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Spanish; Castilian Pages 431 Year 2018
COSAS QUE EL DINERO PUEDE COMPRAR Del eslogan al poema
Luis Bagué Quílez (ed.)
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18/11/2016 19:44:44
COSAS QUE EL DINERO PUEDE COMPRAR Del eslogan al poema
Luis Bagué Quílez (ed.)
Iberoamericana • Vervuert • 2018
Este libro es resultado del programa Ramón y Cajal (RYC-2014-15646), del Ministerio de Economía y Competitividad, vinculado al proyecto “Poesía española contemporánea (siglos xx y xxi): perspectivas estéticas, filosóficas y teórico-literarias”. Asimismo, los capítulos de Miguel Ángel García, Araceli Iravedra, Ángel Luis Luján Atienza y Luis Bagué Quílez se insertan en el proyecto I+D “Canon y compromiso en las antologías poéticas españolas del siglo XX” (FFI2014-55864-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (http://www. conlicencia.com/www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» © Luis Bagué Quílez De esta edición © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-37-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-638-9 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-639-6 (e-book) Depósito legal: M-762-2018 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros
Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro. Impreso en España
Índice
Introducción: la décima musa.............................................. Luis Bagué Quílez
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Tiempos modernos PROPAGANDA Y CONSIGNAS Agitación, propaganda y compromiso en la poesía de Rafael Alberti (1931-1935).................................................... 21 Miguel Ángel García
Federico García Lorca en Harlem....................................... 51 José Antonio Llera
Del entusiasmo al desengaño: marcas y signos de modernidad en Pedro Salinas.............. 81 Francisco Javier Díez de Revenga
Las ambivalencias del estereotipo en la poesía social del 50....................................................................................... 97 Claude Le Bigot
La musa publicitaria ENTRE EL VERSO Y EL ESLOGAN El alma en el tenderete: concordancias y fuga de tres poetas del 68 (Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión y Aníbal Núñez)...................................... 125 Ángel L. Prieto de Paula
“Isla Tortuga en venta”: el desenmascaramiento de la publicidad en la generación de 1968................................... 151 José Pablo Barragán
Poesía y publicidad en Ana Rossetti: una lectura desde la ironía desmitificadora...................................................... 175 Marina Bianchi
¿Del eslogan al poema? Modulaciones discursivas del compromiso posmoderno....................................................... 195 Araceli Iravedra
Negroni / California: teselas publicitarias en Aurora Luque y Juan Antonio González Iglesias............................ 223 Jesús Ponce Cárdenas
Poesía®: marcas registradas y estrategias discursivas en la lírica reciente.................................................................... 249 Luis Bagué Quílez y Susana Rodríguez Rosique
La construcción del espacio publicitario: tres calas en la poesía española contemporánea....................................... 279 Ioana Gruia
Volvemos en 5 minutos TÉCNICAS DE PERSUASIÓN Retórica textovisual y persuasión publicitaria en la poesía española actual........................................................... 301 Vicente Luis Mora
Eslogan, estribillo y epifonema. Qué poesía vendemos...... 325 Ángel Luis Luján Atienza
Televisión, publicidad y poesía: la imagen en el mercado global...................................................................................... 351 Juan Carlos Abril
La poesía cotidiana del bodegón: de la visualidad barroca a la publicidad............................................................. 365 María Dolores Martos Pérez
Signos urgentes: tecnologías de la persuasión en la canción de autor española.......................................................... 395 Marcela Romano y Sabrina Riva
Sobre los autores................................................................... 423
Introducción: la décima musa La voz en off de un reciente anuncio televisivo afirmaba que había cosas que el dinero no podía comprar, y que para todo lo demás solo necesitábamos una tarjeta de crédito. Sin embargo, la promesa de éxito insinuada en el anuncio no se cumpliría con cualquier tarjeta de crédito, sino con una determinada marca de una determinada tarjeta de crédito. En nuestra época de cantos de sirenas patrocinados, el héroe de la épica cotidiana navega por los pasillos de la galería comercial tratando de esquivar a Caribdis (la apabullante oferta) y a Escila (la mala conciencia por contribuir a la ceremonia del consumo). La poesía no podía permanecer inmune a la fascinación de las campañas publicitarias, cuya pericia retórica compite con las destrezas verbales del lenguaje literario. De hecho, no está de más preguntarse qué diferencia existe entre un buen verso y un eslogan memorable, en qué medida resulta más efectivo un spot que un manifiesto, o si acaso la poesía no pretende vendernos un producto, aunque se disfrace bajo el celofán cultural de un objeto estético. Para despejar estas y otras incógnitas, los trabajos recopilados en Cosas que el dinero puede comprar. Del eslogan al poema trazan un amplio panorama teórico y crítico donde la poesía española de los siglos xx y xxi no solo dialoga con la publicidad mediática, sino también con la propaganda política, las divisas cívicas y las consignas morales. Este enfoque interdisciplinar permite profundizar en una relación
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conflictiva que va más allá del préstamo intertextual y de la ilusión ecfrástica. No en vano, si la publicidad realiza una reapropiación interesada de algunos temas y tópicos literarios, la poesía potencia la inversión irónica de los clichés publicitarios, convierte la compulsión adquisitiva de los anuncios en un arma cargada de sentidos o confecciona nuevos epifonemas sobre la falsilla de antiguos eslóganes. El propósito de este libro es demostrar que el discurso poético de la última centuria ha crecido paralelamente al desarrollo de estrategias persuasivas cada vez más complejas. Esta constatación exige afrontar asuntos centrales en el debate artístico contemporáneo, como las convenciones de la complicidad lírica, la resemantización de la dicotomía barroca entre apariencia y realidad, la actualización de las cláusulas del pacto posmoderno, la configuración de un ethos urbano o la apelación al conocimiento compartido de los lectores. El presente volumen se organiza en tres secciones, dedicadas a la propaganda ideológica, la publicidad mediática y la persuasión retórica, respectivamente. Las dos primeras proponen una serie de aproximaciones de sesgo histórico que reflejan la creación, la recepción y la manipulación de emblemas publicitarios por parte de autores pertenecientes a distintas promociones de la lírica española del último siglo. A su vez, el tercer apartado recoge un conjunto de estudios transversales sobre las relaciones entre la argumentación publicitaria y otros géneros textuales (la poesía visual, el bodegón literario, la canción de autor), otros recursos expresivos (el estribillo) u otros modos de visualidad (los spots televisivos). Las contribuciones reunidas en la sección “Tiempos modernos: propaganda y consignas” exhiben las fronteras difusas entre el discurso político y el discurso poético en un intervalo cronológico que abarca desde la década de los treinta hasta la década de los sesenta del siglo pasado. Los versos programáticos, las consignas urgentes y las palabras en pie de guerra legitiman que en este periodo la poesía asuma el rol de la propaganda y adopte las fórmulas conativas propias del lenguaje de agitación. Esta plantilla se proyecta en un inventario de temas más o menos codificados: el llamamiento a la movilización de las masas, la solidaridad afectiva con el proletariado, la denuncia de las injusti-
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cias colectivas, la censura de las desigualdades sociales y el desengaño ante los parpadeos luminosos del consumismo. En sintonía con este universo temático, se observa la evolución de unos resortes estilísticos que van desde la indagación vanguardista en la superficie satinada de la modernidad hasta el desencanto irónico que predomina en el horizonte del 50, pasando por la asimilación del tono coloquial y el reciclaje de los clichés obreristas de la poesía social. Las tres primeras aportaciones del libro están protagonizadas por otros tantos nombres señeros de la Edad de Plata de nuestra literatura: Rafael Alberti, Federico García Lorca y Pedro Salinas. Por su parte, el cuarto capítulo ofrece un ambicioso recorrido por algunos tópicos recurrentes en el socialrealismo de la inmediata posguerra y en el realismo crítico del medio siglo. En el capítulo inicial, “Agitación, propaganda y compromiso en la poesía de Rafael Alberti (1931-1935)”, Miguel Ángel García se centra en la producción política de Alberti durante la primera mitad de los años treinta. Esta colaboración presta especial atención a los dos libros que el poeta publicó en 1933: Consignas y Un fantasma recorre Europa. En esa etapa, la búsqueda de una escritura comprometida cristaliza en dos registros complementarios. Así, los poemas de forma sencilla, que heredan los cauces expresivos del neopopularismo, conviven con poemas de corte discursivo en los que las consignas se desplazan a un segundo plano, aunque el mensaje revolucionario y la función de agitación se mantengan intactos. En definitiva, la dedicación a una poesía de entraña ideológica, pero sin renunciar a la conmoción lírica, define la vertiente del “poeta en la calle” con la que se identifica la faceta más combativa de Rafael Alberti. Dentro de la galaxia del 27 pocos libros han suscitado una explosión interpretativa similar a la de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Sin embargo, la importancia de la negritud en esta obra se ha soslayado o se ha relegado a los márgenes del pintoresquismo. En el capítulo “Federico García Lorca en Harlem”, José Antonio Llera ofrece un enfoque original que permite situar en su contexto histórico-cultural dos poemas del mencionado libro: “Norma y paraíso de los negros” y “El rey de Harlem”. A la luz de la literatura (Nella Lar-
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sen, Langston Hughes, Claude McKay) y del pensamiento (Du Bois) cultivados por los autores del Renacimiento de Harlem, que tuvo su apogeo en los años veinte, se examinan la violencia racial, el fenómeno conocido como passing (los negros que se hacían pasar por blancos) y el discurso apocalíptico lorquiano, donde resuenan los ecos de una megalópolis fracturada y de un mundo construido a imagen y semejanza de la publicidad. La aportación de Francisco Javier Díez de Revenga (“Del entusiasmo al desengaño: marcas y signos de modernidad en Pedro Salinas”) aborda los emblemas de la modernidad en dos momentos de la poesía de Salinas. En sus primeros libros (Presagios, Seguro azar y Fábula y signo), la personificación de los objetos cotidianos, el canto a los avances técnicos y la incorporación de referencias a la realidad contemporánea transmiten el entusiasmo por la novedad y el ritmo de los tiempos modernos, según se aprecia en “Underwood Girls”. Ese interés por los objetos se transforma en desengaño en la última etapa del autor: el conocido “Nocturno de los avisos” (Todo más claro y otros poemas) pone al descubierto la falsa retórica de la publicidad, la provocación falaz del consumo y la deshumanización de una sociedad que prefiere contemplar los rótulos comerciales a reflexionar sobre los auténticos valores de la existencia. Finalmente, Claude Le Bigot estudia en “Las ambivalencias del estereotipo en la poesía social del 50” el papel vertebrador que desempeñan los lugares comunes en la lírica comprometida de posguerra. A partir de una amplia selección de textos adscritos a la poesía social (firmados por autores como Gabriel Celaya, Blas de Otero o Leopoldo de Luis), Le Bigot sostiene que la reactivación semántica de ciertos estereotipos fortalece los vínculos entre lo real, lo imaginario y lo simbólico. Para el crítico, el reconocimiento inmediato del estereotipo y de los matices ideológicos que se le asocian no siempre es un factor negativo: de hecho, su fácil detección consigue que el poema gane en adhesión sentimental y carga afectiva lo que pierde en originalidad. La última parte de este capítulo indaga en el uso de la ironía en algunos autores del 50 (Gil de Biedma, Ángel González) como una posible vía para renovar los viejos clichés.
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El segundo bloque de este volumen, “La musa publicitaria: entre el verso y el eslogan”, atiende a los movimientos poéticos que surgen de manera simultánea a la inmersión colectiva en la cultura de masas. Los espejismos visuales que fabrican los medios de comunicación y las melodías de seducción que entonan los anuncios televisivos generan formas inéditas de diálogo entre el lenguaje lírico y el lenguaje publicitario, convertido en la décima musa de nuestro tiempo. Ni completamente apocalípticos ni totalmente integrados, los autores de los últimos años reescriben con intención crítica los eslóganes consumistas, al tiempo que pregonan sus productos en la lonja —real o virtual— en la que ha mutado el sueño arcádico de la aldea global. Así, en estas páginas se dan cita el estallido de la iconografía pop en las sucesivas oleadas sesentayochistas (tanto en los poetas “seniors” como en los “de la coqueluche”, en términos de Castellet), el desmontaje de los tópicos publicitarios femeninos en la obra de Ana Rossetti, la conexión entre el escenario urbano y la propaganda en los autores de los ochenta y noventa (Luis García Montero, Fernando Beltrán, Jorge Riechmann), los spots encubiertos de los escritores afiliados a un clasicismo posmoderno (Aurora Luque, Juan Antonio González Iglesias), la retroalimentación entre versos, estrofas y cortes publicitarios en los poetas que empiezan a publicar al filo del tercer milenio, y la recalificación de los espacios comerciales en loci poemáticos. En “El alma en el tenderete: concordancias y fuga de tres poetas del 68”, Ángel L. Prieto de Paula condensa el itinerario estético de Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión y Aníbal Núñez. Aunque la convergencia inicial de estos autores se sustentaba en una educación sentimental común y en la atracción compartida por la rebelión beat y la cultura psicodélica, no todos sintieron el embelesamiento ante la obscenidad consumista de la sociedad postindustrial. Hacia 1975, Vázquez Montalbán orientó su escritura hacia otros géneros literarios distintos a la poesía, Martínez Sarrión levantó acta del desmoronamiento de aquel proyecto, y Aníbal Núñez se aisló en su provincia espiritual: un locus eremus refractario a los códigos de su época, pero también al esplendor del malditismo.
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Al desembarco novísimo se refiere asimismo el capítulo de José Pablo Barragán: “‘Isla Tortuga en venta’: el desenmascaramiento de la publicidad en la generación de 1968”. A diferencia del trabajo anterior, este se interesa por la actitud ambigua de los “jóvenes” sesentayochistas (Pere Gimferrer o Leopoldo María Panero) frente al universo táctil de la publicidad. Si al principio los ingredientes publicitarios se integraron en una receta en la que también se incluían los paraísos artificiales o el cine de serie B, la posterior remoción de la bisutería camp favorecería la reprobación de los oropeles consumistas. Desde entonces se advierte una evaluación negativa de la publicidad, aunque su formulación admite diversas manifestaciones: un escepticismo ligado a la ruina existencial, una protesta social vinculada a la reivindicación de los estilos neovanguardistas o una devoción por la plasmación barroca del horror vacui. Con el propósito de poner en evidencia los señuelos comerciales, Marina Bianchi desarrolla una aguda reflexión en torno a dos epigramas de Ana Rossetti surgidos de la lectura ecfrástica y de la transposición intermedial de sendos anuncios publicitarios: “Chico Wrangler” y “Calvin Klein Underwear”. Más allá de la escritura de género y de la metarrepresentación posmoderna, “Poesía y publicidad en Ana Rossetti: una lectura desde la ironía desmitificadora” defiende que el humor, la yuxtaposición y el barroquismo de la autora no solo plantean un desafío en el plano formal, sino que implican una parodia de la mercantilización y de la escopofilia. La heterodoxia de Rossetti se contempla como el resultado de la desmitificación irónica de un orden social que impone la ilusoria prevalencia del placer y del deseo. En el territorio cosmopolita acotado por la poesía de los años ochenta y noventa se enmarca la contribución de Araceli Iravedra: “¿Del eslogan al poema? Modulaciones discursivas del compromiso posmoderno”. Iravedra se aproxima aquí al tono menor de algunas voces nacidas en el posfranquismo, que reflejan el desfondamiento ideológico de la época y que deslizan en sus respectivas modulaciones los registros de un lirismo ajeno al absolutismo de los dogmas y muy consciente de su propio (y precario) alcance contra la propaganda del sistema. Se plantea así la incidencia de la publicidad en tres autores
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pioneros de la revitalización del compromiso en la escena democrática: Luis García Montero, Fernando Beltrán y Jorge Riechmann. En “Negroni / California: teselas publicitarias en Aurora Luque y Juan Antonio González Iglesias”, los análisis de un poema de Aurora Luque (“Negroni”) y otro de Juan Antonio González Iglesias (“El California Center for the Arts”) le sirven a Jesús Ponce Cárdenas como pretexto para desplegar un completo inventario de la abigarrada contaminación de géneros literarios y niveles culturales que se percibe en la actualidad. A la vez fieles a la tradición grecolatina que les apasiona y a la sociedad de la información en la que viven, Luque y González Iglesias promueven una poética solar en la que confluyen la meditación existencial, la invitación al goce hedonista y un juego intertextual que no persigue la complejidad artificiosa, sino la complicidad de los destinatarios. Con la mirada puesta en la efervescencia de nombres y corrientes que se aprecia en nuestros días, Luis Bagué Quílez y Susana Rodríguez Rosique (“Poesía®: marcas registradas y estrategias discursivas en la lírica reciente”) abordan la centralidad de las marcas en la poesía española reciente. De manera más específica, se plantea que la marca cumple una doble función: por un lado, revela una cosmovisión crítica en la que se exponen los desequilibrios de la realidad contemporánea; por otro, desvela la conflictiva identidad de un sujeto posmoderno sometido a una constante hiperestimulación sensorial. Los ejemplos de este capítulo —pertenecientes a autores como Javier Moreno, Antonio Praena, Jesús Montiel, Almudena Guzmán, Martha Asunción Alonso o Manuel Vilas— activan imprevistos marcos semánticos, regeneran la savia de los tópicos literarios y postulan nuevos modos de interacción comunicativa. La última aportación de este apartado, “La construcción del espacio publicitario: tres calas en la poesía española contemporánea”, de Ioana Gruia, demuestra que los hiperpoblados espacios comerciales pueden transformarse en sugerentes espacios poéticos, según la senda abierta por el “MacDonald’s” de Manuel Vilas. A partir de esta premisa, Gruia se acerca a la recreación del espacio publicitario en textos de Aurora Luque, Juan Bonilla y Luis Bagué Quílez. Este capítulo
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subraya la impronta de la publicidad en una sensibilidad lírica que reelabora, a través de los mitos, la intertextualidad y la ironía, la vasta herencia de la tradición cultural clásica y moderna. Frente al orden histórico y al eslabonamiento generacional de los apartados anteriores, la sección “Volvemos en 5 minutos: técnicas de persuasión” recopila un conjunto de colaboraciones consagradas a la comparación entre los mecanismos compositivos de la poesía y los dispositivos retóricos de la publicidad. La confabulación del código verbal y de la sintaxis mediática se observa en numerosos contextos: la organización visual de aquellos poemas que se inspiran en la presentación de los productos publicitarios; la relación funcional y estructural entre el estribillo, el epifonema y el eslogan; la influencia de la televisión en el imaginario colectivo; el trasvase entre la semiótica publicitaria y la poesía cotidiana del bodegón; o la exploración en las estrategias persuasivas y las fórmulas propagandísticas de las que se nutre la canción de autor española. En “Retórica textovisual y persuasión publicitaria en la poesía española actual”, Vicente Luis Mora analiza los recursos literarios que exhiben los anuncios, al tiempo que indaga en las dimensiones visuales y textuales de ciertas líneas poéticas influidas por la publicidad. Más allá de la correlación entre la materialidad sígnica del poema y los objetos expuestos para el consumo, el principal entrecruzamiento entre palabra poética e imagen publicitaria se lleva a cabo en el terreno de la poesía visual. En este caso, las pautas del diseño publicitario afectan a la disposición de unos poemas que rompen la tradicional “caja” alineada a la izquierda para buscar otros cauces expresivos y desenmascarar el abusivo poder de los iconos industriales. A su vez, en “Eslogan, estribillo y epifonema. Qué poesía vendemos”, Ángel Luis Luján Atienza parte de la hipótesis de que el discurso de la publicidad y el de la poesía utilizan los mismos mecanismos lingüísticos para conseguir fines antitéticos. El crítico realiza varias calas significativas en el uso del estribillo y el epifonema, en relación con el eslogan publicitario, basándose en la obra de numerosos poetas de la segunda mitad del siglo xx. Gracias a este análisis cabe concluir que es en el nivel semántico donde la poesía y la publicidad difieren
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esencialmente. Asimismo, este trabajo permite esbozar una evolución de la clase de poesía que cada época o tendencia ha querido “vender” a los lectores. La preponderancia de la imagen y la fijación del canon poético es el doble eje en torno al que se articula “Televisión, publicidad y poesía: la imagen en el mercado global”, de Juan Carlos Abril. A partir de la conexión entre la fuerza uniformizadora de la televisión y los cambios históricos, filosóficos y socioeconómicos ocurridos en las últimas décadas, este capítulo señala los riesgos de la homologación cultural, capaz de llegar a un campo tan alejado del consumo masivo como es el de la poesía. Según Abril, el reclamo del éxito funciona como motor de un tipo de escritura que imita a la publicidad, pues pretende ofrecer como novedoso y rebelde un mensaje rutinario y consabido. El capítulo “La poesía cotidiana del bodegón: de la visualidad barroca a la publicidad”, de María Dolores Martos Pérez, propone un recorrido diacrónico centrado en el diálogo de los bodegones poéticos con la tradición pictórica, así como en la capacidad del lenguaje literario para construir una tópica a partir de un motivo concreto: el objeto y su vivencia cotidiana. En un mundo caótico, la estructura del bodegón impone un ordenado desorden inspirado en la importancia de la composición, la distribución plástica de los objetos, la reflexión sobre el tiempo y el arte, el cuestionamiento de los hábitos de consumo y, en suma, una poesía de lo cotidiano que se resuelve en el contacto del sujeto lírico con una realidad siempre escurridiza. Por último, en “Signos urgentes: tecnologías de la persuasión en la canción de autor española”, Marcela Romano y Sabrina Riva evocan el fervor colectivo de la “canción protesta” o “de autor”, un fenómeno que, desde los años sesenta hasta hoy, perdura en la memoria sentimental de varias generaciones gracias a unas letras y unas músicas que aspiran a conquistar y a convencer. No en vano, la canción de autor establece un pacto de confidencialidad con el capital ideológico, emotivo y moral de los receptores. Esta premisa se ejemplifica a través de la poética cancioneril de Jesús Munárriz, que acoge las representaciones sociales y culturales del tardofranquismo: un tiempo que reclamaba “signos urgentes” de renovación en todos los ámbitos.
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En definitiva, el anónimo consumidor que al principio de esta introducción se paseaba como un atribulado flâneur por los escaparates de una posmodernidad líquida no tiene más remedio que rendirse a la evidencia: los imperativos de la sociedad actual ya no nos instan a ponderar los vicios y las virtudes de la mercadotecnia, sino que nos exigen habilitar una zona de convivencia entre la creación y la persuasión. Vale. Luis Bagué Quílez
Tiempos modernos Propaganda y consignas
Agitación, propaganda y compromiso en la poesía de Rafael Alberti (1931-1935) Miguel Ángel García Universidad de Granada
El ángel caído La ruptura que está intentando marcar el Alberti revolucionario con su poesía anterior, la escrita entre 1924 y 1930 —a la que se refiere en 1934, cuando la publica en las Ediciones del Árbol de la revista Cruz y Raya, como “contribución mía, irremediable, a la poesía burguesa” (Jiménez Millán, 2003a: 291)—, aparece perfectamente descrita en el prólogo del peruano Xavier Abril a Consignas (1933), titulado sin más, y es todo un síntoma, “Poesía, revolución”. Tan solo la dialéctica de la revolución, leemos en él, es “capaz de transformar a aquellos escritores que se encuentran libres de compromiso con la nefasta sociedad burguesa” (Abril, en Le Bigot, 1986: 422). El cambio que se ha operado en el poeta, su “evolución profunda”, su adhesión a la causa del proletariado, no responden a decir del prologuista a una simple
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Miguel Ángel García
postura sentimental o temática, como podrían pensar los críticos burgueses, sino a una confrontación con la realidad, con “la descarnada lucha de clases que se desarrolla en el mundo”; Alberti se ha dado “cuenta material” durante su estancia en Alemania, donde ha comprobado el irresistible ascenso del nazismo, de la “verdadera estructura de la sociedad capitalista” (Abril, en Caudet, 2004: 231, y en Siles, 2007: 26). No menos decisivo ha sido su primer viaje a la Unión Soviética para la afirmación de esta posición revolucionaria, aunque, como señala en 1942, en El poeta en la España de 1931, con el 14 de abril ya se aceleró en él y otros compañeros de generación un “oscuro proceso de conciencia”, que en su caso lo llevó a salir de la “cueva convulsa” de la Elegía cívica y a sufrir el contacto con las cosas reales y ariscas de España (Alberti, en Siles, 2007: 23). El año 31, sigue diciendo, fue la brecha por la que los poetas como él se precipitaron para zafarse de una serie de ataduras molestas, de las incomprensiones familiares, de “todo eso que la burguesía tradicionalista llama ‘conveniencias sociales’, y que nos ahogaba, desengañando a mi generación” (27). La Elegía cívica (1930) supone de algún modo el inicio del poeta en la calle, de su producción social y política, como el mismo Alberti plantea alguna vez, aunque sobre todo acierta al definirla como la incorporación a un universo nuevo por el que entraba “a tientas”, como “crisis anarquista y tránsito de mi pensamiento”, puesto que aún es poesía de conmoción individual, subversiva, pero deudora del surrealismo (Jiménez Millán, 2003a: 284 y 2003b: 215), sin orientación política determinada (Spang, 1973: 114). Una cueva convulsa, en efecto. La proclamación de la Segunda República inicia a su vez un proceso de conciencia y de desclasamiento (pensemos en esas “incomprensiones familiares”) todavía oscuro, que se ha aclarado definitivamente en 1934, cuando, en la edición citada de Cruz y Raya, Alberti, ya resueltamente comunista, confiesa que a partir de 1931 su poesía está al servicio de la revolución y del proletariado, al igual que en la segunda edición de la antología de Diego, publicada ese mismo año, hace explícita la “razón revolucionaria” —la misma que mueve a obreros y campesinos— por la que ha dejado de poner su poesía al servicio de sí mismo y de unos pocos (Jiménez Millán, 2001: 115,
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2003a: 291 y 2003b: 222; Siles, 2007: 23). El año de 1934 puede considerarse una “bisagra entre dos mundos”, el “año de no retorno para todos” (Trujillo, 2002: 11, 17). En octubre estalla la revolución minera de Asturias, cuya trascendencia para la concienciación de los poetas señala Altolaguirre en el prólogo a Llanto en la sangre (1937) de Prados, y este acontecimiento provoca el primer exilio de Alberti, que imprime un nuevo giro a su compromiso con la denuncia del imperialismo norteamericano. Igual importancia tiene el año 1933, con la fundación de la revista Octubre y la publicación de Consignas y de Un fantasma recorre Europa. No es sino entre 1931 y 1935, como plantea Siles, cuando tiene lugar el proceso que lleva a Alberti de una poesía civil a una poesía social y a una poesía política, entendidas como modos no simultáneos y diferenciables, pero que hacen de él “el poeta más conscientemente histórico de toda la generación del 27” y explican ese “halo de historicidad” que desprende su obra de entonces (Siles, 2007: 20). Toda poesía, incluso la más supuestamente intemporal, también la que parece atenerse tan solo a una especie de belleza eterna, desprende un halo de historicidad. La imagen equívoca de la supuesta mayor historicidad poética albertiana explica muy bien, con todo, las reservas que el inconsciente poético formalista y esteticista, hegemónico aún en la España de los años treinta, opuso al nuevo universo por donde el autor de los poemas posteriores a la Elegía cívica ya no andaba a tientas. Un compañero de la “joven literatura”, Salinas, escandalizado por la inundación política de la vida intelectual y de las letras, de la que solo escapan unos pocos, no deja de llamar en 1931 a Alberti “revolucionario ful” o “ángel, sí, pero caído” (Maurer, 1988: 307). El muy juanramoniano Juan José Domenchina, como recuerda Cano Ballesta (1975: 220-221 y 1982: 237), traza una raya nítida en julio de ese año, desde las páginas de La Gaceta Literaria, entre poetas y tribunos: los primeros no debían ser precisamente “uno de esos verbos perentorios, de urgencia, para el mitin o el motín que se improvisan”. Ni más ni menos, Alberti incluye en Consignas un poema así titulado, “Mitin”. En su reseña de este librito para El Sol, en mayo de 1933, Domenchina expresa la pesadumbre, la grima, la indignación
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y la tristeza que le causa el hecho de que un poeta de la envergadura de Alberti, a quien define como un “lírico veleidoso” por naturaleza, haya involucrado deliberadamente el curso de sus intuiciones poéticas con “el fárrago adventicio de una preocupación seudopolítica” (Cano Ballesta, 1975: 224; Jiménez Millán, 2001: 113). Para este crítico, el acicate turbulento que mueve al Alberti de Consignas está en “los antípodas de las posibilidades de un poeta”. El autor de este libro es un poeta auténtico, aunque en esta ocasión pulsa toda la “lira seudopoética y ocasional”.
Males y torres de pavos reales Preocupación seudopolítica y lírica seudopoética: parece mentira, pero tal juicio taxativo, inseparable de la ideología de la palabra poética como lenguaje en sí, puro, esencial, inútil, eterno, obligadamente por encima de cualesquiera circunstancias sociohistóricas “adventicias” y “ocasionales”, en cierto modo sigue pesando sobre la consideración actual de la poesía política albertiana (fundamentalmente sobre ella, y también sobre su poesía social, quizás menos sobre la civil o cívica al modo de Con los zapatos puestos tengo que morir). No es solamente que, como indica Cano Ballesta (1975: 224-225), el Domenchina que considera descabellado, absurdo y cómico improvisar un ditirambo a la Unión de las Repúblicas Soviéticas Iberas, como hace el Alberti de “Mitin”, se mueva todavía dentro de la estética de la poesía pura, para la que hay motivos poéticos y no poéticos, una distinción a punto de agrietarse en la década de los treinta, con el paso de la pureza a la revolución, de la vanguardia al compromiso (Cano Ballesta, 1996; Geist, 1980); es que esa ideología de la palabra poética pura y privada, necesariamente inútil y desinteresada para ser artística, no circunstancial, sigue representando hoy la ideología literaria dominante entre lectores, críticos y poetas. De aquí las prevenciones suscitadas por una poesía que se quiere, no ya impura, porque al fin y al cabo se admite —Neruda y su revista Caballo verde no revolucionaban nada en el fondo— que la poesía “se manche” en mayor o menor grado, sino re-
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sueltamente pública, política o comprometida; y, como se sabe, a estas reservas, derivadas del inconsciente poético hegemónico, no escapa ni siquiera el Sartre de ¿Qué es la literatura?. Más aún si esa poesía se quiere de consignas y eslóganes, de agitación y propaganda. Todo esto explica, al mismo tiempo, las contradicciones experimentadas por el propio Alberti, quien es el primero en hablar de su doble compromiso, ahora con la historia, ahora con la poesía (Gagen, 2008: 586), y en dibujar su producción poética partida por el clavel y la espada, como ocurre en los dos prólogos, uno en verso y otro en prosa, que antepone al libro así titulado de 1941 (Gagen, 2008: 591-592). No tiene nada de extraño que algún crítico reciente se haya preguntado si el Alberti de las Coplas de Juan Panadero hace propaganda comunista, poesía valiosa, o las dos cosas a la vez, admitiendo con ello, frente a la tradición crítica para la que el poeta declina en los años treinta ante el agitador político y el propagandista del comunismo (Havard, 1996: 81), la posibilidad de conjugar estética (“placer estético”: el concepto no puede ser más elocuente) y política, arte por el arte y arte comprometido (Moss, 2013: 22-25). Una de las coplas de las que se sirve Moss (2013: 29) para ilustrar la poética de Juan Panadero demuestra que Alberti aún sufre la misma tensión que en los dos prólogos aludidos de Entre el clavel y la espada: “Si no hubiera tantos males / yo de mis coplas haría / torres de pavos reales”. Lo cual no quiere decir sino que la espada, el compromiso, sea republicano o de la guerra (ese “desorden impuesto”, esa “prisa”, esa “urgente gramática necesaria en que vivo”), desvía de su natural inclinación al poeta (el clavel, o más barrocamente la torre de pavos reales). Recordemos el prólogo en prosa: “si mi nombre no fuera un compromiso, una palabra dada, un expuesto cuello constante, tú, libro que vas a abrirte, lo harías solamente bajo un signo en flor, lejos de él la fija espada que lo alerta” (Alberti, 2003a: 282). No debe olvidarse tampoco que “De ayer para hoy”, el prólogo en verso, implicaba un programa “Para luego” (el título con el que este poema se publica en 1938 en Hora de España); un programa basado en el reencuentro con la palabra virgen y precisa, con el justo adjetivo y con el “verbo exacto” al modo del Juan Ramón de Eternidades (Gagen, 2008: 584),
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con “el inédito asombro de crear”, en suma. La nostalgia de la pura creación salta por encima de la gramática necesaria del compromiso. Alberti anuncia aquí el regreso a la ideología burguesa de la palabra poética para cuando se cierre el paréntesis de la urgencia y reconquiste la normalidad de su labor, ya sin prisas ni desórdenes (García, 2015: 234). Pero lo que no podían sospechar los atribulados detractores del poeta agitador y propagandista —incluido Lorca, para quien el Alberti comunista no hace poesía sino “mala literatura de periódico”, como declara precisamente en una entrevista de 1933 (Cano Ballesta, 2004: 238; Jiménez Millán, 1984: 118; Siles, 2004: 134 y 2007: 25)— es que nunca dejó de querer hacer otra cosa que poesía. La ideología de la palabra poética no tenía que regresar (“vuelva a mí toda virgen la palabra precisa”) porque nunca se había marchado a ninguna parte. Todo lo más había conocido una oscilación transitoria del ámbito de lo trascendental al ámbito de lo empírico, por decirlo en términos kantianos, y más en concreto un rebajamiento del primer al segundo nivel, un descenso obligado por las urgencias históricas y la responsabilidad moral (otro concepto igualmente kantiano) del intelectual o del poeta: la imagen del poeta ahora en la calle no tiene precio (Rodríguez, 2001: 288 y 2004: 344). No hay más que pensar en la carta que Alberti escribe a José María de Cossío, desde Berlín, en julio de 1932. Ha sido muy citada por la crítica, y conviene hacerlo otra vez para comprobar hasta qué punto el nuevo poeta comunista quiere ser poeta antes que revolucionario o político, con lo cual no doblega del todo la ideología de la palabra poética. Tras comunicarle a Cossío que anda con algunos comunistas, la única gente tratable de Alemania, y que no se olvida de escribir poemas, puntualiza a continuación: “Pero ando detrás, viendo el modo de conseguir una poesía revolucionaria, de fondo político, pero sin dejar de ser poesía” (Alberti, en Jiménez Millán, 2003a: 286, y en Siles, 2007: 23). Puede afirmarse que Alberti realiza un esfuerzo ímprobo por conjugar poesía y política, por no caer en la seudopoesía de la que habla Domenchina al dar entrada a la política en sus poemas, pero asimismo por no caer en la seudopolítica al hacer poesía con sus preocupaciones políticas y sociales.
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Hacia 1930, como detalla Juliá (2004: 209), aparece una nueva relación del intelectual con la política: hasta entonces la intervención del intelectual se realizaba desde una posición conquistada en el campo literario al que alude Bourdieu, concibiendo este campo como separado y autónomo del campo político; ahora, sin embargo, se trata de intervenir en política con la propia obra, de convertirla en un instrumento o arma de la política, de “crear en el campo literario una obra capaz de incidir en el campo político”. La misma idea es desarrollada por Denis (2000: 24-25), quien identifica dos tipos de respuestas en los años veinte y treinta con la renegociación de las relaciones entre el campo político y el literario. La primera es la de la vanguardia, consistente en postular una “homología estructural” entre la ruptura estética y la revolución política. La vanguardia se concibe a sí misma como revolucionaria por naturaleza, dada su voluntad de ruptura con las formas y lenguajes anteriores. La subversión vanguardista, en la que no desempeña de entrada ningún papel la política, preludia la revolución. Es la primera postura de los surrealistas, por ejemplo, y habría que pensar, en nuestro caso, en el Alberti que va de Sobre los ángeles a la Elegía cívica. La otra respuesta es la literatura engagée, que recusa la validez de la homología estructural entre innovación artística y revolución política establecida por la vanguardia. El escritor comprometido busca participar directamente con sus obras en el proceso revolucionario, y no ya simbólicamente por la mediación de una homología estructural. La diferencia del escritor comprometido con el vanguardista, como concluye Denis, es que cuestiona la autonomía del campo literario, aunque sin abdicar totalmente de ella, porque entonces haría “literatura de propaganda”. El planteamiento es válido, en términos generales, para el Alberti que salta de la revolución en el arte al arte en la revolución, de la vanguardia estética a la vanguardia política (Cabrol, 2004). La espada tajante de las ideologías políticas, recordará después en sus memorias (Alberti, 2003b: 26), partió las vanguardias. Resulta indispensable, con todo, introducir una serie de matices: la vanguardia política se sirve de una profesionalización, de una competencia y una madurez adquiridas por el artista o el poeta en la vanguardia
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estética, si bien ahora se aplican a finalidades políticas y sociales (Salaün, 2004: 148). De otro lado, es cierto que al Alberti comprometido ya no le resulta suficiente la homología estructural, por lo que cuestiona la autonomía del campo literario, aunque sin abdicar totalmente de ella ni siquiera, contra lo que pudiera parecer, cuando hace poesía política y revolucionaria, incluso poesía propagandística. La profesionalización de la que hablamos desempeña aquí un papel decisivo. El autor de Consignas no es un político que hace poesía, sino un poeta que hace política. No quiere hacer pura y simple propaganda, quiere hacer poesía con la propaganda. Es algo tan evidente que tiende frecuentemente a olvidarse. Que Alberti consiga su propósito unas veces más que otras ya es harina de otro costal. Que la ideología de la palabra poética, que nunca deja de acompañarlo, le acabe señalando los límites de esta poesía de agitación y propaganda, y que ensaye otros caminos más acertados para su compromiso revolucionario, menos inquietantes para el inconsciente hegemónico de “lo lírico”, también es otra cuestión. Nada tan significativo como que, en esa carta a Cossío donde expresa su voluntad de escribir una poesía revolucionaria y de fondo político, pero sin dejar de ser poesía, Alberti transcriba el poema “Oíd el alba de las manos arriba” (un verso que ya aparecía en la Elegía cívica y que vuelve a aparecer en “Mitin”), luego incorporado, con el título de “SOS” y con múltiples variantes, a Un fantasma recorre Europa (Jiménez Millán, 2001: 110-111; Marrast, 2003: 445). El texto es una clara proclama revolucionaria, en la que se ha advertido un “crude sloganism” (Havard, 1996: 82): los parados del mundo, millones de manos muertas y de brazos caídos, de ojos descerrajados por la angustia, la miseria y el hambre, se levantan ante las leyes del “capital”, que prefiere deshacerse de sus excedentes. El llamamiento a la revolución, a la organización del movimiento obrero, cierra el poema con “una marcada intención didáctica” (López de Abiada, 1992: 394): “Amigos, / escuchad. / ¿Qué? / Nos llaman” (Alberti, 2003a: 100).
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Dos registros simultáneos Los dos libros de 1933, Consignas y Un fantasma recorre Europa, ensayan caminos diferentes para el poeta comunista y revolucionario. Los eslóganes directos y los mensajes didácticos, por un lado, y el desarrollo discursivo del poema político, por otro. Nos encontramos ante “un mismo proyecto ideológico que opta por distintas realizaciones” (Jiménez Millán, 2003b: 223). No es extraño que los textos de Consignas fueran a parar, aunque solo unos cuantos, a El poeta en la calle, que aparece por primera vez como una sección de Poesía, 1924-1937 (Madrid, Signo, 1938), y que los de Un fantasma recorre Europa fueran a parar a su vez a De un momento a otro (Poesía e historia, 1932-1937) (Madrid, Ediciones Europa-América, 1937), aunque dos poemas de este segundo libro de 1933 (“¡Salud, revolución cubana!” y “URSS”) forman parte de El poeta en la calle (Marrast, 2003: 432-433, 443444). No parece sino que el mismo Alberti reservó un lugar muy concreto, dentro de su poesía al servicio de la revolución española y del proletario internacional (una precisión que también acompaña a Poesía, 1924-1937, como había ocurrido con Poesía, 1924-1930), a sus Versos de agitación (en 1935 aparece en México un folleto con este título, cuyos poemas, algunos ya recogidos en Consignas, se integrarán en El poeta en la calle). Importa tener muy en cuenta el prólogo que Alberti prepara en 1935 para El poeta en la calle, que por entonces pensaba publicar en volumen aparte. Nos dice aquí que de su contacto con las masas populares ha surgido en él la necesidad de una poesía como la que intenta en este libro, muy lejos de conseguirla, sin embargo. Todos los poemas que lo integran, advierte a continuación, no reúnen “las condiciones que yo creo necesarias para su repercusión y eficacia en la sala del mitin, en la calle de la ciudad, en el campo o en la plaza del pueblo”, pero su presencia está justificada en este libro por la sola razón de haber nacido siempre de una exigencia revolucionaria: “¡Cuántas veces a la salida del mitin, en el sindicato, en la humilde biblioteca de la barriada o en cualquier lugar de trabajo, después del recital o de la conferencia se me han acercado algunos camaradas para ‘encargarme’ un poema que
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reflejara tal o cual situación política o aquel otro suceso!” (Alberti, en Marrast, 2003: 431). Resultan evidentes las condiciones que Alberti exige a estos poemas: repercusión y eficacia en un contexto politizado, público, puesto que se dirigen a un receptor amplio, compuesto por obreros y campesinos, no por lectores que hacen de la lectura un acto privado y solitario. Son poemas, ante todo, para ser dichos o recitados en el mitin, en la calle o en el campo, en la plaza del pueblo, en el sindicato o en la humilde biblioteca de la barriada popular. El mismo Alberti hace explícita la imagen decisiva de su compromiso, la de bajar a la calle según decíamos: “Y es que cuando el poeta, al fin, toma la decisión de bajar a la calle, contrae el compromiso, que ya solo podrá romper traicionando, de recoger y concretar todos los hechos, desde los más confusos a los más claros, para lanzarlos luego a voces allí donde se le reclame” (431). Los poemas tienen una clara dimensión pública, manifiesta en la expresión “a voces”. El compromiso de bajar a la calle significa una “salida al aire libre”, un “dejar de devorarnos oscuramente nuestras propias uñas”. Por eso anima a sus compañeros poetas a realizar este desplazamiento de lo privado a lo público o de lo personal a lo colectivo para alcanzar “la nueva clara voz que hoy tan furiosamente pide España, liquidados ya estos últimos años de magnífica poesía” (431). De mayo de 1935 es también una entrevista que ve la luz en la prensa de México, adonde ha llegado el poeta durante su primer exilio, como lo llamábamos, dada la imposibilidad de regresar a España desde la Unión Soviética (los Alberti habían viajado por segunda vez a ella en 1934 y allí conocen el estallido de la revolución de Asturias, al que sigue una violenta represión que acaba alcanzándolos). Es un texto que nos interesa porque el poeta considera lógica su “evolución” hasta ahora. Ha querido acercarse a las masas, indica, y esto lo ha llevado a descubrir que las formas literarias que les son fáciles y queridas son las de la vieja poesía española, como la del romancero. Está surgiendo, añade, “un nuevo público lector, cada día más numeroso y capaz, con verdadero anhelo de saber” (Alberti, en Marrast, 2003: 441). Por un lado, nos da a entender con ello que su neopopularismo de los años veinte, cultivado desde Marinero en tierra hasta El alba del
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alhelí (Soria Omedo, 1990 y 2003), ha recibido una nueva orientación social y política (García, 2006: 133). Pensemos en el final de la conferencia “La poesía popular en la lírica española contemporánea” (1932), donde articula la herencia de lo popular con una nueva poesía ligada a la resurrección de la conciencia del campo y de la fábrica, esto es, con una determinada conciencia de clase, obrera y campesina (Alberti, 2004: 123). No olvidemos, tampoco, su conferencia “Lope de Vega y la poesía contemporánea” (1935), donde reconoce que solo utilizaba al pueblo como tema y que la anterior influencia de Lope en él, meramente estética, deja paso a la del Lope a quien deben homenaje las masas populares (Alberti, 2004: 203-204; Siles, 2004: 133 y 2007: 24). No es sino el autor de Fuenteovejuna, a quien se menciona en uno de los poemas del “Homenaje popular a Lope de Vega” (López de Abiada, 1992: 396; Jiménez Millán, 2001: 116), la sección de El poeta en la calle que debe leerse a la luz de esta conferencia y que se hace eco de la represión sangrienta del octubre asturiano. Por otra parte, la alusión a ese nuevo público, numeroso y capaz, con anhelo de saber, nos remite de nuevo a los asistentes al mitin, al recital y a la conferencia antes que a los lectores de poesía, aunque también a estos desde luego. La dimensión numerosa, pública, de ese nuevo receptor explica el carácter propagandístico de la poesía de Consignas, así como su “anhelo de saber” explica el didactismo de este libro, en el que los poemas se acompañan de notas mediante las cuales el poeta deja claros el origen y el propósito de cada texto. Alberti asume plenamente su nueva condición de poeta comprometido, revolucionario y de mayorías populares. Por eso leemos en la entrevista que comentamos: “Hago versos sencillos y de intención política franca, con los cuales he glosado la vida de España en estos últimos años” (Alberti, en Marrast, 2003: 441). Pero al mismo tiempo advierte que todo artista debe hacer nuevas exploraciones técnicas dentro del proceso de su perfeccionamiento como escritor. Es una herencia de su profesionalización en la vanguardia estética. Hace también, en consecuencia, “poesía de forma difícil”, que asimismo ha recitado en toda España, con éxito, “en actos públicos de trabajadores”. Cuando el fondo de la poesía es
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claro, precisa a renglón seguido, cuando el pensamiento que expresa no es vago, sino categórico, “el público de trabajadores comprende y asimila perfectamente” (441). Esta segunda vertiente más “difícil” de su poesía, aunque dirigida al mismo público, da cuenta de hasta qué punto Alberti no renuncia a sus derechos como artista, por encima de sus obligaciones como revolucionario político. Podemos pensar, para identificar esta vertiente, en los poemas de Un fantasma recorre Europa y en otros que integrarán De un momento a otro. En cuanto a los más sencillos y de “intención política franca”, sin que esta falte tampoco en los de forma difícil, no son sino los poemas de Consignas o los del “Homenaje popular a Lope de Vega”. No en balde Alberti asegura que ha puesto en orden sus ideas y realiza su “poesía primaria” de Marinero en tierra (“llamadla si queréis arte menor, o poesía Agit-Prop, no importa”) a la par que esa otra poesía de forma difícil, pero con el mismo contenido revolucionario (441). El comienzo del prólogo a De un momento a otro (1937) incide igualmente en esta simultaneidad de tonos revolucionarios: “Simultáneamente y al lado de El poeta en la calle —libro que aparecerá en breve, y que recoge mis versos de agitación surgidos del día a día del proceso revolucionario español a partir de 1931— fue naciendo el presente: De un momento a otro” (Alberti, en Marrast, 2003: 442). No menos significativo resulta el final de este prólogo: “Mi vocación, mi jamás rota fe en la poesía, mi dolorosa, alegre y continuada exploración de las nuevas realidades líricas y dramáticas de España y del mundo, me han conducido lenta y difícilmente a este cambio de voz, de acento. ¿Se consigue algo de este nuevo sonido en De un momento a otro? No sé” (442). Cambio de voz, de acento, nuevo sonido: Alberti considera finalmente que no los alcanza, pero advierte que “en esta nueva mina” (el compromiso revolucionario más que la poesía de forma difícil) se siente aún “con menos de dieciocho años” y que está dispuesto a equivocarse las veces necesarias, a caerse, a levantarse y a seguir hasta ese punto en que sus propias fuerzas le digan “basta”. No solo fueron sus propias fuerzas —y pensemos en un poema como “Nocturno”, de Capital de la gloria (1936-1938), donde se toma conciencia de que las palabras no sirven ante el poder de las balas, de que
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están heridas de muerte (Alberti, 2003a: 211)— sino las fuerzas de la historia a la vez, y el peso de la ideología de la palabra poética, de la “magnífica poesía” que al fin y al cabo no logró liquidar definitivamente el poeta revolucionario, lo que en 1938 le hizo sentir la nostalgia del inédito asombro de crear. La crítica albertiana ha planteado con razón que, aunque se haya querido devaluar la poesía comprometida del autor con el término despectivo de “propaganda”, lo cierto es que la literatura de consignas ocupa un espacio muy reducido en su obra (Jiménez Millán, 2001: 130). Por eso un sector de esta crítica tiende a privilegiar los nuevos caminos para el compromiso que abre De un momento a otro, “donde hay muestras de alta calidad, junto a tonos menores, de valor propagandístico” (García Montero, 2010: 39). Esas muestras de alta calidad, en las que Alberti atiende a su “compromiso prioritario con el poema”, suponen “una indagación sentimental, una mirada a la elaboración histórica de los sentimientos” (García Montero, 2010: 42-43), o bien un verso reflexivo y ordenador de la experiencia, “interesado en revisar la fundación de la intimidad desde un punto de vista ideológico” (García Montero, 1988: lxxviii), la constitución histórica del yo (Jiménez Millán, 1984: 102; Rodríguez, 2003: 114 y 2004: 345). Son sobre todo los poemas de la sección “La familia”, en los que se desgrana el desclasamiento del nuevo poeta revolucionario (Jiménez Millán, 2003a: 298; López, 1999: 112), “toda la triste, grotesca y trágica poesía de la familia burguesa y clase media españolas de donde involuntariamente arranco y procedo”, como leemos en el prólogo al libro (Alberti, en Marrast, 2003: 442). Tiene razón García Montero cuando, después de poner como ejemplo “A Niebla, mi perro”, que pertenece en este caso a la sección Capital de la gloria, pero donde también se alude a “mi más que tristísima familia que no entiende / lo que yo más quisiera que hubiera comprendido” (Alberti, 2003a: 194), argumenta lo siguiente: “La indagación histórica en los sentimientos y la música pensativa, buscada por el Rafael Alberti que procura dar respuesta estética a su inquietud política, servirá para encauzar un compromiso que no quiere reproducir consignas, sino protagonizar ejercicios de conciencia” (García Montero, 2010: 44). La literatura agitprop —que Alberti cultiva con plena conciencia, como un
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camino necesario para su poesía comprometida— piensa de otra forma, con todo, las relaciones entre política y estética.
La nueva épica Puede suscribirse aún la idea de Regales según la cual apenas disponemos de una teoría de la literatura agitprop que nos permita decidir cuándo un panfleto en verso es literario, o qué tiene de literario, así como su precisión de que la especificidad de esta literatura ha de verse a la luz de una finalidad muy concreta, “pero también según la peculiaridad de los restantes componentes de la comunicación artística que posibiliten la llegada a esa meta” (Regales, 1981: 23). Por supuesto, la meta es la agitación y la propaganda, pero conviene preguntarse qué significa “literatura” a los ojos de los escritores agitprop. Porque si su intención es la subversión de la sociedad capitalista (26), horadar desde dentro el edificio burgués (29), la obra de estos escritores va contra el poder establecido, también en crítica o teoría literaria (30). Esto es, contra lo que la ideología burguesa nos dice que es la poesía. Entre los textos que selecciona Regales en su antología, hay uno de Brecht sobre Wordsworth en el cual leemos que la lírica no es nunca “pura expresión” (justo lo que nos dice la ideología de la palabra poética). El hacer poesía tiene que ser visto como “praxis social con toda su contradictoriedad y mutabilidad, como algo que está condicionado por la historia y que hace historia” (Brecht, en Regales, 1981: 48). No cabe, desde luego, mayor lucidez. Frente a estos planteamientos están los de Adorno que arremete contra la noción sartreana del engagement (Adorno, 2003; Rius, 2007), puesto que, ya se sabe, para un defensor de la autonomía literaria como él la demanda de una palabra inmaculada y pura a la lírica es en sí misma social (Adorno, en Regales, 1981: 50). Nada tan paradójico como que titulase uno de sus libros Consignas, aunque Adorno (1973: 8) juega más bien, sin dejar de aceptar la polémica que tal título entraña, con la acepción de ‘entradas de un diccionario’ o ‘enciclopedia’ que el término Stichworte tiene en alemán.
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La dicotomía entre literatura pura y literatura comprometida o tendenciosa, como bien señaló Lukács, es en realidad un producto de la ideología burguesa clásica. El escritor revolucionario deja atrás el dilema burgués entre arte puro y arte de tendencia, las relaciones entre arte y moral tal y como las formula la ideología burguesa, para adoptar el partidismo, única forma de mostrar el desarrollo social objetivo, la representación dialéctica de la realidad (Lukács, 1973: 114-115). Así ocurre con el Alberti de Consignas, cuyos poemas están presididos por el célebre dictamen de Lenin (“La literatura debe ser una literatura de partido”) y son una defensa de las consignas de la Internacional Comunista (García Montero, 2010: 43). María Gómez y Patiño ha distinguido, en su estudio sobre la propaganda poética en Miguel Hernández, entre eslogan, lema y consigna. La última constituye una fórmula breve, anónima, dirigida al público con el fin de provocar o impedir una acción precisa. Se presenta como una orden con la que el agitador denuncia las situaciones intolerables y agudiza su percepción, intensificando la conciencia de grupo (Gómez y Patiño, 1999: 136). De esta lírica propagandística y de consignas llega a participar también un poeta como Arturo Serrano Plaja, que colabora en Octubre y en Caballo verde para la poesía con poemas comprometidos, y cuyo libro Destierro infinito (1936) es reseñado en junio de ese año, en El Sol, por Alberti, quien aprovecha para situar el dolor colectivo por encima del dolor individual y protestar contra tanto conformismo e inercia en los jóvenes poetas españoles, entre los que el autor de este libro constituye una excepción (Jiménez Millán, 1980: 251-252). Por su parte, Serrano Plaja da cuenta en enero de 1933, en Hoja Literaria, de cómo André Gide se ha declarado públicamente comunista. Los intelectuales deben comprender, afirma, que el momento actual no es para permanecer fríamente en su laboratorio, ante su analítica mesa de trabajo: “Sois del mundo, y no tenéis por tanto derecho a marcharos de él, a desentenderos de él, ni aun siquiera intelectualmente” (Serrano Plaja, en López, 2005: 917). El ejemplo de Gide debe resonar en todos los deshumanizados oídos del intelectual. Por lo que se refiere a España, también ha corrido en las tertulias literarias madrileñas la noticia de que Alberti está en el frente que forma el Partido Comu-
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nista alemán: “No sé si es la posibilidad de que la noticia sea cierta, o mi anhelo de que lo fuese, lo que me hace recogerla con alegría” (918). Más interés tiene aún su artículo sobre el recital que Alberti ha dado a beneficio del Socorro Rojo Internacional, publicado también en Hoja Literaria, en abril de ese mismo año: “Bajo el título común de Consignas hace Alberti una serie de sinceras y elementales confesiones de su nueva fe: revolucionario comunista” (920). Serrano Plaja pondera la valentía de un poeta hasta hace no mucho tiempo incluido oficialmente entre los grupos de minorías esteticistas, su anhelo de un nuevo orden de cosas, el “trastrueque íntegro de su anterior dirección poética”. Alberti ha hecho sencillas consignas comunistas, pero imprimiéndoles “un giro propio, un matiz de su pura personalidad” que muestran lo que, dentro de una literatura de partido como la exigida por Lenin, se puede hacer. En esta misma línea, Serrano Plaja comenta en Luz (abril de 1934) el artículo que Machado publica en Octubre “Sobre una lírica que pudiera venir de Rusia” (923-925), o, sintomáticamente, plantea en Frente Literario (en mayo de ese mismo año) que el verdadero homenaje que pueden tributar los jóvenes a Juan Ramón Jiménez, quien más que un poeta es un estilo, una categoría dentro de la lírica española, consiste —la imagen la toma del Zaratustra nietzscheano— en hacer trizas su corona poética, “ya que en torno nuestro se está construyendo para todos los valores universales una nueva y más amplia: la inmensa corona que actualmente construye el proletariado universal en pie de guerra” (en López, 2005: 927; Cano Ballesta, 1982: 237; Mainer, 2008: 121). Por lo que apuesta Serrano Plaja es por una “poesía en pie de guerra”, destructiva, pero que implique un nuevo construir, una poesía no solo poética, porque en ella han de estar “latentes valores de historia y humanidad”; o, más albertiana y nerudianamente, una poesía que esté “en la calle, en la peor suciedad y en la mayor barbarie”, “manchada, sucia, de sangre y miseria”. Por este camino del compromiso poético Serrano Plaja llega a practicar también una literatura de consignas, como ocurre en el poema “Agitación y propaganda”, que ve la luz en Mundo Obrero, en febrero de 1936, y que constituye, como aclaran las palabras del poeta que lo preceden, un sketch para ser representado por las calles, en los días que
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faltan para las elecciones, por pequeños grupos de obreros. Los versos, de muy escaso valor, despliegan un diálogo rudimentario entre un obrero y un coro, y contienen alusiones a la revolución de Asturias y a la heroína Libertaria Lafuente, a quien Serrano Plaja dedica una elegía en Destierro infinito. El coro trata de convencer al obrero de que vote al Frente Popular en estos términos: “¡Vota a los tuyos, obrero, / camarada! / No te dejes engañar / con promesas o dinero / que son nada” (Serrano Plaja, en López, 2005: 840). Lo curioso es que quien esto escribe será el redactor de la célebre “Ponencia colectiva” que una serie de poetas presentan en el Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (1937), uno de los documentos más lúcidos de la intelectualidad republicana a la hora de reflexionar sobre la noción de compromiso (Le Bigot, 1997: 48) y sobre la literatura revolucionaria, que sitúan a igual distancia de la literatura pura y de la literatura de propaganda (Lechner, 2004: 344). Más valor poético, agilidad y frescura que el sketch de Serrano Plaja tiene un poema escénico de Alberti muy semejante, que fue descubierto en Moscú, en el archivo del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, y que ha sido fechado a finales de 1933 (Marrast, 2003: 471). Su título es “Un camarada grita en la calle” y lleva la siguiente acotación inicial: “(Tres camaradas se van deteniendo por las esquinas, por las plazas, a la salida de los mítines, de las fábricas, de los grandes lugares de trabajo)”. Uno de los camaradas, que va parando a los transeúntes (señoras, señores, caballeros, “caballeras”, criadas, trabajadores, curas, mendigos, soldados, “oprimidos y opresores”), propone un acertijo a los otros dos sobre lo que lleva escondido en cada una de sus manos. En una están miles de encarcelados, los sucesos de Casas Viejas, Castilblanco y Arnedo, un millón de hombres parados, un redil de parlamentarios que han dado a los proletarios hambre y guardia civil: “Y en fin, tengo aquí una mesa / puesta solo a los burgueses. / Plato: sangre y treinta meses / de República burguesa” (Alberti, 2003a: 237). En la otra mano lleva la solución: votar al Partido Comunista, el de la Revolución, el que vencerá al capitalista y al cura, dará la tierra al que la trabaja, las fábricas al obrero y las minas al minero, “el que va contra
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la guerra, / contra el fascismo asesino, / el que implantará el Gobierno / de Obreros y Campesinos” (239). Tanto esta poesía de agitación y propaganda política como la de consignas o más propiamente doctrinaria que cultiva el Alberti comunista son inseparables de lo que constata en su primer viaje a la Unión Soviética. Hay que tener en cuenta, para explicarse este registro, las palabras que escribe en su crónica “Noticiario de un poeta en la URSS”, publicado en Luz, en julio y agosto de 1933: “La poesía, al abrirse las puertas de la Revolución de Octubre, tropieza de boca con la épica, con la nueva epopeya de los obreros de la fábrica y de los hombres del campo. Se ensancha, se hace exterior, se manifiesta para todos” (Alberti, 2004: 147). Resulta difícil comprender una buena parte del compromiso revolucionario albertiano, sin duda la que suscita más reservas entre lectores y críticos, sin atender a este nuevo concepto de épica, de poesía exterior, social y colectiva (Nantell, 1983a: 48). La literatura de partido y de consignas, de propaganda y agitación revolucionarias, didáctica y utilitaria, dirigida a las masas y con una función social, es solo uno de los registros de la poesía comprometida que se conforma y consolida en Alberti entre 1931 y 1935, y que es de signo diferente a la que escribe durante la guerra, aunque esta sea su lógica continuación (Siles, 2007: 27-28). Tal vez represente el registro más débil estéticamente hablando, sobre todo en relación con los poemas de “forma difícil”, y desde luego si pensamos en aquellos en los que, lejos de todo compromiso, Alberti experimenta el inédito asombro de crear, pero su lógica interna obliga a leerla no desde la ideología de la palabra poética como “pura expresión” sino desde la consideración de la poesía como esa praxis social e ideológica que, como explicaba Brecht, está condicionada por la historia y hace historia, o bien desde la “repercusión” y la “eficacia” de las que hablaba el propio Alberti. Considerada desde aquí, y esto es lo realmente difícil, esta poesía no es simple propaganda comunista. Más bien, muestra un solvente dominio de los mecanismos de la literatura agitprop.
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La poesía y la historia Incluso concediendo que la finalidad de la poesía albertiana de agitación política no es el “placer estético”, como señala Le Bigot, es obligado reconocer que la “factura poética” no está totalmente ausente en ella: “Du reste, une propagande habile et intelligente ne méprise pas les ressources du ‘poétique’” (Le Bigot, 1986: 430). Pensemos por ejemplo, ya de entrada, en la meditada dualidad, poéticamente bien resuelta, más allá de un torpe maniqueísmo, con la que se organiza el poema que abre El poeta en la calle, “Aquí y allí”: los niños de Extremadura, descalzos, sin ropa y sin casa, analfabetos y serios, sin juegos, frente a los niños de la Unión Soviética, que son “la realidad latente del sueño socialista”, los hijos de Octubre, “los que verán fundirse las naciones en una, / haciendo de la Tierra un planeta tranquilo” (Alberti, 2003a: 26). Inteligencia compositiva hay también en “Juego”, donde se llama a la unión de los trabajadores revolucionarios bajo los símbolos del comunismo: “—¿Quién el mejor forjador? / —Quien mejor forje un martillo / y una hoz” (27). Mediante un eficaz esquema repetitivo de pregunta y respuesta el poeta actúa como un portavoz del Partido o un propagandista del comunismo que llama a la formación de un frente único (Nantell, 1983a: 49-50). La enunciación se encuentra en este caso, como en otros muchos, “al servicio del discurso ideológico” (Le Bigot, 1984: 217). No es nuestro propósito, con todo, desentrañar los procedimientos formales y las habilidades técnicas de los que se sirve Alberti para no caer en el simple panfleto desangelado o el puro didactismo, sino subrayar las consignas o los versos de agitación y propaganda que se suceden de poema a poema y que tienen por función concienciar a lectores o eventuales oyentes. Así, el “Romance de los campesinos de Zorita” sigue con la idea de un frente único de lucha: “¡Campesinos extremeños, / seguid lo que ya otros hacen: / una cadena en la lucha... / y unidos, senda adelante” (Alberti, 2003a: 29). Por cierto que en 1934 Alberti publica en Moscú un libro titulado Campesinos de España, donde incluye algunos poemas de Consignas. Las traducciones corrieron a cargo de poetas rusos, sobre todo del hispanista Kelyin, que además las prologa (Flores
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Pazos, 2003: 262-263). La consigna vuelve a ser clara en “Salutación al Ejército Rojo”: “La Revolución de Octubre, / soldados rojos, es nuestra. / Se alzarán con las ciudades / los que trabajan la tierra, / y de este a oeste, cantando / solo pasará una estrella” (Alberti, 2003a: 32); o en un poema de largo título, “En la entrega de la bandera que el C. P. de Sevilla y el C. C. de las Juventudes regalaron al Comité Central del Partido Comunista”, cuyo último verso reza, a modo de eslogan: “todo el poder para el proletariado” (34). Hasta aquí la primera sección de El poeta en la calle, a la que no pasan otros poemas de Consignas, como “¡Abajo la guerra imperialista!”, donde Alberti pide a los obreros no ir a las fábricas donde se forjan armas contra la Unión Soviética: “Que nuestra consigna, / camaradas, sea: / un único frente / con la roja estrella / y en un rojo Octubre / convertir la guerra” (Alberti, 2003a: 218); o como “En forma de cuento”, que narra una escena tremendista: el jornal se encuentra lejos para los campesinos, que deben dejar solo al hijo, a quien un cerdo devora la mano (220). Es también el caso de “Sequía”, que se publicó en la revista Sin Dios (Santonja, 1993: 353-354; Marrast, 2003: 469), con una nota explicativa distinta a la que lo acompaña en Consignas, y que llama de nuevo a la unión de las masas contra la anarquía, contra la religión, contra las camisas negras en Italia, contra las camisas pardas en Alemania, contra las camisas azules en España: “¡Masas! / Y el Partido Comunista, / rígido, al frente, guiándolas. / Así, / camaradas” (Alberti, 2003a: 224). La “Balada de los doce leñadores”, a su vez, convierte las hachas de quienes han cortado la propiedad de los bosques, han sido encarcelados y después se han afiliado al Partido, en las “mejores hoces” (226). Por fin, “Mitin”, al que nos referíamos más arriba, llama a los segadores a mantener las guadañas y las hoces en alto, como los obreros los martillos, los mineros las piquetas y los soldados los fusiles, vaticinando la revolución inminente: “¡Arriba, camaradas! / ¡Viva la Unión de las Repúblicas Soviéticas Iberas!” (228). Tras analizar la voz pública que actúa como agitadora de las masas en poemas de Consignas como “Juego”, “Sequía” y “Mitin”, Nantell (1983a: 55) llega a una conclusión fácilmente esperable: “Much of Alberti’s early agitative verse has little or no poetic effect. However,
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this agitative poetry is of instrumental rather than aesthetic value”. Nantell no se desprende del todo, como vemos, de la ideología de la palabra poética que todos llevamos dentro, pero el suyo es el intento más señero de estudiar la poesía de Consignas como “agitative poetry —agitative in intent, content, expression and effect” (56). El “Homenaje popular a Lope de Vega”, la segunda sección de El poeta en la calle, continúa con versos de agitación revolucionaria. Sin ir más lejos, el estribillo de “Si Lope resucitara”: “Siega, siega, / que la hoz es nueva” (Alberti, 2003a: 38-39). Asimismo, en “El alerta del minero”, este invita a campesinos, pastores, carreros y pescadores a ir con él: “¡Sigue la roja corriente!” (41). Directamente relacionado con este poema está el siguiente, “Libertaria Lafuente”, también inspirado en la revolución minera de 1934 (López de Abiada, 1992: 397): “Moja en su sangre la mano / y que los muros, minero, / repitan este letrero: / ¡Viva el Octubre asturiano!” (Alberti, 2003a: 43). “La Iglesia marcha sobre la cuerda floja”, un poema incluido en la sección “El burro explosivo” de El poeta en la calle, pero que había sido recogido en los ya mencionados Versos de agitación, denuncia burlescamente la alianza del clero y los banqueros contra obreros y campesinos (59), los mismos que, con los fogoneros y las tripulaciones de los barcos (en lo que es sin duda una alusión a la rebelión del acorazado Potemkin: Alberti vio la película de Eisenstein en Brujas, en 1932), con los soldados y los pequeños empleados, hacen descender al fantasma del comunismo del viento del este que lo trae en “Un fantasma recorre Europa”, el poema que abre De un momento a otro: “Un fantasma recorre Europa, / el mundo. / Nosotros le llamamos camarada” (94). ¿Podía imaginar cualquier adepto al comunismo mejor eslogan poético que estos tres versos? El poema, cuyo título se inspira como es obvio en el comienzo del Manifiesto comunista, no solo ve la luz en el libro homónimo, publicado por Altolaguirre, sino también en el número doble que la revista Octubre dedica en octubre-noviembre de 1933 a la Revolución de 1917 (Cano Ballesta, 1975: 222-223). Alberti predice en él el derrumbe del sistema capitalista y el pánico de la burguesía frente al avance imparable del proletariado (López de Abiada, 1992: 393), según un movimiento de pathos dialéctico que Nantell (1983b: 34,
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40-41), para quien ya estamos lejos de los clichés propagandísticos de Consignas, ha relacionado con el concepto de montaje cinematográfico que tiene Eisenstein. Hay que convenir con Gagen (2008: 587) en que, si pensamos en los poemas que integran De un momento a otro, sería equivocado desestimar a Alberti como un simple poeta político y agitprop. Pero la literatura de partido y las consignas ideológicas persisten en este conjunto. Otro poema de Un fantasma recorre Europa que pasa a su primera sección es “Al volver y empezar”, donde Alberti detalla cómo al regresar de la Unión Soviética se pone al lado de los campesinos que piden tierra y son represaliados, y cómo no encuentra compañía ideológica entre sus amigos poetas e intelectuales, para terminar del siguiente modo, con una referencia ahora a la última frase del Manifiesto (López de Abiada, 1992: 393): “Vine aquí / y os escupo. // Otro mundo he ganado” (Alberti, 2003a: 96). “La lucha por la tierra”, el siguiente poema de esta primera sección, había sido incluido en Consignas. Es una proclama contra la “metafísica de consolación” (Le Bigot, 1984: 220) que promueve la Iglesia, con su imagen del cielo, para mantener así el dominio de los explotadores y terratenientes sobre los campesinos. Pero para estos ya no hay ninguna “patria lejana”, sino la tierra que pisan con sus pies (Alberti, 2003: 98). Este final conecta con el de un poema de la sección “La familia”, “Colegio (S. J.)”, donde Alberti denuncia la educación “solo para el alma” que recibió de los jesuitas del Puerto, quienes también hicieron ver a los niños como él que eran viajeros, gentes de paso, huéspedes de la tierra, camino de las nubes: “Pero ya para mí se vino abajo el cielo” (112). De Un fantasma recorre Europa también formaban parte otros poemas como el ya comentado “SOS” y los arriba mencionados “¡Salud, revolución cubana!” y “URSS”. El primero acaba así: “La isla de Cuba tiene sus obreros, / tiene sus campesinos y su Revolución. / ¡Que sea suya!” (Alberti, 2003a: 234). No es sino una consigna contra el colonialismo norteamericano, que vuelve a repetirse con ritmos de la poesía popular negra en “Casi son” (Cano Ballesta, 1975: 230), un poema de 13 bandas y 48 estrellas, el libro antiimperialista que Alberti publica en 1936 y que también integra en De un momento a otro (Ra-
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mos Ortega, 2003: 167): “Negro, da la mano al blanco. / Blanco, da la mano al negro. / Mano a mano, / que Cuba no es del cubano, / que es del norteamericano” (Alberti, 2003a: 144). Por su parte, “URSS” es una defensa de la “patria de Lenin y de Octubre”, espiada, escupida, provocada (235). Hay que ponerla en estrecha relación con “¿Conoces el país de los obreros?”, un poema que vio la luz en el número 3 de Octubre (1933): “Escucha. Se oyen balas contra la Unión Soviética” (230). Alberti también publica en ese número “Himno de las bibliotecas proletarias”: “A estudiar para luchar, / trabajadores. / ¡Sí! / Que ni en la tierra ni en la mar / quedarán explotadores” (231). Cabe referirse aún a otros poemas sueltos, que no son recogidos finalmente ni en El poeta en la calle ni en De un momento a otro: “Canción a Thaelmann” y “Mensaje de las trabajadoras soviéticas a las obreras españolas” (Alberti, 2003a: 229, 240) contienen claras consignas internacionalistas, mientras que “Geranios” liga esta flor popular a la lucha de clases y la Revolución: “yo quiero que en el tiempo avancéis con un nombre que hace temblar al mundo: / proletarios” (242). Hubiera sido un poema merecedor de ser incluido en la primera sección de De un momento a otro. Los versos finales que hemos citado llevan a pensar en “Un fantasma recorre Europa”, o en ese rojear de los aires, con el terror de muchos, al que se alude en “Geografía política”, un poema de la tercera sección. “Siervos”, perteneciente al apartado “La familia”, hace un guiño a la letra de La Internacional, a “esa hora en que el mundo va a cambiar de dueño” (227). Otros poemas de este mismo apartado como “Hermana”, “Balada de los dos hermanos”, “Estáis de acuerdo”, “Índice de familia burguesa española” y “Os marcháis, viejos padres” señalan el desclasamiento del poeta, la sustitución de la familia de sangre por la familia de clase (Balcells, 2003: 190), el alejamiento de lo que para Alberti significaba la muerte para ponerse al lado de lo que para él representaba la vida. Varios de los que acabamos de mencionar habían aparecido en Nuestra diaria palabra (Madrid, Héroe, 1936), título tomado de un verso de “Hace falta estar ciego”, el poema con el que se abre “La familia”. “Nuestra diaria palabra”: ¿hay mejor imagen para referirse a la poesía como praxis social e histórica, inscrita en nuestro mundo cotidiano? No se olvide
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que De un momento a otro alude al inminente estallido revolucionario y que se subtitula, con todas las de la ley y para desconcierto de muchos, Poesía e historia.
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Federico García Lorca en Harlem José Antonio Llera Universidad Autónoma de Madrid
Introducción: el Renacimiento de Harlem Lorca llevaba menos de dos meses en Nueva York cuando, a principios de agosto de 1929, trabajaba ya en “El rey de Harlem” y “Norma y paraíso de los negros”, que, junto con “Iglesia abandonada (Balada de la Gran Guerra)”, formarán parte de la segunda sección de un libro que entonces apenas si había comenzado a esbozar. De ello da testimonio la correspondencia que mantiene con su familia: “También empiezo a escribir, y creo que cosas que valen la pena [...]. Son poemas típicamente norteamericanos, con asunto de negros casi todos ellos” (Maurer y Anderson, 2013: 32). No era exactamente un negrotarian según la denominación de Zora Neale Hurston, un artista blanco que hiciera de puente entre ambas razas, pero no puede ignorarse que en los poemas citados intervienen códigos ideológicos, mitos, estereotipos culturales y una serie de tensiones históricas en torno a la negritud que agitaban el subsuelo de la sociedad estadounidense, una realidad
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de la que Lorca fue testigo privilegiado, y que en su conjunto vendría a neutralizar una interpretación en clave meramente surrealista o irracionalista, rótulos que han actuado en ocasiones como un mecanismo hermenéutico normalizador, deshistorizando el sentido del poemario y reduciendo su transmedialidad. Aunque la vanguardia histórica se había hecho eco del arte negro e incluso había imbuido de esa gestualidad sus creaciones (pienso en el cubismo o en el expresionismo), en España la recepción fue muy tímida. Antes de que Gómez de la Serna concediera carta de naturaleza al negrismo, Ortega y Gasset publicó en Revista de Occidente uno de los cuentos recopilados por Leon Frobenius en su Decamerón negro, el titulado “Dan Auta”. El etnógrafo alemán inaugurará un ciclo de conferencias en la Residencia de Estudiantes los días 10, 12 y 14 de marzo de 1924, en el que mostrará a los asistentes la riqueza de su archivo africano proyectando mapas e imágenes. En el verano de 1925, es Blaise Cendrars el que interviene en el mismo foro para hablar de la literatura oral de los negros, convertido en especialista en la materia tras la publicación de su Anthologie nègre (en 1930 la vertería al español Manuel Azaña). Estuviera o no Lorca entre el público, probablemente tuvo noticia de alguna de estas sesiones organizadas por la Sociedad de Cursos y Conferencias. Pero ahora la realidad era otra. Más allá de estas referencias librescas, se encuentra una vivencia directa y asombrada de la raza negra, en el seno de una sociedad desconocida. Sus paseos por Harlem —fiestas privadas, night clubs, iglesias baptistas o metodistas—, a menudo en compañía de su amigo Colin Hackford-Jones, licenciado en Oxford y aspirante a novelista a quien había conocido años atrás en Granada, no cobran la dimensión debida si no se alude al Renacimiento de Harlem (Harlem Renaissance), un periodo que abarca desde 1910 hasta 1940, pero que vive su apogeo en la década de los veinte, cuando crece la atención hacia una cultura afroamericana que atraviesa un periodo de intensa ebullición. El Harlem negro se extendía entre la Octava Avenida y el río Hudson, desde la calle 130 a la 145. En el número 127 de la calle 53 estaba el hotel de Jimmie Marshall, centro de lo que se conocería como la Bohemia Negra. Como explica David Leverin Lewis
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(2014: 210), daba la impresión de que casi todos los harlemitas estaban escribiendo para The Crisis o American Mercury, tenían un contrato con Harper & Brothers o Knopf, cantaban espirituales en Carnegie Hall, interpretaban papeles dramáticos en el centro de la ciudad o se dirigían a París para dedicarse a la pintura o la escultura. Además, casi todas las fiestas de Harlem solían animarse con distinguidas personalidades blancas. A todo esto hay que añadir el éxito de musicales como Lulu Belle, que incrementó el interés de los blancos por Harlem, lugar siempre propicio para la subversión de las encorsetadas costumbres puritanas. No se hizo esperar la eclosión de un nutrido elenco de escritores —Langston Hughes, Countee Cullen, Jean Toomer, Carl Claude McKay, Nella Larsen y Jessie Fauset—, músicos —Duke Ellington y Louis Armstrong— y pintores —Jacob Lawrence y Aaron Douglas—. Triunfaba el hot jazz de Fletcher Henderson, se bailaba el charlestón y se hacían fiestas para pagar el alquiler, las célebres rent parties, donde se improvisaba la música y se servía comida. Por otro lado, “The New Negro” surgió a mediados de los años veinte como un movimiento de emancipación cultural, que se reflejaba en todos los campos del saber y las artes (Huggins, 1980). Tal como lo definía Alain Locke (1925), se trataba de un movimiento asertivo, consciente de los ancestros africanos, en abierto contraste con el sentimiento de inferioridad o sumisión racial que había dominado hasta entonces, y que miraba a Harlem como el gran laboratorio para ponerlo en marcha. Todo esto fue posible gracias a la inmensa labor que habían venido desarrollando intelectuales y activistas negros como W. E. B. Du Bois y Carter G. Woodson, fomentando el orgullo racial e investigando la historia de los negros con el objeto de refutar los sofismas de que la raza africana solo había engendrado esclavos y salvajes incapaces de contribuir a la civilización. Asimismo, dedicaron sus esfuerzos a mejorar las condiciones políticas, económicas y sociales de los negros la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP), fundada en 1909, y cuyo órgano de difusión era The Crisis, y la National Urban League, creada en 1911 en Nueva York, y que a partir de 1923 comenzó a editar la revista Opportunity bajo la dirección de Charles S. Johnson.
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Negro quemado Es sabido que, cuando en 1936 al fin se decide a publicar Poeta en Nueva York en la editorial Cruz y Raya de su amigo José Bergamín, Federico García Lorca tenía en mente acompañar los textos de postales y fotografías, algunas adquiridas en su estancia neoyorquina. Según Bergamín, este le disuadió de hacerlo a tenor de unas razones estéticas que hoy en día resultan confusas (no es reproche: inevitablemente, leemos desde otro ángulo, desde otro tiempo). La lista de estas dieciocho imágenes, conservada como parte del manuscrito original, la tradujo Rolfe Humphries al inglés en la edición bilingüe de Norton, que descartó cualquier reproducción por razones económicas. El hecho es que dicho inventario contiene dos títulos —“Negro quemado” y “Negro con frac”— cuya ubicación en la segunda sección del poemario no ofrece dudas, más aún si se tiene en cuenta que en uno de los borradores aparece como título primitivo de “Norma y paraíso de los negros” el de “Negro quemado”. Aunque finalmente Lorca se decantara por otro título menos explícito y los editores prescindieran de todas las ilustraciones por motivos acaso ajenos a la voluntad de su autor, “las últimas cenizas” (v. 28) con que se cierra el poema hacen pensar que la selección léxica no era azarosa ni respondía únicamente a una abstracción eufónica ligada al lenguaje lírico, sino que apuntaba también a la violencia de origen racista como centro germinador, como mandorla compositiva. En coherencia, no podía tratarse de una fotografía simbólica, de un fuego imaginario que abrasara un paraíso utópico, sino que apelaba a una realidad concreta, muy cruda, y en ella aparecería una víctima nada ficticia. Si así era, ¿cómo pudo llegar a sus manos una imagen de una naturaleza tan macabra? ¿En qué contexto vieron la luz? Para responder a estas preguntas no queda más remedio que hacer algunas aclaraciones sobre los linchamientos que se llevaron a cabo en los Estados Unidos y sobre las representaciones que se divulgaron de los mismos. Los primeros esclavos procedentes de África se destinaron al cultivo del tabaco. Cuando tiene lugar la afluencia masiva de mano de obra esclavista, a principios del siglo xviii, lo hace con destino a las planta-
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ciones de arroz y algodón en Carolina del Sur y Georgia. Se redujo a los estados del sur porque el esclavo no soportaba el clima del norte y porque en estos territorios se daban, por las mismas razones, grandes monocultivos. La esclavitud se convirtió en una institución capitalista sobre todo entre 1820 y 1860, cuando la cifra de esclavos alcanzó los cuatro millones. Después de la Guerra de Secesión, la esclavitud no se restableció, pero los negros —como los blancos pobres— perdieron los derechos que habían conquistado. Las enmiendas 14 y 15 a la Constitución Federal, adoptadas durante el periodo revolucionario de la Reconstrucción y que habían garantizado el derecho a voto de los negros, se convirtieron en papel mojado con la llamada cláusula del abuelo (grandfather clause) (Guérin, 1968: 10 ss.). En su ensayo Masa y poder, Elias Canetti (1994: 46-47) define las características de la masa de acoso con claridad: como en las primitivas mutas de caza, se asesina colectivamente a la víctima y tal asesinato resulta permitido y aun recomendado; la masa no solo nada teme, sino que siente una atracción irresistible por la sangre. Son inquietantes su urgencia, su euforia, su seguridad. Fueron casi cinco mil los negros que fueron linchados entre 1882 y 1968, sin contabilizar los llamados linchamientos “legales” en forma de juicios rápidos y ejecuciones. Debe tenerse en cuenta que la esclavitud socavó el sistema legal en el sentido de que permitió a los propietarios de esclavos investigar y juzgar muchos crímenes, por lo que el linchamiento no fue sino un modo de reforzar la segregación racial atemorizando a la comunidad negra. El Ku Klux Klan, que se formó inmediatamente después de la Guerra Civil, incrementó sus miembros en las primeras décadas del siglo xx; tanto es así que en 1925 unas cincuenta mil personas participaron en una marcha en Washington. David Wark Griffith, a quien debemos la invención del lenguaje cinematográfico, hizo apología de esta organización secreta en El nacimiento de una nación (1915), donde el papel de los negros lo hacen actores blancos con el rostro embadurnado de betún (el negro no ha dejado de ser lo otro, lo no-familiar). Como ha señalado Sandy Alexandre, cabe una lectura simbólica de estos crímenes, pues “suspending black bodies high upon the air is the perfect antidote to black property ownership, and ‘elevating’ blacks to
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hilly land impedes black progress toward that very end” (2008: 80). Las tasas más altas se registraron en los estados de Florida, Mississippi, Arkansas y Louisiana. El linchamiento no solo significaba la muerte, sino que implicaba tortura, mutilación y muchas veces la cremación del cuerpo. (La carne crepitante en sus ramificaciones, la multitud que jalea, la luz granulada del verano y la máscara del humo, algodón negro en los bolsillos, el sol ha ingerido burundanga, los estertores sordos entre las ramas, cerraduras rotas, alguien —¿o es algo?— que muge y está mudo).
Figura 1. Fotografía del linchamiento de Ted Smith. Autor desconocido. Se trataba de actos públicos en los que la multitud se arremolinaba en torno al cuerpo de la víctima como si de un espectáculo festivo se tratase; acudían vendedores de comida y fotógrafos cuyos documentos gráficos luego se comercializaban como souvenirs (había quien colec-
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cionaba partes del cuerpo de la persona linchada con tal de demostrar que había estado allí). A buen seguro, fue una de esas imágenes estremecedoras la que llegó a manos de Lorca, similar seguramente a la del linchamiento el 28 de julio de 1908 en Greenville (Texas) de Ted Smith, acusado de violación [Fig. 1]. Hay que destacar también que estas noticias saltaban a la prensa y recibían un tratamiento que merecería por sí solo un estudio aparte. Así, por ejemplo, el lector de The New York Times (2 de febrero de 1930) se encuentra con los siguientes titulares: “mob lynches negro as georgia slayer. 500 Men Overpower Sheriff at Ocilla and Burn Accused Slayer of Girl”.1 Mientras que intelectuales negros como Du Bois, entre otros, denunciaban la tríada fatídica que formaban la moral, la violencia y el Derecho en los Estados Unidos,2 en la literatura también se abordó la 1. En el relato de los hechos llaman la atención las relaciones de poder que entran en juego en un acto tan brutal. A la víctima no solo se le quita la vida, sino también la identidad (no se cita su nombre; se habla de “the negro”). En un linchamiento desaparecen también los nombres de los verdugos. Al sheriff le falla la vista y no puede identificar a ninguno de los responsables: “With the prisoner in their hands, the mob set out in nearly 100 automobiles for the scene of the crime. Later the body was found on a blazing pyre of logs. Reports said the negro was beaten and his throat cut, after which the pyre was built, the logs and clothing of the negro saturated with gasoline and a match applied. Sheriff Tyler said he was unable to identify any of the men who surrounded his car, as it was just before dawn and the light was poor. He said the negro had confessed to committing the crime before the mob took possession of him. The girl, daughter of a prominent planter, was attacked and slain near home yesterday”. Véanse Waldrep (2006) y Lightweis-Goff (2011). 2. El editor de The Crisis lo exponía claramente: “We have submitted in the United States to widespread customs, sometimes written into law, and sometimes enforced by mod violence, which insult the manhood and sense of decency of self-respecting human beings” (Du Bois, 1928: 7). Otros, como Wilford H. Smith, habían hecho hincapié en la misma cuestión a principios del siglo xx: “With no voice in the making of the laws, which they are bound to obey, nor in their administration by the courts, thus tied and helpless, the negroes were proscribed by a system of legal enactments intended to wholly nullify the letter and spirit of the war 35 amendments to the national organic law. This crusade was begun by enacting a system of Jim-Crow car laws in all the Southern States, so that now the Jim-Crow cars run from the Gulf of Mexico into the national capital. They are called ‘Separate Car Laws’, providing for separate
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temática del linchamiento con idéntica intención de repulsa. Así, Jean Toomer, en Caña (1923), uno de los libros relevantes del Renacimiento de Harlem, desautomatiza la prosopografía del personaje de Giorgia injertando en los símiles alusiones a la cultura del linchamiento, de forma que es capaz de soldar —grotesca, críticamente— belleza y violencia: “El cabello, trenzas de color castaño, / enrolladas como la cuerda de un linchador. [...] / Y su cuerpo delgado, blanco como la ceniza / de la carne negra después de arder” (2014: 95). En otro de los capítulos, una multitud enfurecida persigue a Tom Burwell, después de que este matara de una “lorquiana” puñalada a su rival amoroso, Bob Stone, bajo la luna agorera. La descripción destaca por su naturalismo: Clavaron una estaca en el suelo. Apiladas a su alrededor unas astillas podridas. Vertieron queroseno sobre ellas. Ataron a Tom a la estaca. Con el pecho desnudo [...]. Lanzaron antorchas sobre la pila. Una gran llamarada envuelta en humo negro se elevó rápidamente. La multitud gritó. La multitud quedó en silencio. Ahora se podía ver a Tom entre las llamas. Solo su cabeza, delgada, erecta, como una piedra ennegrecida. El hedor de carne quemada impregnó el ambiente (2014: 108-109).
Langston Hughes, que llegará a traducir poemas de Lorca, compone “Lynching Song” (“Pull at the rope! / O, pull it high! / Let the White folks live / And the black boy die” [1995: 214])3 y dedica al mismo but equal accommodations for whites and negroes. Though fair on their face, they are everywhere known to discriminate against the colored people in their administration, and were intended to humiliate and degrade them” (1903: 136). Lorca —no se olvide que había estudiado Derecho— escribe en “La aurora”: “saben que van al cieno de números y leyes”. Era el destino de los negros y de la llamada despectivamente white trash: existencias intercambiables, anuladas en su individualidad. El mismo año en que el granadino llega a los Estados Unidos, en 1929, aparece Rope and Faggot. The Biography of Judge Lynch, el ensayo de Walter White en el que reflexiona sobre las raíces de la violencia racial. 3. En torno a este asunto se localizan también imágenes cristológicas: “Christ is a nigger, / Beaten and black: / Oh, bare your back!” (Hughes, 1995: 143). La imagen del Cristo negro crucificado sigue una larga tradición que se remonta al mesianismo de Robert Alexander Young (“God will send forth a messiah —born of a black woman— who will liberate Black people”) y llega hasta The Black Christ and Other Poems (1929), de Countee Cullen. Como hace ver Miller (2011:
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asunto Scottsboro Limited (1932), una plaquete editada con litografías de Prentiss Taylor. Claude McKay escribirá “If We Must Die” o “Lynching”, en el que muestra la insensibilidad de la turba deshumanizada frente al cuerpo carbonizado del negro y a los niños bailando alrededor, en una suerte de inquietante pedagogía del crimen. Pero quizás sea la voz de Billie Holiday la que a través de “Strange Fruit” haya transmitido mejor el desgarro de toda una raza: “Pastoral scene of the gallant South / The bulging eyes and the twisted mouth / Scent of magnolias sweet and fresh / Then the sudden smell of burning flesh”. Los elementos histórico-referenciales que acabo de señalar cruzan el texto de Lorca a modo de filigrana y se activan sobre una densa malla de símbolos o metáforas que ligan la historia y el mito, lo particular y lo universal, en una etopeya que trasluce una ética colectiva basada en una serie de antinomias (la negación define la identidad). “Norma y paraíso de los negros” combina el metro de arte menor y el versículo dentro de siete secuencias estróficas de cuatro versos cada una, incorporando la rima asonante en los pares. Los paralelismos y las anáforas se despliegan sobre una pareja de términos correlativos a dos sentimientos contrapuestos —odio y amor—, los cuales apuntan a sus respectivos objetos: Odian la sombra del pájaro sobre el pleamar de la blanca mejilla y el conflicto de luz y viento en el salón de la nieve fría. Odian la flecha sin cuerpo, el pañuelo exacto de la despedida, la aguja que mantiene presión y rosa en el gramíneo rubor de la sonrisa. (2013: 177)
En el prólogo a la Antología de la nueva poesía negra y malgache en lengua francesa (1948) preparada por Senghor, decía Sartre que el alma negra era un continente africano del que el negro estaba desterrado en medio de los fríos edificios de la cultura y de la técnica blancas. El 59), el adjetivo black del segundo verso no denota necesariamente la raza, sino que implica que el cuerpo ha sido quemado por la multitud.
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trasvase de mundos y valores que anida en estos versos se ha interpretado por parte de la crítica con acierto: el negro se enemista con lo abstracto, ordenado y represivo, a lo que contrapone la lógica afectiva y espontánea que rezuma instinto, carnalidad, sensualismo e imaginación (Ortega, 1977: 162). Sin embargo, falta por definir algo más ese núcleo semántico, indagar en sus costuras o significantes, explorar sus fibras lingüísticas e intertextuales, y hacerlo sin la pretensión inútil de agotarlo. La sombra del pájaro hace pensar en un apócrifo simulacro de lo prístino, siempre libre y verdadero, en un doble yerto que se asienta en el mundo de los blancos (“la blanca mejilla”), pues son ellos los que se refugian en el orden postizo, aséptico y protocolario, en “el salón de la nieve fría” (¿recuerda Lorca aquí la famosa rima vii de Bécquer?);4 son ellos los que viven una vida inauténtica, embotada por la costumbre, una existencia en serie y una muerte en serie —la muerte que aterraba a Rilke—. Los versos siguientes inciden en el mismo ámbito conceptual, muy idealizado,5 y matizan el imaginario ascensional previo: la flecha no puede renunciar a lo corpóreo a riesgo de renunciar a su esencia, al principio de gravedad que le es propio a la materia; solo vibra la saeta que tiene cuerpo. Aire y fierro, levitación que solo es completa cuando alcanza su presa y cae a tierra. ¡Ay de la flecha que no hace sangre en el pecho acribillado de san Sebastián! En The Gift of Black Folk (1924), Du Bois medita acerca del peculiar temperamento de los negros y resalta su vitalismo, en contraste con el racionalismo y la frialdad de Nueva Inglaterra, su concepción soñadora del universo y, en fin, una sensibilidad intensa hacia los valores espirituales. Odian 4. Juan Eduardo Cirlot, al respecto del arte negro, observa en su Diccionario de los ismos: “En cualquier manifestación del arte negro hallaremos siempre la más desbordante furia actuando en formas desatadas o bajo la aparente sobriedad de una contención transitoria, hecha para preparar los trances desgarrados” (2006: 422). 5. No debe ocultarse que la mirada lorquiana resulta excesivamente estereotipada y eurocéntrica, prendada por un exotismo que vive más de la memoria y del mito que de la observación propia, de lo empírico. (Como ha señalado también la crítica, esa visión se empareja con la de los gitanos, pueblo también proscrito.) Lo reconoce en la conferencia-recital: “Norma estética y paraíso azul no era lo que tenía delante de los ojos. Lo que yo miraba y paseaba y soñaba era el gran barrio negro de Harlem, la ciudad negra más importante del mundo” (1996: 166).
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“el pañuelo exacto de la despedida” porque miden el tiempo según la gasa traslúcida de la lentitud, sin urgencias. Los versos séptimo y octavo, que expanden la aliteración en oclusiva y vibrante múltiple, desarrollan la misma dialéctica: fuerza y voluntad de poder (“presión” actualiza en el paradigma de la lengua, por paronomasia in absentia, otro significante: opresión) versus naturaleza emotiva (“gramíneo rubor de la sonrisa”).6 Creo que la rosa, en este caso, es una metáfora pura de la herida y, por extensión, del crimen. Recuérdese el Romancero gitano: “Trescientas rosas morenas / lleva tu pechera blanca. / Tu sangre rezuma y huele / alrededor de tu faja” (1996: 421). A continuación, el poema da un vuelco afirmativo, y lo hace no solo introduciendo una nueva retícula simbólica y tropológica, sino también gracias a una base fonoestilística en la que destaca el fonema lateral para connotar fluidez y dulzura: Aman el azul desierto, las vacilantes expresiones bovinas, la mentirosa luna de los polos, la danza curva del agua en la orilla. Con la ciencia del tronco y del rastro llenan de nervios luminosos la arcilla y patinan lúbricos por agua y arenas gustando la amarga frescura de su milenaria saliva. (2013: 177)
El color azul va a reiterarse en las siguientes secuencias a modo de emblema de la raza negra, y en esta fijación puede verse cierto regusto modernista bajo la enseña de lo anhelado, lo infinito, lo espiritual. Para Rubén Darío, se trataba del “color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental” (1919: 171), y dentro de la misma esfera cromática se situaron otros poetas y artistas modernos: la blaue Blume de Novalis, el azur mallarmeano o la pintura de Kandinsky. El animal nos traslada otra vez al reino de la pureza y la ingenuidad propias del edén, en las antípodas de la megalópolis dominada por el 6. Poco después, en Ismos (1931), Ramón Gómez de la Serna hablará de la “risa negra xilofónica y aguda” (2005: 442).
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mercantilismo y la técnica deshumanizada. ¿Por qué precisamente los bueyes? Porque son amínales benignos. La fisiognomía buscaba establecer paralelismos entre el carácter de los animales y los hombres. El humanista Giambattista della Porta, en el capítulo xv de su tratado De humana physiognomonia advertía que el buey tiene por rasgo más sobresaliente su “gran simplicidad y sinceridad”. Más complejo es el verso siguiente. ¿Se refiere a la dificultad para ver los polos lunares y, por tanto, al misterio que convoca la raza negra? Música, agua y danza configuran una terna que hallamos también en la visión que ofrece Ramón Gómez de la Serna del jazz en Ismos: “La sabiduría principal del jazz es la de adornar una melodía con trinos, arpegios, trémolos, variaciones, cadenzas, todo a lo que da tiempo la infrecuencia del ritmo, todo lo que llena la vida de chacota, de absurdo, de jolgorio, de banalidad, de incoherencia, de cabaretismo, mezclándose música y vida como dos mares a través de anchísimo estrecho” (2005: 440-441). Lo recordará el propio Lorca en su lectura-conferencia de 1932: para los negros, la música y la danza son los instrumentos para expresar su rabia y su dolor (Simawe, 2002). Y añade un detalle de interés: Yo vi en un cabaret —Small’s Paradise— cuya masa de público danzante era negra, mojada y grumosa como una caja de huevas de caviar, una bailarina que se agitaba convulsamente bajo una invisible lluvia de fuego. Pero cuando todo el mundo gritaba como creyéndola poseída por el ritmo, pude sorprender un momento en sus ojos la reserva, la lejanía, la certeza de su ausencia ante el público de extranjeros y americanos que la admiraba (1996: 167).
A diferencia de Connie’s Inn y Cotton Club, que prohibían la entrada a los negros, el Small’s Paradise no era restrictivo. Lo había abierto Ed Small a finales de 1925, y una de las marcas de la casa era que los camareros se movían entre las mesas con patines. Eran legendarias las jam sessions de los domingos por la noche.7 Llama poderosamente la 7. El Small’s Paradise aparece, bajo el nombre de Black Venus, en el prólogo de Nigger Heaven (1926), la emblemática —y polémica— novela de Carl van Vechten: “Couples were dancing in such close proximity that their bodies melted together as they swayed and rocked to the tormented howling of the brass, the
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atención la afinidad entre esta confesión autobiográfica lorquiana y un poema de Claude McKay titulado “The Harlem Dancer” e incluido en Harlem Shadows: “The wine-flushed, bold-eyed boys, and even the girls, / Devoured her with their eager, passionate gaze; / But, looking at her falsely-smiling face / I knew her self was not in that strange place” (1922: 42). Detrás de la pantalla de su júbilo, el subalterno sabe guardar su secreto; solo se entrega completamente, solo dice su canción, a quien va con él. La “ciencia del tronco y del rastro” son metonimias de la agricultura y la caza, a través de las cuales se ensalza el primitivismo y su conocimiento de lo esotérico, las leyes arcaicas y universales, un conjunto de saberes alejados de la razón instrumental y que constituyen los pilares de la especie.8 La arcilla alude al Génesis bíblico, a la creación primera, en términos semejantes a la dolorida expresión de Claude McKay: “Ah, stern harsh world, that in the wretched way / Of poverty, dishonor and disgrace, / Has pushed the timid little feet of clay, / The sacred brown feet of my fallen race!” (22). El avestruz representaba la justicia, la equidad y la verdad en el antiguo Egipto; en ciertas tradiciones africanas se emparenta con el agua. Se allegan en las tres últimas secuencias valores de eternidad (“azul sin historia”). La temporalidad cíclica de las culturas agrarias ancestrales, donde el ser parece estar a salvo de la consunción cadavérica (“sin un gusano”) y de la muerte (“ni una huella dormida”), es también la que define una naturaleza mudable pero cuya sustancia jamás se pervierte: Es por el azul crujiente, azul sin un gusano ni una huella dormida, barbaric beating of the drum. Across each woman’s back, clasped tight against her shoulder blades, the black hands of her partner were flattened. Blues, smokes, dinges, charcoals, chocolate browns, shines, and jigs” (2000: 12). En la jerga del momento, los blues de este fragmento eran los negros de piel muy oscura, así como el color rosa (pink) hacía referencia a una persona blanca. 8. Sobre el sentido religioso de la raza negra, escribe Du Bois: “The Negro has already been pointed out many times as a religious animal —a being of that deep emotional nature which turns instinctively toward the supernatural. Endowed with a rich tropical imagination and a keen, delicate appreciation of Nature, the transplanted African lived in a world animate with gods and devils, elves and witches” (1986: 499).
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José Antonio Llera donde los huevos de avestruz quedan eternos y deambulan intactas las lluvias bailarinas. Es por el azul sin historia, azul de una noche sin temor de día, azul donde el desnudo del viento va quebrando los camellos sonámbulos de las nubes vacías. Es allí donde sueñan los torsos bajo la gula de la hierba. Allí los corales empapan la desesperación de la tinta, los durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los caracoles y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas. (2013: 178)
Allí. La deixis adverbial del verso vigésimo sexto pone de relieve la distancia del paraíso (perdido). El sueño, si bien diferido, disuelto en el espacio normativo que establece la raza blanca, espacio vigilado por la línea de color, continúa latente bajo la opresión y la destrucción (“la gula de la hierba”). El planteamiento lorquiano es mítico, lírico, pero sin perder del todo su dimensión política. La combustión del cuerpo (“últimas cenizas”) aparece a la luz de la visión trascendente que le otorgan los elementos acuáticos y animales. Conforme a la descripción de Chevalier y Gheerbrant (1982), el coral participa del simbolismo del árbol —eje del mundo— y de las aguas profundas —origen del mundo—, mientras que el caracol designa la regeneración periódica, el eterno retorno. Federico García Lorca se fija en los caracoles cuando observa en Impresiones y paisajes la ornamentación de los sepulcros góticos. La tinta apunta metafóricamente a los negros. En realidad, estamos frente a una versión de la historia bíblica, la que traza el arco que va desde el Génesis hasta el Apocalipsis (paraíso-caída-redención), y que atraviesa parte de la literatura del Romanticismo (Abrams, 1973). No obstante, el sueño del edén, además de alimentar la esperanza, incita al insomnio o la indigencia. No puede resolverse esa ambigüedad, pues la dialéctica histórica no acaba. Los sueños se pudren o explotan. Langston Hughes era consciente de ello cuando escribió “Harlem”.9 9. “What happens to a dream deferred? // Does it dry up / like a raisin in the sun? / Or fester like a sore— / And then run? / Does it stink like rotten meat? / Or crust
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Passing y apocalipsis en “El rey de Harlem” Si el poema anterior delineaba el mito del paraíso, “El rey de Harlem” visualiza la utopía redentora, el advenimiento de una nueva edad de oro. Consta de más de un centenar de versos (de nuevo se combina el arte menor con el versículo) y una estructura interna que oscila entre la constatación de una raza oprimida y la inminencia —expresada proféticamente— de un mundo nuevo. La irrupción del yo lírico en la última secuencia contrasta con la distanciada tercera persona de “Norma y paraíso de los negros”. El estilo casi conceptista es reemplazado por una técnica más acumulativa, que nutren el ritmo percutiente y la enumeración caótica (máquina de goce visual). En medio, el lector siente incluso la acometida del tam-tam, sugerido por la geminatio: “Negros, negros, negros, negros” (vv. 52 y 99). “And the low beating of the tom-toms / Stirs your blood”. Al principio, la bimembración sintáctica introduce dos verbos que denotan acciones de dominio y supremacía. Ahora bien, el complemento circunstancial de instrumento, en expresivo hipérbaton, da a entender que el rey de la jungla se halla desprovisto de cetro y en su lugar porta una cuchara, es decir, su parodia. Se trata entonces de un monarca impotente y burlesco, carnavalizado porque ha sido sometido a humillación y escarnio: “Con una cuchara / arrancaba los ojos a los cocodrilos / y golpeaba el trasero de los monos. / Con una cuchara” (2013: 179). Es un rey alejado de su hábitat, perdido entre rascacielos, embutido en un férreo traje de conserje. Sus antagonistas son todos aquellos que enajenan y degradan los orígenes puros de la raza negra, los que apagan su fuego sagrado. El ámbito mineral y el relativo a los insectos se unen en virtud del color negro tanto del pedernal como del escarabajo: “Fuego de siempre dormía en los pedernales / y los escarabajos borrachos de anís / olvidaban el musgo de las aldeas”. El anís actúa en este caso como señuelo y lo hace en un plano simbólico, pues significa todo aquello que hace olvidar los orígenes, el musgo. En todo caso, hay que tener en cuenta el contexto histórico de and sugar over— / like a syrupy sweet? // Maybe it just sags / like a heavy load. // Or does it explode?” (1995: 426).
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la Ley Seca y el gran número de muertes que produjeron los alcoholes adulterados, sin ninguna distinción de raza (sí de clase social).10 Aunque no es probable que Lorca supiera de él, Marcus Garvey ha pasado a la historia como el personaje más extravagante que quiso reinar en Harlem. Planteaba como solución a los conflictos raciales la vuelta a África (Kellner, 1987; Wintz y Finkelman, 2004). Se paseó por sus calles con uniforme y sombrero emplumado (así lo retrataría James Van Der Zee). Fundador de Negro World y autoproclamado Presidente Provisional de la República Africana, no cesó de invocar el orgullo de la raza negra usando sus grandes dotes de domador de multitudes y su incansable fe propagandista, pero en 1925 fue encarcelado por fraude y poco después deportado.11 Sí conoció el libro de Paul Morand sobre Nueva York que acababa de traducirse al español en 1930, cuya visión edulcorada y grandilocuente de la ciudad se oponía radicalmente a la suya. El cronista galo mira a los negros con ojos eurocéntricos de colonizador: representan lo exótico y pintoresco, lo otro inquietante. Los observa en el metro neoyorquino mascando chicle y piensa en los monos de Gabón, una imagen animalizadora que se refrenda después al fijar su atención en un guardia, custodio del orden civilizado, pues de no ser por él “Harlem volvería a ser en seguida una isla de las Antillas, entregada al capricho y al cesarismo oratorio de un emperador Soulouque con plumajes” (1957: 139). Un rey parecido, melancólico a la fuerza, es el que pone en escena Lorca, un rey para el que aún no ha llegado su tiempo, como les sucedía a los dioses de Hölderlin. El hablante lírico llama a la revuelta; es necesario levantarse
10. El propio Lorca, asiduo cliente de speakeasies, lo recuerda en su correspondencia familiar. Desde la implantación de la prohibición, la tasa de muertes por alcoholismo se disparó. La prensa daba noticia de las redadas contra los comerciantes de alcoholes adulterados: “Aroused by the thirty-one deaths in Manhattan from alcohol poisonings since May 10, fifty agents of Maurice Campbell, Prohibition Administrator, posing as Bowery habitués, invaded the east side yesterday in the largest campaign ever instituted against sellers of poison liquor” (The New York Times, 11 de junio de 1930). Véase Llera (2013: 44-45). 11. Du Bois (1986: 990) lo tachó de enemigo peligroso del pueblo negro estadounidense, de lunático y traidor.
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contra los representantes del poder financiero, aniquilar su imperio. El tono se vuelve imprecatorio y palpitante: Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente, a todos los amigos de la manzana y de la arena, y es necesario dar con los puños cerrados a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas, para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre, para que los cocodrilos duerman en largas filas bajo el amianto de la luna, y para que nadie dude la infinita belleza de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas. (2013: 179)
Las cocinas y su orquestación de ralladores y cacerolas remiten a lo nutricio y primordial, al ámbito íntimo y doméstico, que reflejó como pocos el fotógrafo Aaron Siskind en su serie Harlem Document, realizada durante la gran depresión y que solo se publicaría completa años más tarde: ropa tendida en la sala de estar, niños saltando a la comba o transformados en inquietos espadachines, tenderos a la puerta de sus negocios, alguien que duerme en una cama rodeado de pin-ups y esa mujer de perfil, al lado de la ventana y rodeada de enseres domésticos, que nos recuerda a las pinturas de Vermeer por su capacidad para captar la belleza de lo elemental sin artificio [Fig. 2]. Lorca conoce a Nella Larsen a través de su amigo Hackforth-Jones y acude a las reuniones que se organizaban en casa de la puertorriqueña Dorothy R. Paterson. Larsen, de padre negro y madre danesa, acababa de publicar Passing (1929) y ya había cosechado bastante éxito con la publicación de Quicksand (1928). Fue la primera afroamericana en conseguir una beca Guggenheim. En su correspondencia con Carl van Vechten, a finales de julio de 1929, recuerda “a charming Spanish musician and poet [...]. He really is delightful. Sings and plays. Thats beautifully fragile old fifteenth and sixteenth century things. I can’t tell anything about his poetry because it hasn’t been translated” (Hutchinson, 2006: 333). Estos encuentros, en los que improvisaba canciones al piano y cantaba, también dejaron huella en el granadino a juzgar por las cartas a su familia, en las que cuenta que Larsen
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Figura 2. Aaron Siskind, Harlem Document. Photographs 1932-1940 le regaló sus dos novelas, sobre las que estampó sendas dedicatorias.12 Mediante un narrador omnisciente, Passing cuenta la historia de dos 12. Las novelas no figuran entre los fondos de la biblioteca lorquiana. Reproduzco parte de la carta a su familia fechada el 14 de julio de 1929: “He conocido también a una famosa escritora negra, Nella Larsen de la vanguardia literaria de los Estados Unidos, y con ella visité el barrio negro, donde vi cosas sorprendentes. // [...] Esta escritora es una mujer exquisita, llena de bondad y con esa melancolía de los negros, tan profunda y tan conmovedora. // Dio una reunión en su casa y asistieron solo negros. Ya es la segunda vez que voy con ella, porque me interesa enormemente. // En la última reunión no había más blanco que yo. Vive en la segunda avenida, y desde sus ventanas se divisaba todo New York encendido.
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amigas afroamericanas, Clare Kendry e Irene Redfield, que se encuentran en un lujoso restaurante de Chicago solo para blancos y en el que pueden entrar porque su color de piel no las delata. Irene solo se hace pasar por blanca ocasionalmente. Sin embargo, Claire lo hace de forma permanente, ya que está casada con un hombre rico lleno de prejuicios contra los negros y que no toleraría saber la verdad acerca de la condición de su esposa. A pesar de todo, tratando de recuperar sus raíces, se aproxima al círculo de su amiga de la infancia, pero este acercamiento tendrá un final trágico. Claire se precipita por una ventana sin que sepamos si ha sido por accidente o ha sido empujada por su propio marido al darse cuenta del engaño. Los negros cruzaban la línea de color para romper el círculo de subordinación y opresión, buscando un prestigio social y un respeto que de otro modo era mucho más difícil de alcanzar.13 Uno de los personajes secundarios de la novela expone la ambivalencia hacia esta clase de comportamientos: “Es curioso lo nuestro con los que se hacen pasar por blancos. Por un lado condenamos su actitud y por otro la toleramos. Provoca en nosotros desprecio, pero también admiración. Nos apartamos con una especie de asco y al mismo tiempo los protegemos” (2011: 109). Sin embargo, no es posible definir una identidad solo a través de la categoría de raza —tampoco por la de género—, porque es [...] Los negros cantaron y danzaron. // ¡Pero qué maravilla de cantos! Solo se puede comparar con ellos el canto jondo” (Maurer y Anderson, 2013: 22-23). Difícilmente podría Lorca haber leído esas novelas dado su desconocimiento del idioma, pero en la misma carta cuenta que se comunicaba con Larsen en francés, por lo que sí es muy probable que la escritora le comentase cuáles eran sus preocupaciones en el orden estético y social. Seguramente no hubo tiempo para confidencias: él había viajado a Nueva York tras un desengaño amoroso; el matrimonio de ella atravesaba una grave crisis. ¿Supieron leerse la mirada? 13. Emily Nix y Nancy Qian, que han estudiado el fenómeno desde 1880 hasta 1940, anotan: “We find that at least 19% of males of African extraction passed for white at some point in their lives. Consistent with the anecdotal and historical evidence, passing was accompanied by geographic relocation to ‘whiter’ communities; reverse passing was common and accompanied by relocation to ‘blacker’ communities. The latter supports the historical evidence that many individuals crossed back and forth from black to white and white to black” (2015: 37).
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un concepto contingente, fluido, múltiple, una construcción ideológico-cultural (Wehnert, 2010). Desde la perspectiva del passing resulta transparente el siguiente verso de “El rey de Harlem”: “los mulatos estiraban gomas ansiosos de llegar al torso blanco”. Sobre este asunto volvería en la conferencia-recital, doliéndose “de que los negros no quieran ser negros, de que se inventen pomadas para quitar el delicioso rizado del cabello, y polvos que vuelvan la cara gris, y jarabes que ensanchan la cintura y marchitan el suculento kaki de los labios” (1996: 168). Pese a su ignorancia del idioma, estas pinceladas históricas demuestran una gran curiosidad por conocer las costumbres de los negros; una curiosidad que sus amigos debieron de satisfacer, pues existían, en efecto, diversos productos cosméticos, muy difundidos por la publicidad [Fig. 3], con los que se pretendía lograr bien el alisado del pelo, bien el aclarado del rostro. Se comercializaban desde la primera década del siglo xx bajo el nombre genérico de su inventora, Madame C. J. Walker, que llegó a amasar una enorme fortuna. W. E. B. Du Bois tenía una idea del liderazgo racial eminentemente elitista; creía en la educación superior de lo que él llamaba los Talented Tenth, líderes que a través del conocimiento de la cultura moderna guiarían al negro norteamericano hacia un estado superior de civilización. No renunciaba a la protesta activa, pero, al mismo tiempo, estaba convencido de que nada serviría si no se instauraban las instituciones que la canalizaran. Abogaba en The Souls of Black Folk (1903) por una síntesis meliorativa del yo negro y el yo estadounidense, por lo que el objetivo no era ni africanizar los Estados Unidos, pues tenían mucho que enseñar al mundo y a África, ni blanquear el alma negra (bleach his Negro soul), pues la sangre negra era portadora de un mensaje para el mundo. El libro termina con un mensaje profético de esperanza, cifrado en la emancipación del colonialismo y de las políticas segregacionistas: “Some day the Awakening will come, when the pent-up vigor of ten million souls shall sweep irresistibly toward the Goal, out of the Valley of the Shadow of Death, where all that makes life worth living —Liberty, Justice, and Right— is marked ‘For White People Only’” (1986: 505). En un marco distinto al del Renacimien-
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to de Harlem, un pensador como Frantz Fanon reflexionará en Piel negra, máscaras blancas (1952) sobre la dialéctica hegeliana del amo y
Figura 3. Publicidad de los productos cosméticos de Madame C. J. Walker del esclavo: no se trataría de escoger entre blanquearse o desaparecer, sino de “tomar conciencia de una posibilidad de existir” (2009: 104). El único camino sería restituir al otro, por la mediación y el reconocimiento, su realidad humana. El sentido de un poema como “A Nueva York”, de Léopold Sédar Senghor, apunta en esa dirección cuando
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apostrofa a la metrópoli para que deje revivificar sus entrañas por la sangre negra.14 En cambio, Lorca clama por la destrucción; no se vislumbra ninguna salvación para un mundo blanco que comercia con la vida de los seres humanos, esclavizándolos sin piedad. Las figuras de repetición —morfológicas y sintácticas— y la gradación climática de los infinitivos imprimen un ritmo trepidante; todo empieza a densificarse alquitranadamente, a mostrar opacidades y carátulas, oscuras máscaras chamánicas. Lorca practica su vudú: Es la sangre que viene, que vendrá por los tejados y azoteas, por todas partes, para quemar la clorofila de las mujeres rubias, para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo. ¡Hay que huir!, huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos, porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química. (2013: 181)
Todo el discurso se fundamenta en la apocalíptica, género que florece en el judaísmo entre los años 150 a. C. y 100 d. C., y que se caracteriza por su dualismo —la lucha de las dos razas como traducción del combate de las fuerzas del Mal contra los ejércitos de Dios— y su determinismo (Collins, McGinn y Stein, 1998). En la perspectiva lorquiana, la parusía negra pone fin a la historia no con el advenimiento de Cristo, sino con el del reino de la Naturaleza; de ahí que en la “Oda a Walt Whitman” sea el niño negro el que anuncie a “los blancos del oro”, esto es, a la babilónica ciudad corrupta, “la llegada del reino de 14. No son pocas las convergencias con Poeta en Nueva York. Escribe Senghor: “Noches de insomnio, ¡oh noches de Manhattan!, tan turbadas por los fuegos fatuos, mientras las bocinas aúllan durante horas vacías / y mientras las aguas oscuras arrastran amores higiénicos, igual que los ríos crecidos cadáveres de niños. [...] / Nueva York, deja fluir la sangre negra en tu sangre, / que limpie la herrumbre de tus articulaciones de acero, como un óleo de vida, / que les brinde a tus puentes la curva de las grupas y la elasticidad de las lianas” (1999: 256-257). Véase W. Cartey (1969).
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la espiga” (2013: 270) en el que el hombre podrá testimoniar al fin su pertenencia a la Tierra, heredero y aprendiz de todas las cosas. En el Apocalipsis de san Juan, Babilonia es arrasada porque la ambición de sus moradores es tanta que no ha respetado el valor sagrado de la vida: se comerciaba no solo con materias primas, especias y piedras preciosas, sino también con esclavos y almas (Apocalipsis 18: 14). No es exactamente una Jerusalén bañada por la luz lo que adviene, sino un tiempo sin Estado tras la revocación de la Historia. Por este motivo, Francisco Umbral habla de un poemario “profunda y silvestremente anarquista” (1978: 121). En el estado de pura naturaleza no existen instituciones; el hombre se guía por el instinto, vive aislado, no corrompido por la civilización, pero posee un sentimiento de piedad (el salvaje acude en auxilio de aquellos a los que ve sufrir). En el suelo de los mitos no germinan las contradicciones, de ahí que en ningún momento surja una verdad inobjetable: la crueldad y el darwinismo que impera también en la naturaleza. No deja de resultar curioso hasta qué punto el discurso lírico de Poeta en Nueva York converge en cierto modo con otros discursos contemporáneos. Me refiero al popular ensayo de Alan Weisman, Un mundo sin nosotros (2007). Este periodista se plantea la hipótesis de cómo respondería el resto de la naturaleza si de repente se viera liberada de la constante presión que ejercemos sobre ella y sobre los demás organismos. Concluye que los barrios residenciales pasarían a convertirse en bosques dentro de un periodo no mayor a quinientos años. El metro de Nueva York se inundaría y sus puentes se derrumbarían.15 Así la hecatombe lorquiana. También en “Enslaved”, de Claude McKay, interviene el imaginario religioso, el ángel que libera del yugo a la desheredada raza negra, cuya desgarrada visión presenta un calado expresionista en “El rey de Harlem”: “los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua / las heridas de los millonarios” (vv. 75-76). Cito a McKay, del que aún no hay versiones en español: 15. Según cuenta la bióloga y activista social Barbara Ehrenreich, cuando se les pregunta a los neoyorquinos acerca de sus terrores más apremiantes, lejos de citar en primer lugar la delincuencia o las armas de fuego, aseguran temer, por encima de todo, a las bestias salvajes (Alba Rico, 2016: 200-201).
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José Antonio Llera Oh when I think of my long-suffering race, For weary centuries despised, oppressed, Enslaved and lynched, denied a human place In the great life line of the Christian West; And in the Black Land disinherited, Robbed in the ancient country of its birth, My heart grows sick with hate, becomes as lead, For this my race that has no home on earth. Then from the dark depths of my soul I cry To the avenging angel to consume The white man’s world of wonders utterly: Let it be swallowed up in earth’s vast womb, Or upward roll as sacrificial smoke To liberate my people from its yoke! (1922: 32)16
La civilización blanca donde conviven la plutocracia, el maquinismo y la injusticia debe ser aniquilada para dejar paso no exactamente a una sociedad igualitaria, sino a los misterios de la naturaleza y del instinto, el lugar donde la inocencia aún sería posible. A diferencia de lo que plantea “Revolution” de Langston Hughes (“Come here, / Great mob that has no fear, / And tear him limb from limb, / Split his golden throat” [1995: 175]),17 que clama por un verdadero movimiento de masas, a la revolución cruenta sugerida en la sexta secuencia estrófica —matar, dar con los puños— parece imponerse finalmente el caos y la violencia cósmica encarnada en el dios griego Dionisos, que inaugura una nueva Arcadia. Esta es la razón por la que la palabra piña aparece mencionada dos veces en el poema (vv. 21 y 93). Tal como se observa en algunas cráteras griegas, una piña de pino remata el tirso, atributo de Dionisos (Otto, 1997: 117). Por contigüidad, simboliza aquí el poder vital, la liberación y la fecundidad —el 16. Merece la pena recordar también los versos finales de “Outcast”: “Something in me is lost, forever lost, / Some vital thing has gone out of my heart, / And I must walk the way of life a ghost / Among the sons of earth, a thing apart; / For I was born, far from my native clime, / Under the white man’s menace, out of time” (45). Cito también el comienzo de “Negro Servant”, de Langston Hughes: “All day subdued, polite, / Kind, thoughtful to the faces that are white” (1999: 131). 17. Recuérdese, asimismo, “Revuelta en Harlem”, de Senghor: “¡Me hacen falta enfrentamientos, gritos, sangre, / muertos!” (1999: 470).
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llamado del inconsciente al decir de Jung—, fuerzas que después van a ser nombradas con toda la potencia de su furor vegetal: la cicuta (venenosa), la ortiga y el cardo son plantas que provocan urticaria, o que se defienden con sus púas de quien osa tocarlas y crecen indómitas más allá de la intervención humana. Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas. Entonces, negros, entonces, entonces podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas, poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas y danzar al fin sin duda, mientras las flores erizadas asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo. (2013: 183)
¿Por qué Moisés no tiene sitio en la nueva era tras la destrucción de la ciudad? El profeta pertenece a la religión judeocristiana con la que se identifica el sujeto lírico —“nuestro Moisés”— y, por sinécdoque, al mundo de los blancos, pues, como se hace patente en otros lugares de Poeta en Nueva York —véase “Danza de la muerte”—, el cristianismo y sus acólitos no están de parte de quienes sufren, sino que defienden los intereses de los opresores (García-Posada, 1982: 77). Este planteamiento resulta muy heterodoxo en el contexto de la cultura afroamericana si pensamos en uno de sus más célebres espirituales18 —a Lorca le fascinaban—, “Go down, Moses”, que se basa en el Éxodo veterotestamentario, y donde el profeta Moisés es el llamado a guiar la liberación de todo un pueblo: “Go down, Moses, / Way down in Egypt’s land, / Tell old Pharaoh, / Let my people go”. Pero es 18. James Weldon Johnson, que llegó a recopilarlos y estudiarlos (Johnson y Johnson, 1977), señala en su autobiografía: “La mayoría están extraídos de la Biblia, pero las melodías, ¿de dónde llegaron? Algunas tan extrañamente dulces y otras tan maravillosamente intensas. [...] Dudo que haya un tema más poderoso en toda la literatura musical del mundo. [...] A menudo me descubría sentado con lágrimas resbalando por las mejillas y con el corazón derretido dentro de mí. Cualquier melómano que nunca haya escuchado a una congregación negra cantar bajo el hechizo del fervor religioso estas viejas canciones, se ha perdido una de las emociones más conmovedoras que el corazón humano pueda experimentar” (2014: 148).
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la barba de otro rey desesperado, el rey de Harlem, el que anuncia el tiempo nuevo cuyo rumor se siente cercano, un rey depuesto pero no decapitado. Tiempo nuevo: Walter Benjamin nos recuerda que, en los días de la Revolución de Julio, al atardecer del primer día de lucha, en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó a los relojes de las torres. Disparan ortigas y cicutas. “¡Ay Harlem amenazada por un gentío de trajes sin cabeza! / [...] Me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores”. También ese rumor llegaría a los oídos de Martin Luther King y Malcolm X. Cada uno lo interpretaría de una forma distinta.
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Del entusiasmo al desengaño: marcas y signos de modernidad en Pedro Salinas Francisco Javier Díez de Revenga Universidad de Murcia
Marcas de entusiasmo: fuegos de artificio e ingenios mecánicos Los lectores de Pedro Salinas quedan perplejos ante sus tres primeros libros y tratan de buscar una relación que confirme que esos libros son obra del autor de La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento, cumbres de la poesía amorosa del siglo xx en España. Incluso se afirma que los tres primeros títulos son una especie de preparación de lo que vendrá después. Sin embargo, leer esos libros de Salinas en función de lo que el poeta conseguirá en su segunda etapa constituye una operación destinada al fracaso. Pensemos que estos libros iniciales suponen su ingreso en el ámbito de la poesía del momento. El primero de ellos se lo publica Juan Ramón Jiménez en la colección de Índice, y con la poesía de Juan Ramón mucho tienen que ver gran parte de
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los poemas incluidos en Presagios (1923). Por su parte, Seguro azar será publicado por Ortega y Gasset en la Revista de Occidente, y en ese momento ya han transcurrido seis años cruciales: estamos en 1929. Por último, Fábula y signo aparecerá en otra colección, “Plutarco”, en 1931. La poesía española entre 1923 (fecha de Presagios) y 1931 (fecha de Fábula y signo) ha dado un cambio total. Han pasado 1927 y las conmemoraciones gongorinas, y la Antología de Gerardo Diego está a punto de ver la luz. La poesía inicial de Pedro Salinas es muy interesante a pesar de que la crítica no haya observado en ella sino un ejercicio para un esplendor que surgirá después, en la gran etapa de la poesía amorosa: la central de su obra, tanto en su sentido estético y en su originalidad como en una posición estrictamente cronológica. Lo primero que advierte el lector al leer los tres libros iniciales de Salinas es, ante todo, un buen dominio de la palabra y del verso; un dominio que ya queda acuñado en notas que serán desde entonces muy características de la expresión saliniana. En realidad, Presagios es un libro de un poeta ya consagrado en cierto modo, que merece la atención, los elogios y el apoyo de Juan Ramón Jiménez, al que el propio Salinas calificaría como el “Atlante de la joven poesía” (Salinas y Guillén, 1992: 42). Además, se trata de un autor que en 1923 tiene treinta y dos años, es ya catedrático de universidad y revela una primera madurez. De ahí que no nos sorprenda el manejo de los recursos poéticos que apreciamos en este libro y en los subsiguientes, Seguro azar y Fábula y signo. Sin duda, la originalidad de esta etapa reside en la capacidad del escritor para vivir los objetos y conferirles un sentido humano, en una creencia de que todo puede tener alma y cuerpo, y de que al poeta le corresponde dar unidad a estos términos. Y otro rasgo muy valioso de este periodo es que en él ya está fijada la personalísima retórica saliniana, con la presencia de un lenguaje castizo y natural, donde un vocabulario cotidiano se sublima mediante asociaciones de un gran valor lírico, de manera que, con él, el mito del lenguaje poético sufre una decidida reconsideración. Y, junto al lenguaje, se inaugura también su poderoso dominio sobre el verso, terreno en el que instaura un sistema libre de versos tradicionales, abierto y perfectamente amoldado
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a sus necesidades expresivas. Con seguridad, en esta primera etapa se solidifica el verso que luego se habrá de convertir en el gran aliciente formal de La voz a ti debida y Razón de amor, donde las formas métricas tan peculiares son inseparables del recuerdo que en el lector queda de todo este mundo. Presagios constituye no solo la primera obra de Salinas, sino, lo que es también importante, su primera experiencia editorial. Guillén vio en esta tentativa al poeta tímido y exigente que prepara cuidadosamente su libro para que lo edite nada menos que Juan Ramón Jiménez, y que sitúa en el centro del poemario tres interesantes sonetos, únicos en su producción, que reflejan el intento de adaptar una inspiración suelta y libre a una estructura limitada por las exigencias del verso, y precedida de una noble y larga tradición en nuestras letras. Seguro azar sorprende ya desde su paradójico título, y en su interior el lector encontrará lo que Guillén denominó “más sutilezas de intelecto y sentimiento” (véase Guillén, 1971: 12-18). En esta obra, Salinas dio entrada a optimistas elementos de la vida moderna, desde el deporte al cine. Pero tras ellos hay una reflexión sobre el mundo presente que se desarrollará con intensidad en su última etapa, cuando el poeta se enfrente con la crueldad de nuestra realidad, inmerso en una sociedad diferente que ha vivido o está viviendo crueles experiencias. En el libro es posible advertir otras inquietudes que han sido señaladas por la crítica más rigurosa (véanse, entre otros, Debicki, 1976; vv. aa., 1992; Bou y Gascón Vera, 1993): la preocupación por el tiempo y la poesía; el triunfo de la vida moderna, con afán de extratemporalidad; el enfrentamiento con las cosas y el deseo de hacerlas imperecederas, y, sobre todo, la epifanía de la realidad, que consagra a Salinas ya como su gran observador, convertido en un protagonista concreto que mira e interpreta el mundo exterior. Comparece nuevamente la amada, pero de forma muy distinta a la que surgirá en La voz a ti debida y en Razón de amor, aunque de esta última sean antecedentes inmediatos los poemas que leemos ahora. Seguro azar alcanza en “Fe mía” su más clara representación. Es el último poema, y en él aparece el título del libro con todo su sentido. El mito de la rosa (la de papel e incluso la
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verdadera) es para el autor una nueva encarnación de la rosa mutabile, de la que no se fía. Su fe está puesta en el redondo, “seguro azar”. El tan traído y llevado enfrentamiento de Salinas con la realidad destaca en el título de su tercer libro, Fábula y signo, ya que en él se advierte la relación entre el mito creado por el artista (fábula) y la realidad externa (signo). En Fábula y signo se anuncia una forma más clara, más contundente, que anticipa el mundo poético de La voz a ti debida y Razón de amor, y no solo por la presencia de temas y motivos coincidentes, sino también por la utilización de ciertos procedimientos estilísticos. Quizá por ello debemos considerar Fábula y signo un libro de transición en el que, junto al deslumbramiento hacia los “encantos mecánicos”, descubrimos poemas que prefiguran ya una retórica muy nueva. En este mismo sentido, hay que destacar la presencia de alguna composición que confirma el modelo de “amada ignota” establecido en los tres primeros libros, y del que nacerá la amada real a partir de La voz a ti debida. Tras “La difícil” y “La distraída” en Seguro azar, surgen en Fábula y signo “La resignada” y “La sin pruebas”, y con este divertido e ingenioso juego se nos ofrece la imagen última de esta amada sugerida, presentida e inventada; esa diáfana muchacha con la que se cierra el ciclo que Salinas ha ido trazando desde su primer libro. Estos libros iniciales se podrían condensar en la bella marina en ausencia que, en Fábula y signo, nos devuelve la imagen del mar recordado, el mar que ilumina una vez más la lírica evocativa y paisajística saliniana. “Mar distante”, imagen, cielo; una especie de “estampa” mironiana que se torna finalmente en expresión del panteísmo de un poeta que quiere, como Juan Ramón Jiménez, fundirse con ese mar distante, pero presente y vivo. Son las cosas las que enfrentan al poeta y a la poesía de Salinas en estos años, y su encuentro con la realidad será fundamental para entender qué está pasando. Desde luego, Salinas quiere entrar en la modernidad por la puerta grande: las cosas —y los matices que pueden aportarle— definirán su proyecto poético desde el comienzo de la década de los veinte hasta 1933. Hace ya algunos años dediqué un extenso y detallado estudio (Díez de Revenga, 1977: 135-150) a los tres sonetos que aparecen en Presagios, y que constituyen una auténtica excepción métrica en la poesía
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de Salinas, ya que en sus ediciones de obras completas solo figuraban estos tres poemas siguiendo la estrofa clásica. Luego se han añadido algunos más en las ediciones recientes de toda su poesía. Los signos y las marcas de modernidad se advertían en aquellos tres poemas que forman un conjunto, unido por la numeración, en las ediciones de Presagios. El primero de ellos, “Deja ya de mirar la arquitectura”, es un soneto con un asunto tradicional porque se refiere a la brevedad de la vida, que el poeta representa en los fuegos artificiales de una noche de agosto. Posiblemente fueran los fuegos de artificio vistos en las fiestas de agosto de la Asunción en Elche, muy cerca del lugar, El Altet, donde transcurrían los veranos levantinos del joven Salinas: Deja ya de mirar la arquitectura que va trazando el fuego de artificio en los cielos de agosto. Lleva el vicio en sí de toda humana criatura: vicio de no durar. Que solo dura por un instante el fúlgido edificio para dejamos ver el beneficio sagrado de una luz en noche oscura. Ven... Hay que ir a buscar lo más durable. Esta noche de estío por ti enciende sus innúmeras luces en lo alto; cállate bien y deja que ella hable. Y del vano cohete solo aprende a ir preparando tu divino salto. (Salinas, 2007: 122)
El poeta avisa de que los fuegos de artificio son vanos y desaparecen rápidamente, pues son símbolos de inconsistencia y brevedad. Frente a ellos prefiere la luz natural y permanente de las estrellas que se pueden descubrir en el firmamento cuando ya ha desaparecido el fulgor instantáneo, el “fúlgido edificio” del castillo de fuegos artificiales. Los signos de modernidad en este poema vienen dados no por el enfrentamiento entre tradición (el tema eterno de la brevedad de la vida) y originalidad (los fuegos de artificio en la poesía actual), sino por la propia presencia de esos artificios en una noche cualquiera de un verano cualquiera.
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Con la evanescencia de estos fuegos artificiales tendrá relación un poema de la etapa final de Pedro Salinas, “Nocturno de los avisos”, perteneciente a su último libro: Todo más claro y otros poemas (1949). Ahí serán, como veremos para cerrar esta aportación, las luces de los anuncios luminosos de la gran ciudad las que revelen artificio y fragilidad. La maravilla de los inventos mecánicos de la vida contemporánea no va a engañar al poeta con sus ingenios de la publicidad y de las marcas comerciales, aunque Salinas se vea seducido por su vano y fugaz esplendor, al igual que ocurre con esos fuegos de artificio iniciales. Como otros grandes poetas de su generación, Salinas asume en sus primeras obras gestos y formas propios de la primera vanguardia: elementos de la vida moderna, entusiasmo ante sus inventos, imágenes y símbolos futuristas y cubistas que, por otro lado, el autor jamás desterrará de su poesía. Así, los mapas, los catálogos, los pronombres o la nadadora que descubrimos en sus obras maestras proceden de ese entusiasmo juvenil nunca desaparecido en el gran poeta. Desde su primer libro, Salinas se vincula ya a la tradición literaria española combinando las novedades aprendidas en los movimientos de vanguardia con las fuentes heredadas de sus lecturas clásicas, pero es en Seguro azar donde da entrada a optimistas elementos de la vida moderna que, en algún momento, habrían de caracterizar su poesía: deporte, cine, bombillas... aunque tras ellos hay una reflexión sobre el mundo presente que luego se desarrollará con particular intensidad en su última etapa. Uno de los conjuntos más sobresalientes de Seguro azar son las marinas. En “La concha”, el poeta revivirá la forma y los colores de esa criatura marina, mítica y venerada, símbolo del tiempo sobre el tiempo. Imágenes geométricas, emparentadas con las vanguardias, nos descubren, sin embargo, al Salinas pintor de la belleza y cantor de la eternidad: En el óvalo de esmalte rectas sutiles, primores de geometría en gracia, la solución le dibujan, sin error, a aquel problema propuesto en lo más hondo del mar. (2007: 185)
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La geometría supone un ingrediente futurista frecuente en los poemas de estos años (1924-1928), y que hay que relacionar también con las investigaciones sobre el espacio y su representación artística llevadas a cabo por los pintores cubistas. Como signo de vanguardismo, Salinas recurre a la geometría y a su terminología en numerosos poemas de Seguro azar, como se aprecia en los siguientes versos de “Fecha cualquiera”: ¡Ay qué tarde organizada en surtidor y palmera, en cristal recto, desmayo en palma curva, querencia! Dos líneas se me echan encima a campanillazos paralelas del tranvía. (2007: 158)
Más próxima aún a la vanguardia es la representación del mundo moderno, que en este libro tiene configuraciones muy felices, como “Far West”, con toda la magia nueva del cinematógrafo, y “Navacerrada, abril”, poema sorpresa con final inesperado, ya que circulamos con el poeta a toda velocidad en un rápido automóvil. “Navacerrada, abril” se inicia con la presencia de “los dos solos”, dejando un paisaje atrás y esperando otro paisaje al frente: Sus tres banderas blancas −soledad, nieve, altura− agitan la mañana. (2007: 160)
Pero, ¿quién está con el poeta? Y de pronto mi mano que te oprime, y tú, yo, −aventura de arranque eléctrico— rompemos el cristal de las doce, a correr por un mundo de asfalto y selva virgen. (2007: 160)
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Al final, el autor se rinde ante la “amada mecánica” y sus doce caballos de potencia. Se trata de una inspiración común al poema “35 bujías”: en este último, la musa iluminadora es la amada eléctrica y eterna. El arranque mágico y el botón presionado crean un mundo nuevo que supera la realidad que existe en el fondo de estos poemas. El procedimiento utilizado en esta ocasión por Salinas será el mismo que empleará, en Fábula y signo, cuando sean las teclas de una máquina de escribir las sublimadas. Aquí es la luz artificial de una bombilla la que envuelve al poeta en la soledad de un cuarto: Sí. Cuando quiera yo la soltaré. Está presa, aquí arriba, invisible. Yo la veo en su claro castillo de cristal, y la vigilan −cien mil lanzas— los rayos −cien mil rayos— del sol. Pero de noche, cerradas las ventanas para que no la vean −guiñadoras espías— las estrellas, la soltaré. (Apretar un botón.) Caerá toda de arriba a besarme, a envolverme de bendición, de claro, de amor, pura. En el cuarto ella y yo no más, amantes eternos, ella mi iluminadora musa dócil en contra de secretos en masa de la noche −afuera− descifraremos formas leves, signos, perseguidos en mares de blancura por mí, por ella, artificial princesa, amada eléctrica. (2007: 178)
Fábula y signo supone también la consagración de Salinas como intérprete de la vida moderna. Quizá uno de los poemas más famosos suyos antes de La voz a ti debida —“Underwood Girls”— ha determinado la consideración de este libro como un sorprendente escrutinio del mundo presidido por los nuevos objetos de la técnica. El poema
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está dirigido en segunda persona a un desconocido interlocutor, como es frecuente en la poesía de Salinas, que posiblemente sea esa amada invisible a la que interpelan todos sus libros en este tiempo, y con la que comparte las realidades poetizadas en sus versos. El objeto poético son las teclas de una máquina de escribir, evocadas desde los más diversos ángulos. Es la personificación de las teclas la que provoca sensaciones de quietud (“dormidas”, “quietas”), recreos visuales en colores y formas (“redondas”, “blancas”), sugerencias a través de imágenes (las nubes, capaces de producir una lluvia metafórica de signos que representan la realidad), o alusiones auditivas (el sonido de las teclas produce un vals metálico, moderno, mecánico; nuevo, en definitiva): Quietas, dormidas están, las treinta, redondas, blancas. Entre todas sostienen el mundo. Míralas, aquí en su sueño, como nubes, redondas, blancas, y dentro destinos de trueno y rayo, destinos de lluvia lenta, de nieve, de viento, signos. (2007: 240)
El tono mítico de “Underwood Girls” viene dado por ser las teclas mecanográficas —y con ellas las letras que están en su superficie— el objeto de la mirada, de la observación común de poeta y amada. El instrumento de la realidad cotidiana puede servir al autor para sentir más vivamente la presencia de ese interlocutor escondido, no manifestado más que en los pronombres. Se trata de una escritura relacionada con los hallazgos futuristas y ultraístas, que busca la pureza expresiva, sin anécdota, sin especiales ni complejos recursos formales. Solo el sentimiento de unión que fluye a través de los versos marca la subjetividad de una poesía aparentemente objetiva, abierta en su verso y en su contenido más allá de fronteras y límites literarios. El poeta ha utilizado un objeto habitual en su vida cotidiana, seducido por su valor creativo, y lo ha vinculado a una conocida marca comercial de máquinas de escribir. Sabemos que la portátil que el autor
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empleó a lo largo de casi toda su vida era una Underwood, que figuró en la exposición conmemorativa de su centenario. Con la máquina de escribir se crean mundos, se crea un lenguaje, se crea poesía. Salinas, con seguridad, tenía presente a Ferdinand de Saussure, que, desde Ginebra, desarrollaba un nuevo concepto del lenguaje a través de los significantes y los significados. Más allá de la provocación de utilizar una marca comercial de máquinas de escribir (Underwood), y por aposición convertir a las teclas de esa máquina en unas estimulantes chicas (en inglés, para no desentonar en el sintagma, con el nombre de girls), Salinas decide que las teclas, las letras son los significantes, y lo que con ellas pueda crearse es el significado, el resultado final del signo lingüístico: el poema. Ellas serán capaces de inaugurar mundos y de construir el poema letra a letra, signo a signo, metamorfoseadas en ninfas, para que la herencia modernista —siempre presente en Salinas— no se olvide. Las treinta, redondas y blancas, forjarán un mundo nuevo.
Signos de desengaño: pausa y vértigo en “Nocturno de los avisos” La fascinación por el universo contemporáneo nunca dejó de existir en Salinas, pero los años fueron minando el entusiasmo inicial hasta llegar al exilio, cuando la importancia de las marcas comerciales y de la publicidad se hizo más intensa. Aludimos al comienzo de este artículo a “Nocturno de los avisos”, y con él vamos a cerrar esta aportación. Se trata de uno de los poemas más conocidos de Salinas en su etapa americana, cuando cultivó una escritura de carácter satírico-moral en la que manifestaba de forma directa su denuncia del mundo deshumanizado que propugnaba la civilización mecanicista y presuntamente avanzada de los Estados Unidos. Integrado en su libro Todo más claro y otros poemas, “Nocturno de los avisos” forma parte de una interesante serie de reflexiones que muestran, como el mismo Salinas expresó, las angustias de un hombre que vive en un país ajeno y que, asombrado por la civilización contemporánea, acaba advirtiendo los
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signos de destrucción que tal civilización comporta (véase Díez de Revenga, 2009: 21-45). “Nocturno de los avisos” refleja la reacción del poeta ante una de las perversiones de la sociedad contemporánea: la sacralización del consumo. El autor elige un espacio singular (la ciudad de Nueva York, en uno de sus entornos más concurridos) y un tiempo determinado (la noche, que otorga al poema, siguiendo la terminología modernista tomada de la música, el título de “nocturno”). Los avisos serán los agresivos anuncios luminosos que exhiben todos los edificios de Times Square en Broadway. El texto está compuesto por ciento veintiséis versos, de los cuales ciento seis son endecasílabos, combinados con unos pocos heptasílabos (diecinueve) en los que solo disuena un verso final, un pie quebrado tetrasílabo, de acuerdo con el modelo de silva libre modernista que Salinas cultivó con frecuencia. La extensa composición se estructura en dos amplias estancias, separadas por un espacio en blanco, ya que no hay otro elemento rítmico (carece de rima) que identifique las diferentes partes. La primera de ellas tiene cuarenta y un versos y la segunda ochenta y cinco. Esta última, sin embargo, se subdivide, al mismo tiempo, en dos periodos paraestróficos o núcleos, división para la cual el poeta utiliza el verso partido, a partir del que crea una importante zona final de doce versos que se organiza, a la manera tradicional, como una especie de coda o envío recapitulador. Los versos de esta silva libre se ajustan constantemente a las estructuras sintácticas, con lo que se establece un ritmo fluyente, característico de toda la poesía saliniana. En este caso, se enriquece en muchas ocasiones con sus habituales combinaciones entonacionales, con frecuentes cláusulas interrogativas y exclamativas. Frecuentes son también las asonancias que contribuyen a la suave andadura de tantos y tan magníficamente armonizados endecasílabos blancos. La primera parte del poema contiene la meditación dinámica desde el punto de vista del hablante (en movimiento), pues el sujeto camina hacia Times Square al anochecer, mientras que la segunda nos muestra al poeta estático, detenido en la contemplación de los reclamos propagandísticos.
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“Nocturno de los avisos” es un poema especial dentro del contexto general de Todo más claro y otros poemas. Se trata, desde luego, de uno de los textos más conocidos de Salinas en esta etapa. Nos hallamos ante una presentación de la calle como mundo ilusorio, que en cierto modo nos recuerda a los fuegos de artificio de uno de los citados sonetos de Presagios. Pero también, como en otros poemas del libro, la calle es una realidad, reflejada en el plano de la ciudad. Se la llama rectilínea y con esta alusión geométrica, entre vanguardia y realismo, Salinas descubre el característico plano cuadrangular de las ciudades del Nuevo Mundo. En otro momento escribe: setenta y seis, setenta y ocho, ochenta... con lo que insiste en detalles realistas, pues camina por la acera de los pares. El autor dirige su parlamento a la calle por la que en ese momento transita. La compara, en su devota rectitud, con el asceta impasible e impertérrito ante las tentaciones. La calle se ofrece así como una entidad aséptica e insensible. El lenguaje de la geometría la define: mientras que los términos técnicos conforman el retrato de la arteria urbana, el número calcula, aritméticamente, su exactitud. Pero el número alcanza una trascendencia superior, ya que cuantifica el tiempo. El tiempo, la vida y la muerte son entonces el objetivo de la meditación saliniana. El yo lírico camina, en la primera parte del poema, hacia Times Square, sin duda por alguna de las avenidas adyacentes o quizá por el mismo Broadway, que atraviesa la conocida plaza neoyorquina. La reflexión sobre el tiempo no es gratuita, ya que, además de la manifestación de un barroquismo metafísico (cuna y sepultura), hay que recordar que caminamos hacia Times Square, la “Plaza del Tiempo”, justamente el lugar en el que los neoyorquinos reciben el año nuevo en una multitudinaria fiesta. La calle también está mediatizada por el tiempo. A pesar de que parece no tener vida, busca la eternidad. Su silencio y su inactividad se ven, sin embargo, rotos cuando llega la noche y los anuncios eléctricos la iluminan. Por eso la primera estancia del poema se dedica en su totalidad a la presentación de la calle estática. La segunda, mucho más extensa, nos mostrará lo que la calle dice al poeta con sus reclamos publicitarios. Y, naturalmente, la actitud de este ante los agresivos mensajes.
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Aritmética, geometría, matemáticas. Es sorprendente la presión que ejerce el número en este poema. Como en alguna figuración, mucho más surreal, de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, el número representa el mundo sujeto a medida, atenazado por la mecanización, sin libertad. Los Estados Unidos son, para ambos autores, la grandeza cruel del número: la perversión de una sociedad tasada, calculada, medida y, por todo ello, deshumanizada. La primera parte del poema está presidida por la presión del número: “toda numerada”, “de dos en dos”, “setenta y seis, setenta y ocho, ochenta”, “de pares y de impares”, “esclavitud a una aritmética” (2007: 643). En definitiva, número de principio a fin, o, como se dice en el texto, “año de cuna, año de tumba”, revitalizando el barroco icono de la cuna y la sepultura. Ese neobarroquismo ascético y metafísico lleva a Salinas a trazar toda la primera visión de la ciudad, en esa estancia inicial, como un puro contraste, como una antítesis permanente entre el mundo feliz de la Arcadia y el mundo mecanizado de la contemporaneidad, en una reactivación del “menosprecio de corte y alabanza de aldea”: “aceras” frente a “arroyo”, “rieles del tranvía” frente a “altísimos ribazos”, “ventanas” frente a “hierba espesa” (643). El poema está construido con una retórica impecable y muy rica en contrastes para destacar la oposición entre la vacuidad del universo moderno y la poesía eterna y perenne, sugerida mediante referencias fugaces de profundo contenido literario y anímico. Ejemplo de ello es “Arcadia / [...] a la siesta tendidos” (643), alusión muy evidente a la égloga pastoral clásica, y, en concreto, a fray Luis de León y su Vida retirada. A su vez, cuando dice “Gozad del mundo / [...] el príncipe constante” (645), Salinas, en su visión sarcástica de los mitos de la sociedad de consumo, incorpora referencias de la literatura clásica, como el tópico del carpe diem o el personaje del príncipe constante (que da título a una pieza de Calderón). Los mitos del poema luchan entre sí en desigual batalla. Aparecen así los nuevos dioses de la publicidad, desde la marca de cigarrillos Lucky Strike (‘golpe de suerte’) hasta la marca de whisky White Horse o la célebre Coca-Cola, cuya pausa resulta completamente distinta a la de Paolo y Francesca en la Divina Comedia. Con este puzle de referen-
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cias, Salinas remite al conocido anuncio de la bebida norteamericana, que en español se tradujo como “Haga una pausa y beba Coca-Cola” o, más modernamente, “La pausa que refresca”. Este icono de la sociedad de consumo de los Estados Unidos supone subliminalmente a todo el mundo trabajando: por ello, para beber Coca-Cola, hay que hacer una pausa. Salinas se burla con saludable sentido del humor de esta insinuación y recuerda la pausa hermosa, sensual y vital que hicieron Paolo y Francesca en su lectura, según evocaba Dante en la Divina Comedia. En efecto, Paolo y Francesca detuvieron la lectura de una historia caballeresca para besarse, lo que causó su desgracia. Salinas ridiculiza el anuncio de la Coca-Cola, al contrastarlo con otras pausas más sublimes (Paolo y Francesca, Jesús en la cruz) y al destacar que la “más trágica” es la de la conocida bebida norteamericana, porque nada hay más trágico que proponer una pausa en un entorno enloquecido y trepidante como el de la frenética sociedad de consumo. Ni siquiera el domingo, pausa obligada en el mundo de los negocios, tiene sentido: por eso es “la nada entre dos nadas” (645). Ahora, cuando hemos sabido que Salinas detestaba la Coca-Cola y que no permitía que se bebiera en su casa, según refirió Jaime Salinas y se refleja en la correspondencia entre Salinas y Guillén, entendemos mucho mejor lo irónico y lo aleccionador de esta breve mención. El poeta despreciaba la simbólica bebida norteamericana por lo que tenía de reflejo de la automatización de la sociedad que le había tocado vivir. A ello alude Salinas en una carta a Jorge Guillén de julio de 1949: Para mayor irritación me rodea la Coca-Cola por todas partes. En esta universidad de riguroso estilo gótico te encuentras sobre un fondo ojival, o al dar la vuelta a un claustrillo, las enormes cajas expendedoras automáticas de la horrible bebida. Circulan las parejas de estudiantes, amarteladas, y tanto él como ella con su botella de Coke en la mano, como si fuera el filtro mágico. Por la mañana la grama está sembrada de rebrillos, no de rocío, sino de botellas vacías (Salinas y Guillén, 1992: 506).
Por otro lado, en “Nocturno de los avisos” se dice “de humo a nada” (Salinas, 2007: 644), y es que el anuncio de la marca de cigarrillos Lucky Strike representaba, en un letrero luminoso, una boca
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que expulsaba intermitentemente humo. El guiño al verso gongorino —“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”— multiplica aquí la intención simbólica. Y respecto al anuncio del White Horse, la conocida marca de whisky Caballo Blanco se nos ofrece sublimada en la imagen de Pegaso, el mítico caballo volador. Como el Argos de los rascacielos de “Pasajero en museo” y la Ariadna recordada en relación con el hilo del laberinto de Creta y el de los tranvías en otro fragmento de “Nocturno de los avisos”, Salinas da un nuevo sesgo irónico a los mitos clásicos en su censura de la despersonalización de los inventos modernos. Frente al mundo del dentífrico, de la Coca-Cola y del tabaco rubio Lucky Strike, revelados ante el viandante por medio de los anuncios, comparecen en el poema los otros mitos: Ariadna, Afrodita y las constelaciones Orión, Cefeo, Arturo y Casiopea. Se trata de mitos liberadores, salvadores y regeneradores de la realidad, que ayudan a verlo todo más claro. Estamos ante la superación definitiva de estas circunstancias negativas que Salinas sintetiza en El Contemplado, cuando se libera frente al mar de Puerto Rico de las cadenas de la civilización norteamericana contemporánea. La reflexión de los anuncios luminosos lleva a Salinas a penetrar, con un tono escéptico y acerado, en los más hondos motivos de la existencia, en la que el hombre se muestra perdido. El verso “de humo a nada” le sugiere el tránsito de la vida a la muerte; el Caballo Blanco se convierte en servil montura; la oferta del dentífrico traduce la pérdida de la belleza y de la juventud (sugerida con dos símbolos barrocos: el espejo y el esqueleto); el anuncio del music hall —que podría actualizar el renacentista carpe diem— se vincula al aviso del tiempo (“a las ocho y treinta”)... En fin, el conjunto de paneles luminosos se resemantiza como el laberinto de la vida, del que no lo sacarán ni los hilos de Ariadna. Por eso la mariposa que se aproxima a la luz y se ciega con ella al quemar sus alas (símbolo también procedente de la literatura barroca) revela lo peligroso y falaz del engaño a los ojos: “Ahora, al mirarlos, no hay nada seguro, / para las mariposas, que se queman / un millar por segundo en torpes aras” (2007: 644). Tiempo y vida desencadenan el ascetismo y el desencanto, a la vez que denuncian la falsedad de tantos reclamos propagandísticos. Incrédulo, el
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poeta expresa en la coda o en el envío final su anhelo de trascendencia: Dios, las estrellas, los ángeles y la primavera final, “sin tiempo”, serán los objetivos de las ansias del poeta. De principio a fin Salinas se sintió seducido por los señuelos del mundo moderno, los artificios de la vida contemporánea y los reclamos publicitarios. Del entusiasmo inicial al desengaño final, las marcas comerciales aportaron a los versos del autor su lección de vida y existencia. Solo un gran poeta como Pedro Salinas podía convertir en poesía lo que inicialmente no era sino vulgar prosa comercial.
Bibliografía Bou, Enric y Elena Gascón Vera (coords.) (1993). Signo y memoria: ensayos sobre Pedro Salinas. Madrid: Pliegos. Debicki, Andrew P. (ed.) (1976). Pedro Salinas. Madrid: Taurus. Díez de Revenga, Francisco Javier (1977). “Los tres sonetos de Pedro Salinas”, en vv. aa. Homenaje al profesor Muñoz Cortés, i. Murcia: Universidad de Murcia, pp. 135-150. — (2009). “La poesía satírico-moral de Pedro Salinas”, en Los poetas del 27, clásicos y modernos. Murcia: Tres Fronteras, pp. 21-45. Guillén, Jorge (1971). “Prólogo”, en Pedro Salinas. Poesías completas, ed. S. Salinas de Marechal. Barcelona: Barral, pp. 11-48. Salinas, Pedro (2007). Obras completas i. Poesía. Narrativa. Teatro, eds. E. Bou y M. Escartín Gual. Madrid: Cátedra. Salinas, Pedro y Jorge Guillén (1992). Correspondencia (19231951), ed. A. Soria Olmedo. Barcelona: Tusquets. vv. aa. (1992). Homenatge a Pedro Salinas. Barcelona: Universitat de Barcelona.
Las ambivalencias del estereotipo en la poesía social del 50 Claude Le Bigot Université Rennes 2 / CELLAM
Introducción La llamada “generación del 50” ha sido objeto de múltiples valoraciones, entre las cuales destaca el congreso celebrado en Jerez de la Frontera, a finales del pasado milenio.1 Allí se dieron cita creadores, críticos, profesores universitarios y estudiosos para abordar las convergencias y divergencias de un grupo forzosamente proteiforme, dada la amplitud del periodo de producción abarcado, y para señalar asimismo los subgrupos coexistentes en un panorama marcado hegemónicamente por la tradición del realismo, aunque este evolucionara 1. Las actas que reúnen ponencias y comunicaciones se publicaron en el año 2000, con el título de El grupo poético del 50, 50 años después. La edición es un hito bibliográfico imprescindible como enfoque de una etapa sustancial en un debate ético-estético que no ha concluido aún.
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a comienzos de los sesenta hacia un “realismo crítico”. Frente a los mentores de la poesía social —Blas de Otero y Gabriel Celaya fundamentalmente—, la historia literaria puso de relieve la emergencia del grupo barcelonés, capitaneado por Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y el crítico José María Castellet, que por sus planteamientos inició una revisión drástica en cuanto a los objetivos militantes que se podían atribuir a la poesía social. Convencido de que la poesía no permitía transformar el mundo, ni derrocar el régimen dictatorial de Franco, que mantenía a España en un apabullante atraso cultural, el grupo barcelonés (agregando voces de fuera como la de Ángel González) contribuyó no poco a flexibilizar las pretensiones políticas de la poesía social, dejando constancia de un cambio de rumbo con unas obras que cobraron acentos personales y una indiscutible originalidad respecto de lo social. Sin embargo, pese a la calidad y a la riqueza de enfoques, no creo que se haya insistido en ningún momento, para explicar el desgaste estético de aquella corriente, en el papel del estereotipo, razón mayor si no del declive de la poesía social, sí de su revisión a partir de criterios que afectan más a la “ideología literaria” que a los requisitos políticos de una tendencia resueltamente antifranquista. Con el presente trabajo queremos examinar cómo el estereotipo de la España deprimida de posguerra configura un discurso orientado hacia la denuncia de todas las formas de opresión, lo que surgiría como reacción de hostilidad ante un resistencialismo exasperado, considerado como palanca de concienciación del lector. Ni Celaya ni Blas de Otero pecaron de insuficiencia de conocimientos teóricos sobre las capacidades del lenguaje. También resulta injusto el reproche de que se desentendieron de la calidad artística de sus versos, como se lee en muchos sitios, siempre por parte de los detractores de la poesía social. El profesor Miguel Ángel García hizo mucho más que desbrozar esta problemática en su libro La literatura y sus demonios. Leer la poesía social,2 al apuntar el falso dilema entre lo social y lo poético, como si la finalidad entrara en litigio con el principio de poeticidad. El estudioso ha advertido sagazmente la paradoja de que la crítica se interroge sobre el grado de poeticidad de la poesía social, pero no se 2. Véase el capítulo “Utilidad vs. poeticidad” (García, 2012: 199-205).
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plantee la misma cuestión a propósito de las otras corrientes estéticas. No obstante, las reservas que surgieron en el sector disonante del realismo crítico no carecían totalmente de fundamento, al centrarse en la fallida dimensión pragmática de cierta militancia literaria. Ahora bien, semejante enfoque apreciativo no ha permitido captar el carácter positivo que podían implicar ciertas visiones estereotipadas dentro de una sociedad ferozmente reprimida.
El estereotipo: una representación social ideologizada Que la poesía pueda mantener vínculos con la historia no es idea nueva; viene de lejos, cuando la épica se desarrolló en relación con el nacimiento de los estados modernos. Pero la politización de la poesía tuvo en España un antecedente específico en los años treinta con el Romancero de la guerra civil, que propició un mayor acceso al signo y a la cultura. Fue el momento de culminación de una cultura popular que pretendió reducir la distancia entre el pueblo y la élite mediante una transformación de la sociedad. No puede sorprender la importancia del estereotipo para construir un mundo ideal y verosímil, en torno a figuras claves (el opresor, el traidor, el invasor, el Frente Popular) marcadas forzosamente por un maniqueísmo extremo (Le Bigot, 1997).3 Los dos bandos que se enfrentaban no dejaban sitio para matizaciones, habida cuenta del antagonismo irreductible de los contrarios. El final es conocido: la victoria del bando franquista, que instauró una dictadura y llevó a cabo una sangrienta represión para borrar cuanto podía recordar a la experiencia republicana. Imponiendo un control absoluto de la sociedad civil para aplastar cualquier veleidad de resistencia, una mano férrea sojuzgó el país hasta sumirlo en un estado de sospechosa apatía, falsamente apellidada, gracias a la propaganda gubernativa, como “periodo de paz”. Pese a la vigilancia de los censores, por lo que toca a la producción literaria surgieron en la poesía los primeros conatos de protesta y resistencia frente al 3. Véase, en particular, la segunda parte: “Acteurs et actants dans le Romancero politique” (115-144).
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ambiente deprimido que asoló el país. En 1946 salió en las prensas clandestinas de la FUE un librito sin firma, titulado Pueblo cautivo, cuya autoría no fue revelada hasta 1981. Se deben al poeta Eugenio de Nora estos versos de afiladas aristas, que proporcionaban el patrón de una patria escindida, odiada y amada, en la cual había de plasmarse una voz lastimada, el estereotipo más duradero y preeminente de una interminable y cruel posguerra: Quiero poner un poco de luz en este acto de esclavitud y de mordaza puesta sobre sangre reseca o renovada: porque no son ajenos a tu vivir los que tacha con trazos de oscuridad y luna el enrejado de los presidios. (Nora, 1997: 43-44)
Y se va a repetir hasta la saciedad esta sangrienta división, que no deja de saldar las cuentas de la Guerra Civil. También Blas de Otero, en unos versos perfectamente ajustados, escribe: “Aquí yace / media España. / Murió de la otra media” (2013: 361). En 1959 ya está sólidamente arraigado en la poesía social el estereotipo de “las dos Españas”, en el que vencedores y vencidos constituyen el soporte estructural de un discurso de oposición. Pero cuando se hace con él un Gil de Biedma, el poeta intuye la capacidad sugerente del cliché si se le agrega un nuevo semantismo. Partiendo de la imagen gastada de un pueblo bajo el yugo dictatorial, el poeta suple lo ya leído en el contexto inmediato por una visión inédita y atrevida que refleja la miserable altanería de los vencedores. Un ambiente de hostilidad y persecución se desprende de la estrofa inicial, con resonancias del epígrafe rubendariano de “Años triunfales”: Media España ocupaba España entera con la vulgaridad, con el desprecio total de que es capaz, frente al vencido, un intratable pueblo de cabreros. (Gil de Biedma, 1991: 117)
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Dejemos de lado la ironía creada entre el título “Años triunfales”, que repite una formulación propia del franquismo, y la realidad de una España amordazada y represaliada para recalcar el posicionamiento de un poeta que renueva el cliché mediante un hábil aprovechamiento de lo que sugiere el epígrafe de Rubén Darío (“y la más hermosa / sonríe al más fiero de los vencedores”). La situación sórdida de los vencidos cristaliza en las “solitarias mujeres” volcadas “en los modos peores de ganar la vida”, y recarga de un modo polémico no el orgullo, sino la saña de los vencedores, rebajados al vil rango de “cabrones” (“un intratable pueblo de cabreros”). Apropiándose del contexto socioideológico, Gil de Biedma provoca una inversión de los valores de la casta dominadora. La privación de libertad, consecuencia inmediata para muchos militantes republicanos, constituye el núcleo matricial de un discurso de oposición a la dictadura y, sobre todo, permite atender a una red de temas que, por su reiteración, diseñan el tipo de escritura que caracteriza la primera época de la poesía social. Entre estos temas, la “represión” ocupa un lugar destacado por su capacidad de abarcar todos los antagonismos de ambos campos: por un lado, las víctimas (represalias, ostracismo, miseria social y económica); por otro, los verdugos (dominación y adoctrinamiento, según los principios del nacionalcatolicismo). En este esquema básico, nacido del enfrentamiento, se injertan otros temas centrados en la situación pasiva o en las consecuencias de la represión: dolor, llanto, exasperación ante la ausencia de un futuro mejor, sobre el cual el poeta aporta su testimonio. Pero existe también una vertiente esperanzadora, que la poesía social más combativa potenció con una fe absoluta en su poder federativo: la llamada a la solidaridad, el apoyo a las luchas sociales —hasta crearse un público ad hoc—, o la apelación a “la inmensa mayoría”, de acuerdo con el despertar del proletariado obrero y la realidad social del momento, pero acaso con cierta ceguera en cuanto al posible alcance real de los versos. Todo ello determinó el estancamiento de la poesía social cuando caía en el “obrerismo”, sin darse cuenta de que la estructura económica de la sociedad franquista había cambiado.
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Sin embargo, en el momento en que surge la dimensión testimonial y colectiva de la poesía social, lo que hoy nos parece un estereotipo no lo era de ninguna manera, pues predominaba aún la poesía existencial de la inmediata posguerra. El malestar generado por el descalabro moral y económico podía volver el lirismo hacia preocupaciones dictadas por un clima general de redención, y para ello la veta religiosa era la opción más frecuente. Conocida es la significativa ruptura de Blas de Otero, al proclamar en sus versos: “Definitivamente, cantaré para el hombre”. La rehumanización de la poesía mediante las referencias a una realidad identificable y concreta iba a ser el vector más potente del nuevo cometido asignado a la lírica. La poesía reflejaba la situación concreta del hombre en una sociedad bajo control. Y, de hecho, se anticipó a la narrativa a este respecto. Entonces se planteó la cuestión de cómo plasmar las huellas de una historia convulsa, que no encontraba cabida en ningún otro género. En este dispositivo, los clichés y estereotipos desempeñan un papel fundamental, porque el estereotipo funciona como mediación entre el individuo y la sociedad, como huella de la sociedad en el texto literario. Como corolario a la sujeción de los vencidos, perseguidos y castigados, los temas que sirven de soporte a las lacras del ostracismo y la marginación social son el hambre y la falta de recursos económicos. Así se impuso en el discurso de la poesía social una visión “miserabilista” que, por ser consecuente con una realidad muy deprimida, podía generar una forma de derrotismo o, en el mejor de los casos, una adhesión superficial a la resignación para aguantar los ramalazos de los poderes fácticos. Este panorama de la vida social, con su alto nivel de mendicidad, con sus estratagemas y fraudes para salir adelante —sin distinguir siempre la frontera entre lo bueno y lo malo—, constituye el telón de fondo de un discurso que no quiere ocultar la verdad. Una verdad que, detrás de los harapos de la miseria, deja entrever la responsabilidad moral de los gobernantes del “orden nuevo”. Véase, por ejemplo, “Visita a los pobres”, de José María Valverde: En los años del hambre —como dicen los que no la han saciado todavía—, estudiantillo imberbe, acompañé
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algún tiempo, en mañanas de domingo, a los visitadores de los pobres, sencillos caballeros, casi todos profesores modestos y abstraídos, de raído gabán y claras gafas. Entre el barro o el vaho, avergonzados de dar un duro en vales para pan, tomados por algunos como agentes de la Embajada nazi, comprobaban lo mismo, año tras año, consternados: la familia entre latas, con el cerdo, padres y niños, todos sifilíticos, menos la mayorcita que era de antes que el marido... (en García Hortelano, 1980: 116-117)
A su vez, reaccionando ante “la campaña de Navidad” gestionada desde las esferas oficiales, María Elvira Lacaci se pregunta sobre la exigüidad de semejante caridad, que apenas logra difuminar la enorme injusticia social y deja en una tremenda escasez a muchas familias. El tono discretamente acusatorio sabe manejar la emoción con la fuerza de una metáfora no necesariamente nueva, pero remozada por su contexto interno: Estamos en diciembre; “Campaña de Navidad para los niños pobres”, es el eslogan que recorre el aire. Bella nota de amor humano, en estos días fríos, íntimos de niñez, pero nadie pregona: “Campaña para adultos”, ni nadie los recuerda, y nadie compadece a esos seres que gritan mudamente su angustioso vacío en medio de los otros, de los ya saturados. [...]
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Claude Le Bigot La voz de la familia es mucho más intensa que la del Pesebre. Y mordemos. Mordemos los recuerdos, mordemos la distancia para evitar que el Tiempo se adelante y nos hinque sus feroces colmillos en el alma. (en Luis, 1981: 344-347)
Llama la atención, al final del poema, la utilización estilística del cliché: “[hincar] sus feroces colmillos en el alma”. La alusión a un Cronos devorante y despiadado (feroces colmillos) no se limita por supuesto a evocar la fatalidad de cualquier destino humano, sino que el objeto es “el alma”, palabra con una fuerte connotación religiosa. Así, la crítica que aflora dentro del contexto global de la Navidad denuncia las contradicciones de una festividad cristiana que en un principio señalaba la humildad del niño Jesús, nacido en un “Pesebre”, entidad destacada en mayúsculas por la poeta y que sustituye la designación más noble (el “Belén”). En este caso el cliché no es puro adorno, sino un elemento significativo del texto global de “Campaña de Navidad”, que conlleva implícitamente una condena de la colusión ideológica entre el Estado y la Iglesia. Así se entiende perfectamente que Leopoldo de Luis incluyera este poema en su antología Poesía social (1965). Frente a la desolación que caracteriza el ambiente de guerra, el hombre se siente solo y desamparado, pues volverse hacia la fe redentora y la misericordia divina ya no basta para encontrar la paz. La irrupción del clero católico y de sus satélites caritativos ofrece un marco de contención social que no infunde confianza por su alianza con un poder brutal, y al fin y al cabo muy poco evangélico. De ahí los signos frecuentes de una crisis espiritual, experimentada por varios poetas que ya no podían soportar tales contradicciones. El caso más conocido es el de Blas de Otero, en Ángel fieramente humano (1950), a través del poema “Hombre”: Luchando, cuerpo a cuerpo con la muerte, al borde del abismo, estoy clamando a Dios. Y su silencio, retumbando, ahoga mi voz en el vacío inerte. (Otero, 2013: 148)
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También puede verse en “Poderoso silencio”: Poderoso silencio con quien lucho a voz en grito: ¡grita hasta arrancarnos la lengua, mudo Dios al que yo escucho! (2013: 165)
La sensación de vacío, aunque parece ceñirse al caso de un individuo que ha perdido la fe y que se encuentra en plena crisis existencial, tiene una significación más amplia, que rebasa el marco estrictamente religioso para apuntar la negación del Hombre gestada desde un régimen tiránico, al fomentar el rencor, el odio, la desgracia. Tal sentimiento de abandono es compartido por otros poetas del momento que, sin embargo, no conocieron la misma evolución ideológica que el poeta bilbaíno. Es el caso de Jesús Hilario Tundidor en Río oscuro (1960): Oh bájate, Hombre-Dios, sal de tu perra, vente a llorar y compartir conmigo que aquí tenemos el infierno en tierra. (Tundidor, 1960: 17)
El propio Leopoldo de Luis condensa en su obra, a partir de El extraño (1955), los antagonismos que urdió una sociedad no reconciliada consigo misma. Ahí va un cuarteto que resume todo el dolor generado por las relaciones sociales falseadas por un poder que se las arregló —gracias a su sistema de propagada— para desvirtuar las palabras que tuvieron que haber consolidado la sociedad civil, como paz, amor y libertad: Amargo el pan, la libertad negada, amor que es odio, paz que es turbia guerra, seco rencor que nunca olvida nada, desde su altura el cielo nos destierra. (Luis, 2003: i, 253)
La última oración —“el cielo nos destierra”— participa del estereotipo del “silencio de Dios” explicado anteriormente, pero, al escoger el verbo “destierra”, Leopoldo de Luis remite a un castigo fuerte (privación de bienes materiales y oficio), lo que equivale a una “muerte
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social” sentenciada por una divinidad terrenal, que el lector identifica con la autoridad política. Finaliza este mismo poema con la metáfora continua del hambre, que remite a un castigo concreto, aplicado por una mano invisible. De ahí la angustiosa sensación de abandono y desaliento: Cuanto tocan los dientes con su frío, cuanto en la mordedura se cercena, se vuelve masa de amargor y hastío. Solo comemos soledad y pena. (2003: i, 253)
Así que la poesía social arranca con un estereotipo en el cual subyace lo que Marc Angenot llama un “ideologema”,4 que en este caso designaría el “enemigo interior”, cuya persecución es reveladora del sistema policial instaurado por la dictadura y regulado por el axioma del Vae victis, hasta la eliminación del enemigo o, con el tiempo, su “desmemorización”. Tal situación, considerada desde el bando de los represaliados, pasa primero por la afirmación de que es imposible ahogar definitivamente el ansia de libertad y esperanza. En particular, la suerte de los prisioneros políticos daría lugar a una serie de clichés que encontraron reiteradas manifestaciones en los poetas sociales —y no solo en los que tuvieron que aguantar penas de cárcel, sino en otros muchos que ya comenzaban a expresar su solidaridad con los presos—. Hay abundantes poemas que desarrollan el motivo de las “alas impotentes”, como “Sin alas”, de Leopoldo de Luis:5 4. Según Marc Angenot (1982: 179), el ideologema es un axioma subyacente a un enunciado cuyo sujeto lógico pertenece a un ámbito de sentido particular, como puede ser “el enemigo interior”, “la solidaridad de clase”, “la cultura”, “la inmensa mayoría”, “la revolución”, incluso “el ansia de libertad”, a sabiendas de que el predicado regido por la noción diseña una determinada representación social. Tiene algo que ver con el tópico de la teoría aristotélica, pero queda latente o implícito. A nuestro modo de ver, el estereotipo es la manifestación textual de un ideologema. 5. Recordemos que Leopoldo de Luis fue encarcelado en el penal de Ocaña de 1939 a 1942 por su compromiso en el campo republicano.
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Estas alas no vuelan: si las bato desde la tierra azul de la esperanza al aire dan su cálido arrebato, pero la altura libre no se alcanza. Son alas para el sueño solamente y atrás dejan el cuerpo grave, oscuro. (2003: i, 300)
Cabe señalar que el cliché no orienta siempre el significado hacia un reduccionismo opuesto a la singularidad. El caso de Leopoldo de Luis es ejemplar cuando, a partir de la libertad soñada, intenta superar el confinamiento apelando a una postura a lo Schopenhauer, que invita a contener el dolor, el desconsuelo, la soledad. Es inútil quejarse de la desgracia: lo que importa es alzarse contra ella desde un estado de inquietud. En este sentido, el poeta o el filósofo disponen de la posibilidad de expresarse —o sea, de fundamentar un desconsuelo— fuera de toda ilusión. De ahí la “segismundización” de la situación del preso: Nos soñamos la vida, nos hacemos la vida sueño a sueño. Levantamos de nuestra noche muros, edificios descorazonadoramente humanos. [...] Y al despertar es cuando comprendemos que era la realidad lo que soñábamos. (2003: i, 296-297)
No se trata de confundir la poesía carcelaria (Miguel Hernández, Marcos Ana, Carlos Álvarez) con la poesía social —aunque, metafóricamente, España fuera en la inmediata posguerra un inmenso penal—. Cuando surgió la poesía social, su protagonismo cuajó masivamente, y hay que buscar en su dimensión pragmática las razones de su éxito. Frente al oscurantismo encarnado por el nacionalcatolicismo, algunos temas impusieron su protagonismo gracias al efecto federativo que conlleva la estereotipia; entre ellos, como se ha señalado, la solidaridad, la revolución, el obrerismo o la “inmensa mayoría”.
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El estereotipo como construcción de un código literario Tal vez sea necesaria muchísima ingenuidad para creer, como afirmaba Gabriel Celaya, que la poesía podía ser un instrumento capaz de transformar el mundo. Más allá de la polémica entre Carlos Barral y Carlos Bousoño en torno a si la poesía era comunicación o conocimiento (1952-1953), la raíz del debate reside en la función social de la poesía. Nacida en una época en la que en España comenzaban a organizarse en profundidad las luchas sociales, la poesía social acompañó el fuerte empuje de las teorías marxistas y, sobre todo, fomentó una práctica literaria que se proponía llevar a cabo una crítica consciente de la ideología capitalista. Sería un error creer que Gabriel Celaya tenía una concepción mecanicista de la literatura (véase El arte como lenguaje),6 y absurdo considerarlo como un sepulturero de la dimensión artística del lenguaje poético. Su obra, como la de otros poetas sociales, surgió en un momento en que, como dio a entender Antonio Gamoneda, “el realismo estaba constituyéndose en un deber”. Lo importante para quien reflexiona sobre la literatura, a la hora de valorar la supuesta eficacia del texto, es relacionar lo social con la textualidad misma, sin perder de vista la historia de la sociedad de clases. Para los poetas sociales, España es una realidad que hay que inventar; es necesario deshacerse de la visión falsamente “pacificada” que quiso imponer el Régimen, situación que atormenta el espíritu de Gabriel Celaya en los inicios de Cantos iberos (1955), cuando el poeta apunta el eslogan triunfalista de los nuevos dueños del país. Esta España esencial a la que aspira el poeta es al mismo tiempo emocional y vive en sus propios adentros: [E]stá en mí, no la pienso, no puedo pensarla según la teoría con que quieren castrarla los que en nombre de un pasado dicen: gloria, punto y raya. (Celaya, 1969: 600)
6. Texto de 1951 recogido por Juan José Lanz (2009: 77-106).
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Pero esta dualidad de valores, así percibida por otros poetas, exigía un compromiso ético antes que cívico. Celaya piensa que se puede transformar este antagonismo en fuerza constructiva desde un espacio concreto: Tú eres mi aire y mi tierra, tú, mi cuerpo y mi elemento, y al maldecirte, maldigo de mí mismo porque pienso que aún no cumplí lo que debo. (1969: 601)
Esta España concreta que el poeta venera es una realidad que se inventa cada día colectivamente, a través del trabajo y la cultura, hasta la rehabilitación de lo que no debió haberse derrocado. Muchos poemas de Cantos iberos tienen un valor programático en cuanto la edificación de un mundo mejor, apoyándose en las masas trabajadoras para transformar la sociedad. Los títulos alegóricos o simbólicos son suficientemente expresivos para intuir el contenido: “España en marcha”, “Manos a la obra”, “La dificultad y el deber de la acción”, “España en pie”, “Todo está por inventar”, “Defendamos nuestra vida”, o “La poesía es un arma cargada de futuro”. Para realizar esta transformación o revolución se necesita una honda solidaridad, y está claro que la base reivindicativa la constituyen las filas del proletariado organizado. Así se observa en aquellas frases que recuerdan lemas o consignas de un partido democrático, en una terca voluntad combativa por una sociedad ideal: “la justicia no es regalo”, “la libertad se conquista”, “queremos la paz”, “nuestras manos obreras darán forma a la esperanza”, “cuando luchamos, creamos”. El tono exhortativo acompaña estas sentencias que movilizan a las masas. Este fue un credo ampliamente compartido por la oposición al franquismo, que también intentó ganar para su causa a los decepcionados o a los desilusionados del Régimen, impacientes por disfrutar las ventajas de una sociedad pacificada por el consumo: ¡Camaradas!, nuestra lucha es eficaz. Vencedores o vencidos, salvamos la libertad, la dignidad de ser hombres, la alegría del mañana, la juventud natural. (1969: 623)
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Claude Le Bigot La justicia no es regalo. Hay que hacerla cada día golpeando y golpeando. (1969: 611)
Forzoso es reconocer que la figura del obrero es la realidad a partir de la que cristaliza una promesa de futuro, y este referente, por remoto que parezca, es suficiente incentivo para configurar en los poetas sociales una “escritura”, en el sentido barthesiano de la palabra, o sea, “un acto de solidaridad histórica”: “la escritura es la relación entre la creación y la sociedad, es el lenguaje literario transformado por su destino social” (Barthes, 1972: 14. La traducción es mía). El ensayista apunta a través de los rasgos definitorios de la escritura una dimensión social y cultural que la emparenta con el cliché. Adoptarlo es asumir con un lenguaje específico su vinculación con un grupo social determinado. En este caso, el cliché o el estereotipo —entre ellos solo existe una diferencia de extensión— es una manera de manifestar su cultura, así como la ideología que conlleva. La figura del obrero fue acaso, a machamartillo, la encarnación de cierta vulgata marxista, de la que se apoderó el poeta social como herramienta conceptual. La figura del obrero era sumamente positiva para un lector que el poeta imaginaba o consideraba a su propio nivel, involucrado en la representación de la sociedad y del individuo que tal literatura pretendía promocionar. En semejante operación hay que reconocer que el estereotipo tiene una función activa, aunque esté al servicio de una ficción: el estereotipo confiere a la ficción un poder cohesionador, ya que facilita una consolidación de la creencia. El poema “Patria de cada día”, de Leopoldo de Luis, ejemplifica plenamente la figura del obrero y su labor salvífica en la construcción de una patria respirable: Cada uno en el rumor de sus talleres a diario la patria se fabrica. El carpintero la hace de madera labrada y de virutas amarillas. El albañil de yeso humilde y blanco como la luz. El impresor de tinta que en el sendero del papel se ordena en menudas hormigas. [...]
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Cada uno hace la patria con lo que tiene a mano: la sumisa herramienta, los vivos materiales de su quehacer, un vaho de fatiga, una ilusión de amor y, al fin, la rosa de la esperanza, aún en la sonrisa. (Luis, 2003: i, 322)
Esta misma manera de ensalzar al obrero se encuentra en otros muchos autores que compartieron las mismas convicciones. El obrero es portador de una fe inquebrantable en la construcción de un porvenir mejor, como se observa en la siguiente composición de Jesús Lizano: ¿Quiénes son los obreros? No admito ningún nombre, sino el de creadores, el de hombres buenos. Salen apresuradamente, acuden al tranvía o al metro, a los caminos o al campo. [...] Acudimos dejando atrás los sueños, las palabras inútiles, los malos pensamientos, los falsos mundos y, cuando podemos, el miedo. [...] ¡Vamos en busca del hombre concreto! (en Luis, 1981: 410)
Otras veces el poeta confía en la capacidad regeneradora de los trabajadores, las fuerzas vivas del país y una referencia imprescindible para que España vuelva a ser un lugar habitable. Parafraseando la famosa frase de Joaquín Costa, “cerremos con tres llaves el sepulcro del Cid y acudamos a las necesidades del día”, Blas de Otero pasa revista en una larga letanía a los oficios, desde el más humilde hasta los más adelantados, y escribe un himno al trabajo tanto manual como intelectual, ya que la unión de ambas actividades configura un ethos laboral en el cual se plasma el empuje revolucionario: el pueblo unido forma desde su diversidad un frente de lucha para defender sus intereses. El lector reconoce inmediatamente la doctrina marxista
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de la década del cincuenta, así que no puede extrañarle la conclusión edificante con la que Blas de Otero redondea su enumeración: Nuestro destino está “en las manos de los que aran la tierra, de los que cavan la viña, de los que plantan el naranjo de los que pastorean la cabaña, de los que arrancan el mineral, de los que forjan el hierro, de los que equipan la nave, de los que tejen el algodón, de los que conducen el tren, de los que represan la lluvia, de los que construyen los puentes, de los que estampan los libros, de los que acaudalan la ciencia, de los que hacen los hombres y los ciudadanos educando a la niñez. La revolución no es aquí meramente un derecho: es ante todo y por encima de todo un deber. Hemos faltado a él y lo estamos expiando”. (Otero, 2013: 494)
Tal es el estereotipo que se va a repetir a lo largo de los cincuenta, como fijación del poder de la palabra en el que creen los poetas sociales: cierto es que al final se convertiría casi en un revulsivo por no alcanzar sus objetivos, pero en su momento de mayor adhesión confió en la posibilidad de zarandear el régimen dictatorial. No obstante, la ambivalencia del estereotipo hace que perduren sus efectos positivos. Puede decirse que el estereotipo convierte su soporte en objeto transicional: en una herramienta que permite repetir, según un proceso en renovación constante, un combate sin acabar. Esta intuición está presente en la obra de Gabriel Celaya, metaforizada por el ahínco del herrero: Soy la luz y el martillo, soy el terco trabajo de los hombres cualquiera, y ese motor sin pausa que afirma y más afirma, golpe a golpe labrando la estatua colectiva. (Celaya, 1969: 507)
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Celaya se atreve incluso a difuminar el concepto burgués de “autor” para diluirlo en lo que hemos llamado el ethos laboral: Trabajad, camaradas. Trabajad en lo oscuro. Sois la semilla activa de un radiante futuro. La nueva poesía sin autor que amanece adelanta la santa conciencia de un nosotros. (1969: 519)
Ahora bien, indagar en la poesía social para valorar su posible eficacia coyuntural rebasaría el marco de este estudio, limitado a la cuestión del estereotipo. La meta de los poetas sociales desembocaba en una perspectiva sociológica que planteaba un reto insuperable. ¿Cómo hablarle a la inmensa mayoría en un país donde el estado de cultura sufría un atraso considerable? ¿Cómo alcanzar dicha mayoría sin consentir cierto sacrificio artístico y personal? Fueron preguntas que se formularon en su momento críticos y estudiosos, aunque generalmente coincidieron en la idea de que se trataba de un sacrificio no compensado (García, 2012: 144 ss.), porque al fin y al cabo no iba a producir revolución alguna.7 Blas de Otero contaba con la difusión del libro de bolsillo —además de la industria del disco— para conseguir un público masivo, pero al mismo tiempo era consciente de las limitaciones debidas a las circunstancias históricas, como la censura y los hábitos culturales. Lo recuerda explícitamente en varios poemas de Que trata de España (1964). El epígrafe de “c.l.i.m.” dice: “En las condiciones de ‘nuestro hemisferio’, la literatura no es ‘mayoritaria’ por el número de lectores, sino por su actitud ante la vida”, y la conclusión del mismo poema afirma: Soy solo poeta:8 levanto mi voz en ellos, con ellos. Aunque no me lean. (Otero, 2013: 437-438) 7. El auténtico empuje mayoritario en términos de difusión se produce tardíamente, en los últimos años del franquismo, tal vez precedido por el éxito de la canción protesta, cuando Blas de Otero integra con Verso y prosa la incipiente colección “Cátedra”, que se edita para estudiantes de bachillerato y universitarios. Vendrán después, a partir de 1977, otras antologías editadas por la colección de bolsillo de Alianza Editorial. 8. En cursiva en el original.
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Otros ejemplos de esta actitud son “Mientras viva” o “Noticias de todo el mundo”, pertenecientes también a Que trata de España: Podrán herirme, pero no dañarme. Podrán matarme, pero no morirme. Mientras viva la inmensa mayoría. (2013: 437) Da miedo pensarlo, pero apenas me leen los analfabetos, ni los obreros, ni los niños. Pero ya me leerán. Ahora estoy aprendiendo a escribir, cambié de clase. (2013: 433)
Cabe preguntarse entonces si el estereotipo no constituía la vía más segura para granjearse un público entre las gentes con poca afición a la lectura, debido a que las condiciones socioeconómicas las mantenían alejadas de la cultura. Por eso surgió la idea (tan manida) de que los poetas sociales podían ser la voz de quienes no tenían voz.9 Partiendo de la misma constatación, de que eran miembros de una sociedad “bajo tolerancia”, otros poetas sociales lanzaron su grito de solidaridad equiparando su estatuto social con el proletariado y acudiendo al lema popularizado por Gabriel Celaya (1969: 631): “Me siento un ingeniero del verso y un obrero / que trabaja con otros a España en sus aceros”. Ya desde el conocido poema “A Andrés Basterra”, el autor había tendido un puente entre los oficios mecánicos y la actividad intelectual, en cuanto que ambos sectores trabajaban por un objetivo común, una sociedad mejor y más fraternal: Tampoco tú sabías cómo andaban mis nervios, ni que escribía versos —siempre me ha avergonzado—, ni que yo y tú, directos, podíamos tocarnos, sin más ni más, ni menos,
9. Fue durante algún tiempo una perspectiva compartida también por José Agustín Goytisolo: “Claridad, no te apartes / de mis ojos, no humilles / la razón que me alienta / a proseguir. Escucha, / detrás de mis palabras, / el grito de los hombres / que no pueden hablar” (“Yo invoco”, en García Hortelano, 1980: 157).
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cordialmente furiosos, estrictamente amargos, anónimos, fallidos, descontentos a secas, mas pese a todo unidos como trabajadores. (Celaya, 1969: 377)
Consciente de que el intelectual puede ajustarse a la defensa de los mismos intereses de clase, Celaya reincide en este tema nuclear de la poesía social, que llegó a ser el estereotipo más destacado en su empresa emancipadora. Por lo menos así lo sentían algunos pioneros, al darle un nuevo rumbo a su obra poética: Redescubro mi arte. Redescubro la parte activa y salvadora de mi lírico oficio. Comprendo que, arte y parte, también cuento en el todo. Comprendo que el poeta debe alumbrar conciencia. Con la oscura materia del dolor colectivo, con el pálpito vago de quien siente y se ignora, debo crear sistemas felices de palabras que puedan repetirse vitalmente creciendo. (1969: 518)
Modificando levemente el cliché, para no caer en el obrerismo, Blas de Otero afirma su vinculación con la gente sencilla y “aprende a escribir” para darle a su verso un deje popular: Da vergüenza encender una cerilla, quiero decir un verso en una página, ante esos hombres de anchas sílabas, que almuerzan con pedazos de palabras. (Otero, 2013: 430)
También Leopoldo de Luis vuelve a considerar la equivalencia entre “obrero” y “poeta” para situar en el mismo plano el trabajo del carpintero y la fábrica del verso, intentando fomentar una materialización de la emoción desde una palabra cordial y coral: Esta materia en que trabajo apenas suena bajo mi mano. En el silencio tu vecindad se crece rumorosa. Yo mis humildes materiales dejo
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Claude Le Bigot para escucharte. Pluma, papel, pobre palabra que deshace el tiempo... También quisiera yo lograr ahora el seguro destino de tu esfuerzo. [...] Como necesarios utensilios, dejar palabras, versos, sobre los que apoyar la vida. Como lisas tablas de paz. Ser carpintero de esas vivas maderas en que el hombre ha de dejar su corazón [...] No es posible olvidar la materia en que ponemos esta pasión diaria. De las palabras crece un manifiesto de sangre y de verdad. Una esperanza luminosa y común. Callado obrero de esa hermosa madera, cada día trabajo contra el terco desaliento. (Luis, 2003: i, 320-321)
Asimismo, partiendo de un símil parecido, el autor identifica la voz tronante del poeta con el trabajo del herrero: Como el herrero contra el yunque día a día el duro material trabaja, tomo el metal oscuro de estos versos, la sonora hoja azul de estas palabras, las saco al rojo de mi lumbre, templo su hierro sumergiéndolo en el agua de mis ojos y busco una vez y otra conseguir un acero de esperanza. (2003: i, 385)
Lo que de buenas a primeras surge como un estereotipo no siempre acusa un desgaste por su reiterada presencia. En el mejor de los casos da cabida a la invención, o por lo menos es el vector de una rematerialización de la expresión poética: esa es también la reacción de
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los poetas sociales contra “los celestiales”.10 No es este el lugar para desarrollar la aportación muy positiva que permitió aunar materia, vida y pensamiento. Leopoldo de Luis, con una serie de poemas incluidos en Juego limpio (1961), dio una forma palpable a lo que intuía en cuanto a la unidad de la materia.11 Y este proceder encaja eficazmente con una recepción asimilable por el mundo laboral. Desde la materia prima labrada por la mano del hombre hasta los productos más sutiles del arte, pasando por las penas y fatigas del cuerpo dolido, el poeta capta la dinámica de la vida. Esto sí puede salvar al estereotipo de la mala opinión que la crítica literaria le atribuyó muchísimas veces, tachándolo de ejemplo de mal gusto o de deficiencia artística. En nuestro trabajo hemos omitido deliberadamente una definición precisa que permitiera diferenciar el estereotipo del cliché, para atenernos únicamente a su funcionamiento global, ya que ambos conceptos designan lo ya visto, ya leído (Amossy, 1991; Amossy y Herschberg Pierrot, 1997). Pero se entiende que los dos mecanismos lingüísticos no afectan a los mismos niveles del lenguaje. Mientras que el cliché (nivel lexemático) consiste en una trivialización de la unidad discursiva y tiene que ver con lo que la tradición retórica llama elocutio, el estereotipo está vinculado con la inventio y designa una estructura conceptual osificada (nivel semántico-argumentativo). Lo cierto es que el estereotipo es una estructura discursiva que se impone por su carácter reiterativo, pero no por eso implica siempre un tipo de pensamiento enquistado en el discurso. Por el contrario, no se corroe tan rápidamente, e incluso tiene capacidad de renovarse. Lo que el estereotipo afirma —a través de su repetición— es la permanencia de una vinculación entre lo real, lo imaginario y lo simbólico. En suma, el estereotipo permite avanzar sin salir del camino trillado, sin correr el 10. Así llamó José Agustín Goytisolo a los poetas garcilasistas, preocupados por “cantar los asuntos / maravillosamente insustanciales”, a los que oponía “los poetas locos, que, perdidos / en el tumulto callejero, cantan al hombre [...] / pidiendo paz, pidiendo patria, / pidiendo aire verdadero” (en García Hortelano, 1980: 151-153). 11. Véanse, en Juego limpio, “La edad de los metales”, “Metal caliente”, “Conducción”, “La fragua”, “El metal maleable”, “El hierro”, “El clavo y la bisagra” o “El imán”.
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riesgo de despistar a los lectores. Estereotipo o cliché no pueden confundirse en el sistema de la lengua con una imagen llevada a los límites del desgaste. Bien mirado podría decirse que, en los ejemplos más interesantes, lo que se ha perdido en novedad encuentra una compensación en lo que se conserva como carga afectiva. No se puede explicar de otra manera el interés que el público popular sigue manifestando hacia el discurso de una poesía social que reconoce instintivamente. Desde su banalidad, ¿no sería el cliché el intertexto de los lectores más humildes o, dicho de otro modo, el intertexto de lo cotidiano? En efecto, está hecho de cuanto acarrea la lengua, como giros populares, sintagmas más o menos lexicalizados y discursos preestablecidos que no son de nadie porque son de todos. Es interesante señalar que una puerta de salida para renovar el cliché fue precisamente el discurso irónico iniciado por la segunda generación de posguerra. Este planteamiento se observa especialmente en Ángel González, pero también se encuentra a veces en poetas de extracción burguesa, como Gil de Biedma, que tenían que superar cierta “mala conciencia”. Enfrentado a los antagonismos de clases que hemos evocado anteriormente como eje estereotipado de la poesía social, a Ángel González se le ocurre contextualizarlos a partir de una situación paródica o irónica, como en el conocido poema “Discurso a los jóvenes” (González, 2004: 115-117). Acudiendo al símbolo de la “Piedra” para designar el papel de la Iglesia —que aúna intransigencia e insensibilidad con una virtual actuación protectora que hubiera correspondido mejor al espíritu de su misión evangélica—, el poeta alcanza un mayor grado de causticidad al hablar de “Piedra blanca”, porque así eleva la institución a un nivel de “pureza irrespirable”. Por su parte, el calificativo “petrificado” remite al inmovilismo que, en vez de ayudar al pueblo, prefiere mantenerlo en estado de postración. Existe, pues, un doble significado de piedra: símbolo de una institución inflexible y virtud desnaturalizada que se convierte en defecto al ser pura intolerancia (“para asfixiar en moldes apretados / todo lo que respira o que palpita”). Este mismo mecanismo se manifiesta en la comparación de los militares con “arcángeles vestidos de aceituna”, en un giro muy hábil y absolutamente corrosivo. Además de denunciar
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la connivencia entre el Ejército y la Iglesia (con el beneplácito de la Falange), que presenta a los militares como el brazo secular del Poder (“fuego y hierro”), hacer de ellos los mensajeros de Dios resulta a la vez cómico y denostador, dada la extrañeza de convertir a las hordas fascistas en una milicia divina. La ironía, en este caso, está al servicio de la invectiva. La misma ironía referencial funciona en los versos que Ángel González dedica en este poema a la sátira del capitalismo. El punto de partida, que muestra la prestigiosa e influyente posición social que ocupa el capitalista, no se subordina a los sentimientos de admiración y respeto. El capitalista —oligarquía financiera e industrial, aristocracia terrateniente— simboliza a todo aquel que saca un provecho vergonzoso de la explotación más brutal, sin retribuir en su justo valor la fuerza de trabajo. Así, un verso como “poderoso impulsor de nuestra vida” conlleva una tajante ironía. A pesar de que el verso podría significar literalmente que el obrero recibe una justa recompensa por su trabajo, sabemos que la realidad socioeconómica era muy diferente, pues el trabajador malvivía con escasas remuneraciones. La ironía de Ángel González saca a flote una serie de acusaciones que muestran la soterrada condena del franquismo. Si se considera la ironía como un arma retórica, hay que recordar también que, entre los poetas de la generación del medio siglo, la orientación crítica fue el resultado de una postura ética que consideraba que la literatura no podía ser un adorno o una actividad de puro esparcimiento. En ambos casos, el lector reconocerá el uso de la ironía aplicada a la denuncia del consabido antagonismo de clases: burguesía vs. proletariado. El estereotipo escenificado por Ángel González en “Discurso a los jóvenes” tiene tres niveles de lectura o de interpretación. En un nivel de primer grado, con valor denotativo, el estereotipo finge ser el discurso de un jerarca a sus jóvenes herederos y aboga por la preservación de los privilegios de clase. En un nivel de segundo grado, con valor connotativo —en el cual el estereotipo se presenta como indicio de la cultura oficial que permite la sujeción de los trabajadores—, entramos ya en la denuncia social de la maquinaria alienadora. Existe también un tercer nivel, con valor metalingüístico, en el cual el estereotipo se revela como signo paródico que exhibe su propio funcionamiento literario.
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Esta matriz formal puede verse también en la obra de Gil de Biedma, pero esta vez la crítica se dirige al propio egoísmo de la clase burguesa, lo que exige que el propio poeta se someta a la autoironía.12 En “Infancia y confesiones”, el nivel denotativo apunta a la vida acomodaticia de la burguesía catalana. A su vez, el nivel connotativo se centra en gentes no nombradas de las que “[s]e contaban historias penosas, / inexplicables sucedidos”. Finalmente, el nivel metalingüístico introduce la ironía que cuestiona el egoísmo de la clase burguesa. En el citado poema, Gil de Biedma escribe: “Mi infancia eran recuerdos de una casa / con escuela y despensa y llave en el ropero”. Al famoso verso con el que Antonio Machado evocaba el trato con los hombres, la sencillez y la amistad, se contrapone el ámbito opulento y restringido al amparo del cual transcurrió la infancia de Gil de Biedma. Pasa igual cuando el autor glosa el verso de Alberti (“Yo nací —¡respetadme!— con el cine” vs. “Yo nací [perdonadme] / en la edad de la pérgola y el tenis”) para obtener así un hábil contrapunto irónico. Gil de Biedma opera una significativa sustitución de palabras: el “perdonadme” se convierte en autoironía, pues los ocios practicados por un joven burgués de los años cuarenta no tienen nada que ver con el entusiasmo que suscita una técnica volcada hacia la cultura de masas. Ahora bien, lo esencial es que el lector esté abierto a la polivalencia del estereotipo y capte sus diferentes niveles de significado. Un mismo estereotipo puede considerarse en distintos niveles como un signo ordinario, como una referencia cultural de tipo simbólico o icónico, y como un signo que exhibe su propia literariedad (parodia, ironía, sarcasmo...). Este esquema teórico, inspirado en el ensayo de JeanLouis Dufays (1994: 225-262), no solo arroja luz sobre la polisemia virtual del estereotipo, sino que también esclarece la fortuna irregular de su percepción, explicando, de paso, por qué algunos poetas sociales se salvaron y otros cayeron en el olvido. La presencia del estereotipo 12. Véase algo similar en “Barcelona ja no és bona, o mi paseo solitario en primavera”: “Oh mundo de mi infancia, cuya mitología / se asocia —bien lo veo— / con el capitalismo de empresa familiar! / Era ya un poco tarde / incluso en Cataluña, pero la pax burguesa / reinaba en los hogares y en las fábricas, / sobre todo en las fábricas —Rusia estaba muy lejos / y muy lejos Detroit” (Gil de Biedma, 1991: 80-81).
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determina la potencia del compromiso. En otras circunstancias desarrollé, a propósito de la obra de Blas de Otero, la idea barthesiana de “la responsabilidad de la forma” (Le Bigot, 2010: 83-102), afirmando que para un escritor el compromiso no podía confundirse con un compromiso político en el sentido restrictivo de la palabra; que su compromiso era al mismo tiempo ético y estético. Por esta misma razón, los libros de poesía dotados de mayor capacidad de impacto son aquellos que manejan las potencias del lenguaje con suficiente densidad y belleza como para indagar en los mundos imaginarios. En el marco de una actividad artística que pretendía enfrentarse con la realidad cotidiana, los poetas sociales intuyeron el interés de la ambivalencia del estereotipo, que dejó de considerarse como una forma fosilizada de pensamiento. Así se desplazó el paradigma de una forma de pensar que fue capaz de ver, más allá del rechazo de los convencionalismos, la posibilidad de aprovechar la plurifuncionalidad del estereotipo, a sabiendas de que este siempre conserva una parte de verdad.
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La musa publicitaria Entre el verso y el eslogan
El alma en el tenderete: concordancias y fuga de tres poetas del 68 (Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión y Aníbal Núñez) Ángel L. Prieto de Paula Universidad de Alicante
Niños de la posguerra En “Juventud y confusiones”, poema de Antonio Martínez Sarrión perteneciente a uno de sus libros de senectute titulado Poeta en diwan (2004: 95-96), alude el autor a su antigua intención, incentivado por la fantasía lisérgica sesentayochista, de urdir un plan de construcción poética que partiría del feísmo nerudiano de los años treinta y la sordidez urbana del primer Eliot, y desembocaría en las pérgolas del “patrón verbal del esplendor” (con comillas en el interior de la composición). El poema concluye con corolario docente: tal como la ma-
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durez viene a enseñar, y contra planes novísimos de diseño, el único modo de hacer algo digno en poesía es la terca dedicación al oficio, la tarea de lima y borrado, y la atención a “los tenidos por clásicos, / de siempre y para siempre”. El propósito, que transcurrido tanto tiempo produce sonrojo en el autor y sospecha él que acaso risa en el lector (“risum teneatis!”), ni siquiera puede excusarse en los pocos años del pretencioso, pues, como reza el primer verso, “[y]a no era uno tan joven, la verdad”. Ese inicio homenajea al Gil de Biedma —“Cuando yo era más joven / (bueno, en realidad, será mejor decir / muy joven)”— de “Infancia y confesiones”, título que se parodia en el del poema de Sarrión (“Juventud y confusiones”), y antes, por cierto, en Infancia y corrupciones (1993), su primer volumen de memorias. En tan pocos versos hay abundante información sobre los anhelos del sesentayochismo... casi medio siglo después y cuando las aguas habían vuelto a su modesto cauce. Ahí figuran la caricatura de los programas novísimos, la reducción al sentido común de las planificaciones impostadas, la confirmación de los magisterios literarios a la mano y, crítica contra el pretendido adanismo generacional, la concepción de la poesía como un palimpsesto en que se reescribe sobre lo que ya antes (re)escribieron otros. Aunque el poema con que Martínez Sarrión se burla de sí mismo y de los conjurados con él haya que ponerlo en su haber particular, aquella arrogancia juvenil responde a una percepción bastante generalizada, donde las especificidades estéticas que propugnaba se vinculan a una evaluación ideológica de la realidad fraguada en la Guerra Fría y a la consciencia de habitar en un capitalismo que amenazaba colapso; ello sin contar, para el caso de España, con las expectativas del final del franquismo, que por razones biológicas se preveía próximo. En los umbrales del nuevo milenio, la historia había burlado lo previsible y desautorizado a los arúspices mejor informados: al fin de la historia, una aclimatación de los paraísos utópicos a los cotos posibilistas de la realidad finisecular, sucedió el fin del fin de la historia. Así lo evidenciaron fehacientemente aquellos demonios que Fukuyama dio por aniquilados y que, no obstante, demostraron gozar de excelente salud, tanto los odios étnicos que operaron con ferocidad en la guerra
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de Croacia como el terrorismo yihadista que, cuando se le suponía archivado en las ergástulas del Medievo, dio necrofílica fe de vida al conseguir atentar el 11-S de 2001 contra (y en) el corazón del sistema. La planificación poética que andando los años sería, según las respectivas evoluciones individuales, modulada o repudiada por los que fueron jóvenes poetas del tardofranquismo, está constatada en tres autores que presentan algunos puntos de concordancia, pero también importantes elementos de disensión, más pronunciados estos según se alejan del epicentro del 68, y que permiten visualizar compendiosamente el concierto y las fugas que se produjeron en ese tramo histórico. Me refiero a Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939-Bangkok, 2003), Antonio Martínez Sarrión (Albacete, 1939) y Aníbal Núñez (Salamanca, 1944-1987). Los dos primeros nacieron el año en que concluyó la Guerra Civil; Aníbal Núñez, un lustro después. Su condición de niños de la posguerra, como los de los cincuenta lo habían sido de la guerra, es fundamento de un aprendizaje existencial lo mismo en sus poemas que en las recreaciones memoriales, cuando las hay. De ello da indicio el arranque del volumen citado de las memorias de Martínez Sarrión, con una retranca sarcástica mucho más manchega que veneciana (1993: 19): Cuando entré en la adolescencia, mi padre solía contar de sobremesa que a la misma hora de mi venida a este mundo, el primer día de febrero del treinta y nueve, a dos meses del parte final de guerra y cuando se reunió por última vez, en el gerundense castillo de Figueras, cuanto quedaba de las cortes republicanas, un rudimentario altavoz instalado en la Plaza Mayor de Albacete, casi debajo de los balcones que oyeron mis primeros vagidos, continuaba espoleando los ánimos de la exhausta población civil: “Camaradas, todos estos sacrificios no serán en vano... Ánimo, camaradas, que cuando haigamos ganado la guerra...”. / Mi padre, que presumía de señorito, parecía pensar con sus céntimos de ilustración: “¡Sí, sí, con ese vocabulario, diciendo tales barbaridades gramaticales vais a ganar la guerra pronto!”.
De manera algo más que simbólica, si su llegada al mundo coincide con el inicio de la longa noite de pedra (Celso Emilio Ferreiro), lo que les concedió carta de naturaleza social fue la antología de José María Castellet Nueve novísimos poetas españoles (1970), componente
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central en la institución poética nacional, tanto más por las reprobaciones que suscitó que por los aplausos que también obtuvo. Ya que no del acierto, da razón del éxito de su propósito la imposibilidad práctica de codificar la poesía de ese tiempo sin utilizarla como elemento referencial. Para que podamos situar la cuestión en sus márgenes precisos, conviene aclarar un par de circunstancias. En primer término, la propuesta estética que se hacía llegar a toda España se construía desde Barcelona, aunque incorporara a autores de otras procedencias para no mostrarse excesivamente localista y sesgada. Ello recordaba la polaridad establecida en los poetas medioseculares de los que provenía su modelo de propagación cultural: en su momento, se había implantado la presentación dicotómica de “catalanes” (Escuela de Barcelona) frente a “madrileños” escasamente madrileños (grupo de Ínsula, o de Adonáis...). No se trataba, pues, de una decantación específica de los nuevos tiempos, sino de la actualización de usos culturales vigentes, donde la polarización Madrid-Barcelona había llegado a estipular la existencia de dos núcleos geoestéticos con sus rasgos y sus magisterios respectivos. Dos de estos tres poetas representan un sistema cultural asentado en la dupla Barcelona y Madrid (Martínez Sarrión reside en Madrid desde 1963), a la que se añade un tercer pivote que no se reconoce en él. En segundo término, aquella antología distaba de obedecer a unos patrones unitarios; por el contrario, en los nueve nombres recopilados, algunos de los cuales eran vírgenes en lo tocante a publicación o acababan de dejar de serlo, convivían el simbolismo neomodernista, el irracionalismo surrealista —aplicado a veces a la mitología veneciana—, el espontaneísmo beat, el culturalismo de ingredientes heterogéneos y, solo en ciertos autores a pesar del manifiesto repudio de otros, esquejes del socialrealismo —aunque suelan reconocer lo periclitado de sus formulaciones intelectuales y retóricas— afectados por la estética camp. En conclusión, una buena muestra del género pastiche como intersección de las nuevas poéticas. Los formantes de ese universo solo se cohonestaban prescindiendo del escalonamiento aristocrático de los motivos y de los influjos, para que Octavio Paz pudiera ocupar la hornacina contigua a Marilyn
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Monroe, Domenico Modugno colocarse a la par que André Breton, Marcel Duchamp que Mario Cabré, este que el Marqués de Sade. En los emblemas populares de la subcultura los reclamos cosmopolitas se fundían con la costra simbólica españolista, que no solo no exigía complicidad sentimental, sino que era factor para señalar distancias: nada tienen que ver las apelaciones equívocas de Vázquez Montalbán a Conchita Piquer con la patente adhesión emotiva de Conchita Piquer a Lorca, imitado en las letras de tantas canciones suyas. Y respecto al carácter misceláneo y descreído de la cultura, no solo se propicia el fragmentarismo y la estética híbrida y ajerárquica; resulta concernido el propio concepto de autoría, entendiendo explícita o tácitamente que quien toma lo ajeno procede a una signación que acuña personalizadamente lo heterogéneo. Basta remitirse a la relación gratulatoria donde Vázquez Montalbán registra los nombres saqueados —“palabras, / versos enteros por mí robados”, escribe— en el frontispicio de su libro inicial e iniciático Una educación sentimental (2001: 77); o a la nota al pie del poema-libro de Martínez Sarrión Canción triste para una parva de heterodoxos (2003: 222): ambos degradan el púlpito autorial y establecen la condición mestiza de los ascendientes (de Borges al Dúo Dinámico el primero; de Diderot a Lou Reed el segundo). Pero en Martínez Sarrión la mitología de la época se concretó en iconos cosmopolitas, franceses o estadounidenses de preferencia; como luego redondearía Gil de Biedma al preguntarle cómo podía ser tan decadente habiendo nacido en Albacete,1 ya desde los primeros vagidos generacionales comenzaba a establecerse la chanza de las dicotomías formalizadas entre poetas del sándalo y poetas de la berza.
1. En la tercera entrega de sus memorias achaca Martínez Sarrión su alias de “el moderno”, con el que se le conocía entre los letraheridos, a Carlos Barral, García Hortelano y Luis Carandell. Y cita una anécdota de Gil de Biedma, a quien confiesa tener un respeto extraordinario. En cierta ocasión, le pidió Gil de Biedma que leyera algún poema, cosa que él hizo como el que se examina: “Me armé de valor, respiré hondo tratando de que no se me notara el temblor de la voz y ataqué la lectura de dos o tres, no muy extensos. Al callarme, Biedma se quedó pensativo unos segundos y dijo después: / —¿Cómo, coño, puedes ser tan decadente, habiendo nacido en Albacete?” (Martínez Sarrión, 2002: 157).
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Mercancías de felicidad En el espíritu en que se forman estos autores, la modernidad iba de la mano de una fiebre consumista respecto a la que apuntan valoraciones cruzadas: la que señala su condición de estigma de ese capitalismo tardío que ofrece mercancías de felicidad y en el que se precipitan las heces de un sistema depredador e infausto, y la que, a la contra, subraya el dinamismo urbano frente al terrón campesino y al inmovilismo semifeudal, asimilados estos a la España de posguerra. Salvo por excepción —en Aníbal Núñez de manera notoria—, ese consumismo no aparecía aún vinculado etiológica y sistémicamente a la destrucción del medio natural. En Una educación sentimental, incluye Vázquez Montalbán “Variaciones sobre un 10% de descuento”, serie de cuatro poemas encargados para un folleto del Drugstore barcelonés (se seleccionó el primero); el cuarto de los cuales compendia la identificación entre el Drugstore y la cueva de Alí Babá, en modo de mensaje publicitario dirigido al consumidor-lector del poema. El hibridismo que afectaba a la estética también lo hace a la enunciación moral, pues la empresa que encarga y paga esta propaganda lírica debió de asumir, como el poeta, las ambiguas relaciones entre la apología y la reprobación (Vázquez Montalbán, 2001:168-169): Las cuevas del Drugstore son las cuevas de Alí Babá pero no busque Vd. a los cuarenta ladrones los camareros proceden de la Harvard University las dependientas han triunfado en casi todos los concursos de belleza [...] en las cuevas del Drugstore están todos los tesoros que Vd. había olvidado todo un catálogo de mercancías de felicidad regalos que nadie ha imaginado regalarle que solo Vd. podía haberlos imaginado porque se dirigen al centro de su frustración [...]
De la importancia del consumo y su codificación litúrgica responde el cuarto bloque de su libro, “Liquidación de restos de serie”. Adopta este la figuración de los grandes almacenes para deshacerse de productos démo-
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dés: fórmula que reproduce estructuralmente la fragmentación y el caos eliotianos ante una situación donde los cambios acelerados del presente han alterado la estabilidad gnoseológica del mundo. En parecida tesitura se sitúa Aníbal Núñez en Fábulas domésticas (1972), un libro con evidentes consonancias en este punto con el del barcelonés, como admitió en una entrevista que le hizo Ramón L. Chao para Triunfo: “Yo no inventé la pólvora. Por aquel entonces, el polígrafo M. V. M. andaría con lo mismo (toda comparación resulta odiosa), pues en un libro suyo vi, más tarde, que rondaba la musa del ‘marketing’” (en Pardellas Velay, 2009: 109).2 Es cierto, sin embargo, que en él asomaban ya señales de impugnación de ciertos pactos generacionales debido acaso a que su educación sentimental se moldeó en la represión de la levítica “ciudad dorada” (Salamanca), así como que, incluso en los comienzos, su obra conecta con una cultura mesetaria y ancestral que lo sitúa frente a un consumismo obsceno y una sociedad agresivamente urbana. Así, en el poema “Donde su yunta deja” se produce el choque visual entre un campesino que guía su yunta y un cartelón anunciador que contiene un anglicismo que no entiende, y que interpreta como un desafío ante el que el labrantín subliminalmente se humilla. No obstante estas diferencias, el pórtico del libro (“Prólogo a las fábulas domésticas”) muestra, como el poema parcialmente reproducido de Vázquez Montalbán, los idénticos usos que uno y otro hacen de los eslóganes de la publicidad y la religión del consumo: Hay cosas que saltan a la vista, cabronadas urdida-s-utilmente, multiforme injusticias con modelo de todos los tamaños y con precios asequibles a todos los bolsillos, ...cosas que saltan a la vista como el aceite hirviendo. 2. Curiosa la conexión entre Manuel Vázquez Montalbán y Aníbal Núñez, quien atribuía a aquel no haber ganado el iv Premio Vizcaya 1971, al que concurrió (lo obtuvo Ana María Moix); en cambio Vázquez Montalbán, colaborador de Triunfo, la revista donde A. N. cuestionó las estrategias de la antología de Castellet antes de que se publicara, fue determinante para que Joaquín Marco aceptara la edición de Fábulas domésticas en la colección “Ocnos” que dirigía.
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Ángel L. Prieto de Paula Y gafas protectoras, al alcance de todo bicho viviente, en nuestra sección menaje del hogar. (Núñez, 2015: 79)
Otro es el caso de Teatro de operaciones (1969), primer libro de Antonio Martínez Sarrión, en el que prevalece la mirada naïve del niño de posguerra que fue el autor, y no la perspectiva del escritor joven que ha conseguido un alejamiento crítico desde el que remitirse al pasado. Por ello abundan, más que las referencias a los iconos culturales del momento de la escritura, también perceptibles incluso en los títulos de algunos poemas (“tristeza por luis cernuda”, “andré breton en trance”), las estampas donde emergen del pasado la crueldad infantil (“niño sordo”), la escuela gélida de los años del hambre (“es peligroso asomarse”), la niña que lo aboca a la primera desolación conectada al descubrimiento de la vida (“recuerdos de margarita, hija de un señor inglés que tenía muchos perros”)... Incluso si el poema está protagonizado por emblemas eróticos estrictamente de época —Yvonne de Carlo, Marilyn Monroe—, el marco que los acota y el fondo en que se plasman están dominados por el candor asombrado de quien percibe con desaliento la incomunicación entre la realidad precaria y el esplendor icónico apenas entresoñado en la ficción (cinematográfica, por ejemplo). Así puede percibirse en “el cine de los sábados”: maravillas del cine galerías de luz parpadeante entre silbidos niños con sus mamás que iban abajo entre panteras un indio se esfuerza por alcanzar los frutos más dorados ivonne de carlo baila en scherazade no sé si danza musulmana o tango amor de mis quince años marilyn ríos de la memoria tan amargos luego la cena desabrida y fría y los ojos ardiendo como faros (Martínez Sarrión, 1967: 15; 2003: 137)3 3. En la edición de 1967, la composición está dedicada a Ramón Moix (Terenci Moix): una muestra de la mitomanía y cinefilia generacionales, en las que el autor coincidía con el dedicatario.
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Así como otros autores más jóvenes aparecen hacia 1968 desconectados de las corrientes medioseculares más o menos realistas, la mayor edad de estos permite percibir en su discurso creativo el momento de inflexión estética de la poesía española, que marca sus tiempos en el tránsito desde la alta posguerra a los Planes de Desarrollo. Cierto que la anormal precocidad de Pere Gimferrer, cuyo Mensaje del Tetrarca en 1963 supuso una incrustación de la poesía “futura” en una sociedad literaria que aún no podía absorberla, altera en la superficie esta ordenación evolutiva de las primeras obras sesentayochistas, pero, excepciones a un lado, el asentamiento de la nueva mirada tiene su lugar histórico entre 1964 y 1968; o, si se prefiere, entre el primer y el segundo Plan de Desarrollo. En ese segmento cronológico varias obras que anunciaban el nuevo estado de cosas enlazan con poéticas socialrealistas, pero ya no son asimilables a los realismos formularios y más o menos docentes que entraron en quiebra hacia 1965, año de la Antología de poesía social —en realidad, con un título más alambicado— de Leopoldo de Luis (2000), en que muchos de los reunidos mostraban paradójicamente sus vacilaciones y hasta algunas discrepancias respecto a la doctrina que los convocaba. Es el momento en que se produce un desajuste entre la estética y la ideología que habían ido hasta entonces de la mano, pues si los nuevos libros son “sociales” por razón de los contenidos, por razón de la forma ya no son “realistas”. Hablo, por ejemplo, de Libro de las nuevas herramientas (1964), de José María Álvarez, El silencio (1965), de Agustín Delgado, o Amor peninsular (1965) y Un humano poder (1966), de José-Miguel Ullán. En esa encrucijada donde la nueva poesía emergía a costa de la amortización de la vieja lírica social, esta recibió aún un espaldarazo en la segunda edición —reimpresiones había habido varias— de la antología de José María Castellet Veinte años de poesía española (1960), titulada ahora Un cuarto de siglo de poesía española (1965), que en esta actualización no presentaba ninguna revisión de fondo ni visos de retractación. La retractación evidente la supuso —aunque Castellet pasaba sobre ello de puntillas— Nueve novísimos, tan cercana en el tiempo a Un cuarto de siglo..., lo que hay que interpretar como una señal de la confusión propia del momen-
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to histórico en que nos situamos. La poesía social había orillado la referencialidad “españolista”, y su pervivencia en los nuevos poetas (Fernando Millán, José-Miguel Ullán, Agustín Delgado, Vázquez Montalbán, etc.) se sostenía en temas de índole más internacionalista, como la revolución cubana, la Guerra de Vietnam o la lucha contra el apartheid, entre otros.4 Tanto en los poetas más comprometidos del medio siglo como en los emergentes alentaba un conflicto intestino de difícil resolución, relativo a la relajación de los correajes del régimen y a una superficial europeización, provocada por el cruce cultural de dos huestes en una frontera que hacía bueno el lema fraguista de Spain is different!: emigración (laboral), inmigración (turística). El lema en cuestión constituía en sí mismo una paradoja intencional: el carácter diferencial español que se proponía como atractivo para el turismo decrecería inevitablemente una vez tuviera éxito la campaña. El aggiornamento de los usos nacionales propiciado por ello contribuyó a desactivar la contestación al régimen por parte de unos obreros, provenientes en buena medida del campo, convertidos en “productores” e integrados en los mecanismos de consumo imprescindibles para la retroalimentación del sistema; y otro tanto puede afirmarse de los jóvenes insurgentes, arrellanados en el nuevo estar social, según expresa Aníbal Núñez en “Fábula del tigre que fue rebelde”, de Fábulas domésticas. En el poema, el tigre de escayola simboliza la acomodación oportunista del antaño joven agrio, que avanza sin solución de continuidad desde el “temible zarpazo” al “paso de baile con las uñas pulidas”:
4. Un ejemplo entre muchos, he ahí el poema de Ullán “Lamentaciones de una muchacha yanqui a eso de la medianoche”, de Un humano poder (1966), donde los ritmos y melodías de la mitología pop de las cantantes y los girl groups de los sesenta (“A Vietnam se fue mi amor. / Ye, ye, ye... / A Vietnam se fue mi amor”) servían para canalizar los temas cívicos correspondientes a la nueva hora (1994: 185). De la relación que Ullán mantuvo en su madurez con estas creaciones “sociales” es indicativo el que, en la reunión de sus poesías completas (Ullán, 2008), excluyera tanto el libro al que corresponde este poema como otros de aquella década; y algo parecido sucede con la ocultación de Libro de las nuevas herramientas en los recuentos que el archiculturalista José María Álvarez hace de su obra.
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todo ha sido cuestión de abrir los ojos y descubrir ¡pues claro! no el incómodo rastreo en la maleza y sí ¡naturalmente! el confortable redil −veinte siglos no es paja de civilización occidental− (Núñez, 2015: 86-87)
Después de todo, esa percepción concordaba con la de un Gil de Biedma, quien a la altura de 1965 mostraba la amargura entre lúcida y cínica de que la relativa prosperidad material y la menor brutalidad de la dictadura supusieran la domesticación de los trabajadores, incitados a la emigración que les proporcionaba progreso económico (“¿quién va a entrometerse en una agrupación política clandestina, cuando se puede meter en un tren? ¿Quién se va a tirar al monte, cuando se puede ir a Alemania?”); y ni siquiera los que hicieron la guerra constituyen una esperanza, pues “han sufrido demasiado, están demasiado desmoralizados, son demasiado viejos”.5 Se deshacía así, al cabo, el mito de “la segunda vuelta” que permitiría a los vencidos subvertir el resultado de la guerra, y que en realidad actualizaba la vieja frustración de 1945, cuando España fue abandonada a su suerte por las democracias vencedoras de las potencias del Eje.6 Eran años de tránsito, sí: de la autarquía al desarrollo tecnocrático; de la censura previa a la nueva y más indulgente censura (pero obstinadamente autocensoria); o sea, de los métodos de Arias-Salgado al “celo ilustrado del nuevo Gran Visir de Información” Fraga Iribarne, en palabras de Gil de Biedma, quien, en el texto citado, insertaba 5. Jaime Gil de Biedma, “Carta de España (o todo era Nochevieja en nuestra literatura al comenzar 1965)”, The Nation (New York, 1 de marzo de 1965), pp. 230-232 (en 1994: 182-188; las citas en p. 183). 6. Carlos Sahagún (1938-2015), poeta muy próximo por edad a los tratados aquí aunque vinculado por estética a los del medio siglo, alude a esa frustración en el poema “Desembarco” (Estar contigo, 1973). Con fondo implícitamente cinematográfico (“Nada en el horizonte de color Normandía”), se refiere retrospectivamente al desconsuelo de 1945; pero el sentimiento es fácilmente extrapolable, por las fechas en que compuso y publicó su poema, a la situación de la que hablamos.
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una cómica cuarteta —¿de su autoría?— sobre el fogoso político que representaba los nuevos modos del franquismo tras los “25 años de paz”: “Mente clara, gran cultura, / Los placeres de la carne / Nunca del todo censura / Don Manuel Fraga Iribarne” (1994: 186). Después de todo, una versión culta del dictum popular “con Fraga, hasta la braga”, expresión cómica de la lateralidad de la apertura fraguista, en correspondencia con la reflexión respecto al repliegue de los afanes políticos de la clase obrera. Aunque las obras de estos autores recogen valores que flotaban en el ambiente, no cabe deducir de ello homogeneidad creativa. Contemplado de un vistazo, Manuel Vázquez Montalbán dibuja el mapa formativo de la generación, caracterizado por el mélange cultural y una tridimensionalidad en la que el texto como hecho lingüístico había de considerarse junto a la impugnación política y a la omnipresencia de los media. En suma, alcanza a plantear el poeta una parigualdad entre un lenguaje que adquiere relevancia propia y una consciencia de historicidad medular e irrenunciable. Antonio Martínez Sarrión establece los ritos que permiten el reconocimiento de quienes atentan contra el statu quo cultural y ampliamente social, y, avanzada la década del setenta, entona la elegía de la revolución soñada acomodado críticamente en el presente. Si aquellos conjurados habían de atenerse a pautas colectivas para quebrar el sistema, ello los convierte en la fratría de quienes, frente a la recta opinión, constituyen la heterodoxia llamada un día a constituirse en sistema, como he tratado en otro lugar (1996: 161 ss.). En Aníbal Núñez tanto había de distorsión del Ángel González de Prosemas o menos como de Vázquez Montalbán; pero todo su trayecto creativo, que encontró en 1974 un momento de particularísima intensidad productiva que no tuvo continuidad en la publicación, señala una caída en un territorio estrictamente soberano y ajeno a los rituales de afirmación de la clase literaria. En suma, la mirada panorámica sobre los tres poetas nos plantea su imposible reunión estética más allá de los comienzos. Después de todo, el 68 solo inicialmente concentró las incitaciones provenientes de la revolución juvenil, la insurgencia beat o la cultura psicodélica, a lo que habrían de sumársele los aires que anunciaban la transición y
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que posteriormente la hicieron realidad. Pronto se revelaría como una escuela sin preceptiva, punto centrífugo que, tras la inicial convergencia, conoció una diáspora artística y moral de imposible reconducción a sistema.
Figuras en un paisaje: Vázquez Montalbán y Martínez Sarrión Así las cosas, la evolución de Manuel Vázquez Montalbán encontró tope, no totalmente pero sí en cierto sentido, en sus libros poéticos generacionales, que tienen cobertura teórica en su poética a la antología castelletiana. Abarcador y proteico respecto a los géneros, en 1970 el barcelonés había recorrido ya el primer tramo importante de su andadura lírica, con Una educación sentimental (1967) y Movimientos sin éxito (1969), escritos ambos libros durante su estancia en la cárcel de Lérida (1962, 1963), y al romper la nueva década era ya un periodista y ensayista de notable relevancia pública. En la antología aludida, que le sirve para un primer represamiento de sus ideas sobre poesía, iniciaba su presentación con una referencia rigurosamente camp (en Castellet, 1970: 57-60), acomodando la letra de una canción de Manolo Escobar a los requerimientos del realismo y a su percepción problemática desde mediados de la década del sesenta (58): Ni se compra ni se vende el realismo verdadero no hay en el mundo dinero para comprar los quereres
Y se consideraba a sí mismo un superviviente curado de excesos del poeta que, en sus primeros versos, “pedía pan, justicia, enseñanza gratuita y amor libre”. Alentaba ahí la evidente ironía exigida por el proceso de banalización de los propósitos frente a las miserias en que confluían los Estados representantes de ambas laderas de la Guerra Fría (y que en 1982 encontraron expresión singularizada en su libro
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Praga)7: “yo en mi adolescencia era muy tigre de papel y muy reformista”. En ese primer asentamiento en una joven madurez, el poeta que cree en la revolución social con una fe en cuyo caparazón se manifiestan grietas preocupantes (“[c]on una condición: la libertad de expresión”) decide ejercer una suerte de idiotismo que se parece mucho al extrañamiento, y en el que insistirían otros compañeros como Félix de Azúa (Historia de un idiota contada por sí mismo, 1986), renuentes a colaborar como ciudadanos en la gobernanza de una polis sojuzgada: “Ahora escribo como si fuera idiota, única actitud lúdica que puede consentirse un intelectual sometido a una organización de la cultura precariamente neocapitalista”. Pronto pasaría el autor con armas y bagajes a su obra no estrictamente poética, aunque no dejara de ser y de considerarse poeta, que vivió, como otros coetáneos, un proceso de depuración formal, en su caso no atenido a los oropeles escenográficos y venecianos del 68, sino a una reducción del caos fragmentario y el collage. Lo cierto es que Memoria y deseo (1986 y ediciones sucesivas) es tanto una compilación de su poesía como un cul de sac donde cupieran, una vez se había producido la instalación social de su generación, incluso los libros que aún no había escrito y que reafirmarían una presencia literaria ya básicamente constituida. Martínez Sarrión, por su parte, señala puntualmente los hitos de su evolución al compás generacional, pues no por gregario, sino por representativo, encarna quizás como ningún otro autor el espíritu de esa modernidad sesentayochista. En la poética a la antología fundacional de Castellet (1970: 89-93) aludía a sus inicios como poeta social, no retractándose (“Uno escribía poesía social. Aquello estuvo muy bien. Fue necesario, mejor aún”), sino como quien ha incurrido en el pecado de idealismo —una acusación que pretendidamente hacían los sociales a “los otros”— precisamente por haber olvidado “la relativa autonomía de la creación artística y la resistencia de la palabra poética”. Por lo demás, su análisis del 7. Fuera del ámbito cronológico de la formación sentimental a que nos referimos, Praga supone la confluencia de dos aprendizajes sucesivos en el tiempo, relativo uno a la revisión de los ideales de la izquierda tras la invasión de Checoslovaquia en 1968, y otro a la injusticia económica de la Europa capitalista y pretendidamente libre (Rico, en Vázquez Montalbán, 2001: 14).
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anacronismo de la poesía en tanto que instrumento de agitación política, y más aún de la tocante al “humanismo pequeño-burgués o evangélico”, evidencia su pertenencia al sesentayochismo como producto susceptible de autorreconocimiento. En ello inciden asimismo la relación observable de influencias, la exposición del panteón idolátrico y los “alumbramientos de Breton, Benjamin Péret, Soupault, Char o Queneau”, y dentro de España la coherencia de Gil de Biedma por negarse a verbalizar una poética como la que él trata de hacer negando que la hace y aun aludiendo “a los delirantes excesos de J. R. J.”. Es en Teatro de operaciones donde Martínez Sarrión delimita el territorio en que operaría en el futuro. Se trata del relato en viñetas líricas de una educación sentimental históricamente conectada a la que refiere Vázquez Montalbán en su libro así titulado. En la mínima información sobre el autor que aparecía en la solapa de cubierta se especificaba, junto a los datos de nacimiento, residencia y estudios: “Guarda inédito su primer libro de versos: Poesía impura”. El término “impura” aludía a la poesía social tal como se conceptualizaba en los años treinta, sin las simplificaciones en que terminó incurriendo hacia el medio siglo y de las que hace cuenta la poética castelletiana. O sea: la primera poesía que conocemos de él no es su primera poesía escrita, que lo fue dentro de los cauces del socialrealismo. El segundo y último párrafo de la solapa se abría así: “Es este —Teatro de operaciones— un libro de vanguardia, muy del lado de los poetas surrealistas”. En tan magra presentación estaba clara la determinación estética: de lo español a lo cosmopolita, del realismo a la vanguardia, del tematismo al lenguaje. La propia colección donde aparecía el libro, “El Toro de Barro” (Carboneras de Guadazaón, Cuenca), y la peculiar personalidad del sacerdote y también poeta que la dirigía, Carlos de la Rica, constituyen una manifestación del vanguardismo manchego que algunos vieron como un llamativo oxímoron en el que, además de los postistas de primera hora, tuvieron mucho que ver autores mayores como Ángel Crespo y Gabino-Alejandro Carriedo, entre otros, que habían contribuido a una intensa floración de revistas vinculadas a la vanguardia. En ese teatro del título, término entendible no prioritariamente como representación sino como escenario histórico-cultural en que tiene lugar la formación del autor, habrían de afianzarse enseguida las “pautas para
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conjurados” que despliega en su segundo libro (Pautas para conjurados, 1970).8 Los conjurados son aquellos niños o adolescentes posbélicos de Teatro de operaciones que, llegados a la juventud disidente, habían adquirido consciencia de su misión histórica y elaboraban las instrucciones de actuación. De ahí que este no sea un libro generacional por razón de la veracidad del retrato de época en la tesitura inocente del personaje evocado, como lo era el precedente del autor, sino por razón de los propósitos prescriptivos que alienta, convocados mediante formulaciones litúrgicas o “ritual de los apocalípticos”, como reza el título de uno de sus poemas. Esta condición de apocalíptico remitía al dilema del conocido ensayo de Umberto Eco aparecido pocos años atrás, avivado extraordinariamente por los media; y ello era especialmente aplicable a la poesía y su vida secreta. El poema de ese libro “Fuegos de artificio” (2003: 161-162),9 tras referir el minoritarismo propio de la lírica (“poesía iniciática / desde la catacumba más hediente”) y su condición hermética (“acertijos sin orden ni concierto / poesía intransitiva”), remata con una pira verbal que afecta a una cultura cuyo estado anterior, establecido por los clérigos o cuidadores de la sagrada llama, resulta calcinado por su propagación mediática: almacenadita bien prieta como estopa como algodón cardado así con esos lacres de esta loca manera le doy al pedernal acercas tú la tea así de ese tenor con semejante insuperable garbo de cualquier forma ¿ves? se está quemando toda la cultura.
No muy distinto, en fin, de lo que Leopoldo María Panero expresaría en el “Epílogo” de Last River Together (1980), donde el desmoronamiento de un yo convertido en muñeco, marioneta, cadáver exánime que desconoce el porqué de su escritura, le llevaba a pregun8. Publicado el mismo año de la antología castelletiana —y compuesto entre 1967 y 1969—, en la presentación bibliográfica que en ella se hace del autor consta como obra ya editada. 9. En la edición de 2003, por la que cito, hay algunas modificaciones respecto al texto de la primera edición; entre otras el título, que era originariamente “Fuegos artificiales”.
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tarse “si no están las letras en la acera borradas, / de toda la cultura” (Panero, 2001: 232). Así como la poética de Vázquez Montalbán no conoció una evolución pronunciada en lo ideológico —sí en lo formal—, tal que si las modulaciones observables se hubieran traducido en el desembarco en otros géneros, el trayecto estrictamente sesentayochista de Martínez Sarrión puede darse por agotado en El centro inaccesible (1981). El primer signo de involución había sido Canción triste para una parva de heterodoxos (1976), en que los ingredientes juveniles que aún aparecían anunciaban el desengaño, y cuyos versos de arranque —“Cuando nos quedan tan pocos principios / (y los más importados)”— no requieren explicación añadida. Ya en el conjunto de poemas El centro inaccesible, rótulo que sirvió para titular el volumen recopilatorio en que se incluía, se produce decantadamente la regresión a una intimidad que en este caso era de índole amorosa, así como, según he considerado en otro lugar, “la sustitución de los dogmas por los modelos de vida (ni siquiera cabe decir programas)” (en Martínez Sarrión, 2003: 36), reflejo del cierre de la transición. Diluidas las expectativas generacionales que se habían formulado en propuestas de combate, era llegado el momento en que el posibilismo y la aceptación de una existencialidad plagada de fisuras, heridas, imperfecciones, comportaron la serenidad de Horizonte desde la rada (1983), el sometimiento del pesimismo histórico a la acomodación precaria del sujeto en De acedía (1986), el concierto cognoscitivo y compasivo con el mundo de Ejercicio sobre Rilke (1988) o, para qué continuar, el hermetismo alegorizante de Cantil (1995). La poesía intransitiva dejaba paso a una lírica en que se exponían los recortes de las esperanzas utópicas y, en Cantil, bajo una mitologización macabra —el derrumbadero de Isle of the Dead, de Böcklin, junto a cuyos farallones van a parar los restos funerales que se escamotean a los ojos del contemplador del cuadro—, la contestación sarcástica o en todo caso moral a los excesos de la sociedad postindustrial, las formas de producción, la fiebre del consumo, las gemonías por las que ruedan los desechos que se hacinan hasta el desbordamiento:
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Ángel L. Prieto de Paula Y tal corriente arrastra hojarasca y residuos: periódicos de ayer, pilas gastadas, cintas defectuosas de cassette, cáscaras de crustáceos, libros prácticos, ruedas gastadas de automóvil, programas enlatados de inmundicia mediática, computadoras que hace diez días pregonaban como “lo‑más‑veloz‑para‑triunfar‑hoy‑mismo” y que hoy han declarado por completo obsoletas. Y en tumulto se agolpan y atropellan y ruedan y crujen astilladas, cual hielo de glaciares, tales muestras de genio del famoso homo faber (si exceptuamos los restos de las malditas gambas) hasta desembocar en el mar del Olvido, destino, de igual modo, de las vidas, que el clásico comparara a los ríos, cuando ríos corrían y no regatos fétidos, llenos de borborigmos donde, al menos, se ilustra el famoso enunciado: “intercambiables son basura y capital sea la propiedad estatal o privada” que a falsar se apresura todo buen popperiano si te pilla achispado y no tiras a tiempo del ronzal. (2003: 319)
He ahí una original versión del tema de las ruinas que humanistas y protorrománticos trataron en sus necrológicas de las grandezas antiguas, sustituyendo ahora la Edad de Oro clásica por esa Edad de Lata a que se refiriera Pedro Salinas en El defensor, cuya compulsión consumista no ha previsto cómo deshacerse del río de desperdicios que eyecta de continuo. Los ensueños de cuando la propiedad estatal parecía panacea a los jóvenes que vivieron acá del Telón de Acero, aparecen convertidos en pesadillas de las que no logra escapar nadie (“sea la propiedad estatal o privada”).
Del 68 al locus eremus: Aníbal Núñez El que Aníbal Núñez no figurara en Nueve novísimos no quiere decir que no tuviera nada que ver con la antología. Al contrario: apenas
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anunciada en Triunfo su inmediata aparición (núm. 392, 1969),10 de la que se daban algunos nombres con el añadido de “varios más de Barcelona y de Madrid”, Aníbal Núñez y Julián Chamorro remitieron una carta (Núñez y Chamorro, 1970: 39-40) donde expresaban su rechazo no a los poetas seleccionados, sino al método de selección (o más bien de “elección”). Las líneas de reprobación eran fundamentalmente dos: una, el filtro establecido, consistente en el repudio del socialrealismo y una actitud de evasión y divertimento formalista, pues, aunque los firmantes asumían la anquilosis de las fórmulas socialrealistas, entendían que la renovación debería partir en todo caso “de una experiencia realista”; y la otra, el establecimiento de un canon basado en la poética “metropolitana” propia de poetas “neo-capitalinos”. En este segundo punto, importaban los apriorismos ideológicos (“neo-capitalinos” en cuanto, por incitación fónica, neocapitalistas), pero sobre todo el sistema moral vinculado a la radicación geográfica que si, por un lado, suponía una falsa superación del centralismo mediante la polarización en un nuevo centralismo bicefálico, por otro comportaba una resolución letal en el cruce entre lo rural y lo urbano, por correspondencia entre la poesía “carpetovetónica” y la metropolitana, asentada esta en el repudio del franquismo y, arramblando con todo lo que pasara por allí, de la cultura agraria. Al fondo se escuchaba el dilema entre Metropolitano de Barral y Conjuros de Claudio Rodríguez. La crítica se fundaba en un hecho estético (manifestación de su adhesión realista, de la que pronto abjuraría el poeta por la vía fáctica) y en otro circunstancial (sensación de marginalidad de quienes no vivían en los centros del centro). Por entonces, ambas cuestiones podían entenderse entreveradas; es el caso en alguna parte equiparable del Equipo Claraboya de León (1971), cuyos integrantes presentaron una síntesis de su producción tal como la habían ido exponiendo en la revista Claraboya, así como de sus presupuestos teóricos marxistas. En esa misma línea, convertido ya el empuje reivindicador y dogmático 10. La antología estaba dispuesta para salir en 1969, pero lo hizo en 1970 tras la parálisis que supuso la escisión de Seix Barral y la puesta en funcionamiento de Barral Editores, donde Gimferrer y Azúa ejercían tareas de asesoramiento (Lanz, 2011: 122).
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del inicio en una actitud tan lúcida como lúdica, algunos de ellos dieron cuerpo muchos años más tarde a un heterónimo colectivo, el viejo profesor retornado del exilio Sabino Ordás (1985). Participaron en la patraña Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino.11 El fantasmático Sabino Ordás, cuya existencia dieron los lectores por sentada, ponía el acento en la conciencia de clase que habrían traicionado los representantes de una burguesía progresista que hacía suyos los usos del capitalismo urbano asimilados a través de un proceso de reconcienciación posmoderna.12 Las reivindicaciones de Ordás eran, de hecho, el segundo asalto de una broma que se había iniciado en 1975, no ya al abrigo de un heterónimo pretendidamente “serio”, sino de una actitud desinhibidamente zumbona, y fuera de todo afán de adoctrinamiento. En aquella ocasión los protagonistas fueron los mismos que inventarían a Ordás, sin más que la sustitución de Juan Pedro Aparicio por Agustín Delgado —el poeta del grupo—, y el fruto se tituló Parnasillo provincial de poetas apócrifos, cuyo costumbrismo degradado se burlaba de la poesía de ateneo provinciano, pero también y sobre todo de la que caracterizaban así: “Infame turba / la inane tuba / Oh musa novísima / Oh miss vanidísima” (1988: 20).13 11. Los escritos de “Sabino Ordás” fueron apareciendo en los años 1978 y 1979 en el suplemento literario del diario Pueblo, coordinado por Dámaso Santos, leonés como los muñidores de esta aventura editorial y cómplice de ella (Santos, 1987). 12. Guillermo Carnero, uno de los novísimos convertido ya en hermeneuta de tarima respecto a la poesía de su tiempo, había bautizado despectivamente a los de Claraboya como “marxistas de secano” en su artículo “Poesía de posguerra en lengua castellana” (Poesía, 2 [1978]). A ello contestó el viejo “Sabino Ordás”, que estableció una correlación entre los valores sustentados por unos y por otros (según unos, claro), primero e inmediatamente en el diario Pueblo (20 de abril de 1979), luego ya en volumen recopilatorio: “Consagraba aquella antología, de cuatro barceloneses, dos valencianos y tres comparsas, una larga teoría de ecuaciones cuyo enunciado pudiera ser más o menos este: Lo Barcelona = Lo Veneciano = Lo Marilyn = Lo Elegante = Lo Periférico = Lo Bello. Mas como su sistema era maniqueísta, establecía al tiempo una teoría antónima: Lo Estepario = Lo Mesetario = Lo Interior = Lo Feo = Lo Marxista = Lo Secano” (Ordás, 1985: 174-175). 13. Toda la aportación relativa al poeta al que llaman Desiderio Carretero Osorio, al que hacen nacer en 1946, es una caricatura hilarante de la imagen tópica del novísimo “gimferreriano”, al que caracterizan como “[j]oven pulcro de gustos no
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En el momento de su intervención en la polémica antológica, Aníbal Núñez solo había autoeditado en la imprenta familiar, y sin repercusión socioliteraria alguna, un libro compuesto al alimón con Ángel Sánchez (29 poemas, 1967), donde mostraba rasgos que desplegaría un lustro después en Fábulas domésticas. En este aparecían todos los arreos generacionales en un año, 1972, en que no solo comenzaban a revisarse los planteamientos sostenidos grupalmente, sino en que el poeta entonaba el canto del cisne de su contribución a un sesentayochismo sociológico, al punto de que puede considerarse emblema de la desubicación simbólica; algo que ha expresado Fernando R. de la Flor (2012) en el subtítulo de su obra dedicada al autor: Una poética vital al margen de la Transición española. Su determinación de excluirse de la institución literaria a partir de ese su nacimiento oficial impregnó su vida y también su escritura, incluso en lo que esta tiene de prestigio áureo para los alejados de ella. En palabras de R. de la Flor, “desde las entrelíneas de su obra, aquel gran ‘yo’ parece decir que nadie ha despreciado tanto las cosas que la época valora, cerrándose incluso a recibir de ella el don de las reputaciones que la misma dispensa (a diestro y a siniestro)” (2012: 145). Así debe entenderse su rechazo a cualesquiera modos del ludismo posmoderno y a la conexión circulante entre su discurso y el de los media, su confrontación con las fórmulas de narcotización social y con la representación de “lo mundano”, incluso su austeridad y exigencia de renuncia en las expectativas que proporcionaba ya la codificación burguesa de la felicidad (hogar, matrimonio, trabajo estable), ya la transgresión que supone la pertenencia a la tribu de los sedicentes desclasados, autocalificados contaminados, exquisito, valioso, estetizante, tirando a los deleites del adjetivo ruskiniano, un sí es no merenguista, y propietario de una cultura acotada con pérgolas de modernismo y guirnaldas de barroco churriguera”, crítico cinematográfico, y autor de un libro titulado Norma my Marilyn ma non troppo, que fue “muy celebrado en determinados medios madrileños y barceloneses y llegó a la finalísima del José Antonio Primo de Rivera de poesía” (1988: 23). Gimferrer había obtenido en su día con Arde el mar (1966) el Premio Nacional de Poesía, que entonces llevaba aún el nombre de José Antonio Primo de Rivera. La composición con la que el tal Desiderio Carretero Osorio se incorpora al Parnasillo provincial... es un díptico titulado “Venezziana sutilissima” [sic].
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como “malditos”, y aun la liberación erotómana que practicaron, por primera vez en la historia española, los jóvenes del tardofranquismo (2012: 143 ss.). En lo que tenía aún de concordancia con la galaxia generacional a la que cronológicamente pertenecía, Fábulas domésticas le supuso ciertamente un primer reconocimiento, pero casi también el último en su existencia: para muchos lectores de poesía, a su muerte en 1984 Aníbal Núñez era, ante todo, el autor de esos apólogos que mantenían concomitancias con sus antecesores (imposible no conectarlos con la sección “Fábulas para animales” de Grado elemental, que publicó Ángel González diez años atrás), dentro de un modo de incardinación en las nuevas estéticas que, frente a lo que expresaron Gimferrer o Carnero, no venía a reclamar el espacio que habrían ocupado impropiamente los antecesores.14 A partir de entonces, Aníbal Núñez vivió un particular modo de ensimismamiento creativo con algún pico de extraordinaria fertilidad, como el año 1974; pero ya no publicaría ningún otro título en edición convencional hasta 1979, en que dio a las prensas Taller del hechicero.15 14. Sirva de muestra la condena de la lírica precedente que hace Gimferrer en otra antología de 1970 (Martín Pardo, [1970] 1990: 94-95), que no guarda cautela ni con la poesía socialrealista ni con la que aparecía enfrentada a ella, en las trincheras del esteticismo y del culturalismo: “Sea ‘social’ o ‘esteticista’, la poesía académica —es decir, casi toda la poesía española actual— carece por completo de interés para cualquier persona de sentido común, pues es visible en ella la ausencia de una concepción de la realidad que rebase los límites del confusionismo mental, la vaguedad y el pis-aller. [...] La mayoría de poetas españoles han hecho un arte —por adulta que sea su edad— de no decir absolutamente nada, ni respecto a la realidad, ni respecto al lenguaje. Como no veo que la poesía pueda tener otros temas, es obvio que la mayoría de poetas españoles no escriben nada que valga la pena de ser leído”. La reedición de 1990 no se limita a republicar lo de 1970, sino que, además de reeditar lo de entonces (con la exclusión de José Luis Jover, que no quiso estar en esa primera sección), incluye nuevos poemas de los antologados (Antonio Carvajal, Pedro Gimferrer, Antonio Colinas, José Luis Jover, Guillermo Carnero y Jaime Siles). 15. La obra de Aníbal Núñez no mantiene una correspondencia automática entre escritura y publicación ni antes de su muerte ni tras ella, lo que hace difícil establecer la secuencia estética de su creación, más aún por la dificultad de conectarla con referencias externas. Desde su muerte en 1987 hasta la Obra poética de 1995
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Bastaría cotejar el solar de ruinas de la civilización postindustrial de Martínez Sarrión en Cantil, algunos de cuyos versos finales se han reproducido atrás, con el poema “Casa Lys” de Aníbal Núñez (“Colgante llamarada oblicua hacia poniente, / a qué tanto derroche de joya que claudica”...),16 cimera de la poesía de ruinas de no importa qué tiempo histórico, para entender la distancia entre el desmoronamiento generacional y una demolición ontológica fuera ya de los marcos epocales. O nótese la diferencia entre la serie alejandrina de Cantil y los versos de Naturaleza no recuperable, de Aníbal Núñez, aparecido póstumo en 1991 pero dado a conocer en versión abreviada, y bajo pseudónimo de Mario Casas, en 1976 (y que durante su composición, entre 1973 y 1974, se pensó como Naturaleza póstuma). El cierre de este libro, titulado “Final”, es la confirmación de un universo en demolición donde, en palabras de su amigo el también poeta Luis Javier Moreno, se registraba “el deterioro del huerto familiar, las asoladoras plagas de pesticidas y herbicidas, las alteraciones de los ciclos naturales, la degradación de ríos y campos [...], las indiscriminadas talas de bosques, la dilapidación especuladora del patrimonio rural...” (en Núñez, 2015: 142); y una invocación a una lluvia que entonces —lo apunta amargamente Luis Javier Moreno— aún no se sabía que podía ser una lluvia ácida, para que hiciera mutis como los otros elementos naturales y no se aviniera a ningunos cambalaches apaciguadores: (Núñez, 1995), y también a partir de esta hasta la reunión definitiva de su poesía (Núñez, 2015), fueron apareciendo libros en un orden que no responde a la línea cronológica de escritura. Visto con amplitud, la traza realista es perceptible hasta Estampas de ultramar (1985; compuesto en 1974); desde Definición de savia (póstumo; 1991, aunque compuesto en 1974) hasta Trino en estanque (1982) va rehusando el poeta la referencialidad, y adentrándose en la utilización de la escritura como tejido de reflexión fragmentario, sin concatenación discursiva, algo que iría pronunciándose en sus últimos títulos. 16. El poema se integró en Alzado de la ruina (1983), pero el autor lo había publicado como plaquette artesanal en 1979, y por sus características constituye, independientemente de su brevedad, un poema-libro como “Sepulcro en Tarquinia”, de Antonio Colinas, integrado en el libro homónimo (1975); o como los clásicos de Caro y de Rioja.
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Ángel L. Prieto de Paula Lluvia no se merece tu caída hierba pronta a morir bajo las ruedas [...] No se merece lluvia tu raudal: quédate queda allá en el aire Viento no se merece tu viajero vaivén tambor de espuma controlada acanalado cartonaje parche funeral industrial hasta el ribazo de la cuna de juncos al lecho del arroyo [...] (2015: 187)
Ítem más: esa naturaleza arrasada no se presenta sub specie historiæ, lo que hubiera permitido incidir regeneradoramente sobre ella; por el contrario, se apuesta en un punto de imposible retorno. Allí se alza el poeta como un profeta jeremiaco o un Espronceda en su Himno al sol que ordenara la abdicación de hombres y, ahora sí, el fin del mundo: Y tú sol pon de luto la luz ya para siempre: apaga y vámonos... (2015: 188)
Estos tres autores coincidieron en no pocos elementos sustantivos justamente cuando el sesentayochismo desplegaba sus efectos más notorios. Llegado el momento del repliegue, Vázquez Montalbán habilitó un cañamazo narrativo que no le exigía fidelidad puntual a los requerimientos de la juventud y le permitía navegar en las aguas del desencanto sin entonar él mismo ninguna palinodia moral. Martínez Sarrión asentó la madurez en otra casa lírica, desde la que pudo dar cuenta, como quien lo hace desde azotea epicúrea, del desmoronamiento de ese proyecto insurgente que duró algunos años. Aníbal Núñez, en fin, no pudo seguir sino en parte donde nadie parecía, aislado en su provincia espiritual: un locus eremus donde, aunque yacía al raso, estaba protegido por su natural impertérrito y desanimado contra toda asechanza y toda tribulación.
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“Isla Tortuga en venta”: el desenmascaramiento de la publicidad en la generación de 1968 José Pablo Barragán The University of Iowa
Introducción Una de las características más conocidas de la estética posmoderna es la erosión de las fronteras entre la alta cultura y la cultura de masas, también llamada “baja cultura” o “cultura popular”. Elementos que antes era inconcebible que pasaran al ámbito cultural elevado, como las series de televisión, el cine de serie B o la literatura de género, se incorporan ahora sin pausa a las creaciones artísticas. Fredric Jameson es quizá el crítico que más sistemáticamente se ha ocupado de este fenómeno, que no puede considerarse, en su opinión, como exclusivamente cultural, sino que supone más bien la traslación en el terreno estético del nuevo tipo de sociedad que se ha desarrollado en Occidente desde mediados
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del siglo xx; a saber, la sociedad postindustrial o sociedad de consumo. Esta sociedad se caracteriza, entre otras cosas, por la aceleración de ritmos y tendencias, la creciente movilidad de bienes, personas y servicios, o la omnipresencia de la televisión, los medios de comunicación y la publicidad (Jameson, 1991: 12-14). En este contexto, no es de extrañar que la publicidad haya permeado las obras artísticas con asiduidad. El campo de la lírica no ha resultado ajeno a esa influencia. La nómina (en absoluto exhaustiva) de autores españoles que se han servido del discurso publicitario en sus poemas, en los últimos años, incluye nombres como los de Ana Rossetti, Fernando Beltrán, Aurora Luque, Juan Bonilla, Pablo García Casado, Javier Moreno, Juan Antonio González Iglesias o David Refoyo. Generalmente se ha considerado que la publicidad hace su entrada triunfal en la lírica española de la mano de la generación poética de 1968.1 Sin embargo, ya se habían producido acercamientos al lenguaje publicitario en las décadas anteriores, tanto desde postulados cercanos a la estética socialrealista, predominante entonces, como desde otras poéticas minoritarias. Dentro de la primera categoría se encontraría Gloria Fuertes, que en su Antología y poemas del suburbio, publicada en 1954 en Caracas para escapar a la censura, ponía precio a sus textos para hacerlos entrar en el circuito mercantil: “Vendo versos, / liquido poesía, / —se reciben encargos / para bodas, bautizos, / peticiones de mano—, / ¡aleluyas a diez!” (1954: 52). En cuanto a lo segundo, puede verse un ejemplo en Pet, poema (1959), un poemario de corte confesional del otras veces experimentalísimo Francisco Pino, en el que presenta el alma rodeada de anuncios luminosos: “Las luces palpitan en el aire negro, corren, se desmayan, se desbocan, ¡con qué enlaces de colores para las frías palabras! / Ahí está lo que se desea; ¡palabra dicha silenciosamente por un color luminoso!” (2010: 138).2 1. Quiero aclarar que empleo el término generación como un simple marcador temporal, sin asumir que los autores pertenecientes a ella compartan obligatoriamente una misma sensibilidad estética. Lo mismo puede decirse del uso que se hace aquí de los términos novísimo y sesentayochista. 2. Esa es, al menos, la interpretación defendida por Frühbeck Moreno: “Así, es en Pet, poema, donde se enuncia de forma más clara la degradación del lenguaje que implica el uso publicitario de la palabra. El poeta lo representa a través de los
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En último término, la historia del aprovechamiento poético de la publicidad en la poesía española se remonta al menos hasta el año 1916, fecha en que Juan Ramón Jiménez escribe su Diario de un poeta recién casado, en cuya última sección, “Recuerdos de América del Este escritos en España”, se incorporan varios anuncios. La crítica especializada no se ha detenido demasiado a indagar en la aparición de la publicidad en los autores del 68. Los escasos análisis que abordan con cierto detalle el empleo de este tipo de discurso en la generación novísima se enfocan en autores y textos muy específicos, cuando no se hallan diluidos en estudios de carácter mucho más amplio. El objetivo de este artículo es contribuir a paliar esa carencia crítica, ofreciendo un breve panorama de los usos más frecuentes de la publicidad en la poesía de la generación de 1968. Para ello se pretende abarcar no solamente la reelaboración poética del lenguaje publicitario, sino también la presencia de anuncios, marcas comerciales y eslóganes propagandísticos en los textos. Teniendo en cuenta esa precisión, y siempre desde la idea de que no existen compartimentos estancos, sino usos que se combinan y entrelazan con frecuencia, es posible distinguir tres modos fundamentales de aprovechamiento de la publicidad en los textos de la generación novísima: a) un modo icónico, en el que la publicidad se pone al servicio de la creación de determinadas atmósferas y determinados escenarios poéticos, generalmente por medio de la mención directa de eslóganes o marcas publicitarias; b) un modo crítico, en el que el lenguaje publicitario se adapta y reelabora para poner al descubierto sus mecanismos y estrategias, habitualmente con el objetivo ulterior de denunciar las realidades sociales del tardofranquismo; y c) un modo reflexivo, en el que la publicidad se presenta como vía de acceso privilegiada a ciertas preocupaciones epistémicas comunes en los autores del 68, entre las que destaca la desconfianza en la capacidad del lenguaje para captar la experiencia.
anuncios luminosos que rodean al alma, identificada en el libro con una prostituta coja que experimentará un viaje que la llevará de regreso a la Iglesia, un viaje que tendrá mucho que ver con el abandono de un idioma y la adopción de otros” (2013: 146).
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En las páginas que siguen, presento un somero estudio de estos modos de aprovechamiento poético de la publicidad por parte de los novísimos, a partir de análisis textuales concretos que ejemplifican cada uno de los casos, y con atención al contexto histórico y social en el que se insertan.
Isla Tortuga en venta: publicidad, escepticismo y ruina existencial La recreación de mundos lejanos o mitológicos y de escenarios artificiosos ajenos al presente histórico de los textos es uno de los rasgos más destacables de la generación poética de 1968. Esta tendencia, al igual que el marcado culturalismo que es típico también de estos autores, no responde únicamente a una motivación estética. Hay en su base un hondo pesimismo, una marcada concepción negativa del mundo y de la existencia que en cierto modo comparten con los miembros de las generaciones poéticas precedentes, pero que se formula con recursos estéticos distintos. No hay sitio aquí ya para el patetismo o la expresión desarraigada de un Blas de Otero o del Dámaso Alonso de Hijos de la ira, ni tampoco para el confesionalismo crítico de los autores del 50. Al contrario, se rechazan esos usos por inútiles o ingenuos, y se buscan otros modos de expresión más apropiados para el existencialismo en negativo que constituye la única fe de esta generación. La pulsión culturalista y la creación de arquitecturas exóticas forman parte de esas estrategias, a las que se unen otras como la disolución del yo lírico, el empleo de digresiones o ramificaciones temáticas continuas, o la adopción de un tono prosaico o ensayístico en el poema. Con estos mecanismos se busca establecer un sistema de filtros que tamice la expresión sentimental, que ponga de manifiesto la distancia existente entre mundo y texto, y que abra la puerta, en fin, para una indagación en el lenguaje, en el que descansa toda posibilidad de crítica social.3
3. Un análisis más detallado de la interconexión entre ese existencialismo negativo y los mecanismos poéticos que potencian la reserva sentimental puede verse en Prieto de Paula (1996: 103-130).
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El primer uso de la publicidad en la generación novísima se entiende precisamente como un mecanismo de creación de atmósferas poéticas. Las marcas comerciales y los eslóganes publicitarios contribuyen a alzar arquitecturas efímeras en los textos; escenografías que funcionan a modo de pantallas emotivas. A veces basta con la simple mención de nombres comerciales cuyo peso en el imaginario colectivo está tan afianzado que remiten automáticamente a un ambiente determinado. Es el caso, por ejemplo, del poema “Nada quedó de abril...”, incluido en Una educación sentimental (1967), de Manuel Vázquez Montalbán, en el que las referencias a las máquinas de coser Sigma, Wertheim y Singer retrotraen al lector al oscuro universo de la posguerra española, en el que dichas máquinas tuvieron un rol fundamental en las familias de clase media y baja con el fin de lograr un sobresueldo que les permitiera salir adelante: “grises atardeceres de máquina Sigma, / Wertheim, Singer” (Vázquez Montalbán, 2001: 8182). Otra muestra de este uso se encuentra en “Recuento”, un texto de Pere Gimferrer incluido en Extraña fruta y otros poemas (1969), donde los “colores vivos de instantánea Kodak” conviven con Ezra Pound, el teatro kabuki o las tragaperras de Las Vegas (Gimferrer, 2000: 222225), en lo que constituye una mezcla de alta y baja cultura, de modernidad y nostalgia, muy frecuente en los autores del 68.4 En otras ocasiones, la publicidad remite a los mundos ficticios del cine o la literatura de género. Un claro ejemplo se halla en el poema “Homenaje a Dashiell Hammet”, de Leopoldo María Panero, incluido en Así se fundó Carnaby Street (1970):
4. Acerca de la íntima asociación entre la nostalgia y las cámaras Kodak, véase el estudio de Nancy West, Kodak and the Lens of Nostalgia (2000). Su argumento principal es que la popularización de la fotografía provocó que la mayoría de la población comenzase a organizar sus experiencias y recuerdos vitales precisamente en torno a las imágenes fotográficas, unas imágenes de las que están ausentes los momentos dolorosos o desagradables, y que pasan por ello a percibirse como objetos de nostalgia, como testimonios de un tiempo inocente y feliz. A pesar de que el estudio se centra específicamente en Estados Unidos, la inmensa influencia que la cultura de ese país tiene en todo el mundo desde mediados del siglo xx hace que esa idea pueda aplicarse también al contexto español.
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José Pablo Barragán Homenaje a Dashiell Hammett (ii) Visite Hong-Kong. La droga. Las revueltas callejeras. Las callejas. Aguardar la muerte en un restaurante de lujo. Los disparos, el estrépito de mesas y sillas. Los gritos, las carreras. El cielo alto, azul. Así acabó la banda moran. Las fotografías. La nieve. (Panero, 2001: 34)
La pieza consiste en una acumulación veloz de imágenes típicas del género negro que viran a lo lírico en la parte final. La invitación publicitaria —“Visite Hong-Kong”— coadyuva a crear ese ambiente detectivesco y oscuro, en tanto que remite a uno de los escenarios de la que es, quizá, la novela negra por antonomasia: El halcón maltés (1929), de Dashiell Hammett. No es esta, sin embargo, la única función de dicha alusión, pues se encarga también de introducir la huella del yo lírico en el texto. De hecho, la apelación a la segunda persona constituye la única instancia pronominal que aparece en el poema. Esto supone no solamente un guiño al narrador objetivo de la novela negra, sino también una clara expresión de la tendencia a diluir el yo lírico que caracteriza a la poética novísima y que, como hemos visto, está íntimamente relacionada con su profunda negatividad existencial.5 En otros ejemplos, el universo al que se recurre es el de la literatura juvenil y de aventuras. Así ocurre en “Homenaje a Robert Louis Stevenson” (Extraña fruta y otros poemas) de Gimferrer. Lo reproduzco parcialmente a continuación: Homenaje a Robert Louis Stevenson Vieja casaca azul de botones dorados Con un ojo de vidrio me miraba el corsario Los fuegos de san Telmo en la noche polar Pon pancartas azules Isla Tortuga en venta No llegarán más naves a Puerto Providencia Me falla el corazón y no puedo soñar
5. Para una discusión más amplia acerca de las implicaciones estéticas y epistémicas de la disolución del sujeto lírico en la poesía sesentayochista, véanse Prieto de Paula (1996: 329-368) y Martín-Estudillo (2007: 37-63).
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Arriad las banderolas del buque desguazado A la pantera herida matadla a culatazos Se desmaya en mis ojos un lento bergantín [...] (Gimferrer, 2000: 210)
El mundo que se reconstruye en el texto es el de la novela La isla del tesoro (1883), de Robert Louis Stevenson, pero envuelto en un aire crepuscular muy marcado: basta observar cómo se acumulan, en menos de diez versos, múltiples adjetivos que apuntan decadencia (“[v]ieja casaca”, “buque desguazado”, “pantera herida”), e incluso verbos de similar carga semántica (“[n]o llegarán”, “falla”, “no puedo”, “[a]rriad”, “matadla”, “[s]e desmaya”). Cabe recordar aquí que el uso de los regímenes simbólicos de ruina y degradación es muy común en los novísimos, ya que se encuentra conectado a su visión pesimista del mundo.6 A esta intensa retórica se incorpora en el poema el lenguaje publicitario, por medio del eslogan “Isla Tortuga en venta”, que confirma que ya nada queda del feudo libertario y aventurero de los bravos piratas del Caribe, y que la única solución posible es echar el cierre y vender la isla al mejor postor. No siempre resulta necesario acudir a los mundos ficcionales de la literatura o del cine para levantar trampantojos que tamicen la expresión sentimental. A veces solo hace falta contemplar el mundo exterior a través de los cristales ahumados del sueño o de la droga. E igualmente ahí tiene cabida el lenguaje publicitario. El poema “La canción de amor del traficante de marihuana”, perteneciente a Así se fundó Carnaby Street, de Leopoldo María Panero, es muy significativo a este respecto. He aquí la pieza: La canción de amor del traficante de marihuana ...y la gente buscaba las farmacias donde el amargo trópico se fija Federico García Lorca Y para qué morir si en los barrios adonde el carmín sustituye a la sangre 6. Para un estudio más profundo de estos regímenes simbólicos, véase Martín-Estudillo (2007: 65-123).
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José Pablo Barragán nos dan por 125 ptas. algo que según dicen es un sucedáneo de la miel aunque a veces contiene pestañas ahogadas en ella que hay que separar cuidadosamente antes de usarla ¡una pata de pájaro por veinte duros! ocasión el hueco que tanto necesitábamos para meter en él nuestra enorme cabeza y en el espacio de dos horas no oír más que el ruido que ella misma produce (algo así como un río de lodo) qué es lo que esperan, qué es lo que esperan para desenterrar los pedazos de vidrio de colores que la arena se ha tragado o los caramelos que al pasar por sus intestinos se convierten en algo nada grato al tacto, al gusto y al olfato o los perros con que jugábamos en la esquina mientras los autos al pasar nos llenaban de barro todo en fin, las flechas y verbenas y todo por tan poco precio, señores, por tan poco precio un viejo Arlequín bailará en sus pupilas una serpiente con muletas anidará en ellas un viento, quizás, lo reconozco un poco cansado y con ganas de irse a su casa tratará de limpiarle a Vd. los ceniceros y todo por tan poco precio, señores, por tan poco precio (Panero, 2001: 70)
La pieza es una recreación alucinada del mundo de los barrios marginales donde empezaba a ser común el trapicheo con las drogas que tantos estragos habrían de causar en las décadas siguientes. A la elaboración de esa atmósfera evasiva, irracional, contribuyen los elementos del discurso publicitario, introducidos en el texto por medio de referencias monetarias (“por 125 ptas.”) y de eslóganes a medio camino entre la venta callejera y la publicidad radiada o televisada (“y todo por tan poco precio, señores, por tan poco precio”). Antes de finalizar esta sección, quisiera mencionar un texto en el que la publicidad ayuda a crear un ambiente que, al contrario de lo que ocurre en los poemas ya citados, no puede calificarse automáticamente como negativo. Se trata de “By love possessed”, parte también de la Extraña fruta de Gimferrer. Transcribo la pieza a continuación:
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By love possessed Me dio un beso y era suave como la bruma dulce como una descarga eléctrica como un beso en los ojos cerrados como los veleros al atardecer pálida señorita del paraguas por dos veces he creído verla su vestido estampado el bolso el pelo corto y aquella forma de andar muy en el borde de la acera En los crepúsculos exangües la ciudad es un torneo de paladines a cámara lenta sobre una pantalla plateada como una pantalla de televisión son las imágenes de mi vida los anuncios y dan el mismo miedo que los objetos volantes venidos de no se sabe dónde fúlgidos en el espacio Como las banderolas caídas de los yates de lujo las ampollas de morfina en los cuartos cerrados de los hoteles estar enamorado es una música una droga es como escribir un poema por ti los dulces dogos del amor y su herida carmesí Los uniformes grises de los policías los cascos las cargas los camiones los jeeps los gases lacrimógenos aquel año te amé como nunca llevabas un vestido verde y por las mañanas sonreías Violines oscuros violines del agua todo el mundo que cabe en el zumbido de una línea telefónica los silfos en el aire la seda y sus relámpagos las alucinaciones en pleno día como viendo fantasmas luminosos como palpando un cuerpo astral desde las ventanas de mi cuarto de estudiante y muy despacio los visillos con antifaz un rostro me miraba el jardín un rubí bajo la lluvia (Gimferrer, 2000: 217-218)
Nos encontramos aquí ante un texto cuya atmósfera sentimental es ciertamente ambigua. Por un lado, el enamoramiento que describe el sujeto poemático puede entenderse como una huida de la deprimente realidad de los últimos años de la dictadura, no muy diferente de esas otras escapatorias —habituales en los sesentayochistas— que fueron el arte y la farmacia: “estar enamorado es una música una droga es como escribir un poema”. Por otro lado, hay en el texto rasgos inequívocamente positivos. Pocos, es verdad, pero los suficientes como para dar
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a la pieza un aire distinto al de otros poemas que hemos visto. Así hay que entender, en mi opinión, la presencia de adjetivos como “suave” o “dulce”, la referencia a “los dulces dogos del amor”, o la comparación implícita de ese sentimiento con “una descarga eléctrica”, con “la seda y sus relámpagos” y con “fantasmas luminosos”. Todo lo cual matiza, aunque sea ligeramente, la melancolía que se advierte en otras partes del poema, y que se manifiesta en forma de “veleros al atardecer”, “banderolas caídas”, y “oscuros violines del agua”. La publicidad opera aquí en los dos sentidos antes mencionados. Así, cuando el yo lírico afirma que “son las imágenes de mi vida los anuncios” no está tratando solo de banalizar el sentido de la existencia en la sociedad de consumo posmoderna. También la presenta como un interludio en ese “torneo de paladines a cámara lenta” en el que se había convertido la vida en la conflictiva Barcelona del tardofranquismo, en la que “los policías los cascos las cargas los camiones los jeeps los gases lacrimógenos” formaban parte del paisaje cotidiano. Un interludio breve e ingenuo, como el enamoramiento, pero interludio al fin y al cabo. Esta última interpretación puede resultar extraña desde nuestra perspectiva actual, en la que la publicidad está cargada indudablemente de connotaciones negativas, pero hay que tener en cuenta que esto no fue así siempre. De hecho, como afirma Raúl Eguizábal en su estudio de la historia social de la publicidad en España, esta no despertaba durante la dictadura tanto rechazo como hoy, en la medida en que “constituía algo así como un discurso modernizador, abría los sentidos del público hacia nuevas realidades [...], manifestaba un espíritu de cierta independencia (aunque fuese solo comercial) [...], mostraba otra vida distinta, más amable y complaciente” (Eguizábal, 2009: 13). Lo que tenemos en “By love possessed” es, entonces, un testimonio de ese momento de cambio hacia una concepción negativa de la publicidad, pero que conserva todavía ciertos rescoldos de positividad. Casos como los del poema anterior son excepcionales. Lo que predomina en la época es el rechazo de la publicidad, evidente no solo en las atmósferas oscuras y melancólicas que se han expuesto en esta
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primera sección, sino también en el aprovechamiento crítico del lenguaje publicitario por parte de los autores del 68.
Publicidad, crítica social y (neo)vanguardia en la generación de 1968 El marcado culturalismo de los novísimos y la recreación de atmósferas exóticas no deben entenderse, al menos en una primera fase, como una huida motivada por la falta de interés hacia los problemas sociales contemporáneos, sino más bien como una reacción contra los mecanismos estéticos de la poesía socialrealista todavía dominante y que se consideran anquilosados, cuando no directamente contraproducentes: en un artículo publicado en 1971, Gimferrer llega al punto de acusar a los poetas del 50 de haber sido cómplices del sistema ideológico del franquismo con su renuncia a las técnicas de vanguardia y a la investigación sobre el lenguaje: “se ha producido la más trágica y sarcástica paradoja: un condicionamiento de carácter estético ha convertido a los poetas ‘de izquierdas’ en la mejor coartada de la situación que creían combatir” (en Navas Ocaña, 2004: 311-312). La crítica de Gimferrer ha de entenderse en el contexto del enfrentamiento generacional, de los juegos de poder en torno a la reconfiguración del canon que se produjeron a finales de los años sesenta y principios de los setenta del pasado siglo. Lo cierto es que, andando el tiempo, incluso los más acérrimos enemigos de la estética socialrealista acabarían por reconocer su deuda con los autores que la habían desarrollado. Sin embargo, es importante recalcar que no todos los poetas del 68 fueron tan tajantes en ese rechazo a sus predecesores inmediatos, ni tan reacios a introducir en sus textos una crítica social más o menos explícita, aunque desde unos presupuestos estéticos diferentes a los de las generaciones anteriores. Es el caso, por ejemplo, de Manuel Vázquez Montalbán, en cuya poesía, como es bien conocido, el componente social desempeña un papel medular. Otros autores irán aún más lejos, como el salmantino Aníbal Núñez, uno de los más polémicos excluidos de la antología Nueve novísimos poetas
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españoles (1970), de José María Castellet, que en una famosa y dura carta al director de Triunfo arremetía abiertamente contra la industria editorial barcelonesa, al tiempo que reivindicaba el socialrealismo de posguerra, por muy calcificado que estuviera. Uno de los puntos en que es más clara esta discrepancia interna es en el de la incorporación de la publicidad a los poemas. El lenguaje publicitario está dotado de una naturaleza peculiar que permite que sus resortes y estrategias salgan a la luz muy fácilmente en cuanto se desplaza de su contexto natural. En este sentido, no es de extrañar que los autores del 68 más proclives a la crítica social vieran en él un instrumento adecuado para desenmascarar las fallas del desarrollismo franquista y de la problemática inserción de España en la sociedad de consumo posmoderna. Dos nombres destacan sobre todos los demás a este respecto: los mencionados Manuel Vázquez Montalbán y Aníbal Núñez, en cuyos poemarios Una educación sentimental (1967) y Fábulas domésticas (1970), respectivamente, se encuentran los ejemplos más paradigmáticos del aprovechamiento crítico de la publicidad entre los novísimos. No voy a detenerme en ellos, sin embargo, pues han sido ya estudiados por autores como Juan José Lanz (2002), Marta B. Ferrari (2005), Rosamna Pardellas (2009) o Jesús Ponce Cárdenas (2016).7 Los poemarios de Vázquez Montalbán y Aníbal Núñez no son, sin embargo, los únicos de su generación en los que se trasluce una crítica social. Esta se halla también sutilmente en otros textos ajenos a la tradición socialrealista y herederos, en cambio, de las vanguardias primiseculares, en su concepción del lenguaje como herramienta de lucha y transformación social. No estamos aquí diciendo nada nuevo: la recuperación de la vanguardia por parte de los sesentayochistas es bien conocida. El propio Castellet, en la introducción a Nueve novísimos, afirmaba que la pretensión de sus antologados era la de “establecer una dinámica vanguardista en las estancadas aguas de la cultura española” (1970: 35). En realidad, esta vuelta a la vanguardia formaba parte de un proyecto colectivo de reivindicación de una parte del canon literario español que había sido sepultado tras la Guerra 7. Véase también, al respecto, Prieto de Paula en este mismo volumen.
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Civil: una reivindicación que, además, no fue puramente estética, sino que, al menos en una primera etapa, tuvo un componente político y revolucionario muy claro, aunque sus medios de expresión no fueran explícitos y aunque dicha tentativa quedara desactivada muy pronto con la vuelta a las líneas poéticas más tradicionales, que se produjo a partir de 1972.8 Algunos usos de la publicidad en los novísimos se entienden precisamente desde esta intersección entre la crítica social y la recuperación de la vanguardia. Son escasos, pero merece la pena detenerse en ellos. Se encuentran incluidos en Así se fundó Carnaby Street, de Leopoldo María Panero, un poemario de raíz marcadamente surrealista, al igual que toda la obra temprana de su autor. Él mismo reconocía abiertamente esa influencia en una entrevista concedida en 1971: “Existen dos líneas: la de Mallarmé y la del surrealismo que se pueden continuar hoy en día. Quizá Félix de Azúa sea el único que cultiva la primera, y todos los demás poetas jóvenes españoles se dedican única y exclusivamente a la segunda. Es decir, la poesía surrealista es muy fácil de hacer, sin necesidad de alcohol, pero irreflexivamente, como hace Gimferrer o gente así, o con drogas, como lo estaba haciendo yo. Al fin y al cabo mi libro Así se fundó Carnaby Street corresponde a ese tipo de línea” (en Navas Ocaña, 2004: 313). Efectivamente, las técnicas y obsesiones surrealistas empapan el poemario por completo. Hallamos en él escritura automática, yuxtaposición de imágenes irracionales, introspección en el subconsciente, experimentación lingüística liberadora por medio de juegos tipográficos, olvido de la rima, introducción de poemas en prosa, etc. Es en este contexto en el que debemos entender la aparición de la publicidad en Así se fundó Carnaby Street: no solo cuando contribuye a crear esas atmósferas evanescentes de las que hablábamos en la sección primera, y cuyo propósito excede el mero escapismo, sino también en otras ocasiones en las que la conexión con las vanguardias es más clara. Un ejemplo de esto último se encuentra en el ya comentado “La canción de amor del traficante de marihuana”. Lo que no mencionamos 8. Sobre esta cuestión, véase Navas Ocaña (2004: 311-317). Una visión más detallada y crítica se puede encontrar en Méndez Rubio (2004: 33-54).
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entonces es la íntima vinculación de la pieza con el surrealismo, que se pone en primer plano con la cita inicial de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, y que permea el ambiente alucinado del texto (que es, en cierto modo, un intento de representar el inconsciente por medio de la droga), en su uso de imágenes irracionales como “pestañas ahogadas” o “serpiente con muletas”. La incorporación de la publicidad en el poema no escapa a esa influencia. Así, es el automatismo de los surrealistas el que permite incorporar los eslóganes publicitarios y el repetido “y todo por tan poco precio, señores, por tan poco precio”. Y es la experimentación formal heredada de las vanguardias, y no solo la influencia de la publicidad, la que está detrás de los juegos tipográficos con las mayúsculas y las cursivas.9 Otra prueba de lo que venimos hablando se localiza en el siguiente poema, perteneciente a la primera sección de Así se fundó Carnaby Street, y en el que el influjo de la vanguardia vira desde el surrealismo hacia Dadá: Televisor anglo mejor que la realidad La mentira del sol en una habitación a oscuras que estremecen de pronto los disparos. (Panero, 2001: 55)
El título de la pieza reproduce literalmente un anuncio televisivo de la década los sesenta.10 No creo que esta incorporación tan contundente de la publicidad pueda explicarse solo como un collage que busca quebrar el discurso lógico o conseguir determinados efectos estéticos, como sugería Castellet (1970: 41-42) en la introducción de Nueve novísimos. Se adivina aquí, más bien, una cierta voluntad de conectar con la crítica del arte que cultivaron los dadaístas a principios 9. En cambio, aunque el citado “Homenaje a Robert Louis Stevenson” de Gimferrer recurría también a los juegos tipográficos, la conexión con la vanguardia parece menos clara. 10. Se trata de un anuncio de Televisores Anglo. Sus diferentes versiones se pueden encontrar on-line con facilidad. En una de ellas, un grupo de personajes canta lo siguiente: “Televisor Anglo, la verdad con marco. Televisor Anglo, enmarca la verdad. Sí, es verdad. Anglo Televisor, es mejor que la realidad”.
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del siglo xx. Parafraseando lo que dice Peter Bürger en su Teoría de la vanguardia, se trataría de denunciar la pérdida de la función social del arte poniendo de manifiesto el absurdo de su autonomía, de su esteticismo radical, de su desconexión de la praxis vital (Bürger, 2000: 62-63). El poema funcionaría, entonces, como un objet trouvé, casi como una traslación al ámbito lírico del famoso urinario que Marcel Duchamp bautizó con el rótulo de Fountain. El problema que acarrea esta vuelta al surrealismo o al dadaísmo en los novísimos es el mismo al que se enfrentan todas las neovanguardias que surgen en Europa en la segunda mitad del siglo xx; a saber, que ya no existen las condiciones sociales que propiciaron las vanguardias históricas y que dieron eficacia a sus propuestas. El efecto de choque que causaban no puede ya reproducirse, pues las obras vanguardistas se han institucionalizado y se han convertido en el ejemplo por antonomasia de ese arte autónomo y desconectado de la praxis social que en origen combatían. Y todo ello, en palabras de Peter Bürger (2000: 115), “al margen de la conciencia que tenga el artista [neovanguardista] de su actividad, y que muy bien puede ser vanguardista”. En el poema dadaísta de Panero se aprecia una cierta conciencia de este problema, ya que la radicalidad de su planteamiento queda diluida por la presencia de unos versos que funcionan casi como glosa de su título, explicitando el carácter simulado de las retransmisiones televisivas. El progresivo distanciamiento de Panero frente a la poesía neovanguardista en sus poemarios posteriores apunta también en esa dirección. En realidad, todos los sesentayochistas españoles que optaron por recuperar las técnicas de vanguardia eran más o menos conscientes de las contradicciones que implicaba su elección. Algunos de ellos, como Gimferrer o Guillermo Carnero, se dieron cuenta de ello incluso antes de publicar sus primeros libros. Otros, como Manuel Vázquez Montalbán, Aníbal Núñez o el propio Panero, tardaron más en hacerlo, pero acabaron abandonando, más pronto que tarde, sus coqueteos vanguardistas. Sin embargo, no todos los actores del universo literario de la época fueron conscientes del fracaso en el intento novísimo de resucitar la vanguardia. Para algunos de ellos, de hecho, ese proyecto resultó
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intolerable, y se percibió como un esfuerzo editorial y académico encaminado a arrinconar las propuestas más arriesgadas y críticas de la generación del 68. Volveremos brevemente a esta, por así llamarla, “cruzada antivanguardista” en la conclusión de este trabajo, en la medida en que apunta a un aspecto de la publicidad que es radicalmente distinto de los que analizamos aquí, pero que merece la pena mencionar. Antes es necesario, no obstante, abordar el último de los usos del discurso publicitario que describimos en la introducción: el que se sirve de la publicidad parar reflexionar sobre algunas preocupaciones recurrentes en los poetas de la generación novísima.
Anuncios reflexivos: del desenmascaramiento del lenguaje al horror vacui neobarroco El objetivo de este último apartado es examinar ciertos usos de la publicidad en los textos de la generación poética novísima que no pueden explicarse desde la perspectiva icónica y crítica que hemos empleado anteriormente. He englobado estos usos bajo el nombre de “modo reflexivo”, un rótulo que responde a ciertas inquietudes epistémicas comunes entre los autores del 68. La más relevante de esas preocupaciones, que subyace en casi todas las manifestaciones de la estética novísima, es la desconfianza en la capacidad del lenguaje para reproducir la experiencia. Uno de los textos que se sirve de la publicidad para plasmar esta obsesión es “Donde su yunta deja” (Fábulas domésticas), de Aníbal Núñez. Lo transcribo parcialmente a continuación: Donde su yunta deja la carretera y traza horadando el camino un arco [...] hacia el lugar de la heredad el hombre tópase con la cierta imagen presentida desde lejos:
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reproducción gigante −pintura inalterable al aire libre— de una botella donde a duras penas el labrador distingue la palabra export [...] no empuña la aguijada contra aquel desafío que no entiende [...] en señal de respeto el timón del arado trazará más cerrada la curva donde el hombre y la pareja lenta dejan la carretera camino de la arada (Núñez, 2015: 97-98)
El poema describe, en un primer nivel de lectura, la perplejidad mezclada con respeto que experimenta un labrador que, “camino de la arada” con sus bueyes, se topa con un gran cartelón publicitario, probablemente de algún tipo de licor. La reacción del campesino, que a duras penas comprende el texto del anuncio o el propio concepto de la publicidad, ha sido interpretada usualmente en clave crítica, como una denuncia del ancestral carácter sumiso del campo español, cuando no como una actualización del tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea. Creo, sin embargo, que una lectura más profunda revela la presencia, íntimamente imbricada en el texto, de esa preocupación fundamental por los límites del lenguaje de la que venimos hablando. Los problemas que afronta el labrador para entender la publicidad actúan así a un nivel metafórico y representan la dificultad para aprehender la realidad por medio del lenguaje. No es que el labrador se equivoque a la hora de comprender el anuncio; es que el propio lenguaje es incapaz de representar el mundo. Pero hay más: no olvidemos el hecho artificioso de la publicidad, su esencia simulada. El lenguaje publicitario es precisamente el que deja más claro
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que todo lenguaje es simulacro. No es azaroso, entonces, que sea un cartelón publicitario lo que causa problemas de interpretación. Otras inquietudes que asoman tras el empleo de la publicidad en los novísimos son la traducción de fenómenos que ya hemos mencionado. La conciencia negativa del mundo y la convicción de estar viviendo una profunda crisis se plasman en la figura del horror vacui: se pretende escapar a la ansiedad que provoca el vacío epistémico por medio de la acumulación y la densidad. El lenguaje publicitario puede formar parte también de esta estrategia, como se observa en el siguiente poema sin título de Así se fundó Carnaby Street, de Leopoldo María Panero: Las conversaciones. Vd. puede, si quiere, contar anécdotas. Para ello, hay muchos medios de hacerse con un selecto repertorio. Si no encuentra nada que decir, puede encender un cigarrillo. Hay quienes recurren al alcohol, otros a las drogas. Es necesario poseer una magnífica memoria. Ante todo lo que Vd. cuente debe interesar al oyente, porque de otra manera, no habría conversación. Evite los silencios prolongados. Pero, ¿qué gran conversador no ha tropezado alguna vez con un silencio prolongado? (Panero, 2001: 40)
El texto adopta varios mecanismos propagandísticos (apelación al Vd., imperativos, tipografía) para vender una especie de método de éxito personal y literario. Bajo ese ropaje, sin embargo, asoma la obsesión por rellenar el vacío, que se explicita en la orden “[e]vite los silencios prolongados” y en el propio contexto en que aparece este poema. La pieza vecina “xxviii”, por ejemplo, presenta una escena cotidiana en una peluquería en la que los personajes hablan sin parar de asuntos banales para “acallar el insistente tic-tac del reloj” (2001: 41). Por otro lado, toda la primera sección de Así se fundó Carnaby Street, de la que forma parte “Las conversaciones...”, consiste en una acumulación incesante de imágenes, de breves fragmentos sin unidad aparente que no responden solo a la intención de presentar el chisporroteo de tendencias propio de la posmodernidad, sino también esa angustia existencial que se reproduce en forma de horror vacui. No se agotan aquí las significaciones de la publicidad en la poética del 68. Otros textos se sirven de ella para reflejar ciertas ideas que los
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novísimos heredan del Barroco, como la convicción de que la verdadera realidad está oculta tras un velo de apariencias.11 Es el caso del poema “Buenas noches”, de Aníbal Núñez, que adopta la forma de anuncio de colchones y cuyos versos combinan la crítica a la indiferencia política y social con la imagen de la vida como sueño: “despertará jovial como si nada / de lo visto y oído fuera cierto [...] / como si nada hubiera sucedido” (Núñez, 2015: 113). Este mismo tópico se reformula en otro texto de Fábulas domésticas, titulado “Sueña —las manos al volante—”, aunque combinado con una crítica feroz al fetichismo automovilístico, al culto desmedido a los coches deportivos: “el caballero enloqueció creyendo / que su caballo deportivo era / la princesa soñada y que las riendas / es decir el volante eran las manos / de su adorada, la calzada el lecho / del amor” (2015: 123). Una versión ligeramente diferente de esta obsesión neobarroca se encuentra en el ya mencionado poema de Panero “televisor anglo mejor que la realidad”,12 que no solo alude al carácter simulado de los programas televisivos, sino también, con su referencia a la “mentira del sol”, a la falsificación del mundo exterior en el que vivimos. Otro tópico (neo)barroco que se actualiza en estos textos es el memento mori. Aparece, por ejemplo, en el mencionado “Sueña —las manos al volante—”, de Aníbal Núñez, a través de las fatales consecuencias de esa fantasía automovilística, que termina “acelerando / a fondo contra un árbol expandiendo / en seminal abrazo a la muerte fragmentos / de chatarra, castillos en el aire” (Núñez, 2015: 123). No es el único poema en que aparecen estas conexiones: se hallan también, por ejemplo, en “¡No corras, papá!”, un poema de Una educación sentimental, de Vázquez Montalbán, muy similar a “Sueña —las manos al volante—”, y de hecho anterior a él.
11. Sobre la conexión barroca de la generación novísima, véase el estudio de Luis Martín-Estudillo La mirada elíptica: el trasfondo barroco de la poesía española contemporánea (2007). Sobre la idea de la vida como sueño, teatro, desengaño o ficción, véase José Antonio Maravall (1975: 406-410). 12. Dados los particularísimos usos tipográficos de Panero, he optado por mantener el título del poema en versales.
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La publicidad en la configuración del canon poético A modo de conclusión, quiero hacer referencia a una última faceta de la publicidad muy diferente de las que hemos tratado aquí, pero que desempeñó un rol fundamental en la reconfiguración del canon poético español que se produjo a raíz de la irrupción de los novísimos. Se trata del empleo casi propagandístico de antologías y estudios académicos que tuvo lugar durante la década de los setenta con la finalidad de marginar las propuestas más problemáticas de la generación del 68, precisamente aquellas que estaban relacionadas con las vanguardias primiseculares, y que se percibieron como potencialmente peligrosas. Este esfuerzo antivanguardista ha sido documentado por críticos como Antonio Méndez Rubio o Jenaro Talens. En 1989, este último publicó un artículo titulado elocuentemente “De la publicidad como fuente historiográfica: la generación poética española de 1970”.13 Ese manejo de la publicidad fue denunciado también en su momento por algunos autores de la generación novísima. Un ejemplo de ello se encuentra en el poema de Aníbal Núñez “Aviso a Gustavo Adolfo Bécquer (en el centenario de su muerte)”, en el que arremete contra una industria editorial siempre proclive a potenciar determinadas apuestas literarias en detrimento de otras: Ya por los tenebrosos rincones de tu cerebro andan midiendo aquilatando las posibles ganancias acurrucados los expertos no desnudos programadores de palabras... [...] hijos y sucesores de la potente empresa editorial salidos no de mi fantasía sino más bien digamos de despachos 13. Véanse, a este respecto, Méndez Rubio (2004: 33-54), y especialmente el mencionado artículo de Talens (1989: 116-125).
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en cuyo centro se divisa el dictáfono a modo de dictador de modas [...] (Núñez, 2015: 128)
El poema no critica únicamente la vocación mercantilista, interesada solo en los beneficios comerciales, que hay detrás de la reedición de las obras de Bécquer en la efeméride de su muerte. Lo relevante aquí es que se apunta el papel incuestionable de la industria editorial en la formación del canon de la generación novísima: “despachos / en cuyo centro se divisa / el dictáfono a modo / de dictador de modas”. Un canon del que, como hemos visto, se trataron de excluir las propuestas más heterodoxas. Irónicamente, fueron los autores del 68 que con más frecuencia se ocuparon de la publicidad en sus textos los más afectados por esa operación publicitaria de reconfiguración del canon: Manuel Vázquez Montalbán desaparecerá progresivamente de las antologías posteriores a Nueve novísimos y acabará siendo conocido para el gran público más como autor de novela policiaca y como periodista de opinión que como poeta; Aníbal Núñez, por su parte, no volverá a los circuitos editoriales nacionales hasta varios años después de su muerte, cuando se publiquen póstumamente casi todos sus poemarios; y Leopoldo María Panero se convertirá en el “maldito” oficial de la generación, con toda la atención al personaje y el menosprecio de la obra que ello implica. Si me he decidido aquí a abundar en la recuperación de sus obras, especialmente en la de Panero, no ha sido por mera voluntad de reparación histórica, sino, como avisaba Talens al respecto de toda empresa de crítica literaria, “para ayudar a constituir y justificar un presente” (1989: 107): uno en el que tengan cabida todas las propuestas estéticas, con independencia de su ajuste a los gustos editoriales y académicos mayoritarios en su tiempo.
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Poesía y publicidad en Ana Rossetti: una lectura desde la ironía desmitificadora Marina Bianchi Università degli Studi di Bergamo
Introducción En la conclusión de su artículo “Una fragancia Artiach. Aquello era sabor. Literatura y publicidad: apropiaciones mutuas”, Vilar Pacheco (2007) escribe: La literatura hace tiempo que habló de la publicidad, la convirtió en materia literaria, y seguirá considerándola así, porque su presencia en nuestra vida cotidiana, su deseo y realidad, son ya inseparables de nuestras vidas [...]. / El lenguaje de la publicidad también ha terminado apropiándose de la literatura y de su entorno, de sus estereotipos más universales, y los ha comprimido y explotado como argumento y medio de prestigiar al objeto o producto anunciado [...]; los lenguajes de la publicidad y de la literatura se trasvasan y contaminan. [...] Literatura y publicidad han formado una pareja de conveniencia digna de ser desposada con su ropaje verbal e icónico y su canesú.
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Por su parte, en el reciente e interesante estudio “Poesía y publicidad en España: notas de asedio”, Ponce Cárdenas (2016: 275) añade: En un panorama creativo estimulado por el hibridismo y por la invasiva presencia de los medios de comunicación de masas, resulta cada vez más necesario el análisis detenido de un fenómeno cultural que se remonta hasta las oleadas renovadoras de los años sesenta y que sigue apreciándose en los versos de no pocos autores [...]. / En el contexto de la era digital, dominado por una incuestionable pulsión escópica, la incorporación de la imagen multimedia a la poesía encuentra en el ámbito publicitario una de las vías de hibridación más propicias.
Como muchos estudiosos han apuntado, en Ana Rossetti (San Fernando, Cádiz, 1950) encontramos ejemplos evidentes de este connubio en los dos epigramas surgidos de la lectura ecfrástica de anuncios publicitarios (Makris, 1993): “Chico Wrangler” (2004: 128) y el poema visual “Calvin Klein Underwear” (versión original 1987: 87; trascripción bajo el título de “Calvin Klein, Underdrawers” 2004: 198).1 “Chico Wrangler” apareció por primera vez en la antología de Ramón Buenaventura Las diosas blancas: antología de la joven poesía española escrita por mujeres (1985: 67), y luego se incorporó al poemario de Rossetti publicado el mismo año: Indicios vehementes (1985: 99). Las dos secciones que componen el libro de la gaditana reflexionan sobre la muerte y el deseo, respectivamente, y destacan la estrecha relación que une los dos elementos: en la primera parte aparece el tema del tempus fugit, que hace que todo llegue a su fin, mientras que la segunda parte somete al amor al mismo proceso, proponiendo un recorrido desde el nacimiento del deseo escópico hasta la unión y la despedida final. “Chico Wrangler” constituye el primer caso de una seducción que no se cumple y anuncia la serie de uniones imposibles o amores platónicos del siguiente poemario de Rossetti: Yesterday (1988). En Indicios vehementes, el citado poema abre el segundo apartado, “Sturm und Drang” —denominación que remite al movimien1. En el catálogo de la exposición Poemas autógrafos, el poema aparece con el título de “Calvin Klein Underwear” (Rossetti, 1987: 87); luego se cambiaría por una trascripción más adecuada (Profeti, 1994: 28).
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to literario prerromántico alemán que rehabilita el sentimiento contra el racionalismo y el iluminismo—, en el que la autora explora el deseo en su evolución desde el temprano ardor causado por la mirada hasta la ausencia que marca el final definitivo del placer. Los versos de “Chico Wrangler” proponen el anhelo creciente del acto sexual provocado por la visión, a partir de la alusión a la foto del joven desconocido de la publicidad de los vaqueros, cuya descripción evoca el icono americano del Marlboro man.2 A su vez, el poema visual “Calvin Klein Underwear” fue compuesto para la exposición Poemas autógrafos, que tuvo lugar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en 1985, e insertado en el catálogo correspondiente (Rossetti, 1987: 87); en la versión original [Fig. 1], reproducida también por Ponce Cárdenas (2016: 251), los versos aparecen colocados alrededor de los calzoncillos, escritos a mano y en letra mayúscula, en la fotocopia en color de la publicidad de ropa interior de Calvin Klein (Rossetti, en Bravo, 2002: 108; Rossetti, 2007: 32). El autor de la foto, de 1983, es Bruce Weber, mientras que el retratado es el campeón olímpico brasileño Tom Hintnaus (Manning Muñoz, 2006: 76). “Calvin Klein Underwear” se recogió luego en Yesterday (1988: 54), libro que incluye tanto poemas anteriores como otros inéditos que dan muestra de las experimentaciones y de la búsqueda de una poesía más desnuda, confesional y urbana, y por ende menos barroca. El título del libro procede de la canción de los Beatles sobre un amor perdido y adelanta la centralidad de la ausencia en los versos: la persona querida se pierde o no se puede tener, y la carencia intensifica el deseo, cimiento sobre el que se basa la sociedad consumista. En los tres apartados de inéditos sobresale el anhelo sexual, mezclado con referencias religiosas (en las “5 advocaciones”), o con la cultura pop y los productos culturales del mundo contemporáneo, sobre todo en las
2. De hecho, en los ochenta, la agencia publicitaria de Wrangler, la Dancer Fitzgerald, creó una nueva campaña que proponía una imagen mítica y heroica del cowboy americano, parecida a la del Marlboro man, y confirió a la marca su carácter comercial (Kammer, 1984: 22).
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Figura 1. Versión autógrafa del poema “Calvin Klein Underwear” canciones (en los “5 dispersos” y los “5 últimos”). Si las “5 advocaciones” parecen mantener la relación entre religión y erotismo heredada de Devocionario (1986), los “5 dispersos” y los “5 últimos” presentan la novedad de Indicios vehementes, adelantada en “Chico Wrangler”, pues reciben la influencia de la música ligera y de la publicidad. Los “5 dispersos” recogen poemas anteriormente aparecidos de forma independiente: “Calvin Klein Underwear” es el cuarto, rodeado de referencias musicales, ya que los tres primeros reciben el mismo título que ciertas canciones y el quinto hace referencia a Franco Battiato,
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a partir de la cita de algunas de sus letras. Los “5 últimos” también aluden directamente a canciones; entre ellos, “Strangers in the Night” (Rossetti, 2004: 202), que cita el conocido éxito de Frank Sinatra,3 y “Feeling” (203), que trae a la memoria la letra de “What a Feeling”,4 comparten con los dos poemas objeto de estudio el anhelo por un tú inalcanzable y la mirada voyerista: en “Strangers in the Night” la voz poética desea a un vecino al que espera ver desnudarse delante de la ventana, y en “Feeling” el yo lírico también acecha tras el cristal imaginando la unión con el tú que no logra ver.
El binomio masculino / femenino y la metarrepresentación posmoderna De acuerdo con Jennifer Heacock-Renaud (2013: 167-187, y sobre todo 184)5 —quien aboga por una “mirada más flexible, lúdica y performativa”, que trasciende el binomio femenino / masculino y la inversión de roles—, no analizaré aquí los poemas de Rossetti desde el punto de vista de la escritura de mujer, categoría en la que a menudo ha sido encasillada: véanse, entre otros, Ugalde (1989: 24-29; 1990: 117-139), Sarabia (1996: 341-359), LaFollette Miller (1996: 576-581), Persin (1997: 172-175), Ferradáns (1997: 19-31; 2001: 95-113; Ferradáns, en Rossetti, 2014: 9-12). Más bien, haré hincapié en la ironía como recurso retórico que la poeta elige para reflexionar sobre la complejidad y la ambigüedad de la sociedad actual, objeto de análisis de sus libros. 3. Con música de Bert Kaempfert y letra de Charles Singleton y Eddie Snyder, Frank Sinatra la cantó por primera vez en 1966. 4. “Flashdance... What a feeling”, cuya primera palabra no se suele citar, fue escrita por Giorgio Moroder, Keith Forsey e Irene Carapara, y cantada por esta última para la banda sonora de la película Flashdance (1983). 5. Escribe la estudiosa: “La insistencia académica en la mirada femenina ha apoyado una categorización monolítica del hombre como opresor de la mujer, desviando la atención de la representación de género más fluida que Rossetti emplea en su obra” (Heacock-Renaud, 2013: 184).
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En este sentido, he destacado otras veces (Bianchi, 2013: 25-67; Bianchi, 2014) que, entre las clasificaciones atribuidas a la poesía de Rossetti, la que más fácilmente abarca las múltiples facetas de su escritura es sin duda la de posmoderna (Moreiras Menor, 1997: 107-121; Robbins, 2004; Bonatto, 2006: 233-239), que plantea el eclecticismo, la complejidad, la intertextualidad, la transgresión, el rechazo de los discursos sistemáticos y la independencia del artista como reacción ante la crisis (Saldaña, 1997: 4). A pesar de la admisible validez de estas consideraciones, que pueden ajustarse a la poesía de la gaditana —y no al revés—, el mundo posmoderno que la rodea se convierte en objeto de una profunda indagación crítica en la que la autora involucra al lector, intentando averiguar con él las respuestas sobre el intricado sistema social en el que se mueve. Desde luego, Rossetti no asume como postura la autosuficiencia que se queda en el nivel de la metarrepresentación y en la primacía de la apariencia, sino que quiere explorarla, buscar las razones de la sensibilidad posmoderna surgida como consecuencia de la realidad consumista y caracterizada por la pérdida de esperanzas, el escepticismo, el relativismo, el individualismo, la indiferencia, la inseguridad y la angustia existencial (Lyon, 1996: 110-114). Su finalidad es denunciar la decepción frente a la indiferencia generalizada y a la ausencia de confianza en la sociedad tardocapitalista (Jameson, 1991), del simulacro (Baudrillard, 1981), del espectáculo (Debord, 1967) y de los medios de comunicación de masas (McLuhan, 1964 y 1968) que caracterizan la España de los ochenta y el movimiento cultural de aquellos años: la Movida. En mi opinión, Rossetti reacciona desde su original concepción estética a la pérdida de valores posmoderna, que con frecuencia produce obras donde la ambigüedad del mundo, la ausencia de profundidad o la relación de las personas con el deseo irrealizable se vuelven objetos de análisis y de denuncia desde la disidencia (Bianchi, 2016). Frente a este universo instantáneo e inasible, Rossetti se detiene a reflexionar y elabora una indagación personal, como confirma Bonatto (2006: 233): en ella recursos como la transgresión, la ironía, la yuxtaposición y el barroquismo “no proponen un simple juego formal, sino
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que [...] ayudan a construir una profunda exploración del ser y de la identidad”. Tras un rápido —aunque imprescindible— recorrido por la trayectoria poética de Rossetti, me centraré en “Chico Wrangler” y “Calvin Klein Underwear”.
“Chico Wrangler” y “Calvin Klein Underwear” en la trayectoria de Ana Rossetti Pese a sus distintos registros y temas, la poesía de Rossetti propone una trayectoria coherente, en la que la autora analiza cómo funciona la sociedad que la rodea para entenderla y entenderse a sí misma (Bianchi, 2013: 25-67). Tras una primera ojeada superficial a la producción temprana de Rossetti, parecen imponerse tanto la presencia del erotismo, del placer, del deseo y del recuerdo como el intento de sorprender con una simbología original y un mestizaje de referencias al que a menudo se añade la complejidad de una poesía nominal abierta a múltiples interpretaciones. Sin embargo, avanzando en la lectura, se descubre que se trata más bien de un juego mediante el cual la autora obliga a sus receptores a que participen con ella en la reflexión sobre el placer, cuya conclusión estriba en que la felicidad no reside en él. Se trata del ciclo que incluye la sensualidad y la lujuria femeninas de Los devaneos de Erato (1980); el amor de la inocente Anna por su hermano Louis en Dióscuros (1982); las víctimas del transcurso del tiempo, que pierden a su amado o la vida misma, en Indicios vehementes (1985); y las tentaciones y los martirios de herencia cristiana —donde las mujeres seducen o son seducidas y las santas sufren torturas e injusticias— en Devocionario (1986). En la segunda etapa creativa, el foco se desplaza hacia los sueños irrealizables y hacia el amor como sentimiento: las dificultades de la relación de pareja sustituyen al ardor sexual y la muerte se reconoce como el destino que une a todos los hombres. La nueva fase se abre al sufrimiento del ser humano por la carencia que provoca el deseo en Yesterday (1988), donde también empieza la evolución hacia una poesía más desnuda; sigue con la alegoría de la
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confesión del yo poético que no se arrepiente en Virgo potens (1994); y se cierra con el anhelo de amor en Punto umbrío (1995). En estos primeros quince años del recorrido poético de Rossetti se mezclan las referencias a la mitología clásica, el recuerdo de la infancia, el misterio de la muerte, las citas literarias, la religión cristiana y los productos culturales de la sociedad posmoderna, que contribuyen a la desestabilización de las expectativas de la que habla Profeti (1994: 17): mediante la negación de lo dicho y el uso de la dilogía y de la ironía como medios para quebrar las inferencias del significado, la escritora consigue que el interlocutor busque con ella la verdad y el sentido del poema. Como ya he tenido la ocasión de aclarar (Bianchi, 2013: 25-67), el lector atento tiene la impresión de ir descubriendo progresivamente las claves interpretativas de esta obra: poco a poco percibe que el placer de Los devaneos de Erato, la relación incestuosa de Dióscuros, el tiempo que sella el final de la unión en Indicios vehementes y la religión que se confunde con el deseo en Devocionario encuentran un nuevo soporte hermenéutico en el primer poema de Punto umbrío. Este permite interpretar Los devaneos de Erato como la expresión de la soledad y del desamor escondidos detrás del atrevimiento y de la celebración de la unión sexual; Dióscuros como la búsqueda en vano de la complicidad entre hermanos; Indicios vehementes —donde se encuentra “Chico Wrangler”— como el planteamiento de una frustración causada por el paso del tiempo, que sella el ineludible vínculo entre pasión y muerte; y Devocionario como una tentativa malograda de cobijarse en la fe. En Yesterday —que incluye “Calvin Klein Underwear”— ya no se trata de recrear uniones imaginadas para llenar el vacío interior, sino de refugiarse en el deseo anterior al logro y de encontrar en la escopofilia otra forma de placer, independiente de su realización. Tras explorar este nuevo tipo de ardor, Yesterday se cierra con el abandono del anhelo y la vuelta a la cruda realidad. La ruptura se hace patente en Virgo potens, donde Rossetti reconoce el problema, lo nombra y lo confiesa parcialmente, para después explicitarlo del todo en la búsqueda introspectiva de Punto umbrío, libro que se aleja de la poesía anterior, subraya la centralidad del amor —ya no de la pasión— y
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sugiere que el yo lírico de la primera producción intentaba reaccionar ante esa carencia. El paso del tiempo y la posibilidad de tener a alguien con quien compartir un sentimiento sincero han sustituido a la sensualidad, el deseo y el gozo sexual. Si el libro de 1995 explica definitivamente el objeto de la reflexión en verso de Rossetti —el significado—, solo queda por aclarar el lenguaje usado para expresarlo —la forma— y el funcionamiento del acto creativo, tarea que corresponde a las cavilaciones metapoéticas de Llenar tu nombre (2008). Sin embargo, las últimas dos composiciones revelan otro cambio que marca el comienzo del último ciclo de su escritura, donde las preocupaciones sociales desplazan a las indagaciones personales. Como señala José Jurado Morales (2013: 283), desde El mapa de la espera (2010) la autora se centra en una poesía comprometida que denuncia abiertamente las injusticias del mundo actual y la inmoralidad de la sociedad en la que vivimos. “Chico Wrangler” y “Calvin Klein Underwear” se incorporan entonces a una larga indagación sobre el placer y el deseo: aunque inicialmente parecen ofrecer consuelo frente al desamor, más tarde desembocan en la frustración —en Indicios vehementes— y no logran solucionar la soledad y la falta de felicidad —en Yesterday, que marca el comienzo de la vuelta a la realidad decepcionante—.
La mercantilización de la escopofilia “Chico Wrangler” y “Calvin Klein Underwear” juegan con la “transposición intermedial”, que, según Jesús Ponce Cárdenas (2016: 276), se puede definir como la “descripción literaria de un documento visual o audiovisual generado por los medios de comunicación de masas”./ [...] En este tipo de transferencia inter-discursiva (imagen publicitaria > poema) con notable asiduidad figuración icónica y figuración irónica van de la mano. Los autores se sirven del humor, utilizan la mezcla de registros o la combinación de lenguajes para provocar la ruptura del horizonte de expectativas de sus lectores, para suscitar el efecto sorpresa que los guíe hacia la sonrisa o hacia la revelación.
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En ambos poemas, la mirada es determinante: el yo voyerista observa el cuerpo masculino fragmentándolo y evocándolo mediante metáforas de herencia clásica que le confieren seriedad, para llegar gradualmente al objeto del deseo: el miembro viril. Rossetti ironiza así sobre la lujuria mercantilizada, desplegando “una serie de referentes que proceden de la literatura erótica y de la gran tradición barroca y se aplican juguetonamente a una fotografía comercial” (Ponce Cárdenas, 2016: 257). Por supuesto, las dos composiciones hacen hincapié en la influencia del culto al cuerpo, del hedonismo y de la sexualidad como valores de mercado, parodiando los anuncios comerciales que se basan en estos valores: un sujeto ambiguo, que en ningún momento se define como femenino o masculino, se deja seducir por el placer de la mirada, aunque sabe que su sueño no tendrá realización. Heacock-Renaud (2013: 183) recuerda al respecto que, durante los ochenta, el contexto consumista produjo un cambio en la representación de la masculinidad, en la medida en que el hombre se vuelve objeto del deseo, de lo que se hacen eco los dos epigramas de Rossetti. La estudiosa señala, además, que las citas en inglés de los nombres de las dos conocidas marcas revelan la influencia del intercambio globalizado de las imágenes procedentes del cine, de la televisión y de las revistas, atributo peculiar del tardocapitalismo y de la cultura de masas. Desde el punto de vista semiótico —es decir, considerando la acción de los signos en la vida social (Eco, 1975; Peirce, 1986)—, tanto el poema como el anuncio son productos socioculturales y, por ende, vehículos portadores a la vez que productores de cultura: ambos géneros reciben y forjan símbolos e iconos; en este caso, proceden de un mismo universo simbólico, que Rossetti retoma de los carteles publicitarios para recrearlo, transformarlo y darle un nuevo sentido en los versos. En las creaciones artísticas que se relacionan con los modelos epistemológicos de la posmodernidad,6 con frecuencia la transgre6. Tras el final del idealismo moderno, la sociedad posmoderna —compleja y caótica— ha generado nuevos modelos epistemológicos que todavía no han terminado de configurarse; entre los que se asentaron en la segunda mitad del siglo xx,
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sión, la ironía, la ruptura, la antinomia y, en general, muchos de los recursos retóricos empleados tienen la finalidad de involucrar al lector en un profundo examen sobre el ser, la identidad y la condición del hombre. En este sentido, Rossetti recurre a la imagen para parodiar un mundo en el que todo se representa mediante ella. Asimismo, para que el mensaje llegue a sus receptores, se requiere la participación de un público que tiene que cumplir con una tarea activa, de acuerdo con la cooperación interpretativa de Umberto Eco (1979 y 1990): invitar al espectador a la meditación sobre el desorden, el deseo fallido, la confusión y el desconcierto que rigen nuestras vidas y que transforman al ser humano en un individuo alienado, frustrado y solo. Concuerdo entonces con la definición de “parodia” subversiva de la imagen publicitaria que Ferradáns (2001: 107) atribuye a “Calvin Klein Underwear” —y lo mismo vale para “Chico Wrangler”—. Sin embargo, no comparto el sentido que la estudiosa le confiere, ni la finalidad que le reconoce, pues en mi opinión hay mucho más. Escribe Ferradáns (2001: 107-108): El poema toma algo tan trivial como la publicidad de ropa interior masculina [...], lo vacía de su mensaje publicitario y lo eleva a la categoría de Arte a través del propio medio —la poesía— y del barroquismo formal que encierra. / [...] [L]a finalidad del juego barroco del poema no es la venta del producto determinado sino el puro placer erótico del juego de las apariencias.
Más allá de ello, el objetivo de la parodia de Rossetti es invalidar el halo mítico que rodea al deseo fomentado en la publicidad para delatar, mediante la ironía, el engaño que se esconde detrás de dicha mitificación. cabe mencionar el deconstruccionismo de Jacques Derrida; el postestructuralismo de Jacques Lacan, Roland Barthes y Claude Lévi-Strauss; y el constructivismo de Gaston Bachelard, Niklas Luhmann, Edgar Morin y Jean Piaget, entre otros. Lo que ya se ha aclarado es que la posmodernidad aboga por una racionalidad dialógica y un saber subjetivo y cualitativo; es decir, sus modelos epistemológicos se basan en los paradigmas principales de la intercomunicación y la intersubjetividad, a los que se suman la flexibilidad, la particularidad, la verdad cualitativa y la condición holística (Hurtado León y Toro Garrido, 2007: 46-49).
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Para una mayor comprensión, transcribo íntegramente los dos epigramas: Chico Wrangler Dulce corazón mío de súbito asaltado. Todo por adorar más de lo permisible. Todo porque un cigarro se asienta en una boca y en sus jugosas sedas se humedece. Porque una camiseta incitante señala, de su pecho, el escudo durísimo, y un vigoroso brazo de la mínima manga sobresale. Todo porque unas piernas, unas perfectas piernas, dentro del más ceñido pantalón, frente a mí se separan. Se separan. Calvin Klein Underwear Fuera yo como nevada arena alrededor de un lirio, hoja de acanto, de tu vientre horma, o flor de algodonero que en su nube ocultara el más severo mármol travertino. Suave estuche de tela, moldura de caricias fuera yo, y en tu joven turgencia me tensara. Fuera yo tu cintura, fuera el abismo oscuro de tus ingles, redondos capiteles para tus muslos fuera, fuera yo, Calvin Klein.
La desmitificación del deseo Ya sea el icono de masculinidad del vaquero presentado en “Chico Wrangler”, o la imagen lasciva del joven atleta provocativo en “Calvin Klein Underwear”, el hombre sensual e inalcanzable reitera la soledad del yo que desea el objeto prohibido, patrocinado por los medios de comunicación de masas. La estructura anafórica de ambos poemas —“Todo por[que]” en el primero y “Fuera yo” en el segundo— su-
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giere la neurosis del sueño irrealizable, reforzada por el imperfecto de subjuntivo que subraya la irrealidad del anuncio de ropa interior. El primer guiño irónico de Rossetti estriba en la antinomia entre el poder del dinero, auspiciado por la sociedad consumista, y su desmitificación, en la medida en que no se puede comprar todo lo que la publicidad intenta vender: el encuentro con el modelo fotográfico, que deja el objeto promocionado en un segundo plano, no forma parte de la oferta del mercado. La ironía consiste entonces en hacer hincapié en el deseo, mediante una refinada prosopografía que se limita a resaltar la voluptuosidad de los rasgos externos para afirmar la imposibilidad de su cumplimiento. Queda entonces el desengaño del sujeto lírico, de herencia evidentemente barroca, que se suma al guiño intelectual del que da cuenta Ponce Cárdenas (2016: 249). A propósito de “Chico Wrangler”, el estudioso detecta la relación de los primeros dos versos con el poema sentimental de tradición cancioneril o petrarquista,7 así como la procedencia católica del íncipit —“Dulce corazón mío”—. Por lo que respecta a “Calvin Klein Underwear”, Ponce Cárdenas descubre el origen renacentista del requiebro amoroso, el legado gongorino y de la lírica andaluza (tanto en el adjetivo “nevada” como en la simbología floral del lirio y de la “hoja de acanto”), y la filiación grecolatina de la metáfora arquitectónica de la columna de mármol para el falo, que regresa desde el Renacimiento y el Siglo de Oro hasta la poesía contemporánea (Ponce Cárdenas, 2016: 253-256). A mi modo de ver, los símbolos clásicos se citan como parte del carientismo —procedimiento retórico que forma parte de la ironía—, que consiste en elegir expresiones que suenan a verdaderas o serias para burlarse disimuladamente de algo o de alguien. Así, en “Chico Wrangler”, las “jugosas sedas” y el “escudo durísimo” confieren un tono solemne que se contrapone a la trivialidad del “cigarro”, de la “camiseta incitante”, del “pecho”, del “vigoroso brazo”, de la “mínima manga” y de las “perfectas piernas / dentro del más ceñido pantalón”; del mismo modo, en “Calvin Klein Underwear”, la “nevada arena”, la “hoja de acanto”, la “flor de algodonero”, “el más severo mármol travertino”, el “abismo 7. En este aspecto, Ponce Cárdenas se sitúa en la estela de Debicki (1997: 298).
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oscuro” y los “redondos capiteles” remiten a la herencia clásica y chocan con la veleidad de la alusión a las partes del cuerpo —el “vientre”, las “ingles”, la “cintura” y los “muslos”— y al “estuche de tela”. El deseo sexual coincide en las dos composiciones, ambas encaminadas a focalizar la atención sobre el miembro viril: en “Chico Wrangler”, tras anunciar la situación del actante en el íncipit, se procede a una gradación descendente por puntos erógenos, desde la boca hasta el foco referencial en el final del epigrama; por su parte, en “Calvin Klein Underwear”, el sujeto lírico anhela ser los calzoncillos en los primeros ocho versos, y a continuación quiere reconocerse en las partes del cuerpo del hombre que lleva la prenda. Sin embargo, el objeto ambicionado nunca se nombra explícitamente, sino que se sugiere: ya sea mediante el énfasis y las metáforas del “lirio” y del “mármol travertino” en “Calvin Klein Underwear”; ya sea a través del eufemismo de las piernas que “se separan” —expresión reduplicada, además— en el epílogo de “Chico Wrangler”. En ambos casos, la realidad se describe a partir de la percepción del sujeto lírico, en la que se insinúa la contraposición de sensaciones. En efecto, en el poema surgido de la valla publicitaria de los vaqueros, el “Dulce corazón mío” del primer verso contrasta con la expresión hiperbólica que lo sigue —“de súbito asaltado”—, hasta explicitar socarronamente que se trata de una exageración: “Todo por adorar más de lo permisible”, verso que delata una actitud típica de la sociedad de consumo y fomentada por la publicidad. Igualmente, en la composición sobre el anuncio de ropa interior, el ya señalado imperfecto de subjuntivo en la anáfora y en el verbo “tensara”, la oposición entre las elecciones semánticas altisonantes —además de las ya citadas referencias a los símbolos clásicos, “horma” o “joven turgencia”— y la bajeza de la pretendida identificación del yo con los calzoncillos obedecen a una distancia irracional más que a un sincero apetito del sujeto que observa. Por consiguiente, tanto la alternancia de gravedad y levedad como la exageración coadyuvan a crear un efecto cómico y conforman un nuevo guiño del que la autora se sirve para compartir con el lector su reprobación y su malestar por el desajuste entre lo ideal y lo real.
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Queda entonces patente que la significación de los dos epigramas depende en gran medida de la burla, que se usa en literatura para “desvirtuar o dar relieve a las paradojas de los valores convencionales de una cultura en crisis” (Hernández González, 1999: 229).
Ironía y heterodoxia En definitiva, Rossetti sugiere su heterodoxia recurriendo a la desmitificación irónica del orden social posmoderno, que impone la centralidad del placer y del deseo. La expresión de su inconformismo se plasma en las figuras retóricas de la paradoja, de la hipérbole y del énfasis —reforzadas por la anáfora, la alusión y la metonimia—, hasta llegar al sarcasmo acerca del cuerpo mercantilizado que solo ofrece falsas ilusiones. El papel desenmascarador de la ironía, tan frecuente en los novísimos (Lanz, 2011: 153) —con los que Rossetti se suele asociar (Lanz, 2011: 30; Pérez-Bustamante, 2001: 262)—, justifica que “el poema que utiliza los recursos de la publicidad consumista se transform[e] en un elemento útil de lucha contra la sociedad desarrollista” (Lanz, 2002: 195). De esta manera, el uso del lenguaje publicitario en los epigramas de Rossetti, lo mismo que en Manuel Vázquez Montalbán, “adquiere un carácter de lucha contra un mundo alienador, el mismo mundo que, en su contexto propio, esos mismos recursos potencian” (Lanz, 2002: 195). Se articula así una denuncia de la sociedad consumista, de su vacuidad y de su falta de referencias válidas y fiables. La publicidad tan solo genera fascinación por mundos imaginarios e irreales, imponiendo un deseo surgido de necesidades inventadas y a menudo irrealizables. Sobre esa exhibición globalizada se sustenta un sistema que ha perdido de vista la autoconciencia social y la racionalidad (González Martín, 2004: 111-114). La necesidad de buscar en los versos de Rossetti un significado que no se limite al intento de escandalizar al lector encuentra su confirmación en las palabras de la misma autora, quien, haciendo referencia a su poesía temprana, declaraba en una entrevista (en Bravo, 2002: 104-105):
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Marina Bianchi Pues algo tienes que pretender cuando estás creando, ¿si no, para qué lo haces? Cuando te pones a crear echas de ti todo, no lo vas midiendo. Si al final resulta que eso parece no tener “ninguna pretensión” —y por eso no molesta y todo el mundo se puede sentir estupendamente y nadie se cuestiona nada— entonces eso no me interesa. Me parece que es una prisión. También hay que diferenciar, y es que si buscas solamente el escándalo lo tienes muy fácil, y puede ser tan fugaz como el no dejar nada. Si algo escandaliza y no te conmociona, es insuficiente. El escándalo tiene que ser íntimo y provocar una acción. Eso me parece más beneficioso que una reacción de momento que simplemente está tocando la sensiblería, igual que el escándalo barato provocado desde un vacío de reflexión. Yo no quiero que nadie se rasgue las vestiduras porque sí, ni que queme mis libros; lo que quiero es cuestionar determinadas cosas.
Evidentemente, más allá de la irreverencia y de la desinhibición de una escritora que no acepta reglas ni convenciones establecidas, “Chico Wrangler” y “Calvin Klein Underwear” cuestionan el consumismo y la asimilación del deseo individual como necesidad primaria del ser humano posmoderno: vehemente, voluble, adicto a la imagen, seducido y seductor, y sin embargo incapaz de alcanzar una verdadera satisfacción. El sujeto actual ha aprendido a contentarse con un fetiche —como la foto de un anuncio, en lugar del hombre de carne y hueso—, que, en palabras de Jesús Ferrero (2009: 77), “es la representación de una ausencia”, por lo que “acaba resultando humillante” e intensificando su soledad y su alienación.
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¿Del eslogan al poema? Modulaciones discursivas del compromiso posmoderno Araceli Iravedra Universidad de Oviedo
Introducción El cambio de paradigma impulsado por la lírica española durante los últimos años del franquismo, del modelo culturalista de la poesía novísima hacia una palabra cordial y sociable, propicia la germinación en nuestra transición democrática de una serie de voces que reclaman la necesidad de una escritura dispuesta a involucrarse en los debates públicos y a participar en las cláusulas de nuestros contratos sociales. No fue, ya se sabe, un fenómeno generalizado; antes bien, restablecidas en España las libertades democráticas y canceladas las expectativas utópicas del mayo francés, la poesía parecía retirarse de los proyectos colectivos en aras de la revalorización del ámbito privado, al tiempo que “la voz de los poetas debía acomodarse a un mundo relativista y adogmático” (Prieto de Paula, 2010: 20). La conciencia de la provisionalidad de las certezas concordante con el relativismo
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posmoderno, y la desconexión de cualquier apriorismo, se erigían de hecho en componentes medulares de la nueva escritura, en la que las experiencias inestables del sujeto pasaban a ocupar el lugar desmantelado de las viejas certidumbres, elevándose a única evidencia y precario norte moral. Y mientras la poesía se embarcaba en el consabido proceso de “reprivatización de la literatura” (Mainer, 1994), el referido desfondamiento ideológico fomentó un nuevo y extendido modo de encarar el compromiso, congruente con la orientación general de nuestras letras, que abriría una brecha entre sus renovadas modulaciones discursivas y las formas de expresión de la conciencia cívica habilitadas en nuestro pasado reciente por la llamada “poesía social”. La respiración mesiánica y la subordinación instrumental de esta praxis lírica, deudoras de una noción sacralizada del poeta como profeta y de la poesía como misión, la supeditación del componente subjetivo y la mirada individual a la consigna colectiva, la entonación grandilocuente de la épica y la proclividad a los eslóganes políticos, así como a un alegato autoexplicativo que satura la escritura de lemas programáticos, favorecían una entonación propagandística ciertamente solidaria con las formas y las reglas del discurso publicitario. En cambio, el tono menor de una nueva poesía cívica no solo refractaria al absolutismo de los dogmas, sino asimismo muy consciente de las limitaciones de su alcance contra la propaganda del sistema, relativiza no poco el lugar de la publicidad como componente sustantivo de los compromisos posmodernos, poco dispuestos a alinearse con sus patrones canónicos aun con independencia de la deuda contraída. Pero he ahí que en las dimensiones de esta deuda hallaremos las claves de la distinta incidencia de los imperativos de la publicidad, tanto en sus aspectos formales como intencionales, en tres voces pioneras de la revitalización del compromiso en la escena poética de nuestra democracia: Luis García Montero, Fernando Beltrán y Jorge Riechmann.
Luis García Montero: del recetario poético a la consigna moral En un clima de descrédito del modelo esteticista y del vanguardismo programático que habían abanderado los poetas novísimos, el deba-
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te en torno al compromiso resurgía en la Granada de los primeros ochenta como una de las inquietudes principales de “la otra sentimentalidad”: una propuesta de inspiración marxista que, bajo el magisterio teórico de Juan Carlos Rodríguez, alentaba el cultivo de una épica subjetiva, donde la voluntad política se encauzaba a través de un análisis histórico del yo y los sentimientos. Partiendo de la idea de la radical historicidad de la literatura, Álvaro Salvador, Javier Egea y Luis García Montero rompían en sus manifiestos de La otra sentimentalidad (1983) con la consideración tradicional de la poesía como expresión de una “esencia previa”, o de una verdad trascendental, para pensarla como “artificio” o como producción histórica. Tal cosa conducía a buscar el compromiso en un discurso materialista dispuesto a indagar en su raíz ideológica y en la del sujeto que lo enuncia: esto es, a promover un análisis distanciado de los sentimientos que desvelase sus razones históricas para intervenir sobre ellas y, en suma, para abrir una brecha en el horizonte ideológico dominante en busca de la forma de “decir” o producir otra moral. Desde tales singulares premisas, se entiende que la otra sentimentalidad no asintiese a los códigos de la clásica poesía social, que había canalizado su compromiso de izquierdas mediante la formulación directa de contenidos políticos. Ya que la lógica interna del proyecto establecía que, mucho antes que en el tema del poema, lo político se juega en el modo de plantearlo, en tanto cada discurso produce “su propia experiencia de significación” (Rodríguez, 1999: 36). Si por el contrario se trataba de hacer una poesía de indagación y de transformación del yo, había que operar sobre el campo de juego de las vivencias concretas una crítica de acento moral, que desplazaba la antigua enunciación de denuncias políticas y su ilusoria aspiración a controlar con decretos la ideología social. No otra cosa es lo que hallamos en la obra de Luis García Montero, el componente más destacado de la escuela granadina, y en particular en El jardín extranjero (1983), convertido en paradigma del ideario poético de esta desde que se alzara con el Premio “Adonáis”. El libro, en el que no han de buscarse tesis programáticas ni denuncias coyunturales, logra expresar con singular acierto los planteamientos literarios en los que se fraguó la otra sentimentalidad, y de hecho
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traduce el intento de mostrarnos a un yo asumiendo “su condición de sujeto histórico” (Andújar Almansa, 2004: 187) y procurando, según declarará su autor, “huir al mismo tiempo del individualismo ensimismado y de los manifiestos sociológicos que niegan por decreto la primera persona” (García Montero, 1999: 664). Por ello, el poemario no solo encarará el examen ideológico de las galerías del yo, sino que someterá la realidad de la historia a una interpretación individualizada. Esta reflexión moral y cívica, que pasa revista a los “tiempos difíciles” y a las humillaciones colectivas de la sociedad de la posguerra, solo ocasionalmente reproduce algunas convenciones de la antigua retórica socialrealista, como la proclamación del principio esperanza que no olvida el recurso a los símbolos arquetípicos de la aurora o la luz y de un mar liberador en los versos finales de “Sonata triste para la luna de Granada”, ese emblemático poema que Emilio Miró definió con acierto como “la crónica de una supervivencia y de los primeros barruntos de un amanecer y un despertar” (1983: 7): Oigo una voz que clarea. Lentamente los tejados sonríen cada vez más extensos, y así, como una ola, entre la nube abierta de todos los suburbios, esta ciudad se rompe sobre las alamedas, bajo los picos últimos donde la nieve aguarda que suba el mar, que nazca la marea. (García Montero, 2015: 88)
Pero más fácilmente que proclamas cívicas, siempre de entonación amortiguada en una escritura que las rechaza por principio, la poesía de Luis García Montero brindará consideraciones metapoéticas y eslóganes programáticos, estos sí previsibles como centro del discurso de un autor autoconsciente como pocos que, en prosa y en verso, ha sabido defender con desacostumbrada lucidez el territorio de sus convicciones literarias. En Diario cómplice (1987), el libro que sucede a El jardín extranjero, el interés que este mostraba por restablecer las
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relaciones entre el yo y la historia deja paso a “una mayor atención a los argumentos de la representación artística y los problemas de la voz poética” (Andújar Almansa, 2004: 190). El poemario reflexiona sobre los mecanismos y las convenciones del género en la misma dirección que lo hacía, cuatro años atrás, el más destacado texto fundacional de la otra sentimentalidad, publicado por García Montero en el diario El País antes de ser recogido en el citado librito colectivo. Entonces, y de acuerdo con la referida negación de la poesía como confesión de supuestas verdades esenciales en favor del argumento de su naturaleza artificiosa, la reivindicación del poema como mentira se convertía en el eje programático del manifiesto: Luis García Montero se enfrentaba allí a la “falsa evidencia” que induce a pensar el género poético como la expresión incondicionada de una subjetividad (“poesía soy yo”) y proclamaba su estatuto ficcional, su carácter de representación o de “puesta en escena” (García Montero, 1983: 13-15). Naturalmente que, como ha recordado Díaz de Castro (2003: 23), esta idea de ficcionalidad lírica era inseparable de una crítica del sujeto tradicional, y de ahí que, frente a la exaltación sentimental del yo sensible que se expresa de forma espontánea, se postulase “el distanciamiento como método de trabajo”: se trataba de distanciarse de los sentimientos propios para poder analizarlos, para reconocerlos como productos y metáforas de nuestra historia y también para escapar a su servidumbre, para romper con ellos si fuera preciso y fabricar una forma otra de pensar la vida. Así que, en Diario cómplice, la exploración de una sentimentalidad que se quiere ajena a los usos de la moral burguesa se articula con la voluntad metapoética de exhibir el artificio de la escritura y su mentira, de mostrar la distancia entre la literatura y la vida, y la evidencia de que los sentimientos son una construcción y la subjetividad una creación convencional: Recuerda que tú existes tan solo en este libro, agradece tu vida a mis fantasmas, [...] Recuerda que mi reino son las dudas de esta ciudad con prisa solamente, y que la soledad, cisne terrible,
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Araceli Iravedra no es el ave nocturna de los sueños, sí la complicidad, su mantenerse herida por el sable que nos hace sabernos personajes literarios, mentiras de verdad, verdades de mentira. Recuerda que yo existo porque existe este libro, que puedo suicidarnos con romper una página. (2015: 155-156)
Una verdad doctrinal que se pone de relieve con singular eficacia en un poemario que asume a su vez la condición de diario, el género donde —como ha recordado Miguel Ángel García (2002: 147)— “se expresa supuestamente la subjetividad burguesa, la verdad íntima o privada de los sujetos” no menos que en la poesía. Tras la desrealización estética que incorpora Las flores del frío (1991), la seca meditación de Habitaciones separadas (1994) vuelve a entregarnos una poética programática que entronca con algunos de los postulados descritos y enfatiza otros que ha ido hilvanando el discurso teórico del autor. La desacralización de la poesía que en Diario cómplice se operaba mediante la proclamación de su condición convencional lo hace en “Garcilaso 1991” mediante la afirmación de su naturaleza temporal y doméstica. Aquí, los versos nos trasladan desde el escenario cortesano del poeta renacentista y las palabras de amor de su soneto v hasta “una habitación del siglo xx” adonde llega la señal de una guerra televisada; desde un sujeto heroico divinizado por la sociedad burguesa (Romero López de las Hazas, 2001: 777) hasta una persona normal “preparando la clase de mañana”; y convergen en “una proclama programática que centra la poesía en la provisionalidad de la palabra (no en su hipotética eternidad)” y “en su decisivo rol social” (Scarano, 2004a: 198), posible en la medida que comparte el destino cotidiano del hombre que la enuncia y es protagonista de su invención amorosa: A través de los siglos, saltando por encima de todas las catástrofes, por encima de títulos y fechas, las palabras retornan al mundo de los vivos, preguntan por su casa.
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Ya sé que no es eterna la poesía, pero sabe cambiar junto a nosotros, aparecer vestida con vaqueros, apoyarse en el hombre que se inventa un amor y que sufre de amor cuando está solo. (2015: 324-325)
“Una musa vestida con vaqueros” es precisamente el título de una poética en prosa de Luis García Montero —rematada, no por azar, con los versos citados— en la que el poeta compendia su defensa de una poesía para los seres normales, prolongando las reflexiones cocinadas en torno al brasero de la otra sentimentalidad. La afirmación de la historicidad radical de la escritura, la negación de “las expresiones esenciales” y “ese consuelo de eternidad y pureza interior que suelen forjarse los sujetos que no quieren admitir su entidad histórica, su impureza, su pertenencia íntima a la realidad” (García Montero, 1996: 75) se reiteran en este texto para postular la necesidad de una poesía cercana a la vida; y ello no solo implica el interés por los distintos aspectos de la realidad cotidiana en los temas —aquí, “Bagdad herido por el fuego”, un profesor que prepara la clase del día siguiente y que vive un amor contemporáneo—, sino también la naturalidad coloquial de un estilo que elabora el lenguaje social —y por fuerza transforma el tratamiento cortesano del idioma petrarquista: “mi alma te ha cortado a su medida”— y la configuración de un personaje a la altura de los tiempos, protagonista de una ficción verosímil, a la que contribuye otra vez la naturaleza artificial de la escritura, apoyada “en el hombre que se inventa un amor”. No son otras las bases que sujetan la “Poética” que, en un intermedio de la celebración amorosa, elaboran las páginas de Completamente viernes (1998). Escrita al calor de los encendidos debates que en los años noventa enfrentaron a experienciales o realistas y a metafísicos y partidarios de la vanguardia, la voz del poeta no se detiene en esta ocasión en la defensa de unos bien asentados ideales estéticos, sino que pasa al ataque de otras opciones líricas que, desde posiciones muy combativas, buscaron la desautorización de la poesía de la experiencia. El trasfondo de tal ofensiva son los argumentos que en diversos lugares han conducido a García Montero
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a impugnar la perspectiva romántica o la tradición negativa de la modernidad, surgida tras el fracaso del sueño ilustrado y fundada en una resacralización del sujeto expresivo que, definido en el enfrentamiento entre el yo y el sistema, deriva en la expresión consoladora de verdades privadas separadas de la historia y de la lengua social. En el poema, el cuestionamiento del sujeto sublimado (iluminado, maldito, orgulloso de su rareza) de la cultura de la queja y sus derivaciones líricas, y, en suma, el rechazo de una visión trascendentalista del oficio, desembocan en la defensa de un yo que se autorrepresenta como ciudadano corriente y que forja su conciencia en los vínculos sociales, desvelando su voluntad de intervención en la historia: Ya sé que otros poetas se visten de poeta, van a las oficinas del silencio, administran los bancos del fulgor, calculan con esencias los saldos de sus fondos interiores, son antorcha de reyes y de dioses o son lengua del infierno. Será que tienen alma. Yo me conformo con tenerte a ti y con tener conciencia. (2015: 398)
Como entiende Díaz de Castro, los distintos esencialismos líricos se combaten aquí desde la idea de que “se encastillan en la predicación de un vacío, de una sinrazón, de un silencioso misticismo que son la mejor garantía del sistema de valores de la sociedad burguesa para acallar la disidencia o para redirigirla hacia la resacralización del sujeto escindido, hacia el fundamentalismo vanguardista o hacia el más socialmente rentable de los pactos con el silencio” (2002: 250). De ahí que los versos finales planteen la alternativa única de la conciencia: “conciencia” y no “alma”, como bien apercibió Mainer, empleado el primer término con todas sus connotaciones marxistas y pronunciado el segundo “con todos los reparos posibles a la superstición trascendentalista y ególatra” (1997: 13).
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En suma, conciencia y palabra histórica frente a la ideología de la palabra poética —esto es, frente a una actitud resacralizadora del oficio— y frente a todos los trascendentalismos; pero historia que “solo se vive en primera persona” (García Montero, 1993: 14) y, en consecuencia, debe abordarse desde los resortes de lo biográfico: tal es la fórmula de este realismo (en) singular (Scarano, 2004b: 195) que inscribe la historia colectiva en la memoria privada del yo y en los usos domésticos de una existencia “normal”. No son otras las razones de que, frente a los cauces habituales del compromiso tradicional, con su ingrediente pastoral y épico (Soria Olmedo, 2000: 125), a la hora de articular una voz cívica el poeta reemplace las tesis programáticas por “viñetas de cotidianeidad” (Arfuch, 2002: 21), y la carga dogmática de los eslóganes políticos por una reflexión ideológica sobre el yo que se traduce en los últimos libros, cuando han quedado “las consignas de la juventud / resueltas en el sol de los inviernos” (García Montero, 2015: 574), en un compendio de confesiones morales maceradas por el escepticismo. En Un invierno propio (2011), la contracción expresiva del aforismo que moldea los títulos de los poemas —a modo de amonestaciones condensadas a que debe el conjunto el subtítulo de Consideraciones— favorece la formulación de una serie de recetas provisionales para encarar el futuro: “Antes de embarcarse en una ilusión compartida, conviene aprender a quedarse solo”, “La conciencia no es un hotel de lujo, sino una pensión barata junto a una frontera”, “El dogmatismo es la prisa de las ideas” o “La verdad no es un punto de partida” son solo algunas de las consignas que, en el marco de un libro recapitulatorio que dialoga intensamente con la obra precedente, revalidan con la eficacia del eslogan argumentos ciertamente familiares al lector de Luis García Montero. “Antes de embarcarse en una ilusión compartida, conviene aprender a quedarse solo” —apenas una variante del lema que presidía significativamente el conjunto ensayístico Los dueños del vacío (2006)— no es sino un modo de propugnar la necesidad de meditar las dudas en privado antes de compartir las certezas en público, pues no otra cosa garantiza la conquista de una opinión propia susceptible de sobrevivir a su disolución en los himnos y en la urgencia mentirosa de las con-
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signas aprendidas. A partir del sintético rótulo, el poema elabora así pues una reivindicación de la soledad de la conciencia como estadio imprescindible para una participación responsable en los proyectos colectivos; la conciencia, en suma, como frontera doméstica en la que se juega la honestidad de nuestras intervenciones públicas: “Antes de deshojar las palabras comunes, / necesito la rosa de la noche / que tiembla en mi silencio” (2015: 733-734). Y ello permite enlazar con el segundo de los títulos citados: el territorio fronterizo de la conciencia, más que por las seguridades de un “hotel de lujo”, en el que las ideas “son habitaciones / para dormir tranquilos”, se define por la intemperie inhóspita de “una pensión barata”. Ya que una conciencia responsable se convierte irremediablemente en el escenario de la incertidumbre, en el campo de batalla entre las convicciones y las dudas, que ganan la partida a las certezas porque todas las palabras, seguras de sí mismas en los diccionarios, descubren allí su deterioro. Así que el poeta se postula a favor de la intemperie necesaria en que nos sitúa la conciencia reflexiva, por cuanto las perplejidades incómodas son preferibles y más fértiles que la falsa seguridad de lo consabido: “No es un lugar seguro la identidad que lleva / confundida en su nombre / y prefiere fingir, hacer vigilia / en un rincón inhóspito, / una pensión barata con ruidos de frontera...” (2015: 759-761). No anda lejos de todo esto el sentencioso rótulo “El dogmatismo es la prisa de las ideas”, un nuevo axioma moral que encierra la vieja apuesta de García Montero por la paciencia de la meditación, la reivindicación de la cavilación solitaria y la opinión matizada, conquistada con independencia y con tiempo frente a las opiniones gregarias y las supuestas verdades absolutas: “Tiempo para ser el dueño del minuto que falta. / Pido el tiempo que roban las consignas / porque la prisa va con pies de plomo / y no deja pensar...” (2015: 763-764). No es azaroso que quien se ha mostrado desde antiguo enemigo de la verdad, entendida esta como un dogma apriorístico a lomos de religiones o ideologías (Prieto de Paula, 2011), titule otro de sus poemas “La verdad no es un punto de partida”. Solo por aparente paradoja, este prontuario de recetas personales, al tiempo que exhibe su proxi-
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midad formal con el eslogan, avisa de la incomodidad del poeta ante las ciegas consignas enemigas del matiz, las falsas verdades sin fisuras y las reducciones simplificadoras de la propaganda. Valga como ejemplo final el expresivo comienzo de la composición citada: Si digo claridad con voz nocturna y los amaneceres se contagian de tarde no es que renuncie a nada, ni siquiera sucede que me buscan las sombras de lo incierto. Es que todo ha vivido hasta llegar a mí, y conmigo se afirma, como una copa llena, la rosada complejidad del mundo. (2015: 712)
Fernando Beltrán: la sátira de la publicidad en la era del consumo Tras la enmienda a la totalidad de la poesía social formulada por los novísimos, la “poesía entrometida” de Fernando Beltrán constituye otra de las más tempranas llamadas a la restauración de un compromiso con la escena colectiva en nuestro contexto democrático. En la fórmula así bautizada había desembarcado el autor tras su paso por el “sensismo”, aventura emprendida junto a Miguel Galanes, Eugenio Cobo y Vicente Presa en los primeros años ochenta, y concebida como una ofensiva rehumanizadora contra la estética culturalista y el prejuicio antisentimental todavía enarbolados por el epigonismo novísimo. Latía bajo ese impulso rehumanizador, que instalaba a la poesía en el terreno de la vibración cordial, la biografía, la cotidianidad y la experiencia, la declarada pretensión de presentar una alternativa a una práctica del género que había ahuyentado al público lector y se sentía por entonces aún bien asentada. Así las cosas, el sensismo procedió a una desacralización de la poesía y del sujeto del poema (ahora, el hombre de la calle) y propugnó un acercamiento a la realidad cotidiana que propició la imbricación en el texto de la biografía personal y los avatares colectivos. A finales de los ochenta, la poesía
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de Fernando Beltrán redoblaba la apuesta por un discurso más “impuro y desgarrado”, que aspiraba a reforzar sus vínculos con el hecho social (1989: 32), y se proponía como puerta de salida al callejón a que había conducido la trivialización anecdótica de la corriente de la experiencia, en la que también el poeta había quemado sus naves: cambiar una preposición del marbete consagrado, escribir “desde la experiencia” y no “de la experiencia” (Beltrán, 1993: 190), suponía hacer saltar las costuras del egocentrismo más banal y adocenado para extender el radio del poema a las afueras del sujeto; y suponía integrar en unidad indisociable la dimensión personal y la social, “el peso del mundo” y las vicisitudes biográficas de un “hombre de la calle”. Desde estas premisas, Fernando Beltrán ha venido revelando una indiscreta voluntad de merodeo en la conciencia de la sociedad actual, que le ha conducido a rotular el volumen de su poesía reunida hasta el año 2010 con el lema Donde nadie me llama (2011). No obstante, el cuño netamente romántico de su idea del oficio, resuelto en una consideración del poema como “un estado de ánimo”, fruto de “un impulso pasional, por encima de la voluntad del poeta” (Beltrán, en Sánchez Torre, 2001: 21), es seguramente responsable de la ausencia de una elaborada doctrina teórica anterior a los versos. De hecho, como ha visto Bagué Quílez (2006: 305), esta se sujeta al yugo de las vivencias, toda vez que el poeta desconfía de formulaciones abstractas y de poéticas preconcebidas. Ello no favorece en la poesía de Beltrán la prodigalidad de los enunciados programáticos, pese a que no falten con todo las consideraciones metapoéticas, que trazan las líneas maestras de una actividad lírica asentada en el centro de una experiencia personal permeable y vulnerada por el acontecer colectivo. Ahora bien, pese a esa implicación en el tejido social, que se cumple en una reflexión atribulada y en el eficaz desvelamiento de las contradicciones del sistema, no son tampoco los poemas del asturiano terreno abonado para los eslóganes políticos ni para los apriorismos ideológicos. No en vano, la “poesía entrometida” de Fernando Beltrán acude a designar una renovada noción de compromiso que no oculta su deseo de diferenciarse de la más reciente experiencia histórica: ahora “sin adscripciones, fidelidades, esperanzas excesivas ni suculentos
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sueños” (Beltrán, 1989: 33), con elusión de los pasados dogmatismos y la relativización del poder revulsivo de la palabra, circunscrito al territorio acotado de la conciencia. Sobre todo porque ese hombre de la calle que se erige en protagonista de los versos, muy lejos de antiguos mesianismos, se perfila como un dechado de contradicciones y perplejidades o, dicho con sus propias palabras, como “un simple humano / asustado y diurno”, “un océano de dudas y pastillas” que, llegado a la crítica “edad intermedia”, descubre que es “inútil bucear / hacia el pozo vacío / de las verdades últimas” y, en fin, que la vida no es “como a uno / le han dicho siempre que debiera ser la vida” (Beltrán, 2011: 286-287). Las reflexiones cívicas de Fernando Beltrán están, así pues, desprovistas de todo sesgo programático o afiliación doctrinal, aunque tal cosa no impida al poeta erigirse en incómoda “carabina de la realidad” (Sánchez Torre, 2001: 23), asumiendo —ahora con la poesía social más canónica— la razón fedataria y la denuncia directa. De ahí que sus versos entreguen un generoso inventario de situaciones y actitudes que desvelan el rostro más inhumano de nuestra pretendidamente amable sociedad del bienestar; y aun siendo estas de muy vario signo, tal vez nada desate la indignación del sujeto tanto como las expresiones de insolidaridad y miseria moral de una sociedad claudicante, incapaz de enfrentarse a sus propios fracasos y —entroncamos con el centro temático de este volumen— dispuesta a dejarse cautivar por los mensajes falaces de la publicidad y el consumo o por la frivolidad seductora de la civilización del espectáculo. No creo que sea este, de hecho, un componente menor entre los que promueven la apasionada diatriba de El gallo de Bagdad (1991), libro que se presenta como el testimonio “de urgencia” de un conflicto bélico. Según nos hace saber el autor en una nota previa, las once primeras jornadas de la Guerra del Golfo bastan para desencadenar estos poemas, escuetos como epitafios, escritos bajo la conmoción de los bombardeos y con el “ruido de fondo” de los partes de guerra recibidos a través de las ondas televisivas. Ello es lo que conduce a que, a la indignación previsible ante el sinsentido de la contienda, se superponga el estupor de quien asiste a la naturalización social de una
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tragedia convertida en espectáculo mediático. El comentario edulcorado de uno de los enviados especiales a la zona del conflicto desata de hecho el sarcasmo ya en el segundo poema de la serie, impugnador de la torpeza de un “Testimonio” —“La ciudad estaba encendida / como un inmenso árbol de navidad” (Beltrán, 2011: 147)— que desvela su obscenidad en el comercio con la barbarie. Pero la denuncia de la imperturbabilidad ante la guerra y sus víctimas, insinuada mediante la noticia de su crónica festiva, se explicita y recrudece en “Enviado especial”, donde tal vez la misma voz que elaboraba su idílica postal de la ciudad acribillada por el fuego interrumpe el relato del “espectáculo” radiado para dar curso a la publicidad financiadora del canal televisivo: “Devolvemos la conexión a Madrid / para unos minutos publicitarios” (162). Y, en fin, el mandato de la publicidad y de la cultura del consumo que permea hasta los tuétanos nuestra sociedad capitalista conoce su definitivo varapalo en la supuesta transcripción de un “Anuncio en la prensa”, fechado el “21-1-91” —esto es, en los días de los bombardeos sobre Irak—, en el que el producto publicitado es la más emblemática compañía aérea del país atacante. El contraste entre los letales aviones de combate que planean por las páginas del libro y el confort de los aviones civiles promocionado en el anuncio, así como la irónica alusión a la experiencia inolvidable que supone volar con la flota americana, afilan la causticidad de la crítica al descarado impudor de nuestra conciencia occidental: Recline lentamente el respaldo de su asiento. Recueste la cabeza sobre él y ajústelo hasta que se sienta cómodo. ¿Qué tal se encuentra? Volar con American Airlines es una experiencia que no olvidará fácilmente. (2011: 168)
Si hay que señalar, no obstante, un libro o un hito en que los usos de la publicidad se alzan en la poesía de Fernando Beltrán como vigoroso vehículo impugnador del cinismo inhibitorio del individuo de este tiempo, este es sin duda La Semana Fantástica (1999). Aquí cono-
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ce seguramente su culminación la “poesía entrometida” predicada por el poeta, ya que la mirada del hablante se posa recurrentemente sobre las heridas del entorno, nada más que porque estas invaden fatalmente su reducto íntimo —personal o familiar— e impactan una sensibilidad compasiva. Y mientras la enunciación del pesimismo histórico va desgranando los estigmas del sufrimiento —de la mendicidad a la marginación, de la xenofobia a la guerra o a la desigualdad planetaria—, sobre ellos se eleva la indignación del sujeto ante la resignación colectiva y su distanciada complacencia. El título del libro se apropia de un conocido lema publicitario, acuñado en los años noventa por los grandes almacenes El Corte Inglés para anunciar sus periódicas temporadas de saldos, que rotula asimismo la composición condensadora del dechado moral del conjunto. “La Semana Fantástica”, cuya anécdota relata un apacible periplo urbano del flâneur protagonista por la geografía madrileña, se alza sobre el contraste dramático entre la sombra de la tragedia y la luz engañosa de una felicidad fabricada. El sujeto que viaja en autobús de Cibeles a Sol, a la vez que contempla los colores festivos de las vallas publicitarias que engalanan el paisaje de la ciudad —“El Corte Inglés anuncia / con bellezas letales / sus rebajas de infarto”—, resulta interpelado desde un periódico abierto por el horror en blanco y negro de una trágica foto —“una madre muriéndose en Ruanda / y junto a ella una niña / sin semblante, sin lágrimas”—, siendo el nexo entre ambas imágenes la ambientación africana de la presente edición de la campaña propagandística —“y en mitad de Ruanda, / rodeado por cebras y jirafas / que se estiran aún más en sus carteles”— y la “jungla” del horario primermundista en que se halla atrapado el sujeto. Tras las vacilaciones de un yo que se debate entre la conmiseración ante el fracaso de la realidad y la falsa alegría de los reclamos publicitarios, entre los sueños de un mundo mejor y el abandono a los señuelos del cinismo, este hombre cualquiera que encarna la conciencia colectiva del homo urbanus de hoy se deja acunar por los cantos de sirena de la sociedad de consumo, desvela su renuncia a los antiguos ideales y se rinde al poder alienador del neocapitalismo rampante:
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Araceli Iravedra Tienen razón las chicas del anuncio. Mejor cambiar de bando, [...] acribillar mis sueños con los suaves obuses de sus piernas disparándose al aire, alzar el velo oscuro que a veces me persigue camino a cualquier parte. Cerrar al fin el diario. Apoyar mis dos manos [...] en el tenue respaldo de los días que pasan y dejarme llevar por la alegría de saber que ahora mismo se celebra en Madrid la Semana Fantástica. (2011: 254-256)
No es la única ocasión en que los eslóganes de El Corte Inglés, paradigma de la gran distribución y su tinglado comercial, han servido como pasto de la sátira de Fernando Beltrán. El desaliento del poeta ante la imbatible eficacia persuasiva de la “jungla mercantil que nos rodea” y su tramoya publicitaria conoce su expresiva reedición en el texto prosístico “Especialistas en ti (Manifiesto fantástico)”, publicado un año después que el poema comentado y que el libro al que da nombre, con los que establece una evidente correlación intertextual. El poeta ironiza otra vez sobre el asombroso poder de convocatoria de ese “sugestivo lema genérico” —La Semana Fantástica— que un nuevo “juglar de lo cotidiano” lo suficientemente humilde como para velar su identidad bajo un anagrama pone periódicamente en circulación, con minúsculas variantes que lo adecuan a los tiempos, superando las mejores expectativas de captación de los lectores, atrapados en el “anzuelo supremo” de una coletilla —“especialistas en ti”— que
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traduce insuperablemente a lenguaje moderno la célebre máxima becqueriana: “poesía eres tú” (2000: 187-188). En suma, por fin una poesía útil, dinámica, practicable —“abierta de diez de la mañana a nueve de la noche”— que ha logrado, ella sí, calar hondamente en el inconsciente colectivo y hablar el idioma de la gente, contra la que nada puede la inocua poesía de los libros por entrometida y sociable que se pretenda.
Jorge Riechmann: los eslóganes cívicos o el optimismo de la voluntad La obra poética de Jorge Riechmann, que comienza a hallar resonancia cuando la poesía de la experiencia se ha instalado en el centro del campo lírico, no puede entenderse en esos momentos sino como un vehemente ejercicio de recusación del modelo estético hegemónico. De hecho, la voz del autor madrileño se convierte en la expresión más madrugadora y vigorosa de una senda lírica que, en la última década del siglo xx, sale al paso de los códigos balsámicos de la “poética de la complicidad” para enarbolar sin complejos una nueva poesía política. La especificidad de la de Riechmann reside tanto en la generosa apertura de su abanico temático a los asuntos civiles como en la articulación de un pensamiento revolucionario impugnador de la conciencia posmoderna, que no tarda en comunicarse por extenso en el ensayo teórico Poesía practicable (1990): una propuesta que se nutre del ideario marxista de Manuel Sacristán y de los designios brechtianos de transformación del mundo. Desde este lugar estético, el poeta formula su beligerancia contra las formas canónicas de la poesía de la experiencia y contra toda expresión anuente con lo estatuido, en un discurso que propende no poco, a menudo por la vía de la dicción aforística, a insertar la teoría en la propia creación mediante los eslóganes poéticos y las declaraciones programáticas. No menos previsible resulta, en un programa amparado en el lema de Brecht —“cambia el mundo, lo necesita” (Riechmann, 1990: 19)—, la entonación conativa que adoptan los versos, colmados, aho-
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ra sí, de mensajes cívicos y de consignas políticas. Claro que no hay asomo de mesianismo en tal propósito ni cabe candidez alguna; de hecho, Riechmann contesta los afanes redentoristas y los vuelos heroicos de la poesía social sin renunciar a la desmitificación paródica del célebre dictum celayiano: “¿La poesía es un arma / de futuro cargada? / A lo mejor gastó / mucha pólvora en salvas...” (1990: 166). El poeta confía, ahora bien, en el poder alquímico de la escritura y en la forzosa alteración de la realidad nombrada: si no hay poema que redima el mundo, su poder de conmoción y su alcance ideológico contribuyen siquiera a la formación de consciencia. “Otro ritmo posible”, el poema programático que clausura Poesía practicable, acota sin ingenuidad ni demagogia el alcance de la poesía como herramienta de intervención: Un verso en el mejor de los casos consigue cortarte la respiración (la digestión casi nunca) y su ritmo insinúa otro ritmo posible para tu sangre y para los planetas. (1990: 179)
Y aquí cobra sentido su poética del desconsuelo, que propugna una ruptura de la ilusión estética con el fin de boicotear la reconciliación lenitiva e inducir en el lector el duelo y la cólera; un programa sucintamente enunciado en este lema de “Transformar”: “la rabia en paciencia histórica / el abatimiento en estudio y tercamente / la desesperación en desconsuelo” (Riechmann, 2011: 188). Así que la poética de Riechmann ya no se detiene en la perturbación del testimonio, sino que, acogida al gramsciano optimismo de la voluntad, verbaliza una ambición transformadora en la que hallan sentido las consignas movilizadoras del discurso revolucionario tradicional: “Dos manos enlazadas / cambian el mundo” (2011: 473). Y aunque no acostumbra a ser tan concluyente la formulación de la esperanza, esta queda dicha como estrategia psíquica para la lucha; pues la melancolía, según sentencia un aforismo de Cántico de la erosión (1987), es un “lujo emocional que uno solo puede permitirse muy de
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tarde en tarde” (2011: 141); o, ahora con la consigna del sindicalista francés Pierre Monatte, “cuando llego a un lugar y me dicen que no se puede hacer nada, inmediatamente pienso que está todo por hacer” (2013: 70). En suma, contra la indiferencia o la resignación, Riechmann propugna una disposición combativa y un compromiso sin ambages; es lo que sintetiza bajo un título engañoso “La existencia lujosa”, otro de los poemas programáticos acogidos en Poesía practicable y en el que, sirviéndose de un juego conceptual para proclamar los valores de un género que encuentra en la pérdida de su lugar social la prerrogativa de su gratuidad, el poeta defiende una escritura que se cumple en su vocación perturbadora, en su voluntad de honestidad, en su carácter rebelde y transgresor, en su anhelo revolucionario y —truncando las expectativas del título— en el lujo de su necesidad social: Vamos a permitirnos querer ser esa palabra que mancha: con toda la modestia y todo el duelo del mundo revolucionarios. Puesto que somos —hay consenso— superfluos, vamos a permitirnos el lujo de ser acaso necesarios. (1990: 177)
La necesidad ética de la poesía cumple para Riechmann su destino en el intento de “decir la verdad”, o al menos, en el más modesto empeño de “no mentir”, de “no negar el dolor”, pues —afirma con Adorno— dejar hablar al sufrimiento “es el principio de toda verdad” (2003: 174). Esta declaración del sufrimiento aparece a menudo condensada en las primeras entregas de Riechmann en los mismos títulos de los textos, mediante expresivas secuencias cuya naturaleza sintética y espesor enunciativo los acerca de un modo especial al estilo de las fórmulas publicitarias o de los titulares periodísticos; valgan estos rótulos de Cántico de la erosión: “Del mundo, tal como es —escribe Adorno—, nadie puede aterrarse suficientemente” (2011: 140); o “Tiempos en los que solamente cabe arregostarse a la mentira o cantar el horror de vivir. No muy buenos, a todas luces, para la lírica”
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(140). No es infrecuente que, como en este segundo caso, los mensajes cívicos se entrelacen con consignas programáticas, y de hecho, sin salir de este libro, algunos de los títulos inciden en otros postulados ya conocidos, por hallarse en la médula del trabajo poético y el activismo político de Riechmann, cara y cruz de una misma moneda: “Vivir tiene movimientos que no siempre se acuerdan con los de nuestro corazón. Es menester aprender no la resignación, sino una paciencia activa capaz del respeto por el ritmo adverso como condición para transformarlo” (157). No hará falta aclarar el sentido de otros eslóganes rotuladores, como “Libertad para no mentir” (139) o “Abolir la nostalgia”, que explicita en el interior del poema sus implicaciones instrumentales: “Sea / la desolada quimera del presente / nuestro empeño imborrable” (135). Son esta clase de consignas cívicas, y no ninguna suerte de celo político, las que otorgan su carácter distintivo a los poemas de Riechmann, orientados a fortalecer el psiquismo enflaquecido de unos lectores que, al igual que el yo enunciador, se saben vivir en una hora en que se impone irremisiblemente el pesimismo de la razón, cuando “toda afirmación no puede ser sino desesperada; toda solidaridad, sino elegíaca” (131). Sin embargo, no por ello dejará de predicarse una “esperanza / vestigial” (652), congruente con los valores provisionales de la cultura posmoderna, en la posibilidad de un rearme moral: “No dejes nunca de desconfiar de las instituciones. / No dejes nunca de confiar en las personas. / No dejes nunca de confiar en que las personas crearán instituciones / en las que quizá podrás dejar de desconfiar” (414); en el empeño de la razón contra la violencia, la arbitrariedad o la crueldad —“Predicando / predicando / predicando la razón”—, pese a no desconocer su condición de “puta pobre” en el mundo finisecular en que se escribe el texto (491); o en la pujanza ética de la poesía —“Y aunque no lo sepa el bardo ni sus mudos oyentes tampoco, en su amor despunta ya la posible fraternidad futura” (157)—. En su estudio sobre El día que dejé de leer El País (1997), Luis Bagué Quílez dividía la producción de Jorge Riechmann en dos tramos o dos formas de dicción diferenciadas, precisamente separadas por el libro referido, que operaba como gozne o como punto de inflexión:
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mientras que los textos del considerado primer tramo escenificarían el avance de la experiencia personal al desconsuelo colectivo, formulado desde un realismo crítico basado en la exposición objetiva de los hechos, los poemarios publicados tras El día que dejé de leer El País, sin abandonar la voluntad de denuncia, atenuarían la dicción realista en aras de una mayor tensión verbal (Bagué Quílez, 2006: 216). Aun considerando más adecuada a la progresión de esta escritura —que no admite dócilmente la demarcación de cortes sucesivos o de etapas incomunicadas— la imagen del movimiento en espiral sugerida por el propio poeta (en Rendueles, 2006: 7),1 El día que dejé de leer El País constituye seguramente, en su conjunto, el exponente más radical del “hiperrealismo crítico” allí propugnado, caracterizado por el despojamiento estilístico y la tonalidad objetiva de una elocución que renuncia a los vuelos metafóricos en aras de un prosaísmo cercano al lenguaje de los mass media. A partir de un rótulo que anuncia el desencanto del poeta ante la deriva de la izquierda socialdemócrata y la cristalización del “cambio” en España, a la vez que su desconfianza del cuarto poder, el autor se sirve del marco periodístico citado en el título como desencadenante de los poemas, notablemente atenidos a la piel de la realidad anecdótica y los sucesos tematizados. Si “la lírica del autor no busca proponer soluciones, sino que se atreve tan solo a sugerir algunas instrucciones para alentar el germen de la disidencia” (Bagué Quílez, 2006: 257), en estas caben las consignas cívicas, los
1. De hecho, tras El día que dejé de leer El País, todavía podemos toparnos a menudo —incluso en las prosas de Desandar lo andado (2001), curiosamente definidas por su autor como una colección de poemas “menos amistosos con el lector”, por hallarse situados “en un nivel imaginativo y onírico alejado de las realidades más obvias y compartidas” (en Rendueles, 2006: 7)— con la acostumbrada nitidez enunciativa de los versos programáticos —“en poesía todo se extrema hacia el tú” (Riechmann, 2013: 41), “Hay una línea de alta tensión que une l’art pour l’art con el fascismo” (25)—, o con consignas cívicas de dicción tan despojada como las que siguen: “El mundo tal como es resulta inaceptable; no se puede vivir sin desear otro estado de mundo y sin luchar por él” (35); “El capital quiere hacernos creer que somos lo que vendemos. Pero somos lo que regalamos” (356); “Elimina el automóvil, la televisión y el fútbol de la cultura contemporánea: en el acogedor vacío resultante se podrá vivir” (332).
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eslóganes programáticos, los mensajes conativos, las fórmulas publicitarias y aun los alegatos doctrinales. Las convicciones políticas del hablante se declaran sin ambages en “Je ne suis pas marxiste”, donde la célebre cita de Marx constituye el pie forzado para reafirmar la lealtad a esta doctrina pese a las coyunturas históricas que, poniendo en evidencia sus debilidades posibles (1956 y el Octubre polaco, 1968 y la Primavera de Praga, 1989 y la caída del Muro), podrían haber hecho tambalear las convicciones ideológicas del yo: Con todo ello fui marxista hasta 1989. Para algunos ideólogos, el final de la historia; para mí el año en que definitivamente llegué a ser marxista. (2011: 594)
Las escasas alusiones publicitarias reconocibles en el libro nos trasladan de la confesión personal a la sátira de la situación cultural del presente. Así, mientras que “Venta por catálogo, a 9.400 metros de altura, 1996” (2011: 559-560) es el título de un poema que “identifica el mercantilismo publicitario con una exaltación del mal gusto kitsch” (Bagué Quílez, 2006: 267) —“Maquinilla para afeitar pelos del interior de la nariz, enteramente libre de ruidos y vibraciones, $19’95”—, en “¡Atención! Belleza a precios excepcionales, 1996”, el eslogan de una peluquería funciona como pretexto para una impugnación de la degradación del arte en la era del consumo: “Era publicidad de una peluquería; / pero a fin de cuentas / ¿qué ofrece el artista / en los mercados del final del mundo?” (545). Un mensaje complementario del que elabora “macba, 1996”, donde un concluyente lema cívico sentencia la trivialidad de una cultura contemporánea que no acompaña las luchas sociales: “El día en que el museo de arte contemporáneo / no reprima a la ropa tendida / aquel día / podremos empezar a hablar de democracia” (549). Los ecos retóricos de la poesía social afloran en textos que emplean la segunda persona del singular o la primera del plural para involucrar al lector en la reflexión y comprometerlo en la tarea de resistencia propugnada en el poema. Con tal pretensión conativa, “Ars gastronómica, 1996” orienta el discurso a movilizar la mala conciencia de
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los ahítos estómagos de la cultura del bienestar: “Al comer animales, recuerda: / los animales tenían su propia vida por vivir / hay seres humanos que no comen” (2011: 588). En “Dos epitafios, 1995”, el asesinato del ecologista nigeriano Ken Saro-Wiwa retrotrae al hablante a simbólicas fechas históricas indicadoras de catástrofes bélicas —1914 o el comienzo de la Primera Guerra Mundial, 1936 o el estallido de la Guerra Civil, 1953 o la declaración de la Guerra Fría— para buscar la implicación del lector en la lucha contra la violencia de los estados: “En 1995 tenemos que cambiar / o dejar que sigan / asesinando / en mi nombre / en el tuyo / en nuestro nombre” (592-593). Y “Manifestantes, 1996” señala al cultivado hombre de izquierdas las gravosas consecuencias éticas de sucumbir al lujo de los melindres estéticos: Tienes que decidir qué pesa más: si la pequeña vergüenza de contribuir al kitsch de la manifestación [...] o la pequeña vergüenza de contribuir a las estructuras del crimen las transacciones financieras del crimen las armas de repetición del crimen las melodías ligeras del crimen las piscinas climatizadas y los hipermercados del crimen. (2011: 554).
No faltan en El día que dejé de leer El País las poéticas programáticas, por más que Riechmann no ignore que las luchas sociales se dirimen en el mundo real mucho antes que en el territorio del poema, tal como sugiere “Estado de la cuestión, 1996”: “hacer literatura no sustituye / las luchas sociales en las que no se estuvo” (2011: 597). Sin duda por ello Riechmann parodia en “How to Save the World” no los nobles designios de insurrección de la poesía, sino sus quiméricos sueños mesiánicos y la consabida imagen del poeta como fuente dispensadora de salvación cultivada treinta años atrás: Poetas escribiendo incontables poemas para salvar el mundo El mundo que se ríe halagado
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Araceli Iravedra y les pasa la mano por el pelo antes de ponerlos en su sitio con un cáncer una erupción volcánica o una guerra mundial. (2011: 593).
El sensato escepticismo es congruente con la amarga ironía formulada en “Dudas de año nuevo, 1996”: “Cambiamos el mundo, claro / continuamente / inevitablemente / solo que no en la forma que habíamos previsto” (576). Ello no obsta para que la poética de Riechmann siga alentando, con todo, la audacia combativa, tal como lo hace en “Si yo fuera poeta...” al apropiarse de un dictum de Gandhi, tras alabar el compromiso moral de René Char y Roque Dalton como poetas-guerrilleros: “prefiero / mil veces la violencia / a la cobardía” (578). Por último, la concentración formal del aforismo y su contundencia sentenciosa favorecen en El día que dejé de leer El País la elaboración de consignas y eslóganes cívicos que, “antes que una enseñanza determinada, proponen patrones de conducta” (Bagué Quílez, 2006: 268) a partir del contraejemplo de la degradación moral contemporánea. Así sucede con la sátira de la mentalidad empresarial y la moral del arribismo que formula “Competitividad (ii)”: “Quienes van muy deprisa hacia ninguna parte / cierran el paso sin un solo resquicio / a quienes queríamos llegar lentamente a un destino” (2011: 564). “Ex-divisionario en Rusia, 1994” parte de la caricatura de las convicciones políticas que sostuvieron la cruzada patriótica de un falangista para alertar de los riesgos del fundamentalismo: “Los ideales más nobles / son los que dejan las manchas más difíciles // y hace ya años que yo lavo en frío” (579). Y “Estadísticas, años noventa” desvela en su epifonema final la descomposición de los valores de la sociedad de fin de siglo, capaz de pervertir las palabras más limpias: Entre 1975 y 1990 murieron más personas asesinadas en las calles de Nueva York que norteamericanos en la guerra de Vietnam. Cuando acabe el siglo más españoles habrán muerto en accidente de automóvil
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que en la guerra de España. Las luchas por la libertad no se detienen (2011: 580).
Aun suscribiendo que, en los mejores poemas del volumen, el autor explora las contradicciones de la sociedad globalizada y de la cultura posmoderna sin caer en lo panfletario, y tensa el arco del prosaísmo sin transigir con lo anecdótico (Bagué Quílez, 2006: 271), bastan algunos de los ejemplos citados para poner al descubierto la tonalidad apriorística de un discurso que por momentos no vacila en arriesgar la matizada ambigüedad de la palabra indagadora en beneficio de la contundencia de la consigna, aunque tal cosa conduzca al poeta a traicionar sus propias convicciones estéticas —“en arte lo fundamental son los matices”—, que buscan la fisura en el sí o en el no (1990: 145). De hecho, la elocución directa y la simplicidad retórica de los poemas comentados, propias de la “estética de la pobreza” apurada en los registros de este libro, no se conciertan con las nuevas formas de lenguaje que demanda Jorge Riechmann a partir de su segunda entrega de reflexión estética. En Canciones allende lo humano, el autor antepone la noción del poema como instrumento de revelación a su condición de vehículo de verdades previas, y propugna un “realismo de indagación” (1998: 129) desengañado de la ilusión de una palabra transparente. Esta fórmula, que atiende al desvelamiento de la realidad antes que a su reflejo, nombra el afán de combatir los procesos de tipificación de la misma, y conduce al poeta a cuestionar los pactos lingüísticos de la convención figurativa para predicar una palabra experimental cuya naturaleza “no administrada” (127) libere al lenguaje de las mistificaciones de la ideología. Con estas renovadas convicciones, que no desconocía la obra primera del autor, concuerdan las poéticas programáticas que predican una “Dialéctica de la fragmentariedad” —título de una prosa defensora de “la honradez del fragmento” (1990: 162)— o “la fuerza explosiva del lenguaje —palabra en libertad— contra la miseria de la ideología” (47); los versos prescriptivos que inciden en el poder revelador de una clase de poesía que “no duplica la vida” —“la atraviesa / como la aguja la tela”—,
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susceptible de iluminar parcelas inéditas de lo real: “escritura que no es conocimiento / sino un fraseo ardiente abierto hacia lo extraño” (2013: 272); o los eslóganes aforísticos como el que, en la sección primera de Muro con inscripciones / Todas las cosas pronuncian nombres, determina que “Cuando la realidad es hiperrealista, la poesía no puede ser redundante” (2013: 111). No en vano, en otro fragmento programático del mismo libro, y en estrecha sintonía con las bases teóricas de la otra sentimentalidad, el poeta ha defendido la asimilación discursiva del ideario político sin necesidad de su enunciación directa: “No se trata de decir la revolución / sino de hacer la revolución // sobre todo si hablamos desde dentro del poema” (2013: 98). A este último postulado se aviene, en verdad, en sus momentos mejores la poesía de Jorge Riechmann. Pero no será tal programa el que acoja un discurso aledaño a la propaganda ni a los comportamientos del eslogan; sino otra dimensión “horizontal” de la escritura que, diciendo la conciencia crítica, la memoria histórica, la insurrección del desconsuelo en busca de la desalienación (Riechmann, 2003: 18), se perfila como legítima heredera de las formas canónicas del compromiso poético.
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Negroni / California: teselas publicitarias en Aurora Luque y Juan Antonio González Iglesias* Jesús Ponce Cárdenas Universidad Complutense de Madrid
Introducción La lírica española de hoy podría contemplarse a la manera de un mosaico abigarrado, en el que numerosas teselas remiten a una tradición específicamente literaria, en tanto que otras guían la mirada de los lectores hacia ámbitos diversos, como la cultura popular o los medios de comunicación de masas. Si apeláramos al antiguo recurso de la fictio personae, podríamos decir que a menudo la poesía contemporánea se *
Quisiera agradecer a Luis Bagué Quílez, Juan Antonio González Iglesias y Ángel Luis Luján Atienza la lectura del original de este artículo, así como las valiosas sugerencias que me han brindado.
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mueve en vaqueros por las calles de la gran ciudad y refleja con miríadas de espejos elementos procedentes del cine, la prensa, la música pop-rock, el cómic, el jazz, la televisión, internet, la publicidad... La contaminatio y el deslizamiento entre códigos, sin duda, constituyen una de las marcas distintivas de una escritura posmoderna que ha experimentado el vértigo de una curiosa atracción y —al mismo tiempo— una innegable repulsión por los mass media. Por lo que concierne al campo de estudio que trata de acotar esta monografía, se podría sostener con alguna justificación que identificar elementos procedentes del universo publicitario en la poesía de las cuatro últimas décadas no resulta difícil. Composiciones como “Terry me va” de Manuel Vázquez Montalbán; “Bella en el secador” de Aníbal Núñez; “Ivoire” de María Victoria Atencia; “Chico Wrangler” y “Calvin Klein, Underdrawers” de Ana Rossetti; “Publicidad, ¿me abre?” de Ángel Luis Luján; “Dixán” de Pablo García Casado; “Logo” de Antonio Praena; “Oración en Starbucks” de Luis Bagué; “Smartphone: bendito tú eres entre todos los bienes” de Marcos García Rey... atienden a diferentes aspectos de las redes publicitarias en el entorno cotidiano. De hecho, la publicidad podría entenderse como un verdadero metagénero que permea todos los medios informativos y culturales, apropiándose de códigos diversos (arte, literatura, técnica) y reinterpretándolos desde una perspectiva utilitaria y simplificadora. La poesía puede hacerse eco de los variados matices del metagénero publicitario, ya entendiéndolo como un lenguaje sectorial (presidido por las marcas), ya percibiéndolo como un objeto de naturaleza prevalentemente visual o audiovisual (anuncios televisivos, carteles...), ya identificándolo socialmente como instrumento de dominio y mostrando una actitud crítica ante una herramienta de manipulación que vocea las glorias y placeres del consumismo desbocado. Tomando como punto de partida la noción de “intermedialidad” en varias aportaciones recientes del ámbito de la literatura comparada (Rippl, 2015), en otro lugar he señalado cómo puede resultar bastante útil el concepto de transposición intermedial a la hora de analizar las interferencias o deslizamientos estéticos entre el mundo publicitario y el orbe de la poesía (Ponce Cárdenas, 2016a). En tanto que el núcleo
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del sintagma recoge la idea de trasvase o transferencia de un tipo de código complejo o de un sistema semiótico a otro, el calificativo acota específicamente el terreno exacto en el que se produce dicho intercambio, vinculando la esfera elevada de lo literario (poesía, novela, teatro) con las masificadas vías de los medios culturales e informativos (cine, fotografía, televisión, prensa, publicidad, cómic, internet...). Desde el ámbito de análisis que nos ocupa, podríamos definir como transposición intermedial aquel tipo de poema posmoderno que plantea la apropiación, evocación o descripción literaria de un documento (verbal, visual o audiovisual) generado por los medios de comunicación de masas.1 A lo largo de las siguientes páginas nos centraremos en el análisis de sendas composiciones de Aurora Luque (“Negroni”) y Juan Antonio González Iglesias (“El California Center for the Arts”) que encuentran pleno sentido en el sutil diálogo que entablan con aspectos diversos del campo publicitario. Trataremos, pues, de resaltar mediante un comentario detallado el hibridismo de unos versos que reflejan 1. Por supuesto, la designación genérica de “documento visual” para la fuente icónica de algunas de estas composiciones posmodernas abrazaría una apabullante diversidad de formas. Bajo la idea de transposición intermedial se abarca la evocación poética de un spot televisivo al igual que la de anuncio callejero, pasando por la fotografía comercial de la prensa ilustrada, un videoclip musical, la secuencia de un relato cinematográfico, las escenas de un vídeo casero, las tiras de un cómic, un corto de youtube... Los poetas dan cuenta de la masificada sociedad de consumo a través de un abanico de imágenes fragmentadas que rigen nuestra cotidianeidad. Por otro lado, no estará de más recalcar algunas ideas aparejadas a este tipo de ejercicio creativo: 1) la transposición intermedial no se limita a una mera descripción informativa; 2) un poema que describe un fotograma de cine, una viñeta de cómic, un cartel comercial o un anuncio televisivo no tiene que acotar por fuerza todos y cada uno de los detalles verbales, icónicos o icónico-textuales que identifican ese referente y lo hacen —de alguna manera— único (el poeta seleccionará aquellos elementos que convienen a su intención creativa y los fijará en palabras con el propósito de sugerir determinados efectos sobre los lectores); 3) la libertad del creador literario al plasmar poéticamente una fuente verbal, icónica o icónico-textual puede conducirlo a introducir ciertos cambios (en forma de modificaciones, adiciones o supresiones) que el crítico solo podrá evidenciar mediante un cotejo detallado entre el texto poético y su respectivo correlato visual o audiovisual.
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la publicidad entendida como lenguaje (la marca) y la publicidad entendida como medio de atracción de público y difusión de propuestas estéticas innovadoras (la reseña difundida a través de la prensa escrita).
Negroni o Safo: de amores y cócteles La helenista Aurora Luque (Almería, 1962) encabeza una de las propuestas más sugestivas de la escritura lírica de hoy, ya que en sus libros ha sabido aunar las mejores esencias de un culturalismo de signo anticuario con una actitud vitalista y desenfadada, de raíz epicúrea (Álvarez, 2013). Como la propia autora ha destacado, desde las líneas de unas importantes declaraciones de poética sobre la dicotomía culturalismo / experiencia, la experiencia estética o las huellas de la lectura no pueden separarse de las vivencias de lo cotidiano (Luque, 2006: 24-25): En mi segundo libro, Problemas de doblaje, entró con naturalidad lo cotidiano o, mejor dicho, lo que convencionalmente se entiende por cotidiano en poesía: cine, tangos, anuncios publicitarios. Porque —no nos engañemos— todo es cotidiano: todo es quotidianus, diario, efímero, sometido al día, engastado en él. Tan cotidiana y real es la experiencia de la lectura de Murasaki como mi experiencia de la noche en un bar de copas de Murcia, por ejemplo. Para mí careció de sentido desde siempre la oposición entre culturalismo y experiencia. En un poema cabe un raso amarillo, o mejor una seda: “Si la Muerte viniese con su capa / y con su calavera, / una muerte italiana, de carnaval, esbelta, / con huesos amarillos de seda recortada”. Y en el contiguo cabe una reflexión ácida sobre los sobornos y secuestros que la publicidad televisiva ejerce sobre nosotros: “En la pantalla gira con malla de lunares / como falsa muñeca / Loulou breves segundos. / Saber los casilleros de la noche / y la absoluta falta de estructura / del desear”.
El citado párrafo señala, sin vacilaciones, hacia el rico mestizaje que define a la escritura posmoderna, donde la alta cultura (es bien nítida la alusión al memorable incipit del “Capricho de Aranjuez” de Guillermo Carnero o la cita declarada de la autora del Genji Monogatari) se puede fundir con las peripecias propias del ocio urbano (“la
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noche en un bar de copas de Murcia”) y con el asalto inclemente de los mass media (reflejados aquí en el anuncio de televisión protagonizado por Loulou). Si fijamos la atención en los dos poemarios más recientes de la autora, podemos encontrar allí no pocas pistas acerca de esa “entrada de lo cotidiano” en los versos: desde el elogio del protagonista de una conocida serie televisiva (Breaking Bad) a la cita de marcas o de productos con denominación de origen: “Nocilla”, “Vueling”, “vino de Mollina”, “Ambre Solaire”, “Delial”, “cerveza Alhambra” (Luque, 2008: 14, 21, 28, 76, 76, 86); “Alsinas Graells Sur”, “Campari”, “Martini”, “Puleva de vainilla”, “Apple” (Luque, 2015: 29, 35, 35, 59, 85). Tal como ha señalado la crítica, la irrupción de este tipo de referentes en el caudal de la lírica posmoderna puede asociarse a las modas y modos de una etapa concreta, configurando un fenómeno que se ha intensificado con el correr de las décadas: “los escritores de los ochenta enriquecen su estilo con matices ajenos al lirismo convencional [...]. Con esta finalidad, se incluyen tecnicismos identificados con determinados sociolectos, términos procedentes de diversos campos semánticos y préstamos idiomáticos. Ejemplo de ello es la incorporación del lenguaje publicitario” (Bagué Quílez, 2006: 186). La fusión de la tradición alta de la poesía grecolatina con el referente humilde y cotidiano (la marca publicitaria) se cumple ejemplarmente en un epigrama recogido en el poemario Personal & político. Así se presentan los dos planos que confluyen de manera sorprendente en el poema “Negroni”:2
2. El texto aparece también recogido entre los “Inéditos” de una de las antologías más recientes de la autora (Luque, 2014: 180). Como me recuerda Juan Antonio González Iglesias, también aparece la combinación de la dulzura y lo amargo en los epigramas de la corona de Meleagro. Baste aducir como ejemplo el texto de Anthologia Palatina, v, 172, que reza así en la traducción de Aurora Luque: “Alba hostil al amor, ¿por qué te me presentas, presurosa en el lecho, justo cuando me ablanda la tibieza de la piel de Demó? Ojalá que girando en tu curso velocísimo tú fueras el crepúsculo, dulce luz que te arrojas contra mí tan amarga. Ya alguna vez, antaño, por Alcmena y por Zeus al revés caminaste: ¡no eres incapaz de dar la vuelta!” (Luque, 2011: 211).
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Jesús Ponce Cárdenas El Negroni merece dos de los acertados epítetos que Safo adjudicaba a Eros: lysimeles, glykypikros, dulce-y-amargo y desmayador. Es rojo oscuro y limpio como alguna pasión antigua y fulgurante. El Campari le da sabor a bosque libre y el Martini un olor a cuerpo húmedo. Por eso algún amigo recomienda brindar con dos o tres con uno mismo cuando la soledad nos deja sin Gonguilas, sin Atis, sin Faones. (Luque, 2015: 35)
Los catorce versos de la composición se insertan, por derecho propio, en el orbe estético del antiguo genus minimum, no solo por su intensa brevedad y por su desarrollo ingenioso, sino también por la hábil mezcla de dos planos contrapuestos y por la sorpresa final, que evoca el antiguo fulmen in clausula, el gusto helenístico del aprosdóketon. El epigrama de Luque se dispone siguiendo un esquema tripartito: 1) encomio del combinado alcohólico (vv. 1-5), 2) identificación de atributos de la bebida (color, sabor, aroma) e ingredientes del combinado (vv. 6-10), 3) giro final con efecto sorpresa: el preparado alcohólico y la embriaguez que este genera sirven para hacer más llevaderas las penas de amor (vv. 11-14). Como se puede apreciar, al igual que se ha señalado para otras piezas de la autora, los motivos del consumo y la publicidad sirven para el despliegue del “talento verbal” y alumbran “hallazgos creativos sorprendentes” (Morán Rodríguez, 2015: 455-456). A lo largo de una combinación libre de heptasílabos (1, 3, 4, 7 8, 9, 13), endecasílabos (5, 10, 11, 12) y alejandrinos (2, 6, 14), Aurora Luque va trenzando dos ejes isotópicos que enlazan el plano material de la bebida (“Negroni”, “Campari”, “sabor”, “olor”, “brindar”) con el plano espiritual del incontenible deseo amoroso y la desazón que este deja cuando acaba (“Eros”, “pasión”, “bosque libre”, “cuerpo húmedo”, “soledad”). Ambos universos convergen por obra y gracia
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del concepto, mediante la iluminación que permite exprimir la correspondencia entre dos objetos aparentemente muy lejanos. Gracias a ese acto de ingenio se revela a los lectores la licitud de atribuir rasgos comunes a un asunto y a otro: el dios del amor (y por ende las emociones o placeres que patrocina) y el combinado alcohólico pueden revestir idénticos atributos, pues resulta “dulce-y-amargo”, “desmayador”, “rojo oscuro”, “limpio”. Al lado de los referentes vinculados al orbe cotidiano de las marcas o denominaciones específicas (Negroni, Martini, Campari), otro de los focos principales de interés del epigrama es el uso de varios engastes intertextuales, ya que las características del conocido cóctel se contemplan bajo el autorizado signo de estilemas y motivos propios de la lírica griega arcaica.3 En el incipit mismo, con un giro sentencioso, hallamos la atribución al Negroni de la famosa epítesis que Safo consagrara al dios de los amores. Ἔρος δηὖτέ μʹ ὁ λυσιμέλης δόνει, γλυκύπικρον ἀμάχανον ὄρπετον Me arrastra —otra vez— Eros, que desmaya los miembros, dulce animal amargo que repta irresistible.4 (Luque, 2011: 90-91)
3. Como recuerda Francisco Rodríguez Adrados (1996: 178) a propósito del primado de Safo de Mitilene (floruit 600 a. C.) en el contexto de los autores líricos antiguos: “es en Safo donde primero y con mayor amplitud se plasmaron los grandes temas de la poesía amorosa [...]: la llegada de la pasión, la seducción, los celos, el abandono, la desesperación, la reconquista amorosa [...]. Tenemos un sujeto paciente y un paciente, la inspiración de Afrodita o Eros, los temas de la locura, de la enfermedad, de la visión que enamora, del golpe repentino del amor. ‘Atis, me he enamorado de ti hace ya mucho tiempo’, dice Safo. Y están los temas de la seducción, del abandono y los demás”. 4. El fragmento figura con idéntica traducción en Safo (2013: 83). Las versiones castellanas de otros helenistas asumen tonalidades algo diferentes, como la de Carlos García Gual: “Eros de nuevo, embriagador me arrastra, / dulciamarga, irresistible bestezuela” (García Gual, 1996: 73). La propuesta de Juan Ferraté merece igual recuerdo: “Otra vez Eros, el que afloja / los miembros, me atolondra, dulce / y amargo, irresistible bicho” (Ferraté, 2000: 257).
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La sensación de embriaguez que genera la pasión amorosa (λυσιμέλης) y su extraña combinación de amargor y dulzura (γλυκύπικρον) se aplican a los efectos de la bebida alcohólica. Tal coincidencia se refuerza al final del epigrama, por medio de un sintagma trimembre en el que se encadena el uso en plural de varios antropónimos helenos (“sin Gonguilas, sin Atis, sin Faones”).5 Mediante ese giro alusivo, el yo lírico recalca la genericidad de todos los amores perdidos, ya sean los antiguos y fulgurantes de Safo, ya los modernos y cotidianos de la figura loquens.6 La cita en plural de tres figuras amadas por la poetisa de Lesbos permite identificar el artificio como una genérica antonomasia.7 Abundando en esa triple mención de las nebulosas figuras arcaicas, no estará de más recordar cómo la Suda recogía el nombre de tres alumnas de Safo, una de las cuales era Gongyla de Colofón. El nombre Γογγύλα aparecía mutilado en el fragmento 22 y completo en el 5. Con suma generosidad, Ángel Luis Luján Atienza me hace notar la curiosa coincidencia numérica que plantea la importancia afín de los nombres propios y los nombres comerciales. Tal como sugiere el citado crítico, “aparecen tres designaciones de productos: Negroni, Campari y Martini, y tres antropónimos clásicos: Gonguila, Atis y Faón. Puede que no sea arbitrario y que la autora haya querido o ‘clasicizar’ los nombres contemporáneos o ‘vulgarizar’ los clásicos; lo que está claro es que se produce un contagio mutuo, como si los nombres de alcohol adquirieran algo de la ‘pátina’ de lo clásico y culto, además aprovechando su procedencia extranjera”. 6. A través de la cita expresa de los epítetos dedicados al dios Amor y el breve elenco de figuras deseadas (Atis, Faón, Gonguila), la presencia de Safo en el epigrama de Aurora Luque permite situar al yo lírico “entre dos tiempos a los que pertenece por igual”: el “pasado de sus referentes literarios” y el “presente” de los detalles cotidianos (Juan Moreno, 2011: 113). Sobre el tema del tiempo en la poesía luqueña, véase también Morán Rodríguez (2011). 7. Según la propuesta de José Antonio Mayoral (1994: 253), se correspondería con la tercera especie de antonomasia, que plantea la sustitución del “nombre propio por nombre común”, es decir, cuando “el nombre propio de determinados individuos históricos, mitológicos o literarios es empleado para designar no a otro individuo, al que se hace partícipe de sus propias cualidades o propiedades, sino a un grupo de ellos”. En efecto, la trimembración de plurales (Gonguilas, Atis, Faones) sirve para designar universalmente a aquellas personas a las que se ha amado o deseado.
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encabezamiento del fragmento 95 c. En la parte conservada de este último poema se enfatiza la pulsión tanática que experimenta el amante, vinculada a una pasión tormentosa: “Góngila... / Dije: —Oh, señor, / no, por la diosa bienaventurada, / nada me procura arriba un placer suficiente, / sino que me invade un deseo de morir / y la orilla escarpada, florecida de lotos / cubiertos de rocío, / contemplar de Aqueronte” (Safo, 2013: 58-59). Además de la evocación directa de tales fragmentos, quizá no deba descartarse el posible recuerdo de uno de los más conocidos poemas breves de Ezra Pound, recogido en el volumen de 1909 Personae. Como si se tratara de los venerables restos recogidos en un fragmento papiráceo, el epigrama “Papyrus” del miglior fabbro rezaba así: “Spring... Too long... Gongula” (Barrios, 2009). La segunda muchacha evocada en la breve composición de Aurora Luque es la esquiva Atis, protagonista de los fragmentos 49 c (“ἠράμαν μὲν ἔγω σέθεν Ἄτθι πάλαι ποτά·... / σμίκρα μοι πάις ἔμμενʹ ἐφαίνεο κἄχαρις” // “Me enamoré de ti, un día lejano, Atis. / Me parecías una niña desgarbada y menuda”) y 131 c (“Ἄτθι, σοί δʹ ἔμεθεν μὲν ἀπήχθετο / φροντίσδην, ἐπί δʹ Ἀνδρομέδαν πότῃ” // “Atis, a ti se te ha hecho odioso / precuparte de mí y vuelas hacia Andrómeda”) (Safo, 2013: 44-45 y 84-85). Por último, la helenista invoca el nombre del legendario Faón, el atractivo barquero de Lesbos que habría rechazado la propuesta amorosa de Safo, y a causa de tal negativa habría impulsado a la poetisa griega a suicidarse, arrojándose de la roca de Léucade.8 8. En nota a su edición bilingüe de Safo, la propia Aurora Luque trazaba las coordenadas principales de una figura envuelta en el misterio: “Faón es un personaje legendario vinculado al ciclo mítico de Afrodita. Safo no lo menciona, pero se sabe que compuso varios cantos sobre su metamorfosis. A Faón, un honrado barquero de Lesbos, Afrodita le concedió juventud y poder de seducción. Las mujeres de Lesbos se enamoraron de él, e incluso la propia Afrodita. Safo era de Lesbos: el desplazamiento era fácil. La historia de Faón sigue el modelo de los mitos de Adonis, Titono y Endimión, jóvenes mortales que fueron amados por diosas poderosas, decididas y activas. La vinculación novelesca entre Faón y Safo se produce en la comedia ática. Safo, al igual que otros poetas, se había convertido en un productivo personaje dramático. Al menos seis comedias la explotaron como protagonista. En ellas aparecía como amante de poetas, como Arquíloco o Hiponacte. A pesar de los anacronismos, esta Safo comparte con la histórica al
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El epigrama posmoderno dedicado al Negroni no solo plantea el elogio del combinado alcohólico, sino que enfatiza su utilidad como medio de olvidar las cuitas o desengaños de amor. Ese motivo específico quizá podría conectarse, de forma alusiva, con otra veta helenística en la tradición del epigrama amoroso, la del φάρμακον o ‘remedio’ para curar las penas sentimentales. Entre los varios poemas breves que podrían recordarse en torno a dicho asunto, destaca principalmente el celebérrimo comienzo del epigrama lvii de Calímaco.9 Los lenitivos que aconseja el poeta de Cirene a su camarada Filipo o el presunto amigo a la autora almeriense (el canto poético, la ingesta de alcoholes) pueden cambiar, pero la intensidad de las sensaciones resulta siempre la misma, a distancia de milenios. Más allá de este tipo de guiños a la más selecta tradición clásica, conviene ubicar el epigrama en el ámbito de los motivos que frecuenta Aurora Luque. Además del contexto amoroso asociado a la bebida, conviene recordar cómo en la lírica de la escritora las referencias a determinados licores también se vinculan a la propia creación. Un buen ejemplo de ello ofrece el poema titulado significativamente “Cócteles”: Tengo que meditar esto seriamente. Ningún poema vino jamás a mí sin música, sans l’amollissement de algún alcohol real o figurado, sin la locura extra de un acorde. menos un rasgo: adopta en el amor un papel más activo que el que se consideraba apropiado para una mujer convencional. Ovidio sancionará la leyenda del suicidio pasional en una de sus Heroidas, la colección de epístolas ficticias dirigidas por heroínas míticas a sus amantes. La elegía de Ovidio se situó en la proa de la colosal pseudobiografía de Safo” (Safo, 2013: 184-185). 9. “Ώς ἀγαθὰν Πολύφαμος ἀνεύρατο τὰν ἐπαοιδὰν / τὠραμένῳ · ναὶ Γᾶν, οὐκ ἀμαθὴς ὁ Κύκλωψ. / αἱ Μοῖσαι τὸν ἔρωτα κατισχναίνοντι, Φίλιππε· / ἧ πανακὲς πάντων φάρμακον ἁ σοφία” (Callimaco, 2008: 68). Doy una versión aproximada de los versos 1-4 del poema calimaqueo: “¡Qué eficaz ensalmo ha descubierto Polifemo para el enamoramiento! ¡Por Gea, no es nada rústico el Cíclope! Las Musas debilitan el deseo, Filipo: la Poesía es el remedio universal contra todos los males”.
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Entibiaban la hoja poco a poco ginebra con limón, arias del dieciocho, martinis rojos, tangos, bourbon, mornas, copla vieja con vino de Mollina, Sabicas con Sanlúcar, Rossini, Billie Holiday. Y algún trozo de cáscara del corazón. Añádase la vida con su amargor oscuro, indefinido, su hielo que no quiso derretirse. Yo soy yo más Euterpe y Dioniso. (Luque, 2008: 24)
No parece exagerado afirmar que el texto asume un inconfundible valor metaliterario, al evocar la combinación de música y alcoholes que propician la escritura poética. Al modo de una congeries o cumulatio, la autora va alternando en amplia serie las melodías, cantes o autores (“arias del dieciocho”, “tangos”, “mornas”, “copla vieja”, “Sabicas”, “Rossini”, “Billie Holiday”), entremezclados con las bebidas favoritas (“ginebra con limón”, “martinis rojos”, “bourbon”, “vino de Mollina”, “[manzanilla de] Sanlúcar”). La reflexión sobre esa atmósfera de escritura acompasada por acordes y alcoholes se corona con un sentencioso autorretrato de la figura loquens, que va de la tautología al mito: “Yo soy yo más Euterpe y Dioniso”. En definitiva, con cierta sonrisa e indulgente ironía, un yo lírico pretendidamente autobiográfico pergeña sus rasgos en compañía de la musa que protege las artes musicales: “la deliciosa” Euterpe, inventora de la flauta (Ruiz de Elvira, 1995: 73 y 75), al lado del sensual dios de la embriaguez y el teatro (Diónisos-Baco).10 Haciendo aún algo más de memoria, creo que la intersección de los discursos poético y amoroso con el ámbito mundano de la coctelería podría contemplarse asimismo como un reflejo cultural o, simplemente, literario.11 Considerado en los años treinta un signo de cosmo10. Sobre la categoría del “yo lírico pretendidamente autobiográfico” o “no ficticio” y las tipologías más operativas en el estudio de la pragmática del discurso poético, véase Luján Atienza (2005: 183-189). 11. Podríamos remontarnos, en primer lugar, hasta la tradición de cuño modernista referida a la exaltación de los alcoholes, como los poemas “¡Viva el champagne!”
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politismo y modernidad, el cocktail irrumpía entonces en la literatura española y en los medios de vanguardia con pujantes bríos. De hecho, una reflexión sobre las características de estos combinados de contenido alcohólico identificaba en sus reflejos literarios una suerte de metáfora aplicada al arte y la creación contemporáneos, ya que confluyen en la bebida “la mezcla arbitraria”, “la agitación” a la que se someten sus ingredientes, “la intención tan manifiesta” y la “instantaneidad de su ejecución” (Mainer, 2005: 37).12 No parece arriesgado postular que esos cuatro rasgos cuadran perfectamente con el epigrama posmoderno de Luque. Por otra parte, los paralelos con algunos textos recientes de estética afín podrían multiplicarse. De hecho, no quisiera cerrar este apresurado comentario de “Negroni” sin recordar cómo en la lírica del nuevo siglo existen muestras destacadas de epigramas que giran en torno a la evocación de les alcools, relacionada significativamente con la materia amorosa. No podemos extendernos aquí en el análisis de una materia tan compleja como apasionante; baste por ahora aducir el testimonio de los cincelados versos de Antonio Portela titulados La promesa del iceberg.13 de Manuel Reina (Reina, 2005: 332), o “Manzanilla” de Manuel Machado (Machado, 2013: 216). Por otra parte, no puede olvidarse la tradición europea finisecular, donde la absenta tuvo igualmente un impacto poético destacado, posteriormente imitado por los vates peninsulares (Palenque, 2011). Desde la ladera negativa, la de los excesos y peligros etílicos, cabe recordar asimismo el texto de “Alcohol” (1905) del propio Manuel Machado, ejemplarmente estudiado por Rafael Alarcón Sierra (2008: 227-230). 12. La preparación del combinado exige solo la mezcla de tres ingredientes: un tercio de vermut rojo (Martini Rojo), un tercio de Campari (bitter) y un tercio de ginebra. La preparación se sirve en vaso bajo y ancho, con hielo y una rodaja de naranja. A modo de pequeña curiosidad, quisiera recordar aquí que en la portada del poemario más reciente de José María Micó (Caleidoscopio, 2013) puede verse una fotografía de un Negroni, dispuesta en forma caleidoscópica. 13. “Ha entrado en el local y lleva el frío / entre la tela de su abrigo negro. / Cargados con un grado bajo cero / vienen sus hombros, con aliento puro. / Trae su propio perímetro glacial. / Siento promesas de iceberg cercanas. / Lo miro como heraldo de la nieve / mientras bebo un Martini / helado que anticipa / su leve rastro ártico. / Hace calor en este bar del centro / y le agradezco que me haya traído / luminosas noticias de la escarcha” (Portela, 2003: 25, y El signo anunciado, 2015: 59). El epigrama no solo crea una atmósfera de alto sentido simbólico a través
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“El California Center for the Arts”: de la reseña artística al poema La presencia de elementos publicitarios en la escritura poética de Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964) ha asumido desde sus primeros poemarios diversas formas y grados, que pueden ir desde la mera designación de marcas comerciales (Bollycao, Coca-Cola, Boomerang, Nike, Converse, Adidas, Telepizza, McDonald’s, FNAC, Leroy Merlin, Smartphone...), pasando por la cita —expresa o levemente modificada— de algún eslogan televisivo inserto en spots publicitarios (“genuino sabor americano”, “Don’t imitate, innovate”, “Ya.com te ofrece megas ilimitados”), hasta llegar al ejercicio de una compleja transposición intermedial, inspirada en conocidos anuncios de televisión (Peugeot 106 Kid, yogures desnatados Danone).14 Ese demorado interés del autor salmantino por el mundo de la imagen no se circunscribe a los medios de comunicación de masas, sino que comprende asimismo la elevada esfera de las artes. De hecho, la inequívoca atracción que sobre él ejercen los discursos artísticos contemporáneos tiene un reflejo creativo evidente en las exposiciones que González Iglesias ha realizado como artista conceptual. El impulso de la creación ha ido oportunamente acompañado de un segundo reflejo analítico o intelectual, como prueban las sugestivas críticas que el latinista salmantino ha publicado en la prensa nacional (El País, ABC) sobre algunos creadores actuales de distintas tendencias (Yoko Ono, Félix González Torres...).15 de una serie de binomios (el frío exterior de la calle / el calor del bar en la zona céntrica de la urbe, el recién llegado como “heraldo de la nieve” / el yo lírico que lo observa y experimenta el vértigo de la atracción como una nave que va directa a estrellarse contra una mole de hielo), sino que llega a plantear en apenas trece versos un prodigioso microrrelato: el encuentro de dos desconocidos en un bar, con la vaga sugerencia de un cumplimiento amoroso inminente. En el centro de la escena, como un emblema blanco, delicado y glacial, el vaso de Martini helado. 14. Un análisis de todos los ejemplos citados se encuentra en Ponce Cárdenas (2016a y 2016b). 15. Dentro del ámbito de la escritura lírica también resulta posible apreciar su interés por el arte en poemas como “El vulgo es enemigo de la monocromía”, que cons-
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A lo largo de las páginas siguientes fijaremos nuestra atención en un poema publicado en el volumen Esto es mi cuerpo (1997), cuyos versos se inspiran en la reseña de una exposición de arte contemporáneo: El California Center for the Arts en Escondido (¿cómo es posible ese nombre, no saberlo?, ¿o quizá sea lo propio?) muestra una exposición que, con el sugerente título Los artistas se reflejan a sí mismos, reúne obras de 32 contemporáneos y lenguajes diversos, que van de la pintura a la escultura, la fotografía o las instalaciones. La reseña en la revista Lápiz (número de mayo) es una bella fábula que habla también de mí. Hay fórmulas extrañas, algún endecasílabo que merece poema foro más selectivo en torno al cuerpo e ideas a la vez exactas y difusas, como mi pensamiento. Perdido el absoluto, cada uno busca en su propio cuerpo cierta vía que le conduzca al Todo (la mayúscula es mía). Los que somos amor no traicionamos la inocencia. Nada más delicado que el corazón y el cuerpo. Yo levanto los ojos de la página pienso en ti, traigo (o viene) a mi memoria tu hermosura, y solo se me ocurren ideas antisociales, a mí, que estoy transido de amor, agotado de amor, harto de amor tituye un sentido homenaje a Yves Klein, o “Corriendo desde el agua de felices rugidos”, inspirado lejanamente en el cuadro Two Boys Aged 23 or 24 de David Hockney (González Iglesias, 2010: 97 y 186). Una sucinta reflexión sobre ambos poemas ofrece Gil Soriano (2015).
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por estos otros seres que acompañan mi vida,
incomprensibles. Amo a los delincuentes, que no tienen otra belleza que la de su cuerpo. Yo soy ellos. Soy todos los demás, del mismo y limpio modo que todos los demás también son yo. (González Iglesias, 2010: 120-121)
La composición de González Iglesias puede identificarse como un curioso ejercicio de transposición intermedial, ya que se sustenta en un documento-fuente fácilmente identificable. Se trata de una amplia reseña de Rosa Olivares, consagrada a una exposición de arte contemporáneo en un pequeño museo de Norteamérica: “El reflejo de Narciso” (Lápiz, número de mayo de 1996).16 Toda vez que el propósito de esta recensión artística pretende dar noticia de un acontecimiento cultural y trata de hacer llegar al gran público los valores principales de dicha propuesta estética, puede sostenerse con algún fundamento que el hipotexto de González Iglesias responde, en esencia, al sentido que marca la tercera acepción del término publicidad según la Real Academia, esto es, a la ‘divulgación de noticias o anuncios de carácter comercial para atraer a posibles compradores, espectadores, usuarios’. La técnica que sigue el poeta no es otra que la selección y combinación de pasajes extraídos de la prosa informativa de la reseña, introdu16. Otras composiciones de González Iglesias parecen responder al mismo tipo de impulso creativo: la lectura de un texto genera tal impacto en la sensibilidad del yo lírico que desencadena la redacción de los versos, concebidos en gran parte como una glosa o valoración personal de ese documento primigenio. Pienso, por ejemplo, en el delicado epigrama que lleva por título “Difícilmente”, donde la tópica de lo inefable se aplica sutilmente a la impresión de lectura de un texto filológico: “Entre los datos de la erudición / brota cierta tristeza / difícilmente compartible, ¿a quién / puedo explicarle todo / lo que implica este artículo / de André Chastel, / publicado en inglés, el mismo año / en el que terminaba la ii Guerra Mundial, / monográficamente dedicado / a la melancolía en los sonetos / de Lorenzo el Magnífico?” (González Iglesias, 2007: 45). Por supuesto, el sintético estudio al que aluden los versos no es otro que “Melancholia in the Sonnets of Lorenzo de’ Medici”, Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, viii (1945), 61-67.
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ciendo las modificaciones que considera oportunas y disponiéndolos en verso. Para ello se valdrá de una combinación libre de heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos, con claro predominio endecasilábico. Veamos, pues, en detalle el procedimiento de engaste y alteración de los intertextos. El arranque del poema se construye sobre la cita, modificada ligeramente, del segundo párrafo de la reseña: “El California Center for the Arts, en Escondido, presenta una exposición que con el sugerente título de Narcisismo: los artistas se reflejan a ellos mismos reúne la obra de 32 artistas contemporáneos que utilizan los más variados lenguajes, desde la pintura o la fotografía hasta la cerámica, la escultura o las instalaciones” (Olivares, 1996: 14) > “El California Center for the Arts / en Escondido [...] / muestra una exposición que, con el sugerente / título Los artistas se reflejan a sí mismos, reúne / obras de 32 contemporáneos / y lenguajes diversos, que van de la pintura / a la escultura, la fotografía / o las instalaciones” (vv. 1-11). Los cambios, como puede apreciarse, son muy leves: “presenta una exposición” > “muestra una exposición”, “reúne la obra de 32 artistas contemporáneos” > “reúne obras de 32 contemporáneos”, “que utilizan los más variados lenguajes” > “y lenguajes diversos”, “desde la pintura o la fotografía hasta la cerámica, la escultura o las instalaciones” > “que van de la pintura a la escultura, la fotografía o las instalaciones”. Por lo general, las modificaciones van en la línea de la concisión, tratando de acomodar la referencia informativa al molde sintético de los versos. Ahora bien, dentro de las escasas supresiones que lleva a cabo este arranque del poema, especialmente significativa se antoja la omisión del título principal de la muestra artística: Narcisismo: los artistas se reflejan a ellos mismos > Los artistas se reflejan a sí mismos. La exclusión del término “Narcisismo” —referida a la imagen propia del género del autorretrato— en el poema de González Iglesias podría verse como una toma de posición bastante nítida, ya que parece advertir a los lectores atentos que la indagación en torno al propio yo en el medio artístico (o en poesía) no debería verse como un signo patológico de autocomplacencia, sino como una simple búsqueda del conocimiento interior. Para refrendar esta hipótesis, baste recordar que el vocablo asume rasgos sumamente negativos en las dos
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acepciones recogidas por el diccionario normativo de la Real Academia, bien entendiendo dicho narcisismo como ‘excesiva complacencia en la consideración de las propias facultades u obras’ o como la ‘manía propia del narciso’, esto es, ‘el hombre que cuida demasiado de su arreglo personal, o se precia de atractivo, como enamorado de sí mismo’. Al inicio del poema, otro elemento de cierta relevancia es la interpolación, levemente juguetona e irónica, del inciso. A través de un paréntesis nos convertimos en partícipes de la sorpresa del yo lírico ante el extraño topónimo de la localidad californiana del condado de San Diego, la pequeña ciudad llamada Escondido. La incredulidad se hace manifiesta mediante el uso de la doble interrogatio retórica: “(¿cómo / es posible ese nombre, no saberlo?, / ¿o quizá sea lo propio?)” (vv. 2-4). Siguiendo el mismo procedimiento de engaste o taracea, podemos hallar la siguiente cita entre los versos 15-17: “Hay fórmulas extrañas, / algún endecasílabo que merece poema / foro más selectivo en torno al cuerpo”. El sintagma retoma con casi total fidelidad la conclusión de una frase engastada en la primera página de la reseña. El poeta, en efecto, apenas se limita al cambio de número, sustituyendo el plural por el singular: “Si bien la exposición no fue lo que se esperaba, como prácticamente ninguna lo es, sí se conseguía poner sobre un mantel más público lo que ya se venía haciendo desde foros más selectivos en torno al cuerpo y su desarrollo en las artes visuales” (Olivares, 1996: 14). Según este proceso de acomodación de citas, asume cierta importancia otro fragmento de naturaleza reflexiva en la recensión: En los últimos años vivimos una superabundancia de referencias al cuerpo. De igual forma que con el nacimiento de la abstracción, los acontecimientos sociales de las últimas décadas han llevado al artista a refugiarse en la búsqueda más intimista de su propio yo. Perdidas ya las ideas de lo absoluto, parece que cada uno busca en el cuerpo y en sus funciones otras vías de llegar al todo. Y, evidentemente, en el propio cuerpo parece que se puede hallar de todo (Olivares, 1996: 14).
El segmento final del citado parágrafo se reescribe del modo siguiente entre los versos 20-23: “Perdido el absoluto, cada uno / busca en su propio cuerpo cierta vía / que le conduzca al Todo (la mayúscula
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/ es mía)”. Al apropiarse de las palabras ajenas, el poeta introduce cambios significativos, que reorientan el discurso hacia una intuida espiritualidad que entra en diálogo paradójico con la materia corporal. De ahí la transformación del “todo” en “Todo”, recalcada por el inciso parentético que subraya esa voluntad autorial: “(la mayúscula es mía)” (vv. 22-23). El juego de alusiones, reescrituras y taraceas que identificamos en estos versos del autor salmantino quizá pueda contemplarse bajo un aura de valor metaliterario. De hecho, González Iglesias no pretende ocultar el hipotexto, sino que explicita cuál es la procedencia exacta de tales frases, al tiempo que da una valoración de ese mismo documento-fuente (vv. 11-14): “La reseña / en la revista Lápiz (número de mayo) / es una bella fábula que habla / también de mí”. La propia composición lírica se hace eco del acto de lectura y del instante en el que el locutor poético deja volar su imaginación y fantasea con el recuerdo del ser amado: “Yo levanto los ojos de la página / pienso en ti, traigo (o viene) / a mi memoria tu hermosura...” (vv. 27-29). Al cierre del poema, el impulso amoroso hacia los otros parece inducir a la frecuentación de figuras desclasadas: “Amo a los delincuentes, que no tienen / otra belleza que la de su cuerpo” (vv. 36-37). Ahora bien, en ese contexto amoroso y sensual nuevamente aflora el recuerdo de otro pasaje de la reseña artística, referido a Charles Ray y a Yasumasa Morimura: [L]a [...] presencia de Charles Ray en todas sus obras, en las que él es el modelo masculino de todas sus esculturas; incluso en la orgía colectiva que presentaba en la última Documenta, todos los hombres eran el mismo, el propio artista. De igual manera, Yasumasa Morimura riza el rizo de su travestismo artístico reencarnando las seis novias de su obra Six Brides; parece que quieren decir que ‘yo soy yo, pero también soy los otros, todos los demás son también yo’ (Olivares, 1996: 18).
Con leves modificaciones, la reflexión de la crítica de arte sirve de sustrato a los tres versos conclusivos del poema: “Yo soy ellos. Soy todos los demás, / del mismo y limpio modo / que todos los demás también son yo” (vv. 38-40).
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Una vez identificados los pasajes de la reseña que aparecen reformulados en el poema, conviene detenerse brevemente en la articulación global del texto. Creo que resulta posible distinguir una estructura tripartita: síntesis de las ideas globales de la reseña artística (vv. 1-23), reflexión general acerca del sentimiento amoroso y la atracción inequívoca que ejerce la belleza corporal (vv. 23-37), conclusión de esta suerte de meditatio amoris, que coincide sorprendentemente con la charitas cristiana (el amor nos identifica con el prójimo). La manera de proceder de Juan Antonio González Iglesias en la escritura de “El California Center for the Arts” guía nuestra memoria, indefectiblemente, hacia la famosa propuesta de Tristan Tzara Para hacer un poema dadaísta, eliminando de aquella ingeniosa receta —claro está— la combinación azarosa de los fragmentos de periódico.17 Ese mismo tipo de manipulación de textos generados por los mass media puede hallarse en otros volúmenes de los años noventa. Baste pensar en cómo reelaboraba Jorge Riechmann un artículo titulado “El bello sueño del trabajo estable”, publicado en la sección de Opinión de El País el 16 de diciembre de 1993 por el catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla Jaime García Añoveros.18 Más allá de la identificación del poema como un refinado ejemplo de transposición intermedial inspirada por una reseña artística, es necesario que profundicemos en el sentido de la composición en un marco más amplio, el de la reflexión en torno a la identidad y el cuerpo que plantea buena parte de la obra poética de González Iglesias. Como se ha apuntado en otras ocasiones, la persona o la “máscara” del yo lírico que aflora en numerosos poemas surge de la combinación estilizada del atleta y del asceta, como si se tratara de dos caras de una 17. “Coja un periódico. Coja unas tijeras. Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta darle a su poema. Recorte el artículo. Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa. Agítela suavemente. Ahora saque cada recorte uno tras otro. Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa. El poema se parecerá a usted. Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida del vulgo.” 18. Ha estudiado dicha composición, bajo la estela del compromiso y la denuncia ideológica, Bagué Quílez (2004: 26-27).
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realidad indivisible. Tal como acotaba Nadine Ly, en una importante valoración de conjunto: [L]’ascétisme et l’athlétisme impliquent également entraînement, persévérance, discipline et rigueur, mais l’ascétisme, outre le perfectionnement physique et moral, vise aussi la conquête de l’austérité linguistique et rhétorique, tandis que l’écriture athlétique privilégie une syntaxe lexicale et sémantique ardue, intellectuellement “musclée” (Ly, 2008: 187-188).
Bajo el doble perfil del asceta y el atleta, el perfeccionamiento espiritual, el rigor intelectual y la belleza física del cuerpo se dan la mano, conformando un todo indivisible y haciéndose palabra a través del verso.19 Por esa razón considero que la representación del cuerpo y la técnica misma del autorretrato que ofrecen algunos versos del escritor salmantino no deberían remitirse al contexto provocativo de obras de arte posmodernas, como las citadas Seis novias de Yasumasa Morimura o el impactante grupo escultórico Oh, Charley, Charley, Charley, de Charles Ray. Si tratáramos de hallar un correlato icónico sustentado en un planteamiento sereno y equilibrado, posiblemente la búsqueda dé más fruto en el paralelo con otros testimonios mucho más sugestivos, de raíz clásica y signo manierista. Como un posible correlato visual de la indagación en torno al propio cuerpo, quizá resulte oportuno traer ahora a la memoria la bullente actualidad de un conocido autorretrato de Pontormo, realizado en las proximidades de Florencia, en la cartuja de Val de Ema, hacia 1524 [Fig. 1]. Ese carácter singularmente vivo e intemporal del dibujo lleva a los espectadores más que a la Toscana del Quinientos al Soho neoyorquino de los años sesenta, al Londres de finales de la centuria o a otros espacios artísticos de hoy. El índice no solo señala hacia el espejo que devuelve reflejada la imagen, sino que apunta con gesto de virtuosismo a un auténtico morceau de bravoure. El punto focal de la 19. No puede olvidarse que “el autorretrato es un género claramente referencial, pues se trata de hablar del referente más cierto (y a la vez más elusivo) para el que escribe: el yo mismo” (Luján Atienza, 2011: 133). Sobre los irisados matices del género del retrato en la poesía y el arte modernos, véase Bagué Quílez (2016: 87138).
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deixis gira a partir de allí en una compleja serie de arcos que van retrocediendo hasta plasmar el contorno completo del brazo extendido, con un maravilloso escorzo.
Figura 1. Pontormo, Autorretrato, c. 1524. Cartuja de Val de Ema El reflejo artístico del creador manierista ante su propio espejo y su magistral plasmación sobre el papel pueden ponerse en paralelo con unos versos recogidos en el poemario más reciente del latinista salmantino: “Estamos en gayumbos delante del espejo / comparando sin prisa. Somos todo contrastes. / Casi cuarenta años le calculo. Su cuerpo / elástico y nervioso perfecto para el metro / setenta de estatura o menos me recuerda / animales esbeltos que viven en fratría / y cazan en fratría, como el jaguar, y solo / se juntan con las hembras para el apareamiento” (González Iglesias, 2015: 38). Como se ha indicado, la importancia del cuerpo en la obra de González Iglesias no solo remite a cierta vivencia de raíz atlética o epicúrea
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(Simón Partal, 2016), sino que alcanza verdaderamente una dimensión espiritual. En el “Epílogo a Del lado del amor” el poeta recuerda varios modelos que prueban cómo “amor y lenguaje discurren simultáneamente”, con cita expresa de un soneto eucarístico de Quevedo (“indigno de tu cuerpo soberano”), de un poema de exaltación sensual de Walt Whitman en traducción de Borges (“su brazo descansaba sobre mi pecho y aquella noche fui feliz”) o el Pange lingua del Aquinate (“canta, lengua, el misterio del cuerpo glorioso”) (González Iglesias, 2010: 338-339). Todo ello llevará al escritor hasta una conclusión fulgurante: “prefiero no distinguir el cuerpo del espíritu” (340).
Desde los ángulos de Eros: vida y cultura Los versos de Aurora Luque y de Juan Antonio González Iglesias, diferentes y afines, se escriben desde los aposentos de Eros, desde un ángulo de meditación vital que se abre a los placeres menudos, al goce de los sentidos. Por ello es posible reunir los nombres de la helenista almeriense y el latinista salmantino bajo la misma enseña de una poética solar que incita al disfrute de la vida (carpe noctem, carpe amorem), pues, sin renunciar a la potencia expresiva del lógos, ambos se muestran sabedores de que Eros es más. Quizá desde ese gozo sabio y efímero del color, la luz y el oro Aurora Luque y Juan Antonio González Iglesias anuncien, de una vez por todas, el final de aquellas falsas antinomias que han enrarecido la atmósfera de la lírica reciente, enfrentando artificialmente vitalismo y cultura, compromiso e imaginación, actualidad y tradición...
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Poesía®: marcas registradas y estrategias discursivas en la lírica reciente Luis Bagué Quílez Universidad de Murcia Susana Rodríguez Rosique Universidad de Alicante
La (r)evolución de las marcas La marca es la principal creación del sistema publicitario moderno, la vanguardia de la guerra competitiva y la llave maestra que abre las puertas del consumo a todos los hogares. De hecho, la importancia de la marca va ligada a la actualización de las estrategias comerciales: si la publicidad tradicional se conformaba con ponderar las propiedades del producto o, a lo sumo, con rellenarlo de contenidos semánticos que no figuraban en su soporte material —como la felicidad y la Coca-Cola o el detergente y la liberación de la mujer—, la nueva publicidad ya no anuncia objetos, sino que promueve “estilos de vida” y patrocina “formas de ser” (Eguizábal, 2007: 27). En este sentido es crucial la (r)evolu-
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ción de las marcas, ya que en ellas también se advierte el paso desde una rudimentaria función persuasiva, que pretende hacer más apetecible el producto, hasta una compleja función semiótica, que genera una constelación de símbolos en torno al objeto de deseo. La marca desempeña habitualmente un doble rol: “diferenciar el producto” y “proporcionarle un valor añadido” (Eguizábal, 2007: 121). Por un lado, con la intención de dar un toque de distinción a lo que es aparentemente análogo, las compañías se sirven de un conjunto de signos verbales o icónicos, entre los que se incluye todo aquello que define su identidad colectiva: el nombre propio, el logotipo, el color o determinados signos gráficos, como el cocodrilo de Lacoste, las tres rayas de Adidas o la manzana mordida de Apple.1 Por otro lado, la marca ofrece una garantía de calidad, el valor añadido que proyecta la imagen corporativa: de este modo, una Coca-Cola es más que un refresco, unos Levi’s son más que unos vaqueros y un Audi es más que un coche. Se completa así un desplazamiento metonímico que reduce el producto general a una marca (en) particular, de tal manera que el hipónimo devora al hiperónimo con avidez saturnal. No obstante, al igual que la publicidad parece emanciparse en ocasiones de la mercancía que anuncia para erigirse en un fenómeno ampliamente cultural, también la marca se separa a veces del objeto que designa para exhibirse como un sujeto autónomo, susceptible de activar información basada en el conocimiento compartido (Clark, 1996). Por último, la marca transfiere al poseedor una serie de cualidades que tienen que ver con la estimulación de los apetitos más o menos reprimidos (Gutiérrez Ordóñez, 2002: 263), o con la potenciación de ciertos valores auspiciados por el capitalismo, como la personalidad, el prestigio, la autenticidad, el éxito profesional, la novedad, el he1. Todo ello contribuye a la sublimación de la marca como señal de autoría. En cierto modo, la firma comercial en el anuncio cumple una labor análoga a la firma del creador en una obra artística (Sánchez Corral, 1997: 118-119). Por otra parte, al igual que la marca es un valor añadido para el producto, los contenidos artísticos son un valor añadido para la marca, dado que agregan el prestigio cultural al prestigio social (258-262).
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donismo o la atracción erótica, siempre rodeada de una aureola de magnetismo (Sánchez Corral, 1997: 250-286). A imagen y semejanza de la publicidad, en la actual “sociedad etiquetada” (Ferrer, 2002: 77) los diversos ámbitos de la realidad tienden a transformarse en marca. Desde las instituciones públicas hasta los partidos políticos, desde los clubes deportivos hasta las organizaciones no gubernamentales, desde las redes sociales hasta las relaciones personales, hoy todo pasa por el filtro de la seducción publicitaria y aspira a reproducir la fascinación que desprende su retórica (Eguizábal, 2007: 144). La inclinación contemporánea a sacralizar la marca es paralela a la consagración del consumo como un “rito simbólico” (Delbecque 1990: 190). Tirando del símil podríamos concluir que la publicidad es la religión del siglo xxi, para unos una promesa de salvación inmediata y para otros un derivado opiáceo que nos invita a dormirnos en los laureles del capital.
“Cuando haces pop ya no hay stop”: rimas publicitarias y leyendas poéticas A lo largo del siglo xx, la publicidad y la poesía se han dejado querer mutuamente. La utilización de rimas se remonta a los orígenes de la publicidad, pues la sugerencia mnemotécnica de los estribillos, las reiteraciones anafóricas y otros recursos intensificativos contribuían a la memorización del nombre de la marca, del eslogan o del mensaje persuasivo (Ferrer, 2002: 107-112): sirvan como botón de muestra “Sidra El Gaitero, famosa en el mundo entero” o “Del Caserío me fío”.2 En la dirección contraria, la retórica publicitaria se ha convertido en una hiperactiva musa poética desde mediados del siglo pasado, gracias a su compulsiva apropiación de segmentos culturales, a su mimetización de las formas artísticas y a su envidiable capacidad para dar
2. La página web Emotio () dedica un apartado a “Las 20 rimas más populares de la publicidad en España”.
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otra vuelta de tuerca a los tópicos literarios calcificados3 o para suscitar una rica batería de tópicos argumentativos.4 Desde luego, si pensamos en la descripción prototípica de ambas modalidades se aprecian divergencias sustanciales en cuanto a la configuración textual, la integración de los elementos culturales, la intención comunicativa o el papel atribuido al destinatario. Así se observa en la siguiente tabla, que recoge algunas ideas expuestas en Eguizábal (2007: 144-153): Publicidad Discurso cerrado Transparencia enunciativa Fagocitación de la realidad Acumulación referencial Finalidad instrumental (persuasiva) Papel pasivo del receptor
Poesía Discurso abierto Artificio verbal Asimilación de la realidad Selección referencial Finalidad estética (creativa) Papel activo del lector
Tabla 1. Diferencias entre el discurso publicitario y el discurso poético Sin embargo, ni la publicidad ni la poesía son ahora lo que fueron. En el entorno neocapitalista, la publicidad se concibe como “una especie de metagénero que permea todos los medios de comunicación de masas (prensa escrita, televisión, radio, cine, internet) y se apropia 3. Véase el anuncio “Tempus furgui”, de Volkswagen, que remite al virgiliano tempus fugit, tal como revela el apremiante eslogan de la promoción: “No hay tempus que perder” (). 4. Gutiérrez Ordoñez (2002: 276-279) distingue las siguientes clases de tópicos publicitarios: argumentos cuantitativos (sustentados en la popularidad del producto y en la democratización de los destinatarios), argumentos cualitativos (sustentados en la singularidad del producto y en la aristocracia de los destinatarios), o bien argumentos relativos al precio, a la relación calidad-precio, a la seguridad y la garantía, a las facilidades económicas, a la moda y el diseño, o a la atención personalizada que reciben los compradores.
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de códigos diversos (arte, literatura, técnica)” (Ponce Cárdenas, 2016: 227). En efecto, ese carácter transversal explota la fluidez informativa de la “pantalla global” (Lipovetsky y Serroy, 2009), y se las ingenia para disfrazar de novedad el eterno retorno de un envase discursivo para todos los públicos.5 Pese a que tradicionalmente la publicidad se ha visto con desconfianza por parte de las élites intelectuales, como un adoctrinamiento consumista o una acrítica “formación del espíritu” mercantil (López Suárez, 2007: 174-175), es evidente que su semiótica ofrece valiosas claves interpretativas para entender los tiempos modernos, y que los anuncios han devenido en artefactos complejos que reflejan una codificación simbólica de la sociedad en la que vivimos. Aunque ya el pop art puso una pica en los museos, al introducir en sus obras la presencia de marcas registradas y al calcar la idea de la fabricación en serie o del montaje en cadena, ese apropiacionismo aún exhibía un objetivo esencialmente comercial (el mundo de las subastas, el mercado del arte, el coleccionismo), lo que justificaba la censura de quienes lo consideraban una operación de marketing o lo tildaban de oportunismo estético.6 No obstante, si las conexiones entre la publicidad y la sociedad han cambiado, también han mutado los modos de relación entre la poesía y la publicidad. La incrustación de guiños publicitarios en el sesentayochismo —Vázquez Montalbán, Aníbal Núñez, Martínez Sarrión (véase Prieto de Paula, en este volumen)— obedecía a un propósito desafiante, en la medida en que estos autores eran conscientes de estar provocando un cortocircuito al mezclar registros procedentes 5. Las nuevas tecnologías y la comunicación publicitaria comparten su constante necesidad de reciclaje, su sujeción a la moda y su subordinación a imperativos comerciales: “El valor de mercado contemporáneo es un complejo que incluye [...] elementos como la fácil sustitución, la obsolescencia programada, el reciclaje inmediato y el continuo cambio de tendencia al efecto de generar necesidades continuas” (Mora, 2012: 208). 6. La teórica diferencia entre la publicidad (comercial) y la propaganda (política) desaparece si se asume que la publicidad es “una suerte de propaganda capitalista” (Ferraz Martínez, 1993: 10). En esta dirección, Jorge Riechmann (2008: 33) afirmaba con rotundidad de eslogan que “la vida es sencillamente / lo contrario del marketing”.
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de distintos estratos culturales, entre el discurso poético sancionado por la alta cultura y el discurso mediático divulgado por la cultura de masas. Así, las cuñas propagandísticas embutidas en los poemas de Vázquez Montalbán no desempeñaban una labor muy diferente a la que tenían las citas kitsch de cantantes de copla, toreros y cupletistas en “Conchita Piquer” o en las hilarantes Coplas a la muerte de mi tía Daniela. Con la normalización lírica acaudillada por la poesía de la experiencia, la publicidad se incorpora como un ingrediente más del escenario urbano y de la ciudad democrática. Sin embargo, salvo en contadas ocasiones —como en el caso de Ana Rossetti, que subvierte los clichés mercantiles desde una perspectiva femenina y feminista—, los reclamos publicitarios aún formaban parte del atrezo heterogéneo de lo moderno, donde los carteles luminosos, los rótulos de neón y las vallas comerciales se situaban en el mismo nivel que las avenidas, los taxis, los semáforos, las barras de bar o los pantalones vaqueros. En los escritores surgidos al filo del tercer milenio se advierte un giro importante. La publicidad no solo se inserta con naturalidad en el mundo referencial de la nueva poesía, junto con otros metalenguajes paraliterarios (Luján Atienza, 2011: 129-173),7 sino que puede erigirse en el centro de la reflexión o contaminar la propia concepción discursiva, hasta provocar una singular fusión de horizontes: “Y la poesía... la poesía es la capacidad de seducción de la publicidad, que escenifica el topos de la lírica romántica, la eterna promesa de cumplimiento (o consumo), el anhelo inalcanzable con versos rítmicamente medidos: Tu rostro intensamente rehidratado / de forma duradera” (Pardo, 2013: 85). Aunque la recurrencia a marcas y eslóganes implica una revisión de la estética pop,8 no nos encontramos ahora con una escritura vanguardista, lúdi7. Por ejemplo, el cómic de superhéroes —Libro de Uroboros (2002), de Álvaro Tato; La piel del vigilante (2005), de Raúl Quinto; Fuego cruzado (2015), de Xaime Martínez−; el esperanto de las nuevas tecnologías —Mester de cibervía (2000), de Vicente Luis Mora; SMS (2007), de Daniel Aldaya; Carne de píxel (2008), de Agustín Fernández Mallo—, o incluso la pintada urgente del grafiti —Skinny cap (2014), de Martha Asunción Alonso—. 8. Según Rodríguez-Gaona (2010: 96), “las implicaciones de asumir una estética vinculada a lo pop [...] rebasan la identificación generacional o la necesidad de consolidar un espacio en el mercado de bienes culturales. La estética pop resulta
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ca o fragmentaria (Dick, 2010), sino con la expansión de un universo de posibilidades que van desde lo vagamente experimental hasta lo declaradamente figurativo.9 No en vano, la retórica publicitaria puede manifestarse en la poesía como forma expresiva, como tema o como motivo compositivo, ya que entrega una peculiar combinación de frases afortunadas, eslóganes y música ligera, moldea la iconografía de la modernidad y constituye una poderosa herramienta de manipulación ideológica (Morán Rodríguez, 2015; Ponce Cárdenas, 2016). Todo ello comporta que los vínculos entre poesía y publicidad se aborden desde un prisma que reformula las antiguas relaciones ecfrásticas y que cuestiona las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular: para ello es relevante la noción de “transposición intermedial”, aplicada al “conjunto de poemas postmodernos que plantean la descripción literaria de un documento visual generado por los medios de comunicación de masas” (Ponce Cárdenas, 2016: 240). Este artículo se centra en el papel discursivo de las marcas registradas en la poesía española reciente. El acopio de citas, el collage de eslóganes o la resemantización de ciertos anuncios señalan la doble aportación de la publicidad en el debate estético contemporáneo: transmitir una manera de interpretar el mundo y proporcionar una manera de interpretar el yo. Por un lado, la marca revela una cosmovisión crítica en la que se exponen los desequilibrios de la sociedad actual; por otro lado, desvela la problemática identidad de un sujeto posmoderno sometido a una hiperestimulación sensorial. La adhesión o la repulsa hacia la marca comercial favorece una asombrosa variedad de aproximaciones en los poemas que se analizan, desde la oda irrestricta hasta la denuncia taxativa, pasando por la reflexión simbólica o el correlato sentimental. La koiné publicitaria vuelve a hacer de la poesía un arma cargada de sentidos. válida, primordialmente, como expresión de las relaciones entre la clase media y la cultura de los medios masivos”. 9. De hecho, la propia “mención de marcas registradas (y no solo de los productos a los que designan) se carga —y carga al poema— de significado” (Morán Rodríguez, 2015: 443).
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La marca del mundo o el mundo de la marca En diversas composiciones recientes, la marca registrada se desdobla en la protagonista y en el asunto del poema, que lanza su red semántica hacia “lo que significa la marca”. Esa premisa nos invita a percibir el mundo circundante a través de la etiqueta, como si esta fuese el código secreto con el que accedemos a las cosas, o la piedra de Rosetta que nos permite leer una realidad en clave.10 Desde el centro discursivo (ocupe o no el centro textual), la marca irradia su galaxia de valores al conjunto poemático: la diferencia entre tener o no tener el producto es la principal alternativa alrededor de la que se despliega una madeja de tópicos secundarios. Este planteamiento puede verse en “Mercedes Benz” (Cortes publicitarios, 2006), de Javier Moreno; “Logo” (Actos de amor, 2011), de Antonio Praena; y “Font Vella®” (Memoria del pájaro, 2016), de Jesús Montiel. “Mercedes Benz”, de Javier Moreno, ejemplifica por la vía de los hechos la polémica unión entre el objeto y su poseedor: Mercedes Benz Cuando el zapato pisa el pedal las vértebras se acomodan a la tapicería (tela Biarritz / cuero negro). Entonces columna y embrague devienen sistema complejo sujeto al motor de la mirada El mundo siempre fue eso de ahí afuera una extensión del líquido amniótico plagada de vértices y aristas que nos disponen al llanto 10. Aunque uno de los rasgos constitutivos de la posmodernidad es la suplantación de la “verdadera” realidad por su simulacro desvitalizado —lo que Baudrillard (1996) ha denominado el crimen perfecto—, el fetichismo de la marca se basa en el reclamo de la originalidad frente a la copia o la falsificación. A modo de ejemplo, la existencia de miles de polos Lacoste no anula la discriminación entre un Lacoste auténtico (percibido como verdad) y un Lacoste falso (percibido como mentira).
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Por eso amamos las formas redondeadas escudos contra agujas y afiladas palabras Ese que pasa a tu lado es gemelo en el vasto útero del universo, solo deseas que tu rincón sea más confortable pintado de color exclusivo No correr la suerte de Tiestes a 160 km/h Miras tu estrella de tres puntas la que portan los elegidos señalando el destino la tierra prometida lejos del presente lejos del pasado (quitaste el retrovisor te prohibiste la elegía) El camino es largo convienen por tanto los últimos avances de seguridad y tecnología (Garantía de por vida en chasis y pintura Consulte su número de serie a veces se producen inevitables defectos de fábrica) (Moreno, 2015: 127-128)
Este poema convoca inicialmente dos ámbitos discursivos. Por una parte, desde el punto de vista referencial, el título activa un marco semántico deductivo (“lo que implica tener un Mercedes”), vinculado con la imagen corporativa de la marca.11 Dicha imagen se concreta en una serie de consignas atribuidas a un vehículo de lujo, como el secreto del éxito o la obtención del triunfo social. Por otra parte, desde el punto de vista de las estrategias comerciales, la composición se 11. La misma técnica se repite en otras piezas del libro (“Nike”, “Christian Dior”, “Bayer”, “Aguas minerales”), dedicado íntegramente a la reflexión sobre la hipnótica fascinación que ejerce la publicidad.
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ciñe al código de la publicidad de automóviles, cuya escala axiológica contempla aspectos que no tienen cabida en otros contextos propagandísticos, como la potencia, el equipamiento o el confort (Gutiérrez Ordóñez, 2002: 278-279). De hecho, es habitual que en los anuncios de coches se insista en palabras como perfección, tecnología, seguridad, economía, exclusividad y espectacularidad, a menudo mediante fórmulas comparativas o superlativos, y siempre “en función de las características del vehículo y del potencial consumidor” (Hernández Toribio, 2006: 160). Todo ello converge en “Mercedes Benz”: el confort (“las vértebras / se acomodan a la tapicería”, “columna y embrague / devienen sistema complejo”, “tu rincón sea más confortable”), el equipamiento (“tapicería [tela / Biarritz / cuero negro]”), la exclusividad (“pintado de color exclusivo”, “la que portan los elegidos”), la potencia (“a 160 km/h”), la tecnología y la seguridad (“los últimos avances / de seguridad y tecnología”), o la economía (“[g]arantía de por vida en chasis / y pintura”). No obstante, estos dos ámbitos (el referencial y el publicitario) aparecen filtrados por un nivel metadiscursivo que convierte el texto en un producto estético. Este nuevo plano se articula a partir de un tópico que confiere entidad literaria al poema: el que equipara la vida con un camino por el que avanzar o extraviarse.12 La evolución vital relacionada con el automóvil atraviesa tres “estaciones” principales. En primer lugar, el autor explicita algo que debe quedar implícito en el mensaje publicitario: la superioridad egoísta de quien posee un Mercedes frente al prójimo, hermano o gemelo que no disfruta de ese placer (“Ese que pasa a tu lado es gemelo / en el vasto útero del universo, solo deseas / que tu rincón sea más confortable / pintado de color exclusivo”). Esta parada se ilustra mediante la alusión mitológica a Tiestes, que disputó con su hermano gemelo Atreo el trono de Micenas después de que ambos asesinaran a su hermanastro Crisipo. En segundo lugar, la 12. El tópico del camino está empedrado de metáforas, desde las que allanaban las quejas sentimentales de Garcilaso en los sonetos vi (“Por ásperos caminos he llegado”) y xvii (“Pensando que el camino iba derecho”), hasta el sabio discernimiento de la “escondida senda” de fray Luis.
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preeminencia de lo instantáneo conduce aquí a la abolición del pasado y a la asepsia emotiva: “(quitaste el retrovisor / te prohibiste la elegía)”. Por último, los versos finales nos obligan a poner en tela de juicio el sentido de toda la composición: “Consulte su número de serie a veces / se producen inevitables / defectos de fábrica”. La mención de esos defectos, incompatibles con la imagen de perfección que transmite Mercedes Benz, socava el prestigio de la marca y nos hace dudar sobre la veracidad de todo lo expuesto anteriormente, a la vez que añade un bache retórico en el camino de la vida y en el transcurso del poema. Así, lo que se mostraba como el elogio de una marca ligada al elevado estatus social, al alto poder adquisitivo y a la búsqueda narcisista de la exclusividad termina revirtiendo en una crítica de esos mismos valores a través del emblema que los representa o del vehículo que los canaliza. Un procedimiento similar se observa en “Font Vella®”, de Jesús Montiel. Siguiendo el esquema deductivo que implica poner al frente del texto el nombre de la marca, el autor se vale de la etiqueta comercial para abrir un campo semántico que enfrenta a los poseedores del producto (los que tienen agua) y a quienes carecen de él (los que no tienen agua): Font Vella® Qué fácil colocártela en la boca. A cambio de entregar una moneda ya puedes inundarte la garganta. Y sabes porque ves documentales que en un planeta azul de tanta lluvia aún hoy quedan regiones donde el hombre perece sin una sola gota. Mira bien la botella que sujetas. No es justo que resulte tan sencillo. (Montiel, 2016: 31)
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En este caso, el papel de la publicidad se reduce al objeto de discurso, en la medida en que la botella de Font Vella actúa como metonimia del agua mineral. La crítica es más abarcadora que en el poema de Javier Moreno, ya que la invectiva contra la marca se sustituye por la voluntad de agitar la conciencia de todos los lectores / consumidores. Sin embargo, el desarrollo también es más lineal: la composición de Montiel se ajusta a una disposición argumentativa (premisa, exposición de realidades opuestas y conclusión), al tiempo que introduce fórmulas recurrentes, como la utilización del imperativo y la presencia de estructuras coloquiales dirigidas a despertar la sospecha (“[q]ué fácil”, “ya puedes”, “[m]ira bien”). Por tanto, la crítica no va enfocada a la marca en concreto, sino a lo que esta designa por antonomasia: el agua embotellada, que pone precio (“a cambio de entregar una moneda”) a algo que debería ser un bien natural en vez de un lujo solo al alcance de los habitantes del primer mundo. Se trata, pues, de una denuncia de la mercantilización de las reservas ecológicas y, por extensión, del desigual reparto de la riqueza en las diferentes zonas del planeta: “No es justo que resulte tan sencillo”. Esta diatriba envasada al vacío acaba señalando con dedo acusador hacia el mismo lugar al que apuntaba el poema de Javier Moreno: la insolidaridad y el solipsismo de unas élites que creen merecer lo que a la mayoría de la sociedad le está vedado, ya sea un producto exclusivo (en “Mercedes Benz”) o un recurso de primera necesidad (en “Font Vella®”). De distinto cariz es “Logo”, de Antonio Praena, una oda posmoderna que invierte el patrón estructural y la lógica discursiva de las piezas anteriores. Frente al modelo deductivo, que despliega las propiedades de una marca a la que se alude desde el comienzo, aquí nos encontramos con un esquema inductivo, una suerte de “adivinanza poética” que nos incita a descubrir la identidad del objeto:13 13. Praena entronca aquí con un subgénero que tuvo fortuna en el entorno lírico del 27: ejemplo de ello son Fábula y signo (1931), de Pedro Salinas, y Perito en lunas (1933), de Miguel Hernández, a medio camino entre “el encanto de las adivinanzas populares” y un juego neogongorino de imágenes, elipsis y perífrasis (Diego, 2003: 98). En cambio, ahora el reto de descubrir el nombre de la marca —desvelado en el verso final— obedece a otro mecanismo: la saturación
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Logo Es algo elemental y apela a nuestro instinto sin que sepamos cómo. La imagen del poder, la marca de la fuerza brutal y delicada. Antiguo y postmoderno, teológico y pagano, quizá en algún gen loco −sin plena utilidad pero vigente− del guerrero que fuimos resida el potencial de ese tatuaje que exhiben en sus ropas high-tech los hombres y mujeres más veloces. Pero tampoco es desdeñable la teoría que encuentra en la perfecta comunión de un Dios que, siendo tres, es solo uno y, siendo un ser inmóvil, es la suma de todo movimiento, la clave de este signo que aquieta y moviliza. Mejor será vestirlo, dotarlo de materia en el gimnasio, entregarse sin más disquisiciones de marketing y ética al abuso de la contradicción de un logo simple: las tres rayas de adidas. (Praena, 2016: 38)
El poema traza una evolución cultural inspirada en la figura del deportista, que se caracteriza por la velocidad y la fuerza. Esa figura se sintetiza inicialmente en la pulsión del guerrero, que debe tensar los límites del cuerpo para asegurar su subsistencia. Más tarde, el guerrero ancestral deriva en el héroe clásico, que concibe el deporte como un don sagrado, y en el mártir cristiano, que ve en el sacrificio o en el sufrimiento un modo de comunión con Dios. Así, los dioses olímpicos (antiguos “patrocinadores” del deporte) coexisten con el Dios semiótica, similar a la sobreexposición informativa a la que nos condena la propia publicidad.
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cristiano (a cuya trinidad remitirían pictográficamente las tres rayas de Adidas). Finalmente, todas esas siluetas desembocan en el deportista actual, carne de gimnasio que aglutina los rasgos anteriores y los recubre de nuevos valores. En consecuencia, la marca emerge como un símbolo sagrado, lo que es inherentemente contradictorio: si su ascendencia religiosa se asocia con el esfuerzo competitivo, su condición de icono mercantil se sustenta en la explotación comercial. Esta dialéctica se resuelve mediante “la contradicción de un logo simple” que resulta más complejo de lo que parece, ya que reúne en su interior los sedimentos opuestos que ha ido acarreando a lo largo de su recorrido histórico: “fuerza / brutal y delicada”, “[a]ntiguo y postmoderno”, “teológico y pagano”, “que aquieta y moviliza”. La rutilante mitología del consumo no se contempla entonces como una creación adánica o como una construcción ex nihilo, sino como un reciclaje de las antiguas creencias que han conformado la imagen del mundo: esa misma imagen que ahora proyectan las grandes marcas, y de la que se han adueñado los gigantes corporativos.
Marcas de identidad La marca no siempre es el sujeto absoluto de la composición, sino que puede alzarse en una eficaz intermediaria entre el yo y su entorno: portadora de estímulos subjetivos, motor de energía catártica o coadyuvante en la tarea de dar testimonio de la identidad. Desde esta perspectiva se cumple la voluntad de “humanizar la marca” (Castán, 2015: 244-247), aunque el marketing haya utilizado habitualmente el libre albedrío como un locus retórico para encubrir la esclavitud a la que nos encadena el capitalismo. Si la marca actúa como caja de resonancia de las zozobras interiores de la primera persona, el poema propone una interpretación de “lo que me pasa” a través del lenguaje de la publicidad.14 A este respecto es posible distinguir tres estrategias. 14. Más allá de las metáforas de imagen explotadas en el discurso estético, desde Lakoff y Johnson ([1980] 2001) se asume el alcance de la metáfora como herramienta cognitiva y conceptual, que nos permite entender nociones abstractas a
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En primer lugar, la marca instaura un espacio dialógico —tácito o explícito— entre un tú y un yo, pues diseña un horizonte común para los participantes en la interacción: es lo que ocurre en “Dixán” (Las afueras, 1997), de Pablo García Casado, y en “Bollycao Boy” (La hermosura del héroe, 1994), de Juan Antonio González Iglesias. En segundo lugar, la marca se comporta como un correlato objetivo que refleja las incertidumbres del sujeto individual, según la convicción implícita de que “yo me siento como la marca”: así puede verse en “Tarde de lluvia”, de Almudena Guzmán, y “Sopinstant”, de Martha Asunción Alonso (ambos recogidos en el monográfico El signo anunciado de la revista Litoral, 2015), o en “Audi 100” (Resurrección, 2005), de Manuel Vilas. Por último, la marca despersonaliza al sujeto, al punto de que, tras una operación de vaciado subjetivo, el yo solo es definible como marca: prueba de ello es “Cuanto sé de mí” (Cháchara, 2010), de Juan Bonilla, que disuelve la intimidad en la efervescencia del consumo. Tradicionalmente se ha considerado que la publicidad reproduce las condiciones propias de un diálogo. No en vano, la interacción comercial se articula como “una ‘conversación simbólica’ que parece poner en juego un cierto contrato comunicativo entre el autor [anunciante] y el oyente [cliente] del texto” (Lomas, 1996: 54; Hernández Toribio, 2006: 74). Asumiendo ese pacto realista o esa ilusión dialógica, los poemas van un paso más allá. Las composiciones en las que se dan cita las siluetas pronominales de un tú y un yo, con la mediación de la marca publicitaria, constituyen una especie de metadiálogo referencial donde el anunciante se disfraza de poeta, el cliente se transforma en confidente, y lo persuasivo y lo emotivo se entremezclan hasta intercambiar sus papeles. Este planteamiento se aprecia en “Dixán”, de Pablo García Casado. La marca de detergente y su eslogan televisivo —“Dixán borra las manchas de una vez por todas”— activan en esta pieza dos marcos semánticos que se solapan, a partir de la contigüidad entre el cuerpo partir de otras más concretas. En este sentido, la realidad posmoderna pone las marcas al servicio de esta labor, en la medida en que es más “fácil” explicar lo que me pasa recurriendo al estereotipo generado por el producto mercantil.
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y las prendas, la aspereza del tacto y las cualidades del suavizante, el sexo y el centrifugado: Dixán por qué se secará tan lenta la ropa por qué persisten las manchas de grasa de fruta y de tus labios si dixán borra las manchas de una vez por todas por qué la aspereza de las prendas la sequedad de su tacto si pienso en tus manos en tu modo de mirarme de decirme que por culpa del amor habrá que lavar las sábanas de nuevo preguntas tristes como todos los anuncios de detergente y es que no encuentro mejor suavizante que tus manos es estos bares supermercados desnudos de la noche (García Casado, 1997: 61)
La sucesión de interrogaciones retóricas —las “preguntas tristes” que encabezan cada estrofa— aporta al poema la textura de un diálogo en diferido que oscila entre la evocación de una pasión extinta y un presente presidido por el tedio. La rutina amorosa conecta los dos marcos semánticos del texto: tanto la propaganda de detergente como las relaciones sentimentales se caracterizan por la traición de las expectativas y por la deshumanización.15 Ni Dixán borra las manchas definitivamente, como promete el spot televisivo, ni la pulsión erótica es más que un residuo mercantil dentro de una sentimentalidad devaluada. De acuerdo con esta premisa, la cosificación de los seres humanos es solidaria con la alienación que genera la publicidad en sus destinatarios: al cabo, las preguntas se confunden con anuncios, los bares se metamorfosean en supermercados y el sexo es la excusa para “lavar las sábanas de nuevo”. La intemperie afectiva de “Dixán”, que recuerda a la tensa soledad de algunos cuadros de Edward Hopper, dinamita los clichés románticos a través del producto etiquetado. La tenue transacción dialógica de “Dixán” se atenúa aún más en “Bollycao Boy”, de Juan Antonio González Iglesias, en la medida en 15. No es baladí que el apartado de Las afueras en el que se incluye este texto se titule “Publicidad engañosa”.
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que el tú ni siquiera repara en la presencia del yo. Este último se sitúa fuera de campo, como un espectador externo o un voyeur que contempla una secuencia cotidiana: Bollycao Boy Del polideportivo a la salida orgulloso de quince cicatrices bandolero grumete de pirata cachorro del amor espiritual busca entre su desorden la merienda El caos de tu mochila, ¿quién lo nombra? Canicas camisetas cromos cartas gruesos rotuladores fluorescentes cordones la revista dos cartuchos de combativos juegos informáticos En cuidadoso estuche cual secreto los preciosos cristales que cubren tu miopía maravillosa el slip fabuloso de repuesto tal vez ya tu primer preservativo publicitario. Al fin el bollycao puesto por mamá joven y atractiva el bonobús las llaves la toalla el libro de latín de segundo de bup... Feliz el que te dé clases particulares y en la brutalidad de tus labios escuche la frágil hermosura de la rosa rosae. (González Iglesias, 2010: 35)
A diferencia de las composiciones anteriores, la marca no ocupa aquí, aparentemente, un lugar privilegiado. Podría aducirse que el bollycao no desempeña una función distinta a la del resto de objetos que el personaje quinceañero lleva en la mochila y que el poeta enumera con cierta delectación fetichista. Sin embargo, tras un análisis más detenido, el bollycao se eleva en emblema de la identidad privada y de la genealogía colectiva del muchacho. Por un lado, representa la juventud, la inocencia o el tránsito entre el final de la adolescencia y el ingreso en la edad adulta; por otro, encarna la imagen de clase media que potencian los demás elementos mencionados: el bonobús,
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el preservativo o el libro de latín que prefigura “la frágil hermosura” de la primera declinación (rosa rosae).16 Lejos de la invectiva contra la comida basura que podría convocar la marca de bollería industrial, el bollycao se interioriza como el icono de una educación sentimental o como el símbolo de una oda admirativa a la fusión de deporte, juventud y belleza (Simón Partal, 2016: 145). No obstante, si las marcas definen el carácter del tú, también condicionan la actitud del yo, pues lo sitúan “en un presente estricto” y le ayudan a construir, con ingredientes actuales y cotidianos, una réplica lírica de los antiguos himnos épicos (Luque, 2008: 230). Bajo un envoltorio dialógico, “Dixán” y “Bollycao Boy” demuestran que las marcas publicitarias intervienen activamente en las relaciones interpersonales, gestionan los pactos sociales y retratan las costumbres afectivas de nuestra época. Todo ello explica hasta qué punto la retórica comercial invade la esfera privada e interfiere en el erotismo, la amistad o la gozosa exaltación de la belleza. Según se ha dicho, la marca puede actuar como correlato objetivo en aquellos poemas que establecen una analogía entre el estado anímico del sujeto y las cualidades o la atmósfera de determinados anuncios. Dos ilustraciones de esta premisa son “Tarde de lluvia”, de Almudena Guzmán, y “Sopinstant”, de Martha Asunción Alonso, que se basan en productos instantáneos y solubles para diseñar una estampa de tedio existencial, postular las virtudes de la dorada medianía o propugnar una respuesta vitalista ante la adversidad. En la breve composición que comienza con el verso “Tarde de lluvia”, Guzmán instaura un marco semántico muy frecuente en la publicidad: el que identifica el hogar con un refugio interior, una reserva protegida o una “república independiente”.17 Los cinco versos de “Tarde de lluvia” pronuncian un mensaje de moderación ascética 16. La alusión a la rosa introduce el aviso sobre la caducidad o la corrupción de la belleza (Llamas Martínez, 2015: 320). 17. Este célebre eslogan de Ikea pauta el desarrollo de “En otras familias” (Odio, 2011), de David Refoyo, cuyos versos finales troquelan la biografía personal y la historia familiar sobre la falsilla publicitaria: “Ahora, sobre la puerta de mi / casa hay un epitafio tallado a navaja // Bienvenidos a la república independiente / de mi casa” (2015: 219).
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y felicidad estoica, en contraste con la pulsión hedonista que subyace en el discurso persuasivo: [Tarde de lluvia] Tarde de lluvia con mis gatos y mis libros. Parece un anuncio de Nescafé. Pero es verdad que, a pesar de todo, no necesito más.18 (Guzmán, 2015: 204)
La elección de la marca está puesta aquí al servicio de la desmitificación de los tópicos ligados a la figura femenina en la publicidad. Frente a la incitación sensual o a la erotización de la mercancía que se observa en otros sectores comerciales, como la cosmética, los perfumes o las bebidas alcohólicas (Sánchez Corral, 1997: 268-275; Ferradáns, 2001), Almudena Guzmán invierte el estereotipo de la sofisticada femme fatale al seleccionar un producto que se aleja del horizonte de la seducción y que invoca algo tan poco sexy como la placidez doméstica en una tarde de lluvia y el escenario de una aurea mediocritas en compañía de gatos y libros. La noción posmoderna del tiempo, que trasluce la aceleración histórica de nuestros días, explica la enorme aceptación que tiene en la sociedad de hoy todo lo efervescente e instantáneo: “Lo ‘instantáneo’ es sin duda uno de los fetiches de la postmodernidad que se ve reflejado en los objetos de consumo. De la velocidad hemos pasado a la instantaneidad: el café instantáneo, el té instantáneo, las sopas 18. Hay una versión previa de este poema en Zonas comunes (2011), con el título de “George Sand”, que presenta algunos cambios en la puntuación y en la distribución versal, además de una alteración en el contenido de los dos últimos versos: “Tarde de lluvia / con mis gatos y mis libros. // Parece un anuncio de Nescafé. // Pero es verdad. // Por primera vez en mi vida / no necesito a ningún amante” (Guzmán, 2012: 372). La supresión del nombre de la escritora francesa y del término amante implica una reubicación desde el ámbito del erotismo hasta un territorio puramente introspectivo.
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instantáneas” (Eguizábal, 2007: 278). Sin embargo, “Sopinstant”, de Martha Asunción Alonso, no es un elogio de la temporalidad líquida ni una actualización icónica de la sopa Campbell popularizada por Andy Warhol, sino un ejercicio de desdoblamiento subjetivo inspirado en la sopa de sobre: Sopinstant ¿Tú crees que nuestro amor es igual que una sopa? Caracoles de humo que ascienden hacia el techo como globos, mientras Mamá te espera en la cocina y se hace tarde, se queda el mundo frío, se hace duro. El hambre era un palacio en una isla. Cuando todas las cosas eran parte de ti, archipiélagos tibios por tu cuerpo-madera, mástil verde y pirata, naufragio circular: siempre hacia el mismo centro, misma boca hecha vaso. ¿Tú crees que el corazón se me ha quedado frío? ¿Que volveré a morder como tras una guerra, como si la ternura pudiera derramarse, volcarse en un momento y dejarnos famélicos, Tántalos condenados a una lengua sin sal, a caricias insulsas, deseo-maquinaria: falso amor? Yo quisiera mirar cómo te quemas, cómo Mamá sacude la cabeza y te manda otra vez soplar la sopa. Yo te quisiera ver vivir de un sorbo. Verte otra vez soñar, tomar la vida ardiendo. (Alonso, 2015: 44)
Desde la pregunta inicial, el monodiálogo de la autora —escindida pronominalmente en un yo desesperanzado y un tú desafiante— activa un continuo metafórico que equipara las características de la sopa con las propiedades del amor. Esta correspondencia semántica se bifurca en los valores negativos que se suelen aplicar a la sopa de sobre (lo frío, lo duro, lo soso) y los aspectos positivos que se desprenden de la sopa casera (lo caliente, lo apetecible, lo salado). Mientras que la
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sopa fría se asocia con el anhelo eternamente insatisfecho de Tántalo, las “caricias insulsas” y el “falso amor”, la sopa caliente se compara con la ternura de la figura materna, el vitalismo y el verdadero amor. Frente al gélido “deseo-maquinaria” que automatiza el consumo, Martha Asunción Alonso aboga por un discurso cálido donde no hay más sopa que la que arde. En efecto, tomarse la sopa hirviendo equivale a remontar los fracasos, apurar la vida y aprovechar el momento. Por eso los versos finales iluminan un viejo tópico literario con los nuevos focos de la publicidad. Si “Tarde de lluvia” defendía una apacible aurea mediocritas a partir de un anuncio de Nescafé, “Sopinstant” puede verse como una atrevida resemantización del carpe diem que nos anima a disfrutar del instante, aunque se trate de un minuto patrocinado: “Yo te quisiera ver / vivir de un sorbo. Verte otra vez soñar, / tomar la vida ardiendo”. Lejos de este tono intimista se sitúa otro texto que hace de la marca un poderoso emblema subjetivo: “Audi 100”, de Manuel Vilas. La empatía entre el yo y el objeto se basa de nuevo en la publicidad orientada a la venta de automóviles, que asume que el coche es “un elemento de identificación personal mayor que ningún otro”, al punto de que el mensaje subyacente se resumiría en que “eres lo que conduces” (Eguizábal, 2007: 191).19 En este poema se logra en apariencia una de las aspiraciones supremas de cualquier campaña publicitaria: la simbiosis entre el consumidor y el producto anunciado. La composición escenifica el romance entre un Audi y un sujeto alienado, a 19. Dos eslóganes automovilísticos que han tenido fortuna en la poesía reciente son “¿Te gusta conducir?” (BMW) y “No te imaginas lo que Citroën puede hacer por ti” (Citroën). El éxito del primero radica en la interpelación al destinatario mediante una “pregunta en forma de respuesta o desafío” (Gutiérrez Ordóñez, 2002: 288); por eso, no es raro que varios poemarios actuales hayan camuflado esa interrogación entre sus versos: Flores en la cuneta (2009), de Alejandro Céspedes; Odio (2011), de David Refoyo; y El sol sobre la nieve (2016), de Ángel Talián. Por su parte, el anuncio de Citroën protagoniza “Noticia del día” (La semana fantástica, 1999), de Fernando Beltrán, que dota de estatuto informativo a lo que no es más que un publirreportaje: “No te imaginas lo que Citroën / puede hacer por ti. // No te lo imaginas. // Protección contra la corrosión. // Cataforesis de gran espesor / para resistir las condiciones / más duras. // [...] Belleza, seguridad, progreso. // No te imaginas lo que Citroën / puede hacer por ti” (1999: 39-40).
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la vez álter ego y personaje ficcional, que alude a sí mismo en tercera persona y que no se cansa de leer su nombre en la documentación de la guantera: Audi 100 Manuel Vilas se compró un Audi de tercera mano, un Audi 100, y lo ponía a doscientos por la autopista de Barcelona, y luego tenía que pagar el peaje y eso que no iba a ningún sitio. Se quedaba mirando el Audi en las tardes de domingo, en mitad de un descampado, en mitad del desierto. El gran desierto que cerca la ciudad de Zaragoza, estéril y ácido como una bocanada de uranio enriquecido. Miraba las ruedas y las golpeaba con sus botas en punta, y pensaba que estaban durísimas, llenas de aire embrutecido, y es que acababa de estar en una gasolinera que se llamaba “El Cid”, y las había hinchado, ese silbido poderoso de las válvulas, y miraba el dibujo de las ruedas, laberíntico y abstracto como las rayas de la mano, y se miró la mano, rugosa piel enaltecida en mitad de la nada, y se había cambiado el viejo radiocasete del Audi por un compacdisc Pioneer, con seis altavoces, 800 euros en el Carrefour, y puso a Lou Reed en el compac, y bien, muy bien, Street Hassle puso, y bien, bien, muy bien, dijo de nuevo, eso era todo, el Audi 100, la vida ennegrecida, la cercanía de un pueblo llamado Bujaraloz, la autopista de Barcelona, los infinitos camiones, un toro de Osborne cerca de Pina, el domingo, agrio y crucificado, y Lou Reed sonando en ninguna parte, en el desierto celestial, los 800 euros convertidos en el grito más hermoso de la tierra, y ningún ángel descendiendo, y Manuel Vilas −siervo de la nada, fumando, estéril, razonando, gimiendo− silbaba bajo el sol inclemente, difuso, el sol borracho, y le daba patadas a las ruedas y las ruedas le devolvían el impulso, y eso era gracioso, y pensó en la guantera, y abrió la guantera y miró la documentación, y leyó su nombre, y abrió el maletero, y le pareció que allí había un montón de sitio para guardar cosas, y eso de repente le hizo completamente feliz. (Vilas, 2016: 247-248)
La correlación entre la dureza de los neumáticos y la rigidez de las botas o la similitud entre “el dibujo de las ruedas” y “las rayas de
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la mano” avalan la aleación entre el propietario / cíborg y el producto / marca. Como hacía Javier Moreno en “Mercedes Benz”, Vilas comprueba la velocidad (“y lo ponía a doscientos por la autopista”), el equipamiento (“y abrió el maletero, y le pareció que allí había / un montón de sitio para guardar cosas”) y la potencia (“ese silbido poderoso de las válvulas”) del Audi. Con todo, ahora no asistimos a un aquelarre semiótico que desvirtúa el sentido de la marca, sino a una epopeya individual que se sirve del coche como herramienta de reafirmación psíquica. La fusión entre un Manuel Vilas mecanizado y su flamante adquisición encuentra un punto de apoyo en el cedé de Lou Reed que escucha el protagonista mientras circula por un paisaje árido y espectral. De este modo, la identidad del sujeto se configura como una amalgama epocal donde coexisten las canciones rock de los setenta, los coches deportivos de los ochenta20 y los símbolos de una España que oscila entre el atavismo hostil —“una gasolinera que se llamaba ‘El Cid’”, “un toro de Osborne cerca de Pina”, “el domingo, agrio y crucificado”, “la vida ennegrecida”, “los infinitos camiones”, “el sol inclemente”— y los espejismos de una modernidad sin demasiado lustre —“la autopista de Barcelona”, “estéril y ácido como una bocanada de uranio enriquecido”, “800 euros en el Carrefour”—. El Audi 100 de tercera mano, que funciona como catalizador de esas contradicciones, se erige también en el signo de la edad del protagonista: alguien que afronta la crisis de los cuarenta sin miedo ni esperanza.21 Desde este enfoque, es inevitable advertir cierta distancia que trunca la total adhesión hacia la marca y que contamina el entusiasmo consumista que asomaba a la superficie del texto. A toda velocidad, el tempus fugit acecha a la vuelta de la esquina. En definitiva, “Tarde de lluvia”, “Sopinstant” y “Audi 100” suscriben la dependencia recíproca entre la imagen subjetiva y la imagen de la marca, al tiempo que utilizan los emblemas comerciales para certificar la vigencia de algunos tópicos literarios de largo recorrido 20. Según Wikipedia, el Audi 100 se fabricó en el periodo comprendido entre 1968 y 1995. 21. Publicado en 2005, Resurrección incluye poemas escritos entre 2000 y 2004, es decir, cuando el autor (nacido en 1962) contaba entre 38 y 42 años.
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y amplio alcance: la aurea mediocritas (Almudena Guzmán), el carpe diem (Martha Asunción Alonso) y el tempus fugit (Manuel Vilas). El último eslabón en este proceso de vampirización publicitaria consiste en la despersonalización del yo, diluido en el cóctel semiótico del anuncio o difuminado por la avasalladora presencia de las marcas. En efecto, el individuo contemporáneo se ve aturdido por la disparidad de estímulos sensoriales, “desbordado por el ilimitado campo de posibilidades que se sitúa ante él, alienado por la excesiva oferta de objetos, de información, de formas de ocio, de cultura, de consejo, de ayuda por parte de las instituciones, de los medios de comunicación y muy especialmente de la propia publicidad” (Eguizábal, 2007: 281).22 Esta “hiperrealidad saturada” (Andújar Almansa, 2015: 24) cristaliza en “Cuanto sé de mí”, de Juan Bonilla.23 El autor se rinde aquí a la evidencia de que, en la actual sociedad conectada, la marca ha devorado cualquier resquicio de singularidad. El antiguo ciudadano de la polis se ha reciclado en un internauta a merced de la tempestad digital, en un depositario de códigos, contraseñas y claves bancarias cuyo trasfondo intelectual se reduce a la facultad de memorizar un complejo algoritmo de cifras y letras. Ese “yo hecho marca” es el que protagoniza el texto de Juan Bonilla, que toma prestado el título de un poemario de José Hierro para torcerle el cuello a esa divisa confesional:
22. En este sentido debe entenderse el arrastre de sedimentos publicitarios en escritores como Agustín Fernández Mallo, Sergio C. Fanjul o Elena Medel. Sin embargo, para ellos la publicidad no es un código discursivo individualizado, sino un almacén de nombres, eslóganes y lemas que se incorporan a los versos como un síntoma más del ruido mediático (en Fernández Mallo y Sergio C. Fanjul), o como una pieza de recambio en el puzle de la educación sentimental (en Medel). 23. Esa infoxicación se refleja en el subgénero del poema periodístico, donde el autor se protege tras un parapeto audiovisual para entregar una sucesión de titulares curiosos —“Leyendo el periódico en voz alta” (Adulto extranjero, 2010), de Martín López-Vega—, reivindicar la supervivencia heroica de la subjetividad en medio de un infinito zapeo televisivo —“Solo en casa” (Vida secreta, 2015), de Javier Rodríguez Marcos—, o comentar al margen, y con interferencias ocasionales, las noticias del momento —“Hoy por hoy con Iñaki Gabilondo” (Rincones sucios, 2004), de Carmen Jodra Davó—.
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Cuanto sé de mí Mi dni: 31650987C. El pin de mi teléfono es 9276. El de mi visa —número 4940005043313975— es 7692. El de mi mastercard —número 0030443298919438— es 9276. El password de mi email [email protected] es cruyff1974. La clave de mi cuenta en ebay, usuario varanasi2003, es toureiffel1918. Para entrar en mi cuenta del bbva, marque en bbva.es el número de mi visa y escriba cruyff1974 cuando le pidan la clave. La de mi cuenta en iberlibro es kyntaniya23. Lo mismo para paypal. Lo mismo para uniliber. Número clave del portero automático de mi casa en Menéndez Pelayo 29, Sevilla, 6691. Número clave de mi cuenta e-barclays es 50987, usuario número de mi tarjeta mastercard. En renfe, iberia, vueling, british airlines soy bonilla66, y mi clave de acceso: cuidadoconelperro. Creo que nunca antes un poeta había puesto tanta intimidad al alcance de sus lectores. (Bonilla, 2014: 14)
Más allá de la anafórica y agotadora enumeración de claves de usuario, pines y direcciones postales y virtuales por las que se pasea ese “hombre sin atributos”, el sentido y el humor de la composición se condensan en los tres versos del desenlace. Mediante este giro epigramático, el escritor se burla de su declaración autobiográfica, pues todo ese cúmulo informativo no puede calificarse en realidad de intimidad: aunque Bonilla nos dice todo sobre él (su identidad como consumidor), no nos dice absolutamente nada de él (su identidad como ser humano); esto es, no lo conocemos más ni mejor a través del cómputo exhaustivo de sus tarjetas y cuentas bancarias.24 24. En una entrevista recogida en el Diario Córdoba, Bonilla explicaba así la génesis de este poema: “La sustancia de la literatura es hablar acerca de lo que somos y hoy la intimidad de cada uno está como atrincherada en esa maraña de números secretos que nos tenemos que saber. Haciendo ironía con eso me pareció una
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La recurrencia de la marca suple con su mera iconicidad la exigencia comunicativa del poema, pone de relieve la devaluación de la privacidad y diseña a un personaje proclive a dejarse cegar por los trampantojos cibernéticos y a caer en la red de las redes sociales.25 “Cuanto sé de mí” reproduce el tránsito del sujeto publicitario al hombre anuncio, que se licua en una algarabía alfanumérica de contraseñas y códigos binarios. El creador que ejerce de homo sampler (Fernández Porta, 2008) en medio de las consignas satinadas del consumo corre el riesgo de transformarse en marca, lo que al fin y al cabo quizá no sea tan distinto a transformarse en poema, como deseaba Gil de Biedma.
Conclusión: marcarse o desmarcarse Los textos que hemos analizado demuestran que el discurso publicitario y las marcas registradas establecen nuevos lazos de complicidad en la poesía española reciente. Cuando la marca se convierte en el asunto lírico o en el tema principal de las composiciones, los autores proponen una interpretación de la realidad a la luz de la etiqueta comercial, cuestionan con intención crítica sus valores inherentes o se preguntan sobre su codificación simbólica. Por su parte, cuando se proyectan en el sujeto lírico, los productos, eslóganes y spots convocan sugerentes marcos semánticos, regeneran la savia de los tópicos literarios y despliegan una amplia gama de recursos destinados a plasmar una idenbuena manera de presentarme y decir no tengo nada que ocultar, estas son mis claves, este soy yo” (Cobos, 2011). 25. La renuncia a ingresar en la cofradía digital se ejemplifica en “Benditos los ignotos” (Confiado, 2015), de Juan Antonio González Iglesias, que profundiza en la brecha entre la exposición pública a la que nos somete la tiranía de las redes sociales y la trabajosa preservación de la intimidad, una palabra que aquí recobra todo el sentido del que la había despojado deliberadamente Juan Bonilla: “Benditos los ignotos, / los que no tienen página / en internet, perfil / que los retrate en facebook, / ni artículo que hable / de ellos en wikipedia. / Los que no tienen blog. / Ni siquiera correo / electrónico [...]. / Benditos los ignotos, / los que tienen / todavía / intimidad” (González Iglesias, 2015: 26-27).
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tidad conflictiva. La marca gestiona la interacción en el diálogo con un tú, se erige en correlato objetivo de la primera persona y usurpa la personalidad del individuo al homologarlo con la silueta neutra y uniforme del consumidor. Sirena cantarina, musa esquiva, oradora en el foro retórico o pregonera en el ruidoso mercado de futuros, la publicidad nos recuerda que el dilema ya no reside en ser o no ser, sino en marcarse o desmarcarse. Esa es ahora la cuestión.
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La construcción del espacio publicitario: tres calas en la poesía española contemporánea Ioana Gruia Universidad de Granada
Introducción La publicidad, ámbito por excelencia de la cultura de masas contemporánea, ha venido ocupando desde las vanguardias un lugar cada vez más importante en los discursos literarios y artísticos, que ha impregnado con sus recursos técnicos y su imaginario emocional. A partir de los años sesenta del pasado siglo, fuertemente marcados por la estética pop, “tanto las artes plásticas como la poesía se han abierto a los elementos que caracterizan la vida cotidiana en la gran urbe, dando así origen a un peculiar despliegue iconográfico, a un repertorio de temas y códigos que definen y, de alguna manera, retratan la masificada sociedad de hoy” (Ponce Cárdenas, 2016: 221). Inseparable por
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tanto de la gran ciudad y su vertiginoso pulso, la publicidad se infiltra actualmente en la poesía mediante una variedad de procedimientos entre los que destaca la intersección del espacio poético y el espacio publicitario. El presente trabajo se propone examinar dicha interacción en la poesía española contemporánea a través de los casos de Aurora Luque, Juan Bonilla y Luis Bagué Quílez. Los textos de los tres autores ejemplifican la fascinación, apuntada por Ferradáns (2001: 96), que produce la publicidad en los poetas españoles de las últimas décadas. Los espacios que se analizarán son los autobuses (Luque), las galerías comerciales (Bonilla) y la cafetería de una multinacional (Bagué Quílez), auténticas señas de identidad del paisaje urbano e interurbano actual y de lo que podríamos llamar, con Spitzer, “l’esprit de notre temps”. En un trabajo de 1949, el gran maestro de la estilística destacaba la importancia de la publicidad como “texto” que interpretar y como signo característico de los tiempos, declarándose “convaincu que cette forme d’art, si elle n’est pas comparable en noblesse aux textes que le chercheur analyse en général, n’en offre pas moins un ‘texte’ où nous pouvons lire, aussi bien dans ses mots que dans ses procédés littéraires et picturaux, l’esprit de notre temps” (Spitzer, 1978: 153). Añadía Spitzer: “C’est évidemment se condamner à ne rien comprendre à notre temps que le considérer avec ressentiment ou condescendence” (153). Además, al actuar como influjo incorporado por la poesía, la publicidad constituye asimismo un elemento transformador del discurso poético y da lugar a una cierta renovación y remodelación del género, que Escribano Hernández (2011: 15) denominó “remasterización”: “los últimos lustros han presenciado un cierto proceso de remasterización de lo literario por parte del elemento publicitario que, al tomarlo ya como modelo, ya como inspiración, lo ha transformado en muchos de sus aspectos”. En cualquier caso, la poesía y la publicidad comparten, señala Justo Navarro (2015: 210), la materia común “de los sentimientos y las emociones, y exigen a su público cierta disposición a la fantasía: invitan a quien oye, lee o mira a salir de sí mismo y asumir un papel, a imaginar que es otra persona”, a proyectar en el poema o en el anuncio sus múltiples dobles.
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El autobús “Alsinas”, de Aurora Luque, pertenece a Personal & político (2015: 2930), el último libro publicado por la autora hasta la fecha. El nombre publicitario aparece desde el primer verso, junto con la declaración inequívoca de que las alsinas forman parte de la memoria sentimental del yo poético: “Amo estos autobuses, las alsinas. Alsinas Graells Sur”. La mención de la marca desencadena de inmediato la imagen de los autobuses rojiblancos que surcan la geografía andaluza. Los autobuses y el paisaje constituyen a la vez espacios físicos y afectivos, y como tales se configuran también en la complicidad de los lectores. Incluso el tono del verso une estrategias poéticas y publicitarias: el uso del verbo amar conduce a la construcción de un apego sentimental rotundo, afirmado desde el inicio del texto, en un paralelismo con el golpe de efecto perseguido por los anuncios, en los que debe aparecer el amor hacia determinados productos o marcas. Los siguientes versos subrayan el “exotismo” del amor hacia las alsinas, contrapuestas a los trenes y los coches: Mis amigos poetas, que adoran mucho el tren aunque viajan en coche casi siempre, consideran exótica mi opción.
Hay aquí tanto una benigna ironía como tal vez una velada referencia a la escasez de trenes y la carencia de la red ferroviaria en algunos lugares de la geografía española: los que adoran el tren no pueden tomarlo muchas veces al desplazarse por Andalucía, por ejemplo, y deben optar por el coche. Pero, ¿en qué consiste exactamente el “exotismo” de las alsinas? Se trata de autobuses ligeramente incómodos, que sugieren un viaje lento y desprovisto de matices confortables. El yo poético aclara que su amorosa predilección no se debe a la evocación de la infancia (“No las estimo porque / ya circularan en mi infancia”), sino a una peculiar relación con el tiempo: “Amo el tiempo que en ellas / me espera por perder”. Dicha relación no es solo un provechoso aprendizaje de la lentitud (algo que proporcionan igualmente los trenes, excepto los de alta velocidad), sino también la construcción de una singular me-
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moria sentimental, que descubre un mundo humilde (la “humildad” aparece de hecho evocada en los siguientes versos); un espacio donde convergen, lejos de los mullidos y versátiles detalles de los transportes caros, elementos modestos, incluso pobres: Me gusta la pobreza de su palco elevado, las cortinillas rígidas de sol, la perspectiva dada por las curvas enésimas. Me gusta mi abandono.
Empezamos a ver un desajuste entre el discurso poético y el publicitario: el objeto, la marca, se ama precisamente por su “pobreza”, por los detalles incómodos que lo integran o que se le asocian, como “las cortinillas rígidas de sol” o “las curvas enésimas”. La repetición del apego sentimental (“Me gusta la pobreza”, “Me gusta mi abandono”) configura una opción estética, afectiva, incluso moral. El autobús es un mundo, un muestrario humano perteneciente tanto a la pulcritud como al desaliño; en todo caso, a un ámbito más bien modesto desde un punto de vista económico: Incluso amo su olor. Huelen como debió de oler, supongo, la humildad obligada de los exploradores, huelen como el fular del penúltimo hippy de este mundo, huelen a japonesas estudiantes, a pulcros pensionistas muy enjutos.
Los “tipos” humanos que desfilan en estos versos están alejados del estereotipo publicitario, donde el desaliño, si aparece, es muy cuidado, y donde los pensionistas sonríen y rebosan vitalidad. El interior de las alsinas no es el mundo chispeante de los anuncios, sino un ambiente en segundo plano, discreto hasta la “humildad” no en vano convocada. Los viajantes se hermanan con los exploradores (y no con los turistas, que buscan otro tipo de experiencias) y muestran la coexistencia, en un espacio reducido, de distintas etnias. El autobús se convierte así en un microcosmos de la diversidad social contemporánea:
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Recuerdo que unos chicos de Marruecos se descalzaron —venían muy cansados– en una contorsión de baobabs y una joven de piel de chocolate, con medias de panal, merendó un huevo duro a lo Robert de Niro, diablesca [...]
La alusión a la película El corazón del ángel (1987), de Alan Parker, y la mención de un célebre icono del cine como Robert de Niro completan la imbricación entre discurso literario y discurso publicitario con la incorporación del elemento cinematográfico. Sin embargo, lejos del glamour de las marcas y de Hollywood, las alsinas pertenecen a un mundo modesto desde un punto de vista económico: a “las playas para pobres” a las que democráticamente llegan y a las “marejadas de plástico tensado”, en referencia a los invernaderos (espacios asimismo vinculados a la inmigración). Este contraste, construido de manera muy inteligente a lo largo de todo el poema, subraya un uso subversivo de ciertos recursos de la publicidad. El trayecto de las “rojas lombrices pertinaces” es un viaje hacia espacios borrosos y borrados: Se adentran como rojas lombrices pertinaces en las profundas plazas de los pueblos, bordean cien barrancos, bordean deslumbrantes marejadas de plástico tensado, la línea de las playas para pobres, almendrales, pinares, viñas nuevas, cortijadas ariscas, ramblas desoladoras, desiertos sin glamour goytisoliano y aldeas no encontrables por ningún talentoso anglosajón.
La enumeración da cuenta de una aglomeración de elementos fuertemente contrapuestos al imaginario burbujeante de la publicidad. En este sentido, el campo semántico de la pobreza, lo arisco y la desolación es fundamental. Los barrancos y las plazas de los pueblos están lejos de ser espacios “glamurosos” y el plástico es “tensado”, jugando de manera magistral con la “tensión” implícita en el mundo de los invernaderos. Las alsinas llegan a las playas, pero a “las playas
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para pobres”, inaccesibles por otro medio de transporte. Las cortijadas son “ariscas”, todo lo contrario de un anuncio de aceite de oliva, y las ramblas “desoladoras”, lejos de la animación que podríamos encontrar en un spot televisivo. En cuanto a los desiertos, carecen del “glamour goytisoliano” (en alusión a la literatura de Juan Goytisolo) y pertenecen a la misma geografía física y sentimental que las “aldeas no encontrables / por ningún talentoso anglosajón”, desprovistas de todo pintoresquismo. Los autobuses aparecen humanizados, guardando un cierto aire de familia con los pensionistas enjutos y achacosos que viajan en ellos: “Con su mucosidad de gasolinas / va tosiendo el motor”. Incluso el movimiento de las alsinas, resoplante y ruidoso, está muy alejado del imaginario de los anuncios de coches, donde el deslizamiento es rápido, suave, sedoso. La publicidad se hermana en el poema con la recurrencia a la mitología, y el autobús se convierte en la nave de los argonautas mediante un proceso subversivo con respecto a las convenciones del discurso publicitario: la alsina es una “nave nodriza / tan bronca y nauseabunda” que “nos acaba acunando como a enormes bebés”. El espacio se revela cada vez más incómodo y más distinto de los estereotipos ligados al turismo y a los viajes. Lo que ofrece el trayecto de las alsinas consiste en “cáscaras de aventura, / nanas para mayores, / semisueños no escritos, / fábulas de segunda”. El imaginario construido es el de los restos, los desechos, las esperanzas tímidas y descreídas, los sueños que no llegan a configurarse como tales. Es, de hecho, el imaginario de la lucidez, que sabe que la vida no es casi nunca tan chispeante como aparece en las fábulas de los anuncios. Precisamente por esta invitación a la lucidez, a contemplar y disfrutar la vida en su sabrosa imperfección, el yo poético vuelve a declarar su amor por los autobuses: Por eso amo estos rojos autobuses, las alsinas del sur.
Los versos finales retoman uno de los grandes temas de la poesía de Aurora Luque: la antigua Grecia, a través de sus mitos. Se manifiesta así en “Las alsinas” una singular y muy lograda destilación de litera-
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tura, mito y subversión del discurso publicitario.1 Los viajeros de las alsinas son los bisnietos de los argonautas, los descendientes de Jasón y sus compañeros, los que buscan el vellocino de oro sabedores de su fragilidad y desamparo: Viajan los argonautas (sus bisnietos) de incógnito en sus rutas, y el camino parece todavía un camino.
Las últimas palabras son claves. Si los caminos en la era del turismo masivo han perdido su antiguo sabor de aventura, el humilde trayecto hacia lo más cotidiano y deslucido recupera su condición de descubrimiento: “el camino parece / todavía un camino”. El viaje se convierte en un aprendizaje vital y afectivo.
El centro comercial “Galería comercial”, de Juan Bonilla, pertence a Cháchara (2010: 3031), un libro que obtuvo el Premio “Villa de Rota” y donde la publicidad es un elemento decisivo. El texto se centra en el espacio característico de la sociedad de consumo contemporánea, al que dota de lirismo precisamente al reflexionar sobre su falta de consistencia. Caminar por una galería comercial es, como recoge el yo poético, una ocasión para captar trozos desgajados de conversaciones ajenas, con los que reconstruir el gran collage disperso de las vidas desconocidas. La enfermedad, el desamor, la superficialidad de las ofertas disparatadas, todo cabe en el carrusel fragmentario de los diálogos escuchados al vuelo: Se le pondrá cara de luna por el tratamiento de cortisona, es por lo de sus manchas en la piel... [...] la pobre Lucy decidió dejar por fin al pelma de su novio y ha conocido a un policía y en Cortefiel rebajan los abrigos y por la compra de tres libros te regalan un tatuaje donde quieras. 1. Según afirma Roland Barthes (1999: 108), hay una íntima unión entre el mito y las formas modernas de la cultura, como el cine o la publicidad.
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Una persona enferma cuyo problema es casi ridiculizado por un comentario malévolo, una mujer cuyo nombre parece salido de un anuncio norteamericano, al más puro estilo pop,2 un novio que ha dejado de serlo, un aspirante a novio que trabaja de policía, unos abrigos rebajados (tal vez porque ha pasado el frío y estamos en primavera) y el pack que supone que los lectores empedernidos adoren también grabarse palabras o imágenes en la piel: estas son las tranches de vie que ofrece un paseo por la galería comercial. La ironía del yo poético es a la vez suave e incisiva: Escucho las conversaciones de los desconocidos llenas de información preciosa sobre desconocidos a los que me gustaría conocer, o sobre ofertas increíbles llenas también de la insignificancia maravillosa que construye el existir de todos [...]
Los adjetivos desmedidos —la información es “preciosa” y las ofertas “increíbles”—, aunque mordaces, incorporan también una saludable dosis de autoironía, al reconocerse el propio autor como parte “de la insignificancia / maravillosa que construye el existir de todos”. El elogio de esta insignificancia y su conversión en pulsión de consumo son los objetivos de la galería comercial, que une en su espacio —y en su nombre— los pasadizos y la publicidad, la figura del flâneur de Baudelaire y Benjamin y la exaltación cortazariana del pasaje, como ocurre en Rayuela o en “El otro cielo”. El visitante de la galería comercial adopta en el poema esta doble dimensión de passant y consumidor, no solo de productos en oferta, sino también de vidas ajenas que incorpora a la suya. La “vida” es, de hecho, el núcleo estructurador de “Galería comercial”, que reflexiona sobre las formas de vida generadas por estos espacios que reúnen la poesía del pasaje y la banal —pero también, en este caso, poética— pulsión de consumo. Publicidad, en2. En la versión incluida en la poesía reunida del autor (Hecho en falta), el nombre de la protagonista aparece castellanizado como “Luci” (2014: 15-16), diminutivo de “Lucía”.
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tusiasmo fugaz, trozos aislados de vida... y la intuición de que detrás de todo esto puede haber algo parecido a una breve fulguración, a un sentido profundo; es decir, la conciencia de habitar “la intemperie del ahora”, de sumergirse en “l’esprit du temps”: Vida. Vida por todas partes, vida sola, sin arrebatos de esperanza, sin doctrinas marchitas, sin banal ideología.
Los versos se refieren a los retazos de conversaciones ajenas, aunque tal vez encierren también un sentido irónico, ya que hay sin duda una ideología en la exaltación del consumismo propia de una galería comercial, donde la disposición y la publicidad de los productos exploran y explotan precisamente los más infantiles y ocultos “arrebatos de esperanza” de todos nosotros. El passant que recorre la galería (palabra que sugiere travesías laberínticas, aprendizajes del mundo y vislumbres interiores) señala con acierto la verdadera pulsión publicitaria: el anhelo de inmortalidad. En una galería, espacio que puede no estar exento de belleza arquitectónica —recordemos, por ejemplo, las parisinas Galeries Lafayette—, con lo que soñamos de verdad es con algo absurdo, pero comprensible: con ser inmortales o, más modestamente, con olvidar que algún día tenemos que morirnos. Ahí radica el afán de trascendencia de la publicidad, y a la vez su estrategia comercial más eficaz y refinada. El pasaje de la galería revela al doble que nos habita; a un doble infantil, naïf, tozudo y conmovedor, desprovisto de lucidez y cargado de “arrebatos de esperanza”: La mera inercia que desliza cada cosa hacia su fin mientras chillan las piedras en el sueño del enfermo que nos habita y no sabe conformarse y se pregunta ingenuo: ¿quién dijo que tengamos que morirnos? Y se promete escalar el precipicio donde se hunde su alma o se gasta en amar a quien no puede amarle.
Si el trayecto de las alsinas en el poema de Aurora Luque representaba un viaje (inmóvil y sedentario) hacia la asunción del desamparo vital, aquí el paseo por la galería comercial estimula un doble pensamiento (en movimiento): se asiste al nacimiento del doble infantil y
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se toma conciencia de que se habita “la intemperie del ahora”, que se transforma asismismo en un espacio a la vez perturbador y cómodo. El espacio de la galería abarca así otro espacio-tiempo metafórico. Para explicar este juego de cajas chinas tal vez sea útil recurrir a las palabras de José Luis Pardo: Un espacio es un vacío, un hueco, una laguna, una duda, una pregunta: así, la “escena del crimen” con todos sus detalles es un enigma, una interrogación, la exposición de una facticidad insoportable, irresistible, cuya descarada brutalidad ha de ser inmediatamente reducida en aras de una historia que la vuelva inteligible, es un hecho mudo que se abre a la especulación del observador en una multiplicidad inabarcable de direcciones incompatibles (1991: 22-23).
La observación de Pardo es muy adecuada para el análisis de este poema. La “galería comercial” que aquí aparece es uno de estos espacios que acogen dimensiones —y direcciones— en apariencia incompatibles. El yo poético, que se sabe habitante de un presente incomprensible —hecho de retazos de conversaciones ajenas y ofertas extravagantes—, se mueve por la galería entre la tentación de la banalidad y la conciencia de una verdad profunda, que llevamos en la piel igual que el hipotético tatuaje que nos regalarían por la compra de tres libros. El espacio publicitario invita a descubrir la inconsistencia de su canto de sirenas, pero responde a un anhelo más hondo y menos epidérmico: olvidarnos del dolor, de la enfermedad, del desamor, de la muerte, con su absoluta falta de glamour; o acunarnos en el ronroneo confortable de lo que Aurora Luque llamaba “nanas para mayores” en “Alsinas”. Es esto lo que ofrece el mundo satinado de los anuncios: promesas dulces de sueños imposibles. “Se está muy bien aquí”, en el espacio ambiguo de la galería comercial, donde publicidad y poesía se unen, donde el envoltorio de los productos esconde al mismo tiempo que desvela el alma humana, nuestra condición de pobres mortales atrapados en “la insignificancia / maravillosa” de nuestras vidas. La galería propone fugaces y frugales vías de escape, hace visible el desamparo del presente que se esfuerza por esconder, a través de la embriagadora promesa de una reluciente y empaquetada eternidad:
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Se está muy bien aquí, en la intemperie del ahora, sin sitio adonde ir y sin memoria de donde estuvimos, mirando escaparates, soñando viajes a islas nuevas, enterándote de que Lucy ya ha dejado al pelma de su novio, de que a alguien va a ponérsele cara de luna por la cortisona, y en Cortefiel rebajan los abrigos. Se está muy bien aquí. No vamos a morirnos.
Desde luego que no: la muerte aquí sería un escándalo; por eso todo está organizado para apartar este pensamiento. El passant de la galería comercial no se dirige hacia ninguna parte (“sin sitio adonde ir”) y carece de un sentido narrativo del tiempo (“sin memoria de donde estuvimos”). El tiempo de la publicidad es el puro presente, y acaso un futuro que se fantasea como exultante: el futuro insinuado por los escaparates y las fotos de idílicas islas lejanas, contemporánea invitación a la promesa de “luxe, calme et volupté” que había planteado Baudelaire. En “la intemperie del ahora” el sujeto en movimiento se mece acunado por la apacible música de una enfermedad ajena que no le afecta, de la decisión sentimental de la desconocida Lucy y de las rebajas de Cortefiel. La conjunción del sabor anglófono de Lucy y el tan castizo de Cortefiel crea un contraste muy atractivo, una sensación de collage que responde bien a la estructura interna de un texto que mezcla a la perfección recursos poéticos y publicitarios. En este sentido, es básica la repetición, procedimiento asimismo compartido por la poesía y la publicidad, que enfatiza tanto la ironía (“Se está muy bien aquí”) como la lucidez (“Es tan sencillo que da miedo”). La repetición remite también al eslogan, un mecanismo básico en las estrategias publicitarias. La reflexión sobre la ilusión de inmortalidad que provoca el paseo por la galería se mezcla con una inteligente meditación sobre el delicado equilibrio entre cultura, tiempo y dinero: Es tan sencillo que da miedo. Es dejarse llevar por los pasillos de este centro comercial aceptándolo todo como el bien pagado actor protagonista de una tragicomedia a la que no le hacen falta buenas críticas. Hacer tiempo si es que es posible que el tiempo se haga, si no es vivir precisamente deshacerse en el tiempo. Es tan sencillo que da miedo. No vamos a morirnos. No se puede.
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Los primeros cuatro versos arriba citados configuran un inquietante paralelismo y una penetrante indagación en los resortes de la industria de consumo. El paseante se asemeja al actor bien pagado de una tragicomedia “al que no le hacen falta buenas críticas” porque, más que al prestigio, aspira al dinero contante y sonante (el dinero excluido de los círculos de la “alta cultura” cinematográfica). La comparación lleva también a otra reflexión: el mundo de la galería aturde y nivela, ejerce sobre la mente una acción anestesiante y otorga una vivencia viciada del tiempo. La expresión “hacer tiempo” se desautomatiza al subrayar que el tiempo no se hace, no se dilata para perderse, sino que se deshace y nos deshace, deconstruyendo nuestros castillos de arena. Como se ha comentado, la articulación vida / muerte sostiene el poema desde el principio, y en este sentido son fundamentales las reiteraciones de “No vamos a morirnos” y “Vida por todas partes, vida sola”: Vida por todas partes, vida sola, tan insignificante y obvia como un rostro hermoso al que adjudicamos un misterio para enaltecer de alguna forma su descarada falta de misterio.
Los últimos versos destacan un comportamiento humano habitual, la tendencia a atribuir un sentido misterioso a lo que en realidad carece de misterio; la inclinación a decantarnos por el sentido antes que por la verdad (un mecanismo psicológico muy importante también en el lenguaje publicitario). Se pueden citar al respecto las palabras de la novela Cada noche, cada noche, de Lola López Mondéjar: “nuestro cerebro prefiere el sentido a la verdad, es así como estamos hechos los seres humanos: dame un sentido y moveré el mundo, y la razón y la inteligencia son máquinas eficaces para producirlo, imprimirlo en nuestras células y apaciguar así nuestra incertidumbre” (López Mondéjar, 2016: 148). El paseo por la galería comercial es un aprendizaje de la fragilidad y el desamparo, una lección acerca de los anhelos infantiles que la publicidad aprovecha, y una advertencia sobre el miedo instintivo que conjuramos ante las vitrinas de los escaparates: el miedo a la muerte.
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La cafetería “Oración en Starbucks” pertenece al libro de poemas de Luis Bagué Quílez Paseo de la identidad (2014: 9-12), que obtuvo el Premio “Emilio Alarcos”. El texto está dividido en tres secciones: “Introito”, “Plegaria latte (Acción de gracias)” e “Himno mocca (Nocturno)”. El epígrafe, una cita de Howard Schultz, el fundador de Starbucks, ofrece una importante pista de lectura: “People want guidance, not rhetoric. / Success is sweetest when it’s shared”. La exhortación a abandonar la retórica por el “liderazgo” (término fetiche del marketing contemporáneo) indica la homogeneización operada por el lenguaje publicitario. ¿Cuál es el “introito” del poema? Toda una declaración de principios, una rotunda e irónica definición del espacio de la cafetería, de uno de los cafés más emblemáticos en la era de la globalización: “Starbucks es el mundo”. La marca apela a un imaginario universal ligado a las grandes ciudades, cuyos habitantes saben de inmediato a qué espacio se hace referencia. La marca se convierte en el principio del poema, lo “marca” en profundidad, pues se contempla “desde un punto de vista estrictamente cultural” y funciona “como recurso expresivo para evocar una idea” (Castán, 2015: 245-246). Starbucks es heredero de los grandes cafés decimonónicos y de los cafés parisinos del pasado siglo, pero se distingue de ellos por la atmósfera de intimidad doméstica que pretende evocar y por la frecuente soledad de sus clientes. Los dilemas que atormentaban a los inquietos tertulianos se reducen a una disyuntiva banal que, sin embargo, es síntoma de los tiempos: El eterno dilema —mocca o latte— se cuece en un crisol de credos maniqueos.
Estos versos plasman la misma reflexión que ya encontrábamos en “Galería comercial”, de Juan Bonilla. Los espacios publicitarios, la galería o la cafetería de una cadena multinacional, simplifican el mundo, exaltan su faceta más “glamurosa” a la vez que hacen transparente la insignificancia de esta misma faceta. Las elecciones vitales se traducen en las opciones de la oferta y la demanda; para la publicidad, nuestros
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gustos nos definen no solo como clientes, sino también como seres humanos: Café o té. Sacarina o azúcar, nube blanca o morena. Navegamos en red wifi o conexión por cable. Conservar el recibo o destruirlo, trizar su dignidad en papeleras verdes, camufladas detrás del rododendro.
El espacio de Starbucks se proyecta en oposiciones binarias, exactamente lo que la deconstrucción rehuía. La marca nos une democráticamente en un mundo globalizado, uniformado, unido por la “sed estratégica” que “nos quema la garganta”, aunque “las latitudes son intercambiables”. Además, estas latitudes están “distribuidas en Este y en Oeste”, y no en Norte y Sur, porque la globalización no es la misma en Estados Unidos o Europa que en África, donde Starbucks no es una referencia familiar,3 sino un icono del deseado sueño de Occidente. Las incesantes disyuntivas (mocca o latte, café o té) planteadas por el espacio desembocan en la sensación de aturdimiento y perplejidad: Tantas cosas con haz y con envés nos lanzan a la cara el guante de la duda: ¿qué demonios hemos venido a hacer aquí?
La cafetería, símbolo clave de la modernidad, ha sido sustituida por la multinacional, que funciona igualmente como un icono indiscutible de la sociedad globalizada, pero que diluye el papel del antiguo café. El espacio contemporáneo, que aúna los anuncios de las marcas publicitarias y es una marca él mismo, lanza su propia oferta de consumo. La segunda parte del poema, “Plegaria latte (Acción de gracias)”, está señalada desde el título por una acentuada ironía. El primer verso contiene una profunda verdad (que, sin embargo, puede desestabilizarse 3. Aunque desde abril de 2016 hay una cafetería Starbucks abierta en Johannesburgo, Sudáfrica.
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desde una óptica posmoderna) y plantea la oposición (de la que a la vez sospecha) entre la “retórica” o el “arte” —la “belleza”— y el microcosmos soluble del café Starbucks: “Nunca será soluble la belleza”. Toda la segunda parte del poema sintetiza uno de los inacabados e inacabables debates culturales contemporáneos (y no solo contemporáneos, basta recordar la querelle entre anciens et modernes): qué es belleza y qué no lo es, cuáles son las fronteras que determinan la diferenciación y de qué tipo son estas fronteras (líquidas y porosas o sólidas y difícilmente permeables). Como en cualquier texto literario, aquí no se ofrecen respuestas, sino que se formulan preguntas que surgen en palimpsesto tras la vasta enumeración que sigue al primer verso. Que la belleza no sea soluble significa que no se diluye, que resiste a la tácita imposición consumista de “usar y tirar”. Pero, ¿no juega el espacio de Starbucks con la idea de crear belleza? ¿No es una de las aspiraciones de la publicidad, y en concreto del espacio publicitario, construir alguna forma de belleza, aunque sea explotable económicamente? ¿Qué voz poética declara “Nunca será soluble la belleza”? ¿Es la misma que dice “No queremos retórica / envasada en un latte”? No está tan claro, aunque tampoco podemos descartarlo, porque el primer verso es una expresión de lucidez y los últimos la irónica aceptación de que, a la hora de consumir, no buscamos degustar sorbos de belleza, sino seguir un instinto grupal. La enumeración y la repetición refuerzan el eje estructural de esta segunda parte: la meditación sobre cómo se construye la idea contemporánea de lo bello. Las referencias pictóricas y literarias que jalonan los versos elaboran de alguna manera la historia de nuestra sensibilidad: Demos gracias a los acantilados y al Laocoonte. Al capitán Ahab y a la sombra de Bartleby. A la gente naranja que en el 71 mordió la cinta roja del primer café Starbucks del mundo, de Seattle. Al tacto de los discos de vinilo. A las opas hostiles. A las aves sonámbulas de Hopper bajo un cielo de avena. A los trenes que paran incluso en Redford City. Al enfoque transgénico de los amaneceres. A la sirena Starbucks tatuada en el tobillo. A la sirena Starbucks que canta en ambulancias cheek to cheek. A su blues: una cuerda pulsada hasta romperse.
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En el espacio del café, el nombre de Hopper surge de inmediato, con sus cafés famosos como el bar Phillies, del cuadro Nighthawks (de ahí la presencia de las “aves sonámbulas”), sobre el que Luis Bagué escribió ampliamente en su libro La Menina ante el espejo (2016). Saber que el comparatismo interartístico es uno de los intereses del escritor ayuda a profundizar en la lectura del fragmento citado. Lo más probable es que la alusión a Laocoonte remita al tratado del siglo xviii Laocoonte o sobre los límites entre la pintura y la poesía, de Lessing. Ambas artes son fundamentales en el poema, junto con la música, que abarca una época larga (cheek to cheek apela a los años treinta, a través de Fred Astaire, y a los años cincuenta, gracias a las voces de Frank Sinatra, Ella Fitzgerald o Louis Armstrong), pero se sitúa bajo el signo de estilos ya populares y de culto a la vez, unidos por la nostalgia de los discos de vinilo. Al mismo imaginario remite también el blues. En este sentido, el texto recuerda que la publicidad trabaja —al igual que la poesía— con la manipulación de la nostalgia: mientras que la primera la transforma en producto de consumo, la segunda aspira a convertirla en belleza. Sin embargo, no hay ningún intento aquí de establecer un “canon”, sino de suscitar una impresión de belleza mediante la mezcla de estilos, sensaciones e iconos culturales disueltos en el ambiente. El mismo nombre, Starbucks, viene de Starbuck, un personaje del Moby Dick de Herman Melville: de ahí la mención al capitán Ahab y “a la sombra de Bartleby”, otro gran personaje de Melville, cuya divisa “preferiría no hacerlo” puede auspiciar en cierto sentido la actitud desidiosa de los clientes que no buscan retórica, sino un guía. “La cafetería es el campo de batalla en el que se libra el combate entre lo efímero y lo eterno”, se lee en La Menina ante el espejo (Bagué Quílez, 2016: 52). Estas palabras pueden aplicarse a Starbucks si consideramos que se trata de un espacio que pretende crear alguna ilusión de eternidad mediante los elementos que convoca en nuestro imaginario. De alguna forma, Bagué realiza aquí lo que él mismo afirmaba sobre Edward Hopper: “la referencialidad de Hopper es el resultado de suplantar los valores simbólicos por los indicios de la civilización moderna” (2016: 53).
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La tercera parte del poema se titula “Himno mocca (Nocturno)”. “Queremos ser tu guía”, el verso inicial, entronca con las palabras citadas en el epígrafe del self-made man Schultz, fundador de la cadena multinacional. Al nuevo ídolo del espacio publicitario se le dedica un “himno” irónico que enhebra, desde la óptica del lenguaje publicitario, una amalgama de referencias filosóficas, literarias y culturales propias de la civilización occidental: la filosofía antigua, a través de Heráclito (“Nadie bebe dos veces / la misma mezcla Starbucks. / No es posible salir / igual del mismo rito”), la Biblia (“La excepción se hizo mocca / y habitó entre nosotros”, “Se acabaron las plagas de langosta”) o el poema “Aullido”, de Allen Ginsberg. La simplificación operada por la publicidad se pone de manifiesto por medio de la oposición entre la sencilla “línea recta” y la sinuosa “curva”: Nuestro emblema será la línea recta: un cubo no permite rincones sin barrer. La curva, sin embargo, trae problemas.
La “línea recta” pertenecería al ámbito del “guía” y la “curva” al de la retórica. El poema opera así una reescritura mordaz del epígrafe de Schultz, ya que, después de las alusiones a estos dos ámbitos, los últimos versos declaran: El éxito es más dulce si compartes su sabor en Starbucks.
Se reelaboran así dentro del discurso literario las palabras de Schultz. A través de la ironía, el eslogan “Success is sweetest when it’s shared”, un reclamo muy eficaz que incluye varios elementos propios de la publicidad de Starbucks (lo dulce de los cafés, tés y chocolates, y la atmósfera de confidencia y conversación que se pretende promocionar), se radicaliza aún más al convertirse en un aparente anuncio donde la marca se menciona explícitamente. La imbricación entre lenguaje literario y lenguaje publicitario demuestra que todo el poema es una reflexión desencadenada por las palabras de Schultz.
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Conclusión A modo de breve conclusión, los tres poemas analizados demuestran no solo la importancia de la publicidad y, en concreto, del espacio publicitario en la poesía española actual, sino la profunda impronta que el lenguaje de los anuncios y el imaginario vital, sentimental y cultural asociado con dicho espacio puede suscitar en la construcción de los textos poéticos. La publicidad se revela así como una posible fuente de alimentación de la literatura en la creación de un lenguaje y una sensibilidad actuales que trabajan, a través de los mitos, la reescritura y la ironía, la vasta herencia de la tradición cultural clásica y contemporánea.
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Luque, Aurora (2015). Personal & político. Sevilla: Fundación José Manuel Lara Navarro, Justo (2015). “Publipoeticidad en el paisaje”, Litoral, 260 [monográfico El signo anunciado. La marca en la literatura y el arte], pp. 208-211. Pardo, José Luis (1991). Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar. Barcelona: Ediciones del Serbal. Ponce Cárdenas, Jesús (2016). “Poesía y publicidad en España: notas de asedio”, Ticontre. Teoria, Testo, Traduzione, 5, pp. 227284. Spitzer, Leo (1978). “La publicité américaine comme art populaire”, Poétique, 34, pp. 152-171.
Volvemos en 5 minutos Técnicas de persuasión
Retórica textovisual y persuasión publicitaria en la poesía española actual* Vicente Luis Mora Universidad de Málaga
Introducción Las que hay detrás, publicidad de Dios, Orión, Cefeo, Arturo, Casiopea... Pedro Salinas, “Nocturno de los avisos” No soy tan ingenuo que piense que la propaganda es un fenómeno de nuestro tiempo. Hoy sabemos ya, por ejemplo, que la Ilíada, la Canción de Roldán y el Poema * El presente trabajo forma parte del proyecto de investigación “Intermedialidad, adaptación y transmedialidad en el cómic, el videojuego y los nuevos medios” (FFI2014-55958-C2-2-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad, coordinado con el proyecto “Transescritura, transmedialidad, transficcionalidad: Relaciones contemporáneas entre literatura, cine y nuevos medios, II” (FF2014-55958-C2-1-P).
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Vicente Luis Mora del Cid fueron, en su tiempo, instrumentos de propaganda política. [...] Se reconocerá, sin embargo, que por lo que a calidad respecta, hemos salido perdiendo. Gonzalo Torrente Ballester, Memoria de un inconformista Voy a pedirle que pase el resto de la mañana y parte de la tarde con uno de los más grandes poetas líricos del mundo: una joven llamada Tildy Mathis. Tildy ignora que es una poetisa; cree que es una redactora de publicidad. No le saque esa idea de la cabeza: la haría desgraciada. [...] La relación es evidente. Sube la publicidad, baja la poesía. [...] Cuando fue posible obtener excelentes entradas aplicando el talento lírico a la publicidad, la poesía quedó en manos de unos chiflados sin inspiración que gritan para hacerse oír y tratan de distinguirse con actitudes excéntricas. Frederik Pohl y C. M. Kornbluth, Mercaderes del espacio
Cualquier reflexión sobre publicidad y literatura debe plantear en algún momento lo que las ha unido históricamente: el elemento persuasivo; así se hará en las líneas siguientes, para cambiar de rumbo inmediatamente después. Platón apunta en un fragmento del Menón: “He oído... muchas veces a Gorgias que el arte de persuadir difiere mucho de las demás artes, ya que todo lo somete a ella misma, voluntariamente, y no por la violencia” (Platón, en Gorgias, 1966: 68). La persuasión es, desde el mundo grecolatino, uno de los elementos principales de la retórica, incorporada no solo a la práctica literaria desde la Poética de Aristóteles, sino considerada como uno de los saberes esenciales de la formación e incluida, por este motivo, en el Trivium. Como explicaba René Descartes, [l]os que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos para hacerlos claros e inteligibles, son los más capaces de llevar a los ánimos la persuasión sobre lo que proponen, aunque hablen una pésima lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los
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que imaginan las más agradables invenciones, sabiéndolas expresar con mayor ornato y suavidad, serán siempre los mejores poetas, aun cuando desconozcan el arte poética (1995: 46).
Dentro de las diversas formas de persuasión, la persuasión publicitaria se ha visto, ya desde los tiempos de las vanguardias, como una de las mutaciones naturales que podría tener la retórica del texto literario, especialmente dentro de la esfera de la poesía. Si Louis Aragon habló de “mitología moderna” en este terreno (en Andújar Almansa, 2015: 20), Tzara, por su parte, apuntó en el Manifiesto dadaísta de 1918 que “dada es la enseñanza de la abstracción; la publicidad y los negocios también son elementos poéticos” (en Micheli, 2002: 297). Sobre la asociación entre la persuasión publicitaria y la retórica poética se ha escrito mucho, pero casi siempre desde la semántica (esto es, desde una perspectiva de análisis que se centra en la publicidad como tema o decorado del poema),1 por lo que deberíamos centrarnos ahora en las influencias de la publicidad en la poesía actual como forma o estructura. Para ello tendremos que dar un pequeño rodeo, explicando, primero, por qué la dimensión visual o paragráfica de un poema es una parte fundamental del mismo; en un segundo momento, exploraremos el modo en que la publicidad ha podido afectar precisamente a esa dimensión textovisual.
1. Los ejemplos serían innumerables; citamos solo algunos recientes: “Que votas cada noche / por la infancia / con un Cola Cao impenitente / aunque yo militara en el partido / de Nesquik” (Almudena Guzmán, “Todo lo que sé de ti me gusta”, 2016: 23); “[...] Y más allá / de la felicidad publicitaria que ilumina el camino” (Diego Vaya, 2014: 18); “las ráfagas eléctricas de la publicidad / que inyectan en mi carne la promesa / de una felicidad inexistente” (Diego Vaya, 2015: 15); “entonces es cuando habla y tiemblo / ha encontrado en la publicidad una fuga / para girarse y dejar caer sobre mí / todo lo que nunca dice por miedo al arrepentimiento” (Cristian Alcaraz, 2010: 26); “Me enseña una caja de una conocida / marca de impresoras que no mencionaré / porque tampoco patrocinará este poema” (Elena Román, “Gastado”, 2016: 40); “Cada mañana el mismo verso repetido, / composición porcentual o por 100 g / en la caja de Kellog’s” (Agustín Fernández Mallo, 2015: 361).
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El poema como elemento de expresión textovisual Aunque pueda parecer una obviedad, se olvida tantas veces el hecho de que “todo texto implica vista y sonido” (Ong, 1999: 120) que resulta procedente rememorarlo de tanto en tanto. En las poéticas y teorías estéticas antiguas solía explicarse esta asociación entre lo expresado mediante la escritura y lo captado mediante la vista utilizando la figura del ut pictura poesis horaciano. Por poner un solo ejemplo de los cientos posibles, Baumgarten escribe en sus Reflexiones filosóficas acerca de la poesía (1735): “Es función de la pintura, y asimismo poética, representar una composición. [...] [L]a representación pictórica es muy semejante a una impresión sensible que también puede ser pintada, y esto es poético. [...] Por consiguiente, un poema y una pintura son cosas muy semejantes” (1969: 50). Por supuesto, esta aserción remite más a lo que una obra poética puede tener de écfrasis o representación de lo visual que a lo que puede alojar de dibujo o pintura per se. Para esta visión tradicional del hecho poético, el poema sería aquel instrumento verbal capaz de crear en la mente del lector una “imagen” muy similar a la que el pintor podría imprimir en la mente de un espectador ante el mismo objeto o paisaje. Sin embargo, la idea de Ong antes apuntada nos lleva a una consideración paralela, tanto o más interesante que la ecfrástica, por la cual el poema puede constituir en sí mismo una representación o un retrato visual de ciertas ideas o características de cosas reales o inventadas, sean o no las descritas semánticamente en el poema. Si lo son, si ambas “imágenes” coinciden, estaríamos ante caligramas o expresiones literarias similares, incluidas aquellas que incorporan imágenes o fotografías unidas, sin solución de continuidad, con las palabras; si no coinciden, nos encontramos ante los muy numerosos poemas cuya disposición paragráfica, estructural, dispositiva o textual ya está representando visualmente cualidades abstractas. Observemos esta declaración del excelente poeta Manuel Álvarez Ortega: El texto escrito, más allá de su significación, comunica, además del esquema de su propia estructura, el código ideográfico de las tensiones del poeta. El poema, en esta colisión de formalidades, es, en
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sí mismo, la respuesta visual de una concepción imaginariamente manifestada. La proximidad o la similitud de percepciones lleva a la cohesión de formas, y la respuesta poética, que no tiende solo a sustanciación de signos sino a interpretaciones existenciales, se hace viva materia, convulsión interna, en aquel que la percibe (1997: 27).
La apelación que Álvarez Ortega hace en la última línea a la materia resulta especialmente valiosa, porque también muchas veces se olvida que, hasta la llegada de la textualidad digital (e incluso posiblemente después, aunque esta es una problemática compleja que preferimos no abordar aquí), los textos, en tanto libros impresos, eran esencialmente materiales; eran objetos que se hacían con las manos y que se leían con los ojos. Por muy abstractos que fueran los textos filosóficos o poéticos, al final del proceso de escritura debían materializarse en tres dimensiones, lo que es tanto como decir que debían organizarse espacialmente en una forma paginal reconocible para el futuro lector. Basta recordar que un cambio formidable se produjo en la historia de las prácticas semióticas cuando se añadió, ya en los libros medievales, pero sobre todo a partir de la imprenta, una nueva lógica determinada por la presentación visual de las palabras, por su distribución en el espacio bidimensional de la página y en el espacio tridimensional del volumen y por su combinación con otras clases de signos gráficos e icónicos (Abril, 2003: 107).
Si en el caso de la imprenta esa disposición espacial es obvia, tampoco puede olvidarse que esta textovisualidad se remonta a cualquier forma de escritura, incluida la manual o la dibujada; especialmente ricos son los juegos textovisuales en la tradición de la poesía clásica china y japonesa, como recuerda Ramos (2013: 341): “podemos vislumbrar en la disposición gráfica de este haiku del poeta japonés Kobayashi Issa (1763-1827) a la mariposa suspendida en su vuelo; o alzando el vuelo en su jardín, como si el niño avanzara, de hecho, hacia ella”. Si a esto añadimos escrituras como la jeroglífica egipcia, entenderemos hasta qué punto es prácticamente universal la idea de que imagen y texto son esferas inseparables, precisamente porque todo texto, como decíamos arriba, es una imagen, algo que puede parecer más palmario en una pantalla, pero que rige toda la historia de la
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escritura (Louvel, 2011; Mora, 2012). De hecho, una de las manifestaciones más habituales de la poesía visual contemporánea funciona “por medio del apoyo en la imagen o en la transformación de la letra en signo plástico autónomo”, según Fernández Serrato, quien añade que, “como consecuencia de ello, la denotación propiamente icónica del signo aparece igualmente distorsionada y tiende a funcionar con caracteres de símbolo plástico, al modo del ideograma” (2014: 144). En otras palabras, y resumiendo siglos de historia con bastante apresuramiento, pero quizá sin demasiada distorsión, todos los poetas utilizan dimensiones visuales en sus obras, a menudo sin saberlo, y, cuando existe sobre esa dimensión visual una clara conciencia y una deliberada voluntad de ahondamiento, nos hallamos en unos casos ante una poesía textovisual, una de cuyas ramas más conocidas —pero no la única— suele denominarse poesía visual. Puede haber poesía textovisual no consistente en poemas visuales, pero todos los poemas visuales pertenecen al “género” de la textovisualidad. En resumen: 1. Todos los poemas escritos a lo largo de la historia tienen dimensiones o aspectos textovisuales, en cuanto compuestos de texto e imagen. 2. Cuando esa dimensión es explorada consciente y sistemáticamente por el poeta, para explotar sus posibilidades y repensar la forma gráfica del discurso, aparece la poesía textovisual. 3. Dentro de la poesía textovisual hay un sector con una historia tan larga como la de la propia poesía (se remonta como poco hasta Simmias, s. iii a. C.), con su propia tradición y sus propias técnicas, conocido como poesía visual (véase el monumental tratado Poesía e imagen: formas difíciles de ingenio literario, de Rafael de Cózar) (Cózar, 1991). La intervención textovisual consciente de un poeta sobre el poema denota varias cosas, la primera de las cuales es su voluntad de tomar el control sobre los aspectos visuales de su poesía. Frente a lo que suele pensarse, la “caja” normal del poema (un título, seguido de una serie más o menos larga de versos consecutivos alineados a la izquierda de la página) contiene un programa estético-visual de hondo calado y lar-
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guísima tradición: “es un producto históricamente tipificado, que ha nacido de unas circunstancias concretas: es una poesía que hasta muy poco ha llevado la impronta de lo oral” (Millán, 1990: 297); se trata de una transcripción que se va consolidando desde los códices medievales para cobrar forma definitiva con la aparición de la imprenta. Su “forma” gráfica general venía alimentada por la particular forma estrófica que se usara, pero en los poemas largos (odas, églogas, etcétera) comenzó la decantación de esa forma alineada a la izquierda, vertical, inamovible, que pasa como tradición textovisual canónica durante siglos, hasta que alguien en Francia se decide a volarla por los aires dentro del corpus de la poesía normal, sin insertarse en el contexto de la poesía visual. Nos referimos, por supuesto, a Stéphane Mallarmé y su Un coup de dés jamais n’abolira le hasard (1897), sobre cuya dimensión textovisual ya hablamos en Pasadizos (2008), y que según Walter Benjamin acusó el empuje de la floreciente publicidad de la época: Mallarmé, que desde la cristalina concepción de su obra, sin duda tradicionalista, utilizó por vez primera en el coup de dés las tensiones gráficas de la publicidad, aplicándolas a la disposición tipográfica. [...] La escritura, que había encontrado en el libro impreso un asilo donde llevaba su existencia autónoma, fue arrastrada inexorablemente a la calle por los carteles publicitarios y sometida a las brutales heteronomías del caos económico. Tal fue el severo aprendizaje de su nueva forma (2002: 37-38).
Cuando un poeta actual quiebra aquella disposición tradicional de alineación de la caja a la izquierda, que sigue siendo la más habitual y difundida a pesar del tiempo transcurrido, está demostrando: 1) que conoce esa tradición, 2) que desea desactivarla, 3) que esa desactivación o desautomatización es el punto de partida para proponer su propio modelo de escritura, su diseño personal. La mención al diseño, que he hecho en El lectoespectador y otros textos a la hora de hablar de la composición visual de la página, no debe entenderse referida al sentido decorativo, ni al diseño informático o de moda textil, sino al diseño en un sentido estético, tal como podía verse en Ornamento y delito (1908) de Adolf Loos. Leyendo precisamente ese texto de Loos, Boris Groys (2014: 22) recuerda que, entendido en un senti-
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do estético, “el diseño moderno no considera que su tarea sea la de crear una superficie sino la de eliminarla, como un diseño negativo o un antidiseño”. En la misma dirección, el diseño contemporáneo del texto intenta hacer tabula rasa del diseño secular existente —el modelo inercial del texto como caja—, para recuperar su expresividad en cuanto texto. “El placer de la imagen [...] trae consigo el deseo por el cual hay forma y fondo, aquello que abre su separación, o bien esa fuerza de la cual yo diría que hace distinguir el fondo de las cosas”, dice Jean-Luc Nancy (2006: 12), expresando lo que la ruptura de la forma tiene de recuperación (tanto del fondo como de la propia forma). El poeta es consciente de que hay un aspecto del poema que estaba fuera de su control y con el que puede recrear o modelar el discurso. ¿Por qué renunciar a él? Utilizando palabras del propio Nancy, el poema textovisual, al ser consciente de su dimensión gráfica, es un ejemplo de “fondo forma” (2006: 15). En cualquier caso, hay estrategias para no emplear la palabra diseño; podemos hablar también de composición, o de colocación. José Luis Castillejo, en su manifiesto experimental “La nueva escritura”, publicado en Tropos en 1972, defendía esta última posibilidad, confrontándola a la composición: “conviene ‘colocar’ en vez de ‘componer’. La colocación viene dada por lo que se quiere decir con la escritura y por las exigencias del medio, la composición por motivos estéticos, de gusto personal o colectivo”. Y añade: “En el arte moderno no hay composición ya, sino colocación” (Castillejo, en Sarmiento, 1990: 252). Y es obvio que una recolocación, reubicación o espacialización de la escritura podía tener como referente —de muy diversas formas, como luego veremos— una realidad coetánea que llevaba a cabo un replanteamiento similar de los mensajes de persuasión comercial: la publicidad.2 La originalidad de algunos de sus planteamientos estéticos, ensalzada, comentada, parodiada o criticada hasta la saciedad 2. “[L]a poesía es al mismo tiempo la voz de la conciencia colectiva y la voz de la conciencia radicalmente individual, pero la publicidad no es ni puede ser más que la voz de la conciencia colectiva, no puede dejar sitio al individuo pues dejaría de cumplir la que no olvidemos es su principal función, la comercial” (Lara Ruiz-Granados, 1998: 328).
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desde principios del siglo xix, aparecía como un posible modo —entre otros muchos sancionados por la tradición, como la vía que une los technopagenia medievales con los caligramas— de reorganización espacial o textovisual de la escritura: [L]a palabra poética parecía estar siendo sustituida por los lenguajes icónicos. Lo increíble es que no había ningún motivo para las lágrimas. Muy al contrario: los lenguajes icónicos trataban de imitar determinados rasgos que se consideraban poéticos para establecerse como tales lenguajes. O a la inversa: Jacobson pudo analizar poéticamente un slogan político: “I like Ike” y los poemas se llenaban de imágenes publicitarias. El doble juego estaba servido (Rodríguez, 1999: 267).
Presencia y finalidades de la publicidad en la poesía española actual Aunque hay quien lo pone en duda en ocasiones, los poetas son o suelen ser personas, y por ello forman parte de la sociedad y quedan afectados por las mismas cuestiones que persuaden a la colectividad, incluida la publicidad. “La cultura no son solo los objetos que uno consume, sino sobre todo los que reconoce consumir y a partir de los cuales elabora un discurso reconocible”, expuso con claridad Eloy Fernández Porta (2012: 91). Por eso es comprensible que Emily Dickinson escribiera a veces sobre folletos publicitarios (Lerner, 2016: 47), o que Blas de Otero redactase en 1970 su poema “Compre o le mato” (2010: 338). El número 260 de la revista Litoral, bajo el título El signo anunciado. La marca en la literatura y el arte, recopiló en 2015 más de un centenar de poemas que acusaban la presencia de la publicidad, con vates españoles de todas las edades, tendencias y registros. El motivo de esta omnipresencia —luego veremos que no siempre con los mismos fines— se explica porque la publicidad ha vuelto a aparecer en nuestro consciente óptico. Es innegable que la publicidad nunca se ha ido, pero a principios de siglo xxi nuestros ojos se habían acostumbrado a descartarla de modo inconsciente,
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dirigiendo el cerebro la atención de nuestros ojos a aquellas partes de la realidad, del texto o de la imagen libres de los consabidos recuadros publicitarios. Sin embargo, la aparición del Big Data y el refinamiento de la detección y selección de nuestros intereses y gustos, gracias sobre todo a las redes sociales y las cookies de seguimiento de actividad instaladas en nuestros terminales (Chun, 2016: 23), han permitido a las empresas ofrecer, en los últimos años, una publicidad personalizada (customized, en inglés) al usuario, relativa a sus “auténticos” intereses, de forma que el inconsciente ha vuelto a detectarla porque sus enunciados coinciden con las cosas que estamos buscando o que nos interesan. Toda esa parte descartada del continuo textovisual ha vuelto a él y lo ha hecho más complejo, trayéndolo de nuevo a nuestros ojos y a nuestra atención consciente. Vemos de nuevo la publicidad que habíamos conseguido invisibilizar. La poesía responde a sus estímulos,3 pero no lo hace siempre de la misma forma, ni, sobre todo, con los mismos propósitos. Por ejemplo, el citado José Luis Castillejo distinguía, en La escritura no escrita (1976), entre “marca y escritura, explotación y exploración”, y aseveraba que “la escritura puede criticar la marca. Desmarcarse” (1996: 94). Según González de Sande (2003: 80), “[p]ara algunos poetas su pretensión es la de inducir a una reacción en el interior de la iconografía consumística desde la que actuar contra el mundo publicitario”; Carmen Morán (2015: 438) habla de “intención paródica”; y Raúl Zurita ha expresado en alguna ocasión su desprecio hacia la publicidad por ser “el lenguaje del capital”,4 aunque el 3. “[S]i se mezclan son una potente arma de persuasión pragmática porque una, la poesía, busca la eficacia a la hora de inferir sentimientos, de percibir por los sentidos y la otra, la publicidad, trata de atraer definitivamente a las personas hacia un fin que, en su caso, es la compra de un producto” (Pérez Redondo y Hormigos Ruiz, 2012: 68). 4. “Zurita dice que la palabra está herida por ‘el lenguaje omnipresente, la publicidad, que es el lenguaje del capital’. ‘El slogan no es real y, sin embargo, aparentemente es inocuo, pero no: es súper agresivo contra el significado’. Por eso dice que nada de lo significado por la publicidad es creíble, porque ninguna palabra dice lo que dice, ninguna frase nombra lo que nombra y ninguna imagen muestra lo que muestra. El significado se ha divorciado de la palabra” (en Riaño, 2016).
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poeta chileno ha utilizado elementos visuales en su obra, como ha recordado Luis Bagué Quílez (2016: 18): “la visibilidad de la acción literaria supone una réplica a la estética de la desaparición practicada por las dictaduras del Cono Sur”. En la poesía española, como ya expusimos en El lectoespectador (2012: 100), hay varios autores que trabajan en el ámbito de la publicidad o que tienen formación en diseño gráfico: Miriam Reyes, Cuca Canals, David Refoyo, Mercedes Díaz Villarías o Raúl Quirós; entre ellos, como es lógico, resulta fácil encontrar textos con tratamiento textovisual. Pero no es ese el único modo, ni siquiera el principal, en que lo publicitario afecta a la escritura poética de hoy. Cada vez hay más conciencia de la materialidad de los procesos de escritura e impresión, lo cual lleva a tener muy presente la dimensión textovisual de la escritura poética, así como el conocimiento de los procesos literarios, históricos y artísticos donde esa conciencia es obvia: Así pues, la investigación llevada a cabo por Isgrò, principalmente, durante los sesenta y setenta, décadas en las que la conjunción de la imagen y la palabra despierta un interés considerable, cobrará forma en dos tendencias: la progresiva verbalización de lo icónico y la iconización de lo verbal, que instarán a rebasar los límites entre la imagen y la palabra, dando lugar a fórmulas híbridas que no solo remiten al collage, sino al hipertexto informativo o el discurso publicitario (Ghignoli, 2010).
Además, Antonio Orihuela ve otra dimensión de corte sociológico que aclara esa multiplicidad de presencias: “La producción industrial transforma los hábitos, y las capacidades cognitivas se reeducan hacia una percepción dinámica e instantánea fundada sobre la sensación de inmediatez y simultaneidad que encuentra su versión condensada en la publicidad”, y por ese motivo “ella es la que crea y configura la experiencia estética contemporánea como ninguna otra técnica” (Orihuela, 2014: 58). En resumen, sea por la capacidad naturalmente invasiva de la mercadotecnia; sea por su
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asociación estética natural con nuestro formateo mental,5 después de decenios de masaje mediático (McLuhan y Fiore, 1967: 26); sea por el conocimiento de las obras textovisuales legadas por la tradición, la poesía española refleja —por inercia o por oposición recreativa— elementos tomados de la publicidad o posiblemente influidos por la misma. Podríamos empezar por José-Miguel Ullán, que, en De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado (1973), incorpora imágenes tomadas de la cultura pop y la publicidad, en una tensión entre lenguajes gráficos y verbales característica de casi toda su obra poética [Fig. 1]:
Figura 1. De un caminante enfermo... (Ullán, 2008: 378-379) En un libro posterior, Amo de llaves (2003), incluye Ullán esta breve pieza textovisual, titulada “xcii”: “Publicidad. / Un masaje en el ojo: / casualidad” (2008: 1202); pieza que, pese a constar de solo tres versos, se hace eco de las teorías antes citadas de McLuhan 5. “La conexión entre poesía y publicidad resulta cada vez más visible, dada la evolución que ha experimentado el mundo publicitario en los últimos años hacia el ámbito artístico. La creatividad, el deseo de originalidad, la apuesta por la economía del lenguaje, por la síntesis y la brevedad, el ingenio y el deseo de asombrar al receptor son características que comparten, en líneas generales, ambas disciplinas” (Corral Cañas, 2015: 373).
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y elabora un calambur con las partes en mayúscula y minúscula de su última palabra. Otro ejemplo sería Napalm. Cortometraje poético (2001), de Ariadna G. García. Segundo libro de la poeta madrileña, su discurso posmoderno halló sustento en metáforas tecnológicas y publicitarias, estructurándose como un cortometraje basado en una radical aceptación del lenguaje típico de los medios, del rock y del cine ultraviolento —en sucesivas reuniones de su obra, como ha expuesto Raúl Díaz Rosales (2014: 44), ese discurso se ha suavizado—. Un tercer tratamiento de interés, por su explicitud formal, es el de Javier Moreno en Cortes publicitarios (2006). Como he hablado de este poemario en otros lugares (Mora, 2016: 195-196), me limitaré a recordar aquí su vocación textovisual, tanto más expresa cuanto más atinente al lenguaje de la mercadotecnia [Fig. 2]:
Figura 2. “Himno a George Eastman” (Moreno, 2006: 11) No es casual que Moreno reuniera su poesía bajo el título de La imagen y su semejanza (2015), pues la imagen, desde el punto de vista semántico, filosófico y formal, es una de las claves de su trabajo literario (no solamente del poético). En Cortes publicitarios, ya desde el propio título, asistimos a una crítica al poder persuasivo de la imagen publicitaria y a su influencia en nuestra sociedad y en nuestro imaginario estético.
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En su tesis doctoral, María Salgado señala cómo en la poesía visual es frecuente el uso de recursos que provienen de la publicidad, ya sea con un uso instrumental o deliberadamente crítico; por ejemplo, señala cómo un poema de Felipe Boso titulado “Lluvias” puede “traer una reminiscencia del empaquetamiento publicitario de cualidades” (2014: 48). Este es el poema de Boso, tomado del Tumblr de Salgado () [Fig. 3]:
Figura 3. Felipe Boso, “Lluvias” (en Salgado, 2014) La publicidad en literatura puede estar presente, por tanto, aunque no haya mención a anuncios o productos reales, como ha explicado Martín Rodríguez (2016).6 Más adelante, apunta Salgado que “Justo Alejo opera una descripción del mismo proceso de vaciado, pero su 6. “En la publicidad, sería fundamentalmente contrario a su función promocional que el objeto promocionado no exista y, por lo tanto, no se pueda adquirir ni utilizar. Si el objeto o servicio promocionados son imaginarios, nos encontraremos normalmente, bien ante ejemplos ficticios construidos a efectos didácticos en la enseñanza de las técnicas publicitarias, bien ante una especie particular de ficciones mediante las cuales la literatura devuelve la pelota (o el favor) a la publicidad” (Rodríguez, 2016: 370).
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apuesta pasa por sobreescribir, o mejor, reletrear, los letreros con los que ese orden homogeneizador escribe los muros ideológicos de las cabezas y las calles: la publicidad” (2014: 96). Salgado documenta los trabajos lindantes con la publicidad o que directamente usaron medios publicitarios, como las acciones del Grup de Treball catalán (Francesc Abad, Francesc Torres, Jordi Benito, Antoni Muntadas), que publicó su obra Anunciamos en la sección de anuncios por palabras de La Vanguardia (Salgado, 2014: 220), en un giro circular.7 La propia Salgado, en su obra poética, ha participado también de estas prácticas. Reproducimos dos páginas de Hacía un ruido. Frases para un film político (2016) [Fig. 4]:
Figura 4. “De una mala traducción...” (Salgado, 2016: 13-14) 7. Como señala Ferraz Martínez, “el lenguaje publicitario tiende a la circularidad. Toda la actividad publicitaria y todo anuncio son, en realidad, un eterno volver sobre lo mismo” (1993: 52).
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Siguiendo los postulados de Salgado respecto a la disposición textual alternativa, si bien en una línea de trabajo mucho menos radical —digamos que rozando el grado cero de textovisualidad—, podemos por ejemplo observar cómo Guillermo Molina Morales, en Estado de emergencia (2013), integra a veces versos exentos que recrean o repiten publicidad real de grandes marcas; en estos supuestos, situar el verso exento es una forma de darle visibilidad, de publicitar el verso en cuestión, intensificando el efecto humorístico habitual en el autor: Y a ver cómo le digo ahora: Vamos a ser para siempre felices Ven conmigo y seremos siempre felices A lo mejor comprándole un anillo en el Corte Inglés. (Molina Morales, 2003: 33)
Molina Morales dedica a la publicidad una notable atención, lo que puede apreciarse simplemente con leer el primer verso del libro (“Quedó la ventana. Para ver los anuncios”, 2003: 9), y varias menciones concretas: “[...] Luego escribiréis palabras de / Humo. Palabras como Nike, Coca-Cola, Comunismo” (9). Podemos citar también a Isabel Bono, quien compone los textos de Cahier (2014) con retazos de prensa, a veces de noticias y a veces de anuncios de publicidad. Otro ejemplo de uso cínico o paródico de la publicidad puede verse en Cuánto dura cuanto (2010), de María Eloy García [Fig. 5]:
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Figura 5. “Termomix” (García, 2010: 31) La ironía o la parodia son instrumentos para mostrar la reluctancia frente al discurso publicitario, pero hay poéticas que son explícitamente críticas y combativas. En esta línea, el conocido poeta visual Antonio Gómez lleva a cabo en su obra “Invasión” una lectura crítica de la actividad mercantil y mercadotécnica de las grandes multinacionales utilizando botellas de Coca-Cola [Fig. 6]:
Figura 6. “Invasión” (Gómez, 2014)
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Otra poeta visual, Ainize Txopitea, critica el sexismo habitual en la publicidad, mediante su poema “Homenaje a las amas de casa” [Fig. 7]:
Figura 7. “Homenaje a las amas de casa” (Txopitea, 2005) Por último, aunque su textualidad puede recordar a la tradicional, no estaría de más hacer una breve referencia al singular poema de J. Jorge Sánchez “Catálogo de ikea (o acerca del nuevo ‘republicanismo’)”, incluido en Contra Visconti (2015: 63-72). Este poema largo se construye interviniendo los textos del catálogo publicitario
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de ikea de 2010, a los que se suman versos que describen una visita del poeta a una de las franquicias de la multinacional; a todo ello se añaden intertextos del ensayo de Philip Pettit Republicanismo (1997), que contrastan con el lema comercial de la marca sueca: “Bienvenido a la república independiente de tu casa”. Con estos materiales, J. Jorge Sánchez vertebra un poema dividido en varias partes (como se venden los muebles de ikea, en fragmentos para que el propio comprador los monte), utilizando versos de diez y doce sílabas, que parecen huir deliberadamente del endecasílabo, forzando la métrica para no caer en ningún esteticismo. Las largas cadenas de versos iguales parecen recordar la uniformidad de los productos vendidos en serie. El resultado es un poema demoledor, crítico con la marca y también con la experiencia de haber caído en las redes de su mercadotecnia, que aprovecha sutilmente las posibilidades textovisuales.
Conclusiones [...] en lenguaje que comprenderéis sin problemas, en lenguaje publicitario Rubén Martín Giráldez
Por todo lo dicho, parece claro que la publicidad tiene repercusión en la poesía contemporánea no cuando se transforma en una adaptación o traducción de lo mercadotécnico por otros medios, sino cuando se convierte en un modo textovisual de pensar autocríticamente (o, al menos, autoconscientemente) sobre el discurso publicitario. En ese momento se produce un salto cualitativo, explicado a la perfección por Gottfried Boehm (2011: 58): “La ‘imagen’ no es simplemente un nuevo tema, sino que implica más bien otro tipo de pensamiento, un pensamiento que se muestre capaz de clarificar y aprovechar las posibilidades cognitivas que hay en las representaciones no verbales, que durante tanto tiempo han sido minusvaloradas”. En los ejemplos que se han comentado —y en muchos más que podrían aportarse—, la poesía visual se percibe como afectada in toto por las estrategias de diseño publicitario. Así, el lenguaje textovisual es un elemento pre-
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dominante, que rompe la tradicional “caja” alineada a la izquierda del poema para buscar otros fines expresivos y criticar el poder de la imagen sobre el imaginario. A mi juicio, son poéticamente más valiosos y menos ingenuos aquellos supuestos en los que el poeta muestra ironía, parodia, corrosión o conciencia crítica sobre el “legado” publicitario, porque, como decía Ramón Gómez de la Serna en su extraordinaria novela El hombre perdido (1947), “la vida tiene que ser algo más que leer los anuncios luminosos y comprar magnesia” (1962: 58).
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Eslogan, estribillo y epifonema. Qué poesía vendemos Ángel Luis Luján Atienza Universidad de Castilla-La Mancha
Introducción Cada vez que se trata de poner en relación poesía y publicidad nos encontramos en el terreno común de la retórica. La elaboración del lenguaje para persuadir o emocionar es común a ambos discursos, que comparten, por tanto, idénticos procedimientos en todos los niveles, especialmente en el de inventio y elocutio. Esto quiere decir que un análisis puramente formal o lingüístico no arrojaría, en principio, diferencias entre un mensaje poético y uno publicitario. La pregunta que se impone, entonces, es dónde ubicar la diferencia específica, que nuestra intuición de lectores y la sanción social nos dice que debe existir, entre un eslogan y un verso. No procede apelar a la finalidad (en el plano pragmático), pues en muchos casos puede incluso ser coincidente, como en la poesía de corte político o comprometido.
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En una entrevista, el poeta chileno Raúl Zurita respondía así a la pregunta de si la poesía puede caracterizarse por algo: Un poema no puede competir con un eslogan de Nike, pero es la luz que devuelve los significados. Escuchas “Metro Gas: calor humano, calor natural” y ninguna palabra está diciendo lo que dice. Vivimos la agonía del idioma. Tú dices árbol y ellos, celulosa no sé cuál. Dicen que los jóvenes hablan cada vez con menos palabras. Es una estupidez, para decir “te quiero” solo hacen falta dos palabras. El peligro es la imposición del lenguaje del capital. La uniformización en base al lucro es una derrota (Zurita, en Rodríguez Marcos, 2015).
Zurita lleva la discusión al terreno lingüístico, al asegurar que el lenguaje de la publicidad, más que mentiroso, es un lenguaje vacío: no dice lo que dice. En cambio, el del poema es un lenguaje pleno: dice más de lo que dice. Sin embargo, si nos atenemos al ejemplo que aduce, las palabras “calor humano, calor natural” significarían lo mismo, en el nivel elocutivo, en un poema y en un eslogan. Tampoco es del todo cierto que el lenguaje de la publicidad sea meramente técnico; ocurre más bien lo contrario: el discurso publicitario tiende a hacerse comprensible universalmente, pues para sus fines necesita sacar provecho de las “palabras de la tribu”. Igualmente es dudoso que el lenguaje publicitario promueva la uniformidad; de hecho, busca la variedad y la novedad, pues la repetición indiscriminada va contra sus propios intereses. Las declaraciones de Zurita exponen un prejuicio generalizado (sobre todo entre las gentes de letras) que demoniza la “mercantilización” del lenguaje en la publicidad frente a la plenitud de la palabra en la literatura, sin ver que ambas usan idénticos procedimientos lingüísticos, y frente a la evidencia de que existen spots y eslóganes mucho más creativos que muchos poemas. ¿Dónde establecer, entonces, una frontera? ¿Es la lengua neutra o no, más allá del uso que se haga de ella? ¿No tiene la poesía también la finalidad de “vendernos” un tipo de producto, digamos “espiritual”, “emotivo”, o incluso de venderse a sí misma? Todas estas preguntas surgen cuando reflexionamos sobre el terreno común entre poesía y publicidad, y es precisamente en el eslogan, el elemento más signifi-
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cativo del discurso publicitario, donde más rico y más conflictivo a la vez resulta el encuentro entre ambos lenguajes.
Eslogan, estribillo y epifonema Si buscamos los procedimientos poéticos más cercanos al eslogan, sin duda los encontraremos en el estribillo y el epifonema. Al estudiar juntos estos tres fenómenos en poetas españoles de la segunda mitad del siglo xx, época del gran desarrollo de la publicidad y el marketing, podemos indagar no solo en los rasgos que unen y separan discurso publicitario y discurso poético, sino también, a través de unas calas significativas, observar la evolución del tipo de mensaje y el tipo de estética que ha “puesto en venta” cada periodo, grupo o poeta, pues tanto en el estribillo como en el epifonema, en su cercanía al eslogan, se esencializa la función de la poesía y su mensaje. Del estribillo en la poesía española del siglo xx, a partir de su caracterización y su función, me he encargado en otro trabajo (Luján Atienza, 2010). Allí situaba el estribillo entre las figuras de repetición y proponía un marco teórico para estudiarlo que estaba basado en el estudio de Maria Spyropoulou para el estribillo de la canción francesa (Spyropoulou Leclanche, 1998), y que se puede trasladar perfectamente al estudio semiótico del estribillo poético. Spyropoulou se fija en los elementos de ruptura (según la tradición de la etimología francesa)1 en lo que atañe a la métrica y la enunciación, la organización interna del estribillo y su semántica. Todos estos criterios se pueden reconsiderar desde el punto de vista semiótico, siguiendo el espíritu de su propuesta, agrupándolos en lo que atañe a cada uno de los planos de significación, y teniendo en cuenta que cada uno de estos niveles hay que estudiarlo desde una doble perspectiva: la que afecta a la estructura interna del estribillo y la relación del estribillo con el conjun1. Hay que recordar que la etimología de refrain (‘estribillo’ en francés) no supone un prefijo re- que indique repetición, como nos puede parecer y sería lógico, sino que procede del término del latín popular *Refrangere (