vacaciones. Voy a tener que hablar de ese lugar con los ojos cerrados. Puedo hacer eso. Es más, creo que podría hacerlo bien. Pienso en Miami. Me imagino jugando al Beach Volley en la 79, comiendo Crabs en Joes Stone, manejando un Pontiac Solstice por el Turnpike. Pero no, no puedo hablar de Miami, hay muchas polainas y pañuelos Arafat entre mis compañeras. Decido hablar de un lugar inventado. Empiezo contando una llegada en auto, el vértigo en las ondulaciones de un puente, la desembocadura de una laguna. Le meto una historia del pasado, que casi me ahogo nadando por esa desembocadura. Cuento de un bolichito lugareño para comer pescado, el aroma de la Raineta a la manteca negra, la acidez de las alcaparras. Creo que el tema está agotado pero abro los ojos y la profe me pide que siga. Sigo, cuento que siempre tuve mucha expectativa con la ruta que sale del puente al norte pero que en un momento el paso se ve interrumpido por un rio y que es necesario subir a una balsa. Cuento que nunca subí a la balsa por miedo a decepcionarme con el otro lado. 13

Abro los ojos. La profe me pide que siga, Para mí pasaron como cuarenta minutos. Sigo hablando. Cuento que después de una separación traumática y diez noches de insomnio fui hasta la desembocadura y pensé en tirarme y dejarme llevar por la fuerza de la corriente pero en el instante en que estaba adelantando un pie se levantó un viento de frente y tuve una revelación, la certeza de que no era mi momento, de que tenía algo para dar todavía, caminos por recorrer bla, bla y la posibilidad de animarme a cosas nuevas y no sé bien como termino puenteando hasta llegar a esta mismísima clase de teatro. Cuando abro los ojos todos me miran con una expresión de lástima, cariño, dos chicas lloran, lágrimas incontenibles. La profe tarda en hablar. Usa la palabra bellísimo. Yo me siento para la mierda. Ahí sí, lo decido en serio. Voy a dejar teatro. La clase termina. Agarro Junín para el lado de Córdoba. Llegando a la esquina me tocan la espalda. Es la rumana. Necesita decirme algo. Que ella también intentó suicidarse. Quiere tomar un café y hablar de eso. *** Caminamos unas cuadras pero no veo ningún café lo suficientemente escondido. En eso encuentro un lugar que parece apropiado, la agarro del brazo y entramos. Hay un pasillo alfombrado y después una ventanilla. Ella mira alrededor, me mira y dice “Pará… esto es un telo” “Ah… sí, claro” Pido una habitación común y subimos por el ascensor. La habitación tiene muebles laqueados negros y flores de plástico. La rumana se mete en el baño. Yo juego con los botones de la pared. Luz roja, luz azul, tv porno, radio melódica. Ella sale del baño. Tiene la cartera agarrada con las dos manos a la altura del pecho y el labio inferior caído, como anestesiado. “Explicame esto porque sino te comés el garrón de tu vida” Su voz me da miedo. Claro, estoy encerrado con una loca-suicida-labio-caído-toca-acordeón y en la cartera debe tener un Tramontina oxidado. Le digo que me perdone si 14

mis tiempos no son sus tiempos, lo que pasa es que soy escritor y tengo problemas sociales y que por eso también empecé teatro y que a veces me sale así, no tengo filtros, me salteo algunos pasos. Parece funcionar. Ella deja la cartera y se saca la gomita del pelo. Si el pelo le tapa la cara podría ir mucho mejor. Se sienta en la cama, demasiado cerca. Veo que sus labios están pintados con un rosa grumoso, sobre el labio tiene una sombra a lo Frida Kahlo. Transpiro, me falta el aire. En eso me doy cuenta de que la forma más sencilla de salir de ahí va a ser cogérmela. Le saco esa especie de delantal de panadería. Abajo tiene un jean de corte soviético, la tela es dura, rasposa. Le recuesto y le saco el jean. Ella mantiene una pose sumamente occisa. Descubro una bombacha color piel, modelo tía abuela. Sin embargo tiene un culo muy decente. Me bajo el jean hasta las rodillas, me calzo el forro y entro. Voy un par de minutos con el mismo ritmo y ella nada. Si no fuera por el pestañeo diría que entró en coma. La sigo cogiendo y pienso que no sé bien dónde descarrilé. Los últimos cinco polvos fueron todos muy extraños. Necesito una mina normal, flaquita que venga y me diga que le gustan mis novelas y que se saque la ropa sola y que emita algún sonido cuando está cogiendo. Acabo y me subo el jean. Ella se tapa con la sábana y se pone a llorar. Llanto mal, desconsolado. Me siento al lado. Le palmeo el hombro. Sigue llorando. Siempre fui muy malo consolando. Espero, espero. No para. Agarro el celular y chequéo mails. Entra una consulta de una mina. Quiere comprar un eBook Reader, pregunta si conviene el Nook. La rumana sigue llorando. Contesto el mail. Miro a la rumana. Llora un poco menos. Abro Twitter. Todas boludeces pero lo malo si breve… Dos, tres, cuatro minutos. La rumana deja de llorar y se viste. Salimos a la calle. Le estoy por dar un beso en la mejilla, ella se anticipa y me dice: “Me prometiste un café” *** 15

Entramos al café de la esquina y ella se pide un mega licuado de banana con leche y un tostado de jamón, queso y tomate. No sé en Rumania pero en Argentina eso es almorzar. La miro comer y trato de sacar conclusiones. Tiene cara de tragedia, eso es lo que pasa. Básicamente es un problema de anteojos raros y cara de tragedia. Come y habla: padres separados, su hermana mayor sacaba malas notas en el colegio, la directora sugirió terapia, el terapeuta se empomó a la hermana, la hermana le contó a ella, ella empezó a sacarse malas notas, los padres la mandaron al mismo terapeuta, el terapeuta hizo lo suyo, ella se quiso matar con pastillas y después del lavaje de estómago metiendo la cabeza en el horno. Bueno, la cara de tragedia está justificada pero queda el tema de los anteojos. Silencio fin-de-historia. Me mira. Quiere saber qué pienso. Digo “Sí… un bajón, che” y no sé si es la combinación de palabras pero se enoja y dice que soy un pelotudo y un aprovechador y un mentiroso y estalla en llanto. Me miran de las mesas de al lado. Una señora está a un paso de intervenir. En situaciones complicadas lo mejor es actuar. Me paro, saco un billete de cincuenta pesos y digo “Bueno, linda, yo voy partiendo…” Le palmeo la espalda como si fuera un compañero de vóley y camino rápido para la salida. Llego hasta la esquina, doblo en Junín y me pego una corrida hasta el subte D. *** Sé que no tengo que volver pero resulta que pagué todo el mes y nunca me voy a poder sacar de encima el barrio. Total que bajo del subte D y camino por Junín hasta la clase de teatro. Al miedo de siempre se suma el miedo de una acusación pública, ridiculización de mi técnica sexual o algo así pero llego y la rumana me mata con la indiferencia. Puedo soportar su indiferencia perfectamente pero no la creo, supongo que en algún momento va a estallar. Empieza la clase con el segmento complicado: gesticular, hacer poses y ocupar el espacio tridimensional. Intento esconderme detrás de una columna 16

pero llegan las indicaciones desde la otra punta del salón. “Roni, soltá los hombros… Roni… estás caminando nada más… Roni, la mirada, la mirada arriba” El otro pibe no vino. Estoy yo solo con todas las mujeres. Las miro, se mueven bien, tienen gracia natural. Descubro un buen culo que se me había pasado y otro. El precalentamiento termina y la profe larga la primera consigna: a ponerse en parejas. A mi lado, una chica que nunca había visto. Es alta, pálida, esbelta. Me mira y ya estoy en pareja. Sigue la consigna: mirarse fijo a los ojos, uno propone y el otro sigue los movimientos en espejo utilizando la visión periférica. Empiezo a mover las manos, los dedos, me sorprendo con lo que está pasando, con ver las sutilezas que va copiando esta chica, empiezo a tapar ángulos de visión y la miro con lo que queda y miro que ella me mira con lo que queda, me voy en su mirada, no hay nada alrededor, estoy solo en el mundo, en el universo y la tengo a esta chica que cada vez es más linda y familiar, una réplica de mis intenciones, de mis variaciones, pasan los minutos pero en lugar de decaer se pone cada vez mejor, hay un metro de distancia, ni la toco pero es bastante parecido al sexo, dejando de lado que no se lo voy a poder contar a mis amigos. La profe aplaude y vuelvo a la realidad, miro el lugar, miro a los demás como si se hubieran acabado de materializar. La profe me felicita por la concentración. Creo que no estaba concentrado, estaba más bien perdido en la mirada de esta chica. Por algo parecido me enamoré de la novia de alguien una vez. Ahí atrás está la rumana. Bufa y le dice algo a una compañera muy parecida a la pelilacia de la película de terror La Llamada. Nos sentamos. Viene la teoría. Strasberg y otros que no llego a captar porque todavía estoy magnetizado por el ejercicio de las miradas. El punto es que hacía mucho que no miraba a nadie a los ojos. Cuando peleaba en Sipalki siempre miraba a mis oponentes a los ojos. Así me anticipaba a sus movimientos y pedía respeto. Resulta que mirar a los ojos 17

es la diferencia a veces. Nos separamos en grupos. Hay que improvisar y la profe nos habilita la palabra. En mi grupo está la compañera del juego de miradas, además tenemos a una muy machofeminista-lesbi-sandra-celeste y a otra piba que parece una lámina de cartón de ella misma. Culibaja además. Salen propuestas de dramaturgia. La lesbi-sandra plantea cosas irrealizables que nadie podría captar, cambios de ambiente, cambios de tiempo, necesita una producción de Broadway, mínimo. Sin ir a la confrontación trato de armar la movida, el cambio de argumentos, una sola ubicación, un conflicto claro, una resolución. Estoy escribiendo con palabras y las chicas compran y se entusiasman y la profe también y yo sigo y me imagino esa escena y otra y una más y el final y a ésta altura está claro que no voy a volver, que ya no tengo motivos para seguir haciendo el ridículo. Pasamos a actuar la primera escena y yo no veo la hora de estar tranquilo en casa, frente a la computadora.

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Esto del final

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“The problem is that once the rules of art are debunked, and once the unpleasant realities the irony diagnoses are revealed and diagnosed, then what do we do?” DFW Aparece este cansancio y no entiendo sus motivos. Fue un día típico: insomnio, emails enojados, un encargo, siesta, dos páginas decentes. Quizás tuvo que ver la performance en el Palais de Glace. Mi cuerpo puede aguantar 48hs de lluvia en moto pero no 20 minutos extrapolando el negativo de Georges Perec con Marc a lo David Lloyd, Funkhouser soplando ritmos jazzeros, mi primera actriz de EBCER pistoleando agua potable y dos mujeres ajenas escaparadas como chupetines. Total que llego a la Fundación y me clavo antes de tiempo el último 5 Hour Energy. De repente creo que fue mala idea haberle regalado uno a Funkhouser. Lo tomó en el Palais, durante la performance y acusó el único efecto no indicado en el prospecto. Me levanto algo, apenas para saludar, servir un Jameson y charlar con la directora de la Fundación que estrena situación de calle. Mentira. Así le gusta verse pero podría alojarse de por vida con sus habilidades de networking. Llueve y los micrófonos no andan y el 5 Hour Energy parece que nunca sucedió. Refuerzo con una Cafia y otro Jameson. La sala está llena, llega Ivanhoe y hago mi parte. Solo que esta vez me parece que entiendo algo. Es como esa experiencia de la gente que se eleva y ve su cuerpo soñando en la cama. Pero yo no floto, yo estoy en la cama y la obra toma lugar en el floating y de fondo suena la canción de Nacho Vegas “Creo que soy el último en la fiesta… una en la que nadie me invitó″ y alrededor de la cama hay mujeres desnudas con el pañuelo de Foster bebiendo Ginger Ale y se supone que tengo que sacar una conclusión de todo esto pero me quedo con la belleza del 20

montaje. Termina la escena. La última, la mejor. Soy puro cliché. O será que esto del final empieza a afectarme. La gente sigue su recorrido por la casa y entro al Twitter Room. Ahí está Piro. En general me espera con mil anécdotas fondeando un Jameson. Hoy está inclinado sobre un sweater negro, sacando bolitas de lana. Le pregunto si no hay una máquina para resolver eso. “No es lo mismo” y sigue hasta el infinito. Me sirvo el Jameson, subo los pies a la mesa y pienso en las chicas desnudas bebiendo Ginger Ale. En un momento la puerta se abre y aparece Martin, con sus carpetas de sexador. Funciones buenas, funciones malas, su expresión es imperturbable. Pero sonríe con tristeza y no hace falta decir nada. La gente sigue el recorrido por la Fundación. Ahora viene la terraza con Funes. Desde abajo escucho el volumen del final, las risas y un juego de sombras. La gente baja, se acomoda. Funkhouser larga su parte con claridad y puedo identificar exactamente las variaciones, su ma nishtanah. Seguimos. Esta vuelta me esfuerzo en escuchar a Piro. La chica de la inmobiliaria tenía razón, nunca escucho a los de_más. Pero ahora sí, lo escucho y entiendo por dónde va la cosa. Con el sweater negro lo está diciendo todo. El verano ya fue. Aplausos finales. Saludos. Subimos a la terraza. Max me acerca un vino. No es bueno mezclar. Por eso sigo con las Cafiaspirinas. Piro, apoyado en los márgenes, me dice “¿Sabés quién es esta chica? Gaby Bejerman” No es culpa de ella, es mía, no la conozco, no conozco a nadie. Conozco a Sistemas Bejerman pero supongo que no tiene nada que ver. Resulta que sí. Es el padre. Hablamos de costado, estilo SaintGermain. Me pregunta quién me editó. Me cuenta quienes la editaron a ella, me pregunta dónde vivo, me cuenta donde vive ella y ahí agrega “Mirá que tengo novia” Debe ser el cierre. Se me abrió y eso explica todo. Bajo la mirada. Cerradísimo. Intercambiamos mails, recargo 21

vino, me siento y otra vez el cansancio. Un camión me tira arena en los hombros. Aguanto como puedo y ahí aparece la actriz de los empujones con el dedo en alto “Leí tu pinche blog” y que menos mal que no puse el nombre porque sino, porque sino, sino… Me dice que además se trata de jugar, ella estaba jugando (bueno, juguemos al doctor) y que no pudo venir por un tema de estudios pero que ya está, ahora es doctora (entonces con más razón…) Refill de vino. Llega la expat. Había dicho que no iba a venir -> vino con las calzas de Jane Badler. Había dicho que no se iba a enojar -> tiene cara de oficial del MBR200. Pero soy un tipo comprensible, macanudo y me acerco a saludar. La expat me esquiva y utiliza a la niña que lleva en brazos para embestirme palestinamente. Sobrevivo con un raspón de vino tinto en la camisa. Sucede la no presentación del libro de Marc. Yo sigo la consigna al pie de la letra. Una lástima porque Carcelona es excelente y no siempre tengo ocasión de hablar bien de algo. Ivanhoe deja adivinar las dos últimas semanas, todo un cuadro de situación por su mirada sobre los zapatos provocadores que andan en círculos, en espiral, hacia el centro de su preocupación. No sabe que son cosas de chicas para chicas. Yo tenía una novia que decía “Es que un par de zapatos te visten…” Todo el tiempo lo decía. Un día de humedad se me escapó “Un culo te viste” La fiesta sigue en tres mesas del bar Cervecero. Me siento con Marc, Funkhouser, Ivanhoe y su amiga Yogatimonel-ojos-claros. Desfondo la última Cafiaspirina del blister y noto que ya no se trata de mi cuerpo, se trata de mi cabeza. Estoy dormido hace horas. Veo en cámara lenta a la moza, una narigoncita hermosa pero no se me ocurre nada para decirle y después aparece Juan Terranova con una importante cantidad de flores para Ivanhoe. Momento extraño. Terranova con aquella columna logró algo muy difícil de superar: retirarle dos 22

pautas a Moneta, polémica épica y dejar en evidencia que no hay temas lo suficientemente insignificantes para fundar una ONG ni feministas lo suficientemente pelotudas y sintéticas para presidirlas. Entonces no sé si el Jameson, el vino, el cansancio pero me cuesta el gesto de las flores, la complejidad de las personas. Camino al baño, la directora en situación de calle me presenta a una productora de música más ebria que yo. Tiene $400 en la mano, sonrisa eterna y una cola notable. Ahora debo una semana de alojamiento. O quizás no. Mis manos están bajo el agua pero no se mojan. Me doy cuenta de que esto ya fue. La noche y todo lo demás. Bajo rebotando por Avenida La Plata.

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La hija del policía 24

Chichen Itzá tendrá su atractivo pero no deja de ser piedra y polvo, pensé en la pileta justo cuando llegó ésta chica que era blanca de una forma que no creía posible. En contraste, el pelo rojísimo, con bucles y la cara tapada por enormes anteojos negros. Edad complicada de determinar. Algo entre catorce y treinta cinco años. Me puse a hablar de reposera a reposera. Me dijo que se llamaba Valerie, era norteamericana, de Minetto, New York y tenía 16 años. Largaba una respuesta pero luego me ignoraba. Pasaba el viento entre las palmeras y de repente retomaba la conversación. Hipótesis de trabajo: daño cerebral. Ahí empecé a notar que sus pausas coincidían con cierta aparición en el balcón del edificio principal. Era un grandote con chomba de piqué amarilla, apoyado en la baranda con actitud de querer doblarla. El poder de detención de esa baranda era notable. - Sorry. That’s my dad. He’s a cop. Even here… You know. El monstruo cop amarillo aparecía, se apoyaba en la baranda y desaparecía y la charla recomenzaba y se frenaba y otra vez. En un momento Valerie, irritada, pero sin perder la compostura, se paró y empezó a caminar para la playa. Yo miré su bolso, el libro y me pareció que me tocaba cuidar las cosas. Soy así, no me puedo sacar el barrio de encima. Valerie se dio vuelta y ahí me paré y la seguí al borde del mar. No había onda de ningún tipo. No se reía de mis chistes, casi no proponía temas y cada tanto tiraba frases desconexas. Dijo por ejemplo que una vez vio morir un perro. Pero el tono daba a entender que de repente lo mató también. Después dijo que dormía poco porque así se mantenía excitada. Puntos suspensivos. Macanudo. Dimos la vuelta y de lejos pude detectar al papi, que era muy policía en Minetto pero también muy pobre en habilidades de mimetización con el paisaje. Le dije a 25

Valerie que mejor me quedaba en la playa para evitarle problemas. Ella, con la misma expresión de nada, me dijo que sus padres iban de excursión al día siguiente y que ella iba a estar a las ocho de la mañana, en la pileta, sin haber dormido. Subestimando mis capacidades asociativas agregó: “excitada” Día siguiente. Pileta. 7.59 AM. La gente del hotel mayormente dormida o desayunando. Valerie llegó con un sombrero de paja, los anteojos negros y más cara de nada que nunca. La llevé a mi habitación y se sacó la ropa. Resultó estilizada y suave. Me acostó y se subió para una cabalgada memorable. La cosa se puso rara cuando cambié de posición. Fui arriba, entré y casi inmediatamente apareció un ardor en la espalda. Ella seguía con su carita de nada pero era claro que me acababa de clavar las uñas. Bueno, pensé, se olvidó de pedir perdón, sigamos, todo bien. Volví a entrar. Me volvió a clavar las uñas. Salí. La miré. Cara de nada. Volví a entrar. Lo mismo. Empecé a moverme. Ahora no se contentaba solo con clavar uñas, clavaba y desgarraba hacia los costados. La sangre empezó a brotar en gotas que teñían las sábanas. Fueron unos quince minutos de dolor y placer siniestro y no estaba mal pero no podía acabar. Entonces le agarré las manos y las trabé y ella se retorcía como en una violación. Ahí pude acabar y el clima estaba para seguir, pero a mí me entró miedo de que apareciera el monstruo cop del padre. Además ya era el mediodía y mi hermano debía tener quemaduras de tercer grado por bancarme toda la mañana al sol. Pasamos juntos el día siguiente, jugando a las escondidas con el padre, que ahora llevaba una chomba de piqué roja. Y después se acabó el tiempo. Mi familia se volvía. Valerie se quedó al pie del micro y me pareció que lloraba pero los anteojos eran muy grandes, le tapaban los ojos y casi toda la cara. Le di mi dirección y subí al micro. Todavía no se me habían curado los arañazos en la es26

palda cuando me llegó una carta en inglés inteligente y larguísima. La leí bastante sorprendido, pero después la tiré por ahí no pensé nada. Un año más tarde, de vacaciones en Camboriú, volvía borracho con la remera al hombro y una trompada en el ojo izquierdo, escindido cierto plan absurdo que había trazado para mi vida y se suponía que debía llegar a la casa de mi viejo, darme un baño, curarme el ojo, pero el peso era insoportable, existencial. Me acordé de la carta de Valierie, de su forma de mirarme al pie del micro y tuve necesidad de llamarla y contarle muchas cosas. En las novelas, de alguna forma se consigue el número, se consiguen también monedas y se produce el llamado. Pero nada de eso pasó. Me quedé sentado al pie del teléfono y amaneció por la tercera avenida.

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Algo así como la ruleta

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Terminó Entrevistas Breves y como dijo alguien: “nada mejor para sacarse malos hábitos que adquirir hábitos peores”. Entonces decido probar suerte con Kindle Girl. Es algo así como la ruleta. Apostás y apostás y no podés ganar pero quizás te diviertas un rato. Baja el sol, arranco la coupé y manejo hasta Palermo. Ella tarda y miro alrededor, buscando algo para leer. Aparece este ejemplar de la revista Galera y arraso el cuento de Kafka y el I have a dream de Martin Luther King y miro cada una de las fotos de la farándula y Dylan pega la vuelta en el autoreverse y recién ahí aparece Kindle Girl. Está linda. Es linda y tiene un vestido de esos que parecen fáciles de levantar y aros y maquillaje suave. Le había prometido un helado de frutilla pero es la hora de cenar así que doy vueltas, estaciono, caminamos y todos los lugares están llenos o lejos o cerrados. Terminamos en uno de esos megapizza con ventanales, promociones ploteadas y plantones de vivero. Me da un poco de lástima. Otras recibieron Foie Gras mirando al rio y ahora, Kindle Girl en la megapizzería de Callao. Pido una picada, un agua y dos cervezas. Las dos cervezas son para mí. Kindle Girl no toma alcohol mientras come. Tira varias de estas sentencias “Nunca tomo alcohol cuando como” “Todo se me nota” “Soy muy fiel”. Kindle Girl come una aceituna, probablemente media feta de jamón crudo. Nada más. Yo como roquefort y jamón y salame y un pan y me tomo las dos cervezas. Con aire acondicionado y todo sigue haciendo calor. Hablo de amenazas foráneas, de mi última novela, de Leakymails pero su tema se desborda: todavía está triste, todavía no entiende, ni parece muy convencida de querer estar ahí conmigo. A mí no se me nota pero yo tampoco estoy convencido. Es que tengo un algoritmo: hay una mujer, cogemos, lee mis crónicas, se ofende y goto line 1. Y ahora es un problema porque Kindle Girl no se ofende. Vamos a su departamento y hablamos tirados en la cama. 29

El vestido se sube y deja ver un piercing plateado que se me había escapado la otra noche. Con mi mano hábil sigo el contorno de sus piernas blancas. Se da vuelta y no creo poder aguantar esta gravitación mucho más así que le saco la bombacha y le pido uno de los Prime rojos que guarda por ahí en la mesa de luz. Que no. Que no tiene. Y que igual no corresponde que ella… Pero me acerco y se arquea y ya estoy adentro y esto debe ser la fidelidad porque ahora mismo no pienso en nada más, ni otras mujeres, ni consecuencias, ni editoriales, definitivamente no pienso en la obra ni la columna de la revista. Todo esto surge después, en el recuerdo porque ahí mismo, pensar es un pestañeo contra el sol. Kindle Girl se saca el vestido y ahora está encima. Definitivamente no es lo mismo que la última mujer, o la anterior, son más bien ecos incandescentes de una resonancia espiritual. Quiere acabar, se muerde el labio inferior y se mueve más rápido y muy, pero muy a mi pesar, la freno. Le pido otra vez un Prime. Que no tiene. Además no corresponde. Vuelve a entrar y se mueve y está por acabar y la freno. Sigo necesitando un Prime. Que no, de ninguna manera. Lo mismo y está a punto, entonces la vuelvo a correr, ahora casi divertido pero ella todo lo contrario. Se estira hasta la mesa de luz y resulta que sí tenía. Entro y la escucho gemir y es fácil irme pero decido que no, mejor quedarme con eso al menos porque el resto… el resto ya fue. Le pregunto qué tiene que hacer mañana y pasado y el viernes. Ya en el auto, estiro las piernas, enciendo el estéreo y me quedo detenido, escuchando todo el cassette de Bob Dylan.

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Capoeira

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A mediados de los noventa escuché que estaban enseñando Capoeira por Corrientes pasando Callao y me mandé. El primer día fue un shot de excitación. Entrenamos en un salón con el piso de madera, paredes espejadas, el sol derramándose por los ventanales y los Berimbau sonando. Estaba lleno de mujeres y eran todas flacas, hippies, expatriadas, locas. El mestre se llamaba Cary y era un pelado brasilero de mirada inteligente y mordida invertida. Puso a un pibe de doce años a enseñarme la Jinga, que es el primer paso en la Capoeira y se quedó charlando con dos alumnas. La Jinga consiste en un desplazamiento alternado a ritmo con la música. Estuve una semana con la Jinga y cuando pude automatizar los movimientos el mismo pibe de doce me mostró las patadas. Cuando largué el primer giro, apareció Cary a preguntar quién era y qué artes marciales había practicado. Lo despachó al pibe de doce y me hizo algunas observaciones. Yo no podía entender su entusiasmo. Todos tenían gracia con el ritmo de la música. Yo en comparación era Robocop. El sábado al mediodía hacían algo llamado La Roda. ¿Vas a venir a La Roda? Me preguntaban las chicas. Claro. La Roda resultó ser lo mejor. En lugar de música grabada, se tocaba percusión en vivo y se cantaba con distintos ritmos y velocidades. Al medio de la ronda, iban pasando de a dos y hacían unas cosas increíbles. Los movimientos no estaban pactados, eran conversaciones coreográficas, climas de peleas, a veces acrobacias ajustadas a la música. Yo aplaudía y tenía los ojos bien abiertos, tratando de capturar todo. Al otro lado de la ronda había una chica que me miraba fijo. Era morocha, tenía la voz ronca y su mirada era toda intriga. Por un momento me pareció que su mirada era también posibilidades pero después la vi colgada a los brazos del pibe que me repartía los volantes y me olvidé del tema. Se llamaba Silvina. Empecé a ir entrenar tres veces a la semana y me acuer32

do caminar por los pasillos de la Universidad de La Matanza pensando en la Jinga, cantando canciones de Capoeira. No me costó la integración al grupo. Después de todo tenía varias a mi favor: hablaba portugués, podía pegar muchas patadas desde cualquier posición, sabía cantar y aguantaba estoico la ridiculez de mi Jinga. Al mes se acercó Silvana. Era una rulosa flaquita con una cola enfermante. Me preguntó si iba a ir el domingo a la Costanera. Le pregunté para qué. “Capoeira” respondió sorprendida. Fui y me encontré con diez capoeiristas de poca experiencia tratando de armar clima con una pandereta. La gente se juntaba para ver y yo no estaba listo para hacer mi numerito Robocop en público. Cuando volvíamos me puse a hablar con Silvana. Era paisana, vivía en Caballito y su mirada edulcorada de fondo triste me pudo. Contó que había estado saliendo con el mestre pero que la cosa no iba para más. La dejé en la puerta del departamento y ella se balanceaba con una mochilita colgada y en uno de los va y viene estuve a punto de comerle la boca pero tuve la prudencia de evitar a la mina del mestre. Prácticamente todos tenían apodos. Eso me gustaba porque yo siempre había tenido problemas para identificar a los Diegos, Jorges y ni que hablar de las Rominas y Carolinas. Entonces ahí tratabas con La Negra, Soldado, Tapir, El Doc, Chaco y así. Los apodos surgían naturalmente. Si tenías suerte y le caías bien al mestre te podía tocar un buen apodo y sino, bueno, Tapir. Mi apodo surgió un sábado en el vestuario. Nos estábamos cambiando y había empezado a entrenar un maracaibo, más interesado en la danza que en todo lo demás. Yo conté un chiste del estilo “Había un argentino, un enano, un puto y…” y el maracaibo dijo “Este se muerde la lengua y se muere” El mestre entonces se paró y dijo Venenu (así lo pronunciaba) Con el tiempo el apodo me ayudó – una cosa era enfrentarte a Tapir y otra a Veneno – 33

Las capoeiristas a todo esto me estaban volviendo loco. Tenía a Silvina, concubina del repartevolantes y a Silvana la novia del mestre o la ex según ella. Salíamos y tomábamos cerveza y yo loco, afiebrado por tenerlas tan cerca y no poder hacer nada. Resultó que el repartevolantes un día le pegó un par de cachetazos a Silvina y ella me llamó por teléfono llorando. La pasé a buscar con la camioneta Dacia de la fábrica de mi vieja y ahí me contó que no habían sido cachetazos, sino uno, uno solo y al parecer, leve porque tenía la cara en perfectas condiciones. La llevé al Bar De La Cortada y habló todo el tiempo del novio y después de sus alumnos de francés. Le pedí traducción de algunas frases al oído. Entonces perfectamente sincronizado, se cortó la luz en todo el barrio. Salimos del bar y caminamos a oscuras dos cuadras hasta mi departamento. Ahí subimos los cinco pisos por escalera y nos tiramos en la cama. Me acuerdo de que era blanquita y lampiña y quería coger sin forro pero ya me había llegado el rumor de que el mestre también se la había cepillado así que saqué una cajita de Camaleón, la puse en cuatro y mientras entraba procuré recordar específicamente al novio repartevolantes. En la semana no me crucé con Silvina ni con el repartevolantes y el sábado cuando llegué a la Roda, el mestre me cruzó y me dijo “Venenu… oi a cobra lhe morde” Yo, que en portugués iba bien pero no tanto en metáforas, le repregunté. Ahí me señaló al repartevolantes y entendí todo. *** Me senté en un costado de la roda y sentí las miradas. El rumor había corrido, me la iban a dar. El repartevolantes era más alto que yo y estaba más marcado. En aquel entonces, mi método para enfrentar el miedo era inmolarme así que en lugar de refugiarme en los instrumentos o escaparme directamente del gimnasio, compré el jogo de un pibe con graduación que siempre iba al contacto, te encerraba y te arrinconaba contra los instrumentos. Me fui desplazando con mi Jinga aparato34

sa, metí algunas acrobacias de piso y algunas patadas circulares y aguanté en cocorinha cuando el otro largó las meia luas de compaso. Ni bien paró, me disparé como un resorte y le metí una bênção frontal al pecho. Cayó de orto al piso. Miré al repartevolantes. No compró. Ni iba a comprar. Esa misma noche me llamó Silvana. Pensé que iba a estar enojada, que me iba a hablar del grupo, de la lealtad, de la fidelidad, de mi bênção. Pero solo me preguntó si podía pasar por casa. Claro. Seguía el calor, plano, sofocante. Ella vino en minifalda de algodón. Se pegaba a las piernas y le marcaba la cola. Yo la miraba servir vodka en mi vaso y pensaba que no iba a aguantar. Se dio vuelta y me enfrentó “Veneno… ¿te gusta que te diga Veneno?” Me acerqué, puse mis manos en sus piernas y subí la minifalda, necesitaba ver qué clase de bombacha llevaba puesta. Era eso nada más. Eso y la dejaba. Resultó ser una bombacha de algodón, suavecita, una de paisana bien, de nena de mamá. No pude aguantar. La subí a la mesa y empecé con eso que estuvo bueno, bueno y discreto porque ella no le contó a nadie, yo tampoco y la cosa marchaba. El mestre trajo un día ese plan de viajar a la Gran Roda de Curitiba y me pareció zarpado pero me puse a tono, mejoraba rápido, ya no parecía Robocop. Sacaba las patadas sin desarmar la Jinga y tenía el Macaco para un lado y la parada de mão derechita. Silvana estaba estancada, había llegado a su techo en la Capoeira. Brillaba un poco con los primeros dos temas de Angola. Después no tenía mucho para aportar. Igual me gustaba y nos veíamos una vez por semana. Entonces Jason, un capoeirista norteamericano nos invitó al cumpleaños en un loft de San Telmo. Silvana quería bailar. Yo no bailo. Nunca. Me quedé en el sillón del piso de arriba, medio borracho y al lado tenía a esta morochita muy potable con el pelo enjuagado en flores. Le hablé y le hablé y se dejó comer la boquita. Abrí los 35

ojos y estaba Silvana. Se había materializado sin aviso. Casi traicionera. Que vamos, que me voy, hacé lo que quieras. Salimos y llovía, finito, molesto. Por la 9 de Julio me paró un semáforo. Ella decía a los gritos “¿Por qué me boludeás?” Qué pregunta jodida. No sé, no tengo idea, me aburro, no pienso, necesito ir para adelante. Le estaba por contestar y entonces escuchamos el ruido. Un auto no podía frenar y venía patinando a lo Holiday On Ice en zigzag para mi lado. Chau, es el fin, pensé. Pero entonces me di cuenta. Bastaba con meter primera y avanzar. Puse primera y me corrí. El auto pasó de largo y parecía que iba a seguir hasta Libertador. Agarré Rivadavia. En la AM del Dacia estaban pasando música clásica en acordes menores que combinaba mal con las gotas en el parabrisas y el clima. La dejé en su casa y antes de bajar me preguntó si iba a la Gran Roda de Curitiba. - Sí, obvio. - Que la pases lindo. *** Antes del viaje a la gran Roda de Curitiba le hicimos una visita al otro grupo de Capoeira que había en Buenos Aires. Yo no conocía los entretelones pero aparentemente el mestre del otro grupo y el mío habían llegado a Buenos Aires en la misma época y entre ellos corría una vibración para nada positiva. Rivalidad localista, Rio versus Curitiba o algo así. El otro grupo entrenaba en PH reciclado con ventanal sobre la calle Serrano. Estaba lleno de turistas y de capoeiristas graduados. Llegamos el viernes a las ocho y la roda recién empezaba. El mestre entró y jogó con varios de los alumnos más avanzados del otro grupo. Nosotros hicimos cola al pie de los instrumentos y fuimos entrando de a poco. Me tocó con un pibe sin graduación, medio espástico. Lo peor 36

para un capoeirista principiante es entrar con otro capoeirista principiante. Me alejé instintivamente y tiré un repertorio de patadas de Taekwondo indisimulables. Entonces me compraron el jogo. Me di vuelta y apareció jingando una mina fibrosa, estilo Sarah Connor. Traté de hacer lo mío pero al bajar de una bênção al aire, Sarah Connor pegó un salto, me agarró el pie y me tiró de culo al piso. Se ve que era algo que hacía a menudo. Los compañeritos festejaron. Yo me paré, hice dos Jingas para chupar distancia y tiré unas diez patadas frontales. Sarah Connor no podía hacer otra cosa que esquivar desesperada y torpe. Ahí apareció un musculoso anabólico – después supe que era el novio y muy obvio No puedo explicar bien cómo se dieron las cosas, solo sé que hubo poca Jinga, nada de acrobacia, que una de sus patadas me rozó, que dos patadas mías le entraron lindo y que un giro de él se estrelló contra la pared. Ahí nos compraron el jogo y aparecieron unos muñecos tratando de apaciguar los ánimos. Mi ánimo estaba perfecto. Al lado del Sipalki, eso era nada, menos que nada. Mis compañeros se contagiaron y le jogaron de igual a igual a varios capoeiristas del otro grupo, especialmente un anoréxico llamado Pablito y otro que perfilaba bien llamado Chako. Cuando salimos de ahí fuimos a comer a una Pizzería. El mestre estaba contentísimo. Esa noche había mostrado que estaba en camino y que tenía con qué. Dos semanas más tarde nos encontramos en Ezeiza para ir a la Gran Roda de Curitiba. Silvana no venía y de hecho ya casi ni entrenaba. Silvina estaba pero ya no la veía atractiva ni deseable. Era una loquita peligrosa y muy usada. Las otras chicas daban ganas de sepultarlas con el peso de un Atabaque y me sentí un poco deprimido, como me pasa siempre cuando no existe la posibilidad de una mujer. Entonces escuché que Chako decía “Qué raro, Natalia me dijo que venía” Natalia ra una chica nueva, rubia, pelo corto carré enmarcando una carita preciosa. Me hubiera gustado tenerla cerca en ese viaje pero no vino y me subí al avión en silencio. 37

Primera parada en Curitiba, la casa de el mestre del mestre. Un tipo bajo, morrudo y sabio llamado Sergipe. Contó anécdotas incorrectas y graciosas. Vi que mucha gente lo reverenciaba pero él le tenía un afecto especial a mi mestre. Escuchamos historias de Bimba y de Suassuna y vimos VHS de viejas rodas donde se destacaba la violencia de un alumno de Sergipe llamado Daniel. Salimos a almorzar y por la tarde participamos de una clase. Era emocionante estar jingando ahí, con tipos tan grosos. La clase terminó y fueron llegando hordas de Capoeiristas de todo Brasil. Reconocí a varios que había seguido en los videos, incluido este tipo Daniel. El salón era grande y se armaron pequeñas rodas a un costado y al otro. No me alcanzaban los ojos para capturar todo. De un lado había un pelilargo trabado en JiuJitsu con un patovica. Del otro, dos flaquitos con el pelo oxigenado se metían a la roda con unos saltos que parecían clavados olímpicos. Al costado de la ventana, un viejo de 7000 años se movía por el piso como una víbora. Todo era berimbau, canciones, baile, patadas, percusión y nosotros, los argentinos, perdidos, estáticos en esa grandeza. Apareció un pibe de diez años y me invitó a jogar y después otro pibe y después intercambiamos remeras como en un partido de fútbol. Nunca había hecho eso, pequeños jogos orbitando al costado de las rodas más grandes. De cada interacción me llevé algo, principalmente las pausas, los desplazamientos de piso bajos, reflexivos. Entendí que no era todo Jinga y patadas y acrobacias. Veía cosas que ni siquiera sabía que eran posibles, que desafiaban la gravedad. Vi cuerpos de 100kg sostenidos por un pulgar, vi reflejos y mucha inteligencia, vi como cada uno adaptaba el jogo al rival y a las propias capacidades. Nos fuimos a dormir tarde, extasiados, extenuados. Al otro día fue la Gran Roda. Cambiamos más remeras, jogamos, filmamos, sacamos fotos. Miré y miré y entendí los códigos, los climas, copié mentalmente los esti38

los. Sabía que quería apuntar a la agresividad de Daniel y a los movimientos de un flaquito intocable que saltaba dos metros y caía como un gato y esquivaba las peores patadas metiéndose en el jogo del otro. Por la noche nos tiramos en las bolsas de dormir y al rato estaban todos durmiendo menos Silvina Me miró, me sonrío y me acerqué pero cuando la tuve encima me di cuenta de que no me gustaba y estaba transpirada y yo también y todo eso no iba para ningún lado. Al tercer día se hizo un encuentro al aire libre. Llegamos por una explanada y había un brasilero tocando un pandeiro y cantando Redemption Song de Marley. Sonaba de puta madre. La letra se reveló como una Polaroid. Al lado tenía a una morocha afro, alta y hermosa. La miré, me miró y no tuve que agregar nada. Me acerqué y la agarré de la cintura. Estuve toda la tarde con ella, feliz, contándole cosas, respirando su piel. Nos despedimos a última hora y me dijo que iba a pasar por el gimnasio. No le creí y me entristeció ver como subía a un Fusca naranja. A medianoche la morocha afro apareció en el gimnasio. Nos tiramos sobre una pila de colchonetas. El sereno se hacía el que no miraba pero miraba y la piba estaba inquieta. Armé una pared de colchonetas y traté de seguir con lo mío pero no había caso. Me volví loco y consideré empujar al sereno por las escaleras o explicarle que en Buenos Aires no se veían cosas como esas todos los días. No pasó nada, una hora más tarde la piba se fue y me dejó loco y alterado. Volvimos a Buenos Aires y la diferencia se notaba. Todos los que habíamos viajado a Curitiba nos diferenciábamos por las remeras y la confianza. A las dos semanas, Natalia accedió a salir. En todo parecía muy tímida pero se invitó sola a mi casa y resultó ser un polvo increíble. Quería más y más y me agarraba con las piernas. Yo había terminado hacía dos segundos pero no me dejaba salir y me empezó a pasar la lengua por 39

los labios. Sentí un viento, un cambio de temperaturas y todo volvió a empezar. A la otra semana, ahí estaba yo, muy confiado con mi posición, con mis capacidades, arriba en todos los sentidos cuando recibimos visita de un grupo callejero. Tenían remeras viejas y el pelo con rastas. La miré a Natalia y pensé que era una buena ocasión para mandarme la parte así que entré a jogar con un gordito de rastas del grupo nuevo y lo saqué de la roda con una patada lateral. El rasta volvió con cara de nada y yo traté de darle otra patada pero mi pie siguió de largo y el rasta desapareció de mi vista, al instante yo estaba flotando en el aire camino al piso. Después me contaron que el pibe hacía lucha grecorromana. Se unió al grupo con el apodo de Tarántula y resultó ser uno de los capoeiristas más interesantes y peligrosos que vi. Ahí vinieron los bautizados, verde, amarillo, azul. Mejor técnica, mejores acrobacias. Más viajes, a Montevideo, a algunas provincias y un día la cosa se pinchó. Eran las vacaciones, no había mucha gente, el mestre estaba desmotivado y nosotros también. Me fui a probar al grupo del PH en Palermo. Entré sin graduación, sin honores y con mucha gente que había pateado en las Rodas. Y justo en ese momento mi perro murió, mi banda de rock se separó, cambié un excelente amigo por una mujer olvidable y todo estaba apretado, a presión. Entré a jogar con uno apodado El Mago. El clima empezó a subir y en lugar de aceptar mi posición de nuevo, le seguí el ritmo. El Mago era mejor, más coordinado, tenía más acrobacias pero a la hora de las patadas yo contaba con ventajas. Lo arrinconé y entré con dos giros y una lateral. El veía que no iba a poder hacer nada y se me tiró encima para empezar con los agarramentos. Nunca me gustó tener a otro tipo encima apoyándote. No va con mis principios. El Mago me agarró y mientras caíamos al piso le metí una trompada en la cara. Segundos más tarde tenía a cin40

co capoeiristas tratando de comprar el jogo. Traté de bajar las revoluciones pero ya era tarde. Me vinieron encima. Recibí trompadas, patadas. La nariz me sangraba, las costillas me dolían. Pararon la roda y me fui, humillado, dolido por todos lados. Desde ahí, mi historia en la Capoeira fue para abajo, inconstante, inconformista, agresivo, probando en un lugar y en otro, buscando ese clima de la primera vez y sabiendo que nunca lo iba a volver a encontrar

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Las puertas 42

Tengo un problema de personalidades. No es como en las películas, donde un tipo se levanta siendo un plomero peronista y se acuesta como un yuppie mitómano pero mi caso tiene un grado de complejidad que me hizo buscar ayuda de una psicóloga rubiecita, casada muy divertida. La conocí en una inmobiliaria y un mes más tarde la tenía desnuda encima, tapándose la boca al momento de acabar. La rubia me había estado googleando y se dio cuenta de que yo no era exactamente quien decía ser y una cosa llevó a la otra y me recomendó un centro de atención psicológica llamado Puertas sin Trabas. Justo andaba medio permeable al entorno (teatro, etc) Quizás porque había terminado de escribir Macadam y así funciona la cosa, hay momentos en que no escucho nada y no me importa nada y otros en que me tomo un taxi y toco el timbre de Puertas sin Trabas. No me quiero poner jodido pero Puertas sin Trabas tenía la puerta cerrada con llave. Yo soy pro candado y muros y todo eso pero me parece que si un lugar se llama El Lavadero de la esquina, no puede estar a mitad de cuadra. Me atendió un tipo bajito en saco y me ofreció sentarme. Por los parlantes pasaban My One And Only Love, en versión flácida de ascensor pero lo peor es que el tema terminaba y volvía a empezar. Aguanté como pude tres pasadas de la canción y ahí apareció el tipo de saco y me hizo pasar. Me cayó bien, no lo voy a negar. A priori cualquier tipo que mida menos de 1,76 me cae bien. Me preguntó por qué estaba ahí y le dije lo de las personalidades. Él tomó nota y después de una larga pausa dijo: - No sé si te avisaron pero yo acá no doy medicación. Fue un trompazo pero le dije que ok, que de hecho ni había pensado en medicamentos. A pedido suyo me puse a detallar cada personalidad y cuando terminé me dijo que podía quedarme tranqui43

lo, que él no iba a chequear mi historia con “el afuera” Otro trompazo. Evidentemente no me creía lo de las charlas públicas sobre inversión en bolsa, las salidas encabezando una fila de cuarenta motos o las cogidas con mujeres de las inmobiliarias. A los veinte minutos exactos sonó el timbre y yo estaba en el medio de un balbucéo: mmmmmmhhhh. El tipo – con la vieja fórmula lacaniana – dijo: - Eso que dijo me parece interesante. Cortamos justo acá. Me fui de Puertas sin Trabas con trescientos pesos menos en la billetera. Caro pero ese es el costo de saber que hay soluciones de otros que son para otros. En la esquina había una inmobiliaria. Le sonreí a una de las empleadas.

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Mal aliento en Bafici

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El Bafici es un festival de cine 10/90, es decir 10 películas buenas cada 90 bostas. Así y todo, año a año compro dos o tres metros de entradas. Cabe mencionar que compro las entradas de estudiante y los cines regalan tres horas de estacionamiento así que prácticamente veo cine subvencionado y no da ponerse muy exigente. Este año para varias películas saqué dos pases y como me costó mucho conseguir acompañantes terminé regalando entradas a las chicas más lindas de las colas. En una de las películas llegué sobre la hora así que le pasé la entrada a una gordita con morral que agitaba un pastillero de Tictacs y resultó que la gordita justo iba a sacar entrada para esa película y estaba muy emocionada por mi regalo de ocho pesitos. Evidentemente había tenido muy poca suerte en todos estos años y no paraba de agradecerme y después me daba charla en la cola y yo no sabía muy bien cómo explicarle que le había regalado la entrada como quien la tira a la basura. Se sentó al lado por más que elegí la cuarta fila y masticaba los Tictacs y charlaba bla, bla, bla “qué bueno este corto de Celina Murga … pero me gustaban más los del año pasado… vivo por Montserrat, el lado lindo … Macri no puede prohibir a los trapitos, al menos trabajan ¿entendés?… este flaco se come la película…” Entonces se terminaron los Tictacs y apareció su aliento en bruto. Me hizo acordar mucho al tapizado de un Mehari que tuve a los 17 años: mezcla de humedad en fibras sintéticas y coliflor hervido. El aliento malo pero la película peor así que le di unos besos y le toqué las tetas y me fui a dormir conforme en mi decadencia.

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La conferencia de Google 47

Día 1. San Francisco, California. Mi hotel japonés de siempre está completo así que hago el check in en un hotel boutique con ambientación literaria. Claro que la literatura es muy amplia. ¿Edgar Allan Poe? ¿Andahazi? Resulta ser un hotel tirando a Mark Twain y por mí va bien. Hay madera por todos lados, un bar decente para el insomnio y un restaurante Zagat rated con salones privados. La chinita de la recepción me da un cuarto grande, podría correr si quisiera pero no quiero, estoy cansado, liquidado porque me la pasé gran parte de la noche en avión luchándole al Rivotril ante la pequeña posibilidad de levantarme a mi compañera de asiento casada. Dejo las cosas y salgo por Market Street. Ahí me pregunto ¿qué hago acá? Si soy escritor ¿Vengo porque me invitan? ¿Por qué me gusta EEUU? ¿No le quiero soltar la mano al tipo del loft? Doblo a la izquierda, me meto en el Chinatown y compro una muñeca hawaiana para el dashboard del auto. Día 2. Entro al Moscone Center y me acredito. Me dan un badge enorme, un Smartphone Android de u$500 y una remera. Subo por las escaleras mecánicas y me mezclo entre los 5.000 programadores que están desayunando. Agarro una donut, un agua mineral y los miro. Antes se escondían bajo la alfombra. Ahora son estrellas de rock y lo saben. Gordos o anoréxicos, llenos de granos, con rosácea, mal vestidos, peor vestidos, en taparrabos y remera de Python, en muletas y sillas de ruedas, en skate y scooters. Da lo mismo, las empresas se disputan sus ciclos de procesamiento mental. Empieza el Keynote, chistes internos, risas, vapulean al Ipad, apoyan la tecnología Flash y me parece bien. Pero ahí presentan una estadística alarmante: comparado con el 2004, la gente pasa un 117% más en Internet. En lugar de abucheos se escuchan hurras. Es como Wild On sin tetonas. Ahí la cosa se sincera: nos trajeron a San Francisco, nos dan Donuts del cielo, remeras 48

y Smartphones de u$500 con un objetivo “Move the web forward” Entonces queda claro, acá se está digitando el futuro. Olvídense de Wall Street, de los masones, de la elite judía: son los programadores. Me aburro, me levanto y doy vueltas, cerca de la entrada hay una chica que parece salida de Viaje a Darjeeling. Tiene una remerita ajustada “Code is poetry” Le digo “Well… you are not going to believe this… but I´m a great poet” Se ríe. Obvio, soy el único capaz de piropear una mujer mientras anuncian el hot spot de Froyo. Paseo por las salas. Social Media, SEO, Android, Go Programming. Busco a algún sobreviviente, a alguien de diez años atrás para recapitular y ver dónde me perdí. No encuentro a nadie y mientras tanto agarro el Android y me contagio. Es un campo magnético que me chupa. Bajo aplicaciones del Marketplace, veo layers de mis mapas, escanéo tarjetas con códigos QR, reproduzco videos de YouTube. Alrededor pasan cosas, hablan de grandes avances. Miro de reojo la pantalla del Eclipse, el SDK de Android, papilla de bebé. Cuando trabajaba para el Cambridge Tech Group le entrábamos a Java con manopla. Puedo volver. Además los viajes, los privilegios, estar emprendiendo, moviendo la web adelante, ser responsable de algo que va a aparecer en la Wired, algo que tu tío no va a entender y te va a repreguntar quince veces. Donuts del cielo. Todo esto o seguir con la literatura. Comparo la conferencia Google I/O con la Feria Del Libro. La Feria Del Libro tiene mala circulación. Me preocupa tener ganas de vomitar en la Feria Del Libro y no encontrar un claro. ¿Hay algo más en la literatura? La histeria de las editoriales, todo eso por el 10% de lo que ellos quieran reconocer que vendieron. Mejor les va a los mozos. Lejos. Día 3. Parece que alguien ahí adivina mi estado de ánimo. Anuncian que van a regalar otro Smartphone. Uno mejor, más grande, más potente, HTC 4G con chip para na49

vegar y llamar gratis y más remeras. Lo tengo en la mano, increíble, me dan además una miniSD con música y cupcakes y empieza la fiesta de robótica. Un tipo se sube a una especie de araña enorme futurista estilo Matrix 3 y mueve las palancas. Avanza haciendo ruido y parece que se va a llevar puesto a los programadores pero frena justo. La gente aplaude. Sigo pensando en esos dos mundos. Pienso en propósito, rédito, utilidad, facilidad. Entonces se cae el SSID Google-IO y la gente se frena en seco, una multitud levantando los Androids en busca de la antena. Los veo ahí maniobrando y entiendo que son pixels de una imagen que no me va a gustar cuando termine de formarse. La chica del Code is Poetry saca un Root Beer de la heladera. Sonrío y me acerco.

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Radio Rivadavia

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Tres días hachando leña por simple placer destructivo y ahora no me puedo levantar de la silla. Una uruguaya apenas legal que conocí en Maldonado me acerca un vaso de Coca con hielo. Todo lo que necesité para traerla fue decirle que había leído a Lisardi y a Jorge Alfonso. Cogimos bien y es macanuda pero como me pasa con todas las uruguayas, la veo caminar por ahí y no sé en qué carajo está pensando. ¿En Conaprole? ¿El loco Abreu? Pasan los días y me llega un email de una productora de Radio Rivadavia. La cintura me mata. No puedo hachar más leña ni darle a la uruguaya así que arreglo la entrevista y vuelo a Buenos Aires. Día de la entrevista. Estoy cansado. Llueve. No encuentro mi paraguas Sharper Image. Salgo de apuro con un paraguas de golf que parece una sombrilla de la Bristol. La gente me mira. Hago tiempo en un café de Santa Fe y Pueyrredón. La sombrilla entorpece el paso de la gente. Me tomo tres cafés de Kenia bien cargados y dos relajantes musculares. Estoy por pagar cuando me doy cuenta que olvidé traer un ejemplar de El Sueño Colbert. Corro por Pueyrredón y encuentro un ejemplar en Librerías Santa Fé. El encargado abre la solapa y me mira. “Sos el autor” No me queda otra que reconocer la situación. Ya en la caja, estudia la pantalla y me dice “Le fue bien, los vendimos todos” Por todos se refiere a cinco ejemplares. Descontando el mío, cuatro. Corro con el libro y la sombrilla hasta la puerta de la radio. Me está esperando Paula, la productora. Le llama la atención la sombrilla pero no dice nada. La sigo por unos pasillos y escaleras y más pasillos. El estudio es chico y tiene decoración estatal: alfombrados marrones, cielo raso a punto de desprenderse. Dejo la sombrilla en un rincón. Del otro lado de la pecera hay unas personas que no llego a ver bien. Me parece que me hacen señas. Me hago el boludo. 52

Los minutos pasan y el café de Kenia o las pastillas o estar ahí, la cosa es que mi corazón late a 150 golpes por minuto y mis brazos son de goma. Siento que el techo se va a desprender y voy a morir sepultado. Me siguen haciendo señas de la pecera. Tengo calor y frío a la vez. Se abre la puerta y aparece Rosario. La conocía de YouTube por una entrevista a Richard Stallman. Es linda, peligrosa, no se le escapa nada. Hay dos hojas impresas en la mesa y alcanzo a ver el título. Bandini 1 y Bandini 2. Repito mentalmente las tres reglas de oro: 1. No hablar de política K 2. No decir que me gustan los libros de Jorge Asís 3. No mirar el escote Se enciende la luz a lo Barry Champlain y me cuelgo con el recuerdo de Talk Radio pero a la vez hablo y contesto y escucho. Estoy como desfasado. No importa, no importa. No mirar el escote. Segunda parte. Tengo la leve sensación de que Rosario me quiere Florencia-Peñizar. Salgo por la tangente a costa de quedar más pelotudo que un boxeador. Volvemos a la literatura. Puedo sentir la sangre corriendo por las venas, el calor de la luz. No mirar el escote. Con tristeza tomo conciencia de que hago agua hablando de cualquier tema. Ni siquiera puedo contar cómo trabajo los personajes, de qué tratan mis libros o qué pienso de los años noventa. Soy una pérdida de tiempo. Debería hacer la gran Salinger. O la gran Hemingway del 61. Suicidarme. Pausa. Luz. No sé cómo ni por qué, pero me encuentro contestando sobre los derechos humanos y la memoria. Digo que estoy a favor de la memoria y también a favor de los derechos humanos. Menos mal que no pregunta por Benito Mussolini. Con el envión seguro estoy a favor de Mussolini. No hablar de política. No mirar el escote. 53

Pausa. Luz. El corazón me va a explotar. La buena noticia es que Swiss Medical queda a la vuelta. Rosario me interroga sobre el futuro, sobre Egipto, Libia, Bolivia, sobre las cosas que pasan en el mundo, sobre los íconos argentinos (¿Frankfurt 2010?) No hablar de política. Patino, patino y patino. Estoy sin aire, siento las trompadas en los riñones, quiero el banquito de Bonavena, cualquier banquito pero como no hay nada, largo unos manotazos. Digo que para mí, en política no hay otra cosa que la democracia directa, que si un tipo viene con pancartas, chorimultitud y bautiza una plaza con su apellido, atrasa cincuenta años, digo que me gustan los libros de Jorge Asís y que Antonio Di Benedetto es un grande, digo que yo soy grande porque tengo una calle en Chile, hablo quince minutos de Temuco y concluyo con que no es tan grave ver pibes vomitando en las esquinas. Señas de la pecera. La cosa termina. Saludo y bajo las escaleras con el estómago revuelto. Llego a la esquina y el café de Kenia corre por la zanja.

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La amiga de Ayrton

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Una cordobesa high del barrio Las Rosas que venía en el mismo tour de Saint Martin se enamoró y tocaba el timbre a la madrugada completamente desnuda pero yo estaba en una frecuencia rara, no le daba bola y me importaba más la cocina agridulce del cheff francés y tocar la guitarra al costado para el disfrute exclusivo del mar. Siete días de Guyana francesa y después viajamos con el tour a Aruba. Los demás, cordobesa incluida, se alojaron en un lindo hotel por la zona céntrica y a mi familia le tocó el Hilton que resultó estar alejado, lleno de ancianos y ultra refrigerado. La cordobesa por motivos logísticos evidentes dejó de aparecerse desnuda en mi habitación así que me la pasé tres días dando vueltas por el casino del hotel congelado, solo y triste. En uno de estos recorridos por el casino encontré una rubia alta, seria, con cadenas de oro. Hablaba en portugués con un croupier y yo me metí con la insolencia del aburrimiento. Al rato caminábamos por el área de la pileta. Estaba oscuro y soplaba un viento huracanado. Se venía un desastre climático pero a ella se le ocurrió que era buena idea coger en las reposeras. Yo le daba a ella y el viento nos daba a los dos y el mar golpeaba los botes. Cuando acabé, ella miraba el piso seria. Le pregunté qué andaba pasando con ella y las sonrisas cuando se largó a llorar. Hoy en día, no me hubiera hecho problema, Henry Miller lo puso muy claro “No intento comprender a las mujeres, me limito a cogerlas” pero en aquel entonces quería saber y le insistí hasta que se molestó y se fue. Al otro día no sabía por dónde buscarla. El conserje me dijo que por confidencialidad no me podía dar los datos de los huéspedes. No la volví a ver hasta llegar al aeropuerto de Ezeiza, ahí estaba en la tapa de una revista Gente dedicada a la muerte de Ayrton Senna. Sonreía, claro.

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Último día en la costa este 57

Estoy en South Beach esperando mi turno para jugar al vóley cuando pasa una belleza de 18 en bikini y me pongo a pensar que algo anda mal en el sistema de la vida. Como dijo una vez un profesor de ingeniería: un sistema es todo aquello a lo que se aplica una visión sistémica. Entonces metemos estas chicas hermosas de 18 años al sistema de la vida con sonrisas que derrumban catedrales y cuerpos perfectamente proporcionados para obtener caras de orto y culos doble casetera. No sé cuál es la solución pero me acuerdo de esa película en Viaje a lo Inesperado donde los ciudadanos tenían que inmolarse a los treinta años. La película la pifió con el género pero hay una punta interesante para retomar. Es mi último día en la costa Este y tengo mil cosas que hacer pero las horas se arrastran mientras sigo a la espera de un buen partido. Esperar, esperar y esperar. Ya sea un buen armado de vóley, negro el 17 o la chupada perfecta. Estados Unidos definitivamente empeora mis problemas de personalidad – ayer le dije a una inglesa borracha que me llamaba Horeisho y que era periodista – pero no puedo dejar de venir. Es por los jeans. En la Argentina todos los jeans son achupinados. La rubia de la inmobiliaria dijo que uso jeans anchos para disimular mi rigidez cuando decido no acabar. Es una mala teoría pero prefiero eso a las menciones resentidas que me hizo la escritora más groupie de Buenos Aires en su columna. Creo recordar que me calificó de disfuncional, impotente y pelotudo. Pelotudo vaya y pase. En fin, el mundo estaría mucho mejor sin Sarah Jessica Parker. Pasa un boricua amigo y me cuenta que mi compañero de duplas ya no juega al vóley, que ahora está tirado por Haulover borracho. Otro problema sistémico. Ponemos tipos macanudos y el sistema nos devuelve alcohólicos de plaza. 58

En el avión de ida me tocó al lado una bailarina del Norwegian Cruise Lines. Mi experiencia en NCL y Carnival nos dio bastante tema de conversación. Ella me contó que durante las salidas del NCL optaba por hacer trabajos complementarios y que le habían dado un curso para evitar que se suiciden los que perdieron su casa jugando a la ruleta. Era una de las cosas que me encantaban de los cruceros. El curso no era para evitar que alguien pierda la casa sino para evitar que se suicide. La bailarina tenía puestas unas zapatillas Sketchers, de esas nuevas que sirven para levantar el culo. En ella estaban funcionando. Buen culo, linda cara, la charla iba de maravilla pero el recuerdo de mi viejo – se casó con una psicóloga tras ocho horas de charla en un micro – me hicieron desistir. Me clavé una pastilla mataelefantes y chau bailarina. Hoy estoy jugando mal, conservador, impreciso y lento. De siete partidos perdí seis. Eso sin contar los dos primeros partidos donde me tocó de compañera una gorda amorfa con remerón amarillo. La única pelota que controló en sus manos fue una bola de fraile. Estoy sentado, miro a la chica de 18, miro mis posibilidades deportivas y ya sé que la cosa no va a mejorar. Es el punto de no retorno. Lo aprendí en el hotel Cortéz de Las Vegas. Manejo por el Causeway mirando el crucero Epic de NCL y subo la radio satelital en una estación de Jazz. Tengo que pasar por el Courtyard a buscar mis cosas, devolver el auto y hacer el check in en un hotel ubicado en la terminal del aeropuerto. Trabajo, trabajo, trabajo. Todo marcha bien. La recepcionista del Courtyard me descuenta los Shrimp Cocktails, los Spicy Buffalo Wings, el parking y el lavado de mi camisa blanca preferida, esa que se ensució con el rouge de la inglesita borracha en el Clevelander. Cargo la valija en el Toyota Camri y 59

manejo para la terminal. El aeropuerto está milagrosamente tranquilo. Muchos locales cerraron y en los pasillos resuenan mis pasos. Las chicas del hotel saben el propósito de mi visita. Obtengo muchas sonrisas y una habitación en el séptimo piso, justo enfrente de la suite presidencial. En la habitación hay una bata de regalo, chocolates Godiva, licor francés y un kit de baño. Cuando menos lo necesitás, más te dan. Lleno la bañera y me doy un hidromasaje. Cuando salgo me pongo la bata y me clavo el licor mirándome al espejo. Las batas me quedan mal. Las batas y las poleras. No sé por qué. Me acerco a la ventana, veo los hangares y aviones. Pero no escucho nada. Hay una cámara de 50cm entre vidrio y vidrio. Veo y no escucho, toco y no siento. Mi único pensamiento en la noche del Clevelander, cuando la inglesita estaba reclinada en cuatro, eran las Malvinas. Un segundo antes de la primera embestida pensé “Esto es por el hundimiento del Belgrano” Ya hice lo mismo con el canal del Beagle pero me salió para el orto, terminé enamorado de una directora de teatro coloradita. Esto es todo desde Miami (y ya sé que hubo una guerra con Paraguay)

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Menage serial

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La última vez que intenté organizar un menage a trois venía muy bien encaminado, tenía a estas dos escritoras, flaquitas a punto caramelo y terminé vomitando en una maceta con breves intercaladas para respirar e injuriarlas. Se fueron juntitas, riéndose, totalmente despreocupadas por mi estado de salud. Evidentemente no vieron Black Hawk Down: leave no man behind. Los años pasan y uno aprende algunas cosas. Ahora por ejemplo, tomo Hepatalgina antes de salir y estoy con una variante del menage a trois más fácil de coordinar. Veamos un ejemplo. Martes, 20hs, bar El Único. La chica de la inmobiliaria llegó y tomamos varias cervezas del happy hour mientras me contaba sobre la insolvencia de cierto escritor peronista que así y todo, sospecho se la cepilló un par de veces. Le mentí que estaba con poco tiempo a causa de una entrevista (la verdad está sobrevalorada como la democracia) Pagué y caminamos hasta su Citroën familiar con la silla de bebé salpicada en Froot Loops. El estacionamiento del hotel Caravelle estaba vacío pero curiosamente no quedaban habitaciones comunes, ni superiores, ni supersuperiores. Me dieron una ultra super superior de 80m2, más apropiada para jugar un picadito que para una cogida de veinte minutos. Hay algo en la chica de la inmobiliaria que me gusta. Me gusta blanca, desnuda, menudita, casada, dócil, me gusta bajar y escucharla gimiendo. Me gusta como camina de acá para allá, desinhibida después de coger. Pero como siempre, lo bueno nunca dura. Que por qué tanto apuro, que me quiero fumar un pucho, que tenemos que hacer de cuenta que estamos “casados” Con Hepatalgina y todo, ese tipo de humor me da arcadas. Ya en la cochera, la chica de la inmobiliaria aceleró el Citroen y se puso a dar vueltas entre las columnas a velocidad de circo. Se suponía que tenía que ser divertido o algo así pero después de Atracción Fatal y Vainilla 62

Sky, nadie se divierte con estas cosas. La cerveza me subió a la nariz y empecé a buscar un lugar donde encaminar el vómito cuando el auto saltó por la rampa hasta la luz. Bajé en una esquina de Av. Córdoba y corrí hasta mi auto. Tenía quince minutos para llegar hasta Parque Chacabuco. El Honda voló por Honorio Pueyrredón y después empezó a saltar con el empedrado de una calle paralela a la vía. Hice pelota los amortiguadores pero cuando llegué y vi bajar a Gigi me pareció que había valido la pena. La llevé a comer a un bar y todo iba lento. Lento como ella, como su vida, sus ideas, sus preconceptos pero entonces la mesa de al lado se llenó, eran unos ocho pibes y pibas a los gritos. La excusa ideal para salir, despreciando el vino, la picada, dejando una propina del 30%. Hablamos en el auto y la acerqué para darle unos besos, para sentir las formas de ese escote. Me dejó llegar pero como en un baile de 15 años, me prohibió el contorno de esas formas big natural. Yo no insistí, era mi mano derecha la que insistía. En fin, Gigi se ofuscó y me pidió que la llevara a la casa. Estacioné. Ella tenía la cartera en una mano y las llaves en la otra. Hice un upgrade del beso de despedida y aprovechando sus manos ocupadas bajé y le agarré el culo. Esperaba el cachetazo, el insulto pero nada. Mejor que nada: gemidos ahogados. Metí la mano por abajo del jean. Después por debajo de la bombacha. Maravilloso. Era como robarse un turrón del kiosko de la esquina. Estuvimos así unos veinte minutos, ahí volvió la necesidad de retirarse. Le dije que la iba a acompañar. Que no. Que sí. Que no. Que un café. Bueno, pero 15 minutos nada más. Bajé del Honda y era imposible disimular la rigidez de mis circunstancias. Me saqué el blazer y lo dejé colgando sobre el brazo haciendo efecto cortina como un punga del 60. Entramos y era un típico departamento de chica separada: la mitad de metros que la habitación del Caravelle, 63

práctico e impersonal. Puso agua al fuego. Yo me apoyé en la mesada y cuando la tuve a tiro, la agarré de la cintura. Me gusta mucho la posición vertical. Siempre me gustó por cuestiones de gravedad. Gigi trataba de alcanzar la perilla del gas porque la tapa de la pava ya estaba bailando descontrolada. Yo aproveché el momento para desabrocharle el botón del jean. En un movimiento coordinado le bajé el jean y la bombacha. Ella no llegó a apagar el fuego. Puso su cara a un centímetro y me dijo muy seria: NO ME BAJES LA BOMBACHA. Le mordí el labio, la di vuelta y me puse atrás. La tapa de la pava golpeaba y giraba. Entré y la apreté contra la mesada. Después me alejé un poco para ver, para determinar si efectivamente esa cola era algo tan lindo como me había parecido. En cada estocada pensaba que debía ser ilegal, pensaba que alguien ya tendría que haber prohibido esa cajita feliz, ese menage serial que culminaba con una hermosa cogida de parado sacudiendo el cuerpito publicitario de Gigi. Seguí y seguí y seguí. El agua hirviendo marcaba el ritmo, la desesperación. Me sentí como a los 15, a los 18. Sentí que todas las respuestas a la imperfección de la vida estaban ahí. La agarré del pelo y la sacudí hasta que llegó un desborde eléctrico, un baño de estrellas, una purificación de agua bendita. Miré alrededor. Sentí que me había materializado unos segundos atrás. A lo lejos ladraba un perro, frenaba un auto. Me levanté los pantalones y busqué una silla.

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Wallace dice que te calles 65

Conseguí memorizar mis seis páginas de texto para lo de Foster Wallace y a diferencia de lo que pensaba, no fue ni remotamente difícil al punto que estoy pensando empezar una carrera universitaria. Claro que cuando se va un problema aparece otro: últimamente llego a todos lados tarde o temprano o mal. El martes por ejemplo fui hasta lo de Marc por el ensayo y estaba a medio camino cuando me acordé que el ensayo era en la Fundación. Di la vuelta y enfilé para Boedo a los recontrapedos. Un pibe con auriculares me puteó y tenía razón pero si algo no me banco es esa gente que se la pasa señalando los errores ajenos “Estás pasando en rojo” Oooooo, bueno, hay cosas peores, vos putito por ejemplo, no sabés ni ajustarte el cinturón y se te caen los pantalones. Llegué a horario, estacioné en el garaje de los Dóberman y el encargado me dijo “16 horas ¿AM o PM?” Yo le dije PM. Sigo mis principios. Subí las escaleras al trote y ahí estaba la directora de la Fundación con esa mirada de “Ay, ay, ay…” Que el ensayo era al día siguiente. Que no. Que sí. Busqué en los correos de Gmail y resulta que sí, el ensayo era al otro día. Me fui a casa pensando que no era tan malo, me daba tiempo para preparar una picada con Leber, Camembert, aceitunas negras y jamón crudo. Desplegué la picada, llamé a mi abuela y le dije que estaba por salir en la tele. Pero pasaban los minutos en El Garage TV y solo aparecían estas imágenes rarísimas de camionetas quedándose en la nieve. Un programa de mierda para mostrarle a mi abuela que emigró escapándose del frio Polaco y en segunda instancia de los Nazis. Día siguiente. Fui hasta Boedo, dejé el auto en el garaje de los Dóberman y caminé dos cuadras hasta la Fundación. Ahí estaba Marc y este actor macanudo y lleno de recursos llamado Esteban. Montaba una Vespa del 80 o así con un lindo tapizado de cuero. Hablamos de motos y de cascos y de San Pablo. La idea era pasar nuestras escenas pero faltaba la ac66

triz. Recorrimos las instalaciones y seguimos hablando. Resulta que tanto Marc como Esteban conocían a Renato Russo y Legião Urbana. Me sentí a gusto y ya ven que no necesito mucho. Una hora más tarde apareció la actriz. Traía una bolsa con sánguches pero no convidó ni un pedacito. Hice todos mis reparativos para entrar en clima, que consisten básicamente en dar una buena aspirada de mocos y gargajear y estaba por empezar cuando la actriz pidió indicaciones. Quería saber quién era ella, de dónde venía. A la pelotita. Preguntas muy existenciales. Marc le recordó las circunstancias y remarcó que la idea era buscar gestos, expresiones porque justamente su papel no tenía texto. La actriz entonces preguntó si podía comer. “¿Comer?” “Sí, comer mientras pasamos la escena, tengo hambre” Empecé con mis líneas de Foster mientras ella se zampaba un mixto de jamón y queso. No había llegado a la media página cuando me pareció escuchar sonidos, palabras. Marc había sido muy claro, Foster también. La chica no habla. Seguí con lo mío. Pero sus palabras no se iban. La actriz me contestaba y hasta hubiera podido funcionar pero sus respuestas no eran consecuentes con el texto. Tomé una decisión: ignorarla. Tengo esta facilidad, soy como un ecualizador, puedo obviar las frecuencias agudas. Parece que no le gustó ser ignorada. Sus palabras tomaron volumen. Se pusieron imperativas “¡Decime te quiero!, ¡decime te quiero!” Yo no tengo problema en decirle te quiero a las mujeres pero solo si en lugar de un sanguchito se meten en la boca el alfajor grandote. Bajé la cabeza para concentrarme y cuando la levanté, la actriz no estaba. Había hecho la gran Houdini. En fin, las minas van y vienen, la literatura sigue. Pero no por mucho. Sentí un ruido leve por la retaguardia. Si algo no me gusta es tener gente atrás. Ni siquiera una mujer. Hoy en día están todas con estos juguetitos, que 67

además vienen en colores inocentes, tipo verde agua o rosa. Entonces empezaron los empujones. Tup, tup, tup. Empujoncitos molestos. Seguí con el texto pero a esta altura ya estaba completamente ido. En Floresta si te empujaban devolvías. Dejé flotando un silencio y empecé a darme vuelta. Antes de taclearla quería ver con qué me estaba empujando. ¿Su manito? ¿Un vibrador verde? Ahí llegó la voz de Marc y debo decir que con tal de interrumpir esa tortura ni me hubiera molestado que hablara en catalán. Miré la hora y me acordé del Garage TV. Iba a tener que pasar algunos semáforos en rojo.

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A good night

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“Fill up my cup Mazel Tov Look at her dancing (Move it Move it) Just take it off” BEP South Beach, Clevelander, sábado, 11pm. El test de Turing fue diseñado para determinar la existencia de inteligencia. Espero que nunca se lo hagan a la rubia que tengo enfrente. Mide 1,75, tiene carita de muñeca, piercing en la nariz, pelo corto lacio y cuando le pregunto cualquier cosa contesta “You are so funny, so, so funny” Hablo y hablo y hablo y ella no entiende nada pero sigue con lo de “you are so funny” y se acerca a una distancia nada prudencial. En cierto momento menciona que no es suiza sino holandesa y evidentemente estuvo de más todo eso sobre el chocolate Milka y los relojes Rolex. De Holanda, lo único que recuerdo es la historia de Ana Frank y sospecho que no es el momento para apuntar eso. El Android pega señal y siento la vibración de un mensaje por Google Talk. Le doy una mirada y resulta que es la chica de la inmobiliaria. Se supone que estaba muy enojada por mis crónicas pero bueno, son así, van, vienen. En lo que tardo en contestar, la holandesa se manda a la pista con unas amigas y se empieza a reír a carcajadas con los comentarios de un tipo castaño, bailarín notable. Tomo vodka y sufro las intermitencias dolorosas de la holandesa entre la gente hasta que caen Serge y Violeta. Tratamos de circular pero no se puede avanzar y acortamos camino por la pista. Ahí hago un contacto visual involuntario con dos especímenes. En general uno puede adivinar los vínculos de las personas que están juntas: una pareja, madre e hija, dos 70

amigos, colegas de trabajo. En este caso es absolutamente imposible adivinar el vínculo. Una de ellas es ancha, morena cacao y bastante culibaja. Va vestida con un short de jean cortado a Tramontina y una musculosa del Ejército de Salvación. La otra podría ganar cualquier casting de manicura vietnamita. Tiene 45 años, vestido floreado y tacos vertiginosos. Parecen muy seguras del overwrite que producirían sus habilidades para la danza sobre el handicap estético. Serge, que a todo esto liquidó 150 ml de ron, no muestra ninguna reacción desfavorable cuando la vietnamita se le acerca en un ritmo lascivo. La referencia más cercana que encuentro es aquella escena de la rocola en “Y tu mamá también” Permuten a Maribel Verdú por la manicura vietnamita y a Marco Antonio Solis por Jay -Z y van a ir entendiendo Yo no sé qué mal hice en la vida pero quedo involucrado en las esquirlas de ese baile espasmódico. La culibaja no baila en general, me baila en particular y como si esto fuera poco, me agarra las manos. Tiene manos ásperas, como si usara jabón de lija 40. Intenta enseñarme a bailar. Yo tengo la amabilidad de mover levemente las piernas y sonreír cuando en realidad siento más ganas de escupirla y patearla. Entonces hay una coordinación muy calculada entre culibaja y vietnamita y yo quedo hecho jamón del medio en la danza de los vampiros. Se frotan, se mueven en un perréo que me hace necesitar transfusión de Reliverán. Un sádico con gorrita grita “That is what I’m talking about, Yeeeeaaaaa” Entonces, pum, pum, pum y ellas bajan y bajan y me arrastran y yo no estoy seguro si mi jean fue diseñado para semejante altura. Por suerte es un Abercrombie y aguanta. Tengo sed, la botella me pesa, me molesta y la mejor solución que encuentro es hacer un fondo blanco de vodka. No estoy borracho o mejor dicho nadie podría notarlo. Soy, fui y seré asintomático pero suena el Mazal Tov de los Black 71

Eyed Peas y noto que soy yo quien propone ahora un paso de baile. La culibaja y su amiga manicura, copian, mejoran y de repente estamos todos sincronizados en el centro de la pista. Entonces aparece el flash. Suuuummm. Violeta sacando fotos con el Blackberry. El Blackberry de Violeta es un objeto emocional: habla con Londres y se deprime, saca fotos y se alegra. El punto es que no sé qué va a hacer con esa foto, no la conozco, no sé quién es más allá de ciertos detalles biocircunstanciales. Sé que trabajó en Microsoft, es simpáticamente mal hablada y está enamorada de un piloto de carreras llamado Nico. Cada vez que dice Nico yo pienso en Steven Seagal pero es poco probable que su Nico use cola de caballo y tenga un programa en TruTV. No llego a preocuparme tanto por la foto del Blackberry. Mi preocupación ahora es un camarógrafo con un bruto lente al hombro interviniendo la realidad del Clevelander y focalizando especialmente en la danza de los vampiros que me tiene secuestrado. Entonces, lo impensable, la holandesa atraviesa una marea de gente y me pellizca. Quiere rescatarme. Dejó al tipo aquel, dejó a otros tipos que le caían en el camino y ya la tengo al lado. Entonces culibaja se mete literalmente en el medio, le da la espalda a la holandesa y me dice “Look at me, dance, dance” Yo la miro entristecido básicamente pero ella sigue “Look at me, move your hips, like this” Le explico delicadamente, que no puedo, que yo me muevo en bloque. Disociarse puede ser bueno para la danza pero es definitivamente malo para la continuidad de mi identidad sexual y estoy orgulloso de esa continuidad. Mis argumentos no le llegan, insiste “Do like you do when you have SEXXXXX” Ahora se supone que tengo que defender mi hombría, mi técnica sexual pero como tengo una gran capacidad de concentración, logro determinar que de nada sirve hacer alarde de gran cogedor frente a 72

una culibaja que no tocaría siquiera con el chorro de una hidrolavadora. Dejo de moverme, levanto el índice, hago izquierda, derecha, giro, empujo y quedo frente a frente con la holandesa que no pasará el test de Turing pero qué bien quedaría en una película de James Bond. Serge, abandona temporalmente a la manicura vietnamita y se desplaza haciendo su paso famoso, es una especie de meneo que copió de una película cubana. Tarda pero eventualmente llega. Me tiene que decir algo confidencial, apoya su mano pesada en mi hombro, me baja, me acerca. “NO PIERDAS EL TIEMPO, MAN” - Man, aparentemente soy yo – “A ESTAS LAS CONOZCO, HISTERIQUEAN CON TODOSSS” La S sale algo salpicada pero está lloviznando de cualquier manera. Serge es buen tipo, franco y divertido, con buenas historias detrás y una risa expansiva. Sé que cree estar haciendo lo correcto pero en mi cabeza llena de vodka, Serge, manicura y culibaja son ahora el eje del mal y yo tengo una toalla estampada con la bandera de EEUU. Sencillamente no puedo dejarme caer. Serge se da cuenta de que me pierde y lanza su carta más dura “SE ESTÁ RIENDO DE VOS, ELLA Y SUS AMIGAS. YO A ESTAS LAS CONOZZZZCO” Puede ser pero al que no conoce es a mí. A los quince años le vacié el monedero a mi abuela para viajar a Porto Alegre y extender mi recuerdo de una cocainómana preciosa. No hay forma de evitarme un mal negocio en lo que respecta a las mujeres. Por suerte aparece Violeta con su segundo mojito y consigue llevarse a Serge. Mientras tanto la inmensidad del lugar se consume recursivamente y lo único que queda es un marco para mi escena con la holandesa. Sé como entrarle, no se trata de hablar de Ana Frank, se trata de pequeñas frases, pequeños movimientos y descubro algo nuevo: ya no puedo contener la tentación de recorrer sus piernas, marco el contorno del jean, la 73

cintura, ella se da vuelta y me apoya ese culo publicitario, precioso. Algunos soportarán eso la noche entera, yo nací en Floresta. La empujo contra la baranda, la agarro del pelo y le como la boca. Quiere seguir bailando, me rechaza, mira a sus amigas, le muerdo el labio, le agarro la cintura y ahí abre la boca. La marea de gente nos golpea. El calor es agobiante, cada tanto cae una ráfaga de llovizna. Le meto una mano entre el jean y la bombacha, la siento estremecerse, retorcerse. Entonces ya no es la marea, alguien nos empuja. Pierdo el equilibrio, me patino, la arrastro a la holandesa y hacemos caer a una fila de negros en dominó. Y todo por culpa de la culibaja. Me sostiene la mirada y grita “Que vos y la gringa vaian a otro lado, que aquí es para bailar” Le estoy por decir que es holandesa pero me empuja otra vez, le quiero devolver pero me patino y caigo sobre un charco de Buffalo Wings, en su estado posterior, es decir, hecho papilla y con una gran cantidad de bilis. Mi remera es blanca y contrasta bastante bien con el color anaranjado del vómito, de modo que ni eran necesarios los reflectores pero cómo explicarle a un iluminador cuyo sentido en la vida es justamente iluminar. Me tira 5000 watts y me revela manchado, transpirado y desesperado por la oportunidad perdida. Un grandote de rastas estilo NFL con la remera azul del Clevelander se acerca pero yo ni lo dejo hablar, bajo de la pista, rodeo la pileta y salgo del lugar por el callejón que desemboca en la calle 9. A media cuadra encuentro un tacho de basura. Me saco la remera vomitada y la tiro. Camino en cueros por Washington hasta la 12. Arrastro los pies y trato de repasar, trato de entender si hubo algo diferente que podía haber hecho para terminar en la cama con la holandesa. Probablemente sí pero qué importa. En mis oídos suena 74

esa parte de la canción “I gotta feeling that tonight’s gonna be a good night…”

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72 horas

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72 horas para el estreno: avenida Santa Fe, consultorio odontológico. Me estoy por sacar una muela de juicio. El odontólogo dice “Voy a hacer fuerza. No confundas fuerza con dolor” 48 horas para el estreno: se va la anestesia, aparece el dolor. La mando a Jovana a comprar aspirinas. Baya, Cafia, Aspirinetas también. No recuerdo las instrucciones del odontólogo. ¿Puedo morder del lado de la muela? ¿Cepillarme? ¿Cuántas aspirinas puedo tomar? Mail de mi viejo “No deberías haberte sacado la muela… Es malo perder piezas” Empiezo a sentirme desbalanceado. 24 horas para el estreno: mastico aspirinas y paso letra con Piro en lo de Marc. En las pausas me cuenta sobre Kodama, Fernández Mallo y el artículo de Perfil. Logra interesarme en el tema y eso que yo prefiero leer el manual de despiece de una Gilera Sport antes que El Hacedor. Me cae bien, todos en la obra me caen bien. Será el efecto de las aspirinas. Terminamos de pasar letra y me voy hasta el Bar Británico. Me espera la chica de la inmobiliaria. Tomamos cerveza, otra cerveza. Mastico una cafia. Me quiere tocar la cara. Me corro. Ya en la calle me agarra la mano. La suelto. Puedo coger pero no puedo caminar de la mano. Algo más para resolver. Sale el tema de cuando era chica, de la violación. Dice que me va a contar lo que pasó pero que si llego a escribirlo en el blog o en un libro me va a tirar ácido en la cara. Me rio. - Ah… leíste El Desierto y Su Semilla. - ¿Qué cosa? - El Barón Biza - ¿Barón qué? 77

Dejo de reírme. Llegamos al auto. Como todas las mujeres, maneja para el orto. Un poco peor. Avanzamos por Defensa y de repente pega un terrible volantazo. - ¿Qué pasa? - El taxi ese, me iba a encerrar. El taxi estaba detenido. No había conductor al volante. Llega hasta un telo que conoce de antes. El lugar claramente es de antes, se cae a pedazos. Un gordo siniestro me pasa la ficha de la habitación 4. Pasillo. Trato de abrir la puerta. Está trabado. Del otro lado llega la voz de un tipo nervioso, como si le hubieran interrumpido el polvo. - ¿Qué pasa ahí, loco? Volvemos a la ventanilla. “Ah, ¿está ocupada…? entonces metete en la 12″ Gordo forro. En el pasillo de la 12 vemos una cascada artificial que desemboca en una especie de canal con purpurina y muñecos de peluche. Me hace acordar al mausoleo de Nestor Kirchner. Entramos a la habitación. No andan las luces, no cierra la puerta del baño, hay un graffiti en la pared: Violeta y José. La chupa con ganas y cada tanto se mira al espejo. Después se sube, la escucho gemir. Acaba. Me pongo arriba. Me muevo. “Pará, para” “¿Qué pasa?” “No acabes adentro” “Ok” Me muevo. “Pará, pará…” Lo mismo. Se me ocurre una solución. La doy vuelta y reciclo la frase del odontólogo “No confundas fuerza con dolor” Pero la cosa no marcha. Le duele. Cambio de planes. Le acabo encima. Blanca, menudita, retorciéndose de placer. Me guardo la imagen para las noches de insomnio en el avión. Se levanta de la cama y dice “No me mires”. Camina hasta la puerta del baño y repite “No me mires” Escucho su voz desde el baño “No me mires” 6 horas para el estreno: Absinth Bar. Rama no está así 78

que mastico una aspirina y me pongo a piropear a las mozas. Entra un mensaje por Google Talk. Es Kindle Girl para contar que renunció al trabajo, que si no se anima ahora, cuándo. Le pregunto si se va a animar a tomar algo conmigo. Tomar es un eufemismo. Llega Rama y salimos con las motos para Lanús. Tenemos que retirar mi DNI. Además de retirar el DNI tenemos que comer carne en cierta parrilla atendida por una tetona célebre. En el camino pasamos por el “Design District” Es una zona horrible de Barrancas. El único design está en los carteles. El resto son negocios de mierda, pozos en el empedrado y fábricas abandonadas. La Gilera Sport responde bien con el cambio de bujía y la regulación del gigleur de baja. Media hora entre camiones, autos, humo, empedrado y motos. Retiramos el DNI y paramos en la parrilla de la tetona. Tira de asado, lomo, pan, tinto genérico y soda. Rama me cuenta lo difícil que es trabajar en un lugar donde las clientas son chicas borrachas vestidas de diablitas que bailan en el caño. La tarde avanza. Miro la Gilera. Me pregunto si voy a llegar en horario para el estreno. 1 hora para el estreno: llego puntual pero insolado, ahumado y desbalanceado. En el entrepiso me encuentro con Piro, Marc, Martin y Esteban. Me clavo un Whisky, un 6 Hour Energy y otro Whisky. Marc mete la mano en el tacho y saca la botella del 6 Hour Energy. Aparece Funes y le saca la botella a Marc. Dice que la va a usar en su escena. Menos mal que no tiré un Prime usado. Empieza a llegar La Prensa. Oooo, qué miedo. La Prensa resulta ser gente como cualquier otra. Una prensa-girl me ve con el vaso de Jameson y pregunta dónde lo conseguí. Arriba, le digo y hago una seña que podría significar el piso de arriba pero también el cielo. Marc da un paso para un lado, un paso para el otro. “Joder, estoy en sus manos. Ese es el problema. Ahora estoy 79

en sus manos” Le estoy por decir que todos nos sabemos la letra, que la cosa va a ir bien pero no quiero dejar que las aspirinas y el 6 Hour Energy hablen por mí. Me sirvo otro Jameson. La Prensa se ubica. Están cerca, muy cerca. Podría tirarles de las orejas, pincharlos con un escarbadientes. Se apagan las luces y aparece Ivanhoe. Las líneas de Foster burbujean en mi cabeza.

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Showtime Extreme

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Nunca leí las condiciones pero es muy poco probable que la cuota de Swiss Medical me habilite a coger doctoras de cartilla. Sin embargo acá estoy, a pura amortización, en el hotel renovado de la calle Conde. La habitación tiene hidro, música étnica y un espejo lateral que parece muy apropiado para las circunstancias. No sé cuando empezó ésto: miro a cualquier mujer linda y termino un par de días después en la cama pero como pasa con todo lo bueno, mejor no hacer demasiadas preguntas. Bajo entre sus piernas, la hago acabar y me quedo un rato más. Aprendí esa forma de inercia en la literatura: es el page-turner que enseñan los cursos de escritura creativa. Ya están dadas las circunstancias así que manoteo la bolsa de toallas y al subir quedo enfrentado al espejo con el Prime en la mano. Justo la música queda colgada en una agudeza persistente y yo me rebelo despeinado, pálido y con la respuesta justa para arruinar todo lo bueno: soy una caricatura, una fantasía paródica de Showtime con subtexto triste. Llega algo que solo puedo definir como una patada de Diclofenac en los huevos. Ideal para una publicidad de Mastercard. Cuota de Swiss Medical $1085, tener a la doctora más hot de Belgrano desnuda en el hotel de Conde y no poder cogerla: priceless. Es uno de esos momentos mágicos, donde una vida libre, excitante, grandiosa, se transforma en la vida del cuñado de alguien, con hipoteca a pagar, una hora de transporte público y cena de microondas. Momento existencial, de replanteos, de metafísica, de foldear cartas y rebalancear porque a esta altura está bastante claro que debería escribir más y coger menos. Los ojos de la doctora vuelven de un viaje por quién sabe dónde y me dice “no sabés la cantidad de veces que me toqué pensando en vos” y es eso, se trata de creer en los demás cuando a uno le conviene. Y de evitar el espe82

jo, claro. Un pequeño paso para mi sanación psicológica pero un gran paso para esta tarde. La excitación ya tiene un impulso indeclinable, retroactivo. Dejo caer el peso de mi cuerpo sobre las curvas estilizadas de la doctora. Parece que se viene uno de los buenos.

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Ella baila tango

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14 días Estoy en un cumpleaños al aire libre, almorzando Jameson con hielo y tengo el pelo azul Koleston a causa de motivos complicados de explicar y nada me prepara para ese momento, para cuando aparece esta chica y es como despertar, su voz dulce abriéndose paso y los colores resaltan y la veo, realmente la veo, tiene veinticinco años, el pelo corto y una carita caribeña hermosa y no sé si es como dijo Symns, que el pasado y el futuro son alucinaciones de éste instante pero ya la conocía, siempre la conocí. Tengo que decirle que lo mejor es salir de ahí y agarrar el auto rojo y manejar lejos, hasta que se acabe la nafta y al costado de la ruta contarnos todo pero el Jameson produce intermitencias y ya no la veo, estoy ahora enfrascado en una conversación sobre Hunter S. Thompson y el conservadurismo español. Apagón y ahora mesa principal, ella al lado. Acerco mi vaso a su copa pero se apura en levantarla y me mira a los ojos y me dice “con la izquierda, para que se repita” Y ahí le digo que no recuerdo su nombre ni a qué se dedica. Tampoco recuerdo su mail. Se ríe en una pausa eterna y contesta. Es Angie y es bailarina de Tango. Después me dicta su mail pero otra vez la intermitencia. Sé que canto feliz cumpleaños en español y en portugués y después debato con el fundador de la segunda editorial más chica de Sudamérica. Entonces el sol se escapa y Angie se tiene que ir y yo me siento el más pelotudo. Me paro para darle un beso y le pregunto cuánto tiempo va a estar en Argentina. Sólo le quedan dos semanas. La veo cruzar la puerta y le escribo un mail desde el teléfono. 13 días Me la paso mirando la pantalla del celular pero no hay ningún email de Angie. Efectivamente es bailarina de Tango, veo videos de ella en YouTube y no me puedo acos85

tumbrar a la idea de que no me responda así que voy al aeroparque y saco un pasaje a Uruguay. El vuelo despega en medio de un temporal y la gente teme por su vida y vomita. Ya en el aeropuerto de Montevideo agarro el último micro a Punta Ballena y dos horas más tarde entro en la casa chorreando agua. El celular no tiene señal y la luz está cortada y llueve. La paciencia está sometida por el entorno. Trago dos pastillas y duermo 12, 14 horas. Otro día, hace frío, corto el césped y agarro el hacha y le pego a la madera como si fuera el mundo entero. 7 días De vuelta en Buenos Aires. La busco en Internet. Hay unas 2.500 fotos de ella bailando Tango. No me gusta quedar como un stalker porque de hecho no funciono así, nunca me atrae el rechazo. Pero en este caso, hay algo más, algo que se me escapa como arena entre los dedos y necesito saber qué pasa. Con mi magia absolutamente sometida, la contacto una vez más y ahora responde. Es una negativa curiosa, intrigante pero esto me habilita a ser yo mismo y explicarle que tenemos que vernos, que le voy a regalar uno de mis libros y que tengo todo el tiempo para ella, cuando quiera, donde quiera. 4 días Me llega un mensaje de texto y yo estoy lejos y cruzo semáforos en rojo por ella que ahora sube al auto y me mira y bajo la música porque su voz es mucho más linda que la de Yves Montand. Me gustaría llevarla a un lugar en Pilar pero solo tiene tres horas. Estaciono en doble fila sobre Callao y entramos a Notorius. Está tocando la banda de Jazz de Oscar Giunta. Pago las entradas y pido un Malbec y hablamos como si eso que pasa en el escenario fuera la música ambiente de un ascensor. Es una falta de respeto total y absoluta pero ahora no me importa nada. Solamente ella. Yo apuro mis copas de vino y por momentos me quedo en 86

blanco, mirándola nomás porque hay una vela en la mesa y la luz baña su carita de muñeca y yo le agarro la mano con la excusa de ver un tatuaje. El tema del tatuaje está acabado pero no le devuelvo la mano y la banda de Giunta termina de tocar y los mozos vuelcan las sillas. Pago y nos levantamos y es tan linda erguida que no aguanto más, la agarro de la cintura y le doy un beso rico como ninguno. Después manejo hasta una milonga en Palermo y ella baja y la veo desaparecer y a esta altura ya sé que estoy absolutamente perdido. Últimos días Es el día siguiente y estoy reunido con mi abogado. Hoy quiere perseguir a un vendedor de Mercado Libre que piratea sistemáticamente una guía de viajes que escribí como divertimento. Yo le explico a mi abogado que la piratería es en realidad un homenaje, un gesto de preferencia pero no hay forma, como todos los abogados, su razón de ser es el litigio. Justo entra un mensaje de Angie, está a unas cuadras probándose zapatos de Tango. Voy y me siento en un sillón mullido y la miro desfilar con un par de zapatos bordó y negros, otro par dorado y otro rosa. Le quedan bien todos y no tiene que elegir en realidad pero no me siento del todo cómodo con ser el tipo de pelo azul que le compra cosas a una bailarina diez años menor. Elige un solo par y paga ella misma y después vamos a comer a una cantina donde sirven chivito. Pido un chivito cuatro quesos y otro con miel y hongos y una jarra de cerveza. Afuera taxis y colectivos y abogados belicosos. Adentro el tiempo es otro. Hablamos de Eternal Sunshine Of The Spotless Mind, de Blue Valentine, de Luchino Visconti. Confieso que nunca entendí realmente a los uruguayos y los defino como argentinos con la soberbia vomitada en el paladar pero me arrepiento porque nada de eso funciona con ella. Me gusta más cada minuto y ni sé por qué. 87

Pago y salimos y le pido que me acompañe al teatro de un amigo en la otra cuadra. Mi amigo no está pero nos dejan pasar. Hay un viejo con cara de orto limpiando rincones y dos reflectores apuntando al escenario. Subimos al escenario y la agarro de la cintura y se forma una intimidad porque nosotros no vemos el resto del salón. Tengo sed de ella, todo lo que necesito es tomarla y el beso se transforma, bajo las manos, le agarro el culo, la traigo hacia mí, levanto su remera. El viejo tira una silla. Es su forma de decirnos que sigue ahí, que no va a desaparecer porque justamente tiene que limpiar y ni sabe quién soy yo, quién es ella y por qué es tan importante eso que está pasando en el escenario. Tengo la delicadeza de buscar el cuarto de las escobas y resguardar nuestra escena de la obscenidad de su trabajo. Angie tiene un tapado y le desabrocho el jean, le subo la remera, yo me desvisto apenas y los ruidos afuera no paran, el viejo está tirando sillas y empujando mesas y puteando. Lo escucho pero no me importa, eso no tiene nada que ver con nosotros. Angie tiene una cola preciosa y mi mano sube por los muslos y la escucho gemir conteniéndose. Me pregunta si tengo condones. No tengo. Solamente un fanfarrón lleva condones encima. Yo tengo una libreta Isofit de tapa dura, una birome y muchas confusiones. Respiro y pienso si no debería darla vuelta y cogerla así nomás pero no voy a hacer eso, esto es distinto, ella es distinta. Entonces se abre la puerta. Es el viejo de limpieza con escobas para guardar y nosotros estamos en el cuarto de las escobas. Yo lo miro con una especie de sonrisa y mis pantalones caídos y el viejo tira las escobas y sale de ahí puteando. Ya es la hora y le digo que no es tan grave, que me gusta quedarme con ganas de ella, aunque eso hubiera sucedido en cualquier caso. Subimos a un taxi y cruzamos la 9 De Julio a pleno sol y consideramos la opción de vernos en Caracas. Yo podría viajar. Qué es lo peor que me puede pasar, pregun88

to, acabar torturado en dependencias parapoliciales. Le aviso que entre el submarino y la picana prefiero la picana. Es que en general soy de tomar poca agua. Ella se ríe y yo querría saber cómo acabar esto. Que choque el taxi y listo. Angie en general no pregunta nada pero ahora quiere saber cómo es que tengo tanto tiempo libre. No sé qué decir. Las fortunas son obscenas como las escobas, como casi todo. Angie baja frente a una sala de ensayo y yo le digo al taxista que de vueltas alrededor del obelisco. Viernes de sol. Me preparo un expreso, como tres galletitas con queso blanco y sal marina y corro por los bosques de Palermo. Después me baño, me cambio, preparo un paquete y voy al centro. No tengo nada que hacer. Paseo como Walser. Pasan las horas y Angie no escribe así que le mando yo un mensaje, si la espero para almorzar o qué. Ella contesta que tiene que hacer las valijas y comprar regalos, que se desocupa 14.30 Paseo por las librerías de Corrientes, saco fotos de solapa, leo fragmentos de libros malos y miro constantemente el celular. Ya casi es la hora pero llega mensaje de Angie, que su mejor amiga está muy triste con la despedida y que no puede dejarla así y que luego me avisa cuándo se desocupa. Diferencias de género. Yo en su lugar soy capaz de acuchillar a mis amigos y a sus perros y estoy seguro de que mis amigos harían lo mismo. Eso me pone orgulloso. Por la calle me miran dos o tres mujeres pero hoy no me hace sentir nada bien. Tengo hambre y entro a un restaurante clásico de pastas. Pido un Rutini Cabernet y el plato de ñoquis que los hizo famosos. Hacia la mitad de la botella empiezo a considerar la posibilidad del final inconcluso. Pido otra botella de Rutini y tiro algunos ñoquis al piso para enojar al mozo pero el mozo es sabio y entiende todo y me alcanza la cuenta y le dejo $100 a modo de disculpas. Son las cinco de la tarde y me hundo en la marea humana. 89

Desde una disquería llegan notas de la Suite Troileana de Piazzolla. Ya no puedo caminar más. En mi bolsillo hay una carta y un reloj de mujer suizo que gané ocho años atrás jugando Texas Holdem. Vale más que tres pares de zapatos pero no me hace quedar como el viejo de pelo azul, principalmente porque no se lo voy a poder regalar. Apoyo la caja con el reloj y la carta sobre un tacho de basura y me sumo al paso de la gente, seguro de que hoy, al menos alguien va a ser feliz.

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Miedo a los interiores

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Cinco de la tarde. Hace calor y estoy en un bar sin aire acondicionado sobre Avenida Directorio cuando llega esta chica del centro cultural que conocí en los premios Clarín y se sienta a 45 grados y me dice “La obra de teatro… una mierda… en serio te digo… atrasa cincuenta años” y yo sigo tomando cerveza y comiendo queso muy en paz porque es lo mismo, realmente lo mismo; siempre que hacés algo, a alguien le gusta, a otro no le gusta y sobre todo la vida sigue palangueándose. Paso al cine entonces. Ella se incorpora y dice que efectivamente vio Un Coeur en Hiver y que es una película sumamente aburrida. ¿Lost in Translation? También la vio, irrelevante, olvidable. ¿Platoon? Sí, pero ¿quién puede tomar en serio una película bélica o un western? Bueno… Mar Del Plata, entonces. Le digo que conozco un escritor ahí. Ella lo conoce también. Dice que es un ganso pero además bastante hijo de puta. Pido la cuenta y salimos. Ya en la esquina hago lo que hubiera hecho cualquier otro. La agarro del pelo y le muerdo los labios, el cuello y le pregunto si vive sola porque me queda media hora y quizás mejor si estamos en algún lugar solos. Entramos a su departamento. Identifico al vuelo un libro de Asis en la biblioteca. Hace calor y de fondo, persiste el zumbido de un extractor. La llevo hasta el cuarto, le saco la ropa y la acuesto en la cama. Algo relacionado a sus movimientos, a su forma de alimentar la mirada me produce muchas pero muchas ganas de cogerla. Me bajo los pantalones y ella se acerca y me la agarra y la mira un instante teatral antes de abrir la boca. Aflojo el cuello y aprecio el techo alto, el tamaño del placard. La fila de arriba tiene trabas pasantes pero sin ranura para candado. Es el tipo de trabas que uno pone cuando necesita proteger su lado del afuera. Claro que en este caso el afuera es el adentro del placard. Le preguntaría pero como siempre, la respuesta a todo es el sexo y ahí está ella dándome la mejor chupada de 92

2013. Es Febrero pero igual. Me incorporo y la acuesto y bajo. No son tantas mis ganas de darle placer como de probarla, de sentir su gusto. No gime. Gemir es decir que algo está bien. Me pongo un Prime rojo, acomodo sus piernas alrededor de mi cintura y me dejo caer. El zumbido de los extractores crece y crece y yo estoy empapado en sudor y me hago esa promesa de quemar el hielo, de transpirarla todo lo que haga falta hasta escucharla gemir. Voy hasta el fondo y más, al piso, la alfombra. Después giro y la pongo arriba y le agarro el culo y ella acerca sus labios húmedos y me dice al oído que está por acabar. Luego no sucede nada salvo la mismidad. Me saco el Prime y le pido que se la ponga en la boca. Ella me pregunta si acabarle adentro a una mujer es demasiado romántico o qué. Me preocupa que mi respuesta sea vinculante. ¿Cree usted en Dios? ¿Si creo que me la seguiría chupando? Doy la respuesta correcta parece y la escena resulta desbordante, estética y satisfactoria en muchos planos. Debería irme ya pero necesito entender qué pasa con las trabas pasantes ahí en el placard. Ella me mira, mira el placard. - ¿Qué cosa?

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Otras cosas más complejas 94

Estoy cubierto por la bandera de Estados Unidos, suena Thus Spoke Zarathustra y en segundos voy a empezar un parlamento sobre crónicas Gonzo. Esto es parte de una obra de teatro que se estrena en quince días. En rigor, sólo tenemos mi parlamento, mensajes en un contestador, un vibrador sin pilas y charlas espontáneas sobre arte contemporáneo. Había una idea original que nadie parece recordar. Reprimo mi necesidad de recordar porque la cohesión, las precedencias y la viabilidad son cosas de cuando programaba computadoras. El dueño del bar está muy entusiasmado con la obra. En realidad quiere matar una gallina en escena. Matar una gallina es cuestionable pero como estamos teniendo problemas para reclutar al resto del elenco, nos alegra que pueda participar la gallina al menos. Otro día, otro ensayo. Hace calor y me piden plata para comprar cocaína. El dealer ya está en la esquina. Confiaban en mi liquidez desde el vamos. Otro día, otro ensayo. Me quedo con el auto y corro un taxi y llego bañado en agua de radiador. Viene el fotógrafo y nos trasladamos con una escalera enorme hasta una calle cortada. Un amigo del fotógrafo se acuesta en el empedrado y nosotros posamos imitando a Genet, Burroughs y Southern en la tapa de Esquire. Revisamos las tomas y una señora se acerca y nos pregunta si alguien llamó a la ambulancia. Cuánta razón, señora. Llegan las fotos por email. Mis zapatillas Nike resaltan como la escupida de Parodontax. Pasan los días y todo sigue más o menos igual: mi escena Gonzo, los mensajes de contestador, el vibrador sin pilas. Eso sí, la charla espontánea sobre arte contemporáneo es ahora una charla sosa sobre cualquier otra cosa. Miro a Marc. Miro a Funk. Me caían bien por Legião Urbana pero ahora que lo pienso nunca dijeron que les gustaba Legião, solo que conocían a Legião. Yo conozco a Benito Mussolini por ejemplo. Los ensayos se van espaciando. Nos polarizamos. Ellos con Yoko, yo estoy con John. A ellos les gusta mezclarse con el público, a mí me gusta la cuarta pared. Ellos a veces lloran 95

en el teatro. Yo a veces me duermo en el teatro. Es viernes y Marc está contento porque aparecen dos chicas para los papeles femeninos. Una es pasante, la otra es del interior. Asisten imperturbables a nuestra propia confusión. Cuando estás haciendo las cosas más o menos bien, chicas como estas te miran con brillo en los ojos y amanecen juntitas en tu cama. Hoy se van espantadas. Arranco el auto rojo y me pregunto quién va a terminar con esto porque yo soy novelista. También en el mal sentido. Predomina el fascismo de la sensatez y yo pienso si hay algo que se pueda salvar: mi parlamento, el impulso de actuar en una obra, mis ganas de coger pasantes y provincianas. Me encuentro con la chica de la inmobiliaria. En la vida en general y en este telo en particular trato de no estancarme, de mantener la ilusión de movimiento. Entonces le explico que voy a tener que hacerle la cola como parte de algo más amplio, una continuidad filosófica, y su defensa es que le duele y yo le contesto que justamente de eso se trata. Entonces la ubico de costado y empiezo muy despacio, son unos pocos minutos hasta que la siento confiada y veo que cierra los ojos y ahí la sostengo del pelo y entro en un solo movimiento. La vida es buena, son las cuatro de la tarde, no estoy en una oficina, le acabo de hacer la cola a la mujer de otro y a fin de año se publica una de mis novelas pero sigo pensando en gallinas sacrificadas y busco en Twitter, en Facebook, en los mails. Mujeres nuevas, busco. Ahora estoy sentado en un bar de techos altos y aparece esta escritora publicada que da talleres y tiene pelo corto y vino a ver Entrevistas en Clásica. Me dijeron sobre ella “Sale con hombres grandes que la dejan y se deprime” Conmigo es divertida y sonríe. Tardo un poco en entender que está empastillada. Tomamos cerveza y me cuenta que escribe reseñas en un suplemento cultural y que va mucho al teatro y que le gusta la literatura más o 96

menos desordenada. Sobre mí solo quiere saber si soy tan gorila. ¿Soy tan gorila? Supongo que sí pero partiendo de un libertarismo a lo Leonard Read. Pago la cuenta y me invita a la casa. Dice que tiene whisky aunque J&B. Nos sentamos frente a la tele apagada y me miro acercándome en los grises de la pantalla. Ella entonces “Me parece que te voy a llevar a la pieza” pero la llevo yo a la pieza y nos tiramos en la cama y le bajo las calzas y la chupo un rato. Después me desabrocho los pantalones y se la meto sin forro. La agarro de la nuca y la miro a los ojos, a los labios. Apenas me muevo. Ella no dice nada, se deja llenar, gime bajito y yo me pregunto qué estoy haciendo. Si la estoy cogiendo a ella o a su editorial o al suplemento cultural. O si estoy solo en realidad, si me estoy haciendo una paja encima de una idea de escritora sonriente talentosa inteligente estilizada que no va a sufrir cuando desparezca porque yo no soy un hombre mayor, no todavía o en todo caso nunca mayor que ella. Acaba y yo me subo los pantalones y agarro el libro que me regala y salgo al frío. En la esquina un hombre con las manos enguantadas en nylon pasea un perro blanco, chiquito. Yo subo el cuello del saco y pienso que la obra frustrada es ahora un eslabón entre otras cosas más complejas que tampoco entiendo. Y así está bien.

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Noche de Ayahuasca

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Había un ejercicio que se hacía en las empresas tecnológicas por los años noventa donde te ponías de espaldas, te dejabas caer y tus compañeros te atajaban. Yo nunca lo hice y no tanto por la ingenuidad alegórica sino porque mis compañeros programadores me odiaban tanto como para dejarme hecho poronga contra el piso de cemento. Recuerdo esto ahora, de madrugada en un petit hotel de Barrio Norte, mientras hago la cola para el baño. Mi mano izquierda está formando un cuenco que contiene mi vómito. Una parte al menos. El resto está sobre mi remera y mi jean y sobre la remera de un barbudo muy calmo que quedó meditando en posición de padmasana. El recuerdo del ejercicio de las empresas viene al caso porque lo acabo de hacer de alguna forma. Venía ardiendo en un viaje de alucinación en cinco dimensiones, caminando por estructuras de Minecraft, acercándome y alejándome de engranajes sugeridos por la belleza de la música que sonaba en vivo, respirando oasis reflectivos, cuando tuve el impulso de ir al baño, algo más que complicado con tantas dimensiones así que volví a esto que llamamos realidad, me paré, di tres pasos entre las colchonetas y, según puedo reconstruir, colapsé. Quiero pensar que pasó un instante hasta que abrí los ojos, pero quizás fue mucho más. N y otra persona estaban a mis espaldas, muy cerca, sentándome, abrazándome y sosteniéndome la cabeza y mi respuesta ante tanta contención fue la única posible: empecé a vomitar. Vomité en mi mano izquierda, en mi remera, en mi jean, en el pantalón ornamentado de N, en la remera del barbudo calmo. Podrán decir que todos vomitan en un ritual de Ayahuasca, pero yo conozco perfectamente mis disparadores y si me hubieran dejado ahí tirado, de mi boca hubiera salido apenas un silbido con el riff de Iron Man. Una chica sale finalmente del baño y me mira con ganas de darme un abrazo y yo vomitado y confuso por una catarata de revelaciones prolegoménicas aún creo que es una opción pasar con ella al baño de neón y cogerla en 99

tres embestidas, pero la dejo pasar, me deshidrato en el inodoro, me salpico en agua y vuelvo a mi colchoneta a tomar otro vaso de Ayahuasca que mi estómago recibe en temblores olfateando el peligro de zambullirme ahora en un plano más peligroso y desconocido: mi biografía. Resulta que en el primer viaje me había dejado arrastrar por corrientes calmas que me pasearon por el hedonismo de siempre, pero ahora se trata de surfear olas gigantes hacia un terremoto paroxista cuyo objetivo final es alejarme de ustedes, sean quienes sean, porque mantener mi personaje a esta altura es como arrastrar un caballo muerto. Entro al agua y las corrientes me llevan al borde del precipicio. Ahí quedo suspendido mientras el oxigeno desaparece, el cielo se tiñe de púrpura y ya estoy listo para saltar cuando escucho la persistencia de una risa idiota intercalada con suspiros y más risa y más suspiros. Vuelve el oxigeno, el color sabido del cielo, vuelve el techo alto del petit hotel y veo a una gorda de pie, balanceando una sonrisa hacia mi oreja. Gorda puta, callate, dos minutos callate, pero la gorda nada, levanta las manos como sopesando una lluvia de merengues y Nutella y sigue con su risa que se torna irrecuperable. No importa cuántos vasos de Ayahuasca tome, estoy anclado a esta realidad de molestarme y putear gordas y que ustedes se enojen o rían, estoy anclado a mi lógica de transacciones de feria, estoy anclado a este caballo muerto. Será otra noche o no será nunca. El cielo empieza a clarear por el ventanal en una belleza menor. Me pregunto si alguien se da cuenta. La gorda mira la pared y se ríe.

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Nadie se va a dar cuenta

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Dos experiencias cercanas a la muerte. La primera en el Rampacar de Avenida Córdoba. La abogada carré recostada y yo arriba, con la protección de rigor, en un loop de satisfacción ontológica aunque mal musicalizado que es lo de menos cuando empiezan los gritos y ella me agarra del pelo y me arrastra, me baja para su disfrute, lo cual me parece muy bien pero esta vuelta se me seca la boca, se me cierra la garganta y mi cerebro rebota en el pasamanos del pasillo agonizante. Mi viejo tuvo un accidente en moto y mientras patinaba cincuenta metros a 120 km-hora me dijo que pensaba en una sola cosa “Ahora esa puta se va a quedar con los departamentos” Y lo entiendo perfectamente porque yo pienso en cosas parecidas: en los pro y los contras editoriales de morir envenenado por espermicida entre las piernas de una abogada. Claro que sobrevivo atontado y sigo hasta hacerla acabar, me enjuago la boca y me miro al espejo y me pregunto si ese soy yo realmente. Mis ojos parecen trasplantados, no encajan con el bronceado y la línea de los trapecios y los deltoides. Después del sexo no estoy aliviado ni contento ni satisfecho en ninguna frecuencia, sigue la locura al punto en que escucho unos gemidos de la habitación de al lado y miro el celular pensando que podría, quizás… En mi cabeza suena la voz de Pancho Ibañez “La gente normal , teniendo una abogada morochita, ya desnuda en la cama, nunca intentaría arreglar un segundo plan sexual la misma tarde de domingo, sin embargo, este individuo…” Este individuo llega en moto a la fiesta aniversario de La Balandra, ya cockteleado y en el fragor de los saludos embiste a dos o tres personas del ambiente – una fue cogida oportunamente - antes de encontrar lugar en una mesa del fondo con Azu, Gerard, Ezequiel, Ernesto y Liliana. Se comporta más o menos bien, toma dos cervezas y sonríe y escucha con atención la poesía kirchnerista de Claudia Masin. Sobre los aplausos se levanta para ir al baño pero sigue de largo y sale del establecimiento. En la vereda se encuentra con Diana Bellessi, le palmea la espalda como si fue102

ra un compañero de secundario y agrega “Grande, Diana” dejandole a ella la gran responsabilidad de encontrar poesía también en ese momento. Estacionada en la esquina, su motocicleta presenta posibilidades de circulación limitadas a causa de una vecina que irrumpe o siempre estuvo ahí repitiendo “Sacame la moto de la vereda, nene” El individuo responde “Señora, si no se calla y se corre le meo la vereda” y la señora llama a un policía y el policía se acerca “Dice la señora que usted…”, pero el individuo es muy educado y correcto y se entiende con el policía y ahora sí, la Honda XR avanzando a buen ritmo. Lástima que salió para el otro lado y ya está en calles oscuras de Constitución donde hay chulos peruanos regenteando a sus primos con pelucas. Para el otro lado entonces y ya en los vestuarios de Hebraica se cambia y sale a la cancha. El técnico muy al tanto de su circunstancia, pero igual lo pone a sacar en unos puntos decisivos. Ya en los festejos, el individuo se hidrata con una petaca de Gentleman Jack, se disculpa por no poder asistir a la cena post partido y regresa con la moto al aniversario de La Balandra. Aceleradas en el aire y ya soy yo nuevamente. Me siento en la cabecera de una mesa larga. Un chico con pantalón de vestir me dice que le gusta la columna de Novatti. A mí me gusta su novia quizás un poco más pero entiendo que no estaría bien decirlo y después estoy del otro lado de la mesa, hablando con Ale, Elsa y con Fernanda sobre tango, posando en fotos grupales y volviendo a casa a descansar cinco horas y arriba, con la moto al puerto. Cruzo a Colonia y salgo andando por la Ruta 1. Hace calor y hay humedad y veo adelante algo como una iguana, pero ya cerca veo que es un cocodrilo chico y lo bueno de no saber nada de zoología es que lo tomo como algo normal y sigo acelerando hasta que siento una aguja de tejer sweaters clavada en el brazo. Paro en la banquina. No sé qué me picó, pero el brazo se me pone rojo y se me hincha y me hace acordar a esa tarde en los pasillos del Sawgrass, cuando la vendedora me pasó una crema del Mar Muerto que me cambió el 103

color y la textura de la piel y parecía el brazo de otra persona. Momentos muy raros para personas como yo, personas que creen que todo esto va por dentro, que nadie se va a dar cuenta nunca. Miro adelante, miro atrás, no hay nada. Me pongo el casco y vuelvo a la ruta.

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Cruzando la avenida

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Estoy en la casa de una periodista que escribe en el diario de los domingos y da conferencias sobre semiótica y sólo sale con famosos y ahora parece que le gusto o algo así. Desde una perspectiva analítica, es la muestra más clara de fe en mi talento que hubo alguna vez. Miro los adornos y hago algún comentario más o menos adecuado pero en mi cabeza cabalga una locura a presión. Me imagino aplastando cerámica con una sartén y tirando los restos por la ventana al grito de mueran todos. La periodista camina por ahí sin imaginar el riesgo que corren sus adornos y se inclina para cambiar la música. Los demás deben pensar que tiene buen culo. Siempre la vi a través de los demás y últimamente me pasa con casi todas las mujeres. “Una actitud homosexual” dijo la doctora hot de Belgrano. Puede ser... también es homosexual tomar mate y escuchar Barbra Streisand. Ni que hablar de chuparse una pija. Es un tema que ya no me preocupa. Otras cosas me preocupan... ahora por ejemplo, siento la presión de una responsabilidad contractual. Resulta que la periodista me ayudó con una nota y dos contactos y supongo que yo no tengo nada para darle a cambio, salvo un polvo, que sería lindo en otra circunstancia pero acá no tiene ninguna espontaneidad. Igual quién necesita espontaneidad cuando hay tanto consenso sobre un culo. Voy hasta la pieza y me acuesto en la cama y largo los Dr. Martens que retumban el parquet. La periodista se desliza encima con suavidad. Los demás deben pensar que tiene linda piel y unas tetas notables y el pelo fresco, perfumado. Baja y me la chupa con decencia. Ya lo dijo Christopher Walken en New Rose Hotel: “What do I’m looking for...? The perfect blow job” Le corro el pelo para ver mejor y trato de guardar la película. Coger es una especie de carrera de postas. Me llevo la fantasía y acabo con alguna otra en diferido. 106

Alcanza un segundo de distracción que no es distracción, es concentración absoluta. No tiene sentido, no sirve para nada, no sirvo para nada, subo y bajo de las camas y me confundo nombres y cuerpos y hay tetas y culos y acabo parado, arrodillado, me cojo una mina que tiene los nombres de sus hijos tatuados en la cintura, tiro forros por la ventanilla del auto, me limpio con camisas de maridos, con pañuelos descartables, con sábanas, bajo por los ascensores y subo y camino y espero en los semáforos, desperdiciando mi posibilidad de escribir mejor, de corregir mejor. Me estoy poniendo viejo y a nadie le interesa leer los polvos de un viejo. Ella dice “No sé qué hacer” y yo le contesto “Nada, o hagas nada” Son esos diálogos que quedan mejor en las películas. Trato de hablar de un tema y otro pero no me animo a hablar de la verdad y la sensación de desperdicio es irrecuperable así que me visto y me voy. En el auto guardo una caja con muestras de Absolut Vodka. La primera muestra es de Vainilla, las otras tres no sé. Ya en casa enciendo la Thinkpad pero no tiene batería así que me arrodillo y meto la cabeza bajo el escritorio para enchufarla. Algo me golpea la cabeza. Es un dolor agudo. Tanteo el pelo y empieza a brotar la sangre por el cuello y la camisa. Me seco con un rollo de papel higiénico. Algunas gotas se escapan y manchan el piso de roble. Al otro lado de la avenida, la luz de una vidriera titila y finalmente se apaga.

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Ayudar a Enrique 108

“Acorralar la noche y matarla para empujar al manso ganado de almas hacia los corrales del sueño” Enrique Symns La literatura es ingrata sino explicame 1700 amigardos Lit de Facebook más 1500 de Twitter y ninguno está acá, en el Emergente de Almagro para colaborar con la operación de cadera de Enrique Symns. Hay pibitos y pibitas en zapatillas que deben ser público estándar del lugar porque la Cerdos & Peces nunca la leyeron. Lo sé yo y lo saben ellos cuando me miran a los ojos. Al normal y al ojo negro, lo cual dice algo sobre mis problemas esta semana; eso y el saco Armani para venir a semejante aguantadero de bengalas. Llega Gabriel Levinas soplando frío con las manos en los bolsillos. Desde hace tres años Levinas piensa que soy un poeta llamado César Bandin Ron y yo no hago nada por aclarar el malentendido porque es mejor ser poeta que ser esto que se desintegra con cada respiración. Levinas me dice “Son todos pendejos, César, voy a dejar algo de plata y me voy” Yo debería hacer lo mismo – dejar plata, irme, ser César – Si pudiera domesticar la insuficiencia no estaría viendo a este pibe que sube al escenario y agarra el micrófono pidiendo disculpas, como una groupie que nunca aprendió a chuparla. Tomo el Black Grouse – que era un regalo para Vi. Sigue siendo un regalo para Vi pero ahora con la cardinalidad invertida – y distingo a Busqued, abrigado para un cuento de Jack London. Me cuenta que la novela todavía no está lista – van seis años de no estar lista – y lo entiendo perfectamente, esto lleva tiempo mierda-carajo. Hablamos de Halopidol y asesinos de taxistas y se suma Vardit con su botiquín de divertimentos. De espaldas al escenario fumamos flores venenosas y nos pasamos el Black Grouse brindando por Symns, por la operación o lo que quiera hacer con la plata. La estrella del botiquín son dos cartones de embarque first class. Dos dividido tres da 0.66 así que Busqued va a pedir una tijera. El pibe de la barra se asusta hasta 109

cagarse por este grandote de Alaska que pide con amabilidad maniática un elemento punzocortante. Obviamente no hay tijera y Busqued decide abandonar la noche. Está picante bajo la lengua y no pasan diez minutos cuando se empiezan a revelar las verdaderas intenciones del lugar: la banda neonazi, peones tuertos que van y vienen empujándonos cuando no hay nada para ir y venir y casi que se va formando un centro de hoguera donde quedamos con Vardit que me mira y pregunta “¿Saben que fuimos a la ORT?” Sin anunciar chancho-va me escapo al baño y me la sostengo con manos que pierden la memoria de ayer, en el parking de 1000 Rosa Negra, agarrando el culo paradito de una manager de modelos. Proyectado al fondo del mingitorio pasa el cinematic de las mujeres, desde esos levantes peatones en Plaza Tamandaré hasta cada escritora wannabe, cada reclamo, amenaza y malentendido. Me pesa, me molesta el saco y la idea es dejarlo en el auto, volver, seguir. Salgo con Vardit, pero en la esquina lo miro y me mira y no recordamos exactamente qué estábamos haciendo. Como sea es una linda noche para caminar Almagro perpetrando un nuevo asalto al Valle de Silicio, esta vuelta con una API de Inteligencia Artificial para Twitter. Atravesamos redes, líneas punteadas, telas de araña en 8 bits, porque es un privilegio de estos cartones revelar las texturas del aire. Al paso distingo mi auto y recuerdo lo suficiente para abrir el baúl. Tiro el saco que queda con las manos separadas tipo occiso de balcón. Seguimos caminando, cuadras y cuadras y le hago notar a Vardit que la temperatura es perfecta y qué raro porque el resto de la gente va tan abrigada. Coincide Vardit hasta que no podemos ver nada, son dos faros enormes, que nos interrogan. Yo ya estoy dispuesto a confesar todo. Si total. Pero no es un interrogatorio. En los contornos de luz se dibuja un Hummer justo en nuestro camino o nuestro camino en el camino del Hummer. Atrás se abre un portón y nos damos vuelta para ingresar cuando nos frena un tipo de uniforme. Le explico que soy imperialista emocional y tengo derechos geográficos, 110

pero el tipo, pobre, no quiere entender y con un empujón nos lleva de regreso al Emergente. Nos quedamos al costado de la entrada definiendo detalles de Silicon Valley, la necesidad de usar Java, pero también PHP y le cuento a una expat con sombrerito de lana los principios de un buen diseño de software. Ella escucha con atención y al momento de preguntas y respuestas apenas quiere saber si estamos en la cola del Emergente y yo lo miro a Vardit, y los dos miramos detrás, donde se formó una fila de treinta personas. El Emergente traga la cola regurgitando zumbidos de combustión y van unas diez vueltas manzanas mientras el teléfono vibra pero los colores de pantalla me agreden así que no consigo saber quién llama, de repente la rubia hermosa que me espera para empezar la vida que planeamos hoy mismo sin saber que mi cara congeló el remate de una provocación. Me asfixia mi cara, el seudónimo, el teléfono, la bibliografía, mi humor y hasta el saco suicidado en el auto. Calor, mucho calor y ahora camino en cueros con Vardit por Avenida Córdoba bañado en la calma de una incandescencia multicolor. Nos acabamos de poner de acuerdo sobre la necesidad de usar cierto framework y los autos festejan tocando bocina, porque saben que tenemos razón y que ahí vamos, por la avenida al valle de Silicio, donde la única poesía es el código, donde los libros se usan para nivelar teclados, y por sobre todo, donde sabrán apreciar mi rendición incondicional. Queda atrás una calle en Temuco, cinco novelas, dos libros de crónicas, una obra de teatro, $1500 para la operación de Enrique Symns y todos esos momentos con mujeres. Momentos imposibles de analizar porque como dijo un amigo en su terraza de La Habana “la vida no alcanza para vivirla y comprenderla”.  

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Derecho de Autor Roni Bandini Editorial Steadman Thompson Diciembre 2015 DNDA 5004275

Diseño PDF Agnar Valmont

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