Conversaciones para iniciarse en la vida espiritual [1ª ed.] 9788430119479

A finales del siglo IV, dos monjes se encaminaron al desierto de Egipto. Su entusiasmo juvenil les había empujado a aban

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Spanish; Castlian Pages 160 [80] Year 2016

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Table of contents :
ÍNDICE GENERAL

Noticia sobre Juan Casiano y su obra................ 7

CONVERSACIONES PARA INICIARSE EN LA VIDA ESPIRITUAL

Primera conversación
Objetivo y fin de la vida espiritual

1. Prólogo .............................................................. 11

2. El objetivo y el fin de la vida espiritual........... 13

3. La auténtica respuesta....................................... 15

4. La perseverancia en el objetivo, clave para llegar al fin................................... 16

5. El ejemplo del arquero....... .............................. 18

6. Sin caridad nada sirve....................................... 20

7. Pureza de corazón y caridad............................. 22

8. María y Marta ...... 24

9. Pregunta sobre el valor de las virtudes............ 27

10. Las virtudes y la contemplación...................... 28

11. Lo único esencial............................................. 31

12. Cómo alcanzar y perseverar en la contemplación.............................. 32

13. Los dos caminos ................ 33

14. La situación del alma tras la muerte................ 36

15. Modos infinitos de contemplar a Dios ............. 41

16. Pregunta sobre los pensamientos ...................... 43

17. El control de los pensamientos........................ 44

18. Más sobre cómo controlar los pensamientos ... 46

19. Triple origen de nuestros pensamientos .......... 48

20. Discernir los pensamientos............................... 50

21. Un ejemplo de discernimiento .......................... 54

22. Cuatro criterios para discernir......................... 56

23. Epílogo .............................................................. 58

Segunda conversación
El discernimiento espiritual

1. Prólogo ............................................................. 63

2. El discernimiento, clave de la vida espiritual .. 65

3. Dos ejemplos de falta de discernimiento......... 68

4. Necesidad del discernimiento........................... 69

5. El lamentable caso del anciano Herón............. 71

6. El caso de los dos hermanos............................. 73

7. El caso de un monje.......................................... 75

8. El caso del monje que abandonó la fe cristiana 76

9. Pregunta sobre la adquisición del discernimiento…78

10. La humildad....................................................... 79

11. La enseñanza del abba Serapión sobre el discernimiento ................................81

12. El miedo a manifestar nuestros pensamientos …85

13. Los falsos maestros y la compasión ............... 86

14. Las Escrituras prescriben dejarse aconsejar por un anciano…92

15. El ejemplo del apóstol Pablo .......... 93

16. Moderación frente a radicalismos ................... 95

14. El Señor es quien nos instruye......................... 139

15. Sin Dios no podemos nada ............................... 140

17. Peligros de una abstinencia inmoderada......... 96

18. Pregunta sobre el límite de la continencia ....... 97

19. La comida adecuada para cada día.................. 98

20. El régimen prescrito no peca de escaso........... 99

21. Observar con fidelidad el régimen prescrito .... 100

22. Dieta equilibrada ............................................. 101

23. La continencia en el comer................. 102

24. Un ejemplo de glotonería ................................. 103

25. Pregunta sobre cómo ser fieles al practicar la continencia en el comer…104

26. Continencia y hospitalidad ............................. 105

27. Epílogo .................. 107


Tercera conversación
Las tres renuncias

1. Prólogo ..................... ................................. 111

2. Encuentro con el abba Pafnucio...................... 113

3. Los tres tipos de vocación ..................... 114

4. Sobre los tipos de vocación............................. 115

5. Lo que cuenta no es cómo se empieza, sino cómo se termina............................................117

6. Los tres tipos de renuncia................................ 119

7. Es preciso practicar todas las renuncias .......... 121

8. Renuncia a los vicios y práctica de las virtudes…127

9. Los tres tipos de riqueza................................... 129

10. La perfección solo se alcanza con la tercera renuncia ............... 131

11. Pregunta sobre la libertad y el esfuerzo.....134

12. La gracia de Dios^ el esfuerzo propio............ 135

13. El Señor es quien nos guía................................ 138

14. El Señor es quien nos instruye......................... 139

15. Sin Dios no podemos nada ............................... 140

16. La fe es también don de Dios .......................... 143

17. Dios cuida, anima y consuela...................... 145

18. El temor de Dios.......................... 146

19. La iniciativa de nuestra salvación parte de Dios…147

20. Nada en este mundo sucede sin que Dios lo permita............................... 149

21. El valor de la libertad personal....................... 150

22. La providencia divina acude en ayuda de la libertad humana................................................. 151

23. Epílogo............................................................... 153
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Conversaciones para iniciarse en la vida espiritual [1ª ed.]
 9788430119479

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Juan Casiano

Juan Casiano

CONVERSACIONES

CONVERSACIONES SOBRE LA VIDA ESPIRITUAL

PARA INICIARSE EN

LA VIDA ESPIRITUAL

EDICIONES

SIGUEME

ICHTHYS

JUAN CASIANO

43 Colección dirigida por Francisco José López Sáez

CONVERSACIONES PARA INICIARSE EN

LA VIDA ESPIRITUAL

EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2016

NOTICIA SOBRE JUAN CASIANO Y SU OBRA

© Tradujo Eduardo Otero Pcrcira sobre los originales latinos Collatio abbatis Moysis prima-. Collatio abbatis Moysis secunda y Collatio abbatis Paphnuti tertia © Ediciones Sígueme S.A.U., 2016 C7 García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España Tlf.: (+34) 923 218 203 - Fax: (+34) 923 270 563 [email protected] www.sigueme.es

ISBN: 978-84-301-1947-9 Depósito legal: S. 447-2016 Impreso en España / Unión Europea Imprenta Kadmos, Salamanca

El autor. Muchos estudiosos de la Antigüedad cris­ tiana consideran a Casiano el escritor más destacado del siglo V. Una razón de peso es que fue de los pocos autores que vivió entre Oriente y Occidente. Casiano nació en la región de Escitia, en el cur­ so final del río Danubio, el año 360. Siendo niño in­ gresó en un monasterio de Belén. Pasado el tiempo, y buscando mayor perfección en su vida monástica, marchó con su amigo Germán a los monasterios de Egipto, donde entró en contacto con varios de los más reconocidos maestros espirituales de la época. En el año 405 Casiano llega a Roma, enviado por los amigos de Juan Crisóstomo para que intercediera por él ante el papa Inocencio I. El emperador había castigado con el exilio a Crisóstomo, desacreditando así la doctrina del patriarca de Constantinopla. Solo el Papa tenía poder para rehabilitar su fama. Casiano ya no regresará a Oriente, sino que toda su actividad la desárrollará en Roma y en Marsella, donde funda dos monasterios contemplativos. Es en esta ciudad francesa donde muere el año 435. Sus escritos. Las dos obras principales de Casiano se ocupan de la vida monástica. A través de ellas llegó a Occidente el estilo de vida de los cenobios de Pales­ tina y Egipto, verdaderas cunas del monaquisino. 7

Para valorar en su justa medida la relevancia de este hecho, basta con indicar que sin Casiano y su ma­ gisterio no seria comprensible, un siglo después, la aparición de san Benito y la fundación de la orden be­ nedictina, que marcará la espiritualidad de Occidente a lo largo de la Edad Media. Tampoco se entenderían los movimientos místicos y las órdenes religiosas del Renacimiento, para quienes Casiano constituyó una fuente de inspiración inagotable. Los títulos de las grandes obras de Casiano hablan por sí mismos. Primero redacta Las instituciones de los cenobios y los remedios para los ocho vicios ca­ pitales, y más tarde las veinticuatro Conversaciones con los monjes que moran en el desierto. Si el primer volumen se centra en el hombre exterior y en la orga­ nización de la vida, el segundo se ocupa del hombre interior y del itinerario que debe seguir para alcanzar la perfección y la contemplación de Dios. El libro que el lector tiene en sus manos recoge las tres primeras conversaciones de Juan Casiano y su amigo Germán con dos monjes del desierto egipcio: abba Moisés y abba Pafnucio. Guiado por ellos, el lector de todos los tiempos descubre un método para iniciarse en la vida espiritual y una orientación segura para avanzar por las etapas y los temas que conducen hasta las puertas del reino de los cielos.

8

Primera conversación

OBJETIVO Y FIN DE LA VIDA ESPIRITUAL

1

Prólogo

El desierto egipcio de Escete fue el lugar en el que vivieron los más famosos padres consagrados al mo­ nacato, a cuya forma de vida acompañaba todo tipo de perfección. Entre estas egregias flores, la que mejor olía era la del abba' Moisés gracias a sus virtudes as­ céticas y contemplativas. Como yo deseaba dotarme de un fundamento só­ lido a través de sus enseñanzas, fui a visitarlo en com­ pañía del abba Germán. Inseparables desde las pri­ meras armas de nuestra milicia espiritual, habíamos vivido en común, tanto en el cenobio como en el de­ sierto. De tal modo que todos, cuando se referían a nuestra estrecha amistad y a nuestros propósitos coin­ cidentes, decían que éramos una sola mente y una sola alma en dos cuerpos. Así pues, los dos juntos pedimos entre lágrimas al abba unas palabras para nuestra edificación. Cono­ cíamos bien la rigidez de su espíritu y sabíamos que solamente accedía a* abrir la puerta de su perfección a quienes lo deseaban con fe y se lo pedían con corazón 1. Con el término arameo abba se designa en Oriente tanto al monje que atesora una gran sabiduría espiritual como, en general, al que se ha retirado al desierto. En esta edición mantenemos la pa­ labra a ramea junto al nombre propio de un monje concreto y, cuando es genérico, la traducimos por «padre». De esta denominación ha de­ rivado en la tradición benedictina el nombre de «abad» [N. del T.j.

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contrito. De esa manera evitaba hablar con quienes o no querían conocer sus enseñanzas o mostraban una sed moderada de conocerlas. Se trata, en efecto, de verdades necesarias que han de reservarse únicamen­ te a quienes aspiran a la perfección. Por eso se es­ forzaba para no dar la impresión de que incurría en el pecado de la jactancia o en el delito de traición si las manifestaba a gentes que eran indignas o que las recibían de mala gana. Al fin, vencido por nuestras insistentes súplicas, comenzó a hablar.

2 El objetivo y el fin DE LA VIDA ESPIRITUAL

1. Toda arte y disciplina tiene, dijo él, un objetivo y un fin, una finalidad1. Toda persona que aspira a destacar en cualquiera de las artes tiene esto en cuen­ ta, y soporta con ecuanimidad y alegría no solo los esfuerzos y los peligros, sino incluso las pérdidas. El agricultor trabaja la tierra sin descanso y some­ te a su arado las indómitas glebas del terreno, sopor­ tando unas veces los tórridos rayos del sol y otras la nieve y el hielo. Su objetivo es desbrozar el terreno de zarzas y eliminar las malas hierbas para que esa tierra, a fuerza de trabajarla, se vuelva fina como la arena. Así espera lograr su fin, que es obtener una cosecha de abundantes frutos, gracias a la cual pueda llevar después una vida segura y acrecentar su patrimonio. 2. Por eso, a renglón seguido vacía sin pena sus graneros repletos de semillas y las entrega con obs­ tinado esfuerzo a los reblandecidos surcos. Y como tiene la mente puesta en la futura cosecha, no se preo­ cupa por la presente disminución de sus semillas. Los que, por su parte, se dedican al comercio y a los negocios no tienen miedo a los imprevisibles caI. Casiano utiliza aquí dos palabras griegas: scopos y telos. La primera la hemos traducido por «objetivo» y la segunda por «fin» o «finalidad» (N. del T.J.

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prichos del mar ni temen sus peligros. Las alas de la esperanza los llevan hasta su fin, el cual no es otro que obtener beneficios. De igual modo, los que ejercen con ardor y ambi­ ción la carrera de las annas, ante la perspectiva del honor y del poder no sienten los peligros y las muer­ tes en los largos viajes, ni ceden a las dificultades y a las guerras, pues anhelan obtener la gloria, que es el fin que se han propuesto. 3. Pues bien, del mismo modo nuestra profesión tiene su propio objetivo y su fin específico, por el cual toleramos, ajenos a la fatiga e incluso con ale­ gría, todas las penalidades. A causa de este fin no nos fatigan los ayunos, aceptamos de buen grado el cansancio de las vigilias, no nos hastía la lectura y la meditación continuada de las Escrituras, tampoco nos dan miedo el esfuerzo incesante, la desnudez, la privación de todas las cosas, ni siquiera la absoluta soledad del desierto. Fue sin duda por esto mismo por lo que vosotros despreciasteis el afecto de vuestros padres, el suelo patrio y los placeres mundanos para buscar, después de atravesar muchos países, la compañía de gente como nosotros, rústicos e ignorantes, que viven en la desolación de este desierto. Así pues, respondedme: ¿Cuál es vuestro objeti­ vo, cuál es vuestro fin, qué es lo que os motiva a so­ portar esto con tanta alegría?

14

3

La

auténtica respuesta

Como el abba Moisés insistía reiteradamente en conocer nuestra respuesta a su pregunta, le replica­ mos que toleramos todo esto para poder alcanzar el reino de los cielos.

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4

La perseverancia

en el objetivo,

CLAVE PARA LLEGAR AL FIN

1. El abba Moisés respondió: Habéis hablado co­ rrectamente. Pero por encima de todo necesitáis cono­ cer el objetivo que nos permitirá, una vez alcanzado, acceder al fin último. De inmediato, nosotros confesamos humildemen­ te nuestra ignorancia al respecto. Solo entonces el abba Moisés retomó la palabra para recordar: Toda arte y disciplina va precedida de un cierto objetivo del alma y de un firme propósito de la mente. Si uno no es capaz de mantenerse firme y de perseverar en este empeño, jamás conseguirá obtener el deseado fruto que se ha propuesto. 2. Ya he dicho que el agricultor tiene como fin úl­ timo vivir seguro y sin apuros gracias a la abundancia de las cosechas, pero su objetivo inmediato es limpiar su campo de todo tipo de zarzas y de malas hierbas. Sabe que no logrará la abundancia que se ha propues­ to como fin si antes no ha concebido en su mente ra­ cional, en sus obras y en sus esperanzas aquello de lo que desea disfrutar. Tampoco abandona el mercader su deseo de acumular mercancías que le permitan amontonar riquezas, pues en vano desearía el lucro si no hubiera elegido un camino que le conduzca ha­ cia él. Del mismo modo, los que aspiran a gozar de 16

los honores de este mundo, primero se proponen un oficio o una carrera a la que dedicarse para conseguir más tarde por medio de ella el fin de conquistar su ansiada dignidad a través del legítimo camino que les marca la esperanza. 3. Para nosotros el fin último de nuestra vida es el reino de Dios. Pero ¿que objetivo debemos perseguir diligentemente? Si no encontramos este objetivo, en vano nos esforzaremos, puesto que los que avanzan sin seguir una ruta únicamente obtienen fatiga sin pro­ vecho alguno. Como nos faltaban las palabras, el anciano conti­ nuó hablando: La finalidad última de nuestra profe­ sión, como ya hemos dicho, es el reino de Dios o el reino de los cielos, pero el objetivo es la pureza de corazón, sin la cual resulta del todo imposible llegar a este fin. 4. Poniendo toda nuestra atención en dicho obje­ tivo, dirigiremos nuestra mirada en dirección a él y avanzaremos en línea recta como si siguiéramos una línea. Si nuestro pensamiento se separa mínimamen­ te de esta línea, tendremos que volver a ella de inme­ diato y corregir nuestro desvío como si tuviéramos una regla, que reorientará al momento todos nuestros intentos de desviamos y nos llevará a converger en un solo punto a poco que nuestra mente se aparte de la dirección que nos hemos propuesto.

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1. Algo semejante les sucede a los arqueros, que se esfuerzan por mostrar su pericia ante un rey de este mundo lanzando flechas contra pequeñas dianas con premios. Ellos tienen claro que solo alcanzarán su fin, o sea, el premio deseado, si siguen la línea que condu­ ce al objetivo. Dicho con otras palabras, únicamente ganarán este premio si son capaces de alcanzar con sus flechas el objetivo previamente fijado. Pero si la diana desaparece de su vista y su mi­ rada se aleja de la buena dirección, no sabrán si han fallado, pues carecen de un punto de referencia que les confirme el acierto de su tiro o, por el contrario, denuncie su falta de puntería. Entonces lanzan flechas al aire sin sentido y no serán capaces de juzgar en cuánto han fallado, ya que ningún indicio les indicará la gravedad de su fallo y tampoco su mirada desorien­ tada les mostrará cómo corregir o rectificar su tiro. 2. Para nosotros la finalidad última que persigue nuestro objetivo es, como dice Pablo, la vida eterna: Tenéis como fruto la santificación y como fin la vida eterna (Rom 6, 22). Ahora bien, el objetivo es la pu­ reza de corazón, a la cual denomino santificación; sin ella es imposible lograr el fin antes aludido. Dicho de otro modo: «Tenéis como objetivo inmediato la pure­ za de corazón y como finalidad última la vida eterna».

El propio Pablo nos ilustra elocuentemente sobre nuestro objetivo: Olvidando lo que hay detrás de mi, avanzo hacia las cosas que hay delante de mi y per­ sigo el fin hacia el premio de la suprema vocación del Señor (Flp 3, 13-14). El Apóstol utiliza la expre­ sión griega kata skopon dioko («yo corro siguiendo un objetivo»), como si dijera: Persiguiendo este ob­ jetivo, me olvido de lo que ha quedado detrás, esto es, los pecados del hombre anterior, y me esfuerzo por llegar alfin último del premio celeste. Por tanto, hemos de perseguir con todas nuestras fuerzas lo que nos puede llevar a este objetivo, es decir, a la pureza de corazón, y evitar, por pernicioso y perjudicial, lo que nos aleja de él. Para lograr dicha pureza hacemos y soportamos todo: por ella hemos dejado a los padres, hemos aban­ donado la patria, rechazado honores, riquezas, todas las delicias y placeres mundanos. Solo así mantene­ mos una perpetua pureza de corazón. 4. Una vez que nos hayamos propuesto este fin úl­ timo, nuestros actos se encaminarán a lograrlo. Pero si no tenemos siempre el fin ante los ojos, nuestros esfuerzos resultarán vacíos e inestables, e incluso los malgastaremos de manera absurda, sin obtener ningu­ na ganancia. Más aún, se suscitarán en nosotros todo tipo de pensamientos contradictorios entre sí. En efecto, resulta inevitable que el alma que care­ ce de una referencia o de algo a lo que agarrarse sufra cambios casi a cada hora, incluso de un momento a otro. Al mismo tiempo, se ve invadida por pensamien­ tos de todo tipo que surgen en ella de continuo y, muy influida por estímulos externos, se deja llevar por la primera impresión que le sobreviene.

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5

El ejemplo del

arquero

6 Sin

caridad nada sirve

1. Por cuanto venimos diciendo, y según hemos podido comprobar, muchos renunciaron a las mayores fortunas de este mundo. Y no solo a cantidades ingen­ tes de dinero, sino también a inimaginables propieda­ des. Y hasta se han dejado llevar por una inclinación hacia el escalpelo, el punzón, la aguja y la pluma de escribir. Si hubieran mantenido siempre constante la contemplación de su corazón puro, nunca se habrían inclinado hacia cosas de poca importancia una vez que prefirieron despojarse de bienes considerables y preciosos antes que verse sometidos a ellos. 2. Algunos conservan un manuscrito con tanto cuidado que no permiten de ninguna manera que otra persona lo lea o lo toque, y les producen una angus­ tia mortal aquellas cosas que en realidad les deberían animar a ser pacientes y caritativos. Una vez que han distribuido todas sus riquezas por amor a Cristo, la antigua pasión de su corazón se dirige hacia cosas más insignificantes, y a veces montan en cólera por ellas. Como no poseen la caridad apostólica, se vuel­ ven totalmente estériles c infructuosos. Previendo esto en su espíritu, dice el Apóstol: Si distribuyo to­ das mis riquezas para alimentara los pobres y entre­ go mi cuerpo para que arda pero no tengo caridad, todo eso no me sirve de nada (1 Cor 13,3). 20

3. No cabe duda, pues, de que si no existe la ca­ ridad, cuyas propiedades describe el Apóstol, la per­ fección no se logra automáticamente a través de la desnudez o de la privación de todas las riquezas y el desprecio de los honores. En efecto, la perfección se encuentra únicamente en la pureza de corazón. Así, no conocer ni la envidia ni la arrogancia, no sentir cólera ni comportarse de manera inicua, no buscar el interés propio, no ale­ grarse de la injusticia, no tener malos pensamientos contra los demás, ¿,qué es sino ofrecer siempre a Dios un corazón perfecto y completamente puro, ponién­ dolo a buen recaudo para que no le afecte ningún tipo de perturbación?

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7

Pureza

de corazón y caridad

1. La pureza de corazón es, en definitiva, la meta de todos nuestros actos y deseos. Por ella aspiramos a vivir en soledad, por ella debemos asumir ayunos, vigilias, trabajos, desnudez corporal; por ella nos dedicamos a la lectura y practicamos muchas otras virtudes. Es así como hacemos nuestro corazón invul­ nerable a todas las pasiones perniciosas y lo conser­ vamos en este estado; es asi como podemos ascender paso a paso hasta la perfección de la caridad. Y si nos surge una ocupación honesta y necesaria que nos impide cumplir con nuestro ideal de vida, no debemos caer en la tristeza, la ira o la indignación, ya que la obra que nos vemos impedidos a hacer íbamos a hacerla precisamente para combatir esos vicios. 2. De hecho no se gana tanto por medio de un ayu­ no como se pierde por causa de la ira, ni se obtiene tanto fruto de la lectura como se perjudica a un herma­ no al despreciarlo. Todas las cosas secundarias, o sea, los ayunos, las vigilias, retirarse en soledad, la medi­ tación de las Escrituras, conviene que las ejercitemos conforme al objetivo principal, o sea, la caridad. Ahora bien, no conviene perturbar a causa de di­ chas cosas la virtud principal, pues mientras esta re­ sida íntegra e incólume en nosotros, nada nos podrá dañar si por alguna necesidad no nos es posible llevar 22

a cabo alguna de las practicas secundarias. No servirá de nada haber realizado todas estas prácticas si per­ demos de vista la causa principal, pues el deseo de lograr esta es lo que nos mueve a llevar a cabo todo lo demás. 3. ¿Qué artesano se esfuerza por conseguir y pro­ curarse herramientas de diverso tipo para luego guar­ darlas sin más, sin obtener ninguna ganancia con ellas? El fruto que espera no depende de la mera posesión de los instrumentos, sino de utilizarlos eficazmente para alcanzar la pericia y el dominio de esa disciplina de la que los instrumentos son tan sólo medios. Así pues, los ayunos, las vigilias, la meditación de las Escrituras, la desnudez y la privación de todas las riquezas no son la perfección misma, sino instrumen­ tos para lograrla; no se ejercitan como fin en sí mis­ mas, sino como medios que nos llevan al fin. 4. Estas ejercitaciones no le sirven de nada a quien se conforme con ellas como si fueran el bien supre­ mo, a quien conduzca su corazón solamente hasta este punto y no dedique todos los esfuerzos de su virtud a alcanzar el fin por el que se realizan estas prácticas. Un individuo así tiene los instrumentos de esta disci­ plina, pero ignora el fin en el que reside todo fruto. Así pues, cualquier cosa que pueda perturbar esta tranquilidad de nuestra mente, aunque nos parezca útil y necesaria, hemos de desecharla por perjudicial. Esta norma nos ayudará a evitar los desvarios propios de un espíritu errante y vagabundo, y a alcanzar el deseado fin último gracias a la línea que marca la di­ rección correcta.

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1. Llegados a este punto, a lo que prioritariamen­ te hemos de orientar nuestros esfuerzos, lo que debe ser el objetivo inmutable al que tiene que aspirar sin descanso nuestro corazón, es que la mente se adhiera siempre a las realidades divinas y a Dios. Todo lo que es distinto de esto, por importante que sea, es secun­ dario, insignificante e incluso debe ser considerado, con absoluta seguridad, perjudicial. 2. El Evangelio explica de una manera bellísima esta forma de pensar y de actuar a través de Marta y María (Le 10, 38-42). En efecto, Marta se dedicaba a un servicio divino, puesto que servía al propio Señor y a sus discípulos; a su vez, María se ocupaba úni­ camente de la doctrina espiritual y permanecía a los pies de Jesús, los besaba y los ungía con el ungüento de la confesión. Es a esta a quien prefiere el Señor, porque ha elegido la mejor parte, la parte de la que no podrá ser privada. Ahora bien, cuando Marta vio que ella se ocupaba de todo con piadosa solicitud y generosidad, que lo hacía sola y que no era capaz de estar a la altura de un ministerio tan importante, le pidió al Señor la ayuda de su hermana diciendo: ¿No te parece mal que mi hermana me haya dejado sola sirviendo? Dile que me ayude (v. 40). Marta pedía que su hermana colaborara

no en un trabajo insignificante, sino en un servicio realmente digno de alabanza. Y sin embargo, ¿qué oyó del Señor?: Marta, Mar­ ta, estás preocupada e inquieta por muchas cosas, pero pocas son necesarias, incluso solamente una. María ha elegido la parte buena, de la que no será privada (v. 41-42). Veis, pues, que el Señor situó el bien principal únicamente en la theoria, esto es, en la contemplación divina. 3. De ahí que las demás virtudes, aun siendo nece­ sarias, útiles y buenas, debemos ponerlas en un lugar secundario, pues todas ellas se practican exclusiva­ mente con vistas a obtener la contemplación divina. Cuando el Señor dice: Estás preocupada e inquie­ ta por muchas cosas, pero pocas son necesarias, in­ cluso solamente una, sitúa el bien supremo no en la acción, por más que esta sea digna de elogio y pro­ duzca abundancia de frutos, sino en la contemplación de él mismo, que es verdaderamente simple y única. El Señor asegura que pocas cosas son necesarias para lograr la beatitud perfecta en referencia al primer gra­ do de contemplación, que consistente en meditar los ejemplos de unas pocas personas santas. El que está en proceso ascendente llegará desde ese grado de contemplación al grado de contempla­ ción único del que se habla aquí, es decir, a contem­ plar solamente a Dios con la ayuda de su gracia. Con este fin el alma superará las maravillosas obras de los santos y tendrá como único alimento la belleza y la sabiduría de Dios. 4. Según lo que venimos diciendo, las palabras María ha elegido la parte buena, de la que no será privada, han de ser consideradas con atención.

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8 María y Marta

En efecto, cuando el Señor dice que María ha ele­ gido la parte buena, no nombra a Marta ni parece criticarla, pero al elogiar a María da a entender que Marta es inferior. Y cuando dice de la que no será privada, muestra que Marta puede verse privada de su parte (de hecho, un servicio corporal no podrá permanecer siempre con el hombre) y enseña que, por el contrario, la ocu­ pación de María no puede terminar nunca.

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Pregunta

sobre el valor

DE LAS VIRTUDES

Nosotros, conmovidos por estas palabras, pregun­ tamos: ¿Y esto qué significa? ¿Acaso las esforzadas abstinencias, la lectura asidua, las obras de miseri­ cordia, de justicia, de piedad y de hospitalidad nos van a ser robadas y no van a permanecer con la per­ sona que las ha practicado? De hecho, el mismo Señor promete como retri­ bución por estas obras el reino de los cielos cuando dice: Venid vosotros, a los que mi Padre ha bendeci­ do, tomad posesión del Reino que os ha sido prepa­ rado desde el origen del mundo, pues tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... (Mt 25, 35-45). ¿Cómo van a poder privar de lo que conduce al reino de los cielos a quienes practican estas virtudes?

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1. Moisés: Yo no he dicho que quedará sin recom­ pensa una buena obra, pues el Señor mismo afirma: Quien da de beber a uno de estos pequeños un vaso de agua fría por ser mi discípulo, os digo en ver­ dad que no perderá su recompensa (Mt 10, 42). Lo que he afirmado es que cada acción concluye al rea­ lizarse, pues tanto las limitaciones del cuerpo como las acometidas de la carne y la desigualdad propia de este mundo así lo determinan. La lectura asidua y los ayunos para purificar el corazón y castigar la carne solo tienen utilidad en la vida presente, ya que ¡a carne está contra el espíritu (Gal 5, 17). A veces vemos en la vida presente a personas que, fatigadas por una enfermedad corporal o por la vejez, deben interrumpir dichas prácticas; luego estas no pueden ser ejercitadas sin interrupción. 2, Y aún más se interrumpirán en el futuro, cuan­ do este cuerpo corruptible se revestirá de lo inco­ rruptible (1 Cor 15, 53), y este cuerpo que es ahora animal resucitará como espiritual (1 Cor 15, 44), y la carne ya no será contraria al espíritu. Sobre este asunto habla el Apóstol sin ambigüedad: El ejerci­ cio corporal es útil en cierta medida, mientras que la piedad (entendiendo por ella la caridad) es útil por completo, pues ella tiene las promesas de la vida pre-

sente y de la vida futura (1 Tim 4, 8). Decir que algo tiene límites es declarar con claridad que no se puede ejercer de forma continuada y que, por sí solo, resulta incapaz de otorgar el mayor grado perfección a quien lo ejercita. 3. Así, la expresión «en cierta medida» se refiere tanto a la brevedad del tiempo -puesto que la ejercitación del cuerpo no puede acompañar al hombre en el presente ni en el futuro- como a la insignificancia del provecho que se puede extraer de la ejercitación de la carne. El sufrimiento corporal es el punto de partida del progreso que le sigue, pero no es la perfecta cari­ dad, que contiene las promesas de la vida presente y de la futura. Nosotros consideramos que estas obras son necesarias, pero solamente porque sin ellas no se puede ascender a la cima de la caridad. 4. Las obras de misericordia de las que habláis son necesarias en el tiempo presente, mientras nos halla­ mos aún bajo el dominio de la diversidad y la des­ igualdad: ni siquiera se esperarían aquí tales obras si no fuera por el gran número de pobres, indigentes y enfermos, fruto de la injusticia de los hombres que se han adueñado para su propio uso de lo que el Creador puso a disposición de todos, sin que ni siquiera se sir­ van de ello. 5. Mientras en este mundo la desigualdad avanza, la acción será necesaria y útil para el que la realiza, pues el afecto amoroso y la voluntad piadosa recibi­ rán el premio de la herencia eterna. Pero esta acción ya no será necesaria en el tiempo futuro, puesto que entonces reinará la igualdad y ya no existirá la desigualdad que obliga a ejercerla. Al contrario, todos pasarán de las múltiples facetas de

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Las virtudes y la contemplación

la vida activa, que es la que tiene lugar en el mundo presente, a la caridad de Dios y a la contemplación -gracias a la pureza perpetua del corazón- de las rea­ lidades divinas. A esto es a lo que eligieron dedicarse con todo su esfuerzo, estando aún con los pies en este mundo, los que aspiran a la sabiduría divina y a la pureza del alma. Ellos mismos se consagran en su carne todavía corruptible a este servicio, en el que permanecerán incluso después de haber abandonado la corrupción de la carne, cuando alcancen aquella promesa del Se­ ñor: Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt 5, 8).

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11

Lo

ÚNICO ESENCIAL

1. ¿Por qué sorprenderse de que las obras virtuosas que hemos enumerado más arriba vayan a desapare­ cer? El venerable Apóstol considera transitorios in­ cluso los cansinas del Espíritu Santo, siendo estos sublimes, y afirma que sólo la caridad permanecerá eternamente. Dice en una de sus cartas: Las profe­ cías serán abolidas, las lenguas cesarán, la ciencia será destruida; pero la caridad nunca dejará de ser (1 Cor 13, 8). 2. En efecto, todos los dones son concedidos en razón del uso y de la necesidad, y por un tiempo limi­ tado; no cabe duda de que desaparecerán una vez se hayan administrado. Pero la caridad no sólo actúa de manera útil en nosotros ya en este mundo, sino que también permanecerá en el mundo futuro, cuando nos hayamos librado de la carga de las necesidades corporales, y lo hará con mayor eficacia y excelencia, sin corromperse ni alterarse, para unirse a Dios con mayor pasión y confianza, gracias a su perpetua inco­ rruptibilidad.

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CÓMO ALCANZAR Y PERSEVERAR

Los DOS CAMINOS

EN LA CONTEMPLACIÓN

Germán: ¿Hay alguien que, envuelto por una car­ ne tan frágil, pueda permanecer tan inmerso en la con­ templación que no le distraigan las ocupaciones que acarrea la llegada de un hermano, la visita a un enfer­ mo, el trabajo manual o la hospitalidad que hay que brindar a extranjeros y forasteros? Más aún, ¿quién no se distraerá de esto a causa de las propias necesidades y de los cuidados que el propio cuerpo reclama? Nosotros queremos aprender cómo y en qué me­ dida nuestra mente puede unirse al Dios invisible e incomprensible.

1. Moisés: Mientras el hombre esté envuelto por esta carne tan frágil, le resultará imposible unirse a Dios y contemplarlo sin cesar, tal como decís. No obs­ tante, es necesario que tengamos claro a dónde dirigir la intención de nuestra mente y en qué objetivo fijar los ojos de nuestra alma. Alégrese el alma cuando pueda alcanzar el objetivo y llore si, en cambio, se ha distraído. Entendamos que nos hemos alejado del bien supremo cada vez que hemos puesto nuestra mirada en otras cosas, y tengamos por impuro el separarnos siquiera un instante de la contemplación de Cristo. 2. En cuanto nuestra atención se desvíe de él mí­ nimamente, clavemos en él los ojos del espíritu. Todo sucede en la parte más interior del alma. Justo cuando el diablo ha sido expulsado y no reina en el alma el pecado, se instaura en nosotros el reino de Dios, como escribe el evangelista: El reino de Dios no vendrá de manera que sea observado con los ojos o que digan: Está aquí o allí. En verdad os digo que el Reino está dentro de vosotros (Le 17, 20-21). Pero dentro de no­ sotros sólo puede estar o bien el conocimiento o la ig­ norancia de la verdad, o bien el amor al pecado o a la verdad, y es así como preparamos en nuestro corazón el reino o bien para el diablo o bien para Dios.

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3. Según el Apóstol: El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo (Rom 14, 17). Así pues, si el reino de Dios está dentro de nosotros y es justicia, paz y alegría, enton­ ces quien permanece en dichas realidades está sin duda en el reino de Dios; en cambio, los que viven en la injusticia, la discordia y la tristeza, que produ­ cen muerte, se encuentran en el reino del diablo, en el infierno y la muerte. Estas son las características del reino de Dios y del reino del diablo. Consideremos con los ojos de la mente en qué estado viven los pode­ res celestiales que verdaderamente se encuentran en el reino de Dios. ¿Y qué pensar de este estado, sino que es la alegría perpetua? 4. ¿Qué hay que esté tan cerca de la felicidad eter­ na y sea tan acorde con ella como la paz que no cesa y la alegría sin fin? Para que quede constancia de que lo que digo no es una opinión personal y para que a la vez comprendas que se basa en la autoridad del Señor, escucha cómo describe las características y la condi­ ción de este reino: He aquí que crearé un cielo nuevo y una tierra nueva. Lo pasado quedará olvidado y no será recordado. Pero vosotros gozaréis y exultaréis eternamente en lo que voy a crear (Is 65,17-18). Y en otro lugar añade: El gozo y la alegría se encontrarán allí, la acción de gracias y la alabanza de mes en mes y de sábado en sábado (Is 51,3; 66,23). Y sigue aún: Obtendrán el gozo y la alegría, y desaparecerán el dolor y los sollozos (Is 35, 10). 5. Y si queréis conocer con mayor claridad el mo­ do de vida y la ciudad de los santos, prestad atención a lo que dice el Señor cuando dirige su voz a la ciudad de Jerusalén: Te daré como gobernantes la paz y como

magistrados la justicia. No se oirá hablar más de la injusticia en tu tierra, de devastación ni de ruina en tus fronteras. La salvación ocupará tus murallas y la alabanza tus puertas. Para ti no habrá más un sol que brille durante el día ni te iluminará más el esplendor de la luna, sino que Dios será para ti la luz eterna y tu Dios la gloria. Tu sol nunca se pondrá y tu luna no menguará, sino que será el Señor la luz sempiterna y se terminarán los días de tu luto (Is 60, 17-20). 6. El Apóstol no habla de la alegría del reino de Dios en términos generales y abstractos, sino que alu­ de de manera precisa y específica a la alegría en el Espíritu Santo (Rom 14,17). Sabe, en efecto, que hay otra alegría rechazable, acerca de la cual dice: Este mundo se alegrará (Jn 16, 20), y también: Ay de los que reís, porque lloraréis (Le 6,25). El reino de los cielos se puede entender de tres ma­ neras: que los cielos, esto es, los santos reinarán sobre los que estén sometidos a ellos, según se dice en la Escritura: Tú serás el gobernador de cinco ciudades, tú de diez (Le 19,19 y 17); o también según lo que les dice a los discípulos: Os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28); o que los cielos se convertirán en el reino de Cristo cuando toda criatura se le haya sometido y Dios comience a ser todo en lodo (1 Cor 15,28); o, por último, que los santos reinarán en eícielo con el Señor.

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1. Por eso, sepa cada uno que, mientras habite en este cuerpo, será asignado a una región o a un minis­ terio al que habrá de dedicarse con devoción en esta vida. En la vida eterna correrá la misma suerte que la persona a la que en esta haya elegido como servidor y aliado, según las siguientes palabras del Señor: Si al­ guien me sirve, que me siga, y allí donde esté yo, tam­ bién estará mi servidor (Jn 12,26). Así como el reino del diablo se alcanza en connivencia con el vicio, al reino de Dios se llega a través de la ejercitación de las virtudes con corazón puro y conciencia espiritual. 2. Donde se encuentra el reino de Dios está sin du­ da la vida eterna, y donde se encuentra el reino del dia­ blo están la muerte y el infierno. Quien se encuentra en el reino del diablo no puede alabar al Señor, según lo que dice el profeta: No te alabarán los muertos. Señor, ni los que descienden al infierno -se refiere sin duda al infierno del pecado-, sino que nosotros, que vivimos -no para el vicio ni para este mundo, sino para Dios- bendigamos al Señor desde ahora mismo hasta la eternidad (Sal 113, 17-18). No hay nadie en la muerte que se acuerde de Dios. En el infierno -del pecado-, ¿quién alabará al Señor? (Sal 6, 6). La res­ puesta es: nadie.

3. Nadie, por supuesto, confiesa a Dios cuando peca, aunque antes haya confesado mil veces que es cristiano o monje; nadie piensa en Dios cuando abraza lo que Dios detesta; sin duda no se le puede considerar un verdadero siervo, ya que desprecia sus preceptos con contumacia y temeridad. En esta muerte se halla la viuda disoluta, como dice el venerable Apóstol: La viuda que se da a los placeres está muerta en vida (1 Tim 5, 6). Hay muchos que viven en el cuerpo y están muertos; estos yacen en el infierno y no pue­ den alabar a Dios. Por el contrario, hay quienes están muertos de cuerpo, pero bendicen y alaban a Dios en su espíritu, según está escrito: Bendecid, espíritus y almas de los justos, al Señor (Dn 3, 86), y también: Que todo espíritu alabe al Señor (Sal 150, 6). 4. En el libro del Apocalipsis se afirma que las al­ mas de los inmolados no solo alaban al Señor, sino que lo interpelan (Ap 6, 9-10). En el Evangelio el Se­ ñor dice claramente a los saduceos: ¿No habéis leído que se os ha dicho a través de Dios: «Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob»? No es un Dios de muertos, sino de vivos (Mt 22, 31-32). Todos, en efecto, viven para Dios. Sobre estos en­ seña el Apóstol: Por eso Dios no se avergüenza de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad (Web 11, 16). Que las almas no permanecen ociosas o carecen de sentimientos después de separar­ se de este cuerpo lo demuestra la parábola que cuenta la historia del pobre Lázaro y del rico vestido de púr­ pura: el primero se hace merecedor de la morada de la eterna felicidad, esto es, del descanso en el seno de Abrahán, mientras que el otro arde en las llamas insoportables del fuego eterno (Le 16, 18-26).

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La situación del alma TRAS LA MUERTE

5. Pensemos un momento en aquellas palabras que el Señor le dice al ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Le 23, 43). ¿Qué otra cosa significan sino que no solo perduran en el alma los conocimien­ tos anteriores, sino también que las almas disfrutan de una u otra suerte en correspondencia con sus he­ chos y sus méritos? En efecto, Dios no le habría pro­ metido esto si supiera que su alma se ve privada de sentimiento o se disuelve en la nada tras separarse de la carne. No era la carne, sino el alma la que iba a entrar en el paraíso para estar junto a Cristo. 6. Tenemos que ser prudentes; más aún, debemos detestar con todas nuestras fuerzas la manera perversa en que ponen la coma en el citado versículo los he­ rejes que no creen que el mismo día en que Cristo descendió a los infiernos estuvo también en el paraíso. En efecto, ellos puntúan así la frase: En verdad te digo hoy -aquí ponen una coma y continúan - estarás con­ migo en el paraíso. De este modo, consideran que esta promesa no se cumple directamente después del trán­ sito de esta vida a la otra, sino que se va a cumplir des­ pués del regreso de la resurrección. No comprenden lo que antes del día de su resurrección les dijo Cristo a los judíos, quienes creían que estaba encerrado, como ellos, en las estrecheces propias del ser humano y en la debilidad de la carne: Sólo asciende al cielo quien desciende del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo (Jn 3, 13). 7. Todo esto muestra que las almas de los difun­ tos no solo no se ven privadas de sensibilidad, sino tampoco de los sentimientos de esperanza y de tris­ teza, de alegría y de miedo; también prueba que ellas ya comienzan a disfrutar aquello que les está reser­

vado después del juicio final y que -al contrario de la opinión de algunos infieles- no se disuelven en la nada después de su salida de esta morada, sino que persisten con más vida y se unen con más fuerza a la alabanza de Dios. 8. Dejando por un momento de lado el testimonio de las Escrituras acerca de la naturaleza del alma, ha­ gamos algunas breves consideraciones sobre la me­ diocridad de nuestro conocimiento. ¿No va más allá de toda estupidez, no es incluso una locura sospe­ char mínimamente que aquella parte más valiosa del ser humano, en la cual reside también la imagen de Dios según las palabras del venerable Apóstol (1 Cor 11, 7; Col 3, 10), pierde su consciencia una vez que ha abandonado la carga corporal que soporta en la vida presente, a causa de la cual en realidad se ve de­ bilitada? ¿No lleva ella en sí misma todo el poder de la razón y vuelve sensible a la materia muda e insen­ sible de la carne haciéndola participar de su propia esencia? Según esta lógica, ¿no es razonable pensar que, una vez que la mente se separa de la carne grasa por culpa de la cual se ve debilitada, optimiza en rea­ lidad sus capacidades intelectuales y las vuelve más puras y más sutiles? ¿No es más preferible creer esto a pensar que el alma pierde estas capacidades? 9. El venerable Apóstol está tan convencido de la verdad de esto que acabamos de decir, que desea in­ cluso apartarse de esta carne para que gracias a esta separación pueda unirse más íntimamente a Dios: De­ seo disolverme y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor, porque mientras habitamos en el cuerpo esta­ mos lejos del Señor (2 Cor, 5,6). Y dice también: Peto estamos confiados y queremos estar lejos del cuerpo

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y en presencia del Señor. Por eso nos esforzamos por­ agradarle, ya estemos presentes o ausentes (2 Cor 5, 8-9). Por lo tanto, afirma que la permanencia del alma en la carne es un exilio lejos de Dios y es ausencia de Cristo; cree con todas sus fuerzas que separarse y alejarse del cuerpo es encontrar a Cristo. 10. De manera más clara todavía dice lo mismo acerca del estado de vida intenso de las almas: Os habéis acercado al monte Sion y a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celeste, y a una multitud de miles de ángeles, a la asamblea de los primeros hijos de Dios que están inscritos en los cielos y a los espíritus de los justos perfectos (Heb 12, 22-23). Sobre estos espíritus señala en otro lugar: Los padres según la carne nos enseñaban y los respetábamos: ¿no vamos a someternos con mayor razón al Padre de los espí­ ritus para poder vivir? (Heb 12,9).

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Modos

infinitos de contemplar a

Dios

1. La contemplación de Dios se puede entender de muchas maneras. A Dios, en efecto, no se le conoce solamente admirando su sustancia incomprensible, pues este conocimiento está oculto en la esperanza de la promesa, sino que se le ve a través de la grandeza de sus criaturas cuando percibimos su justicia y su intervención diaria en el gobierno del mundo; cuando observamos con una mente pura lo que ha realizado juntamente con sus santos de generación en genera­ ción; cuando admiramos atónitos su poder, con el que gobierna, modera y rige el universo; cuando conside­ ramos su inmensa sabiduría y su mirada, a la que no se escapan los pensamientos más profundos; cuando pensamos que él ha contado la arena y las olas del mar; cuando constatamos asombrados que cada gota de lluvia, cada día y hora de todos los siglos, todo lo presente y lo futuro, reside en su conocimiento. 2. También vemos a Dios cuando admiramos su inefable clemenciáf gracias a la cual soporta con pa­ ciencia inagotable las innumerables infamias que a cada momento se cometen bajo su mirada; cuando contemplamos la vocación con la que nos ha llamado como don gratuito de su misericordia, sin que haya­ mos hecho méritos para ello; cuando, finalmente, con­ sideramos cuántas veces nos ha dado la posibilidad de 41

salvamos para convertirse en nuestro Padre adoptivo (pues para esto ha dispuesto que naciéramos, para transmitimos la gracia y el conocimiento de su ley desde la cuna, puesto que, venciendo en nosotros al diablo, tan sólo gracias a su benevolencia nos otorga la eterna bienaventuranza y una recompensa perpe­ tua) y cuando por nuestra salvación se encarnó e hizo partícipes de las maravillas de sus misterios a todas las gentes. 3. Hay otros modos infinitos de contemplación si­ milares que nacen en nuestros sentidos en función de la perfección de nuestra vida o de la pureza de nuestro corazón, gracias a los cuales podemos ver a Dios o poseerlo por medio de una visión pura. Pero nadie podrá conservar eternamente estas con­ templaciones si vive en él algún afecto camal, pues dice el Señor: No podrás ver mi cara, porque el hom­ bre no me podrá ver y seguir viviendo (Ex 33, 20), en referencia a este mundo y a los afectos terrenales.

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16 Pregunta SOBRE LOS PENSAMIENTOS

Germán: ¿Cómo es que, en contra de nuestra vo­ luntad o involuntariamente, nos asaltan pensamien­ tos superfluos de manera sutil y a escondidas, de tal modo que resulta enormemente difícil no solo poder expulsarlos, sino incluso tener conciencia de ellos y reconocerlos? ¿Puede estar el alma alguna vez libre de ellos sin tener que verse asaltada por ilusiones de este tipo?

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El control

de los pensamientos

que contemple los celestiales. Si por negligencia de­ jamos de realizar estos ejercicios, no podremos evitar que nuestra mente se vuelva espesa por la bastedad de los vicios, se desequilibre y, en último término, se precipite hacia su lado carnal.

1. Moisés: Es imposible que el espíritu no se dis­ traiga a causa de los pensamientos, pero con esfuerzo estos pueden ser aceptados o rechazados. Si bien es cierto que la aparición de tales pensamientos no de­ pende de nosotros, el rechazarlos o elegirlos sí que lo decidimos nosotros. Acabo de afirmar que es imposible que el espíritu no se vea asaltado por los pensamientos, pero esto no quiere decir que haya que atribuirlos totalmente a un ataque fortuito o a unos espíritus que se esfuerzan por introducirlos en nosotros, pues en ese caso no queda­ ría lugar en el hombre para el libre albedrío ni tendría­ mos la capacidad de corregimos. 2. Al contrario, opino que en gran medida depen­ de de nosotros el mejorar la calidad de nuestros pen­ samientos y el que estos crezcan en nuestros cora­ zones bien como pensamientos santos y espirituales, bien como pensamientos terrenales y camales. Por eso, la lectura frecuente y la meditación constante de las Escrituras tiene como finalidad que nuestra alma se vuelva capaz de suscitar en la memoria pensa­ mientos espirituales; el canto frecuente de los salmos fomenta en nosotros una contrición continua; la re­ petición de vigilias, ayunos y oraciones nos ayuda a que el espíritu no goce con los bienes terrenales, sino 44

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Más

sobre cómo controlar LOS PENSAMIENTOS

mundanas y en cuidados superfluos, nacerá de todo esto una especie de cizaña que impondrá a nuestro co­ razón un trabajo funesto. Porque, como dice el Señor, donde está el tesoro de nuestras obras o de nuestras intenciones, allí per­ manecerá necesariamente nuestro corazón (Mt 6,21).

1. La forma de ejercitar el corazón no es muy di­ ferente a la de la muela de molino que gira impulsada por las corrientes de agua. La muela no puede dejar de moverse mientras es impulsada por el agua. Sin embargo, el dueño del molino tiene la potestad de elegir entre moler trigo, cebada o cizaña, y la muela tendrá que moler lo que le proporcione la persona en­ cargada de ello. 2. De igual manera nuestra alma, mientras avan­ za por la vida presente, se ve asaltada por las aguas torrenciales de las tentaciones y jamás podrá perma­ necer al margen de toda esta marea de pensamientos. Su tesón y su diligencia le permitirán discernir cuá­ les deberá rechazar y cuáles deberá admitir. Si, tal como hemos dicho, recurrimos a la meditación con­ tinua de las Sagradas Escrituras y evocamos sin ce­ sar en nuestra memoria pensamientos espirituales, el deseo de perfección y la esperanza en la vida futura, los pensamientos resultantes serán necesariamente es­ pirituales y harán que el alma permanezca en estas meditaciones. 3. En cambio, si vencidos por la desidia o la ne­ gligencia, nos dedicamos a los vicios y a las conver­ saciones ociosas y nos volcamos en preocupaciones 46

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1. Tenemos que saber que nuestros pensamientos parten de tres orígenes distintos: de Dios, del demo­ nio y de nosotros mismos. Surgen de Dios cuando tiene a bien visitamos por medio de una iluminación del Espíritu Santo, eleván­ donos poco a poco a lo alto; cuando nos castiga con un beneficioso dolor de corazón por los momentos en que hemos perdido la ocasión de progresar o he­ mos caído por desidia; cuando nos enseña los miste­ rios del cielo y convierte nuestro propósito en actos e intenciones mejores. Esto último le sucedió al rey Asuero: al ser castigado por el Señor, decidió investi­ gar en los anales de su reino, y gracias a ellos recordó los servicios de Mardoqueo, decretó que se le conce­ dieran los honores supremos y revocó la crudeh'sima pena de muerte que pesaba sobre los judíos (Est 6). 2. O cuando el profeta recuerda: Escucharé lo que diga en mi el Señor mi Dios (Sal 84, 9). Asimismo dice otro profeta: El ángel que hablaba en mí dijo... (Zac 1, 14). O cuando el Hijo de Dios promete que vendrá con su Padre y que establecerá su morada en­ tre nosotros (Jn 14, 23), y que No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre habla en vosotros (Mt 10,20); y cuando Pablo, vaso de elec­

ción, escribe: Buscáis una prueba de que es Cristo el que habla en mí (2 Cor 13, 3). 3. Los pensamientos nacen del diablo cuando in­ tenta destruimos incitándonos al disfrute de los vicios y haciéndonos víctimas de sus insidias secretas, pre­ sentando fraudulentamente, con sutilísima astucia, lo malo como bueno, y apareciendo a nuestros ojos co­ mo ángel de luz (2 Cor 11, 14). O cuando el evange­ lista dice: Durante la cena, cuando el diablo ya había puesto en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscario­ te, que entregase a Jesús... (Jn 13,2). Y también: Con el trozo de pan entró en él Satanás (Jn 13, 27). Pedro le pregunta a Ananías: ¿Cómo se apoderó Satanás de tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo? (Hch 5, 3). En la misma dirección apunta lo que leemos en el Evangelio que fue predicho mucho antes por el Eclesiastés: Si el espíritu del poderoso se eleva sobre ti, no abandones tu lugar (Ecl 10, 4; Mt 12, 43s). Y lo que el diablo dice a Dios contra Acab en el primer libro de Crónicas: Saldré y seré un espíritu mendaz en la boca de todos sus profetas (1 Cro 22,22). 4. Los pensamientos salen de nosotros cuando re­ cordamos de forma natural lo que nos ha pasado, lo que hemos hecho o lo que hemos oído. Sobre esto dice el venerable David: Recordé los días antiguos, guardé en mi mente los años eternos: meditaba y ejer­ citaba mi alma por la noche; escrutaba en mi espíritu (Sal 76, 6-7). Y: El Señor conoce los pensamientos de los hombres y sabe que son vanos (Sal 93, 11), y también: Los pensamientos de los justos son la justi­ cia (Prov 12, 5). En el Evangelio dice el Señor a los fariseos: ¿Por qué concebís malos pensamientos en vuestro corazón? (Mt 9, 4).

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Triple origen DE NUESTROS PENSAMIENTOS

1. Conviene, pues, que tengamos siempre presente este triple origen y que examinemos con detalle cada pensamiento que surge en nuestro corazón, indagando su procedencia, su causa y su autor, para que podamos determinar desde ahí cómo hemos de reaccionar. Así llegaremos a ser, según el precepto del Señor, expertos cambistas. Estos son especialistas en probar si el oro es puro u obrizo, como se suele decir, o si más bien ha sufrido algún desperfecto en el crisol por obra del fuego. Gracias a su perspicacia no se dejan enga­ ñar cuando ven un vulgar denario de cobre, por mu­ cho que su brillo dorado lo haga parecer una moneda de gran valor. Y no solo saben reconocer sabiamente las monedas que llevan la efigie de algún tirano, sino que también distinguen con gran sagacidad las que, aun teniendo la imagen de un rey legítimo, son falsas. Para averiguar si pesan menos de lo que sería legíti­ mo, recurren a la prueba de la balanza. 2. El Evangelio, poniendo el ejemplo de los cam­ bistas, enseña que hemos de estar espiritualmente vi­ gilantes. En primer lugar, cuando algún pensamiento se insinúa en nuestro corazón o alguna idea se intro­ duce en él, tenemos que analizar con gran diligencia si llega purificado por el fuego divino y celeste del Espíritu Santo, si tiene que ver con la superstición

judía o si desciende lleno de la arrogancia de la filo­ sofía secular y su piedad es solo aparente. Podremos llevar a cabo todo esto si atendemos a las palabras del Apóstol: No creáis en todo espíritu, sino comprobad si los espíritus son de Dios (1 Jn 4, 1). 3. De aquí procede el error de los que, después de profesar como monjes, se dejaron seducir por el bri­ llo de las palabras y de algunas ideas de los filósofos: cuando las oyeron por primera vez, no hallaron nada que discordara de la doctrina piadosa y de la religión; incluso les parecieron brillantes como el oro. Mas una vez que tales ideas los sedujeron con su apariencia, los engañaron como hacen las monedas falsas de co­ bre, los abocaron a la desnudez y miseria perpetuas, e incluso los arrastraron al ruido del mundo y a abrazar herejías y opiniones fatuas. Esto le pasó a Acor, según cuenta el libro de Josué, hijo de Nave. Acor deseó un lingote de oro que formaba parte del botín tomado a los filisteos, lo robó y por ello fue castigado y conde­ nado a una muerte eterna (Jos 7). 4. En segundo lugar, al respecto de las Escritu­ ras, impresas en el oro más puro, nos conviene es­ tar atentos para que no nos engañe una interpretación perversa que se presenta como un metal precioso. El diablo, con su inmensa astucia, usó precisamente esta estratagema para intentar seducir a nuestro Señor y Salvador como si fuese solamente un hombre. Lo que se entiende de manera general acerca de la persona de los justos lo alteró con malévola intención y lo aplicó a quien no necesita la ayuda de los ángeles: Mandará a los ángeles que te custodien en todos tus caminos. Te llevarán en sus brazos para que no tropieces con ninguna piedra (Mt 4, 6; Sal 90, 11-12). Así desnatu-

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20 Discernir

los pensamientos

raliza las preciosas palabras de las Escrituras median­ te una interpretación capciosa y les da un sentido con­ trario y dañino, con el fin de colamos bajo el color del oro falso la efigie del usurpador. También intenta de­ fraudamos con monedas falsas, o sea, exhortándonos a aquella obra de piedad que no procede de la legítima acuñación de nuestros mayores, que nos conduce al vicio bajo la apariencia de la virtud y nos arrastra a un fin desastroso mediante ayunos inmoderados, oracio­ nes mal ordenadas y una lectura inconveniente. 5. Lo mismo sucede cuando nos aconseja ayudar y visitar a alguna persona necesitada para obligamos a salir del recinto espiritual del monasterio y de la intimidad de la paz que hemos elegido; cuando nos sugiere ocupamos de las preocupaciones de mujeres consagradas que carecen de apoyo para, de este modo, hacer caer al monje en redes enmarañadas y distraerlo con ocupaciones perniciosas; igualmente, cuando nos invita a desear las santas funciones que conlleva el oficio del clérigo, bajo el pretexto de la edificación de muchas almas y de ganar adeptos a la causa de Dios. Con esto pretende alejamos de la humildad y de la austeridad que nos habíamos propuesto. 6. Aunque estas obras son contrarias a nuestra forma de vida y a nuestra profesión monástica, al aparecer cubiertas por el velo de la misericordia y la religión engañan fácilmente a incautos e inexpertos. Tales obras imitan las monedas del rey legítimo por­ que de entrada parece que están llenas de piedad, pero no proceden de acuñadores legítimos, esto es, de los padres reconocidos universalmente, ni de la fábrica legal y pública de sus enseñanzas, sino que han sido fabricadas de manera fraudulenta por los demonios y

se ponen en circulación no sin peijuicio para incautos e ignorantes. Aunque estas obras parezcan a primera vista útiles y necesarias, después se muestran con­ trarias a los sólidos principios de nuestra profesión y dañan nuestro propósito de vida monástica. Por ello, es saludable rechazarlas lejos de nosotros, como si se tratase de un miembro de nuestro cuerpo que, aun ne­ cesario, es causa de escándalo, por mucho que haga las funciones de la mano o del pie derecho. 7. En efecto, es preferible renunciar a un miembro, o sea, a cumplir un precepto, para poder mantenerse así sano y firme en todo lo demás a través de las obras y de sus frutos y entrar debilitado en el reino de los cielos, que caer en algún escándalo llevados por el afán de cumplir todos los mandatos. Dicho afán puede dar pie a unos hábitos perniciosos que nos separen de nuestra conducta austera y del propósito que hemos asumido, hasta el punto de precipitamos a la ruina y de que sean arrojados al fuego del infierno todos los frutos del pasado y todo el cuerpo de nuestras obras, sin que nada de esto pueda compensar las pérdidas futuras (Mt 18, 8). Sobre este tipo de ilusiones se ex­ presa con elegancia el libro de los Proverbios: Hay caminos que al hombre le parecen rectos, cuyo final le conduce a las profundidades del infierno (Prov 16, 25 LXX), y también: El malvado hace el mal cuando se mezcla con el justo, lo que significa que el diablo siempre engaña por mucho que se presente revestido del color de la santidad. El odia la palabra que protege (Prov 11,15 LXX), esto es, la fuerza del discernimiento que procede de las palabras y de las enseñanzas de los antiguos.

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Un

ejemplo de discernimiento

1. Un ejemplo ilustrativo de lo que acabamos de exponer nos lo ofrece el abba Juan, que vive en Lico y que, según me consta, fue objeto de engaño hace poco. A pesar de estar su cuerpo agotado y consumi­ do, prolongó su ayuno durante otras dos jornadas. Al día siguiente, cuando se disponía a comer, se le apa­ reció el diablo en forma de un horrible ser que, arro­ jándose a sus pies, le dijo: «¡Perdóname! He sido yo el causante de tu fatiga». Entonces este gran hombre, dotado de la virtud del discernimiento, comprendió que, bajo la apariencia de una abstinencia virtuosa, había caído en la trampa del diablo; entendió que su empeño en abusar del ayuno ocasionaba a su cuerpo fatigado un agotamiento innecesario, incluso perju­ dicial para el espíritu. Había sido engañado por una moneda falsa, había venerado en ella la imagen del rey legítimo, pero no había examinado suficiente­ mente si la acuñación era auténtica. 2. Este objetivo lo alcanzaremos, como lo hacen los cambistas experimentados, examinando el peso de las monedas: si nuestra mente concibe cierto pro­ yecto, habremos de examinarlo escrupulosamente pesándolo en la balanza de nuestro corazón con la mayor exactitud posible, para ver si se ajusta a la me­ dida y está en conformidad con la regla, si se hace 54

conforme al respeto debido a Dios, si es un senti­ miento con sustancia o si, por el contrario, es dema­ siado ligero y busca la ostentación ante los hombres, si pretende aparecer presuntuosamente como una no­ vedad o si la vanagloria no habrá provocado que dis­ minuya su peso. Todo esto se realizará de manera pública, esto es, comparando nuestros proyectos con los actos o con los testimonios de los apóstoles: si se mantienen só­ lidos y su peso es el equilibrado los mantendremos; pero si, por el contrario, resultan ser dañinos y perju­ diciales y no alcanzan el peso requerido, los rechaza­ remos con toda prudencia y diligencia.

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22 Cuatro criterios para discernir

1. Es necesario realizar el discernimiento a par­ tir de cuatro criterios que acabamos de describir. En primer lugar, para que no nos pase desapercibido si la materia del oro es verdadera o falsa. En segundo lugar, para que desechemos como moneda falsa los pensamientos que aparentemente nos impulsan a ha­ cer obras de misericordia, ya que contienen la falsa efigie de un tirano sin haber sido sometida a acuña­ ción auténtica. Después tendremos que examinar y rechazar todo lo que imprime sobre el oro preciosísi­ mo de las Escrituras un sentido herético y pecamino­ so y que porta el rostro no del rey legítimo, sino del usurpador. Por último, tendremos que rechazar como monedas ligeras, perjudiciales e incapaces de dar el peso justo los pensamientos que han perdido peso y valor oxidados por la vanidad y que no cuadran con el patrón de nuestros antiguos Padres. Así no caeremos en la desgracia de la que nos advierte el Señor, ni nos veremos defraudados en nuestro premio y en nues­ tra recompensa: No acumuléis tesoros bajo la tierra, donde la herrumbre y los bichos los destruyen y don­ de escarban los ladrones y los roban (Mt 6, 19). 2. En efecto, todo lo que hacemos con vistas a la gloria humana es un tesoro que, en palabras del Se­ ñor, acumulamos bajo tierra. Como está escondido 56

bajo ella, será saqueado por los ladrones, corroído por la herrumbre de la vanagloria y devorado por los gusanos de la soberbia, de tal modo que no podrá ser de utilidad ni de provecho para quien lo escondió. Es conveniente que siempre exploremos bien las pro­ fundidades de nuestro corazón y miremos con aten­ ción las huellas de los que entran en él para evitar que un monstruo intelectual, dragón o león, pase por allí y, sin que nos demos cuenta, deje impresas sus hue­ llas funestas que den acceso al interior de nuestros corazones a otras criaturas si descuidamos nuestros pensamientos. De esta forma, arando a cada hora y sin cesar la tierra que es nuestro corazón con el arado evangélico, esto es, recordando siempre la cruz del Señor, podremos eliminar en nosotros los escondri­ jos de monstruos feroces y las guaridas de serpientes venenosas.

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1. Ante estas palabras nos quedamos estupefactos y a la vez ansiosos de seguir escuchándole. Enton­ ces el anciano, al darse cuenta de nuestro deseo, hizo una pequeña pausa y siguió hablando de esta manera: Vuestra atención, hijos míos, me ha movido a hacer un discurso tan largo; un fuego proporcional a vues­ tro deseo infunde a mi discurso un apasionamiento aún mayor. Pero para ver con claridad si de verdad estáis sedientos de la doctrina de la perfección, quie­ ro todavía disertar brevemente acerca de la excelen­ cia y de la gracia del discernimiento o discreción, que entre todas las virtudes tiene la cumbre y la primacía. Quisiera también probar su excelencia y su utilidad no solamente por medio de ejemplos de la vida coti­ diana, sino también a través de las palabras y de las sentencias de los antiguos Padres. 2. Recuerdo que muchas veces me han pedido con lágrimas y sollozos un discurso similar, pero por mucho que yo deseaba ofrecer alguna enseñanza, me resultaba imposible: no solo me faltaban las ideas, si­ no incluso las palabras; de modo que no sabia cómo despedir a aquella gente con algún tipo de consola­ ción, por insignificante que fuera. Esto es una prueba clara de que la gracia del Señor inspira las palabras de los que hablan según el mérito y el deseo de los que

escuchan. Ahora bien, lo poco que queda de noche no da para acabar mi discurso. Por eso es mejor que con­ cedamos al cuerpo un descanso, pues este tiende al reposo excesivo cuando se le niega el poco que nece­ sita. Reservemos, pues, para mañana o para la noche siguiente la exposición del discurso completo. 3. Es necesario, en efecto, que los mejores maes­ tros en el arte del discernimiento muestren su com­ petencia y si son o pueden ser capaces de practicar la virtud que enseñan, de tal forma que, al tratar acerca de esta virtud que es la madre de la medida, no caigan en el vicio del exceso, que es contrario a esta virtud; no en vano, así dañarían con sus obras aquello que exaltan con sus palabras, esto es, la fuerza de la razón y la naturaleza del discernimiento. Por tanto, al prac­ ticar ahora el discernimiento, sobre el cual nos dispo­ nemos a investigar hasta donde Dios nos los permita, esta misma discreción nos ayude a que, al hablar de su excelencia y de su medida que es, como se sabe, la principal de sus características-, no nos excedamos en el tiempo de nuestra charla. 4. Así concluyó el venerable Moisés su discurso y nos dejó encandilados con sus palabras, pero nos ex­ hortó a disfrutar del sueño un rato recostándonos en las mismas esteras sobre las que estábamos sentados, poniendo bajo nuestras cabezas, a manera de almo­ hadas, unos embrimia. Estos están hechos de papiros gruesos unidos en haces largos y estrechos y atados a tramos de un pie y medio. También sirven a los mon­ jes, cuando se reúnen, de asientos muy bajos, a la manera de tajuelos; otras veces se usan de almohadas no muy duras, manejables y cómodas, sobre las que reclinar la cabeza para dormir.

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Epílogo

5. Estos embrimia se adaptan perfectamente al uso monástico no solo porque son hasta cierto punto có­ modos y se elaboran con poco trabajo y por un módi­ co precio -pues el papiro crece en las orillas del río Nilo-, sino también porque son fáciles de transportar gracias a su tamaño manejable y a su poco peso. De este modo, siguiendo los consejos del ancia­ no, nos dispusimos a disfrutar del sueño. Sin embar­ go, nos costó dormimos, porque estábamos muy ale­ gres por la conversación que habíamos compartido y, a la vez, porque esperábamos con impaciencia la que se nos había prometido.

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Segunda conversación

EL DISCERNIMIENTO ESPIRITUAL

1

Prólogo

1. Tras aprovechar el sueño reparador de la no­ che, nos llenó de gozo la primera luz del día, pues ya podíamos pedir al venerable Moisés que retomara su discurso. Abba Moisés comenzó a hablar con estas palabras: Veo que vuestros deseos son tan ardientes que apenas os habrá servido el tiempo dedicado al reposo de la carne, quitándoselo a la conversación espiritual. Por mi parte, siento una inquietud aún mayor al constatar vuestro fervor. Así pues, me veo obligado a saldar la deuda que tengo con vosotros poniendo todo mi celo en la misma proporción en la que vosotros lo requerís de mí, según aquellas palabras: Cuando te sientes a la mesa de un poderoso, fíjate bien en lo que te sirve; al alargar tu mano, piensa que tú también tendrás que ofrecer un banquete semejante (Prov 23, 1-2 LXX). 2. Seguidamente, hablaremos del gran bien que es el discernimiento y de su virtud, tema que íbamos a abordar anoche antes de poner fin a nuestra conversa­ ción. Consideramos oportuno, en primer lugar, mos­ trar su excelencia a través de las enseñanzas de los pa­ dres. De esta forma, cuando quede claro qué pensaron o dijeron sobre la discreción nuestros predecesores, pondremos ejemplos de la caída y ruina de algunos monjes, tanto en tiempos antiguos como recientes, y 63

de cómo sucumbieron con gran daño porque no aspi­ raron a ella. En la medida en la que sea posible, tra­ taremos de su utilidad y beneficios. Y solo tras haber reflexionado sobre estos puntos, aprenderemos cómo debemos procurarla y cultivarla, considerando la dig­ nidad de sus beneficios y de su gracia. 3. En efecto, el discernimiento no debe conside­ rarse una virtud mediocre ni es algo que se pueda al­ canzar tan solo por el esfuerzo de los hombres, sino que es concedido generosamente por Dios. Leemos que el Apóstol nombra el discernimiento entre los do­ nes más nobles del Espíritu Santo: A uno se le ha dado por medio del Espíritu una palabra de sabiduría, a otro una palabra de ciencia según el mismo Espíritu, a otro la fe en el mismo Espíritu, a otro el don de sa­ nar enfermos en este uno y mismo Espíritu. Y añade: A otro el discernimiento de los espíritus. Después, una vez que ha completado el catálogo de los carismas es­ pirituales dice: Todo esto se hace por obra de! uno y mismo Espíritu, que los distribuye a cada uno como quiere (1 Cor 12, 8-11). 4. Veis que el don del discernimiento no es terre­ nal e insignificante, sino que es el mayor premio de la gracia divina. Si un monje no pone todo su em­ peño en conseguirlo y no se hace capaz de discer­ nir de manera racional los espíritus que entran en su alma, forzosamente deambulará por lugares lúgubres y tenebrosos en medio de la oscura noche, y no solo caerá en peligrosas trampas y precipicios, sino que incluso tropezará una y otra vez por los caminos lla­ nos y rectos.

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2

El discernimiento, CLAVE DE LA VIDA ESPIRITUAL

1. Recuerdo que cuando aún era niño y vivía en la región de la Tebaida, donde habitaba el venerable Antonio, llegaron allí unos ancianos para preguntarle por el modo de lograr la perfección. La conversación se prolongó desde la tarde hasta el amanecer. El tema que ahora nos ocupa acaparó entonces la mayor parte del tiempo. En efecto, durante un buen rato se debatió sobre cuál es la virtud o práctica que consigue mante­ ner al monje alejado de las redes y las tentaciones del diablo y conducirlo a la cima de la perfección por un camino recto y con paso firme. 2. Cada uno exponía lo que pensaba sobre esta cuestión. Para unos, la clave era la práctica de ayu­ nos y vigilias, pues estos hacen al alma más sutil y purifican tanto el alma como el cuerpo, de modo que la unión con Dios resulta más fácil. Otros ponían en relación este asunto con el desprecio de todas las co­ sas, pues si el alma se desprende por completo de todo, llegará a Dios más rápidamente, ya que no ten­ drá ninguna atadura que la retenga. Otros conside­ raban necesaria la vida anacorética, esto es, el retiro en la soledad del desierto, pues quien vive así puede comunicarse con Dios más fácilmente y unirse a él de forma más íntima. Algunos interpretaban que es im65

prescindible ejercer la caridad, o sea, la hospitalidad, dado que a quienes la practican el Señor les ha pro­ metido de manera especial el reino de los cielos: Ve­ nid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino que ha sido preparado para vosotros desde el inicio del mundo. Pues tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... (Mt 25, 34-36). Fi­ nalmente, tras haber consumido la mayor parte de la noche atribuyendo a diferentes virtudes la capacidad de ofrecer un acceso seguro a Dios, tomó la palabra el venerable Antonio y dijo: 3. Todas las prácticas que habéis mencionado son necesarias y útiles para los que tienen sed de Dios y desean llegar a él. Sin embargo, cuántos hemos visto que observaban con rigor ayunos y vigilias, se retira­ ban para llevar admirablemente una vida en soledad, se privaban de todas las riquezas de modo que ni si­ quiera se reservaban la comida de un día o retenían un denario para si, cumplían devotamente con los deberes de la hospitalidad y, no obstante, de repente fracasaron, y en vez de culminar la tarea que habían emprendido con los resultados deseables tras una vida entera dedicada a Dios, concluyeron su admira­ ble existencia de un modo abominable. Pues bien, si indagamos con atención en la causa de esa caída y ese fracaso, podremos reconocer con claridad qué es lo que nos conduce a Dios. 4. En efecto, las obras virtuosas eran abundantes en esas personas, pero les faltaba una: el discernimien­ to. Por esta razón no fueron capaces de perseverar en las otras hasta el fin. La única causa de su fracaso es que no fueron instruidos por los ancianos y, por eso, no pudieron adquirir la virtud del discernimiento, que

huye de cualquier exceso, que muestra al monje que siempre debe caminar por la vía regia y no le permite desviarse a la derecha, esto es, sobrepasar de manera vana y presuntuosa el límite de la justa continencia por un exceso de fervor; tampoco le permite desca­ marse por la izquierda, hacia el vicio y la relajación, o sea, dejarse dominar por una nociva pereza espiritual bajo el pretexto de cuidar el cuerpo. 5. El discernimiento es lo que el Evangelio deno­ mina «ojo y lámpara del cuerpo»: La lámpara de tu cuerpo es tu ojo: si tu ojo es simple, todo tu cuerpo será luminoso; pero si tu ojo es malo, todo tu cuer­ po será tenebroso (Mt 6, 22-23), porque él discierne todos los pensamientos del hombre y los examina, y ve lo que nos conviene hacer. 6. Si el discernimiento es malo en el hombre, es decir, si está privado del juicio o de la sabiduría ver­ dadera, o si está engañado por el error o la presun­ ción, hará tenebroso todo nuestro cuerpo, esto es, os­ curecerá las capacidades de nuestra mente y nuestros actos, envueltos en la ceguera de los vicios y en las tinieblas de las perturbaciones. Si la luz que hay en ti son tinieblas, ¡qué oscuras serán estas tinieblas! (Mt 6, 23). Nadie duda de que, si se equivoca el juicio de nuestro corazón en la noche de la ignorancia, también nuestros pensamientos y nuestras obras, que proceden del discernimiento, se verán envueltos en las oscuras tinieblas del pecado.

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3 DOS EJEMPLOS DE FALTA DE DISCERNIMIENTO

4 Necesidad del

discernimiento

1. Saúl, que por un juicio divino se hizo merece­ dor de ser rey del pueblo de Israel, como no tuvo el ojo del discernimiento, fue expulsado del reino por­ que todo su cuerpo era tenebroso. Engañado por las tinieblas y el error originados en su lámpara, pensó que los sacrificios iban a ser más gratos a Dios que la obediencia a los mandatos de Samuel, y por ese motivo ofendió a la majestad divina justo cuando pre­ tendía ganarse su favor (1 Re 15). 2. La misma ignorancia llevó a Acab, el rey de Is­ rael, después del triunfo y la extraordinaria victoria que Dios le había concedido, a considerar que valía más la misericordia que la fiel ejecución del precepto divino, que en su opinión era demasiado cruel. Esta consideración lo confundió, y así prefirió que la cle­ mencia evitara una cruenta victoria. Pero su miseri­ cordia sin discernimiento lo condenó a una muerte irrevocable, porque todo su cuerpo se había vuelto tenebroso (1 Cro 20).

1. De este discernimiento dice el Apóstol no sola­ mente que sea «lámpara del cuerpo», sino también lo siguiente: Que el sol no se ponga sobre vuestra cólera (Ef 4,26). Está escrito que el discernimiento es lo que gobierna nuestra vida: Los que no tienen un gobierno caen como las hojas (Prov 11,14 LXX). Con razón es considerado como un consejero sin el cual las Escri­ turas nos prohíben hacer cualquier cosa, incluso beber el vino espiritual que alegra el corazón del hombre (Sal 103, 15): Haz todo con buen criterio, con buen criterio bebe el vino (Prov 31, 4 LXX). Y también: Como una ciudad cuyos muros han sido destruidos y se encuentra sin defensa, asi es el hombre que obra sin buen criterio (Prov 25, 28 LXX). 2. Este último texto nos enseña mediante un sí­ mil cuán pernicioso es carecer de esta virtud, compa­ rando al monje con una ciudad cuyas murallas están derruidas y carece de defensa. El discernimiento in­ cluye la sabiduría, la inteligencia y el juicio, sin los cuales no podemos edificar nuestro edificio interior y tampoco acumular riquezas, según lo que está escrito: Con sabiduría se levanta una casa, con inteligencia se ponen sus cimientos, con juicio se van llenando las bodegas de todos los objetos valiosos y de bienes (Prov 24, 3-4 LXX).

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3. La virtud del discernimiento, tal como la estoy exponiendo, es el alimento sólido que solamente los adultos y robustos pueden tomar, como dicen las Es­ crituras: El alimento sólido es para los adultos, los cuales tienen el juicio ejercitado en discernir el bien del mal (Heb 5, 14). Esta virtud nos es tan útil y ne­ cesaria que las Escrituras la asimilan a la palabra de Dios: Viva es la palabra de Dios, eficaz y más aguda que una espada de dos filos; penetra hasta separar el alma y el espíritu, las articulaciones y los meollos; discierne los pensamientos y las intenciones del cora­ zón (Heb 4, 12). 4. Los textos que acabamos de citar atestiguan de manera evidente que ninguna virtud puede surgir ni mantenerse sin la gracia del discernimiento. Así, tan­ to el venerable Antonio como los demás padres esta­ blecieron que es el discernimiento el que conduce al monje intrépido con paso firme hasta Dios y el que conserva intactas las demás virtudes. Gracias a él se asciende con menor fatiga hasta las altísimas cumbres de la perfección, y sin él muchos, a pesar de sus es­ fuerzos, no alcanzan la cima. El discernimiento es la madre de todas las virtudes, su vigía y moderador.

5 El

lamentable caso DEL ANCIANO HERÓN

1. Para que, según hemos prometido, un ejemplo reciente confirme la definición dada por el venerable Antonio y por otros padres, recordad lo que habéis visto con vuestros ojos recientemente. Me refiero al anciano Herón, que engañado por el diablo se preci­ pitó desde la cumbre hasta el abismo. Recordamos cómo había vivido cincuenta años en este desierto y se había mantenido fiel con todo el rigor al ideal de la abstinencia, amando fervorosamente la vida solitaria más que ninguno de los que han vivido aquí. 2. No sé cómo ni en qué circunstancias fue em­ baucado por el tentador después de haber soportado tantos trabajos, pero su gravísima caída provocó un dolor inmenso a cuantos habitamos este desierto. ¿No sería acaso porque le faltaba la virtud de la discreción y prefirió conducirse por sus propios principios antes que atenerse a las advertencias de los hermanos y a las enseñanzas de los padres? Él practicaba siempre

con tanto rigor y constancia el ayuno y buscaba tanto la intimidad de su celda, que ni siquiera la solemnidad del día de Pascua lo persuadía a compartir con sus hermanos la comida con que celebraban la fiesta. 3. En efecto, cada año se reunían todos en la igle­ sia para celebrar esta solemnidad. El único que no 70

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se unía al grupo era Herón, porque no quería dar la impresión de que se relajaba en su propósito al comer alguna legumbre con ellos. Esta presunción lo llevó a confundir al ángel de Satanás con el ángel de la luz (2 Cor 11, 14) y a observar sus órdenes con gran veneración, como un esclavo sumiso, incluso cuan­ do le mandó arrojarse a un pozo tan profundo que ningún ojo humano podía divisar el fondo. Ni por un momento dudó de las promesas del ángel, el cual le aseguraba que, gracias a sus virtudes y a sus trabajos, no correría ningún peligro. 4. También le aseguró que sus palabras se harían evidentes y quedarían confirmadas cuando todos vie­ ran cómo sobrevivía a tal prueba. Así pues, en mitad de la noche Herón se arrojó al pozo, convencido de que saldría ileso y demostraría así el mérito de todas sus virtudes. Los hermanos, tras grandes esfuerzos, lo sacaron medio muerto y falleció tres días después. Pero lo peor fue que Herón se mantuvo tan obstinado en su error, que ni siquiera la cercanía de la muerte logró convencerlo de que había sido engañado por la astu­ cia del demonio. 5. Por eso, a pesar de los enormes esfuerzos que Herón había realizado durante los largos años vividos en el desierto, y a pesar de la compasión y la humani­ dad de los que lloraron su muerte, el abba Pafnucio no accedió a que el anciano dejara de ser considerado un suicida, indigno de la memoria y de la oblación que se hace por los muertos.

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6 El caso de los dos hermanos

1. ¿Y qué decir de aquellos dos hermanos que vi­ vían más allá del desierto de la Tebaida, donde había estado una vez el venerable Antonio, y que, dejando a un lado el prudente discernimiento, decidieron aden­ trarse en la infinita inmensidad del desierto sin pro­ curarse más alimento que el que Dios tuviera a bien proporcionarles? 2. Cuando vagaban por el desierto medio muertos de hambre, los vieron a lo lejos los maziques, un pue­ blo que supera al resto en salvajismo y crueldad, pues no les motiva a derramar sangre el deseo de botín, como a muchos otros pueblos, sino simplemente la ferocidad de su espíritu. Mas contradiciendo su fero­ cidad natural, corrieron hacia ellos con panes. Uno de los solitarios recuperó entonces el discer­ nimiento y tomó los panes como si se los ofreciera el Señor mismo de su mano, y dio gracias por ello, pen­ sando que este alimento le era proporcionado por de­ signio divino, pues sin la intervención de Dios nunca habría sucedido que un pueblo que disfruta derraman­ do sangre humana les diera a ellos con qué recuperar fuerzas cuando ya estaban agotados y desfallecidos. El otro, sin embargo, rechazó el alimento al con­ siderar que procedía de simples seres humanos, y al final murió de hambre. 73

3. Aunque los dos hermanos habían actuado mo­ vidos por la misma errónea convicción, uno de ellos fue capaz de discernir y así corrigió aquel proyecto que había emprendido de manera temeraria e incauta. El otro, en cambio, se mantuvo firme en su necia pre­ sunción y se olvidó de la virtud del discernimiento. Y aunque el Señor quiso evitarle la muerte, él se la dio a sí mismo al no creer en esa intervención divina gracias a la cual unos bárbaros feroces habían dejado a un lado su salvajismo y les ofrecían panes en lugar de espadas.

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7 El caso de un monje

1. ¿Y qué decir de ese monje cuyo nombre no voy a mencionar porque todavía vive? Durante mucho tiempo recibió al diablo, que se le presentaba envuel­ to en la luz de un ángel, y embaucado por sus nu­ merosas revelaciones y por la luz con que iluminaba su celda sin necesidad de lámpara, creyó que era un mensajero de justicia. Al final, el diablo le ordenó que ofreciese a Dios en sacrificio a su propio hijo, que vivía con él en el monasterio, para que por medio de este sacrificio se equiparase al patriarca Abrahán. 2. El monje, seducido por las dotes de persuasión del diablo, habría cometido el asesinato si su hijo, al verlo afilar el cuchillo más de lo habitual y buscar las cuerdas con las que lo iba a atar para inmolarlo, no hubiera sospechado de sus criminales intenciones y no hubiera huido lleno de terror.

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El

caso del monje QUE ABANDONÓ LA FE CRISTIANA

Ninguno de estos monjes de los que hemos habla­ do habría caído tan tristemente en este engaño si se hubiera preocupado de adquirir el discernimiento. En conclusión, los muchos casos y ejemplos que hemos considerado demuestran hasta qué punto es pernicioso carecer del don del discernimiento.

1. Sería demasiado largo contar con detalle el engaño que sufrió un monje de Mesopotamia. Vivía en aquella provincia entregado a una abstinencia tal que muy pocos serían capaces de imitar, y además completamente encerrado en su celda durante mu­ chos años. Pues bien, después de tantos esfuerzos y virtudes por los que se había destacado entre todos los monjes allí residentes, fue víctima de un engaño a través de revelaciones y sueños diabólicos, de mane­ ra que lamentablemente se convirtió al judaismo y se hizo circuncidar en la carne. 2. El diablo logró inducirlo a creer en este enga­ ño por medio de repetidas apariciones. Así, durante mucho tiempo se le presentó como si fuera un ángel que le anunciaba revelaciones verídicas. Al final le mostró, por un lado, al pueblo cristiano y a los prín­ cipes de nuestra religión y de nuestra fe, es decir, a los apóstoles y los mártires, con un aspecto tenebroso y tétrico, con una palidez mortal y deforme; y, por otro, a los judíos, a Moisés, a los patriarcas y a los profetas exultantes de alegría y rodeados de una luz esplendorosa. Con ello lo persuadió para que, a fin de participar en los méritos y la felicidad de estos últimos, se apresurara a circuncidarse. 76

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y

Pregunta

sobre la adquisición

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La humildad

DEL DISCERNIMIENTO

Entonces intervino Germán diciendo: Gracias a los ejemplos que has puesto y a las enseñanzas de los pa­ dres, ya tenemos meridianamente claro que el discer­ nimiento constituye, de alguna manera, la fuente y la raíz de las virtudes. Ahora deseamos saber cómo adquirirlo y cómo lograremos saber si es verdadero y procede de Dios o si es falso y diabólico. De acuerdo con la parábola evangélica que utilizaste en la conversación anterior, deseamos parecemos a ese hábil cambista que, al ver la imagen impresa del rey legítimo en una moneda, es capaz de determinar si su acuñación es auténtica o de rechazarla si es falsa, como nos explicaste ayer con palabras sencillas. Para ello queremos aprender esa destreza que debe poseer el cambista espiritual y evangélico1. Porque ¿de qué nos sirve conocer los mé­ ritos de su virtud y de su gracia si no sabemos cómo buscarla y adquirirla?

I. Conversación 1,20.

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1. Moisés: El genuino discernimiento únicamente se consigue por medio de la verdadera humildad. La primera manifestación de esta humildad es someter al juicio de los ancianos no solo lo que vamos a hacer, sino incluso nuestros pensamientos. Así, no hemos de fiarnos de nuestro propio juicio, sino aceptar siempre las opiniones de los ancianos y aprender de sus labios qué hay que juzgar como bueno y qué hay que juzgar como malo. 2. Esta disciplina no solo enseñará al joven a pro­ gresar por el camino recto del discernimiento, sino que lo protegerá de los engaños e insidias del ene­ migo. De ninguna manera podrá ser engañado quien vive según el criterio no de su propio juicio, sino del de los ancianos. El astuto diablo nunca podrá defrau­ dar a quien no oculta, por un pudor nocivo, todos los pensamientos que nacen en su corazón, sino que los somete al juicio clarividente de los ancianos para ad­ mitirlos o rechazarlos. 3. En efecto, un pensamiento maligno pierde su vigor en cuanto se muestra a otros. En efecto, gracias a la virtud de la confesión, antes incluso de que el discernimiento emita su juicio, la sórdida serpiente, por llamarla de esta manera, es arrastrada desde su 79

r

guarida subterránea hasta la luz, es sometida al escar­ nio y desaparece. Sus nocivas sugestiones solo domi­ nan en nosotros mientras permanecen encerradas en nuestro corazón. Pero para que comprendáis de manera más eficaz el valor de mis palabras, os contaré un hecho del abba Serapión que él mismo narraba a los hermanos más jóvenes para instruirlos.

11 La

enseñanza del abba

Serapión

SOBRE EL DISCERNIMIENTO

1. Cuando aún era un niño -recordaba el abba Se­ rapión- y vivía con el abba león, por influencia del diablo contraje la siguiente costumbre: después de ce­ nar con el anciano a la hora nona, escondía siempre un trozo de pan en mi regazo para comerlo más tarde ocultamente, sin que él lo supiera. Aunque reincidía en este hurto de manera consciente y con vehemencia, una vez consumado el deseo fraudulento recapacitaba y caía en la cuenta de que el remordimiento que sentía por haber cometido ese robo era más intenso que el disfrute de comer el pan. 2. Así, cada jomada me veía obligado a realizar, con gran dolor de mi corazón, esta molestísima tarea, como si los capataces de Faraón me hubieran impues­ to la carga de hacer ladrillos (Ex 5). No podía librarme de esta cruel tiranía, pero tampoco me atrevía a reve­ lar al anciano mi hurto. Por fin un día Dios tuvo a bien librarme de aquel yugo opresor. Sucedió así: algunos hermanos monjes fueron a la celda del anciano para ser edificados. 3. Cuando terminó la cena, comenzó la charla es­ piritual. En respuesta a las preguntas que le planteaban acerca del pecado de la gula y de la tiranía de los pen­ samientos secretos, el anciano explicó su naturaleza 80

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y se refirió a la fuerza virulenta que poseían mientras permanecían escondidos. Entonces yo, afligido por su enseñanza y asustado por la voz de mi conciencia, que reprobaba mi falta, pensé que había dicho esas pala­ bras porque el Señor le había revelado los secretos de mi corazón. Al principio reprimí mi llanto, pero des­ pués creció la compunción de mi corazón y estallé en gemidos y lágrimas. Entonces saqué de mi cómplice y encubridor regazo el trozo de pan sustraído según mi pecaminosa costumbre y lo puse delante de todos, me prosterné y les confesé que comía todos los días en secreto, les que pedí perdón y les imploré entre abun­ dantísimas lágrimas que orasen al Señor para que me liberase de ese duro cautiverio. 4. Entonces me dijo el anciano: «Ten confianza, hijo mío. Tu confesión te ha liberado de tu cautiverio sin que yo haya dicho nada. Has vencido a tu adver­ sario que hasta ahora te había vencido a ti, y lo has derribado con más fuerza que aquella con la que él te había abatido cuando guardabas silencio. Como hasta ahora ninguna palabra tuya o de otro lo había repri­ mido, le permitiste dominar en ti según las palabras de Salomón: Como no se reprime enseguida a los que hacen el mal, el corazón de los hijos de los hombres está tan lleno de crimen (Ecl 8,11 LXX). Por eso este malvado espíritu no podrá inquietarte más después de haberlo denunciado; la horrible serpiente no podrá utilizarte más como escondrijo, puesto que tú la has traído a la luz desde las tinieblas de tu corazón gracias a tu liberadora confesión». 5. No había terminado el anciano de hablar cuan­ do una lámpara encendida salió de mi regazo y llenó la celda de un hedor a azufre tan intenso que casi no

nos permitía permanecer en ella. El anciano retomó su admonición: «He aquí que el Señor te ha mostrado de manera evidente la verdad de mis palabras, para que reconozcas con tus propios ojos al autor de esa pasión tuya, que ha sido expulsado de tu corazón. Una vez que ha sido descubierto gracias a tu libera­ dora confesión, comprobarás que nunca más habitará en ti, ya que ha huido de manera manifiesta». Por eso -continuaba Serapión-, según las palabras del anciano, gracias a la virtud de la confesión el do­ minio de esta tiranía diabólica se extinguió y desapa­ reció para siempre, hasta el punto de que el enemigo jamás desde entonces ha intentado avivar en mí la gula y tampoco me he vuelto a sentir tentado a robar. 6. Esto mismo expresa el Eclesiastés con gran be­ lleza: Si la serpiente muerde sin silbar, el encantador no sirve de nada (Ecl 10, 11 LXX). Con esto quiere decir que el mordisco de la serpiente silenciosa es da­ ñino, esto es, que si una sugestión o un pensamiento diabólico no le fuera revelado a través de la confe­ sión a un encantador, o sea, a un hombre espiritual que tiene experiencia en curar las heridas y en extraer del corazón el nocivo veneno de la serpiente valién­ dose de las enseñanzas de la Biblia, éste no podrá so­ correr a quien se halla en peligro o a punto de morir. Llegaremos fácilmente a la ciencia del verdadero dis­ cernimiento si seguimos las huellas de los ancianos en vez de aventuramos a hacer algo nuevo o a discer­ nirlo según nuestro juicio. Caminemos, pues, en todo momento por donde nos muestran sus enseñanzas o la santidad de su vida. 7. El que está sólidamente instruido en esto no solo llegará al perfecto discernimiento, sino que tam-

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bien permanecerá protegido de todas las insidias del enemigo. El diablo precipita al monje a la muerte solo cuando este, rechazando los consejos de los ancianos, prefiere atenerse a su propio juicio y confiar en su opi­ nión personal. Ninguna de las artes y profesiones inventadas por el genio humano, que se palpan con las manos y se ven con los ojos y que solo son provechosas para las necesidades de este mundo, puede ser aprendida y ejercida sin que alguien nos la enseñe. Por eso resul­ ta tan insensato pensar que la única que no precisa de maestro es la del discernimiento, que es invisible y oculta, que solo se puede asimilar con un corazón absolutamente purificado y que, en caso de error, el daño que se inflige no es solo temporal, ya de suyo nada fácil de reparar, sino la perdición del alma y la muerte eterna. 8. Pues vivimos en un combate permanente, de no­ che y de día, no contra enemigos visibles, sino contra enemigos invisibles y crueles. Y esta lucha espiritual no es contra uno o dos enemigos, sino contra legiones innumerables. Y si uno de nosotros cae en sus ma­ nos, esa caída resulta perniciosa para todos, porque el enemigo se vuelve más encarnizado y su ataque más escondido. Así pues, conviene que sigamos siempre con gran escrúpulo las huellas de los ancianos y les comuni­ quemos todo lo que sucede en nuestro corazón, levan­ tando el velo de la vergüenza.

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12

El

miedo a manifestar

NUESTROS PENSAMIENTOS

Germán: El origen principal de esta perniciosa vergüenza por culpa de la cual tendemos a esconder nuestros malos pensamientos, se pone de manifiesto en casos como el siguiente, que hemos conocido no hace mucho. Resulta que en Siria había un monje al que los an­ cianos le reconocían una gran autoridad. Este repro­ bó duramente y con gran indignación a otro monje que le había mostrado en confesión sus pensamientos con absoluta sinceridad. Precisamente el miedo a ser reprendidos con du­ reza hace que nos guardemos los pensamientos para nosotros y que no nos atrevamos a compartirlos con los ancianos. En consecuencia, no logramos el reme­ dio para ellos.

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1. Moisés: No todos los jóvenes son igual de fer­ vorosos, ni están igual de instruidos en las mejores disciplinas y costumbres. Tampoco todos los ancianos muestran la misma perfección y virtud. Las riquezas de los ancianos no dependen de sus canas, sino del celo con que trabajaron en su juventud para adquirir­ las: Lo que no recogiste en tu juventud, ¿como lo en­ contrarás en tu vejez? (Eclo 25, 5). La vejez honora­ ble no es la que dura mucho ni la que cuenta muchos años. La verdadera vejez es la sabiduría; la auténtica ancianidad, una vida sin mancha (Sab 4, 8-9). 2. Por eso no debemos seguir las huellas, ni recibir la doctrina y los consejos de los ancianos que simple­ mente tienen la cabeza cubierta de canas y cuyo único título es la longevidad. En cambio, hemos de escu­ char a los que en su juventud llevaron una vida dig­ na de alabanza e irreprochable, y que no se formaron según su propio parecer, sino según las tradiciones de los mayores. Hay ancianos -por desgracia demasia­ dos- que en su adolescencia cayeron en la tibieza y han envejecido en la indolencia, y que han adquirido autoridad no por la madurez de sus costumbres, sino tan solo por el número de sus años. 3. A estos les reprocha el Señor por medio del Pro­ feta: Unos extranjeros devoraron su fuerza y no se

dio cuenta; se cubrió de canas y lo ignoró (Os 7, 9), Estos no pueden ofrecer a los jóvenes la honestidad de su vida ni el rigor digno de alabanza e imitación con que persiguen su propósito, sino solo su avanzada edad. Pero el astuto enemigo usa la aparente autori­ dad de sus canas para defraudar a los jóvenes, y con fraudulenta habilidad utiliza los ejemplos de sus vidas para derribar y engañar a quienes, por propia decisión o por consejo de otros, se animaron a emprender el camino de la perfección. Las doctrinas y enseñanzas de esos falsos ancianos conducen a los jóvenes a una nociva tibieza y a una desesperación mortal. 4. Acerca de esto quiero poneros un ejemplo sin nombrara la persona implicada, para que no nos pase lo mismo que a aquel que hizo públicos los errores de su hermano después de que este se los contara de manera confidencial. Me limitaré, pues, a exponer el hecho, del que podréis aprender una lección útil. En cierta ocasión, uno de nuestros monjes jóvenes, que no era de los menos fervorosos, llevado por el deseo de progresar y de hallar remedio a sus males, acudió a un anciano conocido por mi. Le confesó con sencillez que le atormentaban los deseos de la carne y el espíritu de la fornicación, pensando que, gracias a la oración del anciano, encontraría consuelo para sus tormentos y remedip para sus heridas. Lejos de eso, el anciano lo increpó con palabras llenas de amargura, tachándolo de miserable y de persona indigna de lle­ var el nombre de monje, puesto que se dejaba atraer por el vicio de la concupiscencia. Estos reproches causaron el efecto contrario: hirieron tanto al joven que cayó en la absoluta desesperación y abandonó su celda con una tristeza mortal.

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13 LOS FALSOS MAESTROS Y LA COMPASIÓN

5. Sumido en una tristeza tan intensa, abandonó la idea de buscar un remedio para su sufrimiento y ya solo pensaba en saciar su concupiscencia. Entonces el abba Apolo, el más experimentado de todos los ancia­ nos, se encontró con él. Al verlo cabizbajo, adivinó su sufrimiento y la vehemencia del combate que estaba librando silenciosamente en su corazón. El abba le preguntó por la causa de su sufrimiento, pero el jo­ ven no fue capaz de responder ni siquiera una palabra. El anciano, sabedor de que pretendía ocultar el mo­ tivo de su enorme tristeza -aunque en vano, porque su cara le traicionaba-, insistió en preguntarle por las causas de ese dolor secreto. 6. El joven, viéndose sin escapatoria, confesó que iba a la aldea para casarse y volver a la vida secular, pues según aquel anciano no valía para ser monje, ya que no era capaz de refrenar los apetitos de la carne ni de hallar un remedio contra sus tentaciones. Enton­ ces Apolo lo consoló con dulces palabras y le dijo que también él era atacado todos los días por las mismas apetencias y tempestades, y que no debía caer por eso en la desesperación ni sorprenderse de la violencia de la tentación, y que esta puede vencerse gracias al es­ fuerzo persistente y a la misericordia y la gracia de Dios. Le pidió al joven que retrasase un día su marcha y le animó a volver a la celda. Después, se dirigió a toda prisa al eremitorio del anciano. 7. Al acercarse a él, extendió los brazos para orar y dijo entre lágrimas: «Señor, tú que eres el único capaz de ver las fuerzas secretas que hay en el hombre y su debilidad, tú, que eres el médico invisible y piadoso, haz que la tentación que sufre aquel joven pase a este anciano, para que también en su vejez sea capaz de

ponerse al nivel de las debilidades de los afligidos y de sentir compasión ante la fragilidad de los jóvenes». Nada más concluir esta oración entre sollozos, vio a un horrible ser enfrente de la celda lanzando un dar­ do ardiente al monje. Azuzado por aquella flecha, este salió de su celda corriendo de un lado a otro como un loco, entrando y saliendo hasta que, incapaz de que­ darse quieto, decidió marcharse por el mismo camino por el que aquel joven había querido irse. 8. El abba Apolo, al ver que el monje se agitaba como un demente enfurecido, entendió que el dardo encendido del diablo que había visto le había alcan­ zado en el corazón, prendiendo en él el fuego inso­ portable de la confusión del alma y el trastorno de los sentidos. Entonces se acercó y le preguntó: «¿A dónde vas? ¿Qué es lo que te inquieta hasta el punto de corretear por todas partes como un niño olvidando la compostura propia de tu edad?». 9. Confuso por los reproches de su conciencia y por su ridicula agitación, el monje creyó que la lla­ ma que quemaba su corazón había sido descubierta y que los secretos de su espíritu habían sido revelados. Viendo que no se atrevía a responder, Apolo le dijo: «Vuelve a tu celda y comprende que hasta ahora el diablo te ha ignorado, te ha despreciado, no te ha he­ cho caso y no te ha considerado digno de pertenecer al grupo de monjes cuyos progresos y santos deseos lo incitan a combatirlos sin cesar. En todos tus años de profesión monástica no has recibido de él más que un solo dardo y no has sido capaz no ya de rechazarlo, sino ni siquiera de soportarlo un solo día. El Señor ha permitido que fueses herido por él para que, al menos en la vejez, aprendieras por experiencia a compade-

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certe de las debilidades ajenas y ser comprensivo con la fragilidad de los jóvenes. Tú recibiste a ese monje que sub ía los ataques del demonio, pero no solo no le ofreciste consuelo, sino que, después de que cayera en una perniciosa desesperación, entregaste a ese joven que se había confiado en tus manos a las manos del enemigo, para que fuera tristemente devorado por él. 10. Sin duda el diablo no lo habría combatido con tanta violencia -al contrario de lo que hasta ahora ha­ bía hecho contigo- si no hubiera visto con recelo sus progresos futuros; tampoco se habría apresurado a ata­ jar su virtud y a obstaculizarla con sus flechas de fuego si no lo hubiera considerado más fuerte que tú. Por el contrario, el diablo vio necesario combatirlo con tal vehemencia. Aprende, pues, en tu propia carne a compadecerte de los que sufren, a no aterrorizar a los que están en peligro de caer en perniciosa desespera­ ción y a no exasperarlos con durísimas palabras, sino a animarlos y consolarlos con dulzura y cordialidad, según el precepto del sapientísimo Salomón: No dejes de rescatar a los que son conducidos a la muerte ni de salvar a los que van a ser ejecutados (Prov 24, 11 LXX). Siguiendo el ejemplo de nuestro Salvador, no quiebres una caña cascada ni apagues la mecha que todavía humea (Mt 12, 20). Pide al Señor la gracia de poner por obra esta virtud y de poder cantar con con­ fianza: El Señor me ha dado una lengua sabia para que sepa apoyar a quien está abatido (Is 50, 4). 11. En efecto, nadie puede hacer frente a las in­ sidias del enemigo, nadie puede extinguir o reprimir los deseos de la carne, que arden en nosotros con un fuego natural, si la gracia de Dios no ayuda a su fra­ gilidad, lo proteje y lo fortalece.

Ahora ya se ha logrado el objetivo que buscaba el Señor con su intervención, esto es, liberar a aquel joven de sus perniciosos deseos e instruirte a ti acer­ ca de la violencia de su tentación y de la virtud de la compasión. Así pues, imploremos juntos en nuestras oraciones que concluya el castigo que el Señor ha querido infligirte para tu escarmiento -él es el que hiere y el que cura, él es el que humilla y exalta, el que da la muerte y la vida, hunde en el abismo y saca de él (l Sin 2, 6-7)- y que apague mediante el abun­ dante rocío de su Espíritu las flechas ardientes del diablo que, por mediación mía, él permitió que te al­ canzaran». 12. Gracias a la plegaria del anciano, el Señor tuvo a bien retirar esta tentación con la misma rapidez con que la impuso, pero también enseñó con claridad que no se debe reprochar a nadie por sus errores cuando los ha confesado y que no se debe despreciar el dolor del que sufre. Tampoco la impericia o la ligereza de uno o más ancianos deben apartar o excluir a nadie del camino de salvación del que ya hemos hablado, pues el perverso enemigo usa las canas para enga­ ñar a los jóvenes. Al contrario, retirando el velo del pudor, deben revelar todo a los padres espirituales y recibir de ellos remedios para las heridas y ejemplos de vida santa. Y nosotros, por nuestra parte, veremos cómo pro­ gresamos si no osamos emprender algo según nues­ tro propio juicio y presunción.

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Las Escrituras

15 prescriben

El ejemplo

del apóstol

Pablo

DEJARSE ACONSEJAR POR UN ANCIANO

En fin, esta manera de obrar ateniéndonos al jui­ cio de los ancianos es grata a Dios, como lo muestra el hecho de que también encontremos estas enseñan­ zas de manera explícita en las Sagradas Escrituras. Dios decidió elegir al joven Samuel, pero no qui­ so instruirlo directamente con sus propias palabras, sino que prefirió que se dirigiese a un anciano una y dos veces (1 Re 3). Quería que ese niño, a quien llamaba a conversar con él, fuese instruido por aquel anciano, y eso que este había ofendido a Dios. Una vez que consideró a Samuel digno su vocación, pre­ firió que fuera instruido por un anciano, para probar así la humildad de quien estaba destinado a un minis­ terio divino y para proponerlo a los jóvenes como un modelo de obediencia.

1. Cristo se aparece a Pablo y le habla directamen­ te. También podría mostrarle directamente el cami­ no de la perfección; sin embargo, prefiere dirigirlo a Ananías, y le manda que aprenda de él el camino de la verdad diciéndole: Levántate y entra en la ciudad: allí se te dirá lo que tienes que hacer (Hch 9, 6). Así pues, también el Apóstol fue enviado a un an­ ciano. Cristo consideró que era mejor que fuese ins­ truido por el anciano que hacerlo él mismo en perso­ na, a fin de que lo que en el caso de Pablo habría sido adecuado, no se convirtiera en un mal ejemplo que, en el futuro, alguien pudiera aducir para justificar la pretensión de ser instruido directamente por Dios y no tener necesidad de acudir a la escuela de los ancianos. 2. El propio Apóstol enseña no solo con sus escri­ tos, sino también con su conducta, que tal presunción resulta absolutamente detestable. En efecto, él cuen­ ta que subió a Jcrusalén con el único propósito de exponer, de manera personal y amistosa, a los otros apóstoles y predecesores en el apostolado el Evange­ lio que predicaba a los gentiles acompañado por la gracia del Espíritu Santo y por signos y prodigios: Y les expuse el Evangelio que predico entre las gentes, para no correr o haber corrido en vano (Gal 2, 2).

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3. ¿Quién será tan presuntuoso y ciego que se atreva a fiarse de su propio juicio y discernimiento, cuando hasta este vaso de elección muestra que ne­ cesitó hablar con los otros apóstoles? Esto pone de relieve que Dios no enseña el camino de la perfección a quien, teniendo a mano con quién instruirse, despre­ cie la doctrina y las enseñanzas de los ancianos sin hacer caso de aquellas palabras que hay que observar con sumo celo: Pregunta a tu padre y te lo enseñará, pregunta a los ancianos y te lo dirán (Dt 32, 7).

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16 Moderación frente a radicalismos

1. Con todas nuestras fuerzas debemos procurar­ nos el bien del discernimiento a través de la virtud de la humildad, que nos puede mantener a salvo de ambos excesos. En efecto, el viejo proverbio griego dice: Akrótétes isotétes, todos los extremos se tocan. En efecto, tanto el ayuno exagerado como la gloto­ nería terminan igual; las vigilias inmoderadas llevan al monje al mismo desastre que el dormir demasiado. Las privaciones excesivas debilitan y devuelven al monje al estado en el que surgen la negligencia y el descuido. Yo he visto a muchos que no eran seducidos por la glotonería pero fueron abatidos por ayunos in­ moderados, que los debilitaron y los hicieron sucum­ bir a la pasión que habían vencido antes. 2. Y algunos a quienes no logró vencer el sueño fueron derrotados por unas vigilias i i-racionales e in­ contables noches en vela. Por eso dice el Apóstol: Con las armas de lajusticia por la derecha y por la izquier­ da (2 Cor 6, 7) caminemos por el camino recto con moderación y avancemos entre los extremos opuestos con ayuda del discernimiento, de modo que nada nos aleje del camino de la continencia que se nos ha asig­ nado, para que, por una desidia funesta, no caigamos de nuevo en las tentaciones de la glotonería.

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Peligros DE UNA ABSTINENCIA INMODERADA

Pregunta

sobre el límite

DE LA CONTINENCIA

1. Recuerdo que en cierta etapa de mi vida rechacé con tanta vehemencia el apetito de comer, que después de pasar dos o tres días sin tomar nada ya ni siquiera me acordaba de la comida. También, por instigación diabólica, privé a mis ojos del sueño. Al final, duran­ te muchas noches y muchos días le pedí a Dios que me concediese algunos momentos de reposo, pues me había dado cuenta de que, al rechazar el sueño y el alimento, me estaba exponiendo a un peligro mayor que si me sometiera a la pereza y a la glotonería. 2. Así pues, por un lado tenemos que estar atentos para no caer en la perniciosa relajación de disfrutar demasiado de las apetencias corporales, o de comer antes de la hora establecida para saciar nuestro ape­ tito, o de excedemos en la cantidad de comida. Y por otro, conviene dormir y alimentarnos a las horas se­ ñaladas, aunque no tengamos ninguna gana. Tanto una guerra como la otra surgen por insti­ gación del demonio. Con todo, es más peligrosa la abstinencia inmoderada que la satisfacción del ape­ tito. Porque esta se puede moderar con ayuda de un saludable arrepentimiento, mientras que de la otra es imposible salir.

Germán: ¿Cuál es entonces el límite de la conti­ nencia, al que tenemos que ceñimos con moderación y por el que podemos caminar fuera de peligro entre un extremo y otro?

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La comida adecuada

20 El

régimen prescrito

PARA CADA DÍA

NO peca de escaso

Moisés: Es sabido que sobre este tema debatieron a menudo nuestros padres. Tras considerar las prácticas de aquellos monjes que únicamente se alimentaban de legumbres, hierbas o fruta, al final concluyeron que lo mejor es alimen­ tarse solo de pan. También determinaron que la cantidad adecuada son dos pequeños panes, que juntos no llegan a pesar medio kilo.

Nos alegramos al oír estas palabras por boca de abba Moisés y respondimos que tal régimen no nos parecía en absoluto escaso, ya que nosotros no sería­ mos capaces de comer los dos panes prescritos.

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21 Observar

con fidelidad EL RÉGIMEN PRESCRITO

22 Dieta

equilibrada

1. Moisés: Si queréis probar los efectos de este régimen, ateneos a él siempre, sin añadir ningún ali­ mento cocido los domingos, los sábados o con mo­ tivo de la visita de algún hermano. Porque cuando se sacia el cuerpo con más comida que la prescrita, los siguientes días tiende a comer menos e incluso a ayunar sin fatiga, pues se siente con fuerzas gracias a aquel alimento extra. 2. Pero esto no lo podrá hacer quien se conforme con la ración prescrita de manera constante, y tam­ poco podrá pasar dos días sin comer pan. En efecto, recuerdo que nuestros mayores (y yo mismo lo he ex­ perimentado) sobrellevaron esta austeridad con gran esfuerzo y dificultad, y soportaron este régimen con tanto sufrimiento y tanta hambre que, al terminar de comer, se levantaban de la mesa de mala gana, incluso afligidos y tristes.

1. La regia general en lo que se refiere al ayuno consiste en que cada uno, según sus fuerzas corpora­ les y su edad, se alimente conforme a lo que necesita para el sustento de su carne, y no movido por el deseo de saciarse. En ambos casos será grande el daño causado por un régimen desigual, tanto si se castiga el vientre con la falta de alimentos como si se llena en exceso. 2. En efecto, así como el alma fatigada por la falta de alimentos carece de fuerzas para dedicarse a la oración y, afectada por el cansancio corporal, se en­ trega a la somnolencia, de la misma manera la carne sobrecargada por la glotonería no podrá orar a Dios con plegarias puras y vivas. Por otra parte, tampoco será capaz de mantener la pureza de la castidad, ni siquiera aquellos días en que se vea sometida al ayuno, si la víspera ha avivado con la leña de la coñuda el fuego de la concupiscen­ cia camal.

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La continencia

en el comer

Un

ejemplo de glotonería

1. Todo aquello que se acumula en nuestro cuerpo por la abundancia de alimento, termina siendo recha­ zado y expulsado por la propia naturaleza, pues esta no admite el exceso de ningún humor, por conside­ rarlo nocivo y contrario a sí misma. Debemos, pues, someter siempre nuestro cuerpo a una austeridad ra­ zonable y justa. Y si bien mientras permanezcamos en esta carne no podremos evitar esta necesidad na­ tural, al menos lograremos que tales inmundicias no nos salpiquen más que dos o tres veces al año. Esto debe suceder sin haberlo deseado nosotros, mientras dormimos y sin haberlo provocado mediante torpes fantasías surgidas de una oculta concupiscencia. 2. Por esto, se ha establecido esa continencia mo­ derada, equilibrada y refrendada por el juicio de los padres que ya hemos indicado: comer todos los días algo de pan, pero quedarse con un poco de hambre. Así se conservan tanto el alma como el cuerpo en un estado de equilibrio, y el alma no se debilita por fati­ gosos ayunos ni se satura con comidas excesivas. Este régimen frugal consigue además que, al ter­ minar el día, uno no sienta hambre ni se acuerde de lo que ha comido.

1. Ciertamente, atenerse a este régimen requie­ re esfuerzo. De hecho, quienes no han adquirido un discernimiento perfecto prefieren ayunar dos días y reservar para el día siguiente los panes que les corres­ ponden hoy, para que, cuando llegue el momento de comer, puedan sentir la saciedad que anhelan. Vuestro compatriota el monje Benjamín solía ha­ cer esto, como bien sabéis. Con el fin de evitar esta austeridad cotidiana y este castigo incesante de tomar tan solo dos panes al día, prefirió ayunar dos días y satisfacer después su glotonería con doble ración, lle­ nando su vientre con los cuatro panes que reservaba durante sus días de ayuno. 2. Seguro que recordáis cómo terminó por culpa de su pertinacia y de su obstinación en preferir los juicios de su alma a las enseñanzas de los ancianos: abandonó el desierto y regresó a la inane sabiduría de este mundo y a la vanidad de la vida mundana. Su caída viene a confifmar las enseñanzas de los ancia­ nos, y su ejemplo y ruina enseñan que quien se fía de su propio criterio y juicio no alcanza jamás la cumbre de la perfección. Más aún, es imposible que no sea en­ gañado por los perniciosos engaños del diablo.

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Pregunta sobre cómo ser fieles

Continencia y hospitalidad

AL PRACTICAR LA CONTINENCIA EN EL COMER

1. En Casiano esta expresión designa tanto el ayuno diario de ios monjes como el ayuno que se practicaba los miércoles y los viernes (cf. Institutiones 5, 24) [N. del T.J.

1. Moisés: Hemos de cumplir con idéntico celo tanto la fidelidad en la continencia como la hospita­ lidad. Debemos observar escrupulosamente la mode­ ración en el alimento por amor a la continencia y a la pureza, y también, en atención a la caridad, ofrecer una hospitalidad cordial. Es absurdo que al recibir a la mesa a un hermano, esto es, a Cristo, no comas con él o comas algo distinto que él. 2. Nuestra conducta será irreprochable en ambos sentidos si a la hora nona, de los dos panecillos que nos permite comer nuestra regla, tomamos solamen­ te uno y reservamos el otro para la tarde, de manera que si viene algún hermano lo podamos comer con él sin añadir nada a nuestra dicta. De esta forma no nos pondrá tristes la llegada de algún hermano, que debe ser para nosotros un motivo de alegría. También cum­ pliremos con el deber de la hospitalidad sin que rela­ jemos el rigor de \a abstinencia. Si, por el contrario, no viene ninguno, tomaremos con libertad el pan que tenemos asignado siguiendo el precepto canónico. 3. Al haber comido un pan a la hora nona, nues­ tro estómago no se sentirá incómodo por una comida tan frugal, como, al contrario, les sucede a los que, creyendo que guardan la abstinencia, reservan para la

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Germán: ¿Cómo podemos atenernos con fidelidad a la medida que propones? Sucede que muchas veces no tenemos más remedio que romper la estación1 del ayuno a la hora nona por la llegada de unos hermanos. Pues, para agasajarlos como conviene y no faltar a la hospitalidad que debemos a todos, hemos de añadir algo a la ración establecida y ordinaria.

tarde toda la comida. A estos la reciente ingestión de alimento les impide mantener sus sentidos despiertos y despejados en las oraciones vespertinas y de la no­ che. Por eso resulta práctico y útil comer a la hora nona, pues el monje que sigue este régimen no solo estará ligero y despejado en las vigilias nocturnas, sino también totalmente dispuesto para las celebracio­ nes vespertinas, pues ya habrá digerido el alimento.

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Epílogo

El venerable Moisés nos alimentó dos veces con su palabra. En esta última charla nos mostró el don y la vir­ tud del discernimiento; anteriormente nos había pre­ sentado el verdadero carácter de nuestra renuncia, el destino y la finalidad de la vida monástica, de tal forma que lo que buscábamos con los ojos cenados, solamente guiados por el fervor de nuestro espíritu y por el afán de llegar a Dios, nos lo mostró más claro que la luz y nos hizo ver cuánto nos habíamos des­ viado en este tiempo del camino recto, cuánto nos habíamos alejado de la pureza de corazón y del dis­ cernimiento. Comprendimos también que el aprendizaje de to­ das las artes de este mundo requiere determinar un objetivo último, y que este no se puede alcanzar sin contemplar un fin inmediato determinado.

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Tercera conversación

LAS TRES RENUNCIAS

1 Prólogo

1. En medio de aquel coro de santos, astros puros que relucían en la noche de este mundo, vimos brillar al venerable Pafnucio como una luminaria que irra­ diaba sabiduría. Era el presbítero de nuestra congregación, la de aquellos que morábamos en el desierto de Escetc. Aquí vivió hasta una edad muy avanzada, sin nunca cambiar la celda en la que había comenzado a vivir de joven. Y aunque la iglesia más cercana se hallaba a casi ocho kilómetros, jamás quiso mudarse a otra más cercana, que le habría ahorrado caminar a su edad una distancia tan larga los sábados y los domingos. Tam­ poco se permitía volver de la iglesia con las manos vacías, sino que cargaba a sus espaldas el agua que bebía durante la semana. A pesar de que pasaba de los noventa años, no permitía que ningún joven le ahorra­ se este trabajo. 2. En su adolescencia asistió con tanto celo a las escuelas de monjes Cenobitas que una breve estancia fue suficiente para que se enriqueciese con el bien de la obediencia y el conocimiento de todas las virtudes. Mortificó cada uno de los movimientos de su vo­ luntad gracias a las virtudes de la humildad y la obe­ diencia. También gracias a ellas extinguió todos sus vicios y perfeccionó todas sus virtudes, las mismas 111

que asimiló en las instituciones monásticas y que en­ señaron los antiguos padres. Después se propuso me­ tas más elevadas. Así, cuando vivía rodeado de una multitud de mon­ jes quiso retirarse a la soledad del desierto para unirse de manera inseparable a Dios, de modo que ninguna compañía humana pudiera apartarle de su propósito. 3. Allí superaba en fervor aun a los anacoretas más virtuosos. Deseaba y perseguía la contemplación inin­ terrumpida de Dios, y por eso huía de las miradas de los hombres. Incluso se adentró en los lugares más solitarios e inaccesibles y permaneció mucho tiempo escondido en ellos, de manera que rara vez y tras grandes dificul­ tades lograba alguien llegar hasta él. Y hasta se corrió la voz de que disfrutaba de un trato cotidiano con los ángeles. Por eso le pusieron el sobrenombre de Búbal, es decir, «buey salvaje».

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Encuentro con el abba Pafnucio

1. Germán y yo deseábamos ser instruidos por el abba Pafnucio. Con este propósito, llegamos hasta su celda cuando caía la tarde. Al principio guardó silen­ cio unos instantes, y después elogió el interés que le manifestábamos. En efecto, tras abandonar nuestra patria y atravesar tantas provincias por amor al Señor, nos esforzamos mucho por afrontar las privaciones y la soledad del desierto y por imitar el rigor de la vida de los anacoretas, que apenas son capaces de sobre­ llevar los que nacen y son educados en esta misma austeridad y pobreza. 2. Por nuestra parte, contestamos que si había­ mos emprendido este camino era porque nos atraía su doctrina y su magisterio, y porque queríamos for­ mamos según las enseñanzas de una persona modé­ lica y alcanzar la perfección que numerosos testimo­ nios le atribuían. No deseábamos recibir elogios que no nos mere­ cíamos, ni pretendíanlos que nos hinchara el corazón un orgullo como el que el diablo intentaba infundimos en nuestras celdas. Tan solo pedíamos unas palabras que nos moviesen a la compunción y a la humildad, no un discurso que nos ensoberbeciera.

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3 LOS TRES TIPOS DE VOCACIÓN

1. Entonces el venerable Pafnucio comenzó a ha­ blar así: Las vocaciones se dividen en tres tipos, que se corresponden con las tres renuncias que le son ne­ cesarias al monje, sea cual sea el tipo de su vocación. Cada uno de estos órdenes o tipos requiere un examen cuidadoso. En efecto, si reconocemos que hemos sido llamados por Dios según el primer gra­ do de vocación, podemos ajustar nuestra vida a este orden sublime de vocación, pues unos comienzos su­ blimes no sirven de nada si el principio no se corres­ ponde con el fin. 2. Si, por el contario, reconocemos que es el últi­ mo orden el que nos ha sacado de la vida mundana, en la misma medida en que nuestro punto de partida ha­ cia la religión no es el más deslumbrante, tendremos que esforzamos con fervor espiritual para llegar a un mejor fin. En segundo lugar, existen tres modos de renuncia. Conviene que conozcamos la causa de estas tres re­ nuncias, puesto que no podremos alcanzar la perfec­ ción si las ignoramos o si, aun conociéndolas, no nos esforzamos por ponerlas en práctica.

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Sobre

los tipos de vocación

1. Comencemos diciendo que los modos de voca­ ción se distinguen por sus peculiaridades: el primero procede de Dios, el segundo nace por mediación del hombre y el tercero por la necesidad. La vocación viene de Dios siempre que una ins­ piración despierta en nuestro corazón, con frecuencia mientras dormimos, el deseo de la vida eterna y de la salvación, y nos exhorta a seguir a Dios y adherirnos a sus preceptos con salvifica compunción. Así, dicen las Escrituras que Abrahán fue llamado por la voz del Señor a salir de su patria, dejando atrás el amor a su familia y la casa de su padre: Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre (Gn 12, 1). 2. De igual modo el venerable Antonio, según nos consta, se convirtió al ser llamado por Dios. Un día entró en una iglesia y allí oyó: Quien no odia a su padre, a su madre, a sus hijos y a su mujer y a su alma no puede ser mi discipulo (Le 14, 26), y: Si quieres ser perfecto, ve, verícle todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme (Mt 19, 21). Antonio recibió este precepto del Señor con corazón compungido y como dirigido directamente a él. Y al instante renunció a todo para seguir a Cristo, sin que lo hubiesen animado exhorta­ ciones ni enseñanzas de ningún hombre. 115

3. El segundo modo de vocación es, como hemos dicho ya, el que tiene lugar a través de los hombres, o sea, cuando los ejemplos y exhortaciones de algu­ nos santos encienden nuestros espíritus. Yo mismo fui llamado así por la gracia del Señor cuando, exhortado por los consejos y las virtudes del venerable Antonio, abracé la vida monástica. Y también los hijos de Israel fueron liberados de la esclavitud en Egipto según este orden, por medio de Moisés (Ex 14). 4. El tercer modo de vocación procede de la nece­ sidad, cuando absorbidos por las riquezas y placeres de este mundo nos asaltan las tentaciones que ponen en peligro nuestra vida, o nos golpea la pérdida de nuestros bienes, o el destierro, o la muerte de un ser querido. Entonces, a nuestro pesar, recurrimos a Dios, a quien no quisimos seguir en la prosperidad. 5. La vocación por necesidad aparece a menudo en las Escrituras. Así, leemos que los hijos de Israel fueron entregados a sus enemigos por culpa de sus pe­ cados y que, a causa del despotismo y la crueldad con que eran tratados, se volvieron al Señor gritando. En­ tonces el Señor les mandó como salvador a Ehúd, hijo de Guerá, benjaminila, que manejaba las dos manos como la derecha (Jue 3,15). Y antes dice: Gritaron al Señor, que les suscitó un salvador y los liberó, Otniel, hijo de Quenaz, hermano menor de Caleb (Jue 3, 9). Y he aquí que en un salmo leemos palabras análo­ gas: Si Dios los hacía morir, entonces lo buscaban; se volvían a él y tornaban a Dios desde el comienzo del día. Y recordaron que Dios les ayuda y que Dios es su excelso redentor (Sal 77, 34-35). Y más adelante: Gritaron al Señor cuando estaban atribulados y él los liberó de sus angustias (Sal 106, 13). 116

5 LO QUE CUENTA NO ES CÓMO SE EMPIEZA, SINO CÓMO SE TERMINA

1. De estos tres tipos de vocación los dos prime­ ros parecen sustentarse en propósitos más elevados. Sin embargo, vemos que del tercer grado, que parece ser el más bajo y tibio, también han surgido hombres perfectos y fervorosísimos, como los que siguiendo un propósito excelente entraron al servicio del Señor y pasaron el resto de su vida con un ardor espiritual también digno de elogio. Y, al contrario, también encontramos algunos que partieron del gra­ do superior, se fueron enfriando y acabaron de ma­ nera lamentable. De la misma manera que aquellos se convirtieron más por la necesidad que por su libre voluntad -porque la bondad del Señor les ofreció la ocasión de arrepentirse y no perdieron nada con ello-, a estos, sin embargo, no les sirvió de nada que su conversión partiese de principios tan elevados, por­ que no se esforzaron por terminar su vida de manera equivalente. 2. En efecto, nada le faltó al abba Moisés, que vivió en el lugar de este desierto llamado Cálamo, para logar el premio de la perfecta bienaventuranza. Él se refugió en un monasterio huyendo de la pena

de muerte que pendía sobre él a causa de un homi­ cidio, pero se aprovechó tan bien de esta conversión 117

necesaria que acabó convirtiéndola en voluntaria, y gracias a su virtud siempre bien dispuesta, alcanzó las cumbres más altas de la perfección. Por el contrario, a muchos otros, cuyos nombres no voy a mencionar, no les sirvió de nada ponerse al servicio del Señor partiendo de un principio más elevado, porque por la desidia y la dureza de corazón cayeron después en una tibieza nociva y en el profun­ do abismo de la muerte. 3. Esto lo vemos claramente también en los após­ toles. En efecto, ¿de qué le sirvió a Judas haber abra­ zado de manera voluntaria la más alta dignidad del apostolado con un llamamiento semejante al de Pe­ dro y los otros, si los elevadísimos principios de su vocación acabaron de manera pésima por su avaricia, hasta el punto de entregar a su Señor como el más cruel de los parricidas? 4. ¿Qué diremos de Pablo, que sufrió una repen­ tina ceguera que lo obligó a iniciar el camino de la salvación a su pesar? Este siguió después al Señor con corazón fervoroso, completando con voluntaria devo­ ción lo que había iniciado por necesidad, y concluyó su vida de modo incomparable coronado por tantas virtudes. Por tanto todo depende del fin, pues puede ser que alguien que ha comenzado su conversión de forma inmejorable sea después degradado por su negligen­ cia, mientras que quien fue llamado por la necesidad a profesar como monje alcance la perfección gracias a su temor de Dios y a su celo.

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6 LOS TRES TIPOS DE RENUNCIA

1. Tratemos ahora de las renuncias. La autoridad de los padres y de las Escrituras muestra que son de tres clases. Es necesario que cada uno de nosotros se esfuerce en cumplirlas. La primera es de tipo corpo­ ral: por medio de ella despreciamos las riquezas y los bienes del mundo. La segunda consiste en repudiar las costumbres, los vicios y las pasiones de la carne que proceden de nuestra vida anterior. La tercera es aquella por la que, apartando nuestro espíritu de las cosas presentes y visibles, contemplamos solo las rea­ lidades futuras y ansiamos los bienes que no se ven. 2. Que debemos cumplir estas tres se lee en el pre­ cepto del Señor a Abrahán, cuando le dice: Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre (Gn 12, l). Primero dijo de tu tierra, o sea, de los bienes de este mundo y de las riquezas de la tierra; en segundo lugar de tu parentela, esto es, de la vida, de las cos­ tumbres y de los vicios anteriores, que son inherentes a nosotros desde nuestro nacimiento y a los que esta­ mos unidos como por una relación de parentesco; en tercer lugar de la casa de tu padre, es decir, de todo recuerdo de cuanto vemos en este mundo. 3. Acerca de nuestros dos padres, esto es, del pa­ dre que debemos abandonar y del que debemos se­ guir, dice Dios a través de David en un salmo: Es119

cucha, hija mía, y mira; inclina tu oído: olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre (Sal 44, 11). En efecto, quien dice escucha, hija, tiene que ser padre y muestra que aquel, cuya casa y cuyo pueblo debe ser entregado al olvido, fue el padre de su propia hija. Y esto se hace cuando, muertos con Cristo a los ele­ mentos de este mundo, contemplamos, como dice el Apóstol, ya no las cosas visibles, sino las invisibles, pues las visibles son temporales, pero las invisibles son eternas (2 Cor 4, 18), y saliendo de corazón de esta casa temporal y visible dirigimos nuestra mirada y nuestro espíritu hacia aquella en la que hemos de permanecer eternamente. 4. Esto lo cumpliremos cuando, todavía en nues­ tra existencia corporal, comencemos a militar para el Señor ya no según la carne y exclamemos con nues­ tras obras y palabras: Nuestra ciudad está en los cie­ los (Flp 3, 20). Con cada una de estas renuncias se corresponde exactamente cada uno de los tres libros de Salomón. Así, Proverbios se corresponde con la primera renun­ cia, porque gracias a este libro se elimina el deseo de las cosas camales y los vicios terrenos; Eclesiastés se corresponde con la segunda renuncia, porque todo lo que se hace bajo el sol se considera vanidad; la tercera se corresponde con Cantar de los Cantares, porque en él el alma trasciende todas las realidades visibles y se une con el verbo de Dios gracias a la contemplación de las realidades celestiales.

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7 ES PRECISO PRACTICAR

TODAS LAS RENUNCIAS

1. Practicar la primera renuncia con gran devo­ ción de nuestra fe no nos proporcionara un beneficio especial si asumimos la segunda con menor celo y ardor. Una vez que hayamos abrazado la segunda re­ nuncia podremos llegar a la tercera. Saldremos de la casa de nuestro padre de la vida pasada (recordamos que nuestro padre lo fue desde nuestro nacimiento según la carne, cuando éramos por naturaleza hijos de la ira como todos los demás hombres, Ef 2, 3) y dirigiremos la mirada de nuestra alma hacia las reali­ dades celestiales. 2. Sobre este padre se le dice lo siguiente a Jerusalén, puesto que ha despreciado a su verdadero padre, que es Dios: Tu padre es amorreo y tu madre hitita (Ez 16, 3); y en el Evangelio se lee: Vuestro padre es el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre (Jn 8, 44). Una vez que lo hayamos abandona­ do, emigrando de las realidades visibles a las invisi­ bles, podremos decir con el Apóstol: Sabemos que si nuestra casa terrenal se destruye, tenemos una mo­ rada que nos es dada por Dios, una casa no hecha por la mano humana y que es eterna en los cielos (2 Cor 5, 1); también recordamos las palabras de Pa­ blo: Nuestra ciudad está en los cielos, de donde es121

peramos que venga el Salvador y Señor Jesús, que transformará nuestro cuerpo miserable en la imagen de su cuerpo glorioso (Flp 3, 20-21), y lo que dice David: Yo soy extranjero en la tierra, como lo fueron todos mis antepasados (Sal 118,19), y seremos seme­ jantes a aquellos de los que el Señor, en el Evangelio, declara a su Padre: No son del mundo, como tampoco yo soy de este mundo (Jn 17, 16), y a sus apóstoles: Si fuerais de este mundo, el mundo amaría a quien es suyo; pero como no sois de este mundo, pues yo os he elegido de entre los que son del mundo, por eso os odia el mundo (Jn 15, 19). 3. Habremos merecido obtener la perfección de la tercera renuncia cuando nuestro espíritu se vea li­ bre de la contaminación de la carne, que entorpece al alma. Para ello, una mano experimentada la ha­ brá purgado de todo afecto y cualidad terrenal, para que llegue hasta las realidades que le son invisibles a través de la meditación de las realidades divinas y de la contemplación. De este modo, al dedicarse a las cosas celestes e incorpóreas, no es consciente de la debilidad de la carne ni del lugar que ocupa en el cuerpo. No escucha con su oído terrenal ninguna voz ni dedica el tiempo a contemplar las imágenes de los que pasan: ni siquiera presta atención a los objetos y a las masas más grandes que están a su alrededor y que le muestran los ojos de la carne. 4. La verdad y virtud de estas palabras solo las en­ tenderá quien haya experimentado esto de lo que ha­ blamos, una vez que el Señor haya apartado los ojos de su corazón de todas las cosas presentes, de manera que no las considere destinadas a pasar, sino ya pasa­ das, y las vea como el humo que se desvanece en la

nada. Como Enoc, que caminaba con Dios y fue res­ catado de la vida humana y del trato con los hombres, tampoco aquel habita en la vanidad del mundo pre­ sente. Ahora bien, según el Génesis, el rapto de Enoc fue corporal: Enoc caminó con Dios y no se lo encon­ tró más, porque Dios se lo llevó (Gn 5, 24 LXX). Y el Apóstol dice: Enoc fue raptado por su fe para que no viera la muerte (Heb 11,5). Sobre esta muerte dice el Señor en el Evangelio: Quien vive y cree en mi no morirá para siempre (Jn 11, 26). 5. Por eso debemos damos prisa si queremos al­ canzar la verdadera perfección, que consiste en aban­ donar de corazón, como ya hemos abandonado de manera corporal, a nuestros padres, la patria, las ri­ quezas y los placeres de este mundo, y en no volver a lo que hemos abandonado impulsados por algún tipo de concupiscencia, como les sucedió a quienes ha­ bían sido rescatados de Egipto por Moisés. Estos no volvieron corporalmente a Egipto, pero sí lo hicieron en sus corazones, como está escrito. Tras haber aban­ donado al Dios que los había sacado de allí, venera­ ron con gran devoción los ídolos egipcios que habían abandonado, según dan testimonio las Escrituras: Y volvieron en sus corazones a Egipto diciendo a Aarón: Haznos dioses que vayan delante de nosotros (Hch 7, 39-40). Nos condenaremos con ellos, pues estos, cuando vivían en el desierto, tras haber sabo­ reado el maná celestial, desearon los alimentos de los vicios, fétidos, asquerosos y de ningún provecho. Entonces parecerá que murmuramos: Qué bien está­ bamos en Egipto, donde nos sentábamos delante de ollas de carne y comíamos cebollas, ajos, pepinos y melones (Ex 16, 3; Nm 11,5).

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6. Aunque esto fue lo que le sucedió a aquel pueblo en el pasado, observamos que lo mismo se cumple todos los días en nuestro estado y en nuestra profesión. En efecto, quien después de renunciar a este mundo vuelve a sus costumbres antiguas y es llamado a sus deseos anteriores, concuerda con ellos proclamando con su cuerpo y con su alma: Qué bien estaba yo en Egipto. Creo que no son menos los monjes a los que les sucede esto que las multitudes que, según consta en las Escrituras, prevaricaron en la época de Moisés. No en vano, de seiscientos tres mil hombres armados que fueron contados al salir de Egipto (Ex 38,25), solamente dos entraron al final en la tierra prometida (Nm 14, 38). 7. Por consiguiente, tenemos que darnos prisa para acoger el ejemplo de vida virtuosa que nos dan unas pocas y escasas personas, según lo escrito en el Evangelio: Muchos son los llamados, pero pocos son los elegidos (Mt 22, 14). De nada nos servirá re­ nunciar al cuerpo y al mundo, que sería solamente la salida de Egipto, si no somos capaces de conseguir igualmente la renuncia de corazón, que es más subli­ me y útil. Sobre la renuncia corporal, de la que ya hemos ha­ blado, dice el Apóstol: Si distribuyo todos mis bienes para alimentar a los pobres y entrego mi cuerpo a las llamas, pero no tengo caridad, todo esto no me sirve de nada (1 Cor 13, 3). Semejante afirmación no la habría dicho nunca el Apóstol si no hubiera previsto que muchos distribuirían sus riquezas para alimentar a los pobres, pero no serían capaces de llegar a la perfección evangélica y a la alta cumbre de la caridad al conservar en sus corazones los antiguos vicios de

su vida pasada y su incontinencia bajo el dominio de la soberbia y la impaciencia, ajenos a toda voluntad de purificarse: para ellos es imposible alcanzar la ca­ ridad de Dios, que nunca se acaba. 9. Como estos se encuentran por debajo de los del segundo grado de renuncia, mucho menos alcanzan el grado tercero, que sin duda alguna es el más eleva­ do. Examinad con diligencia que el Apóstol no dice simplemente: Si distribuyo mis bienes. De esto po­ dría deducirse que no cumple el mandato evangélico y que se reserva algo de estos bienes, como harían algunos de los que son tibios en su fe. Pero si dice: Si distribuyo todos mis bienes para alimentar a los pobres, quiere decir: «Renunciaré absolutamente a todas las riquezas terrenas». 10. A esta renuncia se añade algo más importan­ te: Si entrego mi cuerpo a las llamas, pero no tengo caridad, es como si dijese: «Si distribuyo todos mis bienes para alimentar a los pobres, según el siguien­ te mandato evangélico: Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y ten­ drás un tesoro en el cielo (Mt 19, 21), o sea, si re­ nuncio a reservarme alguno de estos bienes y añado a esta abnegación el martirio quemando mi propio cuerpo, si entrego mi cuerpo por Cristo pero soy im­ paciente, iracundo, envidioso o soberbio y me infla­ mo ante las injurias de otros, busco mi interés, tengo malos pensamientos y no soporto con paciencia y de buen grado lo que se hace contra mí, de nada me ser­ virán la renuncia y las llamas exteriores, porque mi interior está todavía sometido a los viejos vicios. 11. En el fervor de la primera conversión he re­ chazado la inocente sustancia de este mundo, que no

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es ni buena ni mala, sino indiferente, pero no me he preocupado de expulsar de mí igualmente los bienes perjudiciales del corazón vicioso ni de tender hacia la caridad divina, que es paciente y benigna, que no es envidiosa, no se infla, no se irrita, no actúa de ma­ nera equivocada, no busca su interés ni piensa mal, sufre y soporta todo (1 Cor 13, 4-7); en definitiva, que no permite que el que la sigue sucumba a las ar­ timañas del pecado».

8 Renuncia a los vicios Y PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES

1. Procuremos con empeño que nuestro hombre interior rechace todas las riquezas acumuladas en su vida pasada, que son sus vicios, y las haga desapare­ cer. Estas permanecen pegadas a nuestro cuerpo y son bien nuestras. Al estar tan unidas a nosotros, si no las rechazamos y nos deshacemos de ellas, nos acompa­ ñarán hasta nuestra morada eterna. De la misma ma­ nera que las virtudes que fueron adquiridas en esta vida -especialmente la caridad, que es la fuente de las demás- convierten a quien las ama en un ser bello y espléndido después de esta vida, también los vicios llevan hasta la morada eterna a la mente ofuscada y desfigurada por no sé qué horribles colores. 2. En efecto, la belleza del alma surge de las virtu­ des y su fealdad de los vicios; es como un color que se origina en las virtudes y la hace brillar con tal es­ plendor que merece oír del profeta: El rey deseará tu belleza (Sal 44, 12), cf, si procede de los vicios, estos la hacen tan espantosa y fea que ella misma admite su fealdad diciendo: Mis heridas están infectadas y apestan a causa de mi necedad (Sal 37,6), y el Señor en persona se dirige a ella con las siguientes palabras: ¿Porqué no está cubierta por una venda la herida de la hija de mi pueblo? (Jr 8, 12). 126

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3. Estas son propiamente nuestras riquezas, la: que permanecen siempre con el alma y las que nin­ gún rey o enemigo nos puede dar o quitar; estas son propiamente nuestras riquezas, de las que ni siquiera la muerte podrá privar al alma. Quien renuncia llega a la perfección, y quien se mantiene en sus cadenas es condenado a la muerte eterna.

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y LOS TRES TIPOS DE RIQUEZA

1. En las Escrituras el término «riquezas» se en­ tiende de tres maneras distintas; las hay buenas, malas c indiferentes. Las malas son aquellas de las que se dice: Los ri­ cos se hicieron pobres y tuvieron hambre (Sal 33.11), y: Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestra consolación (Le 6, 24). Rechazar estas rique­ zas es la más alta perfección. A las malas riquezas se las distingue gracias a aquellas palabras del Evangelio del Señor con las que alaba a los pobres: Bienaventurados los pobres de es­ píritu. porque suyo es el reino de los cielos (Mt 5, 3). y en el salmo: Este pobre gritó y el Señor lo escuchó (Sal 33, 7), y también: El pobre y el indigente alaba­ rán tu nombre (Sal 73,21). 2. Pero también hay buenas riquezas, las que se han logrado con gran virtud y mérito. El justo que las posee es alabado por las palabras de David: Los des­ cendientes de los justas serán bendecidos. La gloria y las riquezas habitan en su casa y su justicia perma­ nece por los siglos de los siglos (Sal 111,2-3), y tam­ bién: La redención del alma es la verdadera riqueza del hombre (Prov 13,8 LXX). Acerca de estas rique­ zas se habla en el Apocalipsis en referencia al que no las tiene y por eso se hace culpable de ser pobre y de 129

estar desnudo: Voy a vomitarte de mi boca. Porque dices: «Soy rico, opulento y no me falta nada», y tú no sabes que eres un desdichado, un miserable, un indigente, un ciego y un desnudo. Te aconsejo que me compres mi oro acrisolado por el fuego para que te hagas rico, y que te vistas con vestimentas blancas para que no se note la vergüenza de tu desnudez (Ap 3, 16-18). 3. También existen unas riquezas indiferentes, es­ to es, que son buenas o malas dependiendo de la vo­ luntad y el carácter de quien las usa. Sobre ellas dice el Apóstol: A los ricos de este mundo mándales que no sean altivos y que no pongan sus esperanzas en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que nos concede en abundancia todos los bienes para que los disfrutemos, sino que hagan el bien, que den sus bie­ nes de manera altruista, que los pongan en común y que se doten de un buen fundamento para elfuturo, de modo que puedan lograr la vida verdadera (1 Tim 6, 17-19). Estas son las que posee el rico en el Evangelio y no las reparte entre los indigentes. El pobre Lázaro pretendía saciarse con sus migas tumbado a su puerta: por eso aquel es condenado a los fuegos insoportables de la gehenna y a las llamas que no se apagan (Le 16, 19).

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10 La

perfección solo se alcanza CON LA TERCERA RENUNCIA

1. Cuando abandonamos las riquezas visibles de este mundo no abandonamos nuestras riquezas, sino riquezas ajenas, por mucho que presumamos de ha­ berlas adquirido con nuestro esfuerzo o que afirme­ mos que son herencia de nuestros padres. Como ya he dicho, solamente es nuestro lo que posee nuestro corazón, lo que está unido a nuestra alma y nadie nos puede arrebatar. Con respecto a las riquezas visibles, Cristo incre­ pa así a los que guardan estos bienes como si fueran propios y no los quieren compartir Si no habéis sido honrados con los bienes ajenos, ¿quién os dará lo que es vuestro? (Le 16, 12). Así, no solo la experiencia cotidiana nos muestra con toda claridad que estas ri­ quezas no nos pertenecen, sino también las palabras del Señor de manera explícita. 2. Pero de las riquezas invisibles y malas dice Pe­ dro al Señor: He aquí que hemos abandonado todo y te hemos seguido: ¿cuál será nuestra recompensa? (Mt 19, 27). Es cierto que ellos solamente abandona­ ron sus redes carentes de valor y rotas. Por lo tanto, tenemos que entender la palabra «todo» como renun­ cia a los vicios, renuncia que en verdad es algo gran­ de, enorme. Si no, no encontraremos otra cosa de va-

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lor que hayan dejado los apóstoles, ni tampoco algo por lo que el Señor haya tenido a bien concederles la gloria de una tal bienaventuranza, hasta el punto de haber merecido oír de sus labios: En el tiempo de la renovación, cuando el Hijo de! hombre esté sentado sobre el trono de su majestad, también estaréis voso­ tros sentados sobre doce tronos juzgando a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28). 3. Por tanto, si algunos abandonan de manera ab­ soluta estos bienes terrestres y visibles, pero por cier­ tos motivos no son capaces de alcanzar aquella ca­ ridad apostólica ni de subir con vigor hasta el tercer grado de renuncia, que es más elevado y solamente alcanzan unos pocos, ¡qué pensarán de sí mismos quienes ni siquiera alcanzan de manera perfecta el primer grado, que es tan asequible, y que conservan­ do con la misma infidelidad de su vida pasada sus de­ leznables riquezas, pretenden atribuirse a sí mismos el nombre de monje, eso sí, vacío de contenido! 4. Así pues, la primera renuncia no es más que el abandono de bienes ajenos, y por eso de suyo no con­ fiere al renunciante la plenitud de la perfección si este no llega a la segunda renuncia, por la cual abandona­ mos los bienes que nos pertenecen de verdad. Alcanzada esta renuncia y expulsados todos nues­ tros vicios, ascenderemos a la cumbre de la tercera renuncia, por la cual despreciamos en nuestro espíritu no solo lo que sucede en el mundo y particularmente lo que es propio de los hombres, sino también la ple­ nitud universal de todos los elementos. Pues, por muy magnífica que esta parezca, debemos considerarla co­ mo algo sometido a la vanidad y destinado a desa­ parecer en poco tiempo. Nuestro espíritu debe fijarse

únicamente en lo que dice el Apóstol: No lo visible, sino lo invisible: lo visible es temporal, lo invisible eterno (2 Cor 4, 18) de manera que merezcamos oír la exhortación suprema que se dirige a Abrahán: Ven a la tierra que te mostraré (Gn 12,1). 5. A través de esto se muestra claramente que si no se ponen en práctica con todo el ardor del alma las tres renuncias antes señaladas, no se puede llegar al cuarto grado, que se otorga como recompensa a quien ha cumplido de manera completa estas renun­ cias. Este merece entrar en la tierra prometida, donde no crecen las espinas ni las zarzas de los vicios. Esta tierra se encuentra ya en el cuerpo, a condición de que el corazón se haya purificado expulsando todas nuestras pasiones. Dios en persona, no la virtud o el esfuerzo, es el que promete al hombre que le mostra­ rá esta tierra: Ven a la tierra que te mostraré. 6. Estas palabras son una prueba evidente de que también el inicio de nuestra salvación se realiza por vocación divina cuando dice: Sal de tu tierra, y que la cumbre de la perfección y de la pureza es otorgada por él: Y ven a la tierra que te mostraré, lo cual quiere decir: «Te mostraré no la que tú puedas conocer por ti mismo o la que puedas encontrar con tu esfuerzo, sino la que tú ignoras y ni siquiera estás buscando». Por eso, del mismo modojjue por vocación divina acudi­ mos al camino de la salvación, también gracias a sus enseñanzas y a su iluminación somos elevados a la perfección de la beatitud suprema.

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Pregunta

sobre la libertad

La

gracia de

Dios

Y EL ESFUERZO

Y EL ESFUERZO PROPIO

Germán: Si es Dios el que inicia y finaliza la obra de nuestra perfección, ¿qué papel desempeña nuestra libre voluntad y por qué es nuestro esfuerzo el que nos hace dignos de alabanza?

]. Pai-nucio: Vuestro pensamiento sería correcto si en cada obra o disciplina hubiera solamente un prin­ cipio y un final, sin un término medio. Al igual que sabemos que Dios concede por diversas vías oportu­ nidades para la salvación, también nos corresponde a nosotros responder con mayor o menor celo a estas oportunidades que él nos ofrece. Como fue el ofreci­ miento de Dios expresado mediante las palabras: Sal de tu tierra, igual fue la obediencia de Abrahán. La frase: Y ven a la tierra es la consecuencia de la obe­ diencia, y las palabras Que te mostraré son la gracia de Dios, que ordena y promete. 2. Debemos tener claro que, por mucho que prac­ tiquemos cualquier virtud con esfuerzo perseverante, no podemos alcanzar con nuestra diligencia y esfuer­ zo personal la perfección. El esfuerzo del hombre es insuficiente para llegar sólo a través de sus méritos al premio sublime de la bienaventuranza. Necesitamos

la ayuda del Señor, que dirige nuestro corazón en la dirección correcta. Por eso debemos orar con David y decir a cada momento: Afirma mis pasos en tus ca­ minos para que no se borren mis huellas (Sal 16, 5), y: Afirmó mis pies sobre una roca y dio firmeza a mis pisadas (Sal 39, 3), para que el Gobernador invisible 134

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del alma humana tenga a bien conducir nuestra libre voluntad al cultivo de la virtud, pues nuestra voluntad es proclive a los vicios, porque ignora el bien o por­ que es seducida por las pasiones. 3. Esto lo expresa el Profeta con claridad en el si­ guiente versículo: Me han empujado para que cayera, donde muestra la debilidad de nuestro libre arbitrio, y el Señor me recogió (Sal 117, 13), declarando que la ayuda del Señor siempre se manifiesta. Gracias a ella, cuando ve que titubeamos, nos sostiene y nos refuerza tendiéndonos sus manos para que nuestro libre arbi­ trio no nos lleve a la ruina. Y después dice el Salmista: Si dije: mi pie resba­ la, a causa del carácter inestable del libre arbitrio, tu misericordia, Señor, vino en mi ayuda (Sal 93, 18). De nuevo relaciona el Salmista la ayuda de Dios con sus propios movimientos, puesto que, según su propia confesión, si no resbala el pie de su fe no es por sus propios méritos, sino por la misericordia del Señor. 4. Y todavía va más allá: En medio de las nume­ rosas angustias de mi mente, que nacían de mi libre arbitrio, tus consuelos alegraron mi alma (Sal 93, 19), es decir, «por tu aliento entraron en mi corazón, abrie­ ron a mi contemplación los bienes futuros, que tú has preparado para todos los que sufren por tu nombre, y no solo eliminaron toda ansiedad de mi corazón, sino que además me devolvieron la mayor de las alegrías». Y todavía dice: Si el Señor no me hubiera ayudado, mi alma habitaría ya casi en el infierno (Sal 93, 17). Él es testigo de que, a causa de la maldad del libre

5. En efecto, es el Señor el que dirige ¡os pasos del hombre, y no el libre arbitrio; cuando caiga el justo, evidentemente a causa del libre arbitrio, no se romperá. ¿Por qué? Porque Dios lo sostiene con su mano (Sal 36, 23-24). Evidentemente, todo esto equivale a decir: «Nin­ guna persona justa se basta por sí misma para alcan­ zar la justicia si la clemencia divina no la sostiene a cada momento con su mano cada vez que vacila o está a punto de caer». Así, no morirá una vez que haya caí­ do a causa de la debilidad del libre arbitrio.

arbitrio, habitaría en el infierno si Dios no le hubiera ofrecido su ayuda y protección. 136

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El Señor nos guía

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El Señor nos

instruye

Nunca se ha probado que hombres santos que ca­ minaban hacia el progreso y la consumación de las virtudes lograran por sus propios esfuerzos encontrar el camino por el que avanzaban, sino que imploraban a Dios que les enseñara la dirección correcta: Guíame en tu verdad (Sal 24, 5), y: Dirige mis pasos ante tu mirada (Sal 5, 9). Otro proclama que adquirió este mismo conoci­ miento no solo gracias a la fe, sino también a la ex­ periencia y, por decirlo así, a la misma naturaleza de las cosas: Yo sé, Señor, que el camino del hombre no está en él, ni es capaz de caminar y de dirigir sus pa­ sos (Jr 10, 23). El Señor con sus propias palabras dice a Israel: Yo mismo lo dirigiré como un abeto siempre verde: en mí se encuentra su fruto (Os 14, 9).

Los hombres santos desean alcanzar cada día el conocimiento de la ley no solo mediante la lectura, sino también mediante el magisterio y la iluminación de Dios: Muéstrame tus caminos, Señor, y enséñame tus senderos (Sal 24, 4). También dicen: Abre mis ojos y contemplaré las maravillas de tu ley (Sal 118, 18). Y además: Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios (Sal 142, 10). Y finalmente: Tú, Señor, le enseñas al hombre la ciencia (Sal 93, 10).

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15 Sin Dios no podemos nada

1. El bienaventurado David pide al Señor que ten­ ga a bien darle este entendimiento para poder cono­ cer los mandamientos de Dios que estaban escritos en el libro de la Ley: Yo soy tu siervo: clame enten­ dimiento para conocer tus mandatos (Sal 118, 125). Poseía la inteligencia que le había dado la naturaleza y tenía conocimiento de los mandatos de Dios, que estaban escritos en la Ley. Aun así, le pedía al Se­ ñor comprenderla más profundamente, consciente de que lo que la naturaleza le ha dado a entender es in­ suficiente si su inteligencia no es iluminada cada día por Dios para comprender la ley de manera espiritual y para entender más profundamente sus mandatos. Hablando sobre esta cuestión, el apóstol Pablo afir­ ma sin dudar: Dios es el que, según su buena volun­ tad, opera en vosotros tanto el querer como el actuar (Flp 2, 13). 2. ¿Qué se puede decir con mayor claridad? Él

afirma que el Señor es el autor de nuestra buena vo­ luntad y la culminación de nuestras obras. Y también dice: Por causa de Cristo se os ha dado no solo el creer en él, sino también el sufrir por él (Flp 1, 29). El Apóstol confirma que tanto el inicio de nuestra con­ versión y de nuestra fe como la paciencia para sufrir las pasiones nos han sido dados por el Señor. Com­ 140

prendiendo esto, David ora de modo semejante y pide que la misericordia del Señor le otorgue esto mismo: Afianza, Señor, lo que has realizado en nosotros (Sal 67, 29), mostrando así que no le bastan las primicias de la salvación otorgadas como un don de Dios por gracia divina, sino que estas necesitan de su miseri­ cordia y se cumplen cada día con su ayuda. 3. No es el libre arbitrio, sino el Señor quien libera a los presos (Sal 145, 7); no es nuestra virtud, sino el Señor quien levanta a los caídos (Sal 145, 8); no es el esfuerzo que ponemos en la lectura, sino el Señor quien devuelve la vista a los ciegos, lo que en griego se dice kyrios sophoi typhlous, esto es, el Señor hace ciegos a los sabios; no es nuestra prudencia, sino el Señor quien protege a los extranjeros (Sal 145, 9); no es nuestra fuerza, sino el Señor quien levanta (o sostiene) a todos los que caen (Sal 144, 14). No decimos esto para persuadimos de que el celo, el esfuerzo y el empeño son algo superfluo, sino para que seamos conscientes de que sin la ayuda de Dios no somos capaces de llevar a cabo estos esfuerzos, ni son eficaces nuestros empeños por alcanzar el premio tan admirable de la pureza si no contribuyen a ello el auxilio y la misericordia del Señor: Se equipa un caballo para el día de la batalla (Prov 21,31 LXX), pero del Señor viene la ayuda, porque el poder del hombre no está en su fuerza (1 Re 2,9).

4. Debemos exclamar como el rey David: Mi for­ taleza y mi alabanza no es mi libre arbitrio, sino el Señor: él es mi salvación (Ex 15,2). Tampoco ignora el Doctor de los gentiles que no han sido su mérito y su sudor los que lo han hecho apto para el ministerio de la Nueva Alianza, sino la misericordia de Dios. 141

Por eso proclama: No es que nosotros mismos este­ mos capacitados para considerar algo como nuestro, sino que nuestra capacidad procede de Dios (2 Cor 3, 5-6). Esto se puede decir en un latín menos correc­ to, pero más exacto: «Nuestra idoneidad procede de Dios». Y sigue diciendo: Que nos ha hecho ministros idóneos de la Nueva Alianza.

16

La fe también es

don de

Dios

1. Los apóstoles comprendieron bien que todo lo que se refiere a salvación nos fue concedido gracias a la generosidad del Señor. Por eso le pedían que les otorgase una sola cosa, la fe, diciendo: Aumenta nuestra fe (Le 17, 5). Ellos sabían que la plenitud de la fe no reside en el libre arbitrio, sino que creían que debía ser concedida como don divino. Pero el pro­ pio autor de la salvación humana nos muestra cuán inconstante y débil es nuestra fe, que no se basta a sí misma si no se ve fortalecida y ayudada por Dios: Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo, pero yo he pedido al Padre que no te falte la fe (Le 22, 31-32). 2. Otra persona que siente que dentro de sí sucede esto mismo y ve que su fe, por así decirlo, está siendo arrastrada contra los escollos por las olas de la infide­ lidad y abocada al naufragio, le pide al Señor ayuda para su fe: Señor, ayuda a mi incredulidad (Me 9, 24). Los personajes evangélicos y los apóstoles se dieron cuenta de que todo lo que es bueno se cumple en no­ sotros gracias a la ayuda del Señor, y no confían en absoluto en que su fe pueda mantenerse intacta única­ mente por sus propias fuerzas o por su libre voluntad. Por eso piden al Señor que les aumente la fe que hay en ellos o que se la dé. 142

143

3. Si la fe de Pedro necesitaba auxilio para no des­ fallecer, ¿quién puede ser tan presuntuoso o ciego que crea que, para mantenerla, no necesita la ayuda coti­ diana del Señor? Sobre todo cuando lo expresa el Se­ ñor de forma clara en el Evangelio diciendo: Asi como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece unido a la vid, tampoco vosotros podéis dar fruto si no permanecéis en mi. Y enseguida añade: Sin mi no podéis hacer nada (Jn 15,4-5). ¡Qué estúpido y sacrilego es atribuir nuestras bue­ nas acciones a nuestro esfuerzo en vez de a la gracia y la ayuda de Dios! Esto se demuestra por medio de las palabras del Señor en las que protesta diciendo que nadie puede exhibir frutos espirituales sin contar con su inspiración y su cooperación: Toda gracia buena y todo don perfecto desciende desde lo alto, desde el padre de la luz (Sant 1, 17). Asimismo, Zacarías dice: Si hay algo bueno, esto es suyo; si hay algo óptimo, esto viene también de él (Zac 9, 17LXX). Por su parte, el Apóstol pregunta: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué pre­ sumes como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4, 7).

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17 D1OS NOS CUIDA, ANIMA Y CONSUELA

El Apóstol afirma que el más alto grado de pacien­ cia, gracias al cual podemos soportar las tentaciones que se nos presentan, no depende tanto de nuestra propia virtud como de la misericordia de Dios, que las modera: A vosotros no os ha sobrevenido ningu­ na tentación que no sea humana. Dios os es fiel y no permitirá que seáis tentados más de lo que podáis so­ portar Al contrario, os dará una salida a la tentación para que podáis soportarla (1 Cor 10, 13). El Apóstol enseña que Dios dispone y fortalece nuestras almas para toda obra buena y realiza en no­ sotros lo que le es grato: Que el Dios de la paz, el que rescató de las tinieblas de la muerte al gran Pastor de las ovejas por medio de la sangre de la alianza eterna, Jesucristo, os haga aptos para toda obra buena y realice en vosotros lo que sea de su agrado (Heb 13,20-21). Y para que esto se realice en los tesalonicenses, ora así: Que nuestro Señor Jesucristo y Dios nuestro Padre, que nos amó y nos dio el consuelo eterno y una buena esperanza por medio de su gracia, anime vuestros corazones y los fortalezca en toda obra yen toda palabra buena (2 Tes 2, 16-17).

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El temor de Dios

Nuestra salvación es obra de Dios y nuestra

El temor a Dios, gracias al cual nos hacemos me­ recedores de poseerlo, nos lo inspira el Señor, como atestigua el profeta Jeremías, a través del cual dice Dios mismo: Les daré un solo corazón y un solo ca­ mino para que me lemán todos los dias, por su pro­ pio bien y el de sus descendientes. Haré con ellos un pacto eterno y no cesaré de hacerles bien. Les infundiré mucho temor en sus corazones para que no se aparten de mi (Jr 32, 39-40). Algo parecido dice Ezequiel: Les daré un solo co­ razón y pondré un espíritu nuevo en su pecho; quitaré de su carne el color de la piedra y les daré el color de la carne para que caminen en mis preceptos, obser­ ven mis leyes y las cumplan, para que sean mi pueblo y yo sea su Dios (Ez 11,19-20).

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1. Todo esto nos enseña que la iniciativa de la bue­ na voluntad nos la inspira el Señor, que nos pone en el camino de la salvación por su propia intervención, por la exhortación de alguna persona o por necesidad. También nos enseña que la perfección de las vir­ tudes es don suyo y que a nosotros nos corresponde seguir con mayor o menor celo la exhortación y el au­ xilio de Dios. Así, rechazando o acogiendo con obe­ diencia la gracia benevolente de su providencia hacia nosotros, nos hacemos dignos merecedores o bien de recompensa, o bien del castigo. 2. Esto se formula con claridad en el Deuterono­ mio: El Señor tu Dios te va a hacer entrar en la tierra de la que vas a tomar posesión, y destruirá a mu­ chos pueblos delante de ti, los hit ¡tas, los guergueseos, los amorreos, los cananeos, los fereceos, los heveas y los jebuseos, sietepueblos mucho más numerosos y poderosos que tú; te entregará estos pueblos y tú los golpearás hasta destruirlos. No harás ningún pacto con ellos ni contraerás matrimonio (Dt 7, 1-3). Intro­ ducir a Israel en la tierra prometida, destruir a muchas naciones delante de él, poner en sus manos naciones más numerosas y más fuertes que el pueblo israelita es, según la Escritura, una gracia de Dios. 147

3. Sin embargo, la Escritura muestra que depen­ de de Israel el golpearlas hasta destruirlas o el tener piedad de ellas, el pactar con ellas o no, el contraer matrimonio o no. Gracias a este testimonio distingui­ mos con claridad qué debemos atribuir a nuestro libre arbitrio y qué al don y la ayuda cotidiana del Señor. Igualmente, entendemos que es propio de la gra­ cia divina proporcionamos ocasiones para salvamos, tener resultados positivos y la victoria final, pero que depende de nosotros responder con mayor o menor fervor a los beneficios que Dios nos otorga. Esta regla la vemos expresada con claridad en la curación de los dos ciegos. Así, el que Jesús pase de­ lante de ellos es la gracia de la providencia y un don divino, pero el que griten: Ten piedad de nosotros, hijo de David (Mt 20, 31), es la obra de su fe. El que re­ cobren la vista es un regalo de la divina misericordia. 4. La historia de los diez leprosos que fueron cu­ rados al mismo tiempo muestra que también intervie­ nen tanto la gracia de Dios como el libre arbitrio (Le 17, 11-19). De estos solamente uno le dio las gracias llevado por el buen sentido de su libre arbitrio. El Señor pregunta dónde están los otros nueve. De esta manera muestra su disposición permanente a ayudar incluso a los que se olvidan de los beneficios conce­ didos. En efecto, es un don de su visita el acoger, el aprobar el agradecimiento mostrado, el preguntar por los ingratos y el reprenderlos.

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20 Nada en este mundo SUCEDE SIN QUE Oíos LO PERMITA

1. Conviene que creamos con fe firme que nada en este mundo se hace sin Dios. Tenemos que confesar que todo se realiza o por su propia voluntad o con su permiso. Las buenas acciones se realizan por voluntad de Dios o con su ayuda. Así, cuando debido a nuestra injusticia y a la dureza de nuestro corazón nos aban­ dona la protección divina, permite que el diablo o las ignominiosas pasiones del alma nos dominen. 2. Esto nos lo enseña con claridad el Apóstol: Dios los entregó a las pasiones vergonzosas, y más abajo: Porque no procuraron conocer a Dios, Dios los en­ tregó a sus pensamientos perversos, para que hagan lo que no conviene (Rom 1, 26-28). El Señor dice a través de un profeta: Mi pueblo no oyó mi voz e Israel no me obedeció. Por eso los abandoné a los pensa­ mientos de su corazón y caminarán según sus propios pensamientos (Sal 80, 12-13).

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21 El valor

de la libertad personal

La

providencia divina

ACUDE EN AYUDA DE LA LIBERTAD HUMANA

Germán: El siguiente testimonio demuestra con toda evidencia el libre arbitrio: Si mi pueblo me hu­ biera escuchado (Sal 80, 14), y en otro lugar: Mi pue­ blo no escuchó mi voz (Sal 80, 12). Cuando dice Si me hubiera escuchado, muestra que el pueblo tuvo la posibilidad tanto de aceptar co­ mo de rechazar el mandato. ¿Cómo no va a depender de nosotros nuestra sal­ vación, si él mismo nos ha concedido la facultad de

escucharle o de no escucharle?

1. Pafnucio: Con perspicacia habéis comprendido las palabras Si me hubiera escuchado, pero no habéis considerado qué es lo que se dice al que escucha o no escucha. Esto lo refiere a continuación: En un instante habría yo humillado a sus enemigos y habría exten­ dido mi mano sobre los que lo oprimen (Sal 80, 15). Luego que nadie intente retorcer mediante una erró­ nea interpretación el significado de los textos que he citado con el fin de demostrar que nada sucede sin el Señor; que nadie quiera asumir la defensa del libre arbitrio privando al hombre de la gracia de Dios y de su providencia constante, como prueban las palabras Mi pueblo no escuchó mi voz, y también Si mi pueblo me hubiera escuchado, si Israel hubiera caminado por mis senderos, etc. Tenemos que considerar que, así como la facultad del libre arbitrio se demuestra a través de la desobediencia, también la providencia cotidiana de Dios sóííre este se muestra en sus pala­

bras y amonestaciones. 2. En efecto, cuando dice: Si mi pueblo me hubie­ ra escuchado, muestra que él ha tomado la iniciativa de dirigirse a su pueblo. Dios no habla solamente por medio de la ley escrita, sino también a través de amo­ nestaciones diarias, como se pone en boca de Isaías: 150

151

Todo el día he extendido mis manos hacia el pueblo que no creía en mi y me llevaba la contraria (Is 65, 2 LXX). Así pues, creo que este testimonio puede pro­ bar tanto el libre arbitrio como la providencia: Si mi pueblo me hubiese escuchado, si Israel hubiese cami­ nado por mis senderos, en un instante yo habría hu­ millado a sus enemigos y habría extendido mi mano sobre los que lo oprimen. 3. En efecto, así como el libre albedrío se de­ muestra a través de la desobediencia, también la in­ tervención de Dios y su ayuda se hace explícita al principio y al final de este versículo, cuando dice que él tomó la iniciativa y que después habría humillado a los enemigos de su pueblo si este le hubiera escu­ chado. Con estas citas no pretendemos negar el libre albedrío del hombre, sino probar que la libertad hu­ mana necesita la ayuda y la gracia de Dios cada día, a cada momento.

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23

Epílogo

Cuando Pafnucio terminó de instruimos con estas enseñanzas, poco antes de la medianoche, se despi­ dió de nosotros. Pero nosotros estábamos más com­ pungidos que alegres al salir de su celda. Lo más importante que nos transmitió en su con­ versación fue hacemos entender que nosotros, que creíamos que con cumplir la primera renuncia, a la que nos aplicábamos con tanto esfuerzo, alcanzaría­ mos la cima de la perfección, todavía no habíamos visto ni en sueños la cima de la vida monástica, pues­ to que solamente habíamos oído en los cenobios algo acerca de una segunda renuncia, pero no recordába­ mos haber escuchado nada acerca de una tercera re­ nuncia, en la que reside toda perfección y que supera a las dos anteriores en innumerables aspectos.

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ÍNDICE GENERAL

Noticia sobre Juan Casiano y su obra................

7

CONVERSACIONES PARA INICIARSE EN LA VIDA ESPIRITUAL Primera conversación

Objetivo y

1. 2. 3. 4.

5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16.

fin de la vida espiritual

Prólogo .............................................................. El objetivo y el fin de la vida espiritual........... La auténtica respuesta....................................... La perseverancia en el objetivo, clave para llegar al fin................................... El ejemplo del arquero....... .............................. Sin caridad nada sirve....................................... Pureza de corazón y caridad............................. María y Marta ...... Pregunta sobre el valor de las virtudes............ Las virtudes y la contemplación...................... Lo único esencial............................................. Cómo alcanzar y perseverar en la contemplación.............................. Los dos caminos ................ La situación del alma tras la muerte................ Modos infinitos de contemplar a Dios ............. Pregunta sobre los pensamientos ...................... 155

II 13 15 16 18 20 22 24 27 28 31 32 33 36 41 43

17. 18. 19. 20. 21. 22. 23.

El control de los pensamientos........................ Más sobre cómo controlar los pensamientos ... Triple origen de nuestros pensamientos .......... Discernir los pensamientos............................... Un ejemplo de discernimiento .......................... Cuatro criterios para discernir......................... Epílogo ..............................................................

44 46 48 50 54 56 58

21. 22. 23. 24. 25.

Observar con fidelidad el régimen prescrito .... Dieta equilibrada ............................................. La continencia en el comer................. Un ejemplo de glotonería ................................. Pregunta sobre cómo ser fieles al practicar la continencia en el comer.................................... 26. Continencia y hospitalidad ............................. 27. Epílogo ..................

Segunda conversación El discernimiento espiritual Prólogo ............................................................. El discernimiento, clave de la vida espiritual .. Dos ejemplos de falta de discernimiento......... Necesidad del discernimiento........................... El lamentable caso del anciano Herón............. El caso de los dos hermanos............................. El caso de un monje.......................................... El caso del monje que abandonó la fe cristiana Pregunta sobre la adquisición del discernimiento.................................................... 10. La humildad....................................................... 11. La enseñanza del abba Serapión sobre el discernimiento ................................................... 12. El miedo a manifestar nuestros pensamientos .. 13. Los falsos maestros y la compasión ............... 14. Las Escrituras prescriben dejarse aconsejar por un anciano.......................................................... 15. El ejemplo del apóstol Pablo .......... 16. Moderación frente a radicalismos ................... 17. Peligros de una abstinencia inmoderada......... 18. Pregunta sobre el límite de la continencia ....... 19. La comida adecuada para cada día.................. 20. El régimen prescrito no peca de escaso...........

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

156

63 65 68 69 71 73 75 76 78 79

81 85 86 92 93 95 96 97 98 99

100 101 102 103 104 105 107

Tercera conversación Las tres renuncias

1. 2. 3. 4. 5.

6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

Prólogo ..................... ................................ . Encuentro con el abba Pafnucio...................... Los tres tipos de vocación ..................... Sobre los tipos de vocación............................. Lo que cuenta no es cómo se empieza, sino cómo se termina................................................ Los tres tipos de renuncia................................ Es preciso practicar todas las renuncias .......... Renuncia a los vicios y práctica de las virtudes.............................................................. Los tres tipos de riqueza................................... La perfección solo se alcanza con la tercera renuncia ............... Pregunta sobre la libertad y el esfuerzo..... . La gracia de Dios^ el esfuerzo propio............ El Señor es quien nos guía................................ El Señor es quien nos instruye......................... Sin Dios no podemos nada ............................... La fe es también don de Dios .......................... Dios cuida, anima y consuela...................... El temor de Dios.......................... La iniciativa de nuestra salvación parte de Dios

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111 113 114 115

117 119 121 127 129

131 134 135 138 139 140 143 145 146 147

20. Nada en este mundo sucede sin que Dios lo permita............................... 21. El valor de la libertad personal.... .................... 22. La providencia divina acude en ayuda de la libertad humana................................................. 23. Epílogo...............................................................

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151 153

khthys occidente «ostiario 43

A finales dei siglo IV, dos monjes se encaminaron al desierto de Egipto. Su entusiasmo juvenil les había empujado a abandonar la seguridad de su monaste­ rio para hacerse discípulos de algún famoso maes­ tro en el arte y la disciplina de la contemplación. Su intención era aprender un método para progresar en la vida espiritual. Aquel sincero y ardiente deseo terminará convir­ tiéndose en un fecundo viaje por los vastos territo­ rios del Espíritu. Cada pregunta que formulan y cada respuesta que reciben marca una etapa significativa del itine­ rario espiritual. Así, antes de comenzar es imprescin­ dible identificar el fin al que se encaminan los pasos y comprometerse con la virtud de la constancia para perseverar en medio de las dificultades del camino. Después vendrá el discernimiento de las enfermeda­ des que amenazan al espíritu, el modo de practicar la contemplación del amor de Dios, y la sensibilidad para distinguir entre la libertad personal y la acción de la gracia.

Juan Casiano, monje y escritor de la Antigüedad cris­ tiana, ha transmitido en Occidente los tesoros de la espiritualidad monástica del Oriente cristiano.

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