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Spanish Pages 363 Year 2019
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Título de la edición original: COMMUNICATING TRAUMA. Clinical Presentations and Interventions with Traumatized Children © 2016 Na’ama Yehuda - Routledge, Nueva York, USA Traducción autorizada de la edición inglesa publicada por Routledge, Nueva York, USA, una compañia de Taylor & Francis Group LLC Traducción: Fernando Mora © EDITORIAL Desclée De Brouwer, S.A., 2020 Henao, 6 – 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected] Facebook: EditorialDesclee Twitter: @EdDesclee Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-330-3869-2
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Dedicado a una pequeña niña de cabellos dorados, y también a todas las niñas y niños.
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Agradecimientos
Si no fuera por mis clientes, nunca hubiera escrito este libro. Por eso, en primer lugar quiero dar las gracias a los niños y sus familias en todas sus configuraciones y presentaciones. Ellos son mis maestros permanentes, cuya manera única de comunicarse y relacionarse constituye toda una enseñanza para mí. Este libro, que en realidad les pertenece a ellos, es producto de las preguntas que me han planteado y que me han llevado a tratar de averiguar qué les sucedía y qué tipo de habilidades necesitaba para ayudarlos. Este libro también es consecuencia de los sentimientos que me comunicaban y evocaban en mí y, por supuesto, de lo que me decían, incluso sin palabras, sus acciones. A todos mis clientes, pasados y presentes, les estoy sumamente agradecida. Gracias también a todos los amigos y colegas profesionales de la ISHLA (Israeli Speech Hearing Language Association) y la ISSTD (Society for the Study of Trauma and Dissociation), mis compañeros del Child and Adolescent Committee y a todos mis amigos en el ISSTDNYC. Aunque son demasiado numerosos para ser citados individualmente, han sido el principio de muchas amistades. Mi más especial agradecimiento a la doctora Joy Silberg por abrirme las puertas del ISSTD, y a Fran Waters y Sandra Baita por su experiencia y su cálida amistad. A mi hermana, la doctora Ruth Rosen-Zvi, psicóloga clínica infantil, por todas las consultas y confesiones. A mi amigo y colega desde hace treinta años Ronit Koren, a la doctora Tova Most y al doctor Etti Dromi, extraordinarios profesores de la Universidad de Tel Aviv y partícipes de todas mis aventuras profesionales. A mis amigos del TT (Tacto Terapéutico), por la profunda sanación posibilitada por el centramiento y la compasión. Gracias también a Anna Moore, editora sénior de Routledge, por la semilla de este proyecto, así como al resto del equipo de Routledge por transformar en un libro el borrador de un manuscrito: esa magia no deja de fascinarme. Un agradecimiento muy especial a mi mentora, la doctora Adele Ryan McDowell, por su apoyo infatigable y sus buenas vibraciones; a Jenny Heinz, la
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clínica más comprensiva que es posible encontrar: tu amor es una maravilla. A mis increíbles amigos y seres queridos, tan comprensivos hacia mi estado de “hibernación” mientras estaba ocupada escribiendo el libro: mi brillante familia; mi madre Riva Yehuda y mis hermanas Tamar, Michal, Hadasa, Yael, Shulamit y Rut; mis sobrinas y sobrinos, mis sobrinas nietas y sobrinos nietos; os agradezco a todos vuestras tremendas bendiciones. Por último, pero no menos importante, un beso del alma a Carol Hornig y Kathryn Cameron, sé que ambas cuidasteis de mí y los niños. Os quiero muchísimo.
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Prefacio Timothy tenía dos años. Usaba pocos sonidos inteligibles, era quisquilloso, tenía problemas de alimentación y alta sensibilidad bucal. Se sentía fácilmente abrumado y dejaba de responder, temblaba y perdía el tono muscular. Nacido prematuramente, Timothy fue sometido a muchas intervenciones médicas durante sus primeras semanas de vida. Martina hablaba con un notable ceceo y una voz aguda y entrecortada. Tenía nueve años y un retraso en el aprendizaje del lenguaje, así como dificultades de atención y memoria. Estaba siempre “ausente” y era muy irritable. Padecía asma severo y vivía en una vivienda pública con poca limpieza, donde estaba constantemente expuesta a cucarachas y ratas. Leila, de seis años, tenía problemas de atención y retraso en el aprendizaje del lenguaje. También padecía cambios caprichosos de humor, problemas de memoria y dificultades para entender cómo se conectaban las acciones y sus consecuencias. Se le diagnosticó TDAH y “probable bipolaridad” y se la describió como una “niña buena/mala”. Había vivido en múltiples hogares de acogida tras haber sido apartada del cuidado materno debido a la grave negligencia y abusos sufridos durante su infancia. Shlomy, de tres años y medio de edad, hablaba con frases cortas y estaba por debajo de las expectativas en muchas mediciones de comunicación. “No sabía escuchar”, montaba en cólera cuando se sentía incomprendido y fue “expulsado” de la guardería por morder. Después de su nacimiento, su madre padeció una depresión posparto debilitante y tuvo problemas para cuidarlo durante los primeros seis meses de vida. Los traumas tempranos –en especial los de carácter crónico y multidimensional– afectan al desarrollo infantil. Los niños pueden verse traumatizados por el maltrato (abuso y/o negligencia), así como por procedimientos médicos invasivos y dolorosos y enfermedades crónicas, por ser
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testigos de la violencia doméstica y el desbordamiento emocional de los padres, por accidentes y desastres y también por el dolor, la pérdida, la guerra y el miedo. Los trastornos, las discapacidades y los retrasos en la comunicación ponen a los niños en alto riesgo de padecer maltrato y problemas de apego y también incrementan la probabilidad de que experimenten frustración y distrés. En el caso de algunos niños, como los que nacen prematuramente, los que han sido expuestos en el útero a determinadas sustancias, o padecen problemas de integración sensorial y procesamiento, los sistemas de regulación son menos eficaces y pueden verse más fácilmente desbordados, complicando aún más las reacciones al estrés. Si incluso los adultos con capacidades lingüísticas bien consolidadas suelen experimentar dificultades para verbalizar su angustia, con mayor motivo les ocurrirá a los niños cuyas capacidades de comunicación todavía está formándose. En lugar de hacerlo de modo verbal, muchos niños comunican su angustia a través de su comportamiento, en el modo de relacionarse con los demás y en cómo reaccionan, responden, memorizan y aprenden. Los niños traumatizados a menudo presentan retrasos y dificultades en la atención y el aprendizaje, así como problemas sociales y de comportamiento. Es muy probable que necesiten educación especializada y corren un mayor riesgo de repetir cursos, abandonar la escuela, acarrearse problemas y ser diagnosticados con distintas dolencias mentales. Pero, si bien el trauma reviste un profundo impacto en la presentación y el desempeño en la comunicación de los niños, existe relativamente poca información clínica sobre las formas particulares en que este tipo de limitaciones se manifiesta en el lenguaje y la comunicación infantil, o sobre el modo de brindar un apoyo óptimo a los niños. Cuando no se valora directamente el trauma, los niños pueden acumular una gran cantidad de diagnósticos que pretenden dar cuenta de sus muchos síntomas: TDAH, trastorno bipolar, autismo, trastorno de procesamiento auditivo, trastorno de conducta, psicosis infantil, etc. Los patólogos del habla y el lenguaje y los audiólogos están a la vanguardia en la identificación, diagnóstico y tratamiento de los trastornos y retrasos concernientes a la comunicación, entre los cuales se incluyen temas relacionados con el contenido y el uso del lenguaje, la audición, la escucha, la atención, la discriminación, la identificación, el procesamiento, el aprendizaje, la comprensión y la expresión, así como la articulación, la voz y el habla. Ellos suelen ser los primeros profesionales que atienden a las niñas y niños cuyas habilidades de aprendizaje o comunicación van a la zaga de las de sus
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compañeros. Debido a que muchos de estos niños experimentan algún tipo de trauma, y dada la forma en que las discapacidades aumentan aún más los riesgos de padecerlo, el cuadro clínico de muchos de los niños derivados a estos profesionales puede verse condicionado por el trauma. Sin embargo, los clínicos especialistas en trastornos de la comunicación y otros profesionales de la infancia a menudo carecen de la formación requerida para reconocer, explicar o abordar el impacto del trauma y la disociación. De manera similar, muchos profesionales de la salud mental no son conscientes del modo en que el trauma impacta en la comunicación y/o el desarrollo infantil, a pesar de que el lenguaje y la comunicación son parte de muchas intervenciones terapéuticas, así como de la narrativa y de la interpretación de sentimientos y eventos. La falta de información puede abocar a un malentendido de las competencias y dificultades que experimentan los niños, pudiendo fragmentar y desviar el tratamiento y limitar la capacidad de los profesionales para responder eficazmente a las necesidades de la infancia. Pediatras, cuidadores y educadores desempeñan un papel fundamental en la identificación, derivación y tratamiento de los niños traumatizados y pueden beneficiarse de la colaboración bien informada. Este libro pretende ser una ayuda en ese sentido. Comunicar el trauma explora la coincidencia, la posible relación y la sintomatología de los trastornos de comunicación y los trastornos postraumáticos/disociativos en los niños que padecen algún tipo de trauma, incidiendo particularmente en diversos aspectos del desarrollo neuronal y las formas en que este se ve afectado por el trauma, el estrés y el desbordamiento, además del papel desempeñado por el apego y las experiencias vitales en el desarrollo del lenguaje y la comunicación. En el texto, se subraya lo importante que es la comprensión del trauma para patólogos del habla y el lenguaje, profesionales de la educación, personal médico, fisioterapeutas y terapeutas ocupacionales, trabajadores sociales, padres de acogida, agencias de adopción y otros profesionales de la infancia, así como los beneficios que se derivan de la colaboración entre todos ellos. Han sido los propios niños los que más me han enseñado a este respecto, y por ese motivo el texto está entretejido con numerosos resúmenes de estudios de caso seleccionados a partir de más de 25 años de trabajo clínico con trastornos de la comunicación en diferentes poblaciones pediátricas. Si bien algunos detalles e información relativa a la identificación han sido modificados para respetar la confidencialidad de los clientes, estos casos representan cuadros clínicos reales derivados de diversos
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historiales traumáticos. He incluido narrativas de interacciones terapéuticas con niños, educadores, médicos y cuidadores con el fin de ilustrar distintos ejemplos de psicoeducación, dilemas y soluciones prácticas. También he incluido sugerencias para la valoración y la intervención tanto en las interacciones terapéuticas como en la vida cotidiana. La Parte 1 contiene una breve visión general de la comunicación, el lenguaje, el apego y la relación, junto con las principales “etapas” en la adquisición del lenguaje y su uso social. La Parte 2 detalla los diversos caminos hacia el trauma y el impacto que este tiene en los niños, desde el trauma indirecto de los bebés prematuros, el dolor crónico y el desbordamiento de los cuidadores, hasta el daño directo causado por la negligencia y los abusos, así como los efectos nefastos del estrés crónico en el crecimiento y la regulación. La Parte 3 recoge las formas en que el trauma impacta en el lenguaje, la atención y el aprendizaje, el vocabulario y la semántica, la pragmática y la socialización, junto con sus implicaciones clínicas. La Parte 4 insiste en el cuadro clínico de los trastornos de la comunicación en niños traumatizados y los diversos aspectos de la evaluación que pueden ser relevantes en este sentido. La parte 5, por último, aborda distintas recomendaciones y consideraciones prácticas para llevar a cabo las intervenciones. Marcus (quien aparece en los capítulos 8 y 16) me dijo en cierta ocasión: “A veces los libros ayudan”. Tanto por él como por otros muchos niños, espero que este libro también lo haga.
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I Una breve revisión de la comunicación, el lenguaje y el desarrollo
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1 Comunicación infantil y apego Reciprocidad, verbalización y regulación Billy, de nueve meses de edad, grita cuando ve a su padre. Levanta los brazos y balbucea: “¡Pa-pa-pa-pa!”. Con una amplia sonrisa, su padre deja el maletín y se acerca al bebé diciéndole: —¡Hola, Billy, pequeño! Yo también me alegro de verte. ¿Quieres dar una voltereta? Entonces levanta al bebé en el aire y le da volteretas. Billy ríe encantado. Por su parte, Ricky, de nueve meses, también grita cuando ve a su madre. Levanta los brazos y balbucea: “¡Ma-ma-ma-ma!”. Su madre deja su bolso en el suelo pero sin soltar el teléfono… “Entonces me dijo…”. Ella sigue hablando por teléfono, mientras mira a Ricky y se marcha a otra habitación. La cara de Ricky cambia de la euforia a la decepción. Entonces sigue a su madre llorando.
Comunicación La comunicación define nuestra experiencia y tiene que ver con el modo en que interpretamos y expresamos nuestra realidad, cómo nos relacionamos y describimos quienes somos, cuál es nuestra comprensión de los demás y cómo los percibimos y de qué manera les hacemos saber nuestras necesidades, ideas y sueños. La comunicación es un aspecto tan intrínseco a los seres humanos que la utilizamos constantemente: en nuestras palabras, en nuestro lenguaje corporal, en nuestras acciones y reacciones e incluso en la ausencia de respuestas. Nos comunicamos tanto de manera verbal como no verbal para transmitir información (como, por ejemplo, compartir sentimientos, exponer conceptos, responder a preguntas), para expresar necesidades e ideas (solicitar, exigir, explicar nuestros pensamientos y planes) y para comprender la comunicación y las necesidades ajenas (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009).
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La comunicación verbal se refiere a las palabras que utilizamos y al modo en que las enlazamos para formar oraciones, así como a nuestra entonación, voz e intención (por ejemplo, pedir, preguntar, comentar, bromear, ironizar). Por su parte, la comunicación no verbal afecta a la postura corporal y la expresión facial, los gestos y la reacción o la inacción física (por ejemplo, entregar algo que se nos ha pedido, llorar, ignorar). Ya sea con o sin palabras, la comunicación no verbal es parte integral de cada interacción personal, transmitiendo información relativa a la intensidad, el estado de ánimo, el acuerdo o la negación. En el caso anterior, el pequeño Billy transmitía con su voz y gesticulación la alegría que le producía ver a su padre. Su padre respondió de la misma manera, interpretando el movimiento del bebé como una solicitud de conexión e interacción. Tanto el bebé como el adulto profundizaron ese intercambio con sonrisas y un tono alegre. Billy fue entendido y su padre se sintió bienvenido. Ambos experimentaron sensaciones agradables, una comunicación exitosa y un refuerzo de su vínculo. El pequeño Ricky también comunicó su alegría al ver a su madre, pero esta no reconoció el gesto y la vocalización del bebé. Cuando pasó a su lado, la intención comunicativa de Ricky se vio truncada y sus emociones cambiaron de la euforia a la confusión, la frustración y la ira. Siendo demasiado pequeño para traducir a palabras sus sentimientos, Ricky reaccionó llorando, lo que a menudo sirve para expresar una necesidad más amplia de conexión y consuelo (Ninio y Snow, 1996). El fracaso en la comunicación No todas las interacciones son exitosas o satisfactorias. Factores como la edad y la capacidad afectan al resultado final. Los adultos a menudo asumen la responsabilidad de descifrar las intenciones del bebé pero, a medida que los niños crecen, esperan mayor claridad y responsabilidad compartida para que se produzca una comunicación exitosa. Aunque los errores o la ambigüedad pueden ser aceptables en un niño pequeño o en una persona enferma, no lo son tanto en un niño mayor o en un adulto sano. Competencia, conocimiento de las costumbres sociales y comprensión del lenguaje simbólico (modismos, juegos de palabras, expresiones, etc.) desempeñan un papel crucial en el éxito de la comunicación, al igual que la familiaridad con el/los orador/es (por ejemplo, un extraño versus un hermano o amigo). Contexto y lugar se combinan con las personalidades y habilidades de los individuos implicados a la hora de
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determinar el modo en que se transmiten y reciben satisfactoriamente las intenciones, y si la comunicación ha tenido éxito o, por el contrario, ha fracasado. El acceso al lenguaje y la familiaridad con sus reglas sustentan el éxito de la comunicación, lo que fomenta la satisfacción, la proximidad y la facilidad. Por otro lado, es muy probable que el fracaso en este sentido conduzca a la vergüenza, la torpeza, la confusión, el distanciamiento y el enfado (Gleason y Ratner, 2009; Ninio y Snow, 1996; Schiefelbusch, 1986). Las competencias lingüísticas y cognitivas de los niños están desarrollándose todavía, lo que los torna vulnerables a la comunicación fallida. En respuesta, los adultos por lo general tratan de inferir la intención del niño y de utilizar modelos y narrativas para minimizar los malentendidos (Gleason y Ratner, 2009; Ninio y Snow, 1996). Aunque cierta frustración es inevitable, la familiaridad de un adulto con las rutinas, preferencias, necesidades, vocalizaciones, comportamientos y aversiones del niño contribuye a disminuir esta posibilidad. Sin embargo, el fracaso en la comunicación es muy elevado en los niños con problemas de desarrollo y comunicación, como en el caso de los niños pequeños que están con adultos que no los conocen o que padecen algún tipo de enfermedad o dolor (Kuttner, 2010; Schiefelbusch, 1986). En el caso de estos niños, el fracaso puede ocurrir con frecuencia, viéndose agravado por los mismos problemas que lo originan: vocabulario reducido, enfermedad y atención limitada, problemas de comprensión y procesamiento, dificultad para organizar las ideas, habla ininteligible y lenguaje insuficiente.
Lenguaje El diccionario Merriam-Webster define el lenguaje como “el sistema de palabras o signos que la gente utiliza para expresar sus pensamientos y sentimientos… las palabras, su pronunciación y los métodos para combinarlas utilizados y entendidos por cada comunidad”. Por definición, el lenguaje debe ser compartido al menos por dos personas para ser utilizado en la comunicación (por esa razón los niños privados de la exposición al lenguaje no aprenden a hablar). Si bien todos los idiomas del mundo se atienen a reglas de contenido (vocabulario), forma (morfología y sintaxis) y uso (pragmática), las personas que hablan diferentes idiomas no pueden entenderse entre sí. Esto se debe a que los idiomas tienen diferentes sistemas de sonido y distintas reglas para unir los sonidos para formar palabras y encadenar las palabras para formar oraciones. Lo mismo podemos decir de las diferentes combinaciones de sonidos
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(por ejemplo, silla/chair/kiseh/ para designar un objeto que sirve para sentarnos). Por otro lado, también hay combinaciones idénticas de sonidos que tienen distintos significados (por ejemplo, /me/ significa “mí” en inglés, pero “quien” en hebreo). Los idiomas también difieren en el orden en que se organizan las palabras en las oraciones, siendo codificadas en relación con la persona, el tiempo, el género, el número y posesión, lenguaje familiar versus formal, etc. Cada idioma incluye expresiones, metáforas y reglas sociales acerca del uso y significado. En lo que concierne a los lenguajes que incluyen códigos escritos, la variabilidad se extiende a los símbolos sonoros (por ejemplo, letras o ideogramas), direccionalidad (por ejemplo, de izquierda a derecha) y puntuación (Adams, 1994; Gleason y Ratner, 2009). El aprendizaje del lenguaje Muchas personas asocian el aprendizaje del lenguaje con la adquisición de una segunda lengua (o idioma adicional), en la que los alumnos utilizan sus conocimientos sobre el funcionamiento de la lengua como plataforma: saben que hay palabras para nombrar cosas, personas, acciones y descripciones; saben que las palabras forman oraciones para expresar significados (Bialystok, 2001; Erdos et al. 2010; Harding y Riley, 1986; Talamas et al., 1999). Sin embargo, el aprendizaje más frecuente y universal del lenguaje tiene lugar en bebés que no tienen un modelo con el que establecer comparaciones y a los que se les asigna la tarea de adquirir el lenguaje mientras sus capacidades cognitivas, relacionales y de desarrollo aún están madurando. Los bebés deben mapear el sistema de sonidos de su idioma, diferenciando qué variaciones fonéticas tienen significado y cuáles no, qué variaciones acústicas pueden ser semánticas (por ejemplo, “ola”/“hola”) o qué intención entrañan (por ejemplo, pregunta/afirmación) y qué significan las variaciones entre hablantes (voz alta/suave, mamá versus papá). Los niños deben extraer el significado de las palabras, así como inferir de qué modo dicho significado cambia dependiendo del contexto. Deben entender que, con independencia de que sea visible (“papá está en casa”) o invisible (“papá se ha ido a trabajar”), el significado de algunas palabras (es decir, “papá”) sigue siendo el mismo, mientras que no ocurre lo mismo con el significado de otras palabras (Así, “él” puede referirse a papá, el cachorro, el cartero; “grande” se refiere a la pelota, pero también a la nevera, el autobús, el elefante y el perro de los vecinos) (Dromi, 1987; Gleason y Ratner, 2009). Los bebés tienen que hacer todo eso con un sistema cognitivo que aún está calibrando el mundo y todo lo que hay en él, un sistema motor que no está
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bajo su control y un sistema regulatorio que todavía está en desarrollo (en el capítulo 2 profundizamos en el desarrollo temprano del lenguaje). Siempre y cuando dispongan de suficiente exposición, repetición y oportunidades a lo largo del tiempo, así como de una percepción, cognición y atención adecuadas, la mayoría de los niños consiguen adquirir el lenguaje. La exposición es primordial. Los niños a los que no se les habla están privados de lenguaje. La comunicación de los niños se ve afectada y moldeada fundamentalmente por las experiencias de exposición que reciben. La forma en que otras personas interactúan con el niño y la interpretación de sus posibles percepciones, acciones y sentimientos afectan a la comunicación, la relación y al modo en qué se constituye el significado. Las experiencias interactivas comienzan muy pronto. Los fetos pueden oír durante el último trimestre de embarazo. No solo son capaces de responder a voces y tonos, sino que algunos reconocen a familiares nada más nacer (Nazzi et al., 1998). Inmediatamente después del nacimiento, los recién nacidos se concentran en el rostro de su cuidador. Muestran sensibilidad al humor y la entonación y reproducen reflexivamente algunos movimientos faciales. Esta imitación reviste un sentido relacional que contribuye a reforzar los lazos afectivos. Es muy posible que la reciprocidad de los recién nacidos esté, en parte, codificada neuronalmente, y algunos investigadores la atribuyen a las neuronas espejo (Fogassi y Ferrarri, 2007). Las neuronas espejo y su importancia para el desarrollo Las neuronas espejo fueron descubiertas durante el estudio de una actividad neuronal en la corteza prefrontal ventral de los macacos. Mientras Rizzolatti estudiaba cómo responden las neuronas a determinadas acciones, constató que las neuronas que codifican los movimientos motores enfocados en un objetivo no solo se activaban cuando un mono llevaba a cabo la acción de asir algo, sino también cuando ese mono observaba a un investigador efectuando la misma acción. Lo más interesante es que las neuronas solo se activaban cuando la acción estaba dirigida a un objetivo: observar un movimiento aleatorio de la mano no provocaba la activación de las neuronas, mientras que un movimiento similar dirigido, por ejemplo, a saludar, sí que lo hacía. La correspondencia entre la acción observada y la activación premotora de las neuronas condujo a que esas neuronas fuesen etiquetadas como “neuronas espejo” (Gaensbauer, 2011; Rizzolatti y Craighero, 2004). El descubrimiento de las neuronas espejo se añadió a la comprensión de los
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problemas de los niños y la capacidad de los adultos para “incorporar” la experiencia observada, en especial a medida que avanza el proceso de aprendizaje. La investigación demostró que las neuronas asociadas con acciones encaminadas a un objetivo podían activarse debido a estímulos procedentes de múltiples modalidades sensoriales. La función de las neuronas espejo fue evidenciada en la imitación, el procesamiento de emociones faciales, la cognición social y la empatía. Las neuronas no solo se activaban cuando se llevaba a cabo la acción, y esta era observada, sino también cuando se percibía alguna otra información sensorial relativa a esa misma acción (Fogassi y Ferrarri, 2007; Gaensbauer, 2011). Los bebés y los niños pequeños experimentan a través de sus sentidos el mundo, sus cuerpos y las acciones de las demás personas. La información procedente del entorno constituye la base de la reacciones posteriores del niño a los estímulos (Rizzolatti y Craighero, 2004; van der Kolk, 2014). Esto hace que las acciones y reacciones de los cuidadores sean fundamentales para el bienestar de los niños y para sus acciones y reacciones hacia el mundo que los rodea. Son las respuestas de los adultos al bebé y las reacciones que estas provocan en él las que establecen los significados. Si bien las neuronas espejo no son las únicas responsables del desarrollo de las respuestas y las reacciones, contribuyen a nuestra comprensión de cómo los patrones aprendidos durante la primera infancia pasan a formar parte de cada uno de nosotros. Los primeros patrones de activación refuerzan las experiencias de aprendizaje, tanto positivas como negativas, y permiten explicar por qué un bebé al que las manos procuran consuelo deja de llorar y responde extendiendo las manos hacia la persona que se acerca a él. Y también explica por qué un niño para el que las manos han significado dolor puede reaccionar apartándose incluso cuando alguien se le acerca con cariño. Asimismo, explica por qué un bebé bien cuidado le devuelve la sonrisa a alguien, mientras que un niño maltratado aparta con desconfianza la mirada (Gaensbauer, 2011). Estos patrones aprendidos de respuesta ayudan a entender por qué retirar a un niño de un ambiente abusivo puede no ser suficiente para cambiar sus acciones y reacciones al mundo que lo rodea. Para poder conformar nuevos patrones, necesitan ser abordados los patrones constituidos en las interacciones previas, al tiempo que se llevan a cabo repetidamente las interacciones reparativas de manera que la repetición refuerce la nueva respuesta. Los niños que experimentan una tranquilización repetida son generalmente más proclives a calmarse, mientras que quienes experimentan estrés persistente se vuelven
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“adeptos” a activar respuestas de estrés. Pero la activación neuronal se produce no solo al observar o llevar a cabo una determinada acción, sino incluso cuando se simula mentalmente la acción (Decety et al., 2002). Un concepto interiorizado se convierte en parte de nuestras respuestas. Para quienes los abrazos resultan reconfortantes, visualizar un abrazo ayuda a regular el distrés, mientras que visualizar que uno sufre algún tipo de daño aumenta dicho distrés. Esta simulación no tiene por qué ser consciente (es decir, deliberada): los recordatorios de representaciones internas pueden verse activados, a través de los canales sensoriales, por patrones tempranos de respuesta (Decety y Chaminade, 2003; Gaensbauer, 2011). Esto aumenta nuestra comprensión de cómo las respuestas postraumáticas siguen ocurriendo mucho después de que el propio entorno haya cambiado. Además, las conexiones neuronales que se establecieron durante la situación abrumadora se refuerzan cada vez que se ven activadas por algún recordatorio del trauma, formando vías de respuesta postraumática cada vez más “eficientes”.
El desarrollo neurocognitivo: eficiencia y especialización El cerebro crece gracias a la experiencia. Los bebés nacen con sistemas nerviosos inmaduros que son inmensamente vulnerables y asombrosamente flexibles. Durante los primeros años de vida, la mielina que envaina las neuronas mejora la velocidad de procesamiento y de localización, entrelazando las diferentes áreas del cerebro con nuevas y reforzadas conexiones. Este desarrollo permite eficiencia, especialización, modulación y, a medida que las áreas del cerebro asumen funciones especializadas (por ejemplo, coordinación del movimiento de los dedos, procesamiento del tono), una mejora en la capacidad del bebé para modular la intensidad de sus reacciones. Las fibras neuronales infrautilizadas son podadas mientras que las que son utilizadas frecuentemente forman conexiones más poderosas (Schore, 2012; van der Kolk, 2014). El funcionamiento interno de lo que sucede cuando el pequeño Billy escucha su nombre pronunciado por su padre y le responde con una sonrisa, nos brinda un ejemplo de este tipo de red neuronal especializada y reforzada. Activados por el sonido, los nervios auditivos del bebé envían la información acústica, abriéndose camino a través del tronco encefálico y la corteza auditiva. El sonido es diferenciado de otros sonidos y las conexiones previamente formadas activan el área cerebral de la memoria, identificando la voz como perteneciente a este cuidador concreto y asociándola con recuerdos sensoriales y emotivos de cómo
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el padre hace sentir a Billy. Por su parte, la corteza visual de Billy también se activa, movilizando a su vez un bucle de feedback formado por asociaciones del rostro del padre y los recuerdos integrados de su voz. Asimismo, las áreas del lenguaje también se movilizan en respuesta a la combinación familiar de sonidos (el nombre de Billy) y el tono y la entonación en que se pronuncia. Este reconocimiento activa más el sistema límbico, con lo que la asociación afectiva positiva suscitada por esta combinación de sonidos libera neurotransmisores del placer, la vinculación y el bienestar. La respuesta afectiva, en combinación con las vías relacionadas con la sonrisa, interactúa con las áreas motoras en ambos hemisferios, coordinando los músculos faciales de Billy para generar una sonrisa. La activación de los músculos faciales con ese patrón, junto con el feedback sensorial y sus asociaciones, inundan a Billy de sensaciones más placenteras y de anticipación de una interacción positiva y una atención satisfactoria. Este esquema simplificado de estímulo-respuesta es una representación muy esquemática de la complejidad real de múltiples eslabones que se entrelazan y conectan entre sí, todos los cuales se refuerzan cada vez más a medida que las interacciones se repiten en las experiencias cotidianas para conformar complejos tejidos neuronales de percepción, reacción y respuesta. Desafortunadamente, las redes neuronales tan complejas como las anteriores también pueden formarse con patrones de respuesta menos positivos en los bebés que asocian la voz de sus cuidadores con el miedo o una sonrisa burlona con un posible sufrimiento. La activación repetida de esos patrones se ve poderosamente reforzada por la respuesta de lucha o huida del sistema nervioso autónomo, el desbordamiento y la disociación (Cozolino, 2014; Gaensbauer, 2011; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Aunque, dependiendo de la edad, la etapa del desarrollo, la tarea en curso, la estimulación, la genética y el temperamento, las distintas áreas cerebrales se desarrollan a ritmos diferentes, todo el cerebro está implicado –y se desarrolla– durante la infancia. Las conexiones interhemisféricas entre sentimientos, palabras, tonos, sensaciones, movimiento, etc., atraviesan un proceso de especialización y especificación masivas. A medida que la información interhemisférica cruza de un lado a otro, se espesa el cuerpo calloso. Las conexiones complejas entrelazan semántica y tono, entonación y sentidos, rostros y voces, sentimientos y sensaciones, coordinación motora e información sensorial bilateral. La localización y la integración se llevan a cabo mientras el conjunto del cerebro se construye literalmente mediante las experiencias, tanto positivas como negativas (Cozolino, 2014; Fogassi y Ferrarri, 2007; Gaensbauer,
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2011; Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014).
Los pilares de la comunicación: reciprocidad, verbalización y regulación Shira ha nacido hace tan solo un par de minutos. Arrugada y enrojecida, la llorosa recién nacida es revisada, arropada y colocada en los brazos de su madre. Con ambos ojos cerrados, Shira deja de llorar de pronto, tranquilizada por el balanceo y el latido familiar del corazón de su madre. Mientras la mece, la madre de Shira mira a la recién nacida, y esta le devuelve la mirada. —Aquí estás… segura y cómoda… Eres una belleza –canturrea la madre, ajena a las atenciones médicas que todavía le están realizando–. ¡Sí, tú… tú! Shira sostiene la mirada de su madre y sus diminutos labios esbozan un círculo, que refleja la boca de su madre. La comunicación compleja ya tiene lugar incluso en los momentos inmediatamente posteriores al parto. Las madres miran a los bebés y los bebés los miran a ellas, quienes sonríen, arrullan, hablan, tararean, acarician, comentan y canturrean en voz baja. En los días siguientes, le cuentan al recién nacido lo que hacen cuando, por ejemplo, le cambian los pañales, lo bañan, lo visten y lo preparan para comer o eructar. Interpretan sus llantos, sonrisas, balbuceos y expresiones faciales; ponen palabras a lo que creen que el bebé les está comunicando. Por su parte, los recién nacidos se centran en la voz de la madre y se calman al escucharla. Asimismo, imitan expresiones faciales de las que tal vez los padres no son conscientes y que, sin embargo, son muy importantes para los bebés. Apenas unas semanas después, los bebés sonríen deliberadamente cuando ven u oyen a sus seres queridos; hacen ruidos y mueven los brazos, las piernas y la cabeza. Los bebés interactúan y siguen con la interacción recíproca durante sus horas de vigilia a medida que crecen: juegan a espiar y tirar de las mangas, gritan, vocalizan, sonríen, fruncen el ceño, hacen burbujas de saliva y ríen a carcajadas. Esperan a que nos giremos para hacer algo divertido. Aguardan su turno. Alcanzan y entregan objetos. Aunque los bebés son magníficos adeptos a la interacción, ese desarrollo depende de la reciprocidad. Si no se les dice nada, si los cuidadores no les hablan y no establecen un contacto visual repetido, o no les ofrecen conexión,
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los bebés no interactuarán bien. En casos extremos (por ejemplo, en instituciones o en casos de negligencia grave), quizá no interactúen en absoluto. Incluso si se satisfacen sus necesidades físicas, a falta de interacción y oportunidades para la reciprocidad, es posible que los bebés no establezcan contacto visual o hacerlo esporádicamente. Pueden no llorar o, por el contrario, ser inconsolables, o bien parecen más interesados en las cosas que en la gente. Se balancean constantemente y, debido al retraso en su comunicación, no saben cómo interactuar, escuchar o respetar los turnos (Bowlby, 1997; Fox et al., 1988; Hough y Kaczmarek, 2011; Miller, 2005). La interacción y la reciprocidad desarrollan la regulación y la conexión. Las actividades rutinarias como cambiar pañales, alimentarse, lavarse, vestirse, dar un paseo o ser acunados para dormir proporcionan repetidas oportunidades para la regulación. En los bebés bien cuidados, la incomodidad es percibida, interpretada, aceptada y atendida. El bebé aprende que la incomodidad es pasajera y que da lugar a una interacción concreta. Empiezan a anticipar el cuidado incluso antes de que la incomodidad desaparezca. Un bebé hambriento puede callarse cuando la madre se acerca a la cuna. Aunque todavía se siente hambriento e incómodo, el bebé ha aprendido que la llegada de la madre es una señal de confort, por lo que su estrés ya comienza a regularse. Es la atención coherente y sensible de los cuidadores la que permite a los bebés aprender a regular su propia excitación. Esta autorregulación temprana se refuerza más si cabe cuando la madre sonríe al bebé que deja de llorar al entrar ella. La propia excitación de la madre por la angustia del bebé también se calma y aumenta su comodidad y confianza en el cuidado del bebé. La madre elogia al bebé por su paciencia, transmitiéndole aceptación y competencia, lo que fortalece aún más su vínculo y la confianza del bebé en las maniobras tranquilizadoras de la madre. Este tipo de detalles en el cuidado diario permiten consolidar vías de regulación y modulación del afecto y de la activación neuronal, emocional, psicológica, fisiológica y social. Autismo: una ventana a la falta de reciprocidad La comunicación requiere reciprocidad. Aunque la falta de interacción sensible por parte de los adultos frustra la comunicación infantil, los niños también son parte integral de la díada. Las familias con niños autistas nos brindan una ventana a lo que sucede cuando la reciprocidad se halla atrofiada (Hastings et al.., 2005; Siller y Sigman, 2002, Sussman 1999). A los padres les puede resultar difícil calmar a un bebé que es hipersensible a la estimulación sensorial
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y no se consuela con la voz ni el tacto, que no responde o que grita cada vez más fuerte cuando lo mecen y sostienen en brazos. Sintiéndose mal equipados, y sin obtener recompensa alguna por sus intentos de comunicación, el propio arousal de los padres –estrés, preocupación, fatiga, culpa, frustración– es difícil de regular a medida que las interacciones se vuelven más estresantes. Incluso cuando el bebé está tranquilo, es posible que no mire a los ojos y “mire detrás” del padre o la madre. Los objetos pueden provocar más sonrisas que el rostro de los padres, acunar al pequeño no ayuda y la sonrisa no es recíproca. Los padres a menudo sienten que su amor no es correspondido y que nada funciona, con lo que la interacción se resiente. En comparación con los padres de niños con un desarrollo normal o con su interacción con hermanos no autistas, los padres de niños aquejados de autismo (y/o retrasos en el desarrollo que afectan a la capacidad de respuesta) suelen hablar, verbalizar y jugar menos con sus hijos (Hastings et al., 2005; Rogers y Williams, 2006; Siller y Sigman, 2002; Sussman, 1999). Sin embargo, no es que estos padres quieran menos a sus bebés o tengan menos deseos de interactuar con ellos, porque muchas veces son inmensamente dedicados y amorosos. Lo que ocurre es que la comunicación unilateral no resulta satisfactoria. Estamos “programados” para responder a la interacción y, cuando nuestros intentos no son correspondidos, el ciclo se interrumpe, nos sentimos incomprendidos y tomamos menos la iniciativa. La conciencia del modo en que la ausencia de reciprocidad afecta a la comunicación es la razón por la que la intervención temprana con familias de niños autistas suele abordar la dinámica de las díadas (Sussman, 1999). Los padres son educados (y validados) acerca de las posibles reacciones y se les proporcionan herramientas para ayudar a minimizar el fracaso de la comunicación, buscando señales de reciprocidad y manteniendo proactivamente la interacción incluso si el pequeño no parece “estar interesado”. Las terapias modelan las oportunidades de interacciones cotidianas y el desarrollo de rutinas flexibles, díadas y verbalizaciones (Siller y Sigman, 2008). Por otro lado, intervenciones y herramientas similares son a menudo relevantes para los niños cuyo desarrollo diádico se ha detenido debido a otro tipo de discapacidad, trauma, negligencia o abuso (Yehuda, 2004, 2005, 2011; Yoder y Warren, 2002). Las díadas interactivas fundamentales son las que conforman el punto de referencia de la comunicación y deben ser abordadas porque la reciprocidad promueve la regulación y el apego que permiten que el niño movilice las energías que necesita para su desarrollo, lenguaje y socialización.
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El apego Podemos concebir el apego como el adhesivo que mantiene unidas nuestras relaciones. Afecta a la forma en que nos vemos a nosotros mismos en relación con los demás en nuestra vida, así como a la eficacia con que respondemos a las nuevas personas, cómo percibimos y actuamos a partir de nuestras necesidades y de las necesidades de los demás y cómo regulamos nuestra reacción a los contratiempos y desafíos (Bowlby, 1997; Cozolino, 2006, 2014; Gómez, 2012; Wallin, 2007). El apego se halla intrincadamente conectado con la comunicación a través de la interpretación de la validez de nuestras necesidades y nuestra capacidad de empatía con los demás sin dejarnos arrastrar por sus reacciones. El apego se forma durante la infancia y, si bien sigue desarrollándose a lo largo de toda la vida, el apego temprano se considera especialmente importante. Los dos estilos principales de apego, descritos por Mary Ainsworth en la década de 1960, son el apego seguro y el apego inseguro. El mejor modo de forjar el apego seguro es que los niños tengan acceso a unos cuidados sensibles. Un cuidador afectuoso atiende al bebé proporcionándole una atención consistente y amable que no abruma al bebé y le ayuda a regularse. Los bebés con apego seguro están disponibles para la comunicación, el juego y la exploración, siendo capaces de prestar atención a la nueva información porque, si se sienten angustiados o incómodos, confían en que el cuidador les brindará su apoyo. Asimismo, intentan ser más independientes a través de la socialización, la experimentación y la exploración. Su capacidad para autorregularse les permite tolerar la ansiedad y las angustias ocasionales de la vida y sentirse seguros de que, cuando el distrés sea excesivo, recibirán ayuda. Por su parte, los niños con apego inseguro tienen problemas con el apego y el estrés. Pueden evitar el apego, ser ambivalentes al respecto o experimentar un apego desorganizado y no hallarse disponibles para la comunicación, el juego y la exploración. Los bebés con un estilo de apego evasivo parecen no depender de los demás para sentirse cómodos. Es posible que su cuidador no haya sido capaz de responder de una manera lo suficientemente sensible y que el niño no sepa cómo utilizar a su cuidador para ayudar a mitigar su angustia. También cabe la posibilidad de que no les afecte la salida de un cuidador de la habitación y que demuestren poco miedo a los extraños. Asimismo, los bebés que evidencian un apego ambivalente pueden parecer
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simultáneamente inseguros y enfadados. Es posible que les cueste trabajo dejarse consolar y tardan mucho tiempo en recuperarse del distrés. Sus cuidadores pueden haber sido inconstantes –estando disponibles a veces, y otras veces no–, por lo que estos niños no confían en ser consolados o que el consuelo sea duradero. Pueden experimentar ansiedad rápidamente y permanecer así durante más tiempo; tienen miedo a los extraños y experimentan ansiedad aguda a causa de la separación e incertidumbre ante la posibilidad de que el adulto no regrese o deje de estar disponible (física o psicológicamente) para consolarlos (Giovanni, 2004; Lyon-Ruth et al., 2009). Por otro lado, el apego desorganizado describe el estilo de apego de los niños que son claramente inseguros pero que no encajan en el apego evasivo ni en el ambivalente (Giovanni, 2004; Liotti, 2004; Lyon-Ruth et al., 2006). Los niños desarrollan un apego desorganizado cuando los cuidadores alternan entre la intrusión y la negligencia, o se muestran asustados o aterradores. Estos bebés necesitan tanto como temen a sus padres. Atrapados en un doble vínculo, se cierran (es decir, se disocian) o muestran reacciones opuestas: estiran los brazos hacia los padres, al tiempo que se alejan de ellos, o bien andan hacia los padres y se tiran, de pronto, en el suelo (Giovanni 2004, Gomez, 2012; Henninghausen y Lyon-Ruth, 2007; Kagan, 2004). El desarrollo del apego y el desarrollo de la comunicación están intrínsecamente ligados. El cuidado sensible que contribuye a forjar el apego seguro también ayuda a los niños a atribuir un significado a sus percepciones sensoriales, rutinas y contextos. Cuando los cuidadores se aseguran de que los bebés no estén abrumados, estos son libres para aprender, comunicarse y explorar. Por el contrario, los niños cuyos cuidadores son incapaces de ayudarles en la gestión de una situación abrumadora y les brindan menos oportunidades para comprender las experiencias, pueden no ser tan hábiles en la interpretación de su entorno y tienen más dificultades para comprender sus sentimientos y regular su cuerpo. Los niños ansiosos y/o insensibilizados no aprenden bien y disponen de menos recursos para la interacción, la comunicación y el aprendizaje.
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2 Desarrollo temprano del lenguaje Cómo el lenguaje da forma a la realidad y cómo esta da forma al lenguaje
La adquisición del lenguaje es una tarea compleja que ha llenado numerosos y excelentes libros. Aunque el presente capítulo no puede hacer verdadera justicia a este proceso, intentaremos ofrecer una visión general de algunas de las principales tareas que los niños afrontan y el modo en que se relacionan con la comunicación. Con el fin de aprender el lenguaje, los bebés procesan la información sin un marco de trabajo preexistente, al tiempo que atienden simultáneamente a múltiples tareas del desarrollo y relacionales. Es un “aprendizaje sobre la marcha” en el que no existe ningún conocimiento previo. Así pues, un niño no solo aprende la palabra “biberón”, sino que también aprende que el biberón existe, qué es, cómo lo siente, qué aspecto tiene, que sigue siendo un biberón sin importar si está lleno o vacío, y que hay cosas que podemos ver y sentir de manera completamente diferente que también reciben el mismo nombre. Por lo general, las palabras son presentadas insertas en contextos que cambian dependiendo del hablante y el momento. Así pues, para separar la palabra “biberón” dentro de las largas cadenas de sonidos que forman las frases, el niño debe de alguna manera deconstruir las frases en fragmentos más pequeños e “independientes” –es decir, en palabras– y hacerlo antes de saber lo que son las palabras. Consideremos ahora una situación en la que Billy deja caer su biberón y llora. El padre de Billy puede decir: —Oh, ¿qué ocurre, Billy? ¿Has perdido tu biberón? ¿Adónde ha ido? ¿Has tirado el biberón otra vez? ¿Se ha caído?… ¡Bien! Ahí está. El biberón se ha ido rodando debajo de tu cuna… Aquí tienes, papá ha encontrado tu biberón. De ese modo, esta interacción permite a Billy aprender muchas cosas, pero
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supongamos que nos fijamos solo en la palabra-meta “biberón”. Esta aparece en diferentes lugares de las frases, incrustada en una larga cadena de sonidos que varían cada vez. A diferencia de lo que ocurre en el lenguaje escrito, las palabras que forman las frases no están separadas, sino que fluyen durante el habla con muy poca separación acústica entre ellas. Las pausas están mejor representadas por comas y puntos que por los espacios que hay entre palabras. No obstante, el sistema auditivo y lingüístico del bebé tiene que aislar de alguna manera un denominador común en todas esas expresiones y conectar esta cadena particular de sonidos con “el objeto en que se introduce la leche” (incluso antes de que el bebé conozca las palabras para “objeto”, “leche”, “mi” o “en”…). El hecho de que los bebés sean capaces de establecer esas conexiones, y la mayoría de ellos lo hagan tan bien, es algo casi mágico. Existe la creencia general de que los seres humanos estamos “predispuestos” a adquirir el lenguaje, y si se les da la oportunidad de hacerlo, los bebés lo aprenderán (Baron, 1992; Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999; Dromi, 1987; Gleason y Ratner, 2009). De hecho, cuando son criados en hogares multilingües, los bebés aprenden simultáneamente más de un idioma (Bialystok, 2001; Harding y Riley, 1986). Pero la clave para el aprendizaje del lenguaje es la exposición. En ausencia de exposición, no hay lenguaje. La calidad y la cantidad también importan y, si la exposición al lenguaje es pobre, el lenguaje del niño también lo será (Berman, 2004; Beverly et al., 2008; Hough y Kaczmarek, 2011). En el momento en que Billy deja caer su biberón, y su padre lo recoge, ya ha escuchado la palabra en distintos contextos y a menudo acompañada por la señal visual del biberón. Muy probablemente asocia la combinación de sonidos (es decir, bibeton) con la comodidad, posiblemente incluyendo la tetina, o la tapa del biberón, e incluso la bolsa del carrito donde lo transportan. Billy probablemente también asocia la combinación de sonidos con los ruidos de su barriga y con la satisfacción que sigue a la alimentación. La palabra puede evocar el olor de la leche, la seguridad de los brazos de sus padres que lo acunan durante la succión, el calor del líquido, el sabor, la canción tranquilizadora que emiten los padres mientras eructa o lo mecen para que se duerma después de comer. Billy también aprende a asociar la combinación de sonidos con su botella de agua, luego con fotos de biberones en un libro, o con un biberón sostenido por otro bebé en el parque. Puede mirar el objeto si su padre dice la palabra y, a la edad de 7-9 meses, buscarlo cuando oye pronunciar la palabra. Incluso antes de que Billy emita su primera palabra (y mucho menos “biberón”), ya se habrá
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formado su comprensión de las palabras y un vocabulario básico. El vocabulario incluye no solo las palabras que decimos, sino también las que comprendemos. Normalmente, los bebés bien atendidos comprenden muchos elementos léxicos antes de empezar a hablar y, una vez que empiezan a hablar, son muchas más las palabras que “conocen” que las palabras que emiten. Los bebés de un año ya son capaces de asociar palabras con objetos, acciones, personas, lugares y estados corporales (Baron, 1992; Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999; Gleason y Ratner, 2009). Los elementos léxicos generalmente se adquieren de manera receptiva antes de ser usados de manera expresiva. Sin embargo, el uso de una palabra no indica necesariamente que la palabra se entienda completamente o que no haya errores en su significado. Tanto las generalizaciones como las sobregeneralizaciones ocurren a medida que se adquieren las palabras (Dromi, 1987). Un niño puede llamar a su perro “guau” pero no hacerlo extensivo a otros perros. Los niños pequeños a menudo llaman a todos los hombres “papá”. Incluso cuando usan correctamente las palabras, solo tienen una comprensión parcial de ellas. A los niños se les puede enseñar a decir “perdón” si alguien más se interpone en su camino, pero tal vez no sepan que la palabra se usa para pedir “excusas” o que significa “disculpa”. Las palabras ambiguas pueden ser aún más difíciles de asimilar. Al escuchar la palabra “baca”, un niño puede pensar que estamos está hablando de un animal y no entender que nos referimos al maletero de un coche. En cualquier aprendizaje semántico, el contexto de cada palabra se utiliza para comprender a qué se aplica (Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999; Gleason y Ratner, 2009; Ninio y Snow, 1996). Una niña que escucha la palabra “contenta” en relación con su fiesta de cumpleaños, los regalos y la visita de la abuela aprende a asociar dicha palabra con una vertiginosa sensación de alegría. Esto es muy diferente del modo en que una niña maltratada comprende la palabra si los cumpleaños son una mezcla de anticipación y decepción y si alguien le pregunta: “¿No estás contenta de esto?” cuando esa persona ha abusado de ella y/o la asusta. La niña maltratada puede sentirse confundida acerca del significado real de la palabra “contenta” (véase más sobre la confusión semántica a causa del maltrato en el capítulo 9).
Etapas en el desarrollo del lenguaje El desarrollo del lenguaje se produce de un modo no lineal, con arrancadas y
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frenazos, periodos de progreso y otros en los que el progreso externo es menos visible. Además, las variaciones en el ritmo, la personalidad, la cultura y el temperamento afectan al desarrollo normal del lenguaje de los niños. Sin embargo, el proceso y las etapas generales son notablemente similares en todos los idiomas y culturas. Los siguientes niveles de desarrollo del lenguaje se utilizan a menudo para clasificar las etapas de dicho desarrollo, si bien no debemos considerarlas definitivas sino meramente descriptivas. Fase preverbal (0-12 meses) Los bebés se comunican desde el momento del nacimiento. Responden mejor a las representaciones faciales que a los objetos y desarrollan preferencia por los rostros de sus cuidadores que por los de los extraños (Nelson, 1987). Incluso los recién nacidos responden favorablemente a las voces tranquilizadoras y sonrientes, y de manera menos favorable a los rostros enfadados, asustados o tristes (Halla, 1999). Los bebés también muestran preferencia por las voces humanas y, en especial, por la voz de sus cuidadores (Vouloumanos y Werker, 2007), evidenciando signos tempranos de desarrollo del lenguaje al discriminar los sonidos propios del lenguaje de los sonidos procedentes de otras fuentes, y decantarse por los sonidos del lenguaje de sus cuidadores (May et al., 2011; Nazzi et al., 1998). El término “preverbal” describe mejor el uso del lenguaje semántico que la expresión “anterior al lenguaje”. En realidad, los bebés ya están profundamente implicados con el lenguaje durante su primer año de vida. A los pocos meses de edad, reconocen las voces de las personas que les son familiares y comienzan a responder a las palabras que utilizan repetidamente (como, por ejemplo, su propio nombre, las palabras “mamá”, “papá” o “chupete”). A pesar de que al nacer están “abiertos” al aprendizaje de cualquier idioma, los bebés de apenas unos meses de edad ya muestran una marcada sensibilidad a los sonidos del idioma hablado por sus cuidadores (May et al., 2011; Nazzi et al., 1998). De ese modo, los bebés desarrollan una mayor capacidad para discriminar y producir sonidos verbales de ese idioma, con exclusión de los sonidos que no son propios de él. Aunque el balbuceo temprano es similar en todos los bebés, el balbuceo posterior de un bebé expuesto al chino mandarín será acústicamente diferente – y más parecido a los sonidos de la entonación, modulación y pronunciación del mandarín– que, por ejemplo, el de un bebé expuesto al español (de BoyssonBardies, 1999; Nazzi et al., 1998). Durante la última parte del primer año de vida, y a medida que mejora su
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planificación y control motor, los bebés vocalizan cada vez mejor, produciendo sonidos y combinaciones de sonidos, así como alteraciones en el tono y el afecto. Comienzan a unir sonidos que se aproximan a algunas de las palabras a las que están expuestos (por ejemplo, /baba/ para referirse al “biberón” o /mmma/ para “más”). Cuando cumplen su primer año, los bebés ya entienden muchas palabras y expresiones cotidianas, y responden –y suscitan– peticiones, comentarios, exclamaciones, advertencias y negaciones (Gleason y Ratner, 2009). Participan en juegos y canciones recíprocos y “esperan su turno” para prepararse para llevar a cabo algunos movimientos (como, por ejemplo, “levanta las manos, aplaude”). Reconocen por su nombre a personas, objetos, acciones y rutinas familiares y son capaces de seguir instrucciones sencillas (“dale la manzana a mamá” o “¿dónde está el osito?”). La exposición a frases ricas y completas y a un lenguaje comunicativamente relevante y dirigido al niño durante el primer año es crucial para el desarrollo del lenguaje y el desarrollo social, cognitivo y emocional (Baron 1992; Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009; Halla, 1999). Desde un primer momento se sientan las bases para respetar turnos, la comprensión, la escucha, la expresión y el éxito de la comunicación. De hecho, cuando llega el momento en que aparecen las primeras palabras reconocibles, los bebés con un desarrollo normal aprenden el idioma muy rápidamente, es decir, mapas de sonidos, extracción de significados a partir de combinaciones de sonidos en diferentes contextos y voces variadas, comprensión de palabras rutinarias cotidianas, generalización de palabras a imágenes y partes de un todo (reconocimiento de un “perro” incluso cuando solo se muestra la cabeza o al escuchar un ladrido) y uso de diferentes intenciones comunicativas (por ejemplo, preguntar, comentar, negar, aprobar). Fase de una sola palabra (12-18 meses) A principios de su segundo año, los bebés con un desarrollo normal comprenden el lenguaje y vocalizan sus necesidades y reacciones. Reconocen nombres de personas y objetos familiares; son capaces de responder; señalan los objetos que quieren o que desean mostrar a alguien; y también transmiten rechazo, distrés, frustración, disgusto, alegría, participación y deseo de repetición. Respetan los turnos cuando juegan y siguen activamente las canciones (Baron, 1992; Berman, 2004; Dromi, 1987). Los niños pequeños difieren en cuanto a la cantidad de palabras que son capaces de utilizar y en la rapidez con que agregan nuevas palabras. La mayoría de las primeras palabras se relacionan con la vida inmediata del bebé: personas
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importantes (por ejemplo, mamá, papá, abu), objetos importantes (por ejemplo, biberón, perrito, chupete, peluche), sonidos familiares y ensayados (por ejemplo, mugido de la vaca, ladrido del perrito, chss para dormir, chasquido de la lengua para el caballo) y acciones importantes (por ejemplo, no, más, ven). Asimismo, aquello que “incluye” una determinada palabra no siempre coincide con la versión adulta, puesto que los niños pequeños pueden utilizar generalizaciones excesivas (llamando a todos los hombres /dada/) y generalizaciones secundarias (por ejemplo, la palabra “pato” solo se refiere a su patito amarillo, pero no a los patos que hay en el parque ni en las ilustraciones de los cuentos) (Dromi, 1987). Durante la fase de una sola palabra –y sobre todo al principio– las palabras tienden a ser pronunciadas como aproximaciones de una o dos sílabas de la versión adulta (Baron, 1992; Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999; Gleason y Ratner, 2009, Ninio y Snow 1996). Esto las torna comprensibles para aquellos que conocen bien a los niños (por ejemplo, /baba/ para la abuela Bárbara, /pa/ para el chupete, /be/ para Benji el perro de la familia, /gu/ para el yogur), pero como la mayoría de los bebés se comunican mediante (o a través de la “interpretación” de) las personas conocidas, los malentendidos se minimizan, aunque no se eliminan del todo. Los niños pequeños tienen un control limitado sobre la producción del habla, motivo por el cual un repertorio reducido de sonidos del lenguaje puede resultar en homónimos, es decir, palabras que suenan exactamente igual, pero que se usan para designar diferentes elementos semánticos (por ejemplo, /nana/ para banana, /nana/ para la abuela y /nana/ para la manta favorita del bebé que usa para dormir su siesta; o /ba/ para designar un biberón, una bolsa, un balón y Barney) (Dromi, 1987). Estos homónimos son otra de las razones por la cual los cuidadores suelen ser los mejores intérpretes del niño, ya que están familiarizados con los contextos en los que este suele aplicar el significado deseado. Aunque los malentendidos (y la consiguiente frustración) siguen ocurriendo, se convierten en oportunidades para tolerar y gestionar los fallos en la comunicación. El repertorio limitado de sonidos del habla y las expresiones de una sola palabra ponen de relieve la dependencia intrínseca de los niños pequeños: no pueden arreglárselas sin sus cuidadores y tampoco saben, en el caso de ser malinterpretados, “utilizar otra palabra” ni “decirlo de otra manera”, una dependencia que subraya la importancia del cuidado sensible. El adulto que quiere entender al bebé, que trata de tener en cuenta el contexto, la entonación, las rutinas y el lenguaje corporal del niño, aumenta la probabilidad
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de que este experimente una comunicación exitosa y gratificante. Incluso cuando fracasa un intercambio concreto, los adultos sensibles son capaces de validar dicha frustración y brindar consuelo y distracción. Los niños pequeños aprenden que sus palabras importan y que pueden usarlas para influir en el mundo que los rodea. Esto los ayuda a sentirse cada vez más seguros para experimentar con nuevos sonidos y palabras. Cuando los adultos responden a sus comunicaciones con cariño y afecto, se dan cuenta de que las palabras entrañan poder. De ese modo, el lenguaje se convierte en una forma de satisfacer sus necesidades, expresar sus deseos, comentar y participar. Sin embargo, los bebés que reciben cuidados menos sensibles tienden a vocalizar menos y experimentar más fracasos y frustración cuando lo hacen. Los bebés que no escuchan demasiadas palabras durante las interacciones con sus cuidadores son menos propensos a utilizar el lenguaje para comunicarse. Quizá no sepan el modo de hacerlo. Si sus experiencias han sido desalentadoras y se les ha gritado por ser “confusos” o “no saber lo que quieren”, pueden experimentar que hablar es algo intimidatorio y limitar en consecuencia sus intentos de comunicación. No solo es menos probable que experimenten con palabras nuevas, sino que también suelen recibir menos aliento por ello. La fase de una sola palabra tiende a durar desde unas pocas semanas hasta unos meses y, al final de ella, los niños a menudo son capaces de etiquetar objetos, nombres y acciones cotidianas. Pueden anticiparse a los acontecimientos, comprender los aspectos rudimentarios de causa y efecto (tira su juguete y mamá lo recoge, toca el enchufe y mamá dice “¡no!”). Utilizan la entonación para dotar de intención a su pronunciación y cambian el tono dependiendo de con quién se comuniquen (Dromi, 1987; de Boysson-Bardies, 1999; Halla, 1999). Comprenden muchas frases cotidianas que describen acciones, instrucciones, advertencias y explicaciones. También producen largas cadenas de sonidos en una especie de “jerga” o “galimatías”, donde experimentan con la modulación de su voz en remedos de conversaciones (que suelen ser muy divertidas) (Baron, 1992; Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009). Luego, llega un día en el que logran unir dos palabras y el lenguaje se transforma. Frases de dos palabras (“habla telegráfica”) (18-24 meses) Hay una gran variabilidad en la cantidad de vocabulario que utilizan los niños pequeños en el momento en que empiezan a combinar palabras. Sin embargo, la gran mayoría dispondrá más de 50 palabras y, por lo general, muchas más.
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Algunos niños evidencian un aumento de su vocabulario justo antes de empezar a combinar palabras, añadiendo nuevas palabras todos los días y repitiendo muchas de las que escuchan (Dromi, 1987; de Boysson-Bardies, 1999; Gleason y Ratner, 2009; Ninio y Snow, 1996). Las primeras combinaciones de pares de palabras carecen de “conectores” y tienden a ser palabras de contenido, de ahí la expresión “habla telegráfica”. Aunque gramaticalmente muy simples, estas combinaciones de pares de palabras se utilizan para transmitir intenciones pragmáticas bastante complejas. Los niños pequeños expresan acciones (“papá ven”, “mamá levanta”, “más gorro”), interrupción (“no más”, “ya acabado”, “papá trabajo”), posesión (“gorro Tommy”, “gorro mamá”), narración (“abu come”, “abu adiós”, “perrito guau”) y muchas otras (Baron, 1992; de Boysson-Bardies, 1999; Ninio y Snow, 1996). Ellos imbuyen sus expresiones sucintas con mucho propósito y sentido, y habitualmente saben con exactitud lo que significan sus combinaciones. Por desgracia, a veces las cosas no son tan evidentes para los adultos. El niño puede utilizar la misma combinación (por ejemplo, “gorro mamá”) para comunicar diferentes cosas (por ejemplo, este es el gorro de mamá, mamá necesita su gorro, mamá me ayuda con mi gorro, dónde está el gorro de mamá, estoy usando el gorro de mamá, etc.). Esta ambigüedad, combinada con la convicción del niño de que los demás conocen lo que quiere decir solo porque él lo sabe, es terreno abonado para el fracaso de la comunicación, la frustración y las rabietas. Los cuidadores sensibles que sintonizan con las necesidades del niño abordan los malentendidos con paciencia y empatía. El niño puede seguir sintiéndose frustrado y molesto porque el adulto “no lo entiende”. Sin embargo, también percibe que el adulto realmente está tratando de ayudarle, especialmente cuando ya le ha ayudado a sentirse mejor en el pasado. Los fallos y los reintentos en la comunicación proporcionan oportunidades para aprender que las otras personas no siempre entienden lo que uno quiere. Trabajar por el entendimiento mutuo ayuda a los niños pequeños a aprender que son seres independientes y que su realidad no es compartida completamente por los demás (Ninio y Snow, 1996; Halla, 1999). Si el intercambio acaba teniendo éxito, la experiencia del placer compartido y el alivio de verse comprendido refuerza la idea de que es algo que merece la pena, lo cual motiva al niño a seguir trabajando para ser cada vez más competente en la comunicación. Los fallos en la comunicación son más problemáticos cuando los niños no
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disponen de cuidadores sensibles y las ambigüedades se convierten en pábulo para los malentendidos. Entonces la frustración en el adulto se combina con la decepción y el desaliento del niño, sobre todo si la frustración de este se intensifica y es seguida por el castigo. Estos niños perciben que la comunicación verbal no es positiva, considerando que las palabras son ineficaces, frustrantes y potencialmente aterradoras. Es probable que, en sustitución de las palabras, recurran a acciones –tirar, empujar, agarrar, morder, llorar–, comportamientos que a menudo abocan al enfado, el castigo y más frustración. Si no se resuelve, el fracaso reiterado en la comunicación lleva a los niños a inferir que ejercen poca influencia y que tratar de expresar las necesidades solo les provoca más malestar. En ese caso, pueden alternar entre la pasividad y las rabietas. Oraciones simples (24-36 meses) Por lo general, los niños pequeños utilizan en su desarrollo el “habla telegráfica” durante unas cuantas semanas o unos pocos meses pero, cuando cumplen dos años, comienzan a usar oraciones simples como “quiero leche” o “papá duerme”. Las oraciones (aunque sencillas) ya no son telegráficas e incluyen indicadores morfológicos y gramaticales y un orden de las palabras que se aproxima al del lenguaje que el niño escucha. Además del aumento de la complejidad y la duración de las expresiones, el crecimiento del vocabulario de los niños pequeños prosigue a gran velocidad, pudiendo añadir nuevas palabras prácticamente a diario y sorprendiendo a los cuidadores con expresiones que nadie sabe que han adquirido. A los niños de dos a tres años les gusta cantar canciones y participar de los movimientos (por ejemplo, jugar al corro). Descubren que decir cosas absurdas es divertido y corrigen encantados los errores ajenos (por ejemplo, “¡no, papá, mamá no come, mamá bebe!”). Las oraciones gramaticales de los niños de esta edad son simples pero su comprensión se extiende a las más complejas también. Pueden seguir instrucciones como “ve a buscar tu abrigo y póntelo para que podamos ir al parque” o “¿ves el libro de papá en la mesa? Por favor, acércaselo”. Adoran las narraciones, memorizan las que les resultan familiares y pueden llamar la atención de un padre cuando se “salta” una frase de su cuento favorito. Los niños ajustan su tono de voz en el juego simbólico, comienzan a usar el lenguaje para involucrar a otros niños en los juegos compartidos, comentan sus acciones y las de los demás y señalan las diferentes opciones. Son conscientes de la propiedad, describen causa y efecto, cuentan historias y negocian y pueden mentir para evitar las consecuencias de una travesura.
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Los niños de dos años utilizan cada vez más el lenguaje para comunicarse y controlar su entorno. Empiezan a mostrar capacidad para regular sus reacciones y posponer la gratificación, aunque a menudo lo hacen de manera imperfecta (por ejemplo, pueden decir “es mi juguete” antes de agarrar el objeto, en lugar de simplemente arrebatárselo a otro niño. También se quejan a los adultos, “¡Ben, me ha empujado!”. Como parte de la evolución de la sofisticación social, los niños pequeños insertan intencionalmente palabras sociales (por ejemplo, “por favor”, “gracias”) en sus oraciones para granjearse la aprobación y aumentar la probabilidad de obtener lo que quieren (Berman, 2004; Ninio y Snow, 1996; Halla, 1999). A los niños de esta edad les encanta la repetición. Tal vez quieran escuchar el mismo cuento todas las noches, ponerse el mismo pijama, comer la misma comida, usar la misma taza o ver el mismo vídeo incontables veces. La repetición les resulta tranquilizadora y relajante, pero también les brinda la oportunidad de practicar cosas que ya conocen y los ancla en un mundo en el que suceden muchas cosas que los niños no controlan o que aún no saben hacer. A medida que los niños reúnen palabras para expresar lo que quieren y captar la atención ajena, el lenguaje se vuelve cada vez más satisfactorio para ellos. Pueden usar el lenguaje para nombrar los sentimientos, las expresiones faciales y el tono de voz que indican esos sentimientos (por ejemplo, “mamá está triste”, “estoy enfadado”). Su comunicación se amplía para incluir a personas que no forman parte de sus rutinas cotidianas inmediatas, y su mayor inteligibilidad y uso aproximado de frases reconocibles contribuyen a fomentar el éxito de la comunicación (Berman, 2004; Landry et al., 2006a). Cuando ocurren malentendidos, los cuidadores a menudo deben intervenir para aclararlos o para consolar a un pequeño que carece de las palabras adecuadas para expresar lo que quiere. La narración constante por parte de cuidadores sensibles permite a los pequeños establecer conexiones semánticas entre los sentimientos, los estados físicos y los acontecimientos que los rodean (por ejemplo, “Entiendo que estés enfadado porque no podemos ir al parque, pero llueve y está todo mojado. Tal vez podamos ir más tarde”; o bien, “Lamento que te sientas triste porque tu camión se ha roto. Sé que te gusta mucho ese camión. ¿Puedo darte un abrazo para consolarte?”) (Cozolino, 2006). A los niños cuyos cuidadores son menos sensibles les puede resultar más difícil establecer ese tipo de conexiones (por
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ejemplo, si mamá se enfada, con independencia de que el niño sea “bueno” o no; si papá está demasiado cansado y le grita para que se calle, aunque llore), pudiendo recurrir menos a las palabras y más a las acciones. Si se le ignora cuando pide amablemente una galleta o su mano es golpeada, entonces lo mejor es arriesgarse a coger una… Morfología y oraciones complejas (3-5 años) Los niños de tres años son seres parlantes. Aunque algunos sean tímidos con los extraños, hablan mucho en situaciones que les resultan familiares. Si se han criado en un hogar bilingüe (o multilingüe), por lo general hablan más de un idioma con bastante fluidez, y se dirigen a la persona adecuada en el idioma correcto, llevando a cabo con facilidad la transición entre ambos idiomas o mezclando alguna palabra (Bialystok, 2001; Harding y Riley, 1986; Quin Yow y Markman, 2011). Su habla es generalmente inteligible (incluso si omiten determinadas combinaciones de sonidos o sustituyen algunos fonemas, como, por ejemplo, /f/ en lugar de /j/, o /t/ en lugar de /k/). También son capaces de describir personas y lugares y de expresar preferencias y rechazos. También suministran información sobre acciones, motivos y sentimientos (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009). El periodo preescolar se caracteriza por un crecimiento rápido y constante de las habilidades sociales, relacionales y cognitivas, que se ven reflejadas y alimentadas por el desarrollo del lenguaje y la comunicación. El habla del niño es lo suficientemente inteligible como para que la mayoría de la gente lo entienda (con un cierto margen para la inmadurez en la pronunciación de las palabras, como el ceceo), y pueden proporcionar información autobiográfica básica, como los nombres de sus padres y el suyo propio, dónde viven, lo que les gusta y lo que no, y en ocasiones también información que no deberían compartir. La conciencia social de los niños en edad preescolar aún está desarrollándose, revelando información (de manera divertida o vergonzosa) sobre cuestiones privadas o incómodas (por ejemplo: “a mi papá le huelen los pies”, “mamá dice que la abuela es una bruja”, “¿tienes un botón en la vagina?”, “¿por qué tienes las tetas grandes?”. Entre la edad de tres y cinco años, el lenguaje de los niños crece exponencialmente. Su vocabulario, su comprensión, su habilidad para escuchar y memorizar, su capacidad cognitiva y conceptual y sus intereses y habilidades sociales evolucionan conjuntamente junto a las reglas del lenguaje referentes a narrativa, vocabulario, gramática y pragmática (es decir, las reglas de uso del
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lenguaje) (Berman, 2004; Halla, 1999; Ninio y Snow, 1996). Su capacidad para interiorizar las reglas del idioma es bastante asombrosa, y a menudo vemos la prueba de la adquisición de dichas reglas cuando incurren en algunos errores que nos ofrecen “pistas” sobre la regla que está procesando en ese momento su pequeño y fascinante cerebro. Por ejemplo, un niño que utiliza el tiempo verbal correcto puede empezar a decir “el me la dio” o “yo la compré”, evidenciando que ha empezado a aplicar correctamente el pasado de indicativo. Así pues, una vez “descifrada” dicha regla, el niño la aplica no solo a los verbos regulares, sino también, de manera incorrecta, a los verbos irregulares (Gleason y Ratner, 2009). La cognición se desarrolla a la par que el lenguaje, y los niños en edad preescolar a menudo aprenden simultáneamente los conceptos y las palabras adecuadas para expresar esos conceptos. Aprenden conceptos relacionados con el color y los nombres de muchos colores, así como conceptos relativos al tamaño y palabras para describirlos (por ejemplo, grande, pequeño, mediano, más grande, más pequeño, muy grande, muy pequeño, más bajo, más alto), preposiciones (sobre, en, entre, detrás, desde, hacia), cantidades y secuencias ordinales (por ejemplo, más, menos, cero, todos, ninguno, primero-segundotercero-cuarto-quinto-último). El mundo se torna explicable y es explicado, descrito y descifrado. El lenguaje permite que los niños en edad preescolar participen, pregunten, escuchen y cuestionen el mundo que los rodea. A menudo se sienten fascinados por la naturaleza, por el modo en que las cosas se mueven, se entremezclan, crecen, se acoplan, se combinan, se montan o desmontan. Experimentan con cualquier sustancia que se les permita tocar (y algunas que no se les permite, experimentando con los límites en el intento). Aprenden palabras para designar partes de totalidades (por ejemplo, volante y portaequipajes para el coche, ruedas y alas para el avión), y verbos específicos para nombrar acciones concretas (por ejemplo, esquiar, deslizarse en trineo, patinar, llorar, hacer pucheros, quejarse, fruncir el ceño). Los años preescolares también están marcados por un mayor interés social, los juegos simbólicos y los juegos de simulación, elaborados y planificados verbalmente con otros niños (sobre todo con sus compañeros) (Halla, 1999; Mashburn, 2008; Ninio y Snow, 1996). Por lo general, los niños de esta edad disfrutan escuchando cuentos y se sienten seguros experimentando cómo se sentirían al desempeñar un determinado papel. La línea que separa la realidad y la imaginación es, en ocasiones, difusa, y los niños se sienten preocupados en cuanto a qué creer (por ejemplo, temen el “rugido de león” que hace papá),
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necesitando que se les tranquilice (papá deja de poner los dedos en forma de garra y vuelve a hablar normalmente) hasta que se vuelven cada vez más hábiles en el intercambio de roles. Este intercambio de roles puede ser más difícil para los niños que no han disfrutado de demasiadas oportunidades de una interacción social positiva (y mucho menos si han padecido experiencias negativas, rechazo y maltrato). El espectacular desarrollo del lenguaje durante el periodo preescolar permite a los niños bien desarrollados construir narraciones (e hilarlas), explicar sus experiencias y contar chistes. Comienzan a entender algunas expresiones cotidianas y a atender simultáneamente a las palabras y el contexto en que se dicen. Descubren que “tener un corazón de oro” significa ser amable y que “llover a cántaros” se refiere a un gran aguacero. Este proceso de descifrado del lenguaje simbólico, la metáfora, el sarcasmo, los juegos de palabras y las expresiones idiomáticas se inicia durante los años preescolares pero prosigue durante toda la infancia y la adolescencia (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009), enriqueciéndose con la exposición a los relatos y la literatura (Heymann, 2010; Landry et al., 2006b; Mashburn et al., 2008; Schiefelbusch, 1986). Hacia el final del periodo preescolar, los niños bien cuidados (monolingües y bilingües) de las sociedades alfabetizadas comienzan a entender al lenguaje escrito como algo que también tiene sentido. Se dan cuenta de las rimas, los nombres y los sonidos de las letras y desarrollan una conciencia fonológica temprana y habilidades de prelectura (Adams, 1994; Gleason y Ratner, 2009; Landry et al., 2006b; Davison et al., 2011). Incluso hay niños muy motivados que aprenden a leer por sí solos. Educación elemental y media: progreso continuo hasta alcanzar el dominio completo (6-12 años) Al llegar al primer curso, los niños suelen hablar bien y son capaces de transmitir numerosas ideas, pero el desarrollo del lenguaje prosigue durante toda la infancia. El vocabulario relacionado con toda clase de palabras (sustantivos, verbos, adjetivos, adverbios) sigue creciendo a gran velocidad la estructura de las oraciones se vuelve más compleja y los niños comprenden y utilizan términos cada vez más específicos (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009). Aprenden a descifrar y utilizar palabras ambiguas (como, por ejemplo, homofonías y formas pasivas del lenguaje) y también el lenguaje simbólico (metáforas, símiles, modismos) (Heymann, 2010; Ninio y Snow, 1996). Su capacidad de utilizar el lenguaje para explicar tanto el mundo que los rodea
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como su mundo interior aumenta, con lo que los niños reflexionan cada vez más tanto sobre sus pensamientos, ideas, percepciones y motivaciones como sobre los de los demás. El lenguaje se convierte en una herramienta sofisticada para la conexión, la comunicación, la organización social, el diálogo, la negociación, la persuasión, la planificación y mucho más. El lenguaje crece tanto en profundidad como en amplitud a lo largo de la infancia, y los niños añaden unas 3.000 palabras nuevas al año, hasta llegar a unas 40.000 o 50.000 al concluir la educación secundaria. La participación de los padres sigue siendo importante, y un número significativo de palabras nuevas provienen de la lectura y el conocimiento del mundo (Gleason y Ratner, 2009). Leer y que nos lean se convierte en una vía para la expansión del lenguaje, y debido a que se tiende a leer con más frecuencia a los niños bien atendidos que a los niños menos afortunados, esto puede sumarse a las disparidades que observamos en el dominio del lenguaje entre los niños maltratados y los que reciben cuidados adecuados (véanse partes 3 y 4). Adolescencia: prosigue la ampliación del vocabulario y la sofisticación del lenguaje Se espera que los adolescentes sean bastante competentes en el uso del lenguaje, pero el desarrollo de la comunicación no termina en la educación primaria ni en la secundaria. El vocabulario sigue ampliándose a lo largo de toda la vida y el desarrollo léxico se enriquece con la lectura, la narración y el diálogo (Nippold, 2007). Historias, leyendas, fábulas, escritos clásicos, obras de teatro y periódicos contienen elementos lingüísticos más raros que no es posible encontrar en el lenguaje oral cotidiano y que engrandecen el vocabulario y la comprensión de uno mismo. Los modismos, los juegos de palabras, el sarcasmo y la sátira se utilizan a menudo en la literatura y la comunicación de los adolescentes, y su discurso oral contiene a menudo expresiones idiomáticas propias (Berman, 2004; Ninio y Snow, 1996; Nippold, 2007). Los adolescentes también pueden parecer taciturnos y mostrar una tendencia a pronunciar una sola palabra en respuesta a las preguntas de los adultos. Sin embargo, su vida interior suele estar llena de palabras, pensamientos, planes, confusión y emociones complicadas. Son pocas las cosas que hacen de la adolescencia una etapa fácil, pero disponer de palabras para transmitir estas experiencias quizá consiga que sea un poco menos confusa, de modo que el adolescente tenga al menos la opción de poner su experiencia en palabras. Algunos lo hacen a través de la poesía, los blogs y los diarios; otros, mediante
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interminables conversaciones (electrónicas o de otro tipo) con sus amigos. La vida social es uno de los principales focos durante la adolescencia, y la comunicación en todas sus facetas (verbal y de otro tipo, real e imaginaria, manifiesta e inferida) se torna muy importante. Los conceptos morales y filosóficos, la justicia y la equidad, las jerarquías y los grupos, lo correcto y lo incorrecto, todo ello se explora a través de las discusiones, argumentaciones, debates y negociaciones, lo cual requiere habilidades lingüísticas y la capacidad de utilizar y comprender los matices de la expresión y la comunicación. En resumen, la velocidad a la que los niños dominan el lenguaje, el alcance de su vocabulario, su locuacidad y su afinidad e interés por la conversación es muy variable. Sin embargo, si se les proporciona la exposición adecuada, todos los niños con un desarrollo normal siguen los mismos pasos básicos en el desarrollo del lenguaje. La cantidad, la calidad, el contexto y las oportunidades de comunicarse que se ofrecen a los niños son parte integral de la calidad y el grado de su dominio del lenguaje (Baron, 1992; Berman, 2004; Cozolino, 2006; Mashburn, 2008; Ninio y Snow, 1996; Yoder y Warren, 2002). Un cuidado sensible, narrativo y reflexivo aporta las condiciones óptimas para que bebés, niños y adolescentes lleguen a dominar el lenguaje. En cambio, el maltrato y el desbordamiento emocional impiden este desarrollo.
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3 Socialización, semántica, humor, lenguaje simbólico y empatía Socialización y comunicación
Estamos programados para comunicarnos. Cuando somos jóvenes, no podemos sobrevivir sin los demás e, incluso cuando somos adultos, la mayoría de nosotros buscamos la conexión. Forjar y mantener relaciones requiere que nos comuniquemos: dar a conocer nuestras necesidades, comprender y responder a las necesidades ajenas y compartir nuestros pensamientos, planes e ideas. La conexión humana es tan fundamental que la gente encuentra maneras de comunicarse incluso a pesar de las enormes diferencias y de las muchas limitaciones. No es de extrañar que lo intentemos, dado que los seres humanos nos comunicamos casi todo el tiempo: con palabras, acciones, posturas, tonos, expresiones, etc. Incluso la elección de no comunicarnos transmite un mensaje. Nuestro mundo relacional está moldeado por la socialización, por el modo en que hemos aprendido a comunicarnos con los demás abierta y encubiertamente, directa e indirectamente, intencionalmente o no (Bowlby, 1997; Cozolino, 2006; Gaensbauer, 2011; van der Kolk, 2014). Buena parte de la comunicación humana cotidiana se ve mediada por el lenguaje, aunque no toda ella sea verbal (por ejemplo, encogerse de hombros, sonreír, saludar con la mano, dar un objeto que se nos solicita). El lenguaje – tanto verbal como no verbal– nos permite expresarnos y entender las experiencias de los demás, planificar el futuro, discutir el pasado, deliberar, regatear, contar historias y buscar consejo (Berman, 2004; Halla, 1999; Ninio y Snow, 1996). Pero, por muy importante que sea, el lenguaje es insuficiente en ausencia de comunicación, ya sea esta agradable o desagradable, deseada o no deseada, gratificante o molesta. Nuestra conexión con los demás no solo está mediada por el lenguaje, sino también por el diálogo interno y la experiencia, las creencias que albergamos acerca del mundo, los demás y nosotros mismos
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(Cozolino, 2014; Siegel, 2012; van der Kolk 2014). Los seres humanos tenemos el impulso innato de comunicarnos, pero las habilidades y formas que nos permiten hacerlo se aprenden socialmente, y la comunicación se ve moldeada por el lenguaje, las interacciones y las experiencias. El lenguaje permite negociar, pensar, teorizar, narrar, contemplar y relacionarse. Está en la base de cualquier aprendizaje social y académico (por ejemplo, lectura, escritura, matemáticas). Los conceptos sociales y morales se hallan intrínsecamente relacionados con el lenguaje con el que los describimos, los definimos y los entendemos. Es el lenguaje el que permite a las sociedades establecer reglas y explicarlas, así como oponerse a las reglas existentes o renegociar otras nuevas. El lenguaje da forma a la cultura, a los roles sociales y a las diferentes interacciones. En la realidad recíproca de la comunicación, la socialización modela el lenguaje, de igual modo que este modela la socialización. Lo que influye en el lenguaje y la comunicación también impacta en la percepción que tenemos de nosotros mismos y de los demás, en nuestro comportamiento y en cómo lo explicamos o lo percibimos en otras personas (Cozolino, 2014; Halla, 1999; Ninio y Snow, 1996; Rogers y Williams, 2006; Siegel, 2012).
Sentido y realidad: un vínculo recíproco La realidad es una experiencia altamente subjetiva. La gente suele emplear palabras para compartirla con los demás utilizando para ello experiencias y pensamientos verbalizados. El significado que otorgamos a nuestra realidad se inspira profundamente en los contextos y narraciones que nos han sido comunicadas durante nuestras experiencias anteriores (y a menudo las más tempranas). Josh, de tres meses de edad, llora en su cuna. Su padre entra en la habitación y toma al bebé en sus brazos. —Hola amiguito –le dice amablemente, acariciándole la espalda–. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Necesitas que te cambie el pañal? Entonces acuesta al bebé en el cambiador y le abre el pañal. —¡Ah! Por supuesto que te sientes incómodo –dice el padre–. ¡Estás completamente mojado! Yo también lloraría. No te preocupes, amiguito. El padre de Josh sigue hablándole mientras le quita el pañal mojado, limpia y seca la piel del bebé y lo envuelve en un pañal limpio.
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—Ya está. Un pañal seco y limpio… y el bonito pijama de ositos que te regaló la abuela… Déjame abrocharlo… abrocho, abrocho, abrocho… Ya está. Apuesto a que también tienes hambre. Vamos a buscar a mamá para que te dé el pecho. La realidad de Josh se ve moldeada por las palabras y acciones de su padre. La narración de su padre le muestra los significados preliminares de “mojado” y “seco”, junto con el de “llorar” y de qué modo se relaciona con la incomodidad. Aprende que sus sensaciones corporales tienen un significado y pueden ser descritas. La palabra “hambre” también está relacionada con la incomodidad que experimenta en su estómago y con la leche que pronto recibirá para calmarse. Josh escucha la cadencia reconfortante y afectuosa del discurso de su padre. Aprende que su voz le procura cuidado y consuelo, que es precioso, que sus necesidades importan y que no está solo. Aprende que la voz, la proximidad y el contacto delicado son la forma en que las personas interactúan. Lo que un niño experimenta se convierte en su realidad (Berman, 2004; Cozolino, 2014; Denham, 1998; Ninio y Snow, 1996; Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Si el lenguaje y las acciones del adulto le ofrecen consuelo y lo tranquilizan, la realidad del niño es que las experiencias tienen nombres y que las palabras comunican dichas experiencias de maneras que otros entiendan para responder a ellas. En cambio, si las reacciones a lo que hace el niño no resuelven su malestar o incluso lo agravan, este aprenderá que la comunicación no funciona bien, pudiendo encontrar que las palabras son confusas y no sabiendo cuándo y cómo utilizarlas. Si un adulto se ríe del miedo del niño, diciéndole “¿Por qué gritas? No da miedo, es divertido”, ¿significa eso que sentir miedo es algo divertido? ¿El llanto hace reír a los demás? Este tipo de confusiones ocurre incluso cuando la atención es la adecuada. Por ejemplo, un padre puede reírse cuando ve al bebé estornudar pero, si el pequeño se asusta o llora, el padre lo consolará, validará su seguridad y se disculpará por reírse. Un contexto de atención sensible ayuda a reparar la confusión. Sin embargo, si no se alcanza una resolución y no existe un marco de atención sensible a la que recurrir, la confusión persiste y se intensifica. Si el adulto responde al bebé que llora, diciéndole: “¡Cállate ya! Eres un pesado”, quizá el bebé no aprenda que la incomodidad tiene un sentido y experimente dificultades para comprender qué es la saciedad, la necesidad o la calma. El llanto podría resultarle aterrador. El lenguaje da forma a nuestra realidad, y nuestras percepciones afectan a nuestra experiencia y a nuestra comunicación. La manera en que nos sentimos
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condiciona el modo en que reaccionamos, y las palabras que acompañan a nuestras experiencias se convierten en las herramientas con las que describimos y comprendemos experiencias similares (Baron 1992, Berman 2004). El lenguaje nos ayuda a hablar sobre lo que vemos, de cómo lo entendemos y de lo que creemos que otras personas quieren saber (Ninio y Snow 1996). Los niños pequeños aprenden a hacer esto a través de las reglas que han percibido e internalizado de sus cuidadores (Halla 1999, Landry et al. 2006a, Rogers y Williams 2006). Si las reglas referentes a la comunicación y el significado que hay en el hogar coinciden con las reglas de la sociedad en general, entonces el niño las transfiere con bastante facilidad a círculos sociales más amplios. Feliz significa feliz, triste significa triste, hambriento quiere decir que conseguirá comida, llorar significa que recibirá consuelo, hablar supone que será escuchado, cuando otros hablan quiere decir que debe escuchar, y respetar los turnos significa que pronto llegará el nuestro. Sin embargo, durante la primera infancia, si las reglas en el microcosmos del hogar son incongruentes (o incluso opuestas) con las reglas de la sociedad, la conexión social resultará confusa (Beverly et al., 2008; Cross, 2004; Fox et al., 1988; Ninio y Snow, 1996; Perry y Szalavitz, 2006). Aun cuando la escuela infantil o los hogares de los amigos y los parientes lejanos ofrezcan una manera sensible de relacionarse, tal vez el pequeño encuentre esos cambios confusos e interprete las palabras y las interacciones de acuerdo con lo que ha interiorizado (Yehuda, 2005, 2011). Los niños a menudo son incapaces de explicar lo que malinterpretan y, por tanto, es muy posible que los adultos no se percaten de qué tipo de confusión experimenta el niño. Sin embargo, cuando observamos la dinámica y las creencias relacionales de los niños durante el juego, estas nos brindan un espejo de su mundo (Gómez, 2012; Silberg, 2013; Wieland, 2011).
El juego simbólico: la práctica hace maestros Michael, de tres años de edad, es un bombero perfecto. Cada caja se convierte en un “casco” y cada objeto alargado en una “manguera”. El abrigo de Sam, su hermano mayor, es su “chaqueta de bombero”. Michael corre por toda la casa imitando el sonido de una sirena mientras “apaga fuegos” por todas partes: en el sofá, debajo de la cama, en el armario, en la mesa del comedor. Su hermano Sam, de nueve años, se enfada cuando su hermanito usa su abrigo y grita en la sala de estar. Los padres de Michael
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reconocen el enfado de Sam, pero le piden que tenga paciencia. —Michael se asustó mucho cuando padecimos un pequeño incendio en la cocina el mes pasado. Está trabajando en ello a su manera. Ser bombero le ayuda a sentirse más seguro. Además –dice sonriendo con cariño el padre–, también tuvo su época de Superman…, corriendo de un lado a otro vestido solo con la ropa interior de Superman y el pañuelo de mamá a modo de capa… El juego es el sello distintivo de la infancia y permite entrenar las habilidades futuras. Aunque todos los mamíferos jóvenes juegan, acechan, fingen e imitan conductas adultas, el juego simbólico de los humanos jóvenes también incluye habilidades de comunicación cada vez más complejas (Konner, 2010; Ninio y Snow, 1996). El juego simbólico permite a los niños adquirir dominio sobre la secuencialidad, la causa y el efecto, la narrativa, el intercambio de roles, las consecuencias, las reglas sociales, la empatía, el humor y el pensamiento mágico. Los primeros juegos simbólicos aparecen cuando los bebés “alimentan” a uno de sus juguetes o mecen un osito de peluche o una muñeca para dormirla. A partir de ese momento, y a lo largo de la primera infancia, el juego evoluciona hacia complejos esquemas con narrativas imitadas e inventadas, personajes que cambian de rol y una mezcla de fantasía y realidad. Los niños juegan a las casitas, a ser médicos, maestros y estudiantes, a policías y ladrones. También hacen de Superman, de princesas y de tigres asustados. Sus juegos también pueden incluir hadas, magos y amigos imaginarios. De entrada, los niños más pequeños se limitan a jugar unos al lado de otros, se observan entre sí y ocasionalmente cooperan pero, a la edad de tres años, los niños juegan rutinariamente con sus compañeros, y la socialización del juego aumenta durante la edad preescolar y la escuela infantil. Los niños en edad preescolar negocian e intercambian roles, crean escenarios y acomodan nuevos actores o introducen cambios dependiendo del contexto. Incluso cuando juegan solos, asignan papeles a los juguetes y los objetos, hablando con ellos y “a través de ellos”. Las asociaciones y la imaginación son fluidas: una cama es un barco, una mansión, un coche, una fortaleza o una alfombra mágica. Una cuchara se convierte en una espada, una varita, una trompeta. Un caballo de peluche puede ser un hermanito, un poderoso caballo o un sigiloso compañero de lucha. Como parte de su práctica de los roles sociales, los niños en edad preescolar a menudo experimentan con la aplicación de las jerarquías sociales que perciben en su entorno o que descubren en cuentos y películas. Prueban
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papeles deseables y menos deseables y se alternan para ser los “buenos” y los “malos”. El juego es esencial. Se espera que los niños le dediquen de alguna forma parte de la jornada y, cuando no lo hacen, nos preocupamos. Es a través del juego simbólico que ensayan las reglas sociales, modulan los impulsos, negocian los límites y la lógica y ejercitan y amplían el lenguaje (Halla, 1999; Ninio y Snow, 1996; Yehuda, 2011). El juego simbólico es una tarea muy seria para el desarrollo, ya que permite al niño practicar conceptos y compartir información con los demás, así como negociar situaciones sociales y cuestiones relativas a los roles, que pueden estar fuera de su alcance en el mundo real. También es intensamente comunicativo y aporta la base para forjar amistades y relaciones con sus compañeros a lo largo de la vida. La realidad de los niños se refleja en sus juegos, es decir, cómo perciben las cosas y qué esperan de los demás, de sí mismos y del mundo. Lo que los niños hacen y cómo lo hacen; lo que dejan de hacer, lo que no quieren o lo que no pueden hacer, con quiénes juegan y con quiénes no juegan y por qué, nos suministran pistas del mundo interno de los niños (Brinton y Fujiki, 1989; Cross, 2004; Danon-Boileau, 2002; Gomez, 2012; Schaefer et al., 1991; Silberg, 2013; Wieland, 2011). El juego de los niños con un desarrollo adecuado es imaginativo y a menudo desinteresado. Asumen papeles tanto serios como divertidos, recreando escenarios de cuentos, de películas y de su vida cotidiana. Disfrutan con lo inesperado y absurdo e insertan en su juego tonterías y bromas para experimentar con ellas. Y, si bien pueden abordar la culpa y la vergüenza, sus juegos suelen centrarse más en la alegría, el éxito, la cooperación y la empatía. Los niños también experimentan con la agresión y la maldad, pero vigilan cuidadosamente sus acciones y las reacciones de sus compañeros de juego porque saben que el exceso de rudeza los hará menos deseables. Otros niños, sobre todo si tienen dificultades de comunicación y regulación, pueden no ser tan expertos en “leer” a sus compañeros de juegos (Ninio y Snow, 1996; Rogers y Williams, 2006; Silberg, 1998) y mostrarse demasiado agresivos, posesivos o mezquinos. Tanto los niños como los adultos se inclinan por los niños que están mejor compenetrados y con los que es más divertido jugar (Blanc et al., 2005; Landy y Menna, 2001; Schaefer et al., 1991), lo que limita todavía más las oportunidades de socializar a través del juego en los niños más torpes socialmente hablando.
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Humor y empatía Sandy, de seis meses, está jugando en el suelo. Trata de agarrar su juguete, pero está más allá de su alcance y su mano aferra otra cosa. Es una manta y, cuando tira de ella, le cae en la cabeza cubriéndola. Sorprendida y alarmada por la repentina oscuridad, en su cara se dibuja una mueca de llanto. De pronto se esfuma la oscuridad y aparece el rostro sonriente de su madre. —¡Ahí estás! –le dice juguetona–. ¡Mira! La madre se cubre entonces la cara con la manta. —¿Dónde está mamá? –pregunta antes de quitársela, sonriendo de nuevo–. ¡Aquí estoy! Sandy ríe. La madre cubre ahora la cabeza de la bebé, pero esta vez, cuando todo se vuelve oscuro, Sandy no se siente alarmada sino expectante. Se ríe mientras el rostro de su madre aparece y desaparece. Jugar a esconderse es divertido. Provoca risas. La gente ríe. Aunque los humanos no seamos los únicos seres vivos que apreciamos el humor, no cabe duda de que la risa es, y ha sido a lo largo de la historia, parte integral de todas las comunidades humanas. Pero el humor puede ser delicado o cruel, sutil o retorcido. Puede abordar y señalar aspectos de la realidad que resultan difíciles o perturbadores y también nos permite apreciar las complejidades de la ambigüedad, las bromas, las expresiones y los juegos de palabras. Debido a que, muchas veces, las cosas divertidas ponen de relieve rarezas o comportamientos extraños, de entrada hay que tener una cierta comprensión de lo cabe esperar (Bell et al., 1986). A menudo cuando no entendemos un chiste es porque no comprendemos el contexto lo suficiente como para reconocer lo inesperado (Ninio y Snow, 1996; Suits et al., 2011). Lo gracioso puede ser bastante personal –a algunos niños les resulta divertido romper un papel o estornudar– pero, incluso cuando se trata de bromas muy personales, la risa tiene un carácter recíproco (y a veces contagioso). El bebé ríe y la persona que lo cuida sonríe y repite el evento que induce la risa. El bebé ríe de nuevo, y la persona que lo cuida ríe en respuesta, repitiendo la broma. Cuando se comparte, lo gracioso se vuelve más gracioso. La risa es social. En el mejor de los casos, es una experiencia alegre de placer compartido que nos conecta y que mejora el bienestar. En el peor, la risa es una
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experiencia vergonzosa y aislante en la que se ríen de nosotros o de un determinado grupo. El contexto exterior puede ser el mismo, pero la intención comunicativa –o la interpretación– es totalmente diferente. Lo que es “divertido” y cómo se utiliza e interpreta depende en buena medida de las experiencias anteriores con la risa y de si se ha utilizado con empatía o lo contrario. Al igual que ocurre en el juego social de los niños, la empatía ayuda a mediar la risa. Los niños en edad preescolar se ríen del humor agresivo (que aparece, por ejemplo, en los dibujos animados), pero solo mientras sepan que nadie sufre ningún daño real. Los niños en edad escolar frenan su reacción a algo que les resulta divertido si se percatan de que la risa hiere los sentimientos de otras personas (Bell et al., 1986; Ninio y Snow, 1996; Suits et al., 2011). La empatía nos ayuda a tener en cuenta la experiencia de los demás. Significa que somos capaces de reconocer la realidad de los otros y el modo en que perciben nuestras acciones, así como de regular nuestras reacciones de manera que se respeten los sentimientos de otra persona (Fonagy y Target, 1997; Halla, 1999; Rogers y Williams, 2006). La capacidad de empatía puede ser innata, pero el comportamiento empático requiere exposición para desarrollarse. Incluso el niño más empáticamente resiliente requiere algún tipo de modelo de compasión para reconocer y tener la oportunidad de expresar la empatía. Para otros niños, incluyendo muchos niños traumatizados, la empatía les resulta más difícil de reconocer e interiorizar (Fonagy y Target, 1997; Silberg, 2013). Lenguaje, cognición, juego simbólico, habilidades sociales y empatía están relacionadas con la exposición y las oportunidades del niño. En consecuencia, no sorprende que el trauma afecte a la comunicación y la socialización. Para hacer frente a las experiencias, los niños solo utilizan las habilidades de que disponen. Un niño cuyas interacciones le han enseñado a sospechar y temer reaccionará de manera muy diferente a un evento que el niño que recibe atención y consuelo. La superación del trauma se ve afectada por las características de cada trauma y de cada niño, pero también por las relaciones a las que el niño tiene que recurrir, su comprensión de lo ocurrido y las reacciones al trauma que experimenta tanto internamente como con otras personas (Cozolino, 2014; Ford y Courtois, 2013; Siegel, 2012; Silberg, 2013; van der Kolk, 2014). Lo que se comunica durante el trauma y después del mismo (tanto de manera verbal como no verbal), y cómo lo entienden los niños, determina su percepción de lo que ha sucedido, de sí mismos, de los demás y del mundo. Para comunicarnos (verbalmente y de otras maneras), debemos tener una
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manera de entender y/o describir las experiencias. Para relacionarse e interactuar, los niños han de ser capaces de comprender, procesar y responder. Deben tener maneras de poner en palabras sus sensaciones y percepciones, y experimentar con el discurso y el intercambio de información. Necesitan el vocabulario adecuado para identificar sentimientos, impresiones, recuerdos, percepciones y necesidades. Estas son cosas que no podemos asumir que los niños traumatizados poseen en la misma medida que los niños no traumatizados. Tampoco podemos asumir que el trauma no es un factor importante en el perfil clínico de los niños aquejados de trastornos de comunicación. El trauma afecta a la comunicación; no solo al lenguaje utilizado por el niño para referirse al evento en sí, sino también a su comunicación cotidiana (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1993; Silberg, 1998, 2013; Yehuda, 2004, 2005, 2011). Para ayudar a los niños, las niñas y los adolescentes traumatizados, tenemos que entender el trauma y su impacto en la comunicación, de manera que reconozcamos cuál es el punto de partida de esos niños, esas niñas y esos adolescentes y comprender a dónde los ha conducido el trauma.
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II
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Trauma, maltrato e impacto en el desarrollo
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4 Trauma indirecto Trauma médico, intrauterino, ambiental y social Trauma médico: cuando los cuidados hacen daño El potencial traumático del tratamiento médico La atención sanitaria, destinada a proporcionar ayuda, no suele ser tenida en cuenta en el contexto del desarrollo del trauma. Sin embargo, las intervenciones médicas son potencialmente traumáticas, en especial cuando producen dolor, separación de los cuidadores, miedo (en el niño y/o el cuidador), procedimientos invasivos y eventos médicos repetidos en dolencias crónicas, cáncer y lesiones que requieren múltiples intervenciones (Bryant et al., 2004; Carlsson et al., 2008; Carter, 2002; Casey et al., 1996; Drew, 2007; Gil et al., 1991; Johnson y Francis, 2005; Kassam-Adams et al., 2005; Kazak et al., 2006; Liossi, 1999; Pillai Riddell et al., 2009; Robson et al., 2006; Saxe et al., 2005; Shaw et al., 2006; Simons et al., 2003; Varni et al., 1996; Winston et al., 2002; William et al., 2004; Wintgens et al., 1997). El objetivo de la atención médica es salvar vidas, procurar alivio y/o mejorar las funciones. El personal sanitario se dedica a la medicina para ayudar a los niños, no para traumatizarlos. Los padres entienden que lo que hacen paramédicos, médicos, enfermeras, fisioterapeutas, etc. es por el bien de sus hijos. Es por eso que permiten las intervenciones incluso si estas lastiman o angustian temporalmente al niño. Sin embargo, los niños pequeños a menudo no entienden las motivaciones del personal médico, la necesidad de las intrusiones físicas o las consecuencias de evitarlas. Incluso los niños que entienden que los médicos son generalmente útiles pueden experimentar dificultades para retener ese conocimiento cuando están enfermos, tienen miedo, se sienten engañados o perciben el temor en sus padres (Bryant et al., 2004; Carter, 2002; Dell’Api et al., 2007; Kuttner, 2010; Saxe et al., 2005; Schäfer et al., 2004; Shaw et al., 2006; Winston et al., 2002; Ziegler et al.,
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2005). En el caso de una emergencia, la atención médica suele ser aterradora, produciéndose una sensación real o percibida de amenaza para la vida y la integridad del propio cuerpo. Los pacientes pueden sentirse asustados, indefensos e inseguros. El dolor en sí mismo resulta aterrador, agotador y abrumador y dificultar la concentración y la comprensión de lo que está sucediendo. Por su parte, los efectos secundarios de los medicamentos pueden atenuar la conciencia, limitar el procesamiento y hacer que los eventos parezcan inconexos e irreales. Los acompañantes del paciente también pueden sentirse abrumados, preocupados por la posible pérdida de la vida, presenciar el proceso de agonía, o llamados a tomar decisiones importantes sobre cuestiones muy complejas. La situación puede ser aún más abrumadora para los niños, que quizá sean demasiado pequeños para entender lo que sucede, o se sientan aterrorizados por la hemorragia porque tal vez ignoren que es posible detenerla. Los niños en edad preescolar a menudo interpretan las palabras literalmente: creen que un brazo roto se caerá o que tener un “virus” significa que hay cucarachas en su interior. El respirador les puede sonar como un monstruo, o creer que, durante la cirugía, el médico los cortará como verduras para la ensalada. Debido a que muchos niños creen que decir las cosas las convierte en reales, se sienten demasiado asustados para expresar sus preocupaciones, mientras que los adultos tal vez no se percaten del alcance o los detalles específicos del horror padecido por el niño. En ocasiones, los niños que tienen la edad suficiente para comprender el alcance de las intervenciones médicas están demasiado enfermos o lesionados para decir nada. Los medicamentos los hacen sentir de una manera extraña, y las mascarillas de oxígeno resultan aterradoras y aislantes. Si intentan quitarse la mascarilla para hablar, y una enfermera se la vuelve a colocar, el niño puede creer que ya no se le permite hablar o que hablar lo matará. Es posible que se sientan enojados, confundidos, indefensos y temerosos (Dell’Api et al., 2007; Kuttner, 2010; Saxe et al., 2005, Winston et al., 2002). Las crisis médicas cambian las reglas: mamá y papá permiten que otras personas les hagan daño. Los dejan con extraños que portan guantes y ocultan su cara para hacerles cosas terribles que duelen. Si los médicos sacan de la habitación a los padres, el niño se percata de que estos ya no son quienes establecen las reglas: ¿quién lo protegerá ahora? Las reglas referentes a las zonas íntimas y el propio cuerpo se desintegran de repente pero, en lugar de
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oponerse a las personas que quebrantan dichas reglas, los padres se muestran de acuerdo con lo que hacen las personas que les causan daño. Incluso les agradecen lo que están haciendo. ¡¿Por qué les dan las gracias?! Una situación abrumadora puede llegar a serlo más si los propios padres están muy afectados o enfermos. En el caso de un niño pequeño, para quien sus padres son omnipotentes, esto hace tambalearse los cimientos de su mundo. También es posible que los cuidadores asustados dejen de estar disponibles para brindar su consuelo o que no lo hagan de una manera familiar o con suficiente convicción, lo que aumenta la confusión y el terror del pequeño. Las crisis médicas contienen todos los ingredientes para el trauma infantil: desbordamiento, confusión, dolor, impotencia, pérdida, soledad, miedo y riesgo de muerte (Bryant et al., 2004; Carter, 2002; Kassam-Adams et al., 2005; Kuttner, 2010; Robson et al., 2006, Saxe et al., 2005; Schäfer et al., 2004; Winston et al., 2002). A diferencia de los accidentes, que muchas personas coinciden en que pueden resultan aterradores, las enfermedades crónicas y las afecciones que requieren intervenciones repetidas tienden a ser consideradas como algo a lo que los niños “se acostumbran”. Aunque hay algunos que sí se acostumbran, en otros muchos casos los aspectos abrumadores de la atención médica no se alivian necesariamente con la familiaridad. De hecho, esta familiaridad incrementa en ocasiones la ansiedad anticipatoria y fomenta el estrés previo, haciendo que los procedimientos posteriores sean cada vez más abrumadores (Kuttner, 2010). Y, más si cabe, si el niño enfermo cree que su situación es de alguna manera culpa suya o que se lo merece (por ejemplo, cuando los adultos dicen cosas como “es por tu propio bien”). La falta de miedo visible no siempre debe interpretarse como ausencia de distrés. Los niños pueden esforzarse mucho por ser “buenos” –no llorar, no quejarse o no resistirse– si eso reduce la angustia de sus padres. Pueden insensibilizarse ante lo que ocurre, pretender que no les está sucediendo y que no es real, o hacer lo que sea para soportar la situación (Carlsson et al., 2008; Casey et al., 1996; Diseth, 2006; Drew, 2007; Fuemmeler et al., 2002; Gil et al., 1991; Johnson y Francis, 2005; Liossi, 1999; Mikkelsson et al., 1997; Speechley y Noh, 1992; Varni et al., 1996). Prevalencia y alcance de los traumas médicos potenciales Las situaciones que desembocan en traumas médicos no son infrecuentes. Cada año, el 25% de los niños recibe, en los Estados Unidos, tratamiento por algún tipo de lesión (Kazak et al., 2006) y en torno al 2% de los niños sufren
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migrañas (Stafstrom et al., 2002). Los datos del año 2012, por ejemplo, señalan que el 3% de los bebés padecieron defectos congénitos y que el 8% de los recién nacidos permanecieron en una unidad de cuidados intensivos neonatales (UCIN) durante más de seis días (US Departament of Health, 2013b). Se estima también que uno de cada 640 adultos jóvenes ha sobrevivido a un cáncer infantil (Drew, 2007), detectándose nuevos casos de cáncer en miles de niños cada año. Según datos proporcionados por el Organ Procurement and Transplantation Network, alrededor de mil niños al año reciben trasplantes, siendo muchos más los niños que están en lista de espera (http://optn.transplant.hrsa.gov), muchos de los cuales requieren tratamientos permanentes y, a menudo, invasivos. En torno al 15-20% de los niños padecen algún tipo de dolor crónico, y un tercio de los niños afrontan enfermedades crónicas que requieren intervenciones médicas (Kuttner, 2010; Newacheck y Taylor, 1992). Aunque no todas las intervenciones tienen el mismo potencial traumático, y no todos los niños son vulnerables al estrés médico de la misma manera, algunos tipos de intervenciones entrañan un alto riesgo de ocasionar traumas, como, por ejemplo, emergencias y cirugías cardiacas, quemaduras (lavados dolorosos, injertos, cambios de apósitos, cirugías, fisioterapia, constricción, desfiguración), lesiones ortopédicas (movilidad restringida, cirugías, fisioterapia dolorosa), asma (entre el 40 y el 50% de los niños asmáticos cumplen con los criterios de ansiedad), cáncer y trasplantes de médula ósea, deficiencias de crecimiento, anormalidades dentales y faciales, enfermedades congénitas (por ejemplo, osteogénesis imperfecta, fibrosis quística, anemia drepanocítica), trasplantes y tratamiento permanente para sobrevivir. Tanto las afecciones crónicas como los “episodios únicos” pueden acabar siendo traumáticos para un niño pequeño, ya que los episodios únicos pueden requerir atención médica repetida (por ejemplo, las quemaduras o las lesiones derivadas de un accidente automovilístico). Aspectos de la atención médica que resultan especialmente traumáticos En los más pequeños aumenta el riesgo de trauma, y cuanto más pequeño es el niño en el momento de la intervención médica, mayor es el riesgo de que lo padezca (Cozolino, 2006; Doesburg et al., 2013, Gaensbauer, 2002; Siegel, 2012; Simons et al., 2003; van der Kolk, 2014). A los niños pequeños a menudo les resulta difícil diferenciar entre la situación traumática en sí y el tratamiento médico subsecuente. El (comprensible) desbordamiento emocional de los padres
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puede atemorizar aún más al niño, al igual que la “colaboración” de los padres a la hora de causarle dolor (por ejemplo, un padre que ejerce presión sobre una lesión o sujeta al niño temiendo una lesión espinal) o de permitir que otros hagan daño al niño (Diseth, 2006; Wintgens et al., 1997). Otros factores de riesgo son la exposición previa a traumas y estrés, problemas de comportamiento o emocionales (que dificultan la regulación, reducen la tolerancia al estrés y aumentan la posibilidad de tener que sujetar al niño), situaciones traumáticas múltiples (por ejemplo, cuando los padres también han sufrido heridas), presenciar un miedo intenso en los cuidadores, la separación del cuidador durante el evento o el tratamiento médico, un dolor muy intenso, personal médico insensible y sensación de aislamiento social o falta de apoyo positivo. Los retrasos en el desarrollo que dificultan el procesamiento también incrementan el riesgo de padecer un trauma en este sentido, al igual que los problemas de apego que dificultan que el niño utilice a los adultos para regular su distrés (Doesburg et al., 2013; Fuemmeler et al., 2002; Koomen y Hoeksma, 1993; Newacheck y Taylor, 1992; Ødegård, 2005). En ocasiones, la intervención médica también traumatiza a los padres. Los cuidadores se sienten aterrorizados por la posible pérdida de su hijo e impotentes para aliviar el dolor y el miedo del niño. La enfermedad o las lesiones, y lo que estas implican, resultan abrumadoras, mientras que la percepción de la intervención médica que tienen los padres es que los médicos actúan de manera precipitada e insensible o que son demasiado controladores (Bryant et al., 2004; Carter, 2002; Maciver et al., 2010; Shaw et al., 2006). Pueden estar aterrorizados si el personal expresa (o ellos interpretan que expresa) falta de esperanza o desatención. Los padres también pueden sentirse enfurecidos por las circunstancias que han precipitado la crisis médica y estar (legítimamente o no) furiosos entre ellos, con otras personas o incluso con el niño. La situación abrumadora de los padres puede aumentar la ansiedad del niño en un ciclo de feedback de distrés compartido. Es posible que la falta de preparación provoque que incluso los procedimientos previstos le parezcan aterradores a un niño que no sabe (o no comprende) qué esperar. Tanto los cuidadores como el personal sanitario pueden tratar de minimizar los procedimientos o no mencionarlos con anticipación, creyendo que el niño no necesita saber ni preocuparse por la resistencia y la “falta de cooperación”. A algunos padres se les dice que el niño “lo olvidará en cualquier caso”. La falta de preparación y de comprensión, combinada con un entorno
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médico alarmante, pueden originar una desconfianza abrumadora. Respuestas de los niños al desbordamiento emocional Careciendo de capacidad para eludir una situación que les sobrepasa, los niños a menudo se disocian. Los síntomas que experimentan durante y después del trauma médico incluyen embotamiento de las sensaciones y los sentimientos, desrealización (sentir que el mundo que los rodea es irreal), despersonalización (sentir que ellos mismos no son reales), amnesia disociativa (no recordar lo sucedido) y cambios en los estados del yo (es decir, sentir que le ocurre a “otra persona”) (Carlsson et al., 2008; Drew, 2007; Kuttner, 2010; Saxe et al., 2005; Schäfer et al., 2004). La disociación puede llevar a que se pase por alto la angustia de los niños. Algunos niños que “se portan bien” y se someten a las intervenciones médicas pueden haberse disociado tras darse cuenta de que es inútil resistirse. Otros se sienten culpables por causar angustia a sus padres y se desconectan de su propia angustia en un intento de regular el sufrimiento de sus padres (Carlsson et al., 2008; Drew, 2007). A veces, los niños pequeños creen que, si fingen que nada sucede, todo volverá a ser como antes. “Hacer como que no ha ocurrido” quizá sea la única cosa que un niño siente que está a su alcance. Los niños pueden seguir disociándose después de la intervención médica en sí pero, debido a que las respuestas postraumáticas se presentan de manera diferente en los niños que en los adultos, sus reacciones son obviadas o malinterpretadas. Los niños tienden a tener flashbacks de carácter menos episódico y más somático (Gaensbauer, 2002). Además, si bien los adultos (y adolescentes) con trastorno de estrés postraumático (TEPT) pueden sentir que no tienen futuro, el concepto mismo de futuro de los niños pequeños aún no ha evolucionado, razón por la cual suelen mostrar más distorsiones cognitivas y perceptivas (presagios, culpabilidad) (Silva, 2004). Muchos niños traumatizados experimentan sentimientos de distanciamiento y presentan alteraciones en su imaginación, fantasía y expresión simbólica, están menos disponibles para jugar y se vuelven más rígidos (Silberg, 1998, 2013). La imagen que tienen de sí mismos y su autoestima también pueden verse afectadas, especialmente cuando se enfrentan a enfermedades crónicas, desfiguraciones y discapacidades (Carlsson et al., 2008; Drew, 2007). Trauma médico e interrupción del apego El apego seguro a los cuidadores sensibles es protector, pero incluso un buen
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apego puede verse perturbado por las intervenciones médicas (Koomen y Hoeksma, 1993; Ødegård, 2005). El trastorno hace su aparición cuando los niños están tan abrumados que no pueden recurrir al cuidado de los padres. Si los niños siguen disociándose a causa de los recordatorios del trauma, las dificultades del apego persistirán. El trastorno también aparece cuando el padre o la madre no están disponibles física o psicológicamente (como, por ejemplo, cuando el padre o la madre también han sufrido lesiones), así como cuando los padres se convierten en parte del trauma (por ejemplo, al sujetar al niño o administrarle un tratamiento intrusivo). Es posible que, a causa de la traición percibida, el niño no sepa cómo integrar su dependencia de los padres y su rabia hacia ellos: ¿cómo confiar en que sus padres lo consuelen cuando estos le causan dolor y miedo (posiblemente el mismo dolor y el mismo miedo de los que el niño necesita ser consolado)? En el pasado, se solía pensar que lo mejor para el niño era que fuese uno de los padres –a quien el niño “conocía y en quien confiaba”– el que administrase los procedimientos intrusivos (por ejemplo, sujetar al niño, administrarle tratamientos en el hogar, cambiarle los vendajes, manipular el esfínter). Sin embargo, un mayor conocimiento de las realidades de la interrupción del apego está llevando cada vez a más profesionales pediátricos a recomendar que sea otra persona la que administre el tratamiento (por ejemplo, una enfermera ambulante), con el fin de ayudar a preservar el apego (Diseth, 2006). De manera parecida, hasta no hace mucho, se desalentaba a los padres (o se les prohibía rotundamente) permanecer con sus hijos hospitalizados (Koomen y Hoeksma, 1993). Se creía que los niños cooperaban más (es decir, estaban menos aletargados y disociados) si los padres no estaban presentes. Ya fuese durante una amigdalectomía, una apendicectomía o después de un grave accidente, los niños solo veían a sus padres durante las horas de visita. Para algunos de esos niños –sobre todo para los más pequeños– esta separación era traumática por sí misma. Cuando Mary tenía tres años, fue hospitalizada por una intervención quirúrgica en la uretra. Sus padres creían que era “demasiado pequeña para entenderlo”, por lo que no la prepararon para el procedimiento. De ese modo, Mary fue separada de ellos en el hospital sin mediar explicación ninguna. En su memoria, personas terribles le hacían cosas dolorosas en sus zonas íntimas y nadie le explicaba por qué. Demasiado pequeña para tener un concepto del tiempo, pensaba que las cosas dolorosas nunca acabarían.
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Se sentía indefensa y aterrorizada. Ni siquiera podía ver lo que le hacían. Si lloraba o se resistía, simplemente la sujetaba más “gente vestida de blanco” (es decir, con batas y gorros) y la reñían diciéndole que sus “quejas harían que tardasen más”. Cuando sus padres finalmente llegaron, sonrieron y la acariciaron y le dijeron que “necesitaba descansar para recuperar fuerzas” y que “debía ser buena con las enfermeras que la curaban”, Mary se sintió confusa porque las enfermeras no solo no la hacían sentir mejor, sino que le hacían daño. Necesitaba que sus padres la consolaran, pero también estaba enfadada con ellos por dejarla con las enfermeras. Cuando lloraba, su madre se alteraba y se marchaba de la habitación y, al poco rato, su padre también se iba. Mary creía que no la llevaban a casa porque lloraba. Entonces dejó de llorar cuando sus padres la visitaban. Ella se esforzaba mucho por ser buena, y creía que ser buena era la razón por la que finalmente la llevaron a casa, pero algo en ella se rompió. Se dio cuenta de que ya no podía contar con la ayuda de sus padres. No cuando realmente importaba. Una vez en casa, no hablaron de la hospitalización. Se trataba de algo “íntimo”, por lo que tampoco hablaban del asunto fuera de casa. Era como si todo aquello no hubiese ocurrido. Mary pensaba que había sido una pesadilla y nunca lo mencionaba. Se aletargaba y, a veces, se sentía irreal o como si estuviera “mirando todo desde fuera”. Ese aletargamiento persistió, haciendo que los maestros se quejaran de que la niña estaba siempre “en la luna” y señalando que debería prestar más atención. Sus padres la regañaban por soñar despierta y ser olvidadiza. Reducir los riesgos de padecer un trauma médico Aunque el tratamiento médico no siempre es previsible o negociable, sin embargo, hay maneras de reducir el riesgo de padecer un trauma incluso en las circunstancias médicas más complicadas. Permitir la presencia de los padres puede aminorar la ansiedad en el niño, al igual que ofrecerle distracción, ejercicios de respiración y posiblemente algún tipo de medicación. El control eficaz del dolor y las explicaciones adecuadas para su edad también son importantes, al igual que permitirle elegir siempre que sea posible (por ejemplo, qué tipo de vendaje, quién lo llevará al quirófano o si “examinar” primero el osito de peluche). Reducir la ansiedad de los padres manteniéndolos informados y tranquilos mejora la regulación y preserva el apego entre padres e hijos (Kuttner, 2010; Wintgens et al., 1997). Existe una conciencia cada vez mayor de la importancia de la psicoeducación,
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la capacitación y los protocolos de detección del estrés traumático médico pediátrico (ETMP) en todas las condiciones y edades (Kazak et al., 2006). Identificar y predecir el síndrome de estrés postraumático –incluyendo la detección de familias y pacientes de alto riesgo– contribuye a la valoración y la intervención. Aumentar la conciencia de los equipos médicos es crucial (Carbajal et al., 2008; Pillai Riddell et al., 2009; Simons et al., 2003; William et al., 2004; OMS, 2013; Ziegler et al., 2005), así como la educación acerca del modo en que la experiencia subjetiva, en lugar de las mediciones objetivas relativas a la enfermedad o las lesiones, es importante desde el punto de vista de las consecuencias psicológicas. Cuando ocurre un trauma médico, las intervenciones terapéuticas ayudan a los niños a explorar su experiencia y el significado de la misma a través del dibujo, el juego, la dramatización, la metáfora y el arte. La terapia cognitivo-conductual (TCC), las terapias de relajación, las terapias con mascotas y la farmacoterapia también son muy útiles en este sentido. La psicoterapia individual y la terapia familiar abordan la experiencia traumática, los trastornos del apego y la dinámica familiar, mientras que la psicoterapia de grupo reduce el distanciamiento y el aislamiento (Kazak et al., 2006; Wintgens et al., 1997). La experiencia individual del niño es más indicativa del trauma que un problema médico específico (Kazak et al., 2006). Sin embargo, algunas historias médicas y ambientales pueden ser especialmente relevantes para el trauma del desarrollo y la gran cantidad de problemas que acarrea a la comunicación y la regulación. Durante el resto de este capítulo exploraremos algunas de esas historias y el modo en que pueden tener un impacto en las percepciones, la comunicación y la regulación de los niños. Trauma médico a causa de la prematuridad La prematuridad conlleva un alto riesgo de padecer complicaciones médicas y del desarrollo. Entre esos riesgos se encuentran las deficiencias motoras (por ejemplo, parálisis cerebral), las deficiencias sensoriales (por ejemplo, problemas de audición y visión), los retrasos cognitivos y del lenguaje, las discapacidades de aprendizaje, los problemas neuroconductuales (por ejemplo, dificultades con la regulación, problemas de atención) y las complicaciones sociales/relacionales. Todos estos problemas se achacan en buena medida a las dificultades del sistema nervioso prematuro (Doesburg et al., 2013). Además, las realidades inherentes al nacimiento prematuro (por ejemplo, la estancia en la UCIN) aumentan el riesgo de desbordamiento y de padecer sus secuelas durante el
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desarrollo (Browne, 2003; Carbajal et al., 2008; Simons et al., 2003). La luz y el ruido que hay en la UCIN pueden interrumpir los ciclos hormonales y diurnos normales, mientras que los sonidos de las máquinas (respirador, pitidos) pueden distorsionar las voces reconfortantes de los cuidadores. Los movimientos de los bebés se ven restringidos, y el dolor de los procedimientos médicos (succión, punción del talón, etc.) provoca desorganización fisiológica y conductual que sensibiliza al bebé a dolores futuros (Simons et al., 2003). Mecerlos y sostenerlos habitualmente ayuda a los recién nacidos a regular el arousal, pero los bebés prematuros tienen menos oportunidades de recibir estas interacciones de apego. Las alteraciones se producen en un momento en el que el aporte sensorial es la principal vía para establecer conexiones neuronales y desarrollar el apego, pudiendo afectar a la organización y regulación fisiológica y conductual (Anand y Hickey, 1987; Browne, 2003; Gaensbauer, 2002; Kuttner, 2010). Los bebés prematuros deben afrontar procedimientos intrusivos y condiciones abrumadoras con un sistema nervioso que aún no está preparado para la estimulación externa y careciendo del contacto cercano que sigue a los nacimientos sanos que se producen en el momento adecuado. Los bebés más vulnerables (es decir, con un peso muy bajo al nacer y con un periodo de gestación interrumpido) se enfrentan a procedimientos médicos muy invasivos, a un menor acceso a la comodidad y a un mayor riesgo de desarrollar un sistema nervioso hipersensible (Browne, 2003; Carbajal et al., 2008; Doesburg et al., 2013). Las madres de bebés prematuros a menudo se sienten abrumadas también (Shaw et al., 2006). Temiendo por sus bebés, se sienten impotentes, ya que permiten que el personal médico les inserte agujas y tubos. Algunas madres se enfrentan a la tristeza y la decepción causadas por un nacimiento demasiado temprano y los sueños rotos de tener un parto perfecto y un bebé sano. A la preocupación por la fragilidad del recién nacido también hay que sumar la preocupación producida por los gastos médicos, la falta de asistencia al trabajo, los problemas del hogar y el cuidado de otros niños. Algunos padres tienen miedo de tocar a un bebé tan frágil. Es posible que se sientan desorientados por el entorno de la UCIN y por el hecho de que no todos los bebés sobreviven. Los padres abrumados están menos disponibles para apoyar al bebé, y los padres de los bebés muy enfermos pueden incluso recibir el consejo de que “no se encariñen demasiado”. La atención a este tipo de neonatos ha progresado enormemente en las últimas décadas. Partiendo de la creencia del pasado de que los recién nacidos
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no sentían dolor y que, por lo tanto, se los operaba sin anestesia, en el presente existe una clara comprensión de que los recién nacidos no solo sienten dolor, sino que son menos capaces de regularlo y llegan a ser altamente sensibles a él cuando no se los trata adecuadamente (Anand y Hickey, 1987; Simons et al., 2003). La mejora de las evaluaciones (y el tratamiento) del dolor pediátrico es un área de investigación en desarrollo (Carbajal et al., 2008; OMS, 2013). Los antifaces oculares y los auriculares que mitigan el ruido permiten reducir la sobrecarga sensorial, mientras que el cuidado centrado en la familia y el contacto piel a piel contribuyen a que los padres se impliquen más y estén más receptivos al apego. La calma y el consuelo proporcionado por los progenitores mitigan el distrés y la exposición al dolor en los bebés y acortan la recuperación de las reacciones dolorosas (Kuttner, 2010; Liossi, 1999; Robson et al., 2006). Esto es especialmente importante en el caso de los bebés prematuros, quienes soportan más procedimientos médicos que los recién nacidos promedio y lo hacen con unos sistemas nerviosos inmaduros que no solo son menos capaces de regulación, sino que también tienen una mayor sensibilidad al dolor (Browne, 2003). Los bebés prematuros pueden recurrir a la disociación distanciándose, fijando la mirada y bloqueándose (es decir, dejando de llorar de repente) (Browne, 2003; Gaensbauer, 2002; Kuttner, 2010), y sus sistemas sensoriales altamente sensibles pueden verse afectados incluso por estímulos normativos. Muchos bebés nacidos prematuramente que son criados en hogares atentos superan su temprana estrategia de adaptación, pero algunos siguen siendo hipersensibles. La exposición al estrés y/o trauma adicional (a causa del maltrato o situaciones estresantes de la vida) aumenta el riesgo de padecer un afrontamiento disociativo permanente. “De repente”. Serena: prematuridad y somnolencia disociativa Serena nació muy prematuramente pesando poco más de un kilo. Pasó tres meses en la UCIN, fue reanimada dos veces y a menudo estaba demasiado débil o enferma para ser sostenida en brazos. —Era más un montón de tubos que una bebé –me dijo su padre– y siempre sonaba una alarma u otra. Tenía miedo de tocarla y desconectar algo. A los dieciocho meses, me trajeron a Serena con problemas de motricidad oral y de alimentación con un posible retraso en la comunicación. También se quedaba dormida inexplicablemente cuando escuchaba sonidos fuertes. La evaluación efectuada con la imagenología y la neurología no encontró
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nada malo. El ruido no es raro en la ciudad de Nueva York. La niña estaba en mi consulta cuando de pronto sonaron las sirenas, sorprendiéndonos a todos. Su reacción fue radical. Se quedó paralizada, con la cabeza inclinada hacia el lugar de donde procedía el sonido, y fue cayendo lentamente hacia el suelo, cerrando los ojos. La madre de Serena recogió a su hija para mecerla y, transcurridos un par de minutos, la pequeña abrió los ojos y se agachó de nuevo para seguir jugando. —Siempre ha hecho esto –dijo la madre–, pero se nota más ahora que ya anda. Ya lo hacía en la UCIN. Las enfermeras bromeaban con que era una bebé muy considerada: cuando todos los bebés necesitaban atención urgente, Serena se quedaba dormida hasta que las cosas se calmaban. Bromas aparte, la bebé había sido examinada a fondo, pero todas las pruebas resultaron negativas, y el neurólogo era de la opinión de que “los bebés prematuros necesitan más tiempo para que su sistema se equilibre. Mientras que algunos gritan mucho, esta es una dormilona”. Una de las enfermeras más experimentadas de la UCIN se mostró de acuerdo: ya lo había visto antes y creía que los bebés hacían eso para poder soportar la situación. —Cuando este ruidoso y doloroso mundo nuestro les resulta excesivo –dijo la enfermera–, encuentran la manera de desconectarse y dormirse de repente. Los bebés prematuros no son los únicos que se adormecen para sobrellevar determinadas situaciones. Al visitar una casa después de una llamada por violencia doméstica, una conocida mía, trabajadora de los Servicios Sociales, encontró muebles rotos, paredes agujereadas, adultos ebrios y niños que no solo “estuvieron dormidos todo el tiempo”, sino que siguieron dormidos a pesar de las fuertes protestas de los padres mientras los Servicios Sociales se los llevaban. Los niños estaban tan “ausentes” que se les hicieron pruebas de drogas, pero no se encontró rastro de ninguna y la trabajadora social concluyó que los niños “dormían para evadirse”. La somnolencia en una situación estresante se puede observar en niños adoptados, procedentes de orfanatos, que han soportado una negligencia generalizada. El bebé de nueve meses de una pareja adoptiva durmió durante el proceso de traslado desde un país de Europa oriental y la mayoría de los días
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posteriores. Era difícil despertarlo y a los padres adoptivos les preocupaba que estuviera enfermo. El funcionario de adopciones internacionales se encogió de hombros de manera desenfadada diciendo: —Algunos bebés hacen eso hasta que se acostumbran a ti. Es mucho mejor que un bebé llorando sin parar. “Un cerebro inmaduro”. Timothy: sensibilidad y desbordamiento Timothy nació a las veintiocho semanas pesando poco más de 1 kilo y 300 gramos. Su padre lo describió como un “pequeño erizo peludo y arrugado de color rosado, con tubos y alambres insertos por todo su cuerpo”. Timothy sufrió un colapso pulmonar y también fue intervenido quirúrgicamente para corregir una obstrucción intestinal, permaneciendo en la UCIN once semanas y requiriendo muchas terapias a partir de entonces para recuperarse. Timothy era el primer hijo y muy querido por ambos progenitores. De aspecto angelical, tenía una sonrisa capaz de derretir el hielo. También lloraba y alborotaba mientras lo mecían durante horas y kilómetros de caminata con una paciencia inagotable. Crecía muy despacio, tenías problemas para tolerar los sólidos y se resfriaba con frecuencia. Apenas balbuceaba y no hablaba. Timothy tenía dos años cuando lo vi por primera vez. Aún pequeño, pero con una curva de crecimiento razonable, había alcanzado la mayoría de las metas motoras, pero padecía un retraso del lenguaje y dispraxia (problemas con la coordinación motora para alimentarse y hablar). Usaba un puñado de sonidos, en su mayoría ininteligibles, y era hipersensible a texturas, sabores, temperatura y tacto. No le gustaban las cosas o las acciones nuevas y se incomodaba con facilidad, dejando de reaccionar o temblando, quejándose y desplomándose sobre sus padres, incapaz de mantener el tono muscular. La madre de Timothy no podía tolerar que el pequeño experimentase ninguna incomodidad. Su padre se debatía entre el orgullo y la decepción y tendía a empujar a su hijo con demasiada fuerza, prefiriendo obviar la fragilidad de Timothy y deseando probar que lo había superado “mostrándose más duro”. El trabajo con Timothy implicó la desensibilización de su cara y boca, así como vocalización, verbalización, y comunicación general. Pero, si bien cooperó maravillosamente durante las sesiones y progresó de manera constante, la continuidad fue más complicada. Timothy se cerraba cuando llegaba el momento de practicar en casa, ya que su padre le exigía demasiado, mientras que su madre lo hacía muy poco. Las distintas maneras
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que tenía su familia de afrontar el distrés no hacían sino reforzar el ciclo de feedback. El punto de inflexión llegó aproximadamente cuatro meses después de iniciado nuestro trabajo, cuando el padre de Timothy lo llevó a ver un partido de hockey sobre hielo y tuvieron que marcharse en el intermedio. Timothy estuvo aferrado a su padre todo el tiempo, con los ojos cerrados, temblando como una hoja. —Al principio me enfadé –me dijo el padre en la sesión del día siguiente–. Los otros niños no se comportaban como si sus padres los estuvieran torturando… entonces me di cuenta de que habían tenido unos inicios muy diferentes… –añadió con voz compungida–. Le pedí perdón cuando nos fuimos. ¿No es así, Timothy? –señaló mientras acariciaba el cabello rubio de su hijo–. No es que estuviese causando problemas… sino que solo intentaba arreglárselas… No dejaba de pensar lo que nos dijo un médico en la UCIN, esto es, que los bebés prematuros no han tenido suficiente tiempo de gestación y se las arreglan lo mejor que pueden con un cerebro inmaduro. Trauma médico: intervenciones médicas invasivas Los padres no saben cómo explicar las intervenciones médicas a sus hijos, mientras que el atareado personal médico dispone de poco tiempo (o habilidades) para hacerlo. Quizá es difícil no agobiar al niño con excesiva información o suministrarle tan poca información que se sienta confundido y asustado (Carter, 2002; Kazak et al., 2006; Shiminski-Maher, 1993). Si bien se debe implicar más a un niño de diez años que a uno de dos, hay que mantener informados incluso a los niños más pequeños sobre lo que ocurre con su cuerpo (Kuttner, 2010; Robson et al., 2006). En términos generales, lo adecuado es utilizar contextos que el niño entienda, dejarle tiempo para procesar el siguiente procedimiento, ser sinceros (aunque no demasiado descriptivos) y alentar sus preguntas. Los niños pequeños pueden beneficiarse de una representación esquemática de la intervención (por ejemplo, con un animal de peluche) como oportunidad para prepararse y aclarar conceptos erróneos. “Cualquiera pensaría que la están cortando viva…”. Abby: el dolor no reconocido Abby, de seis años de edad, fue referida a mí a causa de sus “problemas de dicción”, sustituciones y eliminaciones de sonidos, voz nasal e ininteligibilidad general. También tenía “problemas de concentración”, “problemas de comprensión” y “problemas de memoria” que la hacían “olvidar” cosas que
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sabía e incluso que había hecho. Lo más molesto para los padres eran los “problemas con los mocos”. Abby no se daba cuenta de que le goteaba la nariz, pero no permitía que nadie le tocase la cara. Cuando era una bebé, tenía un tono muscular muy bajo, lo que hacía que, al alimentarse, aspirase frecuentemente. También padeció repetidas infecciones de oído, incluyendo mastoiditis (infección en el hueso posterior de la oreja), a la edad de tres años, que requirió cirugía. A los cuatro años, le practicaron una amigdalectomía y una adenoidectomía, seguidas de otra intervención para solucionar unas adherencias nasales, que requirió una exploración nasofaríngea y otras pruebas. Abby comenzó la terapia del habla conmigo con una periodicidad semanal. Aunque inicialmente se mostró desconfiada, no tardó en darse cuenta de que nada de lo que yo hacía le dolía (había zonas en su cara que ella decía que le “dolían” y que no quería que yo las tocara) o era más de lo que podía tolerar. Cooperó durante las sesiones y, al cabo de pocas semanas, experimentó progresos en la función motora, la resonancia y la producción de sonidos. Sin embargo, no cooperaba del mismo modo en casa, y “los ejercicios de Na’ama” se convirtieron en una lucha en la que Abby “fingía no escuchar” cuando su madre la llamaba para practicar. Por su parte, la madre “se olvidaba” a veces, y entonces le pedía a Abby que hiciera más de lo que yo le pedía “para compensar el olvido”, lo cual molestaba a la pequeña. También se hizo evidente que Abby rechazaba completamente el cuidado de la higiene bucal. El padre “se mantuvo alejado de todas estas cuestiones médicas”, mientras la madre se sentía frustrada. —Ella es un ángel contigo –se quejaba la madre– y hace todo lo que le pides. Pero, en casa, uno pensaría que la están cortando viva cuando todo lo que hago es cepillarle los dientes o incluso el pelo. Cuando concerté una reunión con ambos padres para superar este punto muerto, salieron a relucir otras cuestiones. Los padres de Abby rara vez le hablaban de las siguientes visitas médicas (o procedimientos) para “evitar el inevitable alboroto”. Pero, paradójicamente, Abby estaba presente durante las discusiones acerca de las “intervenciones futuras”. Sus padres creían que, de todas formas, “era algo que ella no entendía”. Cuando Abby “hacía escenas” durante las visitas al médico, su padre abandonaba la consulta, y la madre tenía que sujetar a Abby para que el médico la examinase. Sintiéndose culpable, luego le compraba regalos porque necesitaba
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asegurarse de que Abby estaba “conforme con lo que había pasado”. Al discutirlo, los padres se dieron cuenta de cómo su conflicto y angustia no hacían sino agravar el problema. Tanto en la escuela como en casa, Abby “era muy distraída”, pero padecía una crisis cuando se le “llamaba la atención” por no escuchar. Aunque su audición debía ser monitorizada, no había sido examinada completamente porque Abby rechazaba los auriculares de conducción ósea, quejándose por el dolor detrás de su oreja. También se quejaba de sensibilidad bucal, pero el otorrinolaringólogo aseguró a los padres que “todo parecía en orden”. También señaló que Abby hacía mucho “teatro” y aconsejó a los padres que “la convenciesen de que no le dolía”. La siguiente ocasión en que vi a Abby, le pregunté sobre su experiencia con el doctor. Tras asegurarse de que yo no tenía intención de traer a ninguno para examinarla, Abby me dijo que estaba “enfadada” con su madre por sujetarla y por “engañarla” para ir al médico. Abby no podía divertirse en ninguna sitio, sin saber nunca si la siguiente parada sería el médico, por lo que se sentía ansiosa hasta que regresaban a casa. Estaba confundida acerca de los límites de su cuerpo y sus derechos sobre él: su madre le hablaba acerca de “decir no”, pero ella dudaba de si eso era “solo un truco” porque su madre y los doctores le hacían diferentes cosas, aunque ella les dijese que no. Su dolor no solo la confundía, sino que también la asustaba. —Cuando mamá me cepilla los dientes –me dijo–, me ahoga y me quema la oreja. Abby odiaba el cuidado del cabello, pero sus largos mechones dorados eran el orgullo y la alegría de su madre y, con o sin lágrimas, el cuidado del cabello no era negociable. —Duele mucho –dijo señalando detrás de su oreja izquierda–, pero tal vez no, así que tal vez solo estoy mintiendo. A veces quema y quema y luego me duermo… Los padres de Abby siguieron mi consejo cuando les recomendé que fuera atendida por un neurólogo y especialista en el dolor, quien le diagnosticó neuralgia y alodinia en la cabeza y la boca. El diagnóstico en sí mismo ayudó a Abby a sentirse validada y mejoró su comportamiento, pero las disculpas de sus padres la ayudaron aún más. A Abby le fueron enseñadas visualizaciones para tratar de controlar el dolor, mientras que un anestésico de uso tópico redujo la sensibilidad detrás de la oreja. Se cortó el pelo… un
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adorable corte de duendecilla que le encantaba y que le permitía cuidar su propio cabello. También se responsabilizó de cuidar de su boca, poniéndose muy contenta cuando el dentista elogió lo bien que lo hacía. Como parte de la atención, los padres de Abby comenzaron a asistir a consueling. Su padre se implicó más, entendiendo cómo su intolerancia a los temas médicos transmitía mensajes contradictorios a su hija. A Abby se le permitió tomar decisiones apropiadas para su edad, como quién la llevaría a una cita con el médico o hacer algo divertido antes o después. En su trabajo conmigo, las historias de Abby sobre el “terrible asunto del doctor” y el “valiente cepillado de los dientes” se convirtieron en material para la práctica de construir relatos (véase más sobre el procesamiento mediante relatos en el capítulo 15). Abby lo hizo muy bien. En cuanto a la sensibilidad de su oído izquierdo, se desestimó la amplificación, pero unos sencillos cambios en clase la ayudaron significativamente. Abby dejó de “distraerse” tanto, y sus problemas de memoria, concentración y audición mejoraron espectacularmente. La sensibilidad en su boca se normalizó y su inteligibilidad también mejoró. Dolor crónico Abby soportaba procedimientos invasivos y padecía dolor crónico. Se sabe que el dolor crónico tiene un impacto en el desarrollo social, físico, emocional y cognitivo, pudiendo acarrear graves consecuencias: desesperación, depresión, abstinencia de actividades e interacciones, ansiedad, desconfianza y disociación (Kuttner, 2010; Liossi, 1999; Mikkelsson et al., 1997; Varni et al., 1996). Esto puede verse agravado en los niños que no entienden su dolor, piensan que nunca desaparecerá o creen que significa que están muriéndose (Carlsson et al., 2008; Drew, 2007). Aunque el dolor en la infancia es algo muy habitual, sin embargo, sigue siendo con frecuencia infravalorado y no reconocido (Carter, 2002; Pillai Riddell et al., 2009; Shiminski-Maher, 1993; William et al., 2004). Esto se debe, en parte, a las creencias anticuadas sobre el dolor en los niños y, en parte, a que el dolor es un tema complejo y subjetivo (Ziegler et al., 2005). Los bebés y los niños pequeños no saben informar sobre su dolor, por lo que su valoración requiere una interpretación de las reacciones y conductas del niño por parte de los adultos. Estas “lecturas” pueden ser erróneas, resultando en un dolor tratado de manera inadecuada y la prolongación del sufrimiento. En todas las intervenciones médicas, la buena comunicación es importante. A los niños a los que se les pregunta sobre su dolor les va mejor (Kuttner, 2010), y mantener
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a los padres informados y apoyados les ayuda a reconocer y abordar el dolor sin catastrofismos ni evasivas (Gil et al., 1991; Kazak et al., 2006; Liossi, 1999; Stafstrom et al., 2002). Trauma médico: cáncer infantil Los niños aquejados de cáncer afrontan numerosos desafíos. La pérdida de cabello y los cambios en su cuerpo hacen que algunos de ellos se sientan alienados e irreales. Debido a los efectos secundarios de la medicación, los olores y sabores pueden parecerles extraños, haciendo que sus alimentos favoritos tengan un sabor raro y dejen de apetecerles. También les resulta confuso (e insultante) que la gente los confunda con alguien de otro sexo a causa de la caída del cabello. Los niños también sienten ansiedad acerca de quién los acompañará y si el personal médico será amable o rudo con ellos. Incluso después de la remisión, el cáncer sigue afectando a los niños. Algunos padecen dolor crónico. Muchos se vuelven muy aprensivos, generando fobia a los procedimientos y desconfiando de las posturas corporales que desencadenan recuerdos del tratamiento. Los niños que han superado un cáncer a menudo reportan temores existenciales y sociales. Se muestran hipervigilantes ante cualquier síntoma como si fuese potencialmente letal, y muchos de ellos se sienten divididos entre el alivio y la culpa por estar vivos mientras otros fallecen. Los supervivientes de cáncer se enfrentan a la posibilidad de la recaída y la metástasis, e incluso los chequeos regulares desencadenan preocupaciones, así como recuerdos del diagnóstico y de lo que siguió. Algunos niños se preocupan por su fertilidad y por el riesgo de que sus propios hijos padezcan cáncer (Carlsson et al., 2008; Drew, 2007; Fuemmeler et al., 2002; Liossi, 1999; Speechley y Noh, 1992). Muchos niños no comparten sus preocupaciones con otras personas. Pueden sentirse ansiosos de que hablar haga que sus temores se conviertan en realidad, o de que sacar a colación el tema desencadene la angustia de los demás. Algunos sienten que se espera de ellos que “actúen”, sobre todo si el personal y los padres elogian a los niños estoicos que no se quejan, o si su miedo es minimizado o se les avergüenza (diciendo, por ejemplo, “incluso los bebés se someten a esta prueba y no arman tanto escándalo”) (Barakat et al., 2000; Carlsson et al., 2008; Drew, 2007). El tratamiento y la medicación pueden afectar el procesamiento, el funcionamiento ejecutivo y la concentración y dificultar que los niños formulen y expresen sus pensamientos. “La niña que aprendió a no preguntar”. El cáncer de Dana
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Dana tenía once años cuando empezó a acudir a mí debido a problemas de lenguaje/aprendizaje y dificultades de procesamiento. Tenía dos hermanos, de doce y ocho años. Sus padres, de clase media, eran cariñosos y responsables. Aunque aportaron muchos detalles sobre los antecedentes, no ocurría lo mismo con la historia médica, afirmando que “probablemente no era relevante para el problema del habla”. Al parecer, Dana había sufrido un cáncer de riñón a la edad de cuatro años y fue sometida a cirugía y quimioterapia, pero no se hablaba de la enfermedad ahora que ya la había “superado”, puesto que los padres preferían “no causar ansiedad a Dana al mencionarlo”. Describieron a Dana como una niña algo malhumorada, pero obediente, que cooperaba incluso cuando estaba visiblemente cansada. Tenía los “ojos vidriosos” cuando había muchas cosas en marcha o en entornos médicos, pero no protestaba ni hablaba acerca de su angustia. Según me informaron, logró mantenerse al día en la educación primaria, pero empezó a tener más problemas con las exigencias más proactivas de los cursos posteriores, y algunos días no podía acabar las tareas que antes hacía fácilmente. Los profesores no sabían si sus problemas estaban relacionados con el idioma, el aprendizaje, el funcionamiento ejecutivo, la atención o el procesamiento. Tenía buenos conocimientos generales, pero le resultaba difícil utilizar la información para planificar, entender la causalidad y ofrecer soluciones. Prefería los hechos a las opiniones y puntos de vista personales. Dana nunca se mostraba desafiante y no pedía aclaraciones cuando necesitaba ayuda y rara vez cuestionaba las sugerencias de los demás. Muy apreciada por sus compañeros, no tenía amigos íntimos y muy pocas cosas la entusiasmaban. Con exceso de peso y sin participación atlética, prefería las actividades sedentarias. Esto era muy diferente a antes de padecer cáncer, cuando Dana era una niña en edad preescolar activa, obstinada y chispeante. —Tal vez el cáncer la ha vuelto más callada –comentó su madre. Pero parecía que el cáncer había hecho algo más que volverla más callada… En el momento de enfermar, sus hermanos tenían cinco y un año respectivamente. Los padres hicieron todo lo posible para cuidar de todos, pero la abrumadora situación se resolvió más con el silencio que con la ira, y la enfermedad rara vez salía a colación. Aunque Dana cambió, no mostraba una angustia evidente, lo que hacía fácil evitar el tema. El hermano pequeño de Dana ni siquiera supo que había estado enferma. Los padres de Dana se
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preocupaban por su futuro pero no hablaban de ello, de manera que el cáncer se convirtió en un gran elefante al que no mencionaban. No estaba claro si Dana había tenido problemas de lenguaje/ aprendizaje antes de padecer el cáncer o si sus dificultades se vieron exacerbadas por la enfermedad y las consiguientes molestias. Sin embargo, era plausible que algunos de sus problemas estuvieran relacionados con su historial médico. Dana respondió bien al tratamiento, y sus profesores hacían todo lo posible para que progresara y se enraizara con el fin de aminorar el estrés escolar (véase capítulo 14). El uso del lenguaje afectivo de Dana fue mejorando, al igual que sus soluciones y predicciones. También empezó a solicitar más aclaraciones. A medida que las habilidades narrativas de Dana mejoraban, expresaba más sus puntos de vista y opiniones, tanto positivas como negativas. No obstante, efectuaba comentarios despectivos hacía sí misma: “Soy tonta”, “Todo lo hago mal” o “Estoy demasiado gorda”. Se ponía de mal humor en casa y se desconectaba con frecuencia. Aunque les recomendé que la niña acudiese a counseling, los padres de Dana no estaban demasiado seguros de ello. Se mostraron de acuerdo en que era “muy importante” apoyar a una niña que había padecido una enfermedad tan grave, pero no veían claro remitirla a un especialista, puesto que les tranquilizaba que hubiese mejorado en la escuela. Ellos se centraban en la cuestión de su peso. Recurrían a frases hechas como “se mueve más” o “tiene una mejor curva de crecimiento”. Pero, si bien trataban de ser muy cuidadosos al respecto, Dana se sentía avergonzada de su cuerpo. Me preguntaba si su peso estaba hormonalmente mediado y/o relacionado con su cáncer específico, pero los padres eran completamente refractarios a las preguntas relativas a la salud de Dana: no querían (o no podían) abordar ese tema. Envuelta en el silencio en cuanto a su historia y su impacto (pasado, presente y futuro), dudo de que Dana supiese siquiera preguntar. Trauma médico: dolencias congénitas y enfermedades crónicas Las dolencias congénitas y las enfermedades crónicas suelen requerir intervenciones médicas repetidas y son la única realidad que conocen muchos niños (Casey et al., 1996; Gil et al., 1991; Janus y Goldberg, 1997; Johnson y Francis, 2005; Ødegård, 2005). La parálisis cerebral, el paladar partido, la osteogénesis imperfecta, el síndrome de Treacher Collins, la neurofibromatosis, etc., condicionan la percepción que los niños tienen de sí mismos, de sus relaciones con los demás y de la manera en que gestionan el dolor, la ansiedad
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y la incomodidad. La vida puede girar en torno a terapias respiratorias (por ejemplo, fibrosis quística), infusiones (drepanocitosis), inyecciones (artritis reumatoide juvenil), diálisis (problemas renales), etc. En el caso de otros niños, la vida se inicia de manera sana, hasta que un accidente (por ejemplo, una lesión cerebral traumática, quemaduras) provocan afecciones crónicas, procedimientos y terapias dolorosas repetidas, movimientos restringidos (yesos, vías intravenosas) y tratamientos invasivos que el niño no puede evitar ni controlar. Los trastornos pediátricos de la alimentación suelen coexistir con malformaciones congénitas que afectan a la cabeza y el cuello (por ejemplo, paladar partido), problemas metabólicos o digestivos (como fibrosis quística, celiaquía, reflujo) o problemas de tono y coordinación muscular (parálisis cerebral, distrofias musculares, síndrome de Down, etc.). Los niños son remitidos a patólogos del habla y del lenguaje para cuestiones relacionadas con la alimentación, la motricidad oral y la terapia del habla. Aunque rara vez se consideran traumáticas por sí mismas, las intervenciones médicas que afectan a cabeza, cuello y boca pueden complicar el proceso de alimentación. La hospitalización crónica y los periodos de nada por vía oral (NPO) o las medicaciones que reducen el apetito o hacen que los alimentos tengan mal sabor, pueden interferir con las señales de hambre y saciedad. Algunas dolencias hacen que comer y tragar (y/o digerir) sea muy molesto y puede llevar a hipersensibilidad, aspiración, vómitos o asfixia (Piazza y Carroll Hernandez, 2004). Cuando los niños asocian el acto de comer con la asfixia o con el dolor, pueden seguir rechazando y evitando los alimentos incluso después de que su boca se cure o mejore la coordinación muscular. Esto crea tensión en torno a lo que normalmente es una interacción agradable y vinculante. También afecta a la exploración oral normal, la práctica y el desarrollo motor oral, todo lo cual contribuye a perpetuar el problema (Piazza y Carroll-Hernandez, 2004). Al igual que en el caso de Abby, recién citado, incluso las interacciones cotidiana simples, como la alimentación y el cuidado bucal, pueden resultar agobiantes y perpetuar la disociación habitual y los síntomas postraumáticos. Por su parte, los trastornos respiratorios, como la fibrosis quística y el asma, también pueden resultar abrumadores (Ødegård, 2005). Es posible que el asma dé lugar a crisis médicas graves. Un tratamiento indebido (por ejemplo, un control y una medicación insuficientes) y factores de riesgo ambientales como
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las plagas de cucarachas pueden provocar brotes aterradores. El doble impacto del estrés y las tasas de asma en los niños que viven en zonas urbanas hacen que sea especialmente importante considerar la exposición al trauma en estos niños. Los niños que padecen asma crónica tienen una mayor prevalencia de padecer un TEPT que los niños no asmáticos. Vanderbilt et al. (2008) constataron que el 33% de los niños aquejados de asma severo eran hospitalizados al menos una vez al año, y el 25% cumplía con los criterios del TEPT. El 74% ciento de los niños reportaron haber experimentado eventos traumáticos, y la mitad de ellos afirmaron que el evento más traumático era sufrir un ataque de asma, en el que algunos creían que iban a morir. El dolor y la impotencia son como diagramas de flujo que ponen de manifiesto el desbordamiento y la disociación y se ven exacerbados por la presencia de personas (a veces incluso los padres) que reaccionan con miedo, disgusto, pena, apatía, ignorancia, evasión, minimización y rechazo (Carter, 2002; Dell’Api et al., 2007; Drew, 2007; Gil et al., 1991; Shiminski-Maher, 1993; Varni et al. 1996; Winston et al., 2002). Los niños que padecen trastornos congénitos y enfermedades crónicas tienen un alto riesgo de sufrir respuestas postraumáticas de insensibilización, desconexión, evitación, congelación, “convertirse en un muñeco de trapo”, ataques de pánico, hipervigilancia, etc. “El monstruo del aire”. El asma de Martina Martina, de tercer curso, era una contradicción andante. Su comportamiento inmaduro, su notable ceceo y su voz aguda contradecían su apariencia física; la niña de nueve años ya había comenzado la pubertad. Martina vivía con su madre, su abuela y dos hermanos menores en un edificio maltrecho que siempre tuvo problemas de cucarachas y ratas. La familia no podía acceder a una vivienda mejor, lo que era particularmente problemático para Martina, ya que padecía asma severo. Los retrasos en el aprendizaje del lenguaje y los problemas de articulación de la niña se veían agravados por sus dificultades de atención y memoria, “soñar despierta” e irritabilidad. Para Martina, todo era un problema. Lloraba ante la menor provocación o contratiempo, y sus sollozos a menudo desembocaban en sonoros ataques de asma. Tenía que llevar consigo un inhalador en todo momento, pero a veces no disponía de él, alegando que el “medicamento estaba agotado” y que su madre “no había podido conseguirlo” (en la farmacia). Afortunadamente, la enfermera de la escuela siempre disponía de medicación para ella. Sin embargo, cuando jadeaba para respirar, era difícil
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ayudar a Martina, ya que la niña apartaba frenéticamente las manos que le ofrecían el inhalador y luchaba contra la mascarilla de oxígeno que la enfermera trataba de ponerle. Pero el pánico solo empeoraba sus ataques. Martina pasaba muchas noches en la sala de emergencias, peleando con las enfermeras allí también. —Me ahoga –me dijo roncamente después de que la maestra me llamara para tranquilizar a Martina lo suficiente como para tomar su medicina–. Todos los días el monstruo del aire me roba el aire y no me deja respirar. Entonces reflexioné en voz alta sobre ese “monstruo del aire” y dónde vivía. –Aquí –dijo Martina señalando a su pecho–. Viene de las cucarachas y hace agujeros en el aire y quiere matarme.
Exposición intrauterina al alcohol, las drogas y el estrés materno Algunos niños llegan a este mundo con sistemas neurológicos ya “predispuestos” para la hipersensibilidad, pudiendo experimentar como algo intolerable lo que es normalmente tolerable. Además, tienen una capacidad reducida para regular los estados de arousal y modular el estrés, lo que aumenta aún más el riesgo de desbordamiento. Algunas causas de la vulnerabilidad neuronal y del desarrollo siguen siendo un misterio, pero muchos otros riesgos son bien conocidos. La exposición al alcohol, por ejemplo, conduce al síndrome de alcoholismo fetal (SAF) y a la exposición fetal al alcohol (EFA), en los que las características fisiológicas (por ejemplo, pequeño perímetro cefálico, surco oronasal plano) son solo una pequeña muestra de toda una constelación de síntomas. Estos niños padecen problemas de atención, bajo peso al nacer, retrasos en el desarrollo y dificultades con la regulación emocional (Barth et al., 2000; Martin y Dombrowski, 2008). Pero los riesgos que corren estos niños no se ciñen a la exposición al alcohol, porque el consumo de alcohol materno durante el embarazo a menudo tiene lugar junto con el tabaquismo, las drogas, la desnutrición y/o las deficiencias nutricionales maternas a consecuencia de la pobreza, el autocuidado, las enfermedades mentales, etc. Riesgos similares son muy comunes también en los “bebés del crack” (niños que nacen con adicción a la cocaína) y en los niños que han padecido exposiciones prenatales a otras sustancias (Albers et al., 2005; Barth et al., 2000; Miller 2005). La mayoría de las veces, las circunstancias que hacían que el embarazo
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supusiese un riesgo para el desarrollo prosiguen después del nacimiento del bebé, lo que aumenta la probabilidad de sufrir un trauma debido al abuso, la negligencia y las interrupciones en el apego. Incluso en las mejores circunstancias, los bebés con cólicos, enfadados, susceptibles, irritables y difíciles de calmar (como suele ocurrir con los “bebés del crack” y los bebés con SAF/EFA) tienen un alto riesgo de sufrir maltrato. Los bebés “rebeldes” son más propensos a ser sacudidos, ignorados, sedados y golpeados, en comparación con los bebés más tranquilos y “dóciles”, sobre todo a manos de cuidadores que no toleran las necesidades y reacciones del bebé. Los bebés expuestos a sustancias pueden tener dificultades neuronales con la regulación directamente relacionadas con los efectos teratogénicos, además de problemas vinculados a la falta de un cuidador disponible y/o abusivo (por ejemplo, una madre alcohólica) (Thompson et al., 2009). También son susceptibles de padecer desnutrición e infecciones del oído medio no tratadas que compliquen los retrasos en el desarrollo y la comunicación (Albers et al., 2005; Barth et al., 2000; Miller, 2005). Incluso sin que haya abuso de sustancias, el estrés materno elevado afecta al desarrollo del bebé. Los bebés nacidos de madres que han padecido TEPT durante el embarazo son más propensos a nacer con un tamaño menor y a mostrar niveles más bajos de cortisol en comparación con los bebés nacidos de madres sin TEPT. Los bajos niveles de cortisol se asocian con la vulnerabilidad al estrés postraumático (Yehuda et al., 2005). También se han identificado niveles anormales de cortisol en los bebés de madres embarazadas con un alto nivel de estrés percibido (Leung et al., 2010) y con estrés intergeneracional (Yehuda et al., 2007). Debido a que el estrés y la reactividad al estrés son multifacéticos y a que en él intervienen factores químicos, ambientales e interpersonales, es importante explorar y abordar el estrés pasado y el actual, así como el afrontamiento postraumático tanto en los cuidadores como en los niños. “Niña buena/niña mala”. Leila: ¿bipolaridad, TDAH o un infierno? Leila asistía a primer curso en una escuela pública del casco urbano. Había conocido varios hogares de acogida después de ser apartada de la custodia de su madre y padecía retrasos en el lenguaje/aprendizaje y serios problemas de atención, por los que recibía terapia del habla dos veces por semana en la escuela. También experimentaba cambios repentinos de humor, problemas de memoria y dificultades para entender cómo se conectaban las acciones y sus consecuencias. Mentía mucho. Seria y de
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pequeña estatura, la mirada de Leila era desafiante, moviéndose constantemente y pasando su pulgar a través de los agujeros que hacía en las camisetas que utilizaba. Le recetaron Ritalin para el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), a lo que se añadió un antipsicótico para su “probable bipolaridad” después de que la madre de acogida llevara a la niña a urgencias porque “reaccionaba con violencia”. La madre de Leila perdió la custodia debido a la desatención, el abuso de sustancias y las borracheras, que comenzaron mucho antes de que Leila naciera. La madre ya había perdido la custodia de un hijo mayor y había motivos fundados para suponer que bebió y consumió drogas durante el embarazo. Se sospechaba que Leila padecía EFA, el cual se aducía para explicar su retraso en el desarrollo y sus problemas de atención y regulación. Menos notoria era la negligencia que Leila había soportado y la interrupción repetida del apego. La niña anhelaba la atención de los adultos y trataba de destacar entre los otros niños para hacerse notar. Se comportaba de un modo inmaduro, montando en cólera en la clase a causa de pequeñas decepciones o injusticias percibidas. Casi siempre estaba “castigada”. Leila ingresó en el primer curso a los pocos meses de llegar a su actual familia de acogida. No pasó mucho tiempo antes de que su madre de acogida admitiese que su paciencia se estaba agotando. —En un momento ella es una niña buena y, al momento siguiente, es una niña mala –me dijo exasperada–. Nunca sabes lo que va a salir de su boca, ni si extenderá sus brazos para abrazarte o golpearte. Leila no solo era de gatillo fácil, sino que una vez angustiada era difícil de calmar. Se pegaba, se escupía, se tiraba del pelo y se arañaba la cara. Estos episodios autolesivos fueron los que la llevaron a la sala de urgencias. —Se enfada tan rápido que te deja perpleja –me comentó la madre de acogida–. Da igual cómo lo llamemos: TDAH, trastorno bipolar o síndrome por alcohol, lo único que sé es que ella es un auténtico infierno.
Guerra, violencia y refugiados Niños de todo el mundo son víctimas de la violencia causada por el ser humano: violencia doméstica, barrios peligrosos, conflictos armados, guerra y terrorismo, todo lo cual los expone a la pérdida, el estrés y el miedo por sus vidas y las vidas de aquellos en quienes confían. Además del trauma derivado de presenciar la violencia, los niños suelen tener cuidadores desbordados, heridos,
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asustados y enfermos y que se hallan, por lo tanto, menos disponibles para el niño. Pueden afrontar disturbios, huida, pérdida de pertenencias y de su comunidad y la continua tensión de vivir como refugiados. Los supervivientes que escapan de la violencia suelen estar preocupados por los miembros de la familia que han dejado atrás y por su propio estatus legal y su capacidad para mantenerse a salvo. También sufren por los seres queridos que han perdido. En medio de toda esa agitación, muchos refugiados tienen que afrontar el aprendizaje de un nuevo idioma, costumbres, reubicación, moneda, medios de subsistencia, educación, vivienda, clima, alimentos, leyes y expectativas. La disponibilidad de los padres demasiado estresados es menor y los roles pueden verse invertidos. Los niños a menudo aprenden el nuevo idioma más rápido que sus padres, convirtiéndose en traductores, mediadores y negociadores en representación de sus padres, quienes los hacen responsables de gestionar asuntos de adultos a una edad muy temprana. En algunas familias, las transiciones se gestionan de manera sana y se preservan el apego y el apoyo de los padres. Sin embargo, en muchos otros casos, el desbordamiento de los padres lleva a que los niños no puedan depender de ellos y deban defenderse por sí solos y cuidar de sus hermanos menores e incluso de los padres abrumados. Si la guerra y la violencia traumatizan a los adultos, mucho más les ocurre a los niños, que rara vez entienden los conflictos provocados por la violencia o la impotencia de los adultos para detenerla. De ese modo, la confusión y el desbordamiento emocional perturban su aprendizaje, la interacción social, la atención, el apego, la regulación y la sensación de seguridad (Kia-Keating y Ellis, 2007; O’Shea et al., 2000; Tufnell, 2003). “África mala”. Daweed, refugiado de guerra: cuando un océano no es lo suficientemente ancho Daweed tenía cinco años y nueve meses cuando lo visité en el jardín infantil del centro de la ciudad cerca de su vivienda pública. Su familia había escapado de un país africano y guardaba silencio sobre sus experiencias. Daweed ya comenzó a escuchar inglés antes de empezar en la escuela, después de que la familia llegase a Nueva York. Pequeño y delgado, el niño iba muy bien arreglado, con los pantalones planchados, la camisa metida por dentro del pantalón y la cara muy limpia. Aunque se esforzaba en aprender inglés, sus padres dijeron que hablaba menos que su hermano de tres años y medio.
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Daweed era obediente, callado y muy pasivo. Exhibía poco juego social y simbólico, y su único amigo era Shamdu, cuya familia vivía cerca de la de Daweed. Los otros chicos lo dejaban en paz. Su maestra, que lo conoció en la escuela infantil, pensaba que el niño no era “demasiado brillante y estaba bastante ausente la mayoría del tiempo”. Daweed desayunaba y comía en la escuela, pero comía poco y se quejaba a menudo de dolores de estómago. Durante las sesiones, se mostraba callado y respetuoso y rara vez iniciaba la conversación, sino que siempre parecía estar a punto de “marcharse”. Cierto día, otro niño en un pequeño grupo se refirió a sí mismo como “afroamericano”. Daweed permaneció un rato en silencio y luego señaló con un tono monótono: —No África. África mala. África tienen cuchillos. Cortar [señalando a su garganta]. Te matan. Ellos [haciendo como si disparase] te matan… África mala. Mi abuela… Ellos cortaron. No bueno… [señalando a la pelvis]. Los otros niños se quedaron atónitos. Murmuré algunas palabras tranquilizadoras, traté de distraerlos y ayudé a Daweed con el enraizamiento (véase Parte 5). Era la única vez que le había oído hablar de esto, aunque había muchas otras veces que se abstraía, escuchando o viendo cosas que yo no podía ver y que deseaba que él tampoco pudiese, especialmente relacionadas con gritos de ira o menciones de cuchillos o perros. Nadie en la escuela sabía lo que la familia de Daweed había soportado. Sus padres eran cariñosos y respetuosos con los maestros pero, cuando se les pidió que contasen más cosas “sobre la herencia de Daweed”, el padre agitó la cabeza con firmeza, añadiendo que ahora era americano. La madre permanecía sentada en silencio, con la cabeza envuelta en un pañuelo y con ojos recelosos. El padre situó su mano suavemente en el respaldo de la silla de su esposa, no tocándola en público, sino para ofrecerle su apoyo. Para tratar de cambiar su estado de ánimo, dije que Daweed se llevaba bien con Shamdu. Ambos padres sonrieron al escuchar eso y el padre señaló que era un buen chico y que Daweed también era un buen chico. Y, aunque rechazaron el counseling para Daweed, querían que continuara en terapia del habla. —Aprenderá que hablar bien es importante –insistió el padre–. Aprenderá bien inglés. Más inglés que yo. Cuando le pregunté qué idioma hablaban en casa, el padre frunció el ceño y respondió:
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—Un poco de inglés. Mejor más inglés. Así pues, aunque no quiso contarme los peligros reales que su familia había afrontado y que aún podía temer, el recelo de ambos padres era evidente. No es de extrañar que Daweed también tuviera miedo. Sus padres lo amaban, pero aún estaban en modo de supervivencia y apenas controlaban su propio terror y angustia. “Él me habla”. Carl, el niño padre La familia de Carl pidió asilo político en Estados Unidos cuando él tenía cinco años. Cuando lo conocí, ya tenía ocho años y estaba en segundo curso, habiendo repetido en la escuela infantil debido a su “inmadurez” y para acostumbrarse más al inglés (también padecía una pérdida moderada de audición). El niño era muy guapo y sus ojos verde claro te miraban como si se clavasen. Tranquilo con la mayoría de los adultos, Carl era bullicioso y ruidoso con sus compañeros, poniéndose de mal humor y entristeciéndose cuando fracasaba o no se salía con la suya. Entonces rompía a llorar y era incapaz de explicar por qué lloraba, o bien atacaba con una furia impresionante. Los niños respetaban su fuerza y lo dejaban solo cuando montaba en cólera. Sin embargo, furioso o no, había una persona con la que Carl era extremadamente paciente: su hermano menor Martin, un niño en edad preescolar. Carl nunca parecía perder los estribos con Martin. Le ataba los cordones de los zapatos, le metía la camisa, le subía la cremallera de la chaqueta, le envolvía el cuello con la bufanda, le acariciaba el cabello y le llevaba la cartera. Martin, por su parte, se sometía de buen grado a todas las atenciones de su hermano; Carl se comportaba más como un padre que como un niño pequeño. Carl dominaba el suficiente inglés para la narrativa, pero su organización lingüística era pobre y tenía problemas para ceñirse al tema o volver a relatar un evento. Su memoria era buena, pero no su comprensión de la causalidad o de las opiniones ajenas. Aunque era capaz de identificar si era una buena idea hacer o no hacer algo, no sabía por qué o cómo podría hacer sentir a alguien. Hablaba poco de sí mismo o de sus sentimientos y no compartía demasiado sobre lo que hacía al terminar la escuela o durante el fin de semana. Sin embargo, a medida que su narrativa mejoraba, se hizo evidente que Carl era el principal cuidador de su hermano. La madre no trabajaba y, aunque pasaba en casa la mayor parte del tiempo, de alguna manera no estaba disponible (Carl tan solo dijo que “necesitaba descansar”).
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El padre era pluriempleado y rara vez llegaba a casa antes de que los niños se durmieran. Era Carl quien se aseguraba de que Martin cenara, se bañara, se cepillara los dientes y tuviera ropa limpia para ir a la escuela al día siguiente. Carl también se ocupaba de su propia ropa, comida, audífono y tareas y, asimismo, traducía para su madre en el supermercado y en la lavandería. Carl cuidaba de Martin cuando estaba enfermo, faltando muchos días a la escuela para atender los frecuentes resfriados de su hermano. Otras veces, Carl se ausentaba porque acompañaba a su padre a alguna gestión administrativa. —Les repito lo que él dice –me explicó Carl–, y le repito lo que ellos dicen. Este lector de ocho años de edad, que estaba lejos de dominar el idioma, examinaba documentos y formularios, tratando de traducirlos. —Tienen grandes palabras –me dijo con cierta ansiedad–, pero es importante que no lo estropee. No quiero ser un sin techo. Vi al padre de Carl en las reuniones de padres y profesores; un hombre vestido con ropa de trabajo, ojos verdes, con capucha y manos ásperas a causa del trabajo. Carl venía también para traducir a su padre lo que los profesores decían de él… y para traducir a los profesores las preguntas que hacía su padre. El niño no mostraba ninguna torpeza, guiando a su padre por los pasillos de la escuela como si él fuera el padre y su padre el hijo. El padre parecía orgulloso de su hijo y avergonzado de necesitar su ayuda. —Yo no hablo buen inglés –se disculpó, sonriendo con una tímida y más grande versión de la sonrisa de Carl. —No pasa nada –interrumpió Carl inmediatamente en tono tranquilizador y acariciando el hombro de su padre–. Ya sé mucho inglés. El padre de Carl asintió con la cabeza y levantó los ojos para disculparse conmigo. —Sí, Carl mucho inglés. Él me habla. Con independencia de cuáles fueran las circunstancias exactas de su madre, gran parte de la responsabilidad recaía ahora en los hombros de Carl. El niño de ocho años también era un apoyo para su padre. Y, si bien no siempre entendía lo que se le pedía, parecía muy consciente de la gravedad potencial si fracasaba. Este niño fuerte y compasivo cuidaba de su hermanito y mantenía a ambos razonablemente bien atendidos. Los lazos de afecto entre él y su padre también eran evidentes. Sin embargo, el estrés de Carl hacía que fuese impermeable al
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aprendizaje, algo que se hacía patente en sus ataques de ira, intolerancia al fracaso, desdicha y abatimiento. Aunque estaba tranquilo la mayor parte del tiempo, no sabía cómo dejar que los demás lo ayudaran.
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5 Maltrato, negligencia y abuso
El maltrato infantil es una realidad mundial y afecta a niños de todos los estratos socioeconómicos e ingresos. El 10% de los niños en los Estados Unidos experimenta una o más formas de abuso o negligencia física, sexual o emocional, por lo general por parte de uno de los padres o de otro cuidador (U.S. Departament of Health and Human Services [US-DHHS], 2013a). Las estadísticas muestran de manera consistente cerca de 1,000.000 de informes de maltrato corroborados anualmente tan solo en los Estados Unidos, unas cifras que se consideran muy por debajo de las cifras reales de maltrato. Muchos niños y niñas se enfrentan a múltiples factores de riesgo relacionado con el desbordamiento emocional: maltrato, alteraciones en el apego (por ejemplo, acogimiento), riesgos para el medio ambiente y la salud (por ejemplo, falta de un hogar fijo, asma), problemas de desarrollo (por ejemplo, dificultades de aprendizaje) y apoyo insuficiente. El maltrato infantil causa un estrés significativo en los niños y representa un grave riesgo para el apego, el desarrollo y la salud física y mental (Herman, 1997; Levine y Maté, 2010; Miller, 2005; Schore, 2001; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014).
Negligencia: incapacidad de los padres, interrupciones en el apego e institucionalización La negligencia –la más común de todas las causas de maltrato– representa el 80% de los casos de maltrato en los Estados Unidos (US-DHHS, 2013a) y se define como la falta de atención física, mental o emocional que perjudique o ponga en peligro inminente a un niño a consecuencia de los actos, ya sean deliberados o no, de su cuidador. A menudo se presenta junto a otros factores de riesgo (como, por ejemplo, enfermedad mental de los padres) y propicia retrasos u obstáculos en el desarrollo motor, verbal, regulatorio, cognitivo, emocional o conductual, así como en la adquisición de competencias sociales, académicas y de comunicación (Miller, 2005; Schore, 2001; Siegel, 2012; van
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der Kolk 2014; Yehuda, 2011). Aunque la mayoría de los casos reportados afectan a niños pequeños, la negligencia se produce durante toda la infancia (si bien los niños mayores tienden a ocultarla). La falta de cuidado físico es una forma obvia de negligencia; sin embargo, el cuidado emocional también es profundamente necesario. Incluso si se les cuida físicamente (es decir, se les proporciona alimentos básicos, ropa, refugio), muchos niños que son desatendidos emocionalmente a menudo no prosperan y mueren (Bowlby, 1997). El impacto devastador de la negligencia emocional ha sido corroborado por la ciencia (Schore, 2001; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014), siendo palpable en los niños que viven en instituciones y orfanatos, en los que la atención, la conexión, el lenguaje y el afecto son escasos (Albers et al., 2005; Miller, 2005). Estos niños a menudo muestran comportamientos disociativos permanentes y dificultades de apego (Beverly et al., 2008; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Es posible que los niños desatendidos no aprendan a identificar, nombrar o regular sus estados corporales y sus emociones (Beverly et al., 2008; Hildyard y Wolfe, 2002; Schore, 2001; Siegel, 2012; Silberg, 2013; van der Kolk, 2014; Yehuda, 2005), mostrándose retraídos y apáticos ante el afecto o indiscriminadamente pegajosos y amistosos, vulnerables a la decepción, el rechazo y la victimización por parte de aquellos que explotan su hambre de conexión. Es posible confundir la dependencia con un apego rápido, pero rara vez es un apego seguro, puesto que está impulsado por la ansiedad, la pérdida y el anhelo (Liotti 2009, Lyons-Ruth et al. 2009, Schore 2012, Silberg 2013, Wieland 2011). Atrapados en un ciclo de necesidades razonables y expectativas irracionales, algunos niños desatendidos se vuelven extremadamente obedientes, temerosos de que un error les prive del escaso cuidado y atención que reciben. Cuando ocurren los inevitables errores, puede juzgarse la angustia del niño en el sentido de que “le da demasiada importancia” y “reacciona de manera exagerada”. Los niños que creen que son culpables del amor que no reciben se sienten paralizados por la necesidad de alcanzar una perfección irreal: si de alguna manera no cometieran errores, no comieran tanto o no necesitaran ni desearan tanto, serían atendidos. La autoculpabilización se refuerza cuando estos niños ven que otros sí que son queridos (por ejemplo, en la escuela), internalizando que la única razón por la que no son amados es porque no merecen serlo. Los niños desatendidos pueden sentir una gran necesidad de conexión, pero tienen dificultades para leer las situaciones sociales, desembocando en una mala comunicación que refuerza el rechazo y el fracaso (Pollak et al., 2000; Yehuda,
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2005). Son muy vulnerables a los acosadores, quienes explotan su debilidad y repiten los mensajes negativos que el niño ya se dice a sí mismo. Incluso en ausencia de bullying, los problemas de regulación y la hipervigilancia hacen que, muchas veces, las interacciones neutrales activen al niño desatendido. De ese modo, el saludo distraído de un maestro puede convertirse en una “prueba” de aversión, la mirada perdida de un compañero es interpretada como enfado o indiferencia. Las reacciones extremas a desaires menores o percibidos pueden llevar a un rechazo real que refuerza aún más la sensación que tiene el niño de que es imperfecto (De Bellis, 2005; Nadeau et al., 2013; Shields y Cicchetti, 1998). Para gestionar el dolor intolerable de la negligencia y hacer frente a la situación, los niños a menudo caen en la disociación: se aletargan, se apagan, llegan a creer que todo es irreal o que “le ocurre a otra persona” (Silberg, 2013; Wieland, 2011). Muchos aspectos de la negligencia desencadenan una situación abrumadora, incluyendo la inestabilidad y la falta de supervisión, atención y orientación. El hambre, el frío y el agotamiento disminuyen el umbral para que estos niños se sientan más abrumados incluso, lo que los aboca a estar menos receptivos –fisiológica y psicológicamente– para procesar la información y utilizar el apoyo disponible (Hildyard y Wolfe, 2002; Kendall-Tackett, 2002; Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014; Yehuda, 2005). Por ejemplo, muchas escuelas de barrios urbanos ofrecen a los niños en situación de riesgo un desayuno y una comida caliente, entendiendo que esa comida será todo lo que reciban algunos de esos niños. Sin embargo, la comida no siempre llega a los niños que más la necesitan. La mayoría de los niños desatendidos en los Estados Unidos y en otros países desarrollados no parecen hambrientos. El hambre que experimentan puede no ser un hambre que mate, pero sigue siendo un hambre que duele, asusta, ralentiza, priva, adormece, ocupa y roba tanto la atención como otras habilidades. Muchos niños desatendidos no mencionan la falta de alimentos. Algunos lo mantienen en secreto para proteger a sus padres y por el temor (a veces fundado) de que hablar al respecto resultará en la pérdida de su familia. Otros no lo cuentan porque, si callan acerca del hambre, pueden fingir que no está ocurriendo. Algunos son incapaces de verbalizar lo que sucede (véase el caso de Melanie en el capítulo 15), mientras que otros hacen todo lo posible por ocultar su hambre aunque tengan las palabras adecuadas para comunicar su situación. Muchas veces los niños se sienten avergonzados (Bennett et al., 2010). Es posible que eviten admitir que tienen hambre si con ello revelan un problema tácito con un
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padre que se gasta el dinero en drogas, alcohol o juego. Incluso los niños de la escuela primaria saben que “hablar” de los problemas en el hogar puede conducir a algo que tal vez sea peor que el hambre, es decir, convertirse en un “niño de acogida”. Así que pueden saltarse comidas y negar, minimizar y trivializar su hambre. En ocasiones, las punzadas del hambre son más fáciles de soportar que la vergüenza. “No es tan mala”. Karin: el hambre de una niña adoptada Me costó tiempo darme cuenta de que Karin era una niña que pasaba hambre. Ella tendía a quedarse con la mirada perdida y tenía problemas importantes de aprendizaje, pero era ordenada, cooperativa y casi exageradamente educada. Por lo general, yo guardaba un gran tarro de pretzels en mi despacho a disposición de los alumnos que tuviesen hambre durante la sesión, sin necesidad de más explicaciones. La niña de cuarto curso únicamente cogía un pretzel cuando otros alumnos de su grupo también lo hacían, aunque decía que no tenía hambre y lo envolvía en una servilleta “para después”. Como otros niños a veces hacían lo mismo, no le di demasiada importancia hasta que me enteré de que Karin lo guardaba para su hermana de seis años. En teoría, ambas niñas recibían el desayuno escolar, pero en realidad su madre de acogida llegaba habitualmente tarde, por lo que no era infrecuente que las niñas se lo perdiesen. Karin se quedaba con el pretzel para dárselo a su hermana a la mañana siguiente, de manera que la niña más pequeña no ayunara hasta la hora de la comida. Aunque podía llevarse tantos pretzels como quisiera, Karin nunca cogía más que los otros… Los trabajadores sociales a menudo están demasiado ocupados para llevar un seguimiento de la asistencia al desayuno escolar, mientras que, muchas veces, los maestros asumen que un niño que no se queja come en casa. Pero los niños son incapaces de comunicar su situación. Algunos temen ser maltratados o, como Karin, poner en peligro una asignación relativamente segura. —No importa –dijo Karin cuando le pregunté por el desayuno–. ¿Y si se llevan a mi hermanita a otro lugar? ¡Ella me necesita! No importa, ¿de acuerdo? Esta familia de acogida no nos pega a mí y a mi hermana como la familia anterior. No es tan mala. Karin prefería pasar hambre a la posibilidad de una peor colocación o la separación de su hermana. Hablé con el director, quien hizo averiguaciones
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discretas y se aseguró de que uno de los empleados de la cafetería les entregara a las niñas leche o una barra de cereales sin importar lo tarde que llegasen. Para complementar eso, empecé a tener preparado en mi despacho unos “pretzels para después” para Karin y sus compañeros de grupo (de manera que la atención no recayese únicamente sobre ella). A partir de ese momento, comía uno, sabiendo que su hermana no se quedaría sin su parte. La atención de Karin mejoró, ya no tenía hambre y, posiblemente, estaba un poco menos preocupada por sus miedos. Efectos secundarios de la negligencia Algunas negligencias dejan marcas visibles: desnutrición, retraso del crecimiento, mala salud. Otras consecuencias de la negligencia son invisibles, pero no menos indelebles. A falta de un modelo “suficientemente bueno” para forjar la conexión y el apego, los niños no saben cómo relacionarse con las emociones y las sensaciones corporales o el modo de regularlas, resultándoles difícil leer los rostros de los demás o interactuar con ellos. A menudo se enfrentan a problemas de desarrollo, relación, atención y aprendizaje, que persisten incluso después de que reciban unos cuidados adecuados. Aunque el apoyo es importante, no siempre está disponible. Algunos profesionales pediátricos todavía malinterpretan el impacto de la adversidad infantil, retrasan el cuidado o minimizan su potencial para prestar ayuda. Si bien es imposible revertir algunas privaciones y contratiempos tempranos, la plasticidad cerebral, así como abordar el trauma del desarrollo y la regulación, ayudan a los niños a emprender trayectorias de desarrollo más sanas (Gray, 2002; Heller y LaPierre, 2012; Ford y Courtois, 2013; Levine y Kline, 2007; Schore, 2012; Siegel, 2012; Silberg, 2013; van der Kolk, 2014; Waters, 2005; Wieland, 2011). “Como si no supiese amar”. Annie Lee: interrupción del apego y la comunicación durante la adopción Annie Lee fue adoptada a los dieciocho meses de edad de un orfanato en la China rural. Los bebés del orfanato eran alimentados y mantenidos limpios, pero recibían poca interacción del escaso personal disponible. Tras pasar meses arropados en la cuna, los bebés más mayores permanecían durante horas a la intemperie, para que tomasen “el sol y el aire fresco”, en bancos con orinales. Los espacios que había entre los bebés evitaban que se tiraran del pelo o se metieran el dedo en el ojo, pero no permitían demasiada interacción, además de que los bebés estaban indefensos frente a otros niños pequeños que deambulaban por el lugar, empujándoles y
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golpeándoles. La dieta del orfanato consistía en pasta, que se comía con cuchara y que, si bien era efectiva para conseguir de manera más sencilla la máxima nutrición en los niños, no les permitía adquirir experiencia con la coordinación y la masticación. Una vez adoptada, Annie Lee era incapaz de comer sólidos. Los niños del orfanato tenían muchas caries dentales, rara vez les cepillaban los dientes y eran llevados a la cama con un biberón para asegurarse de que durmiesen con el estómago lleno. Annie Lee vocalizaba muy poco y casi nunca lloraba. Sus padres adoptivos decían que su silencio les resultaba inquietante. Cuando la abrazaban, era como un saco de patatas o un gusano escurridizo, incapaz de relajarse o acomodarse. Al principio, el pediatra les dijo a los padres de Annie Lee que la falta de vocalización y comprensión era de esperar, ya que la niña estaba “ocupada asimilando cosas” y su retraso del lenguaje se debía probablemente a las diferencias entre el chino mandarín y el inglés. Los padres se sintieron más tranquilos, pero no del todo convencidos. Pensaban que la niña se mostraba “más desapegada que absorbente” y tampoco creían que supiera demasiado mandarín. No obstante, el médico les aseguró que la niña estaba “cerrando brechas físicas y no podía concentrarse al mismo tiempo en el idioma” (un concepto erróneo, ya que todos los bebés, durante sus primeros años, aprenden simultáneamente el lenguaje y las habilidades motoras). Transcurrido un año completo con poca mejoría en la comunicación, la hipótesis del pediatra cambió a la sospecha de que Annie Lee –que para entonces tenía dos años y seis meses– podía ser autista, advirtiendo en ella falta de contacto visual, poco interés en el habla humana, escasa vocalización y comportamientos estereotipados (como balancearse). Aunque un neuropediatra diagnosticó formalmente a Annie Lee de autismo, una segunda opinión no fue concluyente en este sentido. Un especialista en nariz y oído encontró fluidos en su oído, y una prueba de audición mostró una leve pérdida de audición conductiva, pero al audiólogo le preocupaba que Annie Lee prestase a los sonidos del lenguaje una atención más pobre de la que cabría esperar, es decir, que la niña se comportara como si fuese mucho más “sorda” de lo que en realidad era. Fue el audiólogo quien recomendó una evaluación del habla y el lenguaje conmigo. En el momento de la evaluación, Annie Lee apenas verbalizaba ni vocalizaba, aún rechazaba la mayoría de los sólidos y, aunque le gustaba manipular
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juguetes, mostraba poco interés en el juego simbólico o social, ya fuese conmigo o en casa, donde los padres grababan algunas de sus interacciones. —Es como si no supiese amar –comentó con tristeza la madre de Annie Lee–. Como si estuviese perdida y fuese incapaz de recibir o sentir nuestro amor (véase más sobre el tratamiento de Annie Lee en el capítulo 16). Algunos niños de orfanatos son autistas. Sin embargo, hay otros niños en este tipo de instituciones que también reciben el mismo diagnóstico de autismo cuando, de hecho, su comportamiento se debe a la negligencia o el trauma precoz. Es posible que los niños no se apeguen o comuniquen adecuadamente porque nunca han aprendido el modo de hacerlo; pueden no asociar con la comunicación o el lenguaje los sonidos que emiten otras personas porque los sonidos del lenguaje no estaban dirigidos a ellos y no eran más significativos que los sonidos de fondo. Quizá hayan interiorizado diferentes maneras de relacionarse, como no iniciar el habla o evitar el contacto visual (Gray, 2002). En algunos casos, las voces humanas evocan un dolor insoportable, lo que les lleva a disociarse para protegerse a sí mismos. Algunos niños aprenden a protegerse contra la conexión, ya que esta conlleva una pérdida repetida (por ejemplo, trabajadores que bañan rápidamente al niño y luego desaparecen, pérdida de colocación, adopciones fallidas). Es posible que algunos de ellos no sepan cómo reconocer o aceptar la atención cuando se les ofrece. Al igual que Annie Lee, los niños desatendidos quizá no lloren demasiado o lloren inconsolablemente, a pesar de todos los intentos por tranquilizarlos. Si el llanto no les es de ninguna ayuda, a veces caen en la disociación para mitigar la angustia insoportable. Tal vez no sepan qué hacer con el consuelo que les brindan otras personas. De hecho, la manipulación por parte de un desconocido puede resultarles irritante y desorientadora, puesto que muchos bebés que pasan la mayoría de sus días en cunas tienen miedo de ser sostenidos en brazos. La estimulación vestibular les resulta abrumadora y se sienten más seguros en su habitual soledad que en los brazos de alguien. Ser mecidos por un cuidador puede ser angustioso para los niños que se balancean para disociarse. Si bien los comportamientos de autoestimulación y autotranquilización –como balancearse, golpearse la cabeza, retorcerse los dedos, estirar del pelo o morder partes del cuerpo– “parecen autistas”, pueden ser un mecanismo de adaptación por parte de los niños con los que nadie se ha comunicado. Y, como tales, no reflejan tanto la historia del niño como su potencial comunicativo. Sin embargo, esto último solo debe asumirse después
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de que a los niños se les ofrezcan oportunidades de aprender lo que nunca se les ha enseñado, es decir, herramientas para la reciprocidad relacional y otras formas de gestionar sus experiencias tempranas (Ford y Courtois, 2013; Gomez, 2012; Gray, 2002; Silberg, 2013; Wieland, 2011; Yehuda, 2005). Con independencia de cómo se las arreglasen, los niños y niñas no se equivocaron al aprender a hacer lo que estaba a su alcance. Con la enseñanza amable de pequeños pasos, los niños aprenderán nuevas maneras de comunicarse, relacionarse y apegarse. La interacción entre ambiente, cuidadores y desatención Los cuidados durante la acogida Por definición, los cuidados de acogida conllevan pérdida e interrupción, aunque a menudo acarrean sus propias tensiones: desconexión, incertidumbre, cambio de reglas y falta de control. El traslado repetido entre diferentes destinos puede resultar abrumador para los niños, en especial si esa situación se suma a un trauma anterior. Más del 80% de los niños ubicados en hogares de acogida tienen antecedentes de maltrato, y muchos presentan trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), trastorno oposicional desafiante (TOD), depresión, trastorno de conducta, trastorno de ansiedad y trastorno bipolar (Jamora et al., 2009). La salud, el aprendizaje y los problemas sociales también son muy comunes (Fox et al., 1988; Hildyard y Wolfe, 2002; Scherr, 2007). La interrupción del apego es inherente a la acogida, siendo muy comunes las necesidades insatisfechas. Los niños pueden ser trasladados sin previo aviso, con lo que cada reubicación supone una nueva pérdida y evoca las anteriores. Incluso la peor educación brinda al niño un mínimo de familiaridad. Y, aunque terribles, sus padres eran los únicos que tenía el pequeño. Por más hirientes, iracundos o negligentes que fuesen, para el niño los padres significaban una anhelada cuerda de salvación que se vio cortada. Cada reubicación (debido a los “problemas” del niño o no) destruye otra apariencia de familiaridad, de manera que son muchos los niños en hogares de acogida que aprenden a no conectar. Se cierran en sí mismos y se aletargan; rechazan y se portan mal (Sprang et al., 2009; Yehuda, 2005, 2011). Algunos se comportan así para “provocar” un cambio de ubicación, tener algún control sobre su vida y demostrar que tienen razón sobre lo que creen que ocurrirá de todos modos. Muchas veces, se pasan por alto las necesidades psicológicas y emocionales, y los niños son trasladados solo con la ropa que llevan puesta, dejando atrás sus juguetes favoritos y objetos transicionales. Asimismo, pueden “perder” a sus hermanos en el caso de
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que vayan a parar a diferentes hogares de acogida. Los niños en acogida suelen sentirse desatendidos, invisibles e indefensos (Cournos, 1999). Falta de un hogar Aunque eso no significa necesariamente negligencia, la realidad y las causas de la falta de un hogar fijo plantean muchos riesgos. Además de la pérdida y el duelo, existen riesgos mayores para la salud y la seguridad, así como un menor acceso a la atención médica (Nabors et al., 2004). Los niños y niñas sin techo sufren inseguridad, y sus cuidadores pueden estar demasiado abrumados para atender sus necesidades emocionales. La depresión, el estrés postraumático, la enfermedad, la discapacidad, la pobreza, la violencia doméstica y otras crisis vitales son comunes entre los padres de los niños sin techo, todo lo cual desborda a los padres y reduce su disponibilidad. No tener un lugar al que llamar hogar –en todas las formas que esto asuma– resulta abrumador y preocupante, haciendo que los niños se sientan ansiosos y sin predisposición a aprender, desconfiados y preocupados, resentidos o retraídos. Algunos niños sin techo se apegan excesivamente a las cosas y “reaccionan de manera exagerada” a las pequeñas pérdidas. Hay niños que roban, desesperados por tener las cosas que otros poseen. También hay algunos niños, paradójicamente, que parecen “descuidados” con sus cosas, quizá para tener algún control sobre cuándo y cómo desaparecerán, quizá porque no están suficientemente presentes para controlarlas. “Toda su vida en una bolsa de plástico”. Tamina: sin techo y con hambre que no tiene que ver con la comida Tamina, que asistía al primer curso en una escuela pública de Harlem, careció de un hogar la mayor parte de ese año. Su madre había perdido el apartamento tras ser despedida de su trabajo. A veces se quedaban con algún pariente, pero la mayoría de las veces Tamina, su madre y su hermana dormían en refugios donde no podían permanecer mucho tiempo. Trasportaban sus pertenencias en gruesas bolsas negras de basura para protegerlas de la intemperie. Tamina tenía un osito de peluche, pero lo olvidaron en uno de los refugios, y su madre estaba “demasiado cansada” para volver a buscarlo. Tamina nunca lo recuperó. Tamina tenía muy pocas pertenencias. Otros niños tenían un hogar, su propia cama, un sitio para guardar sus cosas y muchas más cosas. Así pues, robaba. La mayoría eran pequeños objetos: gomas de borrar, lápices de colores, horquillas, cosas que podía esconder en sus bolsillos y después en
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su bolsa negra de basura. Cuando se le llamaba la atención al respecto, Tamina siempre reaccionaba enfurecida alegando que “era suyo”. Yo sospechaba que muchas veces lo creía y me preguntaba si algunos artículos le recordaban a cosas que alguna vez tuvo y si el hecho de apropiarse de ellos era un vínculo con una época en la que la vida le resultaba menos angustiosa. Más allá de un retraso general del lenguaje, Tamina parecía confundida en relación con determinados conceptos como la diferencia entre poseer y apropiarse. En algunos refugios, las mantas de la cama eran para “quien llegase primero” y, mientras las tuviesen, eran “suyas”, aunque no fuese así durante mucho tiempo. También debía “vigilar” sus cosas o podían desaparecer. ¿Por qué entonces una goma de borrar desatendida no podía ser “suya”? Si bien muchos niños suelen anhelar objetos que no les pertenecen, los hurtos de Tamina tenían que ver, muy posiblemente, con sus necesidades insatisfechas. Su madre estaba “siempre enfadada y maldiciendo” y Tamina no podía contar con su apoyo. Los niños cuyas “necesidades” se ven descuidadas buscan otros caminos: se vuelven reservados, caen en la disociación, se embotan con sustancias, roban, acumulan cosas. Estos comportamientos a menudo los alejan incluso más de la atención y el apoyo social, cuando en realidad lo que transmiten es confusión, soledad, enfado, pérdida y vergüenza. Cuando el cuidador se siente desbordado e impotente Incluso los cuidadores mejor intencionados pueden, en ocasiones, terminar reforzando inadvertidamente la dinámica de aislamiento y negligencia. Esta es la razón por la cual es de suma importancia que quienes trabajan con niños problemáticos comprendan el comportamiento de estos y la función que desempeña dicho comportamiento, educando y apoyando tanto a los niños como a sus cuidadores. Un ejemplo de ello es el de los padres adoptivos, que pueden no estar preparados para las reacciones postraumáticas, disociativas y de apego que se producen en el niño, sintiéndose profundamente decepcionados cuando este rechaza su amor, dice extrañar a sus padres abusivos o su vida en una institución. Si aparecen comportamientos problemáticos, los padres adoptivos suelen alarmarse por la ira del pequeño y terminan transmitiéndole su miedo (y/o arrepentimiento) a través de sus palabras o acciones, reforzando de ese modo los sentimientos de rechazo e inseguridad. Si no se abordan el trauma y la disociación, los comportamientos
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de los niños pueden ser malinterpretados y mal diagnosticados, lo que propicia intervenciones fallidas y, muy posiblemente, la devastación de tener que renunciar a la adopción. Cualquier adopción subsiguiente –si es que alguna vez se produce– afrontará inmensos desafíos adicionales. Entender la dinámica del apego y el trauma (en todas las personas implicadas) es la razón por la cual la preparación, la educación y el apoyo continuos para los padres de acogida y los padres adoptivos son sumamente importantes, así como el trabajo con el conjunto de la familia (Bruning, 2007; Smith et al., 1998). Necesidades y dinámicas familiares El distrés en el seno de la familia nunca se circunscribe a una sola persona. Los problemas que experimentan los niños a veces son un reflejo de la totalidad familiar. Asimismo, los comportamientos de los niños traumatizados pueden deberse no solo a los traumas del pasado, sino también a los problemas familiares actuales. Las dificultades familiares también puede presentarse y afectar a otros miembros como parte del trauma y/o reacción al mismo (DeaterDeckard, 2005). Por ejemplo, cuando un niño enfermo padece un trauma médico, los hermanos sanos muchas veces también son vulnerables al estrés (Janus y Goldberg, 1997). Puede que haya menos atención, energía y recursos disponibles para ellos, y es posible que los padres estén demasiado dispersos para atender suficientemente sus necesidades. Los hermanos sanos pueden minimizar sus propias dificultades, pero estar internamente angustiados y preocupados, sintiéndose culpables por querer más cuando su hermano está enfermo. Algunos luchan contra el resentimiento, la ira, la preocupación o el dolor pero, si se comportan o actúan mal, son regañados por “no ser comprensivos” o “ser egoístas”. Quizá terminen sintiéndose avergonzados por desviar la atención de quien “realmente la necesita” y por angustiar a sus padres, adormeciendo sus sentimientos, adoptando cualquier sentimiento que se espera que tengan y pasando por alto sus propias necesidades. “Intento ser buena”. Elsie: la hermana invisible Elsie tenía once años y padecía una protrusión lingual. Su hermano, de siete años de edad, se encontraba en su segundo año de tratamiento para el cáncer. Una acompañante traía a Elsie a la sesión, hacía algunos recados y recogía a la niña cuando regresaba. —Intento ser buena –me dijo Elsie llorando durante una de nuestras sesiones. Aunque le dolía la cabeza, rechazó mi oferta de llamar a sus padres para pedirles permiso para administrarle Tylenol.
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—No quiero que se preocupen por mí… –me dijo. Le respondí que sus necesidades también importaban, mientras lloraba a lágrima viva. —A veces pienso que soy tan buena que se olvidan de que estoy aquí – señaló en voz baja. Elsie se sentía culpable si necesitaba algo, pero invisible si no necesitaba nada. No quería “empeorar las cosas” para su hermano o sus padres, por lo que no les decía cuando tenía problemas en la escuela o cuando una de sus mejores amigas se trasladaba a vivir a otro lado. Minimizaba su propio malestar si se sentía enferma, y también tenía dificultades para identificar sus propias emociones. —Sé lo que se supone que debo decir que siento –me confesó–, pero me parece que miento, aunque no sé qué otra cosa decir. La tensión y las dificultades son frecuentes en los hermanos de los niños enfermos, así como en los niños cuyos padres están enfermos, discapacitados o padecen dolor crónico. Los niños pueden sentirse culpables por cualquier empeoramiento de la enfermedad, y responsables de regular los sentimientos o la energía de los padres. Quizá aprendan a caminar de manera muy sigilosa o a disimular sus propias emociones y necesidades (Evans y de Souza, 2008; Evans et al., 2006). De manera parecida, muchos hijos de padres que padecen depresión o TEPT se sienten asustados por unos padres que se retraen o son presa del entumecimiento o el pánico. Los propios niños pueden sufrir un aumento de la ansiedad y la depresión, pero se esfuerzan para no provocar consternación o angustia en sus padres, volviéndose hipervigilantes hacia el estado de ánimo de estos y controlando sus necesidades para adaptarse (Daud et al., 2005; Lyons-Ruth y Block, 1996; Ostrowski et al., 2007). Sin embargo, el distrés familiar no tiene por qué acarrear un trauma para el niño. Muchas familias con antecedentes de enfermedades, crisis o traumas fomentan la resiliencia y el crecimiento, manteniendo una comunicación sensible y efectiva que asegura que todos reciban apoyo y dispongan de espacio para sus expresar sus propios sentimientos y necesidades (Evans y de Souza, 2008; Levendosky et al., 2003). No obstante, es importante ser conscientes de que la enfermedad o el estrés familiar aumentan el riesgo de que el niño padezca estrés secundario y negligencia involuntaria, y de que se deben valorar los casos de desbordamiento emocional de todos los que forman parte de la familia.
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Realidades insoslayables del abuso infantil El abuso infantil incluye el abuso físico, el abuso sexual y el abuso emocional. Aunque todas las modalidades de abuso ocurren a lo largo de la infancia, la prevalencia del abuso físico tiende a alcanzar su punto máximo durante la lactancia y la primera infancia y, de nuevo, en la adolescencia. El riesgo de abuso sexual es mayor entre las niñas de tres a cuatro años de edad, pero también ocurre tanto antes como después a lo largo de la infancia y la adolescencia, afectando tanto a niños como a niñas. Por su parte, la prevalencia del abuso emocional –el más difícil de detectar y reportar– se incrementa de manera constante mientras el niño crece, en parte debido a los efectos acumulativos y, en parte, porque el riesgo de abuso emocional aumenta a medida que los niños son más mayores (US-DHHS 2013a). Discapacidad y abuso Los niños corren un alto riesgo de abuso cuando padecen condiciones médicas crónicas, trastornos congénitos y del desarrollo o exposición intrauterina a drogas y alcohol (Crosse et al., 1993; Sullivan y Knutson, 1998; Sullivan et al., 1991; Sullivan et al., 2009). La enfermedad mental de los padres, la violencia doméstica, la guerra y las pérdidas traumáticas también incrementan el riesgo de abuso infantil. De hecho, cuantos más factores de riesgo tienen los niños, más vulnerables son al maltrato. El mayor riesgo de abuso en los niños con necesidades especiales se debe en parte a la desilusión de los padres, la frustración y la dificultad de tener que apegarse a un niño imperfecto, así como a los retos inherentes al cuidado de un niño con necesidades especiales, que pueden desbordar a los cuidadores y tratan de desquitarse con el niño. Los niños con trastornos de comunicación son más propensos a padecer abusos físicos y sexuales que los niños no aquejados por este tipo de trastornos (Crosse et al., 1993; Knutson y Sullivan, 1993). Incluso cuando los padres no son abusivos, el entorno cotidiano puede ser lo suficientemente abrumador como para que algunos niños que padecen un trastorno subyacente del estado de ánimo, un trastorno cognitivo o un trastorno generalizado del desarrollo, experimentan síntomas postraumáticos y disociativos (Silberg, 1998). Las personas con discapacidades tienen cuatro veces más probabilidades de ser víctimas de delitos que la población que no padece ninguna discapacidad, y el riesgo todavía es mayor en las personas con múltiples discapacidades. En todos los tipos de maltrato, los niños discapacitados tienen una incidencia de maltrato hasta diez veces más alta que los niños sanos (Benedict et al., 1990;
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Crosse et al., 1993; Goldson, 1998; Sullivan y Knutson, 2000; Sullivan et al., 2009). La discapacidad hace que los niños sean presa fácil de los perpetradores y aumenta el riesgo de ser maltratados por los cuidadores (y educadores) que carecen de las competencias o recursos imprescindibles para cuidar a un niño con necesidades especiales. Criar a un niño discapacitado puede ser agotador y desencadenar rabia, frustración y desbordamiento que pueden desembocar en conductas dañinas. Entre los niños discapacitados, los que presentan dificultades para el afecto recíproco corren un riesgo aún mayor de convertirse en víctimas de abusos, al igual que los que tienen una sensibilidad exacerbada y dificultades para regular sus emociones. Algunos cuidadores sienten que, sin importar lo que hagan, el niño sigue comportándose mal o no responde. La confusión, la impotencia y la frustración derivadas se convierten entonces en un ciclo de feedback que se amplifica a sí mismo. Los trastornos del habla, el lenguaje y la audición incrementan el riesgo de padecer abusos y disminuyen la probabilidad de divulgación. Por ejemplo, los niños sordos son más vulnerables al abandono y al abuso emocional, físico y sexual que los niños que oyen adecuadamente (Sullivan et al., 1987). El abuso sexual es especialmente frecuente entre ellos, con un 50% de niñas sordas que declaran haber sufrido abusos sexuales, en comparación con un 25% de niñas que oyen bien, así como un 54% de niños sordos que denuncian haber sufrido abusos sexuales, en comparación con un 10% de niños con audición normal (Sullivan et al., 1987). Los niños sordos son menos capaces de valerse por sí mismos, siendo también menos propensos o capaces de “contarlo”. Las figuras de autoridad tal vez no hablen el lenguaje de signos, y la marginación y el estigma de la sordera pueden hacer que incluso los niños sordos que “hablan” sean malinterpretados. Estos niños pueden tener una inteligibilidad reducida y habilidades del lenguaje menores, lo cual complica la divulgación y dificulta la comunicación. El autismo también pone a los niños en alto riesgo de padecer trauma y abusos (Hershkowitz et al., 2007; Sullivan y Knutson, 2000). El riesgo que tienen estos niños de sentirse abrumados y confundidos ya es muy elevado debido a sus limitadas habilidades sociales, rigidez, pensamiento literal y bajo umbral de ansiedad. Es posible que no sean capaces de expresar con palabras lo que les sucede o que no sepan cómo contárselo a otra persona. Incluso si tratan de revelarlo, su percepción de las emociones puede resultar incómoda y su narrativa idiosincrásica, lo que resulta en una mala comunicación. Debido a que los síntomas del autismo se parecen a veces a un cuadro postraumático, cabe la
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posibilidad de no reconocer los síntomas del estrés postraumático en los niños autistas, siendo difícil discernir si algo sucedió realmente o si el autismo mismo es el que provocó o empeoró un determinado comportamiento. Los problemas de integración sensorial, la hipersensibilidad y los problemas de regulación se observan a menudo en el autismo, pero también afectan a los niños no autistas (como, por ejemplo, en el síndrome de alcoholismo fetal, el TDA/H o el trastorno de procesamiento auditivo). En el caso de estos niños, incluso las experiencias de rango normal (por ejemplo, una habitación ruidosa, luz u olores intensos) resultan hiperestimulantes y provocan miradas perdidas, balanceo, rabietas, gritos o autolesiones. Si los adultos no se dan cuenta de que tienen su origen en el distrés provocado por el abuso, estos comportamientos en sí mismos no solo aumentan el riesgo de abuso, sino que también enmascaran las respuestas postraumáticas. La ausencia de este tipo de señales puede llevar a que persista el abuso y se refuerce la disociación. En todos los niños, y especialmente en los discapacitados, el conocimiento de la historia del niño es crucial debido a su relación con los riesgos del desarrollo y los múltiples problemas que pueden aparecer en el futuro (véase la parte 3). El trauma está asociado a depresión, ansiedad, disociación, conductas suicidas y autodestructivas, conducta sexualizada, somatización, abuso de sustancias, problemas de salud, trastornos alimentarios, impulsividad, agresión, problemas de conducta, conductas delictivas, problemas cognitivos, problemas de lenguaje, problemas escolares, déficit de atención e hiperactividad, problemas de regulación del afecto y trastornos de autoestima (Beverly et al., 2008); Cole et al., 2005; Ford y Courtois, 2013; Gaensbauer, 2011; Gomez, 2012; Heller y Lapierre, 2012; Herman, 1997; Jamora et al., 2009; Kagan, 2004; KendallTackett, 2002; Levine y Maté, 2010; Liotti, 2009; Miller, 2005; Nadeau y Nolin, 2013; Nijenhuis, 2004; Putnam, 1997; Schore, 2001; Siegel, 2012; Silberg, 1998, 2013; van der Hart et al., 2006; van der Kolk, 2014; Waters, 2005; Wieland, 2011). La intervención no solo debe enfocarse en las conductas y los retrasos, sino incluir también una comprensión de lo que dichas conductas y retrasos nos están comunicando acerca de la experiencia y las estrategias de afrontamiento del niño. Violencia doméstica La exposición a la violencia doméstica perjudica a los niños (Edleson, 1999; Sousa et al., 2011). Presenciar la violencia les afecta tanto, y a veces más, como ser golpeados, posiblemente debido a la impotencia que caracteriza al trauma.
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Los niños no tienen la capacidad de salvar a los cuidadores que necesitan para sobrevivir, y mucho menos cuando el que daña a un cuidador es otra persona de la que depende el niño. Atrapado entre un progenitor aterrador y otro progenitor asustado, se ve incapaz de detener a uno o salvar a otro. Además, la violencia doméstica suele provocar que los cuidadores no estén disponibles o no puedan hacerse cargo debido a las lesiones sufridas o a lo abrumador de la situación (Levendosky et al., 2003; Sousa et al., 2011). Esto puede aterrorizar aún más a los niños y niñas que se convencen a sí mismos de que la violencia, y su prevención, es de alguna manera algo que ellos deben controlar. Los niños suelen asumir la culpa de lo que ocurre: si mamá ha sido golpeada porque la cena no estaba lista, “es culpa mía” por pedirle antes ayuda a mamá. Los niños creen que, si fueran mejores, más tranquilos, más educados y tuviesen menos necesidades, la gente en la que confían no tendría miedo ni atemorizaría a otros. Pero la violencia doméstica rara vez tiene una causa real, si bien los niños pueden tratar de comprenderla: tal vez querían algo, o hacían ruido, o llevaban la camisa del color equivocado… Las mismas palabras que se vierten durante los episodios de violencia doméstica pueden ser confusas (por ejemplo, papá golpea a mamá y le dice: “¿Estás contenta ahora? ¡Me has hecho enfadar y mira lo que me has obligado a hacer!”), haciendo que los niños se sientan inseguros de lo que son los sentimientos o cómo entender los suyos propios. Cerrarse y disociarse son respuestas frecuentes cuando son testigos de la violencia en el hogar, pudiendo parecer que no están afectados por la sangre o el llanto doloroso de un progenitor. A veces parecen inertes, faltos de emociones o aletargados. En ocasiones, caen en la agresión ellos mismos, imitando lo que han visto. Presenciar la agresión enseña agresión, y los recordatorios de la violencia pueden activar el mismo tipo de reacciones (Gaensbauer, 2002, 2011). Los niños traumatizados reaccionan a los gritos como si fuesen ellos las víctimas de la violencia; ven una mano levantada y se acobardan, o bien levantan la suya cuando están molestos o asustados. También pueden golpear salvajemente a la menor provocación. Tal vez sea esta la única manera en que han aprendido a responder. A menudo recurren a las acciones en lugar de a las palabras, o repiten un lenguaje despectivo. Es posible que no tengan palabras para describir lo que hacen, cómo se sienten y por qué. “Ella aprende lo que ve”. Lizzie: semillas de agresión, montañas de temor
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Elizabeth (Lizzie), de nueve años de edad, vivía con su madre en la casa de su tía junto a sus cuatro primos, de doce, diez y dos gemelos de cinco años, respectivamente. Antes de vivir con su pariente, Lizzie y su madre solían vivir con diferentes amigos de la madre en lugares a los que huía la madre cuando el padre de Lizzie se volvía violento. Pero el padre siempre las localizaba, se disculpaba, prometía no “volver a hacerlo”, y regresaban a casa con él, hasta la próxima vez. Al final, cuando Lizzie tenía seis años, su madre se marchó definitivamente a un refugio para mujeres víctimas de violencia machista y empezaron a trasladarse de un refugio a otro para evitar ser localizadas. Una vez que el padre de Lizzie fue condenado y encarcelado, la niña y la madre abandonaron su escondite. Cuando la conocí, Lizzie había vivido con sus parientes durante dos años. Y, aunque estos fueron los años más seguros y estables de su vida, el pasado había dejado su huella. La niña estaba en tercer curso y tenía dificultades escolares. Padecía un retraso en el aprendizaje del idioma y problemas de atención e impulsividad. Había faltado mucho a la escuela infantil durante el primer curso, pero sus retrasos eran algo más profundo que simplemente ponerse al día. Dulce y amigable la mayor parte del tiempo, Lizzie se asustaba fácilmente. También era inquieta y distraída. Su profesora señaló que “escuchaba todo menos lo que se refería a la clase…”. A Lizzie le resultaba más fácil asistir al pequeño grupo de terapia del habla. Le encantaba que le leyeran, pero odiaba contestar preguntas sobre lo que se leía, olvidaba la mayoría de los detalles y trataba de cambiar de tema para hablar de vídeos musicales o de la televisión. Cumpliendo fugazmente sus tareas y dejando pasar los días, Lizzie estaba desconectada e hipervigilante a la vez. Sus dientes mostraban signos de haber estado rechinando durante mucho tiempo. Tampoco tenía el aspecto de una niña pequeña, sino que era más alta y más pesada que la mayoría de los alumnos de su edad, no tardando en evidenciar signos incipientes de pubertad. Asimismo, mostraba un lado cruel e intimidatorio: manchar con pintura a otros niños, hacerles tropezar o empujarlos a un extremo de la mesa. Escurridiza pero exteriormente complaciente con los adultos, Lizzie rara vez era amonestada pero, cuando eso ocurría, parecía indiferente y se encogía de hombros pidiendo perdón. Decía que cualquier medida disciplinaria era “injusta” y que “se la reñía sin motivo”. También parecía sorprendida cuando los niños la evitaban después de haber sido cruel con ellos. En su mundo, decir “lo siento” bastaba para que los demás admitiesen que no había
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pasado nada… Al aumentar la agresividad de Lizzie, la escuela amenazó con expulsarla, y la madre y la tía acudieron a una reunión. La madre permaneció sentada deprimida y en silencio, pero la tía exigió counseling y no expulsión. Cuando el director afirmó que el comportamiento de Lizzie era “simplemente inaceptable”, la pariente se enfadó. —¿Sabe por lo que ha pasado esa niña? –exclamó en tono desafiante. Entonces el director le respondió que, si bien la niña tenía “antecedentes de violencia doméstica”, entendía que, en el presente, esa circunstancia “ya se había solucionado”. —Ciertamente lo está –admitió la tía, impertérrita– pero eso no cambia que aprendiese de lo que vio. Gracias a la intercesión de su tía, Lizzie recibió counseling en la escuela y su comportamiento mejoró un poco. Empezó a progresar académicamente y en el idioma, pero seguía distraída y le iba mejor cuando trabajaba de manera individualizada con un adulto. El único enfoque que propuso el consultor escolar era la gestión diaria de su comportamiento. Sin embargo, era consciente de lo que Lizzie había soportado y le aportaba un modelo positivo, aunque solo fuera dándole un ejemplo de un hombre amable que contrarrestara lo que ella había visto en el comportamiento masculino hacia las mujeres. Tanto él como yo nos preguntábamos si la escalada de agresividad de Lizzie estaba relacionada con el intento de asegurarse preventivamente de que nadie “se metiera con ella” (es decir, del mismo modo que su padre lastimaba a su madre), sobre todo porque había visto que la agresión era lo que hacían a los demás quienes eran más grandes. Abuso físico El abuso físico inflige terror y dolor en los niños a través de las mismas manos en las que confían que les brinden amor y consuelo. En lugar de aportarles seguridad, los cuidadores se convierten en fuentes de peligro y temor. Aunque sus abusos no sean constantes, los abusos por parte de los cuidadores siempre son traumáticos y profundamente confusos (Liotti, 2004; Lyons-Ruth et al., 2006; Silberg, 2013). ¿Qué puede hacer un niño cuando lo atemoriza la persona a la que más necesita? ¿Cómo va a distinguir entre el cuidado y el daño cuando ambos se presentan unidos? ¿Cómo gestionará la rabia cuando no puede expresarse con seguridad? ¿Qué hacer con el “amor” y el “cuidado” cuando
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pueden (también) acarrear dolor y vergüenza? Si los errores carentes de importancia le provocan terror, ¿cómo aprenderá el niño? ¿A quién recurrirá? ¿Cómo sabrá hacer las cosas? Los niños necesitan a sus cuidadores. Y, para preservar su conexión con ellos, se desconectarán de su propia experiencia, disociando sus sentimientos, aletargando sus cuerpos, tratando de anticipar el estado de ánimo de los cuidadores y culpándose a sí mismos cuando ocurra el abuso (Gomez, 2012; Silberg, 1998, 2013; Wieland, 2011). Los niños maltratados se vuelven hipervigilantes a las señales de un posible peligro. Algunos actúan de maneras que saben que les acarrearán un “castigo” porque eso les brinda cierta sensación de control y reduce la ansiedad que les provoca esperar el siguiente incidente. Es posible que no conozcan otra manera de conectar con los demás o de llamar su atención, pudiendo llegar a creer que el abuso es lo único que merecen. Muchos niños maltratados nunca hablan de lo que les sucede. Algunos no saben cómo explicar o expresar con palabras la experiencia del abuso. Incluso los niños que poseen suficientes competencias lingüísticas para denunciar lo que les ocurre pueden creer (o bien se les advierte de ello) que está prohibido contarlo. Hay niños que piensan que no merecen ser ayudados o que no tienen ninguna razón para esperar que llegue dicha ayuda. Es probable que crean que, si hablan, les ocurrirá algo peor. Sin embargo, el hecho de no contarlo no significa que los niños abusados no transmitan de algún modo su distrés. Lo hacen a través de sus moratones y heridas, a través de sus retrasos, su agresividad hacia los demás, su desconexión y sus acciones (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Silberg, 2013; Waters, 2005; Yehuda, 2005, 2011), y también en lo que no dicen ni cuentan, en lo que no son capaces de hacer, en el modo en que hablan de sí mismos y en cómo no hablan. Debido a que el miedo suprime la exploración y silencia el lenguaje, debemos saber escuchar lo que nos están diciendo sin palabras (Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Y, una vez intentan contarlo, es de suma importancia que los escuchemos, ya que es muy posible que este sea el único momento en que se animen a hacerlo. Nuestra reacción puede convertirse en la vara con la que midan si van a recibir ayuda o si la merecen. “He metido la pata”. Stephanie: la justificación del dolor Stephanie tenía ocho años. Guapa y popular, siempre estaba rodeada de compañeros. Su plan de educación personalizada atribuía su marcado retraso
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lingüístico a que el inglés era su segundo idioma (hablaba español en casa), pero en realidad Stephanie había recibido educación en inglés desde la etapa preescolar. Por lo general, era muy educada, pero también se enfurecía a la menor provocación. Y luego le resultaba difícil explicar lo que había pasado, sintiéndose malhumorada y abatida. Una vez vino a la sesión justo después de haberse peleado con una compañera de clase. Le preocupaba que la escuela llamara a su madre y me dijo que no quería volver a casa. Pero cuando le pregunté amablemente qué pasaba en casa si se metía en problemas, se encogió de hombros y me respondió que no pasaba nada… Le dije entonces que sentía que tuviese problemas y le insistí en que si alguna vez necesitaba hablar conmigo sobre la escuela, la casa o cualquier otra cosa, podía hacerlo. Entonces me lanzó una mirada larga y suspicaz. Durante las semanas siguientes, dedicamos tiempo a trabajar en verbalizar la resolución de problemas, explicando la relación entre causa y efecto y la predicción de resultados, es decir, todas las cosas con las que ella y su compañera tenían dificultades. Stephanie parecía reservada, pero curiosa, y a menudo yo veía que me observaba cuando creía que no la miraba. Cierto día, puso la silla a mi lado, dejando al otro lado de la mesa a la otra alumna sentada en su silla. Parecía nerviosa y no dejaba de moverse en su asiento pero, cuando le pregunté, me dijo que todo estaba bien. Estuve observándola y hacia el final de la sesión noté que tenía levantado el dobladillo de su falda, exponiendo la parte superior del muslo izquierdo. Tenía una gran roncha que parecía una quemadura. Cuando se lo comenté, se levantó enrojecida por el enfado. Stephanie no me miró a los ojos, pero dejó la falda levantada un momento más antes de ajustarla. Intentaba mostrarme que estaba herida. Entonces envié a la otra alumna de vuelta a clase. Una vez a solas con Stephanie, le agradecí que me hubiese mostrado su pierna. —¿Qué ha pasado? –le pregunté. —He metido la pata –dijo poniéndose rígida. Le pedí que me contase más cosas al respecto y añadió, indecisa, que había derramado el zumo mientras su madre cocinaba y que esta “se había enfadado”. A Stephanie le preocupaba tener problemas por mostrármelo, pero le aseguré que no tendría ningún problema en absoluto conmigo, que estaba contenta de que lo hiciera, que era muy valiente de su parte y que había hecho lo correcto. Me miró atentamente y le pregunté si había algo
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más que quisiera decirme. Negó con la cabeza, pero luego levantó el borde de la camisa, mostrando un moratón del tamaño de una pelota de tenis en sus costillas inferiores. Parecía reciente. —Mi mamá –dijo titubeando mientras me lo mostraba– me empuja contra la puerta porque limpio muy despacio… Stephanie tuvo que acopiar mucho valor para enseñarme lo que le habían hecho, y más valor aún para tratar de explicar cómo y por qué. Incluso cuando nadie les advierta para que no hablen, los niños a menudo se encargan de proteger a su familia, guardando el secreto de que sus seres queridos les hacen daño. Hablar es arriesgarse a experimentar vergüenza y hace que se convierta en real lo que uno esperaba que no lo fuese. Sin embargo, de alguna manera Stephanie se las arregló para mostrármelo. Quizá mis garantías de que podía hablar conmigo la animaron a hacerlo. Tal vez nuestro trabajo lingüístico de las últimas semanas le proporcionó las palabras adecuadas para explicarlo. Pero lo que más importaba era que entendiese que había hecho lo correcto al decírmelo, al contárselo a alguien. Le dije cuánto lamentaba que estuviera herida y que no estaba bien que le hicieran daño de esa manera, incluso si alguien se enfadaba con ella. Le pregunté si le dolía en alguna otra parte, si había algo más que quisiera contarme o mostrarme, y entonces negó moviendo cabeza, al tiempo que lloraba un poco y se apoyaba en mí para abrazarme. Luego me tomó de la mano y fuimos a la enfermería, donde le aplicaron un poco de hielo sobre el moratón y dejó, sin soltar mi mano, que la enfermera le mirase el moratón de las costillas. Cuando la enfermera le preguntó cómo había ocurrido, Stephanie se encogió de hombros y miró al suelo: el hecho de que un niño haya revelado algo a una determinada persona no significa que se sienta seguro repitiéndolo a otras personas. La enfermera no insistió. Ella arqueó una ceja, y yo asentí. Ambas sabíamos que tenía que ser reportado a los Servicios de Protección al Menor (CPS, por sus siglas en inglés), ya que cualquier marca de esas características en un niño es razón suficiente para ello. Llevé a Stephanie a su clase y, cuando volví a verla más tarde, ella se mostró tímida. El CPS hizo una inspección ese mismo día, urgido por el doble informe y la presencia de un hermano más pequeño que también podría estar en situación de riesgo. Se constató que ambos niños tenían moratones, y una trabajadora social se hizo cargo de ellos. No sé qué llevó a la madre a usar la
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violencia contra sus hijos, pero empezó a asistir a clases para padres y a sesiones familiares con los niños, en las que estaban acompañados de voluntarios que hacían de “hermano o hermana mayor”. Stephanie estaba visiblemente más tranquila. Peleaba menos y escuchaba más. Me dijo que las cosas estaban “mucho mejor” y que su madre le “había pedido perdón” y “ya no era tan mala como antes”. Posteriormente, cuando le recordaba lo mucho que me había ayudado y que siempre podía contárselo a alguien, se sonrojaba y se inclinaba hacia mí para abrazarme… Stephanie encontró la manera de contarlo. Su coraje no solo la salvó a ella y a su hermano, sino probablemente también a su madre. Abuso y explotación sexual No es necesario explicar por qué el abuso sexual –violación, tocamientos o cualquier tipo de explotación– resulta traumático. Cuando un adulto utiliza a un niño para su propia gratificación sexual, no se trata de las necesidades del niño sino del adulto. Los niños no pueden dar su consentimiento ni entender lo que ocurre. Aunque no tienen opción ni culpa alguna sin importar cómo se desarrolle el abuso, suelen culparse a sí mismos y se sienten avergonzados, culpables, sucios, rotos y malvados (Gomez, 2012; Herman, 1997; Lehman, 2005; Putnam, 1997; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Es obvio que, si hay dolor y violencia, el abuso existe. Sin embargo, incluso si no hay dolor, incluso si el cuerpo del niño responde, incluso si toca al adulto por curiosidad o para recibir afecto, atención o una golosina, incluso si el niño disfruta algo a causa del interés y la cercanía, la explotación sexual de los niños sigue siendo abuso en cualquier caso. El abuso sexual es un tema secreto que a menudo contradice lo que un niño entiende que está bien. Rara vez es narrado o explicado (aunque de alguna manera pueda verse justificado por el perpetrador), y no deja espacio para la experiencia, los sentimientos o las necesidades del niño (Lehman, 2005). Verse explotado sexualmente es siempre confuso, y muchos niños gestionan esa confusión disociándose de lo que está ocurriendo. Entonces aletargan su cuerpo y sus sentimientos, olvidan, fingen que le está sucediendo a otra persona, se culpan a sí mismos, se cierran o representan un papel (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 2013; Wieland, 2011). No tienen otra opción: no pueden permitirse el lujo de reconocer lo que está sucediendo, especialmente cuando más del 90% de los niños abusados sexualmente lo son por personas que conocen, y cuando más del 75% de la explotación sexual es perpetrada por alguno de los progenitores o por un miembro cercano de la familia (US-DHHS
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2013a). ¿Qué deben hacer los niños cuando son utilizados por las personas de las que dependen y que más necesitan? ¿Cómo pueden encontrar palabras para expresar lo que nunca han verbalizado? ¿Cómo pueden denunciar y arriesgarse a sufrir más pérdidas y posiblemente causar un perjuicio a sus seres queridos, cuando creen que es culpa suya y que solo que “sirven” para eso? Si la explotación y el cuidado se producen al mismo tiempo, ¿cómo identificar o confiar en la seguridad y el amor? “¿Quién sabe lo que esa niña ha soportado?”. Marcy: cuando no hay palabras para expresar el trauma Marcy vivía con su madre y su abuela. Los padres se habían divorciado y, en principio, compartían la custodia. Sin embargo, el padre de Marcy fue detenido cuando ella tenía dos años porque la madre llamó a la policía debido a los moratones en los genitales de la niña después de una visita y la policía encontró pornografía infantil en el ordenador del padre. Según el atestado policial, admitió que compartía fotos con otras personas con “intereses similares” y que tomaba fotos “potencialmente inapropiadas” de la niña, pero negó haberle “hecho nada”. La policía y la madre de Marcy estaban seguros de que sí que lo había hecho, aunque los forenses no descartaron otras causas para las marcas genitales. El padre fue acusado y condenado por pornografía infantil, enviado a la cárcel y registrado como delincuente sexual. A la madre se le otorgó la patria potestad. Cuando vi a Marcy, tenía cuatro años y estaba en educación infantil. Padecía un retraso en el lenguaje y problemas sociales, falta de atención, comportamiento inapropiado (masturbación compulsiva, agresividad) y dificultades con la regulación emocional y el uso del baño. Tenía enuresis diurna y encopresis, que, tras descartar problemas físicos, se atribuyeron a “problemas de control”. La madre de Marcy afirmó que la niña sabía cómo “salirse con la suya”, pero le preocupaba que los problemas se relacionaran con lo que creía que le había sucedido en el pasado. —Todo el mundo me dice que era demasiado pequeña para saber lo que le pasó –me confesó–, pero no estoy tan segura. ¿Quién sabe lo que esa niña ha soportado? Los niños pueden no tener recuerdos verbales coherentes de cosas que sucedieron durante la primera infancia, pero eso no significa que sus cuerpos no recuerden o que no se vean afectados por lo que ocurrió cuando eran muy
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pequeños (Attias y Goodwin, 1999; Brewin, 2005; Cozolino, 2006; Fogassi y Ferrarri, 2007; Gaensbauer, 2002, 2011; Heller y Lapierre, 2012; Schore, 2001; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Los comportamientos y síntomas de Marcy sugerían desbordamiento y una posible recreación. Muchos niños pequeños descubren sus cuerpos y muchos niños bien cuidados se masturban; sin embargo, la masturbación excesiva puede estar relacionada con traumas, ansiedad y/o problemas sensoriales. Marcy también parecía extraordinariamente interesada en los hombres y en sus partes íntimas. A medida que los niños pequeños descubren que los genitales de las niñas y los niños son diferentes, pueden sentir cierta curiosidad por saber quién es “niña” y quién es “niño” y por lo que cada uno tiene o no tiene, pero rara vez muestran interés por los genitales de los adultos. El comportamiento de Marcy avergonzaba a su madre e incomodaba a los parientes y los vecinos masculinos, resultando en un rechazo, tanto implícito como explícito, que solo añadía confusión y estrés a la situación. Aunque era muy posible que algunos de los problemas de Marcy tuviesen su origen en los abusos padecidos en el pasado, también había que tener en cuenta el estrés que le producía a la madre la excesiva atención a los genitales y el comportamiento de su hija. Marcy probablemente no tenía demasiada memoria verbal de lo que le había ocurrido, y ciertamente no dominaba lo suficiente el lenguaje para verbalizar sus reacciones y sensaciones corporales. Tampoco fue capaz de interpretar la ansiedad de su madre cuando se descubrió la explotación por parte del padre, o la atención conflictiva, el rechazo y la vergüenza de su madre a partir de entonces. Es obvio que Marcy había sido utilizada sexualmente y, ya sea que sufriera abusos físicos o no, las fotos pornográficas evidenciaban la explotación. La devastación de su madre al respecto tuvo que ser abrumadora tanto para ella como para la pequeña. Se esperaba que Marcy dejara de mostrar comportamientos que perturbaban a los demás sin entender por qué lo hacía ni proporcionarle formas alternativas de gestionar su propia excitación. Como estaba tan interesada en su propio cuerpo, las comunicaciones y habilidades de Marcy para aprender, verbalizar y socializar se resintieron. Abuso verbal, abuso emocional y bullying La manera en que hablamos a los niños se convierte en lo que ellos creen que son y en lo que pueden llegar a ser. Los niños que reciben amor tienden a crecer confiando en que son valiosos y que la gente estará ahí para ayudarlos. Aunque las palabras abusivas producen el efecto contrario, los niños no tienen
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manera de contrarrestar las declaraciones dolorosas: los adultos son la única realidad que conoce un niño. Los niños maltratados emocionalmente a menudo creen que no son nada, que lo “echan todo a perder”, que no pueden hacer nada bien y que habría sido mejor si nunca hubieran nacido. Aprenden a no pedir ayuda y llegan a creer que no la merecen de ningún modo. El abuso verbal y emocional aumenta el riesgo de padecer problemas sociales, relacionales, psicológicos, de desarrollo y de salud (Cole et al., 2005; Cozolino, 2006; Denham, 1998; Freyd y Birrell, 2013; Heineman, 1998; Jamora et al., 2009; Lyons-Ruth y Block, 1996; Netherton et al., 1999; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Perry y Szalavitz, 2006; Siegel, 2012; Silberg, 2013; van der Kolk, 2014). Los niños abusados emocionalmente a menudo reproducen viejos patrones. Las personas que fueron criadas en hogares abusivos pueden recrearlo en otros, resultando en que los abusos verbales y emocionales se repiten a lo largo de generaciones (Haapasalo y Aaltonen, 1999). Los patrones aprendidos de abuso también pueden reflejarse en las interacciones de los niños como víctimas y como perpetradores de bullying (Eliot y Cornell, 2009; Espelage et al., 2000). De alguna manera cualquier abuso emocional es un tipo de bullying, y este también es abuso. La conciencia de su gravedad ha aumentado recientemente tras las tragedias de niños que se han quitado la vida –o la de otros– después de haber padecido acoso y/o ciberacoso (Hinduja y Patchin, 2010). Aunque no lleguen al suicidio, los niños que son objeto de bullying suelen recurrir a la insensibilización, las autolesiones, las adicciones y la disociación para gestionar la devastación de verse abusados emocionalmente. Ser un acosador también está asociado a un mayor riesgo de padecer enfermedades mentales e inadaptación social y caer en la delincuencia. Una de las razones por las que el bullying resulta traumático se debe a que su impacto es invisible y difícil de identificar, y muchas veces es trivializado, minimizado, negado, desviado y rechazado, lo cual invalida aún más los sentimientos del niño y aumenta su confusión y aislamiento. Sin un lugar al que acudir con su miedo, rabia y confusión, los niños acosados pueden caer en la disociación o proyectar esos sentimientos en otros o en ellos mismos, perpetuando de ese modo el dolor. Al igual que ocurre con otros ciclos de abuso emocional, las personas implicadas en el acoso –tanto los acosadores como los acosados– a menudo tienen antecedentes de maltrato, lo que hace que abordar el bullying sea doblemente importante. En un estudio longitudinal efectuado con adultos que
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habían formado parte de un grupo de investigación desde que eran niños en la década de 1950, Takizawa et al. (2014) se constató que el bullying infantil – especialmente el más prolongado– estaba asociado a depresión, dificultades sociales, ansiedad, problemas cognitivos y suicidio. Estas dificultades persistían hasta una edad avanzada (45-50 años) y eran similares a las que sufrían los niños que habían crecido en hogares de acogida y experimentado múltiples eventos adversos durante su infancia. El bullying también estaba asociado a un bajo rendimiento académico y la subsiguiente desigualdad económica. Los individuos que padecieron bullying en su infancia tendían a tener una baja implicación parental, una mayor tasa de traslados en hogares de acogida y otras adversidades infantiles. El maltrato y el bullying forman un círculo vicioso: sufrir maltratos hace que los niños corran un riesgo más alto de padecer bullying, dado que son estos niños los que tienen menos recursos para afrontar el bullying cuando este ocurre. El estrés derivado de verse maltratado y/o acosado impide que los niños aprendan, atiendan y tengan éxito y los pone en riesgo de caer en un ciclo continuo de estrés y adversidad. Cuando un niño está emocionalmente desbordado, debemos investigar si es víctima del bullying. “Le pasó a otro niño”. Charlie y Bill: bullying y abuso En el momento en que los padres de Charlie se enteraron de que estaba sufriendo bullying, ya había estado sucediendo durante algún tiempo. Una maestra pilló al acosador (y a sus compinches) retorciéndole el brazo a Charlie, de nueve años de edad, y colgándolo del pomo de la puerta por la parte de atrás de su ropa interior. Al parecer, ese tormento había sido diario. Los padres de Charlie estaban conmocionados: nunca se había quejado y no parecía odiar la escuela (aunque a menudo sufría dolores de estómago y salía de clase antes de tiempo). Cuando se le preguntó al respecto, Charlie negó que estuviese ocurriendo ningún tipo de acoso hubiese ocurrido. —No me pasó a mí –declaró con calma–. Le pasó a otro niño. Sus padres no salían de su asombro. La maestra lo había descolgado del pomo de la puerta, pero Charlie parecía creer que nada de eso le había ocurrido a él. Bajo para su edad, Charlie fue adoptado al nacer, necesitó mucha terapia para ponerse al día y me fue remitido a terapia del habla por cuestiones de lenguaje y procesamiento. Puesto que se distraía mucho en clase, yo me preguntaba si se disociaba debido a los episodios de acoso
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escolar. En lugar de exigir el castigo de los acosadores, los padres de Charlie instaron a la escuela a enseñarles empatía, aumentar la comprensión de lo que significa el acoso y evaluar la historia de los acosadores para asegurarse de que no estaban sufriendo. Con el permiso de Charlie, sus padres organizaron una presentación en la escuela donde compartieron cómo fue “elegido” (es decir, adoptado), lo duro que trabajó para crecer y los premios que había recibido construyendo robots. Los alumnos quedaron impresionados, pero los padres de Charlie no se detuvieron ahí, sino que implicaron a los alumnos a hablar sobre cómo el bullying hace que se sientan los niños (débiles, insignificantes, tristes, solitarios) y cómo se sienten los acosadores (poderosos, fuertes, importantes, dominantes), preguntando a los alumnos por qué creían que un niño necesita sentirse de esa manera y comportarse de un modo tan mezquino con otro niño. Las respuestas de los niños fueron esclarecedoras: porque “alguien fue malo con ellos” o porque “no se sienten bien consigo mismos”, etc. Después de la reunión, un alumno le dijo a un maestro que Bill, el acosador principal de Charlie, estaba “siendo malo en casa”, que el padre de Bill decía que era “un niño inútil”, y que lo despreciaba por no “ser un hombre peleando” contra un adulto. Así que no fue una gran sorpresa que Bill aprendiera a ejercer su poder físico sobre una persona más pequeña para sentirse poderoso. Puede haber sentido celos de Charlie, que era tan claramente querido, consiguiendo lo que Bill no podía tener… Los dos chicos nunca se hicieron amigos, pero el acoso se detuvo. Ya no era “guay” acosar, dado que los niños recibían más reconocimiento social siendo “protectores de sus amigos” que siendo acosadores. Los padres de Charlie evitaron denigrar al agresor y usaron la empatía para ayudar a los alumnos a ver la que crueldad era, de hecho, un grito de ayuda. Ignoro si las vejaciones del padre de Bill fueron verificadas o resueltas, pero espero que su dolor se viese aliviado, al menos un poco, por el apoyo recibido en la escuela en el desarrollo de su personalidad. Los niños que, como Bill, tienen problemas de empatía necesitan ayuda. La empatía es parte de una conexión sana, mientras que su ausencia nos revela las “reglas” que un niño ha interiorizado sobre el mundo y los sentimientos. Mejorar la empatía contribuye a reducir el acoso escolar y a abordar sus causas. Esto también incluye informar a la autoridad (y a los padres) acerca de los factores
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que inadvertidamente fomentan un entorno propicio para el acoso: favoritismos, perfeccionismo, enseñar que “si ganas, eres un ganador; y, si pierdes, un perdedor”, crear jerarquías, etc. Sin embargo, la “tolerancia cero” hacia el bullying no debe significar que hay que avergonzar a los acosadores, sino que el acoso ha de abordarse como algo que requiere un tipo concreto de acción y como una oportunidad para identificar a los niños vulnerables que pueden sufrir heridas que requieren atención y a las que dedican buena parte de la energía que les hace falta para crecer y aprender.
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6 La neurociencia del trauma, la regulación emocional y el desarrollo del yo
El interés en el desarrollo de los niños no es una novedad. Sin embargo, las limitaciones prácticas y éticas mantuvieron la mayoría de las investigaciones sobre el desarrollo neuronal, anatómico y funcional del cerebro circunscrito a modelos animales o especulaciones teóricas. Solo en época reciente los avances en la imagenología no invasiva han abierto un campo para estudiar el desarrollo cerebral de los niños y el impacto que tienen en él los factores ambientales e interpersonales. Es posible que se requiera más tiempo antes de que los estudios de imagenología puedan suministrar datos sobre la maduración longitudinal, pero la investigación ya nos permite comprender el desarrollo neuronal, neurofisiológico, cognitivo, regulatorio, químico y anatómico de los niños, puesto que disponemos de excelentes recursos para el estudio en profundidad de la neurociencia y el neurodesarrollo (Cozolino, 2006, 2014; Gaensbauer, 2002, 2011; Levine y Maté, 2010; Scaer, 2014; Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014, por citar unos pocos), por lo que la recopilación efectuada en este capítulo tan solo aporta una visión general de un tema sumamente complejo y especializado.
Crecimiento cerebral, integración hemisférica y desarrollo Los primeros años de vida se caracterizan por un espectacular crecimiento que tiene lugar de manera simultánea en múltiples sistemas estrechamente interrelacionados. Las experiencias de los niños y sus reacciones a ellas forman y se vinculan a los sistemas reguladores (por ejemplo, el eje hipotalámicohipofisario-adrenal) y construyen auténticas “autopistas” neuronales que posibilitan el reconocimiento, la respuesta y la regulación de los estados corporales, la excitación y el afecto (Cozolino, 2006; Gaensbauer, 2002, 2011;
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Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Es algo casi mágico que los niños desarrollen al mismo tiempo el control motor, el procesamiento sensorial, la expresión y percepción afectiva, la comprensión y la expresión, la cognición social, la empatía, los conceptos relativos al mundo, la percepción de uno mismo y las habilidades relacionales complejas. Durante el desarrollo, las experiencias tempranas, las reacciones, la comunicación, el lenguaje, el afecto y la regulación están profundamente interconectados. El cerebro de los niños muestra un crecimiento y una maduración extraordinaria durante los primeros años de vida, con todas las áreas del cerebro creciendo, interactuando, laminándose y conectándose entre sí (Cozolino, 2006; Knickmeyer et al., 2008; Choe et al., 2013; van der Kolk, 2014). El cerebro es un sistema de estructuras integradas que incluye los hemisferios derecho e izquierdo, el cuerpo calloso que conecta a ambos, el lado izquierdo y derecho del cerebelo, el tronco encefálico, el sistema límbico, etc. Aunque la mayoría de la información sensorial y motora es procesada y controlada contralateralmente (por ejemplo, el hemisferio izquierdo controla el movimiento del lado derecho del cuerpo y viceversa), hay una gran cruce e integración entre las estructuras de ambos lados del cerebro (Choe et al., 2013; Knickmeyer et al., 2008; van der Kolk, 2014). Si bien el crecimiento tiene lugar en todo el cerebro, hay cierta asimetría durante los primeros años de vida, con ciertas estructuras que son más grandes en la zona izquierda (por ejemplo, la zona frontal, el globo pálido, el ventrículo lateral, los hemisferios del cerebelo), otras que son más grandes en la parte derecha (núcleo caudado, hipocampo, diencéfalo), y algunas que cambian de simetría de izquierda a derecha (putamen) (Choe et al., 2013). La especialización y el predominio también se hacen más pronunciados, con áreas en un lado que se vuelven particularmente “buenas” para gestionar ciertas tareas o estímulos (por ejemplo, algunas ubicaciones en el hemisferio izquierdo se relacionan con el procesamiento del lenguaje y la producción del habla, mientras que las áreas correspondientes en el hemisferio derecho se vinculan a las competencias expresivas y receptivas que permiten el reconocimiento facial, las emociones, el ritmo, el tono, el significado simbólico y los aspectos no verbales de la comunicación) (Balsamo et al., 2008; Cozolino, 2006; Schore, 2012). Dicho esto, el predominio de un determinado hemisferio no implica exclusividad, absolutismo o separación: la información se mueve continuamente entre ambos hemisferios, mientras que el procesamiento requiere una integración continua entre los hemisferios y otras estructuras. La formación de
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vías y la coordinación entre ambos lados del cerebro es especialmente crucial en los niños, cuyos cerebros y especializaciones hemisféricas están todavía en desarrollo (Balsamo et al., 2008; Knickmeyer et al., 2008; Teicher et al., 2004; van der Kolk, 2014). Aunque las diferentes áreas cerebrales muestran, a distintas edades, un crecimiento y una maduración acelerados, todas ellas crecen y participan en la integración y el procesamiento de la información a lo largo del desarrollo. Por lo general, los bebés mueven los dos lados del cuerpo y perciben el mundo a través de ojos, oídos, manos, pies, fosas nasales y ambos lados de la lengua y la boca. A medida que la información procedente de todo el cuerpo fluye por el sistema nervioso del bebé, las fibras sensoriales recorren el tronco encefálico, la médula, el cerebelo y la corteza, siendo procesada simultáneamente por numerosas áreas cerebrales (o con un retardo infinitesimal para la localización o procesamiento, tal como ocurre, por ejemplo, en el desarrollo de la preeminencia del oído derecho en el procesamiento del lenguaje) (Bryden et al., 1983). Desarrollo cerebral y maltrato El mundo del bebé gravita en torno a las sensaciones y los estados internos, el feedback, la interacción y la conexión. Los inputs y las respuestas se convierten en la base del significado y la regulación, haciendo que el desarrollo cerebral esté intrínsecamente relacionado con el apego y la comunicación, lo cual explica por qué el trauma y el maltrato afectan tan significativamente a dicho desarrollo (Cozolino, 2006; Gaensbauer, 2002; Levine y Maté, 2010; Scaer, 2014; Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Cuando una madre sonríe, habla y acaricia a su bebé mientras lo atiende, se activan bilateralmente múltiples áreas del cerebro. Cuando se activan las vías visuales y la corteza visual se establecen conexiones con las áreas de reconocimiento facial, la memoria, las neuronas espejo y las áreas motoras. Las vías auditivas y la corteza auditiva se activan a su vez para procesar los sonidos, atender a las inflexiones e identificarlas, reconocer la voz, el tono, los sonidos del habla y, posteriormente, las palabras y sus significados. Las áreas de la memoria se conectan con el reconocimiento facial, las áreas visuales y las áreas motoras para formar un sentido integrado de lo que produce el sonido y de qué manera. Las áreas sensoriales de ambos lados se activan para procesar y responder a la estimulación táctil producida por el contacto con la madre, los tejidos que se deslizan por el cuerpo del bebé, la temperatura del aire, la
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frescura del pañal húmedo, la sequedad del pañal limpio, la suavidad de los golpecitos de la madre, etc., mientras que las áreas motoras se activan para mover brazos, ojos, piernas y labios. Todo esto sucede simultáneamente creando una experiencia interconectada: sensaciones, sonidos, olores, visiones y asociaciones entre los movimientos faciales de la madre, la sonrisa y el tono de su voz y los propios movimientos, la sonrisa y la voz del bebé. Son muchas las neuronas que “se activan juntas” y “se conectan al mismo tiempo” en la experiencia de estar cerca de la madre y ser cuidado por ella. Los neurotransmisores propios del bienestar y la conexión “inundan” el cerebro. Dado que este tipo de cuidados se repite en sus innumerables variaciones, estas conexiones se refuerzan y entretejen la experiencia del cuidado con la regulación, la comodidad, la seguridad y el placer. Por desgracia, cuando ocurren experiencias menos favorables, estas también son multisensoriales y multiactivadoras, forjando sus propias asociaciones y conexiones. Si un cuidador está enfadado y se muestra ofensivo, ignorante o abusivo, estas experiencias se “conectan” en el cerebro del bebé junto con las conexiones químicas, hormonales, fisiológicas y afectivas propiciadas por la experiencia. También en este caso las repeticiones reforzarán las conexiones, asociaciones y respuestas: alarma, tensión, desbordamiento, miedo, dolor (Cozolino, 2006; Gaensbauer, 2011; Scaer, 2014; Schore, 2012; van der Kolk, 2014). Aunque los bebés no dispongan todavía del lenguaje necesario para comprender o expresar una experiencia traumática, su cerebro se activa a causa de ellas. La voz, el tono, los ruidos de fondo y las palabras movilizan las áreas auditivas y del lenguaje, se codifican en la memoria somática y se conectan con la información visual de la mirada o el ceño fruncido del cuidador (Gaensbauer, 2011). La información sensorial del cuerpo del bebé, así como el flujo de desafecto, incomodidad, dolor y desbordamiento, “inundan” el cerebro del bebé con hormonas del estrés. A medida que la activación de los estímulos se conecta con este aluvión, se forman y refuerzan las redes de reacciones (Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). El sistema nervioso forma parte del sistema mucho mayor del organismo. Las respuestas inmunitarias, hormonales, intestinales, así como las respuestas viscerales, autónomas y vasovagales se desencadenan en reacción a la activación (Felitti et al., 1998; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). A lo largo de la vida, para bien o para mal, nos hallamos en constante interrelación con nuestro
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ambiente interno, externo y con otras personas. Y, dependiendo de la cualidad de estas interacciones y de las competencias (y de la ayuda) del niño para regular la experiencia de estas interacciones, el cerebro responde, crece, aprende y cambia.
Anatomía: los efectos del estrés en el desarrollo cerebral Aunque el cerebro alcanza la maduración en la edad adulta, es un órgano dinámico que sigue estableciendo y podando conexiones a lo largo de toda la vida. Durante el desarrollo embrionario, la infancia, la niñez, la adolescencia y la primera parte de la edad adulta, diferentes áreas del cerebro muestran periodos relativamente rápidos de maduración (Choe et al., 2013; Knickmeyer et al., 2008). El crecimiento acelerado de un área en particular (o de varias áreas superpuestas) suele ir asociado a tareas específicas que son características de una determinada etapa (Balsamo et al., 2008). Las estructuras cerebrales que experimentan un crecimiento más rápido son vulnerables a las alteraciones y retrasos, por lo que los traumas ocurridos en diferentes edades tienen un mayor impacto en las estructuras cerebrales que se desarrollan a mayor velocidad durante ese periodo (Teicher et al., 2004; van der Kolk, 2014). Así pues, el impacto del trauma en el desarrollo neuronal varía dependiendo de la edad del niño en el momento del trauma. Por ejemplo, el tronco encefálico, responsable de la regulación fisiológica, madura rápidamente inmediatamente después del nacimiento (hasta los tres meses), razón por la cual el trauma a esta edad afectará la regulación fisiológica. El sistema límbico muestra un ritmo acelerado de maduración entre los dos y seis meses de edad, y la integración cortico-límbica se acelera más o menos desde el tercer mes de vida hasta el decimoctavo. El hemisferio derecho muestra un crecimiento relativamente acelerado más o menos durante el mismo periodo (6-18 meses), mientras que el crecimiento acelerado del hemisferio izquierdo comienza unos meses después y continúa durante el segundo año (1224 meses). El hipocampo crece rápidamente a lo largo de los dos primeros años de vida (0-24 meses) y es seguido por un crecimiento acelerado de la integración intercortical a través del cuerpo calloso (24-48 meses). Por último, el desarrollo cortical prefrontal se acelera desde la segunda mitad del segundo año hasta el periodo preescolar (18-48 meses) (Choe et al., 2013; Gaensbauer, 2011; Knickmeyer et al., 2008; Schore, 2012; van der Kolk, 2014). Este crecimiento multiestructural hace que la primera infancia y la niñez sean etapas
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cruciales para el desarrollo regulatorio, afectivo y relacional, explicando por qué los traumas ocurridos durante esa etapa afectan negativamente al desarrollo y por qué el trauma continuo afecta a tantos aspectos de dicho desarrollo. El crecimiento acelerado en algunas áreas no impide el crecimiento y la maduración de otras estructuras en otras áreas, e incluso después de que el crecimiento aminore su ritmo, prosigue la maduración. Todas las estructuras cerebrales se desarrollan a lo largo de la infancia y la niñez y pueden verse afectadas por las experiencias padecidas. Lo que varía es el ritmo relativo (o el “foco”) de la maduración durante diferentes momentos en diversas secciones del cerebro. Las áreas cerebrales no son órganos distintos, sino que forman parte de un sistema interrelacionado e interconectado, en el que la maduración de un área también conlleva el aumento de las conexiones con (y, en consecuencia, la activación de) otras áreas. El trauma crónico (como, por ejemplo, negligencia, abuso) refuerza las reacciones postraumáticas y los circuitos de feedback relacionados con el trauma en la totalidad del cerebro y evita que se creen nuevas conexiones (Gaensbauer, 2011; Scaer, 2014; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Para crecer, el cerebro precisa estimulación y oportunidades de experiencia y aprendizaje. Los niños que han padecido negligencia crónica tienen cerebros más pequeños (menos materia gris, menos “pliegues” en la corteza) que sus iguales que han sido bien cuidados (van der Kolk, 2014). Aunque la desnutrición desempeña un papel en el retraso del crecimiento en algunos niños desatendidos, también se han observado cerebros más pequeños en niños que estaban suficientemente alimentados pero que recibían una interacción inadecuada. El menor tamaño del cerebro se correlaciona con una merma en las habilidades en el lenguaje, la cognición, la memoria y la función ejecutiva (Albers et al., 2005; Cozolino, 2006; Miller, 2005). Incluso cuando el tamaño general del cerebro no disminuye, el estrés crónico puede afectar a estructuras cerebrales como el cuerpo calloso y el hipocampo (Teicher et al., 2004; Bremmer et al., 1997). Los estudios evidencian un menor volumen del hipocampo izquierdo en pacientes con trastorno de estrés postraumático (TEPT), así como en personas con esquizofrenia, en sus familiares no esquizofrénicos y en personas que sufren de depresión y ansiedad, todos ellos grupos que experimentan un elevado estrés. Afortunadamente, hay indicios de que la plasticidad de las estructuras cerebrales ayuda a que estas se recuperen mediante una intervención que reduzca los síntomas del TEPT y
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disminuya el estrés (van der Kolk 2014).
Química y metabolismo: el cerebro formado durante el estrés y bañado en él Nuestro cerebro reacciona y controla los cambios químicos, metabólicos y fisiológicos en todo el cuerpo. Cada vez que responde a estímulos, tanto agradables como desagradables, secreta hormonas, endorfinas y neurotransmisores que afectan a nuestra química general y a las reacciones físicas, así como a nuestro sistema inmunológico, sistema nervioso autónomo y metabolismo. Cuando en respuesta a una situación abrumadora se liberan hormonas del estrés, se despliega una cascada de respuestas relacionadas con el estrés, que afectan al niño química, metabólica, emocional, cognitiva, psicológica y fisiológicamente. Si el trauma se repite (y/o se reactivan los recordatorios de trauma), las respuestas al estrés se acumulan y se refuerzan, se amplifican y sensibilizan. Los patrones de desarrollo neuronal resultantes influyen en la capacidad del niño para sobrellevar la situación y las respuestas fisiológicas futuras. Las hormonas del estrés pueden permanecer crónicamente altas o bien descender, dejando al niño incapaz de responder de manera eficaz al estrés y aumentando el riesgo tanto para el desarrollo como para la salud (Cozolino, 2006; Felitti et al., 1998; Levine y Maté 2010; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). En un estudio longitudinal llevado a cabo por Danese et al. (2009), se descubrió que, durante los primeros años de su treintena, las personas expuestas a experiencias infantiles adversas presentaban un riesgo elevado de padecer depresión, altos niveles de inflamación (medidos por el nivel de proteína C reactiva de alta sensibilidad >3 mg/L) y otros marcadores de riesgo metabólico (sobrepeso, presión arterial alta, colesterol alto, hemoglobina glicosilada elevada y niveles bajos de consumo máximo de oxígeno). Las desventajas socioeconómicas, el maltrato o el aislamiento social durante la infancia elevaban los riesgos de padecer una enfermedad en la edad adulta. Además, se constató que los efectos de las experiencias infantiles son acumulativos e independientes de la influencia de otros factores de riesgo. Los investigadores concluyeron que las experiencias psicosociales adversas durante la infancia provocan anormalidades emocionales, inmunes y metabólicas permanentes que aumentan el riesgo de padecer enfermedades relacionadas con la edad. Si bien la prevención del trauma en los niños es importante de
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cualquier manera, el riesgo (y los costes) de padecer algunas enfermedades refuerza más si cabe la necesidad de minimizar la exposición de los niños al trauma. Todos los tipos de trauma aumentan el estrés crónico y su impacto en la salud. Takizawa et al. (2014) determinaron que ser víctima del bullying durante la infancia está asociado a dificultades cognitivas, ansiedad, depresión y consecuencias negativas para la salud. Los autores plantearon la hipótesis de que los problemas podrían estar relacionados, en las víctimas de bullying infantil, con el hallazgo de una respuesta difusa al cortisol y niveles más altos de metilación del gen transportador de la serotonina. El estrés crónico modifica la regulación del cerebro, razón por la cual los niños con una capacidad reguladora innata más débil son más vulnerables al estrés y se ven más afectados por él. De cualquier modo, las conexiones entre el estrés, la neuroquímica, la psicología, la fisiología y la regulación son complejas y también están relacionadas con la genética y los factores metabólicos y relacionales. Aunque las investigaciones constatan diferentes aspectos del trauma, el desbordamiento emocional afecta al niño en su totalidad. Bowlby observó un “retraso en el desarrollo” en los bebés institucionalizados que, si bien reciben atención física, no reciben suficiente atención interpersonal. Tanto desde el punto de vista de la conducta como desde un punto de vista fisiológico, estos niños no responden como se espera que lo hagan los niños normales. Sus cuerpos languidecen y algunos incluso llegan a fallecer (Bowlby, 1997). En su libro Children Who Don’t Want to Live, Orbach (1988) describe episodios de depresión e incluso de ideación suicida en niños de muy corta edad. Algunos niños muestran retraso en el desarrollo físico, mientras que otros renuncian a la curiosidad, la actividad y la comunicación. Su alegría o excitación parece adormecida: su chispa está apagada.
Regulación: un ineficaz “control del volumen” Por lo general, los inputs procedentes del entorno se experimentan simultáneamente en varios dominios sensoriales. Los cuidadores sensibles se aseguran de que los niños no estén expuestos a más de lo que pueden tolerar y les ayudan a regular, interpretar y acostumbrarse a la estimulación (Cozolino, 2006; Siegel, 2012; Stams et al., 2002). El apoyo de los cuidadores resulta esencial, porque tanto la subestimulación como la sobreestimulación (de cualquier modalidad sensorial) pueden llegar a ser abrumadoras.
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Regulación cinestésica Para desarrollarse de una manera sana, los bebés requieren estimulación táctil a través del contacto afectuoso, la proximidad y sostenerlo en brazos. Los estudios efectuados con animales y niños (por ejemplo, los estudios de Bowlby sobre el “retraso en el desarrollo”), así como las evidencias más recientes constatadas en los orfanatos, han mostrado repetidamente que tocar y sostener a los bebés es fundamental para su desarrollo (Cozolino, 2006, 2014; Miller, 2005; Newberry y Swanson, 2008; van der Kolk, 2014). Los bebés también necesitan experimentar el movimiento en el espacio para estimular el sistema de equilibrio y la integración de la información visual y cinestésica que ello implica. El desarrollo de los bebés que pasan demasiado tiempo en cunas y muy poco tiempo en brazos y en movimiento puede verse obstaculizado (Albers et al., 2005; Miller, 2005). La carencia de estimulación puede abocar a la desconexión, al igual que demasiada estimulación táctil y cinestésica: cuando los bebés son manipulados bruscamente, sacudidos, golpeados, abofeteados, empujados, quemados, escaldados, sometidos a exceso de frío o de calor, no pueden escapar, cambiar la situación ni detener lo que está sucediendo. Todo lo que pueden hacer es cerrarse en sí mismos e insensibilizarse, lo que también obstaculiza el desarrollo y la exploración (Silberg, 2013). Regulación auditiva Los bebés tienen que escuchar el lenguaje para desarrollar la capacidad de hablar. El aprendizaje del lenguaje tiene lugar incluso en el caso de los bebés nacidos de padres sordos que utilizan con ellos, desde su nacimiento, el lenguaje de signos. No obstante, los bebés no aprenderán a hablar si no escuchan el lenguaje hablado. Para que se desarrolle la corteza auditiva, los bebés deben estar expuestos al habla y aprender a discriminar, identificar y atribuir un significado a diferentes sonidos (Baron, 1992; Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009). Cuando los cuidadores hablan con los bebés, su tono de voz, entonación y volumen se combinan con el tacto y la expresión facial de los cuidadores y con el estado interno del bebé (por ejemplo, hambriento, mojado, cansado, contento) (de Boysson-Bardies, 1999; Halla, 1999; Nazzi et al., 1998; Nelson, 1987). Este tipo de inputs ayuda a que las vías auditivas se integren con el procesamiento sensorial y las vías de regulación que son parte integral del aprendizaje que permite asignar un significado a cada sonido. Los bebés adquieren esta competencia cuando se les habla y se interactúa con ellos
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en determinados contextos (Cozolino, 2006, 2014; Ninio y Snow, 1996). Si se les priva de la oportunidad de hacerlo, es posible que no aprendan a asociar la audición con los actos de escuchar o prestar atención. También es posible que no aprendan a diferenciar los sonidos de fondo de los sonidos en los que debe enfocarse y quizá no sepan cómo responder a los sonidos. Responder a los sonidos también incluye identificar qué sonidos exigen una reacción, o movilizarse para la acción, y cuáles nos permiten volver a calmarnos. Un sonido repentino suele sobresaltarnos, pero si nuestro cerebro lo identifica como algo inocuo (por ejemplo, el tubo de escape de un coche que pasa), el sistema autónomo recibe el mensaje del cerebro de que ese estímulo no justifica una alarma, con lo que nuestro cuerpo se tranquiliza. Si, por el contrario, se considera que el sonido es digno de alarma, nuestra adrenalina aumentará para disponernos a la acción, ya sea para escapar (por ejemplo, cuando suena demasiado cerca el claxon de un coche) o para acercarnos al sonido (por ejemplo, cuando escuchamos una caída brusca de alguien). Incluso en ese momento, la activación se ve modulada por nuestra comprensión de lo que está ocurriendo y lo que se debe hacer (van der Kolk, 2014). Sin embargo, los bebés a los que no se les habla pueden tornarse hipersensibles (tratar todos los sonidos como insignificantes) o hipersensibles (considerar que todos los sonidos son un peligro potencial). Para los niños, estar privados de lenguaje es tan nocivo como que se les grite y se les exponga a sonidos abrumadores que implican miedo y dolor para ellos mismos (por ejemplo, abuso físico o negligencia) o bien para aquellos de los que dependen (por ejemplo, violencia doméstica). En el caso de estos niños, atender a los sonidos es aterrador, pudiendo disociarse de la audición o volverse hipervigilantes y reaccionar de forma exagerada a los sonidos neutrales como si fuesen peligrosos. No responden a los estímulos auditivos de una manera que promueva el procesamiento, la integración y la comprensión, como tampoco saben utilizar la información auditiva para atender, escuchar y aprender (Fox et al., 1988; Gaensbauer, 2011; Holt et al., 2008; Levendosky et al., 2003; Levine y Kline, 2007; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Silberg, 1998; Yehuda, 2005). Regulación del gusto Las preferencias gustativas varían de unos niños a otros y a menudo están influenciadas por la cultura y la exposición. Sin embargo, las papilas gustativas de los bebés y los niños pequeños suelen ser, por lo general, más sensibles que las de los adultos, siendo muy probable que tengan aversión a los sabores
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fuertes (Piazza y Carroll-Hernandez, 2004). Cuando se llevan objetos a la boca y experimentan con sabores tanto de alimentos como de otras cosas, los niños desensibilizan su boca y aumentan su repertorio de sabores y texturas aceptables. Los bebés y los niños que experimentan muy poca variedad (por ejemplo, los niños que viven en instituciones y son alimentados con comida insípida y monótona) pueden tener problemas alimentarios, dificultades para tolerar nuevos alimentos, aumento de la sensibilidad bucal, dificultades de motricidad oral y otros problemas relacionados con la comida (Albers et al., 2005; Miller, 2005). Los sabores pueden asustarles e incluso provocarles arcadas. En el otro extremo del continuo, están los niños que han sido alimentados con comida demasiado caliente, excesivamente picante, estropeada o podrida, así como los niños que se han visto obligados a poner en su boca cosas que no querían (y/o que no eran de su agrado). Los sabores pueden resultar les abrumadores y, sin embargo, deben comer para sobrevivir, por lo que los niños acaban disociándose: se niegan a comer y no saben discernir lo que les gusta y lo que no, lo que es comestible y lo que no. La disociación puede extenderse a otras sensaciones bucales, afectando el desarrollo motororal y al habla. Regulación visual La información visual resulta crucial para el aprendizaje de las relaciones espaciales y la proximidad, el descubrimiento de significados (por ejemplo, conectar el sonido con el objeto), la vinculación (reconocer los rostros de los cuidadores), la relación (identificar y responder a las emociones que transmiten las expresiones faciales) y otras (Cozolino, 2006, 2014; Nelson, 1987; Ninio y Snow, 1996; Schore, 2012). Los bebés necesitan experimentar el mundo circundante para evaluar la distancia, la forma, el peso y la estructura. Viendo las cosas desde muchos ángulos diferentes, aprenden a inferir un todo a partir de una parte (por ejemplo, reconocer una silla aunque la mayor parte esté oculta por la mesa). La información visual permite a los bebés establecer conexiones entre lo que ven, escuchan y sienten; lo que pueden probar, alcanzar, rehusar, sonreír o rechazar. Si un bebé recibe muy poca estimulación visual (por ejemplo, porque pasa demasiado tiempo en una cuna, en un cuarto sin luz o debido a la escasa interacción), el desarrollo de la corteza visual y sus conexiones con otras áreas cerebrales acaban siendo afectados. Es posible que los niños no sepan responder a las sonrisas ni cómo establecer contacto visual; también es posible
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que no sepan coger los objetos o la mano de un cuidador (Albers et al., 2005; Miller, 2005). Por otro lado, el exceso de estimulación visual también obstaculiza el desarrollo y restringe la exploración y la capacidad de atención. Los rostros visiblemente enfadados asustan a los niños, quienes pueden volverse hipervigilantes a las más pequeñas variaciones en la expresión facial, sin saber cuál puede ser perjudicial (Pollak et al., 2000). Quizá tengan dificultades para saber a qué deben prestar atención (es decir, la figura o el fondo) y están ansiosos por si se pierden algo crucial para su seguridad. Pueden responder de manera exagerada y obsesionarse con los pequeños detalles, o bien cerrarse y no responder en absoluto. Puede que los bebés no sepan cómo responder a expresiones que son neutras o amorosas. Si el contacto visual les provoca miedo, es posible que no miren a los ojos y, en su lugar, miren hacia otro lado o a algún lugar que no sea el rostro de las personas (Gray, 2002). Pueden fijarse en cualquier otra cosa (por ejemplo, las puntas de los dedos, un hilo de la camisa) o mirar fijamente al espacio (Beverly et al., 2008; Miller, 2005). Regulación del olfato El sentido del olfato es posiblemente el más “evocador” de los sentidos humanos. Los estímulos olfativos conectan y activan nuestros sistemas límbico y autónomo, lo que da lugar a respuestas viscerales y la activación de la memoria (Gaensbauer, 2011; Wieland, 2011). Desde una perspectiva evolutiva, el olor contenía información de vida o muerte (por ejemplo, ¿hay un depredador del lado en que sopla el viento?), mientras que la supervivencia requería conectar el olor directamente con las experiencias pasadas y futuras. Aunque, en la actualidad, los seres humanos raramente necesitamos identificar por su olor a los depredadores, la información olfativa sigue siendo muy importante. Es posible que los primeros recuerdos estén relacionados con el olfato y, a menudo, evocan respuestas emocionales. El “olor del hogar” evoca recuerdos cálidos y acogedores, o bien desencadena un miedo paralizante, dependiendo de la asociación que despierte dicho olor. Por ejemplo, el olor a madera de pino provocará sentimientos de desesperación en alguien que fue abandonado en una caja de pino vacía cuando solo era un bebé (Renee Potgeiter, comunicación personal). Los bebés dependen de los adultos para poner en contexto los aromas y librarse de los olores ofensivos. Los bebés maltratados que fueron abandonados entre sus propios desperdicios, alimentados con leche estropeada o descuidados de alguna otra manera pueden encontrar abrumadores incluso los olores
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cotidianos, reaccionando de manera exagerada a los pequeños cambios olfativos y teniendo dificultades para habituarse a los olores persistentes. Incluso pueden aletargarse y parecer insensibles ante los olores nocivos. A los niños maltratados les pueden asustar todo tipo de olores: aliento a cerveza o un perfume como el del abusador, el jabón en el baño donde sufrieron los abusos, olor a moho igual que el del sótano al que fueron enviados como castigo, el olor metálico de la sangre después de que papá golpease a mamá… Debido a que el olor es una cuestión tan visceral, algunos niños traumatizados se insensibilizan ante él, mientras que otros se tornan hipervigilantes, evitan categorías enteras de olores o son hipersensibles incluso a los aromas más sutiles. Problemas de hipersensibilidad e integración sensorial Para ser procesada y regulada, la información sensorial debe integrarse con otro tipo de información. La hipersensibilidad y las dificultades para regular e integrar la información complican (o incluso provocan) el trauma. Un niño puede tener un umbral demasiado sensible (es decir, el nivel más bajo en el que los estímulos apenas son detectables) o una tolerancia muy baja (es decir, el máximo “volumen” de un estímulo que uno es capaz de tolerar), pero encontrar insoportable una estimulación que no molesta a los demás. Otros niños tienen un umbral y una tolerancia sensorial normal, pero experimentan dificultades para habituarse a los estímulos persistentes (por ejemplo, seguir sintiendo el tejido de la ropa, ser incapaces de “desconectar” el ruido de fondo), para atenuar los estímulos, o para diferenciarlos e identificarlos. Llegan a sentirse desbordados porque las sensaciones son incesantes e indiferenciadas, y se ven constantemente inundados por datos sensoriales que la mayoría de nosotros pasamos por alto (Barth et al., 2000; Degangi y Kendall, 2008; Heymann, 2010; Miller, 2005; Smith y Gouze, 2004). El nivel de sensibilidad es en parte una cuestión de biología. Sin embargo, también puede verse afectado por la falta de oportunidades para la regulación (por ejemplo, el abuso, la negligencia) y/o estímulos que exceden la tolerancia del niño (por ejemplo, un trauma médico). Los niños traumatizados suelen presentar una baja tolerancia y tienen dificultades para integrar determinadas informaciones sensoriales. En algunos niños bien atendidos (por ejemplo, niños que padecen autismo o un trastorno de procesamiento auditivo), los problemas de hipersensibilidad y de regulación sensorial son abrumadores incluso en ausencia de trauma. Si un cuidador poco receptivo puede hacer la vida difícil a un niño hipersensible, tanto más ocurrirá en los casos de maltrato, en los que el desbordamiento sensorial del niño no es
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reconocido ni respetado y los sentimientos de impotencia y aislamiento se añaden a una experiencia que ya es de por sí abrumadora. Las sensaciones no procesadas abocan a la hipersensibilización, sobre todo si la estimulación sensorial se ve acompañada de dolor intenso o reiterado. La sensibilidad al dolor El dolor es en sí mismo un sistema de información que conecta datos sensoriales, datos viscerales, fisiología, percepciones, interpretaciones y emociones (Kuttner, 2010). El dolor mal tratado propicia una hipersensibilización de las vías del dolor e incrementa posteriormente la reacción al dolor (hiperalgesia). La neurobiología inmadura tanto de los bebés prematuros como de los bebés y los niños en general los torna vulnerables a desarrollar hipersensibilidad al dolor (y otro tipo de información sensorial), ya que son menos capaces de modularlo y de regularlo, sintiéndose abrumados más fácilmente por él (para más información sobre el dolor en los bebés prematuros y en los niños, véase el capítulo 4). Nuestras primeras experiencias constituyen el fundamento de la respuesta autónoma y reguladora a los estímulos. Los bebés cuyas experiencias tempranas han sido tranquilizadoras y calmantes internalizan (neuronal y fisiológicamente) la capacidad de regularse a la baja en una situación inestable. Su cuerpo “sabe” cómo calmarse. En cambio, aquellos que han experimentado dolor y desbordamiento emocional pueden tardar más tiempo en calmarse y experimentar más dificultades en el futuro para controlar el dolor (Anand y Hickey, 1987; Browne, 2003; Doesburg et al., 2013; Simons et al., 2003; Varni et al., 1996; William et al., 2004; WHO, 2013). Si todos los niños corren el riesgo de sensibilizarse al dolor cuando se encuentran en un entorno de atención médica, ¿qué sucederá entonces cuando el dolor procede de la negligencia y el abuso, y no es reconocido ni tratado como merece? Las personas traumatizadas a menudo experimentan dolor, presentan síntomas somáticos y utilizan la disociación para sobrellevar la situación (Felitti et al., 1998; Kendall-Tackett, 2002; Nijenhuis, 2004; Scaer, 2014; Silberg, 2013). Regulación paradójica: autolesiones Las automutilaciones y las autolesiones constituyen intentos de regular el afecto y el desbordamiento (Silberg, 2013; van der Kolk, 2014). Aunque suelen asociarse a los adolescentes, las autolesiones no se limitan a este colectivo, porque incluso los niños pequeños pueden hacerse deliberadamente daño a sí
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mismos. Algunos niños se hacen daño para sentir que están vivos; están tan insensibilizados que tienen la necesidad de lastimarse tan solo para sentir algo o ver que todavía son capaces de sangrar y que, por lo tanto, son reales. Otros se autolesionan debido al desapego y la insensibilización que acompañan a las conductas autolesivas, o por las endorfinas que se liberan en el proceso y que les aportan un cierto alivio. Las autolesiones son, obviamente, un método drástico de regulación, pero los niños desesperados usan medidas desesperadas para gestionar lo que no pueden soportar. “Para que pueda ir a las estrellas”. Travis Travis, de ocho años de edad, se pellizcaba a ambos lados del torso, retorciéndose la carne hasta hacerse moratones. Cuando se le sorprendía autolesionándose, era trasladado al despacho del director y se llamaba a su madre adoptiva para que lo llevara a casa. Después de perderse una sesión conmigo por haber sido enviado a casa, le pregunté si pellizcarse le ayudaba de algún modo. Se mostró dubitativo. No podía culparlo por eso: hablar de su autolesión lo había llevado a ser sospechoso de padecer una “psicosis precoz”, y la medicación que se le recetó no hacía sino aumentar “sus ganas de pellizcarse”. Aunque su historia traumática era bien conocida, Travis empezó a hacerse daño después de empezar a vivir en un hogar estable y, por lo tanto, esa situación no estaba aparentemente relacionada con el trauma. Sin embargo, en mi opinión, era bastante probable que sí que estuviese relacionada. Travis fue trasladado a un hogar de acogida a la edad de tres años, después de una situación de negligencia prolongada por parte de sus padres adictos, padeciendo abusos en su primer hogar de acogida. Su segundo hogar de acogida fue excelente, pero no logró borrar su historia ni su impacto. —Hace que se callen los ruidos de mi cabeza para que pueda ir a las estrellas –me dijo finalmente. —Entiendo que a veces cosas así pueden ayudar –le respondí. —Cuando estoy triste, se me encoge el corazón y no puedo respirar, así que me pellizco y me voy a las estrellas –añadió en voz baja mientras me miraba fijamente. Impacto relacional de la privación o el desbordamiento sensorial La reacción a la información sensorial depende del temperamento y la biología, así como de la experiencia personal en el cuidado y las interacciones
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relacionales (Cozolino, 2006, 2014; Schore, 2012; Siegel, 2012). Aunque los bebés son distintos en cuanto a la estimulación que les resulta desagradable, los bebés bien atendidos aprenden que el distrés es temporal y que pueden contar con sus cuidadores para aliviarlo. Esto les permite tolerar las molestias con más sosiego y regresar rápidamente a su estado anterior (Silberg 2013, van der Kolk 2014). Incluso en situaciones de profundo distrés (por ejemplo, lesiones o enfermedades), los niños cuyos padres están calmados y transmiten tranquilidad tienden a controlar el dolor y el estrés mejor que los niños cuyos cuidadores se sienten ansiosos por la angustia del niño (Browne, 2003; Gil et al., 1991; Ostrowski et al., 2007; Speechley y Noh, 1992; Winston et al., 2002). La capacidad de los cuidadores para satisfacer las necesidades del niño es parte indisociable de la regulación. Es por eso que los niños maltratados, que pueden haber aprendido que la incomodidad no remite y que otras personas no ayudan o empeoran las cosas, experimentan alarmados hasta las molestias más insignificantes. Sentirse alarmado empeora la experiencia angustiosa y la predispone al desbordamiento. Hasta las pequeñas interrupciones en la buena atención o el maltrato percibido desencadenan, en el niño con múltiples necesidades insatisfechas, la disociación en respuesta al distrés (De Bellis, 2005; Levine y Kline, 2007; Milot et al., 2010; Nadeau et al., 2013; Shields y Cicchetti, 1998; Silberg, 2013; Wieland, 2011).
Automatismo: donde el estrés y el lenguaje no deben encontrarse Las experiencias repetidas de alarma, angustia y desbordamiento incrementan el riesgo de sufrir efectos permanentes en el desarrollo cerebral, el comportamiento y la fisiología. La edad en el momento del trauma, la frecuencia, la gravedad y los tipos de trauma interactúan con el temperamento, aumentando la probabilidad de una activación postraumática y disociativa en el niño (Silberg, 2013). Las áreas del cerebro responsables del lenguaje y la asimilación de nueva información son suprimidas debido al aumento de la actividad en las áreas cerebrales que reaccionan al estrés (van der Kolk, 2014). Las respuestas al estrés propician la desactivación de los centros del lenguaje, afectando al procesamiento, la memoria, la comprensión, la definición y la expresión. Si a los adultos les resulta complicado procesar el trauma, hasta que se reduce el estrés y pueden expresar la experiencia con palabras (Herman, 1997), es mucho más difícil para los niños, cuyas habilidades lingüísticas aún están desarrollándose y cuyo acceso al beneficio modulador del procesamiento
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es todavía limitado. Eso puede arrastrar, a los niños crónicamente abrumados, a un círculo vicioso de activación, supresión del lenguaje, confusión y desbordamiento. La activación repetida del estrés provoca hipervigilancia, sobresalto fácil, irritabilidad, inquietud y trastornos del sueño, todos ellos bastante comunes en niños traumatizados. Debido a los problemas con la regulación, parece que los niños “reaccionan exageradamente”, o bien que están “faltos de reacción”, siendo descritos muchas veces como erráticos, vehementes, desorganizados, olvidadizos, desatentos, desapegados, apáticos y desmotivados (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998, 2013; Terr, 1990; Waters, 2005; Yehuda, 2004, 2005). Cuando los síntomas son malinterpretados, los niños acaban siendo tildados de impulsivos, agresivos, tercos y manipuladores (Silberg, 1998, 2013; Wieland, 2011). Y, si se les disciplina por las reacciones que su cuerpo ha desarrollado para sobrevivir, es comprensible que se sientan desamparados y solos, lo que se suma a su estrés y necesidad de disociación. El estrés crónico afecta a múltiples sistemas corporales y altera la homeostasis (Felitti et al., 1998; Kendall-Tackett, 2002; Takizawa et al., 2014). Nuestro cuerpo no está programado para permanecer en un estado de alta activación: la vigilancia y el estrés están concebidos biológicamente como reacciones a corto plazo ante una amenaza inminente que se produce entre prolongados periodos de calma (van der Kolk, 2014). La digestión, la respuesta inmune, el crecimiento, la recuperación, el procesamiento y el aprendizaje requieren un estado de tranquilidad y se ven comprometidos por el estrés. En el caso de los niños –cuya principal tarea consiste en aprender, explorar, experimentar y prestar atención–, la interrupción causada por el estrés crónico resulta especialmente perjudicial. Más allá de los problemas de desatención, memoria, procesamiento y comportamiento, los niños suelen padecer trastornos somáticos que pueden estar directamente relacionados con el trauma (es decir, el dolor de la lesión y los recordatorios del trauma que activan la memoria somática) o bien representar una respuesta generalizada al estrés crónico (por ejemplo, problemas estomacales y digestivos, dolores de cabeza, fatiga) (Silberg, 2013; Wieland, 2011). Cuando no se cuenta con el beneficio de procesar las experiencias traumáticas, darles sentido y ponerlas en palabras, el estrés permanece encerrado en el cuerpo, reforzando más si cabe el distrés (Cozolino, 2014; Levine y Maté, 2010; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Todos vivimos en un cuerpo que reacciona fisiológicamente a estímulos
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ambientales, estímulos internos y a las interpretaciones que hacemos de ambos. La fisiología afecta a la psicología, y esta afecta a la fisiología. Cuando nos sentimos felices, los labios se relajan, las pupilas se dilatan, el ritmo cardiaco es más rápido a causa del placer, la energía aumenta, se activa el aparato digestivo se activa y la respuesta inmune se ve potenciada. En cambio, cuando nos enfadamos, el pulso se acelera, la piel enrojece y los labios se tensan. En ese estado, es fácil padecer indigestión o perder el apetito. El estrés prolongado deja una marca en los niños y moldea su mente y su cuerpo, su reacción a los estímulos cotidianos y su sensibilidad al estrés adicional. La percepción que los niños tienen de sí mismos y del mundo evoluciona mediante la interacción de los estados fisiológicos, biológicos y temperamentales, así como de las experiencias relacionales que tienen con sus cuidadores. El trauma y la disociación interrumpen este proceso e interfieren con la capacidad del niño para organizarse, dar sentido a sus experiencias, recordarlas, recuperarlas y narrarlas. En la Parte 3, analizamos las posibles formas en que el trauma impacta en el lenguaje, la atención y el aprendizaje, el vocabulario y la semántica, el contexto y la socialización, además de sus implicaciones clínicas.
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III
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El lenguaje del trauma
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7 Cómo afecta el trauma al lenguaje y por qué es tan importante para los niños Millie, de diez meses de edad, está sentada en su carrito mientras su madre habla con una vecina. Hace calor y Millie tiene que comer y dormir la siesta. Ella se queja y trata de darse la vuelta en el carrito. La madre de Millie hace una pausa en su conversación, mira a la bebé y le dice con una sonrisa tranquilizadora: —Millie, nos iremos a casa enseguida. Sé que estás cansada y hambrienta. Dame unos minutos, ¿de acuerdo? ¿Qué tal un poco de agua mientras tanto? Seguro que tienes sed. Millie deja de quejarse y extiende la mano. Su madre coge un biberón de la bolsa del carrito y se lo da a la pequeña. Millie se acomoda de nuevo en el cojín del carrito y bebe agua, conforme con tener que esperar un poco más. El mundo y la forma en que lo entendemos asumen forma a partir de nuestras experiencias y de nuestra comunicación con quienes nos rodean. El lenguaje y la comunicación son cruciales para los bebés y los niños. Lo que se comunica (o lo que no) y de qué modo se transmite, da forma literalmente a su cerebro y su comprensión. El lenguaje incluye el modo en que unimos las palabras, así como la intención con la que las utilizamos. Y tal como se detalla en la Parte 1, la comunicación nos permite transmitir información relativa a sentimientos, percepciones y conceptos y formular preguntas al respecto. Nos permite expresar necesidades e ideas en forma de peticiones y consultas, y compartir pensamientos y planes. Evidencia cuál es nuestra comprensión de lo que nos comunican los demás a través de nuestras respuestas de voz, lenguaje, acción, afecto y estado interno. En el ejemplo anterior, Millie comunica su incomodidad e impaciencia. El
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lenguaje y las acciones de su madre reflejan comprensión, al tiempo que verbaliza la incomodidad de la niña y le brinda un alivio temporal. Millie sigue estando cansada y hambrienta, pero su sed se ha calmado y su impaciencia ha sido validada. Podemos asumir a partir de la respuesta de Millie que ha entendido algunas de las palabras de su madre y que ha aprendido, a través de interacciones previas, a confiar en que su madre atenderá sus necesidades. La respuesta sensible de la madre nos permite inferir que si Millie hubiera mostrado de manera más intensa su incomodidad o hubiera seguido protestando, la madre habría puesto fin la conversación, cogido en brazos a la niña, ofrecido un tentempié o ajustado el carrito para que Millie se durmiese. Aunque Millie se comunicó de manera no verbal, su madre utilizó el lenguaje y la acción para transmitir comprensión y atención. Es muy probable que el éxito de su comunicación se deba a anteriores intercambios positivos. La madre de Ronnie, de diez meses de edad, también se detiene a hablar con una amiga. Ronnie tiene calor y está cansado. Como la conversación se prolonga, se queja, pero su madre lo ignora y sigue charlando. Ronnie gimotea cada vez más fuerte. Al no obtener respuesta alguna, rompe a llorar. —Ya basta, Ronnie –le regaña su impaciente madre–. Deja de lloriquear. Entonces Ronnie tira su gorro fuera del carrito. —¡Ya está bien, Ronnie! –le interpela de nuevo la madre inclinándose para recoger el gorro. Luego mira al pequeño y prosigue su conversación. Ronnie sigue llorando mientras su madre golpea las asas del carrito, sacudiendo al bebé con cada palabra. —Vale. Ya está bien. ¿No ves que estoy hablando? Ronnie se sobresalta, deja de llorar y se sienta pasivamente en el carrito, mirando fijamente al vacío. Cuando Ronnie deja de llorar, no es porque se sienta aliviado o comprendido, sino porque la ira de su madre lo ha asustado. Demasiado pequeño para hablar, es incapaz de verbalizar su incomodidad, y su madre no le ayuda para nada, puesto que no pone su experiencia en palabras ni le asegura que no tardará en ocuparse de él. En cambio, su enfado le transmite su molestia porque interrumpe su conversación. La experiencia previa de Ronnie puede haberle enseñado que seguir llorando provocará que el enfado vaya en aumento. Tal vez
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la reacción de su madre le ha recordado que su enfado es doloroso o aterrador. Sujeto a su carrito, Ronnie no puede alejarse de la situación, atender a sus propias necesidades o buscar consuelo en otro lugar. Entonces deja de llorar y se calla, a pesar de que su distrés se ha intensificado. La reacción de su madre a su intento de comunicar sus necesidades le ha hecho saber que es un fastidio y que mejor deje de protestar. Cuando se trata de bebés y de niños, el escenario está preparado para que se produzcan fallos de comunicación. La comprensión de los niños es limitada. Carecen de tienen palabras, o disponen de muchas menos que los adultos, para describir su experiencia. Todavía están aprendiendo reglas y conceptos conversacionales tales como tiempo, orden y causalidad. Los adultos normalmente asumen gran parte de la carga del lenguaje para asegurar una comunicación exitosa, interpretando las acciones y reacciones de los bebés, narrando lo que estos hacen o lo que parecen querer los bebés, verbalizando las posibles motivaciones, etc. Si la interpretación se ajusta a las necesidades del pequeño, la comunicación tendrá éxito. Por el contrario, si no se satisfacen sus necesidades, el adulto probablemente malinterpretará la intención del niño y la interacción fracasará. Los fallos de comunicación no son negativos en sí mismos. Los malentendidos ocurren, y los niños pueden aprender a reconocerlos y solucionarlos: señalan, repiten una palabra, tiran del adulto para mostrarle lo que quieren, o bien mueven la cabeza o lloran para expresar frustración. Los niños más mayores aprenden a formular preguntas cuando no entienden algo, o a reformular lo que han dicho si los demás parecen confusos. Por lo general, los fallos normales de comunicación utilizan como punto de referencia las interacciones exitosas para evidenciar reparación, pensamiento creativo, tenacidad y flexibilidad. Sin embargo, cuando ese tipo de referencia está ausente, los fallos de comunicación pueden abocar al retraimiento, la reducción de la interacción y el distrés. Es posible que la madre de Ronnie tuviese un mal día, no se sintiera bien o, por alguna razón, estuviera momentáneamente desbordada. Si esa interacción fuese un evento aislado, probablemente no afectaría al desarrollo de Ronnie. Sin embargo, si el intercambio era representativo de cómo la madre de Ronnie solía responder a sus intentos de comunicar sus necesidades, su capacidad de lenguaje se resentiría porque ¿cómo aprendería a etiquetar sus sentimientos o estados corporales? ¿Cómo aprendería a hablar de las cosas que le suceden y el modo en que lo hacen sentir? ¿A quién se lo comunicaría? ¿Por qué debería
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intentarlo? ¿Cómo llegaría a saber que sus percepciones son descriptibles y que son importantes? El lenguaje nos ayuda a pensar, comparar, razonar, deducir y predecir. Compartir todo tipo de experiencias e historias, establece y refuerza las conexiones. Para aprender el lenguaje, los niños deben exponerse a él a través de lo que les cuentan sus cuidadores y de las descripciones que estos hacen de las cosas, eventos, acciones y conceptos que hay en el mundo del niño (Baron, 1992; Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999; Gleason y Ratner, 2009; Ninio y Snow, 1996). A medida que los cuidadores verbalizan los estados físicos y las experiencias emocionales, el niño va aprendiendo a conceptualizarlas y describirlas: hambriento, enfadado, cansado, caliente, seco, contento, etc. Los cuentos a la hora de dormir, las conversaciones compartidas y la narración de los acontecimientos diarios tejen un tapiz lingüístico cada vez más rico al que puede recurrir el niño. Cuando llegan a la guardería, los niños bien atendidos y con un desarrollo normal utilizan el lenguaje para contar cuentos, negociar deseos básicos, compartir pensamientos, comentar, escuchar y entender las intenciones de la comunicación (Berman, 2004; Ninio y Snow, 1996). Sin embargo, la comunicación puede resultarles extraña o amenazadora a los niños traumatizados. Quizá teman hablar de lo que quieren o necesitan. Tal vez ni siquiera sepan de qué se trata. Los niños son los que más requieren apoyo durante una situación abrumadora y, sin embargo, los eventos traumáticos suelen ser los que menos probabilidades tienen de ser reconocidos y validados, y mucho menos explicados. Los cuidadores pueden no estar disponibles durante las crisis (Kazak et al., 2006; Kuttner, 2010; Winston et al., 2002), y el trauma de la negligencia y el abuso es a menudo ignorado o deliberadamente negado, minimizado y distorsionado (Heineman, 1998; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998, 2013; Terr, 1990; Wieland, 2011). El trauma no solo altera el mundo del niño, sino también su capacidad para hablar de él.
Narrativa del trauma en los adultos Los centros del lenguaje están programados para trabajar en condiciones de tranquilidad. El estrés interrumpe la capacidad de pensar con claridad, afecta al procesamiento de la información, la formulación y la resolución de problemas e impacta en la comunicación (van der Kolk, 2014). En situaciones de estrés, hasta las instrucciones relativamente sencillas terminan siendo confusas o difíciles de entender y/o recordar. Las personas estresadas son propensas a
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malinterpretar y tergiversar lo que se dice o se requiere. Puede resultarles difícil explicar lo que necesitan y entonces emiten señales verbales y no verbales confusas, impacientes e incluso demasiado bruscas. El estrés hace que la gente sea una pésima compañera de comunicación. El estrés también afecta al procesamiento y la memoria. Es por eso que los médicos aconsejan a los pacientes que alguien los acompañe a las citas médicas importantes, y también por ese motivo las personas llevan consigo anotaciones cuando van a impartir una charla. También es la razón por la que el sentido del humor de las personas estresadas parece apagado y lo que normalmente resulta ingenioso se vuelve irritante para ellas. Si incluso el estrés moderado –como, por ejemplo, cuando tenemos muchas cosas que hacer y dormimos muy poco– puede afectar el procesamiento del lenguaje, con mayor motivo entonces ocurrirá eso con el desbordamiento propio del trauma. Bajo una coacción extrema, a menudo se alteran la conceptualización, la narrativa y la memoria, lo que puede llevar a que los eventos traumáticos sean codificados, recobrados y comunicados de manera diferente a los eventos cotidianos (Cozolino, 2006; Herman, 1997; Silberg, 2013; van der Kolk, 2014). Además, la disociación y el desbordamiento emocional pueden fragmentar los eventos traumáticos, una fragmentación que interrumpe aún más la codificación de esos eventos y dificulta que sean procesados y compartidos (Attias y Goodwin, 1999; Levine y Maté, 2010; Lehman, 2005; Perry y Szalavitz, 2006; Putnam, 1997; Steinberg y Schnall, 2000). El trauma desafía a las palabras. Las personas que han sobrevivido a eventos traumáticos suelen decir cosas como “el lenguaje no alcanza a describirlo”, “es algo que está más allá de las palabras” o “no puedo encontrar palabras para explicarlo”. Estas expresiones representan el modo en que es posible sentir un trauma de manera no verbal. Con frecuencia, a los supervivientes les resulta difícil explicar cómo se sentían, cómo sabían lo que sabían y por qué reaccionaron de la manera en que lo hicieron. Quizá no comprendan completamente cómo se desarrollaron los acontecimientos o el modo de describirlos y dicen cosas como “si hubieses estado allí, lo entenderías”, “no pensé, solo actué”, o “no sé cómo llegué de A a B, tan solo sucedió”. El afecto también es parte integral de la comunicación. Las emociones agradables como la alegría, el amor y la conexión incrementan la percepción, la comunicación, el ingenio, el procesamiento y la memoria, mientras que emociones desagradables como el terror, la impotencia y la desesperación
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producen el efecto contrario. Cuando las personas están a merced de emociones problemáticas, son menos capaces de entender a otras personas y menos propensas a ser entendidas. Pueden reaccionar de manera exagerada (por ejemplo, con pánico) o insuficiente (es decir, abstrayéndose, apagándose, disociándose), y ambos extremos afectan a la capacidad de extraer y procesar información. El cinismo, la sátira y la metáfora requieren un procesamiento simultáneo tanto de los significados literales como de la intención implícita, pero las personas abrumadas emocionalmente no leen bien entre líneas. El trauma evoca emociones intensas: miedo, preocupación, terror, dolor, rabia, confusión, horror, impotencia, desesperación, conflicto, culpa y muchas otras. Estos sentimientos persisten en el caso de que la persona sea incapaz de expresar en palabras lo sucedido o sienta que otros no le entienden, dejando a los supervivientes asustados e irritables, enfadados, dispersos y confundidos. La narrativa postraumática puede ser incoherente e inconsistente. Algunas personas parecen demasiado dramáticas o exageradas, mientras que otras relatan sus experiencias de una manera desapegada que lleva a los demás a pensar que no se han visto afectadas, que mienten o que no les importa demasiado (Herman, 1997; van der Kolk, 2014). Cuando las personas traumatizadas “no le encuentran sentido” o “no tienen los sentimientos que se espera”, a otros les puede resultar difícil mostrarse empáticos. Es posible que las personas traumatizadas no se sientan conectadas con lo sucedido ni consigo mismas. En circunstancias normales, ser capaz de reconocer, discernir, nombrar y entender el afecto nos permite sentirnos conectados con nosotros mismos y con otras personas y refuerza la comunicación exitosa. Cuando los sentimientos son tan abrumadores que lo que traen a colación es incomprensible y nos parece imposible de explicar, las palabras ordinarias pierden su poder y fracasan la conexión y el lenguaje. El trauma aísla e interrumpe la comunicación. Tal vez no sorprenda demasiado que a menudo sea el compartir y encontrar palabras para comunicarlo lo que ayuda a sanar y a dar sentido a lo que está más allá de las palabras (Herman, 1997). El trabajo con el trauma abarca más que la “terapia verbal”. Cada vez se aprecia más el valor de las terapias corporales y el trabajo con los aspectos fisiológicos del trauma (Levine y Kline, 2007; van der Kolk, 2014). Sin embargo, expresar con palabras la propia experiencia, ser escuchado y comprendido, sigue siendo parte insoslayable de la recuperación del trauma. El lenguaje facilita la integración de los eventos traumáticos en el tapiz de la vida y en nuestra propia historia. En palabras de Herman, es el “testimonio lo que
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devuelve su voz a la víctima” (Herman, 1997).
La importancia del contexto y las habilidades anteriores al trauma Cuando los adultos tratan de afrontar las experiencias traumáticas, lo hacen con cierta comprensión del mundo y con un lenguaje del que pueden extraer algún provecho. Los adultos saben –al menos cognitivamente– que, aunque alguien les haya hecho daño, eso no significa que el mundo entero se vuelva inseguro. Tienen experiencia en la gestión de los factores estresantes cotidianos, el conflicto y la decepción, junto con cierta sensación de calma, relajación y concentración. La mayoría de los adultos son capaces de entender – o al menos identificar– los comportamientos confusos o irracionales de otras personas y pueden recurrir a las conexiones y el apego a los demás para superarlo. Saben que las malas situaciones tienen un final. Incluso bajo presión, los adultos son capaces de contextualizar lo que les ocurre: tal vez experimenten un dolor terrible cuando son tratados tras un accidente automovilístico, pero saben lo que es un accidente y que los médicos están intentando ayudarles. Las personas heridas saben que es probable que llegue ayuda, dónde deben buscar apoyo, que algunas cosas son ilegales y a quién denunciarlas. También entienden que los desastres naturales están fuera de su control (es decir, que no son culpa suya). Recurriendo a su conocimiento del mundo, los adultos llevan a cabo comparaciones para tratar de identificar al menos algunos de sus sentimientos. Pueden decir “tuve más miedo que nunca”, o “esto es peor que si te picasen mil avispas”, o “me sentí muy solo”. Tienen suficiente perspectiva y conocimiento de la vida para entender y verbalizar algunos aspectos de lo que experimentan. Sin embargo, incluso con un conocimiento del mundo y un lenguaje bien desarrollado, el trauma torna muy difícil que encontremos las palabras necesarias para explicarlo. Los adultos suelen tener problemas para recordar algunos detalles de lo sucedido mientras que, al mismo tiempo, se ven asaltados por otras cuestiones (Herman; 1997; Levine y Maté, 2010; Wallin, 2007; van der Hart et al., 2006; van der Kolk, 2014). Están confundidos y piensan que, aunque tratasen de explicarlo, nadie los entendería. Algunos sienten que las palabras no son suficientes y que algo fundamental en ellos ha cambiado a causa del trauma, no teniendo manera de describir lo que han soportado. La curación pasa por reafirmar la conexión con otras personas y utilizar como
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anclaje las experiencias de la vida anterior al trauma. Es posible que, cuando se siente desbordada por los recuerdos del trauma, la persona evoque los lugares en los que se sentía segura, ya sea físicamente o de otro modo, y “visualice” esos lugares seguros para reorientarse. Asimismo, puede trabajar para liberar el trauma aprisionado en su cuerpo y restaurar la calma. Muchos adultos traumatizados escriben un diario o encontrar un lenguaje compartido con otras personas que han atravesado dificultades similares. De ese modo, pueden contar su historia y albergar esperanza (Cozolino, 2014; Herman, 1997; Schwartz, 2000; Schore, 2012; van der Hart et al., 2006; van der Kolk, 2014).
Nada con lo que comparar: el trauma precoz y la falta de habilidades básicas Si verbalizar el trauma es difícil para las personas que tienen habilidades lingüísticas maduras y una cierta comprensión del mundo, cuánto más difícil será para los niños, quienes todavía no han adquirido el lenguaje y carecen de un concepto formado del mundo. Los niños tienen, en general, menos acceso a la regulación emocional, una experiencia reducida de la vida y una comprensión limitada del contexto o de las opciones disponibles. El estruendo de un trueno puede sobresaltar a un adulto, pero aterrorizar a un niño pequeño que no sabe lo que es, qué significa o qué sucederá después. Debido a que, en los niños, la regulación fisiológica todavía es incipiente, a menudo confían en que otras personas les ayuden a regular el pánico y les enseñen lo que es o no potencialmente peligroso (Cozolino, 2006; Schore, 2001). Los niños son intrínsecamente vulnerables. Rara vez escapan de una situación que les atemoriza, y no son conscientes de la posibilidad de eludirla incluso cuando dicha posibilidad está presente. Tal vez no identifiquen que se están alterando o asustando, y tampoco saber explicar qué los asusta. Cuando no se dispone de suficientes palabras, o estas son inadecuadas para describir la realidad –y mucho más en estados postraumáticos en los que quedan suprimidos los centros de lenguaje–, al niño solo le queda una “muda desesperanza sobre la posibilidad de comunicarse… Las palabras son poderosas, pero completamente inútiles” (Strong, 1999, pág. 44). El impacto del trauma en la conexión y comunicación de los niños es especialmente devastador, puesto que estos desarrollan el apego y el lenguaje al mismo tiempo. La “palabra” que utiliza un padre para referirse a algo –un objeto, un sentimiento, un evento– se convierte en la comprensión que tiene el
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niño de esa cosa. Lo que un cuidador dice (o no dice) está entretejido en las suposiciones y creencias que el niño alberga respecto del mundo. Así pues, lo que el adulto transmite se convierte en la realidad del niño. A falta de experiencia vital con la que comparar, el trauma puede influir en cómo el niño entiende el significado del trauma de maneras que afectan no solo al material relacionado con este, sino también a otro tipo de interacciones. En algunos niños, es posible que el trauma no se halle fuera del alcance de sus expectativas: si ha sucedido, bien podría ocurrir de nuevo y, por lo tanto, cualquier pequeño recordatorio de la situación puede convertirse en un presagio de un desbordamiento inminente. Si el trauma se repite (como suele ocurrir en los casos de maltrato), puede que no haya nada “normal” con lo que comparar el trauma. Si cabe la posibilidad de que el trauma se produzca en las interacciones cotidianas, los niños aplican automáticamente reacciones postraumáticas y disociativas (por ejemplo, insensibilización, reexperimentación), refuerzo del ciclo de ansiedad, reactividad y desbordamiento emocional. La maestra de Ami no entendía por qué la pequeña se quedaba petrificada cada vez que alguien corría por el pasillo. —¡Es solo un niño corriendo! –señaló con asombro–. Se supone que no deben correr por el pasillo, pero no significa que ocurra nada malo. Para Ami, sin embargo, el sonido de alguien corriendo indicaba peligro o una persona tratando de escapar. Su limitado repertorio dictaba este tipo de interpretación y, debido a que se quedaba paralizada en cuanto escuchaba a alguien correr, su creencia y la disociación consiguiente se veían reforzadas. Los niños cuyas vidas son, en general, seguras y cuentan con cuidadores sensibles que les ayudan a regular la angustia, utilizan la experiencia de apoyo para recurrir a ella cuando se sienten desbordados, sobre todo si tienen un punto de referencia sano en cuanto a competencias lingüísticas y de comunicación. Sin embargo, este no es el caso de los niños cuya crianza es problemática, ni tampoco es el de aquellos cuyas habilidades de comunicación se hallan obstaculizadas por problemas de lenguaje/aprendizaje, autismo y retraso en el desarrollo, sordera, tartamudez, déficit de atención y dificultades emocionales. La discapacidad no solo aumenta el riesgo de que un niño sufra malos tratos y traumas (Benedict et al., 1990; Crosse et al., 1993; Goldson, 1998; Hershkowitz et al., 2007; Sullivan et al., 1987; Sullivan y Knutson, 1998,
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2000), sino que pone al niño en desventaja a la hora de comprender, procesar y narrar lo que le ha sucedido, agravando la abrumadora situación del niño y limitando la capacidad de otras personas para ayudarle. Los niños muy pequeños, los niños con discapacidades y los niños que padecen maltrato tienen una comprensión estrecha o incluso paradójica de los conceptos. Aunque el niño o niña trate de verbalizar su experiencia, los demás pueden malinterpretarla, porque sus suposiciones acerca del significado de algunos conceptos son diferentes. Esa falta de comunicación hace que el niño se sienta confundido y no escuchado, lo que refuerza aún más la impotencia y la incapacidad de obtener ayuda. Cada vez que el tío de Miriam iba a casa de visita, su mamá la llamaba y le anunciaba: —¡Miriam, tu tío favorito está aquí! ¿No estás contenta de verlo? Ese tío a menudo llevaba a Miriam a hacer “viajes especiales”, lo que inevitablemente significaba cosas confusas y dolorosas que, si bien la asustaban, ella decía que le gustaban… Para Miriam, una niña de tan solo cuatro años, “favorito” significaba “alguien que hace daño”, y estar contenta de ver a alguien significaba sentirse asustada, ansiosa y atrapada. Cuando una vecina le preguntó a Miriam sobre la visita de su tío, la niña respondió que estaba contenta de verlo. Y, cuando la maestra de preescolar le preguntó quién era el hombre que venía a recogerla a la escuela, Miriam susurró que era su tío favorito. Trataba de comunicarse pero, en lugar de recibir ayuda y protección, Miriam recibía reacciones que indicaban que los demás pensaban que debía pasar más tiempo con su tío.
Cuando la comunicación es estresante, confusa y aterradora Leigh fue rescatado por la policía, que irrumpió en el “fumadero de crack” en el que vivían su madre y el novio de esta. Ambos adultos estaban drogados cuando la policía encontró al niño de un año en su cuna. Estaba desnutrido y tenía llagas en el trasero a causa de los pañales sin cambiar. Su madre tenía moratones, probablemente producidos por agresiones. Los rayos X efectuados a Leigh mostraron evidencia de fractura radial de su brazo y lo que parecían fracturas, ya curadas, de costillas. Los Servicios de Protección al Menor lo entregaron a una familia de acogida, donde se empezó a sospechar que el niño padecía autismo porque no establecía contacto visual y era como un “saco de patatas” cuando lo sostenían en brazos. Leigh
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tampoco respondía a su nombre y, a menudo, se alejaba en vez de acercarse a su madre de acogida. A veces, lloraba durante horas con una voz aguda que, según admitió la madre de acogida, “la sacaba de sus casillas”. Nada lo consolaba y sostenerlo en brazos solo empeoraba las cosas. Cuando la comunicación a la que los niños están expuestos es ruidosa, aterradora y violenta, es posible que les asusten los sonidos producidos por otras personas. Al necesitar que los adultos los cuiden, pero al mismo tiempo sentirse aterrorizados por el contacto, los niños no saben qué hacer o cómo aprovechar el consuelo cuando se les ofrece. ¿Hablaban con él los padres de Leigh? ¿Lo llamaban por su nombre? ¿Y qué significaba para él cuando lo hacían? ¿Y si ser abordado conllevaba sufrimiento? Si el contacto visual enfurece a los cuidadores, los niños aprenden a apartar la mirada. Tal vez ignoren que mirar forma parte del modo en que se relaciona la gente. En el caso de los niños que han estado a cargo de personas negligentes, abusivas, mentalmente enfermas, adictas (e impredecibles), la comunicación puede ser desconcertante y aterradora. Es posible que no sepan cómo responder (o iniciar intercambios sociales), esperar su turno o escuchar. Quizá no reconozcan que un tipo de incomodidad significa “hambre” y que la incomodidad de otro tipo significa “cansancio”. Para ellos la incomodidad puede traducirse en un dolor difuso e impredecible que no entienden o no saben cómo contarle a otra persona para que haga que se sientan mejor. Incluso después de que sus circunstancias hayan cambiado, algunos niños ignoran cómo comunicar sus necesidades o qué es lo que se espera de ellos. Cuando se les pregunta si tienen hambre, comen aunque estén saciados porque creen que deben hacerlo. Por otro lado, responderán “no” aunque tengan hambre porque no saben qué hacer con la pregunta o creen que deben negarse. Tienen miedo cuando se les plantea una pregunta que antes conllevaba castigo y dolor. La falta de comprensión agrava la situación de desbordamiento inherente al trauma. Es posible que los niños no sepan qué esperar, especialmente si antes sucedían cosas dolorosas sin previo aviso o sin causa aparente. El maltrato no va acompañado de explicaciones consideradas. Los cuidadores abusivos no le dicen al niño: “Veo que estás muy enfadado conmigo porque necesitas que te ayude, pero te asustas cada vez que entro en la habitación porque podría darte una paliza y no sabes qué hacer cuando estoy cerca…”. Los cuidadores negligentes no explican: “Sé que tienes mucha hambre y que realmente
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necesitas que te traiga comida. Sé que debes estar confundido por qué no vengo a consolarte y te doy la espalda y me pongo a ver la televisión”. Las experiencias de maltrato no solo no se discuten, sino que muchas veces se niegan o distorsionan deliberadamente (Heineman, 1998; Putnam, 1997; Schwartz, 2000; Silberg, 1998; 2013). Si un cuidador se ríe del terror de un niño, este confundirá “divertido” con “aterrador” y creerá que, cuando la gente se ríe, uno debe asustarse. Si un cuidador le da de pronto una bofetada al niño y le pregunta “¿por qué lloras?”, o le dice “mira lo que me has obligado a hacer”, ¿qué entenderá el niño? ¿Por qué llora? ¿Qué es lo que ha hecho? Para los niños maltratados, hacerse notar puede significar dolor, el hecho de que lo llamen por su nombre puede acarrearle una paliza, una sonrisa puede significar que debe tener miedo. Los cuidadores no tienen que ser consistentemente crueles o negligentes para distorsionar la comprensión de la comunicación de los pequeños. Muchos niños traumatizados tienen cuidadores que, en ocasiones, les hablan, los abrazan y los cuidan, pero otras veces actúan de modo aterrador, burlón y confuso. Para estos niños, que se les hable significa consuelo o tal vez dolor, y es posible que no tengan manera de predecir, y mucho menos de controlar, si la atención recibida les aportará calma o les hará sentir emocionalmente desbordados. Así pues, ¿cómo no va a resentirse su comunicación? Los niños traumatizados se comunican de una manera desconfiada, extraña o inapropiada y no entienden bien las instrucciones ni saben expresar sus emociones. No utilizan las “palabras adecuadas” y no saben cómo describir lo que experimentan. Lo que describen puede ser confuso o malinterpretado debido al contexto del que lo derivan (como, por ejemplo, en el caso de Miriam y su tío “favorito”). Por lo general, los adultos tratamos de interpretar las comunicaciones de los niños, pero es difícil saber qué hacer con las reacciones de un niño que habla un “lenguaje relacional” que no tiene sentido para nosotros. Es angustioso que un niño llore cuando le sonreímos, grite más fuerte cuando intentamos consolarlo, o manche con heces la pared durante su fiesta de cumpleaños… Los niños maltratados no disponen de un punto de referencia adecuado para comunicar percepciones, sentimientos, estados corporales, pensamientos y preguntas, y tampoco aparece milagrosamente cuando se les ofrece atención. Cuando se “comportan mal”, sus comunicaciones se interpretan a menudo como “malas”, manipuladoras, autistas, antisociales, agresivas, indiferentes y crueles.
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Y, en el caso de que se vean avergonzados o castigados, se refuerzan sus suposiciones de que el mundo es injusto con ellos. Si los malentendidos son problemáticos para cualquier persona, todavía lo son más para los niños traumatizados, que no saben cómo responder correctamente a las interacciones fallidas. En tal caso, pueden “distraerse” e interrumpir la comunicación, o “responder” volviéndose agresivos, ofensivos e irracionalmente beligerantes, con lo que el escenario está dispuesto para que aumenten la disonancia, la ira y la distancia entre el niño y el resto de las personas. Si bien no son particularmente eficaces en las comunicaciones sanas, los niños maltratados son, sin embargo, poderosos comunicadores. Los malentendidos y los malos comportamientos son, de hecho, una ventana al “lenguaje del trauma” de estos niños, es decir, de sus experiencias y sus necesidades. Cuando nos sensibilizamos a la forma en que el niño responde y reacciona –y a los aspectos de la comunicación que se ven afectados por el trauma–, podemos ayudarle a reducir la falta de comunicación y ofrecerle narrativas básicas y reparadoras que contribuyan a aumentar el lenguaje relacional del niño.
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8 El impacto del trauma en la atención y el aprendizaje Atención y aprendizaje Escuchar es un proceso activo que requiere distribuir la energía para captar, discriminar, identificar y comprender (Heymann, 2010). Escuchar y aprender exige atención: si estamos inconscientes, ausentes o disociados, o bien nos cerramos deliberadamente, no sabemos lo que ocurre porque nos sentimos desbordados. De hecho, son muchos los niños maltratados a los que se les diagnostican problemas de atención y de lenguaje/aprendizaje, siendo muy probable que requieran un entorno educativo especializado (Beverly et al., 2008; Cole et al., 2005; Putnam, 1997; Fox et al., 1988; Kurtz et al., 1993; Martin y Dombrowski, 2008; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Scherr, 2007; Silberg, 1998; Waters, 2005; Wodarski et al., 1990; Yehuda, 2004, 2005). La relación entre trauma y atención es compleja. En el caso de algunos niños, los problemas de atención se deben a la hipervigilancia y/o la disociación. Son incapaces de prestar atención porque se sienten muy ansiosos o están demasiado cerrados en sí mismos como para participar. Las fluctuaciones postraumáticas en su manera de estar presentes les llevan, en ocasiones, a recibir un diagnóstico erróneo de trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDA/TDAH). Por su parte, hay otros niños que tienen predisposición a padecer déficits atencionales que el trauma no hace sino exacerbar. Los niños con déficit de atención tienen un alto riesgo de padecer maltrato (Briscoe-Smith y Hinshaw, 2006; Fuller-Thomson et al., 2014; Goldson, 1998; Knutson y Sullivan, 1993; Nadeau y Nolin, 2013) y son vulnerables a sentirse desbordados incluso en ausencia de maltrato, debido al modo en que el déficit atencional los aboca a frecuentes fracasos, confusión y frustración. Ya sea que la falta de atención del niño se derive de un TDA/TDAH primario, causado por un empeoramiento del déficit de atención ocurrido después de un trauma, o bien refleje un afrontamiento disociativo postraumático, el niño que no presta una buena atención será incapaz de aprender al máximo de sus
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posibilidades. En sí misma, la atención es un proceso complejo. Los diferentes niveles y tipos de atención se conectan con distintos aspectos de la conciencia y la percepción y están influenciados por ellos, sirviendo la interacción de estos factores para reforzar o atenuar la atención y la participación. El interés se relaciona estrechamente con la atención: el oyente interesado estará mejor posicionado para extraer un significado y percibir los matices de cualquier interacción. De hecho, el procesamiento de la intención, la ambigüedad, el humor, el lenguaje simbólico y la metáfora requieren atención (Ninio y Snow, 1996). Por su parte, la conexión emocional contribuye al interés. Es mucho más probable que una conversación con la que nos sintamos emocionalmente conectados mantenga nuestra atención. Tanto el interés como la conexión nos ayudan a adquirir y almacenar nueva información. Es por eso que las condiciones óptimas para el aprendizaje son aquellas en las que los estudiantes están interesados, activamente comprometidos y predispuestos a atender (por ejemplo, cuando no tienen hambre ni están cansados o físicamente incómodos).
La atención bajo condiciones de estrés La participación confortable mejora la atención y el aprendizaje, pero la incomodidad y el estrés amortiguan el procesamiento y distraen el aprendizaje y la comprensión. El estrés altera la calidad de nuestro foco a medida que el cuerpo reduce las percepciones y la atención a aquello que nos asegura la supervivencia inmediata (van der Kolk, 2014). La sangre es bombeada hacia las extremidades, las pupilas se dilatan para recibir más luz, la adrenalina inunda el cuerpo y aumenta la agudeza auditiva, al tiempo que se suprime el procesamiento de la información lingüística, todo lo contrario del enfoque sosegado que se requiere para aprender algo nuevo (Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Aunque uno puede aprender a reaccionar reflexivamente en condiciones de estrés (como, por ejemplo, en el entrenamiento militar), el estrés reduce la asimilación de nueva información, incluso cuando la motivación para prestar atención es alta. Por ejemplo, un paciente recién diagnosticado estará muy interesado en lo que el médico tenga que decirle, sin embargo, se aconseja a los pacientes que lleven consigo a alguien a las citas médicas importantes: el estrés que implica información susceptible de cambiar nuestra vida puede anular el procesamiento del lenguaje y reducir la calidad de la audición, el procesamiento y la memoria.
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Tiene sentido que el aprendizaje pase a un segundo plano de la supervivencia: identificar un grito de alerta que justifique una respuesta inmediata es crucial en situaciones de peligro, pero el procesamiento de nuevos conceptos, explicaciones y puntos de vista no es una prioridad cuando se trata de mantenerse con vida. Los conceptos académicos, o las definiciones de nuevas palabras, no son lo más importante en nuestra mente cuando tratamos de escapar de una avalancha o correr más rápido que un tigre. En esas circunstancias, es muy improbable que disfrutemos de un juego de palabras sobre el clima o una conferencia sobre el hábitat preferido de los tigres. Aunque podamos escuchar la voz de la persona con la que hablamos por teléfono, o que nos ha llamado para pedirnos ayuda, es casi seguro que no respondamos a señales sociales sutiles o a preguntas referentes a contenidos: nuestros recursos estarán totalmente ocupados en no ser enterrados vivos o convertirnos en comida. La mayoría de los casos de huida de una avalancha o de fuga de un tigre se resuelven rápidamente (de una forma u otra…), y cuando se restablece la seguridad, nuestro cuerpo se calma lo suficiente como para permitirnos procesar lo que acaba de ocurrir. Es entonces cuando interviene el lenguaje, una vez ha pasado el peligro, y estamos en condiciones de reflexionar sobre lo ocurrido y compartirlo con otras personas. Solo cuando estemos seguros, podremos – incluso nos sentiremos obligados– hablar de nuestro miedo, tratar de reconstruir cómo sucedió, de dónde vino la avalancha de nieve o el tigre, qué y cómo nos sentimos cuando advertimos que un peligro difuso corría hacia nosotros, cómo reaccionamos (e incluso cuál fue nuestro grado de malestar porque la persona con la que hablábamos por teléfono no dejaba de parlotear sobre cualquier cosa, en lugar de darse cuenta de que tratábamos de escapar a toda costa y de que casi estábamos asfixiándonos o golpeándonos). Este tipo de procesamiento es importante: con frecuencia es solo después de que ha ocurrido y nos lo hemos “sacado de encima” que nuestro cuerpo se tranquiliza para prestar atención a otras cuestiones, y la vida ordinaria nos parece de nuevo real (Herman, 1997; Levine y Maté, 2010; van der Kolk, 2014). Sin embargo, si el sentimiento abrumador de estrés persiste o permanece sin procesar, se colapsa la capacidad de atender, escuchar y aprender de una manera calmada (Scaer, 2014; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Si a los adultos con habilidades maduras de atención les resulta difícil escuchar y procesar bajo coacción, así como a los niños cuyas habilidades aún se están en pleno desarrollo, imaginemos lo que será en el caso de los niños que
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experimentan estrés crónico y que carecen de una base fisiológica para saber cómo es una atención y una escucha sosegadas (Cozolino, 2014; van der Kolk, 2005). El maltrato no produce buenos oyentes, y los niños traumatizados suelen tener dificultades para prestar atención (Silberg, 2013; Yehuda, 2004, 2005, 2011). Pueden escuchar de manera desigual: recordando partes de la instrucción pero no lo suficientemente bien como para tener éxito, y quizá no sepan diferenciar lo que es importante de lo que no lo es. Vivir en modo de supervivencia (ya sea a causa del trauma persistente o de la activación postraumática) los torna incapaces de prestar suficiente atención al aprendizaje y a la asimilación de nueva información. Y es que están, por así decirlo, demasiado ocupados tratando de escapar de las avalanchas y los tigres. Aunque, tanto en la escuela como en el hogar, se requiere que los niños traumatizados atiendan y escuchen, lo hacen con sistemas neuronales que tienen una disponibilidad inadecuada para que se produzca un aprendizaje efectivo. Y, si el estrés persiste, su cerebro estará incluso menos predispuesto a aprender. La complejidad neuronal se desarrolla mejor cuando se refuerza (Gaensbauer, 2011; Schore, 2001; 2012; Siegel, 2012). Los niños bien atendidos y no traumatizados pasan la mayor parte de sus horas de vigilia sumidos en una curiosidad tranquila y atenta orientada al aprendizaje. Las áreas del cerebro implicadas en atender, escuchar, asimilar, procesar, integrar y recuperar información son muy útiles y se vuelven cada vez más eficientes con la práctica. Los niños que están predispuestos a aprender se convierten en mejores estudiantes, aprovechando las oportunidades de aprendizaje que se les presentan para recopilar, procesar, asociar, recuperar y utilizar la información. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los niños que están menos predispuestos a aprender. Ya sea a causa de que son hipervigilantes o de que se cierran en sí mismos, los niños que no prestan una buena atención se convierten en alumnos poco eficientes, siendo más difícil que aprovechen las oportunidades de aprendizaje y requiriendo más repeticiones en más contextos para procesar y asociar la nueva información con las cosas que ya han aprendido, porque el estrés también afecta a las áreas cerebrales responsables de la organización de la memoria y la accesibilidad (por ejemplo, el sistema límbico y el hipocampo) (Stien y Kendall, 2004; van der Kolk, 2014). Esto hace que el conocimiento sea menos accesible, y que los recordatorios del trauma se activen con mucha facilidad. Los niños emocionalmente abrumados luchan por mantener la atención, haciendo gala de una escucha inconsistente y un aprendizaje irregular (Silberg, 2013; Yehuda, 2011).
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Escuchar: demasiado, muy poco, todo a la vez y nada en absoluto Escuchar va mucho más allá de detectar los sonidos u oír lo que se dice, puesto que requiere atender e integrar lo escuchado con elementos adicionales (por ejemplo, emocionales, visuales, sensoriales) que contribuyan a su procesamiento. Para escuchar bien, hay que centrarse en lo que se oye y retirar la atención de los ruidos de fondo, así como tener suficiente flexibilidad para cambiar rápidamente de foco (como, por ejemplo, atender a un orador y luego a otro) (Bellis, 2002; Heymann, 2010). Debido a que la escucha se ve afectada por el trauma, el trauma crónico puede incidir en el desarrollo de la capacidad auditiva. Los niños que son hipervigilantes no saben concentrarse en la voz del maestro, o en las palabras de su cuidador, porque tratan todo lo que les rodea como un peligro potencial. El mensaje queda sofocado porque el niño está absorto en todo tipo de ruidos ambientales –los pasos de otras personas, el sonido de su propia respiración, el zumbido del aire acondicionado–, o bien anticipa los sonidos que le producen miedo y que todavía no se han producido. Los niños traumatizados se muestran hipervigilantes en lo que parece ser un aula tranquila o un hogar seguro (Levine y Kline, 2007; Perry y Szalavitz, 2006; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Su alerta ansiosa los torna impermeables al aprendizaje. Los niños que se cierran en sí mismos tampoco escuchan. Tal vez no se sientan seguros prestando atención porque temen oír cosas que desencadenen una acometida de impotencia y terror (Gomez, 2012; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Incluso si les interesa lo que se dice, están demasiado abrumados como para correr riesgos. Pero, al bloquear su atención y cerrarse en sí mismos, desaprovechan la oportunidad de experimentar comodidad, curiosidad y diversión. Aunque algunos niños traumatizados utilizan la hipervigilancia o el adormecimiento como su principal estrategia para sobrellevar la situación, también son muchos los que oscilan entre prestar atención a todas las cosas, y sentirse desbordados, a cerrarse y aislarse (Waters, 2005; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Si bien pueden escuchar de forma intermitente y captar fragmentos de información, su escucha no está orientada al aprendizaje. Escuchar para aprender implica advertir las variaciones importantes e ignorar las que no lo son tanto. Un cambio en el énfasis de lo que dice un hablante puede modificar, por ejemplo, el significado de la frase “¿estás aquí?” a
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“¿todavía estás aquí?”, mientras que otros cambios de énfasis no alteran el significado. Escuchar requiere discriminar entre sonidos muy parecidos. ¿La orden ha sido “esperar” o “pegar”? ¿El padre ha dicho que “puede” o “no puede”? La escucha incluye la atención a las palabras así como al contexto en el que se pronuncian, y también requiere identificar cuando el contexto dicta el significado de las palabras (por ejemplo, “ella está con el ánimo por los suelos”). El niño que padece un trauma se concentra en el tono o las expresiones faciales de la maestra (para ver si, por ejemplo, está enojada) o en sus manos (por ejemplo, si han aprendido a desconfiar de las manos) y no capta el contenido de lo que se le dice. Su hipervigilancia se extiende a personas que nunca le han hecho daño. Los rostros, las manos y los tonos de voz son tal vez todo lo que conoce para prestar atención. Las dificultades para escuchar con precisión no solo tienen un precio académico, sino que también hacen que el niño tenga menos experiencia a la hora de atender y gestionar las interacciones interpersonales. Así pues, reducir la necesidad de disociación de los niños y aumentar su sensación interna de seguridad es fundamental para mejorar la escucha y facilitar el aprendizaje. “Como un sonar activo las 24 Horas”. Leah: cuando el desbordamiento anula la conciencia Leah creció bajo el fuego, literalmente. De los cuatro a los seis años de edad, su ciudad natal fue bombardeada muchas veces con misiles y cohetes. Su vida giraba en torno a alarmas estridentes, carreras en busca de refugio y ruinas de explosiones. Las noches estaban salpicadas de sirenas y más carreras para encontrar un refugio. La escuela infantil, las rutinas en casa y los juegos podían verse interrumpidos en cualquier momento. Posteriormente el padre de Leah recibió una oferta de trabajo y la familia se mudó a los Estados Unidos. Leah había sido educada para ir al baño desde los dos años y medio, pero comenzó a mojar su cama de nuevo cuando la guerra llegó a la zona donde vivía su familia. También había desarrollado rutinas rígidas: usar solo ciertos pijamas y calzar siempre zapatillas de deporte “para correr más rápido”. Temía acostarse en la cama por la noche y le preocupaba que un cohete cayera sobre ella como le ocurrió a un vecino. Incluso después de que la familia se mudase a Nueva York y se alejase de los misiles, Leah despertaba a sus padres a causa de sus terrores nocturnos. También persistía su rigidez. Todo tenía que hacerse en un orden particular o Leah se derrumbaba: su
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juego de cubiertos, la toalla que tenía que usar, cómo la peinaba su madre. Tenía frecuentes y, a veces, violentas rabietas en casa, algunas de las cuales afirmaba no recordar. Leah fue diagnosticada con TDAH, ansiedad, trastorno de integración sensorial y un posible trastorno obsesivo-compulsivo. La familia de Leah llegó a Nueva York a tiempo para que comenzara el primer curso. Ella se mostraba muy nerviosa y era impulsiva en la escuela, rara vez esperaba su turno, respondía antes de tiempo y se apresuraba a realizar las tareas con muchos errores (y rabietas). Los maestros eran conscientes de que Leah estaba aprendiendo un nuevo idioma y adaptándose a nuevas rutinas y a jornadas escolares más largas. La escuela tenía experiencia con alumnos inmigrantes. El personal era consciente de que los niños necesitaban tiempo para aclimatarse y toleraba las dificultades iniciales para concentrarse. Leah, sin embargo, no parecía adaptarse, y el aumento de la medicación para el TDAH tampoco la ayudaba. Sus habilidades, su concentración y su comportamiento iban a la zaga de los de otros alumnos nuevos y también eran muy bajos en cuanto al idioma. Entonces me la remitieron para llevar a cabo terapia del habla y del lenguaje. Leah mostraba muchos síntomas que se asocian generalmente con el TDAH: impulsividad, irritabilidad, inquietud y distracción. Aunque, en los niños, la hipervigilancia se manifiesta de manera muy similar, la inquietud de Leah era muy peculiar, ya que siempre estaba moviendo de una u otra manera alguna parte de su cuerpo: cabeza, ojos, piernas, boca, manos. Se sentía inquieta incluso cuando estaba haciendo cosas que le gustaban, como ver películas. Parecía siempre preparada para escapar, pateando y agitándose incluso mientras dormía. —Es como un sonar que está activo las 24 horas –me dijo su madre–. Pero, al menos, ya no es sonámbula. El año anterior, la familia tuvo que instalar cerraduras altas y campanas en las puertas para evitar que la niña deambulara por la noche. La escuela de Leah era experta en el uso de herramientas para la gestión del TDAH: acicates en el programa, puntos y premios por atender y completar tareas, bolas para apretar y liberar los nervios, descansos frecuentes. Pero nada funcionaba lo suficientemente bien con Leah. Sentada de espaldas a la puerta del aula, Leah se daba la vuelta constantemente, poniéndose de cara a la puerta y vigilando a quienes pasaban. Se “distraía” cada vez que alguien
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corría por el pasillo, y las sirenas de las ambulancias la hacían romper a llorar. Tuvieron que llevarla a casa después del primer simulacro de incendio y la niña se negó a ir a la escuela durante los días siguientes. —Está muy tensa –señaló su maestra–. Sus ojos parecen abiertos, pero están cerrados al aprendizaje. Esta niña no está aquí.
Centrarse y cambiar de foco: la importancia relativa de las cosas La atención selectiva es parte de la escucha. Para escuchar lo que el maestro está diciendo, también se requiere no escuchar otras cosas. Las palabras del maestro tienen prioridad sobre la sensación de estar sentado en la silla, el olor procedente de la cafetería, el rayo de luz en el piso, los cuchicheos de los compañeros de detrás, el sonido producido en una parte del aula al arrastrar una silla. Todo esto se percibe y se registra en algún lugar de la conciencia, pero constituye el trasfondo. El foco sigue siendo el profesor, la información y la tarea en curso. Una buena escucha exige concentración, pero también la capacidad de cambiar el foco de manera rápida y flexible entre la “figura” y el “fondo”. Podemos estar hablando por teléfono y responder a la pregunta de un niño o avisar a alguien de que la lavadora ha terminado. Podemos escuchar momentáneamente la conversación de la gente en la mesa contigua de un restaurante cambiando el foco para que sus voces pasen a primer plano, en lugar del diálogo que tiene lugar en nuestra propia mesa. Este cambio fluido es muy diferente de la sensación de alarma en la que el estrés se apodera del cuerpo y el foco se dispersa con el fin de escanear los estímulos que puedan salvarnos la vida o que, por el contrario, sean peligrosos para nosotros. También difiere de la hiperfocalizada “visión de túnel” en la que todo aquello que no apoya la supervivencia es ignorado (por ejemplo, no sentir el dolor de las lesiones, “no ver” lo que ocurre a nuestro alrededor). La hipervigilancia y la hiperfocalización pueden salvar vidas en una situación de emergencia a corto plazo pero, si persisten, comportan un alto precio en términos de agotamiento, salud y desarrollo (Felitti et al., 1998; Kendall-Tackett, 2002; Nijenhuis, 2004; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Aunque el estrés activa la detección y la identificación (por ejemplo, ¿hay algún peligro?, ¿qué puede ocurrir?), suprime la comprensión, la integración y el procesamiento (van der Kolk, 2014). Es posible que los niños hipervigilantes
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deseen escuchar un cuento pero se sientan constantemente atraídos por la tos que se oye en otra habitación, el claxon de un coche lejano o la respiración de un compañero. Cuando estos niños también tienen un conocimiento limitado del lenguaje y del mundo, carecen del contexto y los conceptos adecuados para identificar y reconocer algunos sonidos como neutrales, permaneciendo expectantes ante el posible daño. La mejor narrativa y enseñanza no alcanzan al niño que está demasiado activado para escuchar, y exigirle que “preste atención” tampoco ayuda. Lo único que cabe hacer es cobrar conciencia del impacto del estrés en la escucha y comprender e identificar la hipervigilancia (o el cerrarse en banda) para ayudar a los niños a controlarse y regularse mejor. Solo entonces les estaremos proporcionando una base para mejorar su atención (véase Parte 5).
Escuchar la información: cuando nada tiene sentido, ¿cómo se puede entender algo? La escucha de los niños evoluciona a medida que contribuye a dar sentido al mundo circundante. Es posible que los niños maltratados no sepan que escuchar puede serles útil, y que los niños gravemente desatendidos no se den cuenta de que, cuando alguien les habla, les transmite información. Si el diálogo resulta “incomprensible”, como cuando los cuidadores hablan entre sí, sin que el niño sepa muy bien de lo que hablan, este no aprenderá que escuchar es útil (Miller, 2005). Por su parte, muchos niños maltratados aprenden que es mejor no escuchar (Gaensbauer, 2011). Aprendemos a escuchar en nuestras primeras interacciones. Cuando respondemos a los sonidos y movimientos de un bebé, reforzamos que escuchar tiene sentido: nosotros hacemos algo y la otra persona lo capta y lo entiende. Enseñamos a escuchar cuando verbalizamos y aliviamos la incomodidad del bebé: nuestras palabras acompañan a la acción de cuidar al bebé y este las oye (Cozolino, 2006, 2014). Cuando las interacciones previas han enseñado al bebé que las palabras significan consuelo, se calma al decirle: “Vamos a casa a cambiarte el pañal”. Si el niño pequeño nos dice “mojado” y nosotros hacemos algo al respecto, aprende que las palabras son poderosas. La escucha se desarrolla mediante la experiencia de que alguien nos hable y nos escuche. Sin ella, los bebés no saben escuchar. Pueden oír y no responder. Pueden responder, pero no atender. Muchos niños con traumas han tenido experiencias de escuchar y ser
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escuchados, pero también han experimentado realidades traumáticas a las que no querían prestar atención. Los padres abusivos rara vez escuchan la experiencia del niño cuando le hacen daño y suelen ignorar, minimizar o distorsionar dicha experiencia. También cabe la posibilidad de que los padres desbordados no se den cuenta de que el niño sufre, está molesto o aterrorizado. Entonces los niños internalizan que no son alguien a quien merezca la pena escuchar. Pueden aprender que son ellos los que han de escuchar todo el tiempo y que por mucho que escuchen no pueden prevenir el daño o explicar lo incomprensible. ¿Qué significa para un niño decirle “me has obligado a hacerlo” o “mira lo que has hecho” cuando no tiene ni idea de lo que ha hecho ni de cómo se relaciona con lo ocurrido? Si lo que ocurre no tiene sentido, ¿acaso importa escuchar? ¿Qué significado tiene para el niño decirle que está “contento” cuando, de hecho, está triste? ¿Qué quiere decir que le respondan “no” y se rían de él, lo ignoren o lo lastimen de cualquier modo? Si escuchar es algo que no le funciona, es posible que el niño deje de intentarlo y, cuando ya no escucha, pierde la oportunidad de aprender a atender y procesar la información. El procesamiento auditivo se refiere básicamente a lo que hacemos con lo que escuchamos. Un niño que no atiende o no retiene la información auditiva no será capaz de comprenderla bien ni de almacenarla eficazmente para recuperarla posteriormente. Sin embargo, damos por sentada la capacidad de procesamiento auditivo de los niños cada vez que les pedimos que obedezcan determinadas instrucciones, entiendan lo que les estamos contando o determinen de qué trata una pregunta, así como cada vez que esperamos que recuerden hechos, formulen opiniones o comprendan acertijos, inferencias y abstracciones. La disociación afecta a la escucha y al consiguiente procesamiento: no es posible implicarse y cerrarse simultáneamente. Incluso cuando los niños logran prestar atención, los recordatorios del trauma que provocan periodos de disociación dan lugar a instrucciones fragmentarias que luego no cuadran o carecen de sentido (Silberg, 2013; Wieland, 2011). Los niños entonces cometen errores y se sienten incomprendidos o se dan cuenta de que lo que han escuchado carece de sentido, sintiéndose estúpidos porque otros parecen entenderlo. Si se les reprende o se les dice que no se esfuerzan lo suficiente, los niños pueden decidir que escuchar no merece la pena, o bien que les hace sentir mal o les da miedo.
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“Como un libro en blanco”. Marcus: ¿dislexia, procesamiento auditivo o disociación? Los problemas de lenguaje/aprendizaje de Marcus se manifestaban sobre todo en actividades auditivas y de alfabetización. El niño de ocho años a menudo se “desquiciaba” en clase. Incluso cuando parecía estar escuchando, cometía muchos errores: copiaba las palabras equivocadas, hacía la página que no tocaba o perdía completamente el hilo de las historias. Los maestros se preguntaban si padecía “dislexia” y “déficit de atención”, mientras que el psicólogo escolar sospechaba que se trataba de un trastorno de procesamiento auditivo. Durante la segunda mitad del curso escolar tuve que sustituir a otro profesional, y fue cuando conocí a Marcus. El niño de segundo curso tenía problemas con la lectura. Hasta los libros de palabras, muy fáciles de identificar, lo sacaban de sus casillas. La mayoría de las veces adivinaba y, cuando se equivocaba, se negaba a intentarlo de nuevo. Tampoco le gustaba escuchar historias. Dócil y amable, Marcus no explotaba, no pegaba a otros niños ni gritaba, sino que implosionaba. Dejaba de responder, se quedaba en blanco y me miraba fijamente. Durante la clase de lectura, Marcus se sentaba en su silla sin mirar el libro sobre su pupitre. Tampoco escogía ningún libro y, si la maestra elegía uno para él, no se implicaba y simplemente no le hacía caso. Si se le leía, seguía haciendo oídos sordos. A la maestra le gustaba Marcus, pero su comportamiento la sacaba de quicio. —Es muy manipulador –se quejaba– y terco como una mula… Si decide no hacer algo, es inútil hacerle promesas o amenazarlo, porque no lo hará, solo se quedará ahí hasta que me rinda o llegue el final de la clase. Lo que aumentaba la frustración de la maestra era que Marcus se comportaba de un modo “completamente diferente” en otras clases. El profesor de gimnasia elogiaba al niño por su concentración y trabajo en equipo. La profesora de arte destacaba su aplicación creativa. —Es como si fuese alérgico a la lectura –suspiró la maestra–. Siempre y cuando no se trate de leer o escribir, está en el paraíso escolar. Pero muéstrale un libro y dejará de prestar atención. Disléxico o no, ¡este niño es como un libro en blanco! Las observaciones de los maestros son a menudo descripciones muy valiosas de los niños, así que siempre las tengo en cuenta. Algunos niños con dislexia evitan, como si se tratase de la peste, los materiales escritos pero, a pesar
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de ello, les gusta escuchar cuentos. Los niños con trastorno de procesamiento auditivo tienen problemas de audición, pero disfrutan de los libros ilustrados. Sin embargo, algo distinto le ocurría a Marcus. Disfrutaba de los “mensajes mágicos” ocultos en páginas codificadas, reproducía de memoria complicadas cadenas de símbolos y era capaz de seguir las instrucciones en gimnasia, arte y ciencia. Sin embargo, tenía problemas con las preguntas más simples sobre historias sencillas. La información proporcionada por el profesor del hermano mayor de Marcus fue muy esclarecedora. Al parecer, la madre de Marcus salió de una situación abusiva cuando Marcus iba a la guardería. Durante un tiempo, ella y los pequeños vivieron con la tía abuela materna, quien cuidaba a los niños cuando la madre trabajaba de noche. Aparentemente, el hermano de Marcus reveló abusos por parte de la pariente. Entonces los Servicios de Protección al Menor intervinieron, descubriéndose que ambos niños tenían moratones bajo la ropa, en las zonas no visibles de su cuerpo. Pasaron brevemente por varios hogares de acogida hasta que la madre fue absuelta de todos los cargos y encontró una vivienda segura: era la tía abuela quien atormentaba a los niños. Cuando la madre se iba a trabajar, la mujer mayor decía que había llegado “el momento de los cuentos” y leía a los niños “historias terribles” de los periódicos sobre niños que sufrían todo tipo de daños. Ella interrogaba a los niños y los pellizcaba con maldad, amenazando con que su madre “se moriría” si se lo contaban… No es de extrañar que Marcus odiara cualquier cosa que tuviera que ver con los “cuentos”, los libros o la lectura. No es de extrañar que se cerrase en banda cada vez que se le pedía que escuchara uno o que recordara de qué se trataba. Volveremos a visitar a Marcus en el capítulo 16, pero con independencia de la situación de la que escapase su madre, podemos asumir que el niño ya experimentaba estrés incluso antes de mudarse a vivir con la tía abuela y sus ineludibles tormentos. El pequeño Marcus relacionaba las historias con la ausencia de su madre y, para él, escuchar historias pasó a ser sinónimo de estar asustado y herido. Así pues, dejó de escuchar. En la escuela, la misma expresión “tiempo de contar cuentos” era un factor desencadenante, al igual que los libros y las páginas impresas. La directriz de “sentarse a escuchar” le recordaba a las historias terribles. No podía escapar del aula, ni de la repetida presencia de los libros, la lectura y la escritura por parte de los maestros o por mi parte… Estábamos tratando de enseñarle las mismas cosas que lo asustaban. Nadie le
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levantó la mano o la voz en la escuela, pero tenía que ser confuso tener a gente a que parecía disfrutar haciendo cosas que dan miedo. ¿Cómo puede la lectura ser algo bueno cuando nos transmite cosas malas e historias terribles? Escuchar no tenía sentido para Marcus, aunque le seguían exigiendo que lo hiciera. El único remedio que conocía era cerrarse en sí mismo.
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9 El impacto del trauma en el vocabulario y la semántica de los niños
La capacidad lingüística, es decir, la habilidad para comprender el significado y transmitirlo, a menudo se asocia con el vocabulario, mientras que la competencia léxica se relaciona con el cociente intelectual verbal y la capacidad cognitiva general (Gleason y Ratner, 2009). Aunque el vocabulario no es una medición completa del lenguaje, representa el “caché” de elementos semánticos presentes en el lenguaje, incluyendo etiquetas para designar personas, lugares, cosas y acciones, y descriptores tales como adjetivos, adverbios, preposiciones, palabras referentes a la temporalidad, la secuencialidad y los números. Nuestro léxico (también conocido como vocabulario) contiene las palabras con las que unimos frases y expresamos significados diversos. Los niños pequeños adquieren su vocabulario a partir de las palabras utilizadas por sus cuidadores. Los bebés no tienen ideas preconcebidas sobre las palabras y ni siquiera saben que las palabras existan. Es el contexto y el contenido en el que se utilizan las palabras lo que ayuda a los niños a captar los significados (Baron, 1992; Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999; Ninio y Snow, 1996). Las palabras que se repiten con frecuencia, en frases variadas y en un contexto relevante para el niño, tienen más probabilidades de ser adquiridas que las palabras que se usan raramente o que no son importantes para él. Los cuidadores dan forma al significado: el significado que un cuidador atribuye a algo, ya sea verbalmente o a través de la acción, entonación y consecuencias, es el significado que el niño aprenderá. La exposición de los niños afecta a su desarrollo. El lenguaje no se desarrolla en ausencia de exposición, y una exposición deficiente como la negligencia conduce a capacidades cognitivas y lingüísticas limitadas (Albers et al., 2005; Beverly et al., 2008; Bowlby, 1997; Cohen, 2001; Cozolino, 2006; Cross, 2004;
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De Bellis, 2005; Hildyard y Wolfe, 2002; Hough y Kaczmarek, 2011; Miller, 2005; Milot et al., 2010). El estrés también afecta al crecimiento cerebral y al potencial cognitivo, por lo que los niños que padecen un trauma están en mayor riesgo de tener problemas del lenguaje que los niños no traumatizados, evidenciando carencias léxicas y semánticas como parte de sus dificultades con el conocimiento y el uso del lenguaje (Cozolino, 2014; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Siegel, 2012; Silberg, 1998; van der Kolk, 2014; Yehuda 2004, 2005, 2011).
Lenguaje expresivo y lenguaje receptivo El lenguaje receptivo se refiere al lenguaje que uno es capaz de comprender y al que puede responder, mientras que el lenguaje expresivo representa el uso que uno hace del lenguaje cuando se comunica. Los léxicos receptivos y expresivos están altamente correlacionados, pero no son necesariamente idénticos. Muchas personas tienen vocabularios receptivos más amplios que sus vocabularios expresivos, siendo muy común que “conozcan” (es decir, reconozcan y comprendan) muchas palabras que leen o escuchan, pero que nunca utilizan (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009). La exposición a los cuentos y a la lectura desempeña un papel decisivo en la extensión del vocabulario y enriquece la conexión, el lenguaje y el crecimiento semántico mucho antes de aprender a leer, permitiendo ampliar el vocabulario a lo largo de toda la vida. Los niños a los que se les lee suelen tener un vocabulario receptivo más rico y mejores habilidades de escucha y procesamiento (Gleason y Ratner, 2009; Heymann 2010; Landry et al., 2006b). El maltrato representa un riesgo para el desarrollo del lenguaje. En conjunto, los niños maltratados utilizan y son capaces de etiquetar menos elementos léxicos (menos palabras diferentes) que sus compañeros bien atendidos (De Bellis, 2005; Kurtz et al., 1993; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997). Tener un caché semántico reducido también significa disponer de un almacén más pequeño de palabras con las que expresarse. En el caso de los niños maltratados, los vocabularios de los que no han recibido una adecuada atención tienden a ser los más afectados (Albers et al., 2005; Miller, 2005). Tanto los elementos receptivos como los expresivos se resienten en aquellos niños que tienen poca experiencia con la interacción (por ejemplo, en orfanatos) o cuyas interacciones se limitan a expresiones directivas y repetitivas (“¡Basta ya!”, “Ven”, “¡Cállate!”, “Toma”, “Deja de quejarte”, “¡Dame eso!”). Los niños de
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hogares en los que los cuidadores están desbordados (porque se hallan, por ejemplo, sobrecargados de trabajo, están estresados, o son discapacitados o sin techo) también corren el riesgo de tener vocabularios más pobres (Levendosky et al., 2003; Milot et al., 2010; Nabors et al., 2004). Pero la exposición no es el único factor en el desarrollo del vocabulario. Los vocabularios de los niños traumatizados que tienen muchas oportunidades para interactuar también pueden verse afectados por la forma en que el estrés interfiere en la escucha y el aprendizaje. El trauma y el desbordamiento postraumático impiden que los niños presten atención a las interacciones y que sean menos capaces de procesar y almacenar palabras nuevas (véase el capítulo 8). El trauma en sí mismo puede frustrar la comprensión si aboca a asociaciones de miedo y significados confusos (recordemos, por ejemplo, al tío “favorito” de Millie), lo que inhibe la curiosidad y la exploración. “Probar” nuevas palabras o frases es parte del desarrollo normal de los niños, y las reacciones de los adultos les ayudan a ver si “lo hacen bien” o no (Baron, 1992; Berman, 2004; Dromi, 1987). Si los niños bien tratados cometen un error al utilizar una palabra nueva, por lo general reciben una corrección o una reformulación cariñosa, mientras que su uso correcto suele provocar elogios y alegría. Ambas reacciones refuerzan la motivación del niño para continuar experimentando con nuevas palabras. Es muy posible que los niños maltratados no reciban aliento para experimentar o que no se les brinden demasiadas oportunidades para narrar sus experiencias. Algunos no saben cómo expresarse, mientras que a otros les preocupa que hablar les acarree cosas negativas y temen las consecuencias derivadas de equivocarse. Los niños a los que se les advierte que “no hablen” (por ejemplo, sobre el abuso, la violencia doméstica, la adicción de los padres) pueden limitar sus expresiones verbales con el fin de que no se les escape algo. Algunos experimentan tanta ansiedad al hablar que dejan de hacerlo en ciertas situaciones (como ocurre, por ejemplo, en los casos de “mutismo selectivo”). Aun en ausencia de amenazas, los niños maltratados son sumamente cautelosos con los errores. Es posible que se les haya hecho sentir que son “estúpidos” a causa de los malentendidos, lo que los disuade de preguntar o de intentar nuevas palabras y frases. No todos los niños traumatizados han sido maltratados, pero el trauma en sí mismo puede dificultar la expresión (Herman, 1997). Los niños que han padecido traumas médicos refieren que sienten que “no tenían palabras” para describir sus experiencias, que estas no se podían expresar verbalmente o que
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las palabras no bastaban para explicarlas. Algunos sienten que las palabras lastimarán a sus cuidadores (por ejemplo, se molestarán si el niño manifiesta desesperación o dolor) y, por eso, dejan de buscar maneras de explicarlo (Carlsson et al., 2008; Carter, 2002; Drew, 2007). Otros simplemente carecen de la energía suficiente para intentarlo siquiera. Asimismo, el dolor crónico es demasiado apabullante para permitir el aprendizaje, mientras que el malestar y los efectos secundarios de los medicamentos dificultan la atención (Fuemmeler et al., 2002; Gil et al., 1991; Kazak et al., 2006; Kuttner, 2010; Stafstrom et al., 2002; Varni et al., 1996). Como ocurre con otros niños abrumados, los niños que padecen traumas médicos suelen estar menos predispuestos a procesar la nueva información y/o recuperar el vocabulario que ya dominan. Al igual que ocurre con muchas otras habilidades, un uso reducido se traduce en una merma en el desarrollo. Las consecuencias del uso limitado del lenguaje (menos exposición, menos oportunidades, disociación, confusión, miedo, crecimiento restringido, preocupación, etc.) son graves en los niños. Para desarrollarse, el lenguaje requiere un uso continuo, flexible y creativo, y las interrupciones de dicho desarrollo durante la primera infancia tienen efectos permanentes. Aunque todos los dominios del lenguaje se ven afectados por el trauma, algunos aspectos del vocabulario y la semántica resultan especialmente vulnerables al desbordamiento crónico. En las secciones que siguen, detallamos y exploramos las posibles razones.
Vocabulario referente a los “estados corporales” y las emociones Los niños traumatizados tienden a utilizar menos palabras relacionadas con estados corporales –como hambriento, cansado, sediento, doloroso o satisfecho–, así como un vocabulario relacionado con las emociones (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998; Yehuda, 2005, 2011). Las “palabras referidas a los sentimientos” tienden a ser poco concretas y, a menudo, se utilizan designaciones generales como “bueno”, “malo”, “triste” y “enfadado”, en lugar de nombrar emociones específicas como excitado, sorprendido, encantado, relajado, orgulloso, herido, asustado, preocupado, aburrido, impaciente, etc. Cuando no se presta atención a las experiencias, ni se expresan en palabras (y mucho más cuando son deliberadamente ignoradas o mal etiquetadas), la adquisición y el uso del lenguaje corporal y emocional se ven afectados. Si el hambre del niño no es nombrada o atendida, si su
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incomodidad no recibe ninguna explicación, si su fatiga no es reconocida, ¿de qué modo sabrá cómo llamar a los sonidos en su barriga, el escozor de un sarpullido, la sensación de cansancio o el dolor del abuso? Los bebés y los niños pequeños no tienen, por sí solos, manera de solucionar su incomodidad. Por ese motivo, cuando los cuidadores no alivian su sufrimiento (¡y más aún cuando lo causan!), el único medio de calmarse al alcance del niño es escapar de su cuerpo a través de la disociación. Incluso si otras personas hablan de hambre, dolor, alegría, aburrimiento o tristeza, los niños que se cierran en sí mismos no asocian esas palabras con las correspondientes experiencias internas. Las palabras carecen de sentido para los niños a menos que puedan relacionarlas con sus sentimientos. Sin embargo, esta falta de conexión no se resuelve automáticamente cuando el niño es alejado de la situación que le resulta abrumadora (Gaensbauer, 2011). Es muy posible que los niños maltratados desconozcan cómo aprovechar la atención que se les ofrece o cómo solicitarla, siendo esa la razón de que los cuidadores tengan problemas para descifrar los mensajes del niño y responder a ellos. Y, cuando su atención no satisface las necesidades del niño, refuerza inadvertidamente la desconexión y la incomprensión de los estados corporales y el lenguaje emocional. Algunos padres adoptivos o de acogida reciben recomendaciones contradictorias sobre la mejor manera de apoyar a un niño. En ocasiones, se les aconseja permitir que este lleve la iniciativa y permanecer atentos a las señales de lo que necesita, pero cuando el niño no emite señales que interpretar o no responde del modo en que se espera, los cuidadores se sienten perdidos. Tal vez el pequeño no llore ni diga que tiene hambre, que no se consuele cuando se le tranquiliza o que nunca parezca saciado ni dispuesto a dormir. También se aconseja a otros cuidadores que mantengan rutinas estrictas (por ejemplo, similares a las del orfanato) para que sean predecibles, pero la rigidez pasa por alto las necesidades individuales del niño y enmascara su hambre y su fatiga reales. La disociación del niño, sumada a la posible mala interpretación de sus emociones y necesidades por parte de los cuidadores, pone en peligro la conexión y la comunicación. Los niños cuyo dolor o angustia no ha sido reconocido ni atendido aprenden a ignorar su cuerpo y a disociarse de las sensaciones, emociones y molestias. Las palabras relativas a la experiencia personal acaban pareciéndoles extrañas y confusas. Algunos niños tienen miedo de tener necesidades, sobre todo si estas les han acarreado confusión y dolor, o si la atención traía consigo determinadas
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exigencias. Los niños maltratados a menudo esconden o niegan la tristeza, el dolor, el hambre, la fatiga y la ira, puesto que, para ellos, reconocer e identificar sus necesidades y sentimientos supone una provocación. Los sentimientos convierten en reales cosas que son demasiado dolorosas de gestionar. Esta falta de conexión también se aplica a los niños que han padecido un trauma médico (por ejemplo, accidentes, problemas congénitos, dolor crónico). Algunos niños cuyo dolor no es tratado, o bien es minimizado o ignorado, llegan a percibirse a sí mismos como “malos” de alguna manera por padecer dicho dolor. Por otro lado, si se les dice que “esto no duele demasiado” o que “todo está bien” cuando las cosas no están bien, se sienten confusos en cuanto a qué es el dolor o su grado de realidad (Carter, 2002; Kuttner, 2010). Quizá los niños son muy pequeños o están demasiado enfermos como para solicitar ayuda, o creen que mostrar su dolor o enfado solo conseguirá aumentar su sufrimiento (por ejemplo, si piensan que se les reprimirá castigándolos). Los niños que se sienten mal por las molestias que ellos (es decir, su dolor) causan en sus padres, pueden no llorar, ni preguntar ni intentar explicarse, cayendo en cambio en la disociación. Los protocolos médicos a menudo requieren ignorar los estados corporales. Es posible que no se sacie el hambre (por ejemplo, antes de las intervenciones), o que se alimente a los niños cuando no tienen hambre o a pesar de tener náuseas (como, por ejemplo, cuando se efectúan pruebas del tracto gastrointestinal superior). Es posible que ya no controlen sus funciones corporales. En ese sentido, la frase “debes hacer tus necesidades” tiene poco sentido cuando hay incontinencia urinaria, una urgencia constante causada por una infección o un catéter, o incapacidad para pedir un orinal. Términos como “no” y “parar” resultan confusos, así como expresiones del tipo “es bueno para ti”, “peor” y “mejor” (como, por ejemplo, “esto te hará sentir mejor” para expresar algo que en ese momento el niño percibe que no es positivo para él). Si están insensibilizados y sienten que las palabras están vacías o no son importantes, los niños enfermos tienen dificultades para nombrar estados corporales o emocionales. Disociarse del propio cuerpo y de los propios sentimientos hace que también sea difícil reconocer y etiquetar esos estados en el resto de las personas (Gaensbauer, 2002; 2011; Fogassi y Ferrarri, 2007; Ninio y Snow, 1996; van der Kolk, 2014). Los niños traumatizados parecen carentes de empatía o interpretar de manera extraña las situaciones sociales. El modo en que los niños utilizan las palabras es siempre informativo y nos brinda una puerta de acceso a su
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interpretación del mundo y su experiencia. Un niño puede ver a una persona herida o llorando y decir “contento” porque le han dicho en algún momento “¿no estás contento de que los médicos hayan venido tan rápido? También es posible que solo esté adivinando y aplique arbitrariamente una palabra relativa a un sentimiento para tratar de describir una situación emocional. El mismo niño también puede utilizar la palabra “contento” en respuesta a una fiesta de cumpleaños o un regalo, reflejando las experiencias y significados confusos que ha inferido. Un niño que asocia con el maltrato a una persona sudorosa es posible que no se percate de que alguien que se limpia la cara después de correr tiene “calor”, “sed” o “sudor”, y, en lugar de eso, sentirse alarmado y decir que esa persona es “mala”. En ese caso, si otras personas reaccionan con miradas de desconcierto o se ríen de su equivocación, el niño puede sentirse avergonzado, confundido e incluso asustado. Los niños dan sentido a su realidad a través del reflejo que les proporcionan los adultos (Cozolino, 2006, 2014; Gaensbauer, 2011; Halla, 1999). Si las palabras y acciones de los cuidadores coinciden con los sentimientos y necesidades del niño, este aprenderá a confiar en sus percepciones y sensaciones corporales. Sabrá que debe buscar pistas en el adulto para diferenciar e interpretar la comodidad y la incomodidad, el placer y el dolor, la preocupación y la tranquilidad. La interpretación que hace el adulto suele tener prioridad sobre la del niño: cuando un adulto está contento, eso debe significar que ha ocurrido algo bueno; en cambio, si está enfadado, el niño puede pensar de sí mismo que es malo o que debe haber hecho algo negativo. Tal vez se sienta culpable y ansioso por si ha hecho o no algo que no está bien, creyendo que se lo merece si le ocurre algo malo. Los adultos sensibles validan los sentimientos del niño incluso cuando estos difieren de los suyos y reconocen, por ejemplo, que la infelicidad del niño por tener que quedarse con la niñera es tan real como su propia alegría por salir a celebrar un aniversario. Esto ayuda al niño a aprender que hay más de un sentimiento –y punto de vista– acerca de una misma situación. Sin embargo, si el adulto no percibe (o no le importan) las emociones del niño, este puede sumirse en la confusión. ¿Se siente muy contento o muy desgraciado? ¿Contento significa no sentirse bien por dentro? ¿Contento quiere decir que otra persona tiene que estar triste? Los niños que encuentran confusas las palabras relacionadas con los estados corporales y emocionales son menos propensos a utilizarlas. Los niños
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maltratados a menudo usan la coletilla “no sé” cuando se les pregunta acerca de sus sentimientos, sobre todo cuando tienen poca experiencia en identificar los sentimientos. “El significado de la esperanza”. Cuando las suposiciones entorpecen la comunicación Los alumnos de cuarto curso trajeron sus deberes de clase a la sesión, una redacción sobre “Cómo espero que será el mundo cuando sea mayor”. Los tres niños de la escuela pública de un entorno urbano tenían problemas con el aprendizaje del lenguaje y debían entender las palabras antes de poder formar una respuesta narrativa. Primero les expliqué lo que significaba “mayor” pero, cuando les pregunté qué significaba la palabra “esperanza”, sus rostros se volvieron inexpresivos. Entonces empezamos un diálogo: —¿Es la esperanza una cosa buena o mala? (Más caras inexpresivas) Bueno –les pregunté entonces impertérrita–, si digo: espero que mañana haga buen tiempo, ¿qué creéis que quiero decir? (Silencio) Bien, pensemos juntos. ¿Es la esperanza algo que hace que la gente se sienta bien o mal? Los niños miraron alrededor de la habitación como si de las paredes hubieran brotado de repente visiones fascinantes, entonces, armándose de valor, uno de ellos se arriesgó a decir en tono vacilante: —Señorita, ¿puede que algo malo? —¿Algo malo? De acuerdo, ¿por qué? —No lo sé –respondió encogiéndose de hombros–, solo creo que es un mal sentimiento… Se produjo entonces una pausa embarazosa, y luego otro niño añadió: —Sí, es algo malo porque ahora todo está desordenado, así que cuando crezca estará más desordenado. Todos asintieron con la cabeza. Esto era algo que iba más allá del retraso en la comprensión y la falta de conceptos, ya que era su realidad la que estaban comunicando. Aquellos niños (y muchos otros niños que reciben una educación falta de toda esperanza) tenían la experiencia de que la esperanza siempre terminaba sofocada bajo el desengaño y las promesas incumplidas. Albergaban muy pocas esperanzas y eran constantemente señalados por sus fracasos, no por sus éxitos. Muchos los consideraban niños fracasados en una escuela fracasada situada en un vecindario de familias fracasadas. Sus experiencias vitales (y, muy posiblemente, también las de sus padres) les
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daban pocos motivos para imaginar que las cosas mejorarían. No es de extrañar que les resultara difícil concebir la “esperanza” como algo que no fuese descorazonador. Así pues, ¿cómo definir la “esperanza” a alguien que no la conoce? Esto es muy importante para los niños cuyas situaciones parecen desesperadas. Así que empecé con algo que los chicos entendiesen: un concurso de dibujo en el que podían “esperar ganar” una pequeña recompensa. Llamamos “esperanza” a esa emoción incipiente que sentían (y todos ellos “ganaron” a causa de alguna “habilidad artística” peculiar de cada uno). También empezamos a esperar que hiciera buen tiempo para poder jugar en el exterior durante el recreo y, en la siguiente sesión, esperamos que las galletas en el microondas, que habíamos improvisando, fuesen comestibles (cuando descubrimos que no lo eran, todos nos reímos mientras íbamos a la tienda). Hablamos también de cómo la esperanza no significa que obtendremos necesariamente lo que esperamos pero que, incluso así, nos hace sentir bien interiormente. Esperamos todo tipo de cosas: una victoria de nuestro equipo de fútbol o que haya pizza y no carne para comer. Así pues, sembramos la semilla del concepto, aun cuando también discutimos el orgullo, la satisfacción, la alegría, la emoción, la tranquilidad… Un par de semanas después les pregunté con cierta despreocupación a los niños qué significaba para ellos la palabra “esperanza”. Entonces, entornando los ojos, uno me respondió: —Algo que te hace sentir bien cuando lo piensas porque esperas que tal vez suceda y te ponga muy contento. —Espero que algún día deje de vivir en viviendas públicas y ya no tengamos más cucarachas y que mi hermano deje de vivir con mi primer padre y venga conmigo –añadió otro niño con una mirada un tanto soñadora. Aquellos alumnos me enseñaron que la esperanza no es algo que se da por sentado, sino que necesita ser permitida, cultivada y aprendida. Palabras como “feliz”, “seguro”, “orgulloso”, “exitoso”, “pacífico” y “contento” también deben estar conectadas con la realidad, como los cordones umbilicales a los fetos, y deben ser alimentadas antes de que puedan respirar de manera independiente. (Una versión de este extracto apareció por primera vez, en el año 2007, como “Enseñar la esperanza” en ISSTD News [International Society for the Study of
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Trauma and Dissociation]). Causa y efecto Cuando tienen oportunidad de explorar lo que sucede si hacen determinadas cosas, los niños adquieren las nociones de causa y efecto. Los bebés bien atendidos aprenden, a una edad muy temprana, que las personas que los cuidan pueden mejorar su situación. Cuando callan debido al sonido de los pasos o la voz de sus padres acercándose, evidencian que han aprendido a anticipar el consuelo, y lo han aprendido a partir de todas las ocasiones que dicho consuelo siguió a la presencia, los pasos o la voz de sus cuidadores. A medida que los bebés crecen, sus predicciones se vuelven más complejas: llamar atrae a otras personas; cuando sueltan el biberón, este cae; reír provoca risas en los demás; tirar comida al suelo atrae al perro. Aprenden que, si se mueven de una cierta manera, llegan a las cosas, o que tocar algunos objetos suscitará un firme “¡no!”. Por lo general, los bebés bien desarrollados y cuidados ponen a prueba constantemente sus hipótesis, en parte para confirmar su comprensión de la causalidad y, en parte, para ejercer un creciente sentido de control sobre su mundo. El bebé se acerca de manera deliberada para tocar un objeto prohibido y hace una pausa para anticipar el “no” de la persona que los cuida. Puede repetirlo muchas veces, maravillado de que “funcione”. La repetición enseña a los bebés qué deben esperar, así como los límites de lo permitido y el impacto que tienen sus acciones, vocalizaciones, sonrisas y llantos (Baron, 1992; de Boysson-Bardies, 1999; Cozolino, 2006; Ninio y Snow; 1996; Schore, 2012; Siegel, 2012). La previsibilidad tranquiliza y confirma. Es por eso que los niños pequeños piden siempre los mismos cuentos, canciones y vídeos y se ríen de las bromas que empiezan siempre con “toc-toc”. Para entender causa y efecto, se requiere que el niño sea consciente de lo que ocurre a su alrededor y que tenga la oportunidad de experimentar con las cosas y las reacciones. Los niños que no tienen suficientes oportunidades para explorar y relacionarse tienen menos dominio sobre su entorno, con lo que su capacidad de hacer predicciones se ve comprometida. Quizá no entiendan de qué modo una cosa lleva a otra, o cómo o qué sucederá después y por qué. Estas dificultades son especialmente acusadas en los niños que viven en instituciones y/o son severamente desatendidos después de la incapacitación de los padres, la enfermedad mental, la adicción y el desbordamiento emocional (Albers et al., 2005; De Bellis, 2005; Miller, 2005). Esos niños pasan muchas horas en su cuna con acceso limitado a juguetes, actividades y otras personas.
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Son alimentados o cambiados solo cuando los adultos se acuerdan de hacerlo y no en respuesta a su hambre o incomodidad. Los sonidos y las acciones pueden asociarse (por ejemplo, vincular una luz que se enciende con la atención de los cuidadores), pero los niños tienen pocas oportunidades de influir en dichas acciones. El llanto no consigue que las personas los consuelen. Vocalizar no provoca sonrisas. El hambre no significa que vayan a ser alimentados. Las cosas les suceden a ellos y en torno suyo, pero no como reacción a su voz, sus necesidades o sus travesuras. Los bebés desatendidos muestran un interés limitado en jugar o experimentar. Aun cuando se les proporcionan juguetes, es posible que no sepan qué hacer con ellos (Albers et al., 2005; Miller, 2005; Silberg, 1998). Puede que no miren para ver dónde ha caído el biberón porque no hay presente ningún adulto para mirar, recogerlo y verbalizar lo ocurrido. También es muy posible que no se percaten de que pueden producir un efecto y no sepan que el llanto sirve para llamar a alguien. Quizá ignoren que la presencia de la gente puede aportarles alivio. Los niños que han sido víctimas de abusos suelen tener más oportunidades de experimentar que los niños severamente desatendidos pero, si sus intentos son recibidos con ira o dan lugar a respuestas aterradoras, su curiosidad se verá mermada. Si sonreír provoca una sonrisa o una bofetada con la misma facilidad y un “¿de qué te ríes?”, los niños se sentirán menos inclinados a conectar la sonrisa con una actitud de reciprocidad o interacción satisfactoria (Vissing, 1991). Por su parte, los niños que han padecido un trauma médico también pueden temer la exploración. Si tocar las cosas les causa dolor, tendrán miedo a intentar hacer cosas o tratarán de no moverse demasiado si ya están lastimados. Incapaces de predecir lo que causa o no dolor, limitan la vocalización, el llanto, la actividad, los gestos sociales y la variación en el juego (Casey et al., 1996; Danon-Boileau, 2002; Doesburg et al., 2013; Ford y Courtois, 2013; Gaensbauer, 2002; Heineman, 1998; Heller y Lapierre, 2012; Kuttner, 2010; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Silberg, 1998). La impotencia es un sentimiento devastador. Los niños traumatizados tratan de adquirir algún control pensando que de alguna manera son los culpables (Gomez, 2012; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Estos conceptos erróneos se ven a menudo reforzados por adultos que les dicen: “¡¿Por qué has hecho eso?! ¡Mira lo que has hecho! Es tu culpa llorar, hacer ruido, limpiarte el pañal, derramar la leche o tirar el biberón…”
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Atrapados entre la necesidad de propiciar un cambio (es decir, obtener ayuda, alimentarse o sentirse queridos) y el temor, están emocionalmente desbordados. Es posible que los niños hipervigilantes no sepan cuál de los múltiples estímulos ha causado la reacción, mientras que los niños insensibilizados serán incapaces de entender la causa y el efecto de situaciones en las que no han estado suficientemente presentes. De ese modo, cuando el niño no sabe qué esperar o qué sucederá, un mundo que ya de por sí es aterrador se vuelve más inconexo si cabe.
Secuencialidad La secuencialidad incluye la comprensión de que las cosas ocurren en un cierto orden: los calcetines van primero, luego los zapatos; estás incómodo → lloras → alguien viene → te cambia el pañal → estás limpio y seco → te sientes mejor. Los bebés aprenden la secuencialidad mediante las rutinas que se atienen a ciertos patrones y a través de las narrativas y explicaciones que los refuerzan. El cuidador dice: “Sé que tienes hambre. Te voy a preparar el biberón. Pondré la leche a calentar. Dame un minuto más, cariño, ya casi está listo. Sí, sé que es duro esperar. Ya está preparado, aquí tienes. Está bueno y delicioso”. Entonces el bebé se familiariza con los pasos que finalmente conducen al biberón y, tan pronto como ve que la persona que lo cuida coge un biberón vacío, sabe que lo llenará, luego lo calentará y finalmente se lo dará. Sabe que la incomodidad en su vientre será seguida por el acto de comer y sentirse saciado. Pero, cuando los eventos suceden al azar, los bebés tienen problemas para aprender qué deben esperar después: a veces ocurren cosas, otras veces no. La comida puede o no aparecer; puede o no llegar a la boca del bebé; quizá traiga dolor y no alivio (demasiado caliente, muy fría, estropeada, diarrea, no eructar). El cuidador recoge al bebé para alimentarlo o pasa a su lado y no regresa durante lo que le parece una eternidad. Los eventos carecen de secuencialidad. Las cosas empiezan y no terminan nunca. Una misma señal puede significar alivio o angustia. Los niños maltratados luchan con la secuencialidad y el orden temporal (qué va a suceder en primer lugar, en segundo, etc.) (Nadeau y Nolin, 2013; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Yehuda, 2005, 2011). El caos y la impredecibilidad se suman al desbordamiento y la disociación para hacer del mundo un capricho. La realidad ya es de por sí incomprensible: en un momento
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estás jugando en silencio en tu habitación y, al siguiente, te abofetean sin saber por qué; vas a la escuela ignorando con quién vas a volver a casa; y no sabes si te van a dar de comer. Cuando los niños recurren a la disociación para gestionar su angustia, su conciencia de lo que ocurre se vuelve limitada y terminan forjando una comprensión fragmentaria porque se han perdido partes de lo sucedido, reforzando así el sentimiento de impredecibilidad. Si la secuencialidad y el orden son demasiado vagos, los niños experimentarán dificultades para entender cómo se desarrollan los acontecimientos en una historia y qué debe suceder antes y después. Aunque sean capaces de enumerar personas o acciones, no saben por qué las cosas ocurren de una manera y no de otra. En lugar de representar una narrativa coherente, las imágenes de la historia parecen no estar relacionadas entre sí. Sus explicaciones parecen inconexas, reflejando la idiosincrasia de lo impredecible de su mundo. Tener que organizar una secuencia resulta aterrador. El hecho de que se les pregunte “¿qué debes hacer ahora?” o “¿qué sucederá después?” provoca confusión en algunos niños que anteriormente no han sabido explicarse las cosas. Pueden darse cuenta de que no están “obteniendo” algo que deberían tener, o temer represalias si en el pasado ya han sido castigados por no saber determinadas cosas. Imprimir un cierto orden en los acontecimientos desencadena, en ocasiones, recuerdos dolorosos si los cuidadores abusivos acompañan el abuso con frases tales como “ya sabes lo que viene ahora…”, “¿qué pensabas que pasaría?”. Los niños también pueden tener buenas razones para no internalizar la secuencialidad cuando les resulta abrumadora la forma en que una cosa lleva a la otra. Es mejor no establecer conexiones entre lo que ocurre ahora y lo que está a punto de suceder (por ejemplo, “mamá está bebiendo → se vuelve mala → te golpea →” o “la hora de dormir ha llegado → te vas a dormir → papá entra en la habitación → hace cosas malas”). El niño puede sentirse más seguro si no tiene que conectar los puntos, no tiene que pensar en ello y no tiene que saber.
Narrativa La narrativa proporciona la historia de nuestras propias experiencias, acciones, motivaciones, pensamientos y percepciones, describiendo personas, lugares, eventos, sentimientos, ideas e impresiones. Permite la representación verbal de las aspiraciones, los planes y los recuerdos. Refleja la comprensión de los conceptos y la visión que tenemos de los demás y del mundo. La narrativa
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ofrece una medida de nuestra capacidad de comunicación porque se basa en la comprensión y la capacidad de acceder al vocabulario para la expresión, está moldeada por el entendimiento de cómo funcionan las cosas y tiene en cuenta el conocimiento del oyente, proporcionándole suficientes detalles para que se forje una idea de lo ocurrido (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009; Ninio y Snow 1996). Los niños también aprenden la narrativa de sus cuidadores (Baron, 1992; Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999). Cada vez que los cuidadores explican al bebé dónde van y lo que verán o harán, cada vez que verbalizan lo que el bebé está experimentando y sintiendo, cuando le dicen lo que ha hecho o le leen un cuento a la hora de dormir, el bebé está expuesto a la narrativa y aprende cómo utilizarla para enlazar los eventos y experiencias con las palabras. La narrativa es una competencia compleja que no solo se desarrolla durante la infancia, sino también durante toda la vida. Sin embargo, todas sus facetas están presentes en formas simplificadas, aunque efectivas, al llegar a la edad preescolar (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009; Heymann, 2010). Hasta los niños pequeños son capaces de contar historias sobre dónde han ido, a quién han visto, qué quieren ser cuando sean mayores, qué pasó en el cine cuando sus palomitas de maíz se derramaron, o en el médico cuando a su hermanito le pusieron una inyección. Dada la forma en que el vocabulario, el estado corporal, el lenguaje relacionado con las emociones, la causa y el efecto y la secuencialidad pueden verse afectados por el trauma, no debería sorprendernos que las competencias narrativas de los niños traumatizados también se vean mermadas (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998; Yehuda, 2005). Los niños con una percepción fragmentada de la realidad y de sus experiencias tienen dificultades para armar una narrativa coherente. Por su parte, los niños que no están acostumbrados a ser escuchados (y/o que no se sienten escuchados) y que han tenido pocas narrativas relevantes para sus necesidades disponen de menos “bloques de construcción” para elaborar historias. Sus narrativas parecen esqueléticas, literales, ambiguas y difíciles de seguir. Además, las mismas historias que los niños traumatizados tratan de contar se refieren a hechos fragmentados y confusos, lo que las hace más difíciles de elaborar y comprender. Las brechas en las historias que cuentan los niños no hacen sino reproducir y reflejar las brechas que hay en su conciencia y la experiencia no articulada de la situación abrumadora en que viven.
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Significado literal, ambiguo y simbólico La ambigüedad, la metáfora y el simbolismo forman parte del lenguaje. A veces las palabras entrañan más de un sentido (como, por ejemplo, “¡eres un plomo!”), y las frases significan cosas diferentes según cómo y dónde se digan (por ejemplo, “¿está la ventana abierta?” no significa lo mismo si lo dice alguien temblando de frío o una persona sudando de calor). Las declaraciones del lenguaje simbólico pueden significar algo muy diferente a las palabras literales (por ejemplo, “soy todo oídos”), mientras que las metáforas representan cosas que no tienen sentido (por ejemplo, “el sol bailaba sobre el agua”). Los múltiples significados y simbolismos enriquecen nuestra comunicación y añaden capas de contexto y matices a la narrativa y el discurso, pero también resultan bastante confusos para los niños pequeños. Los niños aprenden a escuchar lo que la gente dice, de modo que cuando las palabras no coinciden con lo que creen haber oído, eso puede despistarlos. Los niños pequeños son literales. ¿Por qué ha dicho mamá que “tenía algo en la nuca todo el día si no tiene nada ahí”? ¿Qué significa que alguien “come igual que un pájaro”, que come gusanos? Se necesita exposición, tiempo y maduración para que el niño sopese simultáneamente dos significados y entienda determinadas expresiones y metáforas. Un lenguaje rico, la lectura, las leyendas, los cuentos y las conversaciones exponen a los niños a juegos de palabras y expresiones idiomáticas en diferentes contextos y les ayudan a darse cuenta de que, cuando las palabras no coinciden con su significado, existe un sentido “oculto” que deben inferir (Bernan, 2004; Brinton y Fujiki, 1989; Gleason y Ratner, 2009; Heymann, 2010; Ninio y Snow, 1996). Gestionar la ambigüedad y el lenguaje simbólico requiere escuchar, prestar atención, procesar y tener curiosidad y flexibilidad, todo lo cual es difícil de conseguir cuando uno se siente desbordado (Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Los niños traumatizados no acostumbran a captar los matices en los cuentos y narraciones. Para entender el lenguaje simbólico, necesitan escuchar el significado literal de las palabras en su contexto, mientras que, al mismo tiempo, tienen una hipótesis alternativa acerca de las palabras que significan algo diferente. Tienen que mantener la atención para procesar el contexto en el que se escucha la expresión para saber en cuál encaja. Este nivel de procesamiento es difícil de conseguir cuando uno está abrumado, hipervigilante o insensibilizado. El lenguaje simbólico suele resultar confuso para los niños traumatizados, y la confusión aumenta el estrés y refuerza la disociación,
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haciendo que el niño se sienta aún más perdido. Además, el lenguaje ambiguo y “engañoso” puede recordarle los momentos en que los adultos decían cosas que no entendía y, sin embargo, de alguna manera se esperaba que lo hiciera, desencadenando ansiedad acerca de lo que sucede y de lo que significa. Los niños creen que se les está engañando o que se les miente a propósito. Entonces se enfadan y se muestran agresivos, incapaces de explicar qué los ha llevado a sentirse inseguros, asustados o desconectados. La semántica entreteje con significados el mundo que nos rodea. Cuando el lenguaje no consigue hacerlo, pierde parte de su tejido conectivo y se vuelve menos gratificante desde el punto de vista relacional, afectando a la forma en que lo utilizamos, para qué lo usamos y hasta qué punto confiamos en él para comunicar nuestra realidad.
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El impacto del trauma en la pragmática El uso del lenguaje, las pistas sociales y las reglas del discurso La pragmática se refiere a las formas en que nos servimos de la comunicación, esto es, la intención comunicativa de nuestra interacción –preguntar, responder, subrayar, indagar, comentar, ordenar, confirmar, negar, aclarar, etc.–, e incluye los roles que uno asume en la interacción (por ejemplo, orador, oyente, maestro, narrador) y las reglas mediante las que interactuamos: pedir turno, esperar nuestro turno, seguir el hilo de un tema, cambiar de tema y responder a ese cambio, tener en cuenta la comprensión del oyente, utilizar y entender el humor y la ironía, suministrar nueva información y gestionar la mala comunicación. Por definición, la pragmática requiere un compañero de comunicación y se aprende evolucionando desde la reciprocidad básica de mirar, sonreír, esconderse y arrullar a los bebés, hasta llegar a la comprensión social compleja sobre cuáles temas han de plantearse dependiendo de la compañía, o qué eufemismo utilizar y por qué motivo (Baron, 1992; Berman, 2004; de Boysson-Bardies, 1999; Gleason y Ratner, 2009; Halla, 1999; Ninio y Snow, 1996). Todos los idiomas del mundo incluyen reglas referentes a la pragmática. Algunos intentos de comunicación como buscar información, pedir, negar y saludar son universales, aunque las formas en que se usan varían dependiendo de la cultura. Algunas culturas no animan a los niños a plantear preguntas, la negación no se expresa de manera directa, la indagación es directa o se considera descortés la manifestación de emociones desagradables. Las normas relativas a la interacción y el lenguaje educado como dar las gracias y pedir disculpas, saludar y preguntar “cómo se hace”, así como los gestos utilizados para aceptar, inhibirse y negarse también dependen a menudo de la cultura, el contexto y el hablante. No saludamos a nuestro jefe de la misma manera que a nuestro hijo, e interactuamos de modo distinto en un partido de fútbol o en un funeral. Podemos emplear un lenguaje formal en lugar de familiar y debemos saber dónde, cuándo y cómo responder a cada entorno social. La pragmática es un aspecto crucial de la competencia lingüística, puesto que aporta el sustrato para comprender el contexto, el significado y la intención. Los errores de comunicación suelen ser errores en la aplicación de la pragmática.
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Los errores pragmáticos de las personas que aprenden un nuevo idioma en una nueva cultura los hacen destacar como “diferentes” o “recién llegados”, al menos tanto como los errores de pronunciación o semánticos. Los niños también cometen errores pragmáticos: alzan la voz en la biblioteca, formulan preguntas directas sobre temas delicados, comparten información personal, no aceptan de buen grado cambiar de tema, etc. Por lo general, estos errores se resuelven, en los niños pequeños, con una risa sofocada, una sonrisa complaciente y una corrección amable. Sin embargo, en el caso de los niños más mayores, los mismos errores no son tolerados de igual manera, porque la pragmática también incluye determinadas expectativas sociales acerca del comportamiento de personas de distintas edades y posición (Bell et al., 1986; Brinton y Fujiki, 1989; Halla, 1999; Ninio y Snow, 1996). La torpeza en el dominio de la pragmática hace que algunos se sientan incómodos cuando están con personas con discapacidades del desarrollo, autismo o enfermedades mentales. El vocabulario y la gramática de una persona pueden ser aceptables o sofisticados pero, si su pragmática está “fuera de lugar”, pueden ser juzgados como retorcidos, maleducados o ineptos sociales. Las competencias de la pragmática se aprenden a través de la exposición y el ensayo. Los niños observan e interiorizan las reglas y costumbres de su entorno a partir de las interacciones que otras personas tienen con ellos y también de lo que ven cuando otros interactúan entre sí. Los intercambios cotidianos enseñan a los niños a preguntar y responder, mencionar y comentar, saludar, solicitar turnos, pedir, etc. Los niños que reciben cuidados adecuados ya tienen alguna competencia pragmática incluso antes de usar palabras, pero la variedad y la complejidad de la pragmática evolucionan a lo largo de toda la infancia (Berman, 2004; Gleason y Ratner, 2009; Ninio y Snow, 1996).
Maltrato y pragmática El maltrato y el desbordamiento emocional afectan a la comprensión de la pragmática por parte de los niños y a su repertorio de intenciones comunicativas. Quizá solo recurran a un repertorio limitado de tentativas de comunicación, porque las “reglas” que infieren de su realidad (por ejemplo, responder, pero no tomar la iniciativa o no preguntar) no coinciden en ocasiones con las de la sociedad (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Silberg, 2013; Yehuda, 2005). Los niños mal atendidos ignoran cómo aplicar las reglas sociales si no han tenido suficiente exposición y práctica de las mismas, mientras que los
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niños maltratados tienen miedo de algunas interacciones (por ejemplo, si pedir algo o tomar la iniciativa significa que sufrirán algún tipo de daño). Las relaciones a las que los niños están expuestos afectan a su pragmática, al igual que la presencia de la mente y la conciencia. Un niño aislado no atiende a las señales sociales y no sabrá comunicarse, mientras que un niño hipervigilante estará demasiado excitado para “leer” las claves sociales en una interacción (Putnam, 1997; Silberg, 1998; Wieland, 2011; Yehuda, 2011). El desbordamiento reduce la curiosidad y la capacidad de escuchar, afectando a la relación, la conciencia y la sintonización, las cuales resultan esenciales para una comunicación pragmática (Cozolino, 2014; van der Kolk, 2014). Los niños traumatizados pueden parecer –y sentirse– como “extraños” en sus interacciones, y sus problemas e inadaptación social los ponen en alto riesgo de convertirse en acosadores o acosados (Eliot y Cornell, 2009; Espelage et al., 2000; Takizawa et al., 2014). Quizá las reglas que han aprendido sean que es aceptable desquitarse con los demás y atormentar a los débiles, que humillar a otras personas es divertido, o que eso los hace más poderosos. También malinterpretan las bromas como insultos y “castigan” a otros por discrepar o mostrar opiniones diferentes a las suyas. Incluso los niños traumatizados que no caen en la dinámica del acosador/acosado pueden llegar a sentirse como extraños y estar demasiado ocupados con la gestión del dolor, el daño, la preocupación, la ansiedad y sus desencadenantes como para participar socialmente (Drew, 2007; Kuttner, 2010), ignorando cómo mostrar un interés apropiado en los demás, mientras que las personas que se interesan por ellos pueden asustarlos o resultarles intrusivas (Vissing et al., 1991; Rogers y Williams, 2006). Normalmente los niños en desarrollo son intensamente sociales. Hablan de las cosas que han visto u oído, de los objetos con los que han jugado, o de dónde han ido y qué quieren hacer. Intercambian fantasías y elaboran escenarios enteros para sus juegos. Se mueven con fluidez a la hora de adoptar y abandonar los diversos roles e intenciones de la comunicación y les encantan las bromas y decir tonterías. Pero no ocurre lo mismo en el caso de los niños maltratados, para quienes las interacciones pueden resultar tan extrañas, confusas e incluso aterradoras, que tal vez no sepan (o no se les permita) hablar de sus vidas, y quizá no entiendan cómo otros niños lo hacen. Estos niños se sienten avergonzados de la realidad en que viven –por ejemplo, un hogar de acogida, un padre encarcelado– y, muchas veces, creen que los culpables son ellos (Bennett et al., 2010). Les preocupa que otras personas se rían de ellos o
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que no les crean. Algunos urden engaños e inventan historias para tratar de encajar, solo para reaccionar de manera exagerada e interpretar cualquier pregunta al respecto como si fuese un desafío, lo que propicia las reacciones negativas de los demás (Yehuda, 2011). Los niños pueden ser agresivos con sus compañeros, anhelando la conexión, pero sin saber cómo “socializar” con los demás (Lyon-Ruth et al., 2009; Silberg, 2013; Wieland, 2011).
Trauma médico y pragmática En el caso de algunos niños, el trauma (por ejemplo, un trauma médico, un desastre natural o una guerra) solo interrumpe temporalmente los buenos cuidados generales. Sin embargo, incluso los niños que tienen una buena pragmática tienen dificultades con las señales sociales cuando están agitados, y se sienten confusos si las reglas sociales cambian durante una crisis. Los niños creen entonces que ya no se les permite negarse o que solo los adultos tienen la potestad de formular preguntas (Carter, 2002; Kuttner, 2010; Shiminski-Maher, 1993). A los niños enfermos les resulta difícil conectar con compañeros que no entienden y que pueden experimentar rechazo hacia su mundo de tratamientos, quimioterapia, pérdida de cabello, debilidad y posible muerte. Por su parte, los niños más mayores a veces quieren adaptarse, pero no lo consiguen. La realidad médica en sí misma, junto con el dolor, los medicamentos y los efectos secundarios del tratamiento, también afectan a la pragmática: los niños se sienten distanciados, aletargados, cansados y con menos capacidad para participar. Es posible que les resulte difícil seguir el discurso social, que echen de menos las bromas y algunas partes de las conversaciones. Pueden volverse hipersensibles al rechazo percibido e intolerantes a los malentendidos, provocando que sus amigos se alejen de ellos, pero sintiéndose desolados cuando esos amigos se marchan (Drew, 2007). Si las interacciones sociales ya son difíciles para los niños enfermos o visiblemente discapacitados, todavía lo son más para los niños maltratados, cuya lucha es casi siempre invisible. Un niño cuyo comportamiento es desagradable, o con el que “ya no es divertido estar”, puede ver cómo sus compañeros (y a menudo también los adultos) se distancian de él. El rechazo hace que las interacciones subsiguientes resulten estresantes y aumenta la probabilidad de cometer más errores. Si bien los adultos tratan de ocuparse del niño angustiado, incluso ellos pueden mantener las distancias si está constantemente irritado. Los niños, que son egocéntricos por naturaleza, siempre buscarán a alguien con el
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que jugar. Tanto directa como indirectamente, el trauma afecta a la pragmática y la socialización de los niños. En las secciones que siguen detallamos varios aspectos de la pragmática y cómo pueden manifestarse en los niños aquejados de un trauma del desarrollo.
La reciprocidad y respetar los turnos: responder, iniciar, seguir y dar instrucciones Benjamin, de nueve meses de edad, hace poco que se arrastra y se pone en pie. Su padre, su principal cuidador, trabaja en casa y está sentado en el sofá con su portátil. El bebé juega en silencio pero, después de un rato, se aburre y busca algo con lo que entretenerse. Entonces se arrastra hasta los pies de su padre y se pone de pie sonriendo y agarrándose al pantalón del hombre. El padre de Benjamin sigue mirando fijamente la pantalla, sin establecer ningún contacto visual con el bebé. El bebé balbucea, pero el padre sigue sin responder. Benjamin grita entonces y hace un movimiento oscilante de arriba a abajo, que mueve el ordenador. El padre lo levanta, le frunce el ceño y aparta sus manitas de los pantalones. —¡Basta! –le dice–. Quítate. Entonces le da la vuelta al bebé y lo deja en el suelo a medio metro de distancia. Benjamin permanece sentado en silencio durante unos segundos, y luego se gira para mirar a su padre, pero el adulto lo ignora. Cuando Benjamín intenta ponerse de pie de nuevo, el padre mueve la pierna y Benjamin cae de bruces. Su cara se descompone y rompe a llorar, pero su padre sigue sin reaccionar. Pasado un rato, Benjamin se calma, se acurruca lejos de su padre y se duerme. Cuando la madre de Benjamin regresa a casa por la noche, el bebé se pega a la madre y llora cada vez que intenta acostarlo. —Déjalo que llore –dice el padre–. Lo estás malcriando. A mí no me da ningún problema porque sabe que no puede pegarse a mí. § Manuel, de trece meses, pasó los primeros once meses de vida en un orfanato tras haber sido abandonado cuando era tan solo un recién nacido. Su madre adoptiva estaba preocupada porque el bebé no se giraba cuando lo llamaba por su nombre, no establecía contacto visual, rara vez balbuceaba
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y se balanceaba constantemente. Aunque el pediatra sospechaba que podía ser sordo, una prueba de audición mostró emisiones otoacústicas normales y un reflejo auditivo poderoso. A la madre de Manuel no le sorprendió, puesto que creía que el niño era capaz de oír, aunque no le interesaban los sonidos humanos. Lo que la preocupaba era el autismo. Manuel había estado en una sala con muchos niños de diferentes edades. Los escasos cuidadores mantenían a los bebés alimentados y limpios, pero la interacción y el contacto personal eran muy limitados. Los bebés no salían mucho de sus cunas, ni tenían oportunidades para jugar porque los juguetes se mantenían fuera de las cunas por razones de seguridad. Aunque sano, Manuel estaba en un percentil 10 de perímetro craneal, mientras que sus habilidades motoras se hallaban por debajo de la media. —No creo que sepa qué hacer con la gente –señaló, preocupada, su madre adoptiva–. Parece tan perdido. La interacción es una necesidad innata, y las rutinas cotidianas por lo general proporcionan a los bebés una plétora de oportunidades para comunicarse. Los bebés maltratados también buscan el contacto, pero las reglas que aprenden son diferentes a las que tienen los bebés bien atendidos. La respuesta poco amable del padre de Benjamin no fue abiertamente abusiva pero, si ese intercambio fuese representativo del modo en que solía cuidarlo, Benjamin aprendería que tomar la iniciativa no es bienvenido. Por su parte, el bebé intentó poner en práctica todas sus habilidades de comunicación: buscó la proximidad, vocalizó, intentó llamar la atención con gestos sociales y sonrió; incluso intentó de nuevo el contacto después de que su padre lo rechazara. Sin embargo, la comunicación que recibió a cambio fue que su interacción no era bienvenida y que no sería atendido. El breve llanto de Benjamin y cómo se acurrucó para dormir lejos de su padre nos sugiere que aprendió a desconectarse y esperar a que su madre volviera a casa. El hecho de que se aferrase a ella tal vez refleje un intento de comunicar su ira y confusión. Y, si bien la madre le suministró la oportunidad de establecer una interacción reparadora, su desesperado aferramiento hacia su madre agotada, que solo disponía de un tiempo limitado para dedicarle, hacía que Benjamin corriese el riesgo de no adquirir una gama completa de interacción y comunicación pragmáticas. La negligencia frena el desarrollo de la pragmática. Al igual que Manuel, es posible que los bebés procedentes de entornos con carencias comunicativas no
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sepan cómo corresponder e interactuar. Esos bebés pueden llorar poco, dejar de balbucear, no darse cuenta de que el contacto visual es una forma de implicarse, o no responder a su nombre. A algunos bebés los sonidos ambientales les resultan más interesantes que los humanos (Albers et al., 2005; De Bellis, 2005; Miller, 2005). Los niños pequeños que han sido víctimas de abusos rehúyen la comunicación porque la reciprocidad significa miedo y daño (Vissing et al., 1991). Estos bebés aprenden a mirar hacia otro lado, a desconectarse y a no responder, buscando consuelo en los objetos y no en las personas. Aunque no reflejen una incapacidad para comunicarse, esos comportamientos conducen con frecuencia a diagnósticos erróneos de autismo. En realidad, pueden ser comunicadores bastante eficaces de su realidad, y el tipo de intervención que requieren suele ser muy diferente a la del autismo. De hecho, Manuel tenía dificultades con las reglas básicas de comunicación e interacción social, pero no era sordo ni autista. Su rechazo no era un rechazo a la atención por parte de sus padres adoptivos, sino un reflejo de lo que había conocido hasta entonces. Con el fin de ayudarlo, los padres adoptivos de Manuel volvieron a lo más fundamental (véase el capítulo 15) y aprendieron a ofrecer regulación e interacción diádica muy simple, reforzando el contacto visual ocasional y fomentando las vocalizaciones. De ese modo, sus cuidados consiguieron reconstruir las vías que su vida temprana había interrumpido. De manera tentativa, y luego con más frecuencia, Manuel comenzó a reaccionar, a establecer contacto visual, a responder y vocalizar. Aprendió a protestar y a negarse, así como a aceptar y acoger. Saludaba, sonreía y vocalizaba. Respetaba los turnos e interactuaba y hablaba.
Cuando prestar atención al “cómo” significa mucho más de lo que se dice Durante la comunicación uno necesita entender lo que se dice e inferir, simultáneamente, la intención dependiendo del contexto y la interacción. Los niños bien atendidos y con un desarrollo normal muestran una capacidad asombrosa en este proceso dual. Los niños que van a la guardería son capaces de responder a la pregunta “¿está abierta la ventana?” con un “sí” o un “no”, al tiempo que entienden que la pregunta implica la petición de una acción, es decir, abrir o cerrar la ventana dependiendo del calor o el frío que haga. Así pues, comprenden la semántica y la pragmática simultáneamente, es decir, tanto la pregunta como el motivo por el que se formula. Sin embargo, este
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proceso es problemático para los niños traumatizados, y sus suposiciones sobre la intención pueden no encajar en el contexto real. Stella, de ocho años, estaba en educación especial y tenía dificultades para comprender y completar sus tareas. Nacida de una madre adicta, no era infrecuente que Stella permaneciese muchas horas en su cuna mientras la madre buscaba o había consumido su “dosis”. Tenía casi tres años cuando los Servicios de Protección al Menor la asignaron a una “familia de acogida”, viéndose trasladada de pariente en pariente antes de ser ubicada en un hogar de acogida estable. La niña era callada y retraída. Era fácil olvidarse de ella incluso cuando estaba en clase. No peleaba, no se movía, no protestaba y tampoco hacía ruido alguno. Sin embargo, cometía errores aparentemente debidos a una gran falta de atención, como omitir pasos importantes o no aplicar las cosas que le acababan de enseñar. Eso sacaba de sus casillas a la maestra y a la madre de acogida. —¡Acabo de enseñarte cómo hacerlo! –le decían, levantando sus manos consternadas por algo que había hecho completamente mal–. ¡Y has hecho todo lo contrario! ¿Por qué no me has dicho que no lo entendías? Es probable que Stella padeciera algún tipo de daño neurológico a causa de la exposición a sustancias en el útero. También había afrontado unos comienzos difíciles y solitarios, padeciendo incomodidad, necesidad y muchas interrupciones. Así pues, aprendió a cerrarse, a formular pocas demandas y a prestar atención al estado de ánimo de la gente en lugar de a sus palabras. Cuando su madre se mostraba irritable y asustada, Stella se las arreglaba aprendiendo a estar callada sin pedir nada. Las incoherencias e imprecaciones de su madre biológica rara vez tenían sentido. Solo tenía sentido su tono. Cuando la madre de acogida de Stella, una mujer amable pero muy expresiva, alzaba su voz para explicarle algo, Stella era incapaz de escuchar y se concentraba, por el contrario, en la cara y el lenguaje corporal de la mujer, anticipando dolor, algo que también ocurría en la escuela. Centrarse demasiado en “cómo” se comunicaba la gente dejaba a Stella poco espacio para escuchar lo que realmente decían.
Cuando la intención es insoportable y la comprensión conlleva dolor La forma en que interactuamos con los niños configura su sentido de sí
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mismos y del lugar que ocupan en el mundo (Cozolino, 2006, 2014; Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Nuestras palabras, así como la intención que transmitimos con ellas, se convierten en la realidad del niño. Los cuidadores sensibles comunican a los niños que son valiosos a través de los cuidados que les brindan, el modo en que responden a las cosas imposibles que, en ocasiones, desean los niños y las oportunidades que les ofrecen para transmitir su intención. Los niños aprenden que las decisiones de sus cuidadores se derivan del cuidado, mientras que las respuestas empáticas a las elecciones inaceptables de los niños les comunican que sus aportaciones siguen siendo importantes aunque no se salgan con la suya (Landry et al., 2006a; Ninio y Snow, 1996; Stams et al., 2002). La situación es diferente para los niños que son maltratados por sus cuidadores. La impotencia de la infancia se magnifica cuando aquellos que se supone que deben mantenernos a salvo se convierten en fuentes de peligro, dolor y desolación, porque en ese caso los niños acaban atrapados en un doble vínculo irresoluble: las personas de las que dependen para su seguridad son las mismas que la violan (Giovanni, 2004; Liotti, 2009; Lyon-Ruth y Block, 1996; Lyon-Ruth et al., 2006). Comprender que su cuidador tiene la intención de hacerle daño es algo insoportable; aceptar que la persona que más necesitamos para existir desea que nunca hayamos existido es intolerable. Los niños no pueden cambiar esta realidad intencional, pero sí que pueden cambiar la conciencia que tienen de ella. Es entonces cuando se disocian, se desconectan, minimizan, olvidan, ignoran y niegan. “Una equivocación”. Gabby o la negación necesaria Gabby, de diez años de edad, fue un error. Su madre nunca tuvo intención de que naciera. Tuvo a sus hijos muy joven y ya “los había sacado de casa”. No quería “tener que limpiar la caca y las babas de otra niña”. Todo en Gabby hacía enfadar a su madre, quien no soportaba las necesidades constantes de la bebé. Así pues, Gabby creció con una ración diaria de frases como “eres una equivocación”, “nunca te he querido”, “mi vida era perfecta antes de que aparecieras y la arruinaras”, “eres fea”, “tenía que haber abortado cuando tuve ocasión”, y otras agresiones anímicas intolerables. La niña aprendió a pasar desapercibida, a no pedir nada y a anticipar todo lo que su mamá pudiera necesitar. Aprendió a no hacer ruidos cuando comía porque le recordaban a su madre que se estaba “comiendo su dinero”. Aprendió a ocultar que estaba enferma para que su madre no se enfadara
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porque “solo enfermaba para llamar la atención”. Gabby aceptó que todo era –o tenía que ser– culpa suya y que si ella fuera de alguna manera mejor, más rápida, más tranquila, más limpia, más cuidadosa, más sensible o más lo que fuese, su madre encontraría un lugar en su corazón para amarla. Su madre no la quería debido tan solo a su fealdad y a sus propios e inaceptables fallos. Si era tan horrible, ¿cómo iba a quererla su madre? A pesar de todo ello (y dado que la alternativa era verse aplastada por el dolor), Gabby idolatraba a su madre e inventaba historias sobre las cosas que hacían juntas. Siempre encontraba excusas para perder las hojas de los permisos para las excursiones que su madre se negaba a firmar (porque Gabby “no se lo merecía”), para justificar la falta de asistencia de su madre a las reuniones de padres y maestros, o para los libros que no le compraba y que Gabby afirmaba haber perdido. Fue así como fabricó una realidad alternativa y, cuando era descubierta en una mentira y castigada por ello, lo aceptaba de la misma manera que asumía la culpa cuando los maestros la regañaban por “perder” el permiso o por no traer el dinero para el día de la foto. Gabby creía que era ella la que tenía la culpa de todo. También era más fácil ser culpada que hacer que otros supieran que su madre no la amaba lo suficiente como para preocuparse por ella, debiendo afrontar esa realidad. Gabby no podía permitirse el lujo de profundizar en lo que le transmitía su madre, así que construyó su propia interpretación de lo que esta le decía: si solo fuera lo suficientemente buena, sería amada; si no pidiera o exigiera, sería aceptada; si otros pensaran que su madre la amaba, llegaría a ser verdad. Ella reinterpretó la comunicación para hacer que la realidad fuese un poco más tolerable. Como Gabby, los niños maltratados pueden estar desesperados y sospechar incluso de los elogios, interpretando la menor crítica como prueba de su culpa. Es posible que no sepan cómo discutir o negociar, que no pidan aclaraciones, que no inicien algo si no saben cómo, o que crean que no tienen derecho a ser curiosos.
Indagación y curiosidad Aunque no está limitada a la infancia (o a los seres humanos), la curiosidad es un rasgo distintivo de los jóvenes cuando juegan, exploran, se dan un golpe, caen al suelo y vuelven a intentarlo. El juego les permite entrenar las habilidades que necesitarán posteriormente y fomenta la resiliencia ante los
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desafíos futuros a través de los pequeños conflictos y de componentes estresantes como la persecución y la captura, por ejemplo (Konner, 2010). La indagación interpersonal y la curiosidad a menudo implican el lenguaje, y como sabe cualquier persona que pasa tiempo con un niño de tres años de edad, los niños pequeños pueden llegar a ser muy hábiles con las preguntas (Berman, 2004; Ninio y Snow, 1996). Pero este comportamiento entrañable (aunque también en ocasiones exasperante) no ocurre si al niño no se le permite preguntar, le da miedo hacerlo o si la curiosidad le acarrea dolor. Tampoco ocurre cuando un niño está abrumado. Asimismo, el niño disociado tampoco es curioso. Los niños hipervigilantes son reactivos y están alerta al peligro, no a la exploración: lo que solicitan repetidamente no es aprender, sino que se los tranquilice (Silberg, 1998, 2013; Wieland, 2011; Yehuda, 2011). El trauma, la enfermedad y el estrés anulan la curiosidad y la exploración, desviando la energía hacia la supervivencia. Los elefantes huérfanos y las crías de rinoceronte no juegan, no se alimentan ni interactúan y, literalmente, mueren de tristeza (Newberry y Swanson, 2008). Por otro lado, cuando los niños enfermos o estresados juegan, su juego a menudo es silencioso (Kuttner, 2010) o falto de imaginación (Silberg, 1998). Incluso cuando se les presentan oportunidades para ello, es posible que los niños aquejados de un trauma crónico no sepan cómo ser curiosos. La escuela ofrece muchas cosas interesantes pero, si un niño no sabe cómo relacionarse con ellas o responder, se quedará rezagado. La curiosidad también suscita temor si, en el pasado, ha acarreado dolor al niño, con lo que la emoción de la novedad se ve aplastada por la ansiedad. Muchos niños maltratados no saben que pueden levantarse y agarrar algo, tocar cosas o preguntar sobre lo que no entienden. Tal vez parezcan pasivos y desinteresados cuando, de hecho, están aletargados y no saben que la curiosidad les está permitida. Pueden mostrarse agresivos y estereotipados, sin saber cómo explorar (Levine y Kline, 2007; Osofsky, 2011; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Silberg, 1998; Yehuda, 2005).
Cuando no importan el “no” ni el “por favor” El lenguaje social incluye una participación amable a través de expresiones tales como “por favor, “gracias”, “lo siento” y “que tengas un buen día”, así como gestos sociales en forma de movimientos corporales y expresiones faciales (Ninio y Snow, 1996). Las reglas de jerarquía y autoridad culturalmente mediadas dictan quién, cuándo y de qué manera puede decir algo a otra
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persona. Definen lo que se espera de una persona de cierta edad (o género y estatus) y cómo uno debe comportarse en diferentes compañías. Como toda pragmática, el lenguaje social es fluido, con reglas que cambian dependiendo del momento y el lugar. Se espera que los niños hablen con sus padres de una manera diferente a como hablan con sus hermanos, abuelos o extraños. También aprenden dónde utilizar una “voz para el interior”, como en la clase, la biblioteca o la tienda, y dónde utilizar una “voz para el exterior” más bulliciosa. Enseñamos a los niños el uso social del lenguaje cuando les recordamos que utilicen las “palabras mágicas” de “por favor” y “gracias”, o cuando les pedimos que se disculpen por empujar a alguien o por equivocarse sin querer. Con suerte, ven que lo mismo es aplicable para ellos, como cuando se les da las gracias por entregar la botella, cuando se añade un “por favor” a una petición de limpieza o de hacer menos ruido, o cuando les pedimos disculpas. La enseñanza del lenguaje social es muy diferente para los niños traumatizados, y su comportamiento así lo refleja. Los niños maltratados son groseros porque no se les ha mostrado el modo de no serlo. Algunos han aprendido a aplicar reglas en entornos muy limitados, o con muy pocas personas, y carecen de flexibilidad pragmática (Briscoe-Smith y Hinshaw, 2006; Cohen, 2001; Cole et al., 2005; Eliot y Cornell, 2009; Gaensbauer, 2011; Silberg, 2013; Yehuda, 2005, 2011). Pueden parecer torpes, ruidosos, demasiado tímidos o excesivamente ruidosos. Quizá no sepan aguardar su turno ni dirigirse a una persona de la manera adecuada. En lugar de pedir algo, pueden empujar y agarrarlo. Paradójicamente, en ocasiones, también parecen muy educados, no se atreven a correr ningún riesgo, y, en lugar de expresar sus propias opiniones, “adoptan” las de los demás. Pueden disculparse constantemente incluso por cosas de las que no son responsables, o bien rechazar cosas que quieren porque no creen que las merezcan, o porque fueron castigados cuando las tuvieron. Las palabras de uso social deben ser enseñadas en un determinado contexto para cobrar sentido. Si “por favor” no tiene conexión con una petición genuina, los niños percibirán que “por favor” designa una orden y se molestarán cuando no obtengan lo que “piden”, o bien creerán que deben renunciar a algo si se utiliza la expresión “por favor” y tornarse agresivos cuando son rechazados. Algunos no reconocen una indicación del tipo “¿cómo se pide con educación?” (por ejemplo, si omiten las palabras “por favor”) e ignoran qué han hecho mal. En cambio, para otros niños, “pedir algo con educación” supone un recordatorio de promesas incumplidas o de algo terrible.
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A veces, incluso un “sí” y un “no” aparentemente sencillos resultan confusos y no siempre se refieren a los hechos (por ejemplo, ¿es esto un perro?). “Sí/no” también sirven para comunicar aceptación, aprobación, promesa, negación y rechazo. Si no confían en el “sí”, los niños pueden coger lo que quieran, ignorar la falta de permiso y tomar lo que les ha sido negado. Por su parte, es posible que “no” tampoco signifique demasiado cuando es lo único han escuchado o si su propia negativa se ha visto desatendida. Pueden ocultar cosas y mentir. Su historia les ha enseñado que mentir es algo que las personas hacen para no devolver lo que deben o para eludir lo que no quieren afrontar. El comportamiento es comunicación: cuando el comportamiento de los niños cambia o no se ajusta a las expectativas sociales, debemos tener en cuenta que han aprendido a relacionarse de la manera en que otros se relacionaron con ellos y el modo en que lo han entendido. “¡Por favor, no!”. Doug: cuando las reglas fallan Doug, de cinco años, sufrió un accidente de coche. Su madre todavía estaba atrapada en el asiento del conductor cuando los paramédicos sacaron al niño y lo sujetaron a una camilla. Su pierna estaba rota y sangraba a causa de los trozos de cristal incrustados en el brazo y el rostro. Tenía un dolor insoportable y se sentía aterrorizado. Su madre gritaba, pero él no podía verla, y la gente no lo acercaba donde ella estaba. En cambio, se lo llevaron y siguieron haciéndole daño. Aunque gritó “¡no!” cuando le quitaron la ropa y también gritó “¡parad!”, los extraños le quitaron la ropa y lo tocaron por todas partes, incluso donde su mamá le había dicho que nadie debía tocarle; sobre todo, cuando uno se niega a ello. La gente se lo arrebató a su madre. No lo escucharon cuando él gritó llamándola. Solo le mintieron diciendo que “estaba bien” cuando no lo estaba. Pero nada estaba bien. Sus padres le habían dicho que no fuera con extraños. Le habían dicho que, si estaba perdido y solo, debía decirle a alguien que lo llevara a casa, pero estos extraños lo ataron, le hicieron daño y le arrebataron a su madre. Ni siquiera la policía los detuvo. Los policías no le hicieron caso cuando les pidió ayuda. Su madre siempre decía que, si se perdía, la policía lo llevaría de vuelta a casa, pero no lo hicieron y permitieron que otra gente lo llevase a un lugar diferente, lejos de su madre. Todo estaba mal. Una de las personas que le hacían daño, sujetaba su brazo y tenía una aguja. Doug estaba asustado. Siempre que tenía que ir al médico, su madre
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le avisaba antes por la mañana, así que el pequeño tenía tiempo para hacerse a la idea, y ella lo abrazaba después y le dejaba elegir una golosina. Pero su madre no estaba ahora allí y nadie le había dicho nada acerca de esa inyección y también le dolió cuando la ambulancia se puso en marcha. Todo era aterrador y estaba desnudo. Todo estaba mal. Doug incluso trató de pedirle al hombre que, por favor, no le clavase la aguja, pero él solo le dijo: —Estate quieto, por favor. Es por tu propio bien. Te sentirás mejor. Pero este no era un verdadero “por favor” –el hombre ni siquiera esperó a que Doug dijera que sí–, simplemente le clavó la aguja, algo que no fue bueno para él y que tampoco lo hizo sentir mejor. Solo hizo que le doliera más el brazo. ¿Por qué dijo “por favor” si no lo decía en serio? ¿Por qué no escuchó cuando Doug gritó “por favor, no”? Ninguna de las cosas que su madre le había dicho funcionaban. Tal vez las palabras mágicas y las reglas seguras y el “no” y el “para” ya no importaban. Tal vez era realmente malo y estaba siendo castigado porque no había dicho “por favor” cuando hurtó una galleta y se olvidó de pedir permiso. Quizá era culpa suya que las palabras mágicas, las promesas y las reglas seguras se hubiesen roto completamente. Aunque Doug era un niño bien atendido, el trauma del accidente automovilístico, y lo que le siguió a continuación, lo desbordó y desmoronó su visión del mundo hasta mucho después de que sus heridas físicas sanaron. Su madre había quedado atrapada y demasiado malherida para poder consolarlo, y transcurrió un tiempo antes de que su padre acudiera desde otro estado para hacerle compañía. En las largas horas que Doug pasó solo, a pesar de que había personas que lo controlaban constantemente y de que nadie era deliberadamente cruel con él, experimentó una desintegración repetida de todas sus certezas referentes al mundo y cómo se suponía que este funcionaba. También deliraba a causa de dolor y se sentía somnoliento y con náuseas debido a la medicación, sensaciones que no comprendía y que hacían que todo fuera más difícil de procesar y entender. El accidente cambió a Doug, provocando que ya no supiese en qué ni en quién debía confiar. Ninguna promesa del pasado le parecía sincera. Ya no creía que tuvieran ningún poder. Tenía miedo de estar solo, pero la presencia de sus padres tampoco lo consolaba. Doug ya no pensaba que eran capaces de protegerlo o que su presencia le aportase seguridad (véase más sobre Doug en el capítulo 16).
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Cuando las preguntas no están destinadas a ser respondidas Las preguntas y las respuestas son la base de muchos intercambios: buscamos y transmitimos información, investigamos y compartimos, aclaramos y elaboramos. Solicitamos nueva información (“¿dónde estabas el domingo por la noche?”), buscamos confirmación sobre cosas que ya sabemos (“entonces, ¿estarás allí a las cinco?”), preguntamos retóricamente como una forma de recalcar (“¿has visto lo que acaba de pasar?”), saludamos (“¿qué tal estás?”), nos emocionamos (“¿puedes creer a este hombre?”), preguntamos (“¿está abierta la ventana?”), recurrimos al sarcasmo (“¿qué más crees que debería hacer antes de ver el partido?”), disimulamos una orden dándole la forma de una pregunta educada (“¿podría ponerse detrás de la línea blanca, señora?”), etc. Las preguntas son el adhesivo que mantiene unidas muchas conversaciones. Por eso, entender las múltiples maneras en que pueden ser utilizadas –y las respuestas que suscitarán– forma parte del uso pragmático del lenguaje (Berman, 2004; Brinton y Fujiki, 1989; Halla, 1999; Nippold, 2007; Ninio y Snow, 1996). Hasta que no adquieren competencias expresivas más sofisticadas, los niños tienden a responder todas las preguntas, retóricas o no, de manera literal. Sin embargo, incluso los niños muy pequeños comprenden que las preguntas tienen intenciones de comunicación que van más allá de una determinada respuesta o gesto verbal. Si se le pregunta a un niño pequeño: “¿Has visto el chupete de tu hermano?”. El niño responderá sí o no, pero es probable que busque el chupete o añada: “Papá lo dejó en el carrito”. Ellos entienden tanto la pregunta y el motivo que subyace a ella, así como la respuesta que se espera. El maltrato hace que las preguntas sean entendidas de un modo diferente. Un niño que escucha preguntas vertidas como acusaciones de culpabilidad (“¿qué has hecho?”, “¿por qué lo has hecho?”, “¿qué te he dicho acerca de tocar mis cosas?”) tal vez no se dé cuenta de que una pregunta es una petición de información y quizá le generen ansiedad preguntas del tipo “¿cuál es tu sabor favorito de helado?”, puesto que no sabe lo que se espera que haga o diga. Entonces, dado que no ha tenido la oportunidad de desarrollar sus predilecciones, el niño responderá que no lo sabe o no se atreverá a expresar su opinión dado que no está seguro de que sea la “correcta”. Muchos niños perciben que, con independencia de cuáles sean sus preferencias y sin opción alguna de participar en ellas, todas las decisiones se toman por ellos. Más que para expresar su opinión, deben responder de una manera rutinaria o educada a
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las preguntas que se les formulan. Sin haber tenido la oportunidad de experimentar con las preguntas y las respuestas, es posible que no sepan cuáles son sus preferencias, cómo elegir algo, cómo formular preguntas o cómo explicarse. Las preguntas resultan amenazadoras para los niños que han sido lastimados por dar la respuesta equivocada. Las preguntas también sirven para abrir la puerta a la vergüenza y el dolor (“¿por qué siempre tienes que ser tan idiota?”, “¿ves lo que me obligas a hacer?”). Para algunos niños traumatizados, ninguna pregunta es neutral y el hecho de que se les plantee una (o que se espere que la planteen ellos) genera sentimientos de insuficiencia, estupidez, incapacidad, vulnerabilidad, anticipación de la culpa, impotencia y dolor.
El sarcasmo y el humor: ¿qué significa realmente que algo es divertido? El humor es una habilidad social aprendida y una parte importante del modo en que utilizamos la comunicación (Bell et al., 1986; Halla, 1999; Ninio y Snow, 1996). Incluso los bebés utilizan el humor en sus interacciones. Repiten lo que hace reír a los demás para provocar esa reacción, e “inician” su propia risa para pedir que se repita una broma. Empiezan a reírse con la mera anticipación de lo que les resulta gracioso. Lo que es gracioso suele aprenderse a partir de las reacciones ajenas y, si bien algunas interpretaciones de lo que es divertido son muy particulares (por ejemplo, el bebé de YouTube al que le resulta hilarante el sonido que produce romper un papel), las respuestas de los demás lo refuerzan o lo sofocan. Cuando algo es divertido, los niños lo repiten. Pueden pedir que se haga la misma broma muchas veces, disfrutando de la previsibilidad y familiaridad derivadas de reconocer lo absurdo. Ellos también “practican” las bromas con sus compañeros y hacen cosas divertidas juntos y/o se turnan para bromear. Los niños enfermos, discapacitados, retrasados y abrumados tienen menos oportunidades de participar en situaciones de diversión (Suits et al., 2011; Rogers y Williams, 2006). Algunos pueden ver que otras personas ríen, pero no saben lo que significa, o no captan en absoluto la risa o el humor (por ejemplo, si han crecido con un cuidador depresivo). Estos niños suelen ser lentos para “comprender las bromas” o identificar lo que es divertido. Tal vez no sean hábiles haciendo cosas divertidas y no sepan qué hacer para divertirse o qué resulta divertido. Algunos lo “intentan muchas veces” y se exceden, pareciendo
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socialmente torpes e insensibles. Si tienen la experiencia de que, en lugar de con ellos, se ríen de ellos, la risa no resulta nada divertida en el caso de algunos niños maltratados, estando asociada con el dolor y el ridículo más que con la conexión y el placer. Ver a otros reír puede ser alarmante y recordar al niño los momentos en que los cuidadores estaban borrachos, drogados o fueron crueles. Nelly creció bajo el cuidado de su tía paterna, que muchas veces ya estaba borracha al mediodía. Aprendió a mantenerse alejada de su tía, sobre todo cuando los amigos de la tía –también alcohólicos– la visitaban, corriendo el riesgo de convertirse en el blanco de bromas y “trucos” crueles. Los adultos trataban a la niña como si fuera una mascota de circo. Su idea de diversión era añadir salsa picante a la leche de Nelly, hacerle cosquillas hasta que no pudiera respirar o convencerla de que intentara cosas que era incapaz de hacer. De alguna manera encontraban hilarante la consternación de la niña, y, si lloraba, la regañaban por ser una “aguafiestas” y una “sensiblera”. En la escuela, Nelly se mostraba suspicaz y agresiva. No se llevaba bien con sus compañeros y a menudo se enfadaba con los niños que se reían, ya sea que se riesen de ella o no. Ella misma se reía de los niños que lloraban o se enfadaban. —Su risa me pone los pelos de punta –admitió la maestra–. En realidad, es más una carcajada que una risa.
Fallos en la comunicación: identificar, gestionar y responder a los malentendidos La manera en que uno responde a los fallos en la comunicación depende de lo que uno crea que puede hacer al respecto y de lo que el entorno hará en respuesta. Mucho de esto depende a su vez de las experiencias que tuvimos con otras personas tratando de entendernos cuando éramos pequeños y todavía no teníamos muchas maneras de explicarlo (Cozolino, 2006, 2014; van der Kolk, 2014). Los cuidadores suelen tratar de interpretar el llanto o la irritabilidad de un bebé a través de ensayos y errores. Cuando los cuidadores están en sintonía con las necesidades del bebé, este aprende a confiar en que la comunicación es importante. Los malentendidos requieren estrategias de reparación. Por ejemplo, repetimos lo que acabamos de decir para que otros tengan una nueva oportunidad de escucharlo, reformulando o aclarando lo que creemos que ha sido malinterpretado. Hagamos lo que hagamos, la expectativa subyacente es
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que el oyente también esté interesado en solucionar el fallo en la comunicación y usará lo que le ofrecemos para comprender lo que queremos decirle. De ese modo, confiamos en que la comunicación será reparada. La reparación es recíproca. Incluso antes de que puedan hablar, los bebés participan activamente en la gestión de los malentendidos, rompiendo a llorar o llorando más fuerte, gesticulando, sonriendo, quejándose, gritando, gorjeando, abrazando o calmándose. Es probable que los bebés que experimentan muchas interacciones exitosas confíen en que sus cuidadores solucionen las malas interpretaciones, mientras que los cuidadores que generalmente entienden al niño se sienten confiados en su habilidad para resolver ocasionales fracasos. A medida que aprenden a confiar en que las interacciones tendrán éxito, la tranquilidad y la seguridad de los cuidadores también ayuda a los niños a tolerar frustraciones menores. Sin embargo, los fallos en la comunicación suelen ser menos tolerables para los niños maltratados, dado que han tenido menos oportunidades de participar en interacciones delicadas, menos casos de reparación de malentendidos y más exposición a errores de comunicación. Es posible que no se les pida a los niños que den su opinión, que se les prohíba “contestar” y cuestionar a otros, y que no sepan cómo reparar la comunicación. Además, el trauma en sí mismo resulta incomprensible y deja a los niños y niñas con experiencias abrumadoras que exceden las palabras o la comprensión. Si la confusión está asociada con el hecho de sentirse abrumado, entonces la disociación y la evasión pueden ser la manera que tiene el niño de relacionarse incluso con los malentendidos inocuos. Si los niños creen que, cuando algo sale mal, es culpa suya, tal vez no quieran señalarlo y arriesgarse a padecer más vergüenza. Al no solicitar aclaraciones o reformulaciones, los niños terminan repitiendo los errores. Las personas que asumen que un niño que no dice nada es un niño que comprende las cosas pueden sentirse molestas. Algunos infieren que el niño es obstinado, perezoso o poco inteligente pero, en realidad, lo que hace el niño es poner de manifiesto su incapacidad para reparar los fallos y malentendidos de la comunicación.
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El impacto del trauma en la memoria, la organización y la recuperación Memoria La memoria se refiere a toda la información que captamos y retenemos de una manera u otra, desde pequeños e instantáneos fragmentos de información hasta la memoria a largo plazo. El contexto, la relevancia, nuestra conexión con la gente y el evento, así como los niveles de activación fisiológica y emocional, influyen en cómo y qué recordamos (Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Las estrategias y la retentiva de la memoria no solo varían entre diferentes individuos, sino que las habilidades pueden cambiar en una misma persona, dependiendo de su atención y estado biológico, psicológico y emocional. El estrés y el desbordamiento afectan al modo en que se organiza, procesa, almacena y recupera la memoria (Brewin, 2005; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Aunque utilizamos el lenguaje para narrar, conceptualizar, verbalizar y organizar la memoria, los recuerdos no se limitan a la memoria verbal o la memoria narrativa. Nuestro cuerpo también recuerda. La narrativa de un evento constituye la memoria integrada de la experiencia (es decir, memoria declarativa). Sin embargo, debido a que el procesamiento se ve amortiguado en condiciones de estrés, es menos probable que el trauma se almacene en forma de memoria integrada y/o narrativa, y más probable que lo haga como memoria procedimental (no declarativa) de respuestas condicionadas inconscientes de la experiencia somática y sensorial (Brewin, 2005; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). La disociación interrumpe todavía más la memoria al fragmentar los eventos para que se almacenen en fragmentos e instantáneas no articuladas de experiencia. A falta de procesamiento (a través de terapias corporales y/o verbales), los recuerdos del trauma permanecen separados, compartimentados y sin cohesionar, siendo proclives a desencadenarse por los recordatorios del trauma (Gaensbauer, 2011; Howell, 2011; Levine y Maté, 2010; Siegel, 2012; Silberg, 2013; Wieland, 2011; van der Kolk, 2014). La memoria, las habilidades reguladoras y el lenguaje de los niños todavía están en desarrollo y, por ese motivo, el recurso de la disociación afecta no solo a la memoria de una experiencia, sino también a la forma en que los recuerdos se almacenan y se relacionan entre sí. Debido a que sentirse abrumado afecta al
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almacenamiento y la recuperación de la memoria, los niños traumatizados recuerdan los eventos, las palabras y el aprendizaje nuevo y antiguo en la forma en que sus sistemas han aprendido a codificarlos. Sentados en la escuela en un estado de excitación e hipervigilancia (o de insensibilidad disociativa), no recuerdan de la misma manera que los niños no estresados (Cole et al., 2005; Yehuda, 2005). Los niños cansados, hambrientos, preocupados, enfadados, asustados o ansiosos tampoco recuerdan demasiado bien las lecciones. Cuando se les pide que recurran a la memoria (algo frecuente en todo aprendizaje), los niños que padecen un trauma crónico responden de manera diferente a sus compañeros, en parte porque son menos capaces de regular el estrés, e incluso cuando están “relativamente tranquilos” se hallan más activados que los niños no traumatizados (Cole et al., 2005; Siegel, 2012; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Los recordatorios del trauma los ponen en riesgo de arousal permanente, lo cual afectará todavía más a su procesamiento, recuerdos, aprendizaje y recuperación. Los maestros y cuidadores de niños traumatizados a menudo se quejan de que estos “no recuerdan” como deberían y tienen dificultades para conectar la nueva información con lo que se les ha enseñado previamente (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998; Yehuda, 2004, 2005, 2011).
El lenguaje depende del contexto La organización de la información depende de la memoria, ya que el conocimiento y la experiencia poseen múltiples capas que están asociadas de múltiples maneras. La información entrante se procesa para determinar si reproduce, completa, expande, elabora o contradice la información de que ya disponemos. Incluso cuando la información es completamente nueva, se conecta con los datos que ya tenemos mediante asociaciones de tiempo, lugar, sonido, contexto, persona, etc. La calidad del procesamiento y la organización de la información –y la eficiencia de su recuperación posterior– dependen de la forma en que se almacena de entrada la información (Brewin, 2005; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Por ejemplo, cuando recordamos una charla que hemos escuchado, las emociones que sentimos sobre la situación, el orador o el tema, junto con los olores, ruidos o imágenes que había en ese momento, sirven como recordatorios del evento o partes del mismo. Este procesamiento y organización multisensorial permite a nuestro psiquismo retener e integrar información a través de distintas sensaciones y asociaciones. Sin embargo, el trauma interrumpe este proceso de integración, puesto que resalta una
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determinada información sensorial, afectiva y fisiológica y nos sensibiliza a ella, al tiempo que otros aspectos se experimentan como distantes e irreales, o no son recordados conscientemente (Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). La disociación interrumpe la integración cohesiva de la memoria. Y, mientras todavía se experimenten los inputs sensoriales y los recordatorios (es decir, los desencadenantes) puedan activarla, la información emergerá caóticamente y anegará a la persona con sensaciones, sentimientos y respuestas fisiológicas que parecen completamente fuera de contexto (Brewin, 2005; Gaensbauer, 2002, 2011; Howell, 2011; Silberg, 2013). En los niños que experimentan traumas crónicos, el procesamiento en condiciones de estrés se convierte en la modalidad “predeterminada” de almacenar y organizar la información. Esta combinación de desbordamiento fisiológico y supresión del acceso a la cualidad “adhesiva” del lenguaje y la narrativa deja al niño a merced de verse asaltado por los recordatorios del trauma, siendo incapaz de explicar o entender lo que le sucede (Silberg, 2013; Wieland, 2011). El mismo acto de recordar es un desencadenante potencial, y ciertos lugares, personas, cosas, olores, sabores y acciones resultan abrumadores, reforzando aún más la fragmentación y la suspensión de la memoria (Gaensbauer, 2011; Howell, 2011; Levine y Kline, 2007; Perry y Szalavitz, 2006; van der Kolk 2014). Cuando el lenguaje (palabras, frases, tono) es parte de un evento traumático, tanto escuchar como el lenguaje en sí mismo pueden servir como recordatorios del trauma y desencadenar recuerdos, así como las emociones, sensaciones y disociación provocadas por el trauma. “Mi memoria es un agujero”. Jamal: la fragmentación del procesamiento y la recuperación de la memoria A Jamal le encantaba la escuela. Era su refugio, un universo paralelo a una vida en la que el niño de nueve años de edad deambulaba con su madre y sus cuatro hermanos menores, quedándose en casas de distintos parientes. Rara vez disponía de un espacio privado o sabía dónde iba a dormir; siempre que su madre recurría a la hospitalidad del lugar donde estaban de “visita”, ella se marchaba, a veces en medio de la noche. Por lo general, esto significaba que desaparecía, dejando a sus hijos al cuidado de esas personas. Jamal la echaba de menos tanto como temía su regreso. También adoraba la escuela, pero rara vez estaba preparado para ir a clase. Cuando los maestros encontraban sin hacer las tareas en su bolsa, tímidamente decía que lo había olvidado. Jamal olvidaba muchas cosas.
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Jamal era dulce pero impredecible. En ocasiones estaba “conectado”, y otras “desconectado”. Sus “problemas de memoria” frustraban a sus maestros. Podía escribir una página sobre lo que acababa de leer en ciencias sociales, pero era incapaz de hilvanar dos palabras seguidas para responder preguntas como “mi programa de televisión favorito es…” o “los fines de semana me gusta…”. El niño se encogía de hombros cuando no lo recordaba o tomaba “prestada” la narración de otro niño. Podía recitar lo que hacía en ciencias, pero “no recordaba” lo que había cenado. La vida de Jamal parecía compartimentada: la escuela en un mundo, el hogar en otro. Me preguntaba si, de ese modo, gestionaba el caos de su vida familiar, de tal manera que, cuando estaba en la escuela, el hogar no existía; y cuando estaba en casa, la escuela no existía. La realidad en que vivía alimentaba esta dicotomía: su madre nunca asistía a las reuniones escolares, y la escuela aparentemente ignoraba que Jamal y sus hermanos eran, esencialmente, personas sin techo. Mientras estaba en la escuela, la compartimentalización ayudaba a Jamal a mantener a raya la ansiedad que le producía la falta de un hogar, pero también se convirtió en un problema. Mantener “ambos mundos” separados se cobró su tributo cuando la escuela –su único lugar de coherencia– también se convirtió en un escenario de fracaso y frustración y a duras penas se mantenía al día. —No soy bueno para estudiar –me dijo un día suspirando–. Mi memoria es un agujero.
Recordar para olvidar Separar la conciencia requiere energía. Tampoco es una solución porque los recordatorios del trauma “se filtran” e interfieren de todos modos, aumentando el estrés y la imprevisibilidad (Attias y Goodwin, 1999; Herman, 1997; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Los factores desencadenantes son especialmente aterradores para los niños, que no suelen entender lo que sucede o por qué motivo. Una de las facetas de la memoria es la capacidad de diferenciar entre el pasado y el presente, es decir, discernir entre lo que se experimenta ahora y lo que es un recuerdo y ya ha ocurrido. Sin embargo, los recuerdos traumáticos superponen el pasado al presente (flashbacks), haciendo que los niños crean que está sucediendo de nuevo (Silberg, 1998, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011; Yehuda, 2011). No sienten que recordar tenga que ver con la memoria, sino con el presente. Hace que las cosas malas vuelvan a ocurrir. Así pues,
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olvidar se convierte en parte de la supervivencia. Los niños hacen todo lo posible para no recordar el trauma, fingiendo que no ocurrió y creyendo que fue irreal (Levine y Kline, 2007; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Pero, a medida que se esfuerzan en suprimir lo que excede su comprensión, también barren fragmentos de las cosas que necesitan saber y recordar. Cuando los factores desencadenantes inevitablemente acaban filtrándose y desbordándolos con los contenidos traumáticos, los niños pueden tratar de extender todavía más las “zonas prohibidas” en su conciencia, tratando de contener la memoria para mitigar la ansiedad (Ford y Courtois, 2013; Kluft, 1985; Perry y Szalavitz, 2006; Silberg, 1998, 2013). Recordar que hay algo horrible que hay que olvidar también es horrible. Por lo tanto, es posible que los niños no se percaten de lo que rechazan, es decir, padecen amnesia de su amnesia y olvidan que han olvidado. Comprender el impacto que el trauma tiene en la memoria contribuye a contextualizar las reacciones y las dificultades de los niños traumatizados. Si recordar las cosas le produce temor, la información escolar y los recuerdos agradables también serán menos accesibles para el niño. La activación permanente también implica que los niños no aprenden a recordar bien y que incluso las “cosas buenas” se almacenan de maneras que son más difíciles de recuperar. Los recuerdos pueden aparecer desarticulados, reforzando la confusión y la ansiedad y dificultando su posterior procesamiento. Es un círculo vicioso. “Como si mi cerebro fuese un rompecabezas”. Aggie —¡No sé hacerlo! –dijo Aggie, de diez años, mientras apartaba el libro. —Ya lo hicimos ayer –le responde la maestra tratando de ser paciente–. Te enseñé a hacerlo. Es igual que ayer. —¡No me acuerdo! –replica Aggie agitando, indignada, la cabeza. Durante el resto de la clase apenas se movió. Aggie a menudo se quejaba de no saber cómo hacer algo o protestaba porque nunca se lo habían enseñado. Entonces la maestra suspiró y se alejó para ayudar a otro alumno. Ella sabía que tratar de obligar a Aggie solo enfadaría más a la pequeña, haciendo que se volviera agresiva. —Es una niña adicta al crack –me explicó la maestra cuando empecé a trabajar con Aggie–. Padece déficit de atención, tiene muchos problemas de comportamiento y es muy tozuda.
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Aggie tenía que ser tozuda. Todo era duro para ella. Su atención vacilaba, y su memoria a corto plazo era inconstante. En el momento en que la maestra terminaba de dar una explicación, Aggie ya había olvidado de qué se trataba. Aun cuando se esforzaba mucho, cometía errores, y su frustración no hacía más que empeorar su concentración. Teniendo en cuenta su hipersensibilidad neuronal causada por la exposición a las drogas y la sobrecogedora realidad a la que había sobrevivido, Aggie tenía muchas razones para que le resultase difícil recordar. Aggie nació adicta a la cocaína. La exposición prenatal a dicha sustancia está asociada con problemas de desarrollo, incluyendo problemas de atención, concentración, memoria y regulación emocional (Barth et al., 2000; Martin y Dombrowski, 2008). Aggie también pasó por media docena de hogares de acogida entre el momento de su nacimiento y los tres años de edad, seguidos por tres años de acogida continua antes de ser devuelta temporalmente al cuidado de su madre. Desde su nacimiento hasta los seis años, Aggie casi no vio a su madre, y luego siempre en visitas supervisadas donde su madre trataba de comportarse de la mejor manera posible. Cuando la madre convenció al juez de que ya no tomaba drogas y de que había seguido los cursos de crianza, Aggie perdió la única estabilidad de que había disfrutado hasta entonces (es decir, su estancia en hogares de acogida) y se mudó con su madre y una hermana menor a la que Aggie apenas conocía y que había vivido con una tía. Aunque este cambio por sí solo fue abrumador, la madre también volvió a ver a sus antiguas amistades y recayó en los viejos hábitos. Había indicios de que la madre llevaba hombres a casa “a cambio de dinero para la droga” y a menudo dejaba solas a las niñas. Cuando Aggie cumplió ocho años, tuvo que pedir ayuda porque su madre había perdido la conciencia debido a las drogas. Los Servicios de Protección al Menor devolvieron a las niñas al sistema de hogares de acogida, poniendo fin a la custodia materna. Si había un resquicio de esperanza, era que Aggie fuese devuelta al mismo hogar de acogida que había sido su salvavidas desde los tres hasta los seis años de edad, pero ni mucho menos había salido indemne de su experiencia. Cuando conocí a la niña dos años después, Aggie era candidata para la adopción, pero su confianza se había visto severamente mermada. Si bien quería tener una “familia para siempre”, había sufrido demasiados desengaños y era lo suficientemente veterana en el sistema como para darse cuenta de que sus deseos eran la parte más insignificante de la ecuación. De
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ese modo, sumergió el pasado y el futuro en el olvido, olvidando con ello también muchas otras cosas. Un día, Aggie y yo estábamos elaborando la historia de una reciente visita de toda la clase al zoológico del Bronx, a la que yo les acompañé. Aggie había tomado fotos de los animales y habíamos marcado el mapa del zoológico con flechas numeradas para señalar nuestro recorrido. Y, aunque fue capaz de recordar un par de anécdotas, olvidó muchas otras. Habíamos hablado de la memoria muchas veces: y de qué modo, en ocasiones, los niños recuerdan solo partes de aquí y de allá cuando la historia contiene demasiados elementos y de cómo algunas cosas resultan muy confusas para entenderlas. Aggie lo comprendió de manera visceral. —Es como si mi cerebro fuese un rompecabezas –dijo frunciendo el ceño y entornando los ojos delante del mapa–. Son pedazos que no puedo recordar; es como si no estuviera en ninguna parte.
¿Cómo podemos recordar si no hemos estado allí? Desbordamiento, disociación e inaccesibilidad a la información Imaginemos que tenemos una gran caja en la que guardamos todos los recibos y documentos de varios años. Ahora visualicémonos hablando por teléfono con un técnico de servicio a causa de una nevera que no recordamos cuándo hemos comprado, pero cuyo comprobante de compra necesitamos presentar. Aunque buscamos frenéticamente en el interior de la caja, no tenemos ni idea de cómo es la factura o incluso si está allí. Ciertamente no recordamos haberla guardado porque ni siquiera estamos seguros de haber comprado la nevera, aunque la persona que está al otro lado de la línea dice que debemos tenerla. A medida que nuestra mente se apresura a tratar de recordar lo que no recuerda, o lo que diablos signifique que no podamos recordarlo, es probable que esta búsqueda de la factura se torne cada vez más estresante, y mucho más si seguimos encontrando todo tipo de cosas de las que no teníamos ni idea o de las que habíamos olvidado ocuparnos… Es probable que nuestra angustiosa situación se agrave si el hecho de no localizar el documento tiene repercusiones (por ejemplo, que no pueden prestarnos el servicio o que la comida se echará a perder durante nuestras vacaciones). Incluso si conseguimos encontrar el comprobante, la ansiedad generada habrá conseguido que todo el episodio nos llene de inquietud y que quizá no queramos volver a ver la caja (o la nevera) de nuevo: su mera presencia nos llena de
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inquietud. Cuando la memoria no es demasiado fiable –debido a la incapacidad, la falta de procesamiento o la disociación– es confuso y frustrante tratar de acceder a lo que uno sabe o debería saber. Esta es la realidad para muchos niños con problemas de procesamiento y recuperación del lenguaje, así como para los niños que están emocionalmente desbordados (Bellis, 2002; Brinton y Fujiki, 1989; Cohen, 2001; Cole et al., 2005; Cross, 2004; Danon-Boileau, 2002; Fox et al., 1988; Heymann, 2010; Hilyard y Wolfe, 2002; Kurtz et al., 1993; Kuttner, 2010; Nadeau y Polin, 2013; McAleer-Hamaguchi, 2001; Perez y Widom, 1994; Putnam, 1993; Shirar, 1996; Schaefer et al., 1991; Yehuda, 2011). Cuando la información es procesada y almacenada de forma ineficaz, parte de ella pasará desapercibida. Es posible que los niños no se percaten de que pasan cosas por alto hasta que fracasan o no saben lo que se espera de ellos. A menudo no saben explicar el porqué: olvidan que han olvidado. Al igual que ocurría con la caja de los papeles, la misma situación en la que se formula una pregunta puede llegar a ser estresante. La ansiedad hace que las cosas sean más difíciles de recordar, reforzando el sentimiento de vergüenza y el consiguiente estrés. La capacidad de aprendizaje de los niños traumatizados varía dependiendo del grado de estrés que experimenten en ese momento. Esto no suele concordar con el estrés que otras personas consideran que es adecuado sentir en tales circunstancias: es muy posible que el niño no perciba del mismo modo lo que a cuidadores y maestros les parece un entorno perfectamente tranquilo (Silberg, 2013; Wieland, 2011). La hipervigilancia y la disociación afectan al aprendizaje no solo en el momento del aprendizaje, sino también más adelante porque, si el niño estaba estresado, la información no estará accesible. Un niño puede dejar de prestar atención a algo en clase debido al distrés o los recordatorios del trauma, debiendo responder, sin embargo, a preguntas sobre ello en sus deberes para casa. Cuando los deberes sacan a relucir la ansiedad, el niño ignorará el hecho mismo de que tiene deberes y luego olvidará también la regañina de su maestro. Es posible incluso que el niño no recuerde por qué otras personas se enfadan con él y se sienta molesto porque es castigado por algo que no sabía que tenía que hacer. “¡Nunca me toca a mí!”. Ralph: cuando la memoria elude la realidad Ralph pasaba más tiempo castigado que en clase. El pequeño, de quinto curso, era agresivo y distraído. Más alto que yo y con el doble de peso, podía (y así lo hizo) infligir graves daños al mobiliario y a las personas cuando
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perdía los estribos, lanzando mesas al otro lado del aula y rompiendo sillas contra la pared. Los maestros y los estudiantes temían su fuerza y su furia. Todo lo que sabía de la historia de Ralph era que su padre estaba en la cárcel y tenía una larga lista de antecedentes penales, muchos de ellos violentos. Se decía que el niño se había interpuesto varias veces entre su padre y su madre, quedando inconsciente en uno de esos incidentes. Cuando no montaba en cólera, Ralph, enfurruñado, permanecía callado en la parte trasera del aula (para no impedir la visión de los otros alumnos), jugando con una cosa u otra y, rara vez, parecía prestar atención. Luego, de pronto su cara se enrojecía, las venas de su cuello se hinchaban y apartaba su pupitre. Era como divisar nubes y truenos que vaticinaban una tormenta; todo lo que podías hacer era tratar de encontrar refugio y esperar a que pasase. Le molestaban cosas insignificantes: alguien que se crujía los nudillos, el chirrido de las ruedas de un coche en el exterior, determinados tonos de voz. También se enfadaba cuando deseaba responder, pero llamaban a otro alumno. Entonces explotaba de indignación, aunque solo fuese un momento. —¡No es justo! –gritaba empujando su pupitre–. ¡No es justo! ¡Nunca me toca a mí! Cuando ocurrían esos estallidos de violencia y Ralph comenzaba a molestar, el protocolo de la escuela era que la maestra llamase al encargado de la seguridad, el cual estaba convenientemente situado al final del pasillo. Aunque Ralph era grande, aquel hombre lo era mucho más. Su sola presencia muchas veces hacía que Ralph se tranquilizase, desinflándose y sentándose. Otras veces, Ralph permanecía de pie, con la espalda contra la pared en más de un sentido. El encargado de seguridad entraba en la clase, dejando claro que, si era necesario, reduciría físicamente al niño. Habiendo sido testigo de esto una vez, no pude evitar preguntarme sobre las probables similitudes (léase: recreación) entre el encargado de seguridad y el padre de Ralph. —Ralph, tienes que acompañar al señor Karson y quedarte bajo su custodia– señaló la maestra, mientras Ralph la miraba con indignación. Siguieron unos pocos segundos de espera. Los niños más cercanos a Ralph permanecían expectantes, pero otros observaban con curiosidad o ignoraban completamente el incidente. El niño permanecía de pie desafiante, y el encargado de la seguridad se acercó a él, situándose como una torre al lado
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de Ralph, sujetándolo del brazo por encima del codo y pidiéndole que lo acompañase. Ralph se dejó conducir. Incluso antes de que la amplia espalda del niño desapareciera en el pasillo, la clase continuó como si nada hubiera ocurrido. Era tan espeluznante como triste. Solía encontrarme con Ralph en el aula de castigo. El niño de once años se sentaba desanimado y callado, jugueteando con su lápiz e ignorando a los pocos alumnos expulsados. El maestro del aula de castigo, un tipo mayor de pocas palabras y menos expresividad facial, mantenía a los niños a una distancia significativa entre ellos, rara vez hablaba con los niños y no calmaba su angustia cuando lloraban o murmuraban enfadados. Su apatía me inquietaba, pero quizá su escasa exigencia resultaba familiar a los niños o les brindaba un espacio para recomponerse de la manera en que sabían. Ralph –o los demás– a menudo dormían, miraban o se balanceaban en sus sillas, tratando de equilibrar su vida. A pesar de su furia por las continuas expulsiones, creo que Ralph usaba el aula de castigo para recuperarse. Pero, por desgracia, eso significaba que perdía muchas clases, lo cual era contraproducente porque desembocaba en más frustraciones y expulsiones. Había muy poco espacio para que Ralph se comunicara con su maestra –cualquier síntoma de reactividad le acarreaba la expulsión– y la inexistente tolerancia hacia su afecto solo reforzaba su comportamiento polarizado, consiguiendo tan solo ser “amonestado” o “expulsado”. Ralph necesitaba ayuda con el vocabulario, la comprensión, la lectura, la resolución de problemas, los problemas de palabras y la narrativa. Pero no podía ponerse al día si no estaba presente en clase, ni físicamente ni de ninguna otra manera. Incluso durante la sesión, la conexión de Ralph era oscilante, y su participación, desigual. A veces, sus respuestas impresionaban por su pertinencia y, otras veces, no tanto. De hecho, aprendía rápido: cuando participaba, no tardaba en darse cuenta de las cosas y, si no estaba enfadado, se encontraba muy animado. Pero, de pronto, un ruido, una nube que cambiaba la luz, un error, lo hacía montar en cólera o apagarse. Nunca era agresivo conmigo pero, cuando se las arreglaba para volver a prestar atención, le costaba recordar lo que había aprendido, olvidaba las palabras, decía que nunca se las habían enseñado; de la misma manera que, en clase, exigía su turno cuando ya había pasado… El trauma y la disociación no afectan de manera similar al desempeño escolar,
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la capacidad y el comportamiento de todos los niños. Algunos tienen problemas en general. Otros se las arreglan sorprendentemente bien a pesar de la fragmentación de su conciencia. Hay quienes se convierten en excelentes lectores de otras personas, les dicen lo que quieren oír y consiguen pasar desapercibidos, independientemente de su nivel de habilidad. Algunos hablan muy poco, otros lo hacen de manera elocuente, y hay quienes hablan demasiado. Algunos se desconectan, otros se aferran. No existe un solo perfil clínico que describa a todos los niños traumatizados, ni una sola presentación que señale quién está o no abrumado emocionalmente. Sin embargo, hay algunos indicios que deben alertar a los clínicos, es decir, perfiles de comunicación que pueden servir como señales de advertencia de que sentirse abrumado es un posible factor desencadenante. Reconocerlos –y reaccionar de maneras que validen sus lugares rotos– ayuda a minimizar los momentos en que perdemos la comunicación con los niños y niñas que tan desesperadamente exigen ser escuchados.
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IV
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Cuando fracasa la comunicación Presentación clínica y retos de la valoración
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Comunicación de los síntomas en los niños traumatizadosy disociados
Como se ha descrito en los capítulos anteriores, el trauma pone a los niños en alto riesgo de experimentar problemas de comunicación debido a los efectos que el desbordamiento y la disociación tienen en el desarrollo, el aprendizaje y la capacidad de relacionarse (Fox et al., 1988; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Silberg, 1998; Yehuda, 2005). Además, los niños que ya padecen discapacidades y/o trastornos primarios de la comunicación pueden empeorar a causa del estrés y el maltrato (Benedict et al., 1990; Cappadocia et al., 2011; Crosse et al., 1993; Goldson, 1998; Hershkowitz et al., 2007; Sullivan et al., 1991, 2009). Siempre que un niño tiene un historial de trauma, es importante evaluar sus problemas de comunicación. También es crucial prestar atención a la posible presencia del trauma en cualquier niño que padezca trastornos de comunicación, a causa del mayor riesgo de sufrir trauma y maltrato. Incluso cuando el trastorno de comunicación no es evidente, debemos permanecer alerta a los problemas en el procesamiento, la pragmática, la atención, el aprendizaje y la relación. Algunos aspectos de las dificultades de comunicación observadas en niños traumatizados (por ejemplo, un vocabulario reducido) son similares a los de los niños con problemas “regulares” de aprendizaje del lenguaje. Aunque, en el caso de muchos niños, estas dificultades se superponen a los trastornos de comunicación ya existentes (Sullivan et al., 1991, 2009), los niños maltratados tienen el doble de probabilidades de requerir educación especializada (Cole et al., 2005; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997). Otros aspectos clínicos parecen atípicos, inconsistentes o agruparse de maneras que sirven como señales de alerta de la presencia del desbordamiento originado en el maltrato, el trauma o las experiencias de distrés del niño. Este capítulo resume la presentación de la comunicación que vemos en los niños traumatizados. En él, revisaremos brevemente los aspectos lingüísticos sensibles al trauma (que ya han sido descritos con más detalle en la Parte 3) y se ofrecerán posibles explicaciones acerca de cómo el cuadro clínico de un niño puede reflejar su realidad específica. Los estudios de prevalencia en niños maltratados y traumatizados los describen como niños que tienden a ser literales, con periodos de atención
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breves, vocabularios reducidos y bajo rendimiento escolar. Sus respuestas a las imágenes que evocan emociones son ambiguas y muestran deficiencias en su discurso (Attias y Goodwin, 1999; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1993, 1997; Yehuda, 2005, 2011). Tienden a desarrollar juegos repetitivos y simplificados, causan disturbios en el aula, repiten curso y muestran poca capacidad para la participación, así como agresividad y falta de competencias sociales (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998, 2013; Yehuda, 2004, 2005, 2011). Los niños traumatizados tienen habilidades y comportamientos inconsistentes y, a menudo, son diagnosticados con TDA/TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad), trastorno bipolar, TOC (trastorno obsesivo-compulsivo), TOD (trastorno oposicional desafiante), autismo y otros diagnósticos (Cole et al., 2005; Miller, 2005; Waters, 2005; Silberg, 1998, 2013).
Contenido y uso del lenguaje y juego simbólico Cuestiones semánticas: lenguaje de los estados corporales y palabras relacionadas con las emociones Los niños maltratados suelen tener vocabularios expresivos más reducidos que los niños no maltratados y experimentar dificultades para la expresión verbal (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Yehuda, 2005). Si bien son muchos los niños con deficiencia en el lenguaje que presentan vocabularios expresivos limitados, ciertas áreas del vocabulario de los niños traumatizados se ven especialmente afectadas. Estas incluyen el lenguaje relativo al cuerpo (por ejemplo, hambriento, cansado, frío) y el lenguaje emocional/afectivo (por ejemplo, triste, preocupado, contento, ansioso), que se ven afectados de manera desproporcionada en comparación con otros elementos léxicos de índole menos personal. En algunos niños traumatizados, ciertas modalidades sensoriales o contextos semánticos parecen muy problemáticos, reflejando posiblemente el trauma específico del niño. Por ejemplo, el niño puede mostrar una competencia semántica (o uso) marcadamente diferente para los descriptores visuales, en comparación con los descriptores auditivos o táctiles, reflejando tal vez la evitación de los recordatorios de trauma visual y/o un tipo de afrontamiento que implicaba “desconectar” el procesamiento visual para “no ver” o “no recordar” cosas abrumadoras. Problemas de secuencialidad y de causa-efecto
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La comprensión y descripción de la secuencialidad suele ser difícil para los niños traumatizados, ya que incluye la identificación del modo en que una cosa lleva a otra, así como la explicación de la cadena –que el trauma a menudo interrumpe– de eventos-aspectos de la realidad. Los niños traumatizados experimentan dificultades para predecir el final de una historia o las consecuencias de sus acciones o las de otras personas. Pueden ofrecer explicaciones muy particulares e inesperadas de los acontecimientos o predicciones de lo que sucederá a continuación (por ejemplo, “¿Por qué el niño sonríe al abrir un regalo? Porque va a llorar o porque nadie le ha traído nada”. “¿Qué puede pasar si se tira la leche por encima? Que va a tener mucho frío”). Si bien la secuencialidad supone un problema para muchos niños que padecen trastornos del lenguaje, esta área resulta especialmente afectada en los niños traumatizados. Quizá no coincida con la capacidad general del niño y afecte concretamente al lenguaje interpersonal o a contextos específicos. La causalidad y la secuencialidad son esquivas para el niño que ha sido golpeado sin haberse portado mal, o se presta a confusión, como, por ejemplo, cuando ocurren intervenciones médicas dolorosas “a pesar de haberse portado bien”. La interpretación de la causalidad que hacen los niños refleja sus creencias, su confusión y su desbordamiento. Además, el desbordamiento afecta al procesamiento y la integración, de manera que la percepción de la causalidad y la secuencialidad es fragmentaria, con eventos que parecen tener lugar de manera desconectada. Esta fragmentación está presente en determinados contextos o bien se extiende a múltiples escenarios, reflejando la disociación y el nivel de confusión del niño sobre cómo se producen o se relacionan entre sí las cosas. Algunos niños muestran una comprensión general de la causalidad y la secuencialidad, pero tienen dificultades para aplicarla en algunos temas (como, por ejemplo, los que generan estrés o se asocian con recordatorios de trauma). Si bien describen perfectamente determinadas secuencias, fracasan de manera estrepitosa en otras. En el caso de los niños más mayores, las fluctuaciones son más sutiles, evidenciando diferencias en la capacidad del niño para aplicar la capacidad de análisis a la ficción versus la no ficción y a cuestiones concretas, o derivando inferencias inusuales sobre la intención, el motivo y la causalidad en las acciones de los personajes y las predicciones de los resultados. Conceptos relacionados con el tiempo Los
conceptos
temporales
vinculados
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a
la
secuencialidad
resultan
particularmente confusos debido a que son relativos y ambiguos. Transmitir temporalidad y orden temporal requiere organizar mentalmente los eventos en una secuencia y tener suficiente capacidad expresiva para “guiar a alguien”, de principio a fin, a través de los eventos. Los niños con trastornos de comunicación suelen tener problemas con la comprensión y la aplicación de conceptos como “antes/después”, “ayer/semana pasada”, “primero/luego”, “mientras tanto/durante/siguiente”, etc. Los conceptos temporales son altamente vulnerables al desbordamiento (Terr, 1983), mientras que las dificultades que experimentan los niños traumatizados con estos conceptos pueden evidenciar otras facetas del lenguaje y la comunicación que se han visto afectadas por el trauma. Si el niño se pierde partes de los eventos porque está “fuera de control” o se muestra hipervigilante, es difícil que entienda el orden de las cosas. No solo la disociación interrumpe la percepción del “durante” y el “después”, sino que los propios recordatorios del trauma hacen que parezca que el trauma se repite. Esto dificulta enormemente llegar a comprender (o explicar) la diferencia entre antes/después, ocurriendo/ocurrido, ahora/entonces. El tiempo del trauma no se mueve en una sola dirección, sino que el pasado invade el presente y las cosas de antes se superponen a las de ahora, haciendo que la temporalidad sea confusa. Además, la percepción misma del tiempo puede verse alterada durante el trauma. Las personas informan que el tiempo “se detiene” o “se estira” durante los eventos traumáticos. Algunos experimentan que el mundo “se mueve a cámara lenta” o “se distorsiona” (Terr, 1983). El desbordamiento permanente distorsiona todavía más el tiempo, por no mencionar que los conceptos temporales todavía están desarrollándose, como ocurre en los niños pequeños. Los conceptos relativos a la temporalidad son delicados para ellos, máxime cuando el tiempo mismo está intrínsecamente conectado con el trauma y/o a la anticipación del mismo. Incluso los niños que no saben leer los relojes son capaces de asociar la cercanía de un evento (por ejemplo, papá volverá a casa después de cenar). En los niños traumatizados, dicha proximidad puede resultar aterradora (por ejemplo, escoriaciones que se rozan todos los días al cambiar los pañales). Los niños establecen asociaciones que sienten que están relacionadas temporalmente (por ejemplo, mamá trajo pizza y ocurrió algo doloroso, por lo que comer pizza significa dolor). Esta interpretación idiosincrásica es muy difícil de descifrar para los adultos o de explicar para un niño, sobre todo si el concepto de tiempo todavía está evolucionando o si el niño
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no tiene palabras o teme verbalizarlo para evitar que algo malo vuelva a suceder. Narrativa El trauma interrumpe la narrativa, con lo que la capacidad narrativa de los niños maltratados resulta inmadura (Kluft, 1985; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997). También parece incoherente, haciendo que la narrativa del niño sea adecuada a veces y no tanto en otras ocasiones (Yehuda, 2005). La narrativa personal se ve especialmente afectada. A los niños les puede resultar difícil contar eventos que tienen que ver con ellos mismos o sus experiencias. Su tono afectivo puede resultar aburrido, incongruente o extraño y enfocarse en aspectos triviales de los eventos o historias, en lugar de construir una narrativa coherente con sus sentimientos e interacciones y con un principio, un medio y un final. En ocasiones, las dificultades narrativas indican cambios en el nivel de conciencia de los niños durante el evento que tratan de contar. Si se “desconectaron” durante una parte del suceso, lo que consiguen decir es, de hecho, entrecortado y falto de cohesión. Otras veces, las fluctuaciones en la calidad narrativa reflejan las dificultades del niño con el contenido y las asociaciones del evento, o con los recordatorios del trauma que evoca. El contexto no tiene que ser abiertamente perturbador o excesivamente dramático para que se asocie con aspectos abrumadores del trauma que suelen estar entrelazados con cuestiones ordinarias (por ejemplo, comer sopa si fue en ese momento cuando el padre golpeó a la madre, o cuando la cazuela se volcó y quemó al niño). Las fluctuaciones son especialmente reveladoras si el niño, por ejemplo, comienza a narrar de manera cohesiva y luego cambia a una narrativa incoherente, carente de afecto o extraña. Las dificultades en la causalidad, la secuencialidad, los conceptos temporales, la descripción o la narrativa no son en sí mismas específicas o especialmente indicativas del trauma. Sin embargo, cuando se toman en consideración, junto con otros aspectos de la comunicación, el lenguaje y el comportamiento del niño en diferentes contextos, transmiten información importante. El lenguaje proporciona una visión de las percepciones del niño y suministra información acerca de las suposiciones que tiene sobre el mundo y las personas que lo habitan, siendo bastante ilustrativo tanto si el niño es capaz de ofrecer una descripción como si no.
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Problemas de “acceso” y recuperación Hay muchas razones por las que los niños traumatizados evidencian una carencia de palabras para describir sus experiencias. La dificultad para “acceder” a las palabras es común en niños con impedimentos del lenguaje y problemas de recuperación de palabras (como, por ejemplo, tener la palabra “en la punta de la lengua”). Los niños traumatizados afrontan dificultades similares, aunque estas parecen desproporcionadamente peores en lo que atañe a aspectos o contextos específicos (por ejemplo, palabras afectivas, hablar sobre el hogar). La mayoría de los niños con problemas de recuperación tienen días mejores en lo que algunos contextos no les plantean tantas dificultades, pero les resulta más complicado acceder a ellos en condiciones de estrés. Sin embargo, estas fluctuaciones son más acusadas en los niños traumatizados (y en los niños que padecen un trauma y un trastorno de comunicación). Los niños evidencian problemas de recuperación un día, pero muy pocas dificultades al siguiente, o sufren cambios drásticos de recuperación en un lapso de tiempo muy corto (por ejemplo, en el curso de una misma sesión), algo que puede estar asociado a determinados contextos, personas o estados internos que les provocan estrés (Kluft, 1985; Silberg, 1998, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011). Debido a que el trauma afecta el procesamiento, la memoria y la organización de la información, los recordatorios del trauma (y sus asociaciones) entorpecen la formulación de pensamientos relacionados con algunos temas (Brewin, 2005; Cozolino, 2014; Gaensbauer, 2011; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). Pragmática: códigos sociales, respetar los turnos, humor y metáforas El trauma afecta a la interacción, a la capacidad de relacionarse socialmente y a la forma en que se utiliza el lenguaje, limitando la habilidad pragmática de los niños y distorsionando su experiencia con ciertas señales pragmáticas. El trauma crónico interrumpe muchos procesos relacionales y de desarrollo, con lo que la comunicación puede verse especialmente afectada por el modo en que el estrés amortigua el procesamiento y el acceso al lenguaje (Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). En ocasiones, los niños que padecen un trauma del desarrollo se muestran pasivos en exceso (reaccionar versus iniciar la interacción) o muy agresivos (“acaparar” el escenario, no escuchar, ignorar las claves sociales de los demás) o parecen ignorar las reglas del discurso (Kluft, 1985; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998, 2013; Vissing et al., 1991; Wieland, 2011; Yehuda, 2005, 2011). Algunos están perdidos cuando se trata de
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respetar los turnos o seguir un tema, pudiendo comportarse con rudeza o mostrar falta de empatía. También son torpes con el humor, sin saber cuándo reír o de qué reírse, riendo estrepitosamente o demasiado rato, o bien riéndose de cosas que a otras personas no les resultan graciosas (por ejemplo, un niño llorando). Estos comportamientos a menudo “granjean” a los niños la reputación de antisociales, poco colaboradores y autistas (Briscoe-Smith y Hinshaw, 2006; Jamora et al., 2009; Miller, 2005; Rogers y Williams, 2006; Scherr, 2007; Smith et al., 1998; Yehuda, 2005, 2011). Sin embargo, ese comportamiento representa las reglas que un niño ha derivado a partir de sus propias experiencias. Es importante observar los comportamientos de los niños a través del lente de su historia y prestar mucha atención a si los problemas se manifiestan más en ciertos contextos o con personas concretas. Juego simbólico e imaginación Es posible que los niños traumatizados –sobre todo los más pequeños– no sepan cómo jugar, utilizando elementos estereotipados en lugar de simbólicos y recurriendo a juegos repetitivos en lugar de juegos creativos (Putnam, 1997; Silberg, 1998, 2013). Algunos juegan adecuadamente, pero con un repertorio muy limitado. Esa estereotipación, repetitividad o estrechez nos brinda una ventana para asomarnos a la realidad del niño: el niño pequeño que esconde todas las figuras adultas de juguete; la niña que insiste en arrancar los brazos de la muñeca “mamá”; la niña cuya gama de juegos simbólicos consiste en sentar a la muñeca en una silla, darle de comer y acostarla; el niño en edad preescolar que constantemente “hace las maletas”. El trauma y el desbordamiento afectan a la capacidad del niño para tener una imaginación sana y desarrollar juegos creativos (Blanc et al., 2005; Kaminski et al., 2002; Kluft, 1985; Kuttner, 2010; Landy y Menna, 2001; Schaefer et al., 1991; Silberg, 1998). Algunos niños traumatizados usan muy poco la imaginación, mientras que otros la emplean en exceso o tienen dificultades para usar la imaginación cuando se les pide que lo hagan (por ejemplo, escritura creativa, role-playing social). También hay niños que son demasiado literales y no entienden los juegos imaginarios de los demás (“¿Por qué mientes? Los perros no hablan”, “No soy bombero, eso no es una manguera de verdad”, “Todo esto son tonterías que te has inventado”). También están los niños que pasan la mayor parte de su tiempo en lugares imaginarios y tienen dificultades para pasar del juego imaginario a la realidad cotidiana, como, por ejemplo, los que “están siempre en las nubes” y se pierden buena parte de lo que ocurre a
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su alrededor. Algunos niños juegan rígidamente a uno o dos temas imaginarios (por ejemplo, jugar a “policías”, o tener todo tipo de cosas “relacionadas con los perros”) y se ponen ansiosos o se niegan a elaborarlos o cambiarlos. Esto los convierte en demasiado “aburridos” para que sus compañeros jueguen con ellos y reduce sus oportunidades de jugar e interactuar de una manera sana. En el caso de los niños que para sobrevivir recurren a la evasión mental, la imaginación puede convertirse tanto en un refugio como en una isla desierta.
Amnesia y habilidades fluctuantes Mentir La línea entre la imaginación y la mentira puede ser delicada para los niños: está bien fingir que eres Superman o una princesa, pero no es correcto fingir que no te has comido la galleta de tu hermano; papá puede ser el caballo y tú el sheriff, pero ninguno de los dos es realmente tal cosa; es perfecto luchar en la ficción pero, si te enfadas y golpeas a alguien de verdad, no puedes decir que solo estabas fingiendo, incluso si eso ocurrió durante un juego. El límite entre verdad y mentira es especialmente difícil de discernir para los niños traumatizados que utilizan la fantasía para evadirse. También es problemático para quienes están confundidos acerca de lo que ha ocurrido o para los que han dicho directamente un mentira sobre lo que ha pasado o no, o lo que se les ha hecho. Puede parecernos que los niños maltratados mienten mucho. Si el niño pretendía estar en otro lugar cada vez que papá le gritaba a mamá, ¿consiguió que no pasara realmente? Si mamá le dice “deja de mentir, no te he pegado” cuando todavía le duele la cara, ¿se ha imaginado que le pegaba? ¿Ha sido algo fingido? ¿Está mintiendo ella? ¿Miente el niño? ¿Qué significa negar que algo ha sucedido? ¿Hace que no haya ocurrido? La disociación (y su prima hermana, la amnesia) complica más la realidad incluso. Los niños suelen mentir para evitar problemas, pero a veces la negación de una mala conducta por parte del niño –especialmente ante evidencias flagrantes– es indicativa de disociación (Kluft, 1985; Silberg, 1998; 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011). Hay que tener en cuenta la posibilidad de la amnesia en el caso de los niños que experimentan estrés crónico o tienen antecedentes traumáticos, porque las emociones abrumadoras, combinadas con la impotencia, a menudo abocan a la disociación (Lyons-Ruth et al., 2006; van der Kolk, 2014). Escapar “al interior de su mente” o “fuera de su cuerpo” puede ser la única “salida” de que dispone el niño. Sin embargo, “evadirse” hace que
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los eventos estén menos accesibles para ser recuperados o que parezcan menos reales e incluso como si nunca hubiesen ocurrido. Es posible que los niños no recuerden haber hecho aquello de que se les acusa, pareciendo que mienten cuando no es así. En el caso de los niños que recurren habitualmente a la disociación y/o cuyas experiencias vitales les han enseñado una relación irracional entre causa y efecto, las consecuencias son difíciles de entender. Tal vez no perciban de qué modo sus acciones se conectan con los resultados de dichas acciones y aleguen que son inocentes cuando, en realidad, son culpables. Algunos parecen “no aprender la lección” o comportarse como “rebeldes” que no respetan los límites (Bruning, 2007; ISSTD Child and Adolescent Committee, 2008; Scherr, 2007; Silberg, 1998, 2013; Smith et al., 1998). De hecho, más que una carencia intrínseca de capacidad moral, motivación o empatía, lo único que hace el comportamiento de esos niños es reflejar su realidad. Falta de motivación, negación y habilidades variables Es comprensible que los cuidadores se frustren con los niños que niegan su mal comportamiento, no quieren trabajar y ponen demasiadas “excusas”. A menudo se afirma que los niños traumatizados están desmotivados y “ausentes”, o son testarudos y pasivos. Quizá nos parezcan capaces y resistentes a la vez, necesitados y despectivos (Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998; Yehuda, 2005, 2011). Los maestros y los cuidadores se quejan de que los niños “no están dispuestos a trabajar” o “se niegan a hacer cosas que saben hacer”. Los niños traumatizados pueden sentirse confusos, y la confusión que evocan en otras personas tan solo refleja su propia realidad y cómo han aprendido a sobrellevar la situación. Lo que puede parecer una falta de voluntad para trabajar es consecuencia de la disociación, la amnesia y la falta de predisposición a aprender. Si bien no cabe duda de que los niños traumatizados son capaces de manipular para no implicarse en el trabajo, la “resistencia” contumaz y las declaraciones de incapacidad para ello deberían llevarnos a considerar que el desbordamiento es un componente de la situación. El olvido y los cambios en el grado de destreza son indicativos de estrés cuando aparecen en actividades de las que el niño suele disfrutar, pero que afirma no saber hacer o haber olvidado cómo (Waters, 2005; Wieland, 2011; Yehuda, 2005). El comportamiento de todos los niños varía con las circunstancias, pero en los niños traumatizados esos cambios van más allá de la variación habitual. En
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algunos niños, el estado de ánimo, el comportamiento o las habilidades cambian de una manera tan abrupta o radical que los educadores y cuidadores dicen “oh, ya empieza otra vez…” cuando ven que el niño está a punto de enfadarse o de perder el interés. En el caso de otros niños, estos cambios son casi imperceptibles desde el exterior, pero afectan a la función y la participación. Tal vez no siempre sepamos lo que está en el origen de estas fluctuaciones, pero los cambios acusados en un niño deben disparar la alarma ante una posible disociación (Kluft, 1985; Silberg, 1998, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011).
“Diagnósticos inadaptados” y “acumuladores de diagnósticos” Diagnósticos múltiples Muchos médicos, psiquiatras, psicólogos y profesores no son conscientes de las características disociativas de los niños, siendo frecuente que los niños traumatizados y aquejados de disociación terminen con múltiples diagnósticos, diagnósticos erróneos y diagnósticos fallidos (Waters, 2005; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Esto sucede incluso cuando la historia del trauma es evidente (Bruning, 2007; Cole et al., 2005; Cross, 2004; Danon-Boileau, 2002; Gray, 2002; Smith et al., 1998). Puede que los eventos adversos no sean tenidos en cuenta si ha transcurrido algún tiempo desde el trauma y/o si se cree que el niño se encuentra ahora en un ambiente seguro. Es poco probable que la historia del trauma se incluya en relación con la educación y la instrucción académica, e incluso los niños que tienen historias de trauma evidentes pueden no verlas reflejadas en sus programas educativos individualizados (PEI). A veces, la única indicación que tiene el profesor de los eventos adversos en la vida de un niño es el hecho de que el niño se halla en el sistema de hogares de acogida (es decir, que por lo menos ha soportado la interrupción del apego, cuando no un trauma adicional que le ha llevado a la separación de la custodia de los padres). La elevada prevalencia del maltrato y las formas complejas en que los niños están expuestos a un estrés abrumador, deberían despertar más sospechas hacia los antecedentes traumáticos que contribuyen al cuadro clínico del niño (US-DHHS, 2013a; van der Kolk, 2005). Cuando los niños con problemas de comunicación reciben múltiples diagnósticos, es importante mirar más allá de las etiquetas y examinar los síntomas, comportamientos y respuestas de los pequeños. Esto no se hace para descartar la validez de los diagnósticos en sí: de hecho, muchos ocurren simultáneamente con el trauma, y prácticamente
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cualquier diagnóstico infantil aumenta el riesgo de trauma (Benedict et al., 1990; Crosse et al., 1993; Goldson, 1998; Hershkowitz et al., 2007; Knutson y Sullivan, 1993; Sullivan et al., 1987, 1991, 2009). Sin embargo, una acumulación de diagnósticos también puede deberse a síntomas explicables por haber padecido un trauma durante el desarrollo (Silberg, 1998, 2013; Stolbach et al., 2013; Waters, 2005; van der Kolk, 2005). La presentación clínica es intrínsecamente compleja e idiosincrásica. El diagnóstico diferencial es importante en cualquier ámbito clínico, al igual que tener en cuenta la comorbilidad, la ocurrencia simultánea y los factores coadyuvantes. Cuando los síntomas empeoran, cambian o no encajan del todo, es fundamental considerar cuáles son los factores adicionales que intervienen para añadirse o complicar la dificultad presente. Comprender el papel que desempeña el desbordamiento (y los mecanismos de afrontamiento para gestionarlo), así como el impacto del trauma en la constelación de dificultades concretas que afronta cada niño, ayuda a dilucidar lo que está experimentando. También nos brinda maneras de identificar y minimizar el impacto del estrés en el niño, con el fin de maximizar los beneficios de la intervención y mejorar su bienestar.
Enmascaramiento: síntomas similares, diagnóstico diferencial y comorbilidad Las respuestas al trauma a menudo asumen la apariencia de síntomas propios de otros trastornos (Scaer, 2014; Silberg, 1998, 2013; Waters, 2005; van der Kolk, 2014). El abuso, la hipervigilancia, la disociación, la insensibilización y la irritabilidad afectan a la capacidad de prestar atención del niño, pero cuando este tiene problemas para atender, se queda mirando fijamente el espacio y es incapaz de estarse quieto, lo más probable es que se le diagnostique TDA/H (trastorno por déficit de atención/hiperactividad) (Briscoe-Smith y Hinshaw, 2006; Cole et al., 2005; Fuller-Thomson et al., 2014). Aunque el trauma afecta al lenguaje y al procesamiento, si un niño tiene dificultades para expresar ideas, asimilar información o seguir instrucciones, es posible que se le diagnostique un retraso en el aprendizaje del lenguaje, un desorden del lenguaje receptivo y expresivo o un trastorno de procesamiento auditivo (Bellis, 2002; Cohen, 2001; Cross, 2004; Danon-Boileau, 2002; Heymann, 2010). Si el niño exhibe agresividad no provocada (aparentemente), suele recibir un diagnóstico de trastorno oposicional desafiante (TOD) o de trastorno de conducta (Cole et al.,
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2005; Waters, 2005; Wieland, 2011). Si se los provoca, los niños traumatizados utilizan frases fuera de contexto, evidencian un afecto incongruente, rehúyen el contacto visual, se balancean o acurrucan, comportamientos que por lo general conducen a un diagnóstico de autismo (Danon-Boileau, 2002; Miller, 2005). Asimismo, el trauma puede provocar comportamientos similares a la perseveración, periodos de presencia alterada y amnesia, lo que tal vez acarree un diagnóstico de problemas neurológicos o psicóticos (Danon-Boileau, 2002; Netherton et al., 1999; Perry y Szalavitz, 2006). Si bien todos los diagnósticos precedentes pueden coexistir con el trauma, la posibilidad de padecer un trauma debe evaluarse también cuando cabe la posibilidad de que los síntomas –o algunos de ellos– sean tratados como síntomas disociativos o postraumáticos (Cole et al., 2005; Kluft, 1985; Putnam, 1993, 1997; Silberg, 1998, 2013; Silva, 2004; van der Kolk, 2005; Waters, 2005; Wieland, 2011; Yehuda, 2005). Jason: ¿TDAH o disociación? Conocí a Jason cuando tenía ocho años. Se me advirtió que tuviera cuidado con su agresividad y reactividad extremas. El Servicio de Atención Médica de Urgencia había sido requerido dos veces en la escuela a causa de su “comportamiento incontrolable”. —Sus emociones y su comportamiento están bajo el efecto de los corticoides –señaló la maestra. El niño oscilaba entre la rabia y la risa, la agresión, el “llanto infantil” y el comportamiento “desafiante”. Estaba en constante movimiento, se agitaba y se sobresaltaba por todos los sonidos. Era molesto, impulsivo y aparentemente inconsciente del “espacio personal”. Tropezaba, empujaba, tocaba y agarraba. Jason todavía no sabía leer, pero fingía hacerlo, utilizando palabras evidentes y adivinando otras por el contexto, pero se enfurecía cuando alguien lo corregía. Acusaba a los maestros de “ponérselo demasiado difícil a propósito” y de ponerle palabras que “nunca antes había visto”. Se aferraba durante horas a las supuestas injusticias de que era objeto, entretejiendo trozos de acontecimientos variados en “diatribas” desarticuladas. Los maestros y el director creían que Jason “tenía TDAH” y que “si prestase más atención aprendería a leer, pero no le gustaba trabajar duro, sino tan solo soñar despierto o hacer gamberradas”. El consejero de la escuela afirmó que, si bien Jason era “sintomáticamente disperso, era candidato para el TDAH” (y también para el trastorno oposicional, el trastorno bipolar, el
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trastorno del lenguaje/aprendizaje y la dislexia). El trauma no fue valorado, pero el consejero insistió: —El chico está bien. Su abuela cuida perfectamente de él. Jason había vivido con su abuela materna desde los cuatro años y medio. Amable pero desbordada, mantenía a un hijo mayor discapacitado, a Jason y a otra nieta de la que tenía la custodia. El padre de Jason desapareció antes de que él naciera, y su madre fue declarada “incapacitada”. Al parecer, la madre lo dejaba con parientes “durante una hora”, pero desaparecía durante días. También se creía que su “novio” (es decir, el proxeneta) “interfería con el niño”. A pesar de estar obligado a recibir counseling, Jason raramente asistía a las sesiones porque el psicólogo de la escuela decía que era “demasiado destructivo, no se quedaba quieto y era una mala influencia para los demás miembros del grupo”. Fue remitido a terapia individual del habla y el lenguaje, donde por lo general estaba calmado, trataba de participar y solo le perturbaban cosas concretas, en lugar de mostrarse “generalmente poco cooperativo”. Algunos días Jason estaba muy nervioso (por ejemplo, después de visitar a su madre en la cárcel o tras una pelea en clase). —No puedo volver a mí mismo –me dijo en cierta ocasión. Pasar más tiempo enraizado supuso una gran ayuda. En clase, la maestra de Jason aceptó probar el “Juego de herramientas” (véase Parte 5) para tratar de reducir la “escalada de su comportamiento”, prestando más atención a los síntomas de sus cambios de humor y ayudando a Jason antes de que las cosas fuesen a peor. —Ya no estoy segura de que padezca TDAH –me dijo–. A veces se agita cuando cree que no lo “observo”, pero se calma al escuchar mi voz si no le grito, aunque si me olvido y le grito, todavía me pone a prueba… –añadió la maestra, esbozando una tímida sonrisa. Jason había vivido en la casa relativamente estable de su abuela durante casi la mitad de su vida, pero las sombras de sus primeros años aún se cernían sobre él. ¿Padecía Jason TDAH o sus problemas de atención estaban relacionados con la hipervigilancia? ¿Padecía trastorno bipolar o sus cambios de humor eran reacciones a los desencadenantes y problemas de regulación, explicables por sus primeras experiencias vitales? Con independencia de los diagnósticos que pudiera haber recibido, una valoración que tuvo en cuenta el trauma le permitió
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responder bien al enraizamiento, la calma y la relajación. Una vez que la maestra dejó de ver sus cambios como signos de una actitud irascible y a percibirlos como llamadas de ayuda, mejoró su relación con él, percibiendo un lado entrañable en un alumno que antes sentía que la estaba “poniendo a prueba”. Por su parte, Jason ya no sentía que ella “quería causarle problemas”. La disociación, la hipervigilancia y el desbordamiento afectan a los cambios emocionales y las dificultades para regularlos. Debido a que los niños traumatizados reaccionan a los recordatorios de los traumas personales y a su interpretación interna de los acontecimientos, parece que “oscilan” de manera inexplicable de un estado emocional a otro (Kluft, 1985; Silberg, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011). Los trastornos y discapacidades infantiles (por ejemplo, TDAH, trastorno bipolar, autismo) crean problemas con la regulación emocional, que sitúan a los niños en alto riesgo de padecer maltrato y desbordamiento (Briscoe-Smith y Hinshaw, 2006; Capadocia et al., 2011; Fuller-Thomson et al., 2014; Knutson y Sullivan, 1993; Sullivan y Knutson, 2000). Incluso en ausencia de maltrato, el estrés causado por las enfermedades crónicas y la discapacidad puede verse exacerbado por repetidos fracasos y dificultades (Carlsson et al., 2008; Drew, 2007; Kuttner, 2010; Johnson y Francis, 2005; Ødegård, 2005; Varni et al., 1996). Reconocer y comprender el papel del estrés y las estrategias de adaptación como una faceta de las dificultades por las que atraviesa el niño forma parte integral de una intervención apropiada. El tratamiento para el TDAH o el autismo no es el mismo que el tratamiento para los problemas postraumáticos o disociativos. Por ejemplo, las terapias que insisten en el contacto visual o la repetición son útiles en algunos casos de autismo, pero de hecho contribuyen a reforzar la disociación si lo que el niño trata de hacer es desconectarse para protegerse. También es importante tener en cuenta de qué modo los problemas de comunicación afectan a la valoración y cómo el estrés influye en la presentación y las habilidades de los niños.
El lenguaje y otras cuestiones relativas a la valoración del trauma El efecto del trauma en las pruebas de lenguaje La valoración es, en el mejor de los casos, una instantánea de la capacidad de un individuo en un momento concreto llevada a cabo por un evaluador particular en un entorno específico. Al intentar evaluar las habilidades, sobre todo en el
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caso de los niños, los clínicos hacen todo lo que está en su mano para que sea una representación adecuada de las habilidades, minimizando las variables que interfieren o, al menos, siendo conscientes de su impacto en las pruebas. Entendemos que a causa del impacto del malestar en la atención, la motivación, la memoria, la interacción y el lenguaje de los niños enfermos, es posible que la valoración no refleje su capacidad real. De manera similar, los niños que “emplean” habilidades postraumáticas para sobrellevar la situación durante la valoración pueden arrojar resultados que tergiversen su potencial. Y es que su desempeño se ve afectado por su nivel general de estrés ese día o por lo que desencadena una determinada pregunta, el entorno o el examinador, así como por lo que ocurre dentro y fuera de la sala, quién los acompaña, para qué entienden los niños que son las pruebas, su interpretación de los errores, su experiencia previa con las pruebas, etc. Las conclusiones de cualquier sesión de valoración siempre son provisionales, y lo son aún más en niños cuyo desempeño se ve afectado por el estrés y la disociación, lo que hace que sea doblemente importante que los profesionales que están en contacto con estos niños comprendan e identifiquen los síntomas de hiperactivación, disociación y retraimiento. Dada la realidad del modo en que el maltrato y el abuso afectan al lenguaje y la comunicación, los patólogos del habla y el lenguaje (así como otros profesionales que evalúan a los niños) deben considerar seriamente el historial del trauma (véase el capítulo 13) y permanecer atentos a las respuestas de los niños durante las interacciones. Los niños que responden bien a varios ítems de la prueba, pero son incapaces de completar ítems de dificultad similar, quizá estén evidenciando problemas de fatiga o dificultades para mantener el foco y la atención. Sin embargo, también pueden estar reaccionando al contenido de un determinado contenido de la prueba: ya se trate del presente o del anterior al cambio de comportamiento, o bien al lote entero. Es útil tomar nota del tipo de reacción que muestra el niño: lo abrupta que es, el afecto del pequeño y su respuesta a los intentos de apoyo y enraizamiento. Además, cuando un niño muestra una respuesta inusual o un cambio en el afecto y la atención, puede ser necesario enraizarlo antes de proseguir con la prueba. Las preguntas alternativas de dificultad equivalente y contenido variado (incluso si no son puntuadas) contribuyen a determinar si el cambio tiene que ver con la habilidad o con el contenido. Este tipo de interacciones nos suministra información de cómo el niño reacciona, reorienta, gestiona errores y responde a los fallos y reparaciones en la comunicación.
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El efecto de los problemas del lenguaje en la valoración psicológica El lenguaje es parte integral del counseling. Sin embargo, a menos que el niño haya llegado a la psicoterapia con un retraso o trastorno del lenguaje ya diagnosticado, muchos psicoterapeutas que trabajan con niños traumatizados y disociativos asumen que estos niños tienen habilidades normales del lenguaje (al menos en lo concerniente al material no traumático). Cuando los niños proporcionan respuestas incongruentes que no son apropiadas para su edad, los psicoterapeutas pueden malinterpretarlas como si reflejaran trastornos psicológicos o del pensamiento, en lugar de problemas de lenguaje o dificultades de comunicación. Para minimizar la interpretación inadecuada de las habilidades reales de los niños o de los problemas subyacentes, es importante que los psicoterapeutas entiendan el impacto que tienen los problemas del lenguaje y la comunicación en la valoración y la intervención. Escalas de valoración. Las escalas de valoración constituyen una manera rápida de evaluar si un niño se halla dentro de un rango normal en cuanto a sus emociones y comportamientos. Evaluar conjuntos predeterminados de preguntas ayuda a los clínicos a discernir si el niño o el adolescente tienen resultados positivos referentes a depresión, ansiedad, compulsión, etc. A pesar de que muchos niños con problemas conductuales y emocionales también evidencian impedimentos del lenguaje, las escalas de valoración rara vez se calibran para aplicarlas a niños con retrasos en la comunicación y el lenguaje. Cuando se utilizan escalas de valoración con niños que padecen trastornos del habla y del lenguaje, los resultados se ven sesgados al alza a la hora de identificar los trastornos socioemocionales (Redmond, 2002). Entrevistas clínicas. Diseñadas para ayudar a recopilar información de manera flexible mediante preguntas abiertas, al tiempo que establecen la relación y la confianza, dichas entrevistas son vulnerables a las limitaciones del lenguaje. Los problemas de comunicación afectan no solo al contenido de las respuestas de los niños, sino también su comprensión de las preguntas, así como a la forma en que los niños (o adolescentes) transmiten la información y cómo interpretan o responden a la falta de comprensión. Técnicas/tareas proyectivas. Los problemas de comunicación también afectan a los resultados de las técnicas proyectivas. Este tipo de tareas implican la comprensión de directrices y conllevan demandas lingüísticas implícitas en cuestiones como la recuperación fluida de palabras, la producción de sintaxis complejas, la interpretación del lenguaje figurativo o la representación simbólica
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y la comprensión de conceptos relacionados con el tiempo. Todo esto depende en buena medida de las competencias lingüísticas, del vocabulario, del procesamiento, de la recuperación y de las habilidades narrativas, que son vulnerables a los problemas de comunicación y de lenguaje. En cualquier caso, las mediciones de valoración son útiles. Lo único que ocurre es que debemos aplicar sus resultados siendo conscientes de cómo el lenguaje y la comunicación afectan y se ven afectados por el contenido, el contexto y la interpretación. Los niños aquejados de trastornos del desarrollo, o que tienen problemas emocionales y de comunicación, corren un riesgo mayor de padecer algún tipo de trauma, mientras que los niños que ya sufren un trauma corren el riesgo de que se vea alterado su desarrollo, sus emociones y su comunicación de un modo que afecte a sus relaciones, aprendizaje, socialización y crecimiento. Esto crea un panorama diagnóstico delicado, pero muy rico, en el que los clínicos están obligados a tener en cuenta diferentes factores y sopesar el impacto relativo de cada uno de ellos a la hora de determinar un diagnóstico “suficientemente bueno” que explique los síntomas actuales y permita trazar una ruta para el tratamiento. Para ello, debemos ser conscientes de la interacción existente entre el trauma, la comunicación y el desarrollo, junto a las vulnerabilidades fisiológicas y psicológicas del niño o adolescente. El acceso a suficiente información, así como saber qué preguntar y reconocer lo que vemos y escuchamos (y también lo que no se dice), son aspectos fundamentales a la hora de conseguirlo.
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Historial, examen e indicadores para la valoración Toda la historia del trauma y no “solo” el abuso evidente El maltrato es y sigue siendo una causa muy importante de trauma en los niños. Sin embargo, como se detalla en la Parte 2, no es la única causa de trauma infantil. Los traumas médicos (prematuridad, exposición intrauterina a determinadas sustancias, problemas congénitos, enfermedades crónicas y dolor crónico, accidentes y procedimientos invasivos, por ejemplo), los traumas bélicos, la exposición a la violencia, la condición de refugiado, los cuidadores desbordados o enfermos, la pérdida y la separación también pueden ser fuentes de trauma en los niños y afectar su presentación clínica. La valoración exige recopilar gran cantidad de información en poco tiempo, tratando de reunir datos médicos, neurológicos, relacionales, sociales y referentes a la comunicación y el desarrollo, todo ello mientras forjamos una relación con un adulto y con un niño y comprobamos diferentes habilidades (Brinton y Fujiki, 1989; Gleason y Ratner, 2009; Piazza y Carroll-Hernandez, 2004; Schiefelbusch, 1986; Schaefer et al., 1991). Por otro lado, hay preguntas que uno no debe formular en presencia del niño. Además, tal vez no sea posible abarcar todos estos aspectos en el marco temporal de una sola valoración, por lo que esta a menudo prosigue de alguna manera a lo largo de toda la intervención. Dicho esto, siempre que sea posible, hay datos que merece la pena recabar antes de la valoración y/o tener en cuenta para el seguimiento: • Estrés prenatal (dificultades físicas y/o emocionales de la madre durante el embarazo: pérdida y dolor, trauma, problemas domésticos, exposición a medicamentos y otras sustancias) • Estrés posnatal e infantil (problemas durante el proceso del parto, complicaciones, permanencia en la unidad de cuidados intensivos neonatales (UCIN) y lo que ello implica, cólicos y reflujo, estrés y disponibilidad de los padres, depresión posparto, enfermedad del cuidador, factores estresantes domésticos y económicos, coherencia del cuidador, dificultades de apego). • Antecedentes médicos (cirugías y hospitalizaciones, accidentes, procedimientos invasivos, medicamentos, infecciones del oído, problemas respiratorios como el asma, así como afecciones crónicas y lo que conlleva su tratamiento).
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• Problemas de desarrollo (crecimiento y logro de hitos motores y de desarrollo, patrones de sueño y de alimentación, temperamento y facilidad para calmarse a sí mismo, procesamiento sensorial, estado de alerta y participación, patrones de comunicación, comportamientos de autotranquilización, hábitos o necesidades inusuales). • Antecedentes familiares (problemas con los hermanos; enfermedades y discapacidades; configuración y estabilidad familiar; factores estresantes domésticos: violencia, separaciones o problemas de custodia; enfermedades crónicas o dolor crónico de los cuidadores; antecedentes traumáticos en los cuidadores; dolencias mentales de los cuidadores o de los familiares cercanos). • Estrés ambiental (problemas económicos: pérdida de trabajo, presión laboral, problemas laborales; inseguridad del vecindario; presiones raciales o religiosas; desastres naturales y pérdidas). • Otros factores estresantes (pérdidas y duelo, inseguridad, exposición a la guerra y al terror, inestabilidad política, pobreza y falta de hogar).
Estresores pasados y actuales: qué preguntar, a quién y cómo Las dificultades de los niños tienen diferentes motivos subyacentes, y sus comportamientos sirven para todo tipo de funciones. Los retrasos y los obstáculos en la competencia y el comportamiento pueden ser el problema principal, o bien estar supeditados a otros problemas en la vida del niño. El contexto en el que vive el niño ayuda a arrojar luz sobre estas funciones, junto con las actitudes y percepciones hacia los niños en general y los “problemas” de cada niño específico. Al valorar a un niño que evidencia retrasos o cambios en sus habilidades, será útil preguntar y/o tener en cuenta lo siguiente: • ¿El niño ha sido valorado antes? ¿Por qué motivo? ¿Se observaron los síntomas, comportamientos y problemas a través de un “visor general” para evaluar patrones? • ¿Cómo es el desarrollo del niño al margen de las “quejas habituales”: en la escuela, con sus compañeros, con adultos, comunicativa, académica, física o emocionalmente? • ¿Las cuestiones, comportamientos, retrasos o problemas representan cambios recientes o siempre ha habido dificultades en estas áreas? Si se han acrecentado, ¿se han producido cambios en la vida del niño (por ejemplo, en el hogar o en la escuela, pérdidas recientes, cambio de cuidador,
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emergencias médicas u otro tipo de crisis)? ¿Cómo es el nivel de energía, el comportamiento, el nivel de actividad, los hábitos alimentarios y los hábitos de sueño del niño? (Puede que averigüemos que un niño mayor duerme en la cama de sus padres debido a las pesadillas, o que un niño de enseñanza primaria todavía usa chupete). ¿Cuáles son las dinámicas de los padres en torno a las dificultades y/o problemas del niño? ¿Hay acuerdo entre ellos? ¿Discuten sobre si los problemas del niño son importantes y merecen atención o bien se están exagerando? ¿El hecho de que el niño se haya convertido en “paciente” desvía la atención de otros asuntos o más bien los perpetúa? ¿Hay otros problemas/discapacidades en la familia? ¿A quién afectan? ¿Cómo se tratan? ¿Han requerido los hermanos de alguno de los padres (o parientes cercanos de la familia) terapia por parte de un patólogo/psicoterapeuta del habla y el lenguaje (dependiendo del entorno)? ¿Por qué motivo? ¿Cuál fue su experiencia y cómo vivieron la actitud de los demás a este respecto? Si hubo/hay algún trauma en la familia (relacionado directamente con el niño o con otros miembros de la familia), ¿se habla de él? ¿De qué manera? ¿Con quién se habla, con qué frecuencia y en qué contexto? ¿Qué es lo que entiende el niño al respecto?
El valor de las descripciones Durante todo el proceso de admisión, les pido a los cuidadores que me informen sobre las habilidades de su hijo, su personalidad, las cosas que disfruta (y si alguna ha cambiado recientemente). Más allá de mi deseo de aprender más cosas acerca del niño, la forma en que los cuidadores hablan de él (por ejemplo, impaciente, aletargado, creativo, desinteresado, torpe, manipulador, ansioso, perezoso, testarudo, gracioso, tranquilo) es sumamente ilustrativa. Algunos proporcionan descripciones ponderadas referentes a habilidades y discapacidades, fortalezas y debilidades, mientras que otros no lo hacen de ese modo. Cuando los padres enumeran todo lo que está “mal en el niño”, les pido que me digan “lo que está bien” y lo que encuentran más adorable en él. Algunos padres se sorprenden de entrada, especialmente si asocian el contexto específico en que se hallan en ese momento con “lo que está mal”, pero se complacen en completar otros aspectos. Hay padres a los que les resulta difícil enumerar las cosas que su hijo hace bien o que les resultan especialmente adorables. Esta es una información importante acerca de las relaciones que mantienen con el niño. También ofrece pistas sobre aquello con lo que el niño
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quizá no tenga demasiada experiencia (por ejemplo, los cumplidos, es decir, que le digan que es guapo, amable y encantador). Amy –una experta en el tema– describió con elocuencia los problemas de su hijo con su hiperactividad, torpeza, rabietas y salivación. Enumeró todas las cosas que el niño de seis años no hacía bien, las terapias que habían probado, las dosis de las medicaciones y los efectos secundarios. Cuando le pregunté qué era lo que más le gustaba de él, Amy abrió y cerró la boca sin decir nada y luego rompió a llorar. —Lo amo –dijo, ruborizada por la vergüenza–. Quiero decir que soy su madre. Por supuesto que lo amo. Haría cualquier cosa por él, pero no hay muchas cosas que me gusten de él. Me siento horrible diciendo esto, pero su camisa siempre está babeada y no se percata de los mocos en la cara y siempre acaba manchándome. Rompe las cosas, tropieza con todo y, a veces, no lo soporto. Nada le ayuda a ser como debería. Me odio a mí misma. Ya no sé qué hacer… Amy necesitaba un respiro. Necesitaba ayuda para gestionar los problemas relacionados con su hijo. El rechazo, la decepción y el agotamiento dificultaban que proporcionase al pequeño el calor y la atención que merecía, pero le avergonzaba pedir ayuda y le preocupaba que la juzgasen como una mala madre. Hablar de ello sin prejuicios ayudó a aclarar que probablemente estaba exagerando el ciclo de rechazo y exigencias. Se mostró de acuerdo en que abordar sus propias dificultades formaba parte de la terapia del niño.
Historia del apego: disponibilidad y capacidad del cuidador Shlomy tenía tres años y seis meses y hablaba principalmente con frases cortas. Todavía no sabía ir al baño, “no escuchaba bien” y tenía berrinches cuando no lo comprendían. Había sido “expulsado” de la guardería por morder. El comportamiento de Shlomy empeoró después del nacimiento de su hermana hacía cinco meses. —Todo el mundo dice que es una rivalidad normal entre hermanos –me dijo la madre durante la entrevista inicial–. Soy hija única. No sé si es normal, pero me preocupo por Emma. Él suele ser amable con ella, pero a veces la mira como si realmente la odiara. ¿Y si le hace daño? A veces no es consciente de la fuerza que tiene. Shlomy era muy guapo, con unos labios y mejillas angelicales que
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enorgullecerían a cualquier abuela. Vino a la valoración acompañado de su madre, bien arreglado y vestido con pantalones y tirantes sobre una camisa abotonada, zapatos acordonados minúsculos y calcetines a rayas. Su madre era muy cuidadosa. Shlomy me miraba críticamente desde su posición sobre la pierna de su madre sin responder a su sugerencia de que se sentase junto a la mesita cercana, sino aferrándose a ella en el sofá. Le aseguré a la madre que podía tomarse su tiempo y empecé a hacer en la mesa cosas atractivas con trozos de imán. Después de lo que Shlomy pareció juzgar el tiempo oportuno para dejar claro que era su propia decisión y no la de su madre, se acercó a la mesa, mirándome para asegurarse de que no estaba perdiendo puntos por “ceder”… Shlomy tenía un retraso en el lenguaje. Su léxico era reducido, su comprensión de los conceptos limitada, y estaba por debajo de las expectativas en muchas mediciones sobre comunicación. Parecía muy cauteloso y era consciente de cada pequeño movimiento de su madre. Cuando ella quiso ir al baño (la puerta se veía desde donde estábamos sentados), él corrió detrás de ella, insistiendo en acompañarla. Aunque este es el comportamiento esperado en los niños de su edad cuando están en un lugar nuevo, Shlomy no se atrevió a volver a la silla después, aferrándose a su madre, acurrucándose en su regazo y mirando de hurtadillas como un bebé que acaba de descubrir el miedo a los extraños. Su madre estaba molesta por su “negativa a volver al trabajo”, pero su agitación solo parecía hacerle más exigente. —Siempre es muy pegajoso –me dijo la madre, un tanto amargada. Más tarde, esa misma noche, hablé con ella por teléfono. Se disculpó por el “tiempo perdido”, a pesar de que le aseguré que esta era la razón por la que mis valoraciones incluían más de una sesión y que todo lo que un niño hacía o no hacía me resultaba útil. Los niños también se comunican en la forma en que gestionan la frustración, las nuevas situaciones, los sentimientos difíciles, la preocupación o la fatiga. —Él no estaba cansado –me dijo la madre, en parte a la defensiva y, en parte, en modo acusatorio (hacia el niño, según me pareció)–. Lo he dejado dormir hasta tarde. Simplemente se puso muy terco. Hablamos más sobre el comportamiento y las necesidades de Shlomy, y volví a preguntarle acerca del estrés en casa. La madre permaneció callada unos instantes y luego compartió que había sufrido depresión posparto tras el
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nacimiento del pequeño. Tuvo que ocuparse ella sola del bebé, y no estaba segura de lo que era o no fatiga normal. Se sentía avergonzada por tener esos problemas cuando “se suponía que debía estar eufórica”, y se apartó de sus amigos, quienes asumieron que había entablado “amistad con otras madres”. Pero no era eso lo que ocurría. Ella dormía durante horas, cuidando de Shlomy, aunque no estuviese realmente interesada en él. Su esposo trabajaba muchas horas, y sentía que no la entendería. También se sentía siempre molesta con él. —Fueron los seis meses más duros de mi vida –me confesó–, hasta que mi madre vino y me salvó la vida. Al parecer, alertada por la indiferencia de su hija, le dijo que debía acudir al médico. Los antidepresivos la ayudaron. —Fue como si se encendiese una luz –dijo balbuceando la madre de Shlomy–. Por fin podía respirar. Pasó bastante tiempo, pero mejoré y contraté a una niñera para cuando no me sintiera bien o Shlomy me resultase demasiado pegajoso. Entonces le pregunté sobre el embarazo y el parto recientes. —Estaba muy preocupada –me respondió–, pero el doctor me supervisaba. Tuve que dejar de tomar los antidepresivos durante el embarazo y se me hizo difícil, pero al menos sabía lo que estaba sucediendo. Tan pronto como Emma nació, el doctor me volvió a recetar la medicación, y fue una experiencia muy distinta –dejó de hablar unos instantes–. No me sentí cansada, pero me preguntaba cuántas cosas me perdí con Shlomy durante ese periodo. Esos meses son muy borrosos. A menos que los patólogos del habla y del lenguaje preguntemos directamente sobre ella, es muy posible que no se nos hable de la depresión posparto. Si bien es una enfermedad, las madres suelen culparse por ello. Es algo doloroso de considerar y muy fácil creer que no tuvo ningún impacto cuando el niño ni siquiera hablaba. Sin embargo, por supuesto que es importante. Los recién nacidos son muy exigentes por naturaleza y dependen completamente de los cuidadores para la atención y la interacción. Cuando un cuidador no los atiende lo suficientemente bien o de manera continuada, a los bebés les resulta más difícil regular su cuerpo, se sienten abrumados con más facilidad, siendo difíciles de calmar y menos capaces de asociar al cuidador con el alivio y la conexión (Cozolino, 2006; Gaensbauer, 2011; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). De ese
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modo, se ve seriamente afectado su mismo fundamento para relacionarse, comunicarse, experimentar autoestima y comprender el mundo. La madre de Shlomy nunca tuvo la intención de hacerle daño, sino que se esforzaba por ser una buena madre y se ocupaba de sus necesidades físicas –lo alimentaba y le cambiaba los pañales mojados–, pero tenía problemas para conectar con él y estaba demasiado deprimida para comprometerse realmente. Su presencia suponía una carga para ella, y la culpa y la vergüenza que experimentaba no hacían sino alimentar su depresión. El padre de Shlomy, por otro lado, le proporcionaba conexión positiva cuando estaba con él, pero viajaba mucho por razones laborales y tampoco era alguien de quien Shlomy pudiese aprender a confiar. Cabe preguntarse entonces, ¿qué supuso para Shlomy no disponer de un cuidador amoroso que lo mirase, arrullase, jugase e interactuase con él? ¿Qué le comunicaban el desinterés y la apatía de su madre? Si lo único que la despertaba eran sus fuertes gritos, ¿qué era lo que entendía acerca de la manera de obtener atención? Es comprensible que aprendiese a estar aferrado a ella y a mantenerla ocupada, y que se sintiera ansioso por su proximidad y sus respuestas. La presencia cálida y amorosa de la niñera contribuyó a paliar un poco la situación. Sin embargo, ¿qué supuso para Shlomy el que su madre se deprimiese de nuevo durante su segundo embarazo? ¿Qué recuerdos y temores innombrados despertó la apatía de ella en la comprensión de su hijo? ¿Qué significó para él ver a su madre interactuar con el nuevo bebé de maneras que él –incluso sin saber cómo explicarlo– anhelaba? Las competencias lingüísticas de los niños pequeños son muy limitadas y, en consecuencia, a menudo se comunican por medio de la conducta y el afecto. Los niños pequeños suelen evidenciar su angustia mordiendo, golpeando, pillando berrinches, aferrándose a algo y controlando en exceso lo que pueden hacer (por ejemplo, comer, ir al baño). Es la comunicación efectiva la que puede ser contraproducente, puesto que el modo en que Shlomy controlaba la conexión – llorar, aferrarse, negarse a controlar sus necesidades– irritaba y abrumaba a su madre, alimentando la repulsa y el rechazo que lo tornaban a él aún más ansioso y a su madre más reactiva. Tanto la madre como el hijo reproducían su apego conflictivo a través de la ansiedad, la vergüenza y la culpa. Percibir las conductas de apego como intentos de comunicarse no tenía nada que ver con culpar a alguien o explicar un retraso del lenguaje, sino con entender lo que contribuía al perfil y la capacidad de comunicación de Shlomy. Era una parte importante de la valoración de sus habilidades y de la
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planificación de una intervención óptima, porque también ofrecía la esperanza de cómo ayudar a fomentar su disponibilidad para el aprendizaje. La madre de Shlomy se mostró de acuerdo en que merecía ayuda para procesar lo que había sido un momento muy difícil para ella, y aceptó mi recomendación de llevar a cabo counseling. La terapia la ayudó a gestionar la culpa y la vergüenza y le brindó herramientas para afrontar sus propios sentimientos y para contener los sentimientos difíciles de Shlomy, de manera que él pudiera regularse mejor. Su conexión mejorada alivió la ansiedad entre ambos, y su mayor sensibilidad mitigó los celos que sentía (y manifestaba) Shlomy hacia su hermana más pequeña. La comunicación de todos mejoró. En la familia de Shlomy, como en muchas otras, la atención a los problemas de apego (en este caso gracias al counseling de los padres sumado a la terapia del habla para el niño) mejoró la eficacia de la intervención, calmó la hipervigilancia y el estrés y aumentó la disponibilidad de Shlomy para el aprendizaje, el procesamiento y el uso del lenguaje (más información sobre la colaboración clínica en el capítulo 16). A menudo es útil comprender lo que ocurre durante la comunicación y el apego tempranos. Esto no significa que el apego deba ser perfecto, sino solo “lo suficientemente bueno” (tomando prestada la definición de Winnicott). No todas las interrupciones en el apego afectarán o deberían afectar al desarrollo y al comportamiento, pero merece la pena preguntar, durante el proceso de valoración, acerca del apego y los patrones de comunicación temprana. Como mínimo, la historia de la disponibilidad y las habilidades de los cuidadores arrojará algo de luz sobre el entorno relacional en el que ha crecido el niño y los “mensajes” que ha interiorizado. Estas son algunas cuestiones importantes que es útil plantear: • Dificultades en el apego después del nacimiento (UCIN, separación del bebé, recuperación difícil tras la cesárea, medicación que dificultó el cuidado del bebé) • Depresión posparto • Pérdidas en la familia (¿pérdida de un hermano del niño o de uno de los padres? ¿Cómo y qué efecto tuvo en la conexión o la preocupación por este niño? • Historial de cuidados (¿Quién es el cuidador principal? ¿Alguna vez dejó de estar disponible? ¿Por qué motivo? ¿A qué edad y durante cuánto tiempo? ¿Quién atendió al bebé? ¿Otros cambios de cuidador? • Creencias y hábitos durante el cuidado (por ejemplo, hábitos de sueño y
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alimentación/horarios; respuesta al llanto; uso de chupete/manta/amamantamiento; cuna o cama familiar; conflictos entre los cuidadores sobre la “manera correcta” de atender al niño. • Lenguaje y fluidez de los cuidadores (¿Qué idioma o idiomas hablan los cuidadores con el niño? Cuando los cuidadores son instruidos o se sienten obligados a usar un idioma que no dominan y/o están seguros de su propio uso, esto puede afectar la conexión y la comunicación.
Acogida, adopción, pérdida y divorcio Cuidado-acogida Un niño en acogida es un niño que presenta un alto riesgo de antecedentes traumáticos. Cualquiera que sea la causa que lo haya llevado a verse separado del cuidado de sus padres –abuso, negligencia, violencia, fallecimiento, encarcelamiento de uno de los progenitores– la separación en sí misma es, para los niños, un factor estresante más importante que las circunstancias antecedentes y consecuentes. Los cambios en la asignación de hogares de acogida y el fracaso en la reunificación familiar incrementan la interrupción, la pérdida y la incertidumbre del apego, impactando en la preocupación del niño con la seguridad y la estabilidad en detrimento de su disponibilidad para el desarrollo, la exploración, la comunicación y el aprendizaje. Siempre que un niño se halla en el sistema de hogares de acogida o tiene un historial de asignaciones en hogares de acogida, es aconsejable preguntar lo siguiente: • ¿Cuándo se integró al niño en el sistema de hogares de acogida? (cuánto tiempo hace) • ¿Cuántos años tenía el niño cuando fue asignado por primera vez a un hogar de acogida? • ¿Cuál fue la razón de la acogida? (abuso/descuido, violencia, enfermedad de los padres, fallecimiento, prisión de los padres, etc.) • ¿A qué tipo de régimen fue asignado el niño? (¿Acogida familiar? ¿Acogida general?) • ¿Cuántas asignaciones ha tenido el niño (durante qué periodos de tiempo), incluyendo las reunificaciones familiares, si ha habido alguna, y/o reubicaciones de emergencia en hogares de acogida? • ¿Se ha producido un cambio de idioma? (por ejemplo, español en casa, inglés en hogares de acogida) • ¿Hay visitas de los padre biológicos? ¿Cómo y dónde tienen lugar? ¿Cómo
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reacciona el niño antes/durante/después de esas visitas? ¿El niño tiene hermanos y hermanas y vive con ellos? ¿Tiene una familia extensa? ¿Cuál es la conexión del niño con su familia? ¿Tienen algún tipo de conflicto sobre la pérdida de la custodia? ¿Hay incredulidad/culpa hacia el niño? ¿Está/estaba el niño recibiendo counseling? ¿Alguien conoce cuál ha sido el desarrollo del niño a lo largo del proceso? ¿Alguien conoce toda la historia del niño?
El acceso al historial de los niños en acogida varía de manera considerable. A veces está muy bien documentado, mientras que en otras ocasiones la información es incompleta, y los cuidadores actuales (padres de acogida, padres biológicos tras la reunificación familiar o padres adoptivos) solo disponen de datos muy escasos acerca de los cambios que ha afrontado el niño dentro del sistema de acogida y la pérdida de la custodia. En el caso de que la información sobre los hitos del desarrollo, la historia clínica, las intervenciones, las terapias y los problemas sea irregular, será más difícil recopilar buena información relacionada con el desarrollo del niño. Cuando eso sucede, la historia fracturada proporciona por sí misma un reflejo de la experiencia del niño: falta de continuidad, inestabilidad, confusión e imprevisibilidad. No es de extrañar que un niño cuya propia narración de vida está plagada de “lagunas” y rupturas tenga dificultades para narrar experiencias, conectar la causalidad o comprender la secuencialidad. Adopción A menos que tenga lugar inmediatamente después del nacimiento, la adopción implica una historia de pérdida e interrupción del apego. La adopción también aumenta el riesgo de exposición prenatal al estrés a través del estrés materno, la exposición intrauterina al alcohol y otras sustancias, la desnutrición materna y los problemas de salud mental de la madre (Albers et al., 2005; Miller, 2005; Yehuda et al., 2005). Es posible que no se conozcan los antecedentes prenatales y tempranos en el caso de que el niño fuese abandonado en un orfanato o haya sido adoptado en otro país. Sin embargo, recopilar toda la información disponible es de gran ayuda: • ¿Cuántos años tenía el niño en el momento de la adopción? • ¿Qué se sabe sobre su desarrollo y circunstancias prenatales? ¿Se conoce a la madre? ¿Estaba bien alimentada? ¿Algún indicio de que el niño estuviese
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expuesto a sustancias? ¿Cómo se convirtió el niño en candidato para la adopción (acogida, orfanato, abandono, adopción preestablecida, o subrogación)? ¿A qué idioma/s se vio expuesto el niño antes de la adopción? ¿Y a partir de entonces? ¿Qué tipo de atención recibió antes de la adopción? (por ejemplo, ¿familia biológica, familia de acogida o instituciones? ¿Cuáles fueron las condiciones? ¿Cambiaron mucho los cuidadores? ¿Hubo problemas médicos o de desarrollo? ¿Recibió el niño algún tipo de terapia? ¿Para qué, de qué tipo, por parte de quién? ¿Había hermanos/parientes cercanos del niño? ¿Dónde están ahora? (¿Se quedaron en el orfanato/fueron adoptados en otro lugar/volvieron con sus padres?) ¿Sufrió el niño alguna otra pérdida? (por ejemplo, mascota, abuelo)
Pérdida La muerte forma parte natural del ciclo de vida. No todas las pérdidas son traumáticas o resultan en un duelo continuo que hacen que el niño sea incapaz de prestar atención y desarrollarse. Sin embargo, los niños a veces sufren pérdidas importantes, y su aceptación del sufrimiento consiguiente se ve complicada por su comprensión de lo sucedido y de lo que significa (Nader y Salloum, 2011). Más allá del efecto que la percepción y las creencias tienen en la infancia, la presencia de problemas lingüísticos aumenta el riesgo de confusión e ideas erróneas. Es importante preguntar sobre las pérdidas. Es posible que los adultos no siempre sepan qué pérdidas son más importantes para un niño en particular y, por su parte, los niños pueden experimentar dolor por pérdidas que los adultos ignoran que son tan profundas. Los cuidadores generalmente mencionan la pérdida de uno de los padres o de un hermano, pero otras pérdidas (por ejemplo, de un pariente cercano del niño, de un amigo, de una mascota querida) pueden no ser compartidas a menos que se les pregunte. Si los padres no mencionan la pérdida de un hijo, es porque les resulta demasiado doloroso y no perciben la relevancia para la comunicación del niño. Sin embargo, lo que ellos hacen o dejan de hacer refleja la manera en que la familia se comunica en torno a la pérdida, la tristeza y las dificultades, es decir, a las creencias que se entretejen con la comprensión que alberga el niño acerca de la realidad y la comunicación.
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La maestra de preescolar de Ken expresaba su preocupación por su comprensión auditiva y su vocabulario y se preguntaba si el niño de cuatro años y seis meses de edad padecía un retraso en el lenguaje. Cuando sus padres me llamaron para llevar a cabo una valoración, me contaron que la abuela paterna de Ken, a quien veía varias veces al año y la cual lo adoraba, había fallecido de repente hacía dos meses. Se consideró que Ken era demasiado pequeño para asistir al velatorio y el funeral, y la pérdida no pareció preocuparlo más allá de afirmar empáticamente en los días posteriores a la muerte que “Papá está triste porque la abuela ha muerto”. La madre de Ken señaló de pasada que “tal vez la muerte de Doc, acaecida hacía unos meses, ayudó a Ken a entender la muerte de su abuela”. Doc era el perro de la familia. Cuando Ken nació, Doc trató al recién nacido como un miembro más de su manada y literalmente hacía guardia junto a la cuna del bebé y luego junto a la cama del pequeño cada noche hasta que amanecía. La semana en que Ken cumplió cuatro años, llevaron a Doc al veterinario y le diagnosticaron un cáncer avanzado que le causaba un sufrimiento extremo, motivo por el cual los padres de Ken consintieron en que el veterinario lo sacrificara. Como una manera de explicar la desaparición del perro sin preocupar a Ken por el dolor y el cáncer, los padres le dijeron que Doc había ido al veterinario y que este “lo había puesto a dormir”. Según dijeron, el niño lo aceptó tranquilamente, y cuando preguntaba periódicamente a sus padres sobre el perro en los días posteriores, ellos le repetían pacientemente lo que le habían dicho, creyendo que él “necesitaba escuchar lo que ya sabía”. La muerte de Doc coincidió con el comienzo del curso preescolar de Ken. Pasadas algunas semanas, el niño empezó a mostrarse pegajoso y quisquilloso por las tardes y se despertaba repetidamente por la noche. Entonces se les dijo a los padres que se estaba “adaptando”, que estaba “abrumado” con las largas jornadas escolares y que las pesadillas eran normales a su edad. Ken raramente mencionaba a Doc, pero sus padres creían que él “canalizaba” el amor del pequeño por los perros, de manera que casi todas cosas que había en su habitación estaban relacionadas con los perros. Eso les parecía adorable. Saber que Doc había muerto me resultó muy útil, puesto que permitía explicar la reacción dramática del niño a la historia que eligió para que yo la leyera durante la valoración: “Harry, el perro sucio”. Ken parecía ansioso y
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triste pero, cuando le pregunté si quería que leyéramos otra historia, movió la cabeza expresando su negativa. Su madre se rió y señaló que “era obsesivo con las historias de perros” y que lloraba si no le leían “historias de perros”. Alertada por la contradicción entre su entusiasmo y su tristeza, le pregunté a Ken si le gustaban los perros. Asintió con la cabeza, diciendo: —Solo Doc. —¿Solo Doc…? –preguntó sorprendida la madre–. Todo lo que hay en tu habitación tiene que ver con los perros: tu colcha, los peluches, los libros, los rompecabezas. Y sigues pidiendo cosas de perros. ¡Creía que te encantaban los perros! —Solo Doc –repitió. —¿Por qué? –le pregunté amablemente. Clavó sus grandes ojos en mí, luego miró el libro abierto frente a nosotros y señaló la ilustración del perro blanco y negro. Harry, el perro de la historia, era muy diferente al gran chucho marrón que había sido Doc, y la ternura del toque del niño contradecía su declaración. —Creo –le dije entonces– que tú también te pareces un poco a este perro. Ken se encogió de hombros y tras una pausa añadió murmurando: —Quizá vaya al veterinario. —Sí… No estaba segura de qué quería decir con eso, pero quería ver si añadía algo más. —Tal vez si va al veterinario, él pueda despertar a Doc –dijo mirándome con sus ojos humedecidos. Ken había estado acumulando perros esperando encontrar uno que supiese a qué veterinario había ido Doc para poder despertarlo del sueño que le había “provocado” el veterinario y recordarle que debía volver a casa. Por ese motivo, el sueño se volvió algo confuso para Ken. No le gustaba que lo acostaran porque eso le hacía extrañar aún más a su perro y le recordaba que el sueño se había llevado a su querido perro. También tenía miedo de que sus padres durmiesen, así que lloraba para despertarlos y asegurarse de que podían despertar, a diferencia de Doc, que dormía y dormía y dormía y dormía… Ken no entendía por qué nadie despertaba a Doc. Sus padres parecían tristes porque Doc se había dormido y, sin embargo, no iban al veterinario a despertarlo y traerlo de
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vuelta a casa. Cuando les preguntaba dónde estaba Doc, no paraban de decir que lo habían “dormido”. Ken también tenía que dormir por las noches. ¿Y si no se despertaba? Y sus padres, ¿cuánto tiempo dormirían? ¿Y qué ocurriría si no se despertaban y también los echaba de menos? Para Ken, la muerte de su abuela era triste solo porque entristeció a su padre. Sus padres utilizaron la palabra “muerta” y él entendía que significaba que la abuela ya no volvería a visitarlo. Ella nunca había sido parte de su vida cotidiana, por lo que su fallecimiento era algo abstracto y muy diferente de la pérdida de Doc. Pero los padres de Ken no se dieron cuenta. Para ellos estar “dormido” era sinónimo de estar “muerto”, así que pensaron que Ken entendía que Doc estaba muerto igual que la abuela y que tampoco volvería. Sin embargo, desde la perspectiva de Ken, ambas cosas no eran equiparables porque no entendía cómo el hecho de dormir equivalía a estar ausente durante tanto tiempo. Extrañaba mucho a Doc, pero nadie más parecía esperarlo. Ken buscaba a Doc en cada perro que veía y en cada libro de fotos con perros. Tal vez si encontrara un perro que a su vez encontrase a Doc, ese perro le ayudaría a despertarlo. Los perros se volvieron tanto un desencadenante como una compulsión. Aprender acerca de esta pérdida y de cómo afectaba a Ken fue importante para su valoración y la planificación del tratamiento. La pérdida de Doc se había convertido en el punto focal de la atención de Ken y le quedaba muy poca energía para cosas como escuchar y explorar. Divorcio Preguntar sobre el divorcio es, en ocasiones, un imperativo legal (por ejemplo, quién debe dar permiso para entregar información a la escuela o a otros clínicos, a quién se le permite traer al niño a terapia o recogerlo) e importante desde el punto de vista logístico (quién sufraga la terapia, quién acompaña al niño, a quién se le debe notificar una cancelación o una reprogramación). También puede ser clínicamente relevante respecto a su impacto en el niño. ¿Cómo fue el divorcio y por qué motivos? ¿Cómo era la vida en casa antes de la separación, durante o a partir de entonces? ¿Cuánto tiempo duró el proceso y cómo afectó a la vida del niño en cuestiones cotidianas y relacionales? ¿Tuvo que cambiar de escuela, cambiar de vecindario, abandonar a sus amigos, separarse de sus hermanos? ¿Con qué frecuencia visita al otro padre? ¿Qué supone esto para el niño? ¿Qué entiende acerca de los motivos y el significado del divorcio? ¿Cuánta animosidad hay entre los padres? ¿Es el niño el portavoz para la comunicación entre los padres? ¿El niño se ha visto obligado a tomar
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partido? El divorcio siempre implica, en mayor o menor grado, una pérdida y es un evento importante en la vida de los niños, representando un periodo de tensión y cambio. Dicho esto, no todos los divorcios son traumáticos o perjudiciales para el desarrollo. A veces el divorcio aporta estabilidad y reduce el estrés, y muchos padres ponen a sus hijos por encima de otras consideraciones y comparten la custodia de un modo efectivo y amable. Los niños pueden adaptarse bien a los hogares divididos, los hermanastros, las hermanastras y los padrastros, “consiguiendo” más cuidadores que los quieran y se ocupen de ellos. Los niños aprenden que el cambio no tiene por qué significar que todo está perdido o que el amor se ha acabado. Sin embargo, en el caso de otras familias, el divorcio supone una ruptura devastadora con conflictos continuos que alimentan el estrés crónico ante situaciones cotidianas o fechas especiales (por ejemplo, quién viene a los cumpleaños o dónde pasarán las vacaciones). Es posible que los niños sientan que no tienen voz más allá de lo que se les pide que repitan a uno u otro de los padres y que sus necesidades no se escuchen ni importen. Por eso, darles voz empieza por interesarse más acerca de las circunstancias que han sido silenciadas.
“Es como si lo controlase todo”. Escuchar lo que se dice. El poder de las observaciones ajenas Las valoraciones contienen ítems de prueba, listas de comprobación, escalas de calificación y cuestionarios. En toda esta avalancha de datos, es importante escuchar la exposición y la forma que adoptan las respuestas, especialmente en el caso de frases o descriptores supuestamente “carentes de importancia”. Las valoraciones que prosiguen durante el “tratamiento diagnosticado” a menudo se extienden más allá de los límites de las primeras sesiones y permiten recopilar más información. En cierto modo, cada sesión es una continuación de la valoración. Ya sea que veamos a un niño solo para efectuar una valoración o para llevar a cabo un tratamiento a largo plazo, el niño, los cuidadores, los hermanos, los educadores, así como el personal médico y clínico, a menudo aportan datos que no aborda ninguna lista de verificación. Nelly, la hija de siete años de un médico y financiero, fue diagnosticada por un psicólogo educativo con un trastorno de aprendizaje del lenguaje NOS (no especificado de otra manera, por sus siglas en inglés) y un “TDAH
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atípico”, por lo que se le recomendó que se sometiera a terapia del habla y lenguaje y asistiera a un “grupo de habilidades de comportamiento” (para mejorar la atención y reducir los “arrebatos de silencio” durante los que la niña se negaba a responder). La historia de Nelly incluía la terapia ocupacional cuando era más pequeña a causa de lo que los padres refirieron como “problemas sensoriales” (negarse a usar calcetines, no tolerar las costuras de la ropa, etc.). —Ella ha pasado por todo eso –señaló el padre–, pero sigo pensando que es hipersensible. La madre añadió que Nelly era muy selectiva en cuanto a dónde ir a comer, qué tiendas visitar y durante cuánto tiempo, y que la psicóloga sugirió que se trataba de intentos de control. Los maestros también describieron a Nelly como “irracional y testaruda”. —Tal vez sea manipulación –dijo la madre de Nelly–, pero a veces creo que no se trata de eso. No discute demasiado ni intenta llamar la atención. Es como si estuviera completamente ausente. Nelly era una niña bien atendida por parte de dos padres solícitos e implicados que trataban de darle todo lo mejor. No había habido grandes traumas o pérdidas en su vida, pero las palabras de sus padres me hicieron preguntarme si se sentía de algún modo abrumada. Les recomendé una valoración actualizada por parte de un terapeuta ocupacional, que evidenció que Nelly seguía siendo hipersensible y que las sensaciones de rango normal excedían su tolerancia, pero que había aprendido a entumecerse. El entumecimiento la ayudaba a gestionar las situaciones, pero también significaba que no aprendía a desensibilizarse o regularse, permaneciendo hipersensible y ansiosa ante los estímulos. También tenía hiperacusia, es decir, hipersensibilidad auditiva a sonidos que otras personas encontraban razonablemente aceptables. Esa era la razón por la que Nelly rechazaba ciertos restaurantes o tiendas: la reverberación, la música alta u otros ruidos la ponían muy nerviosa. No entendía por qué a los demás parecía no preocuparles o incluso disfrutaban de lo que a ella le resultaba tan molesto. Lo único que podía hacer era cerrarse en sí misma, a veces de forma preventiva. Cuando sus padres (a regañadientes) se quedaban en casa o cambiaban de restaurante, esto reforzaba la efectividad de esta manera de afrontar las cosas, aunque evitaba resolver el problema. Nelly retomó la terapia ocupacional y también comenzó la terapia conmigo. Su
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hipersensibilidad mejoró mucho gracias a la desensibilización, y algunas modificaciones ayudaron a reducir su desbordamiento (por ejemplo, un sistema personal de frecuencia modulada en la escuela, auriculares con cancelación de ruido en lugares ruidosos). Aprendió a comunicar verbalmente la saturación antes de llegar a “un punto demasiado alto” y a identificar lo que le generaba problemas en un determinado lugar/evento. La planificación previa (por ejemplo, alternar lugares ruidosos con lugares tranquilos) y el establecimiento con sus padres y maestros de una señal para “marcharse” también ayudaron en ese sentido. De ese modo, dejó de ausentarse de las interacciones o las lecciones aletargándose o estresándose. Nelly cerró brechas rápidamente y sus problemas de atención se resolvieron. Otros ejemplos de declaraciones que merecen toda nuestra atención son los siguientes: • “Llora como si realmente estuviera sufriendo”, dijo el padre de un niño pequeño malhumorado y con retraso del lenguaje que solo podía ser calmado cuando se le abrazaba, a veces durante toda la noche. Tras descartarse las regurgitaciones, el pediatra sugirió que era mejor “dejarlo llorar un poco” para que se acostumbrara a dormir en su cama, pero los padres “no podían soportar su llanto”. Pruebas posteriores mostraron sensibilidad a determinados alimentos que le causaban congestión e inflamación y que hacían que le doliese la cabeza cuando no lo sostenían en brazos. • “No ha dormido una noche entera durante meses. Apenas hemos podido dormir durante todo ese tiempo”, señaló la madre de un niño con un retraso en el aprendizaje cuyo hermano menor resultó herido con quemaduras en un accidente. • “Oh, nunca ha sido demasiado cariñoso… Hace que todo sea más difícil”, apuntó una madre refiriéndose al niño que había adoptado a los tres años, procedente de un hogar de acogida. • “Comete errores tan extraños. Parece como si las palabras estuviesen revueltas en su cabeza”, señaló una maestra refiriéndose a una alumna de su clase. Se descubrió que tenía problemas de procesamiento auditivo.
Tomar nota de nuestras propias reacciones: el poder informativo del bostezo y otras señales sutiles Cobrar conciencia de nuestros pensamientos, reacciones, sensaciones y sentimientos cuando estamos con los clientes es una herramienta clínica muy
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importante (Figley, 1995; Fonagy y Target, 1997; Gomez, 2012; Howell, 2011; Wallin, 2007). Esto es algo muy valioso cuando nuestras reacciones parecen inexplicables o producirse de manera desincronizada, como, por ejemplo, fijarnos de pronto en “algún detalle de la sala”. Los clientes y cuidadores aportan temas implícitos a la interacción, que suscitan reacciones inesperadas en el clínico. Es especialmente importante tener en cuenta los aspectos tácitos de la comunicación cuando se trata con niños traumatizados que tal vez no sepan cómo verbalizar sus experiencias, que han tenido que adoptar más de una forma de ser o que han aprendido a adormecer u ocultar sus emociones para sobrevivir (Silberg, 1998, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011). Al igual que los clientes, los clínicos tenemos antecedentes y necesidades, puntos ciegos y también puntos sensibles. Es por ello que los clientes pueden impactarnos profundamente, enfadarnos y recordarnos a otros seres amados u odiados. Sus acciones (e inacciones) nos resultan frustrantes o inspiradoras. Si bien es innegable que la subjetividad complica la objetividad clínica, tampoco cabe duda de que la riqueza de la conexión proporciona interacciones terapéuticas que tienen un potencial curativo (Cozolino, 2014; Howell, 2011; Wallin, 2007; van der Kolk, 2014). En ninguna parte es esto más cierto que en el tratamiento de los problemas de comunicación y del trauma, que pueden aislarnos y privarnos de conexión. Ya sea durante la evaluación o en la reevaluación continua a lo largo de la terapia, la sintonización clínica nos permite identificar aquello que evoca en nosotros, la información que suministra acerca de la interacción y cuáles son las necesidades del cliente (o las nuestras propias) que suscita. Los sentimientos se “filtran”. Nosotros captamos los sentimientos de los clientes, y ellos captan los nuestros. De hecho, esperamos que los clientes sientan la autenticidad de nuestras muestras de admiración, cariño, empatía u orgullo. Pero también es posible transmitir otro tipo de sentimientos. Un cuarto de siglo de experiencia clínica (y toda mi vida personal) me ha enseñado a darme cuenta sin juzgar: cuando un niño (o un padre) genera en mí una reacción intensa, trato de averiguar si está comunicando necesidades insatisfechas (mías o de la otra persona) y cuáles son estas. Por ejemplo, el comportamiento de los niños muy rara vez me irrita o decepciona, así que si tales sentimientos alguna vez aparecen en mí, reflexiono sobre lo que me resulta irritante o decepcionante. ¿Hay cosas que debería estar haciendo y otras que no? ¿Estoy exigiendo mucho o demasiado pronto? ¿Es el niño el que está irritado o decepcionado y yo lo he pasado por alto o malinterpretado? ¿Hay algo
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que no he entendido? Del mismo modo, cuando un padre o una madre despierta en mí impaciencia o frustración, me pregunto qué es lo que no se ha dicho. ¿Qué necesito de ellos que yo no esté “recibiendo”? ¿Qué hace que sea difícil de reconocer abiertamente? ¿Qué me hace falta y a qué no he prestado atención? Bostezo, fatiga, dolor de cabeza, ruidos estomacales, pensamientos erráticos, irritación e inquietud, distanciarse, quedarse dormido: todos ellos son comunicadores importantes que nos indican que no estamos haciendo lo suficiente para cuidarnos a nosotros mismos, o bien que incurrimos en viejas dinámicas que estamos en riesgo de repetir (o ya estamos repitiendo). También pueden reflejar problemas tácitos con un determinado cliente. De cualquier manera, nuestro cuerpo se transforma en una efectiva cámara de resonancia de aquello que no se dice. Cada niño y cada valoración son diferentes, pero todas las interacciones son procesos continuos donde las distintas capas de conocimiento completan lo que sabemos sobre los niños, el modo en que aprenden, sus actitudes y las de los demás, su historia y reacciones a ella, las habilidades que han adquirido y cómo las utilizan (o no). Y lo mismo es cierto acerca de la conciencia de la posibilidad de que exista un trauma y de su impacto en el desarrollo. Un buen historial, un ojo atento a los factores estresantes y a los apoyos que el niño ha tenido (o no) para controlarlos, la historia de los apegos y las pérdidas del niño, lo que se dice y lo que se omite, nuestros propios sentimientos y reacciones: todos ellos tienen su importancia a la hora de “escuchar” las comunicaciones de los niños y niñas que acuden a nosotros en busca de voz y ayuda.
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V Recomponer el significado Las estrategias de intervención, la colaboración y la importancia de los cuidados
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Psicoeducación y herramientas cotidianas para paliar el desbordamiento
Los niños traumatizados suponen todo un reto. Sus comportamientos parecen erráticos, indiferentes, engañosos y confusos. Esta falta de coherencia dificulta la determinación de sus capacidades y habilidades (Ford y Courtois, 2013; Heineman, 1998; Heller y Lapierre, 2012; Kagan, 2004; Pearce y Pezzot-Pearce, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998, 2013; Smith et al., 1998; Waters, 2005; Wieland, 2011; Yehuda, 2005, 2011). Los padres, maestros, cuidadores, educadores, pediatras, enfermeras, entrenadores, dentistas y otros profesionales de la infancia se benefician de reconocer y comprender las reacciones de los niños y niñas, y necesitan herramientas prácticas para proporcionar una respuesta eficaz. Los niños con dificultades de desarrollo, relacionales, educativas y emocionales están en alto riesgo de padecer trauma y desbordamiento emocional (Benedict et al., 1990; Crosse et al., 1993; Goldson, 1998; Knutson y Sullivan, 1993; Sullivan y Knutson, 1998, 2000; Sullivan et al., 1987, 2009). Percatarnos de por qué los niños se presentan de un cierto modo, qué es lo que los provoca y cómo minimizar el distrés mejora la comunicación y la conexión en todas las personas implicadas.
Abogar por una terapia y una valoración sensible al trauma Los niños son llevados a clínicas y consultorios por todo tipo de razones. Aquellos que se retrasan, olvidan las instrucciones o no se expresan bien, a menudo son remitidos a patólogos del habla y del lenguaje. Quienes evidencian mala conducta, rechazo escolar o ansiedad son enviados a psicólogos. Los niños que parecen incapaces de tolerar los estímulos son dirigidos a un terapeuta ocupacional. Por su parte, los niños que padecen algún dolor son llevados a médicos y fisioterapeutas, etc. Ser conscientes del trauma y la comunicación es importante en todos los casos. Los patólogos del habla y el lenguaje deben prestar atención a los factores de riesgo y a las pistas en la historia y la presentación clínica que indiquen la necesidad de que un psicoterapeuta valore la existencia de un posible trauma. Los psicoterapeutas necesitan ser
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conscientes de la prevalencia y manifestación de los problemas de lenguaje y comunicación en niños con antecedentes traumáticos y si es recomendable una valoración por parte de un patólogo del habla y el lenguaje. Todos los clínicos orientarán a los cuidadores para que minimicen y atiendan las situaciones de desbordamiento. En un mundo perfecto, todos los niños y niñas tendrán acceso a una atención sensible que minimice el desbordamiento y recibirán atención especializada en el caso de que se produzca un trauma. Pero todavía no hemos llegado a ese punto. Nuestra limitada conciencia del impacto del trauma en la comunicación y el aprendizaje de los niños y niñas significa que no se valora el trauma en muchos niños y niñas que tienen este problema (Waters, 2005). Los recortes en los fondos a menudo priorizan las remisiones del trauma en los casos de abuso flagrante o asesoramiento a corto plazo después de una tragedia o desastre. A causa de la desinformación, la política, la negación, los tabúes y los conflictos de intereses (Freyd y Birrell, 2013), sigue habiendo una tendencia preocupante a minimizar la prevalencia y el impacto del trauma en los niños (Silberg, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011). Sin embargo, muchos profesionales y cuidadores son cada vez más conscientes de las ramificaciones del trauma, el impacto a largo plazo del desbordamiento no tratado y el acceso a soluciones efectivas (Gomez, 2012; Kluft, 1985; Levine y Kline, 2007; Perry y Szalavitz, 2006; Silberg, 1998, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011; Yehuda, 2005, 2011). La investigación multidisciplinaria relacionada con el trauma del desarrollo ya contribuye a que los profesionales y el público estén mejor informados (Cozolino, 2006, 2014; Gaensbauer, 2011; Scaer, 2014; Schore, 2012; Siegel, 2012, van der Kolk, 2014). Juntos podemos ayudar a aumentar el número de legisladores, educadores y clínicos informados sobre el trauma que comprenden cuáles son sus implicaciones y brinden a los niños el apoyo que tanto necesitan.
Recontextualizar los problemas de comportamiento La mayoría de la gente acepta que a los niños les pasan cosas malas. Sin embargo, saber acerca del difícil comienzo de los niños no siempre se traduce en la comprensión de por qué no escuchan en la escuela, se comportan de manera inapropiada o “se resisten” (Silberg, 2013; Smith et al., 1998; Waters, 2005; Wieland, 2011; Yehuda, 2005, 2011). Muchos de los comportamientos de que hacen gala los niños traumatizados para sobrellevar su situación son
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perturbadores, problemáticos e inaceptables. Escupir, empujar, maldecir, contestar de mala manera, montar en cólera (y lanzar sillas…), ignorar, negar o mentir, raramente resultan atractivos. A los maestros y cuidadores les resulta difícil conectar con los “niños desafiantes”, y debido a que las reacciones postraumáticas pueden estar más allá de nuestro conocimiento y/o control, a menudo ocurren malentendidos y se genera un mal comportamiento adicional. Pero, si ubicamos el comportamiento de un niño difícil en el contexto de una situación traumática y abrumadora, es más probable que los adultos establezcamos una conexión afectuosa y gratificante. Tanto para los niños como para los adultos, la comprensión fomenta un mejor apego y regulación. Los maestros de Jennifer la veían como “promiscua” y “desagradable”. La niña de ocho años tenía siempre “las manos metidas en los pantalones”, mostraba comportamientos “seductores” y usaba “palabras vulgares”. Era rechazada por casi todo el mundo y, a menudo, castigada por “mala conducta” (y su inquietante presencia). El maestro de gimnasia se sentía especialmente incómodo y le preocupaba que la niña pudiera acarrearle problemas si la gente malinterpretaba que su comportamiento era culpa suya. Prefirió excluir a Jennifer de su clase por resultar “inapropiada” y ser una “mala influencia”. Aunque tenía problemas escolares, Jennifer seguía sin recibir ayuda alguna. También estaba frustrada, sola y atrapada en vínculos imposibles de hambre de conexión, incapacidad para verbalizar sus necesidades o de castigos por intentar satisfacerlas. El personal sabía que Jennifer había padecido abusos cuando era una niña en edad preescolar. Ahora estaba en una casa de acogida debido al maltrato que le infligieron sus padres, ambos adictos. El padre admitió haber “jugueteado” con Jennifer y la madre supuestamente dejó que su traficante de drogas “pasara ratos” con la niña pequeña. Los maestros entendían racionalmente dónde Jennifer había “aprendido estas cosas” pero, a pesar de ello, juzgaban sus continuas conductas sexuales como prueba de algún tipo de complicidad. —Parece tan interesada –refunfuñó la maestra–. Como si eso fuera lo que quiere. Me reuní con los maestros para discutir las realidades de la trampa y la necesidad desesperada que tienen los niños pequeños de dar sentido y adaptarse a las circunstancias en que los han maltratado los adultos. El comportamiento escandaloso de Jennifer era consecuencia de la realidad que
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había vivido. Se comunicaba con los adultos de la manera en que estos le habían enseñado, es decir, sexualmente. Como muchos niños que han padecido abusos sexuales, Jennifer había aprendido a iniciar el contacto sexual para controlar la ansiedad de no saber en qué momento podían abusar de ella. También era posible que el contacto sexual fuera la única forma en que Jennifer hubiese recibido calor o contacto. Tal vez había aprendido a asociar la atención con las insinuaciones sexuales y recibir consuelo con la estimulación sexual. Jennifer estaba “narrando” su realidad a través de su comportamiento y nos correspondía a nosotros entender y reformular sus necesidades de manera más sana, sin rechazar las realidades internalizadas que había soportado. Recontextualizar fue de gran ayuda. —Sabía que Jennifer había sufrido abusos sexuales –admitió el profesor de gimnasia–, pero realmente no pensaba que podía ser de ese modo. Me enfurece ver a un niño pequeño sometido a adultos que le hacen ese tipo de cosas. —Tal vez es así como ella piensa que debe pasar por la vida. Te rompe el corazón –añadió otra maestra mientras asentía con la cabeza. Al situar el comportamiento de la niña en el contexto adecuado, los maestros desarrollaron más compasión hacia ella y se sintieron menos avergonzados. También empezaron a advertir y reforzar más el buen comportamiento, algo de lo que Jennifer estaba muy necesitada y a lo que respondió muy favorablemente. Con el aumento de la atención positiva hacia cuestiones no sexuales, Jennifer parecía tener “menos necesidad” de un comportamiento inapropiado. Sus maestros también la protegieron. Cuando un ayudante comentó: —Esta niña se comporta como una cualquiera. —¡Eso es lo que le enseñaron unos pésimos padres! No es culpa suya. ¡Quienes no la protegieron son los que tendrían que sentir vergüenza!” – puntualizó la maestra.
Aclarar los límites y las expectativas Entender y reformular los comportamientos de los niños ciertamente ayuda a aumentar la compasión y la empatía y disminuye la frustración. Sin embargo, la comprensión y la recontextualización no son suficientes por sí solos. También es importante tener expectativas realistas y límites seguros que estén claramente establecidos y que el niño entienda y sea capaz de respetar. En el caso de los
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niños traumatizados, esta no es tarea fácil. Los niños aprenden sobre los límites y cómo se mantienen (o rompen) a través de las experiencias con el modelado implícito y explícito de los límites que tienen relación con ellos. Los niños traumatizados a menudo han visto violados o ignorados los límites (de su cuerpo, seguridad y tolerancia) (Diseth, 2006; Gaensbauer, 2011; Silberg, 2013; Wieland, 2011; van der Kolk, 2014). Así pues, es muy posible que no sepan cómo reconocer, mantener o exigir que se respeten los límites. Pueden acercarse demasiado, ignorar las señales para evitar o detener el contacto, obviar las señales de incomodidad y malinterpretar la aprobación o la negación. También pueden golpear, agarrar, empujar, tirar, apoyarse, frotarse, robar, esconder o negar. Y la mayor parte de las veces no saben explicar el porqué. —Uno creería que él, más que nadie, tiene que saber qué se siente al ser golpeado –se quejó la madre adoptiva de Jimmy–, después de todos los puñetazos que recibió en su casa biológica, debería ser la última persona en golpear a los demás… —Bien –le respondí–, golpea porque ha visto que es el modo en que se expresa la frustración y se exhibe el poder. Tal vez incluso sea la única forma que conoce de demostrar que algo le importa. —Una manera muy extraña de demostrarlo: saltarle los dientes a alguien – musitó la madre adoptiva de Jimmy, descartando de manera educada mi apreciación. Y hablaba literalmente. Ella había llevado a otro niño de acogida al dentista después de que Jimmy (de nueve años de edad) le propinase un golpe en la boca y le hiciese saltar un incisivo recién salido. —Sí –repetí intencionadamente–, extraña manera de demostrar atención… —Lo había olvidado –dijo tras tomar aire y hacer una pausa. Jimmy fue trasladado a una casa de acogida a los cinco años de edad, después de que el novio de su madre lo “metiera en vereda” propinándole un puñetazo en la cara y rompiéndole dos dientes. Los dientes de Jimmy crecieron de nuevo, así como su uso de la violencia en los demás… Comprender el comportamiento de Jimmy no significa que pudiera seguir rompiéndole los dientes a la gente cuando se frustraba o sentía la necesidad de “someter” a alguien. Al igual que otros niños cuyo cuerpo ha sido explotado, invadido, descuidado o no respetado, necesitaba oportunidades para aprender y practicar los límites. Debía ser capaz de cometer errores, de recibir correctivos
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suaves y de ser elogiado cuando tenía éxito. No debemos dar por sentado que los niños traumatizados saben cómo mantener los límites de su cuerpo u otro tipo de límites. De hecho, deberíamos asumir que no es así. Límites corporales Los límites corporales suelen enseñarse a los niños en referencia al “buen contacto y el mal contacto” como una manera de prevenir los abusos sexuales. En términos más generales, estos incluyen el derecho de las personas a su cuerpo y el derecho a decir “no” a aquello que resulta inaceptable –en un sentido sexual o no– sin tener que pedir disculpas o sentirse culpable por ello. En condiciones normales, los niños deben tener la posibilidad de poner fin a cualquier contacto que les resulte incómodo o desagradable. Deberían poder detenerlo primero y explicar por qué después, o incluso no explicarlo más allá de la mera declaración de que no les gusta o no quieren hacerlo. Sin embargo, las cosas se complican cuando las condiciones no son normales, como en el caso de que el niño deba ser sujetado por su seguridad o para recibir un tratamiento médico que no aprueba. Quizá sea aún más confuso si el tratamiento involucra a partes íntimas de las que se le ha dicho que son zonas que nadie debe “tocar”, o cuando su demanda de “no tocar ahí” o “suéltame” no es atendida. Debido a que el estrés reduce el procesamiento del lenguaje (van der Kolk, 2014), los niños pueden experimentar dificultades para procesar las explicaciones de por qué se violan las reglas, lo cual no hace sino aumentar su confusión. Incluso en un contexto de respeto general, los límites llegan a ser poco fiables después de una violación, qué no sucederá con los niños y niñas cuyos límites no se han respetado y que han perdido la posibilidad de tener poder sobre su cuerpo. Cada vez que no se respetan los límites de un niño –incluso por razones que los adultos consideran justificadas– es importante repararlos después. Hay que explicar lo sucedido, validar las “reglas” y cómo y por qué se ha producido una desviación de ellas, reconocer la rabia y el miedo del niño, disculparse por romper las promesas y reafirmar que los límites siguen siendo reales e importantes. Dependiendo de la angustia, desconfianza y confusión del niño, eso puede significar repetir la reparación varias veces y proporcionar oportunidades para que el niño “compruebe” que las reglas siguen siendo importantes. Si no se reparan, es posible que los niños se preocupen no solo porque la regla ha sido quebrantada, sino también por la posibilidad de que todas las reglas sean poco fiables.
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Una enseñanza y explicación cuidadosa es más esencial si cabe para los niños que han padecido traumas continuos y falta de respeto hacia sus límites (Silberg, 2013). No se puede esperar que los niños “mantengan buenos límites” si no han tenido un modo de interiorizarlos y establecer cuáles son estos o por qué deben preservarlos. Tampoco debemos asumir que los niños entienden los límites a partir de cómo tratan a los demás. Algunos niños aprenden a respetar los límites de otras personas (porque corren el riesgo de sufrir daños graves, abandono, rechazo, etc.), pero no los aplican a sí mismos. Sus necesidades siguen sin verse satisfechas por la gente que confunde su poco respeto por los límites con la “despreocupación” y deja a los niños en un estado de vulnerabilidad que facilita que acaben convirtiéndose en víctimas. No hace falta añadir que cualquier persona que trabaje con niños traumatizados ha de ser muy consciente de los límites y de la posible dificultad de los niños para comprenderlos o verbalizarlos. Si un cuidador restringe a un niño para evitar que se haga daño a sí mismo o a otros, esta intervención será seguida por una explicación de la violación de los límites, disculpándose por ello y cerciorándose de que se expliquen tanto los límites cotidianos como sus propios límites. Lo mismo se aplica al comportamiento del niño hacia los demás. No podemos asumir que los niños conocen o entienden los límites. Usar el tacto con los niños traumatizados El cuidado y la protección diaria de los niños pequeños (o discapacitados) a menudo requiere contacto físico: poner y quitar abrigos y guantes, cerrar cremalleras, cruzar la calle con seguridad, limpiar la nariz, lavar las manos. También existen necesidades terapéuticas como trabajar mano a mano, corregir la postura y ofrecer comodidad y apoyo. Mantener unos buenos límites en torno a los niños no debe llevar a abstenerse de tocarlos con cariño o apoyo. El tacto en sí mismo no es el problema, sino cómo y por qué se utiliza. Tocar siempre debe hacerse con cuidado y respeto, pero nunca con ira, teniendo bien presente el grado de comodidad o incomodidad del niño. Aunque los niños no sepan verbalizar si se sienten cómodos con la proximidad, lo comunican con su cuerpo. Pueden expresar dilemas apoyándose y alejándose, acercándose y retrocediendo simultáneamente. En mi consulta, a menos que necesite mantener a un niño a salvo (por ejemplo, para que no se caiga), por lo general espero a que sea él quien inicie el contacto. Cómo y cuándo lo hace es muy ilustrativo para mí. Algunos niños de alto riesgo observan mi interacción con otros niños antes de intentar acercarse.
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Otros se acercan a mí de inmediato, aunque esto no necesariamente indique que buscan consuelo con la cercanía; el niño solo puede estar probándome para ver lo que hago. La mayoría de los niños permiten, e incluso buscan, el contacto una vez que sienten que tienen el derecho de rechazarlo, detenerlo y apartarse de él. Sin embargo, en el caso de los niños cuyos límites corporales se han visto comprometidos, incluso el toque más delicado puede no ser reconfortante. Por ejemplo, el afecto puede convertirse en un desencadenante y resultar aterrador para los niños que han sufrido abusos sexuales, puesto que no saben “a dónde los conducirá” o qué es lo que se espera de ellos. Por su parte, los niños hipersensibles sienten a veces que el tacto casual es insoportable. Los niños que no han sido bien atendidos se encuentran confundidos por el afecto, mientras que los niños maltratados físicamente no saben cómo interpretar el tacto que no conlleva una agresión. El propio comportamiento de los niños a menudo refuerza los contactos desagradables. Si se les sujeta, se les agarra o se les empuja, pueden tratar de defenderse, alimentando así el ciclo de la agresividad. Asimismo, en ocasiones también se cierran y “alienan” de su cuerpo, reforzando de ese modo la disociación. El tacto comunica, y los niños traumatizados necesitan que se les enseñe un “vocabulario” de conexión física que sea tolerable y seguro. Enseñar límites incluye expresar lo que deben esperar de los demás: lo que sucederá y lo que no. Esto pasa por poner en palabras lo que no se ha dicho hasta entonces, contribuyendo a formar un punto de partida para verbalizar los “mensajes corporales”, las necesidades y las reacciones. Pecando tal vez de exceso de explicaciones, les digo a los niños que nunca haré nada intencionalmente para lastimarlos. Les digo también que, si por error hago algo incómodo, me lo digan para que pare y les pida disculpas. Para algunos niños esto es una novedad: nunca han tenido control sobre las acciones de los adultos en relación con su cuerpo, y mucho menos permiso para decirles a los adultos que se equivocan y que deben disculparse. Les explico que, a menos que sea una emergencia en la que deba mantenerlos a salvo, siempre pueden pararme o apartarse. Luego practicamos. Me dan una mano y la retiran, se acercan y se alejan. Si tengo que tocar su rostro debido a algún trabajo de articulación y motricidad oral, practicamos tocando la mejilla o los labios y diciendo “alto” o “no”, cosa que hago de inmediato. En aras de la reciprocidad y el reflejo, suelo hacer que
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los niños me repitan los ejercicios que llevo a cabo con ellos. Y así practicamos las palabras “no” y “alto”, para que puedan recibir elogios por haber escuchado bien, proporcionándoles la experiencia de estar con alguien que detiene una acción y decide respetar el cuerpo del otro y ayudándoles a regular su contacto y mejorar el dominio sobre su cuerpo cuando hay cerca otras personas. Discutimos (y practicamos) de qué modo la gente difiere en aquello que la hace sentir bien, así como las señales corporales que indican que alguien se siente incómodo. También practicamos cómo pedir permiso y cómo disculparse si ha ocurrido una ruptura. Cuando el niño es agresivo, se lo hago saber verbalmente y le recuerdo las reglas que ya hemos establecido. Puedo decirle algo así como “Por favor, deja de golpear/pellizcar/empujar. Es doloroso”. Si no se detiene, lo sujeto amablemente y le explico: “Me estás lastimando. Por favor, para. Estoy sujetando tus brazos para que no golpees más. Pegar no está bien. Hace daño. No quiero que me lastimes y tampoco quiero que tú te lastimes. Veo que estás enfadado. Hablemos de lo que te enfada”. Cuando el niño deja de golpear, le pregunto si puedo soltarlo sin que siga golpeando, y luego me disculpo por haberlo sujetado y le recalco por qué he actuado así. Hablamos de lo sucedido, de lo que sentía antes y de cómo se siente ahora. En el caso de que pegue a otro niño, le pido que se disculpe con él para que ambos niños sean conscientes de que la agresión física siempre exige una disculpa. Sin embargo, rara vez, si es que alguna vez ocurre, exijo una disculpa por pegarme a mí; los niños suelen ofrecerla ellos mismos cuando les proporciono el ejemplo de mis propias disculpas por tener que sujetarlos. Cuando los niños me tocan de manera inapropiada –y algunos lo hacen–, corrijo su posición y explico con calma mis propios límites (por ejemplo: “Estoy moviendo tu mano porque estás tocando mis pechos y mis pechos son una zona privada de mi cuerpo”). Puedes seguir sentado a mi lado y sostener mi mano o tocar mi brazo en su lugar”, o “Este tipo de contacto no me resulta cómodo, pero eres bienvenido a apoyarte en mí/abrazarme de esta otra manera…”). Utilizo un lenguaje que los niños entiendan y verbalizo tanto la razón del cambio de posición como el hecho de que son bienvenidos a mantener la proximidad. Soy realista, no trato de avergonzarlos y nunca aparto a los niños ni los reprendo por tocarme de esa manera: están siendo tan correctos como saben de acuerdo a las reglas que entienden. Depende de mí (y de los demás adultos) reconocer sus necesidades subyacentes y proporcionarles reglas alternativas que funcionen mejor.
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No necesariamente toco a todos los niños con los que trabajo, pero para mí tocar es parte integral de la comunicación y la comprensión de los límites, sobre todo con los niños pequeños, los que padecen retrasos en el desarrollo y/o aquellos que han experimentado una interrelación distorsionada. De hecho, el contacto es parte de muchas interacciones terapéuticas y se puede aprovechar con cuidado y conciencia. Dicho esto, no todo el mundo comparte el mismo nivel de comodidad con la cercanía. Si nos sentimos incómodos con el contacto, probablemente no debemos usarlo. La ambigüedad sobre el contacto físico siempre se transmite. Los niños –sobre todo los niños maltratados– son muy sensibles a estas ambigüedades y, probablemente, lo interpretarán como un sentimiento de vergüenza. Límites adicionales En la compleja estratificación de los límites interpersonales, los niños necesitan un modelo mediante palabras y acciones aceptables que les permitan expresarse sin dañar la propiedad, las personas o las relaciones. Tienen que aprender a expresar sentimientos difíciles como frustración, rechazo, miedo, rabia, vergüenza, preocupación, así como exuberancia, emoción, alegría y afecto. También en este caso la práctica es esencial. Los niños requieren directrices y oportunidades para poner en práctica un comportamiento aceptable en situaciones neutrales antes de que podamos esperar que lo usen cuando están desbordados por sus sentimientos. Se necesita algo más que decir “no hagas eso” o “pegar no está bien” para que aprendan a expresar su enfado sin agredir a nadie. Los niños necesitan pasos claros hacia objetivos que sean accesibles para ellos. Situar el listón demasiado alto los predispone al fracaso, la frustración y más vergüenza, mientras que los éxitos les ayudan a aprender de qué modo han de regular las acciones y respetar los límites, cómo recibir un elogio y sentirse orgulloso por ello. Algunos niños aprenden los límites rápidamente. Otros necesitan muchas repeticiones, pequeños incrementos y múltiples recordatorios. Para que los niños logren mantener los límites a la vez que expresan sus emociones, tienen que ser capaces de autorregularse, percibir y procesar una situación y generar una reacción apropiada para el momento, el lugar y la persona, un objetivo complejo que se relaciona con muchas otras habilidades para las que los niños pueden requerir ayuda. Una manera de aumentar la capacidad del niño para marcar límites es anticipar situaciones difíciles y revisar los límites de antemano. Por ejemplo, les recuerdo a los niños la necesidad de mantener la paciencia y la
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calma durante una espera en el comedor, revisando cómo conseguirlo: ser conscientes de su cuerpo, la distancia de los demás, dónde están sus manos, cosas que pueden decir o hacer si alguien los acosa. Posteriormente, discutimos lo que ha funcionado y lo que no y por qué motivo. Contextualizar las experiencias y acciones contribuye a que los comportamientos se vuelvan más conscientes, sean mejor procesados y, en última instancia, mejor controlados.
Enseñar y modelar el “kit de herramientas” Recontextualizar los comportamientos y enseñar acerca de los límites es una buena base para la conexión, pero muchas veces los niños traumatizados se ven provocados por los recordatorios del trauma. Cuando eso sucede, reaccionan de forma abrumadora, pelean, huyen o se aletargan, incapaces de aplicar los nuevos comportamientos. Con el fin de ayudarlos a arraigarse, los cuidadores, educadores y clínicos necesitan técnicas concretas que funcionen. Hay niños a los que les resulta útil que se les recuerde que deben respirar profundamente unas cuantas veces. La respiración profunda ayuda a disminuir la excitación nerviosa que se produce durante una reacción de estrés (Levine y Kline, 2007; van der Kolk, 2014). Pero es importante practicar la respiración profunda cuando los niños están tranquilos, para que sus cuerpos recuerden más fácilmente cómo hacerlo cuando están alterados. Hay otros niños a los que los movimientos preestablecidos de la mano (por ejemplo, bajar la palma con un suave movimiento de indicador de “calma”) ayudan a tranquilizarlos lo suficiente como para que escuchen y se orienten en el entorno (Yehuda, 2011). Los profesionales de la educación suelen llevar a cabo movimientos de las manos y les resulta cómodo utilizarlos de manera relativamente discreta en el aula. Estos movimientos también deben ser practicados cuando el niño está calmado. La práctica incrementa la comprensión y refuerza la asociación con la tranquilidad para que el niño se familiarice y se establezca en ella en el caso de que se altere. Extracto de “Leroy. Es casi como si hubiese dos niños” (Yehuda en Wieland 2011)… Pongo en práctica (el movimiento de la mano) con Leroy durante la sesión. Le explico lo que significa y cómo puede recordarle que se calme incluso cuando su mente está demasiado ocupada para escuchar. Hago que uno de los animales de peluche “se enfade mucho” y luego le pido que se calme, cosa que “hace”. Es entonces el turno de Leroy de “calmar” una serie de
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juguetes que tienen rabietas y, lo mejor de todo, que “me ayude a calmarme a mí” cuando yo me enfade. Le encanta el nuevo “juego”. Cuando le pregunto, a modo de repaso, cómo le ayuda el movimiento de la mano, se detiene durante unos instantes y me responde: —Mi cabeza está mejor cuando te veo. El kit de herramientas A veces los niños necesitan algo más que un recordatorio para respirar profundamente o efectuar un movimiento de la mano para enraizarse y reorientarse en el “aquí y ahora”. Años de trabajo con niños traumatizados y con sus cuidadores han ayudado a identificar diferentes pasos que son particularmente útiles en este sentido y que han propiciado el desarrollo de un “kit de herramientas” que, desde entonces, ha sido enseñado e implementado a nivel internacional (ISSTD Child y Adolescent Committee, 2009; Yehuda, 2011). Este kit de herramientas puede ser utilizado por educadores, cuidadores, clínicos u otros adultos que trabajan con niños, en cualquier momento en que los niños estén en peligro, ya sea que sepamos cuál ha sido el desencadenante o no. Quizá los pasos secuenciales nos parezcan largos, pero en realidad insumen muy poco tiempo y pueden ser implementados discretamente. A medida que se establecen asociaciones entre el primer paso y la subsecuente tranquilización, los niños a menudo consiguen enraizarse más rápidamente. 1.Enraizar. Esto ayuda al niño a reorientarse hacia el presente. Tan pronto como percibamos que el niño comienza a disociarse, nos acercamos a él con delicadeza y le hacemos saber dónde está y quién es, sin asumir que el niño lo sabe. También le recordamos quiénes somos nosotros y qué hora o qué día es. 2.Tranquilizar. Permite que el niño sepa que está a salvo. Aun cuando no esté ocurriendo exteriormente nada que lo asuste, es posible que el desencadenante impida al niño saber que se encuentra a salvo. Le decimos que nadie va a ser lastimado, que está seguro en este momento, que no va a sufrir ningún daño y que todo irá bien. Tal vez sea útil recordarle que respire o que abra los ojos y mire a su alrededor, que sienta su cuerpo y vea la ropa que lleva puesta, que sienta el suelo bajo sus pies. Le recordamos al niño que, estando con nosotros, no tiene nada que temer. 3.Comprobar. Una vez que el niño parece más presente, es aconsejable preguntarle si está bien. ¿Sabe dónde está y quién somos nosotros? Algunos niños se tranquilizan teniendo entre sus manos un objeto asociado con la
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comodidad (por ejemplo, una pulsera, una pelota para apretar, un pequeño juguete). Un trago de agua o un paño húmedo para limpiar su cara también puede ayudar en ocasiones. 4.Narrar/describir/poner en contexto. En lugar de preguntarle al niño qué le ha ocurrido, le decimos (por ejemplo, “una ambulancia acaba de pasar afuera con una sirena ruidosa y tal vez te ha asustado, pero todos estamos bien aquí, y nadie ha sufrido ningún daño”). Es posible que el niño no recuerde o que tenga dificultades para expresar sus sentimientos con palabras. Si algo ha ocurrido en la escuela o en el aula, lo describimos de manera sencilla y sin culpabilizar. 5.Aplazar la culpa/investigación/consecuencia hasta que el niño esté tranquilo. Es importante abstenerse de usar preguntas interrogativas como “¿por qué has hecho eso?” y “¿qué te sucedió?”. Es posible que el niño no lo sepa o no lo recuerde. Una vez que esté calmado, le narramos lo sucedido (es posible que no haya podido procesarlo antes). Si se trata de mal comportamiento, le explicamos con calma la causa y efecto (por ejemplo, “Has empujado a Cynthia y, en nuestra clase, cuando alguien empuja a otro, se le deja un tiempo fuera, así que por favor siéntate ahora en la silla de expulsión”) sin entrar en discusión alguna. Nos abstenemos de hacer afirmaciones generales sobre el carácter del niño (por ejemplo, “Deja de mentir. Siempre haces lo mismo”). Explicamos las cosas con calma que incluso si uno no recuerda haber hecho algo o no tenía la intención de hacerlo, todavía hay consecuencias que afrontar. Nos mostramos amables, pero firmes. 6.Proporcionar seguridad a todos… La seguridad de todos es primordial, incluidos los adultos. Si el niño tiende a ser violento o a descontrolarse, preparamos un plan de contingencia que el niño conozca de antemano. Puede consistir en hacer que otros adultos participen (cuidando a otros niños, ayudando a controlar al pequeño en cuestión, hablando con los paramédicos, etc.) o en otro tipo de ayuda planificada. Es recomendable estar preparado. Dicho esto, en todos los años que he utilizado el kit de herramientas con niños y adolescentes traumatizados y abrumados, ni una sola vez he afrontado una situación que fuese insegura cuando al niño se le ofrece enraizamiento, se le brinda seguridad y se le ayuda de manera clara a mitigar la tensión.
Minimizar y gestionar los desencadenantes Minimizar los desencadenantes Los desencadenantes (es decir, los recordatorios del trauma) se abordan
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mejor durante la terapia, donde poco a poco se vuelven menos activos a través del procesamiento del trauma. Mientras tanto, es de gran ayuda procurar que las situaciones cotidianas (por ejemplo, la escuela, las excursiones, el trabajo con el lenguaje) sean lo menos abrumadoras posible, puesto que los desencadenantes perturban el día a día del niño y reducen su disponibilidad para aprender, escuchar y procesar. Esto no significa que los niños nunca se expongan a nada que potencialmente los moleste, porque esto no solo es poco realista, sino que refuerza la evasión. Además, es posible que no sepamos cuáles son los desencadenantes que activan a los niños hasta después de que hayan reaccionado, e incluso entonces quizá no entendamos qué los ha llevado a disociarse, puesto que no lo recuerdan o son incapaces de verbalizar lo ocurrido. Lo que sí que haremos es tratar de minimizar la exposición repentina a cosas que sabemos que son recordatorios del trauma y prepararnos para las que son probables. Por ejemplo, si sabemos que el esmalte de uñas rojo es un desencadenante para un niño porque le recuerda al que llevaba el perpetrador, ayudará que el nuestro sea de otro color, o el niño se preocupará por ese detalle en lugar de escuchar o aprender. Si un niño ha sido atacado por un perro, un libro sobre perros no será la mejor opción para valorar su nivel de comprensión. Sin embargo, lo más frecuente es que los niños no sepan qué es lo que los asusta, sean incapaces de explicarlo o tengan demasiado miedo para hacerlo. Esto nos permite inferir cuáles son los desencadenantes del niño, tratando de reconstruir lo que ha sucedido justo en el momento previo. ¿Ha habido un sonido inusual, un olor o un cambio de escenario, de actividad o de personal? ¿Algo que ha dicho alguien? Una vez identificados los desencadenantes, es posible prevenirlos o, cuanto menos, gestionarlos. Gestionar los desencadenantes No siempre es posible evitar ni siquiera los desencadenantes conocidos. Gestionar los factores desencadenantes significa ayudar a los niños a afrontar de manera segura los recordatorios del trauma que, probablemente, vayan a ocurrir. Por ejemplo, si se activa una alarma de incendio, es beneficioso que el niño sepa unos minutos antes de que realmente comience, que va a haber un simulacro de incendio. Se le puede explicar qué debe esperar y qué significa o no (un simulacro no es un incendio real), qué sucederá (que todo el mundo saldrá tranquilamente) y qué puede ayudarle a recordar que es solo un simulacro (por ejemplo, mirar a su alrededor, tocar su pulsera, sentir la mano de
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su amigo). Proporcionar algún tipo de opción (como, por ejemplo, con quién salir) también es de gran ayuda, al igual que proporcionar apoyo durante el simulacro para mantener al niño enraizado. Narrar lo ocurrido una vez finalizado contribuye a verbalizar y desensibilizar la experiencia. Gestionar los factores desencadenantes también significa ayudar a los niños a saber que sentir miedo no tiene por qué significar que pasarán cosas terribles, y que estarán bien incluso si algo les recuerda a aquello que los asusta. Los momentos de calma son buenos para practicar cómo reconocer y qué hacer si empiezan a “no sentirse bien”: pedir ayuda, tocar un objeto que los tranquilice, respirar, darse cuenta de lo que llevan puesto y de dónde están, etc. Saber qué hacer reduce el sentimiento de impotencia y aumenta la regulación. Hablar sobre la gestión de los factores desencadenantes le dice al niño que otras personas lo entienden y que lo ayudarán a afrontar las emociones difíciles (Ford y Courtois, 2013; Gomez, 2012; Silberg, 2013; Wieland, 2011; Yehuda, 2011). Advertir los cambios y los momentos previos al cambio Una de las cosas más útiles que los adultos pueden hacer por los niños es advertir y responder a los primeros signos de desbordamiento (Cozolino, 2006, 2014; Schore, 2012; van der Kolk, 2014), más si cabe en los niños traumatizados, que han soportado experiencias intolerables y cuyo pánico o reexperimentación agravan fácilmente las pequeñas molestias hasta que llegan a convertirse en algo abrumador. Al advertir y responder a los cambios que indican un desbordamiento inminente, podemos ayudar a los niños antes de que la situación se vuelva demasiado abrumadora. Esto no solo reduce la soledad, sino que las experiencias de excitación que no resultan abrumadoras contribuyen a la autorregulación (Gomez, 2012; Loewenstein, 2006; Silberg, 2013; van der Kolk, 2014). Narrar lo ocurrido también ayuda a que el niño cobre conciencia de su experiencia, brindándole una oportunidad para practicar más opciones de reacción. Cada niño tiene sus propias “señales” de distrés: portarse mal, apagarse, moverse, perder el enfoque o volverse hiperfocalizado, aletargarse de pronto, comportarse de modo inmaduro, o volverse pegajoso, quejumbroso o irritable. Aunque es de ayuda estar familiarizado con niños concretos y sus idiosincrasias, una buena regla empírica es prestar atención a los cambios conductuales, emocionales, cognitivos, físicos, etc. Los maestros y cuidadores suelen ser muy hábiles para darse cuenta de que “los niños problemáticos” están a punto de “descontrolarse” y advertir cuando un alumno está a punto de hacer algo o de
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cerrarse en sí mismo. Entender que ese tipo de señales son momentos para intervenir ayuda al niño a enraizarse, contribuye a identificar los precursores que lo abruman y le brinda la oportunidad de solicitar ayuda. Manny buscó refugio en mi despacho. El maestro de tercer curso lo había expulsado por “molestar en clase” (por ir a buscar agua sin permiso), y bullía por la injusticia de ver cómo otros niños salían impunes, pero a él el maestro le gritaba y lo echaba. —Casi le pego una patada a la puerta –balbuceó–, pero entonces recordé que me dijiste que, si necesitaba calmarme, podía venir aquí a sentarme en silencio y tranquilizarme. Así que he venido… Lo elogié por recordar eso y por no patear la puerta. Si yo hubiera estado en una sesión, el pequeño habría tenido que sentarse allí sin molestar, pero estaba entre sesiones y le permití expresar lo que quería hacer: gritarle al maestro, romper la mesa, “destruir la clase”. Me alegré de que no hiciera nada de eso y se lo dije, alabándolo por haber venido a decirme cómo se sentía. No fueron alabanzas huecas. Manny había hecho todo eso y más cuando se enfadaba. El hecho de que recordara la opción de ir a algún lugar para calmarse era un gran paso. El niño respiró hondo, sonrió tímidamente y me dio un abrazo. Luego se sentó a garabatear en silencio (y se aburrió lo suficiente como para estar contento de volver al aula cuando sonó de nuevo la campana). La seguridad y la confianza se construyen cada vez que ayudamos a un niño a no recaer en un estado de trauma. Esto hace que distinga entre el presente y el pasado, cuando no contaba con ninguna ayuda y estaba a merced de sus emociones. Los niños que se sienten mejor comprendidos y escuchados se calman más rápidamente con la voz y/o presencia de un adulto. Esto refleja lo que sucede normalmente cuando un bebé se tranquiliza con el sonido de los pasos de un cuidador que se acerca: la asociación con los cuidados refuerza la regulación y la seguridad (Cozolino, 2006; van der Kolk, 2014). Se trata de una combinación mutuamente beneficiosa: a medida que el niño responde calmándose, el adulto se siente más capaz y disponible para prestarle su ayuda.
Reforzar la seguridad La seguridad es esencial para la conexión, el aprendizaje y la exploración. Generamos seguridad en los recién nacidos cuando los sostenemos firmemente
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y respondemos de manera sensible a sus necesidades (Cozolino, 2006; Gaensbauer, 2011; van der Kolk, 2014). Sentirse seguros permite que los bebés ejerciten su curiosidad. Les aporta una base desde la cual moverse y relacionarse sin miedo al dolor. Si la seguridad se ve perjudicada, la exploración cesa y la curiosidad se detiene. Los bebés temerosos hunden su rostro en el cuello de los cuidadores y se esconden entre sus brazos. Si su miedo no se alivia, lloran, tiemblan o se cierran en sí mismos (Bowlby, 1997; Lyons-Ruth y Block, 1996; Scaer, 2014; van der Kolk, 2014). El trauma hace que la seguridad sea algo delicado, incluso cuando se garantice la seguridad externa o se dé por sentado que ha sido restaurada (por ejemplo, un hogar adoptivo, el final de una crisis de salud). Aunque creamos que los niños están seguros, es posible que ellos no se sientan de ese modo (Silberg, 2013; Wieland, 2011). Si su seguridad se ha visto interrumpida repetidamente (por ejemplo, viviendo en múltiples hogares de acogida), pueden seguir anticipando otras rupturas. Esto persiste incluso después (y a veces especialmente después) de una larga estancia en un hogar estable, donde el niño llega a creer que la ruptura es cada vez más inminente (Bruning, 2007; Smith et al., 1998). Otros niños nunca han experimentado seguridad y no conocen lo que es sentirse “seguro” (Albers et al., 2005; Miller, 2005). Los niños esperan el abuso inevitable (o tratan de provocarlo para aliviar la ansiedad anticipada). Es posible que no sepan cómo reconocer, confiar o relajarse, aunque estén siendo bien atendidos. Verbalizar y reafirmar la seguridad es importante, lo cual incluye el establecimiento repetido de límites seguros, así como utilizar instrumentos como el kit de herramientas siempre que aparezcan recordatorios del trauma. La seguridad se refuerza haciendo planes por anticipado y proporcionando alguna medida de control. Por ejemplo, si un niño que padece un trauma médico requiere una intervención de este tipo, será útil explicarle qué debe esperar, permitir que el niño formule preguntas e implicarlo en las decisiones (por ejemplo, qué pequeño juguete puede llevar consigo o quién prefiere que lo acompañe en el momento de la intervención) (Kuttner, 2010). Los objetos familiares reducen la desorientación. Las señales preestablecidas efectuadas con la mano o con cartulinas ayudan a minimizar el pánico de un niño que es incapaz de hablar (por ejemplo, a causa de que está entubado para respirar). También es posible incrementar la sensación de seguridad informando al personal médico sobre las necesidades del niño y las maneras de tranquilizarlo.
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Es difícil que algunos niños –cuya realidad es la inseguridad– lleguen a sentirse seguros. Es posible que hayan sido trasladados continuamente dentro del sistema de acogida. También pueden verse a merced del tira y afloja de los padres divorciados sin saber a quién deben mostrar lealtad. Quizá haya inestabilidad en el hogar o procedimientos médicos en curso, mostrándose (de manera legítima) cautelosos y displicentes, incapaces de sentirse verdaderamente seguros. A pesar de todo ello, sin embargo, el establecimiento de “islas de seguridad” sigue siendo muy importante porque el hecho de sentirse aunque solo sea “un poco menos” inseguro es de gran ayuda. Garantizar la seguridad –en cualquier ámbito y contexto– enseña a los niños que esta es posible, que algunas personas se preocupan por ellos, que son importantes y que hay esperanza.
Mantener informados a los adolescentes Si bien mucho de lo que se aplica a los niños es aplicable también a los adolescentes, los adolescentes traumatizados merecen una atención especial. Muchos han acumulado más traumas y han tenido que gestionar el desbordamiento emocional (y aplicar habilidades de afrontamiento) durante más tiempo. Sus problemas de lenguaje y comunicación pueden parecer menos pronunciados en comparación con los de los niños más pequeños, en parte porque los adolescentes a menudo esconden sus dificultades bajo una capa de indiferencia, aislamiento, agresión o confrontación. Sus comportamientos suelen enmascarar la vergüenza, la culpa, la ansiedad, la frustración, la impotencia y la baja autoestima, pudiendo parecer inflexibles y desconfiados. Todo esto hace que sea más importante si cabe que les hagamos saber que los entendemos. Los adolescentes traumatizados necesitan tanta tranquilidad, seguridad, comodidad y conexión como los niños más pequeños, pero no son simplemente versiones más grandes de un niño, sino que requieren un tipo de asistencia apropiada para su desarrollo. Es posible que todavía sea necesario simplificar las explicaciones y la tranquilidad, pero nunca se los debe infantilizar. Muchos adolescentes traumatizados ya se sienten anormales y son hipersensibles a que se los menosprecie o se los tome por “idiotas”. Los adolescentes se encuentran a mitad camino entre la infancia y la edad adulta, entre la necesidad y la independencia, entre la inmadurez y la madurez. Por ese motivo, los años de la adolescencia son delicados y turbulentos incluso en las mejores condiciones. Y a menudo lo son aún más para los niños que entran en la adolescencia con
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sistemas regulatorios traumatizados y con su comunicación comprometida. Los adolescentes traumatizados muchas veces se sienten irreales y/o perciben el mundo a su alrededor como falso, pero tal vez no sepan cómo verbalizar estas percepciones y quizá ni siquiera lo intenten si creen que eso los hace parecer extraños o diferentes (Lehman, 2005). La psicoeducación y la normalización (por ejemplo, acerca de las reacciones traumáticas, o cómo algunos niveles de desrealización y despersonalización son comunes en los adolescentes) pueden resultar tranquilizadoras y ayudarles a sentirse menos aislados y no tan extraños (Silberg, 2013; Steinberg y Schnall, 2000; van der Hart et al., 2006; Wieland, 2011). Los adolescentes con los que trabajo se sienten aliviados de que las cosas que habían creído tan diferentes y equivocadas acerca de sí mismos fueran en realidad respuestas normales a situaciones anormales. Por eso, les resulta útil reformular realidades angustiosas, como sentirse aletargados o no ser conscientes de las cosas que hacían, y esforzarse por verbalizar las experiencias, no tanto como habilidades de afrontamiento equivocadas, sino anticuadas. Se sienten empoderados al percibir que las respuestas postraumáticas no solo son algo explicable, sino algo que ha salvado su vida, y cobran conciencia de que han encontrado maneras de gestionar situaciones imposibles. Se juzgan menos a sí mismos y confían en su capacidad para afrontar mejor las situaciones ahora que disponen de ayuda. Límites, honestidad y realidad La autonomía es importante para todos los adolescentes y todavía más para aquellos cuya autonomía se ha puesto en entredicho y que de manera justificada son hipersensibles a las falsas opciones, la culpa implícita y los dobles vínculos. Los adolescentes tienen que sentir que disponen de opciones reales y que no están “acabados”. La confianza es algo frágil para las personas que han sido traicionadas (Herman, 1997; Howell, 2011; Freyd y Birrell, 2013; van der Hart et al., 2006; Wallin, 2007). Y esto se aplica especialmente a los adolescentes traumatizados, cuyo escepticismo se ha visto avivado por la traición y alimentado por las tareas propias del desarrollo, consistentes en dudar de la verdad y reevaluar la realidad (Silberg, 2013). Ellos someten a los adultos a un estándar (a veces irrazonablemente) alto y merecen que, cuanto menos, seamos sinceros. Los adolescentes cuya verdad y cuyos límites han sido socavados tienen toda la razón para dudar de los motivos de las personas, y por eso mantener unos límites escrupulosamente claros y respetuosos (así como las consecuencias) es primordial.
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He aprendido que no debemos decir una cosa y hacer otra y que hay que mantener abierta la comunicación para reparar cualquier deterioro o ruptura accidental de los límites. Tenemos que estar preparados para ser sometidos a prueba. Tenemos que ser honestos, pero no agobiarlos con nuestros sentimientos. Debemos admitir los errores. Las conversaciones difíciles son excelentes oportunidades. Debemos ser sinceros. Tenemos que escuchar y explicarnos. La comunicación interpersonal es una de las características de los años de la adolescencia, lo que convierte cada interacción en una oportunidad para reconstruir lo que el trauma haya roto.
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Intervención de la comunicación para niños traumatizados
El mayor riesgo de desbordamiento emocional que aqueja a los niños con retrasos y discapacidades (Benedict et al., 1990; Crosse et al., 1993; Goldson, 1998; Sullivan y Knutson, 2000), combinado con el impacto del trauma sobre el desarrollo (véase Parte 3), significa que, en esencia, todos los profesionales que trabajan con niños han visto o están viendo a niños traumatizados. Obviamente, es importante que los clínicos que tratan trastornos de la comunicación (patólogos del habla y audiólogos) sean muy conscientes de las formas en que interactúan la comunicación y el trauma, pero también es fundamental para cualquier persona que trabaje con niños. Cobrar conciencia del trauma no significa que uno haga psicoterapia o “trabajo con el trauma” (véase el capítulo 17 para el alcance de los temas de la práctica), sino que más bien lo que se requiere es identificar y minimizar las reacciones traumáticas y mejorar la comunicación para que el niño aproveche las intervenciones. Si bien todos los enfoques descritos en este capítulo se enmarcan en el ámbito de la práctica de los patólogos del habla y el lenguaje, muchos de ellos también resultarán familiares a otros profesionales de la infancia, ya que implican el uso de las habilidades clínicas existentes de una manera que sea consciente de la presencia del trauma y tenga en cuenta las “lagunas” que provoca en el ámbito afectivo, relacional y comunicativo de los niños. Dependiendo de los niños, de su edad, de sus circunstancias y de cómo afrontan su situación, las estrategias terapéuticas pueden implicar el establecimiento de la seguridad y el enraizamiento, las díadas recíprocas y el juego. Las estrategias a menudo incluyen la construcción y ampliación del vocabulario (por ejemplo, en lo referente al lenguaje de los estados), el tratamiento de la causalidad y la secuencialidad, el modelado de las habilidades narrativas y discursivas y la gestión del lenguaje simbólico y la interacción social. La intervención también abordará el contenido del lenguaje (sustantivos, verbos, términos descriptivos, pronombres, preposiciones, palabras relacionadas con el tiempo, etc.), la forma (estructura de la oración, inflexiones de las palabras, los tiempos, etc.) y el uso (pragmática, respeto de turnos, intención de la comunicación, contexto y conocimiento de los oyentes, claves sociales, lenguaje/expresiones simbólicas,
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humor, etc.). Aunque este capítulo sea especialmente relevante para los patólogos del habla y el lenguaje, su propósito es ofrecer orientación a cualquiera que trate con niños traumatizados. Las sugerencias clínicas no están concebidas como una lista exhaustiva o jerárquica –diferentes aspectos suelen combinarse en cada sesión– y se detallan por separado tan solo en aras de la claridad clínica.
Ofrecer compasión y enraizamiento La compasión y la bondad regulan el estrés y se transmiten a través de las palabras, las expresiones faciales y el afecto seguro (Cozolino, 2006, 2014; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Los niños aprenden que son importantes cuando nos percatamos de su distrés y los tranquilizamos; cuando los entendemos y les ofrecemos soluciones factibles; cuando modelamos empatía y nos abstenemos de culpabilizarlos y avergonzarlos; cuando les comunicamos nuestra felicidad y alabamos lo que es digno de admiración en ellos. Los niños que han experimentado un trauma tienen dificultades para dejar entrar la bondad, sobre todo si esta se halla ausente, dispersa o malinterpretada. Es posible que no reconozcan la bondad o que estén demasiado activados o apagados para aprovecharla. Pueden creer que la bondad acarrea determinadas condiciones o que no la merecen. Sin embargo, es imperativo que seamos bondadosos con ellos. Esto significa abordar las conductas y sus consecuencias con firme determinación y empatía que tenga en cuenta la forma en que los niños actúan desde un estado de enfado, impotencia y dolor, y que lo que necesitan no es que se les juzgue sino que se les oriente. El mal comportamiento persistente puede tratar de comunicar necesidades insatisfechas: falta de atención, conexión, aceptación, afecto o falta de descanso. Quizá sea una señal de desbordamiento emocional o de que se está “comprobando” si la atención está realmente disponible. Los niños traumatizados no han tenido otra opción más que la de gestionar situaciones de desbordamiento e impotencia. Necesitan ayuda para enraizarse y sentirse seguros de que sus sentimientos serán vistos y escuchados mientras aprenden nuevas formas de comunicarse y regularse. Enraizarse Es posible que los niños traumatizados no sepan lo que significa la estabilidad, sobre todo si se disocian de manera preventiva u oscilan entre la hipervigilancia
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y cerrarse en sí mismos. Practicar el enraizamiento y la relajación ayuda a los niños a estar más “en su cuerpo” y aumenta su disponibilidad para el aprendizaje, así como la efectividad, cuando están activados, de recursos como el “kit de herramientas” (véase el capítulo anterior). Calmar la activación del estrés es imprescindible para que funcionen los centros del lenguaje y las funciones ejecutivas, y los niños suelen beneficiarse de este ejercicio al principio de las sesiones. Puedo utilizar variaciones de “ejercicios de reconocimiento” (un término deliberadamente suave que no se asocia, por lo general, con el miedo), que a menudo incorporan algún tipo de tarea lingüística: • “Advertir” cuando un sonido comienza o se detiene (por ejemplo, el juego de las sillas musicales), turnarse para producir sonidos (ruidos, reproductor de música, vocalmente) para que el otro perciba cuándo empieza o se para el sonido. • Lanzar y agarrar una pelota, incluyendo variaciones de tiro ligero, lento, rápido, alto, bajo, etc. • Mirarse en el espejo y hacer que los niños toquen su brazo/rodilla/cabeza/etc. para percibir cómo lo sienten. La información visual y táctil ayuda a hacer de esto un proceso integrado. • Respetar turnos en el juego “Simón dice” (véase esta tarea más adelante en este mismo capítulo). El movimiento ayuda a la regularse, cobrar conciencia y prestar atención para seguir instrucciones o proporcionarlas. • Jugar con “todos los sentidos”: percibir el aire entrar/salir durante la respiración, los pies en el suelo, los sonidos dentro y fuera de la habitación, las cosas que uno ve, los olores, los sabores; identificar los objetos por su textura; sentir lo cálido/frío/liso/suave/áspero/blando/duro. • Tomar turnos para soplar y notar cómo una bolita de algodón se mueve en la palma de la mano; jugar a la “bolita de algodón” soplando para empujarla fuera de la mesa (ayuda a calmar el parasimpático, la concentración, el cuerpo y el control de la respiración). • Echar el aliento en un espejo pequeño y observar el vaho que aparece en su superficie (nota: algunos niños pueden no querer mirarse la cara), empañar todo el espejo o solo una parte, etc. • Percibir y ralentizar la respiración –dando golpecitos o “contando con los dedos” a medida que la respiración entra y sale del cuerpo– puede reducir la activación del sistema nervioso autónomo y ayuda a que el cuerpo del niño “recuerde” qué debe hacer cuando está enfadado.
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• Advertir olores. Si descubrimos alguno que le guste al niño, lo rociamos en una servilleta de papel o un pañuelo para que le ayude a enraizarse cuando lo necesite. • Apretar una pelota antiestrés y percibir cómo siente la palma de la mano, el movimiento de los dedos y al “dejar” el juguete. Advertir las diferencias entre una palma y otra. • Escuchar diferentes tipos de música y notar en qué parte de su cuerpo la siente, qué es lo que le induce a querer hacer en ese momento (saltar, bailar, dormir, sonreír). Ponemos música que contribuya a que el cuerpo del niño se “calle y tranquilice” en un reproductor portátil en los momentos en que el niño se altere (nota: no debemos asumir que las canciones infantiles “familiares” son apropiadas; ya que algunas pueden actuar como desencadenantes).
Modelar el apego: reforzar las díadas de la comunicación Reciprocidad Las múltiples maneras de percibir las acciones y reacciones tanto en quienes nos rodean como en nosotros mismos forman la base para la conexión social, la regulación y el aprendizaje. Los niños traumatizados han perdido muchas oportunidades para aprender a hacerlo y suelen requerir ayuda con la reciprocidad. En el caso de los niños muy pequeños, esto puede significar volver a mirar y jugar con los dedos, alternar turnos para producir sonidos, columpiarse (y querer que los columpien de nuevo), jugar a la pelota, construir y desmontar torres de bloques, esconderse y encontrar objetos (hay que tener en cuenta que jugar al escondite con algunos niños es contraproducente). Por su parte, el trabajo con la reciprocidad en niños más mayores puede implicar jugar a la pelota o al juego de los hilos, turnarse en “Simón dice”, juegos de mesa, juegos de preguntas y respuestas, adivinanzas y definiciones (por ejemplo, jugar al veoveo); alternar líneas de canciones y lecturas. Cantar y llevar el ritmo Estamos “conectados” con el ritmo: los fetos escuchan los latidos del corazón y los ritmos corporales de su madre, mientras que nuestro sistema nervioso se sintoniza con el ritmo a través de la interacción de nuestros propios latidos y el sistema autónomo (Nazzi et al., 1998; Ninio y Snow, 1996; Schore, 2012; van der Kolk, 2014). Las canciones de cuna, las palmaditas en la espalda y acunar a
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los bebés son formas universales de tranquilizarlos, y el ritmo sigue siendo reconfortante también para los no tan pequeños. La danza, el coro, el canto, los aplausos, mecerse y balancearse forman parte integral de los rituales de sanación, comunión y conexión en todo el mundo y a lo largo de toda la vida (Konner, 2010; van der Kolk, 2014). Los recién nacidos se calman y se sienten más seguros con las canciones, el ritmo y los golpecitos de sus cuidadores. El ritmo sigue desarrollándose a través de las canciones infantiles, jugar con los dedos, saltar a la cuerda, jugar a la rayuela, etc., y nos ayuda a planificar y coordinar, así como en la instrucción académica marcando las sílabas, formando rimas, pausando las frases, etc. El ritmo promueve la fluidez del habla y es una forma de conexión y consuelo mucho después de que las habilidades cognitivas se vean mermadas a causa de la enfermedad y la demencia. El trauma desconecta a los niños del consuelo proporcionado por los demás (aunque esa necesidad es tan básica que muchos niños se balancean). Incluso en los niños que han tenido un punto de partida de tranquilización, el desbordamiento emocional puede interrumpir la integración del cuerpo y el sonido, la conexión y la calma. Practicar la respiración, el compás, el movimiento y el sonido durante las interacciones relajadas establece y refuerza las vías para apoyar la regulación en momentos de menor tranquilidad. Manuel (véase el capítulo 10) fue adoptado de un orfanato, y a su madre adoptiva le preocupaba que fuera autista. A pesar de tener trece meses, presentaba algunas características de un “recién nacido”. Vocalizaba poco y también se balanceaba durante horas para tranquilizarse a sí mismo. Sus padres entendían que necesitaba sentirse cómodo, pero no soportaban que se balancease. Mecerse con él no conseguía que sus ojos dejasen de estar “vidriosos”. Les aconsejé que lo meciesen mientras le cantaban, mostrándoles cómo hacerlo sosteniendo a Manuel en mi regazo, sentada sobre mi gran balón de psicomotricidad. No tardó en relajarse conmigo y, cuando me detuve, levantó la vista haciendo un gesto de anticipación. Sus padres compraron un balón similar y también instalaron una hamaca para mecerlo. A Manuel le encantó. El movimiento le resultaba relajante de un modo familiar, aunque lo suficientemente diferente del movimiento disociador como para permitir la participación en lugar del aislamiento. Comenzó a subir al regazo de sus padres e iniciar un movimiento de balanceo a “petición”. Vocalizaba más, primero durante el balanceo recíproco y luego en otras interacciones. La hamaca se convirtió en una rutina de
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vinculación, proporcionando al pequeño la fuerza, el contacto físico y las vibraciones calmantes de los latidos del corazón y la voz de sus padres mientras le cantaban. En la terapia introdujimos juegos de escondite y palmaditas y muchos otros juegos interactivos con los dedos, junto con rutinas diarias, cuentos y canciones. Manuel se regulaba mejor y estaba cada vez más predispuesto a aprender y jugar. Comenzó a señalar cosas y a balbucear y no tardó en empezar a decir palabras. A la edad de 2 años y 6 meses, Manuel era un niño curioso que rápidamente salvaba las brechas de la comunicación y el lenguaje. Puede que ser mecido en una hamaca no funcione con todos los niños, pudiendo ser inapropiado para algunos o implicar un exceso de cercanía. Sin embargo, otras actividades compartidas contribuyen a que los cuidadores reparen en parte la falta de sintonización provocada por el trauma y el maltrato: • Mecerse o columpiarse con el niño mientras tarareamos o cantamos suavemente. Modelar con un juguete de peluche también es útil en el caso de algunos niños (escogemos una dirección diferente a la que utiliza para autotranquilizarse, ya que esto último puede desencadenar la disociación). • Dedicar tiempo a acurrucarse, incluso con niños más mayores. Quizá no se sienten en nuestro regazo, pero todavía pueden sentarse con nosotros, compartir un columpio, tomarse de las manos, dar abrazos, apoyar la cabeza sobre un hombro, cualquier proximidad con la que el niño se sienta cómodo. El afecto seguro es especialmente importante en los niños que han sufrido abusos y pueden no disponer de un punto de referencia para el contacto seguro (más sobre el contacto en el capítulo 14). • Jugar a palmas y otros juegos rítmicos (saltar la cuerda, jugar a la rayuela, atrapar una pelota). • Cantar y tocar música juntos. • Moverse y bailar al ritmo de la música: permitir que sea el niño el que cree la “coreografía”. • Cantar, tararear, patinar, caminar y otras actividades repetitivas. • Practicar yoga o artes marciales juntos.
Planes de juego y simbolización Volver a lo básico Los niños precisan ayuda para “llenar” las lagunas creadas por el trauma y la
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activación postraumática. Volver a lo básico para fortalecer sus cimientos es importante de manera que sus puntos débiles no se “activen”, lo cual significa cosas distintas dependiendo de los niños. Para un niño que tiene una experiencia limitada en plantear preguntas, incluirá desarrollar habilidades básicas de pregunta/respuesta, explorar opiniones, ofrecer sugerencias, expresar preferencias, identificar motivaciones, etc. En los niños que no han tenido oportunidades de llevar la iniciativa, consistirá en llevar a cabo actividades recíprocas, generar expectativas de comunicación y resolver problemas. Un niño con dificultades para escuchar necesitará actividades de discriminación e identificación, seguir instrucciones, juegos de memoria auditiva, tareas de atención sostenida, etc. Un niño que tenga problemas con la representación simbólica o el discurso se beneficiará de los planes de juego y las narrativas ilustrativas. La mayoría de los niños traumatizados requieren ayuda para advertir e identificar el lenguaje relacionado con el cuerpo y las emociones, el humor y lo absurdo, el rechazo y la aceptación. Revisar los aspectos vulnerables de la comunicación es esencial porque hace que los niños incurran en menos errores, confusión o malentendidos y fomenta sus habilidades para emprender tareas e interacciones variadas. Algunas tareas parecen triviales, pero pasar por alto las habilidades básicas porque un niño nos parece “demasiado mayor para este tipo de cosas” puede arruinar los fundamentos que el niño tanto necesita. “Todos cansados”. Marcy o el poder disociador del desbordamiento emocional Podríamos decir que Marcy era la señorita Pasiva. La niña de ocho años rara vez molestaba y sencillamente no escuchaba. —Se limita a permanecer sentada en su silla y parece que está completamente ausente –dijo de ella la maestra. Marcy hablaba poco, no tenía ninguna iniciativa y mostraba muy poco interés en las actividades escolares o sociales. No parecía contenta ni lo contrario. La vida la eludía. Pocas veces describía o manifestaba su opinión, y su narrativa estaba vacía y prácticamente desprovista de palabras afectivas. Las preguntas sobre causa y efecto, la motivación o el orden secuencial la dejaban perpleja, por no hablar de predecir el siguiente paso. No obstante, se esforzaba en seguir las instrucciones. —A veces tengo ganas de zarandearla –admitió la maestra–. ¡Esta niña necesita despertar!
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Me preguntaba sobre la lasitud de Marcy. Sabía muy poco respecto de su vida familiar. Parecía bien atendida y vivía con su madre y dos hermanos gemelos en un edificio público en el que también vivían muchos niños de la escuela. Tenía pocos amigos y menos intereses aun. Parecía apática y ausente, poco predispuesta a participar. Sin embargo, no hay aprendizaje sin participación. Con el fin de “zarandearla” al estilo Na’ama, lanzábamos una pelota por el escenario del auditorio, seguíamos diferentes ritmos aplaudiendo y jugábamos a variaciones de “Simón dice” al principio de cada sesión. Entonces descubrí que a Marcy le gustaba Britney Spears, por lo que traje algunas de sus canciones. Cantamos “Oops I Did It Again”, bailamos algunos movimientos y organizamos un “concierto” con figuras de juguete. Elaboramos lo que “hacían” antes/durante/después del concierto, como, por ejemplo, vestirse, decidir qué comer o hacer cola para ir al baño. Modelé para ella estados corporales (por ejemplo, hambrienta, cansada, sedienta, enferma) y emociones (por ejemplo, excitada, preocupada, contenta, decepcionada, asustada) con los juguetes y las historias que inventamos. Aunque Marcy no estaba del todo entusiasmada, parecía más alerta que en clase y, de vez en cuando, tomaba la iniciativa o me “corregía”. La primera vez que la vi reír fue cuando me olvidé de algunos pasos de baile y los sustituí por movimientos absurdos. Ampliamos el tema del concierto a otros “eventos” en el que participasen las figuritas. Tomé fotos de algunos de los escenarios que Marcy compuso y creamos narraciones breves para acompañarlos: la muñeca enferma, una fiesta de cumpleaños, hornear galletas, visitar el zoológico. Para conectar las cosas con el mundo real, traje galletas y leche, un regalo envuelto y otros objetos para experimentar. Marcy comenzó a ofrecer su opinión, dictando lo que las figuras hacían y cómo se sentían. A medida que su habilidad para identificar y describir los estados corporales mejoraba y su narrativa se expandía, Marcy también comenzó a compartir más sobre su propia experiencia. Estaba menos desconectada, pero parecía más triste. —Hoy todos están cansados –declaró un día después de nuestro breve juego, amontonando los juguetes en la caja y pareciendo exhausta. —Tú también pareces cansada –le dije muy suavemente. Ella me miró con cierta alarma. Casi pude percibir cómo su conciencia vacilaba.
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—Está bien, Marcy –la tranquilicé–. Aquí puedes ser como tú quieras. No sucede nada malo. Estás aquí en la sala conmigo. Ella parpadeó, tomó mi mano, y yo apreté la suya suavemente. Marcy había empezado a tomarme de la mano durante nuestras “rutinas de baile” y me alegró que se sintiera cómoda para tomar esa iniciativa. Entonces respiró profundamente. —Estoy cansada de la gente de mi casa –me dijo susurrando. No añadió nada más al respecto ese día, pero compartió más cosas en las siguientes sesiones. Primero solo dijo que estaba cansada. Luego habló sobre alguien llamado “John” que iba a casa por la noche; luego que, en realidad, había varios de esos “John”, todos extraños que “insultaban” a su mamá y eran “aterradores” y “desagradables” y hacían que Marcy “no se sintiera bien” y “quisiera marcharse”. Alerté a los Servicios de Protección al Menor debido a la sospecha de la niña corriese algún riesgo. Descubrieron que la madre de Marcy estaba “viendo a hombres” para mantener su adicción a los narcóticos. Había poderosos indicios de que Marcy –y posiblemente sus hermanos– había sufrido abusos. Esto había estado sucediendo durante bastante tiempo, pero anteriormente Marcy estaba demasiado cerrada para hablar de ello y no sabía cómo verbalizar o nombrar la fatiga, el recelo, la repugnancia o el miedo. Su aletargamiento era en parte físico (dormía muy poco) y en parte protector (no podía escapar de sus circunstancias más que aletargándose). Volver a lo básico significaba en su caso brindarle oportunidades de permanecer en su cuerpo y encontrarle sentido a verbalizar y contar las cosas. Eso tal vez le hizo encontrar la fuerza y las palabras necesarias para expresar lo que estaba soportando y solicitar ayuda. Incorporar los estados corporales y emocionales El trauma dificulta las palabras, cerrando de una manera abrumadora los centros del lenguaje, lo que obstaculiza el procesamiento de los eventos (van der Kolk, 2014). Los niños suelen afrontar el desbordamiento emocional disociándose, aletargando su cuerpo y distanciándose de los afectos y su significado. Cuando, durante el trauma, sus emociones y estados corporales permanecen sin verbalizar, su experiencia –de manera intencional o no– puede terminar siendo malentendida, minimizada, distorsionada o ignorada. Todo esto hace que sea difícil para los niños llegar a conectar eventos, emociones y estados corporales.
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Permanecer enraizados nos permite ser conscientes de sensaciones y sentimientos que nos informan de cuáles son nuestras necesidades: ir al baño, beber, solicitar un descanso, pedir ayuda, buscar consuelo, etc. Los niños todavía están adquiriendo la capacidad de advertir estas señales y de responder a ellas, y son especialmente vulnerables al impacto de la disociación. Puede que los niños traumatizados requieran ayuda no solo para comprender el significado de las palabras relacionadas con los estados corporales y emocionales, sino también con la experiencia de identificar y gestionar sensaciones, reacciones y sentimientos. Necesitan que se les brinden oportunidades para conectar el lenguaje referido a las emociones y los estados corporales con diferentes contextos, situaciones, sentimientos, sensaciones y palabras. Los niños traumatizados algunas veces utilizan determinadas palabras para describir sentimientos y estados, aunque eso no significa que realmente entiendan esos conceptos o que estén describiendo sus experiencias. Algunos niños buscan señales en los demás en cuanto a lo que deben decir. Es posible que no sepan cómo comunicar sus propias percepciones, que no dispongan de las palabras adecuadas o que estén demasiado asustados. Marcy no pudo decir que estaba exhausta y asustada hasta que estableció la conexión entre lo que era la fatiga y las sensaciones en su propio cuerpo. Ella conocía el significado de palabras como “cansada, enojada, hambrienta, excitada” y podía aplicarlos en algunos contextos, pero no sabía conectar esos conceptos con su propia experiencia y, por lo tanto, no los utilizaba en relación consigo misma. Ser capaz de identificar y nombrar los estados afectivos y corporales requiere conciencia situacional, comprensión del contexto y autoconciencia para reconocer las propias sensaciones y emociones. A los niños traumatizados les puede resultar más fácil “leer” las expresiones faciales y el lenguaje corporal en otras personas que nombrar las suyas propias, especialmente en el caso de sentimientos que les acarreen dificultades. Es posible que los niños no quieran aceptar que están enfadados si creen que eso los convierte en “malos”. Pueden no admitir el afecto si sentirlo (o la necesidad de sentirlo) conlleva peligro o riesgo de rechazo. Tenemos que modelar y proporcionar oportunidades variadas en contextos neutrales, así como más cargados emocionalmente, para que los niños practiquen la identificación, el etiquetado y la descripción de emociones y estados corporales tanto en los demás como en ellos mismos. La enseñanza del lenguaje afectivo incluye: • Enseñar estados corporales mediante el juego, el modelado, la interacción y
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los relatos Utilizar “tablas de intensidad” para ayudar a cuantificar el “volumen” o “qué grado de sensación” tienen (por ejemplo, del color amarillo pálido al naranja intenso; una tabla de números del 0 al 10, siendo 10 el ‘más alto/fuerte’) Explorar situaciones, personajes y motivaciones Proporcionar vocabulario afectivo específico con palabras e ilustraciones (por ejemplo, esperanzado, decepcionado, malhumorado, frustrado, grosero, confundido), así como un rango afectivo y de estado (por ejemplo, incómodo, afligido, dolido, irritado, molesto, enfadado, enfurecido; complacido, feliz, dichoso). Usar eventos actuales, fotos de los medios de comunicación, lenguaje corporal y emociones representadas en dibujos animados, libros, películas y situaciones cotidianas, junto con una exploración comedida de los sentimientos, opiniones y puntos de vista del niño.
Generalización: demasiado o muy poco El aprendizaje de un nuevo concepto suele implicar de entrada una sobregeneralización y/o una subgeneralización. Los bebés atribuyen una palabra a muy pocos o demasiados ítems antes de “mapear” su significado semántico (Dromi, 1987). Pueden llamar a todos los hombres “papá”, pero utilizar la palabra “biberón” solo para designar su propio biberón, llamar a todos los colores “rojo” o intercambiar los nombres de los colores antes de darse cuenta de que cada tono tiene un nombre específico. Los conceptos se aprenden a través de la práctica y el feedback de otras personas, lo que facilita que los niños determinen si lo hacen bien o lo contrario. Muchos niños traumatizados disponen de menos oportunidades de practicar los conceptos nuevos. Están demasiado ocupados para atender, desconfían de someter a prueba las hipótesis y tienen menos tolerancia al ensayo y error. Malinterpretan las reacciones ajenas o sobregeneralizan o subgeneralizan: el ceño fruncido o la ausencia de elogios significan enfado hacia ellos, o perciben el rechazo como algo “aterrador” o “agresivo” (Heller y Lapierre, 2012; Nadeau et al., 2013; Shields y Cicchetti, 1998; Silberg, 2013; Wieland, 2011). Los niños traumatizados utilizan muchas frases del tipo “no sé”, “me he olvidado”, “nada” y “no me importa”, o siempre están “perfectamente”, “enfadados” o “bien”. La repetición y la experiencia en contextos variados son imprescindibles antes de que sean capaces de incorporar un concepto a su mundo. Otros niños traumatizados utilizan palabras muy específicas o muy dramáticas para describir
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eventos relativamente neutrales y necesitan la oportunidad de aprender que los conceptos poseen “matices” distintos. Los errores de uso contienen información sobre cosas que los niños no tienen claras, así como acerca de cosas que tratan de decirnos, pero es posible que no advirtamos. La frase “me muero de hambre” de un niño que acaba de comer un bocadillo puede ser una exageración. También puede creer que cualquier cosa que no sea pasar hambre no es digna de ser atendida, o que, para él, incluso el menor síntoma de hambre desencadena algo mucho peor (véase la historia de Mika más adelante en este mismo capítulo). Conceptualizar el cómo Cuando un niño parece tener una percepción inusual de una determinada palabra, es útil enseñarla de una manera gradual, como, por ejemplo, el concepto “contento”: • Utilizar contextos cotidianos para describir el modo en que nosotros (o un juguete) lo experimentamos: qué nos pone contentos; cómo es esa sensación corporal; qué contribuye a ello (por ejemplo, sonreír). • Presentarlo en diferentes contextos e intensidades (por ejemplo, la gente se siente contenta cuando consigue algo que quiere, siendo entendida, sintiéndose querida, yendo a Disney World, etc.; uno puede estar un “un poco contento” o ser “la persona más feliz del mundo”). • Explorar el/los opuesto/s del concepto: lo que significa “triste” para uno mismo o en una historia, y cómo su “opuesto” no significa necesariamente su ausencia (es decir, la tristeza no equivale a “no feliz”, sino que tiene su propia cualidad y contexto). • Enseñar cómo pueden coexistir los sentimientos: podemos estar contentos de que no haya escuela y aburridos a causa de los amigos que echamos de menos; contentos de que mamá esté en casa todo el día, pero tristes de que esté enferma. • Practicar el concepto en contextos neutrales y controlados, antes de utilizarlo en relación con la historia del niño (una nota de precaución: véase el alcance de los límites de la práctica en el capítulo siguiente). • Verificar repetidamente los preconceptos: el concepto puede no significar lo mismo para el niño en un contexto nuevo o cargado emocionalmente.
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“Es el mejor pequeño paciente del mundo”. Liam: el precio de la asunción Liam tenía cinco años cuando vino a verme por problemas de articulación. Aunque había nacido sano, desarrolló problemas intestinales y necesitó una colonoscopia y una biopsia rectal a la edad de cuatro años. Sus padres pensaban que había afrontado la preparación y las pruebas muy bien. —Probablemente no recuerde nada de eso –me dijeron durante la entrevista de admisión. Liam tenía una dieta restringida, y era diligente manteniéndola. Sus padres interpretaban su adherencia como un signo de madurez ante sus problemas, pero admitían que estaba “excesivamente centrado” en su dieta. Pero decir que estaba excesivamente centrado era una subestimación. Liam sospechaba de todo lo que yo preparaba para los ejercicios de motricidad oral, y aunque le aseguré que había seguido cuidadosamente sus restricciones dietéticas, aun así exigía que le leyéramos las listas de ingredientes, ya fuese yo o sus avergonzados padres. Aunque el lenguaje no era la razón principal por la que Liam vino a verme, su rigidez al respecto reflejaba dificultades con la causalidad, la secuencialidad, la pragmática y la ambigüedad. Le expliqué lo que hacíamos y por qué (por ejemplo, movimientos de la lengua para entrenar los sonidos que se producían con la punta de la lengua). Le gustaban las explicaciones, pero le costaba comprender cómo un ejercicio podía servir para más de una cosa o llevarse a cabo en un orden distinto, argumentando que “tenía que ser” de una determinada manera. Añadí juegos de causa/efecto e historias de secuencias, y pensamos en múltiples posibilidades de “lo que sucedía después”. Experimentamos con el modo en que el mismo ingrediente forma parte de diferentes cosas (por ejemplo, la leche en los helados, el queso y el yogur), y “descubrimos” cómo varias cosas pueden ser representadas de la misma forma (por ejemplo, círculo: sol, cara, flor, naranja, reloj). Sus padres proseguían en casa con estas tareas. ¿Qué se puede hacer con una naranja? ¿Importa en qué taza se vierte el zumo? ¿Qué cosas están hechas de madera? ¿Cuáles son blandas/duras/cuadradas? Liam pronto se dio cuenta de ello y su rigidez se relajó, aunque no con la comida. A las pocas semanas de terapia, cuando todavía pedía ver la lista de ingredientes, le comenté: —Debe ser agotador preocuparse tanto por la posibilidad de que la gente te dé algo que se supone que no debes comer. —Tengo que hacerlo –suspiró Liam.
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Cuando le pregunté por qué motivo, me respondió: —Porque es mi culpa si me enfermo y me estropeo la barriga. —Nada de esto es tu culpa, campeón. Tu barriga está genial ahora. También mamá y yo siempre avisamos a la gente antes –dijo su padre mirándolo con sorpresa. —¿Y si se olvidan, papá? –dijo Liam moviendo la cabeza–. No quiero que el doctor encuentre más comida basura en mi barriga y se enfade y me lastime el trasero. Un año antes, cuando los padres de Liam le dijeron que necesitaba “beber la medicina” para que los médicos le mirasen la barriga y lo curasen, Liam se sintió confuso. La medicación no le hizo sentir mejor, sino que empeoró y le dolió más la barriga. Cuando acudieron al hospital (para la colonoscopia), Liam pensó que tal vez “había estropeado la medicina” comiendo los Cheez Doodles que su papá a veces le dejaba comer “como un pequeño secreto entre nosotros, los chicos”, pero que su mamá siempre decía que eran “comida basura” y “mala para su estómago”. Liam tenía miedo de preguntar si los Cheez Doodles estropeaban la medicina porque no quería que el médico se enfadara y que le recetase más medicina. Luego lo pusieron en una cama y se sintió “mal”, pero sus padres sonreían como si todo estuviera bien y le decían que los médicos “le revisarían la barriga”. Liam estaba confundido, porque no vio que el médico le revisase la barriga. También tenía la cabeza adormecida y le dolía el “trasero”, aunque sus padres no le explicaron el motivo, los escuchó hablar con los abuelos y decirles que era para “averiguarlo”. Se fueron a casa sin que el médico le curase la barriga, y Liam pensó que había hecho algo malo. Tenía dolorido el trasero. Tal vez el médico había descubierto el secreto de la comida basura Cheez Doodles en su estómago y, por eso, era culpa suya que se sintiese mal y le doliese la barriga. A Liam le recetaron un régimen dietético. La dieta le ayudó, pero necesitaba seguimiento y regresó al hospital para practicarle una tomografía computarizada y otras pruebas. El niño de cuatro años nunca protestaba. Permitía que los médicos le colocaran vías intravenosas, le palpasen el abdomen, le hicieran pruebas de alergias y le examinaran el recto. Su madre estaba orgullosa y dijo de él que era “el mejor pequeño paciente del mundo”. No se daba cuenta de que Liam “era bueno” porque se sentía aterrorizado. Él creía que tenía que asegurarse de no “estropear su barriga
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de nuevo”. Pensando que sus “problemas estomacales” eran algo embarazoso para sus padres, también se sentía avergonzado y culpable. Se esforzaba mucho en “ser bueno”, estar limpio y “no tener gérmenes en la barriga”. Se volvió hiperansioso acerca de sus restricciones alimenticias y desarrolló fobia a la “comida basura”. Evitaba las casas de sus amigos porque quizá la comida no sería buena, mantenía un perímetro a su alrededor durante el almuerzo y lloraba si un niño lo tocaba sin lavarse las manos después de comer un bocadillo, afirmando que le haría daño en la barriga y lo enfermaría. Liam no pudo verbalizar sus percepciones ni cómo se sentía hasta que fue capaz de gestionar la causa y efecto en otros contextos neutrales. Esa experiencia le permitió sentirse seguro de que su creencia acerca de lo que le sucedía no era la única explicación y también posibilitó que formulase preguntas acerca de lo que asumía que era la realidad. Se preocupaba menos por los alimentos o los gérmenes y sus padres le pidieron al médico que le explicara en qué consistían las pruebas y cómo algunas de las restricciones alimentarias eran solo temporales. Entonces escribimos su “historia de la barriga” y Liam puso un dibujo de sí mismo al final de ella, pareciendo feliz, sano y fuerte (véase más respecto de las historias más adelante en este mismo capítulo). Desglosar Los niños pequeños suelen encontrar una causa en cosas inconexas y no perciben conexiones donde sí las hay. Son más propensos incluso a cometer errores cuando se ven abrumados o disociados, o si los eventos realmente carecen de sentido para ellos o permanecen inexplicados. Los niños traumatizados requieren ayuda para identificar y comprender la causa, la responsabilidad, la culpabilidad y las consecuencias: • Dividir los eventos en sus componentes; organizar los horarios en diferentes actividades; dividir las directrices largas en pasos más sencillos; analizar las tareas desmenuzándolas en pasos ejecutables. • Asegurarse de que el niño comprenda lo que ha ocurrido y lo que sucederá, cuál es su responsabilidad, qué comportamientos/acciones se esperan de él o qué debe esperar. • Describir secuencias de manera multisensorial para ayudar a interiorizar el concepto de conexión (piezas de rompecabezas, cadenas de papel, etc.). Los horarios visuales, los pasos ilustrados, los diagramas de flujo, la vista previa
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y la revisión contribuyen a fomentar la comprensión. En los niños más mayores, son de gran ayuda las notas, las viñetas, las listas, los puntos subrayados, los guiones y las palabras clave. • A medida que mejoran, un “paso” puede incluir varios pasos menores que ya no necesitan ser desglosados. • Las señales visibles (por ejemplo, números, flechas) ayudan a los niños a orientarse: lo que ya han hecho, lo que ha sucedido, lo que viene a continuación, lo que sigue después de eso, lo que ya no está, lo que deben esperar. • El apoyo visual también contribuye a reorientar y reforzar la estabilización de los niños disociados, para que puedan ver dónde han dejado una actividad, reanudarla y saber qué deben completar. Predecir lo muy predecible Entender nuestro mundo y lo que significan las cosas hace que confiemos en que sabremos cuándo relajarnos o, por el contrario, cuándo debemos actuar. El trauma suele dejar a los niños en perpetua expectativa de sentirse abrumados, lo que interrumpe el procesamiento y los pone en un estado preventivo de hipervigilancia o de cierre en sí mismos (van der Kolk, 2014). Debido a que la impotencia es intolerable, los niños se aferran a cualquier cosa que crean que tiene un valor predictivo y se sienten ansiosos ante cualquier asociación. Otros, en cambio, se aletargan y pasan por alto pistas reales de lo que está a punto de ocurrir, sintiéndose sorprendidos y confundidos. Sentirse indefenso en un mundo caprichoso aumenta el estrés, y los niños traumatizados pueden oscilar entre mostrarse exigentes o apáticos, rabiosos o inhibidos, necesitados o resignados (Silberg, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011). Con el fin de ayudar a los niños a estar más presentes, enraizados y capaces de aprender, necesitamos reducir al mínimo el sentimiento de impotencia, por ejemplo, propiciando antes los cambios anticipados, explicando lo que podría suceder y revisándolo más tarde para abordar los conceptos erróneos y asegurar la comprensión. La mayoría de los alumnos de tercer curso no necesitan que les digan que el sonido de la campana indica un simulacro de incendio o un cambio de aula. Sin embargo, para algunos niños, eso supone la diferencia entre permanecer enraizados o disociarse. Me parece más adecuado equivocarme a causa de la repetición y dejar que sean los niños los que me digan cuándo ya no les hace falta.
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Comprobar la comprensión y no darla por sentada Los niños hipervigilantes o cerrados en sí mismos no aprovechan las lecciones y solo son capaces de “captar” fragmentos de lo que se les dice. Además, aunque parezcan relativamente tranquilos en un momento dado, es posible que no relacionen las cosas que se dicen ahora con lo que se ha dicho antes si no han estado tranquilos en ese momento. El trauma obstaculiza la capacidad de integración (Scaer, 2014; Schore, 2012; van der Kolk, 2014). • Limitar los errores producidos por los malentendidos: comprobar si los niños han entendido las instrucciones antes de acometer una tarea. Para ello, los niños deben repetir o mostrar lo que han entendido acerca de lo que deben hacer. • Revisar el lenguaje simbólico, las metáforas, las palabras ambiguas, los juegos de palabras y las bromas. • Enseñar expresiones anticipadamente o detenerse a revisarlas y explicarlas. • No asumir que los niños conocen una expresión aunque la hayan escuchado antes. Quizá no la recuerden, que haya sido en un contexto o un entorno diferente, o que se hayan sentido demasiado abrumados como para “entenderla”. • Explicar y practicar el humor y los chistes. A menudo enseño algunos a medida que exploramos lo que es divertido y lo que lo hace ser de ese modo. • Percibir la diferencia entre divertido y cruel, estúpido y grosero, apropiado y descortés. El significado de “por qué”, “cómo” y “cuándo” Las experiencias traumáticas son incomprensibles, impredecibles, ilógicas y abrumadoras (Herman, 1997). El trauma distorsiona los conceptos relacionados con el tiempo (Terr, 1983). Si este tipo de conceptos es un asunto delicado para todos los niños, lo es mucho más para un niño que se disocia y “pierde el tiempo”, o cuya vida carece de previsibilidad y puntos de referencia como horarios o plazos. La memoria traumática puede ser caótica (Brewin, 2005), con múltiples traumas combinados, de modo que los aspectos de los eventos se mezclan confundiendo más si cabe la temporalidad. Los desencadenantes hacen que los niños se sientan –psicológica y/o fisiológicamente– como si sucediera de nuevo, mezclando el pasado y el presente. De ese modo, las dificultades con el “por qué”, el “cómo” y el “cuándo” también se extienden a las situaciones no
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traumáticas. Entender lo que ocurre y por qué motivo ayuda a reducir la confusión y mejora la estabilidad, con lo que los niños traumatizados se benefician del modelado y la estructura de los conceptos de causalidad, procedimiento, tiempo y secuencialidad: • Niños pequeños: proporcionar oportunidades tangibles para manipular objetos y modelar la narración del porqué, las consecuencias, el cómo y el cuándo (por ejemplo, preguntarse qué pasa si se inclina la taza, por qué se derrama el zumo, qué hacer a continuación, repasar qué ha sucedido y por qué; volver a hacerlo al día siguiente para recordar “lo que pasó ayer con el zumo”, etc.). • Niños mayores: señalar y explicar la causalidad en los eventos cotidianos (cómo y por qué el maestro reacciona ante la estupidez de alguien, cómo ir de A a B o efectuar una tarea, qué pasos son necesarios, por qué algo funciona o no). • Adolescentes: planificación previa de tareas, discusión sobre el modo de gestionar posibles retrasos y problemas, conceptualización de soluciones (por ejemplo, una tarea que no es probable que se complete durante las vacaciones y, de ese modo, dividir la tarea en menos días; qué pasa si postergan la ansiedad, la presión, los errores; qué sucede si no consiguen concluir la tarea: pérdida de privilegios, permanecer en un curso inferior, etc.). • Los calendarios sirven para fijar las experiencias y aportan un apoyo visual para anotar eventos próximos, enseñar palabras relacionadas con el tiempo y la previsibilidad (por ejemplo, planes para mañana, viaje de estudio la próxima semana, club de ajedrez todos los martes), revisar eventos pasados (por ejemplo, lo que ocurrió el lunes pasado) y mirar hacia el futuro. • Las fotos y las notas pueden convertirse en recordatorios de la hora, el lugar y la causa (quienes vinieron a la fiesta el mes pasado, acudieron al campamento de verano o afrontaron una extracción de las amígdalas). Posible y probable: las cosas no son siempre como creemos Lo que esperamos o encontramos plausible depende de cuáles sean nuestras experiencias y nuestras suposiciones acerca del mundo y las personas que lo habitan. Los bebés que reciben consuelo cuando lloran aprenden que es probable que el consuelo siga al llanto, pero los que reciben golpes por llorar perciben que lo más probable es que el llanto provoque más dolor. Un niño que ha sido abandonado sin explicación alguna puede creer que, cuando alguien sale
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de la habitación, significa que va a perder a esa persona para siempre. Un niño puede mostrarse inconsolable si se pospone un viaje, creyendo que nunca sucederá. Un niño que haya tenido que devolver “favores” puede hacer algo inapropiado tras ser elogiado. Los conceptos de probabilidad y plausibilidad en los hogares en los que se produce el maltrato son muy diferentes a los de la escuela, la terapia o los hogares de acogida. Los niños traumatizados se atienen a la “lógica” que han conseguido derivar de situaciones incomprensibles, pero tal vez no sean capaces de explicar por qué creen lo que creen. Los errores y los malos comportamientos del niño quizá no reflejen su disfunción, sino nuestra incomprensión de las realidades y reglas con las que funciona. Debemos permanecer atentos a las reacciones y el comportamiento del niño, de modo que lleguemos a detectar suposiciones infundadas, teniendo cuidado de explicar los límites y las expectativas: qué significan y por qué, lo que seguirá o no seguirá después, lo que el niño debe y no debe hacer y de qué manera.
El andamiaje: trabajo multimodal Integración sensorial y permanecer en el cuerpo El estrés traumático interrumpe el procesamiento, fragmenta los eventos y cambia la manera en que se recuerdan las experiencias (Brewin, 2005; Gaensbauer, 2002; Herman, 1997; van der Kolk, 2014). Debido a que los niños todavía están aprendiendo a integrar sus experiencias, el trauma ocasiona problemas con la integración sensorial, la modulación y la regulación (véase el capítulo 6). Sin embargo, podemos ayudar a proporcionar al niño oportunidades para vincular las experiencias con diferentes modalidades, estados y sentidos y entretejer con ellos la verbalización y el significado: • Identificar y nombrar qué se siente al estar enraizado versus “disperso”, atento versus distraído, calmado/excitado/nervioso/aburrido/cansado. • Reconocer la comodidad y la incomodidad; atender, modelar y verbalizar las señales que manifiestan otros cuerpos (y su propio cuerpo) Por ejemplo, cuando se aburren, ¿se sienten somnolientos? • Incorporar actividades y giros para modelar y reforzar los aspectos sensoriales de conceptos como velocidad, intensidad, volumen, equilibrio, izquierda y derecha, movimiento y quietud (por ejemplo, caminar despacio, correr, susurrar, gritar, quedarse quieto, saltar, ponerse sobre un pie y luego sobre el otro, empujar, impulsarse, tocar, estirar suavemente, estirar con
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fuerza, parpadear, entrecerrar los ojos, mirar fijamente). • Experimentar y expresar sensaciones (cosquilleo, erizado, áspero, liso, suave, puntiagudo, punzante, pegajoso, frío, cálido) • Calificar las sensaciones según la intensidad (por ejemplo, desde apenas se percibe a demasiado fuerte), la preferencia y la tolerancia y cómo cambian entre diferentes personas y momentos (¿Algo viscoso parece agradable o repugnante? ¿Es cómoda o áspera la lana? ¿Qué sabores son los que más me gustan? ¿Van juntos? ¿No? Encajar las piezas: ver, oír, tocar, sentir El aprendizaje óptimo integra la experiencia multisensorial con la narrativa contextual, las mismas cosas que perturba el estrés. Los niños traumatizados a menudo viven experiencias desarticuladas y, por ese motivo, ayudarles a mantenerse en contacto con sus experiencias sensoriales y darles la oportunidad de procesar y narrar las aportaciones de los diferentes sentidos, les proporciona una especie de plantilla en la que encajar las experiencias y su descripción: • “Escanear” y nombrar sensaciones y descriptores para ver, oler, oír, saborear, tocar, sentir y pensar en las experiencias cotidianas. Por ejemplo, durante la merienda, podemos preguntar qué forma tiene la manzana (respuestas de los niños: “circular”, “como una pelota”, “roja con manchas”, “brillante”, “como muchas sonrisas”, es decir, cortada en rodajas; cómo es su tacto (“duro/húmedo/frío/resbaladizo”); a qué huele (“a humedad/zumo de manzana…”); cómo sabe (“dulce/amarga/deliciosa”); cómo la sentimos en la mano (“como una pelota de béisbol/ligera/suave/resbaladiza”); cómo la sentimos al morderla (“crujiente/ruidosa/rugosa en la garganta”) • Observar lo que sucede a nuestro alrededor: la sensación de sentarse en la silla, los pies en el suelo (o no), los ruidos en el exterior, las imágenes en la habitación. • Actividades de repaso: hacer un dibujo o usar una foto o diferentes objetos que nos recuerden cómo nos hemos sentido (por ejemplo, una concha y una foto de playa para hablar de una excursión a la playa: los sonidos, el sol en la cara, la arena, las gaviotas, el rugir de las olas, etc.). • Comparar y contrastar actividades/eventos/episodios: anotar similitudes y diferencias, clasificar (por ejemplo, de mejor a peor, de más a menos favorito, de más ruidoso a más silencioso, de más divertido a más aburrido). Detallar las diferencias y cómo se experimentan (por ejemplo, el niño puede decir: “el profesor de ciencias es agradable y yo me siento tranquilo, pero el
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profesor de matemáticas grita mucho y me hace daño en los oídos”). Variaciones de “Simón dice”: instrucciones conscientes Seguir instrucciones es una realidad cotidiana que puede resultar difícil para los niños traumatizados. Muchos son diagnosticados con problemas de atención, tienen problemas de memoria, las directrices les provocan temor y se preocupan por los errores. Establecer turnos con las instrucciones permite que los niños practiquen cómo atender y seguirlas, así como cómo tomar la iniciativa, formular directrices, manejar los errores y atender a los límites. Les enseña a respetar los turnos, esperar, atender a otros, anotar y corregir errores, reformular y solucionar los fallos de comunicación, iniciar y responder. Alternar los tipos de instrucción permite modelar la diferencia entre solicitud, directriz, sugerencia, orden y directrices apropiadas e inapropiadas. Los niños aprenden lo que es posible y lo que no, lo que hace que las instrucciones sean demasiado difíciles (porque son, por ejemplo, excesivamente largas) y el modo de simplificarlas, cómo pedir aclaraciones y tolerar errores en ellos mismos y en los demás, e incluso a hacer cosas absurdas. Asimismo, asumir diferentes roles puede enseñarles la diferencia entre distintos contextos, hablantes, juegos y tareas. Utilizo distintas variaciones del juego “Simón dice” tanto en las sesiones individuales como en grupos más grandes (por ejemplo, con familiares y con compañeros) como medio para incorporar el movimiento y el enraizamiento con la atención y la comunicación. Aunque es un juego divertido, estoy muy atenta a las reacciones y respuestas del niño, puesto que el trauma se experimenta a través del cuerpo, mientras que algunas directrices pueden convertirse en desencadenantes o generar distrés. No es difícil entender que, para un niño maltratado, “pretender golpear a alguien” o “ponerle cara de susto” puede ser un desencadenante. Sin embargo, incluso instrucciones relativamente neutrales como “cierra los ojos”, “date la vuelta” y “abre la boca” son evocadoras del trauma. Las instrucciones que implican el tacto se tornan confusas, en especial si incluyen ser tocado o tocar a otros. Me mantengo atenta no solo cuando soy yo quien ofrece las instrucciones, sino también cuando lo hacen el niño u otras personas. Es posible que los niños recreen momentos traumáticos dando instrucciones que en realidad los asustan o les perturba llevar a cabo (o ver). A veces las “instrucciones” se asocian con ciertas acciones (es decir, repiten las órdenes que se les dieron durante el trauma) o provocan otro tipo de activación. Es importante prestar atención a los cambios en el comportamiento, el estado de ánimo, el interés o el nivel de
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participación del niño. No quiero reforzar inadvertidamente el desbordamiento o la disociación cuando estoy tratando de hacer lo contrario. Encarnar estados y sensaciones corporales La comunicación puede ser física y, en ese caso, las historias se cuentan a través de síntomas y cuestiones somáticas, quejas y compulsiones (Gaensbauer, 2011; Scaer, 2014; Silberg, 2013; van der Kolk, 2014; Wieland, 2011). Liam expresaba su ansiedad concentrándose excesivamente en su estómago, mientras que Marcy transmitía su preocupación mediante su apatía e indiferencia, aunque ninguno de ambos era capaz, inicialmente, de verbalizar lo que intentaban “decir”. Tenemos que mantener los ojos abiertos a lo que los síntomas, sentimientos y comportamientos somáticos tratan de comunicarnos para contextualizar y normalizar la respuesta de los niños a las situaciones abrumadoras, ayudándoles a comunicarse más claramente y proporcionándoles alternativas más sanas. Alimentar una necesidad insaciable: Mika Mika fue adoptado de un orfanato en el extranjero a la edad de tres años. Tenía cinco años cuando comenzó el tratamiento conmigo a causa de un retraso en el lenguaje, problemas con el habla y la voz y dificultades de masticación. Sus padres creían que los problemas de motricidad oral estaban relacionados con el orfanato, donde los niños comían principalmente papilla. Mika también evidenciaba comportamientos extraños que limitaban la socialización. Comía demasiado rápido, acaparaba, robaba comida y guardaba las sobras que otros dejaban. Amontonaba las sobras dentro de los zapatos en el armario, debajo de la cama, en su mochila, entre el cabezal de la cama y la pared. Pero Mika no comía lo que guardaba. A menudo se olvidaba de dónde había puesto la comida, y podía parecer realmente desconcertado cuando sus padres localizaban un “escondite”. La madre adoptiva de Mika simpatizaba con su preocupación por la comida. Ella sabía que los niños más grandes a menudo robaban la comida de los más pequeños en el orfanato y que Mika probablemente estaba repitiendo comportamientos que le resultaban imposibles de explicar. Se mostraba menos comprensiva, sin embargo, con los olores, los insectos y las ratas. Un año después de la adopción, un psiquiatra diagnosticó a Mika con trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) y le recetó diferentes medicamentos. Esto dejaba a Mika aturdido y hambriento, empeorando el acaparamiento y
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añadiendo el sonambulismo. Impertérrito, el médico recomendó cerrar con llave la nevera y la despensa, pero los padres consideraron que esto no era adecuado para un niño que se había visto privado de alimentos. Un terapeuta familiar cuestionó el diagnóstico de TOC y señaló a los padres que se trataba de un problema de “control”, recomendándoles que “fuesen firmes” y le retirasen privilegios cada vez que “el niño robase comida” o “mintiese al respecto”. De lo contrario –dijo–, “le dejarían ganar la batalla”. Sin embargo, a los padres de Mika les parecía que la batalla no tenía que ver con ellos, sino con el niño. Estuve de acuerdo con los padres de Mika en que sus conductas alimenticias probablemente eran pistas y un intento de comunicación, y los referí a un terapeuta con experiencia en traumas tempranos. Juntos nos propusimos ayudar a Mika a “llenar” lo que había perdido, trabajando en actividades de apego, calmándose y enraizándose, narrando rutinas y verbalizando sentimientos, reconociendo estados corporales, reformulándolos y regulándolos. Mika comenzó a advertir sus sensaciones y aprendimos que siempre que su cuerpo estaba incómodo por cualquier razón experimentaba “un agujero en su barriga” y buscaba comida para repararlo. Le ayudamos a diferenciar las sensaciones, las necesidades que representaban y las formas de satisfacerlas. A medida que su experiencia con la comodidad, la regulación y la verbalización aumentaba, dejó de estar “siempre hambriento”, reconociendo que disponía de palabras para pedir que se cumpliesen sus necesidades. Su acaparamiento de comida se resolvió, pero seguía siendo hipersensible a cualquier punzada de hambre y a menudo se quejaba de “agujeros dolorosos en el estómago”. En un golpe de genio creativo, el padre de Mika lo inscribió en una clase de cocina. ¡Al niño le encantó! Le gustaba “saber cómo hacer cosas para comer” y le proporcionaba una sensación de control de que no se encontraría indefenso ante el hambre. Este punto de inflexión liberó a Mika para poder prestar atención a otros aspectos de su desarrollo. Dejó de estar obsesionado con la supervivencia, su “hambre” se sació y sus dolores de estómago se resolvieron. A pesar del aprendizaje residual y los problemas sensoriales, originados en deficiencias en la primera infancia y posibles exposiciones prenatales, Mika hizo excelentes progresos, floreciendo socialmente dentro y fuera de las clases de cocina. Ahora quiere ser chef cuando sea mayor para enseñar a “otros niños adoptados a no tener hambre”.
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Argumentos y narrativas La historia de todo: narrar lo aparentemente mundano Los niños pequeños disfrutan de la tranquilidad que les proporciona la familiaridad, y a muchos les gusta escuchar las mismas historias repetidas veces. La previsibilidad les permite interiorizar la función y la estructura de las historias: un principio, un medio y un final; personajes, acciones y escenarios; problemas, soluciones y desenlaces (Brinton y Fujiki, 1989; Heymann, 2010; Ninio y Snow, 1996). Aunque es posible que no conozcan los términos que se aplican a estos conceptos hasta un momento posterior de la infancia, incluso los niños pequeños entienden y cuentan historias: la historia de ir al parque, de derramar el zumo y limpiarlo, del “accidente” del perro en la alfombra. Ya sea a partir de libros o verbalmente, las historias combinan e integran experiencias en una narrativa cohesiva. Sin embargo, las narrativas no siempre son tan cohesivas para los niños traumatizados, quienes pueden tener menos experiencia con las historias, estar demasiado activados para procesar la información verbal, o perder partes de la narrativa debido a la disociación. El trauma hace que los niños estén menos dispuestos a seguir los acontecimientos, los plazos, las causas, las secuencias, la motivación y la lógica, terminando con un puñado de percepciones desarticuladas. Las historias son el adhesivo que mantiene unidas las conexiones sociales. Cuando el trauma interfiere con la narrativa de lo sucedido y uno no puede compartir lo que ocurrió, el aislamiento se torna más pronunciado (Cozolino, 2006; van der Kolk, 2014). Las habilidades narrativas de los niños y niñas todavía están evolucionando, lo que los torna muy vulnerables al impacto del trauma en sus relatos. Esta limitación narrativa también significa que les es más difícil reparar o completar lo que no pueden explicar. Modelar la narrativa proporciona a los niños bloques de construcción para forjar sus propias narraciones. Al convertir lo cotidiano en historias, les ayudamos a comprender y dar sentido a un mundo que les parece impredecible y fragmentado. Al igual que ocurre con los niños más pequeños, el relato de eventos cotidianos les proporcionan los modelos adecuados. La repetición y el andamiaje suministran la base para organizar las sensaciones, la causalidad, la secuencialidad, el orden temporal, las impresiones, las relaciones, las ideas y las comprensiones: • Contar historias sobre actividades relevantes para el niño. Hablar de los
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acontecimientos antes, durante y después de que ocurran Confeccionar “libros de relatos” para cosas simples como “desayunar” o “acostarse”, eventos frecuentes como ir al recreo, a la tienda o al zoológico, y “eventos especiales” como una fiesta de cumpleaños, visitar a la abuela o acudir al médico. Incluir dibujos y/o fotos de las acciones del niño (véase, más abajo, una nota de advertencia a este respecto) y personas/lugares/artículos del evento y acompañándolos con la narración ofrecida por nosotros, el niño o el cuidador. Volver a contar y revisitar las historias para reforzar la familiaridad e incorporar palabras adicionales relacionadas con las emociones y una narrativa más amplia. Buscar similitudes y diferencias en las historias, discutir sentimientos y sensaciones (por ejemplo, cómo se sentía la barriga del pequeño antes de que mamá le diera la medicina y cómo se sintió después). Resaltar partes de los eventos para contar una historia dentro de otra historia (por ejemplo, en la playa: tomar un helado y que a mamá se le caiga; recoger conchas marinas, encontrar una hermosa y sentirse encantado; la medusa muerta que papá pensó que era una bolsa de plástico, y el salto que dio cuando se percató de que no era una bolsa). Usar libros e historias de otras personas/personajes que hacen cosas similares a las del niño, y añadir luego historias de otros momentos y lugares. La literatura desarrolla la escucha y la narrativa. Permite comparar experiencias y ampliar el conocimiento y las visiones del mundo Comparar y contrastar historias para mejorar la observación y la descripción: por ejemplo, ¿qué fue diferente en la visita de la Gallina Caponata a la playa? ¿A quién vio, a quién viste tú? ¿Qué hizo ella, qué hiciste tú? ¿Cómo se sintió Caponata, cómo te sentiste tú?, etc.
Poner en palabras sin utilizar palabras A menudo utilizamos nuestras propias percepciones para inferir las experiencias de los bebés. La comunicación es más exitosa cuando es congruente con la experiencia del bebé (por ejemplo, si le damos un biberón cuando tiene hambre), y la familiaridad con el bebé suele limitar los malentendidos y la frustración. A medida que los niños crecen, son cada vez más capaces de ofrecer su opinión, razón por la cual tratamos de elaborar más y de adivinar menos. Pero el trauma complica este proceso. Lo que pensamos que
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ocurre puede ser muy diferente de lo que los niños traumatizados experimentan o perciben. Sin embargo, sucede con frecuencia que los niños no saben cómo corregirnos. Cuando le contamos una historia a un niño –particularmente sobre sus propias experiencias– es mejor ofrecer posibilidades que declaraciones y asegurarnos de que nuestras palabras tengan sentido para él. Permanecer alerta a las señales del niño facilitará que decidamos si nuestras suposiciones son correctas para que podamos apoyarle en lugar de poner nuestras propias palabras en boca del niño. Por ejemplo, una fiesta de cumpleaños puede no significar felicidad y emoción para un niño maltratado, sino desilusión (si uno de los padres lo olvidó o lo ignoró) y confusión (si el niño tuvo que “pagar” con favores sexuales sus regalos). Quizá traiga recuerdos de cumpleaños desagradables y preocupaciones de que después ocurrirán cosas malas. Tal vez despierte dolor por alguien a quien el niño ya no ve. Un viaje en coche para visitar a la abuela puede significar ansiedad por si lo dejan allí o recuerdos de haber sido trasladado entre diferentes hogares de acogida. Tal vez las vacaciones de verano despierten preocupaciones referentes al hambre (al dejar de tener las comidas escolares), el abuso (largas semanas en casa con padres maltratadores), la carga (responsabilidad por los hermanos menores), los celos (por lo que otros hacen y el niño no puede hacer), etc. Debido a que la mayoría de los maltratos son cometidos por personas conocidas del niño y en situaciones cotidianas, debemos asumir que ni siquiera las narraciones más ordinarias que escogemos significan lo mismo para cada niño. Sintonizar con la ternura: cuando lo neutral se vuelve sensible El padre de Ricky abusaba de ella a la hora de acostarse. Él “iba a darle las buenas noches” y le hacía cosas que la confundían y asustaban. En consecuencia, las rutinas nocturnas se convirtieron en desencadenantes por sí solas. Tomar un baño, ponerse el pijama, cepillarse los dientes, leer un cuento antes de acostarse, todo le recordaba la inevitable ansiedad. Incluso cuando su padre ya no vivía con ellos, Ricky se ponía triste y ansiosa a la hora de ir a dormir. Echaba de menos a su padre, pero no sus cosas “desagradables”, sino otras cosas que hacían juntos y que eran divertidas. Los libros la entristecían. Para Ricky, la actividad misma de leer cuentos era problemática: los libros le recordaban a su padre, a todo lo que extrañaba de él y, al mismo tiempo,
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aquello que la asustaba. En la escuela, se cerraba en sí misma cuando la maestra leía cuentos y, aunque seguía pidiendo que le leyeran por la noche, se volvía pegajosa y quisquillosa. El trauma provoca que lo más básico se torne problemático, y la realidad de cada día puede no ser neutral para los niños que vemos. No hay tópico que no pueda evocar al trauma: vestirse, comer, jugar, ir al parque o a la escuela, visitar al médico, coger un autobús o ir a por un helado. Prestar atención a los cambios en la actitud, el afecto, el compromiso y el comportamiento del niño nos suministra pistas acerca de lo que debemos gestionar con suma delicadeza. Una advertencia sobre las fotos Las fotos son cada vez más accesibles en teléfonos, tabletas y otros tipos de tecnología, siendo excelentes herramientas para suministrar pistas visuales y mnemotécnicas de eventos, personas, actividades y tareas cotidianas. Las fotos enriquecen la comprensión de la estructura, apoyar la narrativa y enriquecer el vocabulario. Se pueden usar como libros de relatos, fichas de secuencias y acciones, pistas sobre las emociones, etc. Para la mayoría de los niños, las fotos son divertidas o neutrales. A muchos les ayuda enormemente la constancia de las fotos, puesto que permiten “retener” aspectos de experiencias que el niño olvidaría de otra manera. Sin embargo, como todo lo relacionado con el trauma, las fotos no son inocuas para algunos niños traumatizados. En el caso de los niños explotados a causa de la pornografía infantil el acto mismo de ser fotografiados se convierte en un desencadenante. Las fotos también son desencadenantes para los niños cuyos moratones y lesiones fueron documentados gráficamente por forenses. Una niña que cae en la disociación puede confundirse con una foto de algo que no recuerda porque ocurrió cuando estaba “desconectada”. Las fotos también son perturbadoras por otras razones. Un niño que ha perdido a un padre que siempre le hacía fotografías puede experimentar dolor en relación con las cámaras, y las fotos de lugares o de ciertas actividades le traerán recuerdos dolorosos o sentimientos de pérdida. No evito las fotos. De hecho, recurro a ellas con frecuencia. Sin embargo, rara vez tomo fotos de niños con cuyas reacciones no estoy familiarizada y siempre empiezo tomando fotos de objetos. Les pido a los cuidadores que elijan (juntos) algunas de las fotos favoritas del niño para mostrarme antes de que yo le pida o le tome una foto nueva (también me da una idea de cuál es la relación del niño con las fotos). Antes de que yo (o su cuidador) tome una foto del niño,
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compruebo si, en primer lugar, él quiere tomar una foto de mí o de algo que hay en mi despacho. Siempre pido permiso para tomar una foto y presto mucha atención a las reacciones del niño tanto en ese momento como en cualquier otro momento en que haya fotos de por medio. Los niños pueden decir “sí” porque no saben que pueden decir “no”; pueden decir “sí” y luego arrepentirse; pueden pensar que es algo bueno y luego cambiar de idea. Siempre les doy a los niños la opción de llevarse las fotos a casa y traerlas de vuelta o de dejarme conservar las fotos entre una sesión y la siguiente; sus fotos son suyas y son ellos quienes deben aprobarlas y controlarlas. La terapia con niños traumatizados se atiene a un rumbo similar al de otras intervenciones: establecer la relación y construir la confianza, llenar los vacíos en las habilidades y la comunicación, modelar y ofrecer andamiaje, practicar y expandir, aplicar a la vida fuera de la sesión. También requiere prestar atención al enraizamiento, la conexión, el apego y las necesidades insatisfechas, así como a la sensación de seguridad de los niños y su capacidad de permitir que se les apoye. Exige cobrar conciencia acerca de las maneras en que el estrés y los recordatorios del trauma afectan a los niños y su habilidad para prestar atención y aprender. Como todas las terapias, funciona mejor si todos los implicados trabajan juntos. Sin embargo, cuando la colaboración no es posible, tenemos que optimizar la ayuda que les brindamos y, al mismo tiempo, respetar escrupulosamente los límites.
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Promesas y retos del trabajo en equipo
El trauma afecta a múltiples aspectos de la vida y el desarrollo del niño, y los niños traumatizados pueden requerir la ayuda de psicólogos, patólogos del habla y del lenguaje, terapeutas ocupacionales y corporales, educadores, médicos, dentistas y ortodoncistas, personal del hospital, etc. La colaboración de los cuidadores (biológicos, de acogida o adoptivos) con los profesionales de la infancia es crucial, así como la comprensión del trauma y la comunicación abierta entre todos los que trabajan con el niño. De lo contrario, los conceptos erróneos sobre el trauma, la burocracia institucional, el desgaste y la negación o disfunción de los cuidadores fragmentarán el tratamiento del niño, convirtiéndose en obstáculos para la intervención.
Nivel de acceso a la terapia del trauma Lo óptimo: el terapeuta del trauma como líder del equipo La vulnerabilidad del desarrollo pone a los niños en alto riesgo de padecer un impacto duradero de la situación abrumadora, pero también los sitúa en una excelente posición para aprovechar el tratamiento y la rehabilitación. El cerebro de los niños es increíblemente plástico (Cozolino, 2014; Gaensbauer, 2011; Schore, 2012; Siegel, 2012; van der Kolk, 2014). Las vías y las conexiones pueden ser “reconectadas” para ubicar al niño en una trayectoria de desarrollo sana (o, al menos, mucho más sana) (Levine y Kline, 2007; Perry y Szalavitz, 2006; Silberg, 2013; Wieland, 2011). El escenario óptimo, en el caso de un niño traumatizado, es que un terapeuta especializado en el trauma lidere el camino, marque el ritmo y colabore con otros profesionales de la infancia para asegurar que el niño sea apoyado en todos los entornos posibles y que todos estén en sintonía. “Mi libro de héroes, por favor”: Doug revisitado Doug cambió después del accidente automovilístico en el que quedó atrapada su madre, dejándolos heridos a ambos (véase el capítulo 10). Seis meses después, a la edad de cinco años y medio, los padres de Doug me lo
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trajeron debido a problemas de lenguaje y procesamiento que afectaban a su aprendizaje y comportamiento social. Era agresivo, rígido y estaba “en las nubes”. Según los informes, había padecido problemas leves de lenguaje antes del accidente, que empeoraron a partir de entonces a pesar de no haber síntomas de lesión cerebral. Además de la terapia del habla, los padres de Doug acudían a counseling familiar para el trauma. El accidente también había dejado su huella en ellos. —Tengo pesadillas –dijo la madre–. Llora llamándome y no puedo ayudarlo. Por su parte, el padre redujo los viajes de trabajo, sintiéndose culpable por encontrarse lejos cuando ocurrió el accidente. El terapeuta y yo nos comunicábamos con frecuencia y, a su vez, ambos nos manteníamos en contacto con las maestras de la escuela infantil de Doug, quienes acogían de buen grado cualquier consejo para apoyar al niño. El trabajo psicoterapéutico de la familia trataba de reparar la interrupción del apego provocada por el accidente, mientras que yo trabajaba en los temas de la causalidad, la comprensión, la flexibilidad y la narrativa. Doug mejoró ostensiblemente. A los dos meses de terapia, después de elaborar varias “historias” relacionadas con actividades cotidianas, Doug pidió hacer un “libro de accidentes”. El terapeuta estuvo de acuerdo en que estaba preparado para ello. Juntos “escribimos” la historia del accidente (a partir de la cual se formó la narrativa que aparece en el capítulo 10). Fue una reconstrucción delicada, pero esta vez la familia estaba allí para apoyarse mutuamente, Doug conocía las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos, y sus padres estaban presentes para abrazarlo. Después de reunirse con un equipo de ambulancias, Doug me explicó cómo “a veces ponen inyecciones para ayudar a los niños” y que desnudan a la gente “para revisarlos en todas partes”, pero “no son realmente malos”. Entre el trabajo de trauma con el terapeuta y el trabajo del lenguaje conmigo, Doug consiguió percibir la experiencia como un “momento de miedo muy terrible” que había afrontado de un modo muy valiente. Sus padres también añadieron cosas al libro: su padre el modo en que regresó tan rápido como pudo, su madre cómo siguió enviándole mucho amor y abrazos, a pesar de que tenía que “permanecer quieta para que los bomberos” la rescataran sana y salva del coche. Doug le puso nombre al libro, “Mi libro de héroes”, y siguió pidiendo leerlo. Se puso una capa en la cama del hospital “por ser muy valiente” y también puso estrellas doradas en el paramédico “por
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ayudarme” y en el policía “por parar los coches hasta que mamá estuvo bien”. Añadió dos pequeñas figuras al dibujo de la ambulancia: —Mamá y papá –explicó de manera concisa–, porque me amaron todo el tiempo. Doug era un niño bien cuidado. La colaboración entre una buena terapia para el trauma y el trabajo con la comunicación le ayudaron a restablecer su sentido de seguridad en el mundo, mientras que el trabajo con el lenguaje contribuyó a procesar la experiencia. Sus padres recibieron apoyo mientras “controlaban” su rabia y desilusión, su confusión y dolor, dejando espacio para trabajar con su impotencia, culpa y agonía. La familia de Doug integró el evento en una historia familiar y, juntos, salieron más fuertes por ese motivo. Lo bueno: clínicos trabajando con los cuidadores Aunque cada vez es mayor la conciencia sobre el trauma del desarrollo, aún es difícil encontrar terapeutas experimentados en traumas infantiles. Incluso sin contar con la dirección de un terapeuta especializado en este tipo de traumas, las personas involucradas con la familia pueden trabajar juntas con una mente abierta, por ejemplo, prestando atención a los cuidadores, que son la primera línea de defensa del niño y proporcionan la mayoría de las interacciones reparadoras. Cuidar a niños traumatizados significa enfrentar realidades difíciles, comportamientos desafiantes y sentimientos poderosos, lo cual torna muy probable que también se activen temas y puntos sensibles relacionados con los cuidadores. Por eso, es importante que obtengan apoyo y aprendan a responder –verbalmente y de otras maneras–, de modo que se adapten a las necesidades y reacciones del niño. “Recuperar el tiempo perdido”. Annie Lee revisitada Cuando tenía año y medio, Annie Lee (véase el capítulo 5) fue adoptada de un orfanato chino, y se le diagnosticó “posible autismo” un año después. Cuando me la trajeron, ya había cumplido dos años y medio. Apenas hablaba y vocalizaba, todavía rechazaba la mayoría de los sólidos y mostraba escaso interés en el juego simbólico o social. A sus padres les preocupaba que no supiera cómo quererlos. Implicándose muy activamente en la terapia, los padres de Annie Lee aprendieron a verbalizar las rutinas, interpretar las comunicaciones de Annie Lee y utilizar las expectativas para fomentar su iniciativa (por ejemplo,
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acunarla y parar de manera que ella pidiese que la acunasen más). Le proponían opciones (por ejemplo, la camisa roja o la azul, el regazo de mamá o el de papá), cantaban y tarareaban, jugaban al escondite, “ponían a dormir a los juguetes” y le escondían objetos. Insegura al principio, Annie Lee no tardó en mostrarse interesada por la reciprocidad, lo que aportó la base para la atención auditiva, la discriminación, el procesamiento, el vocabulario y la comprensión. Tomamos fotos y construimos historias. Aplaudimos, dimos golpecitos, toqueteamos y cantamos. El trabajo con la alimentación la ayudó a madurar sus habilidades motoras orales y a facilitar la producción de sonidos del habla, mientras que los juegos vocales la ayudaron a controlar mejor su voz. Aprendió a utilizar la voz para llamar a otras personas; se dio cuenta de que ella también tenía un nombre y que podía responder a él. Por su parte, los padres de Annie Lee también acudieron a terapia para gestionar mejor sus preocupaciones y sentimientos y para abordar puntos de vista contradictorios sobre cómo ayudar a su hija. El terapeuta y yo colaboramos para tratar de encontrar soluciones prácticas, mientras que los padres de Annie Lee mejoraron en la identificación de señales de la proximidad de un desbordamiento emocional y en ayudarla a regularse. Todos mejoraron. Tras un año de trabajo, el diagnóstico de autismo quedó claramente descartado. Annie Lee hablaba con frases cortas, transmitiendo muchas intenciones pragmáticas con un discurso cada vez más inteligible. Sus juegos estaban a la altura de lo que se esperaba para su edad, convirtiéndose en una niña cariñosa con una risita contagiosa. —Está recuperando el tiempo perdido –dijo riendo su madre. “Lo mínimo”: solo un clínico disponible Los avances en la comprensión del trauma, el estrés, las consecuencias para la salud y la plasticidad deberían propiciar un trabajo de prevención e intervenciones integrales en los niños traumatizados (Cozolino, 2014; Gaensbauer, 2011; Kendall-Tackett, 2002; Scaer, 2014; Siegel, 2012; Takizawa et al., 2014; van der Kolk, 2014). Pero, entretanto, quedan muchos desafíos por resolver: • Los clínicos que atienden a los niños en la escuela pueden tener un contacto muy limitado con sus cuidadores, especialmente en zonas (como, por ejemplo, escuelas públicas urbanas) donde la prevalencia del trauma y el
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desbordamiento de los cuidadores son muy elevadas. Las escuelas pueden disponer de un historial muy escaso, y la burocracia puede dificultar la obtención de más recursos, con pocas “asignaciones” (y personal) dedicadas al counseling o la terapia individualizada. Incluso cuando hay counseling disponible, muchos psicólogos escolares no están capacitados para tratar los traumas. La interrupción de la comunicación complica el acceso a la atención. Muchos niños en situación de alto riesgo (por ejemplo, en hogares de acogida y en zonas desfavorecidas) se enfrentan a un alto grado de rotación y a periodos en los que no disponen de ninguna atención profesional. Una de las dificultades más graves que tuve que afrontar en mi trabajo como consultora para el Departamento de Educación de la ciudad de Nueva York fue trabajar en diferentes escuelas cada año. Muchos de los niños con los que trabajaba ya habían sufrido demasiadas pérdidas en su corta vida, y me convertí en una más de las personas que “se marchaban”. Me rompía el corazón, especialmente cuando sabía que muchos de ellos necesitaban toda la estabilidad que pudieran obtener. El trauma es un tema delicado, y los médicos a veces se enfrentan a la resistencia activa por parte de otros profesionales de la infancia, así como de la burocracia institucional. Algunos profesionales de la salud mental se niegan a considerar el trauma como parte de los problemas del niño e insisten en que el camino a seguir pasa por otros diagnósticos e intervenciones (por ejemplo, medicación o corregir determinadas conductas sin abordar sus orígenes). Los cuidadores pueden tener sus propias razones para negar la historia o negar la posibilidad del trauma. Algunos de ellos albergan creencias preconcebidas acerca de las dificultades del niño (por ejemplo, autismo, bipolaridad). Los padres en disputa tienen, en ocasiones, un interés personal en los problemas del niño, generando un conflicto adicional que exacerba los problemas y/o limita el acceso al niño.
Educadores, patólogos del habla y el lenguaje y otros profesionales de la infancia pueden ser los únicos implicados en el cuidado del niño y tener que facilitar un tratamiento óptimo bajo condiciones que no son las más adecuadas. Afortunadamente, aun cuando el trauma no se procese directamente o cuando el trabajo en equipo no sea posible, el trabajo con el enraizamiento, la conexión, la comunicación, la empatía y la estabilización (por ejemplo, véase capítulo 14)
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contribuyen a apoyar al niño, mejorando su disponibilidad a la ayuda que se le brinda.
Gestionar una realidad que está lejos de ser óptima Creo que pronto veremos muchos cambios positivos en la atención al trauma del desarrollo. Mientras tanto, cada interacción con los niños entraña un potencial de reparación y ofrece oportunidades para mejorar el enraizamiento, la comunicación y el aprendizaje. Se trata de una intervención de importancia fundamental. Además, cada uno de nosotros debe trabajar para tratar de implicar amablemente al personal desinformado o mal informado, utilizar creativamente los recursos disponibles y no dejarnos vencer por la disponibilidad limitada de los cuidadores. Personal desinformado y mal informado Mi experiencia es que, cuando el personal no coopera, suele deberse a que está desinformado, mal informado o agotado. Muchos programas profesionales no enseñan demasiado sobre el trauma infantil. Los libros de texto (y los medios de comunicación) a menudo omiten el tema o minimizan su impacto, especialmente en lo relativo a los abusos sexuales y el trauma crónico. Algunos psicoterapeutas se sienten intimidados a la hora de tratar el trauma e implicarse en cuestiones forenses y legales. Otros son demasiado “territoriales” y opinan que ninguna persona ajena al campo de la salud mental debería discutir o sugerir siquiera que el trauma necesita ser evaluado. Los clínicos no se hallan al margen de las inseguridades o la negación, y el trauma es doloroso de aceptar. Es más fácil creer que los niños no están tan afectados como sabemos que lo están; es más fácil evitar los puntos difíciles que conlleva discutir con los cuidadores el maltrato o la pérdida. Muchos niños traumatizados no muestran signos evidentes de abuso, y los maestros, los médicos y los profesionales de la salud pasan por alto o malinterpretan los signos de desbordamiento emocional y disponen de pocas herramientas para abordarlos. En ocasiones, aquellos que tratan con los niños más traumatizados se endurecen a sí mismos. Cuando el personal es incapaz o no está dispuesto a discutir la realidad del trauma como posible factor contribuyente a los problemas que experimenta el niño, apelo entonces a su ambición. ¿Qué tal si hacemos las cosas a mi manera y comprobamos si mejorar el comportamiento problemático del niño les facilita la vida a ellos? Incluso los educadores más escépticos tratan de implementar el kit de herramientas si ven que reduce el número de interrupciones en las clases
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y posibilita un mejor “control del aula”. Por su parte, hasta el personal médico más escéptico intentará preparar al niño para un tratamiento rutinario si eso consigue que sea “más fácil” de llevar a cabo. La insensibilidad es fácil de juzgar, pero cuidar a los niños traumatizados resulta complicado y agotador. Muchos profesionales carecen de apoyo suficiente y se ven activados por el comportamiento de los niños y acabar rindiéndose. Reconocer los desafíos a los que se enfrentan a menudo abre la puerta a una comunicación menos conflictiva que se traduce en una mejor colaboración a la hora de cuidar al niño. Recursos limitados El cuidado cuesta dinero, siendo habitual recortar el presupuesto en áreas que parecen superfluas. Existen evidencias sólidas de que los eventos adversos en la infancia se traducen en costes muy elevados si permanecen sin atender (Felitti et al., 1998; Kendall-Tackett, 2002; Takizawa et al., 2014). Sin embargo, los niños de las escuelas públicas en entornos urbanos y en hogares de acogida, así como los niños con discapacidades, suelen estar desatendidos. Buena parte de los niños con los que he trabajado no tenían acceso a ningún tipo de servicio al margen de la escuela. Con frecuencia, la terapia para el trauma está fuera de su alcance –los cuidadores no pueden costearla– e incluso en el caso de que la terapia se administre en una clínica pública, los cuidadores no pueden llevar al niño allí si eso significa perder el trabajo, conseguir una niñera o pagar los viajes. Aunque la falta de atención es frustrante, merece la pena buscar soluciones creativas. Las clínicas para víctimas de delitos pueden ofrecer terapia para niños que han sido testigos de la violencia doméstica. Si no está disponible la terapia infantil, organizar la terapia para los padres a menudo también ayuda al niño. Asimismo, es posible el reembolso del dinero de los viajes, y hay algunos hospitales públicos que cuidan de los niños durante las sesiones para los cuidadores. Los voluntarios (por ejemplo, un hermano mayor o hermana mayor) también pueden ser muy útiles en este sentido. Las presentaciones dirigidas al personal y/o los residentes en los refugios para mujeres y el personal médico y pedagógico también aumentan las interacciones conscientes con el trauma. Asimismo, se pueden distribuir recursos electrónicos; libros, cintas y vídeos prestados de la biblioteca. Apoyo y disponibilidad limitada de los cuidadores No todos los niños traumatizados tienen cuidadores que estén implicados y
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motivados. Los problemas de los cuidadores pueden ser parte de la razón de las dificultades que experimenta el niño. Algunos cuidadores están demasiado ocupados con sus propios problemas como para ayudar al niño o movilizarse por las dificultades que este afronta, o bien no están logísticamente disponibles (Evans et al., 2006; Haapasalo y Aaltonen, 1999; Landy y Menna, 2001; Milot et al., 2010; O’Shea et al., 2000; Sousa et al., 2011; Tufnell, 2003). Cuando los cuidadores no se implican, o no lo hacen en grado suficiente, se multiplican por diez los desafíos para el niño. El hogar es el lugar natural donde se supone que los niños deben recibir más apoyo, pero puede que no sea así. La discordia y el distrés de los padres, los problemas de vivienda y la discapacidad, los conflictos de intereses y la negación, interfieren con la disponibilidad de los padres para mantener al niño e incluso desembocan en el fracaso de las terapias disponibles. “Debo y no puedo”. Tomás: unos padres atormentados Tomás nació con el paladar partido y los pies zambos. La cirugía reconstructiva después del nacimiento le permitió amamantarse, pero todavía padecía neumonía por aspiración e infecciones del oído medio. Antes de los dos años, fue sometido a cinco intervenciones quirúrgicas, incluyendo una intervención para mejorar la parte posterior del paladar. Tenía problemas para tragar y alimentarse, un habla ininteligible y un juego vocal y una exploración oral limitados. Tomás también recibió una intervención temprana de terapia del habla y fisioterapia, pero su “fobia a los médicos” y su “fobia bucal” hacían que las terapias fueran una lucha continua. Tenía tres años y medio cuando me fue remitido con un retraso del habla y el lenguaje. Se comportaba pésimamente en la escuela, prestaba poca atención, se agitaba fácilmente y montaba unos berrinches “terribles”. Un psiquiatra infantil le diagnosticó TDAH con posible trastorno bipolar. El cuidado diario de Tomás era agotador: la alimentación era una auténtica batalla y tenía que ser sujetado para lavarle la cara y lavarle el cabello con champú. También dormía mal, despertándose varias veces a lo largo de la noche. La madre de Tomás tenía miedo de que sufriera acoso a causa de su habla confusa y se mostraba sobreprotectora, haciendo pocas demandas apropiadas para su edad. Ella lo decía que el pequeño era “muy sensible”, y las intervenciones la angustiaban. Durante las visitas al médico, se sentía culpable en el caso de que tuviese que sujetar al niño, mientras este gritaba. Asimismo, se negaba a cepillarle los dientes.
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—Es como una violación, y se supone que debo obligarlo –me dijo llorando. El padre de Tomás puso los ojos en blanco. Pensó que su esposa era demasiado melodramática, pero admitió sentirse abrumado cuando Tomás nació: —Parecía un alienígena. Me sentí inútil. No podía tranquilizarlo, y él parecía asustado y lloraba de un modo que casi no parecía humano. En su opinión, Tomás era un “malcriado”. Los padres discutían, muchas veces en presencia del niño, sobre los cuidados en casa y durante las citas para cuidar de su salud. El niño tenía una marcada hipersensibilidad en la boca. Evitaba los movimientos de la lengua que tocaban su paladar y no toleraba nada frío. También evidenciaba un dolor moderado en una escala de dolor facial. Tenía retrasos en el lenguaje, no hablaba mucho y, en su lugar, agarraba lo que quería o tiraba las cosas. Tenía una buena comprensión de la pragmática, pero usaba “más acciones que palabras”, en parte para compensar su baja inteligibilidad y, en parte, debido a su impulsividad. Sus juegos simbólicos eran especialmente agresivos (y expresivos). “Prendió fuego” a la boca de un león de juguete, le tiró de la lengua, le abrió la boca y empujó “comida” hacia su interior “muy rápido”. Luego cubrió la cara del muñeco con un cuenco mientras exclamaba: —Adiós, león muerto. Recomendé que los padres de Tomás vieran a un psicoterapeuta “para que los ayudará a gestionar sus problemas” y, mientras tanto, introduje ejercicios de enraizamiento y desensibilización con pelotas, silbatos, burbujas y pajitas, junto con visualizaciones, relajación y probar, poco a poco, alimentos con diferentes texturas. La tía de Tomás se ofreció como voluntaria para practicar en casa, haciendo que la tarea fuese divertida y libre de conflictos (siempre y cuando sus padres no estuvieran presentes). La sensibilidad en la boca de Tomás se normalizó drásticamente, mostrando más tolerancia a la alimentación, mayor inteligibilidad y mayor éxito comunicativo. Sentirse comprendido ayudó a Tomás social y conductualmente. Sin embargo, siguió siendo “excesivamente difícil” en casa. Los padres decidieron no acudir a terapia familiar, sino a un terapeuta de comportamiento infantil, quien declaró que el comportamiento “controlador” de Tomás no se debía a “su pasado” sino que tenía que ver con el presente. Las batallas sobre las comidas y el cuidado diario se intensificaron. La madre
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se negaba a “forzar” a Tomás, mientras que las excesivas exigencias del padre lo molestaban y hacían que fuese un “niño malo”. Las peleas y las tensiones abocaron a los padres al divorcio, con lo que Tomás pasó a vivir principalmente con su madre, quien puso fin a las terapias y lo matriculó en educación especial con un diagnóstico de TDAH y trastorno de integración sensorial. Al no ser atendido debidamente, el distrés que padecían tanto los padres como el niño seguía siendo comunicado a través del conflicto, incluso después de que mejorasen las habilidades de Tomás. Su madre se sentía asustada, mientras que su padre le suscitaba temor, pero ambos estaban desbordados. Tomás se sentía furioso y aterrorizado, mientras que el trauma seguía expresándose y viéndose reforzado por los conflictos diarios y el drama relacional. Los padres de Tomás lo amaban, pero creo que sus propios problemas se interponían en el camino de su cuidado, creando un continuo feedback de doble vínculo. Sesgos y sobremedicación Con las compañías de seguros buscando soluciones rápidas, las farmacéuticas fomentando determinados medicamentos y la realidad distresante del trauma infantil, no es difícil percatarse de que muchos niños que padecen un trauma pueden ser más fácilmente diagnosticados con un trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), autismo, trastorno bipolar, etc. Como hemos señalado en el capítulo 12, estos son diagnósticos válidos en el caso de algunos niños. También la mediación tiene su lugar indudable y ayuda a algunos niños a afrontar su situación hasta que sus sistemas estén mejor regulados. Sin embargo, con excesiva frecuencia se diagnostica a los niños sin tener en cuenta el trauma y se les administra medicación en lugar de tratamiento, sofocándose las reacciones traumáticas y la comunicación del distrés con dosis escalonadas (Silberg, 2013; Waters, 2005; Wieland, 2011). Algunos diagnósticos se deben a la falta de conciencia sobre el trauma del desarrollo y su presentación, y otros a diferentes puntos de vista sobre lo que ciertos comportamientos indican y cómo tratarlos (Beitchman et al., 1996; Carey, 2007; Christian, 2008; Danon-Boileau, 2002; Kearney, 2006; Schwartz, 2013, 2014). Por ejemplo, si se concluye que la tendencia a la distracción en un niño indica TDAH, es posible que se pase por alto la hipervigilancia. También resulta más sencillo para los cuidadores aceptar diagnósticos no traumáticos. Es comprensible, puesto que, en lugar de algo congénito, el trauma
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atañe a algo que le sucedió al niño y que podría haberse evitado. El trauma crónico, el maltrato o la interrupción del apego implican que las acciones u omisiones de determinadas personas desempeñan un papel decisivo en el distrés del niño y requieren que los adultos cambien para que el niño sane, algo que algunos cuidadores no están dispuestos a afrontar o llevar a cabo. Sin embargo, un millón de casos de maltrato son corroborados anualmente solo en los Estados Unidos, con un porcentaje de más del 90% de maltrato infligido por personas cercanas al niño (US-DHHS, 2013a): Es probable que todos conozcamos a algún niño que ha sido lastimado por sus seres queridos. Otros tipos de trauma también son difíciles de aceptar, como, por ejemplo, que un niño se vea traumatizado por las mismas acciones que se hacen para tratar de salvarlo, que la depresión posparto de una madre cause negligencia, o que una adicción exija un precio permanente. La gente hace todo lo posible para evitar la culpa y la vergüenza (Freyd y Birrell, 2013; Howell, 2011; Shaw et al., 2006; van der Hart et al., 2006), y las realidades traumáticas suelen ser muy dolorosas. Aun cuando el trauma no implique culpabilidad, algunos profesionales son reacios a mencionarlo para no ser vistos como “culpables” y provocar que el padre o la madre retiren al niño del tratamiento. Rara vez cuestiono el diagnóstico psiquiátrico de un niño, especialmente no antes de conocerlo bien y/o si los médicos no están dispuestos a considerar el impacto del desbordamiento emocional. Sin embargo, puedo plantear la posibilidad de comorbilidad y ofrecer explicaciones alternativas para algunos de los comportamientos del niño, junto con algunas soluciones para minimizarlos. Cuando se conoce la historia del trauma, suelo insistir en el impacto del trauma en la regulación, la atención y el procesamiento y propongo ideas para trabajar en ello. Por lo general, los síntomas mejoran y la medicación se reduce de manera positiva para el niño. Estrés permanente y retraumatización ¿Qué hacemos cuando un niño traumatizado sigue sintiéndose abrumado? ¿Cómo ayudar al niño a sentirse menos abrumado si su vida sigue siendo traumática? ¿Cómo aprenden los niños a sentirse más seguros cuando aún no lo están? ¿Cómo pueden estar más presentes cuando todavía necesitan distanciarse de la situación? Por desgracia, esta es la realidad para los niños sin techo, bajo custodia, asignados a hogares de acogida, que afrontan desafíos médicos continuos o que viven en zonas de guerra. En el caso de estos niños, la seguridad es bastante relativa. La conexión tal
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vez sea temporal. El apego es tentativo. Estar presente se circunscribe a ciertos lugares, personas y momentos. Sin embargo, las limitaciones no hacen que las oportunidades de enraizamiento y compasión sean menos reales o importantes, sino que los momentos de alivio son más cruciales incluso, aunque solo sea para establecer que hay algo más allá del desbordamiento emocional: que la calma y el cuidado son posibles, que el aprendizaje les brinda un tipo diferente de salida, que las palabras son capaces de salvar algunas de las lagunas del trauma. Quizá seamos incapaces de eliminar el trauma de la vida de algunos niños o de proporcionarles el espacio requerido para que lo procesen, pero podemos crear un espacio en el que estén presentes para narrar sus estados y emociones y para aclarar cómo algunas cosas conducen a otras (aunque hay muchas situaciones en la vida que desafíen la comprensión). Un estudio longitudinal efectuado en Israel con niños traumatizados constató que, en ocasiones, la diferencia entre los niños que mejoran y los que no lo hacen tiene que ver con la presencia en su vida de un adulto que les proporcione experiencias reparadoras (Zimrin, 1986). Aunque nuestras intervenciones sean breves y limitadas, nunca sabemos si se convertirán en un punto de anclaje para la esperanza.
La importancia crucial de no sobrepasar los límites He perdido la cuenta de las veces que he querido llevarme a los niños a casa y hacer que todo fuera mejor. Pero, si bien llevarme a los clientes a casa para cuidar de su salud no es posible, me suministra información. Esa sensación es una brújula: solo sucede cuando me siento protectora, conozca o no el motivo. Por lo general, indica que un niño se encuentra en una situación de distrés o necesidad y me dice que debo tener muy claro lo que puedo hacer o no sin violar los límites de mi ámbito de práctica. La diferencia entre responder al trauma y procesarlo Responder al distrés de los niños y garantizar su seguridad es responsabilidad de todos los adultos. Por su parte, ayudar a los niños a regularse, mantener límites seguros y ofrecer apoyo es responsabilidad de todos los profesionales de la infancia. Como patóloga del habla y el lenguaje, estas responsabilidades se extienden a ofrecer reciprocidad, proporcionar contexto, modelar la narrativa y la interacción, suministrar andamiaje para la comunicación, asegurar la comprensión, facilitar el procesamiento, verbalizar la causalidad y las expectativas, formular y responder a las preguntas, identificar y reparar los
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fallos en la comunicación y promover el lenguaje social, entre otras tareas. También incluye reconocer los cambios en la relación con el niño y responder a ellos. Proporcionar herramientas para procesar el mundo es mi trabajo, pero no lo es el procesamiento directo del trauma. Enseñar el lenguaje de las emociones es mi trabajo, pero no lo es preguntar sobre la experiencia traumática. Verbalizar y explicar lo que un niño plantea espontáneamente es mi trabajo, pero no lo es preguntar sobre los detalles del evento traumático. Los patólogos del habla y el lenguaje facilitan que los niños construyan las bases desde las cuales puedan aventurarse en el mundo para comunicarse con los demás y verbalizar las experiencias, tanto internas como externas, para sí mismos y para quienes los rodean. Modelamos cómo funciona la comunicación y proporcionamos a los niños oportunidades para dominarla. Ayudamos a los niños a llegar a un punto en el que entiendan, procesen y se relacionen con los demás, y esperamos que estas herramientas les sean útiles a la hora de abordar las alegrías y lo desafíos de la vida. “Pero este no está mal”. Marcus revisitado Marcus (véase el capítulo 8) estaba aterrorizado por su tía abuela y rechazaba cualquier material impreso. Leer, o que le leyeran, era algo que le sobrepasaba, pero su vida cotidiana estaba llena de esa clase de exigencias. Marcus tenía ocho años. Las habilidades de afrontamiento que le permitieron sobrellevar la situación a lo largo de un pasado intolerable estaban estrangulando su presente. Su madre accedió a inscribirlo en una lista de espera para una clínica pública de salud mental. Mientras tanto, le ayudamos a gestionar los desencadenantes sin profundizar en el trauma que lo aquejaba. Cambié el horario de las sesiones de Marcus para que coincidiese con el momento en que la clase se dedicaba a la lectura, limitando así su necesidad de disociarse y utilizando ese periodo para que trabajase conmigo en el enraizamiento y el apoyo lingüístico. Una excursión al Museo de Historia Natural se convirtió en una gran oportunidad. A Marcus le encantaban los animales y estaba muy emocionado con la excursión. Le pregunté qué esperaba ver y le di fichas para dibujar elefantes, ballenas, tigres, huesos de dinosaurio, objetos de los nativos americanos. Mientras él hacía eso, yo utilizaba otras fichas para escribir lo que él sabía y/o quería averiguar al respecto. Llevamos con nosotros las fichas al museo y “comprobamos” las respuestas. También le presté a Marcus mi cámara para tomar fotos de los objetos que le interesaban.
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Revisamos las fotos en la siguiente sesión mientras yo “tomaba notas” y añadía más fichas con sus impresiones. —¿Cómo eran de largos los colmillos de los mamuts? –preguntó de pronto Marcus. —Esa es una buena pregunta. ¿Dónde crees que podemos averiguarlo? Me miró con cierto recelo. Los niños adivinan cuándo hacemos una pregunta para la que ya tenemos respuesta. —¿En internet? –señaló. Escribí la pregunta en el buscador y le leí lo que encontramos. Sus ojos se abrieron como platos a causa del asombro al ver que la respuesta –que comparamos con la longitud del pasillo– era de casi cinco metros. —Tal vez debemos añadirlo a la ficha del mamut –le sugerí. Marcus no lo dudó, rebuscó entre las fichas la correspondiente al “mamut lanudo” y añadió la información. Durante la siguiente sesión, recopilé las fichas con sus dibujos, los de las consultas, las fotos correspondientes y las “notas” en hojas de papel. —¿Deberíamos graparlas juntas? –le pregunté, sosteniendo las hojas recopiladas. —Estás haciendo un libro –me dijo, un tanto asustado, con voz acusadora. —No todos los libros dan miedo, Marcus –le respondí amablemente–. Aquí te encuentras a salvo, y estas son todas las hojas que hemos recogido nosotros. Aquí no hay nada que asuste. Entonces asintió con la cabeza. —No tenemos que grapar las hojas, pero ayudará a que no se pierdan. —¿Podemos poner un clip? –me preguntó. Así lo hicimos. Al revisar las hojas, le leí lo que había escrito y añadimos más cosas que recordaba. —Es una especie de libro –señaló con un tono entre interrogador y desafiante. —Sí, es una especie de libro sobre la historia de nuestra visita al museo – precisé. —También es una historia muy buena –dijo. —No todas las historias son malas o dan miedo, Marcus –añadí–. A mí tampoco me gustan los libros o las historias que dan miedo. Pero me gusta aprender cosas nuevas e interesantes que no asustan. Este tipo de libro que hemos hecho juntos es una historia interesante y muy segura, un libro que no
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asusta. —No me gustan los libros –dijo Marcus en voz baja después de respirar profundamente y de mirarme con curiosidad. —Lo sé –le respondí cariñosamente–. Lo siento. Entonces me miró a los ojos y luego miró el montón de papeles que había en el escritorio. —Pero este no está mal –añadió–. Tal vez deberíamos grapar las hojas para que no se estropeen… El recelo de Marcus hacia los libros y las historias no desapareció aquel día, pero no se cerró en banda y se dio cuenta de lo que era, siendo capaz de ver de una manera segura que se trataba de algo diferente. A partir de entonces, siguió aumentando su tolerancia para gestionar el material impreso sin caer en la disociación, ya que en las siguientes sesiones escribimos más notas e hicimos una portada de cartón para su libro del museo. Lo tituló con orgullo “Cosas interesantes del museo, por Marcus”, y se sintió entusiasmado por los elogios de su maestra. Lo leyó en clase, y luego se llevó el libro a casa para leerlo con su madre. Recopilamos otros “libros” sobre ballenas y delfines y visitamos juntos la biblioteca de la escuela –un gran paso para un niño que se cerraba en sí mismo tan solo con entrar en la biblioteca– para tomar prestados algunos libros para nuestro proyecto. Marcus aprendió que no todas las historias provocan miedo, que no todos los libros son malos y que no todas las preguntas son problemáticas. Era seguro escuchar y merecía la pena aprender a leer para descubrir todo lo que se podía aprender. Mi trabajo con Marcus fue de alguna manera de desensibilización, pero lo afronté como cualquier trabajo relacionado con el habla-lenguaje, es decir, planteando pequeños pasos que el niño pudiese llevar a cabo para alcanzar los objetivos a largo plazo de mejorar la comprensión auditiva, la comprensión lectora y la expresión escrita. Nunca le pregunté por qué le atemorizaban los libros y las historias. Habría estado bien si hubiera escogido compartir lo que le asustaba o algún detalle acerca de lo que le había ocurrido, y yo le habría ofrecido apoyo general si lo hubiera hecho. Sin embargo, como regla general, no investigo los detalles del trauma. Puede parecer que la línea que separa el apoyo y la indagación es muy delgada, pero ceñirme a los objetivos de la comunicación y la validación me ayuda a mantener claros mis límites: mi papel no es procesar el trauma en sí, sino ayudar al niño a sentirse más seguro en el
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presente y suministrarle herramientas para procesar la vida y el trauma en los entornos correspondientes. Etapas de la terapia del trauma: quién debe hacer qué, cuándo y cómo A medida que la comprensión del trauma ha ido creciendo a lo largo de las últimas décadas, se han establecido algunas pautas terapéuticas tanto para los adultos como para los niños. Estas directrices se atienen a tres etapas generales, si bien el trabajo se ocupará de las tres etapas durante toda la intervención (van der Hart et al., 2006; ISSTD, 2004, 2011; Loewenstein, 2006; Wieland, 2011): Primera etapa: estabilización y reducción de los síntomas. Los objetivos principales son proporcionar seguridad y crear apego, establecer límites seguros, desarrollar habilidades para calmarse y enraizarse e introducir la psicoeducación acerca de los efectos del trauma (para el niño, los cuidadores y otros adultos presentes en la vida del niño). Lo mejor es fomentar el apego del niño con el padre/madre/cuidador, aunque a veces es necesario promover el apego con el terapeuta (por ejemplo, cuando los cuidadores no participan activamente en la terapia). Esta etapa es indispensable para cualquier clínico que trabaje con niños traumatizados. Incluye, asimismo, cobrar conciencia de las reacciones traumáticas, abordar las creencias distorsionadas y los conceptos erróneos acerca de uno mismo, las personas y el mundo, y ayudar a que el niño se enraíce y esté lo bastante presente como para reconectarse con su cuerpo y sus experiencias. El trabajo de la primera etapa aporta la base para la regulación y la verbalización, la toma de conciencia y la seguridad, encuadrándose dentro del alcance de la práctica de los patólogos del habla y el lenguaje y otros profesionales de la infancia. Cuando el trabajo colaborativo no es posible, los clínicos deben ser capaces de brindar enraizamiento, de validar la experiencia del niño y de mitigar el desbordamiento emocional. También deben tener cuidado de no desmantelar las defensas que el niño necesita todavía: hasta que el niño supere su trauma, es posible que tenga que aplicar la disociación cuando se sienta desbordado. Segunda etapa: procesar el trauma. Durante esta fase, el psicoterapeuta trabaja con el niño para abordar directamente el trauma a través del tratamiento de los recuerdos fragmentados del mismo y la gestión y el procesamiento de los sentimientos disociativos. Esta etapa debe ser efectuada por un terapeuta del trauma experto en valorar el desbordamiento y tratar la disociación, y forma parte del trabajo efectuado por los patólogos del habla y el lenguaje. Al igual
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que ocurría con Marcus, el apoyo general es apropiado, pero la exploración directa del trauma y el desmantelamiento de las barreras disociativas no debe hacerse fuera de la terapia del trauma. Cuando el tratamiento colaborativo es posible, se avisará a los profesionales de la infancia de que el niño está procesando un trauma para que entiendan la posible escalada/cambios y sigan brindando apoyo (es decir, el trabajo propio de la primera etapa), al tiempo que el psicoterapeuta aborda el trauma con el niño y sus cuidadores. Tercera etapa: integración y aprendizaje de nuevas habilidades de afrontamiento. Durante esta fase, el trabajo se amplía para incluir habilidades para gestionar el estrés permanente y las reacciones sanas ante un posible desbordamiento. También implica practicar las habilidades en las que hay un retraso. En la terapia colaborativa, el patólogo del habla y el lenguaje y otros profesionales de la infancia ayudan a cerrar las brechas y reforzar las habilidades que el niño debe aplicar en su vida. El “rescatador”, el “reparador” y la realidad de “lo suficientemente bueno” Los clínicos eligen profesiones terapéuticas para ayudar a otras personas. Quieren contribuir a mejorar las cosas pero, cuando eso es imposible –sobre todo cuando se trata de niños–, resulta desgarrador. Esto, sin embargo, también se convierte, en ocasiones, en una receta para sobrepasar los límites: asumir más de lo que podemos hacer, prometer más de lo que podemos dar, profundizar más allá del alcance de la práctica, asumir para el niño el papel de padres cuando no lo somos. Me conmueve saber que los niños vuelven a una casa que no es lo bastante buena, que están solos y posiblemente asustados, que una vez más estarán encerrados dentro de esa casa, presenciando la violencia y soportando el dolor. Quiero protegerlos, solucionar todo lo que está roto y sanarlos para que se desvanezca la angustia que los asola. Querer rescatar a los niños es normal. Por eso, es muy importante, siempre que sospecho que un niño está en peligro, avisar a los que pueden investigarlo y hago todo lo que está en mi mano para apoyarlo. Sin embargo, no puedo evitar todos los daños o dificultades. Ser consciente y cuidar de mí para seguir conectada a pesar de todo es quizá lo más importante que está a mi alcance, además de amar a los niños, cuidarlos, ser amable y gentil con ellos, ofrecerles la mejor interacción terapéutica de que sea capaz, enseñarles habilidades para verbalizar la vida, modelar y proporcionarles las herramientas para que tengan una experiencia diferente. Esto rara vez colma sus necesidades, pero en ocasiones es –o debe ser– “suficientemente bueno”.
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Apoyar a quienes apoyan Reconocer y gestionar el trauma secundario Trauma vicario (secundario) y “agotamiento” Cuando el trauma de otras personas abruma a sus cuidadores ocurre lo que se conoce como trauma secundario (Figley, 1995; Pearlman y Saakvitne, 1995). Este es un riesgo ocupacional común para los profesionales que trabajan con niños traumatizados (entre el 6% y el 26% de los terapeutas infantiles, y hasta el 50% de los trabajadores sociales). Entre los síntomas del trauma secundario se incluyen los siguientes: hipervigilancia, desesperación, culpa, evitación, minimización, cinismo, insensibilidad a la violencia, ira, enfermedad, miedo, agotamiento crónico, límites difusos, cuidado personal reducido y pérdida de creatividad y entusiasmo por la vida (Rothchild, 2006; Saakvitne y Pearlman, 1996). Más que un signo de debilidad, cualquiera de estos síntomas suele originarse en la compasión y la empatía. Todos los profesionales que trabajan directamente con el trauma están en situación de riesgo, pero más si cabe aquellos que son altamente empáticos (o que no han resuelto su propio trauma: véase la siguiente sección), quienes tienen una gran cantidad de clientes con traumas y/o que se sienten aislados o no han recibido la formación adecuada. Cuando aparecen los síntomas del trauma secundario, es importante prestarles atención. El trauma secundario aboca a la desconexión, el “agotamiento” y al abandono de la tarea y/o a la pérdida de confianza en la seguridad del mundo en el que vivimos (Mathieu, 2011; Rothchild, 2006). Cuando uno está rodeado de niños que han sido heridos, es comprensible empezar a sentir como si la negatividad imperase por doquier. Sin embargo, los clínicos vemos a una población sesgada. Los niños que acuden a nosotros lo hacen porque tienen problemas y representan un sector de alto riesgo en la sociedad. Por eso, también es útil no olvidar que la mayoría de los niños no sufren daño alguno, que muchos adultos son cuidadores “suficientemente buenos”, que no todas las intervenciones médicas son traumáticas para los pequeños, que la mayoría de los niños no son terriblemente descuidados, y que la mayoría de las interrupciones temporales del apego se reparan sin un impacto duradero. Aunque esto no trivializa el número de niños traumatizados ni torna más aceptable ningún grado de maltrato, ayuda a preservar nuestra perspectiva
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del mundo y de la sociedad. En cualquier caso, debemos buscar apoyo si percibimos: • Pensamientos intrusivos (como, por ejemplo, obsesionarse con si alguien lastimó a su hijo sano, percibir cada rabieta o cada “silencio” como una “señal evidente” de trauma, o dificultades a la hora de intimar debido a los pensamientos de abuso sexual a los niños). • Ansiedad y sobreprotección de los niños. • Culpa (por ejemplo, por tener un hogar seguro o unos hijos sanos, por comer buenos alimentos cuando algunos no tienen acceso a ella). • Sospecha y desconfianza sin causa aparente (por ejemplo, desconfiar de todas las instituciones o los trabajadores sociales, creer que uno necesita hacerlo todo por sí mismo –incluyendo cruzar los límites– porque nadie más “salvará a los niños”). • Desamparo y desesperación (por ejemplo, sentir que no importa lo que hagamos, que nada es suficiente, que el mundo es malo, que la gente es cruel y que es mejor no traer niños al mundo). • Apatía y “acostumbrarse” al distrés de los niños, insensibilidad. • Dificultad para concentrarse, pérdida de la atención, sentirse inútil, dudas frecuentes. • Sentirse agotado, faltar al trabajo, contemplar la renuncia. • Problemas para conciliar el sueño.
Cuando acecha el pasado del clínico El trauma infantil ha sido una realidad durante generaciones, pero la atención a él es relativamente reciente. Esto significa que muchos adultos que han padecido traumas infantiles nunca han recibido ayuda por ello. En el caso de algunas personas, el desbordamiento emocional padecido durante la infancia no fue perturbador de una manera claramente identificable, mientras que, en otros casos, se manifiesta a través de miedos, depresión, ansiedad, adicciones, dificultades con la intimidad y las relaciones, bajo rendimiento, problemas de salud, etc. (Danese et al., 2009; Felitti et al., 1998; Ferguson y Dacey, 1997; Kendall-Tackett, 2002; Scaer, 2014; Takizawa, et al., 2014). Los clínicos y educadores no están exentos de haber padecido problemas durante la infancia. De hecho, muchos de los que se dedican a profesiones de ayuda lo hacen porque entienden los padecimientos de los niños y quieren subsanarlos (Figley, 1995; Rothchild, 2006). Aunque no todos los profesionales de la infancia han
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pasado por un trauma en su niñez, en algunos casos el vernos expuestos al dolor de los niños despierta nuestra propia experiencia de desbordamiento. El distrés de los niños puede actuar como desencadenante. A los adultos que, cuando eran niños, presenciaron violencia doméstica un niño fuera de control es un recordatorio de otras personas que perdieron los estribos en el pasado. Un niño asustado puede hacer aflorar el recuerdo de uno mismo en un momento en el que se sintió aterrorizado. Es posible que un niño médicamente vulnerable desencadene los sentimientos complejos que uno albergaba hacia sus hermanos o padres enfermos, o recuerdos de su propia confusión médica y desbordamiento. Cuando nos implicamos en una interacción, nos enfrentamos a la posibilidad de que se despierten en nosotros todo tipo de sentimientos: compasión, protección, cuidado, afecto, amabilidad, alegría y orgullo, así como preocupación, impotencia, desesperación, confusión, frustración y sufrimiento procedente de nuestro pasado (Figley 1995, Pearlman y Saakvitne 1995, Rothchild 2006, Wallin 2007). No hay por qué avergonzarse de que nos visite nuestro propio trauma. Al igual que ocurre con los niños, nuestro cuerpo también reacciona a los recuerdos del pasado (Scaer 2014, van der Kolk 2014). Lo importante es reconocer esa activación y buscar apoyo al respecto. Nunca es demasiado tarde para procesar el desbordamiento emocional de nuestra vida: debemos hacerlo por nosotros mismos, por las otras personas presentes en nuestra vida, que de otra manera cargarán con el peso de nuestra propia activación, y por los niños a los que queremos seguir ayudando. Si nuestra historia asoma la cabeza, debemos recabar apoyo. Nos lo merecemos. Vale la pena. Nosotros lo valemos.
Las heridas del apego y los patrones antiguos Pero no todas las cosas que se desencadenan son traumas identificables. Algunos activan un tipo de repetición más esquiva: las heridas del apego y los “patrones antiguos” que repiten lo que hemos interiorizado y que nos causan dolor. La reacción a la interacción es normal; si no reaccionásemos, no estaríamos comprometidos. Algunas personas “sacan lo mejor de nosotros”, pero con otras no ocurre lo mismo. Los niños no están exentos de activar en los adultos tanto experiencias cómodas como incómodas. Hay niños con los que resulta gratificante interactuar, niños con los que nos sentimos cómodos, aceptados y apreciados. Luego están esos niños que “nos sacan de nuestras casillas”, y cuyas sesiones podemos llegar a temer. Un aumento de la presión
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arterial en reacción a un preescolar “obstinado” es una reacción desproporcionada a la demostración de fuerza de un niño que pone a prueba nuestro control. Sin embargo, el niño puede estar movilizando su propia rabia hacia alguien –quizá un padre– que pasó por alto sus necesidades o ignoró sus peticiones o llamadas de ayuda. Un niño que nos agrede con frases del tipo “te odio”, “eres mezquino”, “eres malo”, “eres un imbécil”, puede activar los viejos patrones que nos hacen sentir no queridos e incomprendidos por otras personas que fueron despectivas o poco amables con nosotros. Este tipo de activación es información, un indicio que nos permite saber que hay algo que se está repitiendo y amplificando, algo que no tiene que ver con el niño sino con nuestras viejas heridas y patrones relacionados a los que necesitamos prestar atención (Pearlman y Saakvitne 1995). Es una forma de “contratransferencia” –habitual en el curso de la intervención clínica– para la que hay que buscar apoyo a través de la autorreflexión, la consulta con pares y/o la supervisión. Cobrar conciencia de dicha activación es un recurso clínico que profundizará nuestro propio crecimiento y nos llevará a estar más plenamente disponibles para aquellos a quienes tratamos de ayudar. Si no lo abordamos, corremos el riesgo de que nuestros propios problemas de apego interfieran con nuestra capacidad de identificar, comprender y atender las necesidades del niño.
Decepción e impotencia percibidas Muchos de nosotros trabajamos en condiciones que no son las óptimas y con recursos que también dejan mucho que desear. En ocasiones, resulta desgarrador saber que los niños con necesidades apremiantes se ven marginados, no reciben las terapias correctas, no tienen cuidadores “suficientemente buenos”, o carecen de estabilidad y seguridad. Quizá nos parezca que los pequeños ajustes que hagamos no paliarán el estrés y los horrores que los niños soportan a diario. La burocracia, la falta de conciencia, la minimización, la negativa a asignar recursos, la inhibición institucional, la falta de trabajadores sociales y la apatía de los cuidadores pueden hacernos sentir decepcionados acerca de nuestra capacidad de ayudar a los niños de manera significativa. De alguna manera, la desilusión y la impotencia reflejan la experiencia del niño. Las realidades en las que nos encontramos mientras tratamos de ayudar a los niños contienen algunas de las mismas emociones que los niños gestionan:
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desaliento, frustración, desconfianza, impotencia, desesperación. Podemos detectar su desesperación a medida que se comunican, no ya con las palabras sino con el afecto. Me resulta útil distanciarme de la realidad del niño para reevaluar el presente, el cual puede ser frustrante, pero nunca desesperado. En algún lugar de todo lo que “no puedo hacer”, trato de identificar algo que “sí puedo hacer”. Cuando trabajé por primera vez en escuelas públicas del casco urbano, a menudo me sentía desilusionada. Mi hermana, la doctora Ruth Rosen-Zvi, psicóloga clínica infantil en Israel y experta en traumas, me enseñó que incluso lo que me parece muy limitado sigue siendo importante. Y, tras preguntarme si privaría a los niños de ese apoyo, compartió conmigo de qué modo un adulto que proporciona una experiencia reparadora puede suponer una gran diferencia (Zimrin 1986). No se trata de hacerlo “bien” sino de hacerlo “lo mejor posible”. Me di cuenta de que aunque todo lo que lograse fuese que los niños reconocieran que estaban “más seguros” y creyeran que merecían ser atendidos, eso ya era muy importante. Mi deseo de “salvar a los niños” puede canalizarse para hacerlo lo mejor posible: organizar una mejor atención, mejorar el aula, promover la compasión de los maestros para que no vean a los niños como amenazas, sino como niños que requieren ayuda. A veces hay poco que podamos hacer para promover un cambio visible en la vida de un niño. Muchos niños y niñas merecen algo mejor que la atención que reciben, mientras que muchas personas poderosas siguen ignorando el trauma y la necesidad de abordarlo. Es natural sentirse agotado por los sistemas paralizados, los trámites interminables, la indiferencia y la negación. No obstante, podemos ofrecer intercambios reparadores, modelar la atención y la bondad, y “escuchar” lo que el niño trata de comunicar. Abordar lo que esté en nuestra mano es importante, aunque solo sea dentro del limitado entorno en el que se produce nuestra interacción con los niños. Mientras permanezcamos conectados, tendremos la posibilidad de inducir cambios. Toda interacción entraña un potencial. No permitamos que la frustración nos inmovilice. Seamos los mejores clínicos que podamos para aquellos que se cruzan en nuestro camino; extendámosles nuestra mano y eduquémoslos; ofrezcamos nuestros servicios a las organizaciones que trabajan para mejorar la comprensión del trauma del desarrollo y el acceso a las terapias. El cambio ocurre a través de cada uno de nosotros, pero unidos podemos reducir la impotencia y el desbordamiento.
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Encontrar un “hogar” profesional Una buena manera de mitigar la frustración, minimizar el trauma secundario y sentirse apoyado es formar parte de organizaciones profesionales que se ocupen del trauma y la disociación. Compartir nuestras experiencias con personas de ideas afines que nos “entiendan” y comprendan lo que hacemos y por qué, es de inestimable ayuda. Organizaciones como la ISSTD –International Society for the Study of Trauma and Dissociation– ofrecen un hogar profesional a médicos, académicos, investigadores, trabajadores de la salud, especialistas en derecho, estudiantes, profesionales emergentes y educadores que trabajan con niños, adolescentes y adultos traumatizados (www.isst-d.org). Las conferencias anuales, los talleres locales, los seminarios online, las listas de correo electrónico y los grupos de pares son oportunidades para el crecimiento profesional, la ampliación del conjunto de habilidades, la ventilación, la lluvia de ideas y las conexiones y relaciones colegiales. La National Child Traumatic Stress Network (NCTSN), el Institute on Violence, Abuse, and Trauma (IVAT) y otras organizaciones suministran información y recursos. No es necesario que lo hagamos solos.
Dedicar tiempo a jugar, reír, amar y descansar La salud requiere equilibrio, es decir, un tiempo para trabajar, un tiempo para jugar, un tiempo para la seriedad, un tiempo para divertirse, un tiempo para descansar, un tiempo para amar, un tiempo para reír. Todo esto suena muy bien en teoría, pero los profesionales que trabajan con la infancia a menudo se ven obligados a trabajar demasiado y a divertirse muy poco. Hay demasiadas cosas que hacer… Podemos sentirnos obligados a tomar muchos casos porque no hay nadie más a quien referirlos. Quizá seamos incapaces de encontrar tiempo para algo tan trivial como reunirnos con un amigo. Tenemos problemas para tomarnos unas vacaciones cuando esto desestabiliza a algunos clientes. Sentimos la necesidad de ser el único adulto en que confían estos niños (y a veces sus cuidadores) y, por eso, estamos disponibles las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Ciertamente he sido culpable de todo lo anterior y todavía me siento así con frecuencia. Esto es algo normal en este campo. Como muchos cuidadores, soy como una madre sobreprotectora en la que poder confiar. Pero, con el tiempo, he aprendido que mi nivel de autocuidado está en proporción directa con mi capacidad para estar disponible para mis clientes, y que tener las preocupaciones anteriores era, por lo general, un indicador de que había pasado
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por alto el descanso y el juego. La metáfora de mantener nuestra propia copa llena es cierta en este caso. No podemos ofrecer a alguien una bebida en una taza vacía y no podemos apoyar a alguien si no tenemos nada que darle. Esta lección sobre el autocuidado es más importante si cabe cuando pretendemos proporcionar un modelo para identificar, verbalizar, responder y regular los estados y necesidades del cuerpo. Si no atendemos a nuestras propias necesidades, ¿qué les enseñaremos a los niños que vienen a nosotros porque no saben identificar o responder a las suyas? Si no tenemos tiempo para las relaciones, ¿qué modelo le estamos dando a un niño que no sabe cómo forjar o mantener sus amistades? De igual modo que nos gustaría que hiciesen nuestros clientes, tenemos que encontrar tiempo y liberar energía para la risa, el juego, la exploración, la creatividad, la curiosidad, las amistades, el amor y la intimidad.
Considerar el counseling El cuidado de niños traumatizados no es simple o neutral, haciendo que en algunos de nosotros se despierten viejas heridas o nos acerquen a momentos que preferiríamos haber olvidado. Puede tocar puntos sensibles y activar viejos patrones, creencias o memorias. El estoicismo y la empatía no combinan demasiado bien. Si no les pedimos a los niños con los que trabajamos que sean duros y continúen como si nada hubiera pasado, tampoco deberíamos exigirnos esto a nosotros. Resiliencia no significa ignorar o fingir que el dolor no existe, sino que es la fuerza que nace de afrontar, conocer y procesar el dolor, creciendo más allá de él. Cuidar de nosotros mismos es importante no solo para nosotros, sino también para nuestros clientes. Es posible que necesitemos un lugar para procesar nuestras propias reacciones y realidades, nuestros dolores y heridas, nuestros prejuicios y preocupaciones, todas las cosas que los clientes activan en nosotros, los sentimientos y realidades no expresadas y no verbalizadas que hay en nosotros mismos. A veces un amigo íntimo, cónyuge, pareja, clérigo o grupo de iguales ofrece ese apoyo. Sin embargo, para muchos de los que trabajamos con niños traumatizados, acudir a counseling individual puede ser una buena manera de atender a nuestras propias necesidades e historia. Algunos clínicos asisten a terapia o supervisión, según sea necesario, cuando surgen problemas. Otros prefieren la terapia continua y la utilizan para procesar tanto el dolor pasado como los desafíos actuales, especialmente cuando los niños que están a nuestro
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cuidado reactivan (de manera consciente y no tan consciente) una historia de trauma infantil. Un amigo solía decir: “Todos los mártires están muertos, así que intentar ser un mártir es una manera estúpida de vivir…”. Existen diferentes caminos para el cuidar de uno mismo, y nuestras propias necesidades son tan dignas como las de los demás. Al igual que los niños, nosotros también damos lo mejor cuando estamos bien atendidos.
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Epílogo Un pronóstico esperanzador Es posible sanar el trauma. Hay lenguaje después del silencio, y conexión después de la soledad del desbordamiento. No obstante, por más grandes que sean nuestros cuidados, no evitaremos que el dolor aparezca. Mientras haya malos vecindarios, malas escuelas, pobreza y guerra, existirán realidades limitadoras y habrá mucho que reparar. Pero una cosa que todos podemos hacer es aumentar la comprensión del trauma en los niños y adolescentes, no solo porque conocemos sus costes, sino porque sabemos que con ello se evitan años de sufrimiento y se puede lograr un crecimiento asombroso. Los patólogos del habla y el lenguaje con los que he trabajado deseaban de manera unánime que el trauma del desarrollo y sus implicaciones para la comunicación formasen parte del plan de estudios en sus programas y formación profesional. Y he constatado lo mismo en maestros, dentistas, enfermeras, pediatras, psicólogos, trabajadores sociales, padres de acogida y padres adoptivos. Tiene sentido: todos nosotros estamos en contacto con estos niños. Y, por supuesto que el trauma les afecta. Pero el trauma y la disociación no se limitan a los consultorios de psicoterapia, de igual modo que los problemas de comunicación no solo aparecen en los consultorios de los patólogos del habla y el lenguaje o en las clases de educación especial. Los problemas médicos, de comportamiento, de desarrollo y relacionales afectan a los niños dondequiera que estén. Por ese motivo, tenemos que conseguir que el trauma y el modo en que condiciona la comunicación pase a formar parte de cada programa de los profesionales que trabajamos con la infancia, para que todos sepamos lo que estamos viendo y colaboremos a la hora de apoyar a los niños y adolescentes traumatizados. Juntos, podemos dejar la luz del porche encendida para la esperanza. “Creo que voy a estar bien” (G. 13 años).
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“Solía estar triste en todas partes dentro de mí, pero ahora tengo palabras para decir las cosas, y mis sentimientos son más alegres” (Leila, 7 años). “¿Sabías que el cuerpo tiene hormigueos? Mi pierna se durmió, así que la apoyé en tierra” (M. 8 años). “Todo está mejor en mi corazón ahora” (Doug, 5 años). “Mis palabras favoritas son ‘te quiero’ y ‘helado’” (Annie Lee, 4 años). “Llamé a mamá y vino” (Manuel, 2 años y medio).
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Otros libros
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El niño superviviente Curar el trauma del desarrollo y la disociación Joyanna L. Silberg ISBN: 978-84-330-3044-3 www.edesclee.com
“El niño superviviente es un recurso extraordinario sobre el tratamiento de niños traumatizados que manifiestan adaptaciones y trastornos disociativos, que ofrece sugerencias prácticas para trabajar con algunos de los síntomas más difíciles de la población infantil y juvenil. Las técnicas que se describen se basan en la experiencia clínica de la Dra. Silberg, integrada con los avances más recientes de la neurociencia y del tratamiento de este trastorno. Un libro de lectura obligatoria.” Christine A. Courtois, Doctora en Medicina El niño superviviente es un resumen completo, y muy amplio desde el punto de vista clínico, del tratamiento de niños y adolescentes que han desarrollado síntomas disociativos como respuesta a un trauma del desarrollo continuado. Joyanna Silberg, una autoridad muy respetada en este campo, utiliza ejemplos prácticos para ilustrar dilemas clínicos de difícil tratamiento, como niños que presentan reacciones de rabia, amnesia o bloqueo disociativo. Esas conductas suelen ser estrategias de supervivencia y los profesionales sanitarios encontrarán aquí herramientas de gestión prácticas avaladas por avances
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científicos recientes en el campo de la neurobiología. Los clínicos de primera línea de tratamiento, por su parte, obtendrán un arsenal de técnicas terapéuticas que pueden poner en práctica directamente, limitando así la necesidad de hospitalizaciones restrictivas o de tratamientos fuera del hogar para estos jóvenes pacientes.
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Tratamiento basado en la mentalización para niños Un abordaje de tiempo limitado Nick Midgley • Karin Ensink • Karin Lindqvist • Norka Malberg • Nicole Muller ISBN: 978-84-330-3054-2 www.edesclee.com
La “Terapia de Mentalización”, desarrollada a partir de los más recientes planteamientos psicodinámicos, está experimentado un notable auge en el ámbito de la psicoterapia. Basta asomarse a los buscadores de Internet para constatar el gran número de publicaciones sobre este enfoque integral. Ahora bien, parafraseando las palabras de P. Fonagy, en el prólogo de este libro, “la madurez de un enfoque terapéutico tiene como referente su aplicación al mundo de los niños” y este es, precisamente, el mérito principal del presente manual: su enfoque específico en la terapia infantil. Pero la aquilatación de la mente infantil precisa de recursos muy distintos de los que se pueden aplicar a la hora de entrar en contacto con la mente del adulto. Esta es la primera presentación clínica completa de la aplicación de un enfoque de mentalización de tiempo limitado al trabajo con niños entre 5 y 12 años con problemas emocionales y de conducta, incluyendo ansiedad, depresión y problemas de relación. El tratamiento basado en la mentalización (MBT) favorece la capacidad del niño para entender su propia mente y las mentes de los demás. Los autores, un equipo internacional de investigadores clínicos a la vanguardia del modelo MBT con niños, exploran el significado de la
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mentalización y describen detalladamente el proceso de aplicación de la MBT a corto plazo (de 9 a 12 sesiones) con niños, incluyendo la valoración del problema y la formulación de objetivos en términos de técnicas de mentalización, actitud terapéutica y características de otros enfoques basados en evidencias. El libro incluye un capítulo dedicado al estudio de un caso y un apéndice que enumera medidas de funcionamiento reflexivo en niños y padres así como artículos de validación.
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El apego en la práctica terapéutica Jeremy Holmes • Arietta Slade ISBN: 978-84-330-3044-3 www.edesclee.com
“Holmes y Slade nos proporcionan exactamente algo que necesitaban los profesionales de la salud mental... Este extraordinario texto merece un lugar en la biblioteca de cualquier psicoterapeuta.” Glen O. Gabbard, MD Este libro es una introducción concisa y accesible a los principios básicos de la Teoría del apego y a su aplicación a la práctica terapéutica. Resumiendo setenta años de teoría e investigación, sus dos expertos autores proporcionan una guía tan necesaria como útil. Este libro abarca: • la historia, los fundamentos de investigación y los personajes y conceptos clave que han acabado configurando la Teoría del apego • los conceptos clave de la Teoría del apego y sus implicaciones para la práctica • las implicaciones de la neurociencia del apego y su relevancia terapéutica • las semejanzas y diferencias existentes entre el apego parentofilial y el que caracteriza la relación terapéutica • las aplicaciones del apego a entornos y grupos de clientes diversos.
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Se trata, en suma, de una lectura obligatoria para cualquier persona que se haya formado y trabaje en la práctica clínica.
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ACT en la práctica clínica para la depresión y la ansiedad Una guía sesión a sesión para maximizar los resultados Joyanna L. Silberg ISBN: 978-84-330-3075-7 www.edesclee.com
La presente colección de transcripciones, organizadas y anotadas por Michael P. Twohig y el fundador de la terapia de aceptación y compromiso (ACT), Steven C. Hayes, guiará al lector de este volumen a través del desenvolvimiento de una intervención terapéutica real, estructurada en diez sesiones clínicas. Mientras que las transcripciones le permitirán familiarizarse con algunas de las situaciones que más comúnmente se suscitan en la praxis clínica, los comentarios de los autores le ayudarán a identificar los seis procesos básicos que constituyen el objetivo de este modelo terapéutico y con los que este último trata de ayudar a sus clientes a alcanzar la flexibilidad psicológica. Con el fin de ofrecer una presentación lo más exhaustiva posible del tratamiento ACT, las transcripciones aquí albergadas describen la experiencia terapéutica de un único cliente aquejado de ataques de ira, depresión y angustia. Dado que la ACT está mucho más interesada en procesos que en cuestiones técnicas, esta suerte de análisis “simultáneo” constituye una vía singularmente efectiva con el fin de conocer más de cerca la aplicación de este modelo terapéutico. Las presentes transcripciones ayudarán al lector:
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• a identificar los indicadores que aconsejan que el tratamiento tenga que centrarse en un proceso específico • a crear ejercicios con los que le resultará más sencillo incrementar las competencias del cliente en procesos ACT básicos • a evaluar los progresos del cliente y estructurar las sesiones de tal modo que puedan alcanzarse en ellas los máximos avances posibles • a familiarizarse con las estrategias que siguen otros terapeutas al aplicar procesos ACT con arreglo a su propio estilo y criterios.
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BIBLIOTECA DE PSICOLOGÍA Dirigida por Vicente Simón Pérez y Manuel Gómez Beneyto 2. PSICOTERAPIA POR INHIBICIÓN RECÍPROCA, por Joceph Wolpe. 3. MOTIVACIÓN Y EMOCIÓN, por Charles N. Cofer. 4. PERSONALIDAD Y PSICOTERAPIA, por John Dollard y Neal E. Miller. 5. AUTOCONSISTENCIA: UNA TEORÍA DE LA PERSONALIDAD. por Prescott Leky. 9. OBEDIENCIA A LA AUTORIDAD. Un punto de vista experimental, por Stanley Milgram. 10. RAZÓN Y EMOCIÓN EN PSICOTERAPIA, por Alberto Ellis. 12. GENERALIZACIÓN Y TRANSFER EN PSICOTERAPIA, por A. P. Goldstein y F. H. Kanfer. 13. LA PSICOLOGÍA MODERNA. Textos, por José M. Gondra. 16. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y R. Grieger. 17. EL BEHAVIORISMO Y LOS LÍMITES DEL MÉTODO CIENTÍFICO, por B. D. Mackenzie. 18. CONDICIONAMIENTO ENCUBIERTO, por Upper-Cautela. 19. ENTRENAMIENTO EN RELAJACIÓN PROGRESIVA, por Berstein-Berkovec. 20. HISTORIA DE LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA, por A. E. Kazdin. 21. TERAPIA COGNITIVA DE LA DEPRESIÓN, por A. T. Beck, A. J. Rush y B. F. Shawn. 22. LOS MODELOS FACTORIALES-BIOLÓGICOS EN EL ESTUDIO DE LA PERSONALIDAD,por F. J. Labrador. 24. EL CAMBIO A TRAVÉS DE LA INTERACCIÓN, por S. R. Strong y Ch. D. Claiborn. 27. EVALUACIÓN NEUROPSICOLÓGICA, por M.ª Jesús Benedet. 28. TERAPÉUTICA DEL HOMBRE. EL PROCESO RADICAL DE CAMBIO, por J. Rof Carballo yJ. del Amo. 29. LECCIONES SOBRE PSICOANÁLISIS Y PSICOLOGÍA DINÁMICA, por Enrique Freijo. 30. CÓMO AYUDAR AL CAMBIO EN PSICOTERAPIA, por F. Kanfer y A. Goldstein. 31. FORMAS BREVES DE CONSEJO, por Irving L. Janis. 32. PREVENCIÓN Y REDUCCIÓN DEL ESTRÉS, por Donald Meichenbaum y Matt E. Jaremko. 33. ENTRENAMIENTO DE LAS HABILIDADES SOCIALES, por Jeffrey A. Kelly. 34. MANUAL DE TERAPIA DE PAREJA, por R. P. Liberman, E. G. Wheeler, L. A. J. M. de visser. 35. PSICOLOGÍA DE LOS CONSTRUCTOS PERSONALES. Psicoterapia y personalidad,por Alvin W. Landfìeld y Larry M. Leiner. 37. PSICOTERAPIAS CONTEMPORÁNEAS. Modelos y métodos, por S. Lynn y J. P. Garske. 38. LIBERTAD Y DESTINO EN PSICOTERAPIA, por Rollo May. 39. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. I. Fundamentos teóricos, por Murray Bowen. 40. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. II. Aplicaciones, por Murray Bowen. 41. MÉTODOS DE INVESTIGACIÓN EN PSICOLOGÍA CLÍNICA, por Bellack y Harsen. 42. CASOS DE TERAPIA DE CONSTRUCTOS PERSONALES, por R. A. Neimeyer y G. J. Neimeyer. BIOLOGÍA Y PSICOANÁLISIS, por J. Rof Carballo. 43. PRÁCTICA DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y W. Dryden. 44. APLICACIONES CLÍNICAS DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por Albert Ellis yMichael E. Bernard. 45. ÁMBITOS DE APLICACIÓN DE LA PSICOLOGÍA MOTIVACIONAL, por L. Mayor y F. Tortosa. 46. MÁS ALLÁ DEL COCIENTE INTELECTUAL, por Robert. J. Sternberg.
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47. EXPLORACIÓN DEL DETERIORO ORGÁNICO CEREBRAL, por R. Berg, M. Franzen yD. Wedding. 48. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, Volumen II, por Albert Ellis y Russell M. Grieger. 49. EL COMPORTAMIENTO AGRESIVO. Evaluación e intervención, por A. P. Goldstein y H. R. Keller. 50. CÓMO FACILITAR EL SEGUIMIENTO DE LOS TRATAMIENTOS TERAPÉUTICOS. Guía práctica para los profesionales de la salud, por Donald Meichenbaum y Dennis C. Turk. 51. ENVEJECIMIENTO CEREBRAL, por Gene D. Cohen. 52. PSICOLOGÍA SOCIAL SOCIOCOGNITIVA, por Agustín Echebarría Echabe. 53. ENTRENAMIENTO COGNITIVO-CONDUCTUAL PARA LA RELAJACIÓN, por J. C. Smith. 54. EXPLORACIONES EN TERAPIA FAMILIAR Y MATRIMONIAL, por James L. Framo. 55. TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA CON ALCOHÓLICOS Y TOXICÓMANOS, por Albert Ellis y otros. 56. LA EMPATÍA Y SU DESARROLLO, por N. Eisenberg y J. Strayer. 57. PSICOSOCIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA EN EL HOGAR, por S. M. Stith, M. B. Williams y K. Rosen. 58. PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO MORAL, por Lawrence Kohlberg. 59. TERAPIA DE LA RESOLUCIÓN DE CONFICTOS, por Thomas J. D´Zurilla. 60. UNA NUEVA PERSPECTIVA EN PSICOTERAPIA. Guía para la psicoterapia psicodinámica de tiempo limitado, por Hans H. Strupp y Jeffrey L. Binder. 61. MANUAL DE CASOS DE TERAPIA DE CONDUCTA, por Michel Hersen y Cynthia G. Last. 62. MANUAL DEL TERAPEUTA PARA LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL EN GRUPOS, por Lawrence I. Sank y Carolyn S. Shaffer. 63. TRATAMIENTO DEL COMPORTAMIENTO CONTRA EL INSOMNIO PERSISTENTE,por Patricia Lacks. 64. ENTRENAMIENTO EN MANEJO DE ANSIEDAD, por Richard M. Suinn. 65. MANUAL PRÁCTICO DE EVALUACIÓN DE CONDUCTA, por Aland S. Bellak y Michael Hersen. 66. LA SABIDURÍA. Su naturaleza, orígenes y desarrollo, por Robert J. Sternberg. 67. CONDUCTISMO Y POSITIVISMO LÓGICO, por Laurence D. Smith. 68. ESTRATEGIAS DE ENTREVISTA PARA TERAPEUTAS, por W. H. Cormier y L. S. Cormier. 69. PSICOLOGÍA APLICADA AL TRABAJO, por Paul M. Muchinsky. 70. MÉTODOS PSICOLÓGICOS EN LA INVESTIGACIÓN Y PRUEBAS CRIMINALES, porDavid L. Raskin. 71. TERAPIA COGNITIVA APLICADA A LA CONDUCTA SUICIDA, por A. Freemann y M. A. Reinecke. 72. MOTIVACIÓN EN EL DEPORTE Y EL EJERCICIO, por Glynn C. Roberts. 73. TERAPIA COGNITIVA CON PAREJAS, por Frank M. Datillio y Christine A. Padesky. 74. DESARROLLO DE LA TEORÍA DEL PENSAMIENTO EN LOS NIÑOS, por Henry M. Wellman. 75. PSICOLOGÍA PARA EL DESARROLLO DE LA COOPERACIÓN Y DE LA CREATIVIDAD, por Maite Garaigordobil. 76. TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA TERAPIA GRUPAL, por Gerald Corey. 77. TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO. Los hechos, por Padmal de Silva y Stanley Rachman. 78. PRINCIPIOS COMUNES EN PSICOTERAPIA, por Chris L. Kleinke. 79. PSICOLOGÍA Y SALUD, por Donald A. Bakal. 80. AGRESIÓN. Causas, consecuencias y control, por Leonard Berkowitz. 81. ÉTICA PARA PSICÓLOGOS. Introducción a la psicoética, por Omar França-Tarragó. 82. LA COMUNICACIÓN TERAPÉUTICA. Principios y práctica eficaz, por Paul L. Wachtel. 83. DE LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL A LA PSICOTERAPIA DE INTEGRACIÓN, por Marvin R. Goldfried. 84. MANUAL PARA LA PRÁCTICA DE LA INVESTIGACIÓN SOCIAL, por Earl Babbie. 85. PSICOTERAPIA EXPERIENCIAL Y FOCUSING. La aportación de E.T. Gendlin, por Carlos Alemany (Ed.). 86. LA PREOCUPACIÓN POR LOS DEMÁS. Una nueva psicología de la conciencia y la moralidad, por Tom Kitwood. 87. MÁS ALLÁ DE CARL ROGERS, por David Brazier (Ed.). 88. PSICOTERAPIAS COGNITIVAS Y CONSTRUCTIVISTAS. Teoría, Investigación y Práctica, por Michael J. Mahoney (Ed.). 89. GUÍA PRÁCTICA PARA UNA NUEVA TERAPIA DE TIEMPO LIMITADO, por Hanna Levenson. 90. PSICOLOGÍA. Mente y conducta, por Mª Luisa Sanz de Acedo. 91. CONDUCTA Y PERSONALIDAD, por Arthur W. Staats. 92. AUTO-ESTIMA. Investigación, teoría y práctica, por Chris Mruk. 93. LOGOTERAPIA PARA PROFESIONALES. Trabajo social significativo, por David Guttmann.
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94. EXPERIENCIA ÓPTIMA. Estudios psicológicos del flujo en la conciencia, por Mihaly Csikszentmihalyi e Isabella Selega Csikszentmihalyi. 95. LA PRÁCTICA DE LA TERAPIA DE FAMILIA. Elementos clave en diferentes modelos, por Suzanne Midori Hanna y Joseph H. Brown. 96. NUEVAS PERSPECTIVAS SOBRE LA RELAJACIÓN, por Alberto Amutio Kareaga. 97. INTELIGENCIA Y PERSONALIDAD EN LAS INTERFASES EDUCATIVAS, por Mª Luisa Sanz de Acedo Lizarraga. 98. TRASTORNO OBSESIVO COMPULSIVO. Una perspectiva cognitiva y neuropsicológica, por Frank Tallis. 99. EXPRESIÖN FACIAL HUMANA. Una visión evolucionista, por Alan J. Fridlund. 100. CÓMO VENCER LA ANSIEDAD. Un programa revolucionario para eliminarla definitivamente, por Reneau Z. Peurifoy. 101. AUTO-EFICACIA: Cómo afrontamos los cambios de la sociedad actual, por Albert Bandura (Ed.). 102. EL ENFOQUE MULTIMODAL. Una psicoterapia breve pero completa, por Arnold A. Lazarus. 103. TERAPIA CONDUCTUAL RACIONAL EMOTIVA (REBT). Casos ilustrativos, por Joseph Yankura y Windy Dryden. 104. TRATAMIENTO DEL DOLOR MEDIANTE HIPNOSIS Y SUGESTIÓN. Una guía clínica, por Joseph Barber. 105. CONSTRUCTIVISMO Y PSICOTERAPIA, por Guillem Feixas Viaplana y Manuel Villegas Besora. 106. ESTRÉS Y EMOCIÓN. Manejo e implicaciones en nuestra salud, por Richard S. Lazarus. 107. INTERVENCIÓN EN CRISIS Y RESPUESTA AL TRAUMA. Teoría y práctica, por Barbara Rubin Wainrib y Ellin L. Bloch. 108. LA PRÁCTICA DE LA PSICOTERAPIA. La construcción de narrativas terapéuticas, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 109. ENFOQUES TEÓRICOS DEL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO, por Ian Jakes. 110. LA PSICOTERA DE CARL ROGERS. Casos y comentarios, por Barry A. Farber, Debora C. Brink y Patricia M. Raskin. 111. APEGO ADULTO, por Judith Feeney y Patricia Noller. 112. ENTRENAMIENTO ABC EN RELAJACIÓN. Una guía práctica para los profesionales de la salud, por Jonathan C. Smith. 113. EL MODELO COGNITIVO POSTRACIONALISTA. Hacia una reconceptualización teórica yclínica, por Vittorio F. Guidano, compilación y notas por Álvaro Quiñones Bergeret. 114. TERAPIA FAMILIAR DE LOS TRASTORNOS NEUROCONDUCTUALES. Integración de la neuropsicología y la terapia familiar, por Judith Johnson y William McCown. 115. PSICOTERAPIA COGNITIVA NARRATIVA. Manual de terapia breve, por Óscar F. Gonçalves. 116. INTRODUCCIÓN A LA PSICOTERAPIA DE APOYO, por Henry Pinsker. 117. EL CONSTRUCTIVISMO EN LA PSICOLOGÍA EDUCATIVA, por Tom Revenette. 118. HABILIDADES DE ENTREVISTA PARA PSICOTERAPEUTAS VOL 1. Con ejercicios del profesor Vol 2. Cuaderno de ejercicios para el alumno, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 119. GUIONES Y ESTRATEGIAS EN HIPNOTERAPIA, por Roger P. Allen. 120. PSICOTERAPIA COGNITIVA DEL PACIENTE GRAVE. Metacognición y relación terapéutica, por Antonio Semerari (Ed.). 121. DOLOR CRÓNICO. Procedimientos de evaluación e intervención psicológica, por Jordi Miró. 122. DESBORDADOS. Cómo afrontar las exigencias de la vida contemporánea, por Robert Kegan. 123. PREVENCIÓN DE LOS CONFLICTOS DE PAREJA, por José Díaz Morfa. 124. EL PSICÓLOGO EN EL ÁMBITO HOSPITALARIO, por Eduardo Remor, Pilar Arranz y Sara Ulla. 125. MECANISMOS PSICO-BIOLÓGICOS DE LA CREATIVIDAD ARTÍSTICA, por José Guimón. 126. PSICOLOGÍA MÉDICO-FORENSE. La investigación del delito, por Javier Burón (Ed.). 127. TERAPIA BREVE INTEGRADORA. Enfoques cognitivo, psicodinámico, humanista y neuroconductual, por John Preston (Ed.). 128. COGNICIÓN Y EMOCIÓN, por E. Eich, J. F. Kihlstrom, G. H. Bower, J. P. Forgas y P. M. Niedenthal. 129. TERAPIA SISTÉMATICA DE PAREJA Y DEPRESIÓN, por Elsa Jones y Eia Asen. 130. PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD, Manual teórico-práctico, por Carlo Perris y Patrick D. Mc.Gorry (Eds.). 131. PSICOLOGÍA Y PSIQUIATRÍA TRANSCULTURAL. Bases prácticas para la acción, por Pau Pérez Sales. 132. TRATAMIENTOS COMBINADOS DE LOS TRASTORNOS MENTALES. Una guía de intervenciones psicológicas y farmacológicas, por Morgan T. Sammons y Norman B. Schmid. 133. INTRODUCCIÓN A LA PSICOTERAPIA. El saber clínico compartido, por Randolph B. Pipes y Donna S.
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Davenport. 134. TRASTORNOS DELIRANTES EN LA VEJEZ, por Miguel Krassoievitch. 135. EFICACIA DE LAS TERAPIAS EN SALUD MENTAL, por José Guimón. 136. LOS PROCESOS DE LA RELACIÓN DE AYUDA, por Jesús Madrid Soriano. 137. LA ALIANZA TERAPÉUTICA. Una guía para el tratamiento relacional, por Jeremy D. Safran y J. Christopher Muran. 138. INTERVENCIONES PSICOLÓGICAS EN LA PSICOSIS TEMPRANA. Un manual de tratamiento, por John F.M. Gleeson y Patrick D. McGorry (Coords.). 139. TRAUMA, CULPA Y DUELO. Hacia una psicoterapia integradora. Programa de autoformación en psicoterpia de respuestas traumáticas, por Pau Pérez Sales. 140. PSICOTERAPIA COGNITIVA ANALÍTICA (PCA). Teoría y práctica, por Anthony Ryle e Ian B. Kerr. 141. TERAPIA COGNITIVA DE LA DEPRESIÓN BASADA EN LA CONSCIENCIA PLENA. Un nuevo abordaje para la prevención de las recaídas, por Zindel V. Segal, J. Mark G. Williams y John D. Teasdale. 142. MANUAL TEÓRICO-PRÁCTICO DE PSICOTERAPIAs COGNITIVAs, por Isabel Caro Gabalda. 143. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DEL TRASTORNO DE PÁNICO Y LA AGORAFOBIA. Manual para terapeutas, por Pedro Moreno y Julio C. Martín. 144. MANUAL PRÁCTICO DEL FOCUSING DE GENDLIN, por Carlos Alemany (Ed.). 145. EL VALOR DEL SUFRIMIENTO. Apuntes sobre el padecer y sus sentidos, la creatividad y la psicoterapia, por Javier Castillo Colomer. 146. CONCIENCIA, LIBERTAD Y ALIENACIÓN, por Fabricio de Potestad Menéndez y Ana Isabel Zuazu Castellano. 147. HIPNOSIS Y ESTRÉS. Guía para profesionales, por Peter J. Hawkins. 148. MECANISOS ASOCIATIVOS DEL PENSAMIENTO. La “obra magna” inacabada de Clark L. Hull, por José Mª Gondra. 149. LA MENTE EN DESARROLLO. Cómo interactúan las relaciones y el cerebro para modelar nuestro ser, por Daniel J. Siegel. 150. HIPNOSIS SEGURA. Guía para el control de riesgos, por Roger Hambleton. 151. LOS TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD. Modelos y tratamiento, por Giancarlo Dimaggio y Antonio Semerari. 152. EL YO ATORMENTADO. La disociación estructural y el tratamiento de la traumatización crónica, por Onno van der Hart, Ellert R.S. Nijenhuis y Kathy Steele. 153. PSICOLOGÍA POSITIVA APLICADA, por Carmelo Vázquez y Gonzalo Hervás. 154. INTEGRACIÓN Y SALUD MENTAL. El proyecto Aiglé 1977-2008, por Héctor Fernández-Álvarez. 155. MANUAL PRÁCTICO DEL TRASTORNO BIPOLAR. Claves para autocontrolar las oscilaciones del estado de ánimo, por Mónica Ramírez Basco. 156. PSICOLOGÍA Y EMERGENCIA. Habilidades psicológicas en las profesiones de socorro y emergencia, por Enrique Parada Torres (coord.) 157. VOLVER A LA NORMALIDAD DESPUÉS DE UN TRASTORNO PSICÓTICO. Un modelo cognitivorelacional para la recuperación y la prevención de recaídas, por Andrew Gumley y Matthias Schwannauer. 158. AYUDA PARA EL PROFESIONAL DE LA AYUDA. Psicofisiología de la fatiga por compasión y del trauma vicario, por Babette Rothschild. 159. TEORÍA DEL APEGO Y PSICOTERAPIA. En busca de la base segura, por Jeremy Holmes. 160. EL TRAUMA Y EL CUERPO. Un modelo sensoriomotriz de psicoterapia, por Pat Ogden, Kekuni Minton y Clare Pain. 161. INSOMNIO. Una guía cognitivo-conductual de tratamiento, por Michael L. Perlis, Carla Jungquist, Michael T. Smith y Donn Posner. 162. PSICOTERAPIA PARA ENFERMOS EN RIESGO VITAL, por Kenneth J. Doka. 163. MANUAL DE PSICODRAMA DIÁDICO. Bipersonal, individual, de la relación, por Pablo Población Knappe. 164. MANUAL BÁSICO DE EMDR. Desensibilización y reprocesamiento mediante el movimiento de los ojos, por Barbara J. Hensley. 165. TRASTORNO BIPOLAR: EL ENEMIGO INVISIBLE. Manual de tratamiento psicológico, por Ana González Isasi. 166. HACIA UNA PRÁCTICA EFICAZ DE LAS PSICOTERAPIAS COGNITIVAS. Modelos y técnicasprincipales, por Isabel Caro Gabalda. 167. PSICOLOGÍA DE LA INTERVENCIÓN COMUNITARIA, por Itziar Fernández (Ed.). 168. LA SOLUCIÓN MINDFULNESS. Prácticas cotidianas para problemas cotidianos, por Roland D. Siegel.
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169. MANUAL CLÍNICO DE MINDFULNESS, por Fabrizio Didonna (Ed.). 170. MANUAL DE TÉCNICAS DE INTERVENCIÓN COGNITIVO CONDUCTUALES, por Mª Ángeles Ruiz Fernández, Marta Isabel Díaz García, Arabella Villalobos Crespo. 172. EL APEGO EN PSICOTERAPIA, por David J. Wallin. 173. MINDFULNESS EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, por Mª Teresa Miró Barrachina - Vicente Simón Pérez (Eds.). 174. LA COMPARTICIÓN SOCIAL DE LAS EMOCIONES, por Bernard Rimé. 175. PSICOLOGÍA. Individuo y medio social, por Mª Luisa Sanz de Acedo. 176. TERAPIA NARRATIVA BASADA EN ATENCIÓN PLENA PARA LA DEPRESIÓN, por Beatriz Rodríguez Vega – Alberto Fernández Liria 177. MANUAL DE PSICOÉTICA. ÉTICA PARA PSICÓLOGOS Y PSIQUIATRAS, por Omar França 178. GUÍA DE PROTOCOLOS ESTÁNDAR DE EMDR. Para terapeutas, supervisores y consultores, por Andrew M. Leeds, Ph.d 179. INTERVENCIÓN EN CRISIS EN LAS CONDUCTAS SUICIDAS, por Alejandro Rocamora Bonilla. 180. EL SÍNDROME DE LA MUJER MALTRATADA, por Lenore E. A. Walker y asociados a la investigación. 182. ACTIVACIÓN CONDUCTUAL PARA LA DEPRESIÓN. Una guía clínica, por Christopher R. Martell, Sona Dimidjian y Ruth Herman-Dunn 183. PREVENCIÓN DE RECAÍDAS EN CONDUCTAS ADICTIVAS BASADA EN MINDFULNESS. Guía clínica, por Sarah Bowen, Neha Chawla y G. Alan Marlatt 185. TERAPIA COGNITIVA BASADA EN MINDFULNESS PARA EL CÁNCER, por Trish Bartley 186. EL NIÑO ATENTO. Mindfulness para ayudar a tu hijo a ser más feliz, amable y compasivo, por Susan Kaiser Greenland 187. TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL CON MINDFULNESS INTEGRADO. Principios y práctica, por Bruno A. Cayoun 188. VIVIR LA ANSIEDAD CON CONCIENCIA. Libérese de la preocupación y recupere su vida, por Susan M. Orsillo, PhD, Lizabeth Roemer, PhD. 189. TERAPIA DE ACEPTACIÓN Y COMPROMISO. Proceso y práctica del cambio consciente (mindfulness), por Steven C. Hayes; Kirk Strosahl Y Kelly G. Wilson 190. VIVIR CON DISOCIACIÓN TRAUMÁTICA. Entrenamiento de habilidades para pacientes y terapeutas, por Suzette Boon, Kathy Steele y Onno Van Der Hart 192. DROGODEPENDIENTES CON TRASTORNO DE LA PERSONALIDAD. Guía de intervenciones psicológicas, por José Miguel Martínez González y Antonio Verdejo García 193. ARTE Y CIENCIA DEL MINDFULNESS. Integrar el mindfulness en la psicología y en las profesiones de ayuda. Prólogo de Jon Kabat-Zinn, por Shauna L. Shapiro y Linda E. Carlson 195. MANUAL DE TERAPIA SISTÉMICA. Principios y herramientas de intervención, por A. Moreno (Ed.) 197. TERAPIA DE GRUPO CENTRADA EN ESQUEMAS. Manual de tratamiento simple y detallado con cuaderno de trabajo para el paciente, por Joan M. Farrell y Ida A. Shaw 198. TERAPIA CENTRADA EN LA COMPASIÓN. Características distintivas, por Paul Gilbert 199. MINDFULNESS Y PSICOTERAPIA. Edición ampliamente revisada del texto clásico profesional, por Christopher K. Germer, Ronald D. Siegel Y Paul R. Fulton 200. MANUAL DE TRATAMIENTO DEL TRASTORNO DE ESTRÉS POSTRAUMÁTICO. Técnicas sencillas y eficaces para superar los síntomas del trastorno de estrés postraumático, por Mary Beth Williams, PhD, LCSW y CTS, Soili Poijula, PhD 201. CUIDADOS DE ENFERMERÍA SOBRE LA BASE DE LOS PUNTOS FUERTES. Un modelo de atención para favorecer la salud y la curación de la persona y la familia, por Laurie N. Gottlieb 203. EL SER RELACIONAL. Más allá del Yo y de la Comunidad, por Kenneth J. Gergen 204. LA PAREJA ALTAMENTE CONFLICTIVA. Guía de terapia dialéctico-conductual para encontrar paz, intimidad y reconocimiento, por Alan E. Fruzzetti 205. SENTARSE JUNTOS. Habilidades esenciales para una psicoterapia basada en el mindfulness, por Susan M. Pollak, Thomas Pedulla y Ronald D. Siegel 206. PSICOTERAPIA SENSORIOMOTRIZ. Intervenciones para el trauma y el apego, por Pat Ogden y Janina Fisher 207. PSICOTERAPIA SENSORIOMOTRIZ. Intervenciones para el trauma y el apego, por Pat Ogden y Janina Fisher 208. ¿TRATAR LA MENTE O TRATAR EL CEREBRO?. Hacia una integración entre psicoterapia y psicofármacos, por Julio Sanjuán 210. EL MUNDO DE LA ESCENA Psicodrama en el espacio y el tiempo, por Pablo Población Kanappe y Elisa
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López Barberá; con la colaboración de Mónica González Días de la Campa 211. TRATAMIENTO BASADO EN LA MENTALIZACIÓN PARA TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD. Una guía práctica, por Anthony Bateman y Peter Fonagy 212. FOCUSING EN LA PRÁCTICA CLÍNICA. La esencia del cambio, por Ann Weiser Cornell 213. PSICOTERAPIA CENTRADA EN LA TRANSFERENCIA. Su aplicación al trastorno límite de la personalidad, por Frank E. Yeomans, John F. Clarkin y, Otto F. Kernberg 214. TORTURA PSICOLÓGICA. Definición, evaluación y medidas, por Pau Pérez-Sales 215. MANUAL PRÁCTICO DE PSICOTERAPIA INTEGRADORA HUMANISTA. Tratamiento de 69 problemas en los procesos de valoración, decisión y práxicos - VOL2, por Ana Gimeno-Bayón y Ramón Rosal 216. LA FORMULACIÓN EN LA PSICOLOGÍA Y LA PSICOTERAPIA. Dando sentido a los problemas de la gente, por Lucy Johnstone, Rudi Dallos 217. MANUAL PRÁCTICO DE TERAPIA DIALÉCTICO CONDUCTUAL. Ejercicios prácticos de TDC para aprendizaje de Mindfulness, Eficacia Interpersonal, Regulación Emocional y Tolerancia a la Angustia, por Matthew Mckay, Jeffrey C. Wood y Jeffrey Brantley 218. MINDFULNESS: UN CAMINO DE DESARROLLO PERSONAL. Programa de desarrollo personal Mindfulness Based Mental Balance (MBMB), por Santiago Segovia 219. MINDFULNESS PARA EL DUELO PROLONGADO. Una guía para recuperarse de la pérdida de un ser querido cuando la depresión, la ansiedad y la ira no desaparecen, por Sameet M. Kumar 220. TÉCNICAS DE TRATAMIENTO BASADAS EN MINDFULNESS. Guía clínica de la base de evidencias y aplicaciones, por Ruth Baer (Ed.) 222. MANUAL DE TÉCNICAS Y TERAPIAS COGNITIVO CONDUCTUALES, por Marta Isabel Díaz García, Mª Ángeles Ruiz Fernández, Arabella Villalobos Crespo 223. VIDA COMPASIVA BASADA EN MINDFULNESS. Un nuevo programa de entrenamiento para profundizar en mindfulness con heartfulness, por Erik van den Brik; Frits Koster 224. NEUROFEEDBACK EN EL TRATAMIENTO DEL TRAUMA DEL DESARROLLO. Calmar el cerebro impulsado por el miedo, por Sebern F. Fisher 225. AUTORREGULACIÓN CON MINDFULNESS Y YOGA. Manual básico para profesionales de la salud mental, por Catherine P. Cook-Cottone 226. EXPERIMENTAR LA TCC DESDE DENTRO. Manual de AutoPráctica/AutoReflexión para terapeutas, por James Bennett 227. LA PRÁCTICA DE LA TERAPIA SISTÉMICA, por Alicia Moreno 228. SIETE CASOS CLÍNICOS TRATADOS CON PSICOTERAPIA INTEGRADORA HUMANISTA, por Ana Gimeno-Bayón (Editora) 229. MANUAL PRÁCTICO DE MINDFULNESS Y ACEPTACIÓN CONTRA LA DEPRESIÓN. Cómo utilizar la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT) para superar la depresión y crear una vida que merezca la pena vivir, por Kirk D. Strosahl, Patricia J. Robinson 230. ENTRAR EN TERAPIA. Las siete puertas de la terapia sistémica, por Stefano Cirillo, Matteo Selvini, Anna Maria Sorrentino 231. GUÍA PARA LA ENSEÑANZA DEL MINDFULNESS. Habilidades y competencias esenciales para enseñar las intervenciones basadas en el mindfulness, por Rob Brandsma 232. LA INTEGRACIÓN DEL EMDR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, por Liz Royle, MA, MBACP , Catherine Kerr, MSC, MBACP 233. LA AUTOCOMPASIÓN EN PSICOTERAPIA. Prácticas basadas en la conciencia plena para la curación y la transformación, por Tim Desmond, prólogo de Richard J. Davidson 234. LA DEFUSIÓN COGNITIVA EN LA PRÁCTICA. Guía clínica para valorar, observar y apoyar el cambio en tu cliente, por John T. Blackledge 235. TERAPIA DE ACEPTACIÓN Y COMPROMISO PARA PAREJAS. Guía clínica para utilizar Mindfulness, Valores y Consciencia de los Esquemas Mentales para reconstruir las relaciones , por Avigail Lev - Matthew Mckay 236. EL TRATAMIENTO DE LA DISOCIACIÓN RELACIONADA CON EL TRAUMA. Un enfoque integrador y práctico, por Kathy Steele - Suzette Boon - Onno Van Der Hart 238. TU YO RESONANTE. Meditaciones guiadas y ejercicios para desarrollar la capacidad de curación de tu cerebro, por Sarah Peyton - Prólogo de Bonnie Badenoch 239. TERAPIA NARRATIVA CENTRADA EN SOLUCIONES, por Linda Metcalf 240. EL NIÑO SUPERVIVIENTE. Curar el trauma del desarrollo y la disociación, por Joyanna L. Silverg
Serie PSICOTERAPIAS COGNITIVAS 357
Dirigida por Isabel Caro Gabalda 171. TERAPIA COGNITIVA PARA TRASTORNOS DE ANSIEDAD. Ciencia y práctica, por David A. Clark y Aaron T. Beck. 181. PSICOTERAPIA CONSTRUCTIVISTA Rasgos distintivos, por Robert A. Neimeyer. 184. TERAPIA DE ESQUEMAS Guía práctica, por Jeffrey E. Young, Janet S. Klosko, Marjorie E. Weishaar. 191. TRASTORNOS DE ANSIEDAD Y FOBIAS. Una perspectiva cognitiva, por Aaron T. Beck y Gary Emery, con la colaboración de Ruth Greenberg 194. EL USO DEL LENGUAJE EN PSICOTERAPIA COGNITIVA Conceptos y técnicas principales de la terapia lingüística de evaluación, por Isabel Caro Gabalda 196. TERAPIA DE SOLUCIÓN DE PROBLEMAS. Manual de tratamiento, por Arthur M. Nezu, Christine Maguth Nezu y Thomas J. D’Zurilla 202. MANUAL DE INTERVENCIÓN CENTRADA EN DILEMAS PARA LA DEPRESIÓN, por Guillem Feixas Viaplana y Victoria Compañ Felipe 205. TRABAJANDO CON CLIENTES DIFÍCILES. Aplicaciones de la terapia de valoración cognitiva, por Richard Wessler, Sheenah Hankin y Jonathan Stern 209. MANUAL PRÁCTICO PARA LA ANSIEDAD Y LAS PREOCUPACIONES. La solución cognitiva conductual, por David A. Clark y Aaron T. Beck 221. CONCEPTUALIZACIÓN COLABORATIVA DEL CASO. Trabajar de forma eficaz con los clientes en la terapia cognitivo-conductual, por Willem Kuyken, Christine A. Padesky y Robert Dudley 237. TERAPIA METACOGNITIVA PARA LA ANSIEDAD Y LA DEPRESIÓN, por Adrian Wells
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Índice Portada Créditos Agradecimientos Prefacio Parte I: Una breve revisión de la comunicación, el lenguaje y el desarrollo 1. Comunicación infantil y apego Reciprocidad, verbalización y regulación Comunicación Lenguaje El desarrollo neurocognitivo: eficiencia y especialización Los pilares de la comunicación: reciprocidad, verbalización y regulación El apego 2. Desarrollo temprano del lenguaje Cómo el lenguaje da forma a la realidad y cómo esta da forma al lenguaje Etapas en el desarrollo del lenguaje 3. Socialización, semántica, humor, lenguaje simbólico y empatía Socialización y comunicación Sentido y realidad: un vínculo recíproco El juego simbólico: la práctica hace maestros Humor y empatía
Parte II: Trauma, maltrato e impacto en el desarrollo 4. Trauma indirecto Trauma médico, intrauterino, ambiental y social Trauma médico: cuando los cuidados hacen daño Exposición intrauterina al alcohol, las drogas y el estrés materno Guerra, violencia y refugiados 5. Maltrato, negligencia y abuso Negligencia: incapacidad de los padres, interrupciones en el apego e institucionalización Realidades insoslayables del abuso infantil 6. La neurociencia del trauma, la regulación emocional y el desarrollo del yo Crecimiento cerebral, integración hemisférica y desarrollo Anatomía: los efectos del estrés en el desarrollo cerebral Química y metabolismo: el cerebro formado durante el estrés y bañado 360
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en él
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Regulación: un ineficaz “control del volumen” Automatismo: donde el estrés y el lenguaje no deben encontrarse
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Parte III: El lenguaje del trauma
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7. Cómo afecta el trauma al lenguaje y por qué es tan importante para los niños Narrativa del trauma en los adultos La importancia del contexto y las habilidades anteriores al trauma Nada con lo que comparar: el trauma precoz y la falta de habilidades básicas Cuando la comunicación es estresante, confusa y aterradora 8. El impacto del trauma en la atención y el aprendizaje Atención y aprendizaje La atención bajo condiciones de estrés Escuchar: demasiado, muy poco, todo a la vez y nada en absoluto Centrarse y cambiar de foco: la importancia relativa de las cosas Escuchar la información: cuando nada tiene sentido, ¿cómo se puede entender algo? 9. El impacto del trauma en el vocabulario y la semántica de los niños Lenguaje expresivo y lenguaje receptivo Vocabulario referente a los “estados corporales” y las emociones Secuencialidad Narrativa Significado literal, ambiguo y simbólico 10. El impacto del trauma en la pragmática El uso del lenguaje, las pistas sociales y las reglas del discurso Maltrato y pragmática Trauma médico y pragmática La reciprocidad y respetar los turnos: responder, iniciar, seguir y dar instrucciones Cuando prestar atención al “cómo” significa mucho más de lo que se dice Cuando la intención es insoportable y la comprensión conlleva dolor Indagación y curiosidad Cuando no importan el “no” ni el “por favor” Cuando las preguntas no están destinadas a ser respondidas El sarcasmo y el humor: ¿qué significa realmente que algo es divertido? Fallos en la comunicación: identificar, gestionar y responder a los 361
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malentendidos 11. El impacto del trauma en la memoria, la organización y la recuperación Memoria El lenguaje depende del contexto Recordar para olvidar ¿Cómo podemos recordar si no hemos estado allí? Desbordamiento, disociación e inaccesibilidad a la información
Parte IV: Cuando fracasa la comunicación Presentación clínica y retos de la valoración 12. Comunicación de los síntomas en los niños traumatizadosy disociados Contenido y uso del lenguaje y juego simbólico Amnesia y habilidades fluctuantes “Diagnósticos inadaptados” y “acumuladores de diagnósticos” Enmascaramiento: síntomas similares, diagnóstico diferencial y comorbilidad El lenguaje y otras cuestiones relativas a la valoración del trauma 13. Historial, examen e indicadores para la valoración Toda la historia del trauma y no “solo” el abuso evidente Estresores pasados y actuales: qué preguntar, a quién y cómo Historia del apego: disponibilidad y capacidad del cuidador Acogida, adopción, pérdida y divorcio “Es como si lo controlase todo”. Escuchar lo que se dice. El poder de las observaciones ajenas Tomar nota de nuestras propias reacciones: el poder informativo del bostezo y otras señales sutiles
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Parte V: Recomponer el significado Las estrategias de intervención, 242 la colaboración y la importancia de los cuidados 14. Psicoeducación y herramientas cotidianas para paliar el desbordamiento Abogar por una terapia y una valoración sensible al trauma Recontextualizar los problemas de comportamiento Aclarar los límites y las expectativas Enseñar y modelar el “kit de herramientas” Minimizar y gestionar los desencadenantes Reforzar la seguridad Mantener informados a los adolescentes 15. Intervención de la comunicación para niños traumatizados 362
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15. Intervención de la comunicación para niños traumatizados Ofrecer compasión y enraizamiento Modelar el apego: reforzar las díadas de la comunicación Planes de juego y simbolización Secuencialidad y consecuencias El andamiaje: trabajo multimodal Argumentos y narrativas 16. Promesas y retos del trabajo en equipo Nivel de acceso a la terapia del trauma Gestionar una realidad que está lejos de ser óptima La importancia crucial de no sobrepasar los límites 17. Apoyar a quienes apoyan Reconocer y gestionar el trauma secundario Trauma vicario (secundario) y “agotamiento” Cuando acecha el pasado del clínico Las heridas del apego y los patrones antiguos Decepción e impotencia percibidas Encontrar un “hogar” profesional Dedicar tiempo a jugar, reír, amar y descansar Considerar el counseling
Epílogo Un pronóstico esperanzador Referencias bibliográficas Otros libros El niño superviviente Tratamiento basado en la mentalización para niños El apego en la práctica terapéutica ACT en la práctica clínica para la depresión y la ansiedad
Biblioteca de psicología
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