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Spanish; Castilian Pages 254 [258] Year 2020
BUENOS AIRES: ESCRITURAS Y METÁFORAS DE UN ESPACIO PLURAL
CARMEN MEJÍA Y EUGENIA POPEANGA (COORDS.) Alba Diz, Rodrigo Guijarro y Marta Iturmendi (eds.)
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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina
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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencia y que existe en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de la cultura de América Latina.
Directores Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg); Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill); Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston); Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México); Beatriz González-Stephan (Rice University, Houston); Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise); Jesús Martín-Barbero (Bogotá); Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg); Mary Louise Pratt (New York University); Patricia Saldarriaga (Middlebury College); Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)
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BUENOS AIRES: ESCRITURAS Y METÁFORAS DE UN ESPACIO PLURAL
CARMEN MEJÍA Y EUGENIA POPEANGA (COORDS.) ALBA DIZ, RODRIGO GUIJARRO Y MARTA ITURMENDI (EDS.)
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Índice
Eugenia Popeanga Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Pilar Andrade Nana en Buenos Aires: las «franchuchas» y su circunstancia, según Albert Londres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Alba Diz Villanueva Una mirada hacia la periferia bonaerense: las villas . . . . . . . . . . . . . . .
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Barbara Fraticelli Buenos Aires y Lisboa: ciudades de sueño y ausencia . . . . . . . . . . . . . .
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Rodrigo Guijarro Lasheras Buenos Aires, ciudad recuperada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Dieter Ingenschay La literatura urbana como desafío de la ecocrítica: el caso de Buenos Aires . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Marta Iturmendi Coppel La proyección literaria de Buenos Aires en la novela negra argentina de la dictadura militar: Últimos días de la víctima de José Pablo Feinmann. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 Mirella Marotta Peramos Triste Buenos Aires: el viaje de Arbasino y la huella de Lévi-Strauss . . . 127
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Elisa Martínez Garrido De Génova a Buenos Aires y más allá. Edmondo de Amicis y la emigración italiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 Carmen Mejía Ruiz Buenos Aires, de la ciudad soñada a la ciudad de acogida . . . . . . . . . . 163 Elios Mendieta Rodríguez Emplazamientos del terror tras la dictadura argentina. La importancia del espacio en la película El Clan (2015), de Pablo Trapero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181 Rocío Peñalta Catalán Guillermo de Torre y las galerías comerciales de Buenos Aires: un espacio para la reflexión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201 Javier Rivero Grandoso Historia y crimen en Buenos Aires: la ciudad hostil en La aguja en el pajar de Ernesto Mallo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219 Leonardo Vilei Buenos Aires, la sombra de la modernidad en Los siete locos de Roberto Arlt . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237 Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255
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Introducción Eugenia Popeanga
La ciudad de Buenos Aires se convierte en tema literario a mediados del siglo xix, cuando los cuadros parisinos de Baudelaire abren el camino para hacer del espacio urbano, entendido hasta ahora como mero marco, el protagonista de la historia, desplegando una constelación de metáforas. La ciudad se interpreta como cuerpo, como sueño, como discurso, como espectáculo, pero también como un recuerdo o una ilusión. En la Modernidad y, aún más, en la Posmodernidad, se acentúan las connotaciones negativas, presentándose como un espacio hostil que destruye física y psíquicamente a sus habitantes. Como tantas otras ciudades que han encontrado el reflejo en la literatura y en el cine, Buenos Aires no se queda atrás. Es la ciudad que presenta múltiples caras, tiene fama de cosmopolita, culta; presume de librerías famosas, teatros y cines, pero también es la ciudad de los barrios populares, convertidos en turísticos, donde el tango «se vende» dejando un rastro de nostalgia que suena en la voz de Gardel. Y también es la de Evita Perón, el mito populista que despertó a la vida una masa amorfa y triste; así como la de una dictadura cruel, que convirtió plazas y edificios emblemáticos en lugares de muerte. Para el viajero, la ciudad porteña despliega sus grandes avenidas, muestra sus lugares de ocio y lo acerca a una cultura refinada y a la vez popular, a un Borges fervoroso, altivo, distante y perdido en las «ruinas circulares», que convive con los cantantes del Teatro Colón y las gaitas
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Eugenia Popeanga
nostálgicas de los gallegos desterrados. Ahora bien, si nos alejamos del centro, que efectivamente mantiene el glamour de una ciudad crisol de culturas, de lenguas y de tradiciones, la periferia es, igual que la de otras tantas ciudades, gris, monótona y violenta. Y, como todas, Buenos Aires genera arte: música, cine... y, por supuesto, literatura: desde la costumbrista de Adán Buenosayes de Marechal a La ciudad ausente de Piglia o la cruda novela negra de autores como Ernesto Mallo o Claudia Piñeiro, en la que el espacio urbano adquiere una relevancia singular. El volumen que el lector tiene en sus manos está constituido por un conjunto de artículos que comparten la misma fuente: el trabajo desarrollado en el seno del grupo de investigación «Viajar por la ciudad. Representaciones literarias y artísticas del espacio urbano», en un intento de acercar al público investigador la imagen de la ciudad de Buenos Aires desde una perspectiva interdisciplinar y comparada. Este origen compartido permite leerlo como un recorrido por el espacio porteño, un paseo-lectura por textos que abordan desde distintas perspectivas la capital argentina, cuyo compromiso cosmopolita la aproxima a la ciudad de París, pero poniendo el acento en un elemento que une las dos grandes urbes en la visión de Albert Londres, que comenta en su libro Le chemin de Buenos Aires que la especialidad francesa de la urbe americana es la prostitución. En cambio, el texto de Guillermo de Torre «Galerías de Buenos Aires» nos presenta una ciudad vista por un viajero in situ que pone de manifiesto el significado simbólico polivalente que adquieren los pasajes y galerías como espacios para la imaginación y atracción por lo soterrado, sin perder por ello su significación como lugares para el consumo. En la misma línea, pero en el ámbito de la ficción, las obras de José Avilez Ogando permiten una comparación entre Lisboa y Buenos Aires como ciudades de introspección cuyos rasgos urbanísticos, históricos y geográficos las convierten en urbes de ensueño irreales, a pesar de su geografía concreta y tangible. En contraste con estas imágenes, que van desde la descripción no ficcional de la ciudad hacia metáforas como la de la ciudad-sueño, se tratan una serie de novelas que presentan la ciudad como espacio hostil, como enclave ligado a la corrupción, al crimen y, como en el caso del personaje Erdosain, de Los
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Introducción
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siete locos de Roberto Arlt, al desasosiego. De este modo, autores como Cristian Alarcón, Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Olguín o Leonardo Oyola ponen de relieve la relación entre el adentro y el afuera, la periferia y el centro, así como los focos generadores de violencia que caracterizan y estigmatizan estos espacios. Otros, como el vanguardista Alberto Arbasino, refuerzan la percepción de la urbe como lugar decadente y enfermo. Algo similar ocurre en el contexto de la novela negra, entre cuyos títulos destaca Últimos días de la víctima de José P. Feinmann, por el especial protagonismo que otorga a la ciudad de Buenos Aires. Esta novela posibilita una reflexión sobre la versatilidad de la representación urbana a la hora de hilar distintos niveles de lectura, que permitan narrar la represión y el particular clima de violencia al tiempo que sortear la censura; y todo ello sin transgredir en ningún momento los estrictos moldes del género. Siguiendo con el género policíaco, las novelas de Ernesto Mallo ahondan en la imagen hostil de la ciudad porteña, escenario de las desigualdades sociales y de las injusticias del sistema. De forma similar, el discurso cinematográfico aborda con fuerza las características de la ciudad como espacio de agresión en la película El clan, de Pablo Trapero, ambientada en los años de la dictadura militar. Los espacios públicos y privados, la casa, el sótano, los Ford Falcon, las calles laberínticas se convierten en lugares que presagian o contienen el horror. Como contrapunto a este espacio urbano cargado de violencia, diversas novelas contemporáneas plantean una Buenos Aires rehumanizada que recupera, a través del tango, su identidad e historicidad frente a la homogeneización y agresión propias de las metrópolis contemporáneas. Entre estas obras, destacan El cantor de tango, de Tomás Eloy Martínez, y Errante en la sombra, de Federico Andahazi. Con un planteamiento también distinto, desde la vertiente ecocrítica se aborda el tema de la catástrofe ambiental en la novela urbana porteña del siglo xxi. Por otra parte, tanto El año del desierto, de Pedro Mairal, como Un futuro radiante, de Pablo Plotkin, cobran especial protagonismo como novelas distópicas que proyectan sus inquietudes hacia el futuro medioambiental.
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Por último, desde la perspectiva de la literatura italiana, se plasma una visión sobre la inmigración y preocupaciones sociales que afloran en diversos textos de Edmundo de Amicis, uno de los primeros en abordar los procesos migratorios de italianos al continente americano. Y, en la misma línea, se presenta la ciudad de Buenos Aires como la gran colonia de gallegos, inmigrantes y exiliados, que construyen aquí su propia Galicia, aportando tradiciones culturales, música y literatura a través de grandes figuras del exilio gallego. De esta forma, los artículos que conforman este volumen adquieren una significación diversa pero, al mismo tiempo, coherente. No se trata de investigaciones aisladas sino que forman parte de la labor colectiva del grupo mencionado, que se concreta en proyectos de I+D como CCG10-UCM/4736 «Viajar por la ciudad: modelos urbanos en la ficción literaria y en el cine» y FFI 2011-29556 «Escrituras y voces de la ciudad: modelos urbanos y discurso estético moderno y posmoderno», que han hecho posible la publicación de este libro. Esta obra se encuadra, por tanto, en el conjunto de otros títulos anteriores, como son: Historia y poética de la ciudad (2002), La ciudad como escritura (2006), Ciudades imaginadas en la literatura y en las artes (2009), Bucarest, luces y sombras (2009), Ciudad en obras. Metáforas de lo urbano en la literatura y en las artes (2010), Ciudades mito. Modelos urbanos culturales en la literatura de viajes y en la ficción (2011), Lisboa: finis terrae entre dos horizontes (2012), Reflejos de la ciudad. Representaciones literarias del imaginario urbano (2014) y La ciudad hostil: imágenes en la literatura (2015), Voces y escrituras de la ciudad de Nápoles (2015), La ciudad como espacio plural en la literatura: convivencia y hostilidad (2017), Un viaje literario por las islas (2019). Desde el primer volumen hasta el que se introduce en estas líneas, el grupo ha buscado el equilibrio entre la participación de jóvenes investigadores que aportan nuevos enfoques y expertos consagrados del mundo académico cuyas voces cuentan con una larga trayectoria investigadora. Además, al reunir los artículos se ha puesto especial interés en lograr que sus autores fueran investigadores de distintas nacionalidades: Alemania, Italia, Rumanía y, por supuesto, España, para así, de alguna forma, asemejarse a la propia ciudad de Buenos Aires.
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Nana en Buenos Aires: las «franchuchas» y su circunstancia, según Albert Londres Pilar Andrade Universidad Complutense de Madrid
Los bonaerenses siempre se han interesado mucho por Francia y en concreto por París; ya se sabe que la capital argentina ha recibido como apodo «la París de América» por el afán galicista de sus habitantes, que ha generado una arquitectura muy haussmaniana en buena parte de la ciudad y una cultura próxima a la parisina en muchos aspectos. Sin embargo, no puede decirse que esta atracción sea recíproca. Los franceses, salvo contadas excepciones, en ningún momento histórico han manifestado una afición especial por la ciudad de Buenos Aires. Tampoco ahora, y a tenor de las publicaciones existentes en el ámbito literario, parece haber aumentado mucho el interés. La ficción francesa merodea sobre todo en torno al lugar de memoria luminoso e indiscutible que representa el tango —popular en París, este sí—. Novelas como Les Dieux du tango (2017) de Carolina de Robertis o La garçonnière (2013) d’Hélène Crémillon sacan partido, con uno u otro matiz, de tan folclórico tema.
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Muy recientemente, no obstante, un nuevo motivo relacionado con la capital americana ha acaparado la atención del público. Nos referimos al espinoso asunto de la recepción de un importante número de nazis en Argentina tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. El texto que ha abordado valiente y crudamente la cuestión, La Disparition de Robert Mengele (2017) de Olivier Guez, ha recibido el premio Renaudot de 2017, y completa como en un díptico el Goncourt atribuido, ese mismo año, a Éric Vuillard sobre otro episodio del nazismo ocurrido en la Europa de 1933. La novela de Guez recorre biográficamente los años que el macabro médico de Auschwitz pasó en Sudamérica, y especialmente los que transcurrieron en Buenos Aires, donde el protagonista pasó de la actitud de huída a la de disfrute y solaz en el confort de apartamentos y casas señoriales junto a otros nazis, enriquecidos con la expansión de las empresas alemanas en el Nuevo Mundo. Como puede constatarse, hasta aquí la imagen de Buenos Aires que da la ficción francesa no es demasiado halagüeña. Y tampoco mejorará esa imagen con la obra que analizaremos en este capítulo, Le chemin de Buenos-Aires de Albert Londres1, publicada en 1927 y dedicada a una «especialidad francesa» de la urbe americana: la prostitución. Se trata de un texto híbrido, que participa del género de la crónica, del libro de viajes y del reportaje; no es extraño pues que el narrador de este original relato se llame a sí mismo «espèce d’écrivain» («especie de escritor») (Londres 1927: 114) y que su periplo de Francia a la capital bonaerense comience como el de un pícaro, con la mención «Où je trouve le chemin de Buenos Aires» («Donde encuentro el camino de Buenos Aires», Londres 1927: 7) y termine con amonestaciones moralizantes: «La responsabilité est sur nous» («La 1. Albert Londres (1884-1932), periodista francés, comienza su carrera como corresponsal en la Primera Guerra Mundial en su país y en los Balcanes. Realizará seguidamente reportajes, siempre basados en viajes de investigación, sobre la Rusia soviética, China, India, el presidio de la Guyana, el Tour de Francia, la prostitución en Argentina, la colonización en África, el Estado de Israel y el nacionalismo macedonio. Su compromiso con los oprimidos fue importante y ejerció gran influencia sobre la opinión pública; sus escritos y testimonios motivaron algunas reformas y mejoras, especialmente en el ámbito de las prisiones tropicales y de los asilos (cf. Assouline 1990, passim).
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responsabilidad es nuestra», 1927: 244). Del género de la crónica toma Londres la inscripción de la dinámica narrativa en una temporalidad especificada y relativamente lineal. El libro de viaje proporciona simultáneamente la tonalidad subjetiva de las descripciones paisajísticas y las reflexiones desde una focalización externa al dato. Y del reportaje periodístico se heredan varias características, la primera de las cuales es el tono y tema de la denuncia, siendo el objeto denunciado una práctica social tácitamente tolerada y eufemizada, pero que consiste realmente en una esclavitud sexual. De hecho, ni siquiera la modalidad irónica de las anotaciones, que asegura el distanciamiento para juzgar unos hechos delictivos, oblitera esa intención perlocutiva del texto. La segunda de las características es el predominio del diálogo, que permite transmitir directamente informaciones obtenidas a través de conversaciones reales. Porque la transmisión de paquetes de información es, en efecto, uno de los objetivos del reportaje, previo al análisis e interpretación de dichos datos —sin perjuicio de que esos paquetes hayan podido pasar por ciertas transformaciones estilísticas y estéticas que hagan de ellos objetos literarios—. Además, la proliferación de diálogos chispeantes y el propio discurso del narrador siguen un ritmo muy ágil, acelerado si cabe por la frecuencia de las elipsis, y aproxima el mecanismo de este texto literario al del texto mediático (reportaje). La originalidad discursiva del relato de Albert Londres contrasta relativamente, sin embargo, con su temática. Porque la prostitución, forzada o voluntaria, forma parte de un polisistema bien canonizado en Francia desde que Manon diera sus primeros pasos de mano del abate Prévost, en el siglo xviii, y abriera la vía a la Esther de Balzac, la Dama de las Camelias de Dumas o la Nana zoliana, rematando con las diversas lulús del siglo xx y las mujeres ocasionalmente venales que obsesionaban a Jean-Luc Godard, por poner algunos ejemplos. Los visitantes extranjeros bien sabían y saben que mantenidas, queridas, grandes horizontales y prostitutas sin más forman parte del acerbo cultural parisino. La idiosincrasia de Londres en lo que concierne al tratamiento de esta temática estriba en que su relato no se centra en las peculiaridades de la mal llamada mujer fácil ni en su dotación física o psicológica, sino en su circunstancia —como reza el título de este capítulo—, es decir, en aquellos condicionantes y actores externos que convierten a la mujer
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en prostituta, así como en el recorrido social y geográfico (de París a Buenos Aires) que realiza la aspirante al oficio. Puede sintetizarse esta circunstancia con la etiqueta de «trata de blancas», que no remite en el texto analizado a un evocador mundo oriental de tono ingresco, sino a un sórdido ambiente de extorsión, violencia y cinismo. Profundizaremos más tarde en la evaluación crítica de la circunstancia de la prostituta. Querríamos ahora centrarnos en ese recorrido geográfico que caracteriza y otorga su marca personal al texto de Londres, es decir, el paso de un espacio francés de referencia, o polisistema central, a otro espacio, el argentino o polisistema de periferia, si empleamos los términos de Even-Zohar. En el texto, ese primer espacio no se describe: se da por supuesta la existencia en el lector de referencias suficientes para descodificarlo, por lo cual simplemente se multiplican los indicios fuertemente connotados (nombre de los barrios parisinos, de los personajes, léxico particular que remite a una categoría social concreta, etc)2. París es presentado, pues, como el lugar de partida del gran viaje, de la gran «aventura», frente al cual surge el espacio ignoto: la ciudad americana, punto de llegada y meta del viaje, al que se alude como el «grand marché», gran mercado de la compraventa de mujeres, sin más datos. En la mente del lector se quiere crear, por tanto, la expectativa de ese lugar misterioso, Eldorado de los proxenetas. Esta perspectiva, que forma parte de la estrategia dramática del texto, se mantiene en todos los capítulos, además de en la forma de abordar la temática de la prostitución, es decir, como exportación o transferencia de una especialidad francesa al país americano. De ahí que el conocimiento del polisistema cultural bonaerense se obtenga en todo momento no por sí mismo, en su particularidad nativa, sino a través del polisistema francés. Un ejemplo paradigmático de ello es la forma en que el protagonista explorará el campo político bonaerense: a través de los autores franceses que se exhiben en las vitrinas de las librerías. Je flaire le lieu. Il ne sent pas mauvais. Les livres que l’on y vend sont tout ce qu’il y a de plus catholique. René Bazin! Henri Bordeaux! [...] Pierre Mille, Édouard Estaunié. Bien. Et voilà tous mes Vieux amis: Jean Vignaud, Henri Béraud,
2. Cf. el análisis del incipit más abajo.
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Édouard Helsey et Pierre Benoit et Dorgelès ! Salut camarades ! Mais je suis étonné de vous trouver ici. [...] Victor Margueritte! Ah! Francis Carco! Galtier Boissière, tiens, tiens!3 (Londres 1027: 47).
Que la perspectiva siempre es la europea explica la extranjeridad absoluta e irremediable del narrador, quien confiesa que jamás podrá no ya integrarse en la sociedad argentina, sino siquiera vivir en ese país. Para expresarlo acude a la autoridad de dos franceses ilustres y un italiano prohijado por franceses: «Par le cheval blanc d’Henri IV, par la barbe de Léonard de Vinci, par la cigarette tombante de M. Aristide Briand, je ne pourrai jamais, jamais, jamais m’habituer à Buenos-Aires»4 (1927: 150). Y el objetivo de todos los proxenetas y sus trabajadoras es volver al país originario una vez que se haya ahorrado lo suficiente como para vivir plácidamente en la vejez; no se trata en ningún momento de establecerse en las Américas, sino de, a lo sumo, poner un bar en Marsella5. Porque fuera de Francia no hay nada que justifique el habitar («c’est rien de bon pour habiter», 1927: 29). Por su parte, la geografía y sociología urbanas bonaerenses se contemplarán igualmente a través de este prisma de lo que puede considerarse una desterritorialización fallida. Buenos Aires es en efecto, ante todo, un ámbito receptor de emigrantes en masa, que acuden con el deseo de medrar. Este eje isotópico se mantiene a lo largo del texto y se aplica a todas las variantes del término, especialmente al de la prostitución: a igualdad de trabajo, en América se saca más rentabilidad. Desde París se proyecta sobre el nuevo continente el tópico de la tierra de las oportunidades: «Qu’est-ce que tu faisais ici? Tu feras la même chose là-bas. Là-bas tu seras une rupine. 3. «Husmeo el lugar. No huele mal. Los libros que se venden son de lo más católico. ¡René Bazin, Henri Bordeaux! [...] Pierre Mille, Édouard Estaunié. Bien. Y aquí están mis Viejos amigos: Jean Vignaud, Henri Béraud, Édouard Helsey y Pierre Benoit y Dorgelès. ¡Salud, camaradas! Me extraña encontraros aquí [...]. ¡Victor Margueritte! ¡Ah, Francis Carco, Galtier Boissière, anda, mira!». 4. «Por el caballo blanco de Enrique IV, por la barba de Leonardo da Vinci, por el cigarrillo caído de Aristide Briand, nunca, nunca, nunca podré acostumbrarme a Buenos Aires». 5. «O pasar el invierno en Niza, la primavera en Saint-Cloud, el verano cerca del Marne y el otoño en Montmartre» (1927: 88).
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Ici tu as peur de ne pas manger. Là-bas tu auras peur d’engraisser»6 (Londres 1927: 30). América se rige, en el imaginario europeo de entreguerras, por el afán de lucro —es decir, el mismo que un siglo antes atribuía Balzac a París, o Stendhal a la ciudad de provincia—. Sus habitantes se guían permanentemente por la búsqueda de rentabilidad, como los burgueses del Verrières stendhaliano, habiendo perdido no obstante la pequeña marca de distinción que aún se conservaba en el París balsaciano. Los argentinos al oro se humillan, como su propio nombre indica —aman el «argent», dinero—, pero no son siquiera adoradores del becerro, sino solo del vil billete sin brillo. Suspendu par un fil invisible, tenu là-haut par Dieu le Père lui-même, un autre Dieu, invisible également, se balançant au-dessus de la ville. Tous les Argentins –tous !- à genoux devant lui. Il n’est même pas en or, il s’appelle l’Argent ! [...] Buenos-Aires! Un port à la place du coeur!7 (1927: 93).
El final de estas líneas ejemplifica además el modo en que se emplea en el texto de Londres el valor metonímico del puerto, aquí como lugar de comercio y enriquecimiento, y en otros lugares como espacio de volcado, propio de una ciudad-aluvión. En fin, la fijación colectiva por el dinero tiene asimismo como consecuencia la devaluación de la afectividad, que se arrincona porque no produce dividendos. Cierto es, no obstante, que Buenos Aires sí ofrece un relativo refugio a la pobreza del europeo. El trazado del viaje de una de las jóvenes protagonistas, Moune, nos recuerda la miseria de la situación de muchas jóvenes parisinas y las mejoras en su nivel económico una vez que se instalan en la ciudad porteña.
6. «Qué hacías aquí? Harás lo mismo allí. Allí serás rica. Aquí tienes miedo de no comer. Allí tendrás miedo de engordar». 7. «Suspendido por un hilo invisible, sostenido por Dios Padre, mientras otro Dios, también invisible, se balancea por encima de la ciudad. Todos los argentinos —¡todos!— están de rodillas ante él. Ni siquiera es de oro: se llama dinero [...]. ¡Buenos Aires! ¡Un puerto en vez de un corazón!».
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Varias más son las características de la población bonaerense. Hemos mencionado antes la morfología de Buenos Aires como de ciudad-aluvión, mezcla cosmopolita heterogénea, «À la fois bazar et métropole» (1927: 93): bazar por lo heteróclito, metrópoli por las gigantescas dimensiones, a las que luego volveremos. «C’est Capharnaüm multiplié mille fois par Capharnaüm» (1927: 45), exclama el narrador, utilizando el semantismo que la lengua francesa atribuye al Cafarnaún evangélico como sinónimo de leonera o lugar en completo desorden. Y de nuevo se recoge la metonimia del puerto para caracterizar un espacio urbano receptor de todo, especialmente de lo sobrante, como una ciudad-vertedero: Italie, Espagne, Pologne, Russie, Allemagne, et quoi encore? Syrie et pays basque, chaque jour, comme s’il agissait de combler un terrain à bâtir, déversant là leur supplément de matériel humain. Des horizons ont des clochers, d’autres des minarets, d’autres ont des coupoles. Chacun sa religion. Ici des cheminées de bateaux8 (1927: 94).
Otra propiedad de la población porteña tiene que ver con un tema que obsesionaba no solo a la burguesía, sino también a las mentes más sobresalientes de la época. Nos referimos al tema de la raza y, sobre todo, de la pureza racial. Desde el último tercio del siglo xix, y por razones que tienen que ver tanto con la moda de la genética como con la abundancia de enfermedades en las clases obreras, los científicos comienzan a preocuparse por la degeneración de la raza europea. La labor de los higienistas colaborará, de este modo, a poner en marcha una política discriminatoria. A su vez, la hecatombe de la Primera Guerra Mundial y el conocimiento acrecentado de la realidad asiático-oriental reforzará el miedo a la desaparición de la raza blanca... En suma, en el periodo de entreguerras las teorías racialistas existentes desde antaño derivan hacia posturas francamente racistas (Herman 1998: 153-296). Posturas que se orientaban asimismo hacia dos esperanzas posibles de 8. «Italia, España, Polonia, Rusia, Alemania, ¿y qué más? Siria y el País Vasco, cada día, como si hubiera que rellenar un terreno en construcción, volcando el suplemento de material humano. Hay horizontes con campanarios, con minaretes o con cúpulas. A cada cual su religión. Así son las chimeneas de barco».
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regeneración y salvación del occidental: en el interior de Europa, la regeneración por exterminación de judíos, homosexuales y todo tipo de marginalidades; en el exterior de Europa, porque el asentamiento en un territorio virgen permitiría respirar otros aires (Buenos), no viciados por la suciedad de la modernización occidental. En este contexto se inscriben las sugerencias de Londres acerca del «hombre nuevo» que se está creando en el oxígeno revitalizante y el sol radiante de América, Mundo también Nuevo: «Que d’hommes et quels hommes! Vive le soleil austral qui donne une telle vigueur aux plantes qu’il réchauffe ! Ah! la Raza n’est pas dégénérée»9 (1927: 125). Londres hereda, no obstante, las contradicciones y ambigüedades insitas en estas cuestiones. De modo que, por ejemplo, considera insólito el festejo bonaerense del día de la raza. Pues en realidad la población de Buenos Aires es fusional, hecha de cruces constantes, de mestizajes genéticos y culturales. Y lógicamente, al llegar a puerto el narrador, que es francés de souche, despierta las sospechas de los guardias fronterizos, que le confinan en el barco: «Le gardien arriva. Son père étant allemand, sa mère étant française, ses grands-pères étant, l’un italien, l’autre syrien, et ses grand’mères, l’une portugaise, l’autre polonaise, mon geôlier était un parfair Argentin»10 (1927: 42). Será uno de los conocidos del narrador, un proxeneta y por tanto hábil en burlar la ley, quien arregle la situación para que Londres pueda desembarcar. En ese Nuevo Mundo, en esa «ville en gésine» (1927: 94) que está gestando una raza nueva, los puros son segregados. Algunos de los matices de las contradicciones en este tema pueden observarse igualmente en las opiniones manifestadas en el texto sobre la población bonaerense. Por un lado, existe una sincera admiración por la ausencia de prejuicios, convencionalismos y sentimiento de culpa: «Je ne me lassais pas de regarder les Argentins, à cause du triomphe permanent qu’ils portent, comme une plume, dans leur regard. Ces gaillards-là, pensais-je, soulèveraient notre Arc de Triomphe
9. «¡Ah, cuántos hombres y qué hombres! ¡Viva el sol austral que da ese vigor a las plantas que calienta! La Raza no ha degenerado». 10. «El guarda llegó. De padre alemán, madre francesa, abuelos italiano y sirio, abuelas portuguesa y polaca, mi carcelero era un perfecto argentino».
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à bout de bras, si nous les laissions faire»11 (1927: 114). En la alabanza subyace, sin embargo, cierto reparo frente a la soberbia inscrita en la mirada de las gentes. Y ese reparo se despliega ampliamente cuando Londres expresa su opinión más profunda sobre la población. Es entonces cuando aparece el lado verdaderamente genuino de esta, que consiste en la plebeyidad. El componente humano de Buenos Aires es tan gris y plomizo, en términos de distinción social, que no descuellan ni llaman la atención los miembros del hampa: «Impression imprévue: ici, ils ne choquaient pas. Il ne semblaient pas, comme à Paris, d’assez étranges individus. En France, dans les milieux populaires, ces citoyens font tache. Ils font tache dans le monde bourgeois [...] À Buenos-Aires, ils s’harmonisent admirablement avec l’ensemble du paysage argentin... »12 (1927: 65). En cuanto a la descripción de la geografía física de la ciudad, también contiene una carga negativa importante. Carga que viene informada por la fuerte tendencia antimoderna de Londres, manifiesta en muchas observaciones. Londres está contemplando, como Baudelaire medio siglo antes, el porvenir de lo urbano, y no le gusta. La profusión de bombillas, por ejemplo, no se celebra como una victoria sobre la oscuridad o sobre una naturaleza hostil, sino que se compara con una enfermedad: «En effet, que de lumières! Les maisons sont festonnées d’ampoules électriques. Le jour on dirait qu’elle sont atteintes d’une éruption pustuleuse. C’est très joli. C’est argentin»13 (1927: 45). Quizá el autor cree poder compensar la crítica a la ciudad iluminada con la ironía del juego de palabras al final de la frase, en que argentin («plateado», en francés) designa el brillo y es topónimo, simultáneamente.
11. «No me cansaba de mirar a los argentinos por el permanente aire de triunfo que tiene su mirada, como una pluma. Estos grandullones levantarían a pulso nuestro Arco de Triunfo, si les dejáramos —pensaba yo». 12. «Impresión imprevista: aquí no resultaban chocantes. No parecían, como en París, extraños individuos. En Francia, en los ambientes populares estos ciudadanos desentonan. También en el mundo burgués [...]. En Buenos Aires se armonizan perfectamente con el conjunto del paisaje argentino...». 13. «En efecto, ¡cuántas luces! Las casas están festoneadas por bombillas eléctricas. De día parece que tienen una erupción purulenta. Es muy bonito. Es argentino».
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El talante antimoderno del texto también provoca un rechazo de dos características del estilo de vida bonaerense: la celeridad y el hieratismo o automatización. La modernidad alienante y su ámbito, el urbano, crea individuos autómatas, desencarnados, que han evacuado el sentimiento de sus vidas y se concentran en la tarea; pequeño-burgueses que no pierden el tiempo ni se pierden en ensoñaciones, sino que se concentran en la eficacia de su tarea: «...je n’ai jamais vu personne ni rire ni sourire, ni flâner, ni méditer, ni attendre, attendre quelque chose ou même n’attendre rien du tout dans les rues de Buenos-Aires» (1927: 45). No hay tiempo para la flânerie aquí en las Américas, y unos lustros después de Baudelaire; se ha instalado una modernidad más evolucionada que la decimonónica, enfocada hacia la operatividad y no hacia la contemplación. El gigantismo, las dimensiones excesivas, espaciales y en número de habitantes (dos millones, 1927: 93), son otros aspectos del urbanismo bonaerense que molestan a Londres: «...la rue de vingt kilomètres [...]. Je suis revenu, définitivement écoeuré de la ligne droite. Il faut être ivre pour concevoir vingt-deux kilomètres en ligne droite»14 (1927 :44). La estética de la desmesura y de lo infinito es fruto de la ebriedad («ivre»), pero no despierta una meditación sobre lo sublime, sino el puro hastío («ecoeuré»). Para Londres, Buenos Aires es feo, y en él no hay proporción entre el esfuerzo realizado para construir las casas y el resultado obtenido: «Ce qu’il y a de plus Beau c’est l’effort. Ce qu’il y a d’injuste c’est le résultat»15 (1927: 45). Los arquitectos no fueron originales y la homogeneidad de la ciudad es testimonio de ello: «Décidément Buenos-Aires a juste autant de fantaisie qu’une géométrie: parallèles, perpendiculaires, diagonales, carrés. Les habitants eux-mêmes n’ont pas le droit d’être ronds dans les rues»16 (1927: 65). El paisaje urbano está incrustado en una rejilla geométrica abstracta, sin vida, de donde la imaginación 14. «...la calle de 20 km [...]. Volví, definitivamente asqueado de la línea recta. Hay que estar borracho para concebir 22 km en línea recta». 15. «Lo más Bello es el esfuerzo. Lo injusto es el resultado». 16. «Decididamente Buenos Aires tiene tanta fantasía como una geometría: paralelas, perpendiculares, diagonales, cuadrados. Los habitantes ni siquiera pueden estar borrachos en las calles».
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ha sido evacuada. El retrato se completa con el doble sentido de la expresión francesa être rond, cuyo significado es tanto «ser redondo» como «estar borracho». En una ciudad ortogonal no se puede ser/estar redondo. La racionalización afecta también a la forma de las manzanas de edificios, las famosas cuadras. El texto de Londres es especialmente rico en símiles para describir la forma de los bloques de casas, que compara con las celdillas de un panal (obviando evidentemente la diferencia entre un cuadrado y un hexágono), las casillas de un damero o bien... el radiador de un automóvil (1927: 46). Pero quizá la comparación más interesante, y en todo caso la más desarrollada, sea la que establece un paralelismo entre la disposición de las cuadras y la organización de los ejércitos napoleónicos. El término comparante reenvía veladamente al cuadro de infantería de los ejércitos napoleónicos, y tal vez al más famoso de ellos, el de la guardia personal de Napoleón, la célebre Vieja Guardia imperial inmortalizada por Victor Hugo en sus Miserables. «Buenos-Aires est disposée comme l’étaient les armées du défunt général. / La ville s’avance, carré par carré, pour livrer bataille à la pampa»17 (1927: 121). Observemos además que el párrafo transcrito inserta en la representación de lo urbano el enfrentamiento entre cultura y naturaleza («la pampa» y Buenos Aires), tradicional tanto en la cultura occidental como en el imaginario americano, planteándose la edificación de la ciudad como un combate de la humanidad contra las fuerzas naturales adversas. En suma, la racionalización del espacio impone una carceralidad (puramente física), «Au milieu de tous ces carrés, on se sent l’âme d’un fauve qui se promène derrière ses grilles»18 (1927: 150). A su vez Olivier Guez, en su libro sobre Mengele en Buenos Aires, antes citado, comparará la organización regular en cuadras con los barracones de Auschwitz. El damero de la topografía porteña reenvía, en
17. «Buenos Aires está dispuesta como los ejércitos del general difunto. La ciudad avanza, cuadra a cuadra, para librar batalla contra la pampa». 18. «En medio de todos esos cuadrados se siente uno como una fiera detrás de las rejas».
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la mente de Mengele, a las casetas, cámaras de gas y crematorios del campo de concentración (Guez 2017: 19). Es interesante, por otra parte, confrontar la descripción de Guez con la de Albert Londres. Primero, porque el ortogonalismo de la ciudad es presentado también por Guez como un laberinto benéfico (2017: 46): las cuadras infinitas de Buenos Aires permiten escabullirse del ojo vigilante de la policía. Y segundo, porque en el mundo posbélico de los años cincuenta y sesenta descrito por Guez aparece un lado del espacio social bonaerense que está elidido en el texto de Londres. Nos referimos a todo lo relativo al ocio burgués: los locales de fiestas, restaurantes, teatros, etc. El biógrafo de Mengele no olvida mencionar los lujos del café Tortoni o Castelar, del cabaret Fantasio, del hipódromo de San Isidro o de los almacenes Gath&Chaves, frecuentados por su protagonista. Tampoco olvida —y en eso coincide con Londres— los clubes nocturnos de la calle Corrientes y sus dóciles chicas (2017: 52 y 86). Sin embargo, la descripción que proporciona Guez, brevemente, del periodo de entreguerras no difiere tanto de la de Londres: se refiere a las chabolas y tugurios, que brotan junto a los palacios suntuosos. A su juicio, el teatro Colón no queda tan lejos de La Boca (2017: 27). Pero Mengele no incursiona al popular barrio y Londres sí, para estudiar in situ las desgracias de la miseria: «La Boca semble une conscience qui se serait chargée de tous les péchés mortels et qui, affalée là, vivrait au milieu de la malédiction»19 (1927: 176)20. Unos años antes otro francés, ilustre en este caso, Georges Clémenceau, a la sazón expresidente del Consejo de Ministros, había visitado los barrios pobres en su viaje a las Américas. Sin embargo, ya fuese porque una limpieza policial le hubiese precedido o por sus objetivos interesados (esperaba recuperarse económicamente mediante conferencias laudatorias del sistema parlamentario argentino), afirma no haber visto en ellos ninguna prostituta (1911: 31). Además, admira la
19. «La Boca parece una conciencia que estaría cargada de todos pecados mortales y, desplomada ahí, viviría en medio de la maldición». 20. Solo Guez comenta los años treinta, anotando la multiplicación de fumaderos de opio y los asaltos a mano armada (Guez 2017: 27) que abren el camino al peronismo.
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salubridad de la ciudad, la extensión de sus parques, sus jardines zoológico y botánico —que describe ampliamente— y hasta el hipódromo. Claro que todo ello había sido diseñado por un francés, «le génial M. Thays» (1911: 32). Clémenceau se fija igualmente en lo heteróclito de la arquitectura urbana y en el teatro Colón, el más bello del mundo (1911: 62), así como en ciertos habitantes muy particulares, como los rastacueros o criollos enriquecidos (1911: 48) y los anarquistas. No sorprenderá esto último sabiendo que el Tigre (apodo de Clémenceau) había organizado un cuerpo de policía especializado en confrontarse a los temibles apaches parisinos. Como tampoco sorprenderá su interés por la toma de huellas digitales en Buenos Aires (1911: 63-64). Volviendo a Londres y su caracterización carcelaria de la ciudad, observemos que resulta contradictoria con la recreación de otro estereotipo cultural americano: el de la libertad. Aunque, desde luego, la que se tiene en Buenos Aires no llega al grado de la existente en Uruguay. Los porteños conservan un control relativo de los ciudadanos, mientras que en el país vecino no hay restricciones al tráfago y al tráfico de personas (1927: 35), de modo que puede instalarse allí sin peligro el mihanovitchismo, o negocio creado por un polaco avispado que consiste en obligar a prostituirse en barcazas cerradas a mujeres que jamás saldrán de ellas... (1927: 35-36). Clémenceau, no obstante, nos informaba en su propio relato de que N. Mihanowitch era el dueño de una empresa colosal de transporte fluvial y marítimo (1911: 74). Son, sin duda, dos formas distintas de mirar la realidad y de leer la ciudad. En cuanto al tema de la prostitución, nuclear en la obra que analizamos, toda una densa red léxica remite a él desde el comienzo. La introducción abrupta, al modo de la novela naturalista, proporciona indicaciones suficientes para que el lector identifique con claridad esa circunstancia de las protagonistas: Et je m’assis à la terrasse, chez Batifol. Batifol est un bar, faubourg Saint-Denis. [...] Mais j’attendais Jacquot. Jacquot était le frère de Nono. C’était Armand qui me les avait présenté.
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Pilar Andrade Jacquot, Nono, Armand sont des hommes du milieu [...]. Jacquot voulair voir si sa femme se permettait de danser au lieu de travailler sur les boulevards21 (Londres 1927: 7-8).
Para un lector francés, todos los indicios de este incipit son fáciles de descifrar. Una terraza en el «faubourg Saint-Denis» remite de inmediato a ambientes populares del periodo de entreguerras, comparables a los que describiría Céline poco después en su Voyage au bout de la Nuit22. El nombre de la cafetería o bar reenvía al verbo batifoler, que significa «divertirse de forma infantil», pero también «permitirse ciertas libertades con una mujer». Y, en fin, la escena siguiente del relato mueve la acción a Belleville, barrio igualmente popular, también hoy en día. A su vez, Jacquot y Nono son nombres que remiten a un estrato social bajo —y en efecto, estos personajes son definidos por su pertenencia al «mundillo» (milieu)—. Poco más tarde, la mención de «la Madelon» completa el cuadro por reenviar al tipo de apodos empleados por las prostitutas o para designarlas (es la mirada masculina la que construye el cuerpo femenino en este texto). Y, evidentemente, Jacquot vigila a su «mujer» (la pareja del momento, como luego comprobará el lector) para que «trabaje en los bulevares», es decir, haga la calle. En fin, el estilo empleado por la voz del narrador está marcado por coloquialismos (elisión de partícula negativa: «si je n’avais [pas] eu» y empleo del demostrativo apócope: «c’eût été») e imita el lenguaje del hampa, marcado por la ocultación, los sobreentendidos o los términos codificados. Ya hemos indicado que la prostitución en el texto de Londres se presenta como originaria de Francia, de ese país; el texto narra los pormenores de su exportación a América. Históricamente, Buenos Aires reconoció este origen y denominó «casas francesas» a los prostíbulos 21. «Me senté en una terraza, chez Batifol. Batifol es un bar del faubourg Saint-Denis [...]. Esperaba a Jacquot. Jacquot era el hermano de Nono. Me los había presentado Armand. Jacquot, Nono y Armand son gente del mundillo [...]. Jacquot quería ver si su mujer se permitía bailar en vez de trabajar en los bulevares». 22. El parecido estilístico y parcialmente temático es notable entre Céline y Londres, contemporáneos. Ambos incorporan a sus textos un lenguaje coloquial y argótico hasta entonces inusitado en el ámbito novelístico.
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(1927: 123) y «franchuchas» a sus moradoras, que formaron un verdadero ejército (1927: 96). Ellas fueron el símbolo de la patria fundadora y la más genuina encarnación de lo femenino: Les ferrailles, les machines, les pointes sur les casques étaient allemandes. Le chemin de fer, le vêtement, le cornichons à la moutarde étaient anglais. L’automobile, les rasoirs, la mauvaise éducation étaient North America, le terrassier était italien, le garçon de salle était espagnol, le lustro était syrien. La Femme était française! Franchucha!23 (1927: 95).
Orgulloso de esta especialidad patria, Londres reivindica un lugar de honor para la franchucha. En su opinión, debería erigírsele un monumento en la ciudad porteña que diera testimonio de la relevancia de la francesita para construir el Nuevo Mundo, y que quedara fijado como lugar de memoria en la historia argentina (1927: 97). Pero como hemos sugerido desde un principio, este tono jocoso no puede confundir al lector. Londres se coloca inequívocamente del lado condenatorio de la prostitución —y especialmente del lenocinio, como veremos—. Su visión difiere radicalmente de la romántica; en su relato las meretrices no son rescatadas ni redimidas. Y la causa de su caída es atribuida categóricamente y sin paliativos a la miseria y el hambre: «À la base de la prostitution de la femme il y a la faim»24 (Londres 1927: 245). Para el reportero, la acera nunca fue la antesala de las aventuras y de la voluptuosidad, sino únicamente el camino del restaurante (1927: 102). Algunas puntualizaciones léxicas insisten en esta perspectiva, como la de que faire la noce («ir de juerga») no puede emplearse para referirse a ese oficio (1927: 109). La mujer no disfruta ejerciendo, y su trabajo es exclusivamente el modo de sobrevivir y ganarse la vida25.
23. «El hierro, las máquinas, las puntas en los cascos eran alemanas. El ferrocarril, el traje, los pepinillos en vinagre eran ingleses. El coche, las cuchillas de afeitar, la mala educación eran North America, el camarero era italiano, el encargado de sala español, el limpiabotas era sirio. ¡La mujer era francesa! ¡Franchucha!». 24. «En la base de la prostitución de la mujer está el hambre». 25. Lo cual no excluye cierto sentido del negocio en algunas meretrices. Del mismo modo que las hay —muy pocas— que entran en el ambiente por «instinto» (1972: 251, 252).
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Por otra parte, se explica en el texto la tremenda expansión del negocio en América por la propia constitución de la población argentina naciente, masivamente masculina: «Aux campos, partout où des hommes seuls s’efforçaient à prendre racine dans ce sol neuf, on voyait monter, procession amère, des jeunes femmes allant se vendre»26 (1927: 95). En su proyecto condenatorio, Londres desactiva igualmente dos oposiciones semánticas firmemente arraigadas en la tradición ficcional francesa. La primera de ellas es la oposición inocencia/desvergüenza. Para el reportero son términos inconmensurables; la inocencia puede conservarse en el interior de un cuerpo venal (1927: 114). La segunda oposición enfrenta honradez y vicio. En su acepción tradicionalmente admitida, se considera que la cortesana es una mujer amante del sexo, por naturaleza (más amante que la media); la connotación está implícita incluso en la Dama de las Camelias. Londres deconstruye este semantismo esencialista mediante la explicación del recorrido biográfico de la prostituta, explicando cómo esta no nace, sino que deviene: Une vicieuse est une jeune fille née dans le milieu, ayant l’exemple de la mère ou de la soeur aînée, ne concevant pas, dès l’âge le plus pur, qu’une femme quand elle est grande, puisse gagner sa vie autrement. À douze ans, elle est déjà en circulation clandestine. Ensuite elle descend, un par un, les barreaux de l’échelle. Un jour, elle franchit le dernier, elle met le pied sur le trottoir, elle est normalement arrivée!27 (1927: 102).
Se trata, por tanto, de un recorrido descendente, irónica y amargamente etiquetado por Londres con el verbo francés que se usa para expresar el éxito en la vida, «arriver», acompañado de la normalización (asentamiento juicioso) añadida por el adverbio («normalement»). 26. «En los campos, por todos sitios donde hombres solos se esforzaban en arraigarse en ese suelo nuevo, se veían subir en procesión amarga, mujeres jóvenes que iban a venderse». 27. «Una viciosa es una joven nacida en el ambiente, con el ejemplo de su madre o hermana mayor, que no concibe, desde la edad más pura, que una mujer pueda ganarse la vida de otra manera cuando es adulta. A los doce ya está en circulación clandestina. Después baja uno a uno los barrotes de la escala. Un día franquea el último, pone el pie en la acera, ¡y ya lo ha conseguido!».
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Ni que decir tiene que esta crítica del semantismo tradicional atribuido al término vicio desactiva también radicalmente la figura de la mujer fatal cuando viene asociada a la prostitución, y cuyo ejemplo paradigmático es la Nana zoliana. No existe tal posible narrativo en el texto de Londres, que deja clara la condición de víctima de la mujer en todos los casos —y la del varón como verdugo, invariablemente, ya sea proxeneta o cliente—28. Las cortesanas argentinas son materia, además, de curiosas transformaciones retóricas en el discurso del proxeneta. La animalización, por ejemplo. Son «poules» («gallinas», traducción directa del vocablo francés que designa a la mujer en general, en las clases populares, y a las prostitutas en particular). O, si son feas, caballotes y avestruces (1927: 80), ovejas y focas (1927: 233). La metáfora también se estila para referirse a la franchucha, y especialmente un abanico de expresiones figurativas que la cosifican: por ejemplo, se le denomina «lote» o «paquete» (1927: 30 y 33), reenviando al léxico de la esclavitud29. El segundo de esos términos genera además una verdadera alegoría: los paquetes de 27 a 30 kilos son clandestinos (el peso designa en realidad la edad), y por su «fragilidad» deben ser colocados en «lugares tranquilos» (escondidos en las sentinas, donde permanecerán durante todo el trayecto) y con los sellos reglamentarios para su transporte (falso pasaporte, falso certificado de buenas costumbres, 1927: 33-39). Porque la mujer es un preciado capital que se compra (mejor si es una ganga, 1927: 29) y vende con beneficios. Se puede comprar por mitades, compartiendo la propiedad con otro (1927: 89). Se pueden adquirir de alta y baja calidad —respectivamente francesas o polacas—. La hay de dos clases, sobre todo: alta y baja, promesa de Francia y del Este (1927: 163). Es como una máquina tragaperras (1927: 85) o un título de propiedad (1927: 83). Debe colocarse ese capital al abrigo de las fluctuaciones del mercado (1927: 78) o bien llevarse de un lado a otro como una rueda de afilar, para sacarle todo el rendimiento 28. La prostitución ocasional, ese otro tema/mito tan francés, no es contemplada en el texto analizado. 29. De hecho, la trata de blancas se coteja con la de negros (1927: 30).
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posible, ya sea en metrópolis, ya en ciudades de frontera donde los clientes de todo tipo abundan. En la inmensa mayoría de los casos, la máquina resiste y produce generosamente lo que se le pide30. Esta perspectiva del proxeneta evacúa, como la del personaje que acciona su aparato en la colonia penitenciaria de Kafka, toda reflexión ética sobre la práctica de la extorsión. Lo importante es el buen cuidado del engranaje: asegurarse del funcionamiento correcto, del pago del usuario y de la inversión correcta de los fondos generados. El buen administrador puede ampliar el negocio doblando o multiplicando los artefactos, ampliando su capital, internacionalizándose. Paulatinamente pasará del estadio de «buen chico» (joven pequeño-delincuente) al de gran empresario con familia honrada e hijos. Sin que personas o discursos le hayan ensuciado el nombre o la conciencia: él es solo un hábil «comerciante», como afirma su tarjeta de visita (1927: 61). Un comerciante que ha descubierto a las chicas su verdadera vocación (1927: 202). Pero la mirada de Londres, de nuevo, desarticula esta lógica. La figura del mauvais garçon o matoncillo de arrabal es un mito. Aunque el chulo o caftán se enorgullezca de su anarquismo (porque se opone a la moral burguesa, que proscribe el comercio sexual, 1927: 67) es un cínico y un puerco («porc», 1927: 7). Su código de valores viene encabezado por el desprecio del trabajo, pues él confía en el porvenir de la pereza (1927: 67). El único oficio que se permite es el import-export de mujeres: lo practica con inteligencia, poniendo su interés por encima de todo lo demás (1927: 81). Suele comenzar como pequeño delincuente, curtiéndose en la holgazanería y el robo con violencia. A veces continúa como gigoló, de modo que puede decirse que es la mujer quien crea al caftán (1927: 70). Posteriormente aprende de verdad el oficio en la cárcel. Desde joven practica la bi o la poligamia, y también el bilingüismo: aprende el idioma de la sociedad y el del hampa. Este último se basa en una resemantización de un número concreto de términos, que adquieren un significado nuevo. Por ejemplo, la debilidad 30. Evidentemente, el negocio tiene sus complicaciones: la competencia de los «terribles» españoles (1927: 229), el chantaje de los policías, las jugarretas de los timadores (1927: 156 ss). Pero merece la pena.
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de la mujer significa su propensión a huir con los clientes (1927: 79). Su pereza, rechazar el trabajo, es decir, no aceptar clientes en el mayor número posible y sin distinción de credo, clase o nacionalidad (el trabajo exige una mentalidad liberal abierta). Su dignidad, venderse para darle caprichos al chulo (1927: 82). De modo que no tener un comportamiento digno puede acarrear graves consecuencias, como la de ser enchironadas: «Savez-vous ce qu’elle est devenue? De déchéance en déchéance! Elle a fini dans une tôle créole. Voilà ce que c’est d’avoir une mauvaise conduite!»31 (1927: 87). Además, el caftán exige cínicamente sus derechos al Estado francés, que le entrega una paga mensual de mutilado de guerra: «Et je vais au Consulat de France, place Lavalle, au cinquième étage, toucher le Prix du morceau de viande que j’ai perdu [...]. La aussi je vis de chair humaine, mais pour une fois c’est la mienne!»32 (1927: 90). Y más cínicamente aún, justifica su oficio como flor del mal necesaria y saludable, porque, al fin y al cabo, también las vacunas se hacen con microbios, y de la explotación metódica del mal quizá resulte, a la postre, un bien (1927: 61). En suma, la aportación francesa a la definición y construcción del paisaje urbano bonaerense en el periodo de entreguerras viene definida por Albert Londres, de forma poco convencional y propia de un periodista fustigador de injusticias, por esta aportación de un capital humano que él hace visible. Sin duda el relato de Londres habrá mostrado cómo la emigración sexual gala, repartiéndose en el damero bonaerense, participó de forma activa en la consolidación de la ciudad receptora.
31. «¿Sabe lo que le ocurrió? ¡De caída en caída! Terminó en un talego criollo. Eso es lo que pasa cuando se porta una mal». 32. «Y voy al Consulado de Francia, en Place Lavalle, quinto piso, a coger el Precio del trozo de carne que he perdido [...]. También en esto vivo de carne humana, ¡pero por una vez es la mía!».
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Bibliografía Assouline, Pierre (1990): Albert Londres. Vie et mort d’un grand reporter (1884-1932). Paris: Gallimard, col. Folio. Clémenceau, Georges (1911): Notes de voyage dans l’Amérique du Sud. Paris: Hachette. Guez, Olivier (2017): La Disparition de Robert Mengele. Paris: Grasset. Herman, Arthur (1998): La idea de decadencia en la historia occidental. Barcelona: Andrés Bello. Londres, Albert (1927): Le chemin de Buenos-Aires. Paris: Albin Michel. — (1929): Terre d’ébène (La Traite des Noirs). Paris: Albin Michel.
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Una mirada hacia la periferia bonaerense: las villas Alba Diz Villanueva Universidad Complutense de Madrid
Las villas miseria, conocidas también como asentamientos, barrios de emergencia o simplemente como villas, surgen en la década de 1930 condicionadas por factores como las distintas crisis económicas por las que atraviesa Argentina a comienzos del siglo xx, la inestabilidad política o las diversas oleadas de inmigración. A consecuencia de los desequilibrios entre crecimiento demográfico y crecimiento urbano y ante la carencia de recursos para solucionarlos, el nuevo habitante de la ciudad (provenga del interior del país, debido a la industrialización y pérdida de la cultura agraria, o de otros países del continente) se ve a menudo obligado a ocupar territorios generalmente públicos, situados a las afueras de la capital. Por ello, salvo alguna excepción1, se trata
1. Por ejemplo, la Villa 31, conocida también como barrio Padre Mugica y originariamente como Villa Desocupación y después como Villa Esperanza, se encuentra en pleno corazón de la ciudad, en Retiro, junto a la estación de ferrocarril del mismo nombre. Las vías del tren separan la villa de uno de los barrios más acomodados de la ciudad, el de Recoleta. Paralela a las vías discurre una de sus arterias más importantes, la avenida del Libertador, donde se ubica, por ejemplo, el Patio Bullrich, un centro comercial dirigido a clases pudientes, con tiendas de grandes
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de zonas periféricas, contrapuestas económica y socialmente al centro «rico» en el contexto del área metropolitana de Buenos Aires (Pírez 2005: 15)2. Aunque el fenómeno de las villas ha sido una constante en Buenos Aires desde la década de 1930, con el empeoramiento de la situación económica, sobre todo durante los años noventa del pasado siglo, como resultado de las políticas neoliberales aplicadas durante el gobierno menemista3, las barriadas ya existentes crecieron, tanto en superficie como en población, y surgieron otras nuevas. Su carácter en principio transitorio deviene permanente. La polarización socioeconómica, la distancia cada vez más pronunciada entre los distintos sectores de la población se traduce en mayores niveles de segregación, que se hacen evidentes en la fisonomía de la ciudad. La aparición y la proliferación de este tipo de asentamiento de carácter marginal deben contemplarse en relación con otros enclaves presentes en el tejido urbano. Frente a la multiplicación de centros comerciales, clubes de campo, urbanizaciones y barrios cerrados o edificios de lujo vallados y protegidos4 —que Filc (2003: 184) denomina como espacios seudopúblicos de circulación restringida— y a la creación de marcas de moda, joyerías de lujo, etc. El contraste, por tanto, entre estos dos espacios, separados por apenas un kilómetro, es muy llamativo. 2. A los binomios rico/pobre y centro/periferia empleados por los estudios que han abordado el tema para diferenciar estas dos realidades urbanas contrapuestas, habría que sumar el de ciudad formal/ciudad informal (Camelli 2017): la primera sería aquella formal y (en principio) legalmente organizada, frente a la ocupación informal, al margen de las normas legales de utilización del suelo y de trazado irregular e improvisado que caracteriza a los asentamientos de emergencia. 3. Entre las consecuencias de la implantación del modelo neoliberal con el que se pretendía rescatar al país de la hiperinflación, Filc (2003: 183-184) señala la acumulación progresiva de la riqueza, la destrucción de la pequeña y de la mediana industria, la transformación del mercado laboral (aumento del desempleo, precarización laboral, crecimiento de la economía informal) y una mayor desigualdad en lo que respecta al acceso a los servicios públicos, que a su vez trajeron consigo la fragmentación de las clases medias y un debilitamiento del lazo social. 4. Algunas de las características principales de estas residencias son, de acuerdo con Pírez (2005: 28), su aislamiento del exterior mediante vallas y muros, la calidad de los servicios ofrecidos, la seguridad, la homogeneidad social o la baja densidad de ocupación.
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zonas pensadas para estratos sociales privilegiados y para el turismo, algunos barrios populares sufrieron un importante proceso de deterioro, al tiempo que prosperaron los inquilinatos y las villas de emergencia, pobladas ya no solo por inmigrantes del interior del país y de países limítrofes sino también por porteños de una clase media empobrecida. La situación alejada del núcleo urbano que, por lo general, tienen los countries y las villas evidencia, como ha señalado Pírez (2005: 29), la falta de equidad de la ciudad, a la vez que permite que se establezcan relaciones entre los dos polos opuestos de la pirámide socioeconómica no exentas de contradicción: la población de menores recursos, percibida como una fuente de inseguridad que motiva parcialmente el aislamiento de la más privilegiada, constituye también mano de obra de baja cualificación (empleo doméstico, jardinería, limpieza...). Aunque estos espacios fueron rápidamente incorporados en la literatura desde su surgimiento (por autores como Roberto Arlt, Elías Castelnuovo o Haroldo Conti), el crecimiento de las villas en Buenos Aires a partir de 1990 se acompaña de un mayor reconocimiento en la esfera literaria, especialmente desde comienzos del siglo xxi, con textos que se interesan por la reestructuración urbana y el cambio en la interacción social que esta trae consigo, así como por las formas culturales y las prácticas sociales que se generan en las villas. Cabe mencionar, entre otras, las novelas Puerto Apache de Juan Martini (2002), Oscura monótona sangre de Sergio Olguín (2010), La Virgen Cabeza de Gabriela Cabezón Cámara (2009), Santería (2008) y Sacrificio (2010) de Leonardo Oyola y la crónica Si me querés, quereme transa (2010) de Cristian Alarcón. Estas obras, publicadas en la primera década de 2000, se articulan en torno a distintas villas bonaerenses y ofrecen diferentes enfoques y visiones sobre este espacio. Mientras que en las novelas de Martini y Oyola los protagonistas son habitantes de estos asentamientos precarios, la de Olguín se acerca a la villa desde fuera, desde la perspectiva de un personaje ajeno en principio a este espacio. Por su parte, las dos obras restantes presentan una mirada mixta, híbrida: por una parte, la del otro, el extraño, un periodista en ambos casos, que llega a la villa para realizar una investigación pero acaba por involucrarse en la vida dentro de estos asentamientos; y, por otra, las de todos aquellos personajes, villeros, a los
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que da voz. Por ejemplo, Si me querés, quereme transa, que al igual que la anterior publicación de su autor, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros5, ha sido catalogada como novela de no ficción o como crónica, es el resultado de una investigación de varios años durante los cuales el autor tuvo que hacer auténtico trabajo de campo, entrevistando a numerosos habitantes de las villas, conviviendo prácticamente con ellos y en algunos casos implicándose de manera directa en sus vidas. Según relata Alarcón en esta segunda obra, llega incluso a apadrinar a uno de los hijos de la transa Alcira, uno de los personajes principales que vertebran la historia. Asimismo, los textos analizados focalizan sobre aspectos distintos de las villas. Aunque en todas estas obras hay lógicamente puntos comunes, como la miseria o la violencia (intrínseca en algunos casos; procedente en otros del exterior) que caracterizan estos lugares, Si me querés, quereme transa se centra fundamentalmente en el narcotráfico, Oscura monótona sangre pone de relieve la prostitución y La Virgen Cabeza y Puerto Apache tratan, entre otros temas, la corrupción política y los intereses urbanísticos y económicos que existen en torno a estos espacios. Frente a los textos que (re)tratan lugares reconocibles en el mapa porteño, villas realmente existentes, como la Villa 21-24 en Oscura monótona sangre, otros presentan lugares en principio ficticios pero que podrían tener un referente concreto dentro de la geografía real, presente o pasada; así sucede con El Poso en La Virgen Cabeza, que por la situación y por los datos que se dan sobre él se trataría de un trasunto de La Cava6 (Jostic 2014), o con Puerto Apache en la novela homónima y en Santería y Sacrificio, que se refieren, respectivamente, 5. Publicada en 2003, relata la historia de Víctor Manuel El Frente Vital, un chico de diecisiete años de la Villa San Francisco acribillado a tiros por la policía bonaerense mientras gritaba «no disparen, me entrego». 6. Señala Herrán (2003) que esta villa fue originada por parte del Estado en los años cuarenta. Los obreros que trabajaban en las excavaciones allí realizadas obtuvieron permisos para ocupar la zona, adonde fueron desplazados posteriormente pobladores precariamente asentados en terrenos donde iba a construirse un ramal de la ruta Panamericana. Sería este, por tanto, un ejemplo de villa legal en su origen, en contra de la más habitual ocupación ilegal del territorio.
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a un asentamiento situado en la Reserva Ecológica, junto a la Costanera Sur y Puerto Madero —y que podría corresponderse, según apunta Velázquez (2005: 336), con la villa Rodrigo Bueno—, y a los terrenos, precariamente habitados, sobre los que se construyó el actual Puerto Madero. Por su parte, la novela de Alarcón trata de una villa real, oculta tras el seudónimo de Villa del Señor, cuyo verdadero nombre, al igual que los de los personajes que aparecen en la crónica, ha sido modificado. En cuanto a la configuración física de estos lugares, con una simple vista aérea de la ciudad se pueden distinguir por su contraste con la disposición planificada, ordenada, de los barrios que conforman la ciudad formal, con calles y avenidas anchas que dan lugar a cuadras o manzanas regulares. La villa es comúnmente un espacio cerrado, cuyos muros separan, en palabras de Qüity, la protagonista de La Virgen Cabeza, los dos lados del mundo: el de los que viven afuera y el adentro, «los pequeños Auschwitz que tiene Buenos Aires cada dos cuadras» (Cabezón Cámara 2014). El Poso, gran villa al norte del Gran Buenos Aires, es un recinto amurallado, con cámaras y guardias de seguridad, que en cierto modo asemeja estos guetos con otros guetos voluntarios como son los countries, urbanizaciones privadas, situadas también a las afueras, protegidas con fuertes medidas de seguridad, que proliferan cada vez más en Buenos Aires. Sobre esta similitud ironiza Qüity en la novela: [...] por una vez, los más pobres gozaron de la última tecnología. Si los ricos tenían cámaras y murallas, ¿por qué no amurallar y poner cámaras en las villas? Ellos también merecen seguridad y que alguien los cuide de las bandas de pibes chorros que, sí, incluso a ellos les roban, fue el argumento de las clases medias, altas, funcionarios y medios de comunicación (Cabezón Cámara 2014).
El Poso se ubica en un entorno pudiente, de ahí la adopción de estas medidas y el intento de mejorar la apariencia de la villa desde fuera decorándola, o mejor dicho ocultándola, con anuncios publicitarios, para que su visión no incomode a los vecinos. De murallas hacia adentro, en cambio, la miseria es el denominador común: callejuelas de trazado irregular, resultado de la construcción desordenada de viviendas precarias, improvisadas con materiales desechados como chapa, cartón, madera y
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barro (frente a los cuales el cemento y el ladrillo, más bien escasos, se consideran nobles), como atestigua Alarcón (2012): «El trazado de la calle depende de cómo avanzan las tomas de terrenos por nuevos desesperados que buscan un techo construyendo casillas de chapa y madera donde pueden, o por la intrincada logística de los narcotraficantes peruanos, que suelen disponer del espacio público como si fuera propio». Las infraestructuras son también escasas y rudimentarias, a pesar de que para buena parte de sus habitantes suponen una mejora respecto de sus anteriores condiciones de vida en entornos predominantemente rurales, del interior o de otros países del continente, que carecen por completo de estos servicios (Camelli 2017). El sistema de alcantarillado es, cuando lo hay, insuficiente. En La Virgen Cabeza, por ejemplo, cada vez que llueve El Poso se inunda y el agua se lleva por delante algunos ranchos e incluso algunas vidas. La miseria de esta villa se concreta en la imagen de un ciclo alimenticio sin fin aparente, en el que los habitantes se alimentan de sus propios desechos. Ante esta carencia material y ante la demanda cada vez mayor de vivienda —aspecto esencial en una sociedad migrante que quiere estabilidad—, algunos ven en la construcción un auténtico negocio «cercano, tangible, perenne», generador de «renta inmediata y constante» (Alarcón 2012) en el que reinvertir las ganancias del narcotráfico. Este es el caso de Alcira en Si me querés, quereme transa, quien habiendo perdido el control en la venta de drogas apuesta por edificar en terrenos baldíos o basurales y aumentar pisos —fenómeno cada vez más común en las villas (Jauri 2011)—, gracias a distintos mecanismos de financiación7 que le permiten contar con más habitaciones para alquilar. La base de su economía se encuentra, por tanto, en estos conventillos o casas de inquilinato, concebidos como un «organismo vivo» (Alarcón 2012), en los que conviven familias enteras en habitaciones incómodas, pequeñas, con baño y cocina compartidos con otras veinte
7. Se trata del préstamo anticrético, en virtud del cual el inquilino paga al propietario un importe único que le será restituido al término del contrato, y del pasanaku, una disposición informal de capital en la que cada participante pone una cantidad fija cada turno establecido (habrá tantos como participantes) y recibe la suma aportada por el total de participantes una vez por ronda.
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personas y que carecen muchas veces de instalaciones básicas como alcantarillado, agua corriente y luz. La villa, espacio aislado, permanece por lo común ajena al exterior, y se rige por unas normas distintas a las de aquel, a las del resto de la capital o del país, de los que parecen interesar solamente aquellas circunstancias sociales, políticas o económicas que influyen de forma directa en la vida en su interior amenazando su propia permanencia o el desarrollo de los negocios en ella establecidos: los intentos por erradicar los asentamientos ilegales, crisis económicas como la de 2001 o un endurecimiento de la lucha contra el narcotráfico, que se articula en torno a estos lugares, propicios para la distribución cuando no para el asentamiento de bandas, como evidencian Puerto Apache o la crónica de Alarcón. En esta última, la Villa del Señor se presenta, en tanto que «el lugar donde más droga se mueve en toda la ciudad de Buenos Aires» (Alarcón 2012), como el escenario de la lucha de poder entre cinco clanes de origen andino que se disputan la distribución de la cocaína y el control del territorio. Allí tienen lugar ajustes de cuentas, matanzas entre miembros de bandas distintas por hacerse con el monopolio de un negocio o por liderar la villa, además de vendettas particulares. La obra da cuenta de la organización de cada uno de estos clanes, de la jerarquía de sus integrantes y del sistema de protección de sus líderes, así como del modo en que llevan a cabo su negocio ilegal. Aunque en los comienzos de la Villa del Señor el 90 % de los habitantes tenía empleo, si bien siempre entre los oficios más duros y peor pagados, cada comunidad migrante desarrolla progresivamente su propio «núcleo delictivo dedicado a un negocio particular» (Alarcón 2012): los peruanos al tráfico de cocaína, los paraguayos al de la marihuana. Esto genera «trabajos internos», pues los clanes se van haciendo con guardianes, sicarios, camellos, escoltas, etc. entre los habitantes, normalmente jóvenes, de la villa. Este es justamente el caso de la Rata, el protagonista de Puerto Apache, cuyo apodo, al igual que su vida, viene determinado por su entorno: la villa costanera, la «cloaca» (Martini 2002: 10) en la que se subsiste gracias a la «basura», a la «roña». Su trabajo consiste en hacer de recadero para una red de narcotraficantes, cuyas guerras internas están a punto de costarle la vida en varias ocasiones.
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Además del tráfico de drogas, la prostitución es otro de los negocios que imperan en estos lugares y uno de los principales focos generadores de violencia. Así se deja ver en Oscura monótona sangre, donde el primer contacto del protagonista con la villa se produce a través de las prostitutas paraguayas que desde los doce años se paran en las carreteras colindantes para ofrecer servicios a partir de veinte pesos, para subsistir o para costearse la droga a la que son adictas; en Puerto Apache, cuyo protagonista nace inmerso en este mundo, al ser su madre prostituta y su padre proxeneta, explotada y explotador respectivamente; y, sobre todo, en La Virgen Cabeza, donde la travesti8 Cleo ejerce la prostitución contribuyendo así, en cierta forma, a la asociación automática de este colectivo con dicha práctica, que, según Filc (2003: 189), llevó a las autoridades ya desde la época menemista a criminalizarlo y a incluirlo entre las causas de inseguridad de la ciudad porteña. Esta última novela muestra, además, el infierno que viven las víctimas de la trata de blancas. En uno de sus primeros contactos con el espacio de la villa, Qüity se topa con una prostituta menor que huye despavorida, envuelta en llamas, con el cuerpo medio calcinado, y la mata de un tiro en la sien por compasión: «Todas las historias terminan con muerte, pero a esa chica se la habían garchado todos los días, todo el día y hasta por las orejas, le habían pegado, la habían vejado hasta no dejarle nada propio, ni un poco de tiempo, ni un pliegue del propio cuerpo, le habían quitado toda dignidad» (Cabezón Cámara 2014). Así, quemándolas vivas, era como la Bestia —expolicía, capo de una red de prostitución, jefe de la principal agencia de seguridad del conurbano, además de testaferro del empresario más poderoso del país— castigaba a las chicas que intentaban huir. Debido a la violencia, a la marginación y a la pobreza extrema, la muerte en la villa se asume como normal, carece de cualquier valor. Así es en el mundo del narcotráfico, en cuyo lenguaje la muerte «se hace presente como un conjuro repetido hasta el cansancio» (Alarcón
8. Filc apunta que, durante el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), las autoridades incluyeron a los travestis entre las causas de inseguridad en la ciudad porteña, al ser criminalizados como resultado de la asociación automática entre travestismo y prostitución (2003: 189).
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2012). Como expresa uno de los entrevistados, «en Buenos Aires la gente se mata por menudeo» (Alarcón 2012). La misma idea se recoge en La Virgen Cabeza, aunque las causas de muerte alcanzan en este caso un espectro más amplio: El Poso es «el reino de la eterna juventud: nadie se muere de viejo sino de enfermedades curables o tiros innecesarios» (Cabezón Cámara 2014). En ello tiene mucho que ver la inoperancia o dejadez de la policía y, en general, de las autoridades locales y nacionales sobre las villas. La policía no interviene en los conflictos internos, salvo cuando media algún interés. La corrupción y la colaboración policial con el crimen están a la orden del día: aceptan sobornos para poner en libertad a algunos de los soldados detenidos o para hacer la vista gorda con los negocios ilegales, mientras que otros se ensañan con los villeros, a los que agraden, asesinan o violan con total impunidad. La corrupción alcanza también al sistema judicial, con jueces que se dejan sobornar a cambio de dinero o directamente de droga, pues muchos son adictos, o que inculpan a inocentes o a delincuentes menores para engrosar las cifras de procesamientos penales contra el narcotráfico y la delincuencia: Si hay una constante en el desarrollo de las organizaciones de narcotraficantes durante la década del noventa en la ciudad de Buenos Aires es la desidia o la complicidad policial con el crimen. A una trama de corrupción oscura y urbana se le sumó [...] la invención de causas judiciales por narcotráfico contra mendigos, borrachos, prostitutas, adictos, cartoneros, inmigrantes recién llegados de su país o del interior, o pacientes del Hospital Borda: a mayor vulnerabilidad, más chances de caer en manos de una mujer obesa famosa en el submundo como «Kika». Kika los embaucaba y la policía los reventaba. O en una versión más cruda, un oficial de menor rango los citaba para un trabajo como albañiles y les dejaba un paquete en la mesa del café, para que luego uno de sus compañeros de brigada los descubriera (Alarcón 2012).
Pero frente a la miseria y la violencia latente o manifiesta, entre la gran mayoría de los habitantes de las villas se establecen lazos y formas de organización que abogan por la defensa del territorio y de sus derechos respecto de aquel o que buscan una mejora bien de la imagen proyectada hacia (o frecuentemente desde) el exterior, bien de
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sus condiciones habitacionales9. Ello ofrece una visión un tanto más amable de un entorno por lo demás hostil en su plasmación literaria (o cronística). En Si me querés, quereme transa, de los testimonios en primera persona de los entrevistados y de sus impresiones se desprende un auténtico retrato del lugar, tanto de su configuración externa como de la vida de sus habitantes, que han asentado sus costumbres, su cultura y sus ritos religiosos en la villa, algo que se puede apreciar también en La Virgen Cabeza. Sus pobladores son en su mayoría inmigrantes, sobre todo peruanos, bolivianos y paraguayos, venidos desde zonas rurales extremadamente pobres en busca de trabajo y sustento, pero también porteños que a partir de los años noventa, y sobre todo con la crisis de 2001, lo perdieron todo. En los testimonios recogidos por el autor se aprecia una conciencia comunitaria que se concreta en la organización interna de los villeros para hacer frente a los intentos de desalojo por parte de las autoridades estatales o en las fiestas de los sábados, cuando se organizan actos grupales en los que participan todos los habitantes, sea cual sea su origen: misas, procesiones, cumpleaños, bautizos o bodas, partidos de fútbol, ferias... Como afirma uno de los entrevistados, los sábados la Villa del Señor es «como la frontera de todos los países juntos», una mezcla de ritmos (la cumbia, el chamamé, el huaino, el folclore andino...), de olores y de sabores, con muestras gastronómicas de diversos países...; en definitiva, una gran celebración en la que se comparte lo que se tiene y cobran sentido las palabras de Alarcón (2012): «lo comunitario es el eje de toda la cultura». Este sentimiento comunitario se hace más patente si cabe en La Virgen Cabeza. Esta novela evidencia la originalidad y la ocurrencia de los habitantes de estos barrios, ante la escasez de medios, a la hora de idear recursos alternativos para sobrevivir y salir adelante. Uno de ellos es la música, la cumbia, que permitirá a las protagonistas, como a otros muchos villeros, dejar atrás la pobreza y su vida en Buenos Aires: la ópera cumbia de La Virgen Cabeza se vuelve un éxito que revierte en riqueza y una cómoda vida en Miami. Pero mucho antes, 9. La resistencia organizada se remonta a la dictadura militar, cuando se lleva a cabo una violenta y masiva política de desalojos que pretendía erradicar las villas (Varela Daich 2016).
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Cleo comienza a ganar popularidad dentro y fuera de la villa gracias a la supuesta comunicación que mantiene con una estatua de la Virgen, y que consigue crear un verdadero sentimiento de adoración en los villeros que se concreta en rezos y ritos colectivos que refuerzan la unión y traen una relativa tranquilidad a la villa. También, por mandato de la Virgen, promueve la construcción de un estanque para el cultivo de carpas, lo que supone, por un lado, la implicación en los trabajos por parte de los vecinos y, por otro, un intento de mejorar la zona. Todo ello ordena en cierto modo el caos de la villa y rebaja la miseria a austeridad. Gracias a Cleo, la villa comienza a tener una visibilidad cada vez mayor en los medios y en la sociedad: La villa se llenó de gente, estudiantes, fotógrafos, militantes de ONG que administraban el diezmo de la culpa, antropólogos, periodistas. Los villeros comenzaron a ir a las universidades para contar su experiencia autogestiva, a ser entrevistados como ejemplos de que en «este país el que se esfuerza recibe su recompensa», a viajar a provincias para conocer los emprendimientos de otros grupos de carenciados. La prensa empezó a hablar del «sueño argentino» para referirse a nosotros (Cabezón Cámara 2014).
La hipocresía de esa explotación de la villa por parte de los medios y el Estado con fines políticos es evidente, porque, como dice Cloe, «hablaban de “sueño argentino” pero nos cagaban a tiros [...] por negros, por pobres, por putos, por machos, porque nos cogían o porque no nos cogían; qué sé yo por qué: a lo mejor practicaban para la guerra» (Cabezón Cámara 2014). De hecho, la exposición mediática de la villa acaba significando la destrucción, porque pone fin a la indiferencia que hasta entonces había caracterizado la actitud del mundo de afuera hacia este espacio y visibiliza un problema, la presenta como un peligro que ha de ser erradicado, cuando el verdadero objetivo que se pretende es desplazarlo y explotar esos terrenos. Los poderes interesados en construir en su lugar urbanizaciones privadas hacen circular las noticias sobre crímenes cometidos en la villa, despejando el camino para el exterminio. Pese a que los villeros aúnan fuerzas y tratan de oponerse, con medios más escasos y rudimentarios que los de la policía, al desalojo, este se consuma igualmente y deja una cifra de 183 muertos. La violencia, en este caso, procede del exterior más que del interior de la villa.
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Por similar situación, al ser objeto de idénticos intereses, atraviesa Puerto Apache en la obra del mismo nombre. Sus habitantes viven bajo la amenaza constante del desalojo, que toma concreción en las violentas incursiones de grupos armados a los que responden en primera instancia con la fuerza y posteriormente de forma organizada, abasteciéndose, protegiéndose y buscando legitimarse ante las autoridades y la prensa. En la novela de Juan Martini, los personajes son plenamente conscientes del estigma social que pesa sobre ellos —que se origina, en opinión de Herrán (2003: 281), por la ocupación ilegal del territorio—, así como del papel que en la creación de su imagen desempeñan los medios de comunicación. Para el grueso de la sociedad, los villeros son los marginales por antonomasia, los antisociales, los delincuentes y los vagos, confinados en ese lugar vergonzante más allá de los valores compartidos por la comunidad (Herrán 2003: 276; Nélida Giménez y Ginóbili 2003: 77). Así, los habitantes de Puerto Apache tratan de desvincularse del estereotipo del villero e intentan presentarse como una comunidad organizada en torno a la Primera Junta, con normas que velan por la seguridad, la limpieza y la decencia: Puerto Apache no es una villa, no es un montón de latas y de mugre. Hay cuestiones que tienen que quedar claras. Acá no somos villeros, negros, chorros, malandras, asesinos... Puerto Apache es un emplazamiento. Y hay mucha gente de bien en Puerto Apache. Si uno está acá es porque está pero no porque no merezca estar en otro lado. Los giles, los diarios, la TV, la Pe Efe y los pibes de Prefectura, todos la entienden cambiada. La realidad se presta para entenderla cambiada. Eso es verdad. [...] Tenemos, en Puerto Apache, no sé, 20, 30 manzanas. Marcamos las calles, loteamos, le dimos a cada cual lo suyo [...]. No entramos acá para reventar nada. Entramos acá porque la gente necesita un lugar donde vivir. Somos legales, nosotros. Tenemos fulerías, como todo el mundo, y por necesidad. Pero somos legales. [...] No somos intrusos, no somos okupas. Esto es nuestro. Gente, somos. Y sería bueno que de verdad tuviéramos derechos adquiridos. Pero creo que no tenemos. Que nadie nos va a reconocer nada cuando llegue el momento. Entonces se va a armar. Porque de acá no nos mueve nadie. O sea, nadie nos saca vivos de acá. A lo mejor nos morimos de hambre. Pero no nos vamos a morir a la intemperie. Ahora no. Y esto los tipos ya lo saben. Los ministros, los secretarios, la Pe Efe, todos ya lo saben, se la ven venir. «A esos piojosos no los sacamos vivos», deben batirles a los bancos, a las inmobiliarias, a todos los que están haciendo cuentas antes de tiempo (Martini 2002: 16-18).
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La ocupación del territorio se justifica no solo en términos de necesidad habitacional, sino también como una protección del entorno natural. Se reconocen como los habitantes legítimos de una zona que, de no ser por ellos, caería en manos de mafias, empresarios y autoridades que quemarían la Reserva Ecológica con el único fin de recalificarla, privatizarla y explotarla, siguiendo los pasos del colindante Puerto Madero. Frente a esta acción exterminadora, su ocupación es apenas invasiva, significativamente más respetuosa y, en tanto que únicos en hacer frente a los intereses de los poderes políticos y económicos, casi benefactora. Este espacio evidencia, por su proximidad con un espacio radicalmente distinto como es Puerto Madero, las contradicciones y desigualdades existentes en la ciudad porteña. Ambos enclaves, fronterizos en su localización pero enormemente distanciados a nivel social, son contemplados a menudo por el protagonista desde el lugar opuesto, es decir, Puerto Madero desde la villa y la villa desde Puerto Madero, en concreto, desde el dock en el que vive su amante Maru, novia del narcotraficante para el que trabaja. En cada incursión en este lugar, el Rata se siente ajeno; su mundo no es ese, y, aunque físicamente pueda atravesar el límite entre uno y otro, este perdura, se asume y, además, se ve: «Nunca me siento más raro, más lejos del mundo y más caliente que cuando me meto en la cama de Maru, y me estiro, y doy vueltas, y miro las lucecitas amarillas y parpadeantes de Puerto Apache, allá abajo, del otro lado del Dique y de la Costanera» (Martini 2002: 24). Santería transcurre varios años antes que la acción de Puerto Apache, en un lugar homónimo situado justo donde poco después habría de erigirse Puerto Madero. Aunque la trama de la novela (como también de su continuación, Sacrificio10) sigue otros derroteros, la erradicación de la villa está siempre presente, y los personajes, como el lector, saben lo que deparará al principal escenario: un panorama bien diferente, destinado a otros sectores de la sociedad, en el que nunca tendrán cabida. De hecho, la pérdida que se sabe inminente los condiciona 10. Ambas obras forman parte de la saga de la Víbora Blanca (como es conocida su protagonista, Fátima), que el autor pretende completar con otros dos títulos: Aquelarre y Ultra/Tumba.
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hasta el punto de que, aun cuando quedarse en la villa va a suponer la muerte para algunos de ellos, se niegan a abandonarla. Más aún, el sentimiento de pertenencia a este lugar se ve reforzado y reclaman la villa como su hogar, donde, pese a la escasez material, han sido felices. Este contenedor de recuerdos y de su propia identidad va a ser sepultado; Puerto Madero, presentado por los medios y las autoridades locales como un renacimiento de los antiguos muelles de la ciudad, es para Fátima y su entorno un cementerio, una muerte simbólica que parecen temer más que la física: Todavía no lo habíamos admitido en voz alta, no lo hacíamos público entre nosotros, pero todos sabíamos que se había acabado. Que el Puerto Apache estaba muerto. Nada más que su agonía había sido larga. Otra tribu menos en el país. Otra villa recuperada, dicen ellos. Los que gobiernan. Y todos contentos. Menos nosotros, los que en teoría deberíamos estar festejando por el progreso. Esa topadora que nos está pasando por encima. Esa topadora que nos va a condenar al olvido. Porque el brillo de lo que dicen que va a ser ahora el Puerto, el Puerto Madero, encandila. Desearía decir que encandila con la fuerza de la estrella de la paz, como se canta en el villancico. Pero la guerra va a seguir. Con nosotros o sin nosotros. Con o sin mí. [...] Bueno, lo imposible no fue transformar al Apache en Puerto Madero. Lo imposible es estar en paz (Oyola 2008: 136-137).
Solo una vez que la villa ha desaparecido, una vez que su «casilla es historia» (Oyola 2010: 37), pueden, quienes todavía viven, plantearse empezar de cero. Por otra parte, la villa ejerce, según se desprende de las lecturas, una atracción indudable en el otro, en el de fuera. Son varios los personajes que, aunque conscientes del peligro potencial que ello supone, se acercan a estas zonas, penetran en ellas y, en algún caso, abandonan toda su vida y se instalan en estos espacios. Así, Qüity en La Virgen Cabeza deja su loft en Palermo y su empleo como periodista de policiales en un importante periódico, seducida por la villa y seducida por Cleo. Aunque en principio acude por motivos profesionales, con el objetivo de escribir una crónica sobre este curioso personaje, El Poso acaba por convertirse en un refugio, pues desde que pegara el tiro de gracia a la prostituta moribunda sentía que pertenecía a este mundo: «Evelyn fue
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mi ticket to go, mi entrada a la villa. Yo la maté y ella me hizo villera», afirma Qüity (Cabezón Cámara 2014). Una vez allí, se entrega a las drogas, al alcohol, al ritmo de la música y a la fiesta constante que parecen imperar en la villa cuando no hay conflicto. La conciencia de la muerte conlleva otra forma de concebir la vida y de aprovecharla: «La cuestión es que en la villa todos festejábamos cuando no nos moríamos» (Cabezón Cámara 2014), idea que ya expresara el Rata en Puerto Apache al afirmar: «la muerte nos pisa los talones, nos muerde el culo, a nosotros. Por eso hay que correr, saltar, vivir sin aliento» (Martini 2002: 36). La vida en la villa se asume, como ha señalado Jostic (2012: 277), como paradoja entre el vitalismo y la fatalidad del instante. En Oscura monótona sangre, el protagonista desarrolla una atracción progresiva por la villa 21-24- Zavaleta, la más grande de Buenos Aires. Al principio se trata solo de un acercamiento prudencial, que consiste en no evitar, de camino a su trabajo, el trayecto por la avenida Amancio Alcorta, donde se encuentra una de las entradas a la villa. Este lugar es muy cercano a aquel en que se crio y lo teme por la misma razón por la que le atrae: porque siente que, en cierto modo, pertenece a ese lugar. Es un hombre hecho a sí mismo, que convirtió el modesto comercio en que trabajaba en una empresa de éxito, que vive holgadamente en una zona acomodada de la ciudad, en un gran apartamento en la calle Charcas, en el barrio de Recoleta. El mundo en el que se mueve es, por tanto, totalmente opuesto al de la villa, que representa la miseria, la pobreza a la que tanto teme volver, un miedo omnipresente agudizado por el caso de su tío, que se vio obligado a trasladarse a uno de estos barrios (la Villa 15) tras perder todo lo que tenía. No obstante, ese mundo, el de la clase media-alta, tampoco acaba por asumirse como propio; el protagonista se siente en cierto modo un impostor, que puede ser desenmascarado en cualquier momento. De hecho, tiene siempre la impresión de que los demás lo juzgan, lo examinan, conocen su secreto: que su dinero es solo un disfraz que le permite vivir en la capital, darse ciertos lujos..., pero incapaz de camuflar totalmente su origen humilde: «Siempre pensaba que si hubieran visto la casa en la que se había criado ni siquiera le habrían dejado sentarse en ese sillón» (Olguín 2013). El trayecto desde su casa a la villa, desde los edificios señoriales de Barrio Norte hasta las afueras donde
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los galpones convivían con casas bajas, representa «el camino inverso al de su ascenso social» (Olguín 2013). La causa de su miedo es, por tanto, distinta a la de buena parte de la sociedad donde se incluyen sus allegados, que perciben estos barrios como una amenaza, una zona que debe ser evitada a toda costa por su peligrosidad: en la villa o «te roban o te pegan un tiro» (Olguín 2013). Poco a poco, la atracción por este espacio prohibido se va haciendo más fuerte y se concreta en una prostituta villera, de solo catorce años, con la que se obsesiona. La segunda vez que acude a las inmediaciones de la villa, en plena noche, buscando a la chica, acaba manteniendo relaciones con otra prostituta, también menor, que le roba la cartera. En la persecución, penetra en la villa y es a su vez perseguido por todos los que salen en defensa de la joven, que grita que ha sido violada para librarse de él. Al final, tras una huida angustiante, consigue salir y llegar hasta su coche, que está siendo asaltado por un pibe chorro al que trata de ahuyentar y al que acaba matando. Desde entonces, se produce una fusión progresiva entre el afuera y el adentro, entre la villa y sus espacios cotidianos: el protagonista lleva a la chica desde la villa a su fábrica11, primero, y luego a un piso en Caballito; algunos villeros atracan la sede de su negocio y otros lo buscan para vengar la muerte del chico y el «rapto» de Daiana; y, lo que es más llamativo, el propio Andrada comienza a comportarse como si estuviera dentro de la villa o como si todo lo que este espacio representa se hubiera extendido más allá de sus límites, ahora inexistentes: se toma la «justicia» por su mano, se hace con un arma, amenaza y agrede a otra prostituta para que abandone su edificio, indirectamente provoca la muerte de un policía a manos de los villeros... Al final, el peligro que parecía entrañar la villa, el temor y rechazo que provoca este espacio en su entorno (sus vecinos, sus compañeros...), y que encarnaban los cartoneros que se paraban frente a su edificio, está en él mismo. Finalmente, se enfrenta a un cartonero al que quiere expulsar de su calle y lo
11. Crespo Buiturón (2014: 20) señala el carácter intersticial de este espacio, en tanto que nexo entre el pasado pobre de Andrada y la opulencia del presente, que le permite justamente pasar de un polo de la jerarquía social al otro y el único que siente como propio.
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asesina a la mínima provocación verbal, echando a perder todo aquello que tanto temía que le fuera arrebatado. La villa es, en este caso, más que un espacio físico, un estado mental. Según lo que se desprende de estas obras, las villas, pese a los intentos de erradicación, seguirán proliferando, porque son la única solución habitacional para un sector importante de la población bonaerense, migrante o no. El espacio contrario con el que paradójicamente guarda algunos puntos en común, el del country, lleva también hacia los márgenes a otro sector de la población, el del extremo opuesto de la jerarquía social. El resultado es una ciudad cada vez más fragmentada, en la que parece actuar una fuerza centrífuga, pues mientras unos son expulsados directa o indirectamente del núcleo otros lo abandonan de forma voluntaria, justamente por temor a una delincuencia asociada con la villa. Frente a la concepción social e institucionalmente generalizada en torno a las villas —«son sitios de crimen que deben ser temidos y apartados» (Ursino 2012: 72)—, estos textos brindan una mirada si no libre de prejuicios al menos no tan polarizada, que penetra en el interior de este espacio y contribuye a diluir fronteras. Como ha señalado Crespo Buiturón (2012: 261), ello trae consigo un cambio importante en la imagen literaria de la ciudad porteña, que es ahora... una Ciudad Criminal que ya no admite figuras inocentes, donde la antinomia delincuente-víctima se ha vuelto conflictiva, pues el primero muestra múltiples formas que no se circunscriben al ámbito marginal, y la segunda ha adoptado rasgos siniestros. Y emergiendo de esta visión casi apocalíptica de la ciudad, surgen figuras protagónicas difusas, con rasgos imprecisos y paradojales, personajes intersticiales que participan del poder hegemónico, pero que no se sienten del todo ajenos a los márgenes.
Aunque estigmatizada12, la villa miseria es cada vez más visible gracias en parte a la literatura, que la ha incorporado como una realidad
12. En palabras de Nélida Giménez y Ginóbili (2003: 76), «la “villa” constituye no sólo un enclave de pobreza dentro de la ciudad sino también un espacio estigmatizado en donde la trama cultural construye una identidad también estigmatizada en sus habitantes».
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ineludible al referirse a Buenos Aires. En definitiva, estas obras ponen de relieve «un problema del siglo xxi», como reza el cartel a la entrada de Puerto Apache (Martini 2002: 19), un problema que, a la luz de los testimonios y reescrituras a que ha dado y continúa dando lugar, ya no podrá ser ignorado.
Bibliografía Alarcón, Cristian (2012): Si me querés, quereme transa. Buenos Aires: Aguilar/Altea/Taurus/Alfaguara [EBook]. Cabezón Cámara, Gabriela (2014): La Virgen Cabeza. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora [EBook]. Camelli, Eva (2017): «La ocupación silenciosa del espacio. Conformación y crecimiento de las villas en la ciudad de Buenos Aires, 1930-1958», en Cuaderno Urbano. Espacio, Cultura, Sociedad, vol. 22, n.º 22, pp. 73-90. Crespo Buiturón, Marcela (2012): «Marginalidad: un espacio de diálogo entre la literatura y las ciencias sociales», en Gramma, vol. XXIII, n.º 49, pp. 258-261. — (2014): «La frontera: un espacio complejo en la problemática de la marginalidad del siglo xxi. Apostillas a dos novelas argentinas», en Gramma, vol. XXV, n.º 52, pp. 12-25. Filc, Judith (2003): «Textos y fronteras urbanas: palabra e identidad en la Buenos Aires contemporánea», en Revista Iberoamericana, vol. LXIX, n.º 202, pp. 183-197. Herrán, Carlos (2003): «De la villa al barrio: estigma social y post-relocalización urbana», en Runa, vol. XXIV, pp. 273-296. Jauri, Natalia (2011): «Las villas de la ciudad de Buenos Aires: una historia de promesas incumplidas», en Question, vol. 1, n.º 29 [en línea]. (18-012018). Jostic, Sonia (2012): «Cuando la ficción del margen no es una ficción al margen», en Gramma, vol. XXIII, n.º 49, pp. 277-281. — (2014): «Nuevamente, la ficción del margen no es una ficción al margen. Apuntes para una versión recargada», en Gramma, vol. XXV, n.º 52, pp. 39-60. Martini, Juan (2002): Puerto Apache. Buenos Aires: Sudamericana. Nélida Giménez, Mabel y Ginóbili, Maria Elena (2003): «Las “villas de emergencia” como espacios urbanos», en Historia Actual Online n.º 1, pp.
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Buenos Aires y Lisboa: ciudades de sueño y ausencia Barbara Fraticelli Universidad Complutense de Madrid
La ciudad literaria, entendida como una amalgama heterogénea de visiones y metáforas, es un espacio en el que la imaginación del escritor puede trasferir sus reflexiones y devaneos más íntimos. Situadas a ambas orillas del Atlántico, Lisboa y Buenos Aires acogen al visitante desplegando sus encantos e invitando a perderse por sus rincones para impregnarse de cierta aura de decadencia, nostalgia o quizás, incluso, para sumergirse en un viaje a un pasado añorado e inalcanzable. Ríos de tinta han corrido para explicar los significados ocultos que subyacen a los textos de múltiples autores y autoras del siglo pasado, cuyos retratos de ambas ciudades se perfilan como un manual de cómo ha de entenderse el espacio urbano en su contexto literario, sociológico, filosófico, urbanístico, histórico y artístico en el sentido más amplio del término. Sin embargo, no es frecuente observar los dos espacios retratados en un mismo texto, en una comunión de signos y significados que sorprende por la lucidez con la que el escritor procede a trazar paralelismos entre lugares singulares, elementos sensoriales, sentimientos arraigados y dolores compartidos.
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Tanto la ciudad porteña como la princesa del Tajo se convierten en espacios etéreos en los que caben la trama policíaca, el relato fantástico, la disquisición filosófica o matemática, las relaciones sentimentales más desgarradoras, el trauma social y humanitario y, en última instancia, todas aquellas historias que tengan el poder de sacudir las conciencias por su carga dramática o por su capacidad de fabricar otros mundos posibles, paralelos al real. El espacio literario plasmado por la pluma de Borges y Pessoa, por ejemplo, seguidos de ilustres compañeros de oficio o meros imitadores, se despliega ante los ojos de sus lectores-admiradores para que, desde sus entrañas, anteriores lecturas, autores ficticios y personajes variopintos puedan estimular la fantasía del espectador en un juego de espejos donde la realidad se convierte en sueño (o pesadilla) y donde los sueños parecen más reales que la vida misma. Amor y muerte, Eros y Thanatos, tienen además un papel crucial en esta complicada serie de correspondencias intertextuales que representa un diálogo abierto y sincero con un pasado —literario y no solo— que se resiste a abandonar la escena cultural de ambas ciudades. El autor portugués José Avilez Ogando, en las páginas de sus Cadernos de Buenos Aires, recoge el testigo de sus antecesores más universales y elabora un refinado relato en el que cobran una vida renovada los elementos metafóricos que definen Buenos Aires y Lisboa como dos ciudades literariamente marcadas por su dimensión onírica e irreal. Pero, además, ambos espacios adquieren connotaciones específicamente femeninas en esta novela a través de la aparición de personajes en los que confluyen atributos metaliterarios y esencias metafísicas, a la par que involucran al lector en una trama oscura y dolorosa de inevitable desenlace fatal. Una historia de amor fallida es el hilo argumental a lo largo del cual se desarrolla un viaje a través del tiempo y del espacio, en busca permanente de algo que dé sentido a la vida del narrador autodiegético de estas páginas. La estructura circular de la narración, tanto en el eje temporal como en el espacial, revela la capacidad del ser humano de enmendar sus errores y aspirar a una segunda oportunidad para alcanzar las metas existenciales deseadas. Sin embargo, una mente ofuscada por la traición, real o supuesta, impone una necesaria catarsis que se debe cumplir a través del propio tiempo y del propio espacio.
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He aquí los acontecimientos que conducen al hermanamiento de las dos ciudades en las páginas de la novela. Tras intuir que su amada Inês se va a ver obligada a casarse con un antiguo novio, el protagonista masculino del relato, y narrador en primera persona, abandona Lisboa y todos los lugares que le unían a su difunta madre y a su novia. La meta de su viaje es Buenos Aires, espacio soñado e imaginado, en el que vive un tío del protagonista, y donde espera poder emprender un nuevo viaje, esta vez en busca de sí mismo y de su supervivencia, al amparo de dolorosos recuerdos ligados a su pasado. Lisboa, por lo tanto, es el espacio del que es necesario huir para desvincularse de acontecimientos dolorosos; pero Buenos Aires, aunque en un primer momento permita una separación de su amada, en realidad agudiza con los años una desgarrada sensación de añoranza de esa felicidad prometida y luego negada a los dos amantes. Los frecuentes saltos temporales entre 1985, año ligado a los acontecimientos en Lisboa, y 2005, el presente bonaerense del narrador, muestran una realidad a caballo entre lo real, lo deseable y lo ficticio, en una mezcla que añade recursos narrativos e históricos singulares para mantener al lector atento y expectante.
1. El espacio descrito Las referencias a puntos concretos de la geografía urbana porteña no abundan en el texto de Ogando, dado que se trata de una escritura con tendencia a metaforizar espacios y tiempos, y se encuentran en momentos estratégicamente elegidos de la narración. La mirada del lector se ve guiada, en primer lugar y para no contradecir los tópicos sobre la ciudad, a un local de San Telmo donde se baila y escucha el tango, una milonguería, en la que la voz narradora anticipa el hilo conductor de la novela a través de una pareja de amantes entregados a la pasión por esta música: «Dançavam com as caras coladas, os olhos fechados e um semblante sofrido, entregando-se à música com a solenidade de uma oração como se naquele tango estivessem a celebrar as muitas guerras perdidas e ganhas...» (Ogando 2014: 15).
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La historia que se desarrolla desde las primeras páginas es la confesión de un amante despechado, el narrador, quien decide poner fin a su sufrimiento de dos décadas confiando su amor a una serie de cuadernos, unos textos destinados a su lectura por parte de su amada, a la que se dirige por carta en las páginas finales del volumen en busca de unas respuestas que llegarán demasiado tarde. En los frecuentes flashbacks que desplazan al lector hasta 1985, se asiste a la llegada del joven narrador, a la edad de 22 años, a una Buenos Aires que representa la única salida posible para su alma atormentada por el desengaño amoroso, en un intento por emprender «uma longa viagem à volta de mim mesmo» (Ogando 2014: 19). La llegada a la ciudad tiene lugar en un día luminoso, en medio del verano argentino, en las fiestas navideñas, y el joven se instala inicialmente con un tío que había emigrado años antes a esa soñada París de Sudamérica para mudarse posteriormente a la avenida Santa Fe, a una casa que aparece escasamente retratada en la novela quizás por no representar un lugar acogedor en la trayectoria sentimental y espiritual del protagonista. Sin embargo, el punto neurálgico de la actividad laboral —en calidad de agente de los servicios de inteligencia portugueses— se sitúa en un lugar excéntrico de la capital argentina, a la par que proclive a su interpretación en clave metafórica. Se trata del Palacio Barolo, en cuya octava planta el narrador tiene su despacho de abogado, tapadera de su trabajo real: Apaixonei-me instantaneamente por este edifício, desde o primeiro dia em que aqui cheguei. Cada coluna, arcada ou capitel está decorada com inscrições, gárgulas e símbolos relatados na Divina Comédia de Dante. Até os diferentes andares deste arranha-céus gótico representam os níveis da vida depois da morte descritos nos cantos daquela obra. [...] Os andares de baixo representam o Inferno, os do meio, o Purgatório, e os de cima, o Paraíso (Ogando 2014: 19-20).
Su escritorio se encuentra en las plantas que corresponden al Purgatorio; una acertada decisión por su parte, dado que el estado anímico con el que ha llegado desde Lisboa, tras la ruptura con su amada, es precisamente el de un hombre que tiene la sensación de haber muerto y debe recorrer un largo y penoso camino hacia una más que improbable redención de sus pecados, pese al extraño y tal vez desconcertante desenlace final. Desde este punto de su peculiar purgatorio, a la
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espera de la expiación de sus pecados, el hombre observa la calle una tarde de viernes y experimenta una extraña sensación, a caballo entre la reflexión metafísica de corte pessoano y la reflexión metaliteraria de corte borgiano: ... aproximei-me da janela e olhando para o relógio vi que eram três da tarde de sexta-feira. Lá fora, a cidade borbulhava com a sua correria habitual e ali permaneci durante mais alguns instantes, encostado ao vidro e olhando para a rua, tendo aquelas dezenas de histórias por companhia. Aquelas histórias deixaram-me irrequieto. Pairavam pelo ar da sala, fazendo-me sentir como uma criança querendo novamente recolher as borboletas que por instantes havia deixado escapar na liberdade ilusória daquele espaço fechado (Ogando 2014: 35).
El narrador podría atrapar las historias de los transeúntes como si fueran mariposas y transformarlas, quizás, en literatura, para evadirse de la realidad que lo acecha. Pero no es más que una ilusión, provocada por el alcohol y el drama personal que está atravesando. En comparación con una Buenos Aires apenas perfilada con escasas y metafóricas pinceladas, Lisboa aparece retratada con un trazo más seguro por parte del autor. El primer encuentro con una geografía fácilmente reconocible es la aparición, en el hilo argumental, del narrador en sus años de adolescencia y juventud, en la casa materna de la zona del Jardim da Estrela, «uma das mais bonitas e luminosas zonas da cidade» (Ogando 2014: 20). La luminosidad del barrio en el que reside es un reflejo de aquellos años de su vida, en los que aún no se ha producido la tragedia familiar y no ha empezado la tormentosa relación sentimental que lo hará autoexiliarse hasta Buenos Aires. Tras enviudar, la madre del narrador comienza a frecuentar un ambiente más propio de mujeres ya envejecidas, y la Estrela pasa a ser un barrio más apto para ellas que para una vida en plena efervescencia como la del joven: «Todos os dias de manhã atravessava o Jardim da Estrela e ia à missa das oito na Basílica, para a seguir passar pela pastelaria Cristal onde tomava o café da manhã com as suas tias Ana e Maria João, antes de seguir para o colégio onde trabalhava a partir das dez» (Ogando 2014: 22). La madre parece haber renunciado a moverse fuera de los espacios limitados del barrio, mientras que el narrador, en una edad típicamente
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rebelde, busca evadirse de los caminos conocidos y perderse en realidades espaciales ajenas al control parental: Durante anos andávamos à solta por ali, entre S. Sebastião e Alcântara. Passávamos as tardes a deambular, frequentando o Jardim Cinema, rondando os otros liceus, indo a casa dos amigos que já tinham computador ou que nos desafiavam para uma partida de poker, ou embarcando em intermináveis expedições à praia à procura de ondas (Ogando 2014: 23).
Los jóvenes amantes, unos años más tarde, deambulan por una ciudad que es una promesa de felicidad para ellos, una ciudad que los hace encontrarse, enamorarse y construir sueños de un futuro feliz, al menos hasta el momento del desengaño y la boda concertada de la joven con un antiguo pretendiente. El mirador de São Pedro de Alcântara sirve de telón de fondo a los escarceos amorosos de los dos, ofreciendo un espectáculo de luces y colores que en nada presagia los acontecimientos inminentes: Lembro-me de que naquele último dia [...] passámos pelo miradouro de S. Pedro de Alcântara. A pesar dos sinais da chegada do inverno que fomos sentindo durante o dia, uma vez ali, o céu abriu-se prolongando o dia mais um pouco. O sol iluminava o Castelo e a encosta com os seus últimos e precisos traços dourados, no espetáculo de cores que anuncia a iminente chegada da noite (Ogando 2014: 61).
Ambos recorren las zonas céntricas de la capital portuguesa, convirtiéndose en turistas en su propia ciudad, capaces de mirar los espacios cotidianos desde una perspectiva alterada por la embriaguez del enamoramiento. Paran en «algumas tasquinhas anónimas da Graça, mergulhando cada vez mais na nossa crescente cumplicidade», suben las inmisericordes cuestas que llevan hasta las antiguas murallas para «ver a cidade de cima para baixo, por ser essa a perspetiva que melhor se conjugava com o que estávamos a sentir um pelo outro» (Ogando 2014: 65) y, finalmente, llegan al mirador de Santa Luzia, donde la tarde tiene su culminación en un largo y apasionado beso. Este proceso de deambulación se inicia en un local que anuncia la separación de los dos amantes, que aún no saben cuál será su destino; el restaurante Buenos Aires, en pleno centro, parece ser una elección «ao mesmo
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tempo irónica e profética» (Ogando 2014: 61), un comienzo que es a la vez preludio de un triste final, la presencia extraña e incómoda de esa ciudad lejana en la que se refugiará el narrador al verse abandonado por su amada. Una ciudad dentro de otra ciudad, en un sutil juego de muñecas rusas que esconde un destino inexorable para los protagonistas de la novela.
2. El espacio en femenino Si se analiza el papel de las ciudades más allá de las meras referencias a espacios concretos y fácilmente reconocibles, una de las primeras reflexiones que surgen es la fuerte y evidente vinculación de Buenos Aires y Lisboa con sendas figuras de mujer. A cada espacio, nuevamente en un juego de correspondencias, está vinculada la figura de un personaje femenino, cada uno connotado para que sus gestos, su trayectoria vital o su profesión contribuyan a añadir elementos retóricos a la configuración del espacio urbano. La protagonista indiscutible de la narración es Inês, una mujer que recuerda a la literaria Inês de Castro, quien se vio privada de libertad y fue posteriormente asesinada por haber sido amada por el heredero al trono de Portugal. Las reminiscencias literarias no son casuales, pues pertenecen al imaginario colectivo portugués desde épocas inmemoriales, y acrecientan aún más, si cabe, la sensación de que se trata de una trama metaliteraria. La Inês de Cadernos de Buenos Aires, tras ser abandonada por el narrador a causa de un malentendido, enferma del corazón y fallece sin poder alcanzar a confesarle la existencia de un hijo en común. Inês es a la vez una presencia constante en el relato y una ausencia desgarradora, como lo es la ciudad a la que representa en la economía del relato, Lisboa. Buenos Aires, aun haciendo patente la ausencia y la ruptura con Inês, está vinculada a otro personaje femenino, Mimí. Se trata de una joven con una falta de autoestima tan grave que se ve abocada al suicidio, a pesar de llevar una vida aparentemente sin problemas. Si Lisboa es la historia de una ausencia, aquí la ciudad porteña se identifica con una mujer que tiende a perjudicarse a sí misma hasta las últimas
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consecuencias. La presencia de Mimí en la narración es secundaria, dado el carácter obsesivo del narrador al recordar a la ausente Inês, pero merece la pena preguntarse acerca de los paralelismos existentes entre este personaje y la trayectoria vital de la ciudad. Asimismo, y tras largos años observando a las mujeres de su alrededor, es esta Buenos Aires en femenino la que proporciona al narrador herramientas para comprender a esas mujeres en su esencia más profunda: Durante todos estes anos conheci obviamente muitas mulheres. Acho até que a minha vinda para esta cidade foi o início de um longo processo para ficar a percebê-las. [...] Claro que também tive as minhas paixões. Em Buenos Aires aconteceu de tudo, incluindo o que nunca deveria ter acontecido. [...] Todas as mulheres da minha vida ensinaram-me mais qualquer coisa sobre mim. Mas sobretudo aquilo que mais me ensinaram foi a ouvi-las e a perceber o seu papel de guardiãs silenciosas do espaço à sua volta, seja por si ou por interposta pessoa (Ogando 2014: 146).
Las mujeres son, por tanto, las guardianas del espacio que las rodea, así como los reflejos de aquellas características que hacen que los espacios (urbanos) que habitan sean únicos e irrepetibles.
3. El espacio de la memoria El dolor y la ausencia de los seres queridos son sentimientos que llevan al ser humano a plantearse una disyuntiva existencial, y es necesario elegir si se desea vivir embarcado en una nave colmada de recuerdos o se prefiere optar por el olvido y así intentar curar las heridas del pasado. A cada opción existencial corresponde una opción en términos de recursos literarios, por lo que el autor de Cadernos coloca a su personaje principal ante la figura de la madre viuda, quien en su momento prefirió el olvido, para que él mismo reflexione y dé un giro a su vida: A opção pelo esquecimento é sempre um escape à confrontação connosco próprios. Deve ser por isso que tendemos a guiar-nos para longe das recordações que possam magoar-nos na comparação. O esquecimento, quando possível, leva sempre para bem longe um bom pedaço de nós (Ogando 2014: 21).
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Quizás por eso la llegada a Buenos Aires en avión es la llegada, en las intenciones de la voz narradora, a un espacio virgen en el que poder curar las heridas del pasado: «O meu luto estaba prestes a terminar com a minha chegada a Buenos Aires. Esta seria a nova página em branco onde só entraria o que eu quisesse. Sem manchas, rasuras ou ilusões» (Ogando 2014: 98). La página en blanco, sin embargo, está lejos de cumplir con su cometido. El recuerdo puede ser obviado durante años o incluso décadas, pero la carga emotiva acaba por salir a la luz, sea en forma de «manchas, rasuras ou ilusões». El joven protagonista lleva consigo un reloj en cuyo interior figura el nombre de su amada; el tiempo juega aparentemente a su favor, dado que está firmemente convencido de la posibilidad de engañar la memoria del pasado y emprender un camino de olvido y reconciliación consigo mismo. Los acontecimientos posteriores y, sobre todo, los intentos infructuosos del joven por construirse una identidad alternativa marcan un regreso obsesivo a hechos consumados del pasado lisboeta, llenando el espacio porteño de nostalgia, remordimientos e intentos por corregir lo que ya fue. Se instaura así una pugna interior entre la necesaria memoria de un pasado idílico y el necesario olvido en un presente decepcionante y traicionero: Nós temos uma memória. Para nós, a mudança é algo difícil, doloroso. Algo quase vergonhoso, o que explica que normalmente só estejamos dispostos a adaptar-nos à mudança depois de tudo o resto falhar. Para nós, mudar é como baixar os braços e fugir: revela cobardia. Mas eu sempre gostei da minha memória. É o que nos permite passar a uma versão melhorada de nós mesmos [...]. Além disso, permite-nos amar, porque, como diz o provérbio, quem ama nunca esquece (Ogando 2014: 34).
Buenos Aires es la ciudad-refugio en la que poder mantener viva la memoria del amor vivido con Inês, en parte por la enorme distancia que media entre las dos urbes y en parte por las propias características de la ciudad, considerada como un ser vivo que atraviesa un momento convulso de su historia más reciente y, precisamente por eso, invita a sus habitantes y a sus visitantes a sumergirse en épocas pasadas. Las propias músicas que acompañan el discurrir de la narración, el tango y
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el jazz, son melodías nostálgicas que tienen el poder de evocar fantasmas del pasado del protagonista con unos simples acordes. Esta nostalgia y las reflexiones sobre el poder curativo de la memoria se reproducen en varios momentos de la novela, y cabe destacar que Buenos Aires se configura en este caso como el espacio de las ausencias de los seres queridos. Para el portugués, pensar en su Lisboa natal significa viajar rápidamente a los momentos difíciles vividos con su madre, significa pensar en la figura del padre, fallecido demasiado joven en un accidente de aviación acrobática, significa percibir la imposibilidad de una unión con Inês y significa, al fin y a la postre, condenarse a ser consciente del vacío que todos ellos han dejado en su alma. Los pilares de su existencia se han quedado, vivos o como presencias fantasmales, en Lisboa, y la propia esencia de Buenos Aires agudiza el sufrimiento y el abismo en el que el protagonista está sumido durante veinte años, hasta el momento en que decide obrar una catarsis en su interior y deja constancia de su estado en una serie de cuadernos con tapa negra, en los que exterioriza esta necesidad de recurrir al espacio (las dos ciudades) y al tiempo (la memoria) para sanar sus heridas. Una clara indicación para el lector sobre el leitmotiv de la memoria como eje aglutinador del relato se encuentra en los fragmentos intertextuales colocados al principio de cada uno de los cuatro apartados de los que se compone el volumen. En ellos, Ogando (2014: 13) cita a artistas y filósofos de las más diversas épocas para proporcionar claves interpretativas del texto: «Memory is a way of holding on / to the things you love, the things you are, / the things you never want to lose», Kevin Arnold «Time does not change us. It just unfolds us», Max Frisch «Time is the father of truth, its mother is our mind», Giordano Bruno
El tiempo y el espacio, la vida y las dos ciudades con su mar y su cielo se conjugan para llevar a los personajes a una catarsis que les permite alcanzar un nuevo umbral de esperanza, gracias a las revelaciones que se encuentran en las últimas páginas del libro. Pero, significativa y metafóricamente, cuando la última carta del protagonista
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deja físicamente Buenos Aires (así lo atestigua el sello de correos), ese mismo día es cuando su amada Inês fallece en Lisboa; un último viaje al pasado, por medio de esa misiva, quizás no sea posible para el hombre, quien intenta recuperar una relación que debería haber quedado relegada a su esfera más íntima, la de la memoria. El encuentro entonces solo será posible entre los dos amantes sin elementos físicos que lo impidan y en una dimensión fuera del espacio y el tiempo.
4. El espacio del sueño El narrador, al recordar a todos los seres queridos que ha dejado tras de sí en Lisboa, subraya la capacidad del ser humano de «sermos capazes de transformar memórias em sonhos» (Ogando 2014: 34). Buenos Aires es, entre otras metáforas, el espacio del sueño, a través del cual el hombre puede canalizar su dolor y distanciarse de lo vivido, en una permanente duda de si lo que está presenciando es real o imaginado. La clásica oposición binaria realidad-imaginación se desdibuja ante la necesidad vital de permanecer en dos mundos, dos ciudades al mismo tiempo, en un intento por transformar la memoria en vivencia diaria: Enquanto com os nossos pés nunca estamos em dois lugares ao mesmo tempo, com a nossa outra extremidade saltamos constantemente de um tempo ou lugar para outro, sem nos darmos ao trabalho de percorrer o espaço que medeia entre ambos. Talvez seja por isso que o nosso cérebro tem duas metades. Uma para pensar e viajar no mar dos sonhos e das memórias e a outra para fazer a diplomacia necessária entre a mente e o corpo, entre o sonhador e o viajante (Ogando 2014: 97).
En esta dualidad reside un aspecto esencial de toda la novela. Los movimientos del narrador, reales o imaginarios, llevan a recorrer constantemente dos espacios urbanos y dos tiempos, provocando así un inevitable desdoblamiento de la acción y de varios personajes. La oscilación, voluntaria y ciertamente metaliteraria, entre realidad y sueño ofrece la posibilidad de interpretar de una manera polivalente la personalidad de los actores que entran en la escena bonaerense. Así, los personajes que acompañan al narrador en sus años argentinos no tienen
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un papel unívoco y se pueden ver a través de un prisma que reproduce múltiples imágenes al mismo tiempo; es así, por ejemplo, en la escena en la que el protagonista observa la presencia de varios espejos en las paredes de un bar y estos, en sus múltiples reflejos, devuelven imágenes contradictorias a quien se mira en ellos: ... estavam pendurados espelhos de varios tamanhos, em lindas molduras de talha dourada, adornadas com entalhes de diferentes estilos. Talvez elas estivessem ali para mostrar àqueles que procuram no fundo de um copo as respostas às suas contradições antigas que elas estão afinal enterradas bem no fundo de nós. Detidas em prisões de silêncio, à espera de serem libertadas a partir dos círculos mais profundos dos nossos tortuosos seres (Ogando 2014: 168).
Al aterrizar en Buenos Aires, el protagonista sufre el comienzo de un paulatino proceso de desdoblamiento, dado que durante veinte años lleva una vida secreta. Aunque su actividad oficial sea el ejercicio de la abogacía, en realidad se convierte en un agente de los servicios de inteligencia portugueses y, por consiguiente, adquiere una doble identidad. Nuevamente se asiste a la utilización de una oposición binaria realidad-apariencias o realidad-fantasía, en la que Buenos Aires asume el papel de espacio de lo ficticio, una especie de escenario en el que los personajes —incluso sus propios habitantes— forman parte de una función a la que el lector asiste como si estuviese en un teatro de las emociones: ... com o tempo passei a frequentar todo o tipo de lugares, pois comecei a ser convidado para diferentes festas que aconteciam por toda a cidade, sobretudo nos bairros de Palermo, Recoleta, Montserrat e San Telmo. Sempre tive facilidade em dar-me com toda a espécie de gente e acho que gostava sobretudo de observar as pessoas, de as conhecer e de as testar; de procurar perceber os seus sinais, as suas contradições e os seus segredos. Sempre me enfeitiçaram aquelas almas penadas que ficavam a agitar os seus corpos até de madrugada. A pesar desse fascínio tembém eu acabei por me tornar, sem que o percebesse, numa dessas personagens (Ogando 2014: 116-117).
Todos los personajes que se mueven por ese Buenos Aires son personajes de una representación trágica, sobre el escenario de un metafórico purgatorio representado por el bufete del Palacio Barolo, en busca de una posible redención que se augura imposible para todos ellos. La
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propia ciudad, en ocasiones, enseña a ver a través de las máscaras que cada uno lleva puestas, por efecto del tiempo y de la experiencia, pero puede ser difícil delimitar dónde acaba la máscara-ficción y empieza la realidad, especialmente en una narración de contornos inciertos como Cadernos de Buenos Aires. El narrador elige conscientemente colocarse su máscara en esta ciudad, intentando ser dueño de su nuevo destino, a salvo de posibles traiciones o decepciones, en una realidad que se antoja paralela y especular a la vivida en Lisboa en los años de su juventud.
5. Dos ciudades, frente a frente El tiempo (el reloj con el que se abre la narración) y el espacio (las constantes metáforas espaciales) se entrelazan en una red de significados que llevan al lector a descubrir, entre líneas, unas correspondencias insospechadas entre las dos ciudades, cuyo eje de comunicación es el océano Atlántico. Colocadas a ambos lados del mar, Lisboa y Buenos Aires viven permanentemente orientadas hacia él, tejiendo una tupida red de conexiones con el continente que se encuentra al otro lado de las aguas. La voz narradora de esta novela, tras decidir infligirse el autoexilio para curar las heridas de su alma, se desplaza a la orilla del mar para despedirse de él sin darse cuenta de que es ese océano el que tiene que cruzar para llegar a su destino final, Buenos Aires, en un rito de paso que lo llevará de un estado anímico a otro, de una identidad a otra, de la realidad al sueño: Na minha última tarde em Lisboa, decidi encontrar-me com o mar e despedir-me, naquela que acabou por ser a minha última sessão de surf em Portugal. [...] Na superfície da água, os reflexos negros e dourados contrastavam com o mar ao longe, de um tom quase negro, sinal da noite que se avizinhava. [...] Todo aquele cenário me parecia fazer parte de um rito religioso de passagem ao lado de lá da dor que eu imaginara possível (Ogando 2014: 94).
En esta novela, el océano une y a la vez separa; el protagonista debe cumplir con el rito de paso que significa cruzar el Atlántico para dar un rumbo nuevo a su vida, pero a la vez el mar supone un obstáculo
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insalvable para que los dos amantes puedan reconciliarse y para descubrir, por parte de él, la existencia de un hijo nacido tras su partida de Lisboa. Las dos ciudades se conectan a través del océano en un juego de espejos a caballo entre la realidad y el sueño, pero a la vez decepcionan al que busca en ellos consuelo para el alma, creyendo en una serie de correspondencias espirituales entre ambos espacios. Los vaivenes temporales y espaciales, a través del Atlántico, acompañan a los personajes a través de unos lugares significativos para los habitantes de las dos ciudades; restaurantes, calles, barrios, milonguerías, todo contribuye a crear una atmósfera teatral, para que el lector aprecie el espectáculo de unas vidas suspendidas entre las dos orillas del mismo mar. Lisboa se configura como la ciudad de los amores juveniles, inocentes y traicioneros, mientras que Buenos Aires es retratada aquí como la utopía de una nueva vida, para posteriormente convertirse en la distopía de un sueño roto. Buenos Aires y Lisboa, ciudades de fuertes paralelismos en términos literarios, son ciudades que propician un viaje al interior de uno mismo, como el propio Ogando reconoce en el transcurso de la novela y como se aprecia en innumerables obras poéticas y de ficción narrativa. El aire otrora decadente, la proyección hacia el río y el océano, la diversa composición y procedencia de sus habitantes y, quizás, el retrato que de ellas hacen ilustres intelectuales y poetas contemporáneos, todo ello confiere un carácter soñador e irreal a su geografía real y tangible. Ambas son ciudades en las que se respira una ausencia, ausencia de alguien o de algo, ausencia de un pasado añorado o de un futuro incierto, ausencia de una vida plena o de una muerte definitiva. Unos versos de Sophia de Mello Breyner rezan: «Lisboa cruelmente construída ao longo da sua própria ausência» (Andresen 1996). Ausencia de una respuesta a las eternas preguntas sobre el sentido y el devenir de la vida.
Bibliografía Andresen, Sophia de Mello Breyner (1996): Navegações. Lisboa: Caminho. Ogando, José Avilez (2014): Cadernos de Buenos Aires. Lisboa: Verbo-Babel.
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1. Introducción Quizás la tendencia literaria más destacada durante las últimas décadas a la hora de estudiar la representación literaria y artística de Buenos Aires se corresponda con la problematización del espacio urbano como producto de la globalización, de la posmodernidad y de la masificación. Así, la nocturnidad hostil, la pérdida de identidad de los distintos lugares o los barrios marginales son algunos de los elementos que más ha potenciado la literatura contemporánea en relación con Buenos Aires —y no ya solo con esta ciudad, sino, en términos generales, con cualquier metrópolis—. En este sentido, es significativo que un libro concebido como compendio de los principales desarrollos de «la ciudad en la literatura» —McNamara (ed.) 2014— dedique un buen número de capítulos (como los que se ocupan de la ciudad nocturna, de la ciudad del marginado socioeconómico o de las distopías urbanas) a cuestiones que tienen que ver directamente con la agresión que supone el medio urbano. Aquí, sin embargo, me centro en una tendencia que en buena medida puede considerarse antónima. Dicho en breve,
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analizo varios textos, entre los que resulta especialmente paradigmático El cantor de tango de Tomás Eloy Martínez (2004), en los que Buenos Aires aparece como una ciudad humanizada (o re-humanizada), re-historizada tras haber perdido o difuminado sus rasgos, como una ciudad que puede conservar vestigios de alienación, hostilidad o de no-ciudad pero que, en el texto, se reconquista o, siguiendo el título elegido, se recupera. Buenos Aires, por tanto, se convierte en estas obras en un espacio que da sentido a la vida de sus habitantes. Beatriz Sarlo advertía en sus Instantáneas de la homogeneización forzosa de los rincones de Buenos Aires. La escritora porteña siguió durante un tiempo la evolución de una esquina de una calle de la capital para acabar constatando que «La esquina, cuyos cambios seguí en suspenso durante algunas semanas, ya no es una esquina deteriorada de Buenos Aires. Por pocos días fue una esquina vieja reciclada, pero concluido ese lapso, pasó a ser un lugar universal, que puede ubicarse bien en cualquier parte porque ya no significa nada» (Sarlo 1997: 50). Así, repletas de publicidad, Buenos Aires y la esquina se han convertido en «un inmenso mostrador» (Sarlo 1997: 48). Pero el de Sarlo no es un caso aislado. Hay una gran variedad de obras literarias y cinematográficas que reflejan una Buenos Aires en crisis que genera diversas formas de agresión para el sujeto que la habita o visita. Citando solo algunas que considero especialmente significativas, merece la pena detenerse en varias películas argentinas de los años noventa, como Buenos Aires vice versa, Pizza, birra, faso o Mundo Grúa1, en las que «los individuos se encuentran a la deriva en Buenos Aires» (Young y Holmes 2010: 6) y se refleja «un naufragio personal y colectivo» en un marco urbano globalizado y neoliberal (Kantaris 2010: 31). También merece la pena destacar los suburbios que César Aira (2001) plasma en La villa, la alienación del shopping center y el consumismo exacerbado que critica en sus poemas César Mermet (2006: 41-44) y analiza Trigo (2010: 199-202), el racismo larvario que se refleja en Remington Rand de Lázaro Covadlo (1998) y que también señala Keeling (1996: 208), 1. Se trata de las tres películas que estudia Kantaris (2010) como paradigmáticas de los problemas que acarrea una Buenos Aires posmoderna, globalizada y neoliberal.
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el realismo sucio de Enrique Medina —al que Foster (1998: 150-169) le dedica un capítulo entero—, la ciudad «violenta, inquietante, agitada y caótica» que Holmes (2007: 170) diagnostica en varios relatos de Julio Cortázar y otros autores latinoamericanos, el policial de Ernesto Mallo o la visión distópica y apocalíptica más reciente de Pedro Mairal en El año del desierto. No obstante, frente a esta Buenos Aires destructora, alienante y peligrosa, se han dado también otras representaciones que apuntan en otra dirección y presentan la capital argentina bajo un prisma distinto. Tal vez el caso más representativo sea la novela ya mencionada de Tomás Eloy Martínez, El cantor de tango. Por ello, si bien no dejo de incluir otros textos (de Federico Andahazi, Abelardo Castillo o Juan Gelman, entre otros), es este el que tomo como vehículo conductor del análisis que planteo. Tomás Eloy Martínez alcanzó un éxito muy destacable de público y crítica a mediados de los noventa con Santa Evita, novela que narra los últimos días de la vida de Eva Perón y, sobre todo, las vicisitudes por las que tuvieron que pasar más tarde sus restos mortales. El cantor de tango, casi diez años posterior, adopta desde el primer momento una perspectiva marcadamente distinta: si Santa Evita constituye un retrato de la situación política y social de la Argentina de aquel entonces, El cantor de tango es ante todo una ensoñación de la ciudad y de su legado cultural. Si bien, como se verá, los traumáticos avatares políticos de las últimas décadas están presentes en sus páginas, estos aparecerán siempre filtrados a través del arte y, más específicamente, de la música de tango, que es la auténtica protagonista.
2. La recuperación del espacio He esbozado la idea de una recuperación del espacio urbano, pero ¿cómo se produce este fenómeno? Para profundizar en la cuestión, distingo en primer lugar dos elementos clave al respecto para, más adelante, señalar diversas valencias o atributos que la ciudad adquiere como resultado. El elemento fundamental que Tomás Eloy Martínez pone en
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juego para generar esta visión re-historizada de Buenos Aires es uno de sus rasgos más típicamente idiosincrásicos: la música de tango2. Martínez cuenta la historia de Bruno Cadogan, un estudiante que cursa un doctorado en estudios literarios en Nueva York y que viaja a Buenos Aires para investigar sobre su tesis. Allí, oye hablar de un cantor de tango que realiza su actividad de forma casi secreta, un músico a quien no le interesan ni el éxito ni las grabaciones ni darse a conocer. Se trata de Julio Martel, cuyo apellido recuerda claramente al del cantante de tango por antonomasia. La caracterización del cantor se ajusta a la idea del genio como un individuo agraciado con un don natural portentoso que se asimila e identifica con su arte, al modo en el que Glenn Gould, por ejemplo, ha sido plasmado en diversas obras literarias durante las últimas décadas. Pero Martel es un cantor muy particular: canta en lugares secretos y desconocidos de la ciudad que poseen para él un simbolismo y que ocultan una historia olvidada. Lugares, por supuesto, que no están convencionalmente dedicados al canto: un matadero, una sala oculta del Palacio de Aguas o un recóndito lugar del barrio Parque Chas. Esto supone un claro alejamiento del Buenos Aires turístico que se asemeja al modelo de la ciudad espectáculo —Popeanga (ed.) 2014—, en donde hordas de turistas recorren un itinerario prefijado en torno a los principales monumentos o, también, a la vida de Borges (Martínez 2004: 51)3. Martel trata de recuperar la historia de la ciudad y elige lugares que fueron el escenario de algún crimen que ha quedado sin reparar, como, por ejemplo los de la dictadura militar (Martínez 2004: 111-124). El narrador es explícito en este sentido: «Martel trataba de recuperar el pasado tal como había sido, sin las desfiguraciones de la memoria» (Martínez 2004: 104), lo cual pasa por identificar los lugares en los que ese pasado ha sucedido. 2. Auténtica quintaesencia de la ciudad, existe una amplísima bibliografía sobre esta música y su vínculo con Buenos Aires. Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina (Matamoro 2017) es un reciente ejemplo. Para la plasmación del tango en la literatura, existe un estudio clásico de Lara y Roncetti de Panti (1961), si bien cubre un espectro cronológico bastante anterior al que aquí se aborda. 3. Para una perspectiva más amplia sobre la relación entre Borges y Buenos Aires y la representación tan influyente de la segunda forjada en las obras del primero, merece la pena consultar Spiller (ed.) (2014).
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Hay en los tangos una dualidad que merece ser destacada: por un lado, pocos tangos representan los espacios urbanos (Foster 1998: 54); por otro, muchos de ellos aluden o nombran explícitamente a Buenos Aires, que es su ciudad por excelencia. Tal vez por ello la novela de Martínez trata de enraizar el tango en distintos espacios concretos que a su vez se conectan con la historia y la identidad de la ciudad. Y es que con frecuencia el tango pone en juego la falacia patética (Foster 1998: 62), lo cual aquí adquiere más sentido que nunca, toda vez que se convierte en una forma de significar la ciudad, de humanizarla y de connotarla con una historia personal. Ya no es la naturaleza la que responde a las emociones del poeta o del cantante, sino la metrópolis. Algo muy parecido sucede, desde este punto de vista, en otra novela significativa: Errante en la sombra, del también porteño Federico Andahazi (2004). Andahazi escribe una novela-musical. Pero «musical» no como adjetivo, sino como sustantivo. Esto es, no se trata de una novela que imite elementos o patrones musicales, sino que imita el género musical que tanto éxito ha tenido en el cine y también en los teatros. La trama gira en torno a la tormentosa relación amorosa entre los dos protagonistas, bonaerenses de clase baja, un cantor de tango que trabaja en el puerto y una prostituta. El texto, como buena imitación del tango, no está exento de un machismo y heterocentrismo muy marcados en el que los dos personajes responden a códigos de masculinidad y feminidad muy estereotipados. Así, la relación se concibe a imagen y semejanza de las que plantean las letras de tango. Y, es más, los personajes dejan muy a menudo la acción suspendida para empezar a cantar y bailar, igual que sucedería en un musical. En estos pasajes, Andahazi reproduce la letra de lo que los personajes cantan, hasta el punto de que casi un tercio de la novela lo constituyen las letras de tangos, ya inventadas, ya realmente existentes. Andahazi no trata tanto de recuperar un pasado e identidad difuminados cuanto de dar vida a uno de los rasgos más característicos de Buenos Aires a través de una propuesta narrativa que se asemeje a ese rasgo. Es interesante señalar que tanto en El cantor de tango como en Errante en la sombra el tango representa un papel que está más allá de sus rasgos formales desde un punto de vista estrictamente musical. Da igual cómo lo caractericemos formalmente, ya que es ante todo una
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música que funciona como elemento identitario e identificativo de los personajes y, más allá de estos, de la ciudad. En este sentido, ambos textos parten de la idea que Foster (1998: 54) expone: el tango se ha convertido en una forma fosilizada, estandarizada e inmóvil. Lo que estas novelas implican no es tanto un intento de desautomatizar la visión que tenemos del fósil cuanto de emplear este constructo cultural ya perfectamente delimitado para plasmar, de forma vívida, la identidad de una ciudad y concitar las pasiones que la música representa a través de su evocación en este escenario. Si bien ambos cantores comparten su don prodigioso y la falta de reconocimiento o, en todo caso, la obtención de un reconocimiento casi secreto fuera de los circuitos habituales, Julio Martel posee otra característica interesante en relación con la ciudad que, a la postre, se encarna en él. Cada una de las actuaciones que realiza tiene un efecto sobre su cuerpo, dado que padece una dolencia crónica —hemofilia— que le genera una gran susceptibilidad ante cualquier esfuerzo. Algunos han señalado la coincidencia con Julio Cardel, cantante fallecido prematuramente debido a esta misma enfermedad (véase Gambetta Chuck 2007: 40). Resuena aquí la idea del arte como destino y como sacrificio. El individuo con un talento especial para el tango solo puede entregarse a él, aunque esto acabe siendo la causa de su muerte, como de hecho sucede en la novela de Martínez. Más interesante resulta, no obstante, la idea que, siguiendo el título de la primera obra de otro escritor porteño, Edgardo Cozarinsky, denomino el «vudú urbano». A través de Julio Martel, la ciudad se presenta como una ciudad-cuerpo: Buenos Aires es como un cuerpo (como un fetiche, como un muñeco de trapo) sobre el que se clavan determinadas agujas (los lugares olvidados e inesperados que Julio Martel elige para cantar) que duelen en el cuerpo físico del individuo, puesto que le provocan sucesivas caídas y recaídas en su enfermedad. La ciudad entonces funciona como un muñeco de vudú cuyas distintas agujas, puntos marcados como en Google Maps, inciden de hecho sobre el protagonista. Cozarinsky despliega esta idea a través de una serie de «tarjetas postales», que ocupan toda la segunda parte del libro (Cozarinsky 2014: 41-132), a modo de imágenes privadas que señalan puntos de la ciudad también dolorosos
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para el protagonista: un anuncio de palmeras, determinadas tiendas, una calle que solía transitar. Pero el tango no es el único elemento de recuperación del espacio urbano que Martínez pone en juego. Porque Buenos Aires es también en esta obra una ciudad altamente literaturizada. Ha de recordarse que el protagonista, Bruno Cadogan, cursa un doctorado en estudios literarios en la Universidad de Nueva York. No resulta entonces sorprendente que su imaginario y su percepción del entorno estén empapados de referencias literarias y que estas sean otro de los mecanismos fundamentales que la novela pone en juego para dotar a la ciudad de una memoria e identidad culturales que acogen a quien las detecta. Ninguno de los grandes iconos literarios del lugar está ausente: desde el matadero, que remite a Esteban Echevarría y la casa de José Hernández (Martínez 2004: 146-147), hasta Ernesto Sábato (Martínez 2004: 90), pasando por Marechal y su Adan Buenosayres (Martínez 2004: 145), Roberto Arlt, Julio Cortázar y, por supuesto, Jorge Luis Borges (Martínez 2004: 85-87, 136). El crítico literario Joaquín Marco, con independencia de las diversas —y certeras— críticas a la novela que expone, señala con claridad el papel fundamental que desempeña el filtro literario a través del cual se observa Buenos Aires, ya que «el cantor de tango es algo más que un relato mágico o un conjunto de símbolos literarios. Pretende captar el alma de una ciudad de laberintos y escritores» (Marco 2004). Uno de los ejemplos más sintomáticos y extensos de la novela, hasta el punto de constituir en sí mismo una de sus varias subtramas, es el que atañe a la búsqueda del Aleph que lleva a cabo el protagonista. Tras conocer al actual inquilino del sótano de la casa donde se desarrolla la acción del relato, un oscuro bibliotecario, el narrador comienza a sospechar que este atesora allí realmente el Aleph, tenga este la forma que tenga. Junto con el Tucumano, uno de sus amigos, comienza a urdir un plan para expulsar al bibliotecario que habita el sótano y disponer del objeto borgeano a su voluntad. Lo significativo de esta trama secundaria es que, más allá de la connotación del espacio y la inclusión de un elemento maravilloso en la recreación de Buenos Aires, el Aleph permite contrastar dos visiones de la ciudad: la del protagonista y la de su amigo. Para el primero se trata de un objeto con un valor simbólico
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equivalente al que adquiere Julio Martel y su música es, de nuevo, un elemento que dota de identidad e historia a la ciudad y que la convierte en un lugar cargado de connotaciones. Sin embargo, para el Tucumano (que jamás ha leído a Borges), el Aleph es una potencial fuente de ingresos económicos, una parada más que añadir a la ruta borgeana que tanto éxito tiene entre los turistas —y cuya descripción, centrada en una de las turistas que pierde contacto con el grupo, ocupa una docena de páginas (Martínez 2004: 51-63)—. Por ello, se plantea la posibilidad de contratar a un electricista que confeccione una especie de esfera iluminada por dentro para que llame la atención de los visitantes (Martínez 2004: 90). Esto es, el motivo del Aleph presenta una doble función o desarrollo: por un lado, la historización y recreación mítica de la ciudad a través de su bagaje literario; por otro, su conversión en una ciudad-espectáculo que conduce a la masificación y a la hostilidad. «Para mí, el aleph era un objeto precioso que no podía ser compartido. Mi amigo, en cambio, pretendía degradarlo, convirtiéndolo en una curiosidad de feria» (Martínez 2004: 138). La dicotomía se verá resuelta al final con la demolición de la casa, lo cual mantiene la incertidumbre respecto de la naturaleza del Aleph y, con ello, su carácter mágico e inabarcable. Merece la pena destacar la transmutación que se ha operado en la misteriosa entidad ideada por Borges: lo que en origen era un objeto fantástico, que implicaba una ruptura conflictiva y de difícil explicación de las leyes del universo tal y como lo conocemos (una pequeña esfera en la que confluyen y se observan todos los hechos pasados, presentes y futuros), se ha convertido en un objeto maravilloso. Es decir, El cantor de tango no presenta el Aleph como un objeto que problematice nuestra percepción o concepción de la realidad y de sus leyes, sino más bien como un objeto mítico y mágico integrado en el imaginario de un determinado lugar, la ciudad de Buenos Aires. Desprovisto de su valor fantástico, el conflicto resulta de la voluntad de poseerlo y contemplarlo y su función es, ante todo, como he mostrado, la de cargar de connotaciones culturales y literarias al espacio urbano. Música y literatura forman de este modo un binomio nuclear para la recreación porteña de Martínez. Ahora bien, su afán no se ciñe a estas dos disciplinas, sino que incluye también el cine y la pintura
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en lo que constituye un intento de potenciar todas las artes, todos los sentidos posibles, para captar el sustrato cultural que define a la ciudad. Así, el protagonista asiste a la proyección de diversas películas fundacionales del cine argentino, como por ejemplo ¡Tango!, musical de los años treinta que se comenta durante varias páginas (Martínez 2004: 206-209) y refuerza, una vez más, la identificación entre música y ciudad. Pero también la pintura tiene su lugar y salva a Buenos Aires de la asepsia y la esterilidad homogeneizadora que a menudo definen a las metrópolis contemporáneas. «En un cuadro de refinada belleza, Lavanderas en el Bajo de Belgrano, Prilidiano Pueyrredón pintó la calma que solía tener ese arrabal. [...] Buenos Aires tenía entonces un color verde, casi dorado, y ningún futuro empañaba la desolación de su única colina» (Martínez 2004: 148). Una vez más, se trata de una obra clave de la pintura argentina que permite la evocación de los orígenes y la historia de la ciudad desde una perspectiva diacrónica. Parece claro que todo ello responde al intento de formar un mosaico pan-artístico que en este texto se convierte en la principal herramienta de reparación del entorno urbano y que dota a Buenos Aires de una serie de valencias simbólicas que es preciso analizar.
3. Valencias simbólicas de la ciudad ¿Qué rasgos definitorios podemos atribuirle a la Buenos Aires recuperada de El cantor de tango a partir de la caracterización comentada en las páginas anteriores? En primer lugar, conviene tener presente que toda la novela está recorrida por la dialéctica entre lugares masificados y lugares secretos (aunque accesibles a todo el mundo). El texto confiere la cualidad de ser definitorios de la ciudad a los segundos. «Ni aún entonces [afirma el narrador y protagonista respecto de Julio Martel] dejó de pensar, me dijo Alcira, que el pasado estaba intacto en alguna otra parte, tal vez no en la memoria de las personas, como podríamos suponer, sino fuera de nosotros, en un sitio impreciso de la realidad» (Martínez 2004: 105). Este sitio no es otro que los lugares que va eligiendo, o que le van inspirando, para cantar, todos marcados históricamente aunque muy pocos lo sepan. No ha de olvidarse la dimensión
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política que tiene la novela, que supone un ejercicio de memoria histórica para restituir o reconocer el dolor de las víctimas de la dictadura, la injusticia que sigue cayendo sobre las víctimas nunca reparadas. La novela hace así también un recorrido político por la historia de la ciudad y, por extensión, del país. Buenos Aires, en este sentido, tiene un valor de sinécdoque: es la parte (la ciudad principal) que hace las veces del todo (la nación en su integridad). No es algo infrecuente, como puede verse en la antología de relatos de escritores argentinos preparada por Juan Forn (1999), que lleva justamente por título Buenos Aires, aunque no todos los relatos estén directamente situados en ella. El repaso por la historia política del país llega incluso hasta el tiempo contemporáneo a la escritura de la novela, ya que el corralito adquiere protagonismo en la última parte de la obra (Martínez 2004: 212-218) y el narrador no puede evitar intercalar una digresión crítica sobre la situación del momento. Este proyecto de repaso histórico traído a colación a partir de las actuaciones del cantor de tango explica también el que quizás sea el aspecto formal más destacado de la novela: la inclusión continua de historias intercaladas que, de acuerdo con algunos críticos (Marco 2014), acaba por producir una masa un tanto informe y hace perder vigor y direccionalidad a la trama. Además de la Buenos Aires que acabo de comentar y que, siguiendo el libro a Nogués (2003), podemos denominar «la Buenos Aires secreta», la ciudad aparece también plasmada reiteradamente como una ciudad-laberinto, un laberinto que oculta lugares como los que elige Julio Martel para sus actuaciones y que dibuja «un mapa de otra Buenos Aires» (Martínez 2004: 41). El laberinto se convierte, ante todo, en un laberinto mágico, cargado de nuevo de connotaciones literarias, en el que el protagonista intenta encontrar patrones borgeanos: «Durante esos días enloquecidos compré algunos mapas de Buenos Aires y fui trazando en ellos líneas de colores que unían los lugares donde Martel había cantado, con la esperanza de encontrar algún dibujo que descifrara sus intenciones, algo parecido al rombo con el que Borges resuelve el problema de “La muerte y la brújula”» (Martínez 2004: 205). Uno de los últimos episodios de la novela potencia especialmente esta imagen. Perdido en el barrio Parque Chas, de trazado especialmente intrincado y último lugar donde ha cantado Martel, Bruno
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acaba topándose con Alcira Villar, la mujer que vive con el mítico cantante y cuida de él (Martínez 2004: 159-170). En el centro del laberinto, por tanto, se halla la llave que conduce al escurridizo cantor y a todo lo que este representa. Así, es cierto que, como señala Coddou (2007:33), «la imagen-símbolo que recurrentemente sostiene la fábula [...] es la del laberinto», o, como el propio personaje afirma, «la vida de la ciudad es un laberinto» (Martínez 2004: 222). En algunos momentos la imagen del laberinto representa también la idea de la gran metrópolis caótica que atrapa a sus habitantes. Quizás el pasaje más nítido en este sentido sea el comienzo de la segunda parte, en la que se califica a Buenos Aires de laberinto no solo espacial, sino también temporal: Con el paso de los días, fui aprendiendo que Buenos Aires, diseñada por sus dos fundadores sucesivos como un damero perfecto, se había convertido en un laberinto que sucedía no sólo en el espacio, como todos, sino también en el tiempo. Con frecuencia trataba de ir a un lugar y no podía llegar, porque lo impedían cientos de personas que agitaban carteles en los que protestaban por la falta de trabajo y el recorte de los salarios (Martínez 2004: 47).
No obstante, el valor principal de la ciudad-laberinto es ante todo el de presentarse como un lugar mágico, no agresivo. Un espacio, además, que resulta siempre imposible de conocer en su totalidad. Esta incognoscibilidad del espacio urbano coincide entonces con la que señalan autores como Young (2010: 58), si bien aparece connotada de un modo claramente positivo, lejos de la incertidumbre y amenaza que fácilmente podría representar. Lo que Young (2010) analiza en las novelas de César Aira como confusión y heterogeneidad discordante aquí es una incognoscibilidad mágica, que hechiza, que permite guardar secretos históricos en cada rincón. El laberinto, además, es un lugar por el que uno camina sin rumbo, con un destino u objetivo en mente al que no sabe si se acerca o aleja conforme avanza. Esto conduce a otro aspecto importante de la caracterización del espacio urbano en la novela: el valor terapéutico de la errancia. Deambular por la ciudad es un mecanismo de reflexión, de apaciguamiento frente a los demonios interiores, de descubrimiento (por ejemplo, Martínez 2004: 146-147). Se trata de un valor que El
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cantor de tango comparte con otras obras, como es el caso de Dinero para fantasmas, del antes citado Edgardo Cozarinsky (2013), en donde un huidizo cineasta (que parcialmente podemos identificar con el propio autor) decide desaparecer y empezar una nueva vida cambiando de barrio y deambula en varios momentos por las calles como medio de introspección. No obstante, quizás sea Juan Gelman el autor que de forma más sucinta y vívida plantea esta cuestión. En «El caballo de la calesita», poema situado en Buenos Aires y contenido en su primer poemario, Violín y otras cuestiones, se lee: «Caminaba. A lo lejos se oían los violines / que el crepúsculo toca para verme más triste. / Mi alma se vestía de lentos adoquines» (Gelman 2012: 34). El último verso condensa la idea de la errancia, del paseo reparador que, con cada nuevo adoquín que se pisa, va «vistiendo el alma» del sujeto. Es esto mismo lo que le ocurre al protagonista de El cantor de tango, un proceso en el que progresivamente «viste su alma» con cada nuevo rincón de la ciudad que descubre o connota culturalmente. Pero además de la ciudad secreta y la ciudad-laberinto, Buenos Aires aparece caracterizada con frecuencia como ciudad nocturna. En las últimas páginas, Bruno contempla desde el avión la ciudad por la noche: Era un laberinto, tal como yo había supuesto, y Alcira había quedado enredada en una de sus vías sin salida. La noche me permitió advertir que, tal como conjeturaba Bonorino, el verdadero laberinto no estaba marcado por las luces, donde sólo había caminos que llevaban a ninguna parte, sino por las líneas de oscuridad, que señalaban los espacios donde vivía la gente (Martínez 2004: 249).
No se trata de una imagen aislada, puesto que se repite en varias ocasiones a lo largo de la novela (Martínez 2004: 219, por ejemplo). La metáfora del laberinto coincide aquí con la de Buenos Aires como ciudad nocturna. La vida nocturna es en realidad otro de los rasgos que suelen tomarse como idiosincrásicos, tal y como Keeling (1996: 221-223) pone de manifiesto. Lo más interesante de este fenómeno, no obstante, son las connotaciones o valores de los que se carga, tan distintos a los habituales. La nocturnidad connota con frecuencia peligro, misterio, ocultamiento, anulación de las leyes que rigen durante el día, ilegalidad, onirismo, hostilidad, crimen e incluso muerte. Es
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significativo que, en su capítulo monográfico sobre la ciudad nocturna en la literatura, Giles (2014: 114-125) observe solo rasgos o connotaciones negativas. Si bien también puede hallarse la idea de un peligro potencial presente en la ciudad bajo el signo del eterno laberinto, predomina la percatación de una magia oculta a semejanza del firmamento y las constelaciones de estrellas (Martínez 2004: 219-220) que permite al narrador un respiro tras «la marea de desdichas» (Martínez 2004: 218) que le acechan. En esta misma línea, quiero destacar otro texto poco conocido que representa de forma paradigmática esta visión de la nocturnidad. Se trata de «Buenos Aires azul», de Abelardo Castillo (1988), contenido en su miscelánea de artículos Las palabras y los días. En él, Castillo desarrolla un símil constante entre Buenos Aires y una mujer a la que uno ama. Igual que uno no conoce realmente a quien ama hasta que no lo ha visto dormir, dice el autor porteño, uno no puede decir que conozca Buenos Aires hasta que la haya caminado de noche: Lo que ahora me interesa es que, desde los orígenes del tango, Buenos Aires es hembra. [...] Sea como fuere, lo que quiero decir es que el verdadero amador de la ciudad se encuentra con ella de noche, a esa hora clandestina y misteriosa en que se ama a las mujeres. Sólo a la noche Buenos Aires es real [...] Nadie puede decir que conoce realmente Buenos Aires si no la ha caminado largamente de noche. Conocer de conocer; casi diría: en el sentido bíblico. Porque conocer Buenos Aires no es memorizar sus avenidas [...]. Ningún hombre sabe nada de una mujer si no la miró dormir (Castillo 1988: 15-16).
El color azul, y no negro, se convierte de este modo en símbolo de la Buenos Aires nocturna. Estamos muy lejos de la nocturnidad como único espacio en el que mendigos y marginados se hacen visibles, cuerpos que de otro modo son «invisibles, como si fueran fardos, o bolsas, o montones de basura» (Sarlo 1997: 81). Por el contrario, la noche es aquí un momento de plenitud y epifanía en el que la urbe se transfigura y muestra su auténtico rostro, su identidad, y da cobijo y fortaleza igual que la mujer amada a la que Castillo alude: Buenos Aires, de noche, es azul. Se purifica. Hasta la humedad de sus empedrados se vuelve mágica, hasta la neblina brilla. [...] Porque Buenos Aires, como una mujer que duerme, sólo de noche se deja ver tal cual es. Por eso, quien se atreve a
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La última frase de este fragmento muestra explícitamente que Buenos Aires se construye, de nuevo, como ciudad literaturizada; como una ciudad que se contempla, concibe y entiende a través de los numerosos ecos literarios presentes en ella, ecos que apuntan siempre a espacios alternativos que presumiblemente aparecerían en una guía turística. La literatura y la música (y las artes en general) son, pues, el manto que arropa al habitante de Buenos Aires frente a lo que de otro modo podría convertirse en una ciudad abiertamente hostil. Además, se trata a su vez de una visión igualmente distinta de la que, por ejemplo, señala Palaversich (2005: 177-179) cuando habla de «ciudad nocturna» respecto de varias novelas ambientadas en la ciudad mexicana de Tijuana. Aquí la noche es el lugar de la «ciudad-vicio» que proporciona toda suerte de diversiones en donde los distintos personajes «juegan a ser otro» (Palaversich 2005: 179) y simulan una identidad diferente a la que les es propia. La caracterización nocturna de Buenos Aires que textos como los de Martínez o Castillo llevan a cabo no pasa por la válvula de escape de la discoteca, el bar o el cabaret (aunque estos lugares puedan aparecer puntualmente).
Conclusiones Una vez analizadas las particulares connotaciones que adquiere Buenos Aires en tanto que ciudad «azul» o ciudad nocturna, puede deducirse con facilidad que lo que encontramos en textos como el de Tomás Eloy Martínez, pero también en muchos otros que se han comentado en estas páginas, es una serie de rasgos que habitualmente identifican lo que podría llamarse una no-ciudad —una ciudad convertida toda ella en un gran no lugar perpetuo— o, en todo caso, una ciudad hostil y agresiva. Sin embargo, en las obras seleccionadas estas metáforas urbanas (la ciudad secreta, la ciudad-laberinto, la ciudad nocturna) aparecen resignificadas, de tal manera que permiten una
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recuperación y restitución de la historicidad del espacio. La identificación entre el tango (y la literatura) y la ciudad es total, y se enuncia explícitamente en varias ocasiones: «Cuando vio desplazarse a Martel hacia la tarima, junto al mostrador, incorpóreo como una araña, y lo oyó cantar, cayó en la cuenta de que su voz eludía todo relato porque ella misma era el relato de la Buenos Aires pasada y de la que vendría» (Martínez 2004: 39). Conviene además destacar que el esquema actancial de la novela de Martínez es simétrico en lo que concierne al tango y a la literatura. En ambos casos, un personaje (Bruno Cadogan, el narrador-protagonista) aspira a encontrar físicamente y a aprehender metafísicamente un elemento de carácter mítico y cuasisagrado (a Julio Martel y al Aleph, respectivamente) mediante la ayuda de otro personaje intercesor (Alcira Villar y el Tucumano). Sin embargo, ambos le acabarán siendo esquivos (la casa donde está el Aleph es derruida y Julio Martel muere en el hospital), potenciando aún más de este modo su carácter inapresable e inaprensible y su condición simbólica. Con todo esto, puede decirse que novelas como las de Martínez o Andahazi representan también una lucha contra el cliché. Todo escritor que trata de aproximarse al tango o, en términos generales, a la recuperación de la historicidad de la ciudad debe librar una batalla contra la visión estereotipada de Buenos Aires de la que no siempre sale victorioso, y que puede hacernos ver algunas de estas obras como menores. En cualquier caso, más allá de consideraciones de poeticidad, los textos elegidos escenifican una relación entre la urbe y su habitante mediada siempre a través del arte, de un arte que permite dotar de sentido e identidad a los espacios a la vez que asimilar e integrar a los distintos personajes. Todo ello, además, se lleva a cabo potenciando una serie de metáforas de Buenos Aires que, curiosamente, son las mismas que, con un signo muy distinto, suele aprovechar la ciudad hostil posmoderna.
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La literatura urbana como desafío de la ecocrítica: el caso de Buenos Aires Dieter Ingenschay Universidad Humboldt de Berlín
1. Buenos Aires: breve recorrido por la historia literaria de la capital argentina La teoría seductora de Volker Klotz, basada en que la literatura urbana moderna —la «ciudad narrada», en su terminología— es consecuencia de la Revolución Industrial decimonónica que coincide, en las humanidades, con la pérdida de «lo bello» como categoría estético-literaria fundamental (en el sentido de Hegel) y la sustitución de la epopeya por la novela realista de corte burgués (Klotz 1969), necesita algunas modificaciones cuando intentamos aplicarla a las literaturas latinoamericanas en general y a la novela urbana bonaerense en particular. El crecimiento enorme de la capital argentina no se debe a la industrialización (como en el caso de —digamos— Londres), sino en primera línea a la inmigración masiva en los últimos decenios del siglo xix y los primeros del xx. La consecuencia fue no solo un incremento inesperado de la población urbana, sino también la aparición de
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nuevas culturas urbanas y urbanistas. Con esto se desarrollaba paulatinamente la autodefinición de Buenos Aires como una capital nueva y verdadera a escala mundial, como respuesta moderna a París, capital exhausta del siglo xix, y a la vez a Nueva York, futura capital del nuevo siglo xx. La arquitectura porteña, desde los grandes ejes de circulación hasta el interior de ciertos cafés, se sirve en gran medida de la estética (copiada o adaptada) de ambas metrópolis modélicas1, y con esto la ciudad va ganando su carácter prototípico de lo que Beatriz Sarlo llama la «modernidad periférica» (Sarlo 1988). Citando los ámbitos europeos y norteamericanos, la capital argentina había ganado, en el umbral del siglo xx, un carácter tan propio, particular e interesante que autoras y autores la adoptaron como tema preferido de sus creaciones; es el momento de la época fundacional de la literatura urbana bonaerense (González Capria 2012). Pocos decenios más tarde, ambas líneas centrales de la literatura argentina de los años veinte se habían apropiado de la gran urbe y la habían literaturizado: el grupo Florida, escritores vanguardistas que se reunieron en el café Richmond de la calle Florida (Borges, autor de poesías urbanas del volumen Fervor de Buenos Aires, y Leopoldo Marechal, entre ellos), y el grupo más «izquierdista» llamado Boedo (con Raúl González Tuñón y Roberto Arlt, para mencionar a los dos autores urbanos por excelencia —sobre Arlt, véase Goštautas 1977—). Un rasgo especial que la literatura urbana porteña mantendrá es este carácter abierto, su habilidad para prestarse no solo a diferentes posiciones políticas, sino a un gran número de perspectivas representacionales e interpretativas. Para explicar esta condición, apunto a algunas de estas diversas representaciones: Roberto Arlt, más tarde autor de la muy compleja serie de Aguafuertes porteñas, publicadas en el periódico El Mundo a partir de 1928, muestra los bajos fondos de la capital en sus novelas Los siete locos (1929) y El lanzallamas (1931) describiendo lo que llamé la «ciudad canalla» o la «ciudad lumpen» (Ingenschay 2007), llevando a sus lectores a los
1. «La Buenos Aires que crece cuando crecen los cientos de miles de personas, de distintas procedencias, que arriban a su puerto como emigrantes, quiere, desde sus élites y desde el discurso urbanístico estatal, ser inevitablemente europea» (Villaruel Oviedo 2011: 106 s.).
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barrios de la clase media-baja de la capital, a pensiones baratas, a mansiones oscuras de los suburbios, a toparse con conspiradores e idealistas pero también a los bares modernistas con sus clientes internacionales. Otros autores descubren la nueva fuerza cultural que florece en la sociedad urbana y sus dinámicas. En 1948 se publica el gran epos sobre Buenos Aires, que postula desde su título el concurso del protagonista y de su ciudad, tal y como Eduardo Mendoza lo imitará más tarde con la Barcelona de su protagonista Onofre Bouvila; se trata de Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, novela total y epopeya compleja de la ciudad en siete «libros» que brindó un éxito tardío, pero enorme, a su autor, properonista convencido. Adán Buenosayres sigue siendo un punto de referencia de la literatura porteña más actual2, una literatura diversa y riquísima que va desde la crónica a la ciencia ficción, que se aleja de moldes realistas, respondiendo a todo tipo de desafíos literarios: Ernesto Sábato cuenta, en Sobre héroes y tumbas, los paseos de su protagonista por el Parque Lezama, al lado de la estatua de Ceres, entristecido por las hojas que caen de los árboles (Sábato 1965); Juan José Sebreli busca las huellas de los travestis y chaperos en la capital (Sebreli 1997), etc. El «mito de Buenos Aires» ha agrupado sus elementos constituyentes: la avenida 9 de Julio con el obelisco, con el Teatro Colón, los barrios de artistas en Palermo y de los intelectuales (de Flores a Montserrat), los bares de los poetas, como el café Tortoni, las librerías de segunda mano de la calle Corrientes, la Galería Güemes, en la calle Florida (admirada por Cortázar), las zonas porteras de La Boca, San Telmo con sus mercados de antigüedades (que le sirven a Beatriz Sarlo de ejemplo de los cambios de un barrio —Sarlo 2009—). Si bien existe hacia 1960 una metrópolis estilizada literariamente que representa una configuración propia, la realidad transformada por los acontecimientos históricos de los últimos cincuenta años ha cuestionado profundamente esta imagen mítica: la cruel dictadura militar, el periodo de crisis al inicio del nuevo milenio y, últimamente, la vuelta de estructuras neoliberales marcan nuevas pautas también en la narrativa metropolitana. La dictadura militar impone un cambio decisivo del ambiente abierto típico de la moderna capital: la ciudad se vuelve, 2. Sobre la función de Buenos Aires en la novela de Marechal, véase Baeza 2005.
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con el llamado Proceso de Reorganización Nacional, un lugar siniestro y opresor. Bajo la influencia de esta dictadura se notan cambios de la representación urbana, el amanecer de nuevas imágenes, metáforas, símbolos que el crítico brasileño Idelber Avelar llama «alegorías de la derrota», de manera muy clara en la novela Ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia, que sirve de paradigma central a Avelar (2000), a Cardozo (2009), a Villaruel (2011) y a otros. Si bien esta novela es el gran ejemplo «intelectual» de una literatura urbana sobre la dictadura, la famosa novela gráfica de ciencia ficción, El Eternauta, de Héctor Germán Oesterheld (con dibujos de Alberto Breccia) se populariza en tres fases de vida bajo condiciones dictatoriales (a partir de 1957; véase Fraser/Méndez 2012)3. La posdictadura desarrolla nuevas formas y temas, pero sigue dedicándose al clima de la opresión, a la temática de los desaparecidos, de mujeres torturadas, de niños robados, etc. La retrospectiva de la dictadura se vuelve el gran tema de una generación entera de autoras y autores, de Liliane Heker a Fabián Casas4, de Alan Pauls y Martín Kohán a Félix Bruzzone, y representa (Bolte 2014), sin duda, el núcleo más importante de nuevas escrituras urbanas en las literaturas latinoamericanas de los últimos decenios. La crisis económica y política de 2001 produjo una miseria masiva, obligando a muchas personas a sobrevivir con trabajos poco dignos (como el de los «cartoneros») o a mudarse a las llamadas «villas miseria» que brotaban como setas en las afueras de la capital. César Aira refleja la tensión entre un barrio acomodado y una villa de gente precaria en su novela La villa (2001) —véase Bonacic 2014—. Existen antologías de cuentos y crónicas bonaerenses: por ejemplo, el volumen editado por el escritor Juan Forn (1992), que reúne algunos de los relatos más típicos de este periodo (de autores como César Aira, Piglia, 3. Aunque se trata de una obra de ciencia ficción (con extraterrestres y la explosión de una bomba atómica sobre Buenos Aires incluidos) sobre Buenos Aires, El Eternauta describe en detalle la topografía urbana de la capital, los lugares de las batallas, de repliegue, etc. 4. Existen vídeos interesantes de entrevistas a autoras y autores —entre ellos, Liliana Heker y Fabián Casas— sobre su relación con la ciudad de Buenos Aires bajo el título Buenos Aires literaria, disponible en la Audioteca de Escritores (audiovideotecaba.com).
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Pauls, Fogwill y otros) o el cuento de Marcelo Cohen, que reinterpreta el barrio de Once (en la antología Diagonal sur, 2007) o la crónica de su barrio, Montserrat, de Daniel Link (2006), una especie de diario (de diciembre de 2004 a junio de 2005) que caracteriza el barrio bajo la nueva situación de los movimientos migratorios5. Se nota que en la actualidad el tema de la (pos)dictadura se sustituye cada vez más por la mirada hacia las consecuencias enormes del nuevo neoliberalismo: la segregación urbana radical, la gentrificación de barrios populares, el desarrollo de nuevos barrios elegantes, como Puerto Madero, o de recintos residenciales cerrados y «seguros» de gente acomodada cerca de Tigre, y a la vez el aumento de la violencia a consecuencia del narcotráfico, etc. En su «radiografía de la urbe», Sabine Schlickers analiza la literatura y el cine argentinos del nuevo milenio (Schlickers 2013) y describe en detalle los aspectos mencionados —en autores y obras como Ella de Daniel Guebel (2010), Cámara Gesell de Guillermo Saccomanno (2012), Las teorías salvajes de Pola Oloixarac (2010) o Bajo influencia de María Sonia Cristoff (2010)—. El aspecto que voy a tratar enseguida es menos típico de la literatura porteña que el tema de la dictadura, pero se trata, no obstante, de otro tema central que dota a la literatura urbana de una actualidad agobiante. Se trata de un fenómeno que no es argentino ni latinoamericano, sino internacional. Hace más de cuarenta años, Polo Febo, uno de los protagonistas de una novela total, Terra Nostra, del mexicano Carlos Fuentes (1975), lo describía con estas palabras cuando le llegaban las noticias sobre las catástrofes en las metrópolis del mundo: [...] los cinco mil millones de habitantes de un planeta exhausto que, sin embargo, no sabía desprenderse de sus hábitos adquiridos: mayor opulencia para unos cuantos, hambre mayor para la gran mayoría. Montañas de papel, vidrio, caucho,
5. «Montserrat sigue siendo un barrio de negros, sólo que en este caso se trata de nuestros hermanos latinoamericanos (peruanos y bolivianos, mayoritariamente), que han hecho aquí su segunda patria. En cuanto al pecado, nuestras calles, además de las tradicionales ofertas en artículos para la vida cotidiana, están pintoresca y módicamente puntuadas por trabajadoras de la carne y hotels por hora...» (Link 2006: 26). La vida de los inmigrantes bolivianos es el tema de la controvertida novela Bolivia Construcción de Bruno Morales (Ingenschay 2015).
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Dieter Ingenschay plástico, carne podrida, flores marchitas, materia inflamable neutralizada por materia húmeda, colillas de cigarros, esqueletos de automóviles, lo mínimo y lo máximo, condones y servilletas sanitarias, prensas, latas y bañaderas: Los Ángeles, Tokio, Londres, Hamburgo, Teherán, Nueva York, Zúrich: museos de la basura (Fuentes 1991: 771).
2. Breve cartografía teórica 2.1. Escribir la ciudad: del desafío costumbrista al dispositivo biopolítico Mirando atrás hacia la literatura urbana basada en los años de la dictadura, se nota la fuerte dimensión política y el compromiso con los derechos humanos en las novelas argentinas publicadas desde los años noventa. Paulatinamente, un tipo diferente, y de otra manera político, empieza a aparecer ya antes del umbral del nuevo milenio, muchas veces en combinación con la temática posdictatorial o con la ciencia ficción6: la novela de temática medioambiental. En la tradición reciente de la literatura «nacional» argentina, esta escritura tiene un modelo paradigmático en las novelas de Angélica Gorodischer, grande dame de las letras argentinas (Kördel 2014), pero también en autores no argentinos como Fuentes o en la obra del brasileño Ignacio de Loyola Brandão, con sus visiones postapocalípticas, posnucleares —en sus novelas Zero o Não verás país nenhum (véase Ingenschay 2004)—. La teoría apta para acercarse a este tipo de relatos —en un sentido amplio— de medioambiente tampoco es nuevo: baste remitir al camino que Michel Foucault propuso en sus ponencias del Collège de France en 19781979, que se publicaron bajo el título programático de El nacimiento de la biopolítica (Foucault 2007). El término alude a una situación en la que, por primera vez, lo biológico se refleja en —y a través de— lo político y que históricamente coincide con un liberalismo estatal que propone una nueva racionalidad de gobierno —con consecuencias desastrosas, como el racismo, o positivas, como la conciencia ecológica 6. Sobre la relación de la ciencia ficción (fílmica, sobre todo) y la biopolítica, véase Quintana 2010.
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(véase la introducción de Folkerts/Lemke 2014)—. El desarrollo histórico, que evoluciona del poder soberano al poder disciplinario y finalmente al poder biológico, nos lleva al núcleo temático de la novela urbana de los siglos xix y xx, donde la acumulación de personas y del capital confluyen y donde la disposición calculada de los cuerpos resulta ser un tema constante. Así, desde la perspectiva biopolítica, la vida misma, la vida del «personaje lumpen» de la novela urbana (desde Arlt, Döblin, Cela y muchos más) se presenta como problema político. Cuando añadimos la idea de un umbral biológico de la modernidad, la literatura metropolitana constituye a la vez un campo de experimentación de la relación entre el individuo «biopolítico» y los nuevos desafíos globales. Los términos poder biológico o biopoder (biopower) se están estableciendo como tópicos de diagnosis generacional o de época de la sociedad, una situación que se puede aplicar con gran provecho al desarrollo de la literatura de las megacities. Una posición más radical que la de Foucault la encontramos en las reflexiones biopolíticas de Giorgio Agamben, en sus observaciones relativas a una vida «desnuda», al cuerpo (corpus) como instancia de una definición necesariamente vaga e insegura de la vida. Agamben propone cuestionar el esquema bipolar de la tecnomedicina, sustituir la dicotomía entre inclusión y exclusión del hombre y optar por la «apertura» de la pregunta, por introducir, en términos filosóficos, un estado prearistotélico que definió la vida vegetativa del homo sapiens (Borsò 2014: 275). Vamos a ver que hay novelas urbanas que ponen en escena la gran ciudad como estado de excepción en el sentido de Agamben. El concepto biopolítico de la vida desnuda de Agamben lo lleva adelante Vittoria Borsò, al proponer una posición «afirmativa» que defina el biopoder no como poder sobre la vida, sino como poder vital, poder de la vida. En este sentido, biopoder es, según Borsò, un espacio dinámico donde se juntan la política, la biotecnología y los procesos sociales (Borsò 2014: 26).
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2.2. Literatura metropolitana y ecocrítica La ecocrítica se cuenta, sin duda, entre las teorías que han ganado una marcada relevancia en los últimos veinte años; en ella encontramos un conjunto de perspectivas que, al primer envite, no tiene nada que ver con el espacio urbano. El término lo inventó Rachel Carson en Silent Spring, en 1962, y lo conceptualizó, como es sabido, William Rueckert en 1978. En sus libros The Environmental Imagination (1996) y The Future of Environmental Criticism (2005), Lawrence Buell definió ecocriticism como un término colectivo para el análisis de la literatura bajo perspectivas del medioambiente y para las teorías utilizadas a este propósito (Buell 2005: 138). En este sentido, la ecocrítica se revela como una «teoría paraguas» que puede comprender gran número de procedimientos compatibles, pero muy distintos. El carácter transdisciplinario de la ecocrítica se destaca también en el volumen Kulturökologie und Literatur de Hubert Zapf (Zapf 2008), quien combina la perspectiva ecocrítica con el término Lebenswissen (saber de la vida) y de una «ciencia de la vida». Zapf comenta: La literatura se hace notar así como forma propia, autorreflexiva del saber de la vida, y la crítica literaria se redefine como ciencia de la vida dentro de los estudios culturales, como forma propia y distinta de las Life Sciences de las ciencias naturales (traducción del autor).7
Hasta este punto estoy de acuerdo con Zapf. Sin embargo, con su enfoque exclusivo de la relación entre cultura y naturaleza se aleja del propósito tratado aquí de la literatura urbana. Escribe: En la perspectiva de una «literatura como ecología cultural», el texto literario se considera una forma distinta del discurso que por su transformación estético-
7. «Literatur rückt auf diese Weise in den Blick als eigenständige, selbstreflexive Form von Lebenswissen, und Literaturwissenschaft positioniert sich neu als eigenständige und gegenüber den naturwissenschaftlichen Life Sciences distinktive Form einer kulturwissenschaftlichen Lebenswissenschaft» (Zapf 2008: 9 s.).
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ficcional de la realidad gana una función particular en la representación simbólica de las relaciones entre cultura y naturaleza (traducción del autor).8
Con su referencia a la «representación simbólica de las relaciones entre cultura y naturaleza», Zapf alude a una dicotomía clásica que relaciona la representación de la ciudad con la cultura y el tema de la selva, los mares y los bosques con la naturaleza, lo que sería un proceso aplicable también a la producción literaria latinoamericana, con las novelas metropolitanas (desde La región más transparente hasta las novelas de las corrientes de la Onda, el Crack y MacOndo) que se oponen a la novela de naturaleza tipo Doña Bárbara e incluso a gran parte del boom (La casa verde). La novela latinoamericana, huelga decirlo, conoce ambas configuraciones: la novela de la naturaleza y la de la megalópolis. Si es verdad que ciertos críticos (latinoamericanos también, como Homero Aridjis) enfocan en sus propuestas ecocríticas la literatura con el tema de la naturaleza —amenazada— (y, de forma ejemplar, la poesía, y la poesía de corte nature poetry), otros no insisten en el carácter «rural/natural» del objeto de su análisis, sino en la importancia, junto con la destrucción de los ecosistemas, de la conciencia de esta destrucción como tema de la ecocrítica (baste remitir a algunas contribuciones al volumen de Carmen Flys Junquera, Ecocríticas —Flys Junquera 2010—). Veremos en seguida dos ejemplos de novelas urbanas que exponen la catástrofe ambiental, y podrían ser muchos más, porque el objeto de la ecocrítica no está limitado a las excavaciones en la selva y a los desmontes. De hecho, Tatjana Hofmann también subraya la relación estrecha entre el núcleo de la ecocrítica y la metrópolis: «Ecocrítica y geopolítica [...] se solapan en la literatura urbana, una parte existente de la ecocrítica»9 (Hofmann 2015: 214). Como la ecocrítica abarca un amplio abanico de conceptos biológicos, políticos, fenomenológicos 8. «In der Perspektive der ‚Literatur als kultureller Ökologie’ wird der literarische Text als eine distinktive Form des Diskurses betrachtet, die gerade aufgrund ihrer ästhetisch-fiktionalen Transformation des Wirklichen ein besonderes Potenzial und eine besondere Funktion in der symbolischen Repräsentation der KulturNatur-Beziehung gewinnt» (Zapf 2008: 9). 9. «Ecocriticism und Geopolitik überschneiden sich [...] in der Stadtliteratur – einem bestehenden Gegenstandbereich des Ecocriticism», (Hofmann 2015).
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y hasta constructivistas, la literatura urbana que habla de los peligros ecológicos (ficticios o realistas) resulta ser un tema privilegiado de esta teoría, aunque (o porque) no tematiza la naturaleza, sino más bien «la cultura» o «la civilización». Algunos críticos han destacado el eurocentrismo implícito de algunas posiciones de la ecocrítica que se basan en la dicotomía de natura/ naturaleza y cultura/civilización (nature vs. culture) para privilegiar un concepto idealizado de la naturaleza pura e incorrupta. Dentro de esta línea, la denuncia (explícitamente antieurocentrista) de Timothy Morton merece nuestra atención particular. En su polémico estudio Ecology without Nature. Rethinking Environmental Aesthetics (Morton 2007), Morton rechaza de forma radical la utilización (y con esto la implícita y omnipresente idealización) de la naturaleza que ha determinado y dominado el discurso del Romanticismo europeo (y también la precedente Ilustración; ideologías que, por cierto, no han podido evitar las catástrofes actuales descubiertas por la ecocrítica). Morton plantea que el pensamiento medioambiental cae en la misma trampa y desarrolla por su parte nuevas imágenes ideales de una naturaleza digna de veneración. Por ende, propone salir de las dicotomías tanto estéticas como ideológicas y enfocar formas artísticas que prometen imaginar en el futuro otros proyectos medioambientales. Su concepto de la «ecología oscura» (dark ecology) incluye un intento de reinterpretar el espacio: [A]lternative forms of place and space appeared. In environmental and other forms of “militant particularism,” such as the Zapatista movement in Mexico, the spaces are generated alongside capitalist space, such as the “thick space” of ambient poetics. Let us investigate the ways in which the culture and philosophy that derived from Romanticism deal with the realities of capitalism, industry, and science. We will concentrate on the ideas of world, state, system, field, and body... (Morton 2007: 94).
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3. La catástrofe ambiental en la novela urbana porteña del siglo XXI 3.1. Pedro Mairal, El año del desierto (2005) El año del desierto del argentino Pedro Mairal es un relato pesimista, postapocalíptico, que combina elementos de la ciencia ficción con la crítica a sistemas totalitarios y al neoliberalismo. María Valdés Neylan, protagonista y narradora en primera persona, cuenta las experiencias que vive a lo largo de un año de su vida. La acción de la primera mitad de la novela transcurre en Buenos Aires y despliega una apropiación muy particular de la ciudad porteña. La protagonista trabaja como secretaria y traductora en la empresa comercial de Suárez & Baitos con sede en la Torre Garay10 «entre la calle Reconquista, a unas cuadras de la Plaza de Mayo» (Mairal 2005: 10). El relato empieza con su viaje afanoso en transporte público desde la casa donde vive con su padre en una zona residencial en las afueras, en el barrio de Beccar, situado al norte de San Isidro y Tigre, al centro, a su lugar de trabajo. En su oficina se nota un ambiente particular: se habla de los «disturbios» en la ciudad (Mairal 2005: 12), las computadoras han dejado de funcionar y la televisión repite ininterrumpidamente viejas películas en blanco y negro. La calle está «alfombrada con volantes» que hablan de «la Intemperie que el Gobierno no quiere ver» (Mairal 2005: 15). La Intemperie (con mayúscula) resulta ser la metáfora central del texto —noción particular que, por su significado de «cambio de tiempo», recuerda el cambio climático y a la vez, en la expresión «a la intemperie», la vida sin protección de los sintecho (muy presente todavía en la conciencia pública del año 2005)—. Se trata,
10. Se encuentra aquí, cierto, una alusión a Juan de Garay como (segundo) fundador de la capital en 1580. De hecho, una «Torre Garay» no existe, sí la Torre Quartier San Telmo, en la avenida Juan de Garay, 745. La fecha de la inauguración de esta torre es posterior a la publicación de la novela de Mairal. Sin embargo, hay coincidencias llamativas: dispone de veintisiete plantas, como el edificio donde reside la compañía Suárez & Baitos, lo que lleva a plantearse si el autor tenía de antemano información sobre detalles de la planificación urbanística.
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por ende, de una metáfora del campo, de la naturaleza que se proyecta a la vida urbana. Así, la Intemperie sirve de metonimia central que evoca la situación de la parte de la población porteña que literalmente perdió su casa durante la Gran Crisis de 200111. Conviene destacar que la crítica argentina Elsa Drucaroff fue la primera en hablar de una «novela de la intemperie» y en presentar interpretaciones del texto de Mairal basándose en esta temática (Drucaroff 2008, 2011). La empresa multinacional donde María trabaja simboliza la posición de una Argentina entre la participación en el mercado mundial y la derrota. Recordemos que Saskia Sassen incluye a Buenos Aires (por la importancia de su Bolsa) en la lista de ciudades globales a partir de los años 1980/90 (Sassen 2005). Hasta qué punto la novela se inscribe en esta línea se aprecia en un pasaje que describe la celebración del cumpleaños de María después de llegar al trabajo. Los jefes la invitan a ella y a sus colegas a reunirse en el piso veinticinco del edificio: Por el ventanal se veía el estuario que llegaba hasta el horizonte, el puerto con grúas y containers, la dársena norte, los cuatro diques, los demás edificios torre, el pajonal y los camalotes que se habían acumulado en la Costanera Sur y que llamaban la Reserva Ecológica. La altura del piso veinticinco permitía esa mirada geográfica. Era la vista de los hombres poderosos. Por eso habían puesto las salas de reunión de este lado. No era una linda vista, pero parecía perfecta para hacer negocios. Como si fuera un lugar en otro país, lejos del barro nacional, como visto desde un avión. Era la altura de la economía global, de las grandes financieras del aire, donde se establecían a la perfección los contactos telefónicos con las antípodas. Como si, ahí arriba en el mejor oxígeno, en la cima del mundo, pudieran tocarse la punta de los dedos con New York, con Tokio (Mairal 2005: 13 s.).
Más tarde, con el avance de la Intemperie, los propietarios de la empresa se mudan a las plantas veintiséis y veintisiete, las más altas de la misma Torre, tomando medidas particulares para seguir viviendo y trabajando ahí. Suárez, el más optimista de los gerentes, comenta: «¿Cortan las calles? Compramos diez helicópteros. ¿Aumenta la temperatura de la tierra? Compramos el aire acondicionado más grosso [sic] que exista» (Mairal 2005: 33). Un año más tarde, al final de la 11. Hay otra novela argentina de corte posdictatorial con el mismo título, La intemperie (2008), de Gabriela Massuh.
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novela y de una trayectoria horrorosa por las zonas rurales del país, María volverá a esta torre, apenas reconocible detrás del barro que llega hasta la entrada, donde vio «un hormiguero de tipos hambrientos, hablando en castellano» que no la intentan violar, sino matarla para comérsela. Reconoce a uno de ellos: «Era Baitos, el socio de mi jefe» (Mairal 2005: 269). Aunque no lo dice, Baitos la ha reconocido, le da un viejo vestido para cubrirse y María, aparentemente, logra salvarse de esta forma, porque en un breve capítulo que antecede el inicio de la acción se nos presenta a una mujer que trabaja en una biblioteca municipal donde consulta la mapoteca para ver que «[l]as calles de la ciudad donde ahora vivo [...] parecen un enredo, algo que fue creciendo de un modo irregular alrededor de catedrales y castillos, como muchas otras ciudades europeas» (Mairal 2005: 7). El personaje que habla debe de ser María y la ciudad, probablemente, Buenos Aires12. La disposición narrativa implica que el texto entero de la novela no es otra cosa que una larga retrospectiva, que la narradora «rebobina» la historia anterior, el año transcurrido entre dos cumpleaños. Volvamos a esta «prehistoria». Con el argumento del «aumento de la temperatura de la tierra», Suárez establece —como vimos— una relación entre «la Intemperie» y el fenómeno conocido como «cambio climático»13. Otros elementos apoyan tal lectura, como el crecimiento de plantas, hongos y bacterias en el centro de la ciudad, «comida» por las fuerzas de una naturaleza hostil y desenfrenada (a pesar de la «Reserva Ecológica» que existe). Pero los efectos de este cambio rápido afectan a los hombres, destruyendo su convivencia pacífica regular,
12. La única alternativa sensata sería Dublín, ciudad de sus ancestros, adonde un marinero al que conoce en el prostíbulo donde trabaja quiere llevársela, pero la acción fracasa. Por ende, opto por interpretar que María ha vuelto a una Buenos Aires diferente, apenas reconocible. 13. Cuando la novela se publicó, hace trece años, los conocimientos sobre el llamado «cambio climático» no estaban al nivel de hoy. Sin embargo, después de la fundación del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) de la ONU en 1985, se publicaron y difundieron informes pertinentes, siendo el 3.er Informe (3rd Assessment Report) de 2001 el último que Mairal pudo haber leído antes de la composición de su texto.
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exponiéndolos al arbitrio de unos poderes políticos incontrolables14. Aquí se muestra la relación de la novela con la teoría biopolítica de Foucault. Juntamente con la genealogía del racismo moderno, Foucault describe en el Nacimiento de la biopolítica las exigencias del Estado «liberal» de definir y controlar perfectamente el reglamento social y político. La dimensión política de El año del desierto resulta ser de suma importancia e incluye (véase el n. 11) menciones de un ecofascismo (que surgió en contextos reales después de la composición del texto). La persona que focaliza el tema político es el novio de la protagonista, Alejandro, un hombre políticamente activo (y se sobrentiende: comprometido contra la política gubernamental) que trabaja de mensajero. En vísperas de la catástrofe, el día de su cumpleaños, María busca desesperadamente a su amigo, pero a lo largo de la acción de la novela no volverá a verlo. Esta noche la protagonista vuelve a su casa tomando el colectivo de línea 60 y llega horas más tarde... Al día siguiente tiene que mudarse con su padre a otro piso que poseen en una zona más céntrica, a un «tres ambientes en Barrio Norte [...] casi en la esquina de Peña y Agüero», es decir, a un barrio modesto de clase media. Parece difícil comprender los motivos de una mudanza de la zona tan residencial como Beccar a este barrio menos chic, pero el texto explica que el motivo es «la Intemperie» y sus peligros:
14. María es testigo del inicio de «los disturbios»: Por las calles pasan carros con soldados, «se oían disparos, vidrios, gritos» y durante su caminata ve «un MacBurger en llamas» (Mairal 2005: 16). Unos días más tarde se ve obligada a compartir su piso con gente desconocida, porque se realizan acantonamientos forzados. Luego, la radio informa de que «[g]rupos revolucionarios han ingresado a la Capital por los barrios de Núñez y Paternal» (Mairal 2005: 43). Lenta e intensamente, la novela evoca el aumento de los problemas y la creciente deshumanización de la vida social. Políticamente, este desarrollo culmina en ciertas visiones ecofascistas, cuando María se encuentra ya en el campo y «el Gobierno» defiende utilizar máquinas agrarias (Mairal 2005: 199): «Se oían golpes de metales, chapas secas, aceros tintineantes, cosas que se arrancaban de cuajo, se desarmaban, se caían. Ahora entendía lo que el cura había dicho en uno de sus sermones: Lo que se llamó tecnología y progreso no fue más que la mano siniestra del capitalismo salvaje. Hay que volver a la tierra y a las manos. Las máquinas les quitan el trabajo a los hombres, la ciencia nos quita el pan de las manos, la ciencia todo lo pudre».
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Fue Alejandro quien me advirtió del avance de la Intemperie. Me contó que a su amigo Víctor Rojas se le había desmoronado su casa recién construida en Cañuelas. Me dijo que estaba pasando lo mismo en todo ese cinturón del conurbano, por Florencio Varela, La Matanza, Tigre. «Decile a tu viejo que venda la casa. Si sigue así, en noventa días está por tu barrio», me había dicho (Mairal 2005: 19).
El procedimiento más eficaz para evocar la atmósfera lúgubre de la catástrofe natural es contrastar la realidad de la Capital Federal con los avances de la Intemperie; por ejemplo, cuando unos protagonistas toman un colectivo hacia la periferia de la ciudad y se exponen al contacto directo con esta catástrofe que devora y destruye todo, descrito con los detalles topográfico-toponímicos de la clásica novela urbana, pero destruyendo la semiotización clásica de la ciudad, introduciendo una categoría que podemos llamar «lo inaudito»: Cruzamos Carlos Pellegrini, cruzamos Callao, y casi una hora después de haber salido, llegamos a la avenida Pueyrredón. Antes, en la moto de Alejandro [...] nos llevaba dos o tres minutos; ahora estábamos metidos a otra velocidad. En esas cuadras, la gente parecía asustada y salía de los edificios, llevándose sus cosas. Cuando cruzamos Pueyrredón y tomamos la curva que en esa parte hacía la avenida Córdoba, entendimos. Ahí estaba el campo. [...] A partir de esta zona, el camino era de tierra pisada y tenía parches de asfalto que sobresalían en desniveles que había que esquivar porque las ruedas de madera se podían partir. Ver el campo abierto así de golpe y empezar a meterse daba miedo. Era como entrar en el mar, como alejarse de la costa sin salvavidas (Mairal 2005, 175 s.).
Cabe recordar que la confluencia de las avenidas Pueyrredón y Córdoba marca la entrada al barrio de Recoleta, «uno de los barrios porteños cuyo vecindario es de los de más alto poder adquisitivo de la ciudad», como nos informa Wikipedia. Parece evidente interpretar la destrucción de los barrios más prósperos de la ciudad como metáfora de las consecuencias de la dictadura; lo interesante es que se recurre al inventario visual de las devastaciones del tipo de la catástrofe atómica que afecta tanto al campo como a la ciudad. En el curso de la narración, con la Intemperie que avanza, se describe la pérdida total de la convivencia civilizada. Después de trabajar como enfermera en una clínica paupérrima, María termina prostituyéndose
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en un bar barato donde conoce a un marinero irlandés que le propone llevársela a Irlanda, pero el plan no se realiza. En vez de a Europa María llega al campo, a una hacienda de provincia, cuando el Gobierno defiende el uso de todo tipo de máquinas. Termina en la ranchería de una tribu indígena de costumbres primigenias; la historia de su supervivencia resulta sumamente artificial, improbable. Hacia el final del texto se acerca con algunas personas indígenas en barco a la capital, por el Río, y reconoce, con dificultades, que han llegado al umbral de la Torre Garay, donde encontrará a su jefe Baitos y unos amigos suyos, todos completamente embrutecidos... Mientras la historia transcurre en la capital, la descripción topográfica sirve de hilo orientador, aunque la orientación fracasa. Al salir, María se pregunta: «Ni siquiera estábamos seguros de si ese camino era la continuación de la avenida Córdoba, porque ya estábamos en el campo raso. [...] Desde ahí todavía podía distinguir, entre las construcciones altas, el perfil de la Torre Garay» (Mairal 2005: 177). Villarruel Oviedo destaca «la observación de la ciudad desde los flujos» en la apropiación literaria de la metrópolis modernizada (Villarruel Oviedo 2011: 75), y el relato de Mairal lo muestra de manera ejemplar, porque despliega constantemente, desde el inicio, los caminos de María para cruzar la ciudad porteña, indicando concretamente nombres de calles y avenidas y el tiempo que duran los itinerarios. En su aguda interpretación de la novela, Albert von Brunn apunta a la oposición fundamental entre civilización y barbarie, establecida por Sarmiento, y describe otros intertextos de El año del desierto. Entre ellos se encuentran textos tan significativos como El Matadero de Esteban Echeverría, novela fundadora, primer relato antidictatorial de la historia literaria argentina, o Dubliners de James Joyce, intertexto polifacético, modernista, urbanista... (Brunn 2007)15. 15. El tema de las raíces irlandesas de la protagonista se repite en diferentes niveles del relato. Al presentarse en el prostíbulo Ocean Bar, canta «In Dublin’s fair city», y la apodan «Molly». Mirando atrás hacia su familia, María cuenta: «Después mi bisabuela, Eveline Hill, que cerca de 1910 se embarcó sola en Dublín, en el estuario del Liffey, y cruzó el mar, buscando a su novio irlandés que supuestamente la esperaba en Buenos Aires [...] No encontró a su novio en Buenos Aires, pero quiso quedarse. Sobrevivió como pudo y, con algún hombre del que nunca supimos
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El viaje al campo, al «desierto» al que el título alude, dura exactamente un año (al volver, la protagonista se da cuenta de que es otra vez su cumpleaños). Sin embargo, María aparentemente no ha salido de la provincia de Buenos Aires durante este año y este viaje horrible: se fueron a Luján, unos 75 km al oeste de la capital, y el viaje en barco desde las rancherías de la tribu con la que vivía a (lo que queda de) Buenos Aires no duró tanto... Más que un viaje local, se trata de una excursión temporal a épocas precoloniales y coloniales, y a la fase de la formación nacional, a la primera dictadura de Rosas, intertextualmente evocada a través de las múltiples alusiones al Matadero de Esteban Echeverría, primera «novela de dictadura» argentina, y de Sarmiento (más detalles en Brunn 2007). La pérdida de la civilización que la novela describe detenidamente niega el desarrollo de una Argentina moderna, niega el privilegio de la victoria de la civilización y la modernidad después de la lucha tradicional entre los términos de la dicotomía sarmientina de civilización y barbarie. Las huellas de las luchas histórico-sociales constituyen una importante red de alusiones a la «arqueología nacional» del país, que parece vivir un momento máximo de peligro, desencadenado por esta amenaza de la Intemperie que sirve de leitmotiv. Con todo esto, la novela desarrolla una cronotopología sui generis: el pasado colonial, el presente y el futuro se hallan entremezclados. Y el fracaso de
nada, tuvo a su única hija, Rose» (Mairal 2005: 112). Brunn (2007, s. p.) explica que Eveline Hill es la protagonista de un cuento de Joyce que quiere embarcarse con su novio hacia Buenos Aires. Más aún: Brunn relata un diálogo de Joyce con un amigo en el que le cuenta sus memorias personales de la ciudad de Dublín, afirmando «medio en broma que su obra podría servir para reconstruir la capital irlandesa en caso de desastre fatal» (Brunn 2007, s. p.). Por ende, Brunn interpreta esta idea de la reconstrucción como leitmotiv del relato: «María Hill, la bibliotecaria desterrada, cierra la puerta de su despacho, empieza a hablar en castellano y recorre los mapas de un Buenos Aires inexistente para dar vida al mapa y recordar la patria y a las personas amadas» (Brunn 2007, s. p.). Es una interpretación pertinente e interesante, cierto, pero no explica los motivos y circunstancias de la llegada de María a Irlanda. No es casualidad que el marinero a quien María conoce en el Ocean Bar y quien quiere llevársela a Europa sea irlandés. Para mí, el aspecto central que relaciona nuestra novela con la obra de Joyce es el tema de la ciudad, que se encuentra tanto en Dubliners como en Ulysses.
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la civilización coincide forzosamente con el fracaso de la organización urbana de la capital. El rasgo más llamativo de El año del desierto es, por ende, la insistencia de la descripción urbana16. Si consideramos La ciudad ausente de Piglia, con su invisibilización de la capital, como la gran novela sobre la dictadura, El año del desierto resulta la novela de la ciudad presente en cada momento, siendo la capital el lugar ideal para combinar la perspectiva del terror político con la catástrofe natural. 3.2. Pablo Plotkin, Un futuro radiante (2016) Un futuro radiante es una novela reciente con la que Pablo Plotkin (*1977), periodista y crítico de una revista musical, acaba de hacer su debut como autor literario de ciencia ficción. El texto, menos denso que El año del desierto, menciona en sus primeras páginas unas explosiones, supuestamente accidentes en fábricas de sustancias químicas, que arrasaron con Buenos Aires. Sin embargo, el lector no conoce las circunstancias concretas de esta devastación de la ciudad, sino más bien sus enormes consecuencias, relatadas desde la perspectiva de un narrador personal sin nombre. Al inicio se encuentra, junto a su hermano mayor, Dubi, en el piso de la abuela, en el barrio Villa Crespo, para preparar unos píreshkes; mientras, la abuela muere en su cama y algunos pájaros infectados —un leitmotiv de la narración— se ven por la ventana. Los pájaros enfermos crean la base de una atmósfera distópica, angustiosa: Afuera la nube se condensaba y expandía, un organismo de gas que absorbía en el lomo los rayos de sol del mediodía. En el patio de la planta baja, dos palomas muertas flotaban en el agua gris de una pelopincho (Plotkin 2016: 2).
Después de un velatorio provisional, los hermanos salen del piso de la abuela, y la voz narrativa le enseña al lector el impacto del estado de excepción que reina en la ciudad porteña: 16. Otro tema es la historia de desamor que María vive; Beatriz Sarlo presenta otras novelas contemporáneas que «decantan una relación entre desventura sentimental, desolación y paisaje urbano» («Amor de ciudad», Sarlo 2012, 45-49, la cita: 46).
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Teníamos reservados un par de litros de biodiesel en un bidón de agua mineral. Por estos días quedaba todavía bastante combustible en Buenos Aires, en estaciones de servicio tomadas por pistoleros que controlaban las provisiones mediante una pequeña flota de camiones (Plotkin 2016: 3).
Cabe interpretar la utilización del término biodiésel y la mención a una aparente escasez de carburante como índice de problemas en la distribución de materias primas o como referencia a una realidad «postenergética» que va unida a cambios significantes de la topografía urbana. Al lector, el texto lo lleva a una ciudad bajo el signo de la catástrofe ambiental: Abrimos la puerta de la calle y el olor ácido nos pegó de frente. Entre Estado de Israel y Scalabrini Ortiz, avenida Corrientes era zona muerta. En el cruce de Vera y Julián Álvarez se había formado un pequeño pantano que llegaba hasta las puertas de las casas, y había dos nenes chapoteando en pelotas entre los mosquitos. Frené a un par de metros (Plotkin 2016: 3).
La representación de la urbe en la novela de Plotkin se parece mucho a los lugares de la novela de Mairal, pero es sobre todo el tono resignado del narrador el que parece similar, su lucha desesperada contra una situación de vida que en cada momento conlleva nuevos desafíos. Esta vigilancia, con sus retos permanentes, se interrumpe en algunos de los 33 capítulos por retrospectivas a la vida familiar típica de una familia inmigrada de Europa del Este, una familia judía donde los hijos recuerdan su Bar-Mitzvá sin ser practicantes, elemento recurrente en un número incontable de narraciones argentinas. Estos capítulos retrospectivos que enfocan la vida del hermano mayor, sus amores y desamores, su herencia, y las situaciones clave compartidas construyen el marco de una normalidad antigua, desaparecida por completo. Después de pasar estos días en Villa Crespo, teníamos algunos pocos datos sobre lo que había ocurrido recientemente en el barrio, y casi todo era información dudosa, recolectada a través de las carteleras y los voceros oficiales de la Autoridad de Emergencia. Nos habían dicho que los elegantes caserones del barrio de Rawson estaban tomados por pistoleros, pero en las calles no había muchos rastros de violencia. Unos días antes, un supuesto comando había fusilado a una pareja de infectados en el vivero de enfrente. El local se había convertido en una especie
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de basural biológico, tomado por la maleza y los roedores que habían perdido el miedo. La zona al menos seguía activa (Plotkin 2016: 6).
El barrio de Villa Crespo, avenida San Martín abajo, representa un lugar tradicional de la literatura urbana, ya que es donde Leopoldo Marechal localiza, al inicio de Adán Buenosayres, la acción de la novela y el domicilio de su protagonista: Mi plan se concretó al fin en cinco libros, donde presentaría yo a mi Adán Buenosayres, desde su despertar metafísico en el número 303 de la calle Monte Egmont, hasta la medianoche del siguiente día, en que ángeles y demonios pelearon por su alma en Villa Crespo, frente a la iglesia de San Bernardo, ante la figura inmóvil del Cristo de la Mano Rota... (Marechal 1994: 6).
Resulta significante que este barrio «literario» esté tomado por un lado por pistoleros, seres humanos —ya que no se trata de zombis o extraterrestres— que se vuelven una amenaza social y política, y del otro lado por roedores, animales degenerados, apenas definidos, que representan, como los pájaros enfermos, un peligro provocado por los cambios de la naturaleza, parte del medioambiente. Como Mairal, Plotkin combina el aspecto político con la catástrofe ambiental, y en ambos casos lo peor son los gravísimos efectos para la convivencia de los hombres, de forma ejemplar en la ciudad y la organización metropolitana. La apariencia física de la urbe refleja las alteraciones de la naturaleza y la derrota político-social. En Un futuro radiante, ciertas zonas urbanas siguen activas, mientras que otras parecen muertas o abandonadas, pero la violencia entre los ciudadanos que sospechan los unos de los otros se nota por doquier. La llamada «Autoridad de emergencia» no logra controlar lo incontrolable (como los campamentos de los sintecho). Si Mairal describe, en la zona rural de la estancia donde María y sus amigos viven una temporada, los inicios de un ecofascismo político, Plotkin introduce una comuna de ambientalistas armados y pervertidos que se resisten a todo intento político de organizar la convivencia en el centro mismo de la capital. Los hermanos intentan evitar la zona de esta comuna y logran refugiarse a un antiguo taller de relojes cerca de la colonia Agronomía, donde sobreviven gracias a una sopa a base de agua destilada —un
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detalle que alude al problema del suministro de agua potable en situaciones de crisis—. La colonia se llama «Agronomía» porque está situada alrededor de la sede de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, la forman edificios enormes, con parques y jardines que en la novela se convierten en lugares lúgubres, escenarios de la catástrofe. Otra vez se trata de un barrio de dimensión literaria, porque es un barrio inmortalizado por Julio Cortázar, que vivía en esta parte de la capital. Con la temática de la ciudad, la novela combina otros hilos narrativos: la larga historia personal y sentimental de los dos hermanos, tan diferentes, la historia de la abuela, que en los años sesenta había sido una superestrella, cantante de un grupo musical exitoso, con toda una red de guiños a los espléndidos decenios del pop argentino. Pero lo más insistente del relato son las descripciones y evocaciones de los barrios derrumbados, hecho que, otra vez, muestra el solapamiento de las temáticas urbanas con las ecocríticas descritas por Tanja Hofmann. Gabriel Caldirola niega una relación directa entre «la actualidad» urbana bonaerense y la historia (de cierto tipo de ciencia ficción) de Un futuro radiante. Destaca a la vez la importancia de las «ruinas del paisaje urbano» en la constitución del relato: Es posible leer Un futuro radiante como un diagnóstico del presente en clave apocalíptica. Sin embargo, el universo distópico que construye Plotkin tiene la autonomía suficiente para no necesitar constituirse como metáfora o realidad subsidiaria de un presente «actual». Dispensado de la tarea de cifrar dicho correlato, el narrador se dedica a administrar prolijamente la información, deteniéndose, sin prisa, en la contemplación de las ruinas del paisaje urbano o en la atestación de un recuerdo y precipitándose, en otros momentos, en una concatenación de eventos vertiginosos que aceleran el pulso del relato (Caldirola 2016).
4. Breve resumen Las novelas presentadas comparten con la literatura posdictatorial su carácter distópico, tan típico de la narrativa contemporánea, como Villarruel Oviedo observa:
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[L]as ciudades en la literatura son también grandes campos utópicos o distópicos, terrenos donde las discusiones coyunturales han sido de alguna forma resueltas o finalmente han acabado con la sociedad, hasta volverla en un escenario post-apocalíptico o un entramado de ruinas post-nucleares (Villaruel Oviedo 2011: 75).
Mientras que la novela posdictatorial necesariamente mira hacia atrás para describir las congojas o para denunciar los crímenes de ciertos regímenes, las novelas «ecosensibles» desarrollan otro tipo de distopía: nos confrontan con espacios urbanos aparentemente apocalípticos que, sin embargo, no parecen mera ficción e invención, sino representaciones (metafóricas u otras) de catástrofes ambientales. Como tales, conllevan, juntamente con sus propiedades estéticas, un «mensaje», una advertencia o una sacudida: despliegan las depravaciones y degeneraciones sociales o las deformaciones corporales, el sufrimiento y la amenaza del individuo o de la especie. Si las teorías biopolíticas sirven, como hemos visto, para dotarnos de un diagnóstico generacional o histórico de la sociedad, estas novelas ofrecen un almacenaje complejo para el análisis de los conflictos específicos tematizados en la novela urbana reciente. Cuando la ecocrítica busca sus objetos no exclusivamente en la naturaleza, sino que incluye desde un principio «lo humano» y la convivencia social en las ciudades, Timothy Morton advierte que la naturaleza no está «en frente» del hombre como una entidad ajena, sino que está «dentro» de él, forma una parte integral de su ser (respectivamente él es una parte inseparable de la naturaleza). La ecocrítica, renunciando —como Morton propone— al concepto de una naturaleza idealizada o romantizada, pone a nuestra disposición las herramientas idóneas para reinterpretar el espacio urbano tal y como los novelistas lo han presentado: como campo de batalla que amenaza liquidar a una población que la «Autoridad de emergencia» no logra proteger (en Un futuro radiante de Pablo Plotkin) o como sinopsis de la catástrofe climática, acompañada por las depravaciones de un neoliberalismo desencadenado (en El tiempo del desierto de Pedro Mairal).
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La proyección literaria de Buenos Aires en la novela negra argentina de la dictadura militar: Últimos días de la víctima de José Pablo Feinmann Marta Iturmendi Coppel Universidad Complutense de Madrid
1. Introducción Para reflexionar sobre la novela negra argentina escrita durante la dictadura militar (es decir, de 1976 a 1983) y sus imbricaciones con el espacio y el poder, en primer lugar conviene sentar ciertas bases sobre dos cuestiones diferenciadas. De un lado, no se puede abordar el tema sin realizar primero una breve introducción a la historia del género en el país y, de otro, hay que mencionar las principales características de la narrativa, en general, escrita en el periodo. Solo después de tratar ambos aspectos —la evolución del género negro en la Argentina y los
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efectos de la dictadura en la narrativa— será posible detenernos en las particularidades de la representación literaria de la ciudad, fundamentalmente Buenos Aires, en la novela negra escrita durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, un nombre que «la gente redujo con exquisito sentido de la ironía al de “Proceso”» (Balderston 2014: 153), cuyas connotaciones kafkianas son muy apropiadas al tema que voy a tratar. De este modo, tras la lectura de las más relevantes novelas susceptibles de ser encuadradas en el género escritas por autores argentinos entre 1976 y 1983, resulta evidente que Últimos días de la víctima de José Pablo Feinmann se erige como paradigma perfecto para ejemplificar la particular relevancia de la representación urbana en la narrativa noir de la época. Así pues, la hostilidad urbana se plasma con especial intensidad en «las novelas que se ambientan en periodos especialmente convulsos y en países gobernados por regímenes totalitarios» (Rivero Grandoso 2017: 98).
2. Arraigo y evolución de la novela negra en la Argentina A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta la fórmula «dura» del género arraiga en el país gracias, entre otros factores, a la labor de defensa que se produce desde la revista Contorno, en particular, por parte de Juan José Sebreli, David Viñas y Carlos Correas. Esta difusión masiva del género fue fundamental a la hora de contrarrestar los prejuicios de un amplio sector de la sociedad hacia este tipo de literatura, máxime teniendo en cuenta que algunas de estas colecciones estaban dirigidas por autores reconocidos. Así, como afirma Paco Ignacio Taibo II: Colecciones como la de Tiempo Contemporáneo o la Serie Escarlata de Corregidor, en la Argentina de los años inmediatamente anteriores al golpe militar del 76 [...] prohíjan el boom de la novela negra en nuestro idioma. Rescatan a Hammet, Chandler, Wade Miller, McCoy, Williams, Goodis y siguiendo la ruta de la influencia francesa traen al lector en español los libros de los genios del género duro: Chester Himes, «el hombre de Harlem» y Jim Thompson [...]. El fenómeno permite la existencia de un nuevo espacio de lectura, y en este espacio surgen los proyectos descolonizadores del género (Taibo II 2011: 203).
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Entre todas ellas destaca el papel que jugó Ricardo Piglia con su Serie Negra, tanto por la importante tarea de traducción de ciertos textos relevantes que estaban aún inéditos en español (como son los de José Giovanni y Horace McCoy), como por la búsqueda de nuevos talentos entre los narradores nacionales de la época. Lafforgue y Ribera se refieren a un verdadero fenómeno de «contracrítica» ocurrido en los años sesenta que contrasta con la débil respuesta que tuvo en la década de los cuarenta el ataque de George Orwell y Dwight MacDonald a este tipo de literatura. Duras críticas a las que, prácticamente, en Argentina solo contestó Borges, quien, como demuestran las fuentes de su Historia universal de la infamia, fue un gran reivindicador de las literaturas «menores». El detallado análisis de las revistas y diarios de los sesenta llevado a cabo por estos dos estudiosos del género ha demostrado cómo esa «contracrítica», aun careciendo de una base teórica en la que apoyarse, «parece haber ganado la batalla» (Lafforgue y Rivera 1996: 28). Y es que, en los países de habla hispana, «la batalla de los años treinta: Hammet vs. Van Dine, Chandler vs. Dickson Carr, Goodis vs. Agatha Christie, se produce en los años sesenta y, sobre todo, a principios de los setenta» (Taibo II 2011: 202). Si se piensa un momento, este retraso resulta consecuente ya que, en palabras de Leonardo Padura, la novela policíaca «como típico producto de la modernidad industrial [...] llegaría a los países de lengua castellana tan tarde como la misma sociedad industrial que la forjó» (Padura 2011: 246). El tránsito no solo es tardío, también tiene la especificidad de producirse de forma directa desde la novela enigma esencialmente inglesa a la novela negra estadounidense. Todo esto tiene su reflejo en la literatura de producción local. De un lado, sigue habiendo muchos autores argentinos que escriben por encargo bajo un seudónimo estratégicamente norteamericanizado1. Esta práctica, mediante la que se escribe un número importante de
1. Es el caso, entre otros, de Juan Jacobo Bajarlía, que firma como Xavier Warren o John Barthleby. La misma práctica que utilizaron Carlos Trillo, Guillermo Saccomanno y Carlos Marcucci, quienes, en ocasiones, llegaban a escribir las novelas a seis manos, repartiéndose los capítulos de manera sucesiva.
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novelas, justifica en cierto modo las críticas a la novela negra argentina, algunas de ellas muy duras, como la emitida por Elvio Gandolfo, quien denuncia la «debilidad y la falta de gancho» de la literatura noir argentina y afirma que la mayoría de los autores «han copiado o tendido a reproducir una parcela pequeñísima de la novela negra norteamericana» (Gandolfo 2007: 160). Gandolfo reserva el final de su breve ensayo para nombrar de forma sucinta los pocos textos que salva de su implacable sentencia —entre los que se encuentra la novela que preside este artículo—. Dice Gandolfo: Con la cabeza un poco más fría hay que reconocer un par de casos de solución limpia, sencilla y recordable (pero en dos cuentos «fronterizos»: Cuento para tahúres de Rodolfo Walsh y Lastenia de Eduardo Mignona); la capacidad de reflejar la atmósfera de las distintas zonas atmosféricas de una ciudad —Rosario— en Agua en los pulmones de Juan Carlos Martini; el espesor existencial del asesino masturbatorio y profesional de Últimos días de la víctima de Feinmann y el lirismo de Los tigres de la memoria de Juan Carlos Martelli (Gandolfo 2007: 161).
No parece que la perspectiva de Gandolfo sea del todo justa porque, si bien es cierto que la mayoría de las novelas se escribían rápido y ad hoc para el consumo masivo, no es menos cierto que, como veremos, existen muchos ejemplos de policiales argentinos de notable calidad literaria y que esta tendencia va aumentando con el paso del tiempo. Además, hay que tener en cuenta que en 1957 Walsh ya había publicado Operación masacre, dotando al género de esa verosimilitud que le faltaba a través de la narración de un hecho real; y en 1969 aparece en las librerías ¿Quién mató a Rosendo?, otro excelente ejemplo de la conjunción de géneros. Dos años después, Eloy Rébora escribe Prontuario de un perdedor en un intento de crear un nuevo género: la novela policial del testimonio. Tras los experimentos con el policial aparecen los usos paródicos, y, dos años más tarde, en 1973, Osvaldo Soriano publica Triste y solitario final, cuyo protagonista es nada más y nada menos que Philip Marlowe, llevando al extremo el ejercicio paródico e intertextual; mientras que Manuel Puig publica The Buenos Aires Affair. Novela policial, con sus recursos cinematográficos, como los epígrafes en forma de guiones hollywoodienses o la utilización de múltiples registros: el oficial de
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los atestados policiales, el periodístico, el folletinesco, la radionovela, la canción popular, entre otros. También ese mismo año Juan Carlos Martelli gana el Premio Internacional de Novela América Latina con una novela negra: Los tigres de la memoria. Sin duda, 1973 es un año especialmente prolífico en el género ya que, además de los textos mencionados, se publican: El jefe de seguridad de Julio César Gaitero y El agua en los pulmones de Juan Carlos Martini. Este último escribe, al año siguiente, la conocida Los asesinos las prefieren rubias, mientras que Pablo Urbanyi publica Un revólver para Mack. Un año antes del golpe militar, en 1975, salen a la luz Ni un dólar partido por la mitad, de Sergio Sinay, y Noches sin lunas ni soles, de Rubén Tizziani. Estas tres últimas novelas son, precisamente, las elegidas por Taibo II como los trabajos más interesantes en la narrativa policial argentina de la época; aunque el mexicano destaca por encima de todos El cabeza, novela escrita por Juan Carlos Martelli en 1975, a la que define como «la obra maestra de la novela policíaca argentina» (Taibo II 2011: 203). La primera mitad de la década de los setenta es, por tanto, muy fecunda; predominan escritores jóvenes que se decantan por la corriente «dura» del género. Esa fecundidad —parece que no por casualidad— va acompañada de una profunda tensión política y social en el país. También en estas fechas se produce un desarrollo significativo de la crítica. Destaca la labor de la revista Sentencia, dirigida por Daniel Pliner y Sergio Sinay, con diversos artículos que se esfuerzan por exponer el desarrollo del género en el país2, así como las primeras investigaciones de los ya mencionados Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera, quienes hoy en día continúan siendo los referentes indiscutibles en lo relativo al desarrollo del policial en Argentina. Son precisamente estos dos críticos quienes se atreven a aventurar algunas de las causas de este claro afianzamiento del género ocurrido en los setenta: [...] nostalgia; esnobismo; sensibilidad camp; incentivación de tipo promocional; presión de otros «medios» (muy particularmente el cine y la TV); reconocimiento
2. Por ejemplo, el artículo titulado «La aproximación a la realidad», de Jorge B. Mosqueira, publicado en La Opinión Cultural el 29 de junio de 1975.
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de los valores literarios de determinados textos; crisis del género que, ineludiblemente, remite a la frecuentación o redescubrimiento de sus maestros y grandes cultores; periodicidad de los ciclos de consumo; percepción de la narrativa «dura» como síntoma de la descomposición capitalista; creciente intensificación de la violencia como signo visible en el contexto sociopolítico del país (Lafforgue y Rivera 2011: 175).
La última causa —la creciente violencia en el ámbito sociopolítico de la Argentina— es, tal vez, la más interesante; ya que esta reflexión es de 1977, solo un año después del golpe de Estado, un acontecimiento político que provocará un cambio significativo en la narrativa policial argentina. Y es que, como apunta el propio Lafforgue en un artículo posterior refiriéndose a la producción de literatura policial: «Con el terrorismo de Estado, que a mediados de los 70 se instaura en la Argentina, esa producción —y no es, obviamente, un caso aislado— se desarticula, y en consecuencia merma. Pero hacia 1982-83 se reinicia con vigor [...]» (Lafforgue 1996: 111). Así pues, el golpe militar supuso un claro punto de inflexión en el policial argentino, como demuestra el pertinente comentario de Leonardo Padura referido al desarrollo del género durante este periodo: La línea de continuidad de esta narrativa en Argentina tuvo una notable ruptura en la segunda mitad de la década del setenta con el golpe de estado de los militares. La diáspora de escritores, el asesinato de otros —Rodolfo Walsh, el entrañable y viejo maestro— y la desaparición del ambiente editorial y cultural propicio, desarticularon una producción que en la década del ochenta volvió a encauzar sus rumbos con un agregado importante: la denuncia social del miedo y el terror vividos en el país durante más de un lustro de represión y crimen de Estado. De este modo, la novela policial argentina asumía la denuncia como uno de sus propósitos expresos (Padura 2011: 260-261).
En efecto, no parece una casualidad que sea precisamente en 1976, año del golpe militar, cuando se publican novelas como La mala guita, de Pablo Leonardo, y Su turno para morir, de Alberto Laiseca, cuyo personaje central es un oscuro policía que forma parte del Estado represor. En 1977 Juan Carlos Martini publica en Barcelona, donde está exiliado, El cerco, una novela escrita y ambientada dos años antes, en la convulsiva Argentina de 1975, durante el gobierno de María Estela
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Martínez de Perón, en un ambiente presidido por la Triple A (organización de extrema derecha responsable de dos mil asesinatos), la guerrilla de extrema izquierda y los futuros militares golpistas impacientes por tomar el poder. Las consecuencias derivadas de esta circunstancia son múltiples; baste ahora apuntar que con el terrorismo de Estado que se instaura en la Argentina a mediados de los setenta la producción de literatura policial no solo se ve afectada sino que disminuye de forma considerable. A pesar de ello, también hay quien opina, como Paco Ignacio Taibo II, que «los trabajos más brillantes de la nueva narrativa argentina van a producirse o a difundirse ampliamente en el exterior tras el golpe militar» (Taibo II 2011: 205). Y aquí aparece el tema del exilio, la diáspora de escritores argentinos durante la dictadura, sobre la que tanto se ha escrito, abogando en muchos casos por la calidad de los textos que se escribieron fuera del país frente a los de aquellos que optaron por permanecer en Argentina. Amarouch, en su estudio de la obra de Jorge Asís, lo expone con claridad: En esos años del Proceso, como era de esperar, surgió un enfrentamiento entre los escritores que se exiliaron y los que permanecieron en el país. Hubo recriminaciones mutuas, y acusaciones de colaboración con el régimen militar. También hubo declaraciones que afirmaban que la única cultura argentina válida es la que se produce en el exilio; pero otras afirmaban que lo que se debía tomar en cuenta es la cultura creada desde dentro del país, porque «una palabra escrita en el país equivalía a ríos de tinta corridos en el extranjero»3 (Amarouch 2011: 259).
También Balderston hace hincapié en esta cuestión al afirmar que: La literatura influida por el «Proceso» ha sido básicamente de dos clases: la acusatoria, publicada fuera de la Argentina durante los años de la dictadura militar (o tardíamente en vísperas de las elecciones de fines de 1983), y de otra clase, más difícil de clasificar y de leer, publicada en la Argentina durante los años del «Proceso», pero que escapó a la atención de los censores debido a una serie de técnicas [...] (Balderston 2014: 153).
3. Amarouch cita aquí a Sarlo (1988: 102).
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No obstante, en mi opinión, se trata de una cuestión que no resulta demasiado interesante, más allá de la evidencia de que los escritores exiliados no estaban constreñidos por la necesidad de esquivar la censura y las consecuencias que de ello se derivan. Pues, como bien expuso Leo Strauss en su breve ensayo Persecution and the Art of Writing: Persecution, then, gives rise to a peculiar technique of writing, and therewith to a peculiar type of literature, in which the truth about all crucial things is presented exclusively between the lines. That literature is addressed, not to all readers, but to trustworthy and intelligent readers only. It has all the advantages of private communication without having its greatest disadvantage —that it reaches only personal acquaintances. It has all the advantages of public communication without having its greatest disadvantage —capital punishment for the author. But how can a man perform the miracle of speaking in a publication to a minority, while being silent to the majority of his readers? Experience and reasoning show that what seems to be a miracle is perfectly natural (Strauss 1941: 491).
Este tipo específico de literatura, caracterizado por la necesidad de escribir/leer entre líneas a la que hace referencia Strauss, se sirve de elementos como la ambigüedad, la profusión de metáforas, la fragmentación, la multiplicidad de significados, la contradicción o la omisión, todos ellos muy presentes en las novelas de género negro publicadas durante este periodo de represión política. Ahora bien, lo realmente interesante se revela al analizar el papel del espacio urbano a este respecto, dado que no son pocos los ejemplos en que los escritores se sirven de la representación de la ciudad para tejer esa escritura doble, oblicua o escondida, en la que múltiples capas de significado se superponen para comunicar lo que no puede expresarse directamente. Esta escritura codificada parece exigir una lectura política.
3. Características generales de la narrativa argentina escrita durante el Proceso (1976-1983) Como he señalado, la experiencia histórico-sociológica de la dictadura ha tenido un impacto evidente en la literatura argentina. Se puede decir que los textos respondieron de alguna forma a ese impacto. Así, al
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monólogo autoritario impuesto a la sociedad, al discurso homogéneo que la cultura dictatorial trataba de imponer, la narrativa respondió «con textos dialógicos armados con discursos a menudo contrapuestos y contradictorios, que contaban diferentes modos de construir sentido y desarrollaban diversos intentos de representar una historia y una verdad» (Avellaneda 2014: 15). La narrativa procuró fragmentar el ideal de discurso homogéneo que se propugnaba desde el poder (Avellaneda 2014: 20), de forma que el efecto previo e inmediato de las prácticas represivas fue una profunda incomunicación de los intelectuales y los sectores populares, hasta el punto de que se habla incluso de una desaparición de la esfera pública en los años del Proceso; sin embargo, uno de los resquicios donde encontraron refugio los discursos disidentes de orden intelectual fue la literatura. Hay acuerdo en pensar esta literatura bajo la modalidad de discurso oblicuo o figurado, cuyas «formas de figuración» obligan a captar [...] «tanto el mensaje explícito como el implícito, el manifiesto y el latente» [...] hay un discurso narrativo que «desmantela narrativas dominantes y su lenguaje oficial concomitante». Se coincide en que en la dictadura se escribe narrativa en un marco de «crisis de la representación realista» que favorece el despliegue de estéticas y técnicas en que «múltiples capas de significado son producto de un intento de expresar lo inexpresable». Se piensa que, como escribe Sarlo, estas narrativas se resisten a «pensar que la experiencia del último periodo pueda confiarse a la representación realista» (Avellaneda 2014: 23).
Frente a esta situación, el régimen autoritario produjo un discurso maniqueo basado en definir la situación argentina como un caos que los militares se iban a responsabilizar de reparar y organizar. Así justificaron su intervención; no obstante, la réplica literaria configuró una articulación más compleja de valores. Parte de la narrativa escrita estos años procura de una u otra forma abordar el enigma que el discurso militar designaba como «caos». Los escritores trataron de contestar el discurso que el poder militar insistía en imponer; si bien hay que tener en cuenta «el carácter periférico o de margen que esas expresiones —conscientes de su posición minoritaria— exploran para subvertir la posición oficial y los lenguajes de la autoridad» (Avellaneda 2014: 20).
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En efecto, a pesar de que el golpe de Estado de 1973 no era la primera ocasión en que las fuerzas armadas se hacían con el poder político en Argentina, se trata de un periodo histórico con sus especificidades propias. Beatriz Sarlo lo explica muy bien al destacar que se trata de «la primera vez en el siglo xx, si se exceptúa la represión de los huelguistas de la Patagonia, que [se lleva] a cabo la liquidación física del enemigo, según modalidades abiertas y clandestinas, elaborando al mismo tiempo un discurso que justificara esa intervención, novedosa por su sistematicidad» (Sarlo 2014: 54). Lo más interesante, en mi opinión, es esa elaboración simultánea de un discurso justificativo de la represión, frente al cual la narrativa de la época responde con una serie de técnicas diversas que le permiten sortear la censura. Como señala Avellaneda, en la narrativa del periodo, entre dichas técnicas destacan: «el uso de la figura del margen y de lo marginal [...], el uso del pasado cultural y político a modo de clave del presente de la lectura; la opacidad de las pistas falsas y las alusiones no aclaradas; o las complicadas construcciones de sentidos opuestos o alternativos» (Avellaneda 2014: 18, 23). De este modo, la narrativa se inunda de formas alegóricas, formas de la figuración, tropos que marcan muchos de los textos producidos en esta época. Incluso los relatos cuya estética es la del realismo no pueden evitar un funcionamiento figurado. Todo ello, como he dicho, con el fin de subvertir la expresión oficial y los lenguajes de la autoridad. La literatura juega con el orden natural de las cosas, crea otro orden y disuelve el discurso oficial desde dentro. Asimismo, la ausencia es un elemento relevante de estas narraciones, así como las pistas falsas, la fragmentación, la ambigüedad, la escritura codificada, las elisiones constantes y la opacidad son elementos que se aprecian en las obras de estos años y que tienen en común que todos ellos dificultan la concreción de sentidos totalizadores en un discurso que se caracteriza, como el destino de los ciudadanos (y, por ende, los narradores) de la época, por su indeterminación. Estas obras no pretenden la comunicación de grandes verdades y su discurso se caracteriza por formas figuradas que difícilmente pueden encasillarse en los conceptos convencionales de «realidad», «verdad» o «posibilidad». Una movilidad del sentido que favorece la aparición de un espacio discursivo que deja un amplísimo margen a la
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interpretación. Los textos exigen una complicada tarea de deconstrucción del sentido al tiempo que se resisten a las oposiciones maniqueas y a las resoluciones «facilonas» o que permitan un cierre tranquilizador. Por último, y citando a Beatriz Sarlo, puede decirse que: [...] estos relatos, o los mejores de ellos, en momentos donde muchas otras formas del discurso callaban, hablaron de aquello que la voz del poder ocultaba o naturalizaba; despojaron de contenido moral a su discurso sobre la muerte y exhibieron las fisuras por donde puede verse, para decirlo con palabras de Adorno «aquello que la ideología oculta», es decir, también, lo que es posible padecer, pero difícil convertir en discurso (Sarlo 2014: 88).
4. Características específicas de la novela negra argentina escrita durante el Proceso (1976-1983): la representación de lo urbano en Últimos días de la víctima de J. P. Feinmann como paradigma He expuesto hasta aquí cómo la narrativa argentina reacciona a las particularidades socio-históricas de la dictadura militar de 1976-1983 de muy distintas formas: recurriendo a un contexto histórico alejado en el tiempo a modo de código para tratar el presente y esquivar la censura; abusando de la metáfora, la elipsis, la fragmentación; utilizando la ambigüedad, el doble lenguaje, etc. Ahora es el momento de analizar su repercusión en la novela negra del periodo, cuya evolución histórica ya he expuesto brevemente. Lo primero que hay que señalar es que el sometimiento a los corsés que impone el género se utiliza como una herramienta para sortear la censura; entre ellos, el protagonismo del espacio urbano. Javier Rivero Grandoso lo explica muy bien al afirmar: Desde la novela negra norteamericana, la ciudad queda configurada como un espacio protagonista que aparece descrito de manera realista y donde es posible reconocer las calles, plazas y lugares más emblemáticos. La novela criminal informa al lector de las características de la ciudad, de la población que allí habita y de las principales peculiaridades. Por ello, generalmente estas obras, además del argumento criminal, ofrecen un retrato completo del espacio urbano. [...] De hecho,
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[...] la novela criminal es el género que mejor atiende al funcionamiento y a la evolución de la ciudad [...]. (Rivero Grandoso 2016: 71).
El policial, caracterizado por la relevancia que otorga al espacio urbano, posibilita la contextualización de la narración en espacios concretos marcados por una carga semántica de violencia muy evidente (hospitales, prostíbulos, casas de apuestas, villas miseria, etc.), pero también el juego con la representación de otros espacios de la ciudad que no destilan dicha carga y que, por tanto, son susceptibles de generar significados originales muy útiles en la configuración de ese doble discurso típico de la narrativa de este periodo. De este modo, como ya he mencionado en la introducción de este artículo, de entre todas las novelas argentinas pertenecientes al género negro que la crítica ha destacado como más sobresalientes publicadas entre 1976 y 1983, Últimos días de la víctima de J. P. Feinmann se revela como paradigma perfecto para denotar la especial relevancia de la representación urbana en la narrativa de la época. La novela se publica en 1979, tres años después del golpe de Estado y cuando a los militares todavía les quedaban casi cuatro años de ostentación del poder. De esto se deriva que el texto, pese a lo que hoy se evidencia como un obvio trasfondo sociopolítico, no hizo referencia explícita a la represión, por lo que sorteó sin problemas la censura. Feinmann la escribe y publica en Buenos Aires, algo que no deja de ser excepcional si se tiene en cuenta el numeroso grupo de autores abocados al exilio durante este periodo. En primer lugar, hay que señalar que la representación de la ciudad de Buenos Aires es una herramienta fundamental a la hora de enmascarar este trasfondo sociopolítico, puesto que es, precisamente, a través de la representación de lo urbano como se esconde el discurso subversivo de la novela. Así, el autor se sirve de elementos urbanos que incluye en la trama mediante una desviación de sus funciones típicas, mutando su significado convencional. En Últimos días de la víctima esto se produce hasta el paroxismo, de modo que el texto acaba por configurarse como un espejo distorsionador de la Buenos Aires real en el que la semántica espacial se invierte constantemente.
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En aras de explicar este mecanismo, conviene acudir al propio texto para citar ejemplos específicos. Así, el apartamento de la víctima, localizado con exactitud en «la calle Zapiola, entre Echevarría y Sucre, en el tercer piso, al frente» (Feinmann 2012: 17), que se configura como un espacio del crimen, pues es allí donde el protagonista, un asesino profesional, se obceca, sin razón aparente, en matar a su víctima cuando lo que ocurre al final es justo lo contrario: es él quien acaba por ser asesinado allí, en el lugar donde había planeado matar. De esta forma, la narración invierte de forma perfecta la naturaleza del espacio en el que se desarrolla la acción. Este topos destaca por ser uno de los pocos espacios privados de la novela, en la que son numerosísimas las referencias explícitas y muy concretas a espacios públicos de Buenos Aires (hasta tal punto que es posible seguir el recorrido del protagonista sobre el mapa real de la ciudad). Además, es un ámbito privado que el protagonista allana continuamente, algo que también caracteriza al resto de espacios privados del texto. Por otro lado, es significativo que, en el momento álgido de la narración, este enclave aparece, de repente, vacío: el protagonista entra en el apartamento de la víctima y se sorprende al descubrir que alguien ha sacado de allí los muebles, la ropa de los armarios, todo; simplemente, lo han vaciado. Da la impresión de que el autor, en el momento previo a invertir el significado convencional del hogar, considera imprescindible vaciarlo de sentido para así, a continuación, poder usarlo como recipiente de un significado distinto y opuesto al convencional. Sin ánimo de exhaustividad, hay que decir que este mecanismo se repite en relación con otros de los muchos subespacios de la novela que aparecen localizados con precisión en el mapa de la ciudad. En vez de analizarlos uno a uno, lo que excedería del propósito del presente estudio, creo que es más interesante realizar una importante reflexión sobre la configuración espacial general de Últimos días de la víctima. En primer lugar, es digno de relevancia que el texto fije la residencia del asesino protagonista «en Saavedra, en un escuálido pero prolijo chalecito de la calle Lugones» (Feinmann 2012: 17), un subespacio privado que el personaje, no obstante, no visita en ningún momento de la semana exacta en la que transcurre la narración, dado que, cuando le
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encargan el asesinato en cuestión, decide instalarse en una especie de pensión situada frente al apartamento de su objetivo. En consecuencia, la vivienda del protagonista se nos revela como una residencia donde no vive nadie; un fuerte contrasentido que transforma este subespacio de la novela en el espacio vacío por antonomasia. De este modo, es particularmente elocuente que el criminal, personaje que representa la violencia, ni necesite reclamar para sí ni aprecie el disponer de un espacio privado. Porque, en efecto, como señala Andrea Ostrov: «Precisamente, en una cultura donde los dispositivos de sedentarización ordenan, disciplinan e identifican los cuerpos, la autoridad sanciona el cuerpo “fuera de lugar”, errante o nómada: el domicilio deviene marca identitaria, como el nombre, el sexo o la edad» (Ostrov 2014: 13). Por último, el texto localiza con precisión esta residencia sin residentes en la avenida Leopoldo Lugones. Habida cuenta del específico empeño del autor en servirse de la representación del espacio urbano para hilar la doble lectura de la novela, no parece que sea una simple casualidad ni un mero guiño al famoso escritor, sino que más bien todo apunta a que pretende remitir a la avenida bonaerense en la que se encontraba la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), un espacio que quizás sea el que en el imaginario argentino esté asociado de forma más directa a los horrores de la dictadura. Lo que en su día fue el principal centro clandestino de detención, tortura y exterminio de la ciudad de Buenos Aires fue transformado en el año 2015 en un Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, una transformación que no parece sino una suerte de reverso de las propuestas por Feinmann en Últimos días de la víctima.
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Triste Buenos Aires: el viaje de Arbasino y la huella de Lévi-Strauss Mirella Marotta Peramos Universidad Complutense de Madrid
1. Salida y regreso. Viajero y escritor Iniciaba hace ya muchos años mi primer estudio sobre los libros de viajes, estudio que luego culminó en mi tesis doctoral, diciendo que estas obras presentan, como punto de partida, una característica especial: obligan a alguien que es un aventurero, un amante del movimiento, a detener ese movimiento por un tiempo no breve y convertirse en escritor, o, al contrario, obligan a alguien que es escritor a que se convierta temporalmente en viajero. Del deseo de movimiento nace un viaje; de la vuelta a la tranquilidad del despacho nace un libro de viajes. Estos son los puntos iniciales y los más importantes, porque son los que configuran esa curiosa combinación de viajero-escritor. Es un juego de acción y calma, una dualidad que no todas las personas son capaces de asumir. En el presente trabajo me propongo analizar la obra del escritor italiano Alberto Arbasino Pensieri selvaggi a Buenos Aires (Pensamientos
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salvajes en Buenos Aires) desde la perspectiva del género de viaje, que es al que pertenece, para comprobar qué procedimientos compositivos de dicho género acepta y hace suyos un escritor de las segundas vanguardias italianas —la neovanguardia— y cuáles, por el contrario, desecha por resultarle demasiado clásicos o demasiado canónicos. Para ello deberé exponer en primer lugar qué rasgos formales considero constitutivos del género de viajes y qué estructura es la que conforma la esencia de estas obras singulares. Al mismo tiempo, deberé también presentar, aunque sea de forma breve, la estética de este escritor, bien conocido por los lectores en Italia pero menos habitual fuera de las fronteras de este país. A pesar de que han pasado ya más de cuarenta años, cuando se trata de estudios de género literario considero que sigue teniendo la máxima validez la definición dada por Maria Corti en Principi della comunicazione letteraria (Principios de la comunicación literaria); para la crítico, un género literario es «il luogo dove un’opera entra in una complessa rete di relazioni con altre opere» («el lugar en el que una obra entra en una compleja red de relaciones con otras obras») y, por tanto, con el sistema literario (Corti 1976: 151). En el capítulo que dedica a este argumento («Géneros literarios y codificación»), continúa aclarando que, salvo en casos excepcionales, un texto no vive de forma aislada, sino que, por su propia función sígnica, pertenece a un conjunto en el que encontramos otros signos que comparten características formales y temáticas con él; estas características conforman los modelos de escritura para los autores y los horizontes de expectativa para los lectores. El género de viajes no solo no es una excepción a esta norma, sino que es uno de los más definidos y codificados, con una cantidad de rasgos distintivos claramente superior a la de otros sistemas que son más abiertos, como, por ejemplo, la novela. Ahora bien, al abordar el libro que nos ocupa, con el deseo de ruptura de todo lo establecido que poseen los autores de las vanguardias —y muy especialmente las de los años sesenta del siglo pasado—, nos surge la duda evidente de cómo habrá interpretado el autor ese universo sígnico y cuánto habrá aceptado de él. Alfonso Berardinelli, en un artículo sobre Pensieri selvaggi a Buenos Aires, afirma:
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La narrativa di Arbasino non deriva da generi codificati, usa e mescola forme preletterarie e paraletterarie: diario, enciclopedia, zibaldone, lettera, intervista, conversazione, recensione, taccuino di viaggio, reportage culturale. In misura minore, anche Pasolini tendeva a questo. Per scrittori così, che tendono a praticare tutti i generi e a reinventarli, più che l’opera conta lo spettacolo dell’autore in attività1 (Berardinelli 2010).
En realidad, en el presente trabajo intentaremos demostrar que eso que describe Berardinelli es exactamente lo que la narrativa de viajes ha sido a lo largo de la historia. Encontraremos, ¿cómo no?, rasgos compositivos específicos de la estética de la neovanguadia italiana y de la forma de escribir del autor, pero, básicamente, encontraremos también que el género de viajes permite y potencia esa mezcla ecléctica de elementos, de forma que le ofrece a Arbasino un territorio en el que se siente muy cómodo. Hay que añadir que no es su primer libro de viajes, sino que el autor ya había trabajado con el género en otras ocasiones, empezando por su ópera prima, Parigi o cara (París querida), de 1960, y posteriormente I viaggi perduti (Los viajes perdidos), de 1986, o Dall’Ellade a Bisanzio (De la Élade a Bizancio), de 2006, entre otros. Pero volvamos al momento del inicio del viaje y a cómo ese escritor (este es nuestro caso) se convierte en viajero. En su libro sobre la educación de los jóvenes Rousseau le dice a Émile que para llegar a la madurez del conocimiento es necesario viajar, pero que del viaje no importan los dos puntos extremos, el de la partida y el del regreso, sino lo que hay en el medio de ellos. Sin embargo, Rousseau añade posteriormente que el momento en que se decide iniciar el viaje es probablemente el acto esencial y que es necesario vencer los miedos que tienden a coartar ese impulso (Rousseau 1762 [1966]: 539). A la fenomenología del viaje pertenece, pues, el deseo de salir de las situaciones habituales; para el viajero será meta cualquiera de las etapas del camino, o el camino 1. «La narrativa de Arbasino no deriva de géneros codificados, usa y mezcla formas preliterarias y paraliterarias: diario, enciclopedia, compendio, carta, entrevista, conversación recensión, cuaderno de viajes, reportaje cultural. En menor medida, también Pasolini tendía a esto mismo. Para escritores así, que tienden a practicar todos lo géneros y a reinventarlos, más que la obra, cuenta el espectáculo del autor en actividad» (esta traducción, como las de los textos siguientes, es de la autora del trabajo).
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mismo, como en el caso de los viajeros románticos; pero la partida marca la diferencia entre un antes y un después en los que el hombre ya no será el mismo, y el libro de viajes se basa precisamente en esa diferencia. Desde el punto de vista del género, la partida también tiene un papel muy importante. Percy G. Adams, probablemente el autor que ha analizado el género de viajes de forma más rigurosa y sistemática, identifica siete causas por las que el héroe de la novela sale de su casa para encontrarse con las aventuras, para después aplicar estas siete causas a los libros de viajes y concluir que los orígenes de estos dos géneros literarios son, en muchos aspectos, comunes (Adams 1983). Por su parte, Alain Médam elabora una sociología del viaje a partir de lo que cada viajero pretende conseguir con este (Médam 1982), llegando, por otra vía, a conclusiones muy similares a las de Adams. El primer elemento propio del genero de viajes es el prólogo —que puede ser denominado como tal o puede ser el primer capítulo del texto—, que funciona como lugar de comunicación. En este prólogo el viajero-escritor se dirige a sus lectores informándolos de todo aquello que deben saber antes de iniciar la lectura del texto; y la motivación para realizar el viaje y para luego ponerlo por escrito es parte esencial de esta información, como acabamos de ver. Arbasino no renuncia a este elemento y nos informa de que lo que le ha llevado a iniciar el viaje es rendir un homenaje a Tristes trópicos en el centenario del nacimiento de su autor: ... Buenos Aires!... Montevideo!... Rio de Janeiro!... Sao Paulo!... Lima!... Perú!... Iguazú!... Giacché antico lettore e fan di Tristes Tropiques, il centenario nel 2008 del «nacimiento» di Claude Lévi-Strauss, «voyageur nostalgique», mi sospinse a un vago giro estivo (e dunque là invernale, full season) nella metropoli dell’America Latina2 (Arbasino 2012: 11).
2. «... ¡Buenos Aires!... ¡Montevideo!... ¡Río de Janeiro!... ¡São Paulo!... ¡Lima!... ¡Perú!... ¡Iguazú!... Como antiguo lector y fan de Tristes trópicos, el centenario en el 2008 del “nacimiento” de Claude Lévi-Strauss, “voyageur nostalgique”, me empujó a un vago viaje veraniego (y por tanto allí invernal, full season) en la metrópolis de América Latina».
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Con esta afirmación el autor cumple no solo uno, sino dos de los requisitos de todo prólogo de texto de viajes: nos informa del motivo para iniciar el viaje, como decíamos, y al tiempo nos dice qué otros libros de viajes va a llevar consigo. En los últimos años del siglo xvii, François Misson publicaba la relación de un viaje por Italia anteponiendo un «Avis au Lecteur» en donde explicaba cómo nace un libro de viajes, en su caso, en forma de cartas a un amigo. Un viaje se prepara antes de salir, leyendo las relaciones que han dejado otros a la vez que tratados históricos y geográficos sobre el país que se va a visitar; luego, en la maleta hay que llevar los textos más importantes para el viajero, de forma que pueda ir comparando sus impresiones sobre el país con lo que otros han dicho antes de él. Misson no fue el único que dio estos consejos, pero sí es cierto que por algún motivo sus palabras tuvieron una difusión muy grande. En todo caso, tanto el hecho de preparar el viaje antes de salir leyendo a los autores más relevantes que han seguido un recorrido similar, como el de llevar en la maleta a los propios referentes, se convirtieron en elementos indispensables en los libros de viaje. Dentro de la literatura italiana hay un texto en el que este aspecto alcanza un extraordinario nivel tanto intelectual como emotivo; es Cristo se ha parado en Éboli de Carlo Levi. El autor, obligado a un destierro en la culturalmente lejanísima Italia del sur, en el momento durísimo de preparar el viaje, elegirá cuidadosamente qué autores lo van a acompañar en ese abandono de la civilización culta y confortable al que se ve obligado, y meterá en la maleta a los pensadores del xviii y a Montaigne, quien precedió a todos ellos en el esfuerzo máximo por comprender la forma de vida de otros pueblos, incluida la de los caníbales. Pero al llegar a Gagliano los libros ya no le servirán a Levi; ellos le han dado el método, le han enseñado a buscar su antítesis. Ahora, otra cultura tan profunda como la anterior, pero mucho más interesante para él por lo que tiene de viva y desconocida, se sobrepondrá rápidamente. Volviendo a Arbasino, vemos cómo, a pesar de su escritura rompedora y provocadora, no se resiste a tratar este aspecto con detenimiento, y el autor insiste en que ha leído todo aquello que le era necesario para el viaje:
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Insomma, ci si era abbastanza preparati, in teoria, prima di sbarcare o approdare nella Buenos Aires di Borges e di Evita, nella Montevideo di Lautréamont, nel Brasile più o meno ‘magato’ e cioè fatato o stregato, nel Perú dei viceré e di Santa Rosa da Lima [...] 3 (Arbasino 2012: 20).
Y un poco más adelante retoma el tema para decir que es un viaje preparado y deseado desde mucho tiempo atrás, algo que llevaba en su mente desde los años sesenta, a los que añora: «Ci si era preparati anche troppo, in tutt’altre epoche»4 (Arbasino 2012: 28).
2. La forma de presentación del relato En los libros de viajes de todos los tiempos el itinerario constituye la materia narrativa esencial, aunque este no sea presentado de forma lineal, sino que el autor, según su propio estilo, lo combine con las clásicas técnicas retóricas de la repetitio, la digressio o la abreviatio. La que ya no es tan unitaria es la forma en que se organiza esta materia narrativa, es decir, los modos que asumen la exposición y la enunciación. Podemos señalar una serie de características predominantes del conjunto de los libros de viajes. En primer lugar, la presencia de un narrador que coincide con el autor del viaje y del libro y que habla en primera persona; esta triple identidad sugiere inmediatamente la forma autobiográfica, pero esta no es la única empleada. En segundo lugar, el narrador es casi siempre la única voz que aparece en el texto, que asume así una estructura eminentemente monológica, lo cual no quiere decir que se limite a dar la relación de los acontecimientos, sino que mezcla esta materia con descripciones y comentarios personales creando una «pluridiscursividad». En el libro que nos ocupa, el autor sigue escrupulosamente estas pautas y, por lo menos en lo que a elementos formales se refiere, nos 3. «En fin, me había preparado bastante, en teoría, antes de desembarcar o arribar en la Buenos Aires de Borges y de Evita, en la Montevideo de Lautréamont, en el Brasil más o menos “magato”, o sea encantado o embrujado, en el Perú de los virreyes y de Santa Rosa de Lima...». 4. «Me había preparado hasta demasiado, en una época muy distinta».
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ofrece un «clásico» libro de viajes. Arbasino será el narrador, que habla en primera persona y refiere sus experiencias, y será también la única voz del texto. Esto último sí podríamos considerarlo una cierta «anomalía», pues es frecuente que los viajeros refieran conversaciones que han mantenido con gentes que encuentran a lo largo del viaje; en nuestro caso, si hay un diálogo, es interior: del viajero consigo mismo. El texto es una descripción, un torrente de descripciones —podríamos decir— de lugares, sensaciones, experiencias y juicios, casi siempre negativos, como era previsible teniendo en cuenta que el autor toma como modelo la obra que había empezado con la célebre e iconoclasta frase: «Odio los viajes y a los exploradores» (Lévi-Strauss 1955 [1988]: 19). Por lo que se refiere a las formas narrativas en que puede presentarse el relato del viaje, encontramos las siguientes: 1) en forma de cartas a un destinatario real o ficticio; 2) en forma de diario; 3) como parte de una autobiografía; 4) como una simple narración en primera persona, y 5) en la forma del diálogo clásico de tres interlocutores, aunque esta modalidad está prácticamente restringida al siglo xvii. En nuestro caso no hay duda de que estamos en la cuarta de las formas que hemos enumerado, que, por otra parte, es la más frecuente desde el inicio del siglo xx. Piercy G. Adams dice que podemos definirla a partir de las siguientes características: «By no means always written in the first person, it customarily gives dates and names of places, normally leaps and lingers while moving inexorably forward with the journey, and often includes an essay on the nature or advantage of travel» (Adams 1983: 44). En realidad, esta forma de presentación de la materia de viajes nace de la unión de dos tipos de textos que se combinan en proporciones distintas según cada obra en concreto. En un extremo tendríamos la pura relación de las etapas de un viaje con la descripción de los puntos de interés artístico o paisajístico con que se va encontrando el viajero, algo muy cercano a una guía o a un manual de arte y geografía; en el otro, la novela con argumento de viajes en la que lo importante son las peripecias internas y externas del protagonista y donde el movimiento sirve solo de pretexto a la fantasía del autor para crear nuevas aventuras y nuevos encuentros. Combinando estas dos formas, la descriptiva con la narrativa, se crea un espacio en el que encaja cómodamente
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una amplia parte de la literatura de viajes, en donde, analizando las características que enumeraba Adams, tenemos: 1. El componente de guía turística, que hace que la narración se articule sobre las etapas del viaje, es decir, hace que el itinerario sea el hilo conductor de toda la obra. 2. El viajero, que no es un simple observador, sino que participa en la acción como protagonista que vive y comenta sus experiencias, insertando la materia personal en el entramado de ciudades y monumentos que crea en virtud del punto anterior; 3. En los casos en que el factor novela alcanza un fuerte predominio sobre el primero, el autor puede llegar a la ficción de crear un personaje, reflejo de sí mismo, pero con nombre propio, al que hace protagonista del recorrido, de forma que la narración pasa de la primera persona característica de todo el grupo de los libros de viajes a una tercera más cercana a la narrativa de ficción. El último punto mencionado por Adams, la presencia de un momento dentro de la obra, que casi siempre coincide con el prólogo, en el que el autor habla sobre la naturaleza y virtudes del viaje, es una característica real pero que no contribuye a definir este tipo de obras, ya que se encuentra prácticamente en todos los libros de viajes. Tenemos, por tanto, dos formas de prosa que se entrecruzan dando lugar a todo tipo de combinaciones según la cantidad que el autor decida poner de uno y otro ingrediente. Cuando analizamos el texto de Arbasino sobre Buenos Aires a la luz de estas características, nos damos cuenta de que todo entra en la norma, podríamos decir, hasta que llegamos al itinerario: el autor no sigue un itinerario lineal y previsible; va hacia delante y hacia atrás en el espacio sin orden, visitando calles, cines, museos, plazas. Y no solo cambia de un lugar de la ciudad a otro, cambia incluso de país sin previo aviso, sin que el lector se lo espere, obligándolo a releer más de una vez los últimos párrafos porque han dejado de describir la ciudad en la que estaba para pasar a otra, evocada en la obra de otro autor o recordada en la experiencia de un viaje previo. En la última parte del texto, sin información clara sobre la evolución del recorrido, nos encontramos en Río, hablando de Carmen Miranda y del mítico cine Iris, de Copacabana o de Ipanema; y más
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adelante, mediante un «scomodo volo antelucano da Rio a Lima»5, pasa a esta ciudad (Arbasino 2012: 78). Se ha hablado con frecuencia de la técnica de yuxtaposición, de acumulación, como la que mejor describe la narrativa de Arbasino. Renato Barilli, el crítico que probablemente conoce mejor a nuestro autor y que con más acierto ha hablado de su particular estética, dice que sus obras «saranno zavorrate di accumuli, di una congestione di materiali, si ispireranno insomma ai principi della descrizione e dell’elenco; si tratta insomma di impadronirsi dei favolosi depositi di merce, materiale e ideale, concessi dalla società del boom»6 (Barilli 1995: 146). Esta forma narrativa responde, siempre en palabras de Renato Barilli, a la relación del escritor con la realidad y su particular visión del mundo (Barilli 1966: 22-23). El propio Arbasino, en una entrevista concedida a Giuseppe Rizzo, habla de esta técnica de yuxtaposiciones que él considera muy cercana al expresionismo: Nei miei accostamenti c’è di certo la poetica dell’objet trouvé, ma soprattutto la lezione espressionista del corto circuito tra le diverse parole. Il mio libro più surrealista è anche il mio libro più espressionista: ovvero Super-Eliogabalo, soprattutto per le descrizioni dei luoghi, che sono sempre onirici e deliranti. Sento dire spesso di questi tempi che sarei uno scrittore barocco, ma la definizione non mi soddisfa. Mi considero piuttosto uno scrittore espressionista. L’espressionismo non rifugge dall’effetto violentemente sgradevole, mentre invece il barocco lo fa. L’espressionismo tira dei tremendi vaffanculo, il barocco no. Il barocco è beneducato7 (Rizzo 2014).
5. «[...] incómodo vuelo de madrugada de Río a Lima». 6. «[...] estarán atiborradas de acumulaciones, de una congestión de materiales, se inspirarán por tanto en los principios de la descripción y el elenco; es decir, se trata de apoderarse de los ingentes depósitos de mercancías, materiales e ideales, que proporciona la sociedad del boom». 7. «En mis aproximaciones está sin duda la poética dell’objet trouvé, pero sobre todo la lección expresionista del cortocircuito entre las distintas palabras. Mi libro más surrealista es también el más expresionista: o Super-Eliogabalo, sobre todo por las descripciones de los lugares, que son siempre oníricos y delirantes. Oigo decir con frecuencia en estos tiempos que soy un escritor barroco, pero la definición no me satisface. Me considero más un escritor expresionista. El expresionismo no rehúye el efecto violentamente desagradable, mientras que el barroco sí lo hace. El
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3. La lengua del libro de viajes Los escritores que en todas las épocas han puesto por escrito sus experiencias de viaje han sentido una especial libertad a la hora de elegir la lengua en la que presentar la materia; desde los orígenes del género tenemos innumerables ejemplos de obras escritas en una lengua distinta de la propia del autor. La literatura de viajes ha sido un instrumento muy propicio para la experimentación de los autores que defendían una nueva forma de expresión; podemos decir que los factores que afectan a la elección de la lengua son fundamentalmente: estilo, moda y difusión. Por citar solo dos casos de los inicios del género en el ámbito de lo italiano, recordaremos que en el siglo xiii ya Martino da Canale había escrito su Cronique des Venitiens en francés y justificaba su elección diciendo que la «lengue française cort parmi le monde, et es la plus delitable a lire et a oir que nule autre» (Da Canale 1274 [1845]: 270). Y la misma decisión tomó Rustichello da Pisa, sin duda con el beneplácito de Marco Polo, redactando el Divisament du Monde en franco-véneto. Parece como si estas dos obras hubieran sentado el precedente para que los escritores posteriores de libros de viajes pudieran cambiar tranquilamente su lengua para elegir la que les asegurara un público más amplio. Cuando hablamos de la lengua de Arbasino nos encontramos en el punto óptimo de la experimentación; como autor de la neovanguardia italiana, la lengua es el instrumento perfecto para transmitir al lector su concepción del mundo y para agredir, podríamos decir, a ese mundo que lo agrede a él y al que quiere denunciar. La lengua es elemento de estilo y de movimiento estético, pero también de denuncia. En Pensieri selvaggi a Buenos Aires, Arbasino denuncia un mundo en el que él ve el anhelo y la exaltación de una sociedad de consumo que, por inalcanzable para aquellos que la desean y la veneran, es motivo constante de frustración. El propio autor decía en el congreso del Gruppo 63 (congreso programático de la neovanguardia italiana en el que sus expresionismo manda tremendos “a-tomar-por-culo”, el barroco no. El barroco es educado».
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artífices sentaron las bases del movimiento) que la función de la narrativa era la de «Confutare il Sistema» y que este objetivo «riconduce inevitabilmente al Linguaggio»8 (Arbasino 1966: 47). En el mismo congreso, Angelo Guglielmi alababa la lengua de Arbasino diciendo que se convertía en sus manos en un instrumento dúctil, capaz de decirlo todo (Guglielmi 1966: 37). En el libro de viajes Arbasino encuentra el lugar perfecto para su experimentación lingüística y, apoyado por la libertad que el género le concede, introduce frases o párrafos enteros en español e incluso en otros idiomas. Por citar solo uno de los innumerables ejemplos, nada más empezar la obra encontramos: Tranquilli. Mantilla e cedilla. Eventualmente, seguidilla. Hasta la vista, cuanto me gusta, mañana por la mañana. Inti-Illimani, come coca boliviana son le donne dell’Avana, ma a Copacabana la donna è Regina, la donna è sovrana... Come d’altronde a Ipanema... starring (obviamente) Irasema...9 (Arbasino 2012: 13).
Como puede verse, introduce términos y expresiones en español dentro de un texto en el que escribe en italiano, pero no se priva tampoco de poner una palabra en inglés. Otras veces (muchas), el párrafo es una sucesión casi compulsiva de palabras y conceptos en español: Calma. Arriba y abajo. A las cinco de la tarde, la vida es sueño, flores para los muertos, convidados de piedra, amado mío, igualdad... No se puede, sin embargo, tampoco, también, duende, llanto, cante hondo, corrida, movida, batucada, calienta, pimienta, cabeza, fortaleza, fortín... Conga, milonga, marimba, macumba, samba, caramba, carambola... Alborada nueva? Adelante, adelante. El Relicario? Qué garbo, qué rapto, qué éxtasis, qué écfrasis! (Arbasino 2012: 13).
Puede verse también que en ambos textos hay errores en el español: omite los signos de apertura y escribe alguna palabra sin su tilde
8. «Refutar el Sistema»; «conduce inevitablemente al Lenguaje». 9. «Tranquilos. Mantilla e cedilla. Eventualmente, seguidilla. Hasta la vista, cuanto me gusta, mañana por la mañana. Inti-Illimani, como coca boliviana son las mujeres de la Habana, pero en Copacabana la mujer es Reina, la mujer es soberana... Como por otra parte en Ipanema... starring (obviamente) Irasema...».
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correspondiente; pero al autor no le interesa la corrección lingüística, le interesa el efecto de extrañamiento que su obra crea en el lector; y le interesa también esa sensación de «estar fuera», tan querida por los viajeros que relatan sus aventuras. No consideramos que sea necesario dar más ejemplos de esta forma de concebir la lengua del relato de viajes, pero sí queremos insistir una vez más en que lo que acabamos de ver no es un hecho aislado en la obra, sino algo absolutamente recurrente.
4. La Buenos Aires de Arbasino Decíamos que el libro de viajes se estructura sobre un recorrido casi siempre fijado y casi siempre comunicado debidamente al lector, ya sea en el prólogo de la obra o en un «índice de los lugares visitados»; y avisábamos también de que esto desaparece por completo en la obra que nos ocupa. Del mismo modo que encontramos una lengua caótica en la que se mezcla todo, encontramos una descripción de lugares y aspectos de la ciudad que no sigue ningún patrón lógico. El libro es una acumulación de espacios y de la sensación que esos espacios dejan en el viajero. Empieza hablando del cine de los años cuarenta y enseguida Evita, la comida... Después de una vuelta a Lévi-Strauss y a Tristes trópicos, sin previo aviso estamos en Río, con Carmen Miranda y el Museu de Imagens do Inconsciente; después el cine Iris, Copacabana, Ipanema... Toda esta parte es una especie de «viaje en el pasado», un antiguo viaje —más mental y cultural que real— que lleva al autor a unos años sesenta añorados y perdidos. Y vuelta a Buenos Aires y al viaje en el que estábamos, al que nos reconduce la frase «E così, nel triste Ferragosto invernale di questo tristissimo emisfero australe»10 (Arbasino 2012: 44). Estamos en la Plaza de Mayo, en el Museo Evita, en las calles, nuevamente en cines y en museos. Pero en todo momento destaca la palabra «triste»; la Buenos Aires de Arbasino está llena de tristeza, de nostalgia por un pasado muy glorioso —de la ciudad y, probablemente, también del
10. «Y así, en el triste agosto invernal de este tristísimo hemisferio austral».
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autor—, de unos años sesenta en los que todo era esplendor y todas las posibilidades estaban abiertas, para ambos, creemos poder añadir. El teatro Colón de Buenos Aires le da la coartada perfecta para contraponer el presente gris y decadente a ese pasado que añora: antes rivalizaba con el Metropolitan de Nueva York en pagar a Carusso o a Maria Callas para que cantaran allí; ahora, en cambio: Soli soli al Teatro Colón, spettacoloso e gigantesco antro degradato e fatiscente [...]. In questo leggendario Kitsch moribondo, si aggirano come nella Classe morta di Kantor e nelle allucinazioni surrealistiche alla Magritte decine di simil-Borges molto distinti e in ordine: capelli bianchi a posto, completo chiaro, occhiali scuri, bastoncini d’appoggio, accompagnatrici di sostegno11 (Arbasino 2012: 38).
Tampoco las calles satisfacen a este viajero melancólico que encuentra tristeza y decrepitud en todo. El tradicional barrio de Borges, el «viejo y limitado Palermo» —escribe en español— le resulta «attualmente in gran parte cadente e morto»12 (Arbasino 2012: 52) y lo considera un sucedáneo, un Palermo no siciliano. Así continúa visitando la ciudad y hablando de gentes y de costumbres con la misma tristeza y nostalgia. Decíamos que la palabra que define su viaje es «tristeza», pero quizá hay más de nostalgia, o es esa nostalgia la que no le permite disfrutar de nada: «oggi il mio cuore è pieno di nostalgia»13 (Arbasino 2012: 52), dice citando a Lévi-Strauss y haciendo suya la frase. «E piove»14 (Arbasino 2012: 61). Lo último que nos describe, antes de salir de Argentina, es el hotel en el que se aloja: «Triste e solitario e forse anacronistico, il magnifico albergo Alvear si conserva emblematico praticamente nel nulla, in questa demoralizzata season 2008,
11. «Completamente solos en el Teatro Colón, espectacular y gigantesco antro degradado y ruinoso [...]. En este legendario Kitsch moribundo dan vueltas como en la Clase muerta de Kantor o en las alucinaciones surrealistas de Magritte decenas de semi-Borges muy distinguidos y compuestos: pelo blanco ordenado, traje de chaqueta claro, gafas oscuras, bastones de apoyo, acompañantes de sostén». 12. «[...] actualmente en gran parte ruinoso y muerto». 13. «[...] hoy mi corazón está lleno de nostalgia». 14. «Y llueve».
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col suo stupendo breakfast che riunisce adesso due diversi pubblici»15 (Arbasino 2012: 61). Como hemos podido comprobar, Arbasino describe una ciudad que él percibe como decadente y enferma; pero a esto ya nos tenía acostumbrados, lo había hecho otras veces en sus anteriores libros de viaje, como en De la Élade a Bizancio, donde también nos había dicho que detestaba todo lo que veía en esa otra civilización pasada y antigua. La tristeza de los trópicos de Lévi-Strauss es no solo su punto de partida, la guía que lleva consigo durante el viaje, sino también el espíritu que lo acompaña en todo el recorrido.
Bibliografía Adams, Percy G. (1983): Travel literature and the evolution of the novel. Kentucky: University Press of Kentuky. Arbasino, Alberto (1966): Sin título. En Gruppo 63. Il romanzo sperimentale. Milano: Feltrinelli, pp. 46-48. — (2012): Pensieri selvaggi a Buenos Aires. Milano: Adelphi. Barilli, Renato (1966): Sin título, en Gruppo 63. Il romanzo sperimentale. Milano: Feltrinelli, pp. 11-26. — (1995): La neovanguardia italiana. Bologna: Il Mulino. Berardinelli, Alberto (2010): «Come convivere con Arbasino», en Il Foglio, 22 de enero [en línea]. (27-02-2018). Corti, Maria (1976): Principi della comunicazione letteraria. Milano: Bompiani. da Canale, Martino (1274 [1845]): Cronique des Venitiens, en Archivio Storico Italiano l serie, vol. VIII. Firenze. Guglielmi, Angelo (1966): Sin título, en Gruppo 63. Il romanzo sperimentale. Milano: Feltrinelli, pp. 27-39. Lévi-Strauss, Claude (1955 [1988]): Tristes Trópicos. Barcelona: Paidós.
15. «Triste y solitario y quizá anacrónico, el magnífico hotel Alvear se mantiene emblemático prácticamente en la nada, en esta desmoralizada season 2008, con su estupendo e irreal breakfast que ahora reúne a dos públicos distintos».
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Médam, Alain (1982): L’esprit au long cours. Pour une sociologie du voyage. Paris: Méridiens-Anthropos. Rizzo, Giuseppe (2014): «Alberto Arbasino, en Studio, 24 de enero [en línea]. (2702-2018). Rousseau, Jean-Jacques (1762 [1966]): Émile ou de l’éducation. Paris: Garnier Flammarion.
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De Génova a Buenos Aires y más allá Edmondo de Amicis y la emigración italiana Elisa Martínez Garrido Universidad Complutense de Madrid
1. De Amicis: la cuestión americana Hablar de Edmondo de Amicis (1846-1908) significa en parte hablar de Argentina, de Buenos Aires y de emigración italiana. El escritor fue uno de los autores del siglo xix que conoció más de cerca la problemática social y antropológica de la emigración italiana en Argentina, durante la segunda mitad del siglo xix. Su libro En el océano (1889), la primera novela italiana de la emigración1, nos enfrenta con la dura realidad del viaje hacia La Merica, donde los desheredados esperaban encontrar alimento y trabajo. De Amicis visitó Buenos Aires en varias ocasiones. La primera de ellas como corresponsal del periódico El Nacional, en 1884, solo dos años antes de la publicación de Corazón (1886). Su conocidísimo 1. La primera edición del libro corrió a cargo de la editorial Treves de Milán, y tras el éxito de Corazón, En el océano constituyó también un nuevo boom de ventas (Marcolini 2016: 197).
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libro, manual de pedagogía postunitaria para la sociedad italiana del xix y de buena parte del siglo xx, hace en varias ocasiones referencia a los procesos migratorios, aunque de manera velada. En la obra de 1886 se menciona el fenómeno por primera vez en relación con el padre de Crossi, un chico de clase obrera depauperada, cuyo progenitor ha tenido que emigrar a América. Estamos en el capítulo «En una buhardilla» («In una soffitta»), incluido en la sección dedicada al mes de «Octubre» (De Amicis 1996: 115). Idéntica referencia al mismo chico de la clase de Enrique, y al regreso de su padre de América, después de los seis años, encontramos en el capítulo «Vaporino» («Vaporetto», correspondiente al mes de «Febrero») (De Amicis 1996: 196). En el cuento del mismo mes, titulado «El enfermero de papá» («L’nfermiere di tata»), se vuelve a mencionar a un niño de un pueblecito de los alrededores de Nápoles, cuyo padre había emigrado también a Francia (De Amicis 1996: 205, 206). Ahora bien, solo en las secciones narrativas correspondientes a los meses de «Mayo» y de «Junio» hallamos relatos que hablan directamente de la odisea migratoria y de la travesía por mar. El primero, el famoso «De los Apeninos a los Andes», es la historia del viaje de un niño a Argentina; el segundo, «Naufragio», aunque menos conocido, está también inspirado en la experiencia de la travesía marítima. El relato narra la generosidad heroica de otro chico, siciliano y huérfano, quien da la vida por su amiga. El viaje de los dos adolescentes, desde Londres a Nápoles, con el inesperado naufragio y el sacrificio del niño, inspira en parte el amor desgraciado de los protagonistas de la película de James Cameron de 1997, Titanic. Siguiendo con Corazón y con la emigración italiana a Argentina, en «De Los Apeninos a los Andes», el viaje a Buenos Aires y a otras ciudades argentinas se convierte en el banco de prueba de la formación heroica del protagonista. Marcos, el chico genovés de trece años, se embarca hacia el país americano para encontrar a su madre. El viaje de formación del niño, a la búsqueda del amor materno, nos lleva hasta la little Italy argentina en Buenos Aires y en Rosario, ciudades donde el personaje es recibido como un hijo más de la «madre Italia» en el
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exilio migratorio; por los genoveses, habitantes del barrio de la Boca2, en la primera ciudad: —Oye, italianito. Vas a ir con esta carta a Boca, un poblado donde la mitad por lo menos son genoveses y que se encuentra a dos horas de camino. Todos sabrán decirte por dónde has de ir. Una vez allí, buscas al señor al que va dirigido el sobre, persona muy conocida; le entregas la carta, y él te facilitará el medio para salir mañana mismo para Rosario. No dejará de recomendarte a alguien de allá, que tal vez te proporcione la manera de proseguir hasta Córdoba, donde hallarás a la familia Mequínez y a tu madre. Entre tanto, toma esto —y le dio algunas monedas—. Anda, y no te desanimes. En este país hay muchos compatriotas tuyos, que no te abandonarán. Ya lo verás. No te desanimes por nada. ¡Adiós! (De Amicis 1996: 233).
O por los lombardos de la taberna La Estrella de Italia, en Rosario: El lombardo se puso en marcha y Marco le siguió. Anduvieron un buen trecho de calle juntos, sin hablar. El hombre se detuvo ante la puerta de una cantina que tenía en el dintel una estrella y debajo el rótulo: La estrella de Italia; se asomó al interior y dijo al muchacho: —Llegamos en buen momento. Entraron en una amplia sala, donde había varias mesas y bastantes hombres sentados, que bebían y hablaban fuerte. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y por la manera de saludar a los seis parroquianos que estaban a su alrededor se comprendía que había estado con ellos poco antes. Estaban muy encarnados y hacían sonar los vasos, voceando y riendo. —¡Camaradas! Aquí tenéis a este chico, compatriota nuestro, que ha venido solo desde Génova en busca de su madre. En Buenos Aires le dijeron que no estaba allí, que se encontraba en Córdoba. Ha venido en barco a Rosario y ha empleado en el viaje tres días y tres noches. Trae una carta de recomendación escrita por un italiano de la Boca; [...] No tiene un céntimo. Está aquí desesperado. [...] Algo debemos hacer por él, ¿no os parece? [...] ¿Vamos a dejarlo aquí como a un perro abandonado?
2. La Boca es el barrio bonaerense donde había mayor población de italianos, sobre todo genoveses. El número de italianos, en los años ochenta del siglo xix, alcanzó más de la mitad de la población. La Boca es una zona al extremo sur de Buenos Aires, adyacente a Puerto Madero, el gran distrito portuario. No estaba habitada por argentinos por ser muy propensa a las inundaciones. Los emigrantes italianos dieron al barrio un tono variopinto, con casas pintadas de vivos colores. Hoy continúa siendo uno de los espacios bonaerenses más visitados.
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—¡Por nada del mundo! ¡Eso no se dirá jamás de nosotros! —gritaron todos a la vez, dando puñetazos en la mesa—. ¡Un compatriota nuestro! —¡Ven acá, pequeño! ¡Cuenta con nosotros los emigrantes! (De Amicis 1996: 235).
Los compatriotas (palabra repetida frecuentemente a lo largo del cuento) de Buenos Aires y de Rosario son, pues, según las palabras del himno de Mamelli, i fratelli d’Italia en América. Estos se organizan lejos de la tierra de origen, unidos, en torno a una nueva matria: la Italo-Argentina3. La problemática emocional de la emigración italiana, vertebrada en torno a la visión dolorosa del éxodo migratorio, como ya sabemos, vuelve a reproducirse en En el océano (1889), obra en la que se describen la travesía y la odisea de los campesinos italianos hacia Argentina y hacia Uruguay, en pésimas condiciones, en tercera clase, en busca del sustento en una nueva tierra de acogida. El hambre de toda la Italia campesina se muestra aquí como la razón principal del viaje de los trabajadores del campo a América. A partir de este momento, De Amicis critica las políticas de la Italia postunitaria, la que ha olvidado los ideales mazzinianos y garibaldinos que movilizaron a un gran número de ciudadanos por la unidad para reprimir brutalmente, bajo el gobierno de Francesco Crispi, las demandas de los más humildes (Duggan 2007: 369-386). Los textos de Edmondo de Amicis antes citados constituyen, por tanto, un muestrario de las difíciles condiciones de vida de la clase obrera y del campesinado italiano en la segunda mitad del Ottocento. El escritor denuncia, indirectamente, el fracaso de los ideales del Risorgimento y la frustración del cuarto estado4. La descripción del viaje de los campesinos, pasajeros de la nave Galileo, constituye un documento 3. En la reflexión «Amor de Patria», realizada en Corazón, en la sección correspondiente al mes de «Enero», el primer motivo que se aduce para argumentar el amor a la patria es que «mi madre es italiana, porque la sangre que me corre por las venas es italiana» (De Amicis 1996: 187). Se opera ya aquí la fusión entre madre biológica y madre nacional. 4. Recuérdese el famoso cuadro de Pelliza da Volpedo, titulado «El cuarto estado», con el que Bernardo Bertolucci abre su famoso filme Novecento.
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antropológico sumamente veraz y conmovedor acerca de la miseria rural de los últimos años del siglo xix italiano: Pero la mayor parte, había que reconocerlo, era gente obligada a emigrar, por el hambre, tras haberse debatido inútilmente, durante años, bajo la garra de la miseria. Había trabajadores ocasionales de la zona de Vercelli, con mujer e hijos, matándose a trabajar, que no logran ganar quinientas liras al año, en el caso de que obtuvieran trabajo; estaban también los campesinos de la zona de Mantua que, en los meses de frío, pasan a la otra orilla del Po para recoger tubérculos negros, con los que se sustentan una vez cocidos, no se alimentan, pero logran no morirse de hambre durante el invierno; o los arroceros de la baja Lombardía que por una lira al día sudan durante horas, fustigados por el sol, con la fiebre dentro de los huesos, dentro del agua fangosa que los envenena, comiendo solo polenta, pan mohoso y tocino rancio. Había campesinos de la zona de Pavía, quienes para vestirse y poder tener sus instrumentos de trabajo hipotecan sus propios brazos y no logran trabajar lo necesario para liberarse de sus deudas, y deben renovar el contrato de arrendamiento cada año, en condiciones aún más duras. Se reducen así a la hambrienta esclavitud sin esperanza, de la que solo pueden escapar con la muerte o con la huida. Y había también muchos de esos calabreses de los que viven solo de pan y lentejas silvestres, de ese alimento que parece una pasta de serrín y barro, y que en los años de malas cosechas comen las malas hierbas del campo, cocidas y sin sal, o devoran las cimas crudas del heno, como el ganado, y estaban también esos campesinos brutotes de Basilicata, de los que hacen cinco o seis millas de camino al día hasta llegar al puesto de trabajo, acarreando a la espalda con todos los instrumentos de trabajo, y que duermen con el cerdo y con el burro encima de la tierra desnuda, dentro de horribles chamizos sin chimenea, adecentados con trozos de madera resinosa, de los que no comen un trozo de carne en todo el año, si no cuando accidentalmente muere uno de sus animales. Estaban también muchos de la Puglia, de los que solo comen pan negro y agua con sal, de esos que con su pan y ciento cincuenta liras al año deben mantener a la familia de la ciudad, alejada de ellos, y que en el campo, donde se matan a trabajar, duermen encima de sacos de paja, dentro de nichos excavados dentro de la pared de una mísera habitación, por la que destila la lluvia y entra el viento. Para acabar había también un buen número de propietarios de tierras, reducidos a condiciones de miseria por el peso de unos impuestos, únicos en el mundo, que los habían llevado a unas condiciones de infelicidad como la de los proletarios; vivían en casuchas de las que querrían escapar, tan míseras que “no podían ni tan siquiera vivir con higiene, aun en el caso de ser obligados por ley a hacerlo”. Todos ellos no emigraban por espíritu de aventura. Para darse cuenta de ello no hacía falta nada más que mirarlos y ver cuántos cuerpos de sólido esqueleto había entre aquella muchedumbre, a los que las privaciones les habían arrancado la carne, y cuántos rostros dignos que decían sin palabras haber combatido y dado su propia sangre antes de desertar en el campo de batalla (De Amicis 1889: 22).
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En este pasaje, como ya sucedía en el poema Los emigrantes (1882), escrito antes del primer viaje deamicisiano a América, el autor contempla, emotiva y patéticamente, la gran prueba de la iniciación grupal de la Italia desposeída hacia América, casi una muerte real y desde luego simbólica. Apagada la vista, el cuerpo inerte. Extenuados, de aspecto triste y grave. Estrechando la esposa el brazo fuerte. Ascienden a la nave cual se sube al tablado de la muerte. Cada cual contra el pecho firme cierra cuanto posee mísero en la tierra: aquél un bulto, el otro un tierno infante que al cuello se le aferra temiendo al mar que ruge resonante. Suben a bordo en larga fila, mudos; y en sus semblantes rudos de desvelado llanto humedecidos aún por los saludos al país en el cual fueren nacidos, la mirada reluce, que, funesta, sobre Génova todos tienen puesta. Con estupor profundo, como sobre una fiesta la vista fijaría un moribundo. Ora cruzan el líquido elemento a proa, combatidos por el viento; van a tierra lejana en busca del sustento que la patria cruel niega inhumana. Por traidor mercader van engañados como objetos de escarnio al extranjero: bestias de carga, ilotas despreciados, carne de pudridero que alquiló por vil precio el usurero. ¿Adónde irán? A la región incierta en la cual tanta gente quedó muerta; como el mendigo ciego vagabundo llama de puerta en puerta, ellos errantes van de mundo en mundo. Van con sus hijos como gran tesoro;
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por capital, una moneda de oro fruto vil de sus sudores y las mujeres van con hondo lloro heridas del dolor de los dolores. Y a pesar de la angustia de tal hora, cada uno a su patria fiel adora, aman, no obstante, el maldecido suelo que a sus hijos devora, donde uno goza y mil claman al cielo. En tan solemnes últimos instantes recuerdan las cascadas resonantes, las casitas blancas do vivieran, los lagos brillantes, la aldea feliz en que nacieran. Tal vez lanzando alguno un alarido tornara presuroso al pobre nido de la elevada cumbre, en donde el padre de dolor transido no soporte la inmensa pesadumbre. ¡Pobres viejos, adiós! Quizá en un plazo muy corto, la miseria con su abrazo os circunde, y al gran montón de escombros iréis en cuatro hombros, y os echará la tierra un solo brazo. ¡Pobres viejos, adiós! Quizá a esta hora en las colinas que el ocaso dora lloráis por vuestros hijos; vuestros llantos los bendicen ahora... ¡Todos van a sufrir: a morir cuántos! Ya se mueve el bajel, comienza lento. Zarpa, Génova gira, sopla el viento, vago velo se esparce en la ribera, se agita al firmamento el gentil gallardete y la bandera. Quien, la costa al perder, extiende el brazo; quien inclina la frente en el regazo do va su niño, el dique de sus ojos rompido, añuda el lazo... Quien, a Dios implorando, cae de hinojos. La nave se apresura; muere el día; el rumor de cruel melancolía de las ondas, reunido al son incierto, proclama la agonía de las almas que quedan en el puerto.
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Elisa Martínez Garrido ¡Ay, hermanos, adiós!, turba doliente, compasivo os sea el cielo, el mar clemente; que el sol no os abandone en el viaje; adiós, mísera gente: ¡ánimo, hermanos, paz, valor, coraje! De fraternal cariño atad el nudo; a los niños cuidad del cambio rudo; repartiros el pan, ropas, dinero; como un haz, al sañudo combate resistid del extranjero. Y que os consienta Dios cruzar los mares, y todavía encontrar de las desiertas moradas, sin pesares (De Amicis 2016).
El dolor de la separación, la añoranza de la tierra italiana de origen y su melancólico recuerdo están también presentes en su libro Impresiones de América, acuarelas y dibujos (1897)5, especialmente en el capítulo «Los campesinos de Italia», originariamente una conferencia pronunciada en Trieste en enero de 1887. Dada la ciudad donde tuvo lugar, en aquel momento aún bajo el dominio austríaco, el autor insistió en el amor patriótico de las colonias de Santa Fe, sobre todo en la de San Carlos, en su mayoría formada por piamonteses, quienes, en las tierras más allá de la Pampa, habían creado su pequeña Italia o, mejor dicho, su pequeña Italia piamontesa y septentrional6. En la colonia se izaba la bandera tricolor para recibir a los compatriotas, en este caso al mismo De Amicis, se estudiaba la lengua italiana7 5. La obra, con este título, ve la luz en Madrid en 1889, traducida por Hermenegildo Giner de los Ríos, en la editorial de Agustín Jubera (García Aguilar 2006: 116). En italiano, bajo el título In America se publicó por primera vez en 1897, en Roma, en la editorial de Enrico Voghera. La edición utilizada para este trabajo es una reproducción digital, con dibujos de Gino de Bini y gravados de Foli, publicada por Forgotten Books en 2015, reproducción de la copia original de 1897, obtenida de la Universidad de Toronto. 6. La segunda fase de la emigración italiana a Argentina se inicia en los años setenta del siglo xix. Ha sido definida como la noroccidental, debido a la procedencia septentrional del flujo migratorio (Sarra 2018: 1). 7. El empeño de los emigrantes por estudiar el italiano estándar favoreció considerablemente el proceso de identidad nacional entre los italianos de las distintas regiones. La necesidad de mantener vínculos familiares con la península italiana
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y se hablaba el dialecto, ayudándose entre sí todos los habitantes como si fueran hermanos. Todos bajaron al suelo y corrieron a nuestro encuentro, gritando: —¡San Carlos! ¿Dónde está nuestro compatriota8? Ah, ¿qué importaba que el compatriota fuera un pobre personaje, indigno de aquella gran cortesía? Era un hijito de su gran madre lejana, al que los hijos de aquel país, los argentinos, habían mostrado su cortesía, esa cortesía había acabado por llegarles a ellos, y se sentían por eso orgullosos y le estaban agradecidos. Su compatriota se precipitó rápidamente de la carroza dando las gracias9 de todo corazón; y no fue necesario que hablara: ellos entendían que toda su alma estaba desbordada de simpatía y de gratitud hacia ellos, buenos hermanos, que a cinco millas de distancia les dejaba sentir el aliento y la caricia de la patria (De Amicis 1887 [2015]: 56-59). Alrededor de la plaza había centenares de volante10 y a un lado la larga fila de caballos ensillados con las mantas tricolores (De Amicis 1897 [2015]: 74).
Los emigrantes septentrionales recrean además, a través de la bandera tricolor, su pequeña patria-matria11. Es de nuevo el ámbito regional el que vertebra en primer lugar el recuerdo emotivo del origen, aunque ya, idealmente, dentro de un marco nacional más amplio. Los campesinos asentados en Santa Fe y en San Carlos no establecen, sin embargo, verdaderos lazos de unión con las colonias italianas del sur. Este hecho contribuyó a incrementar la arrogancia y el nacionalismo de los oriundos de Argentina12:
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a través de la correspondencia fue el motor decisivo de la alfabetización de los emigrantes italianos en América. En cursiva en el original. En cursiva en el original. En cursiva en el original. A partir de 1910, bajo la presidencia de Roque Saénz Peña, se aprueba el sufragio universal. Así, los emigrantes logran ser ciudadanos argentinos de pleno derecho y se facilita al cien por cien su asimilación con los ciudadanos argentinos. Los primeros, aunque mantuvieron vivas su lengua y sus costumbres, a partir de este momento comenzaron a sentir que la Argentina era su verdadera patria (Sarra 2018: 5). En 1899 las autoridades argentinas hablaban de una verdadera invasión italiana en Buenos Aires. Los italianos invadían los teatros de segunda y tercera categoría,
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El argentino es generoso, [...] pero conserva siempre, no puede ser de otra manera, el orgullo del primer dueño y señor de su tierra; mira un poco desde arriba a toda esa pobre gente que debió abandonar la patria para buscarse la vida más allá de la inmensa llanura que él había conquistado (De Amicis 1897: 109). —Vosotros no estáis en vuestra casa. —Y se debe añadir que ahí se sienten todos los inconvenientes de la reducida fuerza colectiva de la colonia italiana, la cual, a pesar de ser la más numerosa, no es, sin embargo, la más influyente, debido a que es la más extendida entre las distintas ciudades y el campo, está además formada por el mayor número de clases más incultas y no cuenta con la defensa de sociedades poderosas que la defiendan y no está ligada por vínculos comerciales con la patria; al mismo tiempo la diversidad y la distinta índole de los trabajos que realizan los italianos impide una mayor unión moral entre las distintas y tan diferentes regiones de Italia que componen la emigración (De Amicis 1897: 110-111).
En estas dos obras, posteriores a Corazón, a través de la observación y descripción antropológica de los procesos migratorios, De Amicis empieza a plantear la imposibilidad de la integración y de la falta de cohesión de los italianos en América. A partir de aquí, del realismo verista de sus documentales, dedicados a la tragedia humana de los emigrantes, el escritor llega a una toma de conciencia política en defensa de las clases populares; de ahí nacerá su posterior adhesión al socialismo. El autor, en sus libros dedicados a América, y más concretamente a Argentina, mezcla pues el romanticismo exótico del viajero13 apasionado con la defensa social de los más desfavorecidos. Por tanto, la denuncia de las condiciones de vida de la clase trabajadora, ya presente en Corazón, se acentúa en Sobre el océano y en Impresiones de América, hasta llegar a su novela póstuma: Primero de mayo (1980), donde ya se defiende abiertamente un ideario de justicia social claramente socialista. Se puede afirmar, en consecuencia, que la experiencia directa del conflicto migratorio italiano, visto como fracaso de los ideales
los paseos, las iglesias, las calles, los asilos, los hospitales, los mercados. Según los sociólogos argentinos lo más preocupante era que de la masa migratoria italiana estaba empezando a resurgir una élite italiana (Bravo Herrera 2018: 4). 13. De Amicis fue un escritor de viajes; como corresponsal de La Nación, escribió libros sobre España, Marruecos, Estambul, Londres, París... (Traversetti 1991: 41-59).
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unitarios, contribuyó enormemente al compromiso sociopolítico del escritor. Este, de ser un patriota que había luchado en la batalla de Custoza (1866) y que había tomado parte en la de Porta Pía (1870)14, pasó a ser, con el tiempo, una de las piezas claves del socialismo humanitario de Filippo Turati15. El escritor y periodista italiano exploró el nuevo continente, probó admiración por su diversidad paisajística y por la novedad antropológica de los habitantes de las tierras del Río de La Plata. Y, desde la fusión de ambas tendencias poéticas, el realismo y el exotismo posromántico, podemos analizar su libro de viajes Impresiones de América (1897), donde la descripción admirada de las grandes ciudades argentinas, en especial de Buenos Aires, grandiosa en su diseño simétrico y en su trazado lineal, contrasta con la inmensidad ilimitada de la Pampa y con las costumbres rudas de sus habitantes. Argentina y Buenos Aires son concebidas por él como la otra patria italiana, la otra nueva Italia, la de los desheredados, situada más allá del océano, en la que han nacido los hijos de la primera generación de emigrantes y en la que se enterrarán sus huesos (De Amicis 1897 [2015]: 120). La riqueza de la tierra de La Plata, sus posibilidades económicas, naturales y humanas hacen de este país una representación mítica de la «tierra prometida», a la que los humildes pueden acceder para lograr un nuevo arraigamiento y una nueva identidad.
2. El heroísmo materno y patriótico en «De los Apeninos a los Andes» Como ya sabemos, el cuento «De los Apeninos a los Andes»16 nos enfrenta con la formación heroica de Marcos, el protagonista de la 14. Las experiencias patrióticas de Edmondo de Amicis se recogen en L’Italia militare (1880). 15. Filippo Turati fue el fundador del Partido Socialista Italiano en 1892. En 1890, Edmondo de Amicis se declara socialista, pocos meses antes de que Turati funde su revista Critica sociale (Baldissone 1996: CXIII). 16. El cuento se publicó por primera vez en octubre de 1886, en Nuova Antologia, con el título «Il bimbo in America».
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historia. En este caso, la unidad interregional de Italia, según el ideario postunitario de De Amicis, trazado como uno de los principales hilos conductores de la estructura narrativa y de la temática de Corazón, deja paso a la Liguria y, más concretamente, a la ciudad de Génova17, uno de los puertos más importantes del Mediterráneo; la ciudad ligur despidió a un gran número de emigrantes italianos en su viaje hacia Argentina. El protagonista, cuya madre había emigrado a Buenos Aires para ayudar a la familia, decide hacer la travesía a América para obtener noticias de su progenitora, de la cual ha perdido la pista. Es precisamente esta situación de privación o de pérdida materna, unida a la precedente precariedad económica, la que fuerza el viaje de Marcos a Buenos Aires. Estamos, por tanto, ante un Bildungsroman en donde abundan, como en todo el libro de Corazón, las valencias maternas18. Se funden así en toda la obra deamicisiana, y por supuesto también en este relato, el amor por la propia madre y el amor por Italia. El joven héroe de De Amicis, Marcos, en su mismo viaje ardoroso en busca de la propia madre, cohesiona el culto religioso materno con la «sagrada» devoción patriótica. La madre de Marcos es una de las tantas mujeres italianas, valientes y generosas, que se vieron obligadas a emigrar para poder, mediante sus ingresos, «alimentar» a la familia y, mediante el ahorro, devolver la salud a su maltrecha economía. Una mujer fuerte y abnegada, una figura femenina, que se repite en varios pasajes de Corazón y que está también presente en En el océano: Hace muchos años, un chico genovés de trece años, hijo de un obrero, marchó solo desde Génova a América en busca de su madre, que dos años antes había ido a Buenos Aires, capital de la república argentina, para ponerse a servir en alguna
17. Cada cuento mensual está dedicado a una región de Italia. El de «Mayo» es el más largo, un relato que casi podría definirse como novela breve. No debemos olvidar que Edmondo de Amicis era de origen ligur, concretamente de Oneglia, en la provincia de Imperia, y, aunque asentado en Turín, murió en Bordighera, otra ciudad ligur de la misma provincia. 18. La vida y la obra de Edmondo de Amicis estuvo marcada por la figura de la madre (Baldissone 1996).
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casa de gente rica y ayudar, de este modo, a salir de apuros a su familia, que, por diversas causas, había caído en la pobreza y contraído bastantes deudas. No son pocas las mujeres intrépidas que realizan un viaje tan largo con ese mismo fin, y que, gracias a la remuneración que tienen allá los servicios domésticos, regresan a la patria al cabo de unos años con unos miles de liras (De Amicis 1996: 340).
La madre de Marcos reúne en sí misma todos los atributos de la mujer beatífica. Ella es la encargada de fusionar los pilares básicos del ideal político de De Amicis: familia, escuela19 y patria/matria. 2.1. Paisajes urbanos y paisajes exóticos: los espacios míticos de la formación de Marcos Tras un año de silencio entre la familia genovesa y la madre en la emigración, después de una carta en la que se comunica el precario estado de salud de la mujer, el padre y los hijos deciden ponerse en contacto con el consulado italiano en Buenos Aires. Al no obtener noticias, Marcos toma la decisión de viajar a América. Es valiente y está decidido porque, «cuando esté en Buenos Aires no tengo más que buscar el comercio del tío. Hay tantos italianos por aquellas tierras que alguno me dirá dónde he de ir... Ocurra lo que ocurra, allí hay trabajo para todos...» (De Amicis 1996: 302-303). El pasaje hasta Argentina se lo paga el capitán del barco, amigo de la familia. Así, como un viajero más de tercera, llega a la capital. Tras las duras pruebas de la travesía, con una melancolía insoportable y en un estado de profunda soledad, únicamente mitigada por la amistad con un hombre lombardo que viaja también a la búsqueda de su hijo, agricultor en Rosario, después de veintisiete días de viaje Marcos divisa Buenos Aires, una ciudad enorme que se extiende a lo largo del Río de 19. Para de Amicis la escuela y la maestra son también una madre que cuida y educa a los hijos de Italia (De Amicis 1996: 156-157). Los ideales pedagógicos del escritor se ponen de manifiesto en muchas de sus obras, principalmente en Romanzo di un maestro, verdadero documental pedagógico al servicio de una escuela interregional, interclasista y laica, un ideal escolar de la Italia progresista en la segunda mitad del Ottocento.
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La Plata. Ya con los pies en tierra pregunta por la calle de Las Artes, la dirección donde espera abrazar a su madre. Casualmente un «compatriota» lo ubica en la senda correcta. La descripción de la capital bonaerense nos pone en contacto con la grandeza de una urbe moderna, amplia, cosmopolita y bulliciosa: Era una calle recta, interminable pero bastante estrecha, con casas blancas y bajas, parecidas a casitas de campo, llena de gente y de carruajes, que producían un ruido ensordecedor. Por una y otra parte se veían grandes banderas de los más diversos colores que tenían escrito en letras grandes el horario de salida de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante, mirando a derecha y a izquierda, veía otras calles tiradas a cordel, tan largas que los extremos parecía que iban a tocarse, también de casas bajas y blancas, llenas de gente y de vehículos, situadas en el mismo plano de la ilimitada llanura americana, semejante al mar, cuyo horizonte es un círculo cerrado. La ciudad le parecía infinita, y que podría andar por ella día y semanas viendo por doquier calles como aquéllas, figurándosele que toda América era una inmensa ciudad (De Amicis 1996: 305-307).
El mismo patrón urbano sirve para describir las restantes ciudades argentinas por las que tiene que atravesar el protagonista hasta llegar a su meta, siempre más lejana. En primer lugar Rosario: Al entrar en Rosario, parecíale hallarse en una ciudad conocida. Ante su vista se ofrecían de nuevo calles interminables, tiradas a cordel, de casas bajas y blancas, cruzadas en todas direcciones, por encima de los tejados, por una maraña de hilos de luz, semejantes a enormes telarañas, y un gran tropel de gente, de caballerías y de vehículos. La cabeza se le iba, y creía hallarse de nuevo en Buenos Aires, teniendo que buscar al primo de su padre (De Amicis 1996: 312).
En segundo, Córdoba: Era de noche. Entró en la ciudad y le pareció que se encontraba otra vez en Rosario por ver de nuevo las calles largas y rectas, flanqueadas de casitas bajas, cortadas por otras calles, asimismo muy largas y rectas. Pero había poca gente.
Por último, Tucumán,
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una de las más suaves y florecientes de la República Argentina, le pareció que volvía a ver Córdoba, Rosario y Buenos Aires, puesto que contemplaba análogas calles largas y rectas con las mismas casas blancas y bajas20 (De Amicis 1996: 312).
En ninguna de las tres ciudades encuentra a la madre. Obtiene noticias vagas de los cambios de domicilio que ha sufrido la familia para la que trabajaba. Aunque todos le dan pistas acerca de la mujer genovesa que servía para la familia Mequínez, no logra encontrarla. Así, de un sitio pasa a otro, ayudado por la bondad solidaria de los italianos que salen a su encuentro, y logra seguir su camino. Entre medias, entre ciudad y ciudad, debe enfrentarse a la inmensidad de la Pampa, a la belleza de los Andes y a la exuberante vegetación de las selvas tropicales, antes de su llegada a Saladillo, el destino final de su viaje heroico, donde encontrará finalmente a su madre enferma21. De este modo De Amicis, ya famoso escritor de libros de viajes, tiene ocasión de enfrentar al lector europeo con la grandeza y con el exotismo de los espacios geográficos de la Argentina: Al cabo de tantos días de viaje a través de la ilimitada planicie, siempre igual, veía delante de sí una cadena de montañas muy elevadas, azuladas y con las cimas nevadas, que le recordaban los Alpes y le producían la sensación de aproximarse a su tierra. Eran los Andes, la espina dorsal del continente americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra del fuego, bordeando la parte occidental de América del Sur, hasta el istmo de Panamá, con una longitud de 7500 km., prolongándose luego con diversos nombres por Centroamérica y América del Norte hasta Alaska, en el Océano Glacial Ártico. Era medianoche, y Marco, después de haber pasado muchas horas al borde de un foso, completamente extenuado, marchaba a través de una floresta de árboles
20. El parecido de las distintas ciudades argentinas, unido al viaje por el interior del país, de Buenos Aires a Rosario y luego a Córdoba, y más tarde a Tucumán, pasando por Santiago del Estero hasta volver al sur, a Saladillo, casi cerca de Buenos Aires, contribuye a la tensión laberíntica del viaje de Marcos. La semejanza de las distintas ciudades argentinas enfatiza, por tanto, el cansancio y la pérdida del niño, solo, en el nuevo continente. Por otra parte, la semejanza de las distintas ciudades argentinas refleja además la prosperidad económica y mercantil del país americano. 21. Se trata de un viaje casi circular, hecho que favorece la sensación de trampa laberíntica.
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gigantescos, monstruos de la vegetación, de troncos desmesurados, semejantes a columnas de catedrales, que a una altura inconcebible entrelazaban sus enormes copas plateadas por la luna. En aquella semioscuridad veía vagamente millares de troncos de todas formas, rectos e inclinados, retorcidos, interpuestos en extrañas actitudes de amenaza y de lucha; por el suelo algunos derribados, como torres caídas de una vez, cubiertos de una vegetación exuberante y confusa, que parecía una multitud furiosa, disputándose el espacio palmo a palmo; otros formaban grupos verticales y apretados como haces de lanzas titánicas, cuyas puntas se ocultaban en las nubes; una grandiosidad soberbia; un desorden prodigioso de formas colosales, el espectáculo más majestuosamente terrible que jamás le había ofrecido la naturaleza vegetal, propio de la selva virgen. En ciertos momentos le sobrecogía un gran estupor, pero pronto volaba con el pensamiento hacia su madre. Estaba agotado, con los pies ensangrentados, solo en aquella imponente selva, donde únicamente veía a largos intervalos pequeñas viviendas humanas, que al pie de aquellos majestuosos árboles parecían nidos de hormigas, y algún que otro búfalo dormido en el camino. Se encontraba rendido de cansancio y solo, mas no por eso tenía miedo. La grandeza de la selva virgen elevaba su alma; la proximidad de su madre le comunicaba la fuerza y el atrevimiento de un hombre; el recuerdo del océano, de los desalientos y de las penalidades pasadas y superadas, las prolongadas fatigas y la férrea constancia de que había dado pruebas le hacían erguir la frente; todo el torrente de su fuerte y noble sangre genovesa afluía a su corazón en ardiente oleada de orgullo y de audacia (De Amicis 1996: 322-323).
En ambos ejemplos de paisajes no urbanos se describen lugares inmensos, grandiosos, exóticos, claves en la formación heroica del protagonista: la inmensa llanura de la Pampa, sin límites ni confines, y la selva tropical. Estos espacios, claramente iniciáticos, ponen a prueba la resistencia del personaje, su fe, su constancia y su inmenso valor. En el viaje interminable que el muchacho realiza desde Buenos Aires hasta Saladillo recorre el interior de Argentina, de noroeste a sudeste, muchas a veces a pie; casi unos 2.000 kilómetros sin descanso, superando hambre, enfermedad, vejaciones, soledad..., pero siempre invocando la imagen sagrada de la madre, en estrecha conexión con la de Italia. Es decir, Marcos, al pasar por parajes desconocidos, como la Pampa y la selva tucumana, ahonda en la ensoñación de su origen y en su italianidad. En el primer caso, al atravesar la Pampa divisa los Andes y la belleza de los montes del Cono Sur americano le hace recordar la de los Alpes. En el segundo, el miedo que debe superar en el interior
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de la selva pone de manifiesto el arrojo de un verdadero e intrépido viajero genovés. Todo el desafío del protagonista ante las dificultades de su viaje laberíntico e interminable está motivado, por tanto, por la religión de las madres: la propia y la nacional. Cuantos más problemas encuentra el chico para llegar a su meta y encontrar a su progenitora, más vivaz se hace en el texto su presencia imaginaria. La maestría deamicisiana en la búsqueda del suspense y de la tensión narrativa de su relato, típica del género popular, lleva al autor a presentar en paralelo dos planos temáticos, entre sí fuertemente imbricados: la odisea del viaje de Marcos y la situación límite de la propia madre, quien, enferma y sin noticias de su familia, no quiere someterse a una sencilla operación, aun sabiendo que, si no la lleva a cabo, morirá. Mientras la madre (es significativo que no tenga nombre) invoca en voz alta al hijo: «Mi Marcos, mi niño, mi vida» (De Amicis 1996: 328), la señora Mequínez se ausenta de la habitación, para hacer entrar al chico, una vez que ha alcanzado, finalmente, maltrecho y depauperado, su meta: Pero de pronto se repuso y gritó loca de alegría, cubriendo de besos la cabeza de su hijo: —¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¡Cuánto has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Has venido tú solo? ¿Te encuentras bien? ¡Eres tú mi Marco, no estoy soñando! ¡Dios mío! ¡Háblame! ¡Dime algo! Luego, cambiando repentinamente de tono, añadió: —¡No! ¡Todavía no! ¡No me digas nada! ¡Espera un poco! Acto seguido, dirigiéndose al cirujano, exclamó: —¡Pronto, señor doctor! ¡Quiero curarme ¡Estoy dispuesta! No pierda un instante. Llévese a mi hijo para que no sufra. Esto no es nada, ¿sabes, Marco? Ya me lo contarás todo. Otro beso, hijo. Ahora vete. ¡Aquí me tiene, doctor! (De Amicis 1996: 332).
La conclusión de la historia, mantenida en el tono sublime y altamente melodramático de todo Corazón, nos sitúa ante el reconocimiento heroico de la hazaña de Marcos. Él con su sola presencia ha salvado a su madre, de igual forma que los protagonistas de los anteriores cuentos mensuales habían intentado salvar a la patria y a la
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familia: el padre en «El escribano florentino» y la abuela en «La sangre romañola»: De pronto resonó por toda la casa un grito muy agudo, como el de un herido mortalmente. El muchacho replicó un grito desesperado: —¡Mi madre ha muerto! El médico apareció en la puerta y dijo: —Tu madre se ha salvado. El chico lo miró un momento y luego se arrojó a sus pies sollozando: —¡Gracias, doctor! Pero el joven cirujano le mandó alzarse, diciéndole: —¡Levántate!... ¡Tú eres, heroico niño, quien ha salvado a tu madre! (De Amicis 1996: 333).
3. Conclusiones Retomando el hilo conductor de todo lo dicho hasta aquí, podemos concluir diciendo que De Amicis, ya en Corazón, atisba la gravedad del conflicto migratorio italiano, en estrecha relación con el amor patriótico. El hombre que había creído en los ideales del Risorgimento empieza a retratar, aún dentro del marcado tono sentimental de su famoso libro de 1886, en ocasiones en exceso patético para los parámetros actuales, los agujeros sociales de la pobreza y de la marginación, los que están empezando a romper el tejido social del nuevo reino unido. La sensibilidad patriótica de De Amicis, moldeada en el ideal utópico mazziniano, trazado en su fratellanza por la total integración social y regional de Italia, presenta en Corazón, a través de una clase de la escuela primaria turinesa, una idílica convivencia armónica. La religión de la patria y la religión de la familia son, por tanto, los pilares básicos del comportamiento y de la conducta ejemplar de todos los personajes de Corazón y de los distintos protagonistas de los cuentos mensuales que cierran las enseñanzas de cada mes escolar. Así pues,
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«El pequeño patriota paduano», «El pequeño centinela lombardo», «El pequeño escribano florentino», «El tamborilero sardo», «El enfermero de papá», «La sangre romañola», «Valor civil», «De los Apeninos a los Andes» y «Naufragio» pintan a unos héroes ejemplares en alto grado, capaces de dar la vida por su familia y por su país. El bestseller damicisiano propugna la existencia de una sociedad italiana pacífica y bien cohesionada, con una estructura sólida, basada en el respeto interclasista; una Italia unida en torno a la madre-matria/patria «donde caben los hijos de los obreros y de los señores, de los ricos y de los pobres, y todos se quieren, se tratan como hermanos, lo que son en realidad» (De Amicis 1996: 199). La construcción ideal de solidaridad italiana interclasista, aunque de forma muy velada, empieza ya a manifestar sus primeros síntomas de resquebrajamiento en 1886, incluso dentro de Corazón. Aunque sutilmente se habla ya de los hijos y de los hermanos de Italia que se ven forzados a emigrar, de los trabajadores, de los accidentes laborales y de la pobreza; es decir, se empieza a tratar, aunque de forma leve, la enfermedad y la muerte social de los italianos más humildes, aun dentro de las mismas fronteras de Italia. Este hecho empuja a los más desfavorecidos a la emigración, que representa para el escritor la mayor herida sangrante con respecto a los ideales del Risorgimento. Como ya sabemos, De Amicis abre del todo el problema de la llaga migratoria en sus libros: En el océano y en Impresiones de América, donde ya toma clara conciencia del desisistimiento de los expulsados de Italia. El dolor lacerante de la emigración italiana en América consolida, por tanto, su compromiso con los humildes. De esta forma su defensa social contra la injusticia se ha puesto ya en camino.
Bibliografía Baldissone, Giusi (1996): «Cronologia», en Edmondo De Amicis: Opere scelte. Milano: Mondadori, pp. XCIII-CXXIII. Bravo Herrera, Fernanda Elisa (2018): «Edmundo De Amicis en Argentina», en Literatura argentina e italiana en diálogo. (01-03-2018).
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Maria Daccò, Davide (2016): «L’emigrazione italiana in Argentina (Parte I)», en Conf. Cephalal, vol. 16, n.º 2, pp. 42-56. De Amicis, Edmondo (1882 [2016]): Poesie. Milano: Treves. (27-04-2018). — (1889 [2009]): Sull’Oceano. Milano: Garzanti. — (1897 [2015]) In America. London: Forgotten Books. — (1996): Cuore, en Folco Portinari (ed.), Edmondo De Amicis: Opere scelte. Milano: Mondadori, pp. 103-373. Duggan, Christopher (2007): La forza del destino. Storia d’Italia dal 1796 a oggi. Bari/Roma: Laterza. García Aguilar, Mónica (2006): «Traducción y recepción literaria de la obra de Edmondo de Amicis en España (1877-1908). Estudio crítico y repertorio bibliográfico», en Sendebar, 17, pp. 99-118. Marcolini, Adriana (2016): «Una scatola di cartone, De Amicis e il porto antico di Genova», en REMUH, XXIV/ 47, pp. 195-203. Sarra, Alberto (2018): «Inmigración italiana en la Argentina». (05-03-2018). Traversetti, Bruno (1991): Introduzione a De Amicis. Roma/Bari: Laterza.
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Buenos Aires, de la ciudad soñada a la ciudad de acogida Carmen Mejía Ruiz Universidad Complutense de Madrid
1. El fenómeno migratorio gallego como signo de identidad El título de la emblemática revista Galicia emigrante (1954-1959), editada en Buenos Aires, indica que uno de los pilares básicos de la identidad gallega es la emigración (Tilve Rouco 2010: 463-464). Para Luís Seoane, su director, el objetivo de la creación de esta revista era aproximarse al emigrante gallego, captar su atención para mentalizar a la comunidad gallega sobre los temas relacionados con Galicia. En este sentido, exilio y emigración conviven. Serán los intelectuales exiliados quienes se aproximen a los emigrantes gallegos para avivar su interés por Galicia y crear núcleos de convivencia y de formación para la comunidad emigrante gallega. Por otro lado, si recordamos los grabados que Castelao publicó en el Albúm Nós (1930) y recuperamos aquel grabado en el que el artista dibuja una multitud de emigrantes, cabezas de hombres y mujeres, caminando hacia delante con el petate a cuestas, los niños al lado de sus padres, y nos detenemos en la leyenda que al pie del grabado Castelao escribe: «En Galiza non se pide
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nada. Emígrase», de nuevo comprobamos que la emigración es un signo identitario de la sociedad gallega. Los testimonios orales de quien recuerda su historia familiar son tan significativos como lo que Pilar Cagiao relata a continuación de sus familiares (2010: 203): Mi tío Francisco se marchó a Cuba y nunca más volvió. Se había casado con D.R. y la dejó abandonada con dos hijos, Francisco y Josefa. Fue una mártir criando a sus hijos. Y a la hija, Josefa, le tocó la misma quiniela abandonándola su marido cuando emigró a Uruguay.
Por otro lado, si nos remontamos a Rosalía de Castro, en el libro quinto de Follas Novas (1880) titulado «As viudas dos vivos e as viudas dos mortos», en el poema «Para A Habana» se refleja el vacío que dejan los emigrantes: «(...) Galicia, sin homes quedas / que te poidan traballar / (...) / E tés corazóns que sufren / longas ausencias mortás, / Viudas de vivos e mortos / que ninguén consolará» (Rosalía de Castro 1982: 214). Aquí verificamos la larga espera del destino de las mujeres gallegas. En este sentido, Pilar Cagiao (2010: 203) expone: O predominio dun modelo migratorio no que as decisións persoais se combinaban coas estratexias familiares que asignaban roles determinados a un e outro, provocou que as mulleres quedasen ao cargo da casa e xestionasen a economía doméstica coas remesas enviadas polos maridos, fillos ou irmáns desde a emigración.
Otros muchos escritores harán referencia en sus creaciones a la emigración gallega: Rafael Dieste, Xosé Neira Vilas, Lorenzo Varela, Díaz Castro o Carlos Casares, entre otros. Buenos Aires cobra especial relevancia con el fenómeno migratorio gallego. A lo largo de los siglos xix y xx este fenómeno constituyó el aspecto más importante de la historia de Galicia. La corriente más caudalosa de las que partieron a ultramar fue la que tomó rumbo a Argentina: la tópica denominación de «quinta provincia» responde a esa realidad. Entre los distintos flujos migratorios conviene tener presente que, entre 1885 y 1895, el 55,8 % de todos los ciudadanos españoles que llegaron a Argentina eran gallegos (Núñez Seixas 2010: 50). Además, hay que tener en cuenta que:
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Buenos Aires, de la ciudad soñada a la ciudad de acogida 165 (...) durante o primeiro terzo do século xx, os galegos constituíron arredor dun 50-55 % do continxente de españois residentes en Bos Aires. (...) Deste xeito non esaxeraba en absoluto quen afirma que naquel momento a capital arxentina era a urbe con máis habitantes galegos de todo o planeta, moi por enriba de Vigo ou da Coruña (Nuñez Seixas 2010: 51).
La crisis económica de 1929, la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial interrumpen los flujos migratorios. La última oleada tuvo lugar entre 1946 y 1960: depositó en las costas argentinas al menos 100 000 inmigrantes. Entre estas fechas no menos de 600 000 gallegos se radican de forma definitiva en Argentina y, además, dada la tendencia a concentrarse en los núcleos urbanos, Buenos Aires se convierte en la ciudad con más presencia de gallegos; ni a Cuba, ni a Montevideo ni a México llegan tantos emigrantes gallegos ni tampoco exiliados. Según Nadia Andrea de Cristóforis (2010: 73): (...) Galicia foi a que presentou a taxa de emigración máis elevada en comparación co resto das rexións. A taxa media anual de emigrantes transoceánicos, por cada dez mil habitantes censados en 1950, alcanzou en Galicia ao 76 %, mentres que en Canarias foi do 73 %, e en Cataluña, do 13 %.
2. La sociabilidad Las relaciones sociales de los emigrantes se establecían en el bar o en las tabernas. En estos espacios se podían mantener unas relaciones más disipadas y espontáneas, marcadas por la naturalidad. La taberna o el bar popular no eran solo lugares a los que se iba a beber, sino que se acudía a ellos para beber en compañía e instaurar una relación de familiaridad. Eran espacios en los que se bromeaba y, también, se cantaba. De esta manera la soledad del emigrante era más llevadera. Un ejemplo de estos espacios se refleja en Volveré a buscarte, cuando Pepe lleva a su primo Antonio a conocer a otros gallegos a El Carballo: (...) era más grande de lo que parecía desde fuera. Y más claro. (...) Fotografías de Galicia y una muy grande, enmarcada en madera, de un carballo, un roble como los que Antonio veía en Ventos cada vez que salía de casa. (...)
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—Sitios como este los encuentras por todo Buenos Aires. Cuando salimos de la tierra, lo primero que hacemos es crear un espacio que nos haga sentirnos como allá. Durante la conversación, Antonio advirtió que los gallegos contaban experiencias no muy diferentes a las suyas. La nostalgia, la idea fija de regresar algún día, la obsesión por el ahorro para crear un negocio que les hiciera ricos... y la casa en Galicia (Cernuda 2018: 76).
Por otro lado, se debe tener presente la situación diglósica de la lengua gallega en la primera mitad del siglo xx, cuando se encontraba en una situación de lengua B, sinónimo de ignorancia, frente a la lengua A, el español, lengua de poder. A pesar de esta situación sociolingüística y dado que el flujo migratorio permitió la inserción sociolaboral de individuos sin cualificación, una amplia proporción de los emigrantes de Galicia que llegaron a las costas rioplatenses continuaban siendo monolingües en gallego, además de víctimas del analfabetismo que caracterizó a la sociedad gallega durante mucho tiempo. Carlos Sixirei Paredes (1988: 96-97) destaca la importancia de los emigrados en la labor de alfabetización de Galicia: Non cabe dúbida de que, se a pesar da alta porcentaxe de analfabetismo que había en 1930, este fora reducido á metade do que había só tres decenios antes, debeuse en gran parte ó labor individual ou colectivo dos emigrados, feito que contrasta notablemente coa desidia e a indiferencia das autoridades da época, escasamente preocupadas por mellora-las condicións educativas dos galegos. Esta realidade que os emigrantes sufriran en carne propia facíaos especialmente sensibles ó problema.
De esta manera los emigrantes se vieron en la necesidad de encarar el problema en dos frentes. Por una parte, alfabetizarse ellos mismos; por otra, mejorar las condiciones de escolarización en Galicia. Esta experiencia colectiva comenzó en 1904 cuando se creó en La Habana la Sociedad de Instrucción «La Arenasa», a la que siguieron experiencias similares en Nueva York, Montevideo o Buenos Aires (Sixirei 1988: 9).
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3. La reactivación de la cultura gallega La visión de los argentinos hacia los gallegos como consecuencia de los flujos migratorios era despectiva. Al llegar a Buenos Aires, los gallegos debían adaptarse a las pautas de la sociedad argentina. Así, y con todo el estigma de hablar una lengua que era sinónimo de gente ignorante, acabaron entrelazándose la motivación instrumental y la integradora. Además, el fuerte deseo de superación, de ascender socialmente y de brindar a sus hijos un futuro mejor eran factores que fomentaron su disposición a asimilarse a una sociedad receptora en la que su idioma no les servía socialmente. Si nos preguntamos si el gallego seguía vivo entre los emigrantes, hay que señalar que continuaba empleándose de acuerdo con el código de «lengua de solidaridad», que se utilizaba en las redes sociales informales y familiares, en las fiestas y en los centros y sociedades gallegas. Sin embargo, su uso público formal debió ser muy reducido, al igual que en la comunicación epistolar (Mejía Ruiz 2011: 222-241). En este sentido, la élite intelectual de exiliados en Buenos Aires — integrada por Luís Seoane, Alfonso R. Castelao, Rafael Dieste, Eduardo Blanco Amor, Emilio Pita, Arturo Cuadrado, José Núñez Búa, Alberto Vilanova, Lorenzo Valera, Antonio Baltar, Luís Tobío, Ramón de Valenzuela, Mariví Villaverde y un largo etcétera— se encargó de activar la cultura gallega. En la Federación de Sociedades Gallegas se daban clases de historia, de geografía; se formaron grupos de teatro para que la colectividad gallega siguiera conservando su identidad (Mejía Ruiz 2011: 243-287); se crearon revistas, emisoras de radio gallegas, y se hicieron un sinfín de actividades que fomentaban los aspectos identitarios gallegos. Con respecto a la importancia de las audiciones de radio en la emigración, señala Neira Vilas (2001: 31): Estas audicións radiofónicas, que chegaban a moitos fogares galegos e arxentinos nun tempo en que a televisión apenas comezaba, emitíanse por centrais que levaban os nomes de Radio Mitre, Radio Rivadavia, Radio Porteña, Radio Libertad, Radio Belgrano, Radio Splendid e a xa citada Radio del Estado. Eran vehículos de cultura, de ideas democráticas, de posicións solidarias. As entrevistas a personalidades relevantes, as noticias, as actuacións de solistas ou de grupos musicais ou coros, en directo, mostraban unha imaxe de Galicia e dos galegos que logrou
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escurecer a que de nós daban algunha que outra vez certos sainetes anacrónicos que no seu momento foron unánimemente rexeitados.
Por otra parte, Luís Seoane creó, entre otras, la editorial Alborada, que publicaba obras de escritores gallegos que escribían tanto en gallego como en castellano con la intención de que lo que estaba prohibido en España por el régimen franquista pudiera tener voz en Buenos Aires. La novela Non agardei por ninguén (1957) de Ramón de Valenzuela, así como Tres tiempos y la esperanza (1962) de Mariví Villaverde, son un claro exponente de ello. Por su parte, los pintores Colmeiro, Laxeiro y Leopoldo Nóvoa fueron un referente para las artes plásticas gallegas en Buenos Aires. Así lo recuerda Neira Vilas (2001: 34): Destacada foi tamén a presencia de Colmeiro. Presentou exposicións, dedicouse ocasionalmente á ilustración, e tamén deixou en Buenos Aires a súa arte mural, de inconfundible acento galego. Laxeiro viviu case vinte anos na urbe porteña. Fixo retratos, ilustrou algúns libros, pintou un mural e mostrou sucesivas exposicións de óleos na Galería Velázquez.
En este sentido se debe tener presente que la conservación de una identidad cultural diferenciada difundida y trabajada por los intelectuales gallegos afincados en Buenos Aires se manifestaba también en las pautas de comportamiento cotidianas adoptadas a partir del momento de llegar al nuevo país. Como señala Neira Vilas (2001: 30), «los aspectos de la cultura popular, (son) reveladores del genio de un pueblo que lleva a la patria consigo mundo adelante y que se inserta en la nueva sociedad sin perder sus signos diferenciales».
4. El asociacionismo El desembarco en Buenos Aires significó también para muchos gallegos su primer contacto con un medio urbano donde conformaron un nuevo grupo étnico dotado de una identidad cultural propia. Si bien no renunciaron a ella, esa identidad se vio sometida inevitablemente a un proceso de transformación debido al contacto con la sociedad
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porteña y su cultura. De ello también le habla Pepe a su primo Antonio yendo hacia El Carballo: (...) Gallegos y españoles de otras partes, mucho andaluz y también argentinos. Por eso me gusta El Carballo. Está bien que los gallegos nos busquemos unos a otros y nos ayudemos, pero no se puede vivir apartado de los argentinos; a fin de cuentas vivimos aquí. Es verdad que son un poco especiales, se creen los amos del mundo y algunos nos miran mal porque hemos venido con una mano delante y otra detrás, sin oficio y con muy poco saber. Pero ya verás, vas a conocer también a argentinos que sienten como nosotros, que nos tratan como compañeros de igual a igual (Cernuda 2018: 73).
El patrón de asentamiento jugó un papel determinante en esta dinámica, pues no se han encontrado «barrios étnicos gallegos» al estilo de las little italies en los que pudieran hallarse segregados del resto de los habitantes del país. Por el contrario, todo lleva a pensar que la norma fue que los inmigrantes de Galicia en la Argentina se integrasen espacialmente con el resto de la población, aunque existieron desde el último cuarto del siglo concentraciones gallegas en puntos más o menos delimitados, como los barrios de Montserrat, San Telmo, Constitución, Barracas o Parque Patricios; además, los gallegos enviaban a sus hijos a la escuela pública para favorecer su integración social. Cuando encuentran un modo de ganarse la vida y dónde vivir, el paso siguiente en la adaptación del inmigrante consiste en recrear una red social secundaria. Las palabras de Ruy Farías (2011: 64) son esclarecedoras al respecto: Baste decir que en 1907 surgió el Centro Gallego en Buenos Aires, entidad benéfico mutualista que pronto inició un crecimiento espectacular (...) Pero junto a él, brotaron también a lo largo de los siguientes 53 años varias sociedades regionales (asilos, centros culturales, políticos y otros por el estilo), cuatro centros sociales (uno para cada provincia) y, según un dicho popular, «tantas asociaciones como días hay en el año». Con estas últimas la expansión de las sociedades españolas y gallegas adquirió una nueva dimensión: la microterritorial, sin duda uno de los fenómenos que particularizan a la colectividad gallega dentro del contexto del asociacionismo hispánico.
Así, se creó una gran cantidad de asociaciones voluntarias de corte étnico. De este modo, buena parte de la integración de los inmigrantes
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gallegos en la Argentina tuvo lugar a través de su participación en una colectividad o comunidad de migrantes, que conformaba un espacio de interacción social donde se recreaba aquel «otro» del que procedían sus integrantes; por ello crearon un gran número de sociedades gallegas. El choque cultural al que se enfrentaron al desembarcar en Buenos Aires, el violento contraste entre la sociedad de partida y la de acogida los empujó a desarrollar fuertes lazos de solidaridad a fin de amortiguar el impacto y acomodarse mejor a las nuevas condiciones de vida. Estas asociaciones tuvieron un papel fundamental en la consolidación de esos mismos vínculos y facilitaron la inserción social del inmigrante. Al intentar reproducir o mantener costumbres propias de la sociedad de origen, constituyeron un instrumento evidente de expresión y reforzamiento de la identidad entre los emigrados (Farías 2011: 63). Estas entidades aglutinaron a los inmigrantes de ese origen robusteciendo los lazos de solidaridad, los vínculos familiares e, incluso, los amorosos. No cabe duda de que fueron un ámbito de sociabilidad importante. Entre 1907 y 1925 surgieron más de 327 microsociedades. En 1939 se crearon los cuatro centros provinciales que refundían buena parte de estas sociedades: el Centro Lucense, el Centro Orensano, la Federación de Sociedades Gallegas (Farías 2011: 64), etc. El Centro gallego se fundó en 1941 y a él acudiría Antonio, nuestro protagonista, para seguir unas clases de lectoescritura por recomendación de su primo Pepe: Le costaba imaginar que existiera un lugar así en el mundo, un conglomerado de edificios en la calle Belgrano en el que se encontraba todo lo que un gallego pudiera necesitar. Ni en Galicia tenían un centro así, con aquel hospital, más grande que el de Pontevedra. Aquellos salones, teatro, salas donde se celebraban conferencias y exposiciones. Recorría aquello con Pepe y se le llenaba el pecho de orgullo (Cernuda 2018: 56).
5. La alimentación Los alimentos también desempeñaron un papel como mecanismos de expresión de identidad culinaria, debido a la vocación los inmigrantes de reproducir pautas y costumbres propias de su sociedad de origen.
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Ello puede observarse en acontecimientos tales como almuerzos, cenas, fiestas, actos de entretenimiento, picnics, en los que se consumían platos típicos (caldo gallego, sardinas con cachelos, cocido, etc.), mientras intentaban imitarse los ambientes típicos de la taberna o el paisaje campesino con su hórreo, su cruceiro y su iglesia. En las romerías y en los picnics es donde se consigue una armonía, donde la identidad gallega se refleja en los manjares culinarios. Una manifestación más de afianzar la identidad propia en las sociedades de acogida. Estos rasgos identitarios gallegos se reflejan en la obra que a continuación estudiamos, algunos de ellos, anteriormente, ejemplificados.
6. La epopeya de la emigración en Volveré a buscarte (2018) de Pilar Cernuda La periodista Pilar Cernuda publicó en 2018 (en la editorial La Esfera de los libros) su primera novela que, en poco tiempo, ha alcanzado su segunda edición. La historia se desarrolla entre dos espacios, Galicia y Argentina: entre Ventos, una de las aldeas del valle del Salnés, y Buenos Aires. La emigración es precisamente el tema que une a la familia Padín. Emigrará Manuel Padín a principios del siglo xx y emigrará en los años cincuenta el nieto de este, quedándose solas con sus hijos sus respectivas mujeres, Lola y Maruxa, verdaderas heroínas de la historia de la emigración gallega. La escritora, al comienzo de la novela, transcribe un fragmento del prólogo de Follas Novas de Rosalía de Castro: Cando nas súas confianzas estas pobres mártires se atreven a decirnos os seus secretos, a chorar os seus amores, sempre vivos; a doerse das súas penas, descóbrese nelas tal delicadeza de sentimentos, tan grandes tesouros de tenrura (que a inteireza do seu carácter n´é bastante a mermar), una abnegación tan grande, que sin querer sentímonos inferiores a aquelas oscuras e valerosas heroínas que viven e morren levando a cabo feitos maravillosos por sempre iñorados, pero cheos de milagres de amor e de abismos de perdón. Historias dinas de ser contadas por millores poetas do que eu son, e cuias santas armonías deberán ser expresadas cunha soia nota e nunha soia corda. Na corda do sublime e na nota do delor (...) (Cernuda 2018: 9).
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Por ello, ya desde el comienzo se percibe que las protagonistas serán las mujeres, víctimas y heroínas del éxodo migratorio al que se alude al describir la aldea gallega: En Ventos vivían las familias de Nieves y Virtudes, que como muchas otras se encontraban en permanente espera del regreso de quienes emigraron. Un hermoso valle, pero también un valle de lágrimas para unos habitantes que vivían atrapados por la pobreza. No había una sola familia en la que no hubiera un hijo, un padre o un hermano en algún lugar de América. Lo mismo ocurría en casa de Nieves, en casa de los Padín (Cernuda 2018: 13).
Manuel, el padre de Nieves, emigró hace tiempo y no se sabe nada de él (Cernuda 2018: 14). El riesgo del viaje del emigrante era no conseguir la meta, por ello: «No regresaban sin haber cumplido el objetivo que les llevó a emigrar: hacer fortuna para mantener a la familia, construir una casa propia, dar otra vida a sus hijos y nietos. Mejor morir en cualquier lugar de América antes que volver sin dinero» (Cernuda 2018: 14). Como afirma Carlos Sixirei (1988: 120): No tránsito de séculos, os galegos pasan de poboar América a faceren a América. É dicir, de emigrar para non voltar, a emigrar para enriquecerse e regresar. Abríase o período da conquista do velocino de ouro, da carreira chea de atrancos cara á prosperidade. O emigrante, de orixe rural, non se radica no agro. Neste, a vida é perigosa e ofrece escasas posibilidades de promoción social e económica.
La llegada de Antonio a Buenos Aires después de los miedos y las incertidumbres resulta mucho mejor de lo esperado. Su primo Pepe le infunde seguridad: (...) Cuando le abrazó con fuerza nada más superar los trámites de la aduana, se dio cuenta de que empezaba su nueva vida y podía hacerlo con cierta tranquilidad, con el apoyo de ese primo al que no veía desde hacía años, cuando eran dos muchachos que, desde muy jóvenes, solo pensaban en emigrar a América (Cernuda 2018: 44).
El primer encuentro con Buenos Aires le supone a Antonio un gran desconcierto. La gran ciudad le abruma y se siente incapaz de hacerse con ella:
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Buenos Aires, de la ciudad soñada a la ciudad de acogida 173 Antonio se sintió apabullado, aquella ciudad le parecía inabarcable; pensó que le resultaría imposible andar por esas calles sin perderse, nunca podría orientarse en aquel tumulto, con tanta gente que parecía tener prisa, tantos edificios, tantos escaparates, tantos coches, tanto de todo (Cernuda 2018: 45).
Efectivamente, se confirma que «o galego saído da aldea, que non coñece máis que de pasada as cidades da súa terra natal, atópase de súpeto nas capitais americanas en pleno proceso de expansión, o que desconcerta ó sinxelo aldeán» (Sixirei 1988: 120). Su primer día en la casa de Pepe, donde dispone de un cuarto para él apalabrado con la dueña, la noticia de que trabajará en un bar (p. 46), la primera ducha caliente de su vida (p. 47), conocer a Jesús, uno de los compañeros de piso (p. 47) y, al día siguiente, la llegada a La Estrella, el lugar de trabajo, lo dejan perplejo: «No se veía sirviendo en las mesas a señoras tan bien vestidas. Se le iban a caer las bandejas» (p. 48). Todo ello, sin ninguna dificultad, le hace sentirse afortunado: Antonio había escuchado tantas historias dramáticas sobre los inicios de los hombres que emigraban a América que no había podido ni soñar que nada más llegar iba a encontrar casa, trabajo y, lo más importante, el apoyo de personas que dos días antes ni siquiera conocía. Pepe era su primo, cierto, pero tampoco había tenido mucho trato con él porque no vivía en Ventos (Cernuda 2018: 50).
Comienza su andadura de integración en esa ciudad de acogida «en la que hay más gallegos que en la Coruña» (p. 57) y que, según le decían continuamente, era «la primera ciudad de Galicia» (p. 57). A pesar de ello, Antonio «no se sentía como en casa» (p. 57). Poco a poco va tomando decisiones para fortalecer su formación. En el Centro Gallego asiste a clases para formarse en la lectoescritura; así, además, podrá ampliar sus relaciones. Todo ello se lo recomienda su primo Pepe y Antonio sigue su consejo. Asimismo «dio un repaso también a lo que le había contado Pepe, su idea de levantar su propio negocio. Él también lo haría, estaba decidido a trabajar como un condenado para que ese día llegara cuanto antes. Cómo echaba de menos a Maruxa y los niños...» (p. 59). La vida de Antonio se reduce a ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. No tiene amigos con quien salir. Uno de los días en que va a
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buscarlo, Pepe le dice: «Mientras llega el momento de la vuelta a casa, hay que salir; si no, te va a comer la tristeza, y sabe Dios cómo acabarás si te encierras en tu habitación» (p.72). Antonio se muestra desorientado: «No sé ni por dónde empezar a moverme para salir de estas cuatro paredes. Voy al Centro Gallego, pero no acabo de hacer amigos» (p.72). La soledad y la nostalgia predominan en su vida mientras trabaja para conseguir su objetivo, ahorrar para volver con los suyos. Sale con Pepe a El Carballo, espacio de sociabilidad donde se pueden comer cosas de la tierra, como hemos señalado más arriba, en el que se reproducen las pautas culinarias de Galicia y en el que se afianza su identidad culinaria en la sociedad de acogida: Ricardo, el dueño, enseguida les sirvió unas tazas y unos trozos de empanada. —La acabo de sacar del horno. Si queréis comer, ya sabéis. Lo de siempre: caldo y patatas con chocos extraordinarias. Hoy hay sardinas que parecen de la ría. Maruja las puede preparar en un momento. Aparte, hay carne, claro, que para eso estamos en Argentina; pero la carne la encontráis en cualquier parte y, sin embargo, las sardinas no. Lo que me digáis. Pidieron sardinas, el guiso de chocos, más empanada y más vino. Se tomaron el almuerzo con tranquilidad, disfrutando del buen momento compartido (Cernuda 2018: 77).
La narradora recurrirá al encuentro de diferentes amigos para que Antonio conozca a Santiago Padín, nieto porteño de Manuel Padín y, a su vez, abuelo de Antonio. En la historia de vida de Manuel Padín que relata Santiago se refleja el caso del emigrante que se integra totalmente en la sociedad de acogida y que ignora a quienes quedaron atrás, ejemplo de aquellos que emigraron «para non voltar» (Sixirei 1988: 120): (...) Antonio le contó que se apellidaba Padín, como él. A Santiago le hizo gracia la coincidencia y comenzó a contarle su historia familiar. —Mi abuelo es gallego, Manuel Padín. Emigró hace más de cincuenta años y se casó con mi abuela. Ella es argentina. Nunca volvió a Galicia, era de un pueblo de Pontevedra. Nunca quiso volver, y eso que hizo dinero suficiente como para hacerlo; pero siempre ha dicho que allí no le esperaba nadie, y de los amigos ni se acuerda. Perdió todo el contacto, ya no sabe quiénes siguen vivos y quiénes
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Buenos Aires, de la ciudad soñada a la ciudad de acogida 175 han muerto. Es más argentino que yo, le encanta el mate y se muere por un buen asado. De vez en cuando se queda callado durante horas, encerrado en sí mismo, y entonces mi abuela explica que se ha dejado llevar por la vena gallega (p.79).
Después de comprobar que el abuelo de Santiago era de Ventos, Antonio le dice que también era su abuelo. Ante el desconcierto que le produce la noticia a Santiago, Antonio le da la siguiente información: Si tu abuelo se llama Manuel Padín, es de Ventos y llegó a Argentina a principios de siglo, es mi abuelo. No ha habido otro Manuel Padín en Ventos. Mi abuela murió creyendo que era viuda, que su marido había muerto en Cuba, Venezuela, Argentina o en alguna otra parte de América. Ni siquiera estaba muy segura de que mi abuelo acabase en Argentina, aunque sí sabía que se había embarcado para Buenos Aires. Pero desde aquel día, nunca más se supo. Nadie lo vio, nadie nos dio noticias suyas (p. 81).
Tras tener la certeza de que su abuelo vivía en Buenos Aires, Antonio expresa en voz alta su deseo de conocerlo (p. 83). A partir de este momento se relata la historia de Manuel Padín desde que sale de Vigo hacia Buenos Aires (p. 84). Conviene advertir que una opción para la integración en la ciudad de acogida y para no sufrir es la que adopta Manuel distanciándose de todo lo que dejó atrás: Lola, su mujer, sus hijos, su madre: De alguna manera se había protegido con un caparazón de frialdad que amortiguaba su dolor, pero sin comprenderlo, ese distanciamiento se había apoderado de él y había conseguido no echar de menos su vida anterior. Ni a Lola ni a sus hijos (p.116).
Detrás de esa actitud se vislumbra el miedo: miedo a no recibir respuesta a sus cartas, miedo a que le lleguen malas noticias de los suyos, miedo a que Lola prefiera vivir sin él. Todo eso «no lo soportaría», según afirma Manuel (p. 117). Por otro lado, surge el amor apasionado: «Aquella mirada de ojos oscuros dejó a Manuel sin aliento. Rosa, se llamaba Rosa» (p. 119). A partir de ese momento surge el deseo de conquistar la felicidad, de conquistar a Rosa y de casarse con ella, y cuando Rosa lo acepta se da cuenta de que este nuevo camino lo emprende con un engaño:
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De pronto, tras la euforia, le invadió la angustia y sufrió un ataque de ansiedad: estaba proyectando un futuro prohibido por la ley de los hombres. Casi tres años sin saber de Lola, sin preocuparse por sus tres hijos. Los había desterrado de su vida, pero seguía casado. Comenzó a sentirse mareado, se le nubló la vista, las piernas no le respondían. Pensó que se iba a desplomar. Apoyó su cabeza contra la pared y vomitó. Manuel comenzó a llorar en silencio. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué locura se había metido? Cuando recuperó la serenidad se metió en un bar y buscó una mesa en la que sentarse. Pidió un aguardiente y se lo tomó de un trago. Esperó unos minutos, se levantó, pagó en la barra y se fue a casa pensando que acababa de empezar una nueva etapa de su vida. Una etapa que se iniciaba con un monumental engaño (p. 140).
Este engaño va a tener que afrontarlo cincuenta años después, precisamente cuando su nieto Antonio, hijo de su hijo Manuel, fruto del matrimonio con Lola, se encuentra en Buenos Aires con Santiago, hijo también de su otro hijo Manuel, fruto del matrimonio con Rosa. Toda la trama se la relata Santiago a Dolores, su tía, y será ella quien hable con su padre, quien explique a Rosa, su mujer, el motivo del engaño: (...) Pero antes de llegar a Buenos Aires, en el barco, me di cuenta de que soltaba amarras definitivamente con mi vida. No quería saber nada de mi pasado, quería borrarlo, empezar de cero. Cuando te conocí llevaba más de dos años en Buenos Aires y en ese tiempo nunca escribí a mi familia, ni les envié dinero, no tuvieron noticias mías. Y cuando me enamoré de ti sentí que había encontrado la mujer que siempre había buscado. Tú serías mi destino, mi refugio, mi razón de vivir, la madre de mis hijos. Enloquecí, tendría que habértelo confiado, pero el miedo a perderte pudo más que la razón, que la responsabilidad, que la verdad. Y te engañé, pero trataba de tranquilizar mi conciencia diciéndome que mi vida anterior no contaba, que mi vida empezaba contigo (p. 183).
La familia Padín se reúne y todos conocen el secreto del abuelo Manuel. Rosa decide que hay que ayudar a Antonio, nieto de su marido, y que hay que acogerlo como miembro de la familia. Emotivo resulta el encuentro del abuelo con el nieto de Ventos: (...) Fue Manuel quien se acercó hacia él con pasos vacilantes. Su rostro había pasado del rubor a la palidez y respiraba con dificultad. Le puso las manos sobre los hombros como para sostenerse, y sin dejar de mirarle dijo:
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Buenos Aires, de la ciudad soñada a la ciudad de acogida 177 —Eres más Castro que Padín. Me recuerdas a tu abuela —dijo con la voz quebrada. Y tras un largo suspiro, lo estrechó entre sus brazos. Al sentir el abrazo de un abuelo a quien conocía sólo de oídas, se desvaneció toda la tensión acumulada. La felicidad del momento borró cualquier atisbo de resentimiento, si es que alguna vez había existido. Le conmovió escuchar cómo aquel hombre mayor sollozaba contra su pecho (pp. 203-204).
De esta manera, Antonio es aceptado por la familia de su abuelo en Buenos Aires y encontrará en Rosa un apoyo importante. El drama, la tragedia que provoca conocer la verdad de hace cincuenta años se solventa gracias a la comprensión y, fundamentalmente, porque la situación de desamparo de los emigrantes provoca situaciones límite tanto a un lado como al otro del océano. Ellas, las que se quedan, las viudas de vivos, también vivirán situaciones difíciles en una «Galicia muy tolerante con estas cosas, y se entiende bien que las mujeres de los emigrantes que no regresan en años, o no regresan nunca, tienen derecho a vivir» (Cernuda 2018: 220). Un ejemplo de ello es el enamoramiento de Maruxa, la mujer de Antonio, y Juan: (...) la gente de Ventos no es chismosa. (...); no juzgan. Entre otras cosas porque no hay familia en la que no haya un emigrante (...). Cada familia tiene sus propias historias y no se mete en las de los demás. Es más, estoy segura de que más de uno y más de dos, o más de una y más de dos, se ha preguntado cómo aguanto tanto tiempo sin una relación. Las mujeres gallegas somos tolerantes porque sí, porque va en nuestro carácter y porque en gran parte somos mujeres sin hombres y llevamos todo el peso de la familia encima. Y comprendemos las debilidades y los problemas de los demás porque los hemos sufrido también. No te preocupes por lo que piensen los demás con respecto a mí, Juan. Lo único que pretendo es que mis hijos no me juzguen mal (...) (Cernuda 2018: 230).
Pero si Manuel se olvidó de lo que había dejado en Galicia, Antonio no seguirá el modelo de su abuelo. En Buenos Aires, la ciudad que le acoge, se sentirá arropado por esa nueva familia, conseguirá ascender socialmente, hacer dinero y, también, se enamorará y vivirá una historia plena con Mabel, el amor de su vida. Con ella comienza su historia de amor sin engaños, mientras que la historia de Manuel comenzó con el engaño ya relatado:
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Dile lo que sientes, en confianza. —Pero... —No hay peros que valgan, Antonio. Mabel sabe perfectamente cuál es tu situación. No hay engaño en esta historia. Por tanto, si quieres seguir adelante, díselo, ella conoce el riesgo que asume. Pero no le mientas. No lo merece. (...) No le hagas daño Antonio. Te repito que no lo merece y además tendrías que vértelas conmigo. Es más débil de lo que imaginas (Cernuda 2018: 253).
De esta manera Mabel y Antonio hacen vida de pareja hasta que llega el momento de tomar la decisión de volver a Galicia y lo que esto conlleva. Perder a Mabel y hacerle daño, dejar un futuro prometedor y alejarse de aquellos que le habían ayudado, sobre todo de la abuela Rosa y de Ysabella, su benefactora. La vuelta de Antonio supone cumplir con la promesa que le hizo a Maruxa cuando salió de Ventos: (...) tengo unas responsabilidades con ellos, sobre todo con mis hijos. Y le diré más, abuela: sé que no voy a ser feliz, aunque intentaré serlo con el tiempo; pero va a ser muy difícil todo para mí. Todo. No hace falta que le explique a qué me refiero porque me conoce bien y posiblemente intuye cómo es la familia que dejé allí. Nos va a costar adaptarnos unos a otros. Pero debo volver y quiero volver (Cernuda 2018: 304).
Esta decisión supone muchas renuncias, pero, sobre todo, implica renunciar al amor, a la mujer de su vida: Mi mayor preocupación es Mabel. Nunca la engañé, nunca le dije que me quedaría aquí. Ahora que ha llegado el momento de irme no sé cómo se lo va a tomar. —(...) Me quita el sueño pensar en lo que va a sufrir, como me quita el sueño pensar en cómo voy a vivir sin ella. La quiero más de lo que pueda imaginar (Cernuda 2018: 305).
Lo mismo que Maruxa renunciará al amor de Juan al reencontrarse con Antonio: De su historia con Juan. Su apasionada, enriquecedora y plena historia con Juan, al que quería con toda su alma, del que estaba profundamente enamorada, como
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Buenos Aires, de la ciudad soñada a la ciudad de acogida 179 nunca lo había estado de nadie, ni siquiera de Antonio, al que sin embargo deseaba ver y con el que deseaba encontrarse (Cernuda 2018: 339).
La vuelta de Antonio también supone la llamada de la tierra: Necesitaba además pisar su tierra, pasear por Ventos, encontrarse con todos los que habían formado parte de su mundo hasta que embarcó hacia América. Quería ver de nuevo los campos verdes del Salnés, andar por las corredoiras, entre los maizales, contemplar el mar grisáceo los días de lluvia, descalzarse en la playa y que los pies se hundieran en la arena. Ir en barco con sus hijos a la isla de Arousa, como iba él cuando era pequeño, y perderse en sus pinares y las playas desiertas. Y quería organizar cuanto antes una vida nueva que aún no sabía cómo organizar (Cernuda 2018: 307).
El reencuentro de la familia implica alegría y extrañeza, aunque será el proyecto de comenzar una nueva vida en Vigo lo que unirá a Antonio y a Maruxa y les empujará a emprender otro proyecto de vida con ilusión: Antonio hablaba con entusiasmo de su proyecto y contagió a Maruxa, que, por otra parte, estaba deseando apoyar a su marido en lo que le propusiera, quería demostrarle de alguna manera que confiaba en él. (...) Había mucho de lo que hablar y, en los dos, empezó a nacer la idea de que se les abría la oportunidad de iniciar otra vida. Con unos resultados que en ese momento no alcanzaban a ver, no lo podían adivinar. Pero esa oportunidad no podían dejarla escapar (Cernuda 2019: 349).
Conclusiones Dos vidas disgregadas, con historias de vida paralelas en dos espacios opuestos: Maruxa en Ventos y Antonio en Buenos Aires, la ciudad soñada que le acoge y donde se abre camino profesionalmente para volver, de nuevo, a Ventos. Allí proyectará comenzar una nueva vida junto a Maruxa y a sus hijos en Vigo, la ciudad donde ellos podrán estudiar y forjarse un futuro. En este caso, en la aldea, en Ventos, estará la casa familiar a la que siempre podrán volver, mientras que en
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Vigo iniciarán el nuevo proyecto de vida. Una trayectoria en la que los espacios determinan la vida de estos protagonistas abocados a sufrir las consecuencias de la emigración y a superarlas desde la integridad humana.
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Emplazamientos del terror tras la dictadura argentina La importancia del espacio en la película El Clan (2015), de Pablo Trapero Elios Mendieta Rodríguez Universidad Complutense de Madrid
Introducción El propósito del presente artículo es analizar la importancia que tiene el espacio en la película El Clan, dirigida por el argentino Pablo Trapero y estrenada en el año 2015. La historia narrada se desarrolla en Buenos Aires, ya iniciada la década de 1980, en el final del periodo más importante de la historia contemporánea argentina: el del Proceso de Reorganización Nacional que tuvo lugar desde 1976 hasta 1983. El primer militar al frente de la dictadura fue el general del Ejército Jorge Rafael Videla, al que sucedieron Roberto Viola, Leopoldo Galtieri y Cristino Nicolaides, en último término. La dictadura cívico-militar concluyó tras la victoria electoral, en diciembre de 1983, de Raúl Alfonsín. Precisamente, unas imágenes reales del propio Alfonsín en conversación con el escritor Ernesto Sábato abren el filme. En este fragmento documental introducido por Trapero, de no más de treinta
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segundos de duración, el político muestra su rechazo y apela a uno de los temas que es también importante para entender la película, como es el de la memoria. Alfonsín asegura, tras enterrar los siete años de cruel y terrorífica dictadura: «Para que de aquí en adelante los argentinos sepamos cabalmente, por lo menos, cuál es el camino que jamás deberemos transitar en el futuro, para que nunca más el odio y la violencia perturben, conmuevan y degraden a la sociedad argentina» (Trapero 2015). Tras el emotivo discurso, el cineasta se adentra ya en la ficción. La primera secuencia que Trapero introduce coincide con los momentos previos al desenlace posterior de la cinta, por lo que, a lo largo del filme, esta escena se repetirá. Acto seguido, el director introducirá la recurrente técnica cinematográfica del flashback, por lo que el relato, desde este momento, se desarrollará de forma cronológica. No obstante, y para señalar los distintos saltos temporales de la película, Trapero vuelve a introducir piezas documentales de corta duración. Se deduce, por lo tanto, una concepción pretendidamente compleja en el uso del tiempo por parte del director, con la que pretende dar una sensación laberíntica. Lo mismo ocurre con los espacios, ya que el modo en que son filmados por el director convierten tanto la ciudad de Buenos Aires como la casa en la que se desarrolla la trama en un auténtico caos. Por lo tanto, el uso manipulado de lo temporal y lo espacial por parte de Trapero para generar una mayor sensación de opresión es muy relevante en la cinta. De ahí que los espacios de El Clan adquieran una importancia inusitada, hasta el punto de convertirse en otros personajes de la trama, que se han de estudiar también para comprender cómo fueron los primeros y difíciles años tras el final del Proceso1, en los que el terror y el odio de la dictadura parecían, para muchos argentinos, aún muy presentes. Así, el objetivo capital es estudiar los tres espacios principales que aparecen en la muy premiada y aplaudida cinta de Trapero, como son la casa de los protagonistas, su coche y, en última instancia, la propia ciudad bonaerense, cuya filmación laberíntica por parte del director 1. A lo largo del artículo nos referiremos al Proceso de Reorganización Nacional como el «Proceso».
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no es, en absoluto, un hecho trivial. Pero antes de entrar en el análisis en profundidad de estos tres espacios es necesario comprender la época en la que se contextualiza el filme y exponer brevemente su trama.
El terror a pequeña escala: el caso criminal del clan Puccio La cinta se basa en el caso real del clan Puccio, una historia que conmocionó a la sociedad argentina de la época2. Tras la aparente normalidad de esta familia, al parecer rica y en cómoda posición, con una buena casa en el elitista barrio bonaerense de San Isidro, se esconde un siniestro clan dedicado al secuestro y extorsión de varios miembros de las familias más adineradas de la zona. Arquímedes Puccio es el patriarca, perteneciente a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) desde la dictadura, y el encargado de liderar y planificar las operaciones. Incluso se sabe que Arquímedes había ejercido como vicecónsul de Argentina en España. Para su turbio negocio se ayuda de su hijo Álex, una estrella de rugby nacional, así como de su otro hijo, Maguila, y de varios personajes ajenos a su familia, como el coronel retirado Rodolfo Franco o Fernández Laborda —quien había trabajado con él en la Secretaría de Inteligencia de la dictadura y al que había conocido en el Movimiento Nacionalista Tacuara, una organización política de ultraderecha que existió en Argentina desde 1955 hasta 1965—. Aunque con premeditada distancia de los patrones clásicos de la filmación documental, la película se muestra como una ficción basada en hechos reales. El clan llegó a secuestrar a cuatro personas —todos estos casos aparecen en el filme— y se sospecha que a alguna más, aunque nunca se llegó a probar. Normalmente, los secuestros se producían en el propio
2. Es muchísima la información que se puede encontrar en internet sobre el clan Puccio y su actividad delictiva en la década de los ochenta. Para mayor información se recomienda la lectura de «Quiénes eran los Puccio, el clan familiar que se dedicó a los secuestros», artículo publicado en La Nación y cuya referencia completa se puede consultar en la bibliografía.
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barrio de San Isidro o en las inmediaciones. Las víctimas eran asaltadas por uno de los vehículos de los Puccio y llevadas a la casa familiar, donde se las torturaba. Además del patriarca y los dos hijos directamente implicados, en el hogar vivían la mujer de Arquímedes —encargada de alimentar a los secuestrados—, el hijo menor, Guillermo —que huyó a Nueva Zelanda para evitar ser partícipe tras tomar conciencia de lo que ocurría entre los muros de su propia casa—, y dos hijas, ambas plenamente conscientes de lo que allí se tramaba. Todos, a excepción del citado Guillermo, fueron detenidos tras salir mal el cuarto y último de los secuestros, el de la empresaria Nelida Bollini de Prado. La historia comienza en junio del 1982, días antes del inicio de la conocida guerra de las Malvinas y un año y medio antes de que concluyera la dictadura militar. Arquímedes Puccio goza de una posición privilegiada entre los círculos poderosos de los militares importantes del Proceso, por lo que no tendrá muchas dificultades iniciales para poner en marcha sus maquiavélicos planes. Conforme la historia avanza, sus apoyos en el Gobierno se reducen, hasta el punto en que, restablecida la democracia por Alfonsín, nadie parece querer actuar en favor del patriarca, que al ser detenido y encarcelado se encontrará absolutamente solo. El propio personaje se construye, por tanto, como una metáfora de lo que fue la dictadura: insultantemente poderosa y arrogante en sus inicios y totalmente débil, sola y resquebrajada en sus estertores. Lejos de los tres muertos que se cobraron las andanzas criminales de los Puccio, las cifras que dejó el Proceso son terribles, con infinidad de desaparecidos y la creación de numerosos centros clandestinos de detención en Buenos Aires y otras regiones del país. En Buenos Aires, uno de los centros más importantes de este tipo fue la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), un campo de concentración y un espacio «donde el terror fue llevado a cabo como parte de una política de Estado» (Benner 2017: 123). Precisamente, la extorsión empleada en estos espacios argentinos del mal será la misma que Arquímedes y sus hijos empleen en cada uno de los secuestros, como bien muestra Pablo Trapero. Este director, nacido en 1971, empezó a realizar cine a finales de la década de los noventa y pertenece a la generación de los hijos de los desaparecidos o que vivieron el terror en toda su crudeza, la conocida
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como «segunda generación» por los historiadores sociales cinematográficos que analizan el cine argentino: «La segunda generación comienza a hacer documentales para compartir vivencias personales sobre el legado del terrorismo de estado» (Benner 2017: 125). En el caso de El Clan, como se ha referido, no se trata de un documental —aunque incluya estrategias fílmicas próximas al género, como es la introducción de imágenes de archivo—, por lo que, más que tratar de compartir vivencias personales, lo que parece pretender es hallar una respuesta al porqué de casos tan terroríficos e increíbles como el que protagonizó el clan Puccio. En este contexto, en el que el cine surge, ya en el siglo xxi, como un medio idóneo para intentar comprender los horrores generados por lo incomprensible y como un ejercicio exquisito para abordar temas memorísticos, la figura de Alfonsín —retratada por Trapero en esta cinta con pretendido cariño— tiene su lectura negativa, pues precisamente fue él quien sacó adelante, en 1986, la Ley de Punto y Final y Obediencia Debida, por la que muchos de los crímenes de la dictadura quedaron sin investigar. En 2003, con Néstor Kirchner como presidente de Argentina, se volvió a abrir la judicialización e investigación de todos los casos de terrorismo de Estado ocurridos durante el Proceso. Este hecho permitió que apareciesen en el país latinoamericano numerosas filmaciones documentales sobre la dictadura, como Papá Ivan (2000) de María Inés Roque, (H) Historias cotidianas (2001) de Andrés Habegger, Los rubios (2003) de Albertina Carri, M (2007) de Nicolás Prividera o El predio (2010) de Jonathan Perel, entre muchas otras. Así, y ante tanta filmación sobre la dictadura, pero ya en el terreno de la ficción, surge la más contemporánea El Clan. Un trabajo muy interesante desde el punto de vista histórico y cinematográfico que conserva su interés en el estudio de la cultura de la memoria en espacios donde el terror fue llevado a cabo de forma sistemática gracias a la huella documental que conserva narrar un hecho real, como fue el protagonizado por la familia Puccio.
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Los espacios del mal: la casa como epicentro de las atrocidades En una escena inicial del filme —y ya superado el citado juego constante de adelantamiento y retroceso del tiempo y de variación de imágenes de archivo y ficción—, en uno de los numerosos e inteligentes planos y contraplanos que ofrece el director, se observa a Arquímedes viendo la televisión desde el sofá de su casa, preocupado mientras atiende al discurso de Fortunato Galtieri en el que este anuncia la retirada de las tropas militares argentinas de las Malvinas tras la derrota ante los ingleses. Es la inteligente forma que tiene Trapero de introducir la casa, como personaje importante, en la ficción. Sin duda, es este el gran espacio del terror en el filme. En Espacios otros, Michel Foucault asegura que «no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, al contrario, en un espacio totalmente cargado de cualidades, un espacio, tal vez, también rondado por un fantasma; el espacio de nuestra percepción primera, el de nuestras ensoñaciones, nuestras pasiones [...] un espacio ligero, etéreo, transparente [...] un espacio heterogéneo» (Foucault 2009). La casa, para los Puccio, es un lugar heterogéneo que adquiere un sentido sustentado en las múltiples oposiciones que sobre ella se establecen, ya que es el lugar en el que tranquilamente vive la familia pero, a su vez, es la localización en la que esconde a los secuestrados. «Si la casa es un valor vivo, es preciso que integre una irrealidad» (Bachelard 2016: 91). Esta irrealidad la sustenta el personaje protagonista de la cinta, el patriarca Arquímedes Puccio, interpretado por Guillermo Francella. Su visión, sin pestañear, genera primeros planos potentes y dramáticos, cargados de terror (figura 1). Realmente, donde se muestra esta irrealidad citada por Bachelard en el espacio de la casa en Arquímedes es en sus acciones. Para ello, el uso del montaje del cineasta es espléndido. Tan pronto se observa cómo ayuda a sus hijas con los ejercicios de matemáticas y las lleva a la escuela, como un padre normal de familia, como se muestra su frialdad a la hora de extorsionar a los secuestrados. A estos les pide que escriban cartas a sus familiares para acelerar la entrega del rescate. Esta transformación en absoluto tirano
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se produce en la casa, justamente el mismo emplazamiento —y el único— en el que se despliega su faceta angelical de gran padre de familia.
Figura 1. Tras la vida normal de Arquímedes se esconde un ser absolutamente demoniaco, lo que el director retrata con unos potentes primeros planos de su rostro.
Esta dualidad también se muestra en Epifanía, la madre, encargada de cocinar para los secuestrados. Por una parte, sus porciones son escasas, hasta tal punto de que el propio Arquímedes le pide que haga más comida para que los reos no se mueran de hambre. Y por otra, al igual que su marido, se muestra realmente simpática y preocupada con todos los miembros de su familia. Para justificar la maldad delante de sus hijas, Epifanía dice: «Papá hace todo esto por nosotras, por nuestro bien» (Trapero 2015). Los hijos solo frecuentan el comedor —auténtico centro neurálgico de la casa— y sus propias habitaciones. Ninguno entra en las habitaciones del pánico, exceptuando a los dos directamente implicados en las terribles extorsiones, Álex y Maguila. Dentro de la casa, el espacio del mal que destaca sobre el resto es el sótano. Los Puccio llegan a construir, en la parte baja de su casa, un habitáculo oscuro para encerrar a sus últimas víctimas. Además, el espectador observa cómo el clan se encierra en este lugar para preparar
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los secuestros. A este espacio del mal, como se ha dicho, solo acceden Arquímedes, Álex y Maguila, y también Epifanía, que será la encargada, de nuevo, de preparar la comida. La fotografía de la película —a cargo de un magistral Julián Apezteguia— juega, en el espacio de la casa, un papel decisivo. La iluminación que reina en los espacios comunes —como el gran comedor en el que se reúne la familia— contrasta con la oscuridad que propone para el sótano, en el que la luz solo brilla en los primeros planos que el director filma de los malhechores, y que se diferencia claramente del negro de los fondos. Una fotografía de herencia expresionista que acentúa el intento del cineasta por tratar de comprender la psique de los miembros del clan (figura 2). Una mirada psicológica al criminal que, aunque en un contexto totalmente contemporáneo, recuerda a la de las grandes películas germanas de los años veinte. Si se traza el paralelismo entre El Clan y el cine germano posterior a la primera contienda bélica, Arquímedes Puccio tendría el mismo rol que el Doctor Caligari, el Doctor Mabuse, Nosferatu o cualquiera de los villanos del expresionismo alemán. Todos estos fueron, al igual que el protagonista del filme de Trapero, monstruos.
Figura 2. El trabajo de fotografía de Julián Apezteguia es destacado.
Asimismo, se constata que el contraste entre luminosidad y oscuridad solo aparece en el espacio de la casa, pues en las calles de Buenos Aires y del barrio de San Isidro reina la luz del sol. De hecho, Trapero filma el momento en que se producen los secuestros —excepto el
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último de ellos— en pleno día. Por tanto, y de vuelta a la casa familiar, queda patente que el verdadero eje del mal es el sótano. «El sótano es el ser oscuro de la casa, donde las tinieblas subsisten noche y día. Es, entonces, locura enterrada, drama emparedado» (Bachelard 2016: 4951). En este espacio será encerrada la cuarta y última víctima del clan. Curiosamente, en los juicios posteriores, este fue el único secuestro que reconoció Arquímedes. La víctima permaneció en una especie de cárcel de hormigón armado construida en el propio sótano y separada del espacio restante por un armario corredero. Es este un espacio del mal absoluto, que Trapero filma de forma inteligente con una clara ausencia de luz. ¿Y cómo es posible que los miembros de la familia Puccio disimulen las voces de los secuestrados? El clan utiliza la música, a un volumen excepcionalmente alto, con el objetivo de silenciar los alaridos. Esta música diegética la incorpora el propio director a la banda sonora de la cinta que, probablemente, es uno de sus aspectos más cuidados, y que incluye canciones ochenteras de bandas como Virus, Seru Girán o David Lee Roth. Aquí, la música cumple un rol importante, pues no intensifica la tensión, sino que la suaviza. El sótano se separa del resto de la casa por unas escaleras, un emplazamiento que tiene su importancia en el filme porque funciona como nexo de unión entre el mal y el bien. Lo mismo sucede en los primeros secuestros. Desde el garaje, el clan sube a sus víctimas a la zona de reclusión por unas escaleras separadas del espacio en el que se halla la totalidad de la familia. Y es que, antes de la construcción de este sótano, en la casa de la familia Puccio —situada en el número 544 de la calle Martín y Omar de San Isidro— se encerraba a los secuestrados en el baño de la planta de arriba. Se puede afirmar que el crimen se perpetra en lo periférico de la casa, mientras que su centro se libra del mal. Ajenos también al espacio del mal perpetrado en el propio hogar familiar se encuentran los negocios con los que, presuntamente, funciona la economía saneada de los Puccio de cara al exterior. En primer lugar, se ve como toda la familia trabaja en una rotisería, donde Álex es el encargado de atender a los clientes. Más tarde, el propio Álex abre una tienda de windsurf en este mismo local, integrado en la casa familiar, en una fiesta de inauguración a la que acude gente importante. Durante la fiesta, incluso, la prensa tomará fotos de la familia,
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aparentemente feliz. Es, por consiguiente, el triunfo de las apariencias, la fuerza de la irrealidad que cita Bachelard y que otorga un valor vivo a la casa. Una irrealidad a la que Arquímedes dará credibilidad cada mañana, pues Trapero muestra cómo el patriarca del clan siempre barre su parcela familiar mientras saluda a los vecinos de manera simpática. Con todo esto, lo que el cineasta consigue es aislar el mal absoluto de toda la normalidad que le rodea. Para afianzar esta diferenciación entre el mal y el bien, el cineasta argentino hace hincapié en la dualidad y, para ello, usa con frecuencia el recurso del montaje paralelo. Uno de los más claros ejemplos de este montaje se aprecia en los primeros compases de la película: el espectador observa cómo Álex triunfa en los Pumas como jugador de rugby y, al mismo tiempo, el director introduce imágenes de Arquímedes mientras tortura psíquicamente al primero de los secuestrados. Una técnica cinematográfica que se repetirá en el segundo de los secuestros: los alaridos del hacinado en el armario, mientras la sangre le brota de la boca en un estado calamitoso, contrastan con los gemidos de placer que emiten Álex y su novia mientras hacen el amor en el coche que, como se referirá después, será otro de los emplazamientos evidentes del mal. Por tanto, la casa se convierte en el auténtico espacio del mal, todo lo contrario del nido bachelardiano del que habla el teórico en su Poética del espacio (Bachelard 2016: 93-104), y la única manera de escapar del clan será no volviendo más a los muros de esta casa. El menor de los hijos, Guillermo, lo tiene claro, y así se lo comunica a Álex en su huida cuando le dice: «No voy a volver a casa» (Trapero 2015).
Buenos Aires y el trazado como un laberinto El segundo de los espacios con importancia es la propia capital argentina y, más concretamente, el barrio de San Isidro, quizá uno de los más saneados económicamente tras la dictadura. La psicología, la sociología, el urbanismo, todas las estéticas conducen a un punto común: el espacio de ha vuelto subjetivo, no existe más que a través de la percepción que el individuo tiene de él. Más que el espacio propio y concreto de
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la realidad física, son otros espacios posibles, intermediarios, imaginados e imaginarios, dotados de una realidad mental objetiva: espacios mentales, ámbitos que inventamos a lo largo del discurso artístico o literario y que estructuramos por medio de estrategias (Tudoras 2006: 130).
Tudoras defiende que con la llegada de la posmodernidad el espacio se vuelve subjetivo, y que no existe más que a través de la percepción que el ser humano tiene de él. Trapero filma una ciudad de Buenos Aires absolutamente posmoderna, con recorridos confusos para acentuar una concepción laberíntica del espacio, que invitan al espectador a sumergirse y a perderse en el caos que suponen las carreteras de la capital. Este es, por tanto, el contexto ideal para secuestrar a las víctimas, que parecen atrapadas en la maraña tejida por sus captores. Asimismo, Eugenia Popeanga escribe en De la ciudad hostil a la ciudad sin atributos que la ciudad posmoderna carece de eje temporal y que se manifiesta en multitud de ciudades paralelas (Popeanga 2015: 35), y es que el barrio de San Isidro actúa como una ciudad paralela a la propia Buenos Aires. Estas definiciones entroncan con la noción de Roland Barthes de «ciudad como discurso», entendida como espacio urbano sinónimo de lenguaje: «La ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad. La ciudad en la que nos encontramos, solo con habitarla, recorrerla, mirarla» (Barthes 2009: 342). El clan Puccio se dedica no solo a habitar y a mirar la ciudad bonaerense, sino también, especialmente, a recorrerla. Las carreteras que aparecen en el barrio de San Isidro son filmadas a un ritmo vertiginoso, de forma laberíntica, convirtiendo todos los trazados en serpenteantes caminos que conducen, inevitablemente, a la pérdida de la noción del espacio de los secuestrados. Sin duda, el urbanismo hostil existente tiene una clara «dimensión erótica» (Barthes 2009: 345). El semiólogo francés propone en su obra un claro juego en el que el erotismo de la ciudad es la enseñanza que se puede extraer de la naturaleza infinitamente metafórica del discurso urbano. Un juego que también parece proponer Trapero al filmar de forma tan caótica y vertiginosa las calles de la capital argentina: lo atractivo de esta confusión es lo que seduce a Arquímedes y a sus hijos a actuar sin impunidad en las calles de la ciudad, incluso a plena luz del día (figura 3).
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Figura 3. Los secuestros se producen a plena luz del día. Las carreteras bonaerenses se filman de forma caótica para dar mayor sensación de laberinto.
En el espacio de lo público se encuentran también las cabinas telefónicas, que ejercen como un lugar de puente entre la casa —donde se hallan los secuestrados— y el exterior de esta —donde se encuentran las familias de los desaparecidos—. Este papel de nexo que despliegan las cabinas, en el caso del trazado público, es el mismo que tienen las escaleras en el analizado espacio de la casa. Arquímedes, mediante este sistema, es el encargado de comunicar a los familiares de los secuestrados lo que tienen que hacer y la cantidad que han de pagar si quieren volver a ver a sus seres queridos con vida. Resulta curioso el contraste de lo telefónico, el oxímoron que se produce entre lo público y lo privado con el teléfono de por medio. Cuando Arquímedes habla desde una cabina, actúa con seguridad y muestra un liderazgo imperturbable. Sin embargo, siempre que suena el teléfono en casa el propio Arquímedes se asusta, pues teme una llamada de los altos cargos del Ejército para delatarlo. Por ello, es relevante entender la contextualización previa realizada de la época inmediatamente posterior al fin de la dictadura, pues desde que Alfonsín llega al Gobierno, Trapero evidencia cómo el clan Puccio no cuenta con la impunidad de la que había gozado bajo el mandato de Videla y los demás militares al frente del Proceso, y por eso será detenido por la policía, ya sin protección, en septiembre de 1985.
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Estos años fueron duros para la economía argentina. La inestabilidad económica de la época aparece en la cinta con algunas frases pronunciadas por el propio protagonista. En una escena, se escucha en la radio que la economía local está maltrecha por la fuga de divisas. Al poco tiempo, le dicen a Arquímedes: «Este Gobierno está haciendo tantas pelotudeces que nadie sabe lo que va a pasar» (Trapero 2015). De hecho, el propio Arquímedes se muestra consternado, con nostalgia de los tiempos mejores que él vivió bajo la dictadura de Videla, cuando afirma: «Estos son los hijos de puta que hunden el país. Los que lo vendieron» (Trapero 2015).
Conducción hacia el infierno: la relevancia del coche El tercero de los grandes espacios con importancia en el filme que vamos a estudiar es el interior del coche. No es casual que Trapero, de entre todos los automóviles aparecidos a lo largo de la cinta, priorice el modelo Ford Falcon, un coche fabricado en Argentina desde el año 1982 y hasta 1986 que se convirtió en un verdadero hito de la automoción, ya que gozó de una gran popularidad en estos años. Los Puccio cuentan con uno de ellos, con lo que el director contextualiza que el clan ha sido una familia de renombre o de cierto poder durante la dictadura, y estos vehículos van a ser importantes en los secuestros. Más tarde, Arquímedes y compañía contarán con una furgoneta, que también emplearán para los secuestros. El coche es un espacio del mal porque desde su interior comienza la maquinaria para cometer el crimen. El modus operandi es similar en los primeros secuestros: Arquímedes, con un semblante de preocupación, se acerca al auto de la víctima —a la que ya conoce— para pedirle que lo acerque al taller, pues su coche se ha averiado. Una vez dentro, otro automóvil embiste al de la víctima, y de dentro sale Fernández Laborda y otros secuaces para, de este modo, capturar a la persona y encerrarla en el maletero con una bolsa en la cabeza. De allí la llevan a la casa del clan Puccio, donde permanece encerrada. Bajo la seguridad que le confiere su propio coche, su Falcon, Arquímedes observa si los familiares depositan el rescate en el sitio indicado
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por el clan. Este vehículo es una irrefutable marca de poder en la Argentina de la década de los ochenta. Trapero filma estos momentos, en los que el patriarca muestra una inquebrantable frialdad, de manera frontal, lo que contrasta con los contraplanos que usa inteligentemente en los momentos de tensión, aquellos próximos al instante del secuestro o a lo largo del mismo, donde el espacio urbano se vuelve caótico. Desde el punto de vista cinematográfico, el coche es uno de los espacios clave, y Trapero sabe otorgarle un prisma diferente. Arquímedes observa cómo los familiares de las víctimas depositan el dinero en el escenario indicado, como se ha dicho, desde el coche, pero lo hace a través del espejo retrovisor. De este modo, desaparece la nitidez habitual y parece generarse una localización distinta, mucho más heterogénea (figura 4). Esta complejidad urbana que filma el cineasta a través de la confusa mirada del retrovisor lleva a la experiencia del espejo de la que habla Foucault: «El espejo es una utopía, ya que es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente [...] Una especie de sombra que me da a mí mismo mi propia visibilidad» (Foucault, 2009). Esto es, del espejo emerge, de nuevo, la irrealidad, como ocurría con la casa. Lo irreal se asocia al espacio del mal en la película de Trapero: tanto en la tenebrosidad de la casa como en lo laberíntico de la ciudad de Buenos Aires, por los caminos hacia la locura en los que se inmiscuye el coche del clan.
Figura 4. Siempre que la cámara adopta la perspectiva del espejo retrovisor, la filmación se vuelve, de forma premeditada, borrosa.
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Pero no es la única utilización inteligente que propone el director con este elemento a lo largo del filme. El espejo, como experiencia y hasta emplazamiento fronterizo entre lo real y lo irreal, vuelve a emerger en una de las grandes secuencias de la cinta. Tras salir mal el tercero de los secuestros, que acaba con la muerte del empresario Naum, Arquímedes amenaza a Álex por no haberle querido acompañar. El patriarca vuelve a mirarse en el espejo y parece que se transformase en el mismísimo diablo. Las concomitancias expresionistas vuelven a aparecer, pues la cara de Arquímedes es tan monstruosa o inquietante como era la de los anteriormente citados villanos del cine alemán de entreguerras. Este primer plano evoca una dimensión psicológica manifiesta y genera un terror patente en el espectador (figura 5).
Figura 5. El espejo como elemento es importante en la cinta. La cara de Arquímedes reflejada en él es de auténtico terror.
Otros emplazamientos ajenos al mal El trío formado por la casa familiar, las laberínticas avenidas bonaerenses y el coche del clan —tanto en su versión Falcon como en el caso de la furgoneta— conforman los indiscutibles espacios del mal en la película. Estos son los emplazamientos más importantes, pero aparecen otros a lo largo de la cinta. Es el caso de Nueva Zelanda que, utópicamente, se convierte en el lugar-paraíso, que aparece como lugar de salvación de los hijos que escapan de la casa familiar para llevar una
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nueva vida, clandestina, pero alejada del crimen. En ningún momento el cineasta filma localización alguna del país oceánico, lo que acentúa el carácter utópico de un lugar que, al estar tan alejado, emerge como el único paraíso posible para la salvación de aquel miembro de la familia que se atreve a alejarse de la estructura delictiva de los Puccio. En un primer momento, esto le ocurre a Maguila —hasta que su padre lo convence de que ha de volver— y, especialmente, a Guillermo, el menor, que aprovecha una gira de rugby de la selección de infantiles de Argentina para huir a Oceanía de forma definitiva y no volver nunca más al hogar familiar. De hecho, en los créditos finales introducidos por el cineasta se relata al espectador que el menor de los hijos de Arquímedes nunca volvió a ser visto por ninguno de los miembros de su familia. Por tanto, Nueva Zelanda actúa como espacio de salvación, todo lo contrario de la cárcel que supone Buenos Aires para el resto de los miembros del clan. También aparecen los no-lugares que definiera Marc Augé, es decir, aquellos espacios de transitoriedad que no tienen la suficiente relevancia como para convertirse, propiamente, en un lugar. Se trata de espacios de tránsito que surgen en la época que el teórico francés define como «sobremodernidad» y que corresponden a espacios como los aeropuertos, los puertos, las autopistas o los supermercados. Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran los lugares antiguos: éstos, catalogados, clasificados y promovidos a la categoría de lugares «de memoria», ocupan allí un lugar circunscripto y específico (Augé 2000: 44).
Hacia la mitad del filme se observa cómo la familia Puccio al completo se desplaza al aeropuerto para recibir, tras su estancia neozelandesa, al citado Maguila. Sin embargo, en el momento en que Guillermo se marcha con sus compañeros de selección solo Álex está presente en la despedida.
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Con una concepción paradisiaca muy cercana a la que se le concede al país oceánico aparece la localidad sueca de Kalmar, un espacio que sueñan con visitar el joven Álex y su novia y que, para el primero, supone la oportunidad definitiva de alejarse de una vez por todas de los turbios negocios que encabeza su padre. Sin duda, Kalmar —que tampoco aparece filmada en ningún momento a lo largo de la cinta— funciona como un heterotopía de ilusión, esto es, «un espacio real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien arreglado cuanto el nuestro está desordenado, mal organizado y enmarañado» (Foucault 2009). Kalmar, por tanto, como espacio ideal ante la opresión de los muros del hogar familiar. La diferencia, en esta cinta, es que Nueva Zelanda sí es un lugar alcanzado como salvación por uno de los miembros de la familia, mientras que ninguno de ellos llega a pisar la ciudad escandinava, por lo que este espacio es, con mayor rotundidad, lo utópico.
Conclusiones La importancia del espacio en la historia real que Pablo Trapero traspasa a la ficción cinematográfica es decisiva, pues actúa, prácticamente, como un personaje más que se inserta en el devenir de la trama. Es evidente, especialmente, en la casa, emplazamiento que actúa como eje del mal, donde emerge la irrealidad de una familia aparentemente normal. El hogar familiar es el lugar supuestamente idílico en que los padres descansan y viven felices junto a sus hijos pero, a su vez, como si se quitasen las máscaras al pasar el umbral de las escaleras, allí aparece lo más diabólico de ellos —especialmente reflejado en la figura del padre, Arquímedes Puccio—, y las habitaciones exteriores y el sótano surgen como infierno en el que los distintos secuestrados por el clan son torturados y extorsionados. Justamente, para estas actividades criminales la familia y sus secuaces externos se valen de un coche. Es por eso que el automóvil tiene una gran importancia como elemento y habitáculo espacial en la historia, pues es el principal medio del que se vale el clan para emprender el secuestro, primero, y para cobrar el rescate posteriormente. El vehículo se mueve con una facilidad pasmosa por las enmarañadas
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calles bonaerenses, filmadas por Trapero como un auténtico laberinto. Esta filmación caótica es deliberada por parte del cineasta, pues lo que pretende es que el espectador, del mismo modo que el secuestrado, se sienta perdido y atrapado. Por esta razón, tanto el barrio de San Isidro como la propia capital argentina suponen el tercer espacio del terror. Ante estos emergen otros espacios con una importancia menor en la trama, como son el aeropuerto —un no-lugar de Augé— o los paradisiacos y lejanos emplazamientos de Nueva Zelanda y Kalmar (Suecia) que, al no ser filmados por el director, aparecen como lo que son: lugares de ensoñación, imprescindibles para alcanzar la libertad. Además, Trapero provoca que la historia transcurra en un ambiente claustrofóbico y peligroso, pues la contextualiza en la época posterior a la dictadura cívico-militar de Argentina, un periodo de infausto recuerdo para la mayoría de los ciudadanos del país latinoamericano que se saldó con infinidad de muertos, desaparecidos e inenarrables injusticias. El cineasta elige contar una historia concreta pero muy real, como la que protagonizó el clan Puccio, y parece evidente que, para contextualizar estos años del terror, sabe realizar una utilización diegética muy interesante de distintos espacios.
Bibliografía Amaya, Sol (2016): «Quiénes eran los Puccio, el clan familiar que se dedicó a los secuestros», en La Nación. (15-03-2018). Augé, Marc (2000): Los no lugares. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa Editorial. Bachelard, Gaston (2016): La poética del espacio. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Barthes, Roland (2009): «Semiología y urbanismo», en La aventura semiológica. Barcelona: Paidós, pp. 337-350. Benner, William (2017): «El documental sin fin: filmar al desaparecido», en Archivos de la Filmoteca, n.º 73, pp.123-137. Foucault, Michel (2009): «Espacios otros», en Cuatro Trap Anteproyecto. Traducción de una conferencia de 1967 [en línea]. (15-03-2018). Popeanga, Eugenia (2015): «De la ciudad hostil a la ciudad sin atributos», en Alba Diz, Edmundo Garrido y Javier Rivero (eds.), La ciudad hostil: imágenes en la literatura. Madrid: Síntesis, pp. 31-45. Trapero, Pablo. El Clan. Kramer, Sigman Films / Matanza Cine / El Deseo S.A. / Telefe / ICAA / INCAA, 2015. Tudoras, Laura Eugenia (2006). «Propuestas para una lectura posmoderna de la ciudad», en Cuadernos de Filología Italiana, vol. 13, pp. 129-141.
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Guillermo de Torre y las galerías comerciales de Buenos Aires: un espacio para la reflexión Rocío Peñalta Catalán Universidad de Málaga
1. Introducción En la segunda edición de Claves de la literatura hispanoamericana, publicada en 1968, Guillermo de Torre incluyó una serie de textos breves sobre distintas ciudades hispanoamericanas —México, La Habana, Caracas, Quito, Lima, Bogotá, etc.—, recogidos bajo el título de «Escalas en la América hispánica» y que el propio autor describe como «gavilla de imágenes viajeras» (De Torre 1968: 99). Precisamente, una de estas «imágenes viajeras» está dedicada a la capital argentina y, más concretamente, a sus pasajes y galerías. Por su labor como ensayista y crítico literario, Guillermo de Torre estuvo muy ligado a América, pues, además de ser responsable del primer intento de interpretación, desde el ámbito hispánico, del movimiento vanguardista, con su Literaturas europeas de vanguardia
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(Madrid, 1925), y el impulsor e introductor del ultraísmo español en el proceso europeo de posguerra1, fue un gran conocedor de la literatura y el arte hispanoamericanos, como demuestran sus numerosos estudios sobre el tema (Corvalán 1967: 92). Además, su relación con Argentina es aún más estrecha. Su primera visita a Buenos Aires se remonta a 1927, cuando viajó «seducido por la idea de contraer matrimonio con la hermana de Jorge Luis Borges, a quien había conocido en España» (Rojas 2015: 161), y allí permaneció hasta 1931. En estos años colaboró con la revista Sur —fundada por Victoria Ocampo— y con la delegación argentina de Espasa-Calpe. Unos años más tarde, en abril de 1937, poco después del inicio de la Guerra Civil española, De Torre regresó a Buenos Aires —con su ya esposa Norah Borges— y fundó la editorial Losada junto con Gonzalo Losada, entre otros2; a partir de 1956, fue catedrático de la Universidad de Buenos Aires; y en Buenos Aires falleció, en 1971. El texto que ahora nos interesa, «Galerías de Buenos Aires», lo escribió en 1953, es decir, cuando ya residía de manera estable en la capital argentina, y recoge una serie de reflexiones en torno no solo a sus galerías comerciales, sino también a cuestiones más generales, como el «misterio» de las ciudades americanas o la función del arte en este tipo de espacios destinados al consumo.
2. «Galerías de Buenos Aires» como relato de viaje La tentación de abordar el texto desde el punto de vista del relato de viajes es grande, pues, como señalábamos, el mismo De Torre lo define como «imagen viajera». Desde esta perspectiva, observamos que se dan en él algunas de las características propias de este género. En primer lugar, encontramos un predominio del discurso descriptivo-narrativo. Como señala Idoia Arbillaga en su Estética y teoría del libro de viaje,
1. Sobre el papel de Guillermo de Torre en el movimiento ultraísta, véase Aullón de Haro (2000: 188), Giménez Frontín (1973: 122-123) y López Cobo (2008). 2. Sobre la labor de Guillermo de Torre en la editorial Losada, véase Larraz (2016).
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la dispositio del género de viaje otorga preeminencia al discurso descriptivo, pues aunque éste favorezca las incursiones del discurso narrativo con distintos fines, no cabe duda de que el objetivo fundamental del género es describir el lugar visitado, transmitir al lector las impresiones estéticas (y de otra índole) proporcionadas por la contemplación del espacio recorrido durante un viaje real. A este respecto el discurso descriptivo es fundamental (Arbillaga 2005: 74).
Así, en este breve texto de Guillermo de Torre podemos encontrar diversos pasajes descriptivos, como el que reproducimos a continuación, en el que observa los frescos que decoran los techos de las galerías comerciales: Pero lo que desde ahora podemos gozar y alabar es el alarde de arte y artesanía conjunta, realizada con sus frescos por varios pintores nuevos, la agilidad con que saltaron desde el espacio reducido del lienzo en el caballete hasta las grandes dimensiones murales. Las singulares humanidades míticas, de una mitología personalísima, creadas por Batlle Planas, las deliciosas figuras finiseculares de Raúl Soldi, desenvueltas en espiral, las estampas de Luis Seoane, con un dejo levemente arcaico, las alegorías indigenistas de Gertrudis Chale invitan a pasearnos en otro mundo de formas y de colores muy distintos del que circula a nuestro nivel (De Torre 1968: 145).
Como podemos comprobar, junto con el discurso narrativo, en el que predominan los sustantivos y los verbos, destaca la descripción con la acumulación de adjetivos calificativos —«nuevos», «grandes», «singulares», «personalísima», «deliciosas», «finiseculares», «arcaico», «indigenistas», «distintos»— que permiten a De Torre «transmitir al lector las impresiones estéticas [...] proporcionadas por la contemplación del espacio recorrido» (Arbillaga 2005: 74). Una de las estrategias que suelen emplear los viajeros es la descripción «de las cosas desconocidas por las conocidas» (Arbillaga 2005: 75), es decir, comparándolas con referentes conocidos por el viajero o compartidos con el lector. Así lo vemos en el siguiente fragmento: «Fue primero, hace pocos años, en esa manzana de la calle Florida que, pese a sensibles desfiguraciones, sigue siendo la más londinense, la mejor rapsodia de Tottenham Court Road, donde se abrió un pasaje como una rosa de los vientos, con sus cuatro galerías cardinales» (De Torre 1968: 143).
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Para los lectores europeos, Argentina puede ser un lugar exótico y lejano y, probablemente, les resultará mucho más familiar Londres; será más fácil así, con este ejemplo presente, imaginar el lugar que De Torre está describiendo en estas páginas. Otro de los elementos propios del relato de viaje que encontramos en «Galerías de Buenos Aires» es la narración en primera persona, manifestación de la experiencia directa del viajero-escritor: Ahora bien, los nuevos pasajes porteños tiran de nuestras miradas hacia arriba y nos hacen sentirnos poco menos que sujetos a un experimento de levitación. Efectivamente, nuestros ojos soslayan el asedio lateral de las vitrinas comerciales y suben hacia arriba, hacia las alturas cenitales, mas no imantados por ningún vuelo místico, sino por el incentivo de una profana atracción estética (De Torre 1968: 144).
Aquí vemos que De Torre emplea la primera persona, pero no del singular sino del plural. Señala Idoia Arbillaga (2005: 87) que, en el libro de viajes, la primera persona del plural aparece cuando el viajero escritor incluye «a sus acompañantes de viaje en sus afirmaciones». Sin embargo, en este caso ese «nosotros» no hace referencia a los compañeros de viaje de Guillermo de Torre, sino a los lectores, a quienes pretende hacer partícipes de su experiencia. Además de esta peculiaridad en el relato de De Torre, hay otros elementos propios del género de viaje que tampoco aparecen en «Galerías de Buenos Aires». Es el caso del itinerario. Explica Arbillaga (2005: 70) que, «además del desarrollo del itinerario, son propias de estas obras referencias a la llegada al país o a la región visitada, a la salida del país, al transporte, a los hospedajes, a las excursiones subordinadas al itinerario, los compañeros de viaje, a otros motivos temáticos accesorios relacionados con los desplazamientos». Aquí no encontramos alusiones a ningún itinerario ni recorrido específico, solo la mención de topónimos de barrios y calles concretos de Buenos Aires: calle Florida, «otra gran vía, en el cogollo de Santa Fe, próximo a Callao» (De Torre 1968: 143). Probablemente, esta ausencia de referencias a un itinerario se deba a que, en 1953, De Torre no necesitaba entrar ni salir del país o de la ciudad para llegar a los lugares que describe, puesto que ya vivía en
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Buenos Aires. Está, pues, hablándonos de su propia ciudad y, probablemente, estas reflexiones sean fruto de sus paseos cotidianos y no de una visita puntual a los pasajes en un momento determinado. Por otra parte, al releer el texto comprobamos fácilmente que «Galerías de Buenos Aires» se aproxima más al género ensayístico que al relato de viajes. Y es que el propio Guillermo de Torre, en la introducción a este conjunto de descripciones de ciudades, explica lo siguiente: [...] he puesto en cuarentena los libros de viajes donde la circunstancia geográfica se pierde de vista e invade el horizonte un yo más o menos insolente o apiadable. Es el escollo de los espíritus solipsistas en trance viajero: en lugar de ver ciudades, paisajes y gentes diversas sólo continúan mirándose a sí mismos. «Viaje alrededor de mi cuarto» será un hallazgo como título paradójico, pero no un ejemplo imitable propuesto a lectores o viajeros de ojos abiertos y mentes porosas (De Torre 1968: 100).
Es por eso que en las «Escalas en la América Hispánica» de Guillermo de Torre apenas encontramos referencias a la experiencia personal del viajero, a los itinerarios o a las pequeñas anécdotas del viaje sino que, aprovechando la contemplación del entorno, el escritor da paso a reflexiones más amplias y profundas por las que todos podemos sentirnos interesados. En el caso de «Galerías de Buenos Aires», son tres los temas sobre los que De Torre nos propone reflexionar que, a su vez, pueden identificarse mediante los tres epígrafes que dividen el texto: «Misterio de las ciudades», «Pasajes y galerías» y «Penetración directa y funcional del arte nuevo».
3. La ciudad legible Bajo el título de «Misterio de las ciudades», el poeta ultraísta se pregunta, en primer lugar, si las ciudades americanas poseen ese misterio, esa «penumbra novelesca» de las urbes del viejo mundo que despertaron la inspiración de tantos escritores europeos: «[...] ese misterio reclamado, que en las viejas ciudades europeas se incuba a sí mismo, a favor de las calles irregulares, de las tiendecitas sin objeto claro, de los transeúntes
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sin prisa, de los soportales umbríos, de la pátina secular que baña todo atmosféricamente, bajo el sol o bajo la nieve, en las ciudades nuevas americanas, es más difícil de inventar» (De Torre 1968: 141). Desde el siglo xix, no existe gran capital sin su autor, sin su novela que la represente en sus más variados aspectos. Y es que «toda ciudad que ha alcanzado cierto grado de desarrollo industrial, urbanístico, demográfico, cultural o político, luce al lado de sus fábricas, de sus monumentos, y de su policía, una novela que sea el reflejo más o menos aproximado de lo que esta ciudad tiene de peculiar». Lo mismo que el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (2004: 509) se planteaba respecto de Lima en fechas similares3, se lo pregunta Guillermo de Torre acerca de Buenos Aires en su breve ensayo. Y aunque este último encuentra ciertas dificultades para atisbar en la capital argentina ese misterio que resulta patente en las viejas urbes europeas, acabará por hallarlo, precisamente, en las galerías comerciales. Esta aura literaria no debe buscarse en los suburbios, ni se refiere tampoco a los enigmas de tipo policíaco que pueda albergar una ciudad, sostiene De Torre, sino que se halla en los espacios cotidianos. Se trata de un «misterio más pequeño e inaprehensible, que está en los intersticios de las cosas, hasta en el de aquellas con apariencia más lisa y resplandeciente» (De Torre 1968: 142). Finalmente, el autor llega a la conclusión de que son estos pequeños espacios, reservados «a lo menudo y minoritario», como los pasajes o los cafés, los que definen el carácter de una ciudad y la dotan de «poesía urbana». Y es que la poeticidad de una ciudad, su capacidad para generar literatura, está muy vinculada a su legibilidad, como explica Álex Matas Pons en La ciudad y su trama: Literatura, modernidad y crítica de la cultura (2010: 71): «La ciudad moderna conduce siempre a la legibilidad que debe procurar el que transita por sus calles». La dificultad para leer la urbe actual radica en que, frente a la ciudad clásica perfectamente planificada y ordenada, la ciudad moderna surge como un conjunto abigarrado, heterogéneo, desjerarquizado y cambiante, marcado por el dinamismo y la inestabilidad y, por tanto, 3. El artículo «Lima, ciudad sin novela» apareció en el suplemento dominical de El Comercio el 31 de mayo de 1953.
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por la multitud de lecturas posibles. La ciudad moderna deja de ser inteligible y unívoca: «Los espacios de la ciudad desmienten la artificial homogeneidad de cualquier lectura e interpretación que se quiera única e inequívoca» (Matas Pons 2010: 39). Por eso, frente al caos de la ciudad que deviene un ente ininteligible, las galerías comerciales aparecen como pequeños refugios ordenados, planificados al detalle y con unas funciones claramente establecidas: En todo artefacto delicado, resistente y complejo, como la ciudad, hay también un potencial de desorden, encarnizado en desmentir el ideal de sistema integrado que contradicen la intemperie, los espacios abiertos, las calles, las vías de transporte y, sobre todo, la competencia por ocupar materialmente los edificios y la tierra. Sólo una tipología, la del shopping center, resiste al principio diabólico del desorden, exorcizado por la perfecta adecuación entre finalidad y disposición del espacio. La circulación mercantil de objetos encontró una estética sin excedentes desviados. El orden del mercado es mil veces más eficaz que el orden público: de donde la dinámica de la mercancía es más fuerte que el Estado (Sarlo 2009: 13).
En este sentido, resultan perfectamente aplicables las reflexiones de Beatriz Sarlo sobre el centro comercial. Quizá así podamos explicar el encanto literario que De Torre atribuye a los pasajes de Buenos Aires: [...] En el fondo, todas las mejores novelas del siglo xix parecen salidas de los paisajes encristalados, con sus diálogos de luces, sus seres furtivos, sus tiendecillas extrañas. Yo no digo que Buenos Aires, el centro, la urbe concretamente —desprendida ya de todo pamperismo— vaya a encontrar su Dickens, su Galdós, su Balzac, actualizados en las flamantes galerías; yo no afirmo que el misterio reclamado pueda descender colombinamente de sus cúpulas. Pero sí creo que bajo el influjo de su atmósfera puede ir tramándose paulatinamente ese trasfondo de novelería, esos colores de lo imprevisto, esos rincones minoritarios propios de las ciudades multiseculares (De Torre 1968: 144).
4. Pasajes y galerías bonaerenses El segundo aspecto abordado por De Torre en el texto que nos ocupa se refiere concretamente a los pasajes y galerías surgidos en Buenos Aires desde las primeras décadas del siglo xx y hasta los años en que él residía en la ciudad. «Frente al creciente agrisamiento», que según
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el poeta ultraísta se produce de manera generalizada y «fatal en todas las grandes urbes», estos pasajes aparecen como «perfiles individualizados, pequeños islotes, curiosos rincones», que van brotando aquí y allá, en distintas zonas de la capital: «Fue primero, hace pocos años, en esa manzana de la calle Florida [...] donde se abrió un pasaje como una rosa de los vientos, con sus cuatro galerías cardinales. Fue luego, otra gran vía, en el cogollo de Santa Fe, próximo a Callao, donde se ha perforado otro pasaje, una nueva invitación a los “pasos perdidos”» (De Torre 1968: 142-143). La primera de las galerías a la que se refiere De Torre probablemente sea Gath y Chaves, fundada en 1914 y ubicada en la esquina de las calles Florida y Cangallo, cuyas principales atracciones eran «cuatro magníficas escaleras y una escalera mecánica» (Sarlo 2009: 14). Esta galería, junto con las surgidas posteriormente, como Harrods o el pasaje Güemes, vinieron a reemplazar a la calle Florida como principal vía comercial de la ciudad. Al igual que había sucedido con los pasajes parisinos del siglo xix, las galerías de Buenos Aires devienen en un signo de modernidad: «No hay ocaso de los pasajes, sino un vuelco. De un golpe, se convirtieron en el molde donde se fundió la imagen de la “modernidad”. El siglo reflejó aquí, con arrogancia, su novísimo pasado» (Benjamin 2005: 560). Así, por su novedad y por la cantidad de productos ofrecidos a la venta, se convirtieron en nuevos focos de atracción tanto para residentes como para turistas, como consecuencia de la generalización del consumo y las compras como una forma más de ocio: «La mayoría de los habitantes de la ciudad encuentran en el mercado lo que creen desear libremente cuando una alternativa no se les presenta ante los ojos, o les resulta desconocida y probablemente hostil a lo que han aprendido en la cultura más persuasiva de las últimas décadas: la de los consumidores» (Sarlo 2009: 13). A estas características se suma un atractivo más, derivado del cuidado con que las mercancías se ofrecen a la vista del consumidor; algo que ya podía observarse en los primeros espacios comerciales parisinos: A mediados del siglo xix, en París, la gran capital del siglo, se inventó el grand magasin, donde por primera vez la exposición de la mercancía, su valor para los ojos, fue más importante que su valor de uso. La mercancía entró en un nuevo régimen
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óptico; el lujo, que tradicionalmente acompañó la disposición de mercancías para la nobleza o la aristocracia, se convirtió en una cualidad para atraer a las nuevas clases medias urbanas (Sarlo 2009: 14).
Hasta el más mínimo detalle de estas galerías comerciales de Buenos Aires está perfectamente estudiado para hacer del consumo una experiencia de ensueño: Era Buenos Aires y se vivía la primera gran transformación mercantil del siglo pasado. Cambio en las formas de intermediación, distribución y presentación de mercancías: vendedoras jóvenes y aburridas, objetos deseables por su disposición, su precio, su efecto estilístico, su estar a la moda, su abundancia simbólica, sus insinuaciones: perfumes, flores, bombones, regalos para la mujer de mundo o para la amante, ofrecidos a los hombres por jovencitas pálidas que sueñan no con vender esos objetos sino con recibirlos. La mirada descubre lujos desconocidos, tanto en las materias como en la novedad de su puesta en escena y, sobre todo, en las fantasías que disparan (Sarlo 2009: 15).
Ya Walter Benjamin, en su Libro de los pasajes, aludía a la utilización mucho mayor de los ojos que de los oídos «como algo específico de la experiencia moderna de la ciudad» (Matas Pons 2010: 110); y también el propio Guillermo de Torre se siente atraído visualmente por el interior de los pasajes, aunque, como veremos más adelante, su atención no se dirige prioritariamente hacia las mercancías mostradas en los escaparates. De Torre parece permanecer inmune a los atractivos de los productos que se ofrecen en estos espacios, pues él mismo se considera un «viandante nostálgico de otros lugares distintos», una especie de flâneur incapaz de resistirse a la «invitación a los pasos perdidos» que suponen los pasajes bonaerenses. Estas galerías cubiertas, más allá de su función primaria, que, como hemos visto, no es otra que la comercial, adquieren para el paseante una dimensión insospechada, una significación estética que las convierte en «puertas imprevistas a la imaginación aprisionada»: Verdad es que lógicamente tales galerías son demasiado flamantes y coruscantes, no poseen pátina evocadora y carecen de aquellos juegos de luces cenitales y eléctricos que tejían el encanto de los viejos —algunos ya demolidos— pasajes de
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París, [...]; pero como quiera que sea, frente a las calles demasiado abiertas, ruidosas y amenazantes, esas nuevas galerías porteñas son casi remansos poéticos, que sosiegan la avidez de horizontes y encalman nuestros pasos (De Torre 1968: 143).
Es precisamente por esto que el escritor halla ese evocador misterio de la ciudad en estos espacios cerrados, frente a las calles abiertas de la urbe, «el irreconocible espacio donde se proyectan las múltiples, incluso a veces caóticas, formas de la conciencia» (Matas Pons 2010: 58). Y aquí encontramos la diferencia fundamental entre un pasaje y una calle comercial, y la razón de que el primero sea preferido por los «viandantes nostálgicos»; algo en lo que ya había reparado Walter Benjamin: Comercio y tráfico son los dos componentes de la calle. Pero resulta que el segundo ha desaparecido de los pasajes; su tráfico es rudimentario. Es sólo calle ávida de comercio, que únicamente se presta a despertar los apetitos. Porque en esta calle los jugos dejan de fluir, la mercancía prolifera en sus márgenes descomponiéndose en fantásticas combinaciones, como los tejidos en las úlceras. El flâneur sabotea el tráfico. Tampoco es un comprador. Es mercancía (Benjamin 2005: 77).
Para Guillermo de Torre (1968: 143), los pasajes «se brindan como refugios. Constituyen formas de huir de la ciudad sin salir de ella». Quizá esta sea la principal diferencia entre estas galerías y los nuevos centros comerciales4, como bien explica Beatriz Sarlo (2009: 15-16): Las grandes tiendas, los pasajes y las galerías [...] formaban parte de la ciudad, se entretejían con ella; desde las ventanas de Harrods se veían los paseantes de Florida. Las viejas galerías Pacífico enlazaban bajo techo las calles que limitaban una manzana de ciudad a través de anchos pasillos laterales, decorados por las mercancías expuestas en negocios [...]. En cambio, pocos usan un shopping como pasaje entre calles; ese trayecto, aunque posible, no está previsto en el programa, que busca independizarse de la ciudad y reinar sobre ella desde una diferencia irreductible.
4. En esta misma línea se sitúa la reflexión de Elisa Di Biase (2010: 137) sobre los centros comerciales: «En su dinámica tradicional, el centro comercial, al concentrar una inmensa variedad de servicios (su contenido está planeado para satisfacer la mayor cantidad de necesidades posible), atrae a los compradores fuera de los centros de población, con lo cual tiende a sustituir a las ciudades y a provocar su decadencia. Las nuevas tendencias arquitectónicas para estos edificios impulsan cada vez más su conversión en ciudades independientes».
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El pasaje cubierto que conecta dos calles de la ciudad permite al flâneur refugiarse de las inclemencias del tiempo durante sus paseos. En este sentido, Walter Benjamin transcribe un fragmento de la Guía ilustrada de París —«todo un retrato de la ciudad del Sena y de sus alrededores por el año 1852»— para reflexionar sobre la relación entre los pasajes, el flâneur y la meteorología: Al hablar de los bulevares del interior, [...] mencionamos varias veces los pasajes, que desembocan en ellos. Estos pasajes, una nueva invención del lujo industrial, son galerías cubiertas de cristal y revestidas de mármol que atraviesan edificios enteros, cuyos propietarios se han unido para tales especulaciones. A ambos lados de estas galerías, que reciben la luz desde arriba, se alinean las tiendas más elegantes, de modo que un pasaje semejante es una ciudad, e incluso un mundo en pequeño, en el que el comprador ávido encontrará todo lo que necesita. Ante un chubasco repentino, se convierten en el refugio de todos los que se han visto sorprendidos, ofreciendo un paseo seguro, aunque angosto, del que también los vendedores sacan provecho (Benjamin 2005: 69).
Pero para Guillermo de Torre el pasaje no es solo un refugio para huir del bullicio de la ciudad o de la lluvia, sino que las galerías le sirven para esconderse de la realidad: «porque la calle techada es tanto un sueño prenatal, según los freudianos, como el ideal de los urbanistas y el más elástico trampolín de los imaginativos» (De Torre 1968: 143). En la intimidad del pasaje, el paseante se entrega al ensueño, porque, como señala Gaston Bachelard en su Poética del espacio: «¡Qué gran principio de sueño de intimidad es un techo abovedado! Refleja sin fin la intimidad en su centro» (Bachelard 2006: 55). A la seguridad que proporciona el pasaje en tanto que refugio se une otra característica que lo convierte en un escenario apropiado para la fantasía, y es su vinculación a lo subterráneo, que se relaciona con «la irracionalidad de lo profundo» (Bachelard 2006: 49): «Cuando un novelista francés, Jules Romains, quiso encontrar algo nuevo y verdaderamente novelesco en Nueva York, en vez de remontarse en los ascensores rascacélicos, descendió hacia ciertos pasajes subterráneos, hallando personajes y fábulas inesperados» (De Torre 1968: 144).
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5. El arte al servicio del consumo Frente a esta tendencia hacia lo profundo y soterrado que podemos experimentar en ciertos pasajes, Guillermo de Torre nos llama la atención sobre un hecho peculiar que se da en las galerías bonaerenses: en ellas se produce una atracción hacia lo alto. La vista no es atraída tanto por las mercancías expuestas en los escaparates, sino que se eleva hacia los frescos que decoran el techo: [...] los nuevos pasajes porteños tiran de nuestras miradas hacia arriba y nos hacen sentirnos poco menos que sujetos a un experimento de levitación. Efectivamente, nuestros ojos soslayan el asedio lateral de las vitrinas comerciales y suben hacia arriba, hacia las alturas cenitales, mas no imantados por ningún vuelo místico, sino por el incentivo de una profana atracción estética (De Torre 1968: 144).
La contemplación de estas pinturas permite a De Torre reflexionar sobre la función que desempeña el arte en los espacios comerciales, en unas líneas que titula «Penetración directa y funcional del arte nuevo». Efectivamente, se trata de la obra de pintores nuevos, cuyo trabajo poco tiene que ver con los frescos que decoran los techos y bóvedas de edificios históricos. Esto se debe a que, en los espacios comerciales, «la historia pierde su peso y se convierte en decoración posmoderna. El centro comercial no vuelve la mirada al pasado, está todo hecho de presente y su crecimiento se proyecta hacia el futuro» (Di Biase 2010: 146). También carecen del aura sagrada o mítica de otras pinturas, pues son la manifestación de una «mitología personalísima» creada por los artistas más recientes: «[...] No son, desde luego, los ángeles majos de Goya como en San Antonio de la Florida, ni los profetas de Miguel Ángel como en la Capilla Sixtina, ni el cortejo de los Reyes Magos de Benozzo Gozzoli como en el palacio Médici-Riccardi de Florencia...» (De Torre 1968: 144-145). Por otra parte, la novedad de autores y obras impide calcular con precisión el valor artístico de esta decoración: «Tampoco ciertamente poseemos la perspectiva a distancia, el destilador de los siglos, que nos permita medir el valor de los recientes frescos aquí pintados» (De Torre 1968: 145).
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En esta ocasión, Guillermo de Torre prefiere dejar a un lado sus impresiones personales y observar la reacción «de aquellos transeúntes comunes que, sin estar habituados a ningún género de contemplación artística, se topan súbitamente con tales obras». Para ello, se dedica a escuchar los comentarios de otros visitantes de las galerías, y llega a la conclusión de que la mayoría [de los paseantes] permanece inmune, cuando no reacciona de forma críticamente errónea. «Irrealidad», «inverosimilitud», «demasiado extraños» —se oye entre dientes—. Sin embargo, lo curioso es que ese transeúnte que minutos antes ha torcido el gesto ante esas pinturas, entra luego en cierto café situado en la misma galería y acepta sin pestañear, sin romper un vidrio, una dosis análoga o mayor de «irrealidad» y de «extrañeza», al que recibe al contemplar la decoración y el mobiliario del local (De Torre 1968: 145-146).
Un rasgo fundamental de las zonas comerciales, que ya señalaba De Torre respecto de las galerías de Buenos Aires y que se ha acentuado en la actualidad en los grandes centros comerciales, es su carácter irreal, de simulacro de ciudad. Aunque el poeta ultraísta encuentra mayor irrealidad en los locales comerciales que en los frescos del techo, lo cierto es que la decoración de estos espacios contribuye igualmente a generar este efecto: Los habitantes de las ciudades, cuando querían conservar algo del viejo placer de unas vistas «felizmente agrupadas», buscaban un mirador privilegiado desde el que obtener una visión panorámica de la ciudad. Este ejercicio podía resultar tranquilizador, pues desde una adecuada atalaya se divisaba hasta dónde alcanzaban los nuevos márgenes de la ciudad en crecimiento y gracias a la altura se conquistaba el poder de la intelección. Sin embargo, la ciudad pronto corrige esta pretensión totalizadora y vengativamente recuerda a artistas y a ciudadanos su carácter esquivo: los panoramas se instalan en los pasajes y un simulacro de ciudad que carece de toda realidad es consumido por el público al contemplar cómo la pintura de la ciudad —pinturas de las ciudades de París, Roma, Nápoles, Ámsterdam, Calais, Amberes, Atenas, etcétera— discurre por una pared cilíndrica (Matas Pons 2010: 99).
Si en los actuales centros comerciales «todo extremo, toda armonía de contrastes, ha sido sustituido por la planicie, la línea recta y la neutralidad», lo que los convierte en un «vivo espejo de la Posmodernidad», cuyo «ambiente es completamente falso y trata de hacerse
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pasar por un verdadero reflejo de quienes somos y de lo que queremos» (Di Biase 2010: 139), el caso de los pasajes comerciales de principios del siglo xx es diferente por hallarse conectados a la ciudad, lo que los asemeja a los centros comerciales urbanos que suelen ocupar edificios históricos de cierto valor, como antiguas estaciones de tren o viejas fábricas, y que, por «encontrarse en el centro de los espacios públicos, suelen estar sujetos a la exigencia de armonizar con el entorno y su estructura exterior se reviste de la estética de la ciudad que los acoge» (Di Biase 2010: 139). En estos casos, el espacio comercial «no rechaza “decorados” preexistentes, sino que los regula según sus implacables normas visuales, porque, si no lo hiciera, pondría en peligro no sólo su propia coherencia estética sino la función del espacio que esa estética recubre» (Sarlo 2009: 29). No podemos dejar de aludir en este punto —y más tratándose de pasajes— al ensayo «París, capital del siglo xix» de Walter Benjamin, incluido en su Libro de los pasajes. Dice Benjamin (2005: 37): «[...] los pasajes son comercio de mercancías de lujo. En su decoración, el arte entra al servicio del comerciante». La reflexión de Benjamin conecta perfectamente con la coherencia entre estética y función a la que se refería Sarlo, y finalmente De Torre llegará a la misma conclusión: en las galerías comerciales, como espacios orientados al consumo, el arte se convierte en un instrumento más para contribuir a esta función principal. En estos casos, las obras artísticas no solo son ornamentos que la galería comercial «incorpora o tolera [...] porque pueden agitarse como argumentos de prestigio» (Sarlo 2009: 29), sino que se convierten en objeto de consumo. Esto hace que Guillermo de Torre se pregunte —sin hallar respuesta, por cierto— por qué es más eficaz «la penetración artística indirecta, por vía funcional», del arte moderno: Cuando se le da como expresión pura y autónoma de arte, en los cuadros, en los muros o techos, el público mayoritario sigue sin comprender ni aceptar todo lo que se aparte del calco naturalista, y particularmente las expresiones del arte moderno. Sin embargo, basta simplemente que estas formas y colores de un estilo plástico nuevo se le brinden indirectamente, aplicadas a una mesa, a un biombo a una lámpara, para que las acepte sin más (De Torre 1968: 146).
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Nos hallamos nuevamente ante otra conexión entre arte y consumo, que Beatriz Sarlo (2009: 18) relaciona con la «hegemonía cultural» basada en la acumulación material y en la educación del gusto de los usuarios, pero que para Guillermo de Torre implica «la degradación del arte puro»: «¿Acaso toda popularización de formas nuevas no supone más bien su decadencia que su apoteosis?» (De Torre 1968: 146).
6. A modo de conclusión Este paseo por las galerías de Buenos Aires que emprende Guillermo de Torre —a modo de flâneur baudeleriano— le incita a la reflexión sobre temas diversos: la capacidad de las nuevas ciudades americanas para inspirar novelas; los pasajes y galerías como lugares privilegiados para la fantasía; el crecimiento de Buenos Aires y las nuevas formas de comercio que se van imponiendo progresivamente; la función que puede desempeñar el arte moderno en los espacios comerciales, etc. Además, por la dialéctica que se establece entre lo interno y lo externo, lo abierto y lo cerrado, lo elevado y lo subterráneo, los pasajes y las galerías incitan a la imaginación a las mentes sensibles y creativas, pues, en medio del bullicio de la ciudad hormigueante, los pasajes «se brindan como refugios» (De Torre 1968: 143); permiten al paseante escapar de la realidad y de la urbe sin salir de ellas. Si el actual centro comercial ha sustituido, en gran parte, a las plazas públicas, los parques y los paseos callejeros de los centros urbanos, y trata de homogeneizar económica y socialmente a la población que los visita mediante su diseño y sus contenidos, aunque solo sea de manera aparente (Di Biase 2010: 138; Sarlo 2009: 17), el pasaje comercial se integra como parte de la ciudad, permite circular entre diferentes calles y resguardarse del caos de la ciudad y de las inclemencias meteorológicas. En estos espacios, como señalan tanto Guillermo de Torre como Walter Benjamin, el visitante aún puede sentirse un flâneur y no necesariamente un consumidor. Puesto que hay «un ensueño del hombre que anda, un ensueño del camino», los pasajes representan «espacios que nos llaman fuera de nosotros mismos» (Bachelard 2006: 41).
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Podemos decir, empleando el término de Gaston Bachelard, que la descripción que Guillermo de Torre hace de las galerías de Buenos Aires es una expresión de «topofilia». En este ensayo, los pasajes y galerías comerciales son espacios ensalzados. A su valor de protección que puede ser positivo, se adhieren también valores imaginados, y dichos valores son muy pronto valores dominantes. El espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y a la reflexión del geómetra. Es vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las parcialidades de la imaginación (Bachelard 2006: 28).
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Historia y crimen en Buenos Aires: la ciudad hostil en La aguja en el pajar de Ernesto Mallo Javier Rivero Grandoso
A lo largo del siglo xx, Buenos Aires se convirtió en un referente urbano no solo para Sudamérica, sino también para Europa, debido a épocas de esplendor económico y a otros motivos, especialmente culturales pero también deportivos, que contribuyeron a generar una imagen atractiva de la ciudad en el imaginario internacional. La capital argentina se convirtió en un foco de inspiración unas veces y de denuncia otras, lo que ha fomentado la aparición de numerosos relatos ambientados en sus calles. Buenos Aires es la ciudad del tango y del fútbol, del mate, de los alfajores y del dulce de leche, de la democracia, de la Junta Militar y del Corralito, de la Casa Rosada y de las madres y abuelas de la Plaza de Mayo. La historia reciente y la cultura de Buenos Aires han servido y sirven todavía como marco de multitud de historias que se narran en diversos formatos, ya sea en forma de película, serie de televisión, cuento o novela.
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El género criminal no ha sido ajeno al interés que despierta una de las principales metrópolis de Sudamérica y no han sido pocas las obras, tanto literarias como audiovisuales, ambientadas en ella. La relación de Argentina con el género criminal se remonta al siglo xix, cuando Luis V. Varela y Eduardo Holmberg iniciaron sendas carreras literarias en el género criminal (Close 2008: 90). Como antecedente, Scavino (1993: 35-41) señala el asesinato de Florencio Varela como hecho que motivó crónicas como la de Mármol (1849), que comparte la misma sensibilidad e interés ante el crimen que las causas célebres europeas. El género criminal en Argentina fue creciendo a lo largo del siglo xx y permitió la aparición de numerosos escritores, algunos tan laureados como Rodolfo Walsh, Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares, otros más recientes como José Pablo Feinmann, Ricardo Piglia, Mempo Giardinelli, Jorge Fernández Díaz, Claudia Piñeiro, Guillermo Orsi, María Inés Krimer, Guillermo Saccomanno, Guillermo Martínez, Federico Axat, Enrique Ferrari, Pablo de Santis y otros situados a medio camino entre Argentina y España, como Raúl Argemí, Horacio Convertini, Carlos Salem, Marcelo Luján y Ernesto Mallo, autor en el que nos vamos a centrar. Algunos de estos escritores han colaborado en la configuración de la ciudad de Buenos Aires como un espacio propio del género criminal, especialmente a partir de la década de 1970, cuando se produce «the definitive emergence of that Buenos Aires as a primary scenario of the novela negra» (Close 2008: 100). Como estudiaremos en este trabajo, la capital argentina se convierte en un espacio hostil cuando se representa en la novela criminal. Precisamente es Ernesto Mallo el fundador y comisario del Festival BAN! Buenos Aires Negra, uno de los principales festivales del género criminal en Argentina, junto a Córdoba Mata. Buenos Aires Negra se ocupa de presentar las últimas novedades editoriales de los principales autores del género y de mostrar el amplio panorama que se desarrolla en Buenos Aires, con la colaboración de embajadas de otros países, que contribuyen con la invitación de autores extranjeros. El autor argentino nació en La Plata en 1948 y desempeñó diversos trabajos a lo largo de su vida. Aunque su vocación literaria comenzó
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muy pronto, su debut en el género criminal —que coincide con su primera publicación narrativa— no se produjo hasta 2006 con La aguja en el pajar, editada en España bajo el título, poco acertado, de El crimen del Barrio Once. Esta obra está protagonizada por el comisario Lascano, apodado el Perro, personaje con el que comenzó una saga que continuaría con Delincuente argentino [Policía descalzo de la Plaza San Martín] (2007), Los hombres te han hecho mal (2012), La conspiración de los mediocres (2015) y El hilo de sangre (2017), novela que supone el final del personaje. Además de estas novelas, Ernesto Mallo es el editor de las antologías de relatos Barcelona negra (2016), Madrid negro (2016), Tiempos negros (2017) y Músicas negras (2019), todas ellas publicadas por la editorial Siruela. Son volúmenes que contienen relatos de importantes autores relacionados con la temática de cada libro. También fue el editor del volumen Buenos Aires Noir1 (2017), publicado en la prestigiosa colección Noir Series, de Akashic Books2, en la que cada obra contiene una selección de relatos de género criminal ambientados en una determinada ciudad, barrio o espacio. Según confesaba en una entrevista (Escur 2011), la escritura le permitió salir de una gran crisis personal en la que se hallaba inmerso: tras el Corralito, cerraron el periódico en el que trabajaba, su mujer le pidió la separación, su hija enfermó gravemente, su exmujer lo denunció por impago… Mallo decidió centrarse en la escritura y su primera novela, El crimen del Barrio Once, fue finalista del premio Clarín-Alfaguara. Este éxito repentino le permitió continuar narrando las aventuras del Perro Lascano. Esta saga está situada en los años de la dictadura militar que se autodenominó como Proceso de Reorganización Nacional. Por lo tanto, Mallo mezcla el género criminal con elementos del género histórico, como han hecho muchos otros narradores, desde la célebre El nombre de la rosa de Umberto Eco hasta la saga protagonizada por Bernie Gunther, de Philip Kerr, ambientada en la Alemania nazi. En este sentido, 1. La editorial Alfaguara ha publicado en 2019 esta obra en español. 2. La colección cuenta por ahora con más de cien títulos diferentes y continúa con la publicación de nuevas obras dedicadas a distintas ciudades.
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las novelas de Mallo se centran en un periodo histórico mucho más cercano a la actualidad que las obras de Eco o Kerr, pero el escritor argentino comparte con el escocés el interés por emplear el género criminal para reflexionar sobre hechos cuyas heridas no han terminado de cicatrizar en el conjunto de la sociedad. De hecho, Ernesto Mallo sufrió la represión ejercida por la dictadura militar, razón por la que décadas después decidió abordar este periodo desde la ficción criminal. El género posee una capacidad crítica que los autores han empleado para denunciar algunas injusticias o para revisar algunos traumas históricos no superados, por lo que, como han hecho otros escritores, Mallo aprovecha las características de la novela criminal para enfrentarse a una época convulsa, cruel y violenta. La escritura sobre la memoria ha sido una constante en las últimas décadas y en muchos casos se ha utilizado como forma de resiliencia, para poder afrontar traumas que la figura autorial ha sufrido. En España, algunos críticos, como Bertrand de Muñoz (1982), han analizado la representación de la Guerra Civil en novelas de autores españoles y otros estudiosos se han centrado en el periodo de la dictadura (Izquierdo 2012). La novela criminal ha sido un buen instrumento para regresar al pasado en la literatura española, como así lo han demostrado diversos autores que han utilizado el género para aprovechar la estructura basada en la investigación, la intriga, la violencia y la representación de los mecanismos de poder. Ejemplos de este tipo de obras son Beltenebros (1989) de Antonio Muñoz Molina, Tu nombre envenena mis sueños (1992) de Joaquín Leguina, Operación Gladio (2011) de Benjamín Prado o la serie protagonizada por la reportera Ana Martí, creada por Rosa Ribas y Sabine Hofmann, que se compone hasta el momento de las novelas Don de lenguas (2013), El gran frío (2014) y Azul marino (2016). Esta necesidad de ficcionalizar la memoria para poder transmitirla y permitir que se siga recordando no ha sido algo exclusivo del proceso de transición de la dictadura a la democracia en España, sino que se pueden rastrear casos muy similares en distintos países, especialmente en aquellos cuyos regímenes políticos se caracterizan por la toma del poder a la fuerza y ejercen la represión contra los disidentes. Es el caso,
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por ejemplo, de Chile, donde, tras 1990, cuando el dictador Augusto Pinochet tuvo que ceder el poder a Patricio Aylwin, muchos escritores encontraron en la literatura el espacio donde recrear los trágicos episodios vividos durante los últimos años en el país: En oposición al «pacto por olvidar» alentado desde las esferas oficiales, la literatura manifestaba una «voluntad por recordar» que revisaba la historia reciente del país, ponía el acento en la memoria traumática, daba nombre a las experiencias no verbalizables en el idioma de las verdades oficiales, reconstruía los recovecos de las complicidades del pasado y sacaba a la luz el anonimato de las víctimas y la impunidad de los victimarios (Waldman Mitnick 2001: 89).
Waldman Mitnick se centra en las sagas de Raúl Ampuero —protagonizada por Cayetano Brulé— y de Ramón Díaz Eterovic —en las que el investigador principal es el detective Heredia— para analizar cómo a través de la novela negra se representan determinados aspectos sobre la memoria, relacionada con la dictadura de Pinochet. Como en el caso que nos ocupa, en Argentina también se ha empleado la novela criminal para volver a un pasado dictatorial. Además del caso de Ernesto Mallo, Izquierdo (2012: 5) menciona a Claudia Piñeiro, autora de Betibú (2011). Como sucedía con los autores chilenos, los escritores argentinos utilizan, en el presente, el género criminal para construir tramas situadas durante los tiempos de la Junta Militar, en los que reinan la represión, la inseguridad y la violencia. En este trabajo nos vamos a centrar en la primera novela de Mallo, La aguja en el pajar, para analizar la representación de la ciudad de Buenos Aires en un género como el criminal y situada en una época especialmente hostil. Esta obra supone, por lo tanto, la primera aparición del comisario Lascano, aunque años después Mallo publicó La conspiración de los mediocres, una historia que cronológicamente es anterior a La aguja en el pajar. El comisario, apodado el Perro, es presentado como un hombre solitario, huérfano, cuya mujer, Marisa, falleció menos de un año antes por un accidente de tráfico, y que lucha por sobrevivir en un ambiente cada vez más violento. Aunque se planteó el suicidio, determinó que lo único que podía hacer era realizar lo mejor posible su trabajo «para hacer de este mundo un lugar más justo»: «su tabla de salvación fue la idea de ley, de justicia» (Mallo 2011:
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31)3. Destacan claramente las características del personaje que Mallo transfiere de su propia experiencia, especialmente las que le motivaron a dedicarse a la escritura, como mencionamos anteriormente. Si Lascano, para sobrevivir, se centra en su trabajo, Mallo hace lo mismo con la literatura. En este sentido, Mallo ha confesado que el personaje de Lascano se basa en él y que «todas las novelas son autobiográficas. Y comparto con Lascano una ilusión muy potente: quizás podamos hacer algo para cambiar un poquito el mundo» (Escur 2011). La aguja en el pajar es una novela que sigue el esquema policíaco, pero en ella se pueden apreciar algunos pequeños intentos de transgredir la estructura tradicional del género. Si bien es cierto que son mínimos, sí que existe la pretensión de romper con la linealidad narrativa mediante la introducción de flashbacks y diversas líneas temporales. Asimismo, Mallo busca nuevas formas de introducir los diálogos, en su caso a través de la cursiva y sin diferenciar las distintas intervenciones de los personajes. En este sentido, se ha destacado su experiencia dramática, ya que «sus años de teatro crean un manejo formal de los diálogos muy poco convencional; y es en esa no aceptación de la convención por donde también viola el género y produce literatura» (Argemí 2013: 31). Las novelas de Ernesto Mallo se insertan dentro de la tradición que parte de la novela negra estadounidense, del llamado hard-boiled desarrollado por autores como Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El propio Chandler reconocía el cambio de modelo y atribuía a Hammett su originalidad: «Hammett took murder out of the Venetian vase and dropped it onto the alley» (1996: 70). Atrás queda, por lo tanto, el modelo de la novela enigma, aquella inaugurada por Edgar Allan Poe y desarrollada, con mucho éxito, por Arthur Conan Doyle y Agatha Christie4. En el hard-boiled, la intriga por conocer quién es el asesino no es el único —o el más importante— aliciente de la trama,
3. Aunque nos refiramos a la novela por su título original, citaremos la edición de Siruela publicada en España en 2011, titulada Crimen en el Barrio del Once. 4. Colmeiro diferencia estos tipos de novelas a través de las terminologías «“novela policiaca clásica” (o novela-enigma) y “novela policiaca negra” (o novela negra)» (1994: 54).
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sino que comienza una preocupación por las injusticias del sistema que provocan la delincuencia y la criminalidad. Se pone, entonces, el foco en las estructuras de poder y en el origen de la corrupción y se llega a la conclusión de que, al contrario de lo que sucedía en la novela enigma, identificar y detener al culpable no supone el regreso al statu quo, al equilibrio social, ya que el sistema de organización sociopolítico de los países occidentales no ha acabado con las desigualdades y las injusticias. La trayectoria de la narrativa criminal de Ernesto Mallo surge además de la adaptación y la reinterpretación que del hard-boiled se ha hecho en otras latitudes. En un mundo tan globalizado, en el que las corrientes literarias se propagan con suma facilidad, es prácticamente imposible ser inmune a la influencia de otros autores, especialmente en un género como el criminal, cuyo éxito ha posibilitado la traducción y la difusión de diferentes obras y escritores en todo el mundo. Por ello, no es difícil apreciar en su obra ecos de autores europeos —como Manuel Vázquez Montalbán, cuya sombra planea detrás del gusto de Lascano por cocinar y comer bien— y especialmente de autores hispanoamericanos, con los que comparte, en muchos de los casos, la crítica a un sistema que invalida e incluso persigue las pesquisas que se llevan a cabo para encontrar la verdad y, con ella, a los culpables de los crímenes que se investigan. En este sentido, no se puede hablar de justicia, como queda de manifiesto en La aguja en el pajar: los criminales poseen el poder suficiente para lograr que se deje de investigar un caso que les atañe directamente, incluso a través del asesinato de testigos y policías, si fuera necesario. Esta imposibilidad de lograr alcanzar la justicia es lo que, para algunos críticos, ha generado un nuevo tipo de narrativa criminal en algunos países, donde las estrategias discursivas deben ser distintas, ya que no resulta verosímil ni atractivo para el público —incapaz de sentir empatía por personajes pertenecientes a instituciones corruptas o represoras— un género que parte de un sistema social, político y judicial que no coincide con el de esas naciones. Por ello, Trelles Paz (2006) analiza la obra de varios autores latinoamericanos y propone un término específico para estas novelas, ambientadas en espacios donde la
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población no cree en la justicia y con personajes y tramas que puedan resultar plausibles: novela policial alternativa hispanoamericana. También el escritor Mempo Giardinelli señala algunas diferencias y semejanzas entre la novela criminal norteamericana y la latinoamericana, y puntualiza que mientras las tramas de las obras de los estadounidenses se suelen centrar en el dinero, en el sur «el núcleo está en las diferencias sociales que provoca la tenencia —o carencia— de dinero» (2013: 222). En la línea de Trelles Paz, Giardinelli considera que, ante la imposibilidad de mostrar la justicia como un concepto verosímil en los países latinoamericanos, «el género ya no se aborda desde el punto de vista de una dudosa “justicia”, ni de la defensa de un igualmente sospechoso orden establecido. La literatura negra latinoamericana lo cuestiona todo» (2013: 237). Este cuestionamiento que se aprecia en la novela criminal ilustra la reflexión del intelectual hispanoamericano y su concepción social y política: En América Latina, en cambio, es muy difícil encontrar un escritor que confíe en el sistema de su país. Casi nadie se fía del poder establecido, más bien se vive en constante sublevación frente a él y aunque se quisiera modificarlo es un hecho que se ha ido perdiendo la fe. También estamos llenos de buenas intenciones y nobles sentimientos, claro está, pero para muchos de nosotros la vida consiste en una constante rebelión. Vivimos en disidencia eterna y además debemos hacer enormes esfuerzos para mantener nuestra fuerza, nuestros ideales y nuestro espíritu de lucha. De hecho, hacer cultura, en América Latina, es resistir, resistir todo el tiempo (Giardinelli 2013: 224).
Este tipo de novelas suele caracterizarse por la relevancia del espacio urbano en el desarrollo de las tramas. Al contrario de la novela enigma, que prefería lugares acotados —la clásica mansión victoriana, por ejemplo— para poder limitar el número de sospechosos y establecer así el juego que se le proponía al lector de averiguar, junto al detective, la identidad del culpable, la novela que deriva del hard-boiled necesita otro tipo de espacio y ese es, en el siglo xx, la ciudad. En ella conviven las diferentes clases sociales, se ejerce el poder y se crean relaciones económicas, lo que se traduce en el surgimiento de tensiones entre los ciudadanos, pues es ahí donde se producen las desigualdades, la injusticia y la violencia. El proceso de evolución del género criminal
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que parte de la novela enigma y desemboca en el hard-boiled causa, por lo tanto, una variación de las preferencias de representación espaciales: hay un cambio y se preferirá retratar lugares públicos, calles, barrios, la ciudad, pues el detective necesita moverse libremente por estos espacios para dar constancia de las desigualdades sociales, del crimen, de la delincuencia existente en estos espacios abiertos, es decir, en la novela policiaca realista es necesario un cambio de escenario para que uno de sus pilares básicos, como es la crítica social, pueda tratarse (Martín Cerezo 2006: 80-81).
La acción de la novela criminal suele desarrollarse en muchos espacios que reflejan el trabajo que debe realizar el investigador, que ha de recorrer la ciudad para encontrar las respuestas necesarias que le permitan descubrir al culpable. Desde los orígenes de la novela negra estadounidense se puede apreciar la proliferación de lugares: «hard-boiled adventure starts in the private eye’s bare office or hotel room and moves out into the streets, bars, poolrooms, apartment houses, and millionaire’s mansions of California» (Porter 1981: 196). En cierta medida, el recorrido por la ciudad que hace el detective simboliza físicamente el esfuerzo intelectual que debe realizar para completar satisfactoriamente un caso. En la novela criminal actual, especialmente en la que deriva de la novela negra estadounidense, «la ville n’est pas un lieu où vivre heureux. Peut-être même pas un lieu où vivre» (Blanc 1991: 80). La ciudad es el espacio donde se representan las desigualdades sociales y las injusticias del sistema: es, casi por definición, un lugar hostil5. Como señala Collins, la urbe figura «en el primer plano discursivo en la novela neo-policial y se utiliza para comunicar ideas abstractas» (2011: 2). Además, en el caso de la novela de Mallo, la elección de Buenos Aires en el periodo dictatorial aporta una mayor hostilidad al espacio urbano. La trama de La aguja en el pajar es, aparentemente, sencilla: al comisario Lascano le avisan de la aparición de dos cadáveres —dos fusilados por los militares— junto al Riachuelo, pero al llegar al lugar el 5. Sobre este tema puede consultarse un trabajo nuestro reciente (Rivero Grandoso 2017).
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policía encuentra un tercer cuerpo que no encaja con el perfil de los opositores ejecutados. A partir de su intuición, Lascano comienza una investigación que molesta en las altas esferas de la sociedad bonaerense. Mallo justificó en una entrevista la configuración del personaje, que, a pesar de su pertenencia a un cuerpo policial, no funciona como mecanismo de represión y ocultamiento del poder: «Dado que en Argentina no existe la figura del detective privado, pensé que era un desafío interesante que el protagonista fuera un policía en medio de la dictadura» (Seeber Bonorino 2013: 65). Al trabajar en una institución no militarizada y, sobre todo, debido a su situación personal, el comisario puede ser considerado un outsider, un personaje que trabaja solo y que puede realizar investigaciones contrarias a los intereses de algunos de los hombres fuertes del nuevo régimen. El foco narrativo, al contrario que en otras novelas criminales, no se sitúa exclusivamente en el investigador protagonista, sino que Mallo focaliza también al narrador en otros personajes que, a medida que avanza la trama, tendrán relación, de una u otra forma, con el crimen cometido. De este modo, también cobran relevancia distintos espacios según los personajes que los visitan y la clase social a la que pertenecen. Debido al caso que se investiga, «la novela recrea, casi exclusivamente, los espacios de la clase alta bonaerense; mientras que los marginales ni siquiera se mencionan. En cambio, hay en el texto un permanente interés por recordar al lector las fronteras sociales de la urbe: Barrio Norte, Las Lomas de San Isidro, Recoleta…» (Iturmendi Coppel 2018: 208). Buenos Aires aparece representada en la novela como una ciudad conflictiva donde el poder es ejercido con tal represión que es el propio Estado el que infunde terror. La situación política influye directamente en la organización de la urbe y en la vida de sus ciudadanos, que ven cómo de manera drástica su cotidianidad cambia por el nuevo régimen impuesto. Algunos espacios cambian su uso y, por ende, su significado tras el golpe de Estado. Como explica Giardinelli refiriéndose a la novela negra iberoamericana, «la violencia casi siempre se refiere a la autoridad dictatorial o falsamente democrática, en el mejor de los casos» (2013: 231). Como ya comentamos, la trama de la novela surge de la aparición de un cadáver, junto con otros dos, que no cuadra con las víctimas
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habituales. En este sentido, el espacio donde se encuentra, el Riachuelo, y el contexto político permiten situar al lector ante un panorama muy distante al de otras novelas criminales: «si el crimen es una incógnita a despejar, un signo en busca de una hipótesis, el lugar es lo que le da significación» (Resina 1997: 143). La situación política deviene en represión y violencia, lo que permite configurar la ciudad como un espacio completamente hostil, muy similar al modelo urbano desarrollado en el género criminal en otros países latinoamericanos con dictaduras o con características propias que generan inseguridad y altos índices de criminalidad, como sucede, por ejemplo, en la Medellín que aparece en las novelas sicarescas (Rivero Grandoso 2015). Las calles aparecen tomadas por el ejército. Cualquier ciudadano es susceptible de parecer sospechoso y, por lo tanto, de ser detenido, interrogado, torturado e incluso asesinado o desaparecido. Así se demuestra desde las primeras páginas de la novela, cuando Lascano es testigo de la escena que se narra a continuación: A medida que avanza, en la esquina, va dibujándose el operativo. Dos Bedford oliva del ejército chicanean la bocacalle. Soldados con Fal y ametralladoras. Un colectivo de línea con las puertas abiertas. Sobre el costado, de espaldas al personal militar, con las manos alzadas, todos sus pasajeros aguardan en silencio el turno de ser palpados y luego interrogados por un teniente con cara de niño feroz […]. Poco antes de llegar al garaje, los camiones militares pasan a su lado. En el primero han cargado a un muchacho y a una chica con vestido de flores que bien puede tener la edad de Marisa cuando la conoció. Le lanza una mirada de fugaz desesperación que le repica en la columna como si le hubieran aplicado los doscientos veinte, y se la traga la niebla. Lascano enfila para la negra boca del garaje. Comienza el día (Mallo 2011: 12).
La cotidianidad de los ciudadanos se vuelve inestable e insegura y así lo refleja Mallo durante toda la novela, con reiteración de escenas que muestran a los militares en las calles, identificando a los transeúntes y buscando a los opositores del régimen. Además de la persecución política, la población teme también la violencia represiva que ejerce el Estado, con interrogatorios caracterizados por sangrientas y dolorosas torturas:
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Abajo, el ejército acaba de montar un cerrojo. Han cruzado un jeep en la bocacalle. Dos uniformados se han apostado con ametralladoras en las esquinas, entre las sombras. Tres más se han ubicado unos metros atrás y otros tres paran a los vehículos que pasan. Rebuscan en ellos, separan a los ocupantes, les exigen documentos, y así, por separado, les hacen infinidad de preguntas. Están a la caza de contradicciones, armas, indicios, lo que sea. Una mínima sospecha los conducirá, en el camión estacionado cerca, a un interrogatorio más profundo, más apremiante, en alguno de los muchos chupaderos diseminados por la ciudad (Mallo 2011: 19-20).
Ante este panorama, la ciudad se dibuja extremadamente hostil, dominada por los militares que se han hecho con todo el poder en el país. No solo se han erigido en fuerza de seguridad y de represión, sino que al dominar el poder político han tomado también el poder judicial. De esta forma, su impunidad se vuelve infranqueable, como descubre el comisario Lascano en los diferentes casos en los que trabaja durante este periodo, ya que los altos cargos del Ejército impedirán que se investiguen los asuntos que les atañen directamente. Por ello, el principal icono de la justicia en Argentina aparece personificado con adjetivos que inciden en el abandono de sus funciones de forma corrupta: «Donde muere la Diagonal, detrás de los frondosos eucaliptos de la plaza Lavalle, se alza el solemne Palacio de Justicia, ciego, sucio y mudo» (Mallo 2011: 121). Frente a la sordera y la ceguera de la justicia, aparecen iconos del sufrimiento, de la lucha contra la represión y la violencia de la Junta Militar. Nos referimos principalmente a las Madres de Plaza de Mayo, que exigen información sobre el paradero de sus hijos, desaparecidos, frente a la Casa Rosada, la sede del Gobierno argentino, a cuyos dirigentes les reclaman respuestas y justicia. Mallo las incluye en La aguja en el pajar en un episodio en el que Maisabé, esposa del mayor Giribaldi, que se siente culpable al haber recibido un bebé robado a una joven presa en el Comando de Operaciones Técnicas de Martínez, las ve mientras circulan por la ciudad. «Toma la 9 de Julio, dobla por Diagonal Norte y desemboca frente a la Casa de Gobierno. Un grupo perteneciente a las Madres de Plaza de Mayo, con sus pañuelos blancos en la cabeza, da vueltas alrededor de la Pirámide» (Mallo 2011: 162). Maisabé se siente descubierta con el bebé en brazos cuando queda
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frente a las madres, ya que no puede evitar el sentimiento de culpabilidad que no demuestra su marido. La Plaza de Mayo, debido a las manifestaciones de las madres —que, tras haberse declarado el estado de sitio, no podían permanecer sentadas o paradas, sino que tenían que caminar rodeando la Pirámide que se erige en la plaza—, se ha convertido en un lugar de la memoria, como lo denominó Pierre Nora, ya que forma parte del desgarramiento al que se refiere el autor francés, donde el trauma por la tragedia sufrida todavía pervive como símbolo en el espacio urbano (Nora 1997). De hecho, como conmemoración se ha pintado alrededor de la Pirámide los pañuelos que llevaban las Madres de Plaza de Mayo y que se convirtieron en símbolo de sus reivindicaciones. Los personajes de la novela, en especial Lascano, tratan de buscar cierta normalidad en una ciudad en la que este concepto ha desaparecido. A pesar del control militar, los ciudadanos intentan llevar la vida a la que estaban acostumbrados y seguir sus rutinas diarias. Para ello es fundamental el espacio doméstico, la casa donde viven los personajes, pues en ese territorio de privacidad no tienen por qué actuar de forma distinta ni temer, en teoría, la represión que el régimen está ejerciendo. La casa, denominada por Gaston Bachelard como «nuestro primer universo» (2000: 28), se caracteriza fundamentalmente por ser un espacio de protección, «espacio protector familiar y seguro» (Mejía Ruiz 2010: 346), a pesar de que los militares pueden violar este territorio íntimo. En el caso de Lascano, su hogar se ve invadido en ocasiones por el fantasma de Marisa, su mujer fallecida, aunque en esta primera novela también recibe como huésped a Eva, una joven opositora del régimen que se parece mucho a la imagen que de joven tenía la mujer del comisario. Los recuerdos que le evoca Eva generan empatía en Lascano, que ayuda a escapar a la joven y la esconde en su casa. La presencia de la chica en el hogar trae consigo la ruptura de la monotonía e incluso un episodio sexual que acaba, al menos temporalmente, con el tedio que caracteriza los días del policía. No obstante, y a pesar de que la casa de Lascano es un lugar seguro, en su vivienda el comisario no puede aislarse de la violencia que brota en el entorno. Los disparos y los gritos traspasan las paredes y
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empiezan a normalizarse en el quehacer rutinario de los habitantes de Buenos Aires, que tratan de seguir adelante con sus vidas en un país en el que por ideas políticas se detiene, tortura y asesina. Lascano se acostumbra a esta situación y, en un momento dado, se masturba en su cama recordando a Marisa mientras «a lo lejos tabletean las ametralladoras» (Mallo 2011: 49). El sonido, ya cotidiano, no interrumpe el acto de autosatisfacción sexual del protagonista. La única compañía que tiene Lascano en el hogar, antes de la llegada de Eva, es un pájaro que vive en una jaula, su única mascota. No obstante, hacia el final de la novela, y debido a las consecuencias de las investigaciones que ha llevado a cabo, el comisario se ve obligado a huir para no ser asesinado por los militares. Por ello, abandona la casa, que ya no es un lugar seguro en el que pueda protegerse, ante el temor de que puedan ir a matarlo. Justo antes de salir, Lascano deja en libertad al pájaro para que pueda alimentarse, ya que nadie podrá ponerle comida ahora que él se ve obligado a huir. De manera simbólica y premonitoria, el pájaro, una vez libre, se encuentra de golpe la violencia que gobierna a las afueras del hogar protector: «La casa queda en silencio. El pájaro se posa con sus pequeñas garras en la baranda. Salido de ningún lugar, veloz como un rayo, un gato da un salto, lo atrapa con sus zarpas y le clava los colmillos en la cabecita con un crac, como el que hacen las nueces al partirse» (Mallo 2011: 174). La escena narrada simboliza la hostilidad de la ciudad y se adelanta al episodio final en el que Lascano es tiroteado. Debido al contexto sociopolítico, la vida en Buenos Aires pasa a ser bastante peligrosa, especialmente para aquellos que puedan incomodar a los líderes del régimen. Lascano, como el pájaro, no tarda en comprobarlo cuando pretendía huir. A pesar de esta violencia, los personajes, como comentábamos, tratan de encontrar cierta normalidad para poder vivir diariamente. Para ello, se apoyan en ciertos espacios recurrentes y cotidianos que les permiten distanciarse de los cruentos sucesos que se producen en la calle y en lugares cerrados, como la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA). Estos espacios suponen una tregua en el devenir del horror y otorgan a los personajes una felicidad pasajera antes de volver a chocar contra la realidad. Es, por ejemplo, lo que le sucede a
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Eva con el mercado, que aparece descrito como un oasis al que puede escapar para alejar el miedo a los militares, o las fiestas de sociedad a las que acuden los personajes pertenecientes a la clase alta, como Lara y Amancio, a pesar de su pauperizada situación económica. Los personajes requieren vías de escape para poder evadirse de una realidad compleja y muy dolorosa para una parte importante de la sociedad argentina. En definitiva, Ernesto Mallo nos presenta una ciudad eminentemente hostil en la que hasta su personaje, a pesar de ser policía, sufre la violencia y la represión ejercidas desde el poder. La elección de este periodo histórico, cuando habían pasado casi tres décadas en el momento de la publicación de la novela, nos demuestra la importancia que la época sigue teniendo en el imaginario colectivo argentino y la necesidad de mantener viva la memoria de unos años cuyas heridas todavía siguen sin cicatrizar. En este sentido, el género criminal permite presentar de forma crítica los sucesos históricos, especialmente aquellos caracterizados por la violencia, la injusticia y el abuso de poder. Además, la novela de Mallo subraya las características propias del género criminal iberoamericano, entre las que destaca la ausencia de justicia debido a la corrupción de las instituciones públicas. Todo ello contribuye a aumentar la percepción que tienen los ciudadanos de la impunidad de los poderosos y, con ello, la desconfianza hacia los cuerpos de seguridad del Estado y las instancias judiciales. Por ello, las ciudades latinoamericanas representadas en el género criminal suelen aparecer descritas de una forma más hostil, debido a la mayor presencia de violencia en las calles y a un índice más alto de criminalidad que, en algunas ocasiones, como en La aguja en el pajar, proviene directamente del poder. Los controles de los militares, su presencia constante y el uso habitual de las armas convierten Buenos Aires en una ciudad peligrosa. Buenos Aires aparece representada, en definitiva, como un espacio del pasado, con lugares de memoria, donde permanece ausente la justicia para que los militares que se alzaron por el poder actúen impunemente.
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Buenos Aires, la sombra de la modernidad en Los siete locos de Roberto Arlt Leonardo Vilei Universidad Complutense de Madrid
Le vieux Paris n’est plus La forme d’une ville Change plus vite, hélas ! Que le cœur d’un mortel Charles Baudelaire, le Cygne, Les Fleurs du Mal
El presente trabajo se centra en la narrativa de Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900-1942), prestando especial atención a las andanzas urbanas de Erdosain, el protagonista de la novela Los siete locos, un personaje «canalla», angustiado y febril, que se mueve por los diferentes barrios de la capital argentina en busca de una expiación imposible. Su escritura, como se ha subrayado ampliamente en diferentes estudios, mantiene una fuerte vinculación con la de Dostoievski (Zubieta 1987) y, en cierta medida, anticipa La nausée de Sartre (Montanaro 2012) en cuanto al desasosiego experimentado por sus personajes y la presencia de acciones cargadas con una inmanente sensación de inutilidad,
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síntomas de una relación existencialmente fallida con la realidad. El correlato de esa experiencia es precisamente el entramado de una ciudad que experimenta una súbita modernidad, ampliando sin cesar su trazado y dimensiones, según unas circunstancias por otro lado compartidas con las grandes urbes a caballo entre los siglos xix y xx, y que, sin embargo, configuran aquí una dimensión diferente: La modernidad urbana de Buenos Aires no es [...] la de Londres, París o Roma, puesto que su memoria es mucho más joven que la de cualquier capital del viejo mundo. En el espacio americano, marcado por el imaginario de la utopía, la ciudad adquiere el perfil de un lugar abierto a todas las innovaciones y transformaciones, un tipo de tabula rasa, lugar para conquistar que, en términos al menos simbólicos, da cabida a todo tipo de transformaciones e invenciones sin el peso de tradiciones preexistentes. En este lugar, la exageración y la extravagancia se convierten en regla (Komi 2009: 21).
El punto de partida teórico, en lo que se refiere al análisis del personaje principal de Los siete locos, estará basado en el cruce de dos pensadores alejados en términos geográficos, pero atentos a las transformaciones literarias avenidas en la época que estamos examinando. Nos referimos a Beatriz Sarlo, cuyo análisis de la peculiar modernidad porteña es un punto de partida ineludible y siempre fecundo, y a Giacomo Debenedetti, el crítico italiano que ha fijado, en su ensayo Personaggi e destino (1947 [1999]), unas herramientas para el estudio del personaje en crisis con su realidad: «Ha habido un divorcio entre el protagonista y lo que le ocurre. Se ha roto el lazo de pertenencia, de legalidad entre personaje y eventos. Quiero decir, entre el hombre y su destino»1 (Debenedetti 1999: 900). Según Debenedetti, en la narrativa de comienzos del siglo xx aparecen dos formas preminentes de novela: la primera, representada por la épica de la realidad, especialmente en la narrativa norteamericana y sus epígonos, y la segunda, representada por la épica de la existencia.
1. «Un divorzio si è consumato tra il protagonista e ciò che gli succede. Si è rotto il rapporto di pertinenza, di legalità tra personaggio e vicenda. Come dire: tra l’uomo e il suo destino».
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En la primera vemos el personaje moverse en un mundo con el que persiste una posibilidad de recíproco entendimiento [...]. El personaje está aún acompañado por algo, por lo menos por la confianza en una conexión entre sí mismo y el mundo. [...] En la épica de la existencia el personaje se encuentra enteramente abandonado, en un mundo que a su vez ha sido enteramente abandonado, y un entendimiento entre ambos no es posible, puesto que se presentan el uno al otro como absurdos2 (Debenedetti 1999: 901).
Erdosain pertenece a este segundo ámbito, y la experiencia que se desprende de esta novela se manifiesta en la dialéctica entre el personaje y la ciudad que la recorre. Debido a ello, antes de seguir, es preciso dar un paso atrás para comprender los significados y el contexto que la experiencia porteña presupone en la tradición literaria argentina y en la poética de Arlt.
1. El marco ineludible de la experiencia La ciudad de Buenos Aires produce, especialmente para el visitante europeo, una extraña sensación de dejá vu y, a la vez, de singular extrañeza. Mirando por la ventanilla, al llegar en avión, su conjunto es inacabable, su silueta imposible de percibir. El horizonte parece una infinita secuencia de edificios informes, de altos y bajos sin continuidad, de rascacielos, torres y sorprendentes vacíos; ese desorden está surcado por unas líneas rectas de extensa longitud que, una vez dentro de su tejido, se revelan como interminables avenidas cuya numeración sobrepasa con creces nuestras costumbres. La forma de ubicarse en el espacio está marcada, de hecho, por cruces y manzanas, otros tantos puntos cardinales de un mastodóntico tablero: Callao con Corrientes, Salguero con Tucumán, Pueyrredón y Santa Fe e via dicendo; una calle cualquiera, como Carlos Calvo, entre el portal dos cientos cincuenta 2. «Nella prima noi vediamo il personaggio muoversi in un mondo con il quale c’è ancora una possibilità di intesa reciproca. [...] Il personaggio è ancora assistito da qualche cosa, se non altro dalla fiducia in un collegamento tra sé e il mondo. [...] Nell’epica dell’esistenza il personaggio è abbandonato da tutto, in mezzo a un mondo anch’esso abbandonato da tutto, e tra i due non è possibile l’intesa visto che si presentano l’uno all’altro come assurdi».
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y el cuatro mil quinientos, atraviesa barrios enteros, horizontes diferentes, cotidianidades distintas. Todo esto, junto con la estrepitosa floridez y exótica variedad de la vegetación urbana, nos recuerda de inmediato que estamos en América; sin embargo, y de ahí la sensación inicialmente mencionada, muchos detalles hablan de Europa, de los palacios de París, de las estaciones inglesas, de los restaurantes italianos, de los ensanches de Madrid o de las confiterías vienesas. Cada europeo, probablemente, encontrará allí un rincón que le recuerde otro parecido de su ciudad, o el recuerdo de una ensoñación urbana que mezcla experiencia e imaginación. Otro hecho peculiar se añade a lo dicho hasta ahora. Si se observan algunas fotos de la ciudad en 1860, parece que alguien esté jugando con nuestra buena fe: la transformación sucedida entre los siglos xix y xx fue tal que cuesta creer que se trate de la misma Buenos Aires. La desaparición de aquella primera, o segunda urbe, si tenemos en cuenta su doble fundación, parece incontestable, puesto que es menos complicado encontrar un anfiteatro romano en una ciudad europea —hasta allí donde está bien escondido, como es el caso de París— que en los vestigios anteriores a la explosión demográfica de Buenos Aires a finales del ochocientos. Parece que un afán de grandeur, síntoma de una ilimitada confianza en el porvenir y, a la vez, de un deseo imperioso de estar a la altura de los tiempos, impulsaron la creación de una urbe moderna que, con tan poco pasado, sufre sin embargo ya la decadencia y la nostalgia de las ciudades milenarias. El propio río, ese mar color león, como decía Borges, cuya otra orilla nunca se divisa, se encarga, con sus depósitos y detritos, de añadir trozos de tierra con rapidez apabullante, prolongando de esta forma el perímetro urbano donde antaño no había más que agua y ciénagas. El cambio, por lo tanto, es constante y apadrinado por los elementos naturales y humanos. El crecimiento y el desarrollo urbano, desde luego, no son fenómenos vividos solo en esos lares y su reflejo literario lo encontramos en las novelas y poemas que hablan de Londres, París —como se desprende de los versos de Baudelaire que introducen este artículo—, Nueva York y tantas otras ciudades que alcanzaron un tamaño considerable en los albores del siglo xx. Las peculiaridades porteñas con respecto a ese proceso general fueron su ubicación —su lejanía de Europa, que es su
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premisa y su fuente, en cuanto a población, cultura e imaginario—, la rapidez y el calado de la empresa, la composición mestiza de su gente. Parafraseando a Beatriz Sarlo (1999), sobresale de inmediato el carácter porteño de una «modernidad periférica», un lugar de síntesis, de koiné arquitectónica y urbanística, de mesuras y desmesuras americanas y detalles europeos, un conjunto que, a su vez, hace tiempo ya se convirtió en un lenguaje propio, como propia, por otro lado, es la forma de hablar tan peculiar del Río de la Plata. La experiencia de la modernidad, como indica Sarlo (1999: 8), citando a su maestro Berman, conlleva «una experiencia, la de la vida como un torbellino, la de descubrir que el mundo y uno mismo están en un proceso de desintegración perpetua, desorden y angustia, ambigüedad y contradicción» (1999: 8); pero, a la vez, se trata de una complejidad que promete futuro, en cuanto tiene como tensión constante lo que será visible justamente en su forma más organizada, que viene a ser la gran ciudad en calidad de epicentro fenoménico. Por lo que a Buenos Aires se refiere, además, la concentración de la población en el entorno urbano, comparado con el campo, interminable y vacío, fue apabullante desde mucho antes de que esto ocurriese en otras latitudes, tanto que el propio «fenómeno urbano ha sido una de las preocupaciones principales de la literatura rioplatense a partir de finales del siglo xix» (Komi 2009: 19). Esa centralidad, material e imaginaria, desencadenó una espiral que autoalimentó un aire mítico que pronto se instaló en los discursos y representaciones literarias. En una conversación entre Mujica Láinez y Borges, grabada por María Esther Vázquez (2007: 306-308), se abordan justamente el «amor por Buenos Aires» y la evidencia de su incesante desaparición: Vázquez: El amor que ustedes sienten por Buenos Aires... Porque sienten amor, ¿no es cierto? Mujica Láinez: La prueba es que, si no, nos hubiéramos ido [...]. Borges: Cierto. [...] Mujica Láinez: Tengo una novela que acaba de salir, donde he vuelto al tema y he terminado otra, que se llama Los cisnes, que transcurre en una casa que había en la calle Charcas, donde tenían los ateliers los artistas, frente a la Plaza Rodríguez Peña.
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Vázquez: ¿Todavía existe esa casa? Mujica Láinez: No, la han echado abajo, como todo. Borges: Eso puede decirse de todo Buenos Aires, que ya no existe.
La conciencia de la transformación pujante, en efecto, determinó toda una producción literaria de melancólicas reminiscencias o de voluntad de rescate de la memoria, en tanto que lo que «aquí había» se iba difuminando en lo que ahora es y pronto será, siempre diferente. En un lapso de tiempo de un cuarto de siglo, la incesante transformación dilataba en el tiempo y agrandaba en la memoria un aire porteño perdido para siempre, un conjunto de calles empedradas, casas de altos y bajos, farolas de luces tenues, que recorren las memorias de Sebreli (2005) o las crónicas de Mujica Láinez (1949), y hoy en día conforman los rincones turísticos del encuentro con ese pasado, apócrifo según Borges (Vázquez 2007: 62), como ocurre en los barrios de San Telmo y La Boca. Algunos datos, reunidos por Sarlo (1999) desde distintas fuentes, nos ayudan a calcular el calado de la transformación: en 1875 Buenos Aires tiene 230.000 habitantes, en 1914, 1.576.000 y en 1936, 2.415.0003 (10,5 veces más); los inmigrantes y sus hijos vertebran el 75 % de ese crecimiento; el impacto migratorio europeo entre 1850 y 1950, comparado con el conjunto de su población, es el más alto del continente americano; en 1930 los analfabetos representaban tan solo el 6,64 % de la población, con un notable crecimiento de la inclusión en la educación secundaria; en la actualidad la Argentina es uno de los países más urbanizados del mundo, con alrededor del 80 % de su población residiendo en entornos urbanos. Son suficientes estas sintéticas estadísticas para entender la velocidad de vértigo del cambio y la importancia de la mezcla como factor principal de la convivencia. El nuevo paisaje urbano, la modernización de los medios de comunicación, el impacto de estos procesos sobre las costumbres, son el marco y el punto de resistencia
3. Para tener un término de comparación, París en 1876 contaba 1.988.806 habitantes y en 1930, 2.891.020 (1,4 veces más); Nueva York, en 1870, 1.478.103 y en 1930, 6.930.446 (4,6 veces más).
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respecto del cual se articulan las respuestas producidas por los intelectuales. En el curso de muy pocos años, éstos deben procesar, incluso en su propia biografía, cambios que afectan relaciones tradicionales, formas de hacer y difundir cultura, estilos de comportamiento, modalidades de consagración, funcionamiento de instituciones (Sarlo 1999: 26-7).
Las respuestas a esos cambios son, como era de esperar, muy variadas, aunque la ideología mayoritaria que acompaña un notable cambio de paradigma en la organización social y económica suele ser de signo positivo. Si bien «[...] Buenos Aires se vuelca al plein air y a los deportes, se modernizan las costumbres sexuales y se liberalizan las relaciones entre hombres y mujeres», la celebración de la modernidad, que se puede apreciar en los medios de comunicación, fuente primaria de la ideología de lo cotidiano, «contrasta con las descripciones ácidas de Roberto Arlt [...]» (Sarlo 1999: 24), cuya poética representa un contrapunto significativo en el conjunto de esa modernidad periférica.
2. Roberto Arlt o de la terrible civilización Los siete locos se publicó en 1929, un año internacionalmente marcado por la crisis económica mundial cuyas repercusiones, como se puede fácilmente imaginar, significaron para la Argentina una abrupta interrupción de la cabalgata hacia la modernidad y la fractura del grandioso proceso de inserción de millones de inmigrantes en el ideal de un porvenir próspero. No por casualidad, en la historia del país se habla de «la década infame» para referirse a los años que siguieron la caída de Wall Street hasta la llegada del peronismo. El desordenado crecimiento anterior al cataclismo bursátil internacional, sin embargo, venía ya marcado por varios recorridos individuales y colectivos en absoluto exitosos, que el autor había ya dado prueba de saber detectar en sus escritos previos, debido en buena medida a su desafortunado recorrido personal, familiar y profesional. Roberto Arlt nació en Buenos Aires en 1900 y su biografía se nos ofrece como la típica y extraña coyuntura de destinos cruzados en el nuevo continente. Las noticias biográficas, que durante largo tiempo se han tenido por verdaderas, han sido posteriormente recompuestas
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por Sylvia Saítta (2000), quien ha comprobado la tendencia del escritor a forjar un retrato de sí mismo ajustado a un perfil parcialmente inventado o, por lo menos, retocado. La primera alteración biográfica cometida por Arlt se refiere a su patronímico completo, o sea Roberto Godofredo Christophersen Arlt. Él mismo, mintiendo, aclara la razón de semejante abundancia: Tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Mi madre, que leía novelas romanticonas, me agregó al de Roberto, el nombre de Godofredo4, que no uso, y todo por leer La Jerusalén liberada de Torcuato (sic) Tasso. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o Charles Baudelaire, pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido (Arlt 1981: 51).
En su partida de nacimiento, sin embargo, Godofredo y Christophersen no aparecen, aunque, como la propia Saítta sugiere, es muy probable que esos dos nombres hubieran sido escogidos por su madre y posteriormente omitidos por el padre a la hora de registrarlos. Las pequeñas o sutiles o mayores discrepancias entre la realidad y la ficción biográfica, de todas formas, no confunden sus circunstancias vitales, sino que añaden información acerca de «la construcción de una imagen pública acorde a lo que [Arlt] considera que debe ser el retrato de un escritor», imagen posteriormente acatada por los críticos y cristalizada por la vuelta del «caso Arlt» en los años cincuenta «que realizan los jóvenes de la revista Contorno» (Saítta 2000: 10-11), responsables de la ubicación del escritor en el centro de la literatura argentina, después de una década de olvido. Hijo de padre alemán, Karl, a su vez nacido en una ciudad de llamativo destino, Posen, en la Prusia Meridional —que la historia se encargó de transformar en Poznan, hoy día Polonia—, y de madre triestina, Katherine Iobstraibitzer, de apellido alemán y cultura italiana, el autor lleva en sus genes el complicado tablero de las identidades cruzadas y las movedizas fronteras de Europa, elementos reunidos en el mestizaje porteño del barrio de Flores. Por lo que a su nueva vida se 4. En su Pequeña autobiografía, publicada en el diario Crítica, escribe: «Me llamo Roberto Christophersen Arlt» (en Saítta 2000: 45).
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refiere, los Arlt fueron una familia como tantas otras de la inmigración, con una situación económica en absoluto holgada, siempre en vilo entre la pertenencia a la pequeña burguesía urbana, la aspiración a la clase media y el desliz en la vorágine de la pobreza, situación acentuada por la inconstancia laboral del padre5 y sobrellevada con pulso firme por su madre, quien le transmitió el imperativo del trabajo y la responsabilidad y cuyo reflejo encontramos en «la serie numerosa de viudas que pueblan sus historias» (Guzmán 1998: 13). De ahí que su experiencia vital haya incluido la inestable precariedad de las gentes inmigrantes, como testimonia ya su primera novela, El juguete rabioso (1926), de la que Blas Matamoro ha hablado en sugerente comparación con Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes, su primer estimador y protector, a pesar de la antinomia que esta extraña pareja representa en la literatura argentina. Diferentes por estatus social —de familia pudiente el segundo—, formación —apenas el curso elemental para Arlt, estudios en París y contactos internacionales para Güiraldes—, según Matamoro (1986: 63) «ambas novelas tienen como referente a una sociedad inestable, con marcada movilidad, impregnada de fatalismo social pero donde impera el modelo del desclasamiento. Sociedad con una burguesía de escasa tradición y una difusa y potente masa inmigratoria, cuyo ideal es llegar pronto y muy alto, al precio que fuere». De aquella primera novela a Los siete locos parece haber ocurrido un salto ulterior hacia la representación de la angustia y el fracaso, junto con el abandono de la singular picaresca-folletinesca (Prieto 1986) que había caracterizado el personaje de su exordio, Silvio Astier, en favor de un completo y desolador nihilismo. Se reafirma, en cambio, la presencia de personajes lúmpenes y desdichados, así como la tendencia a escapar de la realidad a través de una sociedad secreta dedicada no 5. Otro «ajuste» biográfico es la temprana muerte del padre, avenida no ya cuando el autor tenía catorce años, sino veinte años después. Es cierto, de todo modo, que Karl Arlt se ausentó durante dos años cuando el hijo tenía esa edad, hecho que determinó su temprana inserción en el mundo laboral con tareas de peón. Los trabajos humildes fueron una constante para el escritor, hasta la publicación, en 1926, de El juguete rabioso y la posterior actividad de reportero. Además, a su vuelta al hogar, el padre mantuvo con el hijo unas relaciones muy hostiles, hasta el punto de echarlo de casa y entregarlo así al desamparo más absoluto.
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ya a la fantasía novelesca, sino a una construcción social política-conspiratoria. Dejemos que sea el propio Arlt quien resuma Los siete locos: El argumento es simple. Uno de los personajes, llamado el Astrólogo, quiere organizar una sociedad secreta para revolucionar y quebrantar el presente estado de cosas. Para llevar a cabo su proyecto necesita dinero. En estas circunstancias, Erdosain le ofrece el medio de adquirirlo. Se trata de secuestrar a un pariente que lo ha abofeteado. [...] El plazo de acción de mi novela es reducido. Abarca tres días6 con sus tres noches; se mueven, aproximadamente, veinte personajes. De estos veinte personajes, siete son centrales, es decir, constituyen el eje del relato. Siete ejes, mejor dicho, que culminan en un protagonista. Erdosain, verdadero nudo de la novela. Estos individuos, canallas y tristes, simultáneamente; viles soñadores simultáneamente, están atados o ligados entre sí, por la desesperación. [...] Hombres y mujeres en la novela rechazan el presente y la civilización, y tal cual está organizada. Odian esta civilización. Quisieran creer en algo, arrodillarse ante algo, amar algo; pero, para ellos, ese don de fe, la «gracia» como dicen los católicos, les está negada. Aunque quieren creer, no pueden. Como se ve, la angustia de estos hombres nace de su esterilidad interior. Son individuos y mujeres de esta ciudad, a quienes yo he conocido.
Es suficiente pasar en reseña los nombres, las profesiones y las circunstancias de los personajes de la novela para notar cómo su singularidad empieza ya por la patronímica o, en cualquier caso, por el mote que llevan, y se acentúa por sus ocupaciones o aspiraciones, cada cual más peculiar, todas ellas premisas de unos lazos fundados en la insatisfacción, la marginalidad o la locura. Remo Erdosain, el protagonista, es un empleado de una compañía azucarera que ha cometido un robo a daños de sus empleadores. Recibe un salario que a malas penas le garantiza la supervivencia y durante varios meses ha ido sustrayendo pequeñas cantidades de dinero, hasta alcanzar la cifra de seiscientos pesos y siete centavos. Descubierto, a raíz de una denuncia anónima, tiene menos de un día para devolver la suma y evitar así la cárcel. Es un hombre que intenta escapar al destino gris que la ciudad moderna tiene reservado a los perdedores y para ello
6. Una vez más, una discrepancia salta a la vista, puesto que la acción, tal y como ha demostrado Guerrero (1986), transcurre en un lapso de quince días.
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se dedica a invenciones fantasiosas y frustradas. Finalmente termina sumándose a la organización del Astrólogo, aunque nada puede calmar su angustia existencial, cuyo sosiego busca a través de la abyección, el crimen y el asesinato. El Astrólogo es el estrafalario ideólogo y jefe de una organización política conspirativa y delirante, financiada a través de una red de prostíbulos, inspirada en el Ku Klux Klan. Es un admirador del ingenio de Erdosain, al que considera una víctima de la sociedad sin horizonte místico en la que le toca vivir. Elsa es la sufrida esposa de Erdosain. Enamorada de un hombre soñador, se ha visto progresivamente condenada a una existencia que siente como miserable. Decide abandonar a su marido, lo que contribuye a agrandar su agujero existencial, y sin embargo retrocede abruptamente en su decisión. Gregorio Barsut, el primo de Elsa, odia a la pareja porque no soporta el desdén con que lo trata ella y la pasividad de él. Denuncia anónimamente el robo de Erdosain a la Compañía Azucarera con el objetivo de arruinarlos económicamente para que tengan que recurrir a su ayuda. Es secuestrado por la organización como medio de obtener fondos, a través de una intricada venganza orquestada por el propio Erdosain, a la que parece entregarse a sabiendas de sus reales intenciones. Haffner, el «rufián melancólico», es el «cafishio», proxeneta en lunfardo, que se suma a la conspiración del Astrólogo aportando los ingresos de su burdel y armando una red prostibularia en todo el país para sufragar los costes del proyecto. A pesar de ser el prototipo del hombre duro, es animado por un nihilismo obscuro y su particular apodo deriva de un intento de suicidio fallido. En cuanto la organización emprende sus pasos, se adhieren a ella otros locos diferentemente perdidos en sus vidas: Bromberg, el fiel secretario del Astrólogo, un hombre manso y capaz de recurrir a la violencia cuando es necesario; Hipólita, la Coja, una exprostituta que se había casado con el farmacéutico Ergueta y, cuando este enloquece, termina sumándose a la conspiración; el Buscador de Oro, el cínico, solitario y resuelto aventurero, frente al cual Erdosain se siente inferior. A ellos hay que sumar otros personajes secundarios, entre los cuales es preciso aclarar el papel de Ergueta —que termina internado en un
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manicomio regentado por los Espila, Luciana y Emilio7—, que, con su negativa a ayudar a Remo, a pesar de su piadosa y publica conducta, inspirada en una delirante interpretación de la Biblia, acaba con la última oportunidad para albergar una piedad que podría evitar al protagonista entrar en la espiral de su delirio. Cabe mencionar también al suicida, un estafador que procura su muerte con el cianuro en un bar donde se encuentra a altas horas el siempre febril Erdosain, y que cumple, en la breve aparición que desempeña, el gesto resolutivo que el propio Remo parece constantemente acariciar, sin nombrarlo siquiera en su conciencia. El lazo predominante que los une, de todas formas, es el propio mecanismo narrativo, basado en la reconstrucción de los acontecimientos por parte del Comentador, un periodista de policiales que busca, para su éxito profesional, un gran caso que le permita escapar de la gris rutina cotidiana del diario en que trabaja. Interviene directamente en el relato con unos comentarios en el texto o en nota que transforman así al narrador omnisciente de la novela decimonónica en un reportero implicado y testigo de los acontecimientos, a través de la reconstrucción de los hechos que los demás personajes le confían8. A nivel de estructura se observa, además de la tripartición en capítulos y de la presunta división en tres jornadas de los hechos, un esquema basado en núcleos narrativos breves, cada uno con un título significativo —«Estados de conciencia», «El terror en la calle», «El odio», etc.— cuya extensión los aproxima al reportaje periodístico, ampliamente practicado por Arlt en su actividad como publicista. En
7. Nótese la tendencia en la novela de los nombres o apellidos que empiezan por E. 8. En su actividad como reportero para el diario El Mundo, Arlt se dedicó especialmente a las noticias ligadas con el mundo criminal y lumpen de Buenos Aires. En más de una ocasión mantuvo largas conversaciones con criminales o desdichados de varia índole, según un procedimiento de adquisición de la información (Saítta 2000: 52) luego reflejado en la construcción de la novela a través del personaje del Comentador y repetido en la segunda parte del díptico, Los lanzallamas (1931). Leemos en Los siete locos (177): «Aún hoy, cuando releo las confesiones de Erdosain, paréceme inverosímil haber asistido a tan siniestros desenvolvimientos de impudor y angustia. Me acuerdo. Durante aquellos tres días en que estuvo refugiado en mi casa, lo confesó todo».
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cuanto al estilo, en cambio, predominan los monólogos interiores, los diálogos entre los personajes y las reflexiones del narrador-comentador, en el texto o en nota. El continuo soliloquio de Erdosain es el foco principal de la novela y se desarrolla paralelamente a sus paseos por la ciudad. En algunos casos, es posible incluso seguir su incesante caminar y ponerlo en relación con la tipología de sus sensaciones, conforme va cambiando el barrio de sus andanzas. Por las calles de Belgrano o Palermo, por ejemplo, ambos pertenecientes a las clases medio-altas, se manifiestan las ensoñaciones alucinatorias a través del deseo de un encuentro que traiga consigo la paz de su alma y cambie para siempre el rumbo de su vida. [...] a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle. Entonces tomaba el ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose: —Me verá una doncella, una niña pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls Royce. Paseará tristemente. De pronto me mirará y comprenderá que yo seré el único amor de toda la vida [...]. Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero es más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo (Arlt 1992: 89-90).
En otra ocasión, el salvador ansiado toma en su imaginación las formas de un millonario melancólico y taciturno, que, escondido silenciosamente detrás de una ventana de un piso en Recoleta, observa su paseo nocturno, comprende su angustia y decide financiar la puesta en marcha de su laboratorio de electrotécnica, donde «se dedicaría con especialidad al estudio de los rayos Beta, el transporte inalámbrico de la energía, y el de las ondas electromagnéticas, y sin perder su juventud, como el absurdo personaje de una novela inglesa9, envejecería» (Arlt 1992: 106). La frustración, generada por la inevitable imposibilidad en la realización de sus sueños de redención, no hace sino agrandar su perdición, que en este, como en otros casos, le conduce a recalar en los 9. Remite claramente a Dorian Gray.
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peores prostíbulos de la ciudad, adonde acude con empuje masoquista para hundirse en una pena aún mayor y donde pronuncia repetidamente la pregunta: «¿Qué es lo que he hecho de mi vida?» La latente tensión mística del protagonista no tiene otro espacio para acomodarse que el de las circunstancias urbanas a las que está atado. «La zona de la angustia», de hecho, es a la vez una sensación que experimenta su ser y un obscuro elemento de la atmosfera urbana. Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain «la zona de la angustia». Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se la representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están reveladas por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque (Arlt 1992: 85).
Después de varios recorridos, delirantes u automáticos, puntualmente marcados por cruces de calles que lo ubican en el tablero de la toponímica porteña —Perú y avenida de Mayo, Carrito y Lavalle, Charcas y Talcahuano, Arenales y Rodríguez Peña, Montevideo y Quintana—, Erdosain viaja en tren de Constitución a Temperley, en las afueras al sur, en aquel entonces un lugar de quintas ajardinadas y donde se encuentra la casa del Astrólogo, la primera vez para pedir la ayuda económica que lo salve de la cárcel, posteriormente para actuar el plan del secuestro de Barsut. El alivio pasajero que esos viajes le otorgan, derivado del contacto con un delirio mayor, el de la sociedad secreta para someter a la entera humanidad con una nueva mística terrenal y amablemente tiránica, se apaga con el regreso a la ciudad, cuando su enfermizo soliloquio lo empuja a experimentar gestos resolutivos, que expongan su ser a la prueba de una mayor envergadura existencial. La abyección y el crimen se le presentan como posibilidades de rescate, aunque quizá sea la escena de la subida nocturna a un árbol la acción que mejor representa su estado de conciencia delirante. Casi al amanecer, la idea de la alegría, o de la piadosa mentira que la alegría puede engendrar, le parece de repente una posibilidad más honda que el delito, pero la ráfaga de sus pensamientos lo conduce a un enfrentamiento sin piedad entre una idea y la otra.
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[...] de pronto, mira un árbol, alcanza una rama, se aferra a ella y prendiéndose con los pies al tronco, ayudándose con los codos, logra encarnarse hasta la horqueta de la acacia. [...] Está arriba del árbol. Ha violado el sentido común, porque sí, sin objeto, como quien asesina a un transeúnte que se le cruzó al paso, para ver si luego puede descubrirlo la policía. [...] Rápidamente decrecen sus fuerzas [...] e inmensamente avergonzado de la comedia10 que representa, baja de la planta. Está vencido. Es un desgraciado (Arlt 1998: 170-71).
Ni los deseos de redención, ni las fantasías científicas, ni los gestos contra el sentido común, ni la posibilidad de ser a través de un crimen pueden redimir a Erdosain de «la terrible civilización» (Arlt 1992: 191). El listado semántico que recorre la novela aclara su condición sin escapatoria –«engrilletado», «encadenado», «atornillado», «atado»– y conforma el universo de un hombre desterrado en vida, en una ciudad sin dioses posibles, donde el cielo es «blanco como una chapa de estaño» (Arlt 1992: 191).
3. Conclusiones El personaje de Erdosain, con algunos años de antelación respecto del Antoine Roquentin de La nausée de Sartre, experimenta el abandono de los principios generales que orientan al ser humano en el mundo, el absoluto desasosiego del alma y la caída en lo absurdo. La semejanza interior entre los dos es notable, pero las premisas que conducen a los autores a darles vida son mucho más distantes. Si para el padre del existencialismo esas circunstancias tienen que ver con una elaboración narrativa derivada de un pensamiento filosófico cada vez más
10. Una nota a pie de página del Comentador añade: «Dos explicaciones me dio Erdosain respecto a esta comedia. La primera es que sentía un placer inmenso en simular un estado de locura [...] y al descender de la acacia estaba avergonzado con la misma vergüenza que el desdichado que en Carnaval se disfraza, preséntese ante un grupo de gente y sus gracias, en vez de hacer sonreír a los desconocidos, les arranca una frase despectiva».
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estructurado, en Arlt los personajes son sus acciones y pensamientos y tienen la apremiante urgencia de ser, narrativamente hablando, sin querer demostrar nada. La escritura de Arlt, como ha subrayado ampliamente Saítta (2006), mantiene la urgencia del reportaje, del artículo de diario; su aporte innovador no reside, por lo tanto, en una elección vanguardista o filosófica, sino en las circunstancias materiales del oficio periodístico que incorporó el autor en su narrativa, después del notable afinamiento experimentado con las Aguafuertes. Por esta razón, creemos que en la figura del Comentador reside el vuelco operado por el autor, en una prosa que no corta del todo los lazos con su tan querido realismo francés —Flaubert ante todo—, absorbe la lección de Dostoievski y construye el punto de observación con un narrador por oficio, discreto en la captación de la información pero implicado no solo como reportero o testigo, sino incluso como interventor interno en la novela. En este sentido, el Comentador no es un mero narrador intradiegético o una simple proyección del propio Arlt, sino un refractor de circunstancias, en cuanto «al integrarse a la masa narrativa, las imágenes venidas [de él] crean desniveles de recepción que, a su vez, generan un ritmo narrativo distinto y distinguible» (Jitrik, Amícola y Renaud 2000: 672). Si en el texto se limita a relatar los hechos, en el subtexto apuntala otras explicaciones, aclara o hace más complejo aún cuanto ha dicho, renovando luego su papel en Los lanzallamas, la novela que completa Los siete locos. El conflicto entre personaje y realidad, introducido de la mano de Debenedetti al comienzo de este trabajo, refleja por lo tanto la ubicación cultural de su autor en el mundo periférico y paradigmático de una Buenos Aires receptora y productora de una súbita y peculiar modernidad. La voz interior de Erdosain, con sus preguntas, digresiones melancólicas y ensoñaciones de redención o abyección, se alterna con las acciones ejemplares que acomete, la mayoría de las cuales exhiben una vocación al gesto perentorio y resolutivo, como es el caso de la subida al árbol en plena noche, cuyo desenlace, finalmente, produce un agravamiento de la angustia debido a sus ridículas o inútiles circunstancias. La conciencia del protagonista es implacable, se engrosa y se somete a un análisis introspectivo que agranda la espiral de culpa a la que parece abocado desde su primera entrada en las oficinas de la
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compañía azucarera, a comienzos de la novela, cuando es abiertamente acusado por sus superiores. Remo, aplastado por el cielo «blanco como una chapa de estaño», no puede encontrar un acuerdo con su propio destino, porque frente a un cielo plano, sin estrellas y sin dios, no hay proyección posible de ningún destino y la vida recae sobre sí misma.
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Sobre los autores
Pilar Andrade es profesora titular de Filología Francesa en la Universidad Complutense de Madrid. Sus áreas de investigación actuales son los estudios de la ciudad y la ecocrítica. Es autora de libros y artículos sobre literatura francesa y sobre las citadas líneas de interés, destacando, como última publicación sobre literatura y ciudad, la coordinación y estudio introductorio del volumen La ciudad como espacio plural en la literatura: convivencia y hostilidad (2017). Alba Diz Villanueva es doctora en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es profesora en la Universidad Alfonso X y colaboradora honorífica en el Departamento de Estudios Románicos, Franceses, Italianos y Traducción e Interpretación, en la Universidad Complutense de Madrid. Su investigación se desarrolla en el ámbito de la crítica literaria, de la literatura hispanoamericana y de las literaturas románicas comparadas, así como en las relaciones entre literatura y espacio urbano. Ha estudiado la obra de Mircea Cartarescu y es autora del libro Bucarest en la narrativa de Mircea Cartarescu: lecturas de una ciudad. Barbara Fraticelli es doctora en Filología Románica y profesora titular de Filología Gallega y Portuguesa de la Universidad Complutense de Madrid. Su investigación se centra en las literaturas románicas comparadas, la literatura de viajes, las literaturas africanas lusófonas, la imagen de la ciudad en la literatura y las artes, y la escritura femenina. Es
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Sobre los autores
autora de artículos científicos y de libros como Un viaje literario por el mundo románico: de Lisboa a Bucarest (2010) y Paradigmi urbani. Forme e scritture della città contemporánea (2015). Rodrigo Guijarro Lasheras es doctor en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid e investigador Juan de la Cierva. Es autor de varios libros y de artículos publicados en España, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Estados Unidos y Chile. Sus trabajos se enmarcan en el campo de las relaciones entre música y literatura, teoría de la literatura y novela contemporánea en español. Ha sido investigador visitante en la Universidad de California, Berkeley (2017) y la Universidad de Cambridge (2018). Dieter Ingenschay es catedrático emérito de Literaturas Hispánicas de la Universidad Humboldt, Berlín. Sus líneas de investigación son literaturas hispánicas de los siglos xx y xxi, aspectos postmodernos/ post-coloniales/postdictatoriales de las literaturas hispánicas, gender y gay studies, literatura y metrópolis. Es editor, entre otros, de los libros Desde aceras opuestas. Literatura/cultura gay y lesbiana en Latinoamérica (2006) y Eventos del deseo. Sexualidades minoritarias en las culturas/ literaturas de España y Latinoamérica a fines del siglo xx (2018). Marta Iturmendi Coppel es colaboradora honorífica del Departamento de Filología Románica, Filología Eslava y Lingüística de la Universidad Complutense de Madrid y doctoranda del programa de Estudios Literarios de esa misma universidad. Sus investigaciones se han centrado en el análisis del espacio urbano desde la perspectiva de la novela negra argentina publicada entre los años setenta y los noventa. En este contexto, ha colaborado en diversos proyectos del grupo de investigación “La aventura de viajar y sus escrituras”, ejercido como secretaria académica de varias revistas y participado en distintos congresos internacionales sobre el espacio urbano. Además, ha coordinado o editado volúmenes relacionados con el tema de la ciudad, como Representaciones del espacio hostil en la literatura y las artes (2017); La ciudad como espacio plural en la literatura: convivencia y hostilidad (2017) y La aventura de viajar y sus representaciones artísticas y literarias (2019).
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Sobre los autores
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Mirella Marotta Peramos es titular de Filología Italiana de la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación son la literatura de viajes, la literatura italiana contemporánea y la teoría de la traducción. Es autora de libros como Madrid en otros ojos. Los libros de viajes en tiempos del Grand Tour, así como de diversas publicaciones sobre Antonio Tabucchi, Alessandro Baricco, problemas de traducción literaria italiano-español, etcétera. Elisa Martínez Garrido es profesora titular (habilitada catedrática) del Departamento de Estudios Románicos, Franceses, Italianos y Traducción. Sus líneas de investigación son: escrituras de mujeres, literatura italiana contemporánea y espacios en la narrativa italiana contemporánea. Ha publicado numerosos trabajos sobre Elsa Morante, Dino Buzzati, Curzio Malaparte, Italo Svevo, Luigi Pirandello y sobre las narradoras italianas del verismo. Es directora de la sección literaria de la revista Cuadernos de Filología Italiana. Carmen Mejía es profesora titular de Filología Románica y catedrática acreditada de Filología Gallega y Portuguesa del Departamento de Estudios Románicos, Franceses, Italianos, Portugueses y Traducción de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Sus áreas de investigación se centran en las lenguas y literaturas peninsulares comparadas, fundamentalmente la gallega, y los estudios sobre los viajes, la ciudad y el exilio para dar visibilidad a las mujeres exiliadas y olvidadas. Los espacios sociales, culturales, literarios y artísticos de la ciudad desde la perspectiva de la geografía del género forman el eje de su nueva línea de investigación. Elios Mendieta Rodríguez es doctorando del programa de Estudios Literarios en la Universidad Complutense de Madrid, donde realiza una tesis sobre el cine de Paolo Sorrentino, su identidad artística y la relación con otras artes. Además, es licenciado en Periodismo por la Universidad de Málaga. Entre sus principales líneas de investigación se encuentran las relaciones entre palabra e imagen en la obra de diversos creadores contemporáneos, la historia del cine o la importancia de la memoria en el cine o la literatura. Ha publicado diferentes artículos en
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Sobre los autores
revistas indexadas y capítulos del libro sobre autores como Paolo Sorrentino, Jorge Semprún, Nanni Moretti, Edgar Neville, Michelangelo Antonioni o Claude Lanzmann, entre otros. Rocío Peñalta Catalán es doctora en Estudios Interculturales y Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación son los relatos de viaje, la representación del espacio urbano en la literatura y los estudios sobre novela policiaca. Recibió el Premio Málaga de Investigación 2018 en la rama de Humanidades por un trabajo sobre la narrativa de Pablo Aranda. Eugenia Popeanga es catedrática de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación son la literatura de viajes, las literaturas románicas comparadas y los estudios sobre literatura y espacio urbano. Es autora de libros como Viaje de vuelta. Estudios de literatura rumana (2019) o Viajeros medievales y sus relatos (2005). Ha coordinado múltiples volúmenes colectivos como Un viaje literario por las islas (2019), La ciudad hostil: imágenes en la literatura (2015) o Ciudades mito. Modelos urbanos culturales en la literatura de viajes y en la ficción (2011). Javier Rivero Grandoso es profesor de Literatura Española en la Universidad de La Laguna. Es doctor en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Sus principales líneas de investigación son la novela criminal, la literatura insular, la representación del espacio urbano en la literatura y las relaciones entre el viaje, el turismo y las artes. Es director del Seminario Tenerife Noir de Investigación en el Género Negro. Leonardo Vilei es profesor ayudante doctor en la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación son la literatura italiana moderna y contemporánea, los estudios sobre literatura y espacio urbano, la traducción y la poesía. Es autor de varios artículos dedicados a estos temas, traductor y editor de La muchacha Carla de Elio Pagliarani (2017).
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