“Con esta carga nacemos las mujeres”: Discursos sobre el cuerpo femenino en la España de Cervantes 9783968692401

Este es un libro sobre mujeres que se refiere a las vidas de esa mitad de la población que tuvo una experiencia completa

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Spanish; Castilian Pages 360 [366] Year 2022

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Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Introducción
Capítulo 1. Estupro y violencia sexual en la era del absolutismo: del arte a la mirada de Cervantes
Capítulo 2. Las piernas de la duquesa: «No es oro todo lo que reluce» en la corte ducal
Capítulo 3. Las madres en Cervantes: atrapadas en la elipsis narrativa
Capítulo 4. «La doncella encerrada en el árbol, de quién era»: Feliciana de la Voz y las trampas de la maternidad
Capítulo 5. Madres, nodrizas y abandono infantil en la España de la Temprana Edad Moderna
Capítulo 6. El pecho de Cornelia: maternidad, crianza y matrimonio
Bibliografía selecta
Índice onomástico y temático
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“Con esta carga nacemos las mujeres”: Discursos sobre el cuerpo femenino en la España de Cervantes
 9783968692401

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«CON ESTA CARGA NACEMOS LAS MUJERES» DISCURSOS SOBRE EL CUERPO FEMENINO EN LA ESPAÑA DE CERVANTES

MERCEDES ALCALÁ GALÁN

Iberoamericana • Vervuert • 2022

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Dirección de Ignacio Arellano (Universidad de Navarra, Pamplona) con la colaboración de Christoph Strosetzki (Westfälische Wilhelms-Universität, Münster) y Marc Vitse (Université de Toulouse Le Mirail/Toulouse II) Consejo asesor: Patrizia Botta Università La Sapienza, Roma José María Díez Borque Universidad Complutense, Madrid Ruth Fine The Hebrew University of Jerusalem Edward Friedman Vanderbilt University, Nashville Aurelio González El Colegio de México Joan Oleza Universidad de Valencia Felipe Pedraza Universidad de Castilla-La Mancha, Ciudad Real Antonio Sánchez Jiménez Université de Neuchâtel Juan Luis Suárez The University of Western Ontario, London Edwin Williamson University of Oxford

Biblioteca Áurea Hispánica, 148

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Este libro ha contado con el apoyo de University of Wisconsin-Madison

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47) Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-255-1 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-237-1 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-240-1 (e-Book) Depósito Legal: M-11725-2022 Cubierta: Carlos Zamora Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

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Agradecimientos .................................................................................

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Introducción .......................................................................................

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Capítulo 1 Estupro y violencia sexual en la era del absolutismo: del arte a la mirada de Cervantes .....................................................................

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Capítulo 2 Las piernas de la duquesa: «No es oro todo lo que reluce» en la corte ducal .................................................................................

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Capítulo 3 Las madres en Cervantes: atrapadas en la elipsis narrativa ......................

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Capítulo 4 «La doncella encerrada en el árbol, de quién era»: Feliciana de la Voz y las trampas de la maternidad .............................................................

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Capítulo 5 Madres, nodrizas y abandono infantil en la España de la Temprana Edad Moderna ....................................................................................

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Capítulo 6 El pecho de Cornelia: maternidad, crianza y matrimonio ....................

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Bibliografía selecta ..............................................................................

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Índice onomástico y temático .............................................................

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AGRADECIMIENTOS

Recuerdo que Borges, en La cifra, escribió que «Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre». De la misma manera yo le dedico este libro a Steven Hutchinson, por mil razones que él sabe, pero también porque es un modo grato y sensible de pronunciar su nombre. Al final de la introducción explico que me gustaría dedicárselo, además, a la Esperanza de La tía fingida de Cervantes, así como a las demás heroínas cervantinas presentes en las páginas de este libro, ya que son representaciones literarias de mujeres reales que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen vivas hoy pues, siendo criaturas de ficción, están hechas de una verdad poderosa. Así, no es casualidad que el título de este libro comience con las palabras de Teresa Panza: «Con esta carga nacemos las mujeres». Asimismo, hay una lista larga de personas cuyos nombres quiero escribir también de forma grata y sensible. Son muchos aquellos con los que tengo una deuda de gratitud porque han contribuido de distintas maneras a que este libro sea una realidad, escuchando, leyendo versiones diferentes, invitándome a presentar distintas partes del mismo en sus instituciones y, en suma, ayudando más de lo que puedan imaginar a que la hermosa tarea de escribir haya sido también un pretexto para la amistad y para el diálogo. Agradezco su sabiduría, ejemplo, generosidad e inspiración, además de sus consejos y opiniones sobre distintos aspectos de este libro a Adrienne Martín, Will Corral, Luis Avilés, Carolyn Nadeau, Fred de Armas, Enrique García Santo Tomás, James Iffland, Moisés Castillo, Sonia Velázquez, Ana Laguna, Catherine Infante, Susan Byrne, Carmen Díaz Margarit, Laura Bass, Ignacio Arellano, Jean Canavaggio, Agustin Redondo, Howard Mancing, Bruce Burningham, Asunción

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Bernárdez, Philippe Rabaté, Pino Valero, Luis Bernabé, Cory Reed, Emilie Bergmann, Ruth Fine, Isabel Lozano, Esther Fernández, Elizabeth Bearden, Diana de Armas, Ignacio López Alemany, Paola Hernández, Guillermina de Ferrari, David Hildner, Susan Friedman, Luis Madureira, Mario Ortiz, Mary Gaylord, Ed Friedman, Anne Cruz, Julia Domínguez, Christina Lee, Marina Brownlee, Barbara Fuchs, Sherry Velasco, Edwin Williamson, Nuria Alkorta, María Delgado, Rachel Schmidt, John Slater, María Cristina Quintero, Borja Franco, David Castillo, Paul Johnson, Michael Armstrong, Francisco Layna, Ramón Alba, Felicitas Corvillo, Marta Sánchez, María Antonia Garcés, Marsha Collins, Bradley Nelson, Hélène Tropé, Gigi Dopico, Jordi Aladro, Jacques Lezra, Michael Gordon, Rosilie Hernández Pecoraro, Gustavo Illades, David Boruchoff, Antonio Cortijo, Tanya Tiffany, Hall Bjornstad, José Manuel Lucía Mejías, Ev Hanson, José Manuel Martín Morán, Ullrich Langer, Steve Wagschal, Nieves Romero Díaz, Carlos Mata, Sara Isabel Santa Aguilar, Eduardo Olid, Jesús David Jerez, y Carmen Hsu. También quiero mostrar mi gratitud a mis estudiantes graduados, especialmente a Cassidy Reis, Nora Díaz Chávez y Lizzie Neary que han sido mis research assistants, pero también a Felipe Moraga, Denise Castillo, María Pulla, y Jenny Jeong por haber sido maravillosas interlocutoras en largas conversaciones sobre algunos de los temas de este libro. No puedo dejar de nombrar, también de forma grata y sensible, a mi familia en España, que me acoge cada verano con un afecto siempre renovado, ya que sin ella mi casa no sería ya mi casa: mi madre, Mercedes Galán, mi tita Dolores Galán, mis hermanos Fran y Al, mi prima Lules Mata, y muy especialmente a mi padre Alfonso Alcalá Marín, cuya memoria me acompaña cada día. Algunas partes, reelaboradas y modificadas, de los capítulos 1 y 2 han sido publicadas en versiones anteriores en las revistas eHumanista Cervantes y en el  Bulletin of the Cervantes Society of America. Mi agradecimiento a ambas. Por supuesto quiero reconocer el enorme apoyo que he recibido como resident fellow del Institute for Research in the Humanities (University of Wisconsin-Madison) en la primavera de 2019, además del curso 2019-2020 como honorary fellow. Ser parte del instituto ha sido un inmenso privilegio: he disfrutado y aprendido en un ambiente académico tan estimulante intelectualmente como interdisciplinario. Asimismo, agradezco a la University of Wisconsin-Madison por liberarme de las obligaciones de enseñanza y servicio gracias a un sabático en el curso 2019-2020. Mención aparte merece el OVCRGE de la misma

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universidad (Office of the Vice Chancellor for Research and Graduate Education), por el apoyo económico aportado por el Wisconsin Alumni Research Foundation para este proyecto. Y, por último, mi agradecimiento a Ignacio Arellano, a Anne Wigger y a Simón Bernal por haber hecho posible la publicación de este libro.

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Tiziano, Venus del Pardo (1551), detalle. Musée du Louvre.

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Hace algún tiempo tuve la fortuna de tener ante mis ojos el texto manuscrito de La tía fingida en la Biblioteca Colombina, en Sevilla. En esos momentos, como cervantista, sentí una singular emoción por encontrarme ante ese pequeño objeto material, cuyo contenido ha sido reproducido incontables veces, y que es en sí mismo una breve fábula tan cruda como perspicaz sobre el honor, la virginidad, la sexualidad y la prostitución en la que, explícitamente, el cuerpo femenino constituye el centro del relato sin caer en consideraciones abstractas o eufemismos. La brutal honestidad, así como la lucidez de esta breve novela hacen posible que el lector se acerque a las actitudes hacia la mujer y la sexualidad de su tiempo. La ficción literaria tiene el poder inmenso de ser un espejo que no miente y que muestra las emociones, los prejuicios y las creencias que se ocultan tras situaciones imaginarias. La idea de este libro surgió gracias al hecho casi fortuito de estar ante el manuscrito de un texto que había leído y usado en mis clases infinidad de veces. Sin embargo, la experiencia de encontrarme ante esa breve narración, que dibuja un arco entre la obsesión por la virginidad y la fascinación por la prostitución en la sociedad de los Siglos de Oro, me hizo querer ref lexionar, precisamente, sobre lo que no está en esta novela cervantina. Así, me propuse escribir un libro sobre aquello que la ficción literaria casi siempre elude: los discursos y políticas en torno al cuerpo femenino y su sexualidad con respecto a temas como la violencia sexual y el estupro; la infertilidad y el acoso reproductor; y la maternidad y la crianza. Este es un libro sobre mujeres que se refiere a las vidas de esa mitad de la población que tuvo una experiencia completamente diferente de la otra mitad. Los capítulos de este libro exploran una historia que no ha sido apenas contada: la de cómo las mujeres vivieron la experiencia de habitar sus propios cuerpos en una época fuertemente normativa con respecto al sujeto femenino. La mujer fue, en gran parte, definida

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en relación con su cuerpo, lo cual tendrá amplias consecuencias en todos los ámbitos de la sociedad y cultura de los Siglos de Oro. Por ejemplo, la noción de belleza será uno de los ejes desde los que se cuantifique el valor de las mujeres en las representaciones artísticas y literarias; habrá una férrea regulación sobre su sexualidad; y su función reproductora se considerará el motivo principal por el que fue creada1. De hecho, los discursos científicos, médicos, morales, económicos, religiosos y legales sobre las mujeres tendrán como trasfondo, más o menos evidente, su función generadora. De este imperativo reproductor se escapan, claro está, las monjas y religiosas llamadas a un destino superior, el de la castidad 2. Estos discursos sobre la mujer, vigentes en los siglos xvi y xvii, que fueron construidos desde tradiciones desarrolladas en distintas disciplinas con raíces tan lejanas como los saberes de la cultura clásica, o más recientes como los códigos legales medievales, coinciden, al fin, de forma asombrosa en unos puntos de vista coherentes entre sí. Además, este corpus de obras de distinto carácter y condición, a pesar de su heterogénea idiosincrasia, es esencialmente consistente en sus conclusiones en cuanto a la definición, explícita o implícita, de la naturaleza femenina, así como en prescribir formas de conducta referentes casi siempre a asuntos morales relacionados con la sexualidad. Asimismo, estos “saberes” y regulaciones sobre la conducta femenina constituyen un conjunto de políticas, de prácticas, de normas y de expectativas que contribuyen a crear una serie de ‘verdades’ incuestionables sobre la mujer. Virginia Woolf, en el capítulo 2 de su célebre A Room of One’s Own, describe que, en una visita a la British Library, busca bajo el término “mujer” y se encuentra una infinidad de obras escritas por hombres sobre las mujeres: «Have you any notion of how many books are written about women in the course of one year? Have you any notion how many are written by men? Are you aware that

1 Para Aristóteles, el pensador que tuvo más relevancia en la cultura de la Edad Moderna, la mujer es un hombre imperfecto, por lo tanto, según su criterio, es considerada un monstruo al desviarse de la norma de la naturaleza, que aspira a la perfección. Por ello hace falta que su existencia se justifique con una finalidad en el orden natural: la procreación. Para Aristóteles las mujeres no existen sin más, como el hombre, sino que deben cumplir una función que explique su presencia entre los seres creados (Generation of Animals, libro IV, iv, p. 460). 2 Ver Wiesner, 2000, caps. 1 y 8.

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INTRODUCCIÓN

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you are, perhaps, the most discussed animal in the universe?»3. Lo que a Virginia Woolf le parece más sorprendente es que, bajo el término de búsqueda «Sex and its nature» referida a la categoría general de «Women», no solo se encuentran títulos de obras escritas por biólogos o médicos, sino por todo tipo de hombres, con mejores o peores cualificaciones, que se aventuran a definir la categoría ‘mujer’ —entre los que se encuentran un gran número de moralistas— 4. Esta situación expuesta por Woolf en 1929 describe de forma abrumadora una realidad, si cabe, todavía más f lagrante en la Modernidad Temprana. El título de este libro se refiere específicamente a Cervantes y a su época, y el motivo es que, entre el gran número de voces pertenecientes a textos primarios sobre ley, moral, medicina, política, higiene, etcétera, el discurso literario está representado en su mayor parte por la obra de Cervantes, aunque otras obras de ficción también tengan su cabida en estas páginas, a menudo como contrapunto a los textos cervantinos. La razón por la que los diversos temas de este libro se exploren de la mano de algunos textos de Cervantes obedece a la complejidad y lucidez que sus obras presentan con respecto a las cuestiones sobre el cuerpo femenino desarrolladas en este libro. La misoginia feroz y casi monolítica del momento presenta una ideología y una visión tan uniforme de la mujer en las fuentes primarias —no ficcionales en su mayoría— traídas a las páginas de este estudio que la obra de Cervantes sirve para ofrecer una ventana que deje imaginar, a través de la representación literaria, la subjetividad femenina. La misoginia latente en la sociedad se destila en textos de toda naturaleza. Sin duda, el discurso literario tiene también sus heroínas Woolf, 1989, p. 26. «Even the names of the books gave me food for thought. Sex and its nature might well attract doctors and biologists; but what was surprising and difficult of explanation was the fact that sex—woman, that is to say—also attracts agreeable essayists, light-fingered novelists, young men who have taken the M.A. degree; men who have taken no degree; men who have no apparent qualification save that they are not women. Some of these books were, on the face of it, frivolous and facetious; but many, on the other hand, were serious and prophetic, moral and hortatory. Merely to read the titles suggested innumerable schoolmasters, innumerable clergymen mounting their platforms and pulpits and holding forth with loquacity which far exceeded the hour usually allotted to such discourse on this one subject. It was a most strange phenomenon; and apparently—here I consulted the letter M—one confined to the male sex. Women do not write books about men» Woolf, 1989, p. 27. 3 4

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y personajes positivos en obras dramáticas, novelescas y poéticas. Sin embargo, es evidente que muchos de los textos de diversa índole del siglo xvii destilan un rencor hacia la mujer difícil de obviar en este libro que recoge tantas voces sacadas de fuentes primarias5. Un ejemplo ilustrativo por lo extremo de sus afirmaciones es el de Jerónimo Palol que, basándose en testimonios de las Sagradas Escrituras y los padres de la Iglesia, escribe que no hay nada más perfecto en la creación que la mujer buena, para añadir que la única mujer buena que ha existido y existirá es la Virgen María6. En su razonamiento se apoya en el símil del valor del espejo al que una sola mancha arruina y devalúa completamente para declarar después que no hay grados en la bondad de la mujer, pues aquella que no es completamente buena, es decir, aquella que no es María, es el ser más bajo y rastrero de la tierra. Solo entonces comienza su admonición a las malas mujeres, de la que cito algunas frases tan elocuentes que demuestran por sí solas el grado de misoginia que se ha normalizado en este tiempo para que este tipo de discurso sea considerado como perteneciente a un debate moral7. Palol, en una exhortación retórica, se dirige a la mujer como sujeto genérico, advirtiendo que su intrínseca soberbia y vanidad impide su autoconocimiento. Si la mujer pudiera verse «en su mujería», Palol le advierte que «uirías de la luz del Sol, buscarías las tinieblas, te meterías en el lóbrego de las más profundas grutas y oscuras cavernas, maldixeras a tu fortuna, tendrías dolor de tu nacimiento y horror de ti mesma»8. Palol continúa su exhortación dirigida a todas las mujeres con las siguientes palabras:

5 Por ejemplo, Ignacio Arellano explora la diversidad de modelos femeninos en la poesía de Quevedo. Partiendo del hecho de que Quevedo es uno de los escritores áureos más identificados con la misoginia, Arellano matiza, sin negarla, esta caracterización al circunscribir la mayoría de los poemas que representan de forma negativa a las mujeres al género satírico y al situarlos dentro de un corpus más amplio que incluye una mayor diversidad de retratos de lo femenino. Ver Arellano, 2012. 6 Ver Langle de Paz, 2002, para más información sobre este panf leto misógino y el debate subsiguiente. 7 En el capítulo 2 se volverá a esta obra de Jerónimo Palol. 8 Palol en Langle de Paz, 2004, p. 145.

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no siendo enteramente perfeta, eres la espuma y escremento de la naturaleza; y no siendo virtuosa, el manantial de las pendencias y rencillas, el imán de los ignorantes, el azote de la sabiduría, el tizón del infierno, la pajuela para el vicio, la sentina de toda inmundicia, un monstruo de naturaleza, un mal necessario, otra diforme quimera, un deleyte dañoso, el anzuelo del demonio, la enemiga de los ángeles, el más atrevido animal, un abismo de ignorancia, una confusión de calumnias, una monstruosa mentira, un naufragio de la vida humana, la polilla del odio, la aumentadora del pecado, la enemiga de la quietud, el bosque de toda altivez, una cruel tiranía, la vanidad de las vanidades, un celo celoso, un ángel en las calles, un demonio en casa, un lloro en las ventanas, un cuervo en la puerta, una cabra en un jardín, un insufrible hedor en la cama9.

Este texto es ciertamente extremo, y aunque no representa el sentir de toda una época con respecto a la mitad de la población, reescribe, desde la intensidad que la hipérbole otorga, tópicos sobre la mujer repetidos en infinidad de textos. Así, la exagerada prevención hacia la naturaleza femenina participa de ideas y nociones reiteradas hasta la saciedad en distintos ámbitos: la relación de la mujer con el deleite sexual y, por ende, con la tentación y la perdición del hombre, la idea de que la mujer es un mal necesario (obviamente por su función procreadora), la relación entre mujer y mentira, calumnia, ignorancia, vanidad, soberbia, escándalo, tiranía, impulsividad, además de la capacidad femenina para amenazar el orden y el equilibrio construido por el varón. Uno de los aspectos más interesantes de este pasaje es la duplicidad del cuerpo de la mujer: por un lado, es ángel en las calles, tentación, promesa de deleite y, por el otro, ese mismo cuerpo sensual es capaz de suscitar repulsión al ser intrínsecamente inmoral. En efecto, como veremos en distintas partes de este libro, la biología femenina está sujeta a una serie de fuertes tabúes relacionados con la sexualidad y la reproducción. En relación con esta doble percepción del cuerpo femenino —la sublimación de la belleza frente a los prejuicios en torno a la especificidad de su biología— en distintos momentos de este estudio me refiero al uso de la proteica figura de las sirenas en la Modernidad Temprana, protagonistas de numerosos emblemas y de representaciones artísticas que ref lejan desde la fábula moral la doblez engañosa del cuerpo de la mujer. De esta manera, las sirenas, mediante

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Palol en Langle de Paz, 2004, pp. 146-147.

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la seducción de su voz y la belleza de su rostro enmarcado por largos cabellos que a su vez dejan entrever sus senos desnudos, ocultan su verdadera naturaleza híbrida y engañosa, una cola de pez o serpiente que las acerca a la abyección de lo monstruoso. Cervantes y la subjetividad femenina en su obra ¿Por qué Cervantes? Para responder a esa pregunta me gustaría referirme a lo que creo que es, si no único, por lo menos extraordinario de forma consistente en su obra en relación con una buena parte de sus personajes femeninos. En El orden del discurso, Michel Foucault explora la relación entre discurso y poder, y las formas de exclusión inherentes al discurso. Es especialmente relevante el concepto de ‘voluntad de verdad’ frente a ‘verdad’. Según Foucault, la ‘voluntad de verdad’ ha sido objeto de una larga y paulatina evolución histórica por la cual, desde hace siglos, tiene una historia propia separada de la historia de los saberes y de las verdades coactivas. La ‘voluntad de verdad’ se caracteriza por estar enraizada en un soporte institucional que se ha reforzado a su vez por una red de saberes entrelazados entre sí. Estos saberes, a su vez, ejercen su poder sobre otros tipos de discurso creándose relaciones de exclusión y pertenencia, y generando conocimientos que surgen de una ‘voluntad de verdad’ que ha dejado muy atrás la contemplación objetiva de aquello que se indaga. Así, para Foucault, la forma más importante de exclusión que afecta al discurso es la ‘voluntad de verdad’, siempre cercana al ejercicio del poder, que paradójicamente, enmascara y oculta la ‘verdad’. A su vez, la ‘verdad’ permanecerá ajena a los intereses creados en las redes de conocimiento y saberes y al poder vinculado a estos. El discurso verdadero, que la necesidad de su forma exime del deseo y libera del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que le atraviesa; y la voluntad, esa que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo, es de tal manera que la verdad que quiere no puede no enmascararla. Así, no aparece ante nuestros ojos más que una verdad que sería riqueza, fecundidad, fuerza suave e insidiosamente universal. E ignoramos por el contrario la voluntad de verdad, como prodigiosa maquinaria destinada a excluir. Todos aquellos, que punto por punto en nuestra historia han intentado soslayar esta voluntad de verdad y enfrentarla contra la verdad justamente allí en donde la verdad se propone justificar lo prohibido,

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definir la locura, todos esos, de Nietzsche a Artaud y a Bataille, deben ahora servirnos de signos, altivos sin duda, para el trabajo de cada día10.

La extraordinaria singularidad de Cervantes con respecto a la representación literaria de la mujer se sitúa, precisamente, en su intuitiva y consistente manera de enfrentar la verdad a la voluntad de verdad. La tupida red de discursos sobre las mujeres y sus cuerpos, tan repetidos durante siglos son causa y consecuencia, a la vez, del establecimiento de una mirada unívoca sobre la naturaleza de las mujeres que las despersonaliza al convertirlas en objeto de análisis, interpretaciones y recomendaciones. Lo más extraño de este conjunto de saberes sobre la naturaleza femenina es que en él nunca se tuvo en cuenta la experiencia y la opinión de las mismas mujeres sobre ellas mismas. La mujer se convierte en un texto enigmático que es descifrado, traducido, desentrañado y sometido a una exégesis y a una serie de comentarios que constituyen un conjunto de nociones ancladas en la voluntad de verdad. Ser mujer en la Modernidad Temprana es ser, como ya nos ha dicho Virginia Woolf, el animal más debatido del universo. Sin embargo, es un animal con voz y criterio al que se le ha negado el acceso al discurso sobre sí mismo. En mi ref lexión sobre el cuerpo de las mujeres y las políticas y discursos que lo describen, codifican, normalizan, valoran, juzgan y evalúan, Cervantes ofrece una mirada lúcida que deja ver las tensiones entre la voluntad de verdad de esos discursos y la verdad que emana de la subjetividad de las mujeres de su obra. Todos vivimos en la época que nos ha tocado vivir. Las mujeres de los siglos xvi y xvii encarnaron en gran medida el efecto en la cultura y sociedad de su tiempo de esas nociones sobre lo femenino que, a su vez, se alimentaron de la implementación de una práctica de esos saberes en las formas de vida de la Modernidad Temprana. Cervantes no era una excepción. No defiendo que fuera poseedor de una clarividencia cultural que le permitiera desbaratar todos los prejuicios de su tiempo. Sin embargo, sí desbarató, de hecho, algunos de los prejuicios más arraigados de su momento histórico, si no negándolos, al menos poniéndolos en duda. Con respecto a la mujer creo que el secreto de la lucidez del discurso cervantino que busca una verdad por encima de una voluntad de verdad no reside en una capacidad extraordinaria para superar los prejuicios de una época, ya que no siempre es así y, además, 10

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Foucault, 1980, p. 20.

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no sería posible. El secreto está en la humanización de una buena parte de sus personajes mujeres de las que muestra su subjetividad eludiendo soluciones superficiales y tópicas para expresar su tristeza, su miedo, su ansiedad, su rabia, su vergüenza, su alegría y una amplia gama de emociones y sentimientos. Uno de los textos del repertorio cervantino que llega más lejos en este sentido es La fuerza de la sangre. En esta novela ejemplar, se expresa cómo Leocadia interioriza el drama íntimo de su violación con una sensibilidad que no creo que ningún autor o autora de su tiempo haya alcanzado. El texto cervantino sobrecoge por su capacidad para hacer sentir al lector una conexión emocional con las distintas fases del sufrimiento de Leocadia: confusión, desesperación, miedo, vergüenza, culpa y una tristeza devastadora paradójicamente amplificada por el amor y comprensión del padre de Leocadia, cuya empatía con su hija reverbera en la emoción del lector11. La violación de una mujer en una época sometida a los rigores de la honra tuvo una esperable dimensión pública: una violación tenía consecuencias irreversibles dentro de la familia y de la comunidad. En muchos dramas de honor se explora esta realidad y se traen al juego literario los temas de la justicia, el honor y el valor de una persona sea cual sea su rango. En las mejores obras del género la idea de autoridad, de ley, de justicia se ciernen admirablemente sobre el cuerpo mancillado de la mujer que pone en movimiento una serie de dinámicas que amenazan el orden establecido. Todo eso ha sido transitado con brillantez repetidas veces en las letras áureas por autores que están en la mente de todos y cuya fama hace innecesario mencionar. Sin embargo, lo que Cervantes aporta de forma consistente en muchos de sus personajes femeninos es tomar en serio su subjetividad, darles una voz y un espíritu que acerque a estas mujeres de papel a la fantasía literaria de lo humano. La obra de Cervantes expresa una curiosidad genuina por la subjetividad de sus personajes, incluidos los femeninos. Eso hace que, de forma sólida, sus textos problematicen y creen dudas sobre los valores y creencias con respecto al cuerpo femenino y las prácticas sociales al uso. En su obra se ref lexiona desde las emociones de sus personajes mujeres sobre la validez del contrato social y las normas con respecto a temas como la violación, el adulterio, la infertilidad, la maternidad no deseada, el matrimonio impuesto y la 11

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En el capítulo 1 se analiza con más detalle La fuerza de la sangre.

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lactancia —tema en el que entra el mundo invisible y formidable de las amas de cría—12. Otro aspecto relevante de la obra de Cervantes con respecto al tratamiento de los personajes de mujeres es la claridad con la que muestra el peso de la tradición cultural y literaria como generadora de una serie de puntos de vista sobre lo femenino que, a su vez, termina cuestionando y desestabilizando desde su propia escritura. Como ejemplo de este aspecto del tratamiento literario de lo femenino en Cervantes, Carolyn Nadeau relaciona de manera reveladora las mujeres mencionadas en el prólogo del Quijote I —Lamia, Laida, Flora, Medea, Circe y Calypso— con las mujeres de la primera parte, estableciendo la conexión entre la tradición cultural (de los clásicos al humanismo) con la invención de un universo femenino en la novela que se aleja de muchos de los presupuestos sobre la mujer establecidos en la tradición cultural13. 12 En este sentido y, a modo de ejemplo, es esclarecedor el estudio de Hutchinson, 2010, sobre El curioso impertinente y el personaje de Camila, la adúltera, que es presentada a través de la voz de un narrador tan indigno de confianza como moralista cuya autoridad en la narración es minada, al cabo, por la fuerza del personaje y la mirada que el texto ofrece al lector hacia los sentimientos y el proceso psicológico que Camila experimenta. El curioso impertinente es una narración literariamente muy compleja que presenta a una mujer que toma sus propias decisiones con respecto al amor y cuyo adulterio suscita la empatía del lector que ha sido guiado inadvertidamente hacia la desautorización de los criterios estrechos y formularios del narrador. En el caso de la novela El celoso extremeño, el adulterio es obvio en la versión de 1606, y a mi modo de ver, lo sigue siendo en la definitiva de 1613, precisamente por la deliberada y rotunda inverosimilitud con la que se altera el hecho del adulterio de la joven esposa: en la última versión, los amantes se quedan dormidos y no llegan a consumar la unión física. Según Hutchinson, lo más notable de esta novela (en ambas versiones) es que todos los personajes se reparten la culpa para preservar la inocencia de Leonora. Hutchinson afirma: «Quizás lo más asombroso de esta novela sea que la culpa se distribuye por todos los personajes de la novela —empezando por el propio Carrizales, quien la asume explícitamente— con la excepción de la propia adúltera, quien mantiene su inocencia de niña», 2010, p. 199. Para Laguna, 2005, p. 12, en El celoso extremeño Cervantes intenta establecer un nuevo concepto de virtud «debasing jealousy, and by extension, the honor code from any moral claim». 13 Nadeau, 2002. Por su parte, Moisés Castillo, en un ensayo comparativo entre Zayas, Caro y Cervantes, concluye que solo este último consigue subvertir el sistema patriarcal a partir del análisis del ejemplo de Marcela en el Quijote I. En este episodio, mediante la ficción literaria, hace salir literalmente a Marcela del discurso neoplatónico pastoril, dejando en evidencia la trampa del sistema patriarcal para la mujer.

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La tía fingida: inspiración desde los márgenes Al comienzo de esta introducción confesaba que la idea de este libro surgió al estar delante del manuscrito de La tía fingida, aunque, paradójicamente, el presente estudio no se ocupa de la prostitución femenina en los Siglos de Oro. Sin embargo, Esperanza, la protagonista de La tía fingida, es el personaje cervantino que indirectamente ha inspirado este libro por varios motivos. En efecto, este estudio sobre las políticas y discursos sobre el cuerpo de las mujeres en la época de Cervantes trata precisamente de lo que no aparece en esta breve narración. La ficción de los Siglos de Oro, en cuanto a personajes femeninos, se polariza habitualmente en dos extremos: las doncellas y su promesa de futuro, y las mujeres deshonradas y perdidas. La tía fingida reúne en una sola muchacha, Esperanza, los dos límites de ese espectro a la vez que revela con una impresionante lucidez —a pesar de lo rudimentario de la factura del texto— la mirada hacia las mujeres en su tiempo. La idea de este libro surge de esa mirada. Lo que La tía fingida desvela sobre la percepción de la mujer y su sexualidad en la época áurea fue, precisamente, lo que me llevó a escribir sobre lo que normalmente no es objeto de la trama central en las obras literarias, al menos desde el punto de vista de la subjetividad femenina. La tía fingida es una novelita estilísticamente sin pulir que tiene todas las marcas de la autoría de Cervantes14. Narra una historia tan sencilla como reveladora. Una mujer aparentemente principal, doña Claudia, y su sobrina Esperanza se alojan en una casa ‘de carne’ en Salamanca, es decir, en una casa anteriormente dedicada a la prostitución y que, al ser llamada así, anticipa el tono crudo y directo de la novela, en la que se abordan sin subterfugios temas como el comercio carnal, la venta de la virginidad y la demanda masculina por cuerpos femeninos jóvenes, frescos y sexualmente sin estrenar. La trama continúa con el interés y la curiosidad de dos estudiantes sin nombre y

14 Adrián Sáez, en su edición del texto, arguye de forma muy convincente que la autoría de Cervantes de La tía fingida es un hecho casi seguro a falta de un documento irrefutable que cierre de una vez por todas una polémica que no tiene fundamento, pues los indicios que apuntan a la autoría de Cervantes no dejan lugar a dudas (Sáez en Cervantes, 2018, pp. 13-23). Además, esta edición acierta al aportar las dos versiones que se conocen del texto, el de Porras de la Cámara y la de la Colombina.

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sin dinero que intentan acercarse a la muchacha a través de su dueña, la Grijalba, y de don Félix, caballero rico interesado en gozar de Esperanza burlando las exigencias y melindres de su tía, doña Claudia. Con ínfulas de gran dama, doña Claudia, a su vez, pretende vender a Esperanza por cuarta vez como virgen al mejor postor. El desenlace de la novela se precipita tras un escándalo que desemboca en el desenmascaramiento de tía y sobrina, que son prendidas por la justicia. Uno de los estudiantes rescata a Esperanza de la custodia de los alguaciles y le ofrece matrimonio. Los nuevos prometidos se instalan en la aldea del estudiante —y ahora marido— donde el nuevo suegro de Esperanza se muestra feliz de tener una nuera tan hermosa y bien dispuesta. Tiempo más tarde, cuando las noticias sobre el pasado de Esperanza llegan a oídos de su suegro, ella ya ha tenido la ocasión de hacerse valer y, de alguna manera, de borrar su pasado, que no pesa tanto como su presente. El narrador hace ver que casos así no ocurren: “y pocas Esperanzas habrá en la vida que, de tan mala como ella la vivía, salgan al descanso y buen paradero que ella tuvo, porque las más de su trato pueblan las camas de los hospitales, y mueren en ellos miserables y desventuradas, permitiendo Dios que las que, cuando mozas, se llevaban tras de sí los ojos de todos, no haya alguno que ponga los ojos en ellas, etc.”15. Cervantes, La tía fingida, p. 127. El texto alude a dos circunstancias que solían ser el comienzo y el fin de las mujeres dedicadas a la prostitución en los Siglos de Oro: el abandono y el rescate de las niñas abandonadas por parte de proxenetas, como será el caso de Esperanza, y la sífilis y el hospital como destino común. En cuanto a la infancia de Esperanza, la segunda parte del capítulo cinco de este libro se ocupa extensamente del problema de los niños abandonados, problema de incalculables dimensiones en los Siglos de Oro. Solo decir que la prostitución infantil era, por desgracia, tan común que los burdeles públicos (mancebías legales y reguladas) no aceptaban a mujeres menores de 12 años, lo cual deja entrever que la necesidad de esta norma correspondía a una realidad establecida. Hay multitud de testimonios históricos que corroboran la veracidad de la historia de Esperanza y de cómo su falsa tía la crio para el oficio. Por ejemplo, el jesuita Pedro de León cuenta que a instancias de su orden se crea en Sevilla una casa pía (además de la casa de recogidas ya existente) donde también se hacen cargo de las niñas abandonadas que, de forma habitual, eran captadas por proxenetas para dedicarlas a la prostitución (León, 1981, 346). Antonio de Bilbao, en su acalorada denuncia de la situación de los expósitos y niños abandonados en la España de finales del xviii, se hace eco de la práctica habitual de sacar a niñas huérfanas de las instituciones para explotarlas como prostitutas: «Libertándose de este modo de la prostitución a que comúnmente vienen a parar las que se crían en los Depósitos, cuando por fortuna no las prohíja alguna piadosa familia; viéndose con indecible 15

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La tía fingida ha sido calificada como un texto indecente y vulgar por la crudeza de su contenido. Sin embargo, tal vez su carácter extraordinario radique precisamente en la forma clara y directa con la que representa, no ya la historia común y triste de Esperanza, sino las actitudes y expectativas con respecto al sujeto femenino que se reducen sin disimulo a lo sexual en esta historia prostibularia. Esta descarnada lucidez, en sí misma, supuso un punto de partida muy fértil para la conceptualización de este libro, pues va mucho más allá del asunto del comercio carnal y desvela una serie de actitudes profundamente asimiladas en la visión del mundo de los Siglos de Oro. En primer lugar, en esta obra es imposible no cuestionarse lo absurdo de que el valor de un ser humano, de una hermosa joven en este caso, estribe en la existencia o no de una frágil membrana, el himen. En segundo lugar, además de los consejos y lecciones de seducción cortesana que se enuncian en el texto, se expone sin ambages la devaluación que la sociedad áurea hace del cuerpo de la mujer como si se tratara de un artículo sexual en un imaginario y universal mercado de la carne en el que el factor de la honra determina la accesibilidad y el valor del cuerpo femenino. En ese escenario, Cervantes tiene la osadía de mostrar sin filtros cómo el cuerpo de la mujer se reduce exclusivamente al valor de su virginidad depositado en una circunstancia esencialmente biológica. Una serie de metáforas explícitas representan la intimidad física de Esperanza y el sistema mercantil y económico que convierten el acceso a su cuerpo en un bien material objetivo, tangible y sujeto a un precio. Esperanza se refiere a su virginidad vendida como “Tres f lores he dado y tantas a vuesa merced vendido, y tres veces he pasado insufrible martirio”16, y continúa suplicando: “Deje, señora tía, ya de rebuscar mi viña, que a veces es más sabroso el rebusco que el esquilmo principal; y si todavía está determinada que mi jardín se venda cuarta vez por entero, intacto y jamás tocado, busque otro modo más suave de cerradura para su postigo, porque la del sirgo y ahuja, no hay que pensar que más llegue a mis carnes”; y, por último: “no será razón que se nos pase el tiempo en f lores, aguardando a vender la mía

dolor a mugeres disolutas sacarlas de ellos, quando son bien parecidas y acabarlas de criar para el más indigno de todos los comercios; instruyéndolas desde muy tiernas para tan infame fin», Bilbao, 1790, pp. 129-130. 16 Cervantes, La tía fingida, p. 117.

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cuarta vez, que ya está negra de marchita”17. El texto de Cervantes deja claro que lo que se vende no es una relación sexual, sino la certeza de haber malogrado irremisiblemente el cuerpo y la existencia de la muchacha18. La fantasía de que la mujer sea portadora de una integridad física —basada en la existencia del himen—, que se traduzca al terreno de lo moral, es una fantasía tan arbitraria como poderosa en el sistema de valores de la sociedad áurea en el que se basa la distinción entre buenas y malas mujeres. Sin embargo, como Adrienne Martín ha visto de forma muy perspicaz, las prostitutas de Cervantes no interiorizan jamás el estigma social y la devaluación absoluta de su valor humano19. Cervantes, La tía fingida, p. 118. Este fetiche de la virginidad es tal que en La mayor confusión de Pérez de Montalbán hay un poema dedicado a la mancha de sangre en una sábana después del desf loramiento de la protagonista. En efecto, la ligera Casandra se entrega durante la hora de la siesta a su primo Gerardo que, al día siguiente, conmemora la ocasión con una composición poética dedicada a la prueba material de la virginidad perdida de su amada: «Y acordándose Gerardo que le había favorecido tanto aquella tarde que, por divertirse a mirarle, faltando al cuidado de la almohadilla esmaltó la holanda con su hermosa sangre, se recogió a su aposento y escribió enamorado estos versos, que a la siguiente noche cantó a su puerta: “[...] la sangría cuerda estuvo / como en su efecto se ve; / que sin duda en mayo fue, / pues tantos claveles hubo. / Distes licencia al carmín, / que se esparció tan hermoso, / que pudo el suelo dichoso / pretender para jardín. / Previno el amor, en fin, / un descuido liberal / (dulce injuria del cristal), / y el hierro a un ángel aleve / bordó márgenes de nieve / con arroyos de coral”» (Pérez de Montalbán, La mayor confusión, pp. 133-134). 19 Sobre la desconexión entre Esperanza como sujeto y su cuerpo como mercancía, Adrienne Martin, 2008, pp. 9-10, escribe: «Her innermost conscience which remains untouched by lucre, is ultimately unknown and thus enigmatic, except in those brief moments when she comments ironically on her situation. For example, when Don Félix, after being discovered in Esperanza’s room, argues with Claudia, who defends against all odds her niece’s purported virginity, Esperanza distances herself from her body to observe it with apparent objectivity: “Por cierto, bien limpia soy —dijo entonces Esperanza, que estaba en medio del aposento como embobada y suspensa, viendo lo que pasaba sobre su cuerpo— y tan limpia, que no ha una hora que con todo este frío me vestí una camisa limpia”». Elizabeth Neary, 2018, s. p., en una ponencia presentada en la Cervantes Society of America explora la agencia femenina que subvierte la misma noción de la irreversibilidad de la pérdida de la virginidad que se expresa en el texto con todas las metáforas textiles que culminan en la reparación repetida del himen: «However, this tale also presents the analogy of the hymen as a cloth that women 17

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En los textos cervantinos no se asumen en ningún momento los presupuestos de su época con respecto a las mujeres públicas y se juega consistentemente con los códigos sociales y la conciencia individual de los personajes. En La tía fingida se separa a la mujer del efecto que produce en los hombres. Esperanza no interioriza ni el estigma que arrastra, ni el poder que gracias a su belleza atesora. Para Esperanza el valor simbólico y erótico de su cuerpo no es ni causa de orgullo ni de vergüenza. Al fin, en ese matrimonio improbable del que hasta el narrador se sorprende, Esperanza pasa de prostituta a perfecta casada sin pasar por el trance del arrepentimiento y la penitencia 20. La recalcitrante misoginia de la Modernidad Temprana encuentra su reducto más radical en el cuerpo de la prostituta contemplado como un espacio, como un lugar residual en el que se depositan todos los tabúes sobre la sexualidad desarrollados por la cultura cristiana en oposición a la pagana. El ideal de castidad será una virtud eminentemente cristiana que nunca antes se había erigido como una aspiración colectiva fuertemente arraigada en la idea de la salvación. La mujer será vista, ante todo, como un cuerpo sexualizado y justificable tan solo por su función reproductora. De esta manera, los cauces de la sexualidad matrimonial se irán estrechando durante los Siglos de Oro en un laberinto de posturas y días permitidos, pacientemente anotados por la casuística, con el fin de desligar hasta el mismo límite de lo posible el placer sexual de la reproducción. Ya desde las Partidas se condenaba al marido que yaciera con su esposa igual que lo hacía con las «mujeres malas»21. Por lo tanto, la tendencia a considerar a la mujer en general como una criatura cuya existencia es definida por las

are authorized to repair at will. Women can thus trick men by playing into their system of values and desires and emphasize the arbitrariness of the system. This would explain why Esperanza does not internalize any guilt: not only because her body and spirit are separated but because her hymen is a cloth that can be repaired, not a wall that is broken down never to be restored». 20 Márquez Villanueva, 2008, p. 64, destaca que no hay arrepentimiento ni ejemplaridad en el caso de Esperanza: «no es redimirse, arrepentida, en una vida virtuosa, que en cuanto solución literaria tendría que llevarla a un convento, sino el librarse de un oficio que le resulta particularmente odioso». Hsu, 2005, p. 231, por su parte, recalca la inteligencia de Esperanza para convertirse en una ejemplar perfecta casada que la protege del estigma de su vida anterior. 21 «Ca muy desaguisada cosa faze el que usa de su muger tan locamente como faría de otra mala» (Partida IV, ley 9, título II).

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servidumbres de un cuerpo esencialmente peligroso para la salvación propia y ajena se llevará al extremo en el caso de la prostituta que, no olvidemos, se iguala y confunde culturalmente con la figura de la mujer sin honra, se gane la vida con su cuerpo o no. En la figura de la «mala mujer» los prejuicios negativos sobre el cuerpo femenino se desarrollan hasta una hiperbólica desmesura, no siendo estos prejuicios una excepción sino la norma. Aunque las mujeres honradas hayan sido absueltas parcialmente de esta consideración gracias a la maternidad, las alianzas matrimoniales y la pertenencia a un linaje o a una orden religiosa, conviene no olvidar que la prostituta es, esencialmente, la figura en la que las ansiedades sociales, culturales, religiosas y políticas sobre el cuerpo de la mujer se desarrollan plenamente sin ningún tipo de filtro o excusa. La prostituta, en definitiva, no es una extravagante excepción o una rara ocurrencia, sino la manifestación de una naturaleza intrínseca al sexo femenino que debe ser reprimida desde la infancia con un férreo control de la conducta. La prueba está en que, en cuanto una mujer sale de los límites de la conducta y el decoro, es identificada e insultada como una de ellas. El texto de La tía fingida ejemplifica con una claridad y lucidez apabullante el hecho de que el cuerpo femenino se construye socialmente como un cuerpo con “memoria” que una vez que ha sido iniciado sexualmente fuera del ámbito conyugal deja de ser apto para el matrimonio o una vida honesta. El tema de la honra, una construcción cultural que conlleva una serie de creencias que a su vez generan normas, tiene una enorme agencia sobre el sujeto femenino y su memoria del cuerpo. La tía fingida deja patente que el cuerpo de la mujer es concebido como un dominio, como un espacio marcado por la exclusividad de su acceso. Además, en el cuerpo de las mujeres se cifran los códigos de la honra y todo un sistema de valores sociales que dependen de su obediencia a las normas. También en el mismo cuerpo femenino se inscriben las letras doradas del linaje masculino, y en él se deposita la herencia de la sangre. Ese cuerpo genérico de mujer se viste con las ropas del ajuar, se adorna con las joyas de su dote y se vincula, en muchos casos, a la f luidez del dinero. De esta manera, el valor de la mujer es voluble, pues está sujeto a las f luctuaciones de su destino, pero a menudo, de forma oblicua, la mujer termina teniendo un precio: la prostituta y su tarifa, la estuprada y su indemnización, la casada (y la monja) y su dote. El precio de la mujer no debe confundirse con su valor. El valor de la mujer es esencialmente inestable pues depende de su

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nacimiento, aunque también del honor y sus accidentes, del rango del marido, de su dote, de su fertilidad, de su belleza, de sus hijos varones y del amparo que pueda recibir en su viudedad. Organización y capítulos Como hemos visto, los dos vectores principales que definen y conforman la existencia femenina están ligados a su cuerpo y a su sexualidad: el valor cultural de la castidad manifestado en el imperativo de la virginidad en el caso de las doncellas, por una parte, y la función reproductora, por otra. Así, el libro comienza en el primer capítulo con la violencia sexual que atenta directamente contra la ley fundamental que rige el cuerpo de las mujeres: el hermetismo de un cuerpo virginal hasta que socialmente cumple con las condiciones, mediante el matrimonio, para ejercer el imperativo biológico de la reproducción. Tras este capítulo que plantea la esencialidad del valor de la honra vinculado a la sexualidad femenina, el resto del libro atiende a las normas, prescripciones y proscripciones, creencias, obligaciones, tabúes, saberes, imperativos de índole moral y religiosa, expectativas culturales —así como familiares y personales—, paradojas, contradicciones y realidades sobre la maternidad y la crianza en los Siglos de Oro a través del análisis, en gran parte, de un conjunto de obras de Cervantes en diálogo con una variedad de textos de la época de distinta naturaleza. El resumen de los capítulos es el que sigue. 1. «Estupro y violencia sexual en la era del absolutismo: del arte a la mirada de Cervantes». En el primer capítulo se analiza el tema de la violencia sexual, y más específicamente el estupro, en relación con el discurso legal y su praxis en casos judiciales concretos. Personajes cervantinos como Dorotea y Leocadia ilustran distintos ejemplos de estupro, seducción, así como la ambigüedad jurídica del matrimonio secreto a partir de Trento. Pero, sobre todo, abren una ventana —a través de la literatura cervantina— a la vivencia de las mujeres ante tales experiencias. El arte de la época, en el que se normaliza la subyugación sexual de la mujer desde la ideología del absolutismo y su celebración de la fuerza, será parte importante de este capítulo, con ejemplos de Tintoretto y Rubens. Las obras de arte citadas en este capítulo son enormemente reveladoras porque, casi sin excepción, captan el momento inmediatamente anterior a la devaluación irremisible

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de la mujer mediante un acto de violencia sexual. Los gustos estéticos de la época parecen celebrar como sublime el instante de vulnerabilidad experimentado por la mujer justo antes de su metamorfosis en un ser sin valor. Esta transformación en la vida y en la subjetividad de las mujeres es posible gracias al consenso sin fisuras sobre los valores de la honra femenina vigente en la Modernidad Temprana. 2. «Las piernas de la duquesa: “No es oro todo lo que reluce” en la corte ducal». El personaje de la duquesa, a pesar de aparecer en unos treinta capítulos de la segunda parte del Quijote, no ha sido entendido desde su individualidad y, a menudo, se engloba en la categoría plural de “los duques”. La clave para entender este personaje está en las “fuentes” de sus muslos y en sus usos terapéuticos según diversos textos médicos y ginecológicos del siglo xvi. Esta nueva interpretación del personaje de la duquesa supone una importante clave hermenéutica del texto que incide en la poética de lo femenino desarrollada por Cervantes en su obra gracias al análisis de las teorías científicas y médicas con respecto a la esterilidad femenina. Otros temas abordados en este capítulo son el acoso reproductor sufrido por las mujeres de la nobleza, la bioética y las políticas sobre la reproducción en la Modernidad Temprana con respecto a las élites. 3. «Las madres en Cervantes: atrapadas en la elipsis narrativa». En este capítulo se aborda el tema de la maternidad y su tratamiento en la ficción literaria. En relación con este tema se exploran las tensiones culturales surgidas en los primeros siglos del cristianismo cuando se produce un cambio de valores con respecto a la cultura clásica. La virtud de la castidad y el valor de la virginidad se convierten en pilares del pensamiento cristiano medieval que van a incidir en las actitudes hacia la sexualidad y hacia el cuerpo femenino y que darán lugar a nociones y prácticas con respecto a la sexualidad dentro del matrimonio y a la maternidad en la Temprana Edad Moderna con el fin de salvaguardar la pureza de la esposa y madre. Las contradicciones patentes con respecto al cuerpo de la mujer en el discurso teológico, moralista y médico se traducen al ámbito literario en el que la figura de la madre queda normalmente alejada del centro de la ficción literaria. Así, la representación de la maternidad en la obra cervantina muestra claramente la disfonía presente en los discursos y políticas sobre el cuerpo femenino con respecto a la maternidad, sin dejar de incluir la subjetividad de la mujer frente a las expectativas sociales y familiares.

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4. «“La doncella encerrada en el árbol, de quién era”: Feliciana de la Voz y las trampas de la maternidad». El análisis detallado del episodio de Feliciana de la Voz en el libro tercero del Persiles, desde el punto de vista de su maternidad frustrada y las irresolubles tensiones entre naturaleza y cultura, son el objeto de este capítulo que aborda el tratamiento cervantino del tema de la maternidad en relación con los dictados de la honra, el culto mariano, las tradiciones vinculadas a la naturaleza/fertilidad, y la noción de linaje asociado a un orden patriarcal. En los capítulos del Persiles dedicados a este episodio, la voz de Feliciana termina por apagarse cuando es restituida al orden social con el reconocimiento de su matrimonio. Significativamente, su canción, interrumpida violentamente, es transcrita y entregada a un personaje que no puede entenderla, por lo que termina siendo un discurso mudo, sin receptor. El episodio de Feliciana plantea importantes cuestiones sobre la agencia y la voz de las mujeres una vez que cruzan el umbral del matrimonio y la maternidad. 5. Madres, nodrizas y abandono infantil en la España de la Temprana Edad Moderna. Este capítulo es un repaso histórico por un extenso corpus de fuentes primarias que se divide en dos partes. La primera se dedica a la lactancia y las expectativas familiares, sociales, políticas y religiosas con respecto a la crianza de los hijos por parte de las madres o de las nodrizas. Uno de los aspectos más relevantes en la plétora de discursos y políticas sobre la crianza es que, indefectiblemente, desde el discurso humanista hasta el reformista de la Ilustración en disciplinas como la medicina, la moral, la ciencia, la política y la higiene se recomienda la lactancia materna a la vez que se dan normas y consejos para seleccionar a una nodriza apropiada. La diferencia entre teoría y praxis en cuanto a las formas de crianza en las clases acomodadas pone de relieve las inconsistencias de las demandas sociales, familiares y políticas ejercidas sobre el cuerpo de las mujeres con respecto a la reproducción y la función de madre y esposa. La figura del ama, ampliamente denostada, se opondrá a la de la madre y terminará sirviendo, paradójicamente, para devaluar la función maternal resaltando su vertiente corporal y física. La segunda parte de este capítulo explora la situación en España de los niños abandonados y expósitos, y desvela la terrible realidad que se ocultaba tras la institucionalización de estos niños. El capítulo concluye apuntando la correlación entre el ingente número de niños abandonados y la creciente demanda de nodrizas que da lugar a una verdadera

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industria de la lactancia en la España de la Temprana Modernidad. Además, el hecho de que hasta la década de los años cuarenta del siglo xx la lactancia artificial no fuera una opción viable para los recién nacidos hace que, desde la religión, la política y la opinión pública, se descargue sobre las amas de leche la responsabilidad del fracaso institucional de los orfanatos e inclusas para los niños abandonados. 6. «El pecho de Cornelia: maternidad, crianza y matrimonio». El capítulo seis, con el que se cierra el libro, supone una suerte de conclusión de los temas de este estudio y, a su vez, se relaciona estrechamente con los capítulos tres y cinco, mediante el análisis de la novela ejemplar cervantina La señora Cornelia. Dicho análisis se relaciona con el tema de la maternidad interrumpida de la protagonista por el conf licto de honra que pone en riesgo su vida y su honorabilidad. Este capítulo se detiene, además, en el tema del hijo perdido y presentado como un niño abandonado, en las referencias a la iconografía de la Virgen de la Leche y, sobre todo, en el profundo abismo social que media entre la nodriza y la madre. La señora Cornelia es un texto cervantino que representa las enormes diferencias económicas y de clase que median entre dos mujeres enfrentadas a la maternidad desde posiciones vitales opuestas, además de indagar en las distintas políticas y expectativas sociales que regulan la crianza. * * * En estas páginas me he referido bastante a la subjetividad femenina, tal y como está representada en la obra de Cervantes, por un lado, y por otro a la mirada y a la objetivación de la mujer por parte de una cultura que la identifica con su cuerpo en una especie de sinécdoque reductora. El discurso médico ya vincula la fisiología de la mujer, orientada a la reproducción, con su capacidad intelectual y esta, con su vulnerabilidad moral 22. Sin embargo, el cuerpo de las mujeres no es simplemente un elemento pasivo sobre el que se vierten opiniones e interpretaciones, sino que ese conjunto de miradas, prescripciones, normas, prohibiciones, valoraciones, nociones, y especulaciones se inscribe en el sujeto. Pierre Bourdieu, con su concepto de hexis,

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Ver Huarte de San Juan, Examen de ingenios, pp. 318-322.

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explica que los cuerpos son custodios de la historia23. El cuerpo de las mujeres asimila y encarna este dispositivo de discursos y políticas y lo incorpora a su devenir y a su forma de estar en el mundo. El concepto de hexis de Bourdieu como la vertiente corporal del concepto global de habitus, establece que el cuerpo es el lugar en el que la historia se asimila y se incorpora 24. Esta noción de hexis supone que las políticas y discursos sobre el cuerpo femenino no solo ejercen un poder exógeno que puede ser más o menos subjetivizado por la experiencia personal, sino que, además y más importantemente, estos discursos se incorporan a una historia social del cuerpo que es duradera, heredable, modificable por el tiempo y, sobre todo, inconsciente. Esos discursos convertidos en prácticas pueden confundirse con lo «natural» al ser asimilados por su automatismo espontáneo, pero son prácticas aprendidas y heredadas como una «segunda naturaleza» pues corresponden a una dimensión social compartida y construida desde la incorporación de la dimensión histórica al cuerpo femenino25. La experiencia que las mujeres de la Edad Moderna tuvieron de sus propios cuerpos fue también una experiencia engarzada en una secuencia histórica con una dimensión social que, a su vez, al incorporar ese corpus de discursos sobre lo femenino, convierte todo ese logos en práctica del propio cuerpo, en vivencia, y en una forma de existencia que también tiene la facultad de apropiarse de esos discursos y modificarlos mediante la experiencia colectiva a través del tiempo. Como ya he señalado, en cierta manera, este estudio sobre las políticas sobre el cuerpo femenino está inspirado por la Esperanza de Cervantes una vez que, fuera de las páginas de la novela, al entrar en el ámbito de las casadas honestas inicia una existencia imaginaria que también merece ser contada como la de tantas mujeres que vivieron en 23 Thompson, en la introducción a Language and Symbolic Power, 1991, p. 13, define con claridad este concepto: «The body is the site of incorporated history. The practical schemes through which the body is organized are the product of history and, at the same time, the source of practices and perceptions which reproduce that history». 24 Bourdieu, 1990, pp. 69-70: «Bodily hexis is political mythology realized, em-bodied, turned into a permanent disposition, a durable way of standing, speaking, walking, and thereby of feeling and thinking». 25 Bourdieu, 1991, p. 123, desautoriza el concepto de «lo natural» en cuanto a prácticas que no son inherentes a la naturaleza humana, sino que corresponden a una dimensión social por lo que se pueden calificar como «segunda naturaleza».

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la España de los Siglos de Oro. A ella y a todas las heroínas cervantinas que inspiran las páginas que siguen, va dedicado este libro en tanto en cuanto son representaciones literarias de mujeres reales que vivieron hace más de cuatrocientos años y que, sin embargo, siguen vivas hoy más allá de la memoria.

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Capítulo 1 ESTUPRO Y VIOLENCIA SEXUAL EN LA ERA DEL ABSOLUTISMO: DEL ARTE A LA MIRADA DE CERVANTES

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Rubens, Rapto de las hijas de Leucipo (1616). Alte Pinakothek, Múnich.

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Este capítulo tiene como fin explorar el tratamiento que en la literatura cervantina se hace de la violación teniendo muy en cuenta el contexto de las actitudes hacia la violencia sexual en la Edad Moderna. Como se verá, las leyes y su aplicación en casos concretos operan como espejos capaces de ref lejar con fidelidad los prejuicios, creencias y percepciones de la época hacia los delitos de violación y estupro. Sin embargo, este estudio tiene en cuenta la cultura visual e iconográfica de la Europa de los siglos xvi y xvii, puesto que no cabe duda de que el arte del periodo proporciona un corpus de obras que muestran de manera inequívoca y coherente no solo un conjunto de actitudes hacia el sometimiento sexual de la mujer, sino también lo que podríamos llamar una ideología del dominio que, desde la representación de cuerpos femeninos subyugados, insisten en una celebración de la fuerza como causa legítima de control y de poder. Esta primacía de la fuerza conduce inequívocamente a una organización del mundo basada en lo jerárquico. Creo que la fuerza como concepto general es, sin duda, uno de los valores fundacionales de la organización política, social y familiar de la época, lo que se deriva hacia las diferencias establecidas y aceptadas entre el valor de los hombres frente al de las mujeres. En la Edad Moderna habrá una fuerte demanda de arte cuyo tema será la violencia sexual presentada bajo los ropajes de la alta cultura y sus motivos mitológicos, históricos o religiosos. Veremos ejemplos del tratamiento de estos temas canónicos por parte de grandes maestros como Rubens y Tintoretto. La historia de Lucrecia, la matrona romana que se suicida tras ser violada por Tarquino, será uno de los paradigmas de las narrativas de la violación en la Edad Moderna, y su interpretación tanto en arte como en literatura nos ofrece un matizado corpus de especulaciones sobre la culpabilidad o la inocencia de la mujer. En La ilustre fregona, Cervantes nos presenta un caso de violación, el de la madre de la protagonista, Costanza, que parece calcado del de Lucrecia, al menos a lo

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que el modus operandi de la violación se refiere. Otro caso paradigmático sobre la violación muchas veces representado en el arte del momento es el del rapto de las hijas de Leucipo, que se interpreta como una violación que resuelve una rivalidad entre clanes y que, además, se considera como un símbolo positivo del matrimonio entendido como fructífera alianza. Al explorar las actitudes que se perciben en la obra cervantina en el contexto de su tiempo hacia la violencia sexual no podemos dejar de fijarnos en la ideología sobre el poder representada de forma inequívoca y generalizada en el gran arte heroico del momento. Este capítulo se detiene en dos episodios cervantinos en los que la deshonra de dos doncellas —Dorotea en el Quijote I y Leocadia en La fuerza de la sangre— conlleva una radical devaluación del sujeto femenino en su ámbito personal, familiar y social. Desde la realidad histórica de su tiempo se explora cómo eran percibidos los delitos de violación y de seducción bajo promesa incumplida de matrimonio. Lo sorprendente es que ambas categorías se desdibujan en la práctica legal bajo el concepto de estupro. El robo de la virginidad ligado a la noción de honra y este, a su vez, al de clan o linaje sería lo único que se consideraría digno de ser castigado mediante una legislación que se mantuvo casi invariable desde las Partidas de Alfonso X (siglo xiii) hasta la Novísima recopilación de las leyes de España (1805). En las páginas que siguen se analizarán también las implicaciones prácticas de los matrimonios secretos desautorizados por Trento, aunque de vigencia canónica y legal si no fuera por su indemostrabilidad. Cervantes se propone en los casos de Dorotea y Leocadia —esposa abandonada y mujer violada, respectivamente— no solo evidenciar su inocencia, sino otorgarles una voz y una voluntad, así como devolverles el valor perdido más allá de las reglas de la honra cuestionadas abiertamente desde el texto. Lucrecia y el origen de Costanza en L A ILUSTRE FREGONA La historia de Lucrecia, esposa de Collatino, es la del suicidio de una mujer violada. Lucrecia es admirada por su belleza y virtud, y celebrada como la esposa perfecta. El hijo del rey romano, Sexto Tarquino, guiado por el amor, según Ovidio, o por la lujuria, según Livio, o por el afán de destruir su reputación, según Dion Casio, decide

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visitarla y pedirle alojamiento mientras su esposo está fuera1. De noche, cuando todos duermen, entra en su aposento amenazándola con una espada. Lucrecia prefiere la muerte a la deshonra, pero Tarquino la amenaza con matarla junto con un esclavo negro y dejar los dos cuerpos desnudos en el lecho nupcial, y así poder probar que, al ser sorprendidos cometiendo adulterio, él los ejecutó defendiendo el honor del marido y amigo ausente, Collatino. Ante esta amenaza que no solo acabaría con su vida, sino con el honor de su casa, Lucrecia se entrega a Tarquino. A la mañana siguiente informa a su marido y a su padre de lo ocurrido y se quita la vida. Su suicidio es interpretado como un acto de suprema dignidad y valor, y el deseo de vengarla iniciado por Lucio Junio Bruto inf lama al pueblo romano que, tras una serie de vicisitudes, terminará derrocando la monarquía e instaurando la república. De esta manera, la virtud y el valor de Lucrecia serán reconocidos como el detonante de los cambios políticos que conducirán a Roma a la gloria alcanzada en la república. Por lo tanto, según la leyenda anclada en la historia, el esplendor de Roma será cimentado no solo en un acto de violencia sexual, sino también en el sacrificio de una esposa virtuosa. Sin embargo, la historia de Lucrecia inaugura una narrativa de la violación que plantea diferentes problemas sobre la castidad de la mujer y la enigmática naturaleza de su sexualidad mitificada y temida a la vez que incomprendida. La violación de Lucrecia será uno de los temas más representados en la época y la inquietante y ambigua naturaleza de esas representaciones nos desvelará la complejidad y preeminencia del debate en la época sobre la mujer, su sexualidad y las dudas sobre su castidad. Un cuadro especialmente significativo es la Lucrecia de Tintoretto. La historiadora del arte Sabrine DeTurk demuestra y documenta que Tintoretto se basa en los grabados abiertamente pornográficos de Jacopo Caraglio para modelar su Lucrecia. Para la autora esto sería impensable si Lucrecia fuera reverenciada como ejemplo de castidad. El cuadro, casi pornográfico, de Tintoretto demuestra cómo se interpreta su historia en el momento. La autora describe así el carácter casi obsceno de esta obra:

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Ver Brysson, 1986, p. 163.

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Tintoretto, La violación de Lucrecia (c. 1578). Art Institute of Chicago. Lucretia balances in a pose which opens her legs to the viewer and to the viewer alone. Even the figure of Tarquin, the aggressor within the painting, is not, due to his position above and behind Lucretia, afforded the same unimpeded visual access to her body. Though Lucretia’s thighs and pubes are covered by a thin drapery, Tintoretto’s cloth is not truly intended to mask the region between her legs, and the pearl just at the top of her pubic triangle and the crease suggesting (or perhaps even

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revealing) the labial folds hidden underneath, in fact emphasize the area. Given this extraordinary sexualizing of Lucretia, we must assume that Tintoretto’s aim was to provide an erotic and titillating experience for the viewer2.

Rubens, Lucrecia y Tarquino, (1609). Hermitage, San Petersburgo.

Sin embargo, Rubens es, probablemente, el que representa más explícitamente la ambigüedad moral de Lucrecia y el obvio erotismo de un cuerpo que se ofrece en toda su rotunda exuberancia a la mirada del espectador. La sensual carnalidad de Lucrecia está iluminada en tonos claros y la zona de su pubis ocupa físicamente el centro del lienzo y se resalta por la tela escarlata que lo cubre y por el círculo de la misma tela que enmarca lo que será en este cuadro el centro de su anatomía. En efecto, las piernas y el vientre de la mujer aparecen en un 2

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DeTurk, 2001, p. 5.

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primer plano, agrandados por el efecto de la perspectiva, mientras que su cabeza aparece más pequeña y en un plano más alejado. Sobre el pubis de Lucrecia se posan dos manos, la suya y la de Tarquino, que lejos de luchar entre ellas parece que coexistan la una junto a la otra. Lucrecia sostiene la mirada de Tarquino y el contacto visual entre ambos no sugiere en absoluto la reacción de una víctima asustada que tiende a rehuir con la mirada a su agresor. Además, Tarquino esconde su arma en su espalda, mientras Lucrecia lo aparta poco convincentemente y, de esta forma, la falta de resolución y de miedo de la heroína clásica da lugar a una imagen formidable en su carga erótica, pero poco convincente como representación de una agresión sexual en toda regla. Dos figuras enigmáticas portan sendas antorchas: a la izquierda la Furia representada como una anciana desnuda, repulsiva y diabólica inf lama la lujuria de Tarquino, pero, a la derecha, el mismo Cupido prende la llama del amor en el corazón atribulado de Lucrecia que, con su mirada fija en los ojos de Tarquino, parece que duda de sí misma. Otros signos denotan que Lucrecia está más cerca del lujo y de la sensualidad que de la austeridad propia de la más virtuosa de las matronas romanas: las vasijas de perfumes, las joyas, las ricas tapicerías que adornan su lecho y el cabecero de su cama modelado como la concha de Venus, que se remata con una serpiente esculpida, símbolo de la tentación a la que Eva sucumbió. Además, el perrillo de faldas que dormía plácido junto a la Venus de Urbino simbolizando la fidelidad en el amor, despierta de su sueño ladrando furiosamente. En suma, la Lucrecia de Rubens nos habla de una pasión sexual a punto de ser consumada y no de la violación que forjará el ideal de la castidad espiritual, siendo este el atributo más extraordinario de la Lucrecia histórica. En estas representaciones artísticas se privilegiará de forma consistente la versión de una Lucrecia altamente sexualizada, mientras que su condición de víctima se tratará habitualmente de forma accesoria y formularia. No obstante, el carácter inequívocamente erótico de las representaciones pictóricas de Lucrecia se ancla fuertemente en los argumentos morales, psicológicos y fisiológicos esgrimidos en la época que defienden la práctica imposibilidad de la inocencia plena y genuina de la mujer durante una violación. La historia de Lucrecia abrirá un prolongado debate sobre la corruptibilidad casi inevitable del espíritu de la mujer mediante la degradación de su cuerpo mancillado por la fuerza. De esta manera, se establece que es difícil para la insaciable naturaleza sexual de la mujer evitar el goce durante un ataque

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no deseado a priori, pero consentido implícitamente al ceder el cuerpo femenino al placer. El placer sexual supone la prueba fehaciente del consentimiento durante el acto y, por lo tanto, la culpa implícita de la mujer hace que la violación se considere como transgresión social que amenaza la honorabilidad de la familia y no como un drama de la mujer como sujeto3. El cambio de paradigma de lo que Lucrecia simboliza tiene su origen en Agustín. Lucrecia representa en la cultura romana la fidelidad, el valor y la dignidad, de todo lo cual su suicidio es prueba, mientras que en la cultura cristiana termina siendo una mujer que se suicida por la vergüenza de haber cedido al adulterio a causa de la debilidad de su cuerpo femenino. Agustín, a principios del siglo v, sugiere que la interpretación de que, de los dos, Tarquino y Lucrecia, solo Tarquino es adúltero bien puede ser falsa ya que podría haber dos adúlteros, uno usando la fuerza y la otra consintiendo secretamente. Y en el mismo pasaje formula su famosa pregunta: «Si es adúltera ¿por qué es celebrada? Y si es casta ¿por qué se suicida?». («Si adulterata, cur laudata; si pudica, cur occisa?»4. Como señala Jocelyn Catty: The Roman culture in which Lucrece’s story is located has been described as a «shame» culture; in this context a raped woman’s shame and loss of reputation were sufficient to justify suicide. Christian culture is, by contrast, one of «guilt», in which the emphasis on conscience led Christian commentators such as Augustine to seek a «guilty» reason for suicide, such as enjoyment of the rape: «she her selfe gaue a lustfull consent»5.

3 Sabrina DeTurk, 2001, p. 17, explica que el debate sobre el placer secreto de Lucrecia lleva a establecer el concepto de adulterio involuntario: «The possibility of Lucretia’s secret enjoyment of her rape was raised again by some Renaissance authors, like Coluccio Salutati and Niccolo Machiavelli. In this way Lucretia’s story can be seen to raise questions about whether a woman’s chastity can ever be fully protected and, worse, whether a breach of virtue could go undetected by her husband and family. […] Lucretia’s death is then, in Salutati’s account, just retribution for an act of adultery, albeit of an involuntary nature. The emphasis placed by Salutati’s Lucretia on the impossibility of quelling all sense of carnal pleasure in sexual intercourse, even during an unwanted act, ref lects a certain Renaissance uneasiness about women’s sexuality, which rests in part on the belief that women are inherently lustful creatures whose sexuality can be kept in check only by stringent measures (employed primarily by men) for the regulation of chastity». 4 Agustín de Hipona, De civitate dei II, p. 19. 5 Catty, 1999, p. 30.

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Esta distinción entre cultura de culpa y cultura de vergüenza que ha sido usada como un tópico común en los últimos 50 años en campos como la antropología cultural, la educación, la sociología y el derecho aplicado creo que merece ser matizada en el contexto de este capítulo. Según la lógica de esta oposición, la cultura de culpa refuerza el concepto de castigo y la cultura de vergüenza refuerza el de ostracismo y ambos, castigo y ostracismo, son usados como herramientas de control del individuo por parte de la sociedad. Sin embargo, al pensar en el concepto de vergüenza con respecto al tema de la violencia sexual en la cultura clásica y en la cristiana, nos referimos a emociones distintas, con implicaciones, causas y resultados diferentes. En el caso de la Lucrecia romana la vergüenza viene de la amenaza al orgullo propio y de casta y este orgullo opera como un capital social que debe ser preservado a toda costa, pues de él depende el valor asignado a aquellos que lo ostentan. Un insulto o agresión cuestiona el respeto debido al sujeto y al clan y este debe restaurarse con un acto de importancia simbólica que refuerce el valor cuestionado. Lucrecia, al suicidarse, no solo no acepta una derrota, sino que establece una victoria incuestionable al confirmar su valor con un acto considerado el epítome del heroísmo, denunciando al mismo tiempo, por contraste, la degradación moral de su agresor. Por el contrario, una mujer violada en la cultura cristiana de la época asume una culpa socialmente incuestionable y su vergüenza es una consecuencia de la interiorización de la culpabilidad. También, en su caso, ostracismo y castigo se confunden. De esta manera la cultura cristiana interpreta como culpa el suicidio, y no como un acto de dignidad suprema tal y como se entendió la historia de Lucrecia en Roma. Para médicos y moralistas, el cuerpo biológicamente enigmático y cerrado de la mujer miente porque es imposible de descifrar y provoca una ansiedad por no inscribir en un lenguaje corporal la verdad de lo que ocurre en el ámbito del espíritu. Por eso se asume, por defecto, la culpa de la mujer, y la cultura cristiana aceptará como principio incuestionable la vergüenza que la víctima de una agresión sexual debe sentir. Esta vergüenza inducida cultural y socialmente es, en suma, la respuesta adecuada a la culpa que toda mujer debe interiorizar. Pasar de una cultura como la clásica, en la que el honor se basa en el orgullo, a otra, la cristiana, en la que el deshonor femenino se traduce siempre en una culpabilidad incuestionable, supone la irreparabilidad absoluta de la pérdida de valor —físico, moral, social— de la mujer violada, redimida tan solo en el caso de que se

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case con su agresor, como veremos más adelante en los casos cervantinos de Dorotea y Leocadia. Esto nos lleva a La ilustre fregona, donde se presenta un caso parecidísimo en el que la madre de la protagonista, Costanza, queda embarazada de ella tras una violación que parece un calco de la de Lucrecia. Esta mujer sin nombre, que se hace llamar ‘la señora peregrina’, tras la violación, se ve forzada a abandonar no solo su nombre, sino su casa y, así, se embarca en un penoso viaje en el que, enferma y exhausta, da luz a una preciosa niña en una posada camino del santuario de la Virgen de Guadalupe. La grave hidropesía de ‘la señora peregrina’ se transforma en una recién nacida que asombra a los presentes por los signos de su perfección. Además, la modestia, gentileza y prudencia de la dama no dejan lugar a dudas de su inocencia. Asimismo, la dignidad y la discreción con las que se comporta se ganan el respeto de los presentes, “dejándonos admirados de su discreción, valor, hermosura y recato”6. Como se ha dicho, Costanza no es un personaje que interactúe como los demás, sino una especie de símbolo de perfección física y moral que encarna todas las virtudes de recato, belleza y devoción esperables en una doncella intachable de 15 años. Cervantes, a propósito, renuncia al desarrollo de un personaje para presentarnos a una Costanza —emblemática en cuanto corresponde a la idealización de la excelencia femenina— que opera como una prueba hecha carne de la inocencia y pureza de su madre. Costanza es, a todos los efectos, un doble de su madre que encarna los valores de la mujer perfecta y que pasa de ser fregona en una venta a gran señora cuando se descubre su verdadera identidad. En este sentido William Clamurro señala cómo Cervantes amplifica el enfoque de la novela en la restauración de la identidad y el orden social a través de la atención en el texto hacia la nueva ropa de Costanza7. En efecto, la novela insiste en que la forma natural con que Costanza luce sus nuevas ropas cortesanas son prueba de que la calidad de su nacimiento no se correspondía con el humilde estado de su crianza: “y si parecía hermosa con [los vestidos] de labradora, con los cortesanos parecía cosa del cielo: tan bien la cuadraban, que daban a entender que desde que nació había sido señora y usado los mejores trajes que el uso trae consigo”8; además, la transformación Cervantes, Novelas ejemplares, p. 189. Clamurro, 1987, 19. 8 Cervantes, Novelas ejemplares, p. 197. 6 7

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de Costanza en señora se convierte en una especie de espectáculo, con lo que se refuerza el carácter de prodigio de su ascensión social: “y acudía infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho”9. Este ascenso de Costanza hacia su restablecida identidad supone la reparación simbólica de la inocencia de la madre que, muerta trece años antes de la anagnórisis en la que se desvela su historia, no puede vivir una existencia libre del estigma de la deshonra para disfrutar, finalmente, de su hija arrebatada por la intolerancia social hacia mujeres como ella. Sin embargo, es plausible pensar que literariamente no hubiera podido llevarse a cabo con éxito un reencuentro entre madre e hija, pues la supervivencia de la madre violada cambiaría sin duda el tono casi hagiográfico de la historia. Así, los elementos que harán más fácil al lector creer en la castidad absoluta de ‘la señora peregrina’ —su falta de nombre y de voz, y el relato de la violación por parte del mismo agresor que exime de culpa a la dama— serán eficaces tan solo con la muerte de la madre de Costanza. Como ha notado Christina Lee, el nacimiento sin dolor y sin peligro de Costanza son símbolos de la pureza y la santidad de su madre. El narrador de esta novela cervantina aclara que «la buena señora parió una niña, la más hermosa que mis ojos hasta entonces habían visto [...]. Ni la madre se quejó en el parto ni la hija nació llorando: en todos había sosiego y silencio maravilloso, y tal cual convenía para el secreto de aquel extraño caso»10. Christina Lee apunta que fue Agustín el que, curiosamente, probó la pureza de la Virgen María vinculando el nacimiento sin dolor de Jesús con su concepción sin placer: «[la Virgen] concibió sin goce y por lo tanto parió sin dolor»11. Si fue el mismo Agustín el que presupone la probabilidad del goce sexual en las mujeres mientras son violadas, desbaratando el mito de Lucrecia e iniciando un debate en el que la sospecha de la imposibilidad de mantener un espíritu casto se impone, Cervantes establece la inocencia de esta mujer marcando los signos de un nacimiento ejemplar en el que la hija es el ref lejo sin mancilla de la madre. La madre defiende su inocencia, protege su honra y, aunque se ve obligada a separarse de su hija, diseña su futuro y su crianza. En esta dama no Cervantes, Novelas ejemplares, p. 198. Cervantes, Novelas ejemplares, p. 188. 11 Lee, 2005, p. 53. 9

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hay vergüenza, sino un paciente silencio que equivale a una lucha eficaz para preservar el futuro de su hija sin permitir que la ruptura del secreto mancille su honor. Algunos críticos como Paul Lewis-Smith señalan cómo esta novela caracteriza a los personajes del sexo masculino como autores impunes de mentiras, trampas, violencia, abusos de poder, sobornos, prevaricación y violación que no muestran remordimientos y que disfrutan de un prestigio social incuestionable12. En el mismo sentido se expresa Edwin Williamson cuando sostiene que esta novela cervantina cuestiona la idealización del patriarcado característica del género narrativo del romance y que en esta se presenta un abuso de poder por parte de hombres nobles cuyo acto más significativo es la violación como acto basado en la fuerza del varón13. Al final de la novela, el padre de Costanza, sin ningún empacho confiesa su violación con la mayor tranquilidad y sin que se asome un atisbo de culpabilidad o remordimiento en su relato. Otra cosa que resulta significativa es la absoluta ausencia de condena social ante este acto, que no se percibe como un crimen, sino como una prerrogativa masculina. Esta se interpreta como algo no solo habitual sino casi esperable: —El padre —respondió don Diego— yo lo soy; la madre ya no vive: basta saber que fue tan principal, que pudiera yo ser su criado. Y porque como se encubre su nombre no se encubra su fama, ni se culpe lo que en ella parece manifiesto error y culpa conocida, se ha de saber que la madre desta prenda, siendo viuda de un gran caballero, se retiró a vivir a una aldea suya, y allí, con recato y con honestidad grandísima, pasaba con sus criados y vasallos una vida sosegada y quieta. Ordenó la suerte que un día, yendo yo a caza por el término de su lugar, quise visitarla, y era la hora de siesta cuando llegué a su alcázar, que así se puede llamar su gran casa; dejé el caballo a un criado mío; subí sin topar con nadie hasta el mismo aposento donde ella estaba durmiendo la siesta sobre un estrado negro. Era por extremo hermosa, y el silencio, la soledad, la ocasión, despertaron en mí un deseo más atrevido que honesto, y sin ponerme a hacer discretos discursos cerré tras mí la puerta, y llegándome a ella, la desperté, y teniéndola asida fuertemente, le dije: «Vuesa merced, señora mía, no grite, que las voces que diere serán pregoneras de su deshonra: nadie me ha visto entrar en este aposento; que mi suerte, par[a] que la 12 13

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Lewis-Smith, 2010, pp. 20 ss. Williamson, 2004, pp. 655 y ss.

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tenga bonísima en gozaros, ha llovido sueño en todos vuestros criados, y cuando ellos acudan a vuestras voces no podrán más que quitarme la vida, y esto ha de ser en vuestros mismos brazos, y no por mi muerte dejará de quedar en opinión vuestra fama». Finalmente, yo la gocé contra su voluntad y a pura fuerza mía: ella, cansada, rendida y turbada, o no pudo o no quiso hablarme palabra, y yo, dejándola como atontada y suspensa, me volví a salir por los mismos pasos donde había entrado, y me vine a la aldea de otro amigo mío, que estaba dos leguas de la suya14.

Los paralelismos de esta escena con la de la violación de Lucrecia son manifiestos: ambas mujeres se ven obligadas a ceder para preservar su honra y la de sus familias. La lógica del chantaje es la misma en las dos historias, aunque Cervantes no condena a su personaje a un suicidio que sería interpretado como confesión de culpabilidad, sino que intenta convencer a los lectores mediante la misma existencia de Costanza de la pureza de su madre. No obstante, es importante notar que en la época se cree que es imposible concebir sin placer. En esta novela, y como veremos más adelante en La fuerza de la sangre, Cervantes se arriesga a cuestionar un principio científico establecido sólidamente que tendrá implicaciones incluso legales. Como recuerda Jocelyn Catty, la creencia de que el orgasmo femenino era absolutamente necesario para la concepción demostraba el consentimiento y la cooperación necesaria de la mujer cuando un embarazo resultaba de la agresión sexual: «The equation of “consent” and orgasm further problematises the perceived relationship between body and mind. The Lawes Resolutions records that if a woman conceives, “there is no rape; for none can conceiue without consent”»15. Al abordar más adelante el caso de Leocadia en La fuerza de la sangre se atenderá más extensamente a la teoría galénica según la cual tanto el hombre como la mujer han de emitir dos semillas para que haya concepción, cuya emisión no puede darse sin placer sexual16. Lo que Cervantes, Novelas ejemplares, p. 194. Catty, 1999, p. 16. El importante libro legal conocido como The Laws and Resolutions of Womens Rights: Or the Lawes Provision for Women, publicado en 1632 de autor desconocido (firma como T. E.), recopila las leyes concernientes a las mujeres. El libro se estructura según las leyes que afectan a doncellas, esposas y viudas. 16 Estas cuestiones científicas que vinculan el orgasmo femenino con la concepción son discutidas más adelante en este capítulo. 14

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resulta excepcional es que en la literatura cervantina se dé de forma consistente una defensa sin ambages de la inocencia de las mujeres violadas y que al mismo tiempo esto se haga cuestionando los dogmas científicos y legales vigentes hasta bien entrado el siglo xviii. Alta cultura y violencia sexual: EL RAPTO DE LAS HIJAS DE L EUCIPO como paradigma de su tiempo La reproducción de uno de los cuadros más emblemáticos del Barroco europeo, El rapto de las hijas de Leucipo de Rubens, abre este capítulo por lo que la imagen ilustra, literalmente, sobre las actitudes sociales, culturales y políticas del momento hacia la violación. Tal vez el pintor barroco por excelencia sea Peter Paul Rubens (1577-1640). Dejando a un lado el debate entre los admiradores y detractores de su calidad artística, es innegable que ningún otro pintor de su época estuvo tan íntimamente ligado al poder político y a la ideología absolutista predominante en la Europa del momento. En efecto, Rubens fue, además del pintor de más éxito de su tiempo, un relevante diplomático al que se le encomendaron importantes misiones en las cortes europeas. La Corona española fue sin duda su mejor cliente, ya que comisionó innumerables cuadros del artista, como da fe la extensa colección de Rubens en el Museo del Prado. Además de su estrecha relación con la corte española, Rubens recibió numerosos e importantes encargos en la corte francesa, ya que fue el encargado de plasmar en una serie alegórica la vida y coronación de la soberana Marie de Medici, así como de Enrique IV de Francia. Su trabajo fue también requerido en la corte inglesa, en distintos territorios italianos y en su Flandes natal. Fue elevado a la categoría de noble tanto por parte de Felipe IV de España como por Carlos I de Inglaterra, que lo distinguen con sendos títulos honoríficos17. Uno de sus cuadros más emblemáticos, El rapto de las hijas de Leucipo, fue pintado para conmemorar el doble matrimonio en octubre de 1615 entre los dos herederos a las Coronas de Francia y España —los futuros Luis XIII y Felipe IV— y sus respectivas hermanas —la princesa francesa Isabel de Borbón y la infanta española Ana María Mauricia—. Esta unión conyugal doble supone una importante alianza entre dos 17

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Oppenheimer, 1999.

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Estados europeos que intentan suavizar su rivalidad política casi crónica. La obra no solo conmemora el doble matrimonio, sino que es una alegoría del amor conyugal. De ahí la ambigüedad de la escena que representa el terror y la resistencia de las muchachas pero que ensalza la fuerza y la resolución de los dos hombres que, ayudados por Cupido, conseguirán mediante una violencia mistificada la subyugación de las dos hermanas, a las que fecundarán y convertirán en las transmisoras de su sangre. Como Michael Gill señala, el pánico y la brutalidad de la escena comunican a los contemporáneos del artista un placer estético más reconfortante que inquietante: «Rubens does not adulterate the fearful turmoil: the screaming women, their clothes ripped away, their hair falling awry, f lailing unavailingly at their determined captors, whose wildly rearing steeds complete the image of brutal power. Yet all this expressive emotion does not disturb us a jot. It is not meant to. Cupids hold the horses’ reins»18. En estos desnudos femeninos la indefensión de las mujeres no incide en una subjetivación de las mismas sino que se convierte en un atributo codificado estéticamente que contribuye al placer innegable por parte del espectador al contemplar «openly displayed the wide expanse of tender vulnerable bodies, their clothes torn away like the protective skin ripped off a ripe plum»19. Rubens, como la mayoría de los pintores de su época, es autor de muchas imágenes, casi siempre encargadas por poderosos clientes, que recogen distintas escenas de violencia sexual muy al gusto del momento. Por ejemplo, no faltan entre sus obras representaciones altamente erotizadas de ninfas a punto de ser asaltadas por sátiros, como en Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, o Pan y Syrinx, o una escena de voyerismo altamente inquietante, pues precede a un intento de violación, como en Angélica y el ermitaño. Cito estos cuadros entre muchos posibles y reitero la idoneidad de Rubens dada su abundante obra y sus conexiones con el poder político, dejando claro a la vez que su interpretación de la violencia sexual no es excepcional, sino meramente representativa de su época, como también lo es La violación de Lucrecia de Tintoretto discutido anteriormente. En efecto, el arte barroco destila un gusto por motivos de violencia sexual en perfecta armonía con los presupuestos artísticos, temáticos y éticos prestigiados por la alta cultura del momento. La noción de alta cultura y de la transmisión de 18 19

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Gill, 1989, p. 266. Gill, 1989, p. 268.

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motivos clásicos es una constante en estas obras. En El rapto de las hijas de Leucipo se representa el rapto de las hijas de Leucipo por parte de los hermanos Cástor y Pólux, que se casan con ellas a pesar de que estaban prometidas a sus rivales. La historia es narrada por Teócrito, y Ovidio, en su Arte de amar, se sirve de ella para demostrar que la fuerza en el amor es la antesala del consentimiento20. Margaret Carroll ha interpretado El rapto de las hijas de Leucipo en relación con la ideología política de la Europa del Antiguo Régimen: In particular we may view Rubens’s painting as an issuing from a tradition that emerged among princely patrons at the time, of incorporating large-scale mythological rape scenes into their palace decorations. With fundamental shifts in political thinking and experience in early sixteenth-century Europe, princes came to appreciate the particular luster rape scenes could give to their own claims to absolute sovereignty21.

Según Carroll, la fuerza y la violencia son vistas como virtudes políticas, por un lado, y, por otro, es común la comparación positiva entre los monarcas y príncipes absolutistas y el poder paradigmático de Júpiter, el dios de dioses pagano. Dentro de esta ideología política que se inspira en la violencia sexual como modelo positivo tenemos el ejemplo de Maquiavelo, que en El príncipe describe a la Fortuna como a una mujer a la que le gusta ser forzada y maltratada por sus amantes y que favorece a los más jóvenes e impetuosos despreciando a aquellos que la respetan 22. La relación entre este tipo de arte y la ideología política esbozada por Carroll es innegable en la época de apogeo de las monarquías absolutas y del modelo de hegemonía imperial proyectado por España. 20 «El que consiguió los besos, si no consigue también lo demás, será merecedor de perder asimismo lo que se le ha dado. ¿Cúanto hacía falta después de los besos para cumplir tu propósito? ¡Ay de mí!, fue aquello ignorancia, no vergüenza. Aunque apeles a la violencia, esa violencia les es grata a las muchachas. Muchas veces desean dar de mal grado aquello que les gusta. Cualquiera que haya sido forzada por un súbito rapto de pasión lo agradece y tiene esa indecencia la consideración de un regalo. Pero la que, aun pudiendo ser forzada a ello, se marcha sin que la toquen, aunque simule alegría en su rostro, estará molesta. Febe sufrió un ultraje, un ultraje le fue infringido a su hermana; y uno y otro raptor le fueron gratos a la raptada»» (Ovidio, Arte de amar, pp. 96-97). 21 Carroll, 1999, p. 140. 22 Maquiavelo, El Príncipe, p. 125.

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El éxito de las Metamorfosis de Ovidio en este periodo y su eco en numerosas representaciones plásticas y literarias abre la puerta a la sublimación de la violencia sexual como motivo altamente prestigiado por la tradición cultural 23. Como Marcia Welles señala, hay unas cincuenta violaciones o «extorsiones sexuales» en Ovidio hermosamente narradas y ejercidas casi siempre por el mismísimo Júpiter24. Lo interesante aquí no es el punto de vista de Ovidio, sino el de la cultura y la sociedad que se entrega a la cita compulsiva y reverencial de esta bellísima obra que interpreta el amor como dominio y subyugación sexual del sujeto femenino y que se reinterpreta de acuerdo con las claves ideológicas de la sociedad del momento. Al relacionar el arte, la ficción literaria y los retazos de realidad sacados de las causas penales de los archivos se puede afirmar que tanto el mundo legal como las ideas, creencias y prejuicios sobre la violación compartían los mismos presupuestos ideológicos y el mismo punto de vista ref lejado en las pinturas y esculturas que representaban violaciones ennoblecidas por el barniz mitológico. Algo de placer tranquilizador debían producir estas imágenes de violencia sexual cuando fueron tan apreciadas por los que podían poseerlas. Imagino que uno de los mensajes que destilan es la celebración del poder visto como la consecuencia de la fuerza y de la impunidad. De esta manera, el que es fuerte merece tenerlo todo simplemente porque puede. En este esquema de valores, la mujer es siempre débil y se convierte en un elemento dominable y, por ende, sexualmente deseable. En la época barroca la noción de dominio manifestada como asalto sexual se despoja de todas las vestiduras sociales y culturales, y se muestra como algo instintivo, esencial, natural e irreprimible. Como se puede adivinar en las pinturas de este tema, la ley natural es la excusa incontestable: el que es fuerte tiene que poseer aquello que desea. Esta será la principal justificación que veremos tanto en procesos legales como en la ficción literaria. Por supuesto, la representación de la violación nunca produce la más mínima incomodidad moral a pesar del cuidado puesto por los artistas en captar la violencia y el sufrimiento de las víctimas. Esto también se traduce en las leyes y en los procesos legales. 23 Sendos trabajos de Stacey Aronson y Leo Curran se refieren a este fenómeno de asimilación por parte de la tradición literaria y pictórica de la violencia sexual presente en Las metamorfosis. 24 Welles, 2000, p. 1.

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La razón no es otra que la deshumanización de las mujeres, que son vistas como presas en una suerte de caza sexual. Es cierto que en El rapto de las hijas de Leucipo podemos admirar la expresión de terror de las hermanas y casi podemos escuchar sus gritos, pero son gritos mudos que no encuentran ningún eco en los oídos de una sociedad que considera el sufrimiento casi como una obligación vital, sobre todo en el caso de las mujeres. Así, el mensaje tanto de las adaptaciones y citas de Ovidio y otros autores clásicos que subliman la violación, como de las obras de arte que embellecen los salones de los poderosos con estas escenas, es la confianza en un mundo perfecto en su orden jerárquico en el que, como privilegio incontestable, la fuerza otorga la capacidad de dominar. Por una parte, este mismo mensaje sostiene macroestructuras como la monarquía absoluta, la organización vertical del estado o la lógica que justifica el imperio y, por otra, dicho mensaje también permea multitud de aspectos de la vida cotidiana como las leyes sobre estupro y violación, el sistema social de la honra, la configuración, también vertical, de la familia y la situación de las mujeres en el contexto social y familiar. Significativamente, en el ámbito literario, el género de los dramas de honor no representa un medio en el que se exprese una empatía con la mujer violentada, sino que desde este género dramático se refuerzan los principios en los que se sustenta el sistema de valores sociales, dependientes en gran parte de la conducta sexual de las mujeres de un clan. Es el caso del paradigmático y célebre Médico de su honra de Pedro Calderón de la Barca —casi un arquetipo ideológico de este tipo de conf lictos— en el que la protagonista es ejecutada injustamente por su marido con el fin de preservar el honor en su dimensión más pública. En el Médico de su honra se privilegia el mantenimiento sin fisuras de la honra por encima del principio de justicia. La inocente protagonista es inmolada en el altar imaginario de la honra tan solo porque a pesar de su inocencia puede llegar a parecer culpable ante los demás. La nueva esposa pedirá la misma medicina a su «médico» o marido, es decir, como buena mujer casada está dispuesta a inmolarse por la causa común. Desde esta obra y otras muchas se asiente ante el principio de honra pública según el cual se articula una sociedad socialmente inamovible que se basa en el principio de que el valor viene del linaje y que el lugar social que cada uno ocupa puede llegar a perderse con la destrucción de la honra o de la estimación pública que se tiene de los individuos y de las familias.

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Una mirada a la historia: casos reales ante la justicia En los casos legales encontrados en los archivos hallé un tipo de sensibilidad social y moral muy diferente a la contemporánea, al menos en apariencia, y aunque no sea de extrañar, bastante consistente con el punto de vista expresado en el arte y en la alta cultura barroca, a la vez que coherente con la desconfianza hacia la ley en los casos de agresión sexual que se trasluce en los textos cervantinos. Por una parte, fue revelador descubrir que la violación como tal no estaba penada específicamente y sí el estupro o el robo de la virginidad. Como se verá más adelante en el análisis de la obra cervantina, sin virginidad no hay delito, no existe el robo de nada. La virginidad se cuantifica como algo tangible y concreto que se valora económicamente según el rango y riqueza de la familia de la víctima. El honor de una mujer se centra en su conducta sexual y es un bien que pertenece a su padre o esposo, nunca a ella, que es legalmente la depositaria de ese honor, pero no la dueña. En la práctica totalidad de los casos que he estudiado el fallo beneficia al agresor, aunque se demuestre el estupro. La condena, si la hay, se salda con una multa irrisoria que, en caso de pagarse, no resarce a la víctima ni de la agresión sufrida ni de la deshonra que supone hacer público su caso. Sin embargo, aunque esa es la tónica general, quiero comenzar con un caso inusual, por varios motivos, recogido en 1641 en la publicación del recurso del fiscal de un caso de estupro25. Aunque este caso parece contrario a todos los demás, en realidad está guiado por la misma ideología y visión del cuerpo de la mujer y es consistente con la lógica social que inspira la manera según la que la violencia sexual es contemplada en la Modernidad Temprana. En primer lugar, la estuprada, de dieciséis años de edad, declara haber tenido relaciones consentidas y quiere casarse con el acusado; en segundo lugar, la pareja ha huido junta —lo que se interpreta como rapto de la joven—; y en tercer lugar, el acusado es un esclavo del padre de la muchacha. Todo parece indicar que se trata de una relación amorosa en la que no existe violación, pues hay consentimiento. No obstante, lo importante desde el punto de vista jurídico es la pérdida de la virginidad de la 25 Anónimo, El licenciado don Juan Pérez de Lara, fiscal de su Magestad en esta Real Chancillería por su Real jurisdición. En el pleito con Juan de la Cruz, esclavo de Antón Gutiérrez, molinero, preso en la cárcel desta Corte (1641).

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joven por parte de un esclavo. Dado el abismo social y jurídico entre el esclavo, que es propiedad del padre de la joven, y esta, la relación amorosa se interpreta como el robo de la virginidad de la hija del amo. En efecto, tanto la virginidad de la muchacha como la vida del esclavo son propiedad del denunciante. La condición de esclavo del acusado lo sitúa fuera de la lógica aceptada de seducción masculina y, a su vez, la muchacha ya no es vista como una mujer deshonesta culpable de su deshonra, tal y como hubiera sido esperable en su tiempo. Es más, la muchacha es victimizada en contra de su voluntad sin que se respete su potestad y su decisión de involucrarse en una relación amorosa. La pérdida de su virginidad es calificada como una transgresión contra el padre que es el responsable de la honra familiar. En este caso, ni la hija ni el esclavo disponen de libertad jurídica y, tampoco, de albedrío frente a la autoridad familiar refrendada por el estado. El fallo produce, como era previsible, una condena muy severa que suponía, en efecto, una muerte diferida: doscientos azotes y ocho años de galeras. Sin embargo, a pesar de su dureza, se considera un castigo insuficiente por parte del denunciante y del fiscal y se recurre la sentencia dada la transgresión que esta relación supone. El hecho deste pleyto es estar el reo convicto y confiesso de aver estuprado a una hija legítima de su amo, de edad de diez y seys años, y llevádosela hasta la ciudad de Loxa, ocho leguas distante desta de Granada, donde los aprehendió juntos y prendió la justicia: en Loxa confessó el esclavo (reo desta causa) que avía estuprado a la hija de su amo, después de averla robado, y en Granada dixo que un mes antes que la robasse, confiessa el delito: confiéssalo assimismo la moça, dize ella que de su voluntad la estupró, y se la llevó, y dixo en Loxa delante de un notario del juez eclesiástico que se quería casar con él [...]. No ha sido presa la moça, ni ha parecido, y el esclavo vino por sentencia del alcalde mayor desta ciudad condenado en dozientos açotes, y ocho años de galeras, y lo embió en relación y consulta a la Sala, donde el fiscal de su Magestad apeló por no aver sido condenado en la pena condigna a su delito, y assimismo apeló el padre de la moça, amo del esclavo. Y para que se revoque la sentencia y que este reo sea condenado a muerte de fuego, quemándole o atenaceándole, se reduzirá esta alegación a dos puntos. En el primero se provará que por aver estuprado a la hija de su amo deve ser quemado. En el segundo, que por averla raptado, aunque sea de su voluntad, tiene pena de muerte, y que no le deve escusar el ser menor de veynte y cinco años, aunque por su

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aspecto parece mayor, y tiene confessado tener veynte y dos, mayormente en delitos de tan mal exemplo26.

El caso es interesante porque refuerza la idea de que la virginidad de la mujer es un bien que pertenece al clan, a la familia representada por la autoridad del padre, y porque no parece ser un caso de violencia sexual. La esclavitud del acusado es el factor que altera la tendencia que veremos en los procesos que siguen de minimizar el daño inf ligido a la mujer en casos en los que la agresión es más que obvia. El fiscal corona su recurso con una ref lexión en la que deja claro que, en este caso, la figura jurídica de estupro sirve para condenar la relación, aunque sea consentida, entre mujer libre y esclavo. La unión de los dos jóvenes es una transgresión que amenaza el orden social y debe ser castigada con la mayor severidad: la muerte en la hoguera del reo. Por otra parte, aunque se trata de un caso evidente de adulterio al ser solteros y no haber forzamiento, la muchacha es dejada libre para intentar romper la simetría entre los dos protagonistas de la transgresión. Por consiguiente, es importante que haya un agresor y una víctima, justo al revés de los casos que se verán a continuación: “Este vicio de mezclarse los esclavos con las mugeres libres, aun quando no fueran sus amas ni hijas de sus señores, ni parientas, ni criadas de su casa, ha sido en todos tiempos tan detestable, que siendo la libertad cosa tan preciosa, la perdía una muger que amonestada se mezclava con siervo, y le hazía esclava de cuyo era el esclavo”27. Fuera de las inusuales características del caso anterior, la mayoría de los procesos de estupro están guiados por puntos de vista bastante uniformes sobre la mujer, su cuerpo, su integridad física y su valor social. Con frecuencia son los hombres los que suelen presentar demandas sobre el daño infringido a las mujeres de su familia. Asimismo, como se verá, la violencia, las lesiones, el maltrato y el dolor físico causado a la víctima carecen de relevancia legal. En los procesos analizados llama la atención un denominador común: no hay estigma social alguno para el agresor, tan solo contrariedad ante la posibilidad de pagar una multa. Es más, se puede afirmar que existía una completa tolerancia no ya social, sino legal para este tipo de delitos si se convencía al tribunal de la mala reputación de la víctima, aunque se 26 27

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El licenciado don Juan Pérez de Lara, fol. 2r, énfasis en el original. El licenciado don Juan Pérez de Lara, fol. 2v, énfasis en el original.

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demostrara su virginidad. Consistentemente, la violación —y su sinónimo, el forzamiento—, entendida como una agresión sexual con penetración sin el consentimiento de la víctima, no se considera delito si no hay estupro o pérdida de la virginidad. Además, el hecho de que una mujer hubiera perdido su honra anteriormente la convierte virtualmente en una presa de violencia sexual no solo desprotegida en los tribunales sino también denostada, insultada e incluso condenada en ellos al constatarse su falta de honorabilidad. De forma habitual, los acusados y condenados por estupro recurrirán las sentencias, a veces muy benignas y con indemnizaciones muy poco cuantiosas, declarando con testigos falsos —en ocasiones familiares e íntimos amigos— la deshonorabilidad de la víctima. Por ello, denunciar resulta casi siempre muy contraproducente para la mujer que se expone a que se sepa su violación y también a ser calumniada por una serie de testigos para terminar públicamente reprendida por el juez, que en muchas ocasiones la obliga a pagar las costas o incluso una multa. A continuación, se ofrecen algunos ejemplos nada extraordinarios por lo habitual de la lógica legal que siguen. Normalmente son los padres o hermanos los que denuncian, pues la virginidad de las doncellas de la casa es un bien familiar del que depende el mantenimiento de la honra. Así, en el caso de Magdalena de Quintanar es su padre, Manuel de Quintanar, el que presenta la demanda contra Juan Guedeja Marrons en 1684. Es importante notar la pobreza y humildad de la familia demandante para entender el proceso: «Manuel de Quintanar, vecino de esta Villa (Casarrubios), con muxer y hijas, digo que conforme a mi derecho a hacer información de como soy un pobre de solemnidad sin tener cassa ni viña ni tierra no otros bienes algunos». La demanda es sobre un caso de estupro sobradamente probado pues, como queda demostrado, después de una violación brutal, Juan Guedeja continúa teniendo acceso carnal con la víctima tras jurar matrimonio delante de testigos que así lo certifican. Aunque Manuel de Quintanar gana el proceso el padre de Juan Guedeja, Francisco Guedeja, recurre la sentencia y exige la absolución: Y porque la querella que se ha dado por la otra parte es haber sido desf lorada y estuprada, habrá tres años y que después ha continuado con diferentes accesos, y porque esto es totalmente incierto y que se reconoce por la probanza que mi parte ha hecho que la contraria a vivido ilícitamente y con gran desenboltura con diferentes personas teniendo

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actos carnales con ellas. Y esto [fue] dos años antes del tiempo en que se supone el estupro con mi parte. Porque esto lo deponen muchos testigos de bista y hecho propio expresando con un decir dualidad [i.e. los testigos coinciden en su versión] en el tiempo, sitio y lugares y personas. Y porque no tan solamente vició la otra parte en esta forma en el tiempo anterior en el que se dijo se cometió el estupro, sino en el posterior, esto continuadamente hechándose con todo género de gentes, gallegos, mozos de soldados, yéndolos a buscar y a inquietar al campo donde estaban arando. Porque de lo referido hay plena comprobación y del escándalo grande que a causado y causa en aquella villa con la grande deshonestidad y desenvoltura que tiene.

Al final el recurso consigue que la multa se reduzca considerablemente28. Otro caso que quiero traer a estas páginas es el de Mariana del Peral, una muchacha pobre y disminuida psíquica que es violentamente asaltada y posteriormente amenazada en 163229. Es interesante notar que la sangre de las heridas resultantes del asalto le manchan el vestido y su ropa interior. La camisa tiene manchas de sangre que demuestran el estupro, así como lo corrobora el informe de las comadronas que la examinan. Sin embargo, como es de esperar, la defensa arguye que las heridas de la nariz son la fuente de toda la sangre encontrada en la ropa intentándose así demostrar que Mariana del Peral no era doncella cuando fue violada. La demanda la presenta su hermano, Juan del Peral: Mariana del Peral, doncella, hija de Juan del Peral, la cual es fatua y mentecata y no tiene uso de razón ni hacienda con que poder mantenerla. [...] Estando mi hermana el viernes pasado, que se contaron diez y ocho deste presente mes de junio, escardando un trigo que tengo en el término desta villa, habiendo ella sola en mi heredad donde la había inviado para este efecto siendo doncella virgen y honrada y de muy buena fama y opinión y estimación de la gente principal y honrada de esta villa, habiendo venido a mi tierra qual otro día a mediodía poco más o menos, Archivo Histórico Nacional, Consejo de Castilla, legajo 501, Consejos 26239, exp. 8, año 1684. «Manuel de Quintanar, como padre de Magdalena, contra Juan de Guedeja Marrons, sobre estupro. Casarrubios (Toledo)». 29 Archivo Histórico Nacional, Consejo de Castilla, legajo 81, Consejos 25533, exp. 19, año 1632. «Mariana del Peral contra Alonso Chico sobre estupro. Cuenca». 28

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Alonso Chico la derribó en el trigo y peleó con ella y violentamente y por fuerza la estupró y corrompió su virginidad y forzola, sin embargo de que ella se resistió y defendió. Y [Alonso Chico] le daba y dio de puñadas y al ojo. Al abrirle en las narices le hizo sangría en aquellas de las que le cayeron a mi hermana algunas gotas que se manifiestan en los pechos en donde se hallaron y en la camisa la sangre que le hizo con la desf loración y violencia de la que la inspección de comadres es comprobado que fue desf lorada y es de este tiempo.

El hermano pide una cantidad suficiente para dotar a la hermana deshonrada, tal como estipulaban las leyes: «Suplico le condene en dos mil ducados para que con ellos pueda la dicha mi hermana remediarse y pasar su vida y hallar con ellas marido igual que hallare sin ellos a no estar desf lorada, pues es justicia». Al final las inf luencias de la familia de Alonso Chico y las habituales acusaciones de deshonestidad de la víctima esgrimidas por la defensa («si la dicha Mariana del Peral era mujer fácil o había tenido amores antes de este hecho») reducen la multa a lo necesario para los gastos legales. Como hemos visto en estos dos casos, incluso habiendo una sentencia judicial que reconoce la violación y el estupro, el sistema legal y las actitudes enraizadas hacia la violación hacen que al final el recurso de la ley se vuelva contra las víctimas que además hacen pública y patente su deshonra. No es de extrañar, entonces, que las tres mujeres cervantinas que sufren violaciones —‘la señora peregrina’, Dorotea y Leocadia— decidan mantener en secreto su deshonra e intentar reparar por sí mismas, y en la medida de lo posible, su situación. Los textos de Cervantes expresan su desconfianza hacia un sistema judicial que es el depositario y garante de los derechos de las víctimas de una agresión sexual. Sus heroínas, al optar por el silencio, minimizan el daño sufrido, que sin duda se agravaría tras entregar sus causas a una justicia no solo no exenta de corrupción y prejuicios sino, en el mejor de los casos, incapaz de restaurar la fama y honorabilidad de las mujeres con una sentencia favorable. En 1633, don Diego de Irusta, un caballero muy principal de Bilbao, de 32 años, diputado general del Señorío —uno de los puestos más importantes de la región— y tan rico que, según afirmó en su declaración, «teniendo de mi patrimonio además de las propiedades raízes, más de mil ducados de renta en censos», fue acusado de estupro. En efecto, una muchacha humilde, Mari Sanz, lo acusó ante la justicia

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de secuestrarla, robarle su virginidad y mantenerla encerrada durante varios días en su habitación, durante los cuales siguió abusando de ella: «el dicho acusado me hubo buscado... me hubo llevado a la casa de su possada... y me hubo desf lorado y privado de mi birginidad, y en muchas noches hubo dormido conmigo, y muchos días me tubo encerrada en un aposento, y me solía tener en su cama». Don Diego no negó los cargos de estupro ni los detalles de la agresión, aunque sí el que en momento alguno hubiera prometido matrimonio a Mari Sanz. También, como parte de su defensa, declaró estar prometido a una dama rica y acorde a su posición social, doña Ángela de Aldape, aunque, sobre todo, insistía, con desdén, en la pobreza de la denunciante, dato fundamental que se tomaba en cuenta a la hora de juzgar con benevolencia estos casos: era competente y bastante Dote para ella cinquenta Ducados, y que esta cantidad es la que se acostumbra dar en la d[ic]ha billa de Bilbao y señorío de Bizcaya a las mugeres estupadas [sic] que son del porte, caudal y possibilidad de la d[ic]ha María Sanz sin embargo que sean de buena opinión, hijasdalgo, y bizcaínas originarias, por las personnas que las han esturpado [sic].

Pero Mari Sanz intentó impedir este matrimonio irrumpiendo en la iglesia durante la boda de don Diego, siendo brutalmente agredidos ella y sus acompañantes por los poderosos partidarios de don Diego que «con lanças, palos y espadas, sacaron por fuerça de la yglessia y maltrataron y herieron a las personas que fueron con la susod[ic]ha, deciendo q[ue] havía de ahorcar de los arboles a la susod[ic]ha y a todos q[ue] le acompañaban». Más adelante, uno de los amigos de don Diego la convenció de «que hera disparate pretender palabra de matrimonio jente de su calidad con la de don Diego». Después de una larga batalla legal lo único que consiguió Mari Sanz fue una indemnización ridícula, una décima parte del dinero que solicitó en un principio30.

Debo el conocimiento de este caso al estudio histórico sobre delitos sexuales en la Edad Moderna de Renato Barahona, 2003, pp. 87-88. 30

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Ley, historia y literatura: estupro y matrimonio secreto en Cervantes La historia de Mari Sanz, no por común menos triste, reúne las contradicciones legales y éticas que están presentes en dos de los casos cervantinos en los que se nos cuenta la pérdida de la virginidad de dos doncellas, el de Dorotea en la primera parte del Quijote y el de Leocadia en La fuerza de la sangre. Mari es secuestrada, violada y retenida contra su voluntad, aparentemente se le promete matrimonio, y, a pesar de la desigualdad social entre ella y su agresor, pretende impedir la boda de este, tras lo cual lleva el caso ante la ley. En definitiva, se trata de una joven mujer resuelta a reparar en la medida de lo posible el agravio del que ha sido objeto. Su historia podría situarse en la intersección de las de Dorotea y Leocadia. En su narrativa coexisten alusiones a la violencia física y a la seducción, lo cual en la Temprana Modernidad no suponía la coincidencia de actitudes contradictorias, sin que en la documentación legal que recoge su caso se registre ningún tipo de extrañamiento por ello. En la actualidad el supuesto matrimonio de Dorotea y don Fernando y la violación de Leocadia a manos de Rodolfo serían casos muy diferentes desde el punto de vista legal y ético: en el primero se nos narra un matrimonio secreto prometido con la intención de seducir y abandonar, en el otro un claro caso de violación con fuerza. Sin embargo, estos dos casos tan distintos en apariencia tendrían mucho más en común de lo que parece según los principios legales y los valores de la honra y el honor en la época. Muy a propósito me limitaré en este análisis a los dos casos ya mencionados, precisamente por sus diferencias aparentes, dejando deliberadamente de lado algunos otros episodios entre los cuales el más relevante es, quizá, el de la hija de la dueña Rodríguez. Como se recordará, en Don Quijote (II, 48, 1020-1021), según el relato de su madre a don Quijote, la muchacha es seducida bajo palabra de casamiento y después abandonada por el hijo de un labrador rico con la complacencia y complicidad del duque que, además, impedirá más tarde no solo la reparación de su honor, sino la única solución que se le presenta a la joven desde su deshonra: un matrimonio con el paje Tosilos. Este pasaje de la Segunda Parte pone abiertamente de manifiesto tanto la indefensión legal de las mujeres, especialmente si son pobres, como la falta de apoyo social que podían esperar en tales circunstancias. Además, con este episodio, la fragilidad del honor femenino se demuestra de forma rotunda si tenemos en cuenta que la

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hija de la dueña Rodríguez, aunque pobre, vivía bajo la protección y tutela del duque al ser su madre viuda y criada de la casa. La historia de la hija deshonrada y de la madre incapaz de ayudarla ejemplifica la ya mencionada falta de probidad de los cauces legales para resolver estos casos. El duque es, además del tutor legal de la muchacha, el encargado de administrar justicia, a pesar de lo cual no solo protege al agresor, sino que, en un alarde de crueldad innecesaria y gratuita, termina castigando a la joven, encerrándola en un convento, y a su madre, desterrándola a Castilla, por haber procurado arreglar la situación mediante la boda con Tosilos. Parece obvio que este texto expresa sin ambigüedades cómo aquellos que deben hacer valer las leyes perpetúan la injusticia de la agresión al no ejercer el poder social que les es conferido para intentar restaurar el honor de las víctimas. En esta exploración de algunas de las actitudes cervantinas ante las mujeres que mediante la seducción o la fuerza han perdido su honra, resulta de utilidad contraponer la historia a la fabulación literaria. De forma muy consistente la obra de Cervantes nos sitúa ante un mundo femenino en cierta manera utópico, pues en muchas ocasiones presenta no a mujeres probables —y ni siquiera posibles— sino a lo que las mujeres podrían llegar a ser si la sociedad las dejara educarse y cultivar su curiosidad. Son mujeres en su mayoría libres, discretas y resueltas que se manejan en un mundo muy hostil para ellas con admirable desenvoltura y habilidad. Es casi imposible no considerar a Marcela o Dorotea como criaturas de otro mundo, el de la literatura de Cervantes, tan inclinada a demostrar cómo serían las mujeres en una sociedad un poco más generosa con ellas si simplemente se ensancharan los estrechos límites en los que se educaba a las niñas al considerarse garantía de su honestidad tanto la clausura doméstica como la falta de acceso a saberes y conocimientos. Además, tal y como recogen decenas de libros dedicados a la instrucción femenina como los de Juan de la Cerda, Gaspar de Astete, Luis Vives y Francisco de Osuna, entre otros muchos, la obediencia, el silencio, el recogimiento y el recato fueron virtudes fundamentales en la crianza y formación de la mujer de la época. En estas páginas la utopía de lo femenino se refiere a la visión que se da en la obra cervantina del tema de la violencia sexual por la consistente, y sorprendente, actitud de empatía hacia las víctimas en una sociedad que, en los temas de honor y honra, se manifiesta en toda su disfuncionalidad.

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Con respecto a las semejanzas y diferencias de las historias de Dorotea o Leocadia ante el sistema legal de principios del siglo xvii, el caso de Dorotea hubiera sido juzgado como un caso de estupro, esto es, como un caso de desf loramiento o robo de la virginidad, exactamente igual que el caso de Leocadia. Si hubieran ido a la justicia lo más que hubieran podido conseguir ambas mujeres sería una modesta indemnización económica, tal vez menos en el caso de Leocadia por su pobreza, a cambio de hacer pública su deshonra 31. Ya desde las Partidas, más o menos, se equipararán ante la ley el forzamiento o violación por fuerza y la seducción o engaño. En ellas se estipula claramente que una manera de fuerza es la seducción mediante vanas promesas que pierden a las mujeres con más facilidad que la violencia física 32. En realidad, lo substancialmente importante, la verdadera esencia del delito de estupro era la pérdida de la virginidad, a pesar de que hubiera alguna tibia distinción entre violencia y engaño en los códigos legales, distinción por otra parte esencialmente descriptiva. Como se ha señalado, la violencia física apenas si aparece anotada y, desde el punto de vista de la pena, el sufrimiento individual no era un factor apreciable frente al concepto de daño o robo de un bien, la virginidad, y su relación con la honra de la víctima y de su familia. El cuerpo de la mujer, consiguientemente, se configura ante la ley como

31 El hecho de que Leocadia fuera noble no supone ninguna garantía de protección en términos reales. En efecto, su nobleza y pobreza son tal vez la peor combinación posible pues el publicar su deshonra supone un estigma imborrable para su clan frente a la muy remota posibilidad de una mínima compensación económica. Como ya se ha mencionado, el mismo problema vemos en la madre de Costanza violada en La ilustre fregona, que no puede ni hacer ruido mientras es forzada para no alertar a sus criados. Cervantes en numerosas ocasiones señala un cambio de edad en la que el dinero y la riqueza son imprescindibles para que la nobleza mantenga su poder de inf luencia social. 32 Al ocuparse del «estupro y forzamientos» la partida VII, título XIX, ley I, declara: «... Otrosí decimos que facen muy grant maldat aquellos que sosacan por falago o de otra manera las mugeres vírgines o las vibdas que son de buena fama et viven honestamente, et mayormente quando son huéspedes en las casas de sus padres o dellas, o los que facen esto usando en casa de sus amigos. Et non se puede excusar el que yoguiere con alguna dellas que non fizo muy grant yerro, maguer diga que lo fizo con su placer della non le faciendo fuerza; ca segunt dixieron los sabios antiguos como manera de fuerza es sosacar et falagar las mugeres sobredichas con promisiones vanas, faciéndoles facer nemiga de sus cuerpos, a que las traen en esta manera mas aína que non faríen si les ficiesen fuerza».

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una extraña y elusiva especie de dominio social, consideración que prevalecerá habitualmente ante la noción del cuerpo femenino ligado a la individualidad de la mujer. Como se ha visto en el caso de Mariana del Peral, por una parte, los documentos silencian o mencionan muy de pasada la violencia física y, por otra parte, en casos donde queda claro la f lagrante violencia y crueldad esta no se castiga de forma especial. Puede afirmarse que existe una indiferencia legal generalizada hacia el padecimiento de la víctima en los muchos casos en los que la violación concurre con ensañamiento por parte del agresor33. De esta manera, Leocadia hubiera sido indemnizada, en el mejor de los casos, por su virginidad perdida, existiendo una falta casi absoluta de sensibilidad ante la idea del sufrimiento físico y moral causado por la violación perpetrada por Rodolfo. Como afirma Georges Vigarello, en su estudio sobre la historia de la violación, la violencia no era un factor a tener en cuenta en unas sociedades, las de la Temprana Edad Moderna, eminentemente violentas en todos los ámbitos de la vida. A partir de esto es fácil llegar a la conclusión de que el sufrimiento de las mujeres tampoco era un factor apreciable en los poquísimos casos que se denunciaban34. Parece que la sensibilidad social ante el sufrimiento de las mujeres concuerda con el distanciamiento afectivo representado en el arte de Rubens y de sus contemporáneos. Además, es importante insistir en el hecho de que la situación de indefensión legal de la mujer ante una violación era casi absoluta si no conf luía con la pérdida de la virginidad. Una mujer soltera que no fuera virgen ingresaba sin remisión en la categoría de «mujeres de mala fama», lo que era motivo suficiente para exonerar al agresor e incluso castigar a la mujer con multas y pago de las costas judiciales. También debe tenerse en cuenta que una mujer casada víctima de una violación podía ser acusada de adulterio por su marido y que, en ese caso, suele darse un cambio de perspectiva en cuanto a los hechos interpretándose a menudo que es la mujer la que transgrede los códigos del honor familiar. Las viudas, por otra parte, eran las más indefensas socialmente ante una agresión sexual, tal y como se ejemplifica en el personaje cervantino de ‘la señora peregrina’ en La ilustre fregona. Al ser mujeres sin hombre previamente casadas están 33 Esta indiferencia legal hacia la violencia también es señalada por Barahona, 2003, pp. 68, 80. 34 Vigarello, 2001, caps. 1 y 9.

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también sometidas al prejuicio popular de su voracidad sexual. Estas circunstancias dan lugar a que se silenciaran la mayoría de las agresiones sexuales dada la inexorable deshonra pública de la víctima y las escasas e inciertas ventajas en el caso de un fallo favorable. En el caso de Dorotea la seducción mediante engaño y/o fuerza son dos estrategias no excluyentes sino combinables si hiciera falta. Don Fernando se ciñe a los presupuestos recogidos por Renato Barahona en multitud de casos legales: se intenta seducir, y si no, se recurre a la fuerza 35. Dorotea, tras intentar convencer a don Fernando de que la dejara, considera con una lucidez admirable que, de una forma u otra, el hombre que se había escondido en su habitación no iba a salir de allí sin cumplir su propósito: Yo a esta sazón hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí misma: «Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en este no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero con desdenes despedille, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de la fuerza, y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podrá dar el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto: porque ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis padres, y a otros,

Barahona, 2003, p. 92, apunta a la consistencia en las fuentes documentales de la casi total omisión de detalles o datos sobre violencia física y coacción moral que suponían estos asaltos sexuales: «in addition to courtship and consent, many Vizcayan seductions also included considerable coercion and violence against women. Verbal coercion was often used to cajole and intimidate them into submission, and to silence them afterwards. Force was wielded to overcome female resistance and was generally only used as a last resort after other methods of courtship and seduction failed. The physical mistreatment of women during forcible sex inevitably resulted in some injuries, and yet, despite the blatant violence in acts that today would be regarded as clear-cut sexual assaults, estupros were not treated or prosecuted as rapes. And this was as much because of what lay at the heart of the crimes —def loration and loss of honour— as because of the seemingly high levels of violence against women permitted in early modern Spanish society» (92). 35

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que este caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío?». (Don Quijote I, 28, 326-327)36.

Es decir, Dorotea, considerando lo inevitable con el agravante de que todo se desarrolle en su misma habitación, decide negociar lo innegociable y entregarse a don Fernando como esposa ya que, si no, lo haría como víctima sin apenas derechos dada la presumible impunidad del delito. La estrategia de Dorotea, aunque en la vida real no tuviera casi ninguna posibilidad de prosperar, posee una bien fundada lógica y esta no lo es tanto de índole legal o material como moral. Vigarello explica cómo el hecho de que la violación fuera un pecado antes que un delito orienta su historia social y la irremediable culpabilización de las mujeres que de hecho han cometido un pecado, un acto esencialmente impuro en el que sus cuerpos se ven reducido a la mancilla de un acto indecente37. De esta forma, la violación se comporta como un tropo en el que las actitudes hacia la sexualidad transgresora se traspasan y se encarnan en la víctima que no puede liberarse de este nuevo significado social. Así lo que la mujer hizo es indistinguible de lo que ella quiso o pensó. Dorotea, al contrario que Leocadia, tiene la posibilidad virtual de elegir entre seducción y engaño o fuerza física y aunque ante la justicia la pérdida de su virginidad sería lo único importante y, por lo tanto, dicha distinción es irrelevante, ante ella misma, y ante los ojos de la sociedad, su grado de deshonra sería menos grave pues don Fernando le debería algo, aunque no hubiera forma alguna de hacérselo cumplir —y más debido al enorme abismo social entre ambos—. Para entender el caso de Dorotea debo recordar algunos datos sobre la vigencia y la validez de estos matrimonios secretos postridentinos: a partir de Trento, en 1563, se considera matrimonio el contraído solemnemente, celebrado ante el párroco de la localidad de la novia y dos o tres testigos, con las previas amonestaciones públicas y averiguación de la soltería del novio. Mediante la Real Cédula de 1564, 36 Con el fin de aligerar el aparato crítico, se citarán las referencias a Don Quijote de la Mancha y a Los trabajos de Persiles y Sigismunda en paréntesis de esta forma, con la parte/libro en número romano mayúscula seguido por el capítulo en número árabe y después, cuando proceda, el número de la página. Las referencias a otras obras cervantinas aparecerán también entre paréntesis, con números de páginas o versos según el caso. 37 Vigarello, 2001, p. 31.

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el matrimonio fue reglamentado y, por lo tanto, pasa de ser un acto privado a público. Pero, según Enrique Gacto, en su estudio sobre la bigamia y su persecución inquisitorial, Trento simplifica las cosas, aunque no acaba con la ambigüedad sobre el tema: Con anterioridad, y ya desde mediados del siglo ix, el Papa Nicolás I había consagrado el principio matrimonium facit consensus o consensus facit nupcias, de añeja estirpe romana, que en adelante sería aceptado por la Iglesia. De este modo se entiende que lo que hace surgir la relación matrimonial es el consentimiento de las partes libremente formulado por los contrayentes, en la línea en que, para Castilla, lo concibieron las Partidas: «Consentimiento sólo con voluntad de casar faze matrimonio entre varón y muger», de manera que ninguna otra ceremonia era necesaria para la validez de las nupcias: ni testigos, ni celebración en la iglesia, ni bendiciones sacerdotales. (...) Semejante planteamiento iba a dar lugar a la aparición de un espinoso problema de prueba, porque bastaba que un hombre y una mujer se comunicaran formal y recíprocamente su voluntad de contraer matrimonio para que este naciera perfecto, de tal modo que si, además, era consumado con la unión carnal, se consolidaba ya en plenitud de efectos, radicalmente inatacable e indisoluble. Estos matrimonios, denominados clandestinos o a iuras, por contraposición a los celebrados in faccie eclesiae (...) resultaban, pues, jurídicamente válidos y, como tales, vinculaban a las partes en conciencia, aunque en el fuero externo —canónico y civil— sólo obligaban en la medida en que pudieran probarse38.

El problema estaba en la imposibilidad de probarlos, y aunque, de hecho, hubiera un delito de bigamia la impunidad sería casi absoluta 39. Por otra parte, como se ve numerosas veces en los avisos de Pellicer, los matrimonios secretos eran anulados diligentemente por las familias si había una desigualdad social que una de las partes considerara gravosa, y si esto ocurría entre nobles de distinto rango imaginemos las reacciones familiares a la unión del hijo de un grande de España y una vasalla suya. Dorotea intenta desenvolverse en la confusión creada por la contradicción intrínseca que supone la realidad de un matrimonio Gacto, 1990, p. 128. Observa Gacto, 1990, 129: «Multitud de testimonios literarios ilustraron, en los siglos xvi y xvii, la dimensión dramática del tema del seductor malicioso que se otorga por marido de una doncella para abandonarla después y contraer públicamente un matrimonio de conveniencia». 38 39

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teóricamente válido, según las normas de la Iglesia, ya que fue consumado y se dio en él el mutuo consentimiento, pero indemostrable en la práctica al no ajustarse a las normas establecidas en Trento. Lo interesante es que en el texto cervantino en ningún momento se pone en duda ni la inocencia de esta mujer ni la validez ante Dios de este matrimonio ya que el mismo don Fernando invoca al orden de lo divino para legitimar sus promesas: «ves aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se esconde, y esta imagen de Nuestra Señora que aquí tienes» (I, 28, 282). De forma análoga, en La fuerza de la sangre, el crucifijo que Leocadia se llevó de la habitación de Rodolfo será el único testigo de su inocencia. SUSANA Y LOS VIEJOS y la aparición de Dorotea El capítulo 28 de la primera parte está sembrado de elementos que inciden en la sexualización de Dorotea. Desde que don Fernando la seduce hasta que comienza su discurso, Dorotea ya no es un sujeto, ha perdido su valor y su centro y lucha casi inverosímilmente contra su destino de presa sexual. Todo comienza con su aparición en el texto de Cervantes: Dorotea se nos presenta en una escena de marcado erotismo y significación erótica. La aparición de Dorotea tiene un interesantísimo paralelismo con el voyeurismo representado en las frecuentísimas versiones del motivo bíblico de ‘Susana y los viejos’ tan solicitado y apreciado en la pintura europea de los siglos xvi y xvii. Este es otro ejemplo del gusto de la época por un erotismo que se centra en la agencia de la mirada masculina a través de la cual se genera un deseo sexual que se dirige hacia una mujer que está siendo observada sin saberlo. El tema de ‘Susana y los viejos’, reinterpretado hasta el infinito por la gran mayoría de los artistas de la época, es un ejemplo clásico de la estrategia común en la cultura de la Edad Moderna capaz de justificar la enorme demanda de pintura no solo abiertamente erótica, sino también prestigiada culturalmente, al enmarcarse bajo las oportunas taxonomías, o de ‘pintura de tema religioso’, como en este caso, o de ‘pintura mitológica o de motivo histórico’, como en infinidad de ejemplos que es innecesario enumerar.

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Rubens, Susana y los viejos (c. 1609). Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

En este texto cervantino se juega deliberadamente a recrear un escenario, muy familiar gracias a la incesante representación de la escena bíblica, en el que una mujer indefensa y sola se asea ajena a las miradas que la acechan y la desean, justo antes de ser amenazada y chantajeada sexualmente. Además de la versión abiertamente erótica de Rubens en el que los viejos no solo miran o amenazan, sino que tocan y despojan de su ropa a Susana exhibiendo su cuerpo desnudo, son muy célebres las pinturas de Tiziano, Tintoretto, José de Ribera y Artemisia Gentileschi entre multitud de recreaciones del pasaje bíblico. Lo curioso es que en esta escenografía puesta en marcha por Cervantes para presentarnos a la caída Dorotea, el inocente cura, el barbero y el enajenado Cardenio equívocamente se transforman por un instante en agentes de una lubricidad anticipada coherente con la iconografía de ‘Susana y los viejos’ que pone de manifiesto la situación

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de Dorotea en el contexto de mujer deshonrada y, por lo tanto, de presa sexual cuya asequibilidad es refrendada por la indiferencia legal y social ante delitos sexuales contra mujeres que han perdido su fama. Este sentido de la escena es tan evidente que ha sido captado por innumerables ilustraciones del pasaje en diversas ilustraciones del Quijote a lo largo del tiempo. Por ejemplo, las ilustraciones de John Vanderbank (Londres, 1738) o de Francis Hayman (Londres, 1755), entre otras muchas, inciden sin ambages en el sentido erótico orientado hacia el voyeurismo de la escena y confirman el parentesco temático de esta cita iconográfica cervantina con la tradición pictórica de la escena bíblica.

John Vanderbank, Dorotea Discovered Washing Her Feet (c. 1738).

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Francis Hayman, Dorotea Discovered Washing Her Feet (1755).

En esta escena, cuyo fetichismo es evidente, el grupo masculino encabezado por el cura fija sus ojos en los pies desnudos de una Dorotea despersonalizada cuyo cuerpo se fragmenta visualmente gracias a una mirada que no la abarca como sujeto, sino que la deconstruye para convertirla en sujeto en el instante en el que ella se da cuenta de las miradas que la acosan, incapaces de abarcarla. La ambigüedad de su género intensifica la erotización de este ser, carente de identidad en un principio, del que primero conocemos sus pies, luego su hermoso rostro, después su cabello dorado y finalmente su condición de mujer:

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y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron sentado al pie de un fresno a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces, y ellos llegaron con tanto silencio, que de él no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies [...]. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y al querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable, tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja: —Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina. El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto. (I, 28, 318-319)

Después de ser descubierta, Dorotea intenta huir, y cae. Este será el último episodio de su huida en el que sale triunfante en su empeño de no ser una presa sexual de aquel que quiera tomarla. Desde que sale de su casa tras su entrega a don Fernando, Dorotea ya no es de ella misma, pues en cualquier momento puede serlo de cualquiera. Ella se resiste a ser forzada por su criado (que ya no reconoce la jerarquía social, pues es una mujer caída), o por el pastor que la contrata. Dorotea necesita la fuerza, el ingenio y el engaño para evitar convertirse contra su voluntad en un ser sexualmente disponible. Recordemos además que, de hecho, no había protección legal alguna para mujeres sueltas y de perdida fama. Es decir, la discreta, resuelta y valiente Dorotea se resiste casi hasta lo inverosímil a caer en el lodo de una sociedad que desecha como algo despreciable a las mujeres como ella; el deseo que su belleza suscita no se añade a su valor, sino que constituye una prueba de su impureza. Pero Cervantes la hace hablar, le devuelve su elocuencia y, desde entonces, la libera y le restituye el valor perdido convirtiéndola ante todos en alguien tan respetable como Cardenio, al que lo une su desdicha sin estigma40. Anne Cruz, en su conferencia «Actos de habla y actos sexuales: la reivindicación en el Quijote I» presentada en Valdepeñas (noviembre de 2005), señaló la 40

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Es importante detenerse en la forma en la que Dorotea se dirige a don Fernando durante su encuentro en la venta en presencia del cura, el barbero, Cardenio, Luscinda, y Sancho. Es extremadamente inusual e irregular que Dorotea se dirija públicamente a don Fernando, el hijo de un grande de España del que es vasalla usando el tratamiento de tú, reservado para la más estricta intimidad familiar. Esta forma de hablarle es, en sí misma, un desafío a la autoridad moral de un noble que no cumple su palabra. Este tratamiento solo cobra sentido desde la igualdad virtual otorgada por el matrimonio. Es decir, Dorotea asume en todo momento su condición de esposa, y como esposa recrimina a don Fernando el haber faltado al sacramento matrimonial que lo une a ella. La dignidad que Dorotea se otorga a sí misma en su integridad como sujeto le impide interiorizar como parte de su ser la situación de deshonra en la que está. Es incluso más notable que no le otorgue a Fernando la potestad de casarse o no con ella pues el matrimonio ya ha sucedido. Lo que Dorotea pide no es la reparación de su honor mediante un casamiento sino el reconocimiento de un matrimonio ya existente ante Dios y la ley pero imposible de hacer valer sin la voluntad de don Fernando: «En fin, señor, lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías. Y cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos» (I, 36 429, cursivas mías). La realidad histórica nos ofrece una información relevante no solo para la historia de Dorotea, sino también para la de Leocadia en La fuerza de la sangre. En teoría, las leyes de estupro desde las Partidas dictaban penas graves que, al parecer, nunca se cumplieron en la Edad Moderna. En la práctica, según Francisco Tomás y Valiente, había dos opciones: o una dote acorde con el nivel social y económico de la víctima o casarse con ella. Se podía encarcelar al acusado como medida de presión para que optara por una de las dos posibles reparaciones del daño. Pero según Barahona, en realidad era muy común que la indemnización fuera muy baja y que las cortes se desinhibieran de los asertividad con la que Dorotea se dirige a don Fernando cuando se encuentran en la venta.

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casos tras la sentencia, no llegándose nunca a pagar la indemnización. Además de la laxitud del sistema legal, una nueva enmienda en las leyes sobre estupro se introduce en 1796 («En causas de estupro no ha lugar a la prisión del pagano o militar que lo cometió») y en ellas se prohibela encarcelación preventiva, la pena corporal del acusado y la fianza si este fuera insolvente41. También se avisa a los jueces con especial insistencia de que hay que evitar las seducciones alagüeñas que muchas vezes atrahen a sí las mujeres astutas a los incautos jóvenes, y librar a estos de los perjuicios y daños que les acarrea, y aun al Estado, un matrimonio poco premeditado y sin más boluntad y causa que la de su debilidad y sensual apetito, que acaso no lograría si la mujer supiese no tener otro premio de su honor perdido que el resarcimiento de daños y perjuicios42.

41 Novísima recopilación, ley 4, nota 1, tomo 29, libro doce. Una Real Cédula, del mismo año, 1796, ordena lo mismo: «Real Cédula de S. M. y señores del Consejo en que se manda no se moleste con prisiones ni arrestos a los reos reconvenidos por causas de estupro, y se previene lo que en este particular deberá observarse para evitar toda arbitrariedad. Año 1796. Reimpresa en Valencia en la imprenta de D. Benito Monfort, Impresor de la M. I. Ciudad. »Don Carlos por la Gracia de Dios, rey de Castilla, de Aragón […] a todas las demás personas a quien lo contenido en esta mi Cédula toca, o tocar pueda en qualquier manera, SABED: que deseando ocurrir a los daños morales y políticos, de que tal vez será ocasión la diferente práctica que se sigue por los Jueces Ordinarios y Tribunales superiores del reyno en la substanciación y determinación de las causas de estupros; y para uniformar la que en adelante haya de seguir en todos ellos, tengo encargado al mi Consejo que, tratando esta materia con la madurez y detención que acostumbra, me consulte las reglas ciertas y seguras que le parezcan más acertadas. Pero siendo repetidos los recursos que se me hacen en solicitud de que no se molesten las personas por causas de daños; he juzgado urgentísimo poner pronto remedio a las arbitrariedades y abusos que se versan en el particular de prisiones por dichas causas […] »He tenido a bien mandar por punto general, que en las causas de estupro, dándose por el reo fianza de estar a derecho, y pagar juzgado y sentenciado, no se le moleste con prisiones ni arrestos; y si el reo no tuviese con que afianzar de estar a derecho, pagar juzgado y sentenciado, o de estar a derecho solamente, se le deje en libertad, guardando la ciudad, lugar o pueblo por cárcel. Firmado, Yo el rey», Biblioteca Nacional de España, R/24432, 20. 42 «Informe del Fiscal de la Sala de Alcaldes», 1796. Archivo Histórico Nacional, SACC, Li. 1797, fols. 241-297.

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Es decir, casi en el siglo xix se establece que la compensación económica o dote establecida para resarcir el daño infringido a la víctima de estupro frecuentemente constituye un «aliciente poderoso para que se introduzca un infame comercio de prostitución baxo el sagrado pretexto de las leyes y de la justicia». Según la lógica de esta enmienda, el hecho de que haya una compensación legal supone la culpabilidad de la mujer, que por la simple contingencia de su pobreza ya se convierte en sospechosa de querer ser víctima de un delito de estas características. El texto legal continúa elaborando este razonamiento al insistir en que «la recompensa o reparación de daños que gradúa el Tribunal a favor de una estuprada importa regularmente una suma que no logra la doncella más honesta aplicada al trabajo a pesar de sus más industriosos y laudables desvelos». Y por ello, la enmienda añade que «las que no tienen una virtud sólida» intentan «abrazando este infame partido conseguir el premio de su prostitución a la sombra de las leyes y de la justicia que impunemente reclaman»43. De esta forma, en una ley queda sancionada por un lado la victimización de los agresores y por el otro la supuesta codicia e inmoralidad de las mujeres a las que no solo se les niega implícitamente su honorabilidad, sino que son culpables a priori por el hecho irrefutable de su pobreza. Esta enmienda recoge mejor que ninguna interpretación todo lo expuesto anteriormente sobre culpa, vergüenza y la contaminación de la mujer por el delito/pecado en cuyo cuerpo parecen inscribirse las marcas de la inmoralidad. L A FUERZA DE LA SANGRE En la obra cervantina, el personaje de Leocadia y el relato de su violación en La fuerza de la sangre suponen un hito en su producción literaria por el profundo retrato de la subjetividad de su protagonista. Las técnicas narrativas en esta novela están dirigidas a crear una empatía entre los lectores y los sentimientos de Leocadia. Tanto es así que incluso podría parecer un texto anacrónico en tanto se separa de la ideología y de las perspectivas de su tiempo con respecto a lo que una mujer siente en tales circunstancias. Según mi parecer, a diferencia de los textos del período que conozco, en La fuerza de la sangre se da 43

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Ver Tomás y Valiente, 1969, pp. 363-364.

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el único caso en que un escritor se ocupa no solo de intentar demostrar por todos los medios y desde todas las claves del texto la absoluta inocencia de la mujer violada, sino que además intenta y consigue explorar el terror, la desolación, la vergüenza y la interiorización de la culpa que una mujer forzada experimenta. Gran parte de su novedad estriba en el respeto sincero hacia las emociones y sentimientos de una mujer que sufre un rapto, una violación, un embarazo y una maternidad como consecuencia del capricho fugaz de un joven protegido por una sociedad que permite la impunidad de los crímenes de este tipo siendo el secreto la única opción para las mujeres como Leocadia. El que esta novela breve se haya ocupado de indagar en el dolor íntimo de la muchacha de forma certera y consistente y que sus emociones no hayan sido despachadas con una frase genérica para ocuparse más extensamente del drama social, familiar y de honor, supone una novedad en cuanto a la sensibilidad hacia la subjetividad femenina. Esta novela ejemplar está llena de oscuridad y silencio y nos cuenta la historia de una agresión sexual desde varios ángulos, aunque el que domina es el lado de dentro, el de Leocadia que, arrancada de los suyos en la oscuridad y el silencio de la noche, se desmaya y, doblemente ciega pues se le vendan los ojos, se despierta en un espacio sin signos, en un limbo hecho del terror más genuino, de la más absoluta desorientación y del vacío más pleno: un mundo ciego y sordo a su dolor y a su destrucción. ¿Adónde estoy, desdichada? ¿Qué escuridad es esta, qué tinieblas me rodean? ¿Estoy en el limbo de mi inocencia o en el infierno de mis culpas? ¡Jesús!, ¿quién me toca? ¿Yo en cama, yo lastimada? ¿Escúchasme, madre y señora mía? ¿Óyesme, querido padre? ¡Ay sin ventura de mí!, que bien advierto que mis padres no me escuchan y que mis enemigos me tocan; venturosa sería yo si esta escuridad durase para siempre, sin que mis ojos volviesen a ver la luz del mundo, y que este lugar donde ahora estoy, cualquiera que él se fuese, sirviese de sepultura a mi honra44.

Ni una palabra sale de Rodolfo, ni una reacción de lástima ante sus quejas y peticiones; ella le ofrece impunidad, él intenta gozarla de nuevo, pero ni siquiera valora su belleza como para cansarse en el intento. Dejarla en la calle es la solución más cómoda y segura para él. El 44

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Cervantes, Novelas ejemplares, p. 79.

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texto marca una y otra vez la enorme desproporción entre el inmenso dolor de ella y la frivolidad inconsciente de él que no se acuerda de lo ocurrido dos días después. También se da un ref lejo de la falta de culpabilización social del violador y la transferencia de un estigma vergonzante al cuerpo de la mujer. La inmensa desproporción entre goce momentáneo, capricho —además capricho poco valorado—, y una vida arruinada es puesta de manifiesto, una y otra vez, en un texto tan elusivo, y tan cuajado de silencios y omisiones como este. Al igual que en La fuerza de la sangre, como ya hemos visto al principio de este ensayo, en La ilustre fregona se percibe sin ambages la tolerancia implícita de la sociedad hacia estos hombres en los que ni la vergüenza ni el remordimiento suscitan la más mínima reacción en su conciencia. El padre de Leocadia, que no pudo protegerla de la agresión y que tampoco tiene ni riqueza ni contactos para lavar el honor de su hija apelando a una justicia que no hiciera pública su deshonra, intenta darle lo que más necesita, su inocencia. Este padre tan cervantino y tan poco calderoniano se resiste a ver a su hija manchada por la infamia y la sigue mirando como a sangre suya. Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud. Con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y pues tú, ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo45.

Pero Leocadia no es capaz de ser vista, cree que van a leer en su frente su deshonra. En su vientre, en oscuridad y silencio, crece el fruto de su violación, un hijo suprimido y silenciado en cuanto a hijo y convertido en hermano, un niño marcado por la infamia de su origen que deja de reconocerse como hijo al intentar protegerlo alejándolo de su identidad. En este texto se intenta defender, de todas las formas posibles, la pureza de Leocadia; así, la cruz será la autoridad por encima de la del padre que sancionará su inocencia. El contexto histórico también se relaciona, como ya mencionamos, con La ilustre fregona: según Thomas Laqueur la teoría seminista 45

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Cervantes, Novelas ejemplares, p. 84.

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galénica estuvo vigente en Europa más o menos hasta el siglo xix. Ello suponía la necesidad de placer femenino para concebir: «Comadronas y médicos parecían creer que entre las condiciones para una generación feliz se encontraba el orgasmo femenino y ofrecían diversas sugerencias para alcanzarlo. Se suponía que el orgasmo era una condición que constituía parte más o menos indispensable de la concepción»46. Laqueur sostiene que no es hasta 1836 cuando, gracias a los experimentos del doctor Michael Ryan, se comenzó a intentar comprobar que, sin placer sexual en la mujer, la concepción era posible gracias al revuelo que causó la noticia del embarazo de una muchacha virgen que murió repentinamente y fue velada a solas por un sacerdote durante la noche. Antes de ser enterrada la muchacha, que no estaba muerta en realidad, despertó de un profundo coma y nueve meses después dio a luz. El sacerdote confesó la violación del supuesto cadáver y la noticia se extendió por su carácter escandaloso y prodigioso. Será este incidente el que cambie el curso de las teorías sobre el orgasmo femenino como necesario para la fecundación47. Esta teoría médica, aunque coexistió con la aristotélica —mucho más indeterminada al considerar el placer femenino— fue la dominante en la cultura de la Edad Moderna y finales de la Edad Media con respecto a los requisitos para que se produzca la concepción. Por ejemplo, en el divulgadísimo tratado médico medieval de principios del siglo xiv, Lilio de medicina, de Bernardo Gordonio, ampliamente traducido y publicado en castellano desde 1495 hasta 1697, se lee, bajo el parágrafo «La manera como se ha de echar el varón con la muger», que

46 Laqueur, 1994, p. 9. Explica además que «Cualquier libro médico o las cartillas populares de comadronas y de salud, o los manuales para el matrimonio que circulaban en todos los idiomas de Europa informaban como de un lugar común que “cuando se emite la semilla en el acto de la generación [tanto del hombre como de la mujer] se presenta en el mismo momento una excitación y un regocijo extraordinarios en todos los miembros del cuerpo”», 1994, 18. 47 Laqueur 1994, pp. 15-19. «En 1836 volvió a contarse la historia, pero ahora con un nuevo giro. Esta vez no se cuestionaba la realidad del estado de muerte comatosa aparente de la muchacha. Por el contrario, el embarazo surgido en estas condiciones era citado por el Dr. Michael Ryan como uno más entre otros casos de relación sexual con mujeres insensibles para probar que el orgasmo era innecesario para la concepción».

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después de la media noche e ante del día el varón deve despertar a la fembra, fablando, besando, abraçando e tocando las tetas e el pendejo e el periteneón e todo aquesto que se faze por que la mujer cobdicie, que las dos simientes concurran juntamente, porque las mujeres más tarde lançan la esperma. E quando la muger comiença a fablar quasi tartamudeando, estonces dévense juntar en uno e, poco a poco, deven fazer coitu e dévese juntar de todo en todo48.

Un siglo más tarde, en el Speculum al foderi, tratado del siglo xv sobre sexualidad masculina y sobre los poderes terapéuticos del coito desde el punto de vista del varón, se sostiene con toda naturalidad la noción de la necesidad del placer femenino en el acto sexual. Se llega a decir que el coito no vale nada si el placer de hombre y mujer no es simultáneo49. Nótese que no es un tratado que se ocupe de la concepción, pero está fuertemente ligado a la tradición galénica. Cito a continuación un ejemplo del siglo xvi que muestra que la creencia en la necesidad del orgasmo de la mujer para la concepción estaba generalizada, pues no proviene, como sería esperable, de un tratado médico, sino de las recomendaciones y consejos de un moralista de la época. Así, el padre Francisco de Osuna, en su Norte de los estados, pide perdón por recomendar cierta habilidad sexual al marido que permitiera el orgasmo de la esposa con el fin de asegurar la descendencia: En lo que aquí an de ser avisados los maridos que fielmente amen y quieran escusar pecado en sus mugeres amadas, es que quando se ayuntan con ellas, las esperen en el negocio del matrimonio porque acaesce ser algunas tardías y cumplir ellos primero su voluntad que no ellas, de manera que si las dexan luego, quedan descontentas, y poco sería este mal si por peor manera ellas no acabassen a solas lo que juntos començaron. Aunque parezca curiosidad dezir yo esto, sabe nuestro Señor que no lo diría si no supiesse que es mucho menester, no sólo para evitar pecado en la mujer, sino para que se quaje en ella la generación y venga a punto; assí que se deven aguardar en el armonía de la generación y será con más fruto y menos pecado y más fielmente50.

Gordonio, Lilio de medicina, p. 321, cursivas mías. Speculum al foderi, pp. 37, 81. 50 Osuna, en su Norte de los estados, fol. 54. 48 49

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Estas ideas sobre la concepción y el cuerpo femenino son relevantes pues, al hacer a Leocadia madre, el texto cervantino radicaliza todavía más su defensa de la inocencia y falta de consentimiento de la mujer, tal y como se hace en La ilustre fregona, en la que se cuestionan unas teorías médicas que, sospecho, no por ser universalmente aceptadas no pudieran ponerse en duda ante la ocasional evidencia proporcionada por la experiencia real. La fuerza de la sangre, por consiguiente, se acoge al presupuesto más dudoso, el de la violada que ha concebido. Hemos visto que en España apenas se denuncian violaciones y que lo que cuenta es el concepto de estupro o pérdida de la virginidad, pero para algunos jueces franceses, según Berriot-Salvadore51, el concebir es prueba suficiente de consentimiento implícito, por lo cual no se puede acusar de forzamiento al agresor. También, como se ha señalado en las páginas previas que se ocupan de La ilustre fregona, The Laws and Resolutions of Womens Rights, de 1632, establece que no hay violación si hay embarazo52. No obstante, Leocadia es la más inocente de las heroínas de Cervantes pues cada palabra de su historia resuena en un eco que grita su limpieza. Leocadia es inocente como lo es su hijo, su sangre por la fuerza. La fuerza de la sangre está sembrada de lagunas y silencios, y lo no nombrado domina el texto desde las sombras. Uno

51 Berriot-Salvadore, 1992, 400: «En efecto, los médicos, a quienes se considera expertos en todas las cuestiones relativas al matrimonio o a la sexualidad en general, imprimen a las teorías médicas consecuencias sociales tal vez más importantes que su propio interés científico. Los médicos de los siglos xvi y xvii, llamados a dar testimonio en los procesos por violación, toman necesariamente en cuenta la teoría seminista, según la cual la emisión de semen supone un placer en el coito. Cuando Jean Liébault pone en guardia a los jueces ante toda mujer que afirme haber concebido sin conocer el placer rechaza implícitamente a las que piden reparación por una violación que les ha ocasionado un embarazo». 52 Lappin, 2005, 157, establece una lectura según la cual no se cuestiona la teoría galénica, pues el desmayo demuestra la inocencia de Leocadia. Sin embargo, bajo mi punto de vista, esta vigencia de la teoría galénica no explicaría la inocencia y castidad de la madre de Costanza en La ilustre fregona. Lappin, 2005, p. 157, hace una lectura de La fuerza de la sangre en la que se reescribe desde un punto de vista cristiano la historia de Lucrecia: «Leocadia could not have conceived her bastard child without an orgasm, without experiencing sexual pleasure. This is why it is crucial that Leocadia’s swoon should not be false […]. Essentially, what Cervantes has done has been to create a Christian retelling of the Lucretia story, in which the heroine is completely innocent, blameless and without need for shame».

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de estos signos suprimidos y sugeridos desde el título es la sangre de Leocadia, prueba de su perdición. Luisito será un elemento determinante en la exploración cervantina del tema de la inocencia. El hijo de Leocadia lleva la sangre y el linaje de su abuelo en sus venas y este al verlo se siente movido por un afecto casi irracional hacia el niño herido. En el texto se nos presenta esta anagnórisis o reconocimiento como algo cuya certeza absoluta es inexplicable pues, aunque se relaciona con el parecido del niño con Rodolfo, el hijo ausente, no se fundamenta enteramente en ello. La renuencia a considerar irrefutable la paternidad de Rodolfo basada en el parecido permite que sea Leocadia la que conmueve con su dolor y su verdad a doña Estefanía. Como en la historia de Dorotea su palabra será la que convence, en este caso desde la realidad de tantos años de sufrimiento y silencio. La aparente solidaridad femenina es una de las claves del texto. El crucifijo, al fin, no actúa como prueba definitiva contra lo que implícitamente se anuncia en el texto. Su función es la de ser testigo silencioso de la inocencia y virtud de Leocadia. El hecho de que el parecido de Luisito con Rodolfo sea una de las claves de la resolución del conf licto, pero no la única, se debe a la teoría científica de los efectos de la imaginación completamente vigente hasta bien avanzado el siglo xvii como lo prueban tratados científicos como la Oculta filosofía de Juan Eusebio Nieremberg y El ente dilucidado de Antonio de Fuentelapeña53. Covarrubias (s. v. «bastardo») dice que el parecido de un hijo a su padre no es prueba de paternidad, pues la mujer durante la concepción podía estar pensando en su esposo y teniendo relaciones sexuales con otro hombre, y se basa en la teoría ampliamente aceptada y difundida de los efectos de la imaginación. Por otro lado, esta teoría también podía librar a las mujeres de sospechas adúlteras. Tal es el caso de una relación de sucesos del siglo xvii que cuenta la historia de una señora noble que se casa y al año tiene un «negrito» porque la hija pequeña de su esclava estaba en la habitación mientras pasaba la siesta con su esposo. La noticia condena la ignorancia del marido que, furioso, tira al «negrito» al río Guadalquivir, ocasión que la incomprendida esposa aprovecha para huir de la muerte segura que el marido pensaba darle (Noticias del siglo XVII, 1995, p. 51). Juan Huarte de San Juan cuestiona la teoría de los efectos de la imaginación en la concepción criticando abiertamente la teoría aristotélica en la que se basa esta noción: «los que confiesan que la otra mujer parió un hijo negro por estar imaginando en la figura negra del guadamecil […] para mí es gran burla y mentira; pero muy bien se infiere de la mala opinión de Aristóteles», Huarte de San Juan, Examen de ingenios, p. 351. 53

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El final del cuento, que muchos han querido ver como un final feliz54, es tan abierto que supone un ejercicio admirable de polisemia. Lo que se nos cuenta discurre sobre un arroyo de serpientes, esos pequeños signos inquietantes que configuran una perversa simetría con la agresión del principio: el mismo hombre que no ha cambiado y sigue queriendo exactamente lo mismo, el mismo desmayo de una mujer que recuerda, el mismo despertar en los brazos de Rodolfo, la misma habitación, la misma cama y la negra noche que avanza con muletas.55 El matrimonio de Leocadia está marcado por el signo de la noche, la noche con la que la novela comienza pues, en verdad, no vuelve a amanecer en la vida de Leocadia. Cervantes nos presenta una sociedad enferma, un mundo en el que la desproporción entre el dolor perpetuo de la mujer se contrapone al placer fugaz y mal gozado del hombre y en el que el máximo triunfo para una muchacha sin futuro es repetir el resto de su vida el ritual de la larga noche de su desgracia. La novela comienza con la atracción sexual que culmina en violación y termina con la urgencia del deseo que va a consumarse en la oscuridad callada de la honorabilidad matrimonial. Y aunque la noche volaba con sus ligeras y negras alas, le parecía a Rodolfo que iba y caminaba no con alas, sino con muletas: tan grande era el deseo de verse a solas con su querida esposa. 54 Para Welles, 2000, p. 55, el final de La fuerza de la sangre es formulaico y de cuento de hadas, y la ideología conservadora y jerárquica se cuestiona tibiamente, algo con lo que discrepo. Lo interesante para ella es que Leocadia, al casarse con un hombre de clase alta, es una superviviente. 55 De principio a fin, Rodolfo se caracteriza por su irrefrenable libido. Es esta característica la que su propia madre aprovecha para tenderle una trampa y que acceda a casarse con la bella Leocadia al desearla sexualmente. Significativamente, contra toda lógica narrativa, ni la presencia de Luisito ni el remordimiento por la violación son en ningún momento factores con los que se intente persuadirlo. De hecho, Rodolfo no presta ni la más mínima atención a su hijo, presente en todo momento. Además, tampoco creo que sea casual cómo se diluye en cierta indiferencia y confusión la prueba del crucifijo que en cualquier otro texto más canónico y coherente con el pretendido final feliz de la novela hubiera sido aprovechado como elemento conducente al clímax de la historia por su intenso simbolismo. Imaginemos el terror de la muchacha al despertarse de un desmayo y encontrar al hombre que la violó besándola honradamente, esto es, como esposo legítimo. El desmayo de Leocadia está causado por la tensión de la cena en la que, por un lado, inevitablemente revive la violación y, por otro, se resigna a casarse con su agresor consciente de que es la única salida para sí misma y para su hijo.

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Llegóse, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad de este cuento56.

Volviendo brevemente a Dorotea, cualquier lector de la época supondría lo evidente: las serias dudas que se ciernen en el texto sobre un final feliz más que cuestionable. En el caso de que don Fernando cumpla su palabra al salir de la venta, este casi inverosímil matrimonio no va a ser tan dichoso como el texto promete. Incluso, vencida la renuencia de Fernando a aceptar su matrimonio con Dorotea, es más que dudoso que tal unión fuera consentida por la familia del novio. Por ejemplo, en La señora Cornelia la trama gira en torno a la dificultad que entrañaría para el duque de Ferrara casarse con la noble Cornelia debido a una ligera desigualdad de rango y fortuna. En este sentido, los testimonios históricos recogidos por Barrionuevo, Pellicer y otros recopiladores de noticias o avisos nos ofrecen numerosos ejemplos de matrimonios secretos entre nobles anulados inmediatamente por la familia más poderosa. En estos casos, frecuentes en la aristocracia, lo que solía hacerse era depositar a la novia en un convento y prender al novio hasta que un juez eclesiástico, ayudado por la justicia ordinaria, aclarase el asunto. Con frecuencia, si la familia era suficientemente inf luyente, se informaba al rey para que interviniese. Por ejemplo, Pellicer en un aviso del once de marzo de 1642 nos informa de que «don Diego Virto de Vera, Cavallero de Santiago, Aragonés, se casó en secreto con la Hija del señor Marqués de Valençuela. Está la nobia depositada y él preso»57. Y en otro aviso del 3 de junio de 1640 se nos informa de la boda secreta del marqués de la Rivera con la condesa de Sástago. El rey es informado por la familia del novio y se ordena que la novia sea depositada. La noticia termina con un explícito «Dicen que no consentirán passe adelante boda tan desigual»58. Una virtud de la Cervantes, Novelas ejemplares, p. 95, énfasis mío. Pellicer de Tovar, Avisos, p. 347. 58 «La Señora Condesa de Sástago Viuda, hija que fue del Conde Don Gabriel de Alagón, heredera de la Casa de Aranda, de la de Almonacir i Pavías, pretendiente de la de Morata i, con mucho derecho, a la de Sástago, se havía capitulado con todo secreto con el Señor Marqués de la Rivera, viudo de vna Hija de los Señores Duques de Veraguac. Supiéronlo sus Deudos los Señores Almirante de Castilla, Duque del Infantado, Marqués de Aytona i Malpica, i dando quenta a Su Magestad dio orden para que el Señor Conde de Oñate, Presidente de Ordenes, 56 57

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escritura cervantina es que dice lo que debe para ajustarse a los géneros y demuestra mejor que si lo enunciara lo que no dice. Dorotea tiene que convencer dos veces a don Fernando y este lo acepta, reluctante, vencido por la presión de los demás. No parece contento al dejar a Luscinda y, simplemente, se resigna a lo que le cumple, no a lo que nunca quiso. Estos matrimonios se proyectan hacia el futuro dejando una estela de sombras y dudas que ningún final feliz puede encubrir. En las páginas cervantinas existe otro caso f lagrante de violencia sexual y de estupro, el de la niña Esperanza de La tía fingida. Desde nuestra sensibilidad, no cabe duda de que Esperanza, huérfana abandonada en la puerta de una iglesia, tantas veces vendida y comprada, entra plenamente en el grupo de las mujeres estupradas, aquellas a las que, mediante algún tipo de violencia, física o moral, les es robada su virginidad. Probablemente, dentro de la mentalidad de los Siglos de Oro, la venta de la virginidad de una niña huérfana por parte de la mujer que la criaba para vivir de ella no hubiera sido ni siquiera considerada como estupro, aunque según la legislación, al existir fuerza psicológica (seducción, coacción o engaño) sí lo fuera. ¿Quién iba a defender a Esperanza? ¿Quién iba a considerarla víctima del robo de su virginidad? Por el contrario, como el texto cervantino ilustra, ella es llevada a la justicia (de la que escapa) pues, desde su niñez, en su cuerpo el honor no tiene cabida. Desde la marginalidad de su infancia a la prostitución hay una ruta directa pues la virginidad de las niñas como Esperanza nunca valió nada para nadie. El texto de Cervantes se empeña en presentarnos la inocencia de Esperanza al mostrar cómo psicológicamente se mantiene pura al no interiorizar su situación y adoptar una completa pasividad frente al comercio ejercido por otros sobre su cuerpo59. Tal y como el texto nos hace saber, Cervantes le regala un inverosímil futuro honorable tan solo posible en el ámbito de la fantasía literaria60. En la obra cervantina de forma consistente no se acepta que el deshonor sea estigma que deba interiorizarse, se condena la injusticia de la violencia sexual contra las mujeres y se cuestiona que la sacase del Convento de Calatrava, donde estava, i la depositassen en Casa del Señor Marqués de Almonacir, su tío. Dicen que no consentirán que passe adelante boda tan desigual», Pellicer de Tovar, Avisos, p. 99. 59 Ver Adrienne Martín, 2008, pp. 9-10. 60 Para un desarrollo más detallado del tema de la lógica económica con respecto a la sexualidad femenina, ver Alcalá Galán, «Las prostitutas en Cervantes: La tía fingida y los límites de la inocencia», 2021.

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las soluciones más positivas sean en realidad suficiente reparación y garantía de felicidad para sus heroínas. Pero lo más importante es que, en estos textos, de forma activa se intenta explorar cómo viven las mujeres esas situaciones y se demuestra que el valor de esas vidas no depende de la mirada social que degrada a aquellas tocadas contra su voluntad por la infamia. No es aventurado afirmar que la obra de Cervantes nos ofrece un espacio vedado en el que se cuestiona el punto de vista de la época con respecto a la violencia sexual contra las mujeres. El grandioso arte de Rubens, por otra parte, intenta captar la sensualidad del desnudo femenino sin olvidarse de intensificar el grado de erotismo al representar la fragilidad, la indefensión y el miedo de aquellas que van a ser tocadas por la infamia. Para Rubens y otros muchos artistas, nada es más bello y deseable que una mujer sorprendida en el momento inmediatamente anterior a ser subyugada por un acto de violencia y dominio que tendrá un efecto irreversible. Es paradójico el énfasis en la deseabilidad de la mujer antes de ser mancillada. Si tenemos en cuenta que la violación devalúa irremisiblemente a la mujer y que, como hemos visto, a la pérdida de su integridad física se suma la de la culpa moral, podemos asumir que una mujer nunca está tan bella, y tan pura como en el instante anterior a una agresión sexual. La violación tendrá la virtud de la alquimia: será capaz de ejercer la fantasía inducida socialmente de transformar para siempre la propia esencia del sujeto femenino y de sustituir todos sus valores positivos por sus equivalentes negativos. El arte de la Edad Moderna representado por Rubens y por los otros maestros citados en este capítulo, tal y como se ha visto, admira la fuerza masculina y elude cualquier empatía con las víctimas cuyos sentimientos solo sirven para corroborar por oposición la magnitud del poder varonil. Quisiera cerrar este capítulo con una cita de don Quijote que en el utópico pasaje de la Edad de Oro habla de un tiempo en el que las mujeres podían entregarse al amor si ellas así lo querían, pero no se dejaban perder por nadie: Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora61, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo 61 La edición de Francisco Rico que sigo opta por señera. Sin embargo, me inclino por la lectura de Martín de Riquer y Luis Andrés Murillo, entre otros, que prefieren señora. En una nota aclaratoria, Riquer explica: «Este “sola y señora”,

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intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia. (I, 11, 123)

El gusto y la voluntad de las mujeres, ajenas a cualquier cosa que no sean ellas mismas, libres para perder su honestidad por decisión propia supone una fantasía tan extrema en su planteamiento que tan solo se pueden encontrar unos ecos comparables en los versos cervantinos de La Galatea «libre nací y en libertad me fundo» y en la autodeterminación de Marcela para vivir una vida ajena a la mirada culpabilizadora de los demás sobre la voluntad femenina. En este pasaje de la Edad de Oro se ubica muy significativamente la lascivia en la «desenvoltura ajena». Así, se plantea una vez más la dinámica entre la integridad de las mujeres con su honestidad «sola y señora» y el efecto corruptor de lo ajeno sobre la dignidad de lo femenino. Es curioso que la lascivia ajena sea lo que menoscaba y devalúa a la mujer y no los actos libres de esta. Don Quijote no sueña con un tiempo de mujeres castas sino de mujeres que podían elegir perderse por ellas mismas tal vez porque esa sociedad imaginaria no había establecido el cuerpo femenino como espacio en el que inscribir los signos de la infamia.

que es tal como se lee en las ediciones primitivas, se refiere a las doncellas y a la honestidad consideradas como un todo abstracto; por eso luego escribe “le menoscabasen”». En su nota apunta que las primeras traducciones —la de Shelton al inglés, la de Oudin al francés y la de Franciosini al italiano— de forma consistente traducen «sola y señora».

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Bronzino, Eleonora de Toledo y su hijo (c. 1545). Galleria degli Uffizi, Florencia.

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Una mujer de mediana edad, melindrosa e ingenua, inseparable de sus anteojos incluso en la noche, la dueña Rodríguez, será la que desvele el gran secreto de la duquesa en la segunda parte del Quijote. Además, llamará la atención del caballero sobre algo que no puede verse, pero que difícilmente puede encubrirse: el aliento cansado de Altisidora. En la segunda parte del Quijote, la duquesa y su doncella Altisidora, entre bromas y veras, trazarán una serie de juegos en torno a don Quijote con el objetivo final de vencer a Dulcinea en el corazón del caballero. El cuerpo femenino y sus carencias serán fundamentales en los episodios de la corte ducal: la mala vista de la dueña Rodríguez —que, paradójicamente, va a ser la que descubra la realidad escondida tras los afeites y las ricas galas de su señora y su doncella—, el aliento de Altisidora, las piernas de la duquesa y, por último, la recreación paródica, poética, y teatral de Dulcinea —dibujada y representada de forma diversa, con cuerpos distintos en un ejercicio descriptivo que el propio don Quijote siempre se prohibió a sí mismo—. No cabe duda de que la duquesa es uno de los personajes más importantes de la segunda parte del Quijote, y aparece a lo largo de unos treinta capítulos, además de ser el motor y la hacedora de gran parte de la acción de la novela durante los mismos. Sin embargo, soy del parecer de que no se ha entendido lo suficiente el personaje en su individualidad, pues casi siempre entra dentro del sujeto genérico de ‘los duques’ o del mundo cortesano, y no ha recibido la atención de la que han gozado otras heroínas cervantinas como Zoraida, Dorotea, Marcela, Maritornes, Camila o Ana Félix. Como es bien sabido, las dos partes del Quijote ofrecen una visión de la mujer que indaga en la problemática social y cultural de las mujeres a partir de la atención puesta en el contexto vital de los personajes y que de forma consistente se aleja de los estereotipos desde los que la ficción de su tiempo concibe a los caracteres femeninos. En efecto, un

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nuevo dato interpretativo que supone una alteración de la hermenéutica de la obra puede proporcionarnos una de las claves del personaje. Me gustaría empezar afirmando que el secreto de la duquesa está en sus piernas, específicamente en sus muslos, y mi intención es que esos muslos tan guardados por el secreto y el vestido nos lleven a un entendimiento más veraz y lúcido del personaje en su contexto social y de la coherencia textual del Quijote. En general, la duquesa resulta antipática como personaje. Algunos estudiosos como Anthony Close o Julia Barella la ven bajo una luz más positiva dentro del contexto lúdico cortesano de principios del xvii. Por ejemplo, en sus comentarios al Quijote de la edición de dos volúmenes dirigida por Francisco Rico, Anthony Close escribe: Sin embargo, lo que en estos capítulos del Quijote se celebra no es, en realidad, un feliz acontecimiento de palacio, sino el triunfo de la misma novela de Cervantes y la popularidad de sus dos héroes. Los duques y sus criados, como la mayoría de los personajes que encontraremos de ahora en adelante, son, antes que nada, lectores entusiastas de la crónica de Benengeli. Las burlas que hacen a don Quijote y Sancho son una manera directa y creativa de renovar el placer de su lectura, y por eso mismo constituyen un acto de homenaje. Además, la alegría expresada a través de estas burlas no es un sentimiento huero de deber cívico o conveniencia social, sino una hilaridad sana y democrática que une a todos los personajes / lectores, desde pinches de cocina hasta grandes de España, y que se centra en las figuras de don Quijote y Sancho Panza1.

Personalmente discrepo en parte con respecto al espíritu altruista y generoso que Close atribuye a los duques. No creo que se trate de un homenaje basado en el respeto ni en un mundo ideal que se democratice mediante la risa. Bien puede ser, sin embargo, un ref lejo de la obligación de divertirse que la nobleza y realeza tenían, lo cual formaba parte de una forma de vida codificada y orientada hacia el decoro y la exteriorización del rango mediante las formas. Desde luego, en este tipo de burlas y diversiones se daba con frecuencia una falta de sensibilidad de funestas consecuencias2. Empero, para la gran mayoría de los Close, 1998, 2, p. 172. Por ejemplo, Jerónimo de Barrionuevo cuenta en sus Avisos que el rey Felipe IV y Mariana de Austria invitaban, en ocasiones, al teatro exclusivamente a mujeres a las que se les obligaba a ir sin guardainfantes para que cupieran muchas 1 2

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lectores y comentadores del Quijote, la duquesa forma un todo con el duque, y ambos son considerados frívolos, crueles en sus bromas a don Quijote y Sancho, arrogantes y soberbios bajo la capa de un amable e imaginativo ejercicio de la vida cortesana en el ámbito de una casa de placer. Es cierto que la duquesa reúne las cualidades esperables en el retrato de una gran dama de la alta nobleza sumida en un mundo de regalo y deleite: hermosa, atractiva, arrogante, frívola, insensible, amable, creativa, vanidosa, alegre, inteligente, celosa, impetuosa e hipócrita. No obstante, su personaje se aleja de la crueldad inf lexible y de la frialdad caprichosa con la que el duque destruye las vidas de tres de sus sirvientes solo por haber sido contrariado. Me refiero, claro está, a doña Rodríguez, a su hija y a Tosilos. Mi intento aquí es explorar el personaje de la duquesa y ver cuáles son sus motivaciones al lanzarse entusiásticamente al diseño y la puesta en marcha de una especie de Disneylandia siglodeorista en la que don Quijote y Sancho son las principales atracciones. Aunque tradicionalmente, a partir de la edición de Juan Antonio Pellicer de 1797-1798, los duques han sido identificados por algunos estudiosos como los duques de Villahermosa y de Luna, propietarios del palacio de Buenavía en las cercanías de Pedrola, no creo que Cervantes intentara hacer un retrato específico de dos personajes históricos. Más bien esboza el dibujo de una pareja de la alta nobleza dentro del complejo ejercicio literario y artístico que el Quijote supone en su ambición por representar la dinámica social de su época 3. Al hacerlo de ellas en la cazuela. En medio de la representación se arrojaban ratones cebados para la ocasión y culebras y otras sabandijas sobre las pobres mujeres que despavoridas intentaban escapar sin resultado. El espectáculo causaba gran regocijo y risa a los reyes que veían desde una celosía la desesperación de tantas mujeres «descaderadas». Como Barrionuevo indica, solía haber accidentes graves y abortos (Barrionuevo, Avisos, 1, p. 250). 3 Se inclinan por desechar cualquier intencionalidad de hacer un retrato concreto de los duques de Villahermosa autores como Juan Diego Vila, 2006, p. 227, que afirma: «Más allá de lo indirimible de esta afirmación que muchos tienen por válida, lo cierto es, sin embargo, que amén de la sátira de costumbres que se podría estar hilvanando por medio de estos afiebrados y enajenados superiores estamentales, el texto precisa, enfáticamente, la intención de cortar toda hilación entre referentes e imágenes». También asiento con el razonamiento de Ludovik Osterc, 1988, 143: «Muchos críticos se rompían y siguen rompiéndose la cabeza con los intentos de identificar a las personas de la época, a las que según ellos aludía Cervantes. Aunque no negamos lo útil de tales indagaciones,

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pone cuidado en borrar toda referencia específica para insistir en el carácter abstracto y representativo del estamento nobiliario de la pareja ducal. Pienso que Cervantes en ningún momento pretende hacer una caricatura de dos personajes reales, sino que elabora un sagaz comentario social y político que incluye una mirada a la engañosa y desconcertante realidad de las mujeres de la alta aristocracia. El secreto de las fuentes en los muslos de la duquesa: praxis médica y claves hermenéuticas Empecemos por lo que doña Rodríguez le cuenta a don Quijote sobre las fuentes en los muslos de la duquesa. Este detalle textual —que se acompaña maliciosamente de la declaración de que Altisidora, la doncella predilecta de la aristócrata, tiene un aliento fétido— provoca una reacción muy poco señorial por parte de la duquesa y su doncella que no solo estaban escuchando tras la puerta, sino que atacan violentamente a don Quijote y a la Rodríguez en un acto dominado por la vergüenza propia y por la necesidad de interrumpir una conversación entre la dueña y el caballero que estaba desvelando demasiados secretos sobre la realidad más íntima de ambos personajes. Porque quiero que sepa vuesa merced, señor mío, que no es todo oro lo que reluce, porque esta Altisidorilla tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de recogida, además que no está muy sana, que tiene un cierto aliento cansado, que no hay sufrir el estar junto a ella un momento. Y aun mi señora la duquesa... Quiero callar, que se suele decir que las paredes tienen oídos.

las consideramos de poco relieve, ya que la novela maestra de Cervantes no es un panf leto o un pasquín, sino una obra de arte, y por lo tanto, las alusiones encubiertas y vagas le sirven sólo para caracterizar a los personajes como tipos de una determinada clase o categoría sociales». En este mismo sentido, Francisco Márquez Villanueva, 1995, 303n, es categórico al señalar que el hecho de que los duques hayan sido identificados como los de Villahermosa es precisamente la razón que hace imposible que Cervantes intente realizar ningún retrato directo. «[Cervantes] se esfuerza por hacer en estos duques una pintura genérica de la alta nobleza, y no un retrato específico que habría podido acarrearle muy serias complicaciones. Los duques del Quijote valen precisamente por el cuadro de una pareja abstracta y al uso en el que se pasa un severo juicio moral sobre la aristocracia».

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—¿Qué tiene mi señora la duquesa, por vida mía, señora doña Rodríguez? —preguntó don Quijote. —Con este conjuro —respondió la dueña—, no puedo dejar de responder a lo que se me pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer primero a Dios y luego, a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena. (II, 48, 1021-1022)

Para adentrarnos en el personaje de la duquesa debemos explorar la trascendencia de las dos heridas que oculta en sus muslos. Poco se explica sobre las fuentes en las ediciones anotadas del Quijote: algunas las confunden con el procedimiento de la sangría, otras repiten la definición de Sebastián de Covarrubias, que poco aclara sobre esta técnica quirúrgica, mientras que otras muchas se copian unas a otras sin añadir nada. Covarrubias las define así: “Fuentes son ciertas llagas en el cuerpo del hombre, que por manar podre y materia les dieron este nombre, y algunas son hechas a sabiendas para descargar por ellas el mal humor” (“Fuente” 613). Las fuentes eran una práctica médica relativamente conocida entre las clases acomodadas desde las últimas décadas del siglo xvi hasta un siglo después, aunque perdieron gran parte de su auge a partir del segundo tercio del xvii por el elevado coste que suponía mantenerlas, el dolor continuo que producían y las graves complicaciones que podían surgir como infecciones sistémicas, gangrena, amputaciones e incluso la muerte, tal y como insiste el cirujano Christóval Umfry a cada paso en su obra Sobre el abuso de las fuentes (1635) y reconoce, a su pesar, el experto en fuentes Mathías de Lera en su obra Prática de fuentes (1657)4. Tal vez la falta de eficacia terapéutica fuese también una razón para su desuso paulatino. Lera da un prolijo informe sobre la enfermedad y muerte de una monja en 1655 del convento de Religiosas de Santa Clara. La monja, doña Isabel de Montalbo, tenía hecha una fuente en el muslo y, como le manaba poco, Lera se la ahonda. A los pocos días, sufre de una enorme hinchazón y dolores, primero en la pierna y luego en todo el cuerpo, muriendo en pocos días. Esta muerte, 4

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La lógica de las fuentes se basaba en la creencia de que el cuerpo enfermaba porque criaba malos humores, sustancias pútridas que era necesario evacuar y que alteraban el buen funcionamiento fisiológico. Las fuentes consistían en heridas practicadas en el músculo alejadas de venas y arterias. Estas heridas tenían un tamaño significativo, a veces de más de dos centímetros, y se mantenían abiertas, impidiéndose la cicatrización durante meses e incluso años. El cirujano Lera explica todo lo relativo a cómo, dónde y por qué hacerlas. Es muy prolijo en sus explicaciones de cómo crear la herida, curarla, mantenerla abierta, y qué sustancias, lienzos, ungüentos, tablillas y vendajes hacer según qué casos. En definitiva, la Prática de fuentes, como el título indica, es un manual de cirujano que enseña con todo detalle el oficio de hacer y mantener fuentes. Para crear una se hacía una incisión considerable tanto en profundidad como en longitud —unos dos centímetros—, a veces se cauterizaba para cortar la hemorragia y se curaba cada día con ungüentos cáusticos que irritaban la herida impidiendo su cicatrización. Los primeros días se ponía dentro una pelotita de cera que las mantenía abiertas, y después una variedad de “pelotillas de cera, de yedra, de lirio, de torvisco, de oro, de plata, garvanço, narangillas, ojos de besugo y otras muchas” que impedían que la herida se cerrara5. Las fuentes se curaban cada varios días, y se tapaban con una lámina de plomo o de plata, o un naipe nuevo y doble, o una tablilla con una hoja de yedra, fuertemente vendados para impedir que la carne creciera hacia arriba, dejando una cicatriz abultada. Se les ponían gasas con diversos ungüentos que las mantenían húmedas y por lo tanto incapaces de cicatrizar. Luego se ceñían con cinchas de cuero o de lienzo trenzado a las piernas y brazos para que no se movieran de sitio y la herida no se expandiera hacia abajo, lo cual era muy común6. Cada dos o tres probablemente por septicemia, es explicada por tres médicos y un cirujano como consecuencia directa de la fuente, algo que Lera lógicamente intenta negar (131136). 5 Ver Lera Gil de Muro, p. 112. 6 Umfry, Parecer del doctor Cristóval Umfry […] sobre el abuso de las fuentes, pp. 53-54, lo describe así: «Para detener la pelotilla, que se mete en la cavidad de la fuente para tenerla avierta, y no se salga a fuera con los movimientos y exercicios de la parte y pujança de la carne que creçe o con la humedad y f lixibilidad de los excrementos que salen hinchendo de carne la cavidad de la úlcera, ponen algunos un naipe nuebo doblado sin esquinas, otros una plancha de plomo, hoja de lata,

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días se comprobaba que habían expulsado “materia” o pus, y la infección tópica producida se confundía con la evacuación de los malos humores del cuerpo. Si la infección era considerable y producía mucha podre, se tenían que curar mañana y noche. En este caso se creía que la fuente era excepcionalmente buena por la gran cantidad de materia que evacuaba. Al revisar libros de cirugía del siglo xvi y xvii, me encontré con la sorpresa de que las fuentes —si bien servían, en el caso de los varones, para un gran número de enfermedades provocadas por malos humores, como por ejemplo la gota— en el caso de las mujeres se prescribían casi exclusivamente para combatir o bien la infertilidad, o bien cualquier otro desorden fisiológico creado por la matriz o el útero. Lera deja claro su uso tanto para la esterilidad femenina como para los «males uterinos que llaman passiones de la madre”, que serán, a su vez, el origen de casi cualquier dolencia»7. La razón de esto radica en que el cuerpo femenino explicado por los límites que el temperamento frío y húmedo establece en el organismo biológico será, por definición, débil e imperfecto. Como se repetirá hasta la saciedad en todos los tratados sobre la fertilidad de la mujer, la frialdad y humedad facilitan procesos como la putrefacción y el anegamiento del semen del varón, así como el estancamiento de los malos humores no solo en la matriz, sino en el cuerpo en general8. La menstruación, tal y como confirma Evelyne Berriot-Salvadore y apuntan muchos tratados de la época, comenzando por el de Juan Huarte de San Juan, es la prueba de la disfuncionalidad de la naturaleza femenina9. Esta disfuncionalidad será el denominador común de o de plata aujerada, o de otro metal después del ungüento, y encima caen los sobrepaños y por ligadura que lo abraza todo, suelen algunos traer un braçalete de lienço nuebo doblado y colchado de manera que tenga cuerpo con sus trenças en forma de pie de gallo para ligar y apretar». 7 Lera Gil de Muro, p. 24. 8 Por ejemplo, Damián Carbón, en su Libro del arte de las comadres o madrina, fol. 97, libro segundo, «De la dificultad de la empreñación», en el capítulo 4 titulado «Del impedimento de la generación por parte de la muger que no por parte del varón», nos explica que casi siempre la causa está en la mujer por la inadecuación de sus humores que llenan la madre de «humidades lúbricas y mal dispuestas para la generación». Y sigue recomendando purgaciones de esos humores como la condición necesaria para la fertilidad. 9 «Ello es cierto sin falta ninguna, que las dos calidades que hacen fecunda la mujer son frialdad y humidad. Porque la naturaleza del hombre ha menester

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todas las teorías sobre el cuerpo de la mujer hasta bien entrado el siglo xix, y no se cuestionará hasta una época asombrosamente tardía porque no altera la jerarquía que antepone el varón a la hembra. El útero, la matriz, comúnmente llamada madre o el ventrículo de la generación, será una verdadera obsesión para los médicos de este tiempo en las pocas ocasiones en las que se ocupen de la salud de las mujeres. En efecto, casi cualquier afección que una mujer pudiera padecer será entendida en relación con este órgano reproductor. Por ejemplo, la epilepsia se solía diagnosticar como epilepsia uterina en el caso de las mujeres, por lo que las convulsiones eran causa de los desórdenes del útero, y el propio Umfry critica que Luis de Mercado recomiende para su tratamiento no solo las obligatorias fuentes en las piernas, sino también en los brazos, dejando cuatro heridas abiertas en las pobres enfermas10. Exactamente lo mismo ocurría con mareos, jaquecas, problemas digestivos, circulatorios o incluso respiratorios. Después de la menopausia la salud de las mujeres seguía ligada a un órgano tiránico que definía los achaques de la madurez. La herencia galénica e hipocrática da un enorme protagonismo al útero, capaz de deambular por el organismo, que se convierte en el verdadero centro del cuerpo femenino dominando incluso la psique y la estabilidad anímica. Los hombres padecen de melancolía, mientras que la melancolía femenina será casi siempre hija de las «pasiones de la madre»11. El mucho nutrimento para poderse engendrar y conservar. Y, así, vemos que a ninguna hembra de cuantas hay entre los brutos animales le viene su costumbre como a la mujer. Por donde fue necesario hacerla toda ella fría y húmida, y en tal punto que criase mucha sangre f lemática y no la pudiese gastar ni consumir», Huarte de San Juan, Examen de ingenios, pp. 317-318). 10 Umfry, Parecer del doctor, p. 31, critica varias veces a Luis de Mercado, médico de gran prestigio muy partidario de las fuentes: «[Mercado propone que] cualquiera enfermedad causada por comunicación del útero, en toda ocasión prefiere, a todos remedios, fuente hecha en una pierna o en ambas, […] si fuere la epilepsia uterina antigua y arraigada a más de las fuentes en las piernas se hagan una o dos en los braços […]. Yo tengo por crueldad y terrible modo de curar y remedio hazer cuatro enfermedades para dudoso socorro de una y debilitar y empedir los órganos y instrumentos más necesarios para las actiones orgánicas corporales de la vida probocando evacuaciones violentas por caminos y emisarios extraordinarios en partes tan fuertes». 11 Lera Gil de Muro, Prática de fuentes, p. 147, habla de la congoja que causan los males uterinos en las mujeres y recomienda fuentes casi perpetuas: «También quando a las mugeres les da una enfermedad que llaman los médicos uterina, y el

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concepto del histerismo es fruto del galenismo y estará completamente vigente en la Edad Moderna, aunque su uso generalizado en la terminología médica sea posterior12. Como sostiene Berriot-Salvadore: [D]urante muchos siglos, la terapia femenina se funda en una idea común a los médicos, a los moralistas y a los teólogos: la mujer está sometida a su sexo. Desde este punto de vista resulta ejemplar el estudio de una enfermedad como la histeria [...] En efecto, hasta finales del siglo xvii esta afección es exclusiva de la patología femenina; más aun, en el discurso médico es el símbolo de la feminidad. Por lo demás, al término erudito de “histeria”, pese a la tan significativa etimología del mismo, se prefieren expresiones más evocadoras, como las de “sofocación de la matriz” o “furor uterino”. El primer síntoma que permite al médico establecer su diagnóstico, consiste precisamente en esos movimientos extraordinarios del útero que, como un animal, se agita de un lado a otro, preso de violentas convulsiones. [...] La causa del acceso histérico, por tanto, es siempre la misma: un vapor venenoso fomentado por la matriz y que, al pasar por las arterias y por las porosidades del cuerpo afecta al organismo entero, hasta el cerebro13.

Tan arraigadas están las teorías de Hipócrates y Galeno en la época que, cuando Vesalio dibuja un útero tras diseccionar un cadáver, copia no lo que ve, sino lo que ha aprendido: un pene invertido capaz de desplazarse por el cuerpo de su propietaria. En definitiva, no hay

vulgo mal de madre, y la tal enfermedad acongoja mucho a la enferma, aunque el médico la halle buena y libre de tal accidente por entonces, por los temores de que puede reiterar, y ponerla en sumo riesgo, ordenan para la prevención deste mal hazer fuentes en las piernas, o muslos». 12 «Fieles a la doctrina hipocrática, los médicos renacentistas siguieron entendiendo la histeria como afecto ligado al útero, incluyéndola por tanto en el grupo de enfermedades propias de la mujer. Con la supuesta movilidad de la matriz como base de su patogenia, recibió variada terminología: “sofocación uterina”, “prefocación o estrangulación uterina”, etc. López de Villalobos, Miguel Juan Pascual, Lobera de Ávila, Luis Mercado y Cristóbal de la Vega se extendieron en sus causas y tratamiento, acorde con el concepto clásico de esta neurosis. Pérez de Herrera no entró en la etiopatogenia, pero se detuvo en el tratamiento. Juan Fragoso niega la movilidad del útero, pero por su capacidad de “engrosarse y dilatarse” le atribuye cierta simpatía con otros miembros y el cerebro, posible raíz del proceso histérico» (González Navarro, 2006, pp. 146-147). 13 Berriot-Salvadore, 1992, p. 384.

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atención a la salud de la mujer, salvo en lo tocante a la reproducción14. Los tratados de medicina están completamente orientados al varón. Los textos médicos que se ocupan de la mujer son estrictamente tratados de obstetricia y ginecología que no solo se orientan exclusivamente a la reproducción, sino que también interpretan todos los problemas de salud de las mujeres en relación con sus órganos reproductivos15. Así en España tenemos otros textos médicos además del célebre De mulierum affectionibus (1579) de Mercado. Entre ellos figuran: Libro del parto humano (1580) y Tratado del uso de las mujeres (en Regimiento y En ese sentido Berriot-Salvadore, 2006, p. 381, es tajante al afirmar que «el discurso científico es tributario de un orden del mundo que conviene legitimar, mostrando que el papel de cada uno de los sexos se inscribe en la naturaleza. Así, para todos los precursores de la ginecología y de la obstetricia, ya sean el alemán Rösslin, el italiano Marinello o el francés Liébault, la mejor justificación de la mujer y su protección más útil consiste en explicar la particularidad del órgano mediante el cual se define íntegramente. Puesto que la matriz es el receptáculo en donde se forma ‘una criaturita de Dios’, puesto que está en conexión con las otras partes del cuerpo por el sistema nervioso y el f lujo sanguíneo, es el órgano más necesario y el más noble, el órgano, por último, que detenta toda la feminidad». Y más adelante insiste en la misma idea: «La comadrona de María de Médicis Louise Bourgeois afirma que, sin los males que la matriz produce en las mujeres, estas podrían igualar a los hombres tanto en el cuerpo como en el espíritu. La idea de que ser mujer es estar intrínsicamente enferma y que el útero y los órganos reproductivos son la causa de todas las dolencias de las mujeres fue incontestada tanto por la medicina erudita como por la popular durante siglos. ‘En el siglo xvii, Philebert Guibert, Le Médecin charitable, y François Mauriceau, el célebre obstetra, coinciden en confirmar la observación que ya había hecho Hipócrates: la matriz es la causa de la mayor parte de las enfermedades de las mujeres’» (Berriot-Salvadore, 2006, 383-384). 15 Incluso, según Solomon, 1997, p. 79, si salimos de las teorías más generalizadas encontramos que la medicina medieval interpreta la vagina como una puerta extra de entrada para el aire pestilente y la enfermedad, haciendo de la mujer un ser patológico: «The notion of a woman’s ‘two mouths’ lacking bolts is an allusion to the naturally disease-prone female body, as opposed to the naturally healthy male body: for medieval physicians the architecture of the body was designed with ‘doors’ or ‘mouths’ through which the inner body communicated with the outside world. For women, the vagina and uterus were viewed as an extra door and chamber that did not benefit from a closing mechanism such as a bolt, a common euphemism for the penis. The extra mouth accounted for an increased f low of air throughout the female body. It was through such passageways that infectious diseases, carried by contaminated and pestilential air, entered the body. Women, therefore, were thought to be twice as vulnerable to epidemic and disease as men, whose lower ‘door’ was permanently closed». 14

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aviso de sanidad, 1586) de Francisco Núñez de Coria; Vergel de sanidad (1530) y El libro del régimen de la salud, y de la esterilidad de los hombres y mujeres, y de las enfermedades de los niños, y otras cosas utilísimas (1551) de Luis Lobera de Ávila; y Libro del arte de las comadres o madrinas (1541) de Damián Carbón. En conclusión, el útero será el centro que gobierne el organismo femenino, desde su salud mental hasta la física. Esto, combinado con la teoría de los humores y la toxicidad inherente a la fisiología femenina, determina que la salud de las mujeres sea un planeta aparte cuya especificidad viene determinada por la única razón para su existencia: la fertilidad. Por eso no deja de sorprender que nadie haya vinculado nunca las fuentes con la infertilidad de la duquesa, puesto que nada sería más lógico, y más coherente con la visión médica del cuerpo de la mujer en la Modernidad Temprana. Además, esta interpretación del sentido terapéutico de las fuentes en una mujer en edad fértil queda fehacientemente demostrada con los libros de Mercado, Umfry y Lera que, en efecto, vinculan las fuentes en los muslos con afecciones ginecológicas. Si nos fijamos bien, es bastante extraño que la duquesa no tenga hijos, y que no se mencione su descendencia en ningún momento durante los treinta y un capítulos que discurren en el palacio ducal. Se podrá argüir que doña Rodríguez deja claro en el texto el efecto cosmético de las fuentes, y que cualquier otra interpretación sería adentrarse en el movedizo terreno de la hipótesis. En efecto, leyendo estos libros de cirugía, se comprueba que es cierto que a las fuentes se les atribuían efectos secundarios deseables: aclaraban la tez, engordaban el cuerpo y hacían más saludables y jóvenes a quienes las tenían, pues supuestamente la evacuación de sustancias tóxicas mejoraba la salud general. Lera alude a esto como efecto secundario, no como fin16. No obstante, esta ventaja cosmética tenía contrapartidas muy negativas, puesto que además del dolor, la incomodidad y el riesgo de complicaciones clínicas, las fuentes olían terriblemente mal. Umfry así lo dice: [Las fuentes crean] otra enfermedad nueba en parte sana y sin culpa, sugetando al pobre paciente a mil vayvenes y peligrosas tempestades, que suelen siguir sin aprovechar a la enfermedad para que se hizo, en especial la continua evaporación de los excrementos que cría, [y que] detenidos se atraen por boca, y nariçes, y otras partes con el ayre de que se crían los 16

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Lera Gil de Muro, Prática de fuentes, pp. 54-55.

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espíritus del cuerpo, que es fuerça no salgan buenos, luego el mal olor, que causan al mismo paciente, y en especial en la cama, y a los con quien conversare17.

Lera critica que haya pacientes que usen ámbar y perfumes en el ungüento para disimular los fuertes olores, lo que hace que las fuentes se sequen. Además, estas producían una inf lamación muy dolorosa de los tejidos circundantes y a veces la infección era tal que se requería de cauterizaciones e incluso amputaciones por la gangrena. Cómo escribe Umfry: Tamvién suele sobrevenir el crecer tanto la carne alrededor que obliga a amputarla o consumirla con cauterios o medicamentos corrosivos que causan molestia, otras veces acuden tantos excrementos a la fuente que inf laman las partes cercanas que molestan de muchas maneras y a veces excitan un f lemón que se suppura y a veces es con tanto ímpetu y avundancia que suele causar una mortificación que trae la pierna o braço a pique de cortarse y costar la vida, como yo e visto muchas veces18.

Por consiguiente, creo que el efecto cosmético sugerido por la dueña se debe a que esta, evidentemente, no pertenece al círculo de estricta intimidad de la duquesa como lo puede ser Altisidora tal y como se colige del poco favor que tiene en los duques —lo que queda demostrado en el caso de su hija—. No es plausible que la dueña sepa más que lo que dice: que la duquesa tiene dos fuentes que convierten en fraudulenta su hermosura y, lo más importante, que los médicos dicen que está llena de malos humores, con lo que entramos en el terreno de la patología y la enfermedad y no en el de la presunción de los afeites. De esta manera, creo que es verosímil proponer que la duquesa tiene dos fuentes en los muslos porque está siguiendo un tratamiento contra su esterilidad. Pensemos que la medicina de la época consideraba casi siempre la esterilidad como condición femenina. Si por parte del varón no había impotencia, entendida como la capacidad para eyacular y completar el coito adecuadamente, la culpa recaía sobre la mujer incapaz de concebir. Por otra parte, las fuentes en las piernas — específicamente en los muslos— eran el sitio adecuado para 17 18

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Umfry, Parecer del doctor, p. 4. Umfry, Parecer del doctor, pp. 42-43.

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cualquier afección ginecológica, incluida la esterilidad. Así lo constatan Mercado, Umfry y Lera19. De esta forma, el lugar de las fuentes es una pista inequívoca. Un dato oscurecido y descontextualizado en el tiempo para nosotros tal vez no lo fuera para los lectores de la época familiarizados con un procedimiento médico que cayó en completo desuso décadas después. Además, la duquesa es uno de los personajes fundamentales de la segunda parte, y a pesar de su rango y condición de esposa no se hace mención alguna a sus hijos, cuya carencia es muy significativa, máxime tratándose de una dama de la alta nobleza. Esta ausencia de hijos, aunque no se mencione directamente, es tan obvia que forma parte del retrato de una esposa que vuelca sus energías en crear un mundo de diversión para su consorte en vez de en el esperable papel de amantísima y triunfante progenitora. Deduzco que en sus fuentes está gran parte de la verdad del personaje y que Cervantes, además de hacer un duro comentario social sobre la nobleza en este pasaje, tal y cómo han visto Edward Riley, Anne Cruz y otros, pretende ahondar en un personaje más complejo en su relación con el mundo de lo que pudiera parecer20. Ambas lecturas del pasaje, la social y la de género, no solo son compatibles, sino que se refuerzan mutuamente. Mercado, médico de cámara de Felipe II y Felipe III, compuso uno de los tratados ginecológicos más inf luyentes en la Europa de su tiempo, De mulierum affectionibus, earumque curatione. La sección tercera de dicha obra está dedicada a la esterilidad y sus curas y aboga por las fuentes en los muslos como una opción terapéutica eficaz. También Umfry, Parecer del doctor, p. 15, y Lera Gil de Muro, Prática de fuentes, p. 36, siempre sitúan en los muslos las fuentes para cualquier afección ginecológica. Por ejemplo, Lera razona que «el útero [se evacúa], y demás partes inferiores, por las venas que están en las piernas, y esta evacuación de estas partes se haze mediante lo que evacúa la fuente, y expelen las venas vezinas». 20 Riley, 2000, p. 163, escribe: «Todavía oímos las risitas y las carcajadas ahogadas resonando por las oscuras galerías. Hay algo extraño en la vida de este castillo (o palacio); no sólo extraño, sino incluso desagradable. Siempre acaba apareciendo el dolor físico, ligero pero molesto (bofetadas, coscorrones, alfilerazos, pellizcos, arañazos, latigazos […]). Si las fantasías de don Quijote semejan juegos de niños, los juegos del castillo ref lejan otro tipo de regresión infantil. Hay algo extraño en los habitantes, y es doña Rodríguez con su extravagancia quien más ayuda a resaltarlo. Ella descubre (si estamos dispuestos a creerle) que el duque pide prestado dinero a uno de sus vasallos, que la encantadora duquesa tiene ‘fuentes’ en las piernas para desaguar sus malos humores y que Altisidora padece halitosis. Con esta confesión, ella y don Quijote se ganan la paliza en la oscuridad con la que termina la escena del dormitorio». En este sentido, Cruz, 2009, p. 371, 19

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El cuerpo reproductor de las mujeres de la realeza y nobleza La forma de vida de las mujeres de la nobleza se asociaba con la esterilidad o con la falta de salud de la prole. El pensamiento médico relaciona la ociosidad con el estancamiento y podredumbre de los humores del cuerpo que, en el caso de las mujeres, se alojan principalmente en el útero conduciendo a la esterilidad 21. Por ejemplo, Pedro de Valencia es muy claro al respecto en su “Discurso contra la ociosidad” cuando explica que Licurgo, rey de los lacedemonios, ordenó que las mujeres se ejercitaran llevando un hábito corto por parecerle que cogeava la generación i propagación de los ombres por parte de las mugeres, que es en esto la parte principal, porque en la concepción, el varón y la muger concurren, pero después ella tiene en su vientre, i forma i alimenta con su sangre i humores la criatura, i, nacida, la cría a sus pechos. Assí, siendo las mugeres f lacas, regaladas y delicadas como pinturas o juguetes, no pueden parir varones fuertes, y ellas, en criándose siempre a la sombra en ocio y regalo perpetuo, no pueden ser grandes ni fuertes, ni aun estar bien sanas, ni ser fecundas, sino tener mil opilaciones i humores viciosos, i hacerse estériles. De aquí es que no ai esclava ni gitana estéril i que los hijos destas i de los labradores i trabajadores son grandes y fuertes i sanos, i muchas señoras i mugeres nobles i regaladas biven enfermas, o son estériles, i los príncipes i nobles en general nascen i se crían efeminados22. sostiene: «La señal física del cuerpo llagado y purulento de la duquesa, escondida entre sus lujosas ropas, apunta a la corrupción social de la época y a la pérdida de poder que iba sufriendo la nobleza». 21 También la ociosidad se ve como perniciosa para la salud humana en general. En este sentido el tratado de Oliva Sabuco, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, pp. 116-118, afirma que la salud de los poderosos suele estar en desventaja en el capítulo titulado «De la pereza y ocio. Que hace este daño en su proporción»: «La ociosidad es imagen de la muerte, y el ocioso del hombre muerto, corrompe la salud del hombre, como las aguas estancadas, que no se mueven, se corrompen, y hieden. Dijo Ovidio: “Así corrompe el ocio al cuerpo humano, como corrompe a las aguas si están quedas sin movimiento”. […] Y por eso la prole real, y señores muy regalados tienen más enfermedades que los que trabajan, y con pequeña ocasión mueren […] y así es gran yerro en el mundo el que hacen los reyes, y otros muchos de apartarse donde pueden tener ocios seguros». 22 Valencia, «Discurso contra la ociosidad», pp. 171-172. Continúa insistiendo en la misma idea: «Avíase de introduzir i hazer onroso que las mugeres nobles, las duquesas i condesas i todas, hiziesen en su casa los officios que no ha muchos

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Bartolomé Bennassar, en su obra Reinas y princesas, nos recuerda la célebre frase del conde-duque de Olivares: “La misión de los monjes sólo es rezar y la de las mujeres parir”, y demuestra con multitud de datos el extremo “acoso reproductor” al que fueron sometidas las mujeres no solo de la realeza sino también de la alta nobleza 23. Por ejemplo, aunque poco sabemos de la historia ginecológica de las mujeres de la alta nobleza, contamos con más pormenores de la vida íntima de las reinas de España que, no lo olvidemos, compartían el mismo destino reproductor, si acaso de forma más extrema. Las Relaciones de Luis Cabrera de Córdoba (1599-1614), los Avisos de Pellicer (16391644) y los de Barrionuevo (1654-1664) están llenos de noticias sobre embarazos, partos, y retrasos en las reglas de las reinas Margarita de Austria, Isabel de Borbón y Mariana de Austria, respectivamente. El fenómeno de informar de la intimidad más privada de las soberanas es exactamente el mismo. Sin embargo, Barrionuevo es el más expresivo y menos protocolario de los tres. En sus Avisos pasa de tratar a la reina Mariana de Austria con el respeto debido a la majestad del sujeto a referirse a ella como una mala apuesta por la facilidad con la que se le mueren los hijos. No habría mucha diferencia si se refiriera a un animal. En la corte española se anuncian las reglas de las reinas e incluso se hace público cuando los reyes duermen juntos tras una enfermedad o cuarentena después de un parto: “Advirtamos que en esta centuria (xvi) y aun en las siguientes del xvii y del xviii, a diferencia de lo que había de suceder en la época decimonónica, era común y protocolario que en la corte española se anunciasen pública y solemnemente las reglas de la soberana24. La intimidad ginecológica de las soberanas es una cuestión pública y su fertilidad determina su éxito como reinas. Por ejemplo, el 23 de septiembre de 1654 Barrionuevo escribe: “Dícese tiene la Reina sospechas de preñada. Dios lo haga, y si ha de ser años solían, amasasen, tegiesen, adereçasen de comer i, de ordinario, hilasen i vistiesen a toda su casa, i cosiesen entre ellas i sus dueñas y donzellas no solamente la ropa de lino, sino toda la ropa de sus maridos, hijos y criados […]. Si quieren más ser enfermas i inútiles i estériles, a trueco de ser mui pintaditas i damas como muñecas, i parir hijos que o no son para bivir y se mueren luego o salen enfermos y efeminados, y los maridos las quieren más así para mirarlas como a juguetes o joyas i para sólo deleite, sin consideración de la generación, mui lejos van de todo pensamiento prudente y christiano». 23 Bennassar, 2007, pp. 12; 161. 24 Junceda Avello, 2001, p. 118.

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hija, ¿para qué la queremos? Mejor será que no lo esté, que mujeres hay hartas”25. El 8 de diciembre de 1655: “Ayer martes, a las seis, le dieron a la Reina unos dolorcillos, y a las ocho de la mañana parió una hija; con que San Gaetano ha perdido mucho de su crédito”26. Y el 15 de diciembre añade: “El consuelo de que sea mujer paridera tiene a todos muy alentados”27. El 6 de septiembre de 1656 expresa su frustración así: “El domingo le vino el mes a la Reina, con que se anubló el preñado. No debe de estar de Dios que tenga hijos, y así es dar contra el aguijón”28. El 13 de febrero de 1658 anota en sus avisos: “La Reina tiene dieciocho días de falta. Paréceme que, según va, parirá cada año”29. Sin embargo, el 24 de Mayo de 1664 no duda en mostrar su frustración ante tantos anuncios falsos o partos malogrados: “la Reina [está] con sospechas de preñada. Cada año suele traerlos de la misma huelga, y los vasallos nos holgáramos de que fueran ciertas las obras como los deseos grandes”30. Esto es una muestra entre otras muchas anotaciones que hablan de retrasos en la menstruación, antojos e incluso de relaciones íntimas entre los soberanos. Por ejemplo, el 6 de febrero de 1658 atribuye una dolencia genital del rey al hecho de haber yacido con la reina sin estar esta completamente purificada tras la menstruación: “Lunes amaneció el Rey con calentura [...] También se dice no está bueno, por haberse anticipado a dormir con la Reina sin estar esta del todo evacuada, resultando en las partes bajas [del rey] un achaque”31. La infertilidad de la duquesa explicaría su reacción de profunda vergüenza cuando su secreto es delatado por la maliciosa dueña. Si fuera un secreto cosmético no creo que tan alta dama tan pendiente del decoro se aventurara a reaccionar como una criada chismosa irrumpiendo en la cámara de don Quijote y dándole personalmente una paliza, auxiliada de su alter ego Altisidora, la del aliento cansado. La duquesa tiene que interrumpir la conversación de la dueña porque la vergüenza —es decir, su pavor a que se adivine una parte de su intimidad que afecta a su valor como esposa y como noble— se Barrionuevo, Avisos (1654-58), vol. 1, p. 61. Barrionuevo, Avisos (1654-58), vol. 1, p. 226. 27 Barrionuevo, Avisos (1654-58), vol. 1, p. 227. 28 Barrionuevo, Avisos (1654-58), vol. 1, p. 310. 29 Barrionuevo, Avisos (1654-58), vol. 2, p. 162. 30 Barrionuevo, Avisos (1654-58), vol. 2, p. 305. 31 Barrionuevo, Avisos (1654-58), vol. 2, p. 159. 25

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sepa. Esta relación entre el valor de una esposa y su éxito reproductor se ve en una anécdota histórica extremadamente reveladora. Ana de Austria (esposa de Felipe II) muere de una gripe cuando acompaña al rey a Portugal en 1580. Sus restos se embalsaman y se entierran en El Escorial, pero Felipe II, como muestra de gratitud hacia las monjas del monasterio de Santa Ana de Talavera la Real en Badajoz, manda enterrar al pie del coro el útero de la reina y el feto de cinco meses que estaba gestando. A los caballeros, como el Durandarte de la cueva de Montesinos, se les sacaba el corazón, tal y como es el caso del hermano del rey, don Juan de Austria, cuyo corazón se enterró en la catedral valona de Namur, ciudad en la que murió. De esta manera, parece que el útero es el corazón de las mujeres. El útero, o la madre, es el verdadero centro femenino, el centro de su valor, la prueba de que no han sido un fraude dentro de la economía de la reproducción inherente al concepto de matrimonio. Es difícil imaginar la situación íntima de una esposa de la alta nobleza que no produce hijos. Su función primordial y casi absoluta es la reproducción, y el no ser capaz de conseguir ese objetivo la sitúa en una zona vital de extrema fragilidad. Dependiendo de las alianzas matrimoniales, las relaciones entre familias y el beneplácito del rey, en el caso de la alta nobleza se daban bastantes casos de nulidad matrimonial si el matrimonio no producía los hijos deseados. Es cierto que, a partir de Trento, se insiste en la indisolubilidad del matrimonio. Sin embargo, los poderosos sí accedían con facilidad a la nulidad matrimonial en un sistema en el que el matrimonio en la alta nobleza es un instrumento político de vital importancia y está fuertemente ligado a la Corona 32. En la Edad Moderna existía el divorcio, plenum o perfectum 32 Así, Luis Lobera de Ávila, en El libro del régimen de la salud, y de la esterilidad de los hombres y mujeres […] [1551], p. 169, muestra una preocupación por las consecuencias que para la estabilidad conyugal tiene la esterilidad: «La esterilidad o dificultad de empreñarse es un defecto que suele ser causa de divorcio entre el marido y la mujer, o al menos que no se tenga aquella afición que es menester, pues, como dice Aristóteles en su segundo De anima, en el capítulo 4º, que es naturalísimo a cualquiera viviente engendrar, y no menos es gran trabajo entre personas y señores que tienen mayorazgo o haciendas careciendo de legítimos hijos; para esto principalmente casan, para haber hijos de bendición con quien en la vida se deleiten y después de sus días les dejen lo que tienen, y porque es servicio de Dios remediar una falta tan grande entre marido y mujer, acordé servir cerca de esta enfermedad, porque tengo larga experiencia de muchos y singulares

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si se trataba de una separación permanente de bienes y cuerpos, e imperfectum si el juez dictaminaba una separación temporal. El divorcio era administrado por tribunales civiles y equivalía a una separación, pues no se alteraba la indisolubilidad del vínculo matrimonial y, por ende, los cónyuges no podían volver a casarse. La nulidad, sin embargo, disolvía el vínculo y había bastantes estratagemas para conseguirla. La más importante era la conditio o una condición establecida antes de contraer matrimonio en contra de cualquiera de sus tres bienes: bonum prolis, bonus fidei y bonum sacramenti. De esta manera atentaban contra el bonum prolis la impotencia masculina y la esterilidad femenina, que podía considerarse impotencia para concebir por parte de la esposa y que atentaba contra los bienes del matrimonio. El impedimento de impotencia debía de ser antecedente y perpetuo. La esterilidad femenina, es decir, la incapacidad de procrear, aunque la penetración fuera posible, se incluía en la impotencia generandi. Por ejemplo, Pellicer, en sus Avisos, tiene dos entradas muy reveladoras. El 25 de junio de 1639 se dice que a la hija de la condesa de Cocentaina «la han mandado cohabite y acabe los tres años con su marido, para lo cual le esperan de Italia»33. Y en otra entrada el 15 de julio de 1641 se arregla el proceso de nulidad por un embarazo inesperado: «No es pequeña novedad que la señora condesa de Santistevan y Cocentayna, que tantos años ha traído pleito de nulidad con su marido, está preñada, y dicen que en cinco meses, con que toda la parentela está muy alegre por cesar con este suceso todas las diferencias»34. La duquesa ha sido vista como el personaje femenino más poderoso del Quijote, y sin embargo es tal vez el que tiene una situación vital más frágil. En el caso de que no fuera repudiada le sería muy difícil mantener el afecto y las atenciones del duque, que podría incluso nombrar como heredero a un hijo bastardo si lo tuviera 35. Tal y como remedios, con los cuales en España y en Italia y Alemania y Flandes y otras partes diversas personas he curado». 33 Pellicer de Tovar, Avisos, vol. 1, p. 59. 34 Pellicer de Tovar, Avisos, vol. 1, p. 294. Sobre una multitud de ejemplos de nulidades matrimoniales entre miembros de la nobleza, ver Soria Mesa, 2007, pp. 207-212. 35 En su sección «La ilegitimidad, un hecho diferencial», Enrique Soria Mesa, 2007, pp. 185-199, arguye con multitud de datos que, en el caso de la alta nobleza española, los bastardos podían heredar títulos y llegar a lo más alto de la escala social sin ningún tipo de estigma si gozaban de la protección de la familia. Por

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sostiene Cruz, su juventud es fácil de imaginar36. Doña Rodríguez nos dice que la duquesa se la lleva consigo a Aragón cuando se casa y esta ya es viuda y con una hija “que iba creciendo en hermosura como la espuma de la mar” (II, 48, 1020), lo cual denota que la hija tiene ya algunos años. En el momento de la acción novelesca la hija tiene 16 años, así que podemos aventurar que la duquesa lleva unos 8 o 10 años casada. Por otra parte, la continua mención de su hermosura, el compararla con la doncella Dulcinea y el hablar tantas veces de su gallardía sería impropio, tratándose de una dama de edad más madura. De esta manera, parece plausible aventurar que se trata de una mujer que lleva casada algunos años, pero que todavía se encuentra en su juventud, rasgo sugerido fuertemente por el dinamismo y la energía del personaje. Hay una diferencia esencial entre la primera y la segunda parte del Quijote con respecto a la representación de las mujeres. En la primera, los personajes femeninos son utópicos, y como he señalado en el capítulo anterior, representan a mujeres que serían posibles si la época fuera más generosa con ellas y sus condiciones de educación, crianza y vida. Mujeres como Dorotea y Marcela existen desde una utopía grandiosa: son seres independientes, inteligentes, valientes, con una idea clara de su propio valor y capaces de luchar por su libertad y honor de forma poco convencional. En la segunda parte, las mujeres están más ceñidas a las servidumbres de la realidad: la mujer de don Diego de Miranda es obediente y callada, y su principal virtud es sumir su casa en un “maravilloso silencio” (II, 18, 776); Quiteria sucumbe a la seducción del dinero, aunque luego rectifica; Claudia Jerónima mata con un arma de fuego a su amante por un arrebato de celos injustificados; e incluso la inverosímil Ana Félix es castigada con un destino incierto fiel a la supuesto, la causa más frecuente, aunque no la única, era la carencia de hijos legítimos. Por consiguiente, dentro de las posibilidades para asegurar la sucesión, la duquesa también puede enfrentarse a la humillación que supondría la entronización de un bastardo del duque como heredero de su casa si su matrimonio no se disuelve. 36 Cruz, 2009, p. 370, rebate la noción que Roberto González Echevarría tiene de los duques como de una pareja madura: «González Echevarría describe a los duques como si fueran una pareja ya avejentada (middle-aged), error debido tal vez a la importancia que se da a la función procreadora del matrimonio en la Edad Moderna. Así, pensará que los duques, sin hijos, necesariamente debían de ser viejos».

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dureza de la época. En este sentido y en el contexto de la coherencia textual, el retrato de la duquesa debe de tener un calado mayor que el personaje frívolo y con un enorme afán de protagonismo que deambula por el texto sometiendo a sus invitados a sus caprichos y haciendo cómplices de sus manipulaciones a su corte. Mi visión de la duquesa es la de una mujer atrapada en una situación matrimonial cuanto menos delicada. No se escapa la sumisión que en todo momento le muestra al duque en algunos gestos que van más allá del decoro en una mujer de alta cuna. La duquesa pide permiso para los actos más nimios, como salir de su alcoba durante la noche con Altisidora a espiar a la dueña o dejar que don Quijote la ayude a desmontar. Sin embargo, fuera de su particular relación conyugal demuestra un afán de protagonismo y un carácter impulsivo que denotan una personalidad narcisista y algo histriónica, como cuando se adelanta en la caza poniéndose en peligro o cuando se gana una reprimenda de su esposo al reconocer en público que no sabe lo que significa «retórica demostina». La crítica suele hablar de los duques en plural sin diferenciarlos mucho. El duque es un personaje bastante siniestro detrás de su fingida afabilidad: la prueba está en el terrible castigo al que somete a la dueña y a su hija tan solo por haber sido contrariado en sus planes. Su ira es denunciada por el narrador en dos momentos, cuando Sancho regresa sin haber sido él el que diera la orden de su destitución y cuando Tosilos cancela el combate pues quiere casarse con la hija de la dueña. Sin embargo, la duquesa es la que más activamente se implica en la organización de las burlas, convertida en una especie de Sherezade que, haciendo uso de la obligación que tenía la nobleza de divertirse, aprovecha la visita del caballero y su escudero para crear una especie de parque temático ad hoc cuyo último fin es divertir y entretener a su esposo aficionándolo al mundo maravilloso que ella es capaz de proporcionarle. Estas diversiones, además de deleitar tienen el atractivo de ser una huida de las responsabilidades de la realidad. La duquesa procura crear una relación conyugal en la que es ella la que proporciona la novedad continua de una existencia plena de diversiones y burlas que hay que diseñar y poner en ejecución con el gasto de una considerable energía y medios económicos. Esta sumisión hacia su marido que es el receptor último de ese inmenso teatro se compensa por el carácter destructivo y dominante de la dama. No olvidemos que el duque y la duquesa, al separar a don Quijote y a Sancho, al hacer a este último gobernador y al poner en los azotes

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voluntarios de Sancho el desencantamiento de Dulcinea, intentan alterar la naturaleza de la relación entre amo y escudero, relación que, en contra de lo imaginado por el ocioso matrimonio, se basa en una amistad que resiste toda prueba. A través de Altisidora, que más que tener una identidad propia es como un alter ego que lleva a cabo lo que ella no puede hacer, la duquesa se propone vencer a Dulcinea y para ello se ayuda de la vulnerabilidad en la que se sume el caballero al quedarse solo en el palacio ducal. La duquesa también procura manipular la relación de Teresa con Sancho, infiltrándose en la intimidad de su ámbito doméstico mediante la perversa provocación de las legítimas fantasías de grandeza de la labradora. Teresa no puede más que sucumbir a la falacia de una amistad risible y de una vertiginosa subida social que previsiblemente acaba en desengaño al ser confundida y deslumbrada por la autoridad social de tan alta señora, autoridad que es refrendada por la prueba inequívoca del paje que la visita y le presenta un collar de corales con los extremos de oro. Por parte de la duquesa es una maniobra profundamente destructiva, pues al confrontar a Teresa con el triunfo de su marido está anticipando la decepción que esta sufrirá con la caída de Sancho prevista por los duques, hecho que, como sabemos, no se producirá. Está clara su intención de inmiscuirse en la intimidad del matrimonio alentando las ambiciones y esperanzas de una esposa que debería sentirse, al final de la burla, profundamente defraudada por Sancho. Sin embargo, la duquesa no cuenta con la independencia y la profunda virtud de los personajes a los que manipula, capaces de resistir los envites de la ambición y de saber su lugar en el mundo. Más compleja es la relación de la duquesa con don Quijote: celosa de la devoción inquebrantable de don Quijote hacia Dulcinea, se propone romper la palabra de fidelidad del caballero, lo que supondría la derrota moral y definitiva del personaje a través de la intervención de Altisidora. Como no puede ser ella la seductora, por razones obvias de decoro, será Altisidora el arma de ataque. La sexualidad de la duquesa, sus armas de mujer se expresan de forma vicaria en la persona de Altisidora, cuya desenvoltura, descaro, atrevimiento e insistencia tienen su origen tanto en el carácter agresivo como en los deseos de la duquesa de vencer la honestidad del caballero. En dos ocasiones se nos presenta a la duquesa como aguerrida cazadora: la dama, más allá del mundo de regocijo que organiza para el duque, en el ámbito de los deseos íntimos se guía por instintos depredadores intentando vencer

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simbólicamente a Dulcinea, a la que identifica como presa a la que hay que cobrar para alimentar su narcisismo. El aliento cansado de Altisidora nos ofrece una marca textual que identifica a los dos personajes: duquesa y doncella comparten una apariencia hermosa y un interior mórbido y pútrido37. El empeño de Altisidora de vencer la castidad de don Quijote se identifica plenamente con la voluntad de la duquesa. A pesar de la apabullante personalidad y la dinámica iniciativa de la doncella, ambas mujeres forman un eje de lo femenino/cortesano en perfecta simbiosis. El amor y el deseo en la corte ducal no es más que un sentimiento estéril que se ejerce de forma vicaria y desplazada. El cuerpo femenino se convierte en un artificio en el que las realidades de la biología se transforman en una inquietante amenaza. En estos Los escasos estudios sobre Altisidora presentan conclusiones bastante dispares y, si algo ofrecen en común, es el desconcierto ante un personaje de difícil clasificación. Por ejemplo, para Joly, (1985; 1992, que, por otra parte, propone la creación de un club de amigas de Altisidora, esta es un personaje que facilita una representación del mundo al revés, algo en lo que coincide Redondo, 2011, que, junto con Close, 1998; 2000, interpreta el personaje en el contexto lúdico de las fiestas palaciegas. Para Márquez Villanueva, 1995, es una «sex kitten», mientras que Urbina, 2003; 2004, insiste en defender la doncellez de la doncella. Por último, Johnson, 1990, la ve como una lolita sinceramente enamorada de un hombre maduro. Como vemos, la crítica suele implicarse con Altisidora de una forma no solo intelectual, sino también un poco emocional. Lo que está claro para todos es que es un personaje eminentemente literario. En palabras de Márquez Villanueva, 1995, pp. 303-304: «Altisidora se perfila como un ser amasado de literatura, aunque en este caso se trate de restos y desperdicios de libros de caballerías, Petrarca, Ariosto, Garcilaso, romancero, Virgilio y una buena ración de Lope, claro maestro y modelo de su impúdico narcisismo». En efecto, Altisidora, versión cervantina de la «infanta enamorada» de los libros de caballerías que ya tuvo su prólogo en la hija del ventero/Maritornes y que fue desarrollada por el propio don Quijote en su ensoñación del «caballero del Sol», presenta también reminiscencias de la Maga Morgana, de la Placerdemivida del Tirant, de Dido y de la diosa Isis, como han visto Lauer, 2011; Urbina, 2003; 2004; Riquer, 1989; Gómez Montero, 1995; Jehle, 1982; Osuna 1974; 1981; y Redondo, 2011, entre otros. No obstante, su identificación con modelos literarios no arroja todas las claves sobre el personaje que es, ante todo, una criatura intertextual y que va más allá del rastreo de los materiales literarios de los que está hecho su vestido. Además, casi todas las interpretaciones sobre la doncella predilecta de la duquesa son congruentes entre sí ya que con Altisidora se da plenamente la técnica cervantina de jugar con distintos niveles de significación posibilitando una lectura polisémica en la que cabe la ironía, el humor, las bromas y las veras. 37

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personajes se da una encarnación de la femineidad que, por extrema que nos parezca ref leja la dicotomía y la esquizofrenia de la cultura al enfrentarse a la mujer desde su sexualidad y corporalidad. En definitiva, Cervantes nos muestra el retrato de una mujer desesperada, dividida entre un servilismo estratégico hacia su esposo y un ansia de destruir las relaciones afectivas de sus huéspedes, lo cual puede interpretarse como una manera de compensar su existencia en un mundo marcado por la esterilidad física y afectiva. La estilística de la existencia y el cuerpo de la DAMA Es interesante comprobar que el discurso científico y médico no es más que una proyección directa de las nociones culturales, sociales, legales y religiosas sobre las mujeres y que, a su vez, este discurso refuerza dichas nociones al ser capaz de encontrar una base objetiva, biológica y hasta de pretensiones empíricas que demuestra desde la naturaleza material del cuerpo femenino la supuestamente verdadera realidad física, psicológica y moral de la mujer. Por ello, es imperativo al explicar a las mujeres —ficticias o históricas— de esta época no obviar el discurso biológico que definía su función, su potencial, su utilidad, su coste no solo económico, sino vital y moral, sus aptitudes, debilidades, vulnerabilidades, su presencia histórica, su subjetividad, su representación, su papel social, legal, familiar, cultural, político y religioso y, en suma, su valor. A partir de la coartada científica se justifica cualquier interpretación y valoración de lo femenino, desde el discurso misógino que tanta vigencia tuvo en la época medieval, renacentista y barroca hasta la idealización de la mujer del amor cortés y del petrarquismo imbuido de platonismo. Todas estas manifestaciones tienen su raíz en una visión partida, dividida y esquizofrénica de la mujer entendida como un cuerpo inasimilable y conf lictivo. Así, la visión biológica de la mujer se llena de sucesivas historicidades que lejos de rebatirse se van apoyando en una secuencia temporal demasiado larga que da como resultado una visión del sujeto femenino sorprendentemente constante en el tiempo. Sin embargo, este sujeto femenino no se define únicamente por ser un producto pasivo de esta visión, sino que también se configura a partir de la asimilación activa y de la encarnación concreta de la noción de mujer dada por la cultura. En este sentido, me parece útil el concepto de la «estilística

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de la existencia» del último Michel Foucault para intentar orientar el estudio del sujeto femenino en la Edad Moderna teniendo en cuenta su historicidad, su corporeidad y la mediación de factores sociales, culturales y políticos en su configuración. Para Foucault la «estilística de la existencia» emerge de la práctica de uno mismo como resultado de un sujeto activo en su autoconstitución y no simplemente el recipiente pasivo de factores económicos y sociales. La idea de sujeto en los últimos trabajos de Foucault se constituye a través de disciplinas y prácticas sociales, pero no está determinado por las mismas. Para él la subjetividad se basa en el cuerpo y no en la autoconciencia 38. La duquesa es un ejemplo de esta «estilística de la existencia». Su situación de mujer noble la somete a un acoso reproductor que comparte con las mujeres de su clase y que constituye un ejemplo claro, temprano en la historia, de anatomo-política. Sin embargo, no es una víctima, o al menos su identidad no es únicamente el resultado de esta situación de desventaja de las mujeres frente a los hombres. Como sujeto histórico individual ella reinterpreta la noción de mujer noble a principios del siglo xvii no solo con su vestido, sus gestos, su lenguaje, sus maneras, sus afeites, sus galas y sus fuentes escondidas, sino también con las redes de relaciones estratégicas que teje con los demás: de manipulación y distracción con el duque, de ardides y dominio con Sancho y Teresa y de identificación con Altisidora, lo cual le permite ejercer su vertiente seductora de forma vicaria con el propio don Quijote, y desempeñar irresponsablemente su autoridad con doña Rodríguez. La duquesa, no nos olvidemos, también está en el centro del poder y lo ejerce, ella define y diseña su propia vida reaccionando a los factores condicionantes de su situación en la historia y, a través del hecho de habitar su propio cuerpo, ejerce una práctica de su subjetividad que no es ni abstracta, ni universal, ni probablemente consciente. Slavoj Žižek, basándose en su lectura de Jacques Lacan, interpreta el amor cortés como una relación masoquista basada en el narcisismo del caballero39. Niega que el amor cortés suponga una espiritualización y elevación del amor físico que se supera y sublima a través de él Foucault, 1987b, p. 90, afirma: «la ref lexión moral de la Antigüedad a propósito de los placeres no se orienta ni hacia una codificación de los actos ni hacia una hermenéutica del sujeto, sino hacia una estilización de la actitud y una estética de la existencia». 39 Žižek, 2010, p. 219. 38

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a la vez que convierte a la Dama en un ser abstracto, puro y perfecto. Para él la Dama es un ser vacío de individualidad, es un ser previsible y genérico, una criatura fría, distante e inhumana. Para Žižek la Dama es casi monstruosa en su interior por su incapacidad de empatía y por la arbitrariedad de sus caprichos manifestados como pruebas puestas al caballero para constatar su amor. En el amor cortés nunca se llega a una unión real entre caballero y Dama, sino que esta se establece desde una relación codificada, basada en la etiqueta y en las formas. El amor inspirado por los códigos del amor cortés será siempre un amor teatral que se conformará como una relación narcisista e incompleta cuya naturaleza se cimenta en una dualidad contradictoria: oficialmente el caballero quiere conseguir los favores de la Dama, persiguiendo la entrega total de esta, pero en realidad lo que quiere es perpetuar hasta el infinito los obstáculos y pruebas que dilatan esa unión. En suma, se trata de una relación esencialmente estéril. Toda la concepción del amor cortés y sus derivaciones entroncadas en la cultura y en la sociedad cortesana no son más que una pose, un escenario que sublima la relación amorosa y en el que, en contra de lo que parece, la Dama no ejerce poder alguno, sino que encarna los miedos y frustraciones del caballero. La Dama es una fantasía irreal, una fantasía masculina esencialmente vacía de toda subjetividad femenina. La Dama es un envoltorio de mujer que idealiza lo femenino hasta negarlo. Ineludiblemente, la mujer no puede como sujeto individual encarnar completamente ese simulacro cruel, exigente y genérico que mutila y degrada la noción misma de femineidad. Traigo esta visión del amor cortés, que considero acertada, a estas páginas porque atañe a lo que se espera cultural y socialmente de mujeres como la duquesa. La mujer noble está encarnada esencialmente en ese ideal de perfección. En realidad, la noción de nobleza se inspira en la fantasía del mundo caballeresco y de los ideales del amor cortés. La nobleza, intrínsecamente narcisista, se define desde la necesidad de diferenciarse mediante la distinción. No obstante, la mujer noble encarna con mucha más intensidad esa idea abstracta de lo femenino inspirado en la dama que esencialmente niega lo natural y que se acerca a una perfección casi irreal que el estamento nobiliario intenta proyectar. La afectación medida, la distinción y el lujo son parte del decoro y de las obligaciones de la clase noble, y especialmente de sus mujeres que deben encarnar la superioridad de la nobleza en sus propios cuerpos, en su presencia, en su ser. En este sentido, Norbert Elias

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señala: «la elaboración diferenciada de lo externo, como instrumento de diferenciación social —la representación del rango mediante la forma— es característica de la configuración general de la vida cortesana»40. El hombre noble tiene y hace, la mujer noble parece porque toda ella es una puesta en escena de un mundo superior manifestado desde la suntuosidad y la opulencia correspondiente a un estamento que debe manifestarse a través de las formas41. Por ejemplo, el predicador fray Tomás Ramón escribe en 1635 sobre la soberbia apariencia de las damas a las que compara con estatuas que se adoran: «Y si vosotras señoras pretendéys agradar a Dios, y provocallo a misericordia, essas estatuas de vuestros cuerpos adornadas y vestidas [...] de cabeça a pies de oro y plata, de dixes y joyas de gran precio, haziéndoos adorar como diosas: y que todos se os quiten la gorra, y doblen los pies, mi fe que avéis de mudar de norte»42. Por su parte, José Pellicer, en un aviso del 18 de febrero de 1640, redacta una breve nota de doce líneas sobre el incendio del palacio del Buen Retiro, en el que tuvieron que evacuar, en medio de la noche, a las damas de la corte. Participan en el rescate todos los nobles, e incluso el rey, en una situación que podría haber derivado en tragedia: «El rey salió a socorrerlas en cuerpo, y la reina no muy vestida, así reyes, damas de la Cámara y criadas, saliendo por la puerta de los jardines, se fueron a guarecer a la ermita de San Pablo, Elias, 1982, p. 87. Antonio Álvarez-Osorio, 1998-1999, p. 265, destaca la necesidad de exteriorizar las realidades sociales mediante las formas: «Conviene, en este sentido, subrayar cómo la cultura del barroco fue primordialmente una cultura visual, en la que “no se intenta conceptualizar la imagen, sino dar el concepto hecho imagen”. Las doctrinas, los preceptos sólo adquieren la fuerza de lo patente cuando se hacen visibles. La teoría de los tres órdenes traspasa los límites retóricos de la tratadística cuando los tres estados de la sociedad estamental (Nobleza, Clerecía y Plebe) se presentan como una realidad cotidiana visible y, por tanto, evidente. […] La distinción implica la manifestación exterior del rango, canalizada durante el Antiguo Régimen mediante el acceso a proporcionados niveles de lujo. Para aquellos que forman parte de los estamentos privilegiados, el consumo suntuario no es una mera opción, sino más precisamente una obligación que le impone su status. El decoro exige una inmediata correlación entre el ser y el aparentar, deber al que hace referencia el lema noblesse oblige. A este respecto, la noción de decoro está íntimamente vinculada al concepto de honor, ambos recogen el conjunto de obligaciones que conlleva la pertenencia a un estamento hegemónico, ya sea en relación con los otros miembros de un mismo estado como frente a los componentes de otros estamentos». 42 Ramón, Nueva premática de reformación […], p. 96. 40 41

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que era la más cerca. La señora condesa duquesa cuidó del príncipe y de la infanta»43. Sin embargo, es significativo que, a pesar de la gravedad de los hechos, un tercio de la extensión de la nota se dedique a informar de una trivialidad: el aspecto decepcionantemente humano de las nobles damas rescatadas en tales circunstancias. Pellicer escribe literalmente que las damas mostraban «menos deidad»: «Fue mal día este para las señoras damas, porque algunas, entre lo soberano del palacio, con la falta de los adornos, mostraban más años; y otras, sin los aliños, menos deidad. Muchas criadas por recoger las jaulillas y redomas de sus amas, con los demás aderezos, se ponían a riesgo evidente de quemarse»44. Este comentario, aunque no exento de humor, denota cierto placer malicioso al denunciar el enorme artificio responsable del distintivo porte de estas mujeres. La mujer noble es la grandiosa y apabullante escultura que adorna la proa del buque de la aristocracia. Dentro del ámbito de la corte y de la alta nobleza, las mujeres debían seguir encarnando el ideal de la Dama, su perfección, su lejanía de lo natural, su diferencia con el resto de las mujeres. No en vano, la moda femenina de la Edad Moderna no viste el cuerpo, sino que lo inventa. Las faldas amplias y abultadas, los corsés, los altísimos chapines, los cuellos con verdugados sujetos por un incómodo y rígido aro que impedía los movimientos naturales: todo ello contribuía a alejar a la dama noble de todas las demás criaturas: majestad, bizarría, poderío, y riqueza marcaban la diferencia entre las mujeres de distintos estamentos. De ahí una larga lista de elementos que iban más allá de las vestimentas, calzado, joyas, y maquillaje para incluir toda suerte de amaneramientos y gestos que alteraban la forma de caminar, de gestualizar, de moverse, de hablar, de reír, de comer y de estar en el mundo. En definitiva, la mujer noble es como la fachada que representa la superioridad de su clase y el sesgo del amor cortés está encarnado en un cuerpo que niega la naturaleza biológica y que intenta una sublimación mediante la imitación material de un ideal. Juan Diego Vila ha sabido ver esa naturaleza idealizada, perfecta y absoluta que encarna la aristócrata inspirada en el absoluto de la dama del amor cortés:

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Pellicer de Tovar, Avisos, p. 95. Pellicer de Tovar, Avisos, p. 96.

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La crítica ha enfatizado la precisión cromática de su indumentaria con variados y opinables pareceres sobre el sentido del color verde de sus ropas —«Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente, que la misma bizarría venía transformada en ella» (II, 30)— pero no se percató, en cambio, de que su figura es mentada para decir un cuerpo alquímico, un ser humano donde lo absoluto se encarna y se transforma en la quimérica imagen de una perfección viviente. La duquesa es «bizarra» y rica, y la «bizarría» y la riqueza se catalizan en ella al punto que ese concepto muta y deviene una entidad otra. El misterio que rodea «la bella cazadora» (II, 30) se cimenta en la perfecta y azarosa individuación de la figura de la dama, perfecta encarnación de un título en un cuerpo, de un nombre en su referente45.

Contamos con testimonios históricos, y no solo literarios, del efecto de irrealidad casi prodigiosa que provocaba la presencia de estas mujeres. Por ejemplo, un joven francés de la época, Valentin Jamerey-Duval, manifiesta su asombro y admiración al ver por primera vez a unas mujeres de la corte que visitaban una aldea: Eran hombres y mujeres al lado de los cuales los pobres campesinos me parecieron una especie de ganado con figura humana. [...] el andar de las mujeres tenía un no sé qué de lánguido que yo no había visto jamás en las campesinas. Aquellas altivas mortales parecían no apoyarse en el suelo sino con desdén y quizá creían hacerle un gran honor. El amplio contorno de sus personas, cuya base describía un óvalo de gran extensión, me causaba asombro. Pensaba que debían ser muy fuertes porque me parecía que el peso de tantos vestidos había de bastar para inmovilizarlas. [...] lejos de parecerme ridículas, se me antojaban una especie de diosas46.

Sin embargo, las damas de la nobleza tienen que enfrentarse más que ningún otro grupo femenino a la dicotomía esquizofrénica de la sociedad con respecto al cuerpo de las mujeres. El ideal de belleza que las aleja de lo natural debe supeditarse a las servidumbres de la reproducción. La cultura occidental, desde la Alta Edad Media, ha sido esencialmente misógina, y el cuerpo de las mujeres se ha representado constantemente entre el asco y el deseo. De la idealización de la dama se pasa a la repugnancia hacia la sexualidad femenina, y así el 45 46

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Vila, 2006, p. 228. Pellegrin, 2005, p. 133.

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cuerpo de la mujer termina siendo considerado como impuro y sucio. La naturaleza casi repulsiva del cuerpo femenino es, para algunos, la verdadera esencia de la mujer, y la belleza un engaño superficial que oculta su verdadera naturaleza47. Por ejemplo, se nos cuenta que Odo de Cluny (muerto en 942) repetía las advertencias de Juan Crisóstomo: «La belleza física está sólo en la piel. Si los hombres pudieran ver debajo de la piel, la visión de las mujeres les haría vomitar. Si tocar esputos o heces, incluso con la yema de los dedos, nos repugna, ¿cómo podemos desear abrazar a semejantes sacos de excrementos?»48. Agustín de Hipona —muerto en 430— se lamentaba: «Nacemos entre orina y heces»49. Esta visión de la mujer como un envoltorio bello que esconde algo monstruoso y atroz se ve recogida en el mito de las sirenas, criaturas engañosas nacidas para perder a los marineros seducidos por sus hermosas voces, sus largos cabellos y la hermosura de la parte superior de sus cuerpos. La sirena encarna esta concepción de lo femenino: un monstruo que oculta su cola de serpiente marina y que disimula sus depravadas intenciones. No en vano, en muchos emblemas de los Siglos de Oro, las sirenas representan a las malas mujeres por su capacidad de perder a los hombres. Una encarnación más compleja de este mito es la leyenda de Melusina en sus múltiples variantes. Es la mujer maga e inteligente que se atreve a ser compañera de su esposo apoyándolo en su triunfo. No obstante, la naturaleza monstruosa de la hermosa dama se manifiesta en que todos sus hijos tienen una tara que denuncia calladamente su oscuro origen. Melusina se encierra los sábados y al bañarse reaparece su cola de serpiente. Su esposo la espía y al descubrir su aberrante identidad condena a Melusina a la oscuridad de las entrañas de la tierra. Esta leyenda muestra el prejuicio cultural sobre la engañosa dualidad de las mujeres al transformar en secreto vergonzoso la intimidad del cuerpo femenino que se revela como una realidad brutal tan poderosa que anula la hermosura, el talento y la generosidad de la dama: todos estos dones se reducen a apariencias falsas50. Gerónimo Palol, autor ya citado en la introducción, en un texto Dalarun, 1992, pp. 21-23. Odo de Cluny, Patrologia latina, vol. 133, columna 556. 49 Delumeau, 1978, p. 306. 50 En toda Europa (Alemania, Luxemburgo, Francia) hay múltiples versiones del mito de Melusina, espíritus del agua, sirenas y ninfas de los bosques que se 47

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que lleva al extremo los lugares comunes de la misoginia, usando a los Padres de la Iglesia, la Biblia y autoridades griegas y latinas como fuentes, arguye que la mujer perfecta es el ser más perfecto de la creación pero que dicha perfección es asequible solo para María51. Por si esto no bastara, establece que no es posible una gradación de bondad y virtud, sino que la más pequeña falta devalúa por completo el valor de la mujer convirtiéndola en el ser más abyecto de la creación: «Pero ¡o desdicha! que una peca deslustra todo el cristal de un admirable espejo, y una mancha transforma a ruindad a la más admirable bondad»52. Por lo tanto, todas las mujeres deberían sentir vergüenza de serlo si sus propias limitaciones intelectuales y morales permitieran que fueran capaces de conocer su naturaleza: «Y más si el liviano y sobervio de tu espíritu (presupuestas las comunes faltas) te dexara conocer el estado de tu muxería y vanidad de tu condición, huirías de la luz del Sol, buscarías las tinieblas, te meterías en el lóbrego de las más profundas grutas y oscuras cavernas, maldixeras a tu fortuna, tendrías dolor de tu nacimiento y horror de ti mesma»53. Se puede observar cómo la idea recurrente de la duplicidad engañosa de la naturaleza de la mujer reaparece, sin filtros, en textos como este, que no dejan de ser genéricos y que repiten la asociación entre mujer y su abyección como el rasgo esencial y verdadero de su ser. En el pasaje que ha inspirado este trabajo, doña Rodríguez no puede manifestar con más rotundidad esta visión dividida de lo femenino tanto en el caso de Altisidora como en el de la duquesa. «Porque quiero que sepa vuesa merced, señor mío, que no es todo oro lo que reluce» (II, 48, 1021). No satisfecha con descubrir que la hermosura de Altisidora es solo una apariencia engañosa pues su aliento cansado, por casan con hombres mortales y son descubiertas. El eje argumental es siempre el mismo: una mujer monstruo que ejerce un poder benéfico sobre su marido hasta que es obligada a esconderse para siempre. La versión más completa y fascinante es la de Jean d’Arras (siglo xiv), que entronca a esta hada/sirena con el origen de Lusignan. Siglos más tarde, Hans Christian Andersen escribirá «La sirenita» basada en la misma leyenda. 51 Ver también introducción. Palol, «Registro y estado de la imperfección, ruindad y malicia de las mugeres», p. 145. 52 Palol, «Registro y estado de la imperfección, ruindad y malicia de las mugeres», p. 145. 53 Palol, «Registro y estado de la imperfección, ruindad y malicia de las mugeres», p. 145.

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el cual no se puede sufrir estar junto a ella, delata su interior enfermo y corrupto, añade que la belleza de la duquesa, la tersura y lozanía de su rostro, y la gallardía con la que pisa el suelo, pareciendo que derrama salud, se deben a las fuentes que destilan el mal humor que invade su cuerpo. Es fundamental la implicación de los olores en este pasaje. Parece que en la casa de placer de los duques los olores desenmascaran la falsa apariencia de la hermosura femenina operando como un sentido opuesto al de la engañosa vista al tener la virtud de descubrir la verdad oculta de las apariencias. Después de exponernos al hedor que emanan los cuerpos de la bella duquesa y su no menos bella dama, tendremos un recordatorio de este tema cuando Sancho detecta las mudas que blanqueaban la piel de una de las dueñas de la duquesa al percibir cierto olor a vinagrillo:«¡Menos cortesía, menos mudas, señora dueña —dijo Sancho—, que por Dios que traéis las manos oliendo a vinagrillo!» (II, 69, 1188). Una vez más, el olfato denota la falsedad de la belleza de lo femenino en la órbita de la aristocracia, cuyo artificio se descubre mediante el olor. Sin embargo, el olor también engaña y es capaz de purificar y embellecer la cara fea de la muerte54. En el falso tálamo de Altisidora, la belleza y el perfume de las f lores celebran la victoria de la virtud sobre la muerte de la doncella que, ahora sí, se libra, aunque solo sea en este simulacro de su muerte, de la condición siempre ambigua y sospechosa que la hermosura femenina conlleva: En medio del patio se levantaba un túmulo como dos varas del suelo, cubierto todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor del cual, por sus gradas, ardían velas de cera blanca sobre más de cien candeleros de plata; encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de una tan hermosa doncella, que hacía parecer con su hermosura hermosa a la mesma muerte. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con una guirnalda de diversas y odoríferas f lores tejida, las manos cruzadas sobre el pecho, y entre ellas un ramo de amarilla y vencedora palma (II, 69, 1184-1185).

En este caso, el olor no denuncia una verdad, sino que resalta la belleza de una mentira que, aunque se trate de una burla, corresponde

54 Debo a Steven Wagschal, 2012, p. 148, la sugerencia de incluir la alusión a las odoríferas f lores en el tálamo de Altisidora. En su artículo sobre el sentido del olfato en el Quijote cita el mismo pasaje, aunque en un sentido diferente.

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a un ideal. Por ejemplo, Juan de Zabaleta sostiene que la mujer alcanza el grado máximo de belleza cuando con los ojos cerrados duerme o finge dormir: «Los párpados echados sobre los ojos la encubren toda, el silencio la hace ausente. Nunca está una mujer más hermosa que cuando está dormida; nunca parece mejor una mujer que cuando no está donde está» (357). De esta manera la doncella inerte representará, desde la parodia, el máximo grado de perfección desprovista ya de su sospechosa desenvoltura y su aliento cansado. La imagen de la duquesa reforzada por su simbiosis simbólica con Altisidora es, entonces, la encarnación perfecta de esta visión de la mujer: belleza, apariencia de salud y de perfección, por un lado, y un cuerpo invadido por los malos humores, es decir, por la repugnante sustancia de la que están hechas las mujeres, por el otro. De este modo, es significativo que la supuesta naturaleza secretamente inmunda de la mujer sirva de metáfora para que fray Tomás Ramón, al citar a Jeremías, compare a la mujer vestida lujosamente a pesar de su «achaque» menstrual con la intrínseca suciedad de la grafía hebrea que supuestamente lleva sus inmundicias en la orla de sus faldillas (!): Toma la metáfora de la muger que tiene enfermedad de sangre, que qual vez es tanta, que llega a manchar la orla de la vestidura y dexa vestigio por donde pasa (sin que las defiendan della las enaguas, de sangres tan hediondas, [siendo los vestidos] tan costosos y tan celebrados en esta era, quanto aborrecible y asqueroso aquel ordinario achaque que padecen, y oropelar pretenden)55.

En el mismo sentido, es muy interesante la enorme capacidad sugeridora de la imagen de dos fuentes, dos heridas abiertas en los muslos de la aristócrata por los que se desagua la podredumbre interior. La piel herida en un sitio tan íntimo y erótico tiene unas connotaciones ambiguas. Recuérdese el alborozo algo lúbrico de don Quijote cuando imagina que Dulcinea tiene un lunar en la tabla del muslo, por correspondencia con uno que la Dulcinea-labradora tiene en el rostro. Sin embargo, esta imagen de las piernas de la duquesa produce a la vez atracción y asco. James Elkins, en su estudio sobre el cuerpo en el arte, conceptualiza muy lúcidamente la noción de piel. Para él la piel separa el interior, aterrador, del cuerpo con su exterior. Es la membrana que 55

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define de manera absoluta lo que está fuera del sujeto, el mundo exterior, con el enigmático microcosmos del organismo: Skin is beautiful, and often skin is what is beautiful. Its beauty is local, like its pain: a wrinkle or a pimple is a brief ugliness, and a f lat stretch of skin is a moment of pleasure. [...] Skin is like the thin plane of perfect focus in an optical system: everything beyond it (outside the body, in the world) and everything in front of it (in the body, in the more-or-less hidden insides) is blurred 56.

Por eso mismo, una herida abierta es un pasaje hacia una realidad vedada, el organismo vivo, vulnerable que se expone a la mirada. Siempre es difícil mirar una herida abierta, una incisión, porque, como sostiene Elkins, «the inside of the body is a powerful sign of death. [...] any cut can be a ‘wound door’ (bengeat) that allows the spirit to escape. It is normally impolite even to look at the places where the inside of the body becomes visible—the twilight of the nostrils, ears, mouths, anuses, vaginas, and urethras. The inside is by definition and nature that which is not seen»57. En el caso de la duquesa, sus fuentes revelan la verdad de su naturaleza de mujer, las heridas abiertas nos acercan al abismo de la repulsión y cuestionan, niegan, y paradójicamente hacen posible, la hermosura exterior. Una serie de documentos históricos expresan casi con violencia pornográfica esta visión denigrante y perversa de cuerpo reproductor de la Dama: se trata del caso de María Luisa de Orleans, primera esposa de Carlos II ‘el Hechizado’ que constituye un caso extremo de las servidumbres del útero y de la presión reproductora a la que fueron sometidas las reinas, princesas y mujeres de la alta nobleza. Tras diez años de matrimonio con un marido, a todas luces impotente, la reina muere a los 26 años presumiblemente envenenada. Por añadidura, los años de María Luisa en la corte española fueron un auténtico calvario, siempre en el centro de intrigas palaciegas y en medio de tensiones diplomáticas entre Francia y España. Su situación, al no darle hijos al rey, se vuelve cada vez más inestable. Por su supuesta infertilidad se plantea anular el matrimonio, a lo que el rey se niega terminantemente, pues la amaba mucho. Entre otros episodios de abierta hostilidad 56 57

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Elkins, 1999, pp. 35-36. Elkins, 1999, p. 109.

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destaca por su gravedad el que se la intentara acusar formalmente de privar a España de un heredero y beneficiar las ambiciones francesas al tomar voluntariamente brebajes abortivos suministrados por su nodriza francesa y dama de confianza, Nicole Quentin. También se sugirió un posible adulterio con un caballero llamado Jean de Viremont. La nodriza es detenida y aguantará heroicamente el tormento. Además, el confesor del rey, el padre Carbonell, se niega a falsificar las actas del interrogatorio por lo que la reina se salva de ser encausada58. Por si todo esto fuera poco tenemos testimonio de la existencia de coplas populares que expresan sin ambages este acoso reproductor, ahora también ejercido abiertamente por el pueblo, que no se contiene en los límites del respeto y decoro debido a una soberana: Parid, bella f lor de lis, que, en af licción tan extraña, si parís, parís a España, si no parís, a París59.

La propia María Luisa (así como el embajador francés, Isaac de Pas, marqués de Feuquières) expresa en su correspondencia con la corte francesa su temor a ser envenenada en numerosas ocasiones. Lo interesante de este caso no es solo su probable envenenamiento, hecho que la historiografía francesa da como cierto y que la española niega, sino las anotaciones en los informes que se hacen después de la autopsia. En la autopsia se hallan, además de los dos médicos españoles que la atienden, Lucas Maestre y Gabino Fariñas, un médico italiano que escribió a la corte de Francia, Gian Lorenzo Francini, y un boticario francés que también mandó un documento a los franceses, Raymond Verdier. Aparte de la descripción de órganos vitales e intestinos intentando dilucidar la causa de la muerte, hay cierto ensañamiento y un tono vejatorio al no ahorrarse detalles gratuitos, clínicamente irrelevantes, sobre el nauseabundo olor de las entrañas de la reina: «los intestinos estaban llenos de fétidos y viscosos excrementos»60. Además,

Bennassar, 2007, pp. 107-108. Fisas, 1988, p. 151. 60 Es irrelevante porque en todas las autopsias, especialmente si ha pasado tiempo desde el óbito, como era el caso, los intestinos huelen mal, puesto que naturalmente contienen heces. Además, en estos documentos se percibe una velada 58 59

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impresiona que, sin venir a cuento, los médicos españoles anotaran frases como: «El vaso de la generación [era] tan pequeño y enjuto que mostraba no ser capaz de concebir»61. O en otro documento: «la madre la tenía mucho menor de lo que suele ser», para añadir sorprendentemente que «las acciones naturales de esa Señora eran de hombre más que de mujer [...] muy amiga de andar y correr a caballo, tiraba bien con el arcabuz»62. Lo cual era absolutamente irrelevante hacia el objeto de la autopsia, pero delata que se intentaba relativizar la tragedia de una muerte tan inesperada. La conclusión es clara: no se pierde mucho, la reina era estéril de todas formas. El médico italiano y el boticario francés añaden en sus informes afirmaciones como estas: «El útero estaba sin defecto» o, más sorprendentemente, «El vello del pubis era reducido y espeso. [...] Se examinó también el útero hallándole perfecto»63, con lo que intentan veladamente demostrar que la impotencia era del rey y que María Luisa había muerto sin causa64. Casos como este nos muestran de forma muy cruda la enloquecedora dicotomía que definía a las damas de la nobleza y realeza. La noción de mujer se destilaba en sus cuerpos desde una esquizofrenia insuperable. Así, estas hijas del privilegio se transformaron en formidables iconos vivientes que representaban la riqueza, el poder y la perfección deshumanizada de un estamento dominante que, mediante la bizarría y el lujo, proyectaban un ideal de belleza alejado de lo natural y humano. Sin embargo, a su vez, se sometió a estas exquisitas criaturas a las servidumbres de la reproducción, viéndose esta como el único fin de su existencia a la vez que como un denigrante encuentro hostilidad hacia el cuerpo inerte de la soberana y las descripciones abundan en detalles íntimos y denigrantes sobre su físico. Ver Relación del médico Francini acerca de la enfermedad de la reina María Luisa, Archivo del Quai d’Orsay, Espagne, Supplément, 8: 75. 61 Ver Muerte de la reyna doña María Luisa de Borbón, y explicación de los principios que tuvo su enfermedad, BNE, ms. 18.210, fols. 15-17. 62 Ver Relación de la enfermedad y muerte de la reyna doña María Luysa de Borbón, sucedida en 12 de febrero de 1689, BNE, ms. 10.330, fols. 180-210. 63 Para ambas citas, ver, respectivamente, Relación del médico Francini acerca de la enfermedad de la reina María Luisa, Archivo del Quai d’Orsay, Espagne, Supplément 8: 75; y Relación del señor Verdier, boticario de la reina de España, Archivo del Quai d’Orsay, Espagne, Supplément A, 8. 64 Gabriel Maura Gamazo, en su estudio sobre la soberana, 1943, adopta una tesis muy conservadora sobre su muerte, y, a pesar de recoger bastante documentación, su postura es militantemente proespañola y antifrancesa.

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con las humillantes realidades del cuerpo femenino, ya que ponían de manifiesto su sexualización y su pertenencia a un orden natural. El fracaso reproductivo reducía a la mujer noble a ser un fraude estéril doblemente estigmatizado. La imagen que la cultura ha creado de la dama solo es capaz de enfrentarse a las realidades del cuerpo y de la sexualidad mediante la sublimación, lo que, indefectiblemente, la condena a ocupar un espacio esencialmente inexistente en la vida real. Al tenerse en cuenta todo lo que supone ser una mujer noble en el mundo real del siglo xvii, la duquesa se dibuja como un personaje enormemente complejo que lucha por sobrevivir y por reinventar una existencia que los hijos no legitiman. Sus piernas, las llagas dolorosas y supurantes de sus muslos nos enfrentan con una realidad que pone de manifiesto el drama íntimo de las mujeres de su clase y la visión perversa que la cultura tiene de la mujer, su cuerpo y su sexualidad. Como ya se ha dicho, «no es todo oro lo que reluce». Con el dato muy relevante de las fuentes, detalle cuya significación no debió escapar a los contemporáneos de la obra, tenemos una clave hermenéutica que permite que Cervantes nos ofrezca un dibujo del personaje mucho más acorde con lo que he dado en llamar su «poética de lo femenino». En otras palabras, la duquesa, a pesar de ser uno de los personajes más importantes de la segunda parte y de aparecer en treinta capítulos, no ha tenido nunca un retrato propio en la crítica cervantina, pues no era más que una parte de ‘los duques’, esa unidad despersonalizadora, lo que inexplicablemente resultaba literariamente incoherente al no formar parte del corpus de personajes femeninos que se exploran en el Quijote desde el punto de vista de la problemática social y cultural de la mujer en su tiempo. Sin idealizarla, pero sin caricaturizarla tampoco, Cervantes, mediante esta duquesa sin nombre, nos ofrece el retrato de una dama, prisionera de los abismos de su cuerpo y sabedora de la inestabilidad de su privilegio.

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Capítulo 3 LAS MADRES EN CERVANTES: ATRAPADAS EN LA ELIPSIS NARRATIVA

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David des Granges, The Saltonstall Family (1636-1637). Tate Gallery.

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«El cristianismo envenenó a Eros; este no murió sino que se convirtió en vicio». Nietzsche, Más allá del bien y del mal, num. 168.

La figura de la madre y su representación literaria, en su contexto histórico, particularmente en la obra de Cervantes, será el asunto de este capítulo, sin obviar el aspecto biológico de la maternidad, el parto y la lactancia que, a pesar de no expresarse de forma extensa, es una realidad que se asoma a los textos cervantinos de manera poderosa. El papel de las madres en la ficción se entronca con las consideraciones culturales sobre el cuerpo femenino, la reproducción y los tabúes sobre la sexualidad. Como se verá, la negación de lo corporal en la sublimación de la figura femenina hunde sus raíces en las aprensiones hacia la biología y la sexualidad en el cuerpo de las mujeres. El contexto científico: la ciencia del parto en la Modernidad Temprana La obstetricia —o ciencia del parto— nace en Europa en el siglo xvi, lo que tendrá una enorme inf luencia en la noción de maternidad que, a partir de entonces, va a considerarse como parte del dominio científico y médico. El primer libro que se publica sobre el parto humano será el del médico alemán Eucharius Rösslin, Der Rosengarten (1513), traducido a ocho idiomas y objeto de numerosas ediciones. Su autor confiesa haberlo escrito para proporcionar una guía a las comadronas cuya formación y saberes consideraba muy defectuosos. En España tendrá una enorme inf luencia el Libro del arte de las comadres o madrinas, escrito en 1528 por Damián Carbón, al que seguirán un gran número de obras tanto en romance como en latín que se

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ocuparán del aspecto biológico de la maternidad. Ejemplos de textos que tratan el parto y sus complicaciones son el de Luis Lobera de Ávila, Vergel de Sanidad (1530); el de Luis de Mercado, De mulierum affectionibus (1579); el de Francisco Núñez de Coria, Libro del parto humano (1580) —traducción del Rosengarten no confesada por su autor—; y el de Juan Alonso de los Ruyzes de Fontecha, Diez privilegios de mujeres preñadas (1606). Curiosamente, ninguno de estos médicos vio nunca un parto humano, pues por razones de decoro estaba vedada la entrada del médico a la habitación de la parturienta. Damián Carbón explica que «así como los médicos delegaron en los cirujanos las operaciones, vista la necesidad en las mugeres en el tiempo de su preñez y parir fue necesario por honestidad dexar estas cosas en poder de muger»1. El tabú cultural sobre el cuerpo femenino será acatado por la praxis médica, llegándose a situaciones tan extremas como la documentada por Manuel Usandizaga, en la que un tal doctor Wertt, de Hamburgo, es quemado en 1523 por disfrazarse de mujer para poder ver un parto humano2. Solo en casos del deceso de la madre o del feto se dejaba intervenir al cirujano, pero no al médico3. El hecho de que muchos de estos libros estén escritos en romance y no en latín, como era habitual en la prosa de carácter científico, se debe a la voluntad de que las comadronas —también llamadas comadres y parteras— pudieran beneficiarse de su contenido. No obstante, en términos prácticos, la inf luencia generalizada de estos tratados médicos en la formación de las comadres es dudosa.

Carbón, Libro del arte de las comadres o madrinas […], XI. Usandizaga, 1944, p. 109. 3 La práctica común era que, en los casos en los que el feto había muerto y no podía extraerse, la comadrona llamara al cirujano para que lo sacara en pedazos con el fin de salvar la vida de la madre. Damián Carbón, fol. XL-v, instruye a las comadres en ese sentido: «y si fueren menester operaciones de las manos llamen al cirujano que en tal caso ayude sacándolo a pedazos». Sorprendentemente, Juan Gutiérrez de Godoy, Tres discursos, p. 37v, da otra versión sobre estas maniobras practicadas in extremis: según su testimonio son pastores, acostumbrados a hacer lo mismo con las reses, los que son llamados, incluso en el caso de grandes señoras: «Todas las señoras que han parido y las que han experimentado muchas mujeres principales en partos dificultosos, viéndose necesitadas a que un pastor o vaquero les saque a pedazos la criatura de su cuerpo, ¿por qué razón ha de ser acto de bajeza y descrédito el criar los hijos que formaron en lo más íntimo de sus entrañas?». 1 2

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Como señala Teresa Ortiz, la inmensa mayoría de las comadronas de la Edad Moderna en España ejercían su profesión tras aprender su oficio de otras parteras. Era un conocimiento puramente empírico y, en cierta manera, arbitrario: «They had no universal body of knowledge and their skills were probably as varied as the cultures which existed within the Spanish territory»4. En España habrá una manifiesta desconfianza hacia la figura de la comadre, a la vez que será impensable, durante la Modernidad Temprana, por razones de decoro, que un médico atienda a una parturienta. Según Usandizaga, hasta el siglo xviii los partos no son atendidos por médicos o cirujanos parteros. Esta práctica se abrirá camino muy paulatinamente y con muchas reservas. El primer caso famoso que se conoce fue el del médico francés Clément, quien, en 1713, vino de Francia para atender un parto de la reina Luisa Gabriela de Saboya, consorte de Felipe V5. Juan de Navas, en su obra de finales del xviii, Elementos del arte de partear (1795), ofrece un panorama histórico del oficio y desempeño de las parteras hasta ese momento. Lo que más llama la atención es que hubo una prohibición en Castilla desde 1548 hasta 1750 que impedía la regularización y homologación del oficio de comadre: «la cual manda, entre otras cosas, que los proto-médicos no examinen ensalmadores, parteras, especieros, drogueros ni otras personas más que a los físicos, los cirujanos, los boticarios y los barberos, y que esto lo hagan dentro de la Corte y sus cinco leguas»6. Es importante notar que esta prohibición no se adopta en Sevilla, Aragón, Valencia, Navarra y Cataluña, que tenían diversas regulaciones por disfrutar de independencia legislativa al respecto. Después de 1750 hay pocos cambios. En 1787 unas nuevas ordenanzas del Real Colegio de Cirugía de Madrid «mandan que el maestro de partos instruya a las mujeres que quieran aprender el arte de partear en el tiempo y las horas que pueda»7. En 1789 se da formación a 19 mujeres que reunían los requisitos (edad mínima de 25 años, casadas, vida virtuosa, etc.). En España, durante Ortiz, 1993, p. 97. Usandizaga, 1944, p. 214; también afirma, p. 213: «Es de señalar que en España en aquellos tiempos las comadronas no tenían ninguna importancia científica, en contraposición a lo que sucedía en Francia y Alemania. No es sólo que no tengamos figuras de gran prestigio y que no haya libro alguno publicado por ellas, sino que casi ni se conserva el nombre de ninguna de ellas». 6 Navas, Elementos del arte de partear, p. 89 (las cursivas son mías). 7 Real Cédula […] Colegio de Cirugía, p. XCIV. 4 5

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mucho tiempo, solo habrá dos instituciones que podrán instruir oficialmente a las comadronas, aunque a partir de 1789 será un requisito el recibir esta instrucción para poder examinarse como parteras, lo que, en términos prácticos, hace virtualmente imposible la homologación de conocimientos y la dignificación del oficio de comadre. Esta situación legal demuestra que no hubo un interés por asimilar el oficio de comadrona a los nuevos avances obstétricos, a pesar de que, durante siglos, especialmente fuera de las grandes ciudades, la inmensa mayoría de los nacimientos seguía siendo atendida por estas mujeres de las que se descuidó su instrucción científica. En las siguientes centurias los hombres irán ocupando paulatinamente el espacio de las comadres, relegando a la mujer a una función de auxiliar o ayudante. En sus Sueños morales, visiones y visitas de don Francisco de Quevedo por Madrid (1743), Torres Villarroel dedica un capítulo titulado «Los comadres» al nuevo fenómeno de que los partos pudieran ser atendidos por varones. Estos tenían que ser cirujanos titulados para poder examinarse como parteros. Con una prosa ácida, irreverente y escatológica los bautiza como «físicos de ingles» y «sacaniños como sacamuelas». Y sigue identificándolos con «vendimiadores de vientres», «pasteleros de úteros», «segadores de monstruos», «hurones de pocilgas humanas» y «buzos de orines que, empujando vaginas, y haciendo allá a las tubas falopianas, entran a chapuzo por los que se anegan en la profundidad de los riñones»8. Sus descalificaciones se extienden a los maridos de las parturientas, a los que tilda de cornudos, pues otros hombres han accedido a la intimidad del cuerpo de sus mujeres: «todo el noli me tangere de esos caballeros vive hoy manoseado de esos mullidores de barrigas, albañiles de medio cuerpo abajo, que trabajan a toda broza, pues en las partes más defendidas de la imaginación han hecho pasadizo para todas las tentaciones; y de aquellas tablas, nunca holladas del deseo, han formado solar á los sucios zancajos de sus pulgares»9. Lo que interesa de esta hiperbólica reacción ante el hecho de que el parto sea atendido por hombres es que se interpreta como una profanación del cuerpo femenino, como una incursión masculina en los dominios exclusivos del marido. Lo curioso es que, en este razonamiento, la honra y el honor supuestamente ultrajados se reducen a un anatomismo crudo, reductivo y grotesco. Todo el pasaje de Villarroel gira en torno a la 8 9

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Torres Villarroel, Sueños morales, pp. 61-62. Torres Villarroel, Sueños morales, p. 63.

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vulva femenina, a la que se llama explícitamente noli me tangere o «partes más defendidas de la imaginación», así como también los muslos de la mujer son «aquellas tablas, nunca holladas del deseo». Esta actitud, aparentemente respetuosa hacia las zonas íntimas de la mujer, se desbarata cuando su texto imagina a los parteros en el desempeño de su oficio. Una vez que el tabú social con respecto a la modestia femenina ha sido superado en aras de la ciencia médica y el progreso, el cuerpo de la parturienta, ya imaginariamente en poder de estos parteros, es descrito desde el desprecio más soez como un repulsivo amasijo de órganos y humores. Así, «riñones», vaginas», «úteros», «vientres», «tubas falopianas» y «barrigas» se mezclan con «orines» y «pocilgas humanas». El personaje Quevedo, que en esta ficción de Torres Villarroel acompaña al autor en un paseo por Madrid noventa años después de su muerte, se escandaliza ante la inmoralidad de que haya hombres que atienden los partos:«¿Qué dices? ¿Otro hombre, no siendo el que en la Iglesia se elige, llega a tocar la más escondida y delicada preciosidad de las bellezas españolas?»10. Otra vez el texto reduce el insuperable conf licto de honra al acceso a una parte del cuerpo femenino ahora descrita como «la más escondida y delicada preciosidad». Este texto de Torres Villarroel muestra cómo el cuerpo femenino, en circunstancias tan excepcionales como las del alumbramiento, sigue estando sometido a unos principios del decoro que reducen la dignidad de las mujeres y su integridad moral al acceso (o a su ausencia) de sus partes íntimas por otros que no sean sus maridos u otras mujeres durante el parto. Curiosamente, el Quevedo real en su Sueño del infierno escribió: «La honra está junto al culo de las mujeres» en un comentario que, aunque profundamente misógino y vulgar, demuestra lo absurdo de convertir una parte de la anatomía femenina en el centro de lo que tal vez es el valor esencial de los Siglos de Oro: la honra11. En efecto, el cuerpo de las mujeres se fragmenta y ciertas partes del mismo sufren un proceso de fetichización al estar absurdamente sometidos a un control social Torres Villarroel, Sueños morales, p. 62. Quevedo, Sueños y discursos, p. 124. El contexto de esta afirmación es interesante y refuerza el sentido de lo absurdo del sistema de valores vigente: «Y porque veáis cuáles sois los hombres desgraciados y cuán a peligro tenéis lo que más estimáis, hase de advertir que las cosas de más valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda. La honra está junto al culo de las mujeres; la vida, en manos de los doctores, y la hacienda, en las plumas de los escribanos; ¡desvanecéos pues bien, mortales!». 10 11

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en el que se inscriben los valores abstractos del honor. Así, la moral y el recato se anteponen a la supervivencia y la salud. Usandizaga recoge que el propio Benito Feijoo escribirá a favor de que la ciencia médica se encargue de los partos, dada la poca preparación de las comadronas, al razonar que, hasta que estas no estén adecuadamente formadas, se pone en peligro la vida corporal y eterna de la madre y del niño: «Los melindres del pudor, en efecto se han antepuesto al conocimiento sobre el cuerpo de las mujeres, a la salud, al bienestar, a todo. La noción de decoro ha estado por delante de la de la dignidad de la propia mujer, sometida ante la tiranía de las apariencias»12. La división entre matronas y médicos, entre el mundo de la praxis y el de la teoría, y entre el de una práctica desprestigiada y femenina y la asistencia masculina desde el tabú y la distancia, pone de manifiesto la serie de reparos, conf lictos y tensiones que la cultura de la Edad Moderna experimenta con respecto a la maternidad. El nacimiento de la obstetricia en el campo de la ciencia médica en la Modernidad Temprana dejará su impronta en la configuración cultural de la figura de la madre al incorporar dentro del pensamiento científico nociones eminentemente culturales tales como la modestia y la honorabilidad femenina. Este nuevo campo epistemológico, la obstetricia, fue en sus albores eminentemente teórico y ajeno a la vivencia experimentada por las mujeres, su objeto de estudio, ya que, como se ha mencionado, a pesar del enorme interés teórico por el parto humano los médicos del siglo xvi tenían vedada la asistencia a los partos por razones de decoro13. El cuerpo de las mujeres y el proceso de gestación, parto y lactancia se verá mediado por una autoridad científica indistinguible en sus preceptos tanto de la autoridad religiosa como de los presupuestos culturales, jurídicos y sociales que definirán el lugar de la mujer en el seno de la familia a la vez que determinarán que la principal razón de la existencia femenina es su función reproductora. El capítulo que sigue versa sobre la figura de la madre en la literatura áurea y su tratamiento en la ficción literaria. La maternidad será eminentemente problemática, pues el dar vida se vincula indirectamente con la sexualidad y, a su vez, la sexualidad con la misoginia. La noción y representación de la madre en la cultura aurisecular será complicada y laberíntica. La Usandizaga, 1944, p. 215. Es de enorme interés la antología de textos franceses obstétricos de los siglos xvi y xvii compilada y traducida al inglés por Valerie Worth-Stylianou. 12 13

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figura de la madre, elusiva y difícil, inspirará en los textos áureos ansiedades, prejuicios, querencias, admiración y un sin fin de emociones y sentimientos tan incoherentes como opuestos. Todo empieza con la biología y sus misterios. «Tan entera como la madre que la parió»: la maternidad como oxímoron El sintagma «tan entera como la madre que la parió» es tal vez el chiste más repetido en la obra cervantina y expresa muy bien, a pesar de su comicidad, el tratamiento de las madres en la obra de Cervantes en el contexto de la ficción de su tiempo, sin eludir el bagaje de connotaciones y significados que la noción de madre tiene en la Edad Moderna14. Entre estos no es baladí la visión conf lictiva que se tiene de la sexualidad femenina incluso dentro del matrimonio y que viene de una tradición de más de diez siglos en la que la castidad se considera la virtud cristiana por antonomasia. Las madres encarnan un nudo de concepciones conf lictivas sobre la mujer, la virginidad, la sexualidad, la fertilidad, la biología y el matrimonio. Intentar entender esta figura tan omnipresente como desatendida nos lleva también a asomarnos a las leyes de la ficción literaria áurea con respecto a los personajes

Este chiste, probablemente común, cuya comicidad se basa en hacer coexistir virginidad y maternidad, aparece en el Quijote cuando habla de las doncellas andantes «doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido» (I, 9, 107). Antes de iniciar la penitencia de Sierra Morena, don Quijote se asegura de marcar diferencias entre Angélica y Dulcinea: «Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es en su mismo traje, y que se está hoy como la madre que la parió» (I, 26, 291). En El celoso extremeño (Novelas ejemplares, vol. 2, p. 122) la dueña se refiere a todas las sirvientas de la casa: «Sabrá vuesa merced, señor mío, que, en Dios y en mi conciencia, todas las que estamos dentro de las puertas desta casa somos doncellas como las madres que nos parieron, excepto mi señora». Y, por último, el chiste aparece repetidas veces en La tía fingida, pp. 105, 109: «A todo lo cual se estaban las ventanas de su casa cerradas como su madre las parió»; «y concluyó con una muy formada mentira, [la] cual fue que su señora, doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pacheco, estaba tan pulcela como su madre la parió —que si dijera como la madre que la parió no fuera tan grande—». 14

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femeninos de la mano de Cervantes cuyo tratamiento de las mujeres en su obra se acerca y se aleja a la vez de los presupuestos de su tiempo. Es indudable que en la ficción áurea hay pocas obras protagonizadas por madres que, relegadas a papeles secundarios, como veremos, tampoco tienen una presencia comparativamente importante en el conjunto de personajes representados en la literatura de este tiempo. No obstante, la presencia menor que tienen las madres en la obra de Cervantes plantea una serie de interrogantes que van más allá de una tendencia compartida, en líneas generales, por la ficción de su época15. Teniendo en cuenta que las figuras paternas cervantinas suelen por una parte desautorizarse o, al menos, representarse como figuras de autoridad diluida y, por otra, ocupan un espacio de empatía y amor incondicional hacia sus hijas, usurpando de alguna manera el espacio de intimidad que se presupone entre madres e hijas —como es el caso del padre de Leocadia en La fuerza de la sangre y de Agi Morato y Zoraida—, llama la atención el tratamiento de las madres cervantinas, que se presentan generalmente desde la ausencia, la falta de implicación afectiva, la incapacidad o la impotencia salvo algunas contadas excepciones. Así, nos encontramos con maternidades enajenadas y traumáticas como las de Feliciana de la Voz en el Persiles, o Leocadia en La fuerza de la sangre; madres sin voz como la de Leonora en El celoso extremeño, o doña Cristina, la esposa del caballero del Verde Gabán, en el Quijote; madres vicarias como las de La gitanilla, El coloquio de los perros, La española inglesa o La tía fingida; madres anónimas que mueren en el parto como las de Marcela, Clara, y Leandra del Quijote y otras muchas más repartidas por la obra cervantina; y, por último, madres que desaparecen en el texto, y no en la ficción, sin que nadie se acuerde de ellas, como la madre de Ana Félix, son una muestra de 15 La escasez de personajes principales de madres en la ficción de los Siglos de Oro es un hecho incontestable en todos los géneros, incluyendo el dramático. Un volumen editado recientemente por Luciano García Lorenzo (2012) así lo constata en el teatro áureo. Es también de gran interés el análisis que Anne Cruz (2018) hace sobre la figura de la madre en el género picaresco. Son también relevantes los acercamientos al tema de la maternidad en la ficción literaria desde la óptica del psicoanálisis. Ver Maurice Molho (2003) y Anne Cruz (1998). Por su parte, Clea Gerber (2018) en su estudio sobre la creación artística del Quijote y su relación con la genealogía y las metáforas sobre reproducción presentes en el texto cervantino plantea cuestiones interesantes sobre la relación entre escritura y biología.

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este heterogéneo grupo de personajes secundarios que se manifiestan en la escritura cervantina de forma elusiva y casi incómoda. ¿Qué tienen las madres de Cervantes? o, mejor dicho, ¿qué no tienen? Desvanecidas en la ficción áurea: las mujeres tras el matrimonio Es incuestionable que las madres en general no suelen ser protagonistas ni estar muy presentes en la literatura española de los Siglos de Oro, aunque tampoco se hallen habitualmente como protagonistas en la ficción literaria de otras épocas y lugares. Esta evidente realidad nos lleva a explorar qué ocurre con la representación femenina en la ficción de su tiempo y en qué lugar y bajo qué condiciones se suele representar a las madres. Pensar en las madres de Cervantes es el punto de partida para preguntarnos por las razones de esta premisa irrebatible en la ficción literaria. Un principio literario sólido en la España áurea (y extrapolable a cualquier época o zona geográfica) es que es casi imposible que sin mujeres haya ficción. Sin embargo, bajo la rúbrica generalizadora de mujeres habría que especificar que las que únicamente importan, en realidad, son las que son capaces de generar una tensión erótica en la historia. Hay un binomio evidente que es el de la mujer y el erotismo: la mujer como generadora de deseo y como posibilitadora de una trama cuya tensión erótica provenga de un conf licto amoroso en el que se apoye el argumento o parte de él. Sin embargo, mujer y ficción tienen un recorrido muy corto en cuanto al grupo de mujeres aptas para ser representadas literariamente. Esta realidad podría formularse en dos reglas que se quebrantan en muy pocas ocasiones: 1) Sin mujeres no hay ficción y 2) Las mujeres en la ficción deben ser susceptibles de generar una tensión romántica16. 16 Quim Monzó, 2003, pp. 352-353, tiene un breve cuento que resume muy bien de manera irónica el lugar de la doncella como centro del deseo masculino en una paradigmática y genérica parodia de un cuento de hadas titulado «La bella durmiente»: «En medio de un claro, el caballero ve el cuerpo de la muchacha [...]. Consciente de su papel en la historia, el caballero la besa con dulzura [...]. El caballero no lamenta nada tener que casarse con ella, como estipula la tradición. Es más: ya se ve casado, siempre junto a ella, compartiéndolo todo, teniendo un primer hijo, luego una nena y por fin otro niño. Vivirán una vida

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No obstante, la segunda de estas leyes elimina a casi todas las mujeres que no entran en el grupo de las doncellas de 14 a 20 años aproximadamente. Esto ocurre por varias razones, no siendo la menor de ellas el fetiche de la época por la virginidad (la joven que ha perdido su honor también ofrece la posibilidad de una jugosa trama en su lucha por recuperar su honorabilidad). Sin embargo, las reinas de la ficción van a ser las doncellas casaderas, de menos de 20 años, genuinas representantes de los valores máximos a los que la mujer puede aspirar en esta etapa de su vida: la inocencia (pureza) y la belleza. Ellas serán el origen del deseo masculino y, por ende, harán posibles las rivalidades, celos, conf lictos, impedimentos, y peripecias varias necesarias para la trama literaria. Las doncellas atraviesan esa breve etapa de la vida de las mujeres en la que no están vinculadas a un hombre mediante el matrimonio. Así, las doncellas son pura promesa de futuro con un destino teóricamente lleno de posibilidades. En la ficción áurea, generalmente, la etapa de la temprana juventud antes del matrimonio es el único momento de la vida femenina capaz de convertirse en literatura con mayúsculas. Por otra parte, las viudas maduras o a las mujeres solteras de cierta edad (y se trata siempre de mujeres sin hombre, fuera del ámbito del matrimonio, como es también el caso de las doncellas) son tratadas en la ficción áurea como contrapunto grotesco de las deseables doncellas. En efecto, a estas mujeres de cierta edad se les suele vedar el protagonismo en las historias convirtiéndose en referentes negativos de la feminidad al engrosar las filas de las alcahuetas, las dueñas remilgadas o las simpáticas ignorantes, como sería el caso del ama de don Quijote. ¿Pero qué ocurre cuando estas doncellas de hermosura sin cuento traspasan el umbral del matrimonio y se convierten en jóvenes casadas? Sencillamente, que son apartadas del núcleo argumental, del centro de la ficción, de los papeles protagonistas, pues ya no pueden ser imanes feliz y envejecerán juntos. Las mejillas de la muchacha han perdido la blancura de la muerte y ya son rosadas, sensuales, para morderlas. Él se incorpora y le alarga las manos, las dos, para que se coja a ellas y pueda levantarse. Y entonces, mientras (sin dejar de mirarlo a los ojos, enamorado) la muchacha (débil por todo el tiempo que ha pasado acostada) se incorpora gracias a la fuerza de los brazos masculinos, el caballero se da cuenta de que (unos 20 o 30 metros más allá, antes de que el claro dé paso al bosque) hay otra muchacha dormida, tan bella como la que acaba de despertar, igualmente acostada en una litera de ramas de roble y rodeada de f lores de todos los colores».

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para el deseo ni suscitar tensión erótica alguna. Hay, sin embargo, una infrecuente, pero vigorosa excepción: la adúltera o la casada acosada por un hombre que no es su marido. Al respecto, y sin salirnos de los textos cervantinos, contamos principalmente con los ejemplos de Camila en El curioso impertinente y Leonora en El celoso extremeño. La adúltera siempre es bienvenida en la ficción, pues a la tensión erótica que el juego del deseo produce se suma el interés de la transgresión de las normas en la conducta femenina, lo que da la oportunidad de aderezar una trama suculenta con un final ejemplar acompañado de previsibles ref lexiones moralizantes. No obstante, y salvo esa excepción, cuando la mujer se casa, por hermosa que sea, deja de ser, en general, protagonista y, engullida por la casa, desaparece también de las páginas de los libros. De esta manera, podría decirse que el matrimonio es el fin del recorrido de la figura femenina en la ficción áurea. La boda final equivale, en la práctica totalidad de los casos, a un final feliz que cierra la trayectoria literaria de la doncella como protagonista. Con el matrimonio se asume que el destino de la mujer se ha cumplido satisfactoriamente y este conlleva habitualmente la resolución de la trama romántica en la que resuena implícitamente el eco del ‘vivieron felices y comieron perdices’ de los cuentos populares17. Esto, que no deja de ser un tópico literario universal y atemporal (todavía hoy Hollywood recurre a él con frecuencia en sus comedias románticas) es seguido por Cervantes (y por sus contemporáneos) a la misma vez que en la obra cervantina la idoneidad del matrimonio como fin se cuestiona de forma muy abrupta. Por ejemplo, en la comedia La entretenida que es, a mi modo de ver, una genial deconstrucción de los presupuestos de la comedia de enredo amoroso, toda la trama de señores y criados 17 Es interesante la ref lexión de Pedro Ruiz Pérez, 2005, p. 48, de cómo el matrimonio no tiene recorrido en la ficción áurea y suele coincidir con el final de la trama: «en correspondencia, la boda acaba con el relato y agota las posibilidades narrativas [...]. En otro plano, podría añadirse que, al constituir los puntos de honra el único componente matrimonial susceptible de tratamiento narrativo y al haberse establecido el honor como pilar básico del orden conyugal, su tratamiento resultaba harto delicado y problemático, puesto que al tocarlo no hay posibilidad de preservarlo incólume. Ni la honra se puede poner en peligro, ni se puede jugar, ni siquiera narrativamente, con ella, pues no hay posibilidad para el conf licto o el desarrollo narrativo de consecución o recuperación: la honra o se conserva intacta, es más, incuestionada, o se pierde irremisiblemente, salvo una reparación sangrienta, propia del género trágico».

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va destinada al emparejamiento obligado en el género. Sorprendentemente, al final nadie se casa en un desenlace desconcertante e imprevisible y, en una vuelta de tuerca muy arriesgada del autor, se declara abiertamente en los últimos versos: (Esto en este cuento pasa: los unos por no querer, los otros por no poder, al fin ninguno se casa. De esta verdad conocida pido me den testimonio: que acaba sin matrimonio la comedia Entretenida.) (vv. 3083-3090)

Es significativo que en la obra de Cervantes sean legión los matrimonios desdichados y abocados al fracaso como, por ejemplo, el de Camila y Anselmo en El curioso impertinente, los descritos en El juez de los divorcios y los trágico-cómicos descritos en El viejo celoso y El celoso extremeño. Además, dentro del ámbito del amor romántico Cervantes nos deja, con frecuencia, ante matrimonios que se apalabran pero que no se consuman y que dejan un rastro de incertidumbre teñida de negatividad hacia uniones que si no se producen en el ámbito de la ficción no podrían nunca llevarse a cabo en la sociedad española de principios del xvii. Así, tan solo en el Quijote, hay matrimonios poco plausibles, como el de Dorotea y don Fernando, Ana Félix y Gaspar Gregorio, Zoraida y el Cautivo, don Luis y doña Clara, además de uniones sobre las que se proyecta la sombra del fracaso como la de Basilio y Quiteria. Tampoco falta proyectos de vida en común interrumpidos por la tragedia, como el caso de la celosa e impulsiva Claudia Jerónima y el desdichado Vicente Torrellas. No hay que olvidar la importancia para este tema de un personaje femenino como el de Marcela que, en su calidad de doncella, reivindica una libertad basada en una vida de independencia incompatible con el destino del matrimonio18. Pedro Luján en sus Coloquios matrimoniales, p. 31, aboga por matrimonios arreglados por los padres en los que la pasión amorosa no exista para que la convivencia dé lugar a una afinidad plácida y provechosa que se sostenga en el tiempo al conseguirse un afecto mesurado entre los esposos: «todo casamiento por amores pocas veces deja de parar en dolores». 18

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Las casadas y la tensión sexual en la ficción áurea El hecho innegable de que las madres dejen de ser protagonistas en la ficción incluye naturalmente a las casadas que, o entran directamente en la categoría de las madres, o son consideradas como madres en potencia19. En la práctica, casadas y madres son vistas como un solo grupo y su presencia en la ficción áurea se rige por las mismas normas. La prevalencia del décimo mandamiento: «No desearás a la mujer del prójimo» establece la naturaleza de la mujer casada como propiedad privada susceptible de ser robada por otro, no como agente de sí misma. Por estas dos razones las casadas (salvo adúlteras y acosadas, como ya se ha señalado) dejan de ser objeto de deseo y desaparecen del radar de la atracción sexual, aunque sean tildadas de hermosas y acaben de cruzar el umbral del matrimonio. Así, las casadas entran en el ámbito de la existencia implícita y del silencio textual al ser invisibilizadas en su nuevo estado de inadvertencia, simbolizado por la casa. En este contexto, la casa no es más que un espacio enajenador, un limbo en el que las heroínas se desdibujan tras el matrimonio hasta desaparecer de la memoria de los lectores y, por supuesto, tras ser olvidadas por la pluma del escritor. Esta regla no escrita de la ficción ref leja las normas morales que rigen la intimidad matrimonial según las que se orienta el deseo sexual hacia la esposa para el propio marido. Incluso dentro del matrimonio está regulado el acceso carnal y se condena el deseo excesivo20. Desde 19 Un caso muy interesante al respecto será el de la duquesa del Quijote. Ella establece cierto coqueteo con Sancho difícil de definir, pero la carga erótica de este personaje se transfiere a su dama Altisidora que actúa como tentadora presencia intentando vencer la castidad del caballero en complicidad con la duquesa que mantiene así el decoro. Para un mayor desarrollo del tema, ver el capítulo 2. 20 El binomio sexualidad/maternidad ha creado a lo largo de la historia inquietud y recelo más allá de los límites de la Temprana Edad Moderna. Claudia Nelson y Ann Summer Holmes, 1977, al ocuparse de maternidad y sexualidad en el siglo xix en Gran Bretaña, sostienen que no hay nada más monstruoso para la época que la combinación de maternidad y sexualidad, tal y como se ref leja en obras literarias y otros testimonios. Estas afirman que hasta el siglo xix no existió una idea de la madre icónica colmada de atributos heroicos de abnegación y amor incondicional excluyentes de cualquier agencia sexual pues la madre icónica debe ser, ante todo, un ser puro. Sin embargo, pp. 3-4, advierten que ya desde finales de siglo emerge una imagen casi opuesta de la madre que es representada «as devouring, possessive, threatening, warped, often in a sexually

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la religión y la moral la mujer casada se des-sexualiza incluso para su esposo, pues su razón de ser es la maternidad, futura o presente. Como veremos más adelante, el tabú de la madre como ser sexual es incuestionable e insuperable. La belleza de la esposa deberá volverse muda incluso para el marido tal y como predican los moralistas del momento que avisan sobre los peligros del deseo carnal en el matrimonio21. Autores como Luis Vives, Juan de la Cerda y Francisco de Osuna, entre otros, advierten severamente de los peligros para el alma que se esconden en las pasiones conyugales. El razonamiento que subyace tras estas prescripciones sobre el sexo matrimonial es la noción de la sexualidad como algo inherentemente indigno y pecaminoso, por lo que la esposa (madre presente o futura de los hijos del marido) no debe ser mancillada por una pasión carnal que exceda lo estrictamente necesario para conseguir el fin de la generación. En este sentido, Francisco de Osuna escribirá que el adulterio es posible dentro del matrimonio si el grado de amor y deseo supera el umbral de la tibieza aceptable dentro de los límites permitidos por la moral cristiana. Recuerda inf lected way». Ambas críticas atribuyen a la popularización de las teorías psicoanalíticas de Freud el surgimiento de «a new scientific rationale for distrusting maternity on sexual grounds». De esta forma la madre reinventada como el ángel del hogar, un ser inocente y asexual en el siglo xix es percibida como un ser cada vez más problemático: «The gradual acknowledgement of the female libido gave rise to new anxieties about socially dangerous expressions of feminine sexuality, anxieties that were especially keen with regards to mothers». 21 Pedro Luján, Coloquios matrimoniales, p. 32, estima como la virtud imprescindible para la casada la vergüenza. Esta cualidad se extiende a todos los ámbitos de la vida: pudor, modestia, timidez, falta de agencia, no atreverse a opinar, recogerse y tratar de evitar la compañía de aquellos fuera del círculo familiar más íntimo. En definitiva, la mujer casada para ser buena esposa debe aspirar a que su presencia casi pase inadvertida. Por supuesto, esta virtud tiene importantes implicaciones en la intimidad matrimonial: «La primera es que sea la mujer muy vergonzosa, porque si en una mujer no hubiese de haber más de una virtud forzosa esta había de ser la vergüenza; mayor mal es para el vulgo, y aun para el marido, que la mujer sea públicamente desvergonzada que no que sea secretamente mala [...]. El homenaje que dio la naturaleza a la mujer para guardar la reputación, la castidad, la honra y la hacienda, fue sola la vergüenza; y el día que en esta no pusiéremos gran guarda, bien nos podemos dar por perdidas. Yérranlo los hombres en preguntar de nosotras, cuando se quieren casar, si somos hermosas, y olvídanse de preguntar si somos vergonzosas, porque la hermosura y la hacienda vemos que se pierde y se cobra, y la vergüenza nunca en la mujer se cobra si una vez se pierde».

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que el acto carnal siempre constituye pecado, pero si se hace dentro del matrimonio, rebajando la excitación sexual al mínimo estrictamente necesario para que se cumpla la función biológica requerida para la procreación, se puede conseguir evitar el pecado mortal, aunque habrá inevitablemente pecado venial. También explica que el amor físico es indefectiblemente torpe, aunque es menos grave consumarlo con la propia esposa. El deseo del varón degrada a la esposa a la condición de ramera y la belleza de esta se convierte en un serio peligro para la salud moral del varón: Adúltero es el que ama a su mujer con amor demasiado. Todo enamorado es torpe amando a mujer ajena, aunque menos amando la suya. El sabio según el juicio de la razón debe amar su mujer y no según el afecto carnal. No reine en él ímpetu y codicia ni sea llevado sin rienda el ayuntamiento carnal, ca ninguna cosa hay más fea que amar hombre a su propia mujer como si fuesse ramera. [...] Así pueda amar su mujer propia con amor desordenado, aficionándose muy demasiadamente a la hermosura della o al deleite que con ella siente en lo cual podía pecar mortalmente, aunque tuviese firme propósito de no se dar a otra. Esto es contestando a la pregunta de «Cuándo no pecan los casados mortalmente en el ayuntamiento y cuándo pecan sino venialmente»22.

Juan de la Cerda, por su parte, incide en la corrupción implícita al deseo carnal que también tilda de fuente de odio, rencor y falta de amor hacia la esposa cuando esta pierda su hermosura y gracia. Es un tópico manido que en los textos de carácter moral la belleza femenina se presente consistentemente como una fachada fugaz y engañosa que seduce a los hombres para decepcionarlos muy pronto cuando, pasada la primera juventud, la fealdad se convierta en el aspecto real y verdadero de la mujer. Y, ya desde el primer humanismo, Luis Vives escribe en la misma línea que la pureza de las esposas debe ser guardada por sus esposos lo más que sea posible23. Esta inocencia, por otra parte, se ve Osuna, Norte de los estados, p. IX. Uso la edición de 1947 de Espasa Calpe con la traducción y edición de Lorenzo Riber en todas las citas del texto de Vives presentes en este capítulo. Un problema con el que me he encontrado es la amplia libertad que se toman los traductores de la obra original en latín para suavizar pasajes, eludir frases enteras o palabras que puedan parecer demasiado directas, etc. Mi criterio es usar 22

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comprometida seriamente a causa de las necesarias relaciones sexuales entre esposos encaminadas a la procreación. El dilema entre pureza y sexualidad parece irresoluble, pues, para estos autores, la necesidad de generación implica irremediablemente el envilecimiento moral y físico de la esposa. Se trata de controlar el daño, de buscar un grado lo más leve posible de degradación, ya que la función de esposa y madre requiere de una dignidad que se ve comprometida precisamente por lo que implica ser esposa y madre. Vives minimiza tanto las relaciones íntimas, sin negarlas, que incluso llega a identificar a los esposos como hermanos. El lecho matrimonial se describe como casto y santo; y el cuerpo de la esposa, como vaso de generación. Es interesante cómo recomienda que los maridos no ejerciten su deseo sexual fuera de casa para que no sean maestros inadvertidos de sus esposas en materia sexual. Por lo tanto, hay un enorme cuidado en intentar disminuir las secuelas que inevitablemente deja la práctica sexual en la dignidad de la mujer casada 24. El sexo conyugal constituirá un problema insoslayable para las autoridades religiosas que van a intentar poner límites a la la traducción que mejor se ajuste al original en cada caso. Vives recomienda a los casados un difícil equilibrio entre templanza en los deseos y la función generadora del matrimonio, p. 413: «En ninguna manera el que se casa debe tener por principal intento el cumplir la torpeza de sus feos deseos y deleites, mas con intención de procrear hijos para servicio de Dios. Los que con tal intención se casan, el tal matrimonio no puede mucho permanecer ni durar en concordia y amistad verdadera: todo amor que nace de corrupción fácilmente se convierte en odio, rancor y malquerencia, porque muy de presto se suele perder y pierde la hermosura y gracia de la mujer». 24 Vives, Instrucción de la mujer cristiana, p. 267: «Conviene que los varones no anden sumergidos en placeres desmedidos, ni se diviertan con otras mujeres diferentes a sus esposas. Pero aquí no adoctrinamos a los maridos, a pesar de que este lugar debería dirigirse más bien a ellos con objeto de que no se erigieran en maestros de placeres y lascivia para sus esposas y recordaran aquel breve pensamiento del pitagórico Xisto: “Comete adulterio con su mujer todo el que ama a su mujer impúdicamente y con demasiado ardor”; y a su vez obedecieran al apóstol San Pablo, quien recomienda a los maridos ‘que posean con satisfacción a sus mujeres como si se tratara de vasos de generación y no sumidos entre pasiones desmesuradas e ilícitas, como hacen los gentiles que desconocen a Dios». El Esposo, en el Cantar de los cantares, llama a la Esposa «hermana suya para denominar el amor matrimonial más puramente. Pero volvamos a las mujeres. No ensucien las esposas el casto y santo lecho con actos sucios y libidinosos. “Honorable sea entre todos vosotros el matrimonio —dice igualmente San Pablo—, y el lecho inmaculado”».

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intimidad matrimonial sin menoscabo de la función reproductora del matrimonio. En efecto, multitud de moralistas van a abordar el tema, como es el caso de Vicente Mexía en Saludable instrucción del estado del matrimonio (1566), Francisco Farfán en Tres libros sobre el pecado de la simple fornicación (1585), Manuel Rodríguez Lusitano en Suma de casos de conciencia (1604) y fray Juan Enríquez en Cuestiones prácticas de casos morales (1665), entre otros muchos autores que inciden en el espinoso asunto. Para aliviar el dilema irresoluble que se presenta en el escenario de la alcoba matrimonial la autoridad religiosa dictará estrechas normas tejiendo una intrincada filigrana de días permitidos, posturas, actitudes y prácticas prohibidas intentando crear un laberíntico sistema de prescripciones y proscripciones que calme la ansiedad ante el problemático asunto de la sexualidad conyugal. Sara MatthewsGrieco documenta que la sexualidad dentro del matrimonio estaba sometida a diversas formas de regulación mediante la implementación de distintas normas e instrucciones provenientes de una diversidad de discursos normativos transmitidos por diversos medios: «Las restricciones religiosas eran enunciadas durante los sermones o transmitidas con ocasión del acto de confesión. Las recomendaciones médicas podían divulgarse oralmente, a través de los libros de ‘secretos’ y recetas o bien mediante los consejos acerca del acto de la procreación y la biología femenina que se hallaban tanto en la literatura médica popular como en los tratados especializados»25. Además, recoge lo que denomina como «impedimentos indirectos», esto es, el sinfín de abstinencias prescritas por la Iglesia católica en algunos días concretos en toda la Europa bajo su tutela: «los domingos, los días de guardar y los días fastos, por ejemplo, la Cuaresma. En total, de 120 a 140 días en el siglo xvi. En esos días no podían celebrarse bodas, ni durante el tempus feriarum definido por el Concilio de Trento (1563), a saber, el periodo de Adviento (de cinco a seis semanas), los días de guardar alrededor de la Pascua y las seis semanas de Cuaresma»26. La literatura es un fiel ref lejo de la sociedad en la que surge, por lo menos con respecto a ideas, nociones y prejuicios referentes a las mujeres. No debe extrañarnos que, de forma consistente, la desaparición del protagonismo en la ficción de la esposa y de la madre (pues van a ser contempladas como una sola categoría) radica en ser consideradas 25 26

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como seres cuya función primordial será la maternidad, pero cuya existencia estará culturalmente vinculada a la negación de la vertiente sexual que su destino reproductor implica. Sin duda este es el resultado de la confusión de significados que el cuerpo de la mujer tiene en la época. Historia del cristianismo: sexualidad y misoginia Sin embargo, esta mirada hacia las casadas/madres se ancla en una historia de siglos en los que se da un cambio de paradigma con respecto a la sexualidad y la mujer. Será el cristianismo el que ensalce como no se había hecho nunca la sublimación de la castidad y del celibato como grados de perfección máxima. Según Elisja Shulte van Kessel, el amor al prójimo y el ideal de castidad —y de abstinencia sexual— fueron los dos pilares que distinguieron y apartaron a los primeros cristianos de la cultura de Roma. El ideal de castidad se traduce en el obligatorio celibato de la clase clerical y el enaltecimiento de la virginidad femenina que, en el caso de las mártires de la época romana, convertía a estas mujeres en el absoluto ideal femenino. Por su parte, Uta Ranke-Heinemann señala el papel fundamental que tuvo Ambrosio al insistir en la castidad como un rasgo distintivo del cristianismo27. Para los padres de la Iglesia, con Agustín de Hipona a la cabeza, el sentido teológico de la virtud de la castidad se basa en la vinculación del pecado original con el acto sexual. Este, según Agustín, produce vergüenza, porque en él se comunica la culpa del pecado original a todos los nacidos de mujer. Así, en el acto sexual se encierra la esencia de la transgresión que nos expulsó del paraíso. Los primeros cristianos transmitirán la idea de que el sexo siempre acerca al ser humano al abismo de la mortalidad de la carne y de los peligros del mal. Ambrosio, De virginibus I, caps. 3-4, citado por Ranke-Heinemann, 1990, p. 57: «For Ambrose (d. 397) bishop of Milan, the virtue of freely chosen virginity is a Christian apportation to the world. Hence, virginity was the essential Christian virtue. [...] Ambrose wrote: “This virtue is in fact our exclusive property. The pagans do not have it, it is not practised by the wild primitive peoples. It is found nowhere else among living creatures. Though we share the same air with all others, and participate in all aspects of an earthly body, though we are no different from others in our birth, yet we escape the miseries of nature, which is otherwise the same, only by virginity”». 27

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Empero, la práctica del celibato no es suficiente, pues la libido es parte de la misma naturaleza humana. La libido constituye la prueba de la existencia del pecado original que af lige a la humanidad. R. Howard Bloch recoge el razonamiento de Jerónimo según el cual la virginidad como ideal no puede ser extensible a todos los cristianos por el imperativo de la conservación del género humano. Para este padre de la Iglesia la mayor justificación que el acto sexual tiene es que al perderse la virginidad existe la posibilidad de engendrar una virgen (108). La cultura surgida desde la hegemonía cristiana a partir de los siglos iv-v impondrá una visión de la sexualidad próxima a la suciedad moral, el pecado y la debilidad espiritual. La división entre cuerpo y espíritu, con la consideración del primero como enemigo del segundo, se resume en la noción de la ‘carne’, y la ‘carne’ estará simbolizada por la abyección de los deseos, siendo el deseo sexual el más peligroso y degradante de todos. Jacques Dalarun arguye: «Increasingly evil was identified with the f lesh»28. De esta forma, la mujer será vista como un problema, como una tentación y como el mismo centro de la abyección a la vez que será muy difícil reconciliar la atracción sexual que suscita con su función generadora. La visión del mundo medieval fue gestada en su mayoría por una clase de hombres apartados de la vida secular, los monjes en sus monasterios, que desde el celibato crearon una cultura de enorme inf luencia. Para ellos la mujer era una criatura que no conocían, pero que habían aprendido a despreciar, temer y ver como fuente de su propia vulnerabilidad espiritual. La misoginia encuentra cronistas y pensadores que van a formular un pensamiento basado en el temor a la sexualidad y a las mujeres29. Ante esta institucionalización de la misoginia en el pensamiento religioso, la virginidad femenina será el único estado en el que una Dalarun, 1992, p. 23. Jacques Dalarun, 1992, p. 15, explica cómo la cultura cristiana se forja en los monasterios donde «especially before the thirteenth century, [monks] were completely cut off from women. They lived and worked in an exclusively male universe». Dalarun, pp. 15-16, pone como ejemplo paradigmático a Guibert of Nogent, que murió en 1124 y que entró en un monasterio benedictino de niño. «His knowledge of women was limited to memories of a mother who had married at the age of twelve, painful memories that he embellished so as to eliminate any hint that his mother might have been ‘defiled’ by marriage. Everything else about the other sex he condemned. Clerics [...] represented Her [Woman] as a distant, strange, and frightening figure of profoundly contradictory nature». 28 29

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mujer pueda elevarse por encima de su sexo. No en vano, las mujeres más veneradas y admiradas en la época medieval serán las vírgenes y mártires de la época romana. Esta combinación de martirio y virginidad supone la forma de trascender las cadenas morales inherentes al cuerpo femenino como centro de tentación y representación de la ‘carne’ y sus ataduras. Bloch explica la ansiedad asociada al concepto de virginidad: la virginidad no era solo un estado físico, sino también moral, y el simple pensamiento de contenido sexual era suficiente para perderla: «The mere thought of losing it is sufficient to its loss». Según esta lógica, que considera la virginidad como un estado inestable y siempre en peligro, la deducción obvia es que «the only real virgin — that is, the only true virgin — is a dead virgin»30. De esta forma se llega a la conclusión por parte de los padres de la Iglesia de que martirio y virginidad son prácticamente sinónimos31. La mujer será, además, vista como carne y el hombre, como espíritu, visión que será heredada de la patrística a la escolástica, es decir, desde los primeros padres de la Iglesia hasta la Baja Edad Media 32. El sistema de oposiciones binarias según el que se organizaba el saber medieval hace que la noción de lo masculino se considerara en términos positivos y, de forma simétrica, lo femenino se definiera en términos opuestos y negativos con respecto al paradigma establecido por el varón. Por ejemplo, el hombre será fuerte y la mujer, débil; él tenderá naturalmente a la virtud y ella, a todos los vicios; él será diligente y ella, perezosa; él tendrá necesidad Bloch, 2009, p. 108, cita a Tertuliano, que lleva más lejos la noción de la fragilidad del estado virginal al afirmar que una virgen pierde esta condición, más espiritual que física, en el momento en el que exista la posibilidad de que deje de serlo. 31 Bloch, 2009, p. 108: «the mutual exclusion of life and chastity serves as a measure of the degree to which virginity is of necessity defined in terms of negative potential». 32 Al analizar la herencia escolástica principalmente definida por Tomás de Aquino y sus seguidores, Klapisch-Zuber, 1985, p. 512, observa que «las inf lexiones naturalistas y políticas que el pensamiento tomista ha prestado a la formación de la visión cristiana de las relaciones entre los sexos y a la justificación teórica del desequilibrio de esas relaciones no son nada desdeñables. [...] Sus ref lexiones proporcionaron un armazón científico más sólido con el que rechazar lo femenino desterrándolo hacia el ámbito de lo corporal y de la carne corruptible, hacia la naturaleza animal pasiva y la naturaleza sin más, en tanto que lo masculino se orienta por completo hacia el espíritu, hacia la voluntad que actúa y da forma, hacia el conocimiento y la cultura». 30

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de saber y la mujer será peligrosamente curiosa; él será templado en el beber y comer y ella, glotona y borracha; él será generoso y ella, despilfarradora; él será juicioso y ella, estúpida; él será noble y ella, envidiosa y maledicente; él tendrá la capacidad de amar y ella será celosa y posesiva; y así, un largo etcétera. La mujer no solo se encontrará reducida a su dimensión corporal, sino que el suyo será un cuerpo problemático, imperfecto, corruptible y corruptor: Las peores invectivas contra la mujer, asimilada a su propio cuerpo, condenada por todo aquello que tiene que ver con su cuerpo, f lorecieron en lo más profundo de los claustros, esos claustros en donde se vivía la renuncia a los sentidos y al mundo. [...] Las prescripciones morales que intentaban controlar a las mujeres preconizaron muy pronto la castidad y las privaciones sensoriales, las únicas que podían dar cuerpo —un cuerpo aceptable— a la abstracción que había pasado a ser la mujer. Las mujeres de carne y hueso fueron incesantemente reducidas a su cuerpo, cuerpo que era preciso domeñar desde fuera, porque, a causa de su debilidad ellas eran incapaces de hacerlo por sí mismas33.

Es interesante el razonamiento de Bloch según el cual la misoginia medieval, con su denigrante visión de las mujeres es también la responsable de la creación en la imaginación literaria de la figura de la dama, inalcanzable en su perfección y objeto imposible de deseo. Para el autor, la misoginia medieval —cuyas raíces, como ya se ha visto, están en la aversión cristiana al sexo— es el origen, a su vez, de la invención del amor romántico en Occidente. La idea de amor romántico se basa, en efecto, en la obsesión por la virginidad, por una figura femenina cuyo cuerpo hermético e intocado sea inaccesible al deseo masculino, un deseo fundamentado a su vez en la admiración hacia lo esencialmente inasequible. La dama será una sublimación de lo femenino que rechazará todo rasgo de realidad. Las mujeres de carne y hueso serán una copia negativa de los ideales que encarna la dama. Bloch arguye que la misoginia, con el consiguiente enaltecimiento de la virginidad, hace posible la concepción de la dama en la literatura34. Así, denigrar y sublimar son, en realidad, una sola cosa, pues obedecen Klapisch-Zuber, 1985, p. 512. Sobre la relación entre amor cortés y la misoginia inherente al pensamiento cristiano medieval es especialmente interesante el capítulo 4, «The poetics of virginity» del libro de Bloch, 2009, pp. 93-112. 33

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a una misma lógica. Para este autor, el modelo de amor cortés con su enaltecimiento de la dama surge de la misma visión irreal de la mujer imaginada en el ámbito de los monasterios adepta a todos los vicios y deleznable desde su propia naturaleza. La dama no es sino la otra cara de la misoginia. Así, Bloch afirma: Although the discourse of courtliness, which places the woman on a pedestal and worships her as the controlling domna, seems to empower women along with an enabling femininity, it is yet another ruse of sexual usurpation thoroughly analogous to that developed in the early centuries of our era by the fathers of the church. No less than the discourse of misogyny does that of courtly love reduce woman to the status of a category; and no less than the discourse of salvational virginity does it place the burden of redemption upon the woman who, as in the double bind of Christianity’s founding articulation of gender, finds herself in the polarized position of seducer and redeemer — always anxious, always guilty, never able to measure up, vulnerable. [...] Courtliness is, at bottom, a competing mode of coercion that will, alongside misogyny, continue to hide its disenfranchising effects behind the seductions of courtesy, and thus to dominate the discourse of lovers in the West 35.

En este sentido, arguyo que la dama desde su irrealidad inmaterial sigue respondiendo a una idea de lo femenino que se centra en una sola cosa que se convierte en un imperativo y en un absoluto: la virginidad. Desde la virginidad se derivan los otros atributos de perfección femenina, como la belleza o la virtud moral, pero sin la virginidad no es posible ninguno de ellos. De esta manera, la dama se erige en un modelo de lo femenino que coloniza efectivamente la imaginación colectiva y que, en sus mil derivaciones y variaciones a lo largo de los siglos y desde distintos géneros de la ficción, sigue teniendo éxito hasta hoy día, por ejemplo, con el dolce stil novo, el petrarquismo, las comedias de enredo y, en épocas más recientes, con las novelas románticas, las novelas rosas, los cuentos de hadas, los filmes románticos, las óperas, las zarzuelas, las canciones pop, etc. géneros en los que la virginidad se metamorfosea en ingenua inocencia. La figura de la dama en la cultura occidental es pervasiva, polivalente y proteica. La dama sigue siendo reinventada y reimaginada con fervor desde

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Bloch, 2009, pp. 198-199.

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época medieval poniendo de manifiesto la inferioridad decepcionante de las mujeres reales. Es, en definitiva, un producto de la imaginación patriarcal que no puede reconciliarse con una imagen de lo femenino que no entre en el ámbito de lo imposible36. Maternidad y misoginia De esta repulsión hacia el sexo surge una profunda misoginia que considera a las mujeres imprescindibles para la generación a la vez que se las degrada precisamente por ello, pues son identificadas con la abyección que conlleva lo sexual. Esto hace que la función de la maternidad sea la única razón de la existencia femenina en el esquema de la creación a la vez que el papel de madre se devalúa por alejarse del ideal de virginidad. Por ejemplo, Agustín (muerto en 430) se lamenta de haber nacido de mujer y se refiere al aspecto biológico del nacimiento como algo profundamente humillante y vergonzoso: «Inter urinas et faeces nascimur [Nacemos entre orina y heces]»37. Por consiguiente, desde la época patrística hasta la Modernidad Temprana, abonada a su vez por la feroz misoginia de la cultura escolástica (que paradójicamente va a ser verdadera promotora del culto a la Virgen, gracias a figuras como, por ejemplo, Bernardo de Claraval) se va a considerar la maternidad desde un punto de vista eminentemente físico, visto como castigo divino en el que hay un rencor implícito hacia el cuerpo de la mujer que de alguna manera ‘paga’ con el dolor y el peligro de su vida el acto impuro que originó la creación de vida. No en vano, como ya se ha mencionado, la escolástica considerará la inclinación humana al placer sexual (la libido) como prueba de la transmisión ineludible del pecado original. Este se vincula con Eva, la tentadora, y la mujer se vincula con la degradación espiritual que la sexualidad produce. Uta Ranke-Heinemann38 arguye que la doctrina cristiana enfatiza el parto sin dolor de la Virgen pues el dolor del alumbramiento es una maldición (curse) dada a todas las mujeres menos

En el capítulo 2 del presente libro se plantea que la figura de la dama en el amor cortés será en gran parte la inspiración de la imagen de la mujer de la aristocracia. 37 Citado por Dalarun, 1992, p. 23. 38 Ranke-Heinemann, 1990, pp. 342-343. 36

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a la Virgen como castigo por el pecado original. Será Agustín el que además estipule otra razón, repetida hasta la actualidad por los teólogos, por la cual la Virgen no tuvo dolores de parto: dar a luz sin dolor es consecuencia de haber concebido sin placer carnal. Nótese que las creencias más extendidas sobre la fecundación desde la época clásica hasta el ocaso de la Edad Moderna se basaban en la teoría galénica, según la cual para concebir la mujer también debía llegar al orgasmo para poder emitir una semilla necesaria, aunque menos importante que la del varón39. De esta forma, era importante estipular la ausencia absoluta de dolor en el parto de María, pues supone una prueba de la pureza en la concepción de Jesús y separa de manera tangible el cuerpo no mancillado de María del de todas las demás madres que sufren en el alumbramiento las consecuencias del acto sexual, el cual se vincula estrechamente con la vileza del pecado original40. Silvana Vecchio observa al respecto que «As if to confirm the biblical condemnation, pregnancy and childbirth were the most tragic moments of what was considered a miserable life for everyone, but particularly for women. Durandus of Champagne [siglo xiv], elaborating on themes found in Pope Innocent III’s De Conteptu Mundi, described in gloomy terms the journey from conception (the result of an “itch of f lesh and the ardor of lust”), to gestation (disturbed by anxiety and fears for the lives of both woman and child), and on to delivery (dominated by pain and the specter of death)»41. Según Merry Wiesner, en el Occidente católico «Sex was seen as polluting and defiling», aunque esta negatividad hacia la sexualidad se exacerba todavía más en la tradición ortodoxa eslava según la cual se ve «all sexuality as an evil inclination originating with the devil and not part of God’s original creation; as in the rest of Europe, women were viewed as more sexual and the cause of men’s original fall from grace. [...] this led to a large number of miraculous virgin births among Russian saints, and to the popular

La importancia de la teoría galénica en casos de estupro y embarazo se explora en la lectura de La fuerza de la sangre en el capítulo 1. 40 También Tomás de Aquino, entre otros, insiste en que María dio a luz sin dolor (Summa Theologica, III parte, cuestión 35, artículo 6). Esta doctrina será una constante desde la patrística. 41 Vecchio, 1992, p. 122. 39

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idea that Jesus was born out of Mary’s ear, not polluting himself with passage through the birth canal»42. El culto a la Virgen es realmente una creación de la escolástica pues, según Wiesner, los primeros cristianos no enfatizaron la figura de María para alejarse de la cultura pagana que incluía numerosas deidades femeninas. Es paradójico que los mayores defensores de María sean los que desarrollen una misoginia más exacerbada, como Bernardo de Claraval. De acuerdo con Wiesner, a partir del siglo xii y xiii se construirán iglesias y templos dedicados a la devoción mariana, aunque siempre se va a resaltar la condición puramente humana de María a diferencia de la divinidad de Jesús43. Según ha observado Bloch, ni siquiera la glorificación de la Virgen María, «única en su sexo», sirvió para contradecir a partir del siglo xii la desvalorización general de las mujeres44. Por su parte, Uta Ranke-Heinemann afirma que el culto a la Virgen promovido por la escolástica medieval en realidad no ensalza y valida a las mujeres sino que las anula. La Virgen es una madre quien, según la teología, elude todos los procesos biológicos inseparables de la maternidad. El énfasis en demostrar su virginidad se hace a costa de borrar cualquier relación de su cuerpo con la maternidad. Para Ranke-Heinemann, a la Virgen se le roba su experiencia como madre, y yo añadiría que se le roba su condición de mujer al negar todo proceso biológico relacionado con su existencia histórica45. Una prueba evidente de que la maternidad es considerada biológicamente ultrajante es que, desde la época medieval, la mujer tenía que purificarse después de dar a luz, normalmente 40 días, siguiendo Wiesner, 2000, p. 57. Wiesner, 2000, p. 19. 44 Bloch, 2009, p. 512. 45 Ranke-Heinemann, 1990, p. 341, afirma al respecto: «Mary was a married woman and bore a child. If we read the New Testament accounts with an open mind, we see that she had quite a number of sons and daughters», y continúa diciendo que, como esposa casada, María no estaba obligada al celibato, por lo que se hace necesario reformar la imagen de María: «And so she was disallowed her children, with the exception of her one son, Jesus. They were taken away from her and, at first, declared to be children of a fictitious first marriage of her husband, Joseph. But then her environment was even more stringently cleansed of everything marital. Even her husband had to have been unmarried. He too had to be virginal, and thus Mary’s sons and daughters couldn’t be Joseph’s sons and daughters either [...] Hence the brothers and sisters of Jesus were finally transformed into his cousins». 42 43

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una tradición judía que se arraiga en la cultura cristiana hasta épocas recientes46. La idea es que la mujer está impura por la sangre del parto. Como sostiene Ranke-Heinemann, «according to the Synod of Trier, which was held in 1227, new mothers had to be reconciled with the Church», y añade que esta noción de la madre como un ser corrompido por el proceso del parto hace que en algunos lugares, en época medieval, las mujeres muertas antes de los 40 días no fueran llevadas a la iglesia y se las enterrara secretamente en un lugar aislado47. Esto incide en la idea del cuerpo de la mujer como sucio, impuro y ofensivo a Dios. Dicha ceremonia de purificación de la madre ha existido en la Europa cristiana (ortodoxa, anglicana, católica y en algunas congregaciones protestantes), en distintas formas y ritos, desde época medieval hasta bien entrado el siglo xx en muchas comunidades48. La noción de la suciedad del nacimiento, por la conexión con lo sexual, hace que las partes relacionadas con la reproducción del cuerpo femenino se consideren no solo sucias en sí mismas, sino capaces de transferir su indignidad a los demás, de ahí la serie de tabúes que rodean al cuerpo de las mujeres. Tal y como ha sido tratado por la cultura escolástica, el cuerpo de la Virgen se aleja de su naturaleza humana para convertirse en un cuerpo milagroso. Visto desde los prejuicios que arrastraba la biología de la maternidad, el cuerpo de María es una negación del cuerpo femenino, un eufemismo, un rechazo al vínculo que existe entre el cuerpo de las mujeres y la creación de nuevas vidas. El cuerpo de la Virgen, su maternidad, deja de ser un proceso natural para convertirse en un milagro en el que el nacimiento no altera la integridad de su cuerpo. El énfasis que se pone en la doctrina de «virginity in childbirth», según Ranke-Heinemann, demuestra la obsesión por la virginidad de María y se basa en tres puntos: 1) el himen quedó intacto, 2) no hubo dolores de parto, y 3) no hubo loquios (latín sordes = suciedad)49. El culto mariano con su énfasis en la pureza y el cuerpo intacto de María, lo que hace es excluir a las madres del modelo que la Virgen podría suponer e incidir en la impureza de los cuerpos femeninos ensuciados Wiesner, 2000, pp. 85-87. Ranke-Heinemann, 1990, p. 25. 48 Ver al respecto el capítulo 4 sobre Feliciana de la Voz y la relación entre su entrada en el monasterio de la Virgen de Guadalupe y la ‘misa de parida’. 49 Ranke-Heinemann, 1990, p. 342. 46 47

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por la sexualidad. No olvidemos que, según la doctrina, María no es una criatura divina sino humana elegida entre todas las mujeres por su virtud. Hay un texto de finales del siglo xv escrito por un teólogo dominico, Juan López de Salamanca, que imagina un diálogo íntimo entre dos mujeres, la condesa de Plasencia, doña Leonor Pimentel, a quien va dedicada la obra, y la Virgen María50. Con una confianza familiar, a la vez que respetuosa, la duquesa le pregunta a la Virgen cómo son sus partes íntimas, y la Virgen comienza describiendo sus muslos, a los que llama «féminos», por parecerle poco apropiada la palabra muslos51. Explica que estos son dos columnas de blanquísimo marfil engarzadas en oro y que sus partes íntimas son los capiteles que se unen en lo que llama «la juntura de los féminos»: «Las partes mías asentadas sobre las rodillas ambas, mi devota Condessa, no son en la feminil gente llamadas como en los varones, que dizen muslos, mas féminos. E así son llamados por quanto fueron en mí singularmente entre todas las henbras los féminos míos como colupnas de marfil sobre basas de oro, sobre las quales es la juntura puesta como por chapitel formado, çerrado por manos del Alvañí que çielos e tierra ha fabricado»52. La condesa prosigue con sus preguntas y quiere saber acerca de su matriz. La respuesta de la Virgen es a la vez esperable y sorprendente. Nada de lo que describe tiene que ver con la naturaleza de un ser vivo. Su descripción no es simbólica, sino que se refiere, de forma literal, a su cuerpo de mujer como un milagro en sí mismo: las partes que tienen que ver con la generación no están hechas de carne, sino de materiales preciosos como marfil, zafiros, esmeraldas, perlas, rubíes y diamantes. Su vientre es un relicario o un sagrario «afeitado y adornado de todas piedras preciosas» porque, como el texto explícitamente menciona, el cuerpo de la mujer es esencialmente indigno de acoger la divinidad en su seno. Es reveladora esta transformación del cuerpo animado y vivo de María en un cuerpo híbrido con prótesis hechas de joyas y materiales preciosos que suplantan los órganos generadores de la mujer y 50 Debo a la generosidad de Jenny Jeong el conocimiento de este texto. Para más información sobre el sentido teológico de esta obra en el contexto de las prosopopeyas marianas, Baños Vallejo, 2015; 2018. 51 Arturo Jiménez Moreno, el editor, constata que se trata de un término extraño hasta para el copista siendo tal vez una combinación de fémur y fémina (López de Salamanca, Libro de las historias de Nuestra Señora, p. 79). 52 López de Salamanca, Libro de las historias de Nuestra Señora, p. 79.

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que se insertan en su carne creando un ser que es a la vez mujer y cosa, reliquia y relicario. El rechazo a la biología femenina llega a especificarse al aclarar que en ese útero inane no hay humores de aquellos «de la luna de cada mes» caracterizados abiertamente como «orrura» u horror. El texto continúa diciendo que el cuerpo de María, aunque humano, por gracia divina no produce ningún tipo de residuo, incluyendo las purgaciones menstruales, urinarias o digestivas. El culto a María, sin negar su humanidad, la convierte en un modelo inalcanzable que la despoja de todo lo que tiene que ver con su ‘cuerpo’ de mujer, mientras que al resto de las mujeres las sigue condenando a habitar en los dominios de ese ‘cuerpo’ femenino imaginado y temido a partes iguales por una cultura de hombres. A medida que la visión del mundo medieval progresa y el culto mariano se intensifica, se hace más necesario separar a María de su condición humana, precisamente, por la aversión a la corporalidad de su cuerpo de madre: Pues bien fizo el Spíritu Santo el mi vientre tálamo de marfil e de çafires. No pienses que mi vientre fabricado de marfil e guarnido de çaphires le faltavan esmeraldas ni perlas ni balajes ni rubís e diamantes, ca mi vientre era vaso lleno de todas virtudes, afeytado e adornado de todas piedras preçiosas. E, por quanto mi vientre fue un tálamo sagrado en que Dios personalmente se ovo de ospedar, no fue razón que mi vientre sufriesse ninguna orrura ni humor de torpedad. No sólo orror espiritual de pecado, mas ni aun corporal de humor humano [...]. Pues ¿cómo puedes creer que podiesse mi vientre, en presencia de Dios mesmo, tales humores aver ni aquellos que consiguen a la luna de cada mes? Ca como el niño en el vientre por muchos meses es çevado e no ha tales humores, ni los gloriosos, aunque comiessen, no avrían tal nesçesidat, ni el mi Fijo, aunque comió e bevió con los devotos disçípulos, no expedió tales humores, ni yo, mientra beví, tales humores no expedí; e mi Fijo por natura perssonal e yo por previllegio espeçial53.

La misoginia medieval arraigó profundamente en las actitudes hacia la sexualidad y el cuerpo femenino, siendo innegable su enorme inf luencia en la forma en la que fueron consideradas las mujeres. Como hemos visto, la mujer se reduce a su dimensión corporal y el cuerpo de la mujer se vincula con su dimensión sexual y, a su vez, lo sexual, aunque necesario para la reproducción, es moralmente 53

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López de Salamanca, Libro de las historias de Nuestra Señora, p. 81.

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problemático por su conexión con el pecado original. Según esta noción de mujer-cuerpo-sexo solo hay en realidad dos categorías de mujeres, las activas sexualmente y las no tocadas por la carne. Estas últimas, las vírgenes, son una fantasía misógina que convierte a la ‘mujer-cuerpo’ en ‘cuerpo-sin carne’ según un tortuoso proceso lógico que permite a la mujer escapar de su destino como originadora de la pulsión sexual. Como nos recuerda Wiesner, otro inf luyente padre de la Iglesia, contemporáneo de Agustín, Jerónimo, define a la mujer con respecto a la maternidad como un ser humano devaluado, cuya función genitora se rebaja frente a la superioridad de las vírgenes por haber sido transformada por el contacto sexual: «As long as woman is for birth and children, she is as different from man as body is from soul. But when she wishes to serve Christ more than the world, then she will cease to be a woman and will be called man»54. No es de extrañar, entonces, que desde la Edad Media hasta la Edad Moderna el amor de madre sea también un amor devaluado, sin peso espiritual. La madre solo es capaz de profesar un amor animal, físico, basado en los instintos naturales, necesario para la supervivencia del hijo en la primera infancia, pero que no tiene más recorrido o importancia. Silvana Vecchio sostiene que se consideraba el amor de madre como un amor intenso y físico que los niños deberían repudiar de forma natural, paulatinamente, una vez pasada la infancia temprana, periodo en el que los hijos necesitan ese amor apasionado y carnal de las madres. Pasado ese momento lo adecuado es que los niños se alejen de sus madres para amar más a sus padres, cuyo amor, menos intenso, es más noble y espiritual55. En los testimonios de la época no se encuentra una sublimación de la maternidad como una experiencia gozosa para las propias madres una vez sorteados los peligros del embarazo y el parto. Este hecho no deja de ser paradójico pues, naturalmente, las casadas deseaban cumplir con lo que se consideraba su misión no solo en el matrimonio sino en la vida, y la maternidad era, sin duda, una parte fundamental de su existencia. Por ejemplo, Luis Vives, en su obra en latín Formación de la mujer cristiana, escribe muy negativamente sobre la experiencia materna:

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Wiesner, 2000, p. 17. Vecchio, 1992, p. 123.

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Desgraciadas, ¿a qué viene ese deseo tan cruel de tener hijos, como alguien dijo? Si os pintasen en una tablilla las preocupaciones y desvelos que los hijos producen a sus madres, no habría una mujer tan ávida de hijos que no se horrorizase de estos como si de la misma muerte se tratase, y si llegara a tenerlos, los odiaría más que a descomunales fieras o serpientes venenosas. ¿Qué alegría y qué placer hay en los hijos? Cuando son niños, puro aborrecimiento; cuando están algo creciditos, miedo continuado por saber qué inclinaciones tendrán; si son malos, tristeza sempiterna, si buenos, inquietud constante por si les ocurre algo, temor de que se marchen o que cambien [...]. Además, si tienes más hijos, tu ansiedad será mayor, pues los vicios de un hijo no sólo desvirtúan la alegría que recibías de los demás, sino que la anulan. Hablé sólo de los hijos varones. En la custodia de las hembras, ¡qué tortura y cuánta angustia!; ¡qué cúmulo de preocupaciones para situarlas!56

Con el cristianismo, la sexualidad se problematiza como algo esencialmente negativo, lo que lleva a una irreductible misoginia gracias a la identificación de la mujer con el cuerpo y las tentaciones de la carne. Esta visión de la mujer y la sexualidad se heredará sin debilitarse ni un ápice en los Siglos de Oro. En la literatura, el cuerpo de la madre se convierte en tabú sexual absoluto. Es un cuerpo apartado del discurso literario que, como hemos visto, ancla a las protagonistas femeninas a la mirada y la pulsión erótica. Por ello, las madres quedan muy fuera de los personajes importantes y de la atención literaria. En el ámbito de la ficción no hay nada con menos agencia sexual que las madres, por lo que quedan relegadas a papeles muy liminares en la imaginación literaria. Normalmente, en la ficción literaria el recorrido vital de las doncellas protagonistas termina en la meta del matrimonio. En la cultura de la época de Cervantes el destino de la mujer coincide con el fin biológico que justificaba su existencia, la maternidad. Según el discurso filosófico, médico y religioso que se manifiesta sin fisuras desde la Antigüedad clásica, la función reproductora justifica la existencia de las mujeres en el diseño de la creación. Podría afirmarse que, en términos generales, los personajes maternos tienen un desarrollo literario indisoluble de la relación con los hijos. No obstante, esto no siempre

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Vives, Formación de la mujer cristiana, p. 1137.

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será así en Cervantes, lo que es susceptible de producir un efecto de extrañamiento en el lector. Un detalle que se nos escapa, por obvio, es que casi todas las madres de los Siglos de Oro han sido escritas por varones y, por tanto, desde el punto de vista de los hijos. No hace falta entrar en teorías psicoanalíticas para entender que la relación madre-hijo es una relación posiblemente marcada por las experiencias de ser hijo entre las que se pueden contar la necesidad, la devoción, la admiración, la decepción, el agradecimiento, el reproche, la sensación de abandono, el resentimiento, la dependencia, la protección y el amor, entre otras. La visión de la madre, por tanto, no es equilibrada, aséptica, abstracta, justa. Las madres no han tenido voz para definirse o representarse. Todo el mundo, incluidas ellas mismas, ha experimentado la maternidad desde la posición de hijos e hijas. Sin embargo, hay pocas hijas que escriban sobre madres pues son mayoritariamente los hijos los que inventan y definen la maternidad en todos los ámbitos, incluyendo la ficción literaria57. Tal vez esta sea la razón de las notables diferencias entre las relaciones entre madres e hijas y madres e hijos en la literatura áurea. Así, es lógico preguntarse cómo hemos podido esperar otro tipo de narrativa sobre la maternidad. Las madres de Cervantes Esta tradición de más de diez siglos sobre la mujer, el cuerpo, la sexualidad, la virginidad y la maternidad tal vez tenga mucho que ver con que, en los textos literarios de los Siglos de Oro, la madre se convierta en un personaje desdibujado, acartonado en los estereotipos superficiales. El personaje de la madre estará, desde su mansa invisibilidad, presente como parte del decorado con el que se adorna la representación de la familia. La madre a veces estará escondida bajo el plural ‘padres’ y con frecuencia su existencia será asumida como una presencia imperceptible. En realidad, la visión histórica de la madre hace que esta sea una figura extremadamente conf lictiva por las proyecciones culturales que se depositan en este ser cercano y lejano, 57 Mariana de Carvajal es una de las pocas excepciones al respecto. Por ejemplo, en La industria vence desdenes se describe una relación armónica y de apoyo mutuo entre una hija y una madre.

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íntimo y genérico, reverenciado y honrado, a la vez que desautorizado y devaluado. Así, las nociones sobre lo femenino construidas en un discurso sin fisuras durante siglos implican la falta de herramientas culturales para entender la experiencia primaria de ser hijo o hija. En el ámbito literario, la madre era, y sigue siendo, la representación de una idea antes que la de una persona en la que conf luyen una intersección de significados, pulsiones, deseos, ansiedades, terrores, necesidades, bendiciones, dichas, seguridades, decepciones, abandonos, afectos y una larga lista de emociones humanas atadas a una figura tan íntima como ajena. Íntima, ya que el cuerpo del hijo fue parte del suyo, y ajena por virtud de ser mujer, esa cotidiana desconocida descifrada por la tradición cultural. No puede afirmarse que las madres de la ficción cervantina borren completamente la visión misógina de la mujer y de la maternidad construida a lo largo del tiempo y constituida en su época casi como un dogma inalterable. Sin embargo, sí que se puede afirmar que, aunque el concepto tradicional de la madre no se cuestione de forma coherente y consistente, sí se problematiza abiertamente en algunos pasajes muy reveladores58. Las madres de Cervantes ofrecen una complejidad única y diferente en un catálogo de retratos de mujeres que ejercen la maternidad desde su posición de secundarias con un distintivo desapego o con la marca del conf licto en la relación con hijos e hijas. Cervantes nos ofrece una interpretación de la maternidad en la que, como veremos, a menudo se da una ruptura entre la cultura y la biología. Con frecuencia las madres cervantinas se nos presentan como insuficientes, ausentes, disfuncionales, olvidadas, impotentes y fracasadas. De esta manera, la maternidad en Cervantes es, en demasiadas ocasiones, un evento traumático. Hay una abundancia de supresiones, elipsis y silencios en torno a esta figura y, en su extensa obra, la maternidad se plantea numerosas veces como un conf licto

58 Emilie Bergmann, 2005, p. 4, puntualiza cómo la maternidad en Cervantes es un asunto frustrante y problemático. La conf lictividad de la figura maternal se expresa por la ausencia de esta figura o, como muy bien observa, mediante la duplicidad entre padres biológicos y adoptivos: «Family members in Cervantes’s fiction depart from a variety of home settings, but maternal figures are almost invariably missing, with the exception of the parents of Preciosa in La gitanilla and Isabela in La española inglesa, both of whom have duplicate mother figures in their birth families and their surrogate families».

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sordo y apenas formulado, como una decepcionante promesa de amor y cuidado que casi siempre termina suprimiéndose. Sin embargo, en la obra de Cervantes hay también madres normales y positivas, como es el caso de Teresa Panza y de Ricla en el Persiles. Significativamente, ambas son madres apegadas a la naturaleza y ajenas a la hipocresía de las convenciones de la cultura social establecida como modelo aspiracional. Ricla es bárbara, con la inocencia, bondad y pureza de una criatura basada en la ley natural e intocada por la ‘civilización’, si aceptamos el tópico del mundo bárbaro como opuesto al civilizado, y Teresa, por su parte, es una simple aldeana con un sentido común inconmensurable, ceñida a la autenticidad de una vida dura y honesta, mientras se ocupa en el día a día de su familia desde la precariedad económica. Curiosamente, ambas son madres de un hijo y una hija y desarrollan una relación mucho más estrecha y afectiva con las hijas, que, en cierta forma, son una continuación de ellas mismas. En ambos casos la falta de interacción con los hijos (en el caso de Teresa no hay ninguna y su hijo no aparece en el texto más que de forma indirecta) es compensada porque tanto Ricla como Teresa tienen una agencia importante como esposas y desde su papel en el matrimonio ejercen la maternidad con propiedad. Por ejemplo, Teresa se opondrá abiertamente a que Sancho haga condesa a Sanchica, presagiando la infelicidad de la muchacha si tal cosa ocurriera. Aunque finalmente acepta acatar los deseos de su marido, no se priva de llamarlo ‘porro’ o tonto, socavando su autoridad y afianzando su potestad como madre: «El día que yo la viere condesa —respondió Teresa—, ese haré cuenta que la entierro; pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros» (II, 5, 670-671). Por otra parte, Ricla es una personificación de la ley natural, es una figura generosa que ampara, protege y alimenta a Antonio y luego se une a él en un espacio heterotópico alejado de la civilización humana en el que la naturaleza que ella encarna supone una inclinación innata al bien, precursora del cristianismo: «Yo, simple y compasiva, le entregué un alma rústica, y él, merced a los cielos, me la ha vuelto discreta y cristiana; entreguéle mi cuerpo, no pensando que en ello ofendía a nadie, y deste entrego resultó haberle dado dos hijos, como los que aquí veis» (Persiles I, 6, 177). Salvo estos dos ejemplos tan significativos, la galería de madres cervantinas extraña por su disfuncionalidad, máxime en un escritor

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que no solo tiene una espléndida abundancia de personajes femeninos, sino que, como ya se mencionó, presenta un repertorio de padres relativamente poco autoritarios, capaces de sentir empatía por sus hijas casi como si usurparan el papel comprensivo y empático de las madres. Es el caso de Zoraida, de Ana Félix, de Leocadia en La fuerza de la sangre e incluso del caballero del Verde Gabán tan preocupado por acertar en la educación de su hijo, el aspirante a poeta de menguado talento. De esta manera, en Cervantes tenemos madres que siguen en la historia pero que el texto olvida. Será el caso de la madre de Ana Félix, que la acompaña al destierro pero que, a pesar de haber llegado a Argel con ella, desaparece de la narrativa y se disuelve en el olvido. Su figura es sustituida por la de Ricote que va a ser el único progenitor de la bella morisca que exista en las páginas del libro. Curiosamente, Ricote no pregunta por su esposa y en el plan de rescate de Gaspar Gregorio su propia hija la olvida completamente. Se supone que es tan cristiana como Ana Félix y nadie se acuerda de ella, abandonada a su suerte en Argel. También tendremos un importante grupo de madres vicarias, que no son madres, pero que funcionan como tales. Así, el rol maternal se presenta como un papel usurpado, una sustitución, un acercamiento oblicuo al tema de la maternidad. Isabela, en La española inglesa, tendrá una madre adoptiva y luego asumirá esa función la reina de Inglaterra, que la reclama para sí hasta que se vuelva fea y sea devuelta a su madre biológica, de la que fue arrancada cuando niña. Otras figuras maternas, que no madres, serán Claudia en La tía fingida, La Camacha en el Coloquio de los perros, la abuela en La gitanilla, la ventera en La ilustre fregona —que quiere adoptar legalmente y hacer heredera a Costanza—, sin olvidar a la esclava cristiana que cría a Zoraida y que le habla de la Virgen María, Lela Marién, que a su vez actuará como una sustituta de la figura materna. Cervantes también nos presenta a madres con agencia y poder que serán siempre madres no de hijas, sino de un hijo varón al que adoran (las madres de hijas siempre se nos presentan con menos poder), por ejemplo, la reina Eustoquia del Persiles. Curiosamente, en la última novela cervantina el origen de la trama se basa en dos matriarcados allá por tierras del Septentrión. Sigismunda es hija y heredera de Eusebia, reina de Frislanda, que para protegerla de una guerra y facilitar un matrimonio con un príncipe heredero la manda a criarse a Tule. Tule es, asimismo, otro matriarcado y su reina es Eustoquia, madre de Magsimino,

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el heredero, y Persiles, su segundo hijo y el favorito. Magsimino está destinado a casarse con Sigismunda de la que se enamora, cómo no, por un retrato mientras está fuera de Tule en una guerra. Por su parte, Persiles se muere de amor por Sigismunda pero no quiere ir contra su hermano, así que la reina Eustoquia subvierte el derecho del heredero mandando a su segundo hijo en una huida/peregrinación a Roma. Al final Eustoquia es una madre cuya estrategia acarrea la muerte de Magsimino que muere en la persecución de los enamorados y castos protagonistas. Otra madre manipuladora será doña Estefanía, que, en La fuerza de la sangre, conspira y trama, como ha escrito Adriana Slanisceau, para que su hijo se case con Leocadia y para que Luisito entre en su linaje. Sin embargo, no queda tan claro el papel que se atribuye a sí misma como benefactora de Leocadia pues, al fin y al cabo, esta recupera la honra en un fin aparentemente feliz, pero en realidad, el resto de su vida está condenada a repetir la noche de su desgracia con el mismo hombre que la violó y en el mismo espacio. El perfil de Rodolfo es el de un hijo criado sin límites que solo piensa en sus placeres y que carece de empatía por los demás. No solo es capaz de raptar y violar a Leocadia, sino que se olvida completamente de ella casi inmediatamente y nunca siente ni un ápice de remordimiento59. Como ya se mencionó, el amor de madre se consideraba pernicioso para la formación moral del hijo. El afecto de las madres se juzga como desordenado y su inf luencia sobre los hijos se trata con recelo pues será la causa más probable de que los hijos se aparten del camino del bien, tal y como arguye Luis Vives: Madres, yo querría que no ignorarais que la mayor parte de hombres malos llegan a serlo por vuestra culpa, y así entenderíais cuánta gratitud os deben vuestros hijos. Vosotras, con vuestra necedad, les inculcáis ideas erróneas, vosotras las fomentáis, vosotras esbozáis sonrisas ante sus faltas, sus ignominias, sus maldades. Vosotras, cuando bordean la senda de las virtudes más excelsas, y renuncian, horrorizados, a las riquezas del mundo y a las pompas del demonio, con vuestras lágrimas y vuestras amargas reprimendas, los hacéis volver a sus lazos, porque preferís verlos ricos y honrados en lugar de buenos60. 

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Esta novela se analiza en el primer capítulo de este libro. Vives, Formación de la mujer cristiana, p. 1143.

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Estas madres que protegen a sus hijos varones adultos a los que aman tanto, alcanzan el límite en La mayor confusión de Juan Pérez de Montalbán, en la que se nos cuenta un horrendo incesto. Así, la peor de las madres de la literatura tal vez sea la Casandra de Pérez de Montalbán, con la que se rompe la regla de oro de que las madres no tienen agencia sexual, aunque en este caso con trágicas consecuencias. La transgresión que supone presentar a una mujer poseedora de una libido robusta se lleva al extremo en esta novela dado que la coqueta y desvergonzada Casandra, tras varios deslices de índole sexual, termina tan enamorada de su hijo que idea una trampa para acceder a él carnalmente sin su conocimiento —al suplantar en su lecho, en la oscuridad, a una criada con la que este dormía—. Como consecuencia de este secreto desliz, Casandra dará a luz a una niña, Diana —que es su hija y su nieta, a la vez que la hija y hermana de Félix, su hijo— a la que manda criar fuera y que luego recoge al decir que la habían abandonado en su puerta. Félix se casará, sin saberlo, con su hija, y hermana, teniendo, a su vez, descendencia de esta unión. El desdichado Félix (cuyo nombre anuncia un final feliz) se entera de la verdad después de leer la confesión de Casandra tras su muerte. El final de la historia es tan barroco como extravagante. Félix consulta a un jesuita que, a su vez, pondera el caso con diversas autoridades eclesiásticas y termina diciéndole «que viviese con su esposa como antes, pues ni él ni ella habían tenido culpa en el delito»61. Curiosamente, estas madres de hijos varones presentan una agencia y poder que no tienen las madres de las hermosas doncellas que pueblan las páginas cervantinas. Tal será el caso de la dueña Rodríguez, madre que cuando intenta proteger a su hija de la deshonra no solo no puede ayudarla, sino que provoca la 61 Pérez de Montalbán, La mayor confusión, pp. 162-163: «andaba todo el día como embelesado, ofendido de tristes imaginaciones, sin hallar camino por donde pudiese vivir con sosiego, porque contarle la causa a su esposa era escandalizarla [...]. Vivir con ella y gozarla como solía era ocasionar al cielo [...]. Ausentarse de sus ojos no era posible porque la adoraba. Deshacer el sacramento tampoco era justo porque el cielo les había dado hijos [...]. En fin, el triste don Félix en todo hallaba inconvenientes y dificultades viviendo con la mayor confusión que ha padecido hombre en el mundo». El final feliz de esta obra sorprende, así como que Casandra muera en su lecho sosegada por su piedad religiosa. La única justicia poética que puede encontrarse en esta novela es el remordimiento de su protagonista cuando su hijo repite, sin saberlo, el incesto iniciado por ella. Sobre esta novela, ver el estudio de Shifra Armon 1999.

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ruina de ambas pues, como castigo, la hija será ingresada en un convento y la madre será desterrada a Castilla. Una tendencia que casi se convierte en norma literaria es la orfandad de muchos de los personajes femeninos más relevantes. Esta orfandad denota que casi no hay un espacio en la ficción para la coexistencia de hijas y madres. Hay que borrar a la madre para que la hija tenga su existencia, su avatar, la posibilidad de desarrollarse a través de los eventos vividos en las páginas de los textos de Cervantes. El dejar huérfanas a las protagonistas las hace, en cierta manera, más libres, pues son percibidas como individuos con la promesa de un futuro que deja las puertas abiertas a imaginar un destino inesperado. El vincularlas a madres ‘tradicionales’ tendría el efecto de crear la ilusión de que son parte de una cadena de mujeres que comparten un destino doméstico tan anodino como contraproducente en el diseño de las hijas, personajes femeninos rebosantes de agencia y presencia en la ficción. De esta manera, hay madres que mueren en el parto. Es el caso de la madre de Marcela y de doña Clara. Sin dar muchos detalles sobre cómo perdieron a sus madres, las huérfanas son legión en Cervantes: Leandra, Isabela Castrucha (la falsa endemoniada del Persiles), Transila, Feliciana de la Voz, Cornelia, Catalina de Oviedo, Zoraida, Claudia Jerónima, y muchas más. No en vano, la muerte de la madre en el parto fue la mayor causa de la mortalidad femenina hasta finales del siglo xix. Marina Warner vincula el cuento de Barba Azul de Perrault, escrito en 1797, con la mortalidad de las mujeres en el alumbramiento y el temor de las casadas al parto. El cuento de Barba Azul narra la historia de un noble rico y poderoso, de aspecto temible por su barba azul, que se ha casado varias veces con jóvenes mujeres que desaparecen al poco tiempo. Al quedar viudo de nuevo, la menor de tres hermanas decide casarse con él, atraída por sus riquezas y, contenta por los lujos de su nueva vida, termina superando su temor. Antes de partir de viaje, Barba Azul le entrega a su nueva esposa todas las llaves de la casa prohibiéndole el acceso a una única habitación. Le advierte que si desobedece la matará. La joven esposa no puede resistir la curiosidad y decide abrir la puerta prohibida mientras él está ausente. Abre la habitación y se encuentra el suelo con grandes charcos de sangre y a todas las anteriores esposas muertas y colgadas de ganchos en las paredes. Al cerrar la puerta ve que la llave tiene una mancha de sangre que no puede limpiar. Barba Azul regresa de improviso y cuando se dispone a matarla

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es salvada por sus hermanos. Según el análisis de Marina Warner, entre otros muchos sentidos del cuento —por ejemplo, el castigo a la curiosidad, la desobediencia y la avidez de bienes materiales de las mujeres—, el cuento se refiere simbólicamente a la iniciación sexual al introducir la llave y los consecuentes peligros del embarazo y parto. Warner lo relaciona también con la considerable desproporción entre viudos y viudas hasta el siglo xix, ya que la mortalidad de las mujeres en edad reproductora era más alta que la de los varones. Corrobora la tendencia por parte de los hombres de volver a casarse muy pronto después de perder a sucesivas esposas en los partos, tal y como se hace evidente en algunas de las lápidas de cualquier cementerio de la época en las que puede constatarse que, junto a un nombre masculino, están escritos los de sucesivas esposas cuyas muertes están apenas separadas en el tiempo. En este sentido, la pintura que abre este capítulo, The Saltonstall Family (1636-1637) de David des Granges, nos muestra a la primera mujer del cabeza de familia, Elisabeth Basse, en su lecho de muerte después de haber dado a luz al tercero de sus hijos, que está pintado en los brazos de la segunda esposa de su marido. Es un curioso retrato de familia que nos muestra a un esposo, a los tres hijos de la primera mujer, que a su vez es representada muerta, y a su sucesora cuidando del recién nacido. Por último, y más importantemente, está la problemática e inquietante visión que de la naturaleza y del alumbramiento se da en Cervantes. Hay cuatro partos descritos en sus páginas y en ellos se trasluce una idea conf lictiva de la naturaleza cuando se ve condicionada por la moral, la violencia y la situación frágil de la mujer en la sociedad de su tiempo. Dichos partos aparecen en La ilustre fregona, La fuerza de la sangre, La señora Cornelia y el Persiles (el episodio de Feliciana de la Voz). En estos cuatro episodios la maternidad se vive como un proceso traumático que pone de manifiesto la transgresión social/moral de la madre y la pone en una situación de extremo riesgo. La naturaleza se ve interrumpida por las nociones de vergüenza y miedo, y se nos describe, desde el aspecto físico del alumbramiento, el instante de extrema vulnerabilidad en el que madre e hijo se encuentran. Curiosamente, en los cuatro partos, las madres van a separarse de forma brusca de sus hijos y el curso de la naturaleza se interrumpirá con una visión enajenadora de la maternidad. Dos de las madres no reconocerán a sus propias criaturas y no sabrán o querrán criarlas (Cornelia y Feliciana de la Voz), una jamás se reúne con su recién nacida (la señora

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peregrina) y la otra lo hará cuatro años después y no como madre sino como prima (Leocadia). Dos partos, el de la señora peregrina en La ilustre fregona y el de Leocadia en La fuerza de la sangre, serán fruto de violaciones, y en ambos se impone la vergüenza, el silencio, el secreto y el separarse del recién nacido para disimular la deshonra. Son dos narraciones que transmiten dolor y angustia. La señora peregrina, la madre de Costanza, da a luz en secreto en la venta sin que su séquito o el médico local que la visita a diario se entere, y entrega a la recién nacida a los venteros separándose de ella para siempre. El texto nos dice que todo transcurre en un maravilloso silencio y que ni la madre hizo el menor ruido ni la hija lloró: «Ni la madre se quejó en el parto ni la hija nació llorando: en todos había sosiego y silencio maravilloso» (Novelas ejemplares 2: 188). El otro parto que es consecuencia de un acto de violencia sexual es el de Leocadia en La fuerza de la sangre en el que su propia madre hace de comadrona y luego manda al recién nacido a criarse a una aldea hasta los cuatro años62. Antes se nos cuenta la terrible vergüenza que Leocadia sufrió después de la violación que le hizo vivir su embarazo como la peor de las culpas: Ella, en este entretanto, pasaba la vida en casa de sus padres con el recogimiento posible, sin dejar verse de persona alguna, temerosa que su desgracia se la habían de leer en la frente. Pero a pocos meses vio serle forzoso hacer por fuerza lo que hasta allí de grado hacía. Vio que le convenía vivir retirada y escondida, porque se sintió preñada: suceso por el cual las en algún tanto olvidadas lágrimas volvieron a sus ojos, y los suspiros y lamentos comenzaron de nuevo a herir los vientos, sin ser parte la discreción de su buena madre a consolalla. Voló el tiempo, y llegóse el punto del parto, y con tanto secreto, que aun no se osó fiar de la partera; usurpando este oficio la madre, dio a la luz del mundo un niño de los hermosos que pudieran imaginarse (Novelas ejemplares 2: 85).

Los otros dos alumbramientos son tan sorprendentes como inverosímiles: tanto Cornelia en La señora Cornelia como Feliciana de la Voz en el Persiles expulsan súbitamente de su cuerpo a sus criaturas cuando son sorprendidas y a punto de ser descubiertas. Ellas serán las protagonistas de los capítulos cuatro y seis, respectivamente.

Tanto La fuerza de la sangre como La ilustre fregona son objeto de análisis en el capítulo 1 de este estudio. 62

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Quisiera terminar con una cita que considero muy reveladora sobre la visión de la maternidad en la obra cervantina. En el pasaje de la Edad de Oro del Quijote, tal y como apuntó Ruth El Saffar, se nos da una imagen carnal y desgarrada de la maternidad a través de la caracterización de la Naturaleza como «nuestra primera madre» cuyas entrañas son rasgadas y abiertas por el arado: «Aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre» (I, 11, 122). Esta cita presenta una imagen truculenta de un cuerpo abierto como si de una cesárea se tratase, procedimiento que en la época de Cervantes no constituía una práctica médica viable pues, inevitablemente, suponía la muerte de la madre y con frecuencia del hijo. La alusión encubierta a la primera cesárea, aquella supuestamente ordenada por Nerón que ordenó abrir el vientre de su madre, y la elección de los términos «pesada reja», «corvo arado», «abrir las entrañas piadosas», «primera madre», ofrece una visión violenta de la agricultura caracterizada como una profanación de la naturaleza a la que se fuerza para que dé sus frutos. En suma, el tema de la maternidad en Cervantes tiene innumerables matices y facetas, pero podemos concluir que, más allá de la poca relevancia que las madres tienen en la ficción áurea, en la obra cervantina la figura de la madre presenta un grado de conf licto difícil de obviar. Cervantes se ocupa del tema de la maternidad desde diversos puntos de vista sin eludir su aspecto biológico y la disonancia con respecto al orden social. Como nos recuerdan Catherine Gallagher y Thomas Laqueur, «the human body itself has a history. Not only has it been perceived, interpreted, and represented differently in different epochs, but it has also been lived differently»63. Al final, en los textos cervantinos se nos cuenta una historia tan antigua como ignorada, la de cómo se percibe y se vive el cuerpo de las mujeres en la Modernidad Temprana. De esta manera, la maternidad no constituye un absoluto cuyo significado es universal e invariable sino un proceso biológico atado al cuerpo femenino, una experiencia individual a la que se le otorgan una serie de interpretaciones culturales, sociales, religiosas, morales y científicas que cambian a lo largo del tiempo y que a su vez definen la forma en la que se vive el ser madre.

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Gallagher y Laqueur, 1987, p. VII.

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Capítulo 4 «LA DONCELLA ENCERRADA EN EL ÁRBOL, DE QUIÉN ERA»: FELICIANA DE LA VOZ Y LAS TRAMPAS DE LA MATERNIDAD

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Anónimo, La Naturaleza en su forja (ilustración del Roman de la Rose (c. 1490-1500).

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Este capítulo analiza el episodio de Feliciana de la Voz en el Persiles desde el punto de vista de la maternidad. En esta historia, fundamental para la integridad de la obra, la maternidad de la protagonista se problematiza de una forma muy sugerente y nada obvia. Feliciana será un personaje tan humano como sublimado, además de desconcertantemente enigmático, cuyo retrato, engrandecido por la puesta en escena de su canto en Guadalupe, no deja ver claramente el profundo conf licto que vive con respecto a una maternidad que rechaza. En efecto, la experiencia de Feliciana como madre no puede ser más negativa y, desde ese fracaso, el texto explora el tema de la naturaleza, por un lado, y el de la cultura, por otro, mediante las convenciones de la honra y de un orden social en el que debe inscribirse la maternidad en toda la complejidad que la noción arrastra en los Siglos de Oro. El tema de este choque entre naturaleza y cultura se desarrolla en dos instancias principales. La primera se limitará al ámbito de la historia de los personajes, al drama de honor, al matrimonio no reconocido, al hijo abandonado, a la peregrinación poco sincera, pero bendecida por todos, a la canción prodigiosa, al desenlace casi sangriento y al perdón familiar. Aquí, naturaleza y cultura se enfrentan en la historia particular de Feliciana. La segunda instancia, sin embargo, traslada este conf licto a un ámbito más general. El haber elegido la zona geográfica concreta en la que discurre la acción, en la que hay, desde tiempos remotos, cultos conectados con lo femenino, se vincula con la naturaleza, la vida, la fertilidad y la tierra. En suma, contemplamos un espacio de lo natural que se opone al universo masculino de la violencia, el poder, las espadas, la sangre, la venganza, el dinero, las alianzas entre hombres, el linaje, el apellido, el contrato y hasta el matrimonio. El conf licto entre naturaleza y cultura es una forma de entender este episodio y los enigmas que presenta la maternidad frustrada de Feliciana.

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No obstante, mi lectura del episodio tiene como centro el parto de Feliciana de la Voz. En estas páginas me propongo indagar en cómo se desarrolla el tema del alumbramiento, sin obviar la dimensión física del parto. Atender a lo que pasa en el texto interpretando el asunto del nacimiento como lo que es en sí mismo nos ofrece una perspectiva que sorprende por su riqueza y por sus connotaciones con respecto a lo natural y a la idea de la maternidad en su dimensión biológica. En el episodio de Feliciana se presenta explícitamente un alumbramiento en el que traumáticamente se interrumpe la maternidad. De esta manera, la naturaleza se problematiza al ofuscarse el vínculo entre madre e hijo produciéndose la ruptura de una armonía afectiva que nunca será restaurada en el texto. El tratamiento de la maternidad como un proceso biológico en conf licto en el que se amenaza la conexión afectiva entre la madre y el hijo supone entender la naturaleza como algo imperfecto incapaz de garantizar dicho vínculo. En la historia de Feliciana, como se verá, se niega implícitamente la noción de la ‘fuerza de la sangre’ o el instinto atávico que presupone el percibir inequívocamente un lazo inalienable con el propio hijo. De alguna manera, la ilustración que abre este capítulo, «La naturaleza en su forja», expresa muy bien la disonancia entre lo puramente biológico y las expectativas creadas en torno a la subjetividad de lo maternal. El monasterio de la Virgen de Guadalupe y el episodio de Feliciana de la Voz Uno de los partos más significativos en la ficción cervantina tiene lugar en La ilustre fregona1. Una dama viuda y rica que, para mantener oculta su identidad, se hace llamar «la señora peregrina», aparece en el mesón toledano con un rico séquito de criados y doncellas. Van en peregrinación al monasterio de la Virgen de Guadalupe debido a la grave hidropesía que af lige a la señora. En realidad, su peregrinación tiene dos cometidos, pedir ayuda a la Virgen para que la ilumine en el difícil trance en que se encuentra y alejarse de la maledicencia de sus vecinos ocultando, con su ausencia, su estado. Como confiesa en secreto a los

La violación de ‘la señora peregrina’ y las circunstancias del parto de Costanza se analizan brevemente en el capítulo 1 del presente libro. 1

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venteros, está encinta a causa de una violación y con su viaje procura salvar el honor y el futuro de la criatura que nazca: los cielos me son testigos que sin culpa mía me hallo en el riguroso trance que ahora os diré. Yo estoy preñada, y tan cerca del parto que ya los dolores me van apretando [...] Por huir de los maliciosos ojos de mi tierra y porque esta hora no me tomase en ella, hice voto de ir a Nuestra Señora de Guadalupe; ella debe de haber sido servida que en vuestra casa me tome el parto; a vosotros está ahora el remediarme y acudirme (Novelas ejemplares 2: 187).

Sin marido, opta por ofrecerse a la Virgen y dar a luz, auxiliada por los venteros, a una preciosa niña: «Ni la madre se quejó en el parto ni la hija nació llorando: en todos había sosiego y silencio maravilloso, y tal cual convenía para el secreto de aquel extraño caso» (2: 188)2. El parir sin dolor era prueba de la pureza de María que concibió sin placer y como tal, semejante alumbramiento estaba reservado a la Virgen. Las circunstancias del parto de la señora peregrina entran dentro del dominio de lo extraordinario y apuntan a lo milagroso, según los parámetros de la época, lo que sería un indicio de la inocencia de la dama y de la hija 3. En efecto, quince años más tarde, el padre de Costanza, la niña nacida, confesará sin empacho la violación explicando sin rastro de empatía o arrepentimiento el estado de confusión en el que quedó la dama: «Finalmente, yo la gocé contra su voluntad y a pura fuerza mía. Ella, cansada, rendida y turbada, o no pudo o no quiso hablarme palabra, y yo, dejándola como atontada y suspensa, me volví a salir por los mismos pasos por donde había entrado» (2: 194). Es evidente que estamos ante un parto extraordinario, en el que el silencio de la madre y la hija en el alumbramiento se muestra como prodigio fuertemente enraizado con lo mariano. Más tarde, Costanza, la hija, será un dechado de perfección, modestia y humildad, virtudes 2 En este sentido, Christina Lee, 2005, p. 53, afirma: «The birth of Costanza is described as an extraordinarily one. It is characterized by the peace and quiet that pervades throughout the event. The mother gives birth without a midwife, makes no complaint, and the child does not cry, all of which evoke the Virgin’s painless delivery in popular Marian narratives». 3 En un gran porcentaje de los abundantes testimonios de partos milagrosos en las numerosas relaciones de los milagros de diversas imágenes sagradas o de vidas de santos, se destaca la falta de dolor como un signo de lo prodigioso.

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adornadas por el silencio. Así, se la describirá como una doncella que «trae un silencio pegado a las carnes» (2: 192), lo que recuerda la secreta y asombrosa quietud de su nacimiento4. También será un alumbramiento singular el de Feliciana de la Voz en el Persiles que, en un instante, «arroja a una criatura» sin que haya dolores ni trabajos del parto. En estos episodios la connotación mariana sirve de trasfondo al relato de dos alumbramientos singulares que suponen una transgresión social que pone en peligro el honor de las dos parturientas. Es importante señalar la existencia en la época de un intenso culto a advocaciones de la Virgen que destacaban la maternidad de María. Este será el caso de multitud de Vírgenes lactantes y encintas que serán veneradas y representadas mediante una iconografía en ocasiones muy explícita. Así, advocaciones como las de la Virgen de la expectación del parto, la Virgen de la O, la Virgen de la Esperanza, y una multitud de Vírgenes de la Leche van a ofrecer una visión de María que no esconde la dimensión biológica y corporal de su maternidad5. Las representaciones visuales de Vírgenes encintas irán cayendo en desuso a partir del siglo xviii y xix por considerarse de mal gusto y poco dignas, precisamente porque acentuaban abiertamente los rasgos del embarazo. Su culto, no obstante, estaba plenamente vigente en la Temprana Edad Moderna y, sin duda, en este fervor religioso inf luía la posibilidad de identificarse con María por parte de las mujeres cercanas al trance del alumbramiento6. Curiosamente, la devoción a estas representaciones Silvana Arena, 1999, p. 154, relaciona el silencio de la madre con el silencio de la hija: «la política de la madre alcanza al cuerpo de la hija en la medida en que ese cuerpo deviene en el espacio del ocultamiento el lugar privilegiado donde guardar el secreto». 5 María Cruz de Carlos Varona, 2006, p. 280, afirma que «La fiesta de la Expectación del Parto de la Virgen era una de las celebraciones más arraigadas en España y estaba especialmente vinculada a la diócesis de Toledo, pues la solemnidad fue instituida en el X Concilio Toledano en diciembre de 656. Desde finales del siglo xvi se celebraba en todas las diócesis españolas y se estableció como día de la festividad el 18 de diciembre». En otro trabajo, 2008, investiga el importante culto a la Virgen de la Expectación en Madrid en la primera mitad del xvii. 6 María Cruz de Carlos Varona en su investigación sobre el ritual del parto de las reinas de la casa de Austria en el Alcázar de Madrid, 2006, p. 281, afirma que una imagen de la Virgen de la Expectación hoy perdida presidía el oratorio de la reina. El inventario que se hizo post-mortem del ajuar de Isabel de Borbón describe a una Virgen embarazada mostrando al niño en una pequeña cavidad a 4

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de la Virgen, relacionadas con el nacimiento, coexiste plenamente con el culto de la Inmaculada, advocación que obvia completamente la dimensión física de la maternidad de María al contemplar su excepcionalidad por haber sido concebida sin pecado original7. Esto producirá interminables debates teológicos, manifestaciones populares y presiones del más alto nivel en Roma hasta que el dogma se apruebe a finales del siglo xix. La defensa de la Inmaculada Concepción de María será uno de los pilares de la política contrarreformista en la España de principios del xvii e irá acompañado de un fervor popular sin parangón reforzado por la omnipresencia de sus representaciones artísticas que inundarán la iconografía religiosa barroca8. En La ilustre fregona y en el pasaje de Feliciana en el Persiles se narran dos partos, fisiológicamente prodigiosos, que se salen del orden natural por su rapidez y sencillez, lo que contrasta con la situación angustiosa de las dos mujeres que han sido madres fuera del honorable estado matrimonial. En los dos casos, la Virgen de Guadalupe aparece fuertemente vinculada a estas madres mediante la visita de ambas al monasterio homónimo después de dar a luz. Isabel Lozano Renieblas señala que la historia de Feliciana de la Voz está orgánicamente enraizada en la región extremeña gracias a «la presencia de elementos localistas característicos de la zona como sería el caso de la elección del tema de la recién parida, tema vinculado a Extremadura gracias a la tradición milagrera de la Virgen de Guadalupe»9. No es casual,

la altura del vientre. Hay una talla muy similar en Castilleja de la Cuesta que fue comisionada por la camarera mayor de la reina, la condesa de Olivares. 7 Sobre la inf luencia en la contrarreforma del culto a la Inmaculada Concepción y la importancia de sus representaciones artísticas, ver el exhaustivo estudio de Hernández, 2019. 8 Alba Ibero, 1994, p. 112, con respecto a las representaciones artísticas de la Inmaculada en el Barroco español, sostiene que, aunque gran parte de los elementos con los que se la representa emanan directamente de la descripción del Apocalipsis, se omiten aquellas referencias visuales que tienen que ver con la reproducción biológica y el parto. De esta forma, se representa a una Virgen María adolescente sin que se evidencien los signos de su embarazo. 9 Isabel Lozano, 1998, p. 178. En la p. 179 cita como ejemplo la obra de Francisco de San Joseph en Historia universal de la primitiva y milagrosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe (1743, 215 y ss.), posterior a la de Gabriel Talavera, aunque basada en un manuscrito del xvi. Esta obra es rica en ejemplos de partos milagrosos gracias a la intercesión de la Virgen de Guadalupe.

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entonces, que Cervantes introduzca la presencia del culto a la Virgen de Guadalupe en los dos extraños partos10. Un libro de 1597 publicado en Toledo por Gabriel Talavera, Historia de nuestra Señora de Guadalupe, compila multitud de milagros y mercedes atribuidos a la Virgen de Guadalupe. Entre ellos recoge varios milagros relacionados con el auxilio sobrenatural prestado en partos difíciles11. 10 Fuera de la tradición milagrera de la Virgen de Guadalupe, esta advocación mariana fue muy relevante en los Siglos de Oro. Incidentalmente, la anónima Comedia de la soberana Virgen de Guadalupe, y sus milagros, y grandeças de España, publicada en 1617, ha sido atribuida insistentemente a Cervantes. Esta atribución ha sido rebatida con argumentos sólidos por José Montero Reguera. 11 Talavera, Historia de nuestra señora de Guadalupe. Por ejemplo, se cuenta cómo la condesa de Monteagudo está de parto y la criatura se presenta doblada por medio sin poder salir y sin que la matrona pudiera ayudarla. Testigo de los terribles dolores que su esposa sufría en un parto inviable, el conde promete visitar el monasterio de Guadalupe y hacer un donativo generoso y, tras este voto, de repente nace un niño sano mediante un parto sencillo y sin dolor quedando madre e hijo sanos y confortados después del trance: «Otro singular favor y beneficio recibió la condesa [de Monteagudo] de nuestra gran Señora. Estando de parto, comenzó a salir la criatura doblado el cuerpo por medio, con tan gran tormento y dolores que ni la comadre podía favorecerla sacando la criatura ni recogiéndola adentro. Viéndose en tan miserable estrecho, ya desconsolada de la vida, llegó el conde su marido y no estando la condesa para hacer oración según la fuerza de los dolores, la hizo él diciendo con muchas lágrimas y crecida confianza: “Poderosa reina, Señora Santísima de Guadalupe, yo prometo a vuestra majestad, si os apiadáis de la Condesa y la libráis, de llevarla a vuestro santuario y ofreceros en él cantidad de plata”. Hecha la promesa, le sobrevino otro dolor y con él parió un hijo sano y sin lesión algunas, con gran maravilla de los presentes» (fol. 274r-v). Otro milagro atestigua cómo la esposa de un capitán de barco portugués después de ser salvados una primera vez por la Virgen de Guadalupe de un espantoso naufragio se pone de parto y los dolores son tales que la mujer queda a las puertas de la muerte después del alumbramiento declarando los médicos que no se podía hacer nada por salvarla. El marido le pide en una oración muy sentida a la Virgen de Guadalupe por su vida y esta la salva justo antes de expirar quedando la mujer completamente recuperada y repuesta: «Estando la mujer de este capitán portugués con recísimos dolores de parto, fue tanto lo que le apretaron que la pusieron en lo último de la vida. Después de haber parido quedó tal y con tales señales, que todos los médicos juzgaron que no viviría. El piadoso marido viendo que ya los remedios humanos se daban por vencidos, acudió a nuestra Señora y, puesto de rodillas, le dijo con muchas lágrimas: “Virgen santísima de Guadalupe, suplico a vuestra majestad uséis de vuestra misericordia con mi mujer […]”. Fueron tan poderosas estas palabras y fervorosa oración, que comenzó a volver en sí la

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No en vano, cuando los peregrinos acompañados de Feliciana entran en el santuario de la Virgen de Guadalupe, no se fijan ni en la apabullante arquitectura ni en las obras de arte, sino en los miles y miles de exvotos que cubren los muros del templo y que se erigen como un monumento formidable al cuerpo y sus miserias, al dolor y su alivio y al triunfo de la esperanza sobre los límites de lo biológico: Entraron en su templo, y donde pensaron hallar por sus paredes pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos después de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, ya sanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordia de la Madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugar hace campear a su benditísimo Hijo con el escuadrón de sus infinitas misericordias. que estaba ya casi muerta y sanó con grandísima brevedad. Reconocidos él y ella a tal favor, vinieron luego a agradecerle en este santuario» (fol. 277r-v). Hay más casos prodigiosos, como el de un parto en el que la criatura venía doblada y además era de gran tamaño, por lo que no se podía hacer nada para provocar el alumbramiento. Los médicos debaten si sacar a la criatura en pedazos para salvar a la madre o dejarla morir entre espantosos dolores. Se piden, in extremis, reliquias de la Virgen que, puestas en el vientre de la parturienta, provocan un parto instantáneo tras el que el niño y la madre se encuentran perfectamente. El protomédico del rey, un tal doctor Moreno, es testigo de este alumbramiento y certifica su carácter milagroso: “Estando muy af ligida de dolores de parto en este pueblo su mujer del famoso Gregorio López, llamaron los médicos y, viendo que estaba peligrosísima, trataron que se sacase a pedazos la criatura pareciéndoles (lo uno por ser muy grande, lo otro por salir doblada) era forzoso salir hecha pedazos o que se muriese la pobre madre. Viendo pues más de veinticuatro horas que estaba padeciendo la noble madrina, acogiéronse en tan miserable estrecho al manantial de continuas misericordias y pidieron algunas reliquias de la imagen santísima. Trajeron el cíngulo y poniéndosele la que padecía con mucha fe y devoción, fue tan maravilloso el efecto que hizo que parió al punto (sin que se dilatase el buen suceso una Ave María) tan sana, entera y grande la criatura que parecía ya de cuatro meses quedando muy buena su madre”. [Fue el doctor Moreno, protomédico del rey, testigo del suceso milagroso]» (fols. 304v-305r). Otros ejemplos abundan, tales como el de una madre que en Puerto Rico da a luz durante un huracán y el viento arranca al niño de los brazos de una criada cuando intentan resguardarlo. La Virgen concede que el recién nacido aparezca la mañana siguiente a una distancia de varias calles sin daño alguno (fols. 303v-304r).

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De tal manera hizo aprehensión estos milagrosos adornos en los corazones de los devotos peregrinos, que volvieron los ojos a todas las partes del templo, y les parecía ver venir por el aire volando los cautivos envueltos en sus cadenas a colgarlas de las santas murallas, y a los enfermos arrastrar las muletas, y a los muertos mortajas, buscando lugar donde ponerlas, porque ya en el sacro templo no cabían. (III, 5, 471-472)

Gracias a esta impresionante presentación del monasterio de Guadalupe, el episodio de Feliciana de la Voz no solo pertenece a este grupo de narraciones que presentan el tema del parto de forma consistentemente problemática, sino que también se inscribe en una poética del cuerpo que nos cuenta el inicio y el fin de la vida —el nacimiento, la enfermedad y la muerte— en el marco de un monasterio mariano que, lejos de sublimar y negar una visión de la existencia exenta de las ataduras de lo biológico, explora los límites de lo natural sin ambigüedad y nos plantea la maternidad sin eludir el conf licto entre naturaleza y cultura. Como veremos más adelante, Feliciana, la madre enajenada que ha dejado atrás a su hijo para hacerse peregrina huyendo de la sangrienta represalia de su padre y hermanos, se transfigura al entrar en el templo mariano en un ser liminal y deshumanizado en su perfección arquetípica que imita las imágenes religiosas que pueblan los templos. En este espacio sagrado se obvia por un instante a la Feliciana mujer para dar paso a una escena en la que la muchacha se convierte en prodigio ella misma, no solo por su voz, sino porque todo su cuerpo se transforma en una especie de estatua, de instrumento inmóvil del que f luyen lágrimas sin que su rostro y su cuerpo den señal de «ser viva criatura». Los peregrinos, en su camino a Guadalupe, se sobrecogen en un primer momento por el paisaje montañoso en el que se alza el monasterio para después, impresionados por la cantidad de exvotos en las paredes, imaginar un baile aéreo de cadenas, mortajas y muletas llevadas por los espíritus de aquellos que dejaron rastros de sus padecimientos corporales en las paredes del templo. Sin embargo, el clímax de su admiración llega con la transformación de Feliciana. Inesperadamente, la frágil niña-madre se transforma en un ser formidable cuya voz extraordinaria viene acompañada de un cuerpo sin movimiento, inerte, que llora y suena como si fuera un objeto prodigioso. De esta forma Feliciana, en cierta manera, se suma a los recuerdos de cuerpos dolientes, a los ojos, brazos y figuras de cera que configuran los exvotos

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colgados de las paredes. En este instante el cuerpo de Feliciana se convierte en el testimonio de un milagro más, el milagro de su voz y el del perdón que está a punto de suceder afuera del templo: Pero lo que más es de ponderar fue que, puesta de hinojos, y las manos puestas y junto al pecho, la hermosa Feliciana de la Voz, lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin mover los labios ni hacer otra demostración ni movimiento que diese señal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos y levantó el corazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria (los cuales dio después por escrito), con que suspendió los sentidos de cuantos la escuchaban (III, 5, 472-473).

El episodio de Feliciana es profundamente enigmático. Por todo ello, es tal vez uno de los mejores pasajes de Cervantes. La esencia poliédrica de estos capítulos lleva a interpretar este pasaje y a su protagonista, Feliciana, como una suma de connotaciones religiosas, culturales, ideológicas y simbólicas no siempre exenta de contradicciones, lo que convierte este relato en un nudo de significaciones y sugerencias. La complejidad del episodio en general, y de su protagonista en particular, obligan a que la interpretación del pasaje se abra a una multitud de posibilidades. Poéticamente, el texto de Feliciana supera en mucho la presupuesta ambigüedad cervantina y, en cambio, exhibe un estilo abierto y maduro que experimenta con un relato construido a base de innumerables superposiciones de temas, referencias, connotaciones, alusiones y lecturas. Situado en el centro de la novela (III, 2-5), este pasaje representa, tal vez como ningún otro, el proyecto literario y estético de Cervantes en el Persiles. Críticos como Joaquín Casalduero, Alban Forcione, Isabel Lozano Renieblas, Aurora Egido, Diana de Armas Wilson, Patrizia Micozzi, B. W. Ife, Michael Nerlich, Ruth El Saffar, William Childers, Michael Armstrong-Roche, Bradley Nelson, Sonia Velázquez y Rachel Schmidt, entre otros, han analizado este pasaje en distintas claves, algunas de gran calado crítico. Así, la historia de Feliciana de la Voz se ha interpretado numerosas veces desde la lectura religiosa, principalmente con respecto a diferentes aspectos de la devoción mariana, o como comentario a los ideales contrarreformistas. Otras lecturas, entre muchas, inciden en los ecos de la conquista americana presentes en el episodio, las raíces históricas del culto a la Virgen de Guadalupe en combinación con la historia de España y la Reconquista, la relación

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del episodio con la emblemática, y la capacidad moralizante de la historia dentro de la poética de la obra. Esta breve e incompleta lista de interpretaciones es prueba de la riqueza y complejidad del pasaje, pues, en efecto, todas estas aproximaciones hermenéuticas no solo no son excluyentes entre sí, sino que entran en un diálogo crítico que contribuye al esclarecimiento de los sentidos del texto12. El episodio de Feliciana de la Voz: resumen de su trama Feliciana de la Voz, una doncella huérfana de 16 o 17 años, hija de un hombre principal, más noble que adinerado, de un lugar de Extremadura próximo a Trujillo, tiene dos pretendientes, ambos nobles y prósperos, pero en diferente grado13. Rosanio, que es el que ella ama, es más rico y menos noble que Luis Antonio, el elegido por su padre y hermanos que, como la familia de Feliciana, cuenta con menos riqueza y mayor nobleza. Feliciana se entregó en secreto a Rosanio, quedando encinta sin que su familia lo advirtiera: «Destas juntas y destos hurtos amorosos se acortó mi vestido y creció mi infamia» (III, 3, 454). Sin consultarla antes, su padre decide casarla con Luis Antonio y, de forma imprevista, una noche le pide que se arregle mientras todos esperan en la sala para hacer los desposorios. Asustada, y habiendo salido de cuentas hacía dos días, da a luz a un niño en un parto prodigioso por su rapidez: «dando un gran suspiro, arrojé una criatura en el suelo, cuyo nunca visto caso suspendió a mi doncella, y a mí me cegó el discurso» (III, 3, 455). El niño llora, el padre de Feliciana adivina lo que ha pasado y sigue el rastro del llanto con la espada desenvainada. Feliciana, desentendiéndose completamente del hijo que acaba de parir, huye por una escalera de caracol y corre por el campo para salvar su vida. De forma simultánea, su criada envuelve a la criatura y se la da a Rosanio, el padre del recién nacido, que, como cada noche, espera en el jardín a su enamorada sin saber nada del parto o de los esponsales planeados por el padre de Feliciana. Sin encontrarse Armstrong-Roche, 2009, pp. 230-231, resume la recepción crítica del personaje de Feliciana, especialmente aquellas interpretaciones que resaltan su condición mítica gracias a los arquetipos de Mirra, Eva, Venus o la Madre de Dios. 13 La historia de Feliciana se cuenta in medias res, cuando la muchacha aparece en el hato de los pastores. Sigo el orden cronológico de los eventos y no el de la narración en este breve resumen de la trama. 12

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entre sí, huyen cada uno por su cuenta: Rosanio a caballo con el recién nacido y Feliciana a pie, ajena a la suerte de su hijo. Los lectores sabremos después todo lo narrado hasta ahora, cuando Feliciana cuente sus desdichas a los peregrinos. El relato de Feliciana comienza en el capítulo 2 del tercer libro con los peregrinos caminando en una oscura noche en el momento en que son sorprendidos por un jinete que les encomienda un niño y una cadena de oro de más de doscientos escudos diciendo que entreguen la criatura en Trujillo a Francisco Pizarro o Juan de Orellana. Perseguido por sus enemigos, pide que si quienes lo buscan preguntan por él digan que no lo han visto añadiendo que el niño no está bautizado. Cuando los viajeros alcanzan una majada de pastores con el recién nacido, llega también una doncella semidesnuda y llorosa, Feliciana de la Voz, que pide que la escondan y le den sustento. Un pastor caritativo prepara con pieles de cabras y ovejas un lecho en el tronco hueco de una encina y lo tapa con más pieles. Antes de esconderla, la alimenta con sopas de leche de cabra. A su vez, el niño es alimentado con la misma leche de cabra y es llevado con la hermana del pastor a una aldea vecina para que esta lo amamante. «Preñada estaba la encina (digámoslo así); preñadas estaban las nubes» (III, 3, 451), escribe Cervantes para contarnos que Feliciana renace cuando sale de la encina, repuestas sus fuerzas por la mañana. Es entonces cuando Feliciana cuenta la historia de sus amores ilícitos con Rosanio, su abrupto parto y su huida. Todos los oyentes deducen que el recién nacido es el hijo perdido de Feliciana y la hermana del pastor lo trae de vuelta. Sin embargo y a pesar de todos los indicios, Feliciana no lo reconoce y decide hacerse peregrina para escapar de su deshonra y de los peligros que la acechan. Preguntada por su sobrenombre «de la Voz», dice que es dueña de «la mejor voz del mundo» (III, 4, 462), lo que crea en los peregrinos deseos de escucharla cantar. Feliciana, en un principio, retrasa el momento de su canto por la tristeza que siente y, poco después —aunque confiesa sentirse más alegre—, por una cuestión de decoro. Días más tarde se encuentran con la hermana del pastor que corrobora que el niño que ha dejado en Trujillo es el hijo de Feliciana y de Rosanio. No obstante, Feliciana persiste en su deseo de ser peregrina dejando atrás, aparentemente sin mucho sufrimiento, a su hijo y a Rosanio. Con el grupo de peregrinos llega al monasterio de Guadalupe donde canta con una voz prodigiosa una oración a la Virgen por lo que es descubierta por su padre y su hermano que entran en el templo en ese instante.

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Su hermano decide asesinarla allí mismo, pero su padre le pide que lo hagan fuera por respeto al lugar sagrado. Ante la presencia de todos es sacada a la fuerza a la calle con el propósito de matarla, lo que es impedido por la justicia hasta que se averigüe el caso. La gente se agolpa en la puerta del templo y, en medio de una escena de gritos, amenazas y violencia, llega Rosanio a tiempo para pedirla a su padre y declararse su esposo, acompañado de seis caballeros principales. Gracias a la intercesión de don Francisco Pizarro y de don Juan de Orellana, que dan fe de la nobleza y calidad de Rosanio, el nuevo matrimonio es aceptado, lo que merece tres días de celebraciones y regocijo tras los cuales mandan traer al recién nacido. Antes, los caballeros dicen que el niño es igual que el hermano de Feliciana por lo que, con el parecido, se refuerza la aceptación en el clan de este nuevo miembro. Por último, la criatura será reconocida muy emotivamente por el abuelo en una anagnórisis que nunca se producirá entre madre e hijo. Curiosamente, al final de este episodio, el niño sigue sin nombre y sin bautizar. Comienzo IN MEDIAS RES: la naturaleza como espacio utópico El orden seguido por Cervantes reordena los eventos cronológicos en una secuencia narrativa diferente cuyo inicio, con tres situaciones que se desenvuelven simultáneamente, es sencillamente magistral. El episodio de Feliciana comienza en medias res con una escena llena de tensión (III, 2). La historia de la muchacha extremeña se introduce en el texto desde el desconcierto y la aprensión de los peregrinos. Después de haber dejado Badajoz, los viajeros se dirigen al monasterio de Guadalupe y, tras tres días de camino, ya de noche, divisan a lo lejos la lumbre de una majada de pastores. Se adentran en un bosque donde la oscuridad es absoluta cuando oyen un caballo al galope. Todos quedan suspendidos y en estado de alerta. apenas habían entrado por el bosque doscientos pasos, cuando se cerró la noche con tanta escuridad que los detuvo y les hizo mirar atentamente la lumbre de los boyeros, porque su resplandor les sirviese de norte para no errar el camino. Las tinieblas de la noche y un ruido que sintieron les detuvo el paso y hizo que Antonio el mozo se apercibiese de su arco, perpetuo compañero suyo. Llegó en esto un hombre a caballo, cuyo rostro no vieron (III, 2, 448).

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«Cerró la noche», «Tanta escuridad que los detuvo», «no errar el camino», «las tinieblas de la noche y un ruido que sintieron» son los sintagmas que preceden a la interacción con el misterioso jinete al que volveremos después. Tras ese desconcertante instante, los peregrinos se encuentran en medio de un bosque sobrecogidos por el encuentro y, con un frágil recién nacido al que tienen que alimentar. El narrador se detiene en describir el estado de ánimo de cada uno de los caminantes antes de llegar a la majada de los pastores «a costa de muchos tropiezos y caídas»: Veis aquí a nuestros peregrinos: a Ricla, con la criatura en los brazos; a Periandro, con la cadena al cuello; a Antonio el mozo, sin dejar de tener f lechado el arco y, al padre, en postura de desenvainar el estoque que de bordón le servía; y a Auristela, confusa y atónita del estraño suceso y, a todos juntos, admirados del estraño acontecimiento. [...] apenas llegaron a la majada de los pastores, a costa de muchos tropiezos y caídas, cuando, antes que los peregrinos les preguntasen si eran servidos de darles alojamiento aquella noche, llegó a la majada una mujer llorando [...] (III, 2, 449).

Oscuridad, miedo, anticipación de peligros, y las caídas y tropiezos de un grupo de peregrinos que, súbitamente, tienen que proteger a un recién nacido: así comienza la historia de Feliciana en el Persiles. Periandro, Auristela y sus compañeros serán el vector mediante el cual se inserta el episodio de Feliciana en el texto. Primero con su encuentro con Rosanio, después con el rescate del niño, y poco después con el encuentro con Feliciana, el grupo de peregrinos enlazará a los distintos actores de la historia para, a continuación, acompañar a Feliciana en su huida y ser testigos de su perdón. La función del «hermoso escuadrón», tal y como son nombrados repetidas veces, será la de acompañar, escuchar y presenciar el desarrollo de la aventura de Feliciana desde que esta llega a la majada de los pastores hasta las celebraciones finales, tras la resolución del conf licto de honra. En ningún momento los peregrinos tendrán un protagonismo determinante en los acontecimientos y el desenlace de la historia de Feliciana. Sin embargo, la presencia coral del grupo que acompaña, asiste, apoya y, sobre todo, observa y escucha, será determinante en el desarrollo literario del episodio. Más allá de ser testigos de la historia de Feliciana, desde el punto de vista de la percepción, el grupo de peregrinos, que es el vínculo real del lector con el texto que se ancla en sus peripecias,

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será el filtro a través del cual se ve, se escucha y se siente en este episodio. Feliciana está blindada por la voz narrativa que interpreta más de la cuenta sus reacciones, sentimientos y estados de ánimo, aunque el narrador sea admirablemente neutral en cuanto a consideraciones de tipo ético y nunca juzgue al personaje. Por otra parte, el episodio de Feliciana es un buen ejemplo del fenómeno del ‘testigo’, según el cual, algunos personajes comunican a través de sus reacciones un tipo de información mucho más inmediata y genuina de lo que ningún narrador omnisciente puede llegar a conseguir. No obstante, como ya se ha dicho, la historia comienza con la perturbadora aparición de Rosanio en medio de la noche. Este jinete sin nombre, al que la oscuridad no deja ver el rostro, entrega a los peregrinos una rica cadena de oro y una criatura nacida esa misma noche: «Tomad —dijo, pues, el caballero—, tomad, señores, esta cadena de oro, que debe de valer doscientos escudos, y tomad asimismo esta prenda, que no debe de tener precio (a lo menos, yo no se le hallo)» (III, 2, 448). Además, les da instrucciones para que el niño sea entregado en Trujillo a dos caballeros cuyos nombres evocan fuertemente la conquista americana «darle heis en la ciudad de Trujillo a uno de dos caballeros que en ella y en todo el mundo son bien conocidos. Llámase el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana; ambos mozos, ambos libres, ambos ricos y ambos en todo estremo» (III, 2, 448)14. El desconocido jinete sigue adelante con lo que ya parecen más órdenes que ruegos, instando a los peregrinos a que mientan por él, primero pidiéndoles que digan que no lo han visto, y después pidiéndoles que digan que han visto a un grupo que iba a Portugal: «Y perdonadme, que mis enemigos me siguen. Los cuales, si aquí llegaren y preguntaren si me habéis visto, diréis que no, pues os importa poco el decir esto, o, si ya os pareciere mejor, decid que por aquí pasaron tres o cuatro hombres de a caballo que iban diciendo: “¡A Portugal, a Portugal!”» (III, 2, 449). Inmediatamente, huye al galope para regresar en un instante y decir simplemente, «No está bautizado» (III, 2, 449).

Hay una abundante documentación sobre la existencia histórica de Juan de Orellana y Francisco Pizarro y su vinculación con Cervantes. Isabel Lozano Renieblas, 1998, p. 177, ofrece un completo repaso por la historia crítica de esta línea de investigación histórica. No obstante, para los lectores de la época, es indudable que la elección de estos nombres y la ubicación extremeña poseía evidentes connotaciones con la conquista americana. 14

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Poco después, Feliciana llega al hato de los pastores al mismo tiempo que los peregrinos. Sin embargo, es ella la primera en pedir ayuda a los pastores ante la mirada de los peregrinos que, recordemos, llevan con ellos a un recién nacido que también necesita calor y alimento. Los pastores tienen que atender con urgencia las necesidades de madre e hijo que han llegado de forma separada y que, inexplicablemente, no van a encontrarse hasta bastante después. Cervantes nos presenta ante un momento de suma urgencia en el que se muestra el cuerpo debilitado y a punto de desfallecer de la que será la protagonista de esta historia. llegó a la majada una mujer llorando, triste, pero no reciamente, porque mostraba en sus gemidos que se esforzaba a no dejar salir la voz del pecho. Venía medio desnuda, pero las ropas que la cubrían eran de rica y principal persona. La lumbre y luz de las hogueras, a pesar de la diligencia que ella hacía para encubrirse el rostro, la descubrieron, y vieron ser tan hermosa como niña y tan niña como hermosa, puesto que Ricla, que sabía más de edades, la juzgó por de diez y seis a diez y siete años (III, 2, 449-450).

La presentación de Feliciana comienza con la imagen de una mujer que llora y termina con la de una niña hermosa. Como veremos, Feliciana va a ser tratada en el texto como una doncella, la heroína de su historia, y nunca como madre. Esta primera frase de presentación deja claro el diseño del personaje en el que la maternidad no va a ser una condición permanente que defina la identidad de la muchacha, sino que, por el contrario, dicha maternidad va a ser tratada como una circunstancia accidental que pone honra y vida en riesgo. La presentación de Feliciana será la de una adolescente medio desnuda, y medio silenciosa. Ambas carencias, de ropa y de voz van a dejar entrever su riqueza y principalidad, por una parte, y por otra, su af licción y desconsuelo, que intenta disimular sin conseguirlo: «mostraba en sus gemidos que se esforzaba a no dejar salir la voz del pecho». Este sentido de decoro es, a su vez, coherente con las ricas ropas. Así, su media desnudez, sus ahogados gemidos y su soledad en medio de la noche pondrán al lector en un estado de anticipación ante lo que se adivina como la amenaza de un grave peligro. Al contrario de Rosanio, el desamparo de Feliciana es absoluto. Desde el primer momento el relato cervantino va a establecer una

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distinción entre el ámbito de los varones y el de las mujeres frente a un conf licto de honra que ambos encaran. Los dos jóvenes huyen por separado para salvar su vida tras el súbito alumbramiento. Rosanio aparece desde la imponente altura de un caballo dirigiéndose a un grupo de viajeros asustados en medio de la noche. Aunque es él el que está en apuros, la primera impresión es la contraria, tal y como atestigua la turbación de los peregrinos. Rosanio será imperioso en sus instrucciones a los peregrinos y ni siquiera contempla la posibilidad de una negativa a sus peticiones. Escudado en la dádiva de una valiosa cadena de oro, parece pagar unos servicios que no son sino un inmenso favor que, para el grupo de desconocidos, implica asumir unos riesgos ignotos para salvar la vida de una frágil y pequeñísima criatura. Rosanio tampoco tiene nombre y rostro, ensombrecido por la oscuridad. Al mismo tiempo, Feliciana, en otra parte del valle, intenta ocultar el suyo, sin conseguirlo, al llegar a la majada de los pastores cuyas hogueras alumbran su figura. A Rosanio su caballo le proporciona ligereza y velocidad. Ella, semidesnuda y desfallecida, después de haber dado a luz, camina penosamente hasta llegar al hato de pastores. Uno huye y la otra se esconde después de haber andado lo justo para no desmayarse. Son dos cuerpos que se desenvuelven de forma muy distinta. En el caso de él, hay un sentido de su propia autoridad, además de un caballo, una cadena de oro, unos contactos poderosos, y hasta una estrategia para desviar a sus enemigos:«¡A Portugal, a Portugal!» (III, 2, 449). Por el contrario, en el caso de Feliciana el desamparo es completo: ni fuerzas, ni hijo, ni oro, ni caballo, ni plan, ni conocidos poderosos. Cuando la semidesnuda muchacha habla por primera vez, el lector encuentra a una mujer/niña al límite de sus energías físicas, completamente a merced de la naturaleza que la acoge, lo que, en cierta manera, la iguala al hijo que los peregrinos protegen sin que ella lo sepa. En apenas dos páginas el lector ha sido iniciado en la historia desde tres perspectivas marcadas por personajes diferentes: primero, a través del desconcierto de los peregrinos, segundo, con la intempestiva irrupción de Rosanio, y tercero, con la aparición de Feliciana, medio desnuda y conteniendo las lágrimas. Tan solo entonces, cuando el lector ya está anticipando un relato que cumpla con las expectativas creadas, su protagonista, Feliciana, en el ámbito seguro y protector de la majada de los pastores, habla por primera vez.

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Preguntáronle los pastores si la seguía alguien o si tenía otra necesidad que pidiese presto remedio; a lo que respondió la dolorosa muchacha: —Lo primero, señores, que habéis de hacer es ponerme debajo de la tierra; quiero decir, que me encubráis de modo que no me halle quien me buscare. Lo segundo, que me deis algún sustento, porque desmayos me van acabando la vida (III, 2, 450).

Necesidad, presto remedio, dolorosa muchacha, ponerse debajo de la tierra, desmayos, sustento: el campo semántico de todos estos términos se refiere al cuerpo, a lo biológico, a la urgencia de lo físico, a los mimbres que sostienen la vida y a los que hay que atender. También, en la primera frase que Feliciana pronuncia, pide que la pongan debajo de la tierra, eligiendo el siniestro término ‘enterrar’ como sinónimo de encubrir. Al día siguiente, tras pasar la noche en el hueco de la encina reponiendo fuerzas, su relato se invadirá de referencias a la muerte. Después, al hacerse peregrina, confesará que tomó esa determinación «por volver las espaldas a la tierra donde quedaba enterrada su honra» (III, 4, 461). Además de las alusiones a la muerte, enterrar sugiere sembrar, es el paso previo del renacer tal y como ocurrirá con Feliciana después de la noche en la encina. En efecto, un pastor viejo «aguijando con presteza a un hueco de un árbol que en una valiente encina se hacía, puso en él algunas pieles de ovejas y cabras [...] hizo un modo de lecho, bastante por entonces a suplir aquella necesidad precisa; tomó luego a la mujer en los brazos y encerróla en el hueco, adonde le dio lo que pudo, que fueron sopas en leche» (III, 2, 450). Inmediatamente después, Ricla le pide al pastor que socorra al recién nacido que lleva en brazos «antes que perezca de hambre» (III, 2, 450). Evidentemente, aunque todos comprenden que Feliciana es la madre del recién nacido, nadie osa interrumpir su descanso en la encina salvo el pastor que la vela y está pendiente de sus necesidades. Este pasaje hermana a madre e hijo situando a Feliciana en una especie de limbo en el que su cuerpo se restaura. Feliciana es llevada en brazos a una cama/cuna donde es arropada y alimentada con la misma leche de cabra con la que remedian a su criatura. Mucho se ha escrito sobre el renacer de Feliciana, pero más que un renacer se trataría de un reinicio, ya que esta acogida de la naturaleza deshace su traumática maternidad casi milagrosamente hasta que se solucione el conf licto de honra que amenaza su vida. Tras la confesión de su historia, Feliciana se comportará más como doncella que como madre. De alguna manera, al

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día siguiente, su maternidad se habrá transformado en una maternidad casi reversible. Significativamente, no ha habido jamás contacto alguno entre madre e hijo, ni siquiera tras el nacimiento, y por la mañana, cuando Feliciana cuenta su historia, el recién nacido ya está fuera del campamento de los pastores. La fantasía escapista de que su maternidad sea una suerte de accidente transitorio subyace en su actitud de desentenderse del destino del niño al que no busca y que, de alguna forma, es consentida por el grupo de pastores y peregrinos, lo que se hará más evidente cuando, pasado un tiempo, le presenten al hijo que ella rechaza a pesar de que todos entienden que el recién nacido no puede ser otro más que su hijo. No en vano, el capítulo 3 se titula «La doncella encerrada en el árbol: de quién era» para continuar con la primera línea: «Preñada estaba la encina (digámoslo así); preñadas estaban las nubes» (III, 3, 451). En dos frases se presenta un oxímoron que resume la tensión del destino de Feliciana: doncellez y maternidad, así como una identificación de la naturaleza con la protagonista a la cual convierte en hija y a quien ampara en una encina de la que resurge con sus fuerzas intactas. Tras la noche, Feliciana comienza una nueva etapa en la cual intenta dejar atrás su deshonra, su hijo y la venganza de los suyos. Después de haber recuperado fuerzas, Feliciana cuenta las circunstancias que la llevaron la noche anterior a pedir ayuda. Cuando relata la historia de sus amores con Rosanio y las circunstancias del alumbramiento de su hijo, se centra exclusivamente en los pormenores de su deshonra. Su obsesión va a ser ocultarla, escapar de ella. No en vano su relato a los peregrinos comienza así: «Puesto, señores, que, en lo que deciros quiero, tengo de descubrir faltas que me han de hacer perder el crédito de honrada» (III, 3, 453). Ya en la primera frase de su historia usa la palabra descubrir, y como veremos, su versión de la maternidad consistirá en cubrir, encubrir y esconder comenzando por su embarazo que es percibido por ella como un estado en el cual su cuerpo guarda un secreto y oculta a un hijo que, una vez nacido, va a delatarla. Feliciana advierte que el relato de su historia trae consigo hacer públicas sus propias faltas y perder el crédito de honrada en un ejercicio de sinceridad que la expone al juicio de los peregrinos, a quienes no conoce. Sin embargo, en la majada de los pastores, y en compañía de los peregrinos, Feliciana suspende su juicio hacia sí misma y deja a un lado la vergüenza de sus

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«faltas»15. Podría argüirse que el espacio natural en el que ingresa en su huida es un espacio intermedio en el que los prejuicios sociales sobre su honestidad se suspenden. En el campamento de los pastores, reconfortada por la seguridad y calidez de la encina y nutrida con la leche de las cabras, Feliciana es acogida en un ámbito que representa una visión de lo natural en el que la reparación del cuerpo, la supervivencia, el ímpetu de lo biológico y la pulsión de la vida convierten en baladíes las tribulaciones de la honra y los desvíos de la conducta. El parto A Feliciana le sobreviene el parto de forma súbita cuando su padre le pide que se arregle para ser desposada con Luis Antonio. Su forma de contar el alumbramiento de su hijo la noche anterior recurre a imágenes y a alusiones a la muerte que nada tienen que ver con el peligroso trance del alumbramiento sino con la certeza de un castigo mortal infringido por su padre y hermanos si es descubierta. Dos días había que había entrado en los términos que la naturaleza pide en los partos y, con el sobresalto y no esperada nueva, quedé como muerta y, diciendo entraba a aderezarme a mi aposento, me arrojé en los brazos de una mi doncella, depositaria de mis secretos, a quien dije, hechos fuentes mis ojos: «¡Ay, Leonora mía y cómo creo que es llegado el fin de mis días! Luis Antonio está en esa antesala, esperando que yo salga a darle la mano de esposa. Mira tú qué trance riguroso, y la más apretada ocasión en que pueda verse una mujer desdichada. Pásame, hermana mía, si tienes con qué, este pecho; salga primero mi alma destas carnes que no la desvergüenza de mi atrevimiento. ¡Ay, amiga, que me muero, que se me acaba la vida!» (III, 3, 455). Armstrong-Roche, 2017, p. 31, explora cómo la propia Feliciana, al contar su historia, siembra dudas sobre las motivaciones y la veracidad de su relato: «Feliciana no es ajena a dramatizarse [...]; da a entender que su testimonio es selectivo; y su versión de la historia trasluce posibles motivos sospechosos. Empieza contando su historia como si fuera una conseja sobre un innominado “hidalgo rico” (su escogido, Rosanio) y otro innominado “mancebo noble” rival (el preferido de su padre, Luis Antonio) [...]. Pero Cervantes aprovecha el rasgo para dejar entrever o bien posibles motivos sospechosos, o bien el parecer del padre, o bien ambas cosas a la vez (por ejemplo, Feliciana declara “me di por esposa al rico”, no “me di por esposa al amado” o “al bueno”». 15

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Las palabras de Feliciana anticipan la idea de su propia muerte: «Quedé como muerta», «creo que es llegado el fin de mis días» y «trance riguroso», para terminar pidiendo a su doncella que le atraviese el pecho «si tienes con qué». Justo antes de alumbrar al niño pronuncia estas palabras:«¡Ay, amiga, que me muero, que se me acaba la vida!», acuciada por un dolor en el que se confunde la última y violenta contracción antes del alumbramiento con el pavor más absoluto al entender que su secreto, el embarazo, ya no está oculto en su cuerpo, sino fuera de él: «salga primero mi alma destas carnes que no la desvergüenza de mi atrevimiento». Así, se refiere abiertamente a la criatura que está a punto de parir como «la desvergüenza de mi atrevimiento». Al explicar que las visitas clandestinas de Rosanio traen como consecuencia su embarazo, Feliciana lo expresa diciendo «creció mi infamia» después de «se acortó mi vestido». Sin ambages se refiere al hijo que espera como un signo infamante que causa su ruina. El hijo es visto como un elemento extraño hacia el que no hay emoción, apego y, mucho menos, amor. Es muy interesante cómo, de alguna manera, Feliciana no considera que su maternidad y deshonra ocurran hasta el momento del parto. Es como si, desde su subjetividad, su embarazo no hubiera sido registrado como real y que el nacimiento del hijo supusiera una realidad trágica y nueva. En ese momento, Feliciana sabe que va a ser asesinada por los suyos en cuanto sepan de la existencia del niño. Al pedirle a su criada que la mate justo antes de dar a luz concibe la fantasía absurda de morir honrada guardando su secreto, enterrando al hijo en sus entrañas sin que nadie sepa de su transgresión tras su muerte. En su relato, el hijo se despersonaliza para convertirse en una prueba infamante que la condena. Feliciana, a punto de dar a luz, manifiesta el anhelo de un cuerpo hermético y mudo que no la delate. Con una notable frialdad hacia su maternidad inminente, Feliciana intuye que el niño como ser autónomo es incompatible con su vida. Tan solo puede existir desde la negación, como parte indistinguible del cuerpo de su madre. Desde el comienzo del episodio, personajes y narrador se referirán al niño como criatura hasta bastante más tarde en el texto. Solo entonces se nos dirá que es un varón, y en ningún momento tendrá nombre o será bautizado. En todo el episodio Feliciana no expresará nunca ni su amor de esposa por Rosanio ni por el hijo común concebido en esos amores. El amor a Rosanio se olvida completamente en el relato y lo que queda es una encarnación (embodiment) de la transgresión de la honra en el embarazo y el parto en un curioso

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proceso de desplazamiento y sustitución, como si la dimensión física de la criatura funcionara como una especie de tropo de carne y hueso. Obviamente, el hijo de Feliciana es una consecuencia biológica de los amores clandestinos con Rosanio aunque, tal y como ella lo vive, parece ser una realidad absoluta en sí misma, sin pasado y sin futuro. El hijo es, en suma, un secreto desvelado que invade el presente y que no puede silenciarse con sus lloros y su vida propia. Para Feliciana, en el fondo de su corazón, el niño no es más que una criatura nacida para acusarla: él es, en sí mismo, una provocación contra el honor de su linaje convertido en un ser autónomo. Y, diciendo esto y dando un gran suspiro, arrojé una criatura en el suelo, cuyo nunca visto caso suspendió a mi doncella y a mí me cegó el discurso de manera que, sin saber qué hacer, estuve esperando a que mi padre o mis hermanos entrasen y, en lugar de sacarme a desposar, me sacasen a la sepultura. [...] No sé qué os diga más, sino que sentí, estando sin sentido, que entró mi padre diciendo: «Acaba, muchacha; sal como quiera que estuvieres, que tu hermosura suplirá tu desnudez y te servirá de riquísimas galas» (III, 3, 455-456).

Feliciana lo presenta como un parto prodigioso: «cuyo nunca visto caso». El parto en sí mismo se resume en la frase «arrojé una criatura al suelo». Arrojar o tirar denota que su cuerpo expulsa violentamente algo que le sobra. También, arrojar es sinónimo de ‘vomitar’, así como de lanzar con fuerza, de manera violenta. Da la impresión de que el hijo es expulsado de su vientre como si fuera un cuerpo extraño. La forma de narrar el parto sugiere un rechazo biológico como parte de la aprensión con la que Feliciana recibe a su recién nacido. La violencia de la escena domina la secuencia de principio a fin: primero pide que se le atraviese el pecho, después arroja a una criatura y espera su propia muerte, inmediatamente viene el padre que desenvaina la espada; instantes después, el llanto del niño hiere los oídos del padre que, desde ese momento, busca a su hija para matarla. Este nacimiento estará señalado por elementos que sugieren malos auspicios: la espada, el llanto, la oscuridad y la noche. En este instante tan atroz, Feliciana entra en un estado de aturdimiento. Se queda esperando su castigo sin ni siquiera mirar a la criatura que recoge su doncella. En todo momento la nueva madre está fuera de sí misma, pendiente de su padre y hermanos y ajena al trance

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que acaba de pasar. Después, ella imagina que su padre oye el llanto del recién nacido «Dióle, a lo que creo, en esto a los oídos el llanto de la criatura» (III, 3, 456), a la vez que supone «que mi doncella, a lo que imagino, debía de ir a poner en cobro o a dársela a Rosanio» (III, 3, 456). Como vemos, Feliciana imagina las acciones de los demás y ni siquiera ha visto al hijo que ha arrojado al suelo sin saber, según su relato, si es niño o niña, de ahí el uso reiterado del término criatura durante gran parte de la narración. Es significativo el hecho de que los lectores se enteran del género del recién nacido a la vez que la propia Feliciana, más adelante en la narración y cuando ya ha pasado un tiempo desde el parto. Paralizada, Feliciana espera su muerte a manos de su padre sin reaccionar en absoluto a la existencia del hijo que acaba de traer al mundo. El desconcierto de la muchacha implica una pasividad casi suicida. Ese estado de indefensión se rompe con el llanto del niño. Es importante notar que este es el primer llanto de la criatura, su primer sonido, su primera voz. El niño ocupa su espacio en el mundo rasgando el aire con su lloro, anunciando la separación violenta del cuerpo de su madre, proclamando su propia existencia, delatándose a sí mismo, y descubriendo con su voz el secreto que su propio cuerpo encarna. El llanto del niño, ese grito frágil, imperioso y desproporcionado por su fuerza con respecto a la brevedad del cuerpo que lo emite, desencadena una serie de acciones al descubrirse su presencia. Este llanto que no suscita ningún tipo de conexión afectiva o de reconocimiento por parte de Feliciana, sin embargo alerta a su padre que en un instante imagina toda la historia de la deshonra de su hija y desenvaina la espada para ajusticiarla ahí mismo. El padre sigue el rastro del llanto que «hiere los oídos» y el brillo de la espada, por otra parte, ciega o deslumbra a Feliciana que, solo entonces, se despierta de su estupor y, sin reparar en nada más, huye despavorida para salvarse. El instinto de supervivencia se muestra como mucho más fuerte que el instinto maternal. Después, Feliciana narra la reacción de su padre y su propia huida una vez fuera de su propio estupor. Alborotóse mi padre y, con una vela en la mano, me miró el rostro y coligió, por mi semblante, mi sobresalto y mi desmayo; volvióle a herir en los oídos el eco del llanto de la criatura y, echando mano a la espada, fue siguiendo adonde la voz le llevaba. El resplandor del cuchillo me dio en la turbada vista y, el miedo, en la mitad del alma; y, como sea natural

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cosa el desear conservar la vida cada uno, del temor de perderla salió en mí el ánimo de remediarla (III, 3, 456).

En Feliciana, la maternidad es la prueba condenatoria de su deshonor. Su terror y el desentendimiento de su hijo son causados por el peligro real de perder la vida a manos de los varones de su familia. Su relato se abre y cierra con dos sonidos que respectivamente alertan a sus perseguidores: al comienzo, el llanto de su hijo recién parido y, casi al final, en el monasterio de Guadalupe, su canto, que pone en aviso a su padre y hermano dispuestos a matarla en ese mismo instante. La violencia domina el principio y fin de este relato: el brillo del filo de las espadas resplandece tras el parto y en el momento anterior al perdón final. El miedo de Feliciana supone una interiorización de esa violencia que se vive como una amenaza. El episodio es como un círculo en el que se repiten los mismos motivos referentes a la muerte. No olvidemos que, en medio del episodio, irrumpe la historia de Diego de Parraces, personaje misterioso que muere atravesado por una espada en presencia de los peregrinos16. Nunca se desvelarán los pormenores de este crimen y su asesino tampoco será llevado a la justicia. Los únicos indicios de que su historia tiene que ver con un asunto de amor, honor y celos están cifrados en el retrato de una dama que el joven amante guarda entre sus ropas. Este episodio violento se muestra como un inquietante presagio que reaviva la situación de peligro en la que Feliciana se encuentra.

16 Agradezco a Francisco Javier Escudero Buendía el que me haya puesto al corriente de sus investigaciones sobre los Parraces (mercaderes segovianos de lana, emigrados a México) que habían emparentado con los Pizarro. Además, estableciendo un vínculo con la región extremeña, Escudero Buendía ha encontrado documentación de 1589 sobre un tal Francisco Pizarro de Parraces residente en Siruela, Badajoz. Este dato histórico no es baladí pues, de alguna manera, la ficción literaria parece que se inspira hasta cierto punto en personajes que establecen relaciones con el mundo americano y la conquista. Esto sitúa la sórdida violencia del episodio de Diego de Parraces en un ámbito consistente con el resto del episodio y con las reminiscencias americanas de los amigos de Rosanio, don Juan de Orellana y don Francisco Pizarro.

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El cuerpo de Feliciana Al llegar al hato de los pastores Feliciana expresa las necesidades de su cuerpo con urgencia. Salvar su cuerpo, su integridad biológica, son los requerimientos que hace al pedir comida, cobijo y abrigo y ser ocultada de sus perseguidores. Nada dice de las tribulaciones de una madre reciente que acaba de perder a su hijo, ni suplica ayuda para intentar encontrarlo a la mañana siguiente. En cualquier otro texto que no planteara los aspectos traumáticos de la maternidad en los que ahonda la narración de Cervantes, hubiera sido previsible que la muchacha llegara al hato y expresara su angustia, tanto por el hijo perdido como por el amante en peligro, tal vez tras ser atendida en sus necesidades físicas («aquella necesidad precisa», [III, 3, 450]). Probablemente hubiera rogado que los peregrinos salieran a buscarlos o hicieran averiguaciones sobre su suerte. No solo no hay absolutamente nada de esa ansiedad en el texto, sino que Feliciana habla del parto y del hijo perdido como si fuera un episodio del pasado, como un evento dejado atrás. Para Feliciana, en esos momentos iniciales en el hato, la única consecuencia efectiva de ese nacimiento es la persecución de su padre y hermanos. Ella se ve a sí misma como una doncella en apuros a la que hay que salvar, lo que se refuerza con el título del capítulo 3, «La doncella encerrada en el árbol, de quién era» (III, 3, 451). Feliciana adopta una mirada exterior cuando se trata de su cuerpo: su subjetividad se anula y se alinea con un punto de vista externo. En su resumen de los acontecimientos hay una profunda indiferencia hacia el aspecto biológico de su maternidad. Así, el embarazo se describe desde el sentido de la vista («se acortó mi vestido» [III, 3, 454]), es decir, es percibido por ella misma asumiendo cómo sería visto por otra persona, no desde su experiencia como embarazada. Feliciana, de alguna forma, ha interiorizado una hipotética mirada ajena sobre sí misma. No obstante, no puede decirse que haya una interiorización de una culpa sino, más bien, una conciencia de la transgresión que supone el no acatar la autoridad paterna en un sistema social basado en la honra. Feliciana adopta la mirada exterior para calibrar la gravedad de su falta. En ningún momento habla de pecado o de una falta moral, sino de una vergüenza de naturaleza más social que íntima. Su ‘culpa’ es objetiva, se mide según la gravedad del delito y la severidad del castigo. En ella no habrá arrepentimiento sino la necesidad de seguir adelante, escapando del castigo paterno. Feliciana,

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en ningún momento, demuestra una mala conciencia por su desenvoltura amorosa con Rosanio, sino que deja traslucir una voluntad fuerte y segura en su elección. También es notable que en su narración no incluye, como sería esperable en una doncella inocente, ninguna digresión que edulcore su entrega a Rosanio con sentidas manifestaciones de un amor romántico. Aunque Rosanio y ella se dan la palabra de esposos, Feliciana vacila en cómo considerar su relación con Rosanio: «Destas juntas y destos hurtos amorosos se acortó mi vestido y creció mi infamia, si es que se puede llamar infamia la conversación de los desposados amantes» (III, 3, 454). En otro momento se referirá a Rosanio como el adúltero oscilando en su narración entre una unión secreta y válida y una unión deshonorable que la ha convertido en una mujer perdida. «Considerad, señores, el apretado peligro en que me vi anoche: el desposado, en la sala, esperándome, y el adúltero (si así se puede decir), en un jardín de mi casa, atendiéndome para hablarme» (III, 3, 455). Paradójicamente, la narración de Feliciana ocurre en un espacio heterotópico, la majada de los pastores, en el que la naturaleza se muestra como una fuerza telúrica protectora y en la que el pastor actúa como una figura atávica que dicta las reglas y los límites de la naturaleza, siendo, al fin, una presencia que cuida, conforta, salva y advierte. A pesar de su humilde condición social, el pastor demuestra tener una enorme ascendencia sobre los demás personajes y decide en todo momento cómo proceder con respecto a Feliciana y su hijo. También será su autoridad la que permita y aplauda la conversión de Feliciana en peregrina poco tiempo después de haber dado a luz. En este pasaje lleno de contrastes encontramos el relato de un nacimiento repleto de imágenes y alusiones a la muerte en el contexto de un mundo natural benévolo y poderoso. El cuerpo fértil de Feliciana, por otra parte, a pesar de la profunda negatividad de su experiencia como madre, se aferra a la vida. El episodio de Feliciana ahonda en la idea de la naturaleza desde un relato que indaga en la noción de cuerpo atendiendo principalmente a la presencia de los sentidos tales como la vista —lo que se ve y lo que no se ve, la oscuridad, el resplandor de la lumbre, el brillo del cuchillo que ciega—; el oído —el llanto del niño, el galope de los caballos y, más tarde, la voz de Feliciana—; y el tacto —el frío, el calor de la lumbre y la blandura de las pieles—. Hay también abundantes referencias a estímulos y experiencias corporales tales como el hambre, el cansancio, y el sueño.

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Cuando Feliciana ruega el ser aceptada como peregrina para huir de sus perseguidores e iniciar una nueva vida, declara abiertamente que las motivaciones de su resolución tienen más de prácticas que de meramente espirituales: «y, lo principal, por volver las espaldas a la tierra donde quedaba enterrada su honra, pidió que consigo la llevasen como peregrina a Roma, que, pues había sido peregrina en culpas, quería procurar serlo en gracias, si el cielo se las concedía en que con ellos la llevasen» (III, 4, 461). Aunque no hay ninguna crítica ni por parte del narrador ni de los personajes hacia este peregrinaje fundado más en el instinto de supervivencia que en motivos religiosos, nada más terminar la historia de Feliciana, la aparición de la grotesca falsa peregrina puede interpretarse como un comentario sobre la verdadera causa de la peregrinación de la joven madre: «Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos, quiero decir que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad» (III, 6, 486)17. Todos en el grupo celebran el deseo de Feliciana de ser peregrina, aunque consideran que el haber parido la noche anterior podría ser un impedimento. Empero, el pastor, que tan celosamente había cuidado de su cuerpo procurándole descanso, alimento y protección, igualándola a las reses y a los animales declara que no hay razón física que impida que Feliciana se ponga en camino. Esta animalización de Feliciana por parte del pastor debe entenderse como una reafirmación del aspecto biológico del nacimiento frente a las prácticas sociales que establecen otros usos y costumbres con respecto al cuerpo de las mujeres. Como ya se ha apuntado, el pastor se erige en una especie de oráculo del mundo natural asumiendo un arbitrio benéfico sobre el cuerpo de la muchacha en su posparto.

No obstante, Childers, 2006, p. 101, interpreta la peregrinación de Feliciana como la pieza fundamental dentro de una macro-estructura de significaciones y simbolismos. Childers arguye que la peregrinación de Feliciana se inscribe en la leyenda de la Virgen de Guadalupe, lo que supone una ref lexión sobre la ortodoxia católica dentro de una reafirmación de la identidad nacional: «I have interpreted Cervantes’ reinscription of the original legend into Feliciana’s tale as a reaffirmation of authentic pilgrimage in the face of efforts by church officials to channel devotional practices in the direction of a rigid orthodoxy, trying at the same time to show how that reaffirmation opens a critical perspective on the larger project of forging a national identity based on militant Catholicism». 17

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Sólo dificultó el ponerla en camino estando tan recién parida, y así se lo dijo, pero el anciano pastor dijo que no había más diferencia del parto de una mujer que del de una res y que, así como la res, sin otro regalo alguno, después de su parto, se quedaba a las inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regalo alguno, acudir a sus ejercicios, sino que el uso había introducido entre las mujeres los regalos y todas aquellas prevenciones que suelen hacer con las recién paridas. —Yo seguro —dijo más— que, cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos. Esforzaos, señora Feliciana, y seguid vuestro intento, que desde aquí le apruebo casi por santo, pues es tan cristiano. (III, 4, 462)

Al comparar a Feliciana con una res, primero, y con Eva, la primera mujer, después, el pastor está borrando no solo la tradición de cuidados y prevenciones para las recién paridas, sino las prácticas y saberes que separan a las mujeres del mundo natural. En un sentido opuesto, en El donado hablador de Jerónimo de Alcalá Yáñez, obra profundamente reaccionaria, el protagonista, Alonso, convive unos días con un grupo de gitanos de los que hace un retrato denigrante al animalizarlos y llamarlos «monstruos criados entre nosotros». Sin embargo, al mismo tiempo, admira su fortaleza física, lo que le sirve, a su vez, para criticar la debilidad causada por los cuidados profesados a las madres y niños de cierto rango social: en pariendo alguna gitana, tomaba la criatura y en la más cercana fuente la lavaba de pies a cabeza, dejándola más limpia y pura que la misma nieve, no reparando en si hacía frío ni calor, ni la madre en meterse en el agua acabando de parir. Considerando estos monstruos criados entre nosotros, daba gracias a Dios, que todo lo sustenta, y conforme la fuerza da los trabajos. Apelaba luego para las damas cortesanas, a quien el más delicado vientecillo las ofende, y a las criaturas de los príncipes, criados como entre algodón y vidrieras, y no por eso menos sujetos a menores enfermedades ni más robustos, antes por la mesma razón afeminados, de poco natural y de más f laca complexión18.

El conf licto entre la fortaleza física y la inferioridad moral de los gitanos por un lado y entre la debilidad física y la superioridad moral 18

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Alcalá Yáñez, El donado hablador, p. 227.

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de la sociedad dominante con sus normas, protocolos y cuidados, por el otro, se resuelve con la conclusión de la peligrosidad de los gitanos por su aparente superioridad en el ámbito de lo natural además de la convicción de la nociva y debilitadora inf luencia femenina en la sociedad ‘civilizada’ manifestada en los excesivos cuidados de niños y mujeres. En el texto de Cervantes, la salud y fuerza física conferidas en el espacio de lo natural representado por el hato de los pastores no es una cualidad negativa, como en el ejemplo anterior, sino una forma de establecer una independencia con las convenciones sociales de la honra. Todo esto supone también que, en la majada del pastor, se suspenden los juicios sobre la conducta de Feliciana: en ese espacio casi sagrado rigen otros principios por lo que en ningún momento es menoscabada por la existencia de un hijo fuera del matrimonio (aunque Auristela sí deja caer un velado reproche sobre la conducta de la extremeña resaltando, frente a Periandro, su propia honestidad frente a la desenvoltura de Feliciana). En definitiva, el hato de los pastores funciona como un espacio en el que la vida se rige por las leyes de la naturaleza y la fertilidad se preserva mediante una especie de empatía con la muchacha de los elementos naturales como la encina o las nubes que, con su oscuridad, van a ocultar a Feliciana de la vista de sus perseguidores. Madre a la fuga La historia de Feliciana es la historia de una mujer que no quiere ser madre y que no asume ese cometido hasta que el orden social sanciona su maternidad dentro de un matrimonio reconocido y honorable. Pocos alumbramientos en la literatura presentan un caso psicológicamente tan complejo. Feliciana, en su huida hacia adelante, no solo no vuelve a acordarse de su amor por Rosanio, como ya se ha señalado, sino que cuando le traen al recién nacido, que estaba siendo cuidado por la hermana del pastor en una aldea vecina, no lo reconoce, ya que no lo vio después del nacimiento. Feliciana es categórica en su rechazo, aunque pastores y peregrinos entienden que no puede ser otro más que su hijo y deciden seguir adelante con la petición de Rosanio de dejarlo en manos de los caballeros de Trujillo junto con la cadena de oro. La muchacha, con una actitud difícilmente justificable, pues implícitamente supone un reconocimiento de su propia

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maternidad, aprueba este plan que asume la paternidad de Rosanio, ya que muy difícilmente podría ser otro el jinete con el recién nacido. A pesar de estas incongruencias, este episodio no censura en absoluto a Feliciana, sino que se esmera en explicar su conducta como fruto de una situación traumática que deriva en un bloqueo psicológico real: pero en ninguna cosa pudo conocer ser la que había parido, ni aun (lo que más es de considerar) el natural cariño no le movía los pensamientos a reconocer el niño —que era varón el recién nacido. —No, decía Feliciana—, no son estas las mantillas que mi doncella tenía diputadas para envolver lo que de mí naciese, ni esta cadena —que se la enseñaron— la vi yo jamás en poder de Rosanio. De otra debe ser esta prenda, que no mía (III, 4, 460).

El texto incide en la imposibilidad emocional de Feliciana de conectar con su hijo. Aparentemente ella quiere reconocerlo, pero, como dice el texto, el instinto de la sangre falla («el natural cariño»). La nueva madre no siente nada por el recién nacido, al que mira como a un ser extraño, siendo incapaz de reconocer ninguna prueba material como las ropas o la cadena. Significativamente tampoco recordará el nombre de los amigos de Rosanio pues Feliciana está en un estado de negación tan profundo que es incapaz de rememorar lo evidente. Tal y como nos cuenta la historia, Rosanio entrega el niño a los peregrinos en una apresurada e inesperada huida siendo casi imposible que lo cambiaran de ropa por lo que es extraño que Feliciana no reconozca las mantillas. Antes, Feliciana ha pedido que le traigan al niño diciendo «quizá la sangre hará su oficio y, por ocultos sentimientos, dará a entender lo que me toca» (III, 3, 457), esperando una especie de emoción innata que le haga sentir la pertenencia del hijo. En este pasaje se formula la expectativa de que un instinto natural asista a la maternidad presuponiendo un lazo de afecto inalienable entre madre e hijo. La inexistencia de un vínculo entre ambos implica, en cierta medida, un fracaso del orden natural, una anomalía de lo biológico. Esta idea de la ‘sangre’ y el ‘natural cariño’ es sumamente compleja pues supone una intersección entre los ámbitos de la naturaleza y de la cultura y entre el instinto y lo que se espera socialmente de la maternidad. Sin embargo, el texto nos enfrenta a un incómodo fracaso de la naturaleza pues describe sin ambages el rechazo de un recién nacido por parte de una madre que no lo siente como propio. El juicio moral queda fuera

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de este conf licto: Feliciana no es una mala madre, sino una madre que no ha interiorizado que lo es y que se comporta como una mujer deshonrada sin más. De esta manera, los códigos del honor se sobreponen a los códigos del amor y las leyes de la naturaleza. A pesar de que el texto muestra a una madre traumatizada y desapegada, en ningún momento el abandono del hijo se convierte en el centro del personaje. En cierta forma es admirable que, en una obra de principios del siglo xvii, la identidad de la mujer, sus tribulaciones y las distintas facetas de su ser no se vean anuladas y dominadas por su condición de madre, condición que, a menudo, domina todos los aspectos de la existencia de las madres de la ficción de todos los tiempos. Existe una voluntad deliberada por parte de la propia Feliciana de que su maternidad, tanto para ella como para su entourage, sea una mera circunstancia que no se apodere de su esencialidad. A la escena del no reconocimiento del niño se le suma otra que corrobora la lectura del rechazo del hijo. Ya no se trata de un hijo perdido y, aparentemente, no hallado (o no reconocido) sino de un hijo encontrado y dejado atrás sin ningún tipo de desasosiego por parte de Feliciana que, una vez asumido su proyecto de peregrina, deserta de su maternidad sin mirar atrás. El grupo se dirige a Guadalupe donde esperan con curiosidad y anticipación escuchar a Feliciana cantar. Antes, cuando le preguntaron por el apodo «de la Voz», la muchacha explica sin asomo de falsa modestia la causa de su sobrenombre a la vez que se desentiende del nombre dado por su propio linaje estableciendo su identidad a partir de un rasgo distintivo e individual que la hace única y que la separa del clan que la repudia: «No me le ha dado —respondió Feliciana— mi linaje, sino el ser común opinión de todos cuantos me han oído cantar que tengo la mejor voz del mundo, tanto, que por excelencia me llaman comúnmente Feliciana de la Voz; y, a no estar en tiempo más de gemir que de cantar, con facilidad os mostrara esta verdad, pero, si los tiempos se mejoran y dan lugar a que mis lágrimas se enjuguen, yo cantaré, si no canciones alegres, a lo menos endechas tristes que, cantándolas, encanten y, llorándolas, alegren» (III, 4, 462-463). Feliciana establece un paralelismo entre su duelo y su canto que solo puede darse «si los tiempos se mejoran». Como se ve, establece una escala temporal en la intensidad de su sufrimiento por la pérdida del hijo y, desde los primeros momentos, asume que ese dolor se irá desvaneciendo con el paso de los días. En efecto, poco tiempo después, ya en los umbrales de Guadalupe, se nos cuenta que Feliciana ya está lista para

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cantar pero que si no lo ha hecho es por una cuestión de decoro, o, dicho de otra manera, por dar la apariencia de una madre af ligida, tal y como se esperaría en sus circunstancias. El narrador es muy claro al apuntar que el (poco) tiempo ya ha aliviado el disgusto y que los lloros y gemidos en vez de los cantos surgen no del sentimiento sino de la convención: «[Estaban los peregrinos] deseando que sucediese ocasión donde se cumpliese el deseo que tenían de oír cantar a Feliciana. La cual sí cantara, pues no hay dolor que no se mitigue con el tiempo o se acabe con acabar la vida, pero, por guardar ella a su desgracia el decoro que a sí misma debía, sus cantos eran lloros y, su voz, gemidos» (III, 4, 469-470). Justo antes de la entrada en Guadalupe y de su canto a la Virgen ocurre un encuentro de vital importancia en el empeño de Feliciana de convertir su maternidad en algo reversible. El grupo de peregrinos se encuentra con la hermana del pastor que corrobora que el niño que ha dejado al cuidado de los dos caballeros de Trujillo es, sin duda, el hijo de Rosanio, y, por ende, de Feliciana. En teoría, esta importante información desharía la certeza y seguridad que Feliciana exhibió al afirmar categóricamente que el niño que le presentaron no era suyo. Por otra parte, hubiera sido previsible que al haber encontrado al hijo perdido intentara reunirse con él y con Rosanio. Sin embargo, nada de esto ocurre, y ni el narrador ni los otros personajes muestran extrañamiento alguno al presenciar la reacción de la madre que, en ningún momento, se plantea dejar el hábito de peregrina y hacerse cargo de su criatura. Es obvio que Feliciana ya ha dejado atrás emocionalmente el episodio de su maternidad y no muestra ningún sentido de responsabilidad o de pertenencia hacia su hijo. «Estos [lloros y gemidos] se aplacaron un tanto con haber topado en el camino la hermana del compasivo pastor, que volvía de Trujillo, donde dijo que dejaba el niño en poder de don Francisco Pizarro y de don Juan de Orellana, los cuales habían conjeturado no poder ser de otro aquella criatura sino de su amigo Rosanio, según el lugar donde le hallaron» (III, 4, 470). La labradora devuelve la cadena de oro y Feliciana, magnánima, se la regala, con lo que da por cerrado el capítulo de su maternidad. Es importante notar el motivo del dinero y el oro en el trasfondo de este episodio. Recordemos, específicamente, cuando Rosanio (el pretendiente más rico y menos noble) vincula desde el primer momento su riqueza con la demanda del cuidado de su hijo. Ahora es Feliciana la que, de alguna forma, con la misma cadena, está pagando

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simbólicamente el derecho a desvincularse de su hijo y no, como pudiera parecer, los desvelos de la campesina. El final del pasaje se cierra con una despedida coral en la que Feliciana se diluye en el grupo, una vez desembarazada de toda obligación maternal: «La labradora se despidió aquí; le dieron mil encomiendas para su hermano y los demás pastores y nuestros peregrinos llegaron poco a poco a las santísimas tierras de Guadalupe» (III, 4, 470). La voz de Feliciana Feliciana termina siendo un misterio con muchas interpretaciones que la alejan de su maternidad. El personaje induce a interpretaciones simbólicas, místicas y elevadas. Todo en el texto va en esa dirección en una especie de juego de prestidigitación que da pistas, pero nunca claves, y que ofrece senderos interpretativos que no son excluyentes, pues nunca llevan a una claridad, sino a la sugerencia de un personaje más poético que real. En la historia de Feliciana se forjan temas incómodos, tales como el hijo no deseado, la huida y el terror de una madre-niña que no sabe cómo sobrevivir y cómo asumir la inmensidad de lo que le ha pasado. Feliciana está planteada como un personaje enigmático en el que su maternidad es dejada atrás no solo por el personaje, sino por la narración misma, que intenta hacer olvidar dicha maternidad a los lectores en un proceso paralelo al desentendimiento y desvinculación afectiva de Feliciana con su hijo. Con todo, Feliciana no se nos presenta como un ejemplo negativo, ya que no deja de ser extraordinario que su enajenación no sea censurada ni por los otros caracteres ni por el narrador: la condición de madre se borra poco a poco en el diseño del personaje que, en ningún momento, es aconsejado en otra dirección. En un relato de abandono extremadamente positivo, Feliciana, con la aquiescencia de los otros personajes, de madre pasa a ser una especie de doncella que necesita protección para terminar, gracias a su prodigiosa voz, convirtiéndose en una presencia formidable que trasciende en mucho el arquetipo de doncella deshonrada en busca de la reparación de su honor. En ese momento la asustada muchacha se eleva a la altura de un ser casi sobrenatural, envuelta en una atmósfera de devoción mariana, que, en un instante de intenso fervor religioso, la convierte a ella misma en objeto de admiración y casi de culto. Es curioso cómo, en el momento

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de su canto ante la Virgen, su maternidad ha quedado muy atrás en el relato y en el devenir del personaje. No en vano, su hijo aparecerá solo al final, cuando el peligro que la acecha se haya disipado y la presencia imponente del personaje engrandecido por la voz que ella misma encarna vuelva a reducirse a los cauces de lo cotidiano. En el texto cervantino, Feliciana termina siendo definida más por su voz que por su maternidad y, de alguna manera, su voz la sublima y la aleja de la sombra de deshonra que subyace en su historia. La voz la convierte en música, transformándola en un ser incorpóreo y, por lo tanto, puro. Se da un aparente proceso de separar a Feliciana de lo natural, de la carne y del instinto para convertirla en una abstracción, en una oración cantada con voz prodigiosa. Para llegar al momento sublime de su canto ha tenido que resurgir de la encina y descender al ámbito natural más primario. No obstante, esa ensoñación vivida colectivamente por todos los que estaban en el templo se ve interrumpida por la violencia de su padre y hermano, violencia que devuelve a Feliciana a una vulnerabilidad de mujer deshonrada en la que su devaluación es sancionada socialmente. En este punto, recién arrancada del cobijo del templo, Feliciana no es más que una adolescente a punto de ser castigada por su propia sangre cuando Rosanio, apoyado por un grupo de hombres de mayor prestigio, la rescata y la eleva al estatus de esposa honorable. Atrás queda su vida de peregrina, su viaje a Roma, su huida y su voz portentosa escuchada en público: todo se restaura como si hubiera sido un sueño. Sin embargo, la copia de las estrofas en una lengua que Auristela, la destinataria, no entiende, es la prueba de la realidad de ese momento en el que Feliciana canta y se transfigura ante todos en una imagen casi sobrenatural. Cuando su vientre se abre para dar a luz a su hijo, el santuario de su cuerpo es expuesto a la violencia familiar. A su vez, Feliciana va a buscar cobijo en espacios que la protegen de esa violencia hasta que sea arrancada a la fuerza de la iglesia y, entonces, tras un momento de peligro, renacerá al orden social al ser perdonada. Como hemos visto, Feliciana se encierra en la encina, donde pasa una noche reponiéndose de un estado casi mortal de desfallecimiento y después pasará tiempo en cama para no ser vista mientras se aclara el asesinato de Diego de Parraces. Por último, ingresa en el espacio sagrado del templo donde su imagen se reinventa completamente gracias a su voz. Esta Feliciana de música, aparentemente alejada de su carnalidad, es arrebatada de ese estado y vuelve a ser una mujer común, obediente

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a los designios de un grupo de varones que ejercen poder sobre su suerte, su honra y su vida. El control de su destino se lo disputan su padre y su hermano, por un lado; la justicia que quiere oír el caso para ponderarlo, por otro; además de Rosanio, que acude acompañado de hasta seis caballeros que forman una masa de varones con inf luencia económica y social que finalmente lograrán la redención de la muchacha. Solo entonces aparece el hijo ausente del que se dice que es un calco del hermano de Feliciana, reforzando así la idea de linaje que lo une con el abuelo, quien poco antes estuvo dispuesto a quitarle la vida a su madre, su propia hija, precisamente por el nacimiento de este niño/infamia que ahora es parte celebrada de un linaje ennoblecido por su misma existencia. ¿Dónde está el cuerpo de la mujer en todo este juego de fama, deshonra, honra y ascensión social? ¿Qué posibilidad le queda a Feliciana tras toda esta conjunción de desprecio y rencor hacia su cuerpo fértil de reconocer al hijo como parte de ella? El hijo de Feliciana: varón entre varones El hijo de Feliciana será cuidado por una nodriza colectiva que implicará a casi todos los personajes de la historia, obviando a su madre. En los primeros momentos de su vida, el niño es recogido por la doncella, que se lo da a Rosanio; de Rosanio pasa a los peregrinos; de los peregrinos, al pastor; del pastor, a su hermana; y de su hermana, nuevamente a los peregrinos y al pastor, quienes auspician el reencuentro entre la madre y su recién nacido, lo que resultará en un fracaso, como hemos visto. El niño vuelve a la hermana del pastor, que lo entrega a los caballeros Juan de Orellana y Francisco Pizarro, y termina en los brazos del padre de Feliciana para, al fin, ser acogido en el seno del nuevo matrimonio entre Rosanio y Feliciana. El hijo no pertenece al cuerpo de la madre, que no lo nutre, sino a una cadena de cuidadores y custodios varones hasta que acaba en los brazos del abuelo, que le baña el rostro en lágrimas, en una anagnórisis muy significativa a la que volveremos más adelante. No se puede olvidar a la cabra y a la hermana del pastor igualadas en su función exclusivamente nutricia: la hermana del pastor es una fuente de alimento, pero no tiene la más mínima agencia sobre la criatura, por lo que no se puede considerar parte de la cadena de custodia que, como digo, es exclusivamente masculina.

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En esta historia, las mujeres paren y amamantan y son equiparadas a cabras y reses en una narración que ensalza el ámbito de lo natural, mientras los hombres custodian al hijo varón, el cual será algún día parte del poder social basado en el linaje, las armas, la honra y el dinero. La esperada anagnórisis entre madre e hijo nunca se produce. Significativamente, los lectores no asisten al reconocimiento de Feliciana por su hijo una vez resuelto su matrimonio con Rosanio. En el texto cervantino, el hijo de Feliciana nunca se encuentra entre sus brazos, mientras que es sostenido por los brazos de todos estos hombres que acaban siendo aliados y estando unidos por lazos de sangre y lealtad. Así, será el abuelo el que suplante a Feliciana en la escena en la que el niño ingresa definitivamente en el seno de la familia: «el cual [niño] era tan lindo, que el abuelo, puesta en olvido toda injuria, dijo viéndole: —¡Que mil bienes haya la madre que te parió y el padre que te engendró! Y, tomándole en sus brazos, tiernamente le bañó el rostro con lágrimas, y se las enjugó con besos, y las limpió con sus canas» (III, 5, 477). Aunque el niño nunca tendrá nombre ni será bautizado en el transcurso de la narración, sabemos que, con los besos y lágrimas del abuelo enjugadas con sus canas, se anuncia su pertenencia futura a un orden patriarcal que representa el ámbito de la cultura, de las normas, de las leyes, de la fama, de la riqueza, de las gestas, de las servidumbres de la honra y del lugar de cada uno en la sociedad. El texto explica muy bien cómo las mujeres quedan fuera de este juego de poder y ascensión social. En este relato, las mujeres dan vida y los hombres administran la vida a la vez que se retrata una sociedad patriarcal en la que se ejerce con impunidad absoluta un control indiscutible sobre la vida y la muerte de la hija y de la hermana. Feliciana representa el fracaso de la naturaleza sofocada por el despotismo de una cultura basada en la tiranía de las leyes del honor y en las alianzas del linaje. El mundo de la naturaleza, de la fertilidad atávica de la tierra, del poder de lo femenino presente en una tierra en la que se suceden cultos de deidades femeninas hasta llegar a la Virgen de Guadalupe, pasando por Venus y otros cultos paganos, está presente en el espacio utópico del hato de los pastores en el que la vida se sostiene y en el que Feliciana vuelve a ser una criatura que renace de la tierra. Al final, con el perdón, se recorren los caminos que van desde un hijo fruto de la deshonra al hijo portador de los genes de una dinastía de hombres orgullosos de su sangre. Con la alianza matrimonial se anula asimismo la distancia entre

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una nobleza vieja y una nueva —esta última adornada por los dones del dinero y la ascensión social— e indudablemente teñida de reminiscencias de la conquista americana. Para Michael Armstrong-Roche, el ‘milagro’ del perdón de Feliciana ocurre porque la impetuosa pasión juvenil de Feliciana ha tenido como resultado una ventaja económica y social para su familia19. Por otra parte, la fama de prudentes, que con el perdón ganan padre e hijo, está lejos, según Armstrong-Roche, de la virtud filosóficamente relacionada con el valor humanista de la discreción dado que se alinea con un aspecto más práctico y un poco menos noble: Their prudence is a precaution against the staining of the family’s reputation, conditioned by the terms of a deeply entrenched, aristocratic honour code, with its own logic (against broadcasting disgrace) and with its underlying material interests and sentimentality (Rosanio’s status and wealth, the guarantee of paternity sealed by the child’s likeness). More damningly, Feliciana’s liberation from death by her father and brother, and from an arranged marriage, does not imply liberation from the captivity of the honour code20.

En efecto, da la impresión de que, tras la enorme crisis, ninguno de los implicados ha aprendido absolutamente nada de la estremecedora experiencia que casi acaba con la ejecución de Feliciana por un problema más de forma que de fondo, como es el no haber acatado la decisión de casarse con el pretendiente elegido por su padre para unirse a otro equivalente o mejor. Como ya se ha señalado, las dos características principales de Feliciana serán su maternidad y su voz y, aunque ambas se oponen como categorías diferentes, una natural y corporal, y la otra espiritual y abstracta, se nos olvida que su voz es un atributo de su cuerpo y que es un don natural anclado en la biología. Así, los dos frutos del cuerpo de Feliciana serán su hijo y su voz que, imitando lo que ocurrió en el extraordinario parto, saldrá de su cuerpo sin que sus labios se muevan y su rostro se altere por gesto alguno. A lo largo del relato, el cuerpo

19 Armstrong-Roche, 2017, p. 241: «Feliciana’s reckless youthful passion has served her family’s own ends better than rational parental interest or vengeful defence of the family name». 20 Armstrong-Roche, 2017, p. 241.

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de Feliciana será un cuerpo proteico que sufrirá diversas metamorfosis encarnando diferentes arquetipos de la doncella presentes en la narrativa y en la ficción de su tiempo. De esta manera, el cuerpo de Feliciana se manifestará como el de ‘doncella huérfana de madre’, el de ‘preñada clandestina’ (a la que se le acortan las faldas), el de ‘madre que pare a un hijo en un alumbramiento singular’, el de ‘recién parida al borde del desfallecimiento’, el de ‘madre que no reconoce a su propio hijo’, el de ‘peregrina en ciernes’, el de ‘convaleciente escondida’, el de ‘penitente que canta y busca redención’, el de ‘hermana e hija deshonrada’, y, al cabo, el de ‘una honorable hija y esposa’. Tan solo después de que el cuerpo de Feliciana sea perdonado y su matrimonio con Rosanio sea aceptado socialmente, el cuerpo de Feliciana se integrará en la narración como el cuerpo de una madre tan invisible y mudo como casi todos los cuerpos maternales de la ficción áurea. Su canción y su maternidad El canto de Feliciana en el monasterio de Guadalupe puede considerarse el clímax del episodio por muchos motivos, entre los que se encuentra su abrupta y violenta interrupción. Casi tan extraordinario como la voz de la muchacha es que la escritura de Cervantes consiga que los lectores, que no pueden escuchar la voz casi sobrenatural de Feliciana, tengan la sensación de asistir a un espectáculo maravilloso en el que la música hecha oración se queda suspendida en el espacio del templo antes de ser sustituida por el tumulto de la calle. El breve momento del canto a la Virgen precede a la resolución del conf licto de honra, no sin antes pasar por una crisis en la que la vida de Feliciana se ve seriamente amenazada para ser, al fin, perdonada, como ya ha sido mencionado, gracias a la inf luencia de seis caballeros ricos y nobles, amigos de Rosanio que, con su riqueza y prestigio, avalarán la posición social del nuevo matrimonio. Entre estos amigos destacará la pujanza de don Juan de Orellana y de don Francisco Pizarro, que harán desistir a padre y hermano de la sangrienta venganza que estaban a punto de llevar a cabo todo porque «no se guardaron las debidas ceremonias y respetos» (III, 5, 476) en la unión de Feliciana y Rosanio21. Childers, 2006, p. 101 ss., arguye la fuerte plausibilidad de que Cervantes y sus lectores estuvieran al tanto de la devoción existente en México por la 21

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Feliciana es interrumpida y arrastrada a la calle apenas comienza su oración cantada. La forma en la que Cervantes narra el temido encuentro entre Feliciana y su padre y hermano es todo un ejercicio de economía teatral en una escena que condensa en pocas líneas la tensión a punto de desbordarse de un drama gestado desde el comienzo de esta historia: Cuatro estancias había cantado cuando entraron por la puerta del templo unos forasteros, a quien la devoción y la costumbre puso luego de rodillas y la voz de Feliciana, que todavía cantaba, puso también en admiración; y uno de ellos, que de anciana edad parecía, volviéndose a otro que estaba a su lado, díjole: —O aquella voz es de algún ángel de los confirmados en gracia o es de mi hija Feliciana de la Voz (III, 5, 473-474).

El hermano saca la daga a punto de matarla allí mismo. El padre se lo impide: «No es este, ¡oh hijo!, teatro de miserias ni lugar de castigos. Da tiempo al tiempo, que, pues no se nos puede huir esta traidora» (III, 5, 474). En este momento, estamos ante dos fieles cristianos que, movidos por la devoción a la Virgen, se postran ante su imagen cuando, como el resto de los peregrinos, quedan admirados por la belleza de la música que escuchan. Tras este instante de embelesamiento, el padre reconoce una voz que, de no ser de su hija, a la que llama traidora, tendría que ser de un ángel. Establece así una dicotomía entre la apariencia de lo angélico y sobrenatural, y la realidad de lo humano y moralmente despreciable. Según su padre, Feliciana no es un ángel, sino una mujer execrable y, por ende, su voz es una mentira que encubre la bajeza de su dueña. Este punto de vista antagónico ref leja muy bien la complejidad del personaje que, gracias a su voz, se eleva sobre sí mismo y se confunde con aquello que canta en un ejercicio de identificación con María facilitado por el arrobo estético causado por su canto. Al cantar, Feliciana, en trance, hechiza a aquellos que la ven y escuchan, y la emoción resultante se mezcla con la experiencia compartida de la devoción. No obstante, aunque el narrador nos presenta el efecto del canto de Feliciana como si se tratara de una respuesta emocional Virgen de Guadalupe. Para este crítico la importancia del monasterio en tierras extremeñas tendría su eco en América. Esto sería consistente con los nombres extremeños de Orellana y Pizarro y sus connotaciones de la conquista.

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tan inescapable como universal, el único dato que tenemos es el de la reacción de los peregrinos al escucharla, que quedan deslumbrados por la calidad de su voz extraordinaria. También se debe tomar en consideración el escenario imponente del monasterio que, sumado a la actuación de Feliciana, contribuye a sentir su canto casi como un hecho cercano a lo milagroso, aunque, en verdad, la voz de la muchacha no deja de ser un don de la naturaleza 22. Lo interesante de la voz de Feliciana es su poder para trascender su propia existencia para convertirse en un ser coralmente percibido como prodigioso. Este momento tan intenso es posible gracias a su brevedad, la cual contribuye a que la fugaz escena deje una impresión de portentosa irrealidad. Tras el desenlace del conf licto, Cervantes concluye la historia de Feliciana regresando al momento de su canto mediante el presente que le hace a Auristela de las doce octavas a la Virgen escritas en un papel. El narrador transcribe diligentemente las doce estancias con las que se cierra definitivamente el episodio a pesar de recalcar que Auristela no puede entenderlas: «Estos fueron los versos que comenzó a cantar Feliciana, y los que dio por escrito después, que fueron de Auristela más estimados que entendidos» (III, 5, 483)23. El hecho de transcribir doce octavas de las que nos dicen que solo se cantaron cuatro (y que el lector no va a leer hasta el final del episodio) que están en un papel ilegible, aunque valioso por encerrar una oración indescifrable, es un detalle que arroja luz sobre el sentido, o sinsentido, del episodio de Feliciana. Al igual que en su maternidad interrumpida, hay una sensación de frustración cuando el lector advierte que el regalo de la oración completa (oración que no pudo cantarse entera) no va a poder

Ife, 2009, p. 873, explica que, aunque es muy difícil representar el acto de cantar en la escritura en prosa, Cervantes lleva muy lejos la descripción del canto de Feliciana que es a todas luces inverosímil. Desde el punto de vista de un cantante, la descripción de la imagen de Feliciana cantando es completamente errónea: «With her hands folded across her chest, in tears, completely still and not moving her lips. This is a picture of a penitent at prayer, not a singer capable of unleashing her voice to the winds or lifting her heart to heaven. And yet, we are told that she sang. It is difficult to see how». 23 Auristela le pide a Feliciana el texto de las estancias: «Pidió Auristela a Feliciana le diese el traslado de los versos que había cantado delante de la santísima imagen. La cual respondió que solamente había cantado cuatro estancias, y que todas eran doce, dignas de ponerse en la memoria. Y, así, las escribió, que eran estas» (III, 5, 477). 22

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ser leída por la destinataria, que tampoco pudo escucharla. El papel que intenta restaurar la oración fragmentada se convierte en un papel mudo, en un objeto «estimado», pero no entendido. El obsequio de Feliciana se torna una oración inaccesible y no dicha. Es el fracaso de esa devoción compartida, que el canto y la música habían comenzado de forma tan poderosa, y que se vio malograda por la violencia del padre y hermano. Una atinada observación de Rachel Schmidt apunta a que tanto la voz del recién nacido como la de Feliciana alertan al padre. Además, ambos momentos corresponden a las dos ocasiones en las que los familiares de Feliciana blanden sus armas: «The cries of the child, revealing his existence, foreshadow Feliciana’s own song that will reveal her existence to her father [...]. Twice her relatives brandish the blade: first, when they hear the newborn’s cry, and then when they recognize Feliciana’s voice as she sings the first four stanzas of her hymn to the Virgin in the Shrine of Guadalupe» (III, 5, 478-479). La maternidad y la voz angélica de Feliciana serán manifestaciones de su naturaleza femenina y estarán ancladas en una corporalidad capaz de crear profundas significaciones de enorme alcance afectivo y espiritual. Los dos momentos definitivos de su historia, el parto y su canción, suponen el instante en el que su cuerpo se trasciende a sí mismo forjando algo que sobrepasa sus límites: un hijo y una oración hecha música que crea un sentido de profunda devoción compartida más allá de las palabras y los significados de la letra. Ambos instantes son secuestrados por el dominio que ejerce sobre su cuerpo de mujer un sistema de valores basado en el honor, dominio que personifican sus parientes masculinos. Es importante insistir en la profunda vinculación que existe entre el parto y la canción de Feliciana en el monasterio de Guadalupe, pues ambos abren y cierran la agencia de la protagonista en la historia. Lo que ocurre después va a ser decidido, como se ha mencionado, por la asamblea de hombres congregados en las puertas del templo: su padre y hermano; Rosanio, sus amigos; y hasta la justicia que pretende dilatar, y no impedir, el ajusticiamiento de la muchacha hasta calibrar el caso. La última vez que Feliciana va a tener voz, literal y figuradamente, será con su canto. Después, según el texto, estará muda, temblorosa, arrodillada, atribulada e incluso desmayada. Dice el narrador cuando la sacan a la calle: «Estas razones y alboroto selló la boca de Feliciana» (III, 5, 474); cuando Rosanio la defiende se refiere a ella diciendo: «Mientras Rosanio esto decía, Feliciana estaba pegada con él, teniéndole asido por la pretina con la

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mano, toda temblando, toda temerosa, y toda triste y toda hermosa juntamente» (III, 5, 475), y ante el perdón nos describe la reacción, silente y emotiva de Feliciana: «Arrodillóse también ante su padre Feliciana, derramó lágrimas, envió suspiros, vinieron desmayos» (III, 5, 476). Lo único que parece quedar de Feliciana es su miedo y su sumisión. Su falta de presencia es tal que, como ya se ha dicho, el encuentro con el niño, al que no conoce, se elude completamente para que sea el abuelo el protagonista de esa anagnórisis tan esperada. En las últimas páginas de su historia, Feliciana se disuelve y desaparece entre el alborozo de las celebraciones y parabienes de una multitud que aparece súbitamente y que, con su ruidosa alegría, ahoga definitivamente su voz. El único residuo de su voz va a ser el papel inútil entregado a Auristela donde su oración se convertirá en unos trazos sin significado. La misa de parida La importancia del monasterio de la Virgen de Guadalupe en la historia de Feliciana no queda ahí, pues, además de todo lo expuesto anteriormente, otro posible sentido de la presencia de Feliciana en el templo sería la tradición de la ‘misa de parida’ o el churching, como se conoce habitualmente esta tradición fuera de las fronteras españolas. Esta tradición, vigente en muchas zonas de España hasta bien entrado el siglo xx y muy extendida en toda la Europa cristiana hasta fechas recientes, consiste en un ritual de reintegración de la parturienta a la sociedad después de haber estado recluida un número variable de semanas. La RAE, bajo la acepción «misa de parida, o misa de purificación», la define como «misa que se celebraba cuando una mujer iba por primera vez a la iglesia después del parto». Esta tradición tuvo su origen en la ceremonia de purificación judía que estima que el cuerpo de la mujer debe quedar limpio de las impurezas del parto antes de ser esta restituida a la sociedad. En España será un tema controvertido pues, por un lado, se insiste en esta costumbre a la vez que se la intenta diferenciar a toda costa de la tradición judaizante24. Jesús Usunáriz 24 En un documento de la Inquisición redactado para detectar conductas judaizantes, bajo el título Ley de Moisés, se identifica como un signo de criptojudaísmo el que las recién paridas esperasen cuarenta días antes de entrar en el templo: «O si alguna mujer guardase cuarenta días después de parida sin entrar en

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señala al respecto que la Iglesia es la encargada del rito de purificación de las paridas pero que, tal y como aparece en el Manuale Pampilonense de 1561, se intenta diferenciar del rito judaico: y debe avisar el cura a sus parroquianas que, aunque en la vieja ley, levítico 12, estaba mandado que la mujer que pariese hijo no entrase en el templo cuarenta días después del parto, y si hija ochenta días, la mujer cristiana no ha de dejar de entrar en la iglesia de Dios, por esta cirimonia, porque pecaría gravísimamente y judaizaría si lo hiciese por cirimonia de la vieja ley, mas si lo hace por devoción y reverencia hasta que esté limpia y purificada no se ha de reprehender su devoción. Mas débelas avisar que vengan a la iglesia lo más presto que pudieren, así por oír la misa y divinos oficios como por dar gracias a Dios que las libró de los peligros del parto y les dio fructo de bendición y por lo ofrescer a Dios.25

La tradición de la misa de parida supone, en esencia, que la primera salida de la madre sea a la iglesia para dar gracias por haberse librado de los peligros del parto. Es un ritual que marca su recuperación física y su incorporación a la vida social y pública, terminando su confinamiento y el periodo de convalecencia, que coincide con la purificación de su cuerpo. Cervantes se refiere a esa tradición en La gitanilla cuando Preciosa canta el romance a la misa de parida, dedicado a la reina Margarita de Austria: «Salió a misa de parida / la mayor reina de Europa, / en el valor y en el nombre / rica y admirable joya». En esta composición, la reina, como Feliciana, le ofrece una oración a la Virgen, dirigiéndose a ella, y no directamente a Dios, para que proteja a su hijo y al rey. Este detalle es muy importante porque las dos nuevas madres establecen una dimensión femenina en sus oraciones a la Virgen. En este romance cervantino se denomina a la Virgen como «imagen de la vida», «Madre y Virgen junto», resaltando la maternidad de María como dadora de vida, así como de «Hija y Esposa de Dios». el templo por cerimonia de la Ley de Moisén». Esto supone un problema, dado que el habitus y la costumbre católica era exactamente igual. Las autoridades eclesiásticas intentan diferenciar, no ya la costumbre, sino el razonamiento detrás de la misma. Sin embargo, por mucho que se quisiera diferenciar la práctica católica de la judía, el prejuicio hacia el cuerpo impuro de la mujer subsiste hasta tiempos relativamente recientes. No en vano, la Iglesia denomina oficialmente a la misa de parida, misa de purificación. Ver Jiménez Monteserín, 1981, p. 504. 25 Usunáriz, 2016, p. 326.

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Fuera del ámbito religioso, las tres formas fundamentales de parentesco según las cuales se define la identidad de una mujer en la Edad Moderna son las de madre, hija y esposa: A la imagen de la vida, a la del cielo Señora, a la que por ser humilde las estrellas pisa agora, a la Madre y Virgen junto, a la Hija y a la Esposa de Dios, hincada de hinojos, Margarita así razona: «Lo que me has dado te doy, mano siempre dadivosa; que a do falta el favor tuyo, siempre la miseria sobra. Las primicias de mis frutos te ofrezco, Virgen hermosa: tales cuales son las mira, recibe, ampara y mejora. A su padre te encomiendo, que, humano Atlante, se encorva al peso de tantos reinos y de climas tan remotas. Sé que el corazón del Rey en las manos de Dios mora, y sé que puedes con Dios cuanto quieres piadosa» (Novelas ejemplares 1: 70).

Carlos Varona, en su estudio sobre el ritual del parto en la casa de Austria, escribe explícitamente sobre la misma misa de parida de Margarita de Austria en Valladolid, a la que se refiere el romance cervantino, la cual se acompañó de importantes festejos. Además, insiste en el carácter eminentemente femenino de esta ceremonia en el que la madre cobra todo el protagonismo ante la corte, protagonismo que no tendrá en la ceremonia de bautizo por estar recluida. Fuera del ámbito cortesano, tampoco las madres asistían al bautizo de sus hijos por estar en periodo de confinamiento y recuperación.

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Esta misa no sólo marcaba el final del puerperio, sino que era una de las escasas ceremonias del ritual cortesano donde el protagonista no era el monarca, sino su esposa. La reina permanecía en palacio y no asistía al bautismo de sus hijos, donde de nuevo eran las ‘intermediarias’ o mujeres de su casa quienes lo hacían. La misa de parida constituía su primer acto ceremonial de importancia como madre, lo que era especialmente importante en el caso de tratarse de su primer parto y ello explica fastuosos desfiles como el protagonizado por Margarita de Austria y el príncipe de Asturias, futuro Felipe IV, en Valladolid en la Pascua de 160526.

Feliciana, al rezarle a la Virgen en su primera salida a la iglesia, está cumpliendo con un ritual que marca el fin de todo el proceso relativo al parto y su recuperación y, lo más importante, inaugura una nueva etapa en la que como madre reciente se reincorpora a la vida social. Feliciana se ofrece a la Virgen en presencia de sus nuevos compañeros en su proyecto vital como peregrina. Su oración, además de ser un emotivo ruego de protección a María, es un acto simbólico según el cual se formaliza su resolución de dejar atrás de forma definitiva todo lo relativo al episodio de su maternidad. La huida de Feliciana después de alumbrar a su hijo y su recuperación física en el hato de los pastores la apartan del conjunto de costumbres y creencias que acompañaban a las mujeres en el puerperio. Una recién parida hubiera estado recibiendo cuidados en la casa por parte de otras mujeres, confinada en un espacio de reclusión doméstica, lo que puede interpretarse de dos formas que en ninguna manera son excluyentes. Por una parte, las semanas transcurridas antes de la primera salida a la iglesia facilitan la purificación física de la nueva madre puesto que no hay duda de la vigencia cultural de tabúes con respecto a la impureza de las recién paridas a pesar de que, desde la doctrina católica, este hecho se intente desvincular de los ritos de purificación del judaísmo. Por otra parte, este tiempo dilatado de convalecencia supone una oportunidad para ser atendida por otras mujeres dentro de una tradición estrictamente femenina de saberes y cuidados. Así, la misa de parida ponía fin a un tiempo de las mujeres para las mujeres a la vez que, mediante un ritual público, un verdadero rito de pasaje, el cuerpo de la madre se inscribe en un orden social y la mujer,

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Carlos Varona, 2018, p. 198.

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con su primer parto, habita públicamente el rol de madre27. En este sentido, me parece importante ref lexionar con Bourdieu sobre lo que un rito de paso supone al plantear la función social del ritual28. Para Bourdieu, el ritual no solo marca un cambio, un antes y un después en el sujeto que se somete a la ceremonia, sino que, más significativamente, tiene una función social y no individual. Así «El efecto mayor del rito es el que pasa más desapercibido [...]. El rito consagra la diferencia y la institucionaliza»29. En realidad, el ritual separa a los que lo han pasado de los que no lo pueden pasar. Es una exclusión irreductible. Él denomina a los ritos de paso como ritos de institución. De esta manera, la institución se otorga a sí misma el convertirse en un acto de magia social con la capacidad de crear diferencias30. Al renombrar los ritos de paso como ritos de institución se reconoce que «todo rito tiende a consagrar o legitimar, es decir, a hacer que un límite arbitrario se desconozca como tal y se reconozca como legítimo, natural»31. En definitiva, un ritual de paso no reconoce realidades, sino que las crea y hace que se reconozcan socialmente como incuestionables y absolutas. En el caso de la misa de parida, lo que ocurre es que el cuerpo de la mujer pasa del estado liminar del embarazo, parto y puerperio a la oficialización de la identidad de la mujer como madre. Lo problemático Juan Diego Vila, 1999, p. 174, resalta un importante detalle en La ilustre fregona. La madre de Costanza, que rehúsa dar su nombre y se hace llamar «la señora peregrina», engaña a todos sus criados e incluso manda llamar a un médico que la visita a diario y le da remedios —que no toma— para la hidropesía. Cuando llega el momento del parto, confía en los venteros y en sus criadas más cercanas: «Este engaño a los criados no carece de importancia, no sólo porque demarca un ámbito que escapa al control masculino, sino también porque según la peregrina recuerda “a estas mis mujeres ni he podido ni he querido encubrírselo”. Sería evidente un saber otro femenino, ligado a lo corpóreo y, en tanto tal, a lo caído. Con las mujeres, parece decir el texto, las que saben de cuerpos forzados, de naturalezas mudadas y son ellas quienes —reténgase el eje polar expresado por los verbos “poder” y “querer” de la frase previa— saben del imposible autoocultamiento en su condición de madres». Esta circunstancia también resuena con el parto de Feliciana, que es atendida por su criada y confidente, Leonora, y que será la que huya con el recién nacido y se lo dé a Rosanio. Al ser cuidada por el pastor la primera noche, en la historia de Feliciana se divierte la costumbre de un mundo de cuidados y saberes femeninos para la parturienta. 28 Compárese también con Van Gennep, 1986. 29 Bourdieu, 2008, p. 100. 30 Ver Bourdieu, 2008, pp. 100-103. 31 Bourdieu, 2008, p. 100. 27

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de esto es, precisamente, que el problema pasa inadvertido. El hecho de que una madre sea reconocida como madre no es problemático. Sin embargo, lo que lo es, es la exclusión a la que se refiere Bourdieu. El rito de institución excluye no solo a las mujeres que no son madres, sino, más inquietantemente, borra en la mujer cualquier otra posibilidad identitaria que no sea la de madre. El rito de la misa de parida hace que se haga objetivo lo subjetivo y que se ordene la vivencia que es definida por el sentido del ritual homogeneizándola y haciéndola socialmente real. Es importante recordar que Feliciana nunca piensa como madre y que no se comporta como tal; nunca, en realidad, deja atrás su vivencia de doncella deshonrada. Su presentación en la iglesia es una corroboración del fracaso de su maternidad interrumpida. Su oración a María, violentamente truncada, subvierte la misma noción de churching: en vez de abrazar su condición maternal ante la Virgen para ser reintegrada en la sociedad bajo la homogénea categoría de madre que excluye cualquier otra mirada hacia sí misma, Feliciana se presenta ante La Virgen de Guadalupe como una mujer que quiere borrar de su historia el accidentado episodio de su embarazo secreto y el parto de un niño dejado atrás para inaugurar una nueva existencia bajo la inf luencia protectora de María. No se olvide que Feliciana se restablece del atropellado alumbramiento en un ámbito natural y es animada a hacerse peregrina un día después de dar a luz. De esta forma, se celebra la fortaleza y la perfección natural del cuerpo femenino al compararlo con las reses y con Eva, y, sobre todo, al desdeñar la tradición de cuidados en el puerperio: «cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos» (III, 4, 462). La evaluación que el pastor hace del cuerpo de Feliciana está libre de todo prejuicio cultural sobre su pureza y sobre su capacidad física. Con la escena del monasterio de Guadalupe se intentan dos rituales de purificación: uno, mediante la oración en un espacio sagrado, se purifica simbólicamente el cuerpo de la nueva madre; y dos, el fallido sacrificio por parte de su padre y hermano que, en aras de restaurar el honor social perdido, pretenden derramar su misma sangre. De esta forma, la sangre de Feliciana, por un lado, la ensucia porque ha dado vida y, por el otro, limpiaría una ofensa pública cuando, con la misma sangre derramada, también se extinguiría su propia vida.

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La oración de Feliciana: el tema mariano y su contexto geográfico y textual Las octavas que Feliciana escribe en el papel que le da a Auristela han sido objeto de distintas interpretaciones por parte de la crítica. Aunque es evidente la importancia del tema mariano en este episodio en particular y en el Persiles en general, es necesario referirse al sentido de estas octavas en su contexto narrativo y en relación con los temas del pasaje. A menudo, las octavas se han interpretado siguiendo una lectura ad litteram, basada en el rastreo minucioso de las metáforas y símbolos con los que se representa a María. En esta dirección, es excelente el estudio de Patricia Micozzi que traza un recorrido exhaustivo por el origen textual de las imágenes metafóricas que representan a la Virgen en diversas tradiciones de la devoción mariana, especialmente la patrística. Aurora Egido32, además de ofrecer un meticuloso análisis de las fuentes del poema, documenta minuciosamente la historia de la Virgen de Guadalupe y su significado cultural y religioso a través de los siglos al investigar las raíces folclóricas, así como históricas, de esta talla que representa a una Virgen apocalíptica con el Niño en sus brazos que, según la leyenda, fue encontrada por unos pastores. La historia cuenta que fue de Roma a Sevilla y luego, a Extremadura, donde fue enterrada para protegerla de la invasión musulmana 33. Las representaciones de María en la composición de Feliciana se hacen eco, entre otras inf luencias, del Cantar de los Cantares, del Magnificat, de la iconografía de la Anunciación, y de la imagen de la tota pulchra, además del Inmaculismo tan vigente en esos años en España. Esta riqueza de referencias ha sido la causa de que su lectura privilegie una interpretación idealista que impide la percepción en el poema de una serie de referencias a la corporalidad que también forman parte de la enorme carga devocional de la composición. En general, las estancias a la Virgen han sido el motivo de la idealización y sublimación de Feliciana a la que se ha identificado con la misma María, al menos en algunos aspectos. Por ejemplo, Forcione identifica Egido, 1998, pp. 23-29. Katz, 2001, pp. 89-90, apunta que, a pesar de la leyenda de que la talla de la Virgen fue enterrada antes de la invasión musulmana para protegerla, los monjes franciscanos del monasterio de la Virgen de Guadalupe aseguran que se trata de una talla románica anónima del siglo xii. 32 33

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al hijo de Feliciana con Cristo, mientras que Diana de Armas iguala la historia de Feliciana con la historia de María, aunque las diferencia. También es muy común que el perdón del padre y del hermano se considere un milagro mariano. Otra lectura de gran recorrido ha sido el interpretar su oración como un acto de contrición en el que Feliciana se arrepiente suplicando la redención y consiguiendo expiar sus culpas34. Esta será la interpretación, por ejemplo, de Patricia Micozzi y, de forma muy desarrollada, la de Aurora Egido, que se refiere al «carácter celestial de la protagonista en este instante [cuando canta a la Virgen]» e interpreta el canto de Feliciana como un ruego de redención que le es concedido con el perdón casi milagroso de su padre. «Feliciana, surgida del árbol que guarda su pecado, pondrá punto feliz a su deshonra bajo la figura redencional de María, fuente de gracia, simbolizada en una imagen que también estuvo escondida como ella en la sierra cacereña», y más adelante interpretará su oración como la sublimación de lo humano en una suerte de redención otorgada por María: «Eva y Ave se unen en la elevación platónica de su canto con el que ella parece expiar la historia de sus pasiones»35. Para Egido, Feliciana encarna a «la madre del género humano» que manchada por la culpa se sublima ante la virginidad perfecta: A los pies de la Virgen de Guadalupe, Feliciana ve reparada milagrosamente su honra, redimiéndola de su culpa. La maternidad humana se sublima frente a la virginidad perfecta. [...] La identificación de Feliciana como madre del género humano no deja lugar a dudas [...]. Feliciana, salida del árbol y convertida en peregrina ocasional, parece la encarnación misma de la maternidad humana en el pecado, pues ella concibió a su hijo sin sacramento matrimonial y va a expiar su culpa a los pies de la Virgen36.

Por ejemplo, Childers, 2006, p. 88, basándose en la leyenda en torno a la talla de la Virgen, asocia a Feliciana con la Virgen y a sus familiares varones con los sacrílegos moros: «Feliciana’s tale reinscribes one woman’s successful rebellion against patriarchy into the landscape of the shrine legend of the Virgin of Guadalupe, thus associating Feliciana with the Virgin and her male relatives with desecrating Moors. This reversal of inside and outside effectively turns ‘Spain’ inside out, casting her father and brother’s obsession with honour as decidedly un-Christian and un-Spanish». 35 Ver Micozzi, 1995; Egido, 1998, pp. 20; 25. 36 Egido, 1998, p. 23. 34

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Esta interpretación idealista, sin menoscabar el enorme valor de la exhaustiva documentación que Egido ofrece sobre las fuentes históricas y textuales del episodio, presenta aspectos discutibles con respecto al sentido del canto de Feliciana en el contexto de la historia. En primer lugar, la división entre un plano corporal (mancillado por las pasiones de la carne) y otro espiritual (el único ámbito en el que puede encontrarse una visión positiva de la maternidad) no parece ref lejar verazmente el sentido del episodio. Para Egido, la maternidad de Feliciana supone una culpa, y la virginidad de María significa un ideal de perfección en la maternidad. En todo caso, es una perfección inaccesible e inimitable que separa en un abismo insondable la maternidad humana y la de María. La devoción sincera y emotiva expresada en este canto bien puede tener un alcance diferente en el que la Virgen se percibe como una figura protectora y empática. En ningún momento, como ya ha sido apuntado, Feliciana expresa arrepentimiento ni el texto nos da evidencias de que se vea a sí misma como «manchada por la culpa». Lo que sí hace es sentir miedo y, cuando tras la primera noche cuenta su historia a los peregrinos, expresa vergüenza por la deshonra social, nunca por haber cometido una transgresión moral37. La Virgen de Guadalupe es la última de una serie de cultos de deidades femeninas en una tierra en la que esas presencias se superponen y se encadenan en su evolución histórica. Se ha utilizado repetidas veces la metáfora del palimpsesto o manuscrito en el que se ha borrado el texto original para reescribir un nuevo texto, pudiendo usarse asimismo la menos textual de pentimento, según la cual, debajo de la pintura de un cuadro, hay otros motivos que se han borrado al pintar sobre ellos. La idea es expresar la superposición de cultos, desde la época prerromana hasta principios del siglo xvii, que comparten una devoción por lo femenino. Así, el episodio de Feliciana se sitúa en una zona geográfica de enorme significación para la historia de esta niña madre. Cuando termina la visita de los peregrinos a Guadalupe, el texto señala: «La ida de Trujillo fue de allí a dos días, la vuelta de Talavera, donde hallaron que se preparaba para celebrar la gran fiesta de la Monda, que trae su origen de muchos años antes que Cristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término que, si entonces 37 Bradley Nelson, 2004, p. 53, critica las lecturas de Egido y Micozzi, ya que no ve en el episodio del Monasterio de Guadalupe una historia de redención ni «la aceptación incondicional de la culpa por parte de Feliciana».

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se celebraba en honra de la diosa Venus por la gentilidad, ahora se celebra en honra y alabanza de la Virgen de las vírgines» (III, 6, 483-484). Rachel Schmidt documenta los paralelos históricos entre la Virgen y ciertas diosas paganas en Iberia. En este sentido, afirma que, sin duda, la representación de la Virgen en este pasaje está relacionada con la superposición de presencias y cultos de lo femenino: «in that sense can be seen as a figure superimposed over the pagan goddesses of family, fertility, and love, preserving and sustaining women in these realms of life». También añade que Cervantes usa deliberadamente el palimpsesto pagano detrás de la imagen de María para explicar la intervención sobrenatural de una fuerza femenina en la resolución feliz del conf licto de Feliciana: «On the one hand, Cervantes is clearly aware of the pagan palimpsest behind the Virgin, and uses this feminine supernatural intervention as the means by which his female protagonist understands her unlikely happy ending»38. Por su parte, Christina Lee encuentra referencias a la Magna Mater en las alusiones a la tierra protectora que se dan en el episodio. Añade que incluso Alfonso el Sabio establece un paralelismo entre la tierra y la Virgen María: «The motif of Mary as Magna Mater was first recorded in Iberia by Alfonso el Sabio, who titled one of the laws of the Setenario “About how those who worshipped the earth”, really meant to worship Saint Mary». Lee sostiene que, cuando Feliciana pide a los pastores que la escondan debajo de la tierra, «figuratively articulates her yearning for the protective womb of the Magna Mater». También afirma que Feliciana, como hija huérfana, busca un útero simbólico y que su búsqueda termina en el monasterio de la Virgen de Guadalupe. Coincido con su afirmación de que Cervantes «makes the point that pure patriarchies in which the “maternal” voice is undermined or excluded are destined to fail»39. Esta teoría es interesante y, tal vez, sin llegar tan lejos, es importante recordar la regresión que Feliciana experimenta la primera noche cuando, sin su hijo, se entrega a los cuidados del pastor que la encierra en la encina preñada y la alimenta con la misma leche de cabra que a su recién nacido. En todo caso, mi interpretación de la canción a la Virgen se relaciona con una vivencia ancestral de lo femenino vinculada a la naturaleza casi invisible, pero poderosa, que ocupa los resquicios dejados 38 39

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Schmidt, 2016, p. 492. Lee, 2010b, p. 383.

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por la cultura patriarcal, incluyendo todo lo relacionado con la religión. Bradley Nelson propone dos lecturas de las estrofas escritas por Feliciana, una próxima a la teología contrarreformista más ortodoxa consistente con las interpretaciones alegóricas ofrecidas por parte de la crítica, y la otra, en íntima relación con el episodio que incluye también alusiones a la materialidad de lo corporal: «Es evidente que Cervantes intenta restablecer la legitimidad de la carne en la dialéctica del cuerpo y espíritu, carne y verbo, y realiza su empresa planteando el cuerpo como la condición y medio por los que la voz devuelve al creador ese espíritu que infundió al cuerpo»40. En las octavas de Feliciana, la pureza del cuerpo de María y su inmaculada concepción se expresan sin esquivar, paradójicamente, referencias directas a esa corporalidad, especialmente en las siguientes octavas: Sois la paloma que, ab eterno, fuiste llamada desde el cielo; sois la esposa que al sacro Verbo limpia carne distes, por quien de Adán la culpa fue dichosa; sois el brazo de Dios que detuviste de Abrahán la cuchilla rigurosa y, para el sacrificio verdadero, nos distes el mansísimo cordero. Creced, hermosa planta, y dad el fruto presto en sazón, por quien el alma espera cambiar en ropa rozagante el luto que la gran culpa le vistió primera. De aquel inmenso y general tributo la paga conveniente y verdadera en vos se ha de fraguar; creed, señora, que sois universal remediadora (III, 5, 481-482).

Nelson, 2010, p. 218, relaciona, tal vez de forma demasiado drástica, lo grotesco con lo corporal. Aunque no asiento completamente con esta generalización, me parece muy interesante su observación sobre la incompatibilidad entre lo alegórico y la representación no idealizada del cuerpo: «In Cervantes’ positive reading of the grotesque, the human body and its inexorable processes of becoming cannot be contained by allegory». 40

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De esta forma, se humaniza la maternidad y pureza de María con expresiones como: «sois la esposa que al sacro Verbo limpia carne distes, por quien de Adán la culpa fue dichosa» y «Creced, hermosa planta, y dad el fruto presto en sazón». Diana de Armas Wilson apunta que las virtudes marianas tan ensalzadas en la Contrarreforma, humildad, obediencia, y silencio, no adornan en absoluto a Feliciana, que presume de su voz, desobedece a su padre cuando se une a Rosanio y canta en público en el templo. En una aguda ref lexión sobre la afirmación de Marina Warner de que la celebración de la perfección femenina en María lo que hace es denigrar sutilmente a todas las mujeres que están sujetas a un ideal inalcanzable, De Armas razona que «If women were denigrated by Mary, however, it was largely by an image that had been studiously desexualized by over a millennium of church fathers — men such as Augustine, Jerome, and Gregory the Great — who were at one in viewing the female libido as a constant and collective threat. There was — there is — another view of Mary to consider»41. Personalmente, me parece brillante la distinción que de Armas Wilson hace entre la historia de María y su imagen. No comparto completamente la intuición de que la historia de Feliciana sea un trasunto de la historia de la maternidad de María, aunque los paralelismos sean evidentes. No obstante, esa pertinente distinción entre historia e imagen mariana ilumina la idea de que la canción de Feliciana reescribe la imagen de María desde un punto de vista femenino a pesar de usar los materiales textuales y simbólicos de una tradición religiosa eminentemente patriarcal modelada por la inmemorial aprensión hacia las mujeres y la sexualidad. Coincido con la afirmación de María Mar Pérez Gil: «I believe that any reconfiguration of the female divine must come to terms with the figure of Mary and the body, her body, which may start to function horizontally among women, instead of governed by a vertical dogmatism. Mary has been the role model of true femininity in the economy of male religious desire»42. Pérez Gil propone una genealogía carnal que privilegie exclusivamente la noción de horizontalidad, entendida como la relación de una experiencia corporal

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De Armas Wilson, 1991, p. 213. Pérez Gil, 2011, p. 303.

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común que establezca un vínculo afectivo entre las mujeres y María a través del cuerpo maternal43. Mi lectura de la oración de Feliciana en el contexto de su historia, teniendo en cuenta el significado social y cultural que tenía entrar por primera vez en la iglesia después del parto como el evento que marca el fin del puerperio, es el del rezo de una nueva madre, a pesar del fracaso de su experiencia, a la Virgen de Guadalupe. Es asimismo fundamental entender que la Virgen de Guadalupe, como se ha dicho, es la última manifestación de una serie de cultos de lo femenino que se han ido superponiendo, en una suerte de geología cultural, siempre vinculados a la tierra y a la naturaleza. A mi modo de ver, la oración de Feliciana intenta establecer una especie de teología íntima en la que se reescriben de forma afectiva y personal las imágenes y metáforas dedicadas a María por las prácticas religiosas al uso. Feliciana, con sus alusiones a la Anunciación y a la pureza de María, en vez de alejar su experiencia de madre de la figura imposible de la Virgen, la acerca a un modelo que hace suyo pues, la «limpia carne» de la imagen de la Virgen de Guadalupe con su hijo en brazos, enseña que en la maternidad no hay mancilla. En este caso, la devoción de Feliciana a María crea un espacio espiritual reconfortante y benévolo. Me parece que en la oración de Feliciana importa quién reza, tanto o más, que a quién se reza o qué oración se reza. Sus palabras cobran un sentido diferente saliendo de los labios, o la pluma, de una mujer que acaba de ser madre en las peores circunstancias. El canto de Feliciana supone una apropiación de la imagen de la Virgen, esa misma imagen de perfección imposible construida durante un milenio por una teología masculina y profundamente misógina, que, recreada por Feliciana, es percibida como una figura cuya encarnación de lo femenino en su belleza, grandeza y pureza dignifica a todas las mujeres. De esta forma, la Virgen de Guadalupe es parte integral y visible del palimpsesto de presencias que rinden culto a lo femenino. La oración de Feliciana, desde la teología íntima a la que me refería antes, intenta validar su maternidad y su voz antes de ser interrumpida, por segunda vez, por la violencia de los hombres de su familia que le reclaman una deuda de honor. La afrenta de Feliciana, 43 «I propose a carnal genealogy that privileges exclusively the notion of horizontality, by which I mean the relationship of corporeal sameness that binds women to Mary and to other women through the maternal body», Pérez Gil, 2011, p. 298.

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al fin y al cabo, es simplemente el haber desobedecido y transgredido sus límites como mujer al haber dispuesto de su cuerpo y de su destino sin someterlo a la autoridad de padre y hermanos. La disrupción de la maternidad y de la oración de Feliciana, la enajenación de su hijo y el silenciamiento de su voz en el templo, son ejemplos poderosos de cómo, al final, la historia de esta muchacha es, entre otras cosas, la historia de la pugna entre naturaleza y cultura. Sin embargo, a pesar de lo escrito en multitud de páginas que analizan este texto cervantino, no veo, en ningún caso, una oposición entre lo corporal y lo espiritual en la figura de Feliciana, incluso en el momento de su canto. Sin duda, Feliciana se construye como personaje en torno a su corporalidad. Como he señalado antes, su canto sale de su cuerpo, el milagro de su voz no es más que un portento debido a la dimensión física de su ser, su oración aludirá a la pureza del cuerpo de la Virgen y obviamente su hijo saldrá de sus entrañas después de haber sido gestado nueve meses. La dimensión emotiva, afectiva y espiritual de la muchacha no menoscaba su corporalidad en una falsa oposición entre una dimensión concreta y física y otra abstracta y espiritual del ser. En este personaje, al menos, no puede decirse que exista tal cosa. En las breves páginas de la historia de Feliciana de la Voz, Cervantes traza el intuitivo relato de un ejemplo de maternidad fracasada en el que la protagonista, al fin, es engullida por un orden social que la acoge a cambio de borrar las señas de su singularidad. Feliciana de la Voz, como creación literaria, muestra las marcas de una técnica poética cervantina identificada y definida por mí en otros trabajos44. Se trata de la categoría de los «personajes espejo» esto es, la Desarrollé ese término para referirme a la específica técnica narrativa cervantina que describo a continuación. En un principio surgió desde el análisis de los personajes en el ámbito del islam, donde Cervantes se enfrenta a una ideología dominante, una posible censura y una perspectiva hegemónica sobre esta realidad cultural, social y política basada principalmente en estereotipos dirigidos a reforzar los binomios entre cristianos e infieles, buenos y malos. El concepto es aplicable a la construcción de otros personajes que siguen la misma técnica cervantina de crear caracteres que ref lejan múltiples realidades sobre una problemática sin la necesidad de cuestionar abiertamente creencias y valores fundamentales. Este sería el caso de Feliciana de la Voz a través de la cual se desestabiliza la beatífica y simplista noción de maternidad y matrimonio al uso desde la subjetividad de un personaje que no es ni juzgado ni juzgable en el texto: «Algunos personajes cervantinos son un enigma para el crítico literario, pues aunque en su composición prime la incoherencia, el absurdo y la mezcla de rasgos inconsistentes como, 44

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creación de personajes en la ficción cervantina que, por una parte, son poliédricos y refractarios ref lejando múltiples puntos de vista, ideas, creencias, prejuicios y aproximaciones sobre un tema socialmente importante y por el otro, carecen de coherencia como personajes, están construidos a partir de inconsistencias, contradicciones y vacíos. Lo interesante es que, de alguna manera, la técnica literaria cervantina consigue que estos personajes funcionen narrativamente y, es más, que sean perfectamente creíbles en la ficción literaria sin que el lector advierta las discordancias esenciales en su atribuible congruencia. Como se ha visto, el personaje de Feliciana de la Voz es en sí un personaje admirable como creación literaria que, sin embargo, se edifica a partir de distintos huecos, vacíos y desajustes. A través de la creación de esta «doncella encerrada en el árbol» que acaba de ser madre, la ficción cervantina, sin confrontar directamente la noción social y culturalmente indisputable de abnegación como signo del amor maternal, cuestiona sustancialmente ese estereotipo sin que ni el narrador o los personajes reaccionen ante el desmoronamiento de ese fundamento en el que se basa la idea de la maternidad que liga inmanentemente lo biológico a lo moral. De esta forma, Feliciana, en vez de ser la presumible villana en cualquier otra narrativa de la época dispuesta a convertir su transgresión en materia suficiente para desarrollar un discurso moralizante anclado en una honda misoginia, es un personaje positivo, la heroína de su historia siempre protegida por los protagonistas, Periandro y Auristela, y su cohorte de peregrinos. No obstante, como se explora en este capítulo, Feliciana incurre en el peor pecado posible para una madre según la cultura dominante: no querer serlo, dejando atrás a

por ejemplo, en el desarrollo emocional del personaje o en el contexto histórico, funcionan magníficamente en la narración y su realidad ficticia se dibuja poderosamente más allá del texto al tener la virtud de ocupar con su rotunda presencia el imaginario cultural en el que se inscriben algunos personajes que tienen su propia existencia fuera de los libros. Los casos de Zoraida, de Ricote, de Ana Félix o de Catalina de Oviedo, la gran sultana, serían ejemplos evidentes de personajes espejo. La creación de personajes espejo supone una técnica narrativa en la que deliberadamente se conciben personajes que en su configuración absorben todos los estereotipos, contradicciones, fabulaciones y dudas además de un ref lejo del debate ideológico que envuelve un determinado proceso histórico. [...] Lo más importante de esta técnica es que siempre va ligada a un comentario sobre la realidad histórica del momento o problemas relacionados con la vida real ref lejada de forma oblicua en la ficción», Alcalá Galán, 2014, pp. 946-947.

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su hijo deliberadamente. Comete una segunda gran transgresión imperdonable no solo en la sociedad áurea, sino en la ficción literaria de su tiempo: no anteponer la obsesión amorosa a su anhelada seguridad en la que el amor no tiene cabida pues, según todos los cánones, una muchacha deshonrada tiene que sublimar su situación desesperada con el sentimiento amoroso sin reservas hacia el hombre que puede reintegrar su honor perdido. En efecto, Feliciana jamás añora al hombre que la sedujo y le prometió matrimonio en su huida hacia adelante. Madre enajenada, amante veleidosa y peregrina abiertamente interesada en la salvación de su cuerpo más que en la de su alma, Feliciana no deja de ser contemplada en la narración como un personaje virtuoso e inocente en su vulnerabilidad. Es un personaje espejo en tanto en cuanto estas tres actitudes que perturban la noción de lo que una ‘buena mujer’ debe sentir pasan desapercibidas, por lo que el personaje termina ref lejando en su superficie refractaria la estrechez afectiva impuesta a las mujeres por una cultura que no solo dicta normas relativas al honor, sino que invade su subjetividad imponiendo actitudes y sentimientos ante los hechos esenciales que definen la vida femenina de su tiempo: la maternidad y el matrimonio. En el texto de Cervantes, Feliciana brilla con luz propia por su talento inigualable, por su energía dirigida exclusivamente a su propia supervivencia y por su lucidez para querer recomenzar la historia de su vida en la libertad de un viaje tan virtuoso como estimulante en el que encuentra compañeros que comparten su secreto y la ayudan a vislumbrar las posibilidades de su dimensión como ser humano que se extienden a un futuro de aventuras y descubrimientos fuera de los angostos parámetros de la honra y el honor que la han definido hasta entonces. En el ‘final feliz’ que trunca sus sueños de independencia y la sepulta en un matrimonio y una maternidad bendecidas por su clan y por su mundo, Cervantes repite, en cierta manera, el gran final de la Fuerza de la sangre en el que Leocadia y Luisito han restaurado el honor perdido a cambio de un precio atroz45. Creo que puede afirmarse que Feliciana de la Voz es uno de los personajes femeninos más enigmáticos, inspiradores, y complejos de la obra de Cervantes ya que, a través de él, se cuestiona, explora y subvierte la noción de maternidad en relación con la subjetividad femenina.

El desconcertante ‘final feliz’ de La fuerza de la sangre se explora en el capítulo 1 de este libro. 45

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Capítulo 5 MADRES, NODRIZAS Y ABANDONO INFANTIL EN LA ESPAÑA DE LA TEMPRANA EDAD MODERNA

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Anónimo, Gabrielle d’Estrées, Marquise de Monceaux (1573-1599). Musée Condé, Chantilly, Francia.

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Quiero comenzar este capítulo con una imagen, una pintura anónima de la escuela francesa, probablemente de finales del siglo xvi, que muestra a Gabrielle d’Estrées, amante del rey Enrique IV de Francia, en su baño acompañada de sus dos hijos y de la nodriza que alimenta al más joven, un recién nacido1. La imagen muestra la belleza casi virginal de Gabrielle y pone énfasis en sus pechos casi adolescentes, a pesar de su reciente maternidad. La dama, que era considerada un parangón de perfección física, tiene en su mano un delicado clavel que se confunde con el plato de jugosas y dulces frutas y acompaña a las pequeñas f lores que cuidadosamente dispuestas adornan su toalla. Llama la atención su inexpresividad y su mirada distante que no se encuentra con la del espectador. Su desnudez delata la blancura de su piel y, aunque está en el baño, adorna su cuello y muñecas con perlas, además de lucir un cuidado peinado y maquillaje. Las perlas eran símbolo de juventud eterna además de que su uso, según la norma común a las leyes suntuarias dictadas en diversos lugares de Europa durante la Edad Moderna, se reservaba a la nobleza. En suma, Gabrielle proyecta la imagen de una hierática perfección, invulnerable a los estragos de la maternidad, impasible desde su inalterable belleza que desafía las leyes de la naturaleza y el devenir de los cuerpos. El ama de cría, de complexión más oscura, que por norma debe ser una mujer joven, tiene una gestualidad tan expresiva que no encuentra eco en el semblante ausente de su señora. El pecho expuesto del ama, lleno, abundante, grávido y enmarcado completamente por la tela de su camisa de nodriza, que destaca en cierta manera su fealdad utilitaria, está puesto junto al de Gabrielle para hacer una distinción radical entre el pecho erótico y el nutricio. En el fondo de la escena, otra criada, con un escote pronunciado que marca la exuberancia de 1

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Yalom, 1998, p. 72, se refiere brevemente a este retrato de Gabrielle d’Estrées.

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sus senos, sujeta un aguamanil, probablemente de agua caliente para el baño de la dama. La anatomía de las criadas, enfocada específicamente en sus senos, se diferencia completamente de los rasgos corporales de la amante del rey. Estamos ante una disimilitud que va más allá de una diferencia en cuanto a la belleza, las joyas, el peinado y todo aquello que llamaríamos distinción. La diferencia que se hace patente en este retrato es la distancia abismal que media entre un cuerpo extraordinario en tanto en cuanto se acerca a un ideal de lo femenino y que, por lo tanto, es digno de engendrar los hijos de un rey, y otros cuerpos utilitarios, asalariados, prolíficos y reemplazables, donde lo femenino se aleja del ideal para instalarse en la realidad de lo común. La pintura presenta otro detalle que pasa fácilmente inadvertido pero que abunda en esta idea del cuerpo extraordinario de Gabrielle. En el fondo de la estancia hay un cuadro enmarcado que representa a un unicornio. La intención del pintor, sin duda, es vincular la figura de la dama con la del animal mítico asociado a la virginidad, la pureza, la virtud y la fuerza. El unicornio se alimentaba de f lores, miel y frutas dulces y las fuentes dónde se bañaba adquirían propiedades curativas. Es fácil, entonces, relacionar el baño, las f lores meticulosamente dispuestas en la toalla y el plato con frutas con la extraordinaria virtud de un animal imaginario que se identifica con el cuerpo fértil pero no rozado por los signos de la maternidad de la aristócrata francesa que, en su pose, suprime cualquier espejismo de humanidad. La pureza del cuerpo erótico de Gabrielle es un oxímoron que tan solo puede imaginarse al interiorizarse culturalmente la convención que concede al lecho del monarca la virtud de ensalzar y situar por encima de las demás mujeres a aquella digna de ocuparlo. Sin embargo, a finales del siglo xvi, la perfección de lo femenino que la amante del rey encarna mediante los atributos de fertilidad, pureza y belleza inalterable, depende de los servicios imprescindibles de una nodriza. Sin ella, los dos hijos de la dama no hubieran podido sobrevivir y Gabrielle d’Estrées, la mujer ideal, hubiera tenido que emplear sus senos, tan admirablemente representados en su belleza adolescente (aspecto incompatible con los efectos de la lactancia), a alimentar a sus hijos por lo que se hubiera visto reducida considerablemente la diferencia casi ontológica entre la dama y la nodriza. Dar o no dar el pecho en la Temprana Edad Moderna tiene enormes connotaciones simbólicas, económicas, sociales y culturales. La elección, o no, del uso de amas de cría esconde una realidad de

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inmensas consecuencias en la vida de su tiempo y constituirá el objeto de ref lexiones que llenan las páginas de los tratados de moralistas y médicos, siendo también un motivo frecuente en numerosos textos literarios. La primera parte de este capítulo examinará distintos acercamientos a este tema: la visión de moralistas y médicos sobre la lactancia materna, los usos adoptados por las clases acomodadas, el mercado de las amas de cría, y, sobre todo, la oposición entre madre y nodriza que se esboza de una manera sorprendentemente coherente en un heterogéneo conjunto de textos y tratados de diversa índole. La segunda y última parte de este capítulo está dedicada al recorrido histórico sobre el tema de los niños abandonados o expósitos, asunto a menudo silenciado o simplemente ignorado desde la indiferencia. En efecto, los niños abandonados fueron fruto de la deshonra o de la extrema pobreza y su inclusión en iniciativas políticas, que tuvieron como objeto el establecimiento de instituciones para su cuidado, los relacionan directa o indirectamente con la figura de la nodriza o ama a la que se responsabiliza, en última instancia, del fracaso histórico que supuso la crianza y mantenimiento de estos niños. Explorar los múltiples significados y representaciones del seno femenino y la lactancia en algunos ejemplos del arte, la religión, la literatura, la prosa médica, la obra de moralistas, manuales de cosmética, literatura de viajes, relatos de cautiverio, relaciones de sucesos, y tratados específicos sobre lactancia supone encontrarse con un entramado de discursos, intenciones, prioridades y posturas irreconciliables que, paradójicamente, se fundamentaban en nociones sorprendentemente consistentes sobre la mujer, su cuerpo y su función vital. La mayoría de estos ejemplos suponen un intento de prescribir lo que la mujer debe o no debe hacer y, muy a menudo, acaban en aceradas críticas a las mujeres portadoras, ya que no poseedoras, de tales pechos. Si he aprendido algo en esta dispersa y necesaria exploración es que el pecho femenino de alguna manera concentra en sí muchas de las actitudes y significados atribuidos a la mujer. En primer lugar, el pecho femenino no pertenece a la mujer sino al hombre, a Dios, a la fantasía colectiva, al marido, al hijo, al médico, al sacerdote, al moralista, al artista, al poeta, al que mira, al rey y, en definitiva, a cualquiera menos a ella. Una realidad biológica fundamental resume la importancia de la lactancia materna o con nodriza ya que hasta el final de la década de los años cuarenta del siglo xx era prácticamente imposible criar a un recién nacido sin leche humana. Rita Rodríguez García afirma:

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Si la madre no podía alimentar al niño, la utilización de leche de animales sólo era una opción en situaciones de urgencia o de pobreza extrema en las que no era posible disponer de leche de otra mujer. La alimentación de un recién nacido con leche animal ponía en grave riesgo su vida o le llevaba generalmente a la muerte por la sobrecarga renal y metabólica que se producía en su organismo. [...]. Hasta finales de los años cuarenta del siglo xx, en los que las primeras leches de fórmula se comercializaron con resultados satisfactorios y estuvieron al alcance de algunos privilegiados, el único alimento que podía garantizar la supervivencia de un bebé fue la leche humana, ya fuera de su madre o de otra mujer2.

El retrato de Gabrielle d’Estrées en su baño con dos de sus hijos que abre este capítulo es una ilustración elocuente del uso de las nodrizas y de las prácticas de la maternidad que pone de manifiesto cómo la relación de servidumbre incluye no solo el trabajo femenino sino el mismo acceso al cuerpo de la mujer que provee el alimento imprescindible para alimentar a los hijos de sus señores. Tras la normalización del hecho de que se pueda pagar el que una mujer diferente de la madre críe a los hijos de otras, se encubre una realidad, a menudo dolorosa, de inconmensurables implicaciones sociales y económicas. Aunque parezca una afirmación desmesurada, en la Edad Moderna el seno femenino y el acceso al mismo será imprescindible para la supervivencia de la especie humana y, tras esta incontestable realidad biológica, a menudo pasada por alto al pertenecer al ámbito de la costumbre, se plantean importantes cuestiones sobre el cuerpo de las mujeres y su sexualidad. Es necesario notar cierta esquizofrenia cultural, si se permite el símil, con respecto a la noción del seno femenino que se contempla desde la belleza y sensualidad, por un lado, y la maternidad, por otro. Esta dicotomía irreconciliable con respecto al pecho de las mujeres entre la seducción, con su inherente carga sexual, y la maternidad, necesariamente asexual, condensa la visión conf lictiva sobre la mujer en una parte concreta de su cuerpo en una especie de sinécdoque anatómica en la que el seno femenino encarna gran parte de los atributos otorgados tradicionalmente a las mujeres: sensualidad, seducción, erotismo, cuidado, alimento, ternura, maternidad, confort y un largo etcétera de connotaciones muy cargadas simbólicamente. 2

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Rodríguez García, 2017, p. 39.

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Este capítulo, de carácter histórico, contextualiza y precede el análisis de la novela cervantina La señora Cornelia en el capítulo 6 y sigue al capítulo 4, dedicado a la problemática del parto en el episodio de Feliciana de la Voz en el Persiles. En ambos textos cervantinos se problematiza de manera diferente la lactancia materna y el uso de amas. Madres y nodrizas El pecho femenino ha tenido a través de los siglos una fuerte connotación erótica y sensual y, como tal, ha sido representado ampliamente en el arte y la literatura. Como afirma Enrique García Santo-Tomás, «If the female genitals were (almost) un-representable, the female breast, on the other hand, became the site of countless re-creations»3. Así, esta parte del cuerpo de la mujer y su relación con la reproducción y crianza ha provocado también la inexcusable obligación de la mujer de dar, literalmente, su cuerpo. El hecho de que la leche humana sea imprescindible para la supervivencia de la especie convierte a la mujer en una dadora de alimento en lo que me atrevo a llamar «deuda anatómica». A partir de esta realidad biológica surge una verdadera industria de la lactancia que enfrentará a las madres que no crían a sus hijos con las nodrizas —que, a su vez, son también madres que, con frecuencia, tampoco podrán amamantar ellas mismas a sus vástagos—. En esta primera parte se abordará un enfoque histórico sobre la compleja relación conceptual entre madres y nodrizas creada por la ‘teoría’ de la cultura de la lactancia desde la pluma de médicos, moralistas, políticos y sacerdotes que indagan en el tópico de la crianza para establecer una serie de dicotomías, oposiciones y enfrentamientos entre ambas. Hay que advertir que las mujeres no tienen voz en este debate sobre sus cuerpos que deriva en una serie de juicios sobre la maternidad. Del discurso científico se pasa a argumentos morales, y viceversa, sobre la obligación de criar a los hijos, dejando de lado otras consideraciones y obligaciones familiares y sociales que las mujeres de clases sociales elevadas tenían que cumplir. En líneas generales se menoscaba y critica la figura de la nodriza para ensalzar a la hipotética madre que cría. Sin embargo, todas estas obras están dirigidas a las mujeres que no pueden, no deben o no quieren criar a sus hijos 3

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García Santo-Tomás, 2018, p. 291.

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por lo que se las condena para, a continuación, describir la figura del ama como un ser casi siempre embrutecido y pernicioso. Estos discursos sobre la lactancia destilan una profunda misoginia que, sin ambages, desacreditan y devalúan el valor de la crianza. En el fondo, el ama sirve para minusvalorar a la madre. Al quitarse mérito al trabajo de crianza por medio del ama también se minimiza el valor de la maternidad. En este sentido Emilie Bergmann afirma: «Whether the authority invoked in favor of maternal breast-feeding was medical or moral, lactation brought all human females closer to the status of domesticated and wild animals, while also attributing to elite women a physiological function that had been traditionally relegated to women of inferior social status»4. La lactancia materna en la obra de moralistas y médicos En los siglos xvi y xvii multitud de moralistas van a tratar el asunto de la lactancia materna recomendándola siempre. Será el caso de Luis Vives, De institutione Feminae Christianae, 1523; fray Antonio de Guevara, Relox de príncipes, 1529; Pedro Luján, Diálogos matrimoniales, 1550; fray Luis de León, La perfecta casada, 1584; Juan de la Cerda, Vida política de todos los estados de mujeres, 1599; además de otros autores que rozan el tema de forma circunstancial como es el caso de Andrés Laguna en su traducción del libro de farmacopea de Dioscórides, 15505. Bergmann, 2002, p. 93. Es una obra extremadamente interesante por las largas digresiones introducidas por Andrés Laguna que nos proporcionan un testimonio de primera mano sobre usos, prácticas y acercamientos a la farmacopea y medicina del siglo xvi. Tiene pasajes muy reveladores sobre la leche humana y sus propiedades curativas como, por ejemplo, curar la tisis: «Siendo pues esto ansí, no ay medicina tan a propósito para sanar los ptísicos, como es la leche […]. De suerte que, por todos estos respectos, devemos dar la leche a los ptísicos, y principalmente la humana, buscándoles alguna muger hermosa, moça, blanca, limpia, sana, regozijada, y gratiosa, que les meta el peçón en la boca: y ansí con su dulce conversatión, como con su leche sabrosa, los rehaga y restaure. Enpero, porque ay algunos que tienen asco y vergüença, de mamar la leche de la muger, como niños, será muy bien que estos tales mamen la de una borrica, como asnos» (Dioscórides Anarzabeo, Acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos, p. 164). Es un pasaje ciertamente peculiar donde inadvertidamente el autor mezcla la materia médica con una aproximación decididamente erótica en la que la leche de mujer es tan 4 5

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Todos ellos van a condenar, indefectiblemente, a las madres que no críen a sus hijos sin detenerse en las verdaderas causas de este hecho como, por ejemplo, la presión reproductora al que muchas de ellas están sujetas. Además, hay varios tratados médicos que se encargan exclusivamente de la lactancia femenina en el siglo xvii: el tratado IX de los Diez privilegios de preñadas de Juan Alonso Ruyzes de Fontecha de 1606, las Reglas para escoger amas y leche de Carlos Toquero Sandoval, 1617, y por último los Tres discursos para provar que todas las madres están obligadas a criar a sus hijos a sus pechos, cuando tienen buena salud de Juan Gutiérrez de Godoy de 16296. Por ejemplo, Gutiérrez de Godoy escribe que su segundo discurso está dedicado exclusivamente a demostrar «cuanta crueldad y desamor es no criar las madres sus hijos a sus pechos, y cómo todos los fines que las obligan a no criarles carecen de piedad y religión». También expone que su intento es «reducir y ligar las depravadas voluntades de las madres crueles con sus hijos para que no lo sean»7. Un denominador común de las obras del xvi y xvii con respecto a la lactancia y al cuerpo de las mujeres es el lenguaje agresivo, inculpatorio y violento que en muchas ocasiones se emplea para acusar a las madres que no alimentan a sus hijos recurriendo a nodrizas. En muy pocos casos se analizan las causas sociales, familiares y de decoro para no hacerlo, dando a entender que la forma de crianza es una decisión que solo atañe a las madres. En estos encendidos discursos a favor de la lactancia materna se obvia, con frecuencia, a otros agentes también responsables de la decisión del uso de nodrizas. La dicotomía entre madre y ama va a ser un filón inagotable en los textos preocupados por la crianza. Ambas van a ser atacadas, acusadas y denigradas en la mayoría de estas defensas de la lactancia materna. Con bastante sorna importante como la mujer misma que debe ser joven, guapa, sana, lozana, alegre y ocurrente para que divierta con su conversación al tísico mientras este recibe su ‘cura’ directamente de los pechos de esta nodriza ad hoc para adultos. 6 El único autor que abiertamente concede a la madre el ‘privilegio’ de buscar ama con tiempo que se asemeje a sus propias características físicas es Ruyzes de Fontecha. Reconoce las obligaciones del estado (rango) de las madres y el parecer de los maridos con respecto a la crianza. Cuando escribe que no es lo mismo el rey que sus vasallos ejemplifica la prerrogativa que las mujeres de cierta altura social tienen para criar a sus hijos con nodrizas (Ruyzes de Fontecha, Diez previlegios para mujeres preñadas, p. 164). 7 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fols. 2v y 3r.

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Carlos Toquero escribe: «Y doy por consejo a los maridos de las señoras que paren que les señalen salarios y sueldos a las mismas madres para que críen sus hijos y podrá ser que pagándoselos bien, que no se usen tantas amas y de esta manera quizá se preciaran de ser amas las que no se precian de ser madres», en un comentario que refuerza esa oposición entre madre y ama y abunda en el abismo social entre ambas ya que, puesto que el ama lo hace por una retribución económica, al pagarle a la madre, se juega con la fantasía de rebajar a esta última a hacer un trabajo servil, la crianza, que le corresponde por ser mujer8. Con la broma de pagar a la madre un salario de criada por alimentar a sus hijos se anula la dignidad intrínseca de la lactancia materna pues es una forma de poner a las mujeres en el espacio de subordinación que les corresponde al relacionarlas, una vez más, con el dinero. El dinero se vincula a las mujeres casi siempre con el resultado de deslegitimar su valor: como veremos, el hecho de que las amas cobren por la provisión del alimento imprescindible para la vida de tantos recién nacidos las sitúa en un espacio cultural desprestigiado y negativo. El asunto de la crianza mezcla un discurso moral con un discurso científico para, en ocasiones, reforzarlo con imperativos de orden social, político y religioso. En estos ejemplos el pecho de las mujeres se convierte en una parte de su cuerpo que excede su potestad sobre él. Resulta revelador cómo la misoginia más recalcitrante está normalizada en estos discursos escritos por varones: sacerdotes, científicos y moralistas. De forma casi generalizada, la mayoría de los autores que se ocupan del tema recurren a imágenes de animales, normalmente salvajes, para describir a las madres que no crían a sus hijos9. Paradójicamente, en la literatura en contra de las amas se denigrará a estas en sentido contrario comparándolas con vacas u otros animales de granja. Toquero Sandoval, Reglas para escoger amas y leche, sin página. Emilie Bergmann, 1996, p. 41, en un ensayo sobre la noción de maternidad monstruosa en El relox de príncipes de fray Antonio de Guevara, subraya la inconsistencia humanista con respecto a estas comparaciones con animales: «Humanistic comparisons among women, ‘savages’, and animals placed women in a peculiar double-bind. On one hand, women’s ‘natural’ tendencies toward nurturing and affection were viewed as dangerous to civilization and detrimental to the production of citizens to serve the modem state. On the other, it was ‘monstrous’ for them to conform to certain cultural norms, in particular sending infants to wetnurses, which diverged from exemplary maternal behavior among the other animals to which they were compared. The humanists’ inconsistency is evident». 8 9

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Por ejemplo, Luis Vives no se conforma con comparar a la mujer con un animal, sino que la identifica con una alimaña: «piensas por ventura que la naturaleza dio de balde tetas a las mujeres y que puso allí aquellos dos pezoncicos como dos berruguitas no por más de por una cierta gentileza o hermosura de los pechos? Buenos estábamos, por cierto. No lo hizo sino a fin de que la madre, habiendo parido, tuviese con que poder criar a su hijo, según hacen todas las otras alimañas»10. Otro ejemplo significativo será el de Andrés Laguna que considera las mastitis, de las que morían muchas mujeres por falta de antibióticos, como un castigo divino. Nótese que el tratamiento desde la antigüedad para combatirla, ya que no había otro método de extracción, era el de usar perrillos recién nacidos que succionaran la leche infectada. Aunque estas infecciones podían ocurrir también a las mujeres que daban el pecho, Andrés Laguna, en sus comentarios en su traducción de Dioscórides, las atribuye exclusivamente a las que no lo hacen, a las que llama perras: Y ansí acontece, que en pago de una tan gran crueldad (mirad como castiga Dios a las perras) se les cuaje a las tales madres toda la leche en las tetas, y causándoles accidentes gravíssimos, las constriña dar a sabuessos y alanos, aquellos mesmos peçones, que negaron a sus proprias criaturas. Ni para el justo castigo en esto, visto que por la mayor parte vienen a tales términos, que, apostemándoseles las tetas, con crueles navajonazos cumple cortárselas a pedaços, ya corruptas, y encanceradas: para que las que tal hazen, tal paguen11.

No solo serán las madres que no críen el objeto de la hostilidad de estos tratados. En las obras que he mencionado y en aquellas a las que aludiré a continuación, se puede observar una acusada animadversión hacia las amas de las que se critica su apariencia, carácter, principios, moral, falta de instrucción y pobreza. La misma tónica de recomendar la lactancia materna continúa en el siglo xviii bajo la inf luencia de la Ilustración. Los tratados médicos de Jaime Bonells, Perjuicio que acarrean al género humano y al estado, las madres que rehúsan criar a sus hijos, y

10 En este caso cito a Juan Luis Vives, Instrucción de la mujer cristiana, p. 138, según la edición y traducción de Juan Justiniano de 1793 por parecerme, en este pasaje, más fiel al original en latín. 11 En Dioscórides, Acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos, p. 163.

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medios para contener el abuso de ponerlas en ama (1786), y José Iberti, Método artificial de criar a los niños recién nacidos (1795), abundan en el tema de la obligación moral y ética por parte de las madres de lactar a sus hijos y desautorizan desde diversos puntos de vista el uso de nodrizas. En el siglo xviii, cobra nuevos ímpetus la defensa de la lactancia materna, por lo que se intensifica todavía más la tendencia a desacreditar la figura del ama de forma colectiva mediante desorbitadas acusaciones de índole moral y ético además de lo estrictamente relativo a la idoneidad de la alimentación de los recién nacidos con leche que no fuera la de la madre. La obra de la ilustrada Josefa Amar y Borbón, Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790) continúa en la misma línea recomendando encarecidamente que las madres, sea cual sea su rango, alimenten a sus hijos: «La obligación de criar las madres a sus hijos es de derecho natural»12, escribe, repitiendo la noción esgrimida por casi todos estos autores, de que la lactancia materna es un derecho irrenunciable del hijo. El punto de vista ilustrado, que reitera con renovado énfasis los argumentos defendidos en el siglo xvii, concluye que las madres que recurren a nodrizas están en realidad negando a sus hijos el alimento que la naturaleza les ha proporcionado para su óptimo desarrollo y que, por lo tanto, atentan contra el derecho inalienable de los hijos no cumpliendo con los preceptos de la naturaleza, de la familia, de la sociedad y hasta de la religión. Una diferencia reseñable que separa el texto de Amar y Borbón de la mayoría de las obras antes mencionadas es que, aunque recomiende firmemente la lactancia materna, no destila la terrible animosidad y acritud hacia las amas que es evidente en los demás tratadistas ilustrados13. Belleza, sexualidad y acoso reproductor Dadas las teorías médicas sobre la crianza y los estrictos criterios de belleza que privilegiaban un pecho firme, pequeño, casi de púber, como el que exhibe Gabrielle d’Estrées, moralistas y médicos alzarán su voz al unísono acusando de crueles y vanidosas a las mujeres de Amar y Borbón, Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres, p. 23. Bergmann, 2002, p. 92, señala con perspicacia que, invariablemente, todos los tratados sobre las bondades de la lactancia materna pasan de las críticas a la madre a ofrecer instrucciones sobre cómo elegir ama de cría. 12 13

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las clases altas que no alimentan a sus hijos. En la Europa de la Edad Moderna se consideraba que la lactancia arruinaba irremisiblemente la belleza y elegancia de los senos y el escote. Moralistas, religiosos y médicos van a acusar a las mujeres de clase acomodada de no alimentar a sus hijos por cuestiones de vanidad. Empero, el tema es mucho más complejo: existe una presión, sin duda, por mantener el atractivo del pecho erótico, pero también hay complejas consideraciones de estatus y decoro. Hay una plétora de ejemplos imposibles de reproducir por su número, criticando el que las mujeres no amamanten a sus hijos por mantener la belleza de sus senos, ejemplos que comienzan en el Humanismo con Vives y Guevara, siguen durante todo el siglo xvii y se adentran en épocas más modernas. Por ejemplo, Juan Gutiérrez de Godoy llama ‘Trogloditas’ a las madres que dan a criar a sus hijos: «Este género cruel de madres es muy parecido a las Trogloditas [...] pues aún tienen menos amor a sus hijos que los Trogloditas»14. Por supuesto, Gutiérrez de Godoy culpa a las mujeres de no querer estropear sus senos con la lactancia sin apenas reconocer que la verdadera causa de no criarlos es la presión familiar y social para tener hijos seguidos. No obstante, la belleza de la esposa sí es un factor legítimo cuando recomienda a los maridos permitir la lactancia materna pues la mujer se mantiene sexualmente más apetecible más tiempo si espacia los embarazos a pesar de que sus senos se estropeen: «[las madres que violentan el curso de la naturaleza lo pagan] haciéndose viejas antes de tiempo [...] enf laquéceseles el estómago, cáenseles muelas y dientes con corrimientos, huéleles mal la boca de ordinario»15. A finales del siglo xviii el médico ilustrado José Iberti adorna su condena moral a las mujeres que no crían con toda clase de terribles profecías amparándose en su condición científica16. Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 76r. Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 82v. 16 Iberti, Método artificial de criar a los niños recién nacidos, pp. 12-13: «A veces una idea falsa de hermosura induce a madres, indignas de este nombre, a rehusar el pecho a sus hijos; pero al mismo tiempo que la muger imprudente se empeña en evitar por estos medios las injurias y estragos del tiempo, regularmente la violenta revulsión de la leche destruye la elegancia de las formas; las gonorreas lactiginosas, los tumores del pecho, la hinchazón y palidez del rostro, las hidropesías, etc. hacen un estrago mucho mayor. […] Lo más extraño es que haya hombres tan corrompidos que obliguen a sus mugeres a entregar los hijos a amas mercenarias, a fin de que no padezca detrimento la elasticidad y elegancia de su 14

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En España, al contrario que en el norte de Europa, se mantiene desde la Edad Media y durante toda la Edad Moderna el gusto por el pecho pequeño. No hay cambios en lo que la moda se refiere desde La Celestina cuando Calixto alaba de Melibea «el pecho alto, la redondez y forma de las pequeñas tetas ¿quién te la podría figurar? Que se despereza el hombre cuando las mira»17, hasta el reinado de Carlos II, cuando Madame d’Aulnoy en su Relación del viaje de España se extraña de que sea considerado desagradable «el que las mujeres tengan pecho abundante y toman sus precauciones con tiempo para que no destaque. Cuando el seno empieza a aparecer, se ponen encima unas láminas de plomo y se fajan como se faja a los niños con las mantillas»18. Además, en la moda española se usaba el llamado «cartón de pecho»: un corsé que apretaba el pecho. En todos los tratados cosméticos a menudo se dan recetas para empequeñecer y endurecer los senos. Por ejemplo, en el Manual de mujeres se da la receta de una «untura para pechos de paridas», y el doctor Andrés Laguna recomienda un majado de hierbas que aplicadas «en forma de emplastro sobre las tetas f lojas y caídas como barjuletazas, las recoge en sí mesmas y las conserva tiessas y apañadicas»19. Además de esta dicotomía irreconciliable entre belleza y maternidad, el tratamiento del pecho femenino en la cultura va a ser eminentemente contradictorio y conf lictivo, sintetizándose en esta parte del cuerpo de la mujer proyecciones eminentemente masculinas y patriarcales sobre la mujer, su valor, su función y el lugar que su cuerpo debe ocupar tanto en el imaginario colectivo como en la seno; aunque vean todos los días las más horribles supuraciones, esquirrosidades y cancros que produce la detención de la leche. Pero las calamidades que acometen a unas madres ingratas son los justos suplicios de la naturaleza que se venga». 17 Rojas, La Celestina, p. 54. 18 D’Aulnoy, Relación del viaje de España, p. 194. 19 En Dioscórides, Acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos, p. 387. Por otra parte, el Manual de mujeres es un texto anónimo de principios del siglo xvi con recetas de belleza y de cocina dirigidos a mujeres de una clase social elevada, entre otras cosas por lo costoso de los ingredientes de las recetas. La «Unción para los pechos de las mujeres paridas», p. 69, describe el procedimiento para que se retire la leche y, después de haberlo conseguido, para que los pechos queden firmes y enjutos, lo que sugiere que el uso de nodrizas era una práctica común en ese ámbito social: «[Hagan esto hasta que se le haya retirado la leche] desde que no le venga leche, pónganle encima de los pechos un paño encerado con cera, y aceite de pepitas, y sebo de cabrito […]. Y traiga estos paños lo que fuere su voluntad».

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sociedad. En definitiva, el pecho va a concentrar muchas de las actitudes hacia lo femenino en la época. Sin duda, la causa principal para que las mujeres de clases privilegiadas no críen a sus hijos es, sobre todo, mantener su disponibilidad sexual en el matrimonio y dejar abierta la posibilidad de embarazos. Esta razón, que probablemente ampara bajo su paraguas las otras consideraciones de decoro social y belleza, casi nunca se esgrime como causa por parte de médicos y moralistas y, a veces, es simple y llanamente caracterizada como lujuria femenina sin aludir a la presión reproductora. También se creía que el coito era peligroso para los niños pues el semen pasaba a la leche materna envenenándolos. Por ejemplo, Juan Gutiérrez de Godoy, en su tratado Tres discursos de mujeres para probar que están obligadas a criar sus hijos a sus pechos todas las madres (1629), reconoce que es loable que haya mujeres que «dejan de criar a sus hijos por parir más a menudo y por dar más sucesión a sus casas»20. Sin embargo, arguye que las mujeres que no dejan pasar al menos dos años entre embarazos se hacen estériles, tienen una prole enfermiza y débil y envejecen muy pronto, por lo que recomienda que, para asegurar la sucesión, se lacte a los propios hijos espaciando los embarazos. También sostiene que es «caso muy torpe juntarse con sus mujeres mientras estaban preñadas o criaban a sus hijos»21. Juan de la Cerda habla de los «casados incontinentes» y Gutiérrez de Godoy pone en boca de san Gregorio que la costumbre de usar nodrizas «ha nacido de la incontinencia de la carne»22. Sin embargo, lo que estos autores no reconocen al hablar de incontinencia es el verdadero acoso reproductor al que están sometidas las mujeres de la realeza y la alta nobleza. La misma

Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 36r. Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 90r. 22 Cerda, Vida política de todos los estados de mujeres, p. 25, escribe que «reprehende San Agustín la mala costumbre que se ha introducido entre los casados incontinentes, de dar a criar a madres extrañas lo que engendran y paren, no teniendo cuenta con lo que los filósofos afirman, de que es de más nutrimento el pecho de la propia madre que el de la extraña». La misma afirmación se encuentra casi calcada en Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 33r: «San Gregorio Papa en un capítulo del decreto a San Agustín se queja de una depravada costumbre, introducida entre los casados, que las madres se afrentan de criar a los hijos que paren y en naciendo los entregan a unas mujeres extrañas. Y juzga el santo que esta mala costumbre ha nacido de la incontinencia de la carne, que por no quererse abstener desprecian el alimentar sus hijos con su leche. 20 21

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idea se defiende en el coloquio IV de los Diálogos matrimoniales de Pedro Luján: «Cosa es maravillosa de ver que un animal ni un ave, en el tiempo que crían, no se consienten tomar del macho, y que una mujer habiendo de criar a una criatura racional, cristiana y a semejanza de Dios, no se abstenga siquiera para no matarla»23. Como se puede ver, en este caso la responsabilidad del quebranto de la abstinencia sexual es de la mujer y no del hombre. Otro motivo que se aduce frecuentemente como razón importante para no querer criar es la lujuria femenina: «[otras mujeres] juntándose a priessa lasciva y desordenadamente con sus maridos después de haver parido se hacen estériles» lo cual pone en la mujer el peso de una condenable incontinencia sexual que priva al hijo de la leche materna 24. Es curioso que en ningún momento se hable del deseo sexual de los maridos. En este sentido, Juan de la Cerda es muy claro refiriéndose a la lascivia de las mujeres casadas: «El parir, aunque duele agramente, al fin se lo pasan. Al criar no arrostran porque no hay deleite que lo alcahuete»25. La influencia del ama en el niño: la madre como ‘media madre’ y ‘adúltera’ El consenso científico sobre la leche materna se basaba en unos cuantos dogmas incuestionables que todos los autores repiten. Los fundamentales son dos. El primero es que la leche es sangre blanqueada, lo cual es una merced que la naturaleza hace para que el acto de amamantar sea más limpio y menos cruel 26. Por ejemplo, Gutiérrez de Godoy (1629) escribe que es una «providencia de la naturaleza darle el color blanco, por excusar el horror y menos limpieza que las amas y crías tuvieran dando sangre pura para alimento de las criaturas»27. Esta afirmación se repite en todos los autores que hablan de la lactancia. La sangre que en el útero forma al hijo se convierte en leche y pasa a los pechos para alimentarlo. Por lo mismo, se trata de la misma sangre y de la misma sustancia de la que está formado el recién nacido. Esta será una de las principales causas científicas para recomendar la lactancia Luján, Coloquios matrimoniales, p. 140. Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 80r. 25 Cerda, Vida política de todos los estados de mujeres, p. 22. 26 Ver Rachel Trubowitz sobre esta creencia en el contexto de la Temprana Modernidad en Gran Bretaña. 27 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 27r. 23 24

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materna como la mejor opción pues la leche de la madre supone una continuidad en el alimento desde la concepción hasta el final de la crianza. El segundo principio, aceptado por todos sin excepción y relacionado con el primero, será que la naturaleza moral del ama, la ‘condición’, se transmite por la leche. Es una conclusión lógica pues si la leche es sangre blanqueada y la sangre es lo que define el linaje y la legitimidad, el niño recibe la ‘sangre’ de la nodriza mientras termina de formarse en los primeros dos años de su vida. Esto supone un dilema inmenso pues es una creencia que nadie pone en duda desde todos los saberes autorizados que remiten al discurso científico amparado en fuentes clásicas y contemporáneas. Ni un solo autor de los mencionados en estas páginas niega esta premisa 28. Al creerse que la leche transmitía la naturaleza de la madre se presenta un conf licto de difícil resolución para la mujer pues, como hemos señalado, la lactancia materna significaba el espaciar los nacimientos en un tiempo en el que la mujer, en ciertos ámbitos sociales, está sometida a una inmensa presión para conseguir quedarse encinta por la necesidad de producir herederos en una época con una gran mortalidad infantil. Por ello, las amas de leche serán la norma en la Corona y la nobleza a pesar de la idea de que la naturaleza de la madre se transmite mediante la leche. Entre los moralistas, la noción de que las madres que no crían serán ‘medias madres’ es un lugar común repetido hasta la saciedad. Por ejemplo, Pedro de Luján escribe que «una mujer ha de criar a su fijo ha de ser por ser madre entera, y no media madre, porque la mujer que solamente pare es media madre más la que lo cría es madre entera»29; fray Luis de León afirma que «Es trabajo parir y criar, pero entiendan que es un trabajo hermanado, y que no tienen licencia para dividirlo»30; y por su parte Antonio de Guevara sostiene que «la mujer es media madre por el parir y media madre por el criar»31. El médico Andrés Laguna se suma al grupo de los moralistas al secundar la misma idea advirtiendo además que la 28 Sin embargo, en los tratados del siglo xviii hay una modulación de esta premisa hacia un razonamiento que se basa no ya en la misma leche como vehículo capaz de ‘contagiar’ la naturaleza del ama sino en la inf luencia que el ama tiene sobre el niño por el contacto estrecho con ella en los primeros años de su vida. 29 Luján, Coloquios matrimoniales, p. 134. 30 Luis de León, Poesías. La perfecta casada, p. 469. 31 Guevara, Relox de príncipes, p. 511.

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zafiedad y bajeza del ama se transmitirá al hijo: «me parece digna de grande reprehensión la mujer, que habiendo mantenido por espacio de nueve meses dentro de sus entrañas, y con su propia sangre, un pedazo de carne poco menos que muerta, cuando después la ve delante de sí ya viva, y tornada hombre, solo porque no se le estraguen los pechos, la entrega sin ninguna piedad a una villana zafia, y a las veces a una esclava, que con diverso mantenimiento, la mude su natural complexión, y la dé a mamar juntamente con la rústica leche, agrestes y salvajes costumbres»32. Fray Luis de León insiste en el mismo concepto llevando el tema a la corrupción de los valores y virtudes de la nobleza transmitidos por la sangre al ponerlos en contacto con la leche/sangre de un ser subalterno como es la nodriza 33. Juan de la Cerda (1599) no solo asiente con estas ideas sino que demuestra su entusiasta adhesión a las mismas plagiando palabra por palabra —ver nota— el pasaje de fray Luis en el que llama bastardos a los hijos criados con amas y en el que niega la maternidad de las madres pues, según el autor, ellas contribuyen a la materia del niño nueve meses y las amas dos años, siendo en verdad hijos de las amas34. Esta noción de la corrupción de la naturaleza del niño que asimila las características necesariamente inferiores del ama será la postura seguida, además, por Antonio de Guevara, Gaspar de Astete y Luis Vives, entre otros, por referirme tan solo a los En Dioscórides, Acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos, p. 163. Ver el estudio de Olga Rivera sobre la transmisión de valores nobiliarios y virtudes cristianas a los hijos gracias a la lactancia materna en la obra de fray Luis de León. 34 El texto de fray Luis, 1584, p. 467, reza así: «la madre, en el hijo que se engendra, no pone sino una parte de su sangre, de la cual la virtud del varón, figurándola, hace carne y huesos. Pues el ama que cría pone lo mismo, porque la leche es sangre, y en aquella sangre la misma virtud del padre, que vive en el hijo, hace la misma obra. Sino que la diferencia es esta: que la madre puso su caudal por nueve meses, y el ama por veinticuatro; y la madre, cuando el parto era un tronco sin sentido ninguno y el ama, cuando comienza a sentir y reconocer el bien que recibe; la madre inf luye en el cuerpo y el ama en el cuerpo y en el alma. Por manera que echando la cuenta bien, el ama es la madre, y la que parió es peor que madrastra, pues enajena de sí a su hijo y hace borde lo que había nacido legítimo, y es causa que sea mal nacido el que era ser noble; y comete en cierta manera un género de adulterio, poco menos feo y no menos dañoso que el de ordinario. Porque en aquel vende al marido por hijo el que no es de él, y aquí el que no es de ella, y hace sucesor al hijo del ama y de la moza, que las más veces es una villana o esclava». El pasaje de Juan de la Cerda, 1599, pp. 27-28, es idéntico salvo algunas palabras al principio y al final. 32 33

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moralistas35. Al creerse que la leche transmite la naturaleza moral de la mujer que da el pecho, se considera que la madre, siendo de mayor rango social que el ama, indudablemente tendrá más virtudes y cualidades que una mujer, sin duda, humilde. Por ejemplo, Gutiérrez de Godoy escribe: «De mujeres ruines no nacen hijos ilustres, y yo añado a esto que ni de amas ruines puede comunicárseles cosa buena a hijos de padres ilustres»36. En los Siglos de Oro abundan las historias de la leche como transmisora de valores tanto negativos como positivos. El ama supone una degradación de esos valores atenuados por la leche que no deja de ser una extensión líquida de su persona, su educación, su rango, su moral y sus costumbres. Es casi imposible encontrar ejemplos en los que el ama transmita valores positivos a no ser que el tema religioso esté presente. Por ejemplo, Antonio de San José en su Relación del milagroso rescate del crucifixo de las monjas de San José de Valencia, al contar

Esta idea de ser ‘media madre’ es el tema del excelente artículo de Carolyn Nadeau, «Blood Mother/Milk Mother», 2001, que analiza la visión humanista de Antonio de Guevara sobre la lactancia. 36 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 175v. Un ejemplo tan repetido que se convierte en tópico esgrimido para demostrar la inf luencia de las amas en las cualidades morales de sus lactantes será el atribuir la crueldad de Calígula y Nerón a que sus nodrizas untaban sus pezones en sangre. Por ejemplo, Juan de la Cerda, Cerda, Vida política de todos los estados de mujeres, p. 27, escribe que «Desto tenemos ejemplo en el maldito emperador Cayo Calígula, de quien dice Dión, historiador griego, que fue tan cruel derramador de sangre humana y gustaba tanto desto, que lamía los cuchillos con que hacía degollar a los hombres, y que le provino esto de que le crio una ama crudelísima, que cuando le había de dar a mamar untaba los pezones de sus tetas con sangre y se la hacía mamar con la leche». Pedro de Luján, Coloquios matrimoniales, p. 134, repite el mismo tópico: «El maldito emperador Calígula criolo una mujer tan cruel que no sólo mató una hija suya, mas la teta con que había de dar a mamar al niño untó con aquella; parecióse tanto al ama el maldito de Calígula, que después que había muerto a los hombres, la sangre que en el cuchillo quedaba lamía con su lengua». Este ejemplo junto a otros que también son objeto de repeticiones en diversas fuentes y que ejemplifican la inf luencia del ama en el carácter del niño, aparecen incluso en textos literarios como es el caso de La pícara Justina de Francisco López de Úbeda,pp. 52-53. En El donado hablador de Alcalá Yáñez, p. 200, su protagonista asegura que la bárbara condición del emperador Nerón se debió a que la nodriza que lo amamantaba se mojaba con sangre los pechos antes de alimentarlo: «El ama de Nerón, para que saliese riguroso y cruel, se untaba los pechos con sangre cada vez que le quería dar de mamar o allegarle a sí». 35

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el caso de Úrsula, cautiva valenciana en Argel, se alaba el que criara a su hijo junto con el niño de su amo con la intención secreta de que el niño mamara la leche cristiana y renegara en el futuro de la secta de Mahoma: «Criaba pues la buena señora a su pecho cristiano un Cristobalito cristiano hijo suyo y un Ali morito y pagano [...] deseando grandemente, si pudiera, con la leche cristiana que le daba, darle juntamente la fe de Jesucristo y las demás virtudes para su remedio»37. Esta noción de que la leche transmite la naturaleza de la mujer se extiende no solo a sus cualidades físicas y morales, a su carácter, virtudes y vicios, a las circunstancias de su crianza y clase social, sino también a sus creencias religiosas que, milagrosamente, pueden ser transmitidas al lactante como una semilla que posiblemente germine más tarde en su vida. Por ello, Carlos Toquero insiste en la necesidad de que el ama sea cristiana, libre y sin mezcla de raza: «No ha de ser el ama esclava, mora, negra ni india ni descendiente de ellas, si es posible, pues podría traer muchas historias que aseguran que es la peor desgracia que a las criaturas les puede venir después de haberlas sus madres arrojado de sí»38. Sin embargo, obsérvese que, tras su amenazante recomendación, escribe un «si es posible». En realidad, este mandato tan turbador se torna en condicional reconociendo la realidad bien asentada de que dar el pecho era una función destinada a las mujeres de la más humilde extracción social, por lo que inevitablemente fue una función desempeñada por esclavas tanto en España como en las colonias. Una de las grandes contradicciones de la época será la insistencia en usar amas por parte de reyes, nobles y clases acomodadas en una sociedad para la que es tan importante la ‘calidad de la sangre’ y el valor basado en el linaje ya que, como se ha visto, la creencia de que el niño toma cualidades del ama es incuestionable. ¿Cómo se deja entonces que los niños tomen de las humildes amas cualidades por naturaleza alejadas de los valores correspondientes a su cuna y rango?

San José, Relación del milagroso rescate del crucifixo, pp. 119-120. Toquero Sandoval, Reglas para escoger amas y leche, sin página. No obstante, Nadeau, 2001, p. 170, observa que Antonio de Guevara no ve una objeción a que el ama sea negra; por el contrario, usa la analogía de la tierra negra como más fértil. 37

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La crianza en la Corona y la nobleza: la exhortación de Gutiérrez de Godoy a que reinas y nobles críen a sus hijos Las amas de cría de la realeza tendrán una importancia inmensa pues, tras ellas, se modelarán las prácticas de crianza de la nobleza que, a su vez, inspirarán a otras clases sociales pudientes hasta que la lactancia con nodriza se extienda paulatinamente a las clases medias llegando a ser muy frecuente hasta principios del siglo xx. Lo interesante de esta mirada a las amas de leche más escogidas y mejor dotadas para su oficio, dada la responsabilidad de su cometido para la continuidad dinástica de la Corona, será que, a pesar de la inmensa diferencia en el espectro social con respecto a las familias que las emplean, no habrá muchas distinciones en cuanto a cómo son consideradas con respecto a las nodrizas escogidas por las clases más humildes. Más adelante en este capítulo se volverá la mirada al otro extremo del espectro social con respecto a las nodrizas, esto es, las amas de inclusa que lactaban a los huérfanos abandonados. A pesar del abismo entre unas y otras, todas las nodrizas van a coincidir en la percepción que se tiene de ellas, salvando diferencias de trato, de remuneración económica y del rigor con respecto a su selección. Puede afirmarse que, en líneas generales, se normaliza la ansiedad y la desconfianza hacia la figura del ama de cría. Es posible que la incomodidad atávica hacia esta figura encuentre su causa en su lugar liminal entre maternidad y servidumbre, entre la intimidad de la familia y el desapego de los extraños, entre lo imprescindible de su función y la materialidad impersonal de la leche como sustancia, entre su naturaleza humana y el producto fabricado por su pecho. Las nodrizas son, además, mujeres sin pasado, con marido (las más respetables para las casas más selectas), pero alejadas del lecho conyugal mientras dure la lactancia en un celibato impuesto por la moral y la ciencia. Las nodrizas son también madres de hijos lactantes a los que no tienen normalmente acceso. En definitiva, son mujeres que sirven para el presente mientras el niño se cría, que no tienen ni pasado ni vida familiar, y que también carecen de futuro pues, irremediablemente, saldrán del ámbito íntimo de la crianza y de la casa para ser reemplazadas por otras nodrizas en los sucesivos partos de la madre de familia. Su destino está determinado no tanto por la calidad de su trabajo sino por las características de su leche —la sazón, el color, la densidad y el tiempo que pasó desde el parto— por lo que su estabilidad laboral depende, en el caso de las

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amas de los infantes, del examen de los médicos de Corte que examinan continuamente a estas mujeres y su leche. Gutiérrez de Godoy, que dedica un capítulo de su obra a las amas de palacio, expresa de forma involuntaria y transparente el espacio fronterizo que las amas de la realeza ocupan siendo humildes sirvientes necesarias para asegurar la sucesión del reino. Los regalos y mercedes otorgadas por los reyes marcan mediante las dádivas un lugar privilegiado a la vez que refuerzan la idea de servidumbre. Las prácticas de crianza en la realeza constituyen un tema de gran interés en la economía de la lactancia en los Siglos de Oro que merece la pena examinar de cerca gracias a fuentes primarias que dejan vislumbrar retazos de esta realidad. La alta nobleza española adoptará el ejemplo de la realeza como modelo con respecto a la crianza. A su vez, las amas de la nobleza inf luirán decisivamente en la moda cada vez más extendida de la crianza con nodriza. En los Siglos de Oro españoles los achaques, embarazos, malpartos y partos de las reinas de España fueron un asunto bastante público dada la formidable repercusión que para todo el país tenía la sucesión en la Corona 39. En noticias y avisos, por lo mismo, aparecen a menudo referencias a las amas de los infantes e infantas de España. Asomarse a esta realidad íntima del palacio nos deja entrever las prácticas de crianza llevadas a cabo por la monarquía. En este sentido, Enrique Junceda escribe que Carlos II tuvo un total de 36 amas propietarias, y 36 de respeto, o en la reserva40. Aunque en este caso el número es más elevado que la norma, el cambiar continuamente de amas fue común en la crianza de hijos de reyes y de grandes señores. En las noticias y avisos se publican atisbos de las prácticas de crianza en palacio que ilustran, por ejemplo, la arraigada costumbre de que el ama principal asistiera al bautizo de un infante o infanta y fuera colmada de ricas dádivas por parte del rey y de los nobles41. Uno de los casos más documentados Este tema es tratado ampliamente en el capítulo 2. Junceda Avello, 2001, pp. 14-15. 41 También en Noticias de Madrid se nos menciona la misma práctica de agasajar al ama principal en el bautizo. En este caso se trataría de la infanta Margarita Catalina de Austria (que vivió del 25 de noviembre al 22 de diciembre de 1623): «El domingo siguiente por la tarde, salió el Rey nuestro Señor a caballo a dar gracias a Nuestra Señora de Atocha con el mayor acompañamiento que se ha visto en Madrid de galas, joyas y caballos con ricos jaeces. Estaban todas las calles colgadas con muchas telas y colgaduras y particularmente la Puerta de Guadalajara, 39

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será el bautizo del príncipe Felipe Próspero42. Meses más tarde, se nos vuelven a dar noticias del ama del príncipe. No sabemos si es la misma, pero llama la atención la simpatía de Barrionuevo hacia el ama en las dos ocasiones que se refiere a la nodriza del príncipe. Madrid y junio 5 de 1658. El príncipe ya está bueno [...]. Entró a verlo el Rey una mañana en el mayor aprieto de la calentura y mala noche. Preguntó al ama cómo lo había pasado, y le dijo: «Señor, yo tengo tres hijos, los más lindos que hay en la Corte, criados a mis pechos, luciéndoles mi leche y cuidado; cuando lloraban, los mecía, y con saliva les curaba las paperas y granos; dormían a mis pechos, dándoles, como dicen, carona; comía a mis horas sazonado. Aquí todo me lo dan sin especias, sazón, ni sal; paso las noches desvelada, y si he de reposar, es fuerza retirarme a un camaranchón; la que se le antoja, me levanta las faldas registrándome si me ha venido el achaque; la barahunda y bullicio es grande; la leche, con tantas zozobras, no es posible que sea la que es menester. Esto es lo que pasa y que parece no tiene remedio: de mi parte hago lo que debo, y no me falta más que el acierto de servir a Vuestra Magestad, con que en todo tiempo me daré por contenta y pagada». Es cosa cierta todo cuanto aquí digo, y que el ama no es nada boba43. que parecía una primavera. A la Ama la valió los pocos días que dio leche a la Señora Infanta, recién nacida cuatro mil ducados sin las joyas, y a un hermano suyo le hizo el Rey merced de una Capellanía de los Reyes Nuevos de Toledo. Faltola después la leche, con que entró la segunda Ama». (85) 42 Sirva como ejemplo esta entrada de los Avisos de José de Barrionuevo, vol. 2, p. 128, sobre el suntuoso bautizo del príncipe Felipe Próspero en el que se gasta la desorbitada suma de 600.000 ducados y el ama recibe regalos del rey, el valido, el cardenal que oficia el bautizo y los demás nobles presentes. «Madrid, diciembre 17 de 1657. Sobre el bautizo del príncipe Felipe Próspero: Dio grandes gritos al bautizarle y se dice que fueron con exceso y metal grande la voz; y que el Rey que lo miraba desde las celosías dijo: «Eso sí que me parece bien, que huela la casa a hombre». […] Echóle el cardenal al cuello al volverle un cordón muy grueso de oro con una cruz de diamantes grande, y ellos muy crecidos, y dio al ama tres cordones de a 102 doblones del mismo peso cada uno, y el Rey una joya de 1.000 ducados o 500 escudos de oro en un bolso, y el Valido otros tantos, y los demás señores le dieron hasta 6.000 ducados y más. Es mujer de un platero, de veinticuatro años, hermosa como el sol, y se llama doña Juana, y la leche con su apacibilidad se conforma, de suerte que no hay más que pedir ni desear. Conózcola muy bien, por haber vivido enfrente de mi casa hasta ahora que se la llevaron a Palacio. Hácenla bracear y hacer camas y ejercicio moderado para adelgazar la leche». 43 Barrionuevo, Avisos, vol. 2, p. 189.

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Esta realidad que expone la nodriza del príncipe, según las noticias de Barrionuevo, coincide con la descrita por el médico Gutiérrez de Godoy44. Según el autor las amas de palacio acostumbradas a ambientes más modestos se sienten intimidadas ante la enorme responsabilidad de criar a un infante por lo que tiemblan amedrentadas cuando toman en brazos al niño. Supervisadas por muchas personas al servicio del niño regio, duermen mal, comen peor, echan de menos a sus hijos y sus maridos y son examinadas de continuo por parte de los médicos de palacio que les exprimen los pechos para comprobar la cantidad y calidad de la leche y examinan regularmente si les ha venido su menstruación45. Este capítulo de Gutiérrez de Godoy es un documento de primer orden a pesar de participar en la unánime tendencia de considerar negativamente la figura del ama: las califica como perniciosas para la salud de los hijos de los reyes. Sin embargo, tras su visión deshumanizadora, se pueden entrever las difíciles condiciones de vida de estas mujeres sometidas continuamente a una estrecha vigilancia que pasan del entorno familiar de sus casas a la vida de la corte marcada por un frío y laberíntico protocolo46. Las amas principales recibían regalos y mercedes de los reyes reconociéndose así la importancia de su labor. Para Godoy, como para todos los tratadistas de la época, hay una sostenida desconfianza hacia las mujeres humildes que, en estas circunstancias de crianza, se ven envueltas en la intimidad del espacio familiar de palacio. El resto de servidores, que no sirvientes, con acceso a las personas reales pertenecían, por norma, a la nobleza. Por lo tanto, el ama de palacio, eso sí, escogida con cuidado entre las mejores candidatas, es una anomalía,

Gutiérrez de Godoy, además de dedicar un capítulo de su tratado a las amas de palacio, escribe otro sobre las amas de los nobles y otro más sobre las amas de los caballeros. Realmente es curioso cómo este autor establece un baremo sobre el valor de las amas proporcional al rango de sus señores hablando de las de mejor, mediana y peor calidad, respectivamente. 45 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fols. 61v-66r. 46 Eduardo Montagut, 1992, p. 81, establece que desde las Partidas hasta el reinado de Isabel II se dieron disposiciones sobre las nodrizas en la Casa Real. La base de las disposiciones va a ser lo estipulado en la Segunda Partida, Título VII, Ley III. Añade que «este ordenamiento fue el que rigió para el futuro. Casi al final del Antiguo Régimen se fue algo más preciso, haciendo una descripción de la perfecta nodriza, que recuerda la de un tratante de ganado al detallarse las cualidades físicas de los animales». 44

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una extrañeza en la distinguida esfera de aquellos próximos a los reyes y sus hijos47. En su capítulo dedicado a las amas de los nobles, Gutiérrez de Godoy escribe que, siendo las de palacio las mejor escogidas y de más calidad, las amas de los hijos de la nobleza suponen una verdadera amenaza para los descendientes de los grandes señores48. Repetidamente, Gutiérrez de Godoy, califica a todas las amas de cría, mujeres «de poca suerte y sin obligaciones», en clara alusión a su modesta extracción social49. La institucionalización del uso de amas en la realeza y alta nobleza inserta a mujeres humildes en la zona más reservada del ámbito doméstico de las familias más privilegiadas. Sometidas a una inmensa presión y responsabilidad, estas mujeres son imprescindibles para la supervivencia de los vástagos reales a la vez que son fácilmente reemplazables. Es una figura paradójica pues, aunque su labor requiere una gran inversión afectiva hacia el niño, su dimensión humana se minimiza dado que el sujeto se supedita a la calidad de la leche que produce su cuerpo. Salvo el alimento segregado por sus senos, el ama es un ser esencialmente superf luo. 47 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 64r-v: «Pues si por buena dicha estos reinos se acierta en la elección de alguna ama, que con lucimiento y felicidad cría al príncipe o infante, sin mal accidente; quién hay en la cámara que pueda sufrir a esta ama, cuantos serán los enfados y disgustos que con ella se pasan. Si le falta su comodidad y regalo en alguna cosa muestra mucho enfado. Desvanécese con los favores que los reyes le hacen. Y quiere hacer punta, y oponerse a las mayores señoras que están en la cámara. Y todas se hacen fuerza a sufrir sus desaciertos, por no alterarla y desazonarla, ni dar ocasión a que mame mala leche el príncipe. Hay de ordinario una perpetua discordia y pesadumbre en la Cámara nacida del ama. Todas estas cosas y otras más menudas no pueden encubrirse a la reina nuestra señora, ni menos pueden dejar de causarla muchos enfados y disgustos». 48 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 67r. 49 Miguel Ángel Gacho Santamaría, 1995, p. 59, explica que normalmente el origen de las amas es socialmente humilde y no noble, como erróneamente apuntan otros autores. Otra cosa es que en algunos casos, sobre todo bajo la monarquía borbónica, se dé carta de hidalguía al ama principal como premio por sus servicios: «Siempre que las circunstancias lo permitan los médicos palatinos tienden a realizar la selección entre mujeres del ámbito rural, campesinas, pues en el espíritu del Antiguo Régimen está latente la idea del campesino como una persona afable, buena, honrada, trabajadora, en definitiva, cristiana vieja, y a la que la presencia de la Corte provocaría un profundo respeto, temor o por lo menos cierta incertidumbre en un primer momento».

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Uno de los aspectos únicos y más interesantes que hay en el tratado de Gutiérrez de Godoy es que vincula sus críticas a las nodrizas en general, y a las de la realeza y nobleza en particular. Estas acaloradas exhortaciones están dirigidas principalmente a las damas de la nobleza y, específicamente y sin nombrarla, a la reina de España, Isabel de Borbón. Identifica el efecto de la imitación de esta práctica generalizada entre las élites en las mujeres de menos estatura social50. Tal vez las páginas más interesantes de su tratado son aquellas en las que procura destruir la noción de vergüenza al criar a los hijos. Explica de forma muy cruda los distintos momentos que llevan desde la concepción a la crianza advirtiendo que si las más nobles y dignas damas se enfrentan sin remedio a las indignidades de la concepción y del parto no tiene sentido su vergüenza y pudor social al criar. El autor se refiere específicamente al asalto a la intimidad física que el parto conlleva y cuestiona la honorabilidad de las comadronas, que eran consideradas en la época mujeres de dudosa reputación51. En su tratado será fundamental reconocer el derecho natural que los hijos tienen a la leche de sus madres: «El infante recién nacido, sólo tiene derecho natural a los pechos de la madre que le parió, porque a los demás pechos, ni tiene derecho, ni las demás mujeres obligación de

50 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 35r-v: «Todas generalmente lo hacen acto de grandeza y reputación [criar con ama] y responden que es cosa indecente a mujeres principales criar sus hijos y tanto más indigno y contra autoridad les parecerá cuanto son mayores señoras, más nobles y más ricas por que si el mundo tiene introducido que mujeres de poca suerte y caudal se avergüencen de criarlos, con cuanta más razón y justicia, dejarán de hacerlo las grandes señoras a quien el derecho las excusa desde cuidado como es común opinión de los juristas». 51 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 37r-v: «Si no se opone a la honestidad, a la autoridad, a la nobleza y grandeza de las señoras el hacerse preñadas, el parir, el sujetarse a una comadre, mujer de poca suerte y obligaciones, y por ventura deshonesta y de malas costumbres para que ejecute en las partes más honestas y ocultas de sus personas las penosas acciones que habrán experimentado. Todas las señoras que han parido y las que han experimentado muchas mujeres principales en partos dificultosos, viéndose necesitadas a que un pastor o vaquero les saque a pedazos la criatura de su cuerpo, ¿por qué razón ha de ser acto de bajeza y descrédito el criar los hijos que formaron en lo más íntimo de sus entrañas?». Es bastante sorprendente, por no decir chocante, que se explique que son pastores y vaqueros los encargados de sacar de las entrañas de la madre un feto muerto y no un cirujano.

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justicia a dárselos»52. No obstante, la frase más extraordinaria del tratado es la petición a la reina y a las grandes señoras que den el pecho a su prole. Puede afirmarse que este es el único texto en el que se exhorta directamente a la reina de España a que críe a sus hijos ya que nunca ha habido una alusión tan directa a la casa real, a sus problemas de sucesión y al papel de la reina de España para solucionarlos mediante la crianza materna: «Suplico a las señoras, a quien he señalado por jueces esta causa, miren con mucha atención y cuidado la justicia que tienen los príncipes, los infantes y los demás señores grandes, para pedir a sus madres los alimenten con su leche. Y en caso tan grande e importante como la salud, la vida, la condición y buenas costumbres de los príncipes, pronuncien sentencia en su favor»53. El traer a estas páginas la situación de las amas de la realeza y la alta nobleza tiene como motivo el contraponerlas a todas las demás nodrizas, valoradas por el lugar en la escala social de aquellos a quienes prestan sus servicios. En realidad, todas las nodrizas, las mejor escogidas y cualificadas y las provenientes de la miseria más atroz, comparten esencialmente el suspicaz retrato que la sociedad hace de ellas porque indirectamente usurpan el lugar de la madre en el imaginario de su tiempo. A principios del siglo xvii el uso de nodrizas deja de ser privativo de la alta nobleza y se extiende paulatinamente a la baja nobleza y a la incipiente burguesía. En el siglo xviii la lactancia con amas estará muy extendida en las clases medias, y esta será la norma en el siglo xix y principios del xx hasta que, a mediados del siglo pasado, la lactancia artificial logre asegurar la supervivencia de los recién nacidos. A medida que la Modernidad Temprana avanza, el uso de nodrizas se convertirá en un síntoma de distinción social. Fuera de los criterios de distinción y prestigio social, el uso de nodrizas fue una práctica habitual en las familias de artesanos y comerciantes que necesitaban para su supervivencia económica el trabajo de las mujeres. También, ante la enfermedad y/o muerte de la madre se procuraban amas para los recién nacidos, aunque entre las clases populares era también común la crianza solidaria entre varias mujeres. Excepciones aparte, la crianza materna termina siendo un signo de precariedad económica y poca categoría. Por ello se termina convirtiendo en una progresiva 52 53

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Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 40r-v. Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 66r-v.

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necesidad, imprescindible en el mantenimiento del decoro necesario para garantizar la pertenencia a cierto rango social. Esta distinción entre pobres y ricos es ya advertida por Juan de La Cerda en 1599 incluso antes de que se generalice el uso fuera de las clases más acomodadas: Y el bienaventurado San Juan Crisóstomo nunca acaba de sentir lo mal que le parece la diferencia que en esto usan los ricos de los pobres; porque los pobres reciben gran beneficio de sus mujeres teniendo en ellas madres y amas de sus hijos, ansí en el parirlos como en el criarlos, lo que no hacen las madres ricas, antes, pariéndolos sin vergüenza, la vienen a tener de criarlos, pospuniendo con sus propios hijos la piedad que dellos debían tener en no los echar de cabe54.

Ya en el siglo xviii, Jaime Bonells critica ácidamente el mal ejemplo que las nobles dan y su responsabilidad social con respecto al generalizado uso de amas. Significativamente dedica su tratado a la duquesa de Alba de la que dice que ha criado a sus hijos siendo valiente ante la murmuración. La presenta como «El heroico ejemplo de madre cabal que Vuestra Excelencia ha dado y da en esta Corte»55. Para él, el problema está en que el afán de imitación de las clases populares tiene consecuencias devastadoras para la salud de un sin número de recién nacidos: «El mal ejemplo de las mujeres nobles arrastra las del estado medio que ambiciosas de parecérseles buscan mil pretextos para no criar, y fingen mil males en caso de hallar resistencia de parte de los maridos. Con esto el abuso se ha calificado de prerrogativa de gente de forma. ¿y cuál es la mujer, que no aspire a parecerlo?»56. Por su parte, Josefa Amar y Borbón incide en la exacta igualdad biológica entre mujeres de distinta clase social para la crianza materna: «El Criador le Cerda, Vida política de todos los estados de mujeres, p. 25 (cursivas mías). Bonells, Perjuicio que acarrean al género humano y al estado las madres que rehúsan criar a sus hijos, p. 3. Arguye que «los que estuvieren aún en la preocupación de que el ejercicio de nutriz desdora la grandeza, vean, para que se desengañen de su error, que lejos de haber perdido V[uestra] E[xcelencia] en el concepto de las personas cuerdas por haberse puesto sus hijos a los pechos, es tanto lo que ha ganado, que si los ilustres blasones que orlan su augusta cuna pueden realzarse con nuevo timbre, me atrevo a decir que les ha añadido V. E. el más noble y el más heroico por haber sabido triunfar de las ilusiones de su sexo, de los prestigios de la moda, de las seducciones de la vanidad, y de los enemigos de la virtud materna» (sin página). 56 Bonells, Perjuicio que acarrean al género humano y al estado las madres que rehúsan criar a sus hijos, p. 31. 54 55

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ha dado [a la mujer] los medios e instrumentos para alimentar su prole sin que en este punto se advierta la menor diferencia entre una mujer de baja esfera y la señora más ilustre y distinguida»57. La figura de la nodriza y la medicina ilustrada En la Ilustración, desde el discurso médico y científico se intensifica la cruzada iniciada en la centuria anterior en contra de la figura de la nodriza. Aunque podría parecer que se repiten los mismos argumentos, —y en cierta manera es así— el centro de gravedad de estas obras no está tanto en la culpa de las madres que no crían como en el descrédito sistemático de la figura de la nodriza que es cuestionada desde la medicina, la moral, la ética, e incluso desde razonamientos políticos. En un antecedente negativo de la eugenesia de finales del xix, se culpa a las amas del declive de la nación al debilitar los cuerpos y los espíritus de los niños de las élites, los mismos que estarán llamados a regenerar el país. El ama es vista como un ser dañino que con su leche corrompe la bondad natural otorgada por la nobleza de los padres. Es una continuación del pensamiento de los siglos anteriores, pero con la importante diferencia de que, a finales del xviii, ya no se cree que la leche transforme directamente la carga genética (la ‘naturaleza’) de los lactantes. En el siglo xviii se piensa que el contacto de los niños con el ama los embrutece por su bajeza y falta de instrucción y que su leche, al venir de una mujer pobre y zafia, corrompe la salud y el desarrollo cognitivo y físico de los niños. Todo lo que el ama proporciona, alimento y cuidados, es pernicioso no solo para el niño sino para la nación58.

Bonells, Perjuicio que acarrean al género humano y al estado las madres que rehúsan criar a sus hijos, p. 23. 58 Jaime Bonells, 1786, p. 399, dedica gran parte de su tratado a la idea ilustrada del regeneracionismo de la nación al implementar la lactancia materna. Propone castigos para las madres que no críen por su responsabilidad cívica al no hacerlo: «Así como la naturaleza castiga la violación de sus leyes con enfermedades que af ligen a las madres que niegan sus pechos a los hijos, así también pide la justicia que no se mire con indiferencia, ni se tolere con impunidad, un abuso que acarrea al Género Humano y al Estado tantos daños físicos, políticos y morales». 57

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Jaime Bonells y José Iberti, ambos médicos ilustrados, escriben sendas obras cuyo principal objetivo es abogar en contra de la crianza con nodrizas. Jaime Bonells en su obra antes mencionada (1786) expone un catálogo de horrores, maltratos y gravísimas negligencias cometidas por las amas, sobre todo las que se llevan a sus casas a los niños para criarlos; y José Iberti en su Método artificial de criar a los niños recién nacidos (1795) propone un método para criar con papillas a los recién nacidos si la madre no puede criarlos como la opción preferible a la crianza con ama. Los ataques a la figura de la nodriza se irán intensificando cada vez más hasta llegarse a recomendar por numerosos expertos, amparados en experiencias extranjeras (de pésimos resultados), la lactancia con animales (cabras) y con papillas antes que recurrir a la leche humana. La ciencia actual corrobora que estos métodos no tenían ninguna posibilidad de éxito. Por mala que fuera la lactancia con nodriza era infinitamente superior a la artificial que, como hemos visto, no garantiza la supervivencia del recién nacido hasta bien entrado el siglo xx. Lo que ocurre en estos libros escritos por médicos ilustrados es que la evidencia se supedita a la ideología según la cual la crianza con amas, o crianza mercenaria, como también se denominará esta opción, se convierte en un mal en sí misma59. Aunque José Iberti en su profunda animadversión hacia las amas prefiere las papillas que inevitablemente acababan con la muerte del recién nacido, hay una excepción a su regla: concede la legitimidad de la crianza con ama in extremis bajo tres condiciones concurrentes. La primera es que la madre no pueda amamantar, la segunda que el niño no prospere con las papillas y, la tercera y más importante, que el hijo del ama haya muerto. Aquí, el principio ilustrado de la prevalencia de la ley natural se antepone a cualquier otra consideración práctica. Para Iberti, una mujer no puede nunca vender su leche pues esta pertenece al propio hijo y no a ella. Hacerlo de otra manera supone un robo a quien tiene posesión del derecho de ser alimentado por su madre: Por tanto, atendiendo a las pasiones, a los males que ocultan las amas, a la falta de régimen, limpieza y cuidado, me parece que el alimento artificial es absolutamente preferible a cualquiera leche de mujer, excepto la 59 Esta acendrada hostilidad hacia la figura del ama continúa hasta el siglo xix. Ver, por ejemplo, el artículo de José Ortega Munilla «La nodriza ogro» de 1883.

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materna. Finalmente, suponiendo que la madre no tuviese leche, y que el hijo no pudiese prosperar con el alimento artificial, se debe buscar para ama una mujer a quien se le haya muerto su hijo, antes que una madre, seducida por el interés, abandone a su propio hijo, y quite el pecho a un individuo a quien la naturaleza misma se lo había concedido 60.

Este caso es interesante pues va en contra del sentir general hacia las amas que han perdido a sus hijos. Habitualmente estas son objeto de recelos y sospechas pues, o bien, su leche no es saludable o sus cuidados son deficientes. En el caso de una mujer muy humilde, incluso puede llegar a conjeturarse que haya abandonado al hijo, lo cual, como veremos, fue un problema de extraordinarias proporciones en toda la Edad Moderna europea. Para los tratadistas ilustrados el ama se convierte en una figura siniestra capaz de las mayores crueldades y negligencias para con los niños. Esta nueva realidad se hace más patente cuando, a medida que el uso de amas se torne más habitual, se popularice la modalidad más económica de amas externas, según la cual el niño es alimentado por una nodriza en su propia casa. Se trata de mujeres muy pobres que tienen que compaginar la crianza del niño con trabajos agrícolas o de venta ambulante en mercados, por lo que muchos de los lactantes están todo el día sucios y hambrientos. A menudo estas amas crían simultáneamente a sus propios hijos e incluso admiten a dos bajo el cada vez más popular y desastroso régimen de «a media teta». Madres vs. amas El rencor y resentimiento a la nodriza es en el fondo el rechazo a la personificación femenina de la miseria humana enraizada en la pobreza y necesidad extremas. La nodriza, con su leche vendida, necesariamente priva a un hijo suyo de ese alimento para dárselo a otro a cambio de un salario. Este comercio con el cuerpo, al igual que el comercio sexual, aunque en el lado diametralmente opuesto del espectro, crea una incomodidad profunda y atávica. No se vende el trabajo de la mujer sino el acceso a su cuerpo. Por otra parte, la moda de las Iberti, Método artificial de criar a los niños recién nacidos y de darles una buena educación física, p. 15, cursivas mías. 60

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nodrizas dice muchísimo de los tabúes sobre lo femenino cuyo ideal supone una sublimación de lo biológico. Por ejemplo, es constante la comparación entre mujeres que lactan y el ganado. En realidad, esta comparación se da continuamente en las amas y se suprime en las madres, pero en el fondo, si se denigra el acto de amamantar en una, también se hace en la otra. Verbigracia, Huarte de San Juan explica que los niños que nacen «de padres holgados», acostumbrados a todas las comodidades de una vida regalada, tienen una salud enfermiza y peligro de morir al poco tiempo de nacer. Su remedio es buscarle «un ama moza, de temperamento caliente y seca [...] criada a mala ventura, acostumbrada a dormir en el suelo, a poco comer y mal vestida, hecha a andar al sereno, al frío y al calor. [...] Cuanto importe a las fuerzas de la criatura mamar leche ejercitada, pruébase claramente en los caballos, que siendo hijos de yeguas trabajadas en arar y trillar salen muy grandes corredores y duran mucho en el trabajo; y si las madres están siempre holgando y paciendo en el prado, a la primera carrera no se pueden tener»61. Es significativo, no obstante, que confunda maternidad y lactancia como un continuum pues su ejemplo de las yeguas se refiere exclusivamente a las madres. El cuerpo maternal y la maternidad, según todos los autores que califican a las madres que recurren a la lactancia con amas, se divide en embarazo, parto y crianza. Las mujeres que no crían, como hemos visto, son calificadas como medias madres percibiéndose una continuidad monstruosa entre la madre y la nodriza: un cuerpo generador de vida legítimo, la una, y un cuerpo mantenedor de vida espurio y marcado por los signos de la pobreza y la desposesión, la otra. El cuerpo reproductor de la mujer, de esta forma, se desdobla en un híbrido monstruoso entre privilegio y precariedad y entre esposa y sirvienta. La nodriza libera, relativamente, a la madre para seguir siendo esposa y cuerpo fértil, al tener la posibilidad de encadenar embarazos y partos atendiendo, en muchos casos, a una presión reproductora normalizada en determinados ámbitos. El asunto principal aquí es el abismo social entre madre y ama, diferencia que se borra y difumina en el trato cotidiano con el hijo ya que el acto de dar el pecho es, en sí, un acto igualador pues supone una sustitución exacta del pecho materno por otro alquilado, esto es, un intercambio de la leche de la madre por otra comprada. Esta 61

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Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, p. 369.

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transacción comercial que implica un derecho sobre el cuerpo del ama —y que interrumpe el proceso de crianza de los hijos de esta— no es, de ninguna manera, una relación simple entre señora y criada, sino que supone aventurarse en el espacio entre madre e hijo. Precisamente por la inmensa importancia de las amas y su poder potencial sobre la familia, se las intenta reducir por todos los medios a la consideración de sirvientes. Como prueba del general recelo que el ama suscita se puede observar que, al contrario de las nodrizas, los demás criados no son sistemáticamente afrentados por la humildad de sus orígenes ya que, precisamente porque son criados, se presupone su modesta extracción social. Por el contrario, todos los tratados sobre lactancia sin excepción insisten en el origen humilde de las nodrizas como causa de grandes inconvenientes. La crítica al ama es también la crítica a la madre. El ama se usa para devaluar a la madre —que es medio madre— y a la vez se desprecia el trabajo de lactancia. En definitiva, el que mujeres sencillas ocupen un espacio dentro de la intimidad familiar y matrimonial y que de ellas dependa el mantenimiento de los hijos implica una situación tan confusa como incómoda. Rebajar a las amas, convertirlas en vacas o animales que producen leche, compararlas con el ganado, supone una combinación de clasismo y misoginia que es fácil de ejecutar en sujetos tan humildes pero que, por definición, conlleva una subestimación de todas las mujeres al suponer el desprecio de la vertiente corporal y biológica de la maternidad. Al fin y al cabo, desde la cultura clásica a la cultura de la Edad Moderna, la existencia del género femenino necesita justificarse por su función reproductora, y es precisamente esa faceta de la vida de las mujeres la que se animaliza y convierte en grotesca a través del fácil atajo del ama62. 62 La función generadora como justificación de la existencia de la mujer es un lugar común. Por ejemplo, Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, p. 321, escribe que Eva, la primera mujer que existió, era mucho menos aguda en su intelecto que Adán. Por eso fue tentada por el demonio. Lo que Huarte de San Juan arguye es que, dado que la razón de ser de la mujer es la generación, necesita una naturaleza fría y húmeda que es contraria a la agudeza e inteligencia del varón «que con haberla hecho Dios con sus propias manos, y tan acertada y perfecta en su sexo, es conclusión averiguada que sabía mucho menos que Adán. […] Luego la razón de tener la primera mujer no tanto ingenio, le nació de haberla hecho Dios fría y húmida, que es el temperamento necesario para ser fecunda y paridera, y el que contradice al saber».

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El descrédito de la nodriza: pobreza, deshonestidad y el abandono de su prole En el estereotipo imaginario que se va construyendo sobre las nodrizas, tres factores interrelacionados las hacen objeto de todas las sospechas de índole moral: su pobreza, los recelos ante una hipotética conducta deshonesta, y el plausible abandono o negligencia hacia sus propios hijos. El ama no solo es una mujer lo suficientemente pobre como para dejar a su hijo atrás para criar a otro, sino que también se le exige absoluta continencia y castidad. Paradójicamente, puede desempeñar su función porque en algún momento ha sido un ser sexual que ha concebido y tenido un hijo. En casas de cierto rango se averiguaba que el ama fuera una mujer honrada y con marido —a menudo sacerdotes y autoridades certificaban estas circunstancias—. Sin embargo, como Gutiérrez de Godoy advierte sobre las amas de los nobles, en Madrid era fácil engañar a los señores haciendo pasar a un rufián por marido: Lo primero, en la Corte, por la gran confusión y poco conocimiento que hay de personas, es imposible hacer suficiente examen los médicos de los señores de la salud, de la condición, vida y costumbres de mujeres humildes, que en sus mismas posadas no las conocen y de ordinario son forasteras, mujeres de hombres perdidos, baladíes; ignóranse las plazas que han ocupado de hospitales, bodegones, tabernas u otros peores tratos deshonestos. Muchas veces los maridos que las acompañan no lo son sino amigos suyos que después de haberlas traído en malos tratos, huyendo de las justicias de los lugares cortos se vienen a vivir a la Corte donde todo se oculta63.

Esta aprensión y abierta hostilidad hacia la figura de la nodriza dejará frases tan intransigentes como las siguientes de Jaime Bonells, preocupado por un tema que siempre se parapeta tras la lactancia con ama, la inexcusable pobreza y humilde extracción de las mujeres que se prestan a alimentar hijos ajenos. Dado que la inf luencia de la nodriza con el niño es inevitable, criar a niños de alta cuna con mujeres pobres se considerará un problema irresoluble del que se derivan la mayoría de los escrúpulos morales hacia esta práctica, escrúpulos que se convierten en reparos amparados por el discurso científico: 63

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Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 67r-v.

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pero aquellas mujeres, cuya mala y grosera educación les ha dejado tan libre y desordenada la voluntad, como torpe y ciego el entendimiento, y cuyo corazón poco o nada interesa a favor de un niño ajeno; no entienden la razón, ni la justicia; no aprecian el honor; no conocen el respeto, ni sienten el amor; y así se dejan inconsideradamente arrebatar de sus pasiones. De esta suerte proceden las más de las amas: criadas con entera libertad entre la plebe sin instrucción, sin principios morales, sin decoro, sin urbanidad, no conocen más razón que los caprichos de su albedrío; ni se gobiernan por otras reglas, que sus preocupaciones y apetitos64.

Es importante insistir en un problema común en las críticas a las amas a lo largo de dos siglos: al haber sido madres, y al ser madres pobres, siempre se recela de ellas la deshonestidad y la ligereza sexual. Gutiérrez de Godoy, no deja de enfatizar el peligro que supone que las amas que han demostrado estar casadas se junten a escondidas con sus maridos o galanes y, quedándose encintas, maten con su leche a los niños: «Unas remanecen preñadas y son tan poco escrupulosas que sintiéndose con este impedimento no reparan en matar con su mala leche un hijo de un gran señor» (68r). En el siglo xvii, tal y como se ha señalado anteriormente, se creía que era imprescindible la abstinencia sexual para no causar graves perjuicios en la salud del lactante65. Otra razón esgrimida en muchos de estos textos es la de que una ama de cría es, por antonomasia, una mala madre, como expone Jaime Bonells, para el que no hay ninguna situación que la salve de este juicio: «La muger que se pone a Ama, o se le ha muerto su hijo, o le ha destetado, o se le ha quitado antes de tiempo del pecho para darle a otro. En el primer caso es muy sospechosa por habérsele muerto el hijo; en el segundo es mala por tener la leche vieja; y en el tercero, que es el más frecuente, si para criar un hijo ageno abandonó el suyo, es mala madre, ¿cómo, pues, será buena Ama?»66. En el mismo sentido, Valerie Fildes ofrece un raro testimonio que, aunque tardío, es plenamente relevante para la Modernidad Temprana. Fildes cita las palabras escritas por una madre inglesa de clase acomodada, Mrs. Watson, que en su diario reconoce que sus hijos criados Jaime Bonells, 1786, pp. 131-132. Una costumbre establecida y ampliamente documentada era que las amas de casas acomodadas cuando eran visitadas por sus maridos eran vigiladas por alguna sirviente para evitar relaciones físicas. 66 Jaime Bonells, 1786, pp. 134-135. 64 65

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por nodrizas deben su vida a la muerte de los hijos de sus amas. Los exhorta a sentir gratitud por su suerte («kind providence») ya que su vida ha sido posible gracias a la muerte de niños más pobres en un macabro y desgarrador trueque67. La señora Watson escribe en su diario: «It is very a melancholy ref lection that our own infant should be sustained, as it were, at the expense of the life of another infant»68. En otro lugar de su manuscrito ref lexiona sobre la supervivencia en la primera infancia de sus hijas Margaret y Alice, y lo atribuye al hecho de que sus amas respectivas dejaran a sus hijos atrás para criarlas a ellas en su casa. Escribe también que los hijos de sendas amas murieron mientras estaban al cuidado de terceros en una situación de asistencia precaria, lo cual era muy habitual: «I write these remarks that Margaret and Alice may hereafter know the cost of their wet nurses, and if their lives are spared they can never be sufficiently thankful to a kind providence»69. Bonells explica muy bien esta situación común, en este caso culpando a la madre que, por el capricho y la frivolidad de no criar a su propio hijo, está provocando la muerte de dos o tres criaturas a costa de que la suya viva. Arguye que las amas, para vivir en casa de los señores como nodrizas, deben entregar a sus criaturas, por un mísero salario, a «media leche», a una mujer paupérrima y mal alimentada que es posible que esté intentando criar a otro niño más y al suyo propio a los que, irremediablemente, termina matando de hambre por la falta de leche y por el empacho de las papillas con las que intenta saciarlos: «Así, como quiera que sea, por la crueldad de una madre que niega los pechos a su hijo, se sacrifican dos o tres víctimas a un tiempo y se

Se trata de un testimonio de 1840 escrito por una dama inglesa, E. Watson, en su diario no publicado y sin paginación. Lo extraordinario de este testimonio no es el hecho de que los niños de las amas mueran con mucha frecuencia, dado que estas tienen que subalquilar otros pechos mercenarios entre mujeres mucho más pobres que solo podían proporcionar cuidados muy deficientes, sino que exista una ref lexión tan clara por parte de una madre sobre la atrocidad que supone que para que un niño viva otro más pobre es probable que muera. A pesar de su gratitud y, hasta cierto punto, empatía, a la señora Watson no se le ocurre dejar de usar nodrizas para sus hijos. Así, de forma contradictoria arguye que la supervivencia de sus hijos es fruto de una providencia benéfica, providencia que incluye la muerte de unos niños pobres («kind providence»). 68 Fildes, 1988, p. 192. 69 Fildes, 1988, pp. 192-193. 67

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quitan dos o tres individuos a la patria»70. Por crudo que parezca, la muerte de los niños de las amas dejados en manos de amas muy pobres que criaban a los suyos y a otros por muy poco dinero fue una realidad demasiado habitual. Valerie Fildes afirma que «Wealthy parents frequently ‘bought’ the life of their infant for the life of another»71. La miseria, el dejar atrás al hijo y la sospecha de deshonestidad o prostitución se cierne inexorablemente sobre la figura de las amas, exceptuando a aquellas cuidadosamente seleccionadas para la crianza de los hijos de las élites. El ama de cría se irá convirtiendo en un estereotipo cada vez más siniestro por lo que, en la inmensa mayoría de las obras mencionadas en este estudio, será continuamente objeto de la grave acusación de actuar contra la integridad de los niños a su cuidado. La figura del ama y la misoginia barroca: Día y noche de Madrid de Francisco de Santos Un ejemplo deshumanizador de estas tres características, pobreza, deshonestidad y abandono de los hijos lo tenemos en la representación satírica que Francisco de Santos en Día y noche de Madrid escribe desde la misoginia barroca. El pasaje seleccionado, misógino donde los haya, cuenta la historia de una criada que seduce a su amo, se «llena el vientre de huesos» —es decir, se queda encinta—, abandona al hijo en la inclusa —o lo da a criar a alguna mujer muy pobre—, y se coloca como nodriza en una casa de alcurnia mintiendo al decir que iba a casarse con alguien de rango al que mataron justo antes de la boda. Para Francisco de Santos, la normalizada circunstancia de que numerosas criadas jóvenes quedaran encintas al servir en una casa es prueba del abuso moral de una muchacha sin escrúpulos que tienta sensualmente al señor de la casa a cambio de regalos. Para él, como para casi todos sus contemporáneos, lo común de estos hechos no levanta siquiera sospechas sobre la posible victimización sexual de tantas jóvenes que entran a servir a una casa y que deben abandonarla al quedar encintas. Normalmente la prostitución era una de las salidas

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Bonells, 1786, p. 354. Fildes, 1988, p. 193.

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más frecuentes en esas circunstancias72. En el caso que Santos describe, la muchacha es aconsejada y auxiliada por la comadrona y por otra mujer («capitana de gente lechal») que le encuentra un empleo como nodriza, donde medra y termina casándose con un criado. El hecho de que al final consiga salir de la marginación mediante un matrimonio con otro sirviente es visto por Santos con escándalo. Para el autor, la fertilidad de la sirvienta —el embarazo («llenarse la barriga de huesos») y el parto («apenas lo arroja»)— son signos de su baja catadura moral. El niño resultante no merece ni una línea. El cuerpo reproductor de esta criada seducida por su amo y dejada a su suerte no puede producir una vida digna de tenerse en cuenta por el autor, completamente indiferente a la existencia de ese niño y absolutamente ajeno a la situación de penuria de la nueva y desamparada madre. El conf licto para Santos estriba en lo económico: la leche de los pechos de la muchacha, de pronto, se convierte en una mercancía que le permite un desahogo vital, económico y social. Hay en esta historia un rencor hacia la sexualidad femenina sin pensar que la mujer, en esas circunstancias de servidumbre, bien puede ser la víctima de la situación. La leche se ve como un ‘premio’ injusto, como una ventaja biológica que no tiene en cuenta la presunta culpa moral de la nueva madre: que no todas estas [criadas que seducen a sus amos] salen estériles, que algunas se llenan de huesos la barriga y, viéndolo el agresor, como va creciendo el bulto le juzga por suyo, sin reparar en que pueden haber trabajado muchos en aquella obra. Procura buscarla donde esté, que tenerla en casa ya fuera demasiada falta de vergüenza. [...] Pare fuera de casa por fin y postre de aquel lance, y apenas lo arroja cuando lo dan a criar o echan adonde la piedad los cría. Hállase la recién parida con los pechos cargados; anda dolorida, quejándose. La que la acude, consejera a más no poder, la dice que si fuera que ella buscara cría; parécele bien la lición y, sin dar cuenta a su amo, juntas van en casa de una buena señora, que llaman capitana de gente lechal, que vive a Lavapiés; búscala una casa de unos señores que tienen poder de hacienda, con que sustentan criados y criadas. Es la primera criatura que han tenido; empieza a darla el pecho y a pocos días se le luce al recién nacido el cuidado de la ama; los señores, muy contentos, 72 Merry Wiesner, 2000, pp. 60-65, dedica varias páginas al hecho de que los abusos sexuales de muchachas de servicio era una realidad muy frecuente en la Europa de la Edad Moderna. Normalmente tras el embarazo era expulsada de la casa por la señora tras lo que se abría ante ella un futuro de probable marginación.

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empiezan a darla el vestido, la joya y otras alhajas que la generosidad del poder reparte con quien le agrada73.

En este texto se ve la relación entre mujer pobre, supuesta deshonestidad, niño abandonado y trabajo de nodriza en un episodio profundamente hostil hacia este personaje y su devenir. En otro pasaje de la misma obra, todavía más cruel si cabe, se describe a una mujer gallega que pide trabajo como nodriza pues dice que se le ha muerto el hijo. El texto la llama «alcuza con tetas» y da a entender la velada acusación de que mujeres como ella conciben a propósito para trabajar como amas. Es gallega por la alusión a la Cruz de Hierro y con su juramento «de no ser casta en Castilla» se trasluce su intención de hacerse preñada para vivir como nodriza. El sacerdote que la atiende la manda a la inclusa como ama de cría: Fuese, y apenas se apartó cuando con unas cumplidas reverencias, sin agobiar el cuerpo, muy chupada de faldas y fruncida de mantilla, muy abultada de pechos y carrillos, se llegó una de las que juran en la Cruz de Hierro de no ser castas en Castilla; y, sin perder las reverencias a cada razón, como cojo sin muleta, le dijo al hermano si la quería buscar una casa donde criar, porque estaba recién parida y se le había muerto la criatura. El hermano, después de haber mirado aquella alcuza con vasar de tetas, la dijo: —Vaya la señora Dominga y pregunte por la Inclusa, que allí van las de su tierra a hacerse la leche74.

Enrique García Santo-Tomás, editor de Día y noche de Madrid, desarrolla ampliamente en su introducción el interés que Francisco de Santos muestra por la obstetricia y ginecología en esta obra en la que se describe el cáncer de pecho de la madre del protagonista, aparecen parteras, nodrizas y una serie de referencias al mundo femenino de los cuidados corporales incluyendo tratamientos cosméticos a domicilio. A pesar de su barroca misoginia, la obra de Santos nos aporta información sobre una red femenina de cuidados clandestinos con respecto al parto y lactancia75: Santos, Día y noche de Madrid, pp. 151-152. Santos, Día y noche de Madrid, pp. 238-239. 75 Enrique García Santo-Tomás, en dos importantes artículos, 2016 y 2018, se ocupa de la ciencia obstétrica y el tema del parto y el nodrizaje en la literatura barroca estableciendo relaciones entre la creación literaria y la visión barroca del parto. 73 74

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La novela capta así toda una estructura profesional de agentes femeninos que facilitaban el proceso de dar a luz en la España de los siglos xvi y xvii. La elaboración novelesca que Santos lleva a cabo de este tipo de menester se ajusta perfectamente al momento histórico, en el que existía toda una red oficial de nodrizas frecuentemente asociadas a residencias para expósitos [...]. Estas nodrizas también conocidas como amas de crianza o amas de leche —aquí será con mucha sorna, capitana de gente lechal debido al ‘ejército’ de mujeres que operaban de forma semiclandestina—, permitían también que las mujeres tuvieran más hijos76.

Tal y como hemos visto en los ejemplos anteriores, se acusa a muchas mujeres necesitadas de abandonar a sus hijos en inclusas u hospicios para liberarse de su crianza y poder ofrecerse como amas. Por ejemplo, entre otros, Jaime Bonells afirma que «Algunas amas no reparan, por el vil interés, en llevar a su hijo al hospital de expósitos»77. En el caso de las amas, la pobreza se entiende casi como delito, como síntoma de falta de virtud y moral. El encomendar a los hijos a otras amas más pobres que ellas o el abandono de los hijos se ve siempre como una opción voluntaria en la que la penuria y falta de otras salidas no se tienen en cuenta. Además, es la mujer, la madre, la única responsable del abandono. En estos textos se habla de las madres acomodadas que no crían a sus hijos y de las otras madres, todavía más pérfidas, que abandonan a los suyos para comerciar con la leche de sus senos. ¿Dónde están los maridos? ¿Dónde están las familias, los padres y deudos de estas mujeres? En el caso de los abandonos, normalmente se asume que la causa principal es la deshonra de la madre. Sin embargo, hay cada vez más evidencia de que un número considerable de los mismos se debía a la extrema pobreza de las familias. En este caso, ¿porqué es siempre la madre la única que aparece como responsable del abandono? Cuando Gutiérrez de Godoy intenta demostrar que las amas son, en definitiva, personas crueles y sin alma, por ser las más despiadadas madres ellas mismas, no menciona a los padres de sus criaturas ni las circunstancias que las llevan a emplearse como nodrizas78: «Finalmente, mujeres de pocas obligaciones, tan faltas de amor y piedad con sus Santos, Día y noche de Madrid, pp. 56-57. Bonells, 1786, p. 355. 78 Antonio Bilbao, 1790, pp. 110-111, escribe:«¿qué razón habrá para que muchas mugeres hagan alarde de la preñez, y la lleven como cédula de su liviandad, 76

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hijos, que por un interés corto los da a criar a otras amas más ruines que ellas o los echan a puerta ajena y hacen expósitos y se aplican a criar los hijos que no parieron, negando y olvidando a los suyos, ¿qué partes pueden tener a propósito para comunicarlas a hijos de grandes señores?»79. Vicente Pérez Moreda documenta que, en 1620, la Junta de Reformación describe de la siguiente manera a las nodrizas de expósitos, a las que, por cierto, se les pagaba un exiguo salario. Muchas amas que crían [...] (trato de las que no son casadas) o son aventureras o están amancebadas y en pariendo echan a la puerta de la iglesia lo que paren (y aun no sé si lo dejan morir de desamparo) y luego ellas se entran a criar y ganar comida y todo lo necesario [...] y esto hacen muchos años hasta que la edad las estorba el parir y este es el modo de vivir ordinario de muchísimas sin haber quien lo remedie ni averigüe si son casadas o amancebadas (que es lo más cierto) ni lo que hicieron de las criaturas que ellas parieron [...] porque hay muchísimas en esta Corte que tienen este modo de vivir80.

También, en el mismo documento, la Junta de Reformación propone el investigar la muerte de los hijos de las amas averiguando dónde y cuándo fueron enterrados para evitar que hayan sido abandonados en la Inclusa con el fin de dejar a las madres libres para ofrecerse como amas. Muchos testimonios de la época atribuían a la creciente demanda de amas de cría el que hubiera mujeres que, a propósito, tenían hijos para abandonarlos después con el fin de poder venderse como nodrizas. Lo extraordinario de este discurso es, primero, el que se identifique claramente el cuerpo femenino como un agente de producción de un bien, la leche humana, sometida a un precio —y por lo tanto dentro de un sistema económico claramente establecido y de inmensas ramificaciones sociales—; segundo, que se desvincule este sistema de producción de la demanda ejercida por las familias cuyas madres no crían —por distintos motivos—; y tercero, que también se desligue la oferta de este ‘producto’ de la extrema necesidad de multitud de mujeres. Estos factores combinados hicieron que, en la Europa de la […] tratando al mayor de los escándalos como comercio permitido, y concibiendo (no digo más de lo que pasa) sólo para depositar el fruto?». 79 Gutiérrez de Godoy, Tres discursos […], fol. 72r, cursivas mías. 80 Pérez Moreda, 2005, p. 87.

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Edad Moderna, en ocasiones extremas, valiera más la leche vendible de unos senos que el hijo que la ha hecho posible. Como veremos en la segunda parte de este capítulo, los hijos de la deshonra y de la miseria no van a valer apenas nada y van a ser tratados como un estorbo por las instituciones destinadas a su cuidado. León Álvarez Santaló escribe que las amas «no habían inventado el sistema, no eran responsables del abandono, necesitaban el cortísimo estipendio que pagaba la Cuna (cortísimo y a destiempo) y, abandonaban sus propios hijos porque vivían en el mismo ciclo de la miseria que los propios expósitos [...]. Madres de expósitos ellas mismas, Madres solteras desarraigadas y marginadas, campesinas que se “ayudaban”»81. La relación entre amas pobres, expósitos y niños abandonados fue una realidad en las capas más bajas de la miseria. La normalización y el uso extendido de la crianza, que ocupa a todo un espectro de nodrizas que van desde las nodrizas de la Corte y la nobleza hasta las amas de los huérfanos, tiene como consecuencia que un sinfín de niños sean apartados de sus madres para que sus pechos puedan transformarse en un beneficio económico. El cuerpo femenino se convierte en parte fundamental de toda una industria de la leche y, en un gran número de casos, la mujer que produce el dinero no lo administra o disfruta pues este será a veces imprescindible para la supervivencia de la familia. El uso de nodrizas supone un sistema económico con ganadores y perdedores y, a veces, las vidas de los hijos de estas mujeres no serán más que el desecho, el residuo biológicamente imprescindible para que esa industria de la crianza pueda seguir. Tanto el entregarlos a mujeres mucho más pobres que crían a varios como el abandonarlos en la casa cuna supone condenarlos a una probable desaparición. El tema de las páginas que siguen no es otro que el del desmesurado problema de los niños abandonados o expósitos. Sin embargo, tras la terrible realidad de las cifras de niños abandonados se oculta una realidad todavía más aterradora: la indiferencia durante siglos de toda una sociedad hacia la suerte de tantos y tantos niños y niñas que no llegaron en su inmensa mayoría a cumplir un año de edad, acogidos por unas instituciones en las que, a la vista y con el conocimiento de todos, se extinguieron tantas vidas de recién nacidos desde la indiferencia y la negligencia más absoluta. Gran parte del problema es la presunción del origen ilegítimo de los niños. Son hijos del pecado y de la lujuria. Son fruto 81

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de la vergüenza y de la deshonra. También son hijos de la miseria y de la pobreza más absoluta82. Esto hace que sus existencias sean vidas que estorban, que se consideren, hasta el siglo xviii, una amenaza para la sociedad si llegan a criarse. Son futuros delincuentes y prostitutas. La caridad cristiana que los adopta se preocupa mucho más por salvarles el alma que el cuerpo: el bautismo es lo que se considera imprescindible en una sociedad más preocupada por sus pequeñas almas que por la integridad de sus vidas. Expósitos La comedia cervantina Pedro de Urdemalas tiene como protagonista a un expósito, a un niño abandonado, a los que también se llamaba «hijos de la piedra», al parecer, por ser abandonados con frecuencia en el suelo de la puerta de las iglesias y otros edificios: «Yo soy hijo de la piedra, / que padre no conocí: / desdicha de las mayores / que a un hombre pueden venir. / No sé dónde me criaron; / pero sé decir que fui / de estos niños de doctrina / sarnosos que hay por ahí» (vv. 600607). Como se ha visto en la introducción de este libro, Esperanza, la protagonista de la novela cervantina La tía fingida, es ella misma una hija de la piedra que fue abandonada en la puerta de una iglesia y recogida, como tantas niñas, para ser explotada como prostituta. El origen de Esperanza así como el falso parentesco con su ‘tía fingida’ se descubren tras la confesión a la justicia de Claudia —la tía—, tras ser detenida: «No le sucedió así a Claudia, porque se le averiguó por su misma confesión que la Esperanza no era su sobrina ni parienta, sino una niña a quien había tomado de la puerta de la iglesia, y que a ella y otras tres que en su poder había tenido, las había vendido por doncellas muchas veces a diferentes personas, y que de esto se mantenía y tenía por oficio y ejercicio» (126). En El prevenido engañado de María de Zayas, Serafina, una doncella que oculta su embarazo a sus padres y a su pretendiente, Fadrique, da a luz sola en mitad de la noche en un

Para una excelente contextualización del abandono de niños bajo las circunstancias históricas de la crisis que asola Sevilla tras la epidemia de 1649, ver Perry, 1990, cap. 8. También es de gran interés el estudio de Tropé, 2007, sobre el tratamiento institucional recibido por los niños huérfanos de Valencia (Colegio Imperial San Vicente Ferrer) desde el siglo xv hasta el xviii. 82

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cobertizo semiderruido y abandona allí mismo a la criatura que acaba de parir: «y entrando dentro vio como la dama se había bajado a una parte en que estaba un aposentillo derribado, y que tragándose unos gemidos sordos, llamando a Dios y a muchos santos que le ayudasen, parió una criatura, y los gritos desengañaron al amante de lo mismo que estaba dudando. Pues, como Serafina se vio libre de embarazo, recogiéndose un faldellín, se volvió a su casa, dejándose aquella inocencia a lo que le sucediese». Y más adelante: «Más el cielo, que a costa de la opinión de Serafina y de la pasión de don Fadrique, quiso que no muriese sin bautismo por lo menos. Llegó donde estaba llorando en el suelo, y tomándola la envolvió en su capa, haciéndose mil cruces de tal caso, [...] se fue con aquella prenda a la casa de una comadre y le dijo que pusiese aquella criatura como había de estar, y le buscase con toda brevedad un ama, que le importaba mucho que viviese»83. Estos tres ejemplos literarios, entre otros muchos, dejan entrever el problema inmenso del abandono de niños y niñas común a todas las sociedades europeas de la Edad Moderna.84 El creciente descrédito de las amas tiene que ver, en parte, con el escandaloso asunto del abandono de niños en la Edad Moderna. Cuando Carlos V llega a España, a su paso por Valladolid, sus cortesanos advierten que por la noche había niños recién nacidos abandonados en la calle. Un miembro de su séquito, Lorenzo Vital, en su Relación del primer viaje de Carlos V a España escribe que «es cosa verdadera el haber visto varios niños recién nacidos que fueron hallados, en lo más frío del invierno, durmiendo en el suelo, abandonados de padre y madre y con peligro de ser devorados por los animales, los cuales niños, de hambre y frío, gritaban lamentablemente»85. El abandono de Zayas, Novelas amorosas y ejemplares, pp. 298-299. En la siguiente sección me refiero siempre a niños y niñas por igual bajo el plural ‘niños’. En bastantes ocasiones escribo ‘niños y niñas’ para recordar al lector que no hay una distinción de género. Sin embargo, para agilizar la lectura no lo hago siempre. Por lo tanto, cuando escribo ‘niños’ me refiero a ambos géneros. Obviamente el mismo principio es aplicable a ‘hijos’ y ‘expósitos’. 85 Vital, Relación, p. 261. Antonio Domínguez Ortiz, 1983, p. 168, apunta que «Hasta el siglo xvi nada o casi nada se hizo en España por los expósitos en plan sistemático. Lorenzo Vital, que acompañó a Carlos V en su primer viaje a España, vio en Valladolid niños arrojados en las calles y muertos por falta de asistencia. Los padres, amparándose en las tinieblas de la noche, depositaban a los infantes a la puerta de una iglesia o de algún señor rico con la esperanza de que 83

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recién nacidos será un problema común en toda la Europa del Antiguo Régimen. Hay una diferencia nominal entre niños «echados» y niños «expuestos». Los niños echados son los abandonados en las puertas de las iglesias o portales de las casas, las calles, el campo, o lugares en los que la supervivencia es más improbable, tales como estercoleros, barrancos y cuadras —de lo cual existen numerosos testimonios documentales—. Por otra parte, los niños «expuestos» son los abandonados en la casa cuna, en ocasiones dotadas de un torno para garantizar el anonimato de los que llevaban al recién nacido. Uno de los secretos mejor guardados de la historia europea es la inexorable desaparición de la inmensa mayoría de estos niños y niñas desde el siglo xvi hasta principios del xx. Afortunadamente, la historiografía de las últimas décadas se ha ocupado de sacar a la luz las terribles cifras sobre la mortandad de los niños, guardadas en los archivos de estas instituciones. Los números recogidos por los tratadistas que se ocuparon del tema en el siglo xviii son espeluznantes, hablan de miles y miles de niños perdidos en estas instituciones donde las tasas de fallecimientos de estos al cabo de un año, apenas deja supervivientes. Este panorama se ha visto refrendado con datos y números exactos gracias a los sistemáticos estudios llevados a cabo en las últimas décadas. Sin espacio para la hipérbole, estremecen los porcentajes de las muertes de niños en las inclusas durante los siglos xvii, xviii y xix. León Álvarez Santaló estima, por ejemplo, que «Sevilla (con las poblaciones existentes en un radio de 100 km) a lo largo de 300 años se ha permitido el lujo demográfico de destruir 125.000 niños»86. Esta cifra es un cálculo para una pequeña porción de la geografía española y, por desgracia, es extensible al resto del país. La mortalidad de los niños y niñas abandonados en los primeros tres años de su vida, sin contar el gran porcentaje de ellos que mueren durante el transporte en los prohijaran. Es posible que fuese por evitar estas molestias, tanto o más que por motivos humanitarios o religiosos, por lo que se organizó la recogida, bien en casas especiales, bien en secciones pertenecientes a un hospital u hospicio». Por su parte, Teófanes Egido, 1975, p. 333, atribuye parcialmente a esta visita la creación en 1540 en Valladolid de una cofradía, bajo la advocación de san José, dedicada en exclusividad a la tarea de bautizar y criar a los recién nacidos que «las malas mujeres echaban a los ríos, muladares y a otras partes». Según el autor, por una serie de circunstancias específicas, el abandono de niños en Valladolid era «una arraigada costumbre que cobraba tintes de verdadera tragedia». 86 Álvarez Santaló, 1980, p. 44.

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condiciones deplorables a las casas cuna, se estima entre el 70% y en algunos casos dramáticos casi el 100%, como será el caso de la inclusa de Úbeda tal y como ha estudiado Adela Tarifa Fernández87. Vicente Pérez Moreda afirma que la motivación de las primeras instituciones fundadas para la recogida de niños abandonados en los siglos xvi y xvii fue, sobre todo, para salvar sus almas con el bautismo. Por ejemplo, cita los estatutos de la fundación del Hospital de Santiago en los que se declara que es «más sensible la pérdida de sus almas [de expósitos] por falta del Bautismo, que la de sus vidas por las del sustento»88. Para Álvarez Santaló, lo que más impresiona a los historiadores sobre los expósitos es la magnitud de su volumen. Esta ingente masa de niños y niñas abandonados, de los que se presuponía su origen ilegítimo y/o su origen mísero constituyeron «un desecho social, impresionante, inquietante al menos, que año tras año, con monótona miseria, cada ciudad, cada villa, va segregando impertérrita. [...] En un testimonio agobiante de contradicción, sociedades católicas, puritanas, quisquillosas, litúrgicas, escolásticas y moralizadoras hasta la náusea, ‘matan’ con absoluta imparcialidad e impunidad, cientos de niños cada año. No importa ahora si todo expósito es ilegítimo o no, lo que importa es que prácticamente todo expósito es un niño muerto»89.

87 Tarifa Fernández, 2008, p. 378, en su investigación sobre la inclusa de Úbeda concluye que el porcentaje de niños fallecidos fue del 100% en los años 1665-1778: «en su casa cuna murió el 100% de los expósitos ‘criados’ por la institución tutelar. Por ello decíamos antes que esta inclusa es superior a las demás en la capacidad de ‘destruir expósitos’, recurriendo al término que utilizó Antonio de Bilbao. La indiferencia con la que el mayordomo escribe al final de cada ficha de asiento que un niño está ‘desabiado’, es decir, sin ama que lo críe, ref leja a la perfección el ‘acostumbramiento’ ante la muerte de unos niños que estorban socialmente, nacidos sólo para agonizar de hambre ante el endurecido corazón de unos cofrades piadosos». Y más adelante añade el espeluznante dato de que en 123 años «Sólo una niña, de fortaleza física increíble, alcanzó los trece años de edad, a expensas de la Cofradía. Se llamaba Gregoria, era de Quesada, y todos la conocían como “la ciega”. Al menos tuvo la suerte de no ver el horror que la rodeaba. Nadie quiso adoptarla en los años que vagó como mendiga por las calles de Úbeda. Su “prolongada” supervivencia fue tan excepcional para los cofrades de la Hermandad de S. José, que su nombre quedó inscrito para la posteridad en el libro de Cabildos», Tarifa Fernández, 2008, p. 394. 88 Pérez Moreda, 2005, p. 22. 89 Álvarez Santaló, 1980, p. 43.

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El siglo xviii, con la Ilustración, torna su mirada al enorme drama de los niños abandonados de ambos géneros. Este tema irá unido a la progresiva hostilidad hacia la figura del ama pues a ella se la hace principal responsable de las atroces cifras de mortandad de los niños desamparados. Algo que llama la atención es la cantidad de obras dedicadas a explorar, analizar, denunciar y ofrecer soluciones al problema. Las obras que se ocupan en exclusividad del asunto de los niños abandonados son casi inexistentes en el siglo xvii dado que el único tratado es el de Luis Brochero, Discurso breve del uso de exponer los niños (1629), que analiza el tema del abandono de niños desde un punto de vista jurídico basándose en antecedentes históricos al hacer un recuento de expósitos ilustres desde la Antigüedad. Es un texto de sumo interés dado que, a pesar de los abiertos prejuicios que se dan en el xvii hacia la ilegitimidad de los expósitos, Brochero se adelanta a una idea muy vinculada con la Ilustración al contemplar a los niños abandonados como una fuente demográfica para el país, por lo que defiende que el estado subvencione su conservación. Ya en los albores del siglo xviii la obra de fray Tomás de Montalvo, Práctica política y económica de expósitos (1701) se preocupa por la escasa supervivencia de los niños y recomienda mejores prácticas para su cuidado. Santiago García, médico de inclusa, publica en 1794 la Breve instrucción sobre el modo de conservar los niños expósitos. Es un excelente manual de higiene recomendando medidas básicas de limpieza, y aislamiento de los niños enfermos. Antonio Arteta, por su parte, en 1801 publica su Disertación sobre la muchedumbre de niños que mueren en la infancia y modo de remediarla. Esta obra tiene como tema general el reducir mediante consejos médicos y de higiene el reducir la mortalidad de niños y de abortos y partos prematuros en las mujeres con el fin de fortalecer la nación evitando el despilfarro demográfico que supone la elevada mortandad infantil en España. Cuenta con una parte dedicada a los expósitos donde se hace eco de las críticas que se han hecho hasta entonces sobre la forma de conservarlos desde su recogida y transporte hasta la penosa forma de organizar la crianza con amas. Joaquín Javier Uriz, también en 1801, publica su extenso tratado en dos volúmenes sobre las causas de la masiva mortalidad de los huérfanos y soluciones de índole práctica titulado Causas prácticas de la muerte de los niños expósitos. Mención aparte merece Pedro Joaquín de Murcia que publica su Discurso político sobre la importancia y necesidad de los hospicios en 1798, tratado que aboga por la asistencia institucional no solo a expósitos, a los que dedica detalladas

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páginas, sino también a otros miembros de la sociedad como pobres inhábiles para trabajar, tullidos, enfermos y viudas que deben ampararse en casas de Misericordia u hospicios para liberar a la sociedad de la mendicidad y malas costumbres que se derivan de su falta de asistencia. Pedro Joaquín de Murcia escribe su tratado como consecuencia de su nombramiento por parte del Consejo de Castilla como «Visitador de las casas de expósitos» con el fin de recomendar dónde deben fundarse nuevos hospicios90. De manera clara expone las causas del problema de la escasa supervivencia de los niños: «No es menester buscar otra causa que la necesidad de las largas y ocultas transportaciones, el ahorro mal entendido del salario de las amas y el defecto de celadores que cuiden de su conservación»91. La influencia de Antonio de Bilbao Entre todas las obras dedicadas al problema de los niños y niñas abandonados la más completa, admirable e inf luyente fue la de Antonio Bilbao: Destrucción y conservación de los expósitos. Idea de la perfección de este ramo de policía. Modo breve de poblar la España. Testamento de Antonio de Bilbao, Málaga, 1790. Este tratado tendrá un extraordinario impacto en su tiempo y será el punto de arranque de cambios legales, por un lado, y, por otro, de una activa conciencia política y social sobre el problema de los expósitos que se recoge en parte en las obras sobre el tema que se acaban de enumerar publicadas después de 1790 como las de Uriz, Arteta, García y Murcia. Con gran valentía y sensibilidad, Bilbao escribirá cómo la muerte en los hospicios es el fin más común para miles de niños: «su vivir no dura más, por lo regular, que lo que se necesita de vida para perder la misma vida». Teniente retirado de la Real Armada y vecino de Antequera, explica que ha escrito el libro después de haber visto con sus propios ojos la tragedia de tantas vidas perdidas en la casa de expósitos de su ciudad, movido por el «horroroso espectáculo que ofreció a mi vista y consideración una casa de niños expósitos en la que de una multitud que entraron en un año, excepto uno, perecieron todos de 90 Ver Ilzarbe, 2017, y Fuente Galán, 1997. Ambas comentan las diversas obras dedicadas a expósitos sobre todo en el siglo xviii. 91 Murcia, Discurso político, p. 69.

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hambre y de miseria»92. Después razona que no se trata simplemente de un año, sino de todos los años, que no concierne solamente a una institución concreta sino a todas las casas cuna y que no ocurre solo en su ciudad sino en toda España y en todo el mundo93. Su obra ofrece soluciones poniendo al estado al frente de la creación de un Monte de Misericordia y al rey como cabeza visible de la misma. En el mismo documento incluye su testamento en el que dona sus bienes a la causa de los niños expuestos. Lo más impresionante de su tratado, y sin ninguna duda estamos ante un texto impresionante, es la sinceridad de su compasión a través de la cual humaniza profundamente a estos niños destinados a una probable muerte o, en el caso de que sobrevivieran la infancia, a una vida miserable marcada por el estigma de su nacimiento: «Mueren de hambre a razimos, no lo ocultemos , como se estrujan las uvas en el lagar, yo lo he visto; mueren cubiertos de costras y lepra a los ocho días de nacer limpios, yo lo he palpado: mueren abandonados hechos cadáveres antes de serlo»94. En su obra recorre las vicisitudes por las que pasan los niños y niñas abandonados comenzando por las condiciones inhumanas de su transporte a las casas cuna95. La escasez de instituciones hacía que a veces los niños fueran transportados sin las mínimas condiciones, en cestos o alforjas, sin alimento ni limpieza y sufriendo los extremos del invierno y del verano sin ropa adecuada. La mayoría de los datos oficiales de las instituciones registran la muerte de la práctica totalidad de los niños durante el transporte si eran traídos desde lejos96. Bilbao Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, p. 5. Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, p. 5. 94 Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, p. 10. 95 Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, pp. 26-27. 96 En Disertación sobre la muchedumbre de niños, p. 81, Antonio Arteta explica así la tragedia que supone el transporte de los expósitos. Parece que el procedimiento está pensado para deshacerse de estas vidas recién comenzadas pasándolos de mano en mano y demorándose mucho en el transporte: «[El alcalde del lugar donde se encuentra a un expósito] lo entrega a un hombre que regularmente es el más ocioso y despreciable del pueblo para que lo conduzca. Este lo pone en algún cesto o alforjas que lleva a sus espaldas hasta el lugar de su destino, sin ejercer con el recién nacido el más mínimo acto de compasión; antes por el contrario le pega o da de golpes si llora o se lamenta (y alguna vez como se ha visto en esta provincia lo arroja a un pozo o río) hasta que por fin lo entrega sumergido en sus lágrimas y en sus inmundicias al Alcalde o Justicia del lugar inmediato, el cual hace lo mismo». Pedro Joaquín de Murcia insiste en lo mismo: «Y aunque 92 93

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acusa directamente a aquellos que tienen que velar por la vida de los niños de su muerte ya que esta es, al fin, provechosa para el sistema97. Desactiva la hipocresía del sistema asistencial calculando que cada niño muerto supone un ahorro para la casa cuna: «muchos de los encargados en ellos [los expósitos] y en su conservación, se interesan en su muerte; para que disfrutando los caudales de estos niños, y estando en posesión de ellos, por qualquiera número que exista, ya de dos, ya de doscientos, y aun cuando no viviese alguno, les resulta de la muerte de cada Expósito [...] en el ahorro de no costear ama y ropa»98. Denuncia el poco valor de las vidas de estos niños por haber sido concebidos en la deshonra atacando la indiferencia y la negligencia homicida de todo un sistema de conservación de vidas que no es más que una engrasada maquinaria de exterminio de aquellos a los que se considera la escoria de la sociedad por su origen: «¿cómo han de mover el zelo de la autoridad, quando representan la concupiscencia, y el enemigo común

los caudales públicos hayan costeado la conducción desde el pueblo donde se han hallado las criaturas a la capital, esta ordinariamente ha sido en modo inhumano, llevándolas a sus espaldas algún hombre en alforjas, o en un corbo o cesto, sin lactarse en el camino […] yendo sumergidas en sus inmundicias y en sus lágrimas, de modo que casi todas han muerto y era preciso que murieran». Añade que las distancias eran a veces de hasta 30 o 50 leguas en el rigor del invierno [167 o 278 km] sin ropas de abrigo o en el calor del verano, tardándose días y días en llegar al hospicio (Murcia, Discurso político, pp. 68-69). Por su parte, Tarifa Fernández, 2008, p. 390, documenta que en Loja se regula que los envíos hasta el Real Hospicio de Granada «se realicen en cestas que se manden forradas y con toda precaución para el alivio de los infantes y que no perezcan». Que algo tan básico como poner una tela entre la piel del niño y la dureza puntiaguda del mimbre de los cestos se tenga que regular mediante una norma oficial da una idea de la crueldad y falta del más mínimo cuidado con el que se efectuaba el transporte de los recién nacidos. 97 Antonio de Bilbao denuncia las prácticas seguidas en el cuidado de los niños, prácticas que, como apunta, tenían que abocar en su temprana muerte: la ropa de los niños muertos se usa para los vivos sin ser lavada adecuadamente, se junta a los niños enfermos con los sanos, se mantienen sucios por lo que su piel se llaga y se infecta, se les dan papillas en los primeros días de vida cuando las amas internas no pueden alimentarlos y mueren, sin excepción, con el vientre hinchado a los ocho días. Todas estas malas prácticas de crianza se suman a la principal causa de muerte, el hambre y la falta de alimento. Bilbao llama la atención sobre la absoluta indiferencia e insensibilidad hacia estas vidas sin valor y sin cabida en la sociedad de su tiempo. 98 Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, p. 23.

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que la desdora, [...] la desgracia de su nacimiento; siendo en ellos como delito su incomparable candor e inocencia? ¿Qué utilidad temporal puede ofrecer la mayor desgracia, la recopilación de los males, la quinta esencia de la miseria, la completa desdicha, la indigencia universal, la extrema pobreza, y la necesidad por antonomasia?»99. El estigma de la ilegitimidad y de la pobreza son identificadas como las principales causas de la muerte en masa de los niños y niñas abandonados. Antonio Bilbao clama a la justicia universal para que se les socorra, arguyendo que entre ellos también hay hijos de nobles abandonados por cuestiones de honra: «Ellos son inocentes desgraciados; pequeñitos acabados de nacer; huérfanos y sin humano socorro [...] por tanto deben ampararlos y defenderlos como pobres: ¿y qué no más? En este cuerpo de pequeños, pero cuerpo grande, deben considerar los Jueces [...] acaso al inculpable hijo del noble, del grande o del buen vasallo, acosado y perseguido»100. En la misma dirección humanizadora, Uriz defenderá la igualdad del valor entre un niño expósito y un niño de cuna noble: «[El expósito] es grande y enteramente lo mismo que los niños de los nobles y poderosos. En su principal origen, en el objeto y en el fin para el que se crio. Él es el más pequeño y desgraciado del mundo, contemplándole en su presente abandono y abatimiento. Él es un individuo de la sociedad que se queja con justicia del agravio que sufre en dejarle morir por falta de los precisos socorros»101. Sin embargo, la presumible ilegitimidad será una lacra social muy difícil de superar en la Edad Moderna tan preocupada por el linaje y la calidad de la sangre. En el siglo xvii, Pedro Fernández Navarrete en su Conservación de monarquías escribirá en contra de que se den estudios a los huérfanos y niños abandonados pues constituyen lo más ínfimo del tejido social: «Vemos que en esta Corte y en otras ciudades de España se da estudio a lo más bajo y abatido del mundo, que son los muchachos expósitos y desamparados, hijos de la escoria y hez de la república»102. Se ve como un peligro social el que alguno de estos niños llegue a recibir una formación que le habilite en el futuro para

Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, pp. 32-33. Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, p. 92. 101 Uriz, Causas prácticas de la muerte de los niños expósitos, pp. 7-8. 102 Fernández Navarrete, Conservación de monarquías, p. 338. 99

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ejercer profesiones de responsabilidad103. Esta postura se verá ref lejada en la primera ley que se dicta con respecto a los niños abandonados que prohíbe, precisamente, que se les proporcionen estudios de gramática. Así, en una pragmática de 1623 bajo Felipe IV se estipula la «Prohibición de estudios de gramática en las casas de expósitos y su aplicación a otras artes”104. Por otra parte, Luis Brochero (1629) arguye en su obra que, desde un punto de vista ético y legal, el abandono de niños solo tendría justificación en circunstancias extremas como en el caso de que sea una mujer principal la que abandona al niño para mantener su honra. Gracias a la inf luencia de Bilbao, el mismo año de la publicación de su tratado dirigido al Consejo de Castilla, 1790, el Consejo encarga una encuesta entre todas las diócesis españolas sobre la situación de las casas de expósitos bajo su tutela. Entre 1790 y 1791 los prelados envían sus informes al consejo informando del número de inclusas que hay en cada diócesis, sus rentas, el número de niños admitidos, el número de niños supervivientes y las reformas necesarias para la mejora del cuidado a los expósitos105. Las catastróficas cifras de niños y niñas fallecidos en estos informes hacen que, por primera vez, se dicten normas y leyes para ocuparse de este gran problema, invisible hasta entonces. Desde el espíritu de la Ilustración, se vuelve la mirada a este inmenso drama y se considera que la pérdida cada año de miles de vidas es un despilfarro demográfico que redunda en la pobreza de la nación: el ideario político ilustrado ya no considera al expósito la escoria de la sociedad, irredimible por su origen, sino un ser moldeable por una buena crianza y educación y, por lo tanto, un miembro útil en potencia para la sociedad. Este cambio de actitud se ref leja en un cambio en la legislación que considera a todos los expósitos como legítimos: en el Real Decreto de 1794 firmado por Carlos IV, se dicta que «Los expósitos sin padres conocidos se tengan por legítimos para todos los oficios civiles sin que pueda servir de nota la cualidad de

103 Fernández Navarrete, Conservación de monarquías, p. 341: «Porque si esta gente, que, (como queda dicho) es la escoria del mundo, llega por medio de las letras o la pluma a ser jueces, letrados o escribanos, notarios o procuradores, no teniendo bienes que perder ni honra que manchar […] y no atados no enfrenados con respetos de honor, harán venal la justicia, como lo dijo Aristóteles». 104 Novísima Recopilación de las Leyes de España, p. 409. 105 Fuente Galán, 1997.

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tales»106, y además se castiga a quien los denigre: «Y mando que las Justicias de estos mis reinos y los de Indias castiguen como injuria y ofensa a cualquiera persona que intitulase y llamase a expósito alguno con los nombres de borde, ilegítimo, bastardo, espurio, incestuoso o adulterino»107. Sin embargo, tales medidas no parecen calar hondo en los arraigados prejuicios contra los hijos ilegítimos. Sirva como ejemplo el dato que aporta Pérez Moreda con respecto a la existencia de una marcada mortalidad diferencial en una misma inclusa basada exclusivamente en la ilegitimidad, o no, de los niños. Aporta el ejemplo de la inclusa de Madrid a finales del siglo xviii en la que los hijos de madres solteras rescatadas por la «Hermandad del Pecado Mortal» registran una mortalidad del cien por cien mientras que los niños provenientes del Hospital de Desamparados, con una mezcla de ilegítimos y pobres, alcanzan el 77,8 por ciento de niños muertos. Por último, los hijos de las mujeres hospitalizadas en la Pasión, hijos de madres pobres pero legítimos, registran una mortalidad muy baja para las cifras habituales en las inclusas, un 45,6 por ciento108. La legislación implementará regulaciones y medidas más ambiciosas, dos años después de la ley de legitimación de los expósitos, en el Real Decreto de 1796 en el que se adoptará una batería de regulaciones bien intencionadas en relación con la fundación de nuevas inclusas, su administración y la elección de las amas idóneas para la crianza109. No obstante, a pesar de esta legislación, las cifras de supervivencia

Novísima Recopilación de las Leyes de España, p. 410. Novísima Recopilación de las Leyes de España, p. 411. 108 Pérez Moreda, 2005, p. 53. Sánchez Villa, 2016, p. 330, al analizar las devastadoras cifras de mortalidad en los hospicios del siglo xix, arguye que gran parte de la energía en cuanto a los cuidados se ponía en la redención espiritual de estos niños y no tanto en los aspectos materiales. Sostiene que estos niños estaban sometidos a fuertes prejuicios por ser «hijos del vicio», dándose por sentado su predisposición al pecado por su origen espurio debido a la «creencia extendida de la existencia de una relación necesaria entre la iniquidad de los padres y las condiciones físicas y morales de los hijos». 109 Ilzarbe, 2017, p. 106, resalta la importancia histórica de la legislación del Real Decreto de 1796: «Se trata del proyecto legislativo sobre beneficencia más amplio de la España moderna, centrado en el cuidado de los niños expósitos, y por tanto el primer proyecto legislativo de estas características en el que el Estado se implica de forma clara». 106 107

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de los niños no mejoran durante el siglo xix110. Uno de los grandes problemas durante la Edad Moderna fue el infanticidio o, en su lugar, una especie de infanticidio encubierto en el que los niños eran abandonados en despoblados o lugares en los que su supervivencia era poco menos que improbable111. La legislación de 1796 estipula que aquellos que lleven un niño a exponer no deben ser molestados o interrogados por la justicia guardándose su anonimato con el fin de facilitar que los niños se entregaran a la inclusa o a las autoridades112. De la misma manera, Antonio de Bilbao recomienda que en las inclusas haya una sala con el nombre de «Santa Cautela» en la que las madres solteras puedan dar a luz en secreto y dejar de forma segura a sus hijos evitándose abandonos insalubres113. La misma idea es expuesta por Lorenzo Hervás y Panduro al elogiar una fundación en Roma llamada «Casa de parto» que recoge a las mujeres embarazadas hasta el alumbramiento y su convalecencia. Arguye que la religión aconseja la fundación de casas de parto para «ocultar el delito de las mujeres solteras, de librarlas de la infamia, socorrerlas en su extrema necesidad y sacar a salvo el infante para que con el santo bautismo pueda lograr vida eterna». 110 Fuente Galán, 1997, p. 78; Sánchez Villa, 2016, p. 330. Para un estudio histórico de la legislación sobre expósitos y abandonados desde la Edad Media hasta el siglo xx, ver el trabajo de Sevilla Bujalance, 2001, pp. 60-104, en el que también se ocupa específicamente de las iniciativas legales sobre el tema en la Edad Moderna. 111 Tarifa Fernández, 2008, en sus investigaciones sobre la inclusa de Úbeda da detalles encontrados en los registros de la institución sobre los lugares y las circunstancias en las que eran encontrados los niños: cuadras, estercoleros, barrancos, desnudos en pleno invierno, dentro de un sombrero, tapados con andrajos, con una hoja de calendario, unidos a la placenta, etc. 112 «A fin de evitar los muchos infanticidios, que se experimentan por el temor de ser descubiertas y perseguidas las personas que llevan a exponer alguna criatura, por cuyo medio las arrojan y matan, […] los Justicias de los pueblos, en caso de encontrar de día o de noche, en campo o en poblado, a cualquiera persona que llevare alguna criatura, diciendo que va a ponerla en casa de expósitos o entregarla al párroco […] de ningún modo la detendrán o examinarán» (Novísima Recopilación, 414). 113 «Proporcionarán que en las inclusas de su cargo haya una sala, como la hay en otras, con el nombre de santa cautela, destinada para las mujeres que soliciten valerse de ella en sus partos furtivos. Son visibles las ventajas que ofrece este establecimiento: la criatura apenas nace, halla el abrigo y aseo necesario, sin el peligro de exponerla, o de que su madre la deje abandonada en las calles o en el campo. Y esta encuentra asilo para su salud y su honra» (210).

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Añade que «No se debe preguntar ni inquirir el nombre de la mujer que entra»114. Antonio de Bilbao es el que pone el dedo en la llaga con respecto a las amas de las inclusas, hospicios o casas cuna. Su planteamiento parte de una realidad que, como se ha visto, no quiere ser reconocida por médicos y autoridades: el fracaso de la lactancia artificial con papillas y con leche de animales. Por lo tanto, es imprescindible para la supervivencia de los niños abandonados la alimentación con nodrizas. El problema está en la administración de las instituciones y el sistema de selección y pago de las nodrizas. Todos los problemas se derivan del hecho de que el salario que se les da a estas mujeres es irrisorio y se les paga tarde y mal. Su salario es menos de la cuarta parte de lo que cobraría un ama en una casa particular y menos de la mitad o un tercio de lo que pagaría un jornalero para que criara a su hijo (normalmente 114 Hervás y Panduro, Historia de la vida del hombre, p. 117. Llama la atención que la atroz realidad de las casas cuna y hospitales de huérfanos no se ref leje en toda su crudeza en las obras literarias de los Siglos de Oro. Por ejemplo, Francisco de Santos en Día y noche de Madrid, pp. 276-277, presenta una escena en la que su protagonista habla con complacencia tanto del hospital de huérfanos (o de niños de la doctrina) en el que, además, pueden alumbrar mujeres deshonradas y menesterosas. También se refiere a la casa cuna. En ningún caso se alude a la verdadera realidad de estas instituciones tal y como las investigaciones recientes han desvelado: «En esta casa se recogen los muchachos huérfanos, y se enseñan dando a cada uno el oficio a que se inclina, habiendo dentro de casa algunos maestros de diferentes artes y maestro para leer y escribir; y algunos a quien Dios da buena voz, como a este, los acomodan donde la ejerzan, y otros en otras partes, de donde vienen a valer; que aunque la fortuna los arrojó pobres, la caridad los recoge y cría. Aquí verás venir muchas mujeres pobres preñadas, que no tienen en qué recoger lo que esperan parir, y la caridad las tiene en esta casa cama y regalo, hasta que convalecen de el parto y se llevan lo que paren. Y si la tal parida es tan pobre que no tiene quien apadrine lo que nació de sus entrañas para lavarle la culpa original, aquí tienen cuidado de hacerlo; y si acaso (por ser engendrados entre las sombras del letargo mortal) los dejan, cuidan en esta casa de remitirlos a la de San José, donde se crían un sinnúmero de criaturas, así, las que de aquí van, como las que echan en la misma casa, donde verás un aposento lleno de zapatos y medias, piezas de lienzo, cordellates y frisas, todo para el vestuario de los niños, teniendo dentro amas para que vayan criando en el ínter que los remiten fuera, dando un tanto cada mes y la ropa que han menester hasta que tienen edad para remitirlos a otras casas como esta, donde asiste la misericordia. Demás de esto, se recogen pobres a dormir, cuidando de su abrigo, con que granjea el nombre de amparo de huérfanos. Y pues has oído lo más notable, vamos al Hospital General, pues ya la tarde va negando las luces al día».

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por la muerte, enfermedad o embarazo de la madre). El texto de Bilbao es un testimonio de primera mano sobre la miseria más profunda, la extrema pobreza y el alquiler del pecho lactante como forma de escasa supervivencia para familias. El no pagar a las amas que hayan de criar a los expósitos una mesada igual a la que dan los artesanos y jornaleros, quando entregan a criar sus hijos, es homicidio; porque siendo estos los vecinos más pobres de la República, y constituyéndolos en la más deplorable situación la necesidad de dar a criar un hijo, no pudiendo ser otras las causas que la muerte, enfermedad, o anticipada preñez de sus mujeres; y no debiendo considerar en estas clases otro estímulo, que el de conseguir un ama a menos costa [...] ¿cómo es posible que haya mujeres que se encarguen de los expósitos, faltando el esmero y conato de los propios, y no ofreciendo por criarlos ni aun la mitad de la paga que dan aquellos? Por lo que no habiendo amas para estos niños, como se ha probado, no pudiendo ellos sustentarse con otro alimento, es consecuencia forzosa que, en defecto de aquellas, morirán todos infaliblemente115.

Adela Tarifa Fernández, en sus estudios sobre la inclusa de Úbeda, constata, al seguir el rastro documental de varios niños, que muchos de ellos morían a los pocos días en la institución por la imposibilidad de darlos a criar a amas externas116. La muerte de estos niños y niñas se registraba con la anotación «desabiado», es decir, sin avío, sin posibilidades de sobrevivir por no tener amas para su crianza (1649). Para Antonio de Bilbao, los pocos expósitos que se salvan y encuentran amas se debe a la casualidad de que lo saque a criar una «mujer infelicísima, cuya miseria y escasa leche la destituye de cría de mayor utilidad, y hace estimar la corta paga, la que suele aumentar enviando al expósito en brazos de sus hijos a pedir limosna, o tomándolo otra con el fin de conservarse la leche, y restituirlo en proporcionándosele cría ventajosa»117. Es decir, tiene que darse o la necesidad económica más absoluta o bien el fraude consistente en usar a un expósito para mantener la leche mientras sale un trabajo de nodriza más rentable

Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, p. 38. Tarifa Fernández, 1996b. 117 Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, pp. 13-14. 115 116

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para criar118. Las amas de inclusa son retratadas como las mujeres más pobres y desesperadas de la sociedad. Ninguna mujer con un medio de vida por humilde que fuera haría trabajo semejante. Estas amas se dividían entre amas externas, que criaban a los niños en sus casas y las amas internas, que vivían en la inclusa, ocupándose de la lactancia y cuidado de los expósitos que iban llegando (a veces un número imposible de ellos) hasta que se les encontrara acomodo para criarlos fuera. En su salario se incluía la manutención y una remuneración mayor que la de las amas externas, aunque a todas luces, insuficiente. A ellas se refiere Antonio de Bilbao cuando escribe: La mesada que se les señala (a las amas) es, por lo común, la cuarta o la tercera parte de la que dan en el pueblo a la mujer que va de asiento a criar un solo niño a alguna casa. Las es también insoportable el trabajo tan superior a las fuerzas de una o dos mujeres, y temen al horror de verlos morir de hambre a su vista y aún en sus brazos, sin poderlos socorrer: por esto, cuando se logra alguna dura poco tiempo, y es por lo regular de las heces del Pueblo, de conducta notada y corazón duro119.

El parecer que Antonio de Bilbao escribe de las amas es honesto y duro, a la vez que en algunos pasajes muestra signos de empatía. No incurre en la demonización del ama que hemos visto en la mayoría de los autores, pues reconoce que estas mujeres, para enfrentarse a un trabajo semejante a costa de descuidar a los hijos propios por una cantidad irrisoria, tenían que ser desposeídas y marginadas. Aunque no oculta la brutalidad e insensibilidad que la miseria y la necesidad puede causar en estas mujeres, no las acusa desde el vacío, sino que pondera la dureza de sus circunstancias y, en suma, reconoce implícitamente su condición de

118 También, junto a otros testimonios, Bilbao, p. 22, denuncia que hay mujeres que sacan a expósitos de la inclusa con el propósito de aliviarse los pechos si tienen algún tipo de afección. Se usa a estos niños como si sus vidas fueran desechables: «Son generalmente los expósitos la escoba de la escoria e inmundicia de los pechos de las mujeres del pueblo: apenas los siente alguna cargados o atormentados, ya por haber nacido muerta la criatura, ya por considerar nociva la leche para su hijo, por estar enferma, ya por aligerarse de calostros, y aunque concurran todas estas cualidades, y aunque estén interiormente inf lamadas, y aun moribundas, piden un expósito prestado, y sin más informe, lo entregan a que mame y supure la malignidad, materia y corrupción de los pechos». 119 Bilbao, Destrucción y conservación de los expósitos, p. 18.

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víctimas en una sociedad en la que el penúltimo eslabón de la pobreza corresponde a estas amas precarias, y el último, sin duda, a los niños abandonados. Algo que llena de fuerza su tratado es que establece con claridad que las vidas de los expósitos carecen de valor tanto para los responsables de las inclusas como para la mayoría de las amas, así como para la sociedad en general. Para Antonio de Bilbao llevar un niño a la inclusa es condenarlo a morir casi con seguridad. Bilbao denuncia las condiciones de la asistencia a los niños y niñas abandonados desde la hondura, la empatía y el compromiso más profundo. Como se ha indicado, Bilbao es el primero en identificar y denunciar el mísero pago a las amas como causa fundamental del fracaso del sistema de acogida de expósitos que necesitaba a estas mujeres para la supervivencia de los niños. La institución, como norma, se desentendía de las necesidades de los niños en cuanto a vestimentas y medicinas, más allá de la ropa con la que estaban vestidos durante la entrega. Por ello, ante la más pequeña enfermedad los niños eran devueltos a la inclusa haciendo casi imposible su supervivencia. El paupérrimo salario hacía imposible el sostenimiento de su crianza por candidatas adecuadas y además atraía la práctica de fraudes y trampas. Carlos Álvarez Santaló escribe que «El ejército de amas utilizadas para los expósitos, estuvo constituido, al menos en los centros urbanos, por una mayoría de mujeres miserables que no siempre cobraban, que ponían en práctica todas las fullerías de la picaresca y para quienes los niños entregados eran, corrientemente, un pretexto de ingresos directos o indirectos»120. Explica que existe abundante documentación sobre el alquiler de niños a mendigos profesionales, sobre el uso de estos niños para retener la leche por el ama hasta que nazca el hijo de la señora, sobre el cambio de niños cuando se había muerto uno para seguir cobrando el subsidio, además de los cuantiosos documentos sobre maltratos y graves negligencias cometidas contra estos niños. Añade que «Entre la ignorancia, la miseria, el descuido y hasta la mala voluntad se les deshacían entre las manos cientos y cientos, miles de expósitos»121. Sin embargo, como afirma Álvarez Santaló, también hubo amas que se encariñaron con los niños y, a pesar de su pobreza, los adoptaron, los cuidaron con amor y desvelo, los protegieron, los velaron cuando

120 121

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Álvarez Santaló, 1980, p. 123. Álvarez Santaló, 1980, p. 124.

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estuvieron enfermos y hasta los enterraron con su dinero122. El Real Decreto de 1797 ya mencionado —y que está directamente inf luido por el alegato de Bilbao en favor de los niños abandonados— establece una serie de medidas con respecto al cuidado de los expósitos, algunas de ellas tan imposibles de cumplir como que «se ha de poner todo cuidado en que las amas, que han de criar y lactar en sus casas los expósitos, sean de buena salud y de honestas costumbres, y que, si fuere posible, tengan algo de que subsistir ellas y sus familias»123. Esto último obedece al deseo de que sea más fácil que las amas prohíjen a los niños o los tengan durante la infancia por un subsidio mucho más modesto. También se legisla sobre el pago a las amas y se identifica el inadecuado salario como la raíz del problema. Se pide expresamente que se les pague lo mismo que a las amas contratadas por jornaleros y proletarios: «Por lo que mira al estipendio de las amas [...] arreglaran los prelados las cantidades mensuales que consideren justas, atendida la costumbre de cada provincia en cuanto a lo que suele satisfacerse por lactar y criar a hijos de personas pobres, teniéndolos las amas en sus propias casas; en cuyo arreglo principalmente se atenderá a la buena asistencia y conservación de los expósitos; pues tiene acreditado la experiencia, que por el ínfimo estipendio que se ha dado a sus amas no se han hallado las convenientes, y han perecido y perecen muchos»124. Sin embargo, nada de esto se lleva a cabo porque en ningún momento estas medidas vinieron acompañadas de una dotación económica que las hiciera posibles125.

122 Álvarez Santaló, 1980, p. 124. Los expósitos habitualmente eran enterrados en fosas comunes. Impresiona mucho el testimonio recogido por Álvarez Santaló, 1980, p. 159, de un capitán de granaderos Reales, D. Miguel Bandarán, que, en 1825, escribe consternado que «ha visto infinidad de días conducir a los cementerios a esportones cadáveres de párvulos de la Casa de Expósitos […] donde se recoge la inocencia desvalida y esta se encuentra con su muerte cierta». 123 Novísima Recopilación, p. 413. 124 Novísima Recopilación, p. 413. 125 Fuente Galán, 2001, p. 64, escribe que «Las inclusas intentaron poner en marcha la excelente selección de amas de cría apuntada por los ensayistas, sin tener a mano el instrumento esencial, el cimiento sobre el que habría de asentarse tal selección: los recursos económicos. No hay que buscar más causas que expliquen porqué la propuesta que hacía depender la supervivencia de los expósitos de buenas amas de cría fue un fracaso. Mal pagadas, la mayoría de las nodrizas que siguieron prestando sus servicios a las inclusas fueron las de siempre, las peores

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Amas de inclusa La demonización de las amas tiene que ver con el problema de los expósitos y de los niños y niñas abandonados. Sin duda, hay una estrecha e indisoluble relación en el imaginario colectivo entre el ama y el expósito. De una forma profunda surge la ansiedad ante el contagio entre una y otro, contagio de la pobreza, la marginación, la precariedad, la enfermedad y la deshonra. La indiferencia ante estas vidas, el sistema institucional de cuidados que, más allá de administrar el bautismo nada más recibir a los niños, poco hacía por garantizar su subsistencia tiene su causa, como ya se ha señalado, en primer lugar, en el origen ilegítimo de muchos de los niños abandonados por cuestiones de honra y, en segundo lugar, en la extrema miseria de sus padres. Estos niños marcados por la infamia de su origen son entregados a las pobres mujeres que acceden a alimentarlos por muy poco dinero sobre las que, a su vez, se cierne con frecuencia la sospecha de prostitución y deshonor. Las amas pobres se identifican, sea el caso o no, con las mujeres que abandonan a sus propios hijos en la inclusa en una especie de infanticidio diferido126. Se culpa a las madres que abandonan a sus hijos en las instituciones benéficas de la probable muerte de sus hijos, aunque, hasta la época ilustrada, nadie mira lo que ocurre en estas para dejar de mirar, de nuevo, tras el cambio de siglo. Richard Ford escribe en el siglo xix, refiriéndose al cuidado de los huérfanos en España, «la mortalidad es espantosa; se trata pues de un sistema organizado de infanticidio. La muerte llega para muchos como un alivio y para el establecimiento es un ahorro»127. Antes, en la Edad Moderna,

de entre quienes ejercieron este oficio, las rechazadas por las casas particulares, desconocidas, enfermas, irresponsables, fulleras, pícaras y mentirosas». 126 Es cierto que existe amplia documentación sobre la treta común de abandonar al hijo y, al día siguiente, ofrecerse como ama externa y elegirlo sin que los administradores adviertan la trampa para cobrar por la crianza del hijo propio. Esta práctica se intenta impedir en algunas instituciones al no dejar a las amas escoger al niño. Florentina y Benicia Vidal Galache, 1995, p. 101, documentan abundantes casos al respecto. Otra triste variante es, por ejemplo, el caso de Eugenia Rocamora, que en 1808 es entregada a un ama externa mientras su madre encuentra empleo en la inclusa como ama interna lactando a los niños que llegan. Eugenia morirá a los tres meses de edad. 127 En Alberich, Del Támesis al Guadalquivir. Antología de viajeros ingleses en la Sevilla del siglo XIX, 2000, p. 104.

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principalmente bajo la tutela de la Iglesia y no la del Estado —que paulatinamente tendrá más competencia en estas instituciones sin que haya mejora en los resultados— las casas cuna serán las instituciones más olvidadas por la caridad de los fieles. Antonio Domínguez Ortiz escribe al respecto: «Pero mientras otras formas de beneficencia recogían multitud de legados y limosnas, las casas cuna siempre tuvieron una vida precaria. Ni la Iglesia, ni los particulares, ni los municipios, se mostraron muy generosos con aquellos desgraciados»128. Esta situación de indiferencia general se constata ya en el siglo xvi, cuando Juan Rufo recoge en sus Seiscientos apotegmas que «El administrador del hospital de los niños que llaman expósitos o de la piedra estaba diciendo que, con ser Madrid lugar tan insigne, no tenían un solo real de renta, ni había persona devota ni falta de hijos que en su muerte les mandase alguna hacienda. Respondió: “Niños tan desdichados que los niegan sus padres, no es mucho que lo sean antes y después del parto”»129. De alguna manera se asume como una realidad inamovible la trágica suerte de estos niños, precisamente por el rechazo de sus progenitores. Lo que se deduce de esta mirada que descubre ese gran secreto a voces que fue la infancia abandonada en España durante la Edad Moderna es que esos niños y niñas echados en las calles o en el torno de una institución benéfica son la parte desechable de un sistema de producción y mantenimiento de vida en el que el cuerpo de las mujeres es el centro. El binomio entre ama de cría y madre que no lacta a su hijo deja irremediablemente a un niño o niña en situación de exclusión. Si la madre no alimenta a su hijo y otra mujer lo hace en su lugar, el hijo de esta mujer, en principio, está en una situación desfavorable. En pocas palabras, el hijo de la nodriza siempre termina sobrando en un sistema social en el que las vidas de los niños no valen lo mismo. Lo atroz de esta ignorada realidad es que para criar a un hijo ajeno hace falta producir a uno propio. El hijo del ama, en ocasiones, no será más que un imperativo biológico necesario para la producción de leche. Este niño, en condiciones propicias, puede ser criado por otras mujeres o, en casos excepcionales, por su propia madre, pero lo normal es que la sociedad lo considere como un sujeto implícitamente prescindible mientras su madre ejerza la función de posibilitar la vida de los hijos de otros a cambio de un precio. 128 129

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Domínguez Ortiz, 1983, p. 168. Rufo, Las seiscientas apotegmas y otras obras en verso, p. 82.

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Conclusión Sorprendentemente el corpus de textos de moralistas, religiosos y médicos sobre la crianza en la España de la Edad Moderna presenta un discurso monolítico y sin fisuras en sus planteamientos, a pesar de haber sido escrito por muchas plumas durante más de dos siglos. En estos tratados se establece desde la teoría una tensión irresoluble entre la figura de la madre y de la nodriza. La madre debe lactar a sus hijos obviándose las presiones familiares y sociales de diversa índole a las que está sometida, entre ellas la urgencia por encadenar embarazos y asegurar la sucesión del linaje en una época de alta mortalidad infantil. La nodriza, por otra parte, es una figura tan necesaria como denostada que inspira en los tratadistas una profunda desconfianza. Ensalzar la crianza materna, en obras dirigidas a aquellas que no lo hacen, y devaluar el aspecto biológico de la lactancia en el caso de las amas, tiene como resultado la depreciación de la maternidad en una sociedad que considera que la función primordial de las mujeres —como parte del género humano— es la reproducción. Los textos sobre crianza mencionados en este capítulo tienen un fuerte carácter prescriptivo y normativo: ordenan, mandan y afirman categóricamente lo que hay que hacer y prohíben lo que no, sin tener en cuenta la opinión de sus protagonistas, madres y nodrizas. La oposición entre madre y ama tiene un resultado claro: pone a las mujeres en un sitio de obediencia, les recuerda su ‘deuda anatómica’ y minimiza la vertiente biológica de la maternidad deshumanizándola. La afirmación, vigente durante siglos, de que la leche es ‘sangre blanqueada’ será, en la Modernidad Temprana, una creencia fuertemente anclada en el discurso científico para, a partir del siglo xviii, convertirse en una afirmación más metafórica que literal. Sea como sea, la inercia cultural generada por esta identificación entre sangre y leche traerá consecuencias extraordinarias con respecto a la noción de maternidad, de crianza y del cuerpo de las mujeres. En la segunda parte de este capítulo he querido ocuparme del tema de los expósitos porque creo que existe una deuda hacia esos incontables niños y niñas que fueron engullidos por un sistema de beneficencia profundamente negligente que pudo existir gracias a la hipocresía de una sociedad para la que los hijos de la deshonra y de la miseria no tenían valor. Esos niños están vinculados en muchos casos a la industria invisible y sorda de la lactancia. En todo caso, sus

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pocas posibilidades de supervivencia están directamente relacionadas con la figura del ama de inclusa en un sistema insostenible en su planteamiento económico, institucional y social ante la indiferencia más absoluta. Sobre los hombros de estas mujeres, pobres entre las pobres, se cargó injustamente el fracaso del cuidado de los niños abandonados130. El siguiente y último capítulo de este libro se ocupa de un texto cervantino, La señora Cornelia, en el que, entre otros, los temas de la crianza y del abandono infantil son abordados bajo el original prisma de la ficción cervantina.

130 El fracaso del sistema de cuidado de expósitos se prolongó hasta los primeros años del siglo xx en todo el territorio nacional, con variaciones discretas en cuanto al éxito de las instituciones. Como se ha señalado, este problema estuvo igualmente presente en otros países europeos que arrojan cifras muy similares.

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Taller de Giulio Romano, Una sirena amamanta a sus hijos (c. 1520-1540). Royal Collection, London.

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Introducción La pintura del taller de Giulio Romano que abre este último capítulo fue una de las favoritas de la colección de Carlos I de Inglaterra. La contemplaba a diario en la Breakfast Chamber de Whitehall, donde colgaba en solitario junto con el retrato de sus cinco hijos pintado por Van Dyck. Es difícil adivinar la causa de la fascinación del rey por esta pintura en la que se representa una mezcla entre mitología y una extraña versión de la maternidad. La pintura ilustra alguno de los temas de este libro. La sirena, mitad mujer y, en este caso, mitad pez/ serpiente, exhibe la desasosegante hibridez de un cuerpo con múltiples significados que expresa, por un lado, la ternura de una madre al cuidado de sus pequeños en una imagen hermanada con el motivo de la ‘Caridad’, y por otro, una inquietante criatura inclasificable por la confusión de rasgos animales que su cuerpo presenta: pez, serpiente, mujer. El rostro de la mujer es hermoso y dulce y se ciñe al canon de belleza renacentista pero su seno erótico —recordemos que la parte superior del cuerpo de las sirenas, junto con su canto, era capaz de seducir y ahogar a los hombres— se convierte en un cuerpo monstruoso: cinco senos para alimentar a siete crías cuyo aspecto se debate entre el de los amorcillos de la pintura clásica y el de pequeñas alimañas marinas, todavía con la gracia de los cachorros, pero perturbadores en su monstruosidad. El cuerpo de la sirena en lugar de piernas muestra una cola bifurcada en dos, más de reptil que de pez, aunque sus delgados extremos se conforman con su ámbito marino. Esta imagen, cuya desmesurada fertilidad produce desasosiego e inquietud, puede leerse como una imaginativa y transparente manifestación de la aprensión a la vertiente biológica de la maternidad y de la crianza, temas que, entre otros, serán el objeto de las siguientes páginas.

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Este es el capítulo que cierra este libro pues, a través del análisis de La señora Cornelia, se entrelazan los temas fundamentales explorados en este estudio desde el denominador común de la vulnerabilidad existencial de la mujer y la precariedad de su valor en relación con los valores sociales de la honra. El texto cervantino nos puede dar muchas claves para entender la conf lictiva relación que en la España de la Edad Moderna se establece con respecto al cuerpo de las mujeres, las nociones de belleza física y los tabúes sobre el aspecto biológico de la reproducción. Esta novela ejemplar muestra de forma sutil pero firme toda una variedad de actitudes contradictorias que se dan con respecto al parto, la crianza, el puerperio y el embarazo. Otro tema fundamental en este relato de Cervantes será la fragilidad de la estabilidad social de las mujeres si se transgreden las rígidas normas del honor familiar. Asimismo, este texto ref lexiona desde distintos ángulos sobre la desigualdad al ofrecer un incisivo comentario sobre la noción de jerarquía manifestada como poder, favor, merced, dádiva y castigo. En La señora Cornelia los desequilibrios de poder y privilegio se hacen patentes en casi todas las relaciones humanas que la novela presenta: entre nobles de distinto rango, entre nobles y criados, entre ricos y pobres y, sobre todo, entre mujeres y hombres. Específicamente, en estas páginas cervantinas se ponen de manifiesto una serie de cuestiones relativas a la crianza, las diferencias sociales en cuanto al cuidado de los recién nacidos, la oferta y demanda de nodrizas, el imaginario religioso y sublimado de la lactancia y, por el contrario, la aversión hacia el cuerpo maternal en ciertos ámbitos sociales en los que hay toda una serie de códigos corporales y de conducta con respecto a la crianza cuyas funciones son subrogadas a otras mujeres en una relación de servidumbre. En esta novela se alumbran también problemas pertenecientes a la biopolítica y a la bioética. Si los tratadistas de los siglos xvi y xvii insistían en decir que las mujeres que no crían son ‘medias madres’, siendo las otras medias las amas de cría, podría afirmarse que este texto nos muestra las prácticas habituales de la crianza seguidas por la nobleza y clases privilegiadas en los que la madre pare, el ama cría y el padre establece una relación con su hijo que va más allá de lo afectivo y legal al reconocerlo como pilar fundamental de la continuación de su linaje. La señora Cornelia es una síntesis de muchos aspectos presentes en otras novelas cervantinas que hablan de alumbramiento: Feliciana de la Voz, tiene en común con esta novela el rápido parto asistido por la

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criada y la posterior pérdida del hijo. En los cuatro partos cervantinos mencionados en este libro, el de Leocadia en La fuerza de la sangre, el de Feliciana de la Voz en el Persiles, el de ‘la señora peregrina’ en La ilustre fregona, y por supuesto, el de Cornelia en La señora Cornelia, el alumbramiento ocurre en un ambiente de secretismo y peligro. La novela que con más dramatismo cuenta el sigilo y disimulo que rodea al parto es el de La ilustre fregona, cuya madre, sin nombre, se hace pasar por hidropésica engañando al mismo médico del lugar. La señora Cornelia indaga en el juego de espejos entre ama y madre. La propia Cornelia, como se verá, juega infructuosamente a ser un ama de cría por un instante y, al final, en una broma nada inocente, va a ser presentada como nodriza y no como madre1. Además de los temas mencionados, en esta novela se comenta explícitamente la parte biológica del alumbramiento y el tabú que rodea al cuerpo femenino durante el puerperio. En relación con otras tramas cervantinas protagonizadas por mujeres, en La señora Cornelia, se produce un caso de seducción/matrimonio secreto que no se decide hasta el desenlace, por lo que la historia tiene algo en común con el episodio de Dorotea en Quijote I. Además, el honor de Cornelia depende de haber producido un hijo varón, futuro heredero del linaje del ducado de Ferrara. Luce Irigaray escribe que «a boy child is what makes us truly mothers» y, curiosamente, en los cuatro alumbramientos cervantinos antes mencionados, tres de ellos producen niños varones y sus madres, Leocadia, Feliciana y Cornelia, son restituidas al orden social mediante la legitimación de sus hijos y el matrimonio con los padres de estos. En el caso de ‘la señora peregrina’ la hija alumbrada en el más oscuro secreto no sabrá su identidad hasta su adolescencia cuando su madre haya muerto sin intentar siquiera reparar su honor. La historia de Cornelia Bentibolli reúne gran parte de los temas de este libro, por lo que no es casual que este capítulo sea el último, a modo de cierre y conclusión a través del análisis de esta novela cervantina. En ella se alude, incluso, al asunto del abandono infantil como un subproducto de los códigos de honor y de la pobreza en la Temprana Edad Moderna, tema tratado ampliamente en el capítulo 5. Algo que convierte este texto en excepcional es que explora desde la literatura 1 Klapisch-Zuber, 1985, ha investigado la figura de la nodriza en la Florencia de la Baja Edad Media y la Temprana Edad Moderna, y Valerie Fildes, 1988, ha hecho lo mismo en Inglaterra desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos.

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de forma tan sutil como concluyente las implicaciones sociales y económicas de la lactancia con nodriza. En este sentido Emilie Bergmann afirma: Feminist historians of early modern Spain have researched economic transactions involving women’s reproductive role and sexuality, such as marriage, dowries, widowhood, and prostitution, but another intersection of the female body and systems of exchange has yet to be documented: the employment of lactating women to breast-feed the infant children of the upper and middle strata of society. The near invisibility of wet-nursing in the poetry, theatre, and fiction of early modern Spain exemplifies the marginalization of women’s everyday lives, and particularly those of working-class women, as unworthy of written notice2.

En efecto, el tema de la lactancia es prácticamente invisible en la ficción literaria por lo que esta obra cervantina es especialmente interesante al indagar en las relaciones de servidumbre creadas en torno a la crianza 3. A pesar de la simplicidad casi previsible de su argumento, esta novela que se ciñe más que ninguna otra de las Ejemplares a los cauces formales y temáticos de la novela cortesana encierra un afilado comentario social escondido entre las muchas sombras y vacíos deliberados en la trama que resumo a continuación. Cornelia, una doncella de una de las mejores familias de Bolonia, donde se desarrollan los hechos, ha tenido un hijo fuera del matrimonio que alumbra en un parto tan secreto como rápido, circunstancia casi calcada del relato de Feliciana de la Voz. De hecho, Cornelia se asusta al escuchar pasar a su hermano por la calle, creyendo que va a descubrirla, «de cuyo sobresalto de improviso me sobrevino el parto, y en un instante parí Bergmann, 2002, p. 90. García Santo-Tomás, 2018, p. 294, se refiere a esta novela cervantina destacando que, aunque el niño está en el centro de la trama, el texto explora las relaciones entre madre e hijo y entre España e Italia a través de todos los agentes que median entre ambos: «Although the child’s first days of life lay at the centre of the plot, La señora Cornelia is more than a tale of motherhood; it is also a novel about all the possible agents that could mediate between mother and child in this ref lection on cultural affinities between two different countries: agents of medicine, agents of class, agents of nation. It is Spain, the novel seems to indicate, who nurtures and cares for the defenseless Italians, still in their infancy in a fragmented Peninsula». 2 3

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un hermoso niño» (253). La criatura, como en el caso de Feliciana de la Voz, es recogida por su doncella y, nada más nacer, entregada a un caballero para proteger la vida del niño y la honra de la madre. Sin embargo, el niño es dado por error a un desconocido, un estudiante español llamado don Juan de Gamboa, que lo pone a salvo en su posada confiándoselo a un ama a la que le pide que le cambie las ropas por otras más modestas y que diga que lo han encontrado abandonado en el portal. Por su parte, justo después de dar a luz, Cornelia, asustada, huye de la casa en medio de la noche al escuchar el ruido de una pendencia en la calle. Desorientada, es asistida por otro caballero español, don Antonio de Isunza, compañero de estudios de don Juan con el que comparte alojamiento. Obedeciendo a sus ruegos, don Antonio lleva a Cornelia a la posada para que no la encuentre su hermano, Lorenzo Bentibolli, y descubra su deshonra. Ya en la casa de los españoles la dama escucha el llanto de un recién nacido y pide que se lo traigan. En una escena poderosísima y repleta de diferentes significados, Cornelia decide dar de mamar al niño pobremente vestido que le acaban de presentar, escena sobre la que volveremos más tarde. Justo después cuenta su historia a los dos españoles revelando que el padre de su hijo es el duque de Ferrara al que su hermano Lorenzo busca para matarlo por haberla deshonrado a pesar de que ella espera que el duque cumpla la promesa de matrimonio que le hizo al iniciar sus amores. Tras el relato de Cornelia, se manda que el niño sea cambiado a sus costosas ropas originales y entonces se produce una emotiva anagnórisis entre madre e hijo. Inmediatamente se busca un ama de cría. A la mañana siguiente los dos caballeros españoles intentan mediar entre don Lorenzo y el duque iniciándose una serie de encuentros y desencuentros durante varios días en los que se ausentan de su alojamiento. Mientras tanto, Cornelia es aconsejada por la Cribela, el ama de los estudiantes, a dejar la posada e ir a casa de un sacerdote viejo y respetable para que el duque la encuentre en un lugar más acorde con su rango y con el decoro necesario en su situación. Cornelia asiente y junto con la nodriza se ponen en camino. Al mismo tiempo, el duque y don Lorenzo hacen las paces y deciden ir a buscar a Cornelia a casa de los dos españoles, que los acompañan, y hallan a una prostituta joven y hermosa también llamada Cornelia a la que encuentran en el lecho con uno de los pajes mientras que nadie en la casa sabe el paradero de la dama, del niño y de la Cribela. El duque vuelve a Ferrara y se detiene en casa del cura, gran amigo suyo. Al escuchar su voz Cornelia se

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esconde y prepara con el cura una estrategia para conseguir que satisfaga su promesa de matrimonio. Siguiendo el ardid del cura, el niño, adornado con las mismas joyas que el duque le regaló a Cornelia, es presentado ante el aristócrata. El duque ve en el niño su propio ref lejo e inmediatamente lo reconoce como su hijo, tras lo que decide casarse con Cornelia. Se celebran las bodas privadamente en la misma casa del religioso. Cuando la madre del duque muere poco después, Cornelia es presentada públicamente como la duquesa de Ferrara. Unos años más tarde los estudiantes españoles regresan a su patria desde donde mantienen correspondencia y amistad con los duques de Ferrara tan generosos en presentes materiales como en gratitud. Cornelia LACTANS En el pasaje clave del texto, Cornelia, que poco antes ha llegado a la posada de los estudiantes, escucha el llanto de un niño y pide que se lo traigan: Tomóle ella en los brazos y miró atentamente, así el rostro como los pobres aunque limpios paños en que venía envuelto, y luego, sin poder tener las lágrimas, se echó la toca de la cabeza encima de los pechos, para poder dar con honestidad de mamar a la criatura, y, aplicándosela a ellos, juntó su rostro con el suyo, y con la leche le sustentaba y con las lágrimas le bañaba el rostro; y desta manera estuvo sin levantar el suyo tanto espacio cuanto el niño no quiso dejar el pecho. En este espacio guardaban todos cuatro silencio; el niño mamaba, pero no era ansí, porque las recién paridas no pueden dar el pecho; y así, cayendo en la cuenta la que se lo daba, se le volvió a don Juan, diciendo: —En balde me he mostrado caritativa: bien parezco nueva en estos casos. Haced, señor, que a este niño le paladeen con un poco de miel. (251)

La protagonista de esta escena, Cornelia, es una muchacha que hace unas horas acaba de tener un hijo al que ha perdido nada más nacer, que está escondida en una posada en compañía de dos estudiantes mozos y extranjeros y que, todavía aturdida por lo que le acaba de ocurrir, escucha el llanto de un niño por el que pregunta con ansiedad. Al serle presentado un recién nacido vestido pobremente que dicen que acaban de encontrar abandonado en el portal, Cornelia es incapaz de reconocerlo como suyo. No obstante, lo es —y esa

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anagnórisis frustrada es un eco de la protagonizada por Feliciana de la Voz, que, en circunstancias más favorables para el reconocimiento, no puede sentir la llamada de la sangre y de reconocer al hijo que acaba de parir4. Esta escena nos sitúa ante un aparente caso de naturaleza interrumpida, un ejemplo en el que el curso de lo biológico parece frustrarse, aunque en realidad, la biología sigue su curso natural en contra del instinto maternal de Cornelia, que intenta amamantar a un huérfano abandonado en el portal de la casa, sin saber que tiene entre sus brazos a su propio hijo. Esta maternidad interrumpida y enajenada se complica con una escena fuertemente idealizada que nos recuerda a las sempiternas vírgenes de la leche: Cornelia decide dar el pecho delante de dos caballeros que miran absortos la escena como si se tratase de un prodigio y, tras describírsenos una imagen de maternidad que es casi un calco de una imagen religiosa y mariana, se interrumpe el arrobo de los dos embelesados testigos al comprenderse que no ha habido alimento alguno para el recién nacido pues a Cornelia no le ha subido la leche por acabar de alumbrar. Así, Cornelia se convierte, súbitamente, en una especie de tableau vivant de las vírgenes de la leche, y, en cierta medida, del motivo clásico de la Caridad romana, en una especie de cita visual que la entronca con una tradición tanto religiosa como laica en la que el seno femenino se transforma en sinécdoque de virtud. Cornelia es una madre doncella, una mujer soltera con un hijo ilegítimo en un caso parecidísimo al de Feliciana. En la novela ejemplar, el padre y los hermanos serían reemplazados por un hermano orgulloso y dominante que tiene encerrada a su hermana. Rosanio estará sustituido, nada menos que por el duque de Mantua que no se ha casado antes con Cornelia para no disgustar a su madre. Tanto Cornelia como Feliciana no tienen madre y han elegido marido fuera de la autoridad familiar. Ambas han escogido un casamiento más ventajoso que el que su propio clan hubiera podido proveer y ambas consiguen ser perdonadas por su desobediencia y bendecidas después de que la enemistad de los varones de su clan hacia los padres de sus hijos torne el deseo de sangre y de venganza en una alianza familiar en la que la amistad y el afecto reinan. Se antojan caprichosos estos cambios del odio y la afrenta a la alianza unida por lazos familiares, pero, tras todo esto, hay un delicado encaje de honra despechada en el que el orgullo tiene la facultad de restaurar el valor de cada quién. Sin ofensa previa no puede haber igualdad puesto que parecería que el pretendiente rico puede tomar sin permiso a la doncella de la otra familia, lo que conllevaría la humillación y la evidencia de la desigualdad social. Al haber una afrenta y un perdón se restituye la dignidad de un valor comparable. 4

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Esta escena, de una intensidad emocional conmovedora, sitúa a Cornelia en un espacio imaginario casi devocional de fuertes connotaciones marianas. Tanto para los personajes de la novela como para los lectores de la época sería obvia la asociación entre la hermosa joven madre intentando alimentar a un recién nacido abandonado al que baña el rostro con sus propias lágrimas y las omnipresentes representaciones de las vírgenes de la leche tan importantes en el culto de la Virgen. La muy antigua devoción a la ‘Virgen de la Leche’ surge desde los primeros tiempos del cristianismo y se entronca con cultos prerromanos. Por inf luencia bizantina, desde las Cruzadas, dicha advocación se establece como una variante de la ‘Virgen de la Humildad’ que representa a María descansando en la huida a Egipto. A pesar de su remoto origen temporal, su culto será especialmente intenso durante el la Baja Edad Media y el Renacimiento en toda Europa5. Según Laura Fernández Peinado, en las representaciones medievales «el Niño coge literalmente el pecho de su Madre con su mano para succionarlo o ella se lo ofrece, aunque se muestra completamente vestida. [...] y en las representaciones del siglo xv la Virgen muestra su pecho de forma explícita» (1-2). Sin embargo, como Palma Martínez-Burgos indica, a partir de la Contrarreforma se considera poco decente y apropiado el mostrar de forma generosa los senos de la Virgen, lo que fue habitual en los siglos xv y xvi6. Este pasaje de La señora Cornelia no puede interpretarse sin tener en cuenta la referencia mariana. Así, la estampa de la joven madre en esta escena destila belleza, virtud y decoro ya que se convierte en la encarnación de la ternura y la caridad7. La muchacha deshonrada que vagaba sin amparo por las calles y que pide ser acogida en las habitaciones de dos jóvenes desconocidos es ahora una figura que emana 5 Ver el excelente recorrido histórico que Trens, 1946, pp. 457-480, hace de esta advocación mariana. 6 Aunque el tema se difundió por América y continuó estando presente en la devoción popular, no se considera decorosa esta actitud en la Virgen y la Iglesia solo permite aquellas imágenes en las que el Niño está mamando, no en las que juguetea con el pecho materno. Ver Martínez-Burgos, 1990, pp. 252-253. 7 Villaseñor Black, 2002, se refiere al «pecho moral» («moralized breast») para indicar la serie de virtudes maternales atribuidas a la lactancia materna reforzadas por la iconografía de la Virgen de la Leche. También, en su recorrido por la evolución de las representaciones de esta advocación mariana acusa, a partir de la Contrarreforma, un cambio hacia imágenes más recatadas.

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una extraordinaria aura de virtud, lo que, sumado a su belleza, la establece como alguien de indudable excelencia, siempre por encima de avatares circunstanciales. La escena anclada en el imaginario religioso de su tiempo roza fugazmente una emotividad emocionante por parte de todos los personajes presentes en la estancia. El desvalimiento del recién nacido se conjuga con la indefensión de la hermosa mujer que le da el pecho. El acto de darle el pecho, antes de que pueda contar su historia, convierte a la supuesta doncella en una madre no esperada. Esto, que delata un más que probable tropiezo en cuanto a su honra, a la vez la ensalza gracias a la sobrecogedora escena, lo que condiciona la percepción que de Cornelia tendrán los lectores, aunque, como veremos, nada es tan sencillo como aparenta ser en esta novela. Sin embargo, el des/encuentro entre madre e hijo no puede ser más hermoso y más cruel al mismo tiempo. Hay una cualidad de lacerante tristeza en esta escena de tanto amor y a la vez de tanta enajenación y extrañamiento. La compasión hacia Cornelia, sin duda, se ve acentuada por la información que tenemos los lectores de que se trata de su hijo, alumbrado y perdido pocas horas antes. Por otra parte, sería imposible que los dos estudiantes no hubieran intuido ya lo mismo, incluso antes de la confesión de Cornelia. Es curioso cómo, incluso después de que ella cuente la historia, se dilata deliberadamente la anagnórisis sin ninguna justificación. Cornelia es la única que no sabe que ese recién nacido al que le ofrece su pecho por única vez en su vida es el hijo que acaba de perder. Nada es lo que parece: el calostro y sus implicaciones en el siglo xvii Hay un detalle importante que, probablemente, no pasó desapercibido para los contemporáneos de Cervantes y que ofrece una clave muy importante para la interpretación del resto del episodio. La creencia general consideraba perjudicial para el lactante el calostro o la primera secreción de los senos que comenzaba unos días antes del parto y evolucionaba paulatinamente hacia una leche serosa y aguada a partir de los dos o tres días del alumbramiento8. La causa de este Tanto la creencia popular como la ciencia coinciden en la toxicidad del calostro, por lo que la salud del niño y su futuro desarrollo se compromete grave8

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unánime rechazo a esta sustancia tiene una causa ideológica más que médica, a mi modo de ver, y está anclada en la profunda misoginia que considera culturalmente impuro todo lo relacionado con el cuerpo de las mujeres en relación con la menstruación o el posparto. Gail Kern Paster (194) explica que la impureza de la recién parida se relacionaba con el calostro o primera leche. Al creerse que la leche es la sangre del útero blanqueada en los pechos, si el útero es impuro después del parto la primera leche también lo es. Recordemos el tiempo de purificación y aislamiento que se exigía a las madres antes de reingresar en la sociedad con el churching o misa de parida tras la cuarentena precisamente para que su cuerpo estuviera libre de toda impureza relacionada con el posparto y la purificación de los loquios9. Nicholas Culpeper, en su célebre Directory for Midwives10, sostiene que «First milk is naught. If the blood be impure, how can it breed good milk?». Por su parte, Carlos Toquero, en sus Reglas para escoger amas y leche, explica que la leche del ama debe ser de más de dos meses, aunque el plazo se puede apurar. Es curioso cómo el tener un hijo varón, según este médico, garantiza una mejor leche del ama: «Ha de estar parida el ama de más de dos meses, pues la leche estará ya hecha, y cozida, que a los principios todo es calostros, y leche mal cozida; y por esto, ni aun la madre es bien que a los principios dé su leche, y ser mejor esta leche si está parida de un hijo, y dél puede dar passados treinta días, y de la hija cuarenta y dos»11. Ruyzes de Fontecha llega más lejos vinculando el calostro con una serie de patologías en los recién nacidos. Llama «calostrados» a los niños que han ingerido la sustancia: «Perniciosa [es] aquella leche calostrada [...] de donde los niños calostrados quedan con un color como azul, porque la leche que tomaron tenía en razón de aquella qualidad más inmutación a mal». También, citando a Marcial, afirma que la leche calostrada es perniciosa y añade: «De donde podemos entender que essotros autores que llaman cualquiera leche de la madre buena, se entenderá que no es calostros»12.

mente si mama esta sustancia. Esto no va a ser puesto en entredicho hasta finales del xviii por médicos ilustrados como Jaime Bonells. 9 Este asunto se trata en los capítulos 3 y 4. 10 Culpeper, Directory for Midwives, p. 50. 11 Toquero Sandoval, Reglas para escoger amas y leche, sin página. 12 Ruyzes de Fontecha, Diez previlegios para mujeres preñadas, fol. 168v.

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De esta forma, la beatífica imagen de Cornelia dando su pecho a un huérfano abandonado se torna en algo completamente diferente: una anagnórisis potencial entre madre e hijo que no ocurre y una lactancia no solo inútil, sino perniciosa para su salud (según las creencias de la época). Este pasaje será la clave del juego entre apariencia y realidad con respecto al personaje protagonista, lo que será fundamental para descifrar las claves de este relato pues, como veremos, Cornelia no es lo que parece. Significativamente, el gesto espontáneo de amamantar al que creía que era un niño abandonado no se repite cuando esa misma noche le sea presentado el mismo niño vestido con sus ricas ropas originales y lo reconozca como propio. Es importante advertir que no se plantea como posibilidad el que Cornelia alimente a su propio hijo por lo que surge la necesidad imperiosa —nunca cuestionada ni por la madre, ni por el resto de personajes, ni por el narrador— de encontrar a un ama que alimente al niño: «Vino el día y el ama trujo a quien secretamente y a escuras diese de mamar al niño». En este relato cervantino se pone de manifiesto una relación clara entre clase social y crianza. El recién nacido, cuando se cree que es un niño abandonado, es amamantado infructuosamente por Cornelia y después, cuando se sabe que es su hijo, se encomienda su crianza a una mujer «muy pobre», según reza el texto. Es muy destacable que ninguna de las mujeres que alumbran en Cervantes amamanten a sus retoños: en La ilustre fregona, ‘la señora peregrina’ abandona a su hija y los venteros la llevan a criar a un lugar apartado, ese es el caso también de Leocadia en La fuerza de la sangre cuyos padres mandan a su hijo a una aldea hasta que tiene cuatro años y, por último, el hijo de Feliciana es alimentado por una cabra y después por la hermana del pastor, tal y cómo se ha visto en el capítulo 4. Es significativo que en una época en la que se ejerce una formidable presión por parte de médicos, moralistas, y religiosos para que los hijos sean criados por sus madres, ninguna de las madres cervantinas lo haga. Estos cuatro personajes de Cervantes, Cornelia, Feliciana, Leocadia y ‘la señora peregrina’ coinciden en haber pasado por una experiencia profundamente traumática en la que se esboza una imagen bastante dura de la maternidad bajo condiciones de exclusión social y deshonra. No es de extrañar, entonces, que estas madres no alimenten ellas mismas a sus hijos. Por otra parte, sin negar la disonancia afectiva y emocional presente en estas historias de maternidad, la ausencia de lactancia materna en estos textos puede, además, ref lejar los usos sociales y la presión a la que, en dirección

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opuesta a los partidarios de la lactancia, eran sometidas las mujeres de cierto rango social para no dar el pecho a sus hijos tal y como se ha visto en el capítulo 5. Un mundo de luces y sombras La novela de La señora Cornelia, a pesar de la simplicidad e incluso aparente banalidad de su trama, con los dos estudiantes españoles actuando como protectores y mediadores en un conf licto de honra como tantos otros de los que pueblan la ficción áurea, encierra una enorme dosis de ironía y cala muy hondo en el retrato de la existencia femenina en la sociedad de su tiempo. En cierta manera, el pecho de Cornelia es una de las claves de la significación de esta novela pues, a través del tema de la lactancia, se pone de manifiesto la división social entre las madres de cierto nivel social y las amas de cría. Por otra parte, el propio hijo de Cornelia, hijo sin nombre durante toda la obra, se desdobla en dos recién nacidos con suertes y destinos diametralmente opuestos gracias al equívoco provocado por su cambio de ropas y por la historia inventada de su abandono. El niño aparece por primera vez en la posada como uno de tantos recién nacidos abandonados en la época para, al final, pasar a ser un niño legítimo perteneciente a la élite de su mundo solo cuando es reconocido por su padre, el duque de Ferrara. Sin embargo, madre e hijo van a estar, desde el momento de la anagnórisis hasta el reconocimiento del duque, en un espacio liminal, en una especie de limbo situado entre la marginación de la deshonra y el reconocimiento social proporcionado por un casamiento ventajoso por el ascenso social que supone. El texto llega muy lejos en su retrato de los potenciales efectos que la deshonra puede tener en mujeres y niños sin ni siquiera tener que referirse a ellos. La señora Cornelia es un aparente cuento de hadas que oscila entre el desastre vital y el triunfo social de la protagonista y su hijo. Cornelia camina por el borde de un abismo durante toda la novela y en todo momento se presiente la profundidad de la sima. En este cuento de hadas destaca la poca credibilidad de los resortes íntimos que mueven a Cornelia según lo que ella misma y el narrador cuentan, ya que ambos coinciden en una versión de los hechos que es fácilmente cuestionable por la evidencia de lo que pasa en el texto. La novela cervantina es una historia feliz y sencilla que, sin embargo, no

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tiene nada de sencilla ni de feliz. La historia de la protagonista se desarrolla en el exacto medio entre un lado luminoso y un lado oscuro. El lado luminoso solo se confirma en el desenlace con los desposorios de Cornelia con el duque y su reconocimiento como duquesa de Ferrara. Observemos que, en el último párrafo de la novela, el narrador omnisciente, que tanta intimidad había compartido con Cornelia contándonos sus sobresaltos y tribulaciones, se distancia respetuosamente de ella y se refiere a la protagonista del relato como ‘la duquesa’: «y siempre tuvieron correspondencia con el duque y la duquesa y con el señor Lorenzo Bentibolli, con grandísimo gusto de todos» (Novelas ejemplares 2: 277). En apariencia La señora Cornelia es una novela en la que el drama personal de la dama adolescente se aligera en cierta forma mediante la complacencia del narrador. Cornelia se nos presenta como ‘esposa secreta’ separada de su amado en un relato optimista y banal que cuenta los desencuentros un poco frívolos de dos caballeros nobles que juegan al ratón y al gato hasta que al final se ponen de acuerdo gracias a dos serviciales y cabales españoles. En este contexto, el grave tema de la honra parece una exageración mal calibrada por los personajes que desorbitan un conf licto en principio aparentemente inexistente que llega a serlo por una serie de desencuentros, en el fondo anecdóticos. Sin embargo, a pesar de las trampas de la narración, la realidad social e histórica nos indica que Cornelia, en verdad, está en una situación extraordinariamente frágil hasta que se produce el desenlace feliz. Como si se tratara de una fotografía que se expone con su negativo al lado, la historia de Cornelia tiene un lado inquietante que ni siquiera hace falta enunciar pues está presente desde el momento en el que la dama entra en la posada de los españoles hasta el desenlace en la casa del cura. Este negativo de la historia está representado por dos personajes sin voz cuya presencia muda es constante, el ama de leche y el niño abandonado que, aunque nunca existió, se cierne como una breve sombra que recuerda la realidad de miles de recién nacidos en tales circunstancias. Por su parte, el ama de leche es una figura casi invisible que puntúa el texto con su presencia silente. En la novela no se menciona su nombre, tan solo su extrema pobreza y con eso basta para imaginar una historia vital parecida a muchas otras. Esta nodriza improvisada nunca habla, jamás escuchamos su voz, no sabemos cómo es, qué piensa, qué opina de la huida de la que es parte. Tampoco sabemos cómo se relaciona con el niño, cuál es el trato que tiene con

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Cornelia, si es alegre o melancólica, si ha perdido a su hijo o si lo ha dejado atrás para acceder a este trabajo. Detrás de esta mujer hay otra historia de maternidad probablemente triste, frustrada, y enajenadora. Es posible que haya un conf licto de honra, que su propio hijo haya sido abandonado, que haya muerto o que esté al cuidado mercenario de alguien todavía más pobre que ella. Sin embargo, lo único que el texto nos indica de esta nodriza es que, desde que entra al servicio de Cornelia, no se separa de ella. El ama pobre se ve reducida en el texto a una mujer-seno, a una reserva de leche, a un apéndice autónomo del cuerpo de Cornelia: la fuente de alimento y vida de su hijo, la sustituta de sus propios pechos. Esta novela cervantina explora muy bien cómo se constituye la vida familiar de las clases sociales más altas. La presencia del servicio femenino, de las criadas, cobra aquí un enorme protagonismo y nos deja entrever que el trabajo pagado de estas mujeres incluye el ser sustitutas tanto de relaciones familiares como del sostenimiento afectivo que esos lazos familiares suponen. La huida de madre e hijo, Cornelia y su niño es, en realidad, la huida de madre, hijo, ama de leche y ama-criada (la Cribela) que, a su vez, desde un sentido interiorizado de servicio hacia aquellos de más rango social, adopta un papel protector y maternal, poniendo su propio dinero para sufragar el viaje: el salario de un año pagado por los estudiantes. El ama madura a la que el texto se refiere como la Cribela acierta y pone a salvo a Cornelia tanto en su salud como en su honra gracias a sus consejos que, a pesar de su descabellada lógica, encierran un profundo sentido de prudencia y buen acuerdo. Las dos amas, como nos dice el texto, van a ser los soportes de una red mercenaria y mal pagada que presta servicio vital y afectivo a la joven noble. La Cribela, tal y como una madre hubiera hecho, será también la que cuide a la recién parida, y le proporcione a la nodriza de su hijo, aunque en un primer momento, son los estudiantes los que le encomiendan a Cornelia. Es importante notar que, gracias a esta sirviente madura y generosa, en este relato de maternidad también hay una figura que hace de madre vicaria de la madre. La señora Cornelia nos muestra un ámbito doméstico en el que las mujeres de la servidumbre, además de su trabajo, tienen la importante función de sustituir provisionalmente, en parte o en su totalidad, la dimensión afectiva de las relaciones familiares cuando estas faltan. Por otra parte, el equívoco del niño encontrado en el portal conecta la historia con la dureza de la suerte de miles de recién nacidos.

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El recién nacido abandonado es, a menudo, una consecuencia directa del mercado de la leche, de la disponibilidad de mujeres pobres para alimentar a los hijos ajenos. El abandono de niños en toda Europa en la Edad Moderna será una práctica tan frecuente como trágica. En la época se distinguirá entre niños echados, esto es, los niños echados en la calle, portales, puertas de iglesias, y niños expuestos, esto es, los niños dejados en los tornos de las casas cuna. La infancia abandonada será un fenómeno relativamente poco estudiado de dimensiones inconcebibles que pone de manifiesto el invisible y brutal relato de miles de vidas perdidas por la miseria y la tiranía de las leyes de la honra sobre las mujeres. El problema de los expósitos tendrá, colateralmente, una relación directa con la creciente demanda de amas de leche en la sociedad aurisecular13. Inverosimilitud El narrador de La señora Cornelia se ajusta perfectamente a lo que los tratados de poética denominan ‘narrador indigno de confianza’. En efecto, el texto está lleno de contradicciones, dudas e inverosimilitudes por lo que el supuesto cuento de hadas deja entrever una realidad muy distinta a la que se enuncia. De esta manera, la ruina de Cornelia se vislumbra como posibilidad hasta el final, aunque a la vez se dan señales ambivalentes que apuntan a un desenlace feliz. En este breve relato los juegos entre el lado de luz y el de sombra son continuos. Así, el inapelable decoro con el que Cornelia se conduce y su buen juicio podrían, fácilmente, ponerse en duda no solo por su hermano (que se nos describe como un celoso y desconfiado Argos), sino también por el propio duque de Ferrara. Asimismo, dadas las estrechas normas de conducta de la época reservadas a las mujeres, nada tendría de extraño que incluso los dos estudiantes y el ama pusieran en duda la probidad y buen sentido de Cornelia que, desde su tribulación, no guarda el decoro esperable en una doncella enajenada de su casa y familia con esperanzas de restaurar su honra. A continuación, enumero cuatro ejemplos de contradicciones f lagrantes: 13 Para un desarrollo amplio de la relación entre abandono infantil, instituciones benéficas y amas de leche, ver la segunda parte del capítulo 5 del presente libro.

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1. La conducta de Cornelia es, cuando menos, desenvuelta y no se ajusta al decoro debido por parte de una doncella tan custodiada y guardada como ella. Por ejemplo, cuando Cornelia huye de la casa después de dar a luz le pide a un desconocido (don Antonio) que la lleve a su posada, lo que puede excusarse dada la gravedad de la situación. Aunque la dama es consciente de la potencial deshonra que tal acción conlleva, también lo es del peligro de estar perdida en la calle en medio de la noche siendo buscada por su hermano: «os suplico, señor español, que me saquéis destas calles y me llevéis a vuestra posada con la mayor priesa que pudiéredes; que allá, si gustáredes dello, sabréis el mal que llevo y quién soy, aunque sea a costa de mi crédito» (Novelas ejemplares 2: 247). 2. A la mañana siguiente, después de haber escuchado su historia, los dos estudiantes deciden guardar el decoro no entrando más en su aposento y usar al ama como intermediaria. No obstante, Cornelia insiste en que entren a verla «con lágrimas y con ruegos», siendo consciente de que no era lo más conveniente para «su remedio», es decir, para la reparación de su honra: «Llamólos Cornelia con el ama, a quien respondieron que tenían determinado de no poner los pies en su aposento, para que con más decoro se guardase el que a su honestidad se debía; pero ella replicó con lágrimas y con ruegos que entrasen a verla, que aquél era el decoro más conveniente, si no para su remedio, a lo menos para su consuelo. Hiciéronlo así, y ella los recibió con rostro alegre y con mucha cortesía» (Novelas ejemplares 2: 256). Esta llaneza de Cornelia no se explica en un contexto social en el que el decoro es fundamental para su supervivencia, máxime cuando la iniciativa de no entrar en su aposento parte de los dos estudiantes y es ella la que insiste con su llanto para que entren. La reacción de la dama es sorprendente e injustificada desde el punto de vista de una doncella soltera con un hijo, que se ha refugiado en casa de dos mozos extranjeros y desconocidos de todo el mundo. 3. Otro problema de la credibilidad del texto es la reiterada afirmación sin pruebas de la intrínseca honorabilidad de los españoles tanto por parte de Cornelia como de su hermano y el duque de Ferrara. No obstante, la buena fama de los españoles es abiertamente cuestionada en dos momentos por parte del narrador y del ama Cribela que da una versión diametralmente opuesta de la condición moral de estos. Al comienzo de la novela, el narrador nos informa de la mal querencia hacia los españoles, afirmando lo contrario con respecto a los

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dos estudiantes: «Mostrábanse con todos liberales y comedidos, y muy ajenos de la arrogancia que dicen que suelen tener los españoles» (242). No hubiera sido necesaria esta observación si no se hubiera querido dejar claro, desde las primeras frases, que la condición de españoles de los estudiantes no es ninguna ventaja en cuanto a fama y reputación. Más tarde, la Cribela pone en duda que el hermano de Cornelia haya confiado en los dos estudiantes:«¡El señor Lorenzo, italiano, y que se fíe de españoles, y les pida favor y ayuda; para mi ojo si tal crea!» (Novelas ejemplares 2: 262). Empero, los tres personajes principales (Cornelia, Lorenzo Bentibolli y el duque de Ferrara), de noble sangre, comparten una opinión diferente a la de su nación. Es extraño que de una forma ciega confíen en los valores de caballerosidad, probidad y nobleza de ánimo de los dos españoles, sin conocerlos. Además, los dos estudiantes, aunque de buena cuna pues son caballeros, no pueden compararse en la calidad de su sangre con las nobles familias de don Lorenzo y del duque de Ferrara. El texto está escrito de forma que la lectura plantee serias dudas al lector sobre la veracidad de las afirmaciones del narrador. La propia ama advierte claramente a Cornelia que no debe hospedarse en la casa de dos estudiantes españoles: Y ya, señora, que presupongamos que has de ser hallada, mejor será que te hallen en casa de un sacerdote de misa, viejo y honrado, que en poder de dos estudiantes, mozos y españoles; que los tales, como yo soy buen testigo, no desechan ripio. Y agora, señora, como estás mala, te han guardado respecto; pero si sanas y convaleces en su poder, Dios lo podrá remediar, porque en verdad que si a mí no me hubieran guardado mis repulsas, desdenes y enterezas, ya hubieran dado conmigo y con mi honra al traste; porque no es todo oro lo que en ellos reluce: uno dicen y otro piensan (Novelas ejemplares 2: 262-263, cursivas mías).

Además, contradiciendo la idea de honorabilidad de los caballeros españoles, en las primeras páginas de la novela, cuando los estudiantes son presentados, se nos dice claramente que se entretienen en pasatiempos propios de su edad y de su estado —es decir, jóvenes solteros— para después incidir en el interés que ambos desarrollan hacia la misma Cornelia Bentibolli, dada su fama de hermosa que nunca se dejaba ver en público. También se nos indica que «el trabajo que en ello [verla] pusieron fue en balde», por lo que sabemos que lo intentaron

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activamente14. Este dato, ofrecido de forma casual al comienzo del texto, siembra ciertas dudas sobre su idoneidad como anfitriones de Cornelia. Al fin y al cabo, son descritos como estudiantes mozos, alegres y solteros cuyo pasatiempo principal es intentar ver furtivamente a las mujeres hermosas y guardadas de la ciudad, especialmente a la inasequible Cornelia. 4. Cornelia es muy dramática y, a veces, narra sus vivencias de una forma que contradice su realidad intentando, a menudo, adoptar el papel de dama en peligro cuando es ella misma la dueña de sus decisiones y está en perfecto control de lo que ocurre. Por ejemplo, la propia Cornelia, después de haberle pedido a don Antonio que la lleve a su posada, cuando se encuentra en esta y ve el sombrero de su amante que le muestra don Juan dice:«¡Ay, bien mío!, ¿qué sucesos son estos? ¡Aquí veo tus prendas, aquí me veo sin ti encerrada y en poder que, a no saber que es de gentileshombres españoles, el temor de perder mi honestidad me hubiera quitado la vida!» (Novelas ejemplares 2: 249). Habla como «encerrada y en poder» de dos hombres como si hubiera sido raptada contra su voluntad. También alude a un hipotético suicidio antes que perder su honestidad en semejante secuestro. Por supuesto, en su retórico exhorto, añade absurdamente que su heroico y virtuoso suicido no será necesario ya que los hombres que la custodian son españoles15. La deliberada inverosimilitud de la novela es indudable. ¿Cómo puede creerse que en el siglo xvii una doncella dé a luz secretamente 14 «Y, como eran mozos y alegres, no se desgustaban de tener noticia de las hermosas de la ciudad; y, aunque había muchas señoras, doncellas y casadas, con gran fama de ser honestas y hermosas, a todas se aventajaba la señora Cornelia Bentibolli, de la antigua y generosa familia de los Bentibollis, que un tiempo fueron señores de Bolonia. […] Era el recato de Cornelia tanto, y la solicitud de su hermano tanta en guardarla, que ni ella se dejaba ver ni su hermano consentía que la viesen. Esta fama traían deseosos a don Juan y a don Antonio de verla, aunque fuera en la iglesia; pero el trabajo que en ello pusieron fue en balde, y el deseo, por la imposibilidad, cuchillo de la esperanza, fue menguando» (Novelas ejemplares 2: 242-243). 15 Cuando, más tarde, Cornelia se reencuentra con el duque y su hermano insiste en el decoro con el que ha sido tratada sin levantar ninguna sospecha: «y, en tanto que comían, dio cuenta Cornelia de todo lo que le había sucedido hasta venir a aquella casa por consejo de la ama de los dos caballeros españoles, que la habían servido, amparado y guardado con el más honesto y puntual decoro que pudiera imaginarse» (Novelas ejemplares 2: 274).

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en casa de una pariente, se escape, vaya a casa de dos desconocidos estudiantes extranjeros, y no suscite ningún tipo de reproche por su irref lexiva resolución? Esta dudosa veracidad es disimulada en la ‘piel del relato’ que nos muestra a una Cornelia dibujada desde el discurso almibarado e inconsistente del narrador que insiste en cubrir una realidad más inestable. La complejidad de este texto estriba en el casi imperceptible espacio que hay entre la amabilidad de un mundo de nobles irreprochables en su virtud y la muda sordidez que existe tras esa fachada, sordidez que no se enuncia y apenas se insinúa. Esta característica de la obra se relaciona fuertemente con el fiasco de la escena de Cornelia lactando al aparente huérfano. En esta novela de amables contornos se esconde un fondo de incertidumbre y confusión. Las dos Cornelias: el cuerpo mancillado de la prostituta La Cribela señala que el honor de Cornelia está a salvo por «estar mala», es decir, recién parida, en la fase del puerperio en el que se consideraba que una mujer estaba impura: «Y agora, señora, como estás mala, te han guardado respecto; pero si sanas y convaleces en su poder, Dios lo podrá remediar» (Novelas ejemplares 2: 262-263). Los estudiantes son conscientes de la situación pues le piden al ama, que, como mujer, se ocupe de su cuidado, dadas las circunstancias en las que se encuentra: «Dejáronla con el ama, encomendándola mirase por ella y la sirviese cuanto fuese posible, advirtiéndola en el término en que estaba, para que acudiese a su remedio, pues ella, por ser mujer, sabía más de aquel menester que no ellos» (Novelas ejemplares 2: 255). En cierta medida, el texto cervantino reconoce el estado transitorio e intocable del cuerpo de Cornelia que de alguna forma se convierte en un cuerpo tabú. «Estar mala» no se refiere a la salud sino al estado de un cuerpo que no es sexualmente aceptable por su impureza. Aunque se volverá sobre este tema más adelante, conviene ponerlo en relación con la ‘otra’ Cornelia, también dueña de un cuerpo impuro, en este caso no por su inaccesibilidad sexual sino precisamente por su accesibilidad carnal. Mientras Cornelia, por consejo de la Cribela, huye de la posada de los dos estudiantes españoles para que su hermano y el duque la encuentren en un lugar más decoroso, el texto cervantino introduce en escena a la otra Cornelia que va a ser confundida, en un principio,

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con la noble joven. El cuerpo expuesto y desnudo de la prostituta Cornelia y el cuerpo impuro de la madre reciente se superponen en una confusa escena de equívoco que presenta grandes dudas y nos da una clave sobre ese lado de sombra que la novela cervantina sugiere continuamente. Son, en definitiva, dos cuerpos situados en los límites de lo tolerable al ser dos cuerpos devaluados. La mujer en el puerperio debe estar encerrada en casa guardando la cuarentena, alejada del marido y atendida por otras mujeres tal y como se ha visto en el análisis de Feliciana de la Voz (capítulo 4). El cuerpo de Cornelia tras el parto necesita un tiempo de purificación para volver a ser considerada sexualmente deseable. La ambigüedad de la situación de Cornelia en la posada de los estudiantes se pone de manifiesto mediante el equívoco con la otra Cornelia, joven y hermosa, a causa de que don Juan y don Antonio, creyendo que Cornelia está en su posada, llevan allí al duque y a don Lorenzo. Por su parte, la dama se encuentra a salvo en la casa del sacerdote viejo al haber seguido el consejo de la Cribela de alojarse en condiciones más honorables. Al llegar a la posada, Cornelia Bentibolli no aparece en la casa hasta que uno de los dos pajes delata a su compañero diciendo que «desde el día que vuesas mercedes se fueron tiene una mujer muy bonita encerrada en su aposento, y yo creo que se llama Cornelia, que así la he oído llamar». El mismo paje, burlándose de la situación, le dice a don Lorenzo y al duque «Tómame el paje, por Dios, que le han hecho gormar a la señora Cornelia; escondida la tenía; a buen seguro que no quisiera él que hubieran venido los señores para alargar más el gaudeamus tres o cuatro días» (Novelas ejemplares 2: 269-270). La crudeza con la que se refiere a la que todos creen la Cornelia noble pone de manifiesto la posibilidad cierta de que una mujer desamparada pudiera verse en esas circunstancias. Al fin se descubre que se trata de una meretriz bella, joven y del mismo nombre que insiste en que, a pesar del trance en que se halla, viene de una buena familia. Los cuatro caballeros corren al aposento sin saber que se trata de otra mujer: Apenas oyó esto el duque, cuando como un rayo subió la escalera arriba a ver a Cornelia, que imaginó que había parecido, y dio luego con el aposento donde estaba don Antonio, y, entrando, dijo: —¿Dónde está Cornelia, adónde está la vida de la vida mía?

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—Aquí está Cornelia —respondió una mujer que estaba envuelta en una sábana de la cama y cubierto el rostro, y prosiguió diciendo—: ¡Válanos Dios! ¿Es este algún buey de hurto? ¿Es cosa nueva dormir una mujer con un paje, para hacer tantos milagrones? Lorenzo, que estaba presente, con despecho y cólera tiró de un cabo de la sábana y descubrió una mujer moza y no de mal parecer, la cual, de vergüenza, se puso las manos delante del rostro y acudió a tomar sus vestidos, que le servían de almohada, porque la cama no la tenía, y en ellos vieron que debía de ser alguna pícara de las perdidas del mundo. Preguntóle el duque que si era verdad que se llamaba Cornelia; respondió que sí y que tenía muy honrados parientes en la ciudad, y que nadie dijese «desta agua no beberé». (270)

La escena no tiene nada de cómica a pesar de los desencuentros y equívocos. En primer lugar, se muestra que cualquier doncella, fuera de su casa y sin protectores, está en una situación de inseguridad. Mediante este desagradable malentendido la vulnerabilidad de Cornelia Bentibolli se pone de manifiesto. Con este incidente la narración se detiene en el espacio físico en el que Cornelia se refugió. La posada en ese momento es vista como lo que realmente se entiende por una posada de estudiantes en la Italia del siglo xvii: la vivienda provisional de dos jóvenes y sus sirvientes (atendidos por una criada, la Cribela, ausente en esos momentos). Se trata de un espacio masculino habitado por cuatro hombres jóvenes con ganas de divertirse, lo que no es en ningún caso un lugar adecuado para el buen crédito de una doncella noble. Corroborando esta idea, antes de que llegaran el hermano y el duque, don Antonio se preocupa pensando que el duque «quizá imaginaría otras peores cosas que redundasen en prejuicio de su honra y del buen crédito de Cornelia» (Novelas ejemplares 2: 268). Además, el pasaje subraya repetidamente la similitud entre las dos Cornelias. No solo se trata del nombre, la edad o la belleza, además, la Cornelia prostituta dice ofendida: «¿Hacen burla de mí? Pues en verdad que no soy tan fea ni desechada que no podían buscarme duques y condes» (Novelas ejemplares 2: 269), comparándose indirectamente con la dama a quien buscan. Significativamente, lo último que le dice a los cuatro hombres que «con despecho y cólera» han expuesto su desnudez a la fuerza arrancándole la sábana con la que se cubría en un acto humillante y gratuito es «que tenía muy honrados parientes en la ciudad, y que nadie dijese “desta agua no beberé”» (Novelas ejemplares 2: 270). Estas palabras de la joven prostituta dejan de manifiesto la facilidad

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con la que una mujer deshonrada puede llegar a perderse y engrosar el número de las mujeres marginadas. La Cornelia prostituta lanza una advertencia sobre la fragilidad del destino de las doncellas sin honra. No olvidemos que el conf licto de honor de la Cornelia noble no está resuelto y que no puede descartarse como imposible la amenaza de la ruina social de la protagonista. Compromiso o seducción: las reticencias del duque de Ferrara Cornelia se presenta a sí misma como prometida al duque en un relato no exento de contradicciones. Sin embargo, una inmensa duda asalta al resto de personajes con respecto a la supuesta boda. En realidad, la peripecia de la novela ejemplar gira en torno a esta poderosa y bien fundada incertidumbre. El hecho de que el primer encuentro entre Lorenzo y el duque sea en una pelea en la que cada uno de ellos, con sus hombres, se enfrente al otro con la espada, ya nos dice que se trata de un caso de agravio y deshonra más que de un matrimonio cierto. Asimismo, los dos estudiantes españoles tendrán la imprescindible función de mediar para que hermano y amante dejen atrás sus rencillas y sea posible un acuerdo honorable, ejerciendo además una presión indirecta sobre el duque al ser testigos de todo el proceso de búsqueda de Cornelia. La ambivalencia de Cornelia es patente durante todo el episodio y, hasta el final, nunca estará segura de su destino. Cuando Cornelia cuenta su historia vacila entre la seguridad en la palabra del duque y sus dudas. Es significativo, entonces, que culpe a su criada de su yerro. En ese momento se ve a sí misma no como esposa, sino como doncella seducida y abandonada: «A esto me respondió con escusas, que yo las tuve por bastantes y necesarias, y, confiada como rendida, creí como enamorada y entreguéme de toda mi voluntad a la suya por intercesión de una criada mía, más blanda a las dádivas y promesas del duque que lo que debía a la confianza que de su fidelidad mi hermano hacía» (Novelas ejemplares 2: 252-253). Estas frases y esta promesa de matrimonio recuerdan poderosamente a Dorotea, seducida bajo palabra de matrimonio por don Fernando, con la complicidad desleal de su criada16.

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El caso de Dorotea es ampliamente estudiado en el capítulo 1.

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Además, antes de su encuentro con el duque al final de la novela, Cornelia se muestra poco segura de su reacción: «Entreoyó Cornelia que el duque de Ferrara estaba allí y turbóse en estremo, por no saber con qué intención venía; torcíase las manos y andaba de una parte a otra, como persona fuera de sentido» (Novelas ejemplares 2: 271). Si tenemos en cuenta la férrea política matrimonial de la época entre las grandes familias nobiliarias, es altamente improbable que el duque de Ferrara, gobernante de su estado, se case con Cornelia Bentibolli de noble familia, pero de un clan sin poder ni económico ni político. No es sorprendente, entonces, que la madre del duque le tenga preparada otra esposa y que al final Cornelia, ya casada en privado, permanezca en Bolonia y entre en la ciudad de Ferrara como esposa solo cuando la madre del duque haya muerto17. En consecuencia, dada la desigualdad económica y de rango, Lorenzo asume que su hermana ha sido burlada y considera falsa la promesa de matrimonio. En un primer momento no le cabe duda de que la inocencia de su hermana ha sido robada por las mendaces promesas de un poderoso a una doncella poco experimentada: Finalmente, por acortar, por no cansaros, este que pudiera ser cuento largo, digo que el duque de Ferrara, Alfonso de Este, con ojos de lince venció a los de Argos, derribó y triunfo de mi industria venciendo a mi hermana, y anoche me la llevó y sacó de casa de una parienta nuestra, y aun dicen que recién parida. [...] Hame dicho mi parienta, que es la que todo esto me ha dicho, que el duque engañó a mi hermana, debajo de palabra de recebirla por mujer. Esto yo no lo creo, por ser desigual el matrimonio en cuanto a los bienes de fortuna, que en los de naturaleza el mundo sabe la calidad de los Bentibollis de Bolonia. Lo que creo es que él se atuvo a lo que se atienen los poderosos que quieren atropellar una doncella temerosa y recatada, poniéndole a la vista el dulce nombre de esposo, haciéndola creer que por ciertos respectos no se desposa luego: mentiras aparentes de verdades, pero falsas y malintencionadas. (Novelas ejemplares 2: 257)

Esto nos da una idea de la desigualdad de este matrimonio que rompe las normas de la ventaja política procurada frecuentemente mediante las alianzas matrimoniales. En este sentido, son ilustrativos, por ejemplo, los casos que cuenta José de Barrionuevo de matrimonios en España entre nobles anulados por el rey por diferencias de rango, tal y como se expone en el capítulo 2. 17

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Es curioso que Lorenzo vea este agravio desde el punto de vista de un hombre noble y poderoso, —como lo son él mismo y el duque—, que comparte sus propias cualidades en mayor grado. Lorenzo caracteriza la seducción de su hermana como una pugna entre dos hombres en la que él es la víctima puesto que los «ojos de lince [vencieron] los de Argos» y el duque «derribó y triunfó de mi industria venciendo a mi hermana». Desde esta perspectiva masculina Lorenzo entiende que es improbable que el duque se case con Cornelia porque, posiblemente, él en su lugar no lo haría. Según esta lógica Cornelia es una mujer deshonrada como tantas otras y además tiene un hijo bastardo. Por otra parte, el duque, al ver a Cornelia —después de que le haya sido presentado su hijo y que lo haya reconocido como tal— tiene una reacción bastante extraña al abandonar inmediatamente la estancia sin dirigirse a ella o decir palabra. Cornelia casi se desespera y comienza a pensar que le ha parecido fea y que su belleza no está a la altura del padre de su hijo:«—¡Ay señor mío! ¿Si se ha espantado el duque de verme? ¿Si me tiene aborrecida? ¿Si le he parecido fea? ¿Si se le han olvidado las obligaciones que me tiene? ¿No me hablará siquiera una palabra? ¿Tanto le cansaba ya su hijo que así le arrojó de sus brazos?» (Novelas ejemplares 2: 273). La explicación de este desconcertante desplante es que, antes de saludar a su futura esposa o dirigirle la palabra, el duque sale de la habitación para que su criado Fabio llame a don Lorenzo y a los dos españoles. Aunque después abraza a Cornelia y toma de nuevo al niño en sus brazos, el orden de sus acciones denota que su prioridad no es el amor a su futura esposa sino la reafirmación de su prestigio de hombre noble ante esa nueva alianza entre varones que se ha formado con Lorenzo y los dos caballeros españoles. Tal vez esto nos dé un atisbo de que el duque en realidad cede a este matrimonio por dos cosas: la primera, la presión ejercida por Lorenzo, don Juan y don Antonio, además del cura, del que se deduce que es una figura de autoridad moral para el aristócrata; y la segunda y más decisiva, el haber visto a su hijo en el que reconoce un heredero. Cuando Cornelia entiende que el duque está en la casa, en vez de correr a los brazos de su amante y del padre de su hijo, preocupada, le pide al cura que adivine sus intenciones y lo guíe hacia el matrimonio prometido: «Por amor de Dios, señor, que le dé algún toque en mi negocio, y procure descubrir y tomar algún indicio de su intención; en efeto, guíelo como mejor le pareciere y su mucha discreción le aconsejare» (Novelas ejemplares 2: 272). El cura, en efecto, considera

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imprescindible tramar una cuidada puesta en escena: «Lo que se ha de hacer es que luego se aderece ese niño muy bien, y ponedle, señora, las joyas todas que tuviéredes, principalmente las que os hubiere dado el duque, y dejadme hacer, que yo espero en el cielo que hemos de tener hoy un buen día» (Novelas ejemplares 2: 272). La inteligente estratagema del cura denota que la relación entre Cornelia y el duque no es tan sólida como para aventurarse a la espontaneidad de un encuentro entre dos amantes supuestamente unidos por un compromiso inquebrantable. Cornelia se arroja a los pies del duque cuando se reencuentran y él, en vez de levantarla, sale del aposento para dar órdenes a su criado. Por otra parte, don Lorenzo, cuando sabe que el duque se va a casar con su hermana también se arroja a sus pies. Esto nos da una idea de que el matrimonio entre ambos era más que improbable y que el duque, teniendo en su mano la ruina de Cornelia y la deshonra de los menos poderosos Bentibollis, se casa con Cornelia no por obligación sino, principalmente, por el poderoso efecto que su hijo causa en él. La estrategia del heredero Siguiendo los designios del cura, el niño será el primero en aparecer ante el duque, y no de cualquier manera, sino ataviado con todas las joyas y alhajas en poder de Cornelia, especialmente aquellas regaladas por el duque durante el cortejo. En esta novela es muy importante la identidad del recién nacido ya que al perderse el niño al nacer hace falta asegurarla por medios extraordinarios. Dicha identidad está vinculada exclusivamente a signos externos de riqueza: la riqueza de sus ropas (para ser reconocido por su madre), y la riqueza de sus joyas (para ser reconocido por su padre). No olvidemos que en un principio el niño es vestido con ropas pobres y es confundido por Cornelia con una criatura abandonada en el portal de la casa. Esta historia imaginaria del hijo de Cornelia lo relaciona con el hecho de que algunos niños dejados en las inclusas iban ricamente vestidos, con alguna limosna y en ocasiones alguna joya que acompañaba sin excepción una cédula que indicaba el noble origen del recién nacido en la que se rogaba un trato privilegiado. Parece que esta triste costumbre era una forma desesperada de intentar asegurar la supervivencia del niño, casi siempre infructuosamente. En una época obsesionada por la ‘calidad de la sangre’ en la que, como se ha visto en el capítulo anterior, la vida de un

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recién nacido vale muy poco, la riqueza es una marca imprescindible de legitimidad. Sin las joyas prendidas en su pequeño cuerpo, el duque hubiera reconocido, tal vez, a su hijo bastardo. Con las joyas, que hacían parecer al recién nacido «hijo de algún príncipe», el duque no solo encuentra a su hijo sino que se reconoce en él como en un espejo y lo identifica inmediatamente como primogénito, como heredero: «quitó al niño de sus brazos y le puso en los del duque, el cual, cuando miró y reconoció las joyas y vio que eran las mismas que él había dado a Cornelia, quedó atónito; y, mirando ahincadamente al niño, le pareció que miraba su mismo retrato, y lleno de admiración preguntó al cura cúya era aquella criatura, que en su adorno y aderezo parecía hijo de algún príncipe» (Novelas ejemplares 2: 272-273). El hijo es, en definitiva, la causa principal y el aliciente determinante para que el duque de Ferrara, don Alfonso de Este, cumpla su promesa con Cornelia. Al verse a sí mismo en el rostro del recién nacido ricamente ataviado, se asoma al futuro de su linaje y contempla la dimensión política y la grandeza de su dinastía. El niño se convierte, entonces, en una extensión de sí mismo ya que su breve vida legitima el poder y el privilegio de la suya. El niño es, en definitiva, el mejor aliciente para que se celebren los esponsales. ¿Qué hubiera pasado si Cornelia hubiera corrido a los brazos del duque y el niño le hubiera sido presentado normalmente vestido, sin la teatralidad de su disfraz/aderezo? ¿Y si Cornelia hubiera sido encontrada en la posada, en la habitación de los estudiantes, amamantando ella misma a su criatura? Es difícil imaginar que el desenlace hubiera sido el mismo. Esta novela ejemplar tiene mucho en común con La fuerza de la sangre porque en ambas el niño fruto de los amores es visto como heredero, y esa ‘codicia’ por asimilar al linaje a ese hijo ilegítimo precipita el matrimonio entre la madre deshonrada y el padre, que accede y cede a unas nupcias impensables si no fuera por la existencia de un vástago tan perfecto que es imposible rechazarlo. En La fuerza de la sangre serán los abuelos paternos los que, viendo en Luisico una copia superior en todo de su hijo Rodolfo, idearán una puesta en escena para que Rodolfo, el hijo que forzó a la madre de su nieto, acceda a casarse con ella. De forma similar al relato de Feliciana de la Voz —en el que, como se recordará, el niño es pasado a través de una serie de ‘custodios’ varones hasta llegar al abuelo—, el texto no registra un solo momento en el que Cornelia vuelva a tener a su hijo en brazos desde que se sabe que no es un expósito. En las últimas páginas, sin que añada ningún dato importante

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al desarrollo del conflicto, el narrador se entretiene en contarnos cómo el cura y el duque se pasan el uno al otro al recién nacido sin que en ningún caso se lo den a Cornelia, aunque sea por un momento: «y, tomando al niño entre sus brazos, salió adonde el duque estaba, y, diciéndole que se levantase y se llegase a la claridad de una ventana, quitó al niño de sus brazos y le puso en los del duque» (Novelas ejemplares 2: 272); «Pasmóse el duque cuando la vio, y ella, arrojándose a sus pies, se los quiso besar. El duque, sin hablar palabra, dio el niño al cura, y, volviendo las espaldas, se salió con gran priesa del aposento» (Novelas ejemplares 2: 273); «El cura daba mil besos al niño, que tenía en sus brazos, y, con la mano derecha, que desocupó, no se hartaba de echar bendiciones a los dos abrazados señores. [...] el duque desembarazó al cura del niño y le tomó en sus brazos, y en ellos le tuvo todo el tiempo que duró la limpia y bien sazonada, más que sumptuosa comida» (Novelas ejemplares 2: 274, cursivas mías). En el caso de Cornelia hay más apego con el supuesto huérfano que con el hijo. Tras la incorporación del ama de cría no se nos cuenta un solo momento en el que Cornelia interaccione con su hijo. Será el cura el que se lo presente al duque y el duque el que lo tome en brazos. Al final el mismo duque le presentará el niño a don Lorenzo: «Recebid, señor hermano, a vuestro sobrino y mi hijo» (Novelas ejemplares 2: 276). El niño, varón, es parte de una genealogía de hombres que lo reconocen como futuro de su linaje. La figura del cura sanciona la legitimidad del recién nacido con su autoridad moral y religiosa. Es importante notar que la maternidad de Cornelia no se centra en la relación entre madre y niño sino en la de madre-hombre (padre del niño). Al final el niño se convierte en una especie de ofrenda, alejada del cuerpo de la madre gracias a la figura intermediaria de la nodriza que hace posible un nuevo acercamiento romántico con el duque al liberar a Cornelia de la lactancia. En el fondo, Cornelia se nos muestra como una mujer enajenada de su propio hijo. La relación entre ambos, madre e hijo, no está plenamente interiorizada puesto que, de alguna forma, la maternidad ha sido desplazada y sustituida por la expectativa de una renovada relación con el duque. Por el contrario, este asume plenamente su condición de padre pues claramente su compromiso con Cornelia está subordinado a su paternidad. Julia Kristeva escribe en este sentido: «the child becomes an object, a gift to others, neither self nor part of the self, an object destined to be a subject, an other»18. 18

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Kristeva, 1980, p. 239.

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Dos burlas sobre la identidad de Cornelia Significativamente, las mismas joyas le serán quitadas al niño más tarde para que Cornelia se adorne con ellas al ser presentada como la futura esposa del duque ante su hermano y los dos caballeros españoles. De alguna manera, estas joyas tienen el poder casi alquímico de convertir en seres dignos del duque de Ferrara al hijo sin nombre y a Cornelia. No obstante, esa triunfante presentación que será el clímax de la novela y el momento en el que se resuelve el conf licto va a ir precedida de dos «sabrosísimas burlas» que mostrarán a Cornelia bajo otras identidades. En ambos casos, Cornelia será rebajada para luego ser ensalzada en un juego nada transparente que se recrea en la idea del valor de la dama ref lejando de forma oblicua el poder del duque sobre su destino. En primer lugar, cuando le presenta el niño al duque, el cura dice que ha venido a su casa acompañado de un ama de cría bellísima que afirma no saber nada sobre los verdaderos padres del niño. El duque, que gracias a las joyas ya ha reconocido como suyo al recién nacido, pide ver la belleza del ama. Lo curioso aquí es que el cura establece una ilógica gradación entre la belleza del ama y la de la desconocida madre: También vino con el caballero una mujer para dar leche al niño, a quien he yo preguntado si sabe algo de los padres desta criatura, y responde que no sabe palabra; y en verdad que si la madre es tan hermosa como el ama, que debe de ser la más hermosa mujer de Italia. —¿No la veríamos? —preguntó el duque. —Sí, por cierto —respondió el cura—; veníos, señor, conmigo, que si os suspende el adorno y la belleza desa criatura, como creo que os ha suspendido, el mismo efeto entiendo que ha de hacer la vista de su ama (Novelas ejemplares 2: 273).

Sin embargo, cabe preguntarse qué interés tendría para todo un duque de Ferrara ver a una humilde ama de cría. Evidentemente, el duque quiere regalarse la vista con la belleza de la nodriza. En los Coloquios matrimoniales de Pedro de Luján (Coloquio IV) se recomienda encarecidamente que las amas sean feas pues estas son contempladas como mujeres jóvenes que entran en el espacio íntimo de la casa y que

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pueden ser fuente de tensiones en un matrimonio al crear celos en la madre e interés en el marido19. Este equívoco alumbra un sistema de valores muy interesante al darse un sesgo social tan curioso como ilógico. En el imaginario del cura, de alguna manera, la mujer que cría está vinculada a la mujer que pare, siendo fiel al tópico de que la mujer que pare es media madre y la que cría la otra media, tal y como defienden moralistas y médicos. La broma no es inocente ni tampoco lo es la reacción del duque. Lo curioso de la situación es que la verdadera nodriza está en la misma casa y, por supuesto, no aparece en la escena. Queda claro que criar es cosa de mujeres pobres. Emilie Bergmann advierte que en prácticamente todos los textos en los que los moralistas insisten en la obligación materna de criar a sus hijos, se añaden consejos prácticos para elegir nodrizas adecuadas20. En realidad, este juego de equívocos supone, dentro de los baremos de la época, una momentánea degradación del valor de Cornelia que deja entrever fugazmente la humilde realidad de las amas de cría cuya función de crianza era considerada un trabajo tan vital como indigno para las mujeres de un rango social elevado. Cuando Cornelia se muestra ante el duque, en vez de la inventada nodriza, lo hace desde una posición que rebaja su valor social, y máxime cuando el duque ha pedido «ver» al ama. Es una burla de mucho calado pues denota que una mujer de su condición jamás daría el pecho. No olvidemos que el ama del niño fue encontrada con urgencia la misma noche de 19 Luján, Coloquios matrimoniales, p. 137: «Menos mal sería a la mujer honrada que el hijo se le muriese que no que en su casa una mujer mal infamada entrase por ama; [...] también es daño a la mujer que el ama sea hermosa (mayormente si el marido es algo amigo de probar de todas aguas). [...] En el caso aconteció una cosa a la emperatriz Arielna, mujer del emperador Odoacer, la cual como estuviese preñada hizo traer de Panonia un ama en extremo muy hermosa, y vino a ser el caso que el ama parió del emperador tres hijos, y ella no parió más de uno, y aun estuvo casi toda su vida apartada del marido por causa de su hermosa ama. Bien es de creer que no sólo la emperatriz no hubiera querido traer aquel ama, mas ni aun parido aquella criatura porque tanto daño le vino». 20 «Sixteenth-century Spanish advice literature regarding wet-nursing shares many characteristics with the other didactic texts addressed to mothers in English and Italian. The most obvious of these shared characteristics is the contradiction between moral and medical admonitions against wet-nursing and the detailed practical advice on choosing wet nurses that almost invariably follows them», (Bergmann, 2002, p. 93).

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su nacimiento y que lo único que sabemos de su vida es su extrema pobreza, lo que hace que no pueda decidir nada sobre su propio destino: «y la que viene a dar de mamar al niño es mujer pobre y se irá con nosotras al cabo del mundo» (Novelas ejemplares 2: 262). No obstante, en la escena central de esta novela, aquella en la que Cornelia intenta alimentar al niño supuestamente abandonado, ella se iguala a las amas de leche de los expósitos rebajándose, por un lado, al eslabón más humilde y desprestigiado de las nodrizas y, por otro, como se ha visto, se erige sobre ella misma y sus circunstancias en una recreación conmovedora y sublime de las vírgenes de la leche. Tal es la continua duplicidad con respecto a la protagonista que se presenta de continuo en esta novela. Después será el turno del duque para hacer otra burla a don Lorenzo y los caballeros españoles a costa de Cornelia. En este caso anunciará que como Cornelia no aparece va a casarse con una labradora a la que también sedujo: «Ella no parece y mi palabra no ha de ser eterna. Yo soy mozo, y no tan experto en las cosas del mundo que no me deje llevar de las que me ofrece el deleite a cada paso. La misma afición que me hizo prometer ser esposo de Cornelia me llevó también a dar antes que a ella palabra de matrimonio a una labradora desta aldea» (Novelas ejemplares 2: 275). El duque de Ferrara deja claro que su relación con Cornelia se reduce a la misma atracción sensual que sintió por la labradora y establece un claro paralelismo entre las dos mujeres seducidas simultáneamente, a las que iguala. Esta broma tampoco tiene nada de inocente y, como la anterior, rebaja a Cornelia socialmente y deja claro que el duque puede dejar burlada a la mujer que él quiera, campesina o no, porque «es mozo» y se deja llevar por los ofrecimientos del «deleite» y, sobre todo, porque es el duque de Ferrara. Para acallar el enojo del hermano y los caballeros españoles dirá que cuando vean la belleza de la labradora comprenderán su decisión. En ese momento aparecerá Cornelia cubierta con las mismas joyas con las que adornó al niño para establecer una distancia social y de rango entre su persona y la imaginaria campesina de la burla: «Sosegaos, señor Lorenzo, que, antes que me respondáis palabra, quiero que la hermosura que veréis en la que quiero recebir por mi esposa os obligue a darme la licencia que os pido; porque es tal y tan estremada, que de mayores yerros será disculpa. Esto dicho, se levantó y entró donde Cornelia estaba riquísimamente adornada con todas las joyas que el niño tenía y muchas más» (Novelas ejemplares 2: 275).

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Este relato a base de burlas, fingimientos y equívocos se puebla de dobles imaginarios de Cornelia que apuntan a la liminalidad del personaje. También su hijo, como hemos visto, participará de esta doble presencia. Las copias, por así llamarlas, de Cornelia la rebajan o, al menos, le recuerdan la humildad de otros estados. Sin duda, su frágil condición social antes de este matrimonio hace que el texto conecte al personaje con el destino de otras mujeres que bien podrían terminar siendo ella. Así, la pícara prostituta, el ama de cría (imaginaria) y la labradora seducida y abandonada (también imaginaria) son superpuestas, de una u otra manera, a la dama. Igualmente, el duque parece que refuerza su superioridad social al rebajarla con esta broma para después devolverle su dignidad al hacerla su consorte en una escenificación de su magnanimidad. Las burlas sobre Cornelia advierten, entre bromas y veras, del peligro de un descenso social de la dama cuyo destino depende de la voluntad del todopoderoso duque. Tanto Cornelia como su hermano don Lorenzo están a su merced a pesar de todos los gestos de este al hacer valer la dignidad de su sangre. En realidad, todos saben que no existe una manera de obligar contra su voluntad al duque a satisfacer el honor de Cornelia. Como se ha señalado, la estrategia del cura al idear la presentación del niño engalanado y separado de su madre y la presión social ejercida por los testigos españoles, en menor medida, son probablemente las claves de su decisión de aceptar a Cornelia como esposa. Las joyas de Cornelia Por su parte, las joyas de Cornelia, regaladas por el duque durante sus amores secretos, tienen un recorrido interesante a lo largo del texto. Así, cuando se aloja en la posada desea dar el agnusdéi y la cruz de brillantes a los estudiantes que rehúsan la merced; al verse sola quiere vender algunas joyas para costear su huida, que termina siendo pagada por la Cribela; más tarde, por consejo del cura, pone las joyas en el niño; para después, por mandato del duque, ponérselas ella; y, por último, al irse los españoles de Italia, años después, les regala el agnusdéi y la cruz. Las joyas de Cornelia son fundamentales en el establecimiento de la identidad de la dama, siendo garantía de su honorabilidad y de su rango. No obstante, no puede olvidarse que son regalos del duque, el hombre que le ha quitado la honra y que puede devolvérsela.

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Hay un crescendo en el número de las joyas. En un primer lugar, cuando se trata de recompensar a los españoles se nombran dos: el agnusdéi y la cruz. Al adornar al niño ya hay cinco joyas dadas por el duque: «Levantóse el cura y fue donde estaba Cornelia, que ya tenía adornado a su hijo y puéstole las ricas joyas de la cruz y del agnus, con otras tres piezas preciosísimas, todas dadas del duque a Cornelia» (Novelas ejemplares 2: 272) y, por último, cuando Cornelia se adorna para ser presentada como futura consorte aparecen súbitamente «muchas más» joyas, presumiblemente dadas por el duque: «[el duque]se levantó y entró donde Cornelia estaba riquísimamente adornada, con todas la joyas que el niño tenía y muchas más» (Novelas ejemplares 2: 275). Este detalle es interesante porque denota que Cornelia tiene que intensificar su propio valor, definido literalmente desde la belleza física, con una riqueza material suficiente que la distinga de la hermosa labradora de la broma. A lo largo del relato, y sin saberlo ella, las joyas funcionan como un talismán que la protegen de caer en la deshonra. En ningún momento el valor económico de estas es relevante en cuanto a su valor de cambio, aunque sí lo es en cuanto a su valor simbólico. Las joyas no se igualan al dinero en esta novela porque es necesario mantener la distinción entre las costosas alhajas y el dinero. Cuando hace falta pagar algo lo hace la Cribela, mujer humilde, que con sus ahorros costea la huida de la dama. Es necesario advertir la importancia de los signos de riqueza y prestigio como las joyas o las ropas del niño y la ausencia de referencias al dinero en el ámbito de los nobles. Esto es interesante porque se supone que la nodriza (mujer muy pobre) contratada por Cornelia lo hace a cambio de un salario. El dinero devalúa su función y rebaja a aquellos que lo necesitan. La leche humana se constituye en un sistema de producción vinculado a una dimensión económica. Pero también el cuerpo de Cornelia se ha sometido simbólicamente a un intercambio material mediante el regalo de costosas joyas dadas por el duque durante el ambiguo proceso de cortejo/seducción/compromiso. Si se hubiera tratado de un proceso de seducción y abandono, las joyas hubieran servido como pago de los favores sexuales equiparando a Cornelia con una mujer cuya ruina se retribuye económicamente en una suerte de indemnización como tantos casos de estupro fueron resueltos en la época, tal y como se ha visto en el capítulo 1. Al ser respetada la frágil promesa de matrimonio, las joyas actúan como testigos de un compromiso y como garantes de la calidad del dador y de la receptora. Por eso, el ponerlas

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en el hijo tiene una importante dimensión pues ese cuerpo inocente que es sangre del duque de Ferrara lleva prendidas unas joyas que claman por la legitimación de su nacimiento y de su madre. Si el duque hubiera rehusado a cumplir su compromiso con Cornelia esas joyas en el cuerpo de su hijo hubieran perdido su propiedad de ser una generosa reparación de la honra perdida para convertirse en una afrenta y una ofensa a su propia sangre. Solo al final, ya casada y con tres hijos del duque, puede desprenderse de esas joyas que la han acompañado durante el proceso de la restauración de su honra. Igualmente, en menor medida, el cintillo de brillantes del duque de Ferrara tiene su importancia en la trama facilitando equívocos y anagnórisis además de delatar la calidad, riqueza y liberalidad de su dueño al ofrecérselo a don Juan. Como último detalle, el agnusdéi y la cruz son finalmente regaladas a los estudiantes cuando estos regresan a España pocos años después. La novela es muy cuidadosa en establecer que los regalos del duque y Cornelia a los españoles no suponen un pago a sus servicios y no implican una humillación, dada la desigualdad social. El texto insiste machaconamente en las sutilezas que acompañan a las relaciones de poder, así como en los equilibrios necesarios dirigidos a evitar la servidumbre entre desiguales que buscan simulacros de amistad a pesar del abismo social que los separa: «[El duque], por modos honestos y honrosos, y buscando ocasiones lícitas, les envió muchos presentes a Bolonia, y algunos tan ricos y enviados a tan buena sazón y coyuntura que, aunque pudieran no admitirse, por no parecer que recebían paga, el tiempo en que llegaban lo facilitaba todo: especialmente los que les envió al tiempo de su partida para España, y los que les dio cuando fueron a Ferrara a despedirse de él; [...] La duquesa dio la cruz de diamantes a don Juan y el agnus a don Antonio, que, sin ser poderosos a hacer otra cosa, las recibieron» (Novelas ejemplares 2: 277). Las metamorfosis del cuerpo de Cornelia en cuatro momentos Entre las complejas contradicciones de este texto tenemos cuatro momentos en los que se representa de forma distinta el cuerpo de Cornelia, que dejan entrever una serie de prejuicios y creencias en la época con respecto al pecho femenino, la maternidad y la accesibilidad sexual de la mujer.

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La Cornelia virgen y encerrada: el retrato El primer momento en orden cronológico que precede al tiempo de la narración, antes de que el duque de Ferrara irrumpa en la vida de la dama, es el cuerpo de Cornelia tal y como está representado en el retrato que su hermano hace pintar para que haya un testimonio «para el mundo» de su perfecta y asombrosa belleza: «Finalmente, entre paredes y entre soledades, acompañadas no más que de mis criadas, fui creciendo, y juntamente conmigo crecía la fama de mi gentileza, sacada en público de los criados y de aquellos que en secreto me trataban y de un retrato que mi hermano mandó hacer a un famoso pintor, para que, como él decía, no quedase sin mí el mundo, ya que el cielo a mejor vida me llevase» (Novelas ejemplares 2: 252). Es interesante el concepto de fijar en el tiempo una belleza inaccesible a la vista del público por estar celosamente guardada dentro de la casa. El retrato inanimado de la dama servirá de prueba de que la fama de su hermosura estaba bien fundada en su maravillosa perfección física. El valor de Cornelia se cifra en su belleza y en su castidad, de la que es supuesto garante su encerramiento: estas son las características, además de la noble cuna, que establecen el valor de una doncella. El virginal y adolescente cuerpo de Cornelia se traslada a la superficie inerte de un lienzo cuando su modelo vive encerrada en una casa de la que nunca sale mientras la fama de su belleza obsesiona a la ciudad privada de verla. El retrato muestra una perfección absoluta y engañosa tan solo posible en su cualidad de objeto inanimado cuya única relación con la mujer que lo inspira es la semejanza de la apariencia física. Su imagen encargada por su hermano muestra la ilusión de una Cornelia cristalizada en el tiempo antes de que la edad, el amor, la maternidad o el paso del tiempo le arrebaten la perfección de un cuerpo virginal que se asoma a una vida todavía sin estrenar. El cuerpo de Cornelia en su retrato encarna la promesa de un futuro inminente que no ha comenzado. Cornelia «Virgen de la Leche» El segundo momento es el de Cornelia intentando, en vano, alimentar al supuesto niño abandonado. Es una imagen sublimada de la maternidad que, paradójicamente, se muestra más perfecta por la

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virtud que encierra el que una mujer alimente altruistamente a un niño que no es su hijo. Esta imagen se relaciona con la honestidad y con la celestial pureza de María. Antes, en el texto, se nos dice que cuando Cornelia está desmayada don Antonio descubre su rostro y contempla furtivamente su belleza. El rostro de la dama ha sido vedado al caballero español, aunque este la observa mientras la dama está inconsciente. Después de amamantar al niño Cornelia deja caer su velo y se deja ver. No obstante, el texto insiste en la belleza y blancura de sus manos, sugiriendo en cierta forma la pureza y blancura de la leche del estéril pecho de Cornelia: dejó descolgar por las espaldas un velo que en la cabeza traía, dejando el rostro esento y descubierto, mostrando en él el mismo de la luna, o, por mejor decir, del mismo sol, cuando más hermoso y más claro se muestra. Llovíanle líquidas perlas de los ojos, y limpiábaselas con un lienzo blanquísimo y con unas manos tales, que entre ellas y el lienzo fuera de buen juicio el que supiera diferenciar la blancura (Novelas ejemplares 2: 251).

En esta escena, la doncella deshonrada se convierte en una imagen intocable. Su hermosura es una hermosura casta: la belleza intangible y sagrada de una madre. Las reminiscencias de la leche se extienden a las manos de Cornelia. La blancura es un símbolo de belleza y también de pureza. La leche de la Virgen se consideraba la más blanca y dulce que senos de mujer pudieran producir. Juan de Roelas, en su Tratado sobre la belleza corporal de la Virgen, escribe: «y así la leche de la Virgen fue más purificada que la de las demás mujeres, porque en ella hubo suma blancura [...] y por el consiguiente fue también leche de pechos virginales leche dulcísima y sabrosísima, no como la de las demás mujeres, porque esta como tiene mucho de impuridad, tiene menos de dulzor y sabor: pero la leche de la Virgen, como fue purificada por el espíritu Santo, tuvo en sí grandísimo sabor y dulzor»21. La blancura de las manos evoca la de la leche y sugiere la excepcionalidad del personaje relacionándola indirectamente con la iconografía de María lactans. Así pues, la única imagen maternal que el texto nos ofrece de Cornelia ocurre cuando parece que el niño que tiene en sus brazos no es su hijo y su leche todavía no llena sus senos. Es una imagen estéril, casi como una estampa o una pintura que, precisamente por esa esterilidad 21

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Roelas, Hermosura corporal de la Madre de Dios, fol. 137r-v.

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aséptica, dignifica la presencia de la nueva madre en la casa de los estudiantes y la convierte en un ser glorioso e inaccesible22. Cornelia en el puerperio Poco después, con el ama Cribela, en un tercer momento con respecto al cuerpo de Cornelia, se sugiere el asunto de los cuidados íntimos después del parto. Los estudiantes le piden que se ocupe de ella, por ser mujer y por saber más del trance por el que está pasando. Como ya se ha apuntado, durante el puerperio se consideraba impuro el cuerpo de la mujer. Esta ‘impureza’ e inaccesibilidad de Cornelia se vuelve a poner de manifiesto cuando la Cribela le dice que los estudiantes la respetarán mientras esté «mala» puesto que el cuerpo de Cornelia en esos momentos es un cuerpo tabú y no hay deseo masculino que la amenace. La momentánea sublimación de Cornelia mediante la fugaz sugerencia mariana ha pasado ya y el cuerpo de Cornelia desde que anuncia su infructuoso intento de alimentar al niño se convierte en un cuerpo que necesita trascender los vestigios del alumbramiento. Juan Transcribo lo que Roelas, Hermosura corporal de la Madre de Dios, fols. 135v-136r, escribe sobre la belleza de los pechos de María a la que identifica sin ninguna explicación con la esposa del Cantar de los Cantares. Atribuye su descripción al Espíritu Santo que con sus «ojos de lince» es capaz de verlos. No deja de ser curiosa esta obsesión en la época por ‘ver’ y exponer mediante la descripción el cuerpo de las mujeres, tendencia de la que no se libra ni la figura de María que encuentra en la fabulación de Roelas sobre el Espíritu Santo una encarnación de esa pulsión escópica: «dice el Espíritu Santo tratando de la gracia que en ellos tenía, que sus pechos eran semejantes a dos cabritillos de una cabra parida, que paciendo andaba entre los lirios: y fue una de las más galanas comparaciones [...] demás que las cabezas de los cabritillos tienen gran semejanza con los pechos de las mujeres, porque estos, en su principio y nacimiento son gruesos y algo redondos, y en su remate puntiagudos con los pezones entre pardo y negro, y así son las cabezuelas de los cabritillos [...] pues por el ser pequeños y nuevos da tanto placer a los que los miran y por tener tanta semejanza en sus cabezas con los pechos mujeriles, por esta causa son comparados a ellos más que otra cosa y así los pechos de la Santísima Virgen María, como pechos de Virgen que eran, estaban ceñidos y muy bien acabados. De esta parte en particular, no he hallado cosa alguna en los santos, porque como parte que suele traerse cubierta, principalmente en mujeres honestas y virtuosas, no llegaron aquí ojos humanos; y así nadie escribe en la forma que era, sino sólo el Espíritu Santo, que con su vista de más que lince los pudo ver y comparar». 22

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López de Salamanca, en su Libro de las historias de Nuestra Señora ampliamente citado en el capítulo 3, se ocupa de los aspectos más íntimos del cuerpo de María y, como otros autores, insiste en que su cuerpo humano de madre, por «privilegio especial» es un cuerpo «candado» o cerrado del que jamás sale ninguna secreción, humor o excremento, excepto la leche23. Esta noción del cuerpo hermético de María es importante porque en la misma escena central de la novela, la del amamantamiento del supuesto niño abandonado, se traza una trayectoria desde lo sublime y perfecto, con las reminiscencias marianas y las blancas manos, al purgatorio femenino del puerperio. Un aspecto fundamental del puerperio era la toxicidad de los calostros que, como se ha visto, se consideraba parte de la purgación de los loquios a través del blanqueamiento de la sangre uterina. La escena de la lactancia finaliza con la realidad del cuerpo biológico y los prejuicios sobre el posparto en la época: tabú, repulsión y restos de la madre sexual. El discurso científico se pliega claramente a los prejuicios morales y culturales sobre la sexualidad femenina. Gail Kern Paster afirma que en la Inglaterra de la Edad Moderna hay una profunda misoginia en los textos sobre reproducción, escritos casi exclusivamente por varones, en los que puede ser interpretado como «discomfort with the f luids and processes of female physiology and with the technical events of birth. In reproduction, the female body was not only different as usual from the male body but different from itself in a way that, at its most dangerous, threatened contamination of self and baby»24. En esta novela ejemplar, el cuerpo de Cornelia no deja de presentarse en diferentes ‘avatares’ que se superponen sincrónicamente: de la imagen inspirada en las vírgenes de la leche se pasa a un cuerpo enfermo (‘estar mala’) que textualmente necesita ‘sanarse’. El proceso del puerperio se identifica con un estado patológico que termina con la curación/purificación tras el tiempo de cuarentena. Este estado ‘transitorio’ del cuerpo de Cornelia la sitúa fuera de los cauces de la deseabilidad y la pone, veladamente, en el terreno de la La leche de María se vincula a una interpretación teológica en las lactaciones de santos, tales como las de san Bernardo, san Cayetano y san Agustín, ampliamente representadas en el arte de la época. López de Salamanca, Libro de las historias de Nuestra Señora, pp. 101-102. 24 Paster, 1993, p. 173. 23

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abyección. En realidad, el cuerpo femenino y la noción de abyección están íntimamente relacionados con respecto a la menstruación, el posparto, y en algunos momentos históricos y en ciertos ambientes, la lactancia. Según una de las acepciones del diccionario de la RAE, la abyección significa degradación. El cuerpo impuro con la purgación de los loquios es un cuerpo degradado, fuera del circuito de la seducción y la belleza25. Jane M. Ussher afirma que la fecundidad del cuerpo femenino es un recordatorio de la deuda del hombre con la naturaleza que amenaza con colapsar tanto la frontera entre lo humano y lo animal como lo civilizado y lo incivilizado. Basando ampliamente su lectura en la noción de abyección de Julia Kristeva, afirma que la corporalidad del cuerpo grávido, el parto, el puerperio y la lactancia «stand at the pinnacle of that which signifies abjection», pues el cuerpo femenino asociado con todas las fases de la reproducción es esencialmente grotesco y asexual 26. Cornelia en el reencuentro con el duque: belleza y valor femenino El cuarto momento en esta progresión del cuerpo de Cornelia es su encuentro con el duque —siendo esta ‘progresión’ una fantasía narrativa que representa diferentes fases en el cuerpo de una mujer. Como se ha indicado, la acción novelesca ocurre en unos pocos días, con lo que habría una concurrencia temporal, que es lo contrario de lo que el texto expresa—. Con el reencuentro con el duque, figurativamente, se inaugura una etapa diferente marcada por el espacio en vez de por el tiempo. Así, su decoroso hospedaje en casa del cura, acompañada por su nodriza y el ama Cribela señala una nueva fase en su vida y en su cuerpo. Simbólicamente el cuerpo de Cornelia es un cuerpo renovado al que ha regresado la belleza y la capacidad de atracción erótica (aunque técnicamente esté en el puerperio, la licencia literaria la sitúa en un espacio de plena belleza con las huellas de su maternidad dejadas atrás). Para que esta transición con respecto a la percepción de su Paster, 1993, p. 192, afirma: «Even more than the suspiciously eff luent female body in other states, the parturient body f lowed—with the f luids released at birth, after birth, and in lactation». 26 Ussher, 2006, pp. 86-87. En relación con este tema de lactancia y puerperio tiene especial relevancia el capítulo 3, pp. 86-125. «Embodying the grotesque feminine: the pregnant and post-natal body». 25

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cuerpo sea posible, es fundamental la existencia del ama de cría. En este matrimonio ‘por gusto’ la hermosura física de Cornelia es condición sine qua non. La principal obligación de Cornelia en este momento para con el duque, su hermano y su propio destino es la de ser bella. Se puede decir que el pecho erótico vence al pecho nutricio en esta novela ejemplar. Su maternidad no supone que en ningún momento su carne se degrade con el trabajo de la lactancia. Detrás de estos detalles sobre maternidad y crianza presentes en este texto cervantino hay todo un mundo de creencias sobre belleza, obligaciones de esposa en ciertos ambientes, acoso reproductor, sesgos de clase social y pruritos de nobleza que son posibles gracias a un mercado de amas de cría con historias propias de maternidades no muy felices. Estas dos realidades correspondientes a dos clases sociales muy diferenciadas se ven refrendadas y cuestionadas a la vez por una multitud de moralistas que insisten en la lactancia materna, una legión de maridos que la prohíben y un mar de normas, consejos, proscripciones, modas, prácticas, creencias, prejuicios, imágenes y expectativas con respecto al pecho femenino. El cuerpo de Cornelia, como el de Gabrielle d’Estrées en el capítulo anterior, se aleja de la reproducción para reinventarse en un cuerpo erótico y casi virginal por obra y gracia del deseo de un hombre poderoso que sublima y ensalza ese mismo cuerpo listo para el placer —y para nuevos hijos— frente al cuerpo utilitario de su nodriza sin nombre y sin voz. Esta mujer anónima solo existe por y para el alimento del niño como si todo su organismo funcionara con el único propósito de que sus pechos segreguen el alimento esencial para que el recién nacido sobreviva fuera de la placenta de su madre tras el parto. La nodriza-cuerpo libera a la madre de esa reducción cultural que convierte a las mujeres que crían en cuerpos nutricios inaccesibles a sus maridos, situándolos fuera del circuito de la belleza y seducción a pesar de que, en casi la totalidad de los textos literarios, por ejemplo, la belleza se convierte en el principal factor del valor femenino27. Lo que hace la nodriza, entre otras cosas, es borrar las huellas de la maternidad 27 Bergmann, 2002, p. 94, explica que tan solo en el caso de mujeres de las clases más elevadas se elabora por parte de teólogos el concepto de ‘deber conyugal’ para las mujeres que implicaba el uso de amas de cría con el fin de evitar que la abstinencia sexual requerida durante la lactancia causara daños morales en los maridos haciéndolos caer en el adulterio. Lo curioso es que en ningún caso estos escrúpulos de conciencia se aplican a otras clases sociales: «The concept of an upper-class wife’s “conjugal duty” toward her husband was deployed to support

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del cuerpo de su ama, hacer deseable y erótico el cuerpo de la esposa que se ‘limpia’ de la ‘ignominia biológica’ que supone la crianza que, en una contradicción irreductible, es por un lado vista como una función noble, y por otra, como un rebajamiento casi animal. Dado que el cuerpo erótico y el cuerpo reproductor son contemplados por la cultura como incompatibles, surge la necesidad de establecer el uso de nodrizas en las clases privilegiadas. La novela de La señora Cornelia muestra claramente esas distintas fases del cuerpo de la mujer que se corresponden con distintos puntos de vista sobre la maternidad y la crianza en el imaginario colectivo. Conclusión En suma, los sucesivos ‘cuerpos de Cornelia’ que acabamos de ver presentan una serie de disyuntivas sobre el cuerpo de las mujeres y la sexualidad en la España de la Edad Moderna. Esta sucesión de representaciones de Cornelia tan vinculadas con lo biológico corresponde a distintas etapas y momentos del avatar vital de las mujeres en relación con la sexualidad y la reproducción 28. Así, tenemos a la Cornelia doncella, ref lejada en un retrato inane, sin peligro de ser borrada por el tiempo o por la vida, lista para ser admirada en su cristalizada perfección; la Cornelia que amamanta en relación con el ideal mariano en un remedo frustrado de la imagen inalcanzable e inasequible de la Virgen de la Leche; el cuerpo fértil y reproductor de la Cornelia que acaba de alumbrar, y el cuerpo bello y erótico de la Cornelia que se reencuentra con el duque. Estos dos últimos cuerpos de Cornelia se enfrentan como dos opuestos irreconciliables que no pueden coexistir en el mismo tiempo, aunque habiten en el mismo sujeto. En «Divine Women», Luce Irigaray señala cómo la belleza femenina se asocia con la capacidad de seducir. La belleza femenina está indisolublemente vinculada con el deseo de los otros y no contribuye the practice of wet- nursing, while the constraints upon lower-class couples were not a topic of theological or medical discourse». 28 Wiesner, 2000, p. 52, apunta que, así como las edades del hombre se dividían tradicionalmente en siete siguiendo un orden cronológico acorde con la madurez y evolución de su cuerpo, en el caso de las mujeres su clasificación se debía a su situación con respecto a su ‘sexual status’ o a su relación con un hombre: virgen (doncella), madre, casada, viuda, etc.

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a la construcción de uno mismo, de su centro29. Para esta crítica, la belleza queda en el exterior del ser siendo algo superf luo que no contribuye a un enriquecimiento de la subjetividad femenina. «Female beauty is always considered a garment ultimately designed to attract the other into the self. It is almost never perceived as a manifestation of, an appearance by a phenomenon expressive of interiority—whether of love, of thought, of f lesh». Para Irigaray, la maternidad implica una profunda enajenación del sujeto femenino al estar vinculada a la castidad y al suponer una deformación del cuerpo seductor30. Así, la belleza se erige en uno de los factores que establecen el valor de la mujer íntimamente vinculado a la facultad de ‘gustar’, de suscitar deseo. La belleza ha sido esbozada tradicionalmente desde la mirada del varón pues ha sido descrita, pintada, representada y creada como un ref lejo del deseo masculino. Por lo tanto, dado que el cuerpo maternal debe ser un cuerpo casto, este cuerpo se ve sometido a una crisis ontológica pues ya no puede estar vinculado a su poder de atracción. El cuerpo reproductor, por consiguiente, se asexualiza y se desplaza al margen de la atención masculina al quedar fuera de la dinámica del deseo, siendo este la razón de ser de la noción tradicional de belleza en la cultura occidental. Es interesante en esta novela la obsesión de los hombres por ‘ver’ a las mujeres sin su permiso en una suerte de posesión simbólica de aquello que deliberadamente se oculta. El texto se refiere específicamente a la desnudez, tanto del rostro, que se suele cubrir por decoro en lugares públicos, como del cuerpo. Recordemos que los dos estudiantes se obsesionaron por ver a la encarecida e inaccesible Cornelia Bentibolli y a otras damas principales. Cuando esta es llevada a la posada por don Antonio, el español la contempla descubriendo su rostro mientras está desmayada: «y ella en entrando se arrojó encima de mi lecho desmayada. Lleguéme a ella y descubríla el rostro, que con el manto traía cubierto, y descubrí en él la mayor belleza que humanos ojos han visto» (Novelas ejemplares 2: 247). Recordemos también cómo 29 En relación con esta idea Irigaray, 1993, p. 64, afirma que «Women have rarely used their beauty as a weapon for themselves, even more rarely as a spiritual weapon. The body’s splendor has rarely been used as a lever to advance self-love, self-fulfillment». 30 Irigaray, 1993, p. 65: «motherhood, with its associations to bodily deformity and the link often made between it and chastity [has been] [...] passively abject, reduced».

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la prostituta Cornelia es ‘descubierta’ por don Lorenzo al arrancar la sábana «con despecho y cólera» (Novelas ejemplares 2: 270), exhibiendo su desnudez contra su voluntad y cómo la muchacha se cubre la cara. Más allá del acto de desnudar el rostro o el cuerpo de la mujer, en esta novela las mujeres se ocultan y los hombres porfían por descubrirlas a su vista. Por ejemplo, recuérdese la petición del duque por ver a la ficticia ama de cría y la teatral aparición de Cornelia después de que su hermano y los españoles esperaran ver a la hermosa campesina. Y, por último, adviértase cómo don Lorenzo resume el conf licto de honra con el duque como una lucha entre dos pares de ojos: sus ojos de Argos y los de lince de su oponente. En este texto que muestra un mundo de luz y de sombras se establece que ver, mirar, y descubrir son una forma masculina de apropiación de la mujer a través de su imagen31. En efecto, la imagen de la mujer, su presencia física percibida por los ojos masculinos constituye un simulacro de su individualidad y de su integridad como persona. Ver es una forma atemperada de posesión, una fantasía de dominio en un juego de poder simbólico: la insistencia en la mirada masculina en esta novela redunda en esa agencia que define y forma el sujeto femenino como cuerpo, como apariencia. Esta mirada posee el efecto de configurar la belleza como una cualidad exterior que no penetra en la subjetividad de la mujer. En esta novela la seducción femenina es inexistente: las mujeres se cubren y se esconden de la mirada ajena con la excepción de la importante escena en la que, por voluntad del duque, Cornelia desfila en una especie de examen de su belleza adornada por las joyas a las que nos hemos referido. Así se produce una puesta en escena en la que la misma Cornelia se convierte en espectáculo para placer del duque que exhibe a su futura esposa en una cuidada coreografía destinada a don Lorenzo y los dos españoles32.

De Armas Wilson, 2000, p. 58, insiste también en la desarrollada visualidad presente en el texto. Por ejemplo, cita la siguiente frase pronunciada por Cornelia cuando cuenta su historia «vi al duque, él me vio a mí, de cuya vista ha resultado verme como me veo». También nota acertadamente la importancia del verbo «refigurar» en esta obra cuyo significado de «volver a figurar en la imaginación una idea» es importantísima en los cambios de percepción de los personajes. Cita como ejemplo a don Lorenzo cuando tiene que «refigurar» que su hermana ya no es una mujer deshonrada. 32 «En esto, entró por la sala adelante Cornelia, en medio del cura y del duque, que la traía de la mano, detrás de los cuales venían Sulpicia, la doncella de 31

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Para finalizar, la novela ejemplar La señora Cornelia nos muestra un mundo de luces, aparentemente frívolo en el conf licto de honra que se minimiza continuamente pues siempre se nos indica la nobleza y virtud del duque de Ferrara. Sin embargo, el texto, como se ha visto, se asoma a una realidad mucho más turbia que apenas se insinúa pero que está presente. Reforzando la presencia de esa otra realidad apenas vislumbrada, pero poderosa, casi todos los elementos de esta ficción literaria tienen su opuesto: la prostituta Cornelia frente a la dama del mismo nombre, el ama de cría real frente al ama de cría imaginaria, las joyas de carácter religioso (el agnusdéi y la cruz), frente a la sordidez del dinero, y el mundo de los nobles frente al de los sirvientes. A través de una historia aparentemente simple se sugiere un mundo rutilante de riqueza, nobleza y obsesión por la dignidad de la sangre unido invisiblemente a otro de sombras, de pobreza y servidumbre femenina. Como otras historias cervantinas, esta es una historia de mujeres —Cornelia, el ama de cría, la Cribela, la prostituta— que se desenvuelven en un mundo regido por varones. Cornelia es un personaje poliédrico, con muchas facetas. En ella se construyen varias instancias con juegos de dobles, de sombras, de posibilidades vitales que se anuncian, que se deshacen como burlas, que permanecen en el dibujo del personaje. Cornelia es una mujer en medio de las normas de la honra, del amor, de la reproducción, del matrimonio, de la crianza, del linaje y de la belleza. La pregunta que cabe hacerse tras la lectura de esta novela ejemplar sería la de averiguar el valor de Cornelia siguiendo los criterios de la época sobre la valoración de los seres humanos según Steven Hutchinson33. Lo importante de este interrogante es

Cornelia, que el duque había enviado por ella a Ferrara, y las dos amas, del niño y la de los caballeros. »Cuando Lorenzo vio a su hermana, y la acabó de refigurar y conocer, que al principio la imposibilidad, a su parecer, de tal suceso no le dejaba enterar en la verdad, tropezando en sus mismos pies, fue a arrojarse a los del duque, que le levantó y le puso en los brazos de su hermana; quiero decir que su hermana le abrazó con las muestras de alegría posibles. Don Juan y don Antonio dijeron al duque que había sido la más discreta y más sabrosa burla del mundo. El duque tomó al niño, que Sulpicia traía, y dándosele a Lorenzo le dijo: »—Recebid, señor hermano, a vuestro sobrino y mi hijo, y ved si queréis darme licencia que me case con esta labradora, que es la primera a quien he dado palabra de casamiento». (Novelas ejemplares 2: 276. 33 Hutchinson, 2001, pp. 69-122.

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que su respuesta no está vinculada al mérito, al linaje o a la belleza de la protagonista, o al menos no de forma absoluta. Su valor depende exclusivamente de la decisión del duque: de esta manera Cornelia puede valerlo todo y ser una de las mujeres con más poder y riqueza de Italia o, por el contrario, puede ser una mujer deshonrada y marginada, rechazada por su amante y su orgulloso hermano. Su suerte se extiende a la de su hijo que puede ser o un expósito abandonado en una inclusa (se consideraba lícito que una mujer de alcurnia abandonara a su hijo por motivos de honra, como se ha visto en el capítulo 5) o el heredero del ducado de Ferrara. * * * Lo que La señora Cornelia pone de manifiesto es la fragilidad del valor de las mujeres, su falta de seguridad en una sociedad que puede arruinar su existencia por transgredir las normas con respecto a la honra, la sexualidad y su función en la economía del matrimonio y la reproducción. En el capítulo cuatro hemos visto cómo Feliciana iba a ser ‘ejecutada’ por su padre y hermano en la puerta del monasterio de Guadalupe por haberse casado en secreto con un hombre que no había sido elegido por su clan; en el capítulo dos nos hemos asomado al callado dilema de la duquesa que, a pesar de su arrogancia, teme por su estatus y se somete a un cruento procedimiento para procurar su fertilidad; en la Introducción de este libro vemos cómo Esperanza es ‘perdonada’ y vive una vida de esposa anónima habiéndose librado del desastroso fin de las prostitutas gracias a la merced de un marido milagroso; y por último, en el capítulo uno nos asomamos a dos personajes femeninos que ilustran maravillosamente dos vidas, alteradas para siempre por la violencia sexual ejercida contra ellas, que intentan reparar su arruinada honra con sendos matrimonios, de pronóstico más que incierto. Así, Dorotea se enfrenta a un matrimonio probablemente irrealizable con el hijo de un grande de España (matrimonio que el texto deja, significativamente, fuera de sus páginas) mientras que Leocadia tiene que revivir cada noche el evento más atroz de su vida, su violación, en la misma estancia y con el mismo hombre que ahora es su marido, probablemente en el final feliz más amargo de la obra cervantina.

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La imagen de la sirena, como ha sido notado repetidas veces en este libro, encarna a la perfección las contradicciones y dilemas con respecto al cuerpo de las mujeres en la cultura de los Siglos de Oro. En La señora Cornelia puede vislumbrarse que las prácticas en las clases privilegiadas con respecto a la lactancia, además de consideraciones prácticas sobre la disponibilidad sexual y la reproducción, esconden un recelo y un temor hacia una estadía demasiado prolongada en el limbo del cuerpo reproductor del que la crianza es una extensión. La sirena representa la imposibilidad de reprimir en el cuerpo femenino aquellos aspectos biológicos vinculados a la sexualidad y la reproducción que han sido secularmente considerados vergonzantes e indignos. La sirena representa también la idealización del cuerpo femenino bajo un ideal de belleza que lo sitúa fuera de los límites de lo humano pues este se ve traicionado por la edad, la menstruación, los embarazos, los partos, el puerperio y la lactancia. Paradójicamente, desde el discurso científico/moral de la cultura clásica hasta la Edad Moderna, la mujer es definida, estudiada, apreciada y tolerada por su función generadora. Sin embargo, en un giro perverso, la noción de la mujer, al menos en la época que nos ocupa, se empeña en ocultar, disimular, avergonzar y negar la rotundidad de la naturaleza y sobreponer esta a la tiranía de la belleza creando una dicotomía imposible entre lo corporal y lo espiritual. Además, dicha dicotomía encierra una de las falacias más grandes de nuestra cultura pues la noción de belleza femenina pertenece al ámbito del cuerpo, por mucho que haya querido sublimarse, como por ejemplo desde el neoplatonismo, dotándola de un aspecto espiritual. En la mujer de los Siglos de Oro casi todo lo relativo a ella se refiere a su dimensión corporal. Esto ocurre tanto en obras literarias como en representaciones artísticas, tratados de medicina, códigos legales, obras de carácter filosófico y, muy especialmente, en textos de carácter prescriptivo como los de los moralistas con sus intentos de codificar y establecer normas de conducta bajo las que deberían conducirse las mujeres. Indiscutiblemente, la noción de mujer en la época áurea tiene mucho que ver con el recelo que produce el poder de su cuerpo pues este se revela como imprescindible, deseable, tentador, condenable, así como temido, reprimido, admirado, despreciado, sublimado e irreductible. No obstante, casi nunca se tuvo en consideración la subjetividad de la mujer, propietaria de ese cuerpo que la define, para superar y trascender la interpretación establecida sobre ella misma. En

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este sentido, la literatura de Cervantes constituye una gozosa anomalía con respecto a su tiempo pues nos ofrece a través de sus obras una ref lexión profunda sobre la dimensión humana de las mujeres que pueblan sus páginas.

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BIBLIOGRAFÍA SELECTA

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ÍNDICE ONOMÁSTICO Y TEMÁTICO

abandono infantil/expósitos 30, 265-87, 293, 297, 302-05, 315 acoso reproductor, mujeres nobles 10206, 112-13, 121-24, 236-41, 245-53 adulterio 43, 56 Agustín de Hipona, 43, 46, 117, 144, 149, 150, 220, 239 n. 22 Alberich, José 284 n. 127 Alcalá Yáñez, Jerónimo de 195, 243 n. 36 Alfonso de Este 316 Alfonso X 38 Álvarez Santaló, León 266, 269-70, 282-83 Álvarez-Osorio, Antonio 114 Amar y Borbón, Josefa 236, 252 Ambrosio, san 144 amor cortés 112, 148 Ana de Austria 105 Ana María Mauricia (infanta) 49 anatomo-política 112 Andersen, Hans Christian 118 n. 50 Arellano, Ignacio 16 n. 5 Arena, Silvana 172 n. 4 Ariosto, Ludovico 110 n. 37 Aristóteles 14 n. 1, 81 n. 53, 105 n. 32 Armon, Shifra 162 n. 61 Armstrong-Roche, Michael 177, 178 n. 12, 187 n. 15, 204 Aronson, Stacey 52 n. 23 Arteta, Antonio 271-73 Astete, Gaspar de 62, 242 Baños Vallejo, Fernando 153 n. 50 Barahona, Renato 64 n. 33, 65, 73

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Barba Azul 163 Barella, Julia 90 Barrionuevo, Jerónimo de 83, 90 n. 2, 103, 104 n. 25-31, 247-48, 313 belleza 328-31 Bennassar, Bartolomé 103, 122 n. 58 Bergmann, Emilie 157, 232, 234 n. 9, 236 n. 13, 294, 319, 329 Bernardo de Claraval 149, 151 Berriot-Salvadore, Evelyne 80, 95, 97, 98 n. 14 Bilbao, Antonio de 23 n. 15, 264 n. 78, 272-83 bioética 292 biopolítica 292 Bloch, R. Howard 145-48, 151 Bonells, Jaime 235, 252-54, 258-61, 264, 300 n. 8 Bourdieu, Pierre 31-32, 213-14 Bourgeois, Louise 98 n. 14 Brochero, Luis 271, 276 Bronzino, Agnolo 88 Bryson, Norman 39 n. 1 Cabrera de Córdoba, Luis 103 Calderón de la Barca, Pedro 53 Calígula 243 n. 36 calostro 299-300, 327 Cantar de los cantares 215 canto (de Feliciana) 198-202, 205-22 Caraglio, Jacopo 39 Carbón, Damián 95 n. 8, 99, 127-28 Carbonell, padre 122 Caridad romana 291, 297 Carlos I de Inglaterra 49, 291

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Carlos II de España 121, 238, 246 Carlos IV 276 Carlos V 268 Carlos Varona, María Cruz de 172 n. 5-6, 211-12 Carroll, Margaret 51 Carvajal, Mariana de 157 Casalduero, Joaquín 177 castidad 26, 29, 133-149 Castillo, Moisés 21 n. 13 Catty, Jocelyn 43, 48 Celestina 238 Cerda, Juan de la 62, 140-41, 232, 23943, 252 Cervantes, Miguel de 59 La Galatea 86 Don Quijote Altisidora 89, 92, 100-01, 104, 10812, 118-20, 139 n. 39 Ana Félix 89, 160 Camila 89, 137 don Quijote 85-86 doña Rodríguez 89-92, 99-101, 107, 112, 118-19, 162-63 Dorotea 38, 45, 61-73 passim, 8184, 89, 107, 293, 312 Dulcinea 89, 109-110, 120 duque 91, 101 n. 20, 108 duquesa 89-124, 139 n. 39 Marcela 62, 89, 107 Maritornes 89 Teresa Panza 7, 109, 112, 159 Zoraida 89, 160 El curioso impertinente 21 n. 12, 137 Camila 89, 137 La tía fingida 13, 22-28, 84, 134, 267 Esperanza 22-28, 84, 267 La gitanilla 134, 210-11 Preciosa 210-11 La española inglesa 134 La fuerza de la sangre 20, 38, 45, 48, 61, 68, 73-83, 134, 160, 164-65, 224, 293, 301 Leocadia 45, 63-64, 66, 68, 73-83, 134, 160-61, 165, 224, 293, 301, 316 El celoso extremeño 134, 137

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Leonora 134, 137 La ilustre fregona 37, 45-49, 63-64, 80, 164-65, 170-73, 193, 301, 316 Costanza 37, 45-49, 63 n. 31,165, 170-71 ‘la señora peregrina’ 45, 165, 17072, 293, 301 La señora Cornelia 31, 83, 164-65, 231, 291-336 Cornelia 83, 165, 291-336 El coloquio de los perros 134 La entretenida 138 Pedro de Urdemalas 267 Persiles y Sigismunda 134, 164, 293 Auristela 181, 196, 201, 207, 209 Feliciana de la Voz 30, 134, 152 n. 48, 164-65, 169-224, 231, 292-97, 301, 316 Parraces, Diego de 191 Ricla 159 Childers, William 177, 194 n. 17, 205 n. 21, 216 n. 34 Clamurro, William 45 Close, Anthony 90, 110 n. 37 Cluny, Odo de 117 concepción 48 consentimiento sexual 43, 48 Covarrubias, Sebastián de 81 n. 53, 93 crianza/lactancia 28, 30, 227-267, 30204, 335 Crisóstomo, san Juan 117, 252 Cruz, Anne 72, 101, 107, 134 n. 15 cuerpo femenino 192-96, 204-05, 214, 335 abyección 117, 328 teoría médica y científica 111 Culpeper, Nicholas 300 cultos femeninos 217-18 Curran, Leo 52 n. 23 d’Arras, Jean 118 n. 50 d’Aulnoy, Madame 238 d’Estrées, Gabrielle 226 (ilustración), 227, 230, 236, 329 Dalarun, Jacques 117 n. 47, 145, 149 n. 37 Dama, la 112-16, 121, 147-48 Delumeau, Jean 117 n. 49

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ÍNDICE ONOMÁSTICO Y TEMÁTICO

DeTurk, Sabrina 41 n. 2, 43 n. 5 Dioscórides Anarzabeo 232, 235, 238 n. 19, 242 n. 32 distinción social 251-53 Domínguez Ortiz, Antonio 268 n. 85, 285 Durandus de Champagne 150 Egido, Aurora 177, 215-17 Egido, Teófanes 269 n. 85 El Saffar, Ruth 166, 177 Elias, Norbert 113-114 Elkins, James 120-21 Enrique IV de Francia 227 Enríquez, Juan 143 Escudero Buendía, Francisco Javier 191 n. 16 esterilidad femenina 102 estilística de la existencia 111 estupro/ violencia sexual 28, 38, 54-68 Farfán, Francisco 143 Fariñas, Gabino 122 Feijoo, Benito 132 Felipe II 105 Felipe IV 49, 90 n. 2, 212, 276 Felipe Próspero, príncipe 247 Felipe V 129 Fernández Navarrete, Pedro 275 n. 102, 276 n. 103 Fernández Peinado, Laura 298 Fildes, Valerie 259-61, 293 n. 1 Fisas, Carlos 122 n. 59 Forcione, Alban 177, 215-16 Ford, Richard 284 Foucault, Michel, 18-19, 112 Fragoso, Juan 97 n. 12 Francini, Gian Lorenzo 122, 123 n. 60 Freud, Sigmund 140 n. 20 Fuente Galán, María del Prado 272 n. 90, 276 n. 105, 278 n. 110, 283 n. 125 Fuentelapeña, Antonio de 81 fuentes, prácticas médicas 92-94 Gacho Santamaría, Miguel Ángel 249 n. 49 Gacto, Enrique 67 galénica, teoría 78-80, 96, 150 n. 39 Galeno 97

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Gallagher, Catherine 166 García Lorenzo, Luciano 134 n. 15 García Santo-Tomás, Enrique 231, 263, 294 n. 3 García, Santiago 271-72 Gentileschi, Artemisia 69 Gerber, Clea 134 n. 15 Gómez Montero, Javier 110 n. 37 González Echevarría, Roberto 107 n. 36 González Navarro, Gabriel 97 n. 12 Gordonio, Bernardo 78-79 Granges, David des 126, 164 Gregorio Magno, san 220, 239 Guevara, Antonio de 232, 234 n. 9, 237, 241-44 Guibert, Philebert 98 n. 14 Gutiérrez de Godoy, Juan 128 n. 3, 233, 237-51 passim, 258-59, 264-65 habitus 32 Hayman, Francis 70-71 Hernández, Rosilie 173 n. 7 Hervás y Panduro, Lorenzo 278-79 heterotopía 180-87, 193 hexis 31-32 Hipócrates 97, 98 n. 14 Holmes, Ann Summer 139 n. 40 honra 27-28 Huarte de San Juan, Juan 81 n. 53, 95, 96, 256-57 humores, teoría 95 Hutchinson, Steven 21 n. 12, 333-34 Ibero, Alba 173 n. 8 Iberti, José 236, 237, 254-55 Ife, B. W. 177, 207 n. 22 Ilustración 253-55, 271, 276 Ilzarbe, Isabel 272 n. 90, 277 n. 109 Inmaculismo 215 Inocente III, 150 Irigaray, Luce 293, 330-31 Isabel de Borbón 49, 103, 172 n. 6, 250 Isabel II 248 n. 46 Jameray-Duval, Valentin 116 Jehle, Fred 110 n. 37 Jeong, Jenny 153 n. 50 Jeremías 120 Jerónimo, Agustín 155 Jerónimo, san 220

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Jiménez Monteserín, Miguel 210 n. 24 Jiménez Moreno, Arturo, Juan 153 Joaquín de Murcia, Pedro 271-74 Joly, Monique 110 n. 37 Juan de Austria 105 Junceda Avello, Enrique 103, 246 Justiano, Juan 235 n. 10 Katz, Melissa 215 n. 33 Klapisch-Zuber, Christiane 146 n. 32, 147 n. 33, 293 n. 1 Kristeva, Julia 317, 328 La naturaleza en su forja (ilustración) 168, 170 Lacan, Jacques 111 Laguna, Ana 21 n. 12 Laguna, Andrés 232, 235, 238 Langle de Paz, Teresa 16 n. 6, n. 8 Lappin, Anthony 80. n. 52 Laqueur, Thomas 77-78, 166 Lauer, Robert 110 n. 37 Lee, Christina 46, 171 n. 2, 218 León, Pedro de 23 n. 15 Lera Gil de Muro, Mathías de 93-96, 99-101 Lewis-Smith, Paul 47 Liébault, Jean 80 n. 51, 98 n. 14 Lobera de Ávila, Luis 97 n. 12, 99, 105, 128 López de Salamanca, Juan 153-54, 327 López de Úbeda, Francisco 243 n. 36 López de Villalobos, Francisco 97 n. 12 Lozano Renieblas, Isabel 173, 177, 182 n. 14 Lucrecia, violación de 37-48, 80 n. 52 Luis de León, fray 232, 241, 242 Luis Gabriela de Saboya 129 Luis XIII, 49 Luján, Pedro de 138 n. 18, 140 n. 21, 232, 240-43, 318-19 Machiavelli, Niccolò 43, 51 Maestre, Lucas 122 Marcial 300 Margarita de Austria 103, 210-12 María Luisa de Orleans 121-23 Mariana de Austria 90, 103 Márquez Villanueva, Francisco 26 n. 20, 92 n. 3, 110 n. 37 Martín, Adrienne 25, 84

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Martínez-Burgos García, Palma 298 maternidad/madres 28, 30, 134, 149-63 passim, 185-87, 196-205 madres en la ficción 137-38, 198 culto mariano y maternidad 172-75 madres vs. nodrizas 231-67, 293 matrimonio: sexualidad 139-44 Matthews-Grieco, Sara 143 Maura Gamazo, Gabriel 122 n. 64 Mauriceau, François 98 n. 14 Medici, Marie de 49, 98 n. 14 médicos sobre lactancia materna 232-36 Melusina 117 menstruación 95, 104 Mercado, Luis de 96-101 passim, 128 Mexía, Vicente 143 Micozzi, Patrizia 177, 215-16 misa de parida (churching) 209-14, 300 misoginia 15-18, 117, 144-57 passim Molho, Maurice 134 n. 15 Monda, fiesta de la 217-18 Montagut, Eduardo 248 n. 46 Montalvo, Tomás de 271 Monteagudo, condesa de 174 n. 11 Montero Reguera, José 174 n. 10 Monzó, Quim 135 n. 16 moralistas sobre lactancia materna 232-36 mujeres, en la ficción áurea 135-38 Murillo, Luis Andrés 85 n. 61 Nadeau, Carolyn 21 n. 13, 243 n. 35, 244 n. 38 naturaleza (en Feliciana) 169, 180-87, 193, 204-05, 222 Navas, Juan de 129 Neary, Elizabeth 25 n. 19 Nelson, Bradley 177, 219 Nelson, Claudia 139 n. 40 Nerlich, Michael 177 Nerón 166, 243 n. 36 Nicolás I, papa 67 Nieremberg, Juan Eusebio 81 Nietzsche, Friedrich 127 nodrizas/amas de cría 30, 240-55, 26567, 301, 303-04, 318 de inclusa 279-87

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ÍNDICE ONOMÁSTICO Y TEMÁTICO

inf luencia en los niños 240-44 descrédito 258-61 Nogent, Guibert of 145 n. 29 novela cortesana 294 Núñez de Coria, Francisco 99, 128 obstetricia 128-133 Olivares, conde-duque de 103 Orellana, Juan de 179, 182 n. 14, 191 n. 16, 202, 205 orgasmo femenino 48 Ortega Munilla, José 254 n. 59 Ortiz, Teresa 129 Osterc, Ludovik 91 n. 3 Osuna, Francisco de 62, 79, 140-41 Osuna, Rafael 110 n. 37 Ovidio 51-53 Pablo, San 142 n. 24 Palol, Gerónimo 117, 118 n. 51-53 Palol, Jerónimo 16, 118 n. 51 partos 164, 170, 187-91, 292-93 Pas, Isaac de 122 Pascual, Miguel Juan 97 n. 12 Paster, Gail Kern 300, 327-28 Pellegrin, Nicole 116 n. 45 Pellicer de Tovar, José 67, 83, 103, 106, 114-15 Pellicer, Juan Antonio de 91 Peral, Mariana del 57, 64 Pérez de Herrera, Cristóbal 97 n. 12 Pérez de Montalbán, Juan 25 n. 18, 162 Pérez Gil, María Mar 220-21 Pérez Moreda, Vicente 265, 270, 277 Perrault, Charles 163-64 Perry, Mary Elizabeth 267 n. 82 personajes espejo 222-24 Petrarca, Francesco 110 n. 37 Pimentel, Leonor 153 Pizarro, Francisco 179, 182 n. 14, 191 n. 16, 202, 205 prostitución 22-27, 310-12 puerperio 293, 309-10, 326-28 Quentin, Nicole 122 Quevedo, 16 n. 5, 130-31 Quintanar, Magdalena de 57-58 Ramón, Tomás 114, 120 Ranke-Heinemann, Uta 144, 149, 15152

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Redondo, Augustin 110 n. 37 Ribera, José de 69 Rico, Francisco 85 n. 61, 90 Riley, Edward 101 Riquer, Martín de 85 n. 61, 110 n. 37 rito de paso 213 Rivera, Olga 242 n. 33 Rodríguez García, Rita 229-30 Rodríguez Lusitano, Manuel 143 Roelas, Juan de 325-26 Rojas, Fernando de 238 n. 17 Romano, Giulio 290-91 Rösslin, Eucharius 98 n. 14, 127 Rubens, Peter Paul 28, 36, 41-42, 4953, 64, 69, 85 Rufo, Juan 285 Ruiz Pérez, Pedro 137 n. 17 Ruyzes de Fontecha, Juan Alonso de los 128, 233, 300 Ryan, Michael 78 Sabuco, Oliva 102 Sáez, Adrián 22 Salutati, Coluccio 43 n. 3 San José, Antonio de 243, 244 n. 37 San Joseph, Francisco de 173 n. 9 Sánchez Villa, Mario César 278 n. 110 Santos, Francisco de 261-64 Sanz, Mari 60-61 Schmidt, Rachel 177, 208, 218 Schulte van Kessel, Elisja 144 senos, belleza de 236-40 servidumbre doméstica 304 Sevilla Bujalance, Juan Luis 278 n. 110 sirenas 17-18, 117, 290-91, 335 Solomon, Michael 98 n. 15 Soria Mesa, Enrique 106 n. 34-35 Speculum ad foderi 79 Stanisceau, Adriana 161 subjetividad femenina 18-21 Susana y los viejos 68-71 Talavera, Gabriel 173 n. 9, 174 n. 11 Tarifa Fernández, Adela 270, 274 n. 96, 278 n. 111, 280 Teócrito 51 Tertuliano 146 n. 30 Thompson [ed. de Bourdieu] 32 n. 23 Tintoretto 28, 37, 39-41, 50, 69

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«CON ESTA CARGA NACEMOS LAS MUJERES»

Tiziano Vecellio 12, 69 Tomás de Aquino 146 n. 32 Tomás y Valiente, Tomás 73, 75 Toquero Sandoval, Carlos 233-34, 244, 300 Torres Villarroel, Diego de 130-31 Trens, Manuel 298 n. 5 Trento, Concilio de 66-68 Tropé, Hélène 267 n. 82 Trubowitz, Rachel 240 n. 26 Umfry, Christóval 93-96, 99-101 Urbina, Eduardo 110 n. 37 Uriz, Joaquín Javier 271-72, 275 Usandizaga, Manuel 128, 129, 132 Ussher, Jane M. 328 Usunáriz, Jesús 209-10 útero 95-99, 105 Valencia, Pedro de 102 Van Dyck, Anthony 291 Van Gennep, Arnold 213 n. 28 Vanderbank, John 70 Vecchio, Silvana 150, 155 Vega, Cristóbal de la 97 n. 12 Vega, Garcilaso de la 110 n. 37 Vega, Lope de 110 n. 37 Velázquez, Sonia 177 Venus 42, 203, 218 Verdier, Raymond 122, 123 n. 63 Vesalius, Andreas 97 Vidal Galache, Benicia 284 n. 126 Vidal Galache, Florentina 284 n. 126 Vigarello, Georges 64, 66 Vila, Juan Diego 91 n. 3, 116 n. 45, 213 n. 27 Villahermosa, duques de 91 Villaseñor Black, Charlene 298 n. 7 Viremont, Jean de 122

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Virgen apocalíptica 215 Virgen de la Anunciación 215, 220 Virgen de la Esperanza 172 Virgen de la expectación del parto 172 Virgen de Guadalupe 45, 170-78, 20022 santuario 175-77, 198-222 Virgen de la Humildad 298 Virgen de la Inmaculada 173 Virgen de la Leche 31, 172, 324-26 Virgen de la O 172 Virgen María 16, 46, 149-54, 171 virgen y madre 149-54 culto escolástico 151 Vírgenes encintas 172 Vírgenes lactantes 172, 297-99 Virgilio 110 n. 37 virginidad, fetiche 136, 148, 318 Vital, Lorenzo 268 Vives, Luis 62, 140-42, 155-56, 161, 232, 235, 237, 242 Wagschal, Steven 119 n. 54 Warner, Marina 163-64, 220 Watson, E. 259-60 Welles, Marcia 52, 82 n. 54 Wiesner, Merry 14 n. 2, 150-52, 155, 262 n. 72, 330 n. 28 Williamson Edwin 47 Wilson, Diana de Armas 177, 216, 220, 332 Woolf, Virginia 14-15, 19 Worth-Stylianou, Valerie 132 n. 13 Yalom, Marilyn Zabaleta, Juan de 120 Zayas, María de 267-68 Žižek, Slavoj 112-13

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