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Spanish Pages [194] Year 1975
Germán Colmenares
Cali: terratenientes, mineros y comerciantes
Universidad del Valle. División de Humanidades. Cali, 1975
ÍNDICE ABREVIATURAS UTILIZADAS INTRODUCCIÓN PRIMERA PARTE: LA ECONOMÍA Capítulo I - Orígenes y evolución del latifundio en el Valle del Cauca (ss. XVI y XVII) Capítulo II - Las haciendas de Cali en el s. XVIII Capítulo III - Elementos de las haciendas Capitulo IV - El crédito en una economía agrícola SEGUNDA PARTE: LA CIUDAD Y SUS HABITANTES Capitulo V - Las minas y el comercio Capítulo VI - La ciudad Capítulo VII - La sociedad Capítulo VIII - La política APÉNDICE Haciendas y propiedades de vecinos de Cali.
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ABREVIATURAS UTILIZADAS MUV. Microfilm Universidad del Valle. La mayor parte del material de este trabajo proviene de los libros de escribanos de la ciudad de Cali que fueron microfilmados por el Departamento de Historia de la Universidad del Valle. Este trabajo estuvo a cargo mucho tiempo del Profesor Francisco Zuluaga. Como las citas son demasiado frecuentes se ha reducido la referencia al rollo (r.) y al folio (f.), recto (r.) o verso (v.). En los libros originales la referencia puede identificarse por el año y el día o por el folio. AJ 1o. CCC. Archivo Judicial del Circuito Civil lo. de Cali. Este archivo se conserva en un gran desorden en un depósito en el Edificio del Gobierno Nacional en Cali. La Universidad del Valle ha intentado iniciar su microfilmación pero se ha tropezado con una infinidad de pequeños obstáculos. AHNB. Archivo Histórico Nacional de Bogotá. AGI. Archivo General de Indias. ACC. Archivo Central del Cauca. HAHR. Hispanic American Historical Review. BCBLAA Boletín Cultural y Bibliográfico. Biblioteca Luis Angel Arango.
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A mi esposa, Marinita, a mi hija, Luz Amalia, a mis amigos Aníbal Patiño –que me ha enseñado tantas cosas sobre el Valle del Cauca–, Álvaro Camacho y Fernando Garavito.
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INTRODUCCIÓN La ausencia de estudios concretos sobre la formación económico-social colombiana hace posible posturas dogmáticas, a veces un poco infantiles cuando se ven confrontadas con la necesidad de realizar un trabajo serio y paciente. Los esquemas más generales y abstractos tienden a sustituir de una manera fácil este tipo de trabajo con el pretexto de una ortodoxia y de la urgencia de tomar posiciones. En Colombia, al menos, no parece haber llegado el momento de distinguir claramente entre el trabajo intelectual y una acción política más o menos caótica. De allí resulta una cierta incapacidad de plantearse un problema en presencia de una información adecuada. La labor de reflexión parece ociosa si no se la pone a prueba inmediatamente en alguna escaramuza política. Y ni siquiera los conceptos se elaboran para orientar la acción sino para aplastar a algún adversario, real o supuesto. Cuando se habla, con gran solemnidad, sobre la "metodología correcta" se está hablando, en el fondo, de una profesión de fe. Con ello no se pretende otra cosa que ignorar las bases reales de una discusión para reducirla a nociones entresacadas de lecturas caprichosas y mal digeridas. A menudo, el uso arbitrario de "categorías" que tienen una gran relevancia en otros contextos impide ver los elementos más obvios de una realidad que se nos ofrece como material de investigación y no simplemente como una ocasión de reemplazar esa realidad viva por el cascarón vacío de una categoría sacrosanta. El falseamiento de la realidad que resulta de allí inhibe por anticipado a un acercamiento más concienzudo, tachándolo de empirismo. Cuáles son, por ejemplo, los contornos reales de conceptos como "hacienda" y "plantación"? En ningún caso se trata de entidades abstractas o de conceptos "universales", en los que pueda hacerse encajar a la fuerza una realidad viva y actuante. Tampoco podemos reducirlos a una infinita particularidad en la que los "casos" cobren más importancia que el concepto. Esta tensión entre lo general y lo particular es propia del conocimiento histórico. Si rehusamos aproximarnos a una realidad concreta so pretexto de afirmar una certidumbre preestablecida o la "validez" intemporal de un concepto, estamos privándonos de la posibilidad de modificarlos y de actuar de una manera adecuada sobre la realidad. En el trabajo histórico la validez conceptual es siempre provisoria. Se mantiene hasta el momento en que los matices nos ayudan a percibir un concepto más comprensivo, es decir, más universal. No se trata entonces, como podría creerse, que el examen de lo particular desintegre la validez conceptual hasta reducirla a un empirismo.
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La pretensión de alcanzar de un salto la comprensión global de la totalidad histórica elimina todo proceso de elaboración conceptual y se encierra en el manejo de una jerga cuyos contenidos sólo se revelan a los iniciados. La creencia de que no existe una historia nacional (creencia muy difundida entre las últimas generaciones de estudiantes universitarios en Colombia) sino simplemente una sucesión de etapas de dependencia colonial, cuyo solo examen en términos de comercio internacional bastaría para la comprensión de nuestro pasado, ha reducido a la nada el interés que debería suscitarse en torno a desarrollos regionales. A primera vista, un país como Colombia presenta tal diversidad regional que la simplificación excesiva que conlleva la tesis de la "dependencia colonial" ha debido parecer sospechosa. Esto no quiere decir, entiéndase bien, que pretenda negarse la existencia de nexos de dependencia económica. Pero en cada caso su valor explicativo es diferente con respecto a elementos originales de subsistemas regionales. No puede pretenderse, por ejemplo, que el tipo de conexiones de una región portuaria con una metrópoli son los mismos que los de una región aislada y sometida al régimen de una economía casi natural, o que una región minera atrae de la misma manera artículos manufacturados que una región dedicada exclusivamente a la agricultura. Tampoco es lícito extrapolar aspectos que presentan un tipo de dependencia histórica, más o menos reciente, a una etapa más remota, sin plantearse previamente ciertos problemas relativos al grado de integración económica, a las magnitudes, a las distancias o a las técnicas, es decir, a las condiciones empíricas dentro de las cuales se establecen las relaciones económicas. Aunque, a partir del siglo XVI, cuando se inicia en Europa un proceso de "acumulación primitiva de capital", podría postularse de una manera muy general que las economías locales más remotas del mundo colonial se "articulan" de alguna manera a este proceso de economía mundial - o, en otros términos, que en una determinada fase de la expansión capitalista este sistema somete a sus exigencias los rincones más distantes del globo y éstos, a su vez, no pueden escapar de los tentáculos del modo de producción dominante-, vale la pena preguntarnos todavía cómo es posible esta "articulación", a través de qué sector -o sectoresde la producción y cómo los restantes se vinculan a su turno, qué importancia tienen los mercados regionales y cómo se organizan en provecho de esa "acumulación primitiva" tan distante. Por fortuna, últimamente han venido en auxilio de estos temas las investigaciones de Salomón Kalmanovitz, para quien parafraseando a Marx- "...la base de todo análisis materialista de la historia y de la economía colombiana debe partir de las relaciones que se dan dentro de una población dada, del ordenamiento social que se desprende del modo de producción,
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es decir, de la población dividida en clases, de la forma como trabajan y como toma lugar la división social del trabajo, seguidamente, cómo circulan y se cambian los resultados de este trabajo en la sociedad y el mercado mundial; finalmente, qué formas asume el Estado y cómo influye en la Producción".1 Este viraje metodológico, que privilegia el análisis de la producción misma y de sus formas sociales antes que los fenómenos del mercado internacional, debe conducir a la investigación de "parcelas" de la realidad, y no simplemente por "nacionalismo" o por regionalismo provinciano, sino con el fin de sustentar una teoría más adecuada de la formación económicosocial. Aún más, las preocupaciones de historiadores europeos tienden a descartar la aplicación indiscriminada de categorías "clásicas" a las formaciones peculiares precapitalistas y se encaminan a deducir, por ejemplo, de una manera concreta, una "teoría económica del sistema feudal" a partir de investigaciones empíricas. El historiador polaco Wiltold Kula, que ha emprendido esta tarea con respecto a la Polonia del siglo XVIII, advierte que "...entre las tesis que pueden formularse sobre el obrar económico humano, no pocas tienen diferentes grados de aplicación cronológica y geográfica..." E insiste: "...parece sin embargo cierta la tesis marxista de que la mayor parte de las leyes económicas, y justamente las más ricas en contenido, tienen un alcance especial y temporal limitado, circunscrito por lo general a un determinado sistema socio-económico..." Frente a esa comprobación vale la pena preguntarse una vez más, cuál era el sistema socio-económico imperante en América durante la época colonial? Sobre este punto está lejos de llegarse a un acuerdo debido, sobretodo, a que ni siquiera se ha llegado a identificar con alguna precisión los elementos que intervienen en el problema. Muchos han insistido en la tesis tradicional según la cual la existencia de una metrópoli encadenaba a sus necesidades (sobretodo de orden fiscal) el ordenamiento de los factores productivos de sus colonias. Pero el carácter ambiguo de la metrópoli española acumula obstáculos a esta tesis, que subraya sobretodo el carácter "mercantilista" de las relaciones coloniales. En efecto, ya a comienzos del siglo XVII el "monopolio" sevillano había dejado de ser español y las relaciones comerciales con las colonias americanas estaban dominadas por un mercantilismo europeo, sobretodo francés. 3 De esta manera se introduce una instancia más que obliga al análisis detallado del crecimiento capitalista en su conjunto. Pero, de otro lado, en las colonias se maduró un complejo social en el que los españoles americanos gozaron de privilegios inauditos y llegaron a constituir un dolor de cabeza permanente para el rey y sus funcionarios coloniales. Se trataba entonces de simples intermediarios entre sistemas productivos arcaicos y las
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instancias sucesivas que encadenaban esos sistemas a un proceso de acumulación capitalista que se centraba en Europa? O, de alguna manera, su existencia misma explica las formas peculiares de dominación mediante las cuales se explotó el mundo colonial americano? 4 De otro lado, qué decir del transplante de instituciones que tuvieron que adaptarse a las condiciones americanas y que ya ni siquiera en España podían calificarse de "feudales"? Los vínculos personales de una jerarquía militar, mantenidos para empresas guerreras y no para subordinar mano de obra como factor productivo, se disolvieron en América una vez repartidos los frutos de la conquista. En América, ningún español trabajaba para otro sin un salario pues para eso estaban los indígenas y, en su ausencia, los esclavos. De esta manera, nexos propiamente "feudales", es decir, formas de subordinación del trabajo mediante una sujeción extraeconómica, se crearon sólo en el momento en el que desaparecieron los últimos vestigios de un sistema productivo americano y en el que un mestizaje "libre" y desposeído había alcanzado un potencial demográfico considerable. Es indudable, por otra parte, que América contribuyó a la acumulación capitalista original y que el continente, junto con los otros continentes explotados desde el siglo de los "descubrimientos", se inserto en un sistema mercantilista mundial. A este nivel, la discusión sobre el papel de las colonias americanas en el surgimiento del capitalismo -o de la transición de un capitalismo mercantil a un capitalismo industrial- tiene plena validez. Para el siglo XVI, Earl J. Hamilton ha examinado el impacto de los metales americanos en la coyuntura europea. Esta explicación se da en términos puramente monetarios, es cierto, y tanto por sus fuentes como por su problemática busca respuestas a una situación europea específica. Queda por abordar el aspecto propiamente americano, el problema de formaciones económico-sociales asentadas en regiones que tenían unos determinados recursos de minas, tierras y mano de obra. 5 Se trataba acaso de meras prolongaciones de un sistema mercantil a escala mundial? O, no vale la pena más bien, antes que hacerlas desaparecer en el análisis mediante una simple cuantificación de su "aporte", considerar primero estas formaciones en su peculiaridad teniendo en cuenta, eso si, que los mercados regionales podían inscribirse en una red mucho más vasta de intercambios? Para precisar el punto de intersección entre las economías regionales y el sistema mercantilista se requiere conocer los mecanismos que subordinaban unas actividades económicas a otras y que no siempre tenían una expresión política adecuada. Usualmente se presume, por ejemplo, que lo que encadenaba a las economías coloniales era una decisión política de la
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metrópoli. De allí que se especule interminablemente -y sin someter a crítica alguna- sobre los presuntos efectos desastrosos de prohibiciones tales como la del cultivo de la vid, del olivo o de la morera. Para darse cuenta de la inocuidad de estas prohibiciones bastaría preguntarse qué hubiera ocurrido si lo que se hubiera prohibido fuera el cultivo del algodón, de la caña y la producción de aguardiente. Y a este respecto cabe preguntarse también cuántos trabajos serios se han producido sobre el problema del estanco del aguardiente. Es posible que, en virtud de la necesaria conexión de las economías locales con un sistema mundial (o economía-mundo, como la llama P. Chaunu), hayan existido actividades privilegiadas, desde el punto de vista de los intercambios, tales como el comercio. Pero no es cierto en la misma medida que el comercio, o mejor, los comerciantes, hayan gozado de privilegios políticos a nivel local. La estructura política local privilegiaba de una manera natural a los "vecinos" con un fuerte arraigo y una tradición familiar terrateniente. Los comerciantes mismos buscaron este arraigo convirtiéndose en terratenientes y vinculándose al patriciado local mediante nexos matrimoniales. 6 La otra alternativa del problema, la del "feudalismo americano", debe clarificarse también teniendo en cuenta datos concretos de los sistemas agrarios de Hispanoamérica. Cuando se habla de feudalismo -o mejor, modo de producción feudal- no se está haciendo una mera referencia cronológica. Por eso, posiblemente, América esté más lejos del feudalismo en el siglo XVI que en el XVIII. Y la realidad de los siglos XVIII y XIX es incomparable con la que se ha creado en nuestro propio siglo. La categoría modo de producción feudal no se evidencia en el mero trasplante de instituciones más o menos medievales sino que requiere el examen empírico de cómo estaban organizados los factores de producción. Como se sabe, en el siglo XVI fueron los metales preciosos (que se daban en abundancia y podían explotarse con una mano de obra barata) los que integraron las colonias españolas a un circuito mundial. Las formas de producción no eran por eso capitalistas pero tampoco (piénsese en la incorporación de mano de obra esclava) eran feudales. En los siglos XVIII y XIX, en cambio, cuando los ciclos metalíferos agotaban sus posibilidades, muchas explotaciones agrícolas se cerraban sobre sí mismas y creaban formas de coacción con respecto a una mano de obra "libre" pero escasa. Estos momentos de "encerramiento" han sido frecuentes en todos los países de Latinoamérica. Ha habido, es cierto, episodios de oro, del cacao, del tabaco, del azúcar o del café, pero sólo han sido eso: episodios. Para muchas regiones la actividad de una agricultura de mera subsistencia -o de un radio de comercialización muy limitado- ha sido la regla. En Colombia, regiones como Antioquia, o el Valle del Magdalena (y con éste,
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en parte Santa Fe) vieron disminuir su importancia en el en el siglo XVIII, en tanto que el Valle del Cauca y la antigua provincia de Popayán conocían un nuevo ciclo del oro y las regiones de Vélez y de Girón desarrollaban una actividad manufacturera en torno a los obrajes tradicionales. El siglo XIX, con el tabaco, presenció un nuevo resurgimiento -efímero esta vez- de una actividad colonial en el Valle del Magdalena, en tanto que la provincia de Popayán entró en una crisis secular hasta que, a comienzos de este siglo y ya bajo un signo claramente capitalista, volvió a resurgir una economía agrícola en el Valle del Cauca. Estos altibajos regionales no pueden estudiarse, evidentemente, sin una referencia precisa a las oportunidades de un mercado mundial. Y esto es cierto con respecto no sólo a una producción contemporánea, claramente capitalista, sino también a épocas más arcaicas, en las que dominan tipos de producción "tradicionales" o "arcaicos", es decir, precapitalistas. Pero, entonces como ahora, por qué unas regiones y no otras? Se trataba, acaso, del mero azar en la presencia de unos recursos que de pronto encontraban acogida en los mercados internacionales? La respuesta se encuentra sin duda del lado de la comprensión del fenómeno capitalista mismo y de sus espejismos financieros. El guano chileno-peruano, el salitre chileno o el caucho amazónico estuvieron, como el oro y la plata, en el origen de fortunas efímeras, de ciclos de prosperidad repentina que parecían señalar los límites más propicios de la actividad productiva de estos países en el suministro de materias primas. Pero estos son casos extremos. Sobre estos ciclos existió, más o menos velada, la esperanza (si no la formulación explícita de una teoría) de que serian un primer motor, capaz de dar un impulso inicial a otras actividades menos azarosas. Si de un lado estaba el mercado internacional que favorecía estos espejismos, del otro persistían estructuras sociales y económicas que asimilaban el episodio -oro, tabaco, o lo que fuera - y que, una vez transcurrido, permanecían. La cohesión de estas últimas no estaba dada entonces por las conexiones evidentes entre un tipo de producción de materias primas o de frutos tropicales y un sistema capitalista ya desarrollado sino por un sistema político y social cuyos fundamentos económicos más profundos quedan por examinar. Finalmente, si se toma como referencia el modelo de una sociedad feudal clásica para interpretar lo que ocurría en América en los periodos de "encerramiento", habría que desconocer las referencias empíricas más evidentes. La formación, por ejemplo, de lo que Marc Bloch ha llamado "vínculos de dependencia" -es decir, formas de subordinación personal difiere tanto del modelo europeo que una generalización de éste resulta inadecuada. En unos casos se trataba de mestizos y mulatos sin tierras que se
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trasladaban de los centros urbanos al campo en donde hallaban acomodo como peones o "agregados". En otros, la disolución del sistema de resguardos iba creando explotaciones parcelarias en lugar del primitivo sistema comunitario o empujaba a sus beneficiarios hacia zonas menos propicias. Una vez despojados de sus tierras, los primitivos pueblos de indios podían quedar también enquistados en medio de las haciendas como reservas de mano de obra. En el Valle del Cauca, finalmente, la concentración de esclavos, de mulatos libres y otros trabajadores en los términos de una hacienda podía dar lugar al nacimiento de una "parroquia". Todos estos fenómenos sucedieron sin solución de continuidad al sistema de "conciertos" indígenas (practicado sobre todo en el siglo XVII y parte del XVIII) y al empleo de esclavos en haciendas cañeras, es decir, en un periodo tardío. De otro lado, cómo asimilar el régimen de la hacienda al que conocieron las reservas señoriales europeas? Se sabe que los señores feudales tuvieron que hacer concesiones y aflojar las coacciones sobre sus siervos en los momentos de crisis demográfica. La ecuación disponibilidad de tierras y disponibilidad de mano de obra determina en gran parte la naturaleza de los nexos serviles que se veían debilitados en los momentos en que escaseaba la mano de obra y con ello se debilitaba el potencial económico de la reserva. En América, desde finales del siglo XVI, el proceso de pauperización demográfica había alcanzado casi sus límites extremos. Por eso, hasta el siglo XVIII, la disponibilidad de tierras excedió siempre cualquier incremento demográfico. Sólo a finales del siglo en algunas regiones y, en general, en el curso del siglo XIX, la hacienda adquirió rasgos que podrían emparentarse a los de las reservas señoriales europeas. La mano de obra que iba surgiendo con la recuperación demográfica (especialmente de mestizos) quedaba subordinada a una producción agrícola estancada, en donde los capitales líquidos eran escasos y predominaban los privilegios de casta mantenidos con la gran propiedad. El uso de la tierra para cultivos de subsistencia se trocaba por servicios personales en la hacienda que tuvo entonces la posibilidad de comercializar parte de sus productos. En cambio, el modelo de la explotación de las propiedades agrícolas que conocieron un episodio de producción de géneros tropicales es diferente. En las postrimerías del siglo XVIII, por ejemplo, el cultivo del tabaco inauguró un régimen de cosecheros en la Nueva Granada que vendían al monopolio estatal y pagaban una renta por el uso de la tierra. En el siglo XIX, el auge de estas explotaciones en el Valle del Magdalena significó en alguna medida un régimen salarial que liberó mano de obra enquistada en las explotaciones más tradicionales de los altiplanos. De esta manera, no parece conveniente la generalización de un solo modelo para tipificar, la explotación agrícola precapitalista. Se
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requiere seguir en detalle las variantes -muchas veces regionalesque va adoptando un modo de producción en el sector agrario y registrar paso a paso las contradicciones que engendra en el espectro más visible de las relaciones políticas y sociales.
II Una observación en cuanto al método: muchos esquemas puramente teóricos parten de un supuesto erróneo sobre la división del trabajo historiográfico. Por un lado, se presume que la búsqueda de datos escuetos y su clasificación más o menos grosera queda confiada a un cierto tipo de practicantes de la historia, a esos obreros pacientes que gustan de las comprobaciones minuciosas, muchas de ellas sin importancia. Por otro, se concibe que el planteamiento "teóricamente correcto" de los problemas corresponde de manera exclusiva a quienes manejan esquemas conceptuales aparatosos. Así, suelen aparecer de vez en cuando pequeños trabajos de intención teórica que, con un gran esfuerzo conceptual -a veces un poco exótico, hay que confesarlo- precisan los "grandes problemas" en una jerga irreconocible y con una información perfectamente inadecuada. La realidad de la investigación histórica no puede ceñirse a este confortable modelo de la división del trabajo. La construcción del objeto del saber en el caso de la historia -como de cualquier otra ciencia social- conlleva no sólo la identificación de un problema relevante y la construcción de hipótesis y modelos que signifiquen una primera aproximación teórica, sino también la elección de fuentes adecuadas para su tratamiento. Aunque suele pretenderse que el historiador es un esclavo de sus fuentes y que un acervo documental plantearía nuevos problemas a la reflexión histórica, la realidad es exactamente la inversa. Archivos enteros sólo pueden ser explotados en el momento en que surgen los problemas y las construcciones teóricas -para no hablar de las técnicas- que permiten manejar la información que contienen. Existe, claro, la dificultad de que no todo problema que pueda plantearse teóricamente es susceptible de una comprobación documental. La conservación de testimonios sobre el pasado -aún el pasado más reciente- ha obedecido siempre a un proceso selectivo un poco azaroso. Pero lo cierto es que las búsquedas de la historiografía tradicional, guiadas por presunciones de "sentido común" o de sicología académica, han reducido todavía más el rango de la información de que pueden disponer los que se dedican a profundas reflexiones teóricas. Así, mientras que la teoría (me refiero aquí a las teorías de conjunto de las ciencias sociales) abre camino a la investigación,
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las investigaciones de un cierto tipo parecen estrechar los límites de la teoría. O al menos de las teorías que servirán para explicar nuestra propia formación económico-social. En esencia, el mismo tipo de información ha servido para "sustentar" las tesis más contradictorias. Los exiguos datos que servían para fines completamente distintos o que eran apenas aptos para crear una imagen ideológica- se maceran en la retorta de la "teoría" con la esperanza de exprimir de ellos algo que no pueden dar. De biografías apologéticas de próceres, por ejemplo, quiere deducirse al mismo tiempo conclusiones sobre una ideología dominante, sobre el sentido político de sus actuaciones y sobre los enfrentamientos de clase que cree adivinarse en algunas anécdotas. Muy poco se ha hecho en el terreno de la investigación para sustituir la información fragmentaria y banal con que se cuenta y dar cuerpo a la sistematización de un material empírico adecuado a las reflexiones que deberían orientar su búsqueda. Resulta mucho más cómodo pretender que se está enrutando la investigación hacia nuevos horizontes sin tomarse el trabajo de hacerlo. O crear el espejismo de un nuevo objeto de conocimiento cuando en realidad se está en presencia de las viejas tesis tradicionales, revestidas con un nuevo ropaje terminológico. Frente a la enorme tarea que representan archivos enteros inexplorados se da lo que Bachelard hubiera identificado gustoso como un nuevo obstáculo epistemológico: el obstáculo de la pereza. De la misma manera que los alquimistas torturaban idénticos elementos en un mortero y daban a sus "experiencias" mil nombres simbólicos y oscuros, algunos adeptos a las construcciones teóricas francesas dan vueltas y más vueltas en torno a los mismos datos de la historiografía tradicional. Con ello conservan la certidumbre de no alejarse demasiado de una playa familiar ni de hundirse en las aguas traicioneras del empirismo. Pero entonces, para qué la construcción teórica?
III Algunas palabras sobre el presente trabajo: todos los testimonios coinciden en que durante el siglo XIX la región del Valle del Cauca conoció una aguda depresión económica. Su participación en el panorama general de las guerras civiles era por entonces bastante notable. Y esta era una consecuencia de la situación económica. Para todos los observadores el marasmo económico era tanto más chocante cuanto que el Valle se ofrecía a sus ojos como un paraíso en el que sólo parecía faltar el espíritu de empresa. Esta era una verdad a medias. Los viajeros más perceptivos se daban cuenta de que el valle estaba incomunicado y que sólo una ruta 13
segura y permanente hacia el Pacifico podría desembotellar la economía agraria de la región. Se describen, sin embargo haciendas que provocaban la imaginación con proyectos de cultivos cotizados como la vainilla y el tabaco y en las que los propietarios se limitaban a dormitar su indolencia criolla. Cómo habían aparecido estas haciendas? Hubo un momento anterior en el que, efectivamente, el Valle del Cauca tuvo una etapa de crecimiento gracias a varios factores. Por un lado, la consolidación de una economía minera en el Chocó, en las postrimerias del siglo XVII. Por otro, una evolución favorable en el seno de latifundios inmensos que había conducido a su apropiación por pedazos razonables entre mineros y comerciantes que debían abastecer el mercado minero. Sería inútil, empero, pretender que la racionalidad económica baste sólo para dar una respuesta convincente a todos los interrogantes que plantea el proceso de una formación económico-social, en este caso las haciendas del Valle del Cauca. Allí surgió en el siglo XVIII una economía agraria esclavista que no era autónoma sino que se derivaba del auge de una economía minera. Por sí sola, la economía agraria -de la que estaba ausente el concepto de plantación y que por lo tanto no estaba ligada a un mercado externo-no hubiera bastado para justificar una inversión tan elevada como la de los esclavos negros. Tampoco la manera como se desarrolló esta economía da bases para un cálculo riguroso de la recuperación del capital invertido en mano de obra. A lo más, puede inferirse una tendencia de largo plazo a través del progresivo desmantelamiento de las haciendas, recargadas cada vez más con hipotecas censatarias aunque con una población esclava en aumento. El colapso posiblemente se produjo al no realizarse la expectativa implícita de los propietarios, de un flujo inverso de esclavos de las haciendas hacia las minas, como en los orígenes se había dado entre las minas y las haciendas. Muchos esclavos, en efecto, dejaron de emplearse en labores productivas a fines del siglo XVIII. Los precios de estos esclavos, la mayoría "criollos", se congelaron e inclusive se advierte un ligero descenso. Pero sólo una exploración de la historia social, del estilo de las que ha llevado a cabo en Colombia Jaime J. Uribe o en los E.U. Eugenio D. Genovese, y un "modelo" que tenga en cuenta factores tanto ideológicos como cuantitativos, podrían dar cuenta a cabalidad del fenómeno. Alguien preocupado con precisiones "cliométricas" podría argüir que esta combinación invalida los datos rigurosamente cuantitativos. Pero es precisamente lo que suele ocurrir en la historia. Así, entre este momento brillante del siglo XVIII y la decadencia pronunciada del siglo XIX se suscita una gran variedad de interrogantes, tanto sobre el proceso mismo de la formación de unidades económicas (haciendas con mano de obra
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esclava) como sobre su estancamiento. La liquidación del sistema esclavista, a mediados del siglo XIX, suele darse como la respuesta más obvia de este último. Pero la decadencia venía de más atrás y seguramente no se localiza en el sistema agrario sino en la explotación minera. Aún más, la liquidación del sistema político colonial debió afectar mucho más a regiones periféricas como la provincia de Popayán, con todo su complejo de relaciones con otras provincias que no estaban confinadas por unos límites nacionales (i.e. la audiencia de Quito). Un cierto equilibrio regional, mal explorado hasta ahora, daba una entidad a zonas como la del Valle del Cauca en el siglo XVIII, y este equilibrio debía ceder frente a un intento de integración política y social diferente.
IV Es infortunado que no pueda dedicar sino muy pocas palabras a las "críticas" que se han formulado en Colombia a trabajos anteriores, especialmente a la primera edición de la Historia económica y social de Colombia. La razón no estriba en un exceso de soberbia sino en el hecho de que tales "criticas" eran demasiado personales, y casi siempre anónimas, como suelen serlo en Colombia. Por el contrario he aceptado gustoso algunas sugerencias formuladas por historiadores profesionales en la Hispanic American Historical Review, en la American Historical Review, en la Rivista Stórica Italiana y en Caravelle, lo mismo que de algunos compañeros de la Universidad del Valle. Este trabajo quiere llamar la atención sobre las posibilidades de un tipo de fuentes poco exploradas hasta ahora. Los archivos notariales (o protocolos de escribanos, en la colonia) reproducen, día por día, la actividad económica y social a la manera de una filmación en la que las imágenes aisladas pueden ser dotadas de movimiento. Documento por documento, los registros notariales pueden parecer descorazonadores. Su manejo descarta por anticipado toda posición empírica debido, precisamente, a su riqueza factual y a sus posibilidades de construcción. Por sí sola una operación escogida al azar no sugiere sino un marco posible de relaciones pero que, como la imagen aislada de una cinta cinematográfica, carece de movimiento. Para que la imagen sea significativa se requiere manejar masivamente la documentación y construirla de acuerdo con una teoría plausible. Esta tarea presenta obstáculos en el mero acceso a la documentación, para no hablar de sus lagunas. Pocas ciudades conservan en Colombia series más o menos completas en las notarías. La de Cali, aunque muy incompleta, ha sido microfilmada y al menos es fácilmente accesible. Sea esta la ocasión de rendir homenaje a mis colegas del Departamento de Historia de la Universidad del Valle que, a
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pesar de todos los obstáculos y a menudo la incomprensión, llevaron a cabo esta labor de microfilmación. Lo mismo que agradecer a la misma Universidad del Valle y a los funcionarios que en ella han creído en las bondades del ocio académico. A Doña Teresita Villegas y a Doña Stella de Arturo, funcionarias cuya permanente colaboración ha facilitado un uso razonable de mi propio ocio académico. A Luis Valdivia, que tomó tanto interés en la elaboración de los mapas que acompañan el texto. Cali. Universidad del Valle, Septiembre de 1975.
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NOTAS 1)
C.f. SALOMON KALMANOVITZ , "A propósito de Arrubla" en Ideología y sociedad, No. 10, Ab. Jun. 1974, p. 41. Y más adelante: "Claramente no podemos asumir apriorísticamente que las leyes que rigen el funcionamiento y la transformación de las relaciones de producción en nuestra historia vengan dadas desde fuera. Sólo un análisis centrado en la producción puede informarnos de esas leyes y del efecto preciso de las relaciones internacionales sobre ellas". En realidad sí puede darse una presunción a priori, cualquier presunción a priori, pero siempre a manera de hipótesis de trabajo. Pues una cosa es guiarse, en el trabajo científico, por una hipótesis y otra afirmarla como una evidencia, antes de ser probada. Que es lo que usualmente ocurre gracias a que nuestros "teóricos" de una u otra confesión atribuyen a Marx sus propios prejuicios. Kalmanovitz trae enseguida un ejemplo sobre la producción de tabaco a mediados del siglo XIX y concluye que "... las condiciones técnicas de la producción no pueden ser mejoradas porque no se trata de un modo de producción capitalista... ". Sin embargo, este tipo de producción (aunque aproveche todavía relaciones de producción arcaicas que afectan la tenencia de la tierra y nexos de subordinación y por lo tanto aumentan la explotación) ha sido estimulada por un mercado capitalista. Es más, el cambio operado de una economía metalífera a una exportación de frutos tropicales está ligado, en el espectro ideológico, al esquema impuesto por las doctrinas del librecambio y de la especialización internacional del trabajo. Por eso habría que distinguir entre las condiciones internas en que se lleva a cabo un determinado tipo de trabajo (y que sirven para aumentar la explotación y el margen de ganancia o, dados ciertos costos excepcionales como los fletes, hacer "competitivo" un producto en mercado internacional), esto es la manera de producir y el modo de producción dominante, como lo sugiere Emilio Pradilla.
2)
Cf. WITOLD KULA, "Teoría económica del sistema feudal, Siglo XXI, 1974. ps. 4 y 5. Cf. MICHELE MORET, Aspects de la société marchande de Séville au début du XVIIe siecle. Paris, 1967. A la literatura ya clásica sobre estos temas (entre la que se cuentan las obras de François Chavalier y Charles Gibson sobre México y de Mario Góngora sobre México) deben añadirse los trabajos más recientes de D.A. BRADING Miners and Merchants in Bourbon México, 1763-1810 (Cambridge, Eng.1971) y BERLEY TAYLOR, Landlord and Peasant in Colonial Oaxaca (Stanford, Calif., 1972), MAGNUS MORNER ha publicado una síntesis sobre el problema de la hacienda con el título "The Spanish American Hacienda: A Survey of Recent Research and Debate" (WAHR, Vol. 53 May 1973 p.183 ss. Acaba de aparecer una traducción en español que sirve como introducción a las ponencias presentadas en el Congreso de Americanistas en Roma, editadas por Siglo XXI), en donde concluye que la calificación del modo de producción en la época colonial dependerá de la identificación de los rasgos más generales de sus instituciones agrarias, particularmente la hacienda. Para una discusión sobre las limitaciones de la interpretación de Hamilton Cf. PIERRE VILAR, "El problema de la formación del capitalismo" (artículo publicado originalmente en 1956) en Crecimiento y Desarrollo, Ariel Barcelona, 1964 p. 139 ss. Según D..4. BRADING, sin embargo, "La clase que más se benefició con las políticas de la monarquía española fue la de los comerciantes coloniales" (Cf. "Government and Elite in Late Colonial México S en HAHR. Vol. 53, Aug. 1973 p.408). Brading se refiere especialmente al período borbónico. Pero aún así, cabe preguntarse, los privilegios de la Corona llegaron a afectar realmente la estructura de una formación económico-social que se iba afirmando desde el siglo XVI? La tensión provocada por las innovaciones borbónicas, que tendían a privilegiar a los comerciantes de origen español, y los privilegios asentados de una casta de "españoles americanos" puede contribuir a explicar el resultado final de escisión política.
3) 4)
5)
6)
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PRIMERA PARTE
LA ECONOMÍA
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CAPÍTULO I
ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DEL LATIFUNDIO EN EL VALLE DEL CAUCA. (Ss. XVI y XVII) 1. El problema del latifundio En los estudios históricos que trataban de dar una explicación de las instituciones sociales de Hispanoamérica era obligada, hasta hace poco tiempo, una mención de los "moros". En realidad, no es el único caso en el que una asociación remota o una simple analogía pasa por "explicación" o como "causa" de fenómenos que, por ser tan cercanos, no se juzga que merezcan un examen adecuado. A los ojos de nuestros investigadores más valía reproducir alguna vaga generalidad sobre España, o sobre estos misteriosos "moros" que aparecen siempre en los manuales y en las tesis de los estudiantes de derecho, que ocuparse de una realidad sin prestigio alguno. Es así como las huertas de Granada o Las Vegas de Valencia y del Guadalquivir se presentaban como testimonio indefectible de la laboriosidad musulmana, en contraste con la pereza inveterada atribuida a los españoles, mezcla imprecisa de un sentido señorial de la vida, ansia de honores y descrédito del trabajo manual. Este tipo de "explicaciones", que obedecían a un mero prejuicio y que jamás se acercaron a los hechos mas elementales de la economía parecían reforzarse con la circunstancia de que, en Hispanoamérica en efecto, habían surgido sociedades de corte señorial. Para la mentalidad liberal, y sobre todo para algunos intérpretes anglosajones, parecía apenas lógico que la pereza o las inclinaciones señoriales dieran lugar a una sociedad de este tipo. Y de la sociedad se saltaba con facilidad a "conclusiones" respecto a las formaciones sociales, el latifundio, por ejemplo, aparecía como un rasgo inherente al modo de ser español correlativo a sus pretensiones señoriales. Vistas más de cerca, sin embargo, las cosas no parecen tan simples. El latifundio, tal como se conoce en el siglo XX o se conformó en el XIX, no puede decirse que sea una herencia colonial o un legado de los "españoles", es decir, una constante invariable a través de cuatro siglos. Rolando Mellafe advierte con razón que "... con una nueva perspectiva sobre la historia Latinoamericana, podemos descubrir que todos los errores, interpretaciones pobres y falsas presunciones que se hacen ahora acerca del papel del latifundio y del latifundista, pueden ser resumidas en tres teorías fundamentales: 1) Que desde la llegada de los españoles en América hasta hoy, el latifundio ha existido como una unidad económica y
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social estable y, claro, que los propietarios de la tierra han constituido siempre un grupo poderoso y unido. 2) Que la economía basada en el latifundio ha sido siempre la fuente mayor de riqueza para cada país en Latinoamérica, y que esta estructura ha sido el primer motor de la economía nacional y, de acuerdo con estas dos primeras presunciones, 3) Que el grupo latifundista en cada sociedad ha sido el que ha gobernado y constituido el país y que sus ideas conservadoras son las causas del presente subdesarrollo de Latinoamérica" 1 . No es otra la versión de un geógrafo, Raymond E. Crist, autor de uno de los pocos trabajos contemporáneos sobre el Valle del Cauca2 . Según este autor, el patrón inicial del Valle, forzosamente latifundista debido a la disponibilidad de tierras y a la escasa densidad demográfica originales, ha ido acentuándose con los siglos para dar lugar a una economía de pastoreo, la misma que el observaba... en 1952! En dos décadas que han transcurrido desde el trabajo de Crist las transformaciones del Valle del Cauca son palmarias y puede verse hoy una definida explotación capitalista de la tierra. Esta transformación, que no ha sido súbita ni mucho menos, nos ha sensibilizado, sin embargo, para concebir transformaciones análogas en el pasado. Hasta hace poco tiempo era natural que un autor de habla inglesa tratara de comprender estos países a través de sus prejuicios. Entre otras cosas porque los sectores influyentes de Latinoamérica aceptaban complacidos estos prejuicios, que coincidían con su propio punto de vista acerca de las "deficiencias" históricas del continente, y nada podía oponérseles como criterio de comprensión. No obstante, el procedimiento implicaba un anacronismo que hacía desaparecer nada menos que cuatro siglos de historia. Curiosamente, las teorías sintetizadas por Mellafe ni siquiera pueden aplicarse al período colonial. En el siglo XVI, por ejemplo, lo que existió en algunas regiones densamente pobladas fue una "frontera agraria", en la que, según el mismo Mellafe, "...todos los elementos de la sociedad están en un proceso activo de culturización", y de la que forzosamente tenían que depender los conquistadores para su subsistencia3 En otras regiones, de menor densidad demográfica, la concentración de tierra se dió como una manera de acaparar al mismo tiempo la mano de obra escasa o de aprovecharla del único modo posible: con la reproducción libre de ganado cimarrón. Mellafe designa este fenómeno cautamente "prelatifundio" aunque podría llamarse también (siguiendo su propia terminología) "latifundio de frontera". Las condiciones para lo que Mellafe denomina latifundio "tradicional" o "clásico" sólo datan, en algunas regiones de
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Hispanoamérica, de mediados del siglo XIX. Existió un "viejo" latifundio colonial que databa apenas de la segunda mitad del siglo XVIII y, podría agregarse, en algunas regiones mineras como el Valle del Cauca o el norte de México, un poco más temprano. Esta formación temprana obedecía a factores económicos precisos, similares a los que se dieron en el siglo XIX, tales como la formación de un mercado en los centros mineros, la disponibilidad de mano de obra (excedentaria en las minas, en el caso de los esclavos, o proveniente de un auge demográfico) e inclusive la intervención activa de un nuevo tipo de propietario que no era ya el antiguo latifundista, que se movía en el marco de una "frontera", sino que podía ser un minero enriquecido o un comerciante. El término latifundio, sin embargo, es una designación genérica y como tal puede inducir a equívocos. Normalmente se entiende por latifundio -dentro de un contexto muy general- una gran extensión de tierra inadecuadamente explotada y monopolizada por un solo propietario. Ahora bien, la idea de explotación adecuada varía de acuerdo con las condiciones tecnológicas de la época. Por eso mismo el concepto de latifundio es relativo. Una unidad productiva en condiciones óptimas de acuerdo con un determinado tipo de tecnología, puede resultar deficientemente explotada si se la mide con los patrones tecnológicos de un período subsiguiente. De allí que puedan introducirse distinciones entre diferentes tipos de latifundio. Una hacienda formada en el siglo XVIII, y que no cambió su tecnología en el siglo XIX, aparece en ese momento como un latifundio. A la inversa, para la definición de un latifundio del siglo XVIII no pueden extrapolarse las impresiones de observadores del siglo XIX o las características del latifundio "clásico" que se han perpetuado, en pleno siglo XX, dentro del marco de una economía agraria de tipo capitalista. El problema de la utilización de la tierra se refiere, en últimas, a las condiciones de racionalidad de su explotación. A nivel de las condiciones del siglo XVIII no resulta en modo alguno irracional -sino todo lo contrario- la combinación de una explotación agrícola reducida pero intensa de las mejores tierras con la destinación de la mayoría de ellas a una ganadería extensiva. Finalmente, como lo señala Mellafe, el latifundio (o la hacienda, para referirnos más bien a la unidad productiva como tal) no fue en modo alguno un "sector de punta", en torno al cual hayan girado siempre las economías de estos países. Su formación misma no obedeció, en algunos casos, a imperativos económicos. Pero parece seguro que sus transformaciones, en cuanto estas implicaban siquiera un mínimo de explotación efectiva, fueron inducidas por otros sectores: la minería, en el
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período colonial, o las necesidades del comercio internacional en el siglo XIX.
2. Patrones de apropiación de la tierra a) En los altiplanos La apropiación de tierras por parte de los conquistadores españoles fue un hecho complejo, resultado final del choque con las sociedades autóctonas. Esta apropiación asumió variantes y su ritmo fue diferente de acuerdo con los contornos mismos de las sociedades indígenas en cuestión. En cuanto a los grupos de conquistadores, si bien de orígenes regionales diferentes, presentaban una homogeneidad indudable en comparación con estos grupos autóctonos. En algunos casos, cuando se trataba de grupos indígenas de una considerable densidad demográfica (y de un grado de evolución social elevado), el despojo buscó reforzar relaciones dominicales convertir el tributo, derivado del sistema de la encomienda en prestación de servicios personales. En estas regiones se distinguía entre los "aposentos" del encomendero -o reserva señorial que los indios trabajaban por "concierto"- de las tierras de labranza de los propios indios. De estas últimas provenía el tributo que las "tasas" de los visitadores fijaban en especie, cuando no señalaban una extensión determinada de tierra para satisfacerlo. Vale la pena señalar que los "aposentos" surgieron al margen de la ley puesto que, según esta; los encomenderos españoles debían residir en las ciudades y de ningún modo podían apropiarse de tierras de los indígenas puestos a su cuidado.4 Pero la práctica de ocupar una posición de estas con los "aposentos" vino a crear un paisaje rural en el que los labrantíos indígenas circundaban, en forma dispersa, la posesión señorial. Como se sabe, sin embargo, la encomienda no poseyó nunca un carácter patrimonial. El hecho de que estuviera limitada a dos vidas (aunque, en la práctica, este principio de las Leyes Nuevas fuera violado sistemáticamente) debía reducir a este lapso las explotaciones rurales de tipo señorial. Pero aún si el goce de la encomienda podía prolongarse subrepticiamente por más de dos generaciones, a su término los "aposentos" debían desaparecer o pasar a un nuevo encomendero5 . No resulta entonces extraño que algunos encomenderos hayan buscado perpetuar al menos el usufructo sobre la tierra de los "aposentos" amparando posesiones de hecho con títulos emanados de alguna autoridad. En donde las comunidades de encomenderos eran fuertes, el Cabildo, que representaba sus intereses, se prestó muy bien a estas otorgaciones. Subsistía, claro, el problema ulterior de procurarse mano de obra puesto que la posibilidad de
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"concertar" a los indígenas de la encomienda era un privilegio del encomendero. La proliferación de propietarios no encomenderos se dió así paralelamente a la decadencia de la encomienda. En la región de los altiplanos de la Nueva Granada la prestación de mano de obra indígena pudo finalmente reglamentarse dentro de un nuevo esquema durante la última década del siglo XVI. A partir de entonces los encomenderos se vieron legalmente privados del trabajo indígena que, en teoría al menos, podía ser reclamado por cualquier empresario agrícola y dispensado por la Audiencia. En México este mismo fenómeno se había operado dos décadas antes, debido también a las presiones de propietarios no encomenderos. La apropiación de tierras no obedeció en todas partes a un patrón idéntico. En regiones densamente pobladas por indígenas -como los altiplanos de la Nueva Granada- las apropiaciones descomunales encontraron limitaciones no sólo en las parcelas indígenas sino, en mayor medida, en la competencia de los españoles mismos que buscaban acceso a la mano de obra prácticamente gratuita de los indios. La política de "poblamientos" y de la otorgación de resguardos indígenas concentraron este recurso y lo hicieron accesible a más pobladores españoles, a partir sobre todo de las primeras décadas del siglo XVII. Naturalmente, los antiguos encomenderos se veían favorecidos todavía no sólo por la oportunidad que habían tenido de refrendar con un título del Cabildo sus ocupaciones de hecho sino también por nexos familiares con los que ahora gozaban de las encomiendas.
b) La disponibilidad indefinida de tierras en el Valle del Cauca Qué ocurría entre tanto en regiones bajas, de menor densidad demográfica y en dónde, a primera vista, el hambre de tierras no encontraba un límite? En regiones en las que, como la costa del Caribe, el Valle del Magdalena o el Valle del Cauca, las civilizaciones indígenas habían sufrido un colapso antes de la ocupación definitiva de los españoles, o habían sido duramente castigadas por razzias de los esclavistas de Santo Domingo o, finalmente, habían pasado a ser una verdadera zona de frontera que rechazaba obstinadamente la penetración española. Ateniéndose al sólo Valle del Cauca, en donde tanto el oro como el tránsito obligado en ambas direcciones de su configuración longitudinal atrajo una ocupación permanente, encontramos rasgos que lo distinguen netamente- en lo que a la apropiación de la tierra se refiere- de las regiones vecinas de Popayán y Pasto. Estas, como el resto de las regiones de los altiplanos, derivaron la apropiación de la tierra de la explotación de la mano de obra indígena, más o menos abundante. En el 23
Valle del Cauca, el grueso de la población indígena estaba concentrado en la banda occidental del río, la parte más estrecha y menos fértil, y en los valles encajonados en la cordillera occidental. La ciudad de Cali se abasteció durante mucho tiempo con la producción agrícola de los indígenas de esta zona y todavía en 1694 las autoridades de la capital requerían en ella la presencia de las indias que solían vender pescado y legumbres y que iban escaseando6 . Por esta razón las propiedades de esta banda nunca alcanzaron las proporciones de la zona oriental. En esta, la ocupación tuvo que ser más lenta pero ya en el siglo XVII existía en ella una clase terrateniente muy caracterizada. Allí se dió un verdadero monopolio sobre la tierra que fue posible en virtud de la escasez de mano de obra. Unas pocas familias, incrustadas en los organismos de poder local, detentaron desde el comienzo vastas posesiones. Puede decirse que la historia agraria más antigua de la región consiste no tanto en el desarrollo de una productividad como en los accidentes que sufrió el patrón original de la posesión de la tierra. Debe subrayarse que en muchos casos esta posesión tenía un significado social más que económico. Durante los siglos XVI y XVII existió (con respecto al escaso número de la población española) una disponibilidad casi ilimitada de tierras para la explotación, una verdadera "frontera agraria". Allí donde se entablaba una hacienda las tierras cultivadas debieron ser muy pocas. Una posesión podía permanecer inexplorada o explotada al mínimo en el seno de una familia en espera de una coyuntura favorable. Las escasas transacciones sobre tierras señalan la presencia de esta coyuntura en cada caso. Las posesiones se fragmentaban con las herencias o con ventas que iban a engrosar otras posesiones. El panorama de nombres de familia asociados con ciertas regiones va modificándose lentamente. Algunas familias buscan un reacomodo y terminan por instalarse lejos de sus primitivas posesiones. Pero en muchos casos estos desplazamientos se operan en el vacío de una explotación económica. En 1572 el procurador de Cali, el encomendero Rodrigo de Villalobos, se refería a una de las propiedades de la margen derecha como al "ingenio de la ciudad". La propiedad que se singularizaba de este modo era un latifundio sobre el río Amaime en el que Gregorio Astigarreta (llamado el viejo) había establecido por primera vez una explotación de caña de azúcar. El hecho resultaba tan singular que muchas escrituras del siglo XVIII todavía lo mencionaban en las demarcaciones de linderos. Y algunos historiadores lo subrayan con términos anacrónicos como el origen de la "floreciente industria cañera de la región". El episodio debe reducirse a sus justas proporciones. Más que en la explotación de vastas posesiones, Astigarreta debía estar |
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interesado en monopolizar recursos de tierra y mano de obra para eliminar la competencia, y en realidad, su explotación debía reducirse a unos pocos almudes de caña. El ganado, en cambio, podía reproducirse con entera libertad en estas soledades. El hecho de que fuera cimarrón obligaba a un control del suelo que lo sustentaba. Esta situación se ve claramente en un incidente suscitado por el mismo Astigarreta en 1582. En esta fecha Astigarreta alegaba que, "... habrá trece años poco más o menos que llevando yo la cantidad de ganado que dicha tengo mi petición (se trataba de 740 cabezas) para la villa de Antioquia, se me quedó en el dicho sitio mucha cantidad de las de que proceden las dichas vacas, y por personas que al dicho sitio han ido algunas veces, sin lo yo saber a hacer carne y cebo, han sido vistas y conocidas ser de mi hierro...7 En los trece años el ganado se había reproducido considerablemente y ahora suscitaban un pleito. Algunas personas habían negociado con este ganado y se trataba de saber a quién pertenecía. La solución del problema sólo vino a darse treinta años más tarde, cuando se falló en contra de las pretensiones de Astigarreta y en favor de la versión según la cual el ganado se había extraviado cuando el capitán Estupiñán había ido a poblar la ciudad de Buga. Las tierras sobre las cuales andaba disperso este ganado se encontraban entre Buga y Cartago y en ellas se fundó más adelante la hacienda de la Paila. Pero todavía a finales del siglo XVI aparecen claramente como un no mans land en el que resultaba casi imposible determinar a quién pertenecía un derecho de bienes mostrencos que había accedido a ellas. El monopolio de las tierras no podía, sin embargo, ser ilimitado Otros dos encomenderos, Andrés y Lázaro Cobo, fundaron también "ingenios" contiguos al de Astigarreta, sobre la otra ribera del Amaime8 . Las explotaciones dependían de la mano de obra disponible y por eso no es un azar que fueran la empresa de los encomenderos de los indios de Amaime, Mulaló y Anapunima9 . Si bien la disponibilidad de tierras en la banda occidental era casi ilimitada, no ocurría lo mismo con la mano de obra. Esta era tan escasa que la mujer de Astigarreta se vió obligada, en 1611, a hacer compañía con su hijo para continuar con la explotación del "ingenio". Ella aportaría las tierras y los aperos en tanto que el hijo, Gregorio el mozo, contribuiría con la mano de obra de la encomienda que había heredado10 . Diez años más tarde, cuando el hijo ya disponía del "ingenio", la necesidad de mano de obra debía ser más apremiante pues tuvo que asociarse con un pariente político, el capitán Zapata de la Fuente, quien debía sacar esclavos de sus minas para dedicarlos al "ingenio"11 . El ingenio fundado por Lázaro Cobo quedó en manos de la viuda de su hijo que lo aportócomo dote en un segundo
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matrimonio, con Andrés Alderete del Castillo. En 1637 el visitador Rodríguez de San Isidro Manrique encontró que los indios de la encomienda de Alderete estaban "poblados" en su hacienda y que lo mismo ocurría en las haciendas vecinas de Lázaro Cobo y de Sebastián Aguirre Astigarreta. Estos indios, observaba el visitador, no gozaban de tierras propias porque los encomenderos anteriores los habían sacado de su "natural" para adscribirlos a las haciendas. Así, el monopolio de la mano de obra por parte de Cobos y Astigarretas explica el acaparamiento de tierras. La progresiva extinción de los indígenas condujo, como era de esperarse, a la fragmentación de estos dos enormes latifundios que, juntos, representaban la extensión de una provincia entera.
3. Las composiciones de 1637. No parece dudoso que la posibilidad de una explotación agrícola haya dependido inicialmente en el valle del Cauca, como en otras partes, de la presencia de mano de obra indígena. Sólo que la dispersión de los indígenas en la banda occidental imponía su traslado a las haciendas. Tampoco la apropiación de vastas extensiones encontraba un límite en "pueblos de indios" capaces de producir excedentes agrícolas que sustentaran a los españoles y que pudieran ser apropiados en forma de tributos. De otro lado es importante observar que los títulos sobre las tierras no provenían, como en Tunja, Pasto o Santa Fé, de un cabildo que controlara de algún modo este recurso sino que casi siempre las otorgaba el gobernador de Popayán. Esta modalidad asimilaba las enormes extensiones que caían bajo la jurisdicción de Cali y Buga a un verdadero territorio de frontera, en donde la autoridad de tipo militar de un gobernador prevalecía sobre los arreglos de carácter civil de los Cabildos. Todas estas diferencias se revelan en el proceso de las "composiciones" de tierras. Estas composiciones se iniciaron en el Nuevo Reino, es decir, en el altiplano central colombiano, en la última década del siglo XVI. A pesar de la obstinación anacrónica de algunos autores de ver en ellas una "reforma agraria", las composiciones no fueron sino uno de los capítulos de la reforma fiscal de las Indias emprendida en los últimos años del reinado de Felipe II. Otros renglones como la alcabala, la venta de oficios, el requinto indígena, etc., fueron mucho más importantes desde el punto de vista del recaudo fiscal. El carácter fiscal de las composiciones salta a la vista en el hecho de que todo el proceso no se verificara a través de la autoridad y dentro del territorio de la Audiencia sino centralizado en las Cajas Reales. Tanto Cali como Popayán y Pasto pertenecían al territorio de la Audiencia de Quito pero la Caja Real de Popayán (que funcionó en Cali hasta 1630) dependía de Santa Fé. Por esta
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razón las composiciones de la provincia hacían parte de las del Nuevo Reino. Las composiciones originaron desde el principio un problema político puesto que no eran otra cosa que un gravamen a encomenderos y terratenientes que habían ocupado tierras que, en teoría, no habían salido del dominio real. El sector de encomenderos y terratenientes constituía el núcleo más influyente de personas de origen europeo que se habían asentado definitivamente en América. Como tal, se obstinaba en oponer privilegios, reales o supuestos, a las pretensiones de soberanía efectiva de la Corona española. La alcabala, por ejemplo, fue mirada como un "pecha" insufrible a su condición de hombres libres. Y el hecho de que se tuviera que pagar - por la ocupación de tierras parecía una imposición injusta sobre el sector local más influyente. Ante esta situación los presidentes - González, Sande y Borja prefirieron dar largas al asunto y sólo hasta 1637, ante la insistencia del visitador Rodríguez de San Isidro, se volvió a reanudar el proceso de las composiciones que se había iniciado más de cuarenta años antes. Esta vez no se tropezó con el obstáculo de encomenderos demasiado poderosos y las composiciones pudieron extenderse a la provincia de Popayán. Jurídicamente las composiciones se basaban en el hecho de que las tierras apropiadas individualmente en América no habían salido del dominio real, Los títulos que se exhibían provenían casi siempre de Cabildos y gobernadores que no gozaban de la facultad de otorgarlos. Existía, claro está, una posesión de hecho que la Corona española no estaba interesada en modificar pero de la que podía sacar partido exigiendo una módica indemnización. La diferencia en la mecánica de las composiciones entre la región de los altiplanos (o jurisdicción de la Audiencia del Nuevo Reino) y gran parte de la provincia de Popayán (con la excepción de Pasto) son significativas. La primera ya había atravesado un primer proceso en la última década del siglo XVI y se daba por sentado que las nuevas composiciones sólo afectarían las tierras usurpadas con posterioridad (R. C. de 27 de mayo de 1631). Por esta razón el visitador Rodríguez de San Isidro entró en arreglos con los Cabildos del Nuevo Reino y dispuso que cada ciudad pagara una cifra global -o "encabezonamiento"- de cuyo cobro se responsabilizaba a los regidores. En Cali, Buga, Popayán y Caloto, por el contrario, la composición se acordó con cada uno de los poseedores. Aparentemente, en este último caso, las sumas cobradas debían ajustarse mejor al valor real de las tierras. Pero, y aquí radica la diferencia principal, lo recolectado en los distritos de la gobernación de Popayán apenas representaba una fracción de las sumas convenidas con los Cabildos del Nuevo Reino. En tanto que Tunja y Santa Fé pagaron 18 y 12 mil pesos de plata cada una, Popayán quedaba colocada en el rango mucho más modesto
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de Villa de Leiva al pagar 6.947 y 5.500 pesos cada una. Cali estaba colocada al nivel de Pamplona (3.412 pesos la primera y 3,500 la segunda) y Buga apenas alcanzaba las cifras de Tocaima, Vélez o Ibagué (entre dos mil y dos mil quinientos pesos de plata). En toda la provincia de Popayán el primer puesto recaía indiscutiblemente en la región más densamente poblada de indígenas, Pasto, que pagó 8.700 pesos de plata con el sistema de encabezonamiento o precio convenido de antemano con el Cabildo. Aún en el siglo XVI la extensión de las tierras aprovechables en el Valle del Cauca debió de ser mayor que la de los altiplanos. Pero esta mayor disponibilidad era apenas teórica. Como se ha visto, la bajísima densidad demográfica, y por tanto la penuria de mano de obra, reducía a fronteras de ganado cimarrón tierras más aptas para el cultivo que las de los altiplanos. Las tierras ocupadas y efectivamente explotadas estaban inscritas dentro de enormes latifundios cuyos títulos se habían procurado aquellos que tenían acceso a la poca mano de obra disponible. Al principio, un puñado de encomenderos, como se ha visto. Más tarde, cuando esta fuente de trabajo se hubo agotado, aquellos que podían comprar unos pocos esclavos. Por eso, más tarde, en el siglo XVIII mineros y comerciantes entraron a competir con terratenientes que gozaban de un patrimonio inmueble transmitido por herencia. Es más, si los terratenientes pretendían conservar este patrimonio debían procurarse en el comercio y en las minas el numerario que era tan mezquino dentro de su propia actividad o, dentro de un contexto familiar, inclinarse a hacer alianzas con comerciantes y mineros. Aún a comienzos del siglo XVII, vemos al propietario Cristóbal Quintero Príncipe embarcarse alternativamente en empresas guerreras en la costa del Pacífico, con la esperanza de que la "pacificación" de indígenas irreductibles hasta entonces dejara el paso libre para la explotación de ricos yacimientos de oro, comprar mulas para dedicarse al comercio y comprar un barco para traer géneros de Guayaquil a Buenaventura, encargar mercaderías a Panamá y vender allí esclavos negros o, finalmente, llevar ganados hasta los yacimientos mineros de Antioquia, todavía muy ricos en las dos primeras décadas del siglo XVII12 . En 1637, sólo un comerciante, Rodrigo Arias -quien había comprado tierras a los descendientes de Gregorio Astigarreta13 , era capaz de pagar su composición en Buga, la cual ascendía a cien pesos de oro. Andrés Alderete del Castillo -sucesor de Lázaro Coboque debía pagar 150 pesos por el latifundio vecino de San Jerónimo, demoró nueve años en hacerlo. Fueran diez o cien pesos, las cantidades fijadas por el concepto de las composiciones gravaban pesadamente las capacidades monetarias de los terratenientes de Cali y Buga. Las garantías prestadas, además de la tierra, eran mezquinas: excepcionalmente uno o dos
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esclavos y más a menudo una cadena o algún objeto labrado en oro y unas pocas reses. Frente a este espectáculo de pobreza en bienes muebles, sin duda más valiosos entonces que la tierra, resulta desconcertante la enorme concentración de ésta. En Cali y Buga se contaban apenas 79 propietarios. Posiblemente todo el Valle y algunas tierras montuosas de la cordillera occidental se repartían entre cien personas, si se tiene en cuenta a los vecinos de Popayán, Toro, Cartago y Caloto que poseían tierras en sus extremos. Pero todavía entre estos pocos propietarios existían desigualdades notorias. Apenas un poco más del 20% poseía -tanto en Cali como en Buga- propiedades realmente valiosas, las cuales representaban más del 50% del valor total de las tierras, y una gran parte de las propiedades apenas alcanzaba precios irrisorios. Cuadro No. 1 COMPOSICIÓN DE TIERRAS EN CALI - 1637 Pagos en Pesos oro
No. Propiedade s
de 1 a 10 11 20 21 50 51 100 101 150 Totales
12 11 11 10 3 47
%
Valor pagado Pesos oro
%
25.5 23.4 23.4 21.2 6.5 100.0
81 207 429 721 405 1.843
4.3 11.2 23.2 39.1 22.2 100.0
Valor promedio 6.75 18.80 39.00 72.10 135.00
Cuadro No. 2 COMPOSICIÓN DE TIERRAS EN BUGA – 1637 Pagos en Pesos oro de 1 a 10 11 20 21 50 51 100 101 150 Totales
No. Propiedade s 9 8 8 6 1 32
Valor pagado Pesos oro 65 144 275 470 1094 1.094
% 28.1 25.0 25.0 18.7 3.2 100. 0
% 5.9 13.2 25.1 42.9 12.9 100.0
Valor promedio 7.2 18.5 34.3 78.3 140.0
Para tener una idea del significado de estas magnitudes debe agregarse que las antiguas posesiones de Astigarreta y de los hermanos Cobo pagaron 450 pesos, es decir, un 15% del total de lo que pagaron las dos ciudades. El latifundio original ya no existía pero aún así había dado origen a unas pocas vastas propiedades. En conjunto, puede suponerse que, dada la
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concentración en tan pocos propietarios, las extensiones de tierra que podían caber a cada uno eran bastante considerables, aún si la cantidad pagada por la composición había sido modesta.
4. Estructura social del latifundio La permanencia del latifundio, modificado sólo en la medida en que se multiplicaban las familias, se explica no sólo en virtud de la pobreza demográfica sino también por el tipo de relaciones imperantes dentro de la sociedad española misma. Un número tan escaso de propietarios indica que, en el seno de esta sociedad, un grupo podía hacerse al monopolio de la tierra, y, como se ha visto, retenerlo sólo con la perspectiva de una figuración social. En el siglo XVI, y gran parte del XVII, la subordinación de tipo señorial se ejerció con respecto al indígena, calcando ciertos rasgos de las sociedades autóctonas. Este tipo de subordinación no se reprodujo en el sector europeo. Los encomenderos del siglo XVI solían mantener "soldados a su costa" o lo contrataban en el momento de iniciar una expedición de conquista, pero este sistema no dió origen, como en Europa a un enfeudamiento o a nexos de sujeción personal a través de un premium o salario en forma de cesiones de tierra. Frente a una ilimitada disponibilidad de esta, todo europeo estaba en cierto modo en igualdad de condiciones si hubiera estado dispuesto a trabajarla. Pero como se sabe, esto nunca ocurrió. Todavía menos como asalariado o en condición de tenedor precario. En el europeo de los siglos XVI y XVII estaba todavía demasiado viva la imagen de los nexos serviles que implicaba trabajar la tierra para otro y no toleraba, en América, los "pechos" a que había estado sometido en España. Sólo pardos libres y mestizos se avinieron con el tiempo a sistemas de colonato y esto en virtud de su propio empuje demográfico, en el curso del siglo XVIII. El hecho de que este último desarrollo hubiera sido tardío explica por qué los conflictos en torno a la tierra se daban sólo en forma individualizada, entre los propietarios mismos, fueran estos indígenas o españoles. La mera posesión precaria hubiera favorecido, como en Europa, un proceso de dispersión más temprano. Entre tanto, las tierras permanecían vacías y la "república" de los españoles - propietarios o no- se atrincheraba en un marco urbano prefijado para sus actividades. En contraste, los "pueblos de indios" fueron siempre comunidades rurales, al menos allí donde existieron y pudieron perdurar. En el Valle del Cauca se señala la presencia de unas pocas comunidades de este tipo todavía en el siglo XVIII, pero casi siempre en la margen izquierda del río. La "otra banda, como se designaba la rivera opuesta de la ciudad, se caracterizó por la rareza de estas comunidades y la existencia de grandes latifundios. A comienzos del siglo XVIII los esclavos debían ser
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todavía insuficientes para el trabajo en haciendas que comenzaban a formarse y por eso quiso atraerse mano de obra con medidas policivas que obligaran a mestizos y "pardos horros" a vincularse al servicio de las haciendas. En 1711, por ejemplo, el alcalde Lorenzo Lasso de la Espada, uno de los más grandes terratenientes de la "otra banda", dispuso que tales gentes -que, según él, fomentaban la ociosidad en Calise comprometieran a trabajar durante un año con "vecinos principales y hacendados". Cinco años más tarde la medida quiso cobijar también a los "criollos" (negros libres) sin oficio. Al mismo tiempo se insistía en la necesidad de no cargar con fardos a los pocos indígenas que quedaban. La expansión que requería la agricultura reclamaba en ese momento mano de obra suplementaria, aunque es dudoso que se obtuviera en esta forma. El momento en que se realizaron las composiciones de tierras apenas se había comenzado a vincular esclavos negros a la agricultura y se estaba muy lejos de una formación social de tipo feudal que hubiera permitido, en alguna medida, la explotación real de la tierra. Con todo esto la pobreza era un hecho relativo. Toda la centuria está marcada por una crisis que era ya visible hacia 1580, cuando el padre Escobar observaba la decadencia de Cali en comparación con los años que sucedieron a la conquista. La posesión de la tierra -aún cuando su valor económico fuera casi nulo- seguía identificando sin embargo a un sector de la sociedad, tanto como hubiera podido hacerlo una riqueza tangible. Esta posesión, como el goce de cualquier otra preeminencia social derivaba de privilegios ya bien asentados en el siglo XVII y su valor económico pasaba a un segundo plano frente a su significación social. ¿Quiénes eran los dueños de estos enormes latifundios? Con excepción, en Cali, de Pedro Sánchez Navarrete, quien parece haber sido un comerciante con una fortuna sólida pues en sus tierras (todas contiguas a la ciudad) de Rioclaro, Meléndez, Cañaveralejo y Arroyohondo, pastaban más de dos mil reses y, en Buga, de otro comerciante llamado Rodrigo Arias, los propietarios más considerables eran sin duda las figuras más sobresalientes de la "república". Andrés Alderete, por ejemplo, quien compuso la hacienda de San Jerónimo por 150 pesos de oro (el valor más alto consignado) fue encomendero del pueblo de la Concepción y gozó de un regimiento perpetuo en el Cabildo, después de ser alcalde de primer voto. Juan de Hinestroza Príncipe, quien pagó 140 pesos por tierras de Mulaló, Ocache y Guacarí, fue alcalde ordinario cuatro veces (tres de primer voto), procurador de la ciudad e inauguró una verdadera dinastía al casarse con la nieta de un oficial real, Juan de Cifuentes Almansa. Este último compuso las tierras de Mediacanoa por cien pesos y estaba casado con Isabel Rivadeneira, la viuda de Gregorio Astigarreta
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(el mozo). Fue alcalde ordinario, corregidor de indios y justicia mayor de la ciudad. Juan de Caicedo Salazar, con tierras en el río Bolo y la quebrada de Párraga, que compuso por ochenta pesos, fue dos veces alcalde ordinario de primer voto y dos veces también procurador de la ciudad. En 1676 remató un asiento perpetuo en el Cabildo y falleció en el Chocó con el título de Maestre de Campo, en 1684, después de la campaña final de sometimiento de los Citaraes. Fue, como Hinestroza Príncipe, cabeza de la dinastía que iba a manejar los asuntos municipales a todo lo largo del siglo XVIII. En Buga, uno de los mayores propietarios era el fundador de Bugalagrande, Diego Renjifo, quien compuso tierras allí y en el río de la Paila por cien pesos. En Cali deben agregarse los nombres de Diego del Castillo, Alférez Mayor, diezmero y alcalde ordinario en cinco ocasiones; Antonio de Saa, alcalde ordinario seis veces, procurador tres y Alférez Real por un tiempo; el español Pedro Díaz Hurtado teniente de gobernador en 1618; Rodrigo Albarracín, Alférez Real entre 1612 y 1619, alcalde ordinario en tres ocasiones, regidor perpetuo desde 1623, teniente de gobernador en 1633, alguacil mayor en 1642 y tenedor de bienes de difuntos por el resto de su vida. Aunque con la información de que se dispone no resulta siempre factible trazar individualmente una línea continua, que sea capaz de unir la sucesión patrimonial familiar y al mismo tiempo atar los cabos de la sucesión en el poder, la impresión general resulta muy coherente. Se trata, la mayoría de las veces, de los mismos nombres y las alteraciones -sobre todo en el siglo XVII- provienen de enlaces con forasteros españoles. En otros casos no se trataba de una simple "captación" de herencias sino de la unión de verdaderas dinastías de propietarios. Esta circunstancia explica por qué la dispersión de los patrimonios inmuebles no fue aún mayor. Cuando una abigarrada red de parentescos y de alianzas de este tipo daba lugar a la aparición de un personaje como D. Nicolás de Caicedo Hinestroza (a comienzos del siglo XVIII), todas las líneas de sucesión parecían confluir para dotarlo de un enorme poder económico. En su herencia figuraban los haberes de tíos, tías, parientes próximos y lejanos. La paciente avidez de varias generaciones depositaba en su cabeza enormes dominios que su posición social, la coyuntura económica favorable y su misma habilidad podían hacer fructificar aún más. A este resultado debían contribuir en gran medida los enlaces frecuentes entre una misma familia. Una región o "sitio" puede identificarse a través de apellidos que se entrecruzan- Vivas Sedano, Lasso de los Arcos, Vivas y Lasso se transmiten tierras en las cercanías del río Párraga, Renjifos, Ordoñez de Lara, Cobos y Escobares se enlazan para repartirse sucesivamente las tierras de Llanogrande.
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Los nombres familiares y las genealogías son un mapa complicado que retraza las divisiones y las reagrupaciones de tierras. En el siglo XVII, sin embargo, predomina la dispersión de los grandes latifundios que se compusieron con Rodríguez de San Isidro. De un lado, la crisis económica no favorecía la concentración de tierras, cuya rentabilidad era muy baja. De otro, las precarias condiciones de subsistencia de las familias, que mantenían su cohesión y su preeminencia social a pesar de todo, las obligaba a repartir entre numerosos herederos el único patrimonio familiar, representado en tierras. N OTAS 1)
2) 3)
4)
5)
6)
7) 8) 9)
10) 11) 12) 13)
Cf. MELLAFE, "The latifundio and the City in Latin American History" en The Latin American in Residence Lectures. Univ. of Toronto, 197071 p.5. Cf. RAYMOND E, GRIST, The Cauca Valley (Colombia), Land Tenure and Land Use. Baltimore, 1952 p.10 ss. p. 30 ss. Sobre este concepto de "frontera" y la manera muy peculiar como él lo utiliza, Mellafe ha dado mayores precisiones en "Frontera agraria: el caso del virreinato peruano en el siglo XVI" en Tierras Nuevas. Edit. por A. JARA, MEXICO, 1969 p. 11 a 42. Otros aspectos del problema en MELLAFE, "Evolución del salario en el virreinato peruano", BCBBLAA. Vol. IX, No. 5, 1966 p. 853 ss. Otra aproximación teórica reciente en OWEN D/LATTIMORE , "The Frontier in History" artículo de Theory in Anthropology, Chicago, 1968, p. 374 ss. The Spanish American Hacienda es una obra editada por Siglo XXI que concluye que el Modo de producción de la época colonial dependerá de los rasgos generales de las instituciones agrarias, particularmente la hacienda. Recientemente se ha suscitado una discusión que tiende a revisar, o al menos a matizar teniendo en cuenta nuevos datos, la tesis ya tradicional de Silvio Zabala sobre las relaciones entre encomienda y propiedad territorial. Cf. GUSTAVO ARBOLEDA, "Historia de Cali". Cali, 1956. T. I. p. 335 la frecuente mención de este texto, que es una trascripción cronológica y casi literal de las actas del Cabildo de Cali, obliga a una abreviación, así: ARB. I. 335., en adelante. AHNB. Rl. Hda. t. 20 f. 70 r. ARB. I. 78 Cf. JUAN FRIEDJ, Vida y lucha de Don Juan del Valle, primer obispo de Popayán y protector de indios. Popayán, 1961, p. 233 ARB. 1, 170 TULIO ENRIQUE TASCON, historia de la conquista de Buga. Bogotá, p.245 Cf. ARB. I, 115 Ibid. p. 169-70. Ibid. I, 131, 139, 157, 167, 169. Hemos sacado este dato de un trabajo -aun inédito- sobre la villa de Palmira de ZAMIRA DÍAZ
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CAPITULO II
LAS HACIENDAS DE CALI EN EL S. XVIII 1. La formación de las haciendas A partir de las dos últimas décadas del siglo XVIII, con la apertura de la frontera del Chocó, la tendencia a la fragmentación de tierras parece detenerse. De entonces data la formación de verdaderas haciendas que, a partir de un núcleo inicial, van reconstruyendo antiguos latifundios mediante la compra sucesiva de derechos que habían permanecido mucho tiempo indivisos en cabeza de herederos de los antiguos propietarios. La fragmentación misma de los latifundios originales fue favorable a este proceso puesto que daba lugar a una comercialización de las tierras y a un movimiento mayor, impensable dentro de la estructura rígida de latifundios inexplotados y compuestos de tierras desiguales. La reacomodación de "potreros" y "derechos de tierras" en nuevas unidades concentraba las mejores tierras en las nuevas haciendas y casi todas las compras se acompañaban de la intención en el adquiriente de realizar mejoras. En muchos casos se trataba de personas que poseían algún capital (mineros o comerciantes) y que por lo tanto representaban un elemento nuevo frente a la capa social que hasta ese momento había monopolizado la tierra. La formación de un nuevo tipo de latifundio, esta vez bajo la forma de una unidad productiva, la hacienda, vuelve a plantear de nuevo el problema de su estabilidad. Según las evidencias que arrojan los protocolos de escribanos, muchas de estas propiedades cambiaron de manos en el siglo XVIII (v. apéndice). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que muchas enajenaciones por vía sucesoral pueden pasar inadvertidas. Es posible, inclusive, que algunas propiedades se hayan conservado intactas en el seno de una antigua familia de terratenientes, aunque el cuadro general sea de una gradual liquidación del sistema latifundista anterior y, por tanto, de una mayor movilidad. Mineros y comerciantes se sustituyeron como propietarios a una capa más antigua de terratenientes, los cuales buscaron su acomodo mediante alianzas matrimoniales con los nuevos hacendados. Aquí debe abrirse un paréntesis para tratar de precisar el concepto de hacienda que se ha incorporado a la discusión, frente al de simple latifundio. Latifundio, tal como se ha empleado al describir la apropiación de tierras en el Valle del Cauca en el curso del siglo XVI, designa la acumulación de tierras en cabeza de una persona sin una función económica aparente o con el objeto de apropiarse ganados que pastaban libremente en ellas. Su función prima faciae
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era la de catalizador social, aunque este efecto sólo pueda percibirse en el transcurso de varias generaciones. El latifundio identificaba un sector social y mantenía una cohesión que remedaba los linajes europeos. Todavía en el siglo XVIII, al desprenderse de un derecho inmueble, el vendedor usaba la fórmula medieval que indicaba la continuidad del linaje: lo hacía "en su nombre y en el de sus hijos y descendientes"1 . Por el contrario, hacienda es una unidad económica cuyo significado y amplitud conviene precisar. En el uso cotidiano en Colombia la palabra sirve para subrayar la importancia de una propiedad, su extensión o su uso productivo, y se distingue de una simple "finca" o heredad familiar. Aunque de una manera no explícita, en ocasiones se alude con ella a una verdadera empresa, en contraposición a la mera unidad familiar. En el lenguaje de la historiografía americana el concepto tiene contornos más precisos, sobre todo en relación a la evolución agraria mexicana. Allí la hacienda surgió cuando comenzó a desintegrarse el sistema de la encomienda y los propietarios optaron por incorporar indígenas de manera permanente dentro de sus dominios, dando lugar así al nacimiento de la institución del peonaje2 . Esta evolución, hasta donde ha sido estudiada, tiene un ámbito histórico muy concreto y está acompañada de ciertos rasgos de la estructura cultural y demográfica del pueblo mexicano que la hacen casi única. Las características más aparentes de la hacienda mexicana, desde el siglo XVII, podrían resumirse así: 1. La existencia de la institución del peonaje. Al debilitarse la encomienda como sistema de trabajo y la exacción de excedentes agrícolas, por un lado, y por otro debido a la presión de propietarios no encomenderos, se estableció un sistema de "conciertos" periódicos con los indígenas. Los propietarios buscaron, sin embargo, fijar los trabajadores a la tierra y lo lograron mediante adelantos salariales u otras ocasiones de endeudamiento para los indígenas como la "tienda de raya" 2. La administración por medio de capataces, que explotaban el trabajo de los peones con la complicidad de propietarios ausentistas. 3. El propietario tenía una figuración política (sobre todo en el siglo XIX) para la cual la clientela de la hacienda le servía de base. 4. De la existencia del peonaje se desprende que las haciendas funcionaban con un mínimo de gastos y que, correlativamente, su rendimiento era muy bajo. La producción se encauzaba hacia un mercado local muy limitado y podía llegar a contraerse hasta adquirir un carácter autosuficiente. La autarquía o economía cerrada de estas unidades, con el desarrollo de actividades artesanales en su interior, les daba una autonomía de tipo político inclusive frente a los centros urbanos. Pero de todas 35
maneras la hacienda se diferenciaba del simple latifundio en que era capaz de producir un excedente que se destinaba a un mercado. Si se tiene en cuenta este modelo, las diferencias son notorias con respecto a las haciendas del Valle del Cauca en el siglo XVIII. Ante todo, por la naturaleza del trabajo empleado. Por el empleo de esclavos negros las propiedades del Valle se asemejan más a "plantaciones", aunque sería un error designarlas así. Sólo hasta el siglo XX, con el acceso a mercados internacionales y dentro de formas de producción capitalista, las primitivas haciendas del valle dieron paso a una economía de plantación. Bien es cierto que, como lo señala Magnus Mörner en su síntesis reciente sobre este problema3 los contornos conceptuales de hacienda y plantación son todavía lo suficientemente vagos como para situar las dos formaciones en los extremos de una misma cadena cuyos eslabones están constituidos por una gran variedad de tipos. Muy a grosso modo se reconoce una primera distinción en el hecho de que la plantación requiere una mayor inversión de capital y mayores rendimientos dado que sus productos se colocan en un mercado más vasto. La presencia de un mercado meramente local o el hecho de que, como en el presente caso, se incorporan capitales en forma de esclavos excedentarios de la minería, no es suficiente para caracterizar estas propiedades como plantaciones. Dentro de las propiedades caleñas, una primera distinción está sugerida por los documentos notariales que mencionan, a veces indistintamente, "haciendas de trapiche" y "estancias" o "haciendas de campo". La diferencia entre lo que designaban estas expresiones no es en modo alguno conceptual sino que obedecía a un desarrollo histórico. Como se ha visto, en el siglo XVI los ganados pastaban libremente en extensiones inconmensurables y de allí se derivó el interés por apropiarse de las tierras que sustentaban los semovientes mucho más valiosos que la tierra misma. Inicialmente, por eso, las otorgaciones de tierra se hacían en "estancias de ganado mayor", una medida que fijaban arbitrariamente los Cabildos y que, dada su magnitud, se acomodaba a esta necesidad. Había igualmente "estancias de ganado menor" y "estancias de pan", medidas que, en líneas generales, buscaban acomodarse a una destinación específica de la tierra. Esto no quiere decir que quienes recibían "estancias de ganado" se dedicaran a la ganadería y aquellos que recibían "estancias de pan" fueran agricultores. Sino que frente a una disponibilidad de tierras, hasta entonces inaudita para el europeo, el reparto había utilizado una medida que hubiera sido también inaudita en España. Así, ciertas tierras, especialmente aquellas que estaban ubicadas en zonas de frontera, se otorgaban como "estancias de ganado mayor" en tanto que otras se
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otorgaban con una medida más reducida. Por esta razón también la "estancia de ganado mayor" tendió a desaparecer después de la primera época de la conquista o redujo su tamaño. Pero de todas maneras subsistió la costumbre de designar como "estancia` una propiedad otorgada inicialmente como tal, aún cuando ya ni siquiera se ajustara a la medida original. De esta manera estancia es una expresión genérica, para designar cualquier propiedad, tanto como hacienda de campo. En cambio hacienda de trapiche introduce una especificación y alude concretamente a un cierto tipo de producción. Fueron estas haciendas de trapiche las propiedades que, en las últimas décadas del siglo XVII incorporaron, al lado de la explotación ganadera, fuertes contingentes de mano de obra esclava destinados a ampliar la producción Como se verá un poco más adelante, las explotaciones mineras -en auge en el Chocó y en el resto de la vertiente del Pacífico- no sólo surtían con excedentes de mano de obra estas haciendas sino que presentaban un mercado y una coyuntura favorables para su formación. Especialmente la producción de mieles para la destilación de aguardiente, de gran consumo entre los esclavos del sector minero, indujo a la organización de las haciendas de trapiche, que al lado de la caña y del ganado diversificaron su producción. Históricamente es posible seguir con facilidad el curso de estas nuevas propiedades en virtud de su individualización. Un bosquejo descriptivo puede ayudarnos a fijar algunos rasgos de este desarrollo comenzando por las proximidades de Cali, en la banda occidental del río Cauca, hacia el norte hasta Vijes y Yotoco, hacia el sur hasta Jamundi, y luego las grandes propiedades de la "otra banda desde el río Zabaletas hasta el río Bolo.
2. La Banda Occidental Gran parte de las tierras situadas en la margen izquierda del río Cali pertenecieron, en la primera mitad del siglo XVIII, a Domingo Ramírez Florian y sus descendientes. Ramírez poseía también tierras en Llanogrande y Cañaveralejo. Sin embargo, parece haberse obstinado en conservarlas intactas, a pesar de no tener con qué explotarlas. Cuando testó, en 1733, afirmaba tener más de 110 años. Durante sus últimos años vendió algunos pedazos de tierra y en el testamento autorizó a su mujer a hacer lo mismo, pero sólo para atender al apremio de sus necesidades. Sin embargo, sus hijos Salvador y José se deshicieron de una buena parte de ellas. El pedazo más grande fue adquirido por un minero, Pedro Salinas y Becerra, por 1.100 pts. en 1747.
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MAPA DEL RÍO CAUCA Y SUS AFLUENTES DESDE CALOTO A BUGA. (dibujo de Luis Valdivia), Este mapa es la versión moderna de un original del AHNB (Mapoteca 6. No. 98) sin fecha, pero que data seguramente de las últimas décadas del siglo XVIII. El dibujo original mide 197 x 71 cms. y es prácticamente una pintura en la que se detallan de manera naturalista los accidentes del paisaje. La versión moderna, en la cual se ha ajustado la escala, reproduce los detalles mas notables del dibujo original, a saber: 1) la figuración de las extensas zonas del bosque tropical que bordean el rio Cauca y sus afluentes. Este fenómeno, que se conoce a través de las descripciones de viajeros del siglo XIX y de los gravados de Riou, aparece descrito con exactitud en el original del siglo XVIII. La zona boscosa era entonces tan amplia que estrechaba las franjas de tierra disponibles entre los numerosos afluentes del Cauca; 2) la descripción minuciosa de los sitios poblados. A fines del siglo XVIII muchas haciendas habían dado lugar a verdaderos poblados, que se consagraban como parroquias y viceparroquias. El dibujo de AHNB no sólo señala la presencia de la casa principal de las haciendas que se distribuían entre los afluentes del Cauca sino también las construcciones menores que iban dando lugar a un poblado. Los números corresponden a:
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1)
R. Pance
21) R. de la Quesera
2)
R. de las Piedras
22) R. Coronado
3) 4) 5) 6) 7) 8) 9) 10)
R. Meléndez R. Cañaveralejo R. Cali R. Arroyohondo Q de Guabinas R. de Yumbo Q de Bermejal R. Mulaló
23) 24) 25) 26) 27) 28) 29) 30)
Riofrío R. Gusano R.. Caceres R. Percado Roldanillo El Rey Quebradahonda Q. Lajas
41) Todossantos R. 42) Chambimbal 43) R. Buga 44) Quebradaseca 45) Sonsito 46) R. Sonso 47) R. Gua bitas 48) R. Guabas 49) Zabaletas 50) Cerrito
11) R San Marcos
31) Q. Limones
51) R. Amaimito
12) R Vijes
32) R Cañas
52) R. Trejo
13) R. S. Pablo
33) R Paila
53) Amaime
14) R. Hatoviejo
34) Q Murillo
54) Bolo
15) R Yotoco
35) Q. Ovejo
55) Parraga
16)
36) R. Bugalagrande
56) Fraile
17) R. Chimbilaco
37) R. Zabaletas
57) El Muerto
18) R. La Negra
38) R, Morales
58) Desbaratado
19) R. la Loma
39) R Tulin
59) Las Cañas
20) R. de las Piedras
40) R S. Pedro
R. Mediacanoa
Nota: Composición y armada Arnul Bonilla Vidal.
Las estribaciones de la cordillera inmediatas a la ciudad habían pertenecido, en el siglo XVII, al contador Palacios Alvarado. Como se le comprobaron fraudes contra las Cajas reales, sus bienes se remataron en 1654. Pedro Ordóñez de Lara compró estas tierras, denominadas San Antonio, Potrero de las Nieves, los Aguacatales y Petendé, por 150 pesos oro. En el curso del siglo XVII y primeras décadas del XVIII estas propiedades se dispersaron. Así, las tierras que heredó Antonio Ordóñez (estancia de las Guacas) las vendió su viuda al capitán Pedro de Silva y la viuda de éste a José Pretel y Llanos en 1726. Pretel, que poseía también tierras en Párraga y en 1737 compró la hacienda de Meléndez, siguió comprando tierras en el mismo sitio. En 1733 agregó 50 pts. de tierra sobre la quebrada del Aguacatal, en 1748 otros 30 pts. en las Petacas y, en 1749 200 pts. entre las quebradas de Guacas y el Contador, tierras que habían sido de los Ordoñez de Lara y del contador Palacios Alvarado. Después de su muerte la viuda vendió la mitad de estas tierras llamadas Loma de Santa Rosa, a un minero, Don Vicente Cortés de Palacios por 200 pts 4 .
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En la otra vertiente de estas montañas, por el camino hacia Dagua y el Reposo, entonces una rica región minera, la familia Caicedo había monopolizado gran parte de las tierras. Así, Nicolás de Caicedo Hinestroza declaraba en su testamento5 las tierras de Tocota, que abarcaban más de una legua, a las que se habían ido agregando las posesiones de Ambichintes, Bitaco, Papagayeros y la Burrera. Estas tierras pasaron a manos de su yerno, José Antonio de la Llera, y a su hijo, Manuel Caicedo Jiménez, quienes vendieron una parte que quedó finalmente en manos de otro minero, Guillermo de Collazos y Ayala. Uno de los desarrollos más notables en la banda occidental, al norte de Cali, fue el de la hacienda de Arroyohondo. Esta hacienda fue comprada en enero de 1725 por el comerciante en esclavos español Clemente Jimeno de la Hoz. Pagó 1.812 pts., entre los cuales estaba incluido el valor de mil pts. de tierras que habían sido de Francisca Núñez de Rojas y de Melchor de Saa, miembros de familias terratenientes poderosas en el siglo anterior. Por el parentesco con Doña Francisca Núñez, las tierras habían pertenecido primitivamente a la familia de la esposa de Jimeno. Doña María Rosalía Peláez. Jimeno de la Hoz parece haberse propuesto hacer de estas tierras una gran hacienda, dotándolas de esclavos y de un trapiche. En 1738, cinco años después de la muerte de su marido, la viuda compró todavía más tierras por 500 pts. La proximidad de la hacienda debe haberlas valorizado, pues diez años antes se habían comprado apenas en 300.6 En 1743 la hacienda había crecido tanto que la señora pudo venderla al comerciante y minero Bernardino Núñez de la Peña nada menos que por 29.025 pts., de los cuales el comprador pagó 20 mil de contado. En 1747 y 1749 Núñez compró todavía más tierras a una familia de terratenientes tradicionales, en el potrero de el Embarcadero por 140 pts. y en la cañada de Juan Muñoz por 400 pts. A su muerte, la hacienda quedó en poder de uno de sus yernos, Dionisio Quintero Ruiz, otro comerciante y minero, quien se comprometió a pagar las legítimas de sus cuñados menores de edad y se hizo cargo de 18 mil pts. de censos con los que sus suegros habían gravado la propiedad. Todavía a finales del siglo la hacienda no había salido de manos de esta familia y aún había adquirido mayor valor. Así, en 1794 la viuda de Manuel Luis Quintero la cedió a otro Núñez, hijo de Bernardino, por 31.911 pts. Por entonces las tierras de la hacienda valían 5.900 pts., una cantidad apreciable en la época. Las tierras contiguas a Arroyohondo sufrieron un proceso de concentración similar. En febrero de 1759 el comerciante Juan Agustín López Ramírez compró por 1.137 pts. tierras en Dapa al Maestro Manuel de Caicedo. Este las había adquirido por 400 pts. de Mateo Vivas, en cuya familia se habían conservado hasta ese momento, en 1744. En 1760 el comerciante compró un
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pedazo colindante de Rosa Vieja por 80 pts. y al año siguiente adquirió parte de la estancia de las Guabinas del Maestro Pedro de Albo Palacio, que había sido igualmente heredada de los Vivas Sedano, por 1.175 pts. 7 . Como la ciudad se apiñaba en unas pocas cuadras próximas al río Cali, es fácil imaginar que gran parte de lo que hoy es territorio urbano hacía parte, en el siglo XVIII, de los predios de alguna hacienda. Esto ocurría con las tierras descritas de Ramírez Floriano y las de San Antonio, San Fernando y Loma de Santa Rosa que fueron del contador Palacios Alvarado. Nicolás de Caicedo Hinestroza se había hecho adjudicar por el Cabildo la estancia llamada Barrio Nuevo, prácticamente territorio urbano, por donde la ciudad tenía que extenderse forzosamente. Más al oriente, hasta el río Cauca. estaba situada la gran hacienda de su hermano, el Sargento Mayor Salvador Caicedo, llamada los Ciruelos. Estas tierras eran prácticamente las dehesas de la ciudad y por eso algunos vecinos tenían contratos con Caicedo para mantener en ellas sus ganados. El mismo Caicedo llegó a tener allí en 1733 y 1736, cuatro y tres mil reses, además de otros ganados. A la muerte del Sargento Mayor, en 1762, lo sucedió su hijo Manuel Caicedo y entonces se avaluó la propiedad en 16.152 pts. Contiguas a las tierras de los Ciruelos, el Sargento Mayor tenía otras que daban al río de Cañaveralejo y que en 1757 valían dos o tres mil pts.8 Al sur de lo que era la ciudad se extendían las propiedades de Cañaveralejo, Meléndez y Cañasgordas. A partir de 1723 y en cuatro años sucesivos el comerciante Juan Francisco Garcés de Aguilar compró tierras en Cañaveralejo y sus cercanías por 515 pts. Esta cantidad debía representar más de 30 hectáreas en tierras, si se tiene en cuenta que Garcés había comprado la cuadra a 10 y 20 pts.9 . Garcés, que por esos años iba a Cartagena a comprar lotes de esclavos para comerciar con ellos, llegó a tener en su hacienda entre diez y veinte. En 1744 la amplió todavía más al comprar 200 pts. de tierras en la parte alta (Petendé) a María Ordoñez de Lara, de lo que había sido el latifundio del contador Palacios Alvarado10 . En enero de 1757 su viuda, Doña Bárbara de Saa, acabó de dar forma a esta propiedad al comprar tierras del Guabal por valor de mil pts. al Sargento Mayor Salvador de Caicedo11 . A la muerte de la señora, en mayo de 1768, las tierras se avaluaron en 1.600 pts. y toda la hacienda, con 19 esclavos, en 8 961 pts.12 . Vecinas a las tierras del Sargento Mayor, la familia Vivas Sedano todavía poseía un globo avaluado por 1.500 pts. en 1754 que en ese año compró, junto con ocho esclavos y aperos de un trapiche, Francisco Javier de Fresneda, propietario de Cartago avecindado en Cali, por 4.456 pts. Todo el producto de la venta estaba destinado a mantener capellanías y obras fundadas por diferentes miembros de la familia Vivas.
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En Meléndez existían, hacia 1700, dos grandes propiedades. Una era de la familia Vivas Sedano, a la que hemos visto desprenderse en el curso del siglo, uno por uno, de sus derechos de tierras. La otra pertenecía a Doña Manuela de Peláez Sotelo, rica heredera que se había casado con el Maestre de Campo Felipe de Velasco Rivaguero. Esta última propiedad cambió muy a menudo de dueño en el curso del siglo XVIII debido a las excesivas fundaciones de capellanías y obras piar que la gravaban. En 1726 un hijo de Felipe de Velasco la vendió al minero Francisco de la Asprilla y seis años más tarde pasó a Luis Echeverría y Alderete. Este último la amplió pero vendió una parte a José Pretel y Llanos por 4.357 pts. en tanto que la otra parte quedó en manos de Manuel de la Puente. En su testamento, de 26 de abril de 1772, de la Puente enumera varios derechos de tierras que integraban la propiedad. Estos eran: 1) derecho comprado en el remate de los bienes de Dn. Luis Alderete, 2) 4 cuadras que le había vendido su madre, 3) derecho de Guayabitos comprado a Dn Luis Alderete (bolsa bastante grande contra el estero), 4) otro derecho llamado el Quemado, hasta el río Lile, 5) otro, en el llano de Meléndez, indiviso con la parte que poseía Don José Poveda, 6) derecho en Lile, comprado a las Reales cajas de Popayán, en el cual había estado asentado el pueblo de Lile. En 1754 Manuel de la Puente había denunciado estas tierras como realengas, a lo cual se opusieron los propietarios de Cañasgordas que reivindicaban estas tierras como suyas 13 , 7) derecho de cuatro cuadras, 8) otro llamado Sabaneta, 9) derecho de la Mojica y 10) derecho de Potrero Grande. La propiedad que había sido de los Vivas, y que también se llamaba Meléndez, pasó sucesivamente por las manos de cinco propietarios hasta que, en 1763. Isabel de Escobar la vendió a José Poveda y Artieda por 12.091 pts. La hacienda de Cañasgordas, la heredad de la familia más importante de Cali, gozó de una notable estabilidad. Se transmitió, más o menos íntegra, de generación en generación hasta el fin de la colonia. Por esta razón los protocolos notariales apenas la mencionan en los testamentos, en donde las noticias sobre la hacienda son escasas. |
3. La "Otra Banda" La influencia de los propietarios de Cali sobrepasó siempre los términos acordados a la ciudad. Al margen del problema puramente administrativo de la asignación de jurisdicciones, el hecho más original de la influencia de las ciudades consistió en la gradual ocupación del suelo y, en sus orígenes, la asignación de encomiendas dentro de un territorio dado.
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El hecho militar de la conquista daba origen a la reservación de territorios que debían servir de sustento a la ciudad y que se le asignaban como términos. Estas asignaciones provenían del caudillo de una expedición que destacaba una hueste y que de esta manera reconocía los hechos de armas de sus subordinados. Pero la asignación primitiva podía recortarse cuando una parte de la hueste, para la que no había alcanzado el premio de las encomiendas o entre la que había surgido descontento por el reparto del botín de la conquista, buscaba su propia ventura y fundaba una ciudad rival. Estas situaciones dieron lugar a la proliferación de "ciudades" en el siglo XVI, en las cuales se asentaba un puñado de españoles. Y dieron lugar también a pleitos interminables, que nunca se saldaron a satisfacción de ninguna de las partes. Así, entre Cali y Buga se disputó, desde el siglo XVI hasta el XIX, los territorios de la "otra banda" del Cauca, que se conocían entonces con el nombre de Llanogrande14 . Según las composiciones de 1637, en ese momento Cali parecía llevar la mejor parte. Pero esta situación parece haberse invertido (o al menos así lo veían los ojos codiciosos de sus vecinos) y en 1778 el procurador de Cali se quejaba de que los de Buga exigían contribuciones a varios hacendados de Cali, siendo que, " ... aquella su jurisdicción es inmensa y bien poblada de abundante copia de vecinos hacendados y la nuestra, aún extendiéndose hasta donde debe extenderse, corta y escasa de ellos..."15 El procurador señalaba el hecho de que muchas tierras asignadas originalmente a Cali estaban en litigio y que sus haciendas se concentraban sobre todo en la banda occidental. Por esta época la observación del procurador era inexacta aunque fuera cierta para los orígenes de la ciudad. Ya se ha dicho cómo la banda occidental, de tierras más pobres pero con mayor concentración de población indígena y más próxima a la ciudad, la abastecía durante los siglos XVI y XVII. En Llanogrande, la gradual desintegración de los latifundios por efecto de particiones sucesorales dió lugar a la formación de algunas haciendas. Los nuevos lotes, que tenían todavía una extensión considerable, permitían sin embargo una explotación más intensiva con el concurso de mano de obra esclava, la cual iba en aumento. A diferencia de lo que ocurría con las propiedades de la banda occidental, las que existieron en Llanogrande (o la "otra banda") no atrajeron con la misma frecuencia a los comerciantes. Estos buscaban las proximidades de la ciudad con el ánimo de hacer una inversión que les permitiera mantener ganados y esclavos de servicio, no con el objeto de dedicar toda actividad a la agricultura. Por esta razón el patrón que rige los traspasos de las
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propiedades en Llanogrande tiene una apariencia más tradicional, en el que sólo se daba acceso a nuevos nombres en virtud de sus alianzas con los primitivos propietarios. En el sector comprendido entre los ríos Zabaletas y Amaime (lo que hoy es el municipio del Cerrito, con una extensión de 34 mil hectáreas) las tierras que había poseído Antón Niñez de Rojas durante el tránsito del siglo XVII al XVIII quedaron en manos de sus hijas, de los yernos de éstas y de sus nietos. En 1719 Manuela Peláez de Sotelo adquirió tierras del convento de Nuestra Señora del Carmen de Valladolid entre el zanjón de Trejo y el río Cerrito, con un potrero al otro lado del Cauca, en Vijes, por valor de 274 pts. Estas tierras, que habían sido de su abuelo Antón Núñez, no parecen haber sido excesivas pero sobre ellas había ya una inversión (que hay que atribuir al convento) de ocho mil pts. en ganados y en esclavos16 . Vecinas a estas se vendieron, en julio de 1727, trescientas cuadras por 600 pts., lo cual indica que, en el caso de la hacienda anterior, los 274 pts. podían representar unas cien hectáreas17 . Mateo Castrellón, casado con otra nieta de Antón Núñez, compró del mismo convento las tierras restantes por 500 pts. en 1726. Al precio indicado serían unas 250 hectáreas sobre las cuales había una inversión de esclavos, ganado y acequias por valor de 15.600 pts. Si bien entre 1726 y 1759 esta hacienda aumentó el número de esclavos de 10 a 14, disminuyó en cambio tan radicalmente la cantidad de los ganados que su valor total se redujo a la mitad.18 . También había pertenecido a Antón Núñez de Rojas un derecho de 500 pts. de tierras que otro yerno de una de sus hijas, Ignacio de Piedrahita, cedió a una sobrina, Doña Agustina Ruiz Calzado, en 1749, junto con otras tierras avaluadas diez años más tarde en dos mil pts.19 . Este derecho, llamado el Guarumo, medía media "legua" de ancho por una de largo y constituía la hacienda del Cerrito, con inversiones en esclavos, caña y algún ganado por más de 18 mil pts. en 175820 Finalmente, otro descendiente de Núñez de Rojas, Don Roque de Escobar Alvarado, poseía un cuarto de legua de tierra en el zanjón de Trejo, avaluada en 560 pts. La hacienda, con ocho esclavos y un valor total de 7.762 pts., fue vendida por su viuda en 1748 al Colegio de la Compañía de Jesús de Quito21 . Las tierras de estas haciendas, cuya formación puede datarse a partir de su desmembramiento entre los sucesores de Núñez de Rojas a comienzos del siglo XVIII, habían estado incluidas en el siglo XVI en los dominios de Gregorio Astigarreta, lo mismo que varios globos de tierra que más al sur, integraron la hacienda de el Alisal. Las tierras de esta última hacienda tenían origen diverso debido a la desmembración que había experimentado, en el curso
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del siglo XVII, el primitivo dominio de Astigarreta. En la primera mitad del siglo XVIII Nicolás de Caicedo Hinestroza logró reconstruir una parte del latifundio de Astigarreta, a lo largo de la margen derecha del río Amaime, mediante herencias y compras sucesivas. Uno o dos años antes de su muerte, ocurrida en 1736, había vendido estas tierras a una familia de terratenientes, los Barona Fernández, quienes las agregaron a las suyas de el Callejón22 . En 1766 el cuerpo principal de las tierras de esta hacienda se apreciaban en 4.300 pts. y se vendieron, tres años más tarde en 4.955. A la muerte de Juan Barona, ocurrida en su hacienda a fines de 1755, la hacienda pasó a manos de su viuda, Josefa Ruiz Calzado. En esta forma las hijas del español Antonio Ruiz Calzado llegaron a poseer, entre todas, gran parte de los primitivos latifundios de Cobos y Astigarretas: Agustina la hacienda del Cerrito, Josefa el Alisal y Angela San José de Amaime. Parte de las tierras de el Alisal quedaron en manos del presbítero José Barona, cura de Llanogrande. Esta parte se apreciaba en 1763 por 1.500 pts. y sobre ella el cura había fundado otra hacienda: la de Santa Bárbara, en la que trabajaban 25 esclavos. Antes de pasar el cuerpo principal de el Alisal a uno de los hermanos del cura, la madre vendió porciones apreciables de tierras: el potrero de la Pórquera a Francisco Vivas y Lasso por 300 pts., otro pedazo de 280 pts. a Don Javier Zapata y la hacienda de las Salinas, avaluada en 2.910 que traspasó a una hija en 177123 . Así, antes de volverse a desmembrar las tierras de el Alisal llegaron a valer más de seis mil pts. que, tratándose de tierras desiguales, podían representar otras tantas hectáreas. Se conservan tres avalúos de la hacienda principal hechos con diferente propósito. En 1766 valía 25.473 pts., en 1769, 17.581 y en 1770, 20.423, precio este último por el cual la adquirió un vecino de Buga, el Maestre de Campo Manuel Vicente Martínez. Las diferencias tan grandes en avalúos sucesivos obedecían a los movimientos de esclavos y de ganado, que constituían los activos más cuantiosos de las haciendas. La hacienda de San Jerónimo hacia parte también del primitivo dominio de los Astigarretas. Perteneció, como el Callejón, a la familia Barona que la vendió en 1720 al español Francisco de la Flor Laguno, casado con una de las señoras de la familia. Por esa época Laguno vendía esclavos en Cali, comisionado por comerciantes de Cartagena. Los provechos de este tráfico debieron permitirle incrementar la hacienda, "...cuyas tierras -declaraba en su testamento- las tengo muy mejoradas, respecto de haberlas limpiado los montes que tenían, en que he gastado mucho tiempo y herramientas con los negros..."24 La hacienda tenía una capilla de teja que dió lugar más tarde a la fundación de una viceparroquia. A la muerte de Laguno, en 1745, pasó a su yerno, Cristóbal Cobo Figueroa, emparentado
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con los Caicedos y heredero de otra hacienda llamada Nuestra Señora de la Concepción del Bolo. San Jerónimo tenía todavía en 1752 de cuatro a cinco mil reses y de mil a mil doscientas yeguas. Como se ha mencionado, la hacienda vecina de San José de Amaime pertenecía a una de las hijas de Antonio Ruiz Calzado a mediados del siglo XVIII. Las tierras de esta hacienda se extendían desde el sitio de Amaime al zanjón del Trejo y desde la boca del zanjón de la Magdalena, tributario del Amaime, hasta la desembocadura del zanjón de Trejo25 . En virtud del matrimonio entre el español Ruiz Calzado y una hermana de Don Ignacio Piedrahita, la hacienda incorporó una parte del potrero de la Torre. Este potrero, que medía dos "leguas", había sido primitivamente del suegro de Piedrahita. Don Juan de Escobar, uno de los nietos de Lázaro Cobo. En 1754 los Baronas, propietarios de las tierras vecinas del Alisal, disputaron los títulos de estas tierras dando lugar a un largo pleito que tuvo repercusiones políticas en el Cabildo de Cali. Por dificultades económicas la propietaria cedió la hacienda a su hermano en 1749 por 15.536 pts., de los cuales 3.300 representaban el valor de las tierras. Uno de los hijos de esta señora y por lo tanto descendiente de una vieja familia de terratenientes, compró a su pariente Ignacio de Piedrahita una parte del potrero de la Torre y otras tierras por valor de 940 pts. en 1748. En ellas fundó una modesta hacienda, la Magdalena, cuyo valor total era de 3.394 pts. Dos años más tarde vendió una parte a un comerciante pero la venta se deshizo. Finalmente logró venderla en 1751 a Francisco José de la Asprilla miembro de una familia de mineros. Cobo se dedicó a llevar géneros al Chocó y la Asprilla se comprometió a pagarle parte del valor de la hacienda de carne, tabaco, azúcar, quesos, jabón y conserva de guayaba que sin duda eran los géneros que pensaba producir en la hacienda26 . Entre el río Amaime y el río Bolo, lo que hoy es el territorio del municipio de Palmira y que entonces se disputaban las ciudades de Cali y Buga estaban ubicados los latifundios más considerables. Todavía dentro de la jurisdicción de Cali, es decir, arrimadas hacia el Cauca, se encontraban las haciendas de Malibú y Abrojal y las tierras de la Herradura y Piles que servían de potreros o se habían fragmentado entre varias propiedades. Las tierras de Malibú estaban comprendidas entre los zanjones de Malibú y Coronado y valían 900 pts. Sobre ellas edificó una hacienda el alférez Luis José García, la cual poseyó hasta su muerte, en 1743. Pasó sucesivamente a dos de sus hijos pero la división de la herencia entre varios hermanos y otros gravámenes impusieron su venta en 1755. En 1761 volvió a venderse, esta vez aun comerciante, Don Antonio de la Lastra. Este contrajo deudas que no pudo pagar con un tratante de esclavos y poco después enloqueció. El comerciante hizo rematar
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la hacienda en 1769 pero no se sacó de ella sino cuatro mil pts. cuando en 1755 había sido vendida por doce mil y en 1761 por catorce mil. Contiguas, quedaban las tierras de el Abrojal, entre los zanjones de Malibú y Aguaclara y entre este último el río Amaime. Estas tierras, junto con otras, habían constituido un gran latifundio de Lorenzo Lasso de la Espada, con el nombre de Aguaclara, en el siglo anterior, Lasso no tuvo hijos varones y de sus cinco hijas tres se casaron, una profesó de monja y otra permaneció soltera. Las tierras quedaron finalmente en manos de dos de los yernos miembros de familias tradicionales de terratenientes, Felipe Cobo Figueroa y Feliciano de Escobar Alvarado, quienes compraron a las otras hermanas. A mediados del siglo XVIII. José de Escobar y Lasso, un hijo de Feliciano, poseía la hacienda de el Abrojal, llamada también Santa Rita de Aguaclara. Cuando la vendió, en 1755, valía 7.388 pts.27 La otra mitad de las tierras quedó en manos de Petrona Cobo, heredera de Felipe. Sin embargo, en manos de los herederos los remanentes del latifundio original no se conservaron intactos. Por ejemplo, en 1733 el capitán Felipe Cobo vendió un derecho de 100 pts. en 1748 José de Escobar y Lasso cedió dos pedazos en Coronado por 300 pts. y al año siguiente Doña Petrona Cobo compró un derecho de 160 pts., el cual había estado incorporado primitivamente al latifundio. Finalmente, en 1752, Escobar y Lasso trocó el valor de 200 pts. de tierras de su hacienda por otras situadas en la Herradura. Como se ha visto, Escobar vendió la hacienda en 1755 pero sólo en 1759 se desprendió del último pedazo de tierra que vendió por 200 pts. 28 El derecho de Doña Petrona dió lugar a la hacienda que llevó el nombre de la Herradura. La hacienda fue manejada por su hijo, Gregorio de Abenía, quien en 1768 vendió un derecho entre los zanjones de Coronado y Mirriñao29 . A la muerte de Abenía la hacienda se fragmentó entre los nietos de Doña Petrona. Una nieta, por ejemplo, recibió cuatro cuadras de 25 pts. cada una (unas tres hectáreas) mientras otra heredó un globo de cuatro cuadras por diez y ocho (unas 50 has.) de tierras de menor calidad.30 En contraste con esta imagen de decadencia de lo que había sido un gran latifundio en el siglo XVII, Pedro Rodriguez Guerrao, propietario de la hacienda. vecina de el Limonar se mostraba orgulloso de su actividad en 1776. Las solas tierras, "...por las muchas mejoras que tengo puestas, por los muchos desmontes hechos, excede su valor de mil patacones..."31 La hacienda mantenía entonces 18 esclavos, 200 reses y otros ganados y tenía un trapiche que se abastecía de la sembradura de dos hanegas de caña, lo mismo que platanares para el alimento de los esclavos. |
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Las tierras de Cabuyal y la Herradura habían pertenecido originalmente a la familia Lasso, descendientes de Gregorio Astigarreta. La hacienda de Cabuyal había pertenecido a la primera mitad del siglo XVIII al Maestro Miguel Vivas. Pasó a su albacea, Doña Mariana Pérez Serrano, quien en 1780 la arrendó por un término de 15 años mediante el pago de un canon equivalente al 3 %del avalúo de la hacienda. En uno de los raros casos en que aparece protocolizado este tipo de operaciones. Las tierras de la Herradura se dividieron entre Valentin Manzano y Nicolás Pérez Serrano, un comerciante y un minero. En 1763 los dos pedazos fueron adquiridos por Francisco Lourido Romay, yerno del Alférez real y propietario también en Cañaveralejo. Las tierras, que habían sido vendidas en 1748 por 1.250 pts. valían ahora 2.065 aunque sus inversiones no llegaban a los cuatro mil pesos. Las tierras entre el zanjón de Piles y el río Bolo habían sido también de Lorenzo Lasso de la Espada. En ellas se distinguía un globo de terreno con el nombre de Hato de Mora, debido al apellido de su fundador, Don José de Mora. A mediados del siglo las tierras pertenecían a su mujer. Doña Ana Torrijano y a dos de sus nietos y valían más de dos mil patacones. La hacienda de los jesuitas que aparece mencionada en los documentos notariales sólo ocasionalmente como colindante con tierras del Abrojal (o Aguaclara), debió desarrollarse en manos de la Compañía, sin estar sujeta al azar de las particiones. Esta hacienda ya quedaba en jurisdicción de Buga, en tanto que la de Nuestra Señora de Loreto se repartía entre las dos jurisdicciones. Loreto confinaba también con la hacienda de El Palmar cuyo oratorio estuvo en el origen de la parroquia de Llanogrande (Palmira).32 En marzo de 1723 el Maestro Francisco Cobo de Figueroa, cura doctrinero del pueblo de San Jerónimo, vendió Nuestra Señora de Loreto a Manuel Crespo Lozano y su esposa, Doña Antonia Renjifo Baca, por 7.768 pts.33 Crespo se desprendió de esta hacienda en 1726 para ampliar más bien la hacienda contigua del Yegüerizo, la cual pertenecía a su mujer, descendiente de una poderosa familia de terratenientes. El Yeguerizo compartía con la hacienda de Loreto una acequia que salía del río Nima y llegó a valer 10.322 pts. en 1734, cuando la viuda de Crespo la vendió al presbítero Gregorio de Saa34 . Los derechos de tierras de una y otra hacienda tenían origen diverso. Nuestra Señora de Loreto, por ejemplo, tenía un cuerpo principal avaluado en 1726 por 600 pts., que habían sido de Nicolás Lasso y antes de su padre. Juan Lasso de los Arcos. También incluía tierras que habían sido del capitán Francisco Renjifo y que dieron origen a un pleito entre sus herederos y los de Crespo a mediados del siglo. En cuanto al Yegüerizo, incluía tres derechos de tierras: uno, llamado "El rincón de Cifuentes" que había heredado Doña Antonia Renjifo, otro que su marido
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compró a Juan de Silva Saavedra y otro comprado a Don Francisco Renjifo. Como puede verse a través del proceso de desmembración de antiguos latifundios, las transacciones sobre derechos de tierras tendían a recomponer un nuevo tipo de unidad productiva, la hacienda. Las familias terratenientes tradicionales dejaban operar la inercia de sucesivas participaciones sucesorales y acaban por vender sus derechos a nuevos empresarios. Y aunque resulta imposible seguir con precisión, el desarrollo de sucesivas participaciones y arreglos familiares, puede discernirse, sin embargo, restos de primitivos latifundios y la reconstrucción de heredades para formar haciendas. Estas no se derivan directamente del latifundio sino que representan casi siempre un agregado de derechos dispersos entre varios herederos.
4. La formación social agraria en la segunda mitad del siglo XVIII En el curso de la segunda mitad del siglo XVIII se advierte ya en varios sitios una ruptura del marco tradicional del latifundio y de la hacienda. Hasta entonces el simple juego de alianzas familiares había permitido mantener el monopolio de la tierra entre unas cuantas familias. La tierra podía representar una base efectiva de sustentación y aún de enriquecimiento con la formación de las haciendas, pero en muchos casos la preocupación por acceder a su propiedad revela su función como fuente de prestigio. Muchas tierras permanecían todavía inexplotadas y resulta impensable que con el mero concurso de los esclavos pudieran ser explotadas todas las tierras disponibles. En estas condiciones, el acaparamiento de tierras por parte de familias tradicionales o por sus competidores, comerciantes y mineros enriquecidos, debía crear una clientela que, no existiendo una estructura social y jurídica de enfeudamiento, no estaba ligada a los poseedores por nexos muy claros de subordinación. Aún cuando no existe evidencia documental de la presencia de arrendatarios, es indudable que estos existieron y que las haciendas se hicieron a una clientela que iba en aumento en el curso del siglo XVIII. No se trataba de trabajadores asalariados sino de "vecinos" sin tierras que buscaban mantener unas cuantas cabezas de ganado o emplear uno o dos esclavos en las tierras de los vecinos terratenientes. Si mediaba un contrato de arrendamiento éste debía ser verbal pues no hay traza de ellos en la documentación notarial. Apenas en los testamentos se menciona con cierta frecuencia "estancias sin tierra propia" que solían consistir en siembras de plátano, de cacao o de maíz. La existencia de este tipo de clientela, engrosada por libertos Y descendientes de libertos, se revela en el curso de la segunda
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mitad del siglo, cuando comenzaron a surgir verdaderos centros urbanos alrededor de las capillas y los oratorios de algunas haciendas. Así, hacia la década del 60 el cura de Saa y Renjifo (a quien hemos visto comprar el Yegüerizo en 1734) donó tierras de su hacienda para crear una concentración urbana. Las tierras se lotearon y se vendieron en beneficio de una obra pía, dando lugar al nacimiento de la parroquia de Llanogrande. Otras haciendas, como Santa Rita del Abrojal. Concepción de Nima, San Miguel de Cabuyal y San Jerónimo se convirtieron a su vez en viceparroquias.35 El mismo fenómeno se dió en la banda occidental. Andrés Guillermo de Collazos, un minero, compró 400 pts. de tierras en San José de el Salado que acrecentó con otros cinco derechos adquiridos por 470 pts. En 1791 declaraba en su testamento que, con autorización del obispo de Popayán, había edificado una iglesia viceparroquia a sus expensas en sus tierras 36 Un trabajo reciente y todavía inédito de Beatriz Patiño37 , señala con bastante claridad cómo a partir de la comercialización del tabaco en los centros mineros la clientela de las haciendas se multiplicó con los "cosecheros", arrendatarios forzosos de tierras. Los esfuerzos de algunos personajes en la década del 60 por obtener el arrendamiento del estanco indica la importancia y la extensión no sólo del consumo del tabaco sino también de sus siembras. Cuando lo obtuvieron, en 1773, comenzaron a darse conflictos sociales de una amplitud hasta entonces desconocida. A partir del establecimiento del estanco por cuenta de la Real Hacienda (en 1778) los sitios de siembra se restringieron a la jurisdicción de Caloto. En 1790 la zona de cultivo se trasladó más al norte, a la jurisdicción de Llanogrande (entre los ríos Fraile y Amaime). Entonces las haciendas de los propietarios de la "otra banda" debieron poblarse de arrendatarios. Su presencia se señala en Buchitolo, Saynera, Chontaduro, el Badeo, el Limonar, Abrojal, Malibú, la Torre, Herradura, Cabuyal, la Burrera, Guabal, Palo Seco. la Honda y Aguaclara. |
NOTAS 1) 2) 3)
Sobre el concepto de "linaje" y la solidaridad económica del linaje en la Edad Media Cf. MARC BLOCH, "La société féodale ". T. I, 2eme Partie, Cap. 1. CHARLES GIBSON, "Los Aztecas bajo el dominio español 1519-1810. México, 1967, p. 229 ss. 252, 303 y 304 Cf. MORNER, art. cit. Mörner cita una definición de hacienda de Eric Wolf y Sidney Mintz, según los cuales una hacienda sería "...una propiedad rural bajo el dominio de un solo propietario, explotada con trabajo dependiente, con un empleo escaso de capital y que produce para un mercado a pequeña escala". En contraste, "...las plantaciones estarían destinadas a un mercado a gran escala, con la presencia de abundante capital". Los conceptos de hacienda y plantación sólo pueden identificarse así con respecto a su propio contorno histórico, esto es, la relativa amplitud del mercado, las técnicas, la disponibilidad (comparativa con respecto a otros sectores) de capitales o las condiciones sociales del trabajo. Esta relatividad
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15) 16) 17) 18) 19) 20) 21) 22) 23) 24) 25) 26) 27)
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implica por ejemplo, que lo que podría describirse como una hacienda, dentro de un contexto de baja productividad en otro contexto sería apenas un latifundio. MUV r. 8 f. 327. r. f. 340 r. f. 429 v. f. 446 v. r. 16 f. 154 r. r. 14 f. 241 s. r. 32 f. 234 v. r. 31 f. 141 r. r. 28 f. 115 r. r. 44 f. 195 r. En 1736. r. 37 f. 1 r. ss. r. 49 f.59 v.f. 59, v.r. 32f. 272r. r. 7 f. 138 r. r. 80 Nov. 1755 r. 29 f. 320 r. r. 60 f. 14 r. f. 95 v. r. 70 f. 9 v. r. 49 f. 31.v. r. 31.f. 93 v. r. 60 f. 14 r.f.95 v. En el mismo año de 1757 el Sargento Mayor vendió otra estancia contigua, llamada de Isabel Pérez, a Don Francisco Lourido, por mil pts. Lourido se desprendió de esta propiedad en 1758 y 1761. En 1769 la compró el comerciante Manuel Pérez de Montoya, r. 44 f. 278 v.r. 33 f. 164 r.r.76f. 113 v.y 115v. AJ 1o. CCC r. 5 ACC. Slgn, 5152. El trabajo que se ha mencionado de ZAMIRA DÍAZ es, en gran parte, una reconstrucción cuidadosa de este problema a partir del llamado acuerdo de Ocache en el siglo XVI. r. 27 f. 114 r. r. 58 f. 519 v. r. 8 f. 273 v. r. 46 f. 242 r. r. 28 f. 7v. r. 44 f. 110 v. r 30 7 Sept. 1748 r. 28 f. 14 v. ss r. 46.f. 330 r. r. 36 f. 35 v.r. 79f. 35 r. r. 3 f. 104 v. r. 28 t. 35 v. r.30, Oct. 1748 r. 5, Sept. 4 de 1750 r.11 f.113 r. y 156 r. AHNB. Tierras Cauca, T.4 f. 660 r. En febrero de 1736 Don José de Escobar recibió la hacienda, a la cual tenían derecho varios herederos, por un acuerdo entre éstos. La hacienda valía entonces 20.666 pts. En Abril de 1755 Escobar vendió una parte al Presbítero Don Juan Ranjel por 7.388 pts. Para liberarse de 7.520 pts. de censos. (r. 80 f. 60 r.). Los jesuitas de Popayán, propietarios de la hacienda contigua de Na. Sra. de la Concepción de Nima, alegaron en 1761 que esta venta los despojaba de sus propios derechos de tierras. Las tierras de la hacienda de los jesuitas habían sido originalmente de Rodrigo Arias, quien las había comprado a los descendientes de Gregorio Astigarreta. También Aguaclara tenía este origen. Sin embargo, en 1729, cuando se deslindaron las tierras de los jesuitas, resultaba imposible saber con precisión qué linderos tenía una y otra hacienda. Según C's instrumentos presentados entonces, la hacienda de la Compañía se comprendía "...entre el acequión de Aguaclara y rio de Amaime, por lo ancho, y por lo largo se deslinda por arriba con el río Nima y por la de abajo con tierras y linderos que fueron de Baltasar de Astigarreta...". En cuanto a Aguaclara, "...pareció en ellos tener la dicha hacienda de Astigarreta una legua en largo, entre los límites de Aguaclara y Amaime por lo ancho, y por su longitud corriendo desde el desagüe o desemboque del zanjón hondo, que de presente llaman de la Porquera, viniendo para arriba a dar con tierras del dicho Rodrigo Arias..." Es decir, que un instrumento remitía al otro y viceversa. Por eso se procedió a medir la legua que tenia cincuenta cuadras antiguas. Y "...Una cuadra de la vara antigua... según la presente compone ciento y diez varas castellanas..." Es decir, la extensión de Aguaclara en 1729 era de casi cinco kilómetros (4.720 mts). r. 30 Julio 4 r.28 f.243 v.r. 56 f. 218 v. r. 17 f. 100 r. r. 22 f, 60r. r. 23 f. 45
51
32) 33) 34) 35) 36) 37)
ARB. II.52. r. 70f. 30v. r. 49 f. 94 v. ó 209 v., f. 87 v. ó 204 v.r. 14 f. 217 v. ARB. III, 37ss. r. 6 f. 128 v. ss. El trabajo, una tesis de licenciatura para la Universidad del Valle, trata sobre el estanco del tabaco en el Valle del Cauca durante las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX.
52
CAPÍTULO III
ELEMENTOS DE LAS HACIENDAS 1. Generalidades Las haciendas que se formaron en el siglo XVIII favorecía menos rigideces sociales que el latifundio del siglo anterior. Aun cuando este último sufrió un proceso de paulatina dispersión en el curso del siglo XVIII, era frecuente que se transmitiera a varios herederos en forma de derechos proindiviso, los cuales podían mantenerse así durante muchos años. El sistema favorecía el carácter cerrado de los linajes de propietarios entre los cuales iban recayendo estos legados. Como consecuencia, eran más frecuentes las enajenaciones por vía de sucesión que por compraventa. Esto, naturalmente, no favorecía la valorización de las tierras cuyos precios experimentaron muy pocas variaciones en el curso del siglo XVII. En el siglo siguiente el proceso de desintegración del viejo latifundio se aceleró, dando lugar a la formación de nuevas unidades productivas, como se acaba de ver. La frecuencia de las transacciones hizo subir sensiblemente el precio de la tierra y hacia fines del siglo aparecieron formas de renta desconocidas en el siglo anterior. De otro lado, la hacienda no era susceptible de repartirse entre varios herederos sin que se desintegrara y perdiera su valor. Sólo en el caso excepcional de personajes muy poderosos, propietarios de varias haciendas, los herederos podían continuar en el goce de ellas y mantenerlas en su ser original, atribuyéndoselas separadamente. Si se trataba de una sola hacienda, sobre la que concurrían varios derechos sucesorales, tenía forzosamente que ser rematada para pagar las hijuelas. En este punto podían intervenir mineros y comerciantes enriquecidos, capaces de pagar la hacienda en dinero efectivo, sustituyéndose así a los terratenientes tradicionales. A menudo la hacienda podía permanecer intacta por algún tiempo en manos de la viuda a quien podía tocarle en razón de la masa, comparativamente más grande que las hijuelas, de sus gananciales. También podía conservarse en manos del primogénito, con el gravamen de pagar las hijuelas de los otros herederos. A veces éstos eran religiosos y finalmente el gravamen se convertía en una fundación de capellanía o en un censo y de este modo un heredero privilegiado podía continuar a su antecesor. Podía ocurrir también que, en el remate, uno de los herederos o la viuda comprara la hacienda. Pero era mucho más frecuente que esta pasara a manos de terceros. También favorecía las enajenaciones a terceros el hecho de que las haciendas fueran gravándose cada vez más con censos y capellanías que, como se verá más adelante, eran las formas
53
institucionales del crédito de la época. Este fenómeno fue finalmente adverso al sistema productivo de la hacienda puesto que la acumulación de gravámenes, sobre los cuales tenía que pagarse una renta, iba disminuyendo el margen de las ganancias. Por estas razones encontramos, en algún momento del siglo XVIII y en ocasiones con más frecuencia que en otras la enajenación de las grandes haciendas que se habían formado en las primeras décadas del siglo. No se trataba de todas las haciendas puesto que algunas solo aparecen mencionadas en testamentos o con motivo de la constitución de algún gravamen. En estos casos se carece de un inventario para diferenciar sus elementos. Resumiendo en un cuadro los inventarios de las haciendas que fueron vendidas entre 1719 y 1770, de las cuales puede saberse, en algún momento, la proporción en que entraban estos elementos, se obtiene el resultado siguiente: (Ver cuadro Nº3). Cuadro No. 3 Año Hacienda
Tierras %
Banda occidental
pts.
1726 Meléndez 1
550
1762 Meléndez 2
1762 Ciruelos
%
pts.
Esclavos
%
pts.
Otros pts.
%
Total pts.
4.7
2.422
20.8
5.855
50.1
2.902 24.4 11.679
2.400 19.8
1.834
15.2
6.345
52.4
1.512 12.6 12.091
7.535
26.0
17.614
60.7
2.276
7.8 29.025
350
9.5
1.400
38.0
941
25.5 3.691
1743 1.600 Arroyohondo 1755 Guabinas
Ganados
5.5
1.000 27.0 -
16.152
1754 1.500 33.7 Cañaveralejo
338
7.6
2.000
45.0
618
13.7 4.456
Banda oriental 1719 Trejo (1)
274
3.3
3.881
46.7
2.604
31.3
1.538 18.7 8.298
1726 Trejo (2)
500
3.1
7.357
45.7
3.950
24.6
4.294 26.6 16.101
1759 Trejo (2)
450
5.0
956
10.7
4.575
51.3
2.921 32.0 8.902
1748 Trejo (3) S. I.
560
7.2
3.857
49.7
2.105
27.1
1.240 16.0 7.762
54
1727 Pantanillo
600
16.1
1.731
46.5
1.000
26.8
389
10.6 3.720
1758 Cerrito
2.570 12.8
3.317
16.5
10.925
54.5
3.248 16.2 20.061
1766 Alisal
4.300 16.9
7.900
31.0
10.500
41.2
2.773 10.9 25.473
1769 Alisal
4.955 28.2
4.087
23.2
6.425
36.6
2.114 12.0 17.581
1770 Alisal
4.800 23.5
4.434
21.7
9.300
45.6
1.889
1749 Amaime
3.300 21.3
6.252
40.3
4.020
25.9
1.964 12.5 15.536
9.2 20.423
1759 Magdalena
540
10.0
1.942
35.8
1.270
23.4
1.672 30.8 5.424
1753 Malibú
900
7.4
3.082
25.2
5.135
42.0
3.105 25.4 12.222
1755 Malibú
800
6.4
5.448
43.2
3.690
29.2
2.677 14.0 12.615
1755 Abrojal
-
3.388
45.5
801
32.0
500
20.0
2.501
1754 1.200 48.0 Herradura (1)
1.200 16.3 7.338
1763 865 Herradura (2)
27.3
1.119
35.3
150
4.7
1.039 32.7 3.173
1723 900 Loreto (Buga)
11.7
2.066
26.9
3.540
46.1
1.178 15.3 7.678
1726 Loreto
925
12.1
2.535
33.3
2.225
29.1
1.954 25.5 7.639
1734 Yeguerizo (Buga)
855
8.3
2.598
25.2
4.400
42.6
2.469 23.9 10.322
Estas magnitudes sólo son comparables en un cierto sentido, si presumimos que todas estas haciendas tienen un origen similar, es decir, que se trata de formaciones tardías favorecidas por el auge minero que tuvo lugar a partir de 1680. Hay que tener en cuenta que el número de esclavos y de ganados podía oscilar fuertemente en períodos muy cortos. El fenómeno obedece a las numerosas transacciones sobre estos dos elementos y, adicionalmente en el caso de los esclavos, a traslados a las residencias urbanas. Así, la comparación sólo tiene un valor muy relativo y sirve únicamente para señalar las características generales de ciertos tipos de hacienda.
55
En primer lugar, salta a la vista lo bajo del porcentaje que representaba el valor de la tierra en comparación con el valor total de cada hacienda. Este porcentaje iba en disminución a medida que aumentaba la importancia de la propiedad. Sólo en el caso de que la hacienda se hubiera fundado en un latifundio considerable (Cerrito. Amaime, Alisal), el valor de la tierra alcanzaba a significar cerca del 20%. Este porcentaje podía ser aún mayor en el caso de los remanentes de los grandes latifundios que permanecían inexplotados (La Herradura). Pero, como se ha visto, el viejo latifundio iba desapareciendo y el valor de las haciendas derivaba más bien d e sus in-versiones. Estas inversiones podían consistir en esclavos, ganados, acequias, trapiches y cultivos, principalmente de caña, además de las casas de vivienda y, en ocasiones, capillas, oratorios con ornamentos. El desequilibrio entre una población escasa y tierras abundantes no sólo confería rasgos típicos a una sociedad sino que tenia como resultado la conservación, en gran medida, de un paisaje original. Una hacienda del siglo XVIII solía tener límites muy imprecisos, generalmente señalados por la presencia de "zanjones" naturales o de algún otro accidente del terreno. Aún a comienzos del siglo XIX la mensura era desconocida y se daba una idea de la extensión refiriéndose a la capacidad de una propiedad para alimentar un cierto número de cabezas de ganado. Las tierras roturadas con el trabajo esclavo sólo representaban una parte de las haciendas y aquellas que se explotaban efectivamente eran muy pocas. Esto explica que prácticamente las tierras no constituyeran un bien que circulara en el mercado. El número de transacciones sobre porciones de tierra era casi nulo en el curso de! siglo XVII y todavía escaso en el XVIII. En este último siglo se aceleraron e inclusive como se ha visto, las tierras aumentaron de valor. Con todo, en cada año apenas se efectuaban de tres a diez compraventas. En las décadas de 1560 y 1570 el movimiento anual llegó a cinco y seis mil patacones. Sólo cuando se vendía una hacienda, cuyos derechos de tierras eran cuantiosos, se sobrepasaba el límite de los diez mil patacones. Como se ha observado, muchas de las transacciones tendían a redondear una propiedad ya constituida. Podía darse el caso también de que un terrateniente accediera a vender un pedazo de sus tierras a un pequeño cultivador. Pero la escala en que se daba este fenómeno no era suficiente para alterar la estructura de la gran propiedad.
56
2. El ganado Como puede observarse en el cuadro No. 4, las haciendas más cuantiosas en ganados fueron el Alisal, Arroyohondo, Trejo, San José de Amaime y Malibú, que a mediados de la centuria tenían más de cinco mil patacones en ganado. En el caso del Alisal debe observarse que aún conservaba los rasgos de un antiguo latifundio. Sus tierras eran tan extensas que, en 1766, se calculaba que pastaban en ellas unas 200 reses cimarronas, además del ganado que podía contarse. Por otra parte, la hacienda Malibú parece haberse especializado en la cría de ganado caballar, en tanto que en las haciendas restantes predominaba el ganado vacuno. Todo parece indicar que el ganado vacuno fue en disminución a lo largo de la centuria. De dos patacones y medio en los primeros años, el precio por cabeza había alcanzado, después de 1750, a 5 y 7 pts. (este último, cuando se trataba de reses lecheras). El abasto de la ciudad de Cali fue siendo cada vez más irregular, aunque ya desde el siglo anterior se venían presentando crisis periódicas. Como los ganaderos debían vender a precios de arancel fijados por el Cabildo, el suministro tuvo que ser asignado de manera forzosa.1.
57
Cuadro Nº 4 Ganados de las haciendas caleñas (valor por unidad) valor
v/r
v/r cabs. pts.
v/r
v/r
pts.
potros Pts.
Hacienda
Año
reses
rr. pt.
yeguas
pts.
Trejo (1)
1719
1.000
20
325
2
60
5
-
Loreto
1723
300
20
350
2
70
4
16
Loreto
1726
278
20
400
2
60
6
Meléndez - 1
1726
95
6
35
25
Trejo(2)
1726
375
15
2
Yegüerizo
1734
600
Trejo(3)
1748
655
Amaime
1749
Magdalena
1750
Malibú
1753
Herradura
1754
Cañaveralejo
1754
Malibú
1755
200
Abrojal
1755
Guabinas
1755
Cerrito
25 15
3
44
3.5
2
2
108
6
2
36
6
4
163
3
19
7
9
12
1.200
4
165
4
35
9
10
200
7***
40
5
10
10
5
627
2.5
117
8
7
5***
98
4
7
12
10
6
8
6
4
726
4
102
10
500
5***
56
5
49
8
20
6
21
6
7
8
1758
90
6***
100
5
50
12
25
25
16
5.5
Trejo(2)
1759
12
4
100
4
29
10.5
5
17
12
6
Herradura
1763
40
6
150
4
23
9
Meléndez
1763
224
6
12
8
11
18
Alisal
1766
937
6/5
243
4.5
107
10
55
Alisal
1769
117
6/5
82
4
60
4
17
Alisal
1770
421
5
165
4
50
10
** reses lecheras
*** reses de cría.
40
arado 8
v/r.
tiro
7
10
24
60
92
4
3*
40
5
10
16
38
4
1
14
12
10
24
10
4
1
10
2
10
20
5*
35
20
1*
60
12
10
113
46 7
2*
pts.
16
350
20
burros
-
250
* Burros "hechores"
4
mulas
v/r. bueyes
4
6
2*
50
4*
72
2*
50
2
25
4
12
1
9
3
12
3*
50
10
15
22
6*
30
15
6
8
2*
50
20
28
8
30
En el siglo XVII el abasto correspondía a los grandes latifundistas y parece probable que el latifundio haya sido más favorable a la expansión ganadera, al menos de ganado cimarrón. Si bien el arancel era fijado por el Cabildo, este estaba dominado por los mismos latifundistas que preferían buscar mercados más halagüeños y hacían grandes "sacas" a Popayán, Pasto, Ibarra y Antioquia. Se menciona el hecho, tal vez exagerado, de que estas sacas eran de millares de cabezas y de que un solo latifundista criaba entre ocho y diez mil cabezas.2 El origen de las crisis del siglo XVII, a diferencia del XVIII, radicaba en este hecho y no en la escasez absoluta de ganados. Por eso en 1679 el gobernador de la provincia tuvo que prohibir que se vendieran o que se sacrificaban novillas en los distritos de Cali, Buga y Cartago3 . En 1687 el procurador de la ciudad hacía notar que en otros tiempos los ganados de estas regiones eran suficientes para abastecer a toda la provincia de Popayán e inclusive la ciudad de San Miguel de Ibarra. Como consecuencia de la escasez, al año siguiente, el gobernador de Popayán volvía a prohibir las "sacas". Entre tanto, los precios del ganado al detal comenzaron a subir, Primero, en 1682, se autorizó un alza de uno y medio a dos reales por arroba, de tal manera que un novillo gordo podía producir tres y medio patacones (o 28 reales). Apenas seis años más tarde los propietarios volvieron a presionar un alza a dos y medio reales4 La estabilidad de los años siguientes puede atribuirse a la reestructuración de la propiedad agraria en haciendas. Pero al mismo tiempo estaba surgiendo un nuevo factor perturbador con el surgimiento de un mercado excepcional en los distritos mineros del Pacífico. Así, en 1706 y 1709 se prohibió a los abastecedores que vendieran cebo a comerciantes pues estos lo sacaban al Chocó y dejaban sin velas a los habitantes de Cali.5 En 1718 el procurador de la ciudad volvía a advertir que los ganados de la región estaban a punto de desaparecer porque se sacrificaban demasiados para llevar la carne al Chocó6. En 1729 se reiteraba en el Cabildo que faltaban ganados y que por esa razón se había dejado de abastecer la ciudad. Al parecer esta era una manera de hacer presión los propietarios para lograr una nueva alza de los precios, la que efectivamente se les acordó en 1734, cuando comenzó a venderse la arroba a tres reales. En estas condiciones una res podía producir -vendida por arrobascinco patacones, lo cual elevó el precio por cabeza de dos patacones y medio a cuatro. En 1739 los vecinos se resistieron a una nueva pretensión de alzar el precio por arroba a cuatro reales,7 pero al año siguiente se vieron obligados a procurarse el abasto comprado a vecinos de
59
Caloto8 . En la década del 40 la situación se agravó hasta el punto de que los propietarios pudieron forzar a que se doblara el precio de la arroba. En 1758 este descendió ligeramente (a cinco reales), pero en los años 50 el ganado parece haber escaseado de manera alarmante. En 1754 se dió permiso a todo el mundo para sacrificar ganado y frecuentemente se vendía ganado robado9. Algunos comerciantes comenzaron a competir entonces con los hacendados trayendo ganado del Valle del Magdalena. El español José de Borja Tolesano y Matías Granja (de Latacunga), quienes poco más tarde se vieron envueltos en un conflicto abierto con las familias "nobles", contrataron con un vecino de Neiva para traer más de 700 novillos de más de cuatro años a 6 y 7 patacones cabeza.10 Este precio subió todavía más y en 1766 el ganado que se traía de Neiva se cotizaba a nueve patacones. Es natural que el precio del ganado al por menor fuera considerablemente más alto. Tanto, que un escrito de 1766 pedía que no se autorizara en exceso de 12 patacones: en medio siglo el ganado había cuadruplicado su valor. A partir de 1769 la situación sufrió un vuelco y los propietarios se disputaban el abastecimiento de Cali, volviendo al precio de 1748 de cinco reales la arroba. Desde ese año, y casi por dos decenios, el abastecimiento se remató con la condición de pagar un "prometido" a las rentas municipales. Este "prometido" subió de cuatro reales por cabeza en 1769 y 1770 a 17 en 1771 y a 19 en 1773,11 lo cual indica que las pujas eran reñidas entre los propietarios para obtener el privilegio de abastecer la ciudad. Es indudable que para entonces el ciclo del oro chocoano había entrado en declive y con él la prosperidad de las haciendas. Hacia 1788 los propietarios quisieron forzar una nueva subida del precio por arroba pero sin éxito. Esta vez el Cabildo admitió que no había escasez de ganado y que lo que ocurría era que el que pastaba en Cali era demasiado tierno, sin edad adecuada para su consumo en los mercados de Cali y el Chocó.12 Puede concluirse, con respecto al ganado, que el sistema de la hacienda y la demanda de los centros mineros lograron hacer subir el precio de cada cabeza al por mayor de dos patacones y medio a seis, y el precio por arroba para el abastecimiento de Cali -controlado por los aranceles del Cabildo- de uno y medio a cinco reales. Estas alzas controladas no reflejan, sin embargo, sino un aspecto muy localizado de la situación. En 1771 se afirmaba, a propósito de 50 reses que el comerciante Ventura de Arizabaleta tenía en sus minas del Dagua, que "en este paraje su íntimo precio es el de ocho castellanos de oro", es decir, 16 patacones. Y en 1788 se calculaba que en las regiones mineras un novillo cebado podía rendir 25 patacones. Así, los precios reales del 60
mercado que absorbía la mayor parte del ganado y que no estaban sujetos a control, podían ser cuatro o cinco veces superiores a los del mercado caleño. En el curso del siglo se duplicaron también los precios de las yeguas (y, en los años de crisis, a mediados del siglo, llegaron a triplicarse de los caballos y de las mulas. Los precios de este tipo de ganado eran menos homogéneos que los del vacuno pues dependían de la edad del animal, de su calidad o de condiciones especiales: que se tratara de padrones, "capones", mulas de arria o de tiro, bueyes de arado o de tiro y, en el caso de los burros, que fueran "hechores" (es decir, reproductores) o simplemente "pollinos".
3. Los esclavos a. El tráfico. A pesar de su importancia, no eran ya los ganados los que definían la naturaleza de las haciendas del Valle del Cauca en el siglo XVIII. La existencia de grandes rebaños de ganado cimarrón fue limitada por una relativa dispersión de las tierras y la formación de un tipo. distinto de unidad productiva. Por otra parte, el empleo de esclavos negros -masiva en ocasiones- señala sin lugar a dudas que la hacienda había encontrado su estabilidad en otro tipo de actividades. Existen otros indicios de este cambio en la adecuación agrícola del terreno, mediante la construcción de "acequias" de riego y de "chambas" que se destinaban a defender los cultivos de la depredación del ganado y, en la presencia de bueyes de arado y de tiro y de elementos para el trapiche. Respecto a los esclavos, debe mencionarse que la trata de negros había entrado en crisis con la separación de Portugal, desde 1640, y el término de los grandes "asientos" que habían provisto las minas de la Nueva Granada desde 1580.13 Sólo a partir de 1714 las Indias se aseguraron de nuevo un aprovisionamiento regular y masivo de esclavos negros, al otorgarse el monopolio de la trata de South Sea Company o monopolio inglés. El año de 1640 señala uno de los puntos culminantes de la crisis del Imperio Español y de la atonía de sus colonias. En adelante el Imperio tuvo que depender, para el aprovisionamiento indispensable de mano de obra en sus colonias, de los avatares de las luchas por la hegemonía europea. Esto explica la intervención sucesiva de capitatalistas genoveses, negreros portugueses y grandes compañías holandesas, francesas e inglesas en el negocio de la trata. Por eso también las primeras explotaciones auríferas del Chocó debieron recurrir en gran medida a esclavos negros
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introducidos de contrabando. Sólo a partir de la última década del siglo XVII los mineros de esta región pudieron beneficiarse con los "asientos" sucesivos de la Compañía de Cacheu (portuguesa), la Compañía de Guinea (francesa) y la South Sea Company. Existe la certidumbre 14 de que entre 1698 y 1701, años en que operó la compañía portuguesa en Cartagena, las ventas fueron relativamente pobres. Del asiento de la compañía de Guinea, en cambio, se sabe que muchos fueron llevados a las minas del Chocó. Esta compañía operó en Cartagena entre febrero de 1703 y junio de 171315 e introdujo un total de 3.913 esclavos. Según el informe de un visitador16 entre 1711 y 1712 se condujeron 800 esclavos al Chocó, de un total de mil que habían sido introducidos por Cartagena. La época del mayor auge minero de los distritos del Pacifico coincide con el monopolio inglés. Desde 1714 hasta 1736, término del monopolio, afluyeron a Cartagena un poco más de diez mil esclavos Esta cifra representa un mínimo puesto que es bien conocido el hecho de que a la sombra de la trata legal seguía proliferando el contrabando. Estas introducciones masivas, que comienzan a un ritmo muy lento (1557 esclavos entre 1714 y 1718, con un promedio anual de 300), se intensifican en un segundo período (3.999 esclavos entre 1722 y 1727, con un promedio de 650) y alcanzan una intensidad máxima en el último período del asiento (750 esclavos anuales entre 1730 y 1736). Estos ritmos coinciden de manera general con el movimiento del oro registrado en la Caja real de Popayán, el cual alcanza sus puntos culminantes entre 17251729 y 1735-1739.17 La mayor parte de estos esclavos debieron venderse en Popayán y en las regiones mineras del Chocó y de la vertiente del Pacífico de la provincia (Barbacoas, Dagua, Raposo). Pero aún en Cali, en donde los esclavos se destinaban al servicio de las haciendas o de las casas, las transacciones se hicieron mucho más frecuentes. Desde comienzos del siglo18 los esclavos eran internados por comerciantes españoles que compraban lotes considerables a los factores de los asientos. Algunos de estos comerciantes permanecían algún tiempo en Cali, antes de pasar a Popayán o a las regiones mineras, o actuaban por medio de comisionistas españoles y criollos- que vendían las piezas en su nombre. De las primeras introducciones de la Compañía inglesa (período de 1714 a 1718). el español Francisco de Ocasal compró 29 piezas en Cartagena y vendió algunas en Cali hacia 1719. El precio en Cartagena era entonces de 215 pts. por un esclavo adulto y 178 pts. por los muleques. En Cali se vendían entre 450 y 500 pts. indistintamente. Algunos vecinos se interesaron en este pingüe negocio. Francisco de la Flor Laguno, por ejemplo, español casado con una criolla de familia prestigiosa
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y alcalde de la ciudad en 1720, actuó varias veces como intermediario del comerciante Alonso Gil, quien había comprado 12 piezas en Cartagena en Abril de 1723 a 255 pts. cada una. En 1724 vemos actuar en Cali a un comerciante español, el capitán Antonio Salgado, quien el año anterior, junto con Francisco de Ocasal y Antonio Correa había comprado en la factoría 108 negros a 221 pts., 26 negras al mismo precio y 46 "negritas" y 20 "negritos" a 201 pts. cada uno. Unos meses más tarde compraría por su propia cuenta 27 negros, 23 negras, 4 negritos y 5 negritas. Durante los dos años siguientes permaneció en Cali en donde vendió 91 esclavos (el 35% de sus compras) por 38.740 pts. (a 425 pts. la unidad, en promedio). En esta ocasión el comprador caleño más fuerte fue el Alférez Real, Nicolás de Caicedo Hinestroza, quien adquirió 33 piezas por 14.850 pts. Lo seguía, en orden de importancia aunque de lejos. Doña Ana María de los Reyes, propietaria de tierras en Cañasgordas y de minas en el río Calima, quien compró diez piezas por 4.700 pts. Los vecinos de Cali no se contentaron mucho tiempo con ser meros intermediarios o exclusivamente compradores en un comercio que podía arrojar cerca del 100% de utilidades. Otro vecino español, Francisco Leonardo del Campo, casado igualmente con una criolla de familia "noble", compró en Cartagena 20 esclavos en el curso del primer período del asiento. En 1726 (el 26 de junio), esta vez en compañía del comerciante Francisco Garcés de Aguilar, volvió a comprar 74 esclavos, grandes y chicos, por 17.620 pts. Las piezas las trajo a Cali el comerciante español (y vecino de Cali) Custodio Jerez, quien registró 69 en Honda el 11 de Agosto declarando que se le habían huido tres. La mayoría de estos esclavos debió ir a parar a Popayán y al Chocó y una buena parte se quedó en manos de Garcés y de Leonardo del Campo, quienes poseían minas y haciendas también, ya que de los esclavos sólo constan ocho ventas en Cali por valor de 4.025 pts. Una vez más, el 8 de agosto de 1731, Garcés de Aguilar adquirió 23 negros, 27 negras, 12 negritos y 8 negritas en la factoría de Cartagena y pagó por ellos 17.780 pts. De estos vendió 16 cabezas (11 negros y 5 negras) a Don Nicolás de Caicedo por 8 mil pts., a pagar a un plazo de cuatro años. El resto debió reservarlo para su propio uso ya que en 1733 tenia 20 esclavos en su hacienda de Cañaveralejo y 60 en minas del Dagua. La demanda caleña debía ser muy fuerte pues pocos meses después de la compra de Garcés otro vecino de Cali, el español Clemente Jimeno de la Hoz, compró otras 54 piezas de las cuales vendió 24 en Cali por valor de 12.925 pts., sin que los precios hubieran experimentado ninguna variación. En 1739 Miguel Pardo, comisionado del comerciante Domingo Miranda, radicado en Cartagena, vendió todavía algunas piezas que debieron entrar en virtud del asiento. A partir
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de entonces, hasta 1744, las transacciones de la ciudad debieron alimentarse exclusivamente con los esclavos en existencia entre os cuales ya figuraban algunos "criollos" o negros esclavos nacidos aquí. En 1739 se interrumpió, a causa de la quiebra de la South Sea Company y de la guerra con Inglaterra, el asiento inglés. De esta manera volvió a cancelarse el sistema de los asientos para volver una vez más al sistema de las licencias individuales. La urgencia de mano de obra en las colonias era tan aguda que inclusive se autorizó al virrey de la Nueva Granada para otorgar estas licencias. Por eso en 1744 el francés Francisco Mayort 19 recibió licencia del virrey Eslava para introducir mil esclavos. De estos vendió 50 a José Tenorio, vecino de Popayán a 240 pts. cada uno, y 303 a Miguel Pardo y Fernando de Hoyos, comerciantes de Cartagena residentes en Quito. De estos últimos, Francisco García de Rodallega, también vecino de Popayán, vendió 21 en Cali en noviembre de 1744.
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Cuadro No. 5 Esclavos comprados en Cartagena cuyos registros figuran en escrituras de Cali Fecha de compra 4 Nov. 1718 6 ab. 1723 jul. 1723
set. 1723 20 Jun. 1726 20 nov. 1731 8 agosto. 1731 18 frb. 1735 2 frb. 1738 Totales Gran total: 639
Comerciantes Francisco Ocasal Alonso Gil Francisco Ocasal Antonio Salgado Francisco Correa los mismos Antonio Salgado J. Fco. Garcés(vno.)** Clemente Jimeno(vno.) J. Fco. Garcés Domingo Miranda
negros nas*" 14 12
8 -
v/r. pts. 215 225
mul/es" Mul/as 12 -
5
v/r 178
v/r. total 37.756 3.000 23.868
118 27 48 17 32 10 64 342
26 23 19 17 27 4 4 128
221 221 221 240
230 230
42 4 3 2 12 2 29 106
20 5 4 18 8 1 2 63
* negras, muleques, mulecas
201 201 220
213 215
18.208 11.850 17.620 16.420 17.870 3.839 22.305
** vecino de Cali
Los datos contenidos en los registros notariales caleños sugieren que esta ciudad, centro de una región meramente agrícola, no debía ser un mercado demasiado importante para los esclavos introducidos por Cartagena. Algunas de las compras debieron alimentar el distrito minero que caía directamente bajo la influencia caleña en el Pacífico, es decir, las minas de Dagua, Calima y otros ríos en la provincia del Raposo20 . El tráfico más importante debía orientarse hacia los distritos mineros del Chocó, cuyos propietarios eran principalmente payaneses. El patrón dominante de las ventas en Cali era el de piezas aisladas muchas de las cuales debían destinarse al servicio doméstico. Algunas operaciones importantes registradas en Cali en el curso del siglo se refieren a la compra de una cuadrilla que debía desplazarse de los distritos del Chocó al del Raposo, es decir, de un propietario payanés a uno caleño. En el caso de las haciendas, es más probable que los esclavos fueran agregándose paulatinamente. Así, las operaciones de los propietarios aparecen registradas a lo largo de varios años. Manuel de Albo Palacio, por ejemplo, propietario de las Guabinas, compró diez esclavos entre 1720 y 1735. Manuel Crespo Lozano, propietario sucesivamente de Nuestra Señora de Loreto y el Yegüerizo, aparece comprando seis esclavos entre 1724 y 1726. El caso de don Nicolás de Caicedo, que también era minero y a quien se ha visto comprar en dos ocasiones cuadrillas enteras, era excepcional. En la segunda mitad del siglo XVIII las operaciones con negros "bozales", es decir, aquellos que se traían directamente de Cartagena, desaparecen prácticamente del mercado caleño. Si bien todos los años se compraban y se vendían esclavos, estos casi siempre eran "criollos" nacidos en las haciendas y en las casas. También fueron escaseando las transacciones de más de dos esclavos que se destinaban al trabajo en una hacienda, a menos que se vendiera la hacienda misma. En cambio fueron más frecuentes las ventas de piezas que se dedicaban al servicio doméstico o de cuadrillas en los centros mineros. Es decir, que el mercado de esclavos se mantuvo a pesar de no estar abastecido regularmente del exterior aunque la penuria limitara el establecimiento de nuevas haciendas. De concluirse también que las condiciones de trabajo eran aptas para la reproducción de los llamados esclavos "criollos" y del mestizaje. No debe perderse de vista que el sistema de producción de la hacienda, aunque esclavista, combinaba rasgos patriarcales que permitían y aún estimulaban la reproducción de los esclavos en su interior. En ella las labores eran más bien rutinarias y no parece que los esclavos hayan estado sometidos a un régimen especialmente duro. A la sombra de la casa del amo los esclavos debían mantener sus propias labranzas con las que enriquecían una dieta básica de carne y de plátanos. Por eso el
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retiro frecuente de esclavos de las minas para destinarlos a las haciendas podía obedecer, no tanto al deseo de emplearlos en una explotación más productiva, como el de asegurarse una inversión que debía rendir sus frutos en la mera reproducción vegetativa de los esclavos.
b. Los esclavos en las haciendas El negocio de esclavos negros no podía, pues, ser más seguro en las primeras décadas del siglo XVIII, cuando los yacimientos del Pacífico estaban en pleno auge. Requería, eso sí, disponer de un capital para pagar los negros en Cartagena y esperar dos años o más para recuperarlo, pues tenía que otorgarse este plazo a los compradores. También las haciendas iban incorporando este tipo de mano de obra, fuera que se adquirieran esclavos directamente de comerciantes que los internaban desde Cartagena o que se compraran a algún minero o a algún vecino que los mantuviera en la ciudad dedicados al servicio de su casa. Incorporar esclavos a una hacienda era la manera más evidente capitalizarla. El número de esclavos medía la importancia de la propiedad y su valor sobrepasaba casi siempre con creces el del mero inmueble. De otro lado los esclavos respondían –junto con las tierras, semovientes, trapiches, sembrados de caña, accesorios y aperos de la hacienda– por los gravámenes y las hipotecas con los que solían respaldarse préstamos del capital disponible en capellanías y obras pías. De unas 150 propiedades que, por una u otra razón, aparecen mencionadas entre 1720 y 1770, cerca de 20 poseyeron más de diez esclavos. Entre estos propietarios de haciendas figuraban algunos mineros. Doña Ana Maria de los Reyes, por ejemplo, quien heredó de su marido, el Maestre de Campo Baltasar Prieto de la Concha, minas en Calima (con 13 esclavos) que vendió en 1729 a Don Salvador de Caicedo. Este último, hermano del Alférez Real, poseía ya minas en el río Dagua en las que trabajaban 50 esclavos de barra y 10 pequeños (o "chusma") en 1733. También Nicolás de Hinestroza, quien había sido cura de los reales de minas de Iro y Mungarra, había dejado minas en administración en el Chocó y se había trasladado a Cali en cuyas cercanías fue comprando tierras (Vijes y San Pablo) que a su muerte dividió entre su obra pía del Colegio de misiones y la Compañía de Jesús. Muchos de los esclavos que trabajaban en las haciendas habían sido inicialmente negros de mina. Si bien los hacendados compraban negros bozales e inclusive, como se ha visto, los traían ellos mismos de Cartagena, en el mercado de Cali se ofrecían negros que habían estado en el Chocó o en el Raposo. De todos modos la liquidación de una empresa minera o el 67
traslado de un antiguo minero a Cali venía a acrecentar la mano de obra disponible en las haciendas. Podía ocurrir también que un hacendado poseyera minas (o viceversa) y pudiera trasladar los esclavos según sus conveniencias. Cuadro nº 6 Esclavos de las haciendas caleñas Hacienda Cañasgordas
Año
Propietario
No.
1725
Ana María de los Reyes Feliciano de Escobar Alvarado Antonio Barona Fernández Nicolás Pérez Serrano Francisco García Salvador Caicedo H. Agustina Ruiz Calzado Felipe Cobo Figueroa Nicolás de Caicedo H. Mateo Vivas Sedano Nicolás de Hinestroza Francisco de Bedoya y Peña Juan Fco. Garcés de Aguilar Juan Ruiz Calzado Fco. la Asprilla y Escobar Miguel Crespo Lozano Antonio de Arzalluz Vicente de Llanos Nicolás de Caicedo H. Mateo Castrillón Ignacio Piedrahita
70
Aguaclara
23
Alisal Meléndez Malibú Ciruelos Cerrito Llanogrande N.S. Concepción (Bolo) Yumbo Vijes Desbaratado Cañaveralejo S. José de Amaime Meléndez Yegüerizo Zabaletas San Pablo Alisal Cerrito Magdalena
66 50 52 33 58 34 28 28 34 29 25 49 26 34 32 32 26 34
40 36 35 35 32 29 26 24 20 20 17 16 15 16 13 12 12 11 10 10
Muchos vecinos, pertenecientes a las familias terratenientes de Cali, se habían vinculado a los distritos mineros del Pacífico a raíz de las guerras de "pacificación" del siglo anterior. Nicolás Pérez Serrano, por ejemplo, hijo del Maestre de Campo Andrés Pérez Serrano, casado con una Renjifo de Lara, familia de poderosos terratenientes, poseyó minas en el Raposo y se hizo a 1.200 pts. de tierras en Dagua, es decir, un enorme latifundio si se tiene en cuenta que el valor de las tierras debía ser muy bajo en la región de la vertiente del Pacífico. Su hijo, llamado también Nicolás, continuó las empresas mineras de su padre y en 1734 compró una cuadrilla de 44 esclavos al cura de Cali, Melchor Jacinto de Arboleda.
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La misma doble vinculación a haciendas y minas existía en el seno de la familia Caicedo y sus allegados. En cuanto a Dionisio Quintero Ruiz, propietario de Arroyohondo, no sólo era un hacendado sino que el origen de su fortuna se originó en el comercio. Hasta 1754 mantuvo negros esclavos en Dagua y en ese año hizo compañía con el cura Tomás Ruiz Salinas para reconocer y catear los territorios comprendidos entre los ríos Saija y Patía, en la región de Iscuandé, con 41 esclavos. La existencia de una economía minera al lado de una región excepcionalmente apta para la agricultura favorecía este doble carácter de terratenientes y mineros. En ausencia de otro tipo de mano de obra en las haciendas, se imponía el empleo de mano de obra esclava cuyos costos elevados se compensaban por la inmediatez de un mercado floreciente. Aún más, la minería constituía un estimulo para la formación de haciendas y uno de estos estímulos consistía precisamente en la posibilidad de transferir capitales en forma de mano de obra esclava entre los dos sectores. En conjunto, sin embargo, el sistema operaba de tal manera que aún sin ser mineros, los propietarios de tierras -y aún los que ni siquiera eran propietarios- tendían a canalizar sus inversiones hacia la compra de esclavos negros. Para comprender este fenómeno debe tenerse en cuenta que el marco conceptual de "economía agrícola" o "economía minera" resulta estrecho a la postre para definir las características de una economía esclavista y los rasgos peculiares en que se mezclan indistintamente elementos de racionalidad e irracionalidad económicas, de una sociedad de tipo señorial.21 Los vecinos de Cali mostraron siempre avidez por adquirir esclavos. Obviamente los trabajos en minas, haciendas y estancias requerían de manera indispensable esta mano de obra. Pero la demanda de esclavos negros excedió siempre las necesidades normales de mano de obra o las exigencias de productividad. Prueba de esto son los numerosos esclavos destinados al servicio doméstico y mantenidos en el área urbana. En las cartas de dote de las mujeres "nobles" figuran siempre uno o dos esclavos que se destinaban exclusivamente al servicio de la desposada, para realizar su prestigio social y prolongar los cuidados que sus padres podían dispensarle. Existen también numerosas cartas de donación de "negritos" o "negritas" a menores de edad. El prestigio social podía medirse tangiblemente por la abundancia de este personal ocioso que, de instrumento de enriquecimiento, se convertía en el símbolo mismo de la riqueza, es decir, literalmente en un objeto. Un personaje de campanillas como Don Nicolás de Caicedo H. menciona en su testamento nada menos que 31 esclavos "de servicio". En 1777 su hijo mantenía 77 de estos esclavos, en tanto que nueve funcionarios
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municipales (regidores y alcaldes) tenían entre otros 261 y todavía algunos completaban la nómina con "sirvientes", "domésticos libres" y "negros libertos". En 1768, Dona Barbara de Saa, viuda del comerciante y minero Juan Francisco Garcés de Aguilar, quien poseía 151 esclavos de mina en el Raposo, mantenía 37 esclavos en su casa de Cali y apenas 20 en su estancia de Cañaveralejo. Naturalmente, la mayoría de los esclavos eran mujeres y niños (17 y 13, respectivamente, contra 7 hombres adultos22 . Este patrón se extendía a los conventos y aún a las religiosas que, como en el caso de las desposadas, se servían individualmente de esclavas. La propensión al consumo suntuario es un rasgo atribuido indistintamente a la aristocracia terrateniente y a las comunidades mineras. En Cali, la coexistencia de los dos sectores reforzaba esta característica de irracionalidad económica. Pero también el hecho de que, en cualquier momento, haciendas y minas pudieran absorber esta fuerza de trabajo. El propietario de un esclavo lo mantenía con la expectativa de que, aún si su inversión no era inmediatamente productiva, en algún momento podía encontrar un comprador. Esto explica la frecuencia de compras individuales y el hecho de que aún personas de posición y recursos modestos poseyeran esclavos. De otro lado, los esclavos de servicio doméstico no siempre permanecían en la ciudad. La ciudad era el asiento más o menos permanente de hacendados y mineros que se trasladaban con frecuencia a sus negocios. Un informe de 1793, según el cual las haciendas de la banda occidental (desde Jamundí hasta Riofrío) mantenían 1.140 esclavos, sugiere que de estos 285 eran "fijos" y del resto se ocupaba periódicamente en los trabajos rurales, permaneciendo en Cali sólo una parte del año.23 La coexistencia cotidiana, dentro de estos patrones de consumo suntuario o, como lo llama Veblen, de ocio vicario, marcaba con rasgos patriarcales la servidumbre. Tanto en el servicio doméstico como en las haciendas se creaban contingentes de mano de obra que constituían verdaderas reservas. La presencia de mujeres esclavas hacia posible formar parejas, más frecuentes en las enumeraciones de las haciendas que dentro de las cuadrillas mineras. En las particiones sucesorales, cuando los esclavos debían distribuirse entre varios herederos, solía tenerse en cuenta la santidad del vínculo matrimonial, aunque no se mencionara para nada la fuerza de las relaciones entre padres e hijos, a los que podía separarse. Es muy probable que en las haciendas la mortalidad haya sido menor que en las minas. Los recuentos de los esclavos en las haciendas muestran siempre una proporción elevada de "chusma" o de "hijos" y sin duda los propietarios debieron estimular este resultado. En este sentido la hacienda de Arroyohondo es
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característica y muy significativa puesto que perteneció a un comerciante en esclavos. Cuando fue vendida, en 1743, la hacienda poseía 29 esclavos adultos por valor de 11.705 pts. (c. 400 pts. por esclavo) y 35 menores (cuyo valor oscilaba entre 100 y 220 pts.) por 5.909 pts. Los rasgos patriarcales de la servidumbre doméstica y de los trabajadores de las haciendas se revela en la frecuencia de las manumisiones. Algunas propietarios declaran que los mueve el amor por un niño esclavo, a quien habían criado como si fuera su hijo o, en el caso de un adulto, la manumisión se daba como una recompensa a buenos y leales servicios.
4- Trapiches y cultivos Como se ha visto, los ganados no distinguían el nuevo tipo de propiedad que surgió en el siglo XVIII (las haciendas) si no era en la medida en que dejaban de ser ganados cimarrones, que pastaban a su albedrío en enormes latifundios, para convertirse en reses de cría o ganado lechero. Reducidos los latifundios, el ganado dejó de ser así mismo un monopolio de los grandes terratenientes para dar lugar al surgimiento de estancieros que poseían menos de cien cabezas o una recua de mulas que se dedicaba a transportar géneros al Chocó. Algunas grandes haciendas poseían inclusive cercas, mangas y corrales para el ganado, aunque todavía quedaran remanentes del antiguo sistema en latifundios como el Alisal. La construcción de chambas, sin embargo, indica la preocupación de proteger los sembrados del ganado. Las inversiones en esclavos, a pesar de que en algunos casos alcanzaran un porcentaje de mas del 50 con respecto al valor total de las haciendas, no señalan por si solas una diferencia fundamental con respecto al antiguo sistema puesto que podían constituir un gasto suntuario (en el caso de los esclavos de "servicio") o derivarse de las actividades mineras de algunos propietarios. El sistema esclavista era una consecuencia de la economía minera en dos sentidos: como empleo de excedentes de la mano de obra que se concentraba en los yacimientos y como un gasto de ostentación propio de una sociedad en la que el oro circulaba en abundancia. Pero la presencia de esclavos significó también la incorporación de un trabajo que valorizaba la tierra con "desmontes" (roturaciones), acequias y chambas o el incremento de actividades agrícolas diferentes a la ganadería. Estos aspectos son observables a través de la valorización evidente de las tierras y de lo que en el cuadro No. 7 se designa como "inversiones". En muchos casos, como con los esclavos, el valor de estas inversiones sobrepasaba el de las tierras.
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¿En que consistían estas inversiones? Dentro de las estrecheces de la técnica agrícola de la época colonial, esta región en particular conoció un salto cualitativo en el siglo XVIII con respecto al siglo anterior. Como se ha visto, la hacienda del Valle del Cauca tiene origen precisamente en un cambio que diversifica la producción y que representa un avance frente al latifundio ganadero. Las inversiones más considerables consistían en los elementos del trapiche. Aunque las explotaciones de caña no tuvieran un mercado tan amplio como para convertirse en verdaderas plantaciones, los centros mineros consumían suficientes cantidades de aguardiente como para justificar la existencia de estas "haciendas de trapiche". En estas, fuera de una ramada y del trapiche -un sistema de compresión, construido en madera y que requería caballos o bueyes "trapicheros" para accionarlo- los aperos consistían en "fondos", a pailas" y hornillas para cocer la miel, "canoas" para depositarla y "hormas" para fundir los panes de azúcar, además de "zurrones" (de cuero de res) y otros accesorios menores.
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C U A D R O Nº 7
I NVERSI ONES EN LAS HACIENDAS ( EN PATACONES ) Haciendas
Año
No.
trapiche
casas
herrams.
Trejo (zanj.)
1719
800
100
Loreto
1723
8
512
Meléndez1
1726
16
903
Trejo 2
1726
934
830*
Trejo 3
1748
552
Amaime
1749
Magdalena
300*
caña
plátano
acequias
250**
chambas
cercas
otros
360***
50
300****
30
30
250 1330
100
283
900
50
120
60
90
897
220
51
600
50
15
1750
380
18
48
750
200
200
*
1751
640
750
200
Malibú
1753
Abrojal Guabinas Cerrito Trejo 2 Meléndez Alisal Yegüerizo
1755 1755 1758 1759 1763 1766 1734
15
35
29
36
1214
324 55 757 767 903 686
*se incluye el valor de la construcción.
187
310* 503* 332 146 680 250 **1.300 pies.
35
50
700
590
111
350 270 1200 720
30 50 37 16 100
48
600 420
91
400
***18 cuadras.
50 600 400 20
40 30 16
****se incluyen varios items: maíz, arroz, principalmente.
Los elementos más costosos eran aquellos que requerían el empleo de metales. Un "fondo", por ejemplo, podía pesar varias arrobas. Como el precio de la libra de hierro fluctuaba entre 12 reales y 2 patacones, éste sólo elemento tenía un costo muy elevado, lo mismo que las "hornillas" y las "pailas". Por eso también en los testamentos de la época aparecen mencionados los más humildes objetos de cocina si eran de hierro o de cobre, aún si estaban rotos, al lado de la plata labrada y de otros ítems valiosos. El trapiche conllevaba, naturalmente, la existencia de sembrados de caña. Los datos con respecto a la extensión de los sembrados son escasos pero puede llegarse a establecer una idea aproximada pues, en algunos inventarios, no sólo se menciona el valor global del sembrado sino también el tipo de unidades que se empleaban: "fanega" o "hanega", "almudes" y "botijas". La "fanega", tal como se la emplea aún hoy en muchas regiones de Colombia. es una medida agraria equivalente a 6.400 m2, es decir, un área de 100 varas españolas de lado. En la época colonial, sin embargo, era una unidad mucho mayor, Por eso podría sorprender que en una hacienda como el Limonar, de Don Pedro Rodríguez Guerao, que contaba con 18 esclavos, se consideraba que dos hanegas de caña fueran suficientes para abastecer el trapiche todo el año23 . En la época colonial, en efecto, se contaban 12 almudes por cada fanega en tanto que hoy se cuentan tan sólo dos. Si consideramos que un almud tiene 3.200 m2, la "hanega" (o "fanega de sembradura) colonial equivaldría a 38.400 m2 (3,84 has.). Este resultado, por lo demás coincide con mediciones de la época colonial efectuadas en la región de Tunja. La "botija" servía usualmente para el arqueo de las embarcaciones. Era, obviamente, una medida de capacidad y en este caso se aplicaba como medida para el producto de la cosecha o, más específicamente, para la miel que se extraía de la caña. Así, según la calidad de la siembra se calculaban las "botijas" y por eso era una medida variable: se mencionan almudes de 50 botijas, pero más a menudo de 30. El avalúo de los sembrados se hacía sobre las botijas y en 1726 (Loreto) 1750 (Magdalena) y 1755 (Guabinas) el precio de cada botija era de 12 reales. A partir de 1758 el precio de la botija disminuyó debido a que se prohibió la venta de aguardiente en los reales de minas por considerar que éste era el mejor medio "para que se pierdan minas y negros"24 . Además, en 1763 se quiso hacer efectivo en Cali el estanco que se había establecido en la primera mitad del siglo. La botija descendió así a 10 reales en 1758, a 8 en 1759 y a 6 en 1766. Los vecinos de Cali, por su parte, afirmaban en un memorial en 1765 que antes del estanco una carga de miel valía de seis a diez patacones y que luego había bajado a tres y dos y medio.25
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La extensión del área sembrada variaba, según la importancia de la hacienda, principalmente en cuanto al número de sus esclavos. En 1758, por ejemplo, el Cerrito tenía sembrados 30 almudes (dos y media fanegas o 9,6 has.) que valían 1.200 pts. Si se tiene en cuenta que se trataba de una hacienda cuya extensión debía exceder las 200 has. (si se asigna a cada hectárea un valor de dos o tres patacones), los sembrados de caña apenas ocupaban una fracción mínima de las tierras disponibles. Otro tanto ocurría con el resto de las haciendas para las cuales se posee algunos datos. En 1726 Trejo tenía sembrados 12 almudes de 50 botijas (una fanega, o 3,84 has.) y en 1759 la misma hacienda había aumentado el área de siembras al doble pero con menos rendimiento: el almud sólo tenía 30 botijas y el precio de cada una de éstas era más bajo, como se ha visto. Existían otros tipos de cultivos, de plátanos por ejemplo, que debían servir, con la carne, de base para la dieta de los esclavos. El cultivo de plátano, se media por pies (0.3 m. aprox.). Sabemos que en el zanjón de Trejo había sembrados 1.300 pies en 1719 que se avaluaron en 250 pts. y, en 1766, 800 pies en el Alisal que valían 100 pts., es decir, que parece haberse experimentado un alza en el precio. La mención de platanares es también frecuente en los inventarios de las minas. Así, en 1768 Doña Bárbara de Saa tenía sembrados en las vegas del río Mallorquín 2.400 pies de plátano que se avaluaron apenas en 200 pts. por tratarse de platanares viejos. En el río Dagua tenía en cambio platanares avaluados en 1.550 pts., mucho más que en cualquier hacienda del Valle. La explicación: en Dagua mantenía 111 esclavos y en Mallorquin otros 40.26 La extensión sembrada con maíz era mucho más grande. En 1719 Trejo tenía sembradas 100 fanegas aunque su valor era apenas de uno o dos pts. por fanega en tanto que un solo almud de caña podía valer de 40 a 75 pts. En 1765 se mencionaban también cultivos de arroz y de fríjoles, que se llevaban a los yacimientos mineros junto con el aguardiente, pero en los inventarios de haciendas sólo figura una mención del arroz. Esto hace pensar que sólo las propiedades menores se dedicaban a este tipo de cultivos. Es probable también que los esclavos mantuvieran pequeñas rozas para completar su dieta básica de carne y de plátanos.
NOTAS 1) 2) 3) 4) 5)
IRB. 1. 235. Ibid. 317 Ibid. 279 Ibid. 317 ss. Ibid. 373
75
6) 7) 8) 9) 10)
11) 12) 13) 14) 15) 16) 17) 18) 19)
20)
21)
22) 23) 24) 25) 26)
Ibid. II, 12 Ibid. 111 Ibid. 117 Ibid. 255 r.7 f.42 v.r. 8 f. 114r. y 25 Nov. 1755 r. 68 f.167 v. Borja Tolesano compró a Juan Feijóo el potrero de la Balsa (en Río Claro) por 1.250 pts. en 1755 para recibir el ganado que compraba en Neiva. ARB. II. 347, 365 Ibid. III, 66 Cf. JORGE PALACIOS PRECIADO, "La trata de negros por Cartagena de Indias", Tunja, 1973. p. 25 ss. Ibid. p. 69 Ibid. p. 137 Ibid. p. 141 Cf. G. COLMENARES, Historia económica y social de Colombia, 1537-1719. Cali, 1973, p. 235 y 236. J. PALACIOS; op. cit. p. 141. Ibid. p. 33 y nota 55 de la pág. 40. Según. una carta de los oficiales reales de 15 de feb. de 1749 aparece que en 1747 un Francisco Molhorti (debe ser el mismo Mayort que se menciona en los escribanos de Cali) pagó 11.582 pesos por derechos de los esclavos introducidos. Jorge Palacios calcula que estos derechos corresponderían a unos 200 esclavos. r. 70 f, 73. In abril de 1724, el capitán Felipe de Latorre compró 6 piezas a Don Antonio Salgado por cuenta del minero Francisco López Moreno. Ibid. f 53, En el mismo año Ana Renjifo compró 10 piezas al mismo Salgado por cuenta de su marido, el minero Nicolas Pérez Serrano. r. 14 f. 328 r. En septiembre de 1735 Manuel de la Pedraza vendió 17 piezas que Antonio de la Llera y su cuñado Nicolás de Caicedo Jiménez destinaban para el trabajo de minas. Cf. EUGENE D. GENOVESE. "The political Economy of Slvery Studies in the Economy and Society of the Slave South". New York, 1967. p.16. ARB. II, 405. A 1o. CCC. r.s. ARB. III, 231 ARB. II, 326 y ACC Sign. 4694 ACC Sign. 4888 AJ 1o. CCC. r. 5
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CAPÍTULO IV
EL CRÉDITO EN UNA ECONOMÍA AGRÍCOLA 1. El problema de los censos en el siglo XIX: los ataques liberales a los bienes de "manos muertas". En 1864, en el momento de la victoria de los radicales colombianos sobre sus oponentes conservadores y clericales, uno de aquellos, Salvador Camacho Roldán, comparaba la importancia del decreto sobre desamortización de bienes de "manos muertas" a la abolición de la esclavitud y a la supresión de los mayorazgos. Este famoso decreto de 9 de septiembre de 1861 disponía que los censos, que gravaban bienes raíces, urbanos y rurales, debían redimirse en el Tesoro Público y al mismo tiempo ordenaba adjudicar a la Nación los bienes de las comunidades eclesiásticas. Tales medidas hacían parte del programa de los radicales y estaban destinadas, como la abolición de la esclavitud y la supresión de los mayorazgos, a acabar con toda traza de las instituciones coloniales españolas. Sin embargo, el decreto tenía por objeto inmediato hacer frente a las necesidades de la revuelta del caudillo radical Tomás Cipriano de Mosquera, comprometida en varios frentes. El mismo Camacho Roldán narra cómo el general Mosquera convocó a una junta de notables liberales (unos cuarenta) apenas transcurrido un mes de la ocupación de la capital y les expuso la idea de apropiarse de los bienes de las órdenes religiosas. "... los concurrentes, prosigue Camacho, en su mayor parte comerciantes y propietarios acomodados recelosos de que el verdadero objeto de la reunión fuese pedirles empréstitos voluntarios o forzosos, guardaron silencio...1 El silencio de los notables liberales es bien elocuente. No sólo se explica por la personalidad voluntariosa del general sino que señala la complicidad pasiva de comerciantes y propietarios liberales. La medida que se anunciaba no solamente aliviaba sus aprehensiones sino que venia a colmar una de las viejas aspiraciones del radicalismo. Ya en 1847, durante su primera presidencia, el mismo Mosquera había accedido a una de las iniciativas de su secretario de Hacienda, Florentino González, el mentor por excelencia del radicalismo2 , y había propuesto al Congreso la redención de los censos en el Tesoro Público. Apenas tres años más tarde otro radical, el entonces secretario de Hacienda Manuel Murillo Toro, había obtenido que el Congreso sancionara la ley de redención, medida que estuvo vigente hasta el nuevo advenimiento de los conservadores al poder, en 1855. Estas redenciones, propiciadas por los secretarios radicales de la segunda mitad del siglo XIX y aseguradas por el triunfo del |
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radicalismo en una guerra civil, no eran en modo alguno originales. Ya en las postrimerías del siglo XVIII el rey Carlos III había ordenado que los capitales de las comunidades religiosas que se prestaban en forma de censos, ingresaban a las Cajas Reales. Esta medida, sin embargo, no se acordaba todavía con la estructura, eminentemente rural, de. la economía de la colonia. Tanto es así que el movimiento popular de los comuneros pidió expresamente su abolición, "... pues casi todos los hacendados y toda clase de negociaciones que se versa en este Reino es dimanada de los censos que las dichas comunidades tienen..." (Capitulación 13a. de los comuneros) En contraste, en el curso del siglo XIX los ataques exitosos al sistema de crédito sustentado en censos y capellanía sugieren las contradicciones que venían a surgir con la incorporación de una economía agraria al marco más vasto de una economía a escala mundial. Los intereses de comerciantes y manufactureros, cuyas expectativas eran mucho más ambiciosas que las de los primitivos terratenientes no podían encadenarse aun sistema de crédito que reposaba íntegramente sobre la propiedad raíz y cuyas tasas de interés se mantenían deliberadamente bajas, al mismo ritmo de la productividad agrícola. La mayor carencia de la economía en el siglo XIX fue la de capitales y los mecanismos que resultaban adecuados para proveer de crédito a una sociedad rural eran ya ineptos para atender a las demandas de los nuevos sectores en auge. Los censos, con su restricción de la tasa de interés a un 5% anual, podían permitir en la época colonial un margen de rentabilidad suficiente a las explotaciones rurales, sin riesgo de expandir innecesariamente la oferta de un numerario escaso, comprometido casi siempre en operaciones comerciales con la metrópoli. En el siglo XIX, ausentes los comerciantes españoles, el comercio manejado por criollos buscaba liberarse de esta limitación y los llamados "capitalistas", más o menos usureros, buscaban así mismo colocar ventajosamente sus capitales. Por esta razón no es un azar que, contemporáneamente a la preocupación por abolir los censos hayan surgido iniciativas para la fundación de bancos y que estos se hayan fundado efectivamente en el decenio que siguió a la abolición. Así, una de las características más acusadas de la economía colonial consistía en su tendencia a autolimitarse, a permanecer encerrada dentro de un ciclo casi exclusivamente agrario. La ausencia de iniciativa por parte de la sociedad criolla, que se encasillaba en los privilegios derivados de la posesión tradicional de la tierra y dejaba el comercio en manos de españoles, limitaba también las formas de crédito, que se destinaban principalmente a financiar las operaciones de este sector agrario a través de
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censos y capellanías. Este sistema representaba -como se verá más adelante- una forma de privilegio institucional que no podía operar en el marco de una sociedad que, como la de la segunda mitad del siglo XIX, había desarrollado intereses ajenos a los de los terratenientes. Salvador Camacho Roldán pintaba con desaliento los efectos nocivos de los censos que gravaban la propiedad raíz. Las propiedades gravadas caían en el más completo abandono, afectadas como estaban al pago de intereses que se iban acumulando hasta la concurrencia con el valor de la finca. Esta descripción se refería a los llamados censos perpetuos o irredimibles, aquellos que inmovilizaban para siempre las propiedades, afectándolas a la realización de una obra pía o al pago perpetuo de intereses de un préstamo otorgado por la capellanía. Pero estos censos no eran ya los que los comuneros habían defendido como el origen de "toda clase de negociaciones" en el Reino. ¿Qué había ocurrido? Sin duda el sistema de los censos no llenaba ya, a mediados del siglo XIX, la función que había tenido durante la colonia cuando, al constituir un censo y garantizar el pago con la hipoteca de una propiedad, el "comprador (deudor o propietario) se comprometía a redimirlo, esto es, a pagar la hipoteca así fuera en un lapso indeterminado. El censo perpetuo no era por entonces el más frecuente y el hecho de que todos los censos aparecieran como tales a mediados del siglo XIX indica una fosilización del sistema, además del fracaso de la agricultura colonial. Camacho Roldán se refería a los censos, no sin razón, como a una institución caduca y los asociaba con "las almas de los primeros conquistadores". Así, para la época en que se llevó a cabo la desamortización de bienes de manos muertas los gravámenes irredimibles se habían ido acumulando sobre las propiedades y esto representaba un estorbo para su circulación. Es posible que no se haya tratado en muchos casos de gravámenes constituidos originalmente como irredimibles sino que hayan llegado a serlo porque los propietarios nunca se cuidaron de redimir el censo o de pagar los intereses. Aún más, el sistema censual reposaba en un cierto tipo de relaciones sociales que se habían modificado desde los tiempos de la colonia. Esta transformación debió de ser forzosamente lenta, tanto como el paso de una economía casi exclusivamente agraria, y orientada a sostener de manera ruinosa el prestigio de una clase terrateniente tradicional, a una economía más dinámica, en la que los mecanismos de crédito debían estar concebidos sobre la base de una garantía personal o de una garantía prendaria y no preferencialmente sobre garantías hipotecarias. A mediados del siglo XIX los censos no constituían otra cosa que una reliquia del pasado, una institución fosilizada y muerta
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que arrastraba un peso inerte en el contexto de un sistema económico extraño a su naturaleza. No es raro entonces que una mentalidad liberal condenara los censos como nocivos. Pero, habían sido siempre nocivos? Lo que observaban los contemporáneos de Camacho Roldán no eran acaso los efectos de la esclerosis de la institución? De otro lado, habría que tener en cuenta lo que un Ernest Labrousse o un Fernand Braudel verían como el "ritmo" temporal propio de las economías que se sucedieron: "colonial" (agraria) y "liberal" (comercial). Pues los censos, como formas de crédito, correspoden perfectamente al ritmo lento de una economía casi exclusivamente agraria. El censo no era otra cosa, desde este punto de vista, que una colocación de capital de recuperación muy lenta. Los liberales del siglo XIX presenciaban en estas colocaciones una inmovilización absoluta, aun cuando en el siglo anterior esto no fuera del todo exacto. Los censos eran redimibles entonces en su mayoría, así esta redención se operará en ciclos muy largos, de cinco y más años, a veces de una vida entera. Esta lentitud se ajustaba al tipo de economía a la cual servían, economía agraria por excelencia, de un ritmo muy lento. El crédito representado por los censos contribuía no solamente a la realización normal del ciclo productivo agrario sino muchas veces a la formación de la unidad productiva misma, la estancia o hacienda, formación que podía embargar el transcurso de una vida entera, a veces de dos generaciones. Los censos, como institución que privilegiaba las actividades de una clase, terrateniente, eran también la manera de canalizar el poco circulante disponible hacia este tipo de empresas. Pero quienes poseían la tierra, sectores tradicionales y tradicionalistas de criollos aprisionados en el ámbito de sus privilegios locales, se veían limitados precisamente por la iliquidez de sus pertenencias. No es raro entonces que los capitales disponibles se incorporaran en las unidades productivas sin esperanza de redención o que poco a poco se fueran tornando irredimibles. O que los capitales dedicados a obras pías se fueran acumulando hasta alcanzar el valor total de las propiedades. Cómo explicar entonces la normalidad de la institución de los censos en la época colonial? Es lo que tratará de aclararse en este capítulo. El crédito proporcionado por el sistema de censos y capellanías posee características institucionales demasiado rígidas y estas apoyan, a la vez que condicionan, un marco tradicional de sociedad agraria. Pero la actividad agrícola, a una cierta escala, no podía existir per se. Algo parecido a una empresa agrícola surgió en función de un mercado específico, como el de los centros mineros. Estos centros, a su vez, proporcionaron los capitales para financiar las haciendas. El mecanismo de esta financiación ha podido estudiarse en un caso concreto, el del Valle del Cauca, gracias a la documentación
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de los libros de escribanos. Las condiciones del Valle del Cauca acentúan diferencias notables con respecto a las de las mesetas andinas del Nuevo Reino y por esta razón las explicaciones relativas a la mecánica económica de los censos, en este caso concreto, no podrían generalizarse para el resto del país o para otras regiones de América. Por eso es conveniente emprender estudios comparativos, con base en materiales locales que, aunque son muy ricos, resultan inaccesibles a un solo investigador. Como se ha visto, la región del Valle del Cauca conoció, a partir de la explotación de yacimientos mineros en las vertientes del Pacífico, de las dos últimas décadas del siglo XVII en adelante, el auge de empresas agrícolas situadas en tierras excepcionalmente fértiles. En la primera mitad del siglo XVIII se formaron haciendas que pudieron aprovechar excedentes de mano de obra esclava desplazados de las regiones mineras. El estudio de los censos como fuente de crédito permite comprender el mecanismo más íntimo de ésta formación de haciendas, lo mismo que las limitaciones del sector agrícola colonial frente al de los comerciantes y de los mineros.
2. El origen de los censos: las capellanías a) Las almas del purgatorio y los bienes terrenales. El 15 de abril de 1750 Don Francisco Sanjurjo de Montenegro, un rico comerciante gallego, hizo las paces con su conciencia y redactó su testamento. A su muerte, un año más tarde, se abrió el testamento y se comprobó que el difunto había dejado 60 mil patacones de caudal, "... como se verá -rezaba el testamento- por lo que se hallare en mis petacas, escritorio, papelera, vales, libros de cuentas, apuntes en él, plata labrada,.etc..."3 En total, una enorme suma de dinero para la época, representada en bienes muebles de liquidez inmediata. Un caso más bien excepcional si se tiene en cuenta que las fortunas que alcanzaban esa cuantía estaban representadas casi siempre en minas, tierras, esclavos o bienes inmuebles. Excepcional pero único, puesto que a veces ocurría que algún comerciante andariego acabara sus días en alguno de los puntos de su itinerario. El camino que había recorrido Don Francisco hasta Cali tenía muchos vericuetos. Cuando murió dejaba tres hermanas en España, a las que legó mil patacones, y confesaba tener dos hijos naturales, habidos en circunstancias probablemente novelescas. Uno, a quien encargaba a los jesuitas de Madrid buscar en Paris, preguntando por Madame Bergie, oficial de sastrería, en el barrio San Germán, cerca de la puerta de la Samaritana. Este hijo
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tendría cerca de cuarenta años y debía haberse criado en la casa de los desamparados. Ahora recibía mil patacones de un padre remoto y andariego, muerto en América. Otro hijo, que hubo con una payanesa, Inés de Figueroa, debía recibir el beneficio de una capellanía, pues era cura. Todavía quedaban 50 mil patacones para ser distribuidos. Don Francisco se afana y piensa en toda clase de obras benéficas. Desviar el río Cali que amenaza la Ermita, construir una fuente en la plaza, sin olvidar a las órdenes religiosas o a los amigos fieles. Pero aún así quedan intactos más de 40 mil patacones. Qué hacer? Don Francisco, en ausencia de herederos forzosos, acaba nombrando como heredera a su propia alma y a las almas del purgatorio, para el alivio de las cuales sus albaceas fundarían "memorias de misas" a profusión. Cuarenta mil patacones rinden dos mil anuales colocados a censo al 5% y dos mil patacones significan 100 misas si se paga a un capellán generosamente a 20 pts. cada misa. Dos misas a la semana a perpetuidad, lo cual podía regocijar a nuestro comerciante y confortarlo en su lecho de muerte. Veamos otro caso: Juan Jacinto Palomino, vecino de Toro, hizo capitulaciones con la Audiencia de Santa Fé y fue uno de los que reiniciaron las explotaciones del Chocó hacia 1680. Como vecino y encomendero de Toro era ya bastante adinerado antes de la aventura chocoana y en 1681 se menciona entre sus posesiones la hacienda de San Juan de las Palmas, en el actual municipio de la Unión 4 . Su conducta en las guerras de exterminio contra noamaes y chocoes debió de ser notable, pues murió ostentando el título de Maestre de Campo. En su testamento declaraba haber descubierto las minas de San Agustín (en las quebradas de Chiquinquirá y San Cristóbal, cerca de los ríos Abaribur, Zipi y Garrapatas)5 cuyo producido, junto con el de la hacienda de la Paila, dedicaba a la fundación de capellanías sucesivas que debían servir para costear la educación de aspirantes a la ordenación sacerdotal y, una vez ordenados, para asegurar su congrua. La familia Caicedo, desde Don Cristóbal de Caicedo, a comienzos del siglo XVIII, administró estos bienes y tanto Don Cristóbal como sus descendientes fundaron con sus rentas numerosas capellanías. Las fundaciones tenían lugar cada vez que el administrador rendía cuentas ante un representante del ordinario de Popayán y se le determinaba el monto de la renta de los bienes administrados en períodos de cinco a diez años. En este caso la capellanía no llegaba a afectar el capital, puesto que se constituía apenas con su producto. Desde el punto de vista canónico se diferenciaba de la primera en que estaba destinada a asegurar ordenaciones sacerdotales y no meramente la celebración de misas. Además, en las primeras no había intervención alguna de la autoridad eclesiástica y por esto |
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recibían el nombre de laicales o profanas. En éstas intervenía el ordinario (colativas) aunque el patrón hubiera sido designado por el fundador (gentilicias).6 Otro caso: Doña Marcela Jiménez de Villacreces, dama ecuatoriana (de Ambato) y viuda del Alférez Real D. Nicolás de Caicedo Hinestroza, disponía en su testamento (1748) que la hacienda de Mulaló se gravara con una capellanía de 10 mil patacones. Esta hacienda, contigua al "portachuelo" de Vijes, había pertenecido a la familia por varias generaciones y ya desde 1643 Juan Hinestroza Príncipe había compuesto las tierras por 140 pesos de oro. Su yerno, Cristóbal de Caicedo, la compró en 1684 y unos veinte años más tarde la heredó su hijo. Ahora, en 1748, la viuda de este imponía un gravámen que debía mantenerse a perpetuidad y que, “sólo en el caso de conocida disminución en la referida hacienda se pueda remover..."7 El monto de la capellanía era equivalente al valor total de la hacienda y ésta se convertía así en un bien de manos muertas. Con todo, Mulaló quedaba todavía en manos de la familia, pues la testadora disponía que su hijo mayor podría reconocer el capital del censo y disfrutar de la hacienda pagando anualmente los 500 patacones de intereses. Con éstos se pagarían 25 misas, dotadas con 20 pts. cada una. El capellán, igualmente, sería un miembro de la familia. La hacienda pasó así al Dr. Bartolomé de Caicedo y después a su hija Javiera y a su yerno Don Antonio Cuero. A pesar de la capellanía éstos la incrementaron pues a la muerte de Cuero la hacienda fue avaluada en 32.000 pts.8 Afectar íntegramente una hacienda al servicio de una obra pía o de una capellanía no era un caso frecuente. Doña Marcela podía permitírselo puesto que había heredado -por vía de gananciales y de recuperación de su dote- más de setenta mil patacones. Mulaló apenas representaba una parte del quinto de sus bienes, del cual podía disponer libremente, sin perjuicio de los herederos forzosos. Esto era lo que ocurría cada vez que se fundaba una capellanía y existían herederos forzosos. Como ninguno podía ser vulnerado en la parte que la ley les fijaba, el fundador debía limitarse, al imponer una capellanía, al monto del quinto de sus bienes de libre disposición. Se excluía previamente también el pago de su entierro, de sus deudas y de las llamadas "mandas forzosas", en las que se incluían limosnas de menor cuantía y misas de difuntos. Así, según la capacidad económica del fundador, el capital (o "principal") de las capellanías podía oscilar entre 200 patacones y sumas cuantiosas (diez mil patacones y más), aunque los casos más frecuentes fueran los de capellanías de 500, 1000 y 2000 patacones Un mismo fundador podía destinar sucesivamente durante su vida varios capitales o hacerlo en compañía de su 83
mujer, siempre y cuando no resultaran vulnerados los derechos de sus herederos.
b) Las modalidades y el significado de las capellanías. Desde el punto de vista económico, las modalidades que podía revestir una capellanía se reduce, en esencia, a estos tres casos: 1. La afectación de dinero líquido, en monto variable según existieran o no herederos forzosos. Herederos forzosos eran los ascendientes o los descendientes legítimos. El cónyuge tenía derecho apenas sobre su parte de gananciales. 2. La afectación, no de un capital, sino de su renta para constituir capellanías sucesivas. 3. El gravámen impuesto sobre un bien mueble o inmueble, total o parcialmente. La práctica de esta última modalidad originó, a la larga, la estratificación del sistema. En el caso de bienes muebles, un esclavo, por ejemplo (el caso más frecuente), no existían mayores dificultades puesto que a la muerte del fundador podía venderse fácilmente y prestarse el dinero a censo, a menos que los herederos prefirieran hacerse cargo del gravamen. En el caso de los inmuebles, en cambio el gravámen podía perpetuarse sin que los herederos se preocuparan por redimirlo. Más aún, en muchos casos el fundador había dispuesto que el gravámen fuera irredimible. El bien en cuestión pasaba asi de generación en generación con un gravámen que obligaba a su propietario a satisfacer los intereses. Todavía más, los sucesivos propietarios podían a su vez constituir capellanías y seguir gravando el mismo bien hasta el monto de su valor total. En ocasiones podían llegar hasta excederlo, de tal manera que en el momento de su enajenación el cedente tuviera que pagar el exceso al cesionario. Este fenómeno aumentaba la circulación de los bienes que no podían ser retenidos a causa de que los intereses de los gravámenes podían sobrepasar la productividad del bien en cuestión. Los propietarios de haciendas no solían dotar sus capellanías con dinero líquido, a menos que tuvieran bienes cuantiosos o que, al lado de la agricultura, ejercieran el comercio o tuvieran minas. Podían, claro está, gravar uno o dos esclavos que se venderían después de su muerte y que tenían una liquidez mayor que la tierra u otras inversiones. Pero esta alternativa significaba descapitalizar la propiedad y era frecuente que los herederos prefirieran cargar con el censo. En esta forma sólo los comerciantes y, en menor medida, los mineros estaban en capacidad de destinar sumas cuantiosas de dinero líquido para la fundación de capellanías y obras pías. Los casos en los cuales se daban estas modalidades constituyen una gama inmensa y bastante ilustrativa de las 84
relaciones sociales en la época colonial. El del comerciante español, por ejemplo, que hace remitir cincuenta libras de oro en polvo al cabildo eclesiástico de su villa natal para que se le hagan nueve días de honras y se digan mil misas por su alma con gran aparato de clérigos y canónigos.9 O el de una negra liberta que grava dos esclavos de su propiedad para que pueda ordenarse el hijo de su antiguo amo. O el de un padre que infla su propio capital para poder imponer una capellanía colaticia que asegure la congrua y el status de un hijo que quiere ser ordenado. Sin embargo, todas las posibles aspiraciones humanas -de devoción, de caridad o de simple vanidad pos mortem- que podía recubrir la institución no deben hacernos perder de vista el papel real de las capellanías. Por un lado, las capellanías (la mayoría eran laicales o profanas) no se instituían con el fin de acrecer los bienes temporales de la Iglesia, como se cree comunmente. Podían, en algunos casos, beneficiar a una orden religiosa o destinarse a una "obra pía" administrada por religiosos (mantener una lámpara al Santísimo Sacramento, dar limosnas a los pobres, etc). Pero su beneficiario real era el alma del testador y las de sus deudos. Si bien un cierto egoísmo o la vanidad de un villano español enriquecido en América podían traspasar los umbrales de la vida temporal, esto no quiere decir que con ello se buscara deliberadamente beneficiar a la Iglesia como institución. En las capellanías laicales o profanas el ordinario o las órdenes religiosas no podían modificar la voluntad del testador en cuanto a la destinación de los bienes y apenas estaban autorizados para aprobar el nombramiento de capellanes. El patrono de la capellanía era casi siempre el cónyuge, un hijo, un pariente muy allegado o alguna persona a quien el fundador debiera especial consideración. La familia más poderosa de Cali, la de los Caicedos, llegó a administrar en esta forma enormes sumas confiadas a su cuidado. Esto significaba que dentro de su "clientela" figuraban no sólo los beneficiarios de los préstamos que el patrono podía distribuír a su antojo sino también los capellanes cuyo nombramiento era otro de los privilegiados del patrono, al menos los capellanes interinos puesto que los titulares eran designados por el fundador entre sus propios descendientes. Finalmente, quienes aseguraban el dinero de la capellanía con un censo solían ser los mismos patrones o los herederos del bien parcialmente gravado o, casi siempre, parientes y amigos del patrono o del fundador. Las capellanías significaron, en todo caso, un sistema de renta que pesaba -a veces de manera muy gravosa- sobre propiedades productivas. A quiénes beneficiaba esta renta? De manera directa, a los capellanes, salidos de entre las familias patricias que instituían las capellanías. A fines del siglo se fundaron muchas para dotar de becas de estudios laicos (derecho) a los hijos de
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estas familias o de comerciantes enriquecidos. Pero prevalecía la costumbre de sostener con ellas a los presbíteros del clero secular. Literalmente, la renta de la tierra en el período colonial iba a parar a manos de una clase ociosa, la de los clérigos. De allí que esta clase parasitaria se multiplicara y pudiera gozar de un status privilegiado aún sin poseer una parroquia o un curato. Baste pensar que, a finales del siglo XVIII, era rara la hacienda que no pagara un 5% sobre el valor de sus tierras y a veces sobre gran parte del monto de sus inversiones. De otro lado, las capellanías actuaban como fuente generadora de crédito. Era la manera de asegurar una renta perpetua a la propia alma (dentro del marco de una ideología peculiar), de inmovilizar un capital acumulado con los trabajos de toda una vida, o de la vida de los ascendientes, en provecho y alivio del alma y de los temores que se incubaban en el lecho de muerte. Nada pinta mejor el carácter de una sociedad que esta subordinación de los valores terrenos a las esperanzas escatológicas. El crédito, en la sociedad colonial, mezclaba elementos extraeconómicos que pudieran parecer extraños a la mentalidad del homo aeconomicus moderno, pero que no le hacia perder su carácter funcional. En ausencia de instituciones propiamente económicas la necesidad de crédito se amparaba en el prestigio de instituciones canónicas. De un lado, no hay que olvidarlo, sobre la usura y aún los simples préstamos a interés pesaban las condenaciones escolásticas. De otro, el sistema social entero estaba basado en una ideología cristiana, la única en poner coto a los excesos que se originan en una actividad afanosa y exclusivamente económica. Por eso, en el sector agrario, el crédito adoptó la forma natural de un censo o derecho de exigir de otro una pensión anual por haberle dado cierta suma de dinero sobre sus bienes raíces, cuyo dominio directo y útil quedaba a favor del propietario10 . El dinero destinado a alimentar este tipo de crédito estaba afectado a una capellanía o a una obra pía. En algunas ocasiones, muy pocas, provenía también del patrimonio de huérfanos bajo tutela. Exteriormente, la capellanía consistía en la afectación de una suma de dinero o la vinculación de un bien para que con sus intereses o su renta se remunerara a un capellán encargado de decir misas por el alma del fundador, sus deudos y las almas del purgatorio en general. La frecuencia de este tipo de disposición sea por testamento o por acto entre vivos- hace pensar en la influencia del clero que proliferaba a su sombra, en su parasitismo económico, en los patrones mentales de una sociedad, etc., es decir, en todo aquello que condenaban implícitamente los liberales del siglo XIX.
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En algunos casos la imposición de una capellanía servía para mantener intacta una propiedad que de otra manera se habría visto fragmentada innumerables veces por la concurrencia de los herederos. El causahabiente podía lograr, por un medio indirecto, que todos los herederos unieran sus esfuerzos para liberar el bien de un gravámen o para satisfacer los intereses del mismo. Podía servir también para procurar un medio de vida a un pariente próximo o inducirlo a recibir las órdenes sagradas. Pero en cualquier caso las capellanías no eran otra cosa que una institución crediticia con ropaje canónico.
3. Los censos Los censos constituyen la otra cara de la medalla. El dinero puesto en circulación por las capellanías podía ser solicitado en préstamo por cualquier propietario y su pago garantizado con un bien raíz. Jurídicamente la enajenación era mucho más rigurosa que la que se opera en una hipoteca. El deudor censitario decía "comprar" el censo al redimir y al quitar, comprometiéndose a pagar intereses anuales del 5% o de "veinte mil al millar" y mencionando expresamente los bienes que quedarían gravados con la obligación. En algunos casos, cuando sus bienes ya estaban muy gravados con obligaciones anteriores o no parecían suficientes para garantizar el monto de la nueva, se añadían fiadores de reconocida solvencia. El deber del patrono de una capellanía, depositario de los bienes que se destinaban para los préstamos, consistía precisamente en velar porque las garantías fueran suficientes para asegurar el pago. ¿Quiénes eran los beneficiarios de estos préstamos? En teoría, todo aquel que poseyera bienes raíces para garantizar el pago. En la práctica, los Créditos de alguna cuantía sólo recaían en el círculo restringido de los grandes terratenientes. Al lograr este resultado contribuía no sólo al control social ejercido por patrones y capellanes sino el hecho mismo de que sólo una gran propiedad podía garantizar el monto total del crédito. Que la tierra fuera el monopolio tradicional a través del cual se identificaban algunas familias le prestaba, como factor económico, ventajas institucionales que no poseían las minas ni el comercio. De otro lado, la permanencia, la estabilidad de la propiedad inmueble se prestaba también para privilegiar las haciendas como garantía de estos créditos. Los esclavos que se les iban agregando podían servir así mismo de prenda segura para responder por las sumas prestadas a censo. Esto explica que comerciantes y mineros buscaran tan a menudo doblarse en terratenientes. No sólo a causa del prestigio que se derivaba de la situación del terrateniente dentro de la comunidad sino porque así podían beneficiarse de la posibilidad de gravar sus propiedades inmuebles con censos. Los comerciantes, como tales, no tenían acceso a este tipo de crédito y debían recurrir a las llamadas
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"obligaciones simples" o créditos personales que pagaban una tasa de interés mucho más elevada (del 10%) que los censos. A los mineros también se les negaba por considerarse que su actividad era demasiado aleatoria. Sin embargo, el privilegio de los terratenientes no significaba que el dinero disponible para prestar a censo se originara exclusivamente en los legados piadosos de este sector. Como se ha visto, también comerciantes y mineros instituían capellanías, la mayoría de las veces en dinero líquido, que iban a favorecer las empresas agrícolas. Se operaba una verdadera transferencia de capitales de aquellos sectores hacia la actividad más tradicional y más prestigiosa de la tierra. Esto explica que la masa de dinero en circulación proveniente de las capellanías no fuera constante. Como en cualquier sistema de crédito, experimentaba contracciones y expansiones sucesivas. En términos globales la masa total se fue ampliando, a medida que se instituían los legados piadosos, pero pronto se veía absorbida por las inversiones de los hacendados. El ritmo y la cuantía de esta ampliación estaban sometidos al azar de la muerte de personajes ricos, pero también el factor mejor discernible de su propiedad, tomada en conjunto. Así, ciertas épocas fueron más propicias a estas fundaciones que otras. Su frecuencia indica la relativa prosperidad de los negocios. Era mucho más probable la imposición de una capellanía en el caso de que el fundador no sólo juzgara que debía testimoniar su gratitud por los beneficios recibidos de lo Alto, sino que dispusiera también de los bienes suficientes para hacerlo sin desmedro de sus herederos. De otro lado, el dinero ya afectado al servicio de capellanía y que se prestaba con la garantía de un censo podía escasear a causa de la demanda de crédito que generaban los negocios o, al contrario, porque las haciendas gravadas no alcanzaran a producir lo suficiente para redimir los capitales. En todo caso, durante la primera mitad del siglo XVIII es perceptible no sólo el aumentó significativo de la masa disponible para prestar a censo (imposición de nuevas capellanías) sino también un ritmo creciente de los préstamos efectuados. Esto indica que en ese período los capitales eran efectivamente redimidos y que circulaban con rapidez, sin gravar demasiado tiempo las propiedades, a menos que se tratara de censos que se traspasaban con ocasión de una sucesión o de la venta de una hacienda, de tierras, de casas o de esclavos. Estas diferencias pueden observarse en el movimiento de los censos durante tres quinquenios, así:
Cuadro Nº 8 Movimiento de los Censos
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Censos No. Prést. Pts. inc. venta Quinquenio de transacciones tierra.
en otros*
Totales
1725-729
64
15.250
24.446
19.571
61.257
1735-739**
64
36.563
15.996
18.109
70.668
1747-751
71
64.853
61.704
36.938
162.498
*Censos incluídos en venta de casas, esclavos y en herencias. **Para dos años de este quinquenio los datos son defectuosos.
Como puede observarse, hacia mediados del siglo, los préstamos nuevos (que implicaban que hubiera dinero líquido disponible, fuera porque se hubiera redimido un censo anterior o fuera porque se hubieran fundado nuevas capellanías) tendieron a incrementarse. También se aumentó, naturalmente, el monto de los censos acumulados sobre las propiedades. En algunos años, como 1726, 733, 744, 748, 749 y 751, la mayor cuantía de los censos registrados proviene de gravámenes que ya afectaban haciendas vendidas en esos años. Sobre el nuevo propietario pesaba la responsabilidad de pagar los intereses y de redimir el censo. Si no podía lograr esto último, la hacienda pasaría a sus herederos o a un nuevo comprador con el mismo gravámen. En otros años: 1727, 728, 729, 745 y 750, la mayor cuantía se registra en los censos que pesaban sobre herencias o casas y esclavos vendidos. Como en el caso anterior, los herederos o el comprador debían hacerse cargo de los intereses o de redimir el censo o los censos de las propiedades que recibía. En el caso de las herencias, era frecuente que el causahabiente ordenara la redención del censo al disponer de su quinto de libre disposición. Pero en la mitad del siglo XVIII los censos nuevamente constituidos llevaban la delantera y su cuantía iba en progresión creciente. El fenómeno de los censos acumulados es, con todo, el más importante para explicarse las limitaciones con las que finalmente tropezó la economía agrícola colonial. Aquellas propiedades que les servían de garantía corrían el riesgo de caer en el abandono si su productividad no era tan alta como para compensar los intereses crecientes y poder pagar esta forma sui generis de renta. En algunos casos estas propiedades, fuertemente gravadas con censos o capellanías, pasaban de mano en mano sin que el adquiriente pudiera retenerlas mucho tiempo. La hacienda Meléndez, por ejemplo, que había sido levantada por Felipe de Velasco Rivagüero a comienzos del siglo, cambió de dueños en 1726, 1732 y 1738. La hacienda San Lorenzo de las Guavas había sido gravada por su primitivo propietario, el capitán Lorenzo Fernández de Monterrey, con capellanías que igualaban su valor (11.000 pts.) y por ésta razón José Ruiz de la |
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Cueva tuvo que cederla a su hijo, el presbítero Miguel Ruiz de la Cueva en noviembre de 1750. Igualmente, en 1749 Ángela Ruiz Calzado manifestaba que ". . . por cuánto poseía... la hacienda de San José de Amayme en jurisdicción de esta ciudad, de la otra banda del río Cauca, y sobre ella tenía cargados y fincados 14.460 patacones pertenecientes a distintas disposiciones de obras pías... y respecto de costarle mucho afán y trabajo satisfacer los réditos de dicha cantidad, mediante no poder beneficiarse la dicha hacienda con la asistencia y reparos que había en la administración antes de que el dicho su marido llegase al estado en que de presente se halla..."11 Por estas razones debía ceder la hacienda a un hermano, quien podía atender personalmente a su administración. Una hacienda o una simple "estancia" cuyos gravámenes censales concurrieran con su valor total o muy cerca de éste no podía mantenerse puesto que los intereses que debían pagarse excedían su productividad. Por ésta razón, por ejemplo, los albaceas de Juan de Argumedo, un rico minero que había invertido en tierras, tuvieron que vender la hacienda de la Herradura en 1763, "...pues no produciendo la dicha hacienda lo correspondiente a su monto principal, es gravosa su manutención..."12 Esto no quiere decir, sin embargo, que los censos impuestos en el siglo XVIII fueran siempre ruinosos. Un propietario de reconocida solvencia y con un gran capital debía recurrir forzosamente a ellos como fuente de financiación de inversiones adicionales, fuera para comprar más tierras o para adquirir esclavos o ganados. Un hombre suficientemente rico podía redondear sus propiedades haciéndose cargo de haciendas muy gravadas y saneándolas con el correr del tiempo. O pagar indefinidamente intereses que no alcanzaban a afectar la rentabilidad del total de sus empresas. Así, al lado de una explotación minera o de una actividad comercial, podía mantener una hacienda originalmente muy gravada e incrementar su valor hasta disminuir la importancia relativa del gravámen. De esta manera un gran propietario podía acrecentar paralelamente sus bienes y un pasivo representado por los censos. El Sargento mayor Salvador Caicedo Hinestroza, hermano del Alférez Real, por ejemplo, confesaba censos por valor de 10.000 patacones en 1720 y 1729, once mil en 1732, quince mil en 1734, once mil de nuevo en 1735 y trece mil en 1736, año en que gravó sus bienes con una capellanía de 2.800 pts. Estas cantidades, aunque considerables, apenas representaban una fracción de su capital, constituído por casas en la plaza mayor, minas en Raposo y la hacienda de los Ciruelos, en las goteras de Cali. Sin embargo, en 1757 y 1758 tuvo que desprenderse de 2.400 pts. de tierras contiguas a Cañaveralejo y que no debían 90
reportarle utilidad pues soportaban un gravámen equivalente a su valor total. Más aún, los censos podían contribuir a la formación inicial de grandes capitales o a su conservacion si las sumas prestadas se destinaban a inversiones juiciosas. Antonio de la Llera, yerno del Alférez Real Caicedo Hinestroza, recibió de éste más de ocho mil patacones de dote y dos mil más en un censo a favor de las capellanías que el Alférez fundaba con el producido de las minas y haciendas de Juan Palomino13 . Al iniciarse en los negocios propiciados por su enlace, de la Llera no poseía un centavo y sin embargo lo vemos comprar trece esclavos en 1735 para explotar minas en compañía de su cuñado y tomar otros cinco mil patacones a censo en 1739, que garantizaba esta vez con minas y 35 esclavos. Así, los censos actuaban en un doble sentido. De un lado podían enquistarse en las propiedades de manera ruinosa, cuando los propietarios fundaban sobre ellas capellanías sucesivas o prestaban dinero para incrementar sus activos sin que esta operación produjera la rentabilidad deseada. De otro lado, el dinero líquido de capellanías, fundadas principalmente por mineros y comerciantes, circulaba en forma de censos que contribuían, como inversiones, a la formación de las haciendas. La conclusión que puede derivarse de este doble juego salta a la vista: la economía agraria colonial no podía existir por sí misma, sin una fuente de financiación originada en otros sectores que dispusieran de capitales líquidos y sin ciertos privilegios institucionales que encauzaran estos capitales hacia el sector agrario. El incremento de las haciendas del Valle del Cauca durante la primera mitad del siglo XVIII se explica así. en función del auge de la minería de las vertientes del Pacífico. La decadencia del sector minero arrastró forzosamente la de la agricultura, la cual no podía liberarse de la mecánica impuesta por la fundación de capellanía y de obras pías. Estas requerían, para ser provechosas, que circulara dinero líquido en abundancia o de lo contrario se enquistaban en las haciendas sin esperanza de redención.
NOTAS 1) 2) 3) 4)
5)
SALVADOR CAMACHO ROLDAN, Artículos escogidos, Bogotá, 1927. p. 106. También Memorias. Bedout. p. 269. Cf. G. COLMENARES, Partidos políticos y clases sociales, Bogotá, 1969. R. 11 f. 244 r. ss. Cf. DIOGENES PIEDRAHITA, Los cabildos de Nuestra Señora de la Consolación de Toro y Santa Ana de los Caballeros de Ansermat. Cali, 1962. p. 87. r. 70 f. 121 r. ss.
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6)
7) 8) 9) 10)
11) 12) 13)
En este capítulo la preocupación principal ha sido la de precisar los efectos económicos de las capellanías. Para su análisis desde el punto de vista jurídico, como para muchas instituciones coloniales de derecho privado, el Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia de JOAQUIN ESCRICHE sigue siendo una obra muy útil. Cf. especialmente, p. 403. r. 28 f. 75 r. r. 86 f. 35...? Según Escriche, Censo es el "... derecho de percibir una pensión anual, mediante la entrega de alguna cosa, Puede ser de tres clases: Consignativo, enfitéutico y reservativo. El censo Consignativo consiste en el "... derecho que tenemos de exigir de otro cierta pensión anual, por haberle dado cierta suma de dinero sobre sus bienes raíces, cuyo dominio directo y útil queda a favor del mismo...". Jurídicamente es su venta, y el objeto de la venta es el derecho a la pensión. En el censo Enfitéutico se tenía el derecho a exigir de otro un cánon o pensión anual en virtud de haberle transferido para siempre o por largo tiempo el Dominio Util de un bien raíz, reservándose el Dominio Directo. Por el contrario, en el censo Reservativo la pensión se recibía a cambio del Dominio Directo y Util. r. 28 f. 25 v. r. 83 f. 108 v. r. 14 f. 148 r.
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SEGUNDA PARTE:
LA CIUDAD Y SUS HABITANTES
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***CAPITULO V
LAS MINAS Y EL COMERCIO 1. La frontera del Pacífico Desde el siglo XVI los pobladores de las provincias de Popayán y de Antioquia habían intentado, en repetidas ocasiones, la ocupación definitiva del Chocó. La fundación de Toro por un vecino de Buga en 1573 y su traslado más hacia el oriente, en donde los mineros pudieran sentirse al abrigo de los ataques de los indígenas, fue uno de los numerosos episodios que revelan las dificultades para el poblamiento del Chocó. Sin embargo, no es raro que los intentos se repitieran puesto que desde el siglo XVI se sabía de todas las inmensas riquezas en oro que recelaba la región. Tras la renuncia del fundador de Toro, Melchor Velásquez, a la gobernación de la provincia y el intento del presidente Antonio González de confiarla a Melchor Salazar, un rico minero de Cartago a quien se creía capaz de cultivar sementeras y de meter en las minas medio centenar de esclavos negros y mucho ganado, la Audiencia de Santa Fé decidió sujetar la provincia a la gobernación de Popayán.1 Los gobernadores de Popayán intentaron más de una vez emprender la conquista efectiva del Chocó. Entre 1600 y 1630 Vasco de Mendoza, Sarmiento y sobre todo Bermúdez de Castro se ocuparon en preparar expediciones y de interesar a particulares en la empresa. Bermúdez de Castro atribuyó tanta importancia a la región que en 1630 proponía llevar un navío de 250 Ton. y diez mil ducados en pertrechos a cambio de un título de Adelantado, la gobernación por dos vidas, un título de marqués y otras prebendas.2 La conquista del Chocó, sin embargo, como una empresa de particulares con privilegios otorgados por la Corona española, no debía atraer demasiado a los gobernantes de la metrópoli. Su punto de vista difería claramente del de los gobernantes quienes, habiendo comprado su título, esperaban ver materializadas las expectativas de su inversión y al llegar a su flamante gobernación las veían al alcance de la mano. Pero el carácter privado de las conquistas en el siglo XVI había creado tales distorsiones políticas y el saldo final ya se revelaba como una catástrofe demográfica de tal magnitud, que los reyes de España no se mostraban propicios a repetir la experiencia. Por esta razón una cédula real de 1666 decidió confiar la tarea de la reducción de los indígenas a las autoridades de las gobernaciones vecinas de Popayán, Antioquia, Cartagena y Panamá3 . Para ampliar su efecto quiso recurrirse a medios pacíficos y por eso, después de una entrada de Juan López
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García, el gobernador de Popayán envió a un vicario general y a varios sacerdotes (1667-69.4 De esta manera comenzaron a tributar directamente a la Corona un cacique de la provincia de Tatama y el cacique de la provincia de Bitará. Acto seguido se metieron más de cien negros esclavos para trabajar las minas y el gobernador Diez de la Cuesta pidió aún más por la vía de Panamá-Buenaventura, además de tres religiosos de la Compañía de Jesús. Otro clérigo, el bachiller Antonio de Guzmán y Céspedes, penetró por Antioquia en 1670.5 Y en 1671 se ordenaba a los oficiales de la Caja Real de Antioquia proveer de lo necesario a Fr. Miguel de Castro y de otros religiosos franciscanos que iban en misión a las provincias del Chocó. 6
***Yacimientos de Oro en la Vertiente del Pacífico. AGI. Mapas y Planos, Panamá 30. (s. XVI)
Así, en el poblamiento del Chocó competían no sólo las dos gobernaciones de Popayán y de Antioquia sino también los misioneros de diferentes órdenes religiosas. Tanto los gobernadores como las órdenes se atribuían progresos en la pacificación que, según ellos, los otros obstaculizaban. El gobernador Miguel García afirmaba, por ejemplo, que una expedición del español Francisco de Quevedo solo había tenido como resultado inquietar a los indios que habían estado a punto de rebelarse. Se quejaba también el presbítero Antonio de Guzmán, cuyo hermano había sido impuesto por el gobernador de Antioquia como juez de Citará. Recomendaba que el cura fuera llamado a España, porque
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…siendo rico y fomentado de todos los de Antioquia por pariente de los más y sacerdote, se viene experimentando no hay diligencia que coarte sus determinaciones..."7 Además, Guzmán se había atraído la enemistad de los franciscanos por haber reducido el tributo de los indios a un peso en tanto que los religiosos cobraban dos. Este cobro debía hacerse a nombre de la Corona por cuanto en 1674 se había decidido aplazar el otorgamiento de encomiendas en el curso de los diez años siguientes al sometimiento de los indios. Esta decisión no estimulaba a los empresarios que debían agenciarse recursos propios para invertir en mano de obra esclava, por una parte, y por otra, el fraccionamiento de jurisdicción de los territorios entre Antioquia, Anserma y Popayán dificultaba una acción coordinada para su ocupación. En 1684 se produjo una insurrección general entre los indios de la provincia de Citará, al norte del Chocó. Los trabajos en las minas se interrumpieron, especialmente en el pueblo de Negua, a donde los vecinos de Antioquia habían introducido buen número de esclavos negros. La pacificación consiguiente fue catastrófica pues diezmó la población indígena y dispersó a los esclavos.8 Al sur, la provincia de Nóvita -que caía bajo la influencia de Popayán- gozó de una relativa tranquilidad a partir de 1670. Así, en 1688 el gobernador de Popayán podía comprobar que los indios de Noanama -que varias veces en el curso de los siglos XVI y XVII habían hecho desistir del poblamiento del puerto de Buenaventura - pagaban tributo y abastecían las minas con maíz.9
2. La administración y el contrabando La reducción definitiva de los primitivos habitantes del Chocó (y de otras tribus de la costa, como los Cajambres) abrió un nuevo ciclo de oro en la economía de la Nueva Granada. La postración minera del siglo XVII, provocada por las debilidades estructurales propias de este tipo de economía (agotamiento de yacimientos, deficiencias técnicas. agotamiento de la mano de obra), y que había alcanzado su punto más bajo a mediados del siglo, llegó a su término en el último cuarto, cuando se tuvo acceso a nuevos yacimientos. Los beneficiarios de este nuevo auge fueron aquellos empresarios que, desde Popayán, Cali y otras ciudades, habían contribuido a la "pacificación" del Chocó. Muchos de los primeros mineros asentados en la nueva frontera exhibían títulos militares (capitanes, sargentos mayores, maestres de campo) ganados en las luchas contra los indígenas. Los más poderosos de entre ellos se sucedieron como lugartenientes del gobernador de Popayán en la provincia de Novita y por esta razón el producto de las minas fue ocultado permanentemente a las encuestas de la administración española. En 1726 el procurador de Cali, Escobar
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Alvarado, afirmaba que todavía en 1680 no se tenía noticia de muchas de las minas que se explotaban y "... a punto fijo no se supo la fertilidad y abundancia hasta que a los últimos del referido año de diez y ocho se nombró superintendente en las referidas provincias..."10 Entre 1698 y 1706 había actuado como juez de cobranzas el teniente de gobernador Don Luis de Acuña y Berrio y en todos esos años sólo aparecen en los libros de cuentas de las Cajas reales seis u ocho partidas de oro declarado, que de ningún modo podían corresponder a las cantidades del oro que se extraía.11 Más tarde, entre 1713 y 1717, como superintendente, la actuación de este funcionario debió parecer tan irregular que se le obligó a rendir cuentas en la cárcel. 12 Al parecer, los quintos reales sólo podían cobrarse en el momento en que se verificaba una conversión de oro en plata acuñada, operación que los mineros evitaban comprando los artículos que consumían a contrabandistas o a comerciantes que sacaban el oro por su cuenta y riesgo.13 Según un informe de 1720 los fraudes se hacían a sabiendas de los gobernadores de Popayán. Sus lugartenientes solían pagar por el privilegio de su posición seis u ocho mil pesos que más adelante reembolsaban con fraudes 14 . Pedroza y Guerrero, encargado de poner orden en estas irregularidades, observaba que los gobernadores de Popayán, con 2750 patacones de salario anual, al cabo de los cinco años de su ejercicio solían sacar de 150 a 200 mil. So pretexto de visitar los distritos mineros (y, en efecto, las visitas eran muy frecuentes a la región de Barbacoas), el gobernador mismo solía instalar allí mesas de juego en donde se cobraba doce pesos por baraja. El visitador concluye, con alguna ironía, que la visita duraba lo que las barajas. Pedroza emprendió una labor de reorganización administrativa en 1718 reemplazando a los lugartenientes del gobernador de Popayán por un superintendente que dependería en adelante de la Audiencia de Santa Fé. Con todo, el gobernador retenía la facultad de nombrar curas, alcaldes, cabos y los agentes de la jurisdicción civil y criminal. Las reformas de Pedroza se dirigían primordialmente a organizar los recaudos de los quintos del oro, que, a partir de esa fecha, comenzaron a cobrarse con alguna regularidad. El clima social de estas regiones mineras lo describe un funcionario, según el cual, .. son todos los habitantes de estas provincias los más mineros y dueños de cuadrillas de negros que labran sus minerales, y así mismo de mercaderes y rescatantes, y todos, y en especial los primeros, gente que vive con sobrada libertad en sus acciones y modo de vivir...". |
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Los dueños de cuadrillas más importantes que, como se ha dicho, se sucedían en la tenencia de la gobernación, acaparaban la mano de obra indígena y la dedicaban a sembrar y mantener cultivos de maíz y de plátano para el sustento de sus cuadrillas de esclavos.15 Así, en los primeros años del siglo XVIII los hermanos Mosqueras de Popayán entraron en conflicto con otros mineros de la provincia de Novita que solicitaban también el servicio de los indios para sus propias cuadrillas. El doctrinero franciscano Manuel Caicedo, que se opuso entonces a las pretensiones de los Mosqueras de despoblar su doctrina en Tadó para servirse de los indios en los reales de minas en Iro, fue expulsado de la doctrina por Pedroza y Guerrero diez años más tarde, por cuanto el fraile se ocupaba también de la minería "con un comercio abierto y franco en esta razón".16 Según Pedroza, el de Fr. Manuel no era el único caso sino que otros franciscanos se dedicaban también a las minas y al comercio. En 1708, con ocasión del conflicto entre los Mosqueras y los restantes mineros, el cura caleño Nicolás de Hinestroza se puso del lado de los primeros pidiéndoles francamente que a cambio de sus servicios le obtuvieran un curato.17 Fue más tarde, efectivamente, cura de los reales de Iro y Mungarra (que pertenecían a los Mosqueras) y a su muerte, en 1759, dejó una fortuna en esclavos negros y minas de más de 60 mil patacones con los cuales dotó al Colegio de misiones de los franciscanos en Cali. No solamente la libertad de las costumbres y de las empresas económicas atraían a las gentes más diversas a esta región de frontera. Otros desórdenes aquejaban la provincia, sobre todo el del contrabando que se movilizaba por las dos grandes arterias del San Juan y el Atrato. Se especulaba, además, con el precio de los esclavos y de los abastecimientos. Según un informe oficial, hacia 1720 un negro bozal se compraba por 550 patacones y uno adiestrado en minería por 800 (300 castellanos), cuando su precio en la factoría de Cartagena no llegaba a la mitad. Un quintal de hierro costaba 50 pts. y uno de acero 80, siendo que su precio en Cartagena no pasaba de cinco o seis pts. El maíz o los plátanos, que se cultivaban en los mismos centros mineros o sus cercanías, alcanzaban preciso astronómicos: un patacón por almud de maíz o un castellano por cuatro racimos de plátano. Por esto se proponía, como tantas veces antes lo habían hecho otros funcionarios de la Corona, que esta interviniera como empresario para evitar los abusos de los particulares y, de paso, acrecentar el Erario. Se calculaba que de enviarse directamente de Guinea o Jamaica (eran los tiempos del asiento inglés) dos mil piezas de esclavos entre 20 y 25 años, cuyo costo oscilaba entre 180 y 200 pts. por pieza, el rey ganaría 580.000 pts. vendiendo cada licencia en 250 pts. Respecto a los víveres, estos debían remitirse cada dos meses por funcionarios de la Corona desde las
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ciudades contiguas de Cali, Cartago, Toro y Anserma. Finalmente, concluía el informe, la Corona podría hacerse cargo hasta de las operaciones de la explotación minera para dar término a las fugas de oro.18 La propuesta de estatizar completamente la producción minera no parece extraña si se tiene en cuenta la realidad que presenciaban algunos funcionarios celosos del Erario real. A sus ojos, el contrabando era el mayor azote que padecían estas lejanas regiones y no parecía existir otro expediente para extirparlo que alguna medida radical, que liquidara la intervención de los particulares en el proceso productivo. Las enormes cantidades de oro que se ponían en circulación atraían a los comerciantes extranjeros y los mineros, desprovistos de lo más esencial, pagaban sumas enormes por artículos que eran muchas veces de consumo suntuario. Así, la falta de control, las carencias y una aptitud para el consumo conspicuo se combinaban para que entrara de contrabando todo tipo de mercancías. El problema del contrabando era complejo y los gobernantes de la Nueva Granada ensayaron varias medidas para ponerle coto. El primer virrey de la Nueva Granada, Villalonga, estimuló en Santa Fé la amonedación a partir de 1720 y prohibió que saliera oro sin amonedar por Cartagena. Según el virrey, los factores del asiento de esclavos negros eran los responsables del contrabando.19 Estos aceptaban el oro en polvo que sacaban los comerciantes a cambio de las mercancías que traían ocultas en los barcos negreros o en el llamado "navío de permisión". En 1721 el gobernador de Popayán, marqués de San Juan de Rivera, proponía que en lugar de impedir el comercio de los puertos del Pacífico, medida que había propiciado el antecesor de Villalonga, Qedroza y Guerrero, se cambiara el oro por moneda de plata en los yacimientos mineros con el fin de facilitar las transacciones. Según el gobernador los mineros compraban con oro en polvo lo que necesitaban, …vendiéndo(lo) a los mercaderes pon ínfimo precio y dándoselo) por comestibles y ropa y estos son los que lo extraen y defraudan a V.M., cuyo inconveniente cesará con evidencia si en esta provincia de Barbacoas se ponen todos los años ocho mil patacones y estos, reducidos incontinenti, pasan a las cajas de Quito, y entregándose allí se vuelve a traer la misma cantidad de moneda acuñada; y en la provincia del Chocó se necesita por treinta mil patacones".20 Un poco más tarde (en 1724), Fr. Manuel de Caicedo escribía un informe en el que mencionaba la codicia de los comerciantes extranjeros por el oro del Chocó y la entrada de ingleses y escoceses a la región de los Cunacunas, todavía no sometidos. Volvía a mencionar la ausencia de moneda acuñada y la facilidad con la que se introducían por el río San Juan barcos
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provenientes de Panamá. El oro se sacaba también a las costas de Cartagena y de Porto Belo, en donde permanecían apostadas embarcaciones extranjeras.21 Según el gobernador del Chocó (1736), Simón de Lezama, la oposición del Cabildo de Cali a que se incorporara la provincia del Raposo a su gobierno facilitaba la salida del oro por el río San Juan, sin que él pudiera oponerse.22 Sin embargo, desde 1730 se habían reiterado las prohibiciones de penetrar ciertos géneros por los ríos Calima y San Juan hasta que en 1777 se desistió de ellas, legalizando un comercio que había existido siempre.23 Debido al contrabando las cantidades de oro que llegaban a las Cajas reales eran insignificantes. Se sabía, empero, que las explotaciones iban en aumento desde comienzos del siglo XVII. En 1726 el procurador de Cali, Escobar Alvarado, calculaba que en los últimos diez años, lapso en el que se había regularizado hasta cierto punto la percepción de los quintos, se habían manifestado en Popayán más de 140 mil castellanos. Las más grandes fortunas de Cali se originaron en los distritos mineros del Raposo. Esta provincia, que, confinaba con la del Chocó tenía su suerte unida a la de esta última y su poblamiento definitivo sólo fue posible con las conquistas chocoanas del siglo XVII. Sin embargo, los habitantes de Cali la reivindicaban para sí por cuanto el antiguo puerto de Buenaventura caía naturalmente bajo el radio de influencia de la ciudad. Desde el siglo XVI los comerciantes caleños se lucraban haciendo transmontar las mercancías a lomo de indio desde Buenaventura por los farallones. Extinguidos los indígenas de la cordillera, la ruta intentó reabrirse varias veces en el siglo XVII sin conseguirlo de manera definitiva. Sólo la pacificación de los noamanes permitió el acceso a la región (por el río Dagua), desde la cual se remontaba el río San Juan para abastecer los distritos mineros del Chocó. La misma provincia de Noama (que comprendía Buenaventura, la región del Raposo y los pueblos de San Javier y Zabaletas) se estimaba jurisdicción de Cali y sus riquezas mineras fueron explotadas principalmente por vecinos de la ciudad. Esta influencia fue reconocida en ocasiones por los mismos gobernadores de Popayán, quienes nombraban allí lugartenientes caleños. El primero, nombrado en 1680 por el gobernador Fresneda, fue Andrés Pérez Serrano cuyo título fue confirmado por el gobernador Berrío en 1683. A partir de 1706 la familia Caicedo ocupó el cargo con regularidad hasta que, en 1719, las cuatro provincias del Chocó (Citará, Tamaná, Nóvita y Noanama) se unificaron bajo la administración de un superintendente. En 1723, sin embargo, uno de los Caicedos, sobrino del Alférez real de Cali volvió a ocupar el puesto.24 En 1726 se comprobó que la superintendencia había permitido fraudes renovados en los quintos del oro y un contrabando que entraba del Pacífico por el río San Juan y del
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Caribe por el Atrato. Por esta razón se decidió erigir el Chocó en gobernación aunque excluyendo el Raposo, que se colocaba bajo la jurisdicción del Cabildo de Cali.25 Con la creación de esta gobernación debían cesar las funciones del teniente de gobernador de Popayán que ejercía entonces en el Raposo el Dr. Bartolomé Caicedo, hijo de Nicolás de Caicedo H., el Alférez real. Tras un conflicto con el nuevo gobernador, el Cabildo de Cali quedó facultado para disponer de la provincia a su antojo.
3. Los mineros Que los hijos del mismo Alférez real ejercieran este cargo administrativo indica la importancia que se atribuía al control político de los distritos mineros. Este control daba acceso no sólo a la mano de obra indígena sino a la posibilidad de ejercer un comercio ilícito, del cual no fueron extraños los Caicedos.26 El origen de la fortuna de esta familia, la más importante de Cali, como el de otras muchas, estaba vinculado a la explotación de las minas y más remotamente a las empresas de "pacificación" del siglo XVII. En 1680, por ejemplo, Cristóbal de Caicedo se propuso la reducción de los indios Timbas, Paripas, Cajambres, Guales y Jamundíes, muchos de los cuales se habían refugiado detrás de los farallones de Cali desde el siglo anterior. En 1684 intervino con sus hijos en la "pacificación" de los Citaraes. De su hijo Juan precisamente se decía que había ejecutado en la ocasión treinta indígenas rebeldes en Lloró.27 De estas correrías quedó para la familia un reconocimiento de las capitulaciones acordadas para la conquista, según las cuales Don Cristóbal y su hijo gozarían de la alcaldía mayor de minas de la provincia conquistada. Uno de los hijos de Don Cristóbal, el Alférez real Nicolás de Caicedo Hinestróza, no sólo era uno de los más grandes terratenientes del Valle sino que hasta su muerte (en 1736) conservó intereses cuantiosos en las minas. En su testamento declaraba 87 esclavos negros en las minas de San Agustín (en la provincia de Nóvita), cantidad que le permitía competir con mineros payaneses. Las minas como tales, pertenecían a una capellanía que había dejado el Maestre de Campo Juan Jacinto Palomino, conquistador y minero de Toro, y que el Alférez administraba. Tenía minas registradas también en el río Anchicayá y en el Dagua (cuyo derecho, llamado Santa Rosa había cedido a su hijo Juan y tenía 60 esclavos en 1638), lo mismo que en el río Raposo y en el de Calambre.28 El hermano del Alférez real, Don Salvador de Caicedo, poseía igualmente el doble carácter de terrateniente y minero. En febrero de 1729 compró una mina con 13 esclavos en el río Calima a Doña Ana María de los Reyes por 6.175 pts. En 1733 poseía un derecho en el río Dagua, posiblemente contiguo al de
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su hermano, que también se llamaba Santa Rosa y en el que trabajaban 50 esclavos. A su muerte, en 1759, poseía la mina de Aguasucia que valía junto con los esclavos 16.000 pts. y que heredó su yerno Don Fernando Cuero. A la sombra del crédito del padre florecían también las transacciones de los hijos. En 1729, Nicolás de Caicedo Jiménez, uno de los hijos del Alférez y su sucesor en el cargo, compró tres registros de minas en el río Anchicayá con 18 esclavos útiles por 9,720 pts.29 Su hermano, el Maestro Manuel de Caicedo, tenía minas y esclavos en el mismo río y en San José de Dagua por valor de 30 mil pts.30
Región minera del raposo
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Cuadro No. 9 Terratenientes, mineros y comerciantes Nombre
TMC
Mina
Rio
Alváréz r. Cayetano
--
-
Raposo
Arizabaleta V. Ignacio
*
Borja Tolesano José
*
S. Rosa S. Gertrudis Mallorquín Zaija
Dagua Mallorquín Iscuandé
Bravo de León Juan
*
S. Jerónimo S. Agustin
Esc.
Año
Tierras
60
771
Meléndez
25
780
Rioclaro
Español
Jamundí
+ 780
Mulaló Tapias
Tte. en Raposo
Bermejal
cura de Cali.
Arroyohondo
la vende 757 la vende 769
40
756
S. Agustín
De Caicedo Bartolomé** De Caicedo Cristóbal
*
De Caicedo J. José De Caicedo Manuel
S. Ana
Anchicayá
30
747
*
Calima
5
729
*
Dagua Anchicayá
63
769
Dagua
27
769
S. Agustín
80
790
S. Agustín Anchicayá Dagua
80
736
60
738
S. Antonio
De Caicedo Marcela
*
De Caicedo H. Nicolás
**
Animas S. Rosa
De Caicedo J. Nic.
**
Calabazos Taparal
Observaciones
Raposo Anchicayá
18
726
Dapa Jamundí Bermejal Cañasgordas Tocotá Papagayeros Mulaló etc. Cañasgordas Guayabital
+ 790 Alfz. real + 736
Alfz. real + 758
De Caicedo J. Nic. De Caicedo Salvador
Ceibo
Anchicayá
Ambichintes
S. Nicolás
Dagua Calima Dagua
Burrera, etc. Ciruelos Dapa
+ 759
Tiple Todos Santos
español
** S. Rosa
729 733
30
739
Del Campo F. Leonardo
*
Del Castillo y C. Bmé. Castrillón B. de Quirós
* *
Anchicayá
24
763
Chaverri Luis
**
Balima
10
772
Cobo Teresa
*
100
738
80 108
757 164
60 111
733 768
40 59
768 799
Cuero
Fernando
Jambali (Caloto)
13 50
Naridita Negua
*
Raposo Cajambre
Garcés Saa Antonio
*
Dagua
Garcés A. Juan I.
*
Dagua
El Salto (Cañasgordas) mujer de I. Chaverri + 1767 minero: C. Otero
Garcés S. Nicolás Garcés A. Juan F
Garcia Toribio Hinestroza Nicolás
*
* *
S. Gertrudis
Dagua
Timbiqui
Mallorquín Timbiqui Iro
Llera y G. Juan A. Martinez Bartolomé
* *
Concepción
Martinez J. Antonio Micolta José
* *
S. Juan y Cacoli Ibid.
Dagua Raposo
35 15
739 780
43
790
de Ambato + 1746 Amaime S. Pablo Espinal Papagayeros
cura + 1759 español hijo del anterior.
Núñez R. José
*
Pérez de M. Manuel Pérez S. Nicolás
* *
Pérez S. Nicol.-hijo Qetel L1. Nicolás
* *
Quintero Dionisio
*
Salto
Dagua
21
765
(compró mina a I. de Arizabaleta) Dagua
21
729
65 11
735 726
S. Ignacio
Zaija
Dagua Raposo Iscuandé
Quintero R. Manuel Reyes Ana Maria Rodriguez V. Bno. Rodriguez C. Ignacio
* * *
Romaña Rosa Manuda
*
Ruiz de C. Manuela
*
Ruiz Salinas Tomás
*
Saa Andrés Pbro. Salinas Becerra Pedro Salinas Santiago Mo.
* *
Las Torres Felipe La Torre V. José Valles de M. Mateo
* * *
Velasco Carlos
Calima Raposo Raposo
50
766
51
769/77
13
729
Arroyohondo Palmaseca
+ 1749
+ 1729 Meléndez
+ 1750 en Cia. con Ruiz Salinas
Cerrito Limonar Papagayeros
hijo del anterior mujer de F. de Argumedo mujer de Bno. Rodríguez.
Raposo S. Rosa
Yurumangui
14
747
Timbiquí Admdr. de Nicolás de Hinestroza compró S. Nicolás a D. Nicolás de Caicedo T. Micay " S. José
140 100 20
733 ? ?
Remedios
6
? 726
Anchicayá
Pbro. V. García Toribio Chipi-chape
Los orígenes de la fortuna de la familia y el hecho de que de esta actividad derivara su solidez financiera, la inclinaba a contraer alianzas con mineros tanto como con los terratenientes antiguamente establecidos en el Valle. Nicolás de Caicedo Hinestroza era suegro de Don Juan de Argumedo, un español que había servido en las cajas reales de Popayán y que tenía cuadrilla de esclavos en el Chocó. Juan Antonio de la Llera, otro yerno español que había llegado a América más o menos sin un cobre, después de su matrimonio y usando el crédito de su suegro, se asoció con su cuñado Nicolás de Caicedo Jiménez para explotar minas en el Dagua. Los Cueros, de origen español y yernos también de los Caicedos, se dedicaron igualmente a la minería. Los mineros del Raposo tenían su centro de operaciones en Cali. Muchos de ellos acabaron por residir en la ciudad todo el año, dejando un "minero" o capataz al cuidado de sus cuadrillas. En algunos casos los vecinos de Cali emprendían trabajos en distritos más alejados. Mateo Vivas Sedano, un terrateniente caleño, había servido de "minero. a la familia Mosquera en el Chocó y el cura Hinestroza, protegido también de los Mosqueras y que en sus últimos años se convirtió en terrateniente en Cali, fue mucho tiempo minero en los yacimientos de Tadó. Los Caicedos, por su parte, administraron durante varias generaciones las minas de las Animas en el Chocó y mantenían en ella esclavos propios. Y en 1754 el comerciante Dionisio Quintero Ruiz, en asocio del cura Tomás Ruiz Salinas, emprendió trabajos de exploración entre los ríos Zaija y Patía. Trasladaron allí 41 esclavos que trabajaban en el Dagua y Yurumangui y doce años más tarde Quintero vendió al cura su parte.
4. La explotación y sus problemas Las transacciones sobre minas no se hacían habitualmente en Cali. A lo largo del siglo apenas se registraron allí algunas operaciones de compraventa que dan una idea somera de la importancia de esta actividad y su desarrollo. La operación más antigua en los registros de escribanos data de 1726.31 Se trataba de la venta de minas y esclavos en los ríos Anchicayá y el Raposo de Don Carlos de Velazco, teniente y justicia mayor, corregidor de indios y alcalde mayor de minas en el Raposo, a Don Nicolás de Caicedo Jiménez. Le traspasaba tres registros de mina por mil pts. y 11 esclavos varones, 7 mujeres y dos crías de pecho por 7.950. pts. En las ventas que aparecen en los primeros decenios del siglo se mencionan por lo general esclavos adultos, casi todos menores de 50 años "bozales" o sea recién traídos del África. En una venta efectuada en 172932 en la que Doña Ana María de los Reyes traspasaba minas y esclavos en el río Calima al Sargento Mayor
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Salvador de Caicedo, de 14 esclavos vendidos tres apenas eran criollos (uno de ellos el "capitán") y los restantes de "casta" Chala y Arara. En la segunda mitad del siglo este panorama había cambiado. Los inventarios de la sucesión de Doña Bárbara de Saa, viuda del comerciante minero Juan Francisco Garcés de Aguilar fallecida en 1768, revelan la presencia en sus minas de oro del Dagua de 111 esclavos y 40 en el río Mayorquín. Entre los primeros, el 35% eran hombres adultos, el 20% mujeres y el 45% menores de edad33 avaluados en promedio, respectivamente, en 380, 385 y 185 pts. Algunos negros, ya muy pocos y en todo caso mayores de 50 años, eran "bozales" o de "casta". La mayoría eran esclavos criollos. La señora tenía otros 56 esclavos en el valle, distribuidos entre su casa de Cali (37 esclavos) y su hacienda contigua de Cañaveralejo (19 esclavos). De éstos, la mayoría de las mujeres se inventariaron en la casa (17 esclavas) y sólo 4 en la hacienda, en tanto que 13 de los hombres estaban en la hacienda y 7 en la casa. Entre los esclavos del Valle había un mayor equilibrio entre los dos sexos que en las minas, aunque por eso mismo los menores representaban una proporción menor (27%). La suerte de una explotación minera exigía la presencia de buen número de esclavos. Si bien las minas del Raposo no contaron con cuadrillas del tamaño de algunas que laboraban en el Chocó (hasta de 500 esclavos) y que pertenecían casi todas a mineros de Popayán, muchas tuvieron entre 50 y 100 esclavos. La manera como se empleaba esta mano de obra variaba según las técnicas empleadas. Estas se conocen, en términos generales, a través de varias descripciones34 . En 1724, por ejemplo, Fr. Manuel Caicedo mencionaba, entre las dificultades con que tropezaban los mineros por falta de mano de obra, el no poder hacer "colgaderos", o confeccionar pilas, canalones y "tupias". Todas estas técnicas se refieren esencialmente al acceso del hecho mismo de una corriente de agua o a la desviación de la corriente para lavar el oro de las terrazas. En 1799, en el inventario de una mina del río Timbiquí, se mencionaban de una a cinco pilas y acequias, para cada "corte" de la mina (había siete "cortes"). Estos elementos están asociados a la antigua técnica indígena del "canalón", descrita en detalle por West y que consiste básicamente en la construcción de una acequia o canal por el cual circula el agua que lava el mineral aurífero arrojado en él. Según el mismo West, "probablemente la operación más ingeniosa y difícil en la técnica de acanalamiento era la de mantener un abastecimiento adecuado de agua para lavar el cascajo"35 . Esta operación era particularmente ardua en los antiguos yacimientos antioqueños y exigía la construcción de grandes acequias elevadas. En el Chocó, por el contrario, "el sistema de pilas se adapta muy bien al sistema de acanalamiento en las tierras bajas del Pacifico, donde caen violentos aguaceros,
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todas las noches, excepto durante los meses, algo más secos, de enero y febrero".36 Una cuadrilla de pocos esclavos debía emplear técnicas aun más primitivas y muy peligrosas. Los esclavos, que trabajaban los días feriados por su cuenta, las empleaban también. Por ejemplo, la técnica del "Zambullido" o inmersión con un lastre de piedras en busca de los depósitos más ricos del fondo del río. Entre las herramientas, los inventarios mencionan usualmente barras, barretones, almocafres y calabozos. Para reacondicionar el metal de estas herramientas que era escaso y excesivamente caro se mantenían fraguas. Finalmente, todas las minas poseían; como algo más que un símbolo del orden esclavista, como una herramienta de persuasión, un cepo con gozne y aldabón. Los reales de minas de alguna importancia debían dedicar parte de los esclavos a labores diversas, las cuales aseguraban una cierta autarquía al real. Había así esclavos canoeros, carpinteros, herreros, roceros, etc. El real estaba provisto de platanares y roza de maíz, cacaotales, bodegas, canoas, fragua y herrería, herramientas de carpintería y un sitio para la capilla o al menos de ornamentos, retablos y campanas. La casa del minero solía ser de madera, con cubierta de paja, en tanto que los esclavos se distribuían en ranchos de palma, a veces una o dos familias en cada rancho que podía albergar cinco personas. La mayor preocupación de los propietarios de cuadrilla consistió en procurarse abastecimientos permanentes para alimentar a los esclavos. De allí la mención frecuente de platanares incorporados a las minas y la ocupación de las tierras contiguas a los distritos mineros. A diferencia de las antiguas explotaciones antioqueñas del siglo XVI, los derechos de mina incluían las tierras contiguas aptas para la agricultura. También en este aspecto los Caicedos se distinguían por un cuasi monopolio. Además de algunas haciendas en la margen izquierda del río Cauca -en el Valle propiamente dicho-poseían un vasto latifundio que integraba derechos heteróclitos de tierras entre los valles y las vertientes de la cordillera occidental, conocidos con el nombre de Papagayeros. Otro minero, el capitán Nicolás Pérez Serrano mantenía ganado en Bono, cerca de sus minas del Raposo y Juan Francisco Garcés cultivaba plátano, maíz y cacao en sus minas de Santa Gertrudis, Santa Bárbara y San Antonio (en Dagua y Mayorquín). No obstante, los abastos que eran capaces de proporcionar estas posesiones o los platanares sembrados en las vegas auríferas eran insuficientes y de allí que los mineros se interesaran en las haciendas del valle, particularmente en las que estaban ubicadas en la margen izquierda del Cauca. Algunos de entre ellos se convirtieron en verdaderos terratenientes y llegaron en esta forma a influir decisivamente no sólo en el desarrollo de las haciendas del valle sino también en los asuntos de la vida municipal. A su
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turno, algunos comerciantes invirtieron dinero en cuadrillas y en tierras, sin abandonar por eso su actividad inicial, mucho más lucrativa.
5. El comercio Tanto, o más, que la agricultura, el desarrollo del comercio estuvo ligado a la actividad minera. El abastecimiento de las minas -en esclavos, aguardiente, tabaco y géneros alimenticios- lo mismo que la satisfacción de consumos suntuarios alimentados por un flujo constante en especies metálicas, convirtieron a los comerciantes en los principales beneficiarios del sistema productivo. Ya se ha visto como se les señalaba como los responsables de la fuga del oro sin amonedar y del contrabando. Como los mineros pagaban en oro en polvo, los comerciantes se beneficiaban en el acto mismo de cambio pues recibían el oro por menos reales de los de su equivalencia legal. Un castellano de oro, que valía 21 reales de plata, se convertía en dos pesos de plata, es decir, 16 reales37 . En general, el orden de sus ganancias puede medirse en los precios que alcanzaba un esclavo, de 500 a 550 pts. hacia 1720, cuando en la factoría de Cartagena se compraba por menos de la mitad. Las operaciones de los comerciantes no son fáciles de seguir en los registros notariales debido a que casi siempre utilizaban el sistema de "vales" o escrituras privadas o mantenían libros de caja a cuyos asientos -junto con los "vales"-,debía atribuirse mérito ejecutivo por parte de los funcionarios judiciales. Las operaciones mayores, sin embargo, se registraban a veces ante el escribano. Antes de 1739 la presencia de estas grandes operaciones es rara en los registros. Y sólo hasta ese año se encuentran registros de obligaciones comerciales con regularidad tales como la de Don Domingo de la Lastra que hace una escritura de tres mil pts. a favor de Don Juan Romero Orejuela y garantiza el pago con ropa de Castilla que lleva a vender a Quito, por valor de 16 mil pts. La Lastra era un "mercader" de la Carrara bastante poderosos. En 1742, por ejemplo, hizo compañía con Don Ignacio Vergara para comprar mercancías en Cartagena, en donde quedó debiendo más de 80 mil pts. a otro comerciante La mayoría de las fortunas en inmuebles, aún las más grandes, no alcanzaban esta cantidad. También en otra escritura de 1739, Sebastián Perlaza, alguacil mayor del Santo Oficio en Cali, se obligaba por 2.200 pts. con Don Nicolás Munar, cajero de Lorenzo Fernández de Seijas, comerciante de Santa Fé, y por otros 1.720 pts. con José Fernández Gómez, residente en Cartago38 La costumbre era la de adelantar mercancías con un año o un poco más de plazo para pagarlas. Quienes contraían esta obligación solían ser "tratantes" o pequeños comerciantes y
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quienes adelantaban las mercancías, "mercaderes de la Carrara" o mayoristas. Algunos mineros se obligaban directamente con los mercaderes y trasladaban ellos mismos los géneros que consumían hasta el Pacífico. A raíz de este tipo de operaciones, un minero, Francisco de Collazos y Nava debía tales cantidades a varios comerciantes en 1745 que el gobernador de Popayán declaró su interdicción y puso a administrar las minas a Diego del Castillo, para que de las sacas del oro se fueran pagando acreedores.39 Los mineros se comprometían casi siempre a pagar las deudas en oro en polvo, a razón de un castellano (es decir, 21 reales) por cada dos patacones de ocho reales. En la operación perdían cinco o seis reales si el oro alcanzaba 21 o 22 quilates. Además, estas obligaciones generaban intereses comerciales que eran del 10% anual, un 5% por encima de los créditos otorgados a los terratenientes en forma de censos. En ocasiones los propietarios de haciendas adelantaban, como los comerciantes, cargamentos de géneros comestibles a los "tratantes" que los llevaban al Chocó. Estos contraían una "obligación simple" es decir, personal, a pagar a un plazo estipulado. Podía ocurrir también que el terrateniente se obligara a suministrar géneros a término mediante el anticipo de dinero o de otra prestación. En 1751, por ejemplo, Francisco José de la Asprilla y su mujer se obligaron a pagar parte de la hacienda de la Magdalena al minero Pedro del Valle enviándole al Chocó, en el término de cinco meses, 25 cargas de géneros comestibles, así: 10 cargas de carne, 4 de tabaco, 3 de azúcar, 2 de quesos, 2 de jabón, 2 de "raspadura", 1 de conserva de guayaba y 1 de miel. 40 Las llamadas "obligaciones simples", a diferencia de los censos, no gozaban de ventajas institucionales. Aunque admitían la garantía personal de fiadores, los comerciantes debían confiar la mayoría de las veces en su propio crédito para hacer expeditas las operaciones. Así, cuando se adelantaban mercancías a otro comerciante, la garantía solían ser las mismas mercancías o los créditos que se obtuvieran de su reventa. Hasta mediados del siglo, cuando los ejecutores de la justicia eran en su mayoría terratenientes o mineros, los comerciantes debían hallarse en desventaja para obligar a pagar a los deudores morosos. Los conflictos de los años 40 y 50 culminaron en ventaja de los comerciantes a quienes terminó por reconocerse una participación creciente en los organismos de poder local. En 1753 diez y nueve mercaderes dieron un poder a Gaspar de Soto y Zorrilla, quien había actuado como líder de los comerciantes contra la supremacía de mineros y terratenientes desde hacía diez años, para actuar "... en alivio y fomento de los comerciantes de esta ciudad..."41 A partir de este momento puede decirse que el volumen de las obligaciones comerciales sustituye el viejo mecanismo de los 110
censos que privilegiaba la agricultura. De 6.227 pts. y cuatro operaciones registradas en 1751, se asciende a 26 operaciones por 20.942 pts. en 1754 y 23 por 26.101 pts. en 1757. Este incremento, con algunos altibajos, señala el fortalecimiento del gremio de los "mercaderes de Carrera" o comerciantes que tenían vinculaciones con Cartagena o con Quito. Los llamados "géneros comestibles", procedían de las haciendas, pasaban ahora también por sus manos, convirtiéndolos en intermediarios forzosos para que estos géneros alcanzaran los centros mineros. Este control se ejercía mediante el adelanto de dinero a los terratenientes y la posibilidad de otorgar créditos de ocho meses y más a los mineros. Así, mientras el volumen de los censos disminuía a ojos vistas durante el resto del siglo, las "obligaciones simples" de los comerciantes iban en aumento. No resulta extraño que las pugnas entre el gremio de los comerciantes y los terratenientes y mineros se hayan agudizado. Los conflictos aparentes, sin embargo, no deben hacer perder de vista la tendencia general de la sociedad española a integrarse en virtud de una ideología homogénea, del mecanismo de las alianzas matrimoniales y de la compra de tierras y minas. Al cabo de dos generaciones, una familia de comerciantes de origen español podía llegar a estar integrada al cuerpo de las familias tradicionales y aún adoptar actitudes de rechazo hacia otros recién Llegados.
NOTAS 1) 2) 3) 4) 5) 6) 7) 8) 9) 10) 11) 12) 13) 14) 15) 16)
AGI. Santafé L. 17 r. 2 No. 67 f. 4 v. y No. 116 Ibid. Quito, L. 16 Historia documental del Chocó (Colección de documentos publicada por el AHNB) Bogotá, 1954 p. 103 ss. Ibid. Ibid. AGI. Contaduría L. 1444. Ibid. Quito L. 16 Historia documental p. 139 ss. Ibid Cf. MIGUEL LASSO DE LA VEGA, "Los tesorero: de la casa de moneda de Popayán" (1729-1816). Madrid, 1927 p. 7 AGI. Cont. I.. 1604 Ibid. L. 1603 y Santafé, L. 370No. 190 Ibid. Cont. L. 1604 Ibid. Santafé L. 362. Cf. "Fuentes coloniales para la historia del trabajo en Colombia". Edit. por G' COLMENARES et al. Bogotá, 1968. p. 128 ss. AGI. Santafé L.368.
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17) 18)
19) 20) 21) 22) 23) 24) 25) 26) 27) 28) 29) 30) 31) 32) 33) 34)
35) 36) 37) 38) 39) 40) 41)
Fuentes cit. p.137. AGI. SantaFé L. 362. "... Siendo cierto -decía el informe- que en dichas provincias hay dos mil negros de trabajo poco más o menos y estos se reputan cada año por más de millón y medio de pesos, que es el caudal que tributan aquellos minerales, considérese puesto S.M. en el ejercicio de minero por sus ministros, y con tantos auxilios y ventajas lo mucho que rendirán...". Cf. LASSO DE LA VEGA, op. cit. p. 4 y AGI. SantaFé L. 374. Ibid. SantaFé, L. 362. Ibid. Ibid. SantaFé L. 307 ARB. II, 310 ss. Ibid. I, 290, 303, 340, 374, II, 21, 40, 55, 60, 67. "Historia documental" cit. p. 167..ARB. II, 67 Ibid. 152 Ibid. I, 276. "Historia documental" p. 139 ss. r.37 f. 1 r.ss. r. 49 f. 47 v. r. 76 f. 37 v. f. 40 V. f. 102 v. f. 285 r. r. 49 f. 47 v. 6 162 v. r. 8 f. 395 r. 6 feb. AJ 1o. CCCr. 5 Cf. VICENTE RESTREPO, "Estudio sobre las minas de oro y plata de Colombia". Bogotá, 1952. p. 229. y ROBERTO WEST, "La minería de aluvión en Colombia durante el período colonial". Bogotá, 1972.p. 49 ss. WEST, op. cit. p. 56. Ibid. Cf LASSo, op. cit. p. 2 AGI. Santafé L. 362. r. 32 f. 386 r. f. 399r. r. 3f. 82 r. r.11f 181r. r. 43 f. 292 r.
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CAPITULO VI
LA CIUDAD La ciudad de Santiago de Cali, como todas las aldeas españolas desparramadas en América que usaban este titulo ostentoso, concentraba en torno a la plaza mayor no sólo los símbolos de la vida civil y religiosa y algunos almacenes de comerciantes sino también las casas "altas" de sus hijos privilegiados. Prolongado este pequeño núcleo de ocho o diez manzanas se extendían los barrios. Estos eran, en la primera mitad del siglo XVIII, La Merced, habitada también por vecinos "nobles", el Empedrado, el más populoso del Vallano, La Ermita de Santa Rosa, la Carnicería y la Mano del Negro. Debe mencionarse también Barrionuevo, edificado en parte de los ejidos de Cali y cuyos solares empezó a repartir el Cabildo a comienzos del siglo XVIII, pero cuya naturaleza era todavía rústica. En 1787, por razones administrativas, la ciudad se dividió en "cuarteles" atravesando simplemente la ciudad con dos ejes que se cruzaban en la Plaza Mayor. En estos barrios o cuarteles se designaba un alcalde todos los años. Se llamaban Nuestra Señora de las Mercedes, San Agustín, San Nicolás y Santa Rosa. Cada uno quedaba provisto (como puede deducirse por el nombre) con la iglesia de un convento o de una fundación pía. Barrios como el Vallano y la Mano del Negro debieron surgir por la paulatina ocupación de los ejidos de la ciudad. Por esta razón, en 1706, el Cabildo debió asignar un nuevo ejido, cuya extensión era de seis cuadras a partir de la última casa de la vecindad del Vallano cuatro cuadras hasta la Mano del Negro. En esta superficie, que no debía exceder las 20 hectáreas según las anteriores indicaciones, los vecinos más pobres (sin duda los del Vallano y la Mano del Negro) mantenían algunos ganados. Cuando se asignaron los nuevos ejidos en 1706 las tierras estaban cubiertas de monte y hubo que limpiarlas para dedicarlas a su nuevo uso. Aún las tierras aledañas que pertenecían a varios vecinos, estaban tan cubiertas de árboles y maleza que el Cabildo ordenó limpiarlas de modo que ”el contorno de la dicha ciudad no lo damnifique ninguna oscuridad...".1 Por esta última observación es fácil imaginar el carácter eminentemente rural del poblado. Este carácter se había ido acentuando a partir de los primeros tiempos, cuando la ciudad había sido el asiento de encomenderos, comerciantes y dignidades. En el curso del siglo XVII, debido a la depresión económica, muchos vecinos se trasladaron a vivir en el campo ya que no podían mantener "casa poblada" en la ciudad, tal como lo exigía su condición.
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La plaza mayor se adornaba con la iglesia parroquial de San Pedro, en donde ningún vecino acaudalado prescindía de hacerse enterrar con profusión de misas, y la vecindad del convento de Santo Domingo. Allí quedaban también las "arcadas", en donde el Cabildo y la otra iglesia (perpetuamente inacabada) poseían tiendas que arrendaban a los comerciantes y que en los treinta compró el Maestro Juan de Ceballos, alcalde mayor provincial y rico comerciante. En el marco de la plaza y en sus inmediaciones vivían las familias "nobles". Eran terratenientes, mineros y comerciantes que habían edificado casas "altas" o de dos pisos, de teja y "embarrado" (o tapia pisada) en los solares otorgados originalmente a los fundadores, de más de dos mil varas cuadradas cada uno. Contigua a la iglesia, y edificada sobre dos solares, quedaba por ejemplo la casa de Don Salvador Caicedo Hinestroza, Sargento Mayor, hermano del Alférez real, propietario de minas en el río Calima y de la hacienda de los Ciruelos, inmediata a los ejidos de Cali. Su hermano Nicolás, el hombre más poderoso de la ciudad, habitaba también en el marco de la plaza, lo mismo que el propietario y regidor perpetuo Don Ignacio Piedrahita y su pariente, el comerciante Sebastián Perlaza, que era alguacil Mayor del Santo Oficio. Simbólicamente, el asiento de los poderes de la "República" se repartía entre las familias que habían figurado desde los siglos XVI y XVII en el Cabildo como dignatarios municipales: Vivas Sedano, Bacas, Latorres, Velascos, Cobos, Lassos, Peláez, etc., y a medida que avanzaba el siglo, de apellidos de comerciantes y mineros que se emparentaban con las familias patricias. A comienzos del siglo, una casa en el marco de la plaza podía valer más de cuatro mil patacones. En 1712 Doña Francisca Nuñez de Rojas, hija del terrateniente Antón Núñez de Rojas, compró una casa allí por 4.300 pts. En ella vivieron su hija, Doña Manuela Peláez Sotelo y sus nietos, mineros y terratenientes, Felipe y Carlos de Velasco Rivagüero. Otra nieta, Doña Rosalía Peláez Ponce de León, vivió en una casa avaluada en 1747 en siete mil pts. Una casa vecina pertenecía al capitán José Vivas Sedano, quien la vendió a su yerno, el terrateniente Diego Ranjel, por dos mil pts. en 1724. Contigua a la casa del Alférez real Nicolás de Caicedo quedaba otra de dos mil pts. Que pasó de manos de Don Ignacio Piedrahita a las de su yerno, el comerciante Francisco Pernía y de este a uno de los yernos del Alférez real, el minero Antonio de la Llera. A menos de dos cuadras de la plaza, en la esquina de la calle real y la llamada calle de la Ronda (que iba a lo largo del río), la casa del antiguo minero y luego comerciante, Alonso Arcadio Posso de los Ríos, pasó en 1727 a otro minero y terrateniente, Luis Echeverría y Alderete por 3.600 pts. Esta casa
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estaba cubierta de teja, tenía en su solar una cocina cubierta de paja y anexas cuatro tiendas de teja también.2 Todavía en la primera mitad del siglo XVIII quedaban sin edificar algunos grandes solares contiguos a la plaza. En 1737 el terrateniente Luis Garcia de Mirasierra vendió un solar, apenas unas cuadras arriba de la plaza, colindante con las casas de los Bacas de Ortega y los Vivas Sedano. Apenas un año después vendió un pedazo contiguo, también sin edificar. Aunque a finales del siglo XVII muchos vecinos de Cali habitaban en propiedades rústicas o en poblados aledaños, el crecimiento demográfico del siglo siguiente favoreció también al área urbana. Las grandes familias se hicieron adjudicar terrenos que iban mermando los ejidos (Barrionuevo, por ejemplo, adjudicado al Alférez real Nicolás de Caicedo a comienzos del siglo XVIII) y de los que se iban desprendiendo por compraventas a lo largo del siglo. Es así como surgió un cinturón urbano habitado por mulatos y libertos, una especie de clientela de las familias que controlaban también la propiedad urbana. El precio de un solar entero en las inmediaciones de la plaza era de mil pts. y más en la primera mitad del siglo. Este precio iba reduciéndose a medida que se descendía hacia el río o se marchaba hacia la periferia. Hasta el último tercio del siglo XVII los precios de las propiedades urbanas mantuvieron una gran estabilidad. Hacia 1620, por ejemplo, Diego del Castillo había comprado un solar sin edificar en la plaza por 220 pesos oro. Juan de Caicedo Salazar lo adquirió poco después y edificó una casa techada con paja. En 1662 se remató por un precio equivalente al de 1620: 515 pts. Pero al doblar el siglo XVIII su valor se había duplicado.3 La extensión de los solares adjudicados originalmente (cuatro por cada manzana) no permitía que se edificaran íntegramente. Por eso se aislaban con tapias y se edificaban separadamente ciertas dependencias como la cocina. La casa de Don Salvador de Caicedo, que daba a la plaza del lado de la iglesia, se decía estar edificada sobre dos solares. En realidad ocupaba apenas la parte delantera con una edificación principal "alta" (o de dos pisos) y con tiendas de un solo piso. Dado el número de esclavos domésticos (treinta y más) que podía llegar a tener una familia de terratenientes o de mineros, el resto del solar debía contener algunas chozas. El precio de los solares en los barrios oscilaba de acuerdo con su vecindad al corazón de la ciudad. De todas maneras el límite extremo de cada barrio no estaba demasiado alejado del centro. Por eso un solar en el Vallano podía valer entre 100 y 500 pts. y uno en el Empedrado hasta 300. En estos barrios no era frecuente que se vendieran solares completos. Ventas y adjudicaciones originales a vecinos de las clases sociales inferiores no se hacían, como se habían hecho a los conquistadores, por
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solares, sino mucho más parsimoniosamente, por varas. Tampoco estas clases poseían mecanismos sociales aptos para preservar la integridad de un patrimonio, o de acrecentarlo, como en el caso de los vecinos "nobles". Así, la propiedad de los solares en los barrios estaba muy fragmentada, hasta el punto de que era frecuente la venta de lotes de algunas varas cuyo valor no llegaba a 30 pts. En los barrios, sin embargo, las construcciones estaban mucho más diseminadas que en el centro. Las casas allí ya no eran altas, grandes y de teja sino ranchos de construcción endeble ("embutidos de embarrado), techados de paja, que casi nunca agregaban mucho valor al lote en el que estaban construidos. El contraste entre estas construcciones, de una sola habitación con una cocina anexa, y las casas altas de la "nobleza", señala tanto el grado de cohesión familiar como el patrimonial. La traza de la ciudad reflejaba las jerarquías existentes en el seno de la sociedad colonial. En el siglo XVI el título de "vecino" se había discernido exclusivamente a los encomenderos, excluyendo del seno del Cabildo municipal a gentes de menor cuantía. Cuando, a fines de la centuria, los regimientos se hicieron venales y perpetuos, la calidad del vecino perdió su primitiva importancia. De todas maneras se siguió distinguiendo entre vecinos "soldados" y vecinos en encomenderos, de cuyas filas salían respectivamente los dos alcaldes ordinarios. El que era elegido entre los vecinos encomenderos se designaba como "alcalde de primer voto" o "alcalde más antiguo". El otro era simplemente "alcalde de segundo voto". En el siglo XVIII bastaba poseer un inmueble -urbano o rústico - en la jurisdicción de la ciudad para ostentar el título de vecino. Esta masa de gentes incorporada a la vecindad había perdido ya su representatividad en el Cabildo y aún el alcalde de segundo voto se elegía entre los llamados "nobles". Así, las diferencias sociales no eran menos ostensibles que en el siglo XVI. Solo que la propiedad urbana y rústica se había generalizado de tal manera que una distinción social o una representatividad política que se derivara de esta circunstancia ya no tenía sentido. Los vecinos "nobles" se distinguían claramente del común entre otras cosas por el apelativo de "Don". El lugar de la residencia contribuía a marcar esta diferencia. Como se ha visto, las familias más conspicuas se agrupaban en torno a la plaza mayor y en el barrio de la Merced. Algunos "nobles" vivían en las calles más próximas al centro de El Empedrado y del Vallano. Pero casi nunca en Santa Rosa, la Carnicería, la Mano del Negro o Barrionuevo. Muchos poseían, eso sí, solares vacíos en todos estos barrios. En la ciudad de Cali no parece haber existido un confinamiento racial, aunque en algunos barrios la presencia de
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negros, mulatos libres e indígenas fuera más numerosa que en otros. El hecho de que existiera un buen número de esclavos negros domésticos debía hacer nugatorio cualquier tipo de confinamiento. Además, gente de color pardo poseía casas y solares en el Vallano, Santa Rosa y aún en el Empedrado. El apellido Viera, que correspondía a una familia de mulatos, aparece mencionado con alguna frecuencia entre 1723 y 1735 en los registros notariales de transacciones sobre inmuebles, todas en el Vallano. La propiedad más valiosa era de 250 pts. que en 1727 Juan y Pedro de Viera, hijos de Manuela Teleche, vendieron al comerciante Tomás Rizo4 mientras que otras transacciones no llegaban a 25 pts. Eran también pardos Antonia de los Reyes, Maria Candela, Leonar Losas de Navarrete y Agustina de Sandoval Palomino que vivían en el Vallano y en el Empedrado y cuyas propiedades iban de los 15 a los 200 pts. También en el Vallano se menciona a María del Campo. una india de Popayán que compró una casa por 35 pts. en 1735, y en el barrio de Santa Rosa un indio de la Corona que vendió un solar por 20 pts. En el curso del siglo que va de mediados del XVII a mediados del XVIII la ciudad experimentó transformaciones. Casas con techumbre de paja que enmarcaban la plaza fueron dando lugar a construcciones más sólidas, de dos pisos y cubiertas de teja, hasta desaparecer totalmente la de paja en la plaza y sus inmediaciones. El auge económico que trajo consigo la minería del oro propició también una afición por consumos de ostentación, muchas veces extravagantes. Dentro de la estrecha capa de privilegiados que explotaban minas o se dedicaban a levantar haciendas los símbolos exteriores de riqueza se multiplicaban. Los objetos suntuarios, antes raros, iban apareciendo con mayor frecuencia en testamentos y cartas de dote. La ropa ante todo. No es raro que en una dote asignada de diez mil patacones -suma muy cuantiosa- más del 50% estuviera representado en ropas. Los maridos mismos hacían figurar entre el capital aportado inicialmente al matrimonio un buen porcentaje dedicado a su apariencia personal. Doña Juana de Troya y Gaviria, mujer del Maestro Ceballos, sostenía en su testamento que ambos se habían casado pobres "... pero después, por medio de la venta de todos sus ajuares mujeriles, hubo de darle el principio competente para trabajar, como en efecto habiendo empleado en ropa de la tierra de esta provincia (Quito) para la de Popayán, y desde entonces haciendo caudal bien cuantioso, se quedó en la ciudad de Cali de donde era natural..."5 A medida que crecía la población esclava en minas y haciendas, el servicio doméstico fue creciendo también hasta llegar a cifras excesivas en la segunda mitad del siglo. Esta, que podría calificarse de inversión productiva, señala apenas una
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tendencia general que se refleja en los objetos de lujo. Entre varios items del testamento de Doña Bárbara de Saa, la viuda del rico comerciante y minero Juan Francisco Garcés de Aguilar, se mencionaban en 1768: una silla de manos forrada en baqueta de moscovia, por dentro en damasco colorado, flecos de seda, perinola de plata en la cabecera y vidrieras en las puertas que valía 200 pts., un jaez de terciopelo morado con su punta de plata, bordadas las esquinas de lo mismo, riendas de seda, etc., por 125 pts. y una vajilla de plata que pesaba 82 marcos media onza por valor de 656 pts.6 La apariencia de la casa de un "noble" a mediados del siglo podía muy bien corresponder en líneas generales a la descripción de un inventario de 1747 de la casa que el comerciante Sebastian Perlaza había comprado a su suegra, Doña Ignacia Piedrahita, y que en ese año vendió al Doctor Bartolomé Caicedo, minero y terrateniente. El solar en que estaba edificada valía 1.250 pts. y estaba cercado de paredes que valían 605 pts. Se trataba en realidad de medio solar, de unas 900 vs2. y la edificación debía cubrir la mitad. Los inmuebles propiamente dichos: solar, paredes que lo cercaban, paredes de la casa, ladrillos, vigas, blanqueamiento, carpintería y mano de obra incorporada, mas una cocina exterior valían 2.799 pts. Los muebles, en cambio, valían 4.674 o sea que representaban más del 60% del valor total de la transacción. Se trataba de cerca de veinte imágenes y cuadros religiosos que valían 673 pts., sillas doradas, alfombras, cajas de cedro, espejos y piezas de vajilla de "Holanda" y de "China". La casa estaba gravada con diferentes censos por valor de 2.770 pts., es decir, el valor integral del mueble. Este debía pagar así una renta de 138 pts. anuales, una suma excesiva para un capital improductivo. La casa de Doña Bárbara de Saa tenía una apariencia similar. A su muerte se avaluó apenas en 5 mil patacones, aunque dos herederas alegaron que valía ocho mil. Era una casa de teja en la Calle Real, .. con su alto en la esquina, el que reconocido está inservible y puertas y ventanas de la una casa y el alto acomejenado y los arcos muy desplomados y su fundación talada de hormigueros...". El interior sin embargo era rico, pues los muebles y aderezos valían casi tanto como la casa: cuatro mil pts. Además, como se ha visto, la casa mantenía 37 esclavos de servicio que elevaban su valor a más de 20 mil pts.
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NOTAS 1) 2) 3) 4) 5) 6)
ARB. I. 370 r. 8f. 398 r. ARB . I, 178. r. 8f. 297 r. AJ 1o. CCCr. 4 lbid. r. 5
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CAPITULO VII
LA SOCIEDAD 1. Generalidades La imaginería de una historia tradicional y conservadora, construida en el siglo XIX, ha transmitido la noción engañosa de un período colonial sin tensiones sociales, que contrasta vivamente con las perturbaciones que trajo consigo la vida republicana. La ruptura entre los dos períodos estaría marcada por las violencias de las guerras de independencia. A una época de normalidad institucional y de armonía social habría sucedido un desequilibrio caracterizado por bruscas oscilaciones, por luchas agotadoras y violentas cuya fatalidad cíclica parecería ser inherente a fuerzas oscuras e incontrolables que se desataron en el momento mismo de romper con el viejo orden. Esta imagen encerraba una apología mal disimulada de ese viejo orden. La evocación estaba dirigida a despertar la nostalgia por un régimen agrario y una sociedad patriarcal, ajenas a las conmociones que agitaban en ese momento a la nueva sociedad. Por el contrario, el radicalismo liberal acentuaba los aspectos negativos de esa imagen idílica. Allí donde los conservadores hablaban de sosiego, los radicales veían solo el embrutecimiento producido por la opresión secular. En cuanto a la estabilidad de las instituciones, no era otra cosa que la prueba irrefutable de las fuerzas del despotismo. Con todo, la nitidez de estas dos actitudes es tan solo aparente. Como se sabe, ninguna formulación ideológica en el siglo XIX fue lo bastante inflexible como para fijar una adhesión sin matices a los postulados respecto de los cuales surgían las discrepancias. Federalismo o centralismo? Cuestión religiosa? Proteccionismo o librecambio? Ningún hombre de partido del siglo XIX hubiera profesado hasta el fin una de estas alternativas. Pero en cambio su temperamento sí se inclinaba por su concepto rígido del "orden" o, por el contrario, acentuaba su preferencia por la "libertad". El conflicto más profundo surgía así de peculiares concepciones del Estado, es decir, a un nivel de abstracción política. Habitualmente se supone que las luchas políticas del siglo XIX presentan una novedad indiscutible respecto a la tónica de la colonia. Que en este último período sólo pudo gestarse cierto descontento con la gestión de autoridades españolas y que las luchas por el poder estaban ausentes de una vida social bien jerarquizada y, en últimas, inmutable. Se cree ingenuamente que, no estando en juego la forma esencial del Estado, la política, es decir, las disputas en torno al poder, no existían simplemente.
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Sin embargo, y a pesar de toda la retórica del siglo XIX, las raíces de las cuestiones que enfrentaban a liberales y conservadores no arrancan exclusivamente de la época de las luchas por la independencia. A nivel de estructuras económicas y sociales, liberales y conservadores debían responder a tendencias claramente demarcadas en el período colonial. A nivel simplemente político baste pensar en los intentos centralizadores del Estado borbónico de un lado y, de otro, el viejo tema de las "libertades" locales que constituían el privilegio más celosamente guardado por el patriarcado criollo. Naturalmente, sería inconveniente subrayar demasiado las similitudes políticas entre dos períodos que se mueven en el seno de determinaciones complejas, a veces radicalmente diferentes. Pero no resulta inútil hacer énfasis sobre la fuerza histórica representada por el localismo provinciano. Aun cuando en ambos períodos el localismo esté definido por elementos tan diferentes como una vida comunal y urbana, forma de vida impuesta por la dependencia a una metrópoli, y el caudillismo, que significaba a la vez la disolución de este vinculo político y una regresión económica de algunos centros que habían sido prósperos en el siglo XVIII. Hasta ahora, los historiadores han fijado su atención exclusivamente en las relaciones entre la metrópoli española y un centro administrativo colonial. Esta preferencia ha sido forzada tanto por la facilidad del acceso a un tipo de fuentes que acaparaba la atención como por la definición misma de los "problemas" históricos. Pero que ocurría en la periferia del centro administrativo colonial? Resultan casi irrisorios los esfuerzos descomunales que se han hecho para "comprender" la mecánica de una vida nacional con prescindencia casi absoluta de este problema. Pues a pesar de que casi todas las guerras civiles del siglo XIX se originaron en la tensión existente entre la capital y las provincias, lo que sabemos respecto a estas últimas es casi nada. Cada vez aparece más clara, sin embargo, la autonomía en que se movía la vida provincial durante la colonia. Al hecho físico de la incomunicación correspondían formas sociales y luchas políticas que tenían su centro en sí mismas, con muy poca ingerencia de factores externos. Esta autonomía creaba la imagen de quietud loada por los conservadores y al mismo tiempo daba pie para la nostalgia de los liberales por las "libertades". Pero la pretendida ausencia de conflictos es puramente ilusoria. Existían tensiones y conflictos que, naturalmente, no podían ser registrados dentro del espectro ideológico del siglo XIX. El orden y las jerarquías sociales estaban, es cierto, impregnados de tradicionalismo, pero esto no quiere decir que fueran inmutables. La lentitud de las transformaciones sociales obedecía a un ritmo, igualmente lento, de la evolución de las
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fuerzas productivas. El fenómeno del mestizaje, por ejemplo, parece imperceptible a simple vista pero no por ello es menos real. Y hay un dinamismo innegable en ciertos sectores, como el de los mineros y los comerciantes, que está disimulado por convencionalismos sociales arraigados o el deseo inconciente de asimilarse a los patrones ideológicos predominantes. Por eso el comerciante o el minero enriquecidos tienden a convertirse en propietarios. Comerciantes y nuevos terratenientes gozaron, en el siglo XVIII, de una relativa prosperidad auspiciada por el auge minero del Chocó. El patriciado, constituído por los poseedores tradicionales de la tierra, no desdeñaba las alianzas con comerciantes españoles ni estos rechazaban la oportunidad de hacer inversiones más estables en inmuebles rurales y urbanos. Pero no faltaron las ocasiones de conflicto debido a las ventajas que derivaban de su actividad los comerciantes en desmedro de terratenientes y mineros. Estos conflictos, sin embargo, deben ser contemplados en el contexto de una ideología que era incapaz de expresarlos. La apariencia de inmovilidad reside en este factor y no en el hecho mismo social y económico. Los conflictos acababan por resolverse en una hegemonía de cada sector, pero dentro de los marcos institucionales de la autonomía municipal. O en la asimilación de una ideología que se concretaba en ciertos valores sociales de carácter señorial y patriarcal, como vamos a verlo.
2. Los "nobles" Los miembros de las familias poderosas en Cali en el siglo XVIII se decían a si mismos "nobles". Existía entre ellos una identidad que los separaba del resto de la población, obviamente de las "castas" (pardos, indios, mestizos) pero también de otros españoles. Entre estos últimos se distinguían en Cali los llamados "montañeses", pequeños propietarios rurales que debían atender las labores, del campo con la propia fuerza de sus brazos. También, en muchos casos, la clase mercantil compuesta por comerciantes con una pequeña tienda o trashumantes. Siempre, aquellos que ejercían oficios artesanales o figuraban como "criados", es decir, que dependían para su sustento de alguna otra persona. Las distinciones sociales aparecen, pues, al menos de una manera negativa, en función de la raza, de la magnitud de las propiedades o del oficio. Pero, de donde derivaba la clase dominante sus pretensiones de nobleza? A primera vista, del ejercicio de ciertas funciones públicas a las que se atribuía un rango honorífico. Estos servicios prestados a la "república quedaban confinados precisamente a las manipulaciones de esta minoría, si bien, como lo prueban los conflictos frecuentes en el siglo XVIII, no siempre pudieran cerrarse todos los resquicios a la intromisión de personas
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consideradas como no "nobles", que no ostentaban el titulo de "Don" o que lo habían adquirido sólo recientemente. En algunos casos estos nobles se contaban entre la descendencia aunque no fuera en línea directa, de "beneméritos", es decir, de conquistadores o de personas que en los dos siglos anteriores habían podido hacerse a una encomienda. De todas maneras los nombres del siglo XVI no se repiten en el XVIII, aunque debe tenerse en cuenta la costumbre frecuente de adoptar el apellido materno. Así, aunque es verdad que existían conexiones, a veces muy sutiles, con los primeros conquistadores, los nombres de los notables caleños del siglo XVIII procedían casi siempre de inmigrantes Posteriores, la mayoría del siglo anterior. Ahora bien, ni la mejor buena voluntad de los genealogistas locales podría atribuir a estos nombres una prosapia demasiado elevada en su lugar de origen. Hidalgüelos, comerciantes e inclusive, entre los ascendientes de una familia muy notable, un portugués que debió venir en los años prósperos de la trata esclavista, a fines del siglo XVI, se contaban entre los nuevos inmigrantes. Por esta razón se concedía tanta importancia a la noción misma de "servicio". Aparte de las dignidades municipales existía la posibilidad de hacer resaltar una preeminencia económica obtenida en el puro contexto local- con otro tipo de servicios y dignidades. La venalidad de casi todos los cargos abría esta posibilidad, aún en lo que concernía a los oficios de la "república". En Quito se remataban las varas de los regimientos o la alcaldía provincial. Pero al mismo tiempo estaban abiertas las puertas del servicio por excelencia, el de la milicia, en el cual las jerarquías bien establecidas y las imágenes que a él se asociaban podían asegurar una carta de nobleza. A estas dignidades accedieron muchos caleños que participaron en las conquistas chocoanas en el último tercio del siglo XVII. Pero no es raro que en el pacífico siglo XVIII proliferaran también los títulos militares, impetrados obstinadamente en España y comprados a buen precio. Capitanes, Sargentos Mayores y, la dignidad más elevada, Maestres de Campo, se dedicaban toda la vida a quehaceres que no tenían nada de guerrero en el Cabildo, las haciendas, las minas y aún en el comercio. La sociedad colonial hispanoamericana se caracterizaba no sólo por las tensiones engendradas a partir de una heterogeneidad racial sino también por el carácter aparentemente inmutable de los estamentos superiores. Desde un primer núcleo de conquistadores y encomenderos, el estamento privilegiado de los "españoles-americanos" se ensanchó progresivamente pero conservó siempre una estructura reconocible a pesar de las variaciones introducidas por nuevos inmigrantes. Se trataba, sin embargo, de meras variantes formales que se asimilaban rápidamente y que no afectaban para nada, o muy poco, la
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estructura misma. Las enormes diferencias de "clima" histórico que se observan entre el siglo XVI y el XVIII obedecían no a cambios estructurales en el seno de la sociedad adventicia de los españoles sino a cambios profundos operados entre los indígenas, al crecimiento del mestizaje, a condiciones cambiantes de la coyuntura económica, en suma, a factores externos al núcleo de los privilegiados. El aparente inmovilismo de la sociedad colonial consiste en una distorsión que identifica la sociedad entera con este sector de los "españoles-americanos". Pero aún si se admite la estabilidad de este sector y su evidente cohesión social, la explicación del fenómeno queda por elaborar. Podría sugerirse, como hipótesis más o menos obvia, que se trataba de sociedades predominantemente agrarias en las que, e vez en cuando, llegaron a injertarse individuos salidos de sectores más dinámicos, como los comerciantes y los mineros. Inicialmente -en el siglo XVI- unos pocos encomenderos lograron acaparar, con el trabajo de que disponían en forma casi exclusiva, grandes extensiones de tierra. El sistema hizo quiebra mucho más rápidamente en la provincia de Popayán que en el oriente colombiano y ya a comienzos del siglo XVII los propietarios se esforzaban por retener, adscribiéndolos a la tierra, los pocos indios que quedaban. Si bien desapareció, junto con la población indígena, el sistema de la encomienda, permanecieron intactos los patrones de la gran propiedad territorial. Esta, de suyo, no significaba la riqueza o el poder. Pero aunada a los recursos y oportunidades que proporcionaban las alianzas, reforzaba la base de una permanencia o de un cierto hieratismo social. Por esto los vecinos nobles de Cali constituían, en principio, un conjunto cerrado. Una red intrincada de parentescos ligaba a cada familia con las restantes de manera que puede afirmarse casi con certeza que todas formaban una cadena en la cual no existían eslabones sueltos. Naturalmente, lo que contaba eran los parentescos más cercanos o las alianzas más recientes. Lo cual no excluía que, en algún momento, eslabones alejados se volvieran a aproximar en virtud de una nueva alianza. Virtualmente este sistema permitía una cierta variedad de combinaciones que neutralizaban el significado o la efectividad de su carácter cerrado. En otras palabras, que si en el fondo se trataba de una gran familia, esto no quiere decir que el cuerpo social que representaba no ofreciera fisuras. Frente a los extraños, es posible que los nobles aparecieran como un cuerpo indiferenciado. Pero en sus relaciones concretas lo que contaba era la proximidad del parentesco o la alianza propiciada voluntariamente. Esto permitía la aparición de facciones que se disputaban el poder político y la preeminencia social y en las
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cuales solo pueden observarse muy ligeras diferencias en cuanto al origen o la composición social. De otro lado, podría pensarse que el tamaño de las concentraciones urbanas en la época colonial reducía las relaciones sociales a un contexto puramente aldeano, dotado de autonomía propia de este tipo de formaciones sociales. Sin embargo, en el mundo colonial existía un acervo ideológico tan caracterizado que la nobleza podía mantener una red de relaciones mucho más vasta, sobre todo con sectores similares de las provincias vecinas. Pero por debajo del acervo ideológico, o de la imagen de cohesión que la nobleza podía aparentar, subsiste el problema de las relaciones económicas entre los diferentes sectores de "españoles-americanos". El dinero, como en cualquier otro tipo de sociedad, era capaz de ennoblecer y, en retorno, su ausencia capaz de privar de privilegios sociales y políticos. Ya se ha visto como, entre los siglos XVII y XVIII se observa un declive de las antiguas familias de terratenientes. Para ilustrar este proceso, veamos lo que podía ocurrir en el seno de una de estas familias. En 1690 cuando testó, Inés Téllez de Calatrava declaraba entre sus bienes tierras y estancias heredadas de su madre, Leonor Holguín Renjifo, tierras y estancias de las Cañas, que habían sido de su marido Alonso Baca Ramírez, tierras en la Balsa, tierras entre Yumbo y Arroyohondo y tierras en el valle de Tocotá y en las cercanías de Cali. Cuando se casó, en 1638, había aportado 7.500 pts. de dote y mil reses regaladas por uno de sus tíos. El matrimonio tuvo diez hijos entre hombres y mujeres. De los hombres sólo sobreviven tres. Domingo, por ejemplo, había muerto en Latacunga, a donde había ido a comerciar en ropa y mulas. En vida de su madre cada hijo recibió entre 20 y 30 reses, algunas yeguas, potros y mulas. Y cada una de las cuatro hijas que se casaron, un dote considerable: Ana María, por ejemplo, 200 yeguas y media legua de tierra en Sumbutala, Leonor mil pts., Petrona 1.500 y Andrea 3.400 en casas y solares. Como la mayoría de edad de los hijos sólo se alcanzaba a los 25 años, una familia tan numerosa como esta podía mantener su cohesión entregando a los hijos algunos ganados o iniciándolos en el comercio, sin que los inmuebles salieran de la cabeza de familia. Los yernos podían incorporarse también a los negocios familiares con tierras que se les cedían en dote o en venta, contiguas al cuerpo principal de una hacienda. El grueso de la fortuna de la familia consistía en tierras y ganados pero el dinero líquido debía ser escaso como lo muestra el hecho de que la señora hubiera tenido que ceder cuatro cuadras de tierra para pagar con ellas el entierro de su marido.1 Como se ve, las tierras mencionadas en el testamento provenían tanto de la familia de la mujer como de la del marido. 125
La parte más importante, en cuanto a la extensión, la constituían las tierras de las Cañas, un verdadero latifundio en jurisdicción de Caloto. Dos de los hijos supervivientes, Andrés y Manuel Baca de Ortega, poseían en esa región en 1725 los potreros llamados de Guales, entre los ríos Fraile (Cañas) y Párraga, y las tierras de Buchitolo, el Tiple y Todos Santos, entre el Fraile y el Desbaratado. Es fácil imaginar la suerte final de este latifundio si se piensa que Manuel Baca (muerto en 1736) tuvo ocho hijos y dos hijas y su hermano Andrés se casó tres veces y tuvo con su primera mujer cuatro hijas y tres hijos. Así, entre los propietarios de el Tiple y Todos Santos, en el siglo XVIII, se contaban Francisco Leonardo del Campo, un minero español de Caloto que se había casado con una hija de Manuel Baca, lo mismo que Custodio Jerez y José Martínez y los yernos de Andrés Baca: José Falcon, Agustín Angel Piedrahita y Miguel Ordoñez de Lara. Un proceso semejante habían experimentado otras familias de terratenientes en el curso de la segunda mitad del siglo XVII. Quinteros, Vivas, Renjifos, Lassos, Escobares, que habían poseído enormes latifundios, tuvieron una numerosa descendencia entre la cual debía repartirse forzosamente las propiedades. Inclusive, en el curso del siglo XVIII, algunos vástagos de estas familias se hallaban empobrecidos y tenían que desprenderse una a una, de sus tierras. El Sargento Mayor Mateo Vivas Sedano, por ejemplo, quien había heredado tierras en Párraga y en Yumbo, tuvo que ceder primero las de Párraga a su hijo Diego (1728), pues estaban gravadas con más de cinco mil pts. En 1745 cedió las de Yumbo a su hijo Juan, gravadas con la misma cantidad. El Maestro Miguel Vivas debió vender también en 1754 la hacienda de Cañaveralejo, excesivamente gravada con censos. Lo mismo hizo otro Miguel Vivas con tierras de el Babuyal en 1733, de la Herradura en 1736 y de Piles en 1738. Onofre Vivas Sedano murió en 1733 en suma pobreza, a pesar de haber poseído el latifundio de la Herradura. El siglo XVIII vió mermar la influencia de este tipo de terratenientes en favor de mineros y comerciantes. El auge de la familia Caicedo se debía como se ha visto, a sus actividades mineras en el Raposo y el Chocó. Las fortunas más grandes de Cali pertenecían a estos mineros que se doblaban en terratenientes y en no pocas ocasiones ejercían el comercio. El ecuatoriano Juan Francisco Garcés de Aguilar, hijo natural de una pareja de nobles de Ambato, dejó una fortuna de cerca de 80 mil pts. en tierras, minas y efectos de comercio. A otro tanto ascendía la fortuna de Bernardino Núñez de la Peña, un mestizo que había descubierto minas en el Chocó y había comprado la hacienda de Arroyohondo en 1743. Su casa, avaluada en 8 mil pts., era la más valiosa de Cali.
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En realidad, sólo algunos comerciantes podían competir con estos empresarios. Un Dionisio Quintero Ruiz, por ejemplo, yerno de Bernardino Núñez de la Peña, quien actuó como albacea de este último y tutor de seis hijos menores de los cuales manejó las hijuelas que ascendían a 61.000 pts. Cuando recibió este dinero, en 1750, su propia fortuna ascendía a 30 mil pts. Con la muerte de su suegro Quintero se convirtió también en terrateniente al heredar la hacienda de Arroyohondo reconociendo 18 mil pts. impuestos en capellanías por Núñez de la Peña y su mujer. En 1754, en compañía con el cura Tomás Ruiz Salinas, emprendió la tarea de reconocer y catear tierras entre los ríos Saija y Patia, en la provincia de Iscuandé. Según la escritura, los socios sacarían seis o más familias indígenas de Micay para transportar víveres y dedicarían 41 negros con que explotaban otras minas en Dagua y Yurumangui. Quintero tenía, además, otros negocios. En 1748, por ejemplo, vendió 45 esclavos por comisión, en 1751 participó en el abastecimiento de aguardiente al Chocó y a la sombra de este tráfico se dedicó a enviar otros géneros. Otra de las fortunas considerables de Cali pertenecía a Gaspar de Soto Zorrilla, español que se dedicaba a proveer de mercancías a los tratantes que viajaban al Chocó. Soto participó activamente en la política local y se enfrentó, a partir de 1744, a las familias de notables, a pesar de estar él mismo casado con una criolla perteneciente a una de estas familias. A finales de 1756 su mujer declaraba que Don Gaspar se hallaba, "... en notable perturbación de juicio... y se ha experimentado que la primera demencia va pasando a furia y notable desconcierto..."2 Sus bienes fueron administrados en adelante por su yerno, Manuel Pérez de Montoya, otro comerciante que se dedicaba a abastecer a tratantes del Chocó y que jugó un papel importante en la política local a partir de 1759, cuando fue nombrado regidor perpetuo y teniente de gobernador. La fortuna de Gaspar de Soto no incluía minas ni tierras pero aún así parece haber sido la más considerable de Cali. A su mujer le tocaron de gananciales y dote 72.382 pts. Esta última era de 8.685 pts. A una de sus hijas le cupieron 9.159 pts. de hijuela más 3.542 de mejoras y a otros cinco herederos 51.937 pts., es decir, que la fortuna debía ascender a unos 150 mil pts.
3. Las alianzas La cohesión de una minoría puede entreverse a través de un número limitado de situaciones y de alianzas familiares. No solamente los troncos familiares o linajes permanecían identificables fácilmente sino que las leyes de sucesión contribuían a fijarlos a un primitivo latifundio. Puede decirse,
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además, que las sucesivas divisiones de estas gigantescas heredades obedecían a reglas similares a las que Presidían las alianzas matrimoniales. Hasta mediados del siglo XVIII el exclusivismo del patriciado no afectaba para nada su sentido más amplio de una solidaridad racial e inclusive puede pensarse que esta reforzaba a aquel. Lo cierto es que los criollos ricos de Cali mostraron siempre una inclinación marcada a casar sus hijas con pretendientes españoles. Es posible que esto sea cierto respecto a todas las colonias. Al menos hasta el momento, en la segunda mitad del siglo, en que los antagonismos entre criollos y españoles comenzaron a surgir. Los pretendientes españoles no podían ser otros que comerciantes españoles, y excepcionalmente, algún allegado de los funcionarios que venían a las Indias con un salario. En este último caso se trataba de aventureros que buscaban una oportunidad en América a la sombra del prestigio de algún pariente. Por su parte, los padres criollos no parecen haberse mostrado demasiado exigentes con respecto a la fortuna de sus futuros yernos. Otra cosa, en cambio, eran los requisitos que el candidato debía llenar en cuanto a sus orígenes. La vanidad criolla podía hacer caso omiso de la pobreza del pretendiente y hasta subsanarla, pero en ningún caso olvidar su posición social. Un pretendiente debía acreditar de algún modo, que poseía la hidalguía y sólo entonces los padres criollos acudían a proveer los aspectos materiales del asunto. De otro lado, ningún índice más apropiado para inferir la riqueza o la importancia social de una familia criolla que la cuantía y naturaleza de los bienes dotales de las hijas. La materia era ocasión de rivalidades entre los criollos adinerados que, cada vez que se concertaba un matrimonio, solían adelantar la porción más grande posible de la "legítima" que debía corresponder a la hija en el momento de la muerte de sus progenitores. Una vez recibida la dote, el recién casado debía extender carta de pago haciendo constar lo que él mismo había aportado y comprometiéndose a responder por los bienes de la esposa con "lo mejor y más bien parado" de sus propios bienes. Los testamentos registraban también esta circunstancia con el objeto de reintegrar los bienes dotales, en caso de que la mujer sobreviviera al marido, y de determinar la parte de gananciales y las legítimas de los hijos. En 1731, cuatro años antes de su muerte, el Alférez real Nicolás de Caicedo Hinestroza casó a su hija Francisca (de 29 años) con Juan Antonio de la Llera y Gómez, un español que no poseía un centavo.3 La importancia de la familia de la novia exigía que la dote fuera magnífica. Y como el novio era pobre de solemnidad era también indispensable que los bienes dotales fueran de naturaleza apropiada para iniciarlo en los negocios, tanto como para realizar el prestigio de la novia. Por esto recibió
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4.500 pts. en plata acuñada, tres esclavos de servicio para la casa (avaluados en 1.200 pts.), vajilla de plata (224 pts.) y 2.882 pts. representados en el ajuar de la novia. En este caso los bienes meramente suntuarios representaban más del 50% del valor de la dote. Tal vez por eso, después del matrimonio, Don Nicolás se apresuró a adelantar al flamante yerno dos mil pts. más en préstamo, provenientes de una de las capellanías que administraba, aceptando como garantía los bienes dotales. El mismo año del matrimonio de Doña Francisca otro criollo adinerado, Francisco Garces de Aguilar, casó a su hija Rosa. Ya se ha visto como Garcés había venido de la Audiencia de Quito y se había casado con Bárbara de Saa. Su fortuna provenía del comercio y particularmente de la trata de negros. Su yerno, un español pobre que también estaba vinculado a la trata, recibió seis mil pts. en plata, una negra de servicio para la señora y un ajuar que valía 2.129 pts. Recibir cuatro o seis mil pts. en dinero era sin duda un buen augurio y hacia el estado matrimonial muy deseable. Los varones, que alcanzaban la mayoría de edad sólo a los 25 años (a menos que fueran emancipados antes), podían iniciarse con este capital en los negocios, comprar tierras, esclavos o minas o dedicarse al comercio. El apoyo de un suegro poderoso podía rendir frutos también en otros campos diferentes al económico. De la Llera, por ejemplo, fue elegido alcalde del segundo voto dos veces consecutivas: la primera, en 1735, a instancias de su suegro, quien murió ese mismo año. Manuel de la Pedraza, el yerno de Garcés de Aguilar, obtuvo en 1736 el privilegio de vender las bulas de la Santa Cruzada y su suegro actuó como fiador. Un matrimonio bien aconsejado podía significar para un español pobretón o para el hijo de una familia noble el inicio de una carrera de acumulaciones sucesivas. Naturalmente, estas acumulaciones podían beneficiar a su mujer a través de dos o más matrimonios. Doña Francisca Núñez de Rojas, hija de Antón Núñez de Rojas, un poderoso terrateniente, aportó a su primer matrimonio con el español Toribio Moro cuatro mil pts. de dote, de los cuales 2.500 pts. en tierras. El matrimonio no tuvo hijos pero Moro debió tener mucho éxito pues a su muerte dejó fundada una capellanía con cuatro mil pts. de capital y la señora pudo retirar 16 mil pts. que componían su dote y gananciales. Esta cantidad entró como dote en un segundo matrimonio con el santafereño Vicente de Peláez Sotelo. Y todavía en un tercer matrimonio con otro español, Antonio de los Reyes, la señora aportó 23.771 pts. de dote. Estos acrecentamientos permitieron dotar a su vez a una hija con más de diez mil pts. Por el contrario, una familia noble podía sentirse injuriada a causa de una alianza matrimonial inconveniente. Doña Ignacia de
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Escobar, viuda de Manuel Cobo y Caicedo, desheredó a dos de sus hijos "… por haberse casado contra mi voluntad, con desigualdad notoria, ocasionándome grave pesadumbre y conocida injuria..."4
4. Los "montañeses" y las "castas". A través de la vinculación a la vida política de la ciudad o al hecho de haber desarrollado una actividad económica a una cierta escala, conocemos con algún detalle lo que se refiere al sector "noble" de la sociedad colonial. Se trataba, en el fondo, de unos pocos nombres de familia que monopolizaban el poder de la riqueza. Pero, qué ocurría con los demás estratos sociales? Según el censo de 1777, la población de Cali se repartía entre 74 religiosos, 1.200 nobles, 2.078 mestizos y 1.962 "pardos". En total un poco más de cinco mil personas. Ahora bien, entre quienes figuraban como nobles, la mayoría no gozaba sino del privilegio social de una distinción de casta Su situación económica apenas debía ser suficiente para asegurarles un pasar mezquino. A mediados del siglo el médico francés Sudrot de Lagarda observaba que la mayor parte de los habitantes de Cali pertenecían al "gremio de los pobres".5 Entre estos, los absolutamente desposeídos, y los poderosos, existían una franja estrecha de pequeños propietarios, artesanos afortunados y nobles venidos a menos debido al fraccionamiento impuesto a las fortunas inmuebles por una numerosa descendencia. La estructura latifundista del siglo XVII no era propicia a la existencia de pequeños propietarios. Pero al avanzar el siglo XVIII fueron surgiendo, al lado de las grandes haciendas, propietarios más modestos de hatos y estancias que se beneficiaban con el trabajo de dos o tres esclavos. Cuando uno de tales propietarios no provenía de una familia noble se le designaba como "montañés", lo cual debía aludir al hecho de no tener casa "poblada" en Cali y mantenerse, sin pretensiones, en su propiedad rústica. En la segunda mitad del siglo XVII se había creado una compañía de soldados de infantería con esta clase social, para la cual se designaba un "capitán de montañeses". Si nos atenemos a la frecuencia de los testamentos,, este grupo social fue más numeroso en la segunda mitad del siglo XVIII. Es posible, sin embargo, que los pequeños propietarios no se cuidaran de protocolizar su última voluntad y que los arreglos sucesorales se hicieran en muchos casos de facto. Tomando un testamento casi al azar puede fijarse algunos rasgos característicos. En 1754 testó Ventura González, residente en Jamundí e hijo natural de una mujer llamada Juana Carpintero. El nombre de esta sugiere que se trataba de un mestizo, descendiente de algún artesano. Cuando se casó aportó como capital diez yeguas, cuatro caballos, 40 puercos, una silla
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"jerónima" con cabecera de plata, una espada, una daga, un machete, un hacha, una atarraya con plomada y 40 pts. Este equipo hace pensar que el personaje estaba pronto a ocuparse en varias actividades, ninguna de las cuales se concretaba como un oficio más o menos permanente. Pescador, mulero, granjero, peón o comerciante, González, como muchos de los de su clase, parece haber tenido una disponibilidad para cualquier tipo de oficio. Se había casado con una viuda que tenía una hija y ellos, a su vez, tuvieron cinco hijos. La mujer aportó como dote 45 reses y la ropa y los adornos de su condición. Los negocios de la pareja debieron prosperar pues, antes de morir, Ventura no sólo pudo casar a dos hijas dotándolas convenientemente e iniciar a tres hijos en negocios de ganado sino amasar también una pequeña fortuna que incluía dos esclavos, ganado y créditos por ventas de quesos y leche. Las ambiciones sociales de este personaje corrían parejas con sus logros materiales. En su testamento confesaba que, aspirando a que uno de sus hijos recibiera las órdenes sagradas, le había asignado un patrimonio para su congrua y se había permitido avaluar sus propios bienes en exceso para justificar esta liberalidad. Como los otros hijos podían resultar perjudicados, ordenaba en su lecho de muerte que el patrimonio no redujera al monto del quinto de libre disposición. La fortuna de este pequeño propietario se explica no solo en función de su trabajo sino también de sus posibilidades de crédito. El ascenso social que le había procurado tener un hijo cura le abría varias puertas. En primer término, había sido mayordomo de una cofradía del Rosario en Jamundí y corno tal administrador de una cierta cantidad de ganado. Luego, su propio hijo era capellán de una fundación pía cuyos dineros había hecho prestar al padre. También, constituyendo un censo, había adquirido tierras en Jamundí y sobre estos dineros debía pagar una renta de más de 60 pts. anuales. Debe anotarse que, al momento de su muerte, debía ya ocho años de réditos atrasados de uno de los censos.6 . Los negocios de un pequeño propietario podían ser de diversa índole. En otro testamento del mismo año encontramos que Ignacio Prado, también mayordomo de cofradías en Cali y casado con una indígena, se ocupaba como mulero al servicio de algunos hacendados importantes. Unas pocas tierras que poseía en las proximidades de Cali pertenecían a su mujer y en ellas mantenía sus mulas y algunas reses lecheras.7 Al mismo nivel social que los pequeños propietarios rurales pueden colocarse algunos propietarios de inmuebles urbanos cuyos medios de vida se originaban en el campo. Poseían ganado vacuno, caballar o menor que mantenían en tierras ajenas y cuyo levante y engorde pagaban por cabeza. Existían también arrendatarios de tierras. próximas a la ciudad, que dedicaban a la
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agricultura aunque ellos mismos residieran de manera permanente en Cali y poseyeran "casa poblada" en ella. Otros, especialmente mujeres, poseían uno o dos esclavos que les procuraban el sustento mediante su arriendo a propietarios pudientes. Una de las transformaciones sociales más visibles durante la segunda mitad del siglo XVIII consistió en el crecimiento de los arrendatarios (cosecheros) en tierras dedicadas al cultivo del tabaco. El fenómeno debe atribuirse, en parte al menos, a la organización del monopolio del tabaco hacia 1780 pero también a un incremento demográfico de ciertos sectores de la población (mestizos y blancos pobres), los cuales tendían a crear un vinculo -que hasta ahora se había dado a muy pequeña escala- con los propietarios. Los elevados patrones de consumo de las clases altas en una sociedad minera se comunicaban a las clases inferiores de la sociedad y de esta manera aparecían también vínculos de dependencia personal. En 1798 un José Bonilla manifestaba que dos comerciantes le habían suministrado efectos de sus tiendas con el compromiso de pagarles en trabajo. Les debía 156 pts., una suma cuantiosa, de la cual sólo podía abonar anualmente 10 ó 12 pts, con su trabajo, probablemente de artesano.8 En los estratos medios de la sociedad figuraban los "tratantes" o pequeños comerciantes que dependían de los mayoristas o "mercaderes de la Carrera", es decir, aquellos que traían directamente mercancías desde Cartagena y Quito. Estos tratantes eran a menudo comerciantes itinerantes que visitaban los centros mineros en busca de rápidas y grandes ganancias. Los yacimientos mineros atraían igualmente a pobres de solemnidad que esperaban hacer fortuna allí. Al menos pueden señalarse dos casos en que comienzos tan modestos estaban en el origen de una gran fortuna. Se trataba de dos personajes de origen oscuro pero que pudieron ascender en la escala social. Uno, el capitán Juan Bravo de León, era hijo natural de un noble español y una mujer de Toro. Se casó sin embargo con una de las hijas del capitán Lorenzo Lasso de la Espada y aportó al matrimonio un capital de más de 14 mil pts. representados en una mina y 14 esclavos. Al morir tenía dos minas y 40 esclavos, más 31 que había comprado recientemente y que todavía no había pagado. En cuanto al otro, Bernardino Núñez de la Peña, también hijo natural, de tratante se convirtió en poderoso terrateniente y dejó una fortuna que puede calcularse entre 80 y 90 mil pts. Aunque sus hijas se casaron con personajes que ostentaban el título de "Don", sus descendientes varones se vieron envueltos en conflictos con los nobles, celosos de este rápido ascenso. Puede decirse que estos dos casos son casi únicos. Lo corriente parece haber sido la situación inversa, de nobles venidos a menos. Si bien la coyuntura del siglo era favorable a los
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negocios, estos se hallaban monopolizados por grandes propietarios de tierras y de esclavos o por unos pocos comerciantes y mineros. Las familias crecían a un ritmo tal que las fortunas medianas se deshacían, en el término de una o dos generaciones, en manos de numerosos descendientes. Estas personas, pese a su empobrecimiento, conservaban un cierto grado de consideración social de la que no gozaban siquiera los mestizos enriquecidos. Lo que los padrones denominaban mestizos, era, sin duda, el grueso de la población. Les seguía en importancia numérica los pardos, esto es, población de origen africano que podía ser esclava o libre. El hecho de que sobre esta última y sobre algunos indígenas supervivientes recayera casi exclusivamente el peso de las labores productivas en el campo y en las minas y de los oficios serviles en la ciudad, indica -al menos negativamente- una de las características del estrato mestizo. Se trataba, en la mayoría de los casos, de una población flotante cuyas relaciones con el estrato superior no estaban institucionalizadas como con respecto a los indígenas (a través del tributo y de todo lo que este implicaba) o a los esclavos. Apenas en el siglo XVIII comenzaban a formarse nexos de clientela con respecto a los propietarios y, en menor medida, beneficios de tipo salarial. En algunos casos se trataba de pequeños propietarios, de artesanos, de tratantes o de arrendatarios. Pero casi siempre estaban desposeídos y parece que hayan vivido de oficios ocasionales como el de muleros, vaqueros o de domésticos en las casas señoriales. En cuanto a los esclavos, la mayoría ni siquiera residía en la ciudad de manera permanente. Algunos realizaban el prestigio de algún noble como servidores domésticos, pero muchos debían trasladarse una parte del año a las haciendas para ocuparse en labores rurales. Esta doble función de la esclavitud indica el carácter señorial y patriarcal de la relación con sus amos. En muchas ocasiones los vástagos de las familias nobles recibían en su infancia esclavos en donación de sus parientes y las recién casadas incluían en su dote una o dos esclavas de servicio. Las manumisiones testamentarias o las recomendaciones de dar buen tratamiento a un esclavo en especial eran frecuentes y se aludían relaciones teñidas de un cierto carácter emocional. Tampoco era raro que los amos aceptaran vender al esclavo su propia libertad mediante el pago de su precio en el mercado. Los esclavos podían, pues, adquirir para sí y tener la oportunidad de ahorrar 300 ó 500 pts. trabajando en días festivos.
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NOTAS 1) 2) 3) 4) 5) 6) 7) 8)
Año 1690 f. 50 v. ss. r. 68 f. 250 r. r. 14 f. 148 r. ss. r. 6 f. 187r. ss ARB. II. 196. 196. r. 7 f. 170 r. ss. r. 35 f 291 v. ss. r. 72 f. 160 r. ss.
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CAPÍTULO VIII
LA POLÍTICA 1. Las dignidades de la República Las dignidades municipales que componían el Cabildo de Cali en el siglo XVIII eran de dos tipos: electivas y vitalicias. Quienes ocupaban un puesto permanente de regidor debían comprar su dignidad en Popayán, en pública subasta. En términos generales existía un cierto concenso social respecto de las personas que podían acceder a estos cargos. En el siglo XVI los encomenderos habían logrado acapararlos y se habían opuesto a que los ocuparan artesanos o personas que se consideraba de una condición inferior. A pesar de que se introdujo en ellos la venalidad, se siguieron considerando un monopolio de personas "distinguidas" y, aunque no fueran hereditarias, sólo sus descendientes o algún allegado se atrevía a pretenderlos. Cuando el simple poder del dinero trataba de forzar esta conveniencia social informulada, surgía fatalmente el conflicto. El cargo más vistoso y de mayor influencia social en el Cabildo, el del Alférez real, pertenecía por este derecho de preeminencia social a la familia Caicedo. En él se sucedieron, en el curso del siglo, cinco miembros de esta familia: Cristóbal de Caicedo Salazar, hasta 1705 Nicolás de Caicedo Hinestroza, de 1706 a 1736 Juan de Caicedo Jiménez, 1736 a 1744 Nicolás de Caicedo Jiménez, 1744 a 1756 Manuel de Caicedo Tenorio 1758 a 1808. En el interregno de 1756 a 1758, durante la enfermedad de Nicolás de Caicedo J., ocupó el cargo de su yerno, el español Francisco Lourido Romay. El sucesor tuvo que disputar el cargo a un poderoso comerciante, Manuel Pérez de Montoya, cuyo suegro, el español y comerciante Soto y Zorrilla, había entrado ya una vez en conflicto con los patricios de la ciudad en 1743. Pérez de Montoya alegó en 1759 que el título obtenido por su rival estaba viciado pero no logró la anulación. Tuvo que contentarse con ejercer el cargo de teniente de gobernador que le fue confiado al año siguiente y rivalizar desde él con el Alférez. Los otros regimientos perpetuos eran, en orden de precedencia, el de Alguacil Mayor, el de Alcalde mayor provincial, el de Depositario general y el de Fiel ejecutor. La importancia de estos cargos se medía por sus funciones pero sobre todo por el rango que proporcionaba cada uno en relación al otro, según un orden preestablecido por la tradición. Según una disposición de la Audiencia de Quito de 1742 la precedencia de los cargos es la que se ha indicado. En 1770, sin embargo,
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Antonio Cuero, allegado de la familia Caicedo, se empeño en gozar de la precedencia, como Alcalde mayor, sobre el Alguacil. Este último era Martín Domínguez Zamorano, hijo de un comerciante español cuyos títulos al Cabildo habían sido impugnados también por el clan de los Caicedos hacía una generación. En el mismo año de 1770 se dió una disputa parecida entre dos cuñados, ambos hijos de comerciantes, al pretender Antonio Garcés y Saa que su fielato debía preceder al puesto de depositario general que ocupaba Andrés Francisco Vallecilla.1 Como se verá más adelante, los regidores ejercían un control indiscutible en los asuntos de la "República". Era natural entonces que los comerciantes -generalmente de origen españolbuscaran abrirse camino en el Cabildo haciendo valer el peso de sus escudos. En 1744 Manuel Caicedo y el comerciante Matías Domínguez Zamorano disputaron el puesto de Depositario pero el último ofreció 1.250 pts. y venció a su contrincante. Los Caicedos buscaron hacer anular la otorgación alegando ilegitimidad en Domínguez y el hecho de ser mercader. Esta vez, sin embargo, el comerciante fue apoyado por otros españoles y un linaje de comerciantes criollos, el de los Garcés y Saa. Los regimientos y el control municipal fueron monopolizados por propietarios y mineros hasta 1726, cuando el hijo de un comerciante español obtuvo la Alcaldía mayor provincial mediante el pago de mil pts. Se trataba del Maestro Ceballos, cuyo título le venía de estudios hechos en Quito y que sucedía en el cargo a un importante propietario. Don Feliciano de Escobar Alvarado. Ya en 1720 Ceballos había sido procurador de la ciudad y desde 1722 familiar del Santo Oficio. Ostentando su nueva dignidad de Alcalde mayor fue elegido dos veces alcalde ordinario e intervino durante más de veinte años en los asuntos del Cabildo. En 1734 fue teniente de gobernador y como tal encargado de residenciar funcionarios. En 1744, junto con dos comerciantes españoles, se quejaba de los Caicedos, a quienes calificaba de despóticos y soberbios. Estos reaccionaron pidiendo que el Maestro cerrara su tienda de comerciante o cesara en el ejercicio de la Alcaldía mayor. Con este pretexto llegaron a obtener que la Audiencia de Quito lo suspendiera, pero fue restituido prontamente. La preeminencia de Ceballos se debía, más que a sus estudios (aunque estos le confieren cierta ventaja sobre nobles que a duras penas sabían leer y escribir), a su fortuna en los negocios. En Quito se había casado, antes de 1720, con Doña Juana de Troya y Gaviria de quien se separó para venir a residir en Cali, en donde había nacido. Desde un modesto comienzo en los negocios pudo amasar una fortuna que se calculaba en 1744 en 80 mil pts. En 1725 había viajado a Cartagena y, según el decir de varios comerciantes que lo acompañaron, había invertido allí más de 20 mil pts. Según los mismos testimonios tenía en 1744 la tienda
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mejor surtida de Cali. Sobre esta presunción su mujer testó en Quito en 1744 disponiendo de 19 mil pts. de la fortuna del Maestro en obras pías. En Cali se encargaron de ejecutar la voluntad de la señora, que por mandato de la Audiencia de Quito, Don Nicolás de Caicedo, Don Jerónimo Ramos de Morales y Don Francisco Leonardo del Campo. El Maestro tuvo que sostener un largo pleito que, según afirmaba en su testamento le había costado 16 mil pts. Posiblemente toda esta pugna judicial, como era frecuente, tuvo mucho que ver en las rivalidades políticas de la época. Sobre el poder de Ceballos los albaceas, que actuaban en Quito, estaban bien informados. Tenían " ... por odiosas y sospechosas las justicias de la dicha ciudad, como lo juramos por Dios Nuestro Señor y una señal de la Cruz, por ser el teniente su amigo y los alcaldes actuales removidos al voto con el cual Don Juan los eligió..."2 En la segunda mitad del siglo más comerciantes accedieron a los cargos honoríficos de la "República" sin encontrar demasiadas objeciones. Así, Manuel Pérez de Montoya, regidor perpetuo desde 1759, familiar del Santo Oficio, alcalde ordinario dos veces y Teniente de gobernador en 1760, "... no obstante ejercitarse en la mercancía, por no ser desmedro, en estos reinos tal ocupación", como lo declaraba el título expedido por el virrey, aunque pusiera como condición emplear un cajero o dependiente para expender los efectos mientras ejerciera el cargo.3 El control del Cabildo se ejercía principalmente sobre la designación de dignidades electivas. Si bien el Alguacil mayor, el Depositario general o el Fiel ejecutor tenían funciones permanentes, estas parecen haberse ejercido con mucha parsimonia. Las funciones policivas del Alguacil mayor, por ejemplo, eran más bien simbólicas pues para ejercerlas contaba con el auxilio de dos alcaldes de la Santa hermandad, elegidos entre los propietarios de haciendas. Por su parte, el Fiel ejecutor muy rara vez controlaba pesos y medidas del comercio. Los alcaldes ordinarios, elegidos cada año en el seno del Cabildo, tenían en cambio funciones judiciales, ejecutivas y hasta legislativas en la órbita municipal. Ellos dirimían demandas civiles en primera instancia (principalmente pleitos sobre tierras y aguas), imponían sanciones penales, dictaban -al principio de su mandato "autos de buen gobierno" y velaban por su cumplimiento El procurador de la ciudad, funcionario que también se elegía al comenzar el año, instaba para que se dictaran disposiciones en beneficio del común y se ocupaba en zanjar disputas con Buga sobre los términos municipales. El mayordomo administraba las rentas de la ciudad y los hermandarios cuidaban del sosiego en los campos. Para la designación de estos funcionarios jugaban las solidaridades de los clanes familiares representados en el Cabildo.
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En el curso del siglo vemos sucederse una especie de hegemonía de estos clanes cuyos intereses eran diversos e intrincados unos con otros pero que pueden simplificarse según el origen y la actividad de cada grupo. Así, en líneas generales puede afirmarse que si en los primeros años del siglo se advierte todavía la influencia predominante de los propietarios de "la otra banda", estos fueron sustituídos rápidamente por la hegemonía de los mineros, representados por la familia Caicedo y sus allegados quienes, a su vez, a mediados del siglo, tuvieron que enfrentar un desafió por parte de los comerciantes sobre todo de origen español. Dos factores, sin embargo, contribuyen para que esta simplificación no sea tan nítida. El primero, que tanto mineros como comerciantes solían injertarse en el tronco de las familias tradicionales. Luego, que estos dos sectores buscaban a hacerse a propiedades rústicas, aunque en este caso su interés estuviera centrado en las proximidades de Cali y se convirtieran casi siempre en propietarios de la banda occidental del río Cauca. La relativa influencia de estos grupos puede medirse por los resultados de las elecciones para alcaldes, procuradores y otros cargos en el curso de todo el siglo. En los cien años (1701-1800), por ejemplo, ocuparon las alcaldías ordinarias (de primer y segundo voto) 129 personas. En el siglo XVI los alcaldes de primer voto habían sido encomenderos en tanto que los de segundo voto habían sido simples soldados o vecinos. La distinción no tenía ya este sentido en el siglo XVIII pero de todas maneras el alcalde de primer voto tenía precedencia sobre el otro. Una misma persona podía alcanzar sucesivamente las dos dignidades pero casi siempre se iniciaba en el cursus honorum con la alcaldía de segundo voto, la mayordomía o el puesto de hermandario. Los procuradores eran, en muchos casos, alcaldes que acababan de cumplir su período. De esta manera se prolongaba la distinción alcanzada y se aportaba la experiencia adquirida en otro servicio a la "República". El grado de concentración de poder puede apreciarse en el hecho de que, en total, hubo 70 reelecciones de alcaldes durante el siglo. Y que las mismas personas que en algún momento ocuparon las alcaldías fueron elegidas también como procuradores en 80 años (o sea el 80% de las veces), 25 como mayordomos y 39 como hermandarios. Respecto a estos últimos hay que tener en cuenta que, tratándose de dos hermandarios por año, la incidencia de la elección fue menor que la de los mayordomos. Era en todo caso un puesto cuyo prestigio no se parangonaba con el de los primeros. La concentración de poder puede medirse también agrupando a los elegidos en clanes familiares, integrados por consanguíneos y allegados a una familia por vínculos matrimoniales directos. Así, entre los propietarios de "la otra banda" tenemos varias estirpes encabezadas por algunos grandes latifundistas: la de Lorenzo
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Lasso de la Espada, a comienzos del siglo, que integraba a Escobares, Silvas, y Bacas, y la del español Ruiz Calzado e Ignacio Piedrahita Saavedra. Los mineros se agrupaban principalmente en torno a la familia Caicedo y los descendientes de Juan Antonio Garcés de Aguilar se encontraban aliados casi siempre con comerciantes. Cuadro Nº 10 Alcaldes, procuradores de Cali 1701-1800 Familias Caicedos Allegados Totales Propietarios de la "otra banda" Lasos y allegados Ruiz Calzado y allegados Vivas y allegados Totales Garcés y allegados Otros Gran Total Comerciantes
14 18
23 16 32
16 18 7
24.8
12.4 14.0 5.5 41 12 44 129 100 25 19.3
4 13 39
10 15 7
8 19 17
13 16 6 32 7 22 100 19
7 8 7 35
10 38 100 24
El contraste de poder entre estos grupos es significativo: 14 miembros de la familia Caicedo ocuparon la alcaldía de primer voto 23 años de los cien y sus allegados otros 16. Pero los Caicedos, cuya preponderancia era incontrastable en las alcaldías de primer voto, apenas ocuparon las de segundo voto o el puesto honorífico de la procuraduría, contentándose con que accedieran a estos puestos sus parientes (13 y 19 años respectivamente). Comparativamente, el poder de las viejas familias de propietarios de la otra banda no podía igualarse al de los Caicedo, así fueran más numerosos. Cuarenta y una personas pertenecientes a aquellas familias ni siquiera llegaron a ocupar la alcaldía de primer voto las veces lo que hicieron éstos. En cambio, obtuvieron la de segundo voto 35 años. Con todo, debe anotarse que su acceso a la alcaldía de primer voto fue más frecuente que el de propietarios, mineros o comerciantes que no han podido ubicarse con precisión dentro de algún clan familiar. El grupo familiar que encabezaban el español Ruiz Calzado, de un lado, y el criollo Ignacio Piedrahita del otro, era el más influyente no sólo por la importancia de sus haciendas sino por haber logrado acaparar más tiempo las dignidades de la "República". Frente a los grupos de los Lassos y de los Vivas, este
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22 11 23 83 24
linaje integraba propietarios más recientes, entre ellos algunos comerciantes y mineros que, como se ha visto, edificaron verdaderas haciendas dentro del marco tradicional del latifundio. La influencia de los comerciantes era igualmente apreciable y fue creciendo en la segunda mitad del siglo. Aunque integrados por vínculos de parentesco a los clanes anteriormente descritos, su participación se ha medido también por separado. Los 25 comerciantes que fueron alcaldes (ocho de los cuales de origen español) ocuparon 19 años la alcaldía de primer voto, 24 la de segundo voto y 24 también la procuraduría. Es decir, que su participación fue proporcionalmente mayor que la de los mismos propietarios de la otra banda. Este aparente equilibrio político entre los linajes familiares integrados por terratenientes, mineros y comerciantes, no descartaba las tensiones internas. La preponderancia misma de la familia Caicedo se veía desafiada en ocasiones y la influencia de los comerciantes tendía a sustituir la de los propietarios de la otra banda. En el seno mismo de las familias tradicionales, que acogían a españoles y comerciantes, se daban desgarramientos y conflictos, para no hablar de las contradicciones de los grupos dominantes con el resto de los sectores sociales. ¿Qué papel jugaban entonces las autoridades españolas, a las que tradicionalmente se ha visto como fuente de opresión? Es cierto que desde Popayán, cabeza de la gobernación, el representante de la Corona nombraba un teniente de gobernador y que, en última, quienes aspiraban a las dignidades vitalicias y al control del Cabildo tenían que pagar su gabela en las Cajas reales de Popayán. Pero, contra lo que pudiera creerse, este nombramiento y con mayor razón la provisión de regimientos obedecían a las condiciones mismas de un equilibrio de fuerzas en el interior de la oligarquía municipal. El gobernador podía favorecer a uno de los bandos en presencia para morigerar la soberbia de las otras fracciones. A partir de 1744, por ejemplo, cuando se agudizaron los conflictos entre patricios y comerciantes españoles, vemos sucederse a estos últimos en la tenencia, como para contrastar la hegemonía del Alférez y de sus allegados. Desde finales del siglo XVII los caleños habían discutido el privilegio del gobernador de nombrar tenientes ya que en esa época el nombramiento implicaba una intervención todavía mayor en la escogencia de las dignidades de la "República". El teniente podía designar por un año a las personas que debían llenar los regimientos vacantes. En este sentido existían disposiciones contradictorias de la Audiencia de Quito que los caleños interpretaban en su favor.
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2. Los conflictos El siglo XVIII está jalonado por una sucesión de conflictos en el ámbito de la sociedad caleña. El relato tradicional de Arboleda, que se deriva de la transcripción casi textual de las actas capitulares, resulta muy útil para su estudio aunque no revela unidad alguna en estos incidentes dispersos cronológicamente. Como la información de que dispone proviene de las actividades del Cabildo, la mayoría de los incidentes registrados posee un carácter político. Aparentemente se trata, una y otra vez, de luchas sordas y enconadas por el control de los asuntos de la "República", por la supremacía de una facción. Pero qué define a estas facciones? En ausencia de antagonismos ideológicos que los expresen, como caracterizar los intereses en pugna? En otras palabras, qué relaciones existían entre el nivel político y las realidades sociales y económicas? Ya se ha visto cómo los clanes familiares o "linajes" conformaban facciones en cuyo seno mismo podían surgir los conflictos. Pero de una manera más profunda que las simples querellas familiares existió una tensión permanente entre sectores más tradicionales de esta sociedad y los recién llegados, entre latifundistas y mineros, entre patricios y criollos y comerciantes advenedizos, generalmente de origen peninsular, y de todos estos sectores con respecto a mestizos y afortunados. Desde comienzos del siglo una familia singular logró congregar en torno suyo adhesiones o suscitar rechazos y en cada incidente alguno de los miembros se halló presente de alguna manera. Su ascenso a la hegemonía social y política estuvo ligado al vuelco que experimento la economía de la región con al acceso de los ricos yacimientos mineros del Pacífico. Así, desde la última década del siglo XVII el poder reposaba en manos de Cristóbal de Caicedo Salazar, Alférez real y Maestre de Campo. Este último título lo había ganado, con ayuda de sus hijos, al contribuir a la apertura de las riquezas del Chocó "pacificando" las tribus indómitas. A raíz de su muerte (1707), sin embargo, la autoridad de su hijo, el nuevo Alférez real, encontró algunos tropiezos. En 1707 Diego Peláez Sotelo de Berrio, perteneciente a una poderosa familia de terratenientes por parte de su madre, Francisca Núñez de Rojas, fue nombrado teniente del gobernador García de Salcedo. También recibió el titulo de Maestre de Campo, dignidad que todavía ostentaba Don Cristóbal Caicedo. Este fue repuesto por la Audiencia de Quito pero murió ese mismo año. En diciembre, un nuevo gobernador, el marqués de San Miguel de la Vega, designó al sucesor de Don Cristóbal, Nicolás de Caicedo, como su teniente, pero este encontró la oposición de Diego Peláez. El incidente reproducía punto por punto viejos conflictos entre terratenientes y recién llegados. Ya el abuelo de Peláez, el
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terrateniente Antón Núñez de Rojas, había encontrado objeciones a su tenencia en 1688 por ser encomendero, muy "emparentado" y tener tienda de mercaderías en la plaza.4 Ahora el Cabildo estaba compuesto por familiares de los dos candidatos a la tenencia. El Maestre de Campo tenía allí a su cuñado, Baltasar Prieto de la Concha, y a su medio hermano Antonio Agustín de los Reyes. Por su parte, el Alférez contaba con su cuñado. José Cobo Figueroa, procurador de la ciudad. Un segundo incidente, mucho más dramático, iba a enfrentar definitivamente a las dos familias y a opacar la influencia de los descendientes de Antonio Núñez. En 1711 el Alguacil mayor Antonio Agustín de los Reyes, hijo también de Francisco Núñez, dió muerte a Cristóbal Quintero Príncipe. La familia de este clamó por la cabeza de Reyes pero la Audiencia de Quito apenas le impuso 500 pts. de multa, absolviéndolo por haber actuado en defensa propia. Lorenzo Lasso, ayudado por el Alférez real, lo condenó a muerte. Al año siguiente se arregló la elección con un cuñado de la víctima y un yerno de Lasso para que confirmara la sentencia y para obligar a Reyes a desterrarse. El resto de la vida del nuevo Alférez transcurrió sin mayores incidentes políticos. Desde 1726 gozó inclusive de la facultad de nombrar regimientos vacos por un año y en las elecciones de dignatarios siempre hizo figurar a algún pariente próximo. Por eso, en 1731, Francisco de la Flor Laguno, un comerciante español, se quejó sin éxito en Quito del nepotismo ejercido por el Alférez y del fiel ejecutor Don Ignacio de Piedrahita.5 También, a raíz del juicio de residencia de un gobernador, se le hizo el cargo de no haber elegido como alcaldes a los vecinos más dignos sino a sus propios parientes.6 Después de la muerte de Nicolás de Caicedo Hinestroza (ocurrida en 1736) volvieron a surgir los incidentes, en los que los nuevos protagonistas eran casi siempre comerciantes. En 1742 Ignacio Piedrahita, terrateniente que había intervenido de común acuerdo con el Alférez anterior en casi todas las elecciones de dignatarios, desautorizó la elección de ese año en la cual se había designado a un primo del nuevo Alférez. La Audiencia de Quito invalidó la elección y el gobernador nombró como alcalde de primer voto a Francisco de la Flor Laguno, el mismo que en 1731 se había quejado del nepotismo de los Caicedos, y como alcalde de segundo voto a otro comerciante español, Gaspar de Soto Zorrilla. Al año siguiente ni siquiera intervino el Alférez real en las elecciones por estar suspendido. La situación quedó en manos de rivales caracterizados de la familia Caicedo y las elecciones recayeron de nuevo en comerciantes españoles. Al poco tiempo de ejercer sus funciones los alcaldes se vieron enfrentados a un motín popular que se decía haber sido incitado por el cura de la ciudad, José de Alegría y Caicedo. Frente a hechos tan graves el
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gobernador de Popayán tuvo que intervenir y trasladarse a Cali en donde ordenó la prisión para todos los responsables, entre otros el mismo Alférez real, Juan de Caicedo Jiménez. El motín de febrero de 1743, en el que los patricios levantaron a mestizos y libertos contra la influencia cada vez mayor de comerciantes recién llegados, sólo sirvió para afianzar a éstos en el poder. El 6 de julio, por ejemplo, el comerciante Matías Domínguez Zamorano presentó un título de depositario general alegando que Juan A. de la Llera, cuñado del Alférez andaba ausente atendiendo sus minas y había descuidado el cargo. El virrey mismo se pronunció en favor del comerciante con el pretexto de que los Caicedos habían propiciado el contrabando por Buenaventura y habían acaudillado el levantamiento de febrero 7 . En diciembre, otro comerciante se atrevió a disputar al heredero del Alférez recién muerto el título mismo del alferazgo. En los años siguientes las facciones en el Cabildo reflejaron claramente la oposición de intereses y las susceptibilidades familiares de terratenientes y mineros criollos y comerciantes españoles. En 1745, por ejemplo, la facción de los comerciantes censuró la actuación del cura en los sucesos ocurridos dos años antes y en torno a este problema el Cabildo se escindió, a tal punto de sesionar por separado amigos y adversarios del cura. En los incidentes de 1743 la oposición de los patricios criollos, y particularmente del sector de mineros, al ascenso social y político de españoles y comerciantes recién llegados, parece haber estado mezclada a viejas rencillas familiares con los terratenientes. Ignacio de Piedrahita, por ejemplo, un terrateniente que, como se ha visto, había objetado en 1731 el nepotismo de los Caicedo y que en 1742 había impugnado una elección manipulada por estos, en 1745 figuraba entre sus partidarios contra la facción de los comerciantes. Otro de los principales actores, el Maestro Juan de Ceballos, era no sólo comerciante e hijo de otro comerciante español sino también primo hermano de Diego de Peláez Sotelo y Antonio Agustín de los Reyes, terratenientes a quienes hemos visto rivalizar con los Caicedo a comienzos del siglo. La calidad de español o de comerciante, por sí solas, no podía señalarse como la ocasión única de estas querellas locales. Tanto en el siglo XVIII como en el anterior, los españoles eran aceptados en el seno del patriciado, que inclusive propiciaba gustoso el enlace de sus hijas con los recién llegados. De otro lado, muchos patricios tuvieron tienda abierta en alguna ocasión sin que esto los descalificara para ostentar las dignidades de la "República". Pero parece cierto que el ejercicio del comercio a gran escala, unido a la calidad de forastero, podía dar lugar a roces que degeneraban fácilmente en rivalidades inextinguibles. |
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¿Qué otro significante tiene, por ejemplo, el parecer del cabildo con respecto a un rico comerciante en esclavos y propietario reciente, Don Clemente Jimeno de la Hoz? Este español estaba casado con una hija de Diego Peláez, el rival de Cristóbal Caicedo, parentesco que lo vinculaba a una de las viejas facciones que se disputaban el poder de la ciudad. En 1730 el Cabildo lo calificaba de "... ardiente en su naturaleza y enemigo declarado no sólo de la paz y quietud sino también de muchos vecinos de esta ciudad..."8 . Uno podría sospechar que los "enemigos" de Jimeno eran deudores morosos. Francisco de la Flor Laguno, otro español casado con criolla que se quejaba del nepotismo de los Caicedos, era también comerciante en esclavos. En cuanto a Gaspar de Soto Zorrilla, el español de quien Salvador de Caicedo, tío de su mujer, se refería como "el pícaro de Zorrilla" y contra quien se había dirigido el motín popular de 1743 era uno de los comerciantes más acaudalados de Cali. De su tienda salían abundanres mercancías a crédito que se vendían en el Chocó y a su muerte, en 1758, le tocaron a su viuda 72.383 pts. y a cada uno de sus hijos (eran 6) cerca de 10 mil. Así, la insolencia imperdonable de los recién llegados consistía en que fueran capaces de rivalizar económicamente con el patriciado. En 1753, por ejemplo, varios comerciantes: Leonardo Sudrot, Soto Zorrilla, José de Borja Tolesano, Juan Valois y el capitán Dionisio Quintero Ruiz ejecutaron por una deuda de 2.500 castellanos (5 mil pts.) al Doctor Bartolomé de Caicedo.9 Los mismos personajes se vieron envueltos en un incidente que tocaba el "puntillo de la honra" de las principales familias de Cali tres años más tarde. Este incidente revela las tensiones que podían surgir entre los nobles y otros sectores sociales que pugnaban por ocupar un puesto a su lado. El 27 de enero de 1756 Juan Núñez Rodríguez, hijo de un rico minero mestizo, fue puesto en la cárcel por orden del alcalde Don Ignacio Vergara, "... sobre palabras que el dicho Núñez tuvo con su merced, el señor alcalde ordinario..." Núñez recibió el apoyo de sus cuñados, José de Borja Tolesano y Dionisio Quintero Ruiz, dos de los comerciantes que tres años antes habían ejecutado a un Caicedo, pero el asunto se agravó por otra imprudencia de Núñez. Según el Alférez real, "... sólo Núñez, un mestizo de los más ínfimos de esta ciudad, sin otro adminículo que le aliente que algún caudalillo... se atrevió a atropellar los respetos y circunstancias que en mí, por la piedad de Dios, concurren..."10
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La soberbia incomparable del Alférez, que reducía a su más mínima expresión al pobre comerciante, había sido exacerbada por la afirmación maliciosa del mestizo y de sus cuñados de que una Silva Lersundi, tronco de las "mejores familias de Cali" no había sido otra cosa que la cacica de Roldanillo. "...cuya injuria, tolerada, pudiera destruir el concepto común de sangre en que estaban dichas familias..."11 El "insulto", en efecto, comprometía a más de 30 personas, entre otros a los comerciantes españoles, rivales en ocasiones de los Caicedos pero emparentados con ellos, como Zoto Zorrilla, Juan de Argumedo o Custodio Jerez y los más próximos, Antonio de la Llera y el francés Sudrot de la Garda. Aquí la causa de la confrontación tocaba más profundamente a los interesados que las simples rencillas en las familias o la simple rivalidad económica. Se trataba de una acusación de mestizaje, la cual atentaba directamente contra el prestigio que fundaba toda preeminencia social: la "limpieza de sangre", o sea la indiscutible ascendencia española de los criollos. El complejo del criollo, que ha visto certeramente P. Chaunu, podía chocar en ocasiones con el español (al que secretamente reconocía poseedor de una calidad superior), pero jamás repudiarlo. Esto explica también la frecuencia de matrimonios de criollas ricas con españoles recién llegados: frente a la sospecha de mestizaje, más valía llenarse de certidumbres con respecto a las alianzas.
NOTAS 1) 2)
4) 5) 6) 7) 8) 9) 10) 11)
ARB. II, 356. AJ 1o. CCC r. 4. Eran tales los intereses que actuaban en estos litigios que el mismo Obispo de Popayán tuvo que intervenir y amenazar con la excomunión a los testigos para que declararan la verdad sobre los bienes del Maestro. Ibid. II, 72 Ibid. 76 Ibid. 152, Ibid. 70 r. 43f. 251 r. ARB, II, 270 Ibid.
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APÉNDICE Haciendas y propiedades de vecinos de Cali. Siglo XVIII. Nota: Aunque en el cuerpo de este trabajo se han adelantado algunas hipótesis acerca de la fragmentación y la concentración de la propiedad territorial, se ha juzgado útil publicar este apéndice que recoge la información disponible en los protocolos de escribanos sobre enajenación de fundos. Aunque a primera vista la información parece confusa por el hecho de estar en bruto y haberse acumulado en ella otros datos (sobre parentesco o sobre la actividad principal de los propietarios, por ejemplo), esperamos que resulte de alguna utilidad para futuras investigaciones.
Abrojal. (r. 28 f. 243 v.) 15 Nov. 1749. D. Nicolás Velásquez vende a Da. Petronila Cobo un pedazo de tierra en el Abrojal. "... cuyo derecho es la cuarta parte de las tierras que se comprenden entre los dos zanjones de Mirriñao y Coronado, desde el terraplén que está junto a las posesiones de dicha compradora, viniendo por abajo hasta un cerrito que (...) antes de llegar a las posesiones de D. Pedro Rodríguez...". Precio, 160 pts. La compradora era viuda de Santiago de Avenía. Las posesiones a las que se refiere el documento eran la cuarta parte de un derecho de tierras en Coronado que poseía junto con José Escobar y Lasso y Pedro Velásquez, hermano del vendedor. Escobar y Lasso poseía dos partes del derecho, los que vendió el 4 de Julio de 1748 (r. 30) a D. Antonio Núñez, "... en media legua de largo y de ancho desde el zanjón de Mirriñao al zanjón de Coronado, y en dicha media legua de tierras tiene asimismo derecho Da. Petronila Cobo y Dn. Pedro Velásquez, cada uno de éstos un derecho y el otorgante dos, que es la mitad de la dicha media legua; y por la parte de arriba lindan dichas tierras con las de Don Francisco Vivas. Da. Maria Bejarano y Dn. Pedro Velásquez y por las de abajo con tierras de Da. Petronila Cobo y Dn. Pedro Rodríguez...". Precio 300 pts. (r. 11 f. 90 r.) 20 Ab. 1751. El cura Bejarano había donado tierras en el Abrojal a Juan Ambrosio del Castillo. Este, a través de su hermano Pedro Castillo y Castro, las vendió en la fecha a José del Castillo y Castro por 400 pts., junto con cinco esclavos y 20 yeguas (todo por 1800 pts. a reconocer a censo dos capellanías). Las tierras estaban situadas
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entre el zanjón de Malibú y el de Aguaclara por lo ancho y por lo largo desde la chamba de la hacienda de los jesuitas corriendo un cuarto de legua para abajo entre los dos zanjones mencionados. (r. 56 f. 218 v) 28 Jul. 1752. José Escobar y Lasso tenía tierras contiguas: desde el zanjón de Aguaclara hasta la madre del río Amayme en ancho y en largo desde los linderos de la hacienda de los jesuitas de Popayán "... que es cuadra y media de 108 varas cuadra..." hasta los linderos del trapiche de Dn. José Castillo. Permuta estas tierras en la fecha con otras que Juan y José de Cárdenas poseían en la Herradura. (r. 80 f. 60 r.) Abril, 1755. José Escobar y Lasso vende al Pbro. Dn. Juan Rangel una hacienda en el Abrojal llamada "Santa Rita de Aguaclara". El documento es ilegible en gran parte. La hacienda tenía 500 reses de cría, esclavos, trapiche y cañaduzales. Se vendió por 7.388 pts. pero estaba gravada con 7.520 pts. de censos y el vendedor tuvo que entregar al comprador 132 pts. (r. 80 f. 320 v.) 27 Nov. 1755. La viuda María Auji vendió cuatro cuadras en el sitio del Abrojal a Pedro de Bedoya por 100 pts. (r. 60f. 10 r.) 12 Enero 1757. Bernardo Quintero, vecino de Caloto, vende a Ignacio Payán la mitad de las tierras que, Escobar y Lasso había permutado con los hermanos Cárdenas. José de Cárdenas había legado las suyas al Maestro Francisco Javier Jiménez y éste las había enajenado al vendedor. (r. 46 f. 63 v.) 8 marzo 1759. Todavía Escobar y Lasso vende un derecho de tierras en el Abrojal a Juan Lozano por 200 pts. "... desde el deslinde de las tierras de José del Castillo y el Maestro Juan Ranjel para arriba, cinco cuadras y media de a 108 varas cuadra, que da con el deslinde de las tierras de Juan de Cárdenas y de ancho entre el zanjón de Aguaclara y Amayme y por la parte de Amayme deslinda por la parte de abajo un guadual redondo a la orilla de una zanja antigua que es el lindero de las tierras que pertenecen al dicho Maestro Dn. Juan Ranjel...". Como puede verse, el principal propietario en el sitio de el Abrojal fue José de Escobar y Lasso. Este era hijo de Feliciano de Escobar y de Mariana Lasso. Estos habían heredado de Lorenzo Lasso de la Espada la hacienda de Aguaclara. José de Escobar se casó con Catalina Garcia, hija del Alférez Luis José García y Maria Pérez Serrano propietarios de MALIBU. Esta fue heredada por Francisco. García. Contigua al Abrojal, según el documento de 4 de julio de 1748. Escobar y Lasso murió en octubre de 1767, en su hacienda de Nuestra Señora de la Concepción de Nima.
Aguacatal (r.8 f. 439 v.) 6 Jul. 1729. Magdalena Daza, viuda de Pedro Muñoz, vende a José Pretel un pedazo de tierra "... en los altos de la sierra en esta jurisdicción que llaman los aguacatales...". Pertenecía a los hijos menores de Muñoz quienes no tenían ganados para ocuparla. Se vendieron en 140 pts., su precio de
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costo. Sus linderos eran la quebrada que baja de la montaña de Dapa y la quebrada Contador. (r.55 f. 31 v.) 17 Ab. 1733. El Sargento Mayor Mateo Vivas Sedano dona 50 pts. de tierras a su compadre José Pretel y Llanos de esta banda de la quebrada del Aguacatal "... que linda por la parte de arriba con un zanjón seco que sale de un cerrito que llaman el Buhío y por la parte de abajo, yendo quebrada abajo, a la deresera del mojón que divide la tierra de los indios de Arroyohondo, que es el mismo cerrito con su llamada y faldas y aguas que vierten a la dicha quebrada...". (r. 9 f. 8 r.) 7 Feb. 1781. Bernardo de Orejuela vende estancia del Aguacatal a su compadre Tomás Polo Guerrero por tres mil pts. a reconocer a censo vitaricio. Las tierras valían 325 pts,. Tenía 185 reses, 24 novillos y tres esclavos. En mayo de 1771 (r. 57 f. 84 v.) el mismo Orejuela habla comprado a Dn. José Vernaza 49 cuadras de tierras en el Aguacatal por 200 pts. Estas tierras habían sido de Alonso Arcadio de los Ríos.
Aguaclara (r. 70 f. 131 r.) 6 Oct. 1723. Figura en el testamento de Dn. Feliciano de Escobar Alvarado como heredada de su suegro Dn. Lorenzo Lasso de la Espada. Tenía 40 esclavos, ganado de cría, yeguas, caballos y mulas. Su albacea situó 3.518 pts. de capellanía sobre esta hacienda. En 1747 pertenecía a José de Escobar y Lasso, quien la gravó nuevamente con un censo por cuatro mil pts. En 1755 la vendió al Pbro. Dn. Juan Ranjel (v. ABROJAL). (r. 43 f. 26 r.) Esta hacienda incluía un terreno llamado Llano del Rodeo Grande que comenzaba "... por la parte de abajo desde los sitios de la Herradura y Cabuyal, en la otra banda del rio Cauca... y se finalizan por la parte de arriba en la deresera del Cerrito nombrado Pan de Azúcar y por sus colaterales el zanjón del Palmar y el de Murriñao...". La mitad de estas tierras pertenecían a José de Escobar como parte de la hacienda heredada de su padre, y la otra mitad a Da. Petronila Cobo y Lasso, por compra a Da. Mariana Lasso. Esta había otorgado escritura en 1729 a favor de D. Felipe Cobo (yerno también de Lorenzo Lasso y por tanto cuñado de la vendedora) de 500 pts. de tierra y 1550 reses (r. 8 f. 403 v.). El 19 de Jul. de 1733 Cobo vendió la quinta parte (un derecho de 100 pts.) a Pedro Rodrigoez Trigueros "... que se comprenden desde un cerrico que llaman Pan de Azúcar corriendo para abajo hasta las juntas de los dos zanjones nombrados Coronado y ...? ".
Alisal (El Callejón). La propiedad llamada el Alisal pertenecía a Antonio Basilio de Caicedo. Pasó a su hijo natural Antonio de Caicedo Salazar y a la muerte de éste, en 1732, el Alférez real Dn. Nicolás de Caicedo Hinestroza. Caicedo vendió el Alisal a
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Juan Barona Fernández y en Enero de 1749 sus albaceas le otorgaron la escritura (r. 28 f. 14 v.) por ocho mil pts. Ahora se incluían otras tierras que Caicedo había heredado de su madre, Da. María de Hinestroza, llamadas Hatoviejo. "... que se deslindan desde las casas y fundaciones que antiguamente fueron del capitán Antonio Basilio de Caicedo, que según sus vestigios y lo que consta de las escrituras de dote y donación que se le hizo a la dicha Da. Maria de Hinestroza a tiempo y cuando contrajo matrimonio con el Maestre de Campo y Alférez real Dn. Cristóbal de Caicedo... a orillas del río Amayme, por onde se trafica en estos tiempos de la ciudad de Buga a la hacienda de los RR PP de la Compañía de Jesús del Colegio de Popayán y población y sitio de Llanogrande, por la parte de abajo, y desde allí para arriba en lo largo hasta la fundación en que hoy vive Felipe de Caicedo, como hijo natural que fue del dicho capitán Antonio Basilio de Caicedo y por lo ancho desde el río Amayme para afuera hasta donde señala la escritura de dote..." "... agregándose a este derecho los que adquirió el dicho Maestre de Campo... de Jerónimo de Llanos y de Antonio Caicedo, enteramente de todas los que estos heredaron del Capitán Antonio Basilio de Caicedo, por haber casado el dicho Jerónimo de Llanos con una hija natural suya...". Fuera de estos derechos "... de la sierra para abajo..." se vendieron a Barona otros que había tenido Antonio Basilio de Caicedo "... en la tierra alta de Chinche, Coronado y Capacachi". Otro derecho en el sitio de la Tembladera, a orillas del río Zabaletas, "...por la quebrada de Santa helena en lo ancho yen lo largo desde el desemboque de la sierra del dicho río de las Zabaletas para abajo, que son las mismas que tuvo y poseyó el capitán Dn. Lorenzo Ruiz de B....". Se mencionaban también los potreros de Amayme y La Porquera "... que caen a orillas del rio Grande del Cauca, camino que corre desde el paso real de dicho río de Cauca que va desta ciudad a la de Buga hasta el río Amayme, por donde corrió antiguamente hasta el ingenio que hoy se descubre fue del capitán Gregorio de Astigarreta (...) desde el dicho río de Amayme que pasa por las casas del ingenio y trapiche que también fue de Da. Catalina Vergara hasta el otro brazo de Amayme que entra en el río de Cauca, frontera de Yumbo, que hoy se dice los platanares de Amayme, linde con tierras del capitán Luis del Castillo, las que se mencionan el potrero de Porquera, como consta de la escritura de venta que el Alférez real... hizo el capitán Juan Ambrosio del Castillo de dicho potrero de la Porquera, que éste, según los deslindes antiguos, linda con potrero de Pedro... de río Amayme en medio hasta el río Cauca y desde allí hacia arriba hasta donde llaman la boca de la dicha Porquera que está junto a la sabana que linda por un lado con el potrero que llaman de los Piles y por el otro lado en lo ancho según y como se ha expresado...". (r. 46 f. 330 r.) 15 Nov. 1759. Da. Josefa Ruiz
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Calzado, viuda de Juan Barona Fernández, vende por 300 pts. a Francisco Vivas y Lasso el potrero de La Porquera, tal como se describe arriba. (r. 79 f. 35 r.) 1768. Da. Josefa Ruiz Calzado vende a su hija Da. Gertrudis Barona, viuda de Juan de Acosta hacienda de las Salinas. Otorga la escritura el 7 de marzo de 1772. Linderos: "... por la punta de abajo del monte del Agrasal para arriba, hasta la quebrada Honda, que está entre la sierra y divide los potreros de las Yeguas, Guacas... por lo que respecta a lo largo, y por lo ancho, por la parte de abajo, desde otra quebrada llamada también la Honda que está Los avaluos totales de la hacienda fueron: de 25.473 pts. en 1766, de 17.581 en 1769 y de 20.423 pts. en 1770.
Almorzadero (r. 32 f. 380 v.) 22 Jul. 1739. Tomás Rodríguez vende a Feliciana Nuñez un derecho de tierras en el Almorzadero. "... lindan dichas tierras por los colaterales con el paso de la Herradura que divide las tierras de Gregorio de Zúñiga, mirando para esta ciudad de Cali, y mirando para el pueblo de Roldanillo lindan con tierras de Da. Adriana de Valencia...".
Amaime. (r. 49 f. 79 r.) Tierras entre el río Amayme y el Nima. Da. Ana de Guzmán vende un derecho -que había comprado el capitán Dn. Feliciano de Escobar-a Da. Ana María de los Reyes, "desde del pie de la sierra todo lo que se comprenden de llano hasta encontrar el derecho que compró a Dn. Nicolás Lasso". Se incluye también este último derecho, que valía 100 pts. El primero valía 440 pts. La estancia, en jurisdicción de Buga, incluía 133 reses, 56 yeguas, 12 caballos y 4 yuntas de bueyes, todo por 1.447 pts.
Ambichintes. (v. Papagayeros) Arroyohondo. (r. 49 f. 1 v.) 17 Enero de 1725. El Maestro D. Francisco Zapata vende a Clemente Jimeno de la Hoz tres derechos de tierras. El primero, desde la quebrada de Menga hasta el rio Cauca (300 pts.). Otro, "... de la Chamba que son los altos arrimados a la montaña con los altos que le pertenecen, según y como los poseyó la dicha Da. Francisca Núñez...". (400 pts.). Y el tercero, "... que le vendió Dn. Melchor de Saa (en 1.724), que estan contiguas a las expresadas, que linda por la parte de abajo hasta Cauca y por la de arriba con las tierras expresadas de la Chamba y por los costados con el río de Arroyohondo..." (300 pts.). Se agregaba casa de 175 pts. y ganado por 637. Total, 1.812 pts. (r.49 f. 25 v.) 1 Marzo 1725. Maria Teresa Quintero Príncipe vende a su hermano Juan Félix Quintero una estancia
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arrimada también al rio de Arroyohondo. Las tierras valían 100 pts. Tenía 227 reses, 30 yeguas, 9 caballos, un burro hechor, un pollino y un esclavo. Todo por 1.238 pts. (r. 49 f. 59 v.) 1 Junio 1725. Quintero vende a José Ruiz de la Cueva "... un pedazo de tierras arrimadas al rio de Arroyo hondo desta banda, que corren desde el camino en donde está un puente de piedra en la acequia hasta la falda del cerro, de largo, y de ancho desde dicha acequia hasta las orillas de dicho rio de Arroyohondo..." Las tierras, con casas, corrales, roza de maiz y platanares val fan ahora 300 pts. Se agregaban 356 reses y otros ganados, todo por 1.503 pts. (r. 32 f. 272 r.) 9 Julio 1738. María Rosalía Peláez Ponce de León, nieta de Francisca Núñez y viuda de Clemente Jiménez de la Hoz compra a Ruiz de la Cueva las tierras descritas, con casa, ranchería y platanar, esta vez por 500 pts. Con 215 reses, otros ganados y dos esclavos, por 2.546 pts. Las incorpora a las que su marido había comprado en 1725. (r. 25 f. ...) 4 marzo 1743. Da. Maria Rosalía Peláez, casada nuevamente con Alejo González de Mendoza, vende a Bernardino Núñez de la Peña la hacienda de Arroyohondo por 29.025 pts. Núñez, un minero, pagó de contado 20 mil pts. Las tierras valían 1.600 pts. y la hacienda tenía 64 esclavos, acequia, trapiche, ganados y cañaduzales. (r. 37 f. 137 v.) 2 Set. 1745. Núñez de la Peña compra a Juan Muñoz tierras de la Cañada, pasada la quebrada de Menga, "... por las cuales se trafica hoy de esta ciudad para el paso real del Cauca, que por lo largo alcanzan desde dicha quebrada de Menga hasta Quebradahonda y punta del primer cerrito que está siguiente, luego que se pasa la dicha quebrada de Menga, el que queda hoy a mano derecha yendo de esta ciudad para dicho real de Cauca, y por lo ancho lo que se comprende entre el dicho cerrito referido y el cerro grande que corre y por una y otra parte linda con tierras de dicho Bernardino Núñez, de las cuales dichas tierras excluye tres cuadras...". La compra se arregló por 400 pts. (r. 64 f. 112 r.) 10 Ag. 1747. Núñez de la Peña compra a Da. Juana Vivas Sedano "... la mitad del potrero del Embarcadero, del otro lado del río Cauca, cuyos linderos son desde enfrente de la boca del rio de esta ciudad hasta media cuadra más abajo del desagüe de la acequia (? ) de Arroyohondo que es del comprador, con sus guaduales, monte y ciénaga, el cual dicho potrero hubo del Sargento Mayor D. Mateo Vivas Sedano...". La venta se hizo por 60 pts. Debe anotarse que el Sargento Mayor era propietario de la hacienda de Yumbo y de tierras en Dapa. (r. 28 f. 244 r.) 5 Junio de 1749. Testa Núñez de la Peña. Declara haber cedido 500 pts. de tierra que había comprado en Menga a su yerno Dionisio Quintero, "... con más la mitad que compusiere desde dicha quebrada de Menga hasta el río de Arroyohondo...". Dionisio Quintero se hizo cargo de la tutela de seis hijos menores que había dejado su suegro. Se hizo cargo también de la hacienda reconociendo 18 mil pts. de censos
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a varias capellanías fundadas por sus suegros. (r. 5 f. 193 r.) 1750. Quintero Ruiz compra dos derechos de tierras a Salvador Ramírez Florian. Uno, llamado el Potrerillo, que Ramírez había comprado a Bernardino Núñez de la Peña entre Cali y la montañuela de Tocotá y otro "... en la tierra baja del otro lado del rio Cauca en donde llaman el Embarcadero, sobre cuyo derecho, habiendo tenido litigio sobre la equivocación de linderos con indios de los pueblos de Ambichinte y Yanaconas, ha quedado distinguido y separado por la vista de los ojos (en 1749)...". Este último lo compró por 350 pts. (r. 35 f. ? ). Dic. 1754. Quintero Ruiz entrega a José Núñez Rodríguez, a quien había servido de tutor, su legitima. Le da 700 pts. de tierras en Menga, ganados, herramientas y dos esclavos, todo por 4.307 pts. y el resto, hasta completar 12.647 pts. de la legitima, en dinero. (r. 15 f. 97 r.) 23 Jul. 1784. Manuel Quintero, hijo de Dionisio Quintero, había comprado la hacienda en Arroyohondo. Sus hermanas María y Andrea, casadas con propietarios de Yunde, lo fían por diez mil pts. para garantizar los censos que gravaban la propiedad. (Arb. III, 124) 1794. La hacienda pertenecía a Josefa Salazar, vda, de Manuel Quintero. En ese año la vendió a Juan Núñez Rodríguez, hijo de Bernardino Núñez, por 5.900 pts. Los esclavos habían disminuido, sin embargo, a 39.
Barrionuevo. (r. 8 f. 308 r. 310 v.). Enero 1728. Nicolás Martínez de Ayala, quien testó en esta fecha, dejó fundada una capellanía de 500 pts. sobre su estancia. Esta quedó en manos de Tomás Rizo, su yerno, quien declaró que no tenía medios para la explotación de la propiedad y por lo tanto la cedió al Alférez real, Dn. Nicolás de Caicedo, La estancia consistía en 50 pts. de tierras (5 cuadras), casa trapiche y un cañaduzal, todo por 500 pts. Caicedo le agregó tierras de el Bujio, compradas a Alonso Baca y otras que le había otorgado el Cabildo de Cali. A finales del siglo estas tierras hacían parte del perímetro urbano. (r. 32 f. 384 r.) 27 Julio 1739. El Maestro Primo Feliciano de Villalobos, cura de Dagua, vende a Eugenio Cobo otra "estancia" en Barrionuevo que había comprado a Dn. Bartolomé Fernández (que, a su turno, la había recibido del Cabildo). La estancia tenía cuatro solares de largo y de ancho hasta I aorilla del rio Cali. Dos de los solares "... cogen hasta la acequia que corre a la hacienda y trapiche de los Ciruelos y los otros dos solares corren desde las dichas acequias en largo y en ancho hasta la orilla del rio...". El precio era de 250 pts.
Bejarano. (llano de). - v. Abrojal. (r. 55 f. 21 r.) 28 Marzo, 1733. Juan Ambrosio del Castillo y María Arias y Caicedo, su mujer, prestan 550 pts. a censo. Dan
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como garantía tierras que María Arias había heredado de su abuelo D. Antonio Basilio de Caicedo de la otra parte del rio Amaime, jurisdicción de Buga, potreros de Chinche y Coronado y lo que le tocó en el potrero de La Torre. Además, tierras del marido en el llano de Bejarano, lindantes con la hacienda de los jesuitas. Declara tener allí 500 reses de cría, 300 yeguas, 2 hechores, mulas y caballos. También otro derecho heredado de su madre, Ana Jiménez, entre los zanjones de Malibú y Coronado. Como se ha visto, del Castillo cedió estas tierras en 1751
Bermejal, el. Lindaba con el pueblo de Yumbo y por el otro lado con la hacienda de Mulaló. (r. 64 f. 102 r.). La declara entre sus bienes el Maestro D. Cristóbal de Caicedo, vicario y juez eclesiástico de Cali. Tenía allí 270 reses y 200 yeguas en Agosto de 1747. En esa ocasión tomó prestados 6.000 pts. a censo que garantizaban la estancia de el Bermejal y las minas de Santa Ana en Anchicayá, con 30 esclavos. Lo fiaba su madre, Da. Marcela Jiménez con su hacienda de Mulaló y la Calera. (r. 26 f. 6 v.) 18 Feb. 1790. Aparece mencionada entre los bienes de Da. Marcela Caicedo, viuda de D. Juan Antonio de Nieva y Arrabal e hija de Da. Marcela Jiménez y el Alférez real Dn. Nicolás de Caicedo H. Tenía entonces trapiche, cañaduzales y otras sementeras.
Bodegas (Caloto) (r. 30 f. ? ) 1748. La declara entre sus bienes José Jiménez de León, vecino de Caloto. Tenía casa, corrales, platanar, frutales, 200 reses, 9 esclavos y dice haberle costado dos mil pts.
Bolo (Nuestra Señora de la Concepción del). en Caloto. (r. 16 f. 100 r.) 7 Junio 1732. Pertenecía al Alférez real Dn. Nicolás de Caicedo H. quien reconoce sobre ella 946 pts. a favor de Elvira Cobo y Ayala, hija menor del capitán José Cobo, primitivo propietario. La hacienda tenía entonces ganados, trapiche y esclavos. (r. 16 f. 127 r.) 12 Julio 1732. El Alférez real cede tierras del Bolo al Or. Cristóbal Cobo Figueroa, su sobrino. (r. 14 f. 271 r. ss) 25 Feb. 1735. Cobo Figueroa reconoce 10.266 pts. de censos que gravaban la propiedad a favor de varias capellanías. La hacienda tenía entonces 1.550 reses, 700 yeguas, cría de mulas, trapiche y cañaduzales y 21 esclavos.
La Bolsa (Rioclaro). (r. 80 f. ? ) Noviembre 1755. Juan Feijó vende a José de Borja Tolesano, comerciante español y yerno de Bernardino Núñez (propietario de Arroyohondo), el potrero de la Bolsa, en el sitio de Rioclaro, "... por la parte de arriba, una cuadra poco más o menos más abajo del paso real por donde al presente se trafica
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para Popayán, en el mismo paraje en donde Marcelo Quintero echó cerca y desde el Rioclaro hasta topar con una ciénaga que está enfrente y más inmediata, y de esta ciénaga siguiendo para abajo hasta donde este se une con la quebrada de las Piedras, y entre estos linderos y el rio de Rio Claro, desde arriba hasta abajo, a topar con la ciénaga, cuya ciénaga queda excluida de esta venta (más adelante de aclara que sólo se excluye la mitad). Y asimismo todos los montes y guaduales del dicho Rio Claro quedan provindivisos para que el otorgante, como dueño de la más tierra o los sujetos a quienes la vendiere, puedan sacar de dichos montes madera...". La venta se hizo por 1.050 pts. que Borja pagó en 1757 (r. 60 f. 149 v.). Por estos años Borja traía ganado de Neiva que se introducía precisamente por el paso de la Bolsa. En su testamento, de 8 de Oct. de 1780 (r. 9 f. 103 r.) Borja declaraba haber metido esclavos y ganado en la Bolsa. (r. 84 f. 11 v.) 7 Feb. 1795. Da. Gertrudis Núñez, vda. de Borja Tolesano vende las tierras de Rio Claro a D. Miguel Umaña por 3.000 pts. La vendedora se reservaba el potrero de la Novillera y otro pedazo cercado de 6 u 8 cuadras.
Bono (r. 8 f. 426 v.) Al morir, Nicolás Pérez Serrano, minero nacido en Panamá de padres españoles, deja a cada uno de sus seis hijos tierras en Bono por valor de 1.200 pts. El 30 de Junio de 1735 (r. 14 f. 307 v.) su hijo Nicolás Pérez Renjifo declara tener en su propiedad de Bono 900 reses, 100 yeguas y 80 mulas. En Junio de 1748 (r. 30 f. ? ) declara haber vendido la propiedad a Francisco Javier de Collazos y Navia. (r. 25 f. 24 r.) 9 mayo 1743. El Alférez Luis José García, español casado con una hija de Pérez Serrano, declara el derecho de 200 pts. en Bono que había tocado a su mujer y en él 170 reses, 50 caballos, 17 mulas chúcaras, 7 mansas y 55 mansas. El 27 de Junio de 1757 (r. 60 f. 188 v.), Dn. Fco. García, heredero del anterior, vende el pedazo de tierra a Blas Hernández, indio de la Corona, por 200 pts. (r. 41 f. 192 v.) 31 mayo 1760. Otro pedazo de 200 pts. lo heredó Andrea Pérez Serrano, casada con Bartolomé Vivas Sedano. Las hijas lo vendieron en la fecha a Eugenio Guillermo. Los Guillermos eran propietarios en el Salado. (v. SALADO).
Buchitolo (r. 49 f. 38 v.) 6 Abril 1725. El Alférez Dn. Manuel Baca de Ortega declara tierras y estancia de Buchitolo que valían 1.000 pts. con 300 reses de cría, en la otra banda del Cauca, jurisdicción de Caloto. (r. 37 f. ? ) Set. 1736. En su testamento figura la estancia con 50 reses, 40 yeguas, 1 hechor, 2 mulas mansas, 4 chúcaras y 12 caballos.
Cabuyal
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(r. 55 f. 102 v.) 12 Dic. 1733. La mujer de Onofre Vivas, Da. Victoria Serrano, traspasa estas tierras al Sargento Mayor Mateo Vivas y a Bartolomé Vivas Sedano. Habían sido del padre de Onofre, el capitán Miguel Vivas Sedano. Valían 611 pts. y se extendían de una acequia que salía del zanjón de Mirriñao para la estancia de la Herradura. Abajo lindaban con tierras de los herederos de José de Mora. Estaban situadas en jurisdicción de Caloto. (r. 32 f. 345 v.) 18 Abril 1739. Los herederos de Pablo Candelas hacen un convenio sobre 300 pts. de tierras en el Cabuyal, en Caloto, que debían ser repartidas entre seis. (r. 6 f. 145 r.) 3 Set. 1791. Dn. Matías Vivas, que había recibido tierras de el Cabuyal de su padre Dn. Francisco Vivas Serrano, las vende a Dn. Francisco de Escobar, propietario colindante. En ancho las tierras iban del zanjón de Chiminango hasta el de Mirriñao y de largo desde una acequia llamada Onofre Vivas (nombre de su primitivo propietario) corriendo para abajo 9 cuadras hasta dar con tierras del comprador. Estas tierras debían ser contiguas al Abrojal por el zanjón de Mirriñao. En 1749 se señala como colindante del Abrojal a Dn. Francisco Vivas. Este compró más tarde (en 1757) el Hato de Mora que lindaba también con el Cabuyal y que incluía los potreros de la Porquera y Piles. Eran contiguas también a la hacienda de Aguaclara. (r. 22 f. 127 r.) 1 Agosto 1780. La albacea del Maestro Dn. Miguel Vivas, Da. Mariana Pérez Serrano, declara que debido a sus enfermedades no podía manejar la hacienda y que por eso la había arrendado a Dn. Juan Francisco de Escobar por 15 años, el cual debía pagar el 3% anual sobre el avalúo de los bienes de la hacienda. Esta hacienda tenía tierras en Piles.
Calderona (r. 46 f. 19 r.) Estas tierras pertenecieron a Doña Jerónima Nuño Sotomayor. Se adjudicaron al Licenciado Andrés Quintero Príncipe (propietario también de el Desbaratado) que las vendió a Dn. Pedro de Abenia, vecino de Caloto, en 29 Dbre. 1744. Da. Petrona de Guevara siguió pleito al Licenciado Quintero, recuperó las tierras y volvió a venderlas al mismo Abenía, por 425 pts. Se firmó la escritura el 20 de Enero de 1759.
Candelaria Una de las más antiguas haciendas del Valle. En 1628 la poseía Cristóbal Quintero Príncipe (Alférez real entre 1619 y 1628). Su viuda, Antonia de los Arcos y Rios, hizo compañía con su hijo Rodrigo Quintero para explotar el ingenio (Arb. I., 180). En 1679 María Quintero Príncipe la alquiló a su hijo, Cristóbal Silva Saavedra. Da María había sucedido a su madre, Da. Antonia de los Arcos, junto con su esposo, Jacinto de Silva Saavedra, en 1644 (I bid., 208). Este había obtenido la encomienda de los indios de la Candelaria. (r. 16 f. 135 v.) Pertenecía a Da. Isabel
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de Escobar Alvarado, viuda de Juan Sancha Barona, en Julio de 1732. (r. 55 f. 70 v.) al mes siguiente había pasado a manos de su yerno, Dn. Salvador Chaverri, quien debía reconocer 11.000 pts. de censos que pesaban sobre la hacienda. Esta tenía trapiche, cañaduzales, esclavos y ganados.
Cañasgordas Cerca de 1629 Antonio Rodriguez Migolla, vecino encomendero y regidor, había comprado al presbítero Juan Sánchez Migolla la tierra y el hato de Cañasgordas por 180 pesos. Instaló un trapiche y en 1643 pagó 45 pesos de composición. Más tarde se incorporaron tierras de los indios de Lili y Piedras y se remataron a Antonio Ruiz Calzado (Arb. I, 182, 183 y I I, 88). (r. 49 f. 107 v.) 7 Nov. 1725. Ana María de los Reyes, hija de Francisca Núñez de Rojas y viuda del Maestre de campo Dn. Baltasar Prieto de la Concha, grava esta hacienda en donde declara tener 60 ó 70 esclavos. (r. 37 f. 1 r. ss) 1736. En el testamento del Alférez real Dn. Nicolás de Caicedo H. aparece mencionada: "... se componen de derechos de las tierras, casas y ramada, trapiches, fondos, cañaverales, negros, esclavos, herramientas, caballos, mulas, yeguas, bueyes y demás aperos de dicha hacienda, con sus platanares, rocerías, maíces y arrozales y todo el ganado de cría que pareciere herrado con el yerro de la M y pie de gallo... con más los derechos de tierrras que hubo y compró de Da. Ana de los Reyes... como asimismo todos los novillos que se hallasen dentro de los potreros de Pance y Jamundí, caballos, potros y mulas...". Lo sucedió su hijo Dn. Nicolás Caicedo Jiménez. (r. 22 f. 98 r. ss). 7 Julio 1780. Pertenecía al Alférez real Dn. Manuel Caicedo en indivisión con Dn. Luis Chaverri, casado con una nieta de Dn. Nicolás de Caicedo H.. Chaverri vendió en 1772 el potrero de el Salto, entre los ríos Pance y Jamundi a Antonio José de la Torre y Velasco por 500 pts. En 1780 la hacienda tenía cuatro potreros de ceba llamados Chipayá, Chontaduro. Q... y el rincón de Pance. Y otros dos potreros llamados Potrero Grande y Zabaletas.
Cañaveralejo. (r. 58 f. 461) Febrero 1719. La hacienda pertenecía a Bartolomé Vivas Sedano, quien la había recibido como bien dotal de su mujer Andrea Pérez Serrano. Tenía entonces trapiche y esclavos. (r. 43 f. 77 v.) 28 Junio de 1753. Testa Bartolomé Vivas. Declara haber vendido Cañaveralejo al cura de Cali José de Alegría y Caicedo, separando un potrero. (r. 7 f. 14 r.) 10 Enero 1754. Consta que el cura Alegría había vendido la hacienda a Manuel Cobo y Calzado, que había sido propietario de la Magdalena y el potrero de La Torre. (r. 35 f. 231 r.) 2 Agosto, 1754. El hijo y albacea de Bartolomé Vivas, el Maestro
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Miguel Vivas Sedano declara que su padre había comprado la hacienda hacía muchos años al albacea del Capitán Miguel Vivas Sedano por 4.456 pts. gravados con 3.000 de una capellanía que había fundado el mismo Miguel Vivas, y 1.446 de otros censos. Vende la hacienda a Dn. Francisco Javier de Fresneda las tierras que incluía esta venta eran: "... lo que pertenece a la tierra alta, del otro lado del río de Cañaveralejo, con los derechos de Meléndez, y por lo que toca a este lado del río, entendiéndose desde la quebrada que llaman Guorrey hasta el camino real, que es dicho camino por donde rompió el río Cañaveralejo para el llano de esta ciudad, el que sigue ambos lados, según constan dichos linderos en la escritura que hizo el Licenciado José Alonso Astigarreta, dueño que fue de aquella legua de tierra, que lo es en largo, a Don José Baca...". Vendió las tierras por 1.500 pts., más ocho esclavos, elementos de trapiche y algunos ganados, todo por 4.456 pts. (r. 25 f. 262 r.) 5 Set. 1754. El mismo albacea vende al capitán Juan Bravo de León un potrero donde Bravo, minero del Chocó, mantenía mulas desde 1750. "... que se compone de una loma que tiene una oyada en medio y sus lindes son desde la quebrada en ancho, en donde es la puerta de su entrada, hasta la otra quebrada que se sigue para arriba, la que divide la otra loma que es potrero de Da. Andrea Pérez Serrano que llaman el Guadualito, y para arriba la montaña hasta la cuchilla...". Este potrero quedaba contiguo al que vendió a Fresneda. Recibió por él 110 pts. (r. 68 f. 172 r.) 7 Ag. 1756. Francisco Javier de Fresneda, en nombre de su esposa, Da. María de Silva Saavedra, grava la hacienda con 2.400 pts. que ya tenía sobre sí 4.800 pts. de censo. Menciona 12 esclavos. (r. 60 f. 95 v.) 3 Marzo, 1757. El Sargento mayor Salvador de Caicedo (minero y propietario de los Ciruelos) vende a Dn. Francisco Lourido Romay, yerno del Alférez real, 1.000 pts. de tierras. "…por la parte del rio Cañaveralejo, desde el paso del camino real a dicho rio que está arrimado a la chamba que abrió el difunto Dn. Bartolomé Vivas para abajo, a orillas de dicho rio, hasta llegar al paso que llaman de los flacos que está poco arriba del desparramadero de dicho rio, y de este paso, tirando rectamente al zanjón de Puente de Piedra, en donde hoy tienen la casa los lazarinos, hasta una cuadra abajo de adonde se halla dicho Puente de Piedra, y de este paraje, subiendo ese zanjón arriba hasta su nacimiento". La propiedad lindaba por arriba con las tierras que había comprado Dn. Francisco Fresneda. (r.44 f. 278 v.) 22 Nov. 1758. Lourido vende 400 pts. de las tierras que había comprado al Maestro Manuel Fernández de Ribera, Pbro. Iban desde el rio Cañaveralejo hasta el zanjón de Isabel Pérez y desde las chambas que cercaban la hacienda de Dn. Francisco Fresneda hasta el paso que llaman de los Flacos, un poco más arriba del desparramadero. (r. 33 f. 164 r.) 24 Abril, 1761. Francisco Lourido Romay vende al Maestro Manuel Crespo Ramírez el
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resto de las tierras que había comprado a Salvador de Caicedo. Eran ya una estancia con ganados, yeguas y sementeras y valían 1.600 pts. (r. 76 f. 113 v.) 6 Mayo 1769. El Maestro Fernández de Ribera vende las tierras en los mismos 400 pts. al Capitán Manuel Pérez de Montoya. Al fallecer este (c. 1780) la estancia, llamada de Isabel Pérez tenía 130 cabezas de ganado y otros ganados, casa de teja, vivienda para trabajadores y estaba avaluada en 2.500 pts. (Arb. III, 27). (r. 70 f. 70 r.) 18 Junio, 1723). El capitán Juan Francisco Garcés de Aguilar, comerciante y minero de Ambato, casado en Cali con Bárbara de Saa, compra a Dn. Melchor de Saa y Lasso tierras entre el rio Cali y Quebrada Seca por 100 pts. (r. 70 f. 9 v.) 7 Feb. 1724. El mismo Garcés de Aguilar compra 5 cuadras de tierra a Juana de Montemayor, viuda de Miguel Guerrero y otra cuadra a su hijo José Guerrero "... que lindan con las tierras de Bartolomé (? ) de Ledesma, corriendo para arriba hasta tocar con dos cuadras de tierra a Juan. Guerrero y Miguel Guerrero, sus hijos, de largo, y de ancho desde el rio de Cañaveralejo, por donde antiguamente corría, hasta el zanjón de Puente de Palma: a razón de 20 patacones cada cuadra...". Las ventas incluían casas, trapiche, cañaduzales, platanares y algún ganado, todo por 1.029 pts. (r. 49 f. 31 v.) 5 Ag. 1726. Garcés compra 21 cuadras que pertenecían a Pedro Rubio de Quesada, que residía en Citará, por 200 pts. Estas tierras eran contiguas a las que poseía Garcés en Cañaveralejo y lindaban con el zanjón de Puente de Palma, el camino de Popayán y tierras de Cristóbal Guerrero. (r. 49 f. 49 r.) 4 mayo, 1725. En esta fecha Garcés declara tener ya 16 esclavos del servicio de la hacienda. (r. 49 f. 185 v.) 12 Nov. 1726. Garcés compra a Cristóbal Guerrero por 95 pts. tierras que éste había heredado de sus padres en el Guayabal, entre el rio Cañaveralejo y el zanjón de Puente de Palma. (r. 31 f. 93 v.) Agosto, 1744. Garcés compra a Doña Maria Ordonez de Lara una parte de la tierra que heredó Dn. Diego Ilario Ordoñez de Lara, padre de la señora, del capitán Pedro Ordoñez de Lara en el sitio de Petendé, de esta banda del rio Cali, "... hasta la quebrada que hoy llaman de Isabel Pérez y lindero que divide las tierras de Cañaveralejo que hoy posee el señor Alcalde Dn. Bartolomé Vivas, reservando el pedazo que toca a los indios del pueblo de Yanaconas...". También se excluía un pedazo donado a una cofradía y otro vendido a Dn. Pedro de Silva en 1699, ambos pedazos en las vegas del rio. Las tierras que quedaban eran inútiles e inhabitables. Se precisa: "... dichas tierras que hoy se llaman la Chanca y Cabuyal, (entrando el potrerillo que llaman de Montaño, con todos sus altos y bajos, llanos y sobrellanos, aventaderos y pela..., todo lo que coge la vista desde lo alto de la primera loma del sitio que llaman San Fernando, que hoy posee el comprador, poniendo el rostro al poniente hasta la montaña, hasta las orillas del rio de esta ciudad, todo lo que toca a las
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lomas y sierra alta, cuyas tierras las poseyó el contador Dn. Juan de Palacios Alvarado...". La venta se hizo en 200 pts. (r. 60 f. 14 r.) Enero 14 1757. Bárbara de Saa, viuda de Garcés, compra al Sargento Mayor Salvador de Caicedo tierras del Guaval (o Guayabal) en 1.000 pts., lindantes con las suyas de Cañaveralejo, "... en donde está la cerca que corre para abajo adonde están fundados los flacos, en donde está la madre antigua del Cañaveralejo que corre a juntarse con el zanjón de Puente de Palma, y arrimado a la Ciénaga, corren para la Aguablanca, en donde se juntan con Cañaveralejo, que hoy corre a espaldas de la casa de teja que posee el Maestro Dn. Manuel de Caicedo en el Guayabal...". (r. 44 f. 208 v.) 7 Set., 1758. El Sargento Mayor Salvador de Caicedo vende al Maestro Primo Feliciano de Porras un derecho de tierras comprendido entre la quebrada de San Fernando "... y el amagamiento que divide las tierras que vendió a Dn. Francisco Lourido y Romay (teniente de Alférez real)..." "... esto es, por los costados y por la parte de arriba hasta el nacimiento de dicha quebrada y amagamiento, toda la tierra alto y por la parte de abajo el camino real que el presente se trafica, sin que en esta venta se comprenda cosa alguna del dicho camino real para abajo...". Precio, 400 pts. Cuatro años más tarde (Oct. 1762), en su testamento, el Maestro declaraba tener entre la quebrada de San Fernando y la de los Lazarinos 20 reses lecheras, 8 caballos y 5 esclavos.
Cascajal (r. 9 f. 39) 5 Abril, 1780. Dn. Juan Antonio de Arana traspasa a su hijo Jerónimo la hacienda y bienes que tenía en el sitio de Cascajal con cargo de reconocer varios principales de capellanías. Las tierras valían 650 pts. Tenía 150 reses y otros ganados. La estancia valía 2.112 pts.
Cayetano. (San. en Jamundí) (r. 31 f. 120 r.) 18 Set. 1744. El maestro Juan de Ceballos, hijo de Da. Josefa Núñez de Rojas y del español Antonio de Ceballos, remata tierras, ganados y esclavos en el sitio de Jamundí que habían sido del cura de Cali, Dr. Juan Rodríguez Montaño por 5.747 pts., que debía reconocer a censo. Ceballos testó en 1747 (Dic.) y el mismo año (en Agosto) redimió el censo que gravaba la hacienda (r. 64 f. 102 r.). (r. 43 f. 187 r.) 1753. Poseía la hacienda el comerciante y minero español Dn. Mateo Valles de Mérida, que se había casado con Da. Maria Ceballos, hermana del Maestro Ceballos. La hacienda valía entonces 8.552 pts. y las solas tierras, con la casa, cercas y platanares, 2.400. Tenía 514 reses, 33 novillos y otros ganados y 10 esclavos.
Cerrillo
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(r. 8 f. 336 v.)16 Ab. 1728. Hacienda en jurisdicción de Buga. Tenía casas, trapiche, cañaduzales, ganados y cuatro piezas de esclavos. La poseía Da. Inés Cobo de Figueroa, quien había sucedido a su marido el Maestre de Campo Dn. Tomás Guerao León Maldonado. Este la había comprado a Dn. Andrés Baca de Ortega con cargo de reconocer un censo de 500 pts. (r. 8 f. 314 v.) Hacia 1712 Guerao habia comprado también cinco cuadras de tierra contiguas y lindantes con las de los tenorios, que habían sido de Marcos Pérez Fragoso y pasaron al minero español Alonso Pérez del Pozo. El 28 de abril de 1728 el maestro Francisco Zapata, hijo de Guerao, vendióeste pedazo por 250 pts. al capitán Bernardino de Arango, quien estaba casado con Agustina Ruiz Calzado, propietaria de el Cerrito.
Cerrito, El. Estas tierras, con las tierras contiguas de Trejo pertenecieron a comienzos del siglo al capitán Antón Núñez de Rojas. Entre los descendientes de éste, además de las tierras de Trejo, se repartían las tierras llamadas el Cerrito. Asi, Da. Ana Maria de los Reyes hija de Francisca Núñez de Rojas- poseyó una hacienda de este nombre que se adjudicó a Dn. Vicente Palacios a su muerte (entre 1729 y 1732). Palacios estaba casado con Da. Margarita Prieto de la Concha, hija de Francisca Núñez. Esta ordenó imponer una capellanía de 1.000 pts. sobre la propiedad (r. 16 f. 149 v. Set. 1732). En total, la hacienda estaba gravada con 3.273 pts. (r. 16 f. 387 v.) En 1751, cuando Prieto de la Concha y su marido Cortés de Palacios ofrecieron comprar minas a Nicolás Pérez Serrano ofrecieron como garantía "hacienda en Zabaletas". Finalmente (r. 4 f. 131 r.) el 16 de octubre de 1782 Dn. Lorenzo Ramírez de Arellano declaraba haber comprado el año anterior una hacienda llamada Trejo a Dn. Fermín Cortéz de Palacios por 4.000 pts. (r. 14 f. 173 v.) 23 Julio, 1734. Aparece otra propiedad llamada el Cerrito que pertenecía a Da. Agustina Ruiz Calzado, viuda del capitán Bernardino de Arango y que ella declara haber sido un bien dotal. La grava por 750 pts. a favor de una capellanía fundada por Da. Francisca Núñez de Rojas. (r. 28 f. 7 v.) 17 Enero 1749. El capitán Dn. Ignacio de Piedrahita Saavedra, tio de Da. Agustina Ruiz, cede a estas tierras en el Cerrito, "cuyos linderos son desde el guarimo que desde la antigualla llaman de Carrera, que antes estaba en llano limpio y hoy se ve dentro del monte de Espinal y Guayabal que ha crecido en esta parte. Corriendo para arriba media legua hacia la sierra y desde la quebrada del Cerrito hasta la madre antigua del Trejo que se reconoce patente, cuyas tierras hubo por cesión y traspaso que de ellas le otorgó el capitán Antonio Núñez de Rojas...". Piedrahita las cede con un censo de 500 pts. que tenían. (r. 44 f. 110 v.) Doña Agustina hace inventario de sus bienes en 1758. Las tierras de el Cerrito valían 2.570 pts. y eran: un derecho llamado
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la Novillera, otro, el Guarumo de media legua de ancho y una de largo (el que le había cedido Piedrahita) y otro con un potrero cercado y una acequia. La hacienda valía 20.424 pts. y tenía trapiche, casa, iglesia, 90 reses lecheras, 150 de ganado cerrero, 100 yeguas con 6 padrones y otros ganados y 29 esclavos. (r. 76 f. 314 r.) 18 Octubre, 1769. La señora hace su testamento. Declara haber vendido la hacienda a su hijo, el Dr. José Agustin de Arango. Sobre ella se cargaron 2.000 pts. para atender la dote de una hija monja. Lega a su hijo una imagen de Na. Sa. de Chiquinquirá para que despues de su fallecimiento la lleve a la hacienda "... y la mantenga con el adorno y decencia correspondiente al culto y veneración con que la ha mantenido...".
Chimbilaco. (r. 4 f. 137 r.) En Toro, el 25 Nov. 1782. Da. Margarita García mujer de Don Cristóbal Casas, vende a Dn. Jacinto Núñez tierras de Chimbilaco por 500 pts.
Chipi-Chape. Estas tierras, contiguas a la ciudad de Cali, estaban muy divididas. (r. 58 f. 512 v.) 1 Agosto, 1719. El Licenciado Primo de Villalobos y Caicedo, Pbro. vendió a José Salinas y Guevara 50 pts. de tierra en Chipi-Chape, "... que es la mitad, desde la quebrada que llaman Colorada que divide el pedazo de tierras de José Pretel, hasta donde alcanzan y comenzarse a correr la otra mitad que hoy posee Juan de Leuro y en ancho desde el camino real que va para el paso real hasta la sierra...". El vendedor las había heredado de su madre Maria de Caicedo Navarrete, la cual las había comprado a su vez de Da. Maria Renjifo. (r. 16 f. 142 v.) 1 Set. 1732. Las poseía el Maestro José Salinas Becerra, Pbro., hijo de Salinas y Guevara, y tenía instalada en ellas una estancia con trapiche, 5 esclavos, 50 reses, y 15 mulas. Las grava con 1.000 pts. (r. 64 f. 42 r.) 16 Mayo, 1727. Pedro Salinas y Becerra, minero y hermano del anterior, compra por 1.100 pts. un pedazo de tierra a Salvador Ramírez Florian "... del otro lado del zanjón de Chipichape y quebrada de Menga, que por lo ancho tiran desde dicha quebrada de Menga a dar al expresado zanjón..." y "... yendo por el camino real a dar a la quebrada Seca, cogiendo dicha quebrada derecho a dar al referido zanjón de Chipi-chape, más toda la tierra que está entre la cuadra de tierras que poseyó Miguel Guerrero y hoy tienen sus herederos..." (r. 5 f. 144 r.) 8 Agosto, 1750. Ramírez Florian tiene que escriturar otro derecho de tierras a Pedro Salinas en compensación de las anteriores que había debido ceder a Alberto Guerrero para evitar pleitos sobre el acceso al camino real. El nuevo derecho estaba "... a orillas del dicho zanjón, en ancho cuadra y media desde el mojón que a orillas del dicho zanjón
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deslindan las tierras de los herederos de Dn. Juan de Ceballos, difunto, mirando al otro mojón que está hacia el rio de esta ciudad y de largo corriendo de dicho zanjón para abajo once cuadras de tierra y vía recta la dicha cuadra y media en ancho, las cuales heredó de sus padres Domingo Ramírez y el derecho que tenían sus hermanos a dichas tierras compró..." En 1755 poseía estas tierras el minero Agustin Salinas. (r. 7 f. 204 r.) 22 Junio, 1754. Juan de Zea y Mora vende a Juan Núñez Rodríguez (v. Arroyohondo) ocho cuadras de tierra en Chipi-chape colindantes con tierras de los herederos de Juan del Ebro, de Juan Guerrero y de los herederos de Francisco Zapata. Precio, 186 pts. (r. 80 f. 117 r.) 13 mayo 1755. Nicolasa Rodríguez y sus hijos Esteban y Teresa del Curo venden al Dr. Tomás Ruiz, Pbro. 400 pts. de tierras en Chipi-chape heredadas de su marido y padre. Separadas por una quebrada de las que poseía Juan Núñez Rodríguez y colindantes con las de los herederos de José Salinas "... y por lo largo desde la sierra hasta el camino real antiguo que va para el paso real del Cauca, dentro de cuyos límites y linderos se comprende la parte que se le adjudicó a Isabel del Curo, la cual hoy pertenece a Agustín de Leuro por compra que tiene fecha...". (r. 60 f. 143 v.) 21 Mayo 1757. Isabel del Curo y su marido Hilario Zapata venden a Agustina del Curo, mujer de Francisco Garcés, "... la parte de tierras que en el sitio de Chipichape hubo de herencia la dicha Isabel del Curo, la cual está entre el derecho de tierras de Nicolasa Rodríguez y el derecho de Teresa del Curo que vendió al padre Tomás Ruiz...". Precio, 50 pts. (r. 33 f. 10 v.) 9 Enero, 1761. Francisco Garcés y su mujer venden el derecho anterior al cura Tomás Ruiz por 150 pts. Este Tomás Ruiz Salinas era propietario de minas en el Raposo y en 1754 había hecho compañía con Dionisio Quintero Ruiz para iniciar explotaciones en el Patía.
Cimarronas. (r. 14 f. 352 r.) 1736. Aparecen mencionadas en el testamento de Dn. Nicolás Caicedo Hinestroza y a renglón seguido, Algodonal, Chanchos y la loma de Zabaletas, "... incluyéndose el espinal de Dagua, y aunque Dn. Nicolás Serrano pretende derechos a alguna parte de estas tierras, no le tocan porque sólo tiene derecho a una legua de tierra que corre desde el paso que llaman de la cocinera hasta el corral de Dagua, según y como los midió el capitán Dn. Bernardo de Saa...". En estas tierras tenía ganado.
Los Ciruelos. Pertenecía al hermano del Alférez real, Dn. Salvador Caicedo Hinestroza, rico minero en el Raposo. Aparece mencionada varias veces, con ocasión de préstamos que contrajo su propietario con varias capellanías. (r. 8 f. 388 v.) 30 Dic. 1728.
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Declara 2.000 mil reses de cría que pastaban "en este llano" y 60 esclavos. (r. 55 f. 80 v.) 4 Set., 1733. Menciona "hacienda de campo en el vallano" con 4.000 reses de cría, 200 yeguas con cuatro grañones, 50 caballos, 50 mulas de recua, 40 yuntas de bueyes, trapiche, etc. "... que está todo situado en dicho sitio y llano de los Ciruelos, con 32 piezas de esclavos. En 1736 mencionaba 2.000 reses, 400 yeguas, y 23 esclavos y en 1748, 38 esclavos. (r. 78 f. 288 r.) Nov. 1762. La hacienda estaba avaluada en 16.162 pts. y la recibió su hijo, el Maestro Dn. Manuel Caicedo.
Coronado (v. Abrojal) 4, Julio 1748. José de Escobar y Lasso vende a Dn. Antonio Núñez dos derechos de tierras en el sitio de Coronado. Los hubo por herencia de su padre D. Feliciano de Escobar. "... en media legua de largo, y de ancho desde el zanjón de Mirriñao al zanjón de Coronado, y en dicha media legua de tierras tiene asimismo derecho Da. Petronila Cobo y Dn. Pedro Veláquez, cada uno de estos un derecho y el otorgante dos, que es la mitad de la dicha media legua, y por la parte de arriba lindan dichas tierras con las de Dn. Francisco García, Dn. Francisco Vivas, Da. Maria Bejarano y Dn. Pedro Velásquez, y por la de abajo con tierras de Da. Petronila Cobo y Dn. Pedro Rodríguez...". Precio, 300 pts.
Dapa. (r. 31 f. ? ). 13 Marzo 1744. El Sargento Mayor Mateo Vivas Sedano vende al Maestro Manuel Caicedo tierras llamadas de Dapa "... que lindan desde el rio de Arroyohondo hasta el peñón de Dapa, sirviendo de lindero la quebrada que nace del dicho peñón...". Lindaban también con tierras del vendedor y de Juan Vivas. El Sargento poseía la hacienda de Yumbo, a la cual debe referirse el documento como colindante. El precio se acordó en 400 pts. (r. 46 f. 56 r.) 16 Febrero, 1759. El Maestro Caicedo vende estas tierras a Agustín López Ramírez "... que corren desde las juntas del rio de Arroyohondo y quebrada que divide las tierras de Marcelo Quintero, difunto, hasta topar y encontrar con las tierras que en lo presente posee el Maestro Dn. Francisco Javier de Castro Pbro. y tiene actualmente cercadas por una quebrada. Y subiendo el rio de Arroyohondo, desde las dichas juntas hasta encontrar con las tierras del Sargento Mayor Dn. Salvador de Caicedo, su padre...". Estas tierras tenían una servidumbre de acceso a las de Dn. Salvador de Caicedo. Precio, 1.175 pts. La escritura se repitió en Abril del mismo año pero con un precio diferente: 1.137 pts. (r. 28 f. 242 v.) 7 Nov. 1749. Juan Vivas Sedano declara que en abril de 1747 había hecho escritura a Marcelo Quintero del tablón de Dapa. Según ésta, Vivas le vendía por 900 pts. las tierras que lindaban con las de los indios de Arroyohondo (r. 64 f. 31 r.). Pero ahora invalida la
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escritura por cuanto el tablón pertenecía al Maestro Manuel Caicedo y reemplaza a Quintero el tablón por otro pedazo que iba hasta el paso real de la quebrada de Aguacatal. Debe anotarse que Agustín López Ramírez, comprador en 1759 era yerno de Marcelo Quintero. En 27 marzo 1760 (r. 41 f. 122 r.) López Ramírez compró tierras al Maestro Pedro Quintero Pbro. que había recibido en herencia de su padre Marcelo, por 80 pts. Finalmente, en 19 de agosto de 1761 (r. 29 f. 320 r.) y en 12 de mayo de 1784 (r. 15 f. 48) López Ramírez y su hijo adquieren tierras que habían sido del Pbro. Francisco Javier de Castro, Se trataba del sitio de las Guabinas "... desde el peñón de Dapa para abajo, lindante con tierras del maestro Dn. Manuel de Caicedo (que también había vendido a López Ramírez en 1759), linea recta a dar con el paso de la Quebrada Honda por lo largo, y desde este paso quebrade arriba, en ancho, hasta el recodo de la montaña de dicho peñón de Dapa, en donde nace dicha quebrada...", por valor de 400 pts. y tierras contiguas a éstas por valor de 1.175 pts. (r. 4 f. 58 r.) 15 Agosto, 1783. López Ramírez declara entre sus bienes -en el momento de testar- las tierrras de Guabinas y Dapa con caseríos, trapiche, ganados y 39 esclavos. López R, era un mercader que llevaba mercancías al Chocó. Obsérvese cómo ésta y la hacienda de Arroyohondo fueron levantadas por comerciantes, mediante inversiones graduales en tierras y esclavos.
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Desbaratado. (Caloto) (r. 8 f. 464 v.) 2 Nov., 1729. José y Francisco de Bedoya y Peña dan como garantía de un censo tierras en San Francisco del Desbaratadillo. En ellas tenían casas, trapiche, cañaduzales, 400 reses y otros ganados y 17 piezas de esclavos, 16 de ellas criollos. (r. 70 f. 50 r.) 30 marzo, 1734. El licenciado Francisco Bedoya y Peña vende 400 pts. de tierras de las que poseía con su hermano José en el sitio de San Francisco del Desbaratado a Dn. Antonio de Escobar Alvarado. Las tierras, que los Bedoyas heredaron de sus padres, valían 1.000 pts. En 1750 José de Bedoya declara tener allí 500 reses, 50 yeguas y 7 piezas de esclavos. (r. 14 f. 283 r. y 303 r.) 1735. Los presbíteros José y Andrés Quintero Príncipe tenían también tierras en el Desbaratado. José, 400 pts. en el sitio de la Bolsa, con casas, platanares, acequias, chambas y 12 esclavos y Andrés 500 pts. con trapiche, 200 reses y 8 esclavos. El 4 de julio de 1733 el Maestro José había comprado a su hermano el potrero llamado Bolsa de Castaño "... que es arrimado al rio del Desbaratado en jurisdicción de Caloto, que lo divide el dicho rio y una madre vieja que sirve de lincero hizo la rotura hasta donde volvió a su madre que está en el paso real, que de presente se trafica por abajo, según de la manera que lo hubo y compró de José Francisco Bedoya..." (r. 55 f. 54 v.)
Espinal (r. 5 f. 237 v.) 21 Nov. 1750. Juan de Fernández de Velasco y Llanos, recibe de su tutor Miguel de Llanos, 440 pts. por su legítima materna (Juan era nieto de Da. Teodora de Valencia) en tierras de Taipa que lindaban, "... por la parte de abajo con tierras de los herederos de Dn. Diego Delgado, las que divide un zanjón que es conocido por el de la ladera de Monte Claro, en donde se ha acostumbrado cercar, y por la parte de arriba con tierras del otorgante, que las divide otro zanjón que llaman de Cadena, y por él un costado con el rio grande del Cauca, corriendo para arriba por los dos dichos linderos hasta dar con las tierras del Dr. Dn. Cristóbal Cobo de Figueroa, que las deslinda la quebrada de las Minas...". Cobo de Figueroa era propietario de las tierras de San Pablo, entre Vijes y el rio Cauca. (v. San Pablo). (r. 5 f. 256 v.) Nov., 1750. Miguel de Llanos, después de comprar parte de las tierras descritas anteriormente a su sobrino Juan Fernández, vende 470 pts. entre la quebrada del Guachal y la del Espinal por lo ancho y entre la sierra y el rio Cauca por lo largo, al Dr. Nicolás de Hinestroza, minero en el Chocó. El Guachal separaba estas tierras de las de Carambola que poseían Hinestroza y el Dr. Nicolás Ruiz Amigo, otro cura que fue administrador de las minas de Hinestroza en Nóvita por dos veces. (r. 11 f. 65) 14 Abril, 1751. Miguel y Adriana de Llanos venden al cura Hinestroza el "... resto de tierras que
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tienen en las llamadas del Espinal...", entre la quebrada del Espinal y la de San Pablo, por 490 pts. (r. 46 f. 292 v. ss.) 17 St. 1759. El cura Hinestroza ordenaba en su testamento vender el Espinal e imponer su producto a favor del convento de Sn. Agustín para contribuir a la edificación de su claustro. Entretanto se vendía, debía administrarla el prior o el Dr. Cristóbal Cobo de F. a quien en el año anterior había comprado la hacienda contigua de San Pablo. El cura había metido en las tierras 100 toros y 16 esclavos y tenía casas, rocerfas y dos platanares. Más adelante revoca el legado al convento de San Agustin y le deja más bién tierras que había comprado de Dn. José Pretel y Llanos, con el potrero llamado de Payán. (r. 71 f. 152 v.) 18 mayo 1767. El Dr. Nicolás Ruiz Amigo, como albacea del cura Hinestroza vende a Juan de Guzmán el Espinal por 6.254 pts. a reconocer a censo a favor del convento. Las tierras valían 2.000 pts. y tenía 124 reses y 12 esclavos, además de otros ganados.
Guabinas (r. 70 f. 142 r.) 28 Dic. 1723. Pertenecía a Dn. Manuel de Albo Palacio, quien estaba casado con una hija del Sargento Mayor Mateo Vivas, Sedano, propietario de la hacienda de Yumbo y de tierras en Dapa. (r. 16 f. 123 v.) 6 Julio 1732. La estancia tenía entonces 300 pts. de tierras, casas, platanares, 400 reses de cría, 50 yeguas y 6 esclavos. Al morir Albo Palacios tocaron a siete hijos 5.250 pts. de herencia. La hacienda quedó en manos de su mujer que en 25 Nov. de 1755 la vendió a su hijo, el Maestro Tomás Albo Palacios por 3.691 pts. Las tierras valían 1.000 pts. tenía trapiche, cañaduzales, algún ganado y cinco esclavos. Estaba gravada con 3.000 pts. de censos (r. 80). Dos días después el Maestro vendió 460 pts. de tierras al cura Francisco Javier de Castro que finalmente, en 1784, fueron a engrosar las tierras de la hacienda de Dapa que había fundado el comerciante Juan Agústín López Ramírez. (r. 60 f. ? ). 24 Set. 1757. Tomás de Albo Palacio grava nuevamente la hacienda con 2.000 pts. que recibe en ganados. Las tierras tenían más de dos leguas de largo hasta el Cauca y desde la quebrada de las Guabinas hasta la de Rosa Vieja un poco más de media legua. Mantenía 50 reses lecheras, 120 yeguas, 28 caballos, 15 mulas, 8 bueyes, 4 burros, 26 ovejas, una fanega de caña de sembradura, platanares, sementeras y trapiche. (r. 29 f. 320 r.) La propiedad original debió ser muy grande pues en Agosto de 1761 otro heredero de D. Manuel Albo Palacio, el Maestro Pedro, vendió también a López Ramírez 1.175 pts. de tierras. Como puede observarse, la propiedad de López Ramírez en Dapa absorvió esta de las Guabinas.
Guacas.
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(r. 8 f. 277 v.) 15 Julio 1727. Dn. José Pretel y Llanos reconoce a censo de 100 pts. en razón de que había comprado las tierras de las Guacas a Da. Antonia Quintero, viuda de Dn. Pedro de Silva. Este último las había comprado a Da. Catalina de Escobar, viuda de Dn. Antonio Ordoñez de Lara. (r. 8 f. 327 r.) 6 Febrero, 1728. Pretel vende cuatro cuadras que había comprado a Dn. Melchor de Saa y Lasso (en 1716) más las tierras de las Guacas que había comprado el año anterior al cura Nicolás de Hinestroza, toda por 300 pts. En 1759 el cura Hinestroza dejó estas tierras al convento de San Agustín. (r. 29 f. 431 v.) 24 Nov. 1761. el prior de San Agustín vende a José Guerao y Valencia tierras colindantes con las del Maestro José Salinas y Dionisio Quintero, por 100 pts. (r. 8 f. 446 v.) 20 Julio, 1729. Dn. Pedro Ordoñez de Lara había donado al convento de Santo Domingo tierras contiguas llamadas Lomas del Puerto. En 1712 Pascual de Tovar las tomó pero en 1729 su mujer las cedió a Nicolás de Guevara porque no podía pagar I,os réditos de 200 pts. en que estaban evaluadas. Las tierras pasaron a Cristóbal Lozano que en 25 de Abril de 1749 las cedió a su vez a Dn. José Pretel y Llanos (r. 28 f. 115 r.). Se describen como "... la loma que llaman del puerto, de la otra banda del rio de esta ciudad, que corre desde las juntas de dicho rio en la quebrada de las Guacas y la que llaman del Contador, corriendo para arriba la loma hasta el sitio que llaman el Chorrito...". Así, veinte años después de desprenderse de las Guacas, Pretel vuelve a comprar tierras contiguas. El año anterior había comprado 30 pts. en el valle de las Petacas a Dn. Lorenzo Ordoñez de Lara. (r. 31 f. 141 r.) Oct. 1744. El mismo Ordoñez de Lara, en nombre de su hermana había vendido tierras también las Guacas al Maestro José Salinas y Becerra (y, recuérdese a Francisco Garcés, quien las incorporó a su hacienda de Cañaveralejo). Originalmente todas estas tierras habían sido del contador Pedro Palacios Alvarado. En 1654, cuando se remataron, se llamaban San Antonio, potrero de las Nieves. Los Aguacates y Petendé y Pedro Ordoñez de Lara dió por ellas 150 pts. Lo que se vendió al Maestro Salinas fue un derecho de tierras "... situadas en las Guacas, en los altos de la sierra, a espaldas del cerro que llaman de las Cruces, en la montaña, de esta banda de la quebrada que llaman de las Chambas y lindan con la otra parte de dicha estancia que vendió Da. Catalina de Escobar, viuda de Dn. Antonio Ordoñez, al capitán Dn. Pedro de Silva y Da. Antonia Quintero, viuda del dicho Dn. Pedro, hizo cesión de dicha parte de tierras en la estancia de las Guacas a José Pretel y Llanos (1727) con cargo de reconocer a censo 100 pts. al convento de anto Domingo, de cuyo poder pasaron y de presente posee el Sr. Dr. Dn. Nicolás de Hinestroza... y por la otra parte lindan con el potrero que fue de Agustín del Castillo y hoy poseen Bernardino Núñez y Salvador Ramírez...". Precio, 50 pts. Respecto a las tierras que había
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comprado José Pretel y Llanos en 1748, lindaban con éstas y con la quebrada del Contador y la del Aguacatal.
Guales. (Caloto) (r. 49 f. 68 r.) 18 Junio, 1725. El Alférez Dn. Manuel Baca de Ortega vende la mitad de este potrero a su yerno Leonardo de Aponte por 200 pts. La otra mitad era de su hermano, el capitán Andrés Baca. Manuel Baca era propietario de Buchitolo. El potrero de Guales iba "... desde la quebrada que llaman de Párraga hasta el no Fraile por lo ancho y por lo largo desde las cercas y corral que tuvo Dn. Marcos Renjifo, que es el lindero que divide dicho potrero con las tierras de los herederos de José de Mora, corriendo derecho hasta topar con el rio del Fraile, y desde allí derecho, corriendo por abajo por la madre antigua del dicho rio, a las casas en que vivió Pedro Morillo, que hoy no corre y está seco, y de allí en linea recta hasta topar con un potrerillo que cercó Dn. Tomás de Cifuentes, con permiso de los dueños, en donde hace una boca de la dicha madre antigua del Fraile, donde está un árbol de sauces...". (r. 3 f. 141 v.) Dn. Diego Sánchez Hellín, nieto de Da. Ana Maria Baca y Ortega (hermana de Dn. Manuel y Dn. Andrés) poseía en 1745 (30 Set.) 300 pts. de tierra en el sitio de Guales. Los Guales figura también como hacienda en el testamento de Dn. Juan Sánchez Hellín, padre del anterior, en 1750 (r. 11 f. ? . 15 Enero 1751. (r. 35 f. 265 v.) 9 Set. 1754. Nicolás Sánchez Hellín, hijo mayor de Dn. Juan vende un derecho de tierras en Guales a Dn. Domingo de Mendia por 300 pts. Dn. Nicolás había heredado tierras en Guales y Lázaro Pérez que se designaban como derecho de 250 pts. En realidad su valor era mucho mayor puesto que sólo vendió el equivalente de 100 pts. por los 300. Este Nicolás Sánchez Hellín estaba casado con Da. Mariana Prieto de la Concha. (r. 68 f. 172 r.) 7 Agosto, 1756. Aparece como propietario de la hacienda de los Guales Dn. Baltasar Sánchez de la Concha en una escritura de fianza a favor del propietario de Cañaveralejo, Dn. Francisco Javier de Fresneda. (3. 33 f. 5 r.) 7 Enero, 1761. El Maestro Dn. Nicolás Velis vende a Da. Antonia y a Dn. José Vivas un derecho de tierras llamado también los Guales, que dice haber comprado a Dn. Nicolás Sánchez, en 100 pts. (r. 83 f. 326 v.) 5 Diciembre, 1763. Dn. Francisco Javier Sánchez Hellín, otro hijo de Dn. Juan, declara en su testamento tener 50 reses pastando en los Guales. (r. 9 f. 42 r.) 15 Julio, 1781. Da. Clara de Silva, viuda de Dn. Baltasar Sánchez de la Concha, declara en su testamento la hacienda de los Guales fundada en 900 pts. de tierra. La estancia tenía ganados y 18 esclavos. Su marido era hijo de Dn. Nicolás. Las tierras que declaraba en 1756 debían ser un derecho de 100 pts. que había comprado a su padre. Así del derecho primitivo de 250 pts. que este había heredado, vendió tres: uno a su propio hijo, otro a Dn.
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Domingo de Mendia y otro al Maestro Nicolás Velis. (r. 72 f. 187 r.) Agosto de 1798. Los albaceas de Dn. Diego Manzano, nieto por linea materna de Dn. Juan Sánchez Hellín, venden un derecho de tierra de 100 pts. a Tomás Otero. El derecho estaba proindiviso y estaba situado en los Guales. El padre de este Manzano, Dn. Valentin, había poseído 225 pts. de tierras en Lázara Pérez las cuales, habían pertenecido a su suegro, Dn. Juan Sánchez Hellín (r.56 f. 243 r.)
Guayabal. (v. Canaveralejo). Juan Francisco Garcés de Aguilar había muerto poco después de 1746. Como dejó tres hijos menores, la mayor parte de sus bienes quedaron en manos de su mujer, Da. Bárbara de Saa. Estos bienes consistían en las tierras de Cañaveralejo que había ido comprando desde 1723, tierras de Cabuyal, en Llanogrande, casas en Cali y minas en Dagua, todo lo cual debía valer unos 80 mil pts. (r. 56 f. 9 r.) 14 Enero 1752. Las tierras de Cañaveralejo aparecen con el nombre de Guayabal, cuando la señora las gravó con un censo de cuatro mil pts. (r. 60 f. 14 r.) Da. Bárbara compra al Sargento Mayor Dn. Salvador de Caicedo en Enero de 1757 mil pts. de tierras, gravadas con 900 de censos. Estas tierras lindaban, arriba, con la casa de la compradora "... en donde está la cerca... etc. "
Guavas. (San Lorenzo de, en jurisdicción de Buga). (r. 5 f. 229 v.) 13 Nov. 1750. José Ruiz de la Cueva vende a su hijo, el Maestro Miguel Ruiz de la Cueva, Pbro. la hacienda de San Lorenzo de las Guavas, que había sido primitivamente del Capitán Lorenzo Fernández de Monterrey que José Ruiz había comprado al Doctor Agustín Francisco de Mosquera y Figueroa y a Dn. Pedro de Sandoval, vecinos de Popayán. Las tierras de esta hacienda valían 2.000 pts., tenía cañaduzales, trapiche, 300 reses, 20 caballos, 30 mulas y 17 esclavos. Todo por 11.000 pts. a reconocer a censo. (r. 80 f. 284 r.) Octubre, 1755. El Maestro Ruiz compra por 250 pts. un derecho d e tierras que Da. Rosa de Cárdenas y Vivas, viuda de Dn. Miguel Velásquez, poseía proindiviso con sus cuñados Dn. Nicolás y Dn. Pedro, en el sitio de la Bolsa (v. Abrojal). Estas tierras se extendían "... entre las dos acequias de Dn. Pedro Durán y la de la hacienda de los jesuitas, por lo ancho, y por lo largo desde la loma hasta un árbol de Tachuelo...". (r. 44 f. 225 v.). 27 Set. 1758. El Maestro vende la mitad de las tierras de las Guavas al Doctor Dn. Felipe Sánchez, abogado de la Real Audiencia de Santafé y Quito, con casas, trapiche, cañaverales, árboles frutales y platanares, 50 reses, 50 yeguas, 20 caballos, 10 mulas, un hechor y 18 esclavos, todo por 10 mil pts. a reconocer a censo.
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Guayabital (r. 5 f. 140 r.) 1 Agosto, 1750. Miguel de Aldana y Luisa Guiri-guiri, su mujer venden un derecho de tierras que poseían en el Guayabital a Francisco José de la Asprilla y Escobar. Las tierras estaban en jurisdicción de Caloto y eran un cuarto de media legua. Los vendedores tenían dos partes de la media legua en tanto que las otras dos pertenecían a Tomasa Guiriguiri y Bernardo Itagoce, hijo de Maria uiriguiri. Valía el derecho 162 pts. (r. 11 f. 205). Octubre, 1751. El Maestre de Campo, Dn. Nicolás de Caicedo compró este derecho a la Asprilla. En 4 Nov. del año anterior haba comprado también tierras en el Guayabital al Padre Javier Vera, prior de San Agustín por 200 pts., "... que el todo de ellas se comprende desde la boca del rio que llaman del Desbaratado a donde dentra al de Cauca para arriba hasta el monte que llaman del Caymital por la parte de arriba, y cortando derecho hasta el rio de la Payla por el un lado, y por el otro la división de las tierras del Tiple que de este todo se hizo donación al dicho convento de San Agustín, de las cuatro partes las tres...". La otra parte pertenecía a los herederos del Gobernador Dn. Cristóbal Guiriguiri, indios de la Corona. Todo estaba proindiviso. En 1688 se había decidido sobre la validez de la donación hecha al convento por Pablo, indio. Este las había heredado de su padre Francisco de la Payla, indio que había pertenecido al repartimiento de Da. Catalina Renjifo, Dn. Cristóbal Guiriguiri, gobernador de los indios anaconas había presentado oposición porque parte de estas tierras le habían tocado a su madre, Magdalena, hija de Francisco de la Payla y hermana de Pablo. Había otros dos hermanos pero los hijos de estos no presentaron oposición. Al contrario, uno de ellos, Domingo Riasco, había cedido su derecho. Las tierras se vendieron al Maestre de Campo por 200 pts. (r. 61 f. 53 r.). 12 marzo, 1765. Caicedo Tenorio, nuevo Alférez real y heredero de Dn. Nicolás, vendió a los bienes de Dn. Salvador de Echeverri y Hurtado los dos derechos comprados por su padre en el Guayabital por 600 pts., es decir, casi el doble de lo que habían costado 15 años antes.
Hato de Mora (r. 70 f. 81 v.). Perteneció originalmente a Dn. José de Mora. Este se había casado con Da. Ana Torrijano en 1691 y había aportado al matrimonio 500 pts. de 900 que poseía en tierras, con 200 reses y 300 yeguas. Su hija Teresa de Mora Torrijano se casó con Dn. Tomás de Cifuentes y aportó como dote 2.949 pts. En esta se contaban tierras en Párraga que suegro y yerno poseían de por mitad. (r. 43 f. 202 v.) 5 Set. 1753. Da. Teresa de Mora vende por 1.000 pts. tierras del Hato de Mora al gallego Antonio Núñez de Prado, que fue también propietario de tierras en Meléndez. (r. 60 f. 6 r.). Nov. 1756. Enero 1757. La viuda de
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Dn. José de Mora, Da. Ana Torrijano, vende el Hato de Mora, la Porquera y Piles a Dn. Francisco Vivas Serrano. El hijo mayor de la señora, el padre Gregorio dé Mora S.I., había renunciado en favor de su madre estos derechos. El Hato de Mora: "... cuyos linderos con el zanjón de los Piles, corriendo para arriba hasta el zanjón del Sausal que es el que divide el monte de la Herradura. Por lo largo desde el dicho zanjón hasta la Porquera y desde esta hasta la boca antigua del rio Amayme, exceptuando de la tierra que encierran estos linderos un cuarto de tierra que pertenece a la capellanía que tiene el Maestro Dn. Pedro Caicedo...". Precio, 1.000 pts. V. Piles.
Hato Viejo (r. 32 f. 405 r.) 5 Nov. 1739. Pertenecía a Antonio Gómez quien tenía en ella 350 reses, otros ganados y 5 esclavos. En esta fecha la da como garantía de 2.116 pts. que pertenecían a los hijos menores de Cristóbal Gómez (que debía ser su hermano) y de Dionisia Vidal. Antonio Gómez había rematado los bienes de Cristóbal, los cuales estaban "interpolados" con los suyos, es decir, probablemente en indivisión. (r. 31 f. 128 r.) 18 Set. 1744. Antonio Gómez vende a Dn. Cayetano Delgado, vecino de Buga las estancias de Hatoviejo. Las tierras, que valían mil pts., estaban situadas entre Yotoco y las tierras de Miguel de Llanos (v. El Espinal y San Pablo). Tenía casa, 129 reses, 79 yeguas, 20 caballos, muebles, etc., todo avaluado en 3.882. Tenía 3.354 de gravámenes entre las tutelas y dos capellanías por 1.954 pts.
La Herradura (r. 55 f. 108 v.) 14 Dic. 1733. El capitán Juan de Saavedra, yerno del capitán Miguel Vivas Sedano, a quien habían pertenecido primitivamente estas tierras, las poseía junto con Onofre Vivas. Este murió en la pobreza ese año y Saavedra se hizo cargo de la totalidad de un censo que gravaba las tierras a favor del convento de las Mercedes, por 1.000 pts. (V. Cabuyal). (r. 37 f. ? ) 16 Junio 1736. Otro heredero del capitán Miguel Vivas, llamado también Miguel Vivas vende 150 pts. de tierra en la Herradura y los Piles a Dn. José Pretel y Llanos. (r. 32 f. 269 v.) 8 Julio, 1738. Pretel trueca este pedazo, reservando un derecho del potrero de Piles, por cuatro cuadras en el llano de Meléndez que Luis de Echeverria y Alderete había comprado a Dn. Felipe de Velasco. Este Luis de Echeverria ya había intentado hacer un compromiso con el capitán Juan de Saavedra para repartirse de por mitad las tierras mencionadas más arriba. (r. 64 f. 68 r.) 14 Julio 1747. Antonio de Saavedra, hijo del capitán Juan, vende a Juan, Miguel y José de Cárdenas un pedazo de las tierras de la Herradura que había heredado de su madre por 190 pts. "... por lo largo, desde la puente del Guadual, corriendo para abajo hasta la cerca que divide las tierras de dicho
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sitio de la Herradura, en donde están tres árboles... de la acequia que pasa por la casa del vendedor que les vendió hasta dar en un zanjón que corre a orillas del dicho guadual...". Recuérdese que en 1752 Juan y José de Cárdenas trocaron este pedazo por uno entre el zanjón de Aguaclara hasta la madre del Amaime con Dn. José de Escobar y Lasso. (V. Abrojal). (r. 30 f. ? ) 19 Oct. 1748. Juan de Saavedra vende la mitad del derecho de tierras de la Herradura (la otra mitad pertenecía a su hijo Antonio) a Dn. Valentin Manzano (yerno del Cap. Juan Sánchez Hellin) por 625 pts., de los cuales debía reconocer 500 de censo a favor del convento de las Mercedes. "... que todo el dicho derecho se contiene y linda por lo ancho desde el zanjón de Sarzal hasta el zanjón del Palmar... (ilegible) corriendo para abajo entre los dichos dos zanjones de Sarzal y Palmar hasta encontrar con el zanjón que llaman de los Piles...". (r. 28 f. 106 r.) 22 Febrero 1749. Antonio Saavedra vende por 625 pts. la ,otra mitad del derecho a Dn. Nicolás Pérez Serrano. Se señalan los mismos linderos que en el documento anterior, aunque se lee Sausal. La parte ilegible: "... y desde la talanquera y cerca que se ha acostumbrado hechar y de presente está de manifiesto y levantada...". Pérez Serrano era un minero casado con Isabel de Escobar Alvarado. Testó en 1750 (r. 5 f. 112 v.) y no dejó hijos aunque sí cuantiosos bienes, entre otros la hacienda de Meléndez. En el testamento las tierras de la Herradura aparecen avaluadas en 800 pts. Al parecer había agregado también el pedazo de Luis de Echeverria y Alderete. El 15 de febrero 1751 su viuda hace escritura de estas tierras -que se remataron en pública subasta, junto con las de Meléndez -a favor de Dn. Juan de Argumedo, otro minero, casado con una hija de Dn. Nicolás de Caicedo Hinestroza y sobrino del comerciante español Francisco de la Flor Laguno. El documento de la venta está incompleto (r. 11 f. 42 v. y f. 47 v.) pero más adelante hay otro por el cual Argumedo reconoce un censo de 60 pts. La hacienda tenía también el que gravaba originalmente las tierras por 500 pts. a favor del convento de las Mercedes. Se mencionan apenas yeguas en la hacienda y se dice valer más de 1.500 pts. Cuando murio, el 11 de Julio de 1759 (r. 46 f. 213 r.) Argumedo declaró que había comprado un derecho de tierras contiguo, el cual había pertenecido a Dn. Tomás Saavedra y la mitad del derecho llamado Piles, que había comprado a Dn. Valentin Manzano en compañía de su cuñado, el Alférez Dn. Manuel Caicedo. (1754). En la Herradura tenía 50 reses, de cría, 80 de ceba, 200 yeguas. El 9 de Abril de 1763 la parte de manzano que había comprado Dn. Nicolás de Caicedo fue vendida por su heredero, el Alférez real Dn. Manuel Caicedo Tenorio, a su cuñado Dn. Francisco Lourido Romay. Se incluyó también un derecho contiguo que Caicedo Te norio había heredado de Antonio de Quesada y que este había comprado a Dn. Juan de Saavedra, lo
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mismo que el derecho de Piles, mencionado arriba. Todas estas tierras valían 1.200 pts. y sustentaban 98 yeguas, 7 reses, 7 caballos, 4 burros y un negro que cuidaba de las tierras. Todo por 2.501 pts. que debían reconocerse a censo. (r. 82 f. 84 r.). (r. 83 f. 108 v.) 7 mayo 1763, es decir, apenas un mes después de la anterior operación, Lourido y Romay compró a los albaceas de Argumedo su parte de la Herradura, "... pues no produciendo la dicha hacienda ni aún lo correspondiente a su monto principal, es gravosa su manutención". Las tierras estaban avaluadas en 815 pts. y los dos derechos de los Piles comprados a Dn. Valentin Manzano en 1754 en 50 pts. Así, al reunificarse en cabeza de Lourido Romay las tierras que habían sido del capitán Juan de Saavedra y que treinta años atrás valían 1.000 pts., valían ahora un poco más del doble. Lourido adquirió también 150 yeguas, 40 reses, 23 caballos, un mulato y cercos y sementeras, todo por 3.173 pts. Debía reconocer 2.600 de censos. (r. 61 f. 36 v.) 24 Febrero 1765. D. Antonio Saavedra vende dos derechos contiguos a la Herradura, uno heredado de su padre Dn. Juan y otro de su madre, Ana Vivas y Lasso, a Dn. Santiago Farfán de los Cobos, vecino de Buga. Los derechos estaban ubicados en la tierra que el capitán Lorenzo Lasso había donado a su madre. Vendía 7 cuadras de largo y 4 en ancho por 160 pts., es decir, que el valor aproximado de una cuadra en esta región era de 5 pts. La cuadra tenía 108 varas de lado (de 0.83 cms). Así, las tierras que había comprado Lourido Romay dos años antes por 2.015 pts. deban ser unas 350 cuadras 0 280 hectáreas (más o menos).
San Isidro. (Tejar) (r. 55 f. 15 r.) 13 marzo, 1733. Testa Domingo Ramírez Florian quien declara tener 110 años. Declara tener varios pedazos de tierra, tanto en la otra ribera del rio Cali como del Cauca. Las de la otra banda del rio Cali eran 6 caballeras por las que había sostenido pleitos don D. Melchor de Saa y Lasso y luego con Juan Francisco Garcés (r. 70 f. 70 r. 1723 y r. 8 f. 240 r. 1727) y estaban situadas entre el rio Cali y Quebrada Seca. (r. 55 f. 45 v.) Menos de un mes después, el 6 de mayo de 1733, Ramirez vendió este pedazo al maestro Dn. Juan de Ceballos. El derecho, "... linda por la parte de arriba con el camino real antiguo que va para la ciudad de Buga, corriendo por el zanjón abajo que llaman de Chipi-chape hasta dar en la derecera de la fundación que tuvo una hija de los otorgantes, llamada Mariana Ramirez... y cortando linea recta, mirando al rio hasta el zanjón seco y derecera que divide las tierras del dicho comprados y por la parte del dicho rio, corriendo por la derecera del tejar para arriba, linda con tierras del Dr. Nicolás de Hinestroza, Pbro., todo el llano que se comprende entrando al tejar viejo que está debajo de dichos linderos...". Así, había un tejar "viejo" y un tejar
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"nuevo" que colindaba con estas tierras. AI año siguiente, en 30 de Enero de 1734, Salvador Ramírez, hijo de Domingo, declaraba entre sus bienes un tejar con tierras en la otra banda del rio Cali (r. 14 f. 133 v.). Y todavía, en 10 marzo de 1736 Da. Maria de Ayala, mujer de Domingo, traspasa el tejar a su hijo Salvador debido a que su marido no podía pagar los réditos que lo gravaban ni trabajarlo debido a su decrepitud. (r. 37 f. 27 v.). Este tejar iba "... desde la loma de la acequia y rio abajo por la orilla hasta dar y encontrarse con el lindero de Juanes de Escarza, por el un lado, y por el otro la loma alta, y por la otra parte con el pedazo de tierra que le vendió el dicho su marido al dicho su hijo Salvador Ramírez...". Estas tierras, como las que Domingo Ramírez había vendido a Dn. Juan de Ceballos, habían sido del Capitán Ignacio de Saa. Unos días después (el 22 de marzo) vuelven a mencionarse dos tejares contiguos. Domingo Ramírez Fl. murió ese mismo año en 1736 y sus hijos Salvador y José entraron en posesión de su herencia. José trocó su parte en la estancia de San Isidro con Juan Ignacio Garcés de Vergara por una legua de tierra en Caloto en 25 de Oct. 1745 (r. 3 f. 151 r.) Salvador Ramírez murió el 13 de Setiembre de 1755. Declaraba en su testamento la estancia de San Isidro y el Tejar. En 31 Oct. 1761 su yerno, Dn. Tomás de la Pedroza, vendió a Da. Manuela Rosa de la Romaña, viuda de Dn. Fernando de Argumedo y propietaria de minas. La señora murió en 1765. Tenía entonces 10 esclavos en el Tejar. Este pasó a su hija, Da. Mariana de Argumedo, quien lo vendió por cuatro esclavos a Dn. Pedro de Villavicencio en 1767 por 3.400 pts. a reconocer a censo.
Jamundí Originalmente una buena parte de las tierras de Jamundí pertenecieron al cura de Cali, el Dr. Juan Rodríguez Montano, quien las donó en 1721 a los hijos de Tomás de Esquivel y Mariana de Avalos y de Antonio de Avenía y Maria de Avalos. A través de los descendientes de estos las tierras fueron fragmentándose. Inicialmente la donación entera valía 1.000 pts., a repartir entre cuatro. (r. 71 f. 189 r. f. 201 v. r. 19 f. 220 r.) Junio 1767. Herederos de los beneficiarios de la donación enajenan sus derechos. Uno de ellos estaba situado entre las juntas del rio Pance con el de Jamundí hasta encontrar el Cauca, de largo, y de ancho desde el rio Jamundí hasta Rio Claro. La donación del cura dio lugar, en virtud de la dispersión de los derechos sobre la tierra, a una concentración urbana. Esta dispersión coexistió, sin embargo, con la gran propiedad de Rio Claro y con una tendencia a la concentración en que intervinieron los comerciantes José Vernaza y Diego Pablo de Cáceres. Entre 1766 y 1770 por ejemplo Vernaza llegó a adquirir tierras de los herederos de las tierras del cura Montano por valor de 586 pts. más otro pedazo de Rioclaro que valía 850 pts. En
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1768 tenia empotrerados en tierras de Pance y Jamundí 800 novillos en compañía con Juan de Soldevilla -quien también había comprado tierras allí. Vernaza y su socio se dedicaban a llevar este ganado al Chocó. Al morir Vernaza la hacienda que había levantado se vendió por 7.000 pts. (r. 86 f. ? . 8 Enero, 1799). Tenia trapiche, 600 reses, 28 caballos, 600 matas de cacao y 9 esclavos. Cáceres, por su parte, adquirió entre 1755 y 1778 varios derechos de tierras en Jamundi por 235 pts. Uno de ellos pasó a Vernaza por venta de Juana de Arrachátegúi, viuda de Cáceres.
San Jerónimo. (r. 6 f. 63 r.) 23 de Octubre 1720. El Dr. José Barona Fernández, cura párroco de Nueva Segovia, vende al español Francisco de la Flor Laguno, casado con su hermana Manuela Sancha Barona, la hacienda de San Jerónimo. De las tierras se exceptuaban las que se adjudicaron a Juan Barona Fernández en el Callejón (v. Alisal) y las que su madre, Margarita Fernández de Velasco, había dado a su otro hermano, el licenciado Pedro Barona en el sitio de el Terronal. También se excluía otro pedazo en el llano de San Jerónimo que se dió a Juan Barona Fernández, lindante con tierras de Dn. Antonio Basilio de Caicedo. Las tierras valían entonces 400 pts. Con la casa, el trapiche, la capilla, la caña y 83 reses valía la hacienda 2.153 pts. (r. 3 f. 104 v ; 1745. En su testamento, de la Flor Laguno declara la hacienda de San Jerónimo, "... cuyas tierras las tengo muy mejoradas, respecto de haberles limpiado los montes que tenían, en que he gastado mucho tiempo y herramienta con los negros...". Tenía trapiches con aperos, cañaduzales, herramientas "... suficientes y aún duplicadas y negros chicos y grandes, según y como se hallan por matrícula en dicho mi libro de cuentas, y en mis papeles se hallarán las escrituras de la compra de ellos. Menciona la capilla con dos ornamentos y la casa de vivienda "con todo su menaje y alhajas", con más de 500 pts., en plata labrada, y una huera de árboles frutales y platanares. (r. 5 f. 37 r.). De la Flor gravó la hacienda con una capellanía de 5.120 pts. de capital para que se ordenara uno de sus nietos. La impuso su yerno y albacea, el Dr. Cristóbal Cobo Figueroa, quien se constituyó en deudor consitario, quedándose con la hacienda en 1750. Cobo era propietario también de la hacienda de Nuestra Señora de la Concepción del Bolo y en 1752 las gravó ambas con un censo de 4.000 pts. (v. Bolo). San Jerónimo tenía entonces 4 o 5.000 reses, 1.000 0 1.200 yeguas, trapiche y 4 esclavos.
San José de Amaime (r. 49 f. 50 r.) 28 Julio, 1724. El capitán Dn. Jerónimo Renjifo de Lara y Da. Maria Silva y Escobar venden a Da. Ignacia de Piedrahita, en Napunima, "... una legua de tierras que poseen
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en este dicho sitio, que hubieron y compraron del capitán Dn. Ignacio de Piedrahita Saavedra, cuyos linderos son desde un zanjón montuoso que corre desde el trapiche hasta el zanjón de la Magdalena por lo ancho, y por lo largo desde el rio de Cauca hasta unos necederos que están más arriba de unos cabuyales...". Se agregaba una casa, algunos elementos de trapiche, un pedazo de cañaduzal, dos caballos trapicheros, todo por 590 pts. de los cuales 500 deban reconocerse a censo a favor de dos capellanías. Angela Ruiz Calzado, mujer del Cap. Domingo Cobo e hija de Da. Ignacia Piedrahíta y del Maestre de Campo Antonio Ruiz Calzado, heredó la legua de tierra mencionada, una parte del potrero de Latorre de su padre y otro cuarto de legua de Da. Ana de Guzmán vendido a su madre. Estas tierras, junto con otras que se extendían desde el sitio de Amaime y el zanjón de Trejo y en largo desde la boca del zanjón de la Magdalena hasta la desembocadura del zanjón de Trejo (ambas en el rio Amaime), constituían la hacienda de San José de Amaime. (r. 28 f. 35 v.) 28 Enero, 1749. Da. Angela Ruiz declara "... que por cuanto poseía la hacienda nombrada San José de Amaime, en jurisdicción de esta ciudad de la otra banda del rio Cauca, y que sobre ella tenía cargados y fincados 14.460 pts., pertenecientes a distintas imposiciones de obras pias.... y respecto a costarle mucho afan y trabajo al satisfacer los réditos de la dicha cantidad, mediante no poder beneficiarse la dicha hacienda con la asistencia y reparos que había en la administración, antes de que el dicho su marido llegase al estado en que de presente se halla..." y decide cederla a su hermano Dn. Juan Ruiz Calzado y su mujer, Da. Isabel de Castrellón. Según el inventario de la hacienda las tierras valían 3.300 pts., el ganado 6.252, 15 esclavos, 4.020, el trapiche y sus aperos 835, la caña y el plátano 671, etc. Toda la hacienda valía 15.536 y por lo tanto la señora sólo recibió 1.076 pts. puesto que los compradores debían hacerse cargo de los 14.460 pts. de los censos. La hermana de Da. Angela, Josefa Ruiz Calzado estaba casada con el propietario de la hacienda vecina de El Alisal, Dn. Juan Barona Fernández. Un hijo de estos, Antonio Barona Fernández, declaraba en su testamento, en 1799 (r. 86 f. 179 v.), haber vendido a Dn. Toribio García, minero y comerciante, la hacienda de San José de Amaime.
Lázaro Pérez. (Caloto) (r. 11 f. ? ). 16 Junio 1750. Juan Sánchez Hellin, propietario de los Guales, declaraba también estas tierras en su testamento. Lo heredó su yerno, Dn. Valentin Manzano, quien el 26 Set. 1752 (r. 56 f. 243 r.) reconoció 225 pts. que gravaban las tierras, y su hijo Francisco Javier Sánchez, quien en 29 Dic. 1757 (r. 60 f. 303 r.) vendió un derecho de 600 pts. con 98 cabezas de ganado y 48 yeguas a Dn. Francisco de Silva y Saavedra, vecino de Caloto, todo por 1.428 pts.
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Llanogrande. Con este nombre se conocían las tierras "de la otra banda del rio Cauca", tanto las que caían bajo la jurisdicción de Cali como las de Buga. En algunos casos los documentos notariales designan con este nombre genérico las propiedades, individualizándolas por sus linderos. Su identificación es posible siguiendo simplemente la linea sucesoral y es así como algunas se han incluido en las referencias de haciendas identificadas con un nombre. La existencia tardía de estos nombres (en el curso del siglo XVIII) sugiere la formación igualmente tardía de algunas haciendas. En el siglo XVII, cuando se trataba de latifundios más extensos, la tendencia parece haber sido identificar las tierras por el nombre de sus propietarios. De otro lado, en los libros de escribanos de Cali puede aparecer una mención ocasional (en el momento de constituir un censo, por ejemplo) de tierras que caían bajo la jurisdicción de Buga. Esto ocurre, por ejemplo, con una imposición de capellanía de Maria Bejarano en Febrero de 1752 (r. 56 f. 44 v.) La señora, viuda de Juan de Cárdenas Renjifo, gravaba 2.000 pts. de tierras con 2.000 reses, 500 yeguas, 32 piezas de esclavos, casa, trapiche y cañaduzales. Su marido había poseído tierras contiguas a los de sus parientes Dn. Lorenzo Lasso de los Argos y Francisco Renjifo.
Loreto. (Nta. Sra.) (r. 70 f. 30 v.). El Maestro F. Cobo de Figueroa, cura doctrinero del pueblo de San Jerónimo, vendió el 1 de marzo de 1.723 esta hacienda, situada en jurisdicción de Buga, a Dn. Manuel Crespo Lozano y a su mujer, Da. Antonia Renjifo. 600 pts. de tierras habían pertenecido originalmente a Dn. Nicolás Lasso y a Da. Faustina Solarte, vecinos de Buga, que las habían heredado del capitán Juan Lasso de los Arcos. Otros 300 pts. de tierras estaban sembrados con sementeras y tenían chambas. Tenía casa, capilla, ganado por valor de 2.066 pts. y ocho esclavos por 3.540. Su valor total era de 7.678 pts. de los cuales Crespo pagó 5.178 de contado. A esta hacienda se agregaron 25 pts. de tierras que Da. Antonia Renjifo había heredado del Capitán Francisco Renjifo y el 10 de diciembre de 1726 (r. 49 f. 94 v.) fue vendida al capitán Dn. Diego Ranjel por 7.639 pts. Ahora estaba gravada con 3.600 pts. de censos mientras que en 1723 tenía sólo mil. Crespo la había gravado el 20 de Nov. de 1724 (r. 70 f. 120 v.) con mil pts. para pagar a Dn. Antonio Salgado, comerciante de esclavos. Al vender esta hacienda Crespo Lozano compró otras tierras (v. Yeguerizo) a las que debió trasladar parte del ganado y esclavos pues en 1724 había declarado tener mil reses, mil yeguas y 19 esclavos.
Malagana. (v. Hato de Mora y Cabuyal)
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(r. 46 f. 181 v.) 23 Junio, 1759. Da. Agustina de Mora vende a su yerno Dn. Luis de Saravia 1.400 pts. de tierras de el Condorcillar "... desde el lindero del Dr. Cristóbal Cobo (propietario de Na. Sra. -de la Concepción de el Bolo y de San Jerónimo) hasta diez cuadras más abajo del paso del zanjón del Cabuyal, corriendo linea recta al rio del Bolo (? ) y por lo ancho las orillas del rio del Bolo (?) hasta las orillas del dicho zanjón del Cabuyal...".
La Magdalena. Esta hacienda perteneció originalmente a Da. Ana Maria de los Reyes, nieta del latifundista Antón Núñez de Rojas. En 1731 la cedió al capitán Ignacio de Piedrahita Saavedra que debla reconocer los censos que la gravaban (r. 16 f. 122 r.). Piedrahita tenía a su vez tierras a orillas del Amaime (r. 8 f. 350 v.) "... con aperos de fondos, cañaduzales, caballos,y esclavos". En octubre de 1748 (r. 30 f. ? ) Pedrahita vendió la hacienda a Dn. Manuel Cobo Calzado (v. Cañaveralejo). La hacienda comprendía varios pedazos de tierra, así: "... la tercera parte de una legua que posee el otorgante en el potrero que llaman de La Torre que se compone, según el título, de dos leguas, cuya pertenencia de una legua de dicho potrero por mitad compró el señor otorgante de los herederos de Dn. Juan de Escobar...", por 400 pts. (Piedrahita estaba casado con Da. Maria de J scobar, hija de Clara Núñez y Juan Escobar Alvarado). Otros 200 pts. comprados a Da. Margarita Fernández de Velasco, en tierras montuosas que Piedrahita destinó a cañaduzales. Metió también una chamba por la madre de una quebrada llamada la Magdalena "... que le sirve de cerca y resguardo, que coge dicho pedazo de tierra desde la boca de dicha quebrada la Magdalena hasta dos quebradas más arriba de la boca de la quebrada de San Jerónimo, las que dentran ambas al rio de Amaime, y en ancho desde la susodicha quebrada la Magdalena hasta la referida de San Jerónimo, por la parte de arriba, en donde ha mantenido y tiene dicho vendedor la cerca, y por la parte de abajo desde la referida quebrada la Magdalena hasta donde corre el rio Amaime...". Finalmente, otro medio cuarto de legua en Cimarrones y Napunima, en donde habían tenido trapiche los Escobares, familiares de su mujer. (v. Sn. José de Amaime). La vendió ahora por 340 pts. Así, la tierra de la hacienda valía en 1748, 940 pts. Vendió también 4 esclavos y aperos y caballos trapicheros, todo por 3.394 pts., con un gravámen de 2.000. (r. 5 f. ? ). 4 Set. 1750. Manuel Cobo Calzado intentó vender la hacienda al minero Dn. Pedro del Valle, exceptuando la parte del potrero de La Torre, todo por 5.424 pts. En los dos años había introducido ganado y sembrado caña, además de cancelar un censo de 800 pts. La venta se deshizo al año siguiente (r. 11 f. 113 r.) y Cobo la volvió a vender el 26 de Agosto de 1751 (r. 11 f. 156 r.) a
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Francisco José de la Asprilla, quien había sido propietario de Meléndez poseía El Guayabital. La venta se efectuó por 5.202 pts.
Malibu. (r. 25 f. 24 r.) 9 Mayo, 1743. Figura en el testamento del Alférez Luis José García, español casado con Da. Maria Pérez Serrano, hija del minero Nicolás Pérez Serrano y Da. Mariana Renjifo. La hacienda tenía entonces casa de vivienda nueva, trapiche, tres fanegas de sembradura de caña, 27 esclavos, 800 a 900 yeguas, 100 caballos, 27 muletos y otros ganados. La hacienda pasó a uno de sus siete hijos, Dn. Francisco García, quien reconoció las hijuelas de sus hermanos menores como tutor. (r. 64 f. 33 v.) 10 Ab. 1747. Francisco García reconoce también dos mil pts. a favor de una religiosa de Pasto, hija de Dn. Lorenzo Lasso de la Espada, dinero recibido de Dn. José Escobar y Lasso y que gravaba la hacienda de Aguaclara. En Julio del mismo año (r. 64 f. 56 r.) reconoció también 1751 pts. de una capellanía fundada por su madre, que había muerto el año anterior. La hacienda, junto con tierras en Dagua y una casa en Cali, estaba gravada con 9.499 pts. de las tutelas de tres hermanos menores (r. 56 f. 65 v.) 6 marzo de 1752. La hacienda tenía entonces 35 esclavos. (r. 56 f. 273 v.) García vende a Ignacio Payán la mitad de un derecho de tierras de 200 pts. entra los zanjones de Mirriñao y de Coronado. (r. 43 f. 4 r.) Dn. Francisco vende la hacienda por 12.222 pts. a su hermano Dn. Antonio. Este debía pagarle 3.174 pts. y 6.774 a dos hermanos. El resto, 2.274 pts., eran de dos censos. Las tierras valían 900 pts. (con 100 pts. que quedaban entre los zanjones de Mirriñao y Coronado), el trapiche y sus aperos 1.227 pts., 16 piezas de esclavos por 5.135 pts., ganado por 3.082, etc. (r. 80 f. 201 r.). Dn. Antonio García vende la hacienda el 13 Set. 1755 a Dn. Domingo de Mendia y Latorre por 12.615 pts. Las tierras, entre Malibu y Coronado, valían 800 pts. Los aperos del trapiche haban disminuido a 369 pts. y las 16 piezas de esclavos a 3.690 pts. pero el ganado había doblado a 6.448 pts. Los censos habían subido también a 5.136 pts. y todavía se debían 4.419 pts. de las tutelas de dos hermanos. Debe anotarse que el nuevo propietario estaba casado con Da. Javiera Baraona, familiar de otros propietarios de Llanogrande.
Mediacanoa. En 1729 el Maestro Primo Feliciano de Villalobos, cura y vicario del real de minas de Dagua compró una estancia por 229 pts. De éstas cedió 10 cuadras a Primo Feliciano Marmolejo, vecino de Buga, que le escrituró diez años después a sus herederos (r. 32 f. 337 v. y 339 v.) (r. 84 f. ? ). 20 Enero 1795. En el testamento de Catarina Ortiz se menciona media legua de
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tierras en largo sobre el rio de Media-canoa, que prohibe enajenar a sus hijos. Las tierras caían en jurisdicción del curato de Yumbo.
Meléndez. Perteneció a Da. Maria Manuela Peláez Sotelo, hija de Da. Francisca Núñez de Rojas y del Sargento Mayor Dn. Vicente Peláez. La heredó su hijo Dn. Felipe de Velasco Rivaguero quien en 1726 (r. 49 f. 120 r. ss.) la vendió a Dn. Francisco José de la Asprilla y Escobar por 11.679 pts. Tenía tres derechos de tierras: 300 pts. i.., entre la quebrada de las Piedras y el zanjón que sale del rio de Meléndez...", tierras del Estado que valían 100 pts. y otras tierras por 150. Tenía además: trapiche y aperos por 887 pts., caña por 930, chambas en tos cañaverales por 400 pts. 319 reses, 95 caballos, y 16 esclavos. De la Asprilla quedó debiendo 6.000 pts. que debían pagar a Velasco dentro de 9 años, además de varios principales de censos y capellanías que gravaban la propiedad. (r. 16 f. 266) 9 Mayo, 1732. La hacienda, avaluada ahora en 8.020 pts., estaba gravada con 5.210 pts. de diferentes capellanías. De la Asprilla la cede a Dn. Luis de Alderete que se compromete a pagar los 2.810 pts. restantes con negros y una mina. (r. 55 f. 14 r.) 13 de marzo de 1733. Alderete compra otra parte de la hacienda que pertenecía a Dn. Carlos de Velasco Rivaguero, hermano de Dn. Felipe. Las tierras estaban "... del otro lado de la chamba de Meléndez que sacó Da. Maria Peláez Sotelo para la división de sus cañaduzales y roterías, y por la otra parte lindan dichas tierras con el rio de las Piedras y corriendo para abajo con un zanjón que sale de dicho rio y vuelve a el mismo que llaman el Jambimbal...". Junto con dos esclavos valían 2.000 pts. Tenían además casas, cercas, roterías y platanares. Debía tratarse del primer derecho de tierras descrito en el párrafo anterior. En 8 de Julio, 1738 (r. 32 f. 269 v.) Alderete trocó cuatro cuadras de este derecho con Dn. José Pretel y Llanos por un pedazo en la Herradura. (r. 32 f. 384 v.) 5 Set. 1738. Alderete traspasa a José Pretel y Llanos "... la posesión y señorio que ha tenido a los bienes hipotecados en la hacienda de Meléndez que hubo y compró con dicho gravámen a Dn. Francisco de La Asprilla, pertenecientes al censo de Dn. Felipe de Velasco, de 4.860 pts...". Le cede el potrero del Cerro que val ía 600 pts. y "... las tierras de abajo, desde dicho potrero hasta el encuentro de la más vieja de las piedras que !laman el Sambimbal que hoy está seca (hasta) la otra zanja que baja entre el guadual de la Pereza hasta el zanjón de Lile, de largo, y de ancho desde el rio Meléndez por lo alto hasta el de las Piedras por lo bajo, entre dichas zanjas y acequias, que sale de dicho rio..." por 365 pts. Le vende también cinco esclavos, 250 reses y 3 yuntas de bueyes, todo por 4.357 pts. Del gravámen inicial de 4.860 pts. se habían pagado 2.060 pts. y pretel reconocía los 2.800 restantes. (r. 44 f.
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247 r.) 19 Oct. 1758. Jerónima Martínez, viuda de José Pretel vende la hacienda al Maestro Nicolás Ruiz Amigo y a Dn. José Vernaza. Ahora traspasan las tierras del potrero del cerro y las de abajo, que veinte años antes valian 965 pts., por 1.500 pts. También tres esclavos, 101 reses, 59 yeguas, 2 caballos y 4 bueyes, todo por 3.550 pts. Como se ve, si bien las tierras de la hacienda se habían valorizado, los traspasos sucesivos -que obedecían a los fuertes gravámenes que pesaban sobre ella- iban disminuyendo ganados y esclavos. También se conocían como hacienda de Meléndez tierras que c. 1719 el español Lorenzo de la Puente había comprado al Maestro Ignacio Vivas Sedano. La viuda de La Puente, Da: Antonia Baca Serrano las vendió en Junio de 1741 al minero Nicolás Pérez Serrano, reservando algunas tierras. (r. 83 f. 134 v.) 31 Mayo 1763. Da. Antonia Baca vende a su hijo por 150 pts. dos derechos de tierras. Uno, de 4 cuadras, "... de la otra banda del rio Meléndez por la parte de abajo, a orillas del dicho rio, hacia el paso que llaman de las Carretas, y de allí para abajo las que se hallan encenegadas por el desparramadero de agua que hace dicho rio Meléndez...". Otro, llamadas La Sabaneta, lindaba con tierras compradas por el hijo, Dn. Manuel de la Puente, a Dn. Luis Alderete y por otro lado con el rio Meléndez. La Sabaneta se hallaba próxima al estero y estaba "...asimismo encenegada, con montes y zarzales, por causa de dicho rio y estero que la anega...". (r. 83 f. 263 v.) 3 Set. 1763. La viuda de Nicolás Pérez Serrano, Da. Isabel de Escobar Alvarado, vende a Dn. José Poveda y Artieda por 12.901 pts. la hacienda que su marido había comprado a Da. Antonia Baca. Las tierras, con acequia y chamba, valían 2.000 pts. Se agregaba una parte del potrero del cerro que valía 400 pts. y 224 reses, 30 bueyes, 26 esclavos, casa, herramientas y aperos. (r. 4 f. 67 r.) 13 Set. 1783. La heredera de Dn. José Poveda, Da. Juana Poveda, traspasa la hacienda al comerciante Félix Hernández de Espinosa para liberar de censos los bienes de su padre. La hacienda se componía de seis derechos de tierra en el llano de Meléndez que val fan 2.600 pts. (200 más que veinte años atrás), más otro potrero llamado la Curtiembre que valía 700 pts. Tenía 289 cabezas de ganado y 6 esclavos. Todo por 6.240 pts. (Habían desaparecido 20 esclavos), con un gravámen de 6.060 pts. de ocho censos.
Menga (r. 64 f. 109 v.) 4 Agosto, 1747. Marcelo Quintero y su mujer María de Sarria gravan con 500 pts. de un censo derechos de tierra en Menga y Rosa Vieja. Todos sus bienes ya estaban gravados con 1.300 pts. A la muerte de Quintero (que testó en 1758) lo heredaron su mujer y diez hijos. (r. 33 f. 94 r.) 9 Abril, 1761. Maria de Sarria vende por 200 pts. 9 cuadras por 4 y media a Francisco Javier de Aragón, lindantes con la quebrada de
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Menga y con derechos de sus hijos Jerónimo y Miguel Quintero, "... y por el lado de arriba con el camino real que va al pie de la loma y por abajo con tierras del capitán Dionisio Quintero Ruiz..." (v. Arroyohondo). (r. 78 f. 335 v.) El mismo Francisco Javier Aragón compra por 200 pts. también 2 cuadras 25 varas de ancho y 9 cuadras de largo a Tomás y Luis Cañizales, que las habían comprado a Marcelo Quintero, contiguas a las anteriores y al mismo camino real que iba de Cali a Buga.
Mulaló. (r. 37 f. 1 r. ss.) 1736. Figura en el testamento de Dn. Nicolás de Caicedo Hinestroza como tierras que "... corren desde la punta de la loma que está delante de la estancia que fue de Pedro Alvarez hasta el portachuelo de Vijes, y del (rio) Cauca hasta la sierra alta, incluso el valle de Santa Inés en que los indios de Yumbo pretenden tener derecho y no tienen ninguno...". También el potrero de Mulaló de la otra banda del Cauca. La hacienda tenía un horno de cal, casas y ganados. La hacienda de Mulaló quedó en manos de su mujer. Da. Marcela Jiménez. Esta última testó el 5 de Nov. 1748 (r. 28 f. 75 r.) e impuso una capellanía de 10.000 pts. sobre Mulaló y la Calera, hipoteca que debía mantenerse y "... sólo en caso de conocida disminución de la referida hacienda se puede remover..." La hacienda pasó al hijo de Dn. Nicolás y Da. Marcela, Dn. Bartolomé Caicedo y de este a su hija Javiera ya su yerno, Dn. Antonio Cuero. E n 1789 la hacienda estaba avaluada en 32.000 pts. (r. 86 f. ? 10 Oct. 1789).
Obejo. (r. 70 f. 131 r.) Figura en el testamento (6 de octubre de 1723) de Dn. Feliciano de Escobar Alvarado, propietario de Aguaclara, quien tenía en estas tierras 1.500 reses y otros ganados. Estaban situadas en jurisdicción de Buga. En 1723 también tierras del Obejo pasaron a manos de Dn. Nicolás de Caicedo H. y después de 1736 a las de su hijo, el Dr. Juan de Caicedo, quien las vendió inmediatamente al capitán José de Aguirre Salazar (r. 32 f. 402 v.). Las tierras valían 400 pts. y sostenían 212 reses y 30 yeguas. Total de la venta, 990 pts. (r. 56 f. 229 v.) 23 Agosto de 1752. Dn. Bartolomé de Caicedo, el hijo mayor de Dn. Nicolás, debió heredar la mayor parte de las tierras de el Obejo que vendió a Dn. José de Escobar y Lasso, hijo del primitivo propietario, Dn. Feliciano de Escobar. La hacienda valía en 1752 6.600 pts. y estaba gravada con 2.000 pts. de censos.
San Pablo. (r. 49 f. 72 r.) 8 de Julio, 1725. Aparece mencionada en el testamento del Alférez Vicente de Llanos, casado con Teodora de
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Valencia, hija del Maestre de Campo Dn. Agustin de Valencia. Llanos dió poder en Nóvita para que se hiciera el testamento, lo que indica que, lo mismo que su suegro, debía dedicarse a la minería. Tenía seis herederos, entre los cuales debieron repartirse las tierras. (r. 25 f. 88 r. 1 Agosto, 1743). El capitán José de Llanos y Valencia, vecino de Quito, vende a su hermano Miguel, otro de los herederos, un derecho en San Pablo que había heredado de su madre, Teodora Valencia, por 290 pts. (r. 28 f. 201 v.) 20 Set. 1749. Miguel de Llanos vende tierras y esclavos (dos adultos y cuatro niños) al Dr. Cristóbal Cobo Figueroa (v. Na. Sa. de la Concepción de el Bolo y San Jeronimo) por 2.040 pts. en que estaban gravadas con una capellanía impuesta por Da. Teodora de Valencia. Las tierras de San Pablo "... están entre las de vijes y las que posee al presente Dn. Cayetano Delgado, inmediatas al rio de Cauca y de este lado de dicho rio; y los linderos del potrero y tierras que le vende, son de ancho, desde la quebrada que llaman del Burro, en que desagua una que llaman del Potrero y otros la nombran las quebradas de los Buitreshasta la quebrada que llaman de las Minas, que es la última que hay para llegar ya a las tierras de dicho Dn. Cayetano Delgado, y de largo desde donde se junta la quebrada dicha del Burro, subiendo para arriba de las lomas hasta llegar a linderos de las tierras de llama que hoy son del Dr. Dn. Bartolomé de Caicedo...". (r. 28 f. 254) 20 Dic. 1749. Miguel de Llanos vende tierras contiguas a las anteriores a los herederos de Dn. Diego Delgado (que había sido vecino de Buga. Estas tierras, vendidas por 300 pts., iban "... por lo ancho, desde un zanjón que está pasado el sitio que llaman de Taipa en la ladera nombrada del Monte Claro, en cuyo sitio se ha solido cercar para atajar potrero de marranos, tirando desde este dicho zanjón, linea recta por una cuchilla hasta topar con la quebrada de las Minas, que es la última que sale hacia el lado de las tierras de Dn. Cayetano Delgado... dicha quebrada que es el lindero de las tierras que posee el señor alcalde ordinario de primer voto, Dn. Cristóbal Cobo de Figueroa, las que le vendio en este presenta año... y por el otro costado, como quien va de esta ciudad para Media Canoa, hasta llegar al zanjón que llaman de la Ciénaga Oscura, que es el lindero desde donde empiezan las tierras que hoy posee el dicho Dn. Cayetano Delgado... y por lo largo desde el rio de Cauca hasta lo alto de la montaña...". (r. 44 f. 80 r.) 25 Abril, 1758. El Dr. Cristóbal Cobo de Figueroa vende al Dr. Nicolás de Hinestroza por 660 pts. las tierras que había comprado diez años antes. El cura Hinestroza murió el año siguiente y dejó su hacienda de Vijes a la Compañía de Jesús de Popayán. Poseía esta hacienda desde antes de 1734 y más tarde, en 1750 y 1751 compró las tierras contiguas de El Espinal. (v. Espinal). En su testamento las tierras de San Pablo figuran como un potrero de esta hacienda de El Espinal.
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Pantanillo. Pertenecía a Dn. Francisco José de la Asprilla quien en 1726 la vendió para comprar Meléndez. (r. 49 f. 84 r.). La compró Francisco de Escobar por 3.120 pts. que debía reconocer a favor de tres capellanías, más 1.756 pts. que debía pagar a la Asprilla. Se trataba de 600 pts. de tierra, 800 reses, 250 yeguas y caballos y 5 esclavos, con un trapiche. (r. 8 f. 264 v.). (r. 55 f. 112 v. ss.) Nicolás de Guevara reconoce los gravámenes de la hacienda que debió comprar a Escobar en Diciembre de 1733. Guevara incrementó la hacienda y en Dic. de 1748 (r. 30 f. ? ) la gravó con otro censo de 2.000 pts. La hacienda tenía entonces 600 reses, 600 yeguas y 21 piezas de esclavos. Guevara debió morir unos años después y su viuda, María Serrano, se casó de nuevo con Dn. Ignacio Camargo. (r. 56 f. 65 v.) 6 marzo de 1752. Camargo y su mujer reconocen un nuevo censo por 826 pts. La hacienda ya soportaba 5.546 pts. de censos. (r. 56 f. 45 v.). Se componía de: una legua de tierras que valía 600 pts. Otro derecho de tierra de 150, entables de trapiche y cañaduzales, 200 reses, 350 yeguas, 50 caballos, 12 mulas y 12 esclavos.
Papagayeros (r. 37 f. 1 r. ss.) 1736. Figura en el testamento de Dn. Nicolás de Caicedo H. Se mencionan tierras de: La Burrera, Santa Ana, Altos Quiguata, por quebrada Honda arriba. A renglón seguido se mencionan también las tierras llamadas Cimarronas, Algodonal, Chancos y la loma que llaman de Zabaletas "... incluyéndose el espinal de Dagua, y aunque Dn. Nicolás Serrano pretende derecho, alguna parte de estas tierras no le tocan porque sólo tiene derecho a una legua de tierra que corre desde el paso que llaman de la Cocinera hasta el corral de Dagua...". El yerno de Caicedo, Juan Antonio de la Llera, y el hijo que lo sucedió en el alferazgo, Nicolás de Caicedo Jiménez, heredaron estas tierras de por mitad. (r. 7 f. 127 r.) 2 mayo, 1754. De la Llera vende por 2.000 pts. las tierras "... que están y se comprenden desde las tierras de Tocotá hasta los Chancos..." al Dr. Andrés de Saa, Pbro., al Dr. Francisco García y al Dr. Antonio García (v. Malibú), reservando dos pedazos de la loma de Zabaletas. Los compradores debían reconocer censos por la totalidad del precio de venta. (r. 80 f. 181 r.) 14 Ag. 1755. El otro heredero, Caicedo Jiménez, había vendido también en 1754 a un Manuel de Olaya "... con asignación de lindero de la Porquera al mojón de piedra que linda con las de Tocotá la parte que le tocaba...". Ahora vende por 1.250 pts. a Ignacio Rodriguez de Castro, un minero del Raposo, "... desde el paso del rio de Papagayeros, como vamos de esta ciudad a las provincias del Chocó, desde este dicho paso, con todos sus altos y bajos, de una y otra parte del rio, hasta el ciruelar...". El comprador debía reconocer dos censos por la totalidad del
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precio. (r. 60 f. 261 r.) 12 Nov. 1757. Caicedo vende otro pedazo al Maestro Primo Feliciano de Porras por 800 pts. (a reconocer a censo a favor de una capellanía) comprendido "... entre la cañada del ciruelar para arriba hasta encontrarse con el lindero de las tierras de Tocotá que posee Santiago Ramírez, inclusive en esta venta la loma del Manzanillo con sus montañas, y por el ancho con el un costado hasta encontrar con los linderos de las tierras del Salado y Bono, y por el otro lado el rio de Tocotá de por medio, que divide las tierras de Manuel de Olaya...". (r. 44 f. 219 r.) 30 de mayo 1758. En su testamento, Caicedo Jiménez menciona todavía como suyas tierras de Ambichintes, Burrera, Chancos y Algodonal. (r. 33 f. 45 r.) 21 Febrero 1761. El maestro Primo F. de Porras vende las mismas tierras que había comprado en el 57, esta vez por 625 pts., a Guillermo de Collazos y Ayala. El Maestro había pagado los censos que gravaban la propiedad. (r. 83 f. 314 r.) 2 Dic. 1763. Dn. Luis de Echeverri, marido de Da. Teresa de la Llera y Gómez, declara que entre las tierras de Papagayeros que había heredado su suegro junto con Dn. Nicolás de Caicedo Jiménez se comprendías "sobras" adjudicadas por el gobernador de Popayán Gabriel Diaz de la Cueva el 17 de octubre de 1673. A la muerte de Antonio de la Llera, lo que le quedaba de estas tierras pasó a sus hijas, casadas con Echeverri y con Dn. Manuel de Caicedo, Igualmente, Caicedo Jiménez fue sucedido por el Maestre de Campo y nuevo Alférez real Dn. Manuel de Caicedo Jiménez. Este sostuvo pleito con Dn. Manuel de la Puente por las tierras del sitio de las Juntas. Echeverri se suma como parte. En 9 de febrero 1758 (r. 44 f. 24 v.) Da. Antonia Baca (v. Meléndez) había cedido a sus dos hijos, Dn. Manuel y el Maestro Luis de la Puente, la estancia de Ccagual en las juntas de los ríos Dagua y lindantes con la boca del zanjón de Piles. También se conocía como Piles un potrero contiguo a la Herradura que hacia 1738 estaba dividido en cinco partes. Sus tierras se repartían entre la hacienda de Aguaclara y la de la Herradura. También se mencionan junto con el Hato de Mora.
Quebradaseca. E escribano Marcelo Roso, hijo natural del Maestro Dn. Agustín Núñez y casado con una hija de Juan Núñez Rodriguez, rico comerciante de Cali, tenía una hacienda de este nombre ubicada al otro lado del rio Cali (r. 84 f. 71 r.). Probablemente había pertenecido originalmente a Domingo Ramirez Floriano y el escribano metió en ella ganados y esclavos. (r. 35 f. 100 r.). Octubre, 1793. Aparece un inventario de la hacienda según el cual las tierras valían 2.000 pts., la casa otro tanto, 28 esclavos por 7.000 pts. ganado, etc., todo por 13.595.
Rioclaro. (Hda. El Espejuelo) Caloto
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Oct. 31 de 1768. La declara en su testamento el gallego Juan Feijó, yerno de Salvador Quintero Principe. Las tierras de El Espejuelo las había comprado a Da. Francisca Silva, viuda de Dn. Nicolás Barona. En ellas tenía una casa nueva de teja, rancherías de trapiche y aperos, cañaduzales y platanares guarecidos por cercos de guadua, 43 esclavos, herramientas, 1.450 cabezas de ganado vacuno, de las cuales 878 era manso y lechero y el resto ganado cerrero, 434 yeguas, 41 caballos, capones, mulas, etc. Se mencionan otras tierras, las de Rio Claro, que Feijó había comprado a su suegro, Salvador Quintero. Estas tierras comprendían seis potreros: "... el Llano del Medio, desde el pie de la loma entre el rio de las Cañas y la quebrada de as Piedras; el potrero del Cabuyal; el del Ilanito de la Caña; el del Cagual y las Playas; el del Jagualito y Hospital, los cuales son potreros de llanos, y en las lomas que llaman del Miedo, que hoy tiene cercado Dn. Ventura Arizabaleta, otro dicho de los Confites y el resto de lo más que componen otro potrero grande...". De estos potreros de Rio Claro había vendido a Dn. José de Borja (v. la Bolsa) en 1755 y en 17 Junio 1757 (r. 60 f. 178 r.) a José de Aragón, por 500 pts., "... desde Rio Claro en ancho hasta la quebrada de el Miedo, y por la parte de abajo desde el paso del Madroñal hasta la Ciénaga Larga y hasta donde tuvo Marcelo Quintero su talanquera, y para arriba hasta donde tiene Berganzo su talanquera, Pepita. Los hijos debían reconocer un censo de 4.000 pts. a favor de su madre. (r. 50 f. 146 v.) 6 Set. 1785. Da. María Ignacia de Ospina, viuda de Dn. Francisco García, vende por 500 pts. a Bernardo de Orejuela y Perea el derecho que su marido había comprado en Papagayeros de Juan A. de la Llera, en compañía de Dn. Antonio García y el cura Andrés de Saa. Sus linderos se describen desde el paso de Chumba hacia abajo, hasta donde se junta con la quebrada de San Antonio que deslinda las tierras El Salado, corriendo para arriba hasta la montaña. (r. 26 f. 59 r.) 24 Abril, 1790. El Pbro. Andrés de Saa vende por 300 pts. a Juan Antonio Tello de Meneses parte de su derecho en Papagayeros. Le vendió desde la quebrada del Limonar, que divide las tierras de Bono y desagua en el rio Dagua o Papagayeros, aguas abajo hasta el paso de Papagayeros. (r. 26 f. 67 v.) 2 Junio, 1790. Tello de Meneses vende una parte de los Chancos, que había comprado al cura Saa, Juan Fco. Perlaza por 50 pts. (r. 26 f. 73 r.) 9 Junio, 1790. El cura Saa vende a su sobrino José Ruiz 200 pts. de tierras que le habían quedado en Papagayeros. (r. 84 f. 100 r.) 18 Nov. 1795. Tello de Meneses, alcalde del partido de El Salado vende 25 pts. de tierras en Ambichintes a Javier Echeverri.
Párraga. Esta región (hoy Municipio de Candelaria) caía bajo la jurisdicción de Caloto, importante en el siglo XVII por sus
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actividades mineras. Vecinos tanto de Caloto como de Cali, probablemente descendientes de antiguos mineros, poseían tierras y estancias en la región de Párraga. El capitán Miguel Vivas Sedano, por ejemplo, poseyó una fundación arrimada al rio Párraga, hasta el rio Fraile. Estas tierras pasaron a Juan Vivas Sedano en 1728 (r. 8 f. 32.6 v.). El Sargento Mayor Mateo Vivas poseyó también una hacienda en Párraga que en 1728 (r. 8 f. 331 r.) cedió a su hijo Diego cargándola con algunos censos que gravaban otra hacienda que poseía en Yumbo. Otro Vivas había vendido tierras en el sitio de Párraga de Dn. José de Mora que traspasó la mitad a su yerno Dn. Tomás de Cifuentes, (r. 70 f. 81 v.) (v. Hato de Mora).
Piles. (r. 14 f. 148 v.) 15 Julio 1734. El capitán José de Mora Torrijano había heredado de su padre, Dn. José de Mora, 300 pts. de tierras ya subiendo a lo alto hasta donde se acaba el Miedo, y desde dicho paso de Madroñal de dicho rio, subiendo para arriba hasta donde nacen dos piedras grandes que por el medio baja una chorrera...". La escritura advierte "... que los montes han de ser comunes para los vecinos que poseyeren desde el Rio Claro hasta las Cañas para el saque de bejucos, guaduas y madera y piedras...". Esta advertencia, que figura también en la escritura de Borja, se hacía en beneficio de los pobladores de Jamundí, seguramente. (r. 23 f. 20 v.). 5 Abril, 1776. Aragón vende las mismas tierras que había comprado en el 57 a Francisco García y Orejuela, propietario colindante, por 700 pts. Este García y Orejuela agrandó todavía su propiedad en el llano de Jamundí (r. 9 f. 115 r.) con un derecho de 300 pts. Feijó había vendido también a su yerno, el escribano Luis Maceda, "... desde la quebrada que baja de la loma hacia la quebrada de las Piedras, por junto al camino real abajo hasta entrar en el dicho rio de las Cañas, y de esta quebrada hasta otra que entra en dicho rio y divide el potrero que tuvo José Toscano, subiendo hasta arriba, hasta la loma de los Confites...". Más tarde estos potreros pertenecieron a Juan Antonio Nieto que en Dic. de 1795 (r. 84 f. 109) declaraba haber donado 1.000 pts. de tierras a su hija Catarina en Mata de Guadua (Llano del Medio o Cañaveral) "... que es lo último del llano de la parte de abajo, incluso en esta donación todos los potreros de Ciénaga, que comprende desde el rio de Guachinde hasta la madre antigua de él ...". También donó a su hijo Vicente la tierra entre la quebrada de las Piedras y el zanjón de Yarumito, más los potreros encerrados en el rio de Ias Cañas (Las Playas, Jagual, Hospital) que lindaban con tierras que había venuido a Francisco Sánchez.
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Rosa Vieja. (r. 64 f. 31 r.) 10 Abril, 1747. Juan Sedano vende a Marcelo Quinteto 900 pts. de tierras en Rosa Vieja y el tablón de Dapa. Se comprendían entre la quebrada de Aguacatal y el no de Arroyohondo. (r. 56 f. 91 r.) 16 marzo, 1752. Aparece mencionada la estancia en el testamento de Marcelo Quintero. Declara tener en ella 200 reses lecheras, 30 mulas, 5 yeguas, 6 caballos y 7 piezas de esclavos. Quintero tenía diez hijos y por lo tanto la propiedad debió atomizarse. (r. 41 f. 122 r.) 27 Marzo, 1760. El Maestro Pedro Quintero, Pbro., vende 80 pts. de tierras que se le adjudicaron en Rosa Vieja a su cuñado Juan Agustín López Ramírez (v. Dapa).
Salado. (r. 8 f. 364 v.) 27 Set. 1728. El capitán Nicolás Perez Serrano había vendido hacía 20 años un pedazo de tierra en el Salado, de la otra parte de la montañuela de Tocotá, a José Guillermo de Collazos (difunto en 1728) y sus hermanos Miguel, Manuel, Cecilia, Tomasa y Guillermo. Ahora otorga la escritura "... desde las juntas de las dos quebradas del Salado y la quebrada Honda, corriendo para arriba hasta la montaña, todo lo que se comprende de una a otra quebrada, y es claridad que a la quebrada del Salado desagua un zanjón que baja de la loma que llaman de Sando (? ), el cual dicho zanjón es el que divide dichas tierras corriendo hasta la montaña, abarcando la dicha loma (en) donde actualmente tiene sus sementeras y roterías...". La venta se había hecho por 200 pts. Además de estas tierras la mujer de Pérez Serrano, Da. Mariana Renjifo Renjifo de Lara, donó a su sobrina Da. Gertrudis de Esquivel Quintero P., casada con uno de los germanos, Miguel, tierras avaluadas también en 200 pts. Iban "... corriendo para arriba la quebrada que llaman del Salado hasta la montaña, que es lo largo, y por lo ancho desde la quebrada del Salado hasta otra quebrada (que) divide el potrerillo que llaman del (...tachado), yéndose la loma que llaman las Cruces, camino antiguo de Dagua, y por el otro lado al lindero y división de las tierras que se vendieron a José Guillermo...". (r. 68 f. 68 v.) 22 Abril, 1756. Testa Da. Gertrudis de Esquivel Quintero P. Declara los 200 pts. en tierras que le había donado su tía más un sexto de las que había comprado José Guillermo. (r. 9 f. 79 v.) 24 Julio, 1780. Testa Andrés Guillermo de Collazos y Esquivel, hijo de Da. Gertrudis. Tenía siete hermanos. Deja sus bienes a dos hermanas solteras. (r. 6 f. 128 v.) Agosto, 1791. Vuelve a testar. Entre sus bienes se contaban tierras en Bono y Santa Rosa compradas al Maestro Miguel Vivas en 400 pts. y otros cinco derechos, así: potrerillo del valle comprado a Da. Rosa de la Llera (v. Papagayeros). 100 pts. en Sendo comprado a Dn. José Potes (un Dn. Antonio Potes era su cuñado). 200 pts. en Sendo que le tocaron de herencia. 60
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pts. en Sendo también, indivisas con los Guillermo y otros 60 pts. allí mismo en las cuales tenían parte sus dos hermanas solteras. En estas tierras mantenía 250 reses de cría, 70 de ganado macho, 40 yeguas, 12 esclavos. El hacendado gozaba de cierto confort, con vajilla de plata y menaje de casa. Declara que "...con licencia del ilustrísimo señor Obispo Dn. Jerónimo Antonio de Obregón y Mena, de feliz memoria, fabriqué a mis expensas y de mis dos hermanas (Cecilia y Bernabela) la santa iglesia vice-parroquia que tengo en mis tierras del sitio del Salado...". (r. 84 f. 6) 12 febrero, 1794. Testa Da. Maria Gertrudis Collazos y squivel, otra heredera de Da. Gertrudis de Esquivel y Dn. Miquel Guillermo Collazos. Declara hacienda de campo en el "barrio" del Salado, con trapiche, labranzas, 100 reses, 20 yeguas, 10 caballos y 15 piezas de esclavos.
Sumbutala. En 1739 Bernardo Navarro, casado con Da. Mariana Núñez de Sotomayor poseía allí una legua de tierras que había comprado a Nicolás Sánchez Hellin, con 130 reses. Poseía también 150 pts. en Todos Santos. (r. 84 f. 61 r.) 9 Junio, 1795. Dn. Cristóbal y Da. Rosalía Sendoya a José Pretel por 100 pts. un derecho en Sumbutala que había heredado de su madre, Da. Petrona Pedraza.
Tapias. (r. 14 f. 352 r. ss.) 1796. Aparece mencionada en el testamento de Dn. Nicolás de Caicedo Hinestroza, "... en que está fundado trapiche, negros esclavos, ganados vacunos, yeguas, mulas, caballos y burros, herramientas, cañaduzales, casas de vivienda y ramada del trapiche, fondos y demás aperos, como asimismo el derecho de Guaba y Lama y Mosambique...". También en el valle de las Tapias había media legua de los herederos de Antonio Moyano, llamada sitio de Ocache. Otro pedazo pertenecía a Pascual Supía, indio de la Corona, "... desde la quebradita que está a la entrada hasta otra quebrada que está más adelante, camino real que va a Papagayeros...".
Tiple. (r. 8 f. 374 r.) 18 Dic. 1728. En el llano de este nombre el capitán Dn. Andrés Baca de Ortega había comprado la tercera parte de un derecho a su hermano por 1.225 pts. Debe observarse que otro hermano poseía las tierras contiguas de Buchitolo (v. Buchitolo) y el mismo Andrés poseía la mitad del potrero de Guales, entre los ríos Párraga y el Fraile. Ahora Andrés Baca vende a su yerno Dn. Miguel Ordoñez de Lara, el equivalente de 150 pts. en las tierras indivisas del Tiple. (r. 55 f. 111 v., 14 f. 239 r. 32 f. 409 v. r. 25 f. 162 r.) 31 Julio 1743. El español Francisco Leonardo del Campo, propietario de minas en
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Jambaló (Caloto) y yerno de Manuel Baca de Ortega, compró un derecho de tierras en el Tiple a Juan Sánchez Hell in (sobrino, a su vez, de los Baca de Ortega) por 750 pts. En 1733-34 del Campo poseía ya 300 pts. de tierras también en el Tiple y en 1739 sus bienes estaban gravados con 4.700 pts. de censos. (r. 25 f. 135 v.) 21 Oct. 1743. Otro yerno de los Baca de Ortega, Dn. José Falcon compra a Francisco Leonardo del Campo parte de las tierras que éste había comprado a Sánchez Hellin unos meses antes. Se describen así: "... desde el zanjón del Ciruelo, en derechura para abajo, linea recta por lo ancho hasta el rio de la Paila, fundación que fue del capitán Nicolás Vivas, y desde dicho zanjón con el mismo dicho Ciruelo, linea recta hasta topar con el término de tierra que fue de Dn. Manuel Baca y hoy poseen sus herederos. Y por la parte de arriba hasta la esquina que tuvo por manga dicho capitán Juan Sánchez, Francisco de Escobar y Dn. Agustín de Piedrahita nombrada Yeguerizo, linea recta hasta topar con el rio del Desbaratado, y por la parte de abajo hasta topar con el llano del dicho Dn. Manuel Baca, que habrá de las casas de los arriba nombrados hasta topar con las tierras del comprador... reservando en sí el derecho que desde dichos linderos hasta el rio de Cauca...". De los 750 pts. del Campo vendió a Falcón 500 pts. (r. 5 f. 132 r.) 7 Julio, 1750. Isidro de Silva Saavedra, casado con una hija de Dn. José Falcón, reconoce un censo de 500 pts. que gravaba tierras del Tiple y que había impuesto como capellanía Dn. Miguel Ordóñez de Lara y su mujer, Da. Josefa Baca. (r. 80 f. 198 r.) 25 Set. 1755. Dn. Gabriel del Campo, hijo de Francisco Leonardo del Campo, reconoce censo de 100 pts. que había recibido en tierras de Da. Maria Baca, viuda de Dn. José Falcón, Gabriel del Campo poseía ya un derecho de 500 pts. en el Tiple. (r. 9 f. 48 r.) 25 Julio, 1781. Dn. Antonio Martínez, vecino de Caloto, nieto de Dn. Manuel Baca de Ortega, declara en su testamento haber comprado un derecho de tierras en el Ciruelo (Tiple) a su tío, Francisco L. del Campo. (r. 26 f. 5 r.) 13 Febrero, 1790. Da. Maria Bartola Falcón vende 64 pts. de tierras en el Tiple, herredadas de su madre María Baca, al Maestro Dn. Pedro de Armijo, Pbro.
Todos los Santos Estas tierras, como las del Tiple, caían en jurisdicción de Caloto y pertenecían originalmente a los Bacas. (r. 8 f. 238 r.) 25 Abril, 1727. Da. Ana María de los Reyes declara haber comprado tierras en Todos los Santos al capitán Juan Sánchez Hellin (que, como se ha visto, era hijo de Ana María Baca de Ortega) y en ellas tenía 300 reses. Las da como garantía de un censo de 500 pts. (r. 8 f. 386 r.) 30 Dic. 1728. Dn. José Martínez, casado con una hija de Dn. Manuel Baca y Ortega, declara tener 100 pts. de tierras en Todos los Santos con .100 reses v otros ganados. Estas
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tierras las heredó su hijo Dn. Antonio, junto con otras del Tiple. Entonces debían ser muchas más pues en mayo de 1753 Dn. José Martínez había declarado tener 650 pts. de tierras en el Hato de Baca y en 1781 (cuando testó Dn. Antonio) tenían 200 reses (r. 43 f. 49 r.). (r. 32 f. 290 v.) 20 Oct. 1738. Otro yerno de Dn. Manuel Baca de Ortega, el español Custodio Jerez, declara tener fundado un hato con 300 reses en Todos Santos y seis esclavos, sobre el cual reconoce un censo de 1.000 pts. En 20 Julio, 1747, (r. 64 f. 92) declara 300 pts. de tierras "... en lo de Baca", para fincar un censo de 2.000 pts. Tenía también 400 reses, 50 yeguas, 20 caballos, 8 mulas y 16 piezas de esclavos. (r.41 f. 39 r.) 4 Feb. 1760. En su testamento, Dn. Juan Pérez de las Cuevas, hijo de Dn. Adriano Pérez de las Cuevas y Da. Teresa Baca, declara tener una casita en Todos los Santos, en tierras de su madre, con platanares, 14 caballos 70 yeguas, 70 reses, 4 mulas y cinco esclavos.
La Torre (potrero de) Estas tierras pertenecían al capitán Dn. Ignacio de Piedrahita Saavedra, casado con Da. Maria de Escobar. (v. Magdalena). En 1754 se suscitó un pleito entre Piedrahita y los Baronas (v. Alisal). El primero sostenía haber comprado estas tierras, que tenían dos leguas de lado, a su suegro Juan Escobar que las había heredado de su madre Isabel de los Cobos, sucesora de Lázaro Cobo. Los Baronas, a su vez, habían comprado parte de estas tierras con las del Alisal a Dn. Nicolás de Caicedo.
Trejo. Contiguas o arrimadas al zanjón de Trejo figuran al menos dos propiedades. Una, que originalmente perteneció a Antón Núñez de Rojas y que este vendió en 1717 el convento de Nuestra Señora del Carmen, con sede en Valadolid. El Convento vendió en 1719 y 1726 dividiendo la propiedad original. También recibía el nombre de Trejo la propiedad de un nieto de Antón Núñez de Rojas, Dn. Roque de Escobar Alvarado. (r. 58 f. 519 v.) 18 Set. 1719. Fr. Manuel de Aguilar y Castro, visitador de la provincia del Raposo y procurador del Convento del Carmen (Valladolid) vende a Da. Manuela Peláez Sotelo de Berrio por 8.298 pts. La hacienda de ganado mayor en Trejo (jurisdicción de Buga). Las tierras de la hacienda de eran: 252 pts. compradas al capitán Antón Núñez de Rojas, "... que son y se comprenden desde al paso ancho de Palabobo que e! en el zanjón de Trejo, tirando derechamente al Cerrito por el lado de arriba hasta llegar al Pantanillo, y de ahí para abajo, siguiendo la madre de dicho Pantanillo que entra en el rio del Ce. rito, y de ahí para abajo sirven de lindero el mismo rio del Cerrito, hasta dar en tierras que el capitan Dn, Pedro Chaverri compró a los herderos del dicho capitán Antonio Núñez, y por el otro lado el
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zanjón de Trejo...". "... con más otro pedazo de tierra que el otorgante compró al sargento mayor Dn. Antonio de Potes, alcalde provincial y vecino de la ciudad de Buga, que por estar indivisa en el potrero que llaman Vijes, con otras que compró el dicho capitán Dn. Pedro Chaverri, no se deslindan...". Este último pedazo valía 22 pts. Estas tierras tenían chambas, cercas y talanqueras que valían 410 pts., casas por 800 pts., sembrados por 1.350, ganado por 3.881 y 6 esclavos por 2.500 . (r. 49 f. 51 r.) 10 Set. 1726. El procurador del Convento de Na. Sra. del Carmen vende hacienda en la quebrada del Cerrito y zanjón de Trejo al capitán Dn, Mateo Castrillón Bernaldo de Quiroz por 16.101 pts. Tenía dos pedazos de tierra: uno, comprado originalmente al capitán Anton Núñez de Rojas en 1717 valía 250 pts. Otro, también de 250 pts., entre el rio Zabaletas y la quebrada del Berrito, y por la parte de arriba lindante con la sierra alta de Pijao. La hacienda tenía una acequia que valia 770 pts., oratorio, trapiche, 1775 reses, 350 yeguas y otros ganados por valor de 7.357 pts. y 10 esclavos por 3.950 pts. Castrillón quedó debiendo el convento 13.936 pts. y da como garantía la hacienda. Esta estaba gravada todavía con 6.000 pts. de censos y había aumentado sus esclavos a 22. (r. 46 f. 242 r.) 21 Agosto, 1759. Dn. Pedro de Castrellón vende a su hermano el Dr. Lorenzo Castrellón la hacienda que había sido de su padre por 8.902 pts. La hacienda conservaba el trapiche, la acequia y las chambas apenas vallan 600 pts. y al parecer Dn. Pedro le vendía apenas la mitad de las tierras (las que habían sido de Dn. Antón Núñez y que ahora valían 450 pts.). El ganado eran apenas 12 reses, 100 yeguas, 12 potros, etc. Se conservaban sin embargo 14 esclavos. Estaba gravada con 6.510 pts. de censos y 2.393 de deudas ordinarias. (r. 70 f. 12 ? , r. 14 f. 335 v., r. 37 f. ? 19 Ab. 1737, r. 32 f. 387 r.) En 1724, 1735, 1737 y 1739 Dn. Roque de Escobar Alvarado constituye censos que gravaban su propiedad de Trejo. En 1725 menciona media legua de tierra en Trejo, 500 reses y 6 esclavos. En 1737 menciona dos mil reses y en 1739 media legua de tierra, 27 esclavos, 2.000 reses y 300 yeguas. Para esta fecha los gravámenes eran de 4.400 pts. (r. 30f. ? ) 7 Set. 1748. La viuda de Roque de Escobar, Da. Manuela Lozano Santa Cruz, vende la hacienda al Colegio de la Compañía de Jesús en Quito por 7.762 pts., de los cuales había que reconocer 5.287 pts. de censos. Las tierras se describen ahora como un cuarto de legua en ancho y en largo, arrimadas a la banda izquierda del zanjón de Trejo, más la mitad del otro cuarto de legua, más cuatro cuadras que Escobar había comprado a Dn. Francisco de Pernia. Estas tierras valían 560 pts. Quedaban 655 reses y otros ganados, 8 esclavos por 2.105 pts. y casa, cañaduzales y aperos.
Yeguerizo.
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(r. 49 f. 87 v.) 4 Dic. 1726. Poco antes de vender su hacienda de Nuestra Señora de Loreto, Dn. Manuel Crespo Lozano compra por 300 pts. a Dn. Juan de Silva Saavedra "... la tercia parte de tierras que tiene por suyas en el sitio de Llanogrande, jurisdicción de la ciudad de Buga, que las hubo y compró de Juan Francisco Garcés de Aguilar (en 1721)... que son las que llaman del Yeguerizo, desde el zanjón donde esta poblada Da. Manuela Renjifo hasta el sitio de Aguaclara, según y de la manera como se le adjudicaron al capitán Gregorio Renjifo y consta por la escritura de compromiso que hicieron los herederos del capitán Francisco Renjifo, en donde se deslindo todo el derecho de tierras, de las cuales pertenece la una parte a la dicha Da. Manuela Renjifo, la otra al licenciado Andrés Quintero Príncipe, su cuñado,y la otra ésta que le corresponde al otorgante...". A la muerte de Crespo lo sucedió su mujer (c. 1731), Da. Antonia Renjifo Baca. Esta la vendió el 11 de Oct. de 1734 (r. 14 f. 217 v.) al Maestro Dn. Gregorio de Saa. La hacienda se componía de varios derechos de tierras: en primer lugar, los 300 que se habían comprado a Silva. Otro comprado a Dn. Francisco Renjifo y lindantes con las de Dn. Juan de Cárdenas, que valía 310 pts. Y finalmente, otro de 245 pts. llamado "Rincón de Cifuentes", "... desde una chamba de antiguos para abajo de largo y de ancho entre los dos zanjones del rodeo de Renjifo y del Papayal, reservando la parte que allí tiene Juan Sánchez Hellin y el derecho de Juan Francisco Garcés de la fundación, corrales y rocerías Cuyo derecho heredó de su madre Da. Jerónima Renjifo, incluyendo el derecho que compró Da. Bárbara Jaramillo, viuda y heredera de Sebastián Calderón...". Se incluía también, por 10 pts., un derecho a montes y guaduales que quedaron indivisos, un derecho a la mitad del agua de Nima que debía partirse con Dn. Diego Ranjel (comprador de la hacienda vecina de Na. Sra. de Loreto). Además de trapiche, la hacienda tenía 600 reses, 250 yeguas y otros ganados y 13 esclavos que valían 4.400 pts. Se vendió por 10.322 pts. y estaba gravada con 3.720 pts. de censos. (r. 14 f. 329 v.) 6 Set. 1735. El cura Saa había quedado debiendo 5.700 pts. de censos. Ahora constituye un nuevo de mil pts. y grava la hacienda que designa como Aguaclara. Declara 21 esclavos, las 600 reses y 200 yeguas. El maestro Gregorio de Saa, junto con sus hermanos, Dn. José Dn. Francisco y Dn. Bernardo, era también uno de los herederos del capitán Francisco Renjifo que se menciona como primitivo propietario de estas tierras. Su hijo Gregorio, casado con Da. Bárbara de Silva, casó a su hija Da. Manuela con Bernardo Francisco de Saa y a Da. Mariana con el minero Nicolás Pérez Serrano. Da. Manuela recibió 6 partes del Yeguerizo que dió como dote a su hija Bárbara cuando se casó con Francisco Garcés de Aguilar. Los hermanos Saa debieron heredar a su madre, Da. Manuela Renjifo. Así, a través de transacciones sucesivas entre los herederos de Francisco
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Renjifo se reconstituyó la hacienda con más de 3 derechos de tierra.
Yumbo. Pertenecía al sargento mayor Mateo Vivas Sedano, junto con las tierras vecinas de Dapa y Rosa Vieja. (r. 8 f. 331 r.) 9 Abril, 1728. El sargento mayor, que tenía otra propiedad en Párraga, decide ceder esta a su hijo Diego y liberar Yumbo de 4.600 pts. de gravámenes. Yumbo quedaba gravada apenas con 1.500 pts. La hacienda se componía de 500 pts. de tierras, casas y trapiche. 500 reses y otros ganados y 20 esclavos útiles. En 1745 la misma hacienda de Yumbo estaba gravada por 5.040 pts. de censos, casi hasta concurrencia de su valor, puesto que toda valía 5.877 pts. Le quedaban 150 reses y 6 esclavos. El sargento mayor la cede a otro de sus hijos, Juan (r. 61 f. 71 r.) 1765. Juan Vivas vende a su yerno Francisco Soto Zorrilla. Las solas tierras valían 1.500 pts., sembrados de caña por 1.920 y de plátano por 250 pts., el trapiche y los aperos por 790 ganado por 452 y 2 esclavos. En total 5.754 pts. (r. 26 f. 46 r.) 6 Abril, 1790. La venta anterior parece no haber tenido efecto porque en su testamento Juan Vivas Sedano declara la hacienda de Yumbo. En 1743, según el testamento del alférez Luis José García (v. Malibú), el potrero de Yumbo pertenecía por tercias partes al sargento mayor Mateo Vivas Sedano, al alférez García y a los indios de Yumbo.
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