Conciencia De Explotada

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¡üTERDISOiPLiNAR

2

FERNANDO TGRRES-EDST8R

L ABBA, G. FERRI, G. LAZZARETTO, E. MEDI, $. MOTTA

CONCIENCIA DE EXPLOTADA

Interdisciplinar (2) 47 Luisa Abbá, Gabriella Ferri, Giorgio Lazzaretto, Elena Medi, Silvia Motta. Conciencia de explotada

Fernando Torres - Editor Cirilo Amorós, 71 - Valencia

Foto cubierta: Fascinated, 1936-1971 Man Ray Traducción: C. Torres - F. Tomás Título original: La coscienza di sfruttata *•

©

1976

Gabriele Mazzotta editore Milán (3.a edición)

©

De esta edición: FERNANDO TORRES - Editor Valencia, 1977

Depósito Legal: V. 40 0 -1 9 7 7 - I S. B. N.: 84-7366-084-6 Im p.-Editorial J. Doménech. G lorioso E jército, 12. BURJASOT-Valencia

INDICE

Pág.

Introducción .....................................................................................

7

P r im e r a P a rte : L a c r is is d e l d o m in io m a s c u lin o

11

I.

15

“Esclavas útiles” .....................................................................

Los límites de la ra z ó n ................................................................

15

El antagonismo escondido...........................................................

19

II.

Las nuevas ideas sobre la m u je r ....................................

26

Proudhon...........................................................................................

30

F o u rie r...............................................................................................

31

Marx y E n g e ls ........................................ . ....................................

33

Bebel ..................................................................................................

39

Lenin ..................................................................................................

42

III.

La mujer sierva y e s c la v a .................................................

51

Fascismo (1) ..................................................................................

52

N a zis m o .............................................................................................

62

Racismo y se x o fo b ia ....................................................................

66

Familia y autoritarismo ................................................................

70

IV.

¿Qué emancipación? ... ....................................................

74

La emancipación interrum pida..................................................

74

“Nosotros no pretendemos que las mujeres comunistas... renuncien a los que consideran sus deberes...” ..........

79

Segunda

c a s ta ?

91

La derrota histórica del sexo femenino ........................

91

La mujer en el “comunismo primitivo” ...............................

96

La relación antagónica entre hombre y mujer en la familia monogámica ... ..\ ... ................. ... .....................................

104

La familia emancipada y la condición de casta de la mujer

109

II.

117

I.

P a rte : ¿ P o r q u é h a b la m o s d e

El trabajo doméstico: la producción natural ................

La producción de ios h ijo s .......................................................

122

El cuidado personal dej marido .............................................

125

El ama de casa, función del capital ....................................

126

III.

?........

139

Igual condición ...............................................................................

139

La dispersión ..................................................................................

140

La c a s ta .............................................................................................

141

La sociedad masculina ...............................................................

153

Casta y proletariado ................

154

IV.

La casta, hoy ..........................................................

...............................................

La fuerza de trabajo femenina: verificación de la con­ dición c a s ta l...........................................................................

158

La colonia dentro de la fuerza de trabajo ............................

169

Flujos y reflujos de la fuerza de trabajo femenina ..........

171

¿Qué trabajo? .................................................................................

175

La producción de los hijos como contradicción ...............

184

T e rc e ra

189

P a rte : L a

r e la c ió n

h o m b r e - m u je r

¿Mujer-hombre o mujer-capital? ................................................

191

I.

Obreros hábiles y no hábiles ...........................................

194

Base social y límites de la m anufactura.............................

200

Base social y características de la gran industria ..........

203

Mercaderes de e s clav o s..............................................................

206

El proletariado dividido ...............................................................

211

II.

La relación hombre-mujer ..................................................

215

El intercambio d e sig u a l...............................................................

221

La relación antagónica: el hombre es el burgués, la mu­ jer el proletario .............................................................................

229

C u a r t a P a rte : L a d im e n s ió n p s ic o a n a lític a .........

231

i ■ '

I.

0

Psicoanálisis y patriarcado

V 1

.....................................

233

Anatomía del patriarcado ...........................................................

235

El “más allá" del psicoanálisis................................................

245

II.

Sobre la psicología femenina ...........................................

257

El pensamiento psicoanalítico clásico ................................

257

Jung: La complementariedad de los c o n trario s ................

265

III.

269

La ley es: “se debe ser mujer” ....................................

Exhibición, exhibicionismo, seducción ....................................

276

Imitación e identificación ............................................................

278

INTRODUCCION

Ser m ujer es generalmente considerado un he­ cho natural, dado por descontado: de la misma for­ ma que hay hombres, hay también mujeres. Cada mujer, sin embargo, vive el malestar de esa «condición natural» suya; su vida misma desmiente cotidianamente dicha pretendida igualdad. Toda mu­ jer sabe que está mal sin necesidad de que nadie se lo explique. Llevamos a la espalda, en efecto, una larga his­ toria de luchas individuales, sedimentadas en nues­ tra conciencia, que ahora están emergiendo como dato colectivo: estamos redescubriendo la impor­ tancia de volver a partir de nosotras, de reencontrar, desde lo particular de nuestra experiencia, lo que es general a la experiencia de todas las mujeres, lo que cada m ujer tiene de común con las otras, el punto más íntimo que para todas es tam vivo y do­ loroso. Pero para no caer en la lógica del opresor y co­ menzar el camino de nuestra liberación, debemos re­ ferimos continuamente a nuestra condición m ate­ rial. Y esto vale todavía más cuando nos referimos a nuestra condición de mujeres en una sociedad machista; por dos razones: —La larga costumbre y la constricción a identi­ ficamos con el hombre nos han privado de autono­ mía y hacen extremadamente laboriosa y difícil, al principio, hasta la misma toma de conciencia de nuestra explotación. —Cuando después intentamos profundizar y cla­ rificar más, incluso a nivel teórico, los mecanismos

de nuestra explotación, nos encontramos ante ins­ trumentos culturales elaborados sin nosotras, más aún, construidos sobre nuestra opresión: podemos caer en la ilusión de que tales instrumentos son njedios de liberación; ello hasta el momento en que nos damos cuenta de que esta cultura está contra nosotras. Para la mujer, comprender la opresión que le es impuesta significa también rechazarla y rechazar, con ella, todos los medios (incluso teóricos) que siempre la han mantenido: de considerarse a sí misma inferior, medio hombre, pasa a verse como realmente es: simplemente explotada. Es decir, la m ujer deja de ser inferior en el mo­ mento en que se descubre como explotada. Como para todo explotado, su limitación se convierte en su fuerza. No se parte ya de la definición que los demás dan de la mujer. La m ujer asume hasta el fondo su propia condición y busca sus orígenes fuera de sí misma: no acepta ya el juego burgués que la pre­ senta como inferior a causa de una culpa que le es inherente. Pero así como el proletariado empieza a liberar­ se en el momento en que descubre que su limitación no es un hecho negativo o «culpable», sino que pre­ cisamente está contra él y para beneficio de otros, y por ello la rechaza redescubriéndose como el úni­ co que (más allá de cualquier compresión intelec­ tual del capital) puede, porque lo experimenta, li­ berarse y liberar de la explotación, la mujer, recha­ zando los límites a la medida de las tareas que otros le imponen, estableciendo términos propios con los que definirse a sí misma y a su relación con la so­ ciedad, plantea la necesidad de la ruptura de una relación que la tiene encadenada, y se afirma como el término positivo de la liberación. Reivindicamos el derecho a volver a discutir to­ das las relaciones sociales a la luz de nuestra con*

dición de subordinación. Con esa perspectiva y con 'esa voluntad hemos intentado afrontar este trabajo. Creemos que este libro puede ser útil, con todas sús limitaciones, a otras mujeres en esta fase del movimiento de liberación —como ha sido útil para nosotras el escribirlo colectivamente—; por otra parte su límite es el de ser un libro, un instrumen­ to en última instancia para intelectuales, es decir, para pocas mujeres: en realidad todas las mujeres podrían escribir su historia porque la hacen; la es­ criben de hecho en el momento en que empiezan a reunirse. Lo decimos no como afirmación abstracta, sino porque estas mismas cosas escritas no habrían po­ dido nacer sin la confrontación continua que se ha dado dentro del grupo de liberación de la m ujer del que formábamos parte. Y este trabajo quiere ser también expresión de la solidaridad que nos li­ ga al grupo de mujeres de Trento en el que comen­ zamos nuestra toma de conciencia.

LA CRISIS DEL DOMINIO MASCULINO

Con el capitalismo surgen y se afianzan dos pro­ fundas mutaciones estructurales en la relación hom­ bre - mujer: 1) la familia —fuente del poder masculino— no responde ya objetivamente a las necesidades de la gran mayoría de la población (porque generali­ zándose la expropiación de la propiedad privada des­ aparece su función de perpetuar la propiedad en tanto que privada); 2) la gran industria demuestra iguales al hom­ bre y a la m ujer en la medida en que ambos apare­ cen como fuerza de trabajo abstracta; y al mismo tiempo hace de ellos dos mercancías distintas. Ello permite decir que el dominio masculino es­ tá en crisis. Tiende ahora a m ostrarse como un po­ der desnudo y, consiguientemente, irracional y superfluo. Así vemos nacer en todos los países desarrolla dos la cuestión femenina, síntoma de un malestar permanentemente presente en la actual estructura social. A partir del S. XIX van elaborándose dos ideasplan, y son puestas en práctica a partir de los Años Veinte de este siglo: 1) la «socialdemócrata» emancipación progresi­ va de la mujer; 2) la m ujer tiene un puesto y deberes determi­ nados: es ama de casa, esposa y madre ( = perspec­ tiva fascista). Dos ideas que, en definitiva, son dos caras de la misma moneda, y una requiere necesariamente a la otra. Según se haya afianzado el nuevo Estado

capitalista, de forma violenta (nazifascismo) o socialdemócrata, se exalta una idea o la otra. Pero el plan es único: se tiene en cuenta la mütación, pero en realidad para que nadie cambie. En esta primera parte se suministrarán algunos esbozos de análisis de este proceso en marcha; no son páginas para leer como historia o como crítica ideológica: más bien como uní «ir a ver» qué es, en sus contradicciones, la nueva planificación sobre Ja mujer.

I.

“ESCLAVAS UTILES”

Los límites de la razón

Las mujeres pusieron sus esperanzas en la revo­ lución burguesa. Ni más ni menos que las clases más pobres. Y obtuvieron la misma derrota que és­ tas. Porque el poder burgués no es menos machista que clasista. Y sin embargo hubo quien creyó que la consecu­ ción de una «emancipación femenina» pudiera ca­ ber dentro de la óptica capitalista, coherente con los fines generales de una burguesía que proclamaba el fin de la dependencia y la servidumbre feudal, es la instauración de los principios iluministas de los «derechos del hombre», es decir, de la individuali­ dad libre de toda determinación por nacimiento, por raza y también por sexo. De hecho, los más coherentes entre los iluminis­ tas ingleses y entre los enciclopedistas habían pro­ clamado la paridad entre el hombre y la mujer. «Los hombres tienen derecho a la política no por su sexo, sino por su cualidad de seres razonables y sensibles, cosas ambas que tienen en común con las mujeres» afirmaba Condorcet, y añadía: «No existe ninguna razón para dar a los hombres y a las mujeres una educación diferente». Y Stuart Mili: «Las relaciones sociales entre los sexos son malas en sí mismas, y constituyen uno de los principales obstáculos para el progreso». Y, citando siempre a Mili: «El culto que el monarca y el señorón feudal rendían a sí mismos, tiene su correspondencia en el culto que hoy el hombre rinde a sí mismo como ma­ cho».

Pero, ¡ cuántas declaraciones de igual precisión y radicalismo se pueden encontrar en los mismos au­ tores, respecto a la necesidad racional* de la aboli­ ción de las clases, la igualdad de todos los indivi­ duos en la sociedad, apologéticas de la libre afirma­ ción de las capacidades y cualidades personales! La fuerza pero también el límite de todo el iluminismo está precisamente en esa «racionalidad», en la incapacidad de percibir otras muy distintas ne­ cesidades «racionales» del capital: que tenía nece­ sidad de proclamar la liberté, égalité, fraternité, pa­ ra fundar una más perfecta esclavitud, desigualdad y dominación fraticida. Liberada a los esclavos y a los siervos de la tie­ rra y sacaba, sí, la justificación ideal de los concep­ tos revolucionarios de igualdad, pero la razón pro­ funda era la posibilidad de acumulación y de explo­ tación, imposibles de otra manera; de la misma for­ ma la ética de la tolerancia, empuñada como ban­ dera contra el absolutismo dogmático de las monar­ quías, se revelaría muy pronto como una más sutil opresión de clase, convirtiéndose en tolerancia de los proletarios hacia los propietarios. Esta contra­ dicción, que marca a toda la burguesía y a sus mul­ tiformes experiencias políticas, está expresada en esa aguda conciencia de derrota y de destrucción de la razón, en esa nostalgia de naturaleza de m ujer y de pueblo que recorre todo el siglo XIX, desde los Kantianos, los Saint-Simonistas y utopistas en ge­ neral hasta los grandes románticos. La civilización burguesa no es el reino de la liber« tad, de la democracia, de la libre expresión indivi­ dual y de la reencontrada armonía de todo un pue­ blo con la naturaleza y con la sensibilidad, como muy agudamente sintió ya Rousseau. Es una socie­ dad estructuralmente jerárquica, misógina y sexófoba, los horizontes burgueses encuentran siempre un límite impasible en la razón de la producción y de los «supremos intereses» de la propiedad privada.

Pero, nos preguntamos, ¿la opresión de la mu jer está más acá o más allá de esos límites? La su­ misión de la m ujer ¿no está quizá en la línea de la servidumbre, de la esclavitud personal, de un determinismo «irracional», similar al de la raza o al del nacimiento? ¿No es acaso debido a un incompleto afianzamiento de la burguesía el que a la m ujer se la mantenga atada con sus antiguas cadenas, y que se encuentre limitada en sus derechos civiles? Con este equívoco se jugó mucho en las luchas feministas del Diecinueve, y fue esta ambigüedad la que ligó algunos movimientos a una larga intento­ na reformista con la esperanza de que el universa­ lismo burgués se pudiera realizar también para la mujer. No fue, de todas formas, una ilusión dema­ siado distinta a la vivida por amplios estratos pro­ letarios de las naciones más industrializadas. En efecto, en la ideología y en la práctica burguesas en­ contramos un constante paralelismo entre como es separada y dominada la mujer y como se localiza y administra al proletariado. Se proclaman la inferioridad y debilidad genera­ les del sexo femenino precisamente en el momento en que se apoyan sobre él pilares decisivos de la re­ volución industrial; no muy distintamente de como se impidió por todos los medios cualquier expresión política autónoma del proletariado precisamente cuando su fuerza había sido decisiva para la derro­ ta de las clases feudales. Al mismo tiempo se exalta como «sagrada e in­ sustituible» la función escondida de la mujer, de la misma forma que se alaba a los proletarios como más cercanos a Dios, herederos del paraíso en tan­ to» que pobres. Se deploran las protestas y los esfuerzos de libe­ ración de las mujeres, porque de esa forma se masculinizarían, no muy distintamente de como se con­ dena la protesta proletaria como ambición fuera de

lugar, sed desmedida de ganancia y materialismo ge­ neral de las masas. Se da suma importancia a la «virtud» en la mu­ jer como su máximo bien, igual que se proclama in­ dispensable para el proletariado la espiritualidad, la religión, la solidez de las buenas costumbres. «Quien posee la ciencia y el arte tiene también la religión. Quien no posee ninguna de las dos, que tenga al menos la religión» (1). Se intentará tutelar a la mujer en tanto que menor; similarmente se in­ ventará toda forma de censura y se instaurará la «cultura para el pueblo» en cuanto que inmaduro y niño. Se hace basar la necesidad de sumisión de la mu­ jer al hombre en una conveniencia natural y funcio­ nal, y al proletariado se le dirá que está sometido a la voluntad de los patronos de acuerdo con la apo­ logía de Agripa del cuerpo social, y en función de los intereses supremos de la nación. El proudhoniano «orden y progreso» quiere a la m ujer sometida; «orden y progreso» quiere al pro­ letariado disciplinado y en su sitio. Y si, como colofón, a la m ujer se le señala el amor al hombre como realización sacrifical de sí misma, al proletariado se le indica como meta su­ prema el amor a la patria, hasta el último sacrificio. No es una casualidad que el nazifascismo que lleva al proletariado a un infierno, ponga en prácti­ ca la más drástica eliminación de toda humanidad de la mujer, proclamada instrumento de producción para la raza y para °la gjiérra. Este paralelismo con el proletariado industrial da alguna luz sobre lo que nos preguntamos: si la liberación de la; m ujer puede ser un fin, teórico o práctico, de la burguesía. Si esta comparación vale, es imposible que la li­ beración de la mujer, como la del proletariado, pue(1) Proverbio alemán citado por Wilhelm Reich en: La función del orgasmo.

da venir de las instituciones burguesas; más aún, surgirá como su fuerza antagónica. Pero este es todavía un razonamiento analógico, y queda un poco externo, no clarificando directa­ mente la relación entre burguesía y mujeres. El antagonismo escondido

No hay duda de que la forma familiar burguesa e9 distinta de la de la nobleza terrateniente y abso­ lutista. Pero dado que los burgueses sienten la nece­ sidad de apoyar su familia en un blasón, los sociólo­ gos radicales del siglo XX deducen de ello que la «familia burguesa» es, literalmente un monsense. Dice Horkheimer: «El surgir de la civilización moderna emancipó a la familia burguesa más bien que al individuo en sí, y alojó así desde el principio un antagonismo profundo... La familia siguió siendo una institución feudal basada en el principio de la «sangre»... La fa­ milia ha imitado siempre a la aristocracia y ha so­ ñado con un emblema... La familia burguesa en el más estricto sentido de la palabra ya no existe, es en sí misma una contradicción con el principio del individualismo» (2). Esta y otras afirmaciones que culminan con la afirmación de «la inconsistencia de la familia», la cual queda reducida a una «vacía forma ideológica», deben ser criticadas detenidamente. , ¿Acaso no está en contradicción la doctrina bur­ guesa del libre cambio con el universal y cada vez más agudizado proteccionismo? (3). ¿No está igual(2) M Horkheimer: L’autoritarismo e la famiglia d’oggi, pág. 349 en La famiglia, la sua funzione, ü suo destino, recopilado por Ruth Nanda Anshen. Véase también M. Hor­ kheimer, Lezioni di sociología, Einaudi, Torino, 1966, pági­ nas 147 y siguientes. (3) A. Emmanuel: L’échange inégal, Maspero. París, 1969.

mente en contradicción el principio de la competen­ cia universal con el afianzado modo de producción monopolista? Estas y otras contradicciones son la sustancia del poder burgués y su historia. Es cierto que la re­ volución emancipó a la familia aligerándola y libe­ rándola de los ligámenes irracionales, pero ello no significó su disolución; o mejor, ésta es precisamen­ te la familia burguesa, distinta de la familia feudal, con una forma específica suya. Digamos más bien que la familia burguesa es una forma contradicto­ ria en sí misma, como podemos decirlo respecto ai sistema febril. Pero nadie diría que la fábrica es una «vacía for­ ma ideológica», como en cambio se afirma desen­ vueltamente de la familia. La familia burguesa es una forma determinada de propiedad y es, al mismo tiempo, un eslabón esencial de poder: en la medida en que produce la continuidad de la propiedad privada. Y ello no es poco, porque el elemento más caracterizador de la propiedad privada es precisamente su transmisibilidad: tanto que se puede decir que la propiedad de los medios de producción es privada en cuanto que hay una familia, o sea una descendencia patriarcal, una verdadera y propia producción de lo privado. Y el individuo mismo es producto de —determinado por— lo privado: no puede haber antagonismo en­ tre individuo burgué§ y familia: ambos se producen recíprocamente. Además, la lucha de los capitalistas contra no­ bles, rentistas y;clero, es, en cualquier caso, una lu­ cha entre propietarios por la posesión del Estado y del pueblo: tras la revolución burguesa permane­ cieron el Estado y la Nación, permanecieron el ejér­ cito y los impuestos, y cada una de estas cosas tomó nuevo impulso, aunque asumiendo otra función y significado.

Igu alm ente permaneció la familia convirtiéndo­ se, dadas sus nuevas funciones, en familia burguesa. Llegados a este punto es importante examinar qué dice y qué hace el burgués en relación con «su» mujer, porque ésta será la m ujer en general, y su imagen será proyectada, en el derecho y en todas las demás cuestiones, sobre la totalidad de la socie­ dad con el mecanismo típico de la universalización de los valores de la clase dominante. Así como la sociedad, que es el conjunto de to­ dos los ciudadanos, está gobernada por una socie­ dad de poseyentes privados contra quienes no po­ seen, esa imagen de mujer se organiza contra las «mujeres del pueblo», no obstante lo cual penetra­ rá realmente en los estratos privilegiados de las cla­ ses subalternas. 1) Permanece en casa, pero la propiedad está ahora fuera, invisible a sus ojos, y no está ya a su alcance de administradora y colaboradora, atribu­ tos que le permitían, en alguna medida, realizarse. 2) La misma «familia» como conjunto de cria­ dos y subalternos se vacía y se racionaliza, escapán­ dosele de las manos y vanificándose frente a ella (no olvidemos la ética del ahorro y del rendimiento). 3) Los trabajos domésticos «femeninos» que la noble hacía o que, en todo caso, dirigía y controla­ ba, son drásticamente reducidos en una economía dominada por el mercado hasta para los bienes de lujo. 4) El divorcio es concedido por la revolución francesa de manera bastante amplia, para poder ase­ gurar una mayor agilidad al varón lanzado a la aventura del progreso, que puede así despedir a la mujer no adecuada. Mirándolo bien, nunca el sistema masculino ha­ bía sido más destructivo en relación con su mujer. Si, hasta entonces, a la mujer noble se le asignaba, aún dentro de su subordinación, un papel importan­ te con el que se podía identificar (ver el conocido e

importante elogio de la Biblia a la mujer fuerte, he­ cho propio por el mundo medieval y renacentista) en un mundo de nobleza terrateniente globalmente limitado, la ruptura de estos confines, la esencial movilidad y multiformidad del capital, la expropia­ ción de cuanto ella celosamente custodiaba, trasforman su mundo en ghetto, y el parir varones para al­ guien cierra la parábola de su condenación. El mundo se hace más machista que nunca; la ideología de progreso y de ciencia, de rechazo del dogma y de la frontera religiosa, el partir del hom­ bre hacia la conquista de lo desconocido, se tradu­ ce para la mujer en cerrada oscuridad, inmovilidad religiosa e irracional, reclusión en mundos antiguos e irremediablemente desvalorados. A la mujer le es negado el capital. A la mujer le es negada la instrucción, las artes liberales, las «profesiones» burguesas, a la mujer le es negado el voto y hasta la voz en política. Pero es aquí donde se produce un antagonismo insanable —aunque todavía frecuentemente escondi­ do— en el interior de la familia burguesa, hasta en la misma cama del capitalista. «La mujer es un ser humano»: esta es la afirma­ ción explosiva que guía a las feministas «burguesas» a principios del Diecinueve: piden a los burgueses que sean coherentes con sus propios principios de individualismo e igualdad, que les apliquen a ellas también los «derechos del. hombre». «La verdad de­ be ser común a todos, si ,rio es ineficaz» dice Wollstonecraft, queriendo romper el círculo en el que se veía convertida, en esclava útil. Y pedirá, como tan­ tas otras en todas las naciones que habían conocido el desarrollo industrial, la posibilidad de instruirse, rechazando el internado para señoritas - bien, que era poco más que una escuela de bellas maneras y coquetería. Pedirá el acceso a las carreras universi­ tarias —pero una m ujer no puede ser libre, aunque ejerza una profesión universitaria—. Más tarde pe­

dirá el voto, como posibilidad de enviar al parla­ mento a las representantes de su sexo, donde lleva­ rían adelante una política correspondiente a sus necesidades e intereses. Luchará contra todo un mundo de durísima exclusión, contra los mitos de la belleza y la maternidad. «La libertad de ser madre no existe, porque di­ cha libertad pasa por la libertad de no serlo» (Wollstonecraft). Pero luchar contra el poder burgués desde el in­ terior de su lógica —es decir, en términos iluministas— equivale a entrar en un callejón sin salida. Só­ lo una ruptura consciente con los intereses de la burguesía y del capital, colocándose finalmente no sólo como excluidas, sino conttfa ellos, habría podi­ do darles una estrategia de liberación en relación con todo el proletariado. Esta es una de las razones por las que el trabajo de contención de dichos movi­ mientos eversivos resultó victorioso para el varón quien, si concedió algo, lo hizo para no conceder na­ da, es más, para reforzarse en su dominación. Bastante más desastrosos fueron los efectos de la concepción y la práctica burguesas respecto a la m ujer sobre la mayoría de las mujeres, esto es, las hijas y las esposas de los proletarios que en esta misma coyuntura histórica se vieron abocadas a la producción capitalista para poder sobrevivir de al­ guna manera, pero sobre todo para poder garantizar altísimos beneficios a la recién nacida industria. El profundo desprecio por la m ujer que «quiere» trabajar se lleva a la práctica de manera escarneci­ da contra las que tienen que trabajar, pero que con­ tinúan siendo consideradas «fuera de su sitio» en los nuevos trabajos productivos fabriles: este puri­ tanismo, fascista ante litteram, hará recaer sobre la mujer, como culpa suya, la miseria que significa pa­ ra ella el trabajo industrial. 1) Pagas bajísimas: de un tercio a un quinto de la paga masculina.

2) Explotación normalmente mucho más alta, con límites increíbles. 3) Control organizativo e ideológico despidien­ do, para que el trabajo que podía llevar a una nue­ va conciencia, dignidad y libertad, se convirtiese en otro infierno, peor aún que la cocina: la fábrica, «gran familia», reproduce monstruosamente las re­ laciones materiales y filiales. (Véase en el libro de Eveline Sullerot. la descripción de las fábricas-cár­ cel) (4). 4) Falta de seguridad en el trabajo mucho ma­ yor que para el hombre, cualificación generalmente ínfima, vanamente compensada con prostituciones más o menos evidentes con jefes y jefecillos. 5) Tal trabajo no la dispensa, sin embargo, de la totalidad del trabajo doméstico, empezando por la producción de los hijos. Y tod o ello todavía aumenta el desprecio por la mujer reducida a esta condición: con el típico me­ canismo burgués de despreciar a los que su prácti­ ca productiva y política ha reducido a una situación de m iseria. Pero el paternalismo es la otra cara del desprecio: los curas que se esmeran en combatir la libertad sexual, producto inmediato y nuevo de la fábrica, crean conventos-/ager productivos en los que las mujeres son otras monjas más, pero trabajan como esclavas, es decir, gratis. Y se pedirá protec­ ción para la mujer en la fábrica: pero será un plan contra la mujer, no contra la organización capitalis­ ta de la fábrica, y;lás conquistas del «trabajo prote­ gido» serán una nueva sanción de inferioridad (5). Igual que el aprendizaje para los muchachos, las protecciones se transformarán en «protecciones» gangsteriles. Resumiendo: El capital, que había sentado in­ conscientemente las premisas para la destrucción (4) E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969. (5) Véase en op. cit. de Sullerot la historia de la legis­ lación sobre el trabajo femenino.

de la imagen masculina del mundo, consigue dete­ ner sus efectos, reforzando aún más la estable segu­ ridad del varón. En conjunto, la burguesía en el po­ der conseguía mantener, a todos los niveles de la sociedad, el patriarcado y el autoritarismo: negan­ do la libertad a la m ujer que trabaja —negando va­ lor y trabajo— la entregaba al proletariado como su propiedad, ayuda y realización de sí mismo, como su pequeña esfera, falsamente alternativa al Estado, vivido como exclusión y expropiación.

II.

LAS NUEVAS IDEAS SOBRE LA MUJER

Hemos visto, pues, cómo la sociedad y la ideolo­ gía burguesas, no obstante la proclamación del fin de la dependencia y la servidumbre feudales, no obs­ tante la afirmación de los ideales iluministas de los «derechos del hombre», es decir, de la individuali­ dad libre de toda determinación por nacimiento, ra­ za, y también por sexo, en realidad no socava y no modifica la posición de desigualdad y de opresión de la mujer (1). Los valores ostentados por la burguesía eran, de hecho, mera extensión a toda la realidad social de las relaciones burguesas consideradas, más o menos pacíficamente, como incontestables leyes naturales de toda convivencia social. La clase dominante es la burguesía y las ideas dominantes son las ideas de la burguesía. «Las ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas dominantes; es decir, la clase que es la potencia nüaterial dominante de la sociedad es al mismo tiempo su potencia espiritual dominante. La clase que dispone de los medios de producción material, dispone con ellos, al mismo tiempo, de los medios de producción jiítélectual, de tal manera que a ella en su conjunto éstán supeditadas las ideas de los que carecen de medios de producción intelec­ tuales. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales domi­ nantes, son las relaciones materiales dominantes con­ vertidas en ideas: son pues la expresión de las re(1) En el S. XVIII Olympe de Gouges fue mandada ai patíbulo por su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791).

laciones que hacen de una clase la clase dominante, son, por lo tanto, las ideas de su dominio» (2). Las ideas son, consiguientemente, efectiva cober­ tura de las relaciones reales en las que se mueven los hombres, y producto necesario de quien no quie­ re asumir como presupuestos de la propia concep­ ción del mundo a los individuos históricos (no a los individuos abstractos o ideales, sino a individuos reales), porque ello significaría conocer también las fuerzas que contradicen la presunta inmutabilidad de la sociedad burguesa y constituyen los presupues­ tos para su derrocamiento. Tal modo antihistórico de considerar la realidad fue el defecto de fondo inherente a toda las repre­ sentaciones de la sociedad burguesa. Estas trataron a las relaciones concretas de la sociedad burguesa, a su modo de producción, su Estado y su derecho como las formas definitivamente realizadas y nunca más mutables en sus aspectos fundamentales, como la expresión más perfecta de un orden social natu­ ral y racional. Esta manera de proceder de los teó­ ricos burgueses era, según Marx, inevitable mientras su tarea fundamental fuera luchar contra las for­ mas sociales feudales; pero cuando la victoria de los principios burgueses sobre el feudalismo había sido alcanzada desde hacía ya tiempo, se convirtió en reaccionaria y científicamente retrógrada. Los teóricos de la burguesía triunfante pasaron enton­ ces de teorizadores revolucionarios de un estado so­ cial atrasado como el feudal a defensores del estado de cosas dominante. Ni siquiera aquellos que fue­ ron conscientes de las vibraciones subterráneas pro­ vocadas en la sociedad burguesa por la nueva clase en ella misma generada —la clase de los trabajado­ res asalariados ligados al trabajo industrial— fue­ ron capaces de ir más allá de los principios de la sociedad burguesa existente. Consideraron a esta (2) K. Marx y F. Engels: La concepción materialista de la historia.

nueva clase social sólo negativamente, como «plebe» y no, al mismo tiempo, positivamente, como «pro­ letariado»: no vieron pues en ella la potencialidad subvertidora de la vieja sociedad. «Porque la sociedad burguesa posee demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, de­ masiado comercio. Las fuerzas productivas de las que dispone no favorecen ya el desarrollo de la ci­ vilización burguesa y de las relaciones de propiedad burguesas; por el contrario, se han hecho demasia­ do potentes para tales relaciones, quedando así ma­ niatadas; y apenas superan este impedimento lan­ zan al desorden a toda la sociedad burguesa, ame­ nazan la existencia de la propiedad burguesa. Las relaciones burguesas se han hecho demasiado estre­ chas para contener la riqueza por ellas mismas pro­ ducida. «Pero la burguesía no ha fabricado solamente las armas que la llevarán a la muerte; ha creado tam­ bién los hombres que usarán esas armas, los obre­ ros modernos, los proletarios» (3). Los teóricos burgueses, por ello, permanecen en el interior de la lógica de su clase y no se ponen de parte de la otra clase, del proletariado. Esto, en cambio, es lo que distingue a la teoría marxista. No fueron, ciertamente, Marx y Engels los que inventaron el socialismo; ellos dieron su contribu­ ción determinante a una doctrina socialista que se había desarrollado antes de ellos con los «sistemas socialistas y -comunistas propiamente di­ chos, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc.; (que) aparecen en el primer y poco des­ arrollado período de la lucha entre el proletariado y la burguesía...» (4). Estos socialistas desempeñaron una función al­ tamente positiva por la crítica radical que realiza(3) K. Marx y F. Engels: Manifiesto del Partido Co­ munista. (4) Ibid.

ron a las bases de la sociedad de su tiempo, pero sus anticipaciones sobre la sociedad futura corres­ ponden necesariamente a un momento histórico en que el proletariado estaba aún poco desarrollado; no descubren en éste «ninguna función histórica au­ tónoma, ningún movimiento político que le sea pro­ pio» (5), y rechazando toda acción política, «quie­ ren alcanzar su objetivo con medios pacíficos e in­ tentan con pequeños, y naturalmente inútiles, expe­ rimentos abrir paso al nuevo evangelio social con el poder del ejemplo» (6). Su comprensión y planteamiento de la existen­ cia de contradicciones entre las clases, unida a la no identificación de la función historia del proletaria­ do como fuerza determinante para la resolución de las condiciones existentes, les lleva a apelar a toda la sociedad, sin distinción, para mejorar las condi­ ciones de existencia de todos los miembros de dicha sociedad. Esta, como hemos ya apuntado, es una consecuencia del proceso histórico real que todavía no había permitido m adurar plenamente las contra­ dicciones estructurales de la sociedad capitalista. Sentado esto, es importante notar cómo existe una estrecha dependencia entre las soluciones y las perspectivas aportadas, y la aproximación metodo­ lógica usada por los socialistas utópicos. En la me­ dida en que no ven en la miseria nada más que mi­ seria y por ello no consiguen identificar al sujeto his­ tórico revolucionario, se autodefinen salvadores del mundo, proponiendo una ciencia regenadora elabo­ rada por encima de los conflictos de clase. Dentro de estos límites comunes históricos y metodológicos, podemos, sin embargo, precisar al­ gunas diferenciaciones teóricas en el análisis de la sociedad burguesa, distintos niveles de lucidez en la comprensión de los fenómenos históricos, de lo (5) Ibid. (6) Ibid.

que deriva una distinta posibilidad de incidencia práctica. Esto resulta cierto incluso respecto al problema específico de la identificación de la condición real de la m ujer y de la consiguiente influencia sobre de­ terminados movimientos políticos feministas. Querríamos, a este respecto, considerar los pun­ tos de vista de Proudhon y de Fourier, para ejem­ plificar todo lo dicho hasta aquí. Proudhon

Como dice Marx, Proudhon «toma de prestado de los economistas la necesidad de las relaciones eternas; de los socialistas la ilu­ sión de ver en la miseria sólo miseria. Y se encuen­ tra de acuerdo con los unos y con los otros en que­ rer tomar como referencia a la autoridad de la cien­ cia que, para él, se reduce a las exiguas proporcio­ nes de una fórmula científica; es el hombre en busca de las fórmulas... El señor Proudhon quiere ser la síntesis. Y es, en cambio, un error compuesto. Quie­ re colocarse por encima de los burgueses y de los proletarios; y no es más que un pequeño burgués desbandado constantemente entre el capital y el trabajo, entre la ecnomía política y el comunis­ mo» (7). En el contexto del pensamiento de Proudhon, la concepción de la m ujer asume tonos delirantes. Pa­ ra Proudhon la m ujer es ún ser constitucionalmente inferior del que no se puede esperar ninguna solu­ ción. Expresa científicamente el cálculo de la infe­ rioridad de la; mujer con una fracción que da al va­ lor de la misma en relación al valor del hombre: 8/27 (¡Hombres verdaderamente en busca de las fór­ mulas! ). El único destino de la m ujer debe ser ser­ vir al marido, ocuparse del trabajo doméstico, pro(7) K. Marx: Miseria de la filosofía.

crear. Llega incluso a augurar una selección genética que consienta eliminar a las mujeres malas y for­ m ar una raza de mujeres buenas y disciplinadas. As­ pira a una legislación que dé al marido amplios márgenes de vida y muerte sobre la mujer, hasta por desobediencia o mal carácter. Y esta concepción de la mujer lleva a consecuencias precisas en la po­ sición que ella debe tener respecto a los fenómenos históricos y respecto a su papel en el proceso pro­ ductivo. Proudhon, en efecto, estuvo entre los que consolidaron el prejuicio de la diferencia salarial entre hombre y mujer; para él la mujer que traba­ ja es una ladrona que roba el trabajo a un hombre. Tal conclusión es totalmente abstracta, porque en ella se culpabiliza a la mujer y no se comprende, en cambio, la contradicción histórica de la que el fe­ nómeno de la competencia salarial entre hombre y m ujer era expresión. (En otra parte del volumen veremos qué distinto significado histórico da Marx a esta realidad). Fourier

Muy distinta y más rica en explicaciones e intui­ ciones fue, en cambio, la posición de Charles Fou­ rier, que no cayó, como Proudhon, en el uso de ca­ tegorías científicas burguesas que llevaban a una comprensión deformada, estática y abstracta de la realidad, sino que usó instrumentos de análisis his­ tóricos que le permitieron identificar, aunque en modo fragmentario y confuso, algunas contradiccio­ nes reales históricas y de clase. El, en efecto, desenmascaraba el concepto de la inferioridad natural de la m ujer mediante el análi­ sis de algunos momentos históricos en los que las mujeres habían tomado parte activa en la vida de la sociedad. Fourier fue el primero de los socialistas que ha­ bló de la emancipación femenina. Mediante su crí­

tica vivaz al sistema capitalista de producción y al desorden y la anarquía que reinaba en la sociedad, desveló la miseria material y moral d,el mundo bur­ gués y puso en evidencia que las mujeres eran las mayores víctimas de ese estado de cosas. La crítica de la forma burguesa de las relaciones sexuales y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa fue radical y lo llevó a prospectar una so­ ciedad en la que reinase una absoluta paridad entre el hombre y la mujer. Ello significaba reconocer la opresión de la mujer como condicionada y limitada socialmente y proclamar, por consiguiente, su no in­ ferioridad; es más, Fourier fue el primero en decla­ rar que, en una sociedad dada, el grado de emanci­ pación de la mujer es la medida natural de la eman­ cipación genei'al. La mujer de Fourier quedaba rein­ tegrada en sus derechos, que no eran otra cosa que el libre desarrollo de su ser, y ello tanto para la mu­ jer como para el hombre. La deseada y necesaria pa­ ridad entre el hombre y la mujer no debía ser sólo jurídica, sino que tenía que tom ar cuerpo también en las costumbres; el sistema de educación debía ser el mismo para las muchachas y los muchachos, puesto que la separación de los dos sexos desde los primeros años de vida es un factor determinante del actual «mal social». Concluyendo, aunque el sistema ideado por Fou­ rier era utópico, el mundo que profetizaba como consecuencia de la igualdad entre los sexos era in­ dudablemente una 0intuición válida. 'V ' Su posición podría’ser, en todo caso, criticada si se quisiera reproponerla mecánicamente en la si­ tuación actual; hoy, en efecto, la afirmación de que la m ujer no es’distinta sino igual al hombre, está en la boca de todo el mundo: ese es el medio con el que se querría enmascarar la condición efectiva de inferioridad de la m ujer y sofocar así la toma de conciencia para su liberación. «Es para deshinchar ese posible atentado a la

mujer por lo que hoy se le reconoce su inserción a título de igualdad. La igualdad, de hecho, es cuanto se ofrece a los colonizados en el plano de las leyes y de los derechos y cuanto se les impone en el pla­ no de la cultura. Es el principio en base al cual el que tiene la hegemonía sigue condicionando al que no la tiene» (8). Pero la situación en la que Fourier proclamaba la igualdad de la m ujer respecto al hombre era muy distinta de la presente desde el momento en que en­ tonces dicha igualdad no sólo no era concedida, sino ni siquiera declarada. De ahí deriva la importancia que han tenido to­ das las declaraciones de Fourier, que, entre otras cosas, demuestran su validez verificándola en la práctica, desde el momento en que en base a ellas algunas mujeres en Francia cumplieron un papel muy importante en las luchas obreras, siguiendo lo que él afirmaba, es decir, que la m ujer tenía que ser libre para elegir su propia profesión y tener una re­ muneración equivalente a la del hombre por un tra­ bajo igual. Marx y Engels

La supresión de la discriminación económica, pa­ ra Fourier, debía llevar «a cada hombre a poder dis­ poner de todas las mujeres y a cada m ujer de todos los hombres». Confrontemos esta perspectiva (sobre las nuevas relaciones entre el hombre y la mujer) con lo que afirman Engels y Marx. Engels dice: «Lo que nosotros, pues, podemos hoy presumir acerca del ordenamiento de las relaciones sexuales después de que sea barrida la producción capitalis­ ta... se limita, como máximo, a lo que será suprimi(8) C. Lonzi: Eputiamo sa Hegel, Scritti di Rivolta Femminile, Roma, 1970, págs. 4-5.

do. Pero ¿qué se añadirá? Eso se decidirá cuando una nueva generación haya madurado» (9). Marx escribe: «El burgués ve en la propia mujer un simple instrumento de producción. Oye decir que los instru­ mentos de producción deben ser explotados en co­ mún y, naturalmente, no puede dejar de pensar que el uso en común abarcará también a las mujeres. No se imagina que se trata precisamente de abolir la posición de las mujeres como simples instrumen­ tos de producción. Nada más ridículo que el moi'alísimo susto de nuestros burgueses por la pretendi­ da comunidad oficial de las mujeres en el comunis­ mo. Los comunistas no tienen necesidad de introdu­ cir la comunidad de las mujeres: ha existido casi siempre. Nuestros burgueses, no contentos con te­ ner a su disposición las mujeres y las hijas de sus proletarios —por no hablar de la prostitución ofi­ cial— encuentran uno de sus principios predilectos en seducirse mutuamente las mujeres. El matrimo­ nio burgués es, en realidad, la comunidad de las mu­ jeres... Con la abolición de las actuales relaciones de producción desaparecerá también la comunidad de las mujeres que de ella resulta, es decir, la pros­ titución oficial y no oficial» (10). Estamos ante dos maneras distintas, una utópi­ ca y otra científica, de analizar y comprender la rea­ lidad. Fourier, en efecto, aún siendo muy lúcido en su crítica del presente y proponiendo una sociedad ideal en la que encuentran sitio, trasfiguradas, todas las contradicciones del hombre concreto, ve en la «convivencia aislada» de la familia y en el «matri­ monio permanente» cuanto es suficiente derrocar para crear un estado de plena libertad. (9) ... (10) K. Marx y F. Engels: Manifiesto del Partido Co­ munista.

Marx y Engels, en cambio, identifican en el de­ rrocamiento de la propiedad privada de los medios de producción lo único que conseguirá realizar un cambio. La familia, entonces, es vista como una de las instituciones cardinales que protegen la propie­ dad privada, y mientras los burgueses le atribuyen por ello un carácter sagrado e inmutable, Marx y Engels la someten a un proceso de desmitificación y al mismo tiempo hacen un análisis de la condición de la mujer en su interior. «No se puede hablar de la familia. La burguesía da históricamente a la familia el carácter de la fa­ milia burguesa, en la que la ligazón está constitui­ da por el aburrimiento y el dinero y de ¡a cual for­ ma par'te también la disolución burguesa de la fami­ lia, no obstante la cual la familia continúa existien­ do» (11). Y en el Manifiesto: «¿En qué se basa la familia actual, la familia burguesa? En el capital, en el beneficio privado. En su pleno desarrollo la familia actual existe solamen­ te para la burguesía; pero ella encuentra su comple­ mento en la forzada falta de familia de los proleta­ rios y en la prostitución pública» (12). Queda clara aquí toda la importancia de esas afirmaciones que arrojaban luz sobre las condicio­ nes objetivas del proletariado, mientras la ideolo­ gía burguesa extendía a todas partes su visión uni­ lateral de la familia y de la mujer. La m ujer del burgués es la mujer que no trabaja, la mujer boni­ ta, la m ujer llena de "instinto materno”-, todo ello sobre las espaldas de la mayoría de las mujeres que, inmersas en masa en aquellos momentos en el proceso productivo, trabajan dieciocho horas, esta­ ban embrutecidas físicamente, eran innaturalmente (11) K. Marx y F. Engels: La ideología alemana (el sub­ rayado es nuestro). (12) K. Marx y F. Engels: Manifiesto del Partido Co­ munista.

alejadas de los hijos, a los que incluso, convertidos en nada más que un estorbo, se les llegaba a dro­ gar. Los valores ideológicos y culturales de la fami­ lia burguesa (fidelidad, monogamia forzada, educacación de los hijos, relaciones afectivas entre padres e hijos, etc.) pierden realidad y sentido para el pro­ letariado, que no tiene que trasm itir ninguna pro­ piedad (para cuya conservación y trasmisión here­ ditaria fueron creadas la monogamia y la domina­ ción del hombre) y para el que toda ligazón familiar queda rota por las condiciones de vida y de trabajo a las que se ve reducido. Y en esta disolución de la familia, Marx y Engels ven la posibilidad de supe­ ración de las relaciones familiares burguesas y de creación de nuevas y auténticas relaciones entre los sexos, que sean expresión de recíproca libertad. «Desde que la gran industria transfirió a la mu­ jer de la casa al mercado de trabajo y a la fábrica, y bastante a menudo la hizo sostén de la familia, en la casa proletaria cayeron completamente las bases del último residuo de la dominación del hom­ bre; excepto quizás algún elemento de esa bruta­ lidad hacia las mujeres radicada en los tiempos de introdueción de la monogamia» (13). Pero descubren también que la mujer y las relaciones entre los sexos no están todavía libera­ dos. Muchas observaciones contenidas en su des­ cripción de la crisis de la familia testimonian su sensible atención al respecto; identifican también muchas razones materiales, si bien su análisis, co­ mo después diremos, nó es llevado hasta las últi­ mas consecuencias. En efecto, se dan cuenta de que la mujer y las relaciones entre los sexos no están todavía libera­ dos por el hecho de que ella entre en 1a. fábrica, porque lo que es determinante es el modo en que la mujer entra en la fábrica: (13) F. Engels: El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado.

«Antes el obrero vendía su propia fuerza de trabajo, de la que disponía como persona formal­ mente libre. Ahora vende mujer e hijos. Se con­ vierte en traficante de esclavos» (14). Es decir, el obrero que va a la fábrica se libera de las relaciones de producción precedentes (rela­ ciones feudales de esclavitud); las mujeres y los niños, en cambio, no son fuerzas completamente libres puesto que no se hallan directamente frente al capital: la esposa es vendida. En nuestra opinión, ese modo en que la mujer entra en la fábrica pone en evidencia la razón por la que, a pesar de todo, la familia continúa exis­ tiendo, demostrando cómo su mantenimiento es una absoluta necesidad del sistema burgués, cuya misma naturaleza y cuyas relaciones hacen impo­ sible la solución de problemas como la socializa­ ción del trabajo doméstico y de la producción de los hijos. El hecho de que la m ujer trabaje no la libera de la explotación dentro de la casa, repre­ sentada por el trabajo doméstico, el cual persiste aún como contradicción. Como muestra Engels, la gran industria representa para la mujer, sí, el cammino hacia la producción social «pero de tal manera que ella cumple con sus debe­ res en el servicio privado de su familia, permanece excluida de la producción pública, y no tiene la po­ sibilidad de ganar nada; si quiere tom ar parte acti­ va en la industria pública y quiere ganar de manera autónoma, no está ya en condiciones de cumplir con los deberes familiares» (15). Con esto queda tocado el verdadero núcleo del problema, puesto que se recoge la especificidad de la contradicción hombre - mujer, que ya en otra parte había sido puesta en evidencia: (14) K. Marx: El Capital. (15) F. Engels: El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado.

«El primer contraste de clase que aparece en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre hombre y m ujer en el matrimonio monogámi­ co, y la primera opresión de clase coincide con la del sexo femenino por parte del masculino» (16). Y todavía: «En la familia, el hombre es el bur­ gués, la m ujer representa el proletariado» (17). Pero, ¿qué solución se ofrece? Del análisis marxengelsiano se deduce que la solución del problema femenino coincide con la solución de la contradic­ ción histórica fundamental entre capital y trabajo, burguesía y proletariado. Marx y Engels ven una identificación entre socialismo y liberación de la mujer y de las relaciones entre los sexos. Pero esta identificación, aun siendo verdadera, no debe ser tomada de manera mecánica sino dia­ léctica. Dialéctica porque si es verdad que la libe­ ración de la m ujer no puede derivar más que de la solución de la contradicción entre capital y trabajo, debe quedar también claro que es válida la relación inversa, es decir, que tal superación no puede realizarse si no se resuelve antes la primera opresión de clase, que es la del sexo femenino por parte del masculino. La esclavitud de la mujer, en suma, no es solamente producto de la contradic­ ción capital-trabajo, sino base de la misma: la apropiación de la fuerza de trabajo de la mujer es la base de cualquier otra apropiación de fuerza de trabajo. El análisis de. la explotación de la mujer hecho por Marx y por Engelá ¿se detiene, en nuestra opi­ nión, en un determinado nivel; es necesario com­ pletarlo en el- sentido anteriormente indicado, para no usar (como a menudo hacen ellos) tal análisis sólo para ilustrar y extirpar la contradicción prin­ cipal: lo que lleva a la consecuencia de privilegiar la opresión de la mujer sobre todo en cuanto pro(16) (17)

Ibid. Ibid.

letaria, obrera, productora (junto al varón) de plusvalía. Bebel

El filósofo alemán August Bebel, en su obra La mujer y el socialismo de 1889, consiguió deter­ minar con bastante precisión la condición de la m ujer «en cuanto tal». «La mujer sufre como ente social y en su cua­ lidad de mujer, y es difícil decir en cuál de estas dos cualidades sufre más» (18). Y «Prescindiendo de la cuestión de si la mujer está oprimida como proletaria, está oprimida casi generalmente como mujer en el mundo moderno de la propiedad privada. Para ella existen una in­ finidad de vínculos y de impedimentos desconoci­ dos para el hombre que la obstaculizan a cada paso. Muchas cosas permitidas al hombre le son negadas a ella; muchos derechos sociales y muchas liber­ tades que son disfrutados por el primero, consti­ tuyen un error y un delito si son ejercitados por ella» (19). Una especificación muy clara del pensamiento de Bebel se encuentra en las primeras páginas de su libro cuando escribe que la mujer está en una posición todavía más inferior que el obrero, e in­ cluso fue y es considerada por este mismo como ser inferior. (18) A. Bebel: La donna e il socialismo, Max Kantorowicz Editore, Milano. (Puede encontrarse este volumen en La Biblioteca Nazionale Centrale de Florencia). Después de la redacción de este trabajo, el libro de Bebel ha sido re editado por la Casa Editrice Samoná e Savelli, con una in­ versión del título, en nuestra opinión, muy significativa: II socialismo e la donna. Hasta en estas «sutilezas» se mani­ fiesta el intento, al que todavía hoy estamos asistiendo (y que empezó a principios de siglo), de restar vigor al femi­ nismo en el momento en que este afirma su propia especi­ ficidad y carácter. (19) Ibid.

Entre otras cosas explica qué significa el some­ timiento cultural de la mujer: «...La m ujer es tal como la han hecho sus pa­ trones los hombres... La educación de la m ujer ha sido generalmente todavía más descuidada que la del proletariado...» (20). La situación en la que se encuentra es producto de una esclavitud social que permanece a través de una larga serie de generaciones y que acaba por convertirse en una constumbre. Por ello la herencia y la educación hacen que tanto el hombre como la m ujer consideren esta realidad como «algo natural» y, consiguientemente, como un hecho inmutable. «Así ha sido siempre y así será» se dice; pero Bebel responde que la cuestión de la m ujer está ín­ timamente ligada a la de la forma y la organización que debe asumir la sociedad humana para sustituir la opresión, la expoliación, la necesidad y la miseria en sus múltiples aspectos por una humanidad libre. Polemiza después con la actitud mantenida por al­ gunos socialistas, los cuales demuestran no ser me­ nos adversos a la emancipación de la m ujer de cuan­ to el capitalista es contrario al socialismo. Estos socialistas, para los que está claro que el obrero es­ tá en una posición de dependencia del capitalista y que «se extraña de que todavía haya alguien que no quiera entenderlo», quizás no ven ni comprenden la dependencia de la mujer respecto al hombre, dado que ello toca directamente a su propio yo: «La tendencia,a° proteger intereses verdaderos o supuestos, que después'resultan siempre impalpa­ bles, vuelve a los hombres ciegos». Sucede así que, incluso aquellos que profesan ideas de libertad, cuando se trata de su amor propio y su vanidad, profesan ideas y principios limitadísi­ mos y oponen una resistencia encarnecida hasta el fanatismo.

«Así la clase más elevada del mundo masculi­ no piensa y juzga de la clase más baja del mismo mundo, y casi todo el mundo masculino de la mu­ jer» (21). Bebel completa su análisis con una descripción muy apasionada de las terribles condiciones a las que se ve reducida la mujer que trabaja, sacando a relucir los salarios más bajos que le corresponden, el cada vez mayor empleo de la m ujer (dado que el capitalista sabe aprovechar mucho los llamados «méritos y virtudes femeninos» como la disposición a la paciencia y la agilidad de los dedos), el tornillo perpetuo de la reducción de los salarios provocada por la concurrencia entre la oferta de brazos mas­ culinos y femeninos, la consiguiente imposibilidad de una unión entre obreros varones y hembras con­ tra el patrón que, entre otras cosas, explota la «me­ nor resistencia que ofrecen las obreras». Así pues, la contribución de Bebel a la compren­ sión del problema de la mujer, desde un punto de vistai feminista, ha sido notabilísima. Ello resulta todavía más claro cuando indica a las mujeres como única vía de liberación el tom ar en sus manos la or­ ganización de su propia lucha: «Tanto más interés tendrán las mujeres en fo­ guearse (rebelarse) para conquistar una posición que las libere de este estado de envilecimiento y de­ gradación. Las mujeres no pueden ilusionarse con que el hombre las ayude a salir de su condición, de la misma forma que los obreros han de esperar po­ co de la burguesía» (22). Queda, pues, localizado el núcleo del problema, cuya solución depende de la toma de conciencia por parte de la mujer. Bebel es uno de los pocos socialistas que escri­ bió explícitamente sobre la mujer, intuyendo la ne­ cesaria ligazón entre el socialismo y su liberación. (21) Ibid. (22) Ibid.

Sin embargo, no encontramos en los tratados de Bebel una intervención política precisa: la libera­ ción de la mujer es descrita estáticamente en el in­ terior de la sociedad socialista que nacerá después de la revolución. «En esta sociedad la m ujer es, tanto social como económicamente, totalmente independiente, no está sujeta ya a ninguna suerte de tiranía ni a la explo­ tación, encontrándose por fin libre e igual frente al hombre, dueña de sí misma y de su destino» (23). Bebel, de esta manera, pasa del lúcido análisis de la mujer oprimida que tiene ante sus ojos a la ya realizada liberación en la nueva sociedad, en la que se pondrá en práctica el principio «de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesida­ des». Resulta así una evidente separación entre la opresión y la liberación que aparece como producto mecánico de una sociedad socialista ya realizada, pues no queda identificado el nudo político esencial de la relación entre proletariado y mujer: lo que quiere decir comprender que el proletariado y sus organizaciones serán modificados profunda y nece­ sariamente por la autoorganización de las mujeres que él mismo proponía. Lenin

Si queremos dar un -ju,icio sobre lo que escribió Lenin respecto a la cuestión femenina, no podemos prescindir de la situación histórica en la que se ha­ llaba inmerso, pero, al mismo tiempo, tampoco po­ demos dejar dé juzgarlo a la luz de la toma de con­ ciencia feminista que hoy está naciendo y adquirien­ do relevancia. La consideración de la situación de la Rusia de

entonces, con los enormes problemas históricos co­ nexos al paso de una economía y de una sociedad en ciertos aspectos feudales a una economía socia­ lista, y su muy crítica situación política respecto al resto del mundo, 110 nos servirá más que para dar una simple justificación histórica a las posiciones de Lenin. Nos parece necesario someterlo a un aná­ lisis crítico para conseguir conocer tanto sus limi­ taciones como sus lados positivos y ver, en conse­ cuencia, cuanto de válido hoy pueda resultar y cuan­ to tiene que ser, en cambio, objeto de redefinición como expresión directa de una visión que hoy nos­ otras definimos patriarcal. «Persiguiendo el ideal socialista, queremos luchar por la completa realización del socialismo, y aquí un amplio campo de trabajo se abre ante las muje­ res. Hoy nos preparamos seriamente para desbrozar el terreno sobre el que edificaremos el socialismo, pero la edificación del socialismo comenzará sola­ mente cuando, tras haber realizado la igualdad com­ pleta del la mujer, nos apliquemos al nuevo trabajo conjuntamente con la mujer, liberada de una activi­ dad mezquina, degradante, improductiva. Será un trabajo de muchos años, un trabajo que no dará re­ sultados rápidos ni producirá efectos brillantes» (24). Y más adelante: «No puede haber y no habrá verdadera 'libertad' hasta que la m ujer no sea liberada de los privilegios que las leyes han concedido al hombre. «Abajo los mentirosos que hablan de libertad y de igualdad para todos cuando existe un sexo opri­ mido...» (25). Según Lenin, todo Estado obrero que pase al so­ cialismo tendrá que cumplir una doble tarea en lo que concierne a la condición de la mujer: la prime­ ra parte respecta a la abolición de las viejas leyes que han puesto a la mujer en una situación de infe(24) V. I. Lenin: La emancipación de la mujer. (25) Ibid.

rioridad en relación al hombre; la realización de esto, sin embargo, no es más que el principio, pues­ to que «la situación de la mujer, en lo que respecta al trabajo doméstico, continúa siendo todavía lasti­ mosa». En efecto «La mujer, no obstante todas las leyes liberado­ ras, ha continuado siendo una esclava de la casa\ puesto que está oprimida, dominada, embrutecida, humillada por los pequeños trabajos domésticos, que la encadenan a la cocina, a los niños, y consumen sus fuerzas en un trabajo bárbaramente improduc­ tivo, mezquino, enervante, que idiotiza y oprime» (26) Queda claro que Lenin se daba cuenta de la opre­ sión, de la condición de inferioridad de la m ujer y de la imprescindible necesidad de su liberación. Pero querríamos poner la atención un momento en las soluciones que se ofrecen a este respecto: tanto para la abolición de las leyes que sancionan la desigualdad de la m ujer como para los medios considerados necesarios para la supresión de los embrutecedores trabajos domésticos. Sobre el primer punto, Lenin afirma: «Es verdad, no basta con algunas leyes, y nos­ otros no nos contentamos en absoluto con las rea­ lizaciones de carácter legislativo... pero hemos pues­ to en práctica todo lo que se podía para poner a la mujer en pié de igualdad y podemos, con todo de­ recho, estar orgullosos» (27). No está claro, sin embargo, qué puesto y qué in­ cidencia tuvieron ías mujeres en la determinación de este cambio; se presenta como fruto de decisio­ nes de política general, dentro del cuadro del pro­ ceso político" que sigue a la revolución. También para el segundo aspecto vale el mismo razonamiento: quedan identificados como válidos determinados instrumentos de liberación, pero ello no se hace partiendo de las concretas exigencias (26) Ibid. (27) Ibid.

planteadas personalmente por las mujeres. Lo que sigue es explicativo al respecto: «La verdadera emancipación de la mujer, el ver­ dadero comunismo, comenzará solamente entonces, donde y cuando comience la lucha de las masas (di­ rigida por el proletariado, que tiene el timón del Es­ tado) contra los pequeños trabajos de la economía doméstica, o mejor, donde comience la transforma­ ción en masa de esta economía en gran economía socialista. «Los restaurantes populares, las guarderías y jar­ dines de infancia: ...he aquí los medios simples, co­ munes... que están realmente en condiciones de emancipar a la mujer, que están realmente en con­ diciones de disminuir y eliminar, tomando como punto de referencia la producción y la vida social, su desigualdad respecto al hombre» (28). Ciertamente esas son frases y condiciones nece­ sarias para la liberación; pero aparece también cla­ ramente la limitación de tales afirmaciones: la libe­ ración de la mujer deriva en realidad, en su pensa­ miento, de decisiones que otros toman para ella. Pero eso es, literalmente, emancipación. De todas formas, la visión de la condición de la mujer resul­ ta parcial, puesto que, en última instancia, se toma en consideración su opresión en cuanto que deriva> da de leyes injustas y del encierro entre las paredes domésticas; hechos estos cuyos orígenes se buscan genéricamente en el capitalismo (y que, por ello, un país socialista elimina o se propone eliminar), capi­ talismo que después es visto esencialmente a través de las relaciones de producción por las que se rige, olvidando la especificidad de la posición que en ta­ les relaciones tiene la mujer y que hace al sistema, además de capitalista, machista y patriarcal. Tal as­ pecto del problema está ausente en el pensamiento de Lenin.

Nos parece que de todo lo dicho anteriormente deriva también la actitud de profunda crítica respec­ to a la «reivindicación (femenina) dé libertad del amor». En la respuesta al esquema del folleto sobre la cuestión femenina que Inés Armand estaba proyec­ tando, Lenin observa: «...encuentro que la "reivindicación de libertad del amor” no es clara y —independientemente de vuestra voluntad y vuestro deseo (he subrayado es­ to diciendo: la cuestión está en las relaciones obje­ tivas de clase, no en vuestras intenciones subjeti­ vas)— representa, en la situación social actual, una reivindicación burguesa y no proletaria» (29). La interpretación que a esa reivindicación se puede dar es, según Lenin, distinta según provenga de mujeres burguesas o de mujeres proletarias. Pa­ ra las primeras sería típico y característico identifi­ car «libertad del amor» con «libertad respecto a la seriedad en el amor»; para las segundas sería «liber­ tad respecta a los cálculos materiales (financieros) en el campo del amor». Esta separación rígida entre mujeres proletarias y mujeres burguesas saca a relucir un límite concre­ to en el pensamiento de Lenin; éste no percibe a fondo la especificidad de la condición femenina, no comprende que el ser' mujer mancomuna a las mu­ jeres proletarias y a las mujeres burguesas. Y si es verdad que las exigencias y las contradicciones de estas últimas resultan estériles y no pueden cons­ tituir el punto de fuerza" para una subversión histó­ rica si no se aferran a las de las mujeres proletarias, que padecen las contradicciones mayores, no por ello las reivindicaciones feministas de las mujeres burguesas están menos presentes y son menos rea­ les; es decir, la agregación a la clase burguesa no elimina la fundamental y primaria condición de mu­

jer, que es la base material por la que incluso la burguesa puede sentir —por encima de los privile­ gios que disfruta— la necesidad de rebelarse. A Clara Zetkin, que le hacía notar que las cues* tiones sexuales y matrimoniales suscitaban múlti­ ples problemas y eran causa de contradicciones y sufrimientos para las mujeres de todas las clases y todos los estratos sociales, y que hacer la crítica his­ tórica de la sociedad burguesa significaba, entre otras cosas, poner al desnudo y desenmascarar la falsa moral sexual, Lenin le responde: «¿Podéis garantizarme seriamente que las cues­ tiones sexuales y matrimoniales no son discutidas en vuestras reuniones más que desde el punto de vista del materialismo histórico vital bien compren­ dido? Ello supone vastos conocimientos, profundi­ zados, conocimiento marxista... ¿Disponéis en este momento de las fuerzas necesarias? Si así fuera no habría podido suceder que un folleto (30) como ese del que hemos hablado fuese usado como material de enseñanza en vuestras reuniones nocturnas dedi­ cadas a la lectura y a las discusiones» (31). Y: «Decidme, por favor: ¿Es precisamente este el momento de tener ocupadas a las obreras meses en­ teros para hablarles del modo en que se hace el amor?... En este momento todas las preocupaciones de las obreras, de las mujeres trabajadores, deben ser dirigidas hacia la revolución proletaria. Es ella la que creará, también, una base para las nuevas condiciones del matrimonio y las nuevas relaciones entre los sexos. Por ahora, verdaderamente, deben pasar a primer plano otros problemas...» (32). El hecho de que las mujeres hablen de proble­ mas sexuales es considerado por Lenin con una men(30) Se trata del opúsculo de una comunista vienesa sobre la cuestión sexual. (31) V. I. Lenin: La emancipación de la mujer. (32) Ibid.

talidad típicamente patriarcal; ve en esos problemas solamente un peligro porque los considera única­ mente en lo que significan para la ideología burgue­ sa. Esa actitud, sin embargo, tiene como consecuen­ cia la abolición de toda posibilidad de que las mu­ jeres afronten sus contradicciones y, a partir de su propia condición, lleguen a una nueva definición de sus relaciones. En la amplísima difusión del folleto y en el in­ terés que suscitó, Lenin ve exclusivamente la nece­ sidad de justificar ante los ojos de la moral burgue­ sa una vida anormal o instintos sexuales excesivos, haciendo que sean tolerados. «Esa "pasión por las cuestiones sexuales” —como él la define— tiene una bonita manera de revestirse de formas subversivas y revolucionarias: esa ocu­ pación es ni más ni menos, a fin de cuentas, pura­ mente burguesa. A ella se dedican preferentemente los intelectuales y otros estratos de la sociedad cer­ canos a ellos. Para ese género de ocupaciones no hay sitio en el Partido, entre el proletariado que lucha y tiene una conciencia de clase» (33). De esa manera, mientras las mujeres estaban em­ pezando a afrontar su propia condición, no se veía la importancia que ese hecho podía tener precisa­ mente en el momento de la lucha por la dictadura del proletariado; es más, tal lucha fue proclamada la única «verdadera» ,el problema central para el que teníani que emplearse todas las fuerzas disponi­ bles, sin comprender la importancia del modo en que esas fuerzas'entraban en lucha ni que la con­ ciencia y la lucha de las mujeres en torno a su con­ dición es un presupuesto imprescindible para la li­ beración de todo el proletariado. «No hay liberación de la mujer sin revolución», estamos de acuerdo con Lenin; pero no hay revolución sin liberación de la mujer.

El problema femenino es adscrito limitadamente a la naturaleza, las funciones, la realidad del Parti­ do —específica mediación político-organizativa crea­ da como instrumento para el derrocamiento de la dominación burguesa—: «Debemos atraerlas hacia nuestra parte (a las mujeres) para que contribuyan a nuestra lucha y particularmente a la transformación comunista de la sociedad. Sin las mujeres no puede existir un ver­ dadero movimiento de masas. Nuestras concepcio­ nes ideológicas comportan problemas organizativos específicos. Ninguna organización especial para las mujeres. Una mujer comunista es miembro del Par­ tido no menos de un hombre comunista. No debe haber ningún planteamiento especial al respecto. Sin embargo, no debemos escondernos que el Partido debe poseer entidades, grupos de trabajo, comisio­ nes, comités, burós o aquello que más plazca, con la tarea específica de despertar a las masas femeni­ nas, de mantener contacto con ellas e influenciarlas. «Tenemos que educar a las mujeres que ganemos para nuestra causa y hacerlas capaces de participar en la lucha de clase del proletariado bajo la direc­ ción del Partido» (34). Un razonamiento aparte debe hacerse para quien quiera reproponer mecánicamente para la situación actual el punto de vista de Lenin. En efecto, el uso y la instmmentalización que de esas posiciones se hacen actualmente adquieren, en una situación cambiada que ve el renacimiento de una toma de conciencia feminista, un carácter objetivamente reaccionario. Así, por ejemplo, reproponer las guarderías, co­ mo hace la UDI, o la entrada de las mujeres en la escena política del trabajo, como hace el PCI, desve­ la su significado instrumental y revisionista. Con un atento análisis se comprueba, en efecto, que la so­

cialización del trabajo doméstico, la socialización de los hijos, la participación de las mujeres en la vida productiva y social, no sólo no son estructuralmente posibles en el interior del actual sistema burgués (y en este punto son revisionistas respecto a Lenin, que lo proponía dentro de un contexto ya socialis­ ta) sino que, de la manera en que son puestas en práctica por tales organizaciones, tienen en sí mis­ mas los límites de una acción dirigida y orquestada desde arriba, que no puede favorecer una solución de esos problemas cualitativamente distinta, la cual sólo puede nacer de una asimilación de ellos por parte de las mujeres y de su lucha contra los meca­ nismos de su esclavitud.

III.

LA MUJER SIERVA Y ESCLAVA

«Sí, hijo mío, esta será la ley esculpida en tu corazón: obedecer en todas las cosas a los deseos de tu padre. Pero de aquél que cría hijos inútiles, ¿qué diremos sino que siembra daño para sí y gran triun­ fo para sus enemigos? Así pues tú, hijo mío, no des­ trones tu razón por una mujer; sabiendo que esa es una alegría que muy pronto se enfría entre los bra­ zos: una mujer malvada en tu lecho y en tu casa. Porque ¿qué herida puede dañar más profundamen­ te que un falso amor?... «Aquél que cumple con su deber en su casa lo ha­ rá también para con el Estado. Pero aquél que tras­ greda y viola las leyes, o se arrogue la potestad de dictarlas a los gobernantes, ese no podrá obtener alabanzas de mí. No, quien de las ciudades es elegi­ do jefe, debe ser obedecido, en las cosas pequeñas y en las grandes, en las cosas justas y en las injus­ tas... «Pues la indisciplina es el peor de los males. Ella arruina las ciudades, desola la casa; por ella los frentes de aliados se derrumban y revuelven; la ma­ yor parte de quienes su vida transcurre regularmen­ te debe su seguridad a la disciplina. De cualquier forma nosotros debemos sostener la causa del or­ den y en ningún caso sufrir porque una m ujer nos derrote. Mejor perder el poder, si es necesario, por mano de un hombre, que ser llamados más débiles que una mujer». (Así habla Creonte en la Antigona)

Fascismo (1)

Se quiso hacer creer, durante el fascismo, que no había historia de la mujer y para la mujer. La revolución fascista fue una revolución burgue­ sa o, más concretamente, de la burguesía de aque­ llas naciones donde había sido más fuerte la crisis de la postguerra y donde más crítica había sido la situación inmediatamente sucesiva a la crisis de 1929. La forma enl que se puso en práctica el fascis­ mo en Alemania y en Italia no representa una si­ tuación anormal y aislada en el tiempo (como más tarde gran parte de la historiografía burguesa in­ tentará hacer creer); las modificaciones que el ca­ pitalismo sufre en los Estados fascistas y en los «de­ mocráticos» son sutancialmente análogas y expre­ san la tendencia objetiva del propio capitalismo a sobrevivir, aplicando en el plano político métodos diferentes según la situación política de la nación de que se trata. La sociedad burguesa, que se procla­ maba basada en la libertad y en la no-jerarquización, tiene que desmentirse y, ante la crisis de po­ der, debe cambiar de cara a todos los niveles y re­ currir al autoritarismo y al poder represivo y vio­ lento. Y no es que el fascismo sea una cosa distinta de la burguesía; es sólo distinto de la burguesía del Diecinueve, pero es lo que le permite sobrevivir y le enseña cuál es el aspecto que deberá adoptar, de manera más o meflos mixtificada, según la situación, desde allí en adelante.’El fascismo prometió fundar una nueva, más profunda, comunidad popular, no solamente mediante la superación de los contrastes de partidos, sino también mediante la superación (1) Esta parte y las siguientes serán ampliamente des­ criptivas. Consideramos útil hacer esto porque la historia de la mujer no es todavía un patrimonio que se pueda dar por descontado. Al principio de estas dos primeras partes hemos considerado oportuno trazar algunas breves líneas sobre el período histórico referido.

de los conflictos de clase y de la «nefasta» escisión entre derecha e izquierda. Es fácil darse cuenta de cómo esas aspiraciones a una comunidad popular, a la formación de una vo­ luntad unitaria y a la eliminación de los contrastan­ tes intereses particulares, son parte esencial, más aún, pilares sobre los que la burguesía, desde Rous­ seau y la Revolución Francesa en adelante, propug­ na sus propios valores como universales. En lo que se refiere a Italia, el fascismo se im­ plantó en una situación en que la industria estaba en fuerte crisis a causa del desequilibrio existente entre las instalaciones y potencial productivo nue­ vos y crecidos al socaire de la guerra, por una par­ te, y el deprimido y empobrecido mercado interno por otra. La burguesía intenta descargar sobre la clase obrera los gastos y el peso de la guerra. «Las industrias de guerra mueven a la conquista del Estado porque para sobrevivir tienen necesidad de grandes favores gubernativos; la industria pesa­ da y siderúrgica, por ejemplo, desarrollada enorme­ mente durante el período bélico, se encuentra ante un déficit económico que sólo los derechos proteccionales y la ordenación del Estado pueden conte­ ner» (2). Favorece el nacionalismo y el fascismo precisa­ mente para defenderse contra el peso aplastante de las masas obreras y para unificar el mercado me­ diante el proteccionismo. El Estado asume la impor­ tante función no sólo de consumidor, sino también de productor; y la conquista del Estado es el único instrumento que la burguesía tiene en aquél mo­ mento para continuar siendo clase dominante (véan­ se los pesarosos telegramas de Agnelli a Giolitti) en un país con débil estructura económica y todavía ampliamente dominado por formas económicas pre­ capitalistas. (2) E. Del Carria: Proletari senza rivoluzione, Edizioni Oriente, Milano, 1966.

Nacido en un principio como milicia armada pri­ vada de la burguesía reaccionaria, el fascismo se convierte muy pronto en órgano de Sostén del Esta­ do burgués. Todo ello supone la promoción de un aparato estatal distinto del anteriormente existente, y la constitución de tal aparato presupone la elimi­ nación de las instituciones parlamentarias, de las formas liberales. Los objetivos no son ya solamen­ te la destrucción de los organismos socio-políticos del proletariado, sino también la supresión de cual­ quier partido, periódico o forma de expresión distin­ ta y que se oponga a la derecha nacional. Es el fracaso de la revolución y la castración del movimiento proletario. También las organizaciones femeninas, que ha­ bían encontrado en las mujeres proletarias su mo­ tor y su parte más decidida, sufrieron una suerte análoga. El movimiento, que tenía a la espalda más de un trentenio de luchas, fue rápidamente aplasta­ do porque «ligado como estaba a los ambientes ra­ dicales, socialistas y demócratas, era fatalmente sos­ pechoso» (3). El movimiento, en efecto, nacido antes de co­ menzar el siglo, encontraba su realidad más viva, la materia prima para su lucha, en las mujeres que tra­ bajaban fuera de casa (32'5% del total de mujeres italianas), es decir, en las mujeres que iban adqui­ riendo, aunque de manera siempre insuficiente, con la independencia económica, conciencia de sí mis­ mas. El fascismo,0por •el, contrario, que quería ha­ cer realidad la consigna «Haced hijos, muchos hi­ jos, el número es potencia» (es decir, haced hijos pa­ ra convertirlos en soldados al servicio de la nación), tenía ya preparada y estructurada una política para la mujer, única y exclusivamente para ella. A este propósito quizás sea útil exponer algunos textos del libro "Política de la familia”, escrito por (3) E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969.

el teórico fascista Loffredo en 1938. El «mérito» es­ tá, sobre todo, en la claridad de intenciones y de fi­ nalidades. Tras haber polemizado contra las feminis­ tas que querían la emancipación cultural-intelectual y la emancipación profesional, delinea en estos tér­ minos la política fascista respecto a las mujeres: Restauración de la supeditación cultural-intelectual «...Los Estados que quieran eliminar verdadera­ mente una de las causas más notables de alteración del vínculo familiar y, consiguientemente, de deca­ dencia demográfica deben (previa instauración de dos disposiciones concomitantes: seguros de vida y un salario familiar suficiente) adoptar una medida verdaderamente revolucionaria: reconocer el princi­ pio de prohibición de instrucción profesional media y superior para la mujer y, consiguientemente, mo­ dificar los programas de instrucción de forma que se dé a la mujer una instrucción (elemental, media e incluso universitaria si hace falta) destinada a ha­ cer de ella una excelente madre de familia y ama de casa. «...Será, por el contrario, fatal que el fascismo afronte y resuelva este problema fundamental para la creación de nuestra nueva civilización realizando la negación teórica y práctica de ese principio de igualdad cultural entre hombre y m ujer que puede alimentar uno de los más perniciosos factores de la dañosísima emancipación de la mujer». Restauración de la supeditación profesional - finan­ ciera «...La abolición del trabajo femenino debe ser la resultante de dos factores convergentes: la prohi­ bición, sancionada por la ley, la reprobación, sancio­ nada por la opinión pública. «...En definitiva, en la consideración del trabajo femenino hay que superar netamente la fase de las

preocupaciones de orden fisiológico, que pasan a se­ gunda línea frente a las de orden moral, espiritual, económico; y ver en la abolición del trabajo feme­ nino, sobre todo, un medio para la restauración de la demográficamente indispensable supeditación de la mujer al hombre». Abolición general de la emancipación «El movimiento contrario al de emancipación de la m ujer —cuyos perjuicios desde el punto de vista demográfico solamente quien tenga mala fe querrá desconocer— se puede, sin querer dar un carácter reaccionario y coactivo a la frase (¡ sic! ), definir co­ mo restauración de la supeditación de la m ujer al hombre... La emancipación de la mujer, mientras que no ha producido adelantos apreciables en el campo de las ciencias y de las artes, constituye el más seguro peligro de destrucción de cuanto la civi­ lización blanca ha producido hasta ahora. «...La mujer debe volver a colocarse bajo la do­ minación absoluta del hombre: padre o marido; su­ peditación y, consiguientemente, inferioridad espiri­ tual y económica» (4). Y comienza la larga historia (no-historia) de la mujer. A partir del 1927 los salarios femeninos fue­ ron reducidos hasta la mitad de los correspondien­ tes masculinos, a su vez ya reducidos del 10-20%. En Enero del mismo año salió una primera ley que reguló el «trabajo» de las mujeres. (Entre otras co­ sas, se estableció la fexclusión de las mujeres de la enseñanza). Una ley del 28 de Noviembre de 1933 limitó con­ siderablemente la posibilidad de adopción de muje­ res para los trabajos dependientes del Estado y pre­ vio normas férreas para la sustitución de la mano de obra femenina por la masculina, aún en los talle(4) F. Loffredo: Política della famiglia, Bompiani, Mi­ lano, 1938.

res tradicionalmente «femeninos». A diferencia de casi todos los otros países, en efecto, los sectores secundario y terciario absorbieron esencialmente hombres. En la misma ley queda explícita la aten­ ción (intencionada) que el régimen prestaba a la ins­ trucción femenina: a todas las estudiantes les fue­ ron impuestas tasas dobles. De 1921 a 1936 el porcentaje de mujeres activas pasó del 32’5% al 24% (5). Los despidos femeninos no fueron de tal entidad que justificara la resonancia propagandística que el Partido Fascista dio a estas medidas, resonancia que tenía, sobre todo, el objetivo de hacer aceptable la servidumbre de la mujer y natural su muerte den­ tro de las paredes domésticas. Este tipo de política ideológica se justificaba, y se reforzaba incluso, a causa del paro crónico mas­ culino que sufría Italia (situación agravada en 1925 cuando los EEUU decretaron el bloqueo de la emi­ gración). En Italia la tarea fue facilitada y simplificada por toda la propaganda católica. Ya en 1891 León X III había preparado el terre­ no con la encíclica Rerum Novarum: «Algunos trabajos son menos aptos para la mu­ jer, que la naturaleza ha destinado más bien para los trabajos domésticos, que salvaguardan adm ira­ blemente el honor de su sexo» (6). En 1930 Pío XI, en la encícleca Casti Connubii, delinea así la emancipación de la mujer a través del trabajo: «Se trata sin duda de una corrupción del espíri­ tu de la m ujer y de la dignidad materna, de una des­ trucción de las bases de la familia, porque si la mu­ jer se baja del asiento verdaderamente real al que (5) Datos tomados de E. Sullerot en La donna e il lavoro, y de «Rinascita», anno 18, n.° 3, marzo 1961. (6) Los textos de esta y de las siguientes encíclicas es­ tán tomados de E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969.

ha sido elevada por el Evangelio dentro de las pare­ des domésticas, será reducida muy pronto a la antiguia esclavitud, y se convertirá nuevamente en lo que era en el mundo pagano, un mero instrumento del marido». En 1931 Pío XI vuelve sobre el tema en la encí­ clica Qiwdragesimo anno: «Es en la casa, o donde la lleven los trabajos de m ujer de casa y entre las ocupaciones domésticas, donde está el trabajo de las madres de familia. Es un abuso nefasto y que hay que hacer desaparecer a toda costa el que las madres se vean obligadas, a causa del bajo salario del padre de familia, a buscar una remuneración fuera de casa» (7). Es importante notar, parafraseando a Sullerot, la estrecha ligazón entre las ideas comunes a las tres encíclicas, trabajo en casa-seguridad para el pu­ dor, trabajo fuera de casa-peligro sexual. Las mujeres, sobre todo las obreras, no fueron simples espectadoras ante el trabajo de desmovili­ zación que el régimen llevaba respecto a ellas. Inten­ taron, sobre todo al comienzo, cuando todavía no habían sido rechazadas —con métodos «legales a ilegales»— hasta el interior de las paredes domésti­ cas, defender sus intereses de clase; y se opusieron, en aqueos primeros años, a la violencia fascista, par(7) Esta será una posición que, en el fondo, inspirará también a las mujeres católicas que dieron vida al movi­ miento femenino católico (UFCI). Aunque apoyaban las pe­ ticiones de las mujeres, sus intentos muy a menudo eran bastante poco feministas. Por, ejemplo, en lo que se refería al problema de «a trabajo igual, salario igual», las feminis­ tas estaban todas de acuerdo, sólo que las católicas lo in­ vocaban sobre todo porque estaban convencidas de que una vez alcanzada la paridad salarial (sin comprender, por otra parte, que ello era estructuralmente imposible) no habría ya ninguna razón válida para preferir la mano de obra fe­ menina a la masculina y las mujeres volverían así al ho­ gar. La condesa María de Villermont, líder de la UFCI, lle­ gaba a escribir en 1904 en «Movimiento Feminista»: «El trabajo de la mujer es, sin duda, un mal... El buen cum­ plimiento de la misión de la mujer, esa es la gran cuestión femenina; que vote, haga medicina o matemáticas, pero que ante todo sea una buena madre de familia. Aquí está todo».

ticipando gran número de ellas en las huelgas y en las manifestaciones de protesta. Entre otras: «El 11 de Enero de 1922, las mujeres de Sesto Imolese impidieron violentamente a un grupo de fascistas propagandar y vender su periódico. En Sep­ tiembre, las obreras de la industria Muggiana de Intra participaron en una importante huelga y se opu­ sieron, en esa ocasión, a la entrada de los fascistas en la fábrica. En 1924, las espigadoras de Molinella devolvieron los carnets que los sindicatos fascistas les habían distribuido; los escuadristas recurrieron a la violencia, llegando a utilizar vitriolo. Las obre­ ras de las Manufacturas Tabaqueras de Milán y Bo­ lonia se negaron a adherirse a los sindicatos fascis­ tas, e igualmente las obreras del textil de la comar­ ca de Salerno. En 1925 las obreras textiles de Biella y las tabaqueras de Lecce entraron en huelga contra los despidos y las reducciones de salario» (8). Esta resistencia de las mujeres es muy signifi­ cativa, porque indica, por un lado, el espíritu com­ bativo de las mujeres y también, por otro, la inma­ durez de las organizaciones femeninas que no supie­ ron recoger las aspiraciones de las mujeres proleta­ rias. Esa fue también una de las razones por las que las organizaciones femeninas fueron barridas. También las organizaciones obreras y el movi­ miento proletario fueron acallados brutalmente por el fascismo. Pero mientras estos, aunque reducidos al silencio y a la clandestinidad, no desaparecieron durante el período fascista (y, en efecto, hubo siem­ pre una oposición valerosa y ejemplar del proletaria­ do urbano), las mujeres y sus organizaciones fue­ ron agredidas demasiado violentamente para sobre­ vivir; ello en un período, no lo olvidemos, todavía inicial, de nacimiento y de construcción de concien­ cia. El movimiento era todavía prematuro, incluso ideológicamente, para soportar la ofensiva; gran (8) Cappabianca e Cappezzuoli: Storia dell’emancipazione femminile, Editori Reuniti, Roma, 1964.

parte de él creía que el desarrollo iluminado de la burguesía habría liberado a la mujer, y no había descubierto todavía con claridad el antagonismo en­ tre sus propios fines y los de la sociedad burguesa. Además, el movimiento mismo se encontró muy pronto ante una situación de la m ujer casi imposi­ ble de dirigir, en la medida en que las mujeres, re­ chazadas progresivamente hacia casa, no tenían co­ mo elemento de confrontación y de supervivencia más que a un hombre. Despreciadas como trabajadoras, las mujeres que todavía tenían que trabajar fueron, de hecho, some­ tidas a mayor explotación (los salarios eran ya el 50% de los masculinos). Este hecho se convertía en «tentación para los industriales y para los em­ presarios en general; por lo que el régimen, para protegerse de la oposición a los despidos también por parte de los industriales, tuvo que circundar la inserción de las mujeres en las distintas actividades con un número tan grande de reglamentos a obser­ var y de prohibiciones concretas para "proteger a las trabajadoras” que llegó a desarrollar entre los patronos una psicosis de miedo, por lo que, a su pe­ sar, allá donde fue posible tuvieron que sustituir a las mujeres por hombres» (9). «El trabajo es nefasto para la natalidad, y por ello está en contradicción con la misión natural de la mujer» dice Mussolini, especificando m ejor el concepto en el discurso a las mujeres fascistas del 20 de junio de 1937: «La mujer debe ser la centinela del hogar, como en tiempos de los romanos (10), e imprimir su pri­ mer carácter a la prole, que nosotros deseamos nu­ merosa y rpbusta. Las generaciones de pioneros y de soldados necesarias para la defensa del imperio serán como vosotras las sepáis hacer». (9) E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969. (10) Los que, no por casualidad, denominaban al sexo femenino imbecillitas sexus.

Pero, evidentemente, el régimen tenía necesidad, para sostener esta campaña masiva contra la mujer, de fingir que concedía algo y centró su atención, no por casualidad, sobre el voto. Objetivo este que ha­ bía movilizado a los movimientos feministas y a las mujeres en general desde el 1860 en adelante. Es interesantísimo examinar, para conocer su ruindad, cómo y a quién se concedió, y qué fue del voto ape­ nas la ley fue aprobada. Benito Mussolini dijo al IX Congreso Nacional (14-19 de mayo de 1923) pro-sufragio femenino: «Yo pienso que la concesión del voto a las mu­ jeres... (11) tendrá consecuencias beneficiosas, por­ que la mujer será portadora, en el ejercicio de es­ tos nuevos derechos, de sus cualidades fundamen­ tales de mesura, equilibrio y cordura». El proyecto de ley para el voto era el siguiente: Se concederá el voto a las mujeres que hayan cumplido 25 años de edad y que se encuentren en una de las siguientes situaciones: 1) Que hayan sido condecoradas con medallas al va­ lor militar o con la cruz del mérito de guerra; 2) que hayan sido condecoradas con la medalla al valor civil o con la medalla de benefactores de la sanidad pública o de la instrucción elemental; 3) que sean madres de caídos en guerra; 4) que tengan el ejercicio efectivo de la patria po­ testad o de tutela; 5) que hayan conseguido la exoneración del curso elemental obligatorio o superen un examen co­ rrespondiente; 6) que sepan leer y escribir y paguen anualmente al ayuntamiento una suma no inferior a 40 li­ ras» (12). (11) Se habla no de sufragio universal, sino de sufra­ gio integral, definición que anuncia no el voto a todas las mujeres, sino sólo a algunas categorías privilegiadas. (12) Decreto-Ley n.° 2121 del 9 de Junio de 1923, XXVI Legislatura, Sesión 1921-23.

Al final de la discusión del proyecto, Mussolini sostuvo que las mujeres, aun sin tener gran poder de síntesis y siendo negadas para la creación espiri­ tual, ahora ya trabajaban (!) y por ello tenían de­ recho al voto. Poco después de la concesión del voto a las mu­ jeres fuet'on abolidas las elecciones administrativas. Nazismo

«Por lo que un día Alemania se encontrará al ni­ vel de la decadencia europea, antes de haber conse­ guido ponerse al nivel de la emancipación europea». (K. Marx) «El judío nos ha robado nuestras mujeres con la democracia sexual. Nosotros, la joven generación, te­ nemos que movilizarnos para m atar al dragón, con el fin de hacer revivir cuanto de más sagrado existe en el mundo: la mujer sierva y esclava». (Gottfried Feder, leader nazi) En la frase precedente queda explícita toda la política ideológica del nacional-socialismo, no sólo respecto a las mujeres, sino también respecto a to­ do aquello que sea «distinto». Aparece aquí ya un importante paralelismo, aun­ que disfrazado de oposición, entre m ujer y judío. Volveremos sobre él más adelante. La situación económica que llevó al nacional-so­ cialismo al poder fue, a grandes rasgos y en sus me­ canismos ideológicos fundamentales, muy similar a la que, poco más de diez años antes (dada la situa­ ción de mayor debilidad de la clase dominante), lle­ vó al poder;al fascismo en Italia. La oposición al ascenso del nacional-socialismo fue bastante débil porque el movimiento obrero, además de estar desangrado por un paro altísimo (6.000.000 en 1932), fue guiado por partidos (socialdemócrata y comunista) que cometieron el error de considerar al nacional-socialismo como un fenóme­

no transitorio que se habría disuelto por sí mismo; y además confiaron excesivamente en la espontanei­ dad de las masas proletarias, hecho que tuvo como consecuencia natural, apenas la represión barrió a las vanguardias y destrozó a los partidos obreros, el reflujo del movimiento y su derrota. También los partidos burgueses, aun no estando totalmente de acuerdo con el partido nacional-socialista, se encontraron completamente desarmados frente a una coyuntura que se revelaba con cada vez mayor evidencia como crisis de todo el sistema, por lo que, reconocida su incapacidad para encontrar sa­ lidas políticas susceptibles de resolver la situación social y económica, apoyaron al partido nacional-socialista por una evidente y real solidaridad de clase. Una de las primeras medidas del régimen fue la represión terrorista de los adversarios y la abolición de los sindicatos y de toda representación autóno­ ma de los trabajadores. Los trabajadores fueron en­ cuadrados en el Frente Alemán del Trabajo, emana­ ción del partido nazi. Pero, a fin de que el renaci­ miento de la gran industria fuese más rápido, el 26 de junio de 1935 se introdujo el servicio de trabajo obligatorio, que no fue más que un aspecto de la militarización general del país. Pero, además de los trabajadores, en Alemania habían también 11 millones de trabajadoras, cuyo problema fue resuelto mucho más expeditivamente. «El Estado, para dar ejemplo, fue el primero en despedir, con un decreto del 30 de junio de 1933, a todas las mujeres casadas. Tal decreto prohibía el empleo en la administración del Reich de las muje­ res que no hubiesen cumplido los 35 años, y daba prioridad absoluta a los trabajadores masculinos. «El reparto del trabajo fue sometido a los prin­ cipios "ningún doble salario en la familia”, prioridad al hombre en la asignación de puesto y en la retri­ bución» (13).

En efecto, otro decreto del 1 de junio de 1933 ins­ tituyó un préstamo matrimonial condicionado a la obligación de la m ujer de dejar su” trabajo apenas el salario del marido superase los 125 marcos men­ suales. La ley del 28 de marzo de 1934, finalmente, impidió todo tipo de trabajo a la mujer casada, sal­ vo en caso de que el marido estuviera en paro. El número total de mujeres activas se rebajó pues no­ tablemente y en 1936 no representaba ya más que el 25% del total de trabajadoras; es decir, había ha­ bido un descenso del 10% en 10 años (14). La mujer no debía trabajar, no debía estudiar. El trabajo intelectual era para ella totalmente ne­ fasto. Se suprimieron las bolsas de estudio a las mujeres en las escuelas secundarias y se limitó severísimamente a un «numeras clausus» mínimo la entrada de las muchachas en la universidad. «La escuela es mejor que la mierda», por lo que la instrucción habría podido representar una posi­ bilidad de emancipación: pero ello habría entrado en contradicción con el papel que el régimen había asignado a las mujeres: el régimen no podía permi­ tirse abrirles caminos que diesen la posibilidad de tomar algún tipo de conciencia. «Pero, a diferencia de las italianas, las alemanas no fueron sola y simplemente mandadas a casa con la orden de hacer niños y con la bendición papal: Fueron movilizadas por el nazismo. «Las niñas fueron organizadas en el Bund Deutscher Madchen, sq , abrieron escuelas de formación de Führeinnen pafa las’ adolescentes, y las chicas de 14 a 18 años fueron obligadas a inscribirse en el Arbeitsdienst y a ponerse al servicio del país durante un año. En ésos campos aprendían las faenas agríco­ las, los trabajos caseros y la doctrina nazi. Después de ello las chicas que no encontraban trabajo (o, mejor, que no se casaban) podían inscribirse al ser(14) Datos tomados de E. Sullerot: La donna e il lavo ro, Etas Kompass, Milano, 1969 .

vicio voluntario abierto a las muchachas arias de 17 a 25 años» (15). En realidad también Italia tuvo organizaciones donde adoctrinar niños, chicas y mujeres, pero, in­ dudablemente, la relevancia y la importancia (y el grado de obligatoriedad) que tuvieron en nuestro país fueron bastante menores. De todas formas la mujer, tanto en Italia como en Alemania, tenía que convencerse de que para ella no habría existido nunca posibilidad de autonomía, emancipación o promoción humana y social. Nuremberg, septiembre de 1935, la Führerinnen Scolk Klink dice: «No hemos progresado y no progresaremos nun­ ca hacia la igualdad de la mujer alemana con el hom­ bre; consideramos los derechos y los intereses de la mujer solamente en función y en dependencia de las necesidades del pueblo alemán». Después entró en escena la economía de guerra y muchas cosas fueron revisadas. Hacia 1937 Ale­ mania empezó a resentirse de la falta de mano de obra. Se volvió a tener en cuenta a las mujeres, pa­ ra las cuales el trabajo había sido tan «desaconseja­ ble» durante más de un quinquenio, y fueron nueva­ mente introducidas en masa en la idustria bélica. Tenemos aquí una de las primeras materializa­ ciones del concepto de la mujer como ejército de reserva. La mujer, en efecto, que en los comienzos de la industrialización había sido introducida masi­ vamente en el proceso productivo, es expulsada du­ rante el período de regresión, de tal modo y con ta­ les motivaciones que parece definitivo, presentando al trabajo asalariado como un paréntesis infeliz y perjudicial para su sensibilidad y, sobre todo, para su moralidad. Bastan pocos años, sin embargo, para hacer conocer a la mujer cuál es su función en la (15) E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969.

esfera del empleo, qué significa para ella el trabajo y cómo y cuándo éste existirá. Racismo y sexofobia

Racismo y sexofobia es un fenómeno insepara­ ble. El racismo vive, toma cuerpo, materia y signi­ ficado de existencia solamente si puede contrastar­ se con algo «distinto»: lo distinto, a renglón segui­ do, se convierte necesariamente en inferior (la mu­ jer, el judío, el negro). Sólo si define inferior al otro y lo reduce a condiciones objetivas de debilidad, puede el racista autoproclamarse superior y fuerte. El racismo está siempre ligado a la idea narcisista de fuerza. Su falsa fuerza se vuelve causa y pro­ ducto de la explotación del adversario en condicio­ nes de debilidad. La debilidad del otro se vuelve cul­ pa, un escenario para el ejercicio de la propia fuerza. Es una potencia que se manifiesta sin correr riesgos: el racista no se mide con otro hombre (ello podría dar resultados imprevistos), sino con la mujer, con el judío, con el negro. «Así, ante el animal mujer, el macho, desde lo alto de su pedestal, cruel y tierno, justo y capri choso, da, toma, satisface, se compadece, se irrita, tiene en cuenta solamente sus propios gustos, es soberano, libre, único. Por ello las elige expresa­ mente, las respalda en sus debilidades, las trata como bestias con tanta obstinación que acabarán por aceptar sus condiciones. Del mismo modo los blancos de Georgia gozan de los pequeños robos y de los embustes de los negros: se sienten con­ firmados en la superioridad que les confiere el color de su piel. Y si un negro se obstina en ser honesto será maltratado más que los demás. Por eso se practicaba sistemáticamente en los campos de concentración el embrutamiento del hombre: la

raza de los "señores” encontraba en aquel ambien­ te la prueba de su existencia sobrehumana» (16). El fascista, el racista, incapaz de tener huma­ nidad, quiere ser ilimitado, un héroe que rechaza su propia muerte, su corporeidad, no puede tener una relación intersubjetiva porque es el único su­ jeto. Pero para ser tal cosa tiene que proyectar sus limitaciones sobre algún otro: alguien en su lugar tiene que ser sólo cuerpo, sólo mortal, sólo natu­ raleza. «Ha aprendido de Nietzsche que la m ujer es la diversión del héroe y cree que basta divertirse con una m ujer para ser un héroe. Todos sus demás ra­ zonamientos son equivalentes» (17). Pero para sostener su posición tiene que recu­ rrir al desprecio, fundamento y motivo de su or­ gullo, que en realidad no es más que vanidad. En el fondo de todo esto se encuentra el miedo del otro: el miedo y el rechazo neurótico de la relación con la mujer que lo llevaría de nuevo a la natu­ raleza humana, el rechazo del sexo como peligro, en tanto que posibilidad de una expresión distinta, que exige libertad, destrucción de los mitos sádi­ co-autoritarios, responsabilidad y autodecisión. Reich, en efecto, denota como esencialmente irracional (irracional ligado a miedo) a la menta­ lidad fascista: «El deseo inconsciente de felicidad sexual y de pureza sexual, acompañado del miedo a la sexuali­ dad natural y del horror por la sexualidad perver­ tida, genera el antisemitismo sádico-fascista» (18). De aquí las consignas del rebullir de la sangre alemana y de su pureza. Autoproclamarse sanos y elegidos tiene como consecuencia inevitable con­ siderar pecado, error, todo lo que sea distinto de sí mismos. Y eso es lo que hicieron los nazis con (16) S. de Beauvoir: Le deuxieme sexe. (17) Ibid. (18) W. Reich: La función del orgasmo.

procesos muy similares respecto al judío (portador de sífilis) y respecto a la mujer. En relación a la m ujer el fascistá, el nazi, tiene la neurosis del pecado, neurosis de potencia y de masculinidad (19). La mentalidad fascista no se aparta en la sus­ tancia, más aún, es la extremización gratuita de sus valores, de los modelos patriarcales basados en e) matrimonio coactivo, en la agresividad sexual, en la compensativa idea del honor. El padre se encarna en el Estado, los valores masculinos de virilidad, potencia, autoridad, se convierten en valores abierta­ mente exaltados. Y la mujer, también abiertamente, es el negativo de todo eso: dependiente, niña, inca­ paz. A este respecto, un estudio de Stanley M. Elkins sobre la esclavitud negra en los Estados Uni­ dos llega a las siguientes conclusiones: «La única experiencia de masas en la historia de Occidente paragonable de alguna manera a la es­ clavitud negra es el infierno nazi. El campo de con­ centración no fue solamente un perverso sistema de esclavitud; fue también, menos evidente pero más exactamente, un perverso patriarcado. «...El negro, por su propia naturaleza, es siem­ pre un muchacho... a cualquier edad... Depende de la raza blanca, tiene necesidad de guía y de direc­ ción hasta para conseguir las cosas más indispensa­ bles... Muchos prisioneros (en los campos nazis de concentración) fueron transformados en niños llo­ rones, serviles y Dependientes. El comportamiento infantil se presenta en, varias formas: Algunos pri­ sioneros se identificaron con los guardias de las SS y aceptaron .'el sistema de valores de la Gestapo... (19) Los resultados de la escala «F» de Adorno y Horkheimer determinan, entre otras cosas que la estricta di­ cotomía entre masculinidad y feminidad (desprecio de la feminidad como diferenciación, por lo que a los judíos se les asignan atributos femeninos) y la prohibición de cual­ quier transacción psicológica de la una a la otra correspon­ den a la tendencia general, típica de la mentalidad fascis­ ta, a pensar mediante dicotomías y estereotipos.

La posición de absoluta dependencia del esclavo, del prisionero, le obliga a considerar a la figura autori­ taria como a un ser realmente bueno» (20). Para la m ujer el campo de concentración es la casa: su posición de subordinación y de dependen­ cia respecto al hombre la lleva a identificarse con él: «No soy nada cuando estoy sola. Por mí misma no soy nada. Sé que existo sólo porque alguien que es real, mi marido, mis hijos, tiene necesidad de mí. Los demás lo reconocen como real y lo tienen en cuenta. El influye sobre los demás y sobre los acon­ tecimientos... Si él deja de amarme estoy acabada; no tendría ya ningún objetivo en la vida, no estaría ya segura de existir. Es necesario que me anule pa­ ra evitar eso, que no le pida nada, que no haga nada que pueda ofenderlo. Ahora me siento muerta, pero si él deja de amarme estaré muerta de verdad, por­ que no soy nada por mí misma. Debo ser notada pa­ ra saber que existo. Pero si me anulo, me elimino, ¿cómo puedo existir?» (21). Hemos hablado hasta ahora teniendo ya en la cabeza el estrecho paralelismo que existe entre la mujer, el negro y el judío. Ese paralelismo indica una profunda similitud de condición, pero no significa que tengamos la misma importancia. La condición de la m ujer tiene una centralidad cualitativamente distinta porque es la base de todas las demás situaciones de discrimina­ ción. La sumisión de la m ujer es la primera forma de opresión, existe y perdura como ninguna otra desde hace más de dos mil años y en todas partes (es decir, abarca a todas las mujeres) y, lo que es más importante, se ha construido sobre la primera relación humana: la relación hombre-mujer. (20) Tomado de C. Silberman en Crisi in bianco e ñero, Einaudi, Tormo, 1965. (21) M. Tax: La donna e la sua mente-Storia délla vita di ogni giomo, en Note del secondo anno, Women's Libera­ tion, New York, 1969.

Es pues porque existe la opresión de la m ujer por lo que son posibles todas las otras formas de opresión, y no será posible superar el racismo has­ ta que no se afronte el problema de la opresión de la mujer. El estereotipo al que se somete a mujeres, judíos y negros no sólo es propio de esa mentalidad fas­ cista históricamente delimitada, sino de toda la con­ cepción burguesa del mundo, que sustituye siempre las relaciones humanas y personales por cosas, por «valores». No habla de los hombres concretos y de su obrar concreto, sino de valores e ideas. Y de es­ ta forma, para que la política demagógica respecto a la mujer, al negro, al judío, pueda tener éxito, és­ tos tienen que dejar de ser personas humanas, de­ ben ser despersonalizados, generalizados, abstrac­ tos. No son una realidad de carne y de sangre sino un abstracto estereotipo. El mismo Hitler, ya desde 1919 negaba que el an­ tisemitismo pudiera basarse en sentimientos perso­ nales respecto a cada judío, por muy odioso que es­ te pudiese resultar. Por el contrario, el mal del que los judíos eran símbolo era un hecho congénito a su raza. El símbolo y el estereotipo se convierten en el pararrayos dé esas contradicciones internas: La re­ volución fascista que protegía y potenciaba los va­ lores burgueses podía llevar igualmente a la prácti­ ca su promesa de poner fin a la dominación de la burguesía, puesto que ,«la burguesía» quedaba re­ ducida a la pequeña’y gran burguesía judía. Es el mismo espíritu de la América blanca que quiere poner fin a la violencia, a la violencia negra. Es el mismo espíritu del moralista que culpabiliza a la prostituta. Familia y autoritarismo

La familia es un nexo burgués fundamental. Y durante el fascismo la familia sufrió, como casi to­

das las relaciones básicas y en crisis de la sociedad burguesa, una mutación que ha sido irreversible,. La familia en el fascismo pierde, de manera eviden­ te y declarada, toda significación autónoma y opues­ ta al Estado. Con la estrecha ligazón, identidad, en­ tre Estado y economía, no puede haber ya lugar pa­ ra la autonomía productiva de la familia (tratam ien­ to a parte, de todas formas, merece el trabajo do* méstico y la producción de los hijos) y por ello tam ­ poco tener fines propios y quizás en contraste con los colectivos. «La ligazón familiar de los hombres en la Alema­ nia altamente industrializada había entrado en abier­ to conflicto con la industrialización colectiva del país» (22). La intervención masiva, generalizada, totalizante del Estado, hace perder sentido real a la familia. Pe­ ro si por un lado el régimen la vacía completamen­ te de significado, por otro la hace indispensable, le hace adquirir un valor ideológico. Es el último es­ labón de la cadena, sin el cual, aunque no es capaz de cambiar ni de poner en crisis las cosas, la políti­ ca autoritaria no podría tener el efecto que tiene. La familia como último eslabón de la cadena puede ser explotada ahora tranquilamente por el régimen para sus fines. «El poder del padre sobre los miembros de la casa... se había basado siempre, para el éxito vital de la sociedad, en la necesidad intrínseca de depen­ dencia directa. Desaparecido ese factor esencial, el respeto de los componentes de la familia por el je­ fe de la casa, su ligazón a la familia como grupo, la fidelidad a sus símbolos, se debilitó... «La autoridad familiar asumió un aspecto irra­ cional» (23). (22) W. Reich: La función del orgasmo. (23) M. Horkheimer: L'autoritarismo e la famiglia d’oggi, en R. N. Anshen: La famiglia, la sua funzione, il suo des­ tino, Einaudi, Torino.

Y el autoritarismo no es más que una de las ma­ nifestaciones de la irracionalidad. En realidad la fa­ milia moderna produce la correlación ideal para la integración totalitaria. La crisis de la familia, de la autoridad paterna, podría convertir la rebelión del hijo contra el padre en un hecho peligroso y disgregador para la familia misma. «La típica familia autoritaria alemana formaba a los niños inculcándoles el deber coercitivo, la rerenuncia y la obediencia absoluta a la autoridad, cosa que Hitler supo explotar con extraordinaria habilidad. Haciéndose paladín de la "salvación de la familia” y a la vez sustrayendo de la familia a los jó­ venes, introduciéndolos en su orsganizaciones, el fascismo tuvo en cuenta tanto su ligazón familiar como la rebelión contra la familia. Subrayando la identidad fundamental de familia, Estado y nación, la estructura familiar de los individuos pudo trans­ formarse en la estatal fascista. «Ciertamente, ello no resolvió ni uno solo de los problemas de la familia real o de las necesidades reales de la nación, pero permitió a las masas trans­ portar sus ligazones familiares de la familia coerci­ tiva a esa familia más grande llamada nación» (24). La familia autoritaria es la muerte de la mujer. Estas no son solamente palabras. No solo es que pa­ ra ella la familia se convierte en brutal explotación económica, sinó dambién en el lugar donde se mata expresividad, sü vitalidad, su sexualidad. La mujer no es considerada un ser sexual, sino sólo productora de hijos. La conciencia de sí misma como sexo debe ser erradicada de la mujer. La ideo­ logía fascista desprecia la función sexual respecto a la función procreadora. «La antítesis entre madre y prostituta correspon­ de a la antítesis entre deseo sexual y procreación en (24) W. Reich: La función del orgasmo.

la mentalidad del reaccionario. Según esas concep­ ciones, el acto sexual con objeto de placer degrada a la mujer y a la madre; aquella que defiende el pla­ cer y vive según ese principio es una puta. La con­ cepción de que la sexualidad es moral sólo cuando está al servicio de la procreación es el núcleo de la política sexual reaccionaria .Es decir, a la función de gratificación sexual no le es permitido interferir con la función de hacer hijos» (25). A ese propósito Hitler decía que el trabajo hon­ ra a la m ujer tanto como al hombre, pero el hijo eleva a la m ujer a la nobleza. «El mundo de los campos de concentración no era una sociedad excepcionalmente monstruosa. Lo que veíamos en él era la imagen, y en un cierto sen­ tido la quinta esencia, de la sociedad infernal a la que somos arrojados todos los días» (26). (E. Ionesco)

(25) W. Reich: Psicología de masas del fascismo. (26) Citado por Marcuse en. El hombre Unidimensional.

IV.

¿QUE EMANCIPACION?

La emancipación interrumpida

La revolución rusa, desde el momento en que ha­ bía llevado a las masas proletarias al poder, había puesto bases más favorables para que la condición de la m ujer cambiase, y las exigencias de las muje­ res mismas aparecieron así mucho más claramente (aunque, con posterioridad, dichas exigencias no fue­ ron respetadas). Las causas más macroscópicas que pusieron en movimiento ese cambio fueron, por un lado, la in­ troducción de la m ujer en el proceso productivo y, por el otro, las medidas legislativas. A propósito de la introducción de la mujer en el mundo del trabajo, Rusia (también a causa de sus necesidades de desarrollo económico) fue la única nación que demostró en la práctica que era posible invertir la que parecía una ley natural de la econo­ mía burguesa: es decir, el carácter de ejército de reserva de las masas femeninas. Al final de la guerra, cuando los hombres volvie­ ron a casa, quisieron reemprender el trabajo expul­ sando a las mujeres de los puestos ocupados duran­ te la guerra. Pero, en mayo de 1924, el X IIIo Congre­ so del PCUS. tomó una posición concreta sobre el problema y Subrayó que el mantenimiento de la ma­ no de obra femenina en las fábricas "tiene una im­ portancia política". Mientras tanto, en el plano legislativo, se hizo un intento bastante amplio para eliminar las más evidentes disposiciones legislativas de esclavitud fe­ menina.

El 19 y el 20 de diciembre de 1917 Lenin publi­ có dos importantes decretos: uno se refería a «la disolución del matrimonio», el otro a «el matrim o­ nio civil, los hijos y el registro de los matrimonios». «Una y otra ley quitaban al marido sus prerroga­ tivas de jefe indiscutido de la familia, reconocían a la m ujer su completo derecho a la independencia económica y sexual y declaraban justo y natural que la mujer decidiese libremente si conservaba o no su propio nombre y que eligiera domicilio y ciudada­ nía» (1). Fue facilitado el divercio y se liberalizaron los anticonceptivos y el aborto. Ese fue el comienzo de posibles cambios profun­ dos en el seno de la familia. Por un lado porque la mujer, con su trabajo, conquistaba la independen­ cia económica, y por otro porque esa independen­ cia, asociada al cambio formal de la legislación, da­ ba a la m ujer la esperanza de experimentar una nue­ va relación con el hombre. Este proceso (aunque inicial y limitado igualmen­ te significativo) no fue llevado adelante positiva­ mente. Se dio inicio a la disolución de la familia, pero sin conciencia de lo que ello significaba. La liber­ tad sexual era ampliamente experimentada, pero co­ mo una concesión de lo alto. Muchas mujeres, en efecto, encerradas desde siempre en una relación de opresión y dependncia con los hijos y el marido, abandonaron la casa. Pero lo hicieron más como res­ puesta emotiva a una situación imposible que como toma de conciencia personal de lo que ellas mismas querían en las relaciones con el hombre y con los hijo6. Los dirigentes bolcheviques se encontraron fren­ te a la alternativa de abrirse a la fuerza un paso a través de las nuevas formas de vida o retornar a lo viejo. Pero dado que la situación aparecía a sus ojos (1) W. Reich: La revolución sexual.

demasiado problemática y, amenazadora, reacciona­ ron con el miedo y, en consecuencia, con la repre­ sión. Así, frente al crecido número de hijos ilegítimos —consecuencia de la libertad de relaciones sexua­ les— en lugar de dar paso al cuidado colectivo de los niños, fue más fácil restaurar la familia. En 1923, en una conferencia de cuadros del Par­ tido, Trotski criticó las tesis de la Kolontai (2) por­ que ignoraba la responsabilidad del padre y la ma­ dre respecto al hijo. «Debido a que, erróneamente, habíamos dado de­ masiada importancia a la concepción del "amor li­ bre”, varios miembros del Partido engendraron hi­ jos durante la Guerra Civil sin preocuparse de qué sería de ellos. Los obreros fueron animados por las enseñanzas del Partido a divorciarse de sus mujeres. Mujeres comunistas abandonaron sus deberes de madres y de esposas por el trabajo del Partido» (3). Los mismos derechos jurídicos concedidos a la mujer inmediatamente después de la revolución fue­ ron modificados en parte. Se pusieron limitaciones al derecho de aborto y al divorcio, se condenó la homosexualidad y se pasó a una revaloración de la familia en sus contenidos más tradicionales. En Rusia la m ujer continúa siendo mujer: cas­ ta particular de la sociedad, con tareas suyas, pro­ blemas suyos, esclavitud suya respecto al hombre. Si muchos hechos testimonian la desaparición de viejas discriminaciones, muchos otros permiten ver el límite de esa revolución empezada y no conti­ nuada. (2) En un opúsculo del período de la Guerra Civil, la Kolontai decretó el fin de la) familia: «La familia ya no es necesaria. No le es necesaria al Estado porque la economía doméstica familiar ya no le es útil al Estado; la familia aleja sin necesidad a las mujeres trabajadoras del trabajo productivo más útil. Ni siquiera le es necesaria a los miem­ bros de la familia, porque su otra tarea —la educación de los hijos— pasa gradualmente a manos de la sociedad». (3) E. H. Carr: II socialismo in un solo paese, Einaudi, Torino, 1964.

Las mujeres rusas han conseguido, como se sue­ le decir, conquistar un puesto en la sociedad, pero no modificar sustancialmente su condición de infe' rior, de esclava doméstica. Las mujeres soviéticas participan activamente en la gestión del Estado: 336 son elegidas para el So­ viet Supremo (el 27%). Entre los diputados a los Soviets supremos de las repúblicas federadas y au­ tónomas hay 2.530 mujeres (el 32% de los diputa­ dos). En los soviets locales de diputados de los tra­ bajadores son 693.000 (el 38%). Pero si es verdad que las mujeres soviéticas par­ ticipan en la gestión del Estado, es también verdad lo que dice «Pravda» (noviembre 1966): «Las mujeres, es verdad, toman parte activa en el Gobierno soviético; pero es criminal olvidar que ellas son los pilares de las familias y tienen la obli­ gación de dedicar la mayor parte de sus energías a sus tareas de madres. Por ninguna razón la paridad comunista de las mujeres las exime de la responsa­ bilidad de la casa y del cuidado de los hijos. Ser negligente respecto a la casa para atender el trabajo del Estado perjudica al Estado. «Las mujeres soviéticas deben ser eximidas de todos aquellos trabajos que no les permitan tener el debido cuidado de sus hijos, porque estos deben ser criados en el ámbito de la familia antes que en las instituciones del Estado, cuya tarea debe ser so­ lamente integradora». Así, mientras las mujeres suponen el 47% de los trabajadores soviéticos (4), continúan siendo las úni­ cas en tenerse que ocupar de la casa y de los hijos. (4) Entre especialistas con instrucción superior y em­ pleados con diploma de escuela secundaria habían —en 1958— 4’1 millones de mujeres, o sea, el 60%, de las que 1'5 millones —el 52%— tenían título universitario. En la URSS las mujeres son el 29% de los ingenieros y el 75% de los médicos (aunque ocupan puestos ligados a su condi­ ción de mujeres: ginecólogo, pediatra, gerontólogo). Las mujeres son el 70% de los enseñantes, y las mujeres ocu-

Los dirigentes soviéticos continúan pidiendo las mujeres que intenten conciliar su exaltado papel materno con el trabajo productivo. En un artículo publicado en la revista «Oktiabr» (5), Vera Bilckai, repitiendo, sin duda, la voz de la burocracia en el poder y no de las masas femeninas concluye: «Está claro que la maternidad y una sana atmós­ fera familiar embellecen, enriquecen la vida de una mujer. Y la m ujer trabajadora daría todas sus fuer­ zas, toda su alma, por lo que más sagrado es para ella. Para una mujer que trabaja, que es material­ mente independiente, el amor del marido y de los hijos es rico en contenido, en fuerza, en belleza. El problema de conciliar el trabajo y la maternidad crea a la mujer muchas dificultades totalmente des­ conocidas para el hombre. Pero la m ujer sabe supe­ rarlas. Pocas son hoy las mujeres en la Unión So­ viética que escapan del trabajo socialmente útil. En cuanto a las que todavía hoy prefieren su "trabajo de esposa” al trabajo independiente, no se puede más que repetirles el proverbio oriental: Si tu jar­ dín no es florido, no te enfades con el sol, sino con­ tigo misma». Y así se plantea el subterfugio, tan usado por la burguesía, de endosar a la m ujer la responsabilidad de su condición. Y encima se elabora la increíble teo­ ría de la libre elección entre trabajo doméstico y trabajo extra-doméstico, que desvía la cuestión del nivel social que le és ■ propio al psicológico indivi­ dual. padas en el campo científico, en 1959, eran 1.111.000, es de­ cir, el 36%, mientras que la proporción de mujeres elegidas jueces populares es del 30%. (Los datos están tomados de una intervención de Nina Orlova en el cursillo de estudios realizado en Perugia en 1962 sobre la condición de la mu­ jer en las ordenaciones jurídicas de los estados modernos. La Orlova es enseñante de derecho civil en la Academia Rusa de Ciencias de Moscú). (5) V. Bilcjai: Amore, famiglia e lavoro nell’URSS. Es­ te artículo fue citado por «Rinascita», anno 18, n. 3, marzo 1961.

Y precisamente porque es fiel a esa concepción de la m ujer y de la familia, el pedagogo oficial de la URSS, Makarenko, afirma: «La familia es una colectividad natural y, como todo lo que es natural, sano, normal, puede florecer solamente en el seno de la sociedad socialista. La familia se convierte en célula primaria y natural de la sociedad, el sitio donde florece la vida humana, donde encuentran reposo las energías victoriosas del hombre, donde vive y crecen los hijos, la mayor alegría de la existencia. Nuestra sociedad parece de­ cir a los padres: cediéndoos una parte de la autori­ dad social, el Estado exige que eduquéis de manera justa al futuro ciudadano. Este cuenta, en particu­ lar, con una circunstancia que deriva, naturalmente, de vuestra unión: el amor de los padres por sus hi­ jos. Si preferís crear un ciudadano dejando de lado el amor materno y paterno, tened la gentileza de ad­ vertir a la sociedad de vuestra intención de llevar a cabo semejante infamia. Hombres educados fuera de la unión de los padres son, a menudo, como mu­ tilados». "Nosotros no pretendemos que las mujeres comu­ nistas... renuncien a los que consideran sus deberes... yy. (Togliatti) Al final de la Segunda Guerra Mundial, el Pacto de Yalta permitió a Rusia evitar la ofensiva anglo­ americana, pero tuvo como contrapartida la peti­ ción a los partidos obreros colocados en la esfera de influencia anglo-americana de evitar iniciativas que desbaratasen ese equilibrio y buscar, por el contrario, entendimientos con una parte de la bur­ guesía para estabilizarlo. El PCI aceptó esa política y truncó la lucha de liberación, desarmando al pueblo. Como dice Del Carria: «...había ya pasado un milenio desde que To­ gliatti, todavía leninista, declaró al VII.° Congreso

de la Internacional que una colaboración temporal con la burguesía, no debe conducir nunca a re­ nunciar a la lucha de clases, es decir, no puede y no debe ser nunca una colaboración reformista» (6). Durante la Resistencia las mujeres italianas ha­ bían conquistado un puesto de notable importancia con su participación en la lucha en los Comités de Liberación de Mujeres, en los CLN*, en los Comités de Agitación, en el Frente Juvenil, en los Comités de Aldea. La exigencia que mantenía a las masas en lu­ cha, como justamente demuestra Del Carria anali­ zando las canciones partisanas (que, como él dice, constituyen la tosca elaboración de un pueblo que combate su propia «guerra») iba mucho más allá de la liquidación de los fascistas y de los nazis, se reivindicaba la sociedad socialista, sin clases, sin explotación. Y la lucha por una mutación real de todas las relaciones sociales no podía ver excluida la participación de las mujeres, sobre las cuales no sólo el fascismo se había encarnecido, colocándolas en la más terrible situación de deshumanización, sino sobre las que pasaban también milenios de historia que las habían puesto siempre entre las más explotadas. No se puede decir que el problema de la eman­ cipación de la mujer se plantease con especial ra­ dicalismo, sin embargo esa movilización de las mu­ jeres podría haber sido la ocasión y el punto de partida para una más amplia puesta en discusión de su propia-condición. Pero el PCI no se preocupó en absoluto de ello, e igual que subordinó las masas proletarias a los intereses internacionales, subordinó las mujeres a «sus necesarios» equilibrios. Ello resulta claro en (6) R. Del Carria: Proletari senza rivoluzione, Edizioni Oriente, Milano, 1966. * CLN: Comitato di Liberazione Nazionale, organismo unitario de la resistencia antifascista durante la guerra mundial (NDT).

la política que el PCI adoptó respecto al problema del voto a las mujeres. El voto a las mujeres no fue una respuesta a las exigencias de las mujeres, sino una concesión de lo alto que interesaba casi exclusivamente a los partidos en el Gobierno, que querían acaparar vo­ tos: las mujeres eran y son más de la mitad de la población adulta. El PCI, que apoyó esa reivindi­ cación aunque en un principio no iba a ir en favor suyo, no se preocupó en lo más mínimo de difundir un planteamiento que hiciera ver lo limitado de tales «concesiones», es más, las vio como una con­ quista de gran importancia y ensayó todos los mé­ todos posibles para acaparar parte de esos votos. En el discurso a las delegadas comunistas a la Conferencia de la UDI (8 de septiembre de 1946), Togliatti dirá: «Nuestra línea se reduce a algunos puntos ela­ borados hace dos años en Nápoles, en el momento en que sentimos que se caminaba inevitablemente hacia la concesión del voto a las mujeres, por lo tanto era necesario dar al trabajo femenino del Partido un relieve y una eficacia que nunca había tenido en el pasado». Y, más adelante: «¿Por qué hemos aconsejado al Partido la or­ ganización femenina de base separada y después hemos hecho de ese consejo una directriz? Porque teníamos y tenemos prisa en conquistar a las mu­ jeres en Italia: ese es el verdadero y único motivo. Tuvimos ante nosotros la perspectiva de una ba­ talla electoral 8/10 meses después de la Liberación, y ahora tenemos la perspectiva de una nueva bata­ lla electoral dentro de 8/10 meses. La laguna de nuestra influencia entre las mujeres tenía que ser rápidamente cubierta» (7). (7) P. Togliatti: L’emancipazione femminile: discorsi alie donne, Editori Reuniti, Roma, 1965.

Estos son los primeros esbozos de lo que será, en la sustancia y en la forma, la lucha de las mu­ jeres para el PCI. Las mujeres son muchas, y hasta un ciego de izquierdas vé que constituyen una contradicción fundamental de esta sociedad: hay que explotar esa contradicción, convertir a las mujeres, como a los obreros, como a los braceros del sur, en masa de presión para decisiones que serán tomadas a nivel parlamentario. «Cada vez que emprendemos una iniciativa de lucha lo hacemos con el fin de conquistar nuevos estratos para la influencia del Partido: pero man­ tenemos la lucha dentro de límites que nos permi­ tan caminar hacia el socialismo moviéndonos en el terreno democrático en que nos movemos» (8). No haber tomado una verdadera postura de clase condicionó al PCI para no ver no sólo la posibilidad real de las masas proletariadas de de­ rrocar la estructura capitalista, sino ni siquiera a la m ujer tal como es: antagonista y extraña res­ pecto a este sistema. Se llamó a la m ujer a luchar por entrar a for­ m ar parte de un mundo construido sobre su ex­ plotación y no sobre su participación. Los atributos burgueses que han servido siempre para tener a la m ujer adscrita a un papel biológico y subalterno son los mismos con los que se la llama para luchar por su liberación. Para poner en crisis esos atribu­ tos y sus respectivas instituciones se necesitaba una postura revoluciónaria j< que el PCI no tomó. De esa manera, cuando el problema principal de la burguesía, después de la Liberación, es la reconstrucción y la estabilidad social, el PCI, obje­ tivamente su aliado, llamará a la «solidaridad» para salvar a la familia e imponer la estabilidad. «...Sentimos que la mujer, libre y emancipada, compacta en tomo a sus organizaciones, puede dar ■r

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una contribución decisiva, puede ser una de las luerzas que consigan imponer a todo el país una política de solidaridad nacional... Nos hace falta, en particular, reconstruir y defender la unidad fa­ miliar. Tenemos necesidad de una familia renova­ da, de una familia que no tenga ya el sello feudal que ha tenido y que todavía tiene en muchas re­ giones de Italia» (9). Y cuando la misma ala progresista de la bur­ guesía, para salvar a la familia como institución básica para el control de los individuos, ve que es necesario darle una estructura más elástica, el PCI dará la batalla por el divorcio. En 1953, una intervención de Togliatti en la II Conferencia Nacional de las jóvenes comunistas delinea la que todavía hoy es la fundamental línea de emancipación del PCI: «La clave para la solución de la emancipación está en el hecho de que las mujeres accedan a la que es, en las relaciones sociales, la sustancia de la persona humana, es decir, el trabajo. El hombre se convierte en ser social en cuanto trabaja y su personalidad se desarrolla en la medida en que puede escoger libremente su trabajo» (10). Esa línea, que nace de la constatación de la constante expulsión de las mujeres del proceso productivo, pero que no intenta ver, ni siquiera mínimamente, cómo ese hecho es inherente al sis­ tema capitalista, es, por un lado, utópica, y por el otro cínica. U tópica porque no se da cuenta de la irresolubilidad del problema en un contexto social de tipo capitalista: las mujeres son como el Sur o los países «subdesarrollados». El Sur de Italia y los países del Tercer Mundo no son tales por un re­ traso en sus relaciones económicas, sino que son el punto más alto y contradictorio del sistema im(9) Ibid. (10) Ibid.

penalista mundial, que basa la «opulencia» del Occidente blanco en el saqueo deu los recursos in­ ternos y externos. La relación desigual que existe entre hombre y mujer tiene la misma función económica y social. La mujer es fuerza de trabajo distinta de la del hombre y tiene, de tanto en tanto, la misión de participar en la producción social (en tiempo de guerra), de hacer trabajos mal pagados y subcualificados (en tiempos normales) y, sobre todo, de suministrar trabajo doméstico gratis, cuidando dé­ los hijos y de los maridos. Es cínica, porque si por un lado es verdad que la m ujer podría, mediante un trabajo que le diera la posibilidad de vivir, desengancharse en parte de la subordinación al hombre que la mantiene, por el otro se coloca entre paréntesis lo que es la sustancia del trabajo en el sistema capitalista. Probablemente Togliatti lo infravalorase, pero en el capitalismo «trabajo» significa trabajo asalariado, significa en sustancia, venderse a un patrón y no tener en abso­ luto la posibilidad de elegir el trabajo a hacer. La única libertad que hay es la de dejarse explotar. Llegados a este punto es fácil comprender la re­ sistencia de las mujeres a ir a trabajar (aunque hu­ biesen puestos de sobra) y la tendencia a salir del proceso productivo apenas lo permiten las condicio­ nes. Este objetivo «en sí mismo», como cualquier otro objetivo. «£n sí mismo» (guarderías, enseñanza, etc.), además* de ser utópico, no representa ninguna libertad real para la mujer. La liberación de la mujer es un proceso más pro­ fundo e incisivo que algunas pocas concesiones (que, por otra parte, algunas democracias occidentales han hecho ya sin liberar por ello a las mujeres). Es la puesta en discusión radical de todas las relacio­ nes de opresión, y de la más fundamental de ellas: la relación entre hombre y mujer. Un proceso tan profundo que reclama al mismo tiempo la subver­

sión de las relaciones económicas de producción y la mutación radical de la estructura de las relacio­ nes personales entre hombre y mujer. Y ello conlle­ va la aparición de las mujeres como una fuerza au­ tónoma lo suficientemente potente para exigir, para­ lelamente al derrocamiento de las relaciones mate­ riales de producción que decretan su posición de ex­ plotada, el derrocamiento de la posición de poder del hombre en tanto que macho. Toda esta problemática no ha tocado nunca al PCI que, es más, ha pedido siempre a sus propias militantes que concillaran la práctica política con «sus deberes femeninos». «Nosotros no pretendemos que las mujeres co­ munistas se separen de su vida cotidiana, que re­ nuncien a los que consideran sus deberes... que de alguna manera pierdan los atributos y los aires de su feminidad» (11). El PCI, además de ser una organización revisio­ nista, y precisamente por ello, es una organización machista, que oprime a las mujeres en su mismo seno. Un razonamiento no muy distinto del que hasta ahora hemos hecho sobre el PCI (y sus secciones femeninas) merece la UDI (Unione Donne Italiane), organización de mujeres dependiente muy directa­ mente del PCI. También esta organización ha planteado siem­ pre a las mujeres objetivos tendentes a alcanzar la «paridad» con el hombre y la «democratización» de las relaciones en la sociedad. Se ha movido siempre en un terreno legalista y de delegación orgánica, con el objeto de presionar para que a nivel parlamenta­ rio salieran adelante las peticiones de nuevos pues­ tos para las mujeres, construcción de jardines de infancia, protección de la trabajadora-madre, refor­ ma del derecho de familia.

También la UDI, como el PCI, liga la posibilidad de emancipación de la m ujer a su entrada en el pro­ ceso productivo y le hace adquirir su significado po­ lítico dentro de una visión de la revolución como un proceso continuo por el que se llega al socialismo desde el seno de un capitalismo obligado por los movimientos populares a superarse a sí mismo. El Congreso de 1968 (celebrado en un clima po­ lítico inundado por los nuevos planteamientos emer­ gidos de las luchas juveniles y estudiantiles) quiso presentarse como sin prejuicios, nuevo, de redefini­ ción en la forma de proceder; pudo verse, sin em­ bargo, que eso era solamente un acto formal, pues­ to que no fueron planteados ni como problema ni como línea de acción esas ideas de autonomía y de toma de conciencia que solamente ellas pueden cam­ biar la historia de la mujer. En efecto, el análisis y las soluciones propuestas estuvieron siempre «den­ tro» no sólo de una condición de la m ujer conside­ rada estática, casi natural (por lo cual se habla de reforma del derecho de familia y no de puesta en discusión radical de lo que significan la familia y la función familiar para la mujer), sino también de una línea política general ya dada en la que se intro­ ducen algunas peticiones para las mujeres. Y cualquier política para las mujeres está en con­ tradicción con la política de las mujeres. Dicha política «para las mujeres» se hace eviden­ te en lo que la UDI considera el problema centra! de la emancipación: el trabajo extra-doméstico. La petición de trabajo para las mujeres es una reivindicación totalmente abstracta e ideológica que viene a significar, por un lado, muy poco «respeto» por las exigencias de las mujeres (puesto que ningu­ na m ujer pide hacer más trabajo del que ya hace) y, por el otro, la no comprensión del hecho de que el trabajo asalariado no puede liberar a la mujer. El trabajo no da la independencia porque, aun en­ trando en conflicto con la familia, no la pone en au­

téntica discusión: el salario de la mujer no le per­ mite sobrevivir si no permanece ligada a un hom­ bre. Y, además, cosa que no hay que infravalorar en un razonamiento que quiera ser concreto, el em­ pleo femenino está en constante disminución. No obstante, la dirigente de la UDI concluye así su intervención: «Corresponde a nuestro Congreso responder a una pregunta central para nuestro trabajo futuro: ¿Cuáles deben ser hoy, en esta realidad, los objeti­ vos del movimiento de emancipación femenina? ¿Cuáles las decisiones prioritarias? y, sobre todo, ¿.cuáles las maneras para contrastar e invertir el proceso actual? ¿Cuáles las luchas que las mujeres italianas tienen que llevar a cabo, como dice nues­ tra consigna, para «importar y cambiar»? ¿Para ser más importantes en las decisiones y orientaciones de la sociedad italiana, para cambiar su condición y con ella la sociedad? Bien (y creemos que hay un acuerdo general en nuestra asociación), nosotras creemos que el objetivo estratégico de fondo, final en cierto sentido, y en consecuencia no cercano, no puede ser otro que —hoy como ayer, hoy más que ayer— el de la introducción plena, libre, cualificada, de la fuerza de trabajo femenina, de toda la poten­ cial fuerza de trabajo femenina, en el proceso pro­ ductivo moderno, en otras palabras, la realización del derecho de la m ujer al trabajo» (12). El fracaso inherente a una línea política que plantea no como objetivo táctico sino estratégico la reivindicación de empleo, lo hemos analizado ya en parte en lo referente al PCI, pero puede ser vis­ to en concreto también a partir de lo que ha suce­ dido en Italia. El problema es que, de por sí, el trabajo asala­ riado, vivido en la condición de m ujer y dejando in­ mutada dicha condición de m ujer (por lo que ese trabajo es considerado mía añadidura a las tareas (12) Tomado del VIIIo Congreso de la UDI.

familiares y domésticas), no lleva a una toma de conciencia nueva, sino a vivir la situación intolera­ blemente agotadora de quien está explotada mil ve­ ces, desde por el marido hasta por el patrón, pasan­ do por el concejal que no construye guarderías. Y la lucha de las mujeres que se encuentran en esta condición, y que, sin duda, se vuelven las más com­ bativas (porque están más explotadas), tiende, sin embargo, (y a menudo y sobre todo por obra de la política sindical) a plantear objetivos de «protec­ ción» de la propia condición de mujer para poder sobrevivir. Sólo una precedente toma de conciencia que, an­ tes de cualquier otra cosa, vaya al fondo sobre io que significa ser mujer en una sociedad capitalista, clasista y sexófoba, puede hacer de las mujeres que trabajan la vanguardia revolucionaria de todas las mujeres. Un negro es negro, tanto si trabaja como si no: y cuando trabaja su explotación es especial porque es negro. Y los negros de América han tenido que pasar por la identificación de sí mismos como pue­ blo negro, y precisamente por ello discriminado por la sociedad blanca, para poder dar una colocación concreta, un significado global y mutable en térmi­ nos revoluionarios, a su explotación. La m ujer es mujer, tanto si trabaja como si no, es el ser discriminado siempre y en toda situación. Pero entonces, en esos términos, ya no hablamos, como hace la UDI, de «emancipación» (término que tiene ya en sí mismo todo el error de un análisis in­ correcto sobre la situación de las mujeres), sino de «liberación» de la mujer. Emancipación subentiende •el significado de «falta de derechos»; a la m ujer no le faltan simplemente derechos: la mujer, como el negro, no es; considerada un ser humano. Las muje­ res tienen que reivindicarlo todo, hasta la misma posibilidad de vivir (y entonces, en este sentido, puede adquirir significado un planteamiento sobre el empleo).

Para finalizar, el planteamiento de la UDI ense­ ña su cara reformista cuando afronta el problema de la familia tal como es y por la función que cum­ ple en este sistema. Si por un lado se reconoce la posición subordinada de la mujer en la familia, por el otro, sin poner en absoluto en discusión la irra­ cionalidad de unas relaciones basadas en la esclavi­ tud de la mujer, se confía la solución a una reforma del código familiar. Cobra sentido, en este contexto, la intervención «contestataria» de una participante en el Congreso: «La UDI continúa afirmando el valor de la ma­ ternidad responsable, el valor del afecto familiar: pero decimos también que la ideología familiarista corresponde a la sociedad de consumo y sirve para mantener la sujeción de la mujer, la mano de obra de reserva, etc.: Entonces ¿por qué no la tiramos al m ar y no encontramos la valentía para decir que no son valores?» (13). Es cierto, ¿por qué no decir que no hay libre unión entre dos personas, sino «constricción al ma­ trimonio» (con una fundamentación económica, ideológica y jurídica)? Todas estas no son, desde luego, ambigüedades de una línea, sino sustancia de un planteamiento re­ form ista en el seno de las filas de la izquierda re­ visionista, que subordina la necesidad de toma de conciencia autónoma de las mujeres y su liberación a las necesidades de racionalización del sistema ca­ pitalista.

Desde siempre, y hoy todavía, se dispone de la mujer como de un objeto animado privado de vo­ luntad realizadora, de intelecto, de capacidad crea­ dora; capaz, en todo caso, de caprichos que hay que encauzar con firmeza hacia la razón; engendradora de hijos que se deben sustraer a sus cuidados lo más pronto posible mediante distintos mecanismos de iniciación; voluble e infiel y, por ello, deseablemen­ te seleccionable en una «raza de mujeres buenas», como ya se ha dicho hablando de Proudhon; no muy distinta de un animal doméstico, de carga y de monta. En el fondo de todos los intentos unlversalizan­ tes del iluminismo racionalista, que compone una buena parte de la ideología que hemos mamado, per­ manece la sospecha de que en nosotras hay algo que no funciona, de que la self-made woman es bastante improbable, de que estamos un poquito por debajo del nivel con los demás: «Es una persona de valor, ¡ y es una m ujer!», «por favor, después de usted, señora», «con las mujeres es inútil discutir», «algu­ nos de mis mejores amigos son mujeres», etc., se convierten en nuestra fuerza histérica o en nuestra vergüenza perseguidora. Desde las «habitaciones de las mujeres» hasta los «salones de belleza», observamos que, por distin­ tas y huidizas razones, nos son asignados puestos fi­ jos y separados, comportamientos reglamentados, el silencio o el cotilleo casi como si todavía se te­ miese alguna especie de contagio, como si se espe­ rara de nosotras el engaño y la venganza o algún ti­ po de brujería.

Y «desde siempre» la m ujer es un poco bruja (1 haciendo, paradójicamente, recaer sobre ella el ori­ gen de todos los males, quedan legitimados su encie­ rro y su protección; es temida, y por ello excluida y puesta aparte. Su «naturaleza» será su barrera y la «sala de partos» racionalización y símbolo de to­ dos los gineceos. Ese es el mundo en el que somos hechas muje­ res: a lo largo de los siglos la casi totalidad de nos­ otras se ha perdido a sí misma, se ha dejado definir e instrumentalizar, no se ha dado cuenta o no ha po­ dido impedir el exorcismo hecho pasar de contra­ bando bajo su «biología», se ha convertido — bon gré mal gré— en el otro, en «el distinto» que refleja a su opresor. Pero la rabia que despunta en estos años es la muestra de que la m ujer no se ha confundido res­ pecto a sus opresores y de que no esperaba más que la maduración de la superfluidad de su explotación cotidiana. Es justo, pues, buscar los orígenes de esa alie­ nación, volver hacia nuestra propia historia de in­ ferioridad y encontrarla como patrimonio común a todas las mujeres. Es el prim er reconocimiento des­ concertante, puesto que se rompe la soledad y el ais-

(1) La principal razón de sus frecuentes alianzas con e demonio es que «ella es más camal que el hombre... hubo un defecto en la formación de la primera mujer, porque fue formada de una costilla curva... Y a causa de ello es un animal imperfecto, que siempre engaña... Para concluir: Toda la brujería prbviene de la concupiscencia carnal, que en la mujer es insaciablfe». (Del Malleus Maleficarum, prin­ cipal requisitoria contra ía brujería, promovida por el Pa­ pa en 1486). Se calcula que en dos siglos 8 millones de mujeres fue­ ron ajusticiadas por brujas: lo que da una dimensión de verdadera y propia revuelta política. La relación mujerpecado - situación histórica debería ser estudiada mucho más a fondo: en este trabajo no hay más que algunos ras­ gos preliminares. Algunos análisis han sido hechos recien­ temente por las feministas americanas (donde existe un grupo que ha tomado como nombre y como consigna witch —bruja—); por lo demás, la referencia más importante es todavía el texto de Jules Michelete La Strega, de 1862. Edi­ torial Einaudi, Torino, 1971.

lamiento; las mujeres son una casta, en toda m ujer hay algo que la hace «reconocible» para cualquier otra, «hermana» de cualquier otra: el tener especí­ ficas capacidades que los demás no poseen (por na­ cimiento y por socialización), y el tener, al mismo tiempo, una desventaja, que puede llegar hasta su lotal anulación. Esos son los límites entre los que nos encontra­ mos encerradas: la liberación pasa en primer lugar por conocerlos. Y ya que creemos que esa desventa­ ja, esa sumisión de la mujer al hombre, es un hecho estructural (que tiene consecuencias bien determi­ nadas a nivel cultural y de costumbres), intentare­ mos explicárnosla en términos científicos, es decir, encontrando sus bases materiales y sus relaciones de opresión; o, lo que es lo mismo, utilizando el mé­ todo materialista - histórico y las principales tesis marxistas al respecto: mirando nuestra opresión desde el punto de vista de su abolición y no de su descripción, y, consiguientemente, con método dia­ léctico y no sociológico o historicista. Nos dasmos cuenta de las dificultades que ello comporta, pero esa es ya una necesidad urgente; también por eso mismo aceptamos la verificación de la práctica, aun­ que ésta no sea nada más que esbozo y fragmentos.

i.

LA DERROTA HISTORICA DEL SEXO FEMENINO

Intentando ante todo diseñar una dinámica his­ tórica de la servidumbre femenina, no queremos se­ guir paso a paso los acontecimientos considerados más importantes desde otros puntos de vista, sino detenemos en aquellos nudos evolutivos que revis­ ten particular importancia para definir a la mujer, y a sus relaciones con el hombre y con la sociedad, en cuanto producto histórico; algo, en definitiva, que nos permita m irar al presente como historia, y por consiguiente buscar caminos de liberación no arbi­ trarios. La mujer en el “comunismo primitivo”

En un determinado estadio del larguísimo perío­ do inicial de la historia humana, la llamada Edad de Piedra, las formas de producción de la caza y la pesca alcanzaron un desarrollo tal, mediante la in­ vención de nuevas técnicas —ante todo el arco y la flecha—, que permitía la existencia de un mínimo constante de excedente de productos respecto a las necesidades inmediatas y cotidianas. Antes de este estadio no era posible otra produc­ ción que no fuera la inm ediata para la propia exis­ tencia, individual y colectiva. El hombre, durante milenios, vive en una búsqueda cotidiana de alimen­ to y refugio que ocupa en igual medida a todos los miembros de la «horda» y no hace, pues, posible nin­ guna real y estable división del trabajo. Pero, decíamos, llegados un cierto estadio de des­ arrollo de las técnicas productivas, el cazador-pes­ cador puede procurarse más de lo que tiene que

consumir inmediatametne, y sobre este prim er y ele­ mental excedente de producción se desarrolla la primera y fundamental división del trabajo: El gru­ po de las mujeres —en una organización social que ha prohibido ya el incesto tanto entre padres e hi­ jos como entre hermanas y hermanos (quizás como fruto de la selección natural)— puede empezar una producción no-inmediata de alimento: Las primeras horticulturas elementales; y desarrollar técnicas co­ nexas al cuidado de los pequeños y a la cocción de los alimentos: tejidos y vasijas; progresando pos­ teriormente hasta las grandes invenciones de los ba­ rros cocidos, del telar, la molienda, la fermentación del pan y de la cerveza, representando el polo pro­ gresivo de la producción y teniendo un papel funda­ mental en el desarrollo humano. En esta fase, en efecto, la m ujer goza de una cier­ ta supremacía en la organización interna tribal, mientras que el varón conserva el primado en lo re­ ferente a la defensa externa —como desarrollo de las técnicas de caza— tanto contra los animales co­ mo contra otras tribus que amenazan el territorio más o menos extenso de supervivencia. Es necesario, sin embargo, evitar cuidadosamen­ te la superposición de categorías y experiencias mo­ dernas al análisis de estas formaciones: hablar de un poder masculino real, o, por el contrario, de ma­ triarcado, significa, en efecto, no tener en cuenta la naturaleza comunista de la organización social de aquella era, en la que no había dominación del hom­ bre sobre el hombre porque no podía materialmente haberla, como demuestra ampliamente Engels, en El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, y Marx (especialmente en Formaciones económicas precapitalistas). Por ejemplo, los prisio­ neros de guerra, si no eran ejecutados o devueltos, se integraban plenamente en los clanes: no había manera, en efecto, de hacerles trabajar alienándoles el producto, porque el producto era, precisamente, la inmediata subsistencia de quien lo producía: La úni­

ca división del trabajo —entre otras cosas nunca tan dicotómica— era la existencia entre hombres y mu­ jeres. Dice Marx: «La fuerza de trabajo de los hom­ bres no da todavía,en este estadio, ningún exceden­ te relevante sobre sus costes de mantenimiento». Todo el producto era común porque todavía no po­ día ser acumulado. Se nos podría preguntar por qué precisamente hombre y m ujer son los sujetos de esta prim era di­ visión, y no los bajitos y los altos, los fuertes y los débiles, o simplemente individuos opuestos de ma­ nera más o menos casual. Nosotras decíamos —con Marx— que no es más que el desarrollo de esa primerísima «división del trabajo en el acto sexual y en la reproducción de la vida» (2) que comparta la primera diferenciación en la especie humana, por lo que la relación natural entre hombre y m ujer es también la primera rela­ ción social, puesto que socialidad quiere decir altruidad y diferencia. No existían todavía la apropiación privada y la propiedad, que son, precisamente, las estructuras de la dominación —como ampliamente repiten Marx y Engels cada vez que afrontan el tema—; existía, en cambio, una inmediata relación de propiedad de cada productor con sus instrumentos de producción, casi prolongación existencial de su propio cuerpo; productor que, a su vez, no estaba separado por na­ da de los otros productores y era completamente in­ dependiente (3)d La primera separación y la primera dependencia recíproca son precisamente las que se encuentran en la relación sexual y generativa entre hombre y mu­ jer, que sé desarrolla en medio de una progresiva división del trabajo. En este contexto, la m ujer tenía una inmediata relación de propiedad con su cuerpo, instrumento (2) K. Marx: La ideología alemana. (3) K. Marx: Formaciones Económicas Precapitalistas.

de producción de la vida, y esa actividad productiva suya le era reconocida como tal, al mismo tiempo que su producto era, en tanto que suyo, de la comu­ nidad. Los hijos eran suyos y de la comunidad, exac­ tamente al contrario que ahora, que no son ni suyos ni de la sociedad, sino propiedad del cabeza de fa­ milia. Una gran democracia era el resultado de conjun­ to de esas formaciones sociales: «Libretad, igualdad, fraternidad» (4) eran las expresiones, inconscientes pero reales, de las relaciones sociales y, ante todo, de la relación entre hombre y m ujer en la tribu más o menos nómada de cazadores y pescadores. No obstante, tenemos que darnos cuenta inme­ diatamente de la presencia de una contradicción en tal estructura, contradicción aún implícita pero que explotará apenas lo permitan las bases materiales. La contradicción que hay entre clan, o gens, o, en úl­ timo análisis, entre cualquier relación de parentela matrilineal y la pareja. Parece en declive la teoría de un primitivo poder femenino o matriarcado, y justamente —si es ver­ dad lo dicho hasta aquí— encuentra confirmación la universalidad de la constitución de los clanes y de las formas primitivas de parentela en torno a li­ neas femeninas de descendencia, que sólo podían determinar con seguridad las relaciones de parente­ la y fraternales, determinando también así la pro­ hibición del incesto y las posibilidades de matrimo­ nio, que con anterioridad podemos suponer «de gru­ po». Pero muy pronto la interligazón recíproca de gran parte de los miembros de la tribu creará cada vez mayores dificultades al cónyuge legítimo, hasta quedar identificados un «marido» y una «mujer» que, desde luego, no estaban ligados indisoluble­ mente ni excluían otras relaciones casuales, pero que, de todas formas, constituían la pareja. Esta (4) F. Engels: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.

última está subordinada a las estructuras de paren­ tela, pero aún así es un elemento de la comunidad al que se concede una gran atención por parte de quien la forma, es decir, por los dos clanes a los que pertenecen los cónyuges. Y si se le presta atención, ello significa que además del tabú del incesto hay un aspecto económico. En efecto, con la pareja que­ dan determinados también una unidad de habita­ ción, un mínimo de trabajo gastado para la manu­ tención de la pareja en cuanto tal, los instrumentos de producción necesarios para ello y una parte de la producción destinada a los niños y a la m ujer en cuanto madre. Es decir, se desarrolla una propiedad "especial” (por usar la categoría de Marx) que si no está en contradicción con la relación madre-clan, es más, se trata de una prolongación suya, sí que lo está, sin duda alguna, con el marido, quien sale de su clan con la boda y va a parar al clan de la esposa. Queremos, con esto, hacer ver una importante asi­ metría, en el movimiento social constitutivo de la pareja, entre hombre y mujer. La pareja es una inmanencia para la mujer; pa­ ra el hombre es una trascendencia y, consiguiente­ mente, un hecho altamente determinante. El movi­ miento de salida del clan produce al varón, en efec­ to, una contradicción entre propiedad común y es­ pecial, entre interés general y particular. Para resolver esa contradicción el varón intenta separar a la mjijer, -y con ella a los niños y a la propiedad especial, de su clan, reivindicando como suyos a los hijos. Pero antes de que se pueda oir por primera vez este grito revolucionario es nece­ sario que maduren nuevas condiciones de existen­ cia, concretamente la trasformación de la base eco­ nómica con el pastoreo y la agricultura y el subsi­ guiente abandono del nomadismo. La cría del ganado y la agricultura, en efecto, dan una enorme y desconocida posibilidad de acu­ m ular productos y medios de producción. Esta es

la base material sobre la que se eleva el gran edifi­ cio de la propiedad privada, desde el mercado, con sus nuevas divisiones del trabajo, al trabajo escla­ vista, la moneda, la escritura y el Estado. Es decir: Se desarrolla la civilización como la conocemos, his­ toria de contradicciones en la que todo progreso pa­ ga el alto preio de una mayor dominación, y toda dinámica será siempre lucha de una clase contra otra. Pero en el fondo, y como base de toda posterior dominación y desarrollo, encontramos la domina­ ción instrumentalizadora y esclavista del varón so­ bre la mujer, y la sociedad, en su desarrollo hasta nuestros días, lleva en su seno el signo de esa opre­ sión que no por haber sido «necesaria» es menos destructiva. Hablamos antes ya del significado determinante que tiene el matrimonio para el varón, resultante de la contradicción entre los dos clanes. Ahora bien, el declarar suyos a los hijos —y a ese momento tie­ ne que ser remitido el descubrimiento de la función fecundadora del varón— (5) si para el varón tiene el significado de solidaridad con su propio clan, cu­ yos derechos quiere reafirmar, también, necesaria­ mente, destruye sus bases: Querer dominar otro clan declarando la propiedad de sus hijos quiere de­ cir, en efecto, dominar también el suyo; por consi­ guiente, las ligazones de parentesco de clan pierden la primacía. La sustitución de la línea materna por la paterna, que podría parecer un hecho puramente jurídico y superestructural, es de hecho la destruc­ ción del clan y el fundamento de la familia. (5) Durante el período del pastoreo aparecen los pri­ meros falos de arcilla. «Por otra parte, el hallazgo de falos de arcilla y la importancia asumida por la representación del toro en las artes plásticas, nos atestiguan que la contri­ bución del varón a la procreación era mucho más aprecia­ da de cuanto lo habla sido precedentemente y había asumi­ do un significado ritual. Todo ello podría anunciar el paso a un régimen patriarcal, de cuyo surgir no se tienen prue­ bas concretas». (V. Gordon Childe: Preistoria della societá europea, Universale Sansoni, Firence, 1966).

Declarar la pertenencia de los hijos al padre crea una alternativa al clan; y esa alternativa es una per­ sona, que será el jefe determinante de una nueva formación social (6). Se puede decir perfectamente: Padre es individual como madre es general. Todo ello, decíamos, es únicamente posible so­ bre la base de la acumulación del ganado y de los productos agrícolas: satisfechas las exigencias co­ lectivas, la cuota que se reparte como propiedad especial de la pareja empieza a tener un peso con­ siderable y, desde el momento en que el varón es el principal ganadero, es él quien lleva a la pareja, y por tanto al clan de la mujer, un excedente de producción: esto es lo que hace explotar la contra­ dicción. El movimiento que se produce para resol­ verla hace surgir otra todavía más amplia: En efec­ to, para declarar «suyos» a los hijos, y por lo tanto para conseguir que la propiedad permanezca en el (6) «En tiempos históricos, el Tótem, mítico antepasa­ do del clan, se convirtió en el emblema del territorio que el clan correspondiente había poseído. Objetos figurativos nos documentan pictóricamente episodios de luchas entre estos clanes y, al final, el triunfo del clan del halcón... En la escena culminante, La tabla de Narmer, el halcón divino se ha encamado en una forma humana: el jefe del clan (Narmer) se ha identificado con el tótem del clan (el Hal­ cón Homs) y se ha convertido en un rey divino. Encima de su cabeza el nombre de él está escrito en forma jeroglí­ fica: El Horus Narmer. Así afirma y sostiene mágicamente la identidad entre el rey y el dios halcón. «Estas tablas no representan para nosotros solamente una documentación de sucesos históricos: además reflejan de manera muy vfcraz las .transformaciones económicas y sociales que acompañaron a la revolución económica. Sus primeros personajes fueron animales, tótem de los clanes, símbolos de grupos sociales todavía no divididos. Es pro­ bable que cada clan reconociese desde siempre la autori­ dad de un jefe viviente, al que competía el mando en la guerra y la dirección de las ceremonias del culto, pero tal jefe seguía siendo un hombre del clan y, aún mandando a sus compañeros, estaba, al igual que ellos, sometido al tótem. Por el contrario, en La Tabla de Narmer, el jefe, Narmer, no es ya un súbdito de Homs, sino Homs mismo. Tras su victoria, los hombres del clan del halcón se con­ virtieron en sus súbditos, al igual que los vencidos, segui­ dores de otros tótem. Ha surgido una nueva institución hu­ mana; un individuo se ha separado de la sociedad y se ha elevado por encima de ella; es un rey, ¡Es un dios!». (V. Gordon Childe: Preistoria della sicietá europea).

interior de su clan, debe tener la propiedad del cuer­ po materno, tiene que poseer' el trabajo reproductor de la m ujer y todo su trabajo doméstico: la única manera es destruir el clan. Engels dice: «Pero ¿a quién pertenecen esas riquezas (el ga­ nado, los bienes agrícolas)? Originalmente, sin du­ da alguna, a la gens. Pero pronto tiene que haberse desarrollado ya la propiedad privada de los reba­ ños» (7). Ahora ya aparece claramente que, para que ello pueda suceder, la pareja debe trasformarse en fami­ lia, y en una familia grande, capaz de competir con el clan, como un potente polo opuesto suyo. Pero para que la pareja se transforme en familia, es ne­ cesario que la m ujer haga hijos para el padre y ma­ rido, o lo que es lo mismo, que éste sea el propieta­ rio de los frutos de su vientre. Es decir, que los hi­ jos no pertenezcan ya al clan, a través de la madre, sino a una persona. Y que, por lo tanto, la madre, con el matrimonio, se convierta también en propie­ dad de ese hombre y ya no del clan; en una propie­ dad exclusiva que los demás no toquen. Nace así el matrimonio monogámico (8), al que sería más justo llamar monoándrico, que es la es­ tructura de dominación del hombre sobre la mujer, y al mismo tiempo la estructura sobre la que se apo(7) Esta afirmación es uno de los muchos «agujeros» que tiene el libro de Engels (El origen de la -familia, la propiedad privada y el Estado), que explica la hereditariedad, y consiguientemente la propiedad privada por... el de­ seo de heredar. No queremos quitar valor a esta obra que, en determinadas partes, continúa siendo fundamental; pe­ ro un planteamiento más rigurosamente «feminista» permi­ te dar ciertos pasos hacia adelante. (8) Queda claro el punto de vista masculino en esta pa­ labra, que manifiesta únicamente la violencia al varón, la ley no individualmente deseada, sino necesaria. La poliga­ mia, en efecto, realiza plenamente, en mayor medida aún, la familia, pero por desgracia es privilegio de pocos: eso es lo que parece subrayar la palabra «monogámico» que, de todas formas, subraya el aspecto derivado y secundario de la monoandria.

ya la propiedad privada, la cual posteriormente se­ rá la base y el m otor de la opresión sobre los hom­ bres en general. La relación antagónica entre hombre y mujer en la familia monogámica

Este nexo necesario (propiedad privada-propie­ dad de la mujer), cuyos polos se implican recípro­ camente y que no es más que la familia, es la base concreta sobre la que se construye todo el edificio de la civilización y revela su insuperable contradic­ ción interna. Dice Engels: «Así pues en la familia monogámica, en los ca­ sos que permanecen fieles a su origen histórico y que manifiestan claramente el conflicto entre hom­ bre y mujer, provocado por la dominación exclusi­ va del hombre, tenemos una imagen en miniatura de los mismos antagonismos y de las mismas con­ tradicciones en las que se mueve ,sin poderlos resol­ ver ni superar, la sociedad dividida en clases» (9). Ciertamente no se puede negar el carácter pro­ gresivo de la familia respecto a las otras formas de parentesco, precisamente por ese carácter de pro­ ducción económica de la vida y de individualizaión personal que implica, así como de separación, es decir, de superación del espíritu gregario, lo que justamente es considerado base de todo posterior desarrollo: Tomando, como base la apropiación pri­ vada encuentran sentido otras divisiones del traba­ jo, el desarrollo del lenguaje, la competencia y to­ dos los demás progresos. Pero nos urge subrayar una vez más que el des­ arrollo del hombre y su individualización se pagan con la esclavitud y con la enajenación y alienación generales de la mujer en primer lugar. Inmediata­ mente después, la fortuna de una familia tendrá co(9) F. Engels: El origen de la familia, la propiedad privadai y el Estado.

mo precio la ruina de muchas otras, y por cada hombre libre habrá cien siervos. No basta, en efec­ to, la funcionalización del trabajo femenino: A ren­ glón seguido los sueños de poder del pater familias tienen necesidad de fuerza de trabajo para sus ga­ nados en aumento: El esclavo es la nueva figura creada por la familia, y la poligamia el signo de su riqueza, asegurando prole y magníficos cuidados al patrón. Pero observemos más de cerca la condición de la mujer. La estructura patriarcal transforma rápidamen­ te a la m ujer en un bien escaso, que hay que buscar y por el que hay que batirse; es decir, le da un va­ lor: el rapto, como abierta forma primitiva en la que claramente el varón arranca a la mujer de su clan de pertenencia, es muy pronto sustituido por una suerte de compra-venta de las mujeres, y por un mercado cuyas riendas están en manos de los pa­ dres de las distintas familias, que se ponen de acuer­ do sobre los futuros cónyuges de los hijos. Desde ese momento la relación sexual es necesariamente una relación económica, en la que está implícita una prestación obligada de la mujer; además y más profundamente, la m ujer pierde todo derecho de propiedad sobre su trabajo y finalmente sobre sí misma, al ser su propio cuerpo un instrumento de producción. Es difícil analizar aquí todos los aspectos de la contradicción familiar: «Todas las herencias que deja a la civilización tienen un doble aspecto, como tiene un doble aspec­ to, un doble lenguaje, una división implícita, un an­ tagonismo, todo lo que la civilización produce» (10). Pero, «el uno que se divide en dos», por usar un lenguaje maoísta, adquiere rápidamente un aspecto escandaloso: Por una parte la monogamia, por la

otra el adulterio; y este mismo adulterio es doble, del hombre con otras mujeres y, necesariamente, de la m ujer con esos mismos hombres. Pero la cosa no termina aquí: La mujer que quiera rechazar la do­ minación del hombre, debe rechazar la maternidad: y así nacen, por un lado la prostitución, y por el otro la virginidad sagrada. Y la misma moralidad perderá su carácter «ge­ neral»: Habrá pronto una moralidad para el varón y otra, opuesta, para la mujer; y no sólo en el te­ rreno sexual, piénsese bien (11). Así como para el hombre será fuente de dignidad su aparecer en pú­ blico, eso mismo será un deshonor para su mujer: para esa m ujer la alabanza suprema será el escondi­ miento; para el hombre las cosas egregias: La su­ prema astucia de Ulises se trasformará, en la mujer, en hipocresía y doblez. Y se podrían trazar con ri­ gurosa precisión dos tratados, de moral y de dere­ cho, divididos por la línea del sexo. El aspecto que, de todas formas, queremos des­ tacar, porque nos parece el más importante y el de­ cisivo para la suerte del sexo femenino, es su radi­ cal exclusión de «lo público» y de toda división de trabajo que se realice en esa esfera. En efecto, «lo público» nace como lugar de encuentro-choque de los intereses familiares y privados, y, por lo tanto, como terreno propio de los padres y patronos: El Estado nace como organismo de composición de los divergentes intereses particulares: es el interés ge­ neral de la familia en cuanto tal, de tal modo que (11) Helmer —Yo puedo trabajar día y noche, soportar cualquier dolor por tí; pero nadie sacrifica su honor a quien ama. Nora — ¡Millones de mujeres lo han hecho! (Así escribe Ibsen en Una casa de muñeca, acto tercero). «Es juzgada simpática en un sexo y odiosa en el otro una conducta que no puede ser más que recíproca, una conducta que al ser practicada por uno de los sexos se ha­ ce obligatoria para el otro. Los hombres no pueden a me­ nos que las tengan encerradas, tener veinte mujeres conse­ cutivamente sin que las mujeres tengan veinte hombres consecutivamente». (C. Fourier: Teoría dei quattro movimenti, Einaudi, Torino, 1971).

no pueda prevalecer fácilmente la dominación de un solo patrón sobre los otros patronos: pero ya eslas definiciones nos indican no sólo la enajenación total de la m ujer respecto a lo público, sino ade­ más al Estado como opuesto a ella, en contra de sus intereses con todavía mayor radicalidad que contra los de los esclavos, quienes siempre pueden pensar en una redención individual. El mundo de las relaciones sociales de la mujer tiene por fronteras las del gineceo: cada salida de ese ámbito es una amenaza a todo el edificio socio­ económico de la civilización. Su trabajo pierde ese valor público que tenía en la vida tribal sin, por otra parte, asumir la dimensión del intercambio, agotándose en la constitución de las bases de la fa­ milia. Es decir, la entera existencia de la m ujer es ahora natural respecto al mercado y al Estado: es el trasfondo de todo acontecimiento histórico, su alimento oscuro, similar a la tierra, cuya fecundidad es dominada y explotada siempre por otro. Hasta el punto que llegará a ponerse en duda el que la mu­ jer posea un alma humana. Es una verdadera condición de esclavitud, y aún ese mismo término es insuficiente: uno se vuelve esclavo, mujer se nace y se continúa siéndolo siem­ pre. Por esa razón el hombre ni siquiera tiene mie­ do de la mujer y puede reirse de sus quejas, mien­ tras que el esclavo lo compromete bastante diferen­ temente: Puede, en efecto, reivindicar su virilidad y consiguientemente su libertad. Debemos pues adoptar, junto al término esclavi­ tud otro término que exprese el carácter biológicoraciál que tiene esa condición: usamos, por lo tan­ to, el término dasta. Así llamaremos a ese largo período que va desde los albores de la civilización hasta el capitalismo, condición de casta - esclavitud, queriendo resaltar, por un lado, la «naturalidad» de la dominación, dis­ criminada desde el nacimiento por sus característi­

cas físicas, y por otro, la pérdida integral de cual­ quier posible confirmación de su propia humanidad, la completa arbitrariedad a la que se ve subordina­ da, hasta el punto de poder disponer de su vida y de su muerte, la expropiación a priori de su produc­ ción, la impotencia de su voluntad. Es imposible, durante todo este período, pensar en una vía de liberación integral de la mujer: El carácter de su producción es tal que requiere el fin de todos los intereses particulares para poder vol­ verse a apropiar de sí misma: Maternidad libre sig­ nifica no un Estado de las mujeres, sino la extinción del Estado, la reunificación comunista de lo públi­ co y lo privado. Y el camino de la rebelión pasa necesariamente por la renuncia a su individualización sexual: ten­ drá que renunciar a la relación con el hombre para poder ser pública: la virgen y la prostituta serán las mujeres públicas de esta sociedad masculina. Pero existe toda una sutil línea de rebelión que atraviesa esa historia y toda existencia femenina: Los vituperios de los machos sobre la m ujer infiel, que no es sinceramente devota de su marido, que no es un apoyo seguro, que arrastra al hombre a la rui­ na, al olvido o a la pobreza; la continua insistencia de filósofos y moralistas en que la m ujer es estúpi­ da, débil, emotiva, incoherente, infiel en espíritu si no corporalmente; toda esa charlatanería no hace más que n arra rla resistencia opuesta por la mujer. Pero su carácter individual o el limitado círculo en el que puede ejercitarse, no puede expresar más que su impotencia, y muy a menudo no podrá por me­ nos de ser destructiva. Pero hay más. La mujer, nacida de su patrón, es deseada por éste para que se trasforme en domina, señora, patrona, aceptando dócilmente la alienación de sí misma: Podrá así participar en la dominación de los esclavos y de los hijos, y ello le impedirá una identificación activa con los explotados. Su piedad

hacia los débiles, cuando no es un descargar sobre ellos su propia frustración, sólo significa que no se puede hacer nada contra el poder. En el mismo adulterio encontramos estas carac­ terísticas de ambigüedad: si por un lado expresa Loda su estructural lejanía del marido y el verdadero significado que tien el sexo en el matrimonio coac­ tivo, por el otro no es más que una acción funcional de otros maridos: expresa, es verdad, una nostalgia de olvidada humanidad, pero no hace más que com­ pletar la imagen del matrimonio querido, con todo, por el marido. La familia emancipada y la condición de casia de la mujer. Aquí debería comenzar todo un análisis históri­ co concreto de la evolución del matrimonio y de la institución familiar en el camino realizado por Oc­ cidente, como, por ejemplo, el significado de la in­ vasión bárbara con la reintroducción parcial de un derecho tribal-matriarcal, coherente con una pro­ ducción social de aldea (la «marca» por la que tanto se interesó Marx en su estudio del Medioevo) que ha modificado en parte y, sin duda alguna, hecho menos férrea la supremacía familiar y, por lo tanto, masculina. Pero a nosotras nos basta con haber proporcio­ nado algunos rasgos que pretenden, sobre todo, te­ ner un tíarácter de ejemplo, de método a seguir, pa­ ra no hacer de la opresión de la mujer un aeternum inverificable y metafísico, ni, por otra, adscribir a sus orígenes una violencia arbitraria (basada qui­ zás en el desnivel muscular) de la misma forma en que Proudhon explica la propiedad privada; expli­ caciones todas que al final llevan a los mismos re­ sultados de impotencia y esterilidad. Lo que modifica gradual pero profundamente el cuadro trazado hasta aquí es la implantación del

modo capitalista de producción, y la subida al po­ der de la clase burguesa, primero a nivel europeo y posteriormente mundial. Ello se verificó con el advenimiento de la pro­ ducción industrial, que al revolucionar necesaria­ mente todas las relaciones afectó también a la fa­ milia y a la relación hombre-mujer en ella sobre­ entendida. Nos interesan aquí principalmente dos trasformaciones: El capital separa a los productores de los medios de producción y separa el lugar de produc­ ción social del de la reproducción. Se crean, pues, dos tipos fundamentales de familia y de padres: Los que poseen la propiedad (y no trabajan), y los que sólo poseen m ujer e hijos: Los «proletarios», que se venden libremente para sobrevivir. Este segundo tipo de familia, al faltarle un nú­ cleo de propiedad hereditaria de bienes con valor de cambio, está en contradicción consigo misma, y como dice Engels: «Aquí falta toda propiedad, para cuya conserva­ ción y transmisión hereditaria fueron creadas la mo­ nogamia y la dominación del hombre: Falta aquí también, pues, cualquier incitación a hacer valer la dominación del hombre» (12). Y ese mismo análisis había hecho decir a Marx: «los proletarios no tienen nada que perder sino sus cadenas», indicando así la superfluidad de la domi­ nación de la propiedad privada sobre la gran masa de los hombres y, al mismo tiempo, la superfluidad de la dominación masculina. La dominación ya no desarrolla las fuerzas pro­ ductivas, es más, la destrucción de la apropiación privada de la producción es la base necesaria para un desarrollo cualitativamente nuevo de la humani­ dad, que vuelve a apropiarse de sus fuerzas econó(12) F. Engels: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.

micas y las domina. Y así Marx señala también la muerte de la institución familiar, cuyo sentido in­ humano y destructivo hace notar en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848. Pero entre adm itir la superfluidad de la domina­ ción y declararlo como ya efectivamente desapare­ cido, está la diferencia que hay entre la posibilidad de la revolución y su realización histórica. Esto pa­ rece olvidarlo Engels cuando dice: «Y desde que la gran industria transfirió a la mu­ jer de la casa al mercado de trabajo y a la fábrica, en la casa proletaria caen por completo todas las bases del último residuo de la dominación del hom­ bre: excepto, quizás, algún vestigio de esa brutali­ dad (¡sic!) hacia las mujeres que tiene sus raíces en los tiempos de la introducción de la monogamia. Así pues, la familia proletaria ya no' es monogámica en el sentido estricto de la palabra... Por ello los inseparables compañeros de la monogamia: Hetai- • rismo (que significa ir de putas) y adulterio (la in­ fidelidad de la esposa) desempeña un papel total­ mente insignificante. La m ujer ha reconquistado realmente su derecho al divorcio, y cuando los cón­ yuges no consiguen soportarse, cada uno de ellos se va por su cuenta sin dificultad» (13). No es preciso demostrar que todo eso no se ha verificado, y estas frases son hoy, tras dos siglos de dominación capitalista, todavía menos verdaderas. En efecto, no aparece por ningún lado tendencia al­ guna hacia la eliminación de la familia, que, más aún, ha sido uno de los pilares de la supervivencia del «status». (Basta recordar el análisis de Horkheimer-Adomo en Sociológica, y la obra de Reich, es­ pecialmente Psicología de masas del fascismo). Y esa no-eliminación de la familia tiene la misma cau­ sa por la que no se ha verificado la emancipación femenina no obstante haya aparecido la m ujer en el mercado como fuerza de trabajo.

El motivo parece haberlo percibido el mismo Engels poco más adelante en su misma obra: «La gran industria ha abiertb de nuevo, aunque limitadamente, a la m ujer proletaria el camino de la producción social. Pero de tal manera que si cum­ ple con los deberes propios del servicio privado de su familia, permanece excluida de la producción pú­ blica, y no tiene posibilidad de ganar nada; si quie­ re... ganar por su cuenta le resulta imposible cum­ plir con los deberes familiares. (...) La moderna fa­ milia individual está basada en la esclavitud domés­ tica de la mujer, abierta o enmascarada...» (14). Pero diciendo esto se corre el riesgo de no enten­ der las diferencias con las épocas precedentes, de ig­ norar las novedades aportadas por el capitalismo, realidades que anteriormente le habían hecho entre­ ver la llegada del fin de la familia. Por lo cual mu­ chos marxistas imputarán a los «retrasos del siste­ ma» y a su involución general la no-sucedida eman­ cipación de la mujer, o peor aún, dejarán de pensar en la abolición de las relaciones familiares. Dejamos para otra parte de este trabajo la dis­ cusión analítica de la relación estructural de la mu­ jer con el capital. Aquí intentaremos ver solamen­ te las novedades aportadas por el capitalismo y de­ lim itar «perceptivamente» la actual condición de 1a mujer. El paso de una economía prevalentemente cerra­ da y, consiguientemente, rural a una economía ba­ sada en el intercambio, reduce drásticamente la pro­ ducción familia, que antes satisfacía la mayor parte de las necesidades vitales de sus componentes; la m ujer se nos presenta en toda su miseria, tanto si pensamos en las mujeres pertenecientes a familias proletarias como si tomamos en consideración las ex dómine de las clases elevadas. Las unas son ven­ didas en el mercado de fuerza de trabajo «para re-

(Jondear el presupuesto», pero de esta manera su trabajo aumenta pavorosamente; las otras encuenl ran la casa vacía de servicio y de intereses, dándo­ se cuenta de golpe de su total exclusión del mundo: Ni son —obviamente— capitalistas ni les es permi­ tida siquiera una instrucción que les permita inse­ rirse en la burocracia pública o privada: Y surge de improviso la necesidad, ya sin máscara, la cons­ tricción al matrimonio, la obligación de hacer hijos para el varón y para el Estado. Por otra parte entra en crisis el mismo matrimo­ nio: Las ligazones de parentesco, absolutamente do­ minantes en el Estado absolutista-aristocrático —la «voz de la sangre»— conllevaban los intereses más consistentes en ese mundo de rentistas, mientras que el modo de producción capitalista tiene necesi­ dad de destrozar todas las relaciones no-funciona­ les. Y así se instaura la familia burguesa, emancipa­ da de la irracionalidad de la sangre. El divorcio y la introducción del derecho privado en la esfera pú­ blica son importantes características de estos cam­ bios. Pero la voz de las mujeres, que pronto se hace sentir, acelera el proceso de racionalización, hasta que el sexo femenino alcanza, casi en todas partes, una igualdad jurídica básica. La mujer entra en el mundo masculino por la vía jurídica, y lo que es más importante, por haberse convertido en fuerza de trabajo. La m ujer es presentada como individuo libre: La conquista y la concesión gradual de estos dere­ chos han hecho perder cuanto de despótico y arbi­ trario había en la dominación del pater familias: La autarquía de cada varón, sea éste el padre o el marido, ha sido limitada paso a paso, paralelamente al crecimiento del poder burgués, en la sociedad y en el Estado. El capital quiere (lo necesita) que todas las relaciones sean coherentes con el sistema univer­ sal de intercambio; no más dominaciones persona­

les y violencias unilaterales: y así se emancipa has­ ta a los esclavos. El intercambio y su valor —que es el nexo social de la sociedad capitalista— (15) nece­ sita el consenso de los contratantes, y el consenso implica libertad e igualdad por parte de cada poten­ cial contrayente frente a todos los demás. Esta es la universalidad burguesa. Así, la reglamentación impuesta al matrimonio con la introducción del divorcio consensual, la li­ mitación general de la patria potestad frente al po­ der estatal, la anulación de cualquier coniugio basa­ do en la violencia, así como el reconocimiento de algunos derechos políticos a la mujer y la pública desaparición de cualquier otra discriminación entre los sexos, ha sido el proceso natural y necesario (y, a menudo, todavía no terminado) de una trasformación de la familia y de su relación con el Estado que la adecúe a las transformaciones generales realiza­ das por el capitalismo: Se trata de poner todas las cosas bajo el dominio de la razón, es decir, del valor. La mujer es presentada como individuo libre, de­ cíamos: y aquél que se detenga en consideraciones jurídicas o formales dirá que hoy faltan ya solamen­ te algunas pocas conquistas a las mujeres, sólo al­ gunos cambios en las costumbres para que se pue­ da declarar real la igualdad entre los sexos. Pero quienes dicen eso son los mismos que piensan así sobre el proletariado; la perspectiva jurídica es, al mismo tiempo burguesa y machista y no puede de­ cirnos nada decisivo sobre la realidad. Examinémoslo más de cerca para ver lo que se esconde tras el «individuo» al cual se remite como base la sociedad actual.

(15) «Por otra parte, el poder que cada individuo ejer cita sobre la actividad de los otros o sobre las riquezas so­ ciales, lo posee en tanto que propietario de valores de cam­ bio, de dinero. Su poder social, igual que su nexo de unión con la sociedad, lo lleva consigo en el bolsillo». (K. Marx: Lineamenti fondamentali della critica dell’economía polí­ tica, La Nuova Italia, Firenze, -1968).

Si el marxismo hace ya tiempo que ha desenmas­ carado este concepto como falsamente universal, o sea, como concepto burgués, nunca ha hecho ese análisis desde el punto de vista feminista. Y sin em­ bargo está más que claro que ese «individuo», tan abstracto aparentemente, es un título poseído sólo por los varones y, además, en contra de la mujer: El pensamiento iluminista y burgués dice que todo individuo es libre e igual ante la sociedad. Pero ese individuo, a su vez, está determinado y sostenido por su esfera de propiedad privada, y es «tanto más individuo» cuanto más importante sea su propiedad. Hasta aquí llegan los marxistas. Pero la base constitutiva de la propiedad es la familia, es decir, la apropiación de la m ujer (y de los hijos), y quien es determinante (la m ujer) no es individuo. Así pues, el individuo en sentido burgués es el varón o, en to­ do caso, el cabeza de familia. La m ujer debe hacer para que el varón sea, para que aparezca como su­ jeto económico. Este hecho básico es una atadura más fuerte que cualquier ley o costumbre, y también el proletaria­ do está sujeto a él como clase económica; su creci­ miento como «empíricamente universal», como cla­ se revolucionaria que liberándose a sí misma libe­ rará a todos, implica también precisamente el fin de su calidad de machista. Para la mujer, el estar atada aún en la misma proclamación de su libertd; el permanecer ligada a un mundo real aunque, por su propia naturaleza, in­ visible; el poder divorciarse pero tener que estar, de todas formas, casada, funda una condición nue­ va qu nosotras llamamos condición de casta, pen­ sando en la realidad de los negros en los EE.UU., aún siendo conscientes de las no pequeñas diferen­ cia esxistentes. La mujer es discriminada a partir de un hecho natural, y es expropiada para un «trabajo natural»; Su propia esfera, su «mundo de mujer» es el ghetto

del que no sle más que para volver para siempre; en tanto que definida y funcionalizada por un mun­ do masculino, le es negada la identidad y no encuen­ tra su salvación en la competencia con el varón más de cuanto pueda encontrarse realizada asumiendo el papel que le es dictado por sus innumerables pa­ dres. Y padre tendría que ser para todos una palabra maldita: al final se trasforma en patria y en patrón.

II.

EL TRABAJO DOMESTICO: LA PRODUCCION NATURAL

Hay quien ha querido ver en el mundo capitalis­ ta un mundo de todos, hombres y mujeres; quien ha querido señalar a la m ujer un «camino progre­ sista», quien le habla de «emancipaciones» y le indi­ ca como instrumento la inserción gradual en la pro­ ducción social, capitalista y patriarcal: todos ellos han ignorado la consistencia real y el decisivo nudo contradictorio del trabajo doméstico y de la familia. A ellos les parece tan «natural» como el sucederse de las estaciones que se produzcan hijos y se los críe, que se atienda al marido sometiéndose a sus deseos, que la casa esté limpia, que se cocinen los alimentos todos los días, etc.; no se descubre nada de histórico y de humano en ese trabajo; todo lo más —se concede— es la base de todo el proceso de producción social, oculta e implícita bajo cada afir­ mación de Humanidad, detrás de cada empresa del Espíritu. El trabajo doméstico, en definitiva, cumple el papel de Naturaleza dentro de la Historia: es la tierra en la que se siembra y se recoge la civiliza­ ción, el elemento original en el que el hombre en­ cuentra. sus perdidas satisfacciones instintivas de libido, hambre y sueño. Pero el carácter «universal» (en realidad históri­ camente determinado) de ese Espíritu, de esa Huma­ nidad, de esa Historia (a modo de chiste, las femi­ nistas de los países de lengua anglosajona hablan de herstory para equilibrar milenios de history) queda radicalmente desmentido por la simple constatación de que la mitad de la humanidad puede ser la Hu­

manidad en la medida en que la otra mitad gasta todas sus energías en ser su base natural. Toda «con­ ciencia de humanidad» se revela radicalmente falsa por el simple hecho de que no puede ser condividi­ da por las mujeres. Entre las mujeres y la humani­ dad está la barrera del trabajo natural: ellas, que lo desempeñan, son seres constringidos y mutilados, adaptados a ser función de la humanidad. El más radical ataque al edificio de la civiliza­ ción, a la estima que tiene de sí mismo y a sus or­ denamientos, parte de la simple consideración de ese «trabajo natural» como humano e histórico, es decir, precisamente como el primero y más funda­ mental proceso sobre el que se edifica la civiliza­ ción y la historia: el yugo de una civilización —el patriarcado— que se constituye con dicho acto, está en el inicio de la historia misma (del hombre) (1). En el origen de la civilización se halla esa opre­ sión; la rebelión en contra suya es directa y nece­ sariamente rebelión contra la civilización que es su producto. Esa rebelión es hoy históricamente posible: hoy, en efecto, la separación entre «el mundo» y «el agua» es todavía más global e incomunicable. El «mundo» ahora ya es uno para la circulación de las mercan­ cías, en tanto que lugar integrado por producciones de mercancías; el valor es valor mercantil, el tra­ bajo es trabajo para la obtención de mercancías. Desde este punto de vista (el dominante), el trabajo doméstico es absolutamente distinto, es más, ade­ más es inexistente: se dice, en efecto, que la fami­ lia se ha transformado ya en una unidad principal de consumo. Y sin embargo tal trabajo es realizado cotidia(1) Después de que el texto de este libro había sido ya escrito, ha sido publicado en italiano el libro de Kate Millet La política del sesso, Rizzoli, Milano, 1971. Véase La discussione dei m iti di Pandora e Adamo ed Eva, págs. 73 y siguientes.

namente por las mujeres, y todas las mujeres lo realizan. Es preciso, pues, como primera cuestión, ver qué es hoy el trabajo doméstico y cómo sirve al sistéma capitalista, es decir, cómo deja su huella en cada aspecto —hasta en los más mínimos detalles— del movimiento histórico actual (2). Las mujeres, todas las mujeres, están determina­ das ante todo por el trabajo que realizan dentro de la familia. En Italia 11 millones de mujeres se dedican en exclusiva al trabajo doméstico, y es realizado tam­ bién por todas las demás mujeres que realizan un trabajo extra-doméstico, al lado y además de éste. Su trabajo se compone de una serie de funciones in­ dispensables que pueden agruparse de la siguiente manera: — producción, cría y cuidadoi de los hijos; — cuidado del marido; — transformcaión de productos semielaborados en bienes directamente consumibles: preparación de las comidas; — manutención de objetos: lavar los platos, lavar y planchar los vestidos, cuidado del conjunto de la casa como ambiente físico; — transporte: adquisición diaria de productos y transporte desde los centros sociales de distribu­ ción hasta la casa. Ninguna de estas operaciones es en sí eliminable: el trabajo doméstico es un trabajo socialmen(2) La ambigüedad en que la mayoría de las personas cae cuando intenta comprender la posición subordinada de la mujer, es la de analizar una serie de síntomas, de re­ sultados, de productos, y no buscar nunca dónde se apoyan las raíces materiales de esta situación. «Los presupuestos de los que hay que partir no son arbitrarios, no son dog­ mas: son presupuestos reales de los que podemos abstraer nos sólo con la imaginación. Son los indidividuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida, tanto las que han encontrado ya existentes como las producidas por su misma acción». (K, Marx y F. Engels: La concepción ma­ terialista de la historia).

te necesario. No es posible imaginar una sociedad en la que no sea necesario criar y educar a la prole/ cocinar los alimentos, mantener limpios los ambien­ tes de existencia. Estos son (junto a la producción de los medios de subsistencia) presupuestos elemen­ tales para la vida y la existencia de los individuéis. Lo que no es en absoluto «natural» o indiscutible es que ese trabajo de inmediata y fundamental uti­ lidad tenga que desarrollarse dentro del marco pri­ vado familiar actual y, por consiguiente, confiado exclusivamente a las mujeres. Se tiende, en general, a no dar ninguna importancia a este trabajo, o bien a mantener que el desarrollo de la industria de electrodomécticos lo ha hecho prácticamente inexisten­ te, o en cualquier caso superfluo. En realidad, los eletrodomésticos han representado y representan, sobre todo para las mujeres pertenecientes a las cla­ ses sociales más elevadas, una reducción (aunque siempre muy parcial) del cansancio que este trabajo conlleva, pero desde luego no la abolición del tra­ bajo mismo. Es de tener en cuenta, no obstante, que el des­ arrollo de la industria de los electrodomésticos re­ presenta de forma muy clara el significado del des­ arrollo de las fuerzas productivas no en función de la progresiva liberación humana, sino de la acumu­ lación privada capitalista, la cual conlleva, por el contrario, una mayor esclavitud. Los electrodoméstico^ son los modernos instru­ mentos de la esclavitud femenina en la casa. Betty Friedan, en su libro La mística de la\ feminidad, de­ muestra claramente que los electrodomésticos en América se Han convertido en el instrumento me­ diante el cual se tiene en casa a la mujer, se provo­ ca una expansión artificial del trabajo doméstico, y se promueve el espejismo que da a muchas muje­ res la ilusión de que su condición ha cambiado por­ que pueden moverse entre relucientes aparatos eléc­ tricos. Y con ello se produce el doble resultado de

ampliar desmesuradamente los beneficios de la in­ dustria y tener enjaulada a la mujer. «La actual ama de casa americana dedica mucho mas tiempo a lavar, secar y planchar del que dedi­ caba su madre. Si tiene un congelador eléctrico o una batidora, dedica mucho más tiempo a cocinar que la mujer que no posee esos aparatos. Si se tie­ ne un congelador eléctrico, es preciso usarlo» (3). Cuando el nivel de las fuerzas productivas se ha hecho tal que podría liberar a la m ujer del trabajo doméstico, esas mismas fuerzas productivas se al­ zan contra ella (como lo hacen contra el proletaria­ do), transformándose en un instrumento más refi­ nado de su esclavitud. Indudablemente es menos cansado y requiere menos tiempo lavar con lavado­ ra que a mano (4); y a quien posee los medios de producción le interesa más vender veinte lavadoras a veinte familias que poner una lavandería en un barrio. Los productos capitalistas que invaden el campo doméstico no son más que beneficio para los patro­ nos y menos libertad para las mujeres. Pero más allá de la utilización o no de los elec­ trodomésticos (y teniendo en cuenta que en Italia sólo algunos electrodomésticos tienen una difusión masiva), e Itrabajo doméstico (entendido como la serie de operaciones indispensables de la que antes se ha hablado) es una ocupación de la que las muje­ res no pueden escapar. Es difícil calcular la cantidad de horas de tra­ bajo que la mujer tiene que dedicar a la semana a este trabajo, porque ello está estrechamente ligado (3) B. Friedan: La mística della femmilitá, Edizioni Comunitá, Milano, 1964. (4) No debe parecer que esto está en contradicción con lo afirmado más arriba; la misma Betty Friedan hace no­ tar gue las mujeres norteamericanas, en lugar de hacer la colada con la lavadora una vez a la semana, ahora la ha­ cen tres o cuatro veces, empleando así más tiempo que antes.

al número de hijos y a las condiciones económica^ de la familia. Las mujeres de las clases sociales más pobres sqn también las que tienen que hacer más trabajo do­ méstico, bien sea porque la familia es generalmente más numerosa o bien porque no pueden utilizar productos industriales que consienten una menor fatiga física. De todas formas, en Norte América, el Chase Manhattan Bank calcula en 99’6 el total de horas de trabajo semanales de la mujer; y un cálculo hecho por Francia demuestra que las actividades domésti­ cas no remuneradas ocupan cada año dos mil millo­ nes de horas más que las actividades profesionales remuneradas de todos los franceses que trabajan, hombres y mujeres. El trabajo doméstico tiene, en definitiva, todas las características de un trabajo: — requiere un sujeto que se preste como «mano de obra»; — requiere un número, variable pero muy elevado, de horasi de trabajo; — conlleva cansancio, gasto de energías y enferme­ dades profesionales; — es socialmente necesario; — en cuanto es realizado por otros que no sean las esposas (mujeres de servicio, cuadrillas de lim­ pieza, etc.) se presenta con un valor concreto. Si este trabajo no. aparece como tal, es porque es visto como «.ofcvia» e incluso «alegre» extensión natural de la producción de los hijos y del cuidado personal del marido. Conviene pues examinar más de cerca tales funciones. La producción de los hijos

Si no siempre es fácil comprender el trabajo do­ méstico como trabajo, es mucho más difícil afir­ m ar que la producción de los hijos (es decir, el em-

Iiarazo, el parto, la primera alimentación, el primer y fundamental aprendizaje del niño, la enseñanza de la lengua, el andar, el constante cuidado higiénicosanitario) es un trabajo: y sin embargo, también aquí, apenas estas funciones salen del ámbito fami­ liar, y tienen que sujetarse, por ello, a la división so­ cial del trabajo, adquieren inmediatamente un va­ lor, y un precio. La m ujer es la nodriza, la fisioterapeuta, la maestra; por no hablar del trabajo que representa el embarazo y el parto, que absorbe to­ das las energías de una mujer (ausente por «enfer­ medad») durante varios meses: también esta pro­ ducción tiene su precio, ni siquiera en nuestra civi­ lización es desconocida la compraventa de niños a precios que oscilan entre las 100.000 y 1.000.000 liras. «El aspecto determinante de la historia, en últi­ ma instancia, es la producción y la reproducción de la vida inmediata. Pero ésta, a su vez, es ambiva­ lente: por un lado la producción de los medios de subsistencia, de géneros de alimentación, de ropa, de habitaciones, de instrumentos necesarios para estas cosas. Por otro la producción de los hombres mismos: la reproducción de la especie. Las institu­ ciones sociales dentro de las que los hombres de una determinada época histórica y de un determina­ do país viven, están condicionadas por ambos tipos de producción: por el estado de desarrollo del tra­ bajo, de una parte, por la familia de la otra» (5). En las sociedades precapitalistas los hijos eran un bien de los padres y de la gran familia: eran, sí, más bocas que alimentar, pero también más bra­ zos para emplear en el trabajo del campo, en el ta­ ller artesano, en la pequeña empresa familiar. Con el afianzamiento del modo de producción ca­ pitalista y la ya citada separación entre lugar de producción doméstico y lugar de producción de mer(5) F. Engels: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.

canelas, la produción de los hijos se vuelve más que nunca un hecho privado, que concierne solamente a los dos padres. De los dos padres, después, esta producción se vuelve asunto prácticamente exclusi­ vo (en lo que respecta a la educación, cuidado, etc.) de la mujer: el sistema capitalista, más que cual­ quier otro, ha ligado la mujer a la producción de los hijos y, consiguientemente, al trabajo doméstico, y el hombre a la producción de bienes. Ligando así al hombre y a la m ujer en una relación de recíproca estrechísima dependencia, pero poniendo a la mujer como parte totalmente dependiente. La producción de los hijos se vuelve así, cada vez más, en la imagen que de ella tiene la sociedad burguesa, un hecho «natural» más que un hecho so­ cial: de la misma forma que las plantas florecen en primavera, así se reproduce la especie, reduciendo lo que es un hecho humano, existencia nueva, a un hecho puramente biológico. Y esto no entra en absoluto en contradicción con el afianzamiento, paso a paso, de una ideología que exalta cada vez más la función maternal, precisa­ mente porque no es verdad que la reproducción de la especie es un hecho «natural», sino una produc­ ción de la que ninguna sociedad puede prescindir (y, en efecto, está sometida a un rígido control). Pero la mujer misma vive la producción de los hijos, la maternidad, como un hecho privado, como la relación más auténtica que puede establecer, lo que puede darle ía posibilidad de su afirmación personal. Esto, de hecho, choca con la sustancia del sig­ nificado de la'producción de los hijos, que es un he­ cho colectivo, social. Un «colectivo» y un «social» que le han excluido, reduciendo su experiencia a ese único ámbito, que ella cree privado y personal, de la producción del hijo.

El cuidado personal del marido

Si ya en la producción de los hijos aparece la funcionalización de los aspectos íntimos de una persona con un fin productivo (el cuerpo como ins­ trumento de producción, y después la perpetua son­ risa, la carga erótica de cada gesto, las cualidades «femeninas» de la ilimitada paciencia de la toleran­ cia y, al mismo tiempo, del compromiso), en el cui­ dado del marido este aspecto se generaliza y se ra­ dicaliza: el cuerpo de la m ujer es maleado hasta el punto de cambiar de forma, se anulan determina­ dos órganos para exaltar otros, se modifica quirúr­ gicamente, se esconde y se muestra, se ensancha y se estrecha, según la cultura y la moda. El cuerpo de la mujer es tratado científicamen­ te como instrumento de un trabajo de importancia fundamental: la m ujer puede escapar del trabajo doméstico, puede escapar de la producción de los hijos, pero en ningún caso puede, como mujer, es­ capar de la instrumentalización de su cuerpo. Po­ nerse bonita le cuesta un trabajo (que si no lo hace ella deberá pagar a un «esteticienne»): este aspec­ to es el que más directamente le da un valor (y por tanto, un precio); la buena presencia es pagada co­ mo tal. Su misma mente, su sensibilidad, son jerar­ quizadas con prioridades dictadas por las funciones a asumir. El género de servicios que la m ujer presta al marido es universalmente de tipo psicoterapéutico: a través de ella el marido consigue socializar las neurosis acumuladas en las relaciones sociales, cosa que no podría hacer sin ella: están el cine y la caza, pero la figura femenina continúa siendo fundamen­ tal. La mujer debe tener una presencia permanen­ te ante él: él la tiene que sentir. En cada acto de esta esfera de producción debe haber «amor»: la mujer está comprometida con toda su mente; no sólo el tiempo que dedica así misma es tiempo rc-

bado, sino que el mismo (genuino) interés en sí mis­ ma se transforma en un ocultar «pasiones» perso| nales. Por encima de todo está la función más estricta­ mente sexual «estarás sometida a su deseo». Por eso ella no tiene que tener deseos —ello complica­ ría endiabladamente las cosas—. Y para que ni si­ quiera surjan (esos deseos) se le amputa psicológi­ camente (en ciertas culturas quirúrgicamente) el clí­ toris y se afirma la primacía de la vagina (como ha­ bía visto ya Freud), que es función de la voluntad marital de coito. Su deseo, si existe, tendrá que ser vaginal (con todos los desplazamientos, las frustra­ ciones, la invidia penis que ello comporta), es decir, pasivo, a fin de que el marido encuentre más calor en el orgasmo. Si ya el orgasmo tiene un precio en cualquier ci­ vilización —y es, por lo tanto, un trabajo (merece­ dora: el «oficio» más antiguo del mundo)— aquí se le pide a la mujer una calidad superior que la de la merecedora: que sea hecho comprometiendo toda su persona. Si no es así, «no vale» y puede ser un motivo suficiente de «despido». En el fondo de todas estas consideraciones apa­ rece claramente que a la m ujer no le queda ningu­ na energía y ningún tiempo para sí misma, fuera de su trabajo; que está en «servicio permanente». To­ do retiro dentro de sí misma es considerado un hurto, puesto que debe estar siempre disponible: en todo momento tiene que tener algo que hacer. Verdaderamente: el trabajo doméstico no está nun­ ca terminado. Ei ama de casa, función del capital

Para poder comprender a fondo las observacio­ nes sobre el trabajo doméstico hechas hasta aquí, es preciso comprender la realidad social del mis­ mo y, consiguientemente, explicar cómo entra en

relación con los demás aspectos de la producción, cuál es su puesto en el edificio de nuestra sociedad y cómo a su vez está determinado por la sociedad. Si muchos de los trabajos descritos pueden ser comunes a muchas épocas de la civilización, es im­ portante ver la reivindicación que ha hecho el siste­ ma capitalista que, conjuntamente con todos los de­ más aspectos de la producción, ha revolucionado también la «reproducción de la vida» y la produc­ ción que de ella se deriva, manteniéndolas en un cuadro estable de propiedad y de jerarquía. Lo que distingue al trabajo doméstico de cualquier otro ti­ po de trabajo desarrollado en la sociedad capitalis­ ta es el lugar de producción. El trabajo doméstico se desarrolla en casa (como ambiente físico), en la familia (si nos referimos a las relaciones entre per­ sonas). Llegados a este punto es necesario examinar qué significado ha asumido en el sistema capitalista tal lugar de producción. Antes del advenimiento del capitalismo, en las sociedades en las que la propiedad territorial y la agricultura representaban la base del ordenamiento económico, la familia era una unidad productiva donde reproducción de la especie y producción de los medios materiales para la subsistencia estaban estrechamente ligados. La producción dominante era la destinada al uso inmediato, es decir, era pro­ ducción de bienes de uso. El afianzamiento del mo­ do de producción capitalista como dominante sepa­ ró a los productores de sus medios de producción, creó el proletariado, el ejército de los hombres obli­ gados a venderse; en el mercado de fuerza de traba­ jo para adquirir lo necesario para vivir. Se produjo, pues, la división entre lugar donde se procuran los medios de subsistencia y lugar donde se reproduce la especie. Este tipo de división no es, evidentemente, sólo una división de tipo físico, sino que se apoya en dos tipos de producción diferentes:

1) La producción de mercancías para el mercado (valores de cambio), que en el sistema capitalista es la forma de producción dominante; 2) La producción de simples valores de uso, que en el sistema capitalista es todo lo que se produce en el interior de la familia (además del autoconsumo campesino). «El proceso de disolución que transforma a una masa de individuos de una nación, etc. en asalaria­ dos libres —individuos obligados sólo por falta de propiedad a trabajar y a vender su trabajo— presu­ pone, por otra parte, no que las fuentes de entradas hasta ahora existentes y, parcialmente, las condicio­ nes de propiedad de estos individuos hayan desapa­ recido, sino al contrario, sólo que su utilización se haya transformado en otra... El proceso histórico ha consistido en la separación de elementos hasta ahora unidos —su resultado no es, por tanto, la des­ aparición de uno de los elementos, sino la aparición de cada uno de ellos en una relación negativa con el otro— el trabajador libre (potencialmente) por una parte, el capital (potencial) por otra» (6). Si este es el proceso de expropiación a través del cual el modo de producción capitalista se ha afirma­ do como modo de producción general en una socie­ dad, vemos que esto sólo es válido parcialmente pa­ ra la mujer. La m ujer ha sido expropiada de gran parte de los instrumentos de producción (y, consi­ guientemente, de la producción misma) que eran parte integrante de su actividad en las sociedades precapitalistas (el° telar, base del nacimiento de la industria textil y de lá-industria manufacturera en general, era usado casi exclusivamente por las mu­ jeres); pero él capital no ha podido posesionarse de una de las producciones de las que habla Engels, es decir, «la producción de los mismos hombres». La m ujer continuó produciendo hijos y haciendo las producciones de tipo doméstico que hasta entonces

la habían definido. Lo que cambia sustancialmente para la m ujer en el sistema capitalista es la utiliza­ ción, es decir, el significado, de este trabajo. El capitalismo es un sistema dominado por la mercancía, es decir, por el valor de cambio. «La mercancía es un producto que no ha sido creado con el fin de ser consumido directamente, sino de ser cambiado en el mercado. Toda mercan­ cía debe pues tener, al mismo tiempo, un valor de uso y un valor de cambio. Debe tener un valor de uso porque si careciese de él nadie estaría dispues­ to a comprarla. Si una mercancía no posee valor de uso para nadie, no es vendible, habrá sido pro­ ducida inútilmente, no tiene ningún valor de cam­ bio precisamente porque no tiene ningún valor de uso... Por otra parte, no todos los productos que tienen valor de uso tienen necesariamente también un valor de cambio. Un valor de uso tiene valor de cambio ante todo en la medida en que es producido en una sociedad basada en el intercambio, en una sociedad en la que el intercambio se practica nor­ malmente. En la sociedad capitalista la producción mercantil, la producción de valores de cambio, ha conocido su más alto desarrollo. El capitalismo es la primera sociedad de la historia humana en la que la mayor parte de la producción es producción de mercancías» (7). Vemos pues que en una sociedad dominada por la producción de mercancías las mujeres, todas las mujeres, están comprometidas en una producción no dominante: la producción de bienes no vendi­ bles, no intercambiables en el mercado. La producción de la mujer, como ya se ha dicho, es producción de valores de uso (8). Que esto suce(7) E. Mandel: Che cos'é la teoría marxista dell’economia. Samoná e Savelli, Roma, 1969. (8) Para esta discusión sobre «valor de uso-valor de cambio», hemos consultado el artículo de M. Benston L’economia política dell’emancipazione della donna, «Monthly Review, n.° 11, 1969.

da en un sistema capitalista es el punto crucial: en las sociedades precapitalistas, donde la producción general era la producción de bienes1 directamente consumibles (y sólo de forma marginal se producían bienes para el mercado) (9) esto no era un elemen­ to de contradicción tan evidente. En cambio, en el sistema capitalista, el trabajo doméstico se vuelve elemento de contradicción con la entera sociedad (tal como —invirtiendo los términos— los usureros que cambiaban dinero en un sistema económica-social no basado en la moneda eran elementos de es­ cándalo); y en contradicción con la entera sociedad están los sujetos de este trabajo, o sea, las mujeres. La cosa es fácilmente constatable: este trabajo lle­ va consigo no sólo la completa desvalorización de quien lo hace, sinoi que, sobre todo, no da ya direc­ tamente los medios para subsistir. Todos los bie­ nes se compran con el dinero: el trabajo doméstico no da remuneración en dinero, porque no entra a form ar parte del mercado de cambio. Las mujeres se encuentran así en la necesidad de malvender su trabajo doméstico a quien posee la posibilidad de entrar en relación con un mercado de cambio. La existencia de la mujer (cuando su único tra­ bajo es el trabajo doméstico) está confiada al sala­ rio o sueldo o beneficio de otro (marido o padre). La mujer está, pues, definida principalmente por esta relación con la producción en el sistema capi­ talista: relación que le atribuye un ámbito produc­ tivo privado, mientras que todo el resto de la pro­ ducción es de tipo social-, se desarrolla fuera del ám­ bito doméstico y tiene su centro en la fábrica capi­ talista. El resultado es que a cada m ujer le es asig(9) «En el artesanado ciudadano, aunque se apoya esen­ cialmente en el cambio y en la creación de valores de cam­ bio, el objetivo fundamental, inmediato, de esta produc­ ción, es subsistir en tanto que artesano, en tanto que maes­ tro artesano, por lo tanto valor de uso; no enriquecimien­ to, no valor de cambio en cuanto valor de cambio». (K. Marx: Formaciones económicas precapitalistas).

nado un ghetto en cuyo ámbito su vida se agota y se consume. El ámbito doméstico, que ha perdido completa­ mente su carácter integrado (aunque continúa la di­ ferenciación en su interior entre quien domina y quien es dominado) de producción y reproducción de la existencia, se presenta sin tapujos en el siste­ ma capitalista como el ámbito que determina mate­ rialmente la inferioridad de la mujer. La situación de opresión y de explotación de la m ujer se ha hecho evidente, sin posibilidad de fal­ seamientos: la ideología no basta ya para encubrir una situación que ha llegado a la madurez de mos­ trarse tal cual es: prisión forzosa para la mayoría de las mujeres y, de cualquier forma, vínculo que el desarrollo de las fuerzas productivas tiene posibi­ lidad de romper. Lo gratuito de esta prisión y el sentido de inuti­ lidad que de ello deriva permiten ver sus efectos in­ cluso a nivel fíicso; estas manifestaciones son una clara demostración del hecho que, a pesar de que se intente «dorar la prisión» no por ello pierde sus ca­ racterísticas alienantes. La psicoanalista Silvia Montefoschi, en una in­ vestigación suya, verifica ampliamente la hipótesis de que la condición del ama de casa se acerca a la del neurótico. «...Había formulado la hipótesis de que la con­ dición de la mujer ama de casa se acercaba a la del neurótico, en cuanto que tanto la una como el otro vienen a encontrarse en un estado de aisla­ miento que refuerza la identificación con esquemas de comportamiento aprehendidos en la infancia. «En el neurótico este aislamiento brota de la im­ posibilidad interior de abrirse a nuevos aprendiza­ jes que se le presentan como amenazas a la rígida actitud defensiva del Yo, y en el ama de casa es la consecuencia de una determinación ambiental. «...Puedo decir que la proximidad entre el neu­ rótico y el ama de casa aparece confirmada por re-

sulados obenidos mediante el test de ansiedad y por las consideraicones en tom o a los motivos ansiógenos que se presentan muy frecuentes en las amas de casa. Motivos que son de alguna manera los mis­ mos que arrojan al neurótico a la angustia. «...El neurótico cae en ese estado de dependen­ cia por su incapacidad de elegir, de decir sí a las in­ finitas posibilidades de la existencia, que le dan mie­ do en cuanto que amenazan la rígida estructura de su Yo; mientras que el ama de casa está obligada a renunciar a elegir, a negar su sí responsable a las infinitas posibilidades de la existencia, porque se en­ cuentra en un estado de dependencia del hombre. Tanto el uno como la otra vienen a encotrarse, por lo tanto, bajo el control de fuerzas extrañas a su voluntad, sin tener la posibilidad de apropiarse de dicho control». Y: «De los resultados obtenidos en esta investiga­ ción se puede concluir que los elementos comunes que caracterizan la situación psíquica de las amas de casa por mí examinadas son: a) deficiente sentimiento del valor de la propia existencia; b) deficiente sentimiento de seguridad; c) angustia relacionada con su estado de depen­ dencia. «...Estas realidades psicológicas del ama de ca­ sa, es decir, la tendencia a identificarse con los es­ quemas de los padres pérdiendo así el sentido de su propia vida individual, él persistir de un estado de dependencia infantil en conflicto con la exigencia de adquirir autonomía, la angustia de estar bajo el control de la voluntad de otros, aproximan mucho su condición a la del neurótico» (10). (10) S. Montefoschi: "Contributo alio studio dell’atteggiamento della donna verso il lavoro extra-casalingo”, co­ municación presentada al Convegno Nazionale di Studio sobre «II lavoro della donna», Salemo, noviembre 1963.

Es la misma situación que Betty Friedan descri­ be en La mística de la feminidad, y que se ha con­ vertido en «la oscura enfermedad» de gran parte de las mujeres norteamericanas. «Se podrían aplicar a millones de mujeres, que se han adaptado al papel de amas de casa (11), los resultados a que han llegado los neurólogos y psi­ quiatras que han estudiado pacientes masculinos que habían perdido en la guerra porciones de cerebro, y esquizofrénicos que por otras razones habían re­ nunciado a ponerse en relación con el mundo real. Ahora se ha observado que esos pacientes han per­ dido el rasgo típico del ser humano: la capacidad de transcender el presente y de actuar a la luz de lo posible, la misteriosa capacidad de dar forma al futuro» (12). Si son estos los productos de la situación de opresión forzosa en la que se mantiene a la mujer, es necesario también precisar la distancia que exis­ te entre quien ve el trabajo doméstico en términos de «función» (como hacen S. Montefoschi y B. Frie­ dan, que hablan de «función doméstica de la mu­ jer», de ama de casa contrapuesta a mujer que tra­ baja, etc.) y quien, por el contrario, como nosotras, pretende localizar en él la determinación material de la m ujer y su relación con la producción. Hablar de función doméstica de la mujer presu­ pone una visión evolutiva por la que dicha función sería una especie de supervivencia del pasado que en su forma absolutizada (el ama de casa) se hace cristalización anacrónica respecto a las exigencias de la persona en la actual sociedad. A la función do­ méstica se le contrapone, entonces, la función extradoméstica como superación de una situación parti(11) Betty Friedan habla de función de ama de casa, al que las mujeres se habrían adaptado. Pero, en realidad, no se puede hablar de adaptación, de constricción. (12) B. Friedan: La mística della femminilitá, Edizioni Comunitá, Milano, 1964.

cularmente constrictiva. Por lo que S. Montefoschi dirá: «Cuando después se dice que la realización má­ xima de la personalidad femenina es ser madre, se deja de lado el hecho de que una entera personali­ dad no puede agotarse en una sóla función, y enci­ ma en una función que no tiene en cuenta las exi­ gencias personales del individuo»; cayendo así en la ilusión de que añadiendo función a' función pueda cambiar la situación. Que esto no es verdad está demostrado concre­ tamente por las mujeres que hacen también un tra­ bajo extra-doméstico. Si ello puede dar una cierta independencia a la mujer, desligarla en parte de la dependencia absoluta del hombre, no pone en abso­ luto en discusión, sin embargo, su función domésti­ ca. Se trata pues de ir más allá de una visión socio­ lógica de los problemas, y de no abstraerse de las condiciones materiales de existencia. El trabajo do­ méstico no es una supervivencia del pasado, supe­ rable con relativa facilidad: en la actual sociedad es lo que determina a la m ujer en primera instan­ cia. Como conclusión de estas consideraciones resul­ ta que el trabajo doméstico no parece como trabajo, en tanto que no tiene valor (y, por consiguiente, tam ­ poco precio) en una sociedad basada en el valor. O mejor: su único valor es establecido por el cabeza de familia (o sea, Opor é l, que tiene relación con el mundo del valor), que hace negocio-ganga intercam­ biando una parte de su salario-base con una serie de trabajos y servicios realizados por la mujer. Esto es lo que nos da la última especificidad del trabajo doméstico en la actual sociedad; aquello por lo que se estructura el nexo familiar, que se puede verdaderamente definir como el conjunto de relaciones productivas situadas fuera del mercado en las que es válido el intercambio «en naturaleza». Sería, no obstante, un error gravísimo conside­

rar este ámbito de relaciones como un residuo de relaciones precapitalistas. Es preciso, al contrario, afirmar que la organización del trabajo doméstico es la otra cara de la organización del trabajo capi­ talista. Es decir: hay una ligazón de necesidad en­ tre la constitución de un universo de mercancías y la permanencia del universo de los bienes «domésti­ cos». En este sentido el sistema capitalista ha re­ volucionado profundamente la organización familiar y, consiguientemente, su función. ¿Cuál es tal nuevá función? o, en otras palabras, ¿cuáles son las bases capitalistas de la producción doméstica? Analicémosla partiendo del aspecto más externo, aunque ya relevante: rebaja enormemente el coste de la fuerza de trabajo. En efecto, tanto la forma­ ción del trabajador como ser humano, como una parte considerable de los medios' de subsistencia de los que tienen necesidad para mantenerse, son su­ ministradas por el trabajo de la mujer, como hemos visto. Se calcula en varias decenas de billones al año el valor del trabajo doméstico para Italia. Ello permite mantener muy bajo el coste del trabajo y, por consiguiente, el precio de las mercancías. En es­ te sentido el trabajo doméstico es todavía hoy el mayor trabajo de la sociedad; ello permite que la circulación de mercancías tenga la amplitud univer­ sal que hoy conocemos. Se puede afirmar que la existencia del mundo como mercado de mercancías depende de la existencia del mundo doméstico ex­ cluido del mercado. El trabajo doméstico es retira­ do de la circulación de mercancías para que éstas puedan circular libremente, es decir, existir. Y pues­ to que el neocapitalismo tiene necesidad de desvalo­ rizar constantemente la fuerza de trabajo, intenta­ rá reforzar la familia precisamente cuando se mani­ fiestan en ella fuerzas históricas disgregadoras. Pero la función más relevante, con mucho, que cumple el trabajo doméstico corresponde a la con­

servación misma de la sociedad actual en tanto que construida sobre la división en clases. Durante todo el período histórico del patriarcado, la familia, co­ mo estructura determinante y hereditaria de la pro­ piedad privada, cristaliza y perpetúa las clases en su separación y en su desigualdad. La familia es una estructura interclasista. Pero diciendo «interclasis­ ta» se desprende ya que entre todos los propietarios (y por lo tanto todas las familias) existen intereses comunes; de la misma forma que el Estado y la na­ ción son expresión de todas las clases como incom­ posición unitaria de la sociedad. (La gran masa de los «excluidos» no tenía familia, ni siquiera era, pues, clase). Asistimos hoy, sin embargo, a una re­ volución de la función misma de la familia. En efec­ to, el antagonismo entre productores y capital se verifica en el interior de una sociedad de «libres e iguales»: en otras palabras, se verifica sobre la base de la universalización de la familia a toda la socie­ dad. En otras palabras, hay una esfera de propie­ dad privada común a todos los miembros de la so­ ciedad: ello asegura un aspecto de igualdad a todos los varones y permite al sistema darse una estruc­ tura unitaria, base de la universalización del merca­ do, fundamento de la circulación total de las mer­ cancías. Hay, por otra parte, dos tipos fundamentales de familia: la del capitalista, que transm ite el capital en tanto que privado, y la del proletario, que se he­ reda a sí mismo desnudo como fuerza de trabajo. De esta manera se maiitíene la desigualdad entre las dos grandes clases de productores y de patronos. Pero dado el hecho de que la familia es el instru­ mento de tal desigualdad, el antagonismo puede es­ conderse detrás de diferencias de cantidad de ri­ queza poseída: hay familias más ricas, menos ricas, pobres, que pueden bajar y subir a lo largo de una escala sin fin de «rentas». Y así, por ejemplo, suce­ de que la escala de los consumos se diferencia antes por la cantidad que por la calidad. En último análi­

sis, la esfera de producción natural privatizada en la familia a;segui~a, junto a la desigualdad en la so­ ciedad, la igualdad de toda la sociedad; el capital se asegura así su propia conservación. Su estabili­ dad fundamental está ligada a la estabilidad de la relación productiva familiar. Es impensable un sistema capitalista sin familia. (En este sentido deben ser interpretados los es­ fuerzos políticos y económicos para reforzar la fa­ milia a partir de los Años Treinta. Tanto en la bru­ talidad de la organización fascista del Estado como en el reformismo socialdemócrata, sale a la luz una serie idéntica de fenómenos: 1a. expulsión de la mu­ jer de la producción social, la organización urbanís­ tica, la guerra, la planificación familiar, el birth con­ trol, el asistencialismo de Estado, la política de los salarios altos, todo ello converge en la finalidad de dar nueva importancia a la familia, homogeneizando así el tejido social con las nuevas fronteras del capital monopolista-imperialista). Con el análisis del trabajo doméstico hemos in­ tentado demostrar que la m ujer está ligada a una función productiva concreta, que en el sistema ca­ pitalista se hace vehículo y determinación de su «in­ ferioridad». Indirectamente, este análisis se coloca en una posición crítica respecto a todos aquellos que tienden a considerar la familia un lugar de con­ sumo que cumple exclusivamente una función ideo­ lógica de control y de represión de los individuos. Esta es una opinión muy difundida, que, sin embar­ go, se detiene en el aspecto más exterior de la fun­ ción de la familia y no va hasta el núcleo de la re­ lación hombre-mujer en la que se basa. En nuestro análisis, la familia tiene en su base, ante todo, una función económica que se basa en la dominación (tanto material como ideológica, de cos­ tumbres, de prejuicios) del hombre sobre la mujer. A partir de esta relación desigual entre hombre y mujer, se establece la posibilidad de extender la

represión a los hijos: el hombre oprime a la mujer y ambos padres oprimen a los niños, transforman­ do el ámbito doméstico en un lugar dé represión y de rígido control social. La familia se convierte en el lugar al que el sistema capitalista confía la prime­ ra y más eficaz forma de «adoctrinamiento» de los individuos. La m ujer misma es la primera víctima de esta manipulación: su «vínculo» doméstico se proyecta como una imagen persecutoria en cada una de las formas de presencia social; es una esclava domésti­ ca dedicada a las tareas más humildes y enervantes, pero puede ilusionarse de lo contrario, porque es también la «madre», la educadora, el ángel de la ca­ sa, la que tiene «las más altas tareas» en la socie­ dad. Esa mujer es la mujer, puesta en un pedestal, admirada y exaltada todo lo necesario para mixtifi­ car y encubrir con mentiras ideológicas una terri­ ble situación de marginación, explotación y des­ humanización. Pero unos pocos reconocimientos ideológicos (que no amenacen a la estructura de poder) son indispen­ sables para evitar una toma de conciencia: igual que a los negros se les reconoce el instinto de la música y de la danza, la riqueza emotiva y fantasiosa, la espon­ taneidad, a las mujeres se les atribuyen característi­ cas de «comprensión», «atención», «intuición»... fe­ minidad en general. Y, en efecto, la música de los negros es algo maravilloso que ningún blanco conse­ guirá nunca copiar, y es también verdad que las mu­ jeres han desarrollado capacidades de atención y de comprensión absolutamente fuera del alcance de los hombres. Que estas son dotes deseables para to­ dos, hombres y mujeres, pero que en nuestro siste­ ma son un vehículo a través del cual son excluidas las mujeres, es algo ya más que obvio.

III.

LA CASTA, HOY

Si es cierto que es la relación con la producción la que determina la posición social de los indivi­ duos, no habrá ninguna dificultad en aceptar que «mujer» indica directamente una condición social concreta, condividiendo cada mujer la misma rela­ ción fundamental de producción, o sea, el trabajo doméstico (en el sentido amplio descrito en las pá­ ginas precedentes). Por otra parte es inmediatamen­ te constatable que tal relación de producción disper­ sa a las mujeres, individualmente, en las distintas familias y en las distintas clases de los hombres; es tan radical su expropiación que las excluye hasta de cualquier proceso productivo común, y, por lo tan­ to, de cualquier posible identidad (1). Esos dos aspectos: igual condición en todas las clases, y máxima dispersión en todas las clases, son, por decirlo así, los parámetros dentro de los que queda determinado el sitio real que el «grupo de mujeres» tiene en esta sociedad. Igual condición

Frente a la producción social, las mujeres tienen una concreta autonomía productiva: por un lado el trabajo doméstico produce productos específicos, por el otro el principal instrumento de producción es la persona misma de la mujer, directa o indirec­ tamente (mediante las «cualidades femeninas»). Tan­ to el producto como el medio de producción (en (1) Hace un siglo las mujeres todavía se reunían para hacer el pan o para lavar en común; hoy ya no.

una palabra: la específica habilidad femenina) son suministrados por la m ujer en tanto que mujer. Frente a la sociedad, ser m ujer significa directa­ mente tener los medios y la habilidad para hacer un trabajo concreto. Ello quiere inmediatamente decir: a) una profunda separación de la m ujer en cuan­ to tal de la sociedad del mercado y del capital; tal separación no podrá ser evitada por el hecho de que además del trabajo doméstico la m ujer está inserta también en la producción social; b) ello quiere también decir que para todas las mujeres está vigente la misma relación productiva, es decir, que hay un único destino económico y cul­ tural entre ellas, no destruido por el hecho de que esta sociedad está dividida en clases, en cuanto que no se destruye el hecho biológico que las unifica («la anatomía es su destino»). Por ello, si bien las mujeres no son una clase, sí que constituyen un gru­ po social bastante más caracterizado y férreo que la clase. La dispersión

Lo dicho hasta ahora no es, sin embargo, sufi­ ciente para darse cuenta de cuál es efectivamente el sitio ocupado por el «grupo de las mujeres» en la jerarquía de la sociedad, ni tampoco nos da cuen­ ta de la falta de identidad en ellas. El elemento de­ cisivo es que las mujeres están oprimidas porque es­ tán dispersas (y, por estár dispersas, no tienen iden­ tidad de grupo). La posibilidad histórica de producir en tanto que mujeres se da en el ámbito familiar: cada mujer entra en una relación privada con el marido para crear la familia. Mediante tal relación personal le es expropiado su producto peculiar, a cambio de la existencia junto al marido. Consiguientemente, es expropiada en el mismo momento en que empieza

a producir, y es expropiada porque está dispersa entre las distintas familias. Tenemos aquí el clásico modelo de alienación: producción socialmente necesaria y apropiación pri­ vada del producto: lo que la hace posible es la se­ paración de las mujeres entre sí, la adopción de ca­ da una de ellas porl parte de un varón. La mujer es raptada en un mundo que la usa para sus fines co­ mo medio de producción (2)., Separar a las mujeres entre sí significa privarlas de su identidad, sustitui­ da por la identificación subjetiva de cada una de ellas con su propio hombre. La «producción natu­ ral» de la mujer, una vez que es privatizada por ca­ da varón, expropia a la m ujer de sí misma, en cuan­ to que ella misma es un medio de producción: es vaciada desde dentro. El complejo de castrada es esclarecedor: no es nada más que no-varón, debe pues incorporarse a él para encontrar la subjetivi­ dad. De esta manera producir, para ella significa ser expropiada y excluida; su autonomía se vuelve su condena. La casta

Los dos elementos analizados (igual condición y dispersión) no deben ser considerados separables, ni estructural ni históricamente; se construyen re­ cíprocamente y negar uno significa negar también el otro. Combinados conjuntamente permiten decir que todas las mujeres en cuanto mujeres están excluidas del mundo y de sí mismas; son expropiadas inte­ gralmente del propio producto y de la propia perso­ na, en cuanto instrumento de producción de pro­ piedad ajena. El sujeto de esta propiedad es el va(2) Cuando aparece por primera vez, el matrimonio se realiza precisamente en la forma violenta del rapto: cos­ tumbre que todavía hoy no ha desaparecido completamente.

rón, y el mundo del que están excluidas es mascu­ lino. Y sin embargo las mujeres no son esclavas. En la relación de esclavitud «una parte de la so­ ciedad es tratada por la otra como mera condición inorgánica y natural de su propia reproducción» (3). El esclavo es una cosa, un instrumento de pro­ ducción, «condición inorgánica» —como dice Marx— de la producción; se le coloca al mismo nivel que a los otros seres de la naturaleza, junto al ganado o como accesorio de la tierra. Su insustituibilidad y su profunda diferencia de los demás medios de producción están en el hecho de que él, precisamente en cuanto ser humano, pue­ de hacer lo que ningún animal, instrumento o m á­ quina podría hacer en su puesto: el esclavo siem­ bra, cultiva, etc. La relación de esclavitud da lugar a la relación de posesión del propietario agrario: el esclavo, co­ mo cosa, es poseído, puede ser matado, vendido, no tiene descendencia. Quien lo posee extrae de ello un poder particular que no podría sacar en la misma medida de la posesión de simples cosas: poseer a los esclavos significa apropiarse también de su vo­ luntad, en tanto que seres humanos. La mujer hoy ya no es esclava: formalmente es libre. Mientras que el esclavo no tiene ningún dere­ cho, la m ujer los tiene incluso jurídicamente. La sociedad burguesa la considera libre, igual. La burguesía ¿a eliminado la esclavitud, porque el supuesto necesario para las relaciones capitalis­ tas son los «trabajadores libres». El capital no se apropia del obrero, sino de su trabajo. El obrero es un «ciudadano libre». «Estar en relación sólo con los medios de susten­ to, encontrarlos ya existentes en cuanto condición natural del sujeto que trabaja, sin tener con el te­

rreno, ni con el instrumento ni con el trabajo mis­ mo una relación como con algo propio, es au fond la fórmula de la esclavitud» (4). El obrero no es el esclavo liberado, sino aquél que ni siquiera tiene «relación con los medios de sustento», y está, por lo tanto, obligado a venderse. No es libre, pues, como querría hacer creer la socie­ dad burguesa, sino expropiado: sus condiciones de libertad están vacías puesto que otros (el capitalis­ ta) y no él, son sus dueños. No hay una relación en­ tre iguales, pues, sino una relación que, si es ver­ dad que ya no es de posesión como ocurría durante la esclavitud, es una relación de puta dominación. También para las condiciones de libertad de la mujer se puede hacer un razonamiento análogo: no es verdad que puede aceptar o rehusar venderse al hombre, que es libre de escoger, de autodeterminarse; por el contrario, está obligada a contraer libre matrimonio. Por otra parte, la m ujer no puede ser considera­ da como una clase entre las clases; más bien es al­ go que está «frente» a las clases, constituyendo el hemisferio escondido del mundo clasista del capital. En efecto, todas las mujeres no ocupan el mismo puesto en el sistema determinado por la producción social capitalista. Esto presupondría que todas ellas formasen un único grupo y que disfrutasen en la misma medida de las ventajas y desventajas deriva­ das de su relación con la producción. La clase se define tomando como base las rela­ ciones de producción: un proletario es proletario en la medida en que no posee los medios de produc­ ción; si llega a adquirir (¡por pura casualidad, se entiende!, por ejemplo, una herencia) propiedad de medios de producción, se convierte en capitalista. No hay determinación ”natural” o ”biológica” en la determinación de clase.

Para la mujer no hay ascensión jerárquica en ía sociedad que pueda cambiar en profundidad su «ser mujer». Las mujeres, por su relación con el hombre, y en tanto que asociadas a él, están dispersas entre las clases, no como burguesas o proletarias, sino como esposas-madres-hijas de burgueses o proletarios. No sólo en base a su relación con la producción están asociadas a una clase o a otra, sino también en base a su relación con el hombre. Las mujeres en cuanto tales no son de ninguna clase, aunque estar asociadas, por ejemplo, a un hombre de la clase burguesa ( ¡ él sí que es verdade­ ramente burgués! ) conlleve ciertos privilegios. Por otra parte, considerar a las mujeres coloca­ das en las distintas clases, explicando sobre esta ba­ se su distinta condición, significaría motivar y que­ rer explicar la condición de la m ujer como determi­ nada sólo por el tipo de producción social capitalis­ ta, como si su condición fuese originada y agotada en la división social capitalista del trabajo. El capital ha «creado» al obrero, pero no ha crea­ do a la mujer: solamente ha cambiado su condición. La condición de la m ujer no nace con la burgue­ sía, y se explica sólo viendo la precedente condición histórica de la mujer, en la que se ha insertado el capitalismo. La relación de la m ujer con el capitalismo sola­ mente se explica hasta el fondo comprendiendo su relación con el hombre: relación que ha permitido al modo de producción capitalista crear, por una parte al hombre «trabajador libre» (en el sentido marxista del término), y por otra a la mujer como fuerza de trabajo no libre. Notemos, pues, que hay estratos dentro de la so­ ciedad patriarcal que no pueden ser suprimidos, ni reducidos a esclavitud, y que, no obstante, signifi­ cando, por sus características intrínsecas, una ame­ naza a la circulación fluida de la sociedad, no pue­

den ser considerados iguales a los demás. Estos es­ tratos son rígidamente separados e inferiorizados dentro de ghettos: piénsese en los judíos, los locos, los delincuentes; o también en las fuerzas armadas, los niños, los negros norteamericanos. Esos grupos son castalizados, y rígidas normas regulan los raros puntos de contacto con el resto de la sociedad. Y esos estratos están oprimidos, aunque no necesariamente explotados. Para que haya explo­ tación es necesario que tengan una función produc­ tiva itrínseca: en este caso tenemos la propia y ver­ dadera casta. Es decir, la casta no es un conjunto de actitudes o de ideas, sino que tiene siempre una fundamentación económica concreta. La fundamentación económica, material, de la casta de las mujeres es su «autonomía productiva» (producción de los hijos y trabajo doméstico). Con el afianzamiento de la propiedad privada, es­ ta particular «habilidad» de la mujer poseía en sí misma la posibilidad de convertirse en un hecho de­ moledor respecto al sistema basado en dicha pro­ piedad privada; igual que el artesano que poseía el instrumento de producción a causa de su habilidad en el trabajo y, precisamente por eso ,podía ser pe­ ligroso. Marx dice a este propósito: «Donde el modo concreto de trabajo —la habili­ dad en él y, por tanto, la propiedad del instrumen­ tó de trabajo— es igual a la propiedad de las condi­ ciones de producción, ello excluye la esclavitud y la servidumbre de gleba: Puede haber, sin embargo, un desarrollo negativo análogo bajo la forma de sis­ tema de casta» (5). En tal caso la discriminación es realizada a par­ tir de una capacidad productiva típica y circunscri­ ta. Al contrario de cuanto sucede en la división en clases (en la discriminación se base simplemente en la posibilidad de disponer de la genérica fuerza de trabajo ajena) se domina a estos estratos a causa

de una habilidad indispensable suya: para hacer funcional su producción al orden establecido de la sociedad. Hay siempre una falsa conciencia en la base de la castalización: no se quiere reconocer la libre subjetividad y, por consiguiente, la humanidad de quien es indispensable. Reconocerla significaría estar a merced de algo que se siente peligroso, con­ taminante, impuro, inmoral. A la m ujer se le ha im­ puesto, pues, el control y la dominación de la ma­ ternidad; pierde el derecho a decidir sobre su pro­ pio cuerpo, se vuelve un mero instrumento para la producción de hijos que no son suyos. Es preciso, pues, admitir, que el «cuerpo separado» de la casta cumple una función que, aún siendo esencial para la sociedad, es de tal naturaleza que debe ser saca­ da de la libre circulación de la misma sociedad. Creemos que este razonamiento vale sobre todo y ante todo para las mujeres, es más, que precisa­ mente sobre la base de la exclusión femenina se da la posibilidad conceptual (de falsa conciencia) y práctica de excluir a otros estratos. Desde que las mujeres fueron exluidas en su casta, excluir equiva­ le a «poner en condición femenina»: se castra a quien no se puede suprimir. Las mujeres son, pues, una casta, o mejor, la casta: las primeras separa­ das, las primeras castradas. El sistema de casta está basado siempre en ca­ racterísticas físicas perfectamente identificables: el sexo, el color de la piel. No es posible escapar de la condición castal porqué.no es posible escapar de la propia condición biologica. Si queremos dar una imagen gráfica de la casta, tenemos que imaginarla como una pirámide de ba­ se amplísima y con algunas «puntas avanzadas» por vértice. Y para explicar mejor este concepto de con­ figuración piramidal de la casta, refirámonos a la condición de los negros de Norteamérica. También su situación castal, en efecto, puede ser expresada figurativamente como una pirámide de

base amplísima formada por todos los negros del ghetto y en cuyo vértice están los pocos negros de la City. Pero estos últimos, a la vez que son utiliza­ dos por la burguesía como ejemplo para todos de la posibilidad de emancipación de la miseria del ghet­ to, son también ellos, precisamente, los que permi­ ten ver de manera inequívoca la situación castal del negro. En efecto, no hay ascensión social posible que transforme en la Norteamérica blanca un negro en un igual. Más allá de su posición de clase, cuen­ tan su piel, sus labios, su pelo. No obstante, crear una burguesía negra ha sido una política concreta de Norteamérica: esta políti­ ca recibe el nombre de tokenism (6). Un razonamiento análogo puede hacerse para la mujer. En la base de la pirámide están todas las muje­ res obligadas, para poder sobrevivir, a no poder evi­ tar la «relación con el hombre», que para ellas sig­ nifica también una concreta explotación económica sufrida precisamente en cuanto mujeres (en parti­ cular el trabajo doméstico). En el vértice, en cam­ bio, están las pocas «emancipadas», es decir, las que, en efecto, tienen la posibilidad de emanciparse de la constricción material a la relación con el hom­ bre, las que, por ejemplo, pueden prescindir del ma­ trimonio: son esas pocas que, por los más varia­ dos motivos (herederas, actrices, etc.), tienen una renta alta. Pero esa no-indispensabilidad de la rela­ ción con el hombre, en vez de ser premisa de liber­ tad y posibilidad de relación entre iguales, es jus­ tamente lo que muestra, como en el caso de los ne­ gros de la City, la condición castal a que la m ujer (6) Término intraducibie derivado de token («signo», «símbolo»). Designa ia política de concesiones y reformas simbólicas con las que el poder blanco de los Estados Uni­ dos enmascara la discriminación y la segregación respec­ to a los negros, tendiendo a integrar algunas franjas privi­ legiadas, intentando dividir así sus fuerzas y debilitar la carga antagónica. (Confrontar con P. A. Baran y P. M. Sweezy: "II capitale monpolistico”, Einaudi, Torino, 1968).

está sometida. La emancipada, en efecto, abando­ nando a millones de mujeres tras de sí, o intenta la escalada social usando precisamente lo que la mantiene m ujer (o sea, su anatomía) y continúa, por tanto, de todas formas en condiciones de inferiori­ dad, o, rechazando radicalmente su «ser mujer», in­ tenta competir con el varón «en su terreno», propo­ niendo a las demás mujeres una presunta vía de li­ beración que, precisamente en la medida en que va­ le para pocas, no hace más que sancionar la exclu­ sión de la inmensa mayoría de las mujeres. La condición biológica es un hecho identifican­ te: el dominio del blanco sobre el negro, del hombre sobre la mujer, no está mediatizado por nada (como en el caso del proletario y el burgués, cuya relación está mediatizada por la propiedad de los medios de producción), sino que es personal, directo: el cuer­ po mismo se convierte en el instrumento de la me­ diación. El blanco oprime al negro en cuanto negro, aun­ que el negro dentro de su casta puede haber alcan­ zado una posición más elevada que cualquier blan­ co: el blanco pobre se da un valor a sí mismo su­ perior al de cualquier negro; si una persona era ne­ gra, era considerada esclava aunque pudiera probar lo contrario. La mujer es oprimida en cuanto mujer, y nin­ gún hombre estaría dispuesto a cambiar su propia condición con la de ella. Al sistema de casta, están asociados todo un con­ junto de actitudes, prejuicios, ideas que, de por sí, no son la esencia de la casta; como ya hemos dicho, el sistema cíe casta es un sistema basado en la eco­ nomía, por lo que ningún cambio de ideas podrá cambiar el sistema castal. No es a través de un cam­ bio de mentalidad (que, por otra parte, sería imposi­ ble), a través del intento de abolir los prejuicios ra­ cistas, como desaparecerá el racismo: el racismo so­ lamente será abolido subvirtiendo las relaciones eco­

nómicas que dan vida y que se basan en el sistema de casta. El castalizado es otro, inferior, tabú. Es el nega­ tivo. Quien tiene en sus manos las «condiciones de libertad y de existencia» ajenas, o sea, quien puede reducir al otro a condiciones objetivas de debilidad y de discriminación, después puede descargar tran­ quilamente sobre el otro todo el mal, lo negativo. Es típica de la mentalidad estereotipada la actitud maniquea respecto a la realidad: o bueno o malo, o bello o feo, o positivo o negativo... Es posible pro­ tegerse de la angustia y del miedo existencial pro­ yectando sobre el otro todo el mal y reservándose para sí mismo todo el bien. Así el que define, al mis­ mo tiempo establece donde se distribuye el bien y el mal. Lewis Carroll, en Alicia en el país de las Maravi­ llas, lo había entendido bien: «Cuando yo uso una palabra —dijo Humpty Dumty en tono casi defensivo— esa palabra quiere decir exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. «El problema —dijo Alicia— es si tú puedes dar a las palabras tantos significados distintos. «El problema —dijo Humpty Dumty— es quién debe ser el patrón. Eso es todo». Pero para que a alguien le sea posible ser el bien, lo positivo, es necesario que mida la amplitud de su positivo y de su bien con un mal, un negativo. «La mujer es considerada no positivamente co­ mo lo que es en sí, sino negativamente como apare­ ce ante el hombre, aunque también hay Otros, ade­ más de la mujer, no es menos verdad que ella es definida como Otro. Su ambigüedad es la ambigüe­ dad misma dé la relación con el Otro. Ya lo hemos dicho, el Otro es el Mal; pero al ser necesario al Bien, vuelve al Bien: a través de él encuentro el car mino del Todo, y sin embargo, es el Otro quien me

separa de él, y la puerta del Infinito es la medida de mi finitud» (7). El Omnipotente Administrador (el hombre blan­ co de Eldrige Cleaver) se ha arrogado la Mente y ha reducido al Negro a Cuerpo, Siervo Superviril. El hombre ha sustraído la inteligencia a la mu­ jer, la ha hecho cuerpo, Superhembra o Amazona. La inferiorización es un hecho concreto: La mu­ jer, como el negro, ha sido expropiada de su perso­ nalidad, de su identidad. La m ujer tiene una vida terrible, ha sido destruida mucho antes de morir porque en el fondo cree verdaderamente lo que los hombres le dicen de ella. Este «creer» la lleva a que­ jarse del propio estado y a hacer real la inferiori­ dad: «Debemos tener muy presente que nos han am­ putado parte de nosotras para que nos adaptásemos a esta sociedad. Debemos intentar imaginar qué ha­ bríamos podido ser si no nos hubieran dicho desde que nacimos que somos estúpidas, incapaces de ana­ lizar nada, intuitivas, pasivas, físicamente débiles, histéricas, hiperemotivas, dependientes de la natu­ raleza, incapaces de defendemos de cualquier ata­ que, hechas solamente para ser mujeres de casa, ob­ jetos sexual, centro de servicios emotivos para un hombre, o para hombres y niños. Y esto solamente si tenemos suerte, porque ¡ podríamos habernos vis­ to obligadas a escenificar una falsificación comercial de todos estos papeles como secretarias de alguien! No nos hemos convertido en esto por herencia o por accidente. Nos han modelado en estas poses defor­ mantes, constrengido a estas tareas serviles, nos han hecho para pedir perdón por existir, enseñando a ser incapaces de hacer cualquier cosa que necesite la más mínima fuerza, como abrir puertas o bote­ llas. Nos han dicho que éramos estúpidas, que éra­ mos pavos reales. (7) 150

S. de Beauvoir: El segundo sexo.

«Durante millares de años hemos tenido atados los piés de la mente y de la emotividad» (8). Pero como dice Fanón: «Hay una zona de no-ser, una región estéril y ári­ da, un valle absolutamente desnudo, desde donde puede arrancar un verdadero y propio nacimiento». Si el hombre encierra a la m ujer en su «femini­ dad», él, en consecuencia, permanece encerrado en su «masculinidad». El sexo se vuelve un fetiche: las relaciones entre hombre y m ujer son como re­ laciones entre cosas, aunque se trate de «cosas» con distinto poder. La estereotipificación m ata a la mujer, pero li­ mita también al hombre. La relación se hace impo­ sible. Y eso que llamamos amor tiene puestas todas las premisas para convertirse en neurosis. Pero pa­ ra que todo este absurdo castillo pueda permanecer en pié y el sexismo, el racismo, la exclusión, la autoanulación puedan perpetuarse, hace falta también reglamentar las relaciones, poner una serie de nor­ mas inviolables que regulen los intercambios entre inferiores y superiores. Los que forman parte de una casta están suje­ tos a tabús. Miles de tabús controlan los contactos entre lo masculino y lo femenino en cada sociedad. «Para nosotros el significado de tabú tiene dos acepciones opuestas: por un lado quiere decir san­ to y consagrado, por el otro inquietante, peligroso, prohibido, impuro... El tabú se expresa esencial­ mente en prohibiciones y restricciones... «Las prohibiciones derivadas del tabú carecen de cualquier justificación... «El tabú es una prohibición impuesta desde fue­ ra» (9). Por ejemplo, la m ujer debe someterse al tabú de la virginidad, que para ella es un hecho totalmente (8) M. Tax: La donna e la sua mente en «Note del secondo anno», Women’s Liberation, New York, 1969. (9) S. Freud: Tótem y Tabú, Alianza Editorial.

gratuito, que otros le imponen; para ella no tiene ninguna justificación, ninguna explicación interna: es el hombre quie da sentido a la virginidad de la mujer. Es a él a quien le interesa, dada su estrecha ligazón con la propiedad privada. Es una prohibi­ ción que no se la impone ella, pero que debe obser­ var estrictamente so pena de imposibilitar sus rela­ ciones con el hombre. Es la misma prohibición que la que se le impone al negro de no tener relaciones sexuales con la mujer blanca. La reglamentación de las relaciones entre los sexos tiene mil caras, y las normas de etiqueta, de gentileza a las que están co­ tidianamente sometidas las mujeres, no tienen na­ da que ver con la consideración hacia su persona, son la expresión social y pública del poder del hom­ bre sobre ellas, o sea, de su castalización. Las mujeres, cada una «ángel de su hogar», dis­ persas en las casas y en las familias, viven en un ghetto individual que las priva de la posibilidad de reconocer en las otras la misma explotación. Des­ perdigadas en las células incomunicables de las fa­ milias de hoy, no consiguen percibir, reconocer la identidad fundamental de su situación. En esto se diferencian de los negros, que al menos encuentran en los ghettos, como aspecto de segregación común y de espacio condividido, la materialización de la realidad de una opresión colectiva. Es allí donde re­ conocen su explotación común. La dispersión ¿tiene- como consecuencia inevita­ ble, pues, no reconocer én la otra m ujer la comuni­ dad de la propia opresión; es más, la lleva a la iden­ tificación con/el propio opresor. Encerrada en la pro­ pia casa, tiene como «médium» con el mundo y con el sentido de su propia existencia, a su hombre. Esta es también una de las razones por las que la mujer no aparece en la historia escrita: sobre la hecatombe de inteligencias femeninas, sucedida en la coherción y en la monotonía cotidianas, han pro» liferado los mitos de la incapacidad femenina.

Y la historia la han escrito los hombres como historia de líderes, de pensadores, de científicos. La sociedad masculina

Si es inmediatamente evidente que las mujeres son indispensables, hay que tratar de entender por qué no se puede reconocer su trabajo, cuál es la fuente del medio de que contaminen, de dónde sa­ can su potencialidad destructora, por qué en cada mujer se ve a una bruja. La respuesta no puede venir más que de un aná­ lisis global de la estructura del patriarcado. Su cons­ trucción articulada en familias y en clases, que es necesaria para la apropiación privada, no puede aceptar de ningún modo la tnaternidad libre y la li­ beración del trabajo doméstico. Maternidad libre significaría maternidad social, hecho que destruiría la separación entre privado y público, advenida con el nacimiento de la familia. Y erradicar lo privado de esta sociedad significaría simplemente aboliría. Aunque fuera sólo por este aspecto, hay motivos suficientes para que esta sociedad tema profunda­ mente a la m ujer y, consiguientemente, la separe de sí, como se separa el error de la verdad, el mal del bién. Esta sociedad es, pues, masculina. Pero al separar a las mujeres, las separa también entre sí, y puede erigirse como sociedad patriarcal, que en­ globa dentro de sí a la mujer, como naturaleza que debe doblegarse a sus fines. Pero patriarcado es, an­ te todo, sociedad del adulto contra el niño, de una clase contra otra, de una nación contra otra. En el fondo, de cada varón contra otro: bellum omnium contra omnes. A nivel profundo, «infraestructural», negando sexualidad autónoma a la mujer, alienán­ dola como mercancía, debe hacer de la libido un ins­ trumento de poder (10), y así es imposible que lle(10) El sexo femenino es hecho mercancía, fuerza de trabajo que recibe fuerza y utilización desde fuera. Pero entonces la libido masculina se hace capital.

gue a una verdadera genialidad, quedando al nivel de control anal sobre sí y el mundo. Es una socie­ dad que separa así el inconsciente del espíritu, po­ niéndolos en guerra entre ellos, y erige los super-yo de la moral y la religión, de los que es incapaz de liberarse porque los reproduce continuamente en la sujeción de la mujer. Mirándolo bien, el final de la «naturalidad» del trabajo femennio y de la m ujer misma, se plantea como el fin de la prehistoria —que es historia natu­ ral sobre todo por esto— y el comienzo de la histo­ ria verdaderamente humana, el reino de la libertad. «La relación del macho con la hembra es la más natural de las relaciones que tinen lugar entre hom­ bre y hombre. En ella se muestra hasta qué punto el comportamiento natural del hombre se ha hecho humano...» (11). Casta y proletariado

Del análisis marxista sabemos que el capital ge­ nera las fuerzas que lo destruirán. Sabemos, que el desarrollo de la burguesía ha creado por primera vez en la historia una clase que surge como antago­ nista general de la civilización actual. Esta clase, obrera, está destinada a construir el «reino de la li­ bertad», destruyendo todas las opresiones sociales, mediante la abolición del Estado y de toda división del trabajo. Pero hemos vigto también que tales objetivos úl timos están ligados concretamente a la liberación de la mujer. Si, por uin lado, se percibe inmediatamente la ne­ cesidad de lá convergencia clase obrera-mujer, es­ tá, por otro, el hecho de que la clase obrera está or­ ganizada, desde un punto de vista económico, en fa­ milias, es decir, basándose en la explotación de la (11) 1844.

K. Marx: Manuscritos económico - filosóficos de

mujer; con razón, pues, ellas incluyen a la clase obrera en el sistema masculino a destruir. Dicha convergencia resulta, en primera instancia, imposi­ ble: históricamente las organizaciones de la clase obrera reproducen en su interior el poder masculi­ no, excluyendo a las mujeres de las instancias más significativas. A propósito de los sindicatos ingleses, Engels es­ cribió: «Son las organizaciones de las ramas del traba­ jo en las que predomina el trabajo de hombres adul­ tos. Y hasta ahora la concurrencia del trabajo de las mujeres y de los muchachos... no ha sido capaz de destrozar su fuerza organizada... Constituyen una posición relativamente cómoda y la aceptan como definitiva» (12). Es necesario tener una visión dialéctica de la clase obrera, visión que está implícita en todo el análisis marxista. La clase obrera tiene, en efecto, un doble aspecto: por un lado no es más que una clase (la más mísera de todas las clases) que partici­ pa en la perpetua de las clases, característica de la sociedad patriarcal. Al darse una organización es­ pontánea (las trade-unions) tiende constantemente a arrancar mayor poder económico a la burguesía: este sentido tiene la lucha de los cabezas de familia contra el capital, que pone continuamente en peligro a su familia (los bajos salarios que le obligan a ven­ der esposa e hijos) y que, de todas formas, le impi­ de un desarrollo adecuado (que es, por principio, ilimitado). En este sentido la clase obrera es una clase del sistema masculino y como tal juzgada por las mujeres. Pero ¿no es interesante recordar que Lenin (y, antes de él Marx) dice del tradeunionismo que «el desarrollo espontáneo del movimiento obrero (12) F. Engels: La situación de la clase obrera en In­ glaterra. (13) V. I. Lenin: ¿Qué hacer?

hace que se subordine a la ideología burguesa» (13), y como tal no es revolucionario, es más, puede in­ cluso asumir un aspecto reaccionario? (14). Hay una identidad, pues, entre influencia burgue­ sa sobre la clase obrera y su constitución en clase económica masculina. Es decir, como clase econó­ mica —producida por las relaciones de producción— está bajo la influencia burguesa tanto cuanto se ex­ presa y se organiza como masculina. La revolución, en efecto, no es un producto mecánico de luchas ca­ da vez más duras contra el capital: la experienia his­ tórica y el pensamiento marxista nos lo confirman. La clase obrera puede, sin embargo, ser aborda­ da también de otra manera: como el conjunto de todos aquellos que son expropiados por el capital, como proletariado, la «clase que no es clase», la clase de los que no tienen familia, ni ninguna otra propiedad, que no tienen religión, ni leyes, ni Esta­ do. En este sentido la clase obrera es la negación viviente del capital, y en la toma de conciencia está incluido que capital y clase obrera son radicalmen­ te distintos, que el proletariado puede plantearse in­ tereses y fines radicalmente alternativos a la burgue­ sía: el final de las clases, la destrucción de la fami­ lia, el fin de la propiedad privada, la abolición del Estado. La clase obrera afirma entonces el socialis­ mo y el comunismo como sus objetivos, y realiza la lucha política, o sea, general, no sólo contra la bur­ guesía, sino contra todos los aspectos opresivos de una sociedad basada en .la propiedad privada, en la división del trabajo, en la alienación sexual. Y desde este punto de vista la clase obrera, o mejor, el proletariado, se coloca implícitamente fue­ ra y contra el sistema masculino en sus expresiones (14) Engels, en 1858, escribía que «un real y progresi­ vo aburguesamiento del proletariado inglés... parece que­ rer llevar las cosas hasta el punto de tener... un proleta­ riado burgués junto a la burguesía». (K. Marx y F. En­ gels: Cartas. Véase también Lenin Sobre el chovinismo obrero antiinternacionálista).

históricas y en sus instituciones fundamentales (15), y no sólo se derrumba la oposición a la liberación de la mujer, sino que, además, comprende dentro de sí como parte fundamental a la m ujer como la primera de los expropiados, la parte más integral­ mente e íntimamente explotada. Y la medida de su conciencia socialista está dada también por el des­ arrollo que tenga la lucha de liberación feminista. Por otra parte la mujer, reinterpretando el capita­ lismo como contradicción última y más explosiva del patriarcado, tiene la posibilidad de encontrar en todos los trabajadores productivos y expropiados a sus aliados históricos. La lucha de las mujeres contra el hombre dura­ rá mientras exista la familia; pero la familia está contra el proletariado. Por consiguiente la contra­ dicción que exista será una «contradicción en el se­ no del pueblo», no antagónica con la parte mascu­ lina del proletariado revolucionario.

(15) No por casualidad la parte más revolucionaria del proletariado es la formada por los jóvenes, los que no só­ lo no son cabezas de familia, sino que además sufren la opresión familiar.

IV.

LA FUERZA DE TRABAJO FEMENINA: VERIFI­ CACION DE LA CONDICION CASTAL

Si es verdad que el trabajo doméstico, al menos en las funciones esenciales que han sido descritas, es lo que, ante todo, determina a una mujer, es tam­ bién verdad que sólo una parte de las mujeres ago­ tan completamente su actividad con el trabajo do­ méstico. Y ello ocurre por dos razones fundamenta­ les: 1) En la mayoría de los casos (y sobre todo al referirnos a las clases proletarias y pequeño-burguesas) lo que gana el marido no es suficiente para man­ tener a toda la familia. La mujer, entonces, se ve obligada a ir a trabajar por una simple razón de su­ pervivencia. 2) En otros casos (pero esto en menor medida y refiriéndonos sobre todo a las clases medio-bur­ guesas y burguesas) la m ujer decide trabajar tam­ bién fuera de casa, en el intento de encontrar un mí­ nimo de independecia del hombre. Más allá de las razones por las que la m ujer tra­ baja también fuera del ámbito doméstico (que son siempre —incluso en el segundo caso— razones de necesidad), podemos afirmar que las mujeres son una competente estructural (si se puede decir así, entendiendo que son parte integrante) de la fuerza de trabajo. ; Nos parece importante decir esto en prim er lu­ gar, porque muy a menudo, cuando se intenta poner en evidencia las características de la fuerza de tra­ bajo femenina, se da muy poco relieve al hecho de que en ninguna sociedad se ha podido prescindir del trabajo femenino. Se habla del trabajo de las mu­

jeres como de una excepción o de algo que tiene es­ casa importancia: eso no ha sido verdad nunca. La mujer no se ha agotado nunca sólo en el trabajo do­ méstico. E. Sullerot, a lo largo de todo un libro, de­ muestra que la m ujer ha trabajado siempre, desde las constructoras de pirámides eni el antiguo Egipto hasta nuestros días. Es más, la figura del ama de ca­ sa como aquella que tiene única y exclusivamente tareas domésticas es un producto típico de la socie­ dad capitalista derivado del ya citado proceso de separación del lugar de producción (en el sentido de «producción de mercancías») y del lugar de re­ producción de la fuerza de trabajo. Hemos hecho esta breve puntualización en res­ puesta a las absurdas posiciones que hacen decir a burgueses y bienpensantes: «ahora que la mujer trabaja...». Esa es la típica expresión de quien por un lado considera al trabajo doméstico como no-tra­ bajo y por el otro ve como algo muy especial el he­ cho de que para ganar un salario la m ujer tenga que salir del ámbito doméstico y venderse en el mer­ cado de fuerza de trabajo. Y eso no es ni más ni me­ nos que lo que tiene que hacer toda la fuerza de tra­ bajo, masculina y femenina, en una sociedad capi­ talista. La salida del hombre del ámbito doméstico se considera totalmente natural. La salida de la m ujer no; se habla, en efecto, de trabajo extra-doméstico definiendo el "fuera" en relación al "dentro”. Sólo para la mujer existe un «fuera» de lo doméstico; para el hombre no existe nada «doméstico» de lo que tenga que salir. Hecha esta puntualización, es necesario analizar en concreto la fuerza de trabajo femenina, ya que sus características, muy distintas de las masculinas, son la ulterior confirmación de que las mujeres, en tanto que mujeres, son una casta determinada de la sociedad, y su utilización es la utilización que se puede hacer de quien entra en el mercado de fuer­

za de trabajo con una«etiqueta distintiva», precisa­ mente la etiqueta de su sexo. El sistema capitalista ha despojado de todo dis­ fraz a la situación castal de la mujer, de la misma forma que ha llevado al antagonismo entre burgue­ sía y proletariado. La burguesía «...en el lugar de la explotación disfrazada de ilusiones religiosas y políticas, ha puesto la explo­ tación abierta, sin pudores, directa y árida» (1). En un sistema capitalista trabajar significa «po­ ner a disposición del capitalista la fuerza de traba­ jo». Existe pues un mercado de la fuerza de traba­ jo donde los capitalistas obtienen la «primera mer­ cancía» para su supervivencia y reproducción como clase capitalista (y, por lo tanto, para la acumula­ ción capitalista). Pero en el mercdo de fuerza de trabajo hay mer­ cancías de distinto tipo y, según los casos, el valor de la fuerza de trabajo es distinto. Marx dice: «¿Qué es, pues, el valor de la fuerza de trabajo? Como para cualquier otra mercancía, su valor está determinado por la cantidad de trabajo necesario para su producción. La fuerza de trabajo de un hom­ bre consiste únicamente en su personalidad vivien­ te. A fin de que un hombre pueda crecer y mante­ nerse en vida, debe consumir una cierta cantidad de géneros alimenticios. Pero el hombre, como la má­ quina, se gasta, y debe ser sustituido por otro hom­ bre. Además dé la cantidad de objetos de uso co­ rriente, de los que tiene necesidad para su susten­ to, tiene también necesidad de otra cantidad de ob­ jetos de usó carriente para criar un¡ cierto número de hijos que tienen que reemplazarlo en el mercado de la fuerza de trabajo y perpetuar la raza de los obreros. Además, para el desarrollo de su fuerza de trabajo y para la adquisición de una cierta cantidad (1) K. Marx y F. Engels: Manifiesto del Partido Co­ munista.

de habilidad, debe gastarse una nueva suma de va­ lor. Para nuestros objetivos será suficiente conside­ rar solamente un trabajo medio, cuyos costes de instrucción y perfeccionamiento son de una magni­ tud insignificante. Aprovecharé, sin embargo, esta ocasión para establecer que, de la misma manera que los costes de producción de fuerzas de trabajo distintas son distintos, son también distintos los va­ lores de las fuerzas de trabajo empleadas en las dis­ tintas industrias» (2). Con este planteamiento Marx daba una base cien­ tífica a la diversidad de niveles retributivos de los trabajadores (los costes de formación de la capaci­ dad trabajadora de un técnico o de un obrero cuali­ ficado son mayores que los de un obrero normal) (3); pero esto no basta para explicar la diferencia de va­ lor que existe entre 1a, fuerza de trabajo femenina y la fuerza de trabajo masculina. La fuerza de trabajo femenina tiene globalmente un valor distinto de la masculina, aun cuando los "costes de producción” sean exactamente iguales. Lo que dice Marx es válido, en los mismos tér­ minos, para la m ujer (tanto más considerando que utiliza el término «hombre» entendiendo hombres y mujeres): «A fin de que un'a mujer pueda crecer y mante­ nerse en vida, debe consumir una cierta cantidad de géneros alimenticios. Pero la mujer, como la máqui­ na, se gasta y debe ser sustituida por otra m ujer (u hombre). Además de la cantidad de objetos de uso corriente, de los que tiene necesidad para su susten­ to, tiene también necesidad de otra cantidad de objetos de uso corriente para criar un cierto núme­ ro de hijos...». En realidad, esta sustitución del término «hom­ bre» por el término «mujer» en la frase de Marx, si (2) K. Marx: Salario, precio y ganancia. (3) Aunque es preciso notar que ahora la diversidad de niveles retributivos tiene casi únicamente una función ideológica de división de la clase obrera.

desde un punto de vista abstracto no debería susci­ tar admiración alguna, se revela como una mixtifi­ cación en los hechos. El salario de una mujer muy raramente le permite «crecer y mantenerse en vida» y mucho menos «criar un cierto número de hijos». Esto es fácilmente constatable en el caso de las ma­ dres solteras y de las viudas. La madre soltera, que no puede o no quiere contar con un hombre, se ve obligada a apoyarse en su familia o, como sucede más frecuentemente, en instituciones de asistencia pública. La definición de salario que da Marx, en efecto, se refiere al salario del trabajador varón (4). El sa­ lario femenino encierra en sí el hecho de que la m ujer tiene que vivir asociada a un hombre y, por consiguiente, tiene estructuralmente un carácter integrador del salario masculino. Incluso si examinamos una interpretación más amplia del salario, vemos que las cosas no cambian: «Las necesidades naturales de los obreros (nu­ trición, vestuario, alojamiento, etc.) son diferentes según las peculiaridades climáticas y otras peculia­ ridades naturales de los distintos países. Por otra parte, el volumen de las llamadas necesidades pri­ marias... es también un producto de la historia y de­ pende en gran parte del grado de civilización de un país» (5). Esta definición, que se remite a determinaciones no estrictamente fisiológicas (necesidades de super­ vivencia y reproducción del obrero) y que liga es­ tas necesidades á factores de carácter histórico-social, deja espacio a una interpretación del salario más elástica y que responde mejor a la realidad actual. Si es innegable que el salario se adecúa pues, al menos en parte, a las necesidades primarias in­ ducidas, es igualmente innegable que el desnivel en­ tre salario masculino y femenino, típico de la fase (4) En la parte III explicaremos por qué Marx habla de salario masculino y de cómo se constituye éste. (5) K. Marx: El Capital. Fondo de Cultura Económica.

inicial del capitalismo, no sólo se mantiene, sino que se hace más profundo, en relación precisamen­ te con la mayor capacidad adquisitiva de la fuerza de trabajo cualificada, es decir, la masculina, respec­ to a la que tradicionalmente ha sido y es de reserva. Todo esto no explica todavía el «salario femeni­ no» más que en el sentido de que hace resaltar ulte­ riormente su menor valor. El hecho es que, en lo que se refiere a la mujer, la «condición histórico-social» que explica su sala­ rio, es su condición de inferioridad y la discrimina­ ción presente en «el actual grado de civilización». Lo que en realidad sucede es que la m ujer entra a formar parte de la fuerza de trabajo de manera distinta al hombre. Su pre-definición en el trabajo doméstico, el hecho de participar en una esfera de producción de valores de uso, la coloca frente al ca­ pital de forma distinta al hombre, concretamente como mercancía que tiene un valor menor y a la que se reserva para una utilización muy particular. La situación de la m ujer es paragonable, salvan­ do las diferencias, a la del obrero-campesino que conserva un pedazo de tierra del que obtiene un po­ co de producción, la cual, no obstante, no le basta para sobrevivir y se ve obligado también a venderse en el mercado de fuerza de trabajo. El hecho de te­ ner ese pedazo de tierra se vuelve contra él como una maldición, porque determina su carácter de fuerza de trabajo barata. Engels, en La cuestión de la vivienda, habla pre­ cisamente de esta forma particular de explotación que, enmascarándose en perm itir al obrero una au­ tonomía productiva limitada, en realidad lo arroja a la condición de tener que trabajar más y estar más explotado. Dice Engels: «Aquí se demuestra en todo su esplendor qué ti­ po de bendición es la posesión de una casa y de un terreno para el obrero moderno. En ningún caso, exceptuando únicamente la industria casera irlan­

desa, se pagan salarios tan ínfimamente bajos como en la industria casera alemana. Lo que la familia produce con su trabajo en el huertecito o el peque­ ño campo de su propiedad se convierte en una dis­ minución que la competencia permite hacer al ca­ pitalista en el precio de la mano de obra; los obre­ ros se ven obligados a aceptar cualquier contrato porque si no se quedan sin nada, y no pueden vivir solamente del trabajo de su tierra; y dado que, por otra parte, es precisamente la posesión de esa tierra, de esa propiedad, la que les) ata, ni siquiera pueden buscarse otra ocupación. Este es el motivo por el que Alemania puede presentarse en los mercados mundiales con precios competitivos con toda una serie de pequeños artículos. Todo el beneficio del ca­ pital se deriva de una disminución del salario nor­ mal, y se puede, por tanto, regalar al comprador to­ da la plusvalía. «...Y llegados a este punto las cosas quedan cla­ ras: hechos que en un grado precedente de evolu­ ción histórica constituían la base de un relativo bien­ estar del trabajador —la ligazón entre agricultura e industria, la posesión de la casa, del huerto y del campo, la seguridad de la vivienda— se convit rten hoy, en la época del predominio de la gran in­ dustria, no sólo en la mayor atadura de los trabaja­ dores, sino también en la peor desgracia para toda la clase obrera, en la base de una reducción sin pre­ cedentes del salario no sólo en ramas concretas ozonas concretas de la economía, sino en todo el te­ rritorio nacional. No’ hay que maravillarse de que la grande y pequeña burguesía, que viven y se enri­ quecen de éstas detracciones anormales practicadas sobre los salarios, favorezcan la industria rural, es­ tén a favor de la posesión de la casa por parte del obrero y vean como único remedio para cualquier depresión agrícola la introducción de nuevas indus­ trias caseras» (6).

El trabajo doméstico de la m ujer es como el pe­ dazo de tierra del obrero-campesino. El trabajo do­ méstico, que «en un grado precedente de evolución histórica» contribuía al bienestar de la familia, en el sistema capitalista se vuelve su atadura, lo que empeora su condición de fuerza de trabajo y la ha­ ce fuerza de trabajo de menor valor. Engels, refinando a los burgueses ilustrados que majntenían que el obrero se volvía capitalista al ad­ quirir la propiedad de una casa, dice: «Hagamos la hipótesis de que en determinado distrito industrial se ha convertido en regla la pose­ sión de la casita por parte de los obreros. «En ese caso, la clase obrera de esa zona habita gratis-, los gastos de alojamiento no entran ya a for­ mar parte del valor de la fuerza de trabajo. Pero a cada disminución del coste de producción de la fuer­ za de trabajo, o sea, a cada disminución duradera de los precios de los medios de subsistencia de los obreros, corresponde "en base a las leyes férreas de la economía política” una reducción del valor de la fuerza de trabajo, a la cual corresponde, como últi­ ma consecuencia, una disminución de los salarios. Los salarios medios disminuirían, pues, en un total correspondiente a la medida de los alquileres ahorra­ dos, es decir, el obrero pagaría de todas formas el al­ quiler de su propia casa, pero no, como antes, en di­ nero entregado al dueño de la casa, sino en forma de trabajo no pagado retenido por el industrial para el que trabaja. De tal manera que los ahorros que el obrero ha invertido en su casita se convertirían, en determinada medida, en capital, pero no para él, si­ no para el capitalista que lo emplea» (7). El trabajo gratuito que hace la m ujer en casa se transforma en una disminución de su salario. Ello es posible porque ese trabajo gratuito se le entrega al hombre - marido, el cual, con su mayor salario, puede integrar la supervivencia de la esposa. Este

mayor salario del marido que compra parte (o to­ da) la existencia de la esposa, es la base material pa­ ra su dominación sobre la esposa. Si es verdad que el hombre basa de esta manera su dominación sobre la mujer, también es necesa­ rio, no obstante, entender que esto va en provecho del capitalista. Este proceso no es «neutro» para el capital: el capital tendría menor interés en mantener la domi­ nación masculina si la disminución que se realiza en el salario de la m ujer fuese reintegrada en su con­ junto en el mayor salario del hombre. En efecto, el mayor salario masculino comprende la posibilidad da mantener en vida a la mujer, pero no el pagarle el valor de todo el trabajo que hace en la casa. Es­ to es fácilmente constatable: si muchos hombres están en condiciones de mantener mujer e hijos con lo que ganan, ese mismo salario no sería suficiente para pagar una servidora doméstica (no la esposa) veinticuatro horas al día. Se verían todos obligados a tom ar una «mujer» durante algunas horas al día o, incluso, a decidirse a hacer ellos mismos el traba­ jo doméstico. Esto es aún más cierto en las clases proletarias, en las que el salario del marido ni si­ quiera alcanza para pagar la supervivencia de la es­ posa, viéndose así obligado a trabajar. El capital se apropia directamente también, pues, de una parte del trabajo gratuito que la m ujer hace en la casa. ¡ No hay que maravillarse, por lo tanto, si la burguesía declara que el trabajo doméstico es una gran realización personal y social de la mujer! A continuación vamos a tratar más detallada­ mente el tema del salario masculino y femenino, in­ tentando demostrar la confabulación objetiva del hombre, incluso del más explotado, con la clase ca­ pitalista cuando se toma a la m ujer como término de confrontación. En el mercado capitalista de la fuerza de trabajo existen, pues, dos mercancías: una con un valor

que no puede caer por debajo de ciertos niveles, y la otra con un valor distinto e inferior a la primera y cuyo nivel puede descender hasta dejar de garan­ tizar la supervivencia de la propia mercancía. La primera mercancía está constituida por la mayoría de los hombres. La segunda por todas las mujeres y por grupos determinados de hombres. Esta última afirmación merece una atención particular. Así como las mujeres entran a form ar parte del mercado de la fuerza de trabajo en tanto que mu­ jeres, o sea, sobre la base de una discriminación que las predetermina, hay también grupos de hombres que se encuentran en una condición análoga (aunque nunca totalmente identificable con la de las muje­ res). Esto es particularmente evidente en el caso del pueblo negro en Norteamérica. La discriminación sexual y la discriminación racial, a efectos del mer­ cado capitalista, tienen una función y una utiliza­ ción económica análoga. Es interesante analizar un gráfico que E. Sullerot presenta en su libro La m ujer y el trabajo ingresos medios anuaíes

Tomando como base este gráfico, podemos ha­ cer una serie de consideraciones: 1) Ante todo vemos dos categorías precisas trabajadores: por un lado los hombres blancos salarios y compensaciones varias que van desde 3.000 hasta los 6.000 dólares anuales. Por el otro hombres de color, las mujeres blancas y las mi res de color que perciben salarios que van desde mínimo de 800 dólares a un máximo de 3.500 res anuales. Son visibles pues, incluso las dos fuerzas de trabajo de las que se compone el mercado norteamericano. 2) En el interior de la fuerza de trabajo de «ti­ po inferior» vemos que todavía hay quien es «más inferior» y «menos inferior». La fuerza de trabajo de los hombres de color vale más que la fuerza de trabajo de todas las mujeres norteamericanas, blan­ cas y negras. 3) Por último se pueden ver las ulteriores dis­ criminaciones que existen en el seno de la fuerza de trabajo «más inferior»: las mujeres blancas valen más que las negras. Por lo tanto las dos categorías de fuerza de traba­ jo de las que sel sirve el capital son sobre todo, por un lado la «superior» formada por hombres y por otro la de todas las mujeres. Pero cuando grupos de hombres son puestos en una condición muy cercana a la de las mujeres (sobre la base, por ejemplo, de la discriminación racial), aún estando discriminados, siguen encontrándose en* una posición superior a la de todas las mujeres. * La existencia de una mercancía fuerza de trabajo de segunda categoría no es un retraso del sistema capitalista, no es un residuo superable evolutiva­ mente (reformísticamente); el capitalismo tiene co­ mo otra cara de su desarrollo la de generar necesa­ riamente el subdesarrollo. Eso es lo que vemos en el interior de todos los países de capitalismo avanzado (donde, dentro de

la división en clases, se encuentran las víctimas pre­ feridas del sistema —según expresión de Baran y Sweezy—; todo país, además de las mujeres, tiene «sus» negros, «sus» meridionales, «sus» inmigrados, etc.) y es lo que, a nivel de imperialismo mundial, se manifiesta en la relación entre desarrollo y subdesarrollo, entre países de capitalismo avanzado y Téreer Mundo. El perfil de m ujer que se determina en la fami­ lia, subordinada al hombre, con una función produc­ tiva no reconocida pero de importancia fundamen­ tal, se repite punto por punto en la sociedad, y en particular cuando se convierte en fuerza de trabajo. Vamos, a volver ahora más detalladamente (aun­ que siempre en líneas generales) sobre algunos as­ pectos de la fuerza de trabajo femenina. La colonia dentro de la fuerza de trabajo

Las mujres son una parte relativamente poco nu­ merosa del conjunto de la fuerza de trabajo. La par­ ticipación femenina en la mano de obra gira en tor­ no a un tercio del total, y esta proporción tiende constantemente a disminuir en algunos países. En general, en los países occidentales, los porcentajes de actividad femenina tienden a estabilizarse en tor­ no al 30% (aunque hay considerables diferencias de un país a otro) (8). (8) Fuerza de trabajo femenina sobre el total de po­ blación en distintos países: 1954 1959 1964 Bélgica 23’3 23’3 24’1 Francia 30’3 29’O 26’O 32’0 33’4 32’2 Alemania Federal 26’2 217 Italia 25'9 Holanda 18*1 18’6 (1957) 17’0 24’3 25'5 26’5 USA 18’0 207 Canadá 16’4 30’2 31’6 29’8 Reino Unido 327 337 32’2 Dinamarca 24'4 247 (1963) 35’6 Noruega 33'4 (1960) 361 — Suecia Hay que tener presente que las estadísticas solamente

En Italia la situación ha sido siempre dramáti­ ca para la fuerza de trabajo femenina, entre otras cosas porque el éxodo del campo, que/para los hom­ bres se ha resuelto parcialmente con la «deportación en masa», o sea, la emigración, o con la absorción de mano de obra por algunas grandes fábricas del norte, ha abierto a las mujeres escasísimas posibi­ lidades de integración en otros sectores (además de haber caído sobre sus hombros gran parte de la agri­ cultura). Es más, hay una tendencia general a la expulsión de las mujeres del mercado de fuerza de trabajo: en 1901 trabajaba el 32% de las mujeres, en 1951 el 25%; desde 1959 a 1968 la disminución global del empleo es del millón 500.000 unidades, de las que 1.200.000 son mujeres. Obsérvese la evolución del empleo femenino de 1959 a 1970: Fuerza de Trabajo femenina empleada y en busca de empleo - Italia (en miles) 1960 1962 f-t empleada 1959 1961 2.345 2.164 2.110 2.014 Agricultura 1.830 1.821 1.891 1.820 Industria 852 869 Comercio 836 817 56 59 64 Transportes 56 Otros 1.171 1.168 1.173 1.172 Total F-T 6.541 6.258 6.307 6.140 (comprendida la que está en busca de empleo) ISTAT revelan medias verdades: las mujeres que trabajan, en efecto, son muchas más; hacen el trabajo de los excluidos que las estadísticas no pueden mostrar. La gran masa de «trabajo negro», no regulado por ningún contrato y hecho principalmente por las mujeres, es algo de lo que se tiene experiencia únicamente en la medida en que se conoce la vida práctica de muchas mujeres (una hace de baby-sitter por la noche, otra lava los platos en tal hotel y otra hace la limpieza en una oficina), pero que aparece muy rara­ mente.

f-t empleada Agricultura Industria Comercio Transportes Otros Total F-T (comprendida

1963 1.780 1.813 861 67 1.157 5.837 la que

1964 1965 1.634 1.556 1.708 1.613 865 868 78 74 1.185 1.176 5.641 5.500 está en busca de

1966 1970 1.419 1.564 850 70 1.175 5.311 5.062 empleo) ISTAT

Los portavoces gubernativos y patronales inten­ tan siempre justificar la disminución de los niveles de empleo atribuyéndolos al mayor bienestar o al aumento del nivel de escolarización. En realidad, en las zonas en que existen mayores niveles de ren­ ta se dan también los más altos índices de actividad, mientras que son las zonas más pobres las más cas­ tigadas por el paro. Con todo y con eso, también en­ tre los trabajadores de las zonas más ricas las pri­ meras en ser expulsadas y encontrarse en situación forzada de «ama de casa» son las mujeres (9). Y ellas son una parte importante aunque relati­ vamente baja de la fuerza de trabajo global, que en Italia ni siquiera tiende a estabilizarse. Flujos y reflujos de la fuerza de trabajo femenina

Cuando se considera la media de empleo de las mujeres, debe evitarse creer que la fuerza de traba­ jo femenina «goza» de cierta estabilidad: los flujos y reflujos de la mano de obra femenina son una co­ sa de sobra conocida. Existen casos particulares en los que se puede observar un incremento espectacular de la fuerza de (9) Si examinamos las variaciones en el empleo que se dan en las regiones italianas de alto desarrollo capitalista, veremos que el «Mediodía» (zona subdesarrollada de Italia. Ndt) se encuentra también en el Norte, y este «Mediodía» son las mujeres.

trabajo femenina: la «mano de obra disponible» uti­ lizada de la forma más desverganzada, encuentra co­ yunturas históricas en las que su presencia se hace indispensable, en las que no es ya una presencia marginal, sino un elemento fundamental en el que se basa el sistema productivo. Claro ejemplo de ello son los períodos de guerra: los hombres son enviados masivamente al frente y deben ser reemplazados por las mujeres. En Alema­ nia y en Gran Bretaña este proceso fue particular­ mente evidente tanto en la Primera (10) como en la Segunda Guerra Mundial. Sullerot dice de este último período: «Cuando estalló la guerra en septiembre de 1939, lai primera consecuencia para las trabajadoras in­ glesas fue un improviso y fuerte aumento del paro. La mayor parte de las nuevas paradas habían traba­ jado en Is industrias productivas de bienes de con­ sumo (textil, confecciones, sector hotelero), en los servicios y en el pequeño comercio, castigados vio­ lentamente por la guerra. Además, mientras hubo hombres sin trabajo no se recurrió a las mujeres para la indusrita bélica. Al principio fue olvidada su existencia. «En diciembre de 1939 las mujeres en paro re­ gistradas oficialmente eran 270.000. Pero muy pron­ to, sobre todo tras la derrota de Francia, se tomó conciencia de las características de la guerra total que era necesario organizar, guerra que devoraba material a un ritmo desconocido hasta entonces. Se

(10) Entre 1914 y 1918 en Gran Bretaña se dio un in cremento de 792.000 mujeres en la industria. Entre 1913 y 1918 en Alemania se dio un incremento de 842.964 mujeres en los siguientes sectores: minero, meta­ lúrgico, mecánico y químico. «De hecho durante la guerra las mujeres entraron en el comercio y en las fábricas a centenares de miles. Medio millón en Gran Bretaña, donde de 600 mujeres empleadas por el Estado en 1914 se pasa a 170.000 en 1918: están en la policía, en los servicios auxiliares de la marina, por to­ das partes». (E. Sullerot: La donnaí e il lavoro, Etas Korapass, 1969).

elaboró un plan de producción de guerra y, en marzo de 1941, el Gobierno tomó la decisión de hacer tra­ bajar a las mujeres. «El Ministerio de Trabajo y de Servicio Nacio­ nal fue encargado de un verdadero y propio reclu­ tamiento, que en muchos aspectos parecía el reclu­ tamiento de hombres para el servicio militar. Fue organizado por clases de edad, comenzando por las mujeres más jóvenes. «...Se puede estimar en 2.000.000 el número de mujeres que antes no trabajaban y que encontraron empleo en las actividades del país en guerra. «...Después, cuando se presentó una nueva ca­ rencia de mano de obra, se animó a los empresarios para que emplearan madres de familia a horario reducido» (11). La misma «movilización» sucedió en los EE. UU., aunque no fuera necesarios decretos tan abiertamen­ te autoritarios: en marzo de 1941 las mujeres que trabajan son 10.880.000, en agosto de 1944 llegan a 18.030.000. Pero estas explosiones del empleo femenino tie­ nen un carácter totalmente excepcional, determina­ do por la necesidad de sustituir a los hombres. Las mujeres salen de ellas muy poco beneficiadas: pri­ mero son brutalmente explotadas durante «el es­ fuerzo bélico», después son expulsadas de nuevo de la producción social, reexpedidas sin muchos cum­ plidos y con procedimientos drásticos a las ocupa­ ciones domésticas. Al final de la Primera Guerra Mundial, en efec­ to, el porcentaje de mujeres trabajadoras descendió respecto a las cifras anteriores a la guerra en casi todos los países (12). (11) E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969. (12) Austria —12%; Dinamarca —10%; Bélgica —7’9%; Noruega —5’5%; Italia —5’6%; Irlanda —4'9%; España —4'4%; sólo en Alemania + 5’2%; Francia + 3 ’2%; Suiza ■ 1-2 % ; USA + 2’1%. Como dice E. Sullerot (de la cual hemos tomado los

En otras palabras, la fuerza de trabajo femenina resulta extremadamente elástica: es Ja parte más importante del ejército industrial de reserva. Un ejército industrial de reserva que, no obstante, tie­ ne características tales que no puede ser sustituido, dada la función que tiene, por ningún otro. También los parados y el subproletariado for­ man parte del ejército industrial de reserva, pero su presencia tiene un carácter explosivo, crea graví­ simos conflictos y las consecuentes explosiones de violencia. Esto se puede ver respecto a los negros norte­ americanos (13): se crean las terribles concentra­ ciones que son los ghettos; expulsados del seno de la opulenta América blanca, los negros forman otra América, la colonia encuentra un lugar concreto de identificación. El ghetto negro, de jaula, de conten­ ción, está transformándose en el más temido lugar de organización política y de revuelta social que Norteamérica haya conocido nunca. Las mujeres, por el contrario, expulsadas fuera de la producción social, van a parar a un ghetto muy poco peligroso, el ghetto individual de la fami­ lia. Dos ghettos de tipo distinto, sobre los que vol­ veremos para comprender mejor la diferencia que existe entre cualquier tipo de desempleo masculino y esta condición de la mujer. datos) estos ligeros aumentos no deben llevar a engaño; en efecto, en .el caso de Alemania, por ejemplo, mientras la población femenina activa respecto a la población feme­ nina total pasa del 30’4% al 35’6% (+ 5 ’2%), la población activa masculina pasa del 61’4% al 68%; por lo que é || porcentaje femenino, respecto a la población activa total, masculina y femenina, permanece estable. (13) Como dice Eldrige Cleaver son la parte «perpe­ tuamente en reserva del ejército industrial de reserva, los que no han trabajado nunca y nunca trabajarán, los que no consiguen encontrar un puesto de trabajo, son no-espe­ cialistas y no-adaptados, los que no han llegado nunca a especializarse en nuevos sectores».

¿Qué trabajo?

Característica de todos aquellos que en la socie­ dad capitalista se encuentran en la condición de cumplir la función de mano de obra de reserva res­ pecto a las necesidades del aparato productivo, no es solamente la de ser reserva, fuerza de trabajo elástica, sino principalmente la de entrar en la pro­ ducción en sus niveles más bajos. Dos hechos que, por otra parte, están íntimamente entrelazados: en tanto que fuerza de trabajo no estable ocupa los puestos más retrasados, los sectores de la economía menos desarrollados técnológicamente, los destinos a reestructuración (con el consiguiente despido), donde existe una alta intensidad de trabajo y las la­ bores son más humildes y monótonas; y el hecho mismo de ocupar estas posiciones expone a la fuer­ za de trabajo a la más alta inestabilidad. Las mujeres, sin embargo, noi sólo entran en los niveles más bajos de la producción, sino que en los mismos trabajos que puede desempeñar existe una decidida discriminación respecto a las posibilidades de elección del trabajador varón. Hay una notoria analogía de funciones entre lo que la mujer hace en el seno de la familia y lo que puede hacer como fuerza de trabajo: de esa mane­ ra el foso entre «trabajos masculinos» y «trabajos femeninos» se va abriendo cada vez más. Las mujeres constituyen casi la mitad de la ca­ tegoría «mano de obra común» (47%) y poco más de la décima parte de los especializados (11’2%) (14). Vale la pena analizar la distribución de las mu­ jeres por grupos profesionales para ver dónde se concentra la mano de obra femenina (o sea, los sec­ tores de producción donde la fuerza de trabajo utili(14) Ministerio de Trabajo, 1964.

zada está, en su inmensa mayoría, compuesta por mujeres): Distribución ocupacional por grupos profesionales. 1959 1965 Servicio Doméstico 947 93'8 Confección 67’6 68'1 Enseñantes 63’6 66'4 Industrias textiles 727 62’8 Servicios y cuidados personales 33'2 47’8 Servicios públicos 40'2 40’3 Comercio, empleadas, ventas 33’5 36’6 23'8 Administración pública y privada 32’4 Trabajadores agrícolas 28'4 31’9 Industrias de la alimentación 287 29’8 Transportes 9’1 7’0 Industrias del mueble 57 4*4 Industria metalúrgica 6’0 5'5 Materiales de construcción 2'2 2’0 Mujeres empleadas (globalmente) 27’2 27’6 datos del ISTAT En base a estos datos podemos hacer las siguien­ tes consideraciones: 1) No sólo recae exclusivamente sobre la muj el peso del trabajo doméstico, sino que cuando al­ guna familia puede descargar este trabajo sobre al­ gún otro, es de; nuevo •'úna mujer. Esto nos indica simplemente que el trabajo doméstico, cuando sale de la esfera de los valores de uso y se convierte en trabajo pagado, es uno de los trabajos más humil­ des; no está ya encubierto y «ennoblecido» como extensión de la función maternal, es uno de los tra­ bajos más embrutecedores y modestos. Las criadas no tienen muchas alternativas: el trabajo cotidiano que hacen dentro de su familia lo repiten punto por punto en la familia de algún otro.

Las mujeres de las clases superiores, si quieren librarse del trabajo doméstico, tienen que descar­ garlo sobre mujeres de clases inferiores (15): es de­ cir, no sólo continúa siendo atribuido a las muje­ res, sino que se convierte también en un medio a través del cual las mujeres que gozan de algunos privilegios de clase explotan a las mujeres de las clases inferiores. 2) Las mujeres son concentradas en medida considerable y superior a los hombres en las indus­ trias textiles y de confección. Y este es precisamen­ te un sector que en Italia se encuentra en condicio­ nes particularmente difíciles de mercado y de pro­ ducción, que sólo mediante una reestructuración tecnológica pueden ser resueltas. En la fase de tran­ sición actual estas industrias se mantienen compe­ titivas mediante la disminución de la plantilla y el consiguiente aumento de los ritmos de producción. Evidentemente, disminución de plantilla signifi­ ca disminución de la mano de obra femenina: y ello no solamente porque las mujeres son el porcentaje preponderante, sino también porque tienen funcio­ nes productivas de bajísimo nivel y no desempeñan casi nunca funciones productivas importantes den­ tro del ciclo productivo (16). A estos sectores, de todas formas, está sobre to(15) En Norteamérica este hecho es particularmente evidente si se considera que los servicios domésticos son desempeñados en un 19% por mujeres blancas y en un 55% por mujeres negras (en condiciones considerablemen­ te peores que las blancas). (16) Vilma Gaspare, responsable de la comisión feme­ nina de la UDI de Vicenza, dice: «Me refiero en particualr a la Lanerossi Vicenza y a la Marzotto. La busca de la competitividad y la eficacia empresarial han empujado a vertiginosos aumentos de los ritmos de trabajo con una re­ ducción paralela de las plantillas. Hablo de los cuatro mi] despedidos, de los cuales tres mil en la Lanerossi: el 60% en mano de obra femenina. De hecho la mujer mantiene una posición cualificada sólo en las secciones de remenda­ do: es excluida de las otras secciones, que son las clave». (Acta de Convenio sobre el empleo femenino y desarrollo económico .Milano, 2 de diciembre de 1967).

do (17) ligada una forma de trabajo que es, quizás, uno de los más sutiles modos de explotación capita­ lista: se trata del trabajo a domicilio, el eterno dato clandestino de las estadísticas (18). La inmensa ma­ yoría de los que lo practican son mujeres: es un tra­ bajo que parece hecho adrede para ellas —se hace en casa ¿qué más se puede pedir?—. Estas son las condiciones retributivas: «El precio lo fijan ellos y no hay nada que repli­ car; si pidiera cinco liras más por pieza no me da­ rían ya trabajo (de todas formas tendría que hacer­ lo igualmente, aunque me pagaran menos). El pre­ cio varía según la medida de los calcetines (de la medida 19 a la medida 45); hay diez liras de dife­ rencia entre una media y la otra, y además varía también según estén hechos, es decir, lisos o borda­ dos; por la medida 19/lisos cobro a 75 liras el par. De media salen 80 liras por par, pero después tengo que rebajar 15 liras por par para la costurera, por­ que lo hago sólo la malla; la costura del borde, que (17) «Desde hace años está produciéndose en el sector textil y en la confección en general una reestructuración que expulsa de la fábrica, junto a la fuerza de trabajo, gran parte de la producción misma. Se forma así una gran ma­ sa de pequeños empresarios que hacen pensar en una re­ edición de la libre concurrencia. En realidad, aunque tam­ bién para ellos los márgenes de beneficios son muy eleva­ dos, quedan como figuras de segundo plano, guiados por manos bastante más expertas que condicionan fuertemen­ te el mercado, fijando los precios de las materias primas y de los productos elaborados, y que, sobre todo, gestionan incontrastadamente el mercado de venta, las salidas del producto. - o ■ , «En esta relación de trabajo, la fuerza de trabajo pier­ de toda su fuerza contrastante, porque está dividida por cien patrones y mil cosas. Nada unifica a estas trabajado­ ras más que el sistema general que rige a toda la socie­ dad». (Colectivo de investigación de Ravenna, marzo de 1970). (18) «La oficina regional asegura que los trabajadores a domicilio de Lombardía son 7.558, las oficinas de coloca­ ción alzan la cifra a 23.835, una estimación sindical da un salto hasta 150.000 y, finalmente, la investigación dirigida por el profesor Luigi Frey, cuya prudencia es conocida, llega hasta 240.000». («II Giomo», 21 de enero de 1972). En Italia el número total de trabajadores a domicilio parece ser 1.700.000.

se hace a mano, la hago hacer fuera; como media llego a hacer dos pares por hora» (19). A partir de la atomización de las mujeres, cada una en su familia, son explotadas para poner en pie un sistema de extorsión de trabajo que evita el ries­ go de crear posibilidades de reacción contra la ex­ plotación. Las mujeres, aisladas unas de otras, tie­ nen en su contra todo un sistema, al que no pueden oponer fuerza alguna salvo la de la desesperación individual, que lleva a trabajar cada vez más y por menos dinero (20). Resulta claro entonces que estas mujeres puedan llegar a envidiar la condición obrera: un horario me­ nos elástico*, algunos seguros elementales, la posi­ bilidad de contar con la concentración, que permi­ te desarrollar fuerza y lucha política. No obstante, la condición de las obreras de las fábricas vuelve a plantear a las mujeres, además de la explotación general a la que están sometidos to­ dos los obreros, una condición de superexplotación. E. Sullerot resume, tras haber examinado la con­ dición obrera en la mayoría de los países occidenta­ les, las siguientes características: — los trabajos que se confía a las mujeres son los más parcelizados (cadenas de montaje), son trabos puramente ejecutivos. Los trabajos prepara(19) Colectivo de Investigación de Ravenna, marzo de 1970. (20) Marx escribe, con palabras actualísimas: «En el llamado trabajo a domicilio esta explotación se hace más desvergonzada que en la manufactura, porque la capacidad de resistencia de los obreros disminuye cuando están dis­ persos, porque toda una serie de rapaces parásitos se in­ filtra entre el verdadero y propio dador de trabajo y el obrero, porque el trabajo a domicilio lucha en todas par­ tes con la industria mecánica o, por lo menos, manufactu­ rera del mismo ramo de producción, porque la pobreza roba al obrero las condiciones de trabajo más necesarias, espacio, luz, ventilación, etc., porque crece la irregularidad del empleo y, finalmente, porque la competencia entre obreros llega necesariamente al máximo en estos últimos refugios de aquellos que han sido puestos en sobrenúmero por la gran industria y por la gran agricultura». (K. Marx: El Capital. Fondo de Cultura Económica).

torios (por ejemplo, la puesta a punto de la má­ quina) no son nunca confiados a lasomujeres; — los trabajos confiados a las mujeres no compor­ tan variación alguna y no requieren conocimien­ tos mecánicos; — el carácter repetitivo' de los trabajos confiados a las mujeres es más remarcado, porque general­ mente se trata de trabajos de ciclo corto: rema­ ches, perforaciones, soldadura, pequeños monta­ jes. El trabajo femenino en la industria es mu­ cho más monótono que el que se confía a los hombres; — el prevalecer de la manualidad es típico de las cualificaciones llamadas «femeninas»; — a las trabajadoras se les exige sobre todo veloci­ dad; — sus puestos son siempre los que requieren me­ nos responsabilidad: las máquinas costosas, las máquinas nuevas, son regularmente confiadas a hombres. En los equipos de trabajo, si son mix­ tos, están subordinadas a un hombre. Las mujeres en la industria responden a un im­ portante criterio capitalista: ser personal fácilmen­ te intercambiable y, en consecuencia, mantenido a un nivel bajo de calificación para poder ser poliva­ lente a bajo coste (según la definición de un gran in­ dustrial turinés de quien, por desgracia, no conoce­ mos el nombre). /. ’V * 3) Todos los0trabajos" a los que hasta el momen­ to hemos aludido (más a"título de ejemplo que ha­ ciendo una investigación seria, lo que requeriría otros medios) son «trabajos femeninos», por la sen­ cilla razón de que son desempeñados prevalentemente por mujeres. Son trabajos que tienen como característica ge­ neral la de ser los «peores» y, en cuanto tales, les eS¿ destinado un sector de la humanidad considerado’ «inferior».

Existen, sin embargo, trabajos que se asignan casi exclusivamente a las mujeres, para lo cual se sacan a relucir características consideradas típicas de la mujer. Las mujeres italianas constituyen el 62% del personal enseñante, pero la mayoría están en la en­ señanza elemental. Mientras se trata de enseñar a los niños, este trabajo es considerado una «misión» particularmente adecuada a la mujer, pero cuando se sube en la escala jerárquica (y en el prestigio y en los ingresos) las «cualidades» de la m ujer no son ya necesarias. Los barones (*) universitarios son eso, barones, y no «baronesas»; ya es mucho si al­ guna mujer (con sobresaliente y 110 «cum laude») consigue ser asistente-ayudante-confidente de algún barón. Pero los trabajos más típicamente femeninos, los que incluso han registrado un incremento en el em­ pleo, son los del sector terciario: empresas comer­ ciales, bancas, compañías de seguros, servicios pos­ tales y telefónicos, servicios sanitarios y de asisten­ cia, administración pública y publicidad. Son las mujeres secretarias, las dactilógrafas, pe­ rennemente pegadas a una máquina de escribir, ca­ si siempre dependiendo de un hombre. En estos trabajos se reproduce (en algo que va mcuho más allá del menor salario y de la mayor descalificación) la relación de esclavitud que existe en el interior de la familia (21). * El término "barone” es utilizado —y encuentra su significado— en italiano en su estricta acepción original: los «barones universitarios» son los que usan de su cáte­ dra tal como un señor feudal usaba de su feudo (NDT). (21) Una secretaria, entrevistada por el «período fe­ menino» «Gioia», habla así de su trabajo: «Estudié en las escuelas comerciales y empecé a los quince años como ta­ quimecanógrafa. Después de un poco de tiempo pasé a la Vichy como secretaria del director comercial. «He seguido a mi jefe durante toda su carrera ( ¡la su­ ya, exactamente!); hoy es el director general. «El mío es un trabajo agradabilísimo, no cansado, pero bastante ocupado y con un horario muy elástico. Una de nuestras principales tareas es organizar la jomada del di­

Dice E. Sullerot: «El oficio de secretaria no se concibe ya más que como un sucedáneo de la relación sexual. Es pues necesario que la secretaria se adapte a su jefe tal como debe adaptarse a su caballero en un baile, y nótese cómo esta idea de pareja entre hombre eje­ cutivo y m ujer espejo tiende a justificar el oficio fe­ menino» (22). Otra actividad típicamente femenina es la de dependienta de ventas, sobre todo en los grandes al­ macenes: la mujer-objeto, cuya belleza, cuyo maqui­ llaje, su eterna sonrisa, son hechos instrumentos de producción esenciales. La vendedora debe desempe­ ñar totalmente una función de reclamo sexual: no por casualidad en la trastienda de los grandes al­ macenes están los espejos seccionales (una sección para cada parte del cuerpo, ojos, boca, etc.) con in­ vitaciones a controlar el maquillaje de los ojos, la pintura de los labios, el vestido, las medias, etc., pa­ ra term inar con el último cartel: «no te olvides de sonreír y buen trabajo». Como conclusión de estas consideraciones (par­ ciales y fragmentarias), queremos hacer referencia a la remuneración de las mujeres. En el fondo está bastante difundida la opinión de que las diferencias salariales y remunerativas en general están desapareciendo o han desaparecido del todo. Pro el contrario: 1) Las mujeres ocupan el escalón más bajo de todas las calificaciones; - . , 2) La difereñciación en trabajos masculinostrabajos femeninos, en realidad sobreentiende bajas retribuciones y trabajos que los hombres no esta­ rían dispuestos a hocer o que van abandonando pro­ rector, evitarle todos los pequeños disturbios que le hacen perder tiempo. Una secretaria se hace «eficiente» sólo des­ pués de años de experiencia, aunque haya estudiado antes todas las escuelas de especialización de este mundo». (22) E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969.

gresivamente por trabajos de mayor prestigio y se­ guridad. 3) A igualdad de trabajo y de condiciones, las mujeres ganan menos que los hombres (23). A propósito de esto último es significativo anali­ zar las diferencias entre retribuciones masculinas y femeninas en el país de mayor desarrollo indus­ trial, los EE. UU. (24): M F 3551 Niveles directivos 7920 7062 4226 Profesionales Empleados 4713 3263 Ventas 5287 2076 4120 Servicios 2099 Industrias 5290 2756 En lo que respecta a Europa, la CEE presenta el siguiente panorama en los salarios industriales: Retribución media por hora en 1966 F M 363 483 Industrias extractivas 404 — Aceites grasos 367 482 Fibras sintéticas, confección 468 359 Química 412 323 Objetos de metal 327 453 Manufacturas Las consideraciones que hemos hecho hasta aho­ ra, sin tener ninguna pretensión de ser sistemáticas y completas, dan en parte, de todas formas, la di­ mensión, no sólo del empleo femenino, sino también de qué significa el «trabajo» para las mujeres. (23) «En ocho años, de 1956 a 1964, el salario medio de la empleada de oficina bajó del 72% al 66% del del emplea­ do; en el mismo período el de la obrera pasa del 62% al 58% del salario del obrero; el de la vendedora, que ya en el 1957 no representaba más que el 45% del salario de los hombres del mismo sector, cae en 1964 hasta el 40%». (E. Sullerot: La donna e il lavoro, Etas Kompass, Milano, 1969). (24) La tabla que sigue ha sido sacada de «Leviathan», n.° I, mayo 1970, Vol. II.

Sentado esto, la pregunta que surge espontánea' mente es ¿por qué se destina a las mujeres a los más bajos niveles de empleo? ¿Por“qué se las redu ce a ejército permanente de reserva, a fuerza de tra­ bajo totalmente elástica respecto a las necesidadés del mercado capitalista? Se ha intentado ya en parte encuadrar este pro­ blema viendo cómo la ligazón de la mujer a la esfe­ ra de producción doméstica la mantiene encadena­ da a una producción sin valor remunerativo que des­ valoriza su fuerza de trabajo. Se trata ahora de ver más en profundidad este mismo aspecto cuya instancia determinante es: La producción de los hijos como contradicción

La producción de los hijos, la reproducción de la especie, es uno de los aspectos fundamentales de la historia. Así como la relación hombre-mujer es el primer acto social, la reproducción de la existen­ cia es una de las producciones motrices del desarro­ llo social. Tal producción, sin embargo, ha sido privatizada por el hombre, sometida a rígidos controles y final­ mente —ya «domada» la mujer— confiada a ella como su tarea natural. De tal manera que ella mis­ ma vive la producción de los hijos, la maternidad, como un hecho ;privado, como la relación más ínti­ ma que puede* establecer, lo único que puede darle la posibilidad de una afirmación personal. Esto choca de hecho con el significado de la pro­ ducción de los hijos, que es algo colectivo, social. Pero de lo colectivo, de lo social, la han exluido, y la han reducido a ver su experiencia de madre co­ mo un hecho privado y personal. Es comprensible, entonces, que la mujer tienda a no darse cuenta de que el cordón umbilical ha si­

do definitivamente cortado, y vea como algo «natu­ ral», como expropiación de su producto, al hijo que ge va y que se integra en esa sociedad que le había prometido ese hijo como su misma existencia y su realización. Pero la función reproductiva adquiere un carác­ ter todavía más contradictorio cuando la m ujer cho­ ca directamente con «lo social». Mientras el ámbito de producción doméstico per­ manece separado del resto de la sociedad, la mujer es la madre exaltada y lo da; su función reproducti­ va es adornada con gratificaciones ideológicas. Sin embargo, cuando la mujer entra también en relación con el ámbito de producción social, su fun­ ción reproductiva, lejos de ser un hecho positivo, se convierte en su condena. La producción de los hijos está en contradicción con la organización capitalista del trabajo: se vuel­ ve un handicap insuperable, contrario a la lógica del beneficio que ha llegado a ampliar la jornada de trabajo a veinticuatro horas al día, que no puede soportar una fuerza de trabajo sujeta a las interrup­ ciones de la maternidad. Entonces la exaltada fun­ ción maternal es una «enfermedad social» respecto al trabajo en la fábrica (una obrera que espera un hijo está «ausente por enfermedad») (25). En ese momento los celosos sostenedores del maravilloso «destino procreador» se vuelven patronos que dis­ tribuyen píldoras a sus obreras.

(25) Todo ello se trasluce claramente de la misma cur­ va «de dos jorobas» del empleo femenino respecto a la edad de las trabajadoras: se tiene una punta máxima an­ tes de los 25 años, una profunda depresión entre los 25 y los 35 y una lenta recuperación después de los 35.

porcentajes

de actividad

La mujer obrera, y en general la mujer que tra­ baja, se convierten en el sujeto concreto sobre el que se amontonan las contradicciones fundamenta­ les de una sociedad que ha transformado la produc­ ción de los hijos en un hecho exclusivamente priva­ do, de la misma manera que ha hecho con la pro­ ducción de bienes de ,uso. Para el sistema capitalista no existe posibilidad alguna de componer esta contradicción, porque sig­ nificaría trastonar las bases materiales en las que se apoya: significaría construir un modo de produc­ ción basado en la necesidad de los hombres (hom­ bres y mujeres) y no en las necesidades de la acu­ mulación privada. No por casualidad las propues­ tas capitalistas más avanzadas tienden a hacer cada vez más estable la posibilidad de que la m ujer no

ponga en discusión el ámbito doméstico. El decreto de Pirelli que propone el trabajo a tiempo parcial para las mujeres no significa más que racionalizar todavía más, hacer menos explosiva la contradic­ ción entre ser mujer, productora de hijos y de tra­ bajo doméstico, y ser obrera, productora de mer­ cancías (además de la ventaja de explotar mano de obra en las horas en las que más rinde). Reducir* el horario de trabajo debe ser una posi­ bilidad para todos, hombres y mujeres: no la re­ ducción para las mujeres (con la respectiva dismi­ nución del salario) para así atarlas cada vez más a un lugar que no pueden escoger y a u n hombre del que tienen que depender. Y en este momento surgen espontáneamente al­ gunas preguntas: — ¿Por qué no ha explotado esta contradicción? — ¿ Por qué es posible no sólo hacer mínima la pre­ sencia de la m ujer en la fuerza de trabajo, sino además expulsarla impunemente de ella ante ca­ da atisbo de crisis económica o de necesidad de reestructuración ? Las mujeres que trabajan han sido siempre la parte más combativa de las mujeres, precisamente porque sobre ellas se amontonan las contradiccio­ nes de un sistema que las ha colocado en la condi­ ción de la más brutal y abierta explotación (ademásde crear, mediante la concentración, la posibilidad material de una respuesta y de una lucha). Sin em­ bargo, las luchas que se han desarrollado han teni­ do sobre todo fines proteccionistas, sin llegar a po­ ner en discusión, en su globalidad, el sitio que se le lia designado a la mujer en esta sociedad. Las mu­ jeres obreras, rodeadas por todas partes, sobre to­ do se han defendido: han tenido que reclamar leyes protectoras respecto a la maternidad, a la posibili­ dad de no ser despedidas, a la igualdad salarial. Y estas, si por un lado han sido seguidas por conquis­ tas parciales, no son sin embargo luchas que tien­ dan a poner en discusión hasta el fondo toda la glo-

balidad de las relaciones sociales que realizan la discriminación entre mujer y hombre. El problema no está tanto en quérer la igualdad de explotación con el hombre, algo que, entre otras cosas, como ya se ha dicho, es inalcanzable, sino de conquistar una sociedad donde las mujeres sean li­ bres de su situación castal. ¿Pero, entonces —se nos pregunta— por qué la expulsión de las mujeres no provoca grandes contradicciones, por qué a las mu­ jeres no se las considera paradas? ¿Por qué son ellas un especia] ejército de reserva? Toda una m asa puede ser: reducida a ejército de reserva en la medida en que se mantenga a esta ma­ sa en un ámbito no de puro y simple paro. El ghet­ to de la mujer, la familia, no es un lugar de pura y simple contención ideológica, sino un lugar de pro­ ducción, que en la sociedad capitalista se transfor­ ma en el ghetto de la inferioridad femenina. Los ghettos negros son distintos: en ellos no hay estruturas productivas de ese género: «Los negros sólo son consumidores. El ghetto es un mercado colonial donde se venden géneros ma­ nufacturados en cuya producción los negros partici­ pan como fuerza de trabajo no cualificada» (26). El ghetto de la m ujer es un ghetto separado de todos los demás, donde la m ujer tiene una autono­ mía productiva: hace los hijos, los cría, los cuida, cuida la casa y todo lo demás. Y la toma de concien­ cia es tanto más difícil en cuanto que el ghetto in­ dividual, no totalmente carente de función, hace creer a cada m ujer q[u.e ese es su destino.

(26) R. Giammanco: Black power, potere ñero, Laterz Barí, 1967.

LA RELACION HOMBRE-MUJER

¿Mujer-hombre o mujer-capital?

Si es verdad que el marxismo plantea problemas a las mujeres, es una verdad todavía mayor que son ellas las que plantean problemas al marxismo. El femenismo, es inútil esconderlo, aún nacien­ do de un modo marxista de interpretar y de cam­ biar el mundo, no se encuentra en su ambiente en el marxismo corriente, que relega la lucha de libe­ ración femenina a un segundo plano entre las alian­ zas del proletariado, en la medida en que desarrolla­ ría una contradicción secundaria: la relación mujerhombre. Así algunas se encuentran con la tentación de pa­ sar por encima de tal relación y de considerar la relación mujer-capital como lo que identificaría tout court la condición de la m ujer a la del obrero. Pero de esta forma se acaba por no considerar ya como tal la fundamental relación productiva de la mujer, el trabajo doméstico. Y probablemente se llegue a decir que la familia es una superestruc­ tura y que la m ujer que no trabaja «fuera» es una consumidora. Estando así las cosas no nos queda más que re­ chazar la camisa de fuerza impuesta por los marxistas y pasar decididamente a la ofensiva, afirmando que el marxismo no ha realizado todavía hasta el fondo la crítica materialista de la ideología, en la medida en que él mismo es intersexista. E inmedia­ tamente después que o el marxismo se hace femi­ nista o vuelve a caer en la ideología: su neutralis­ mo entre hombre y m ujer es imposible, o bien es el último chovinismo masculino. De ello se puede deducir que el feminismo apa­ rece como un ulterior desarrollo del marxismo, en cuanto que descubre como delaciones materiales al­ go que el marxismo todavía expresa en conceptos ge­

nerales (como naturaleza, historia, sujeto) o bien en forma de valor (como comunismo, reino de la liber­ tad y similares). Nosotras creemos que ese algo de filosófico, es decir, de idealista-voluntarista (y, en último análi­ sis, reformista), que queda en el marxismo, encuen­ tra su crítica radical y su refutación en el feminis­ mo, y que algunos de sus dilemas teórico-prácticos pueden ser superados simplemente adoptando una óptica feminista. En efecto, situar al capitalismo como fase supre­ ma del patriarcado y de la dominación masculina, significa que se puede vencer verdaderamente al ca­ pitalismo sólo si también nos enfrentamos a él en su profunda estructura (o infraestructura) patriar­ cal, o sea, como opresión, explotación y alienación de la mujer, sobre las que está construida la es­ tructura de la familia y la propiedad privada. El Estado capitalista, antes que sobre el prole­ tariado, está instaurado sobre la mujer. No será abo­ lido sino con la liberación de la mujer. En 1a. mujer la historia humana aparece inmediatamente como natural, es decir, como prehistoria, en la medida en que la m ujer —ser humano— aparece como natura­ leza y su trabajo como natural. Con el feminismo el marxismo se enriquece con las fuerzas revolucionarias de la sexualidad, en la medida en que es precisamente mediante la aliena­ ción de la sexualidad femenina como el cuerpo de la m ujer es convertido en verdadero y propio medio de producción ajeno.Reapropiarse de tal medio de producción signifi­ ca reapropiarse de la propia sexualidad y, consi­ guientemente, de la sexualidad en general. El feminismo quita al marxismo la última posi­ bilidad de caer en el reformismo economicista, en cuanto que ayuda a plantear en toda su profundi­ dad el antagonismo de clase y sus condiciones polí­ ticas. En efecto, la «familia proletaria» (permanen­

te fuente del revisionismo socialdemócrata) no es ya negada idealísticamente (por los teóricos) y, por lo tanto, iluminísticamente destruida por el (en rea­ lidad solamente subordinada al) Estado socialista, sino que finalmente puede ser criticada materialísticamente, es decir, en la práctica de la lucha femi­ nista. Finalmente, en el feminismo se realiza la identi­ dad marxista entre teoría y práctica; el aspecto teó­ rico del feminismo es ya práctico. En efecto, las mu­ jeres no pueden reunirse en cuanto mujeres sin plantear ya, solamente por ello, una dura lucha con­ tra las relaciones establecidas y comenzar a des­ truirlas. No existe aún la posibilidad de sistematizar es­ tos razonamientos y realizar globalmente el análisis de la relación entre marxismo y feminismo; no obs­ tante creemos que nuestro trabajo demuestra algu­ nas de las afirmaciones hechas aquí. En las páginas siguientes se intentará demostrar que la gran industria capitalista no puede liberar a la mujer. Para hacer eso examinaremos primero la relación entre m ujer y manufactura y después qué significa para la mujer la introducción del sistema de máqui­ nas. En el fondo encontraremos que tales relacio­ nes de producción nos llevan de la mano a otra re­ lación de producción, la del matrimonio. Y veremos cómo en él la m ujer es la proletaria y el hombre el burgués.

I.

OBREROS HABILES Y NO HABJLES

Es necesario analizar más de cerca las transfor­ maciones de la condición de la m ujer inducidas por el modo capitalista de producción, o sea, verificar­ las como mutación de la relación económico-estruc­ tural con el hombre constitutiva del nexo familiar. Esta mutación se realiza como resultado necesa­ rio del triunfo de la gran industria que, planteando «per se» las bases de la destrucción de todo el vie­ jo mundo de dominación, y, por lo tanto, también de la familia «cristiano-germánica», al mismo tiem­ po —en su planteamiento capitalista— perpetúa esa misma dominación, pero ahora como arbitrariedad y abuso. Para comprender con mayor precisión el signifi­ cado de esta «revolución industrial» es preciso pri­ mero poner la atención en las características princi­ pales del período precedente, la manufactura, que constituye el período de gestación de la implanta­ ción de la máquina como sistema. En particular es preciso conocer su base técnica y social, siguiendo el trabajo de Marx en el capítu­ lo XII del libro 1.° de El Capital, para determinar las relaciones1familiares subyacentes, y en particular la situación de la mujer. A partir de la Baja Edad Media, una de las pril meras transformaciones estructurales que sufrió el proceso de trabajo fue la aplicación generalizada del principio de la cooperación. La cooperación era, sin duda, conocida y aplicada desde la más lejana anti­ güedad, casi como manifestación espontánea de la ligazón «umbilical» entre individuo y tribu, o como

aspecto esporádico de trabajo en las relaciones de esclavitud, servidumbre y señorío. Pero cuando el obrero se convierte en fuerza de trabajo libre de venderse al capital, también la coo­ peración cambia de naturaleza: «Así como la fuerza productiva social del trabajo desarrollada mediante la cooperación aparece como fuerza productiva del capital, la cooperación misma se presenta como forma específica del proceso pro­ ductivo Capitalista, en oposición al proceso produc­ tivo de cada obrero independiente o, también, al de los pequeños maestros artesanos. Es el primer cam­ bio bajo el que subyace el proceso real de trabajo, por el hecho de su subsumisión al capital. Este cam­ bio sucede de manera natural y espontánea. Su pre­ supuesto, que es el empleo simultáneo de un núme­ ro considerable de asalariados en el mismo proceso laboral, constituye el punto de partida de la produc­ ción capitalista» (1). La forma más importante en la que sucede esta utilización de muchos obreros al mismo tiempo es la manufactura (2), «cualquiera que sea el punto concreto de partida, su aspecto final es siempre el mismo: un mecanismo de producción cuyos órganos son hombres» (3). Lo que nos interesa subrayar es la importancia cardinal desde el punto de vista técnico de estos ór­ (1) K. Mairx: El Capital, Fondo de Cultura Económica. (2) Ella «tiene origen, es decir, se elabora con el tra­ bajo artesanal, de doble manera. Por un lado, parte de la combinación de oficios de tipo diferente, autónomos, los cuales son reducidos a dependencia y unilateralidad hasta el punto de constituir ya operaciones parciales recíproca­ mente integradas en el proceso de producción de una sóla y misma mercancía. Por otro lado, la manufactura parte de la cooperación de artesanos del mismo tipo, disgrega al mismo oficio individual en sus diferentes operaciones parliculares y las aisla y las hace independientes hasta el punto de que cada una de ellas se convierte en función ex­ clusiva de un obrero particular». (K. Marx: El Capital, Fortdo de Cultura Económica). (3) K. Marx El Capital, Fondo de Cultura Económica.

ganos de producción humanos; Marx continúa di­ ciendo: «Compuesta o simple, la operación continúa sien­ do artesanal y, consiguientemente, dependiente de la* fuerza, la habilidad, la rapidez y la seguridad de cada obrero en el manejo de su instrumento... Y precisamente porque de este modo la habilidad ar­ tesanal continúa siendo fundamento del proceso de producción, cada obrero es apropiado exclusivamen­ te para una función parcial, y su fuerza de trabajo es transformada en el órgano de tal función parcial durante toda su vida natural» (4). Esto nos permite detenernos para hacer una pri­ m era consideración: en este proceso el cuerpo pro­ ductivo y la estructura de producción, o sea, la ba­ se técnica, están constituidos exclusivamente por obreros varones. Sabemos que no habían sido po­ cas, en la Edad Media, las mujeres ocupadas en al­ gún oficio; las corporaciones totalmente femeninas —aunque nunca totalmente libres de algún control masculino, por lo menos a niveles directivos— ha­ bían sido influyentes; muchas de las corporaciones eran mixtas. Pero, a travési de los siglos, el foso en­ tre hombre y m ujer se había ido ampliando gradual­ mente, primero respecto a la retribución y después respecto a las oportunidades de trabajo. Sobre es­ ta profunda diferenciación se construyó y se afian­ zó la revolución productiva capitalista. E. Sullerot afirma: «Mientras qtfe en la alta Edad Media los salarios masculinos y femeninos, sin ser iguales, no acusa­ ban escandalosas diferencias, sus distancias se hicie­ ron visiblemente más profundas a partir del siglo XIV, a finales,' del cual la m ujer gana 3/4 de lo que gana el hombre. En el siglo XV se le paga sólo la mitad. En el siglo XVI, precisamente cuando se des­ arrolla y se enriquece la ideología del trabajo huma­