Cosecha de huesos 3999904124, 9580452059


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Spanish Pages 314 Year 1999

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Cosecha de huesos
 3999904124, 9580452059

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a otra rilla

ti U R A

Edwidge Danticat nació en Haití en 1969 y emigró a los Estados Unidos a la edad de doce años para reunirse con sus padres. Allí recibió un grado en Literatura Francesa en el Barnard College y una maestría en literatura de la Brown University. Publicó su primera novela, Palabra, ojos, memoria, cuando tenía veinticinco años. Al siguiente año fue nominada para el National Book Award por su libro de cuentos Krik? Krak! Su trabajo ha sido recopilado en más de una docena de antologías y traducido a por lo menos diez lenguas. Su talento la ha convertido en un constante foco de atención de los principales periódicos de los Estados Unidos. En 1990 recibió un premio literario de Seventeen Magazine; en 1992, una beca James Michener; en 1993 el premio literario de Essence Maga¬ zine y en 1995 el premio Pushcart. En 1996 fue escogida entre los 20 mejores novelistas jóvenes de Estados Unidos por Granta, y el Fondo del Lila Wallace Reader's Digest'le otorgó una beca ilimitada. Actualmente vive en Nueva York.

Colección ¿3

N

Edwidge Danticat COSECHA DE HUESOS

Cosecha EDWIDGE

DANTICAT Traducción de Marcelo Cohén

de huesos

GRUPO EDITORIAL NORMA Barcelona Buenos Aires Caracas Guatemala Lima México Panamá Quito San José San Juan San Salvador Santa Fe de Bogotá Santiago

Título original: The farming ofhones Primera edición: Soho Press, Inc. © Edwidge Danticat, 1998 Primera edición en castellano: mayo de 1999 © Editorial Norma S.A., 1999 Apartado 53550, Santafé de Bogotá Reservados derechos en español para América Latina Ilustración de cubierta: Víctor Robledo Diseño de cubierta: Camilo Umaña Fotografía de la autora: Arturo Patten Impreso en Colombia por Quebecor-Impreandes Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio sin autorización escrita de la editorial.

Este libro se compuso en caracteres Linotype Rotation

CC 21885 ISBN 958-04-5205-9

Entonces Jefté reunió a todos los hombres de Galaad y atacó a Efraím. Los de Galaad derrotaron a los de Efraím, porque estos decían: “Vosotros los galaaditas sois fugitivos de Efraím, en medio de Efraím, en medio de Manasés.” Galaad cortó a Efraím los vados del Jordán y cuando los fugitivos de Efraím decían: “Dejadme pasar”, los hombres de Galaad preguntaban: “¿Eres efraimita?” Y si respondía: “No”, le añadían: “Pues di Shibbolet”. Pero él decía: “Sibbolet”, porque no podía pronunciarlo así. Entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. Perecieron en aquella ocasión cuarenta y dos mil hombres de Efraím. JUECES, 12:4-6

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https://archive.org/details/cosechadehuesosOOedwi

Confiando en ti, Metrés Dio, Madre de los Ríos. AMABELLE DÉSIR

X

1 Se llama Sebastien Onius. Viene la mayoría de las noches a poner fin a la pesadi¬ lla, esa que tengo siempre en la que se ahogan mis padres. Mientras mi cuerpo lucha contra el sueño, debatiéndose por despertar, él me murmura: -Quédate quieta que yo te llevaré de vuelta. -¿De vuelta adonde? -pregunto yo, sin sentir que mue¬ vo los labios. Él dice: -A la cueva que está al otro lado del río. Yo intento levantarme pero me sacudo y tambaleo. Con las puntas de los dedos largos pero encorvados, que reptan hacia mí cada uno con vida propia, él me devuelve el equi¬ librio. Me agarro a su cuerpo y mi cabeza a duras penas le llega al centro del pecho. A la tenue luz de mi lámpara de aceite de castor es fastuosamente bello, aunque los tallos de caña le hayan desgarrado la piel de la reluciente cara negra y se la hayan llenado de cicatrices fruncidas y zigzagueantes. Tiene los brazos anchos como mis muslos desnudos. Son de acero templado por cuatro años de co¬ sechar caña de azúcar. -Mírate -me dice, tomando mi cara con una de sus amplias manos cóncavas, cuyas palmas casi han perdido

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12 las líneas de la vida a golpes de machete-. Hasta con esta piel cenicienta, de leña de playa apagada por la lluvia, brillas como un farol de Navidad. -No me digas esas cosas -murmuro yo, luchando aún contra las sombras del sueño-. Cuando me hablan así me siento desnuda. De arriba abajo me recorre la espalda con la mano. La palma callosa me raspa la piel, la mordisquea, mientras la pulsera de cuentas de café me acaricia los puntos más tiernos de la columna. -Quítate el camisón -sugiere- y desnúdate de veras. Cuando te hayas descubierto comprenderás que estás bien despierta y yo podré simplemente mirarte contento -luego se desliza hasta el otro lado del cuarto y mientras me desprendo de la ropa observa cada movimiento de la carne. Está en un rincón lejos de la lámpara, un lugar en la penumbra desde donde me ve mejor que yo a él-. Es bueno que aprendas a confiar en que estoy cerca aunque no puedas poner los ojos en mí -dice. Esto me da risa y me río fuerte, demasiado fuerte para la noche profunda. Ahora estoy del todo desnuda y del todo despierta. Con el camisón en los tobillos me tamba¬ leo hasta sus brazos. Flaca como dice que soy, temo do¬ blarme en dos y desaparecer. Temo ser tímida, distante y fría.Temo dejar de existir cuando él ya no esté. Soy como una de esas piedras marinas que, puestas al sol, fuera de la espuma de la olas, absorben sus colores y pierden translucidez. Cuando él no esté, temo no conocer a na¬ die y que nadie me conozca. -La ropa te cubre más que la piel -dice él-. Es un uni-

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13 forme y en eso te transforma. Ahora eres tú, nada más, sólo carne. Es como estar en una pesadilla o en ninguna parte. O bien como flotar simplemente en estos recuerdos, penan¬ do por lo que era y más aún por lo que he llegado a ser. Pero todo esto cuando él no está. -Mírate la carita perfecta -dice él-, la figura perfecta, el cuerpecito perfecto, niña mujer de piel tan negra, con todos los tonos del negro, los que vemos y los que no ve¬ mos, los buenos y los malos. Me toca como un pincel de un solo pelo, temiendo tam¬ bién que me desvanezca acaso. -En tu cara todo es como debe ser -dice-. La nariz en su debido lugar. -Uy, sería muy triste -digo yo- tenerla en la planta del pie. Esta vez es él quien se ríe. De cerca, la risa le arruga la cara, los hombros se alzan y caen con un ritmo disparejo. Nunca sé bien si sólo se está riendo o también llora, aunque nunca lo he visto llorar. Vuelvo a dormirme, tendida sobre él como un paño. Por la mañana, antes del primer rayo de sol fragante de limoncillo, se ha ido. Pero aún siento su presencia en el pequeño cuadrado de mi cuarto. Aún huelo su sudor, que cuando ha trabajado mucho es espeso como jugo de caña. Siento sus labios, las encías de un violeta berenjena que saben a grasosa leche de cabra hervida hasta ser como caramelo y papas color mostaza. Siento las mejillas eri¬ zadas bajo sus uñas, gruesas como las de los pies, y me toco el hueco bajo el pómulo, donde un rasguño de la

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14 pulsera me ha dejado una gota de sangre seca como una perfecta luna creciente. Siento en la espalda las líneas húmedas, allí donde su lengua rastreó hasta el espinazo las venas que dan la vida, en la cintura las tenues huellas de los dedos que me apretaron un poco de más, en un momento, quizá para evitar que me resbalara. Y aún pue¬ do contar los golpes de su aliento, a veces más rápidos que los latidos del corazón. De niña solía pasarme horas jugando con mi sombra, algo que según mi padre podía darme pesadillas, hacer¬ me ver voces girando en un huracán de arco iris y oír las raras formas de las cosas levantarse y hablar para definirse. Era hija única y jugando con la sombra me sen¬ tía menos sola. Cuando tenía compañeros de juego, para mí nunca eran reales ni estaban presentes del todo. Los consideraba meros reemplazos de mi sombra. También había muchas sombras en la vida que tuve después de la niñez. A veces, Sebastien Onius me protegía de esas som¬ bras. A veces era una de ellas.

2 Mis padres trabajaban con nacimientos y muertes. Yo nunca había pensado que ayudaría en un nacimiento hasta que aquella mañana sonaron gritos en el valle, una voz como de mil vasos rompiéndose. Cuando los oí estaba sentada en la hierba del jardín, pegando el último botón a una camisa nueva color añil que le había hecho a Sebastien. Dejando caer el costurero atravesé la casa hasta el dormitorio de la señora. La señora Valencia estaba tendida en la cama, la piel chorreando sudor y el ruedo del vestido empapado del fluido del bebé. Había roto aguas. Mientras le alzaba las piernas para quitar las sábanas, Don Ignacio, el padre de la señora, a quién todos llamᬠbamos Papi, entró en el cuarto a la carga. De pie ante ella, con una mano manchada por los años se atusó el bigote de mariposa y con la otra le dio una palmadita en la fren¬ te húmeda. -¡Ay, no! -gritó la señora por entre los dientes apreta¬ dos-. Es demasiado pronto. Todavía faltan dos meses. Papi y yo retrocedimos unos pasos al ver el torrente moteado de sangre que le fluía de entre las piernas.

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-Voy a buscar al médico -dijo él. De golpe el pellejo se le había puesto blanco como cáscara de huevo tibio. Antes de salir disparado me empujó de nuevo hacia la cama de la señora, como diciendo que dada lá situación no tenía otra alternativa que confiar la vida de su única hija a mis manos ineptas. Por suerte, al irse Papi la señora se quedó un momen¬ to quieta. Parecía que el dolor había cedido un poco. Aho¬ gada casi en las profundidades del colchón, inspiró unas cuantas veces aliviada. Como cuando de niñas dormíamos en el mismo cuar¬ to, estuvimos un rato aferrándonos las manos. Aunque se suponía que ella debía dormir en la cama con dosel y yo en el catre de enfrente, cuando el padre se iba a dormir ella me invitaba a su lado y las dos saltábamos en el col¬ chón, jugábamos con nuestras sombras y fingíamos ser niñas felices, obligando a Juana, la criada, a amenazarnos con despertar a Papi para que con una buena zurra nos devolviese las ganas de dormir. -Amabelle, ¿la cainita del bebé está preparada? -aga¬ rrándome aún la mano, la señora Valencia echó un mira¬ da a la cuna, apretujada entre las persianas del patio y su armario favorito, tallado con orquídeas gigantes y colibríes en vuelo. -Está todo listo, señora -dije yo. Aunque no tenía el hábito de rezar, le susurré unas palabras a la Virgen del Carmen pidiendo que el doctor llegase antes de que la señora empezara a sufrir de nuevo. -Necesito a mi marido -la señora cerró los ojos con fuerza, para que las lágrimas le corrieran calladamente por la cara.

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17 -Mandaremos a buscarlo -dije yo-. Dígame qué sien¬ te en el cuerpo. -Ahora el dolor es menos, pero cuando ataca es como si me clavaran un cuchillo aquí detrás. Tal vez tenga el bebé apoyado contra la espalda, pen¬ sé, recordando una de las expresiones favoritas de mi pa¬ dre cuando antes de un parto mi madre y él juntaban hojas para apretarlas en botellas de ron y aguardiente. Sin re¬ cordar qué hojas eran aquellas yo no podía aliviarle el dolor a la señora. Sí, en la casa había ron y aguardiente en abundancia, pero yo no quería dejarla sola para ir a la despensa. Podía pasar cualquier cosa; la peor sería que una dama de su clase tuviese que parir ese hijo sola, como una jornalera que de pronto sintiese los dolores de parto bajo un caney. -Amabelle, no voy a morirme, ¿no? -gritaba con todo el suave susurro de voz que había tenido desde niña, y entre palabra y palabra jadeaba con desdicha renovada. Ahora estábamos solas en la casa. Yo tenía que calmar¬ la, tenía que ayudarla como ella siempre había confiado en que lo haría, como había confiado siempre el padre. -Hasta ahora, el dolor más grande que había sentido fue cuando me picó una avispa en la mano y se me hin¬ chó toda -declaró. -Esto va a dolerle más, pero no mucho -dije yo. Una brisa suave entró por las rendijas de las persianas del patio. Ella estiró la mano hasta el mosquitero atado al dosel y retorció la tela. Se le erizó la piel de los brazos. Me aferró la muñeca con tal fuerza que se me adormecieron los dedos.

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18 -¡Si no viene el doctor Javier lo tendrás que hacer tú! -gimió. Me solté la mano y me puse a masajearle los brazos y los hombros tensos para ir preparándole el cuerpo. ✓

-Animo -dije-Ahorre fuerzas para el niño. -¡Virgencita! -gritó ella hacia el techo mientras le qui¬ taba el vestido por encima de la cabeza-. Hasta que este dolor sea un niño, Virgencita, no pensaré en nada más que en ti. -Deje que el aire entre y salga solo -sugerí. Había re¬ cordado oír decir a mi madre que lo importante, para reducir el dolor, era que las mujeres respirasen normal¬ mente. -Siento una especie de vértigo -dijo ella, temblando como en carne viva. Revolviéndose en la cama, tragaba el aire a bocanadas angustiosas pese a que se le había hinchado la cara y las venas de las sienes le latían como tambores-. No quiero tener mi bebé así -dijo intentado esconderse en la parte más hundida del centro de la cama-. No permitiré que nadie entre y me vea desnuda. -Por favor, señora, ponga toda la atención en esto. -Si vienen, ¿al menos me taparás las piernas? -se aga¬ rró la barriga con las dos manos para recibir otro borbo¬ tón de dolor. Cuando el bebé entró en el canal sentí que el contenido de mi estómago subía a instalárseme en medio del pecho. Aun así era un alivio, aunque sabía que no para ella. Me dije: “Pues ahora veré cómo de este tormento sale un niño de verdad; no es enteramente imposible.” Pese a mis esperanzas, el bebé paró el avance y se que¬ dó hacia el extremo del canal, como si de repente hubiera

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decidido no salir. Atontada por el dolor, la señora tampo¬ co se movía. -Señora, es ahora. -¿Qué cosa? -preguntó ella, mordiéndose el labio de abajo con unos dientecitos romos. -Pujar. Veo la cabeza del niño. Tiene el pelo oscuro y suave, rizado como el suyo. Pujó con todas sus fuerzas, como una hormiga que in¬ tenta mover un árbol. La cabeza se deslizó hacia fuera, llenándome la mano abierta. -Señora, este niño será suyo -dije para serenarla-. Usted será su madre por el resto de sus días. Será suyo como el berro es del agua y los nenúfares del río. -Como yo fui de mi madre -repicó ella, cobrando aliento. -Ahora sabrá por experiencia propia por qué dicen que los niños son el premio de la vida. -¡Date prisa! -ordenó-. Quiero verlo. Quiero tenerlo. Quiero saber si es niño o niña. La frente se le arrugaba de expectativa. Tensando hasta el último músculo expulsó los hombros del niño. El bebé cayó en mis brazos y me cubrió el delantal de sangre. -Tiene usted un hijo. Orgullosa, recogí al niño de entre sus piernas y lo alcé para que lo viera. El cordón umbilical se estiraba desde dentro de ella hasta el niño que yo estaba acunando. Le limpié la piel con una toalla que yo misma había bordado poco después de enterarme de la concepción. Le di dos golpecitos en el trasero pero no hubo llanto. La que llora¬ ba, en cambio, era la señora Valencia. -Siempre pensé que iba a ser una niña -dijo-. Cada

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20 domingo al salir de misa los niñitos me rodeaban la pan¬ za como si estuvieran enamorados. Como la señora Valencia, el niño tenía el color de la crema de coco y en las mejillas y la frente un rubor de nenúfares rosas. -¿Es buen mozo? ¿No le falta ningún dedo? -pregun¬ tó ella-. Creo que no lo he oído llorar. -Me pareció mejor que usted lo volviera a palmear. Con una enorme sensación de cumplimiento arranqué la cinta blanca de una almohada de la cuna, la anudé al cordón y con una de las navajas del marido de la señora separé al niño de su madre. La señora Valencia ya abría los brazos para recibirlo cuando se oyó un alarido. No era de él sino de ella. Un gemido de dolor del fondo de la garganta. -¡Empieza otra vez! -¿Qué siente, señora? -Otra vez los dolores. -Es el nido del bebé, que busca salir -dije, recordando una de las expresiones favoritas de mi madre. “El nidito del bebé se tomó su tiempo para salir. Era casi como otro niño”-.llene que pujar de nuevo para que no quede nada. Pujó con más fuerza aún que antes. Nadando en el agua de la placenta, de entre las piernas asomó otra cabeza de negro pelo rizado. Me apresuré a poner al primer bebé en la cuna y volví a buscar al otro. Empezaba a sentirme más experimenta¬ da. Tomándola del mismo modo, extraje la cabecita. Los pequeños hombros surgieron fácilmente; luego las piernas quebradizas. El primogénito aulló mientras yo sacaba al otro bebé

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21 de entre los muslos de la señora Valencia. Con la cara cu¬ bierta de un fino velo marrón, como hecho de varias te¬ larañas, una niñita pugnó por tomar aliento. El cordón umbilical era una cinta de sangre que rodeaba el cuello y le cubría cada centímetro entre el mentón y los hombros. Con los dedos, la señora Valencia arrancó el velo de la cara de su hija. Yo usé la navaja para separarle el cordón de la garganta y pronto la criatura se puso a gritar a coro con el hermano. -Es una maldición, ¿no? -dijo la señora, tomando a su hija en brazos-. Un velo, y encima el cordón. La señora sopló suavemente los ojos cerrados de la niña, alentándola a abrirlos. Yo levanté al niño de la cuna y lo llevé junto a la cama para que estuviera cerca de la hermana y la madre. Cuando les frotamos las plantas de los pies uno contra el otro, los dos bebés dejaron de llorar. Con el borde limpio de una sábana la señora Valencia le limpió la sangre a su hija. La niña parecía mucho más pequeña que su mellizo, menos de la mitad. Hasta en bra¬ zos de la madre seguía de lado, con las piernitas alzadas hasta la barriga. Tenía la piel de un bronce oscuro, entre el color de la nuez del Brasil y el del salsifí negro. La señora Valencia me indicó que me acercara más con su hijo. -Tienen aspecto diferente -quería que la desmintieran. -Su hijo tiende a su color leche de chirimoya -dije yo. -Y mi hija tiende a ser como tú -dijo ella-. Mi hija es un camaleón. En cuanto te vio la cara tomó tu color. Con los dedos aún temblando se hizo la señal de la santa cruz desde la frente hasta el hueco sudoroso entre los pechos hinchados. Era una mañana especialmente ca-

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22 lurosa. El aire rebozaba del perfume del limoncillo y los flamboyanes que perdían rocío con el sol y del olor de la sangre que había perdido la señora en el parto. Cerré las puertas del patio para que no entrase el aire de fuera. -¿Quieres prenderle una vela a la Virgencita, Amabelle? Le prometí que lo haría después de dar a luz. Encendí una vela blanca y la coloqué sobre la cómoda del ajuar de bebé, junto a la cuna que la señora había usa¬ do de niña. -¿Crees que los niños me querrán? -preguntó ella. -¿Usted ya los quiere? -Siento como si hubieran estado siempre. -¿Sabe qué nombres va a ponerles? -Creo que a mi hija la llamaré Rosalinda Teresa en homenaje a mi madre. El nombre del niño dejaré que lo elija mi marido. Amabelle, qué contenta estoy. Tú y yo. Mira lo que hemos hecho. -Ha sido usted, señora. Usted lo ha hecho. -¿Cómo es mi hija? ¿Qué te parece mi rosa bruna? ¿Te gusta? ¿Te gustan los dos? Es tan chiquitita. Tenia, por fa¬ vor, y deja que ahora sostenga a mi hijo. Intercambiamos bebés. Por un momento pareció que Rosalinda flotaba entre nuestras manos con riesgo de caer. Yo le miré la cara diminuta, veteada todavía de sangre de la madre, y la apreté más fuerte entre mis brazos. -Amabelle, ¿crees que mi hija siempre será de ese co¬ lor? -preguntó la señora Valencia-. Pobre tesoro mío, ¿y si la toman por uno de los tuyos?

3 En la oscuridad desvelada, dice Sebastien, si no nos estamos tocando debemos hablar. Debemos hablar para recordarnos que aún no estamos en la oscuridad del sue¬ ño, que es una muerte inacabable como una cueva en som¬ bras. Yo le digo que prefiero que me toque, que me acaricie en todos los lugares de siempre, de todas las maneras de siempre. También él está cansado, dice, así que debemos hablar. El silencio es para él como el sueño, casi igual a la muerte. Me pregunta por mi familia, cómo eran mis padres cuando vivían. -¿Qué era lo que más admirabas de tu madre? A veces me gusta cuando es apenas un eco profundo, un sonido tras otro llenando todas las rendijas del cuar¬ to, una voz que parece no haber sido nunca gemido in¬ fantil, susurro de niño, balbuceo de muchacho, una voz que habla como si todas las palabras que ha dicho sólo hubieran sido y fueran siempre para mí. -Dime qué te gustaba más de tu madre -dice otra vez, porque de tanto admirarle la voz yo tardo en responder. -Me gustaba su tranquilidad -digo yo-. Era una mujer que todo lo hacía despacio, a su tiempo, como le gustaba

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24 decir a mi padre. Era una mujer de pocas palabras. Si ha¬ blaba, era con palabras directas y precisas. “El nidito del bebé se tomó su tiempo para salir. Era casi como otro niño.” Era una mujer de cara firme con una frente como media calabaza; es decir que tenía la frente grande, gran¬ de, alta y ancha como la mía, signo de inteligencia dicen algunos. No me demostraba mucho afecto. Creo que no le parecía bueno criar así a una niña que quizá no tuvie¬ se afecto en el resto de su vida. -Tú no sonríes mucho. -Era flaca como yo. Creo que me le parezco, pero de verdad que sonrío más. -¿Ahora estás sonriendo? -lo oigo sonreír en la oscu¬ ridad. La sonrisa se le entremezcla en la voz y de vez en cuando le interrumpe el habla. Sus dedos se acercan cortando el aire. Antes de que las manos aterricen a ambos lados de mi cintura, ya estoy chillando y riendo como una gallina loca, ya siento que me hacen cosquillas. -Cuéntame algo más de tu madre -dice él cuando se acaban las cosquillas y los chillidos-. Dime cómo se lla¬ maba. -Se llamaba Irelle Pradelle -digo yo- y, después de que murió, en los sueños siempre se me aparecía sonriendo. Salvo, claro, cuando mi papá y ella se ahogaban.

4 Tan pronto como hubo llegado, el doctor Javier se pre¬ cipitó hacia la cama de la señora Valencia. Al ver que en¬ traba, ella se apresuró a anunciar: -Lo hemos hecho Amabelle y yo, Javier. Hemos dado a luz los dos niños. Mellizos. El doctor Javier era un hombre notablemente alto que parecía mirar a todo el mundo desde arriba. Examinó a los bebés con ojos escrutadores, que sugerían peligro y ferocidad, y les recortó los cordones a ras de las barriguitas. -¿Cuánto duró el trabajo de parto? -le preguntó a la señora Valencia. -Empezó anoche -respondió ella. -¿Por qué no mandaste a buscarme? -¿Recuerdas el cálculo que habíamos hecho? No pen¬ sé que hubiera llegado el momento. -Quizá contamos mal. -Suerte tenemos los niños y yo de que Amabelle sepa traer bebés al mundo -dijo ella-Yo sola no habría podido. -Todos le damos gracias a Amabelle. El doctor Javier me sonrió mientras se apartaba el hir¬ suto pelo caoba, que se le encumbraba desde las entradas de la frente. Prendido al cuello de la camisa bordada lie-

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26 vaba una talla de cañas en madera. Era un talismán, como los amuletos que usaban los braceros de la zafra en Ale¬ gría para protegerse de los conjuros. -Amabelle, hierve un poco de agua, por favor -dijo el doctor- Los pequeños necesitan un baño. La casa estaba en lo alto de una colina; el fondo daba a montañas de un verde azulado y el frente a un camino ancho. Salí por la puerta trasera, por donde la despensa se abría al campo. Corrí a mi cuarto, me quité el delantal y la blusa empapados de sangre y los amontoné en un rin¬ cón, cerca de las letrinas. A lo lejos, pendiente abajo, vi que Juana, la criada, vol¬ vía del arroyo con una cesta de ropa sobre la cabeza. Jua¬ na y su hombre, Luis, habían trabajado para Papi desde antes de que naciera la señora Valencia. Juana se detuvo en su casa, cuyo techo en punta se hundía a medias en la hierba de la colina. En el cobertizo que me servía de cocina puse la tetera a hervir sobre un lecho de carbón y esperé a que Juana subiera. Desde el patio veía bien cerrados los postigos de la habitación de la señora Valencia. Estaban pintados de añil, como la mayor parte de la casa salvo la baranda que la rodeaba, que era del carmesí de los flamboyanes en flor de Alegría. Como Juana no subía, volví a la habitación de la seño¬ ra con dos jofainas de esmalte llenas de agua tibia, una sobre la coronilla y otra en las manos. La señora Valencia estaba tapada de los pies a la barbilla; en un rincón se api¬ laban las sábanas ensangrentadas. Papi había cambiado los colchones por los limpios de una vieja cama de su madre que había en el cuarto de costura.

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27 El doctor Javier me ayudó a apoyar los recipientes so¬ bre la cómoda del ajuar. Virtió un medicamento en el agua de bañar a los niños. La señora Valencia le pasó a su hijo. -Amabelle, ¿recuerdas la hora exacta en que nacieron? -preguntó Papi. Sobre las rodillas tenía un cuaderno donde escribir los detalles para los certificados de nacimiento. -Todavía era de mañana. La señora Valencia alzó la mirada hasta el viejo reloj enmarcado en caoba que el padre de Papi había enviado de España unos veinte años atrás. Por sobre el hombro de Papi yo lo miré escribir ceremoniosamente y con su me¬ jor letra la hora y el lugar de los nacimientos; era 30 de agosto y el año 1937, nonagésimo tercero de la Indepen¬ dencia, séptimo de la Era del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, Comandante Supremo, Presiden¬ te de la República. -¿Y con cuánta diferencia nacieron, Amabelle? -pre¬ guntó Papi-. ¿Te acuerdas? -La segunda fue una sorpresa. No sé -dije yo. -No más de un cuarto de hora -ofreció la señora Va¬ lencia. Cuando le tocó el turno de baño a Rosalinda, el doc¬ tor Javier la levantó y la sumergió en el agua. Se quedó muy quieta. -Esta tiene unos carboncitos detrás de las orejas -le dijo atrevidamente el doctor a la señora Valencia mientras sa¬ caba a la niña del agua. -Debe ser de la familia del padre -intervino Papi, pa¬ sándose las puntas de los dedos por la blanca cara que¬ mada de sol-. Mi hija nació en la capital de este país. La madre era de pura sangre española. Es posible rastrear los

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28 orígenes de su familia hasta los conquistadores, hasta el linaje del almirante Cristóbal Colón. Y por mi parte yo nací cerca del puerto de Valencia, en España. Envolvimos a los bebés en las fajas que yo había cosi¬ do durante el embarazo, cuando la señora Valencia pen¬ saba que tendría sólo una hija. Ella tomó a la niña en brazos mientras Papi, sin dejar de mirarlo, mecía a su nie¬ to apretándolo una y otra vez contra el pecho. Cuando le pareció que su hija ya no escuchaba, bajó la voz para re¬ gañar al doctor: -Has hecho una observación muy grosera. No quere¬ mos oír nada más por el estilo. -¿Te molesto si pido un cafecito, Amabelle? -al doctor le pareció que más valía huir de la presencia de Papi. -Dale lo que quiera -dijo Papi sin apartar los ojos de la cara del nieto. El doctor Javier me siguió hasta la despensa. Cuando estaba cruzando el umbral, un manojo de perejil seco que colgaba del dintel le rozó la cabeza, dejándole unos tallos diminutos en el pelo. Yo alargué la mano para sacudírselos pero me contuve a tiempo. Que yo lo tocase habría estado fuera de lugar; podría haberme malinterpretado. Cuando una trabaja para otros tiene que estar siempre en guardia. Aunque el doctor Javier era amable conmigo, yo no sabía si le incomodaría sentir mi mano hurgándole el pelo. -¿Así que eres partera, Amabelle, y no nos lo habías dicho nunca? -preguntó él. -Yo no me considero partera, doctor. Al servir el café en una taza estampada de orquídeas rojas, la taza en su plato y todo en la bandeja de plata se me derramaron unas gotas.

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-¿Cómo sabías qué hacer con esos niños? -En Haití mis padres eran curanderos. Cuando hacía falta, recibían bebés -dije yo, deseosa de ser modesta en nombre de mis padres, que siempre habían sido modestos. -Valencia dice que la niñita tuvo problemas -dijo él. -Sí, llevaba un velo en la cara y el cordón umbilical mal colocado. -¿Mal colocado? Si lo tenía alrededor del cuello, es como si el otro hubiera intentado estrangularla. -Si me permite, doctor, yo no condenaría a esas criaturitas diciendo semejantes cosas. -Muchos empezamos en el vientre como mellizos y liquidamos al otro -insistió él-. Una vez, cuando yo era estudiante, en la espalda del cadáver de un hombre adul¬ to encontramos alojadas dos piernitas de bebé, una a cada lado. La única manera de explicarlo es que habían estado allí desde antes de que el hombre naciera. Pensé que a lo mejor decía aquello para ponerme ner¬ viosa. Mucha gente que se cree inteligente disfruta asus¬ tando a los empleados domésticos con cuentos fabulosos del mundo exterior, un mundo que supuestamente los sir¬ vientes nunca verán por sí mismos. -Por otro lado -continuó él-, a veces nacen dos niños al mismo tiempo; uno nace muerto, pero el otro está sano porque mientras estaban en el útero, el muerto le hizo una transfusión de vida y en esencia se sacrificó. -Yo agradezco que los nuestros hayan vivido los dos -dije yo. -Además de la medicina mis pasiones son el lenguaje y la genealogía -dijo él-. Mirando a la pequeña Rosalinda aprendo algunas cosas.

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30 ¿Otra vez exhibía sus conocimientos para mí? -Ahora que nuestro amigo, el marido de la señora, es oficial, nunca sé cómo llamarlo -dijo-. Cambia tan a me¬ nudo de rango... Si mal no recuerdo, últimamente era co¬ ronel. Hace un tiempo que no lo veo. -Pues viene del cuartel muy seguido -dije yo, inten¬ tando salir de la conversación-. Cuando él está en casa, usted siempre está en otra parte. Debería hacerle estas preguntas a la señora Valencia, doctor. -Estoy cansado de los militares -dijo él, sin el menor desaliento ante mi falta de interés-. A esos de la Guardia yo no les gusto, ni siquiera a los viejos conocidos como Pico. Pero dejemos esto de lado un momento. Amabelle, lo que quiero decirte es esto: la niñita me preocupa mu¬ cho. -¿No está sana? -pregunté yo. -SiValencia la alimenta bien, en unas semanas se pon¬ drá robusta. Pero es muy chiquita. ¿Tú puedes asegurarte de que le dé de comer a menudo? Por favor, díselo a Jua¬ na. Quizá también a ella le toque cuidar a los niños. -¿Y el niño? -Se lo ve saludable. La que me preocupa es Rosalinda -puso la taza vacía boca abajo en el plato, señal de que no quería más café-. Déjame decirte algo más, Amabelle. Tú deberías irte de aquí y hacerte partera en Haití. Sentí que se me alzaban las cejas y en la boca me apa¬ recía una mueca que podía pasar por sonrisa. -No soy partera -dije yo-. Y no he cruzado la frontera desde que tenía ocho años. -Te pueden entrenar -replicó él-. Una vez Valencia me

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31 dijo que sabes leer y escribir. En esa clínica pequeña que a veces visito al otro lado del río necesitan gente como tú. Apenas tenemos dos médicos haitianos para una zona muy grande. Yo no puedo ir todo el tiempo, y en esa par¬ te de la frontera sólo conozco a dos comadronas.Te nece¬ sitan mucho. -Es usted muy amable en valorarme así, doctor. -¿Te gustaría ir? -Hay muchas cosas que tener en cuenta... -Tenlo en cuenta todo, pues -dijo él, y salió. Aún me sentía complacida por la propuesta del doc¬ tor cuando a la despensa entró Juana con la ropa blanca doblada en una cesta. -Hoy he recibido café de mis hermanas -dijo Juana. Ana y María, sus dos hermanas menores, eran monjas en un convento de huérfanas de una aldea de la montaña, cerca de la frontera. Juana se sacó del bolsillo un mango amarillo y maduro, y me lo dio-. Sé que si hubieras pasa¬ do por el árbol, tú habrías arrancado este. Al instante le clavé los dientes, dejando que el jugo rico y espeso me llenara la boca. -¿Cómo está la señora? -preguntó ella. -¿No oíste los gritos? -¿Qué gritos? -El parto de la señora. -¿Un bebé? -¡Más de uno! Se le cayó la cesta de las manos y tuvo que agacharse a recoger las sábanas desparramadas. Juana era una mujer pesada; tanto se le expandía la carne que exageraba cada

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32 uno de sus movimientos. Tenía unas manos grandes pero de aspecto frágil, como si bastase pincharlas con una aguja para que explotaran. -¿Cuántos? -preguntó, bamboleando la cabeza de en¬ tusiasmo. -¿Y cuántos iban a ser? No es una gallina. -¿Dos? -Un niño y una niña. -Mellizos en la casa -dijo ella persignándose-. Esto es obra de Santa Felicitas y Santa Perpetua. ¿Dónde está la señora? -En su cuarto, con el doctor Javier. -¡Vaya! Lo de traer al doctor a tiempo fue cosa de Santa Mónica. -Pero si llegó tarde -dije, desdeñando la modestia que me habían inculcado mis padres-. Los recibí yo. Sucedió tan pronto que bien podría ser un milagro. -Los milagros siempre pasan cuando yo no estoy -dijo ella-. Tengo que contarle a Luis -salió corriendo pero en seguida volvió a entrar-. Primero tengo que ver con mis ojos a la señora y a los bebés. Dejé el mango. Fuimos las dos hasta la habitación de la señora Valencia. En cuanto vio a los niños, Juana se echó a llorar: Rosalinda en brazos de la madre y el varoncito sometido a otro atento examen del doctor Javier. La señora Valencia tendió a Rosalinda hacia Juana. -Tómala -dijo-. ¿No quieres alzar a mi hija, Juana? -Creo que voy a llorar -moqueó Juana. -Ya estás llorando -observó la señora Valencia. Atisbando al niño, se acercó a la cama.

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33 -A ella le he puesto Rosalinda Teresa -dijo la señora Valencia. -¡Por su mami! -Juana redobló los sollozos-. ¡Ay, qué feliz habría estado su mamá si hubiera vivido para ver este día! -¿Y entonces por qué lloras? -dijo la señora Valencia-. Es un día alegre, ¿no? -Su mamá también habría llorado. Más lágrimas de alegría que lágrimas de tristeza. -Iré al cuartel a buscar a Pico -dijo Papi-. Quiero es¬ tar de vuelta antes de que anochezca. -No vaya solo, don Ignacio -con Rosalinda en sus bra¬ zos, Juana le cerró el camino. -No hay de qué preocuparse. Iré con Dios -dijo Papi con un resto de impaciencia en la voz. -Sí, vaya con Dios, por favor. Pero también llévese a Luis -lo apremió Juana-. Está en el platanal juntándome unos bananos. No sé cómo no oyó nada de esto. -Trataremos de volver esta noche -dijo Papi besando la mano de su hija. -Usted descanse, señora -dijo Juana-. Amabelle y yo nos vamos a ocupar de todo. -No la mimen demasiado -previno el doctor Javier-. Valencia, no permitas que la bondad de estas mujeres te malcríe. -Pobrecita, ahora viene el riesgo -dijo Juana-. Debe pasarse los días que sea preciso echada aquí, descansan¬ do, por ella y por los niños.

5 A Sebastien, que como yo es del norte de Haití, aun¬ que allí no nos conocíamos, lo hechiza el arrullo de las palomas. Es un gemido, dice, que no parece destinado a que lo oigan otros; es como si cada paloma que aúlla qui¬ siera enterrar la cabeza muy adentro de sí misma. Se ima¬ gina que las palomas gimen como gritan los fantasmas cuando están demasiado solos o demasiado tristes, cuan¬ do han muerto hace tanto que ya no recuerdan ni cómo se llaman. El padre de Sebastien murió en el gran huracán que golpeó a toda la isla, tanto a Haití como a República Do¬ minicana, en 1930. Sebastien perdió a su padre y casi todo lo demás. Por eso se marchó de Haití. Por eso yo lo ten¬ go. El mismo remolino de vientos que destruyó tantas casas y mató a tanta gente me trajo a Sebastien. La madre todavía vive en Haití. A veces, cuando casi nos hemos dormido juntos, Sebastien oye una paloma; la paloma que oye, yo no las oigo siempre, tiende a seguir gimiendo noche tras noche, como si hiciera un misterio¬ so llamado en su idioma misterioso. Siempre que oye las palomas Sebastien respira hondo, chasquea la lengua contra los dientes y dice: “Ay, pobrecita manman mwen. Mi pobre madre.”

6 El doctor Javier se fue a ver a un muchacho que esta¬ ba en cama con fiebre y escalofríos. Prometió que antes del anochecer volvería a examinar de nuevo a los niños. Juana estaba en la despensa preparando sopa para la señora, una sopa de carne de gallina vieja, y cocido para el resto de la casa. Los niños dormían en la cuna y la se¬ ñora Valencia descansaba en la cama, tapada hasta el mentón con varias mantas. Yo me acerqué a mirar a los niños. Minúscula junto a su hermano, Rosalinda estaba en una quietud completa. Me incliné a levantarla. La señora Valencia se volvió de lado y me vio con su hija en brazos. -Amabelle, ponle la carita contra tu pecho -dijo. Sin que Rosalinda se despertara, me desabotoné la blu¬ sa y le apoyé la mejilla entre mis pechos y mi clavícula. En el acto sentí el aire entrando y saliendo de la naricita, el aliento cobrando el ritmo de mis latidos. -¿No es milagroso? -los ojos de la señora Valencia se movían entre su hijo y su hija como si no hubiera nada más que ver en todo el mundo-. Javier dice que en los primeros días sólo ven la luz y la oscuridad. No le creo. Son demasiado perfectos. Con una seña me pidió que me sentara al lado de ella

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36 en la cama. Devolví a Rosalinda a la cuna y fui hasta la madre. -Tengo que confesarte algo, Amabelle -dijo ella-. Cuando te hice prenderle una vela a laVirgencita, después de dar a luz, en realidad pensaba en mi madre. Cuando anoche empezaron los dolores sentí que ella estaba con¬ migo. Desde que quedé esperando había tenido más sue¬ ños que de costumbre, pero lo de anoche no parecía un sueño. Vi a

m¿,

.adre sentada aquí, en esta cama. Me ro¬

deó con los brazos y me tocó el vientre. Por eso no grité hasta último momento. No me sentía sola. Se volvió a mirar la vela que ardía sobre la cómoda, el pabilo medio hundido en una masa de parafina fundida, la llama apagada hacía ya rato por los ajetreos del cuarto. -Ojalá hubieras conocido a Mami, Amabelle -dijo. -A mí también me habría gustado, señora. Pero su madre había muerto antes aún de que se aho¬ garan mis padres, y las dos habíamos tenido que criar so¬ las los sueños de la infancia. Entró Juana con una bandeja con sopa humeante y té dulce y la puso en la cama frente a la señora. -Coma bien -dijo-. Recuerde que los niños se alimen¬ tan de usted -de nuevo le corrían lágrimas por la cara. Se volvió hacia mí y dijo-: Cuida que la señora coma -luego salió corriendo. -Las dos veces que Mami estuvo embarazada la acom¬ pañó Juana -explicó la señora Valencia. Cubrí los hombros de la señora con un chal bordado y le di una cuchara. Apenas había comido unas cucharadas cuando Rosalinda empezó a gimotear. La levanté y se la llevé a la madre.

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37 -Chiquitína mía, tiene que hacerse fuerte; si no, ¿cómo va a defenderse cuando el hermano le tire el pelo? -dijo la señora Valencia al recibirla-. No veo el momento de que Pico vea estos bebés. Espero que Papi lo traiga esta noche. -Sé que el señor querrá venir -dije yo. -Mi Pico es muy ambicioso. Me ha contado que desde niño soñó con ascender en el ejército y un día ser presi¬ dente del país. -¿Y usted será la esposa del presiden! , señora? -No me gustaría -dijo, arrugando la nariz como si oliera algo rancio-. Cuando Pico haya conseguido todo lo que quiere, tal vez dejará de quererme a mí. De niño era tan pobre... Ahora no termina de aceptar que tiene un poco de comodidad y no debe levantarse cada mañana a hacer que salga el sol. -El trabajo del señor es importante -dije, porque sa¬ bía que ella pensaba lo mismo. -Me gustaría verlo más -dijo ella-. Echo de menos el gusto oscuro a cigarros de su boca. La señora Valencia se llevó la niñita al hombro como si lo hubiera hecho toda su vida. -He pensado en todo lo que quiero contarles -dijo-. Cosas que quizá necesiten saber y otras cosas también, en las que quizá deba frenar la lengua. -Usted sabrá hacer lo mejor, señora. -Lo qué tú hiciste hoy por mí, Amabelle, habría debi¬ do hacerlo Mami; sólo que ella era como yo y también habría gritado de sufrimiento -echó la cabeza hacia atrás, riendo del dolor que la ligaba a su madre-. Amabelle, cuan¬ do mi mamá murió Juana me dijo que en nuestra fe, cuan-

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38 do durante un parto hay que elegir entre un bebé y la madre, se debe salvar al bebé. -Me alegra que no hayamos tenido que elegir, señora. -Si hubieras tenido que hacer esa elección, a mí me habría gustado que a mis hijos los cuidaras tú. Mira lo que hemos sacado adelante juntas: mi príncipe español y mi princesa india. ¿No te gustaría ser princesa? -susurró la señora a la cara de su hija-. Mi Rosalinda robará muchos corazones. Mira qué perfil. El perfil de Anacaona, una auténtica reina india. -Esta noche Juana y yo dormiremos con usted en la casa -le ofrecí. -Juana sólo conseguirá ahogarnos en lágrimas -rió ella. -Le diré que le ruegue al santo patrono del llanto. Quizá él se las detenga. -Me parece mejor que duerma en su casa y tú en tu cuarto. -Una de las dos debe quedarse con usted aunque el señor Pico vuelva. Dejé a la señora al cuidado de una de las primas del marido, que había venido del pueblo con más sopa de gallina, huevos, nuez moscada y malvas diente de perro para proteger a los niños, y bajé a la despensa en busca de Juana. Estaba sentada a la mesa, removiendo una fuente de cocido con una cuchara de madera.Tenía los ojos rojos de tanto llorar. Se levantó y me sirvió un tazón de cocido. -Creo que mientras cocinabas debieron caer una o dos lágrimas en la olla -dije sentándome a su lado. No me di cuenta del hambre que tenía hasta que vi los trozos de col y yuca flotando en el cocido.

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39 -En ese tazón no hay ni una lágrima -dijo Juana-. Puse mucho cuidado. En mi cocido no entra más que lo que debe entrar. -No hablaba en serio -dije yo, palmeándole el cojín de carne que tenía en la espalda. -Pues no hagas bromas. ¿Y si te oye la señora? -¿Por qué lloras tanto, Juana? No creo que sean todas lágrimas de felicidad. -Es un gran día para la casa -dijo ella-. Un día que viene a recordarme lo rápido que pasa el tiempo. Mien¬ tras siguen viniendo niños al mundo, las mujeres como yo nos hacemos más viejas. -¿Estás celosa, Juana? ¿Quieres tener hijos tú? -¿Celosa? ¿Qué diría si te oyera Santa Ana, la Madre Sagrada que da la vida? -golpeó con los nudillos las cua¬ tro esquinas de la mesa, como para probar la fortaleza de la madera, y luego cogió un trapo y limpió las patas ya limpias. -Si Santa Ana tiene orejas, ya habrá oído todo lo que dije. -Entonces el pecado pesa sobre ti -dijo ella-. Pero tú no eres creyente. -¿Cómo sabes que no soy creyente? -¿Crees en algo? Juana se restregó las manos cerradas como si se las estuviera lavando en un arroyo. Después de años de tra¬ bajar de criada le costaba mucho estarse quieta. -Me acuerdo de cuando la madre de la señora Valen¬ cia quedó esperándola a ella -dijo-. Un día no tuvo toa¬ llas menstruales para darme a lavar. Yo le dije: “Señora Rosalinda, ¿estará usted esperando?” “Juana”, me dijo

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40 ella, “no me atrevo ni a soñarlo.” “¿Por qué?”, le pregun¬ té yo. Y ella dijo: “Porque sería un milagro.” Y por cierto que estaba esperando, y vieras lo molesto que se le puso el cuerpo los dos primeros meses. Empezó a engordar más y más hasta que de tan ancha apenas pasaba por las puer¬ tas de la casa. Si de alguien podía creerse que iba a tener gemelos, esa era la señora Rosalinda. Se levantó a servirse otro tazón de cocido. Desde ha¬ cía unos meses tenía un apetito tremendo y había engor¬ dado más aún, sobre todo la cara. -Ahora quien tiene hijos es la señora Valencia -sopesó el acontecimiento en voz alta-. Mira qué rápido ha pasa¬ do el tiempo. La cosa no es el tiempo en sí, sino lo que nos hace a nosotros. -Tú no eres nada vieja -dije yo. Tenía por lo menos cincuenta años, el doble que la señora Valencia y que yo, pero el cuerpo parecía firme y abundante, como capaz todavía de criar muchos hijos. -No sabes cuánto tiempo he rezado para tener un niño -dijo. -Yo no tengo hijos, pero cualquiera sabe que para eso no basta con rezar. -{Pecadora! -rió, dándome una palmada juguetona en la mano. -¿O sea que querías tener hijos? -pregunté. -Los bebés siempre nos hacen hablar de bebés. ¿Tú no quieres tener uno tuyo? Negué con la cabeza.Tal vez porque mis padres habían muerto jóvenes, nunca me imaginaba mayor de lo que era, y mucho menos viviendo lo suficiente para criar hijos propios. Antes de Sebastien, siempre había soñado con el

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41 pasado: con el otro país, con lugares y gente que quizá no volviera a ver nunca. -Yo una vez estuve cerca de ser madre -dijo Juana-. Tres meses y nueve días me estuvo creciendo la panza, y de golpe un día se acabó todo. {Adiós bebé! No nació nunca. Nunca tuvo sexo. Nunca tuvo nombre. A mi Luis le encantan los niños. Si crecieran de la tierra, hace tiem¬ po que me habría plantado uno. A esta altura de la vida una mujer se pregunta: ¿de qué sirve toda esta carne? ¿Para qué tengo un cuerpo? Juana y sus hermanas se habían criado en un conven¬ to donde la madre era cocinera. Como las hermanas, iba a ser monja; pero un día conoció a Luis. Huyeron juntos y se establecieron en el valle. Juana pensaba que no po¬ dría tener hijos porque había abandonado la vocación. Hasta el embarazo perdido había debido parecerle un castigo del Dios a quien había desafiado. -Mírame -dijo, moviendo los brazos como si estuviera planchando-. No me hace falta llorar por mí. Debo llorar por doña Rosalinda, que murió en el intento de traer un segundo niño a la familia. Y por la señora Valencia, que pasa el día de hoy sin su madre.

7 Una noche, en la oscuridad despierta, a la hora en que echa de menos a su padre, Sebastien pregunta: -¿Qué es lo que más admirabas de tu padre? Finjo no acordarme pero él insiste: -Dímelo, Amabelle. Por favor, quiero saberlo. -Mi padre se llamaba Antoine Désir -digo, pues sé que seguirá preguntando-. Siempre oí a los demás llamarlo Fré Antoine, hermano Antoine, así como para ellos mi madre era Man Irelle, mamá Irelle. Creo que mi madre era mayor que él, y algunos dicen que lo parecía. -Cuéntame qué te gustaba más de tu padre -la voz de Sebastien titubea más que de costumbre. Es como si en realidad no quisiera saber o prefiriese que yo no hubiera tenido padre; pero sabe que tuve y lo perdí como él per¬ dió al suyo. -Mi padre era alegre, al contrario de mi madre, que era callada y tristona -admito-. Solía levantarme e intenta¬ ba arrojarme al aire aun cuando llegué a pesar demasia¬ do para que me cargaran, aun cuando a mí dejó de parecerme milagroso todo lo que él hacía. Si terminaba su comida antes que yo, le gustaba hacer como si fuera a comerse mi plato. Pasaba mucho tiempo trabajando en partos y curaciones. Siempre andaba buscando formas

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43 nuevas de sanar a los otros, curas para enfermedades que aún no sabía combatir. Aparte de esos trabajos que hacía con mi madre, a menudo estaba fuera de casa ayudando a los otros a arar terrenos y a abrir canales de riego. A mí me daba unos celos enormes que se pasara tanto rato en los campos de los demás. Noto que está preparado. Quiere que le pregunte por su padre. Lo noto en la pausa interminable que hace cuan¬ do acabo de hablar, en cómo abre una y otra vez la boca sin soltar más que suspiros, como preguntándose por dón¬ de podría obligarse a empezar. -¿Cómo fue que el huracán encontró a tu padre? -aca¬ bo por decir. No es la forma más amable ni más hábil de preguntarlo, pero creo que lo ayudará. Abre la boca unas veces más y gime. -Si te dejas llevar -dice por fin-, lo verás delante de ti: un niño cargando a su padre muerto desde el camino, bamboleándose, tambaleante, trastabillando bajo el peso. Un niño con viento en los oídos, entre el revuelo de los pedazos de techo de lata que degollaron al padre. Un niño procurando que el padre no se le caiga y, sin soltar una lágrima ni un grito como cualquiera pensaría, rezando para que la sangre se quede en la garganta del padre y no siga cayendo al torrente de barro, yéndose quién sabe adonde. Si te dejas llevar un poco lo verás delante de ti.

8 El señor Pico Duarte llevaba el apellido de uno de los padres de la independencia dominicana, un apellido que hasta hacía poco había compartido con la montaña más alta de la isla, hasta que la montaña fuera rebautizada como picoTrujillo en homenaje al Generalísimo. Las botas hicieron tronar el suelo cuando corrió del automóvil de Papi a la casa, buscando rastros de su mujer y los recién nacidos en el vestíbulo y las diversas habita¬ ciones. Juana y yo lo seguimos ciega, instintivamente, hasta el cuarto de la señora, con la idea de que acaso ne¬ cesitara algo que podíamos alcanzarle; y si no él, su mu¬ jer o los niños. Cuando se trabaja para otros uno aprende a estar presente e invisible a la vez, cerca por si les hace falta, lejos cuando no, pero aun así lo bastante cerca por si cambian de idea. Juana ya estaba más aplomada. Con una sonrisa reser¬ vada observó al señor Pico precipitarse hasta la cama de su mujer y besarle el pelo y la frente. -Déjame verte la cara, Pico -dijo ella, tirándole del hirsuto pelo negro alquitrán. -Ve a ver a los niños -lo urgió Papi, con una carcajada sonora que le salió del corazón. De pie ante la cuna de sus hijos, el señor Pico sacudió

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45 el cuerpo como si fuese a llorar; para contener la dicha se mordía los puños. Los ojos demoraban en el niño, su he¬ redero. Alzando la sábana que cubría el cuerpito, espió bajo el pañal para examinarle los testículos. -Lo llamaré Rafael, en honor del Generalísimo -dijo mientras Juana envolvía a los niños con más firmeza aún que antes. La señora aceptó el nombre con un evasivo i

movimiento de cabeza. Y así el niño pasó a ser Rafael como el Generalísimo, el presidente de la República. Para los íntimos, Rafi. Contemplando el esplendor y la gracia inhabitual del nombre de su hijo, el señor Pico se quitó la gorra y el ca¬ pote, que cayeron en una pila al suelo. Juana fue a reco¬ gerlos. Precisamente con ese fin lo habíamos seguido hasta allí: para hacer las tareas incidentales de modo que él no tuviera que pensar en ellas en la cumbre de su alegría. Eché una mirada al hombre de Juana, Luis, que estaba de pie en el umbral, solo, con aire de ponerse a llorar en cualquier momento. Todavía llevaba la ropa diaria de jar¬ dinero, una camisa veteada de barro y unos pantalones holgados que le rodeaban la contextura enjuta como un parasol. Reverentemente apretaba contra el pecho un som¬ brero de paja. La cara mostraba el mismo dolor de ausen¬ cia que yo había visto antes en los ojos de Juana. Tímido como era, Luis escondía toda emoción tras cuidadosos ademanes de cortesía y respeto. No se atrevía a cruzar el umbral para ver a los bebés. Claro que nadie le pidió que entrara. -¿No quiere cenar, señor? -preguntó Juana, recogien¬ do del suelo las altas botas negras de nuestro patrón.

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46 El señor Pico la apartó con un gesto de sus manos felices. -¿Le preparamos un baño? -insistió ella. -Ponme el agua al fuego -dijo él. Luis corrió a calentar el agua para el baño del señor Pico. -Debe haberte dolido mucho. ¿Dolió? -le preguntó el señor Pico a su esposa. Ella sonrió; tenía en la cara un fulgor apacible. Juana guardó las ropas del señor Pico en el armario. -Amabelle, Juana, ya pueden dejarnos -dijo el señor Pico. Mientras el señor visitaba a su mujer y sus hijos, me senté en una mecedora, a la puerta de mi cuarto, a mirar cómo Luis encendía una lámpara contra el viento y, aba¬ nicando las brasas con el sombrero, calentaba el agua para el baño del señor Pico. La brisa jugaba con las llamas cre¬ cientes y proyectaba sombras danzantes en el cubo metᬠlico. Juana se acercó a su hombre con un tazón de cocido. Luis puso el tazón a calentar cerca del cubo. Limpió un área del suelo y extendió un trapo para que Juana se sen¬ tara a su lado. Ella le contó que había recibido una nota (y granos de café) de sus hermanas. Habló entusiasmada de los bebés de la señora Valencia, de lo increíble que era que la señora, una muchacha cuyo nacimiento ella había presenciado, ya fuese madre ella misma. Mientras ella parloteaba, Luis miraba la oscuridad como si temiera que lo atacasen los árboles. No obstante permanecía en silencio, esperando el turno de hablar. Por fin Juana calló también.

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47 -El señor Pico ha comprado un cabrito -fue lo prime¬ ro que él dijo-. Tengo que carnearlo y salarlo esta noche. -¿Dónde está? -preguntó Juana. Atisbo el cabrito, que colgaba por las piernas traseras de una de las ramas más fuertes del flamboyán. Luego examinó el rostro de su hombre, percibiendo acaso que había ocurrido algo des¬ agradable, algo que él demoraba en contarle-. ¿Cómo fue el viaje? -preguntó. -Demasiado rápido -informó Luis-. Don Ignacio con¬ dujo hasta el cuartel demasiado rápido. Y lo mismo el se¬ ñor Pico a la vuelta. Pensé que tendrías que ir a clavar una cruz para mí en la ladera. Dicen que estos automóviles están hechos para carreras. A mí me parecía que estába¬ mos compitiendo. -¿Todavía estás temblando? -preguntó Juana, rodeán¬ dole el cuerpo magro con sus grandes brazos. -No te he contado ni la mitad de la historia -dijo Luis-. A la vuelta conducía el señor Pico. Nunca he visto a un hombre tan desbordante de alegría. No fue cosa de él. ¿Quién puede echarle la culpa? -¿Echarle la culpa de qué? -preguntó Juana. -El señor Pico iba conduciendo y hablando. Cuanto más nos acercábamos a la casa, más rápido conducía. Le hacía al señor Ignacio montones de preguntas sobre los niños. Como el señor Ignacio no quiso decirle setecientas veces cómo eran los niños de grandes y qué aspecto te¬ nían y no sé cuántas otras cosas, el señor Pico aceleró todavía más. Al llegar al camino que bordea el barranco vimos adelante tres hombres a pie... -Madre bendita que nos das la vida, perdónanos -in-

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terrumpió Juana. Alzó las manos como para quejarse a las estrellas. -El señor Pico les gritó y tocó la bocina -continuó Luis-. Dos de los hombres se apartaron corriendo. Parece que el otro no oyó nada. El automóvil se lo llevó por delante y lo envió volando al barranco. En el momento del golpe el hombre soltó un grito, pero cuando bajamos a fijarnos había desaparecido. Era un bracero. Quizá trabajaba en el trapiche de don Carlos. Yo conocía a la mayoría de los que trabajaban con Sebastien en el trapiche, vivían en el batey y sudaban en las plantaciones de don Carlos. El valle era lo bastante pe¬ queño para que casi todos supiéramos unos de otros. En el acto pensé en Sebastien. Claro que si el automóvil del señor Pico hubiese atropellado a Sebastien algún otro tra¬ bajador habría ido ya a darme aviso. Algo se agitó bajo el flamboyán. Nos levantamos to¬ dos de golpe. Yo esperé ver a Sebastien corriendo hacia mí con la camisa empapada de sangre. Pero eran el doc¬ tor Javier y Beatriz, su hermana menor. Beatriz se pasa¬ ba los días aporreando un piano que había en la sala de su madre y hablando sola en latín. Quería ser periodista, se contaba; viajar por el mundo, usar pantalones y averi¬ guar cosas sobre los que sufrían calamidades peores que las de ella. A Beatriz, que no se interesaba por él, el señor Pico le había hecho la corte antes de ponerse a perseguir a la señora. Un día, después de que Beatriz le pidiera brus¬ camente que se fuese de la sala de su madre, así ella po¬ día tocar el piano sola, el señor, que se tambaleaba por el camino en una bruma de despecho amoroso, había visto

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a la señora Valencia recogiendo orquídeas rojas, en el jar¬ dín de su padre, para ponerlas en el jarroncito de la mesa de noche. Aunque ella sólo lo conocía como acompañan¬ te de Beatriz en reuniones de la sociedad local, de pronto el señor Pico se había puesto a ayudarla con las orquídeas y tras un mes de visitas la había pedido a Papi en matri¬ monio. No sin consultar con la señora, Papi había accedi¬ do, con la condición de que, en vez de irse a una incómoda caseta cercana al cuartel, donde las tareas del señor Pico requerían que estuviese a menudo, la hija siguiera vivien¬ do en su cómoda casa. Juana fue al encuentro del doctor y Beatriz. Beatriz se había trenzado unas cintas brillantes al pelo, largo hasta las corvas y color caramelo; la trenza se le balanceaba a la espalda como el espinazo de un pez gigantesco. Saludando a Juana con un gesto, el doctor Javier pre¬ guntó: -¿Ha llegado el padre? -Sí, ya está aquí -dijo Juana- Buenas noches, señori¬ ta Beatriz. -jSalve! -respondió Beatriz en latín. -¡Hola también a usted!- dijo Juana sacudiéndose el vestido-. ¿Quiere hacer el favor de entrar? A mí me seguía preocupando Sebastien. Mientras de la habitación de la señora llegaban risas y las naturales frases de Beatriz en latín, fui hasta el flamboyán a inves¬ tigar el cabrito que había traído el señor Pico. Cerca del charco de sangre que goteaba del hocico estaban mi cesta de costura y la camisa de Sebastien sin terminar. Los ha¬ bía dejado al oír los primeros gritos de la señora Valencia.

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Los recogí y me los llevé a la mecedora. Arriba seguía la reunión alegre; a unos metros Luis aún abanicaba el fue¬ go para el agua del señor Pico. Poco después, cuando salía con Beatriz, el señor Javier me echó una mirada desde lejos. El señor Pico ya estaba listo para bañarse; Luis le llevó el agua. -Mi mujer quiere verte -me gritó el señor Pico desde el otro lado del jardín. Fui a la habitación. La señora estaba en la cama, sola por un momento, y cerca dormían los niños. -Te agradezco lo que hiciste hoy, Amabelle -se estiró para estrecharme las manos. Cuando el marido entró en camisa de dormir, me las soltó en seguida-. Esta noche Juana se quedará aquí -anunció. ¿Por qué Juana?, pensé. ¿Por qué no yo? Quizá Juana había pedido quedarse. Quizá necesitara acunar un niño suave como una nube y fingir que era suyo. Además yo tenía que ir a mi cuarto a esperar a Sebastien. Seguro que él sabría qué había ocurrido, a quién había atropellado el automóvil. Juana estaba en el viejo cuarto de coser de la madre de la señora, apilando mantas para dormir en el suelo. Detrás tenía la cama con dosel que Papi había hecho ha¬ cía tanto para las siestas de su esposa. El señor Pico cerró la puerta de la habitación de la se¬ ñora para que no entrara el aire nocturno. Yo me despedí de Juana, que ya empezaba dormitar. Juana apagó la lám¬ para y me dejó a oscuras. En la habitación, el señor Pico intentaba hacer reír a la señora contándole cuánto la había extrañado en las

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51 noches del cuartel, en el colchón duro, angosto y plagado de insectos. -¿Tan terrible es? -preguntó ella. Él dijo que sí. E incluso peor, si debía ser franco. Lejos de ella, cualquier cosa parecía una butaca metálica en el infierno. La señora le preguntó si volvería al cuartel pronto. Los soldados que mandaba podían esperar un poquito, ¿no? Intentaría quedarse todo el período de reposo, dijo él, pero las cosas podían cambiar de improviso. ¿Se había olvidado de contarle? ¿Dónde tenía la cabeza? El Gene¬ ralísimo estaba no lejos de allí pasando un tiempo con unos amigos. Una buena amiga del Generalísimo, doña Isabela Mayer, planeaba ofrecerle un baile deslumbrante cerca de la frontera. Y a él, a su marido, ¿podía ella creer¬ lo?, le habían encargado encabezar el grupo que garanti¬ zaría la seguridad. También estaría a cargo de una nueva operación fronteriza.

v

¿Y eso no lo tendría fuera durante períodos más lar¬ gos?, quiso saber la señora Valencia. No debía preocuparse, aseguró él. La operación sería veloz y precisa. A decir verdad, una parte ya había empe¬ zado. Ella no parecía tan contenta como acaso él hubiera deseado. -No hablemos más de tu partida -dijo-Al menos ahora estás con nosotros. Como todas las noches, Papi estaba solo en la sala, en el rincón de la radio con forma de acordeón, esforzándo-

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52 se por percibir la voz de un locutor sin molestar a los demás. Papi era un patriota exiliado; llevaba un año y medio luchando por radio en una guerra civil que había en España. Sobre las rodillas tenía mapas de diferentes ciudades españolas y mientras escuchaba los iba consul¬ tando con una lupa. Los mapas, rasgados en los bordes y los pliegues, estaban cada día más cerca de convertirse en polvo. -¿Cómo va hoy la lucha? -pregunté-. ¿Gana su bando? -Los buenos no siempre ganan -dijo él. -¿Le gustaría estar allá? -¿Un viejo como yo en la guerra? Sobre la cabeza de Papi se cernía un gran retrato del Generalísimo que la señora Valencia había pintado a soli¬ citud del marido. La pintura era una vasta mejora de las fotografías públicas del Generalísimo. Lo había converti¬ do en un gigante en atuendo militar completo, con gran¬ des charreteras con flecos e ingentes medallas alineadas en claras hileras bajo el galón azafrán que le cruzaba el pecho. A sus espaldas se veía la bandera del país, azul y roja con una cruz blanca en medio, y el escudo de armas con el lema:

dios, patria, libertad.

Pero la pieza central era

el propio Generalísimo, la expresión majestuosa del ros¬ tro ovalado, la cabeza de tupido pelo negro (pues se ha¬ bían omitido cuidadosamente las incipientes canas), los mechones espesos y vibrantes peinados hacia atrás en suaves ondas que enmarcaban la amplia frente, la tímida sonrisa amable y los ojos, que parecían raramente tiernos. Ojos de dormitorio, los habían llamado muchos. Papi escuchaba noticias de mucho más lejos sin con¬ ciencia apreciable de esa enorme presencia.

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53 -¿Quiere un té de guanábana caliente? -le pregunté-. Es bueno para dormir. Negó con la cabeza. -Amabelle, no soy un hombre con suerte -declaró. -¿Por qué dice eso? -Creo que hoy matamos a un hombre -dijo. Entonces se me ocurrió que el muerto tenía aún me¬ nos suerte que él. -El día en que nacen mis nietos yo voy en un automó¬ vil que tal vez le haya quitado la vida a un hombre. Mi yerno no quiso demorarse buscando y yo no lo obligué. Ya era de noche. No bajé yo ni envié a Luis a fijarse en el barranco, a ver si le podía salvar la vida. Si oyes algo de ese hombre, Amabelle, si oyes que sigue vivo o murió, tie¬ nes que contármelo. Le preguntarás a tus amigos y me informarás. -Lo haré. -Buenas noches, pues. -Duerma bien, Papi. Afuera, Luis despellejó y troceó el cabrito. Amontonó las patas en un cubo y las cubrió con manotadas de sal gruesa. Cuando era chica solía jugar con mi padre a un juego llamado oslé, usando las rótulas delanteras de un cabrito. Son huesos que parecen fichas de dominó, salvo porque tienen el dorso curvo y tres lados cóncavos. Me pasaba horas intentando que cinco huesos aterrizaran a la vez sobre el mismo lado. Nunca lo conseguí. Le pedí a Luis que me separara las rótulas. Les limpié la sangre y las llevé a mi cuarto. Allí me quité la bata de

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54 casa color arena y el desteñido cuadrado de tela al tono que me ataba a la cabeza. Casi todas mis posesiones eran cosas que la señora Valencia había acabado desechando. Todo menos Sebastien. Desplegué una sábana vieja en el suelo, junto a un quinqué de aceite de castor y un caracol que me había re¬ galado Sebastien; según él, los sonidos que fluían dentro eran los que oían los peces de las grutas marinas. Encola¬ do a la pared había un calendario de hacía siete años. Por entonces un huracán había azotado la isla; había arrasa¬ do muchas casas y matado tanta gente que el Generalísi¬ mo en persona había recorrido las barridas calles de la capital y ordenado que incinerasen todos los cadáveres en la Plaza Colombina. Días enteros habían ardido las hogue¬ ras públicas, llenando el aire con tal cantidad de ceniza que la gente, entre lágrimas, se cubría la nariz con pañue¬ los y la cabeza con parasoles. Sentada en el suelo sobre mi esterilla, le di a Sebastien tiempo para que llegase. Si no aparecía pronto, tendría que ir a buscarlo al batey del trapiche. Mientras, hice lo que hacía siempre cuando no logra¬ ba obligarme a descubrir una verdad molesta. (Cuando uno tiene tan pocos recuerdos, se aferra a ellos con fuer¬ za y los repite mentalmente una vez y otra para que no los borre el tiempo.) Cerré los ojos e imaginé la inmensa ciudadela que se asomaba en Haití por detrás de la casa de mis padres; la fortaleza que, como un par de puños retando al cielo, se alzaba en la cadena montañosa con forma de mitra. La había concebido Henri I, un rey que quería conquis¬ tar al mundo que una vez lo había conquistado a él. A mi

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55 padre le encantaba volver a contar la historia de Henri, un esclavo que, luego de que los nativos se rebelaran con¬ tra Francia y formaran su propia nación, había construido fuertes como la ciudadela para impedir intrusiones. De niña yo jugaba en las desiertas salas de guerra de la ciudadela de Henri I. Oculta tras sus columnas y arca¬ das, en torres destinadas a cañones que debían rechazar a las flotas de ataque, yo espiaba el resto del mundo. Des¬ de la seguridad de esas salas veía todo el cabo norte: las montañas verdeamarillas, el valle arrocero, colina arriba el palacio real de trescientas sesenta y cinco puertas so¬ bre Milot y más allá del prado el Palais des Ramiers, cor¬ te de la reina. Olía las balas de cañón enmohecidas y la armadura de Henri I me sangraba herrumbre en las ma¬ nos: una armadura blasonada con un fénix surgiendo de un muro de llamas y las palabras que, se decía, el rey ha¬ bía proferido a menudo, “Je renais de mes cendres como promesa de que volvería de la muerte. Oía al vien¬ to agitar las cañas y las hierbas crecidas entre las piedras de los muros. Y desde los altos techos abovedados casi oía al rey dando órdenes a exhaustos fantasmas obligados a recordarle que era ya otro tiempo, otro siglo, y que nos habíamos vuelto un pueblo diferente. Imperceptiblemente el murmullo de Henri I se convir¬ tió en el de Sebastien. Me levanté y fui hacia la puerta. Sebastien estaba allí. Me dio dos ñames con las raíces to¬ davía sucias. Eran ñames de la huertecita que había de¬ trás de su barraca. A veces yo le cocinaba. Cada vez que era posible comíamos juntos.

1. “Renazco de mis cenizas”. (N. delT.)

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56 -Casi sueño contigo -dije-. Estaba en casa y quería que tú estuvieras allí también. -Estaba aquí fuera, esperando el momento apropiado -dijo. Llevaba la camisa, una de las muchas que yo le había hecho con sacos de harina teñidos de añil, cubierta de barro rojo reseco y matas de hierba.Tenía púas de cactus en la ropa y en la piel de los brazos, aunque al parecer no las sentía. Bajo un ojo hinchado se le veía una bolsa de sangre negruzca. Intentó sonreír, pero tuvo que tomarse el lado de la cara donde la sonrisa dolía. -¿Te caíste entre la caña? -le pregunté, presintiendo que no era eso. Toqué la barba desaliñada que le había crecido en los últimos días. Había partes manchadas de verde, como si le hubieran apretado mucho tiempo la cara contra la hierba. -No me puedo quedar -contestó. Pensé que al menos hablaba normalmente. No le había cambiado la voz-. El viejo Kongo me espera en el ingenio. Han matado a su hijo Joél. Le sudaba la frente ensangrentada. Se secó el sudor de un solo movimiento. -¿Han matado a Joél? ¿Cómo? -Ibamos Yves, Joél y yo andando por el camino cuan¬ do un automóvil lo atropelló y lo envió al barranco. -¿Y tú? ¿Te has roto algo? -pregunté, como si fuera esa la única forma posible de herir a una persona: triturán¬ dole casi el cuerpo como el trapiche tritura la caña. -Yves y yo tuvimos suerte -dijo él. Y entonces com¬ prendí lo afortunado que era realmente. No estaba lloran¬ do, ni tirando piedras a la casa ni rompiendo con un tronco

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57 el automóvil que había matado a su amigo. Tal vez la ver¬ dad no lo hubiera tocado aún bien en lo hondo. Pero sí había visto la muerte muy de cerca. -¿Qué hace Kongo? -pregunté. Quizá Sebastien estu¬ viera en calma porque pensaba en el próximo paso, en la acción siguiente. -Lo primero es enterrar el cuerpo de Joél -dijo. -¿Kongo sabe de quién era el automóvil? -En este momento, lo único que sabe es que su hijo ha muerto. Tiene que hacer un ataúd. Don Carlos no pagará un entierro. Luis y Papi se habían ido a dormir. Llevé a Sebastien a la parte de atrás de las letrinas, donde Papi tenía una pila de tablas de cedro que usaba para entretenerse; hacía mesas, sillas y casas en miniatura. Sebastien tomó cuatro tablas largas, cepilladas y lustradas, suficientes para el ataúd de un adulto. Le ofrecí ayudarlo a cargarlas, pero se negó. -Tú quédate -dijo-. Volveré. Miré los ñames; estaban contra la pared, donde los había puesto no bien él me los había dado. -¿Y con todo esto tuviste tiempo de traerme ñames? -pregunté. -Quédate hasta que vuelva -dijo-. No intentes ir a nin¬ gún lado. Lo oí resollar bajo el peso de las maderas. Fui a mi habitación y me eché a esperar que volviese. Pobre Kongo. Mi más sentido pésame, Kongo. Dos ni¬ ños nuevos han venido al mundo y tú tienes que poner a tu hijo bajo tierra.

9 Es viernes, día de mercado. Mi madre, mi padre y yo cruzamos a Dajabón, la primera ciudad dominicana al otro lado del río. Mi madre quiere ollas de las que hace un haitiano llamado Moy; el hombre vive allí y es el mejor calderero de la zona. Hay un fulgor en las ollas de Moy que da la impresión de que uno está comprando una gema. Nunca ennegrecen, por muchos años que se las ponga al fuego de leña. Por la tarde, mientras vadeamos de vuelta el río con dos ollas relucientes, río arriba empieza a llover en las montañas. El aire es húmedo y pesado; un amplio arco iris se escabulle del cielo y gruesas nubes negras vienen a ocupar su sitio. Estamos lejos del puente. Mi padre quiere que nos de¬ mos prisa. Si nos apresuramos, dice, todavía hay tiempo de cruzar sin peligro. Mi madre le dice que pare a ver, que mire un rato la corriente. -No podemos perder tiempo -insiste mi padre-.Te lle¬ varé hasta el otro lado y después volveré por Amabelle y las ollas -dice. Bajamos del atracadero. Mi padre busca los bajos, don¬ de las redondas piedras color óxido que usamos antes para cruzar han desaparecido ya bajo la corriente.

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59 -No sueltes las ollas -me dice mi madre-. Papá ven¬ drá a buscarte en seguida. En el atracadero hay un grupo de ratas de río: mucha¬ chitos haitianos y dominicanos que por un poco de comi¬ da o dos monedas transportan a lomos a la gente y sus mercancías. La corriente se inflama, las pozas son cada vez más hondas. Hasta las ratas de río temen cruzar aho¬ ra. Mi padre se agacha a rociarse la cara con agua, como si saludara al espíritu del río y le pidiera permiso para entrar. Mi madre se persigna tres veces y alza los ojos al cielo antes de encaramarse a la espalda de papá. En cuanto él da un paso adentro el agua le llega a la cintura. Una vez en el río se estremece, porque comprende que ha co¬ metido un error grave. Mi madre se voltea a mirarme, y con ese movimiento desequilibra a mi padre. Un borbotón de barro se desata en los bajos. Mi padre echa las manos adelante intentan¬ do mantenerse firme. Mi madre se le agarra más fuerte al cuello; con su cuerpo lo cubre y a la vez lo doblega. En el momento en que él trata de tirar de ella por las pier¬ nas, les pasa por el lado una mata de enredadera. Mi madre se aferra a las ramas como si fueran tablas de una balsa. A medida que cae la lluvia el río va creciendo como la resaca marina. Acercándose a la orilla todo lo que pue¬ den, los muchachos les arrojan a mis padres un grueso cabo de sisal. La corriente se traga la cuerda. Los mucha¬ chos la recuperan y la atan a un peñasco. No bien el cabo sale de sus manos, el nudo resbala de la piedra. El agua cubre la cabeza de mi padre. Mi madre le suelta

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el cuello y la corriente la arrastra fuera del alcance de él. Divididos, son menos que un obstáculo para el río encres¬ pado. Yo grito hasta sentir sangre en la garganta, hasta que no puedo oír mi propia voz. Sin embargo no suelto las relucientes ollas de Moy. Bajo a la arena a tirar las ollas al agua y después tirar¬ me yo. La corriente me lame los pies. Arrojo las ollas y las miro mecerse en el torbellino, hasta desaparecer en la cinta trenzada que es el río a lo lejos. Dos de los muchachos del río me agarran por los so¬ bacos y me apartan de la orilla. Bajo la lluvia veo sus ros¬ tros borrosos y distantes. Me sujetan contra el suelo hasta que me quedo quieta. -Como no quieras morirte -dice uno de ellos-, a esos no los volverás a ver nunca.

10 Cuando esa noche Sebastien volvió de las barracas, llevaba una camisa limpia y se había quitado casi toda la hierba de la cara y la barba. Se sentó y, apoyado en la pared, miró una lagartija que corría por el techo. Le hice lugar para que se tendiera a mi lado en la estera. -El señor Pico está en casa -dije-. Debes entrar y salir con cuidado. -En este momento, lo que más quiero es que el señor Pico intente tocarme -dijo él, con un tono de rabia al cual yo no estaba habituada. Tal vez empezaba a familiarizar¬ se con la situación. Había muerto su amigo. Habría podi¬ do morir él. Estábamos en la casa del hombre que lo había hecho. Si de veras quería, Sebastien podía ir a matarlo. -El señor Pico tiene rifles -le recordé- y estamos en su propiedad. -¿El aire que respiramos es propiedad suya? -pregun¬ tó él. -¿Cómo estaba Kongo? -No hay quien lo encuentre. -¿Adonde se ha ido? -Después de que le llevaron el cadáver... -¿Cómo estaba el cuerpo? -pregunté, y en cuanto aca¬ bé de decirlo me arrepentí.

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62 -Cayó al barranco desde una altura muy grande. -¿Qué hizo Kongo con él? -Se lo dejó ver a muy pocos -dijo Sebastien, sereno-. Luego Yves y yo lo ayudamos a cargarlo hasta el arroyo. Lo lavamos, le limpiamos la sangre y lo llevamos de nue¬ vo a la pieza de Kongo. Kongo dijo que quería estar solo con el cuerpo, pero mientras yo estaba aquí esperando para entrar se lo llevó. Era difícil imaginarse a Kongo llevando muy lejos a Joél sobre los hombros. Joél era mucho más alto y grande de huesos, el tipo de hombre que ponían a tirar de una ca¬ rreta llena de caña cuando se habían fatigado los bueyes. -Dicen que un hijo nunca crece tanto como para que el padre no pueda cargar con él o pegarle -dijo Sebastien, restregándose la hinchazón del ojo con un puño cerrado-. Si Kongo se echó a Joél a la espalda, el dicho es más cier¬ to de lo que yo pensaba. -Quizá quería despedirlo a solas -dije yo, apartándole el puño del ojo. -Los otros salieron a buscarlo. Creo que se llevó el cadáver porque quiere que lo dejemos en paz. Yo pienso respetar su deseo. Volverá cuando quiera. Me pasó las dos manos de abajo hacia arriba por la espalda. Así había hecho todo el año que llevábamos jun¬ tos. Su forma predilecta de olvidar algo triste era aferrar¬ se a alguien más triste todavía. -Estás sudando -dijo, deslizándome los dedos por la columna. -Tuve ese sueño de mis padres en el río -contesté. -No quiero que vuelvas a soñar eso -dijo. -Siempre lo veo tal como pasó.

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63 -Esto hay que cambiarlo y empezaremos ahora mismo -apagó la lámpara de un soplo. El cuarto se volvió negrí¬ simo. Cerré fuerte los ojos y escuché su voz-. No quiero que sueñes más con ese río -dijo-. Ten un sueño agrada¬ ble. Recuerda no sólo el final sino también el medio y el comienzo, lo que hicieron mientras aún respiraban. Pon¬ gamos que ese día el río estaba tranquilo. -¿Y mis padres? -Murieron de viejos muchos años más tarde. -¿Y yo por qué vine aquí? -Por más que cuando te marchaste de casa fueras una niña y que cuando yo llegué ya fuese un hombre, por más que nuestras familias no se conocieran, viniste aquí a co¬ nocerme. A medida que me pergeñaba una vida distinta se le iban endureciendo la espalda y los hombros. -Sí -dije yo dejándome llevar-. Vagabundeé hasta lle¬ gar aquí sólo para conocerte. -Yo no te doy demasiado -dijo él-, pero quiero que sepas que mañana empieza mi última zafra. Me iré de la plantación. El año que viene trabajaré en el café, el arroz, el tabaco, el maíz, en una granja de cebollas o hasta ra¬ llando yuca; en cualquier cosa menos en la caña. Tengo amigos que me están buscando algo. Te lo juro, Amabelle, esta es mi última cosecha de caña, como fue la última de Joél. Yo sabía que envidiaba a Joél porque ya no vivía en la plantación. Travay te pon zo, cosecha de huesos. -Hoy, mientras Yves y yo llevábamos el cadáver de Joél a las barracas -continuó él- pensé en cómo habían muer¬ to nuestros padres. El de Yves organizando brigadas para

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64 combatir la invasión yanqui en Haití y el mío en un hura¬ cán. Alargué las manos y le tapé los labios con fuerza. Ha¬ bíamos hecho el pacto de cambiar nuestras historias tris¬ tes por historias alegres pero él no podía contenerse. -A veces los braceros, cuando están cansados o furio¬ sos, dicen que somos gente huérfana -me contó-. Dicen que somos restos quemados en el fondo de la olla. Dicen que hay gente que no pertenece a ningún lugar y que eso nos pasa a nosotros. Yo les digo que somos un grupo de vwayajé, de caminantes sin rumbo. Por eso tú tuviste que vagar tanto para encontrarme. Por eso estamos aquí.

11 Estoy en cama con una fiebre que me hace sentir como un tambor de acero lleno de alquitrán hirviendo. Tengo la impresión de ser cada vez más grande y al mismo tiem¬ po más líquida, como los tés y jarabes que me hace tra¬ gar mi madre. Mi padre dice que en realidad me estoy encogiendo, reduciendo a puros huesos, y que hay poco líquido en mí que la fiebre no seque en seguida. -Esta fiebre la trajimos nosotros de otro lado -conclu¬ ye un día mi madre, de pie junto a mi cama, los labios frun¬ cidos, la boca arrugada de punta a punta como siempre que está cavilando-. Supongo que nos la contagió esa chica que tratamos hace dos semanas, ¿te acuerdas? Mi madre me hace una muñeca usando todas mis co¬ sas favoritas: cintas de satén rojo cosidas entre sí son la piel, las piernas son trozos de mazorca, el tronco una se¬ milla seca de mango, la carne plumas de gallina, los ojos dos carboncitos y el pelo unos hilos de bordar color cacao. A veces quiero ser niña otra vez, tocar esa muñeca, porque cuando la toco me siento más cerca de mi madre que cuando su carne acaricia la mía en la tina o en el arro¬ yo, más aun que cuando se agacha a ponerme en la fren¬ te una compresa empapada en áloe. En los pocos momentos en que estoy sola, la muñeca

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se alza sobre los pies de maíz, se arranca unas hebras de pelo y las usa para saltar la cuerda. Canta mis canciones favoritas, juega con mis osles y dice: “Te pondrás bien, ma belle Amabelle.Yo sé que sanarás.” llene una voz suave, musical, pero llena de ecos, como si hablara desde una botella muy alta. “Con lo cerca de la muerte que has es¬ tado de joven, seguro que vivirás cien años.” La miro y quisiera darle un nombre, pero no recuerdo más nombres que el mío, y este sólo porque se lo he oído a ella mientras me hablaba. Cuando ya me he curado, como dijo la muñeca que ocurriría, le pregunto a mi madre: -¿Cómo debo llamar a esta muñeca que jugó por mí y me cuidó mientras estuve enferma? -¿De qué hablas? No hay ninguna muñeca -dice mi madre-. La fiebre te ha vuelto imbécil.

12 El olor dulce y fugaz del limoncillo al amanecer siem¬ pre ha sido mi perfume predilecto. Desde lo alto de la colina vi a Luis delante de su casa. Usaba un saco de ha¬ rina para quitar la sangre de Joél de uno de los dos auto¬ móviles del señor Pico, Packards los llamaban, la clase de vehículo en que al propio Generalísimo le encantaba por entonces que lo condujeran. Fui hasta el arroyo que corría detrás del trapiche veci¬ no; allí se bañaban los peones al amanecer, antes de ir a la plantación. Era el primer día de la nueva zafra. El arro¬ yo ya estaba repleto de hombres y mujeres, separados unos de otros por un fino velo de árboles. Había en todo el mundo una quietud insólita, hasta en los murmullos. En vez de la habitual charla matutina sólo se oía un aleteo de colibríes, el gorgoteo del agua arremo¬ linada en torno a las cuerpos que le cortaban el paso. Saludé con la mano a Mimi, la hermana menor de Sebastien. Ella hundió la cabeza en el agua, hizo burbu¬ jas y volvió a sacarla. Cuando cuatro años antes Sebastien se había trasladado al valle, Mimi había ido tras él. Ahora era una de las criadas de doña Eva, la madre viuda de Beatriz y el doctor Javier. -Esta tarde doña Eva festeja el aniversario de su naci-

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miento con una misa y un sancocho -anunció Mimi. Mis pies flotaban sobre los guijarros tibios del fondo del arro¬ yo. Era como si no hubiese pasado nada más importante y, a falta de otra información, Mimi compartiese conmigo chismes de su patrona-. La doña cumple cincuenta años. ¿Tu gente vendrá a la misa? Mimi siempre me hablaba de la señora Valencia y el señor Pico como de moun ou yo, mi gente, como si fue¬ ran ellos quienes trabajaban para mí. Pedaleando en el agua, ceremoniosamente alzó los brazos por sobre la su¬ perficie y me quitó una hojita de la nariz. En la mano derecha tenía una pulsera de granos de café pintados de amarillo oro, igual a la de Sebastien. Su madre se las hizo para protegerlos cuando partieron a cruzar la frontera después de que el huracán matara al padre. Pensando en que doña Eva cumplía cincuenta años al día siguiente de morir Joél, y en que acaso nunca pudiera despedirme de los ojos cerrados de mi amigo, le murmu¬ ré a Mimi: -¿Crees que nosotras llegaremos a ser tan viejas como doña Eva? -A mí no me gustaría vivir tanto -respondió ella con su habitual brusquedad-. Prefiero morirme joven como Joél. -¿De veras quieres terminar así, en un barranco? -le susurré, para que no oyeran los demás. -Prefiero que la muerte me sorprenda -dijo ella en voz alta- No quiero esperar un montón de tiempo a que venga a buscarme. Mimi era al menos cuatro años menor que yo y, fuera de la muerte repentina que decía desear, tenía más tiem-

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69 po por delante. En el arroyo había mujeres lo bastante ancianas para ser nuestras bisabuelas. Cuatro de ellas es¬ taban cerca, ayudando a las niñas huérfanas a lavarse. A una de las más viejas le faltaba una oreja. Dos habían perdido dedos. Otra tenía el pómulo derecho hendido, producto de un machetazo perdido en la plantación. Las cortadoras de caña más viejas estaban ya demasia¬ do enfermas, débiles o cascadas para cocinar y hacer la limpieza de una casa grande, trabajar en la zafra o volver a sus hogares de Haití. De modo que cada mañana iban a bañarse al arroyo, el resto del día lo pasaban buscando raíces silvestres o esperando la bondad y la protección de los vecinos. Mimi se fue poniendo seria a medida que observaba a las demás, especialmente a una chica llamada Félice, cria¬ da de don Gilbert y doña Sabine, un matrimonio de haitianos ricos que vivían en el valle de las familias aco¬ modadas. Félice tenía sobre el labio un lunar de nacimien¬ to color remolacha; como un bigote. Era razonablemente bonita, pero al mirarla a la cara sólo se le veía el lunar. Félice había sido un tiempo mujer de Joél. Kongo, el padre de Joél, había desaprobado el asunto porque cono¬ cía de primera mano parte de la historia familiar de Félice. En los primeros años de la ocupación yanqui, cuando ha¬ bía en Haití un hambre desesperada, el abuelo de Félice le había robado a la madre de Kongo una gallina vieja del corral. Años después, Kongo no había podido soportar que su hijo anduviera con una mujer cuya abuela era ladrona. Según él, siempre existía el peligro de que esas cosas se llevaran en la sangre. Y con su único heredero no quería correr ningún riesgo.

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70 Ahora Kongo estaba en medio del arroyo, fregándose el cuerpo con un puñado de perejil seco, mientras el sol subía por encima de su cabeza plateada. Usábamos pési, perejil, su humedad de mañana de verano, las mezcladas ramitas bastas y erizadas, y a la vez suaves y dóciles, insípidas pero amargas de masticar, vien¬ to endulzado al fondo de la boca, las hojas de diferente sabor que el tallo: todo eso lo saboreábamos con la comi¬ da, con el té, con el baño, para limpiarnos tanto por den¬ tro como por fuera de viejos dolores y pesadumbres, para barrer el polvo de cada año pasado cuando atisbaba uno nuevo, para lavar el pelo de los recién nacidos y, esto jun¬ to con hojas de naranjo hervidas, los restos de los muer¬ tos por última vez. Los otros hombres se habían apartado para hacerle a Kongo más lugar que de costumbre. Él se fregaba lenta¬ mente los hombros anchos y, contorsionado, se pasaba el perejil por los mapas de cicatrices de la espalda musculosa. Tenía la mirada fija en el agua, como si viera algo más que su reflejo. No lejos de él,Yves y Sebastien rechazaban a codazos a los que querían darle sus respetos. -No dejo de preguntarme qué ha hecho Kongo con el cadáver de Joél -me dijo Mimi al oído, echada hacia de¬ lante. No importaba qué hubiera hecho con el cuerpo de su hijo, nadie se habría atrevido a discutir con Kongo. Era el más respetado de nuestros mayores. Todos confiábamos en él. Kongo dejó caer en la corriente el perejil usado y sacó

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71 del agua el machete. Alzando al sol su herramienta de tra¬ bajo, acarició el filo de la hoja como si fuera de carne. Todavía era un bracero activo. En más de una docena de zafras había trabajado codo a codo con su hijo. Antes de la cosecha plena, durante la estación muerta, había limpia¬ do campos de tabaco con Joél,Yves y Sebastien; los do¬ mingos hachaban árboles y hacían carbón para venderlo. -Si al hijo de Kongo lo hubiera matado un hombre nuestro, estaría seguro de morir -dijo Mimi-. Pero como fue uno de ellos no podemos hacer nada. Pobre Kongo, debe estar deshecho. Yo digo: ojo por ojo, diente por diente. Habían llegado algunos más. Dejaron caer la ropa y se apretujaron en los lugares que quedaban en el agua. Va¬ cío de ceremonia, el baño era un adiós silencioso a Joél, un sereno funeral al alba. -A Joél lo mató tu gente ¿no? -preguntó Mimi-. Vol¬ vían corriendo a la casa a ver a los mellizos. Eso he oído. -Sí. Así fue. -Beatriz cree que será madrina de uno de los niños. -Lo decidirán el señor y la señora. -A menudo Beatriz consigue lo que quiere. -¿Siempre la llamas Beatriz? -pregunté. -No hace falta que delante de ti la llame “señorita”, ¿no? Pensé en la señora Valencia, a quien yo conocía desde los once años. Con el paso de la niñez a la juventud la había empezado a tratar de “señorita”. Desde que hacía un año estaba casada, para mí era la “señora”. En cambio ella siempre me había llamado Amabelle.

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72 -Nunca me dirijo a ella como “Beatriz” -explicó Mimi¿Pero tan terrible sería que los llamáramos sólo por el nombre? -Sería una falta de respeto -dije yo-. Tampoco tratas por el nombre a estas mujeres mayores. Las llamas “Man” aunque ninguna sea tu madre. Mimi se estremeció y bajó los ojos a la pulsera. Luego echó una mirada dolorida a las viejas, buscando quizá la sonrisa de su madre bajo los ceños fruncidos. -¿Qué importa si Beatriz y tu ama se enfadan? -dijo-. Si nos echan, antes de morirnos de hambre al menos ten¬ dremos unos días de libertad. -Está tu hermano, que se apoya en ti -dije yo. Con las penas que había en el aire, quería parar esa disputa inne¬ cesaria-. Aunque esté endeudado hasta el cuello, siempre podrá comer algo gracias a ti. -O a ti -insistió ella. -Pero tú eres de su sangre -contesté-. Conmigo, si se pelea no tendrá de comer. -Gracias por recordarme lo atada que estoy a la casa de esa desgraciada -dijo-. Quizá cuando mi hermano y tú vivan juntos pueda ser libre de una vez. Todo el mundo miró a Kongo salir del agua. Camina¬ ba usando de bastón un mango de escoba roto. Sebastien y su amigo Yves lo seguían listos para sostenerlo si el palo fallaba. Al sol de la mañana, la rapada cabeza de Yves re¬ lucía tanto como el machete de Kongo. Se marcharon los tres hacia la barraca de Kongo. -¿Cuándo se irán vivir en la misma casa Sebastien y tú? -preguntó Mimi-. Si a mi hermano le da vergüenza preguntarte, yo puedo hacer de celestina.

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-Ayer Juana me trató de descreída porque no suelo rezarle a los santos -dije-. Cuando me preguntó si creía en algo, lo único que se me vino a la cabeza fue Sebastien. -Tendré que contárselo a él -Mimi golpeó el agua con las manos. Volviéndose hacia ella, los otros la fulminaron con la mirada por mostrarse contenta en semejante día. Ella chapoteó con más fuerza, y las olas y el rocío la pro¬ tegieron como una cortina de cristal. Era como una de esas estatuas de fuente de plaza que lanzan agua por el om¬ bligo y la boca-. Nada de caras tristes -dijo-. Joél está muy bien donde está. El funeral debe ser alegre para darle impulso al espíritu. De haber sabido que no iba a estar más, él habría querido que riéramos y diéramos gracias. Félice salió del arroyo y fue a vestirse entre los arbus¬ tos. Mimi era de las pocas que quedaban en el agua. -Mimi es una niña -dije yo siguiendo a Félice-. No sabe lo que dice. -Eso querrá decir volverse vieja -dijo Félice con su voz habitual, tan urgente que a veces opacaba las palabras. Cubriéndose el lunar con las manos, elegía las palabras y las soltaba a la fuerza-. Cuando era niña yo era incapaz de odiar a nadie. Ahora puedo y lo hago. Dejando caer la cabeza en mi hombro, me apretó los antebrazos contra las costillas. El cuerpo parecía inerte y pesado; temí que cayera desmayada a mis pies. -Valor, niña mía -dije yo, intentando sostenerla. -Era demasiado joven -dijo ella-, y Kongo ni siquiera permitirá que los demás respondan. -¿Y qué se puede hacer? -Ojo por ojo, como dice Mimi.

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74 -Nada de ojo por ojo -digo yo-. No podemos empe¬ zar una guerra. -No sería una guerra -dijo ella-. Sólo algo para ense¬ ñarles que nuestras vidas también son preciosas. -¿Y eso de qué le servirá ahora a Joél? -Joél lo ha perdido todo. Para él ya es tarde. Pero de¬ beríamos hacer algo para evitar que nos quiten a otros. Soltándose de mí, se mantuvo en pie sola. -Debemos dejárselo a Kongo -dije yo-. Es su hijo quien ha muerto. Él sabrá qué conviene hacer.

13 Todas las noches Sebastien habla en sueños. -¿Sabes qué me gustaría hacer? -pregunta una noche. -Dime qué te gustaría hacer -lo hace sentirse a uno poderoso interrogar a una persona dormida que respon¬ de. En cierto modo es un milagro, como ser amado, o como ver que un loro, un animal tan pequeño, repite pa¬ labras recién salidas de labios humanos. -Me gustaría elevar una cometa -contesta Sebastien en sueños. -¿Qué clase de cometa? -Un trozo de papel ligero sobre un bastidor de bam¬ bú, y por cola el lazo rojo de una niña. -¿Y si te ofrezco mi lazo rojo de satén? Se da la vuelta y hunde la cabeza en la almohada. ¿Y si le ofrezco mi lazo rojo de satén? No hay respuesta.

14 Entre el arroyo y el ingenio de don Carlos estaban las casas de los que Sebastien llamaba haitianos non-vwayajé, gente más acomodada que los cortadores de caña pero no tan ricos como don Gilbert y doña Sabine y sus amigos, los haitianos ricos. Los estables haitianos non-vwayajé vivían en casas de madera o cemento. Tenían galerías coloridas, techos de zinc, jardines amplios, cercos de cactus entre los cuales crecían enredaderas. Sus patios rebosaban de árboles frutales, mangos y aguacates sobre todo, que además de adornar daban sombra y alimento. Descendían de varias generaciones de habitantes de Alegría; había hacendados, granjeros, forjadores, canteros, zapateros, un matrimonio de maestros de escuela y un cura, el padre Romain. Algu¬ nos hombres se habían casado con dominicanas. La ma¬ yor parte había nacido en Alegría. Para nosotros era gente dueña de su destino. Esa mañana, mientras pensaba en la decisión de Sebastien de dejar la plantación tras la zafra, saludé a los que ya habían salido. Algunos, sentados en sillas de caña, desayunaban pan y café, papilla de maíz y mangú; otros, antes de precipitarse a la jornada de trabajo, recorrían sus propiedades como centinelas. Vi a Unél, un cantero baji-

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77 to como un enano, y lo saludé de lejos. Él me devolvió una sonrisa dientuda. Una vez, con un grupo de amigos que describía como su brigada, Unél había reconstruido las letrinas de los peones en el terreno de la señora Va¬ lencia. Los padres llevaban a sus hijos al aula única de la escue¬ la fundada por el padre Romain y un cura dominicano, el padre Vargas. El chato edificio de bloques grises estaba ya repleto y, como cada mañana, los padres se quejaban de la limitada educación de los niños. -Yo parí a mi hijo del cuerpo en este país -decía una mujer en una mezcla de castellano y kreyól de Alegría, la lengua enmarañada de los que, apretados entre dos idio¬ mas casi nativos, sólo podían hablar tartajeando-. Mi madre también me parió aquí. Ni yo, ni mi hijo, ni ningu¬ no de nosotros hemos visto nunca el otro lado de la fron¬ tera. Sin embargo no nos quieren dar nuestros papeles para que mi hijo vaya a un colegio como la gente y lo llene de conocimientos un educador, como debe ser. -De nada vale que las granmémés de nuestras granmémés nacieran aquí; para ellos siempre seremos extranjeros -respondió un hombre en kreyól, el idioma que más a me¬ nudo hablábamos entre nosotros-. Así les es fácil echarnos cuando quieran. -¿Han oído los rumores? -preguntó otra mujer, ador¬ nando un kreyól perfecto con complejos gestos de sus lar¬ gos dedos-. Dicen que a todo el que no trabaje en los trapiches yanquis lo mandarán de vuelta a Haití. -¿Cómo van a salvar a alguien los trapiches yanquis? -replicó una dominicana con hijo dominicano-. Yo no ten¬ go papeles para demostrar de dónde soy. Mi hijo, que na-

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78 ció en esta tierra, no tiene papeles para demostrar de dón¬ de es. A los que trabajan en la caña, los dueños de los tra¬ piches les retienen los papeles y así los tienen atados por el cuello. Los papeles lo son todo. No tienes papeles y hacen contigo lo que se les antoja. Yo pensé en mi situación. No tenía un documento que demostrase que pertenecía a ese lugar o había nacido en Haití. Los niños que iban a la escuela miraban inquietos las caras de sus padres, que les debían parecer, si yo no recordaba mal, no mucho menos remotas que el brillante cielo añil. Me entristecía oír a los haitianos non-vwayajé, que, aunque me parecían tan de la región como los tama¬ rindos, las aves del paraíso y la caña de azúcar, no llega¬ ban a estar seguros de su lugar en el valle. Uniéndose al grupo, el cantero Unél empezó a hablar de Joél. -¿Han oído que atacaron a un inocente con un auto y tiraron el cuerpo al barranco? -preguntó. No fue así, quise decir. ¿Pero quién era yo para defen¬ der al señor Pico? Muchos sabían ya lo de Joél, pero para ellos no era asunto nuevo. Se lo pasaban oyendo sobre guardias de campo que adrede o por accidente disparaban contra bra¬ ceros o sobre cuellos cortados por machetes durante peleas por unos pesos en la molienda de caña. A los traba¬ jadores de la caña les sucedían cosas así todo el tiempo. -Ahora es Joél y luego será cualquiera de nosotros -dijo Unél, mostrando más valentía que los demás-. A menos que nos juntemos para defendernos. Al borde del camino don Gilhert y doña Sabine habían alzado un muro circular que los encerraba en su costosa

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79 villa. Mientras íbamos hacia el portón, divisé a Félice en una de las terrazas que había entre las dos escalinatas arqueadas del frente de la casa de doña Sabine. Enfrente de ella, doña Sabina hacía señas en nuestra dirección. Los que iban delante de mí se voltearon a mirarla. Cada adulto se señaló el pecho, preguntando con gestos a quién estaba llamando. Doña Sabine siguió señalando hasta que Unél comprendió que lo llamaba a él. Unél se separó del grupo y fue hacia la casa. Ante el alto portón de rejas diez guardias dominicanos se habían agrupado, listos a defender a doña Sabine si Unél se de¬ mostraba peligroso. Ella les indicó que se apartaran, e hizo que Unél las siguiera a ella y a Félice más allá del follaje del jardín, de las matas en flor que en sus podadas hileras parecían colegiales con el pelo recién cortado. Cuando crucé el portón Félice me dedicó una sonrisa fugaz y luego, avanzando junto a doña Sabine, volvió los ojos al ambarino dibujo de los mosaicos del sendero. En un tiempo doña Sabine había sido una bailarina famosa, y había recorrido el mundo entero. El marido te¬ nía una destilería de ron, que era de la familia desde ha¬ cía cinco generaciones: primero en suelo haitiano y más tarde en lo que, cuando los recientes intercambios de tie¬ rras entre los dos gobiernos, había pasado a ser territorio dominicano. Doña Sabina era una mujer baja, acaso más flaca de lo conveniente a su salud. De atrás parecía más infantil que muchas niñas, pero cada paso suyo era como una danza largamente ensayada. Ahora llevaba los pies elegantes envueltos en unas amplias zapatillas de cuero de vaca que probablemente pertenecieran al marido. Sal¬ vo en los pulgares, anillos en todos los dedos le lastraban

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las manos. Daba la impresión de llevar puestas todas las joyas que tenía, como para defenderlas con su persona antes que ocultarlas en un cofre. Por el corredor cubierto Unél siguió a las dos mujeres hasta la casa principal. Seguro que doña Sabine tenía al¬ gún trabajo que encargarle. De pie al sol con un camisón habano, el marido de doña Sabine, don Gilbert, gritaba órdenes a un numeroso grupo de gente repartida por el jardín. Cuando volvió los ojos hacia Unél, su mujer le lan¬ zó un beso silencioso que él devolvió agitando la mano. Pese a las sonrisas y los besos, el lugar daba una sen¬ sación de desdicha; era como si se avecinase una nueva invasión yanqui. Yo nunca había visto a tanta gente traba¬ jando para ese matrimonio: desde todos los lugares del jardín atisbaban racimos de caras ansiosas, gente de aspec¬ to enfermo y exhausto, algunos con los hombros venda¬ dos o un brazo en cabestrillo. De regreso a la casa de la señora Valencia, pasé por la escuela de la parroquia a visitar al padre Romain. El pa¬ dre Romain era más joven que casi todos los curas que yo había visto. En sotana, esa mañana corría por el patio con una enorme cometa en forma de anillo: estaba dándoles a los alumnos una clase sobre los principios de la luz y los colores, el terreno, el paisaje, la tierra y el cielo, la di¬ rección precisa del viento y el lugar exacto en donde se encontraban. -Pero si es Amabelle -dijo, entregando el cordel de la cometa a uno de los muchachos mayores- La que nació en el mismo lugar del mundo que yo: Cap Haitien, la ciu¬ dad de la gran fortaleza de Henri I. Igual que a Sebastien, al padre Romain le gustaba alar-

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81 dear con que éramos del mismo sitio. La mayoría allí ha¬ cía lo mismo. Era una forma de mantenerse unido al pa¬ sado a través de otra persona. A veces uno se pasaba la tarde oyendo a alguien desplegar su existencia, desde la casa donde había nacido hasta la colina donde quería que lo enterraran. Era su manera de volver al hogar, y uno le servía de testigo o era el encargado de devolverlo al pre¬ sente, ya fuera con un bostezo, con una excusa o con la intromisión habilidosa de un relato propio. Y así se deja¬ ban mutuamente huellas en la memoria, de modo que, si uno regresaba antes a la aldea común, podía llevar de ese otro, si no una carta, una prenda de vestir atesorada, un mensaje diciéndole a los seres amados que aún tenía un lugar entre los vivos. Los curas no eran ajenos a esto y el padre Romain, aunque consagrado a sus alumnos, extrañaba a su herma¬ na menor y otros parientes de más allá de la frontera. En sus sermones a los fieles haitianos del valle solía recordar los lazos comunes: el idioma, la comida, la historia, el carnaval, las canciones, los cuentos y las plegarias. El suyo era un credo de la memoria, de cómo recordar, por peno¬ so que pueda ser en ocasiones, puede hacer fuerte. Los niños se apiñaban a su alrededor tirándolo de los dedos, rogándole que siguiera con la clase sobre la come¬ ta. Él los calmó tocándoles uno a uno la cabeza. Cuando los hubo palmeado a todos me acarició la mano y, quitán¬ dose las gafas de maestro, me miró a los ojos y dijo: -Hago falta aquí, Amabelle. -Lo sé muy bien, padre -dije yo. -Ya se lo he dicho a Kongo. Por favor, díselo de mi par¬ te a Sebastien también. Me duele la muerte de Joél. Estas

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82 cosas pasan demasiado a menudo. Muere gente injusta¬ mente, con inocencia. Kongo va a necesitar palabras bon¬ dadosas de todos nosotros. -Gracias, padre -dije, sintiendo que me había dado lo que yo había ido a buscar: una ración nueva de esperanza. -Gracias por visitarme, Amabelle. Los alumnos se lo llevaron a rastras, peleando entre ellos por el cordel de la cometa. Subiendo la colina hacia la casa de la señora Valencia vi a Beatriz, la hermana del doctor Javier. Traía un viejo vestido verde de tirantes y hacía girar un parasol por en¬ cima de la cabeza. La brisa de la mañana le alzaba la fal¬ da por sobre las rodillas, pero ella no parecía notarlo. Entró en la sala en donde Papi escuchaba por radio las noticias de España. Él tenía su cuadernito sobre los mus¬ los; anotaba unas palabras, alzaba la vista y volvía a es¬ cribir, todo entre fuertes accesos de tos. Beatriz lo besó en la mejilla, con una amabilidad sólo reservada a los viejos que no tenían interés en casarse con ella. Papi fijó la vista en el cuaderno. Beatriz puso un sofá de mimbre frente a él y se sentó. Con un balanceo se pasó la larga trenza por encima del hombro. La punta de la tren¬ za aterrizó sobre el parasol cerrado en su falda. -Papi, hace mucho tiempo que no viene por nuestra casa -hablaba jugueteando con la trenza. -Traté de quedarme aquí por si Valencia empezaba con los dolores de parto -dijo él. -Ahora que los bebés ya han llegado... -Iré de nuevo a pasear por allí.

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83 Juana se abalanzó desde la despensa a saludar a Bea¬ triz. -Qué amable en venir de visita tan temprano, señorita Beatriz -dijo a modo de recibimiento. -Gracias -saludó Beatriz, visiblemente molesta por la interrupción. -La señora no pasó una noche tranquila. Los niños no paraban de despertarse a horas distintas -anunció Juana-. Parece que ya tienen temperamentos diferentes. -¿Mi té ya está? -tosió Papi como si se estuviera aho¬ gando. -Está hirviendo -dijo Juana-. Para curarle la tos, tiene que cocerse bien -se volvió hacia Beatriz-: ¿Le gustaría probar mi café fuerte, señorita? Ayer mismo lo enviaron mis hermanas desde mi tierra. -Lo que gustes, Juana -dijo Beatriz. -Ven, Amabelle -Juana me agarró de la mano para arrastrarme a la despensa, donde se puso a preparar el desayuno de todo el mundo. En un rincón, Luis comía rápidamente de pie antes de empezar la jornada. -Toma esto -en un gran tazón Juana me dio dos yucas hervidas-. Te dará fuerzas. Hoy será un día lleno de idas y venidas. Comí mientras ella alineaba en una bandeja los platos y tazas para Papi y Beatriz. -Come despacio, Amabelle -ordenó. Una vez hubo terminado, Luis se limpió las manos en el pantalón. Antes de salir le pellizcó a Juana el trasero. -No olvides llevarle a doña Eva la carne de cabrito que le regala el señor Pico -le recordó ella.

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84 Cuando volví a la sala, Beatriz estaba inclinada sobre la radio junto a Papi; él giraba los grandes diales para obtener sonidos. La radio permanecía muda. Dándose por vencido, él la apagó. -¿Qué escribe allí? -preguntó Beatriz espiando el cua¬ derno de Papi. -Intento apuntar lo que recuerdo de mi vida -dijo él, y cerró el cuaderno. Hizo lugar para que yo le pusiera la bandeja delante, arrancó un pedazo de pan y se lo metió en la boca. -¿Me deja ver lo que ha escrito, Papi? -preguntó Bea¬ triz. -Lo estoy haciendo sólo para mis nietos -replicó él-. Me siento como un pájaro que ha volado por sobre dos montañas sin mirar el valle del medio. No sé qué recor¬ daré dentro de dos o tres años. Ya ahora hay cosas del día anterior que se me olvidan. -Ayer nacieron sus nietos. Eso no lo habrá olvidado, ¿no? -bromeó Beatriz, tomando su taza de la bandeja. Como humo de madera verde, el café de Juana perfuma¬ ba toda la sala. Yo dejé la bandeja en una mesita junto a la radio y me dispuse a volver a la despensa. -Quédate, Amabelle -dijo Papi-. Quizá necesite que me calientes el té. -Usted ha tenido una vida llena de color -le dijo Beatriz. -¿Tú qué sabes de mi vida? -Papi sorbió el té, esperan¬ do que ella respondiera. -Sé lo que me ha contado Valencia -dijo ella. -Valencia sólo sabe lo que le cuento yo, y a una niña

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85 que adora a su padre, la colina que el padre describe pue¬ de parecerle una montaña. -¿O sea que no le gusta haber sido oficial del ejército español? -preguntó Beatriz. -Eso fue hace más de cuarenta años -dijo Papi-.Tam¬ bién entonces España estaba en guerra. Una espléndida guerrita por las colonias contra los Estados Unidos. Yo huí de la sangre de las batallas y vine aquí; las grandes bata¬ llas de El Caney y Colina San Juan. De todos modos me habría ido de España aunque hubiera habido paz. -¿Le gusta esto? -preguntó Beatriz. -Aquí me casé. Aquí he criado a mi hija y ahora tengo nietos... -Pero sinceramente, ¿le gusta? -¿Por qué haces tantas preguntas? -Leí en La Nación que en España hay mujeres luchan¬ do con las Brigadas Internacionales -dijo Beatriz, retor¬ ciéndose la larga trenza color caramelo. -¿Eso ves de noche en tus sueños? ¿Visiones de las Brigadas Internacionales? -frunciendo los labios, Papi meneó la cabeza en aparente censura. -¿Lo pasa bien aquí? -preguntó Beatriz como un in¬ vestigador a sueldo. -¿Tengo que decir la verdad? -preguntó él. -Sin duda. -¿Si me gusta cómo se hacen las cosas en este momen¬ to, que todo lo dirijan los militares? ¿Que si me gusta el culto a los uniformes, los pechos cubiertos de medallas como estrellas? ¿Que si me gusta eso? -miró el retrato espectacularmente grande del Generalísimo pintado por la señora Valencia.

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-¿Le gusta? -se obstinó Beatriz. -No -dijo Papi-. No me gusta nada. -Cuando estaba en el ejército, ¿mató a alguien? -Eso queda entre mi conciencia y yo. -¿Entonces sí? -¿De qué te sirve saber las maldades en que participé o no? Beatriz se echó atrás la trenza, y en el gesto casi le da a Papi en la cara. A Papi le entró un nuevo ataque de tos. Ella se apresuró a palmearle la espalda. -Te diré qué estoy escribiendo para mis nietos -dijo él cuando recobró el aliento-. He empezado con mi naci¬ miento en el puerto de Valencia. Mi padre era panadero. A veces les daba pan gratis a todos los vecinos. Yo era sil único hijo pero nunca me dejaba comer mientras no hu¬ bieran comido los demás. Vivió hasta los noventa años sólo para que lo mataran en esta guerra del demonio. Como a mí, a Papi lo habían desplazado de su tierra natal; se sentía huérfano de un pueblo que a su vez caía ahora en la orfandad. Tal vez por eso siempre parecía mejor dispuesto hacia los que no habían nacido en esa parte de la isla. Cuando le llevé el desayuno, la señora Valencia estaba amamantando a su hijo. No bien me vio en el umbral, el marido me hizo señas de que entrara. -Ha venido de visita la señorita Beatriz -dije al apo¬ yar la bandeja. Recogí de un rincón los pañales sucios de los niños y los llevé a la palangana que Juana mantenía en el patio con agua de lluvia para la ropa.

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87 Desde la colina vi a un grupo de braceros yendo hacia el cañaveral. A la cabeza iba Kongo, seguido de cerca por Sebastien. Mimi y Félice, que iban al mercado por provi¬ siones, hacían parte del camino con ellos. Los saludé con la mano, pero quien me devolvió el saludo fue el doctor Javier. Subió la cuesta y antes de entrar en la casa se acercó a la palangana. -¿Has pensado en lo que te dije? -hablaba kreyól como un haitiano, con un ligero acento de Santo Domingo-. Pronto iré a la clínica por dos días. Si quieres, puedes venir conmigo y otros más. Habrá muchos niños, quizá unos diez huérfanos. La clínica en sí no es más que una casa, y no muy grande. Algunos empleados se quedan a dormir. Al principio vivirás allí. No será mucho, pero tendrás un sueldo. Las madres pagan con comida. Algunas te hacen madrina del hijo. Yo tengo veintiséis ahijados. Con la muerte de Joél yo no me había dado mucho tiempo para meditar aquello: volver a un lugar que no había visto desde niña. Los braceros ya habían doblado el recodo del camino. Pronto Sebastien empezaría la pri¬ mera jornada de la que debía ser su última zafra. Iba a trabajar duro, muy duro, para ahorrar unos pesos con la esperanza de cambiar de vida. Quizá yo también había estado esperando una salida, atenta de reojo a una señal para emprender una vida diferente, una vida completa¬ mente mía.Tal vez esperaba una voz llegada del otro lado del río, alguien que me dijera “He venido para llevarte de regreso”. Tal vez la voz fuese aquella, y ese alguien se hubiera disfrazado de doctor Javier. Tal vez debía aprove¬ char la oportunidad. Pero no lo haría a menos que Sebas¬ tien también estuviese listo.

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88 -Javier, ¿eres tú? -el señor Pico saludó al doctor des¬ de la sala. -Soy yo. -Pues entonces ven. -Amabelle, te necesito -me llamó Juana desde la puer¬ ta de la despensa. Me fregué las manos con agua limpia y corrí hacia allí. -Debo ir a comprar unas cosas para la comida -dijo ella-. El señor Pico quiere que le lleven ron y cigarros a la sala. Ya te los he preparado. Cuando les llevé el ron y los cigarros, el señor Pico y el doctor Javier estaban en la terraza baja que daba al jardín de orquídeas. El vasto jardín siempre había sido el orgullo de Papi, que cultivaba allí cuarenta y ocho clases de orquídeas diferentes, incluidas unas híbridas con am¬ plios pétalos como plumas. Brillaban más que faroles de Navidad. Eran de esa clase las que la señora Valencia ha¬ bía puesto en un jarrón junto a la cama el día en que ella y el señor, como se repetía a menudo, habían unido sus corazones. -Has tenido tu primera noche de padre -le dijo el doc¬ tor Javier al señor Pico-. Veo que has sobrevivido. -No durmió nadie -rió el señor Pico chupando su lar¬ go cigarro. Le dio al doctor otro sin encender-. ¿Será siem¬ pre así? -A medida que crecen se van serenando -dijo el doc¬ tor, mordiendo la punta de su puro.

15 Cocinar le lleva a mi madre todo el día. Mientras la olla queda sobre las piedras, y el contenido borbotea como queriendo que la olla hable, ella va al arroyo a lavar la ropa y visita a los vecinos. A mí siempre me da curiosidad lo que hierve dentro; quiero saber si está machacado, si es espeso y comestible. Los fríjoles rojos secos tardan muchísimo en ablandarse, pero me gusta verlos flotar en la superficie y soltar la cás¬ cara al calor del agua. Necesito media mañana para llegar a la olla hirviente. Empiezo en el árbol de kowosól del patio y poco a poco avanzo hacia el fuego. Me paro a saltar la cuerda, a jugar con canicas, a mirar cómo las vendedoras ambulantes se murmuran chismes mientras orinan bajo las largas faldas, de pie en medio del camino, cuando creen que nadie las mira. Por fin llego a la olla. Sube el vapor, la tapa repica con¬ tra el borde por la fuerza del agua. Extiendo la mano, le¬ vanto la tapa y de inmediato se me escalda el antebrazo y la bruma de los fríjoles rojos me ciega. Siento bajar una mano sobre mi antebrazo ardiente y dejo caer la tapa al suelo. Es mi padre y se está riendo.

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90 -Pronto tendrás que cuidar ollas todos los días -dice, haciéndome girar la cara para mostrarme que sólo estoy ciega cuando miro de frente la olla humeante-. Por aho¬ ra no hace falta que te acerques y no deberías hacerlo.

16 Poco después de que Kongo desapareciera con el ca¬ dáver de Joél, entré en el jardín de orquídeas que Papi, en su primer día en Santo Domingo, le había comprado junto con la casa a don Francisco (que en paz eterna des¬ canse), marido de doña Eva, padre del doctor Javier y la señorita Beatriz, sellando el trato con un caballeresco apretón de manos. Papi estaba cuidando las flores, acari¬ ciando pétalos y arrancando las malas hierbas. Llevaba sus pantalones y su camisa de jardinería, embarrados y raí¬ dos, con los bolsillos hinchados de semillas. Juana me había hecho llevarle un gran taza de agua. -Le traigo agua -dije- para aliviarle el calor. -Qué amable eres -dijo él, abanicándose la cara con el viejo sombrero de paja.Tomó el tazón y bebió-. Finalmen¬ te he oído algo sobre un muerto -dijo al terminar-. Don Carlos me contó que uno de sus peones murió hace unos días. Pero tiene tantos trabajando para él que ni siquiera sabe cómo se llamaba. -Le he dado cuatro de sus tablas a un bracero que que¬ ría hacer un ataúd -dije yo. Apoyó el tazón en el suelo. Mirando a lo lejos, movió los labios en rápida conversación con él mismo. -Cierto que no bajamos al barranco -dijo-, pero bus¬ camos el cuerpo por la pendiente. Como los otros dos

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92 salieron corriendo, al no ver al que habíamos golpeado pensamos, más bien esperamos, que él también había esca¬ pado -hundió un puño cerrado en el sombrero, que ahora estaba en tierra-. ¿Para quién eran las tablas que te lle¬ vaste? -Para el hombre al que atropelló el automóvil del se¬ ñor Pico. -¿Conoces a la familia? - Vivía solo con su padre. -¿No tenía hermanos ni hermanas? -Únicamente el padre y una prometida. -¿Y el padre está aquí? -Trabaja en la plantación de don Carlos. Papi se desplomó en la tierra y hundió la cara entre las rodillas. -Sabes bien, Amabelle, que yo no tengo hijos varones -dijo sin levantar la cabeza-. Querría que me llevases a visitar al padre del muerto. ¿Lo harás? -De ser prudente, primero debería preguntarle a él si quiere recibirlo. -Me gustaría que habláramos. -Antes de llevarlo yo debería pedir permiso. -Fue un accidente espantoso -dijo él-. Por favor, no le cuentes a Valencia. Está en el momento de mayor riesgo y no tiene por qué preocuparse por cosas de estas. -Le diré a Kongo que quiere verlo -dije. -¿Kongo? ¿Así se llama el padre? -Sé que tiene otro nombre, pero aquí todo el mundo lo llama Kongo. Creo que el nombre verdadero sólo lo conocía su hijo. Precisamente entonces empezaba la zafra: en aquel

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primer momento las fogatas limpiaban los campos y que¬ maban las hojas para que se pudiera cortar las cañas. Nubes de denso humo blanco abrigaban el cielo. Un olor de tierra quemada y melaza invadía el aire; entre un cre¬ pitar de hierba seca y de chispas, los buitres volaban en círculos bajos buscando ratas y lagartijas huidas del fuego. El señor Pico salió corriendo a mirar las llamas. Como Juana estaba en el mercado y en la casa no había visitas, yo entré a ver si la señora precisaba ayuda con los bebés; y también para alejarme del humo. La señora Valencia estaba sentada en medio de la cama. Al lado de ella, los niños dormían con sus pequeños tra¬ seros empinados. -Ya empieza otra zafra. Han encendido el fuego. Ella olisqueó el aire para disfrutar del olor de la fron¬ da ardiente, que se parecía al del maíz asado. -Amabelle -dijo, como si tuviera el pensamiento muy lejos-. Mi Pico cree que durante una de sus larguísimas excursiones el Generalísimo vendrá a nuestra casa, admi¬ rará el retrato de él que yo pinté y dará los respetos de toda la nación a él y a los niños. Rosalinda se despertó con un alarido. La señora Valen¬ cia le frotó el talón del escarpín derecho para calmarla. Al mismo tiempo se inclinó a ver más de cerca el rostro dor¬ mido del hijo. -La hermana lo va a despertar con tanto grito. Pero Rafi no se despertaba. No había en él ningún movimiento, ninguna señal de vida. La señora Valencia levantó a su hijo y se llevó la carita al pecho. El pequeño se mantuvo quieto, los brazos col¬ gando flojos, sin sentir el abrazo de la madre.

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94 Yo levanté a Rosalinda para que la señora no la aplas¬ tase mientras se removía en la cama intentado reavivar al niño. Rafi tenía las mejillas chupadas, la mandíbula caída y en la cara una sombra de muerte aún más pálida. -¡Mijo, no me dejes! -gritó la señora Valencia al rostro del niño- Es demasiado pronto. Hijo, te habla mamá. No te vayas tan pronto. -Hay que llamar a Javier -dijo el señor Pico al entrar. Desprendió los dedos de la señora del cuerpo del niño, que de estar vivo habría debido aullar; tanto había hundido ella las uñas en la carne regordeta por ver si el dolor lo devolvía a la vida. El señor Pico plantó sus labios en la boquita e intentó insuflarle aliento, pero el diminuto pecho se expandió sólo para achatarse de nuevo en seguida. Juana se llevó a Rosalinda a la habitación del abuelo. A poco llegó el doctor y le ofreció a Rafi su propia respi¬ ración. -Debemos llamar al padre Vargas -dijo al fin. N

Sentada en la cama en donde hacía poco habían dor¬ mido sus dos hijos, la señora Valencia se abrazaba el cuer¬ po convulso. Su marido apretaba la cabeza contra la cara de ella y, aunque no podía pararle el temblor, con el pelo enjugaba parte de las lágrimas. Daba la impresión de que el señor Pico también iba a llorar, pero seguía mirando las manos vacías de la señora, que se abrían y cerraban como si les hubieran arrancado algo. Saltando de la cama, la señora Valencia fue a revolver la cómoda en busca de algo adecuado para cubrir el cuerpito. Encontró un viejo faldón de satén y encaje y la cofia a juego con que la habían bautizado a ella. El señor Pico

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se hizo cargo de su hijo sin decir palabra. El tiempo había amarillado el encaje y raído el satén, y a Rafi el faldón le quedaba muy grande. Papi fue por el padre Vargas, el cura dominicano que decía la misa en la capilla cercana a la escuela. Era al fi¬ nal del sendero de los almendros, un camino de asfalto flanqueado de árboles. Cuando el cura le murmuró al niño las palabras finales, Rosalinda se había despertado en bra¬ zos de su madre. -Rafael, de la tristeza de la muerte se alza la dicha de la inmortalidad. Te liberamos en el seno de Dios. Descan¬ sa eternamente con tu Hacedor. -Padre -la señora Valencia puso una mano trémula en el hombro del cura-. Bendiga por favor a mi hija. Diga algo que le proteja la vida. El pulgar del padre Vargas dibujó una cruz sobre la fren¬ te de Rosalinda. Agitándose, la niña recibió la bendición con un amplio bostezo. Juana repasaba las cuentas de su rosario pidiendo entre dientes la ayuda de Santa Inés. -Padre, ¿podrá estar mañana en la tumba de la fami¬ lia? -preguntó la señora Valencia-. Enterraremos a mi hijo al lado de mi madre y mi hermano que murieron cuando él nació. El cura tocó levemente el hombro de la señora, como para calmar la desdicha materna con el poder celestial que fluía de sus dedos. -Por favor, ténganlo preparado para mañana -dijo. Con el humo de las cañas quemadas flotándoles aún sobre la cabeza, los hombres salieron al jardín a hacer un cajón para Rafi con el cedro que Papi tenía apilado detrás de la casa. La señora Valencia miró desde el patio cómo

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los dientes de una sierra daban forma a la cuna final de su hijo. Cuando el ataúd estuvo hecho, la señora ya había deci¬ dido hacer ella misma algo para su hijo perdido. Quería decorar la tapa con orquídeas rojas. Los hombres llevaron el ataúd al viejo cuarto de costura de la abuela de Rafi, donde el cadáver reposaba detrás de la soñolienta gasa de un mosquitero, en la cama de cuatro columnas, las manos cruzadas sobre el corazón y un rosario enlazado en los deditos. Las cuentas de cristal se derramaban sobre la sᬠbana como lágrimas heladas. La señora Valencia sacó lápices, pin turas y pinceles de su caja y dijo: -Ustedes quédense, Amabelle y Javier. Pico, por favor, ve a cuidar a Rosalinda. El señor Pico no quería irse. Recorría el cuarto con la mirada, desde el sencillo ataúd hasta el techo y la cama donde descansaba Rafi. Luego usó el dorso de las manos para limpiar unas sombras de polvo del ataúd y atajar las lágrimas que le asomaban. Sin embargo, antes de que las lágrimas cayeran se apresuró a salir y cerró la puerta. En cuanto se hubo marchado su marido, la señora Va¬ lencia preguntó: -¿Por qué ha muerto mi hijo? -los ojos sombríos, en¬ rojecidos, se alzaron hacia el doctor Javier-.Tú examinaste el cuerpo. Quiero que me digas de qué murió. -Parece que simplemente perdió el aliento -conscien¬ te como debía ser de la debilidad de su explicación, el doctor se cubrió la cara con las manos-. Dejó de respirar. Yo pensé que la que estaba en peligro era Rosalinda, pero la fuerza le falló a él.

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-¿Y Rosalinda? -la señora Valencia cerró un momento los ojos y se frotó las sienes-. Sé que no puedes decirme si va a vivir o no. Pero dime por favor si está triste. ¿Pue¬ den ponerse tristes tan pequeños? -Si está triste no le durará mucho -dijo él. -Me dijiste que la primera semana los niños no me verían, Javier. Dijiste que sólo distinguían la luz y la os¬ curidad. ¿Entonces Rafi nunca me vio la cara? Yo sé que sí. Muchas veces me miraba, hasta sonreía. ¿Es demasia¬ da esperanza pensar que miró mi cara y sonrió? Era evidente que él lamentaba haberle dicho aquello. -No todos los niños son iguales. -Iré al entierro -declaró ella, dibujando una gran or¬ quídea roja en la tapa del ataúd. El barniz todavía estaba húmedo. El lápiz resbalaba en la superficie. -Deberías cumplir el período de dieta -dijo el doctor Javier-. ¿Quieres arriesgar tu salud y la de tu hija? Ella bosquejó otra orquídea. Donde el barniz no se había secado asomaba aún la palidez del cedro. -Ve con mi marido, Javier, y dile que su hija no va a morir. Necesita que lo tranquilices. Me quedé con la señora mientras ella pintaba el jardín de su padre sobre el ataúd de su hijo. A los lados, cerca de las manijas, pintó cuatro pequeños colibríes. De vez en cuando miraba el mosquitero bajo el cual yacía el niño; luego seguía con devoción renovada. -Este día, Amabelle, me recuerda el día en que Papi y yo te encontramos en el río -se limpió la pintura de las manos, dejándose las huellas de los dedos en el vestido de entrecasa-. ¿Tú te acuerdas? Sí, me acordaba.

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-Después de la muerte de mi madre la casa quedó re¬ pleta de su presencia: su voz, su ropa -dijo ella-. Un día Papi y yo fuimos a visitar a unos amigos cerca de Dajabón. En esa época Papi era más aventurero. Me llevaba a cazar pájaros y me enseñó a disparar el rifle, como si yo fuera el varón que Mami había perdido en el parto. Yo le dije que quería ver el río Masacre, donde según mi lección de historia los españoles habían matado a los bucaneros fran¬ ceses. Fuimos al río y allí te vimos; una niñita huesuda con las rodillas ensangrentadas. Estabas sentada en una roca enorme, mirando el agua como quien espera una apari¬ ción. Papi le pagó a un chico de la ribera para que tradu¬ jese y te preguntó a quién pertenecías. Y tú te señalaste el pecho y dijiste que a ti misma. ¿Te acuerdas? Me acordaba. Gotas de pintura magenta cayeron al suelo cuando fue a añadir más al dibujo. En el vestíbulo se oyeron voces, gente que llegaba en pequeños grupos. El señor Pico entró en el cuarto y fue hasta la vieja cama. -¿Dónde está Rosalinda? -le preguntó ella. -Javier la va a examinar de nuevo -respondió él, acer¬ cándose a inspeccionar el arco iris de orquídeas pintadas en el ataúd-. En este ataúd no podemos enterrarlo. Hay que hacer otro. -No. Va a tener este -dijo ella-. Es un bebé. Debe tener un ataúd alegre. Para el funeral lo cubriré con algo. Uno de esos manteles de encaje que Mami no usó nunca. Uno hermoso de encaje francés. Encaje deValenciennes. -Han venido muchos vecinos -dijo él, evitando mirar la cama.

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-No quiero que lo vean -dijo ella-. No quiero que ve¬ len a mi hijo. Nada de velorio, Pico. Demasiado triste para una vida tan corta. -No habrá velorio. Él se inclinó a besarla en la mejilla. Cerró la puerta y fue a recibir a los vecinos. -¿Tú crees en el paraíso, Amabelle? -me preguntó la señora. Me encogí de hombros. No estaba segura. El ataúd había quedado cubierto de un remolino de co¬ lores, unos filtrándose en otros, como un cielo lleno de arco iris trenzados. -No sabes qué alegría sentí, Amabelle, cuando Papi dijo que podía traerte a vivir con nosotros -dijo ella-. Con la muerte de mi madre, yo me desesperaba por tener en la casa a alguien de mi edad. Los olores mezclados del barniz y las diferentes pin¬ turas me hacía dar vueltas la cabeza, y me imaginé que lo mismo le pasaba a ella. Le quité los pinceles de los dedos y le aparté las manos del cajón. En cierto modo la envi¬ diaba. Al menos ella podía tocar la última camita de su hijo. Mis padres no habían tenido ataúdes.

17 Sola en mi cuarto escucho la música de los árboles, el castañeteo de las vainas de los flamboyanes y los chilli¬ dos de los colibríes asustados. Conocen el sonido de las vainas en movimiento, los pájaros, pero es un sonido que cambia sin cesar, que se apaga o se agudiza con la fuerza del viento. Cierro la puerta y dejo fuera la brisa nocturna que apenas me alcanza el cuerpo desnudo, desnudo porque Sebastien me ha convencido de que yacer sola y desnuda como cuando se salió del vientre es igual a una plegaria, pero sobre todo porque espero sentir el sudor acumulán¬ dose entre el suelo de cemento y el hueco de mi espalda, de modo que al levantarme me baje una corriente de transpiración por las nalgas, por los muslos, por las rodi¬ llas y las corvas, las canillas, los tobillos y los pies, para que así no quede en mí una sola gota de líquido que llorar.

18 La celebración del cumpleaños de doña Eva se convir¬ tió en el velorio no oficial de Rafi.Todos los invitados fue¬ ron desde la misa a ofrecer felicitaciones por la niña que podían ver y silenciosas condolencias por el niño perdi¬ do. Pese a la primera insistencia en que nadie viera el ca¬ dáver de su hijo, la señora Valencia permitió a quien quisiese desfilar ante la cama, tan orguliosa del niño en la muerte como lo hubiera estado en la vida. Mientras amigos y parientes lejanos atisbaban a través del mosqui¬ tero, suspirando de tristeza, persignándose al vislumbrar el pálido y redondo rostro del niño, ella permaneció sola en su habitación con la niña en brazos, como resguardán¬ dola de malos sentimientos y augurios. Y allí le vi en los ojos una inmovilidad parecida a la de la cara del bebé muerto, algo como la sombra de un sueño perdido atra¬ vesándole la mirada vacía. En el vestíbulo, Juana y yo le servimos café a los visi¬ tantes, ella con el rosario al cuello. Muchos de los vecinos no habían visto a Rafi vivo y se lamentaban entre ellos de que la pérdida marcase ahora el rostro del señor Pico. Era evidente cuánto quería el señor Pico estar con su hijo en las últimas horas en que podía mirarlo, tenerlo en brazos antes de que cerraran el ataúd.

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102 Con una brillante pluma negra decorándole el casquete, doña Sabine demoraba la vista en el señor Pico, que mi¬ raba hacia el cuarto donde yacía el niño. Cada tanto los ojos del señor recorrían el vestíbulo, sin el menor interés en lo que se decía. Los ojos se le dilataban cuando alguien le sonreía o lo llamaba por su nombre, y luego se le ce¬ rraban o se los cubría con los dedos. -Qué valientes son ustedes dos -se elevó sobre las demás la voz de doña Eva. Doña Eva se parecía mucho a su hija Beatriz y a su hijo el doctor Javier, o más bien eran ellos quienes se le parecían, salvo por el pelo gris y riza¬ do como serrín. Procuraba domarse los crespos naturales haciéndose raya al medio y enrollando los mechones en sendos moños, uno sobre cada oreja. El señor Pico aceptó el elogio con una sonrisa gracio¬ sa pero fatigada. Sentado entre su mujer y doña Eva en una banqueta de mimbre estaba don Carlos, el dueño del trapiche, un hombre de lo más flaco; bajo la magra piel blanca se le notaban abundantes venas. Sebastien siem¬ pre bromeaba con que a don Carlos le habría bastado te¬ ner tanta plata como venas en la mano derecha para poseer toda la isla. Yo intenté no mirarle las venas mientras le servía el cafecito. Papi fue hasta la radio y la encendió. Un meren¬ gue tocado por la Orquesta PresidenteTrujillo silenció las voces de la sala. Al cabo de tres canciones patrióticas, un locutor introdujo fragmentos de viejos discursos que el Generalísimo había dado en diversas ocasiones. El señor Pico hizo un gesto para que todos callaran. Subió el volumen de la radio, como buscando consuelo

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103 para su pérdida en la voz más poderosa del país, una voz que con toda su autoridad era más aguda que un trino. “Ustedes son independientes, y suya es la responsabi¬ lidad de hacer justicia”, chilló el Generalísimo. En muchos puntos se entrometía un zumbido y algunas palabras, a veces frases enteras, se extraviaban en la distancia que la emisión debía surcar hasta la radio de Papi. “La tradición demuestra a las claras”, continuó la voz, “que fatalmen¬ te, protegiéndose en los ríos, los enemigos de la paz, que también son enemigos del trabajo y la prosperidad, en¬ cuentran cobijo para hacer su obra, para mantener a la nación en el miedo y amenazar la estabilidad.” Los vecinos escuchaban, asintiendo a las palabras car¬ gadas de certeza y de fervor. “Los libertadores del país cumplieron su misión”, con¬ tinuó el Generalísimo, “y no debemos pedir más de ellos. Ahora les toca actuar a los líderes de hoy.” Murmurando una excusa al oído de su madre, el doc¬ tor Javier se levantó para irse. Beatriz, con los ojos entor¬ nados, repetía muchas de las frases del Generalísimo, que al parecer había oído recitar otras veces. Derrumbado en una silla, Papi se había adormecido. El señor Pico se mantenía en pie, pletórico y erguido como si fuera a cargar en una batalla. Juana repasaba su rosario mientras Luis, desde fuera, escuchaba a través de los pos¬ tigos. “¡Mis mejores amigos son los trabajadores!”, gritó el Generalísimo. “Llegué al gobierno para trabajar, y en todo momento me encontrarán trabajando por los más caros deseos de mi pueblo.”

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104 Corteses, después de que el discurso acabó los vecinos no se quedaron mucho. Fueron saliendo en pequeños gru¬ pos hasta dejar a los señores solos. Se le confió a Juana cuidar a Rosalinda, y el señor y la señora pasaron la mayor parte de la noche sentados en su dormitorio. Abrazada por él, de vez en cuando ella gemía intentando no llorar muy alto. Él no sabía cómo aliviarle el dolor, en todo caso no muy bien; no paraba de mover¬ se mientras ella buscaba un recoveco cómodo, un lugar propio en donde hundirse dentro de los brazos de él. Si¬ lencioso, no ofrecía ni una palabra a los sollozos de la se¬ ñora. Tal vez estuviera reprimiendo el llanto, pero a mí su silencio me parecía un signo del fracaso de ese matrimo¬ nio, una abrupta unión entre dos extraños que ni siquiera con el tiempo y dos hijos, uno en este mundo y otro en el más allá, habían logrado acercarse. El breve noviazgo y las aún más breves visitas tras la boda no les habían alcanza¬ do para familiarizarse. Ni la señora lo conocía bien a él, ni él a ella. Los dos seguían aprendiendo su papel, y aca¬ so ninguno había imaginado que llegaría esa prueba para transformarlos de pareja reciente en padres de un hijo muerto. Al fin la señora Valencia dijo: -Deberías enterrar la ropa antes de que lo entierren a él. Si al señor el comentario le resultó extraño, no puso ninguna objeción. De golpe se levantó para estirarse. -Pronto tendré que irme a la frontera -dijo- para ese operativo del que te hablé. Si a ella la salida le pareció rara, tampoco dijo una sola palabra.

19 Se llega tras media mañana de caminata; es una cueva angosta y está detrás de una cascada, en la fuente del arro¬ yo donde se bañan los macheteros del cañaveral. La cue¬ va es una gruta de musgo húmedo, coral y yeso que parece mármol. Al principio me da miedo atravesar la cascada porque el agua cae sobre los hombros con toda su fuer¬ za. Sin embargo, me meto en la cueva en puntas de pie hasta que no veo más que un luminoso fresco verde: el verde oscuro de las hojas de papaya mojadas. Ya no se oyen los grillos, ni los colibríes ni las palomas. Lo único que se oye es el agua cayendo del risco para deshacerse en espumoso rocío blanco en el estanque de abajo. Dentro de la cueva estrecha y resbaladiza uno no se entera de cuando más allá cae la noche, porque la casca¬ da, dice Sebastien, se aferra a cierto recuerdo del sol que se niega a soltar. Dentro de la cueva siempre hay luz, no¬ che y día. Aunque conozca bien el secreto de la cueva, uno siempre queda cautivo del prisma, de esa curiosidad de la naturaleza que hace que uno quiera celebrar consigo mismo de una manera que, espera, la cueva le mostrará, que le mostrará la médula de sus propios huesos o el lati¬ do de su sangre; de una manera que, espera, el cuerpo conozca mejor que uno mismo.

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106 Aquí es donde Sebastien y yo hicimos el amor por pri¬ mera vez: de pie en la cueva, en una grieta donde uno se siente medio enterrado aunque la luz no pueda evitar se¬ guirlo y quedarse. Siempre he deseado que en la tumba de mis padres haya la misma luz que aquí, pero ahora también lo deseo para las tumbas de Joél y de Rafael.

20 Cuando su marido se fue a enterrar las ropas de su hijo, la cara de la señora Valencia se puso pálida como una luna encalada. Con su insistencia, Juana logró persuadirla de que dejara a la niña dormida en la cuna y se echara en la cama donde había concebido y dado a luz a sus hijos. Jua¬ na se sentó al borde y le acarició las manos para serenarla. Yo me quedé cerca de la puerta del patio, mirando por una rendija cómo el señor Pico cavaba una fosa junto al flamboyán para enterrar el ajuar de Rafi. El doctor Javier sostenía una lámpara de kerosene. El señor echaba una palada de tierra tras otra por encima del hombro. Un torrente de sudor barroso le rodaba desde la frente hasta el pecho. Unos muchachos de la zona se ha¬ bían reunido a mirar y ofrecían ayuda, pensando quizá que habría un velorio, si no una vigilia de toda la noche. El señor Pico declinó la oferta. Quería hacer la tarea solo, sin permitir siquiera, como se hubiera esperado, que Luis ca¬ vara un poco. Se detuvo a tomar aliento y luego, mirando las estrellas, que esa noche parecían destellar y caer con mucha más frecuencia, se quitó camisa y camiseta, las dejó una sobre otra en una rama baja del flamboyán y siguió cavando. -Me gustaría ir al entierro de mi hijo -le dijo la señora a Juana.

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108 -Ahora no se preocupe por eso -dijo Juana-. Ponga la cabeza en la niña. Al otro ya lo ha perdido. -Juana, por favor, háblame de Mami -dijo la señora Va¬ lencia. Juana miró la habitación, el viejo reloj español que ya no sonaba pero después de tantos años todavía daba la hora correcta. Contempló el armario labrado con orquídeas y colibríes y el crucifijo que colgaba sobre la cama para protegerla del mal. -Hay demasiado que contar -dijo, acariciando el pelo de la señora. -Cuéntame -rogó la señora. -Su Mami era muy tímida cuando se hizo esposa. Casi le tenía miedo a su padre, que era unos años mayor. Pero en cuanto se hizo amiga de otras esposas jóvenes como doña Eva y doña Sabine empezó a cambiar. Y por supuesto que con usted les vino la felicidad completa. Su papá se puso muy triste cuando murió su mamá. Habían esperado muy contentos que naciera un hermano para usted, pero el parto fue muy difícil. El bebé nació de nalgas y perdie¬ ron fuerzas los dos, él y la madre. -Más -dijo la señora-. Cuéntame más de Mami. -Su mamá era muy buena -continuó Juana-. Conmigo siempre fue paciente, y también con Luis. No nos trataba como a sirvientes sino como a amigos. Su mamá era una señora de buen corazón, y a usted la adoraba. Fuera, la brisa nocturna apagó la lámpara de kerosene que sostenía el doctor Javier. Luis ahuecó la mano en tor¬ no a un fósforo de madera y la prendió de nuevo. El señor Pico echó el ajuar de Rafi en el agujero, una

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109 manta y tres camisas; todo lo había cosido yo y Rafi lo había usado una sola vez. -Había soñado cómo iba a ser la cara de mi hijo -dijo la señora Valencia- primero al año, luego a los cinco, a los diez, a los quince y a los veinte. -A mí siempre me pasó lo mismo con usted, señora -dijo Juana-. Cómo me gusta haberla visto a todas esas edades. -A veces -dijo la señora Valencia- siento que nunca lle¬ garé a ser una mujer completa. Porque me faltó la cara de Mami. Cuando el marido entró en la habitación la señora Va¬ lencia se había dormido. Yo no quería irme esa noche, pero sabía que con el niño muerto en la casa Sebastien no iría a visitarme. Tendría que ir yo a verlo. Además, Juana ha¬ bía decidido pasar la noche a los pies de la cama con do¬ sel para hacerle compañía a Rafi. Luis volvió solo a su casa, pese a que esa noche pare¬ cía necesitar a su mujer más que nunca. Papi permaneció en la sala junto a la radio escuchando noticias de la guerra española. Mientras hacían el ataúd para Rafi, en España había caído otra ciudad. Anduve por la noche hasta más allá del barranco en donde había muerto Joél. Limoncillos y bambúes bordea¬ ban el camino. Una brisa rozaba la pendiente; el rumor de las hojas crecía hacia el fondo de la garganta. En el batey de don Carlos, niños ociosos rodeaban el puesto de comida que llevaban una dominicana llamada Mercedes y sus hijos Reinaldo y Pedro. Se decía que Mer-

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110 cedes era pariente lejana de don Carlos: una campesina con maneras de ciudad. Un grupo de braceros había ido a comprar alcohol y bromeaba con ella y sus hijos. De día, Reinaldo, el mayor, trabajaba de capataz en el cañaveral, mientras dentro su hermano operaba la prensa. Mercedes, y por lo tanto don Carlos, al menos según el rumor, tenían ciertos familiares de los campos del interior que vivían en el batey y traba¬ jaban como braceros, pero ella nunca los reconocía abier¬ tamente. “Son campesinos que no tenían otra salida que el cañaveral”, decía a quien le preguntara. “No hay razón para que vivan como cerdos. Están en su país.” Los niños del batey saltaban alrededor del puesto; a palmadas en el trasero los hombres los apartaban una y otra vez de la charla adulta y les ordenaban irse con sus madres, tuvieran madre o no. Al fin los niños se fueron a jugar, precipitándose entre las cortinas floreadas que ha¬ cían de puerta en algunos cuartos. Detrás de las cabañas las mujeres cocinaban en fogones de leña y piedras ne¬ gruzcas, y vertían jarros de agua sobre los niños para la¬ varlos antes de la cena. Cantaban canciones de trabajo, pero con voz tan cansada que yo apenas podía distinguir las palabras. En algunos umbrales había hombres dormi¬ tando. Cuando alguien pasaba se despertaban sobresalta¬ dos. Me escurrí entre dos amantes que buscaban un rincón oscuro, porque su sitio habitual bajo el árbol de sapodilla lo había tomado un grupito de jugadores de dominó. Cada tanto una discusión interrumpía la partida para defender una mala jugada o la derrota. Uno de los jugadores era Yves, el que iba con Sebastien y Joél la noche en que aquel murió. Yves se afeitaba la cabeza para que no se le pega-

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111 ran las garrapatas.Tenía la nuez grande como una manzana y piernas demasiado cortas para el cuerpo desgarbado. Me acerqué a un muchacho que jugueteaba con los gui¬ jarros que había a sus pies. Era un niño hermoso de cara alargada y viril. Movía el peso del cuerpo de una pierna a otra y echaba miradas de reojo. Le di los huesos de cabri¬ to que Luis me había separado la noche de la llegada del señor Pico. Él me agradeció con una sonrisa, se subió el ruedo de los pantalones cortos y con el premio en la mano salió corriendo hacia los otros niños. Sentada en el umbral de la pieza de Kongo estaba Félice, pellizcándose nerviosamente el lunar que tenía bajo la nariz. -¿Kongo está? -pregunté. Ella asintió-. ¿Y por qué no entras a sentarte con él? -No quiere recibirme -dijo. Espié por entre la palma que hacía de puerta. Salvo por una lámpara de aceite a los pies de Kongo, la pieza estaba en penumbras. En el suelo sucio había dos esteras enfren¬ tadas y en medio un montón de medias calabazas y vasijas de barro. Sentado en su estera, Kongo trabajaba con los dedos una rara, preciosa masa de harina. De pronto mal¬ dijo la harina y murmuró que nada tomaba nunca la forma que uno quería. Félice me indicó que entrase. -Sé que a ti te recibirá -dijo. -¿Viejo Kongo? -llamé entonces-. Soy Amabelle. He venido a verlo. Kongo apartó la palma para dejarme entrar. Caminé hasta la estera que había usado su hijo Joél. Doblados encima había una camisa amarillo fuerte y unos limpios

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112 pantalones oscuros, como si Joél los hubiera dejado allí para tomarlos en un apuro. Me incliné hacia el viejo para verle mejor la cara. -¿Demasiado oscuro? -preguntó. -Un poco -dije. -Oscuridad de m’remnen -dijo-. En las tierras del azú¬ car en la choza no se vive, nada más se duerme. La única vida está en el trabajo, el cañaveral. La oscuridad es para descansar. -No está mal la oscuridad -dije, simplemente para con¬ ciliar. -¿Todavía sigue allí? -dijo él refiriéndose a Lélice-. Le dije que se fuera, se lo dije, pero no me hace caso. No puede quedarse toda la noche. Yo no quiero que se quede. Moviéndose, Lélice carraspeó como para recordarle que estaba oyendo. -¿Tú eres la que está con Sebastien? -preguntó él-. ¿Tú eres Amabelle? -Sí. -Cuando lo mataron, a mi hijo, esa ropa que ves ahí la encontró Sebastien, y dice que es para enterrarlo. Me trajo una pila de madera para hacerle un cajón. Sebastien es co¬ mo de mi sangre. -Mi más sentido pésame -le dije-. Me duele la muerte de Joél. Dejó caer la masa al suelo y se puso a machacarla con los nudillos. -Me mandan a pedirle algo -dije-. A don Ignacio, el an¬ ciano de la casa en donde estoy, le gustaría venir a verlo. Soltó la masa y se concentró en la harina que tenía bajo las uñas. Luego sacó del bolsillo una pizca de rapé.

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113 -Qué pedido raro, Amabelle -dijo-. ¿Qué quiere de mí esa gente? -Don Ignacio desea hablarle del accidente de Jóel. -Yo no sé si fue un accidente, Amabelle. Mi hijo no era de los que se mueren fácilmente. Alzó la cara al techo para que el rapé no le resbalara de la nariz a la barbilla. Fuera Félice volvió a carraspear; esta vez sonó como un sollozo. -Al anciano, Papi, le gustaría pagar el funeral de Joél -dije. -Joél no tendrá funeral -dijo él-. Yo quería enterrarlo en donde nació, eso quería, pero pesaba demasiado para llevarlo tan lejos. Así que lo enterré donde murió, en el barranco. Enterré a mi hijo en un campo de limoncillo -bajó la cabeza y la mezcla de tabaco le cayó sobre el pe¬ cho-. Mi hijo era de esos que crecen como hierba del cam¬ po. No necesitaba nada de nadie pero a su padre lo quería. Yo sé que no lo enterré con ceremonia. Sin ropa, sin ca¬ jón, sin nada entre él y la tierra seca. Quería devolverlo al suelo como me lo mostró su madre el primer día de su vida. Fuera los niños echaban suertes para decidir quién ju¬ garía primero con los huesos de cabra. A Félice ya no se la oía. -De todas las cosas que hizo mi hijo -decía Kongo-, de todas las formas en que lo vi, lo que nunca voy a olvi¬ dar es cómo era cuando nació. Tan chiquito, tan desnudo, tan inocente... -recogió la masa y volvió a aplastarla en¬ tre los dedos-. No pierdas tiempo con este viejo -dijo-. Vete ya. Ve a ver a Sebastien. -¿Y qué respuesta le llevo a don Ignacio? -pregunté.

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114 -Dile que soy un hombre. Mi hijo también.También era un hombre. Sebastien estaba sentado en un rincón de su pieza, po¬ niéndose un emplasto de áloe en las quemaduras de las pantorrillas. -El cuerpo se olvida de lo caprichoso que es el fuego entre las cañas -dijo, dándome el ungüento. Sebastien tenía un reguero de forúnculos en las cade¬ ras y el estómago. Frotándoselos con el emplasto, yo no sentía que lo estuviera tocando. Era más bien como tocar la bruma de rabia que manaba de su piel, las lágrimas tris¬ tes que no lloraría, la move san, la mala sangre que le había agitado la muerte de Joél. -Con esta zafra en los campos hay garrapatas nuevas -gruñó mientras se giraba para que le untara la espalda. Contra la pared estaban alineadas las tablas de cedro de Papi. Relucían, incluso en esa luz tenue. El barniz de Papi había llenado el grano de un modo que hacía la su¬ perficie tan sensible a las sombras como a la luz. Desde el suelo se veían las imperfecciones del acabado, las dife¬ rencias de matiz, lugares donde la tintura discordaba por¬ que se había tardado mucho en añadir otra capa, o porque, por azar, el pincel había pasado contra las vetas. -Hoy murió el hijo del señor Pico -dije. -Eso oí -dijo Sebastien, alzando la voz con una sonrisa, como si no fuera una mala noticia. -No deberías alegrarte de algo así -lo previne-. Era apenas un bebé. -No me alegro -dijo-. Y si me alegrara... -No sería correcto -dije-. A nosotros no nos habría gus¬ tado que ellos festejaran la muerte de Joél.

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115 Cuando estaba enfadado su arma más hiriente era el silencio. Por un rato no dijo nada. -¿Qué significa esa gente para ti? -preguntó al fin, apre¬ tándose una ampolla hasta que supuró sangre y pus-. ¿Te crees que son tu familia? -La señora y su familia son lo más parecido a parien¬ tes que tengo -dije yo. -¿Y yo? -Tú también -dije, y necesité explicarle que él estaba primero. Pensé en lo que había sugerido Mimi al día si¬ guiente de la muerte de Joél. Ojo por ojo, había dicho. ¿Bastaba desear algo así para que se realizara? -¿Qué vas a hacer con la madera de Papi? -pregunté. -¿Qué voy a hacer con qué madera? -preguntó él. -Esa -dije, señalando detrás de él-. La que te di para el ataúd de Joél. -Kongo no la ha usado -dijo él-Tal vez la guarde para la próxima vez que muera alguien. Alzó la espalda y se apoyó contra la pared gris de ce¬ mento; enlazó ante la cara los dedos heridos y por entre ellos miró el umbral. Fuera, Yves bostezó ostentosamente, esperando el momento correcto para entrar y acostarse. Sebastien se levantó, se puso la ropa y salió conmigo a la noche. Echamos a andar hacia la casa de la señora Va¬ lencia sin decir una palabra. En el camino pasamos por el barranco en donde estaba enterrado Joél. Una brisa ve¬ loz atacaba los bambúes y el limoncillo de los lados, des¬ pertando un concierto de flautas y silbidos. Delante de nosotros, Félice se paseaba de un lado a otro al filo brusco de la hondonada. Viéndola inclinarse hacia

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116 la garganta me acordé de mí misma al borde del río la tarde en que se habían ahogado mis padres. Acompañamos a Félice hasta la puerta de la casa de doña Sabine. Caminaba con nosotros, tuve la impresión, contenta de que la hubiéramos encontrado. A la mañana siguiente, antes del alba, mientras aún dor¬ mían todos, desde el umbral del viejo cuarto de costura, Juana y yo observamos al señor Pico acolchar el ataúd de su hijo con sábanas limpias del armario de su mujer. El señor llevaba los pantalones caqui de ceremonia y la gorra perfectamente alineada con esas orejas como caracoles. Al levantar la vista pareció sorprenderse de vernos allí. -No ha dormido usted nada, señor -le recordó Juana. -Ya debes despertar a la señora -contestó él. La señora Valencia se levantó a tender sobre el colori¬ do ataúd del niño un encaje muy frágil que era una reli¬ quia. Papi y una pariente materna tomaron la otra punta de la tela y la ayudaron a doblarla de modo que cubriera el cajón sin arrastrarse. La señora se inclinó a besar la madera por entre los gi¬ rasoles del encaje; luego volvió a su habitación. La niña dormía en la cuna. La recogió y se la llevó a la cama. El señor Pico y Papi se llevaron el ataúd. Una vez lo hubieron puesto en el primer automóvil, el señor Pico volvió a la cama en donde su mujer mecía a la niña contra el pecho. Se quitó la gorra y la sostuvo bajo el brazo derecho. Rozando la frente de su mujer con los labios, evitó la manita de su hija, que la niña había tendi¬ do intuitivamente hacia él, quizá porque lo reconocía, quizá para protegerse de la expresión de disgusto aguda

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117 y creciente que marcaba ese rostro cada vez que la miraba. El ademán era como una disculpa por haber vivido en lu¬ gar de su hermano; como una forma de decir que ella tam¬ bién quería estar en el funeral, presenciar el descenso del otro a la nada que habían compartido. -No te inquietes, todo irá bien -le aseguró el señor a su esposa, como si hablara de un operativo militar más. La señora Valencia lo miró salir a paso firme. Cuando el Packard arrancó, se llevó las manos a las orejas para pro¬ tegerse del ruido. Luego sostuvo a la niña frente a su cara y cerró los ojos para sentir el aliento en las mejillas. En cuanto Juana se hizo cargo de Rosalinda, la señora, desobedeciendo la orden de descansar, salió de la habita¬ ción para sentarse en la mecedora de su terraza. El sol había asomado sobre el valle; en los pétalos curvos de las orquídeas rojas más bonitas de Papi se demoraba aún el rocío. En el balcón, la señora Valencia le hizo un altar a su hijo con dos ramos de claveles blancos, que eligió ella y yo fui a buscar al jardín, y una vela que había estado re¬ servando para encender en la iglesia, después de la misa. Vimos pasar frente a la casa al padre Romain, deprisa como si fuera a administrar a alguien los últimos ritos. Pronto, detrás de él, aparecieron mis amigos rumbo al cañaveral. Como siempre Kongo iba delante, con Sebastien eYves siguiéndolo de cerca. La señora Valencia se apoyó en la balaustrada como para ver mejor las orquídeas de abajo. -Amabelle, ¿conoces a algunos de los braceros? -Sí, señora. -Ve a pedirles a esos que acaban de pasar que entren a tomar un cafecito con nosotras.

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118 -¿A todos? -Todos los que quieran venir. Llegué al camino de los almendros sin resuello. Unas cuantas almendras maduras habían caído ya de las ramas. Las semillas estaban abiertas, medio hundidas en el suelo. De los frutos manaba un jugo rojizo, y daba la impresión de que la tierra sangrase. -¿Quién te persigue? -preguntó Sebastien. -El ama de la casa quiere que todos ustedes vengan a tomar un cafecito con ella -dije yo. -¿Tu ama? -La señora Valencia. Kongo se puso la mano sobre los ojos y alzó la vista a la casa. -A ese lugar no queremos ir -le gritó Sebastien al oído. La noticia de la invitación corrió de boca en boca. Se encogieron hombros. Se levantaron cejas. Se apartaron sacos de arpillera y sombreros de paja para que la casa pudiera verse mejor. En lo que dura una respiración se abrieron y cerraron discusiones. ¿Y qué quería de ellos, pues? A lo mejor los envenenaba a todos. Muchos habían oído rumores sobre haitianos asesinados de noche porque pronunciaban perejil con una ge gangosa en lugar de la erre. Los rumores no corrían en vano, sostuvo alguien. Una mujer se puso a contar historias que había oído. Una semana antes, ante la mesa misma de la cena, un co¬ ronel había apuñalado a la cocinera que trabajaba para él desde hacía treinta años. Unos guardias de campo habían sacado a dos hermanos del cañaveral y los habían desta¬ jado a machetazos; al parecer alguien lo había visto con sus propios ojos. Se decía que el Generalísimo, durante un

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119 recorrido por la frontera, había ordenado ejecutar a todos los haitianos. Se estaba pidiendo a los dominicanos pobres que los entregaran a los soldados. ¿Por qué no se les iba a pedir lo mismo también a los ricos? -Dime de nuevo el nombre de tu ama -dijo Kongo. -Señora Valencia -dije yo-. Hoy entierran a su hijito, así que tal vez no esté del todo bien -me golpeé las sienes para explicar cualquier desliz en la razón de la señora. Kongo afincó su palo de escoba en la tierra roja y se puso en marcha hacia la casa. La mayoría de los peones siguieron camino al cañaveral, pero algunos, veinte al menos, o así, fueron lo bastante curiosos para acompañarlo colina arriba. Se agolparon en el porche, en el jardín, en todo lugar en donde hubiera espacio para apoyarse o sentarse. La señora Valencia mantuvo a Rosalinda dentro mien¬ tras Juana y yo cumplíamos sus indicaciones. Servimos café en su mejor porcelana europea, la del motivo de or¬ quídeas, y le pasamos las primeras tazas a Kongo, que las entregó a los jóvenes del grupo. Entre los menores estaba el niño al que la noche anterior yo había dado los huesos de cabra. Le serví una taza llena y luego me dediqué a los demás. Como Juana había racionado el café cuidadosa¬ mente, todos podrían beber al menos un sorbo. -Si no nos vamos pronto perderemos el sueldo del día -dijo Sebastien. No quería participar en el festín de la señora. Mientras Juana servía las últimas tazas del café que le habían mandado sus hermanas, Kongo se alejó de los otros y con toda audacia entró en la sala donde la señora esta¬ ba sentada con su hija. Se inclinó a escrutar la cara de

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bronce de Rosalinda; extendió la mano como para tocar¬ la. La señora Valencia levantó la suya y bloqueó los vie¬ jos, endurecidos dedos de Kongo. Kongo le aferró a la señora la mano estirada y le besó la punta de las uñas. La señora Valencia se puso roja, como si fuese la primera vez que la tocaba tan íntimamente un extraño. -La muerte de su otro hijo me entristece el corazón -dijo Kongo en su mejor español. Liberó la mano para que la señora pudiese sostener mejor a la niña-. Cuando él murió, mi hijo, la tierra se me hundió varios palmos bajo los pies. Yo me pregunté: ¿cómo puede morir tan joven? ¿Ha sido un capricho de las estrellas visitarlo antes que a mí? ¿Es para enseñarme que una vida puede ser vasta como cien años o súbita como un golpe de aliento? Disfru¬ te de la que le ha quedado. Todo pasa muy rápido. En un abrir y cerrar de ojos. La señora Valencia lo miró marcharse colina abajo. Yo también lo seguí con los ojos. Llevaba la mano apoyada en el hombro de Sebastien, como reuniendo a cada paso las fuerzas para el siguiente. Una vez que se fueron todos, la señora Valencia vol¬ vió a la cama y estuvo despierta en silencio, mirando a la niña dormir a su lado. Quizá hubiera debido lamentar haberse expuesto a sí misma a la humedad de la mañana y a su hija a las fuerzas extrañas que acaso trajeran Kongo y los suyos, pero la muerte de su hijo la había vuelto cru¬ da y temeraria. Cuando volvió el marido, no le dio tiempo a contarle nada del funeral; primero contó ella lo que había hecho por los braceros. Él no la reprendió. Pero no bien descubrió que había

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121 usado la porcelana importada, llevó el juego entero al patio y, tirando tazas y platos contra el muro de las letri¬ nas, los hizo añicos uno a uno.

21 En Navidad las colinas que hay debajo de la ciudadela se llenan de farolitos. Padres e hijos unen las manos para alumbrarse las caras con el fulgor del frágil papel moldea¬ do en los deseos del corazón. Los faroles, las lámparas, son como las cometas, dice mi padre, cometas que brillan pero no vuelan. Mi padre siempre me hacía lámparas con formas de monumentos, una labor que le demandaba más tiempo que casi todas las otras. El farol en forma de la plaza Toussaint Louverture con una vela encendida dentro, la gorra emplumada del generalToussaint, la catedral de Cap Haitien con un pliego de papel tiñendo a otro, para que pareciese vitral, y por supuesto la ciudadela, que exigía doce meses de trabajo secreto. Hazme una lámpara con tu cara para llevarla conmigo todo el año, le digo a mi padre. Él ríe; un cloqueo de orgullo paternal. Sería muy vani¬ doso, dice, gastar en reproducirnos más tiempo que el que usó Dios para hacernos.

22 El bautizo de Rosalinda sólo tuvo lugar cuando la se¬ ñora Valencia acabó formalmente su período de reposo. El día de la ceremonia, en la capilla, una multitud expec¬ tante de madres, padres, madrinas, tías y tíos colmaba los bancos. Habían llevado sus niños para que el padre Vargas los bautizara en grupo. Muchos ya tenían seis o siete años e iban a bautizarse de nuevo para que el padrino oficial, bien que en ausencia, fuese ahora el Generalísimo. El señor Pico fue abriendo paso entre el gentío para que su mujer cargara a Rosalinda hasta la primera fila, que estaba reservada a las familias privilegiadas. La señora Valencia llevaba un vestido color crema clara y una mantilla del mismo encaje de Valenciennes que el mantel con que había enterrado a su hijo. Detrás de ella iban Papi, el doctor Javier y Beatriz. Yo miré de lejos cómo el padre Vargas, vertiendo agua sobre la cabeza de Rosalinda, le daba la bienvenida a la Santa Iglesia Católica. Después del bautizo le cedí mi lugar a la familia de un muchacho casi adulto que iba a cambiarse el nombre. En honor del Generalísimo, ahora se llamaría Rafael. Fuera de la capilla esperaban su turno los campesinos del valle. Unos pequeños tambaleantes perseguían a un

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124 cabrito alrededor de la iglesia. Las madres les gritaban amenazas que ellos no oían. Sin cena por el resto de sus vidas. Nunca más un dulce. Nada de amor. Levantando polvaredas como alfombras voladoras, los niños estaban dispuestos a arriesgar cualquier cosa que les fuesen a qui¬ tar más tarde. Cuando salió la familia, la señora Valencia me acercó a Rosalinda para que le diera el beso bautismal. -La última vez que la viste, Amabelle, esta niña era una mora. Aquí te la traigo cristiana. Me incliné a rozarle las mejillas con los labios. Aún tenía la frente mojada del agua bendita del cura. El señor Pico arrastró a su mujer tirándole del brazo, con lo que casi se cae la criatura. A Rosalinda el brusco movimiento la sobresaltó: camino al auto que los llevaría a la casa se echó a llorar. Juana preparó un banquete gigantesco. Nos pasamos la tarde sirviendo a los vecinos, los que vinieron a la casa y los otros, campesinos del valle curiosos y hambrientos que se habían reunido fuera. El recuerdo de Rafi apagó el festejo. Sin duda su som¬ bra seguiría a la hermana toda la vida. Esa noche, después del banquete, vino a buscarme Kongo. Llevaba puestos la camisa amarilla y los pantalo¬ nes negros que Sebastien le había dado para vestir a su hijo muerto; las ropas le sentaban como si las hubieran cosido para él. -Busco a Amabelle -dijo por la rendija de la puerta. Pa¬ sando los dedos por la baranda de la galería, esperó en la noche entre el croar de la ranas.

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125 -Entre, por favor -dije. Echó un vistazo a las tablas de cedro que Papi había apilado cerca de las letrinas. -Deja que me pare un momento aquí -dijo-. Qué can¬ tidad de madera. He estado en todas las tierras azucareras de este país y nunca hay madera para darnos a nosotros. He visto gente que para hacer un ataúd tenía que arran¬ car una puerta de sus goznes -a través del umbral me pasó una cara de hombre moldeada en papier-máché-: traigo esta ofrenda para tu casa. Espero que la acepten. Recibí la máscara. La cara parecía ser la suya pero muchas décadas antes. La frente era amplia y curva, los pómulos se empinaban por encima del hueco entre las mandíbulas. Los labios se entreabrían como en una mue¬ ca o un grito; era el rostro muerto de su hijo. Le señalé la estera donde me preparaba a dormir. Se sentó. Recogió mi caracol, sopló y le fue extrayendo una melodía recortada y vivaz, un ritmo de carnaval. -¿Tiene hambre? -le pregunté. Con un bostezo me dio a entender que sí. A mí me quedaba un poco de arroz que había guardado del ban¬ quete para Sebastien. Quité las tres capas de hojas de plᬠtano que lo cubrían y se lo serví con una cuchara de madera. -Allá en mi tierra me ganaba la vida haciendo másca¬ ras de carnaval -dijo entre bocados- Para hacer las de este tipo me bastaba con un poco de harina y papel. Tenía mujer; estuvo conmigo treinta años. La madre de mi hijo. Le encantaban las máscaras, a ella. Cuantas más másca¬ ras hacía yo, más me quería -le di un calabacito lleno de agua. Echó la cabeza hacia atrás y bebió hasta vaciarlo-.

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126 A mi edad, la memoria no siempre marcha bien. A lo mejor yo a ti te conocí de chica. Tal vez eras una de esas niñas que, cuando mi mujer y yo íbamos con máscara a abrir el desfile de carnaval, corrían a esconderse asustadas.Tal vez treparas al palo enjabonado para coger el dinero de la pun¬ ta. Naturalmente, uno nunca recuerda a todos los niños. -¿Cómo se llama de verdad? -pregunté yo-. ¿Cuál era su nombre antes de venir aquí? -de pronto necesitaba saberlo. Esperaba que el viejo también quisiera compar¬ tir eso. -Recordar algunas cosas es un despilfarro -dijo-. Como alimentar una lámpara con sangre -ahora respiraba más fuerte, como si el estómago tardara en habituarse a estar lleno-. Cuando murió mi mujer dejé las máscaras para dedicarme a la carpintería. Pero sólo era bueno para ha¬ cer máscaras, yo. Y con todo, no me cabía en la cabeza hacerlas sin mi mujer. Vendí toda mi tierra. Gastaba el dine¬ ro en cosas que sirvieran para olvidar: sobre todo alcohol, aguardiente y compañía de gente alegre. No soportaba la soledad cuando estaba triste. En menos de lo que canta un gallo me quedé sin un centavo. Con Joél estábamos acostumbrados a trabajar juntos. Si no hubiéramos venido aquí habríamos acabado mendigando. Pero no he venido a comer tu comida y contarte historias. Vine porque me mandó Sebastien. -¿Le ha pasado algo? -pregunté. A causa del bautizo no había ido a ver a Sebastien en todo el día. -Sebastien está muy bien -dijo él-. Con lo que pasó en el barranco ha decidido que no quiere perder más tiem¬ po. Me ha enviado a preguntarte si quieres ser su prome¬ tida y guardarte sólo para él. Cuando un joven tiene

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127 intenciones serias con una muchacha, las costumbres exi¬ gen que mande a los padres a expresar sus intenciones a los de ella. Como ninguno de ustedes tiene padres, he ve¬ nido yo a traer su palabra. Miré la máscara que tenía en las manos. No pude evi¬ tar acordarme de la muerte de Joél, de que esa noche, por un momento, yo había creído que el automóvil del señor Pico había atropellado a Sebastien. El viejo me miró a mí y bajó los ojos a la máscara. -Siempre esperé que mi hijo encontrara una mujer como tú -dijo-. Una buena mujer. -Joél tenía una buena mujer -dije yo. -Hablas de la que tiene el lunar grande bajo la nariz. Yo no quería esa para él. -Ella quería a su hijo. Deseaba su bendición. Todavía la espera. -¿Mi bendición? ¿Para qué? Mi hijo ya es sólo un re¬ cuerdo, y quizá ni siquiera. La del lunar bajo la nariz es joven, y nadie se mantiene joven vigilando el pasado. Dentro de poco encontrará otro hombre y mi hijo se le irá de la cabeza. -Todavía está muy alterada -dije. -Espero que Sebastien te deje guardar la máscara -dijo él. -¿Seguro que no quiere guardarla usted? -pregunté. -He hecho muchas -dijo-, para ios que quieran tener presente a mi hijo aun cuando yo me haya ido. Si pudiera las llevaría todas colgadas del cuello, eso haría, como al¬ gunos llevan amuletos. Esta te la doy a ti porque tienes dónde conservarla a salvo.

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128 -Me alegra que me la dé -dije-, aunque alegrarse no es la palabra adecuada. -A mí me pone contento dártela -dijo él-, aunque con¬ tento no sea la palabra justa. -Gracias por confiarme algo tan preciado. -Preciado para mí era mi hijo. Esto es sólo un recuer¬ do triste. Cuando se levantó para irse, le alisé el cuello y quité una bolita de arroz que se le había pegado al primer bo¬ tón de la camisa. -Ahora está muy buen mozo -dije. -Sebastien me dejó quedarme con estas ropas -dijo-. Yo les hice unas pinzas para achicarlas. -Me alegra que el mensaje de Sebastien me lo haya traído usted. -Oportunidades así no se me dan a menudo -dijo-. Cuando venía para acá también se me ocurrió otra cosa. -Dígamela, por favor. -El anciano de tu casa, don Ignacio, no ha vuelto a pedirte que lo lleves a verme, ¿no? -con la muerte de Rafi, Papi parecía haberse olvidado de Kongo y Joél-. No me sorprende que mi hijo ya se le haya desaparecido del pen¬ samiento. En cuanto Kongo se marchó yo volé a ver a Sebastien. No fui por la carretera del barranco sino por el sendero que rodeaba el arroyo, que por la noche era mucho más fresco. Era una noche oscura, pero yo conocía tanto la senda que habría podido seguirla dormida. Bordeé el arroyo es¬ cuchando a las ranas y el chirrido distante de las cigarras.

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129 Había caminado un rato cuando oí un crujido de ramas y el ruido sordo de unos pies que caían detrás de mí entre los agujeros del barro. Al principio los pasos eran débiles, pero al cabo de un rato crecieron en fuerza y concentración. Se acercaban marchando en un unísono perfecto. Saltando del sendero intenté deslizarme en el arroyo, pero con un chapoteo aterricé sobre mi trasero. Desde el agua la noche parecía más clara. Tanteé el lecho en busca de una piedra, de cualquier cosa con qué defenderme. Miré atrás por el sendero pero no vi a nadie. Tal vez los ruidos eran producto del miedo. -Tú en el agua -dijo una voz de hombre desde un ár¬ bol en sombras. Me había hablado en kreyól. Anclé los pies en el fondo, estiré los brazos y por fin agarré una piedra. Había tres hombres en la senda, cada uno con un machete, las hojas reflejando el cabrilleo del agua. -Es hora de dormir, no de nadar -dijo la misma voz. Ahora veía las tres caras. Eran canteros que vivían en las casas vecinas, sobre el camino que llevaba al arroyo. Salí del agua temblando; el aire nocturno me secaba la piel. Uno de los hombres era Unél, que una vez había restaura¬ do las letrinas del patio de la señora Valencia. Me dio una manta que llevaba enrollada a la espalda. -¿Adonde ibas a estas horas, Amabelle? -preguntó. -A ver a Sebastien -dije. -¿No has oído nada? -preguntó él. -¿De qué? -De que están matando gente. -Son puros rumores. Empezaron cuando murió Joél -dije yo.

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130 -Si quieren encontrarse de noche, deberías decirle a Sebastien que te vaya a buscar. Volví al sendero que bordeaba el arroyo. Unél se pre¬ cipitó adelante mientras los otros se quedaban detrás de mí. -No es prudente andar sola en estos tiempos -me re¬ gañó-. Después de la muerte de Joél formamos una bri¬ gada de vigilancia nocturna. Si vienen por nosotros, estamos preparados. -Yo me vuelvo -dijo otro hombre a mis espaldas-. No pienso esperar a que las cosas pasen del dicho al hecho. Me vuelvo a Haití. En vez de ir por la carretera, donde están los soldados, viajaré por las montañas. Me vuelvo este mismo sábado. No me importa dejar esto. Gracias, Alegría. Lo hemos pasado bien, pero ahora hay que des¬ pedirse. -Yo me quedaré a pelear -dijo Unél-. He trabajado muy duro; tengo derecho a vivir aquí. La brigada se que¬ da a pelear. Luchando podemos ayudar a los otros. -¿Y todo esto porque mataron a Joél? -pregunté yo. A Unél debió sorprenderlo mi voz serena, porque me miró callado antes de partir tras sus compañeros, que ya le habían sacado unos metros. No era que yo me hubiese vuelto indiferente; pero me costaba entender por qué Unél y los demás consideraban la muerte de Joél un preanuncio de la de ellos y de la mía. ¿Había el señor Pico atropellado a Joél adrede, para limpiar de haitianos esta parte de la isla? -Te lo preguntaré de nuevo. ¿No has oído hablar de nada? -insistió Unél. -He oído hablar demasiado -dije yo.

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131 Cuando llegamos al batey le devolví la manta. Unél la enrolló, la ató con una cuerda y se la colgó a la espalda. -Gracias a ella, si esta noche tengo frío podré taparme con una manta mojada -le dijo a Sebastien mientras se daban la mano-. Aprovecharé la ocasión para prevenir a los demás. Los tiempos han cambiado. Debemos cuidar¬ nos entre nosotros. Unél y sus hombres recorrieron las chozas advirtién¬ dole a todos que tuvieran cuidado, que no anduvieran solos de noche. Reclutó algunos centinelas más, que pro¬ metieron que a la noche siguiente lo ayudarían a patrullar el valle. Otros, bromeando, dijeron que, después de traba¬ jar el día entero en el cañaveral, sólo una mujer lograría sacarlos de la cama para hacer vigilancia. Con la ropa chorreando entré deprisa en la pieza de Sebastien. Parecían, él e Yves, a punto de apagar la luz para dormirse. -Pensé que todavía estabas con Kongo -dijo Sebastien. Yves se puso de pie, se pasó una mano por la cabeza rapada y salió. Yo me quité la ropa pero me dejé la enagua. Sebastien salió a colgar mi vestido. Cuando volvió nos echamos en su estera. Él cubrió nuestros cuerpos con la tela de un viejo saco de arroz. Yo le sentía las magulladu¬ ras y el ungüento de sábila bajándole por las piernas. Le dijo a Yves que podía entrar. -¿Has oído algo? -le pregunté a Sebastien. -Unél anda hablando de una orden del Generalísimo. -Sí, eso dijo. -No sé cómo tomarlo. No dejo de oírlo, pero no sé si es todo cierto. -Cuando llegaste estábamos hablando de ti -dijo Yves,

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132 acostándose de nuevo al otro lado de la pieza-. ¿No te ardían las orejas? -¿Qué estaban diciendo? -pregunté. -Yves me decía que debería vender la madera -dijo Sebastien. -¿La madera de Papi? -Podemos venderla -dijo Yves, volviendo hacia noso¬ tros su gran nuez-. Conozco a uno que busca madera bien curada para hacer muebles. -Yo no quiero tenerla cerca -dijo Sebastien. Aunque no repetía los rumores, yo veía bien que estaba tan inquieto como los demás, alterado incluso-. Ya que no la hemos usado para lo que pensábamos, quiero devolvérsela al dueño. -Nada de devoluciones -Yves arrancó unos hilos de sisal del borde de su esterilla. -Entonces la madera es tuya -dijo Sebastien-.Te la re¬ galo. Puedes hacer lo que prefieras. Yves ovilló el cuerpo y nos dio la espalda. -Nada de devoluciones -repitió, la voz desvanecida casi en el sueño. -Enviaste a Kongo a hablar conmigo -le susurré yo a Sebastien. -Hay un montón de hombres que se habrían compro¬ metido contigo ya hace tiempo -dijo él. -¿Debemos pedirle al padre Romain que nos bendiga? -pregunté yo, cada vez más impaciente por comprome¬ terme con Sebastien de una manera honrosa-. Sé que no te gustan los curas ni los ritos, pero el padre Romain es un amigo. Un leño de cocina mantenía entreabierta la tabla que

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133 le hacía a Sebastien de ventana. Crujía como si fuera a caerse. Sebastien se levantó a fijarla para que el aire noc¬ turno refrescara la pieza. -No podemos vivir juntos hasta que termine la zafra -dijo él-. No quiero traerte aquí, y no quiero apretarme en tu cuarto, ni vivir en esa colina con esa gente. ¿Puedes esperarme, por favor? -Puedo esperar -gritó Yves en sueños. -¿Qué puedes esperar tú? -le preguntó Sebastien riendo. Nos acercamos a la estera de Yves. Tenía los ojos muy abiertos, clavados en el techo, y en las pupilas un lustre como de río brumoso. Sebastien agitó los dedos frente a su cara. Yves no par¬ padeó. -Pregúntale cómo está -dijo Sebastien. -¿Cómo te van las cosas, Yves? -pregunté yo. -¿Quién pregunta? -dijo Yves, dormido todavía. -Lo conozco desde que llevábamos los dos pantalón corto -dijo Sebastien cuando volvimos a su estera-. Hace muchos años que comparto esta pieza con él. Nunca ha¬ bía hablado en sueños, y menos con los ojos abiertos. Esto empezó con el accidente de Joél. Tanto Yves como Sebastien farfullaron dormidos toda la noche, como si viajaran juntos por el mismo sueño. -Papá, no te mueras en ese plato -dijo Yves cerca del amanecer. Rodó de espaldas, los ojos fijos en el techo sucio. La voz era clara pero distante, como si estuviera recitando por centésima vez una lección escolar rancia-. Papá, no te mueras en ese plato. Deja que me lo lleve. Sebastien, de lado, murmuraba en su propia pesadilla. -¿Sigue hablando? -me preguntó al despertarse.

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134 -De que el padre se muere en un plato de comida -dije yo. -A su madre le gustaba decir que el padre había muer¬ to sobre un plato de comida -replicó Sebastien con voz cansada- Los yanquis lo habían encerrado en la cárcel y lo habían tenido un mes a pan y agua. Lo primero que hizo la madre cuando salió fue prepararle toda la comida con que había estado soñando. El hombre comió hasta caer con la cara contra el plato. Estaba muerto. Por fin el canto de un gallo despertó a Yves. De un salto fue a recoger la ropa de trabajo, porque le gustaba ser de los primeros en el arroyo. -¿Tuviste malos sueños anoche? -le pregunté. -¿Qué quieres saber? -preguntó él, la nuez agitada como si fuera a salírsele por la boca-. ¿Quieres usar mis sueños para apostar en los juegos del puesto de Mercedes? -No nos dejaste dormir -dijo Sebastien-.Te pasaste la noche chillando como una cotorra loca. En cuanto la mayoría de los peones partió hacia el arro¬ yo, Sebastien y yo fuimos a una cabaña de adobe que ser¬ vía de cocina; estaba junto a la cerca de madera en el sitio donde el batey daba a un camino de tierra. Él raspó dos piedras contra unas varillas secas e hizo lumbre para nues¬ tro café. Nos sentamos bajo el alero de la cabaña. Mirando a Sebastien sorber el café por un costado de la boca, sonreí contra mi voluntad. Para algunos la pasión es la entrega de un anillo en una ceremonia eclesiástica, la crianza de niños como propie¬ dad compartida. Para mí era apenas una sonrisa que me

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135 tironeaba las mejillas y no podía evitar. Y lentamente, a medida que me vislumbraba entre sorbos de café, él em¬ pezó a devolverme una sonrisa parecida, tan retraído y poco digno como yo, casi avergonzado de ser responsa¬ ble de la expresión de deseo que le sonrojaba los lados de la cara. Sus ojos buscaron todo lo que hubiera alrededor, las ascuas vivas bajo la cafetera, los guijarros que la sos¬ tenían, las matas de hierba parda, agonizante de tan piso¬ teada. Cuando la brisa de la mañana le levantó el cuello de la camisa, raído y manchado de caña, se lo alisó con las manos plagadas de cicatrices. Se escrutó los conocidos detalles de los dedos y sólo se detuvo, en el instante en que cruzamos las miradas, para tratar de comunicarme, con el aleteo simple de una sonrisa más, todo lo que no podíamos decirnos porque aún estaban la maldición de la caña, el odio a la zafra, el miedo al futuro.

23 Sueño con la mujer de azúcar. De nuevo. Como siempre, lleva un vestido de tres volantes inflado como un globo. Un bozal de plata brillante le cubre la cara y en el cuello tiene una correa con candado. La mujer de azúcar se agarra la falda y salta por mi cuarto de un lado a otro. Parece como si bailara una kalanda con giros muy rápidos; enlaza los brazos con el aire, finge besar a alguien más alto. Con los pasos y el balan¬ ceo, las cadenas de los tobillos repican con una melodía entrecortada. Al son de ese cascabeleo ella renueva los x saltos cojos, con lo cual el sonido crece. -¿Debajo de eso está su cara? -le pregunto yo. La voz con que he hablado me sorprende. Es la voz de la huérfana del arroyo, la niña que desde entonces sólo hablaría con rostros extraños. -¿Me ves? -dice ella, y bajo la máscara resuena una risa metálica. -¿Por qué lleva eso en la cara? -insisto. -¿Esto? -golpea el bozal con los dedos-. Me lo pusie¬ ron hace mucho tiempo para que no me comiera la caña de azúcar. En el sueño empiezo a pensar que es Sebastien quien la trae siempre; que es la imagen oculta de una mujer ce-

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137 losa o la presencia de un amor muerto que él trae a mis brazos. -¿A qué vienes? -le pregunto. -Ya te lo he dicho otras veces. Yo soy la mujer de azú¬ car. Tú, mi eternidad. Me despierto, y despierto a Sebastien golpeándole el brazo con que me rodea. Cuando yo hablo en sueños siempre es de mis padres o de la mujer de azúcar. -¿Y esta vez qué has soñado? -pregunta él. A veces mis sombras lo impacientan.

24 En torno a la casa de doña Sabine, guardias de oscuros rostros campesinos moteaban el alto muro de cemento. Algunos parecían demasiado viejos, otros demasiado jó¬ venes para cargar con los viejos fusiles que llevaban al hombro, con el correaje que les marcaba la espalda. Al pasar miré las altas puertas del patio, desde donde un corrillo de hombres y mujeres acuclillados miraba a los transeúntes. Más cerca de la casa de la señora Valencia, de pie en el camino, Luis mecía la cabeza al compás de toda cosa en movimiento, ya fuera carro de bueyes o vendedor a lomo de burro, niño yendo a la escuela o machetero rumbo al cañaveral. -El patrón se va hoy -dijo sonriendo-. Dentro de un rato vendrán a buscarlo. El patrón se había quedado mucho más de lo esperado. Sólo ahora, le había dicho a su mujer, se pondría en mar¬ cha el operativo urgente que le habían anunciado. Noso¬ tros, habituados como estábamos a no compartir a la señora, preferíamos que él se fuera. Por mi parte, yo sos¬ pechaba que el señor se había cansado de ver a su hija cada día más gordita y contenta mientras él pensaba en el he¬ redero varón perdido.

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139 -¿Cuánto tiempo se irá? -pregunté. Luis no sabía. Un pedazo de metal ardiente me pasó junto a la cara mientras subía la colina. Salté a un lado con la cabeza encogida. Desde la sombra del flamboyán, cada uno con una carabina corta, la señora Valencia y su marido apun¬ taban a la güira que crecía frente a mi cuarto. Un vaho de humo picante llenaba el aire y parte fue a descansar al fondo de mi garganta. Cerré los ojos al agui¬ jón que me afiebraba las pupilas. -¡Amabelle! -gritó la señora Valencia, la voz ronca de pavor. En un suelto vestido casero, había buscado apoyo en el árbol. El señor Pico llevaba todo el uniforme salvo la gorra, que descansaba en una punta del banco donde su mujer se sentaba entre disparos. Agité la mano para indicar que estaba viva y corrí a la despensa, desde donde Juana espiaba molesta. -Pensé que el último te había dado en el cuello -me dio una taza de agua. -¿A qué santo tengo que agradecerle? -A todos. La señora parecía agotada de tantos tiros, pero se re¬ hizo a tiempo para disparar de nuevo. Miró hacia la casa, preocupada acaso de que las descargas pudieran desper¬ tar a su hija. -No debería hacer esto -dijo Juana-, cuando hace tan poco que dio a luz. -La señora es fuerte. Es una buena tiradora -dije yo cuando el agua se me asentó en el estómago. Yo recordaba cómo a falta de un varón, y pese a los

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140 tristes recuerdos de la guerra, Papi solía llevar a la señora de caza cuando todavía era una niña. Con Papi ella caza¬ ba pájaros. ¿Qué cazaría con el marido? El señor Pico le guió los dedos por la guarda del gatillo. -Acuérdate de no apuntar demasiado alto, o la bala pasará por sobre la cabeza. Le colocó las manos para que disparase otra vez. Ella se soltó con una sacudida, se inclinó hacia delante, aplicó el ojo a la mira y apretó el gatillo. En la güira crujió un fruto y cayó al suelo junto a otros ya partidos. La señora Valencia bajó el rifle y dijo: -Ya basta. Con una toalla al hombro, Juana le llevó un gran cuenco de agua. La señora se lavó las manos y se las secó con la punta de la toalla, que caía sobre el estómago de Juana. -Tienes que saber defenderte -dijo el señor Pico mien¬ tras volvía a la casa. Llevaba a su mujer del brazo como reviviendo la marcha nupcial. -Papi y Luis nos cuidarán bien -dijo ella. -No pueden estar contigo todo el tiempo. -Nunca habíamos tenido estos miedos. -Son otros tiempos -dijo él. Luis entró en la sala a anunciar que había llegado un camión lleno de guardias. Juana salió corriendo y volvió con Rosalinda en brazos de una prima lejana de la señora Valencia. Había venido de Higüey a visitar a la niña; se llamaba Lidia. Lidia tenía la cara angosta, la mirada gacha y un pelo negro y largo que se le balanceaba cuando le daba palmaditas a Rosalinda. Tendió a la niña para que el padre la abrazara. Evitan-

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141 do a su hija, el señor Pico rozó con los labios la mejilla de Lidia y salió. Rumbo al camión, marchó camino abajo entre el cla¬ mor y los saludos de los hombres de la Guardia. Saludó una vez más a su mujer y saltó al asiento del copiloto. -Parece que estuviéramos en guerra -dijo la señora Va¬ lencia mirando partir la caravana. Como hacía con otras cosas desagradables, prefirió pasar por alto que el mari¬ do las había evitado a la niña y a ella. -Con tu marido todo se convierte en una gran expedi¬ ción -dijo Papi volviendo con ella a la sala-. Los hombres como él acaban figurando en placas, en caminos y en puen¬ tes. Se le pone su nombre a pueblos y ciudades. Yo me vine a este valle para huir de cosas así, para escapar de los ejér¬ citos y los oficiales... -Y tu hija se enamoró del primer soldado que entró en tu jardín... - El amor no siempre puede explicarse -dijo Papi, la voz llena de deseo de entender-. Yo esto ya lo he visto. Tu marido cree que hace lo que hace por el país. Al menos eso debe decirse a sí mismo. -Es un buen hombre, Papi -dijo la señora. -Si lo dices tú, tengo que creerlo -replicó Papi-. Me voy a dar un paseo. -Llévate a Luis -dijo la señora. -No, no -dijo Papi-. Esto lo hago yo solo.

25 Las tormentas de viento del valle me exaltan. El pol¬ vo se alza del suelo a borbotones y barre el camino. Como una sábana agitada en el tendedero, da una sombra pro¬ pia, mientras más arriba, echando otras sombras, los pᬠjaros revolotean intentando divisar a los humanos de cabeza encogida. Cuando hay tormenta de viento siempre me imagino que delante de mí camina gente, figuras que no veo pero cuya forma surgirá en cuanto se despeje el aire. Veo a mi padre y a mi madre y me veo a mí misma. Estoy con ellos, niña a quien todavía hay que dar la mano, niña que para hablar debe mirar hacia arriba. Una vez que la tormenta amaina me veo alzar las manos en una ple¬ garia inmóvil, como si me guiaran gigantes invisibles, la cara vuelta hacia los árboles cubiertos de greda blanca.

26 Más tarde esa mañana vino el doctor Javier a examinar a Rosalinda. Juana estaba en la despensa y Luis barría el patio. Con aspecto de cansancio, el doctor entró en la casa encorvado. -Haz el favor de escucharme -me murmuró en kreyól-. Debes irte inmediatamente de esta casa. Unos amigos de la frontera acaban de decirme que por órdenes del Gene¬ ralísimo soldados y civiles están matando haitianos. Qui¬ zá no tarden más de unas horas en llegar al valle. No podía ser cierto. Rumores, pensé. Siempre los ha¬ bía: rumores de guerra, de disputas territoriales, de que un lado de la isla planeaba invadir al otro. Eran las gran¬ des fantasías de los presidentes que querían la isla entera para ellos. Eso no le concernía a la gente como yo, ni a los que como Yves, Sebastien y Kongo trabajaban en los cañaverales. Ellos le sacaban fruto a la tierra. Los domi¬ nicanos necesitaban el azúcar para sus cafecitos y su dul¬ ce de leche. Necesitaban el dinero de la caña. -¿Pico está? -preguntó el doctor. -Se fue a la frontera -dije yo. -Vaya, la frontera -dijo él, como ante el indicio que confirmaba todo su cuento. Quería convencerme con el

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144 sudor que le cubría la cara, con el ceño fruncido y esos gestos que me apremiaban a confiar en él si deseaba, a creerle si podía.Tenía que hablar con mucha gente además de mí-. ¿Te irás? -preguntó. A mí me habría gustado escuchar más advertencias. Ne¬ cesitaba saber con precisión qué era cierto y qué no. Pa¬ recía todo tan extraño. ¿Y si el doctor era parte del plan de muerte? -No puedo dejar a mi hombre y a su hermana -con¬ testé. -Esta noche cruzará conmigo un grupo grande -dijo él-.Tenemos dos camiones. Puedo hacerles lugar a los tres. Nos reuniremos frente a la capilla. Ya he hablado con el padre Romain y el padre Vargas. Darán una misa vesper¬ tina por Santa Teresa, porque ya casi es la fecha. Simula¬ remos que todo el mundo va a la misa. Yo de Santa Teresa no sabía nada. Tal vez me convinie¬ se saber algo más sobre esas santas que adoraba Juana, que parecía adorar todo el valle. Por el largo pasillo que lle¬ vaba a su habitación apareció la señora Valencia. -¿Por qué susurras, Javier? -preguntó. -Por si tu hija está durmiendo -dijo el doctor-. No querría despertarla. -Mi hija tiene un sueño profundísimo -dijo la señora, orgullosa. Luego, rascándose la cabeza, giró hacia mí y pre¬ guntó-: ¿Papi ya ha vuelto, Amabelle? “Ayúdeme, señora”, quería decir yo, ¿pero ella qué iba a hacer? ¿Cuánto sabía? ¿Tendría valor para interponer¬ se entre el marido y yo si fuera preciso? -Me inquieta que dé paseos tan largos -agregó antes de guiar al doctor a ver a Rosalinda.

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145 Intenté pensar en un plan. Tranquila, me decía. Tenía que actuar con calma. Por si el doctor tenía razón fui a mi cuarto, me hice una bolsa cosiendo una de mis faldas por la cintura, y aden¬ tro puse unas pocas cosas: la máscara de Kongo con la cara de Joél, la camisa sin terminar de Sebastien y una muda de ropa. Si el doctor se había equivocado siempre podía volver. Prepararse no hacía daño. Bajé la colina y escondí el bulto en el bosquecito que había tras la casa de Juana y Luis, en una hendidura entre las matas de plátano, y regresé a la casa principal. La señora Valencia estaba en la sala con el doctor. -¿Todavía no ha vuelto Papi? -preguntó. -No, señora. -Por favor, dile a Luis que vaya a buscarlo. Luis dijo que primero iría a la capilla, adonde a veces Papi entraba a rezar. Luego iría al cementerio, donde qui¬ zá estuviera visitando las tumbas de la mujer, el hijo y el nieto. No había por qué preocuparse por los vagabundeos de Papi; pero si la señora quería que él lo buscara, eso era lo que haría. Yo salí como para ayudar a Luis pero fui a ver a Se¬ bastien. Él acababa de llegar de los campos.Tenía el cuerpo empapado de sudor, como si lo abrasara una fiebre. Se reclinó contra el muro de su choza para que le diera el aire fresco. Dentro aún estaba la madera de Papi. Estuve un rato a su lado sin decir palabra. Lo veía muy cansado para escuchar y no iba a hablar hasta que estu¬ viera dispuesto. Además, ya no tenía ganas de decirle lo que había ido a decir. -He encontrado tres lugares en un camión que cruza

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146 la frontera esta noche -dije al fin-. Podemos ir tú, Mimi y yo-He oído lo de la misa del médico -dijo él- Santa Te¬ resa, la florecita. -El doctor me ofrece trabajar en una clínica haciendo lo que hacían mis padres -dije-. Me parece que lo mejor es irnos con él. Si se ha equivocado, podemos volver. -Tú nunca creiste que esa gente podía hacerte daño -me reprendió él en un tono que parecía de verdadero odio, como si no estuviera hablándome a mí-. Mataron a Joél y seguiste pensando que a ti nunca te harían nada. Había apretado los puños como siempre que intenta¬ ba contener la furia. Se los tomé y los abrí para ver las palmas, en las que las heridas de la caña habían borrado las líneas de la vida. Quizá yo había confiado demasiado. Había vivido en sueños que no querían terminar, los re¬ cuerdos de una niña huérfana. Quizá me había negado adrede a ver un presente realmente horroroso. -Perdóname, Sebastien -dije-. He creído demasiado. Aflojó los puños en mis manos. A mí me acalambraba el pecho un miedo que había sentido una sola vez, al ver ahogarse a mis padres: una especie de estupefacción, como cuando una ráfaga de viento nos cierra una puerta a la espalda y nos quedamos atrapados fuera. -Vamos a hablar con Kongo -dijo él-. Esta tarde fueron a visitarlo al cañaveral. El anciano de tu casa. -¿Papi? -Les dio dinero a los guardias para que dejaran a Kongo ir con él, y Kongo dijo que sí. Fuimos a la pieza de Kongo, que estaba sentado con

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147 Yves. Entre los dos había un montón de almendras y un martillo para partirlas. Kongo daba la impresión de no haber trabajado en todo el día. Sobre los muslos tenía haces de mimbre dispuestos para hacer una cesta. Sebastien y yo completamos el círculo alrededor del mimbre y las almendras, como si fueran objetos de devo¬ ción. -Kongo, ¿don Ignacio, el padre de la señora Valencia, fue a verlo? -pregunté yo-. ¿Sabe dónde está ahora? -Dijo que antes de volver a la casa iba a pasear un rato. -¿Qué quería de ti? -preguntó Sebastien. -Quería hablar en el bosque, de hombre a hombre. Sobre mi hijo -respondió Kongo. -No vale ni un suspiro -dijo Yves; enojado como esta¬ ba, la nuez le subía y bajaba rápido en la garganta-. Sólo matándolo quedaríamos parejos. -Las cosas no se emparejan nunca -dijo Kongo-. Si fuera así, la vida de ese hombre y la mía serían lo mismo. -¿Y qué dijo? -preguntó Yves. -Me preguntó cómo se llamaba mi hijo. Quería hacer una cruz con el nombre del muchacho, eso quería. Poner una cruz en la tumba. Yo le dije que basta de cruces en la espalda de mi hijo. -Tendrías que haberlo matado y enterrado en el bos¬ que -dijo Yves. -Me contó que cuando era joven mató gente en la gue¬ rra -dijo Kongo-. No recuerda a cuántos mató pero toda¬ vía hoy siente que cada uno camina con él kót a kót y le destroza la felicidad. Y cree que la muerte de su mujer cuando iba a darle un hijo varón, y la muerte de mi hijo

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cuando nacieron sus nietos, son cosas de esa gente que sigue andando a su lado. Piensa que la muerte del nieto es una prueba más. -¿Quiere que cargues con tu tristeza y encima la suya? -preguntó Yves, la nuez abultándole la fina piel que la cubría. Kongo intentó calmarlo con unas palmadas el hombro. -Yo no quiero nada más de él -recogió un puñado de almendras y las golpeó para que dejaran salir el fruto-. Puede que en la miseria parezcamos pequeños, pero so¬ mos hombres. Hablamos como hombres. Le conté mis congojas y él me contó las suyas. Creo que a lo mejor lo entendí un poco y él me entendió un poco a mí. -Es una mascarada de amabilidad -levantándose, Yves empezó a pasearse frente a la estera en donde había dor¬ mido Joél-. Esta noche vendo la madera de nuestra pieza. -Esta noche parte un camión -dijo Sebastien-. Amabelle, Mimi y yo estamos pensando en irnos. -De todos modos yo me quedo -dijo Yves pasándose la mano por la cabeza rapada-. Vendo la madera y me quedo. Hay quien piensa que los rumores los inventan ellos para echarnos. -Puede ser -dijo Sebastien-. Pero si son ciertos no me gustaría que me cazaran como a un pájaro en el nido. -¿Y tú qué harás? -le preguntó Yves al viejo. -Ya hace quince años que vivo aquí -dijo Kongo-. Ya no estoy para esa clase de viajes -metió la mano en un tarro y sacó un puñado de harina de maíz. Roció la hari¬ na y en ella dibujó en el suelo una granV de trazos muy abiertos, como brazos tendidos a un cielo invisible-. Esto lo hacía mi abuelo cuando yo me iba de viaje. “Te dibujo

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149 este signo”, decía, “porque somos uno solo que parte por dos sendas,” La senda de ustedes cruza ríos y montañas, y en el viaje necesitarán protección. Me pareció que Sebastien e Yves se alegraban triste¬ mente, como si sus padres muertos hubieran vuelto a dar¬ les la bendición. Kongo se sacudió la harina de las manos. Alzó la mira¬ da y nos guiñó un ojo. -Como un San Cristóbal -dijo. Yves salió de la pieza. Cuando un rato después miré hacia afuera, en la oscuridad lo vi pasar hacia el camino con dos tablas de cedro a la espalda. -¡Véndelas mañana! -gritó Sebastien lanzándose tras él. -¡Quizá mañana ya no estés! -le contestó Yves- Cuando volvamos los dos a casa, un domingo haremos una comida para los dos. Tú y yo, ¿eh? Sólo que no comeremos tanto como para morirnos. Me incliné a despedirme de Kongo con un beso en la frente. Él seguía con los ojos puestos en el dibujo del suelo. Mientras me alejaba no pude sino pensar que una vez me hubiera ido nunca podría enterarme de cuando Kongo muriese. Afuera Sebastien me tomó la cara con las manos y me besó en la boca. -Estoy cansado de la caña -dijo-Tal vez sea hora de ver a mi madre. Mi madre piensa que ya he estado lejos mucho tiempo. Iré por Mimi y nos veremos en la capilla. Cuando llegué a la casa, Papi no había regresado. Luis aún lo seguía buscando. Después de preparar la cena, Jua-

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150 na se le unió. Adentro Lidia cuidaba a Rosalinda, mien¬ tras la señora Valencia miraba el camino desde la galería. Para hacerla entrar, pues la noche estaba húmeda, pen¬ sé en contarle lo que me había dicho Kongo, que su padre estaba bien, o al menos había estado bien esa tarde; pero no quería revelar nada que Papi desease guardar en se¬ creto. Tampoco quería irme de la lengua y decir más de lo debido sobre mi plan de dejar la casa, probablemente para siempre. ¿Dónde empezaría esa charla y adonde iría a parar? A esas alturas el asunto era entre dos países, en¬ tre dos pueblos que intentaban compartir un pedacito de tierra.Tal vez por eso yo siempre había impedido que los rumores me comprometieran. Si eran verdad, no había nada que yo pudiera controlar ni cambiar. Había decidido que cuando llegara el momento de partir no me despediría de la señora. En cuanto hubiera cruzado la frontera le enviaría un mensaje con el doctor Javier. Mientras la señora esperaba a Papi, vimos a Beatriz su¬ bir la colina desde la casa de su madre. Se sentó al lado de la señora en una de las mecedoras de la galería. La señora se levantó y fue a apoyarse en una columna de la esquina, la que daba al camino principal. -¿Dónde está tu hermano? -le preguntó a Beatriz-.Tal vez mi padre esté con él. -Javier está en casa, preparándose para viajar a la fron¬ tera -dijo Beatriz-. A tu padre no lo he visto. -Me gustaría saber qué va a hacer tu hermano a la fron¬ tera -dijo la señora Valencia-. Quizá sea lo mismo que va a hacer mi marido.

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151 -Pico y Javier no son los únicos que van a la frontera. Mimi nos deja -oí decir a Beatriz- Su hermano se la lleva. Salí a preguntarles si querían beber algo fresco. Sería mi último gesto de cortesía con la señora Valencia. Pidió un vaso de agua. -Amabelle, ¿tu sabías que Mimi nos deja? -preguntó Beatriz. Fingí sorpresa lo mejor que pude. -¡Pero qué lástima! -Mi padre nunca había desaparecido tanto tiempo -dijo la señora Valencia cuando le serví el agua. -Temes por él porque sólo se te ocurren posibilidades malas -dijo Beatriz con su despreocupación habitual-. A lo mejor tiene una amante. -¿Y por qué iba a esconder una relación amistosa? -la señora Valencia volvió a sentarse en la mecedora-. Hace tanto ya que murió mi madre... -Tal vez la amante tenga algo de escandaloso. Podría ser muy joven, o casada. -Ese no es el temperamento de Papi. -Dies diem docet -se jactó Beatriz de su latín. -¿Y eso qué quiere decir? -preguntó la señora Valencia. -Un hombre nunca completa su educación -interpre¬ tó Beatriz. La señora Valencia pidió otro vaso de agua. Cuando se la llevé la bebió de un trago. -Quizá lo han detenido -mientras me daba el vaso es¬ crutó la propiedad en busca de caras desconocidas- Qui¬ zá le haya dicho algo a quien no debía. -No pensemos en eso ahora -dijo Beatriz, la voz lo bas-

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152 tante compuesta para tranquilizar a la señora-. Esperemos que vuelva tu padre pensando en cosas más alegres. Dime, ¿qué pintarás después del retrato del Jefe que hay allí dentro? -la señora necesitaba un tiempo para cambiar de tema. Beatriz insistió-: ¿Tienes en mente algún otro mo¬ tivo? -Mi hijo. Me gustaría pintar a mi hijo -dijo la señora Valencia-. ¿Y tú? ¿Qué dices de ti? Me han contado que últimamente espantas a los jóvenes como a las moscas del estofado. -Tú me quitaste a Pico -replicó Beatriz riendo- y nunca he encontrado a un hombre como él. Ahora espero que llegue el adecuado. Quizá me hable en latín y yo no en¬ tienda del todo qué me dice. Lo he soñado, ¿sabes?, que el hombre de mi vida empieza hablándome en latín. -Sinceramente, ¿tú sientes que yo te quité a Pico? -pre¬ guntó la señora. -Hay un aspecto de Pico que no me gustó nunca -con¬ fesó Beatriz-. Siempre ha soñado que un día será presi¬ dente del país, y me parece que para lograrlo sería capaz de mover montañas. -Es un buen hombre -dijo la señora. Siempre defendía al marido con la misma frase. -Hoy en día muchos hombres buenos cometen actos terribles -dijo Beatriz. -¿Entonces quieres casarte con un cura que la primera vez te hable en latín? -preguntó la señora Valencia, vol¬ viendo la conversación al asunto original. -Una señorita que hable en latín, dice mi madre, nunca encontrará marido -contestó Beatriz-. Cuando mi madre

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153 se casó era más joven todavía que yo ahora. Y mírala, de todos modos está sola. Viuda al fin y al cabo. -¿O sea que te da miedo quedarte más sola que ahora? -No es eso lo que me da miedo. Me gustaría viajar, es¬ caparme, irme lejos. -¿Adonde irías? ¿A la capital? -No lo sé. Quizá más lejos aún. En Alegría, el único sueño de las chicas es ir a escuelas de ciencia doméstica en Ciudad Trujillo. Tal vez en otros lugares tengan más as¬ piraciones. En España, por ejemplo. -Yo no creo que me vaya nunca -dijo la señora Valen¬ cia-. Aquí está la tumba de mi madre y la de mi hijo. Es probable que también entierren aquí a mi padre. No me iré nunca. -Pronto la gente vendrá a lugares como Alegría sólo para descansar, por la tranquilidad del lugar -dijo Beatriz. -Yo creo que pronto vendrán por la riqueza de la caña -la señora Valencia empujó la mecedora hacia adelante y abrazó la columna de la esquina-. Desde mi infancia los cañaverales han crecido. Los trapiches son cada vez más grandes y en cada zafra vienen a trabajar más macheteros. Nuestro futuro está en eso. Todavía quedaba un tiempo hasta que empezara la misa. Oí ruido de automóviles y me apresuré a subir la colina. Se acercaba un camión. La señora Valencia y Bea¬ triz bajaron la pendiente. Beatriz alumbraba el paso con una lámpara casera. Cuando llegaron al camino, el camión ya había acele¬ rado. Salvo por unas cabras que recuperaban el equilibrio, estaba todo desierto.

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154 Pensé que había demasiado polvo para la señora Valen¬ cia. Tenía la respiración jadeante y acelerada, como si le apretasen contra la cara un cojín lleno de piedras. Beatriz corrió a la casa de Juana y volvió con un jarro de agua. Vertiéndose un poco en el cuenco de la mano, roció la cara de la señora. Apoyada en Beatriz y en mí la señora regresó a lo alto de la colina mientras pasaban algunos camiones más en dirección a la frontera. La velocidad a que iban me inquie¬ tó, aunque más preocupantes en cierto modo eran las manchas de sangre, grandes como caras, que descubría ahora en la parte de atrás del vestido de la señora: halos que crecían a medida que la llevábamos a su habitación. Pese a todo, me dije que me encargaría de acostarla y luego iría corriendo a la iglesia. -Quédate conmigo, Amabelle, por favor -cuando la bajábamos a la cama la señora Valencia me aferró las mu¬ ñecas. Hacía la misma fuerza que durante el parto-. Ama¬ belle sabe cómo cuidarme -le dijo a Beatriz-. No he descansado lo suficiente después de los partos, ¿no es así, Amabelle? -Por favor, señora, déjeme que vaya a buscarle un re¬ medio -dije yo. Las muñecas me dolían cuando las soltó. Sus ojos me siguieron hasta la puerta. Tal vez supiese que no iba a volver. Fui a la despensa, decidida a marcharme por el terreno del fondo. Lidia estaba preparando té para su prima cuan¬ do de pronto entró Papi con Juana. Papi arrastraba una cruz de madera de cedro recién se-

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155 rrada. Grabado en pequeñas letras disparejas, en la cruz había un nombre: “Señor Joél Raymond Lorier.,y -Amabelle, llévale esto a la señora -dijo Lidia- mien¬ tras yo le preparo una compresa. -¿Le ha pasado algo a Valencia? -preguntó Papi alar¬ mado. -La agobió el polvo del camino -expliqué yo. De la sangre no hacía falta hablarle. Ya lo haría ella si quería. -¿Qué estaba haciendo en el camino? -preguntó Papi. -Te buscaba a ti -dijo Lidia. Como de todos modos iba a ver a su hija, le pedí a Papi que llevara el té. -¿Dónde lo encontraste? -le pregunté a Juana. -En el camino, con la cruz al hombro -me contestó. Afuera se oyó más rugido de motores, mezclado con gritos y vocerío. Una de las voces era la del señor Pico. Salimos todos, Juana, yo, Papi y por fin Beatriz, que venía de la habitación de la señora a ver qué sucedía. En medio del camino se habían parado, cruzados, dos camio¬ nes del ejército. Los faros encendidos iluminaban un lar¬ go trecho, desde la casa de Juana y Luis hasta el portón de doña Sabine. Un muro de soldados le cerraba el paso a una hilera de hombres de la brigada de Unél. Unél y sus amigos em¬ puñaban machetes. Desde la guardia del camión princi¬ pal el señor Pico observaba la confrontación. En el otro camión ya habían cargado a unos cuantos trabajadores, custodiados por un pelotón de soldados jó¬ venes. Los braceros del camión, apretados, mantenían el equilibrio agarrándose unos a otros. Reconocí a algunos

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156 que trabajaban en pueblos vecinos, hombres y mujeres que había visto una o dos veces cuando viajaban a celebrar con amigos la Navidad o el Año Nuevo, el Día de la indepen¬ dencia Haitiana o el de los Héroes de la Independencia. Beatriz, Juana y yo nos acercamos al flamboyán, des¬ de donde se veía mejor. Yo sentía en la nuca la respiración nerviosa de Juana, que murmuraba avemarias y súplicas a santos cuyos nombres no le había oído nunca. -¡De rodillas o sentados! -gritó el señor Pico a la bri¬ gada de Unél-. Bajen los machetes. Los subiremos a los camiones para llevarlos a la frontera. Unos soldados más se apearon del camión del señor Pico para unirse a la línea que tenía delante. Luis, que salía de las letrinas, vino hasta el flamboyán. -De rodillas o sentados -repitió el señor Pico-. Bajen los machetes. Los subiremos a los camiones para llevarlos a la frontera. Nos acercamos a la carretera, hasta detenernos al final de la pendiente. Estábamos justo detrás del camión fren¬ te al cual el señor Pico hablaba. Nos daba la espalda y no podía vernos. Con un gesto Unél indicó a sus hombres que no se mo¬ vieran. Ninguno obedeció la orden del señor Pico. En cam¬ bio dieron cortos pasos hacia el camión. -Aquí no se arrodilla nadie -gritó Unél. -¡Lo que hacen en los cañaverales es peor que arrodi¬ llarse! -le contestó el señor Pico-.Trabajan como bestias; ya ni saben qué es estar de pie. Bajen los machetes. No es momento de cortar caña. Los centinelas nocturnos de Unél llamaron a la madre del señor Pico la puta mayor de una familia de putas; tam-

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157 bién a su abuela y su bisabuela las tacharon de zorras desgraciadas. Maldijeron el día de su nacimiento. Le de¬ searon una muerte dolorosa, torturada y macabra y le prometieron que un día iba a comerse sus palabras, vo¬ mitarlas y masticarlas de nuevo. Los insultos hicieron reír a los soldados. En las colinas brotaban luces: los vecinos salían de las casas para tratar de ver o escuchar algo. El señor Pico miró a los hombres de Unél sopesando sus opciones. Por entre la multitud, apartando a los sol¬ dados rumbo al camión principal, se abrió paso doña Eva, la madre de Beatriz y del doctor Javier. -¿Puedo hablar contigo? -le gritó al señor Pico. Él se inclinó hacia la mujer y le dijo: -Doña Eva, por favor, tenga paciencia. -Tengo que hablarte ahora -dijo ella- Es por mi hijo. Por Javier. -Por favor, doña Eva. Espere en la casa. Beatriz se adelantó a llamar a su madre. -Han detenido a tu hermano -le dijo doña Eva cuan¬ do llegó hasta nosotros. Estaba sin resuello y le temblaba todo el cuerpo, la cara incluida-. Lo detuvieron en la ca¬ pilla junto con el padre Romain y el padre Vargas. Alguien vino a avisarme, pero cuando llegué ya se los habían lle¬ vado. Quiero contárselo a Pico. Quizá recuerde lo que su amigo Javier ha hecho por él y nos ayude. Si se habían llevado al doctor Javier, ¿qué habría sido de Sebastien, Mimi y los demás? -No entiendo nada -balbuceó Juana-. Santos del Cie¬ lo, el país ha caído en manos de locos. Doña Eva tiró del fino chal floreado que le cubría la

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158 espalda y se abrigó el pecho. Beatriz la acompañó colina arriba hasta la casa. El señor Pico se volvió a mirarlas subir. Nos vio a Juana, a Luis y a mí sentados al pie de la colina. -Ahora mismo los vamos a llevar a la frontera -dijo, girándose hacia los hombres del camino. -¡Nunca! ¡Nunca! -canturreó el grupo. Unél los alentaba con palmas. El señor Pico hizo una seña a los soldados que bloquea¬ ban el camino. Muy despacio, el camión con la gente del trapiche de don Carlos se puso en movimiento. Un hom¬ bre corrió hacia él y cayó delante. La rueda delantera derecha le pasó sobre las piernas; con cada parte que la goma pisaba el rostro del hombre se desfiguraba un poco más. Dos compañeros de Unél se abalanzaron a ayudarlo, pero el camión los obligó a apartarse. El herido cayó de espaldas y luego rodó de lado, la cara helada de estupor. Intentó alzar las piernas para que no las pisara la rueda trasera. Corrí hacia él, chocando con algunos compatriotas que intentaban huir. El camión frenó antes de que la rueda trasera alcanzara al caído. Un grupo de soldados bajó a levantarlo y lo cargó detrás. De la caja del camión al suelo no había mucha distan¬ cia. El hombre de la pierna aplastada intentó dar el salto. Cayó sobre las manos extendidas y se arrastró por las matas del borde hasta que los pastos altos se lo tragaron. Al parecer los soldados tenían orden de no usar los fusiles. De otro modo podrían haber disparado a los que huían. En vez de eso se pusieron a apresar a los que tenían enfrente. Rodeaban a un desdichado entre dos o tres, lo

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159 agarraban por las piernas y los brazos y lo arrojaban al camión. Oí que el señor Pico gritaba mi nombre: -¡Sal del camino, Amabelle! -ordenó, como si mi pre¬ sencia allí fuera una ofensa a él y a su casa. Con quiebres y fintas intenté esquivar los uniformes caquis. Los soldados arreaban a la gente con látigos, ramas de árboles y bastones. Un latigazo aterrizó en mi espalda; sentí el aguijonazo candente en la cintura cuando me pre¬ cipitaba ya hacia el platanal del fondo de la casa de Juana. Sujetando mi fardo de ropa espié por entre las hojas. Juana y Luis ya no estaban donde los había dejado. Avancé hasta el lindero del platanal, acercándome al camino lo más posible sin que me vieran. Tres hombres re¬ sistían aún y uno de ellos era Unél. Los demás estaban en los camiones, custodiados por los fusiles de los guardias, o habían huido. Unél descargó el machete sobre un soldado joven y le hirió la mejilla. Girando y arremetiendo contra un pelo¬ tón que intentaba cercarlo, gritó varias veces más que nunca había vivido de rodillas. Ahora todos los soldados se habían lanzado contra él salvo el señor Pico, que mira¬ ba desde arriba del camión. Quedó atrapado en un círculo. Tres soldados le aferra¬ ron el brazo derecho. Otros le agarraron el izquierdo y se los sujetaron juntos a la espalda. Uno de los soldados más ansiosos le clavó la bayoneta en un brazo y le abrió un tajo de la muñeca al codo. El señor Pico saltó del camión a ver cómo ataban a Unél con una soga de bueyes y lo cargaban en el camión, mientras él se sacudía intentando soltarse. Lo arrojaron a la parte trasera del vehículo con

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los dos hombres restantes. Con todos adentro, cerraron la caja. El señor Pico reunió a media docena de reclutas y, tras un breve examen del camino, subió con ellos la colina mientras los demás se llevaban a los prisioneros. Para él aquello parecía rutina. Cumplida una tarea se disponía a emprender otra. Cuando hubo desaparecido, me volví y fui bordeando el arroyo hasta el trapiche de don Carlos.Tal vez Sebastien no se hubiera ido todavía a la iglesia. Quizá estuviera en el trapiche con Mimi, esperando. Cuando llegué al batey, en el puesto de Mercedes ha¬ bía dos soldados bebiendo. Me quedé aparte. Ante Mer¬ cedes y sus hijos los soldados se jactaban de lo que habían hecho en la iglesia; contaban que ellos y sus amigos ha¬ bían detenido a dos revoltosos, el padre Romain y el pa¬ dre Vargas, y a un montón de campesinos, y que los curas habían rogado que los llevaran a la misma fortaleza que a su gente. -Ustedes saben cuánto admiro al Generalísimo -dijo Mercedes, la voz temblorosa por una dosis excesiva de su aguardiente-. Pero me parece que apresar curas en sus igle¬ sias es ganarse un castigo. -Pues tendría que haberlo visto -argumentó uno de los soldados-. Lloraban como viudas, los curitas. La iglesia estaba vacía; apenas un Cristo de madera mi¬ raba los bancos silenciosos desde su incómodo lugar en la cruz. Recorrí las hileras ordenadas, intactas, buscando a alguien encogido acaso en la oscuridad, una voz que me

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161 contara lo que había pasado. Hasta donde yo veía estaba todo como de costumbre; no se había corrido ni empuja¬ do nada. Era como si nadie hubiese entrado nunca en la iglesia; no había llegado a empezar la misa ni se había reunido gente. En el patio sólo se oían sonidos de la noche: las ciga¬ rras, las ranas, el chillido de los murciélagos. La puerta cancel de la escuela tenía cadena. Más allá, no había luz en la casa donde el padre Romain y el padre Vargas vivían con los huérfanos. Salí de la iglesia y, evitando el camino, seguí las matas de heléchos, las sapodillas y los papayos hasta la zanja que bordeaba un terreno de caña virgen de don Carlos. Allí esperé un rato, con la esperanza de que los solda¬ dos se hubieran ido cuando llegara al trapiche. Por fin entré en el cañaveral. Estaba más oscuro que dentro de un ataúd a tres metros bajo tierra. Era una oscuridad donde no existía ni una reminiscen¬ cia de luz, como si la luna brillante de lo alto nunca fuera a atreverse a entrar en las comprimidas capas de hojas de caña, extendidas unas sobre otras como tejas de una casa. Un canto de grillos y cigarras resonaba en esa tienda; apretando el bulto contra el pecho, avancé a pasos dimi¬ nutos. No quería mover la caña, miedosa de que al otro lado hubiera soldados esperando. Tampoco quería desper¬ tar a los animales que anidaban en el barro y se alimen¬ taban de las raíces: los conejos, ratones y culebras que tan a menudo se encontraban Sebastien y los otros. La tierra emanaba un hedor calcinante; el lodo se hun¬ día bajo mis pies. Sentí que las hojas agudas me cortaban

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162 las piernas y me protegí los ojos de las más altas. Por los muslos me subía una columna de hormigas. Cuanto más me las sacudía, más me escalaban la espalda. Más cerca ya de las barracas del batey divisé tenues estrías de luz. Pude ver que en el puesto de Mercedes ya no estaban los soldados. En las chozas de los braceros había luz, pero no había nadie fuera. Fui hacia la puerta de Kongo quitándome las hormigas de la espalda. -Kongo, soy Amabelle -susurré. Desde otras chozas unos pocos ojos me espiaron al entrar en la pieza. Me sangraban las piernas y aferrada al brazo tenía una hilera de hormigas del color del óxido. Kongo levantó la lámpara, acercó la llama al brazo y me lo limpió de hormigas. Sentí una gota de sangre en el en¬ trecejo. -¿A ti también querían llevarte? -preguntó él, restañán¬ dome la cara con un pañuelo. -Me escapé por entre las cañas -dije. Él señaló la estera de Joél y me pidió que me sentara. -Sebastien fue con Mimi a la capilla -dijo-. Iban a en¬ contrarse contigo. Otros me han dicho que se los llevaron en camiones. -¿De veras? -yo no estaba tan dispuesta a creerlo. Tomó un tarro y sacó un limón. Cortó el limón por la mitad y me apretó ambas mitades contra el puente de la nariz. -Con esto parará de sangrarte. Me dio los restos del limón para que me frotara las piernas. Lo hice, con los dientes rechinando. -¿Y adonde se cree que los llevarán? -pregunté.

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163 -Si no los matan en seguida, a la cárcel de la frontera, cerca de Dajabón -hablaba con una voz remota, como si para él la muerte ya no significase nada-. A nosotros siem¬ pre nos llevaban a esa cárcel. Después nos cargaban hasta el puente fronterizo y allí nos soltaban. No sé si esta vez los dejarán irse.Yves está en la casa de doña Sabine. No pudieron prenderlo. Fue él quien vino a contarme lo de Sebastien y su hermana. Le dije que yo me quedaba aquí, y que si era preciso aquí iba a morir. Todavía tenía algunas hormigas en el pelo, escondidas entre mis cortas trenzas. Me rasqué con furia, tratando de asustarlas. Cuando paré de rascarme tenía sangre bajo las uñas. -Pues entonces me voy a Dajabón -dije. -¿Seguro que no quieres quedarte aquí? -preguntó él-. En el trapiche estamos más a salvo. -Quiero ir a la frontera. -¿Sabes llegar? -He oído que hay caminos por las montañas. -Tienes que seguir el arroyo montaña arriba. Hay cue¬ vas donde puedes dormir de noche. De ese modo venía yo una y otra vez al principio. Y cuando bajes de la mon¬ taña, ¿sabes por dónde cruzar el río? Es un río muy pando en ciertas partes. En esta época del año, lo más pando es cerca del puente. -Me acordaré -dije. -En las montañas podría haber soldados -añadió él-. Un hombre de aquí me dijo que en las aldeas de arriba están quemando casas de haitianos. -Antes de irme tengo que hablar con Yves -dije.

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164 Miró mi fardo y vio la silueta de la máscara de su hijo. -No cruces de nuevo el cañaveral.Te enseñaré otro ca¬ mino. Salimos de puntillas y en la esquina doblamos por el huerto de ñames de Sebastien. Me paré un momento a recordar cuánto le gustaba a Sebastien cultivar cosas para él después de pasarse todo el día cortando caña para otro. Me arrastré por debajo de un cerco de madera; al otro lado, un sendero angosto llevaba a una puerta lateral de la casa de doña Sabine. Por la misma senda regresó Kongo al trapiche sin decir nada más. Esperé a que se perdiera de vista y fui al portón prin¬ cipal de la casa.Tuve que golpear con una piedra para que me oyeran. Temí que más arriba los soldados detectaran el ruido, pero no había otra alternativa. Después de espiar por la rejilla, Félice empujó la puer¬ ta metálica y de un brazo me hizo entrar. No había guar¬ dias cerca. -¿Qué te ha pasado en la cara? -preguntó. Con cada movimiento de los labios el lunar le subía y bajaba. -Un rasguño -me toqué el puente de la nariz- ¿Dónde se han metido los guardias? -Don Gilbert y doña Sabine los despacharon -dijo ella-. Tenían miedo de que se volvieran contra ellos. Es que ayer doña Sabine envió a Haití a la gente que esta¬ ban custodiando y a sus parientes más jóvenes -Félice señaló los escalones de entrada de la casa, donde racimos de hombres y mujeres estiraban el cuello intentado atisbar qué pasaba en el portón. Una pareja, una anciana y un muchacho que parecían familia, avanzó hacia la entra-

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165 da-. Me han dicho que lo del camino fue terrible. El ruido se oía desde aquí. ¿Fue allí donde te lastimaron? -Prendieron a Unél y a muchos de sus hombres. -¿Murió alguien? -Unél estaba muy herido. -Parte de esa gente ha venido del camino -dijo Félice señalando la escalinata-. Quizá debería esperar aquí por si llegan más. Si todos tienen que golpear terminarán alertando a los soldados. Por encima del hombro de Félice la anciana y el mu¬ chacho otearon la oscuridad. La mujer estaba manchada de vegetación y de barro y tenía el vestido roto en la es¬ palda. La ropa del muchacho olía a ajo y a cebolla; en las manos callosas, los dedos se le encorvaban como si fue¬ ran de viejo. -Los soldados podrán estar cerca -concluyó Félice-, pero don Gilbert y doña Sabine están aquí, defendiéndo¬ nos con su dinero y su posición. -Habíamos planeado dormir entre la caña -dijo la an¬ ciana-. Muchos pasarán la noche en los barrancos. -He oído que a Sebastien lo arrestaron en la iglesia -dijo Félice-. A Mimi también. -Se llevaron al médico y a todos los que iban a cruzar la frontera con él -dijo la anciana-. A los curas los metieron aparte en un automóvil. Ellos rogaron que los dejaran con la gente, pero los soldados no quisieron saber nada. Uno de los curas lloraba. Recorrimos el terreno en busca de Yves. Estaba dur¬ miendo frente a una hilera de cuartos de servicio. Detrás de él, apoyadas en la pared, estaban las dos últimas tablas de cedro de Papi.

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En cuanto le toqué el hombro se levantó de un salto. Se restregó los ojos, mirando alrededor como si no supiera dónde estaba. -Vendí la mitad de la madera -dijo. -Yves, ¿tú viste cuando se llevaban a Mimi y Sebastien? -le pregunté. -Los vi llevarse a muchos -dijo él bajando la cara. Doña Sabine llamó a Félice. Sentados en sillas reclinables en una de las terrazas, la señora y don Gilbert sólo se alumbraban con un lámpara. Félice cruzó el patio hasta la escalera de piedra. -¿Quién ha venido? -la voz de doña Sabine flotó sobre el terreno. -Una amiga -dijo Félice. -¿Qué amiga es esa? Tenemos que ser muy prudentes. -Ten cuidado con quién entra -don Gilbert apoyó la advertencia de su mujer-. Nos vamos a dormir. Camino al dormitorio, doña Sabine se inclinó por sobre la baranda a examinar su propiedad. Con voz rendida dijo: -No podremos salvar a todo el mundo. Ni siquiera era seguro que fueran a salvarse ellos. Una vez que hubieron entrado yo le dije a Yves: -Tengo que ir a Dajabón. Hay una posibilidad de que encuentre a Mimi y Sebastien. Tengo que ir enseguida. Yves no tenía grandes esperanzas, era evidente, pero aceptó ir conmigo. Cuando volvió Félice le dijimos que nos íbamos. -Recoge un par de cosas y ven con nosotros -le pro¬ puso Yves. -No puedo -dijo Félice- Me da miedo. Debe ser que

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167 me estoy volviendo vieja. De joven nunca tenía miedo de nada. Ahora me la paso con miedo. -Estarás con nosotros -dije. -No quiero morir andando -contestó. -Junta tus cosas y vente -insistió Yves-. Caminar no mata a nadie. -Ya lo he decidido -dijo ella- Me quedaré aquí. Así también podré ocuparme del padre de Joél. Desaté mi fardo y le di a Félice la máscara de Joél que había hecho Kongo. Ella la alzó hasta su cuello y acarició los labios de papel. -Se le parece mucho -dijo. Yves tomó la máscara, le echó una mirada y rápidamen¬ te se la devolvió a Félice. -Esta madera iba a ser el ataúd de un hombre -dijo se¬ ñalando las tablas de Papi-. Ya que vas a quedarte aquí, te la cambiaré por un buen machete. Félice fue a uno de los cuartos de servicio y volvió con un machete para Yves y un gran cuchillo de picar carne para mí. El machete tenía una larga vaina de cuero de vaca y una correa para terciárselo a la espalda. Yo envolví el cuchillo en el otro vestido que llevaba y lo guardé en el fardo. Félice nos acompañó hasta el portón y lo abrió. -Tal vez un día nos volvamos a ver -dijo a través de la rejilla. Enfilamos un sendero que remontaba el arroyo. Yves levantó una rama y al andar se iba golpeando la pantorrilla. La mayor parte del tiempo caminábamos lado a lado. Cuando el sendero se hacía estrecho él me dejaba ir ade¬ lante.

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A medida que la noche se consumía fuimos cayendo cada uno en sus pensamientos, en las visiones de lo que podía esperarnos.

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27 La noche se diluyó en un amanecer gris carbón. Atra¬ vesamos un arroyo donde Yves se agachó a beber agua y salpicarse la cara. Yo hundí la cabeza en la corriente para que el frío vivaz me despabilase. -¿Cuándo crees que llegaremos a la frontera? -pregunté. -Esta noche -dijo él, tocándose la espalda para cercio¬ rarse de que el machete seguía en su sitio. Se puso de pie y echó a andar de nuevo. El pelo me chorreaba y empapaba la blusa, pegándome a la piel el algodón gris del uniforme de casa. Una encrucijada dividía nuestro sendero en dos: por un lado se volvía al valle y por otro se subía a las montañas. Oímos el traqueteo de una carreta de bueyes que venía afanándose ladera abajo y nos escondimos tras un arbus¬ to de croto a esperar que pasase. Un manto de sacos de arpillera cosidos cubría la carre¬ ta. Dos bueyes gordos tiraban de la carga bufando. En los pliegues de las grandes panzas llevaban bolsillos de los que a cada paso se derramaba agua.Tenían los cuernos unidos con sogas y sendas maderas que les tapaban en parte los ojos vagabundos. Caminando al lado iban dos hombres, las camisas bien metidas bajo los pantalones, que, remangados, les dejaban al descubierto los pies embarrados.

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170 De pronto la carreta se paró. Las ruedas se habían atas¬ cado en el lugar donde el sendero de la montaña se en¬ contraba con el camino del valle. Uno de los hombres sacó un látigo y lo hizo restallar en el suelo, maldiciendo a los bueyes por grandes y lentos. Pero por mucho que esfor¬ zaran las patas delanteras, los bueyes no conseguían sacar la carreta de la zanja. De la parte de atrás de la carreta cayó una chica de die¬ ciséis o diecisiete años. Levanté la cabeza para mirar me¬ jor. Aunque Yves me echó el hombro hacia abajo, no dejé de verla. Llevaba un vestido anaranjado y la cabeza en¬ vuelta en un madrás púrpura. La había golpeado un ma¬ chete en la sien y en los dos hombros. Al dar contra el suelo se le abrió la boca y en la meji¬ lla relució la carne rasgada. Quedó de espaldas y por un momento enfrentó el cielo. Pero el cuerpo siguió rodan¬ do colina abajo, más allá de nuestro arbusto. La tierra se le pegaba dejándole una capa gruesa en el vestido, los brazos, el rostro, el cuerpo entero. Los hombres no advirtieron que había caído de la ca¬ rreta. Una vez más amenazaron con los látigos, pero los bueyes no podían con el peso. Por fin fueron hasta la par¬ te de atrás. -Se ha soltado la cubierta -dijo, metiendo el borde de las arpilleras bajo la carga. La tela floja se agitó. Dentro de la carreta se oyó un gemido. Uno de los hombres agarró una piedra del tama¬ ño de un puño y la descargó en la cabeza, o quizá fuera un codo, que tiraba de la arpillera. Se acabaron los movi¬ mientos. El hombre tiró la piedra. A fuerza de sacudones

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171 lograron sacar la carreta de la zanja, y luego los bueyes reanudaron la marcha prado abajo, rumbo al valle. Un chillido de gallos resonó por las montañas. El cadᬠver de la chica se había perdido de vista. Quizá hubiera caído al agua. Con la voz nublada de impresión, Yves dijo: -Al menos nosotros estamos vivos. Las casitas de la primera aldea de montaña estaban construidas sobre pilotes; eran un solo cuarto con pare¬ des de palma y techo de paja. Al borde del camino una hilera de vendedores ambulantes ofrecía comida en pre¬ carios puestos de madera. Detrás de ellos se veía el valle, diminuto como todo lo que se ve desde muy alto y muy lejos. Yves usó uno de sus dos pesos para comprar bananos, cocos y pequeños mangos, que se metió en los bolsillos del pantalón. Me ofreció, pero yo no tenía apetito. Mientras él comía pasó una procesión religiosa. Al fren¬ te, tres mujeres cargaban una imagen de la Virgen en una caja labrada cubierta de encaje blanco. Otras mujeres can¬ taban entre dientes, cada una acariciando un rosario. Su¬ midas en su letanía de deseos y súplicas, algunas parecían estar en trance. Hay tal vínculo entre las mujeres desesperadas que, antes de oírles los susurros, una mirada me bastó para saber qué esperaba cada una. Rezaban novenas por aman¬ tes idos, por hijos e hijas casaderos, por niños enfermos, por el buen regreso de quienes las habían dejado para ir a la capital.

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172 La última de la procesión tiraba con una mano de una muía de carga y en la otra sostenía una foto del Generalí¬ simo. Rezaba por que tuviera salud y viajara a salvo por la vida. -Haz que él nos siga guiando con mano y corazón fuer¬ tes -imploraba. Dejando la aldea atrás, tomamos la curva de un pedre¬ goso camino de montaña. Por largo tiempo anduvimos en silencio. El sol achicharraba y no teníamos sombreros ni sombrillas. Me anudé el ruedo del vestido para levantármelo has¬ ta los muslos. Yves miró por el rabillo del ojo, pero fingió no ver que la tela me rozaba la piel tajeada de las corvas. Más o menos al mediodía paramos a descansar en la ladera. Yo arrancaba puñados de los dientes de león que crecían entre las rocas; recordé que mi padre los llamaba pissanwit, y decía que soplando al viento la frágil pelusa de esa flor se curaba a los niños de orinarse en la cama. Una bandada de aves de lluvia pasó chillando por so¬ bre nuestras cabezas. Había golondrinas con su cola de tijereta, alondras, y los seguía una escuadra de currucas amarillas que, llevadas por las columnas de viento, ape¬ nas movían las alas rumbo a las montañas. Yves se reclinó contra un peñasco y cerró los ojos. Sentada a unos metros, yo miraba las tierras que se ex¬ tendían abajo, la mezcla de agua, campos de tabaco o caña y las casitas sobre terrazas al pie de las colinas. Tres mujeres y dos hombres venían subiendo trabajo¬ samente por una senda angosta. Parecían miembros reza¬ gados de una familia grande, salvo dos de la mujeres, que

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tenían el pelo color calabaza. Esas dos parecían domini¬ canas, o sólo medio haitianas; a veces es difícil saber. El hombre que iba al frente me vio. Con una expecta¬ ción renovada, el grupo se lanzó cuesta arriba. Cada uno cargaba un fardo pequeño, excepto un hombre bajito que cerraba la marcha cojeando. Se había quitado la camisa y la llevaba atada a la cabeza. Era joven y tenía los brazos disparejos, uno abultado de músculos, el otro flaco y mus¬ tio, con la piel pegada a los huesos. -Ahora estoy todavía más cerca del sol -dijo el primero cuando llegó hasta nosotros. La voz era honda y melo¬ diosa, como la de los sanbas que contaban historias can¬ tando. -No hay sombra -se quejó la mujer que lo seguía. Usó el amplio cuello de mariposa de su vestido para abanicar¬ se. Tenía la misma voz musical que el hombre; eso me hizo pensar que eran hermanos, pero me equivocaba. Eran marido y mujer. Las voces despertaron a Yves. -¿De dónde vienen? -le pregunté al hombre con voz de sanba. Su mujer, Odette, y él venían de un gran trapiche azu¬ carero del otro lado de la isla, propiedad de unos yanquis. -Hemos oído que en los trapiches grandes se está se¬ guro. ¿Por qué no se quedaron? -Que digan lo que quieran -respondió Odette, repro¬ chándome la ignorancia con una mirada filosa. Giró en redondo para respirar una brisa pasajera. Sólo ella y su marido Wilner eran del mismo trapiche. A los demás los habían encontrado por el camino, como nos encontraban ahora a nosotros.

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174 Las dos mujeres de pelo calabaza y el hombre de brazos desiguales se acuclillaron a descansar. Se dividieron racio¬ nes de comida envuelta en hojas de plátano y bebieron de viejos jarros y de una raída bota de vino. -¿Tú tienes suerte? -le preguntó Wilner a Yves. Yves soltó una carcajada. -¿Por qué quieres saber? -preguntó. -Antes de viajar con alguien me gusta saber qué tipo de suerte tiene -replicó Wilner. Yo me acerqué al hombre de los brazos disparejos. Me atraía, un poco por curiosidad, un poco por compasión. Quería que me explicase si tenía tuberculosis o una enfer¬ medad de la carne, si había quedado así de cortar caña con un brazo y descuidar el otro, si era un mal de nacimiento. A él su malformación lo tenía sin cuidado, al parecer, salvo que alguien lo mirase mucho tiempo. Enderezó el cuerpo y sacó pecho como para que los brazos ganaran proporción. Yves y Wilner discutían qué camino era mejor para lle¬ gar pronto a la frontera. Wilner ya había cruzado las mon¬ tañas al menos una vez, pero no recordaba claramente por dónde. Odette se acordó de que más arriba había algunos caseríos que convenía evitar. Sobre la duración del viaje, con todo, cada cual tenía una opinión diferente. -Llegaremos hoy antes del anochecer -dijo Yves. -Calculas mal, amigo -gritó el de los brazos disparejos-. ¡Un hombre tarda dos días en cruzar las montañas! Y ade¬ más, nadie quiere llegar a la frontera de noche. Las mujeres de pelo calabaza escuchaban, repartiéndose porcioncitas de comida y bebida. -Entonces no malgastemos el tiempo -Yves se puso a

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175 caminar-. Si descansamos sólo de noche el viaje va a ser más corto. -AfseTibon -me dijo el hombre de los brazos dispare¬ jos, tendiéndome la mano mustia. -¿Cuánto hace que estás viajando,Tibon? -le pregunté. -Cinco días a pie. -¿Viste cómo se llevaban a los otros? -Yo vuelvo de comprar carbón allá en el trapiche don¬ de trabajo -contó él- cuando dos soldados me agarran y me suben a un camión repleto. A los que pelean les cla¬ van las bayonetas hasta que obedecen. Cuando ya esta¬ mos todos arriba, algunos medio muertos, sin saber qué sangre es de quién, nos llevan a un acantilado sobre el mar bravo en La Romana. Nos ponen al borde del acantilado en grupos de seis, y no queda más que saltar o darse con¬ tra una pared de soldados con bayonetas. Atrás espera un círculo de civiles con machetes. Les dicen a los civiles dónde darnos el machetazo para que la cabeza se separe del cuerpo más fácil -la mano huesuda deTibon imitó un golpe de machete-. Y nosotros allí parados. Hicieron sal¬ tar a un grupo de seis, luego otros seis, luego seis más... No sé cuántos grupos de seis siguió contando. Por un momento cerré los oídos e intenté imaginar la voz de Sebastien diciéndome que estaba vivo. Sabía que esa se¬ ría su preocupación principal: que yo no supiera qué le había pasado y acaso pensara que había desaparecido por culpa mía. Pero Sebastien no había desaparecido; de eso yo quería convencerme invocando su voz y su cara como la había visto tantas veces: la noche en que había venido a contarme la muerte de Joél, las muchas noches en que magullado y exhausto se había alegrado de verme en su

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176 pieza, las noches de rabia contra el olor a caña que tenía siempre encima, en la pieza, en la ropa, en la brisa, hasta en el pelo, las mañanas en que despertaba maldiciendo el ruido de la caña al partirse, porque se parecía al que ha¬ cen los huesos de pollo. Tibon seguía enumerando un grupo de seis tras otro. ”A1 fin vinieron por mí.” Todos se volvieron a escucharlo. Prestaban mucha aten¬ ción, como si no pudieran evitarlo. El único que no pare¬ cía interesado era Yves. Seguía caminando rápido, los ojos fijos en el camino, adelante. ”Cuando voy a saltar por el acantilado -continuó Tibon- me digo que no debo tener miedo. Tibon, me digo, hoy serás uno con los pájaros. Dicen que el pájaro que anda en dos pies y no vuela es haragán. Así que vuela, Tibon, me digo. Hoy eres un pájaro -extendió los brazos abiertos, como la rara mariposa enorme que de vez en cuando vemos probar las alas en el aire de la alta monta¬ ña-. Del acantilado al mar hay mucho trecho -dijo-. Yo caigo y caigo, dejando atrás las rocas donde aterrizan muchos otros cuerpos. Y luego doy en el agua. Me doy cuenta de que es el agua porque está fría y corta más que un machete.Tengo tajos en el cuerpo que el agua me hizo, heridas en los tobillos; por eso ando cojo.” Se levantó los pantalones para mostrarme las heridas de los tobillos, muchas profundas y encostradas, cubier¬ tas del polvo de los caminos que había recorrido. ”Bueno, ya estoy en el agua -dijo-. Pero cuando miro la playa veo campesinos con machetes esperando a que salgamos, algunos incluso vadeando ya, con los ojos pues¬ tos en el mejor lugar del cuello donde dar el golpe para

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177 descabezarnos. Así que nado hasta una gruta marina. Me agarro a una roca y allí aguanto hasta la noche y es en¬ tonces cuando, con otro compañero que también había sobrevivido, empezamos a viajar. A mi compañero, cami¬ nar se le hace más duro que las rocas donde por poco caímos, o sea que se vuelve para el trapiche. Pero yo me digo, ahora y hasta mi último aliento, que si tengo que morir voy a morir de pie.” La mujer de pelo calabaza que estaba a mi lado se había puesto a llorar. Tenía el cuerpo flojo y la cabeza hundida en el pecho; se le habían hinchado las mejillas, como si se esforzase por no vomitar. Sin embargo el llanto era silen¬ cioso, casi cortés. Se lo enjugaba con un pañuelo de hom¬ bre, bordado en cada punta con la palabra lié. Su compañera se acercó a rodearla con un brazo. Al no¬ tar que yo estaba mirando, señaló a Yves y preguntó en español: -¿Es tu hombre? -No -contesté. -Yo pensé que era tu hombre -dijoTibon-. Por la for¬ ma en que te mira, como defendiéndote con los ojos. -Estoy prometida a otro -dije yo. -¿Y dónde está tu prometido? ¿Se lo han llevado? -pre¬ guntó la que consolaba a la del llanto. -Eso me han dicho. -Yo soy Dolores. Esta es mi hermana menor, Doloritas -dijo ella tras una pausa- Nuestra madre nos llamó así porque sufrió mucho en los dos partos. Doloritas tragó el nudo que tenía en la garganta, se apartó el pañuelo de la cara y preguntó: -¿Y a ti cómo te llaman?

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178 -Amabelle. -Ah, Amabelle, como un sorbo de agua fresca en una sequía -dijo Tibon. -¿Cuánto hace que estás viajando? -preguntó en es¬ pañol la hermana mayor. Ninguna de las dos hablaba kreyól. -Un día, nada más -contestó. -Las hermanas están con nosotros desde hace tres -dijo Tibon. Doloritas volvió a taparse los ojos con el pañuelo. Tibon le dijo-: No llores tanto, Doloritas. Guarda unas lágrimas para llorar de alegría al encontrar a tu hombre. Considerando la posibilidad, Doloritas se apartó el pa¬ ñuelo de la cara. SiTibon, un tullido, se había salvado, ¿por qué su hombre no? -Nosotras somos dominicanas -explicó Dolores. -Pero a él se lo llevaron -añadió Doloritas-. Vinieron por la noche y lo sacaron de la cama. -Todavía no hemos aprendido el idioma de ustedes -dijo Dolores. -Mi hombre y yo hace seis meses que vivimos juntos -dijo Doloritas-Yo le había prometido que para cuando visitáramos a su familia en Haití iba a saber hablar kreyól. -Yo no sé nada -dijo Dolores-. Cuando se lo llevaron, Doloritas estaba perdida. Quería ir a la frontera a buscarlo. En su estado yo no podía dejarla ir sola. -¿Cómo se llama? -pregunté mirando a Doloritas a los ojos enrojecidos-. Tu hombre, digo. ¿Cómo se llama? -Lo llamábamos lié -respondió, mostrándome el nom¬ bre bordado en el pañuelo-. En realidad se llama Ilestbien. Él me contó que significa “él está bien”. Marchamos toda la tarde sin descansar. De tanto en

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179 tanto, el sol jugaba a refugiarse detrás de una nube espe¬ sa, a veces durante largo rato. A medida que se acercaba el anochecer el aire de la montaña se iba enfriando. El cansancio nos limitaba el deseo de hablar. Además, lo único que lograba cada histo¬ ria era poner a los otros más cerca de sus dolores propios. De vez en cuando rompía el silencio la voz deTibon. -Todos dicen que en la frontera está el Generalísimo. Tal vez salga a saludarnos -escupió las palabras y se que¬ dó esperando una réplica, una adhesión o una disputa. Yo caminaba junto a las dominicanas, y cojeando de¬ trás venía Tibon.Yves volvió la cabeza con una mirada de decepción, como si no pudiera creer que yo lo hubiese dejado tan pronto por nueva compañía. -Si tantos de nosotros estamos aquí es porque nuestro gobierno nos ha abandonado -empezó de nuevo Tibon, pero nadie le contestó-. Quieren librar el país de pobres vendiéndolos como braceros. El sol ya se ponía; abajo, a lo lejos, los valles se desva¬ necían en un vacío. En el eco fantasmal que traía la no¬ che, cada vez que hablaba Tibon me parecía oír a mucha gente diciendo lo mismo a la vez. -La ruina de los pobres es su pobreza -siguió Tibon-. Sea quien sea, al pobre sus vecinos lo despreciarán siem¬ pre. Si uno se le queda mucho en la casa, es de lo más natural que el vecino se canse y llegue a odiarlo.

28 Encontramos un lugar donde el camino se ensanchaba en un amplio terreno parejo y, cuando se anunció que pa¬ rábamos a pasar la noche, cada cual reivindicó el espacio en donde estaba de pie. De los fardos surgieron unas po¬ cas sábanas; con algo entre la tierra fría y el cuerpo y algo más para taparnos, todos nos las arreglamos bastante bien. Wilner ordenó que no encendiéramos fogatas que po¬ dían delatarnos a distancia. Ni siquiera le permitió aTibon fumar la pipa por la cual desesperaba. Arriba había luna llena, pero a mí me cautivaron las estrellas. Nunca había visto tal cantidad y tan cerca. Cada tanto una se desprendía del cielo para caer en algún sitio más allá de las montañas, pasando de una explosión de fogonazos al silencio de la oscuridad. Yves vino hasta mí y me ofreció dos de los bananos que había comprado por la mañana.También me dio unos pe¬ dazos de coco que no lo había visto comprar. Comí pri¬ mero el coco y luego un banano. El otro lo guardé en mi fardo para más tarde. -Si me duermo despiértame -susurró Yves-. No me dejes hablar en sueños. -No tendríamos que dormir todos al mismo tiempo

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181 -dijoWilner gateando hacia el pequeño espacio que había junto a Odette-. Conviene que siempre haya alguien de guardia. Los tres hombres se repartieron la tarea de vigilar. El último, hasta la mañana, sería Yves. En velar y dormir nos turnamos todos. Cada vez que se despertaban, con gruñidos secretos, murmullos y apa¬ gadas conversaciones, las hermanas dominicanas tenían que recordarse una a otra dónde estaban. Yo me deslicé unas pocas veces en el sueño, y al des¬ pertarme la oscuridad era tal que, de no ser por el frío y los guijarros del suelo, cada vez habría pensado que se¬ guía durmiendo. En un momento me senté de un salto sintiendo que temblaba la tierra. Polvo y pedruscos resbalaban por la ladera. Me agarré al suelo con los dedos. Luego, compren¬ diendo que era una cobardía morir así, me sacudí y me puse de pie. Todos se habían levantado; todos vagaban en círculos procurando discernir qué ocurría. Entonces, tan de golpe como había empezado, el temblor de la montaña cesó. Después la noche quedó en calma. Del aire habían de¬ saparecido las luciérnagas. Hasta los murciélagos estaban aturdidos. -Es la montaña, que a veces se asienta -dijoWilner para romper el silencio. -Pues que no se asiente sobre mi cabeza -dijoTibon. Odette rió y yo me tranquilicé. Pasamos un rato despiertos, esperando que la monta¬ ña se agitase de nuevo. Las estrellas habían dejado de caer

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182 y poco a poco iban desvaneciéndose. Volvimos a nuestros lugares y, quizá porque los cuerpos lo pedían, la mayoría nos dormimos. El único que no durmió fue Yves. Hacia el alba lo vi sentado al filo de la colina, el cuerpo de frente al camino. Se entretenía con un juego: hacía un montículo, clavaba un palo y luego iba quitando tierra de modo que el palo siguiera erguido en la menor cantidad posible. Cuando el palo caía, él perdía y empezaba de nuevo. A lo lejos, por encima de su hombro, de una de las al¬ deas que habíamos dejado atrás subía una columna de humo color carbón. Yves se había acostumbrado tanto a verla que seguía atento a su juego; sólo de vez en cuando miraba el humo, que con la altura se iba afinando hasta volverse parte del aire. Intenté levantarme sin despertar a nadie, pero mis mo¬ vimientos provocaron más actividad. Primero se desper¬ tó Odette, luego su marido Wilner, luego las dominicanas y por finTibon. Cuando estuve junto a Yves todos se ha¬ bían despertado y miraban el fuego de la aldea, unas po¬ cas terrazas más abajo. El hedor no daba lugar a equívocos. Era un olor a san¬ gre chamuscada, a carne fundida hasta el último hueso; era una hoguera de cadáveres, como la que después del último huracán el Generalísimo había ordenado hacer en la plaza Colombina para que no se propagaran enferme¬ dades entre los vivos. Yves se colgó el machete a la espalda. Apretó su vara de caminar, sin importarle que se le clavaran las astillas. Odette se llevó las manos a la nariz. Rodeándola con los brazos, Wilner se puso a mecerla suavemente. Sentí tem-

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183 blar aTibon y me di cuenta de que le estaba apretando la mano esquelética. Él me susurró al oído izquierdo: -Cuando tenía diez años casi mato a un chico domini¬ cano. Un día lo veo venir de frente por el camino del tra¬ piche y decido pegarle hasta que diga que, por más que él viva en una gran casa y yo en una barraca, no es mejor que yo -me solté de sus largos dedos delicados. Ahora él hablaba en voz más alta-: Así que lo agarro del pescuezo. Le pego hasta cansarme pero él me muerde la mano y es¬ capa. Todavía tengo la cicatriz. ¿Quieres verla? -la tenía en la mano normal; intentó exhibirla pero nadie miraba-. Bueno, yo le pego todos los días y él no se lo cuenta a la familia. Porque yo le advierto que si cuenta será peor. Pero se niega a decir lo que yo quiero, que somos los dos igua¬ les, que tenemos la misma carne y la misma sangre. -La montaña se nos ha vuelto peligrosa -anunció Wilner interrumpiéndolo-. Yo digo que bajemos por este sendero y atravesemos el bosque lo antes posible hasta un sitio donde se pueda cruzar el río. -En el bosque podemos perdernos -dijo Yves-. Reco¬ rrer cien veces la misma senda sin darnos cuenta. -Podrás perderte tú -dijo Wilner-. Yo no.Tengo dos bue¬ nos ojos -se volvió hacia las dominicanas, que seguían mi¬ rando el humo, y les habló en español-: Ustedes ya no siguen con nosotros. -No vamos a dejarlas solas -protestó Tibon. -No nos conviene llevarlas -dijoWilner, como si las her¬ manas ya hubieran desaparecido-. No pienso dejarme asar como un lechón por culpa de ellas. Están en su país. Que encuentren la frontera por su cuenta. En cualquiera de estas aldeas la gente las recibirá bien.

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184 -¿Y si nos traicionan? -preguntó Odette- ¿Y si cuen¬ tan por dónde nos fuimos? -No nos van a traicionar -dijoTibon- Eso se huele. -Ustedes elijan su camino, que nosotras tomaremos otro -dijo de pronto Doloritas-. Iremos a Dajabón y yo encontraré a Ilestbien. En mi recuerdo, Dajabón era un pueblo apenas desa¬ rrollado, una imagen de la infancia. Ahora me lo imagina¬ ba lleno de gente como nosotros buscando seres queridos, confundiendo a los vivos con los muertos. Mientras nos alejábamos de las hermanas yo insistí en que vinieran con nosotras, pero las hogueras de abajo eran pruebas demasiado claras del peligro. Además, en Dajabón ellas no tendrían tantos obstáculos como nosotros. Si les pedían que dijeran “perejil” no les costaría nada pronun¬ ciarlo bien. En la mayoría de nuestras bocas, en cambio, los nombres de ellas se teñirían de kreyól, tal como el nombre del marido de Doloritas se deslizaba hacia el es¬ pañol cada vez que lo evocaba ella.Tal vez, si en Dajabón les hablábamos en público, alguien nos oyera al pasar y decretara nuestra muerte. Me demoré un momento con ellas y les ofrecí el banano que me quedaba. Lo rechazaron empujándome la mano. Cuando Yves me hizo señas de que me apresurase, me sorprendió ceder tan rápido y dejarlas. Pero el deber más importante, me dije, era encontrar a Mimi y a Sebastien. Alejándonos de las hogueras seguimos una senda mon¬ taña abajo. El sol ya estaba alto. Y entrar en el bosque parecía prudente. Allí sería más fácil esconderse y proba¬ blemente hubiera algún arroyo donde beber. Había avanzado la mañana cuando algo me recordó

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18 5 que era sábado. Pensé en sábados pasados en la casa de la señora Valencia, cosiendo ropa de bebé, recorriendo con Juana puestos del mercado, ayudando a Papi en el jardín, visitando a Sebastien en el trapiche, aun cuando aparte de la caña él tuviera que hacer otro trabajo para pagar deu¬ das. Hasta entonces eso había sido mi vida; ahora era pa¬ sado. Ahora todos teníamos el reto de encontrar el futuro. Yo sabía exactamente qué iba a hacer cuando cruzára¬ mos la frontera. Iba a cambiar los pesos por gourdes y tratar de alquilar una casita en el camino de la ciudadela, donde había vivido de niña. Me pregunté quién habría he¬ redado nuestra casa y si aún podría reclamar la tierra como herencia. Yo no tenía ningún papel, pero probablemente hubiese algún registro de que el terreno había perteneci¬ do a mis padres y, aunque me hubiera marchado largo tiempo, seguía siendo mía por derecho de nacimiento. Después de que dejáramos a las hermanas, Tibon se volvió tan silencioso como los demás. Aquel trecho de pendiente empinada requería concentración de todos, pero de él en particular por la cojera y el tobillo herido. Tropezar, que no parecía difícil, habría significado rodar por la ladera hasta una garganta escabrosa repleta de kapoks con ramas altas como las colinas y raíces que afloraban como entrañas de animales aplastados. Mediaba la tarde cuando llegamos al pie de la montaña. En la linde del bosque había una colonia, pequeña y desier¬ ta, de chozas de adobe y cabañas de madera rodeadas de grandes hojas de tabaco secándose en capas. Tibon cojeó hasta el primer umbral de una hilera de cinco. -Aquí no hay nadie -dijo antes de pasar al siguiente.

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186 Wiiner y Odette corrieron detrás de él. Descubrieron que no había gente en ninguna de las casas. -Quizá los dueños están plantando más tabaco -dijo Wiiner-. O se han ido a vender. Wiiner dejó a su mujer, se metió en todas las cabañas y volvió a reunirse con ella. Había encontrado fardos de maíz y un pozo de agua con un cubo atado a una soga. Odette descubrió cuencos de madera y nos sirvió de be¬ ber a todos. -Cuando una se muere de sed -dijo- puede beber mu¬ cha agua, pero como el gusto del primer trago no hay nada. -Me pregunto por qué no hay más gente que haya hecho lo mismo que nosotros, cruzar la montaña -dijo Wiiner cuando se hubo saciado. -Es una montaña grande -dijoTibon. -Quizá es por el fuego -dijo Odette. -Antes del fuego podrían haber cruzado muchos -ar¬ gumentó Wiiner. -A lo mejor no queda nadie -dijo Odette. Se echó el resto del agua en la cara; se lavó los sobacos y entre los pechos. Wiiner fue a revisar otra vez las cabañas en busca de nuevos tesoros. Volvió con un fajo de papeles territoriales. -Miren esto que encontré bajo un colchón -dijo-. Son comerciantes, comerciantes haitianos. Una familia grande. -Pues no eran pobres -Tibón se puso la camisa que había llevado atada a la cabeza. Del bolsillo del pantalón rescató una pipa y le embutió un trozo de tabaco que pa¬ recía demasiado húmedo. No encendió la pipa, pero cada bocanada sin humo le provocaba un arrullo de placer. Por

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187 primera vez desde que dejáramos a las hermanas pareció que la culpa lo abandonaba. En ese momento todos tuvimos la certeza de que nos había bendecido la suerte; de que si esa gente regresaba, nos invitaría a pasar la noche y su presencia nos protege¬ ría. Todos debimos haber pensado lo mismo, menos Yves. Yves se había quedado aparte. Apoyado en el árbol más grande del patio, sujetaba una polvorienta sandalia marrón que había recogido. Miraba hacia arriba, como para encon¬ trar un resquicio de cielo entre las anchas ramas del kapok. Me acerqué a él queriendo decirle alguna ocurrencia; como qué maravilla, por ejemplo, era estar bajo los árbo¬ les que no hacía tanto habíamos mirado desde arriba. Volvió a alzar la vista, se habría dicho que a pesar de sí mismo. Yo seguí la dirección de su cara. Al principio no supe decir qué eran esas presencias gigantescas que no arrojaban sombra en el suelo. Colgaban de cueros de láti¬ go: pies, brazos, diez pares de piernas hasta donde pude contar. Las caras hinchadas impedían que los nudos los liberasen. Tres hombres. Cinco mujeres. Y dos niños. De uno de los pies, un pie de hombre, estaba a punto de caer una sandalia de cuero. La otra sandalia era la que Yves tenía en la mano. De una palmada en la nuca maté un insecto que me estaba picando; quizá fueran varios. Me encogía el rumor de mi propia sangre. Yves dejó caer la sandalia al suelo. -Tenemos que irnos -dijo, andando hacia las cabañas-. Si partimos ahora, al anochecer estaremos en Dajabón. Llevó un rato reunir a todos. -¿Y por qué no pasar la noche aquí? -preguntó Tibon

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cuando lo encontramos. Bien encendida ahora, tenía la pipa entre los labios. -¿Qué pasa si esta gente se fue porque la echaron? -dijo Yves-. Si alguien la asustó, seguramente volverá a la noche por el tabaco. Y también pueden venir los que están que¬ mando aldeas. Todo el mundo concordó en que debíamos irnos. -En Dajabón conozco a alguien que quizá nos reciba -dij o Yves cuando entrábamos en el bosque. -Nosotros también -dijo Odette.

29 Cuando llegamos a Dajabón había casi oscurecido; pero la ciudad entera estaba iluminada como para un carnaval. Yendo hacia la plaza pasamos frente a galerías llenas de gente que bailaba, bebía o jugaba al dominó mirando por encima del hombro. De las fachadas de las casas colgaban guirnaldas de colores, y en los muros laterales había pin¬ tados retratos del Generalísimo. Por una ancha carretera recién asfaltada una muche¬ dumbre se encaminaba a la plaza de la catedral. Había grupos musicales formados por niños con jarros de lata o esmalte, mujeres raspando cubiertos contra ralladores de coco y hombres que batían tambores. Delante de nosotros, un grupo de escolares de unifor¬ me azul, rojo y blanco agitaba banderas con el nombre del Generalísimo. -¡VivaTrujillo! -le hacían eco a la multitud. Me miré la ropa polvorienta y arrugada. Yves,Tibon, Wilner, Odette, yo: todos teníamos el mismo aspecto. Por mucho que intentáramos disimularlos, los fardos denun¬ ciaban que habíamos partido de algún lugar precipi¬ tadamente. Intentamos mezclarnos, parecer más bien confundidos visitantes del interior y no los atemorizados cimarrones que éramos.

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190 Yo seguía el sinuoso camino de Yves entre el gentío denso y procuraba no perderlo de vista. Detrás de mí venía Tibon, que a veces me ponía la mano esquelética en el hombro cuando debíamos frenar para que alguien pasase. En uno de esos altos se inclinó a decirme que Wilner y Odette nos habían dejado. Habían ido a buscar a alguien que a cambio de dinero los ayudara a cruzar el río. Que¬ rían que los esperásemos ante la gran fuente del centro de la plaza. Apreté el paso para decírselo a Yves. -Trataremos de esperar -dijo él, los ojos bajos, zigza¬ gueando por los resquicios que dejaban los cuerpos. La catedral estaba cubierta de luces desde la aguja hasta la puerta mayor. Damas en vestido de noche con pinzas y cuello de encaje bajaban alegremente de sus automóvi¬ les, y con zapatos encintados dejaban a sus acompañantes unos pasos atrás. No pude evitar preguntarme si el señor Pico estaría por allí. Había camiones del ejército alineados delante y otros dispersos por la plaza. Los soldados reco¬ rrían la multitud en busca de potenciales perturbadores. De varios retazos de conversación deduje que el Gene¬ ralísimo estaba en la iglesia. Antes, en un discurso, había reafirmado que los problemas de la República Dominicana con Haití no tardarían en resolverse. Las voces que lo contaban estaban exaltadas. Algunos pensaban que el Generalísimo declararía la guerra para obligarnos a volver a Haití. También oí preocupados su¬ surros en kreyól, gente que tal vez quería unirse a noso¬ tros pero temía que los grupos grandes fueran peligrosos. Algunos de los dominicanos que teníamos cerca nos mi¬ raban con más piedad que desprecio. Otros nos señalaban

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191 y reían con sus hijos. Bromeaban con que nos comíamos a los niños, los gatos y los perros. La multitud se derramaba en la plaza, esperando ansio¬ samente a que el Generalísimo saliera de la catedral. Era como si su presencia fuera un suceso sagrado, algo capaz de transformar el resto de las vidas. Delante de la fuente donde debíamos encontrarnos con Wilner estaba tocando la orquesta Presidente Trujillo. Agarrándome la mano, Yves me arrastró al borde de la muchedumbre. Me volví para asegurarme de queTibon nos seguía. Fuimos a una esquina oscura, tras un grupo de acacias llenas de aves del paraíso. Unos metros rnás allá, cinco jóvenes nos observaban debajo un franchipán. Tenían la cara roja, como nosotros, de haber caminado todo el día al sol. -Lo mejor es ir a la frontera ahora mismo -dijo Yves, viendo que lo miraban- No sé si podemos contar con mis amigos. Ni siquiera sé si todavía están aquí. Tibon estaba de acuerdo, pero quería darles a Wilner y a Odette un rato para encontrarnos. -Tendríamos que irnos ya -Yves hablaba entre dientes, sin mover los labios-. Aprovechar ahora que los soldados están con la multitud. Los jóvenes de franchipán vinieron hacia nosotros. Es¬ grimiendo ramitos de perejil se pusieron a vocear: -Perejil. Perejil. Al mismo tiempo alguna gente sentada en los bancos se alejó temerosa. Los soldados estaban muy lejos, y en todo caso yo no pensaba que fueran a defendernos. Los jóvenes nos rodearon, aislándonos de la mayor

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192 parte del gentío fiel que esperaba al Generalísimo. Yves desenfundó el machete y se lo cruzó sobre el pecho como un escudo metálico. Dos de los muchachotes lo embistie¬ ron y consiguieron arrebatarle el machete. Los otros tres rompieron la camisa de Tibón y con un palo de escoba empezaron a picarle el brazo esquelético. Cuando inten¬ taba retroceder, los otros volvían a empujarlo hacia el palo. Yo di un salto a un lado y me encontré pisando los pies de uno de ellos. Se le inflaron las mejillas. Escupió.Toqué el pegote que me resbalaba por la mejilla. Era verde de hebras de perejil. Tibon lanzó el hombro musculoso contra el que lo azu¬ zaba con el palo. En realidad era un niño, de catorce años lo más, que parecía juguetear en una laguna con los pe¬ ces que le rozaban los pies. La carga de Tibon lo sorpren¬ dió con la guardia baja; trastabilló y el palo se le cayó de las manos. Tibon le rodeó el cuello con el brazo normal y empezó a apretar. Clavó los dientes detrás de la oreja del niño, sobre el hueso, mientras le ahogaba el grito oprimién¬ dole la boca con el antebrazo. Dos camaradas del niño empezaron a descargarle puñetazos en la espalda, pero sólo lograron que Tibon apretase más. El niño se ahogaba; empezó a sangrar por la nariz. Boqueaba, mientras el resto de la cara le iba palideciendo. Yves intentó apartar a Tibon. Tibon no quería soltar. El cuello flojo, el cuerpo temblequeante, ahora el chico se desesperaba por respirar. Uno de los otros empuñó el machete de Yves, el mache¬ te de Félice, el machete de doña Sabine y de don Gilbert, y se lo hundió en la espalda a Tibon. La intrusión del metal frío en su carne dejó a Tibon ató-

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193 nito. Era como si estuviese en un sueño. Soltando al niño, se llevó la mano atrás para tocarse la herida. El niño se derrumbó tosiendo y rodó fuera de alcance. Tibon extendió las manos de nuevo, aferrando el aire. Los otros le dieron rodillazos en las costillas hasta que cayó al suelo. De costado, Tibon cerró los ojos. El niño, que había estado jadeando, se puso en pie despacio. Cuando recuperó el equilibrio pateó a Tibon en el pecho. Los otros nos rodearon a Yves y a mí. La orquesta Pre¬ sidente Trujillo atacó el popular himno Compadre Pedro Juan. La multitud ovacionó a un acordeonista jovencito que alzaba el instrumento por sobre su cabeza. Yo hurgué en mi fardo en busca del cuchillo. El bulto se me resbaló de las manos y alguien lo agarró. Lo vi pasar de mano en mano por encima de la multitud hasta desa¬ parecer. Un colchón de brazos nos llevó junto al cuerpo deTibon. Dos soldados miraban riendo. Los muchachotes nos pa¬ saban ramitos de perejil por la cara. -A ver, ¿qué es esto? -gritó uno-. Digan “perejil”. En ese momento creí de verdad que, de haber querido, podría haber dicho la palabra tranquila, correcta, lenta¬ mente, como tantas veces se la había dicho, “perejil, por favor”, a las viejas dominicanas que en caminos y merca¬ dos atendían puestos con sus nietas, aún cuando la erre vibrante y la jota precisa juntas fueran una carga excesiva para mi lengua. Era una de esas cosas que en medio de una sorpresa nocturna quizás uno olvide, pero que con todos los sentidos en calma yo habría podido hacer. Sin embar¬ go no tuve oportunidad. Nos obligaron a los dos a arrodi¬ llarnos. Nos abrieron las mandíbulas para llenarnos la boca

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194 de perejil. Lagrimeando, mastiqué y tragué lo antes que pude, aunque no tan rápido como ellos me metían más. Yves masticaba con toda la fuerza de sus mandíbulas hinchadas. Al menos no nos pegan, pensé. Procuré no escuchar las voces que ordenaban a los muchachotes darnos más manojos. Me dije que comer el perejil me mantendría viva. Tosiendo, asfixiado, Yves cayó de bruces. La cara se le hundió en un charco de vómito verde. No se movía. Al¬ guien le derramó un cubo de agua en la cabeza. Unos cuantos más hacían cola para meternos perejil en la boca. En el momento en que tosía un rocío de perejil, sentí que me descargaban una patada en la espalda. Una piedra grande como un puño que me lastimó los labios y la me¬ jilla derecha. Di con la cara contra el suelo. A Yves le tira¬ ron otra piedra. Alzó una mano para quitarse el perejil de los ojos. De mi visión entraba y salía un torrente de rostros. Un golpe agudo en el flanco me dejó casi sin aliento. Era un dolor como de cuchillo o de picahielo, pero al tocarme no encontré sangre. Haciéndome un ovillo, intenté evitar lo peor de las patadas. Grité, convencida de que iba a morir. Con los gritos ellos aflojaron un poco. Pero al cabo de un rato yo tenía menos fuerzas para hacerme oír. Me zumba¬ ban los oídos; traté de cubrirme la cabeza con las manos. Tenía el cuerpo entero entumecido; sentía la vibración de los golpes, pero el dolor ya no. La boca me rezumaba san¬ gre. Hice lo posible por tragar el perejil amargo que me ardía en la garganta. Le habían puesto pimienta. Tal vez lo hubieran envenenado. ¿Qué sentido tenía luchar?

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195 Me pareció oír un clarín, un cañonazo, luego otro clarín. La orquesta Presidente Trujillo paró de tocar. Veintiún cañonazos atronaron el aire. Entre aplausos y patadas al suelo, la gente atacó el himno nacional domi¬ nicano. “Quisqueyanos valientes”, empezaron a cantar. Quizá por ahí estuviera el señor Pico vigilando, escuchan¬ do, aconsejando, participando. Oí sirenas, vítores y un tro¬ pel de pasos sobre mi cabeza, de vez en cuando sobre mis hombros y mis manos. El Generalísimo salía ya de la catedral. Sirenas. Voces. Un ronroneo de camiones y por las dudas una salva de veintiún cañonazos más. Estalló una nueva ovación cuando el coche del Generalísimo partió raudo, con una caravana de soldados y la orquesta a la zaga. Intenté muchas veces levantarme, pero me derrumbó la gente que corría a entrever la nuca de Trujillo o captar la última nube de polvo alzada por su automóvil. Por fin la mayoría se marchó, dejando un puñado de remolones que se maldecían por no haberlo visto, por no haberse dejado ver por él, aunque sólo hubiera sido de reojo. -Levántate -junto a nosotros había una pareja-. Vamos, de pie. Yves ya estaba de rodillas, intentando levantarse.Tam¬ baleándose, buscó afirmarse en el borde de la fuente. El rostro deTibon estaba hundido en la tierra; la espalda pla¬ gada de huellas. Una mano me ayudó a levantarme y un hombro suave me ofreció apoyo. -El río no está tan lejos -me susurró al oído una voz de mujer.

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196 -El río no está tan lejos -repitió un hombre. Como reconocía las voces, me esforcé por hablar: -Odette,Wilner, ¿de verdad son ustedes? -mi voz era un largo gruñido. -Ahorra fuerzas -dijo Odette. -Los estábamos esperando -intenté decir, pero me sa¬ lió otro gemido. -Calma -dijo Odette-. Ahora que esta gente ha corrido detrás del Generalísimo, iremos a una casa que conoce Wilner. Mañana iremos al río. No está tan lejos. -¿Volverán a golpearnos, Odette? -traté de preguntar. Ella pensó que quería saber sobre Yves yTibon. -Sólo Yves vendrá con nosotros -dijo. El cuerpo deTibon quedó boca abajo junto a la fuente de la plaza. A Yves y a mí nos arrastraron hasta un calle¬ jón oscuro que había entre dos casas. Los nerviosos mo¬ vimientos de Odette me daban la impresión de que iban a atacarnos de nuevo. Al oírme gemir de miedo creyó que le preguntaba porTibon. -Los muertos los dejamos atrás -dijo-. Tibon está muerto. -No deberíamos dejarlo -hice lo posible por decir-. ¿Quién lo va a enterrar? Además, fue él quien quiso es¬ perarlos, Odette. Se detuvo y me miró a la cara. Me pareció que ahora entendía lo que estaba diciendo. -No podemos llevarlo -dijo-. Está muerto. Y ahora des¬ cansa un poco los labios. Los tienes hinchados como me¬ lones. -¿Pero quién nos asegura que está muerto?

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197 -Caray, no sabes cómo tienes los labios -replicó ella-, y si te los sigues golpeando así sólo lograrás perder más sangre. Nos llevaron a un cuartito que había detrás de una casa, al otro lado de la plaza. Estaba casi vacío; apenas había unos sacos de cemento apilados contra la pared. Pareció queWilner buscaba algo en la oscuridad. Se dio por vencido, salió y al rato volvió con una taza de agua salada, que Odette me puso ante los labios. La sal me quemó la boca. Escupí en lo que me quedaba de vestido. -Esta noche descansaremos aquí -dijoWilner, y sonó como un eco de su propia voz-. Mañana iremos al río. Yves se había sentado con la espalda contra los sacos de cemento, la camisa empapada de sangre. Miró a Odette taparme con una manta tosca y áspera, mientras yo tem¬ blaba con una fiebre nacida en el tuétano. Los dientes astillados me castañeteaban contra la carne. Todo el do¬ lor de los primeros golpes de mi vida regresaba ahora en aluvión. Quise tocarme la cara maltrecha. Odette me apar¬ tó las manos de las mandíbulas. Wilner iba de un lado a otro hablando solo. La mano que al detenerse me puso en la frente olía a perejil. La ropa de Odette olía a perejil. Cerré los ojos y entré en una tiniebla de perejil. -A ver si te sientas -le dijo Odette a Wilner, que se estaba paseando otra vez- Alberto dijo que esta noche ya no buscarían a nadie. -Mañana tendré que encontrar un buen vado -dijo Wilner-. Un lugar donde no nos vean los soldados del puente. -¿Seguro que el que les ofreció este lugar es de con-

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fianza? -les preguntó Yves. Ceceaba mucho, empujando la lengua inflamada entre los labios deformes-. ¿Cómo saben que no traerá a los soldados? -Le he pagado -contestó Wilner. -¿Y eso qué? -insistió Yves. -Nosotros nunca hemos vivido seguros -dijo Odette. -Díganme, ¿por qué nuestro pueblo no va a la guerra por esto? -Yves parecía preguntárselo también a sí mis¬ mo-. ¿Por qué no pelea nuestro presidente? Wilner aún no tenía la respuesta, pero gruñó como si en caso de tener tiempo fuera a encontrarla. Dejaron de hablar los tres y prestaron atención a la noche. Yo seguía oyendo chillidos y risas, los gritos de la Guardia mandando a los borrachos a dormir. Del angosto espacio entre las casas llegaba ruido de pasos. Esperamos que creciera y luego fuera apagándose como había pasado varias veces. Hubo un golpe en la puerta, un golpe de puño. -Soy Alberto -susurró una voz por la grieta que dejaba entrar en el cuarto una rajita de luz de luna-. La Guardia viene para acá. Wilner fue trastabillando hasta la puerta y la abrió. En el umbral había un hombre con una lámpara de kerosene que por un instante escondió adentro. De golpe el cuarto se llenó de luz, como un día bruscamente soleado. Wilner agradeció al hombre y le dio las buenas noches. La luz desapareció del umbral y el hombre partió corriendo. A lo lejos yo oía a los soldados provocar a las mujeres; oía la risa estridente de ellas, los besos ruidosos que les soplaban. Haciéndose a un lado, Wilner mantuvo la puerta en-

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treabierta para Odette. Detrás de ella cojeó Yves, que me ofreció la mano para pasar el umbral. Una vez afuera, me aferré al brazo de Odette como si fuera un bastón. Un ronroneo de camiones en la plaza tapó las voces de los soldados. Por un callejón estrecho Wilner nos hizo rodear una ristra de casas de cemento sin terminar. A dis¬ tancia, al otro lado de la plaza, se oían los golpes de los soldados en las puertas. Apuramos el paso hasta un campo de fútbol bordeado por un muro de hormigón. Una y otra vez Wilner volvía la cabeza para cerciorarse de que no nos seguía nadie. En un claro dormían unas vacas. Cuando pasamos, al¬ gunas rápidamente intentaron ponerse de pie. Las matas y los árboles dispersos de la sabana nos llevaron a un bosquecito de altas palmeras, sibilante en una brisa que yo no sentía. Tal vez el cuerpo se me hubiera vuelto in¬ sensible; tal vez ya fuera incurable. -Creo que los dejamos atrás -anunció Wilner. Yo no podía ni girarme a mirar. Las palmas daban sufi¬ ciente protección. Incluso si ellos se acercaban, podíamos dispersarnos lo bastante para dificultar la búsqueda. No nos llevarían a todos. -¿Dónde encontrar a Sebastien y a Mimi? ¿Dónde es ese lugar? -murmuré despacio, para que me entendieran. -¿Sabe que el otro ha muerto? -preguntó Wilner. -Sí -respondió Odette-. ¿Lo sabes, amor? Sabes que Tibon, murió, ¿no? Los muertos no siempre pueden acom¬ pañarnos en viajes tan largos. Traté de explicarles. Quería ir a la fortaleza donde quizá tuvieran prisioneros a Mimi y a Sebastien. Las palabras me resbalaban de la boca borrosas, incomprensibles. Los

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200 otros dejaron de escucharme, creyendo acaso que cada intento de frase era una protesta por haber dejado aTibon atrás. A la salida del palmar encontramos una senda techada de árboles que bajaba hacia el río. A esa distancia, el agua parecía honda y negra y la ribera mucho más abrupta de lo que yo recordaba. Una hierba alta hasta la barbilla ro¬ deaba el sitio queWilner había elegido para cruzar. Lejos, adelante, luces nocturnas moteaban las vigas curvas del puente. Moviéndose con las lámparas de una punta a otra, los centinelas parecían inmensas luciérnagas. Esperamos un rato para ver si se acercaban los guar¬ dias. No había ninguno salvo los del puente. -Tal vez podríamos cruzar ahora -dijo Wilner. Río arriba se oyó un ruido en el agua; algo había caído del puente. -Están tirando cadáveres -murmuró Odette. -No escuches -contestó Wilner-. Sólo tenemos que pensar en la patrulla. Yo iré de último. El suelo pantanoso llevaba abruptamente al borde de la corriente. En cuanto Odette y yo entramos en ella, el agua nos llegó al pecho. Odette se volvió hacia la orilla, donde Yves todavía andaba a tientas y Wilner seguía vigi¬ lando el puente. Con la corriente venían oleadas de un fuerte olor a es¬ tiércol y hierba mojada. A medida que nos adentrábamos yo intentaba encontrar puntos de apoyo en la arena, raíces donde anclar los pies. En esa profundidad era como an¬ dar en el aire. Cuando estuvimos casi sumergidas me solté de la mano de Odette. La oí resoplar, quizá de miedo y sorpresa. Pero

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201 yo sólo pensaba una cosa: si iba a ahogarme quería aho¬ garme sola, sin responsabilidad por la vida de nadie. Pasó flotando un vestido negro, inflado por el aire. Lo seguían una maraña de ramas y tres morrales de esparto vacíos. Cara abajo, luego pasó flotando un hombre. Nadé hasta él y le levanté la cabeza. ¿Sebastien? No. Dejé caer la cabeza. Habría querido saber una oración ceremonial y recitársela. Odette se iba con la corriente. En vez de mover los brazos o nadar, simplemente se dejaba acunar por el agua; de vez en cuando se le hundía la cabeza, y al sacarla abría la boca engullendo el aire. Nadé tras ella, la agarré por la cintura y con la mano libre seguí cruzando. Cuando alzó la cara de la corriente vi que tenía miedo, pero al ir escupiendo el agua dejó de toser. Atrás, en la orilla, alguien llamaba aWilner. -¡Eh! ¡Eh! En el acto dejamos de bracear y nos arrastró la corriente. Cuando sonó el disparo tapé la boca de Odette con las dos manos. Wilner no tuvo tiempo ni de responder. Tras el silencio opaco que siguió al disparo, el soldado gritó a sus compañeros que no temiesen, que era él, Se¬ gundo, y que estaba bien. Odette me mordió la palma, rasgando la carne con las dos hileras de dientes. Fue como cuando uno quiere dejar sin sentido a un pájaro medio muerto que sigue aleteando, a una gallina decapitada que corre valerosamente por el camino. Man¬ teniendo una mano sobre la boca de Odette, con la otra

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le apreté la nariz por su propio bien, por el nuestro. Sin forcejeos, ella abandonó el cuerpo a la corriente y la falta de aire. El soldado que había matado aWilner echó a andar río arriba. De haberlo querido, posiblemente nos habría vis¬ to; pero quizá considerase que el río, aunque bueno para deshacerse de cadáveres, no favorecía los disparos. Cubrí el cuerpo de Odette con mi cuerpo mientras, con Yves al lado, seguía nadando hacia la otra orilla. Yves fue el primero en dar con un banco de arena.Ten¬ dido sobre el pecho, se estiró y fue tomándome a Odette de los brazos. Yo me agarré de una roca y salí. Pusimos a Odette boca abajo. Aunque todavía respira¬ ba, no iba a recobrar la conciencia. Era como si ya hubiese elegido. No haría el resto del viaje con nosotros. Yo sólo había querido que no se moviese, que ayudara a que sobreviviéramos las dos. Yves la miraba como si en esos ojos que se negaban a abrirse estuvieran escritos nuestros futuros. Ella nos había salvado en la plaza; nosotros también queríamos salvarla. La llevó hasta el llano en sombras. Siguiendo la senda tierra adentro, llegamos a un grupo de cotorreros cuyas hojas velludas parecían manos suaves que, tendidas des¬ de un lugar más alto, nos invitaban a descansar un rato. Al sentarla en la hierba, bajo el dosel de árboles, Odette escupió el agua que le llenaba el pecho. Con la respiración hendida, pronunció en kreydl la palabra pési, no en cal¬ ma ni despacio como si lo estuviera pidiendo en un mer¬ cado, no como si reclamase ante el Cielo el sentido superior de los actos sin sentido, sin esfuerzo alguno por decir “perejil” para conservar la vida. ¿Que diga amor?

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203 ¿Odio? Háblenme de cosas que el mundo aún tiene que entender de veras, del significado instantáneo de cada trino de pájaro, del pensamiento secreto de un niño en el vientre de la madre, de la medida cadencia de los alientos, de los verdaderos colores del interior de la luna, de los grandes milagros de las cosas pequeñas, de misterios pro¬ fundos. ¿Pero “perejil”? ¿No era tan usado, tan común, tan abundante y accesible que quien quería un ramito lo con¬ seguía en seguida? Usábamos perejil en la comida, en el té, en el baño, para limpiarnos por dentro y por fuera. Tal vez el Generalísimo, a escala mayor, quisiera hacer lo mismo con su país entero. Seguro que la mente del Generalísimo era negra como la muerte. Pero, si lo hubiese oído, quizá el pési de Odette lo habría sobresaltado. No era las lágrimas y las súplicas que él esperaba, no un alarido de miedo desenfrenado, sino una provocación, un reto, una osadía. Al diablo con tu mundo, tu hierba, tu viento, tu agua, tu aire y tus pala¬ bras. ¿Perejil, pides? Yo te doy más.

30 Nos encontraron a la mañana siguiente, al alba, un cura y un médico que recorrían la sabana en busca de supervi¬ vientes. A oscuras, Yves había cargado el cadáver de Odette hasta un lugar desde donde ya no veíamos el río ni el puente. El cura pidió ayuda y de repente nos rodearon hombres y mujeres con distintas heridas, curados o a medio curar, que preguntaban de dónde veníamos, si habíamos visto a tal o cual persona de este campo o aquel trapiche. Alguien se encargó de Odette sin interrogarnos. Pare¬ cía menuda y manejable, ingrávida en brazos del desco¬ nocido. Seguimos al que la cargaba hasta un terreno salpicado de grandes tiendas. Yves iba cojeando delante, la mirada fija en Odette. -¿Cómo se llamaba? -preguntó el cura. Parecía agotado y en la mano tenía una libretita abierta. Se secó la boca con un pañuelo blanco, la cosa más blanca que yo había visto desde el encaje que cubría a la Virgen en la procesión de la montaña. -Odette -dijo Yves-. Pero el apellido no lo sabemos. -¿Y los parientes? -No sabemos de dónde son.

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205 El hombre que cargaba a Odette se encaminó al costado del camino, donde se habían puesto los cadáveres en hi¬ leras. Curas y un obispo en vestidura completa adminis¬ traban a cada muerto los últimos ritos. No preguntamos dónde enterrarían a Odette, pues sabíamos que probable¬ mente compartiría la tumba con los demás. Además, el cura ya había pasado a ocuparse de otros. Miré su cara por última vez. Había allí una quietud que yo casi envidiaba. No parecía que la muerte le hubiera lle¬ gado por sorpresa; el cuerpo no había tardado en entre¬ garse: las manos abiertas, las rodillas flexionadas, la cara relajada. Debo de haberme quedado junto a ella horas enteras. Vaya a donde vaya, siempre estaré junto a aquel cadáver. Ninguna despedida podía bastar. Yo sólo había querido que no se moviera. Yves me tomó de la mano y me arrastró hasta uno de los hospitales de campaña donde la gente se apretujaba en bancos o se agolpaba en mantas tendidas en el suelo. Nos recibieron dos monjas sentadas detrás de una mesita. -Ustedes no están tan mal como otros -me dijo en kreyól una monja de cara cuadrada, varonil, color choco¬ late claro. Detrás de unos biombos de madera trabajaban dos mé¬ dicos. Yves y yo logramos sentarnos en un banco de es¬ cuela, con muchos otros que esperaban turno. Intentábamos no mirar a los de alrededor; sobre todo a los que estaban medio desnudos, como dando permiso para escrutarlos a fondo. Muchos pedían que las monjas se fijaran en sus heridas. -Hermana, un poco de agua, por favor.

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206 -Hermana, no se olvide de mí. -Hermana, me siento muy mal. -Hermana, ¿no ha venido mi hijo? ¿No ha venido mi hija, mi marido, mi mujer, mi madre, mi padre? Sus gritos tapaban los gemidos de otros que, como yo, eran incapaces de decir qué deseaban. Debieron pasar unas horas hasta que la monja de la mandíbula cuadrada se levantó a buscarme. -A ti no se te ve tan mal como a otros. Se te ve bastante bien -repitió. Dejando aYves detrás, pasé frente una fila de gente que tenía casi toda la piel quemada, hombres y mujeres calci¬ nados en posturas extrañas, las piernas y los brazos con¬ gelados en el aire como ramas separadas hacía mucho de sus troncos. Detrás de un biombo, uno de los médicos atendía a montones de gente tendida en una hilera de mesas uni¬ das. A mi lado había una mujer con la pierna colgando de una frágil tira en la rodilla derecha. Subía y bajaba la ca¬ beza murmurando algo de la boca para adentro, un ruego de conservar la pierna entera, una súplica al médico para que no la dejase incompleta, para que le permitiera irse al otro mundo tal como había llegado a este. Entró otro médico con una pequeña sierra. La mujer clavaba la vista en los postes y cuerdas de la tienda y en las ventanitas con mosquitero que había sobre su cabeza. Vi los ojos de mi médico evaluando por encima de la sucia mascarilla blanca. Toda su actitud era de urgencia. Me abrió de un tirón el vestido raído sin dejar de echar miradas a la otra mujer. Una mano me apartó la cara de la operación de la mujer mientras la otra me levantaba las

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207 piernas para inspeccionarme el estómago en busca de cortes. Los ojos se le helaron de pronto en el instante en que la pierna de la mujer se descoyuntaba, la mujer gira¬ ba aturdida, dificultando la tarea del otro médico y de lo que quedaba de muslo surgía un chorro de sangre. Una gota roja me dio en el párpado. El otro médico se detuvo para anunciar “No vivirá”, y contra la sangre de la mujer yo cerré los ojos pensando que era la última vez que veía morir a alguien, tan segura estaba de que el “No vivirá” también se refería a mí. Recobré la conciencia en una gran sala de paredes de madera y techo de lata como un espejo sucio. El metal duplicaba el calor del mediodía, como si quisiera incen¬ diarnos. Todos se abanicaban para aliviarse y ahuyentar hormigas y moscas de las heridas. Yo yacía en una manta delgada junto a un poste asti¬ llado que sostenía la mayor parte del techo. Algo más arri¬ ba había dos postigos; por la rendija entraba una brisa. Tenía vendadas las rodillas y la cabeza. Ya no existía mi uniforme de casa. Llevaba otra ropa: un vestido de denim desteñido hecho para una mujer de cuerpo mucho más ancho y largo que el mío. Para distraerme metía y sacaba las manos de los bolsi¬ llos vacíos. Un vaho de pino húmedo me rozaba la nariz. Oí gemir a un hombre que reprimía un grito, vi el rostro agonizante de Odette y caí de nuevo en el sueño.

En el sueño veo a mi madre alzarse, como el espíritu materno de los ríos, por encima de la corriente que la ahogó.

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Lleva un vestido de cristal, hecho de la endurecida cla¬ ridad del río, que ondula detrás de ella como una polva¬ reda cuando corre a mi encuentro y me envuelve en sus brazos de humo. El rostro se parece al mío; de hecho es el mismo rostro largo, de tres diferentes tonos nocturnos, y la sonrisa revela las dos hileras de dientes. -He reservado mi risa para cuando la necesitaras -dice, en un tono alegre que yo no recuerdo, porque siempre fue de palabra breve y severa-. No quise que pensaras que el amor no escaseaba, que fluía libremente o que cualquie¬ ra iba a dártelo gratis. -¿Y aquella vez en que me estaba muriendo y apare¬ ció la muñeca? -le pregunté-. ¿Por qué entonces no me quisiste? -Tú nunca estuviste a punto de morir, mi preciosa imbecile -dice ella-.Tenías desequilibrada la cabeza, como ahora. Por eso creías que ibas a morir; pero no era así. La cosa no fue tan grave como recuerdas. No podía serlo.Yo no lo habría permitido. -Nunca seré una mujer completa -dije-. Me falta tu cara. -Tu madre nunca estuvo tan lejos de ti como suponías -dice ella-. Eras como mi sombra. Huías cuando yo me acercaba, y cuando te dejaba sola me seguías.Te pondrás bien de nuevo, ma belle Amabelle. Tengo la certeza. ¿Y cómo has dudado alguna vez de mi amor? Tú, eternidad mía. No tenía idea de cuánto había dormido. Pero cuando desperté otra vez, las monjas recorrían la sala repartien¬ do platos de papilla de maíz con salsa de fríjoles y una

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209 tajada de aguacate. Negué con la cabeza, pero igual me dejaron el plato al lado. Mientras comía, la gente se fue reuniendo en grupos. Cambiaban historias con una rapidez que a veces entur¬ biaba las palabras, pues mayor que el deseo de ser oídos era el hambre de contar. Se notaba en el fervor de las declaraciones, en las exclamaciones obscenas cuando algo no venía a la cabeza en seguida, cuando alguien aprove¬ chaba un tartamudeo para lanzar su relato antes de que el otro hubiera acabado. -Era lunes, a fines de septiembre -empezó un hombre, como testimoniando ante un juez de paz-. Yo había sali¬ do al campo al amanecer. Cuando al mediodía volví, en mi casa estaba la Guardia. Yo había oído rumores de lo que pasaba por las noches. Venía cuidándome de no salir mu¬ cho. Pero ahora era de día. Los soldados cogieron unos pollos de mi corral y me acusaron de ladrón. Les digo que a muchos los prendieron así, con cargos falsos. Otras voces reclamaron ahora el derecho de hablar, co¬ mo si los dueños llevaran largo rato mordiéndose la lengua. -Los ataron con sogas ahí mismo, cerca de mí -gritó una mujer- y don José, que me conocía de toda la vida, se les acercó machete en mano. Primero mi hijo, después mi padre, después mi hermana. Se me erizó la piel, como si me hubieran puesto la san¬ gre a hervir para derramármela luego encima. O acaso el techo de lata se estuviera fundiendo y goteara como una llovizna de plata. Un hombre que había recibido un balazo en el vientre 4

contó que había escapado medio día sin darse cuenta de lo que le ocurría. Había pensado que un disparo, sobre

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210 todo de un fusil como el Krag, tenía que doler mucho más. Suerte, dijo, que le habían tirado desde lejos. Al principio había sido como una picadura, una picadura de abeja, ni siquiera de avispa, que para algunos puede ser mortal. Otro hombre contó cómo, oculto detrás de un árbol, había visto a los soldados asaltar una granja de caballos. Tan furiosos los había puesto no encontrar haitianos que habían matado a todos los caballos. -Allá en Santiago -gritó una voz desde la otra punta de la sala-, en el patio de unos edificios del gobierno ma¬ taron setecientas almas. Las hicieron echarse boca abajo en el polvo rojo y les dispararon por la espalda. En el nimbo del calor el techo parecía quebrarse en dos y los pedazos subir al cielo con alas de plata; salvo que arriba no había cielo: sólo una oscuridad diurna donde habría debido brillar el sol. -Yo estuve en Monte Cristi -respondió una joven con la huella de tres círculos de soga quemada en el cuellocuando obligaron a más de doscientos a saltar del muelle. Sentí la sangre en tropel, como si todo dentro de mí hir¬ viese aunque el cuerpo no se moviera. Quizá tenía una fiebre como las de mi infancia; pero si tenía fiebre, ¿sabría el dorso de mi mano distinguir su calor del de la frente? Al hombre que hablaba ahora lo habían dado por muer¬ to después de partirle el hombro de un machetazo. A la mañana siguiente se había despertado en una zanja, ro¬ deado de cadáveres. -Me sentí como mi mujer la primera noche que pasa¬ mos juntos -dijo-. Me acuerdo que se despertó a media¬ noche y se puso a gritar. Yo le pregunté si tan feo era que dormir a mi lado la espantaba. Me clavó los ojos y dijo

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211 que era la primera vez que dormía fuera de la cama de su madre. Había olvidado dónde estaba -el grupo empezó a impacientarse; ese hombre no iba al grano-. Y esa maña¬ na, cuando me desperté en el foso entre cadáveres, con los buitres por encima, pensé en mi mujer. -Los buitres -repicaron todos. No se hartaban nunca, esos buitres; cubrían el cielo como una nube nocturna. Si uno no caminaba deprisa bajaban a buscarle los ojos. Era como si olieran en uno el hedor de la muerte. -No siempre eran sólo los buitres -añadió alguien-. También a los “pájaros buenos” empezaban a gustarles los hombres. Los gorriones, las currucas, hasta los colibríes: todos querían probar carne humana. -Empecé a moverme entre los muertos dando alaridos -dijo el hombre del foso de cadáveres-. Entonces me acor¬ dé de mi mujer aquella primera noche y a pesar de todo sonreí. La belleza del momento hizo sonreír también a los demás: una mujer despierta por primera vez junto a su hombre y no entiende qué está haciendo allí. ¿Había ha¬ bido un tiempo en que despertar en cama nueva podía sobresaltar a una persona? -¿Y dónde está ahora su mujer? -preguntó alguien. El hombre se encogió de hombros y golpeó las manos; no sabía. -Matarme a mí daría mucho trabajo -alardeó el narra¬ dor siguiente-. Soy de esos árboles con raíces muy pro¬ fundas. Pueden cortarme las ramas, pero arrancarme de cuajo nunca. Demasiadas raíces, demasiado fuertes. -¿Quién dijo eso? -preguntó otro-. ¿No fue el general Toussaint Louverture?

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212 -Un hombre inteligente -comentó otro más-. En aque¬ llos tiempos nos respetaban. Cuando vivían Dessalines, Toussaint, Henri, éramos una nación fuerte. Esos eran capaces de ir a la guerra por defender nuestra sangre. Ahora pasa todo esto y el que se llama presidente no dice nada. A nuestro Papá Vincent, nuestro poeta, le importa un comino la afrenta contra los hijos de Toussaint y Dessalines. Ve el río de nuestra sangre y no grita. Una mujer cantaba una invocación a los padres de nuestra independencia. Papá Dessalines, ¿dónde nos has dejado? Papá Toussaint, ¿qué nos has dejado? Papá Henri, ¿por qué nos abandonas? -La libertad es efímera -dijo un hombre-. Siempre viene alguno que te la arrebata. Luego se pusieron a discutir si había sido más sensato viajar por los valles boscosos o por las montañas. Se pre¬ guntaron qué habría ocurrido con sus parientes. Algunos, en grupos numerosos, habían tenido que dejar atrás a ios moribundos. Miraban atrás reordenando los momentos: visión segunda, retrospectiva. ¿Qué se habría podido hacer de otro modo? ¿Qué había sido de nuestro credo nacional, “L’union fait la forcé ”? ¿Dónde estaba nuestra unidad? ¿Dónde nuestra fuerza? ¿Cómo podíamos no odiarnos por haber dejado a tantos atrás? Al mismo tiempo soñaban con las primeras comidas que iban a prepararles las madres y hermanas que no veían desde hacía años. Describían paso a paso las primeras partidas de dominó y riñas de gallos con sus padres y com¬ padres, los primeros abrazos con las amantes y los hijos. -Y así uno entiende que la carne es como todo -dijo el hombre del foso de cadáveres- No se diferencia de la

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213 fruta ni de cualquier cosa que se pudra. No es mágica ni sagrada. Se arruga, se quema y como el ámbar se derrite al fuego. La carne es nada. Somos nada. La mujer de las quemaduras de soga en el cuello pre¬ guntó si podía tomar mi comida. Asentí y volví a dor¬ mirme. Cuando me desperté, la monja de la mandíbula cua¬ drada me tamborileaba con los dedos el vendaje de la cabeza. -¿Sabes cuánto tiempo ha pasado? -preguntó. Dije que no con la cabeza. -Tres días -dijo ella-. Hace tres días y tres noches que estás durmiendo. No parecías estar tan mal como otros, pero tuviste tanta fiebre que temí que murieras. Intenté abrir los labios y sonreír para mostrarle que para morir me faltaba mucho; que no quería; que ya ha¬ bían muerto Odette y Wilner por mí. -¿Tienes adonde ir? -preguntó. Sacudí la cabeza. -¿Puedes hablar? No. Se inclinó para abrirme la boca. Sentí como si me par¬ tiese la cara. -¿Y el hombre que venía a lavarte y vestirte mientras pasabas lo peor de la fiebre? -¿Quién? -pregunté alzando las cejas. -Debe ser alguien que conoces. Sentí que se me hinchaban las venas del cuello, que grandes burbujas de aire se me agolpaban en la garganta. Se llama Sebastien Onius.

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214 -Dijo que se llamaba Yves -recordó ella. Yves vino a verme cuando debían de haber pasado ya unos días. Yo quería agradecerle que me hubiera cuidado. ¿Pero cómo? Tenía mejor aspecto, salvo por los flecos de gaza que en distintas partes de la cabeza se le apretaban en formas raras. Alrededor de las vendas el pelo le había crecido en mechones. Me vio mirarlas y dijo: -Todavía no puedo afeitarme la cabeza. Yo quería decirle que se veía bien. No hacía falta que se afeitara. Parecía estar curándose. -Duermo fuera, bajo la luna -dijo él-. Es bueno si no llueve. Bien. Bien. Asentí. -He buscado a Sebastien y a Mimi en cuanto lugar se podía -Noté, por la expresión súbitamente más grave, que me veía demasiado esperanzada-. Los curas y el obispo tratan de interrogar a todos y anotar los nombres. Yo les pregunté por Sebastien y Mimi. ¿Y?, pregunté alzando los hombros. -Nada -contestó- Nada de nada. Tal vez cruzaron la frontera por otro puesto. Tal vez estaban lo bastante bien para ir derecho a casa de su madre. Pese a mis propios deseos, me sentí caer de nuevo en el sueño. Era llorar o dormir. De otra cosa mi cuerpo no parecía capaz. Las visitas de Yves eran una conversación repartida en muchos días. Yo recordaba algunas partes y otras no. -Me vuelvo a mi tierra -dijo una vez. Le había crecido

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215 más pelo alrededor de las vendas, que ahora eran más pe¬ queñas-. Di con la cabeza si quieres venir conmigo. Traté de decir que sí, que iría con él. Iría con él a don¬ dequiera estuviese su casa; procuraría olvidar lo que ha¬ bía pasado en el viaje y esperaría que regresaran Mimi y Sebastien. -Bien -dijo él-. Duerme esta noche que mañana ven¬ dré a buscarte. Toda esa noche llovió y la mayor parte de los que dor¬ mían fuera entró a refugiarse. Por encima de mí, los pos¬ tigos abiertos dejaban entrar una llovizna constante. Por fin alguien se levantó a cerrarlos, pero a esas alturas yo estaba empapada. Yves vino hasta mi lugar y con la espalda contra un poste de madera se sentó a oscuras. -Te llevaré a la casa de Sebastien -dijo-.Te sentarás a hablar con él, con Mimi y con su madre y todo esto será una pesadilla. -¿Cuánto hace que estamos aquí? -el esfuerzo de hablar parecía desgarrarme la garganta. -Seis días -dijo él. -¿Qué hice durante la fiebre? -pregunté. -Dormir y despertarte una y otra vez. Pero más que nada dormir. -¿Y tú me cuidabas? Asintió. -Con tanta lluvia se desbordará el río -dije-. No es bueno, si Sebastien y Mimi tienen que cruzar. -Dicen que ha parado la matanza -dijo él. -Yo tengo a menudo un sueño -le dije- con mis padres en el río, bajo la lluvia.

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216 -Sebastien me lo contó más de una vez. Al otro lado de la sala alguien soltó un grito. Era el hombre que había despertado en el foso de cadáveres. Dijo que había oído a su mujer llamándolo desde el río, y que él quería ir a salvarla. Mientras Yves y otros lo contenían, se levantaron las monjas. Lo obligaron a tragar unas cucharadas de jarabe que, sumadas a la pena, lo hicieron pasar el resto de la noche con el pulgar en la boca, meciéndose como un niño. Al amanecer siguiente Yves se fue con los curas, los mé¬ dicos y otros hombres a recoger cadáveres por la ribera. Estuvieron trabajando la mañana entera, aunque también las monjas nos decían que la matanza había cesado y ape¬ nas había ya cadáveres que enterrar. Ahora que todos querían resguardarse de la lluvia, la sala estaba repleta a más no poder. Mientras esperaba a que Yves volviera me miré en el techo de lata. Con todo el mundo echado boca arriba y los cuerpos tan juntos, me costaba saber qué cara era la mía. Tendido en una manta, el hombre del foso de cadáveres se pasó la mañana murmurando el nombre de su mujer. “Nounoune”. “Nóunoune”. A su lado había un domini¬ cano tullido que sólo podía consolarlo en español. -Cálmate, hombre -balbuceaba el dominicano. Era negro como la monja que venía a cambiar los vendajes. Confundiéndolo con uno de nosotros le habían dado un machetazo en la nuca. En la sala había muchos como él, me contaron.

31 La tarde en que al fin dejamos la clínica en un camión, el cielo estaba manchado de gris, un gris de carne de pes¬ cado hervido. En esa región del país las montañas añil, los cactus, las enormes garcetas y flamencos eran grandes espectáculos para los ojos, visiones ante las cuales todos nos sentíamos obligados a torcer y contorsionar el cuer¬ po herido para mirar afuera, temblorosos, agradecidos de haber sobrevivido para ver de nuevo la tierra natal. Yves y yo nos habíamos apretado en un rincón, cerca del final de una hilera atestada; yo sabía que le estaba cla¬ vando la rodilla en el costado, pero no encontraba espacio para moverla. Como esa mañana Yves no había encontra¬ do a Mimi ni a Sebastien, se sentía culpable. Por eso ca¬ llaba; con los ojos bajos se retorcía los dedos y hacía una mueca, aunque sin quejarse, cada vez una frenada súbita me hacía clavarle la rodilla. Tal vez pensara que yo lo odiaba y quería atormentarlo por estar allí en lugar de Sebastien; tal vez creyese incluso que merecía un castigo por no ser su amigo. El Cap al cual regresamos seguía siendo una nueva ciu¬ dad antigua, quemada varias veces hasta los cimientos en

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218 pro de su salvación. Esas historias las conocían todos los niños, pues muchos encontraban pruebas en sus barrios: una moneda de oro, una fuente de plata que, como los huesos de los sepultados sin ataúd, el suelo vomitaba cuan¬ do llovía de más. El gran sueño era encontrar un ja, el arcón lleno de oro que algún francés dueño de plantacio¬ nes hubiera enterrado junto con los esclavos asesinados, cuyas almas debían protegerlo. “No rendiré el Cap hasta que sea cenizas. Y aún sobre las cenizas seguiré luchando”, había dicho Henri I a los generales franceses que retornaban en flotas a reclamar tesoros y almas de esclavos. Y había dado la orden de empezar prendiendo fuego a su propia casa. El camión nos dejó en la plaza Toussaint Louverture, bajo la estatua. Las casas construidas allí eran ahora menos majestuosas: a lo sumo de dos plantas, con baranda de madera, puerta doble y galería en lo alto. Muy distintas de las antiguas casas de las plantaciones, que debían sobre¬ vivir a los siglos. En cuanto bajamos del camión Yves se separó de los demás. Yo lo seguí, con la mirada puesta en el cielo. La gigantesca ciudadela, el tesoro de Henri I, se cernía sobre la ciudad desde una guirnalda de nubes soleadas. Me pregunté si Yves pensaría en esas cosas. Si, mientras nos internábamos en las calles bien pavimentadas, entre los grupitos de hombres y mujeres que vagaban entre los zapatos y las telas de la Rué du Quai, notaría siquiera qué había en las tiendas. Iba tras él a distancia, mirando hacia arriba, procurando no enterarme de que me latían las ro¬ dillas. Los huesitos de los pies descalzos se me raspaban unos con otros. Cada movimiento exigía una pausa, con-

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219 siderar qué estaba haciendo, si mis piernas iban a donde supuestamente debían. Algunos comerciantes y sus dependientes gemían al vernos. Sin habernos conocido, nos reconocían. Éramos esos, los casi muertos, los que habían escapado de la otra orilla. Yo arrastraba los pies sintiendo que a veces alguien me pisaba, gente cuyos ojos estaban a sólo un parpadeo de los míos, cuyas manos y dedos se me acercaban libremente, cuyos labios me gritaban “podyab”, pobre diabla, al oído. -Vamos, vamos -me apremió Yves. Por la Rué A deja¬ mos atrás las rejas del viejo hotel New York y una acera donde alguien exponía el funcionamiento de un fonógra¬ fo y una máquina de coser. Yves caminaba en círculos, buscando al parecer un lugar en donde entrar, como si en realidad se hubiera perdido y no lo supiera. En la Rué B, en medio de un mercado turístico abierto, rascándose la cabeza sin afeitar se detuvo a esperarme. Cuando lo alcancé me dijo que me quedara allí, agarrada a un poste de una farmacia, mientras él entraba a comprar cigarrillos La Nationale. Cuando llegamos a la catedral se había fumado casi todo el paquete. Frente a la catedral una mujer se me acercó tanto que pude oler casi el tabaco que mascaba, el sudor seco y otra vez condensado de su frente y la gruesa cáscara de las naranjas que llevaba en una cesta sobre la cabeza. Sin prestar mucha atención a lo que hacía, metió la mano en la cesta y me dio una naranja. -Caliéntala en una fogata -me dijo-, hasta que la cás¬ cara se ponga negra. -Gracias -le dije.

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220 -No he terminado -dijo ella-. Cuando veas toda la cás¬ cara negra sabrás que está lista. Entonces la cortas y te pasas la pulpa caliente por la carne. Luego te das un baño tibio. Se te curarán las heridas y te pasará el dolor. Apreté la naranja para que no se me cayera. La mujer anduvo un rato detrás de mí, hasta que encontró a otro y le dio las mismas indicaciones. Yves se adelantaba. Por un camino de grava que nos alejó del área comercial encontramos gente que lo cono¬ cía. Un hombre con una pila de bordadas camisas de tu¬ rista bajo el brazo se puso a seguirnos. -Es Yves, el hijo de man Rapadou -anunciaba a los ha¬ bitantes de las apiñadas casitas de yeso-. Ha vuelto de allá. Por fin, exultante, sacó una mano de debajo de las ca¬ misas y se la tendió a Yves. -No te agarraron, ¿eh? -dijo-. A ti no iban a agarrarte. Como los yanquis no pudieron conmigo. El hombre de las camisas bordadas habló sin parar de lo que había pasado desde la marcha de Yves; contó que hacía tres años los yanquis se habían ido a su casa, que la madre de Yves estaba bien aunque siempre dolida y an¬ gustiada por él. La casa era una de las muchas hechas con desavenidas planchas de madera y de lata. Yves saltó a un escaloncito que llevaba a la puerta de su madre. En el umbral, una mujer ancha pugnaba por meter los brazos en las cortas mangas de una blusa irisada. Se le habían enredado los dedos en la trama y para liberarse tironeaba ferozmente. Tenía los pechos desnudos del color de la melaza. Estaba a punto de bajar al camino así cuando Yves se le plantó

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221 delante. Le condujo los puños a través de las mangas y serenamente le abotonó la blusa. Todo ese tiempo ella lo miró, meciéndose suavemente, pronunciando su nombre. Cuando estuvo lista abrazó la cabeza de Yves y se echó a llorar sobre las costras. La mujer no me vio esperar al borde de una creciente multitud de curiosos. Yo le daba vueltas a la naranja en la mano intentando no estrujarla de ansiedad. -Qué alegría ver a su hijo, ¿no, man Rapadou? -dijo el hombre de las camisas de turista. Yves retrocedió, me tomó de la mano y me sacó de la multitud. -Tienes mujer -dijo la madre-. ¿Es tu mujer? -No seas grosera, man Rapadou -dijo Yves. La madre abrió los brazos y, con la cabeza, me hizo seña de que me acercara. Como no sabía qué hacer, yo me quedé junto a Yves fingiendo que no comprendía. La mujer me tiró de la mano y caí en sus brazos. La congregación de mirones echó a reír. La mujer los ahuyentó volviendo la cara. -Se llama Amabelle -dijo Yves. Oyendo eso, oyendo que la madre lo repetía, me sentí bienvenida. -Y ahora adentro -dijo la madre, despidiendo a los cu¬ riosos. Llevaba un solo zapato; con la prisa por saludar al hij o se había dejado el otro. Entramos en la primera habitación de la casa. La de atrás daba a un patio que compartían varias familias. Me recordó el batey del trapiche de don Carlos. A ese patio salió Yves a saludar a los parientes que vi¬ vían alrededor. Alguien llevó una silla para que se senta-

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222 ra en el centro, bajo una alta palma de viajero, de un ver¬ de vibrante, cuyos retoños se abrían como los dedos de una mano. La madre nos sirvió una taza de café caliente salado. El primer sorbo me escaldó la boca, pero me esforcé por no escupir porque el sabor salino me limpiaba el regusto a sangre y perejil que tenía en la boca desde la golpiza. Los parientes del patio cocinaron para Yves una comi¬ da enorme. Le frieron y guisaron sus platos predilectos: carne de cabrito con berenjenas, berro con sals^ de baca¬ lao, papilla de maíz con fríjoles. Yves comía todo lo que le ponían delante. De vez en cuando la madre lo interrumpía para contar una historia sobre lo mucho que comía de niño; no sólo salado y dulce sino también barro de las raíces del fríjol, que solía frotarse contra las encías hasta que le sangraban. Yves paraba a escuchar esas anécdotas como si tam¬ bién él las escuchase por primera vez. La madre se las contaba, me di cuenta, para impedir que se atragantase con la comida. -Me acuerdo de un hombre al que se llevaron preso -dijo ella. Estaba en un rincón, de pie, restregándose la gran barriga-. Después de treinta días a pan y agua, lo sol¬ taron y volvió a casa. Lo primero que hice yo fue cocinarle todas las cosas ricas con que soñaba en la cárcel. Comió hasta caerse en el plato. Se murió comiendo -les contó a los parientes con una risa profunda-. Así que hagan el favor de no matarme al muchacho. Uno se puede morir de hambre, pero también se puede morir sobre un plato de comida. Yves apoyó la cuchara e hizo el plato a un lado. La

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madre dejó escapar un cloqueo, aunque ya nadie se rió con ella. Parecía la única capaz de reír de tristeza; y la triste¬ za le volvía la risa fuerte y más honda, como el eco de un grito lanzado desde un pozo. Riendo aún, se acarició la barbilla peluda con unos dedos largos y finos. Me recordaba a las viejas del trapi¬ che azucarero, con las mejillas hendidas, con la carne cu¬ rada ya pero nunca vuelta a cerrar del mismo modo. Me acordé de cuando mi padre, con un saco de bote¬ llas de hierbas y ron caliente, salía corriendo a ver a una parturienta o a un moribundo. Pensando en formas de alentar o detener el hecho, solía decir: “La desgracia no toca con suavidad. Sus dedos siempre dejan huellas; a veces para que las vean los demás, a veces para que sólo las sienta uno/’ Por lo que se veía, la madre deYves había tenido sus encuentros con la desgracia. Lo único que guardaba intacto era una boca de dientes perfectos, curvos como los bor¬ des de una taza esmaltada, ninguno de ellos original. En cuanto a mi boca, seguía demasiado maltrecha para tolerar cosas duras. Sobre mi canto quedaba un plato lle¬ no de cabrito. La madre de Yves se me acercó a pregun¬ tarme: -¿Quieres un poco de sopa? No está muy caliente ni muy espesa. Se llevó el plato lleno y volvió con un tazón de sopa de calabaza. Mientras los otros miraban se puso a darme cucharaditas a la boca, como si fuera una niña enferma.

32 Esa noche la madre trasladó a los seis primos que ocu¬ paban el segundo cuarto para que Yves compartiera su vieja cama conmigo. La cama consistía en cuatro postes de cemento y una plataforma de madera con un colchón relleno de trapos. Una rumorosa cortina de cuentas separaba nuestra ha¬ bitación de la de la madre. Cuando la mujer fue a acos¬ tarse Yves la siguió. Sentada en mi cama nueva, me quedé jugando con la naranja amarga mientras escuchaba los ruidos de afuera. Se oía todo lo que hacían o decían los vecinos: las discusiones y las caricias, los chismes, el llan¬ to de los niños inquietos. -¿Quién es esta mujer? -preguntó la madre-. ¿Qué ha pasado con los suyos? ¿Viven de este lado o los mataron allá? Yves no decía nada. Salí al patio, encontré la cocina de leña y una palangana y me froté con la naranja amarga como me había instruido la mujer de la catedral. Unos niños del patio me espiaban por las grietas de una puerta y yo oía sus risitas. Pese a su curiosidad, sabía que mi cuer¬ po ya no era tentador ni yo volvería a ser joven o hermo¬ sa de veras, si es que alguna vez lo había sido. Ahora mi carne era un simple mapa de magulladuras y cicatrices, un testamento estropeado.

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Cuando volví a la cama Yves seguía hablando con su madre. Habían pasado a cuestiones que yo desconocía: amigos muertos, partidas, la tierra del padre, que desde la marcha de Yves no se había cultivado. Cada vez que yo cerraba los ojos veía el río e imagina¬ ba a Sebastien y a Mimi ahogándose como mis padres y Odette. Para huir de esas visiones me concentré en la ciudadela de Henri I como había vuelto a verla esa tarde, cercana al cielo, distante del río. Protegida por el anhelo infantil de estar dentro de ella, poco a poco me dormí. A la mañana siguiente salté de la cama avergonzada de haber dormido tan profundo y hasta tan tarde. Afuera, sentada bajo la palma del viajero, la madre vertía agua hirviendo sobre granos de café molidos. -¿Dónde está Yves? -pregunté. -En las tierras de su padre -dijo la madre-. Esta maña¬ na, apenas se levantó, dijo que quería ir a sembrar fríjoles. Yo no sabía qué le había contado Yves. La mujer se puso de pie, se acercó a mí, me tomó la cara entre las manos húmedas y me plantó un beso en la frente. -Llámame man Rapadou -dijo ella-. Sé lo que te ha pasado. ¿Qué era lo que sabía? ¿Qué le habían contado? -Todo lo que conocías antes de esta masacre se ha per¬ dido -dijo ella. Tal vez me estaba alentando a abrazar a su hijo y a abandonar a Sebastien, incluso lo que recor¬ daba de él, esas imágenes que me cruzaban una y otra vez la cabeza como breves vislumbres del mismo sueño. Yves estuvo en el campo hasta el anochecer. Volvió a

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226 casa con las manos cubiertas de barro, oliendo como si le hubieran echado tierra encima. -He sembrado una parcela de fríjoles -le anunció a su madre. -Te había dicho que no es la estación -dijo ella. -Ya veremos. -¿Cuándo irás a visitar a man Denise? Yves no respondió. -Es una cuestión de respeto.Te fuiste junto con su hijo y está esperando verte. Yves salió al patio a lavarse. Yo volví a nuestro cuarto y me acosté, con la esperanza de estar dormida antes de que él volviera. Cuando volvió y dijo mi nombre no respondí. Él se en¬ cogió sobre su lado del colchón. Esa noche no habló en sueños. Ni esa ni ninguna más. Al día siguiente, mientras Yves estaba en el campo y su madre visitaba a una amiga, averigüé por unos parien¬ tes dónde vivía man Denise, la madre de Sebastien y Mimi. A cambio de la promesa de un caramelo de menta logré que un niño me llevara. La casa estaba no lejos de la de Yves pero en un área menos poblada, con residencias más grandes y muchos árboles. Me estuve paseando frente a la puerta. No había acti¬ vidad, salvo por una muchacha que salía al patio y volvía adentro con cántaros de agua sobre la cabeza. -La mujer que vive ahí no sale nunca -me dijo el muchacho que me acompañaba-. ¿Quieres que entre a ha¬ blarle?

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-No -contesté. ¿Qué sentido tenía? Cuando sus hijos eran sólo suyos y estaban a salvo en la casa aún no me habían conocido. Poco después de aquello empecé a encontrarme me¬ jor, aunque los oídos me zumbaban constantemente y no siempre podía doblar una rodilla. Sin embargo cada día iba a la casa de man Denise a ver si había cambiado algo. Cada vez que en el camino crecía el bullicio, cada vez que se reunían grupos de gente, yo corría a la calle esperando la llegada que debía sacar a man Denise de su casa. Reci¬ bimientos había todo el tiempo: gente que volvía del otro lado de la frontera, que quería establecerse de nuevo en nuestro barrio o el de ella. Pensar en el regreso de Sebastien me despertó el de¬ seo de que me creciera de nuevo el pelo, lo que no estaba pasando, me dejaran de zumbar los tímpanos, las rodillas se me doblaran sin dolor, se me reacomodara la mandí¬ bula y pudiera sonreír sin parecer una muía comiendo. Por las noches, acostada al lado de Yves, me daba cada vez más miedo que si Sebastien volvía a verme no me re¬ conociera.

33 Yves se pasaba el día cultivando los campos de su pa¬ dre y después del trabajo, al atardecer, se iba a charlar con amigos y vecinos. Yo nunca lo veía; únicamente lo oía desvestirse y des¬ lizarse en la cama cuando por fin llegaba a casa. Unas semanas después de la primera siembra esperé que ocupara su lado del colchón y le pregunté: -¿Te ha dado algo la tierra? Desde el regreso no habíamos hablado de nuestra si¬ tuación; ni siquiera de cambiarla para que las noches se nos hicieran más cómodas. -Tan pronto sólo puede brotar hierba -dijo él-. Y no todo tipo de hierba. La voz sarcástica me hizo pensar que no era un sem¬ brador con suerte, o que no creía serlo. -Un día me gustaría ir contigo -dije. -¿Para qué? -Quiero ver las tierras de tu padre. -No son diferentes de otras. De pronto lo oí sentarse en la cama como en defensa de lo que acababa de decir. Le busqué los brazos en la oscuridad y tiré hacia abajo para mostrarle que de verdad quería ser agradecida, cooperar, poner buena cara a lo que nos había tocado.

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-Me han dicho que hay funcionarios del Estado, jue¬ ces de paz, que escuchan a los que sobrevivieron a la matanza y escriben sus historias -dijo-. El Generalísimo no dice que él lo haya causado todo, pero ha acordado dar dinero a los perjudicados. -¿Por qué? -yo no creía que él tuviera la respuesta, pero me habría gustado saberla. -Para borrar rencores -dijo, como si ya no tuviéramos nada que ver con la matanza. -¿Y los muertos? -Les pagarán a las familias. Yo sabía qué estaba pensando: que acaso man Denise debía presentarse, en caso de que Sebastien y Mimi estu¬ vieran muertos. Bajé de la cama y me acuclillé en un rincón, lo más lejos posible de él. Agradecí a la oscuridad que no pudiéramos vernos las caras. -Yo quiero ver a ese juez de paz -dije. -No sé si te darán el dinero -dijo-. Puede que los fun¬ cionarios traten de guardárselo ellos. Piden papeles. Piden pruebas. Pero él sabía que yo no quería dinero sino información. A la mañana siguiente fuimos a ver al juez de paz. Atendía en un edificio de policía amarillo que parecía modelado en una inmensa roca de montaña. Fuera espe¬ raban más de mil personas. Entre ellas y la angosta entra¬ da había una línea de hombres de la Pólice Nationale armados. Con las horas el grupo fue creciendo, tanto que cuan-

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do me estiré para mirar atrás no pude distinguir el final del camino del comienzo de las caras. Yves no había dicho nada en toda la mañana. De vez en cuando se iba a buscar agua o ayudaba a transportar a un anciano desmayado de calor. Por la tarde aparecieron vendedores de comida y la gente empezó a intercambiar historias, como ensayando para la audiencia con el funcionario. El hombre que esta¬ ba detrás de mí había caminado setenta kilómetros para evitar el gentío de su ciudad. Otra mujer venía de más lejos. Algunos planeaban ir a Port-au-Prince, adonde aún no habían llegado muchos sobrevivientes. El orden de admisión era más bien vago. A las víctimas más maltrechas, las de heridas más recientes, se les per¬ mitía entrar en cuanto llegaban. También pasaban rápido las mujeres embarazadas y los que podían sobornar a los policías. Para entretener la espera yo pensaba en formas de abre¬ viar mi relato. Tal vez tuviera que entrar con Yves y de las dos historias hacer una. Así dejaríamos un turno libre para que escucharan a otro. Al crepúsculo el juez de paz salió a la puerta. Vestía con sencillez: camisa y pantalones verde claro, con una dora¬ da cadenita de reloj colgando del bolsillo lateral. En una mano tenía un gran libro de tapas de cuero y en la otra una brillante caja negra. Con su presencia la multitud se agitó. Los policías alzaron los fusiles pidiendo silencio. -Hoy no puedo hacer más.

-Non -gimió la multitud. -Y sería injusto elegir a uno solo.

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-Non -discrepó la multitud. -Mañana volveré. -Mañana escuche más rápido -recomendó alguien. El juez de paz volvió a entrar protegido por los poli¬ cías; al rato vimos que su automóvil abandonaba a toda marcha el patio trasero del edificio. Algunos se precipitaron tras él pero pronto desistieron, vencidos por su propias heridas o por el cansancio de un día entero al sol. La última que había tenido audiencia era una mujer de treinta o treinta y cinco años.Toda vestida de blanco, como para una ceremonia religiosa, llevaba un deslucido som¬ brero de paja atado bajo el mentón con una cinta verde. -¿Qué han hecho allí por usted? -le preguntó Yves en voz alta. Otros se le unieron: -¿Le dieron plata? La mujer se quitó el sombrero y recorrió los ojos que la miraban. -No, no me dio plata -dijo, buscando la aprobación de los policías-. ¿Han visto el libro que tenía? -echó otro vis¬ tazo a los guardias y se volvió de nuevo a la muchedum¬ bre-: Escribe allí el nombre de uno y dice que llevará su historia al presidente Sténio Vincent para que le dé el di¬ nero -desentendida ya de los policías, mantenía la vista en la gente-. Luego deja que uno hable y llore y le pre¬ gunta si tiene papeles para demostrar que es verdad que murieron tantos. Vestidos con el mismo uniforme caqui de los soldados dominicanos, herencia del adiestramiento común tras la

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232 invasión yanqui a toda la isla, los guardias de la Pólice Nationale se acercaron a la mujer y le pidieron que des¬ pejara la entrada. La multitud protestó con silbidos. Dos guardias la tomaron de los brazos para hacerla bajar los escalones. Ella intentó soltarse. Finalmente alguien del gentío la apartó por su propio bien. -Si arman alboroto -dijo el sargento al mando- mañana no se les permitirá volver. La multitud se dispersó lentamente, preguntándose acaso si volver tenía sentido. Yves y yo fuimos allí los siguientes quince días. Rostros nuevos aparecían y se marchaban. Algunos se daban por vencidos. Otros se mantenían firmes en sus puestos aun¬ que lloviera. El juez de paz iba todos los días salvo los domingos. Al décimo sexto día esperábamos sin esperanza al final de la multitud cuando la vimos llegar. Supe en seguida quién era porque Yves se lanzó a su encuentro. -Ha venido, man Denise -dijo. -He venido, sí -dijo ella en un tono cortante y abrupto como el de su hija Mimi-. Quiero estar con todos ustedes. Parecía demasiado joven para ser madre de Sebastien y Mimi. Delgada y de piernas largas, tenía un rostro del color de la terracota húmeda. Llevaba un largo vestido tostado que barría el suelo con el ruedo. Inclinando el fino cuello, saludó a los que conocía y asintió en dirección a los demás. A mí me echó una mirada pero no me vio. En realidad observaba a los soldados, que se cambiaban los fusiles de un hombro a otro y se inclinaban bruscamente a hacer comentarios bruscos. Se tocaba la cadera, como

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233 si buscara en lo hondo de los bolsillos algo demasiado pequeño para tener en la mano. Ese atardecer el juez de paz no salió a hablar a la mul¬ titud. El sargento principal anunció que no se tomarían más testimonios. Ya se había distribuido todo el dinero. Sabiendo que la gente iba a enfurecerse, el juez se había marchado a escondidas. La gente tardó un rato en asimilarlo. A medida que la noticia pasaba de boca en boca la decepción fue creciendo. Hubo gemidos y abucheos, convulsiones y desmayos y empezaron a volar piedras. La primera línea del gentío cargó contra la entrada. En¬ trenados por tropas yanquis creadas para los disturbios re¬ beldes, los guardias hicieron varios disparos al aire. La gente atrapó a algunos y se los fue pasando de mano en mano; hubo golpes, pero lo que interesaba no eran los guardias. El grupo asaltó el edificio en busca de alguien que apuntara sus nombres en un libro y llevara sus histo¬ rias al presidente Vincent. Necesitaban que un rostro civil concediera que lo que habían vivido era cierto. Como no encontraron a nadie así, liberaron a los diez hombres que tenían de rehenes y salieron con unos pocos objetos que los policías habían dejado atrás: siete sillas, seis cantim¬ ploras, dos cántaros, tres pañuelos, cuatro látigos de cue¬ ro enrollados, diecisiete azotes de nueve colas, dos juegos de llaves de las celdas y una gigantesca foto oficial del presidente Sténio Vincent. Era un hombre sofisticado, el presidente, de pequeños lentes muy cercanos a los ojos. Un hermoso par de orejas grandes le enmarcaba la cara de luna y sobre los labios meditativos, de poeta, se decía, le crecía un diminuto bi-

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234 gote. En la foto lucía cuello de caballero y corbatín, la punta del cual rozaba la brillante Gran Cruz de la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte, que el Generalísimo le ha¬ bía otorgado en prenda de amistad eterna entre los dos pueblos de la isla. La imagen de la Gran Cruz fue lo pri¬ mero que se quemó cuando algunos llevaron kerosene y prendieron fuego primero a la foto, luego a la estación de policía, aunque sólo ardieron las puertas de madera y la leve capa de pintura; las paredes de cemento ni se cha¬ muscaron. Esquivando piedras y antorchas nosotros huimos. Yves llevó a man Denise hasta su casa. Los vecinos, que habían oído sobre el tumulto, fueron a consolarla. Pronto la casa se llenó de amigos, de muchachas que le hacían recados y de algunas vendedoras ambulantes que le pagaban por pasar la noche en las habitaciones vacías. Las vendedoras extendían esteras y sábanas en los dos cuartos que una vez usaran Mimi y Sebastien; man Denise había trasladado las cosas de ellos a donde tenía su cama, no sólo para atenuar la sensación de vacío sino, como explicó una de las recaderas, para que las vendedoras no se las robaran. La habitación de man Denise estaba al fondo de la casa. Un círculo de viejos barriles de aceite contenía sus cosas y los efectos de sus hijos. Las vendedoras la ayudaron a tenderse en la cama, sobre una pila de ropa. Querían que se cambiase el vesti¬ do por un camisón, pero ella se negó. -Perdónenme -dijo, señalando la ropa desordenada y los barriles de aceite-. Qué día difícil ha sido. Las vecinas le ofrecieron muchas tazas de té. Ella se in-

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235 corporó a beber un sorbo de cada una y volvió a hundir la cabeza en la almohada. -Déjenme -dijo-. Por favor. La dejaron, pero desde la atestada habitación de al lado todos seguimos viéndola, porque no había puerta. Esa noche Yves volvió a la casa de su madre y yo me quedé en la de man Denise. Cuando ella se quedó dormi¬ da, me deslicé en la habitación para echarme a los pies de su cama. La oía respirar con un siseo, como quien incluso en sueños procura no molestar a los demás. En medio de la noche, al despertarse para usar la baci¬ nilla de esmalte azul, tropezó y por poco me cae encima. Yo le acerqué la bacinilla y ella la usó sin preguntarme qué estaba haciendo allí. Antes del amanecer salí a sentarme con las vendedo¬ ras, que se habían hecho café antes de partir a la próxima etapa de su viaje. Mientras bebían, las mujeres se preguntaron en voz alta si Mimi y Sebastien habrían desaparecido para siempre en el país de la muerte, como lo llamaban, o si quizá las co¬ sas habrían vuelto a la normalidad. Tenían la esperanza de que todo el mundo hubiese vuelto al trabajo. Oí que man Denise pedía agua. Me adelanté a una de las muchachas que la cuidaban, recogí la jarra de barro que había contra la pared y le serví una taza. Cuando se la acerqué a los labios aún no había despertado del todo. Después de unos sorbos me apartó la mano. La luz del amanecer había aclarado un poco la habita¬ ción. Man Denise entornó los ojos, como intentando re¬ conocerme. -¿Tú cuál eres? -preguntó.

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236 -Amabelle -dije yo. -Si has venido a pagar por la noche, deja el dinero en alguno de los barriles. -No he venido a pagar -dije yo. -¿Y entonces a qué? -preguntó. Volví a dejar la jarra y la taza junto a la pared. -Conocí a Mimi y Sebastien. Allá. Se sentó, me tomó de las orejas y me restregó las me¬ jillas como si mi cara le perteneciese. -Conociste a mi Micheline y mi Sebastien -dijo-. Mis hijos. ¿De veras los conocías? -Sí. Una sonrisa dolorida le ensanchó la cara. Me soltó y batió las palmas. -Yo no quería que se fuesen allí para siempre. A su pa¬ dre lo mató el huracán. Sebastien tenía una jaula llena de pájaros que también murieron entonces, y no sabes lo tris¬ te que se puso. Después de eso los yanquis nos quitaron la casa; querían que por aquí pasara un camino. Sólo nos la devolvieron tiempo después de que se marcharan. Como no teníamos techo, mi hijo decidió largarse para allá mientras yo, que estaba débil de los pulmones, me iba a vivir con mi hermano en Port-au-Prince. Pero no teníamos dinero, así que Mimi siguió a Sebastien y entre los dos me enviaban algo. Volví de Port-au-Prince cuando nos devol¬ vieron la tierra. Pero mis hijos, mis hijos quizá no saben que los yanquis se han ido, que la casa es nuestra otra vez. Hurgando en el bolsillo de su vestido, encontró tres granos de café pintados de amarillo como los de las pul¬ seras de Mimi y Sebastien.

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237 Los toqué con las puntas de los dedos y los vi entre¬ chocarse en su palma. -Estos -dijo cerrando la mano- son de mi pulsera, que se rompió hace mucho. Había hecho una para cada uno de mis hijos y otra para mí, pero con la angustia por ellos tiré demasiado fuerte y se rompió el hilo. Sólo me han quedado estas cuentas. Yo quería que me dejara tocarlas de nuevo. Se las guar¬ dó en el bolsillo. -Siéntate un momento -dijo. Di un paso adelante y me senté en el borde de la cama. -Así que conociste a mi Micheline. -Sí. -Siempre fue rebelde, para ser tan joven -sonrió-. Fue el padre quien le puso Micheline. ¿Alguna vez te lo contó? -No -dije yo-. Nunca. -¿Y de Sebastien sabías más? Lo conocías bien. -Muy bien -dije. Una sonrisa sagaz, la sonrisa de Sebastien, le abultó las mejillas y le formó hoyuelos en las comisuras de la boca. -El nombre se lo elegí yo -dijo-. Por el santo. Sabrás que San Sebastián no murió una vez sino dos. -No, no lo sabía. -La primera vez los soldados le dispararon flechas y lo dieron por muerto. Una viuda que lo encontró se dio cuenta de que aún vivía. Lo llevó a su casa y le curó las heridas. Cuando estuvo curado, San Sebastián fue a mos¬ trarles a los soldados el milagro de amor que era su vida. Esta vez lo apalearon hasta matarlo de verdad. Se llevó las manos a la cabeza como si fuera increíble,

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238 una carga demasiado ardua. Se reclinó estrujando la al¬ mohada. -Lo llamé Sebastien -dijo- porque me pareció sensa¬ to que el hombre pudiera tener dos muertes. Como la primera llega muy pronto, conviene que haya otra en re¬ serva. Le acomodé la almohada bajo la cabeza. Apreté una palma contra su frente y me miró a los ojos. Se veía que me estaba confiando algo, aunque acaso ni ella misma supiera qué. -En días pasados vino a verme un muchacho -me apre¬ tó la mano que le había puesto en la cabeza-. Pasó a salu¬ darme camino a Port-au-Prince. Dijo que había visto morir a mis hijos en un patio entre dos edificios del gobierno, allá, en un lugar que se llama Santiago. Dijo que vio cómo los arreaban con un grupo, los hacían echarse boca abajo y les disparaban con fusiles. Sentí que los dedos se me adherían a su frente. Ella me apretó más la mano. Se le estremecía el cuerpo pero no lloraba. -¿Tú en mi lugar lo creerías? -preguntó. -No -contesté. Pero por dentro no dejaba de pensar qué me impedía creerlo. ¿Por qué no iba a estar Sebastien ya de vuelta si no lo habían matado? -Tú conocías a Micheline. Conocías a Sebastien. ¿Lo crees? -No, no lo creo -dije. Pero lo creía. Por lo que había visto en Dajabón, por lo que había oído de La Romana, por lo que habían con¬ tado en la clínica sobre los muertos de Santiago.

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239 -Déjame, por favor -dijo soltándome la mano. -Quiero quedarme -dije yo. -Déjame. Estaba ya en el umbral cuando oí que me preguntaba: -¿Alguna vez les viste a mis hijos las pulseras que les hice? -Nunca los vi sin las pulseras. -Eso dicen los que vinieron a contarme. No un solo via¬ jero sino muchos. Dicen que mis hijos murieron con mis pulseras en las muñecas -metiendo la mano en el bolsi¬ llo, se apretó las cuentas contra el muslo-. Morirse joven es una estafa -dijo-. No por perderse la vida, porque la vida es un castigo, sino porque no se conoce lo que viene. El que muere joven no tiene tiempo de acercarse, de vol¬ ver a casa. Cuando uno ve venir la muerte procura estar junto a los huesos de los suyos. Los jóvenes ni saben que tienen huesos; no creen tenerlos ni aunque se los rompan. Pero con la vejez se empieza a recordar que allí están. Empiezan a hacerse polvo dentro del cuerpo, se sienten hasta al caminar. Y es entonces cuando uno anhela estar junto a los huesos de su gente. Pero esto mis hijos no lle¬ garon a sentirlo nunca. Tuvieron que enfrentarse con la muerte antes de saber qué era. Lo mismo que tú, ¿no? Asentí. Sobre todo porque era lo que ella quería. -Ojalá dejaran de venir a contarme que los vieron mo¬ rir -dijo-. Ojalá me quedara la esperanza de que en algu¬ na parte viven, aunque no vuelvan a verme nunca más. -Tal vez se equivocan, esos viajeros. -Siempre son extraños -dijo-. Gente que no me cono¬ ce. Dicen que antes de morir mis hijos les pidieron que

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240 viniesen a contarme su destino -hundió la mano en el bolsillo y apretó las cuentas-. Ahora vete. Voy a soñar con mis niños. Anduve como un fantasma entre la vida que iba des¬ pertando en el Cap. Cada vez que veía a alguien defor¬ me, lo que fuese, desde la nariz rota hasta una pierna tullida, me preguntaba si habría estado allí. Seguí el camino desde la casa de man Denise hasta el muelle. Unos barcos entraban al puerto con las sirenas bufando mientras otros descargaban en los atracaderos. Sacos de arroz, fríjoles y azúcar eran distribuidos a los comerciantes, junto a los cuales esperaban jóvenes carga¬ dores de torso desnudo. Esos hombres, con más peso que el de su cuerpo sobre la cabeza, unían sus gritos en un desigual coro furioso para que los caminantes les abrie¬ ran paso.

Cuando volví a casa de Yves él ya se había ido a los campos. Me senté en el patio, abrazada a la palma de via¬ jero, procurando no darme la cabeza contra el tronco. Sonriente, man Rapadou salió al patio en camisón. Se sentó a mi lado en una sillita que traía de su cuarto. -Tú no necesitas ningún juez de paz -dijo-. No nece¬ sitas un confesor. Man Rapadou conoce tu historia -apre¬ tó la cara contra la mía y, para que los vecinos no oyeran, susurró-: Le he preguntado a mi hijo por qué no hay amor entre ustedes, y me ha contado sobre Sebastien. Mirando ensancharse la sonrisa impecable en su cara, que habría debido estar mucho más triste, me puse a acari¬ ciar el árbol, pues no sabía bien cómo usar las manos. Me estiré a tocar los flecos verdeamarillos de las hojas de palmito; los finos tallos se habían entrelazado como en una enorme cesta de mimbre. Quería llorar pero no podía. Quería gritar, pero sólo reunir las fuerzas me daba debi¬ lidad. -Planté esta palma cuando se marchó mi hijo, y mira ahora cómo ha crecido -dijo man Rapadou-. Yves me ha contado que sabes coser y ayudar a parir. Ya que no voy a tener más niños, quizá puedas hacerme un vestido.

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242 La bondad prevaleció en man Rapadou: me dejó pa¬ sar el día dentro, en la cama de su hijo, sola. No me llamó a comer, ni siquiera cuando estuvo la comida de mediatarde. En cambio, desde la puerta, me anunció en voz baja que había guardado un plato para cuando mi estómago se sintiera a gusto. Estuve en la cama abrazándome las piernas, dolorida en lugares que no podía nombrar ni tocar. No lograba aceptar que nunca vería de nuevo a Sebastien, aunque supiese que era posible, como nunca volvería a ver a mis padres por mucho que los llamara con mi voz más fuerte y con la tímida voz de dentro de mi cabeza. Respecto a mis padres, cuanto más yo crecía más se me iban borran¬ do, tanto que ahora sólo veía los últimos momentos con ellos a la orilla del río. El resto se mezclaba como los in¬ gredientes de un estofado demasiado cocido: reminiscen¬ cias y sueños, deseos, fantasías. ¿También eso me quedaría de Sebastien? Cuando esa noche Yves vino a acostarse fingí que dor¬ mía, aunque al revés que otras veces mi postura helada no lo convenció. -Han germinado mis fríjoles -anunció-. Parece que tendré cosecha. Yo me negaba a moverme. Quizá él no sabía lo de Mimi y Sebastien, y no estaba segura de cómo decírselo. -He oído -siguió él- que los curas de la catedral escu¬ chan testimonios de la masacre y los escriben -era un re¬ galo que me estaba haciendo, como el regalo que la tierra le había hecho a él devolviéndole los fríjoles bajo otra forma-. No prometen dinero -la voz le titubeaba entre dos

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243 volúmenes, como si empezara a pensar que tal vez yo estaba de veras dormida- Recogen las historias para los diarios y la radio. Los de aquí ya están comprados por el Generalísimo. También a esta región la ha corrompido su dinero. Me volví boca arriba, los ojos abiertos, e intenté encon¬ trar las líneas de herrumbre en el techo de lata. -¿Tú irás a ver a los curas? -pregunté. -Yo sé qué va a pasar -dijo él-. Uno cuenta la historia y después ellos vuelven a contarla como se les antoja, con palabras que no se entienden, en un lenguaje suyo, no nuestro. -¿Irás? -Ya he ido a fijarme en los libros. Los nombres de ellos no están. En el campo a mí me esperan días buenos. Quiere decir que empezaremos a tener plata. Podrás comprar tela e hilo, coser para la gente y ganar algo tú también. En ese momento el futuro me daba mucho más miedo que el pasado. Tal vez a Yves trabajar la tierra, obtener fríjoles del polvo seco y las semillas duras, lo persuadiera de que había olvidado. Pero yo no podía confiar la posi¬ bilidad de olvido al tiempo ni al dinero. A veces evocaba al grupo de la clínica de la frontera, sobre todo al hombre de Nounoune que había desperta¬ do entre cadáveres y a la mujer de gran apetito y las que¬ maduras de soga en el cuello. Los imaginaba sacando adelante sus vidas, cultivando sus huertos, llevando sus animales al río, saltando del camino para evitar camiones, llamando a los niños para el baño nocturno, haciendo el amor con los que los habían recuperado. Quería tomarlos de mis visiones, contarles cuánto me

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244 alegraba que hubieran podido entrar en el futuro, pero sobre todo preguntarles cómo podían ser tan fuertes, cuál era su secreto, cómo hacían, aunque no fuera más que por breves momentos, para limpiar sus vidas de ese modo. -¿Cómo es que seguiste sembrando aunque no crecía nada? -le pregunté aYves. Oí su respiración pesada, el chasquido de la lengua con¬ tra el paladar, el esfuerzo por encontrar la frase precisa. -Las casas y los campos vacíos me ponen triste -dijo-. Son demasiado serenos, como la estación muerta. Dejando caer el cuerpo se hundió en el colchón, como si pensara que después de ese diálogo más razones había para hacerlo. Al cabo de un largo silencio agregó: -La noche en que a Joél lo atropelló el automóvil el que casi muere fui yo. -Creo que Sebastien sentía lo mismo -dije. -No, no -dijo él-. Los tres andábamos juntos por el ca¬ mino. Joél iba en el medio, y Sebastien y yo uno a cada costado. Yo estaba del lado del camino. Vimos la luz y en el mismo instante oímos el motor. Cuando alcanzamos a voltearnos yo tenía el auto casi encima. Joél me dio un empujón; por eso no tuvo tiempo de apartarse él. El golpe lo tiró al barranco. Escuché signos de que en el otro cuarto man Rapadou dormía profundamente: los fuertes ronquidos y de vez en cuando el crujir de la cama. ”Luego el automóvil frenó y se bajaron los hombres -dijo él-. Yo no veía a Sebastien. No sabía dónde estaba. Pensé que también lo habían atropellado. Corrí a oscuras

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245 a esconderme detrás de un árbol. El viejo quería quedar¬ se a buscarnos, pero el otro, el yerno, tenía mucha prisa.” Quise decirle que había hecho bien en huir, que inclu¬ so había sido valiente, que quizá a Joél le tocara morir aquel día, que tal vez en la masacre lo hubiera esperado una muerte peor. Quise decirle la mayoría de las cosas que nunca consuelan a quien las oye, sólo al que las dice. ’También podría haber estado en la iglesia, con Mimi y Sebastien, si no hubiera ido a vender la madera -conti¬ nuó él-. Sí, vi cómo los subían a todos al camión. Lo vi desde el camino. Los hicieron formar en grupos de seis y subir a la fuerza. Los curas pidieron quedarse con la gen¬ te, pero a ellos se los llevaron aparte, aunque al doctor lo pusieron con los demás. Ya que quería ser haitiano, le di¬ jeron al doctor Javier, como a un haitiano iban a tratarlo. Vi subir a Mimi cuando le llegó el turno. Detrás de ella estaba Sebastien. A ella le temblaban las piernas y por poco se cae. El doctor le dio la mano y Sebastien la sostu¬ vo desde abajo. Lo vi todo desde el camino, escondido. Quería hacer por ellos lo que Joél había hecho por mí, pero no lo hice. No pude. Ni siquiera pude en el río, con Wilner. Me vino a la cabeza nadar de nuevo hasta esa orilla, re¬ coger el cuerpo para enterrarlo de este lado. Pero tantos soldados. Tantos fusiles. No pude. No he sido capaz de hacer por nadie lo que Joél hizo por mí. Y no seré capaz nunca. No. Nunca. Porque cuanta más gente veo morir, más quiero conservar mi vida.” Extendí la mano y, para calmarlo, se la apoyé en la pier¬ na estremecida y sudorosa. Sus manos me guiaron los dedos por los muslos. En la oscuridad le tanteé el rostro

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246 y toqué la gran nuez, que latía como si fuera a salírsele por la boca. Se puso de lado y me deslizó el camisón por encima de los hombros. Por un rato yacimos los dos de espaldas mirando la oscuridad. ¿Y ahora? ¿Y luego? ¿Había alguien más a quien pudiésemos volvernos? -También yo podría haber estado en la iglesia con Mimi y Sebastien -dije- si no hubiera visto dos manchitas de sangre en el vestido de la señora y no me hubiera queda¬ do un poco más con ella. Y quizá Odette murió en el río porque le apreté la nariz demasiado fuerte, aunque no era mi intención. -Odette murió cuando murió Wilner -dijo él-. La ma¬ taron al matarlo a él. Y por eso me sentí agradecida. Más de lo que él podía saber. Cuando me encaramé a él su cuerpo saltó en seguida a encontrar el mío. Probablemente fuera más ligera, más huesuda y pequeña que lo que él había creído. Sentí que me acarreaba como la señora Valencia había acarreado a sus hijos en el vientre, como debía haber acarreado Kongo el cadáver de su hijo Joél, como el desconocido y él habían acarreado a Odette. Luego fui yo quien lo llevé a él. Al cabo de un rato fue como si los dos flotáramos a un tiem¬ po, unidos como nunca nos hubiéramos unido hablando, y ni siquiera llorando juntos. Durante varios meses, mientras imaginaba el regreso de Sebastien, yo me había preguntado si mi carne sería capaz de sentir otra cosa que dolor. Tal vez Yves se hubie¬ ra preguntado lo mismo de la suya. La respiración se le hizo sonora y rápida, como vapor

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247 que levanta la tapa de una tetera. Luego el cuerpo se le congeló bruscamente, y cobró más peso y yo temí que se le hubiera parado el corazón, que hubiera muerto encima de mí. Le rechinaron los dientes y murmuró algo, como si intentase expulsar todo lo que había querido permanecer guardado. Al fin no soltó más que un torrente de lágrimas, lágrimas que me rodaron por la frente, me ardieron en los ojos, me hicieron estornudar al entrarme en la nariz y en la lengua me supieron como las mías. Cuando rodó de nuevo a su rincón de la cama sentí en el estómago adolorido un vacío aún más grande. Me puse el camisón y me tapé con la sábana. Él se bajó de la cama, se puso los pantalones y salió dejando la puerta entreabier¬ ta. Sentado bajo el árbol del viajero, estuvo examinando el cielo y abrió un paquete nuevo de cigarrillos La Nationale. A la luz de la luna yo casi le veía el dibujo de las vér¬ tebras en la espalda. Después de fumar unos cigarrillos arrojó el paquete más allá de la casa y entró de nuevo. Cuando se acostó yo fingí que estaba dormida, y hasta muerta.

35 La tarde siguiente, cuando volví a la casa de man Denise, las puertas tenían cerrojo y una de las muchachas que la había cuidado me contó que man Denise había enterrado unos granos de café en el patio y marchado a Port-au-Prince. -¿Sabes la dirección de sus parientes de Port-au-Prince? Negó con la cabeza, me volvió la espalda y se quedó mirando las colinas color lima del otro lado de la casa. -A lo mejor se cansó de que le contaran siempre lo mis¬ mo de tantas maneras -dijo la chica-. A lo mejor se fue a donde sólo la encuentren sus hijos, si vuelven. Estaba remendando una blusa que no necesitaba remien¬ dos, ajustándola para que le cayera mejor. Me ofrecí a hacérselo yo pero no quería soltarla. Así que la miré dar puntadas disparejas y entallarla demasiado para su figura. -Mejor vete -me dijo-. Man Denise no volverá a esta casa. Sus parientes vendrán de Port-au-Prince para ven¬ derla, eso dijo. Ella nunca volverá a pisar este lugar. Rasgó las puntadas y se puso a clavar la aguja en la tela. Yo habría querido pasar más tiempo con man Denise. Ha¬ bría querido hacer más por ella. Pero, así de sencillo, cier¬ tas penas son demasiado personales para compartirlas. -Mejor vete -dijo la chica.

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Así que me fui a la catedral del Cap, donde estaban celebrando la misa del atardecer. Una hilera de consagran¬ tes esperaba recibir la Eucaristía a los pies de un gigan¬ tesco crucifijo que sangraba pintura carmesí. Permanecí al fondo, junto a un declinante muro de velas votivas, mirando a la grey entera ir hasta el altar y volver, persignándose ante el crucifijo por última vez an¬ tes de darle la espalda. Una mujer se deslizó a mi lado con las manos tendidas hacia las velas y un vitral de la Vierge, cuyo manto era de sol filtrado a través de cristal azul. -¿Tú no comulgas? -me preguntó, desviando la mirada de los ojos bajos de la Virgen. -No, no comulgo -dije yo. -¿Ni te confiesas? -No me confieso. -Aunque hables poco -dijo ella con una sonrisa abier¬ ta-, tu acento me suena conocido. ¿Has vuelto hace poco? -Hace un tiempo. -Yo también. Hace un tiempo -dijo ella-.Tenía allí un pequeño comercio propio, vendía cosas, pero ahora trabajo aquí para los curas. Limpio la iglesia, les cocino. La miré buscando una marca, una cicatriz, algún daño visible. Ella me observaba las piernas, preguntándose tal vez si eso era lo único que me había pasado. -¿Y dónde vivías? -preguntó. -En Alegría. -No estuve nunca allí. -¿Dónde vivías tú? -En Higüey -dijo-. ¿La tuya era región cañera? -De cañaverales pequeños, trapiches pequeños.

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-¿Alegría es el nombre oficial de ese lugar, o se lo puso la gente? -Siempre oí que la llamaban así -dije yo. -La gente con la que estuve yo bautizaba los lugares. Y los nombres que les daban no los conocía ningún foras¬ tero. ¿Tan felices estaban allí que lo llamaban Alegría? Desde que yo tenía recuerdos, nadie había llamado de otro modo que Alegría al puñado de fincas ricas, monta¬ ñas, arroyos y cañaverales que rodeaban a la casa de la señora Valencia. -Tal vez se estuvieran burlando. Dejó escapar una risa demasiado ruidosa para un lugar santo. -¿Has venido a hablar de la matanza con los curas? -preguntó-. Uno de los que escucha las historias es el pa¬ dre Emil. Lo señaló. Era el más bajo y gordo de los dos curas que había en el altar. El otro era francés, blanco y más viejo, con un mechón como de potro sobre los ojos. -Tendrás que esperar un poco -dijo la mujer- a que ter¬ mine la misa y se den todas las limosnas. Después de la misa los curas salieron de la catedral a distribuir pan entre los pobres que esperaban en la esca¬ linata. La mujer corrió a un cuarto trasero y volvió con dos panecillos. Me los puso en la mano sin decir nada para que no me avergonzase. Cuando a la vuelta los curas pasaron frente a nosotras, cogió al padre Emil por la sotana y le dijo: -Padre, esta hace mucho que lo está esperando.

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251 El padre Emil miró el pan que yo tenía en la mano y asintió compasivamente. La mujer me empujó hacia él. Lo seguí hasta una sala que estaba detrás del altar. Había un ancho escritorio, dos sillas con respaldo de caña, un pequeño crucifijo en la pared y una caja de vidrio re¬ pleta de libros de la escuela de la parroquia. -¿Has venido a hablar de la matanza? -me preguntó, ofreciéndome una de las frágiles sillas de caña. Él se sentó detrás del escritorio- No podemos ofrecer nada a los que nos hablan de sus familiares muertos; sólo nuestras ora¬ ciones y quizá un trozo de pan. Por eso ya no les per¬ mitimos que nos cuenten esas historias terribles. Empezaban a absorbernos todo el tiempo, y aquí hay mucho que hacer. -Padre, yo no he venido a contarle una historia -dije yo-. Y ya me han dado pan. -¿Cómo puedo serte útil, pues, hija mía? -Quiero saber si ha oído algo del padre Romain o del padre Vargas, que vivían y oficiaban al otro lado del río. Juntó las manos e inclinó el cuerpo hacia mi silla. -Hemos rezado por ellos en iglesias de todo este país -dijo, mirando el sencillo crucifijo que había a mi espal¬ da- Nos llegaron noticias de sus desvelos a través de otros hermanos en la fe. Parecía complacido de poder al menos hacer algo por mí. -¿Entonces no murieron? -En la cárcel sufrieron mucho, pero están vivos. Cier¬ tos miembros de la Iglesia intercedieron por ellos ante el Generalísimo y los liberaron a ambos. Al padre Romain

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252 le solicitaron que abandonara el otro lado, pese a que él quería ayudar a la gente nuestra que ha quedado allí. Me incliné sobre el escritorio a apretarle las manos unidas. -¿Tú los conoces? -me preguntó. -Sí. -El padre Romain vive en Ouanaminthe, cerca de la frontera. Comparte una choza con su hermana menor... no una monja, una hermana de sangre -sonrió-. Ella es cantante. La casa está cerca de una vieja finca donde en el momento crítico montaron una clínica. Él quería estar lo más cerca posible de su antigua parroquia. -Usted es un milagro, padre -dije besando los paneci¬ llos todavía tibios.

36 Esa noche escribí una nota por si veía al padre Romain. iba dirigida al doctor Javier, que, si no estaba todavía pre¬ so, tal vez fuera a visitarlo a la frontera. Por favor, doctor Javier, le agradecería mucho que me orientara sobre cómo encontrar a Micheline Onius y a Sebastien Onius, que se dice que cuando la masacre murieron en Santiago. Deseando saber si usted los ha visto y saber si es cierto, se despide Amabelle Désir Añadí las señas de la casa de man Rapadou y la direc¬ ción de el comerciante que nos vendía la mayor parte del azúcar y la harina. Si alguna vez la nota le llegaba, el doctor Javier sabría encontrarme. Esa nocheYves se mantuvo en el otro borde del colchón poniendo gran cuidado en que nuestras pieles ni se roza¬ ran. Antes de que se durmiera le conté que al día siguiente iría a la frontera a visitar al padre Romain. Por la mañana se marchó al campo muy temprano pero

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254 le dejó a la madre diez gourdes, parte de ellos para que yo me pagara el camión. Camino de la frontera me impresionaron el tamaño y la belleza de las montañas, la progresiva nitidez de sus formas torneadas. El camión paró frente a una extensión de hierba mo¬ teada de polvo que rodeaba la finca donde estuviera la clínica provisional. Mientras me acercaba a donde habían yacido los heridos y los muertos pensé en Odette y se me revolvió el estómago. La tierra se me movió bajos los pies; el sol dio la im¬ presión de acercarse hasta que lo sentí frente a la cara, fundiéndome la piel, cegándome los ojos. Las piedras del camino se volvieron grandes como cojines y por último caí, haciendo del suelo un lecho tibio. Sabía que era mejor pedir auxilio pero no pasaba na¬ die, ni vivo ni muerto. Además el reposo era tan intenso que no quería que me molestaran. Arriba giraba un cielo lleno de hierba y los dos tablones clavados al través en la puerta de la casa. Me recordé en una ocasión, de niña, mirando un bebé que mis padres habían ayudado a traer al mundo. Tenía un mes y la madre lo había dejado con nosotros para ir al mercado. Mientras dormía, el niño rodaba de un lado a otro de la cama hecho una bola. Yo me había pasado un rato observándolo antes de llamar a mi padre, que estaba cortando leña, y a mi madre, que lavaba la ropa detrás de la casa. -Me parece que este bebé tiene el diablo dentro -les había dicho.

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255 Riendo, mi padre le había cortado los espasmos de una palmada en el trasero. Luego me había explicado que a veces, durante el primer año de vida, los bebés recorda¬ ban el nacimiento con el cuerpo y para poder olvidarlo tenían que repetirlo muchas veces. Entonces había que ayudarlos a recordar todo, especialmente el momento de salir al mundo, dándoles un golpe en las nalgas como el del primer grito. Algo más tarde me desperté y trastabillando logré le¬ vantarme. Milagrosamente no me había hecho nada. Me limpié la cara con el dorso de las manos y eché a andar hacia una casa de caliza que había a cierta distancia, un refugio solitario en un gran campo abierto. Acuclillada, desenvainando guisantes en la falda, en el umbral había una vieja. Los pulgares se clavaban en las suaves vainas verdes y dejaban caer los guisantes en un cazo medio lleno. -Vengo a ver al padre Romain -dije. Señaló, por encima del campo, una choza de listones y techo de cinc que parecía una caja. La puerta estaba abierta pero de todos modos llamé. Asomó una mujer joven, con un vestido floreado cuyo escote apenas le cubría los pechos chatos. Se abanicaba la cara con dos largas vainas de flamboyán que al agitar¬ se hacían una música azarosa. -¿Está el padre Romain? -pregunté. -¿Quién lo busca? -como seguía agitando las vainas, el cascabeleo me dificultaba oírle la voz. -Me llaman Amabelle -dije- Lo conocí en Alegría. Sacudiendo las vainas más fuerte, ella dijo: -Hago esto cuando mi hermano deja de verme, para que sepa dónde estoy. Le da consuelo -se hizo a un lado

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256 y me indicó que entrara-. No te entristezcas si no te re¬ cuerda. Han venido muchísimos a preguntar por sus pa¬ rientes, pero todo el tiempo de la detención lo tuvieron con el otro cura, el padre Vargas. Nunca estuvo con los presos haitianos. Paró el cascabeleo y a través de una habitación vacía me llevó al patio, donde el padre Romain estaba sentado en una mecedora bajo un grupo de mangos. -¡Jacques! -gritó-. Tienes visita. Alguien que te cono¬ ce de Alegría. El padre Romain llevaba un sombrero de paja que le cubría la mayor parte del rostro. Una mata de vello color arena le asomaba por el cuello de la camisa larga y holga¬ da. Escrutando, las manos temblorosas, se debatía por atar un trozo de papel naranja al esqueleto de una pequeña cometa. Cada vez que se le sacudía la mandíbula intenta¬ ba controlarla acariciándose la mejilla. -¿Quién ha venido? -murmuró. Las comisuras de la boca le brillaban de saliva. Aunque todavía joven, tenía la expresión de los que ya no reconocen nada; esos cuya vida se va apagando en una larga sombra, que todo lo ven en brumas porque han rendido los ojos a la vejez. La hermana entró a la casa y volvió con dos sillas. Los ojos del padre Romain se movieron de arriba abajo y de los mangos a su hermana antes de fijarse en mí. -Di lo que tienes que decir en voz alta -me alertó ella-. La mente le divaga. -Padre, me llamo Amabelle Désir -dije. -Sí, Amabelle Désir -la voz era un rumor lejano. Se puso la cometa ante la cara.

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257 -¿Me reconoce, padre? -sacudió la cabeza de un lado a otro- ¿Se acuerda de mí? -No -dijo. -Padre, necesito saber si antes o después de estar en la cárcel no encontró a Mimi y a Sebastien Onius. Detrás de la cometa el cura meneó la cabeza. -¿La cárcel? Ui. Ui. Encontré a mucha gente en la cárcel. -Mira cómo lo han envejecido -dijo la hermana. -El derecho más preciado que puedo dejarles es nues¬ tro país -balbuceó el padre Romain. Clavaba en su her¬ mana una mirada vacua, como aplicando todo el poder de entendimiento en discernir sus palabras y las mías tam¬ bién. -Lo obligaban a decir estas cosas -explicó ella-, y ahora las repite cada vez que se le va la cabeza. -En esta isla, en cualquier dirección que uno camine un poco encontrará gente que habla en otro idioma -con¬ tinuó el padre Romain con un ahínco sin objeto-. Nues¬ tra madre patria es España; la de ellos, el África más oscura, ¿entienden? En un tiempo vinieron aquí sólo para cortar caña, pero ahora son demasiados para lo que hay que cosechar, ¿entienden? Nuestro problema es de domi¬ nio. Díganme, ¿a quién le gusta que las visitas lo desbor¬ den, que acaben reemplazando a sus propios hijos? ¿Cómo va a ser nuestro el país si somos menos que los de afuera? Aquellos de nosotros que lo aman han tomado medidas para que no nos lo usurpen. -Cuando empieza no hay forma de pararlo -dijo la her¬ mana, limpiando con los dedos el creciente río de baba que le rodaba al cura por la barbilla.

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258 -A veces me cuesta creer que una sola isla haya pro¬ ducido dos pueblos tan diferentes -continuó el padre Romain como un aparato de cuerda-. Los dominicanos debemos conservar nuestras tradiciones, nuestro modo de vida. De lo contrario, en menos de tres generaciones se¬ remos todos haitianos. A menos que nos defendamos aho¬ ra mismo, dentro de tres generaciones la sangre de nuestros descendientes se habrá teñido totalmente, ¿me entienden? Cansado quizá de hablar, hizo silencio y dejó caer la barbilla en el pecho. -Cada día lo molían a palos -dijo la hermana acaricián¬ dole el hombro-. Al llegar me contó que le enroscaban una soga en la cabeza, y la apretaban tanto que a veces sentía que iba a volverse loco. De beber sólo le daban su propia orina. A veces recuerda bien. Otras veces se olvida de todo, hasta de mí. -Olvida -murmuró el padre Romain. En seguida volvió a concentrarse en mejorar la cometa. Con más fuerza que la que se habría esperado de esas manos temblorosas, se rasgó el ruedo de la camisa para hacer una cola más larga. -Non, Jacques -lo riñó la hermana, como una madre joven corrigiendo a un niño travieso-. No sabes cuántas camisas ha arruinado así -me explicó a mí. -¿Usted conocía al doctor Javier? -le pregunté a la her¬ mana. -¿Te acuerdas del doctor Javier, Jacques? -dijo ella. El padre Romain ató el retazo de camisa a la cometa y no abrió la boca. -No conocí a todos los amigos de mi hermano -dijo ella-. Es cura. Yo soy cantante, y no de canciones religiosas. -¿Cuánto se quedará aquí? -le pregunté.

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259 -Todo lo que él quiera. ¿Y tú dónde vives? -En Cap Haitien. En casa de una mujer a la que llaman man Rapadou. -Nuestra familia tiene una buena casa en Cap Haitien, cerca de la catedral -dijo ella-. Espero que pronto Jacques me deje llevarlo allí. Incluso en este estado quiere volver al otro lado para encontrar a la gente que iba a su parro¬ quia en el pueblito aquel. Pero si cruza lo matarán. La hermana agitó una vez más las vainas de flamboyán. El padre Romain alzó los ojos, brillantes de pronto como los de un perro hambriento que va a recibir comida. Cuando me despedí volvió a saludarme como si me viese por primera vez. Puse mi carta en las manos de la hermana. -Cuando vea que recuerda, por favor déle esto. A la salida de la casa tuve el impulso de visitar el río, pero no pude. En vez de eso soñé con irme del mundo, con pasar todo el tiempo dentro de mí, sin nadie con quien hablar ni nadie que me hablara. Lo único que quería era rutina, una serie de actos estériles que se llevaran a cabo sin dedicación ni esfuerzo, una vida donde todo fuera constantemente lo mismo, donde cada día transcurriera tal como el anterior. Esa noche, en la cama, le conté a Yves que había ido a la frontera a ver al padre Romain. -¿Y te piensas que yo no he ido? -preguntó él-. ¿No crees que yo también he visto al pobre békekél -Por favor no lo llames así. -¿No has visto cómo está, que habla y habla sin parar? Su hermana fue la primera que me dijo que todas las

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muertes tenían que parecer cosa de campesinos. Por eso usaban machetes y no fusiles como conWilner. -¿Por qué no me contaste que habías ido? ¿Sabes que man Denise se ha marchado, que ha ido un montón de gente a decirle que Mimi y Sebastien murieron? -No siempre te cuento qué sé ni adonde voy -dijo él. El silencio que dejó al dormirse estaba cargado de rabia y de culpa. Como Sebastien, siempre había vivido para tra¬ bajar. Los dos ciclos más importantes de su vida eran la estación muerta y la zafra. Ahora, su única alternativa era sembrar y cosechar para que no hubiera estación muerta.

37 Para mí la estación muerta es una noche sin fin. Sueño todo el tiempo con ir a dar mi testimonio al río, a la cascada, al juez de paz, hasta al propio Generalísimo. Una frontera es un velo que no muchos pueden poner¬ se. El valle es una ensoñación: la aldea, la gente y Joél con una tumba que sólo un viejo de corazón roto sabrá en¬ contrar. Acompañaría a Odette a decirle su pési al Genera¬ lísimo, pues yo sola no sabría decirlo bien. Por mal que estuviese, mi manera de decirlo siempre sería perejil. Pues algo en lo hondo de mí cree aún que una simple palabra habría podido salvarnos la vida a todos. Nunca he deseado escapar. Sabía qué estaba pasando pero no quería huir. “¿Adonde?” “¿En busca de quién?”, me repicaba una y otra vez la cabeza. Puedo apostar que, como yo, muchos de los que caye¬ ron se preguntaban en quién buscar refugio. Aun en el momento de morir, mientras a su lado los curas recitaban despedidas ceremoniales, debían de decirse: “Sí, iré en paz. ¿Pero adonde?” El Cielo, mi cielo, es el velo de agua que me separa de mis padres. Haberlo cruzado de orilla a orilla es lo que

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262 me mantiene viva. No haberlo conseguido es lo que hace de Wilner y Odette dos muertos. Nunca he sido ingenua ni ciega. Sabía. Sabía que se avecinaban muchas muertes. Sabía que ríos y arroyos se teñirían de sangre. Sabía tanto decir pési como decir pe¬ rejil. Quizá a algunos les sorprenda el uso que hacemos de los sueños, cómo nos vendamos con ellos los ojos y los llevamos como amuletos contra hechizos malignos. Para mí los sueños ya son sólo apariciones de palabras para decirle al juez de paz ausente, al propio Genera¬ lísimo. Él pedía oír perejil, pero hay muchas más cosas que no¬ sotros sabemos decir. Tal vez no nos habría bastado una palabra para salvar la vida. Habrían hecho y harán falta muchas más. Cuanto más pasan los días más pienso en la tumba de Joél, también en la de Wilner, en la de Odette, en la de Mimi y Sebastien. No me sería más fácil encontrar esas tumbas que la precisa estrella que cayó del cielo la noche en que murió cada uno de ellos. Cuanto más pienso en sus tumbas, más veo la mía: una simple lápida grabada sólo con mi nombre y la fecha de mi muerte. Pero debe saberse que comprendí. Y también vi lo que venía. Pero pensé que ellos no me verían a mí. Sólo cuan¬ do prendieron a Mimi y a Sebastien me di cuenta de que el río de sangre llegaría a mi umbral, que siempre había corrido por nuestra casa, que por todas las casas corre. Una vez le oí decir a un anciano que los muertos que

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263 ya no pueden usar las palabras las dan en herencia a los niños. Proverbios, maldiciones, obscenidades, hasta los suspiros o gruñidos que una vez se insertaron en lugares precisos al conversar: todos pasan al heredero. Oigo sin cesar el peso del río. Cruje bajo las voces como una plataforma de tablas bajo una tonelada de rocas. El río se abre para tragarse a todos los que entran, hombres, mujeres y niños por igual, como si tuvieran el vientre lle¬ no de piedras. Quizá la gran frustración de quienes intentan silenciar el mundo sea descubrir que llevamos voces selladas en la cabeza, voces que cada día suenan más fuerte que el cla¬ mor de fuera. Lo único suficientemente mío como para legarlo es la matanza. Sólo quiero encontrar un lugar donde ponerla una y otra vez, un nido seguro donde no la disperse el viento ni la cubra la tierra. A veces necesito apoyarla, nada más. Aun en el raro silencio de la noche, sin caras alrededor.

38 Esperé la respuesta del doctor Javier mirando a Yves partir cada mañana al campo para volver a casa después del anochecer. Esperé la respuesta sintiendo que el cuer¬ po, más ancho y pesado, se me doblaba lentamente, como si un deliberado peso en el cuello me tirara hacia abajo. Esperé la respuesta cosiendo ropa para todo el que pusiese un corte de tela ante mis ojos, y por el esfuerzo me ofre¬ ciera unas monedas, un plato de comida, o a veces nada más que una sonrisa amable. Sí, esperé la respuesta del doctor Javier envejeciendo. La hermana del padre Romain lo había trasladado a un hospital de Port-au-Prince, de modo que no volví a verlo hasta mayo de 1961, después de que una tormenta de balas matara al Generalísimo cuando lo sacaban de la capital por una autopista que llevaba su nombre. Ese día el padre Romain estaba en el Cap por un acon¬ tecimiento familiar; había salido a la soleada escalinata de la catedral y miraba una manifestación de supervivientes que cantaban: -Yo tiye kabrit la! Adyé! “¡Mataron al cabrón! ¡Adiós!” Desde la multitud que había esperado al juez de paz, era la primera vez que yo veía a un grupo recordar; y era

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265 una extraña celebración de los vivos y los muertos, de los hijos y los nietos de los muertos. Al padre Romain lo habían obligado a envejecer más rápido que a la mayoría de nosotros, pero no me cupo duda de que bajo las mejillas demacradas y la alta mata de pelo salpimentado estaba experimentando su buena ración de alegría incierta. Parecía otra persona: el herma¬ no mayor, no, el abuelo del hombre que fuera en un tiem¬ po; aquel que remontaba cometas para enseñar a los niños las propiedades del viento y de las sustancias invisibles del aire. Yo no sabía dónde estaba la hermana, pero no la vi ni con él ni con nosotros, los que nos habíamos lanzado a las calles en otros tiempos incendiadas del Cap a golpear ollas y latas y a cantar festejando el deceso del Generalí¬ simo. Yves había vuelto del campo para entrar y salir de la breve muchedumbre, mordiéndose el labio de abajo como si cada grito nuestro de alegría fuese a hacerlo llorar. Man Rapadou y yo íbamos del brazo, el cuerpo de ella ágil y flexible aún en los últimos años de su octava década. Man Rapadou había sido esencial en la simple rutina de mi vida. Cada mañana nos levantábamos juntas, des¬ pués de que Yves partía al campo, y luego ella me ayuda¬ ba con la costura. Coser era mi tesoro; me gustaba sentir el índice acalambrado bajo el dedal, ver las idas y vueltas de la aguja, cuidar del frágil hilo que serpenteaba en la tela. Nunca usaba máquina; me habría privado de gran parte de la diversión física. Cada amanecer man Rapadou y algunas vecinas del patio iban al mercado y traían ingredientes frescos para

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266 una comida que nunca estaba lista antes del fin de la tar¬ de, cerca de la hora en que regresaba Yves. Aunque supie¬ ra que él comía en otra parte, y quizá hasta tenía otra mujer que lo cuidaba, la madre seguía tratándolo como a un niño indefenso con fuerza apenas suficiente para dar vida a la tierra de su padre. A medida que hacía dinero, Yves había ido añadiendo cuartos al patio: cuatro más en total, dos de ellos solamen¬ te míos. (La madre no quería mudarse a otra parte dejan¬ do atrás viejas amistades y recuerdos agridulces.) A veces yo me encerraba en esos dos cuartos míos y me pasaba meses en la cama, temporadas en que la garganta se me llenaba de pelusa o un dolor en el brazo me impedía co¬ ser, en que me latía la rodilla y los oídos me zumbaban sin parar. Aparte de esos momentos, la muerte del Gene¬ ralísimo fue la única tregua en la rutina de coser, dormir y soñar todas las noches lo mismo. -Vaya, man Amabelle, mírate haciendo la kalanda -me gritó alguien de la multitud frente a la puerta de la ca¬ tedral. Yo no me había dado cuenta de que estaba bailando. Ni siquiera era consciente de que sabía bailar. Sin embar¬ go no fue un cumplido lo que oí sino el título de las muje¬ res mayores, el “man” de man Irelle, man Denise o man Rapadou, antes de mi nombre. Aquel día vi saltar con maracas y tambores a chicas y muchachos que a mi regreso aún no habían nacido; y sentí que el tiempo se deslizaba a mi alrededor como nunca cuando estaba sola con man Rapadou y las vecinas del patio. Yves caminaba adelante, aparte de la multitud que se

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267 derramaba en las tiendas. Parecía más joven de lo que era; con el pecho hundido y la cintura estrecha, daba la impre¬ sión de haber sobrevivido a una o dos hambrunas. Había vuelto a raparse la cabeza a ras, aunque ya no tenía por qué temerle a juntar garrapatas en el pelo. No le gustaba que participáramos en una manifestación espontánea, eso se veía bien. Ahora hablaba tan poco que yo era capaz de leerle frases enteras en el ceño sudado. Las preguntas que su frente planteaba ese día también me las estaba haciendo yo: “¿Cómo se atreven a bailar en un día como este?” ¿Y qué íbamos a hacer si no? “Es como bailar sobre las tumbas.” No había tumbas ni recordatorios. De haber querido bailar sobre ellas, habríamos bailado en el aire. Además era una danza inofensiva, natural, que nuestro pueblo conocía bien: la danza de despedida a un tirano. Durante veinticuatro años mis conversaciones con Yves se habían restringido a lo necesario. Buenos días. Buenas noches. ¿Cómo va eso? Hasta luego. Las palabras pruden¬ tes que intercambian dos personas a quienes la presencia mutua recuerda una gran traición. Yo siempre había esperado que él encontrase una mu¬ jer que lo quisiera y se lo llevase del patio. Yo no podía escapar porque no tenía adonde ir. Me faltaban fuerzas para ir en busca de parientes lejanos que se las habían arre¬ glado bastante bien sin mí; ni siquiera sabía si me reco¬ nocerían al verme. Algunos habrían podido cuidarme al morir mis padres, pero tal vez pensaban que yo también me había ahogado. Así que a pesar de la solemnidad de muchos rostros de

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la multitud, a pesar de los que bailaban llorando, a pesar de la estela de ausencias que arrastrábamos como polvo de huesos al viento, lo que hacíamos era celebrar; aunque sólo fuera porque el Generalísimo estaba muerto y noso¬ tros habíamos sobrevivido. Cuando la muchedumbre se hubo dispersado, dejé a man Rapadou y a Yves esperándome en la acera y subí la escalinata de la catedral. El padre Romain estaba entre un grupo de parroquianos que salía de misa. -Mon pe, ¿está mejor? -le pregunté desde fuera del círculo. -Gracias a Dios sí -la voz tranquila y los ojos súbita¬ mente atentos eran los signos más visibles del joven que había sido una vez. -Soy Amabelle Désir, padre -dije-. Fui a verlo cuando estaba en Ouanaminthe. Yo vivía en Alegría. ¿Cómo está su hermana? -¿Conoces a mi hermana? -preguntó él. -Sí. La vi en su casa de Ouanaminthe. -Todavía canta en clubes nocturnos de Port-au-Prince -me tendió la mano derecha, mirándola alzarse desde el flanco como si aún lo maravillara su propia carne. -Padre, ¿ahora volverá a Alegría? -preguntó alguien. Pareció sorprenderlo que tantos conociesen el lugar. -Alegría, nombre que evoca la dicha -dijo, elevando la voz como desde el púlpito-. Tal vez eso tenían en mente los que la fundaron. Tal vez los hiciera felices haber encon¬ trado un lugar donde podía hacerse azúcar con sangre. Yves y man Rapadou subieron los escalones y entraron a sentarse en el frescor de la catedral. Yves, que sostenía

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a su madre del codo, ni siquiera miró al padre Romain al pasar. -Padre, ¿volverá a Alegría? -insistió alguien más. El padre Romain nos miró como si le hubiéramos plan¬ tado la semilla de la idea en la cabeza. -Sí, volveré -dijo- a ayudar a los nuestros que siguen allí, si puedo. -¿Cuándo, padre? -pregunté yo. -Ya no soy padre -dijo él, y luego se corrigió-: Soy pa¬ dre pero de tres muchachos. No pertenezco a ninguna orden. -¿Por qué, padre? -la pregunta escapó de una boca des¬ prevenida. -Después de la matanza, para curarme no bastaron las plegarias -dijo con una tristeza que, perturbado como estaba, años atrás no había podido expresar-. Me hizo falta estrechar contra el pecho a una mujer buena y bonita y tres vidas nuevas. Cuando me apresaron lloré mucho. En la cárcel lloré todo el tiempo. Lloré en la frontera. Lloré por cada uno que tocaban, golpeaban o mataban. Hizo falta un amor más cercano a la tierra y a mi cuerpo para detener el llanto. Tal vez haya perdido, pero también gané una comprensión mayor de cosas tanto divinas como terrenas.

39 Esa noche, desde mi cuarto delantero, miré a Yves des¬ cansar bajo una palma de viajero nueva, casi adulta, que él había plantado en el mismo sitio después de que mu¬ riese la anterior. Reclinado en una hamaca, con una bo¬ tella de ron en la mano, no miraba nada en particular salvo acaso las luciérnagas que a su alrededor se encendían al unísono. La matanza lo había afectado de modo especial: detestaba el olor de la caña de azúcar, excepto cuando estaba diluida en el ron, y el sabor del perejil; no podía nadar en el río; el mero sonido del español, aun hablado por haitianos, le dilataba los ojos, le aceleraba el aliento, le nublaba la cara de miedo y lo enmudecía. Con los años había extendido las tierras del padre a una plantación de veinticuatro acres de fríjoles. Cuanto más producía, más terreno compraba. Ahora su familia tenía campos de arroz, sorgo, trigo, café, cacao y ñame. Cerca de un riachuelo se había construido una casa de cemento donde deliberaba con sus peones, comía el almuerzo y dormía la siesta. Las márgenes del riachuelo rebozaban de árboles de mango, aguacate y papaya visitados por galli¬ nas pintadas y torcazas que todo el mundo era libre de cazar, tal como se podía coger los frutos maduros. En la vieja mecedora de la madre, sin embargo, era apenas un

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271 hombre solo sorbiendo de una botella de Réserve du Domaine de la familia Gardiére, dormitando entre mira¬ das al cielo. Antes de cada trago derramaba un poco del costoso ron en el suelo, formando un círculo de polvo burbujeante para los que nosotros no veíamos, los into¬ cables, los invisibles. Después de la matanza los dos habíamos elegido con¬ solarnos en una vida de trabajo. En los momentos de quie¬ tud que los fantasmas aprovechan para presentarse en su verdadera forma, y se niegan a partir, nos acechaba una multitud. Mirándolo desde mi umbral, sentada en un cubo de plástico, lamenté que no hubiéramos encontrado más re¬ fugio uno en el otro. Después de haber comprendido que Sebastien no regresaría, yo había querido encontrar a al¬ guien que hiciera el duelo conmigo y me ayudara a olvi¬ darlo. Tal vez fuera demasiado para pedírselo a un hombre necesitado de lo mismo. Cuando me levantaba se cayó el cubo. Volviéndose, Yves me miró trastabillar sobre la pierna mala. Cuando llegó a ayudarme yo ya había recobrado el equilibrio. Me soltó la mano, volvió a la mecedora, recogió la botella y se metió en su cuarto. Un momento después man Rapadou cruzó el patio hasta mi cuarto de costura. Llevaba una compresa fría en la frente y procuraba que no le goteara en los ojos. Dejó caer su ancho cuerpo sobre una falda larga a la cual yo estaba añadiendo unos volantes antes de acostarme. -¿No puede dormir, man Rapadou? -le pregunté. -Demasiado sol, hoy -dijo ella-. No tendría que haber caminado tanto.

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272 -¿Se siente mal? -Mal no. Muy cansada -se recostó en mi cama, que era un simple colchón de algodón puesto adrede muy abajo, cerca del suelo-. Amabelle: como la tuya, mi vida siem¬ pre ha estado llena de sueños. En cuanto apoyo la cabeza en la almohada empiezo a soñar que caigo. -¿Que cae? -Sueño a menudo que estoy cayendo. Y los lugares de donde caigo se vuelven cada vez más grandes. Primero soy una niña que cae del cuerpo de la madre. Luego caigo de la casa de mis padres, una casa de madera en medio de un cafetal. Luego de la casa del padre deYves. Luego de colinas y acantilados. Luego de montañas, caigo de las montañas. El paso siguiente sería caer de las nubes, ¿no? -¿Y dónde cae en el suelo? -dije. Tal vez la pregunta fuera innecesaria, pero yo necesitaba una respuesta. Ne¬ cesitaba prepararme para cuando esa clase de sueños me tocaran a mí. -Siempre me despierto antes de aterrizar -dijo ella-. Aunque cada día siento que llego más cerca del suelo. -¿Y qué cree que son esos sueños? -De niña -dijo pasándose los dedos toscos por el con¬ torno de la cara, cubierta ahora de arrugas y patas de ga¬ llo- tenía la piel tan seca que a veces se me desprendían trocitos rojos de sangre, grandes como escamas de pesca¬ do. Los pies débiles me hacían muy torpe pero sabía cómo caer deslizándome, cómo hacer para no resistir a la fuer¬ za de la tierra. Con los años se me fortalecieron los pies, y nunca volví a pensar en las caídas. Hasta ahora. Como rodearla con los brazos era imposible, dado el ancho de su figura, le di palmaditas en la espalda, entre

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la nuca y la cintura, como cuando se hace eructar a un bebé. -Duele saber que un día la vida seguirá sin ti -dijo. Yo también sentía la tristeza de mi cuerpo cada día más, y la vivía. De pronto las viejas penas y las nuevas eran inconsolables, y yo bien sabía que los breves momentos de dicha no durarían para siempre. Cuando veía a un muchacho hermoso intentaba emparejarlo con mi yo jo¬ ven. Soñaba con la vida sin dolor que él habría podido darme, la salita ordenada y los muebles impecables que a nuestros hijos se les prohibiría tocar, salvo los domingos para quitarles el polvo. -La vejez no es para vivirla sola -dijo man Rapadou, y la voz dejó una estela de pensamientos ocultos-. La muerte tendría que llegar despacio, con suavidad, como la mano de un hombre acercándose a nuestro cuerpo. Puede haber dicha en la impaciencia, si hay tiempo de encontrarla. -¿Cuánto hace, man Rapadou, que un hombre no le acaricia esa panza grandota? -le pregunté para que riera. -Menos de lo que no te la tocan a ti -respondió, mi¬ diéndose el tamaño de la sonrisa con las puntas de los de¬ dos- De vez en cuando la vida te toma por sorpresa. Te sientas en tu lakou a comer mangos. Dejas que las semi¬ llas de mango caigan donde sea, y un día al despertarte encuentras que en el patio ha crecido un árbol. Yo sabía que era un piropo para mí, para mi llegada re¬ pentina a su casa, años atrás. -Esto no se lo he contado a nadie -dijo palmeándose las caderas-, pero creo que muchos lo sospechan, hasta mi hijo. Al padre deYves, en la cárcel, los yanquis le ha-

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274 bían envenenado la cabeza. Al salir iba a hacerles de es¬ pía por dinero. Por esa traición suya iba a morir aquí mucha gente que estaba contra ellos. Entonces yo le pre¬ paré sus comidas favoritas y les puse vidrio molido como harina y veneno para ratas. Tal vez sea por eso que siem¬ pre sueño que estoy cayendo. Pronto me encontraré con él y tengo miedo. ¿Qué voy a decirle en el más allá? ¿El amor sólo es placer; la honra es el deber? Sencillamente no puedo decirle lo que me dije a mí misma entonces. Y no debería contarte esto a ti. Podrías hacerle lo mismo a mi hijo. Pero claro que tú no lo amas como yo amaba al padre de Yves, aunque más grande que mi amor por ese hombre era mi amor por el país. No podía permitir que nos vendiera a los yanquis. A menudo oigo decir que el silencio es santidad, y sin embargo no soy una santa -con¬ tinuó, limpiándose una lágrima de la mejilla- Entonces yo creía que la suerte iba a favorecer a los valientes. Qué joven era. Para todo hay cura, salvo para la muerte. Ojalá el sol se hubiera puesto en mis días cuando aún era joven; cuando era una mujer feliz con el hombre querido a mi lado, alegría en los ojos y honra en el corazón. A la mañana siguiente dejé a man Rapadou en mi cama, durmiendo con sus penas, y subí por el desparejo camino de adoquines que llevaba a la ciudadela. Allí, en las gale¬ rías exteriores, anduve entre un grupo de turistas que vagaba fotografiando los cuarteles, los muros de piedra, la artillería herrumbrosa y los techos abovedados. Usando frases rotas en varios idiomas, muchachos locales se ofrecían como guías para visitas individuales a los pasajes interiores. Uno de esos guías especiales era un

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275 haitiano muy corpulento con camisa blanca de manga lar¬ ga y corbata negra. Encabezaba un grupo de unos doce extranjeros blancos, jóvenes, en ropa de playa. Con un giro de los dedos el hombre condujo el grupo hasta el borde de un parapeto para mostrarles, abajo, las ruinas de Sans Souci, la antigua residencia real. Señalando las colinas donde una vez estuviera la casa de mis padres, la hierba rojiza donde pastaban las cabras, el hombre dijo: -Antes de que los constantes terremotos la ahuyen¬ taran, no era inusual que en aquellas colinas viviera gente. Pero es que allí se siente hasta el menor temblor de tierra. Yo ya no era capaz de reconocer ningún lugar que se pareciera al de nuestra casa, ni quería. Uno sólo se preo¬ cupa por la tierra cuando tiene herederos. Mis herederos serían todos como mis ancestros: aparecidos, sombras, fantasmas. No supe bien por qué había elegido a ese grupo con su guía en particular, hasta que me di cuenta de que tanto las palabras del haitiano como los susurros del grupo eran en español. Fui tras ellos hasta el patio abierto de uno de los nive¬ les superiores de la ciudadela. Era un lugar que de chica siempre había evitado. En medio se alzaba un bloque de cemento con forma de ataúd, algo que, según algunos, era la tumba de Henri I. Con el grupo en círculo a su alrededor, el guía contó la historia del rey. -Al principio Henri Christophe era un extranjero -di¬ jo- Había nacido esclavo en las islas de Barlovento, pero durante su vida llegó a reinar aquí -el hombrón hablaba

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276 sin dejar de tironearse la punta de la corbata. Luego, bien para prevenir a sus jóvenes protegidos contra la vanaglo¬ ria, o para ser fiel a la historia, añadió-: A veces fue un monarca cruel. Solía llevar batallones de soldados a la montaña, y les ordenaba que se lanzaran a la muerte como ejemplo disciplinario para los demás. En la construcción de esto que ven ustedes murieron miles de personas. Pero él no fue el único que hizo algo así. Todos los monumentos de un tamaño semejante se alzaron con sangre humana. Para hacer más nítido el sentimiento golpeó un pilar de mortero con los puños, recordando al grupo la debilidad más imperdonable de los muertos: su ausencia y su si¬ lencio. ” A los cincuenta y tres años -continuó-, el rey tuvo una apoplejía repentina que lo dejó paralítico. Sus enemigos organizaron una rebelión; pero él, antes que rendirse, pre¬ firió dispararse una bala en la cabeza que según unos era de oro y según otros de plata. Se dice que lo enterraron en este palacio, y muchos creen que en este preciso lugar, pero hay cierto misterio en torno a si verdaderamente yace aquí debajo. Podría estar en cualquier sitio del palacio o en ninguno.” Mientras se apartaba del pilar, el hombre inspeccionó las caras del grupo para corroborar que estaban todos. ”Los hombres famosos nunca mueren del todo -agre¬ gó- Sólo los seres anónimos y sin rostro se desvanecen como humo en el aire del amanecer.”

40 El pasado es más como la carne que como el aire; nues¬ tras historias, testimonios como los que nunca oyeron el juez de paz ni el mismo Generalísimo. Se llama Sebastien Onius y su historia es como un pez sin cola, un vestido sin ruedo, una gota sin caída, un cuerpo que al sol no da sombra. Su ausencia es mi sombra; su aliento mis sueños. Los sueños nuevos parecen un derroche, fastidios innecesarios, demasiado que amontonar en el pequeño espacio que queda. No obstante creo que quiero encontrar nuevas mane¬ ras de llenarme la cabeza, nuevas visiones para una vida vieja, ríos sin agua que cruzar y grutas reales detrás de cascadas donde escabullirme cien veces al día. Se llama Sebastien Onius. A veces esto es lo único que sé. Ahora me duele la espalda en todos los sitios que él reclamaba para sí, arcos de piel desnuda que le pertene¬ cían, pliegues donde la carne sigue siendo frágil, abrasada, como la de esas quemaduras sin cicatrizar donde cada costra descubre una llaga más profunda. Ojalá fuera al menos parte del aire de esta margen del río, un mínimo soplido de la brisa que pasa de noche por

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278 mi habitación. Ojalá algo del polvo de sus huesos me si¬ guiera como un rastro en el viento. Los que tienen nombre nunca mueren del todo. Sólo los seres anónimos y sin rostro se desvanecen como humo en el aire del amanecer. Se llama Sebastien Onius. Siete años antes de morir él mismo presenció la muerte de su padre. Pára Sebastien Onius la muerte era inmensa como la bestialidad enarde¬ cida de un huracán que arranca árboles. Era un aconteci¬ miento que rasgaba el cielo y partía la tierra, que bacía aullar a los cielos y llorar a las nubes. No era cosa que alguien debiera vivir solo. Quizás hubo agua para recibir su última caída, para ce¬ rrarse sobre él y abrazarlo como un edredón de plumas. Quizás hubo palabras ceremoniales recitadas a sus oídos: “Ale avék Bon Dye”, “Ve con Dios”, “Ve en paz”; una despedida no tan solitaria ni abrupta, una separación como un lento crepúsculo, un oscurecimiento del cielo para que campeen las sombras y las estrellas. Se llama Sebastien Onius y su espíritu ha de estar en la cueva de la cascada, donde nace el arroyo en el que se bañan los cañeros; la gruta de musgo húmedo y caliza y frescos de verde luminoso: el verde oscuro de las hojas mojadas de papaya. A veces, a fuerza de auscultar el vacío, consigo recu¬ perarlo en sueños. Guapo, de cuerpo de acero, sale de la gruta con un morral de hojas de palma y entra al cuarto donde yo duermo. -Amabelle, soy Sebastien, he venido a verte -dice-.Te traigo remedios para las heridas. Traigo citronela y palo-

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279 santo para que no te mortifiquen las hormigas ni los mos¬ quitos, alcanfor, albahaca y naranja amarga para bajarte la fiebre y afirmarte las rodillas.Te traigo jengibre y apio, semillas de anís y canela para la digestión, cúrcuma para los dientes y kowosól para los sueños apacibles. De pie junto a mi cama, se llena los pulmones con la nube de pelusa que flota en mi habitación. Yo estiro el brazo tratando de tocarlo, pero él se escabulle a mi mano como una corriente de polvo atrapada en un violento rayo de sol de mediodía. Presiento que ya no sabemos las mismas palabras; no hablamos el mismo idioma. Entre los dos hay agua, vien¬ to, tierra y montañas; una mortaja de silencio, una cortina de destino. -Cuéntame, Sebastien, por favor -digo-.Tengo que sa¬ berlo: ¿sufrieron mucho tú y Mimi? Él aspira más pelusa, como si quisiera inhalarme a mí junto con todo. -Sebastien, la matanza me mostró que la vida puede ser un don extraño -digo-. Como el cristal, el aliento siem¬ pre está en peligro. Yo elegí una muerte en vida porque no soy valiente. Hace falta paciencia, decías siempre tú, para alzar un sol que se pone. Dos montañas no pueden encontrarse nunca, pero quizá tú y yo nos encontremos de nuevo. Voy hacia tu gruta.

41 A primera vista, el Masacre se parecía a cualquiera de los tres o cuatro grandes ríos del norte de Haití. En un día bullicioso de mercado era apenas un flujo vivaz bajo un puente de cemento; a su orilla, sentadas en piedras, gru¬ pos de mujeres fregaban ropa, y muías y bueyes se dete¬ nían a apaciguar la sed. El caudal era bajo para octubre. Tan bajo que cuando las lavanderas hundían un cubo, una mitad se llenaba de agua y la otra de arena marrón rojiza. -Ya ven cómo está ahora -dijo una de las mujeres de¬ volviendo al río un puñado de arena-. Cuando la corriente sube, el agua llega a besar el puente. En el puente, jóvenes soldados de rostro demasiado joven para contener un pasado marchaban de un lado a otro patrullando la línea, señalada por una cadena que separaba nuestro país del suyo. Vestían uniforme verde oscuro, llevaban fusiles al hombro y martillaban el suelo con lustrosas botas a media pierna. Nuestros soldados se mantenían más atrás, lejos del puente, en la aduana al borde de una carretera abierta: el mejor sitio para divisar invasores. La frontera había perdido buena cantidad de árboles.

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281 Había agujeros demasiado evidentes allí donde los habían arrancado para reemplazarlos por postes que sostenían hileras dobles de alambre de púas. A lo largo de un muro de rejas de punta, varios carteles advertían a los viajeros que no cruzaran anba fil, por debajo de la alambrada. Detrás de mí caminaba un hombre patizambo, de hir¬ suta barba gris, con tres capas de ropa acolchada de paja. Llevaba las prendas y las manos cubiertas de polvo, pero la cara limpia, perfumada de coco y de vainilla. Los ojos, dos cerezas brillantes, eran suntuosos y densos como ter¬ ciopelo. Las lavanderas, que lo llamaban “Pwofesé”, clo¬ queaban cuando él las tomaba por la cintura. -¿Adonde va, Pwofesé? -se turnaban para preguntarle, como jugando una partida de canto. -Donde yo piso no crece la hierba -me susurró el pro¬ fesor al oído, con una voz raramente usada, habría asegu¬ rado yo, salvo en ocasión de juergas como esa-. Camino hacia al alba. Sin darme tiempo a escurrirme, el profesor me plantó en los labios un beso húmedo. Me restregué la boca y hundí una mano en el agua para enjuagármela. Echando la cabeza atrás, las lavanderas reían con la boca abierta al cielo. -Desde la masacre el profesor no ha vuelto a ser el mis¬ mo -dijo una-. No te limpies el beso. Déjatelo en los la¬ bios. ¿No sabes que trae suerte que te bese un loco? Mientras el profesor corría al llano abierto, me acerqué a un niño de torso desnudo que, sentado a la orilla, garabateaba un cuadernito de dibujo. Me habían dicho que él podía ayudarme a encontrar quién me cruzara hasta el

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282 otro lado. Me acuclillé junto a él hundiendo los pies en el agua. La corriente burbujeaba; latía bajo mis plantas como una fontanela de bebé. -¿Sabes de alguien que pueda ayudarme a cruzar sin papeles? -le pregunté sin sacar los pies del agua. El niño no dijo nada hasta que terminó de escribir toda su frase en una enmarañada letra de escolar. -Si quiere cruzar sin papeles tendrá que ser de noche -murmuró. -¿Esta noche puede ser? -Tal vez -dijo él. Un jeep negro me recogió esa noche en el camino que pasaba ante el puente. El conductor y único pasajero era un hombre que organizaba una lotería en la zona; eso al menos me había contado el muchacho. Llevaba una gorra de denim y un pañuelo rojo le cubría la mitad de la cara. Bajando a la oscuridad, me mostró el lugar que me había reservado en la parte trasera: un pequeño hueco, tapado por un manta, que había detrás de su asiento. -En el cruce me conocen -murmuró en kreyól-. No van a molestarme. Me encogí en el apretado espacio procurando ignorar las puntadas que sentía en la rodilla. Sin levantar la cabe¬ za le pagué lo que había acordado con el muchacho. Él cerró la puerta y partimos. En el primer puesto hubo una pausa corta. El conductor frenó en la aduana haitiana y sobornó a los centinelas. Ya en el puente volvimos a parar frente al puesto do¬ minicano. Oí voces, levanté la manta y saqué la cabeza por la ventanilla.

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283 -Abajo -me ordenó el conductor. A pesar de todo mantuve los ojos al borde del vidrio. Los guardias se disculparon por la demora y rápidamente abrieron el portón. -Hasta mañana por la noche -dijo el conductor entre¬ gando más dinero. Pasé dormida la mayoría de los puestos militares que había hasta Alegría. Durante los últimos veinte años dor¬ mir había sido para mí un consuelo. Era lo más cercano a desaparecer que había conseguido. Cuando me desperté había salido el sol. El jeep corría por un camino de tierra entre dos paredes de caña violeta. Aunque se había quitado el pañuelo rojo, el conductor aún llevaba la gorra ladeada en la cabeza. Me estaba mirando por el retrovisor, y a mi vez yo le examiné los ojos. Los tenía hundidos y muy separados, de un color ámbar nu¬ blado. Al ver que lo observaba se quitó la gorra y desvió la vista. Era joven, más joven que Sebastien cuando había desaparecido. Tenía el pelo tejido en un sinfín de trenzas finas que le caían sobre las orejas. -Así que ahora ya te puedo ver la cara -dije en kreyól. -Esto que hago por usted es peligroso -contestó.Tenía una voz fuerte y jubilosa-. Aunque haya muerto el Gene¬ ralísimo aquí las cosas no se han calmado del todo. En la capital hay manifestaciones y jaleo. Yo creo que dentro de poco habrá otra invasión yanqui. En la extensión de los cañaverales, las cañas apretadas parecían muchedumbres de carnaval. El hombre se detuvo en medio del campo y me hizo señas para que me pasara

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284 adelante. Mientras yo subía, desapareció entre las cañas y luego salió abrochándose los pantalones. -¿Por qué hace este viaje? -preguntó arrancando de nuevo. -¿Seguro que conoces el camino a Alegría? -pregunté yo-Para volver la esperaré esta tarde en la plaza. -¿Y tú? ¿Qué harás toda la mañana? -Yo no estaré en Alegría. Salimos de entre las cañas a una carretera de asfalto que llevaba a un parque cerrado en torno a un edificio oficia] amarillo. -Aquí la tiene, su tierra de dicha -detuvo el jeep a la entrada de la plaza, frente a unos bancos que había a la sombra de los franchipanes con flores blanquiamarillas-. Esta tarde espéreme aquí. Trate de no llegar temprano o la tomarán por una mendiga. Trepó de nuevo al jeep y se alejó por un bulevar an¬ cho, agitando la mano fuera de la ventanilla hasta que dobló en una esquina. La avenida principal subía hacia una red de calles an¬ gostas sombreadas de palmeras. Alegría era ahora una ciu¬ dad cerrada, un grupo de haciendas protegidas por muros de cemento con púas metálicas y trozos de vidrio. Por detrás de esos muros se alzaban los flamboyanes y viejos sentados en sillas de caña vigilaban las puertas. Cada casa era una fortaleza; todos eran intrusos. Recorriendo las enclaustradas calles de adoquines, a la sombra de esos paredones, me sentí en un lugar que no ha¬ bía visto nunca. Apenas había unas señales que reconocía: tres gigantescos kapoks, tan extensos como viejos, y una

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285 hilera de almendros, que acaso fueran nuevos en un ca¬ mino nuevo también. Paré a descansar las rodillas y miré las calles llenas de escolares con sus padres, sirvientas en busca de comida fresca, vendedores resueltos a tentar a los vigilantes y maridos que partían en autos con chofer y cortinillas en los vidrios traseros. Estaba perdida. El lugar del parque en donde me había dejado el conductor podía haber sido el de la iglesia del padre Romain. Los cañaverales y los tra¬ piches parecían haberse desvanecido, y aun después de vagar la mitad del día, y de que el orgullo (o acaso el mie¬ do) me impidiera pedir ayuda, no pude encontrar el arro¬ yo ni la cascada. No sabía cuál era la situación de la señora Valencia. Apenas me había enterado, por una mujer que vendía vasijas a ambos lados de la frontera, y a quien yo le había hecho un vestido, que ella y el marido estaban vivos. Aho¬ ra el marido era funcionario del gobierno. Pasaba la ma¬ yor parte del tiempo en la capital, pero la señora se quedaba en Alegría con su hija. Aunque todavía casados, la señora y el marido hacían vidas independientes, como había sucedido siempre. En cualquier caso, como no pude encontrar el arroyo ni la cascada decidí poner a prueba la promesa de la señora de permanecer en Alegría, cerca de las tumbas de su madre y su hijo, ligada como estamos todos a los lugares donde descansan nuestros muertos. Después de presentarme en dos docenas de portones equivocados, encontré una casa parecida a la que, según me habían dicho, tenía ahora la señora Valencia. Donde en otro tiempo podía haber estado la casa de Juana y Luis se alzaba un gran portón de hierro forjado. A través de un

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jardín recamado de piedras, una ondulante avenida de adoquines llevaba hasta un patio pintado de rosa. Una niñita con uniforme escolar marrón corrió al por¬ tón en cuanto me vio. -¿Tú eres la señora de los huevos? -¿La señora de los huevos? -Mi mami me dijo que estuviese atenta a la señora de los huevos. -¿Quién es tu mami? -Mami. -¿Quién es la señora de los huevos? -Tú -la niña sonrió; le faltaban cuatro dientes, dos arri¬ ba y dos abajo. Ya había corrido el cerrojo para abrirme el portón cuando se acercó un muchacho mayor. El joven se precipitó a corregir lo que había hecho ella, pero yo ya había entrado en el jardín. -Es la señora de los huevos -dijo la niña, sonriéndole. Él le tiró del pelo y me miró de pies a cabeza buscando una cesta de huevos. -¿La señora Valencia todavía vive aquí? -pregunté yo-. Me llamo Amabelle Désir. Después de tantos años me sorprendió hablar un espa¬ ñol comprensible. Balanceándose nerviosamente, el joven desplazó el peso del cuerpo de una pierna a otra. Ahora había cuatro espectadores más: tres jardineros y una criada que apre¬ taba contra el pecho una sábana doblada. El joven bajó la cabeza y los miró como pidiendo ayuda. -Antes de irme de aquí conocía muy bien a la señora -intenté tranquilizarlo.

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287 -Viven en otra casa. -Yo te mostraré -la niña se escabulló antes de que pu¬ dieran pararla. El joven fue tras ella. La casa nueva estaba a sólo unos kilómetros de la vie¬ ja, en un zona más protegida. Para llegar a ver la entrada había que cruzar un bosque de guayabos. Era una hacien¬ da amplia: cuatro residencias unidas por un pasaje abier¬ to, con un solario y un vasto jardín al costado. Envolví con los dedos los corazones forjados de la reja y atisbé una hilera de banquetas de mimbre que había bajo los flamboyanes del jardín, repleto de tantas especies de orquídeas como las que cultivaba Papi. La niña estuvo golpeteando juguetonamente el portón hasta que a una galería del frente asomó una mujer.Tenía pecas en la cara mofletuda, hombros redondos y una com¬ plexión carnosa. Llevaba un uniforme color arena y en la cabeza un desteñido pañuelo del mismo color. Llamó a un sirviente, pero como el sirviente no acudía, fue ella hasta nosotros con una bayeta todavía en la mano. -¿Qué quieren? -preguntó bruscamente en un español con acento kreyól. Las mandíbulas tensas formaban con el resto de la cara un perfecto anillo de tristeza. La voz chillaba de pronto y en seguida se volvía bronca, como si en cualquier momento la mujer fuese a quedarse sin aire. Dedicó a la niña y al muchacho un gesto de reconocimien¬ to; luego fijó la vista en el sendero, a nuestras espaldas, como esperando que la atacara un emboscado. Cuando estiró el cuello vi que tenía cicatrices de soga arriba de la clavícula. Eran todavía más pronunciadas que las de la mujer de la clínica, un campo profundamente arado.

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288 -Me gustaría ver a la dueña -dije-. La señora Valencia. -¿Para? -dijo ella, e hizo una pausa para tomar alien¬ to-. ¿Qué quiere? -Me llamo Amabelle Désir. Ella querrá verme. -Ustedes váyanse -dijo la mujer a mis acompañantes. El joven se llevó a la niña a rastras. La mujer subió por el paseo hasta el patio, con la prisa de los que en todo momento del día temen disgustar a alguien. Cuando uno trabaja para otros, siempre está corriendo para atender¬ los o para desaparecer de su vista. Sin aliento y visiblemente incómoda, volvió para abrir el portón y hacerme pasar. La seguí por el paseo, en me¬ dio del jardín de piedras sombreado por los guayabos. Un momento después, mientras recorríamos los largos pasillos de la casa, se apoderó de mi cuerpo una asombrosa sensación de dicha. Empezaba a alegrarme de haber ido, de estar a punto de ver de nuevo a la señora. La casa era ventilada, espaciosa; por las terrazas abier¬ tas entraba la brisa.Todo era pulido y luminoso; desde los pasamanos de metal biselado de la escalera hasta las ara¬ ñas antiguas que colgaban del techo. A través de la des¬ pensa la mujer me guió a la sala. En medio de la despensa había una mesa de cocina con tapa de mármol. La acari¬ cié como para limpiarme la tierra y el sudor de las manos. El mármol estaba agradablemente frío, como en otro tiem¬ po el agua del arroyo al amanecer. La sala ocupaba el centro de la casa. Varios arcos la di¬ vidían en distintas partes; en el techo giraban cuatro ven¬ tiladores y unas escaleras con barandas metálicas llevaban al piso de arriba. Los muros estaban cubiertos de fotos de la señora y su familia. Aflojé el paso para mirarlas; quería

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289 enterarme de todo lo posible antes de verla para evitar preguntas dolorosas sobre algunos que quizá no vivieran más o ya no fuesen considerados miembros de la familia. El marido de la señora siempre aparecía en uniforme; las medallas del pecho le habían ido creciendo en número y tamaño. El tiempo lo había engordado, y le había suavi¬ zado el ceño juvenil. De marco en marco dorado había ido envejeciendo lentamente. Rosalinda tenía también una línea temporal de fotos: en la primera, era la más morena y la más alta de un grupito de muchachos con delantal escolar; luego posaba como una reina de belleza, con el rizado pelo oscuro ca¬ yéndole sobre los hombros, rodeada de una corte de trein¬ ta muchachitos en su fiesta de quince años, y por último en traje de novia, sola en los brazos de un joven con espada y uniforme como el de su padre. En las fotos de Rosalinda vi huellas tanto del padre como de la madre. Con el tiempo había mantenido la tez bronceada del padre y su altura; pero sobre todo tenía la sonrisa meditabunda del abuelo, Papi, y las mismas amigas de pensamiento en la frente. La imagen más grande de la sala, con todo, era la pin¬ tura de un niño blanco como el hueso, alerta y sonriente, con faldón de bautizo de satén perlado y una cofia enmar¬ cándole las mejillas color nenúfar. Sentada de frente al retrato estaba la señora Valencia. La criada y yo esperamos que se diese la vuelta. Cuando por fin se levantó, vi que llevaba un caftán es¬ tampado de hibiscos largo hasta las rodillas; la silueta que el vestido cubría era angosta, casi descarnada. Para echar a andar hacia nosotras usó de apoyo el respaldo del sillón.

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290 Tenía algunas canas en el pelo y había adoptado el viejo peinado de doña Eva: una trenza anudada en un grueso moño a cada lado de la cara. Ya frente a mí, acercó la cara a un palmo de la mía; luego se dio la vuelta y regresó al asiento. Permanecí en mi lugar, mirándola alzar la taza de café y sorber hasta vaciarla, como si sencillamente yo hubiera desaparecido. La criada me tiró del codo, urgiéndome a salir. Al cabo la señora habló: -Es una maldad venir aquí usando el nombre de Amabelle -como la de la criada, su voz era dubitativa, jadean¬ te, nerviosa. Sin dejar de darnos la espalda, apoyó en la mesa la taza vacía-. ¿Por quién me toma usted? Muchos me han contado que vieron cómo la mataban en La Ro¬ mana, junto con otros que se habían escondido en una casa junto al mar. Pico me aseguró que estaba muerta. El hecho de que no me reconociera me hizo sentir que regresaba para descubrir que Alegría nunca había existido. Pero al mismo tiempo, sin saberlo, me daba esperanzas: acaso los que habían dicho que Mimi y Sebastien estaban muertos también se habían equivocado. La criada tenía una expresión vacua, como sin duda la habría tenido yo de haber estado en su lugar. Me hizo un gesto de tolerancia, pero ambas sabíamos que, si el ama se lo pedía, en cualquier momento tendría que acompa¬ ñarme a la puerta. Me pregunté dónde se ocultarían los guardias. ¿Dónde estaba la protección que aparejaba el puesto de su marido? Tal vez en el momento menos pensado aparecieran sol¬ dados en tromba, me detuvieran y me deportaran a la frontera.

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291 ¿Tanto más vieja, más corpulenta estaba yo? ¿Tanto me había cambiado la cara? ¿Cómo podía ella no reco¬ nocerme la voz, que, como la suya, acaso con la edad se hubiera vuelto más débil y más brusca pero seguía sien¬ do la mía? -Yo estuve en su habitación... allí, en la otra casa... cuando nacieron sus hijos -le recordé-. No le contó a nadie que tenía dolores de parto hasta que los bebés estuvie¬ ron a punto de nacer, porque confiaba en que su difunta madre la cuidara. Primero nació Rafael, Rafi; lo llamó así en honor al Generalísimo. Después nació la niña con un velo en la cara. Usted le puso Rosalinda Teresa en recuer¬ do de su madre. Le llevó cierto tiempo voltearse de nuevo. Yo sentí que no debía parar de hablar. -¿Qué se hizo del retrato del Generalísimo que había en la sala de la otra casa? ¿Dónde está Juana? ¿Se fue a vivir con sus hermanas, las monjas? ¿Dónde está Luis? -¿Dónde encontramos a Amabelle? -preguntó ella con voz más incierta. Ahora parecía un combate y yo estaba segura de que debía ganar. Tenía que conseguir que me reconociera. -Su padre me vio a orillas del río Masacre -dije- Le pidió a un muchacho, su padre, que me preguntara en

kreyól a quién pertenecía, y yo dije que a mí misma. En la actitud con que dio unos pasos hacia mí adiviné algo de vergüenza y remordimiento. La torpeza de su reac¬ ción inicial y quizá mi llegada a destiempo borraban la po¬ sibilidad del abrazo, de las lágrimas de dicha. Avanzó unos pasos más y luego retrocedió, como si to¬ carme pudiera ser peligroso. Con un tímido, restallante

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292 ademán de la muñeca esbelta, me indicó los sillones de mimbre y esperó a que yo eligiera uno. -Déjanos, Sylvie, por favor. Agitó una vez más las muñecas para que la criada se fuera. En ese momento yo también habría querido irme; pero me senté. Una partecita de mí se regocijaba de haber ga¬ nado su atención plena. -Ya no tenemos mucha ayuda -dijo una vez Sylvie se hubo ido-. Con los años, muy pocos nos han sido fieles. Se miró las manos. Eran inmaculadas, perfectas y de aspecto suave. Yo bajé los ojos a las mías, llenas de cica¬ trices de aguja y tijeras. ¿Por qué nunca había soñado con ella? (A veces los sueños eran mi forma de esperanza sin espera.) ¿Sería porque en realidad nunca la había queri¬ do? Ahora sólo necesitaba que ella me dijese dónde esta¬ ba la cascada. ¿Qué se había hecho del arroyo? No podían haber desaparecido. Hay deseos imposibles de expresar en voz alta sin que resulten necios. Pero a eso había ido yo a aquel lugar: a ver la cascada. -Amabelle, perdóname por no haberte reconocido -el rostro no perdía nunca una extraña sonrisa dolorida, como si se le ocurriera mucho que decir y no encontrara pala¬ bras exactas-. Hemos cambiado tanto todos... -Comprendo -dije yo, sintiendo que un viejo fantas¬ ma volvía a penetrarme la piel. -¿Dónde vives, aquí o en Haití? -En Haití. -Yo todavía pinto. ¿Ves? Pinté a Rafi -señaló el gran retrato del bebé pálido en traje de bautismo. Luego me dijo-: Rosalinda se casó.

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293 Sentí como si me hablara en representación de otra. Me costaba no pensar que, hasta que Valencia pudiera aten¬ derme, había ido a hacerme compañía una pariente más vieja, una doña de rostro, voz y gestos parecidos a los de ella. En sus épocas de juventud, yo le podía adivinar fácil¬ mente los pensamientos. Ahora no lograba ni imaginarme qué tenía en la cabeza. -¿No ha tenido más hijos? -pregunté. -Sólo los dos que tú conociste -dijo-. No pude tener más. ¿Y tú? ¿Tienes marido, hijos, nietos, Amabelle? -No. -Cuando te fuiste pasé unos días sangrando un poco. A lo mejor me tomé con negligencia el período de riesgo después del parto. El único médico en quien confiaba era Javier, y quizás él habría podido ayudarme, pero no volví a verlo más. Ni siquiera las conexiones de doña Eva pu¬ dieron encontrarlo nunca. Pico dice que hizo todo lo po¬ sible por buscarlo, pero nada sirvió. Algunos simplemente desaparecieron. Llamó a Sylvie, que volvió a la sala corriendo. Los ojos de Sylvie circularon por el lugar evitando la mirada de la señora. Cuando uno trabaja para otros, en cuanto entra en una habitación el amo o la patrona se apresuran a ins¬ peccionarla, como si esperasen pillarla con un tesoro faltante en la mano. Paciente, Sylvie esperó órdenes frente a una columna que había en el centro de la sala. Pronto fue olvidada y allí quedó de pie. -Papi murió antes de que Rosalinda se casara -explicó la señora señalando el retrato de boda de su hija-. Ella

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294 quería casarse joven. Ahora está con el marido en la es¬ cuela de medicina de la capital. Les va bien, pero con los disturbios que hay en la ciudad puede que este fin de se¬ mana vuelvan a la casa del padre. -¿Y el señor Pico cómo está? -sentí que podía pregun¬ tar ya. Juntó las manos sobre la falda, titubeando antes de res¬ ponder. -Para el país es un momento inestable. -¿Cómo es que han cambiado de casa? -Qué distintos nos debes ver a todos... -dijo ella-. Pico le compró esta casa a la familia de un coronel que acababa de morir. Ahora están todos en Nueva York, como doña Eva y Beatriz -soltó el aliento y atacó una canción vivaz, animada-. Yo tiro la cuchara. Yo tiro el tenedor. Yo tiro to} los platos y me voy pa’ Nueva York -era una canción de exilio triste y gozoso; con tal de ir a Norteamérica se de¬ jaba todo. Valencia continuó con la voz más suelta-: Cuan¬ do nos cambiamos de casa, Juana y Luis volvieron con su familia. Viejos como se estaban poniendo ya no podían trabajar. Yo los habría mantenido, pero quisieron irse. Inclinándose hacia adelante me apretó fuerte la mano. Era como si quisiera dejarme la huella de sus dedos en los nudillos. -Amabelle, yo todavía vivo aquí -dijo-. Acuso a este país, me acuso a mí misma. Si hubiera abandonado a mi marido me tendría que haber ido a otra parte. Claro que nunca hice preguntas. No confiar en él habría sido poner¬ me en su contra. -Comprendo -dije yo. -¿De veras comprendes? -la cara se le iluminó con una

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295 clase de esperanza que yo ya no me creía capaz de ofre¬ cer-. Durante El Corte, aunque yo estaba sangrando y por poco me muero, escondí a muchos de los tuyos -susurró. Corte era una palabra fácil de decir. De nuestro lado del río muchos lo llamaban kout kouto, cuchillada, un tajo único y eficaz-. Escondí a un bebé que hoy estudia medi¬ cina con Rosalinda y el marido. En tu viejo cuarto escondí a dos familias y a Sylvie. Antes de que doña Sabine y el marido lograran huir a Haití, escondí a parte de su gente. Hice todo lo que pude en mi situación. ¿Qué esperaría que le dijese? No había medallas que repartir. En caso de que las hubiera, yo no sabía dónde indicarle que fuese a reclamar la suya. -Comprendo -dije. -Los escondí porque no podía esconderte a ti. Pensé que te habían matado, Amabelle, así que todo lo que hice lo hice en tu nombre. -No veo ni rastro del trapiche de don Carlos. ¿Los ma¬ taron a todos? -yo no quería sentirme en deuda con ella. -A nadie que trabajara con don Carlos le tocaron un pelo -dijo, confirmando lo que yo sospechaba: que si no les hubiera dicho a Mimi y Sebastien que fueran a la igle¬ sia, tal vez se habrían salvado. Ella agregó-: Ya no hay tra¬ piches. Sólo hay mansiones como esta. ¿Y el arroyo? ¿Se había secado al construirse las casas? ¿Habían usado la arena y las piedras para mortero, el agua para electricidad? -Amabelle, Pico se limitó a cumplir órdenes -dijo sol¬ tándome la mano-. He reflexionado muchas veces sobre esto. Aquella noche lo enviaron a la iglesia a detener a unos cuantos que tramaban algo contra el Generalísimo. Enton-

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296 ces se encontró con los que bloqueaban el camino, ese muchacho Unél que una vez nos había rehecho las letri¬ nas -se quedó un momento absolutamente quieta, como si Unél se le hubiera aparecido y estuviese examinándo¬ lo con la mirada líquida-. Vivimos en una época de masa¬ cres -suspiró profundamente-. Antes de morirse, Papi no hacía otra cosa que escuchar por la radio historias de todo tipo de... cortes. En todo el mundo. Es una maravilla que algunos todavía estemos aquí, esperando morir de muer¬ te natural. Mientras la había tratado, siempre habíamos oscilado entre la extrañeza mutua y la amistad. Éramos como esas personas que al cruzarse por la calle cambian un saludo largo y fútil. Y al cabo yo quería irme. -Me gustaría saber qué sucedió con el arroyo -dije. -¿Qué arroyo? -El que nace en la cascada. -Aquí han construido montones de casas -dijo ella-. Pero las casas no lo han reemplazado todo. Aún hay bas¬ tantes cascadas. Si quieres puedo mostrarte la que está más cerca. En un garaje, detrás de la casa principal, había un auto blanco y verde de dos colores con tapizado de vinilo ama¬ rillo. Primero subió Sylvie al asiento de atrás. Luego yo me senté junto al de la señora. Vi cómo la señora reprimía la sorpresa al ver que, por culpa de la rodilla, una de mis piernas parecía mucho más corta que la otra. Cuando encendió el motor, de una de las casas peque¬ ñas vino corriendo un hombre.

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297 -¿Va a salir, señora? -preguntó apoyando la mano en la puerta. -No me voy a demorar -dijo ella. -¿No debería acompañarla yo? -Ábrenos el portón, por favor. Abotonándose la camisa, el hombre echó a correr. Aunque corría todo lo que daban las piernas, el auto de la señora llegó al portón antes que él y allí quedó espe¬ rando que abriera. -Este automóvil es de mi hija -dijo ella arrancando-. No sabes qué hermosa es nuestra Rosalinda, Amabelle. Es toda mi vida. Nos llevamos bien, como habríamos podido llevarnos Mami y yo. El coche es el regalo de bodas que le hizo el padre. Ella me enseñó a conducir para que pueda moverme sola. Mi marido ni siquiera sabe que conduzco, ¿no es cierto, Sylvie? -Es cierto, señora -dijo Sylvie. Casi a paso humano, la señora condujo por las mismas calles que había recorrido yo; pero de pronto tomó una curva que nos llevó, más allá de las casas, hacia prados abiertos y antiguos cañaverales donde ahora crecía trigo o maíz y detrás de los cuales se cernían las montañas. De caseríos y granjas salían niños a perseguir el coche. Por fin la señora, acelerando un poco, enfiló un sendero que a través de un maizal llevaba abruptamente a una cinta de agua que se ensanchaba hacia su fuente. La señora frenó con una sacudida que hizo dar a Sylvie el mentón contra el respaldo de mi asiento. Estábamos casi al borde de un risco, por encima de una cascada gigantes¬ ca, mirando cómo el agua, con un tumulto de espuma y

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rocío, se desprendía hacia un remanso profundo. La caída era mucho más alta y el pozo más hondo de lo que yo recordaba. Tal vez el tiempo me hubiera roto el sentido de la proporción y las posibilidades. Tal vez fuera otra cascada. Sentadas allí estuvimos contemplando los colores cam¬ biantes, de un neutro de lágrimas al naranja líquido. -Quizá trae tanta fuerza porque ha llovido en las mon¬ tañas -dijo la señora-. Se comprende que hayas venido de tan lejos a ver esto. Cuando éramos niñas siempre te atraía el agua, Amabelle. Arroyos, ríos, lagos, cascadas en todo su poder, ¿te acuerdas? Me acordaba. -Cuando te perdías de vista yo sabía dónde encontrar¬ te: seguro que estabas frente a alguna corriente, mirándote la cara. No puedo decirte en cuántos ríos, arroyos y cas¬ cadas te he buscado desde entonces. Miramos el remanso hasta que se volvió un espejo per¬ fecto del cielo, donde al sol le faltaba poco para ponerse. Sylvie carraspeó varias veces, señal acaso de que en su opinión era hora de marcharse. Como nosotras no nos movíamos, la arruga de ansiedad en el ceño se le hizo más pronunciada; se secó el sudor de las manos en la falda e intentó amortiguar el ruido del jadeo. -¿Qué pasa, Sylvie? -preguntó la señora-. ¿Te sientes mal? A Sylvie le sudaba el labio de arriba, y por un momento su cara me recordó la de la novia de Joél, Félice, la que tenía una mancha color remolacha donde a un hombre le habría crecido el bigote. -Una pregunta -dijo Sylvie, con la voz ya fuera de con¬ trol-. ¿Puedo hacer una pregunta?

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De un compartimento oculto del coche la señora sacó un pañuelo y se lo dio. -¿Qué quieres preguntar, Sylvie? Cálmate, por favor. Sylvie respiró hondo varias veces, secándose el sudor con el pañuelo. -¿Por qué perejil? -preguntó. -¿Cómo? -dijo la señora. -¿Por qué eligieron el perejil? Por alguna razón, hasta entonces yo no había notado cuán joven era Sylvie. Cuando la señora la había librado de la masacre debía de ser apenas una niña. La señora se volvió hacia mí alzando las cejas. Intentó sonreír, pero la cara no conseguía deponer una expresión de incomodidad. -¿Sabes, Amabelle, que Sylvie y yo nunca hemos ha¬ blado de estas cosas? Sylvie agachó la cabeza y se puso a menearla de atrás a delante. -Hay muchísimas historias. Esta es una, nada más -dijo la señora, volviendo los ojos a la cascada-. Me contaron que cuando el Generalísimo era joven trabajaba de capo¬ ral en una plantación de caña. Un día un peón haitiano se escapó a un campo de por allí donde crecían muchas cosas, entre otras perejil, trigo y maíz. Para que no lo vie¬ ran, el haitiano se arrastraba a escondidas entre los culti¬ vos. Cuando se cansó de perseguirlo, el Generalísimo le gritó: “Si me dices dónde estás te perdono la vida. Pero si me obligas a encontrarte te mataré.” El hombre, que no debía confiar en él, siguió escondiéndose, pero tomó el aviso lo bastante en serio para ir voceando los nombres de los campos. En el de trigo dijo tuigo.Y en el de perejil

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300 dijo peuejil. El Generalísimo ya lo tenía a la vista y ha¬ bría podido tirarle, pero no lo hizo porque se le ocurrió una idea. Tu gente no puede hacer vibrar la erre como nosotros, ni pronunciar la jota. “Mientras haya perejil cerca de ustedes nunca van a poder esconderse”, se cree que dijo el Generalísimo. En esta isla, basta andar unos kilómetros para oír otro idioma. Las palabras delatan de qué lado es cada cual. Concluyó con una brusquedad casi excesiva. Sylvie seguía sacudiendo la cabeza, al parecer no satisfecha con la explicación. Tal vez no había ninguna historia que pu¬ diese satisfacerla de verdad. Ni siquiera yo sabía si aque¬ lla era cierta o aun posible; pero, como había dicho la señora, historias hay muchas. Y la mía es una, nada más. -Vuelve a casa con nosotras, Amabelle, y quédate a pa¬ sar la noche -ofreció la señora. Sylvie alzó la cabeza y se secó las lágrimas. -Yo siempre he querido encontrar una respuesta, madame -dijo. -Tengo que volver a la plaza -dije yo. No quería que el muchacho se fuera sin mí. -¿No puedes quedarte un poco más? -preguntó la se¬ ñora. -No puedo quedarme nada -contesté-. Me están espe¬ rando. Condujo rápido hasta la plaza, donde ya estaba el mu¬ chacho. Mientras él hacía gestos pidiendo que me apresu¬ rara, estuvimos un momento inmóviles en el silencio del auto. -¿Vendrás de nuevo, Amabelle? -preguntó la señora. Yo no quería despedirme mintiendo. Lo dejamos sim-

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301 plemente en un torpe apretón de manos, que al cabo de un instante ella adornó con un beso fugaz en mi mejilla izquierda. Bajé del coche. -Has sido generosa en visitarnos -dijo ella. -Sylvie, señora, vayan en paz -dije yo. El muchacho me ofreció la mano para subir al jeep. La señora se bajó también del coche de su hija y apoyada en la puerta delantera agitó la mano. Con la mirada distan¬ te, Sylvie se mantenía devotamente a su lado. Yo conocía bien esa mirada, porque la recordaba grabada en mi ros¬ tro más joven: habría tolerado lo que fuese, cargado cual¬ quier peso, sufrido la mayor vergüenza, vivido mirando el suelo, con tal de que un día, siquiera remotamente, nuestros destinos se hubieran acercado un poco; si por los años de labor y de deber me hubieran concedido una vida honrada que en un modestísimo grado se acercara a la de ella.

Vaya en paz, señora. El conductor partió hacia la frontera a gran velocidad. Tenía una cita y quería llegar antes de la mañana. Para ahorrar tiempo, me dijo, sabía cómo evitar los controles militares. Hice todo el viaje con los ojos cerrados. Aún tenía el estruendo de la cascada en la cabeza y sentía el rocío en la cara, aunque no habíamos bajado del coche. A Sebastien no lo había encontrado. No había salido a mostrarse. Se había quedado dentro de la cueva. Al cabo de un rato el muchacho me tocó el hombro y preguntó.

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302 -No estará muerta, ¿no? No puede morirse. Para mí es un lío que se muera. Yo le olía el aliento a cerveza Presidente y tabaco de mascar. -No, hijo, no me he muerto. -¿Por qué duerme tanto? -preguntó él. Era evidente que necesitaba conversación, una voz que lo ayudase a mantenerse despierto-. ¿No ha encontrado a los que fue a ver? Viajamos un tiempo en silencio hasta que otra vez me golpeó el hombro con las uñas. -Ya es plena noche -dijo-. Puede abrir los ojos y no ver nada. -¿Falta mucho para la frontera? -pregunté. -No mucho. -¿Tú en qué trabajas? -volví a cerrar los ojos-. ¿Haces algo más que la lotería, no? -Traigo braceros a La Romana -dijo él. -¿Por qué haces eso? -pregunté. -Los de aquí necesitan que les cosechen la caña y otras cosas -dijo- y en nuestro país la gente está sin trabajo. -¿Sabes de la gran matanza que hubo hace unos años? -Mi madre escapó conmigo cuando yo era bebé. A mi padre lo mataron. -O sea que lo viviste. -Si lo quiere decir así. No volvimos a hablar hasta que estábamos cruzando el puente. Al pasar por la barrera los guardias ni siquiera me miraron. Intenté en vano vislumbrar el río, un destello de luna a ras del agua, una sombra reducida del cielo.

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303 Antes de llegar al control haitiano y a la carretera abier¬ ta le pedí que me dejara bajar. Detuvo el jeep y apagó las luces. -¿Aquí quiere quedarse? No puedo -dijo él-. Sé que es la época del año en que fue el kout kouto. Si quiere parar un momento a encender una vela y rezar yo la es¬ pero, pero no mucho porque tengo una cita importante. -Quiero que te vayas -dije. -¿Y qué va a hacer aquí? -Mi hombre vendrá a buscarme -mentí-. Si no está ya en la aduana, pronto pasará por aquí; e incluso si no viene los guardias me dejarán dormir en el porche. Además den¬ tro de poco va a amanecer. Quizá fingir que me creía le haya aliviado la concien¬ cia. Tenía prisa y no quería discutir más. Puede que hasta le dieran miedo los fantasmas. De vez en cuando, me han dicho, algún nadador encuentra un juego de huesos espon¬ josos, un esqueleto afinado por la erosión que el lecho del río devuelve después de muchos años. -¿Seguro que quiere quedarse aquí toda la noche? -Seguro. Caviloso, escupió de costado una bola de tabaco. -Está loca -dijo. Mientras el jeep se alejaba, bajé hasta la orilla procu¬ rando no tropezar con mis propios pies. En el carbón de una noche así, a menos que uno esté cerca, el río deja de existir y, por un momento apenas, permite imaginar que todos, mi madre, mi padre, Wilner, Odette y los otros mi¬ les que tienen allí la tumba, murieron de una muerte natu¬ ral, apacible, plena de momentos de reflexión, de pausas

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304 y algún remordimiento: la clase de muerte que da tiempo para pensar en lo que se está dejando y en las cosas me¬ jores que se esperan. El día que se ahogaron mis padres vi cómo sus caras asomaban entre las crestas del río y se mecían para vol¬ ver a hundirse. Juntos trataban de enviarme un mensaje, pero la fuerza del agua no los dejó. Antes de perderse, mi madre levantó un brazo muy por encima del pináculo de la corriente. Fue un gesto tan desesperado que cuesta decir si quería que saltara con ellos o me alejara más. Yo pensaba que si revivía el momento lo suficiente se me aclararía la respuesta: sabría si habían querido que mu¬ riésemos todos juntos o que yo siguiese viva, aun sola. También pensaba que si iba al río el día adecuado, a la hora justa, acaso la respuesta me la diera el agua: un sentido más nítido del momento, una memoria más fuerte. Pero la naturaleza no tiene memoria. Y pronto quizá tampoco la tenga yo. \

Oí que algo saltaba del agua, como arroz en un tamiz, cuando las diminutas cáscaras se separan del grano. Una sombra se despegó fugazmente de la superficie; un fan¬ tasma con una sonrisa en la cara, granos de arena en las mejillas y los ojos rojos como el centro brillante de una llama. Era el profesor, que con sus tres capas de ropa rellenas de paja empapada, chorreando agua del río, paró un mo¬ mento a fijar en mí una mirada en blanco. Respiraba por la nariz, inhalando quizá también unos granitos de arena. Se rascó la barba enmarañada; luego siguió río abajo, las sandalias de espuma chapoteando entre el barro y los pies. Cerré los ojos e intenté imaginarme la bruma, el denso

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305 vaho de tristeza que llevaba en la cabeza. Me pregunté si al fin la matanza, el río, le rendiría la cordura tal como una vez se la había arrebatado. Quise llamarlo, pero por su nombre de verdad; no por el apodo, Pwofesé, sucedáneo de “loco”. Quise pedirle que me levantara suavemente y me llevara al río, a la cueva de Sebastien, la risa de mi padre, la eternidad de mi ma¬ dre. Pero ya había desaparecido en la noche. Me quité el vestido, lo doblé con cuidado y lo dejé so¬ bre una piedra de la orilla. Desnuda, entré en la corriente. El agua estaba tibia para ser octubre, tibia y panda, tan panda que pude tenderme de espaldas sin sumergir los hombros por completo, con la corriente fluyendo en una caricia no del todo suave y los guijarros del fondo restregándome la espalda. Busqué en mis sueños una blandura, un abrazo más bondadoso, un alivio del miedo a los deslizamientos de barro y a los brotes de sangre que salen del lecho del río, donde se dice que los muertos añaden sus lágrimas a la corriente. El profesor regresó a contemplarme echada allí, acu¬ nada por el río, manoteando como una recién nacida en una pila. Dio media vuelta y se alejó, las sandalias como un aleteo de pájaros mojados, atentos no tanto a volar como a escurrirse. Al igual que yo, esperaba el amanecer.

AGRADECIMIENTOS Mési anpil, muchas gracias, thank you very much... Este libro es una ficción basada en acontecimientos his¬ tóricos. En provecho del flujo narrativo se han cambiado muchas fechas y alterado algunos hechos. De este modo puede explicarse la mayoría de las imprecisiones o inconsistencias de tiempo y lugar. En cuanto a otras, pido perdón por la amplitud de la licencia artística que me he tomado. Me siento enormemente agradecida con el LilaWallace-Reader’s Digest Fund, que me permitió tomarme el tiempo para escribir. Con el Barbara Deming Memorial Fund y el Barnard College Alumnae Association por las becas de viaje que supusieron el inicio de mi investigación. Con la Ledig House International Writer’s Colony por albergarme durante un mes. Con Julia Alvarez, generosa en tiempo e instrucciones, con Lionel Legros (y el SELA) por sus sugerencias respecto a fuentes y documentos, y con Jonathan Demme por el regalo de tantos libros y mono¬ grafías descontinuados. Y nunca acabaré de dar las gracias a Archibald Lawless por el duradero préstamo de un des¬ pacho impresionante y un corazón precioso. Mi más sentido agradecimiento al embajador Bernar-

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307 do Vega, a madame Jeanne Alexandre, Nicole Aragi, Myriam Augustin, Patricia Benoit, David Berry, Joanne Carris, Angie Cruz, Francis Cruz, Jacqueline Celestin-Fils-Aimé, el difunto Jean Desquiron, Junot Díaz, Pierre Domond, Lionel Eliel, Jean Paul Fils-Aimé, Melanie Fleishman, Laura Fíruska, Juris Jurjevics, Michéle Marcelin, Caroline Marshall, Sheila Murphy, Kareen Obydol, paloma mensa¬ jera, y al doctor Michel-RolphTrouillot. A mi manman, mi musa, que me lo enseñó todo sobre el pési y otros misterios. Sí, siempre recuerdo que esas historias y todas las demás no son mías sino tuyas. Y a Jacques Stephen Alexis por Compére General Soleil. Siempre, oné. También fueron valiosos para mi investigación los si¬ guientes libros: Le Massacre de 1937 et les Relations Haitiano-Dominicaines, de Suzy Castor; Trujillo, the Death of the Dictator, de Bernard Diederich; “Parsley ”, el ma¬ ravilloso poema de Rita Dove; Blood in the Streets, de Albert C. Hicks, Trujülo y Haití, de Su Excelencia Bernar¬ do Vega y el panfleto Beyond the Bateyes: Haitian Immigrants in the Dominican Republic, escrito por Patrick Gavigan y publicado por la Coalición Nacional por los Derechos Haitianos. La carta del presidente Sténio Vincent, que aparece hacia el final, fue hallada por el embajador Bernardo Vega entre los papeles de Sumner Welles en la biblioteca Franklin Delano Roosvelt. Los dis¬ cursos de Rafael Trujillo están citados y parafreaseados del capítulo 21 del libro President Trujillo, His Work and the Dominican Republic, escrito por Lawrence De Besault y publicado en 1941 en Santiago, República Dominicana, por la editorial El Diario.

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308 Las últimas palabras, en la página, aunque primeras en mi memoria, deben ofrecerse a los muertos en la masacre de 1937, a los que vivieron para atestiguarlo y a la lucha constante de los que siguen dejando su esfuerzo en los ca¬ ñaverales.

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Cosecha de huesos En 1937 el dictador dominicano Leónidas Trujillo desata una feroz persecución contra los haitianos. En ella pierden la vida cientos de hombres, mujeres y niños que han llegado a República Dominicana buscando trabajo. Algunos pocos logran huir y salvar su vida. Pero será una vida nostálgica, incompleta, marcada para siempre por los fantasmas de los muertos. En esta encrucijada histórica se enredan los destinos de Amabelle y Sebastien, protagonistas de Cosecha de huesos. A la edad de ocho años, y tras la trágica muerte de sus pa¬ dres, Amabelle es recogida por un coronel del ejército dominicano y su esposa, que la llevan a vivir con ellos. Allí crece junto a su ama, la señora Valencia, a quien sirve como empleada y quiere como amiga. Pero el gran amor de su vida es Sebastien, un joven haitiano que trabaja en las plantaciones de caña. Amabelle sueña con hacer su vida junto a Sebastien, pero antes de que pueda lograrlo se desata el horror. Todo su mundo de afectos y de esperanzas se derrumba en una sola noche de huida. Y empieza para ella otro que tendrá que reconstruir de la nada.

Cosecha de huesos es un relato que habla de amor, de

ISBN 958 04 5205-9 -

lealtad y de barbarie, y una exploración de la violencia y sus más profundas repercusiones en la vida de los hombres.

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789580 452058 cc

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