Cómo leer a John Stuart Mill 9788433408167, 843340816X


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Spanish; Castilian Pages [117] Year 1994

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Cómo leer a John Stuart Mili

Ana de Miguel Alvarez

(in ía s

de lectura JÜCAR

ANA DE MIGUEL ALVAREZ

CÓMO LEER A JOHN STUART MILL

E3 E D IC IO N E S JU C A R

Primera edición: junio de 1994 Cubierta: UM CHI PHU1

© Ana de Miguel Alvarez © para esta edición, Ediciones Júcar, 1994 Fernández de los Ríos. 18. 28015 Madrid. Alto Atocha, 7. 33201 Gijón I.S.B.N.: 84-334-0816-X Depósito legal: B. 25.686 - 1994 Compuesto en AZ Fotocomposición, S. Coop. Ltda. Oviedo Impreso en Romanyá/Valls. C / Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona) Printed in Spain

Lista de abrev iatu ras utilizadas: A ut: SL: SM: UT: G R: P .E .: PEP: S. Lóg:

A uto b io g rafía Sobre la libertad La sujeción de la m ujer El utilitarism o Del gobierno representativo P rim eros ensayos sobre el m atrim onio y el divorcio Principios de econom ía política Sistem a de lógica

I.—VIDA Y OBRA

Jo h n S tu art Mili nace en L ondres en 1806 y m uere en 1873. De él se suele a firm a r q u e es uno de esos pensadores en que no existe contradicción entre su vida y su o b ra o que su vida en carn a sus creencias filosóficas. Efectivam ente, vida y filosofía giran en to m o a un o bjetivo com ún: la reform a o el m ejo ram ien to de la h u m an id ad . A h o ra bien, cuáles sean los m edios adecuados p ara llevar a cabo dicha reform a es algo en co n tin u a evolución d en tro de su pensam iento. T ras un perio­ do inicial de dogm atism o, Mili fue un pensador sum am ente receptivo a las diferentes corrientes de pensam iento de su épo­ ca. El fin de su filosofía fue conciliar las diferentes partes de verdad que, a su juicio, se en cuentran en teorías antagónicas. En su A utobiografía, Mili relata con detalle este proceso de evolución personal e intelectual y el alcance de sus diferentes deudas intelectuales. A pesar de ser una au to b io g rafía intelec­ tual resulta apasio n an te. El innegable eclecticism o de su o b ra ha llevado a algunos estudiosos a a firm a r que Mili no es un au to r original; es el caso de Isahiah Berlin, quien considera a Mili uno de los g ran ­ des pensadores políticos de todos los tiem pos, pero no p o r sus capacidades creativas o innovadoras: A penas hizo algún avance significativo en lógica, fi­ losofía, econom ía o en el pensam iento político. Sin em ­ b arg o , su influencia, y su capacidad para aplicar las ideas a cam pos que dieran fru to s, no tuvieron paralelo. No

fue original, y sin em bargo tra n sfo rm ó la estru ctu ra del conocim iento hum ano de su época.» ( I a ed. 1959-1970: 47) Frente a esta interpretación, fuertem ente arraigada, que pre­ senta a Mili com o un pensador de transición entre el utilitaris­ m o clásico y el idealism o posterior, en las últim as décadas se h a iniciado u n a interesante relectura de su o b ra . Según la nueva in terp retació n , el pensam iento de Mili es m ás com plejo, riguro­ so y sistem ático de lo que tradicionalm ente se ha sostenido (Berger, G ray, T h o m pson, T u llo ch ...). Así, au n q u e no exenta de contradicciones, su obra se reivindica com o la de un pensa­ d o r de prim era fila y con personalidad p ro p ia. J o h n Stuart Mili fue el hijo m ayor de Jam es Mili, uno de los sistem atizadores, ju n to con Jerem y B entham , del utilita­ rism o inglés. Bentham dió form a definitiva al P rincipio de utili­ d ad , principio según el cual la corrección o incorrección de la con d u cta h u m an a y las m edidas de legislación o gobierno se m ide de acuerdo con su contribución a la m áxim a felicidad del m ayor núm ero. Jam es Mili, partiendo de este y o tro s princi­ pios acerca de la naturaleza h um ana, ded u jo lógicam ente la dem ocracia representativa com o el único sistem a político capaz de servir a dicha causa. De esta m anera, en m anos de Bentham y Jam es M ili, el principio de utilidad se convirtió en un c o n tu n ­ dente instrum ento de cálculo y razonam iento a favor de la re­ form a social. Pues bien, Jo h n S tuart Mili fue rigurosam ente ed ucado p ara convertirse en el heredero de este legado intelec­ tual, para ser un propagador intelectual y político del utilitarism o. Su educación corrió a cargo de su padre. A los tres años com enzó a apren d er griego, y a los ocho —cu an d o ya ha leído a H ero d o to , Je n o fo n te y los seis prim eros diálogos de P la tó n — latín. E studió adem ás aritm ética, algebra, h istoria, tra tad o s de física y quím ica y lógica. A los trece años recibe un curso com pleto de econom ía política y conoce las ideas de A dam Sm ith y R icardo. A esto hay que añ adir que, com o ejercicio volu n tario , se aficionó a escribir historias y ensayos, y a los doce años term in ab a su prim era o b ra casera: u n a historia del gobierno ro m an o . N unca tuvo vacaciones, pero sí tiem po libre a diario; antes

de llegar a los veinte años gozaba de una cu ltura enciclopédica com pleta y era descrito com o una autén tica m áquina de razo­ n ar. Según cuen ta en su Autobiografía, su p ad re nunca descui­ d ó este aspecto de su educación: el objetivo de la m ism a no era ta n to acu m u lar conocim ientos com o aprender a razonar. A dem ás, y a pesar de su extrem a erudición, la imagen de Mili nunca puede ser la de u n a ra ta de biblioteca. Su destino era intervenir activam ente en la vida pública. A los diecisiete años com ienza su vida pública y política —que nunca cesó, llegó a ser p a rla m e n ta rio — fu n d an d o una sociedad de jóvenes utilita­ ristas. Si la educación intelectual del joven Mili fue ciertam ente esm erada, tam bién tuvo algo de especial su educación m oral y sentim ental. Jam es Mili fue, según diferentes testim onios, un ejem plo viviente de lo que se llam a integridad m oral: un h o m ­ bre que, sin m edios económ icos — tra b a ja b a com o funcionario en la E ast Indian C o m p an y — , dedicó su vida a escribir y luchar por la refo rm a social. E ste espíritu es el que transm itió no sólo a su hijo sino a to d o el g ru p o de los radicales filosóficos, que le consideran su tu to r. Así lo co n stata H am burger en su pro lija o b ra sobre los avatares de los radicales, de la que entresecam os las opiniones de sus m iem bros m ás significativos acer­ ca del liderzgo ejercido por Jam es M ili. R oebuck señala su deu d a teórica: «si sé algo, de él lo ap ren d í» , W illiam Ellis dice: «él o b ró un cam bio to tal en mí. Me enseñó cóm o pensar y por qué vivir», y P ark er a firm a: «creó to d o el poder y coraje m oral que yo he sacado p a ra luch ar en favor del pueblo» (1965: 14). Pues bien, estos jóvenes — que se au to d en o m in ab an bentham itas— destacaro n en la vida política inglesa p o r la p a rtic u ­ lar severidad, dogm atism o y sectarism o con que se entregaron a su causa política. En la interp retació n de la historia política de Inglaterra resulta un lugar com ún señalar la tolerancia y m oderación de los p artidos políticos que co nstruyeron la dem o­ cracia liberal. Sin em bargo, frente a esta ausencia de doctrinarism o en favor de reform as concretas y consensuadas —«oca­ sión de adm iración p ara extraños y de orgullo para nativos»— destaca la p o stura de los radicales. P a ra H am burger lo que explica su sectarism o —aparecían com o antag onistas de los que

ap arentem ente debían ser sus aliados naturales, com o los whig liberales— es su intento de com binar filosofía y política. Así, no eran ta n to las reform as p ropuestas, en las que coincidían con o tro s grupos de radicales, sino su peculiar m anera de fu n ­ d am entarlas lo que les hacía diferentes. P o r ejem plo, aún com ­ p artien d o u n a política an tiaristo crática, donde o tro s grupos lu­ chaban p o r m erm ar privilegios concretos, el fin de los radicales filosóficos era « acabar» con el poder aristocrático. Esta consi­ deración de sus fines políticos les llevaba a valorar m enos las victorias o b tenidas que el largo trecho restante hasta la victoria final. P o r o tro lado, los radicales, dice H am buger, no se identi­ ficaban con los m iedos, aspiraciones, hostilidades o intereses de ningún sector particular de la población. A pesar de la p ro ­ bable sim patía que pudieran sentir por los m ás desfavorecidos, sus decisiones políticas respondían, o intentaban responder, por m edio del razo n am iento teórico, a la consecución final de su gran objetivo filosófico-político: la m ayor felicidad del m ayor núm ero. C om o p ro d u cto de su educación, el joven Mili se convirtió en el m ás radical de los radicales. En 1822, a los dieciseis años, escribe su prim er ensayo polém ico, en el que ataca el prejuicio aristocrático de que los ricos son superiores a los pobres en calidad m oral. C o n firm an d o la tesis an terio r de H am burger, Mili explica cóm o, en aquel periodo de su vida, su a rd o r a p a ­ sionado p o r la h um anidad « n o pasaba de ser un entusiasm o po r las opiniones especulativas. No tenía sus raíces en una genu in a benevolencia o sim patía hacia el género hum ano» (A ut, 121). Sin em bargo, com o verem os en el siguiente a p artad o , poco iba a d u ra r este entusiasm o dogm ático. Frente a la solidez de su educación intelectual y m oral, su form ación afectiva o sentim ental fue nula. De su padre dice de fo rm a escueta pero suficientem ente reveladora que lo que más se echaba de m enos era la tern u ra, no fom en tad a por él y ah o g ad a p o r el tem or que inspiraba. R especto a su m adre apenas existen referencias; cabe destacar que en el prim er b o ­ rra d o r de la Autobiografía afirm a que el m atrim onio de sus padres fue d esacertado, y que su m adre, a pesar de sus buenas intenciones, lo único que sabía hacer por sus hijos era m atarse

tra b a ja n d o p o r ellos. E ste texto quedó posteriorm ente elim ina­ do en la redacción definitiva. O tra circunstancia que m arcó la form ación del joven Mili fue su estancia de un añ o en F rancia. T a n to el « carácter» com o el pensam iento francés, que siguió aten tam en te du ran te to d a su vida, le cau saro n u n a notab le im presión. Y, sobre to d o , le libraro n del provincianism o intelectual: « ...lib rá n d o m e de ese e rro r prevaleciente en Inglate­ rra —del que ni siquiera mi padre, a pesar de estar por encim a de to d o prejuicio, se hab ía liberad o — que consiste en ju zg ar cuestiones universales con un criterio exclusiva­ m ente inglés.» (A ut, 81) En 1823 su padre le buscó el em pleo que conservaría d u ­ rante trein ta y cinco años en la E ast Indian C om pany. De este tra b a jo Mili ha afirm ad o que supuso dos v entajas im portantes para su actividad com o filósofo político. P o r un lado, le perm i­ tió ser independiente y poder expresar sus opiniones pública­ m ente, sin m iedo a no ag rad ar a los poderosos o a la opinión pública. P o r o tro , ya com o teórico, podía c o n tra sta r sus espe­ culaciones políticas con su experiencia en la ad m inistración pú­ blica. E sto explicaría, entre o tra s razones, la im portancia que Mili concederá a la participación política de los ciudadanos com o fuente de progreso refo rm ista pero efectivo.

2.

Crisis mental

C om o resu ltad o de su educación y de su encuentro con la teoría u tilitarista de B entham , Mili hab ía tenido una a u tén ti­ ca m eta en la vida: ser un refo rm ad o r del m u n d o. Según sus propias p alab ras, se autofelicitab a p o r haber sabido en co n trar una fuente de felicidad lo suficientem ente d u ra d e ra y distante com o para pod er ser el m o to r de to d a su vida, ya que respecto a tal fin, siem pre cabía hacer progresos y m ejoras sin tem or a que la m eta se consum iese. Sin em bargo, en 1826, su prim era crisis nerviosa le devolverá a la co n fro n tació n existencial. C ae

en un estado depresivo en que es incapaz de e n co n trar satisfac­ ción o alegría en cualquiera de sus actividades y com pañías habituales. E n fren tad o a sí m ism o y los fines de su vida, se realiza esta pregunta: «S uponte que todas tus m etas en la vida se hubiesen realizado; que todas las transform aciones que tú persigues en las instituciones y en las opiniones pudieran efectuarse en este m ism o instante: ¿sería esto m otivo de gran alegría y felicidad para ti?» Y mi conciencia, sin poder reprim ir­ se, m e contestó claram ente: «N o» E n este p u nto mi cora­ zón se ab atió , y yo con él. T o d o el fundam ento sobre el que yo había construido mi vida se había derru m b a­ d o .» (A u t, 141) Mili a fro n ta com pletam ente sólo esta quiebra existencial. P o r un lado, su padre aparecía com o la única persona a quién dirigirse, por o tro , com unicarle su estado significaría confesar el estrepitoso fracaso de la educación recibida. Sin em bargo, no puede considerarse que el fracaso fuese to tal. Mili seguía convencido de que consagrar la existencia al bien de la hum ani­ dad era la fuente m ás grande y segura de placer, el único pro­ blem a es que no era capaz de sentirlo así. P o r o tro lado, nin­ gún sentim iento «egoísta», com o la vanidad o la am bición eran capaces de m otivarle. A ún así, en m edio de tal depresión, fue capaz de c o n tin u ar con su trab ajo : la fuerza de los hábitos m entales era superior al sentido de los m ism os. Sólo al cabo de unos meses recupera Mili la capacidad p ara sentir: leyendo un em ocionante pasaje de las m em orias de M arm ontell rom pe a llorar. Mili m enciona en su Autobiografía dos efectos im portantes de esta crisis m ental. En prim er lugar ab razó una teoría de la vida que ju zg a muy diferente a la de B entham , y que, a su juicio, tiene m ucho que ver con la renuncia de sí mismo de C arlyle. A unque sigue m anteniendo que la felicidad es la n o rm a de to d as las reglas de conducta y el fin de la vida hum a­ na, a h o ra considera que este fin sólo puede lograrse no hacien­ do de él una m eta directa. Es decir, la búsqueda directa de

la propia felicidad es a u to fru stra n te : « p reg u n taro s si sois feli­ ces, y cesaréis de serlo.» El o tro cam bio im p o rtan te consistió en considerar entre las necesidades del bienestar h u m an o lo que denom ina el cultivo interno del individuo. El desarrollo intelectual —la capacidad crítica y analítica— siguen siendo una p arte indispensable del d esarrollo individual y social, pero hay que equilibrar este desa­ rrollo con el de o tras facultades: las sentim entales o afectivas. Y de ahí la im p o rtan cia de los instrum entos precisos para su desarrollo com o el arte o la poesía. E sta opinión supuso su alejam iento espiritual — no político— de los radicales, para quie­ nes la razón y no los sentim ientos era la fuente de progreso social. Y tam b ién , claro está, su acercam iento a poetas y pensa­ dores tan alejados de la d o c trin a utilitarista com o C oleridge y Carlyle. Sin em b arg o , no cabe d u d a de que la consecuencia más im p ortan te de esta crisis fue el nacim iento de un hom bre y un filósofo independiente, dispuesto a exam inar sin prejuicios hechos y teorías y a ela b o ra r su pro p io pensam iento. En esta época se fo rjan los escritos de Mili que responden a lo que se denom ina su «reacción co n servadora» co n tra la teoría de B entham . T am bién p o r estas fechas com ienza a leer a los sansim onianos y a A uguste C om te, el « p ad re» de la sociología: le interesa especialm ente su concepción del orden y del progreso hum ano y la división de la historia en períodos orgánicos y críticos. P o r o tro lado gracias a las críticas sansim onianas al liberalism o económ ico com enzó a cuestionarse la inevitabilidad de la p ro ­ piedad privada y la herencia. T am bién lee a O w en y F ourier, de quienes ad m ira sobre to d o el coraje y la falta de prejuicios de que hacen gala a la h o ra de tra ta r el tem a de la fam ilia y proclam ar la igualdad en tre hom bres y m ujeres.

3. La relación con H arriet T aylor H arriet T aylor ocupa u n lugar central no sólo en la vida personal de Mili sino en su evolución y producción intelectua­

les. A h o ra bien, tan to la naturaleza de su relación com o la exacta contribución de T aylor en el pensam iento y la o b ra de Mili han sido y siguen siendo objeto de una airada controversia. Mili y T aylor se conocen en plena juventud, apenas rebasa­ dos los veinte años. A estas alturas de su vida H arriet estaba ya casada y era m adre de dos hijos, pero eso no impidió que com enzase su larga y fecunda relación con Mili. H arriet, una autodidacta, frecuentaba el círculo de los radicales unitarios, pró­ ximo al de los radicales filosóficos, y, donde se debatía el tema de la situación de las m ujeres y las relaciones entre los sexos. H ay que recordar que la propia M ary W ollstonecraft, autora de la célebre Vindicación de los derechos de la mujer era unitaria. Al año de conocerse, su relación era ya de intim idad. Su intercam bio intelectual com ienza casi inm ediatam ente y en 1831 se escribieron sendos ensayos sobre la m ujer y su situación d en tro del m atrim onio. El de Mili com ienza así: «A quella a quien está consagrada mi vida, ha desea­ do que pusiera por escrito mis opiniones sobre el tem a que, de todos los que tienen relación con las instituciones h um anas, m ás afecta a la felicidad.» (P .E ., 89) P or su parte, H arriet term ina su ensayo pidiéndole elocuen­ tem ente a Mili «el más digno de ser el apóstol de todas las suprem as virtudes», que se constituya en el salvador de la hum a­ nidad. Estas frases sim bolizan el comienzo de una relación de m utuo respeto, adm iración y com penetración intelectual, pero tam bién cabe destacar que fue el problem a del m atrim onio pa­ triarcal y del divorcio el prim ero que analizan juntos. A unque este tem a form aba parte del am biente de los círculos en que se m ovían —era en parte «el tem a de la época»— am bos estaban em pezando a sufrir personalm ente las consecuencias de la rígida m oral victoriana. Su relación p ronto se convirtió en una fuente de habladurías y chism orreos, m ás aún si consideram os el consta­ tad o m orbo que producía el hecho de que «la m áquina de pen­ sar» estaba desesperadamente enam orada. Taylor buscó una mane­ ra de no separarse de su m arido y no renunciar tam poco a su unión intelectual y sentim ental con Mili; fruto del acuerdo Ha-

rriet m antuvo la apariencia de su m atrim onio pero viéndose cons­ tantem ente con Mili y pasando fines de sem ana ju n to s, frecuen­ tem ente en el sur de Inglaterra y en F rancia, debido su m ala salud. M ientras, J.S . Mili vivió con su m adre y sus herm anos. Finalm ente, dos años después de la m uerte del señor Taylor y veintiuno depués de haberse conocido contraen m atrim onio. Mili, previam ente, había redactado una declaración en que expresaba su desaprobación por la ley m atrim onial y se com prom etía a no hacer uso de los injustos poderes que le concedía sobre su futura esposa. O cho años después de su m atrim onio m oría H arriet. No resulta extraño que tan peculiar relación haya sido pasto de todo tipo de especulaciones, pero no es este el centro de la polém ica a que aludíam os al principio. Esta polémica se cen­ tra en el hecho de que Mili afirm a en num erosas ocasiones que Taylor es realm ente coautora de algunas de sus obras más céle­ bres. La postura m ás general entre los estudiosos de Mili ha sido o bien la de ignorar esta supuesta co autoría, o bien la de negarla. P ara ello se han basado generalm ente en dos cuestio­ nes; en com entarios hechos por contem poráneos que valoran ne­ gativam ente las cualidades intelectuales de T aylor, y, muy espe­ cialmente en el desm edido panegírico que de las cualidades de T aylor hace Mili en cuanto se le presenta la ocasión. Efectiva­ m ente, para Mili, T aylor poseía en un grado m áxim o todas las cualidades que sólo con suerte se pueden encontrar aisladas en el resto de las personas. Y, en consecuencia, p ara quienes no están dispuestos a aceptar la co autoría, es evidente que la pasión cegadora de Mili le habría llevado a valorar desproporcionada­ m ente tanto las cualidades de T aylor com o su colaboración. Sin embargo, otros exegetas de la obra milleana han detectado la influencia de un prejuicio misógino y patriarcal en esta cerrazón a aceptar la coautoría de H arriet Taylor en alguna de las obras de Mili (Rossi, 1 ed. 1969— 1973: 47-62). M áxime cuando Mili es muy preciso al señalar la colaboración de Taylor, que afecta principalmente a Sobre la libertad, y Los principios de economía: «Sobre la libertad fue un tra b a jo c o n ju n to , m ás di­ recta y literalm ente p ro d u cid o p o r los dos que ninguna o tra cosa que lleva mi n o m b re.» (A ut, 238)

«El capítulo de la econom ía política que ha tenido m ás influencia en la opinión pública, el que habla del problem a fu tu ro de las clases tra b a ja d o ra s, se lo debo en teram ente a ella.» (A ut, 235) A dem ás hay que señalar que Mili especifica otras obras en las que H arriet no tuvo ninguna colaboración —com o El sistema de Lógica— , lo que refuerza la veracidad de sus ante­ riores afirm aciones de co au to ría. A parte de esta colaboración directa, la influencia de T aylor se m anifestó especialm ente en el acercam iento de Mili al socialism o y al fem inism o; sin em­ bargo no puede considerarse —com o se ha hecho— que Mili fuese «el liberal» y T aylor «la socialista» si recordam os que Sobre la libertad fue una o b ra co n ju n ta. Tal vez el siguiente texto de Mili sea b astante revelador de su p o stu ra com ún: « C onsiderábam os que el problem a social del futuro sería cóm o unir la m ayor libertad de acción, con la pro­ piedad com ún de todas las m aterias prim as del globo, y u n a igual participación en to d o s los beneficios produci­ dos p o r el trab ajo c o n ju n to .» (A ut, 222) H arriet m urió en 1858, tras sólo ocho años de m atrim onio, y no cabe d u d a de que Mili sufrió m ucho con la desaparición de su com p añ era. Sin em bargo, de nuevo, su postración afecti­ va no le im pidió c o n tin u ar con su vigorosa producción intelec­ tu al. T ras su m uerte, Mili publicó num erosas o bras, entre las que cabe d estacar Del gobierno representativo, La sujeción de la mujer, Auguste Comte y el positivismo y Capítulos sobre el socialism o.

4.

La labor com o parlamentario: el defensor de las causas perdidas

Tal y com o ya hem os señalado J.S . Mili siem pre estimó positivam ente su colocación en la East Indian C om pany, sólo hay u n a cosa que reprocha a este trab ajo : la im posibilidad de

haberse consagrado más plenam ente a la vida pública, ya que su puesto en la co m pañía era incom patible con la condición de p arlam en tario . A ún así podem os considerar que su dedica­ ción a la m ism a fue co n stan te, fund am en talm en te a través de los artículos en periódicos y revistas. Respecto a este aspecto de su vida, Isahiah Berlin, au n q u e reconoce el com prom iso del inglés con la felicidad y la ju sticia, afirm a que «M ili es más Mili» o su voz es m ás característicam ente suya cuando aboga por la libertad o denuncia cualquier intento de destruirla: «M ili fue, d u ran te to d a su vida, el defensor de los herejes, de los ap ó statas y los blasfem os, de la libertad y la piedad.»(1 ed 1959-1970: 16) Jo h n S tu art Mili no sólo defendió en condiciones adversas los derechos de las m ujeres, los trab ajad o res y los pueblos colo­ niales; Berlin cita o tras actitudes que revelan su carácter: su alegría p o r la d e rro ta de P alm ersto n cuando intentó a p ro b a r una ley d eclaran d o delito la conspiración c o n tra los déspotas extranjeros; su em peño en a rru in a r la reputación del gob ern a­ d o r Fyre p o r las brutalidades que había com etido en Jam aica, su defensa del derecho de reunión y expresión en H yde P ark cuando estuvo am enazado. H acia el final de su vida Mili tuvo la o p o rtu n id ad de en trar en el p arlam en to . Se presentó com o can d id ato por el distrito de W estm inster en 1865 y ocupó el cargo h asta 1868. Su cam pa­ ña electoral fue lo que se dice breve, escueta e ingenua: más bien una an ticam p añ a. El asp iran te explicó a los electores sus opiniones políticas y se com prom etió a co n testar con sinceridad todas las cuestiones, salvo las relacionadas con sus creencias religiosas. No d eja de ser sorp ren d en te esta negativa de Mili y tal vez m erezca la pena señalar que en su educación no se le transm itió ningún tipo de creencia religiosa. E studió las reli­ giones com o p arte integrante de la cu ltu ra h u m an a, y en su Autobiografía com enta con ironía que es u no de los pocos indivduos del país que no ha a b a n d o n a d o sus creencias religiosas, pues nunca las tuvo. E ntre las opiniones que sí estaba dispuesto a b rin d a r a sus posibles votantes figura la siguiente:

«D ije, adem ás, que, si era elegido, no podría dedicar ni mi tra b a jo ni mi tiem po a la defensa de sus intereses locales.» (A ut, 263) Mili iría al P arlam ento a defender el interés general o no iría. T am bién rechazó los m ecanism os electorales al uso: no utilizó ningún d inero personal p a ra la cam paña pues considera­ ba que co n trib u ir con los propios fondos p a ra obtener la con­ fianza pública es una señal de albergar intereses que no tienen p o r qué ser estrictam ente públicos. A dem ás, quienes actúan así, están privando a la nación de otros posibles candidatos que o bien no quieren o bien no pueden asum ir dichos gastos. No dió apenas m ítines y en los que dió, se negó a solicitar el voto p a ra su c a n d id a tu ra ...: «Se le oyó decir a un hom bre de letras m uy conoci­ d o , que era tam bién un hom bre de sociedad, que ni el to d o p o d eroso ten d ría la m enor posibilidad de ser elegido con un p rogram a así.» (A ut, 264) P ero , com o ha ironizado uno de sus estudiosos, puede que el to d o p o d ero so no, pero Mili sí. De su actividad com o parla­ m entario Mili destaca especialm ente su apo rtació n a la causa de la igualdad de las m ujeres. E sto se debe por una parte a la centralidad que ocupa la igualdad de los sexos den tro de su teoría dem ocrática, pero tam bién al hecho de que a su juicio su intervención en este tem a fue la que tuvo m ayores conse­ cuencias sociales favorables. Al term in ar la legislatura se presentó a la reelección pero ganó el can d id ato conservador. Vuelve pues a su vida intelec­ tu al, y m uere a los sesenta y siete años. E stá en terrad o ju n to a H arriet T aylor en A viñón.

CONSIDERACIONES GENERALES EN TORNO A SU PENSAMIENTO

P ara com prender la versión del utilitarism o de Mili es nece­ sario exponer —au n q u e sea de form a tópica— las líneas genera­ les del utilitarism o b en th am ita. P a ra B entham , el principio de utilidad es aquel que ap ru eb a o d esaprueba to d a acción según su tendencia a au m en tar o dism inuir la felicidad del sujeto o sujetos cuyo interés está en juego; felicidad que se define senci­ llam ente com o la presencia de placer o la ausencia de dolor. Este principio se refiere ta n to a las acciones individuales com o a las leyes y m edidas políticas. El principio de utilidad, tam bién conocido com o el de la m ayor felicidad del m ayor n ú m ero , se basa en una concepción esencialista de la n aturaleza h u m an a. P ara B entham , la n a tu ra ­ leza ha colocado a la h u m an id ad b ajo el dom inio de dos am os soberanos, el d o lo r y el placer. D olor y placer son tan to la causa y m otivación del co m p o rtam ien to hum ano com o su prin ­ cipio no rm ativ o . Es decir, lo hom bres no sólo buscan de hecho su placer —com o un d a to psicológico— sino que deben buscar­ lo. E n consecuencia, la m oralidad de una acción, pertenezca a la vida p rivada de los individuos o a la regulación de su vida pública, reside en las consecuencias externas y objetivables de la m ism a y no , o no prim eram ente, en sus intenciones. El objetivo de la filosofía b en tham ita tiene un carácter claram ente refo rm ista y dem ocrático. T a n to su afirm ación de que todos los placeres son igualm ente valiosos — hacer poesía o calceta puede p ro p o rcio n ar el m ism o placer— , com o la de que la felicidad de cada individuo vale lo m ism o o cuenta lo

m ism o, están destinadas a refo rm ar una situación social y polí­ tica que privilegia «los intereses siniestros» de la m inoría frente a la m ayoría. A dem ás, hay que tener en cuenta, que los aires de la época llevaban a legisladores y filósofos a in ten tar em ular el fructífero m étodo de las ciencias naturales. C on esta inten­ ción B entham crea un cálculo hedonístico o «felicífico», desti­ nad o a cuan tificar y m edir los placeres: intensidad, duración, certeza, prox im idad, serán algunos de los criterios para poder seleccionar entre diferentes acciones o leyes. Jo h n Stuart Mili realiza una pro fu n d a reform a del utilita­ rism o ben th am ita, hasta el p u nto de que, según algunos inter­ pretes, su heterodoxia le sitúa fuera de los límites de esta co­ rrien te filosófica. Sin em bargo, parece difícil negar la filiación u tilitarista del pensam iento m illeano, aunque éste sea un utilita­ rism o «perfeccionista» o «progresivo», más aten to a lo que el ho m b re puede llegar a ser que a lo que de hecho es o desea. En prim er lugar, para Mili, la superioridad del utilitarism o frente a o tra s corrientes filosóficas, reside en su apelación a la discu­ sión racional y a la experiencia a la h o ra de fu n d am en tar la m oral y d esarro llar sus contenidos. Y es que, com o se señala habitualm ente, Mili tiene com o principal referente polém ico a los intuicionistas y a todas las corrientes que afirm an que los principios de la m oral son innatos o evidentes a priori. Para M ili, desdichadam ente, lo que resulta evidente a priori suele coincidir siem pre con las norm as de la m oral convencional, m oral que no tiene por qué coincidir con los intereses del hom ­ bre com o un ser capaz de un continuo progreso m oral. C on este ánim o, Mili se p ro p o n e ofrecer una fundam entación del principio que rige —o debe regir— todas las esferas de la acción h u m ana: el principio de la m ayor felicidad del m ayor núm ero. La conocida p rueba del principio —«N o puede ofrecerse razón alguna de por qué la felicidad general es desea­ ble excepto que cada persona, en la m edida en que considera que es alcanzable, desea su pro p ia felicidad.»(U T , 90) — fue p ro n to denunciada por incurrir, entre otras falacias lógicas, en la que G .E M oore denom inó falacia n atu ralista. Sin em bargo, últim am ente se ha puesto de relieve que Mili en La lógica, o b ra que revisó despues de haber publicado El utilitarismo,

señaló claram ente la diferencia lógica entre proposiciones que afirm an «que algo es», y las que «ord en an o recom iendan que algo debería ser», especificando que esta últim as form an una clase p o r sí solas. Y, de ahí, se sigue que Mili no pudo haber caído en un e rro r del que era tan consciente. P ero, entonces ¿qué sentido tiene la prueba que ofrece? U na línea de explica­ ción recurrente está en m atizar qué entiende Mili por «prueba» en el contexto de las artes prácticas: «Es evidente que no puede tratarse de una prueba en el sentido o rd in ario y p o p u lar del térm ino. Las cuestio­ nes relativas a los fines últim os no son susceptibles de p ru eb a directa. P a ra d em o strar que algo es bueno debe m ostrarse que constituye un m edio p a ra conseguir algo que se adm ite que es bueno sin recurrir a prueba». (UT, 42) C on este texto Mili parece d ar la razón a sus oponentes, pero esto es sólo ap arentem ente. Lo que Mili afirm a, com o hace tam bién en La lógica, es que en las artes prácticas —y la ética es un arte y n o una ciencia— no se pueden ofrecer pruebas en el sentido fuerte del térm ino: no se pueden hacer deducciones lógicas. Pero esto no significa renunciar a la discu­ sión racional o al puesto de la razón en ética y relegarla ún ica­ m ente a la esfera de la intuición o el sentim iento. Existe un significado, no precisam ente m ás débil, sino m ás am plio, de la noción de « p ru eb a» que sí es susceptible de aplicarse al razo ­ nam iento m oral: «P ueden ofrecerse consideraciones que pueden lograr que el intelecto oto rg u e o deniegue su apro b ació n a esta do ctrin a; y ello equivale a una p ru e b a .» (U T, 43) C onsideraciones que hay que entender com o «buenas razo ­ nes» —y no pruebas lógicas— que Mili va a lanzar a la palestra pública buscando el asentim iento o la crítica racional, frente a 'quienes se refugian en la existencia de u n a « facultad m oral innata» capaz de percibir lo correcto o incorrecto de una acción o una ley m oral. C om o afirm a en o tra ocasión, en cuanto

que el código tradicional de la ética no es en m odo alguno de derecho divino, las reglas m orales no están conclusas sino som etidas a un proceso perm anente de m ejora. Y p ara que este proceso pueda llevarse a cabo, lo im p o rtan te no es tanto acab ar con la diversidad de criterios respecto a las cuestiones m orales, sino que las diferentes doctrinas ofrezcan, com o el utilitarism o, «un m odo de decidir entre opciones diferentes si no siem pre fácil, sí en cualquier caso tangible e inteligible.» (U T, 67) A h o ra bien, el objetivó de Mili es el de aclarar detallada­ m ente en qué consiste la teoría utilitarista, ya que p a ra que el intelecto pueda conceder o denegar su ap ro bación es esencial u n a exposición clara y sistem ática de la m ism a. En definitiva, con El utilitarism o, Mili espera tam bién acab ar con la visión d o m inante de lo que representa el utilitarism o, — una «filosofía p orcina» y que fom enta el egoísm o hum ano, según C arlyle—, visión que no es sino «una b u rd a deform ación de esta teoría ética.» Y será esta exposición la que m arque su separación del utilitarism o, ya que, a su juicio: «Es del to d o com patible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son m ás deseables y valiosos que o tro s.» (U T, 48) Mili señala acertadam ente que en el utilitarism o bentham ita tam bién existe este reconocim iento, pero se basa sólam ente en criterios cu antitativos: así, por ejem plo, un placer es preferible a o tro si es más intenso, más cercano o m ás fecundo, es decir puede p ro p o rcio n ar otro s placeres. Frente a esto, lo que él hace esintro d u cir un criterio cualitativo para diferenciar y seleccio­ n a r placeres. A h o ra bien, ¿qué es entonces lo que hace a un placer m ás desable o valioso que o tro ? La respuesta hay que en co n trarla en el juicio de las personas que han experim entado diferentes tipos de placeres: su preferencia —independientem nete de to d o sentim iento de obligación m o ral— es el único criterio digno de ser tenido en cuenta. Y —sigue Mili— es un hecho incuestionable que quienes están fam iliarizados ta n to con los placeres anim ales o inferiores com o con los que producen las

cualidades h u m anas más elevadas, siem pre señalan los últim os com o los m ás valiosos, los cruciales p a ra la felicidad hum ana. P ara reforzar la distinción anterior, Mili observa la diferencia conceptual entre contento y felicidad, diferencia que no siempre es tenida en cuenta. Es obvio que un ser con reducidas capacida­ des de goce tiene más posibilidades de satisfacerlas plenamente que un ser de facultades más amplias y elevadas, pero eso no puede traducirse en la identificación de la felicidad hum ana con el mero contento o satisfacción. De nuevo aparece el veredicto de la élite competente: nigún ser hum ano inteligente o virtuoso accedería a convertirse en un simple o un malvado por m ucho que se le intentase persuadir de que estos son más «felices»: «Es m ejor ser un ser h u m an o insatisfecho que un cerdo satisfecho; m ejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo o pinan de un m odo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El o tro m iem bro de la c o m p ara­ ción conoce am bas c aras.» (U T , 51) Es verdad que a lo an terio r puede o b jetarse que m uchos hom bres que conocen am bos tipos de placeres — los elevados y los inferiores— se inclinan frecuentem ente p o r los segundos, pero para Mili este hecho sólo sería relevante si alterase el juicio de los que así proceden. Es cierto que los hom bres pue­ den escoger placeres que deterioren su salud, pero de ahí no se sigue que valoren m ás la enferm edad que la salud. De hecho Mili contem pla el caso de los hom bres que habiendo m ostrado en la ju ven tu d u n a clara preferencia por los placeres elevados con la edad se inclinan hacia los m ás bajos. La explicación pone el acento en las circunstancias externas, en la presión de una sociedad que no hace n ad a p ara elevar y sí m ucho para reb ajar a los individuos a la sim ple condición de m axim izadores de placeres b a ra to s, rápidos. P a ra Mili: «Los hom bres pierden sus aspiraciones elevadas al igual que pierden sus gustos intelectuales, p o r no tener tiem po ni o p o rtu n id ad p a ra dedicarse a ellos.» (U T, 52)

P ero, el cóm o se com porten de hecho los hom bres, no puede confundirse con el cóm o deben com portarse, por m ucho que Mili haya acudido a la experiencia de los que conocen am bos tipos de placeres para en co n trar el criterio regulador de los m ism os. A dem ás, com o verem os en la siguiente sección, Mili intro d u cirá o tro criterio p a ra determ inar con qué tipo de acciones com prom ete el principio de utilidad. A continuación vam os a exam inar algo m ás detalladam ente en qué consiste la felicidad m illeana. Según una interpretación m uy arraig ad a, Mili h abría intentado lavar la cara a un utilita­ rism o que se em peña en afirm ar «que hacer calceta o poesía tienen el m ism o v alo r.» A hora bien, esta distinción de los pla­ ceres es co n trad icto ria con la prem isa inicial que identifica feli­ cidad con placer. P a ra afirm ar que hay unos placeres m ás va­ liosos que o tro s estam os introduciendo un criterio no utilitarista de lo valioso. Luego la teoría de Mili, aunque puede dar fe de su elevado sentido m oral es inconsistente. Sin e m b a rg o , los nuevos in térp retes de la o b ra de Mili han venido a co in cid ir en que este ensayo, to m a d o a islad a­ m en te — es m ás, no ya el ensayo, sino sólo dos o tres páginas del m ism o — ha sido una fuente co n sid erab le de erro re s a la h o ra de in te rp re ta r el u tilitarism o m illeano, que exige a te n ­ d er al resto de sus o b ra s, m uy especialm ente Sobre la libertad, d o n d e Mili expone claram e n te su concepción del ser hum ano y de la lib ertad com o un o de los co m p o n en tes de la felicidad hum ana. Berger y G ray, en dos obras que ellos m ism os reconocen y valoran com o com plem entarias, han llegado a la conclusión de que la o b ra c o n ju n ta de Mili presenta un concepto de felici­ dad u nificado y consistente, que es no hedonista, plural y je rá r­ quico. P a ra Berger, el de felicidad es un concepto en parle ab ierto y en p arte cerrado. E stá parcialm ente cerrado en cuanto que hay elem entos particulares que son un requisito de ella, y está abierto en cu an to que un núm ero indeterm inado de cosas pueden llegar a fo rm a r parte de la felicidad de cad a persona. Los elem entos o condiciones necesarias de la felicidad serían la au to n o m ía o libertad y la seguridad. La libertad se relaciona con la dignidad personal, el derecho a ser uno m ism o y a desa­

rrollar el proyecto personal; la seguridad se relaciona con la necesidad de fiabilidad en las expectativas establecidas, interés que Mili llega a calificar a veces com o el más v ital... «ningún ser hum ano puede pasarse sin la seguridad.» De estas condicio­ nes necesarias de la felicidad h u m an a se sigue una teoría de la justicia que prescribe com o derechos hum anos o derechos m orales estas condiciones de la felicidad h u m an a. En conse­ cuencia, la libre búsqueda de la felicidad queda condicionada por las reglas igualitarias de la justicia.

1.2.

La felicidad y el carácter virtuoso

Si el desarrollo de la individualidad es uno de los com po­ nentes necesarios de la felicidad h u m an a —tal y com o se desa­ rrolla en Sobre la lib ertad — , no m enos im p o rtan te parece el desarrollo de la virtud. V irtud entendida com o el interés por el bienestar y la felicidad de los o tro s o el interés por el bien público, es decir com o virtud social o política. Se pueden dife­ renciar dos sentidos en que la virtud form a p arte de la felicidad hum ana: es un com ponente de la felicidad individual y, sobre iodo, un com ponente necesario de «la m áxim a felicidad del m ayor nú m ero .» P ara Mili no cabe d u d a de que el egoísm o es una de las causas m ás im p o rtan tes de la infelicidad h u m an a. E sta es, por ejem plo, la causa de que personas que gozan de abundantes bienes externos, no encuentren la vida valiosa: la falta de p reo ­ cupación p o r los dem ás. A dem ás, la necesaria decadencia y finitud de la vida h u m an a co ndena a los egoístas a no encontrar más que sufrim iento y desesperación según se aproxim a la hora de su m uerte. Y, sin em bargo: « ...a q u e llo s que dejan tras de sí o b jetos de afecto personal, y especialm ente aquellos que han cultivado un sentim iento de solidaridad respecto a los intereses colecti­ vos de la hu m an id ad , m antienen en la víspera de su m uer­ te un interés tan vivo p o r la vida com o en el esplendor de su juv en tu d o su salu d .» (U T, 57)

E n La utilidad de la religión, Mili insiste en el mismo tem a desde o tra perspectiva. La religión no es ineludiblem ente necesaria o el único consuelo hum ano posible ante la m uerte. Sólo m ientras una organización social injusta im pida a los hom ­ bres «vivir» resulta lógico que deseen fervientem ente «otra vida». A h o ra bien, d ado que u n a organización social diferente puede evitar la m ayoría de las causas del sufrim iento hum an o , el ansia de inm ortalid ad puede desaparecer tranquilam ente sin enturbiar la dicha terrestre del hom bre. La idea de inm ortalidad sólo será necesaria a los egoístas apegados a su pro p io yo, «incapa­ ces de identificarse con ninguna o tra cosa que les sobreviva o de sentir que su vida se prolonga en las jóvenes generaciones y en todos aquellos que ayudan a co n tin u ar el m ovim iento pro­ gresivo de los intereses hum anos. Al co n trario que el egoísm o y la insolidaridad, el interés po r los dem ás y por el bien com ún —al igual que el interés intelectual p o r to d o lo que nos ro d ea— es una fuente de dicha inagotable. A este respecto G uisán ha puesto de m anifiesto en diversas ocasiones cóm o en la teoría ética de Mili felicidad y virtud son las dos caras de la m ism a m oneda. La vida no es «un valle de lágrim as» en que «el hom bre se ve abo cad o nece­ sariam ente a elegir entre la virtud y la felicidad com o dos opues­ tos con trap u estos e incom patibles» sino que am bos «se conju­ gan y presuponen m u tuam ente.» (G uisán, 1984: 10) En consecuencia, aún en el caso de pensar sólo en su p ro ­ pia dicha, el hom bre tendría m otivos p ara perseguir la virtud. Sin em bargo, no es éste el único m otivo p o r el que la ética utilitaria ensalza su búsqueda: «Si puede haber alguna du d a posible acerca de que una persona noble pueda ser más feliz a causa de su nobleza, lo que sí no puede dudarse es de que hace más felices a los dem ás y que el m undo en general gana in­ m ensam ente con ello.» (U T, 53) La razón últim a de la superioridad de los placeres elevados está en el hecho clave de que el criterio de utilidad no lo consti­ tuye la m áxim a felicidad del propio agente, sino la m áxim a

felicidad del m ayor n úm ero. Este es el nuevo criterio al que aludíam os en la sección an terio r. Y Mili pasa a declarar ab ierta­ m ente que el utilitarism o sólo p o d rá alcanzar sus objetivos m e­ diante el cultivo general de la nobleza de las personas. A hora bien, esto no significa que Mili sostenga que la virtud sea un fin en sí m ism a independientem ente de su relación con la felicidad. Es su contribución a la felicidad hum ana lo que explica su deseabilidad intrínseca. En esta cuestión, Mili se en­ frenta a quienes afirm an que la virtud es en sí misma el fin más noble de la vida hum ana; quienes consideran que el ser hum ano no merece o no tiene derecho a la felicidad; en definiti­ va, que la renuncia a la felicidad es el com ienzo y la condición necesaria de la virtud. Mili intenta desvelar la presunta irraciona­ lidad de esta postura recurriendo a un caso extrem o: el sacrificio de los héroes y los m ártires. La conducta del que sacrifica su vida luchando por cam biar una sociedad injusta es «la m ayor virtud que puede encontrarse en un hom bre.» Sin em bargo, este sacrificio sólo se to rn a com prensible, racional, cuando el hom bre lo realiza para que otros no tengan que correr su m ism a suerte. No es un fin en sí m ism o, sino un m edio para m ejorar el m un­ do, en últim a instancia p ara que la gente sea o pueda llegar a ser más feliz. Mili afirm a rotundam ente que «quien hace esto mismo, o m antiene hacerlo, con alguna o tra finalidad no merece más adm iración que el asceta subido a su pedestal.» (U T, 60) Independientem ente de q u e el carácter v irtuoso sea un ele­ m ento im p o rtan te ta n to de la felicidad individual com o de la general, Mili es m uy consciente de que dichos caracteres esca­ sean en su época. En El utilitarismo, reconoce que es muy lógico que u n a p erso n a se p regunte « ¿ p o r qué estoy obligado a prom over la felicidad general? Si mi p ro p ia felicidad radica en algo d istin to ¿p o r qué no he de darle preferencia?» (U T, 77). En realidad, el interés individual se ve com o opuesto al interés general, pero esto es u n a consecuencia del estado actual de la h u m an id ad , en que «sólo la m oralidad establecida, aque­ lla que la educación y la opin ió n pública han consagrado, es la única que se p resenta an te la m ente com o siendo en sí m ism a obligato ria» (U T , 76). Así, la inm ensa m ayoría se cree obligada a no m a ta r o no ro b a r, pero no a hacer algo positivo por

el bien com ún. En consecuencia, el problem a que se plantea Mili es el de cóm o fo m entar el desarrollo de un carácter virtuo­ so en los hom bres. P a ra contestar aludirem os brevem ente a su teo ría de los sentim ientos y las reglas m orales. T al y com o suele afirm arse, las éticas utilitaristas han sido tradicionalm ente naturalistas en dos sentidos: en prim er lugar p orque han concebido la m oral com o un desarrollo de la n atu ­ raleza h um ana; luego, porque han tendido a explicar su obliga­ to ried ad por referencia a fines que la gente busca por naturale­ za. Y, según esta concepción, las norm as m orales surgen de las necesidades hum anas, y los sentim ientos m orales se explican com o derivados de sentim ientos y em ociones básicos o n atu ra­ les. P ero es im portante señalar, y Mili insiste en ello, que los sentim ientos m orales no son ellos m ism os naturales en el senti­ do de innatos. Lo son, o podem os hablar de ellos com o n atu ra­ les, en cu an to que suponen el desarrollo de ciertas capacidades que sí form an p arte de la naturaleza hum ana: «Al igual que las dem ás capacidades adquiridas (ha­ blar, cultivar la tie rra ...) la facultad m oral, si bien no es p arte de nuestra naturaleza es un pro d u cto natural de ella.» (U T , 82) Y, en este sentido, la virtud, entendida com o la coopera­ ción al bien com ún —tam bién hablarem os de benevolencia o so lid arid ad — es un desarrollo « n atu ral» del ser hum ano. P ara Mili los sentim ientos sociales y la sim patía fo rm an , indiscutible­ m ente, p arte de la naturaleza hum ana. «El estado social es a la vez tan n atu ra l, tan necesa­ rio y ta n habitual para el hom bre que con excepción de algunas circunstancias poco com unes, o a causa del es­ fuerzo de una abstracción voluntaria, puede el ser hum a­ no concebirse a sí m ism o m ás que com o m iem bro de un colectivo.» (U T , 83) P ero la sim patía no es un sentim iento m oral, es el fu n d a­ m ento de los sentim ientos m orales que tienen que ver con el

carácter noble o virtuoso. Y p a ra Mili su existencia es una prueba de que el utilitarism o — m áxim a felicidad del m ayor núm ero— puede llegar a convertirse en el principio que regule las relaciones h um anas. Si hoy no es así es porque la naturaleza hum ana es sum am ente m oldeable p o r las instituciones y la edu­ cación, el proceso de socialización: nuestra facultad m oral es «susceptible de cualquier desarrollo y en cualquier sentido». A hora bien, la tarea de la razón es la de desvelar las asociacio­ nes m orales «falsas» o artificiales, asociaciones que, conform e avanza el cultivo de la capacidad intelectual se rinden al análi­ sis. Y buenos ejem plos de estas falsas asociaciones m orales son, por ejem plo, la legitim ación de la esclavitud según el sexo o la raza. Este p o d ría ser tam bién, sin ir m ás lejos, el caso de la m oral utilitarista si no estuviese com o está anclada en la naturaleza hum an a. A dem ás, p ara M ili, o tra pru eba de la so­ ciabilidad hum an a está —com o a la h o ra de p ro b a r la superio­ ridad de los placeres elevados— en las preferencias de la élite de la sociedad. P a ra los m iem bros de dicha élite «uno de sus deseos n aturales es el de que se produzca una arm onía entre sus sentim ientos y objetivos y los de sus sem ejantes» y quienes experim entan este sentim iento «no lo consideran com o una su­ perstición, fru to de la educación, o u n a ley im puesta despótica­ m ente p o r la fuerza de la sociedad, sino com o un atrib u to del que no deberían p rescindir.» (U T, 87) Mili presenta aquí una p a ra d o ja típicam ente ilustrada. P or un lado, parece a trib u ir a los sentim ientos sociales — el deseo de estar unidos a nuestros sem ejantes— una n atu ralid ad y una fuerza que sólo ha p odido ser doblegada y co rrom pida por la sociedad. P ero, p o r o tro lado, su p o stu ra más frecuente es m antener la absoluta necesidad y prioridad de la educación para d esarrollar estos sentim ientos sociales. De hecho, para M ili, el progreso radica en buena m edida en que «el hom bre llega, com o p o r instinto, a ser consciente de sí m ism o com o un ser que, por supuesto, presta atención a los dem ás.» (U T , 85). Es decir, el hom bre llega p o r educación a ser naturaleza. C om o ha suge­ rido R obson, Mili se m ueve en los límites de la afirm ación orteguiana según la cual el ho m b re no tiene n aturaleza, tiene historia, pero nunca llega a fo rm u larla.

P o r últim o, atenderem os a la función de las reglas m orales en la form ación del carácter h u m ano. D entro del panoram a actual del utilitarism o se distingue entre lo que se denom ina u tilitarism o del acto y utilitarism o de la regla. El utilitarism o del acto defiende que un acto es correcto si y sólo si produce las m ejores consecuencias entre todos los actos que el agente puede realizar. El utilitarism o de la regla defiende que un acto es correcto si y sólo si está prescrito por reglas que, a su vez, están ju stificad as por las consecuencias que producen. A pesar de que esta distinción es realm ente reciente, Mili en tró a form ar p arte de la polém ica actual en un artículo de J.O . U rm son de 1953. En dicho artículo se defiende una interpretación de Mili com o un utilitarista de la regla. P a ra m atizar más la definición a n terio r hay que añadir q ue los utilitaristas del acto sí adm iten el uso de reglas para g uiar la conducta cotidiana —com o se señala habitualm ente la necesidad de las reglas es evidente: si tuviésem os que conside­ ra r to d as las consecuencias de los actos que realizam os volunta­ riam ente difícilm ente nos levantaríam os de la cam a— , pero las consideran reglas de tipo práctico «rules o f th u m b » , para indi­ car que son sólo guías que pueden sustituirse por el cálculo cu an d o el tiem po y las circunstancias lo p erm itan , o cuando la situación sea inusual o excepcional. P a ra los utilitaristas de la regla, esta posición debilita hasta un p u nto indesable y peli­ groso los derechos y deberes, ya que están sujetos a excepciones. P a ra Berger, y, entre nosotros p a ra E speranza G uisán, Mili no se aju sta estrictam ente a ninguna de las dos definiciones actuales o puede ser in terpretado de am bas form as. Sin em bar­ go, finalm ente, Berger o p ta por considerar a Mili un utilitarista del acto con una concepción estratégica de las reglas m orales, concepción en la que estas no se consideran m eram ente com o «rules o f th u m b » , sino que tienen un im p o rtan te papel, ju n to con las consecuencias del acto, a la h o ra de determ inar la correción o incorreción del m ism o. Si hem os tra íd o a colación este debate es, principalm ente, p o rq u e interesa señalar la conexión que establece Mili entre reglas m orales y form ación del carácter hum ano valioso. He­ m os visto que el utilitarism o está interesado en la form ación

de un carácter h u m an o específico, noble y v irtuoso, y, en este contexto adquiere gran relevancia la relación entre hábitos y carácter y norm as o reglas m orales. A este respecto hay que recordar que una de las m áxim as del u tilitarism o bentham ita es la de que una acción co rrecta puede ser realizada por un agente « inm oral» y no p o r eso deja de ser una acción correcta. La m oralidad de la acción reside en sus consecuencias y no en la m otivación o el carácter del agente (aunque con esto no se afirm a que estos sean datos to talm en te irrelevantes). En esta cuestión. Mili realiza una im p o rtan te crítica al utilitarism o bentham ita. F u ndam entalm ente, el reproche de Mili se dirige a la estre­ cha y sesgada concepción del hom bre que aparece en los escri­ tos de B entham , a su olvido del interior del hom bre. Y es que «no sólo im p o rta lo que los individuos hacen sino qué tipo de individuos lo hacen .» Incluso si sólo atendem os a las consecuencias de las acciones, Bentham está olvidando una de las consecuencias más im portantes: la acción sobre el propio agente. Las acciones no sólo tienen consecuencias externas sino internas, ya que m odifican y fo rm an el carácter de los indivi­ duos en uno u o tro sentido. En b u ena lógica aristotélica. Mili recuerda que las acciones engendran hábitos de com portam ien­ to, y éstos un carácter m oral d eterm inado. En este sentido exis­ te un a relación, que Mili valora positivam ente, entre el segui­ m iento de unas d eterm inadas norm as o reglas m orales y el ca­ rácter hum ano. En El utilitarismo aparece claram ente que el fin de la m o­ ral utilitaria es llevar al hom bre a un p u n to en que uno de sus deseos n aturales sea el de que se p roduzca una arm onía entre sus sentim ientos y objetivos y los de sus sem ejantes, y que en un estado de progreso del género hum ano: « ...s e da un co nstante increm ento de las influencias que tienden a generar en to d o individuo un sentim iento de unidad con to d o el resto ..q u e cu an d o es perfecto, hará que nun ca se piense en, ni se desee, ninguna situación que beneficie a un individuo particularm ente, si en ella no están incluidos los beneficios de los dem ás.» (UT, 85-6)

P ero no es sólo esto; Mili es consciente de que la sociedad cuenta con recursos suficientes p a ra m odelar en casi cualquier dirección la naturaleza h u m an a, y a su juicio C om te lo había puesto de m anifiesto m uy claram ente. E ntonces, siendo el ca­ rácter v irtuoso una dem anda del utilitarism o de cara a satisfa­ cer la m ayor felicidad del m ayor núm ero, ¿por qué no utilizar todos los recursos del proceso de socialización para form ar (casi diríam os p a ra crear) hom bres virtuosos? Sencillam ente porque no se puede. E sta fue, a ju zg ar por su Autobiografía, una de las lecciones que aprendió de su prim era crisis m ental. Por un lado, la virtud, lo m ism o que la individualidad, no puede im ponerse de fo rm a coactiva; por o tro , aún si se pudiese, el principio de libertad no lo perm itiría. El problem a, pues, como ha señalado B. Sem m el, es el de cóm o sin renunciar, al co n tra­ rio, fo m en tan d o la libertad h um ana, puede el hom bre ser per­ suadido a a b ra za r la virtud. (1984: 83)

2.

Kl método de las ciencias sociales

En 1843 a p arece El sistem a de lógica, la p rim era o b ra im p o rta n te de Mili y tam b ién la resp o n sab le de la in m ed iata n o to rie d a d del a u to r: Mili llegó a ver en vida h a sta ocho reediciones de la o b ra , en la que fue in tro d u c ie n d o sucesi­ vas m o d ificacio n es. Incluso fue u tiliz ad a com o m an u al de ló­ gica en d istin ta s u n iversidades inglesas. El o b jetiv o explícito de la o b ra es p ro p o rc io n a r una a lte rn a tiv a co h eren te a lo q ue d en o m in a la n o ció n ale m an a a p rio ri del co n o cim iento h u m an o : «L a noción de que las verdades externas a la mente pueden conocerse m ediante intuiciones o introspecciones m entales, independientem ente de la observación y la experencia, es —y estoy persuadido de ello— el gran apoyo intelectual que reciben las falsas doctrinas y las pernicio­ sas instituciones de nuestro tiem p o ...Ja m á s se h abía in­ ventado un instrum ento asi para consagrar todos los pre­ juicios p rofundam ente arraig ad o s.» (A ut, 216)

C om o se puede ap reciar en este texto, el interés de Mili en co m b atir esta doctrin a no es sólo de índole intelectual sino m oral: la considera errónea pero tam bién c o n traria al progreso de la hu m an id ad . En consecuencia, su Sistem a de lógica defien­ de que to d o conocim iento tiene su origen o procede, en últim a instancia, de la experiencia. D esde este p u n to de vista es indu­ dable que Mili puede considerarse un a u to r em pirista, sin em ­ bargo, en o tro sentido, el p ro p io Mili no se reconoce a sí mis­ m o com o em pirista. Precisam ente sus críticas se dirigen tam bién a lo que considera «la m ala generalización a posteriori», o em ­ pirism o p ropiam ente dicho y co ndena «ese m odo basto y ch a­ pucero de generalización» pro p io del inductivism o de Francis Bacon, que con fu n d e las leyes m eram ente em píricas con las leyes causales. C en trán d o n o s en la m etodología p ro p u esta para las que denom ina ciencias m orales —hoy ciencias sociales— pue­ de quedar m ás clara su p o stu ra. U ltim am ente se ha ab ierto paso la interpretación de que El sistem a de lógica tiene com o fin prim ordial construir el m é­ todo científico de las ciencias relacionadas con el hom bre y la sociedad. No hay que olvidar la influencia que A uguste Com te ejerció sobre M ili. Así, el libro sexto, titu lad o «D e la lógica de las ciencias m orales» sería el p u n to culm inante de la obra. Estas ciencias son disciplinas teóricas, es decir no n o rm a ti­ vas — recordem os que la ética no es p ara Mili una ciencia, por m ucho que hable de ciencias m orales— , y el asu n to rele­ vante es discernir ta n to si son susceptibles de un estudio cientí­ fico com o si pueden co m p artir los m étodos de investigación con las ciencias n aturales. Mili afirm a rá que, en cu an to la con­ ducta individual y social del hom b re presenta regularidades pue­ de estudiarse científicam ente, y sólo hay dos m étodos científicos posibles: la inducción y la deducción. En este sentido preciso, Mili eq u ip ara m etodológicam ente unas ciencias con o tras, pero com o ha arg u m en tad o Diéguez, en su caso esta equiparación no significa una reducción de los fenóm enos sociales a los fenó­ m enos n aturales (1987: 218). En prim er lugar rechaza para las ciencias sociales el m odelo deductivo geom étrico, que consiste en in ten tar deducir la to talid ad de las leyes sociales a p artir de un sólo principio que se adm ite a m odo de axiom a. Princi-

pió que puede ser, entre o tro s, un supuesto c o n tra to social originario o u n a ley de la naturaleza hum ana —com o es el caso de B entham — . El problem a de este m étodo es que ignora el gran núm ero de factores causales que se entrecruzan entre sí y que pueden c o n tra rrestar o an u lar sus respectivos efectos. Pero aún con m ás vehem encia rechaza el valor del m étodo em­ pírico o experim ental, que identifica con la sola inducción: la com plejidad del ob jeto de estudio la to rn a insuficiente. El m étodo ap ro p iad o para las ciencias sociales es el deduc­ tivo, el deductivo directo y el inverso o histórico, en los que tiene un papel im portante la experiencia. El deductivo directo parte de la inducción de leyes generales, deduce de éstas las consecuencias pertinentes, y las verifica de nuevo en la expe­ riencia. El m étodo inverso, el propio de la sociología general, parte tam bién de leyes em píricas de la sociedad, pero su fin es conectarlas deductivam ente con las leyes de la naturaleza h u m an a. Es decir, la experiencia sum inistra los datos y la de­ ducción cum ple las tarea de verificación. P a ra fin alizar este a p a rta d o hay que p o n er de relieve la im p o rta n c ia que Mili concedía al d e sarro llo de la eto lo g ía o ciencia de la fo rm ac ió n del c arácter h u m a n o . U no de sus o b jetiv o s m ás ac ariciad o s fue el de c o n trib u ir perso n alm en te al d e sa rro llo de esta ciencia, y sin em b a rg o , n u n ca llevó aca­ b o su p ro p ó sito . C om o explicación gen eralm en te se ad u ce ta n ­ to la co m p lejid ad de la em p resa, que él m ism o señala en di­ versas ocasiones en su c o rre sp o n d e n cia, com o su en o rm e con­ ciencia — p a ra liz a n te, en este c aso — de «las n u m ero sas pers­ pectivas y niveles de la realid ad so cial.» De ahí q u e, com o señ ala L .S . F euer, de en tre los g ran d es p en sad o res del X IX — H egel, C o m te, M arx— fuese el único que ren u n ció a en u n ­ ciar en un g ran sistem a las leyes de la evolución y el progreso social (1976: 86). C oncibió la etología com o una ciencia de «principios me­ dios», necesaria p ara explicar la relación entre las leyes genera­ les y abstractas de la psicología acerca de la naturaleza hum ana, y el conocim iento que acerca del com portam iento hum ano nos ofrece la experiencia, es decir, las uniform idades o leyes em píri­ cas. V eam os un ejem plo del Sistema de lógica:

«C uando el salm ista se lanzaba a decir que «todos los hom bres son m entirosos» enunciaba un hecho que, en ciertas épocas y p ara ciertos países, puede ser certificado por una larga experiencia; pero no es una ley de la n atu ra­ leza del hom bre el m entir, au nque sea una de las leyes de la naturaleza hum ana que la m entira es casi universal cuando ciertas circunstancias exteriores son dadas univer­ salm ente, en particular las circunstancias que m antienen un tem or y una desconfianza habituales» (S. Lóg, 867) En definitiva, la etología es el estudio de la influencia de las circunstancias externas —instituciones, leyes, educación, cos­ tum bres, c reen cias...— sobre el carácter ta n to individual com o social — hay u n a etología política— y pone de relieve cóm o para Mili el carácter h u m an o , tal y com o hoy lo podem os o b ­ servar, es m ás p ro d u cto del proceso de socialización que de cualquier o tra cosa.

3. 3.1.

La teoría democrática Los fines de las instituciones políticas

U na de las tareas m ás im p o rtan tes de la ciencia política es investigar los fines del sistem a político — o del gobierno, según la term inología de M ili— y descubrir cuál sea el que m ejor los satisface. En Del gobierno representativo, su obra política m ás m ad u ra y sistem ática, Mili define las instituciones políticas com o: « u n a gran influencia que o b ra sobre el espíritu h u m a­ n o y un co n ju n to de com binaciones dispuestas para el m anejo de los asuntos públicos.» (G R, 23) Siendo éstas las características que definen la esfera de lo político, Mili deduce que el m ejor gobierno —sistema político— es el que satisface los dos fines siguientes: la protección de los c iu d ad an os v del bien público y el m ejoram iento de los ciudada­

nos por el desarrollo de sus facultades intelectuales, m orales y activas. Este sistema será, com o veremos a continuación, la de­ m ocracia representativa en alguna de sus form as. A hora bien, de estos dos fines, profundam ente relacionados, puede conside­ rarse que el prim ero se disuelve o está incluido en el segundo. Y es que, la protección del bien público, con su dem anda de com petencia instrum ental y m oral —tan to por parte del propio ap arato político com o por parte de quienes lo m anejan— necesi­ ta lo que Mili denom ina el prim er elem ento de un buen gobier­ no: la virtud e inteligencia de las personas que com ponen la com unidad. Aún así, siempre son preferibles las instituciones m ás justas y eficaces, pero estableciendo una analogía con el sistema judicial —en clara referencia a las insuficiencias de la teoría política b entham ita— , Mili reflexiona sobre el escaso ren­ dim iento que tendría el m ejor de los sistemas judiciales si la policía estuviese corrom pida, lo testigos m intieran y los jueces hiciesen lo que les diera la gana. E n consecuencia, puede afir­ m arse, que en la teoría política de Mili, la democracia como protección de los intereses de los ciudadanos postula la democra­ cia com o desarrollo de sus cualidades específicam ente hum anas. P ara term inar este a p a rta d o hem os de hacer una im p o rtan ­ te observación. C u an d o Mili habla del gobierno representativo «en alguna de sus form as» com o el m ejor sistem a político, quiere expresar en p arte su distanciam iento de la teoría dem o­ crática de Jam es Mili padre —que sólo contem pla las institucio­ nes políticas en su dim ensión de protección— , com o la triviali­ dad —a veces olvidada— de que no todos los sistem as dem o­ cráticos son iguales. De hecho, la teoría dem ocrática de Mili evolucionó notablem ente desde su ju v en tu d hasta su elabora­ ción definitiva, tal y com o aparece en Del gobierno representa­ tivo. Sin em bargo, para algunos autores, si Mili ha sufrido la acusación de ser un utilitarista inconsistente, no tiene por qué preocuparse por la inconsistencia de su teoría dem ocrática, ya que hay un pu n to de vista que une todos sus escritos desde el principio hasta el final. ¿C uál sería este principio? H ay un célebre p asaje de El espíritu de la época —un ensayo de juven­ tu d — en que Mili m antiene que el estado natu ral de la socie­ d ad, es aquel en que el poder y la influencia m oral son habitual

e indiscutiblem ente ejercidos p o r los m ejores. Pues bien, H .J. Burns cita este texto p ara afirm ar su tesis sobre la clave de la unidad del pensam iento de Mili: d u ran te to d a su vida el problem a central de la política fue establecer cóm o un orden social dem ocrático podía realizar m ejor este estado n atural. Es decir. Mili intentó conciliar el principio dem ocrático, que p ro ­ pugna el valor del gobierno de todos con el principio aristo crá­ tico que p ro p u g n a el valor del gobierno de los m ejores. U na tesis sim ilar ha sido sistem atizada p o r D ennis F. T hom pson en su im p o rtan te estudio sobre Mili; reconoce la existencia de tensiones internas en la o b ra del inglés pero las in terpreta com o un fin deliberado de M ili. Estas tensiones se explican por su afan de co m b in ar los valores, ap aren tem en te contrapuestos, de la participación política de los ciudadanos y la com petencia instrum ental y m oral de las élites d en tro de su teoría del gobieno representativo. (T hom pson, 1976)

3.2.

La participación de los ciudadanos

La participación política de los ciu d ad an o s es una condi­ ción necesaria ta n to p ara la protección de sus intereses com o para el desarrollo de un carácter activo y so lidario. Veámos en prim er lugar el desarrollo del arg u m en to de protección. Jam es Mili ya había utilizado este argum ento para deducir m ore geom étrico las bondades del gobieno representativo. De la noción b en th am ita del hom bre com o m axim izador de placer o de utilidades —p a ra lo que se vale fund am entalm ente de la propiedad y el poder político— se concluía que el único sistem a político capaz de proteger a los hom bres frente a la ilim itada rapiñ a de los gobernantes era la dem ocracia representativa. M e­ diante este m ecanism o político, p o r el que los hom bres eligen y deponen gobiernos, los intereses siniestros de los gobernantes quedan frenados, o bien p o r la im posibilidad de ejercerlos o bien p o r su pro p io interés en seguir en el g obierno, con lo que se produce una identificación artificial entre los intereses de gobernantes y g obernados. Jo h n S tuart Mili va a utilizar este m ism o argum ento en

su defensa del gobierno representativo com o m ejor tipo de go­ bierno, pero refo rm ulándolo sobre unas prem isas diferentes a las del u tilitarism o bentham ita. En concreto, Mili in tenta obviar el egoísm o com o factor determ inante de la explicación y norm ativización de la conducta social y política del hom bre. Así, el argum ento de protección no se basa ya en la presuposición de que los gobernantes siem pre tratan de im poner sus intereses siniestros a los gobernados sino que a d o p ta , com o ha señalado Ryan, lo que podem os denom inar una form ulación m ás débil del m ism o (1974: 200). A dem ás esta reform ulación se basa no sólo en una presuposición acerca de la m otivación de los indivi­ duos sino acerca de su conocim iento. P a ra M ili, ta n to en lo que respecta a la m otivación com o al conocim iento, son los individuos o los grupos sociales quienes m ás van a luchar por sus intereses y quienes m ejor saben cuáles son éstos. En conse­ cuencia, p ara legitim ar la dem ocracia representativa ya no es necesario p o stular el egoísm o, «los intereses siniestros» de la clase go b ern an te, sino su falta de m otivación p a ra aten d er los intereses de aquellos que no están representados, y aún existien­ do dicha m otivación, su falta de un conocim iento correcto de su v erdadera problem ática. Así lo argum enta Mili respecto a los intereses de la clase tra b a ja d o ra , las m ujeres y cualquier m inoría. Y rechaza explícitam ente la idea de que el gobierno de una élite ilustrada sea garante suficiente p a ra la defensa de los intereses de todos: «L os derechos e intereses, de cualquier clase que sean, únicam ente no corren el riesgo de ser descuidados cuando las personas a que atañen se encargan de su dirección y defensa». (G R , 35) Sin em bargo, hay que señalar que Mili no es partidario del sufragio universal en las condiciones sociales de la Inglate­ rra de su tiem po. Los criterios que determ inan la exclusión tem poral del sufragio son de índole intelectual y económ ica. Q uienes no sean capaces de leer, escribir y co n tar quedan ex­ cluidos, ya que «la enseñanaza universal debe proceder al sufra­ gio universal» (G R , 103); quienes no paguen ningún tipo de

im puesto tam bién. P a ra Mili estas restricciones están destinadas a convertir el sufragio en un acto responsable de participación política. En prim er lugar el derecho al voto pasa por el deber de tener una opinión política real, y esta opinión difícilm ente puede suponérsele a quien ni tan siquiera puede acceder a los grandes m edios de form ación de la opinión pública, los periódi­ cos. P o r o tro , el sujeto político no sólo debe tener una opinión política fo rm ad a sino un interés au tén tico en la adm inistración económ ica del estado. P ara Mili el pago de im puestos es el m ejor m odo de concienciar a los ciudadanos de que el dinero que se gasta es realm ente el suyo. A h o ra bien, Mili es perfecta­ m ente consciente de la injusticia de hecho que supone la aplica­ ción de estos criterios en la Inglaterra de su tiem po. Y sin em bargo, m antiene que esta injusticia es necesaria para no de­ grad ar la institución del sufragio: el triu n fo de la dem ocracia depende de que el voto sea to m ad o seriam ente p or los ciu d ad a­ nos ya que es la piedra an g u lar del sistem a y p or ahí com ienza la buena edificación del m ism o. T am bién hay que considerar que p a ra Mili la justicia exige que los m edios de acceder a la educación básica estén al alcance de to d o s, gratuitam ente para quien n o tenga m edios económ icos. Y de igual m odo m an­ tiene que el pago de im puestos afecta de hecho, y m ediante los im puestos indirectos, a la práctica to talid ad de la población. Lo negativo de los im puestos indirectos es que no hacen sentir al ciu d ad an o la necesidad de que el gobierno sea cauto con el gasto público, ventaja que sí tiene el im puesto directo. Así, propone la reconversión del im puesto indirecto en directo, u o tro tipo de m edidas q u e p ro p o rcio n en al ciu d ad ano la concien­ cia de que el dinero con el que tra ta el gobierno es el suyo. A unque, com o hem os expuesto, Mili considera el hecho de v o tar un acto de autén tica p articipación política, piensa —si­ guiendo a Alexis de Tocqueville, su m ayor influencia en este tem a (M ueller, 1968)— que un acto aislado y ejecutado cada tanto tiem po, no puede p o r sí sólo desarro llar el sentido cívico del ciu d ad an o . En consecuencia, y com o el francés, va a teo ri­ zar vehem entem ente la necesidad de fo m en tar esta participación a través de la ocupación de cargos públicos p or parte de los ciudadanos.

La defensa de la participación de los ciudadanos en las insti­ tuciones políticas se basa en lo que se denom ina convencional­ mente el argum ento educativo. Sin em bargo esta denominación no debe osurecer el que, para Mili, por medio de la participación política, se desarrollan todas las facultades hum anas y no sólo las intelectuales. En definitiva no sólo los conocimientos, sino un carácter activo, y tam bién, en un primer plano, los sentimien­ tos sociales de los individuos. Es decir, se eleva la competencia instrum ental y moral de los ciudadanos. En prim er lugar, la parti­ cipación política de los ciudadanos desarrolla su carácter activo y su capacidad de autonom ía personal. Y es que, a su juicio, existe una suerte de «incompatibilidad natural» entre el estado de sujeción a la voluntad de otro u otros y el desarrollo de las cualidades propias del autodom inio y la proyección de la indi­ vidualidad. En este sentido, el hom bre o clase social que no dis­ fruta de la opción de participar activamente en la elaboración del destino propio y el de la colectividad, difícilmente puede acce­ der a desarrollar cualidades como la confianza en sí mismo, la disciplina y el afán de superación personal. P ara los hombres que no son a su vez ciudadanos, el gobierno aparece con el mismo carácter de fatalidad que la naturaleza o la providencia. Al no form ar parte del mismo y no poder m odificar sus decisio­ nes —a no ser im plorando, como a los dioses— su carácter se vuelve abúlico o pasivo, resignado en su sentido negativo. Para Mili: «El efecto fortificante que produce la libertad no al­ canza su m áxim o sino cuando gozam os, desde luego, o en perspectiva, la posesión de privilegios no inferiores a los de n adie.» (G R , 42)

Y uno de estos privilegios es el de elegir o poder ser elegi para realizar las tareas propias de los ciudadanos en los gobier­ nos representativos. O tra de las ventajas de la participación política de los ciu­ d ad an o s es el desarrollo de su percepción del bien com ún o interés general. Mili nos lleva a im aginar una situación en que los hom bres tienen un carácter activo pero no pueden participar en la vida pública y política. En este caso, la energía hum ana

se dedicará única y exclusivam ente a conseguir el bienestar físi­ co y el bienestar m aterial. T endríam os al m axim izador de bene­ ficios que pasa por ser el p ro to tip o de hom bre del utilitarism o clásico, pero que desde luego no es el ideal de hom bre m illeano. A hora bien, aquí hay que m atizar que Mili afirm a en algunas ocasiones que este estado social « m aterialista» es positivo — la presencia del carácter activo siem pre es más positiva que el carácter pasivo— , pero lo es en cu an to que p rep ara las condi­ ciones sociales p a ra que su rjan en la colectividad intereses más elevados, de índole intelectual y m oral. Su positividad se centra en el hecho de que es un peldaño en una suerte de escala del desarrollo de las necesidades h um anas. E fectivam ente, la satisfacción de las necesidades m ateriales es p rio ritaria. Sin em ­ bargo, esta situación es negativa en cu an to que el interés del individuo —y el de la fam ilia, añade M ili— aparece com o rival al del resto de la co m unidad. Los individuos se socializan en la idea de que su interés no sólo es distinto al de los dem ás sino opuesto. P ara M ili, si esta condición form ase parte de la naturaleza h u m an a, no d u d aría en engrosar las filas de los teóricos de la dem ocracia com o protección. Y nada más. «Si tal fuera el estado universal y el único posible de las cosas, las aspiraciones m ás elevadas del m oralista y del legislador se lim itarían a hacer de la m asa de la com unidad un reb añ o de ovejas paciendo tranquilam ente unas al lado de las o tra s.» (G R , 43) Pero el hom bre no es u n a oveja, ni siquiera una oveja m axim izadora de utilidades. Si ha llegado a serlo — y no cabe duda de que p a ra Mili b u en a p arte de la colectividad h u m ana lo que m ejo r hace es b a la r— es debido a la influencia sobre el carácter h um ano de la educación y las instituciones. Influen­ cia que en la actualidad invierte la realidad de que el hom bre form a p arte de la co m u n id ad , y el interés público es tam bién el suyo. C o m o afirm a en un pasaje de su Autobiografía: «El enconado egoísm o, que d a fo rm a al carácter ge­ neral de la sociedad en su estado actual está ta n p ro fu n ­

dam ente arraigado, sólo porque to d o el curso de las insti­ tuciones ah o ra vigentes tienden a fom entarlo.» (A ut., 223) El individualism o egoísta no es pro d u cto de una naturaleza h u m an a irreversible, sino de la influencia socializadora de toda la estru ctu ra social. C om o verem os, desde la fam ilia patriarcal h asta las instuciones sociales y económ icas, la m ayor parte de las instituciones contribuyen a difundir la ideología en que los hom bres aparecen com o ap ropiadores y m axim izadores de utili­ dades en p erpetuo conflicto. Y aquí es donde Mili plantea con m ás vehem encia la necesidad de fortalecer la participación polí­ tica de los ciudadanos. El acceso a desem peñar cargos públicos es vital en la tran sfo rm ació n del individuo en ciudadano. Al en tra r en estos cargos el hom bre: «Vese llam ado a considerar intereses que no son los suyos, a consultar, enfrente de pretensiones co ntradicto­ rias, otras reglas que sus inclinaciones particulares; a lle­ var necesariam ente a la práctica principios y m áxim as cuya razón se fu nda en el bien g en e ral,...» (G R , 43). El arg u m e n to ed u cativ o es asim ism o el d efin itiv o c o n tra el buen d é sp o ta . P a ra M ili, la te o ría p o lítica que m antiene que si se pudiese e n c o n tra r un buen d ésp o ta —es decir un ser h u m an o inteligente, tra b a ja d o r y virtu o so en g rad o sum ó­ la m o n a rq u ía d esp ó tica sería la m ejo r fo rm a de go b iern o , es « u n a concepción rad icalm en te falsa y m uy p ern icio sa.» D os son las o b jeciones a esta te o ría . En prim er lugar está la cuestión de que p a ra que ésta fuese la m ejo r fo rm a de g o b ie rn o , n o sólo h a ría falta que el d ésp o ta co n tase con las cu alid ad es an tes señ alad a s, sino que se n ecesitaría un hom bre de cap acid ad es so b reh u m a n a s p a ra ser cap a z de e star in fo r­ m ad o y p o d er d irig ir c o rrec tam en te to d a s las ram as de la a d ­ m in istra c ió n . A ún parecién d o le a Mili p rá ctica m en te insalva­ ble esta o b je c ió n , no es la d efin itiv a en su opo sició n a este tip o de g o b ie rn o . A sí, la su p o n e resu elta, existe tal su p erh o m ­ b re, p a ra p re g u n ta rse cuál seria el resu ltad o de dicho sistem a político: « u n h o m b re de activ id ad in telectual so b re h u m a n a di­

rigiendo to d o s los asu n to s de un pueb lo in telectu alm en te p asi­ vo» (G R , 31) La objeción fundam en tal co n tra la teo ría del buen déspota es la del tip o de carácter h u m an o que se fo rja bajo tal régimen político. C om o vem os, aú n su poniendo vencida la objeción de la eficiencia, el arg u m en to definitivo es u no dispuesto a sacrifi­ car la eficacia o razón in strum ental de un sistem a político en favor de la razón práctica. P ero , com o ha puesto de relieve Dennis F. T h o m p so n , este sacrificio no puede ir más allá de lo necesario. P a ra T h o m p so n , M ili, efectivam ente, busca maxim izar la participación política de los ciudad an os, pero eso sí, sólo hasta el lím ite en que esta participación no interfiera con la necesidad de com petencia p ro p ia de las sociedades com plejas. De ahí que vaya a reflexionar sobre qué instituciones son las idóneas p a ra p ropiciar esta p articipación. Y esto es lo que pasa­ mos a exponer a h o ra , es decir, cuáles son los cauces institucio­ nales ap ro p iad o s p ara m axim izar la participación política del pueblo en el gobierno. P a ra M ili, adem ás del voto, los ciu d ad a­ nos han de actu ar com o ju ra d o s en el sistem a judicial, y, p a rti­ cipar en el deb ate público a través de la prensa y las revistas, ya com o lectores o com o editores. A h o ra, el lugar m ás a p ro p ia­ do p a ra m axim izar la p articipación política de los ciudadanos es el de los gobienos locales. P a ra el inglés resultaría im posible exagerar la im portancia de estos cauces de participación, ya que contribuyen a la interrelación de las élites y el pueblo, relación que siem pre es m ás escasa de lo desable. Así, refirién­ dose a la com posición de estos p arlam entos escribe: «Es im p o rtan te, rep ito , que cada uno de ellos co n ten ­ ga p arte de los espíritus superiores de la localidad, que de esta suerte se hallan en co n tacto p erpetuo (contacto de los m ás útiles) con los espíritus inferiores, recibiendo de los últim os el saber profesional local, y com unicándo­ les en cam bio algo de sus ideas m ás elevadas y de sus m iras m ás ilustradas y extensas.» (G R , 174-5) E fectivam ente, la interacción es positiva p ara las dos partes en cu an to que am bas tienen algo que apren d er de la o tra . En

este caso parece que la com petencia instrum ental cae del lado del pueblo y sólo la m oral del lado de la élite. Y la im portancia de esta interacción no debe infravalorarse, ya que rara vez se da espontáneam ente en las sociedades. Mili tiene una gran con­ fianza en la influencia c o n ju n ta que sobre el más com ún de los m ortales puede tener la com binación de la participación política ju n to con el ejem plo m oral de la élite. P ara subrayar la relevancia de esta com binación va a utilizar la m etáfo ra de la participación política com o escuela de ciudadanía. Si esta participación es una auténtica escuela, es bien sabido que una buena escuela se caracteriza tan to por la presencia de alum nos com o de profesores. Sería entonces notoriam ente ridículo pres­ cindir en este caso del profesor: de la élite intelectual y m oral. Finalmente, Mili va a extender la m etáfora exponiendo muy claram ente su visión de cuáles sean los límites, tanto por defecto com o por exceso de la intervención del gobierno de cara a la edu­ cación y desarrollo de los ciudadanos. El gobierno que quiere ha­ cerlo todo es como un maestro que sustituye a sus alum nos y con­ testa a todo por ellos: es muy popular, pero a costa de no enseñar nada. A hora, su opuesto, un gobierno que se abstiene de hacer todo lo que pueden realizar por su cuenta los ciudadanos, tam po­ co enseña nada, es a su vez como una escuela sin maestro.

3.3.

La competencia de las élites

Los rasgos elitistas de la teoría de Mili responden a la idea de que u n a sociedad que no coloca a sus m ejores hom bres y m ujeres a la cabeza de sus instituciones m ás im portantes es, com o diría el sociólogo Daniell Bell «un ab surdo sociológico y m oral». Según las palabras de Mili: «N o es útil, sino perjudicial que la C onstitución pro­ clam e a la ignorancia y a la ciencia con iguales títulos a g o b ern ar el país». (G R, 111) O dicho en clave m oral: no es bueno que la dem ocracia proclam e la bajeza m oral o el egoísm o y la virtud con iguales

títulos a g o b ern ar el país. Q ue los hom bres sean considerados iguales en función de la dignidad inherente a to do ser hum ano, tiene que ser un principio com patible con la deferencia volunta­ ria hacia las cualidades superiores de o tro s seres hum anos. Esta es para Mili una base necesaria de la convivencia y el progreso dem ocráticos, m arcar un cam ino de excelencia, y es la élite intelectual y m oral quien puede y debe liderarlo. Dos peligros acechan a la dem ocracia representativa: el pe­ ligro de un b ajo nivel de inteligencia y p ersonalidad en el cuer­ po representativo, y el de una legislación de clase por parte de la m ayoría num érica. Y la función de la élite es la de p ro te­ ger a la dem ocracia de am bos m ales, del prim ero con su com pe­ tencia in strum ental, del segundo p o r su com petencia m oral. La com petencia instrum ental hace referencia a la necesidad de que ciertas tareas políticas sean realizadas p o r expertos debido a su obvia com plejidad. E n tre estas tareas están la legislativa y la adm inistrativa. Al pueblo o al parlam en to le corresponde encargar, a p ro b a r y suspender leyes, pero no elaborarlas. Es a los expertos a quienes co rresponde descubrir los m ejores m e­ dios p ara alcanzar lo fines propuestos. A h o ra, en la cuestión de los fines tam bién le co rresponde —en función de su com pe­ tencia m o ral— un im p o rtan te papel a la élite m illeana. P ara Mili el papel del p arlam en to es doble. P o r un lado, deliberar y en co n trar fines que respondan al interés general. Y después, una vez seleccionados los m ejores fines, co n trolar al gobieno p ara que los aplique. A hora bien, ¿cóm o es posible descubrir el interés general?. El p ro b lem a se le presenta a Mili porque no cree ya en una arm o n ía prestablecida entre el interés de la m ayoría y el interés general, y aquí es donde surge el papel de la élite: m oderar el poder ab so lu to de las m ayorías. «Los que poseen un poder absoluto sobre todo, sean uno solo, un pequeño o gran núm ero, no tienen necesidad de las arm as de la razón; pueden hacer que prevalezca su simple voluntad; y gentes a quienes no se puede resistir están ordina­ riamente demasiado satisfechas de sus propias opiniones para hallarse dispuestas a cambiarlas, o a escuchar sin impaciencia a quien procure convencerlas de su error». (GR, 112)

La dem ocracia debe protegerse de esta situación que asfixia las posibilidades de que hable la razón, y a través de ella, el interés general. P a ra ello, la situación ideal de poder en la que debe encontrarse una m ayoría cualquiera es ser lo sufi­ cientem ente p oderosa com o para hacer prevalecer la razón y no lo b astan te para im ponerse c o n tra la razón. L a solución vendrá, en parte, de la élite intelectual. Y es que dicha élite tiene entre sus diversas cualidades dos que la capacitan esplén­ didam ente p a ra que, con su activa presencia, el parlam ento sea el lugar d onde se ponga de m anifiesto el interés general. P o r un lado las élites no tienen intereses siniestros, únicam ente están interesadas en el bien com ún. E sta situación propicia el que se conviertan en el árb itro entre las dos clases contendien­ tes, o entre cualquier tipo de intereses co n trapuestos que se enfrenten en el parlam ento. Mili prevé que cuando las propues­ ta de la m ayoría sean razonables, es decir, estén de acuerdo con el interés general, serán ap ro badas; pero si no es éste el caso, la élite utilizará o bien sus capacidades persuasivas o bien, —si las anteriores no resultasen— el poder de sus votos aliados a los del p artid o de oposición para im pedir que triunfe el inte­ rés de la m ayoría. A parte de su carencia de intereses siniestros, la o tra virtud de las élites es la posibilidad de llevar al parla­ m ento p osturas intrépidas y originales. E n este sentido, Mili posee u n a confianza casi ab so lu ta en la razón, y p o r tanto en la función y el poder de persuasión de las élites intelectuales. D e to d o lo dicho se desprende la necesidad de diseñar insti­ tuciones que perm itan ta n to su representación com o su partici­ pación política. Mili propone dos m ecanism os institucionales p a ra la representación de las m inorías. En prim er lugar, está la p ro p u esta de ad o p tar el sistem a electoral diseñado por su con tem p o rán eo T hom as H aré. El rasgo principal de este siste­ m a es el de la representación p ro p o rcional frente a la represen­ tación m ay o ritaria vigente en Inglaterra. C on la adopción del sistem a de H aré quedarían representadas todas las m inorías, y por ta n to , com o ha m antenido m antenido R .W . K rouse, no es en principio una m edida elitista (1982: 509-37). Sin em bargo la gran preocupación de Mili es la representación de una m ino­ ría especial: la élite intelectual y esto lo atestigua la o tra refo r­

m a institucional que veía com o altern ativ a a la de H aré: el voto p lural. El voto plural consiste en o to rg ar un voto a cada ciudadano y m ás de un voto a ciertos ciudadanos especialm ente cualificados según un criterio de excelencia. Este criterio es la capacidad m ental o intelectual. A h o ra bien, ¿cóm o m edir la capacidad m ental de los ciudadanos? En su discusión sobre la conveniencia del voto plural, Mili m uestra su total oposición a que éste se oto rg u e de acuerdo con un criterio económ ico. La razón es que la riqueza, au n q u e teóricam ente podría ser el testim onio de una m ayor capacidad m ental, generalm ente y en la práctica no lo es. Es m ás, p ara Mili es m uy im portante que hasta el individuo m ás p obre de la nación pueda, si de­ m uestra su com petencia, acceder al voto p lural. El criterio ideal para acceder a m ás de un voto sería un exam en general, pero com o quiera que Mili no percibe su viabilidad inm ediata, p ro ­ pone sustituirlo p o r el de la ocupación o tra b a jo de los indivi­ duos y los títu lo s universitarios. A sí, un m aestro es más inteli­ gente que un o b rero , un cap ataz m ás que un tra b a ja d o r o rd in a­ rio y éste últim o más que un jo rn a le ro ... naturalm ente. Mili, cauto , señala la necesidad de evitar que se com etan fraudes, y m uy en su línea, p ro p o n e que la concesión del voto plural se supedite a un m ínim o de tres años ejerciendo la profesión (im aginam os que con éxito). A h o ra bien, la dem ocracia com o instrum ento de progreso no sólo exige que la m oral constitucional consagre la m ayor valía de la sabiduría y la v irtu d , sino que los gobernantes y los representantes estén investidos de estas cualidades. En este sentido, u no de los peligros m ás im po rtan tes a los que se en­ frenta la dem ocracia es el de la creciente m ediocridad de los representantes. Lo que difícilm ente p o d ía suceder en la dem o­ cracia clásica, —que un Pericles pasase desapercibido— , es la norm a en la civilización m o d ern a. P ara avalar la verdad de este juicio Mili aduce la p ru eb a de la opinión pública, según la cual cada vez es m ás difícil que accedan al p arlam ento los hom bres que sólo poseen talen to y reputación; y la experiencia del pueblo am ericano, país del que afirm a que los más hábiles están excluidos de la representación nacional y las funciones públicas lo m ism o que si sufrieran las consecuencias de una

«incapacidad legal.» Seguram ente, el dicho p o pular de que «la prueba de que cualquiera puede llegar a presidente de los E sta­ dos U nidos la tenem os en su propio presidente», a Mili no le h aría n inguna gracia, au n q u e lo aceptaría com o atinado. Esta incapacidad legal proviene en parte de los fallos de los mecanismos representativos, pero también del papel, cada vez más preponderante, de los partidos en el proceso electoral. El modo más seguro de adquirir un puesto en el Parlam ento es mediante un partido político. Pero los grandes partidos nunca ponen en cabeza de sus listas a las personas más eminentes, sino a personas totalm ente desconocidas. La razón está en que las grandes indivi­ dualidades por fuerza tienen que tener opiniones o ideas que no contenten a todas las facciones, y el program a com pleto de un partido sólo puede ser defendido «por un hom bre que carezca de originalidad, de opiniones conocidas, a excepción del program a del partido». Mili señala la peligrosa tendencia de que las perso­ nas más eminentes, su élite, se inhiban de la vida política: «Es un hecho reconocido que en la dem ocracia am e­ ricana, constituida sobre ese erróneo m odelo, los indivi­ duos más em inentes de la com unidad, exceptuando aque­ llos que están dispuestos al sacrificio de sus opiniones y m an era de pensar, viniendo a ser los órganos serviles de sus inferiores en saber, no o p ta n al C ongreso ni a las legislaturas de los estados; tan cierto es que no tienen ninguna p ro babilidad de ser elegidos.» (G R , 91) A lgunos de los intérpretes de Mili han acentuado las di­ m ensiones elitistas de su teo ría política, —o tro s, claro está, su énfasis participativo— y le han acusado de reducir la política o bien a una cuestión de planificación que com pete a unos expertos o bien a un m étodo por el que la élite ilustrada im pone su concepción de la vida buena a todos los hom bres. Así lo han arg u m en tad o M . Cow ling, S. Letwin y D .N egro Pavón entre otro s. Sin em bargo, y a pesar del fundam ento de estas interpretaciones, hay que tener en cuenta que el propio Mili alertó c o n tra los peligros de la pedantocracia com tiana, cuya p ro p u esta calificó de liberticida. A dem ás, sus rasgos elitistas

no pueden hacer olvidar el énfasis que pone en la participación política de los ciudadanos. P o r últim o querem os hacernos eco de la interesante p o stu­ ra de Kendall y C arey respecto al elitism o de Mili (1968: 20-39). P ara estos autores está claro que Mili no identifica a su élite con la clase d o m in an te y que sus cualides no son sólo de tipo intelectual sino de lo m ás variadas. Sin em bargo, han puesto de m anifiesto el hecho de que M ili, ya sea de una m anera consciente o inconsciente acaba subsum iendo los diferentes ras­ gos que caracterizan a los m iem bros de la élite en uno sólo: el nivel de instrucción intelectual o de conocim ientos de los individuos. H an llegado así m ism o a la conclusión de que este notable acto de prestidigitación, p o r el que las cualidades m o ra ­ les de la élite se subsum en en el nivel de educación, y en últim a instancia en la posesión de un títu lo universitario, prefigura una época entera de la teoría política m o d ern a, la de las teorías elitistas de la dem ocracia. A h o ra bien, Kendall y C arey recono­ cen que acu sar a Mili de elitista constituye una extraordinaria sim plificación de su pensam iento, pero , a su juicio, esto no im pide que su o b ra Del gobierno representativo haya m odelado el esqueleto teórico del pensam iento elitista co ntem poráneo, di­ vidiendo a los ciud ad an o s, to d o s iguales en principio, en la m inoría com petente y la m ayoría m enos com petente. P ara finalizar, sólo señalar o tra im p o rtan te característica que Mili atribuye a las élites y que tratarem o s en el siguiente capítulo. F rente a su pesim ista análisis en to rn o a la progresiva prepon d eran cia de u n a opinión pública dom esticada y de la unifo rm id ad y m ediocridad sociales —con el consiguiente estan­ cam iento vital y m o ra l— , las élites, con sus diferentes «experi­ m entos de vida», tienen un papel decisivo en el progreso hum a­ no: el enriquecim iento de la felicidad h u m ana.

4.

Consideraciones sobre la econom ía y la emancipación de las mujeres

Principios de econom ía política, publicada en 1848, tuvo, com o El sistema de lógica, un éxito inm ediato. Mili concibe

la econom ía com o una ram a de la ciencia social, por lo que n o se puede h ab lar de la validez de las leyes económ icas inde­ pendientem ente de las condiciones sociales. Su form ación económ ica fue la del liberalismo clásico: Smith y R icardo. Este fue el m arco general en que se desarrolló su teo ría económ ica, pero con im portantes reform as de índole so­ cialista. E stas reform as se deben fundam entalm ente a dos cau ­ sas. P o r un lado, y com o ya señalam os en el capítulo prim ero, su conocim ento del socialism o utópico le llevó a desechar el absolutism o de principios económ icos com o la propiedad priva­ da; por o tro , a la fuerte indignación m oral que le producía la situación del p roletariado. Mili nunca ab an d o n ó la idea de que la com petencia individual era un m otor de progreso econó­ m ico y social, pero no apoyaba la concepción del hom bre com o un m axim izador de bienes. La solución que encontró fue com ­ binar un sistem a capitalista de producción con un sistem a socia­ lista de distribución; ya que, en el capitalista, la distrubición del p ro d u cto se realiza «casi en proporción inversa al tra b a jo realizado.» En u n a de sus cartas tard ías, en 1869, Mili especifica que la em ancipación de la m ujer y la producción en cooperativas son los dos grandes cam bios que regenerarán la sociedad. De la relevancia y centralidad que atribuye al principio de igualdad sexual en su proyecto de reform a de la h u m anidad, tratarem o s am pliam ente en el cu arto capítulo. A hora nos centrarem os bre­ vem ente en la im portancia que atribuye a las cooperativas de producción. P ara M ili, la sociedad de clases es un estado tran sito rio en la evolución de la hum anidad. El hecho de que exista una clase de trab ajad o res y o tra de no trab ajad o res es tran sito rio , p orque en un estado m oral avanzado «to d o s deben tra b a ja r» . D esde este presupuesto, Mili considera en sus Principios de eco­ nomía política y con la colaboración directa de T aylor, la situa­ ción fu tu ra de la clase tra b a ja d o ra. A su juicio, el acceso de los obreros a la educación y a la m ilitancia sindical y política tiene dos consecuencias im portantes. En prim er lugar, conseguir una distribución más ju sta de la producción; y, en segundo lugar, y en coherencia con su concepción de la individualidad,

le resulta inconcebible que individuos educados en el valor de la au to n o m ía estén to d a su vida dispuestos a vivir com o tra b a ­ jadores asalariados. Seguram ente, a m edida que aum ente la edu­ cación de los ob rero s, se desarro llará u n a tendencia a consti­ tuirse en sus propios p a tro n o s, pro d u cto res independientes. A h o ra bien, p a ra M ili, esta independencia es un paso pre­ vio en el desarrollo de la au to n o m ía de la clase tra b a ja d o ra , pero no es un ideal en sí m ism o. El principio de la independen­ cia es sustituido p o r uno superior, ya que no es el aislam iento, sino la asociación, el principio que debe regular todas las rela­ ciones hum anas: « P e ro si lo que se desea es que se desarrollen el espí­ ritu público, los sentim ientos generosos, la justicia y la igualdad, la escuela en que se fom entan todas estas cuali­ dades es la de la asociación no la del aislam iento. La finalidad del progreso no debe ser tan sólo la de situar a los seres h um anos en condiciones de que no tengan q ue depender los unos de los o tro s, sino perm itirles tra b a ­ ja r los unos con o p ara los o tro s, unidos por relaciones que no en trañen su b o rd in ació n .» (P E P , 653) En los Principios.., Mili explica con detalle el funciona­ m iento y el éxito de num erosas experiencias cooperativas. Y aunque observa su progresiva im plantación com o una tendencia em pírica y real de su tiem po, piensa que debe ser apoyada y refo rzad a, pues, com o se puede ap reciar en el texto an terior, la cooperación económ ica d o ta a los tra b a ja d o res del m ism o tipo de educación que la participación política: prom ueve «el espíritu público, los sentim ientos generosos, la justicia y la igual­ d ad .» A este respecto, C olom er h a señalado que «la idea de cooperación desem peña en el pensam iento de Mili un papel relativam ente sim ilar a la sim patía de H um e o la benevolencia de B entham (1987: 62).

SOBRE LA LIBERTAD

Suele afirm arse que, au n q u e Mili sólo hubiera escrito esta o b ra, con ella se hubiese g aran tizad o un puesto im portante en la historia de las ideas. Y, efectivam ente, esta pequeña o b ra, escrita con vigor y apasio n am ien to intelectual, figura com o un clásico en la defensa de la lib ertad, ta n to p a ra el desarrollo y felicidad individuales com o p ara el progreso social. Mili com ienza el ensayo especificando muy claram ente que el o b jeto de su reflexión no es el e statu to m etafísico de la libertad h u m an a o la dialéctica entre determ inism o y libertad. A unque este p roblem a nunca dejó de interesarle —tal y com o relata en su Autobiografía (A ut, 170-1)— el o b jeto de este ensa­ yo es el de la libertad social, problem a que plantea en los siguientes térm inos: cuál es la n aturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítim am ente la sociedad sobre el individuo. A su juicio, éste es ya y ha de ser uno de los problem as c ap ita­ les de to d a filosofía política, y muy especialm ente de to d a teo ­ ría dem ocrática. El antag o n ism o entre pod er y libertad es tan antiguo com o la h u m an id ad , pero en las sociedades dem ocráticas se presenta b ajo nuevas condiciones. En la an tigüedad, la libertad se conce­ bía com o protección frente al poder político, ya que se p artía del presupuesto de que los g o bernantes y los gobernados tenían intereses antagónicos. El p oder político se consideraba necesario pero peligroso, de ahí el carácter legítim o de sus límites frente al pueblo. Sin em bargo, con el triu n fo de la dem ocracia se presupone que los gobernantes dejan de ser los oponentes de

la com unidad p ara pasar a ser los delegados de su voluntad. Y de ahí, lógicam ente, se concluye que el pueblo no necesita protegerse frente a sí m ism o, la necesidad de poner lím ites al pod er político se debilita o queda deslegitim ada. P a ra Mili esta idea podía tener sentido cuando el poder del pueblo no era m ás que un rem oto sueño, pero, ah o ra que la dem ocracia ha triu n fa d o en diferentes países, se en frenta a nuevos e insospe­ chados problem as. C om o observa m agistralm ente: «E n las teorías políticas y filosóficas, com o en las personas, el éxito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera m o strado a la observación». (SL, 58) En este sentido, uno de los grandes defectos o debilidades de la teoría dem ocrática es el de haber asociado la voluntad del pueblo a la voluntad de la m ayoría, cu an d o , para em pezar, esa m ayoría —el pueblo— puede desear oprim ir a una parte de sí m ism o. Así planteado el problem a, Mili observa cóm o el poder de la m ayoría no se realiza sólo por m edio de actos políticos. La tiran ía de la opinión pública puede ser m ucho m ayor que la del poder político ya que, aun q u e sus penas sean m enos graves son más sutiles y tienen un area de influencia infinitam ente m ayor. A dem ás, del hecho de que u n a opinión sea m ay o ritaria no se sigue lógicam ente la verdad o la bondad de la m ism a. G eneralm ente, estas opiniones se basan m ás en la costum bre y en el sentim iento que en la razón. « P o r esto no basta la protección co n tra la tiran ía del m agistrado. Se necesita tam bién protección co n tra la tiran ía de la opinión y sentim iento prevalecientes; co n tra la tendencia de la sociedad a im poner, por m edios distin­ tos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas com o reglas de conducta a aquellos que disienten de ellas; a ah o g ar el desenvolvim iento y, si fuera posible, a im pedir la form ación de individualidades originales y a obligar a to d o s los caracteres a m oldearse sobre el suyo p ro p io .» (SL, 59-60)

Así pues, el objetivo del ensayo será el de en co n trar los límites de la intervención coactiva —ya sea física o m o ral— de la opinión pública, de la m ayoría, sobre el individuo. Estos límites son definidos p o r el principio de libertad. El principio de libertad en una de sus form ulaciones expresa que: «El único fin p o r el cual es justificable que la h u m an id ad , individual o colectivam ente, se entrom eta en la libertad de acción de uno cu alquiera de sus m iem ­ b ros, es la p ro p ia p ro tecció n ...es evitar que perjudique a los dem ás. Su propio bien, físico o m o ral, no es ju stifi­ cación suficiente. N adie puede ser obligado ju stifica d a­ m ente a realizar o no realizar d eterm inados actos, porque eso fuera m ejor p ara él, p orque le haría feliz, porque en opinión de los dem ás, hacerlo sería m ás acertado o m ás ju s to .» (SL, 65) Este principio es redefinido p osteriorm ente com o el que afirm a: en p rim er lugar, «que el individuo no debe cuentas a la sociedad p o r sus actos en cu an to que éstos no se refieren a los intereses de ninguna o tra p ersona, sino a él m ism o», y, en segundo lugar, «que de los actos perjudiciales para los intereses de los dem ás es responsable el individuo» y en este caso la sociedad sí está plenam ente ju stificad a p a ra sancionar al individuo» (SL, 179-180) L a prim era dificultad a la h o ra de en carar el principio de libertad es qu e, c o n tra la opinión de Mili al respecto, de «sencillo» n o tiene nad a. De ah í que el deb ate en to rn o al m ism o en la actualidad sea particu larm en te interesante. Pero sí existe cierto consenso respecto a lo que han sido errores m anifiestos de interpretación del principio. V eam os uno de es­ tos errores. A nadie se le escapa que este principio parece basarse en una distinción ta ja n te entre dos áreas de la acción hum ana: el área de las acciones que conciernen sólo al agente sujeto de la acción y el área de las acciones que conciernen a otros adem ás del agente. De ahí que num erosas críticas a Mili se hayan b asado en la suposición de que el principio de libertad

depende p a ra su validez de que haya acciones que no tengan consecuencias sociales, y que esto últim o es falso; luego, el principio lo es m ás todavía. C om o afirm ó Fitzjam es Stephen, uno de sus tem pranos y avispados críticos, la distinción anterior es tan a b su rd a com o in te n tar distinguir entre «acciones que tienen lugar en el tiem po y acciones que tienen lugar en el espacio», o com o rem achaba otro: «ninguna acción, por íntim a que sea, está libre de consecuencias sociales.» E sto resulta tan evidente que es fácil d u d ar de que Mili no cayera en la cuenta. Y, efectivam ente, C . Rees, en su ya clásico tra b a jo en pro de la revisión de Mili apela al gran senti­ do com ún del inglés para cuestionar que aceptase tal distinción entre las acciones (Rees, 1 ed.1960— 1985). M ás concretam ente, Rees alega que el fallo de los críticos de Mili está en no haber observado correctam ente la fo rm a en que utiliza las palabras a lo largo de to d a la o b ra. Rees distingue entre hablar de «ac­ ciones que afectan a o tros» y «acciones que afectan a los intere­ ses de los o tro s.» Y lo que Mili realm ente defiende es que, aunque efectivam ente, no se puede hablar de un área de la acción hum an a que afecte sólo a uno m ism o o no tenga conse­ cuencias p ara los dem ás, sí se puede hab lar de acciones que no afectan los intereses de los o tro s, donde estos intereses equi­ valen a los derechos hum anos o m orales. P ara este tipo de acciones, aunque Mili contem pla la persusasión com o m étodo de legítim a injerencia, en últim a instancia solicita una total libertad negativa: el derecho del individuo a hacer con su vida lo que le dé la gana. P o r ejem plo, el principio de libertad prohíbe sancionar la conductas extravagan­ tes o au to destructivas m ientras no perjudiquen los derechos aje­ nos. N o existe un criterio legítim o p ara im pedir que una perso­ na se em borrache a diario si esa es su voluntad; sólo en el caso de que la em briaguez le lleve a a ten ta r c o n tra los dem ás p o d rá ser sancionado. Pero Mili aclara que no se sanciona su alcoholism o sino sus m alos trato s, su introm isión con los dere­ chos ajenos. Y esta puntualización es crucial para el principio de libertad: d eterm inar cuales son estos derechos hum anos bási­ cos. P o rq u e este principio —ju stam e n te— se opone a la dem an­ d a de la opinión pública de proscribir cuantas conductas no

le agraden alegando que lesionan sus derechos. Se opone a quien alega, p o r ejem plo, que ver b o rrachos por la calle lesiona sus derechos, o que la venta de p o rn o g rafía lesiona sus dere­ chos, o que la existencia de ciertos tipos de relaciones sexuales lesiona sus derechos. P a ra M ili, desde esta lógica — la lógica del perseguidor— , no hay violación de la libertad que no se pueda ju stificar. A h o ra bien, p ara la co rrecta com prensión del principio hay que insistir en que, p a ra M ili, cualquier o tra vía no coactiva p a ra m odificar la cond u cta ajena queda abierta. La razón y la discusión q u edan abiertas com o fuerzas persuasi­ vas. Y, adem ás, esta d o ctrin a sólo es válida p ara seres en la m adurez de sus facultades: seres capaces de m ejorar por la vía de la discusión libre y pacífica. Los niños y los locos están tem poralem te excluidos del principio. P or últim o, señalar que algunos críticos han incidido en que la defensa m illeana de la libertad se basa en argum entos no uilitarios, ya que m axim izar la libertad puede fru strar la consecución de la m áxim a felicidad p ara el m ayor núm ero. Sin em bargo, Mili afirm a explícitam ente que el principio de libertad se fu n d am en ta en el principio de utilidad entendido en sentido am plio; es decir, en la utilidad basad a en «los intereses perm a­ nentes del ho m b re com o un ser progresivo». (SL,67)

2.

Libertad de expresión. La verdad

En las dem ocracias, el problem a en to rn o a la libertad de expresión tam bién se presenta b ajo nuevas condiciones. El tem a central no es ya la defensa de la libertad com o un derecho del pueblo co n tra un supuesto poder despótico, sino cuestionar el derecho del pro p io pueblo a asfixiar opiniones contrarias a él o a la m ayoría de su opinión pública. ¿E stá el pueblo legitim ado p a ra ap lastar opiniones que disientan con la suya? Mili será así de ta ja n te a este respecto: «Si to d a la h u m an id ad , m enos u n a persona, fuera de una m ism a o p in ió n , y esta persona fuera de opinión co n tra ria , la h um anidad seria tan in ju sta im pidiendo que

hablase com o ella m ism a lo sería si teniendo poder bas­ ta n te im pidiera que h ab lara la h u m an id ad .» (SL, 77) En este texto puede apreciarse la defensa a ultranza que Mili realiza de la libertad de expresión, libertad que reivindicará p ara las opiniones o argum entos que se consideren claram ente falsos o incluso nocivos p a ra el orden social. Esta defensa se fund am en ta en la asunción radical de la falibilidad hum ana ju n to con la consideración de que to d a negativa a la discusión de una idea im plica una presunción de infalibilidad. Ni el hom ­ bre individual ni la sociedad son infalibles; de hecho, la historia nos m uestra u n a y o tra vez que lo que en su día fueron verda­ des absolutas p ara hom bres de clara y penetrante inteligencia, o incluso p ara sociedades enteras, posteriorm ente se reveló como erro r y falsedad. P ara M ili, uno de los casos m ás claros es el de la justificación de la esclavitud en su ad m irad a G recia. N o es pues la inteligencia una facultad a la que podam os confiarn o s ciegam ente. P ara M ili, si a algo puede atribuírsele que la acción y el pensam iento hum ano no sean m anifiestam en­ te peores de lo que son, es decir si existe el progreso o un p redom inio de la lo racional sobre lo irracional, es debido a o tra facultad hum ana: la capacidad de corregir los errores. Ahora bien, esta perfectibilidad no se d a sólo en función del razona­ m iento ab stracto sino gracias a la libre discusión y la experien­ cia. Las opiniones y las costum bres falsas ceden gradualm ente ante los hechos y los argum entos, pero los hechos, la experien­ cia, no h ablan p o r sí m ism os, sólo m ediante discusión se inter­ p reta la experiencia. Así, esta facultad del juicio hum ano de p asar del erro r a la verdad es la fuente del progreso hum ano y social, y el único m edio p a ra que se desarrolle es una libertad de expresión absoluta: la única m anera que tiene el hom bre de acercarse al conocim iento to tal de un ob jeto o situación es oyendo to d o lo que pueda ser dicho p o r él por personas de todas las opiniones. Desde el m om ento en que no se acepta la revelación de la verdad, ni por vías divinas ni intuitivas, no hay o tro cam ino para la búsqueda de la verdad o de la sabiduría. Este cam ino cierra la posibilidad de m antener verda­ des infalibles, pero no lleva al relativism o, o al m enos no a

un relativism o extrem o. P a ra M ili, existe un cierto grado de certeza com patible con la falibilidad h um ana: el que se puede lograr exponiendo y c o n trastan d o públicam ente las teorías que se consideran verdaderas. En consecuencia, no es posible censu­ rar opiniones en función de su falsedad, ya que esto lleva im plí­ cito una presunción de infalibilidad por parte de quien así las juzga. A dem ás: «Existe la m ás grande diferencia entre presum ir que una opinión es verd ad era, p orque o p o rtu n am en te no ha sido re fu ta d a , y suponer que es verd ad era a fin de no perm itir su refu tació n .» (SL, 80) En este sentido se puede ap reciar m ejor la afirm ación de Mili de que las opiniones y las teorías no pueden considerarse propiedad privada de las personas, sino patrim o nio de la hum a­ nidad. Y, p o r ta n to , cuando se obliga a callar a alguien, esto no es un ate n ta d o co n tra la persona individual, sino contra la h u m an id ad , la presente y la fu tu ra , co n tra los que com parten esa opinión y co n tra los que disienten de ella. La segunda objeción co n tra la libertad to tal de expresión afirm a que, independientem ente de su verdad o falsedad, hay opiniones que son nocivas p ara la sociedad, o dicho de o tra m anera, hay creencias indispensables p a ra el bienestar social. P ara M ili, en esta segunda objeción la infalibilidad no ha hecho m ás que cam biar de sitio. Y, es que, la utilidad de una opinión es en sí m ism a m ateria tan opinable y discutible com o la opi­ nión m ism a. P o r o tro lado, d en tro del u tilitarism o perfeccionis­ ta de M ili, la verdad de u n a opinión es p arte de su utilidad. Así lo argum enta más extensam ente en su o b ra La utilidad de la religión, donde, au n q u e el título del libro pueda sugerir lo co n trario , Mili ataca a tod o s los que defienden que la reli­ gión aunque falsa es de gran utilidad social. P ara el filósofo inglés, por convencida que esté la opinión pública de un país de la inm oralidad e im piedad de una d o c tri­ na determ in ad a, si prohíbe su expresión se convierte en una sociedad m ás peligrosa que la creencia proscrita. E sta tesis se apoya en num erosos ejem plos de la historia: los pueblos que

han albergado estas convicciones han sido justam en te los que han originado las terribles persecuciones que causan el asom bro y h o rro r de la hum anidad. Sócrates y Jesús son figuras em ble­ m áticas de personas condenadas p o r inm oralidad e im piedad. Existe aún una tercera objeción co n tra la libertad de expre­ sión que merece la pena destacar. Es la de quienes, utilizando tam bién los ejem plos de Sócrates o Jesús, m antienen que la persecución de las ideas es u n a p rueba de fuego para su verdad. Estos dos hom bres ejem plares fueron sacrificados por sus creen­ cias, pero éstas, lejos de m orir con ellos han term inado im po­ niéndose en el m undo debido a su verdad. Este argum ento a favor de la intolerancia afirm a que los filtros legales —la censu­ ra, la intolerancia— h arán que sólo pase la verdad y, sin em ­ bargo, d ejarán sepultados los errores y sus posibles consecuen­ cias perniciosas. En definitiva, la persecución no puede hacer d añ o a la verdad. P a ra Mili: «E ste aserto de que la verdad triu n fa siem pre de la persecución es una de esas falsedades que los hom bres se van transm itiendo de unos a o tro s, hasta llegar a ser lugares com unes, a pesar de que la experiencia los rechaza p o r co m p leto.» (SL, 90) M uy al c o n trario , Mili cita diversos ejem plos históricos que dem uestran que las persecuciones bien organizadas han triu n fa ­ do siem pre. A su juicio, la única cualidad de la verdad es que si bien puede ser extinguida num erosas veces, siem pre vuel­ ve a reaparecer. En u n a segunda parte de su argum entación, Mili tra ta de dem ostrar que la ausencia de libertad no sólo perjudica al desrrollo intelectual sino que trae consigo un im p o rtan te prejuicio m oral. C on este fin, invita a considerar la hipótesis de que las opiniones recibidas sean verdaderas, para reflexionar sobre cuál es el valor de la verdad cuando se convierte en una doctri­ na rutinariam ente asum ida. U na teoría —se está refiriendo a teorías sociales y políticas— que no tiene enem igos dialécticos, que no es puesta en cuestión una y o tra vez, se convierte en un dogm a o una superstición m ás, aunque, eso sí, «casualm ente

expresada en las p alabras que enuncian una verdad.» Mili se refiere al código m oral cristiano y a su asunción por parte de los creyentes. N o se puede d u d a r de que p ara la m ayoría de los fieles las m áxim as que prescribe su religión son verdade­ ras y sagradas, y sin em bargo, ¿cuántos ju zg an su conducta individual de acu erd o con dichas m áxim as? L a causa de esta relajación m oral está en la recepción colectiva y pasiva de o p i­ niones que se aprenden com o verdades y nunca se som eten a debate y ju cio crítico. En este sentido se puede afirm ar que, para Mili, si no hubiese diversidad de opiniones, h abría que inventarla. M áxim e si consideram os que p ara el inglés la verdad rara vez aparece en un sóla d o ctrin a, sino que se llega a ella conciliando las verdades parciales que contienen teorías opues­ tas. T an esencial le parece esto a Mili que llega incluso a a fir­ m ar que: «si no existieran im pugnadores de las verdades fun­ dam entales sería indispensable im aginarlos y proveerlos con los argum entos m ás fuertes que pudiera inventar el m ás hábil abo g ad o del d iab lo .» (SL, 101) P o r últim o, señalar que esta defensa de la libertad de ex­ presión y del enfren tam ien to de opiniones ha sido cuestionada por diferentes estudiosos. A lgunos han afirm ad o que la defensa m illeana de la libertad de expresión es m eram ente instrum ental o pragm ática. No se valo ra com o un fin en sí m ism a sino com o un m edio p ara descubrir la verdad o p ara la regeneración m oral de la hu m an id ad . O tro s han creido ver una incongruen­ cia de estos planteam ientos con la deferencia que solicita en otros escritos p ara las opiniones de la élite intelectual y m oral.

3.

Libertad de acción e individualidad

T ras haber expuesto las razones p ara prom over la libertad irrestricta de pensam iento, expresión y discusión, Mili a b o rd a el problem a de la libertad de acción y sus lím ites. Estos límites serán los que p ropugna el principio de libertad: Mili reivindica

u na total libertad para las acciones que no lesionen los interesesderechos ajenos. P a ra fu n d am en tar la aplicación del principio de libertad a la acción, Mili expone su concepción del ser hu­ m ano en un capítulo que, significativam ente, se titula: de la individualidad com o uno de los elementos del bienestar. La visión de la naturaleza y los fines hum anos que ofrece Mili en Sobre la libertad se com prende m ejor si com enzam os po r describir a qué filosofía de la vida se opone. Mili se opone vehem entem ente a todas aquellas filosofías del hom bre que han reclam ado, p o r las causas m ás diversas, la am putación de algu­ nas de las facultades hum anas com o condición necesaria de su salvación, perfección o felicidad. Y ya sea la causa la razón, el bien com ún, o incluso la propia libertad, com o por ejem plo en todas aquellas teorías que m antienen, a la m anera estoica, que la libertad consiste en desprenderse de las pasiones. Sin em bargo, d en tro de estas filosofías, la religión representa un extrem o de autom utilación. En concreto, Mili va a dirigir sus iras co n tra el calvinism o, religión para la cual el m ayor defecto del hom bre consiste en tener una voluntad pro p ia o autonom ía. Esta es su visión del calvinism o: «T o d o el bien de que la hum anidad es capaz está com prendido en la obediencia. No se d a a elegir, es preci­ so o b ra r así y no de o tra m anera; « to d o lo que no es un deber es un pecado.» E stando la naturaleza hum ana radicalm ente corrom pida, para nadie puede haber reden­ ción h asta que haya m atado esa naturaleza dentro de él. P a ra quien sostenga esta teoría, el aniquilam iento de to ­ das las facultades, capacidades y susceptibilidades hum a­ nas no es ningún m al; el hom bre no necesita ninguna capacidad sino la de som eterse a D ios.» (SL, 133) Muy al c o n trario , p a ra Mili el m ayor «pecado» del hom bre consiste en no desarrollar de la m anera m ás elevada posible sus diversas facultades o m ás bien, en no desarrollar sus cuali­ dades más elevadas. La razón de esto es que el desarrollo de las m ism as coincide, no sólo con la felicidad individual, sino con el progreso de la sociedad o felicidad del m ayor núm ero.

En el tercer capítulo de Sobre la Libertad, Mili desarrolla sus argum entos a favor de la individualidad com o uno de los elem entos constitutivos de la felicidad h u m ana. Y de la libertad com o condición necesaria p ara el despliegue de la individuali­ dad. D ebido a la com plejidad de dicho concepto en su o b ra, algunos autores prefieren sustituir su nom bre p o r el de a u to n o ­ m ía, ya que se co rrespondería m ejo r con los usos actuales. Hecha esta puntualización, pasem os a ver en qué consiste la individualidad m illeana. En prim er lugar, hay que señalar la conexión, que a veces roza la sinonim ia entre individualidad y actividad o energía. La individualidad es un concepto dinám ico; no es tan to algo de lo que se p arte com o algo a lo que se llega. P roceso, logro o conquista que, com o verem os, supone una progresiva « hum a­ nización» del hom bre. Y que, al no ser algo d ad o necesita del esfuerzo y d esarrollo de lo que Mili denom ina un -«carácter activo.» En segundo lugar, en los diferentes análisis en to m o al sig­ nificado, relevancia e implicaciones de la individualidad millea­ na, parece que, adem ás de las lógicas discrepancias, existe cierto consenso a la hora de diferenciar, por lo m enos, dos elementos constitutivos de dicha individualidad, y en ellos se basará esta exposición. Son la autodeterm inación y el autodesarrollo.

3.1.

Autodeterminación

Si anterio rm en te hem os señalado el rasgo de la actividad, ah o ra vam os a subrayar el de la elección. La individualidad aparece com o la capacidad p a ra hacer elecciones entre norm as y m odelos sociales alternativos de co m p o rtam ien to , en definiti­ va, de elegir y realizar el p ropio proyecto vital. A hora bien, ¿qué significa exactam ente elegir en el sentido de autodeterm inarse? Elegir presupone un cierto desarrollo de las facultades específicam ente h um anas, de tal m odo que se puede afirm ar que los niños y los locos « no eligen» realm ente; y al m ism o tiem po, y esto es de p aticular im p o rtan cia, en cada elección se ponen en juego y d esarrollan todas las facultades elevadas:

«El que escoge su plan de vida por él m ism o em plea todas sus facultades. Debe usar la observación p ara ver, el razonam iento y el juicio para prever, la actividad para reunir los m ateriales de la decisión, el discernim iento p ara decidir, y cuando ha decidido, la firm eza y el au to d o m i­ nio p ara sostener su deliberada decisión.» (SL, 129) En una de sus im plicaciones m ás im portantes, la individua­ lidad se opone a la ciega sum isión a m odelar la propia vida de acuerdo con las costum bres, instituciones y creencias de una sociedad. La individualidad dice: atrévete a pensar y actu ar por tí m ism o, sé ilustrado. Y, sin em bargo, una de las críticas m ás com unes a Mili es la de que identifica individualidad con excentricidad y genialidad y sostiene una concepción elitista de la individualidad. Así A nschutz, acusa a Mili de querer sustituir «el sinsentido burgués por el sinsentido bohem io», y de olvidar el papel fundam ental que desem peñan las tradiciones en el p ro ­ pio desarrollo de la individualidad (1969: 25). P o r su parte, H arry M. C lo r, en un artículo m ás reciente, opina que Mili, en su defensa de la libertad com o autodeterm inación, no puede evitar caer en la anomia social y recuerda tam bién el saludable papel progresista que pueden tener las tradiciones. P o r ejem plo, lo saludable que puede ser para la libertad, la tolerancia, los derechos hum an o s, el que se vean com o parte de una tradición digna de defenderse. (1985: 17-19). V olviendo a M ili, las objeciones a su noción de la indivi­ dualidad com o autodeterm inación, se pueden resum ir en una: Mili presupone y exige dem asiado del hom bre m edio, el hom bre de la calle. Este ni es ni puede llegar a ser un individuo en el sentido m illeano. Frente a esta objeción, otros autores com o C .L . Ten y R .J. H alliday, han argum entado que ni Mili ignora el papel de la tradición en la vida h u m ana y social ni tiene una concepción elitista de la individualidad (Ten, 1980: p. 70 — H alliday, 1976: 123). Mili no se opone a la tradición y la costum bre en sí m ism as. Desde su pu n to de vista resulta obvio que ta n to aceptar com o rechazar la tradición, sin m ás, no supone deliberación ni elección alguna. P o r o tro lado, Mili a diferencia de o tros autores m ás revolucionarios, siem pre reco­

noce que hay m ucho que ap ren d er de las tradiciones de una sociedad —aún cuando se trate de tra n sfo rm a rlas— o, por lo m enos no in fra v a lo ra r alegrem ente las necesidades a las que responden. Sin em bargo, sí resulta cierto que Mili es un crítico acérri­ m o de lo que considera el despotism o de la costum bre y la opinión pública sobre el individuo, especialm ente en la Inglate­ rra de su tiem po, au n q u e en co n tró un análisis sim ilar respecto a los E stados U nidos en la o b ra de Alexis de T ocqueville. Lo grave de este despotism o no es ta n to el hecho de que las indivi­ dualidades originales sufran las terribles sanciones de la opinión pública —sanciones que tan bien describe en La utilidad de la religión— , com o el de que los hom bres se encuentren satisfe­ chos y con ten to s de vivir b ajo tal im posición. Lo que Mili señala con un to n o m arcadam ente pesim ista es la nula conside­ ración que los hom bres oto rg an a la individualidad com o a u to ­ determ inación, y que él valora com o una de las fuentes del progreso hum ano. De ahí que, efectivam ente, considere que la excentricidad de unos y la genialidad de o tros pueda funcio­ n ar com o revulsivo frente a la pasividad y m ediocre bienestar de la opinión pública. En consecuencia, aún siendo cierta la apología que hace Mili de estas individualidades — inconform istas, incluso excéntricas— esto no significa que to d a individuali­ dad deba reunir esas características. En to d o caso lo que Mili afirm a es que el despliegue de la individualidad es un requisito p ara que su rjan los caracteres originales o los genios, pero eso, hay que insistir, no significa que todos tengam os que ser genios en el despliegue de n u estra personalidad. Mili es bien explícito al respecto: no hay p o r qué ser original, pero sí hay que asum ir com o propias las decisiones, convirtiéndolas en auténticas elec­ ciones. Podem os, y seguram ente debem os en algunos casos, asu­ m ir creencias y norm as m orales sancionadas por la opinión pú­ blica o las instituciones al uso, pero debem os hacerlo conocien­ do los fun d am en to s en que se b asan; podem os actu ar según norm as tradicionales de co m p o rtam ien to , pero debem os hacerlo de acuerdo con nuestros p ropios deseos y sentim ientos. P ara el inglés, inexcusablem ente, este es el rasgo d efinitorio del ser h um ano: la capacidad de elegir de acuerdo con las facultades

p ro p iam en te h um anas. Si no viviésemos así, nos bastaría con la facu ltad de im itación, propia de los m onos: «El que hace una cosa cualquiera porque esa es la costum bre, no hace elección alguna. No gana práctica al­ guna ni en discurrir ni en desear lo que sea m ejor. Las potencias m entales y m orales igual que la m uscular sólo se ejercitan con el uso. No se ejercitan m ás las facultades haciendo u na cosa m eram ente porque o tro s la hacen que creyéndola porque o tro s la creen». (SL, 129) P o r lo dicho, parece que la acusació de que Mili está exi­ giendo dem asiado del hom bre de la calJe no tiene m ucho fu nda­ m ento. El filósofo no exige originalidad, sino sim plem ente « h u ­ m an id ad .» C om o afirm a T en, aunque no todos son capaces de iniciar nuevos m odelos de co m p ortam iento, to dos son cap a­ ces de elegir entre diferentes alternativas (1980: 71). A h o ra, quien piense que el hom bre de la calle sólo puede actu ar y pensar por im itación encontrará, efectivam ente, dem asiado idea­ lista o elitista la concepción m illeana. Así se ha expresado, por ejem plo, Letwin: «Sobre la libertad no era una defensa del derecho del hom bre norm al a vivir su vida com o quisiera, más bien supone un ataq u e a este h o m bre.» (1965: 301)

3.2.

Autodesarroilo

Si la au todeterm inación hace referencia a la capacidad para realizar elecciones entre m odelos alternativos de vida, la indivi­ d ualidad com o au todesarroilo contem pla la dirección o el con­ tenido de dichas elecciones. Y, en este p u n to , la posición de Mili es am bigua y se presta a diferentes interpretaciones. C om o han señalado diversos com entaristas, existe una tensión en el concepto de individualidad —en el ideal de hom bre m illeano— entre elem entos rom ánticos y racionalistas. Así lo ha expresado, p o r ejem plo, Isaiah Berlin:

«El ideal de Mili no es original. Es un intento de fundir racionalism o y rom anticism o: la aspiración de G oet­ he y W ilhelm von H u m b o ld t; un carácter rico, espontá­ neo, m ultilateral, sin tem ores, libre, y sin em bargo racio­ nal y dirigido p o r uno m ism o.» ( I a ed. 1959-1979: 40) De esta tensión surge un interro g an te clave — interrogante que se desdobla en dos— p a ra com prender la concepción del hom b re que subyace y da fo rm a a la teo ría social y política de Mili. ¿Existe u na dirección, un contenido de la vida hum ana que sea más valioso que o tro s y que coincida con la noción de au to d esarro llo ? o, p o r el c o n trario , ¿cualquier vida hum ana es igualm ente valiosa siem pre y cu an d o sea el resultado de la autodeterm inación, con lo que existirían tantos modelos de autodesarrollo com o hom bres? En definitiva, ¿estaría J.S . Mili de acuerdo con la fó rm u la de que una vida feliz puede estar consa­ grada ta n to a la búsqueda del conocim iento com o a lim piar el polvo de la casa? Según lo expuesto en el capítulo segundo, la respuesta no parece com plicada: desde el m om ento en que Mili diferencia entre placeres elevados y bajo s, placeres que tienen distinto valor de cara a la felicidad h u m an a, no todas las opciones son igualm ente valiosas. Ni p ara la felicidad indivi­ dual ni p ara la colectiva. De esta fo rm a, el au to d esarro llo coin­ cide con el acceso a los placeres superiores y el som etim iento de los m ás bajos o anim alescos. R azón, responsabilidad, virtud, piedad, son algunos de los rasgos que posee la élite de la socie­ dad, aquellos que son m ás «individuos» en sentido m illeano. Y el au to d esarro llo es más d esarrollo de las facultades elevadas que d esarrollo de cualquier capacidad h u m ana. Es decir, existe un m odelo según el cual se puede ju zg ar el g rado de au to d e sa­ rrollo o excelencia de un individuo. Sin em bargo, coexiste en la o b ra de Mili u n a concepción diferente de lo que sea la individualidad. Y, al decir de algunos estudiosos «M ili es m ás M ili» o su voz es m ás característica­ m ente suya cu an d o define la individualidad no ya en en térm i­ nos positivos sino negativos. En este sentido, el desarrollo de la individualidad no coin­ cide ya con el d esarrollo de u n a serie de contenidos vitales

prefijad o s de an tem ano com o los más valiosos o los que p ro p i­ cian la au torrealización personal, sino con el desarrollo de lo que constituye la «quiddidad» o esencia individual, diferente y única en cada ser hum ano. V eam os al respecto la definición que da Mili de la persona con carácter: «Se dice que una persona tiene carácter cuando sus deseos e im pulsos son suyos propios, es decir, son la ex­ presión de su propia n atu raleza, desarrollada y m odifica­ d a p o r su propia c u ltu ra .» (SL, 131) P ara este Mili, más rom ántico o más liberal, lo im portante de la libertad negativa y de la autodeterm inación es que cada indi­ viduo pueda realizar su propio yo, su propio autodesarrollo. Y esta realización personal es uno de los elementos constitutivos de la fe­ licidad hum ana. Com o llega a decir Mili, si existe alguna libertad digna de tal nom bre es la libertad de que le dejen a uno buscar su propio bien o su propia felicidad com o le dé la gana; y es que el m odo propio de arreglar la existencia es el m ejor, no porque sea el m ejor en sí mismo, sino por ser el m odo propio. En esta m ism a línea Mili realiza en Sobre la libertad una enardecida y convincente defensa del valor individual y social del hom bre que posee un carácter enérgico, que afirm a orgullo­ so su individualidad com o diferencia. Incluso ad o p ta un tono nietzschiano al a firm a r que el peligro que am enaza a la hum ani­ d ad no es el exceso, sino la falta de im pulsos fuertes y preferen­ cias personales, y al conm inar a los hom bres a que actúen de acuerdo con el «yo quiero» — en el caso de M ili, «¿qué prefiero y o?»— y no con el «yo debo» — p ara Mili, «¿qué es lo m ás conveniente a mi posición?» (SL, 132) E fectivam ente, en el capítulo tercero de Sobre la libertad Mili en fren ta el carácter activo al pasivo sin apenas d ar un contenido n orm ativo a am bos. T ener im pulsos enérgicos es algo bueno en sí m ism o: « L a energía puede ser em pleada en usos m alos; pero m ayor bien puede hacer una naturaleza enérgica que una naturaleza indolente o ap ática.» (SL, 131)

T o d a s las in iciativ as nobles y h erm o sas p roceden del in d i­ viduo y la so cied ad debe fo m e n ta r la to le ra n cia y la diversi­ dad de estilos de vida — la lib e rta d de p en sam ien to y a cc ió n — p a ra d a r cauce al a u to d e sa rro ilo de los seres h u m an o s. De ahí el p rin cip io q u e Mili q u iere d efen d er con su o b ra : dar al in d iv id u o u n a p arcela de so b e ra n ía a b so lu ta so bre su p ro ­ pio d estin o siem p re y cu a n d o n o in te rfie ra en los intereses — d ere c h o s— de los d em ás. En esta p arcela no hay in tro m i­ sión ju stific a b le en n o m b re del « p ro p io bien » , pues, este pate rn a lism o , a c a b a ría con la a u to d e te rm in a c ió n y sus m últiples y diversos a u to d e sa rro llo s. Al m ism o tiem p o , Mili a firm a que la so cied ad , al p ro teg er al in d iv id u o p ro teg e tam bién sus p ro ­ pios intereses o los de la c o lectiv id ad , ya q u e sólo el cultivo de la in d iv id u a lid a d puede p ro d u c ir seres h u m an o s bien d esa­ rro lla d o s. A h o ra bien, co m o ha o b je ta d o C lo r, no está tan claro que la lib e rta d p ro d u z c a c aracteres nobles y v irtu o so s; el cu ltiv o de la in d iv id u alid ad puede tam b ién p ro d u c ir lo que den o m in a « u n a in d iv id u alid ad in n o b le » , indigna y vil. E fecti­ vam en te, tal y co m o d esarro llam o s a n te rio rm e n te, cu an d o Mili defin e la in d iv id u alid ad com o el d e sa rro llo de la p ro p ia sin g u ­ la rid a d , com o la a firm a c ió n enérg ica del si m ism o ¿no s a tisfa ­ ce el m ism ísim o M arq u és de S ade y m u ltitu d de hom bres fa ­ nático s este c o n c e p to de in d iv id u a lid a d ? A h o ra bien, Mili sí era co n scien te de la p o sib ilid ad de un c a rá c ter activo p ero in n o b le. De h ech o , el p rin cip io de lib ertad p ro h íb e las c o n ­ du ctas que d añ en los intereses esenciales de los h o m b re s, por m uch o q u e sean expresión de un c a rá c ter enérgico. Y Mili es bien explícito: «N o puede prescindirse de aquella cantidad de com ­ presión necesaria p ara im pedir que los ejem plares más fuertes de la especie h u m an a violen los derechos de los dem ás; m ás p ara esto existe una am plia com pensación au n desde el p u n to de vista del desenvolvim iento hum ano. Los m edios de desenvolvim iento que el individuo pierde al im pedírsele satisfacer sus inclinaciones con perjuicio de su p ró jim o , se obtienen principalm ente a expensas del de­ senvolvim iento de los d em ás.» (SL, 135)

P o r o tro lado, es cierto que drogadictos, alcohólicos, p o r­ nógrafo s, y un largo etcétera, están protegidos p o r el principio de libertad m ientras no lesionen los derechos fundam entales de los dem ás. E stá claro que para Mili estas conductas, por m ucho que las haya elegido el p ropio individuo y no dañen intereses esenciales de nadie, son degradantes, o al m enos no co operan al bien com ún. Y sin em bargo, la sociedad gana más que pierde no sancionándolas, «es un inconveniente que la so­ ciedad puede consentir en aras del m ayor bien de la libertad h u m a n a .» (SL, 162) A h o ra bien, aún pensando que Mili sí solucionó el p ro ­ blem a de la «individualidad innoble» persiste o tro no tan fácil de resolver. Es el problem a de cóm o com paginar la afirm a­ ción de que cualquier au todesarrollo hum ano es el m ejor por el m ero hecho de ser un pro d u cto de la autodeterm inación —siem pre y cu an d o no lesione los derechos ajen o s— y por o tro lado el firm e com prom iso del utilitarism o m illeano con un au to d esarro llo específico: la form ación de caracteres nobles y virtuosos. El problem a, pues, com o ha resum ido B. Semmel, es el de cóm o sin renunciar, al c o n trario , fom entando la liber­ tad hum an a, puede el hom bre ser persuadido a ab razar la vir­ tud (1984: 83).

4.

Los experimentos de vida de la élite: el enriquecimiento de la felicidad humana

Mili observa la am enaza de la consolidación del poder de la opinión pública en dos sentidos: desde una perspectiva indivi­ dual, ya vista en el a p a rta d o an terio r, y o tra social. Veremos a h o ra cóm o une Mili el desarrollo de la individualidad al p ro ­ greso social: «D onde la regla de conducta no es el p ropio carácter de la p ersona, sino las tradiciones o costum bre de los dem ás, falta uno de los principales elem entos de la felici­ dad h u m an a, y el m ás im portante, sin d u d a, del progreso individual y social.» (SL, 126-7)

En buena parte. Mili se refiere pues a lo que ya hem os visto: que del cam bio de cada ser h u m an o depende el progreso de la hum anidad. Sin em bargo, la élites —en sentido m illeano— pueden co n trib u ir de u n a m anera especial a este progreso, expe­ rim en tan d o diferentes e innovadores m odos de organización so­ cial. «D e igual m odo que es útil, en ta n to la hum anidad sea im perfecta que existan diferentes opiniones, lo es que existan diferentes m aneras de vivir.» (SL, 126) La im portancia de que existan diferentes m aneras de vivir se basa en las m ism as razones que Mili utiliza para defender la libertad de pensam iento y expresión. La libertad de expresión y de acción son necesarias p a ra que el valor de «verdad» de las ideas y de la p ráctica sea c o n trastad o y verificado, tan to en el terreno de la razón com o en el de la experiencia. Una vez que el cam bio revolucionario ha sido desechado, el m étodo de ensayo y e rro r es el ap ro p ia d o p a ra d em ostrar la validez de las diferentes form as de organización social y las m ejores energías sociales deben dedicarse a esta em presa. Sin em bargo, el peso creciente de la opinión pública, de donde ha p asado a proceder to d a consideración social, incluso la autoestim a, es enem iga de to d a innovación en la m anera de vivir, y hace p ag ar un d u ro precio a los innovadores y refo r­ m adores sociales. Mili observa en esta tendencia un peligro de estancam iento vital y m oral. En este sentido preciso es en el que defiende la individualidad com o excentricidad o genialidad. Y de ahí que, com o ya hem os expuesto, algunos autores hayan llegado a a firm a r que Mili defiende la libertad en aras de que una élite de la sociedad pued a d esarro llar sus experim entos de vida o vivir al m argen de las convenciones sociales. La función de las élites es la de ensanchar y enriquecer las posibilidades de felicidad h u m an a. Los «genios» son la sal de la tie rra , sin ellos la vida sería, literalm ente, una laguna estancada: « n o sólo introducen cosas buenas que antes no exis­ tían, sino que d a n vida a las ya existentes» (SL, 136). Los experim entos de vida de las élites son cruciales en el progreso

social, en su doble función de contrastación de nuevos experi­ m entos de vida y ejem plificación de los m ejores. De ahí, pero no sólo de ahí, la necesidad de m arcar límites al poder de la opinión pública, a la tiranía social, sobre los individuos. Si bien Mili concede un papel im p ortante a los experim en­ tos de vida de las élites de cara al cam bio social, no les concede ningún poder p ara im poner los resultados de dichos experim en­ tos; las élites sólo cuentan con la influencia de su a u to rid ad y su ejem plo. Si resultan ser suficientes p ara que am plias capas de la población accedan a nuevas form as de entender y p racti­ car la vida, bien, sino no hay n ad a que hacer, pues la propia im posición de un tip o determ inado de vida, aunque sea «ob jeti­ vam ente» la m ejor, deja de serlo en el propio acto de la im posi­ ción. A dem ás la im posición no sólo viola la libertad de los que la sufren sino la de los que la ejercen: «El poder de obligar a los dem ás a seguirle no sólo es incom patible con su libertad y desenvolvim iento sino que corro m p e al hom bre fuerte m ism o.» (SL, 139) N o es, pues, posible, com o se ha sugerido, que del pensa­ m iento de Mili se p u eda derivar un despotism o de los intelec­ tuales y artistas, de los «brillantes» frente a la m asa inculta, vulgar y m ediocre (H o lth o o n , 1971: 183-5). A dem ás, es cierto que Mili tem ía p o r la falta de libertad de las élites, pero no se puede ad m itir que esta falta de libertad le preocupase sólo en función de la felicidad de las propias élites, ya que com o hem os visto, sus experim entos de vida son un elem ento de p ro ­ greso social. La fuente de confusión procede de no com prender que p ara Mili en las élites el interés personal y el social ya coinciden, tal y com o pueden algún día llegar a coincidir en to d a la sociedad. De la im portancia que Mili o to rg a a estos experim entos sociales a pequeña escala da cuenta, por ejem plo, su actitud hacia el com unism o. Mili pensaba que en un fu tu ro , segura­ m ente lejano, el com unism o sería la organización perfecta de la sociedad. Sin em bargo, era p artid ario de que se realizasen diferentes experim entos sociales con el fin de ir sopesando los

pros y los co n tras de este tipo de organización, y poder verifi­ car su viabilidad social. De hecho Mili llega a afirm ar que el com unism o sí p o d ía practicarse ya entre la élite de la socie­ d ad , entre aquellos que tienen sus facultades intelectuales y m o­ rales altam ente d esarrolladas. Y aquí no podem os dejar de co­ m entar cóm o c o n tin ú a añadiendo cualidades a su élite: en esta ocasión, anticonvencionalism o y com unism o. D ebido a este interés, Mili siem pre estuvo en co n tacto con m iem bros de los diferentes m ovim ientos que teorizaban y prac­ ticaban revolucionarias form as de organización social. Su acti­ tud an te las propuestas prácticas de saintsim onianos y fourieristas tiene dos vertientes. P or un lado, encontram os la extrañeza, hilarid ad , o fran co disgusto que le producen sus detalladas p ro ­ puestas —a m enudo «liberticidas»— de los cauces por los que han de discurrir los m ás m ínim os detalles de la convivencia cotid ian a. P o r o tro el aplauso y la ap ro b ació n por lo que signi­ fica su sincera y au d az búsqueda de form as m ejores de organi­ zación social. P o r últim o, señalar que tam bién se ha cuestionado la tesis de Mili de que la diversidad de m aneras de pensar y vivir es en sí m ism a una fuente de progreso individual y social (H oltho o n , 1971: 185). P a ra p ro b ar esta tesis Mili recurre a lo que considera dos pruebas históricas. En prim er lugar, afirm a que la fuente del progreso social en E u ro p a ha sido la evidente diversidad de individuos, clases y naciones que la com ponen. Sin em bargo, las sociedades orientales, m ucho m ás hom ogé­ neas, perm anecen estancadas. A h o ra bien, resulta m uy legítim o asom brarse del tem o r de Mili a que acabe la diversidad h u m a­ na, ya que ésta parece darse « n atu ralm en te» , m ientras que es la igualdad —ya sea de o p o rtu n id ad es o de resultados— lo que requiere un esfuerzo institucional o social. La respuesta está en que Mili —com o de T ocqueville— o bservaba la igual­ dad com o u n a tendencia im parable de la civilización, y al mis­ m o tiem po c o n statab a u n a considerable fa lta de aprecio por la libertad y la individualidad: «Si se com prendiera que el libre desenvolvim iento de la individualidad es uno de los principios esenciales del

bienestar; que no sólo es un elem ento co ordinado con to d o lo que designan los térm inos civilización, instrucción educación, cu ltura, sino que es una parte necesaria y una condición p ara todas estas cosas, no h abría peligro de que la libertad fuera despreciada y el ajuste de los límites entre ella y la intervención social no presentaría ninguna dificultad e x tra o rd in a ria.» (SL, 127) E sta tendencia a despreciar, o al m enos a no valorar la libertad de cara al progreso social se aprecia tan to en la peligro­ sa ap arición de liberticidas al estilo com tiano, com o en la conti­ nua ascendencia del poder de la opinión pública sobre los indi­ viduos. Si estas tendencias consiguen llegar a acallar a los libre­ pensadores e im ponen una m anera uniform e y convencional de vida, algo m uy valioso se h ab rá perdido. La segunda prueba histórica a favor de la libertad y la diversidad com o fuente de progreso hum an o , aparece en Del gobierno representativo. Mili se plantea la objeción de que siem­ pre han brillado grandes hom bres en condiciones de falta de libertad. P ara M ili, el historiador ha de ser prudente en estos casos, pues hay que observar que los hom bres de talento que brillaron en los despotism os de A ugusto, L orenzo de M édicis, o Luis X IV , fueron educados por las generaciones precedentes de hom bres libres. Y, en consecuencia, su explicación es que: «L as riquezas acum uladas, la energía y la actividad m entales p roducidas p o r los siglos de libertad subsistieron en provecho de la prim era generación de esclavos» (G R, 77). A Mili no le cabe ninguna d u d a de que la cosecha real y a largo plazo del d espotism o, es y será siem pre la decadencia del individuo y de la civilización.

5.

La intervención del estado

A unque el principio de libertad tiene com o objetivo explíci­ to establecer los límites del poder de la sociedad sobre el indivi­ d u o , Mili reflexiona tam bién,-especialm ente en el últim o capítu­ lo— , sobre los lím ites de la intervención del estado.

Respecto a la intervención coactiva del estado, sus límites son los del principio de libertad. El estado debe ju zg ar y sancio­ n ar únicam ente las conductas que lesionen los derechos de los dem ás. T am bién es función del estado in ten tar prevenir estas co nductas, pero no puede hacerlo de form a coactiva, sino de form a persuasiva o indirecta. P a ra Mili es ésta legítim a función preventiva la que más se presta al abuso y violación de la libertad. P o r ejem plo, el estado puede considerar que el consu­ m o de alcohol es causa de num erosos delitos co n tra la propie­ d ad y m alos trato s. N o puede p ro h ib irlo p orque infringiría el principio de libertad, pero sí puede g ravar sus precios de form a que su consum o sea realm ente p rohibitivo p ara la clase social m ás b aja, con lo que el estado estaría ab u sando de su función. En general, Mili es claram ente favorable a la intervención positiva del estado p ara desarrollar el principio de utilidad, pero no es p artid ario de que el estado sustituya a la iniciativa indivi­ d ual. Existen tres razones p ara lim itar esta intervención. En prim er lugar, el estado debe abstenerse de cualquier acción cu an d o sea p robable que los hom bres puedan desem pe­ ñarla con m ás com petencia. Mili se refiere claram ente a las actividades económ icas y em presariales, au n q ue a su juicio «el principio de la libertad individual es independiente de la doctri­ na del libre cam bio». (SL, 181) En segundo lugar, considera el caso de acciones que, a u n ­ que serían realizadas m ás eficazm ente por fu ncionarios, es pre­ ferible que las desem peñen los ciud ad an o s. Mili se refiere aquí a la conveniencia de que los ciu d ad an o s ocupen tran sito riam en ­ te diferentes cargos públicos — políticos y em presariales— de cara a desarro llar sus facultades intelectuales y m orales. De nuevo, en Sobre la libertad, Mili realiza una elocuente defensa de la participación política de los ciudadanos con el fin de prom over u n a sociedad solidaria. La últim a «y m ás poderosa razón» p a ra lim itar la acción positiva del estado es la de no au m en tar innecesariam ente su poder. Mili m anifiesta su preocupación p o r lo que hoy se den o ­ m inaría la conversión del ciu d ad an o en cliente. Si el poder del estado y la b u rocracia au m en tan , el del individuo dism inuye pro p o rcio n alm en te. L a constitución puede consagrar todas las

libertades, pero el carácter de los ciudadanos se debilita hasta el p u n to de que sólo son capaces de vivir bajo la tutela y protección estatales. P a ra Mili un pueblo que espera to d o su bien —o atribuye to d o su m al— al estado no puede ser un pueblo libre. Y si lo es «nom inalm ente», siem pre estará al bor­ de de perder esa libertad, ya que, en últim a instancia, con su pasividad, la ha puesto en m anos de sus gobernantes. P a ra M ili, en definitiva, y a parte de estos principios teóri­ cos, cóm o regular exactam ente las relaciones entre la ciu d ad a­ nía libre y un estado útil es un principio práctico que debe som enterse a sucesivos ajustes en un proceso de ensayo y error.

LA SUJECIÓN DE LA M UJER

John Stuart Mili acaba el prim er borrador de esta obra en su retiro de A viñon, en 1861. Sin em bargo, decidió postergar su publicación p ara ir introduciendo m ejoras y publicarlo en el m om ento en que pareciese m ás útil. Este m om ento llegaría en 1869, ¿qué había sucedido m ientras tanto? C om o hemos se­ ñalado en el capítulo prim ero, Mili fue diputado desde el año 1865 al 1868, y entre otras acciones políticas, el siete de Junio de 1866 elevó al parlam ento inglés la prim era petición a favor del voto fem enino. A dem ás, en 1867, aprovechando el proyecto de reform a electoral de Disraeli, Mili notifica que intentará que se cam bie la palabra «m an» por «person» en la cuarta, quinta y sexta cláusulas del proyecto. Pues bien, a pesar de la derrota de am bas propuestas y el claro to n o de brom a de buena parte de los diputados, no cabe d uda de que el acceso al Parlam ento del tem a de la desigualdad de los sexos fue un im portante revul­ sivo social para la causa fem inista y para su penetración en la opinión pública. C abe destacar que el diario Times anunció irónicam ente que Mili intentaría realizar «una gran reform a so­ cial» m ediante el cam bio de una simple palabra. Será al hilo de esta polém ica cu ando Mili decida que es el m om ento de p ublicar La sujeción de la mujer. Este contexto ilustra el prim er rasgo de esta o b ra , que es su carácter m arcada­ m ente polém ico. Su fin es de carácter político: convencer a la m ayor parte posible de las personas de la ju sta y necesaria reform a de u n a serie de leyes e instituciones, sabiendo a ciencia cierta que la m ayoría de la opinión pública y la clase política

está en co n tra. Sin em bargo, este aspecto polém ico y retórico no debe oscurecer —com o ha sucedido hasta hace po co — la relevancia de esta o b ra dentro del corpus m illeano. H asta bien en trados los años sesenta, La sujeción de la mujer, o bien no ha sido ob jeto de consideración por parte de los estudiosos de Mili, o bien se ha considerado una m era aplicación de sus principios generales, m uy ceñida a un m om en­ to histórico d eterm inado. E n este p an o ram a tal vez sólo desta­ caba la apreciación de B ertrand Russel de la o b ra — por cierto a h ijad o de M ili— p ara quien: «D e m ayor im portancia que las grandes o bras de Mili fueron sus dos libros Sobre la sujeción de las mujeres y Sobre la libertad» (1976: 133). A h o ra bien, esto no quiere decir que La su jeción ..., com o o b ra individual, no haya sido am pliam ente estudiada. Desde la teo ría fem inista se han realizado valiosos estudios de la mis­ m a, pero, generalm ente no han incidido en la conexión de esta o b ra con el resto de la teoría de M ili. H oy, sin em bargo, la situación está cam biando. Así, por ejem plo, y entre los estudios recientes que destacan la relevancia y centralidad de esta obra en el corpus teórico de M ili, cabe destacar la opinión de Fred R. Berger: «U n estudio detallado m o straría que La sujeción u ti­ liza y elabora sus conceptos de felicidad, ju sticia, y liber­ tad . C om o estos conceptos form an parte de las cuestiones más cruciales de su filosofía m oral, La sujeción es un tra b a jo de central interés p a ra el estudioso de M ili, y p a ra cualquier interesado en entender la versión del utili­ tarism o que Mili m antiene.» (1984: 195)

2.

La lucha contra el prejuicio

Jo h n S tuart Mili com ienza La sujeción... subray an d o que el o bjetivo de la o b ra es fu n d am en tar una opinión que ha m an­ tenido desde su ju v en tu d , y en la que no ha hecho sino afian ­ zarse con el progreso de su experiencia y reflexión. E sta opinión es la siguiente:

«que el principio que regula las actuales relaciones entre los dos sexos, — la subordinación legal de un sexo al o tro — es inju sto en sí m ism o y es actualm ente uno de los principales obstáculos p a ra el progreso de la hum a­ nid ad .» (SM , 155) Para Mili, las instituciones patriarcales —es decir, todas aque­ llas que están relacionadas de un m odo u otro con la opresión de las mujeres— son un hecho aislado en el m undo m oderno. El carácter distintivo de la m odernidad es, frente al m undo ante­ rior, que la vida de los hom bres ya no está indisolublemente ligada a su nacimiento. Las instituciones feudales han sido defini­ tivamente abolidas por un principio superior, el que afirm a que aquello que concierne directam ente al individuo debe dejarse a su libre juicio, y que la intervención coactiva de la autoridad es perjudicial salvo p ara la protección de los derechos ajenos. Sin em bargo, las mujeres se constituyen en el único caso —con la excepción de la realeza y una vez abolida la esclavitud— en que las leyes e instituciones deciden apriori, y en virtud de la «fatalidad de nacim iento», a qué han de dedicar su vida. Así, las leyes no sólo prohíben explicitamente su acceso a la educación superior, a la m ayor parte de los trabajos no proletarizados y a cualquier tipo de actividad política, sino que tam bién reglamen­ tan su régimen de casi total sumisión a la otra parte contratante del casi único contrato que se les permite firm ar: el m atrim onial. A dem ás de con el principio de libertad, el p atriarcad o —el sistem a de relaciones que institucionaliza y legitim a la d o m in a­ ción de un género-sexo sobre o tro — está en contradicción con el o tro gran principio en que se basan las instituciones m oder­ nas: el de ju sticia. La evolución de la h u m an id ad , su progreso, se puede m edir p o r el hecho de que ya no se reconoce el dere­ cho del fuerte a oprim ir al débil. La ley de la fuerza se ha cam biado p o r la ley de la ju sticia, según la cual, to d o s tienen los m ism os derechos en función de su condición de seres hum a­ nos. A p artir de esta igualdad social orig in aria, sólo lo que el hom bre hace, su esfuerzo y su m érito, pueden llevarle a ocupar legítim am ente posiciones de poder y a u to rid ad , tan to en la vida pública com o en la que se considera privada.

L ibertad y justicia son los dos principios que presiden las instituciones m odernas y en los que se funda el progreso de la hu m an id ad . A h o ra bien, el p a triarcad o no sólo viola flag ran ­ tem ente am bos principios sino que, com o verem os m ás adelan ­ te, im posibilita que éstos se cum plan efectivam ente en el resto de las instituciones sociales. P ara M ili, la solución a este p ro ­ blem a aparece con la claridad y distinción propios de una idea cartesiana p a ra todos aquellos que no estén cegados p o r la cos­ tu m b re y el prejuicio: h asta que la relación hum ana «m ás uni­ versal y que to d o lo penetra», com o es la relación entre hom ­ bres y m ujeres, no deje de basarse en la injusticia, es difícil p o r no decir im posible, que el resto de las relaciones sociales sean ju stas y libres. Sin em bargo, el propio Mili es consciente de la inutilidad del razonam iento an terior; de la inutilidad de lim itarse a señalar com o una contradicción insoportable a la razón el hecho de p ro clam ar la igualdad de todos los seres hum anos, y d ejar fuera de esta igualdad a la m itad de la especie. Efectivam ente, los grandes pensadores ilustrados — H um e, R ousseau, K ant— no vieron ninguna incohencia en que la universalidad de sus princi­ pios quedase ceñida a los varones. ¿C óm o es posible tal desati­ no filosófico? Mili dará una respuesta sim ilar a la que ya m an­ tuviese en el siglo XVII el cartesiano Poullain de la Barre. P a ra este a u to r francés, la desigualdad de lo sexos es el prejui­ cio de los prejuicos: « ...ta n viejo com o el m undo, tan extendido y am plio com o la p ro p ia tierra y tan universal com o el género hu­ m an o .» (1 ed. 1673, 1984: 9) Mili afirm a que, adem ás de ser el prejuicio más universal, es el m ás interesado ya que es el único que no concede poder a una m inoría o a una élite sino a la m itad de la especie. T odos los varones, independientem ente de la clase social o la raza a la que pertenezcan, independientem ente de sus cualidades físicas, intelectuales o m orales disfrutan de una relación de pri­ vilegio respecto a las m ujeres. C om o ha señalado recurrentem ente Celia A m orós, la críti­

ca de la razón p atriarcal co n tin ú a siendo hoy un im portante desafío epistem ológico p ara to d o p royecto de em ancipación (A m orós, 1985). E fectivam ente, ¿cóm o irracionalizar desde la razón un juicio que se sustenta en una mezcla de interés, senti­ m iento y costum bre, y que ha sido « racionalizado» por buena p arte de los filósofos ilustrados? Mili observa con lucidez dos dificultades a las que se en fren ta el filósofo en casos com o éste. La prim era es de ídole psicológico; consiste en el p ara d ó ji­ co hecho de que cu an to m ás incisivos y contundentes son los argum entos racionales co n tra el prejuicio co m b atido, m ás pare­ ce éste g anar en estabilidad. El razonam iento sofístico subya­ cente puede q u ed ar debilitado, pero esto no hace sino conven­ cer a los hom bres de que su sentim iento debe estar anclado en alguna razón tan p ro fu n d a , que ni tan siquiera los argum en­ tos la alcanzan. E rgo, no cam bian un ápice su posición. P o r o tro lado, señala M ili, en estos casos, la form a de la argum entación es totalm ente opu esta a la habitual. En gene­ ral, la obligación de p ro b a r o la carga de la p rueba, recae siem pre sobre quien afirm a algo; m áxim e si lo que se afirm a es una excepción a un principio universal. Es quien acusa quien ha de a p o rta r evidencias y argum entos que justifiquen su acusa­ ción, y no el inocente quien tiene que a m o n to n ar pruebas de su inocencia. Sin em bargo, en este caso, y c o n tra to d a lógica, son las m ujeres quienes tienen que a p o rta r pruebas p a ra m os­ trar «su inocencia», es decir, que no son inferiores o que tienen los m ism os derechos. En definitiva, Mili term ina aislando lo que es a su juicio el problem a central en to rn o al prejuicio patriarcal: el hecho de que la dom inación de un sexo sobre o tro aparece com o algo n atu ral, y algo a lo que las m ujeres consienten. P a ra Mili esto no es un caso excepcional: to d as las dom inaciones han parecido n aturales a quienes las ejercían. Así, hom bres tan pre­ claros com o A ristóteles no d u d a ro n en a firm ar que se nace esclavo u hom bre libre, y que la esclavitud es n atu ral. El p ro ­ blem a reside — tal y com o lo había señalado en Sobre la liber­ tad— en que la sociedad, y m uchas veces los propios filósofos, considera a n tin atu ral lo desacostum brado. R especto a la objeción de que las propias m ujeres asienten

com placidas a su estado, Mili sencillam ente la niega: las m uje­ res ya se han o rganizado para solicitar sus derechos y son los varones quienes se los niegan. A ún considerando falsa la o b je ­ ción, em plea dos argum entos c o n tra ella. P o r un lado, Mili considera una ley política general el que los oprim idos no co­ miencen nunca por oponerse al poder en sí sino sólo a su ejerci­ cio despótico. Y las m ujeres siem pre se han q u ejado de los m alos trato s de sus m aridos, aún a riesgo de que estos se en d u ­ reciesen. El siguiente paso lógico es el de cuestionar la relación de p oder que posibilita los m alos trato s. P o r o tro lado el caso de las m ujeres es diferente al de cualquier o tra clase som etida, lo que hace muy difícil una rebe­ lión colectiva de éstas c o n tra los varones. La peculiaridad con­ siste en que sus am os no quieren sólo sus servicios o su obe­ diencia, quieren adem ás sus sentim ientos, «no una esclava for­ zad a, sino v o lu n taria.» P ara lograr este objetivo han encam ina­ d o to d a la fuerza de la educación a esclavizar su espíritu: «A sí, to d as las m ujeres son educadas desde su niñez en la creencia de que el ideal de su carácter es ab so lu ta­ m ente opuesto al del hom bre: se les enseña a no tener iniciativa y a no conducirse según su voluntad consciente, sino a som eterse y a consentir en la voluntad de los de­ m ás. T odos los principios del buen com portam iento les dicen que el deber de la m ujer es vivir para los dem ás; y el sentim entalism o corriente, que su naturaleza así lo requiere: debe negarse com pletam ente a sí m ism a y no vivir m ás que p ara sus afectos.» (SM , 173-4) El proceso educativo de las m ujeres es radicalm ente dife­ rente al de los varones y, posteriorm ente, tam bién lo son sus tra b a jo s y posiciones sociales. Las m ujeres desarrollan su vida en el ám b ito p riv ado, los hom bres en el m undo público. A ju cio de Mili estas circunstancias generan tales diferencias en sus respectivos caracteres que casi cualquiera puede co nsiderar­ los p o d u cto de naturalezas diferentes. Sin em bargo, proceder así es co n fu n d ir el efecto con la causa. A p artir de aquí, el objetivo de Mili será desarticular los pre-jucios en to rn o a la

«n aturaleza fem enina», prejuicios que considera uno de los m a­ yores obstáculos p a ra la igualdad de los sexos.

3.

La naturaleza de la mujer

En este a p a rta d o vam os a exponer los argum entos que u ti­ liza Mili p ara d esarticular la teo ría p atriarcal en to rn o a la n aturaleza de la m ujer. Según esta teo ría, es la n aturaleza dife­ rente pero co m plem entaria de las m ujeres y los hom bres lo que ju stifica las diferentes funciones y posiciones sociales de los m ism os. Existen al respecto dos tipos de discurso acerca de dónde reside la diferencia de los sexos-géneros. Un discurso de la inferioridad según el cual la debilidad, el infantilism o, la m aldad o , en definitiva, la precariedad de cualidades físicas, intelectuales y m orales de la m ujer, hacen que tenga que estar tu telada o som etida al v arón; varón que, natu ralm ente, posee en dosis elevadas las cualidades de las que carece la m ujer. P ero existe tam bién un discurso de la excelencia para legitim ar la subordinación de las m ujeres. En este o tro caso, la m ujer alberga grandes y excelsas cualidades específicam ente fem eni­ nas, tales com o la v irtu d , la abnegación, la intuición intelectual y la agudeza de ingenio. E stas cualidades la hacen intrínseca­ m ente, no digam os ya superior, pero sí «m ás valiosa» que el varón. P ero ¿cuál es la traducción de esta valía en térm inos de poder y participación en la vida social y política? C u rio sa­ m ente ninguno. La m ujer se convierte en patrim o nio o reserva m oral de la h u m an id ad en su co n ju n to y de cada varón en particular. Y p ara no corro m p er cualidades tan necesarias al bienestar y al progreso social la m ujer qued a enclaustrada en la esfera de lo p rivado, velando la santidad de su fam ilia. En este preciso sentido hay que señalar que Mili observó a g u d a­ m ente la peligrosidad del discurso de la excelencia sobre las m ujeres: « ...q u e la m ujer es m ejor que el h om bre, co n tin u a­ m ente nos lo repiten los m ism os que están totalm ente en co n tra de tra ta rla com o si en realidad fuera así, de

m anera que esta confesión ha llegado a convertirse en una fastidiosa fórm ula de h ip o cresía...» (SM , 208-9) Las cualidades específicas que se adscriben a la m ujer y p o r las q u e se la alaba han sido creadas en una sociedad p a­ triarcal. Sus cualidades son las del inferior y alabarlas no hará a sus propietarias iguales. Sea desde el discurso de la inferiori­ dad o desde el de la excelencia, p a ra M ili, la naturaleza de la m ujer se constituye en el elem ento teórico legitim ador de su opresión. En consecuencia, una de las tareas necesarias de su proyecto de em ancipación de la m ujer es desm antelar la ideología p atriarcal que legitim a la situación de diferencia de la m ujer. P a ra ello utiliza tres argum entos; serán, p o r este o r­ den, el arg u m en to del agnosticism o, el argum ento em pírico y, finalm ente, la universalización del concepto de naturaleza h u ­ m ana.

3.1.

El argumento del agnosticismo

P a ra S tuart M ili, en el estado actual del conocim iento hu­ m an o , n ad a puede saberse acerca de cual sea la auténtica n a tu ­ raleza de la m u jer, si es que tiene alguna. M ientras la ciencia que ha de estudiar las leyes de la form ación del carácter h u m a­ no — la ciencia etológica que tratam o s en el capítulo s e g u n d o no esté avan zad a, no hay form a de deslindar qué pertenece a la p ro p ia naturaleza de los sexos y qué es ad quirido. Este es u no de los argum entos básicos de Mili en su defensa de la em ancipación de la m ujer, argum ento que dirige c o n tra la teoría de la n aturaleza com plem entaria de los sexos. Sin em bargo, a su juicio, sí sabem os algunas cosas que nos pueden a y u d ar a desvelar algo sobre la supuesta naturaleza de la m ujer. Sabem os que en ninguna o tra cosa com o en la form ación de un carácter específicam ente fem enino ha puesto la sociedad tan to s m edios y tan bien o rq u estados. Mili se exten­ derá a este respecto explicando cóm o la educación que recibe la m ujer tiende a destruirla com o persona au tó n o m a y a incul­ carla com o único fin de su vida el servicio abnegado a los

dem ás en el doble papel de esposa y m adre. E sto le lleva a concluir que: «L o que actualm ente llam am os la n aturaleza de la m ujer es algo em inentem ente artificial, el resultado de un a represión fo rzad a en un sentido, y de una excitación ficticia en o tro .» (SM , 182) A h o ra bien, p o r si la educación no resultase suficiente para con fin ar de buen g rado a la m ujer en la esfera de lo privado, la sociedad cuenta con un recurso adicional: la prohibición ex­ presa del acceso de la m ujer a la vida pública: universidad, trab a jo s no p ro letario s, política, etc. D ebido al poder que Mili atribuye a las condiciones externas y la educación p ara determ i­ nar el carácter de los individuos, m o stran d o un sentido del hum or que se le suele negar, ironiza sugiriendo que si éstas condiciones no resultan suficientes en el caso de la m ujer tiene que ser p o rq u e sus instintos se oponen a la m aternidad y al m atrim onio, a to d o lo que h asta a h o ra se ha considerado e rró ­ neam ente su « n atu raleza.» En consecuencia, a Mili le gustaría escuchar claram ente y sin ta p u jo s la doctrin a real que subyace al p atriarcad o : «Es necesario p a ra la sociedad que las m ujeres se casen y tengan hijos. P ero no lo h arán sino por la fuerza. P o r lo ta n to es preciso forzarlas a ello.» (SM , 190) A h o ra bien, ironías —o no tan iro n ías— ap arte, la educa­ ción y el constreñim iento legal y social han d ad o sus frutos y han creado lo que legítim am ente se puede den o m inar el «ca­ rácter fem enino» en su estado actual. Así, au n q ue Mili hable del carácter fem enino, h a b rá que tener en cuen ta que p ara él no se basa en ninguna supuesta n atu raleza de la m ujer, sino que es u n a construcción histórica y social, au n q u e lógicam ente, no por ello carente de realidad. Respecto a cuál sea la verdade­ ra natu raleza de la m ujer sólo q u ed a, de m om ento, d ejar el juicio en suspenso. Sin em bargo, en La S u jeción ..., Mili insiste una y o tra vez en la necesidad de desarro llar la ciencia de

la etología com o condición previa del desarrollo de las ciencias sociales: «D e cu antas dificultades im piden el progreso del pen­ sam iento y la form ación de opiniones fundadas sobre la vida y las organizaciones sociales, la m ayor es hoy la indecible ignorancia y falta de atención de la hum anidad respecto a las influencias que form an el carácter h u m a­ n o .» (SM , 182-3) A dem ás, el desarrollo de esta ciencia sería un paso fu n d a­ m ental p a ra cerrar el paso a las nuevas corrientes científicas que, desde la fisiología, confirm aban la ineluctable inferioridad de la m ujer. Y merece la pena señalar que A . C om te, intentó d u ran te años disuadir a Mili de su p o stu ra etológica y fem inista (Sem m el, 1984: 68). P a ra C om te, los resultados de la frenología confirm ab an que las m ujeres, com o los niños, no poseían una estru ctu ra cerebral adecuada para realizar razonam ientos com ­ plejos, ni p ara trascender el interés privado en beneficio del público. C om te, persuasivo, reconoce que tam bién él pasó por u n a fase fem inista com o resultado de su lectura de la obra Vindicación de los derechos de la mujer de M ary W ollstonecraft, sin em bargo, un cuidadoso estudio de la biología le había llevado a observar el fem inism o en su real dim ensión, com o un a m uestra ineludible de «la deplorable an a rq u ía m ental de nuestro tiem po.»

3.2.

El argumento empírico

U na de las críticas m ás generalizadas a La sujeción de la mujer es la que pone de relieve que M ili, en su afán por defender la causa de las m ujeres, utiliza diversos argum entos que se contradicen entre sí. Así, si en el capítulo prim ero recha­ za el carácter fem enino com o d ato objetivo p a ra utilizarse ya sea a favor o en c o n tra de su em ancipación, debido a que es un construcción artificial pro d u cto de un sistem a de opre­ sión, en el capítulo tercero incurrirá en el m ism o e rro r que

ha criticado. En concreto, Mili utilizará algunos de los rasgos del carácter actual de las m ujeres com o argum ento em pírico a favor de su causa. Y esto lo hace fu n dam entalm ente en dos sentidos. P or un lado, acude a la experiencia p a ra entresacar ejem plos de m ujeres que, bien p o rq u e hayan recibido la educa­ ción adecu ad a, o incluso sin recibirla, han desem peñado un brillante papel en trab a jo s tradicionalm ente reservados para va­ rones. A sí, razo n a M ili, del hecho de que algunas m ujeres h a ­ yan sido buenas reinas podem os deducir que todas las m ujeres son capaces de g o bernar. P o r razonable que parezca este arg u m en to , no deja de es­ tar en contradicción con el del agnosticism o sobre la naturaleza de la m ujer a p artir de los d ato s de su carácter actual. Por o tro lado, Mili va a defender la utilidad p ara la sociedad de ciertos rasgos característicos del carácter actual de las m ujeres, rasgos o cualidades que aparecen com o diferentes y com plem en­ tarios a los de los varones. Y Mili incurre aquí en todos los tópicos q u e antes había desechado; p o r ejem plo: a h o ra las m u­ jeres resultan ser m ás intuitivas y prácticas que los varones, m ayorm ente d o tad o s p ara el razonam iento ab stracto y especula­ tivo. « P ero si consideram os la m ujer tal cual la experiencia nos la ofrece, podem os afirm a r, con m ás fundam ento del que tienen la m ayoría de las dem ás generalizaciones sobre el tem a, que sus ap titudes generales las llevan hacia las cuestiones de orden p ráctico .(..) C onsiderem os la n a tu ra ­ leza especial de las capacidades intelectuales de una m ujer de talento. Son to d as de u n a índole que la capacitan para la práctica y la hacen tender hacia ella. ¿Q ué significa la capacidad de intuición de una m ujer? Significa una visión ráp id a y correcta de un hecho actual. No tiene n ad a que ver con los principios generales.» (SM , 229) A h o ra bien, en defensa de Mili se ha alegado, com o ha hecho p o r ejem plo Ju lia A nnas, que es to talm ente consciente de que lo que dice se refiere únicam ente a las m ujeres tal y com o son en su estado actual, y no tal y com o podrían llegar

a ser. Y, p o r ejem plo, las explicaciones que ofrece Mili sobre el por qué las m ujeres no han destacado en las ciencias y en las artes son excepcionalm ente penetrantes. Sin em bargo, sigue A nnas, esto no im pide que en su afán de m ostrar el valor o la utilidad de las cualidades actuales de la m ujer, term ine con el peligroso cliché de los antiigualitarios: las m ujeres no son inferiores, sólo diferentes. En definitiva, y com o ha visto m uy bien esta a u to ra , el problem as fundam ental es la c o n tra ­ dicción de este argum ento con el del agnosticism o en to rn o a la n aturaleza hum ana: «El lector se queda con la im presión de que la n a tu ­ raleza ha sido expulsada del razonam iento com o una ene­ miga sólo p ara reaparecer de nuevo por la parte de a trá s.» (1977: 189) Sin negar el problem a de la naturaleza h um ana, presente en to d a la o b ra de Mili, puede haber otras razones que expli­ quen adecu ad am en te sus contradicciones lógicas en La sujeción de la mujer. A sí, no hay que olvidar que el fin últim o de la o b ra es in ten tar p ersuadir a una audiencia decididam ente opuesta a la em ancipación de la m ujer. Desde este pu n to de vista, ta n to el carácter notablem ente retórico de la o b ra, com o la m ultiplicidad de argum entos que se entrecruzan en la m ism a obedecería fu n dam entalm ente a dos razones. P o r un lado al objetivo de persuadir a un público que se presupone heterogé­ neo. Y por o tro a la com prensión por parte de Mili de que la razón es un arm a insuficiente en la lucha co n tra el prejuicio. C om o quiera que el prejuicio no se fu ndam enta en la razón sino en los sentim ientos y en la costum bre, Mili se dispone a com batirle con sus propias arm as, inten tan d o co n quistar para su causa los sentim ientos de la audiencia. En últim a instancia esta actitu d refleja una com prensión intuitiva de lo que Foucault ha den o m in ad o la m icrofísica del p oder, de la com pleji­ dad y sutileza de los sistem as de dom inación. Y com o ha puesto de relieve la teoría fem inista, la lucha c o n tra un sistem a de dom inación no se libra solam ente en la esfera de lo político, o en la esfera de la razón, sino en to d o el entram ad o de relacio­

nes que constituye la vida social. L a intención de Mili puede confirm arse en los m últiples textos en que m enciona que la lucha c o n tra el p atriarcad o es, fundam en talm ente, una lucha co n tra el sentim iento y co n tra el prejuicio y co ntra éstos la razón es un arm a m ás, au n q u e sea un arm a privilegiada. El texto que vam os a citar a continuación — pertenece a una carta enviada a T aylor en 1849— pone adem ás de relieve la diferencia entre la élite intelectual y el pueblo: a cada uno se les convence con argum entos distintos: «M ejor psicología y u n a teoría de la naturaleza hu­ m ana p ara u n a m inoría, y p a ra la m ayoría, m ás y m ejo­ res pruebas de lo que las m ujeres pueden hacer.» Este texto p o d ría explicar convincentem ente la inclusión p o r p arte de Mili de lo que hem os llam ado el argum ento em pí­ rico, el único capaz de p ro b a r a «la m ayoría» que el «carácter fem enino» p ro d u cto de la sociedad p atriarcal, no es sino una deform ación interesada de las potencialidades reales de la m ujer o de cualquier ser hu m an o . Y es que, au n q u e Mili a p ro b aría sin reticencias la tesis de M ary W ollstonecraft de que el fem inis­ m o es « una apelación al buen sentido de la h u m anidad» en el sentido cartesiano, disentiría de la afirm ación de que el buen sentido es la facultad m ejor rep artid a del m undo.

3.3.

La universalización de la naturaleza humana

A lo largo del libro hem os d esarrollado la concepción milleana del hom bre; pues bien, el arg u m en to m ás radical de Mili co n tra la relación de dom inio entre los sexos consiste en la autén tica universalización de la n atu raleza h u m ana. P a ra Mili to d o lo que es cierto o verdadero respecto a la naturaleza y felicidad del varón lo es tam bién p ara la m ujer; en su caso no existen recortes a la universalidad. En consecuencia, puede pensarse que el argum ento agnóstico respecto a la naturaleza de la m ujer, —el que m antiene que nada podem os conocer acerca de cuál sea su verdadera n atu raleza— , es un argum ento

pragm ático p ara co m batir la teoría de la naturaleza diferente y com plem entaria de los sexos. Y frente a éste aparece un arg u ­ m ento positivo: la m ujer com o m iem bro de la especie hum ana tiene un derecho inalienable a la felicidad. A la felicidad tal y com o es d efinida por el utilitarism o perfeccionista de Mili. En prim er lugar, recordem os que el desarrollo de la indivi­ dualidad es uno de los elem entos indispensables de la felicidad hum an a. Será conveniente citar aquí un texto de H u m boldt, m uy apreciado por M ili, en que se establece que el fin del hom b re « ...e s el desenvolvim iento m ás elevado y m ás a rm o n io ­ so de sus facultades en un co n ju n to com pleto y consistente.» (SL, 127) A h o ra bien ¿cuál es la situación de la m ujer en el p atriarcad o ? R ecordem os que se caracteriza por el constreñi­ m iento sistem ático de su individualidad, «la m ujer es com o ese árbol al que se han p o dado todas sus ram as.» En palabras de R uskin, perfecto representante de la visión ideológica de la m ujer victoriana, el fin de la educación de la m ujer es ini­ ciarla «no en el desarrollo de sus capacidades sino en la ren u n ­ cia de sí m ism a.» P a ra este célebre m oralista, si la m ujer ha de recibir algún tipo de educación teórica es sólo hasta el p u nto de p oder « co m p artir los deleites de su m arido y de los am igos de éste.» (M illet: 1975, 129) Y recordem os tam bién que para Mili el desenvolvim iento de las facultades h u m anas sólo se puede hacer desde la a u to n o ­ m ía, y la au to n o m ía personal exige una situación de igualdad y libertad entre tod o s los seres hum anos. C om o ha puesto de m anifiesto Berger, en la teoría de Mili igualdad y libertad se im plican en la consecución de la felicidad h um ana. La au to d e­ term inación requiere que uno sea un igual de los o tro s, que no esté sujeto o en situación de dependencia respecto a los dem ás, ya que sólo desde la igualdad puede ejercerse la libertad para escoger el p ropio m odo de existencia. A h o ra, am bos p rin ­ cipios se coim plican, pues es el derecho a la au to n o m ía y a la libertad lo que fu n d a la igualdad (Berger: 1984, 196-204). En este sentido la igualdad de la m ujer es una exigencia tan to de la justicia com o de la libertad, pero que se fundam entan am bos en el concepto de vida au tó n o m a com o vida buena, es decir en las dem andas del utilitarism o perfeccionista de Mili.

En la m ujer, com o en el v arón, la falta de autonom ía hiere su sentim iento de dignidad personal, y ésta es una de las m ayores causas de infelicidad personal. Mili insiste repetidas veces en La sujeción de la mujer en que después de las necesi­ dades m ateriales la libertad es la m ayor necesidad del ser hum a­ no, necesidad que no puede ser sustituida por una vida colm ada de bienes m ateriales pero su jeta a tutela. P ara d em ostrar esto, Mili expone un caso de la vida co tid ian a, el de una persona cuyos asuntos económ icos están adm inistrados por un tu to r. Si el tu to r es excelente y dirige con sum o provecho los intereses m ateriales del tu telad o ¿ten d ría éste algún m otivo legítim o de infelicidad o tendríam os que escuchar sus q uejas, si las tuviese, com o las pro p ias de un ser caprichoso al que nada le com place? El m otivo de legítim a queja es la lesión de la dignidad personal que se produce al privar a un ser h um ano de la posibilidad de dirigir su p ropia vida, posibilidad ésta que es la que diferen­ cia al hom b re del anim al o del m ero sim io im itador y que le constituye por ta n to com o tal ser hu m an o . E sta y no o tra es la situación a la que está co n d en ad a la m itad de la especie, aunque no sólo ella, sino todos los seres hum anos que carecen de au to n o m ía. En consecuencia, el prim er beneficio de la em ancipación de la m ujer es la « h u m an id ad » a la que accede la m itad de la especie por la crucial diferencia entre: «u n a vida de sujeción a la v oluntad de otros y una vida de libertad racio n al.» (SL, 281) A h o ra bien, la capacidad de elegir la p ro p ia vida se concre­ ta m uy especialm ente en la vocación. Y es en La sujeción... donde Mili d esarrolla la im po rtan cia de la elección del tra b a jo com o elem ento esencial de la individualidad y felicidad hum a­ nas. Así, su defensa de este tem a no se expresa principalm ente en la lógica del m ercado libre —au n q u e com o verem os luego tam bién utiliza este arg u m en to — sino en el lenguaje de los derechos h u m an o s, que le perm ite h ablar de un igual derecho m oral de tod o s los seres hum an o s a elegir su tra b a jo de acuerdo con sus propias preferencias. P ara M ili, realizar con agrado

el tra b a jo habitual es una condición de una vida feliz que esca­ sea dem asiado en la sociedad. Existen diversas causas que pue­ den hacer que un varón escoja mal su profesión, entre ellas la im prudencia de los progenitores, la inexperiencia de la ju v en ­ tud o la ausencia de o p o rtunidades externas. Pero si pasam os a la situación de la m ujer vemos que ésta, en función de la educación, la costum bre y la ley, tiene expresam ente prohibida la búsqueda de su vocación. En la defensa que hace Mili del derecho de las m ujeres a realizarse m ediante el tra b a jo , resulta obligado resaltar algo que está presente en to d a la obra y que constituye p arte de su fuerza y nobleza. N os referim os al hecho de cóm o logra Mili «ponerse en lugar de» o sim patizar con el injusto destino de las m ujeres en el p atriarcad o . Y cóm o intenta transm itir esta sim patía a los varones exhortándolos —en este caso— a que com paren la situación profesional de la m ujer con el de­ rrum b am ien to vital que experim entan (algunos) al jubilarse. En este sentido, Ju d ith M. M acA rthur ha podido afirm ar que sólo los utilitaristas que creían que sus intereses com o varones esta­ ban fusionados con los de las m ujeres, estuvieron m otivados p ara em prender la reform a de unas instituciones, las p atriarca­ les, que estaban legitim adas social, natural y divinam ente (1985: 66-8). E fectivam ente, leyendo La sujeción de la mujer, o cual­ quier o tra o b ra de M ili, se com prende que si es un reform ador social es p orque le im portan los problem as de la hum anidad. A este respecto, él m ism o explica en su Autobiografía cóm o la prim era crisis de su ju ventud le enseñó algo muy im portante respecto a sus ansias de refo rm a social. C om prendió que los juicios de valo r se originan en la capacidad de sentir con los dem ás, en el hecho de que lo que les suceda nos afecte o no nos deje indiferentes. Veam os al respecto parte del fragm ento con que concluye La sujeción:

102

« C u an d o consideram os el dañ o positivo causado a la m itad de la especie hum ana por la incapacidad en que se en cuentra —en prim er lugar, la pérdida de la felicidad personal que m ás estim ula y alegra el espíritu, y en segundo lugar, el fastidio, la frustración y el p ro fu n d o descon-

tentó con la vida que de ahí se siguen— com prendem os que, de entre todas las lecciones que el hom bre necesita p ara proseguir su lucha c o n tra las inevitables im perfeccio­ nes de su suerte en este m u n d o , la m ás urgente es que a p ren d a a no añadir males a los que la naturaleza le im pone, estableciendo, p o r envidia y prejuicios, lim itacio­ nes de unos hum anos sobre o tro s.» (SM , 288) P o r últim o y p a ra contextualizar m ejor la p o stura de M ili, es preciso señalar, tal y com o hace el fem inism o contem poráneo de raíz ilustrada, que la universalización del concepto de n a tu ­ raleza hum an a fue el hueso que la Ilustración no pudo roer. Las virtualidades universalizadoras y em ancipatorias de las lu­ ces d ejaro n a la m itad de la especie en la som bra (A m orós: 1991). Salvo honrosas excepciones, ni filósofos ni revoluciona­ rios escaparon al prejucio y am bos rindieron pleitesía, con sus diferentes arm as, al principio que p ro p u g n ab a la dom inación de un sexo p o r el o tro .

4.

El feminismo y el progreso de la humanidad

Cui bo n o , ¿quién se beneficia con la em ancipación de las m ujeres? E sta es la p regunta que Mili a b o rd a en el capítulo cu arto de La sujeción de la mujer. A este respecto ya ha q u eda­ do claro que quienes se benefician son, lógicam ente, las propias m ujeres, pero en últim a instancia, p a ra M ili, es la sociedad en su co n ju n to quien va a salir beneficiada. ¿ P o r qué? En prim er lugar, p ara Mili la em ancipación de la m ujer aparece com o una dem an d a o im perativo categórico m oral y a m enudo su lenguaje parece m ás el de un teórico clásico de los derechos h um anos que el de un utilitarista: con la em ancipa­ ción de la m ujer g an a la ju sticia y b asta. Sin em bargo, pasa a observar que m ucha gente no estará dispuesta a em prender u na revolución social en nom bre de un derecho abstracto: «H ay m ucha gente que, no b astándole que la desi­ gualdad no se pueda sostener con ju sticia o legítim am en­

te, exigirá que le dem ostrem os las ventajas que se o b te n ­ d rán ab o lién d ola.» (SM , 260) En este sentido, Gail Tulloch ha afirm ado que Mili, com o buen utilitarista, tiene que dem ostrar estas ventajas para toda la sociedad (1990: 53). Sin em bargo y com o verem os, la ventaja o utilidad principal de la que habla Mili es la m oralización de la sociedad, ventaja que sólo podría com prenderse desde la con­ cepción m illeana del utilitarism o. El prim er argum ento en torno a la relación fem inism o-progreso social nos rem ite a la filosofía política m illeana. P ara Mili la regeneración de la hum anidad o el establecim iento de una auténtica dem ocracia exige un n o ta ­ ble cam bio del carácter hum ano, fundam entalm ente un desarro­ llo de los sentim ientos sociales y solidarios, frente al egoísmo e insolidaridad actuales. En este sentido, Mili va a realizar una severa crítica de la fam ilia patriarcal. Por un lado destruye los sentim ientos sociales de las mujeres: lógicam ente al cerrarles la vía de la participación en la vida pública la virtud de las m ujeres se reduce sólo al cuidado abnegado de su núcleo fam iliar y tal vez se extiende a la vida social a través de la caridad; pero para Mili caridad no es sinónim o de justicia, y, poner los intere­ ses de la fam ilia p o r encim a de los de la sociedad no contribuye precisam ente a la solidaridad hum ana. A dem ás, para Mili, com o ha señalado Kate Millet, la desigualdad sexual es la base psicoló­ gica de otros tipos de opresión: «T odas las inclinaciones egoístas, la egolatría, la pre­ ferencia in justa de uno m ism o, que encontram os en la h u m an id ad , se originan, se fundan y se nutren principal­ m ente en la condición presente de las relaciones entre el hom bre y la m u jer.» (SM , 260) El p oder, que no la a u to rid a d , que de una m anera to ta l­ m ente a rb itra ria , es decir, independientem ente del m érito y la valía p ersonal, concede el p a triarcad o a una m itad de la h u m a ­ nidad sobre la o tra , es el germ en de la desigualdad injusta y los sentim ientos antisociales que caracterizan la sociedad de su tiem po. T o d o el proceso de interiorización de la prepotencia

y la desigualdad en los varones com ienza en la infancia. El problem a que agudam ente señala Mili es el de cuál pueda ser la influencia del hecho de la subordinación y falta de derechos de la m ujer en el proceso de socialización. C ualquier joven v arón, p o r el sim ple hecho de serlo, se sabe inm ediatam ente superior en derechos a todas las personas del sexo co n trario , incluso a aquellas m ujeres que le son m anifiestam ente superio­ res en facultades y resultados. Y de la superioridad de derechos se deriva el derecho a m an d ar y que se le obedezca, el derecho a opinar y to m a r decisiones que en últim a instancia no se pue­ den con trad ecir. Así, personas sin ningún m érito ni esfuerzo especial, pasan a tener p o d er directam ente p o r razón de su sexo-género. ¿Q ué efectos puede tener esto en el carácter h u m a­ no?: « H a b rá quien crea que to d o esto no corrom pe la entera existencia del hom bre, a la vez com o individuo y com o m iem ­ bro de la sociedad.» (SM , 261)

4.1.

La familia com o escuela de igualdad

El prim er arg u m en to que m uestra cóm o la igualdad de los sexos beneficia a la sociedad en su c o n ju n to , es el que postula que dicha igualdad es una condición necesaria p ara el desarrollo de la com petencia m oral de la h u m an id ad. Si la fa­ milia patriarcal es una institución clave en la desm oralización del hom bre, lógicam ente, con su tran sfo rm ació n es posible pre­ ver el fin del desarrollo, o cu an d o m enos del fortalecim iento, de los instintos antisociales o an tidem ocráticos. Y es que, por m ucho que las instituciones políticas m odernas puedan hacer por tra n sfo rm a r el carácter h u m an o , su influencia no es supe­ rior a la de la fam ilia, agente socializador prim ordial: «L a vida política en los países libres, es en parte una escuela de igualdad social; pero no llena más que un pe­ queño hueco de la vida m oderna, y no llega hasta los hábitos de cada día y los más íntim os sentim ientos. La fam ilia, constituida sobre bases ju stas, sería la verdadera escuela de las virtudes propias de la libertad.» (SM, 212)

Este es, pues, el prim er beneficio que se deriva p ara la sociedad en su co n ju n to de la em ancipación de la m ujer: el p au latin o ap rendizaje e interiorización de los sentim ientos de igualdad y libertad tal y com o lo p ro pone en El uliiitarismo.

4.2.

106

El incremento de la competencia instrumental

El segundo argum ento que utiliza Mili para dem ostrar cóm o beneficia a to d a la hum anidad la em ancipación de la m ujer es el del increm ento de la capacidad o com petencia instrum ental de la sociedad. El razonam iento de Mili es m uy sencillo: si se incentiva y estim ula a la m ujer, del m ism o m odo que al hom bre, p ara que desarrolle sus facultades naturales al m áxi­ m o, se conseguirá «duplicar la sum a de facultades intelectuales utilizables p ara un un m ejor servicio de la hum an id ad .» Mili refuerza este argum ento pro p io de la lógica del libre m ercado con la afirm ación de que en la sociedad actual existe una notable falta de com petencia p ara las tareas que exigen m ayor habilidad ad m inistrativa. De esta m anera, el desperdicio del potencial de talentos naturales de la m itad de la especie, aparece com o un derroche que la sociedad no se puede perm i­ tir. A h o ra bien, Mili es consciente de que esto no es totalm ente cierto ya que el talento de la m ujer se aplica a la adm inistración del h ogar. Y que éste podía ser un argum ento convincente en m anos de los an tiigualitaristas. De ahí que, para valorar qué función social de la m ujer produce más beneficios a la sociedad en su c o n ju n to , Mili, de form a totalm ente inusual, saca la cal­ cu lad o ra del buen utilitarista de prim era generación, y com ienza a sum ar y restar beneficios. Los beneficios que produce la m ujer en el hogar son esca­ sos y de alcance lim itado. M uy al c o n tra rio , los beneficios que se pueden o btener del desarrollo de la com petencia instrum ental de las m ujeres son grandes, y adem ás hay que sum arles el bene­ ficio del estím ulo que la nueva com petencia de las m ujeres p ro ­ po rcio n aría a la com petencia del varón. A hora, es verdad que a la sum a de las dos m agnitudes anteriores hay que restar la p érdida de los beneficios que se obtenían por la buena adm inis-

tración de la casa en m anos de las m ujeres, pero no im porta: se hace la últim a cuenta y gan a, m atem áticam ente, la causa de la em ancipación. ¿C óm o valorar este argum ento de Mili? Desde su punto de vista lo que tiene de válido es el hecho de ser un argum ento que conecta con la lógica del beneficio y que pretende llegar, com o afirm a M ili, a quienes no creen en la justicia. E sta es su intención: convencer al m ayor núm ero en el m ayor núm ero de frentes posibles de los beneficios de la em ancipación. Sin em bargo, el arg u m en to en sí m ism o no parece el más indicado para fu n d am en tar políticas de liberación. ¿N o p o d ría acaso uti­ lizarse p a ra legitim ar la opresión de las m ujeres o de cualquier o tro g rupo social? Si el objetivo es m axim izar la com petencia instrum ental, ¿no p o d ría ser más fructífera la división estricta del tra b a jo , au n q u e esta no fuese necesariam ente sexual? T en­ dríam os entonces una u to p ía sim ilar a la platónica, y no cree­ mos que esto pudiese ser a p ro b a d o por M ili. A hora bien, lo que sí resulta inexplicable —com o se resalta fecuentem ente desde la teoría fem inista— es el trem endo lapsus de Mili en lo que concierne a quién o quienes se harán cargo de los tra b a jo s de la reproducción y la producción dom éstica en la sociedad fu tu ra . M ili, literalm ente, se olvida de este p ro ­ blem a. La respuesta puede ser alguna de las que siguen: o bien está pensando que las m ujeres no ab a n d o n a rá n sus tareas d o ­ m ésticas o bien tiene com o referente de su discurso a las m uje­ res de clase alta que, n atu ralm en te, tienen servicio dom éstico.

4.3.

El argumento de la compañera

El tercer arg u m en to que utiliza Mili p a ra teorizar los bene­ ficios que cabe esperar de la em ancipación de la m ujer es en realidad una ap ología de lo que puede llegar a ser la relación de pareja en tre iguales. P a ra ello, com ienza con una crítica a la situación m atrim onial en la actualidad. La tesis de Mili es que la educación tan radicalm ente dis­ tinta que reciben hom bres y m ujeres tiene com o consecuencia m ás frecuente el que la relación intersexual m ás estrecha, el

m atrim o n io , se convierta en un auténtico infierno para los dos cónyuges. N ótese que ésta es una tesis nueva co n tra la n a tu ra le­ za co m plem entaria de los sexos, que no habla ya de su falsedad sino de la infelicidad que causa. P ara Mili la idea de una a so ­ ciación perm anente e íntim a entre personas radicalm ente distin­ tas es u n a v an a quim era: «La diferencia puede atraer, pero lo que retiene es la se­ mejanza; y los individuos pueden darse recíprocamente felici­ dad según sean más o menos semejantes entre sí.» (SM, 275) Mili cree firm em ente —y su experiencia personal no sería ajen a a esta creencia— que la relación m atrim onial p ro p o rcio ­ n aría m ayor felicidad a los cónyuges en un régimen de igual­ d ad , pero al m ism o tiem po es m uy consciente de que los v aro ­ nes perderían con ello una serie de privilegios que les hace m uy agradable la vida. El problem a es, por ejem plo, cóm o convencer al varón de su tiem po de que va a ser m ás feliz sin tener derechos legales sobre el dinero de su esposa o sin m altratarla. Y es que: «E n vano se pro cu raría persuadir al hom bre que m al­ tra ta a su m ujer y a sus hijos de que sería m ás feliz si vivera en buena arm onía con ellos: lo sería realm ente si p o r su carácter y hábitos se prestase a vivir de esa fo rm a;» (G R , 185) L a estrategia de Mili en este p u n to consiste en dirigirse, de una m anera notablem ente retórica, a los varones — a su razón y sus sentim ientos— p a ra ofrecerles una felicidad cualita­ tivam ente m ayor que com pense la pérdida de bienestar y com o­ didad de que d isfru tan en el p atriarcad o . Pueden señalarse dos pasos en esta estrategia de Mili. En prim er lugar, pinta a los varones un cu ad ro b astante patético de las consecuencias que tiene p ara ellos casarse con una «inferior» en cualidades y cul­ tu ra —inferior debido a la educación recibida— : una paulatina caída en la m ediocridad y el em pequeñecim iento m oral e inte­ lectual. E sto es así porque:

« T o d a co m pañía que no eleva reb aja, y ta n to más es así cu an to m ás próxim a e intensa es la com pañía.» (SM , 279) Mili vuelve a insistir con in usitada dureza en el tem a de la influencia negativa de la m ujer de cara al desarollo de las virtudes intelectuales y m orales del esposo. Y en este contexto cobra pleno sentido el dram atism o de su in terrogante a los varones de su tiem po, ¿es que en la actualidad logran con el m atrim o n io algo m ás que u n a q uerida o una esclava?; ¿acaso es eso lo que quieren? El interro g an te, tal y com o es form ulado por M ili, no adm ite un sí p o r respuesta. Y p ara los que, lleva­ dos de la retórica de M ili, contesten que no, aún hay un segun­ do paso que d a r, convencerles de que apoyen activam ente la causa de la m u jer. Mili tiene un dulce pedazo de paraíso que ofrecer a quienes estén dispuestos a luchar p o r la em ancipación. Así describe vehem entem ente lo que puede llegar a ser la rela­ ción de p a re ja en un m undo en que la m ujer ya se ha em anci­ p ado, en que ha recibido una educación sim ilar a la que recibe el v aró n , y que se h a ab ierto a la responsabilidad que en trañ a en tra r en el m u n d o social y político. M ás que transcribir su idealizada descripción de tal relación, preferim os d ejar volar la im aginación del lector, pues, com o term in a Mili: « P a ra quienes puedan im aginárselo no hay necesidad de descripciones; p a ra los que son incapaces de ello, la descripción no parecería sino el sueño de un fan ático .» (SM , 280-1) Mili expone u n a nueva visión del am o r entre com pañeros que se constituye en su tercer argum ento a favor de la em anci­ pación de la m ujer: la relación am o ro sa que tendrán hom bres y m ujeres en el fu tu ro traerá tal dicha al género hum ano que no se com prende bien a qué están esperando aquéllos para po­ ner fin a su tiran ía. C on este tercer arg u m en to es con el que, después de h ab er expuesto todas las buenas razones posibles en co n tra de la sujeción y a favor de la libertad y la igualdad, Mili in ten ta, p o r la vía del sentim iento, liberar y canalizar las

energías de los varones a favor de las m ujeres. A poyo que p a ra Mili era im prescindible d ad a la precaria situación legal de la m ujer, situación que no la perm itía adherirse a ningún m ovim iento si su m arido se lo prohibía. Esto es lo que le lleva a expresar que: «N o es de esperar que las m ujeres se consagren a la em ancipación de su sexo, m ientras no haya un conside­ rable núm ero de hom bres dispuestos a unírselas en la em ­ presa.» (SM , 258) En definitiva, estos tres últim os argum entos ponen de m a­ nifiesto que la igualdad de los sexos, ap arte de una cuestión de ju sticia, es u n a condición necesaria p a ra el progreso y m ejo­ ra de la h u m anidad.

BREVE COMENTARIO SOBRE UN FRAGMEN­ TO DE «DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO»

«M ás im p o rtan te todavía que to do lo dicho es la parte de instrucción ad q u irid a por el acceso del ciudadano, aunque tenga lugar raras veces, a las funciones públicas. Vese llam ado a co nsiderar intereses que no son los suyos; a consultar, en fren ­ te de pretensiones co n trad icto rias, o tras reglas que sus inclina­ ciones particulares; a llevar necesariam ente a la práctica princi­ pios y m áxim as cuya razón de ser se funda en el bien general, y en cuentra en esta tarea al lado suyo espíritus fam iliarizados con esas ideas y aspiraciones, teniendo en ellos una escuela que p ro p o rcio n ará razones a su inteligencia y estím ulo a su sentim iento del bien público. Llega a entender que fo rm a p arte de la com unidad y que el interés público es tam bién el suyo. D onde no existe esta escuela de espíritu público apenas se com prende que los particu ­ lares cuya posición social no es em inente deban llenar para con la com unidad o tro s deberes que los de obedecer la ley y som eterse al G obierno. No hay ningún sentim iento desintere­ sado de identificación con el público. El individuo o la fam ilia absorben to d o pensam iento y to d o sentim iento de interés o de deber. N o se adquiere nunca la idea de intereses colectivos. El pró jim o sólo aparece com o un rival y en caso necesario com o u n a víctim a. N o siendo el vecino ni un aliado ni un asociado no se ve en él m ás que un com petidor. C on esto se extingue la m oralidad pública y se resiente la privada. Si tal fuera el estado universal y el único posible de las cosas, las aspiraciones m ás elevadas del m o ralista y del legislador se

lim itarían a hacer de la m asa de la com unidad un rebaño de ovejas paciendo tran quilam ente unas al lado de las otras. Según las consideraciones antedichas es evidente que el úni­ co G obierno que satisface por com pleto todas las exigencias del estado social es aquel en el cual tiene participación el pueblo entero; que to d a participación, aun en las m ás hum ildes de las funciones públicas, es útil; que, por ta n to , debe procurarse que la participación en to d o sea tan grande com o lo perm ita el grad o de cu ltu ra de la com unidad; y que, finalm ente, no puede exigirse m enos que la adm isión de todos a una parte de la soberanía. P ero puesto que en to d a com unidad que exce­ da los límites de u n a pequeña población nadie puede participar personalm ente sino de una porción muy pequeña de los asuntos públicos el tipo ideal de un G obierno perfecto es el G obierno representativo. (G R , tra d . de M arta C .C . de Iturbe, 1985:43)

2.

Ubicación del texto en la obra

Mili escribe Del gobierno representativo en 1861, es decir, cuando prácticam ente su evolución filosófica ha culm inado. Esta evolución com ienza co n su reacción al radicalism o de ju v en tu d , en que concebía la dem ocracia com o sinónim o de poder ab solu­ to p a ra la m ayoría; d u ran te esta reacción conservadora se m ani­ fiesta a favor de la a u to rid ad intelectual y m oral de los m ejo­ res; p osteriorm ente descubre la o b ra de Alexis de Tocqueville: su tesis de que los m ales de la dem ocracia sólo se curan con m ás dem ocracia y la im portancia de la participación política. C om o resultado de esta evolución llega a form ular lo que consi­ dera « u n a form a m odificada de la dem ocracia p u ra» , en que ta n to las élites com o la participación política de los ciudadanos cum plen un papel muy im portante para que la dem ocracia no sea sólo un sistem a de control del poder político sino una p a ­ lanca de progreso h um ano y social. Este texto está al final del capítulo tercero de la o b ra, titu lad o «El ideal de la m ejor form a de gobierno es el gobierno representativo.» En este capítulo Mili analiza los fines de las

instituciones políticas, y tal y com o ya señalaram os en el cap ítu ­ lo segundo de este libro, considera que de estos fines —la p ro ­ tección de los ciudadanos y del bien público y el m ejoram iento de los ciudadanos p o r el d esarrollo de sus facultades intelectua­ les, m orales y activas— el m ás im p o rtan te es la reform a de la h u m anidad. En función de estos criterios, Mili rechaza tan to el despo­ tism o com o el com unism o. El despotism o, porque, am én de pon er en peligro los intereses de los ciud adanos, genera un carácter servil y pasivo en los m ism os; y el com unism o, porque debido al estado actual del carácter h u m an o , cuyo rasgo más sobresaliente es la in solidaridad, resulta inviable.

3.

Conceptos políticos

Interés público/bien general: En todas las teorías políticas aparece bien delim itada la dicotom ía interés p artic u lar/in teré s general, ya que habitualm ente se consideran com o opuestos, siendo ju stam en te el fin necesario su conciliación. P ara algunos au to res, el bien general es u n a m era ficción, p orque sólo existen intereses de clase o intereses individuales. En el caso de Mili, sí puede decirse que existe el interés general, au n que, debido a las instituciones deficitarias de su tiem po, éste aparece com o o puesto al interés p articu lar. P ero , a su juicio, esta dualidad es, sim plem ente, una perversión m oral y política: am bos intere­ ses deben coincidir necesariam ente. P a ra nuestro filósofo, el interés general es p ro d u cto de la discusión de todos los grupos sociales. El interés general n o aparece en su o b ra com o una evidencia, ni una intuición, ni un a priori: es una conquista racional fru to de la libre discusión de to d a la sociedad. Participación: P uede decirse que ésta es la noción clave del texto que estam os an alizando. La participación suele hacer referencia al ejercicio de cargos políticos p o r p arte de los ciuda­ danos. Sin em bargo, cuáles sean las cuotas deseables de partici­ pación de los ciudadanos y cuáles los fines de la m ism a es uno de los criterios relevantes que divide a las diferentes teorías políticas. P a ra M ili, la participación es una escuela de ciu d ad a­

nía y, en este sentido, debe ser m axim izada; el lím ite radica en los cargos públicos que por su com plejidad deben ser enco­ m endados a expertos. Gobierno representativo: Este concepto político surge con la m odernidad e intenta d ar solución al problem a de cóm o pueden expresarse las diferentes voluntades de un pueblo, c u an ­ do este pueblo ha alcanzado proporciones num éricas considera­ bles. El m ecanism o del que se sirve esta form a de gobierno p a ra conseguir el fin an terio r es la elección por parte de los ciudadanos de un grupo de individuos que representarán sus intereses en el P arlam ento.

4.

Argumentación e interpretación

Este fragm ento se centra en las consecuencias positivas que p a ra el m ejo ram ien to de los ciudadanos tiene la participación política. Según M ili, estas ventajas son de dos tipos: intelectua­ les y m orales. P rim eram ente, al desem peñar los individuos c ar­ gos políticos acceden a una nueva perspectiva de la realidad de la adm inistración pública, es decir, tom an conciencia de nue­ vos problem as y de dificultades que desde fuera no es posible ni tan siquiera sospechar su existencia. Sin em bargo, por im por­ tan te que sea p ara Mili el desarrollo intelectual, a su juicio, la v en taja p rio ritaria de la participación política es el desarrollo de la com petencia m oral o virtud de los individuos. La virtud pública no reside en el hecho de que los ciudadanos sean cap a­ ces de sacrificar su interés privado al interés general, sino en que no los identifiquen com o opuestos. Es decir, llegar a com ­ prender y sentir que interés particular e interés público son las dos caras de la m ism a m oneda. P a ra Mili esta arm onización o identificación de intereses es posible debido a la condición social del hom bre y al hecho de que para «los m ejores» de la sociedad — la élite— , esta identificación form a parte de su concepción de la vida buena. En los dos prim eros p á rrafo s Mili describe el proceso por el que la participación política desarrolla la virtud social. Desde los cargos públicos los ciudadanos se ven obligados a participar

activam ente en la solución de problem as que, com o individuos particulares, pueden no afectarles en ab so lu to . A dem ás de p a ­ sar a hacer suyos problem as inicialem te ajenos, los ciudadanos se ven obligados a pensar y actu ar desde principios y m áxim as universales; y esto, unido al co n tacto con personas muy cualifi­ cadas de la com unidad — las élites— red u n d a en un im portante estím ulo intelectual y m oral. En el segundo p á rra fo Mili critica la relación estrictam ente individualista del hom bre con la co m unidad. Lim itarse a obede­ cer a la ley y al gobierno no es suficiente; por ejem plo: ¿en qué se d iferenciaría entonces el ciu d ad an o de una dem ocracia del que vive b a jo una d ictad u ra «benévola?» Si am bos se lim i­ tan a obedecer y no particip an activam ente en la vida política no parece que haya grandes diferencias. P a ra M ili, encerrarse en los m uros de la p ro p ia individualidad o extenderlos sólo hasta los lím ites de la fam ilia tiene peligrosas consecuencias de cara a la form ación del carácter hum ano. Q uienes centran su sentim iento del deber en un reducido círculo de personas se hab itú an a observar a los dem ás com o extraños o incluso com o rivales p a ra la satisfacción de su auténtico interés-deber. Y si llega el caso, p arad ó jicam en te, los o tro s se convierten en víctim as del deber fam iliar o de la virtud privada. Mili niega explícitam ente que pueda haber dos tipos de virtudes diferentes: públicas y privadas. R econoce com o un he­ cho esta división, pero la con sid era erró n ea y potencialm ente ideológica, es decir, ju stific a d o ra de la ley del m ás fuerte fuera del sacro san to recinto fam iliar. De ahí que, com o señala en el texto, la m oralid ad p riv ad a se resienta con el deterioro de la pública. Al final del p á rra fo se aprecia claram ente cóm o la defensa m illeana de la participación política se fu n d am en ta, en últim a instancia, en un notable optim ism o an tro p o ló gico, en el que acaba p rim an d o la fe en el hom bre com o un ser capaz de un co n tin u ad o progreso m o ral. Los hom bres no son ovejas a las que haya que proteger o g o b ern ar, el p roblem a central de las instituciones políticas no es proteger o g obernar sino ser cauce p ara el desarrollo de las m ejores cualidades hum anas. Finalm ente, en la últim a p arte del fragm ento se sacan las

conclusiones teóricas de la argum entación an terio r. Teniendo en cuen ta la incidencia positiva de la participación política en la form ación de un carácter hum ano solidario, un buen gobier­ no ten d rá que fo m en tar dicha participación. De hecho, y tifián­ donos sólo al texto, el gobierno ideal parecería ser aquel que perm itiese la participación de absolutam ente to dos los ciudada­ nos. A esto se p o d ría o b je tar que Mili introduce la lim itación del grad o de cu ltu ra de la com unidad, pero parece que esta objeción se dirige más hacia el tipo de cargos que hacia la participación m ism a. La gran objeción o la objeción insalvable p a ra la participación de todos los ciudadanos es de un carácter m uy distinto y hace referencia a las grandes proporciones de las socidades m odernas. El gobierno ideal — hem os m antenido en este com entario que es el que m axim iza la participación política— tras realizar el ajuste pertinente con la realidad, es el gobierno representativo. Es decir, un sistem a político que no se articula en to rn o a la participación de los ciudadanos sino en to rn o a la idea de representación. Los ciudadanos p arti­ cipan eligiendo a los que luego serán sus representantes en las instituciones políticas. Sin em bargo, justam en te, lo que intenta Mili en Del gobierno representativo es conciliar las ventajas de la representación con las ventajas de la participación política del m ayor núm ero posible de ciudadanos. Q ue lo consiguiese o no está ab ierto a diferentes interpretaciones. En este sentido, hay que señalar que son los m enos los autores que piensan que Mili consiguió conciliar los elem entos co n trad icto rio s de su teoría. De hecho, y tal y com o señalába­ m os en el segundo capítulo, la teoría política de Mili ha sido in terp retad a de m aneras opuestas: com o una teoría dem ocrática particip ativ a y com o una teoría dem ocrática elitista. Desde la prim era interpretación se destacan fragm entos de la o b ra de Mili com o el que hem os com entado aquí. Y se defiende la coherencia in tern a de la dem anda de participación con obras cruciales com o El utilitarismo y Sobre la libertad, en las que Mili p ropugna el desarrollo de la individualidad solidaria com o el fin de su filosofía m oral y política. P o r o tro lado, la interpretación que acentúa los rasgos eli­ tistas de la o b ra m illeana se centra en el im p o rtan te papel que

su teoría dem ocrática reclam a p a ra las élites. Desde este pu n to de vista suele afirm arse que si Mili se decanta finalm ente por la dem ocracia representativa, no es a causa del factor num érico, sino p orque confía en que los ciudadanos elijan a «los m ejores» com o sus representantes. Respecto al evidente énfasis que Mili pone en las virtudes de la particip ació n , m ás que negarlo, lo que hacen es señalar los lím ites de dicha participación. A su jucicio, Mili sólo prevé la p articipación en cargos políticos de poca im portancia y ésta sólo es posible a p artir de un determ i­ nad o nivel cultural.

BIBLIOGRAFÍA

En prim er lugar, y a títu lo inform ativo, se ofrece la lista com pleta de los volúm enes publicados hasta ah o ra de las obras com pletas de Jo h n S tuart M ili. Bajo la dirección de Jo h n M. R obson, están editadas p o r la U niversity T o ro n to Press y Routledge and Kegan P au l, (1965—). En segundo lugar, se citan las obras de Mili traducidas al castellano; entre paréntesis figu­ ra la prim era fecha de edición. Finalm ente, una selección de la b ib liografía secundaria.

1.

O bras com pletas de J o h n S tuart Mili

Vol. Vols. Vol. Vol. Vols. Vol. Vol. Vol. Vols. Vols. Vols. Vol. Vol. Vol.

I: A utobiography and L iterary Essays, 1981. II, III: Principies o f Political Econom y, 1965. IV , V: Essays on E conom ics and Society, 1967. VI: Essays on E ngland Ireland and the E m pire, 1982. V II, V III: A System o f Logic: R atiocinative and Inductive, 1973. IX: An E xam ination o f Sir W illiam H am ilto n ’s Philosophy, 1979. X: Essays on E thics, Religión and Society, 1969. X I: Essays on Philosophy and the Classics, 1978. X II, X III: T he E arlier L etters, 1812-1848, 1963. XIV, XV, X V I, X V II; T he L ater Letters, 1849-1873, 1972. X V III, X IX : Essays on Politics and Society, 1977. X X , Essays on French H islory and H istorians, 1985. X X I: Essays on E qu ality , Law and E ducation, 1984. X X II, X X III, X X IV , XX V: N ew spaper W ritings, 1987.

Vols. X X V I, X X V II: Journals and Speeches, 1988. Vols. X X V III, X X IX : Public and Parliamentary Speeches, 1988. En p re p a ra c ió n : W ritings on India and M iscellaneous Essays.

2.

Obras de John Stuart Mili traducidadas al castellano

Auguste Comte y el positivismo (1865), T rad . de D alm acio N e­ gro P av ó n , Buenos Aires: A guilar, 1977. Autobiografía (1873), T rad . de C arlos M ellizo, M adrid: A lianza E ditorial, 1986. Capítulos sobre el socialismo y otros escritos (1879), T rad . de D alm acio N egro P avón, M adrid: A guilar, 1979. Del gobierno representativo (1861), T rad . de M arta C .C . de Iturbe, M adrid: T ecnos, 1985. El Utilitarismo (1861), T rad . de E speranza G uisán, M adrid: A lianza E dito rial, 1984. La sujeción de la mujer (1869), en Ensayos sobre la igualdad sexual, ed. Alice S. Rossi, T ra d . de Pere C asanelles, B ar­ celona: P enínsula, 1973. La utilidad de la religión (1874), T ra d . de C arlos M ellizo, M a­ drid: A lianza E ditorial, 1986. Primeros ensayos sobre el matrimonio y el divorcio, (1832-3) en Ensayos sobre la igualdad sexual, ed. Alice S. Rossi, T rad . Pere C asanelles, Barcelona: P enínsula, 1973. Principios de Economía Política (1848), T rad . de T eo d o ro Ortiz, México: F ondo de C u ltu ra E conóm ica, 1985. Sistema de Lógica. Inductiva y Deductiva (1843), T rad . E. O ve­ jero y M aury, M adrid: D aniel Jo rro ed ., 1917. Sobre la libertad (1859), T rad . de P ablo de A zcárate, M adrid: A lianza E d ito rial, 1979. Tres Ensayos sobre la religión (1874), (incluye: La naturaleza, La utilidad de la religión, El teísmo), T ra d . de D alm acio N egro P av ó n , A guilar, 1975.

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