Bioética para legos: una introducción a la ética asistencial

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COLECCIÓN THEORIA CUM PRAXI Directores: Roberto R. Aramayo, Txetxu Ausín y Concha Roldán Secretaria: María G. Navarro Comité editorial: Roberto R. Aramayo Txetxu Ausín Manuel Cruz María G. Navarro Ricardo Gutiérrez Aguilar Francisco Maseda Faustino Oncina Lorenzo Peña Francisco Pérez López Concha Roldán Agustín Serrano de Haro Comité asesor. Francisco Álvarez (UNED) Dominique Berlioz (Université Rennes, Francia) Mauricio Beuchot (UNAM, México) Fina Birulés (Universidad de Barcelona) Daniel Brauer (Universidad de Buenos Aires, Argentina) Roque Carrión (Universidad de Carabobo, Valencia-Venezuela) Marcelo Dascal (Universidad de Tel-Aviv, Israel) Marisol de Mora (Universidad del País Vasco) Jaime de Salas (Universidad Complutense de Madrid) Liborío Hierro (Universidad Autónoma de Madrid) María Luisa Femenías (Universidad de La Plata, Argentina) Thomas Gil (Technische Universitat Berlín, Alemania) José Juan Moreso (Universitat Pompeu Fabra) Francesc Pereña (Universidad de Barcelona) Alicia Puleo (Universidad de Valladolid) Johannes Rohbeck (Technische Universitát Dresden, Alemania) Antonio Valdecantos (Universidad Carlos III de Madrid) Antonio Zirión (Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, México)

BIOÉTICA PARA LEGOS UNA INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA ASISTENCIAL

BIOÉTICA PARA LEGOS UNA INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA ASISTENCIAL

Antonio Casado da Rocha Prólogo de José Antonio Seoane

Reservados todos los derechos por legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de las editoriales. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. Las editoriales, por su parte, sólo se hacen responsables del interés científico de sus publicaciones. Primera edición: 2008 © Antonio Casado da Rocha, 2008 © Prólogo, José Antonio Seoane, 2008 © Plaza y Valdés Editores Derechos exclusivos de edición reservados para Plaza y Valdés Editores. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin autorización escrita de los editores. Plaza y Valdés S. L. Calle de las Eras, 30, B. 28670, Villaviciosa de Odón. Madrid (España) -. 91665 89 59 e-mail: madrid@plazayvaldes. com Plaza y Valdés, S. A. de C. V. Manuel María Contreras, 73. Colonia San Rafael. 06470, México, D. F. (México) : (55) 5097 20 70 e-mail: editorial@plazayvaldes. com Páginas web: www. plazayvaldes. com y www. plazayvaldes. es ISBN: 978-84-96780-51-4 D. L.: SE-4153-2008, U. E. La publicación de esta obra ha contado con una ayuda del Vicerrectorado del Campus de Gipuzkoa de la UPV/EHU y de la Obra Social de Kutxa.

Diseño de cubierta: Nuria Roca Logotipo: Armando Menéndez Apoyo técnico a la edición: Francisco Maseda (IFS-CSIC) Impresión: Publidisa

Para Rosalía y Aureliano, dos buenos legos

Índice

PRÓLOGO

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INTRODUCCIÓN

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1. LOS PRINCIPIOS DE LA BIOÉTICA

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Una pizca de historia Travelling por la ética asistencial Recapitulación

27 31 36

2. LEGOS EN EL CINE

Los cuatro principios en España Tres casos Recapitulación 3. HISTORIAS, CONCEPTOS Y PROCEDIMIENTOS

Un enfoque narrativo de la ética Tres visiones de la enfermedad El método deliberativo Recapitulación 4. Mi VIDA SIN MÍ: AUTONOMÍA Y RESPONSABILIDAD

Teorías de la autonomía en bioética Derechos y virtudes en la relación asistencial Veracidad, confianza y responsabilidad El caso

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41 43 56 59

60 64 69 73 75

76 84 88 95

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ÍNDICE

5. MAR ADENTRO: JUSTICIA El imperativo de no maleficencia Los criterios de justicia La distribución de recursos El caso

Y

NO

6. HABLE CON ELLA: BENEFICENCIA Hipócrates vs. House Vulnerabilidad y cuidado El caso

MALEFICENCIA

Y

DEPENDENCIA

105 108 112 116 121 131 132 141 147

7. DE LOS PRINCIPIOS A LOS VALORES El final del principio La evolución del método La interpretación de los valores Recapitulación

155 156 160 166 171

8. TIEMPO DE HACERSE CARGO El sufrimiento hoy El sentido del pasado Los cuidados de mañana Recapitulación

173 174 177 182 189

9. EL FINAL DE LAS HISTORIAS

La muerte de Iván La muerte de Liz ¿Una muerte digna? Recapitulación REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS EMPLEADAS

191

193 200 209 221 223

Prólogo Wer fremde Sprachen nicht kennt, weiji nichts von seiner eigenen JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

I

T

ras estas páginas aguarda al lector una reflexión ética acerca de cómo vivir y cómo morir. Se trata, por tanto, de hacerlo bien, esto es, de una manera humana. Se trata, en fin, de vivir y morir bien, y de aprender a hacerlo con los demás. ¿Cómo pueden y deben ser hoy la vida buena y la buena muerte? Antonio Casado nos invita a pensarlo a través del cine y de la literatura, mostrando así la utilidad de las narraciones para explicar y configurar nuestras vidas. Con una prudente administración de su erudición estética, argumenta en compañía de algunos de los mejores especialistas de la bioética, comenzando por su interlocutor principal, Diego Gracia. En el libro comparecen los personajes que cuidan la salud de las personas a lo largo del ciclo vital. El gran teatro asistencial presenta a médicos, personal de enfermería, asistentes sociales, enfermas, pacientes, padres, hijas, maridos, amigos, abogadas, jueces, sacerdotes... Comparecen también los grandes temas de la ética asistencial, que tanto en el libro como en la vida van a dar al morir. En suma, la obra brinda un valioso panorama de la dimensión más inmediata de la bioética, ocupada de la asistencia y del cuidado de la salud. Éstas son tareas que nos conciernen a todos, legos y doctos, profesionales y profanos. Por ello atrae la vindicación del lego en el título, que en última

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instancia es la vindicación del ciudadano y, por tanto, una invocación a todos. Parece una perspectiva acertada, en la que late una posición ética y política que honra el lema leibniziano de la colección que acoge este libro: Theoria cum praxi. La peripecia bioética del autor, que combina su condición de profesor de Filosofía en la Universidad del País Vasco con la de miembro del Comité de Ética Asistencial del Hospital Donostia, es una primera muestra de ello.

II Articulado en una elocuente introducción y nueve capítulos, este ensayo de bioética narrativa refleja el alcance e interacción de los principios, los valores y las normas en la práctica asistencial a través de un agudo análisis de tres películas y un par de relatos, brindándonos una nueva forma de verlas y leerlos. Sus páginas albergan las notas distintivas de la relación clínica, gozne de la bioética asistencial. En este prólogo, remedando otro clásico de la historia del cine —con música, por cierto, de Duke Ellington—, mi propósito es acompañar la lectura o dialogar con el libro ordenando y glosando dichos caracteres para presentar una anatomía de la relación asistencial. El punto de vista del lego. Lo primero es precisar la perspectiva adoptada. La bioética para legos remite al denominado punto de vista interno o del participante, que aquí se identifica con la perspectiva del paciente o usuario, por la que todos hemos pasado y volveremos a pasar. Se trata de una perspectiva más global y universalizable, incorporando en tal sentido un criterio de corrección moral y jurídica. Posee, además, cierta prioridad temporal o genética, así como ontológica y ética: ¿tendría sentido preocuparse de cómo ordenar el cuidado de la salud sin paciente o usuario? Sin salud que cuidar no tendría sentido empeñarse en ello. Aunque no se lo han planteado desde este punto de vista, Ramón y Julia, Ann, Don y sus hijas, Alicia, Benigno, Lydia y Marco, Paul, Iván y su familia, Liz, su familia y sus amigos ocupan buena parte de su tiempo cuestionando y formulando argumentos sobre la corrección de su actuación y la verdad de sus afirmaciones o enunciados. Los profesionales asistenciales, los pacientes y las demás personas implicadas quieren y han de saber cuáles

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son las razones, motivaciones y justificación de sus decisiones y comportamientos; qué está ordenado, permitido o prohibido y qué facultades poseen; cuáles son sus derechos y deberes y qué normas ordenan la relación asistencial, para emplearlas como guías de conducta. La relación asistencial como práctica social institucionalizada. Desde el punto de vista del lego participante, la relación asistencial es una práctica social institucionalizada cuya finalidad es el cuidado sociosanitario de la salud, entendida ésta como capacidad y funcionamiento seguro y garantizada como derecho. O en una formulación más sencilla: la relación asistencial es una práctica social institucionalizada dedicada al cuidado de la salud de las personas. Expliquemos su significado. La relación asistencial es una práctica social, esto es, una actividad humana cooperativa guiada por normas y comprensible únicamente en un trasfondo o forma de vida. No se trata de una actividad meramente individual sino colectiva y reiterada en el tiempo, en la que sus participantes persiguen un fin común (el cuidado de la salud) de forma conjunta. Su carácter institucional significa aquí que está guiada y sujeta a normas de muy diversa clase (éticas, jurídicas, deontológicas, técnicas, consuetudinarias, económicas... ) sin las cuales no se comprende y, sobre todo, no se puede explicar ni justificar el comportamiento de los sujetos de la relación. Y significa también que la buena práctica clínica no se agota en su dimensión técnica; sin la dimensión ética no hay auténtica práctica clínica. Autonomía, beneficencia y confianza. Ahora bien, esa actividad guiada por normas tiene lugar en un determinado contexto histórico, en parte universal y común y en parte distinto. Por ello cada época otorga su propio significado a los elementos de la relación, y nuestra sociedad también lo ha hecho. Tres rasgos de la relación asistencial expuesta en el libro ejemplifican la necesidad de adaptar el significado de la relación asistencial a cada contexto histórico y cultural. El primero es que la beneficencia sigue integrando el núcleo de la relación asistencial, pero no en su sentido tradicional. La beneficencia se ha desdoblado en no maleficencia y beneficencia, y aparece como una beneficencia indirecta o mediata, que se realiza a través de la autonomía del paciente o usuario. En segundo lugar, dicho núcleo acoge también a la autonomía, rectamente entendida y no de modo excluyente. La autonomía es un elemento esencial de la vida buena, pero no el

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único. Nuestro objetivo debería ser convertirnos en razonadores prácticos independientes, en la feliz locución de Alasdair Maclntyre: una independencia y una autonomía conscientes de nuestra vulnerabilidad, fragilidad y dependencia: una interdependencia reflexiva. Finalmente, hay un tercer elemento nuclear, imprescindible para completar y modular el significado de los dos restantes: la confianza. La confianza es una necesidad humana y un ingrediente esencial de las relaciones sociales, cuya importancia se acentúa en situaciones de especial dependencia y vulnerabilidad como la relación asistencial. El cuidado (sociosanitario) de la salud como fin de la relación asistencial. El rasgo decisivo que falta para caracterizar la relación asistencial es su finalidad: el cuidado de la salud de las personas. Es probablemente aquí donde mejor se aprecia el carácter compartido y a la vez singular, histórico y cultural de esta práctica social. El fin de la relación clínica ha sido y es el cuidado de la salud; lo que ha variado a lo largo del tiempo y en diferentes culturas es el significado de ese fin. Hoy es un cuidado sanitario y un cuidado social, por lo que la relación asistencial ha de ser una relación sociosanitaria, en la que intervienen profesionales de muy diverso signo. En segundo lugar, dicho cuidado no es únicamente profesional o formal, sino también un cuidado informal, prestado por lo general en el seno de las familias, y mayoritariamente por mujeres. Las reflexiones sobre el cuidado contemporáneo tiñen todo el libro, en particular los capítulos 8 y 6, que para este lector constituyen uno de sus momentos más logrados. En el libro está presente también la evolución del significado de salud, aun cuando el autor ha optado por retratarnos la evolución de su antónimo, la enfermedad (capítulo 3). La salud es un concepto normativo, cultural e histórico, y también una realidad humana alejada de la irrealizabilidad de aquel concepto de la Organización Mundial de la Salud (1946) que hablaba de completo bienestar físico, intelectual y social. La salud de hoy, perseguida por nuestros personajes, es la denominada salud sostenible: un bienestar razonable y prudente que haga posible desarrollar una vida social valiosa. Es la salud como capacidad humana básica, como oportunidad o posibilidad de vida que permita perseguir nuestros objetivos vitales e interactuar en el marco social. Algo así propone en la actualidad la Organización Mundial de la Salud (2001) en su noción revisada de salud.

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Asegurar la salud como bien básico para la convivencia es tarea esencial de cualquier sociedad justa, que emplea para ello mecanismos informales o no institucionalizados, como los usos, las costumbres o la moral, y mecanismos institucionalizados, de los cuales el más importante es el Derecho. Destacando la dimensión bioética, el libro profundiza en los modos de tutela de la salud, la vida y la muerte desde estas instancias normativas. La salud como capacidad, funcionamiento seguro y derecho. Para el denominado enfoque de las capacidades, la salud es una de las capacidades humanas básicas. Mas cabe precisar algo más, de la mano del enfoque de los funcionamientos seguros: la salud es una oportunidad genuina para un funcionamiento seguro. No basta garantizar un determinado nivel de salud en el momento presente, sino que hay que garantizar también su mantenimiento a lo largo del tiempo —decisivo, por ejemplo, para el tratamiento de enfermedades crónicas—, evitando la exposición a riesgos extremos o el sacrificio de otras capacidades o funcionamientos. Y cabe aun ir más allá en su dimensión normativa: el valor y el merecimiento de la salud justifican su reconocimiento y protección como un derecho. Los derechos constituyen universalia iuris materialis, presentes en cualquier tiempo y lugar, pues integran el núcleo de la justicia en materia de salud. Además, expresan la continuidad de la filosofía práctica, de la ética, la política y el Derecho. El modelo de los derechos subraya la importancia de las capacidades y los funcionamientos seguros, el valor de la autonomía (capacidades internas y recursos internos) y la necesidad de un contexto de igualdad y libertad para el ejercicio de las capacidades y los funcionamientos (condiciones externas y recursos externos en un marco social). El resultado es un modelo de relación asistencial en torno a las capacidades, los funcionamientos seguros y los derechos.

III El carácter lingüístico y comunicativo de la relación asistencial. A través de las películas, los relatos y el diálogo con otros autores, el libro muestra que el ser humano es un sujeto capaz de lenguaje y acción, vinculado a otros sujetos. Por ello la relación asistencial puede concebirse como un acto lin-

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güístico y como una acción comunicativa. Además, las películas y los relatos son ejemplo de otra característica del lenguaje humano. Aunque la expresión mediante la palabra, oral y escrita, es característica de éste, la comunicación humana no tiene lugar únicamente a través de la palabra. Existen modalidades de lenguaje y de comunicación no verbal de enorme importancia en la relación asistencial: gestos, movimientos corporales, estados de ánimo, emociones. Esta pluralidad de lenguajes se percibe en sus modos de manifestación, su léxico, sus funciones y su modo de articulación. Con todo, lo relevante es que los sujetos de la relación asistencial adquieran competencia lingüística, para lo que se requiere práctica comunicativa. Y es que el lenguaje no sólo dice algo sino que es algo con lo que hacemos algo. Tiene una dimensión proposicional y una dimensión performativa o pragmática, sin la cual no alcanza su objetivo comunicativo. La relación asistencial es una acción comunicativa de cuyo éxito son responsables, epistémica y éticamente, los sujetos participantes. Aunque sus argumentos no sean enteramente coincidentes, la comunicación resulta del diálogo y la cooperación entre tales sujetos, comprometidos en el cuidado de la salud del paciente en un marco normativo común y compartido. El carácter prudencial y deliberativo de la relación asistencial. Ciertamente la acción humana precisa normas, pero no se gobierna únicamente con ellas. El conocimiento y el cumplimiento de las normas no agotan la corrección de una acción, pues ésta depende también de la prudencia. Para ello las normas deben dominarse en la práctica. La relación asistencial es una interpretación continua del significado de la norma, y la sabiduría práctica o prudencia es un saber cómo, que no radica tanto en conocer las normas que guían la actividad asistencial cuanto en saber cómo actuar en cada situación particular. En el ámbito asistencial el ejercicio de la prudencia remite a la deliberación: el método de la ética asistencial —nos dice el autor siguiendo a Diego Gracia— es la deliberación. El objetivo de la deliberación es la toma de decisiones prudentes o razonables, haciéndose cargo de todas las dimensiones presentes en la relación clínica (hechos, valores, emociones, deberes, normas). No se trata de que todos adopten la misma decisión ante un caso concreto, sino de adoptar decisiones prudentes aunque no coincidan entre sí.

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El carácter hermenéutico y narrativo de la relación asistencial. Lo anterior implica que no todo está dicho y que es necesario interpretar, y que sólo en el caso concreto, hic et nunc, se determina de forma definitiva la corrección de una decisión. La relación asistencial tiene carácter hermenéutico y también, como muestra reiteradamente el libro, carácter narrativo. Las relaciones asistenciales son relatos o historias, y como cualquier relato o historia, son relatos pluridimensionales y en común. Es la estructura narrativa de la vida humana la que permite comprender plenamente el sentido de la relación asistencial. Su inteligibilidad y su corrección sólo se obtienen en el conjunto del relato, mediante una interpretación global que ponga en conexión episodios anteriores, coetáneos y posteriores con el trasfondo de normas, relaciones, expectativas, emociones, valores que la orientan y explican. El carácter ejemplar de la relación asistencial. De algún modo, los atributos expuestos (autonomía, interdependencia, confianza, carácter lingüístico, comunicativo, deliberativo, hermenéutico, narrativo y prudencial) conducen a concebir la relación asistencial como acción ejemplar, especialmente desde la perspectiva de los profesionales. En la auténtica relación asistencial no basta la apariencia de legalidad. Desde el punto de vista externo o de un observador tal vez no se pueda diferenciar una concepción del consentimiento informado como formulario de otra que lo concibe como un proceso continuo, comunicativo, deliberativo y prudencial en pos de una decisión autónoma y buena para el cuidado de la salud del paciente. Sin embargo, el punto de vista interno o del participante, propio de la bioética para legos, sí permite advertir la diferencia entre el paternalismo beneficente del primer escenario del cuidado de la salud como capacidad, funcionamiento seguro y como derecho del segundo. Ésta es la actitud ejemplar en la relación clínica. El carácter ejemplar resulta especialmente idóneo para la labor asistencial, desempeñada generalmente por profesionales —y no profesionales— de perspectivas y generaciones diversas. Los sujetos de la relación asistencial vivimos ante un horizonte de modelos o ejemplos personales que hemos de percibir y seleccionar. El comportamiento ejemplar de un profesional, es decir, no meramente correcto sino excelente o virtuoso, interpela moralmente y mueve a la admiración de otros compañeros. He aquí el va-

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lor didáctico o pedagógico de la relación asistencial como acción ejemplar, de un modelo cuya validez ejemplar radica en que sin perder su carácter singular y concreto propone un modo de conducta universalizable y general, al que se puede aspirar y al que se debe tender.

IV Con otras palabras, más adecuadas para su finalidad, el libro recoge estos rasgos de la relación asistencial y otras muchas aportaciones satisfactorias y variadas. Yo, por ejemplo, escojo sus recursos literarios en lugar de los cinematográficos; y aunque sólo sea con una breve aparición como actor de reparto, entre ellos me decanto por J. M. Coetzee en lugar de Lorrie Moore o este Tolstoi. También tengo predilección por unas partes del libro en detrimento de otras. Como he comentado, si hubiese de rescatar alguna elegiría el capítulo octavo, con puntuales remisiones al capítulo sexto. Me convence su reflexión sobre la importancia del cuidado en conexión con la noción de responsabilidad, y me parece especialmente logrado el sintético análisis del sufrimiento. Claro está que para comprender su propuesta tendría que tomar en consideración otros capítulos, y así la estructura narrativa del libro haría posible rescatarlo al completo, tirando de ese capítulo octavo como primer eslabón de una cadena compuesta por los restantes capítulos. Suscribo, asimismo, la articulación de la autonomía en tres dimensiones —decisoria, informativa y funcional— (capítulo 4 y siguientes), e incluso otorgaría más alcance a la dimensión informativa, la más novedosa y cuestionada de las tres. Estoy también de acuerdo en la idoneidad del método deliberativo, sin perder de vista su carácter metodológico para concederle la importancia debida. Aplaudo, en fin, el intento narrativo del libro en su conjunto; sin embargo, aunque tal vez obedezca a una deliberada estrategia de subrayar la importancia de ciertas cuestiones o temas, a veces aprecio cierta reiteración, sobre todo tras una lectura global y continuada. En cualquier caso, ello hace posible una provechosa lectura independiente de cada capítulo con total autonomía. Hay también lugar para cierto desacuerdo o disenso. Permítaseme formular con carácter general algunos interrogantes u objeciones, de distinta

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índole. ¿No resulta excesivamente tajante afirmar que la autonomía procede de la tradición jurídica (capítulo 1)? En el capítulo 3 se indica con razón que la ética se ocupa de los deberes y tiene carácter deontológico; ahora bien, ¿no es para la ética tan o más importante la pregunta por lo bueno (dejando ahora de lado la cuestión de cuál precede a cuál)? El legalismo es un peligro, pero para conjurar sus peligros y los derivados de modos caducos e inadecuados de comprensión del Derecho y las normas jurídicas, que irritan a algunos y preocupan al autor y a otros muchos (e. g. capítulos 3, 4 y 5), bastaría con reflexionar sobre ello desde una perspectiva de la filosofía práctica como un continuum de ética, política y Derecho, que resulta plenamente coherente con la posición bioética sostenida en el libro, y desarrollarla hasta sus últimas consecuencias. Conforme a la prometedora reflexión sobre los sentidos de los valores, ¿están éstos bien asignados en el examen del libro de Beauchamp y Childress (capítulo 7)? O, por fin, ¿es la muerte una cuestión absolutamente privada para el Derecho, la política y la ética (capítulo 9)? Algo semejante acontece con las soluciones o cursos de acción óptimos propuestos para la resolución de los casos o con los argumentos que los sustentan. Escogeré ahora la decisión de Ann (Mi vida sin mi) al término del capítulo 4 y, también, del capítulo 2. He aquí algunos contraargumentos, que no prejuzgan tanto el curso de acción cuanto sus razones: ¿podría calificarse como irresponsable y éticamente incorrecto el ejercicio de la maternidad de Ann? La obligación de velar por los hijos, cierta noción de coherencia, la permanencia y perdurabilidad de nuestras decisiones o la denominada por la teoría jurídica doctrina de los actos propios podrían ser argumentos para sostener una postura distinta a la sugerida. Demos un paso más: ¿existe autonomía sin responsabilidad? ¿No resulta excesivamente autonomista —y poco equilibrado y prudente— el curso de acción perseguido por Ann? ¿Cuál es el alcance de la responsabilidad y las obligaciones de cuidado frente a los hijos menores? ¿Qué significa en este caso hacerse cargo? ¿Quién se (debe) hace(r) cargo de quién? Al margen de lo anterior, como obiter dictum: ¿debe el marido de Ann, Don, quedar descalificado como representante por su incapacidad para mentir? Y así podría hacerse con las otras películas. En Mar adentro (capítulo 5), enriquecido por el cuidadoso análisis del guión, cabe ante todo compartir la elección del pro-

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blema, que añade nuevas dimensiones al célebre caso. Eso sí, ¿puede afirmarse tan rotundamente que no es éticamente incorrecto que Julia rompa su promesa? En cuanto a Hable con ella (capítulo 6), ¿es Benigno beneficente o meramente caprichoso? ¿No existe acaso instrumentalización de Alicia por su parte? (Incluyo una recomendación al lector. Como el autor señala, el factor temporal es importante en la justificación y elección del curso de acción elegido. No conviene precipitarse o anticipar el juicio, sino aguardar hasta el final de la deliberación, fundamentación y decisión de los casos; sólo entonces estaremos en condiciones de realizar un balance ponderado. ) Estos puntuales desacuerdos en el desarrollo, la justificación o la decisión de unos casos no sólo no emborronan sino que ensalzan la principal lección del libro, y aun de la bioética. El auténtico acuerdo radica en el compromiso en la deliberación, la sana discusión, el intercambio de pareceres, la búsqueda conjunta de soluciones o, en las palabras que encabezan el prólogo, el conocimiento a través del aprendizaje de otras lenguas. Enuncia un acuerdo más radical, metodológico, epistemológico y, a la vez, antropológico y ético. Hay que escuchar y conocer —con voluntad de aprendizaje— a los otros para comprenderse a uno mismo. Si el lógos nos caracteriza como seres humanos, conocer el lenguaje, que es un saber práctico en el sentido antes apuntado, es conocerse a uno mismo. Quien no conoce lenguas o lenguajes ajenos no sabe nada del suyo. Quien no se conoce con y a través de los demás no se conoce a sí mismo. Éste sería el lema de la bioética: conoce y conócete con los demás; tú solo no podrás dar cuenta de la realidad, ni siquiera de la tuya propia. JOSÉ ANTONIO SEOANE

Francfort del Meno, primavera de 2008

Introducción A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar. SUSANSONTAG (1978: 13)

La bioética trata necesariamente de los valores en juego en la salud y la enfermedad, en la vida y la muerte de los seres humanos. Por lo tanto, se trata de un proceso de deliberación sobre los fines individuales y colectivos de la vida humana, y no puede reducirse a los límites de los Hospitales y las Facultades de Medicina. DIEGO GRACIA (2005: 38)

L

a bioética es una ciudad por la que todos pasamos alguna vez, aunque sólo sea al principio o al final del viaje, aunque sólo sea como objetos sobre los que se delibera y elige, más que como los sujetos morales que toman las decisiones. Con muchos transeúntes pero pocos ciudadanos permanentes, con varios idiomas y tribus mejor o peor avenidas, la ciudad de la bioética se construye sobre una tierra de nadie, a medio camino entre las ciencias de la vida y las humanidades, entre el derecho y la medicina, la sociología y la biología. Aunque esta disciplina tiene su origen en los Estados Unidos de América en la década de los setenta, el campo de la bioética en castellano ha sido desbrozado por pioneros como Francesc Abel, Javier Gafo y Diego Gracia, y sus respectivos colaboradores. Este libro es un intento de hacer algo más accesible ese lugar, o al menos una provincia suya que aquí llamaremos éti-

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ca asistencial, y que exploraremos mediante el recurso a situaciones ficticias extraídas del cine español reciente. Nuestro objetivo es ensayar nuevos enfoques sobre ese territorio, intentando explicar y complementar el planteamiento más extendido —ejemplificado aquí en la obra de Gracia— mediante historias y casos particulares. La ética asistencial es una disciplina nueva; de hecho, en España la expresión aparece casi únicamente ligada a los Comités de Ética Asistencial creados a finales de la década de los noventa en numerosos hospitales. En tanto que parte de lo que se ha dado en llamar bioética, cuenta con una teoría relativamente reciente, pero en tanto que ética aplicada o práctica sus raíces se encuentran en la filosofía occidental desde sus inicios. La bioética no funciona al margen de la teoría ética, ni tampoco se limita a aplicar una doctrina dada a los casos prácticos. Más bien, lo que hay es un proceso de apropiación o intercambio entre teoría y práctica que beneficia a ambas esferas (Kuhse y Singer [eds. ], 23). Aunque el campo de aplicación de la ética asistencial está compuesto fundamentalmente por las profesiones del llamado espacio sociosanitario de los servicios de salud públicos europeos, no por eso debemos pensar que sólo los profesionales participan en la relación asistencial. Como usuarios y pacientes —como legos, en una palabra—, participamos todos. Éste es un libro para legos, y en varios sentidos (incluyendo, por supuesto, tanto a «legos» como a «legas»; en adelante utilizaremos indistintamente ambos términos). Según el diccionario de la Real Academia, la palabra deriva del latín laícus y este del griego AXÜKÓÍ;, popular. De ahí que este libro pertenezca al género de la divulgación, ya que está pensado para el público general, sin formación o experiencia profesional en el ámbito sociosanitario. Por esa razón, hemos optado por usar películas comerciales en lugar de historias clínicas para aplicar y contrastar los principios y métodos de la ética asistencial. No se trata de hacer crítica cinematográfica, sino de utilizar el cine como un material de trabajo accesible y lleno de actitudes y conflictos con los que experimentar. Según Joan Corominas, la palabra «lego» ya se aplicaba entre los años 1220-1250 a quien no es clérigo y a lo que le es propio. Ese sentido se transfirió a «laico», un cultismo que, derivado de la misma fuente, comenzó a usarse en el siglo XIX. Legos, pues, lo somos todos, pero en especial

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aquellos que no profesan una religión determinada. Como veremos más adelante, aunque también hay lugar en la bioética para los enfoques confesionales, ésta nació con vocación de laicismo. Referido a una persona, los diccionarios de uso suelen definir «lego» como aquel que carece de formación o de conocimientos. Como también veremos, la bioética nació ante la creciente especialización de la medicina, un fenómeno que provoca que todos seamos legos ante ella, incluido el médico que tiene que recurrir a otros especialistas cuando el problema cae fuera de su área de conocimiento. Además, los legos somos «profanos», palabra con la que Freud designó a los individuos ajenos a la profesión médica (es decir, a los legos). En su ensayo sobre La cuestión del análisis profano (1926) Freud tomó parte en el debate sobre si los profanos podían ejercer como psicoanalistas, afirmando que sí, pues «ni los profanos lo son tanto como pudiera creerse ni los médicos son tampoco aquello que debiera esperarse que fueran y en lo que podrían fundar sus aspiraciones a la exclusividad» (22). Un razonamiento perfectamente aplicable a la bioética, un ámbito en el que nadie —ni el médico, ni el filósofo, ni el jurista, ni el paciente— puede aspirar a ser el único que sabe. Por eso los legos sirven tanto a la bioética como la bioética a los legos. Profano también se emplea como antónimo de sagrado. No se trata aquí de negar la existencia de cosas sagradas, pero conviene a la filosofía ser una actividad desmitificadora. Este libro lo es en el sentido de que evita las apelaciones a lo sobrenatural y contempla a los seres humanos como «frágiles complejos de tejido perecedero». Para Simón Blackburn (48-50), encontrar un lugar para la ética significa comprender cómo pensamos y actuamos moralmente; hacerlo desde una perspectiva naturalista implica hacerlo de manera consistente con la visión del mundo que nos da la ciencia. No significa caer en ese reduccionismo que se empeña en ver una cosa (la ética) como si en realidad fuera otra (la biología), pero sí nos involucra en intentar cierta reconciliación de lo normativo con lo natural. Este libro se ha escrito en un departamento universitario dedicado, entre otras cosas, a la filosofía de los valores. Su punto de partida es, esencialmente, el hecho de que las personas valoramos ciertas cosas, que la salud es una de ellas, y que valoramos la salud porque nos capacita, a

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nosotros y a los otros, para actuar de manera autónoma. Desde esta perspectiva, la distinción entre hechos y valores queda prácticamente eliminada, pues la condición natural de los seres vivos, su hecho fundamental, es la de ser precisamente seres que valoran. Así, en ética suele distinguirse entre enfoques descriptivos y enfoques normativos, pero esta distinción depende de un concepto de ser previamente neutralizado o «libre de valores». Este libro no separa tan estrictamente el ser y el deber; parte más bien de una posición según la cual del conocimiento de los seres se obtienen indicaciones acerca de su valor, de nuestros deberes para con ellos y de la responsabilidad que de ahí se deriva (cuyo mayor ejemplo, según Hans Joñas, sería la responsabilidad que sentimos respecto a nuestros hijos). De manera que aquí partiremos de que nuestros deberes surgen de lo que somos, el «debe» del «es»; ¿de dónde si no iba a surgir? En la biosfera, como escribe Javier Echeverría, «los valores están corporalmente encarnados, no son ideas abstractas» (587). El libro tiene tres partes. En la primera (capítulos 1 a 3) nos acercamos a la ética asistencial y a algunas cuestiones de procedimiento que le son propias; en este acercamiento el capítulo segundo proporciona un resumen del contenido de todo el libro. En su parte central (capítulos 4 a 6) destacamos tres vértices morales en la relación asistencial y los asociamos a los principios de respeto a la autonomía del paciente, de justicia y no maleficencia, y de beneficencia, entendiéndolos a partir de la responsabilidad personal y la interdependencia social. A su vez, ilustramos esos valores mediante el recurso a tres películas que narran, desde perspectivas completamente distintas, tres muertes de nuestro tiempo: Hable con ella, de Pedro Almodóvar (2001); Mi vida sin mí I My Life without Me, de Isabel Coixet (2002); y Mar adentro, de Alejandro Amenábar (2004). Estudiaremos estas tres películas en un orden peculiar, según el grado de autonomía de las protagonistas —no es casualidad que las tres sean legas—, de la más autosuficiente a la más dependiente. Aunque las tres películas tienen en común el estar centradas en la relación asistencial, el interés de nuestra selección es su complementariedad, pues cada una de ellas hace énfasis en un vértice distinto de esa relación, de modo que su «centro moral» está, respectivamente, en los dilemas que atañen al cuidador, a la paciente y a la sociedad en su conjunto, respectivamente. Estos dilemas se abordan con la método-

INTRODUCCIÓN

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logia propuesta por Gracia para trabajar casos en bioética; esta propuesta ha sido elaborada a lo largo de varios años y está disponible en varias versiones; a efectos didácticos, lo que presentaremos en el capítulo 3 (y aplicaremos en los capítulos 4 a 6) corresponde a las versiones publicadas entre 1999 y 2001, que son posiblemente las que han recibido mayor difusión, aunque también atenderemos a su evolución dentro del conjunto de la obra de Gracia. Finalmente, en la tercera parte (capítulos 7 a 9) se buscará extraer conclusiones de nuestro estudio, revisando esa metodología y abordando con mayor amplitud los problemas éticos del final de la vida, así como algunos aspectos prácticos. A modo de conclusión, este libro propone: 1) reivindicar el papel de los no-sanitarios en la relación asistencial, 2) reinterpretar la autonomía del paciente para evitar los riesgos del paternalismo y el autonomismo extremos, y 3) recurrir a la narrativa —tanto a la artística como a la más cotidiana— con el fin de fomentar la deliberación pública sobre cuestiones de bioética. El resultado no es un «manual» en el sentido habitual del término, sino una colección de ensayos unidos por esos tres hilos arguméntales. Tampoco es una introducción histórica a la bioética en España, un tema sobre el que ya se han publicado algunos trabajos que permiten cierta visión de conjunto (Simón y Barrio, 1995; Guerra, 2005). La visión de la ética asistencial propuesta en este libro se basa en una selección de lecturas lo más amplia y actual posible, pero éste es un campo muy dinámico y resulta imposible atender a todas las novedades bibliográficas. A sabiendas de lo mucho que queda fuera del encuadre, he optado por ofrecer una mirada introductoria y personal sobre la ética asistencial, cuya mayor novedad tal vez estribe en la forma de su presentación mediante casos prácticos extraídos de las películas. Estoy en deuda con los que han hecho posible ese material cinematográfico, pero sobre todo con mis compañeros en la sala de proyección, y en especial con quienes más he discutido esas escenas en los últimos años. Son tantos que será más rápido ir por grupos, así que hago llegar mi agradecimiento en pleno al Comité de Ética Asistencial del Hospital Donostia y Matia Fundazioa, al Seminario de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y a la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos. He tenido la fortuna de poder aprender con los participantes en los cursos de iniciación a la bioética organizados la Diputación

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Foral de Gipuzkoa, así como del curso de doctorado «Nuevos enfoques en ética asistencial» impartido en la UPV/EHU. Aunque no tengan que responder de lo que aquí se cuenta, debo agradecer la ayuda de Roberto R. Aramayo, Vilhjálmur Árnason, Aurelio Arteta, Wilson Astudillo, Txetxu Ausín, Eduardo Clavé, Arantza Etxeberria, Mabel Marijuán, Koldo Martínez Uriobarrenetxea, Armando Menéndez Viso, José Antonio Seoane, Begoña Simón Cortadi y Juan Carlos Siurana. Por último, la primera versión de algunas secciones de este libro ha sido presentada en los Encuentros sobre Moral, Ciencia y Sociedad en la Europa del siglo XXI celebrados en San Sebastián en 2005 y 2007, así como en varias publicaciones (Casado, 2003; 2004; 2005; 2007; 2008a; 2008b; Clavé, Casado y Altolaguirre, 2006; Casado y Menéndez, 2008; Casado y Simón, 2008a; 2008b; 2008c) cuyas referencias figuran en la bibliografía final ordenadas por autor y fecha.

1 Los principios de la bioética

urante las tres últimas décadas del siglo XX, la opinión pública comenzó a prestar una atención especial a nuevos problemas éticos en el ámbito sanitario (medicina, psicología, enfermería, farmacia) y de las ciencias de la vida (biología en general, y especialmente la genética). El fenómeno fue resultado del propio desarrollo científico y tecnológico de esas disciplinas, pero también de una creciente preocupación del público no especializado ante el poder acumulado por científicos y gestores, y que se vio acrecentada por publicaciones que sacaron a la luz cuestiones difíciles y polémicas (Lolas: 88-101; véase Tabla 1). Esta rebelión de los legos provocó el nacimiento en EE. UU. de una nueva disciplina: la bioética.

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UNA PIZCA DE HISTORIA

La palabra bioethics fue utilizada por primera vez en una publicación de V. R. Potter (1970), un bioquímico dedicado a la investigación oncológica, para describir una interdisciplinar «ciencia de la supervivencia» destinada a asegurar la preservación de la biosfera, amenazada por el desarrollo tecnológico. En 1971 Potter publicó Bioethics: Bridge to the Future, donde

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denunciaba la brecha entre las «dos culturas», las ciencias y las letras, como principal peligro para la humanidad. Para conjurar ese riesgo proponía construir un «puente hacia el futuro» creando la disciplina de la bioética como vínculo entre esas dos culturas. Más adelante, en Global Bioethics (1988), definió la bioética como una combinación de la biología con los conocimientos humanísticos para forjar una ciencia que implante la necesaria serie de prioridades médicas y ambientales para una supervivencia aceptable.

TABLA \. ALGUNOS HITOS EN EL ORIGEN DE LA BIOÉTICA









1962: Se da a conocer un comité (creado en 1961 en Seattle, estado de Washington) para decidir qué pacientes tenían preferencia para beneficiarse de la entonces reciente máquina de hemodiálisis. * 1966: Henry K. Beecher publica un artículo denunciando 22 casos que violaban de alguna forma los criterios éticos básicos en los estudios clínicos con sujetos humanos. 1967: Los primeros trasplantes de corazón plantean el problema de cómo definir la muerte; en 1968 se publican los criterios de Harvard para el cese irreversible de las funciones cerebrales. 1969: Luis Kutner publica un artículo proponiendo el "testamento vital" \living will\ para facilitar los derechos de los enfermos terminales a controlar las decisiones que afectan a su cuidado médico.

* La novedad de este comité —y de los que vinieron después- no es sólo el contenido de las decisiones, sino también que incorpora a legos en el método para tomarlas.

Esta «bioética global» de Potter no cuajó en el panorama académico, pero la ética médica sí lo hizo, y aún hoy suelen ser los conflictos morales en la práctica de la medicina los primeros que se mencionan al hablar de bioética. Ya en 1971, la Universidad de Georgetown había creado, a iniciativa de André Hellegers, el Kennedy Center for the Study of Human Reproduction and Bioethics. Hellegers era un obstetra católico, y con la publicación en 1968 de la encíclica Humana Vitae y el caso de Baby Doe (un recién nacido con síndrome de Down cuyos padres rechazaron autorizar una intervención quirúrgica que le hubiera salvado la vida), los pro-

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blemas relacionados con los comienzos de la vida humana adquirieron una gran visibilidad en la configuración inicial de la bioética (Gracia, 2004a: 107 ss. ). La ética médica no es un invento reciente, ya que existe por lo menos desde que los médicos tienen problemas morales y piensan sobre ellos, pero la bioética la supera en varios sentidos (Kuhse y Singer: 3). Para empezar, su ámbito no se limita a las cuestiones éticas de la relación médica (doctor-paciente, doctor-enfermero, etc. ), sino que se amplía a cuestiones filosóficas sobre la naturaleza de la ética, el valor de la vida, la definición de la persona, o la relación entre los humanos y otras formas de vida (aquí la bioética se funde con lo que se suele llamar «ética ambiental», regresando así a la definición original de Potter). La bioética abarca también la creación de políticas públicas y el control de la actividad científica, pero sus objetivos no se limitan al desarrollo y aplicación de un código deontológico o conjunto de preceptos obligatorios para los profesionales, sino que además intenta comprender mejor lo que está en juego. El estudio de la bioética es descriptivo, se dedica a examinar los problemas que hay, pero también normativo: aspira a establecer recomendaciones acerca de lo que debe haber o hacerse. Esta aspiración intenta complementar a los códigos deontológicos de las profesiones sanitarias, que hoy resultan insuficientes a la luz de la multiplicación de problemas éticos por diversas razones (Gracia, 1999: 20-27): 1. La cultura norteamericana es una de las primeras que ha tenido que enfrentarse al problema del pluralismo. La bioética nació como un intento de resolver los conflictos éticos surgidos en el ámbito de las ciencias de la vida cuando los hechos son enjuiciados por personas cuyos credos morales son, o pueden ser, radicalmente distintos. De ahí que a menudo la bioética se presente como una ética civil, secular y pluralista, autónoma y racional (laica, en una palabra). 2. Las nuevas condiciones médicas, sanitarias y sociales crean un nuevo escenario técnico, bien diferente al tradicional, y los problemas morales que se plantean a los profesionales sanitarios exigen de ellos una adecuada formación ética. Por ejemplo, las posibilidades de la ingeniería genética o las técnicas de reproducción asistida plantean

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O

B I O É T I C A PARA L E G O S

una vez más, y de manera urgente, si todo lo técnicamente correcto es éticamente bueno. 3. Además de las profundas transformaciones tecnológicas en la práctica médica y el modo como los poderes públicos han diseñado y gestionado la política sanitaria, tal vez el factor más decisivo sea la revolución sanitaria que supone la necesidad del consentimiento informado del paciente. Es decir, el cambio del modelo paternalista de relación médico-paciente al modelo de la autonomía del paciente, en el que éste tiene la última palabra sobre el tratamiento que ha de administrársele, y no el experto, es decir, el médico. Podemos definir, entonces, la bioética como la disciplina que estudia los aspectos éticos de la medicina y la biología en general, así como las relaciones del ser humano con los demás seres vivos. Éste es un campo de trabajo muy amplio, así que por razones históricas y conceptuales resulta práctico dividirlo en por lo menos las siguientes subdisciplinas: 1. Ética ambiental. 2. Ética asistencial. 3. Ética de la investigación científica. Dejando para la ética ambiental la relación de los humanos (incluyendo a las generaciones futuras) con el ecosistema, podemos definir la ética asistencial como la parte de la bioética centrada en las relaciones de cuidado y asistencia: una aplicación y ampliación de la ética clínica al espacio sociosanitario que aborda los problemas morales que se plantean en la práctica de los profesionales de la salud y el trabajo social. En los últimos años se han creado en España los Comités de Ética Asistencial, grupos interdisciplinares que tienen como finalidad ayudar desde la bioética a reflexionar y tomar decisiones a la propia organización institucional, a los profesionales y a los usuarios sobre los posibles conflictos éticos que se puedan producir en la relación asistencial, una relación que se da no sólo en el sistema sanitario, sino también en los servicios sociales y el sistema educativo, incluyendo instituciones dedicadas a cuidar de personas con discapacidad, mayores dependientes, jóvenes con

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problemas de inserción, etc. Por lo general, son comisiones consultivas, creadas para analizar y asesorar, y cuyo objetivo es mejorar la calidad de dicha asistencia. En este libro no entraremos en cuestiones de ética de la investigación, aunque ésta comparte con la ética asistencial su origen moderno a partir del Código de Núremberg (1947), que postula que un consentimiento informado genuino es condición necesaria —aunque no suficiente— para cualquier investigación con sujetos humanos éticamente aceptable. De momento, baste decir que el Código de Núremberg no habla de documentos. El consentimiento informado no es un documento, sino un proceso, aunque esto tan simple siga siendo olvidado por los investigadores y los clínicos. Los problemas del consentimiento informado hoy siguen siendo objeto de discusión en la ética de la investigación científica, una disciplina que tiene su correlato institucional en los Comités de Ética de la Investigación, cuyo funcionamiento en España ha quedado finalmente regulado en 2007 por la Ley de Investigación Biomédica. El Informe Belmont se publicó en 1978 para intentar dar respuesta a la crisis de la investigación médica a raíz de varios escándalos descubiertos durante los años anteriores. Los trabajos que desembocaron en ese texto comenzaron cuatro años antes, cuando el Congreso norteamericano creó una comisión para que «llevara a cabo una completa investigación y estudio, a fin de identificar los principios básicos que deberían dirigir la investigación con seres humanos en las ciencias del comportamiento y en biomedicina» (Gracia, 1991a: 31-32). La comisión comprobó que a la hora de intentar enfocar y resolver conflictos éticos los códigos no resultaban demasiado operativos, ya que se basaban en reglas que en casos prácticos podían entrar en conflicto, por lo que vieron necesaria la propuesta de otro método basado en tres principios más amplios: el respeto a las personas, la beneficencia y la justicia.

TRAVELLING POR LA ÉTICA ASISTENCIAL

Como el Informe Belmont se dedicaba sólo a los problemas éticos de la experimentación con seres humanos, se echaba en falta un sistema de prin-

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cipios aplicable a todo el campo de la práctica clínica. Al año siguiente de publicarse el Informe, Tom Beauchamp y James Childress cubrieron esa necesidad con sus Principies of Biomedical Ethics (6. a edición, 2008) y con tanto éxito que, de todos los enfoques de la bioética, hoy sigue siendo el más influyente. A riesgo de no hacer justicia a las sutilezas de su enfoque, podemos decir que se basa en los siguientes cuatro principios, concebidos como herramientas que nos permiten tender cables entre la teoría ética y la moralidad común: 1. No maleficencia. Este principio deriva de uno de los criterios médicos más tradicionales, que se remonta al juramento hipocrático. Suele formularse como «Lo primero, no dañar» {primum non nocere). Incorpora la obligación profesional de no lesionar física, psíquica o socialmente a un paciente, de minimizar los posibles riesgos y realizar una praxis correcta que le resulte más beneficiosa que perjudicial. 2. Justicia. El principio de justicia afecta al quién-recibe-qué: al mecanismo de distribución de recursos sociosanitarios de acuerdo con criterios de imparcialidad. Se concreta en los mecanismos económicos, fiscales y políticos que garantizan unos niveles elementales de asistencia a toda la población, para atender sus necesidades primarias de salud. 3. Respeto de la autonomía. Este principio protege la responsabilidad personal que tenemos respecto de nuestra propia vida y el derecho a decidir qué queremos ser, a asumir nuestras propias elecciones y a controlar lo que se hace a nuestros cuerpos. Se manifiesta en las medidas destinadas a incorporar a la toma de decisiones la concepción del bien (y de la salud) del paciente, así como a proteger a las personas cuya autonomía está disminuida. 4. Beneficencia. Este principio nos recuerda la obligación asistencial de promover los intereses sanitarios y el bienestar de los demás, y asistirles en la toma de decisiones para maximizar los posibles beneficios. Se trata de hacer el bien al paciente, pero no desde un criterio paternalista, sino desde el respeto a su autonomía. Beauchamp y Childress (174) justifican la beneficencia como una forma de reci-

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procidad: tenemos la obligación de beneficiar a otros por una serie de acuerdos implícitos en el intercambio social y que también nos benefician a nosotros. Este enfoque se ha convertido en un referente casi universal de la teoría bioética (González R. Arnaiz, 2004: 38). Sus cuatro principios surgen del pensamiento filosófico y la práctica profesional de muchos siglos, de modo que podrían entenderse como un resumen más o menos consensuado de las respuestas tradicionales que se han ido dando a situaciones recurrentes en la relación asistencial. Aunque resulta poco menos que imposible resumir un proceso tan complejo, podemos afinar un poco más diferenciando, para mayor claridad, los diferentes itinerarios mediante los que esas respuestas han ido conformando lentamente aquellos principios. El de no maleficencia, junto con el de beneficencia, deriva más directamente de la tradición médica; es decir, está vinculado con la clase de problemas más recurrentes en la relación clínica, como por ejemplo los conflictos entre el paternalismo médico y la concepción del bien del paciente. Por otra parte, el principio de autonomía deriva de la tradición jurídica, en la medida en que ésta se ha preocupado por los derechos que asisten a las personas en tanto que enfermos. Por último, el principio de justicia ha derivado de la tradición política y está vinculado con el bien de terceros y el ideal de justicia para todos, tal y como se ha configurado mediante la reflexión filosófica y los movimientos sociales. (Más adelante desarrollaremos estos principios por separado, pero no profundizaremos en la complejidad de los itinerarios porque el objeto de este trabajo no es histórico. ) Uno de los objetivos de la ética como disciplina académica es el razonamiento moral sistemático, esto es, desarrollar un conjunto coherente de convicciones que incluya principios éticos, creencias sobre qué está bien y qué está mal en casos particulares, creencias sobre cómo es el mundo y cómo se comportan las personas que lo habitan, etc. Los argumentos morales apelan a diversos elementos de este sistema de creencias para presentar una reflexión crítica que influya en otras personas. Nuestras creencias morales se consideran, en este esquema, revisables a la luz de otras creencias que tengamos o que podamos llegar a tener; todo esto compone una

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imagen de la tarea ética que John Rawls llamó el «método del equilibrio reflexivo». En él interactúan de manera fluida las elecciones intuitivas, los principios de grado medio (como los cuatro principios que hemos presentado) y las teorías generales sobre la ética. Hay quien dice que la bioética se ha visto empobrecida por un enfoque excesivamente «principialista», que aplica a todas las cuestiones una serie de principios a modo de recetas sin tener en cuenta los matices de cada situación en la praxis cotidiana. Pero el método del equilibrio reflexivo (concebido como proceso de justificación) no es principialista en ese sentido peyorativo, porque la validez de sus principios es «a primera vista» {prima facie), esto es, sus características de aplicación deben actualizarse según las peculiaridades de cada caso. Los principios deben justificarse, refinarse y ajustarse mutuamente entre sí, e insertarse en una teoría ética coherente y sensible al contexto sociocultural. Obviamente, los principios no nos dicen qué hay que hacer en cada caso. Los principios no son más que un punto de partida del razonamiento moral, una herramienta que nos ayuda a identificar estados de cosas valiosos, para así conservarlos o alcanzarlos. Y de igual modo que la bioética no puede caer en un principialismo ingenuo, tampoco debería hacerlo en la pura casuística, como si fuera imposible establecer guías y protocolos fundados. Así, el razonamiento moral según Gracia consta siempre de dos pasos, «uno principialista, deontológico y a priori», y «otro consecuencialista, teleológico y a posteriori». El primero sirve para establecer las normas, y el segundo las excepciones (1999: 31). Además de ser prima facie, los cuatro principios son distintos entre sí en tanto que el respeto de la autonomía, la beneficencia y la no maleficencia tienen como objeto el bien individual del paciente, mientras que la justicia atiende también al bien común. Y son principios potencialmente conflictivos, en tanto que sus demandas pueden ser contradictorias. Hay quien concluye que no hay ningún método para ordenar los principios cuando entran en conflicto (Reiss, 15 n. ) y hay quien afirma que el principio de autonomía es previo al de beneficencia (Engelhardt: 87). Como veremos, la obra de Gracia propone la existencia de una jerarquía o diferenciación entre los principios, y proporciona un método para deliberar acerca del conflicto entre valores o principios en cada caso particular.

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Hasta hace bien poco, la práctica médica ha sido regida por los principios de beneficencia y no maleficencia. Pero ahora la aplicación de nuevas tecnologías ha provocado serias dudas sobre lo que resulta beneficioso para el paciente y lo que no. El control clínico del proceso de morir y las posibilidades ofrecidas por la tecnología para dilatar este proceso han creado nuevos dilemas, así como una nueva relación médico-paciente más basada en el respeto a la autonomía. Un ejemplo típico de esos nuevos problemas sería el de las personas desconocidas en estado vegetativo o terminal, es decir, personas incapaces de tomar decisiones por ellas mismas y cuyos deseos acerca del final de la vida ignoramos. En semejante escenario, ¿cómo respetar la autonomía? En bioética se suele acudir entonces al llamado criterio del mejor o mayor interés [best interests principie], que se aplica en la toma de algunas decisiones de representación cuando para decidir en nombre de alguien así se atiende, entre otras consideraciones, a lo que la mayoría de las personas razonables querrían en circunstancias semejantes. Qué sea lo mejor para un paciente, su mayor interés, no es algo claro o exento de discusión, pero se entiende por lo general que incluiría, al menos, minimizar el dolor y la invalidez y maximizar la consciencia (Kuhse y Singer [eds. ]: 454; véase también Simón y Barrio, 2006, para una útil panorámica de los criterios de decisión con pacientes incapaces). Aunque la solidaridad formaría parte de los deberes privados de beneficencia (Camps: 110), también hay quien piensa que los cuatro principios son demasiado individualistas, hasta el punto de proponer la adición de un quinto principio de «respeto a la comunidad». Esto puede tener su interés en el caso de las investigaciones que tienen como objeto a poblaciones en países subdesarrollados, pero el nuevo principio podría oponerse en exceso al de respeto a la autonomía, que es algo así como la nave capitana de la bioética (Moreno, 2005a: 238). Además, buena parte de las demandas comunitarias en lo referente a la salud pública y el bien común ya están recogidas por los cuatro principios, en particular en los de justicia y no maleficencia. No obstante, Jonathan Moreno (2005a: 240) ha recordado la importancia de los argumentos que apelan a la solidaridad y al bien común, ya que la persona autónoma no es una isla, alguien que sólo conoce lo que acontece en su interior y que se atiene a sus decisiones al margen del raun-

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do exterior; la persona autónoma vive en una comunidad, en permanente encuentro con otras personas en búsqueda de ciertos bienes. De ahí que la ética asistencial no se limite a las relaciones entre individuos. La ética de las organizaciones se ha convertido así en el «segundo estadio de desarrollo de la bioética» (Simón, 2002) porque busca superar el marco casuístico de la bioética clínica, que se centra en el paciente considerado de manera individual, y avanzar hacia una reflexión más consciente de la manera en que la estructura y el funcionamiento de las organizaciones sanitarias condiciona los conflictos éticos y hace surgir otros nuevos. Podemos distinguir, entonces, tres ámbitos o niveles en la relación asistencial: macro, meso y micro. La macroética es el nivel del sistema sanitario y de las políticas legislativas y ejecutivas destinadas a promover la salud en toda la sociedad, a escala nacional o incluso internacional. Para hacerse efectivas han de tener en cuenta aspectos de justicia en relación con la promulgación de leyes, el ámbito y acceso de la provisión de servicios, la dotación de personal y su financiación. Estas herramientas permiten trabajar en el nivel mesoético: el de las organizaciones, centros e instituciones implicadas en la gestión de la salud, tanto pública como privada. Estas comunidades desarrollan reglamentos, procedimientos de investigación y de uso, publicaciones, formación, sistemas de evaluación y control, protocolos, guías clínicas, etc. Y por último, volvemos al círculo menor, el de la microética, el nivel de los individuos, en el que se da la relación asistencial concreta entre la profesional, la paciente y el círculo social más inmediato. Los tres niveles están ínter relacionados, de manera que las decisiones en cada uno serán tanto mejores cuanto más coherentemente funcionen los otros dos (Marijuán: 13; Gracia, 2002: 37).

RECAPITULACIÓN

Brevemente, en este capítulo hemos descrito los principios de la bioética en un doble sentido: como los orígenes de esta disciplina y como su contenido doctrinal básico. En ética asistencial, ese núcleo estándar se concreta en los cuatro principios de no hacer daño al paciente (no maleficencia), tratarle con equidad (justicia), respetar sus decisiones informadas (autonomía) y

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promover su bienestar (beneficencia). Este núcleo debe interpretarse de una manera no atomista ni excesivamente principialista, teniendo en cuenta que los individuos —legos o no— forman parte de familias, organizaciones y sociedades, y que los principios son sólo el punto de partida para la deliberación moral.

2 Legos en el cine

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spaña ha cambiado mucho en esas tres últimas décadas de historia de la bioética, posiblemente a mayor velocidad que otros países, y estos cambios han afectado también a su paisaje sociosanitario, que está pasando, a ritmo más lento, del viejo modelo paternalista a otro basado en la autonomía del paciente. Los cambios se han reflejado en la visión de la medicina que ofrece la industria cinematográfica, con películas que, al imaginar ese nuevo escenario, plantean cuestiones difíciles sobre el final de la vida sin las presiones propias de un caso real. El inicio de esta tendencia podría encontrarse en Volver a empezar, de José Luis Garci, primer Óscar del cine español en 1982, pero se ha acentuado en los últimos años. El 30 de mayo de 2005, los críticos Richard Schickel y Richard Corliss eligieron las nueve mejores películas en la historia de la revista Time, una por cada década. Su elección para la primera del siglo XXI fue una película «made in Spain»: Hable con ella, una perturbadora historia sobre pacientes y sus cuidadores por cuyo guión Pedro Almodóvar obtuvo un Óscar en 2002. En 2005, la gran ganadora de la ceremonia en Hollywood fue Million Dollar Baby, pero la española Mar adentro ganó el Óscar a la mejor película extranjera; las dos son de interés para la bioética, especialmente en lo refe-

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rente al debate sobre la eutanasia. Dirigida por Alejandro Amenábar, que también participa en el guión y la música, Mar adentro está basada en un caso real que provocó muchas discusiones en la España de los noventa: el de Ramón Sampedro, tetrapléjico durante más de 25 años, a quien los tribunales negaron en varias ocasiones su solicitud de legalizar el suicidio asistido, y que murió el 12 de enero de 1998 tras sorber con una pajita una solución de cianuro. En 2003, los críticos de Vancouver concedieron el premio a la mejor película canadiense a Las invasiones bárbaras, otra elaboración del tema de la eutanasia que obtendría al año siguiente el Óscar a la mejor película extranjera, y Sarah Polley ganó el de mejor actriz por su participación en Mi vida sin mí, con guión de Isabel Coixet, donde interpreta a una joven madre cuya modesta existencia cambia radicalmente cuando su médico le dice que le quedan sólo dos meses de vida. Figura 1. Relación de las películas estudiadas con los principales agentes, principios y ámbitos de la ética asistencial

Hable con ella, Mar adentro y Mi vida sin mí tienen mucho en común. Las tres exploran de manera sutil temas como la dependencia, la discapa-

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cidad y la vulnerabilidad. Las tres construyen emotivas situaciones de «final de la vida» en un contexto postmoderno de medicina tecnologizada y complejidad moral. Las tres son obras de arte originales, dirigidas por cineastas creativos que consiguen ir más allá del folletín hospitalario y de la típica película de enfermos. Aún más importante, estas tres películas están firmemente asentadas en la relación asistencial entre profesionales y pacientes, y suscitan preguntas acerca de cuestiones tan centrales para la bioética como las relacionadas con la veracidad, la privacidad, la confidencialidad y la fidelidad (Beauchamp y Childress: 283-319). El principal conflicto en Hable con ella tiene que ver con la responsabilidad del profesional sanitario, mientras que Mi vida sin mí explora la cuestión de la veracidad desde la perspectiva de la paciente, y Mar adentro tiene más que ver con las opciones públicas y privadas de sus amigos, familia y la sociedad en su conjunto. Así, cada una de las películas está centrada en uno de los vértices de la relación asistencial —el profesional, el paciente y «los otros»—, tal como se muestra en el anterior diagrama (Figura 1).

LOS CUATRO PRINCIPIOS EN ESPAÑA

Aquí podemos retomar como referencia la obra de Gracia, miembro de la Real Academia Nacional de Medicina, y que ha sido descrito en la prensa {El País, 29 de enero de 2006) y en la contraportada de sus libros como «el máximo representante de la bioética española» (2004a). De acuerdo con él, la vieja relación asistencial paternalista está siendo desafiada por una nueva, basada en las conflictivas demandas de la autonomía del paciente y la beneficencia profesional, y complicada además por el principio de justicia, ya que «en la relación médico-paciente no hay sólo dos partes» (1999: 25). De hecho, el propio Gracia (1989: 203) utiliza este modelo de los tres vértices, que remite a la obra del filósofo de la medicina Dietrich von Engelhardt. Como hemos dicho, en 1979 la primera edición de The Principies of Biomedical Ethics (Beauchamp y Childress, 2001) presentó en la recientemente configurada disciplina de la bioética los cuatro principios de respeto por la autonomía, no maleficencia, beneficencia y justicia. Estos principios inmediatamente se volvieron muy populares, hasta el punto de ser llamados

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«el mantra de Georgetown», en referencia a su universidad de origen. Hoy el libro ha conocido seis ediciones y sigue siendo un clásico, uno de los más importantes manuales en su campo. Diez años después de que Beauchamp y Childress publicasen su manual, Gracia hizo lo propio con sus Fundamentos de bioética (1989), el libro que implantó "el enfoque de los cuatro principios en la bioética española. Gracia leyó The Principies of Biomedical Ethics a la luz de Aristóteles, Immanuel Kant y Xavier Zubiri, pero asumiendo que, por sí solas, esas teorías éticas son demasiado abstractas para abordar los problemas éticos de la medicina y las demás ciencias de la vida. Para establecer el deber actual de un agente a la vista de obligaciones en conflicto, hace falta un proceso de deliberación moral. De manera similar al «equilibrio reflexivo» de Rawls, Gracia propone la deliberación moral como un método mediante el cual examinamos nuestros juicios ponderados o intuiciones morales y los contrastamos con los principios de la bioética, y con sus resultados o consecuencias previsibles. Por supuesto, Beauchamp y Childress saben que en las diferentes culturas y épocas hay muchas personas que no aceptan ese método, pero creen también que siempre hay gente que se toma en serio la conducta moral y que acepta las normas de esa «moralidad común» que para ellos funda la universalidad de la bioética (4-5); Gracia, que en la entrevista de El País se describió a sí mismo como un «optimista prudente», estaría posiblemente de acuerdo. La doctrina inicialmente propuesta por Gracia, que ha sido muy influyente en la mayoría de las instituciones de salud pública de España y Latinoamérica (Guerra, 2005; Pessini et al. [eds. ], 2007), incluye un principio que exige respetar la autonomía del paciente al revelar información y promocionar la libre toma de decisiones, junto a un principio de no maleficencia, que defiende la obligación de no infligirle daños. Además, el principio de beneficencia exige que los profesionales adopten medidas activas para ayudar al paciente, equilibrando los posibles beneficios de una actuación y sus posibles costos o daños. En cuanto al principio de justicia, exige equidad en el acceso a la investigación y los tratamientos médicos, y en general en la distribución de recursos de los servicios sanitarios. Determinar en qué se materializan esas exigencias de la justicia es objeto de considerable debate, pero al menos está claro que España ha evolucionado hacia un Estado

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social de Derecho en el que la población considera el acceso universal a un «mínimo decente» de atención sanitaria como uno de sus logros más preciados. En este sentido, la justicia se considera como un principio complejo pero de gran importancia, y que tal vez no reciba toda la atención que merece, como ha puesto de relieve María José Guerra (2006). Beauchamp y Childress presentaron inicialmente sus principios como algo que nos obliga a primera vista {prima facie) sin prioridad o jerarquía entre ellos, pero Gracia los separó en dos niveles: primero, la moralidad pública y jerárquicamente superior de la justicia y la no maleficencia; segundo, la moralidad privada de la autonomía y la beneficencia. Estos dos últimos principios poseen una prioridad genética porque la autonomía está en el origen de la vida moral (Gracia, 1995: 197-198), pero justicia y no maleficencia gozan de una prioridad jerárquica. Aunque no haya ningún principio absoluto, prima facie en caso de conflicto entre un principio del nivel privado con otro del nivel público, la doctrina bioética más extendida en los últimos años en España ha tendido a otorgar prioridad a este segundo principio (véase el capítulo 7 para seguir la evolución de este planteamiento de Gracia).

TRES CASOS

Ramón, un gallego de unos 50 años, tetrapléjico desde los 25. Ann, una canadiense de 23, madre de dos hijas, con cáncer de ovarios avanzado. Lydia, una andaluza de treinta y pocos, en estado vegetativo persistente a causa de un accidente laboral. ¿Qué tienen en común estas tres personas? ¿Una muerte próxima? Ramón no necesariamente. ¿Un montón de problemas? Lydia ni siquiera es consciente de tenerlos. ¿Dificultades para llevar una vida normal? Como dice Ann, «nadie es normal». Como mínimo, los tres tienen dos cosas en común. Primero, son el centro de una complicada red de cuidados: su estado de invalidez o enfermedad les coloca en una posición de extrema dependencia o vulnerabilidad, y forman parte de relaciones asistenciales como «pacientes» o «usuarios» de organizaciones sociosanitarias. (Podemos matizar que el término «pacientes» tiene una connotación de sufrimiento, espera o pasividad, por lo que

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algunos autores prefieren hablar de «usuarios» para fomentar una visión más positiva de la relación asistencial. Aunque es cierto que la mayoría de las personas buscan asistencia precisamente porque sufren alguna dolencia, también lo es que hay relaciones asistenciales, como las que se dan en una residencia, que no suponen necesariamente un problema de salud en una de sus partes. Por ello mantendremos aquí los dos términos, diciendo por ejemplo que un médico tiene pacientes, pero que un sistema de salud tiene usuarios. ) Lo segundo que tienen en común estos tres legos es ser protagonistas de tres películas españolas del siglo XXI: Ramón en Mar adentro, Lydia en Hable con ella y Ann en Mi vida sin mí. Ramón, parapléjico a causa de un accidente, lucha para que las autoridades le permitan ser auxiliado en su petición de suicidio; aunque las instancias públicas le niegan su deseo, sus amigos le ayudan a preparar su último viaje. Aunque Benigno se esfuerza en enseñarle a cuidarla, Marco no consigue que su amante, Lydia, se recupere del coma; Benigno consigue despertar del suyo a Alicia, pero al precio de transgredir las normas más básicas del buen cuidador. Ann no ha tenido mucho tiempo para plantearse su vida cuando recibe la noticia de que le quedan muy pocas semanas para morir; para no hacer sufrir a su familia y poder llevar a cabo algunos planes, decide ocultarles el diagnóstico. Las tres películas albergan modelos o tipos de conducta que pueden ilustrar algunos conflictos o problemas latentes en la relación asistencial. En Mi vida sin mí el modelo de relación asistencial dominante sería un modelo «autonomista», dominado por el usuario, en el que tienen primacía los deseos del paciente. La relación entre la paciente y el personal sanitario es unidireccional, lo que dificulta el establecimiento de vínculos personales; toda la responsabilidad recae en Ann. Por el contrario, la relación de Marco y Benigno con sus pacientes obedece a un modelo «paternalista», en el que domina el profesional y se atienden las necesidades de la paciente, pero sin respetar su autonomía. De nuevo, estamos ante una relación monológica, sólo que esta vez el diálogo —a pesar de las buenas intenciones de Benigno— es del profesional consigo mismo. Por último, en Mar adentro asistimos a una relación asistencial dominada por la sociedad, en particular por sus sistemas jurídico y religioso, que ejercen una suerte de paternalismo público o «legalista». Es un modelo en el que los problemas tratan

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de ser resueltos por la vía judicial, pero sin éxito. Al no recibir la ayuda que solicita de la esfera pública, Ramón Sampedro ha de recurrir a la ayuda privada de organizaciones y grupos afines.

Paternalismos de cine mudo La anterior película de Almodóvar, Todo sobre mi madre, terminaba con un telón que se abría para revelar un oscuro escenario. Hable con ella comienza con el mismo telón que se abre, pero ahora vemos dos hombres que contemplan la danza de tres personas: dos mujeres sufrientes y sonámbulas, y un hombre que intenta por todos los medios impedir que tropiecen con las sillas que llenan la escena. Esos dos espectadores son, al mismo tiempo, narradores. De acuerdo con Alasdair Maclntyre, los seres humanos somos «animales que cuentan historias» (1981: 216), que necesitan la narrativa para dar sentido a sus vidas. Este argumento ha sido aplicado a la bioética por autores que piensan que los principios de la ética biomédica han de ser completados con cierta sensibilidad hacia esa estructura narrativa de la acción humana. Por ejemplo, se ha sostenido que los elementos narrativos son ubicuos en todas las formas de razonamiento moral y que nuestra respuesta a las historias constituye el substrato del cual se alimentan las teorías y principios éticos (Nelson [ed. ]: 6 ss. ). Los procesos de enfermar, estar enfermo, mejorar o empeorar, y soportar o no la enfermedad, pueden todos concebirse como narraciones vividas dentro de la historia general de nuestras vidas (Greenhalgh y Hurwitz, 1999). Como explica José Lázaro (2003: 120), la medicina narrativa «no niega los logros científicos de la medicina basada en pruebas, ni aspira a sustituirla, sino que más bien está señalando sus insuficiencias e intentando aportar recursos complementarios». No obstante, el cine como recurso narrativo ha recibido relativamente poca atención por parte de la bioética y sólo recientemente el tema ha comenzado a ser discutido en el ámbito español (Marzabal, 2004; Muñoz y Gracia, 2006; Casado yAstudülo[eds. ], 2006). Volviendo a nuestra primera película, uno de los espectadores de la danza es Benigno, un enfermero que dedica sus días y noches a cuidar pa-

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cientemente a Alicia, que está en coma. Benigno enseña al otro espectador, Marco, a cuidar de su compañera, Lydia, que también esta inconsciente. En las películas de Almodóvar ningún nombre es neutral; Benigno se nos presenta, en efecto, como un hombre suave y benigno, un «extraño animal de peluche lleno de confianza» en palabras de un crítico (New York Times, 12 de octubre de 2002); la lega Alicia parece profundamente dormida, como una nueva «bella durmiente del bosque» o «Alicia en el País de las Maravillas». Finalmente, Benigno consigue que Alicia despierte, pero al hacerlo transgrede las normas más fundamentales de su profesión. Mientras tanto, Marco aprende a decir adiós a Lydia y también a Benigno y, para el final de la película, ya es capaz de cuidarse a sí mismo y también a otra persona (Alicia, naturalmente). ¿Qué clase o modelo de interacción entre pacientes y profesionales sanitarios podemos encontrar aquí? A causa de que Alicia y Lydia permanecen durante buena parte de la película en estado vegetativo persistente, la relación asistencial que en ella se nos muestra es paternalista: es el profesional quien asume la toma de decisiones, por el bien del paciente, pero sin contar con él. Se atiende a las necesidades asistenciales, pero desde el punto de vista del «experto», y la comunicación es unidireccional, convirtiéndose en una suerte de monólogo que trae consigo peligros de abuso de confianza y abandono del paciente. Por otra parte, proporcionar cuidados personales y atención individualizada es siempre una actividad difícil y absorbente. Esta posibilidad de ser absorbido o incluso «quemado» por el cuidado ajeno está muy bien ilustrada en Hable con ella, cuyos protagonistas no son en realidad las dos mujeres enfermas, sino sus cuidadores: dos hombres que, según reza el guión, son «incapaces de hacer daño», pero que viven básicamente aislados, con problemas de comunicación: hablan demasiado, o demasiado poco, o a la persona equivocada. Cuando Marco confiesa a Benigno que no puede cuidar de Lydia, le responde: «Hable con ella. Cuénteselo». «¡Ya me gustaría! —responde Marco—, pero ella no puede oírme... » «¿Cómo está tan seguro de que no nos oyen... ?», replica Benigno. «Acariciarlas de pronto, recordar que existen, que están vivas y que nos importan. Ésa es la única terapia. » Pero, inicialmente, Marco carece de esa habilidad para entrar en una conversación auténtica, de expresarse a uno mismo y escuchar a otros con empatia.

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Benigno sí sabe cómo «hablar con ella», pero al final fracasa por no saber hacerlo de manera profesional. La película es notablemente ambigua en su juicio sobre Benigno (por un lado, nos muestra su amor por Alicia; por el otro, no niega que éste se aprovecha de su estado para poseerla), pero resulta irónico que tras la violación y fecundación de Alicia por Benigno, sea ella la que despierte y se recupere: en cierto modo, la película sugiere que la mejor terapia consiste en convertirse en objeto del amor de un cuidador obsesivo, un perturbador tema que también aparece en otras películas de Almodóvar, como ¡Átame! (1990). Pero sin duda Benigno está confundiendo el cuidado profesional y beneficente con el absorbente amor romántico. Significativamente, es incapaz de separar su trabajo de su vida privada: Benigno se hizo enfermero en casa, «por correspondencia», cuando tuvo que cuidar a su abandonada madre durante 15 años y se diría que, tras la muerte de ésta, su único refugio ante la soledad fue su profesión de enfermero. La consecuencia es que ha tenido contacto con muy poca gente («He abrazado a muy pocas personas en mi vida», le confiesa a Marco). La película sugiere que sólo se puede cuidar bien a quien bien se quiere, pero esa «personalización» de la relación entre paciente y profesional alberga evidentes riesgos. Hable con ella pone de manifiesto la extrema vulnerabilidad del paciente en manos del cuidador, pero también la vulnerabilidad del cuidador a resultas de esa responsabilidad, e ilustra la centralidad de la autonomía del paciente para la bioética contemporánea, mostrando que la beneficencia sin respeto por la autonomía se convierte en un inaceptable paternalismo (aunque haya formas aceptables de paternalismo en el tratamiento de un paciente en coma). Toda la película tiene que ver con el arte de cuidar y de hablar con respeto. En buena parte, tiene lugar en una confortable institución sanitaria: una clínica privada que, de acuerdo con el guión, parece más un hotel que otra cosa. Pero incluso en las mejores circunstancias hay problemas éticos, que inevitablemente emergen en las relaciones y conversaciones que se dan en las organizaciones sanitarias. Podríamos decir que la conversación, el arte de hablar, es parte esencial de la buena práctica profesional, en especial en lo que afecta a deliberación entre profesionales. Primero, porque para que el paciente pueda recibir un buen tratamiento es necesario que intercambien información los diferentes

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profesionales que le cuidan. Segundo, porque la comunicación entre los profesionales puede tener un efecto terapéutico en sí misma, ya que el tratamiento puede ser difícil emocionalmente; una de las mejores maneras de superar esas dificultades es el compartir la propia experiencia mediante una conversación. Esto requiere una habilidad que ha sido llamada «capacidad dialógica» (Árnason, 2000) y cierta dosis de buena voluntad. Sin ella, lo que tenemos es una parodia de comunicación, como la representada por la periodista que entrevista a Lydia («una arpía reaccionaria y carroñera, insistente y dura de pelar» según el guión), que habla con ella pero sólo quiere explotarla: «hablar es bueno, mujer. Hablar de los problemas es el primer paso para superarlos, porque... ». Hablar es bueno, pero también hay charlas de las que más vale huir, como la charla indiscreta de las enfermeras «entre café, té, galletas y humo de cigarrillos», en la que discuten la anatomía de Marco y la orientación sexual de Benigno, hasta que Rosa, la compañera de éste, exclama con enfado: «¡Cómo sois! Os dejo para que podáis seguir despellejándole a gusto».

Autonomía cinematográficamente pura Ann no ha tenido mucho tiempo para pensar en su vida y ahora le dicen que morirá en pocas semanas. Para evitar sufrimientos a su familia y poder llevar a cabo algunos planes, decide no contarles la verdad de su situación. En esta película, la relación entre profesional y paciente podría encuadrarse en lo que se ha llamado el «modelo de la autonomía del paciente» (Árnason, 2004), en el que nos encontramos con una primacía de sus deseos y al mismo tiempo con un riesgo de que el profesional eluda su responsabilidad ante él. Ann tiene que tomar todas las decisiones. La situación es la inversa de Hable con ella, con una similitud: de nuevo, el peso de la conversación recae en sólo un agente de nuestro triángulo. Esta película está completamente imbuida de la perspectiva de Ann: ella aparece en todas las escenas, a menudo bajo la forma de un monólogo. En la secuencia inicial, la voz de Ann se dirige en off a sí misma, y de paso a la audiencia, y dice con una voz dulce pero al mismo tiempo dominante: «Esta eres tú». Pero esta segunda persona a la que se invoca, ese «tú» desde donde

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la narradora ejerce su autonomía, está dividida por algo nuevo que ha ocurrido. Su yo se ha convertido en alguien distinto; antes no era de «esas personas que disfrutan mirando la luna, que se pasan horas mirando las olas o los atardeceres, o el viento en los sauces»; pero, «quien iba a pensarlo», algo ha cambiado y ese yo se convierte en un tú al que hay que dirigir y dirigirse. Ann se da normas a sí misma, se autonomiza. Pero esa actividad no es fácil: ejercer la autonomía requiere deliberación, ponderar diferentes alternativas, y ella no está acostumbrada a pensar, porque nunca ha tenido mucho tiempo libre para eso. Su vida ha estado siempre dirigida por otros. Mi vida sin mí defiende la prioridad de la autonomía del paciente, oponiéndose en cierta manera a una de las características de la teoría de Gracia, que otorga menos fuerza normativa a los principios de autonomía y beneficencia que a los de no maleficencia y justicia. Como hemos visto, los segundos pertenecen a la ética mínima y públicamente exigible («lo justo», en la terminología de Rawls), mientras que cumplir con los primeros es un asunto de excelencia privada («lo bueno»). Pero mantener esta posición es algo cada vez más difícil si entendemos la autonomía como el rasgo más importante de la moralidad moderna, al menos desde que la filosofía moral se dedicó sustancialmente a crear y defender la concepción de la autonomía individual, haciendo frente a nuevas objeciones e ideando alternativas. [... ] Desde entonces, los filósofos morales han desplazado la atención del problema del individuo autónomo hacia nuevas cuestiones relacionadas con la moralidad pública (Schneewind: 218).

Pablo Simón (1999) ha argumentado que el respeto por la autonomía no es un principio como los demás, sino más bien una nueva perspectiva sobre ellos que genera deberes de no maleficencia, justicia y beneficencia. La película sugiere algo similar: en la nueva lista de prioridades bioéticas, el respeto por la autonomía es fundamental. Esto es especialmente cierto en cuidados paliativos, esos programas de tratamiento activo destinados a mantener o mejorar las condiciones de vida de pacientes como Ann, cuyas enfermedades ya no responden al tratamiento curativo. La medicina paliativa intenta controlar no sólo el dolor y otros síntomas molestos, sino también el sufrimiento entendido de una manera más holis-

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ta, para conseguir que los pacientes vivan con plenitud sus últimos meses o días y tengan una buena muerte o al menos una muerte digna (más sobre eso en el capítulo 9). Cuando el fin terapéutico da paso al fin paliativo de proporcionar una buena muerte, algunos principios tradicionales pierden fuerza normativa en beneficio de la autonomía (y en otras situaciones la autonomía pierde ese privilegio, como por ejemplo en la medicina de emergencia), pues es en esos difíciles momentos cuando el paciente más necesita mantener cierta sensación de su propia valía como ser humano y cierta sensación de control sobre el proceso de morir. Aunque la bondad de su decisión sea discutible, Ann elige mentir a su familia porque para ella ésa es la única manera de satisfacer esas dos necesidades. Con todo, este ejercicio de autonomía no está reñido con la beneficencia para con otros (en el mensaje final que deja a sus hijas intenta transmitirles confianza en sí mismas como seres autónomos: «tienes que confiar en ti, confiar en tu capacidad para hacer cosas, para salir adelante... »), pero no sin dejar serias dudas en el espectador, que bien podría preguntarse si las niñas no tienen al menos el derecho moral a despedirse de su madre. La obsesión por la autonomía puede llegar a ser irresponsable, al igual que la pretensión de controlar todos los aspectos de la propia vida, al menos cuando al hacerlo se acaba por excluir o ignorar los deseos ajenos. No obstante, también es cierto que cierta dosis de autocontrol es parte integrante de la cultura occidental, y que las autoridades sanitarias europeas y americanas buscan fomentar la toma responsable de decisiones sobre el final de la vida (Quill y Battin [eds. ]: 44-45), por ejemplo mediante los documentos de voluntades anticipadas (más sobre eso en el capítulo 8). Ann quiere ser recordada y controlar esos recuerdos mediante las «voluntades anticipadas» que, grabadas en cinta, deja al cuidado del doctor Thompson. En una escena que no llegó a ser incluida en el montaje final, Ann se acuesta con un desconocido que acaba de encontrarse en un bar; cuando él le pregunta su nombre, ella responde: «No voy a decírtelo. No quiero que lo olvides». (En otra escena desechada, escribe una lista con la ropa que quiere llevar a su funeral. ) Esta determinación por controlar su legado le conduce a solicitar al doctor Thompson que renuncie a los fines terapéuticos de la medicina, manteniendo los paliativos. «No quiero más pruebas si no van a salvarme», le dice Ann. «No quiero estar en este sitio,

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no quiero morir en este sitio, no quiero que todo lo que recuerden mis hijas de mí sea una habitación de hospital. Prefiero, prefiero por una vez, por una sola vez, hacerlo a mi manera... » El médico acepta el trato como parte «de su terapia» (de Ann pero también de la suya como médico con problemas de relación con sus pacientes), siempre que ella acepte «algo para mitigar el dolor». «Nadie —salvo Ann— piensa en la muerte en un supermercado. » La muerte es hoy un fenómeno cada vez más invisible públicamente (incluso cuando irrumpe de manera obscena o trivial en la vida pública, tal vez a consecuencia de ese mismo proceso de marginación). Aun así, persisten diferencias culturales respecto del final de la vida y de la comunicación en esta etapa. Un estudio etnográfico ha mostrado que, entre los ciudadanos estadounidenses, los de origen europeo y africano suelen ver la revelación del diagnóstico como algo que les da poder y les permite tomar decisiones, mientras que los de origen mexicano y coreano tienden a verlo como algo cruel o incluso dañino para los pacientes (Blackhall et al, 2001). Sin duda, Ann pertenece al primer grupo, pues para ella controlar la revelación del diagnóstico se convierte en un acto de poder; enfrentarse a la muerte en solitario, la única manera de asumirla: «No quiero que la gente empiece a tratarme como a una moribunda». Por eso no quiere llevar a su marido al hospital, y por eso rechaza una segunda opinión médica («Un médico que me diga lo mismo que usted pero mirándome a los ojos... »). A veces, la obsesión por los detalles médicos del caso oculta una fútil pretensión de eliminar o pasar por alto el inevitable desenlace. Por eso, más que buenos técnicos, los pacientes terminales suelen buscar cuidadores con los que puedan construir una «alianza terapéutica», personas que puedan hacer de «cajas de resonancia» de sus preocupaciones y les proporcionen una guía en el proceso de morir (Back, 2004). Al principio, el doctor Thompson no es muy bueno en esa tarea. Cuando Ann le cuenta que cumple 24 años en diciembre, añade que su signo del zodiaco es acuario; por supuesto que no lo es (acuario corresponde a enero y febrero), se lo dice por romper el hielo, porque el doctor Thompson no está siendo una buena caja de resonancia. Ann ya no puede aguantarse la pregunta: «Y usted, ¿qué signo tiene? ¿Qué cono me pasa?». Tras esa conversación, Ann rechaza participar en más pruebas («Están probando una máquina nueva,

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son como niños con juguetes») y decide librarse de la etiqueta de «terminal» para vivir autónomamente el final de su vida.

Polémica no-eutanasia

Nuestra tercera historia sigue el caso de Ramón Sampedro y su lucha por el «derecho a morir». Aunque las autoridades judiciales rechazan su petición, sus amigos le ayudarán a preparar ese último viaje, entre ellos Julia, que también está seriamente enferma y planea terminar con su vida del mismo modo que Ramón, pero que al final toma un camino diferente. Como veremos en el capítulo 5, una escena crucial en el desarrollo del personaje de Julia fue eliminada en el montaje final de la película. Esto oscurece notablemente sus razones para seguir viviendo y provoca un cierto desequilibrio en la película a favor del personaje y las razones de Ramón. En Mar adentro no aparece personal sanitario, y en ese sentido no muestra relaciones asistenciales, pero sí es una película sobre relaciones de cuidado y consejo, incluyendo cuestiones de ética profesional, pues tanto Julia como Gene son abogadas que ayudan a Ramón en su lucha (y su cuñada Manuela lo limpia, le cocina, le da de comer, le lima las uñas... ). El modelo de interacción dominante en la película está centrado en Ramón y su «colchón social», y uno de sus temas principales es el papel del Estado y el Derecho en la relación asistencial. Pues en ella no sólo hay conflictos entre la persona cuidada y la cuidadora; en esa relación siempre hay un tercero —la sociedad—, que a menudo se presenta a través de las leyes que rigen la distribución de recursos. Bioética y bioderecho son disciplinas complementarias (Seoane, 2006a), pero a veces se perciben como antagónicas; así, hay quienes advierten sobre cierto riesgo de judicialización, como James Drane, que declaró estar profundamente convencido de que el personal sanitario español necesita comenzar a elaborar una ética médica con la ayuda de moralistas como Diego Gracia, que conocen al mismo tiempo la tradición europea y americana. De no ser así, los casos difíciles invadirán los tribunales de justicia a la espera de soluciones y serán los juristas, no los profesionales médicos, quienes construyan una ética médica española (AA. W . : 75).

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Como resultado de esta interacción entre la persona cuidada, la cuidadora y los terceros, el triángulo asistencial es más problemático hoy que nunca, pues aunque la atención sanitaria nunca ha sido mejor ni más universal en España, las expectativas de la ciudadanía también han crecido notablemente (Gracia, 1999: 25). Beauchamp y Childress mantienen que los principios de justicia promueven preguntas acerca de lo que «los miembros de una nación pueden esperar de su sistema de salud y sobre cómo puede la nación satisfacer las necesidades de sus ciudadanos» (272). Pero, ¿puede una nación ayudar a alguien si lo que pide es morir? El de Ramón Sampedro es, sin duda, uno de esos casos difíciles a los que se refería Drane. Mar adentro ha sido la película más comentada en España (según datos del Ministerio de Cultura, fue la más vista en el período 2004-2007, con casi cuatro millones de espectadores sólo en cines), y la polémica sobre el caso de Sampedro ha suscitado numerosos trabajos (destaca entre ellos Guerra, 1999). Los periódicos han publicado un buen número de cartas y artículos de opinión, «a favor» y «en contra» de la eutanasia, ignorando que Ramón no era un enfermo terminal, y que por tanto su caso no era de eutanasia en el sentido habitual del término, sino de suicidio asistido. El Diario de Navarra (22 de septiembre de 2004) llegó a publicar un artículo que sugería que el debate sobre Ramón Sampedro era producto de una conspiración para permitir que los médicos matasen a sus pacientes y así ahorrarnos los crecientes costos sanitarios de una sociedad envejecida. La Iglesia Católica publicó folletos en contra de la película, y algunos especialistas en bioética se quejaron de que la película podría provocar malas consecuencias en la práctica médica (véase la pieza de Pablo Simón en El País, 12 de octubre de 2004). Otros críticos (como Juan Manuel de Prada en El Semanal, 31 de octubre de 2004) ridiculizaron el respeto a la autonomía como justificación moral para ayudar a alguien a morir, señalando que alguien que pide asistencia en el suicidio se propone terminar de manera irreversible con su propia autonomía. Pero no hay nada contradictorio en que podamos usar nuestra autonomía para limitar o eliminar futuras elecciones autónomas (Preston, Gundersson y Mayo, 2004); hacerlo podría ser lo más racional, como muestra el clásico ejemplo de Ulises ante las sirenas. Al concluir que es «el Derecho, y no la religión, quien impide legalizar la eutanasia», de Prada ig-

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ñora que la posibilidad de rechazar autónomamente un tratamiento, tal vez por razones religiosas, aunque con ello se cause la muerte propia, está recogida en la legislación española, en su Ley básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (Ley 41/2002, de 14 de noviembre). Algunos mencionaron el riesgo de «pendiente resbaladiza» en referencia a la muy discutida experiencia holandesa y muchos otros comentaron que, dado que la eutanasia y el suicido asistido no juegan papel alguno en la muerte del 90% de pacientes terminales, el objetivo debe ser mejorar la calidad de los cuidados en esta fase de la vida, y no la batalla por la legalización de la eutanasia, que es «una irrelevancia cargada emocionalmente» (Emanuel, 2001). No entraremos aquí en las diferentes clases de pendientes resbaladizas ni en las trampas que acechan en el uso de esta clase de argumentos (es muy recomendable el resumen de Méndez: 88 ss. ). Respecto a la segunda objeción, cabe decir que las películas están cargadas emocionalmente porque están hechas para eso, para apelar a los sentidos y las emociones mediante la imagen, el texto y el sonido; ésa es, al fin y al cabo, la finalidad del cine, y sería absurdo convertirlo en un argumento contra esta película o cualquier otra. Además, Mar adentro no constituye una apología de la emoción irracional. Al contrario: Ramón es presentado como una figura socrática, alguien que dice a su sobrino: «Mira, si quieres convencerme me lo tienes que justificar racionalmente. Y bien». Sabe que la muerte despierta poderosas emociones, pero quiere enfrentarse al tema y pensarlo por encima de ellas, sabedor que todo «esto, en el fondo, es una cuestión de miedo». Julia le pregunta: «¿Y qué es el futuro para ti?». «La muerte —responde Ramón—. Igual que para ti. ¿O tú no piensas en la muerte? ¡A ver si voy a ser el único!» Otros críticos condenaron la obsesión de Ramón con la muerte, como si su posición fuese que la vida de un tetrapléjico no merece ser vivida. Pero, como dice en la película: «¡¿Quién está hablando aquí de los tetrapléjicos?! Yo estoy hablando de mí. De Ramón Sampedro». De acuerdo con la posición existencialista que afirma que creamos nuestros valores mediante nuestras elecciones, a través de nuestros actos, al elegir la muerte Ramón valora de alguna manera la muerte. Pero no valora cualquier tipo de muerte, o la muerte en general; lo que valora es el resultado

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de sus circunstancias específicas, de su deliberación y su elección. Y acepta que otros puedan elegir algo diferente. Como dice su amiga Gene: «Lo que nosotros apoyamos es la libertad. La de los que quieren vivir, y la de los que prefieren... quedarse en el camino». No todos los que piden asistencia para el suicido están deprimidos o faltos de cariño. Del hecho de que una persona decida no continuar viviendo no podemos inferir un juicio negativo sobre aquellos que deciden otra cosa. Aunque al sentar un precedente Ramón está facilitando esa misma decisión a otros que estén en una situación similar (una posibilidad que su cuñada y principal cuidadora, Manuela, cita con aprobación en la película, y que anima a Ramón a acudir a los tribunales), las sociedades occidentales se caracterizan por el hecho del pluralismo razonable, es decir, por no estar dominadas por un único código moral, sino más bien por la coexistencia de varias concepciones de la vida buena, cada una con su concepción de la buena muerte. Lo que fue bueno o menos malo para Ramón Sampedro podría ser pésimo para otro tetrapléjico, y es razonable que sea así. Los seres humanos somos constitutivamente morales porque podemos elegir, incluso si elegimos morir. En este sentido, la discusión entre el padre Francisco («¡Una libertad que elimina la vida no es libertad!») y Ramón («¡Y una vida que elimina la libertad tampoco es vida!») es una falsa dicotomía. Quill y Battin (2004) han mostrado cómo el debate sobre estos temas suele apoyarse en planteamientos equívocos, como: «¿Qué preferiría usted, acceso a cuidados paliativos o acceso a una muerte médicamente asistida?». Si se nos plantea la cuestión en estos términos, la gran mayoría elegiríamos la primera opción. Pero ésta no es una elección genuina, pues las experiencias en Oregón y Holanda, con toda su complejidad y perfectibilidad, prueban que unos buenos cuidados paliativos no son incompatibles, en algunos casos extremos, con la muerte asistida médicamente. La «libertad sin vida» y la «vida sin libertad» no son ni deberían ser las únicas opciones. En otras películas sobre la eutanasia, como Las invasiones bárbaras, todos los personajes que asisten al suicidio del protagonista parecen estar de acuerdo en la bondad moral de ese acto, pero Mar adentro (y Million Dollar Baby) presenta una situación más compleja y ambigua, donde la familia y los amigos están profundamente divididos. No obstante, el mensaje final

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de estas tres películas es que la asistencia al suicidio, bajo determinadas circunstancias, no debería ser perseguida por la ley, mostrando la posibilidad de unir la ayuda para morir con la atención diligente. El suicidio asistido y los cuidados paliativos no son alternativas mutuamente excluyentes.

RECAPITULACIÓN

La ética asistencial es un intento de combinar la teoría moral con la práctica profesional sociosanitaria y el cine nos proporciona un excelente laboratorio para esta tarea. Las películas están habitadas por personajes, no por personas reales, y éstos a menudo son exageraciones o simplificaciones, tipos. Esto, que trae consigo el riesgo del estereotipo y lo tópico, tiene también sus ventajas, pues nos permite alejarnos de la complejidad de los casos reales para vislumbrar modelos que guíen la acción. En este capítulo hemos comenzado a explorar la contribución de tres películas españolas recientes al debate füosófico sobre algunas cuestiones relacionadas con la discapacidad, la interdependencia y el final de la vida. Estas películas han suscitado gran interés entre el público general, pero hasta ahora no se habían estudiado sistemáticamente desde la bioética. A esa tarea nos dedicaremos a partir de ahora. Subyace a las cuestiones morales que surgen de estas películas la creciente capacidad médica de mantener a la gente viva cada vez más tiempo, algo que apenas hubiera sido posible imaginar en la España del siglo XIX o a comienzos del XX. Estas películas nos proporcionan una visión completa y sutil de la relación asistencial desde cada uno de los vértices del triángulo. Hemos sugerido que el principal conflicto en Hable con ella tiene que ver con el principio de beneficencia, mientras que Mi vida sin mí representa la máxima expresión del principio de respeto de la autonomía, y Mar adentro tiene que ver con la justicia (la oficial y la poética) de un acto de suicidio asistido. (Cierto es que Ramón Sampedro defiende su dignidad basándose sobre todo en consideraciones que tienen que ver con la autonomía, o más bien su falta de ella, pero estas demandas se dirigen a «los otros», al Estado en última instancia, y se ven rechazadas en virtud del principio de no maleficencia y en el deber de no matar. )

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También hemos visto que la relación asistencial no es cosa de dos, sino triangular, y que este triángulo nos permite asociar algunos principios de la bioética a determinados vértices de la relación asistencial. La no maleficencia es un principio que, por así decirlo, «reside» en el personal sociosanitario, pues este principio les afecta especialmente a ellos, mientras que los problemas derivados del principio de justicia emergen desde instancias sociales como son el sistema jurídico, el político, el económico, o en las decisiones de los gestores del sistema sociosanitario; la autonomía pertenece al vértice ocupado por el usuario o paciente, mientras que la beneficencia oscila entre éste y el profesional. Además de los vértices de la relación asistencial (usuario, profesional y sociedad), hay otro elemento esencial que queda de relieve en Hable con ella, pero también en Mar adentro y de manera significativamente menos importante en Mi vida sin mí; la asimetría de la relación asistencial. La relación asistencial no es simétrica como otras relaciones, ya que aquí la usuaria y la profesional no tienen el mismo poder de negociación, ni comparten la misma situación. La paciente no es un usuario cualquiera, ya que la relación asistencial surge a partir de la vivencia de la enfermedad, de la vulnerabilidad de la persona enferma. (Lo anómalo de Mi vida sin mí es que en esta película la paciente se rebela apoderándose del conocimiento acerca de su dolencia íempowers herself] y coloca al médico en una posición si no inferior, al menos de igualdad, con lo que deja de ser una paciente lega para convertirse en una simple usuaria de recursos asistenciales; que esto sea una posibilidad realista para una enferma terminal de cáncer es cuestión que dejaremos para un capítulo posterior. )

3 Historias, conceptos y procedimientos

a pregunta ética es: ¿qué debo hacer? El filósofo Maclntyre sostiene que uno sólo puede responderla si puede hacerlo a una previa: ¿de qué historia o historias soy parte? (1981: 216). Esto lo saben bien los profesionales de la salud, que confeccionan y acuden constantemente a las historias clínicas y los expedientes sociales; cualquier centro asistencia! es un hervidero de historias, documentadas o no. La habilidad narrativa, la capacidad para contar y comprender historias, siempre ha jugado un papel en la práctica de la medicina y la enfermería, algo que ha sido ampliamente comentado en la bibliografía sobre bioética (un resumen en castellano se encuentra en Gracia 1991a: 50-56, y algo más extenso en Gracia 2004a: 197 ss.; Nelson [ed. ], 1997, es una buena recopilación en inglés sobre la materia). Cada enfermedad es una historia, pero no hay una sola manera de entender lo que supone «estar enfermo» en general. Lo que sí sabemos es que el modo como concibamos la salud y la enfermedad tiene consecuencias sobre la manera como entendemos la bioética (Khushf, 1997), y que la filosofía moral ha de tener en cuenta el papel de la enfermedad en la existencia humana, pues una consideración racional de la enfermedad estimula ciertas virtudes esenciales para la vida en sociedad (Maclntyre, 1999).

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Camus escribió que el que no tiene carácter necesita tener un método (citado por Camps, 222). Pero también necesita un método aquel que tenga muchos caracteres en conflicto, como una sociedad contemporánea en la que coexisten una multiplicidad de concepciones de la salud y la enfermedad, la virtud y el vicio. Buscando un método para esa «autorregulación colectiva» que es la bioética, tanto Diego Gracia como Victoria Camps favorecen una mentalidad deliberativa que huye de los dilemas y no espera una sola respuesta verdadera para cada problema. Aquí tomaremos uno de los métodos propuestos por Gracia para familiarizarnos con él y probar su validez aplicándolo a la discusión de los problemas éticos presentes en nuestras tres películas.

UN ENFOQUE NARRATIVO DE LA ÉTICA

Aunque hay mucho debate no sólo acerca del papel que juega la narrativa en la ética, sino también acerca de lo que podemos aprender en la literatura sobre la naturaleza de la moral en general, cualquiera que desee adoptar un enfoque narrativo para la ética debe responder al menos una pregunta: ¿para qué sirven las historias? Hay al menos tres respuestas posibles. La primera es que usamos la historia como vehículo para transmitir contenidos éticos. La narrativa se ve entonces como una forma de educación en la práctica moral, como una clasificación valorativa que nos enseña cómo cada cultura discrimina las acciones en buenas, malas o indiferentes. Lo que se aprende mediante esas historias no son simples hechos, sino también valores, proporcionando así una estructura que otorga significado moral a los detalles de una experiencia o situación dada. Aunque Harold Bloom (18-19) se resista a admitir virtud educativa alguna a la literatura, parece seguro que para bien o para mal también somos lo que leemos. Una segunda respuesta ve en la narrativa una buena metodología para la teoría moral. Lo que se afirma entonces no es tanto que aprendamos mediante historias, sino que utilizar relatos es un buen modo para comprender el mundo y a los otros en él, y así mejorar nuestra ética. Por supuesto, lo que aprendemos mediante las historias no puede reducirse a la moraleja

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de los cuentos. Aunque nuestra experiencia con los libros y las películas sea personal y hasta cierto punto intransferible, como expresiones y representaciones del mundo que son, esos relatos también pueden contribuir a que lo transitemos de otra manera, a que emprendamos caminos que, hasta entonces, nos habían pasado desapercibidos. En ningún caso se trata de extraer de ellos las normas del actuar moral, sino, a lo sumo, de hacernos más perceptivos a los otros y a sus razones. Porque, en última instancia, lo que pone en escena una narración son hombres y mujeres que, en cierto modo, se nos parecen (Marzabal: 18).

Quizá la filósofa que más haya difundido este punto de vista sea Martha Nussbaum, especialmente en su libro Love's knowledge, una obra en la que acerca el estudio de las novelas, en especial las de Henry James, a la filosofía moral. El interés de Nussbaum no está tanto en la ética como disciplina académica sino en la práctica moral, el substrato de donde han surgido todas las concepciones filosóficas de la ética. Por eso relaciona el valor de los textos literarios para la educación moral con ese «procedimiento aristotélico» que comienza con la pregunta ¿cómo debería vivir un ser humano? Esta pregunta inicia una investigación que es a la vez empírica y práctica: empírica porque se alimenta del mundo real, de la experiencia de la vida; práctica en el sentido de que su finalidad es encontrar una concepción que permita a los seres humanos vivir juntos. Nussbaum sostiene que en esa investigación ética la narrativa desempeña al menos tres funciones (1990: 24-25): 1. Las obras literarias intervienen para garantizar que tengamos una concepción lo suficientemente rica e inclusiva de la pregunta inicial y del procedimiento dialógico que busca la respuesta. 2. La concepción aristotélica que Nussbaum favorece requiere ciertas formas y estructuras que sólo se encuentran en ciertas novelas. La mera elección de escribir o leer una novela expresa ciertos compromisos evaluativos con respecto «a la relevancia ética de los eventos fuera de nuestro control, al valor epistemológico de las emociones, a la variedad e inconmensurabilidad de las cosas que importan» (1990: 26). Las novelas no son neutras, pues en su misma estructura se encuentra un núcleo ético, una concepción de las cosas importantes. Al

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imaginar los eventos del mundo de la novela tal y como los presenta el texto, los lectores rompen implícitamente con ciertas teorías que no tienen en cuenta ese núcleo (Nussbaum está pensando en la deontología kantiana y el consecuencialismo utilitarista, pero aquí no entraremos en detalles). 3. La imaginación literaria nos ayuda a aclarar filosóficamente el significado de nuestros valores y creencias, «proporcionando historias de gente que llevan a la realidad esas creencias, historias que nos mostrarían cómo podría ser el mundo de esas personas, con una concreción y un alcance que a menudo brillan por su ausencia en la reflexión filosófica abstracta sobre estos temas». Es decir, que cierta clase de imaginación literaria ha de jugar un papel primario en la evaluación de las distintas doctrinas éticas, de los distintos modos de vida que tenemos a nuestra disposición (Nussbaum, 1990: 124). En resumen, y de nuevo siguiendo a Marzabal (18-19), podemos completar así los dos sentidos primeros de la ética narrativa: 1. Como práctica, enfatiza el papel que las narraciones de ficción pueden jugar en la educación moral, pues los valores que rigen y guían nuestra vida se introducen, en buena parte, por vía narrativa. 2. Como teoría, procedimiento o razonamiento moral; ante algunas carencias percibidas en ciertos métodos de análisis de los problemas éticos, la ética narrativa ha acudido en su auxilio de dos maneras: a. Por la rehabilitación del concepto aristotélico de phronesis, de prudencia, de razón práctica que debiera mediar entre los principios universales, abstractos y objetivos, y una realidad particular, concreta y subjetivamente vivida. b. Por la introducción de aspectos biográficos (además de los biológicos) del paciente en la relación asistencial. Esto supone introducir en la toma de decisiones cuestiones que hasta ahora venían siendo relegadas, cuando no negadas: emociones, deseos, valores, ideales, los proyectos de vida del paciente... datos todos que, de nuevo, nos llegan por vía narrativa.

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£1 rescate de la pequeña historia La tercera respuesta a nuestra pregunta inicial sobre la ética narrativa tiene que ver con la justificación moral. En su versión menos polémica, afirma que toda ética de principios debe complementarse con cierta sensibilidad hacia la dimensión narrativa de la acción humana. Hay tres razones para esta afirmación: primero, porque elementos narrativos tales como los ejemplos o las parábolas aparecen en todas las formas del razonamiento moral; segundo, porque nuestra respuesta emocional a las historias es a menudo el substrato del cual surgen los principios y las teorías; y tercero, porque la narrativa es uno de los medios que empleamos para discutir inteligiblemente lo que es una persona virtuosa. No obstante, esta posición también se presenta en una versión más radical que considera a la narrativa no como un mero complemento o substrato para la ética, sino más bien como un sustituto de todo intento de justificación moral. Así, la ética postmoderna ha sido descrita como una ética de la voz: en contraste con las ramas oficiales de la ética moderna o ilustrada, que enfatizaban o bien el contenido (como el utilitarismo) o bien la forma (como la ética kantiana) del razonamiento moral, las éticas postmodernas parecen estar centradas en la cuestión de quién cuenta la historia. En concreto, su imperativo es que todo el mundo cuente su propia historia, su propia versión de los hechos, por pequeña o marginal que ésta sea (Nelson [ed. ]: 80). El sociólogo Arthur Frank adoptó esta posición en The Wounded Storyteller, un libro escrito a partir de su experiencia como enfermo de cáncer. Su objetivo era rescatar el relato en primera persona de estos enfermos y defenderlo ante lo que él llama el colonialismo científico de la medicina moderna sobre sus cuerpos. Esta preferencia postmoderna por la primera persona y su «pequeña historia» (petit récit) es ética y epistemológica a la vez. Primero, Frank nos dice que tenemos una razón moral para preferir la pequeña historia de cada paciente a la visión general unificada de la ciencia médica, porque «el enfermo postcolonial, que vive con su dolencia a largo plazo, desea que su sufrimiento se reconozca en su particularidad individual». El contar historias, afirma Frank (11, 20), «es algo que se hace tanto para uno mismo como para otro. En esa reciprocidad propia de

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la narrativa, el narrador se ofrece al otro como guía, mientras que el recibo de ese ofrecimiento no sólo reconoce al narrador, sino que lo valora». Pero, además, debemos preferir esas pequeñas historias porque no podemos hacer nada mejor, pues los postmodernos creen que es un error que podamos trascender lo particular y subjetivo para fundar nuestro conocimiento en alguna realidad universal y objetiva. Aunque no vamos a entrar en una discusión sobre la ética postmoderna, este enfoque narrativo resulta especialmente valioso a la hora de estudiar la muerte, un fenómeno que se resiste como ningún otro a ser subsumido en algún gran relato, en alguna realidad universal y objetiva. Que la muerte desafía las categorías de la ciencia moderna es algo que Tolstoi describe a la perfección en La muerte de Iván llich. Por poner sólo un ejemplo (más adelante habrá otros), el protagonista de este relato reconoce que el silogismo que había aprendido en el bachillerato «Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal», le había parecido legítimo únicamente con relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. «Que Cayo —un ser humano en abstracto— fuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás» (Tolstoi: 55-56). Hay para quien pensar la muerte equivale a «pensar lo impensable» (Jankélévitch: 108) y la paradoja no es reciente: ya dijo Epicuro que cuando nosotros somos, la muerte no es y, cuando ella es, entonces ya no somos nosotros. Se diría que la muerte no se puede decir ni apenas mirar de cerca; quizá por eso necesitamos la narrativa para comprenderla.

TRES VISIONES DE LA ENFERMEDAD

Aceptemos, pues, que la filosofía necesita del auxilio de las artes «para mostrar aquello que no se puede decir ni mirar de cerca» (López de la Vieja: 270). Pero, ¿qué arte? En su ensayo The Morality of the Profession of Letters, Robert Louis Stevenson dejó dicho que la literatura, incluso la más humilde, tiene un gran peso en la generación de bienes y males, porque su materia prima es ese «dialecto de la vida» que, a diferencia de otras artes,

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está al alcance de cualquier persona y que, palabra a palabra, acaba por crear una opinión pública. No obstante, hay quien sostiene que el cine ha sustituido a la novela como la forma estética que nos ofrece el mejor reflejo de nosotros mismos (Casado y Astudillo [eds. ]: 36). En un mundo dominado por la imagen, el cine nos proporciona una visión del ser humano que, hoy por hoy, se acepta con mayor naturalidad que la ofrecida por la literatura. Puede que nuestra identidad haya sido conformada por un fondo común de historias —en nuestro entorno, fundamentalmente por las que componen la Biblia—, pero hoy ese fondo está más en las películas que en los libros. Si, para descalificar al cine, alguien aduce su inequívoco y estrecho vínculo con la industria del entretenimiento, parecería lo mismo que despreciar siglos de arte por su supeditación al poder religioso. Y si nos preguntamos qué tipo de narraciones amueblan el imaginario de nuestros jóvenes, la respuesta es inequívoca: narraciones audiovisuales (Marzabal: 24). Tal vez los legos no leamos mucho o los mismos libros, pero sí solemos coincidir en la cola del cine o del videoclub. Por estas razones, para poner a prueba algunas hipótesis sobre la ética asistencial hemos elegido tres películas comerciales, conocidas por el público general, que utilizaremos como casos o materia prima para la deliberación. Esta estrategia tiene la ventaja de proporcionar un material rico, plurívoco e hiperbólico. Las historias que cuentan estas películas son de dominio público; no pueden ser, pues, «cocinadas» o manipuladas por quien presenta el caso; esta ausencia de control sobre la historia por parte del encargado de deliberar sobre ella es algo que ocurre también en la práctica asistencial, donde las historias acechan al profesional en cada esquina. Por otra parte, las hipérboles o exageraciones de estas películas contribuyen a enfatizar y dramatizar lo que está en juego, haciéndonos más fácil extraer de ellas alguna enseñanza. Lo que perdemos en realismo lo ganamos en capacidad didáctica. El punto de partida de nuestras tres películas es la enfermedad y la incapacidad, y la vulnerabilidad que traen consigo, y lo mismo puede decirse de la relación asistencial, que comienza con el simple hecho de que una persona se encuentra mal y acude en busca de ayuda a alguien capacitado para brindársela. Ahora bien, la distinción entre malestar, dolencia o en-

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fermedad no es transparente o fácil de aprehender, aunque ese concepto general (que aquí llamaremos simplemente «enfermedad») sea fundamental para la teoría y la práctica de la medicina y tenga consecuencias importantes a la hora de definir los criterios morales, políticos y jurídicos de la relación asistencial. El concepto de enfermedad no sólo es el objeto cabal de la ciencia médica, sino que también determina quiénes son los beneficiarios de asistencia social y sanitaria, o quién puede sustraerse del juicio moral y jurídico. Al configurar la relación entre paciente, profesional y sistema sociosanitario, cada interpretación del concepto de enfermedad trae consigo una determinada visión de la ética asistencial. En su ensayo La enfermedad como experiencia (101 ss. ), Pedro Laín Entralgo destacó que la enfermedad contribuye al conocimiento humano al hacernos conscientes no sólo del dolor físico, sino de la humana vulnerabilidad y «menesterosidad», algo que nos hace necesitar constantemente de la ayuda de otros al tiempo que «nos hace presente el valor de nuestra vida». La enfermedad nos revela la radical cuestionabilidad de la existencia humana, pues «cuando uno siente su vida amenazada, se ve íntima y necesariamente compelido a plantearse la cuestión del sentido que la totalidad de esa vida pueda tener». Además, la enfermedad quiere decir muchas cosas en el mundo actual porque ha ido acumulando significados históricamente; así, con cuatro metáforas, Laín concluye que enfermedad es a la vez castigo, azar, reto y prueba: 1. Castigo. En su interpretación punitiva, la enfermedad se imagina como un castigo divino por haber transgredido la ley moral, y su sentido es la expiación. 2. Azar. Laín toma de los griegos una distinción entre la radical necesidad de la «enfermabilidad» humana (nadie está libre de enfermar) y la mala suerte, azar desventurado o infortunio contingente de la enfermedad particular que puede o no afligirnos. Esta distinción luego es retomada por el cristianismo, con la enfermabilidad como parte de la naturaleza humana tras la Caída. 3. Reto. En la medida en que la enfermedad se considera como algo contingente, es inevitable el deseo de vencerla mediante el ingenio. Este reto provoca tanto la respuesta «mágica» como la «técnica».

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4. Prueba. Castigo y azar se refieren a la causa eficiente, pero al pensar en la causa final se piensan como prueba: ¿para qué? Mediante la prueba trata de darse sentido al azar. Así, la enfermedad estimula las virtudes de la paciencia y la magnanimidad del enfermo, y también las de quienes le asisten. De este reto pueden salir con dignidad y merecimiento, pero también cayendo en la desesperación, la pusilanimidad y la soberbia. Otro médico escritor, Michael Stein, propone una lista distinta en su ensayo The Lonely Vatient (2007). Para él, la enfermedad se experimenta como un complejo de cuatro sentimientos: traición, terror, soledad y pérdida. Traicionado por su propio cuerpo, el aterrorizado paciente ha perdido el hilo de la narrativa de su vida (91) y se expone a quedarse aislado y solo; la tarea más difícil para un médico es ayudarle entonces a reconstruir o reinventar su propia historia. Para ello, Stein recuerda el viejo mandamiento narrativo de «prestar atención» (220) y evitar los clichés. Entender estas metáforas puede sernos útil para la ética asistencial, sobre todo cuando se alejan de la geografía real del territorio de la enfermedad para convertirse en una colección de tópicos que no ayudan al enfermo. Ésa es la intención de Susan Sontag cuando niega enfáticamente que la enfermedad sea una metáfora y que, por lo tanto, «el modo más auténtico de encarar la enfermedad», tanto en lo teórico como en lo práctico, «es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico» (13). Este intento de definir la enfermedad (y la salud) a la manera analítica, sin recurrir a las metáforas, ha inaugurado la filosofía de la medicina como disciplina académica (Schaffner y Engelhardt, 1998) y sigue siendo uno de los más polémicos en filosofía de la biología. Sin ir más lejos, Camps nos advierte que la salud es uno de esos conceptos normativos que, al apuntar siempre a un ideal no realizado, se resisten a ser definidos con claridad. La salud ha sido definida por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una suerte de «bienestar completo» (Camps: 99), pero esta definición es problemática en varios niveles. En lo epistemológico, es una idea platónica de salud que provoca la extensión del concepto de enfermedad hasta extremos hipocondríacos; en lo político es una concepción demasiado ambiciosa que sobrecarga los sistemas sanitario y jurídico con expecta-

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tivas insólitas; en lo moral, se culpabiliza al individuo por llevar una forma de vida insana e insolidaria (en el siguiente capítulo veremos cómo la OMS ha redefinido su concepto de salud). Hay quien ha descrito el concepto de enfermedad como una tríada que refleja diferentes perspectivas profesionales (médicas), personales y sociales (Hoffman, 2002), siguiendo así la definición de la OMS cuando habla de bienestar completo «en lo físico, lo psicológico y lo social». Estas perspectivas describen eventos negativos, cosas malas que nos pasan, y son al mismo tiempo normativas, nos invitan a actuar ante la mala suerte. El mismo Laín ya defendió una dimensión personal de la enfermedad que iba más allá de lo meramente fisiológico para llegar a «ser plenamente psicosomática, antropológica o personal» (60). Este concepto personal reorienta la actividad del sujeto enfermo, comunicando su vivencia subjetiva de ese mal a los demás, esto es, haciéndole pedir ayuda. Por otra parte, el concepto profesional de enfermedad mueve al personal sanitario a identificar esa clase de evento y a cuidar a la persona que lo sufre. Y como un concepto social, la enfermedad requiere determinar el estatus de la persona enferma, decidiendo quién tiene derecho a tratamiento y ayuda económica y a quién se le pueden disculpar sus obligaciones por hallarse enfermo. El concepto de enfermedad es, pues, un complejo de males percibidos por los profesionales asistenciales, sus pacientes y la sociedad. A menudo, la medicina se ha centrado únicamente en la primera perspectiva, definiendo la enfermedad como un fenómeno meramente biológico, y su crítica postmoderna se ha ocupado de la tercera, insistiendo en la construcción social de la enfermedad (como en la obra de Foucault, que atacó la asimilación moderna de la locura a la categoría de enfermedad mental). Con el surgimiento de la bioética y los movimientos por los derechos de los pacientes, la medicina ha recobrado la segunda perspectiva, esto es, la fenomenología de la enfermedad tal y como es experimentada por el paciente. El trabajo de Arthur Frank y otros han dado lugar así a una bioética narrativa que defiende la primacía epistémica y normativa de este concepto de enfermedad. Podemos integrar esta triple perspectiva en nuestro esquema triangular de la relación asistencial. En el modelo típico de relación asistencial, la persona siente cierto malestar (visión personal) y acude al médico, que le

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diagnostica una enfermedad particular (visión profesional) y pone en marcha ciertos mecanismos de reconocimiento de ese estado, como por ejemplo una baja laboral (visión social). Esto no suele generar problemas éticos. Sí los hay cuando las diferentes visiones no coinciden; cuando, por ejemplo, la visión personal de la enfermedad no se corresponde con la profesional o la social (el cáncer de Ann en Mi vida sin mi), cuando la visión del profesional no se ajusta a lo que el paciente o su entorno social consideran adecuado (la «curación» de Alicia por Benigno en Hable con ella), o cuando la visión de la sociedad está radicalmente en desacuerdo con la vivencia de la enfermedad o la discapacidad tal como la experimentan y elaboran los pacientes y sus cuidadores (la tetraplejia de Ramón en Mar adentro).

EL MÉTODO DELIBERATIVO

Ante la enfermedad y la discapacidad no podemos subestimar el papel de la familia y el entorno social inmediato. Prácticamente en todas las culturas la familia suele hacerse cargo de las necesidades físicas y emocionales de los enfermos, así como de las consecuencias económicas que conlleva su situación (Surborne: 144). Por ello, a menudo el proceso de toma de decisiones incluye a muchos agentes, y es bueno que así sea. Como dice Camps (2001), la bioética no es un sistema monológico, algo meramente deducible de unos derechos fundamentales o principios éticos básicos, sino un proceso dialógico por el que intentamos descubrir y realizar colectivamente esos principios, y así definir paulatinamente lo que es la vida buena o de calidad. Pues no sólo queremos vivir, sino vivir bien. Y para vivir bien no basta con la regulación jurídica (porque ocurren mil cosas no contempladas por las leyes), pero tampoco basta con la mera autorregulación privada, pues en este ámbito de la salud y la enfermedad las decisiones rara vez afectan sólo a una persona; es preciso, por tanto, agregar las voluntades individuales a fin de evitar respuestas arbitrarias o parciales, ejerciendo una suerte de autorregulación colectiva que Camps compara con la virtud aristotélica de la phronesis y que, según ella, traducimos mal como prudencia: «la sabiduría consistente en hacer lo que conviene en cada momento, lo justo en el momento justo. Para ese saber no hay fórmulas ni procedimientos» (11).

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Los dos instrumentos de autorregulación colectiva más extendidos en el espacio sanitario son los códigos deontológicos y los comités de ética. Ambos comparten un mismo peligro: el legalismo, es decir, que códigos y comités imiten los mecanismos de la ley y acaben por convertirse en meros apéndices de la maquinaria legislativa. 1. Los códigos deontológtcos. Los primeros códigos éticos de la humanidad fueron los códigos médicos (Camps: 155). Los códigos no son leyes: la preceden y la complementan, pues no todo lo jurídicamente impecable es igualmente bueno y además no todo debe ser legislado. La ley no puede ser muy casuística; pero la ética y, en particular, la virtud de la equidad, obliga a atender las situaciones y la especificidad de cada caso. Los códigos no son muy coactivos, pero al proporcionar cierta identidad, pueden «tener una función cohesionadora y sensibilizadora, de creación de actitudes y disposiciones a ejercer la profesión de una manera y no de otra» (159). 2. Los comités de ética tratan de impedir la tendencia a eludir el cumplimiento de la ley o la norma, y aplicarlas correctamente, es decir, con equidad y prudencia. Hay al menos tres clases: a. Comités de investigación clínica. b. Comités asistenciales encargados de labores de asesoría y formación en hospitales (según Camps, éstos son los más indicados para ejercer la autorregulación). c. Comités (inter)nacionales de biomedicina. Para facilitar el ejercicio de la autorregulación, Gracia (2001) ha ido proponiendo un método deliberativo que intenta analizar los problemas éticos en toda su complejidad, ponderando los factores que intervienen en un acto o situación concretos con el objetivo de buscar una solución óptima o, si esto no es posible, la más prudente o menos dañina. De hecho, este método se usa en los Comités de Ética Asistencial para ayudar a estructurar la deliberación y controlar los sentimientos de miedo y de angustia ante los conflictos: «Las emociones llevan a tomar posturas extremas, de aceptación o rechazo totales, de amor o de odio, y convierten los conflictos

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en dilemas, es decir, en cuestiones con sólo dos salidas, que además son extremas y opuestas entre sí» (2001: 20).

TABLA 2: EL MÉTODO DE DIEGO GRACIA (2001)

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

Presentación del caso por la persona responsable de tomar la decisión. Discusión de los aspectos médicos de la historia. Identificación de los problemas morales que presenta. Elección por la persona responsable del caso del problema moral que le preocupa y quiere discutir. Identificación de los cursos de acción posibles. Deliberación del curso de acción óptimo. Decisión final. Argumentos en contra de la decisión y argumentos en contra de esos argumentos, que estaríamos dispuestos a defender públicamente.

Según Gracia, la deliberación exige la escucha atenta, el esfuerzo por comprender la situación a estudio, el análisis de los conflictos de valor implicados, la argumentación de los cursos de acción posibles y óptimos, la aclaración del marco legal y el consejo. Todo esto se integra en un modelo de ocho pasos (véase Tabla 2), cuyo punto más conflictivo es el sexto, cuando después de identificar todos los cursos de acción posibles llega el momento de hacer un juicio moral para elegir el óptimo, algo en ocasiones nada sencillo. Para sistematizar este proceso de deliberación, Gracia propone analizar cada curso de acción en cuatro fases; en la primera se recuerda el principio ético de igual consideración, en la segunda se contrastará cada curso de acción con los principios en juego, y en la tercera con las consecuencias previsibles; finalmente, en la cuarta fase se toma una decisión que tenga en cuenta todo lo anterior. Esquemáticamente quedaría algo así (1999: 33): I. El sistema de referencia moral (lo examinaremos inmediatamente). II. El momento deontológico del juicio moral. a. Nivel 1: principios de no maleficencia y justicia. b. Nivel 2: principios de autonomía y beneficencia.

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III. El momento teleológico del juicio moral. a. Evaluación de las consecuencias objetivas o de nivel 1. b. Evaluación de las consecuencias subjetivas o de nivel 2. IV. El juicio moral. a. Contraste del caso con la «regla» tal como se encuentra expresada en el punto II. b. Evaluación de las consecuencias del acto, para ver si es necesario hacer una «excepción» a la regla, de acuerdo con el punto III. c. Contraste de la decisión tomada con el sistema de referencia (punto I). d. Toma de decisión final. El «sistema de referencia» al que alude Gracia considera que los principios de la bioética, y los juicios morales en que se materializan, están precedidos formalmente por un marco cuyo contenido podríamos resumir así: Todas las personas tienen dignidad y merecen la misma consideración y respeto (1999: 32). Este sistema, que para Gracia supone tanto el punto de partida como la piedra de toque de la ética asistencial (1989: 492), no es nada nuevo: una de sus expresiones más completas se encuentra ya en la filosofía moral de Kant. En la fundamentarían para la metafísica de las costumbres, Kant propone obrar de modo que usemos nuestra humanidad siempre como fin, nunca como un mero medio. Podemos decir que el imperativo categórico se traduce o deriva en ciertos deberes, «perfectos» e «imperfectos» según la terminología que Kant emplea en la fundamentarían. Los deberes perfectos son estrictos o inexcusables; los imperfectos son amplios o meritorios. El perfil de los deberes del primer tipo suele ser preciso, prohiben lo que no se puede hacer (por ejemplo, no matar); en cambio, los deberes imperfectos dicen lo que se debe hacer para ser virtuoso (por ejemplo, ayudar al prójimo), pero no pueden especificar cuánto. Árnason (2004) sostiene que el imperativo kantiano de no utilizar a las personas únicamente como medios supone un deber perfecto, mientras que el deber imperfecto sería el de permitirles que sean (o alcancen) sus propios fines. En efecto, en la Metafísica de las costumbres, Kant coloca al primero bajo la rúbrica de respeto

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y al segundo bajo la rúbrica del amor: «En virtud del principio del amor recíproco, [los seres humanos] necesitan acercarse continuamente entre sí; por el principio del respeto que mutuamente se deben, necesitan mantenerse distantes entre sí» (317). Según Gracia, la no maleficencia es un principio del primer tipo (es pública, y se encuentra recogida por el Derecho), en tanto que la beneficencia lo es del segundo. O, dicho en términos de Kant, la no maleficencia sería el deber perfecto de no utilizarnos únicamente como medios (respeto, distancia), mientras que la beneficencia sería el deber imperfecto de permitirnos alcanzar nuestros propios fines (amor, cercanía).

RECAPITULACIÓN

Para responder a la pregunta ética acerca de qué hacer, los humanos tratamos de entender la historia en la que surge. A menudo, la relación asistencial se inicia cuando alguien enferma. Las enfermedades no sólo se viven, también se describen y se narran. Las historias no son neutras; nos educan en la práctica moral y se han convertido en un aliado de la ética asistencial, sobre todo cuando abordamos los problemas en el final de la vida humana. Hay que tener en cuenta que la narrativa audiovisual, el cine, además de una industria poderosa puede ser también el arte más influyente de nuestro tiempo. Por todo ello, hemos elegido tres películas para estudiar diferentes aspectos del concepto de enfermedad —los males— y discernir en ellas los bienes fundamentales de la relación asistencial. Para prevenirlos o resolver los problemas es necesario componer unos y otros mediante un proceso de deliberación moral y autorregulación colectiva que tiene en los comités de ética su principal referente. En los tres capítulos siguientes aplicaremos a nuestras películas el procedimiento propuesto por Gracia para el análisis crítico de casos en bioética. Esto nos permitirá conocer mejor ese método al mismo tiempo que explorar sus límites mediante la deliberación.

4 Mi vida sin mí: autonomía y responsabilidad

nn tiene veintitrés años, dos hijas preciosas, un marido que pasa más tiempo en paro que trabajando, una madre enemistada con el mundo, un padre que lleva diez años en la cárcel, un trabajo como limpiadora nocturna en una universidad a la que nunca podrá asistir durante el día... y un cáncer de ovarios galopante. Ann vive en una caravana en el jardín de la casa de su madre, a las afueras de Vancouver, junto a Don (el marido) y las niñas (Penny, de seis años, Patsy, de cuatro). No se lleva muy bien con su madre, con quien comparte el coche para ir al trabajo; allí tiene sólo una amiga, Laurie, pero tampoco hablan mucho, ya que Ann usa auriculares para escuchar radionovelas mientras trabaja (eso según el guión en castellano; en la película lo que escucha es un curso de chino a distancia). Cuando el doctor Thompson informa a Ann de que no le quedan más de tres meses de vida, ella rechaza el tratamiento porque quiere controlar lo poco que le queda de existencia (en especial, el recuerdo que dejará en sus hijas), de modo que negocia con el médico el control de los síntomas y le hace cómplice de su plan: no decírselo a nadie para así poder dedicarse a algunos asuntos pendientes. Mientras tanto, la vida sigue; cuando la abuela cuenta a sus nietas el ar-

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gumento de «una historia muy bonita, de una mamá que lo pasa muy mal», Ann reacciona con rabia ante el parecido de esa historia con la suya propia, y prohibe a su madre contar historias románticas a las niñas. (Sólo al final, en un intento de reconciliarse con su madre, Ann levantará la prohibición. ) A la escritora Elvira Lindo no le parece que esta película, situada y rodada en Canadá, pudiera resultar verosímil en el mundo latino, «demasiado comunicativo para servir de paisaje a esa trama» (Coixet: 10); en la entrevista incluida en su versión para DVD, la propia directora reconocía que si le diagnosticasen un cáncer a ella se lo contaría a todo el mundo. Pero la verosimilitud de la trama queda reforzada por el empleo nocturno de Ann, que la sitúa en un mundo extraño en el que puede mentir y faltar al trabajo sin que nadie se dé cuenta, lo que le permite a su vez ejecutar el plan. Mi vida sin mí contiene la expresión cinematográfica más pura que conocemos de la autonomía del paciente (o de la paciente). Antes de abordar el caso de Ann mediante esta película, veamos en qué pueden consistir esa autonomía y el principio bioético que exige su respeto.

TEORÍAS DE LA AUTONOMÍA EN BIOÉTICA

La palabra autonomía tiene un origen político; inicialmente alude al autogobierno de la polis griega y sólo después pasa al vocabulario ético. En este sentido primero, o político, la autonomía coincide aproximadamente con lo que Isaiah Berlín denominó «libertad positiva» en su ensayo sobre «dos conceptos de libertad», publicado en 1958: la libertad para conseguir los propios objetivos, entendiendo la autonomía como autodeterminación o control sobre uno mismo. (El concepto negativo correspondería a la libertad de aquello que impide llevar a cabo una elección, entendiéndose la libertad como ausencia de coacción. ) En sentido ético, y como es bien sabido, la autonomía cobró una importancia capital a partir de Kant, para quien ser moral y ser autónomo son prácticamente lo mismo. Como explica J. B. Schneewind en su libro sobre «la invención de la autonomía» (1998), Kant revolucionó la historia de la filosofía al fundar la moralidad en esta noción y proporcionar así una explicación de la dignidad humana más completa y radical que la de sus pre-

Mi VIDA SIN MÍ: AUTONOMÍA Y RESPONSABILIDAD

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decesores. Así, leemos en la segunda sección de su Fundamentación que la autonomía es «el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional» (A79). Como la voluntad autónoma es «una ley para sí misma» (A64), nos hace a todos los seres humanos coparticipantes en un proceso de legislación universal, autores de una ley a la que estamos sometidos a la vez que nos la damos a nosotros mismos. En ese sentido, tenemos la común dignidad de ser los que valoran. Cuando hablamos de autonomía en bioética lo habitual es entrar en un terreno más acotado, el de la relación asistencial, en el que la autonomía no sólo se entiende formalmente, como dignidad humana, sino también como una capacidad de los pacientes que los profesionales han de promover y respetar dentro de ciertos límites. Estos límites no son fijos, sino que recientemente han experimentado una gran ampliación, al menos en la bioética española. De ello es buena prueba el actual debate sobre la eutanasia, en el que encontramos declaraciones como esta del Observatori de Bioética i Dret: El respeto a la libertad de la persona y a los derechos de los pacientes ha adquirido una especial relevancia en el marco de las relaciones sanitarias, ámbito en el que la autonomía de la persona constituye un elemento central cuyas manifestaciones más evidentes se plasman en la necesidad de suministrar información veraz a las personas enfermas y de recabar su consentimiento, aunque no concluyen ahí (8). Efectivamente, el respeto a la autonomía no concluye con el consentimiento informado (o, como veremos más adelante, con la mera expresión de voluntades anticipadas). Como señala Gracia (2004a: 84), éste no es el núcleo fuerte de aquel principio, sino más bien una consecuencia suya: Lo que la autonomía ha introducido en el mundo sanitario es un nuevo modo de tomar decisiones y, por tanto, un nuevo modo de definir lo que es salud y lo que es enfermedad, un nuevo criterio para definir lo que es una necesidad sanitaria. Éste es el principio fundamental sobre el que gira todo lo demás. Porque el usuario tiene ese derecho, puede recabar la información que precise del profesional y decidir si acepta o no el tipo de plan que éste le proponga. Pero no nos equivoquemos, el consentimiento informado no es más que una conse-

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cuencia de algo más profundo, la aceptación de que el paciente es autónomo para decidir qué es y qué no es una necesidad sanitaria.

El Comité Consultiu de Bioética de Catalunya (2006) va más allá, declarando que el ejercicio de la autonomía, concebida como «la capacidad para escoger libremente, entre diferentes opciones, la forma en que queremos vivir», proporciona «un sentido único y genuino a nuestra vida» (94). En explícita alusión a Kant, para este comité la dignidad de la vida se vincula a la capacidad de autogobernarse hasta el punto de poder determinar la manera y el momento de morir: «No poder decidir la muerte de acuerdo con las convicciones propias equivale a renunciar a un aspecto importante de la dignidad humana» (101). Por ello consideran que despenalizar la eutanasia sería una manera de evitar el paternalismo jurídico en beneficio de esa dignidad de la persona vinculada a la autonomía, aunque también reconocen que hay otras concepciones de la dignidad en juego. No entraremos ahora en la difícil cuestión de la eutanasia. Nos limitaremos a señalar que el punto central de ese argumento para la despenalización descansa en que el respeto a la autonomía es uno de esos «principios morales fundamentales» que, según el Comité Consultiu de Bioética, fundan los derechos básicos recogidos en las Declaraciones internacionales y en las Constituciones de los diferentes Estados. Esos principios morales tienen una «relación interna», de manera que no se puede separar el respeto a la integridad física y moral de la persona del conjunto de creencias que configuran su conciencia subjetiva de dignidad, así como de las decisiones que de ella se derivan. Por ello el Comité considera que las instituciones no pueden prohibir las concepciones de dignidad que implican tomar decisiones sobre el tiempo y la forma de morir. La carga de la prueba reside en aquellos que quieren limitar esas decisiones, no al revés. Con todo, hay que establecer precauciones y garantías, habida cuenta de la vulnerabilidad de las personas en esta situación y la posibilidad de que su autonomía no sea genuina (109). ¿Cuándo es genuina la autonomía de la paciente? Para saberlo necesitamos una teoría, una fundamentación de la autonomía que dé cuenta de su rol, de su definición y justificación, y que nos sirva para distinguir los deseos reales de los aparentes, la autonomía genuina de la que no lo es

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(Tauber: 125). Gracia (2004a: 84) describe la entrada en medicina del respeto por la autonomía como el descubrimiento de un derecho humano: «el derecho a definir lo que es salud y lo que es enfermedad; es decir, lo que es una necesidad de salud». Aquí no se refiere a la autonomía como condición de posibilidad de la moralidad, en el sentido kantiano, sino a una dimensión normativa expresada en el binomio derechos-deberes. La paciente tiene derecho a que se respete su autonomía y este derecho genera deberes específicos en el personal sanitario: deberes de no maleficencia, de justicia o de beneficencia. Por eso la autonomía posee «un espacio propio y distinto al de los otros principios en bioética»; un espacio, añade Gracia, cuyo contenido aún estamos lejos de llenar. Ese espacio propio y en expansión otorga a la autonomía un papel o rol especial en bioética; por así decirlo, es un hecho pero también un derecho, algo que hay que respetar pero al mismo tiempo promover, un valor pero también la condición de posibilidad de todo valor. La autonomía es a la vez el fundamento universal de la ética, un hecho que explicó Kant (pero no hace falta ser kantiano de estricta observancia para reconocerlo), y un derecho particular de los pacientes insertos en la relación asistencial (y, de nuevo, tampoco hace falta ser kantiano para respetarlo, pues podría haber otras razones que fundasen el principio de respeto de la autonomía). Ahora bien, la doctrina de Beauchamp y Childress en sus Principies of Biomedical Ethics concibe el respeto por la autonomía como un principio más, negando explícitamente su primacía (57), y situándolo dentro de un marco de principios prima facie en el que todos son igualmente importantes (12-15). Esto no termina de encajar con lo que dicen Kant y Gracia, con la imagen del espacio propio y en expansión de la autonomía. Tampoco con la apreciación de que el respeto por la autonomía podría ser un principio primus inter pares en bioética, porque está en cierto modo contenido en los otros tres (Gillon, 2003). Y tampoco con lo que han dicho filósofos contemporáneos como Harry Frankfurt (1971), que sostiene que lo que diferencia a las personas (incluyendo a la especie humana) de otras criaturas es una peculiar estructura volitiva que les hace concebirse como libres. Coincidiendo con la definición kantiana de la «autonomía de la voluntad», el «libre albedrío» [freedom of the will] de Frankfurt sería la capacidad de controlar reflexivamente los deseos o preferencias básicos, de primer or-

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den, mediante deseos o preferencias de segundo orden, deseos sobre deseos. Aplicada a la autonomía, esa teoría es también la de autores como Ronald Dworkin (y Christine Korsgaard: 127 n. ); aunque presenta puntos divergentes con la de Kant, puede decirse que ambas coinciden en concebir la autonomía como la capacidad de ordenar nuestras diversas inclinaciones mediante un ejercicio dialógico del agente moral consigo mismo. Así pues, en la teoría Frankfurt-Dworkin se nos muestra la autonomía como un proceso en el que se coordinan diferentes pulsiones (o fuerzas potencialmente en conflicto) mediante deseos de segundo orden para lograr acciones moralmente autónomas: La autonomía es una capacidad de segundo orden de las personas para reflexionar críticamente sobre sus preferencias de primer orden, anhelos, deseos, etc., y la capacidad para aceptarlos o tratar de cambiarlos a la luz de preferencias y valores de un orden más alto. Por medio del ejercicio de esta capacidad, las personas definen su naturaleza, dan coherencia y significado a sus vidas, y asumen responsabilidad por el tipo de personas que son (Dworkin: 108).

Por ejemplo, uno puede querer beber una copa más, pero también puede querer no bebería para estar más sobrio o más sano, para vivir más años y con mejor calidad de vida, para llevar a cabo ciertas aspiraciones, etc. El agente moral vigila sus deseos, y elige moderar unos o satisfacer otros. Tal vez no podamos limitar el número de niveles u órdenes del deseo, ni identificarnos con todos ellos para poder actuar. Pero lo importante en este ejemplo no es el número de niveles, sino la existencia de una jerarquía y de nuestra capacidad de actuar según ella. Así, podemos entender como autónomo al paciente que decide delegar alguna decisión en su médico, ya que las personas autónomas no siempre actuarán de manera libre o desligada respecto de otros; los roles sociales suponen ciertas obligaciones, constricciones y límites a la libertad, pero no conllevan merma de la autonomía: renunciamos a esa libertad porque existe un contexto moral y social mayor en el que sí nos entendemos como autónomos. De esta manera, la teoría Frankfurt-Dworkin de la autonomía no tiene problemas en admitir que las personas estamos sujetas a influencias sociales, psicológicas y hasta biológicas de las que apenas somos conscientes (Tauber: 129-131).

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Sin embargo, esta teoría de la autonomía como capacidad de cambiar la propia estructura de preferencias es rechazada por Beauchamp y Childress (58-59) por dos razones. Primero, porque no ven diferencia entre deseos de primer y de segundo orden: para ellos, la aceptación o rechazo de un deseo puede estar motivado por un deseo más fuerte, no necesariamente más racional. Segundo, porque esa teoría les parece poco realista, ya que pocos agentes serían autónomos de esa manera. Necesitamos, dicen, una teoría que reconozca la autonomía de personas que no hayan reflexionado sobre sus preferencias a ese nivel superior. Como veremos, la primera crítica supone confundir la autonomía con la racionalidad, dos nociones próximas pero complejas —no reducibles la una a la otra— y la segunda es un juicio de hecho que descansa sobre una concepción de la reflexividad demasiado exigente: la mayoría de los agentes son reflexivamente autónomos en el sentido de que deliberan y eligen, aunque no dediquen años a reflexionar sobre sus preferencias. Anticipando tal vez esta clase de problemas, Beauchamp y Childress (59) proponen dejar de lado la definición de autonomía personal y centrarnos en tres requisitos de la acción o la elección autónoma. Una acción sería autónoma si tiene lugar intencionalmente [intentionally], con entendimiento iunderstanding], y sin influencias que determinen la acción [independence]. La intencionalidad es una condición que se tiene o no se tiene, pero Beauchamp y Childress admiten grados en la comprensión de la acción y en la ausencia de influencias que lo controlen; de esta manera, las acciones admiten grados de autonomía. Sin embargo, esta estrategia no consigue eludir el problema filosófico de la definición de la acción autónoma, en particular con la tercera cláusula: ¿cómo podemos predicar la independencia de una acción respecto de influencias externas? Es muy posible que para resolverlo tengamos que reintroducir la teoría de la autonomía personal que Beauchamp y Childress rechazan en beneficio de la teoría de la acción autónoma. Este problema emerge de nuevo al discutir las formas de influencia, cuando estos autores aceptan la persuasión racional, rechazan la coerción o coacción por medio de amenazas y señalan algunas formas inaceptables de manipulación. Escriben: «La coacción se da sólo cuando una amenaza intencional y creíble reorienta la capacidad de dirigirse a sí misma de una persona» (94); pero esa capacidad es precisamente la autonomía.

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De manera que hay cierta circularidad en el planteamiento de Beauchamp y Childress: eluden pronunciarse sobre la definición de la autonomía, pasando de una teoría de la persona autónoma al análisis del acto autónomo, pero al caracterizarlo necesitan referirse a esa misma capacidad que no querían definir en primer lugar. Lo admitan o no estos autores, la definición de la autonomía como capacidad personal está implícita en su análisis del acto autónomo. ¿En qué consiste esa capacidad? Si suscribimos la teoría FrankfurtDworkin, ésta sólo requiere, para que un agente sea autónomo, que sea capaz de alterar sus preferencias mediante la reflexión y que pueda llevar a la práctica esos cambios mediante la acción. La reflexión supone un proceso de estructuración de las preferencias, de que yo tenga deseos acerca de mis deseos, de que las ordene. El auto que se gobierna consiste en actitudes (de segundo orden) acerca de los motivos de primer orden que orientan la acción. Esto no quiere decir que todas las ordenaciones sean igualmente valiosas. Los deseos de segundo orden no son más que deseos sobre deseos; que potencien o actúen al servicio de algunos deseos de primer orden (adicciones o lealtades) es irrelevante a la hora de definir la autonomía o de calificar un acto de autónomo; otra cosa es que haya actos autónomos que nos parezcan equivocados, incomprensibles, irracionales, ilegales o dañinos, pero la persona autónoma según Dworkin (29) puede ser un tirano o un esclavo, un santo o un pecador, egoísta o altruista, líder o gregario. Volvamos a la pregunta inicial: ¿Cuándo es genuina la autonomía del paciente? Hemos definido la autonomía como la capacidad de dirigirse a sí misma de una persona, pero en la relación asistencial esta capacidad actúa al menos en tres modalidades distintas. 1. Autonomía decisoria: la capacidad de deliberar y decidirse por (o negarse a) un curso de acción, basándose en el proceso de reflexión y acción descrito por la teoría Frankfurt-Dworkin. 2. Autonomía informativa: la capacidad de controlar lo que se sabe acerca del propio estado de salud, bien para tomar decisiones (consentimiento informado) o para que esos datos no afecten a alguien («derecho a no saber», confidencialidad).

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3. Autonomía funcional: la capacidad de llevar a cabo el proyecto vital propio, incluyendo factores sociobiopsicológicos como la movilidad, el control de síntomas dolorosos o molestos, los recursos económicos, etc. Ninguna de estas tres dimensiones excluye que la persona autónoma pueda actuar de manera moralmente incorrecta. Pero sí nos orientan hacia tres requisitos necesarios para poder juzgar la autonomía de un paciente: si es capaz de ordenar sus valores mediante la reflexión, si es capaz de llevarlos a la práctica mediante la acción, si es capaz de controlar la información necesaria para ese proceso, podemos decir que la autonomía de la paciente es genuina. Esta respuesta no establece materialmente el contenido de la autonomía, no la identifica con una clase determinada de decisiones: distintos pacientes tomarán decisiones diferentes, pero igualmente autónomas. Y es que una cosa es definir y otra justificar. A la hora de justificar o fundamentar el principio de respeto por la autonomía, Beauchamp y Childress (63-64) no tienen problema alguno para apelar tanto a Kant como a John Stuart Mili. Como hemos visto, para Kant el respeto por la autonomía procede de la idea de la dignidad de la persona, de la humanidad como fin en sí, ya que violar la autonomía de una persona supone tratarla únicamente como medio, sin tener en cuenta sus propios fines. Por su parte, Mili estaba más interesado en la protección de la integridad personal, sosteniendo que en principio la sociedad debería permitir a los individuos desarrollarse según sus propias convicciones, al menos mientras no interfieran en el desarrollo de otros. Hay consideraciones, como por ejemplo el daño a terceros, que pueden proporcionar una razón para no justificar un acto mediante el principio de respeto de la autonomía. Aunque ahora no podamos detenernos en un punto tan complejo como éste, reconocer que una persona ha actuado autónomamente no quiere decir que tengamos que respetar siempre ese ejercicio. El ejercicio de la autonomía en el ámbito público está limitado (a la vez que posibilitado) por las obligaciones legales y la interdependencia social.

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DERECHOS Y VIRTUDES EN LA RELACIÓN ASISTENCIAL

Pensemos por un momento en qué es lo que generalmente pone en marcha la relación asistencial: alguien se acerca a un profesional sociosanitario pidiéndole algo. Ese alguien a menudo está enfermo, pero ya hemos visto que la enfermedad no es un fenómeno transparente o meramente natural. «Las enfermedades no son simples recursos, sino posibilidades, posibilidades negativas de vida», dice Gracia (2004a: 29). Lo mismo ocurre con la salud, que no es tanto un recurso o bien natural como una posibilidad positiva de vida: La salud es valiosa porque nos capacita. El valor de la salud es su condición de oportunidad o posibilidad de vida, de capacidad para perseguir nuestros objetivos vitales e intervenir adecuadamente en el contexto social. De ahí que el antónimo de la salud no sea tanto la enfermedad cuanto la discapacidad, en un sentido amplio (Seoane, 2006a: 12).

¿Qué pide el enfermo al profesional? ¿Beneficencia, no maleficencia, justicia? Sin duda. Quiere algo que le haga bien, que no le hagan daño, recibir lo que legítimamente le corresponde. ¿Pero qué desea primero? Ante todo lo que pide es salud: que le curen su enfermedad, que alivien su sufrimiento o que reduzcan su discapacidad; en general, que compensen su falta de autonomía. En este sentido amplio, podría decirse que en ética asistencial la justificación del principio de respeto de la autonomía reside en que es precisamente la protección y promoción de la salud lo que establece la relación asistencial, y que ese fin último, ese bien cuyo logro la define, a menudo coincide con la autonomía (sobre todo con la modalidad que hemos llamado «funcional»). Por eso, aunque podamos formularlo como un «debes respetar las decisiones autónomas de las personas y promover la realización de su propio proyecto vital», el principio de autonomía no existe como uno más, sino que supone históricamente «un cambio de perspectiva radical respecto a lo que deben ser las relaciones humanas» (Simón, 1999: 346, 349), un cambio que coincide con la propia creación de la bioética como un fenómeno clínico, académico y social.

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Dicho de otra manera, podemos concluir que en el contexto asistencial los conceptos de salud y de autonomía se necesitan mutuamente: El paciente es autónomo en la medida en que tenga la capacidad de llevar a cabo sus deseos de orden superior (es decir, en la medida en que tenga salud y sea consciente de la coherencia y razonabilidad de esas decisiones). Así, el libre albedrío se mantiene como una condición necesaria de la autonomía, salvando así, en la línea de Kant y Mili, la racionalidad y la capacidad de juicio. Aunque podamos reconocer los límites de la deliberación, la facultad moral se basa en unos mínimos de control racional. No tiene pretensiones absolutas respecto a lo que sea lo racional, pero el modelo defiende al menos un ideal operativo, que en un contexto clínico parece adecuado que se articule en torno al valor de la salud (Tauber: 131).

A este respecto es ilustrativo comprobar cómo, en respuesta a las críticas a su definición de salud como bienestar, la OMS aprobó en 2001 su Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la

Salud. Esta nueva clasificación no considera la discapacidad como un problema minoritario, sino que sitúa a todas las enfermedades y los problemas de salud en pie de igualdad, con independencia de su causa, como fenómenos complejos entre el funcionamiento y la discapacidad, el individuo y su entorno. Así, una persona puede verse imposibilitada para acudir al trabajo por un resfriado o una angina de pecho, pero también a causa de una depresión. Este enfoque sitúa a los trastornos mentales al mismo nivel que las enfermedades físicas y ha contribuido al reconocimiento y documentación de la carga mundial de trastornos depresivos, que es hoy la causa principal de los años de vida perdidos por discapacidad en todo el mundo (Jiménez Buñuales et al: 276). Naturalmente, que los pacientes definan lo que es salud y lo que es enfermedad nos puede llevar a todo tipo de arbitrariedades. Como dice Gracia (2004a: 84-85), a menudo los pacientes piden cosas poco racionales cuando no imposibles, lo cual produce en ellos gran frustración, pero no sólo en ellos. También en los profesionales cunde el desánimo, y muchos hasta lamentan la pérdida del viejo modelo paternalista. Gracia no es tan pesimista, sino que sostiene que la irracionalidad «se ha producido porque ha llegado antes la emancipación de los usuarios que el proceso de refle-

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xión pública sobre estas cuestiones»; como esta emancipación es inevitable, lo que hay que hacer es «educar a la sociedad en las dimensiones valorativas o axiológicas del cuerpo y de la salud». La literatura y el arte han contribuido tanto como la filosofía a este proceso de educación y emancipación. La novela se dedica precisamente a eso, a capturar la moral en la vida cotidiana (Tauber: 274), y a menudo «es imposible residir en el reino de los enfermos sin dejarse influir por las siniestras metáforas con que han pintado su paisaje», como dice Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas (14). Aclarar estas metáforas y liberarnos de ellas era la finalidad de ese libro que, por otra parte, contiene una defensa del principio de respeto a la autonomía en estos términos: «Haz que los médicos te digan la verdad; sé un paciente informado, activo; consigue un buen tratamiento» (138).

La información al alcance de la paciente Para ser decisional y funcionalmente autónomo, el paciente necesita conocer y controlar su estado de salud presente y futuro, su diagnóstico y su pronóstico. Ejercer esta autonomía informativa es hoy más sencillo, al menos para los europeos que tienen un acceso mayor a los conocimientos médicos, vía Internet, por ejemplo. Aunque esta información no siempre es correcta y puede ser malinterpretada, hace más difícil que los profesionales sanitarios occidentales puedan ocultar la verdad a sus pacientes, en particular cuando se trata de enfermedades como el cáncer. Esto no son malas noticias. En un estudio elaborado en Turquía, el 30% de los enfermos de cáncer sufría alguna clase de enfermedad psíquica, provocadas en su mayoría por la necesidad de adaptarse a la nueva situación. A diferencia de lo que ocurre en algunos países occidentales, los pacientes estudiados presentaban un alto índice de desconocimiento acerca de su diagnóstico. Al parecer, en 2004 el cáncer todavía se considera en Turquía como una sentencia de muerte, lo que puede provocar cierta reluctancia entre los médicos a revelar el diagnóstico. El estudio concluye que la falta de información adecuada podría tener relación con esa alta tasa de enfermedades psíquicas (Atesci et al.: 165; Surborne: 144).

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En este asunto de la falta de información es interesante tener en cuenta los estudios realizados desde el ámbito de los cuidados paliativos y la medicina intensiva o crítica. Por ejemplo, es significativa la exploración de los modelos de decisión llevada a cabo por Gómez Rubí y sus colaboradores (2001). En este trabajo se comentaron una serie de cinco historias clínicas reales con 542 profesionales (médicos, personal de enfermería y estudiantes). Se les preguntaba qué opción tomarían ellos en cada una de esas historias o casos, que correspondían a situaciones habituales en medicina crítica relacionadas con la limitación del esfuerzo terapéutico. Los resultados del estudio muestran que el perfil predominante entre los profesionales españoles es paternalista, seguido a gran distancia por el autonomista. Estos resultados coinciden con investigaciones similares en Francia y España (pero no con las efectuadas en EE. UU., posiblemente debido a diferencias culturales). En España y otros países latinos, las actitudes acerca de la información son distintas a las de los países nórdicos y anglosajones. Aquí el diagnóstico de cáncer no siempre se transmite al paciente y muchas familias se oponen a la revelación de información. Incluso en los casos en que se informa al paciente, la información no es directa ni exenta de ambigüedades. Es también obvio, según varios estudios, que muchos pacientes que no han sido informados sospechan la naturaleza de su dolencia, pero no desean recibir más información. En un estudio multinacional de 1987 que incluía a España, el 40% de los oncólogos revelaba la verdad a sus pacientes, mientras que prácticamente todos lo contaban a un miembro de la familia por lo menos. Esta tasa de ocultación es similar a la de Japón, Singapur o Italia, aunque estudios más recientes indican que los pacientes son cada vez más activos y mejor informados (Mystakidou: 150, 148, 151). En el ámbito español, la ley 41/2002 protege el derecho del paciente a una información veraz y también establece las condiciones en las que puede ejercerse el privilegio o la excepción terapéutica del médico a no decir la verdad al paciente: la existencia acreditada de un estado de necesidad, que por razones objetivas haga pensar que el conocimiento de su propia situación pueda perjudicar la salud del paciente de manera grave. Sólo en ese caso, dice la ley, el médico informará antes a las personas vinculadas al paciente por razones familiares o de hecho (art. 5. 4; véase Gracia, 1999: 32-

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33, para una justificación ética del privilegio terapéutico bajo ciertas circunstancias).

VERACIDAD, CONFIANZA Y RESPONSABILIDAD

Los pietistas luteranos educaban a sus hijos, el filósofo Kant entre ellos, para que dijeran la verdad a todos y en todo momento, al margen de las circunstancias. Por el contrario, los bantúes educaban a los suyos para que no dijeran la verdad a desconocidos, pues creían que eso les haría vulnerables ante la brujería (Maclntyre, 1981: 192-193). En nuestra cultura muchas personas han sido educadas para no decir verdades crueles. Cada uno de esos códigos morales encarna un reconocimiento de la veracidad como una virtud genuina: como una excelencia del carácter necesaria para todos al margen de la perspectiva privada de cada uno. El reconocimiento de la virtud de la veracidad (como de la justicia o del coraje) es universal, pero el cómo y el cuándo y tal vez el a quién están sujetos a las demandas de la situación particular. Es decir, la cuestión no es tanto si hay que informar o no al paciente acerca de su situación, sino más bien cuándo y cómo debe hacerse esto. La paciente tiene derecho moral y legal a una información veraz, pero también hay que tener en cuenta el factor tiempo y la manera general en que se le dice la verdad, pues ambas decisiones afectan a su bienestar. Así lo vio Cecily Saunders, la fundadora del movimiento paliativo moderno: para que pueda cooperar en el tratamiento y ser aliviado de su carga de miedos, todo paciente necesita una explicación de su enfermedad que le resulte comprensible y convincente. Esto es verdad tanto para las buenas noticias como para las malas. [... ] Una vez admitida por ambas partes la posibilidad de hablar con franqueza acerca de la situación del paciente, esto no quiere decir que haya que pasar a hacerlo inmediatamente, pero todo el ambiente cambia. A partir de ese momento tenemos la libertad de esperar tranquilamente a que los pacientes nos den sus pistas, viendo en ellos a individuos de los que podemos esperar inteligencia, valor y decisiones propias (citada en Árnason, 2004: 33).

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La confianza tiene aquí un papel clave, ya que de ella depende que se dé esa franqueza que propicia el cambio de ambiente al que se refiere Saunders. El problema es que, debido a factores económicos y a la fragmentación de la medicina en especialidades, la confianza parece haber perdido importancia en la relación asistencial, que ahora tiende a adoptar un ropaje contractual que no conviene a su naturaleza. La relación asistencial no es contractual por asimétrica, pues la paciente es siempre en ella la parte más débil, debido a la vulnerabilidad producida por la enfermedad. Por ello, la profesional ha de respetar a sus pacientes al tiempo que trabaja por su bien, para lo que conviene involucrar al paciente en su propio cuidado, lo cual implica darle información veraz. Además, dada la creciente dificultad de ocultar un diagnóstico de cáncer, decir la verdad puede ser el primer paso para crear la confianza necesaria para una buena relación asistencial. Y, a juicio de los profesionales (Surborne: 144-145), un paciente que confía en ellos es más fácil de cuidar. La alternativa de la desconfianza no es tal: la desconfianza no resuelve la situación del paciente o el usuario; propiamente conduce a un estancamiento de la situación y, en rigor, al no establecimiento de la relación clínica. En cambio, la confianza fortalece el carácter dialéctico de la relación clínica, constituyendo, además, uno de los ejes de la relación. Más aún, sin cierto grado de confianza no es posible un ejercicio de auténtica libertad o autonomía en el contexto de la relación clínica, eso sí, a partir de una autonomía que se hace cargo de la vulnerabilidad y dependencia y se aleja de la ilusión de la autonomía plena. En cualquier caso, no se puede pedir a la confianza más de lo que puede dar. La confianza implica una reducción y descarga de la complejidad e incertidumbre (cf. sobre todo Luhman) en el proceso de toma de decisiones, aumentando las posibilidades de responder adecuadamente a la concreta situación clínica. Pero no garantiza seguridad ni certeza totales, lo que, por otra parte, resulta incompatible con la falibilidad del razonamiento propio de los asuntos humanos y los asuntos clínicos (Seoane, 2005: 91). Ahora bien, decir la verdad no es tan fácil como parece: hay momentos

en los que no se puede decir la verdad sencillamente porque la desconocemos. No confundamos, pues, la verdad con la veracidad; la virtud de la veracidad no nos impele a comunicar la verdad absoluta, sino la mejor aproximación que tengamos en cada momento; no a conocerla o a poseer-

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la, sino a desearla o incluso a exigirla. Además de la inevitable incertidumbre, está también la dificultad de comunicar conocimientos a menudo extremadamente técnicos, pero no intentar siquiera la comunicación sólo podría ser un signo de arrogancia o pereza. En particular, la veracidad es especialmente importante en las decisiones que hay que tomar al final de la vida, pues no decirle la verdad supone privar al enfermo de aquello que más necesita en la terminalidad: la confianza en su propia capacidad para tomar decisiones y la confianza en aquellos que pueden ayudarle, antes de que el final se precipite y la comunicación deje de ser posible (naturalmente, en la agonía la comunicación verbal queda muy limitada). Un kantiano estricto tendería a ver la veracidad como un deber primario, innegociable, mientras que un consecuencialista ha de tener en cuenta otras consideraciones a la hora de decidir. Ahora bien, si tomamos como punto de partida nuestros principios de la bioética, que sintetizan siglos de discusión entre esas mismas doctrinas éticas, parece claro que los cuatro recomiendan prima facie el decir la verdad. El principio de no maleficencia, por los posibles efectos deletéreos de la falta de información sobre su dolencia; el de justicia, porque la paciente tiene derecho legal y moral a una información verídica; los de autonomía y beneficencia, porque no se nos puede ayudar a revisar y llevar a cabo la propia concepción del bien (es decir, a ser autónomos) negándonos el conocimiento sobre nuestro estado de salud, que es básico para llevar a cabo cualquier proyecto de vida. Ahora bien, si no hubiera otros factores que tener en cuenta, la importancia vital de una comunicación franca entre doctor y paciente colocaría el deber de la veracidad a un nivel de exigencia inhumanamente alto; si para alcanzar ese nivel acabamos por arrojar la información a ciegas sobre la paciente, ello puede constituir un daño moral y una mala praxis profesional. Hay ciertas situaciones de medicina crítica (por ejemplo, al tratar al único superviviente de toda una familia fallecida en accidente) en las que parece justificado no añadir con las malas noticias más estrés al paciente. Parece quedar claro que los enfoques absolutistas no responden bien a los múltiples matices y necesidades de la relación asistencia! (Higgs: 434-436). La literatura y el cine nos pueden proporcionar muchos ejemplos de esa multiplicidad de matices. En el cuento La salud de los enfermos, de Julio Cortázar, toda una familia oculta la muerte en accidente del hijo menor a la

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anciana madre, que se encuentra delicada de salud. Los hijos y demás parientes montan una elaborada estrategia de simulación para «enviar» al hijo al extranjero y desde allí fabricar cartas y noticias que le mantengan vivo al menos en la mente de su madre. Cuando ésta agoniza ya, les agradece sus cuidados y «todo ese trabajo que se tomaron para que no sufriera», dejándole al lector la duda sobre si, en efecto, había descubierto —y consentido— la piadosa mentira. Pero lo curioso del relato es su final, donde se hace patente que la mentira ha transformado a toda la familia. La vida ficticia del hermano menor se ha integrado tanto en la de los demás que por un momento se plantean cómo darle a él «la noticia de la muerte de mamá». Y es que optar por no dar malas noticias puede provocar consecuencias insospechadas. (Véase Higgs: 435, para un ejemplo de cómo no dar malas noticias puede ser maleficente. ) Se diría que incluso aquellos que eligen dar o recibir las malas noticias optan a menudo por hacerlo de modo selectivo, lo cual bien podría ser un mecanismo de higiene mental. Y es que el lenguaje nunca es sólo verbal; las intuiciones, las pistas sutiles, los silencios elocuentes, son elementos que forman parte de la experiencia cotidiana de la comunicación humana. Desde un punto de vista abstracto, la verdad es una cuestión de todo o nada: se comunica o no. Pero en la práctica no lo es; incluso una verdad dicha con claridad es recibida por el oyente de manera parcial y gradual. Si la noticia además tiene que ver con lo poco o lo mucho que nos queda de vida, lo dicho por Kübler-Ross sigue siendo válido: a veces la verdad no se escucha al principio, no se quiere entender o se niega directamente, tras lo cual pueden seguir las demás fases en las actitudes con respecto a la muerte (negación-ira-negociación-depresión-aceptación). Todo esto sugiere que en la relación asistencial tanto o más importante que lo que se dice es el modo y la ocasión en que se dice. Aunque los estudios acerca de las preferencias de los pacientes indiquen que la mayoría desea escuchar la verdad acerca de su dolencia, en la relación asistencial hemos de atender a esos detalles y no exigir el cumplimiento de reglas tan rígidas que se vuelvan contraproducentes. La virtud de la veracidad, y la autonomía en general, implica también cierto compromiso con el autoconocimiento, con la responsabilidad ante uno mismo. Pues no sólo la profesional ha de decir la verdad al paciente y

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la paciente al profesional: ambos han de ser veraces consigo mismos. Para curarse es necesario cierto coraje, comenzando con el coraje de aceptar que uno está enfermo; pasando del paciente al profesional, éste ha de ser veraz consigo mismo para no dejar que una compasión mal entendida o una actitud meramente preventiva le haga usar el privilegio terapéutico sin necesidad. Pero hay que ser cautos incluso si se renuncia al privilegio terapéutico, a las mentiras piadosas, pues una cosa es la diagnosis y otra muy distinta la prognosis; una cosa es decirle a una persona que tiene cáncer y otra predecir su futuro cual adivino de feria. En los EE. UU., donde la ley obliga al médico a revelar el diagnóstico, revelar el pronóstico es algo mucho menos frecuente. Aunque a menudo es el propio profesional quien siente renuencia a la hora de dar malas noticias, también hay pacientes que piden explícitamente que se les ahorren los detalles de su dolencia; ese deseo es también expresión de su autonomía, y como tal debiera ser respetado. En realidad, el pronóstico es algo muy incierto en medicina y cualquier profesional conoce casos en los que la paciente ha evolucionado de manera distinta a la prevista. En cierto sentido, el ejercicio del pronóstico es un «acto de poder» (Surborne: 145): es predecir el futuro de una persona, y debería ser abordado de manera responsable. ¿Exige entonces el principio de respeto a la autonomía decir la verdad al paciente? Partiendo de que el ser y el deber no están separados, en lugar de responder con un sí o un no rotundos a la pregunta aquí hemos partido de cómo se responde en la práctica. Los resultados indican que en nuestro entorno el enfoque paternalista, ocultador, va dejando paso a actitudes más autonomistas, que tienden a revelar la verdad al paciente. Tomando como base el reconocimiento de la virtud de la veracidad y la confianza como dos elementos esenciales en la relación asistencial, teniendo en cuenta los demás principios de la bioética, huyendo de posiciones absolutistas de todo o nada, y admitiendo que la verdad no siempre es sencilla ni deseable, la ética asistencial nos recuerda el derecho básico del paciente a la información sobre su dolencia, distinguiendo entre diagnóstico y pronóstico, y con especial énfasis en las decisiones a tomar en la terminalidad con la paciente y su familia. Esta reivindicación del principio de autonomía no es una de esas «modas de los norteamericanos» que ya irritaban a Gregorio Marañón. Puede

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que el paternalismo médico haya sido lo tradicional, puede que incluso aún esté firmemente asentado en la práctica asistencial, pero también es cierto que la bioética está ya institucionalizada en nuestros sistemas de salud. Como dice Pablo Simón, ante la duda de si algo ideado en un entorno sanitario tan distinto del nuestro como es el norteamericano puede trasladarse a nuestro país, hay que recordar que no es muy inteligente rechazar algo sólo porque llega del otro lado del Atlántico, al igual que tampoco lo es aceptarlo acríticamente: la cuestión no es, por tanto, si se debe copiar o no, sino reconocer que las cuestiones morales son inherentes a la condición humana, y que aunque sean formuladas y abordadas de formas diferentes en diferentes lugares y tiempos, siguen ahí, sin reconocer fronteras ni lenguas (2002: 256).

En este capítulo hemos visto que la autonomía es una noción notablemente ambigua, pues puede predicarse de los principios, de las personas y también de los actos. La concepción kantiana concibe la autonomía como dignidad o valor intrínseco, propiedades que sí pueden atribuirse a los individuos; pero también como una «autonomía de los principios», en la que el agente moral delibera y elige a partir de principios que podrían ser umversalmente aceptados, y que por lo tanto han de ser desinteresados o autónomos respecto de las ataduras mundanas. Beauchamp y Childress conciben la autonomía como la capacidad de llevar a cabo actos más o menos autónomos, pero este planteamiento presenta algunos problemas de circularidad. Hemos visto tres dimensiones de la autonomía (decisoria, informativa y funcional) y cómo podemos calificar un acto de autónomo sin comprometernos con su bondad moral prima facie. Si todo acto genuinamente autónomo fuese bueno sólo por serlo, ¿donde quedaría la responsabilidad? «Ahora que estamos en la época del antipaternalismo y de la autonomía —escribe Gracia—, es más necesario que nunca antes educar en la responsabilidad» (2004a: 368). Pero no se trata sólo de que la autonomía incluya la responsabilidad por las opciones autónomamente elegidas por la paciente o la profesional; la relación entre ambas es más profunda y compleja. Como añade Gracia, los estudios de género y la nueva ética de la enfermería han introducido «un estilo distinto de pensar en ética, directamente re-

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lacionado con el concepto de responsabilidad» (2004a: 487). Este nuevo estilo piensa, en palabras de Carol Gilligan (p. 42, citada por Gracia), que el problema moral surge del conflicto de responsabilidades más que de los derechos en competencia, y que su resolución requiere de un modo de pensar que sea contextual y narrativo, y no formal y abstracto. Esta concepción de la moralidad como preocupada por la actividad del cuidado, centra el desarrollo moral en torno a la comprensión de la responsabilidad y de las relaciones, así como la concepción de la moralidad como imparcialidad vincula el desarrollo moral a la comprensión de los derechos y reglas.

De manera algo abstracta, el lenguaje de los derechos humanos tiende a ver a cada individuo como alguien dotado de ciertos derechos por ser humano; las responsabilidades suelen venir asociadas a roles sociales más específicos. Como señala Tauber (117), los individuos tenemos identidades múltiples, que nos vienen conferidas por diferentes posiciones sociales. Ser madre, esposa, profesora, cocinera, consumidora, juez o conductora de autobús son roles definidos por diferentes responsabilidades y bienes que les son propios. Suponer que hay una única identidad que organiza y dirige las demás no es sólo una simplificación, sino una falsificación de la naturaleza del yo. La ética del cuidado descrita por Gilligan y la moralidad como imparcialidad (o sea, la ética kantiana del deber) no tienen por qué ser opuestas ni conducir inevitablemente a conflictos entre la justicia y la beneficencia, o entre la autonomía y el cuidado. Hay una posibilidad de que sean complementarias: entender la autonomía como resultado de las relaciones sociales (Tauber: 119). Así lo entiende Rawls en su teoría de la justicia, pensada para justificar las instituciones de una democracia liberal donde lo que todos debemos hacer políticamente es decidido en conciencia por cada uno de los ciudadanos, cada uno por sí mismo. Esto no conduce a la anarquía porque esa teoría asume que los ciudadanos son responsables además de autónomos, y por lo tanto su deliberación ha de tener en cuenta los principios constitucionales reconocidos públicamente por la comunidad política (Rawls: 389 y ss. ). La «obsesión por la autonomía» presente en la cultura norteamericana (Tauber: 118) induce a concebirla en términos de un «individualismo on-

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tológico» en el que los agentes están aislados casualmente de los demás, es decir, donde la identidad de un individuo es independiente de las relaciones sociales en las que toma parte. Pero ésta es una distorsión que, además, no se corresponde con la doctrina kantiana, que Javier Muguerza (330) ha descrito como un «individualismo ético» según el cual el individuo es la fuente de toda moralidad y por lo tanto también su arbitro supremo. Bien entendida, la ética asistencial no separa la responsabilidad de las convicciones, ni la autonomía de las relaciones sociales en las que tiene lugar. No se trata, pues, de restar importancia al respeto por la autonomía, sino de aceptar que hasta los ideales individualistas requieren una base comunitaria (Tauber: 120, 123). En palabras de Camps, se trata de defender «una concepción del individuo comunitaria, relacional, y una concepción de la moral como algo que construimos entre todos» para así entender mejor que la nuestra es «una autonomía débil que, para expresarse, casi siempre necesita ayuda» (180).

EL CASO

Como hemos anunciado, ahora intentaremos deliberar sobre Mi vida sin mí utilizando el método de Gracia. El primer paso, la «presentación del caso», podemos darlo por hecho, ya que con él hemos iniciado este capítulo. Pasemos a los demás, dedicando un epígrafe a cada uno.

Discusión de los aspectos médicos Tras sufrir náuseas, mareos y vómitos, Ann acude al hospital (cree estar embarazada), pero allí le encuentran un tumor en los dos ovarios, con metástasis en intestinos e hígado, es decir: un cáncer en fase IV y (como se dice en otra película, Wit) «no hay fase cinco». El pronóstico es de dos o tres meses de vida a lo sumo. Esta clase de cáncer suele tener un mal pronóstico porque los síntomas son vagos y poco específicos, de manera que puede pasar desapercibido hasta las últimas fases. Tampoco es fácil adscribirle alguna causa, a diferen-

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cia del cáncer cérvico uterino, relacionado en algunos casos con tipos de virus papiloma humano (VPH) para los que ya existe una vacuna. En la película no se explica cómo será la evolución de Ann, pero resulta poco verosímil que pueda hacer frente a ella en solitario y con la sola ayuda de unos calmantes.

Identificación de los problemas morales Sin pretender ser exhaustivos, éstas son algunas preguntas que suelen surgir tras la visión de la película: 1. ¿Es el doctor Thompson un buen médico? ¿Es correcto dar malas noticias de esa manera? ¿Puede aceptar así la negativa al tratamiento de Ann? 2. ¿Debería Ann informar de su estado a familiares y amigos? ¿Y el doctor? 3. ¿Hace bien Ann al buscar una vecina (la enfermera representada por Leonor Watling) para que la sustituya como madre y esposa cuando ella ya no esté? 4. ¿Actuó bien la enfermera en el caso de los siameses que le cuenta a Ann cuando se conocen?

Elección de un problema moral Los problemas 1, 3 y 4 no son sencillos, pero en los tres podemos asumir una respuesta afirmativa. El doctor Thompson tiene problemas de comunicación, en especial cuando se trata de dar malas noticias, pero en su relación con Ann demuestra capacidad técnica y compasión; suponiendo que Ann pueda en efecto arreglárselas sola, él no puede obligarle a seguir un tratamiento fútil y que además ella no desea. En cuanto a Ann, que decida hacerse cargo de su familia de esa manera puede parecer una actitud poco realista o manipuladora, pero podría entenderse como una peculiar expresión de voluntades anticipadas, algo perfectamente válido hoy día en la re-

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lación asistencial (véase capítulo 8). En cuanto a la actuación de la enfermera, y obviando lo artificioso de la situación planteada (los siameses no pueden ser de sexo distinto, como se dice en el guión), la enfermera acompaña a sus pequeños pacientes con una dedicación ejemplar a los cuidados paliativos, aun a riesgo de «quemarse» (y, de hecho, el incidente provoca que abandone la obstetricia para dedicarse a la geriatría). El problema 2, sin embargo, no admite una respuesta afirmativa tan fácilmente y por ello lo elegimos para este análisis. Cierto es que Ann prohibe al doctor hablar con su familia y que éste no puede romper sin autorización la confidencialidad en su relación revelando el diagnóstico a terceros. (Las cosas podrían ser diferentes si hubiera un problema de salud pública, si por ejemplo se tratase de un cáncer provocado por el VPH con riesgo de ser transmitido por vía sexual, ya que Ann tiene relaciones con al menos dos personas distintas, pero no es ése el caso. ) En la película, Ann guarda silencio hasta el final. Al margen de lo factible que pudiera llegar a ser esa postura en el mundo real, ¿hasta qué punto puede guardarse para ella sola su condición de enferma terminal? ¿Tiene alguna obligación de comunicar el diagnóstico a su marido, a sus hijas, a sus amigas o a su amante?

Identificación de los cursos de acción posibles Centrándonos en el problema de la obligación de comunicar su estado, Ann puede, entre otras cosas: 1. Revelar el diagnóstico y el pronóstico a sus familiares y seres queridos. 2. Revelar sólo el diagnóstico, para que se vayan preparando. 3. No comunicar ni el diagnóstico ni el pronóstico (ésta es la opción elegida por ella en la película). 4. Postergar las decisiones hasta recibir los resultados de la biopsia y tal vez una segunda opinión médica.

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Deliberación del curso de acción óptimo En la práctica, nos dice Gracia (2001: 21), la evaluación de cada curso de acción puede hacerse mediante dos pasos o «momentos».

Momento deontológico Primero hacemos un contraste de cada curso de acción con los principios de la bioética, identificando los posibles conflictos morales. Nivel 1: principios de no maleficencia y justicia Recordemos que, para Gracia, los principios de este nivel «determinan nuestros deberes para con todos y cada uno de los seres humanos, tanto en el orden de su vida biológica (principio de no maleficencia) como en el de su vida social (principio de justicia)». En su decisión, Ann ha de evitar dañar a otros y darles lo que legítimamente les corresponde. Ésta parece ser su intención: minimizar los efectos negativos de su muerte en la familia y gestionar adecuadamente el tiempo que le queda {Le temps qui reste, por decirlo con el título de una película de Franc. ois Ozon que aborda un tema semejante). También ha de evitar dañarse a sí misma, pero dado que entre los planes de acción propuestos no entra el suicidio, no parece haber mayor conflicto aquí. Nivel 2: principios de autonomía y beneficencia Estos principios, nos dice Gracia, marcan «el espacio privado de cada persona, que ésta puede y debe gestionar de acuerdo con sus propias creencias e ideales de vida». Podría parecer que el principio de respeto de la autonomía recomienda cualquier curso de acción de entre los propuestos, siempre que fueran elegidos con autenticidad; pero de hecho es el 3 el que elige Ann. Lo hace, además, porque, junto con el 4, éste le permite la posibilidad de seguir en el mundo de los (aparentemente) sanos y así ganar cierto tiempo para llevar a cabo sus planes. En cuanto a la beneficencia, es-

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te principio conduce a que el doctor Thompson respete la opción elegida por Ann; a su vez, ella actuará de manera benefícente si elige una opción que sea coherente con la concepción del bien de su entorno social inmediato. A este respecto, parece que sus familiares valoran sobre todo el poder estar con Ann: su marido, Don, le habla de la posibilidad de repetir un picnic en la playa y sus hijas se alegran cuando ella las acompaña al colegio. En este sentido, la opción de no comunicar el diagnóstico se convierte en una mentira piadosa apoyada no sólo en el respeto de la autonomía, sino también en el principio de beneficencia. (Curiosamente, Don no sabe mentir, y eso le descalifica como representante moral de Ann, que es una verdadera experta en contar historias a sus hijas y mentiras a su madre. ) Esta intención benefícente de Ann es también especialmente visible en su relación con Lee, su amante, a quien rescata de la depresión, algo que tampoco hubiera sido posible si ella no hubiera salvaguardado temporalmente su pequeña parcela de autonomía personal mediante la opción 3.

Momento ideológico Este es el momento de evaluar las circunstancias que concurren en el caso concreto y las consecuencias previsibles de cada decisión, preguntándonos si el curso de acción recomendado por los principios puede admitir excepciones (en nuestro caso, habría que considerar si al respetar la autonomía de Ann no estamos incurriendo en una irresponsabilidad). Evaluación de las consecuencias objetivas o de nivel 1 Partamos del hecho de que la enfermedad de Ann se le presenta (y se nos presenta) como incurable e incontenible: haga lo que haga, morirá en pocos meses. Las consecuencias de los cursos de acción propuestos no cambiarán ese hecho en ningún caso. Se trata, por tanto, de discernir las consecuencias de sus actos sobre los otros, en particular sobre su familia. Al revelar el diagnóstico, los cursos de acción 1 y 2 pueden provocar serios trastornos en la familia de Ann; es difícil saber cómo reaccionarían las niñas a la noticia de la inminente muerte de su madre, y tampoco se puede

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decir que el personaje de su marido sea un modelo de madurez y contención; como padre y esposo, la película lo presenta como alguien bueno y cariñoso, pero también algo ingenuo e impulsivo. Por el contrario, 3 y 4 (no comunicar o postergar) no provocan daños inmediatos, aunque puede que esos cursos de acción supongan una suerte de discriminación hacia las niñas y Don, algo que podría ser injusto si existiese un derecho moral a conocer la verdad acerca del estado médico de nuestros familiares. Esto podría ser así en el caso de los familiares a nuestro cargo (un progenitor tiene el derecho y la obligación de conocer la situación médica de sus hijos no emancipados), pero el caso aquí es justamente el contrario, y además no nos hallamos ante una enfermedad infecciosa o de declaración obligatoria, como la tuberculosis. Evaluación de las consecuencias subjetivas o de nivel 2

Partamos de que los principios recomiendan la opción tomada por Ann, al igual que, en un caso semejante, Gracia (1989: 188) defiende el derecho a la autonomía de una paciente que no autoriza a su médico para revelar el diagnóstico a su familia y se niega a un tratamiento fútil. Aceptado esto, las consecuencias subjetivas pueden jugar un papel en la valoración de los cursos de acción 3 y 4. Optar por este último y continuar con las pruebas médicas (biopsia), puede dar mayor certidumbre a Ann sobre su estado, pero al precio de perder tiempo y energías en las visitas al hospital y aumentar el riesgo de que su familia descubra la verdad. Si Ann confía en la competencia del doctor Thompson y acepta la vía paliativa, entonces no tiene sentido continuar la vía terapéutica. Por eso rechaza una segunda opinión, ya que lo que Ann necesita no son más pruebas sino más tiempo, tiempo para pensar y tiempo para aprovechar lo que le queda de vida. Como leemos en el guión: Pensar. No estás acostumbrada a pensar. Cuando tienes tu primer hijo a los diecisiete con el único hombre al que has besado en tu vida, y después otro hijo a los diecinueve, con el mismo hombre, y vives en un remolque en el patio trasero de tu madre y tu padre está en la cárcel desde hace diez años, nunca tienes tiempo de pensar.

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[... ] tengo que hacer tantas cosas antes de morir, tengo que hacerlas todas porque de lo contrario sentiré que he desperdiciado mi vida... No quiero que la gente empiece a tratarme como a una moribunda, no lo soportaría, esas miradas furtivas cuando a alguien se le escapa la palabra muerte...

El juicio moral Es hora de emitir un juicio acerca del curso de acción óptimo y, por añadidura, acerca de la conducta de Ann. Para ello, Gracia propone una ética de la responsabilidad que busca actuar de acuerdo con los principios morales, pero admite excepciones justificables en virtud de las consecuencias, «siempre que tengamos razones para pensar que la aplicación de una norma o principio resulta atentatoria contra la dignidad del ser humano» (Gracia, 2001: 22). Contraste del caso con la regla

El caso de Ann, con su opción por el curso de acción 3, está guiado por el principio de respeto de autonomía y el deber de confidencialidad respecto de los datos de salud; ambos recomiendan aceptar las decisiones de la paciente acerca de cómo, cuándo y a quién dar a conocer su diagnóstico y su pronóstico. Avaluación de las consecuencias del acto, para ver si es necesaria una excepción

Las consecuencias de la decisión de Ann no suponen un menoscabo de los otros principios; dado que la verdad sobre su estado de salud saldrá a la luz tarde o temprano, todos los cursos de acción suponen ciertos efectos dañinos sobre su familia, pero ganar algo de tiempo puede provocar efectos beneficiosos tanto en la autoestima de Ann como en las relaciones con sus seres queridos. En la medida en que no hay maleficencia (o no la hay en mayor medida que con otras opciones) y no se comete injusticia alguna, no es posible justificar una excepción al principio de respeto de la autonomía.

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Contraste de la decisión tomada con el sistema de referencia Al margen de que se esté de acuerdo o no con la opción de Ann, pocos espectadores podrán decir que este personaje no se comporta con dignidad y respeto hacia los demás. En su libro Acortar la muerte sin acortar la vida, Juan Antonio Garrido Sanjuán sostiene a propósito de esta película que «todo morir más autónomo y más acompañado es más humano» (90), y la propone como ejemplo para profundizar en «el derecho que tienen las personas a saber el pronóstico de sus alteraciones de salud, para darles la oportunidad de que puedan ejercer el control del final de su vida, de ser protagonistas de él» (89). Como le dice Ann al doctor Thompson, «durante toda mi vida me han dicho cómo debo vivir [... ] quiero sentir que al menos tengo control sobre cómo quiero morir, ¿lo entiende?».

Decisión final En el caso expuesto en Mi vida sin mí, Ann hace bien al no divulgar por el momento su diagnóstico y pronóstico. No podrá evitar su muerte inminente, ni la aflicción que ésta traiga a su círculo social, pero ello le permite actuar de manera autónoma y beneficente, sin comprometer la justicia ni la no maleficencia.

Argumentos adicionales en contra y a favor Estamos ante un caso de paternalismo débil o justificable, sobre todo si pensamos en los menores a cargo de Ann. No está tan claro que Ann pueda ser paternalista con respecto a su marido o a su madre, pero en este caso la paciente es ella, no ellos, y es su bienestar el que ha de ser tenido en cuenta en primer lugar. Ann es la auténtica heroína de esta película, la única que se da cuenta de que «todos los escaparates brillantes [... ] intentan alejarnos de la muer-

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te. Sin conseguirlo». Como escribe Garrido Sanjuán, Mi vida sin mí tiene a su favor que nos obliga a cuestionar la felicidad del consumismo, a plantearnos la muerte y a planificar las actuaciones que la preceden. Lo mismo puede decirse de la película que nos ocupa en el capítulo siguiente.

5 Mar adentro: justicia y no maleficencia

i la protagonista de Mi vida sin mí era una mujer que quiere vivir, pero a la que quedan pocos meses de vida, en Mar adentro nos encontramos con la situación inversa: un hombre que quiere morir pero no puede hacerlo, y que se enfrenta a los años por delante como si fueran una condena. Por otro lado, Ann y Ramón comparten cierto deseo de controlar las circunstancias de su muerte, pero lo llevan a cabo de manera muy distinta: ella, ocultando esas circunstancias; él, haciéndolas públicas. El caso de Ramón Sampedro apenas requiere presentación, especialmente tal y como ha sido contado en la película de Amenábar (véase el capítulo 2). Sin embargo, en ella hay un personaje, Julia, que toma una decisión completamente distinta de la de Ramón. Desgraciadamente, muchas de las escenas que en el guión original muestran la evolución de Julia y las razones de esa decisión no llegaron al montaje final de la película, provocando que el personaje pierda fuerza y protagonismo. Por eso en este análisis de caso nos centraremos en el dilema de Julia, en sus opciones disponibles y en aquella que finalmente elige, preguntándonos de paso si con ella la película proporciona o no un muestrario equilibrado de actitudes ante la enfermedad, la invalidez y la dependencia.

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Según el guión, Julia es «una mujer muy guapa de unos treinta y cinco años» (Amenábar la definió como un colkge de varias personas reales) que viaja desde Barcelona, donde vive con su pareja, para visitar a Ramón en su casa de Galicia. Trabaja en un bufete con Marc, otro abogado, y su cometido es preparar la batalla legal para el reconocimiento del derecho de Ramón a recibir ayuda para morir. Julia se presenta como alguien eficiente y que quiere hacer las cosas lo mejor posible, pero deja traslucir que su interés en este caso no es sólo profesional. En efecto, Julia se interesa por Ramón no sólo como cliente, sino porque ella también tiene un serio problema de salud que la irá despojando de su autonomía en poco tiempo. Se establece una relación amorosa basada en la ternura y el humor, pero no exenta de discusiones. A veces, Ramón se siente incómodo con la nueva situación: «Tú se supone que habías venido para ayudarme, ¿eh? Había un propósito. Y en lugar de eso te pones a cuestionarlo todo, buscando no sé muy bien qué, y a meterte en... en mis sentimientos... » (Amenábar y Gil: 71). Todo cambia cuando Julia transmite a Ramón su decisión de seguir su mismo camino: le ayudará a morir y a continuación ella se suicidará, pues no puede soportar la idea de ir perdiendo facultades progresivamente. Ella regresa a Barcelona a completar los preparativos; pero al despedirse de Germán, su pareja, éste descubre su plan y (en la emotiva escena eliminada del montaje final) le hace cambiar de idea. Ésta es la parte final de esa conversación, tal y como aparece en el guión (Amenábar y Gil: 136-138): GERMÁN. - ¿Ves aquella casa? La de los ventanales. La luz que le llega por las mañanas es impresionante. La he comprado. Estoy hipotecado hasta las cejas, pero creo que vale la pena... Me gustaría que vinieses a vivir conmigo... Algún día, cuando tú quieras. JULIA. -Germán... GERMÁN. - YO ya sé que estás enamorada de ese hombre... Y lo creas o no, lo acepto. He tenido que aceptarlo. Lo que no puedo aceptar es que ahora quieras... La Julia que yo conozco, o que creía conocer, no se habría rendido. Jamás. Habría luchado hasta el último minuto... JULIA. - Germán, no sé si los médicos te lo han dicho, pero... esto va muy deprisa y está empezando a afectarme del modo que más me aterroriza. No es ya mi cuerpo. Es mi mente. Hay días en que no me acuerdo de las cosas,

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confundo a las personas. ¿Cómo te sentirías cuando de pronto vieras que no soy capaz ni de reconocerte... ? GERMÁN. - ¡¿Y qué más da?! Julia, ¿qué más da... ? ¿O es que eso te va a impedir sonreír? ¿Eh... ? ¿Qué más da? Julia no sabe qué contestar a eso. GERMÁN. - Vete a Galicia. Vive esa historia si eso es lo que necesitas. Yo te espero. Yo me conformo... con lo que me quede.

¿Qué decir ante esta situación? Para empezar, que aquí nos encontramos con una situación más habitual entre nosotros: si Ann era una mujer excepcionalmente autónoma, Julia es una paciente cuya autonomía ya está limitada por la enfermedad, y que anticipa que va a ir a más. Hay que tomar decisiones y, a diferencia de Mi vida sin mí, en Mar adentro ese proceso tiene en cuenta a los familiares de los enfermos. La relación asistencial ya no es cosa de dos; «los otros» juegan un papel decisivo, que puede inclinar la balanza hacia un lado u otro. Por otra parte, recordemos que la versión de la ética asistencial que estamos presentando se basa en los principios propuestos por Beauchamp y Childress para la ética biomédica: cuatro principios tradicionales, comúnmente aceptados en el seno de sociedades pluralistas y que en ausencia de otras consideraciones pueden considerarse como obligatorios (como deberes prima facie) para los profesionales implicados en la relación asistencial. Ahora bien, estos principios a veces entran en conflicto y recomiendan cursos de acción dispares; en ese caso, nos recuerda Gracia (1999: 28), hay que ver cuál tiene prioridad sobre los demás en cada situación concreta, «lo que en última instancia dependerá siempre de las consecuencias». El sistema de Beauchamp y Childress (348), aunque no sea puramente consecuencialista, intenta incorporar algunos elementos de esa escuela, de modo que a menudo es la evaluación de las consecuencias de cada curso de acción lo que acaba decidiendo en un sentido o en otro. En oposición a este carácter consecuencialista que encuentra en la doctrina de Beauchamp y Childress, Gracia (1999: 29) sintetiza la doctrina kantiana en dos principios: el de no maleficencia («que ahora es un principio absoluto, y no la parte negativa del principio de beneficencia») y el de

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justicia («que tampoco tiene por objeto compensar de algún modo las desigualdades empíricas, sino cumplir con la obligación de tratar a todos por igual»). Estos dos principios constituyen los mínimos morales y son distintos y superiores al principio de respeto a la autonomía, «ya que obligan aun en contra de la voluntad de las personas» (30). En este capítulo vamos a relacionar la autonomía con esos dos principios, y a mostrar que no son tan absolutos ni independientes. El propio Gracia argumenta que el principio de no maleficencia no es absoluto, sino proporcional: hay deberes que tienen pretensión de validez universal, pero eso no quiere decir que no hayan de ceder ante otros en ciertas circunstancias. Hay principios más imperativos que otros y entre los primeros se encuentra el de no maleficencia, pero eso no quiere decir que sea absoluto, aunque la razón proporcional que se necesita para hacer una excepción sea muy elevada (2004a: 241).

EL IMPERATIVO DE NO MALEFICENCIA

La vida humana es a veces una historia con episodios recurrentes o predecibles, una narración cuyas situaciones no son siempre distintas, por lo que es posible pensar en tipos o clases de situaciones parecidas. Podemos preguntarnos qué tiene que hacerse en tal o cual clase de situación y dar con una respuesta, y en eso consiste buena parte de nuestra vida moral. En ese sentido, la ética de una profesión o de una comunidad no es más que ese conjunto de respuestas tradicionales al conjunto de preguntas acerca del conjunto de clases de situaciones recurrentes (Barden: 39). Los cuatro principios de la bioética expresan un conjunto de respuestas a problemas que surgen en la relación asistencial, y es natural que sea así: al fin y al cabo, un recurso habitual en situaciones en las que tenemos poco tiempo para explicarnos es la de proporcionar fórmulas que expresan mediante ciertos principios la ética de una comunidad. Por ejemplo, para el principio de no maleficencia tenemos una fórmula en latín que nos remite directamente a la relación entre médico y paciente {primum non nocere) y otras fórmulas más generales que permiten aplicarlo a otros ámbitos asistenciales: hacer correctamente las cosas correctas, por

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ejemplo. Estas expresiones del principio pueden parecer frustrantes, por vacuas. Uno puede objetar: ¿y cómo sabes qué es lo correcto? Pero esto es sólo una objeción si pensamos que la expresión es una especie de mandamiento divino, o una idea platónica quizá, que hemos de obedecer para ser éticos. No es así. La expresión es una descripción de una actividad que no nos es ajena: una investigación ética en la que estamos inmersos cada vez que actuamos de manera deliberada. El código de ética médica que ha ejercido una influencia más amplia sobre las facultades y escuelas de medicina y enfermería del mundo occidental es el atribuido a Hipócrates. Conocido generalmente como «juramento hipocrático», procede del siglo V a. C. y obliga al médico a aplicar las medidas oportunas «para beneficio del enfermo de acuerdo con mi capacidad y juicio; nunca le causaré daño ni le someteré a injusticia». Tal como lo explica Gracia: La tradición médica occidental ha mantenido, de modo prácticamente uniforme desde sus orígenes en la Medicina hipocrática hasta la actualidad, que favorecer y no perjudicar son dos obligaciones morales distintas. Una es la obligación de favorecer y otra la de no perjudicar. El modo de articular una y otra sí ha variado a lo largo de la historia. La tesis más tradicional fue que la obligación imperativa del médico es favorecer, y que el no perjudicar es una obligación subsidiaria, cuando el favorecer resulta imposible. Modernamente la tesis es más bien la contraria: que la obligación primaria es la de no perjudicar, y que el favorecer no puede hacerse nunca sin el consentimiento del paciente. Si la primera de estas tradiciones se expresa en el precepto hipocrático «favorecer o al menos no perjudicar», la segunda encuentra su más concisa expresión en el primum non nocere. En ambos casos, la tradición médica ha entendido que el dañar no tiene sentido absoluto, sino proporcional (2004a: 229). Sea como fuere, la obligación de no dañar o non nocere está en el núcleo de varias teorías éticas, que la consideran como uno de los cimientos de cualquier código moral. En una primera aproximación al contenido de esta obligación dentro de la relación asistencial habría que distinguir por lo menos dos dimensiones: la deontológica o de los deberes y la consecuencialista o de los cálculos.

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Respecto a la primera dimensión, en general los deberes negativos son deberes de no hacer aquello que está mal, y los positivos son deberes de hacer lo que está bien. Los primeros son deberes negativos o de abstención, y hay autores que defienden una prioridad moral de esta clase de deberes, ya que evitar el mal les parece algo más específico, urgente y factible que procurar el bien. De este modo, el principio de no maleficencia puede resumirse como «no se debe causar perjuicio o daño al usuario o paciente». En general, el daño puede definirse como la negación o vulneración de intereses legítimos, pero este concepto dista mucho de ser transparente. Como mínimo, el interés suele abarcar tanto los intereses de preferencia {preference interests, mis preferencias y deseos subjetivos) como los intereses de bienestar {welfare interests, deseos de segundo orden que responden a mis necesidades objetivas, al margen de que los exprese o no). Aquí entra la segunda dimensión, pues para determinar el daño a menudo se recurre al cálculo de riesgos y oportunidades, de beneficios y perjuicios. De este modo, se podrían incluso justificar acciones que puedan tener consecuencias negativas e incluso mortales en función de la probabilidad de que traigan consigo un bien (por ejemplo, en una intervención quirúrgica o una amputación). Las dos dimensiones se concretan en los criterios de buena práctica profesional, es decir, la aplicación de aquellas medidas o tratamientos que se consideran correctos según los conocimientos actuales de la profesión. Estos criterios van variando con el tiempo, pues la buena práctica profesional ha de tener en cuenta los resultados de la investigación y esforzarse por implementarlos. Para ello, el imperativo de no maleficencia obliga a revisar la literatura científica y a generar protocolos y otras estrategias de implementación. Finalmente, es posible violar el principio de no maleficencia sin pretender causar o arriesgar un daño. Esto ocurre por negligencia, cuando por omisión no se llega a los mínimos de cuidados básicos, o cuando no se tienen en cuenta los legítimos intereses de terceros. Éste es un aspecto importante que de nuevo nos lleva al principio o criterios de justicia. Camps ha escrito que «la bioética se acuerda menos de la justicia que del resto de sus principios» (164); Gracia sostiene que el menos trabajado ha sido el de no maleficencia (2004a: 225). Al margen de la cantidad de

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trabajos dedicados a uno u otro, una vía para conciliar estas dos afirmaciones pasa por concebir la justicia y la no maleficencia como dos principios interrelacionados a nivel macroético o global. Así, Guerra (2006: 55) entiende la justicia «como el reparto equitativo de cargas y beneficios con respecto al acceso a los recursos sanitarios», pero advierte que la mayor parte de la población mundial tiene «enormes dificultades para acceder a la asistencia sanitaria mínima» y sufre, además, «unas condiciones de vida que deterioran de manera inequívoca la posibilidad de una existencia saludable». El muy desigual reparto de esos daños y aquellos recursos es tanto una cuestión de justicia como de no maleficencia. Como hemos visto, ser autónomo supone obrar responsablemente. Para Kant, ser autónomo no significa independencia respecto de la gente y las convenciones sociales, sino que consiste más bien en «el tipo de autocontrol que tiene en cuenta el igual estatus moral de los demás» (O'Neill: 259). Rodríguez Aramayo (359) señala que la noción de independencia puede entenderse como la vertiente jurídica del concepto kantiano de autonomía, pero que ésta no es su única dimensión. Hay otra, la vertiente ética, en la que la dignidad descansa sobre la autonomía, y ésta a su vez sobre cierta autosatisfacción o bienestar con uno mismo [Selbstzufriedenheit], que además no tiene que depender de los dones naturales ni del azar y la fortuna, ya que éstos no tienen por qué venir a coincidir con nuestros fines esenciales y más elevados; siendo así que no caben móvil ni bien más elevados que los basados en la libertad conforme a leyes, en un acuerdo sin fisuras con uno mismo, todo lo cual viene a constituir el valor y la dignidad de la persona.

Esta imagen del «acuerdo sin fisuras» puede llevarnos a engaño si pensamos que podemos ser morales de manera completamente independiente. Como dice Korsgaard (171), el sujeto kantiano puede obligarse a sí mismo porque es consciente de sí mismo; si alguien más va a obligarle, tiene que ser consciente de esa persona, que tiene que poder meterse en sus reflexiones y poder afectar al sujeto, y esto es posible porque nuestra naturaleza más profunda es social, en el sentido de que la naturaleza de nuestras razones es que sean públicas y compartibles. Esto nos recuerda que el ejercicio de la autonomía no es una actividad privada, sino dialógica y social, y re-

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quiere unos mínimos económicos y políticos que permitan al individuo emanciparse de la lotería natural «del azar y la fortuna». Estamos ya ante la cuestión de la justicia distributiva.

LOS CRITERIOS DE JUSTICIA

Aun cuando la práctica asistencial sea técnicamente perfecta, puede darse una injusticia con terceros o con el propio usuario. No en vano Aristóteles insiste en que «saber cómo hay que obrar y cómo hay que distribuir con justicia cuesta más que saber qué cosas son buenas para la salud» (1137alO). Como veremos más adelante, el principio de justicia se ha formulado de maneras diversas a lo largo de la historia. Una de ellas, tal vez la más condensada, viene a decir que ser justo es «dar a cada uno lo suyo». Esta fórmula está expuesta a la misma objeción que hemos visto antes aplicada a la fórmula de no maleficencia (¿y cómo sabes qué es lo de cada uno?), pero también a su misma explicación: descubrimos de manera tentativa qué es lo justo en cada situación mediante una investigación acerca de qué corresponde a quién. A menudo nuestra práctica profesional se conduce en este nivel o contexto social microético. Otras veces la investigación nos conduce a hacernos preguntas más fundamentales acerca de la distribución de los bienes en la comunidad, de los cargos y de las cargas, y entonces vamos pasando de la microética a cuestiones de mesoética o ética de las organizaciones, o incluso de macroética o bioética global. Es posible que el principio de justicia sea el más difícil de aprehender y articular porque escapa del ámbito microético de la relación entre profesional y usuario, introduciendo factores procedentes de los niveles mesoéticos y macroéticos. Tal vez por eso, cuando hablamos del principio de justicia hay cierta tendencia a dejarnos llevar por cierta retórica, digamos, «constitucional», limitándonos a glosar las grandes declaraciones que suelen encontrarse en los preámbulos de ciertos documentos legales, como en el de la Constitución Española de 1978, donde se afirma la voluntad de «establecer la justicia, la libertad y la seguridad» y la convivencia «conforme a un orden económico justo».

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En cualquier caso, el principio de justicia en ética asistencial suele desdoblarse en dos fórmulas relacionadas pero distintas: no discriminar, tratar a todos con la misma consideración y ser equitativos en el reparto de recursos.

En este capítulo los examinaremos por separado, no sin antes recordar que, junto con el principio de no maleficencia, el de justicia conforma para Gracia la «ética de mínimos» o de «obligación perfecta». Como ambos principios constituyen el campo de lo moralmente correcto (frente a lo moralmente bueno o mejor) y lo públicamente exigible (frente al ámbito privado), tratan de ser cubiertos jurídicamente (pero no siempre lo consiguen, de modo que el Derecho nunca puede eliminar a la ética). El principio de justicia ha derivado de la tradición política y está vinculado con el bien de terceros y el ideal de justicia social. Este desembarco de la filosofía política en la relación asistencial es, a poco que pensemos, inevitable, pues en la relación asistencial hay siempre una tercera parte, que no es meramente instrumental: la sociedad, cuyo principio propio es el de justicia (aunque no sea el único). Y esto no es mera retórica constitucional. Estamos acostumbrados a tolerar cierta dosis de molestias y hasta de agravios, pero una sociedad radicalmente privada de justicia se derrumbaría. La justicia, por así decirlo, es el cemento social. La sociedad no es ajena a la protección de otros principios, como el de no maleficencia; pero, como dijo Adam Smith, la beneficencia es menos esencial para la existencia de la sociedad que la justicia. La sociedad puede mantenerse sin beneficencia, aunque no es la situación más confortable; pero si prevalece la injusticia, su destrucción será completa. [... ] La justicia, en cambio, es el pilar fundamental en el que se apoya todo el edificio. Si desaparece entonces el inmenso tejido de la sociedad humana, esa red cuya construcción y sostenimiento parece haber sido en este mundo, por así decirlo, la preocupación especial y cariñosa de la naturaleza, en un momento será pulverizada en átomos (186).

La primera parte del principio de justicia nos conmina a no discriminar y tratar a todos con la misma consideración. Muy bien, si no fuera porque la mayoría de las profesiones asistenciales consisten precisamente en eso, en discriminar, esto es, en asignar tratamientos diferenciados para cada caso. Esta ambigüedad se recoge en el Diccionario de la lengua española de la

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Real Academia, que incluye dos acepciones de la palabra: (a) separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra, y (b) dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc. Se trata, pues, de discriminar (a) sólo por buenas razones, para así poder distinguir lo justo en cada caso y evitar las discriminaciones injustas y arbitrarias (b). En un mundo de recursos escasos se dan de manera recurrente situaciones en las que se suscita la pregunta de qué pertenece a quién; la virtud de la justicia surge de esas situaciones. De aquí viene su definición en el Derecho romano como la disposición constante y persistente de dar a cada uno lo que le es debido, que se encuentra ya en el siglo VI de nuestra era en el Digesto (1. 1. 10) de Justiniano: la justicia es constans et perpetua voluntas tus suum cuique tribuendi (dar a cada uno lo que le es debido). Existen diferentes respuestas históricas a la pregunta general ¿qué es lo debido? Para empezar, porque el dominio de la justicia es una parte del campo ético, que a su vez puede definirse como el ámbito de la deliberación y la elección. La acción ética tiene que ver con la realización de una posibilidad sobre la cual uno tiene control y de la cual uno es responsable, y diferentes épocas y sociedades limitan de manera diferente las dimensiones de ese campo. Aristóteles, por ejemplo, dice en su estica a Nicómaco que deliberamos sobre lo posible y lo que nos afecta: sobre las cosas que cada cual en su esfera cree poder hacer. Sobre aquello inevitable o azaroso, sobre aquellas cosas que consideramos naturales, no cabe deliberar, y por lo tanto no cabe la ética ni tampoco la justicia. Cada momento histórico de la justicia depende de conceptos previos sobre la naturaleza humana. Así, en la Antigüedad, prevalece un modelo de justicia como proporcionalidad natural. Es un modelo en el que lo justo es dar a cada uno según su lugar en la sociedad, un lugar que viene prefijado por la tradición y las capacidades naturales («ajustamiento al orden proporcional de la naturaleza», en palabras de Gracia, 1990). Se trata de un enfoque claramente paternalista, en el que el bien de cada cual y lo debido a cada uno viene dado desde un orden externo a los individuos, pero tampoco debemos desdeñarlo fácilmente; aunque nuestras ideas sobre la naturaleza hayan cambiado, a menudo seguimos pensando en clave naturalista. Hubo un momento en la historia de la filosofía en el que el naturalismo se dio por muerto y enterrado. En 1739, David Hume afirmó que no es ló-

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gicamente correcto deducir o derivar un juicio de valor, construido con «debe», de un juicio de hecho, construido con «es» (Tratado de la naturaleza humana, III. 1). Con John Locke y las primeras revoluciones democráticas, la modernidad exigía que las relaciones de poder no se basasen en la sumisión natural, o ley del más fuerte, sino en el libre consentimiento basado en el respeto a los derechos humanos (civiles y hasta políticos, pero todavía no sociales). Al margen de que las promesas de la modernidad se hayan o no cumplido, en este modelo de «justicia como libertad contractual», la distribución pasa a ser regida por un enfoque liberal, en el que lo debido a cada uno es el resultado de un mercado de bienes. Pasando del siglo XVIII al XIX, con las revoluciones socialistas lo debido dejaría de basarse en la propiedad para basarse en la necesidad. Esto va unido a una crítica de la división entre natural y social, algo que más adelante resurgiría con el pensamiento feminista: como afirmaron Marx y Engels en su libro La ideología alemana (1846), el mundo natural no es algo directamente dado para toda la eternidad, sino el producto de la industria y de la sociedad. La novedad en el ámbito sociosanitario es un enfoque estatal centralÍ2ado en el que aparece como aspiración una asistencia universal y gratuita. Es la «justicia como igualdad social». En el siglo XX aparece una tercera vía, digamos «socialdemócrata», que con la creación de sistemas de seguridad social y la construcción del llamado Estado del bienestar intentó una conciliación entre las tradiciones liberal y socialista. La justicia comienza a concebirse como una aspiración de «bienestar colectivo», en el que lo debido a cada cual incluye una serie de derechos sociales, económicos y culturales: libertades no sólo de algo (negativas), sino también para algo (positivas), frente a los derechos liberales, meramente formales de no haber una redistribución de la riqueza. La contribución filosófica más importante aquí sería la Teoría de la justicia de John Rawls, que en 1971 formuló una defensa de una distribución igual de bienes primarios salvo que las diferencias redunden en beneficio de los más débiles, y matizada en los años noventa por la necesidad de un consenso intergrupal en sociedades marcadas por el innegable hecho del pluralismo. Esta teoría ha de integrar la crítica comunitarista de aquellos que ven la necesidad de completar la redistribución de riqueza con un reconocimiento de las identidades y culturas minoritarias.

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Ahora bien, a todas estas consideraciones se les puede objetar que ponen demasiado énfasis en los principios y poco en las consecuencias (que son en exceso «deontológicas» y poco «teleológicas», por decirlo en la jerga filosófica que emplea Gracia). Habría que tener en cuenta también ciertas consideraciones de utilidad pública y cálculo entre costes y beneficios. Al fin y al cabo, la bioética nació en un momento poco dado a alegrías con el presupuesto: a partir de los años setenta del pasado siglo hemos asistido a una explosión de costos sanitarios paralela al proceso de tecnologización de la medicina, así como a un alargamiento de las expectativas de vida que ha traído consigo tanto el envejecimiento de algunas poblaciones como problemáticos movimientos migratorios en otras. A este momento teleológico nos dedicaremos en la siguiente sección, mas no sin antes advertir que el mero cálculo económico no resuelve la necesidad de conciliar principios morales y recursos limitados. Primar la eficiencia consiste en maximizar ciertas variables en el cálculo económico, pero la elección de esas variables es ya una cuestión ética que el economista no puede (o no debe) responder por nosotros. Como señala Gracia, estos ideales de justicia como «ajustamiento natural», justicia como «libertad contractual», justicia como «igualdad social» y justicia como «utilidad pública», no son concepciones necesariamente rivales e incompatibles, sino momentos distintos de un largo proceso de justificación pública por medio de razones. «Ninguna de esas teorías es del todo verdadera, pero ninguna es del todo falsa. Cada una adquiere su sentido y desvela su verdad cuando se las considera como momentos del acto de justificación» (1989: 292). En conjunto, proporcionan una imagen de nuestra vida moral como algo complejo, rico e incoherente a la vez.

LA DISTRIBUCIÓN DE RECURSOS

A la hora de examinar la segunda parte del principio de justicia («ser equitativos en el reparto de recursos») un buen ejemplo de discusión es la de John Harris (2003) sobre la justicia distributiva, es decir, sobre el difícil arte de asignar recursos escasos en el ámbito sanitario. Esta discusión sigue el método del equilibrio reflexivo, partiendo de una teoría o intuición moral

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establecida, poniéndola a prueba mediante los ejemplos y el cuestionamiento de los esquemas habituales, y modificándola para obtener una mayor coherencia. En la relación asistencial, la escasez de recursos puede ser radical allí donde no haya medios suficientes para atender a todos los necesitados, y el resultado será que algunos se quedarán sin tratamiento o incluso morirán antes de que les llegue el turno. Por otro lado, la escasez puede ser relativa allí donde ha de establecerse un orden entre los usuarios aunque al final todos acaben por ser atendidos. Aunque lo normal en Occidente sea que la práctica profesional se desarrolle en un escenario de escasez relativa, Harris nos sitúa en una situación de escasez radical para buscar un mayor contraste y hacer visibles los problemas latentes. Comencemos por desmontar algunos tópicos. Suele decirse que la escasez de recursos es una característica permanente e ineludible del sistema sociosanitario. O sea, que los recursos son «finitos». Pero los recursos sanitarios son bienes sociales, y como tales no son finitos ni infinitos: son indefinidos, porque dependen de múltiples gestiones en las que una decisión puede compensar a otra. Puede que el presupuesto del Estado sea limitado o finito en su conjunto, pero eso no quiere decir que disminuyendo, por ejemplo, la cantidad de gasto militar no pueda aumentarse la cantidad asignada al gasto sanitario. Ante esto suele objetarse que, como la demanda de servicios sanitarios es potencialmente «infinita», no podemos permitir que acabe «comiéndose» las demás partidas presupuestarias. En este punto Harris cita al economista Oppenheimer, quien tras estudiar la situación en Gran Bretaña llegó a la conclusión de que la demanda de servicios sanitarios no es tan infinita como a veces se nos quiere hacer creer: La cantidad demandada de un servicio gratuito se estabiliza en el punto en que los clientes no ven beneficios adicionales en recurrir una vez más al servicio en cuestión. Esto ocurre con niveles modestos de demanda en la mayoría de las formas de atención sanitaria, al igual que en la mayoría de las bibliotecas públicas y de los urinarios públicos (6). Los diferentes criterios de justicia que hemos examinado en el apartado anterior nos conducen a entender hoy que, si queremos ser justos en el ámbi-

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to asistencial, hemos de priorizar a los clientes, pacientes o usuarios, en función de sus necesidades de atención y tratamiento. Ahora bien, el concepto de necesidad tampoco es de los más transparentes. Como mínimo, existen tres dimensiones del grado de necesidad de asistencia sociosanitaria: (a) la urgencia, intensidad o importancia de la necesidad; (b) la cantidad de aquello que se necesita; (c) la capacidad del individuo para beneficiarse de aquello que necesita. El problema es que a veces un usuario puede tener grados de necesidad distintos según cuál sea la dimensión elegida por la profesional para determinar sus necesidades. En otras palabras, el grado de necesidad no es una variable que podamos extraer de la mera prognosis de la paciente, sino que en su evaluación entran en juego aspectos sociales y culturales. En este punto Harris se plantea tres preguntas de creciente dificultad: 1. Dado que no podemos evitar el decidir entre pacientes, ¿queremos que esa elección se base en una evaluación no meramente clínica, en la que entren en juego aspectos de responsabilidad personal, como parte substancial del procedimiento de toma de decisiones? Ésta es la pregunta por las necesidades concebidas desde la visión personal de la enfermedad o la discapacidad. 2. Cuando están en juego otros factores, como la cuestión acerca del peso que ha de otorgarse al hecho de que un paciente tenga familiares a su cargo, surge la misma pregunta: ¿queremos que la evaluación de esos factores determine el resultado? Ésta es la pregunta por las necesidades concebidas desde la visión social, desde la consideración de los intereses de terceros. 3. Si aceptamos que debemos elegir entre solicitantes de ayuda de modo que se tengan en cuenta tanto su evaluación moral como otros factores no clínicos de sus situaciones, ¿aceptamos dejar esa evaluación a los médicos u otros trabajadores sanitarios para que tomen la decisión basándose en la información de que dispongan en el momento? Ésta es la pregunta por las necesidades concebidas desde la visión profesional. Los problemas surgen en al menos tres frentes, que se pueden relacionar con la triple perspectiva sobre la enfermedad y la dependencia de nuestro triángulo asistencial (Figura 2).

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Figura 2. Conceptos de enfermedad en el triángulo asistencial y problemas con la evaluación de necesidades asociadas Visión personal Al evaluar los eventos negativos según el criterio del paciente, ¿hasta qué punto puede considerarse la responsabilidad personal sobre la salud?

Primero, y por lo que se refiere a los problemas del profesional, siempre habrá dudas sobre la idoneidad de la información en la que se basa su juicio moral. Éste es un problema de recursos humanos, ya que esa idoneidad depende entre otros factores del tiempo que pueda dedicar la profesional a evaluar las necesidades del usuario, pero hay un segundo problema que tiene que ver con nuestra tendencia a la parcialidad: la mayoría de las circunstancias en las que la gente se ve tentada a emplear la evaluación moral para la distribución de recursos acaban por convertirse en casos en los que se hace al paciente parcial o completamente responsable de su situación y del hecho de que necesita atención sanitaria (pensemos en los intentos de penalizar a fumadores o alcohólicos con prioridades bajas en las listas de espera), de modo que al intentar medir los grados de responsabilidad tendemos a discriminar negativamente a ciertos sectores sociales. Segundo, hay problemas ligados a la perspectiva social. Hay quien piensa que en la distribución de recursos sanitarios deberíamos considerar as-

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pectos sociales para favorecer, por ejemplo, a quienes tengan familiares dependientes a su cargo; es decir, que hay que tener en cuenta los intereses de los dependientes más que los méritos de la persona en cuestión. Harris encuentra varios problemas en este tipo de enfoque. Si el tratamiento o la supervivencia de alguien debe depender de los intereses de terceras partes, no está claro por qué los intereses de terceros que sean dependientes han de tener preferencia sobre los intereses de terceros que no lo son. Además, no está claro por qué sólo deberían contar los intereses a favor del tratamiento. Los terceros, dependientes o no, pueden tener un interés tan fuerte en que alguien no sea tratado y quizá no sobreviva como el que podrían tener en lo contrario. Por ejemplo, los terceros podrían beneficiarse económicamente de la muerte de alguien, objetar a un aborto, a tratamientos de fertilidad, etc. Finalmente, si atendemos a la perspectiva profesional hay también problemas, incluso cierto peligro de totalitarismo latente, pues para establecer el grado de necesidad se requiere la adquisición, acceso y utilización de grandes cantidades de información de alto nivel. Allí donde haya que establecer prioridades entre pacientes, el encargado de tomar la decisión debe tener acceso inmediato a mucha información personal sobre todos los individuos implicados, lo que podría incluir detalles sobre sus familias, hábitos, dieta, domicilio, trabajo, genotipo, renta y demás. La pregunta entonces es si queremos vivir en una sociedad que de manera rutinaria recopile, almacene y permita el acceso a toda esa información. ¿Nos contentaríamos con que la información fuese exacta, estuviese valorada correctamente y no faltase nada crucial? Hay razones para sospechar que no. Mediante esta reducción al absurdo, Harris concluye que todas las personas que desean un tratamiento que les permita la oportunidad de continuar desarrollándose hasta el punto que se lo permita su estado de salud tienen un deseo igualmente urgente e importante. En otras palabras, Harris sugiere que no es justo discriminar mediante grados o escalas de necesidad y que, en último término, la necesidad de atención sociosanitaria de un octogenario es igualmente respetable que la de un sietemesino, pues sus vidas son igualmente valiosas. Por eso, allí donde pueda alcanzarse un consenso sobre el grado de necesidad de atención sanitaria, este acuerdo debería ser la base para la toma de decisiones, pero lo más probable es que ese consen-

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so no pueda alcanzarse, y las alternativas al consenso son bastante poco atractivas. De ahí que Harris termine por considerar que la única opción no trágica pasa por lograr una ampliación de recursos sanitarios para no tener que vérnoslas con situaciones de escasez radical. Esto no quiere decir que todas las necesidades sean iguales, pero sí que no es sencillo alcanzar un consenso en su valoración, pues el concepto de necesidad se complica por la coexistencia de las tres perspectivas en la relación asistencial que hemos presentado. Por ello, garantizar unos servicios mínimos universales puede ser nuestra única garantía de ser justos y no maleficentes, aunque para ello haya que aumentar notablemente las partidas de gasto sociosanitario.

EL CASO

A medida que crecen los recursos y la sociedad genera más bienes, también crecen las demandas de justicia y los conflictos sobre quién recibe qué. Veámoslo en Mar adentro.

Discusión de los aspectos médicos Según el guión, Julia sufre CADASIL [Cerebral Autosomal Dominant Arteriopathy with Subcortical Infarcts and Leukoencephalopathy]. Esta rara enfermedad se ha descrito sólo recientemente, e incluye pequeños infartos cerebrales (con consecuencias en la movilidad, como se ve en el caso de Julia, que pasa de caminar con muletas a necesitar una silla de ruedas), demencia progresiva (desde pérdidas de memoria a incontinencia), migraña (más grave que una jaqueca común), e importantes cambios de humor (incluyendo episodios de depresión). Es una enfermedad que se transmite genéticamente, aunque su expresión es variable dentro incluso de la misma familia. El promedio de edad de presentación es 45 años, afectando igualmente a hombres y mujeres, y la duración de la enfermedad varía entre 10 a 30 años antes de la muerte, que ocurre aproximadamente a los 65 años (Castro y Araneda, 1999).

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Por lo que se refiere a Ramón, un trabajo reciente ha presentado su situación de salud mediante once patrones funcionales, que resumimos a continuación (Suárez Quirós y Ramón Lavandera: 137-139): 1.

2.

3. 4.

5.

Patrón de percepción y manejo de su salud. Ramón ha sufrido un accidente con lesiones graves (lesión de la médula a la altura de la 7. a vértebra cervical) y como consecuencia padece una tetraplejia que le impide la sensibilidad y el movimiento desde el cuello hacia abajo; Romañach (2004) señala que esto no tenía por qué haber sido así, ya que la fractura de Ramón provoca la más leve de las tetraplejias; si éste perdió la movilidad hasta tal punto fue por su renuncia a la rehabilitación. El caso es que lleva más de 25 años viviendo de manera totalmente dependiente. Primero lo cuidó su madre y, cuando ésta falleció, pasó a hacerlo su cuñada como cuidadora principal. Ramón no acepta la situación de inmovilidad derivada de su tetraplejia, considera que ese estado le impide tener una vida digna. Acepta la ayuda y los cuidados de su familia, que son realizados de manera diligente y apropiada. No precisa medicación de manera regular y toma algún ansiolítico en situaciones de crisis. Patrón nutricional-metabólico: La película no ofrece datos al respecto. No parece que tenga ningún tipo de lesión en la piel (llagas provocadas por la inmovilidad). Patrón de eliminación: Ramón tiene incontinencia urinaria (precisa una sonda vesical permanente) y fecal (pañales). Patrón de actividad y ejercicio: No posee ningún tipo de movilidad en sus cuatro extremidades, y como consecuencia no tiene autonomía ni siquiera en la cama, ya que necesita ayuda para cambiar de posición. Precisa de la realización de cambios posturales cada tres horas. Salvo en una ocasión, se niega a utilizar la silla de ruedas. Patrón de sueño y descanso: No parece que existan alteraciones del sueño; practica habitualmente una siesta. Sólo en una ocasión asistimos a una crisis nocturna en la que Ramón requiere calmantes para poder dormir.

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6.

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Patrón cognitivo y perceptivo: No hay alteración en las funciones cognitivas relacionadas con la capacidad de lenguaje, memoria, resolución de problemas y toma de decisiones. Ramón tiene inventiva para resolver situaciones complicadas por su situación de inmovilidad, como se puede observar en los sistemas ideados por él para poder descolgar el teléfono o la máquina para poder escribir utilizando la boca. Es una persona resuelta, con una fuerte personalidad y capacidad de confrontación. La sensibilidad táctil está limitada a una pequeña parte de su cuerpo, pero los demás sentidos son normales, y el del olfato le provoca las sensaciones más agradables. 7. Patrón de autopercepción y autoconcepto: Como consecuencia de la tetraplejia presenta deformaciones importantes en su cuerpo, con retracciones en manos y pies. Es consciente de su imagen y del deterioro que presenta, derivado de su falta de movilidad. Su autoestima es muy baja, se describe como una persona que no vale para nada y para la que no merece la pena vivir: «la vida para mí en este estado, sin sensibilidad ni movimiento, la vida así no es digna». 8. Patrón de rol y relaciones: Vive en el seno de una familia que ha organizado la vida en función de la situación de salud de Ramón y mantiene unas buenas relaciones con todos sus miembros, de lo que se siente satisfecho. Existe un conflicto con su hermano, por las ideas contrarias que mantienen ambos respecto al suicidio asistido. No parece tener problemas derivados de sus relaciones sociales, si bien éstas se limitan a las visitas esporádicas que le hacen sus amigos. 9. Patrón de sexualidad y reproducción: A consecuencia de la inmovilidad y la insensibilidad que padece desde el accidente, no mantiene relaciones sexuales de ningún tipo desde hace 27 años. Confiesa tener sueños y fantasías eróticas en algunas ocasiones. 10. Patrón de adaptación y tolerancia al estrés: No acepta su situación ni otra alternativa que no sea la del suicidio asistido, ya que considera que ante la falta de control sobre su vida sólo puede responder con el deseo profundo de morir. Tiene momentos muy estresantes cuando piensa en la imposibilidad que tiene para poder cumplir

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ese deseo. En estas situaciones pierde la tranquilidad y entra en crisis de llanto y gran agitación. 11. Patrón de valores y creencias: Cree que la vida en su situación no tiene sentido. Sostiene que ninguna autoridad política, judicial o religiosa puede obligarle a seguir viviendo contra su voluntad. Piensa que la muerte es algo natural que forma parte de todos nosotros y, en su caso, la describe como «regreso al equilibrio». Es muy crítico con la Iglesia y declara que después de la muerte no hay nada. Mantiene una posición muy firme y coherente respecto al derecho de la persona a disponer de su vida, y manifiesta cierta esperanza de que con el tiempo se llegará a entender y aceptar su lucha.

Identificación de los problemas morales Al margen del triángulo sentimental que protagoniza con Julia y Rosa, Ramón no parece tener conflictos morales: tiene muy claro lo que quiere y hay plena coherencia entre sus creencias y sus actos. Sus problemas son de orden más práctico, ya sea en lo individual (cómo llevar a cabo su plan) o en lo colectivo (cómo lograr la despenalización de la eutanasia). Julia es un personaje más interesante, lleno de confusión y preguntas sin respuesta. Por ejemplo: 1. ¿Es correcto seguir manteniendo a su pareja al margen de la toma de decisiones? 2. ¿Tiene algún futuro una relación sentimental con un «cliente» como Ramón? 3. ¿Debe ser fiel a su promesa de ayudarle a quitarse la vida? 4. ¿Debe acabar con la suya también, antes de que la enfermedad elimine su autonomía?

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Elección de un problema moral Tras la citada conversación con Germán, su pareja, los cuatro problemas anteriores pueden formularse en una sola pregunta: ¿qué ha de hacer Julia?

Identificación de los cursos de acción posibles 1. Julia regresa a Galicia para suicidarse junto con Ramón, tal como le ha prometido. 2. Julia regresa a Galicia y ayuda a Ramón a suicidarse, pero decide seguir viviendo. 3. Julia se queda en Barcelona para seguir viviendo con Germán en la casa que éste ha comprado (ésta es la decisión que toma en la película). 4. Julia se suicida en Barcelona.

Deliberación del curso de acción óptimo Si entendemos el principio de no maleficencia como la prohibición de infligir daño biológico alguno a un ser humano, incluido uno mismo, éste nos obliga a descartar prima facie los cursos de acción 1, 2 y 4, pues suponen la administración de un veneno, ya sea a Ramón o a la propia Julia, y tienen consecuencias penales. En cuanto a la justicia distributiva, ésta nos obliga a tener en cuenta los legítimos intereses de terceros, pero en ausencia de conflictos acerca del reparto de bienes y recursos (ni Ramón ni Julia tienen menores a su cargo, ni consta que tengan deudas que transmitir a sus herederos) no parece que esta versión del principio de justicia sea de aplicación aquí. Sí podría serlo si, con Aurelio Arteta, juzgamos que hay un agravio comparativo entre los pacientes que, para morir, dependen de una acción y los que dependen de una omisión: Es de temer entonces que estemos incurriendo a diario en una discriminación injusta. ¿O no sería arbitrario permitir al paciente con asistencia mecánica

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adelantar a petición propia su muerte mediante su desconexión y, en cambio, negar la ayuda a quien (libre de tal dependencia mecánica) solicitara otro género de intervención médica con idéntico objetivo? ¿Por qué prestar socorro para esa muerte voluntaria a quienes les basta la expresa omisión de su médico, pero no a los que requieren su acción expresa? (Diario de Navarra, 7 de octubre de 2004)

El respeto de la autonomía, por el contrario, nos inclina a tener en cuenta las preferencias de aquellos que las han ponderado y expresado, y esto es de obvia aplicación en el caso de Ramón. Él ha solicitado de manera repetida y coherente que alguien le ayude a morir y Julia podría ser esa persona, lo que nos conduce al curso de acción 2, que además sería un acto beneficente según la concepción del bien de Ramón: «La persona que de verdad me ame —le dice a Rosa— será precisamente la que me ayude a morir». Sin embargo, el curso de acción 1 y el 4 no están tan claros, ya que Julia no ha expresado su voluntad tan claramente como Ramón y tras la conversación con Germán es lógico que tenga dudas acerca de qué es lo mejor. El CADASIL puede, además, inducir estados depresivos. La decisión de suicidarse, por tanto, no sería tan claramente autónoma en el caso de Julia. Hay, pues, un conflicto a nivel de los principios, entre la autonomía y la no maleficencia. Si, para resolverlo, miramos a las consecuencias, esto es lo que podemos anticipar para cada curso de acción. En el 1, tenemos las muertes de Julia y Ramón, y su efecto sobre sus familiares (cierto alivio en la familia de Ramón, sensación de derrota para Germán). De seguir el plan 2, Julia sería acusada de auxiliar al suicidio de Ramón, se abriría una investigación policial y judicial que atraería la atención de los medios de comunicación, y Julia experimentaría un empeoramiento progresivo de su estado de salud, al tiempo que atender a la batalla judicial tendría unos costes en tiempo y recursos económicos. De optar por el tercer curso de acción, todo seguirá como estaba, salvo el empeoramiento del estado de salud de Julia y el previsible disgusto de Ramón al comprobar que Julia rompe su promesa. Finalmente, el suicidio de Julia contemplado por el plan 4 supondría un trágico fracaso para Germán y posiblemente una gran frustración para Ramón.

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En cuanto a las consecuencias subjetivas, aquellas que dependen de las concepciones del bien en juego, el suicidio asistido de Ramón y la eutanasia de Julia (planes 1, 2 y en menor medida el 4) contribuirían a fomentar el debate social sobre estos temas y suministrarían argumentos a aquellos que defienden la despenalización de estas conductas como un avance en dignidad humana (identificando esta con la autonomía y la paliación del sufrimiento). Sabemos que el plan 1 y el 2, además, provocarían el «regreso al equilibrio» de Ramón, es decir, serían beneficentes con él. El 3, por el contrario, supone dar la razón a Germán, que «habría luchado hasta el último minuto», asociando en cierto modo la dignidad con la vida biológica.

El juicio moral Según Gracia, y en ausencia de otras consideraciones, el principio de no maleficencia es más vinculante o imperativo que el de respeto a la autonomía. Aceptar esta regla conduce a favorecer el tercer curso de acción sobre los demás, pero Gracia también reconoce que el principio no es absoluto, y que según las consecuencias del acto podría aceptarse una excepción a la regla. Esta evaluación refuerza el curso de acción 2, dado que trae consecuencias positivas para Ramón y tal vez para su entorno, pero no tanto el 1 o el 4, dado que no resulta tan fácil discernir las posibles causas y efectos de la muerte de Julia. ¿Es esto suficiente para justificar una excepción? La respuesta depende en buena medida de quién tenga que tomar la decisión. En la película, Rosa adopta el curso de acción 2, pero Julia finalmente se queda con el 3. Ambos son moralmente defendibles y tal vez la diferencia esté en la situación personal de las dos mujeres: Rosa es una mujer fuerte que ha tenido que sacar adelante a sus dos hijos en solitario, es alguien que ha demostrado estar en condiciones de asumir riesgos; Julia, por el contrario, se encuentra en una situación de gran vulnerabilidad y es perfectamente comprensible que no pueda asumir los costes de ayudar a Ramón.

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Decisión final En el caso expuesto en Mar adentro, no es moralmente incorrecto que Julia rompa su promesa y se quede en Barcelona para enfrentarse al progresivo avance de su enfermedad junto a su pareja. Esto no supone que Ramón no deba recibir ayuda, sino que tal vez Julia no es la persona más indicada para dársela.

Argumentos adicionales en contra y a favor

Curiosamente, la decisión de Julia es ligeramente distinta a la que defendemos. En el guión hay una escena que no llegó a ser filmada, justo después de que Ramón reciba el paquete con su libro y comprenda que Julia ha decidido no matarse (ni matarle), y que provoca la crisis nerviosa que sí vemos en la película. En ella, Julia y Ramón mantienen por teléfono su última conversación (Amenábar y Gil: 141): RAMÓN. - Ahora precisamente te comprendo más que nunca. Porque... tu libertad es tan importante como la mía, Julia. Por eso, ahora es el momento de... desearnos suerte y que cada uno siga el camino que ha elegido. JULIA. - ¡NO, no! No lo entiendes... Yo no quiero decirte adiós, Ramón. Sé que suena egoísta, pero me gustaría que nos fuéramos a vivir juntos por una temporada, aquí o allí, da igual... Pero juntos... RAMÓN. - ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? ¡ ¿Y qué hago yo cuando tú desaparezcas?! ¿Llorarte? ¿Llorarte desde la cama... ? No, Julia. Todo esto es... imposible. Y lo sabes. Es imp... RAMÓN tiene un nudo en la garganta. Deja de hablar para no llorar y cuelga el teléfono.

Así termina la relación entre Ramón y Julia, con la palabra «imposible». Esta imposibilidad es manifestada por Ramón desde el principio, con una obcecación característica del personaje y que recuerda su oposición a usar la silla de ruedas. El coguionista Mateo Gil indica que en el rechazo de la

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silla por Ramón se esconde su negativa a elegir algo sólo porque sea la única alternativa: si no quieres quedarte en la cama, sólo te queda la silla. Ramón parece decir que, si no se le ofrece otra opción (la muerte asistida), la movilidad que le permite la silla sencillamente no es aceptable. Aunque sea cierto que hubo un momento en que hubo más alternativas (la rehabilitación) y Ramón no las aprovechó, ¿no es eso irrelevante para decidir qué ha de hacerse? Al fin y al cabo, y aunque las elecciones que uno toma en el presente configuran inevitablemente el ámbito de decisiones futuro, la pregunta ética fundamental sigue siendo la que se interroga por lo que uno debe hacer ahora.

6 Hable con ella: beneficencia y dependencia

stamos en la Sala de Juntas de la Clínica «El Bosque», en la escena de Hable con ella en la que el director gerente anuncia al personal que la paciente en coma Alicia Roncero «ha sido violada y está embarazada». Aunque el jefe médico opina que Benigno es incapaz de hacerle daño a Alicia, este enfermero es el principal sospechoso, especialmente tras confesar que no registró cuando debía la primera falta de su período. Además, otro enfermero relata una conversación entre Marco y Benigno en la que éste declara su intención de casarse con Alicia. No parece haber dudas acerca de la autoría de los hechos, pero sí acerca de lo que ha de hacerse ante la insólita situación, de la que el padre de Alicia todavía no ha sido informado. En este tercer caso, el grado de dependencia y de vulnerabilidad es mayor que en los anteriores. Ann hacía uso pleno de su autonomía; Julia algo menos, pero todavía estaba a tiempo de anticiparse a la incapacidad irreversible que le traería su enfermedad; Alicia no es autónoma, aunque más adelante la película nos mostrará que su incapacidad no es permanente. A diferencia de Ann, Julia y Alicia disfrutan de recursos económicos más que suficientes para hacer frente a su situación de dependencia. No parece que haya problemas de justicia, pero éstos no sólo surgen en

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los casos en que se da de menos; dar de más también puede provocar problemas, pues ese dar de más a unos conlleva dar de menos a otros que tal vez lo necesiten tanto o más que los primeros. Este es un riesgo real, pues pocas profesiones vienen tan cargadas de expectativas morales como la sanitaria, con la profesional convertida en arquetipo de la persona que trabaja haciendo el bien. Que el enfermero de la película de Almodóvar se llame Benigno no es casual. Pero a veces un exceso de bien puede convertirse en un mal.

HIPÓCRATES VS. HOUSE

En nuestra cultura popular es tan fuerte el cliché del buen doctor que ha provocado la aparición de su sombra, ejemplificada en el doctor House, un médico polémico e irreverente pero efectivo, que no se fía de nadie y mucho menos de sus pacientes, con quienes no suele ser amable, aunque siempre acabe por descubrir la verdad acerca de sus raras dolencias. En el episodio piloto de la primera temporada de esta serie (creada por David Shore en 2004 y emitida desde entonces por las televisiones de todo el mundo), el doctor Foreman pregunta a su jefe: «¿Es que no nos hicimos médicos para tratar a los pacientes?». A lo que el doctor House responde: «No, nos hicimos médicos para tratar enfermedades. Tratar pacientes es el inconveniente de esta profesión». Otra variante podría ser la representada por el doctor Sachs: en la novela y la película que llevan su nombre, este médico quema su vida personal por la dedicación de la mayor parte del tiempo al trabajo, lo que le hace hipercrítico y sarcástico con todo lo que rodea a la relación asistencial que entabla con sus pacientes: colegas, familiares, la sociedad en general (Baños, 2007). Anécdotas aparte, el fenómeno del médico cascarrabias o «quemado» [burn-out] se ha convertido en el llamado Síndrome de Desgaste Profesional, un cuadro que en la profesión médica afecta más a los especialistas que a los generales, llegando a cifras del 75% en los grupos de residentes norteamericanos (Gracia, 2004b). Ha sido definido como un estado de fatiga o frustración que se produce por la dedicación a una causa, relación o forma de vida que no produce lo esperado, y que naturalmente no es exclusivo de

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los sanitarios, sino que afecta a todos aquellos que trabajan en profesiones asistenciales, como los educadores o los trabajadores sociales. La relación del burn-out con el principio de beneficencia es clara, pues el desgaste se debe en parte a que estos profesionales reciben unas demandas excesivas por parte de las personas a las que atienden, y que se ven incapaces de colmar. A veces es la profesional quien se entrega en exceso a una causa o paciente, discriminando negativamente a otros; si se «quema» como resultado, ello puede traer consecuencias negativas para la relación asistencial que establezca con otros pacientes. Gracia (2004b) señala también que las causas del desgaste tienen mucho que ver con la bioética. Para empezar, porque las nuevas tecnologías han incrementado los conflictos morales en estas profesiones, y estos conflictos, «sobre todo si no se sabe resolverlos», generan angustia y disparan los mecanismos de defensa del yo. Además, tras la institucionalización de la bioética resulta que ahora los pacientes pueden exigir a los profesionales que tengan en cuenta sus valores y creencias en los procesos de toma de decisiones. Por último, desde la crisis económica de 1973 comienza a hablarse de la «doble agenda» del profesional, que además de cuidar de la salud de su paciente tiene que velar también por la gestión correcta del gasto sanitario. Ante esto, Gracia propugna la solución que ya conocemos. No caer en la imposición paternalista de los valores del médico ni tampoco en la trivialización de los valores que supone el autonomismo mal entendido, sino aplicar la deliberación moral: un arte que los profesionales pueden y deben aprender para saber manejar todas estas cuestiones sin excesivo desgaste personal, un gasto que a fin de cuentas acabamos pagando todos.

La beneficencia en cuestión El principio de beneficencia se ha asociado históricamente con el paternalismo, es decir, con el rechazo a consentir los deseos, opciones y acciones de personas que gozan de información y capacidad suficientes para ser autónomas, por el propio beneficio de esas personas. Esto no debe confundirse con el llamado «paternalismo débil» o justificado, una variante del principio de no maleficencia que obliga a actuar a fin de que una persona no se

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haga daño a sí misma, siempre que no sea competente o carezca de la información necesaria para tomar decisiones razonables. La beneficencia es, pues, aquella actitud que intenta hacer el bien o ayudar a los demás a satisfacer sus necesidades, siempre que esas personas voluntariamente lo pidan o lo acepten. Cuando no se puede dar la capacidad o la información, el principio de beneficencia obliga a buscar siempre el mayor bien para la paciente, prestándole toda la ayuda disponible. Es un principio especialmente complejo porque debe sustituir a la autonomía, pero al mismo tiempo buscar que sea restaurada cuanto antes (Gracia, 1989: 102-103). Las personas que entran en una relación asistencial como pacientes no suelen tener una autonomía plena. Además de la discapacidad asociada al problema de salud particular que les lleve a esa relación (autonomía funcional), los pacientes suelen carecer de competencia (autonomía decisoria), ya que cuando no se encuentran aturdidos o asustados, la complejidad de la información médica les desborda. Aunque un paciente motivado puede familiarizarse rápidamente con los rudimentos, no hay que olvidar que el personal sociosanitario logra su estatus profesional precisamente porque ha sido instruido en un área de conocimiento que le aporta un marco de referencia que permite una toma de decisiones más objetiva y fiable. Su mayor experiencia permite que los pacientes les autoricen a tomar decisiones por ellos, y esta delegación de autoridad es la base de la beneficencia (Tauber: 143). A diferencia del de no maleficencia, el principio de beneficencia es un deber positivo o de promoción, forma parte de la ética de máximos y no se puede exigir coactivamente. En términos kantianos, diremos que la beneficencia nos conmina a tratar a una persona como fin en sí mismo; no sólo a dejarla en paz para que pueda formular sus proyectos, sino también a ayudarle a alcanzar sus objetivos, al menos aquellos que no sean moralmente injustificables. Esto supone la promoción activa del bien del otro sin violar su autonomía. Como ya observó Kant en La metafísica de las costumbres, no se puede ser beneficente sin tener en cuenta el concepto del bien de la persona asistida: «Yo no puedo hacer bien a nadie ateniéndome a mis conceptos de felicidad (excepto a los niños menores de edad o a los perturbados), sino ateniéndome a los conceptos de aquel a quien pienso hacer un

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beneficio» (324-325). Esto explica la primacía de la autonomía sobre la beneficencia paternalista. Si impongo mi concepción del bien a otra persona competente, entonces la estoy dañando, pues he violado su autonomía. La búsqueda del bienestar del paciente implica no dañarle (incluyendo el no violar su autonomía) y hacerle bien, beneficiarle. El problema es que en la relación asistencial, desde el punto de vista del profesional, su preocupación básica siempre ha sido beneficiar (o al menos no perjudicar) al paciente, esto es, hacerle bien. Aunque esta obligación llega, por así decirlo, la última en la lista de nuestros deberes generales, es natural que adquiera prioridad en esta profesión particular cuyo objeto es ayudar a la gente necesitada de atención sociosanitaria. El peligro está, sin embargo, en que esta prioridad del bienestar de los pacientes acabe por invadir o incluso eliminar su autonomía. Ciertamente existen testimonios de esta invasión; la historia de la medicina y la ética médica ha estado dominada por esa tradición hipocrática que se ocupa exclusivamente de beneficiar al paciente. Ya hemos visto que la máxima primum non nocere está en el núcleo de todos los códigos morales en la historia de la deontología médica, pero en la ética médica tradicional el principio de no maleficencia no se entendía en términos de la autonomía del paciente, sino estrictamente en términos de los intereses médicos del paciente. Existe una instructiva ilustración de esto en el corpus hipocrático, en el que se conmina a los médicos a que cumplan sus deberes con calma y rectitud, ocultando al paciente la mayoría de las cosas mientras le atiendes. Imparte las órdenes necesarias con sinceridad y buen ánimo, alejando su atención de lo que le estás haciendo; reprende a veces con severidad y énfasis, y otras veces conforta con atención y solicitud, sin revelar nada acerca de la condición presente o futura del paciente (citado en Árnason, 2004: 27). Como señala Árnason, este pasaje muestra bien cómo una discusión de

la beneficencia no puede separarse de la interacción cotidiana de los usuarios y los profesionales sanitarios. La demanda moral de beneficiar al usuario se atiende (o desatiende) en las conversaciones cotidianas. El respeto por la autonomía y la integridad del usuario como persona se presenta siempre y en primer lugar, por lo tanto, en la comunicación. Esto es porque

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la vulnerabilidad del ser humano no es sólo física, sino también y básicamente psicológica. Esta vulnerabilidad psicológica está íntimamente ligada con el hecho de que el ser humano es una criatura lingüística que depende completamente de las relaciones y la comprensión interpersonales. A un nivel personal, esto exige una consideración y una atención que van, por descontado, mucho más allá de la preservación médica de la vida y la integridad física. Esta necesidad de atención y consideración hacia la paciente se ha reconocido siempre en la práctica de la medicina y la enfermería, pero las ideas acerca de cómo debería atenderse han variado históricamente (Árnason, 2004: 26-27). Por esta razón, algunos autores consideran que la ética asistencial no puede ser sólo la que emane de los códigos deontológicos o la deliberación acerca de los principios de la bioética. Además de eso, la profesión asistencial debería estar imbuida de los presupuestos de la ética del cuidado y la responsabilidad por el otro. Esta ética tiene como objetivo principal solucionar los conflictos sin dañar la densa trama de relaciones humanas que componen el trabajo sociosanitario, reconociendo la vulnerabilidad del paciente en esa relación y dándole la primacía, porque el sufrimiento del paciente es un reclamo aún más fuerte que la «lógica igualitaria de la justicia deontológica», a sabiendas que esta actitud compasiva «descentra» al profesional, haciéndole compartir la vulnerabilidad del paciente, entrando con él en su experiencia de debilidad e impotencia: Esto implica además que la ética del cuidado de enfermería no se ejerce en un momento aislado, cuando surge un conflicto puntual. Más bien hay que decir que la ética del cuidado enfermero es histórica, narrativa. La relación con los pacientes, con sus familias, con los otros compañeros es continuada en el tiempo, tiene su propia historia. De hecho, cuando se inicia ya viene preñada de las vivencias, necesidades, sentimientos y pensamientos de cada uno. Sólo podremos descubrir qué debe hacerse en cada momento y cómo hacerlo si somos conscientes del proceso histórico de la relación y del libro que escribe dicha relación cada día (Barrio: 75-76). La relación asistencial, además de ser la fuente de los principios de la bioética, es el campo en el que surgen virtudes como la confianza, la lealtad

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y la compasión, que también gobiernan la actividad terapéutica y paliativa de profesionales y legos. Esto ha hecho pensar a algunos que sólo una ética basada en la beneficencia puede abarcar en toda su extensión «los delicados contornos del mejor interés del paciente» (Pellegrino y Thomasma: viii). Como alternativa a la polaridad existente entre los modelos de la autonomía del paciente y el paternalismo médico, la relación asistencial que Edmund Pellegrino y David Thomasma asocian a la beneficencia fiduciaria o «en confianza» [beneficence-in-trust] permitiría corregir las distorsiones que esos dos modelos inducen en el seno de la relación. Para estos autores, la raíz de la enfermedad no coincide estrictamente con la presencia de un agente patógeno o de una disfunción morfológica o fisiológica, sino que afecta de lleno a la identidad del sujeto que la sufre en cuanto sujeto autónomo. En consecuencia, la relación asistencial no se justifica exclusivamente por sus objetivos terapéuticos o de curación, sino que se fundamenta también en sus objetivos paliativos, en la consideración de la enfermedad y del sufrimiento como una exigencia de alivio ante una amenaza a la integridad personal. Por supuesto, para aliviar el dolor es necesario un conocimiento genérico de sus causas orgánicas, pero el dolor en sí mismo es refractario a una consideración meramente teórica, pues no aparece sino en el caso particular: en el hombre o la mujer doliente, que sufre desbordado por la atroz acometida del dolor. En esta situación, Pellegrino y Thomasma consideran que la autonomía del paciente resulta una abstracción alejada de las circunstancias reales de la relación médica, al tiempo que la imposición excluyente del criterio del médico es una invasión de la libertad. La posición genuina del enfermo en la relación asistencial se refleja en la pregunta: si usted fuera yo, ¿qué haría?, a la que el profesional se ha de enfrentar disponiendo de su tiempo como si fuera el tiempo del paciente. La confianza, por lo tanto, es una de las virtudes cardinales en la relación asistencia según estos autores, ya que en la beneficencia fiduciaria la profesional actúa representando al paciente en la consecución de su bien, sobre la base de un diálogo que permita darle el alivio y la información que necesita. Según Pellegrino, la ética asistencial está definida por tres fenómenos: (1) el hecho de la vulnerabilidad y la dependencia que trae consigo; (2) el compromiso con la profesión, ejemplificado en el juramento hipocrático;

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(3) la toma de decisiones bien fundadas y en beneficio del usuario. Pero esta manera de entender la ética asistencial está sujeta a crítica por parte de autores como Robert Veatch (2006: 72-74), que ve razones para poner en duda la centralidad de esos tres fenómenos. 1. Parece inevitable partir de la vulnerabilidad, y así lo hemos hecho en este libro, aludiendo al carácter asimétrico de la relación asistencial. Al fin y al cabo, la persona que acude a un profesional asistencial lo hace porque ha perdido algo (generalmente, autonomía). Ahora bien, muchas personas que visitan a un médico no están enfermas; aunque acuden a realizar procedimientos que tienen que ver con su salud (revisiones periódicas, vacunas, cribados, prevención de problemas en el embarazo y el parto), esto no supone mayor vulnerabilidad. Y las personas que sí acuden por un problema de salud no necesariamente son menos autónomas por ello; muchas enfermedades crónicas no suponen grandes alteraciones a ese respecto. Incluso cuando sí hay pérdida de autonomía generalmente hay un acompañante o representante que sí es autónomo. Por otra parte, la asimetría trabaja en las dos direcciones; si el profesional sabe más acerca de algunas cosas, también es verdad que inicialmente ignora muchas otras acerca del bienestar del usuario (sus valores y creencias, por ejemplo). En este sentido, la ética asistencial hace al profesional un ser tan dependiente como el usuario. 2. El compromiso con la profesión tampoco está exento de problemas. El juramento hipocrático y otros códigos de deontología profesional son una extraña promesa en la que el profesional y su colegio se comprometen con el deber de asistir a un tercero, el usuario, que no tiene capacidad para controlar el contenido de esa asistencia. ¿Qué pasa si el usuario disiente con el profesional? (Recordemos que el médico de K. Quinlan apeló a su deber profesional de salvar vidas al margen de lo que pensasen Karen y su familia. ) 3. Finalmente, si la ética asistencial consiste en perseguir los fines de cada profesión asistencial y, en general, el bien del usuario, surgen problemas a la hora de entender ese bien. Unos conciben la beneficencia como la mera restauración del bienestar fisiológico, mientras

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que otros la entienden como promoción integral del bien de la persona. Los primeros se enfrentan al problema de que las profesiones asistenciales hacen mucho más que restaurar la salud. Por ejemplo, los médicos facilitan la satisfacción de deseos cuya legitimidad está en disputa (aborto, eutanasia) y participan como peritos o forenses al servicio de intereses a veces polémicos o triviales (cirugía estética, investigación, seguros); si la beneficencia se entiende así de estrictamente, excluye la participación de los profesionales en muchas actividades de interés social. Pero si entendemos la beneficencia como promoción integral del bien, eso es pedir demasiado a los profesionales, pues discernir qué sea ese bien requiere no sólo formación técnica, sino una formación humanística en multitud de disciplinas que les permita encarar la difícil tarea de estimar cuántos recursos han de dedicarse al bienestar fisiológico y cuántos a las otras dimensiones de ese bien integral (pues podrían entrar en conflicto). Como hemos visto, lo tradicional es que la obligación imperativa del médico sea «favorecer o al menos no perjudicar» al paciente. En la tradición hipocrática, la homogeneidad cultural y el carácter esotérico de la ciencia médica hacían pensar que el iniciado podía ejercer la medicina de manera beneficente, es decir, conociendo lo que era el bien de los pacientes y poniéndolo en práctica. Esta tradición se ha derrumbado en el último tercio del siglo XX y hoy día hay quien, como Veatch, sostiene que, en general, los médicos no tienen ninguna base para discernir lo que beneficiaría a sus pacientes (2000: 703). Es casi la posición de House cuando resume su estrategia en los siguientes términos: «Tratemos al paciente. Si se mejora, era eso» (temporada 1, episodio 1). Pero incluso si los médicos pueden diagnosticar eficazmente una enfermedad y pronosticar su evolución bajo diferentes modalidades de tratamiento, eso no quiere decir que sepan si un resultado será mejor que otro para la paciente particular que les presenta el problema médico. Veatch (2000: 703-708) proporciona tres versiones de esta imposibilidad: 1. Los médicos no pueden conocer el mayor interés de sus pacientes porque hay un abismo entre estar bien médicamente y estar bien

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globalmente, teniendo en cuenta los demás ámbitos de la vida. Por lo general, la gente no quiere maximizar el bienestar en sólo uno de esos ámbitos o esferas, sino que sacrifica algunos bienes de una esfera para obtener otros de otra. (Por ejemplo, participamos en actividades sociales que suelen implicar comer y beber de manera poco saludable porque encontramos en esas actividades alguna satisfacción que no se reduce al bienestar físico. ) No hay razones que hagan pensar que los médicos son de alguna ayuda en ese complejo proceso de ajuste y negociación entre los diferentes ámbitos de la vida; al contrario, lo más probable es que no sean imparciales en su estimación y traten de poner el bienestar médico por encima de otros bienes. 2. Los médicos no pueden saber lo que es beneficioso incluso dentro de la esfera médica, pues los fines de la medicina son varios y a veces pueden entrar en conflicto. Hasta la mitad del siglo XX, el fin de la medicina consistía en conservar la vida, pero la invención de la respiración asistida complicó las cosas, al hacer posible la prolongación de la vida en circunstancias inaceptables para mucha gente, como se puso de relieve en el caso de Karen Quinlan (1975). Como consecuencia, los legos se dieron cuenta de que incluso dentro de la esfera médica hay fines diversos, y que muchos médicos favorecen unos sobre otros por meras razones de idiosincrasia personal. 3. Todo tratamiento médico supone beneficios y daños potenciales. Determinar qué es un beneficio y qué un efecto secundario supone complejos juicios de valor. Como dice Veatch, los antibióticos son algo estupendo para alguien que quiere seguir en vida, pero también pueden ser una maldición para un paciente terminal que lo que quiere es morirse en paz de una vez. El primum non nocere no puede ser una regla absoluta, porque si lo fuera la consecuencia lógica sería no hacer nada; más bien se trata de conseguir una proporción favorable de daños y beneficios, pero para eso no hay una receta clara. Veatch concluye que, en el mejor de los casos, podemos esperar que los médicos adivinen qué puede beneficiar al paciente, pero eso no supone que tengan razones sólidas para ello. House llega a decir que los médicos a

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veces adivinan lo correcto y «así es como evoluciona la medicina; los pacientes a veces mejoran; no tienes ni idea de por qué, pero si no das una razón no te pagan» (temporada 1, episodio 9). Ironías aparte, este escenario no nos condena a un escepticismo radical. Es posible conocer los bienes en la relación asistencial, o al menos ciertas mejoras, pero para ello, como propone Veatch (2000: 708), hay que contar con los legos: La única manera en que los médicos podrán acercarse al conocimiento de lo que interesa a sus pacientes es preguntárselo a ellos. No es que los pacientes vayan a saber cuáles son sus intereses, pero, si se educan con la asistencia del personal sanitario, y se encuentran progresivamente más cómodos comunicándoles lo que les interesa, al final los propios pacientes se convertirán en la fuente más fiable de información a fin de que los médicos conozcan los intereses de sus pacientes.

VULNERABILIDAD Y CUIDADO

Maclntyre comienza su libro Animales racionales y dependientes (1999) afirmando que la filosofía moral en Occidente apenas ha tratado la enfermedad como característica esencial del ser humano. Tomarse en serio el cuerpo y sus traiciones nunca ha sido un fuerte en filosofía y, aunque nuestra naturaleza animal es bien visible, normalmente preferimos ignorarla, pensando en nosotros mismos como «una persona lockeana o una mente cartesiana o incluso como un alma platónica» (100-101). En tanto que vulnerables, nuestros cuerpos crean redes de dependencia entre nosotros, redes en las que cada uno depende de los demás «para su supervivencia, no digamos ya para su florecimiento, cuando se enfrenta a una enfermedad o lesión corporal, una alimentación defectuosa, deficiencias y perturbaciones mentales y la agresión o negligencia humanas» (15). La condición humana reúne dos rasgos aparentemente antagónicos: la

autonomía y la dependencia. De una parte, el ejercicio libre de nuestras capacidades; de otra, nuestra vulnerabilidad y la subsiguiente búsqueda de apoyos para compensar o superar tal situación. Si en la primera aparecemos como personas que se definen y gobiernan a sí mismas deliberando y

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eligiendo individualmente, la segunda pone de relieve que nuestras respuestas ante la realidad nunca son meramente individuales, sino que se sustentan en un haz de relaciones, «afiliaciones o vínculos significativos que nos definen. Nuestra personalidad y nuestra identidad se constituyen, al menos parcialmente, mediante nuestras relaciones, dentro de un contexto de comunidad y diálogo» (Seoane, 2005: 85-86). Maclntyre revisa la ética aristotélica en busca de las virtudes necesarias para crear y mantener la estructura social que necesitamos para sobrevivir y florecer como esos «razonadores prácticos independientes y maduros» que la filosofía moral suele tomar como punto de partida, más que como resultado (1999: 99). Maclntyre llama a esta estructura una «red de relaciones de reciprocidad en la cual, generalmente, lo que cada uno puede dar depende en parte de lo que ha recibido» (1999: 119). De ella depende que cada uno adquiera las virtudes necesarias para crear y sostener esas mismas redes de dependencia recíproca, convirtiéndose así en un agente moral o razonador práctico capaz de dirigir sus actos hacia la obtención de bienes individuales y comunes. Las virtudes son pasiones conformadas por la racionalidad y adquirirlas supone aceptar nuestra interdependencia mediante un ejercicio racional, no mediante una efusión meramente emocional. Por ello, Maclntyre rechaza emplear el término pity (compasión sentimental) y prefiere el latino de misericordia a la hora de hablar de la compasión racional como una de las «virtudes del reconocimiento de la dependencia» (1999: 142). Arteta concibe esa compasión como la tarea más general e inmediata que nos propone la consideración racional de la dignidad y finitud del ser humano: «Antes que una virtud particular, la piedad parece el humus que alimenta a las demás virtudes» (1996: 253). Estas virtudes no son excluyentes; al contrario, a menudo actúan juntas, algo que también nos recuerda Maclntyre: Cuando comenta la beneficencia, santo Tomás subraya que en una misma acción hay diferentes aspectos, que permiten ejemplificar las diferentes virtudes. Supongamos que una persona da incondicionalmente a otra lo que ésta necesita con cierta urgencia, por consideración hacia el otro como ser humano necesitado, porque es lo mismo que se le debe y porque al aliviar la aflicción del otro se alivia también su propia aflicción por el dolor ajeno. Según el argumen-

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to de santo Tomás, ese individuo estaría actuando de manera liberal, con la beneficencia de la caridad, con justicia y por compasión. Desde luego, hay cosas exigidas por la liberalidad pero no por la justicia, hay lo que se debe por compasión pero no por caridad; pero, por lo general, las virtudes requieren acciones que sean a la vez justas, generosas, benéficas y que se realicen por compasión. Para mantener relaciones en las que sea posible dar sin mezquindad y recibir con dignidad es necesario que la educación predisponga precisamente para la realización de ese tipo de actos (143-144).

En nuestro tiempo, quienes sí han sabido reconocer la magnitud del fenómeno de la dependencia han sido las autoras feministas. Como ejemplo de reflexión sobre la discapacidad y las personas dependientes, Maclntyre (1999: 17) propone la obra de Eva Kittay, una filósofa que se ha dedicado a estudiar las posibilidades de una ética global del cuidado a largo plazo, proponiendo una alternativa al ideal de vida independiente. Según esta autora (Kittay, 2005), la invisibilidad de la dependencia humana y de las labores o cuidados que requiere es en parte producto de una distinción entre lo público y lo privado que privilegia al primer ámbito y relega las cuestiones de dependencia al segundo. Pero incluso podría decirse que la propia distinción público/privado no es sino un producto de la negativa a enfrentarnos filosóficamente a la dependencia humana. Pues la teoría y la práctica política de Occidente siguen cautivas del mito del sujeto independiente y descorporizado, un sujeto que no nace ni enferma, envejece o pierde facultades (Kittay: 445). Recordemos que el primer Center for Independent Living fue creado en 1972 en Berkeley, California; y que el toque de clarín que puso en marcha entonces el movimiento a favor de los derechos de las personas con discapacidad fue precisamente la exigencia de independencia. Según Kittay (465), la idea motriz de este movimiento es que la dependencia de esas personas se construye socialmente: quien sufre una invalidez adquiere una discapacidad no en virtud de la naturaleza intrínseca de su problema, sino por obra de ciertas construcciones sociales y físicas que se convierten en barreras (arquitectónicas, pero también simbólicas) que les impiden llevar vidas independientes. Los activistas del Movimiento de Vida Independiente admiten que muchas personas con discapacidad requieren asistencia, pero que esto no constituye dependencia; si disponen de ayuda y de control so-

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bre esa asistencia que reciben, las personas con discapacidad pueden vivir de manera independiente. Kittay reconoce que esta manera de hablar puede ser útil allí donde la independencia sea indispensable para la plena ciudadanía y la participación social, pero advierte también que se basa en la invisibilidad de los que proporcionan la asistencia. En una cultura de este tipo, la persona con discapacidad necesita que su asistente sea invisible para mantener la sensación de independencia; la relación asistencial ha de ser estrictamente profesional, porque el mejor asistente es aquel cuya personalidad es invisible, aquel que se limita a ejecutar la voluntad de la persona asistida. Kittay (466) cita una anécdota reveladora a este respecto: la de Lynn May Rivas, una investigadora que, al hacer una larga entrevista a un hombre que había perdido las dos manos, reparó en que estaba a punto de deshidratarse. Intentando ayudarle, le ofreció un vaso de agua. Pero el entrevistado rechazó la oferta, llamando a su asistente, que había salido para mantener la privacidad durante la entrevista. Más tarde le explicó que aceptar el vaso le hubiera convertido en alguien que dependía de una voluntad ajena, por bienintencionada que fuese; por el contrario, recibirla de su asistente personal, a quien pagaba por ello, le permitía mantener su independencia. Así, el negocio del cuidado requiere la invisibilidad del cuidador, «una transferencia de autoría» desde el cuidador a la persona cuidada al servicio del mito de la independencia, entendida como un objeto de consumo especialmente preciado en la sociedad global. Pero, si el cuidador ha de volverse invisible, ¿cómo puede realizar bien un trabajo tan personal y hasta íntimo como el de cuidar a otro? (Ehrenreich y Hochschild [eds. ]: 79-80). Podríamos preguntarnos de dónde procede ese mito de la independencia. Hasta cierto punto, la «transferencia de autoría» mencionada por Rivas recuerda la teoría política de Hobbes, que define el Estado como «una persona de cuyos actos, por mutuo acuerdo entre la multitud, cada componente de ésta se hace responsable, a fin de que dicha persona pueda utilizar los medios y la fuerza particular de cada uno como mejor le parezca, para lograr la paz y la seguridad de todos» (1651b, XVII). Esa persona es, por supuesto, el soberano, de manera que los subditos autorizan al soberano para que actúe, transfiriéndole por completo la autoría de sus actos. Algo semejante, aunque en menor medida, ocurriría en la relación asistencial cu-

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yo único objetivo sea la independencia de la persona cuidada: mediante un contrato o alianza (Hobbes usa el término covenant), ésta se convierte en el soberano y el cuidador en el súbdito, de manera que la autoría de las acciones del cuidador se transfiere a la persona cuidada, que es la que tiene la «autoridad». Esta imagen del cuidado en términos hobbesianos está profundamente arraigada entre nosotros. Como explica Sheila Benhabib: La esfera de la justicia —desde Hobbes, pasando por Locke y llegando hasta Kant— es vista como el dominio en el que jefes de familia masculinos independientes tratan entre sí, mientras que la esfera doméstica íntima se coloca más allá del alcance de la justicia y restringida a las necesidades reproductivas y afectivas del paterfamilias burgués. Agnes Heller ha llamado a este dominio el «hogar de las emociones». Toda una esfera de la actividad humana, a saber, la crianza, la reproducción, el amor y el cuidado, que se convierte respecto a la mujer en el curso del desarrollo de la sociedad burguesa moderna, es excluido de consideraciones morales y políticas y relegado al ámbito de la «naturaleza».

El mensaje profundo de esta visión de la justicia es simple: «en el comienzo el hombre estaba solo» (Benhabib: 179). En su obra El ciudadano, Hobbes da a esta visión su formulación más expresiva, cuando propone considerar a los hombres en el estado de naturaleza «como si hubieran surgido súbitamente de la tierra (como hongos), y se hubieran hecho adultos sin ninguna obligación de unos con otros» (1651a, VIII. 1). Como hongos: en esta imagen, que para Benhabib es la representación última de la autonomía, la mujer, la madre de la que todo individuo nace, es sustituida por la tierra impersonal. Nuestra teoría política está poblada en buena medida por ciudadanos-seta que surgen «súbitamente» y «sin ninguna obligación de unos con otros» previa al establecimiento de los vínculos contractuales. Tal vez lo que determine la mayor parte de nuestras convicciones filosóficas sean «imágenes más que proposiciones, y metáforas más que afirmaciones» (Rorty: 20). Puede que esta imagen de los ciudadanos-seta no sea la mejor manera de pensar las relaciones de cuidado y asistencia. Las personas incapaces y sus cuidadoras (pues en su mayoría se trata de inmigrantes y mujeres) son dos grupos que tienen mucho que ganar de su relación mutua, pero la cuidadora que rechaza ser invisible no proporciona lo que necesita la persona incapaz, y la persona incapaz no valora a la cuidadora

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como una persona visible, tangible o completa. El dilema no puede resolverse si la independencia es el valor supremo, así que Kittay (467) propone una «transvaloración» de la dependencia: reconocer nuestra vulnerabilidad en lugar de reclamar una ilusión de independencia que sólo puede sostenerse negando nuestra necesidad de otros, imaginándonos como setas que surgen de la tierra de manera independiente. Para ello es preciso reconceptualizar la idea misma de «necesidad», concebir la dependencia como una oportunidad para florecer como seres humanos. Ello requiere concebir la necesidad no como una mera falta de algo, ni tampoco como una barrera que nos separa del bienestar. ¿Es posible pensar en la necesidad como algo distinto a aquello que debemos satisfacer como paso previo antes de entregarnos a las actividades que nos producen verdadera satisfacción? Kittay (468) cree que sí, y para ello propone recuperar una analogía con la necesidad de alimento que ya empleó Aristóteles. Satisfacer el hambre se considera una cuestión de justicia más que de beneficencia, y la cantidad y calidad de alimento que cada uno necesita no suele ser un factor relevante: todos tienen derecho a la comida aunque la necesidad de ésta no sea igual para todos, y al decir «todos» incluimos, naturalmente, a los productores de alimentos. Análogamente, una sociedad justa debería satisfacer las necesidades de cuidado, siempre que haya recursos para ello, al margen de cuánta sea la calidad y la cantidad de cuidado que se necesita. Dicho de otra manera: que nuestras necesidades de dependencia sean mayores o menores no debería afectar a nuestra capacidad para florecer como seres humanos. La analogía puede llevarse más allá: al igual que la preparación de alimentos está en la base de una multiplicidad de prácticas y tradiciones que permiten a los humanos florecer, proporcionando placer además de cohesión social, nuestra necesidad de cuidado bien podría proporcionarnos una oportunidad semejante de florecimiento o humanización. Sólo entonces el cuidado pasaría de ser un problema a ser una oportunidad para crear sociedades en las que poder hacernos verdaderamente humanos y así darnos mutuamente la buena vida: la cultura dentro de la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es decir, estilos de respeto y de miramientos hu-

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manizadores que tenemos unos para con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Por eso las chicas se quejan de que se las trate como mujeres «objeto», es decir simples adornos o herramientas; y por eso cuando insultamos a alguien le llamamos «¡animal!», como advirtiéndole que está rompiendo el trato debido entre hombres y que como siga así podemos pagarle con la misma moneda. Lo más importante de todo esto me parece lo siguiente: que la humanización (es decir, lo que nos convierte en humanos, en lo que queremos ser) es un proceso recíproco (como el propio lenguaje, si te das cuenta). Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias, yo no seré mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de cuentas de dar la buena vida (Savater: 78-79).

EL CASO

Muchas cosas en ética asistencial dependen, pues, de la manera como nos hablamos los profesionales y los pacientes. Volvamos ahora a Hable con ella.

Discusión de los aspectos médicos Según su director, la película está basada en hechos reales, en algunos casos médicos en los que convive la falta de «esperanza científica» con la presencia de «milagros». En uno de ellos, una mujer dada por muerta «resucita» tras ser violada en la morgue; en otro, una chica que lleva nueve años en coma queda embarazada por un trabajador de la clínica. Almodóvar (9-10) no proporciona referencias de sus fuentes, pero podemos admitir que estos precedentes son verídicos. En el momento de la reunión, Alicia está embarazada de dos meses, pero continúa en estado vegetativo persistente, situación en la que ha permanecido los últimos cuatro años a causa de un accidente. En cuanto a Benigno, aunque el director gerente de la clínica le llame «subnormal», éste no muestra ninguna deficiencia psíquica. Más tarde sabremos que el médico forense le ha llamado «psicópata», pero tampoco queda claro si hay un

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diagnóstico de enfermedad mental.

Identificación de los problemas morales El director y guionista reconoce que el «dilema moral» de Hable con ella le fue inspirado por el caso de la mujer «resucitada», ya que «para la justicia el chico era un simple violador, pero para la familia, que vivía la realidad según sus sentimientos, el chico le había devuelto la vida a su hija» (Almodóvar: 10). En la película, esta paradoja se refuerza por el amoroso cuidado que Benigno presta a Alicia en todo momento. De hecho, y aunque no puede establecerse un nexo causal firme entre la violación y el despertar de Alicia, la película la presenta como un acto de amor por parte de Benigno, como un acto beneficente. De ahí que el primer problema sea: 1. ¿Estamos ante una «violación», como dice el gerente? La legislación española despenaliza el aborto cuando «el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de delito de violación», siempre que éste se practique dentro de las doce primeras semanas de gestación y que el mencionado hecho hubiese sido denunciado. Pero en cualquier caso ese aborto ha de ser practicado con el «consentimiento expreso de la mujer embarazada» (Código Penal, art. 417 bis). Esto no es posible, de modo que tenemos otro problema: 2. ¿Qué hacer ante el embarazo de Alicia? Si estamos ante una violación, la clínica tiene la obligación legal de poner en conocimiento de las autoridades que se ha cometido un delito. Esto genera otro problema: 3. ¿Cuándo y cómo informar al padre de Alicia acerca de los hechos? Finalmente, nos queda un cuarto problema: 4. ¿Qué hacer con Benigno?

Elección de un problema moral

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Aunque Alicia sea mayor de edad, su estado físico no le permite hacerse cargo de su situación y no puede consentir o disentir con nada, de modo que cualquier actuación importante sobre su cuerpo, médica o no, ha de someterse al criterio de un tercero. Si el paciente carece de representante legal, la ley establece que «el consentimiento lo prestarán las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho» (Ley 41/2002, art. 9. 3. a); es decir, en nuestro caso es el padre de Alicia, el señor Roncero, el que decide por ella. Obviamente, Benigno no está casado con Alicia, ni ha consultado sus intenciones con el señor Roncero. Podemos establecer que, en efecto, estamos ante una violación, una forma de agresión sexual para la que el Código Penal reserva una pena de doce a quince años de prisión cuando la víctima sea especialmente vulnerable por razón de su edad, enfermedad o situación (art. 180. 3). Hemos resuelto legalmente el problema 1, pero eso no elimina los problemas, pues uno podría decidir actuar de manera ilegal por razones moralmente sólidas (para un análisis de esas situaciones de «desobediencia civil», véase Casado da Rocha, 2002). Al margen de cómo definamos la conducta de Benigno, todavía tenemos que decidir qué hacer con él. Y además, que se haya cometido una violación no basta para que la interrupción del embarazo sea legal, ya que es necesario el consentimiento expreso de la embarazada. Tal vez bastaría con el consentimiento por representación, pero eso supone informar al señor Roncero, cosa que todavía no hemos decidido. Los problemas 2, 3 y 4 están tan íntimamente relacionados que no admiten un abordaje parcial.

Identificación de los cursos de acción posibles Para abordar los problemas éticos detectados, la dirección de la clínica podría adoptar al menos estos cuatro cursos de acción (menos el primero, todos son consistentes con el desarrollo de los hechos según la película): 1. Sustituir a Benigno como cuidador de Alicia y practicarle a ésta una

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interrupción del embarazo sin informar al señor Roncero, aparentando que todo sigue igual. 2. Sustituir a Benigno como cuidador de Alicia e informar al señor Roncero de los hechos. 3. Despedir a Benigno por comportamiento éticamente incorrecto, pero solicitar al señor Roncero que no presente cargos contra Benigno. 4. Despedir a Benigno por comportamiento éticamente incorrecto y recomendar al señor Roncero que presente cargos contra Benigno.

Deliberación del curso de acción óptimo Los principios de no maleficencia y justicia están muy ligados con las exigencias del Derecho penal y del Derecho civil, de modo que una primera medida sería comprobar la legalidad de los cuatro cursos de acción. En esta primera criba caería el plan 1, ya que no está claro si se podría proceder a un aborto sin el consentimiento del señor Roncero; además, aparentar que todo sigue igual supondría un delito de encubrimiento, castigado por el Código Penal en su artículo 451. La opción entre despedir a Benigno o cambiar sus labores en la clínica depende en buena parte de la evaluación de su comportamiento. Si se considera éticamente incorrecto, el despido parece lo más lógico. Por el contrario, limitarnos a relevarle del cuidado de Alicia y dejar las decisiones posteriores en manos del señor Roncero sólo resulta plausible si consideramos que su conducta es justificable de algún modo. Pero esto no es posible desde los principios; la conducta de Benigno es incompatible con las normas más básicas de buena praxis profesional y, por lo tanto, puede ser considerada como maleficente. En cuanto a la justicia, aunque estemos en una clínica privada, no deja de ser chocante que un solo enfermero se dedique tan por completo a una sola enferma. Que Benigno dé «de más» a Alicia puede traer consigo que se esté dando «de menos» a otros pacientes menos afortunados, como Lydia. En cuanto al respeto de la autonomía de la paciente, de Alicia en este caso, ésta ha de articularse mediante el criterio del mayor interés y las decisiones de su representante. Aunque ella ahora no pueda manifestar su vo-

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luntad, si investigamos sus manifestaciones previas o voluntades anticipadas, el guión nos informa que en sus encuentros anteriores al accidente ella se manifestó «consternada, indignada y asombrada» ante el acoso de Benigno. De modo que no podemos asumir que la atracción entre ambos sea recíproca, y un embarazo no deseado tampoco entra dentro de los intereses generales de ninguna mujer, consciente o no. Por todo ello, la beneficencia presente en este caso es de tipo claramente paternalista: Benigno actúa guiado por el bien de Alicia, pero tal y como lo concibe él. Hay serias razones para suponer que eso no tiene mucho que ver con el bien de Alicia, sino con sus propias fantasías. Por muy buenas que sean las intenciones de Benigno, ha invadido la autonomía de Alicia y vulnerado su integridad física y moral. Las consecuencias previsibles de los cursos de acción oscilan entre el mantenimiento de la normalidad en el plan 1, que podría permitir nuevos episodios de acoso y violación (ya que, al seguir en la clínica, Benigno querría y podría acceder a la habitación de Alicia), y la denuncia y posible encarcelamiento de Benigno de seguirse el plan 2 o el 4. El curso de acción 3 posibilitaría alejar a Benigno de Alicia, pero buscando no exponerle a consecuencias penales; esto último es de legalidad dudosa, ya que supondría dejar un delito sin denunciar o perseguir. Con todo, los planes 1 y 3 suponen cierto reconocimiento de las buenas intenciones de Benigno, que en ningún momento trató con desconsideración a Alicia, como un objeto sexual o un mero medio para sus propios fines.

El juicio moral En este caso la regla es obvia: los cuidadores, en especial los profesionales, deben extremar la precaución ante la posibilidad de enamorarse de sus pacientes, en especial en situaciones de gran dependencia, y en ningún caso extralimitarse en sus manifestaciones de cariño. Que esos límites hayan sido sobrepasados hasta el punto de constituir una violación hace muy difícil encontrar circunstancias eximentes o exculpatorias. La conducta de Benigno, además de un delito, es éticamente incorrecta. Ahora bien, esta valoración nos permite optar entre los cursos de acción 3 y 4. Recomendar al se-

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ñor Roncero que haga caer todo el peso de la ley sobre Benigno podría traer consecuencias negativas sobre éste (como ocurre en la película) y tal vez sobre Alicia (pues aún no sabemos cómo reaccionará ante la verdad). Podría decirse que, para una persona como Benigno, la mera separación de Alicia es un castigo más que suficiente, y no supone riesgo o agravio para terceros. El curso de acción 3 parece, pues, una solución intermedia y prudente. Teniendo en cuenta las circunstancias, no es degradante ni indigno para con Alicia el renunciar a presentar cargos contra él; al contrario, es una muestra de generosidad.

Decisión final En la última frase de la película, Katerina reconoce que «nada es sencillo», y ciertamente nada lo es en este caso. Pero sí está claro que Benigno actuó incorrectamente y que debe ser separado del cuidado de sus pacientes. Ha incumplido su deber profesional y abusado de la confianza puesta en él. Su contrato laboral debe ser rescindido, las visitas a Alicia impedidas. La decisión de denunciarle por violación está en manos del señor Roncero, pero éste debería considerar no ejercer esa facultad, o buscar alguna manera de suavizar sus consecuencias (aunque a efectos penales ni siquiera el perdón de Alicia extinguiría la responsabilidad de Benigno).

Argumentos adicionales en contra y a favor Según Almodóvar, Hable con ella es «una película sobre la incomunicación» y sobre «cómo los monólogos ante una persona silente pueden ser una forma eficaz de diálogo» (7). Un argumento adicional para evitar el catastrófico paso de Benigno por la cárcel de Segovia (que en un fotograma aparece bajo la silueta de la «mujer muerta» que desde allí dibuja la Sierra de Guadarrama, en perfecta ilustración del tema de la película) podría ser que esta opción supone la negación de esa comunicación que, como hemos visto, tan necesaria es para una buena relación asistencial. Al describir las ventanillas de la prisión, las notas de Almodóvar en el guión inducen a con-

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firmar la centralidad de ese tema: El invento de cristal protege a los funcionarios pero contradice con ironía kafkiana su función: la Comunicación, o «Comunicaciones» como reza el letrero, y crea un sonido raro, apelmazado, hueco, indefinido y lejano. Sin eufemismo, es como hablar con una pared, sólo que ésta es de cristal. La prisión, en efecto, tiene algo de centro asistencia!: MARCO. — Quisiera ver al recluso Benigno Martin. FUNCIONARÍA. - Hoy no es día de comunicación... pero déjeme ver. MARCO. — Perdone, pero no la oigo. [... ] FUNCIONARÍA. — A propósito, aquí no tenemos «reclusos», sino «internos». MARCO. - N O la oigo.

Finalmente, es de notar que el paternalismo se vuelve en contra de Benigno. Cuando, «teniendo en cuenta su estado mental», el abogado propone tranquilizar a Benigno con una mentira piadosa, Marco se niega a hacerlo: «yo no puedo mentirle, soy su único amigo. Y confía en mí... ». A lo que el abogado contesta: «Lo haré yo. Para mí no supone ningún dilema. » El caso es que si el abogado no hubiera mentido a Benigno sobre Alicia, haciéndole creer que ella sigue en coma, probablemente éste no se hubiera suicidado. Queda patente, de nuevo, que proporcionar información de manera veraz y adecuada es necesario para mantener la autonomía moral de nuestro interlocutor, algo que forma parte esencial de su dignidad personal incluso cuando se encuentra recluido.

7 De los principios a los valores

a bioética en lengua española ha entrado ya en mayoría de edad: prueba de ello es que los Fundamentos de bioética de Diego Gracia hayan sido reeditados a los dieciocho años de su publicación. Como se dice en el prólogo a esta segunda edición, el diálogo con los clásicos nunca defrauda; para muchos lectores en España, en Europa y en América, este libro ya clásico supuso los cimientos de un edificio que ha ido construyéndose alrededor de una propuesta metodológica basada en los principios de no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia. Sin embargo, un repaso de la extensa obra de Gracia permite detectar un abandono progresivo del «lenguaje de los principios» en beneficio de lo que podríamos llamar «lenguaje de los valores», un cambio reconocido por el propio Gracia en el prólogo de su también recién reeditado Procedimientos de decisión en ética clínica. En este capítulo abordaremos las razones de esa evolución, que corre paralela al devenir histórico de la propia bioética española. A nuestro juicio, el cambio en el lenguaje supone un intento de adaptación a las transformaciones experimentadas por el ámbito sociosanitario en los últimos años. La importancia en este nuevo escenario de la responsabilidad, la prudencia y la deliberación es una muestra más de que la bioética en España es una disciplina compleja, pero viva y madura.

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EL FINAL DEL PRINCIPIO

Tal vez el gran desafio pendiente para la bioética hoy sea plantear su contribución para crear una perspectiva global que conjugue justicia y respeto por la autonomía para todos los habitantes del planeta (Guerra, 2005: 190). Los países occidentales disfrutamos de un sistema sanitario en proceso de transformación, en el que los servicios se han ido ampliando hasta cubrir necesidades tradicionalmente abordadas desde el trabajo social. Tras analizar éste y otros cambios, Albert Jovell concluye que nos encontramos ante el nacimiento de un nuevo modelo de paciente, con necesidades, derechos y obligaciones también nuevas. En este sistema el centro de salud pasa a convertirse en un «centro sociosanitario», ya que muchas de las patologías que se atienden en él se acompañan de problemas de naturaleza más social, relacionados con situaciones de vulnerabilidad y dependencia. Esto es en parte así porque el envejecimiento de la población ha traído consigo un aumento de las enfermedades crónicas y las patologías asociadas a la edad, en detrimento de las situaciones de enfermedad única y aguda. Y todo esto en un sistema sanitario fragmentado por especialidades y en el que aún predomina el modelo de hospital de alta tecnología implantado desde los años sesenta, en el que se echa en falta «una aproximación más cercana a las necesidades de salud y sociales de los pacientes». A esto se añade una tendencia emergente a calificar a los usuarios de la atención sanitaria como «clientes» y no como «pacientes», lo que provoca tensiones entre una organización diseñada para atender enfermos de forma gratuita y universal y una concepción del paciente como consumidor (Jovell: 87-88). El panorama es a la vez convulso y esperanzador. Sin duda, el sistema sociosanitario español se ha humanizado gracias a la labor de pioneros como Gracia, Abel y Gafo, y las consiguientes fases de expansión e institucionalización de la bioética. Pero el fomento y la normalización de la deliberación no siempre traen consigo más consenso, sino al contrario, como en nuestro entorno se ha encargado de recordarnos Javier Muguerza. Es bien posible que, con el «final del principio» de la bioética en lengua española, la relativa pax bioethica que hemos disfrutado durante estos años también se haya acabado, como ha ocurrido en Estados Unidos (Moreno, 2005b). Pero ya estábamos todos avisados por Max Weber, quien en su en-

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sayo sobre «la ciencia como vocación» define su época (que en lo esencial

es también la nuestra) por la pérdida del monopolio interpretativo de la ética cristiana y la consiguiente resurrección de los viejos dioses, plurales y diversos, entre los que el individuo debe elegir para hacerse cargo de las «exigencias del día» (González García: 152-154). El conflicto cotidiano entre los principios de la bioética es sólo un reflejo de esa contienda mayor que entre sí sostienen los dioses de los distintos sistemas de valores; tal vez por ello Gracia ha prestado especial atención en su obra a la cuestión de los valores en medicina. Ya en Fundamentos de bioética se hacía eco de la llamada a la responsabilidad planteada por Weber ante los conflictos de valores. Tras casi veinte años respondiendo esa llamada, Gracia concluía una conferencia reciente proponiendo la deliberación moral como método para analizar los conflictos, buscar la ordenación más razonable de los valores en juego, y así buscar su solución más prudente: «Aprender a deliberar es el gran objetivo de la bioética clínica. Y los comités de ética asistencial deben verse como comités de deliberación» (2008: 101). El punto de partida de Gracia es la inexistencia de hechos puros, libres de valores. Ambos conceptos aparecen siempre íntimamente unidos, porque ni hay ni puede haber hecho sin valor; por lo tanto, es insensato e ingenuo el empeño de reducir todos los problemas al primero de los niveles, el de los hechos. Si los hechos tienen importancia, mucha más los valores, descritos como «lo más trascendental de nuestra vida, lo que la dota de contenido y la hace única, irrepetible y distinta a las demás». Es en los valores dónde se expresa nuestra identidad personal, lo que hace que nuestra vida sea nuestra y de nadie más, «o que sea la de cada uno a diferencia de todas las demás» (2004a: 345, 339). La importancia del estudio de los valores como tales no siempre ha estado tan clara. El positivismo científico entendió el hecho, el dato objetivo, como valor supremo, e intentó aplicarlo a todos los saberes, también a los humanísticos. Ello no quiere decir que se prescindiera de los valores, algo imposible hasta para un positivista, sino que se estudiaron los fenómenos culturales no como valores sino como hechos, transformando los valores en hechos. Este positivismo llegó también a las facultades de medicina, y se fue aplicando a la historia, a la sociología o a la antropología médica. Se renunció al análisis de los valores en tanto que valores, porque se creía que

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sólo estudiando el valor como hecho (estudiando, por ejemplo, la distribución estadística de las creencias o las decisiones en un conflicto ético) podía someterse el mundo de los valores a las reglas del método científico (Gracia, 2008: 100). Tras la crisis del positivismo llegamos al momento actual, en el que Loren Graham afirma que la tarea es reconocer «lo erróneo de la ciencia libre de valores que prevaleció en generaciones pasadas, y el carácter igualmente erróneo del punto de vista contrario, el de que "todo en la ciencia está cargado de valores"» (Gracia, 1991b: 66). Sólo así la próxima generación podrá vivir con las crecientes tendencias «expansionistas» sin huir al «restriccionismo» o, lo que es peor, rechazando el avance científico. Los restriccionistas ven la ciencia como algo autónomo y separado de los valores, mientras que los expansionistas sostienen que la ciencia tiene implicaciones inevitables para los valores y viceversa; esta última es la posición que Graham y Gracia juzgan más razonable, aunque también advierten el riesgo de que valores externos a la práctica médica se introduzcan perniciosamente en ella. Por ello Gracia defiende un «expansionismo crítico» en el que la filosofía ha de formar parte de la educación médica, para así juzgar apropiadamente los valores y proteger a la medicina. No hay manera de eludir el estudio de los valores en las ciencias biomédicas, porque la tesis general de que no hay hechos sin valores se hace especialmente visible en el caso de la salud y la enfermedad: esos fenómenos son hechos (anatómicos, fisiológicos, bioquímicos, etc. ) pero también sucesos humanos llenos de valoraciones económicas, estéticas, éticas, jurídicas, religiosas, etc. Gracia considera imposible conocer una enfermedad o entender a un enfermo haciendo abstracción de todas esas dimensiones y considera ya «una opción de valor» que lo importante en la definición de salud y la enfermedad sean los «hechos biológicos» (2004a: 340). Por ello, el médico práctico no ha de atenerse sólo a los hechos, sino que debe tener en cuenta los valores de sus pacientes (1991b: 48). La importancia de este tema es tal que Gracia llega a definir el respeto de los valores de los pacientes y su objetivación como la tarea más importante a la que se enfrenta la medicina española, afirmando que la humanización de los profesionales de la salud consiste en incluir el mundo de los valores en su actividad. Si la bioética en general surgió en las sociedades

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occidentales a finales de la década de los sesenta como algo ligado al debate social sobre los valores, Gracia entiende la bioética médica como el lugar de debate de los problemas de valor relativos a la gestión del cuerpo humano y de la vida. En ese sentido, su objetivo será educar tanto a los profesionales como a los usuarios de los servicios de salud en las cuestiones de valor relativas a la gestión de la vida y del cuerpo, de la salud y la enfermedad (2004a: 412, 91). Sin embargo, a pesar de la importancia del mundo de los valores en medicina, y por lo tanto la gran utilidad que tendría su estudio para el profesional, Gracia detecta un déficit en la formación de los médicos en este ámbito. Ello origina que en ocasiones estos profesionales se encuentren ante situaciones «que nos dejan perplejos y ante las que no sabemos qué decisión tomar» (2004a: 98). En esos casos sería de gran ayuda la formación en humanidades médicas, que son las que se encargan del estudio de los valores en el ámbito de la medicina. Estas disciplinas incluyen la antropología sanitaria, la comunicación médica, el derecho sanitario, la economía de la salud, la educación médica, la estética médica (literatura y arte en general), la historia de la medicina, la psico(pato)logía, la sociología de la salud, la teoría y filosofía de la medicina, y, en general, la lógica, la filosofía de la ciencia, la axiología y la filosofía práctica, en particular la ética (Lázaro, 2000). Y dentro de ella, la bioética, ya que si ésta quiere ser algo «es, precisamente, una ayuda para el correcto manejo de los valores en la toma de decisiones sanitarias» (Gracia, 2004a: 329). Sobre los valores se pueden dar razones, y además ese intercambio o diálogo puede aumentar nuestro conocimiento sobre el tema a tratar, porque los valores tienen su lógica y, aunque en ellos tomen parte factores no racionales, tampoco pueden ser completamente irracionales (2008: 100). Esa razonabilidad es la base de la deliberación, la reflexión intelectual sobre los valores para, a través de un proceso de reflexión y ponderación, poder tomar decisiones prudentes. La deliberación es también la base de la responsabilidad, y por ello Gracia entiende que ser responsable no es sólo un problema de inteligencia o razonamiento formal, sino algo mucho más complejo que incluye también emociones, esperanzas, creencias, deseos, tradiciones y valores. La educación en la responsabilidad, es decir, en los valores y la deliberación, se presenta como la receta para muchos proble-

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mas (por ejemplo, el del consumo abusivo de drogas), y por ello Gracia plantea la necesidad de promoverla desde la educación primaria o incluso antes. Al igual que buena parte de la bioética médica a partir de Beauchamp y Childress, Gracia asumió inicialmente el método principialista como parte del procedimiento para la toma de decisiones, complementándolo con la consideración de las consecuencias previsibles de los cursos de acción propuestos. Esto es bien sabido, pero además Gracia ha aportado razones para entender la gran rapidez y extensión de la aceptación de esta teoría. Como hemos visto, la bioética surgió en torno a las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo; la política sanitaria de esos años apostó por la hospitalización y tecnologización de la sanidad y priorizó por tanto el tratamiento de las enfermedades agudas en detrimento de las crónicas. El lenguaje de los principios y las consecuencias es el idóneo para las decisiones urgentes y la toma de decisiones rápidas propias de esa medicina terciaria. Sin embargo, este lenguaje se muestra insuficiente en el caso de las enfermedades crónicas y de la medicina primaria, en los que el objetivo no es tanto el tratamiento de problemas puntuales, sino el trabajo a medio o largo plazo. El mundo de los valores tiene aquí mayor amplitud y complejidad que en el caso de la terciaria, ya que ha de tener en cuenta no sólo los de un individuo, sino los de todo un contexto social (1998b: 100) e incluso, en el caso de las enfermedades crónicas, «tiene que ver muchas veces con la asunción por parte del paciente de nuevos criterios de valor» (2004a: 325). Los valores, por tanto, no son entidades aisladas e inmóviles. Estudiarlos requiere atender a su dinámica, a la manera como éstos se transforman, tanto en el ámbito social como en el personal. Y esos cambios provocan a su vez transformaciones en la metodología más idónea para estudiarlos.

LA EVOLUCIÓN DEL MÉTODO

En el prólogo a la segunda edición (2007) de sus Procedimientos de decisión en ética clínica, Diego Gracia examina el método para el análisis de problemas morales en medicina propuesto en este libro, publicado originalmente en 1991, y lo sitúa en una tercera vía alternativa al «fundamentalis-

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mo» de los que sólo quieren aplicar unos principios inmutables y al «decisionismo» de quienes prefieren no ver más allá del caso particular. Durante toda la década de los noventa, Gracia defendió en diversos foros y publicaciones ese método, que incluía los cuatro principios tradicionales de la bioética. Puede decirse que, al menos hasta comienzos de la década del 2000, Gracia asumió buena parte del método principialista como procedimiento en la toma de decisiones. Al asociarse con el conocido planteamiento de Beauchamp y Childress, parecía dar a entender que todos los problemas en bioética iban a girar en torno a la no maleficencia, la beneficencia, la justicia y la autonomía. Pero con ello Gracia no quería decir que no hubiera otras cuestiones de valor, sino que —al menos en la bioética dominante, la de aquellos autores— todas se podían ordenar en torno a esos cuatro principios, que ejercían de «algo así como núcleos de confluencia de todo el universo de valores» (1998a: 33). Esta posición sigue teniendo muchos defensores, que consideran que el enfoque de los cuatro principios es compatible con un amplio abanico de teorías morales —a veces incompatibles entre sí—, permitiendo cierto equilibrio entre la universalidad de los principios y su especificación o aplicación contextual (Gillon, 2003). Pero el método de Gracia no se reduce a los cuatro principios. Para empezar, porque éstos han de contrastarse con las particularidades de cada caso y con las consecuencias previsibles de los posibles cursos de acción, en un proceso de deliberación en el que pueden entrar en juego otros valores además de los expresados por los principios. Así, los hay que resumen el método detallando que «la deliberación determina primero los valores en juego, analiza los posibles cursos de acción de acuerdo con su habilidad para materializar los valores identificados, para finalmente observar las posibles consecuencias», aventurando que de los cuatro principios sólo la no maleficencia lo es en sentido estricto, por tratarse de una prohibición; el resto, dicen, sería más una lista de procedimientos (Rodríguez del Pozo y Fins: 234). La importancia cada vez mayor que Gracia concede a la inclusión de los valores se hace también patente en la evolución de sus propuestas metodológicas. En capítulos anteriores hemos visto cómo este autor propuso en 2001 un método para el «análisis crítico de casos bioéticos» en ocho pasos que trataban de equilibrar las demandas de los principios de la bioética

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con la atención a las consecuencias y demás detalles de cada caso. Dos años después, Gracia (2003: 230) reformuló la segunda mitad de su lista para introducir la consideración de los valores en juego. Esta novedad metodológica, que se ha mantenido en otras publicaciones posteriores (2004c: 27), consiste ahora en los siguientes pasos: 1.

Presentación del caso por la persona responsable de tomar la decisión. 2. Discusión de los aspectos clínicos de la historia. 3. Identificación de los problemas morales que presenta. 4. Elección por la persona responsable del caso del problema moral que le preocupa y quiere que se analice. 5. Identificación de los valores en conflicto. 6. Determinación de los cursos extremos de acción. 7. Búsqueda de los cursos intermedios. 8. Análisis del curso de acción óptimo. 9. Decisión final. 10. Comprobación de la consistencia de la decisión tomada, sometiéndola a la prueba de legalidad («¿es legal esa decisión?»), a la de publicidad («¿estarías dispuesto a defenderla públicamente?») y a la de consistencia temporal («¿tomarías la misma decisión caso de esperar unas horas o unos días?»). El cambio más notable entre la versión de 2001 y las de 2003-2004 es la introducción de los valores en el quinto paso. Ahora el método requiere identificar los valores en conflicto con los principios de la bioética o con otros valores (2004c: 30). En otras palabras, Gracia plantea deliberar directamente sobre los valores, algo que posiblemente incluirá cuestiones de no maleficencia, justicia, autonomía y beneficencia, pero que en modo alguno se limitará únicamente a estos cuatro conceptos. Podría aventurarse que esta recuperación del «lenguaje de los valores» en la metodología de Gracia podría ser un intento de adaptación al nuevo contexto para dar respuesta a las necesidades y retos de la bioética española del siglo XXI. Ya hemos visto que fue en los últimos años setenta y ochenta cuando Gracia y otros comenzaron a impulsar la creación de Co-

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mités de Ética similares a los que habían visto en los hospitales en Norteamérica; desde la década anterior la sanidad española experimentaba una fuerte expansión de su sector terciario u hospitalario, priorizando el tratamiento de los pacientes agudos, y por lo tanto en muchos casos era necesario tomar decisiones urgentes y rápidas. Pero este contexto cambia a partir de finales del siglo XX. Mediante técnicas de trasplantes, diálisis, etc., los avances e investigaciones médicas habían prolongado la esperanza de vida, con el consiguiente envejecimiento de la población, y permitido vivir durante muchos años a pacientes con dolencias hasta hace poco mortales. Ello supuso un aumento considerable de pacientes crónicos, con dolencias que necesitan tratamientos muy prolongados en el tiempo. Y todo esto se unió al ya mencionado proceso de conversión del centro sanitario en sociosanitario, en el que una parte de la patología tiene naturaleza social, con fenómenos de dependencia, estrés, adicciones, soledad, etc. Este devenir histórico coincide con la concesión por parte de Gracia de una importancia cada vez mayor a los valores en la educación médica, lo que se hace patente en la evolución de sus propuestas metodológicas para la bioética. Así, en el nuevo prólogo a Procedimientos de decisión en ética clínica el propio Gracia confiesa ser cada vez menos afecto a la teoría de los cuatro principios, pues la experiencia le ha demostrado que simplifica en exceso la riqueza de la realidad moral, convirtiendo con demasiada frecuencia el análisis en una mera contienda entre principios. Por ello, hoy se muestra convencido de que el lenguaje originario de la ética no es el de los principios, ni tampoco el de los derechos, sino el de los valores: un lenguaje más complejo, pero también más rico y dúctil. La explicación de este cambio probablemente no responda a una sola razón; más bien podría decirse que se dan dos procesos en paralelo: el histórico con un peso cada vez mayor del paciente crónico, y el de la inclusión cada vez con más fuerza del lenguaje de los valores; como afirma Gracia en ese prólogo, «la realidad nos empuja». En general, el cambio podría responder a la búsqueda de criterios comunes para una metodología aplicable a los problemas éticos que surgen más allá del ámbito hospitalario, en un espacio sociosanitario cada vez más amplio y diverso. Conceptos como la justicia o la no maleficencia podrían adquirir matices ligeramente distintos desde disciplinas como el trabajo social, cercanas al ámbito sanitario pero

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con tradiciones y métodos propios. El propio Gracia afirma que el proceso de deliberación no puede circunscribirse a los límites de los hospitales y las facultades de medicina; en última instancia, la bioética trata necesariamente de los valores en juego en la salud y la enfermedad, en la vida y la muerte de los seres humanos. Por lo tanto, se trata de un proceso de deliberación sobre los fines individuales y colectivos de la vida humana (2005: 38), lo que la relaciona con el ámbito tradicional de las humanidades, en particular con la filosofía, la literatura y las artes. En conclusión, podría decirse que la evolución metodológica de la bioética española está relacionada con algunas características que definen al paciente del siglo XXI. Como hemos apuntado ya, el paciente agudo, que fue prioritario durante las décadas de los setenta y ochenta, requería en muchos casos decisiones urgentes y rápidas para su curación, es decir, el objetivo fundamental era restaurar su salud e intentar que volviera a su situación anterior. Esto cambia en el caso del paciente crónico, que es el propio de este siglo debido en gran parte a los avances científicos y al envejecimiento de la población. El objetivo es ahora mejorar o mantener en lo posible una «vida de calidad» (Camps, 2001), para lo que deberá seguir en tratamiento períodos de tiempo tan largos que en ocasiones se prolongarán durante todo lo que le queda de vida. Por ello, su estado de salud y el posible beneficio del tratamiento están en ocasiones estrechamente relacionados con su estilo de vida y con su sistema de valores. Lo mismo ocurre en los casos en los que se presentan patologías de naturaleza social. En este tipo de pacientes es especialmente importante que los profesionales sanitarios conozcan, tengan en cuenta y reflexionen sobre sus valores a la hora de tomar cualquier decisión relacionada con la salud. Y es en este contexto donde la medicina primaria, familiar y comunitaria adquiere más peso. No podemos terminar sin abordar algunas cuestiones críticas relacionadas con este cambio de lenguaje. Años antes, Gracia sostuvo que la ética puede presentarse en diferentes lenguajes que se complementan unos a otros, incluyendo el lenguaje de los principios y las consecuencias, el lenguaje de las virtudes y la excelencia, el lenguaje de los derechos y las obligaciones, y el lenguaje de los valores y los disvalores. No obstante, al apreciar que la ética mediterránea ha estado tradicionalmente orientada hacia las virtudes, Gracia juzgó entonces que el enfoque de los principios podría

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ser el más útil para contrarrestar algunos «defectos tradicionales» como el paternalismo, la falta de respeto por la ley y la falta de tolerancia (1995: 205). Naturalmente, hay otras razones para preferir un enfoque principialista. Como los valores pueden ser demasiado vagos y las reglas demasiado específicas, Beauchamp y Childress escogieron un lenguaje de principios para poder mediar entre los valores generales y las reglas particulares. Principios y reglas son normas para la acción, pero las reglas son más específicas en contenido y más restringidas en ámbito de aplicación, mientras que los principios dejan bastante espacio para el juicio en la mayoría de los casos. Así, el lenguaje de los principios trata de mantener una vía intermedia, expresando los valores generales que subyacen a las reglas en la moralidad común (12-13) y proporcionando razones para justificar un curso de acción dado. Los principios, pues, proporcionan razones para la acción de acuerdo con reglas y valores. A pesar de las críticas, los enfoques principialistas continúan siendo «el enfoque más utilizado en ética biomédica» (Gert, Culver y Clouser: 99), el «paradigma dominante» y la «verdadera ortodoxia bioética» (Gracia, 1995: 194). Los principios suelen ser limitados en número y rango de aplicación, con alguna jerarquía interna y susceptibles de conformar un sistema congruente. Por el contrario, los valores son mucho más numerosos, incongruentes y dependientes del contexto. ¿Es una verdadera ventaja promover el lenguaje de los valores, o supone abrir una caja de Pandora en la metodología bioética? Una primera respuesta, general, es que los valores connotan el pluralismo y la diferencia de una manera más acusada que los principios, y que una constelación de valores particulares parece una pintura más ajustada del paisaje moral contemporáneo que la proporcionada por un sistema de principios universales. El problema con esta posición es que trae consigo la posibilidad de conflictos irresolubles entre valores, pues podría ser perfectamente imposible para un agente moral perseguir todo el conjunto de cosas valiosas con las que uno puede comprometerse. Hay otra segunda respuesta, más local. No se puede negar que el paisaje sanitario español es cada vez más rico y diverso; en un contexto pluralista, el lenguaje de los valores permite una mayor flexibilidad que el lenguaje de los principios.

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Puede que el lenguaje de los principios posea cierta simetría o elegancia abstracta, pero bien podría tratarse de una ilusión, ya que nuestra vida moral es mucho más compleja y, en ocasiones, carece de esa coherencia o rigidez formal. El lenguaje de los valores, por el contrario, nos permite movernos con más libertad por una medicina basada en las narraciones (Lázaro, 2003), «encontrando en las historias un significado que no puede ser categorizado en sistemas» (Shiffrin, 194).

LA INTERPRETACIÓN DE LOS VALORES

Aunque hoy al hablar de bioética se suele entender por este término alguna forma de ética biomédica o asistencial —ya sea la versión de Beauchamp y Childress o la de Gracia—, cuando V. R. Potter comenzó a hablar de bioética en 1970, su imagen de ésta era la de un puente entre las ciencias y las humanidades. Potter la definió como una «integración global de la biología con los valores» orientada a asegurar la supervivencia de la especie humana (Whitehouse, 2003), pero esta definición descansa en una visión poco realista de la biología, entendida como una ciencia neutral a la que habría que añadir ciertos valores para beneficio de la humanidad. Esta imagen, basada quizá en la idea de que la física es un modelo para el resto de las ciencias, no es buena ni para la biología ni para cualquier otra disciplina que tenga que ver con la vida humana. Con todo, sigue estando muy extendida la noción de que la misión de la bioética consiste en introducir el lenguaje de los valores en una medicina cuyo principal paradigma es factual (la «medicina basada en la evidencia» o, mejor dicho, «medicina basada en pruebas»). Esta presencia creciente del lenguaje de los valores es un fenómeno internacional. Revistas como el Cambridge Quarterly of Healthcare Ethics saludan la publicación de libros sobre el proceso de toma de decisiones como muestra de que «el lenguaje de los valores» puede ser productivo y efectivo (Ravitsky, 2006). Pero también es más complejo. Un documento como la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, adoptada por la UNESCO el 19 de octubre de 2005, cita muchos y diversos valores, pero no proporciona un método para ordenarlos, lo que puede provocar serios desacuerdos (Háyry y Takala: 232).

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Esta relación de la medicina con los valores, que tan a menudo se encuentra en las discusiones sobre bioética, puede deberse al papel que la salud y la enfermedad han jugado en la sociedad occidental. Sociólogos como Weber han sostenido que la medicina juega un papel primordial en la conformación de nuestros valores, porque las civilizaciones están organizadas en torno a un «visión soteriológica»: una manera de entender la naturaleza del sufrimiento y los medios para transformarlo y alcanzar cierta salud o salvación (López: 877). Al margen de lo que se quiera decir con expresiones tan vagas como «nuestros valores», a menudo la medicina se encuentra en su núcleo, ligándolos indisolublemente con nuestros conceptos de salud y enfermedad. Así, críticos de Beauchamp y Childress han apuntado que el concepto de enfermedad es «el concepto central de la medicina y contiene valores en su núcleo, aunque qué valores sean esos y qué papel jueguen en la definición del concepto sea objeto de buena parte de la discusión en la literatura especializada» (Gert, Culver y Clouser: 129). En efecto, el índice de los Principies of Biomedical Ethics de Beauchamp y Childress no incluye una entrada para «valor», pero esta palabra se usa a menudo en el libro, y al menos en cuatro sentidos: 1. El valor de eventos, actitudes, acciones, etc. Los modelos y teorías que Beauchamp y Childress aplican a la bioética otorgan diferente valor a diferentes cosas (62). Aquí encontramos expresiones como «el valor de proteger la autonomía» (99), el «valor de la integridad moral» (35) o el «valor de la intimidad» (296). En general, el valor se asocia con la «ocurrencia o prevención» de ciertos eventos (195), y ese valor puede ser terapéutico o no (352). 2. £/ valor de una persona o vida humana. Beauchamp y Childress distinguen entre el «valor de una persona para la sociedad» (127), «el valor de una vida para la persona que la vive» (103) y «el valor de esa vida para otros» (137). La vida humana puede tener «valor social» o «valor económico» (207). Puede haber incluso «vidas sin valor» (145). 3. Valores personales, grupales y sociales. Aquí encontramos expresiones como «los valores o elecciones de una persona» (66), «las opiniones y valores del paciente» (100) o «los valores y fines propios de los

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profesionales sanitarios» (82). Pero los valores no sólo son cosa de los individuos, sino que Beauchamp y Childress hablan de «los valores del público en general», «los valores de la gente que ha sufrido una enfermedad concreta» (213) y «los valores compartidos por un grupo» (233). 4. Valores presentes en juicios, exámenes y tratamientos. Finalmente, Beauchamp y Childress sostienen que un concepto tan central como el de «tratamiento médicamente indicado» presupone ciertos valores (139); que métodos de adjudicación como el análisis de riesgos y beneficios no son neutros (206) y que en última instancia dependen de los «juicios de valor» de quien tome las decisiones. En el fondo, dicen, las cuestiones bioéticas son debates sobre los fines, «y las disputas sobre los fines adecuados suponen conflictos de valores» (193). Esta clasificación puede simplificarse si observamos que los grupos 1 y 2 tratan de los valores en el sentido relacional o posesivo de la palabra, mientras que en el 3 y el 4 los valores se entienden en un sentido exento o entitativo. En la primera acepción, el valor indica una cierta propiedad o relación de algo, ya sea un evento, actitud, objetivo, persona, etc. De acuerdo con este uso, el valor está relacionado o asociado a algo: algo tiene un valor. Como ha explicado Armando Menéndez Viso (2005), éste es el significado tradicional, económico y posesivo del término «valor». En la segunda acepción, cuando Beauchamp y Childress hablan de los valores de un grupo humano (pacientes, profesionales sanitarios, o incluso la sociedad entera), o de que algo es un valor, están utilizando un significado del término relativamente nuevo, filosófico y entitativo; esta acepción, que usamos cuando decimos que la justicia es un valor, o que los valores científicos y religiosos entran en conflicto, tiene una historia de apenas 130 años. Aunque el trabajo de Menéndez Viso está pensado en referencia a las ciencias en general, su relevancia para la bioética es patente, en especial si comparamos los usos entitativos y posesivos de «valor». Para empezar, porque cuando decimos que algo es un valor, a menudo la discusión se centra en la cuestión de si es o no un valor en absoluto. Por ejemplo, alguien afirma que la autonomía es un valor; alguien responde que no, porque ese valor es propio de una cultura excesivamente individualista, y la discusión

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continúa en esos términos: ser o no ser, he ahí la cuestión. Pero cuando decimos que algo tiene valor, no es posible eludir las aclaraciones sobre qué sea ese algo en particular, y lo que suele surgir es una pluralidad de argumentos que expresan las diferentes relaciones que ese algo tiene con otras cosas, relaciones que nos sirven para determinar su valor relativo. La autonomía puede tener un gran valor para un adulto competente, pero su valor es menor para uno que no lo es; en ocasiones respetar la autonomía de un menor podría ser pernicioso, con lo que tendría menos valor, etc. Por el contrario, cuando hablamos de valores como entidades, es fácil ponerse esencialista y concebirlos en absoluto, como si fueran ideas platónicas; Moreno (2005a: 65) llega a afirmar que «quien niegue que los valores sean fuerzas vitales y concretas no ha atravesado nunca con los ojos y los oídos abiertos los diversos barrios de un lugar como Brooklyn». El problema es que entonces, como dice John Dupré (1993: 60), la existencia de esencias reales suele implicar la de un único sistema de clasificación que asignase cada cosa a su casilla según la posesión o no de la esencia adecuada. Si la salud realmente es un valor —aunque no sea nuestro único valor, como reconocen Beauchamp y Childress (251)— entonces parece como si ya la tuviéramos definida, como si pudiéramos saber en qué consiste y separar lo sano de lo que no lo es. Pero si comenzamos por decir que la salud (o diferentes concepciones de la salud, porque hay muchas y muy diferentes) tiene un valor, lo que se sigue es que tendrá distinto valor para gente diferente. De hecho, al hablar de valores en el sentido entitativo suelen aparecer cuestiones de jerarquía (el «sistema de clasificación» mencionado por Dupré). Por ejemplo, si el cuidado es un valor y la dignidad también lo es, a veces parecerá imposible promover los dos al mismo tiempo, con lo que la discusión gira en torno a cuál de ellos tendrá prioridad, cuál es el verdadero valor que hay que maximizar (Beauchamp y Childress proporcionan un buen ejemplo de esta «reificación» del valor en su discusión del utilitarismo: 341-348). Pero si pensamos que el cuidado tiene un valor y que la dignidad también, esos valores pueden fluctuar dependiendo de las circunstancias sin tener que presuponer que el cuidado y la dignidad hayan de excluirse mutuamente. De esta manera, los casos problemáticos no se configuran como un «conflicto de valores», sino más bien como una compleja actividad evaluadora a lo largo del tiempo.

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En resumen, la ventaja del uso posesivo sobre el entitativo es que no nos compromete con la existencia previa de una serie de valores jerárquicamente ordenados, lo que nos permite centrarnos en cada caso particular sin necesidad de entrar en el debate sobre la composición y orden de los sistemas de valores, un debate particularmente difícil del que es muestra reciente la reseña de Javier Muguerza a un libro de Javier Echeverría (El País, 17 de agosto de 2007). Otro ejemplo podría encontrarse en Mar adentro, en la discusión ya citada entre el padre Francisco («¡Una libertad que elimina la vida no es libertad!») y Ramón («¡Y una vida que elimina la libertad tampoco es vida!»). ¿Por qué esta conversación no llega a ninguna parte? Podemos decir que, en general, los seres humanos valoramos la vida y la libertad; podemos decir que la vida y la libertad son valores humanos (en sentido entitativo). Pero no hay manera de avanzar si planteamos lo que está en juego en Mar adentro en los términos de esa conversación, como si se tratase de un conflicto entre valores inconmensurables o mutuamente excluyentes: o libertad sin vida o vida sin libertad. Y eso es lo que ocurre en la película: la discusión termina sin la menor esperanza de entendimiento mutuo y Ramón comienza a desesperar de la posibilidad de encontrar una solución a su problema mediante el debate público. Las cosas se aclaran un poco si aplicamos a esta situación el uso posesivo (o relacional). La vida de Ramón tiene para él un valor, aunque no sea suficiente, porque también valora la libertad de movimientos, y él se considera un prisionero en su propio cuerpo (aunque, paradójicamente, en su momento rechazase la rehabilitación y ahora también la silla de ruedas). El padre Francisco valora la libertad (sufre también una tetraplejia, pero cuenta con una moderna silla de ruedas y con la ayuda de dos asistentes), aunque para él la vida humana tiene un valor superior. Esta distinción, por obvia que resulte, nos permite escapar del callejón sin salida en el que nos ha metido el concebir entitativamente a la vida y la libertad como valores absolutos. Cuando alguien dice que la vida de Ramón tiene un valor, lo que está haciendo no es simplemente describir su vida, sino que la está midiendo, comparándola con otras instancias de la vida humana. Dependiendo de los términos de la comparación, ese valor puede fluctuar con el tiempo (Menéndez Viso: 181-182). Así se introduce un pluralismo que estaba au-

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senté en el falso dilema de «vida sin libertad» versas «libertad sin vida», con su imposible misión de descubrir cuál de los dos ha de ser el valor que ha de prevalecer. En definitiva, asumir una dicotomía entre hechos y valores no sólo es erróneo, sino también pernicioso, y en muchas áreas científicas el intento de separar lo fáctico y lo normativo es simplemente fútil (Dupré, 2007: 3031). Gracia trata de mantener una vía intermedia entre la ilusión positivista de la ciencia neutra (o value-free) y la reducción de la ciencia a una forma de política o juego de poder entre valores. Si podemos tomar su obra como representativa de la bioética estándar en España e Iberoamérica, podemos decir que ésta presenta una evolución hacia posiciones más «normativistas» (Khushf, 2007) que, manteniendo cierta distinción entre hechos y valores, los consideran como realidades interrelacionadas.

RECAPITULACIÓN

En este capítulo hemos explorado el significado y la justificación del papel que juegan los valores en la bioética, en especial en relación a los enfoques principialistas. Hemos observado cómo se emplea la palabra «valor» en la quinta edición del clásico de Beauchamp y Childress, y cómo algunos de esos usos son más problemáticos que otros. Apoyándonos en el trabajo de Menéndez Viso, hemos examinado algunas razones para sospechar de la tendencia esencialista a hablar de los valores como si fueran entidades, como si pudieran existir fuera de los procesos reales de evaluación y comparación. Como ejemplo de esa creciente importancia del lenguaje de los valores hemos esbozado la evolución del pensamiento de Gracia, prestando especial atención a cómo los valores aparecen en las sucesivas versiones de su propuesta de metodología para la deliberación moral en bioética. Entre otros factores, la importancia del lenguaje de los valores está directamente relacionada con la creciente importancia del paciente crónico en medicina. Este nuevo escenario requiere criterios comunes para una metodología aplicable a los problemas éticos que surgen más allá del ámbito hospitalario, en un espacio sociosanitario en continua expansión.

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unque no todas las relaciones de cuidado sean tan íntimas como la que se establece en Hable con ella, el trabajo o la profesión de cuidar supone siempre una relación directa y muy estrecha entre dos o más personas. Al mismo tiempo, voluntarios y profesionales prestan sus cuidados en un contexto cultural y psicológico determinado, de manera que cuidar a alguien se convierte en algo personal a la vez que social. Cuidar es una práctica íntimamente ligada a esas «virtudes del reconocimiento de la dependencia» que orientan la ética asistencial, pero las relaciones de cuidado también pueden salir mal. La gente no surge de la nada, sino de otra gente: las personas necesitamos ser cuidadas y alimentadas por otras personas, y en algunos momentos de manera más urgente y completa que en otros. Quién desempeña esa labor y quién se beneficia de ella son cuestiones contingentes, que dependen de la organización social y política, y ésta no suele estar a la altura de nuestras expectativas, demandas o incluso derechos. A veces los cuidados no son suficientes para aliviar el sufrimiento. A veces el sufrimiento se experimenta como algo insoportable y la persona percibe su situación como indigna o intolerable. ¿Cómo atender un sufrimiento tan insoportable que hace desear la muerte? La respuesta no es

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fácil, especialmente en ausencia de una depresión u otro problema psíquico identificable, cuando la fuente del sufrimiento se encuentra en el ámbito social o existencial, pero en la literatura médica actual se observa una creciente preocupación por la asistencia a esas clases de sufrimiento, en especial cuando se trata de pacientes en el final de la vida. En el panorama de la bioética española los trabajos de Gracia continúan una tradición filosófica iniciada por Zubiri y proseguida por José Luis Aranguren. Esta tradición entiende que es imposible dar razón del fenómeno moral sin preguntarse por el modo de estar del ser humano en el mundo, el modo en que el ser humano «se hace cargo» de la realidad, «carga» con ella y «se encarga» de ella para que sea como debe ser (Cortina, 1996: 79-93; esta triple expresión también ha sido utilizada por Ignacio Ellacuría). Ese estar en el mundo nuestro es necesariamente social y temporal, y está marcado por la vulnerabilidad y la dependencia. Por eso, como veremos en este capítulo, la relación de cuidado no sólo se ocupa de detectar y aliviar el dolor presente, sino también de abordar el sufrimiento en la historia del paciente y sus cuidados futuros, para así hacerse cargo del hoy, cargar con el ayer y encargarse del mañana.

EL SUFRIMIENTO HOY

En 1982, Eric Cassell denunció la poca atención prestada al problema del sufrimiento en la educación, la investigación o la práctica médica, y estableció una distinción, basada en observaciones clínicas, entre sufrimiento y dolor: el sufrimiento puede abarcar el dolor físico, pero en modo alguno se limita a él, ya que lo experimentan las personas, no simplemente los cuerpos, y tiene su origen en los retos que amenazan a la integridad de la persona, entendida como una compleja entidad social y psicológica. En otras palabras, el dolor físico se trasforma en sufrimiento cuando se considera como signo precursor de un daño importante que acecha a la existencia, o cuando se teme su prolongación o intensificación en el futuro sin posibilidad de control. En ese trabajo ya clásico, Cassell definió el sufrimiento como un estado de aflicción grave asociado con hechos que amenazan la integridad de la

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persona. Refinando esta definición, Chapman y Gravin (1993) hablan de un estado cognitivo y afectivo, complejo y negativo, caracterizado por la sensación que experimenta la persona de encontrarse amenazada en su integridad, por el sentimiento de impotencia para hacer frente a esta amenaza y por el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontarla. En pocas palabras, la teoría actual define el sufrimiento como el resultado de un balance negativo entre amenazas y recursos. El sufrimiento se concibe como un balance negativo o déficit vital, como una pérdida: pérdida de la salud, de la dignidad, de autonomía, de planes de futuro, de otra persona, de uno mismo; pero el sufrimiento —o, mejor dicho, su expresión, con el consiguiente desahogo— también puede ser considerado como un recurso terapéutico (Morse, 2001), o incluso como una posibilidad de superación personal, de maduración, a través de la adquisición de los recursos necesarios para afrontarlo (Byock, 1996), aunque en este caso no se trata tanto de enaltecer el sufrimiento como de aprender a partir de su experiencia, a menudo vivida en tercera persona, mediante vivencias de «sufrimiento transitivo» (el que experimentamos cuando sufre un ser querido). Aunque mucho sufrimiento continúa sin ser diagnosticado ni aliviado, hoy día esto ya no puede atribuirse a la falta de interés por el tema. La literatura científica sobre el sufrimiento es muy extensa, pero todavía puede decirse que la medicina concibe el sufrimiento, cuando lo hace, como algo ligado al dolor o a síntomas difíciles de soportar, como la disnea o la postración. Desde las ciencias sociales se viene observando que el sufrimiento surge no sólo ante los síntomas dolorosos, sino también ante sus significados (Cassell, 2004). Coexisten una vaga noción de sufrimiento existencial, que en principio no tiene mucho que ver con el dolor físico (Strang, Strang, Hultborn y Arnér, 2004), y una noción de sufrimiento social o estructural (producto de la guerra, el hambre o la violencia), así como perspectivas ético-teológicas dedicadas a discernir el valor del sufrimiento y la responsabilidad de prevenirlo, tratarlo y paliarlo; a esto hay que añadir las contribuciones desde la psicología, sobre todo a partir del debate en los EE. UU. sobre el suicidio asistido, y en especial aquellas que cuestionan que el alivio del sufrimiento se reduzca a la mera eliminación de síntomas patológicos (Miller, 2004).

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Un estudio con entrevistas a 144 personas realizado fundamentalmente en el Hospital Donostia de junio a octubre del 2005, con el objetivo principal de averiguar las percepciones y valores de los encuestados ante la experiencia del sufrimiento propio, nos confirmó que el sufrimiento sigue estando presente en la experiencia clínica de una parte considerable de pacientes en el final de la vida (Clavé, Casado y Altolaguirre, 2006). Según este estudio, las principales causas de sufrimiento en el final de la vida son los síntomas de malestar físico y psicológico, las pérdidas familiares y las preocupaciones por ser carga para otros. También comprobamos que la experiencia del sufrimiento está condicionada por múltiples factores que varían de enfermo a enfermo. Por ejemplo, el estudio detectó niveles de sufrimiento tan intensos en enfermos que no se encuentran a las puertas de la muerte como en los que están a punto de morir; paradójicamente, hay enfermos terminales con sufrimiento mínimo o inexistente a pesar de síntomas muy severos como disnea permanente o dependencia total. En nuestro estudio el porcentaje de personas que creen que hay sufrimientos insoportables alcanza un 70%. Para conocer sus opiniones sobre la eutanasia empleamos la siguiente fórmula, basada en la definición del Instituto Borja de Bioética (2005): Deseo saber su opinión sobre el caso que le voy a referir; se trata de una petición de eutanasia que, como sabe, está prohibida en España: una persona que tiene una enfermedad irreversible e incurable, que sabe que se va a morir en las próximas semanas o meses, que está sufriendo de una manera que ella considera insoportable. En esas circunstancias le pide de manera reiterada al médico que le dé algo para morir rápidamente. ¿Qué opinión le merece?

Ante esta pregunta, un 65, 8% está de acuerdo con la petición de eutanasia, el 22, 2% en desacuerdo y hay un importante porcentaje (12%) que sostiene otras opiniones: «sí pero para los demás... », «depende... », «hay pros y contras». Tras dividir la muestra en tres grupos de pacientes según su supervivencia estimada (y, por tanto, según la gravedad de su enfermedad), descubrimos que el grupo de pacientes cuya supervivencia se estimaba inferior a un año percibía con mayor claridad e intensidad los síntomas físicos derivados

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de la enfermedad como el dolor, la disnea o la impotencia. En este grupo era estadísticamente significativo el porcentaje de enfermos que padecían una dependencia moderada o severa y que percibían su salud como regular/mala o muy mala. No obstante, la distinción entre sufrimiento motivado por síntomas físicos y motivado por causas psíquico/morales no dejó de parecemos un tanto artificial, confirmándonos que el sufrimiento, como indica Cassell (2004), es de la persona completa. Aunque se conocen métodos farmacológicos eficaces para el alivio del dolor, podemos concluir que el sufrimiento mental y emocional que acompaña en ocasiones a la enfermedad no se suele detectar ni tratar de forma adecuada. Cuando un médico no parte del paciente como un todo, sino simplemente como una colección de órganos, es posible que el sufrimiento psicológico le pase completamente desapercibido, o bien, caso de detectarlo, que no sepa bien cómo atenderlo.

EL SENTIDO DEL PASADO

En su libro El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl afirma que lo que destruye a una persona no es el sufrimiento, sino sufrir sin sentido. Frankl sabía de lo que hablaba, pues estuvo recluido en Auschwitz y pudo encontrar el sentido de su vida justo allí donde parece imposible encontrar nada valioso. Si, como sugiere Frankl, para superar o paliar el sufrimiento ha de dársele un sentido, tal vez para darle sentido al sufrimiento de una vida que termina habría que intentar dárselo a la vida entera en retrospectiva. Ésta no es tarea fácil ni exenta de desazón o perplejidad. Aunque la narración ocupa un lugar de privilegio entre los instrumentos del sujeto para aprehender la realidad que le es más propia (Cruz, 2000), la tarea narrativa de dar sentido a una vida ya pasada pone en juego emociones difíciles de controlar y complejos conceptos filosóficos. La bibliografía científica confirma el carácter esencialmente subjetivo del sufrimiento; en nuestro estudio el sufrimiento detectado en el Hospital Donostia incluía notas de desesperanza y preocupación por el porvenir, así como sentimientos de abandono y desengaños («no esperaba que los médicos se comportaran así, me siento abandonado, despreciado, engañado»), pérdida de autoestima,

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ausencia de desahogo emocional, falta de «sentido» o de «significado», e incluso, en un caso, una sensación de carencia de algo sin que pueda concretarse el qué. No obstante, algunos sujetos encontraban las causas del sufrimiento en el pasado, relacionándolo con problemas matrimoniales, maltrato infantil o de género (Clavé, Casado y Altolaguirre: 201). Tal vez la concepción estándar del sufrimiento como «balance negativo entre amenazas y recursos» esté demasiado orientada hacia el futuro, hacia esas amenazas hacia la integridad personal que el sujeto no puede conjurar. Además del sufrimiento prospectivo, basado en la vulnerabilidad ante lo que vendrá, hay también un sufrimiento retrospectivo, relacionado con la responsabilidad por lo que fue. Por eso este capítulo toma su título, «hacerse cargo», de otro de Camps (2001, que a su vez lo toma del de un libro de Manuel Cruz), en el que defiende la recuperación de una responsabilidad ética más allá de la concepción jurídica, que la reduce a conductas individuales en el pasado, hacia una concepción más social y prospectiva, que incluya la responsabilidad de todos por lo que vendrá (194-195; véase también Joñas). Más adelante presentaremos alguna herramienta para «hacernos cargo» de los cuidados futuros; ahora nos centraremos en las herramientas narrativas que podrían ayudar a reconstruir la dignidad de una vida que termina, aportando así un sentido a sus últimos momentos. «Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos», escribe Frankl citando a Dostoievski, al recordar a aquellos que sufrieron y murieron en el campo de concentración. «Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la forma en que los soportaron fue un logro interior genuino», y continua añadiendo que es precisamente esa inalienable libertad ante la muerte lo que hace que la vida tenga sentido y propósito. No es que esos sufrimientos fueran merecidos —¿puede merecer alguien ser tratado así?—, sino que las víctimas fueron dignas ante el sufrimiento, y así éste adquirió para ellas (o para algunas de ellas) un sentido, que no es lo mismo que una justificación. Es, más bien, un significado: la posibilidad de integrar el sufrimiento en un todo coherente, en una narración. Pues, como dice Frankl, «no sólo son significativas la creatividad y el goce; todos los aspectos de la vida son igualmente significativos, de modo que el sufrimiento tiene que serlo también». No todos tuvieron éxito en la tarea de dar sentido a su sufrimiento; como relata Frankl, la universal e inevitable experiencia del sufrimiento pue-

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de vivirse con dignidad o sin ella. Pero dignidad es un concepto notablemente ambiguo. ¿En qué consiste, cómo se concreta la dignidad en el final de la vida? Un equipo canadiense de médicos paliativistas ha propuesto un amplio abanico o «mapa» de cuestiones fisiológicas, psicológicas, sociales y existenciales, que afectan al modo como los individuos entienden la muerte digna (Chochinov, 2004). Este mapa cubre buena parte de nuestro triángulo asistencial (Figura 3), estableciendo tres grupos de cuestiones relevantes para la dignidad en la terminalidad:

1. Las preocupaciones del profesional respecto a la situación clínica y funcional de cada paciente, incluyendo el control de síntomas y la evaluación de sus capacidades (cuestiones situadas en el vértice izquierdo).

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2. Una serie de perspectivas o factores internos con las que el paciente preserva o fomenta su sentido personal de la dignidad (situadas bajo el vértice superior). 3. Un inventario de factores externos o sociales, referidos a aspectos de la interacción con otros que afectan al sentido de la propia dignidad (vértice derecho). La importancia de este último aspecto quedó de manifiesto en nuestro estudio al comprobar que hacer sufrir a los demás o ser una carga para la familia era una de las preocupaciones más importantes en el grupo de supervivencia inferior a un año (23, 7%). La dignidad pasa también por cómo nos hacemos cargo del hecho de que somos una carga para otros. Además, en nuestro estudio comprobamos que la recopilación estructurada de los casos orienta hacia un modo de concebir la medicina poco desarrollado hasta ahora, ya que apenas existen estudios empíricos que aborden el concepto de sufrimiento de una manera cualitativa (Daneault et al., 2004). La interpretación del sufrimiento de los pacientes pone de manifiesto la importancia en la actuación médica de los aspectos narrativos además de los técnicos (Torralba, 1999). A partir de la materia prima «en directo» (Allué, 2004) la narración permite una elaboración de las experiencias que no se reduce a los signos o los síntomas, sino que incluye emociones y sentimientos vividos en primera persona, que a su vez pueden ser transmitidos a otros, haciendo así posibles la compasión y la confraternidad (Hastings Center, 2004). Es utópico pensar que los síntomas pueden ser controlados siempre. Se trata, más bien, de abordar la relación asistencial de manera que el objeto de atención no sea el mero síntoma, sino el sujeto entero, con su carga de deseos y dificultades. La observación científica no nos obligaría entonces a separar cuerpos y narraciones, sino a reunidos, complementando así una medicina centrada únicamente en el control de los síntomas. Como ejemplo de una herramienta para esa reunión del cuerpo con sus historias y proyectos, merece destacarse la llamada «psicoterapia de la dignidad» (Chochinov, 2004): una sencilla intervención en la que la profesional graba sesiones en las que los pacientes tienen la oportunidad de hablar sobre los aspectos de sus vidas de los que se sienten más orgullosos, de aquellos que

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les parecen más plenos de significado, y sobre las historias personales que desearían que fuesen recordadas. Siguiendo el siguiente guión o protocolo de entrevista psicoterapéutica sobre la dignidad, también se les invita a hablar acerca de lo que pueden aportar a sus seres queridos. Estas sesiones son transcritas, editadas y devueltas al paciente, para fortalecer así su sentido de la propia valía, al tiempo que se les permite experimentar que sus palabras y pensamientos poseen un valor perdurable. Hábleme un poco de la historia de su vida; en particular las partes que recuerda mejor, o las que considere más importantes. ¿Cuándo vivió la vida con mayor plenitud? ¿Hay cosas en concreto que quisiera dar a conocer a su familia, cosas que usted querría que recordasen? ¿Cuáles son los roles más importantes que ha desempeñado en la vida (familiares, vocacionales, roles de servicio a la comunidad, etc. )? ¿Por qué son tan importantes para usted, qué piensa que consiguió con ellos? ¿Cuáles son sus logros más importantes?, ¿de qué se siente más orgulloso? ¿Hay cosas en concreto que quisiera decir o repetir a sus seres queridos? ¿Qué esperanzas o sueños alberga respecto de sus seres queridos? ¿Qué lecciones de la vida quisiera transmitir a otros? ¿Qué consejos quisiera transmitir a su hijo / hija / marido / esposa / padres / otros? ¿Tiene alguna palabra o instrucciones para su familia, para que puedan prepararse para el futuro? A la hora de preparar este registro permanente, ¿hay alguna otra cosa que quisiera incluir? En definitiva, si no queremos que la vida sea ininteligible, algo «lleno de ruido y furia, y que carece de significado» {Macbeth: V. v), la narración nos permite intentar representar o reconstruir el relato de una vida argumentalmente dotada de sentido (Cruz: 30). Esa narración enfatizará algunos aspectos y silenciará otros, pero ¿no es ese carácter selectivo un atributo de todas las historias? Aunque la calidad moral de algunas narraciones sea irreductible a cualquier generalización (Marzabal: 23), las historias no sólo proporcionan instrucción y consuelo; también otorgan sentido al pasado y ofrecen modelos a seguir en el futuro.

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LOS CUIDADOS DE MAÑANA

Paul Rayment ha superado los sesenta años y vive solo. Pierde una pierna tras un accidente de tráfico y en el hospital «las noches son interminables», pero el tiempo no se ha detenido: «tumbado en su cama puede sentir que el tiempo opera sobre él como una enfermedad que lo consume, como la cal viva que echan sobre los cadáveres». El dolor le provoca deseos de muerte; los analgésicos le aturden y le provocan pesadillas, pero tal vez lo peor sea la sensación de abandono, la «indiferencia final hacia su destino» que percibe entre los profesionales que le cuidan, la sensación de que se quieren librar de él «indecentemente pronto»: Lo que le sorprende de todo el asunto del hospital es lo deprisa que la preocupación se desplaza del hecho de arreglar su pierna («¡Excelente! —dice el doctor Hansen palpando el muñón con un dedo elegantemente manicurado—. Se está soldando de maravilla. Pronto volverá a ser usted mismo») a la cuestión de cómo se las arreglará (es la expresión que usan) cuando lo suelten en el mundo de nuevo.

Con «ese tono jovial que le deben de haber enseñado a usar con los viejos», la asistente social le dice que si quiere «seguir siendo independiente», cosa que no pone en duda, va a necesitar contratar a alguien. Estos fragmentos de la novela Hombre lento, del premio Nobel de Literatura J. M. Coetzee, ponen de manifiesto tanto la presunción de que todo ciudadano aspira a la independencia personal como la ineludible necesidad de cuidadores para llevar a cabo ese ideal. El desarrollo de la novela pondrá en cuestión esa presunción, así como la imposibilidad de que el cuidador sea invisible. Sugiere también que, en la tarea de hacerse uno cargo de sí mismo como ser vulnerable y dependiente, tal vez sea mejor un ideal de interdependencia o de autonomía responsable: todos, sea cual sea nuestra situación respecto a la circunstancia de discapacidad, estamos convocados a vivirnos con una autonomía desde la que «nos hacemos cargo de nosotros mismos» con responsabilidad. Esto vale para todos los que consideramos sujetos éticos. Por tanto, si les reconocemos tal condición a las personas con discapacidad tenemos que reconocerles igualmente como

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sujetos de responsabilidad, sujetos que deben decidir por criterios adecuados y hacerse cargo de las consecuencias de sus actos (Etxeberria: 29).

Para abordar esta tarea en el marco de la relación asistencial, conviene que los pacientes se responsabilicen de las decisiones relativas a su salud participando en la planificación de sus cuidados de acuerdo con sus valores personales. Por su parte, los profesionales sanitarios tienen la responsabilidad de introducir esa participación en la buena práctica médica. Pero, como veremos, esto no implica que el enfermo se prescriba el tratamiento a sí mismo, sino que escoja entre las opciones que le parecen más razonables a la luz de un diálogo con la profesional. Aunque la planificación de cuidados es un proceso más amplio, a menudo se la menciona en el debate sobre la implantación de «voluntades anticipadas» en la práctica asistencial (para una panorámica de ese proceso, véase Simón y Barrio, 2004). Mientras algunos todavía consideran la planificación de cuidados como una americanada más, un producto de importación que no se adecúa a nuestra cultura, y otros ven en ella la receta mágica que resolverá todos los problemas en el final de la vida, los problemas éticos con los «testamentos vitales», «instrucciones previas» o «voluntades anticipadas» van más allá de la confusión generada por tantas y tan confusas denominaciones. Es difícil traducir la expresión inglesa living will, introducida por Kutner en 1969, ya que tanto «testamento vital» como «testamento en vida» resultan equívocos, también hay quien habla de «testamento biológico», y las restantes denominaciones (traducciones a su vez de advance directives) rozan el pleonasmo: ¿es que hay voluntades que no sean anticipadas, instrucciones o directrices que no sean previas? En cualquier caso, las voluntades anticipadas son otra expresión de la progresiva importancia de la autonomía de los pacientes en el sistema sanitario. Ante su introducción en nuestro país algunos temen que con estos documentos se pueda llegar a un «despropósito similar al alcanzado con el consentimiento informado, donde hemos asistido a la transformación de la conquista más importante en los derechos de los pacientes en un proceso burocrático carente de sentido ético» (Broggi, Llubiá y Trelis: 42). Las voluntades anticipadas, con su marco legal y su demanda social, son ante to-

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do materia ética y, en efecto, sería un despropósito perder de vista su objetivo primordial. Cierto es que los precedentes de este debate se encuentran en los Estados Unidos, en particular en dos casos acerca del cuidado de jóvenes en estado vegetativo persistente —-el más reciente caso Schiavo (1990-2005) reúne características de ambos—: el caso Quinlan (1975-1976) sobre la capacidad individual de nombrar a un representante en esas decisiones y el caso Cruzan (1983-1990) sobre el derecho del individuo a determinar negativamente sus cuidados mediante una declaración. La expresión y uso de las voluntades anticipadas fue regulada por leyes como la Natural Death Act de California (1976) y desde 1991 la Vatient Self-Determination Act, que exige a nivel federal que los centros asistenciales pregunten a cada persona que ingresa en ellos si ha expresado sus voluntades anticipadas. En general, las voluntades anticipadas se expresan mediante tres clases de documentos: 1. Directivas de tratamiento: Instrucciones sobre el tratamiento médico, ya se refieran a una enfermedad concreta o a otras que pueda padecer en el futuro, que manifiestan qué tipos de tratamiento se aceptan o rechazan en caso de incapacidad. Además, pueden especificar el rechazo de medidas de soporte vital como la intubación, la reanimación cardiopulmonar, la nutrición e hidratación artificiales, etc. Además de señalar las intervenciones médicas que no desea recibir en caso de enfermedad, puede incluso indicar intervenciones, siempre que sean acordes con la buena práctica clínica. 2. Poderes de representación: El nombramiento de uno o varios representantes del sujeto otorgante del documento, que les asigna la capacidad de tomar esas decisiones en caso de no ser competente para ello. 3. Historias de valores: Expresión de objetivos vitales y preferencias personales, a fin de ayudar en su día a la interpretación del propio documento y para que sirvan de orientación a los médicos en el momento de tomar las decisiones clínicas. En el contexto español, el tratamiento de las voluntades anticipadas venía ya anticipado por el «Convenio de Oviedo», vigente desde enero de

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2000, que en SU artículo 9 dice que «serán tomados en consideración los deseos expresados anteriormente con respecto a una intervención médica por un paciente que, en el momento de la intervención, no se encuentre en disposición de expresar su voluntad» {Convenio sobre los derechos humanos y la biomedicina del Consejo de Europa, 1997). Además de un abundante caudal de normas jurídicas desigualmente repartidas por las Comunidades Autónomas, la ya mencionada Ley básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica dedica su artículo 11 a las «instrucciones previas»: Por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad, capaz y libre, manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de los órganos del mismo. El otorgante del documento puede designar, además, un representante para que, llegado el caso, sirva como interlocutor suyo con el médico o el equipo sanitario para procurar el cumplimiento de las instrucciones previas.

Esta figura del representante designado en las voluntades anticipadas adolece de algunos problemas de precisión en su concepto (diferente del representante legal), sus funciones (interlocutor, intérprete y garante del respeto de la voluntad) y sus facultades (que no son de sustitución). El acceso a los diferentes Registros de Voluntades Anticipadas o instrucciones previas también genera preguntas sobre quién, cuándo y a qué se puede o debe acceder. El propio documento puede generar problemas de interpretación, así que conviene incluir siempre una historia de valores u objetivos vitales, pues son el principal criterio orientador para la interpretación de la voluntad del otorgante; finalmente, existe el problema de la prevalencia de la voluntad autónoma del otorgante sobre la voluntad de terceros (representante designado en el documento de instrucciones previas, representante legal, profesionales sanitarios, etc. ). Con todo, y aunque sea necesario regular con más precisión los derechos de los otorgantes de los testamentos vitales, la normativa española representa un avance importante tanto para

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los usuarios y los profesionales sanitarios como para la calidad del sistema de salud (Seoane, 2006b). Otra cosa es que nuestra realidad social no esté preparada para la ley. Otro trabajo realizado en el Hospital Donostia (Tapiz et al., 2005), basado en más de seiscientas encuestas entre la población asistencial de este hospital y sus aledaños, llegó a la conclusión de que sólo un tercio de los encuestados conocía la existencia del documento de voluntades anticipadas. Éste no es un dato muy alentador, pero además coincide con lo dicho por Inés Barrio, que reconoce al respecto que la estrategia seguida en la divulgación de las voluntades anticipadas «no ha llegado fácilmente a las personas mayores, que son, al fin y al cabo, quienes integran la mayoría de los pacientes atendidos en los centros de atención primaria». Parece que, aunque sí se muestre partidaria de nombrar representantes y personas de confianza, la población mayor no tiene un gran interés por hacer testamentos vitales diario Médico, 25 de noviembre de 2005). Estos datos se reproducen en el País Vasco, donde la mayoría de los 2002 documentos registrados a finales de 2006 están otorgados por mujeres (64%), tal vez por encontrarse más sensibilizadas por su mayor experiencia en el cuidado de enfermos terminales {El Diario Vasco, 9 de octubre). Al igual que en nuestro estudio, la mayoría de los firmantes son menores de 65 años. En su libro sobre las voluntades anticipadas como «alternativa a la muerte solitaria», Juan Carlos Siurana (2005) recoge una serie de argumentos generales a favor de esta forma de planificar los cuidados. Podemos resumirlos diciendo que, dado que las decisiones han de ser tomadas de todos modos, lo preferible es que reflejen los valores del paciente, posibilitándole expresar su voluntad cuando todavía es capaz de hacerlo y de una manera más fiable que mediante algunas frases sueltas y poco contrastadas. Además, son un recurso en manos del paciente para vencer el paternalismo propio de la «conspiración de silencio» entre familia y personal sanitario y hacer valer su derecho a definir términos como «calidad de vida» y «futilidad del tratamiento». Respetar lo escrito por un paciente en su documento de voluntades anticipadas supone respetarle como persona, al tiempo que también se respeta a aquellos que no desean expresar su voluntad, pues estos documentos son un derecho, no una obligación. Cuando se utilizan, reducen el sufrimiento del paciente en el final de la vida al permi-

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tirles una muerte de acuerdo con sus creencias. Por otra parte, al mejorar la confianza del paciente en el médico y en su representante, reducen el sentimiento de culpabilidad y el estrés en el personal sanitario y la familia, y también el recurso a los tribunales para tomar decisiones sobre cuidados de la salud en el final de la vida, evitando que los jueces carguen el peso de la decisión en la opinión del médico. Planificar así los cuidados permite proyectar el futuro y terminar la narración de la vida en coherencia con lo vivido, del mismo modo como lo hacemos mediante otros mecanismos legales como la autotutela o los testamentos habituales. Siurana concluye que las personas en general desean otorgar sus voluntades anticipadas cuando se les explica adecuadamente en qué consisten, aunque también señala algunas orientaciones necesarias para asegurar su validez: hay que hablar sobre la muerte sin esperar a entrar en la situación traumática y evaluar la capacidad para tomar decisiones de la persona que firma estos documentos, siempre mediante un diálogo en el que se consideren los intereses de todos los afectados. Al fin y al cabo, existe una gran variabilidad de opiniones ante las decisiones al final de la vida. Si aceptamos que cantidad no siempre implica calidad de vida, hay un abanico de opciones, desde el «ensañamiento terapéutico» a la «eutanasia activa», pasando por la «limitación del esfuerzo terapéutico» (Gómez Rubí: 228-229). No obstante, también hay quienes ponen en duda que una persona sana pueda conocer los procedimientos que le esperan y sus preferencias ante ellos; teniendo en cuenta el avance médico, lo que es hoy extraordinario y poco recomendable puede convertirse en una terapia fiable con el tiempo (Segura: 177). Esta objeción de que no podemos prever ni la situación específica futura ni cómo nos sentiremos ante ella también aparece entre los argumentos generales en contra de las voluntades anticipadas que recoge Siurana. En efecto, muchos médicos comprueban a diario que, en general, a los pacientes no les gusta hablar sobre la muerte y la invalidez, ni adelantan con claridad sus deseos para el futuro. Las opiniones son mudables y, por otra parte, el representante no siempre es el mejor intérprete de los intereses del paciente. No obstante, Siurana (119-120) concluye que los argumentos en contra de las voluntades anticipadas son más débiles que los argumentos a favor, ya que no demuestran que sea imposible evitar esos peligros; utili-

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zando esos argumentos para tomar más precauciones, a la larga sólo nos quedarán los argumentos a favor. Koldo Martínez no es tan optimista: Una razón importante del fracaso inicial de la puesta en marcha del TV [testamento vital] reside en que no se ha dado la importancia que merece a la comunicación con los pacientes. Cualquier situación problemática, y el final de la vida lo es, requiere medidas complejas, reflexión y diálogo. Y por ello conviene recordar que el TV nació originalmente como un poderoso medicamento legal contra una grave alteración que era universal en un tiempo: el fuerte paternalismo de los médicos. Ahora bien, si la alteración puede ser curada en gran medida mediante el diálogo y la deliberación, deberíamos ser cuidadosos con mantener el tratamiento en el tiempo, no vaya a ser que se vuelva perjudicial (Martínez, 2003: 53).

Es relativamente fácil cumplir con la ley, pero esto nos coloca en una situación centrada en las necesidades del médico más que en las del paciente. El documento de voluntades anticipadas no es un trámite más que cumplir, sino parte de un largo y azaroso proceso de toma de decisiones y planificación de cuidados. Para tener en cuenta todas las condiciones y darle la vuelta a los argumentos en contra de las voluntades anticipadas, Siurana propone un exhaustivo documento de 24 páginas. Pero tal vez la solución no pase por mejorar los documentos generales, sino en adaptar el modelo genérico a cada enfermedad, con la ayuda de los colegios profesionales y las asociaciones de enfermos, y a partir de ahí adecuar esos documentos a cada caso particular. En definitiva, la ética asistencial justifica y promueve el derecho de toda persona adulta a planificar sus cuidados; un documento de voluntades anticipadas puede ayudar en ese proceso, pero para ello es indispensable una buena relación profesional-paciente. Ni el Derecho puede solucionar todos los problemas éticos, ni es necesario que así sea para que una determinada solución legal sea aceptable y útil en la ineludible tarea de hacernos cargo de los cuidados futuros.

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RECAPITULACIÓN

La relación asistencial es sobre todo una relación de cuidado. Ésta no sólo se da en el presente, sino que a veces tiene que indagar en el pasado del paciente y anticipar su futuro. El cuidado no se reduce a aliviar el dolor y otros males físicos, sino que incluye también al sufrimiento, la anticipación o el recuerdo de un mal que acecha a la integridad personal. En este capítulo hemos acudido a la investigación empírica para comprobar que el sufrimiento es una realidad constante en nuestros centros asistenciales y que para detectarlo es necesario emplear métodos cualitativos. Hemos explorado también la hipótesis de que las herramientas narrativas pueden proporcionar cierto alivio existencial al reconstruir cierto sentido a una vida entera en retrospectiva. Finalmente, hemos visto cómo la planificación de cuidados (y uno de sus instrumentos, las voluntades anticipadas) permite ejercer la autonomía en ausencia de competencia para ello, de manera que el sujeto que otorgó esas voluntades en el pasado consiga ejercer su autonomía incluso cuando su yo presente ya no pueda hacerlo.

9 El final de las historias

i, con Maclntyre, aceptamos que el humano es un animal que cuenta historias, Walter Benjamin nos recuerda en la sección décima de su ensayo «El narradoD> que, de entre todos los contadores de historias, es el moribundo quien adquiere esa autoridad «que hasta un pobre diablo posee sobre los vivos que lo rodean» y que hace de su relato algo inolvidable. Pero esta capacidad narrativa podría estar en peligro precisamente por el desarrollo científico y tecnológico, que se ha convertido en un factor determinante en el modo como vivimos y morimos hoy (Marzabal: 19-22). En los últimos siglos el concepto de la muerte ha perdido presencia y plasticidad en la conciencia colectiva, a causa de los dispositivos higiénicos y sociales que dificultan a la gente la visión de los moribundos; es el tiempo de lo que se ha llamado la «muerte invertida» o «excluida» (Aries, 1977). Como resume Benjamin, «morir era antaño un proceso público y altamente ejemplar en la vida del individuo; morir, en el curso de los tiempos modernos, es algo que se empuja cada vez más lejos del mundo perceptible de los vivos» (93-94). En las últimas décadas, este proceso se ha complicado porque el desarrollo de la medicina ha provocado un aumento considerable de las expectativas de vida, o sea, un progresivo envejecimiento de la población. La muerte provocada por infecciones y otras enfermedades agudas ha dismi-

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nuido, pero ha aumentado la incidencia de enfermedades crónicas y degenerativas, con ellas el número de pacientes geriátricos y, con todo ello, las posibilidades de morir lentamente; de hecho, en la actualidad entre el 60 y el 90% de los enfermos terminan su vida ante extraños, en el hospital o en una residencia (Clavé: 50-51). Por otro lado, la muerte se considera como un tabú social y como un fracaso de la medicina, lo que conduce a los investigadores a una carrera desesperada para descubrir la cura de las diferentes enfermedades que provocan la muerte. De ahí que la medicina paliativa se haya considerado a veces como una medicina de segundo nivel, pero hoy por hoy la muerte es un determinante biológico y no puede retrasarse indefinidamente. Ayudar a los seres humanos a morir en paz es tan importante como evitar la muerte. Por eso Daniel Callahan (2000) concluye que el proceso de morir y el alivio del sufrimiento humano constituyen un área de investigación tan importante como la que más. Que la muerte sea un tabú social es algo especialmente obvio en el mundo contemporáneo, pero esta tendencia ya se veía venir desde el siglo XIX. Martin Heídegger lo expone claramente al principio de la segunda sección de su obra Ser y tiempo (1927): El encubridor esquivamiento de la muerte domina tan tenazmente la cotidianidad que, con frecuencia en el convivir, las «personas cercanas» se esfuerzan todavía por persuadir al «moribundo» de que se librará de la muerte y de que en breve podrá volver nuevamente a la apacible cotidianidad del mundo de sus ocupaciones. Este género de «solicitud» piensa incluso «consolar» de esta manera al «moribundo». Quiere reintegrarlo a la existencia ayudándole a encubrir todavía hasta el final su más propia e irrespectiva posibilidad de ser. El uno procura de esta manera una permanente tranquilización respecto de la muerte, Pero ella atañe, en el fondo, no menos al «consolador» que al «moribundo». E incluso en caso de fallecimiento, la publicidad no debe ser perturbada ni inquietada por este evento, en su cuidada despreocupación. Porque no es raro que se vea en el morir de los otros una contrariedad social, y hasta una falta de delicadeza de la que el público debe ser protegido (273-274). Algunas comillas que emplea Heidegger merecen cierta explicación: que las «personas cercanas» intenten «consolar» al enfermo terminal es

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bienintencionado y comprensible, pero Heidegger insinúa que podría ocultar un error. Para empezar, porque en cierto sentido todos somos moribundos (en latín existe una expresión más precisa: morituri, «los que van a morir»). Además, al intentar tranquilizar al moribundo puede que le estén hurtando algo muy íntimo: el conocimiento sobre su propia muerte y lo que ello conlleva para vivir de una manera más lúcida. Aquí Heidegger distingue el discurrir sobre la muerte en tercera y primera persona. En el primer caso es la muerte impersonal, anónima, pública: «uno se muere» y ese «uno» gobierna despóticamente la existencia inauténtica de la vida cotidiana. En el segundo caso se trata de la propia muerte, causa de esa angustia que, al decir de Kierkegaard, es distinta del miedo a algo determinado. Como dice Heidegger, saberse para la muerte hace al hombre sentirse solo, único, le arranca de lo anónimo y le confronta con su posible existencia auténtica.

LA MUERTE DE IVÁN

A propósito de ese mismo pasaje, a pie de página, Heidegger presenta La muerte de Iván llich —el magistral relato de León (Lev Nikoláyevich) Tolstoi, publicado en 1886— como ilustración del fenómeno de la conmoción y derrumbe de ese «uno se muere». La referencia de Heidegger no podía ser más certera, pues este relato o novela corta contiene «la agonía más celebre de la literatura universal» (Urkia: 67). A continuación examinaremos por partes este clásico. La vida y la muerte de Iván llich, funcionario de la Rusia zarista, forman una historia que, en palabras de su autor, «no podía ser más vulgar y corriente, y más horrible» (Tolstoi: 26). Iván llich es un hombre esencialmente normal, alguien que ya en la escuela era lo que había de ser toda su vida: «una persona capaz, alegre, bondadosa y comunicativa, pero que cumplía rígidamente lo que consideraba su deber; y un deber era para él cuanto se consideraba como tal por los hombres más encumbrados» (27). En la terminología del psicólogo Lawrence Kohlberg, el desarrollo moral de llich no ha superado el nivel convencional y permanece anclado en la aceptación sin mayor criba de los valores que sus modelos admirados personifican,

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que será a su vez lo que su misma sociedad considere valioso; por otro lado, superar esta fase es algo que según Kohlberg sólo consiguen una minoría de adultos (Arteta, 2002: 299 ss. ). Tras procurarse una vida «fácil, agradable y decorosa» como juez (Tolstoi: 40), Iván Ilich se dio un golpe en el costado, pero estuvo bien ese día y el siguiente. Siguen las molestias y llegan los médicos, la tristeza, el abatimiento, otra vez los médicos y la pérdida de fuerzas. Ahora está demacrado y no tiene luz en los ojos. Piensa en el intestino, en el riñon, en toda clase de dolencias y su tratamiento, aunque intuye que se está muriendo. Pero no sólo no se habitúa a esa idea, sino que sencillamente no la comprende ni puede comprenderla (54-55). La enfermedad mortal de Iván Ilich le pone en crisis ante lo falso y anodino de su propia existencia. El absurdo de la muerte le hace ver el absurdo de una vida convencional y vacía. Por los indicios que Tolstoi deja en el relato, los lectores contemporáneos del relato de Iván Ilich sabemos que se muere a los 45 años por un cáncer intestinal del tipo sigma (Urkia: 71), pero es importante insistir en que él se muere sin saber de qué. Ese conocimiento le ha sido hurtado, y no sólo por la falta de datos médicos sobre esa enfermedad en el siglo XIX. Se trata de algo más, como veremos a continuación siguiendo la triple visión de la enfermedad según la perspectiva personal del paciente, la profesional del médico, y la de la familia, amigos y demás integrantes del entorno social.

La visión profesional Una de las aportaciones más sobresalientes del relato es su aguda descripción de la práctica médica, una descripción que no sólo es certera para aquel tiempo y lugar, sino que resume todo un modelo de interacción entre profesionales de la salud y pacientes desde Hipócrates. Con notable ironía, Tolstoi compara el procedimiento del juez Ilich con el del médico que le trata: Todo resultó tal y como él [Iván Ilich] esperaba; todo fue tal y como siempre ocurre. La espera, la fingida y doctoral gravedad que tan bien conocía por sí mismo en la Audiencia, las percusiones y auscultaciones, las preguntas que exi-

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gen cierto tiempo para ser contestadas y cuyas respuestas son a todas luces inútiles, el imponente aspecto, que parecía decir: «Póngase en nuestras manos y lo arreglaremos todo, tenemos la solución indudable de todo, todo se hace de la misma manera, se trate de quien se trate». Lo mismo, punto por punto, que en la Audiencia. De la misma manera que él procedía con los acusados, procedía con él el famoso doctor (45).

El pasaje sugiere que una justicia concebida como mera imparcialidad, en clave de derechos y reglas, no es un buen modelo para la ética asistencial. Como hemos visto al citar a Gilligan, la actividad de cuidar requiere un modo de pensar que sea contextual y narrativo, centrado en la comprensión de las relaciones y de la responsabilidad que surge en ellas. Cuando, disculpándose por su indiscreción, Iván Ilich le pregunta al médico si su enfermedad es peligrosa o no, el médico le mira por encima de las gafas como diciéndole: «Procesado, si no se atiene usted a las preguntas que se le hacen me veré obligado a expulsarle de la sala» (45-46). El método hipotético-deductivo elude por completo la relación personal con el paciente, como puede verse en este pasaje, que bien podría encontrarse hoy en la serie del doctor House: El médico dijo que tal-y-cual mostraba que el enfermo tenía tal-y-cual; pero que si el reconocimiento de tal-y-cual no lo confirmaba, entonces habría que suponer tal-o-cual, y que si se suponía tal-o-cual, entonces..., etc. Para Iván Ilich había sólo una pregunta importante, a saber: ¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de vista era una pregunta ociosa que no admitía discusión; lo importante era decidir qué era lo más probable: si riñon flotante, o catarro crónico o apendicitis. No era cuestión de la vida o la muerte de Iván Ilich (45).

La visión social En el funeral con el que se abre el relato, un compañero de colegio y de trabajo, al recordar los sufrimientos de Iván Ilich, siente un miedo espantoso de que algo parecido pudiera ocurrirle a él. Pero la muerte es algo que siempre ocurre a los otros: «acudió en su ayuda la común idea de que eso

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le había ocurrido a Iván Ilich y no a él, y que algo semejante no debía ni podía ocurrirle a él mismo: que, pensando así, se dejaba ganar por un sombrío estado de ánimo, cosa que no debía ocurrir» (24). En cuanto a su esposa, Praskovya Fyodorovna, su actitud respecto de Iván Ilich y su enfermedad es tan típica como la del médico. Así como éste adopta ante su paciente cierto modo de proceder del que ya no puede despojarse, ella sostiene que su marido no hace lo que debía, que él tiene la culpa de lo que le pasa y que ella se lo reprocha amorosamente. Y tampoco puede desprenderse de esa actitud, recordando una y otra vez la responsabilidad personal de Iván por su estado. Durante una visita del médico ella le dice: «Ya ve usted que no me escucha y no toma la medicina a su debido tiempo. Y, sobre todo, se acuesta en una postura que de seguro no le conviene. Con las piernas en alto» (67). Y le cuenta al médico cómo Iván Ilich pedía a su criado Guerásim que le mantuviera las piernas levantadas en la cama, algo que le proporcionaba tanto alivio físico como psicológico, pues Guerásim era el único que no le mentía, el único que demostraba tenerle lástima y que reconocía que «todos hemos de morir» (62). Al escuchar esto el médico sonríe despectivamente: «¡Qué se le va a hacer! Estos enfermos se figuran a veces niñerías como ésas, pero hay que perdonarles» (67). Al final, parece que la mujer está más preocupada por la pensión de viudedad que por la muerte de su marido. Cuando consigue que el pretendiente adecuado pida la mano de la hija, es ya tarde para que la noticia alegre a Iván Ilich: «él volvió los ojos hacia ella y esa mirada —dirigida exclusivamente a ella— expresaba un rencor tan profundo que Praskovya Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había venido» (76). De los tres hijos de Ilich, uno murió de niño, la mayor estaba ya en edad «casadera» y el menor estaba en el instituto. Al final del tercer día de dolorosa agonía, un par de horas antes de la muerte de Iván Ilich, su hijo, el colegial, había entrado calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó contra su pecho y rompió a llorar. En ese mismo momento Iván Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún (80).

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Salvando así a Iván Ilich, gracias a esa misteriosa intervención del menor de sus hijos, Tolstoi deja abierta cierta puerta a la posibilidad de morir en paz. Al margen de revelaciones e iluminaciones, esa salvación depende de algo tan sencillo como el contacto físico, un lenguaje que sólo el niño y Guerásim parecen comprender. Por el contrario, el día del funeral «la hija joven y guapa de Iván Ilich [... ] estaba de luto riguroso [... ]. La expresión de su rostro era sombría, denodada, casi iracunda» (25). Tan contrariada está por la muerte de su padre, por la alteración que pueda suponer en sus planes, que saluda a un amigo que ha venido al funeral como si él tuviera la culpa de algo. Como apuntaba con agudeza Heidegger, a menudo la muerte ajena se considera una falta de delicadeza para con los vivos.

La visión personal

Lo que queda claro al final del relato de Tolstói es que, además de los sufrimientos físicos, buena parte del sufrimiento de Iván Ilich está provocada por esa «permanente tranquilización respecto de la muerte» denunciada por Heidegger: el mayor tormento de Iván Ilich era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. [... ] le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran —más aún, le obligaran— a participar en esa mentira. La mentira —esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte— encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida... era un horrible tormento para Iván Ilich (Tolstoi: 61-62).

Como gusta repetir el doctor House, y con la sola excepción de Guerásim y el silencioso hijo menor, «todos mienten». Tolstoi sólo deposita algo de esperanza en la compasión del criado y en la conmiseración que el moribundo siente por todos los vivos.

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Además de esta mentira, o a consecuencia de ella, lo más doloroso para Iván Ilich era que nadie tuviese compasión de él, tal como habría querido: en algunas ocasiones, después de largos suplicios, lo que más deseaba, por mucho que le avergonzase reconocerlo, era que alguien lo tratase con cariño como si fuese un niño enfermo. [... ] En las relaciones con Guerásim había algo que se le asemejaba, y por eso estas relaciones le significaban un consuelo. Iván Ilich sentía deseos de lamentarse, de que lo tratasen con cariño, de que llorasen por él; pero llegaba un compañero, Shébek, y él, en vez de Eorar y solicitar una caricia, ponía una cara seria, severa, pensativa, y por inercia manifestaba su opinión sobre el sentido de una sentencia de casación e insistía en defenderla. Esta mentira a su alrededor y en él mismo era lo que más envenenaba los últimos días de la vida de Iván Ilich (63).

El modelo del paternalismo médico Como hemos visto, el modelo tradicional de interacción entre pacientes y profesionales de la salud es una forma de paternalismo. Este modelo, que ha sido el dominante en la historia de la práctica médica y enfermera desde Hipócrates hasta hace poco, tiene como rasgo esencial que la profesional decide qué es lo mejor para el paciente sin contar con la opinión de este (Emanuel y Emanuel: 110). La situación que Tolstoi retrata en su relato es una forma exagerada, casi malevolente, de paternalismo. A nadie le interesa la opinión de Iván Ilich; al médico menos que a nadie, porque lo suyo son los síntomas y el diagnóstico correcto. Tampoco hay lugar para la compasión en la práctica médica que retrata Tolstoi, pues las cuestiones sobre «la vida o la muerte de Iván Ilich» caen fuera de la responsabilidad del profesional. La idea central del paternalismo médico es simple. El profesional de la salud tiene un conocimiento especializado acerca de la dolencia del paciente. Éste, a su vez, carece de ese conocimiento y por eso busca la ayuda del profesional. Es obligación del profesional hacer uso de este conocimiento de modo que obre en beneficio del paciente. El bien del paciente se valora en función de su situación médica, algo que sólo puede hacerse a la luz del conocimiento especializado del profesional. En este modelo se justifica a menudo ocultar la verdad al paciente, pues a los pacientes no hay que «molestarles» con información acerca de su do-

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lencia, que podría hacerles daño: además de carecer del conocimiento necesario para asimilarla, los pacientes no son más que personas enfermas que no buscan la verdad, sino el alivio. Por lo tanto, la profesional no someterá al paciente a un complicado proceso de toma de decisiones, sino que tomará esas decisiones ella sola, sobre la base de su conocimiento y experiencia. Esto puede sonar convincente a primera vista, pero no está exento de problemas, como ya hemos sugerido en el capítulo dedicado a la beneficencia. Es verdad que la profesional posee ciertos conocimientos acerca de la situación médica del paciente, pero esa premisa no es suficiente para extraer todas las conclusiones mencionadas. Para empezar, y como ya indicamos en el capítulo 6, no es correcto que el conocimiento profesional de la situación médica del paciente coincida con el conocimiento del bien del paciente. Ese bien no puede identificarse plenamente sin preguntar por sus preferencias al paciente, que es un individuo con su historia peculiar y sus proyectos propios, alguien a quien no se puede tratar como persona a no ser que se tome en cuenta su punto de vista. Por lo general, en cada tratamiento existen diferentes opciones y ninguna decisión puede estimarse correcta sin consultar al paciente acerca de ellas (Árnason, 2004: 27-28). También es un error mantener que la información veraz sea causa de preocupación o molestias gratuitas. Durante mucho tiempo se ha pensado que la verdad debería administrarse por los médicos como un recurso terapéutico más, susceptible de ser convenientemente dosificado o eliminado por completo si se juzgase que podría dañar al paciente. Pero ya hemos visto (en el capítulo 4) que la cuestión hoy no es tanto si hay que informar o no al paciente acerca de su situación, sino más bien cuándo y cómo debe hacerse esto. El paciente tiene derecho moral y legal a una información veraz, pero también hay que tener en cuenta consideraciones prudenciales sobre la manera general como se le dice la verdad, pues ambas decisiones afectan a su bienestar. En cualquier caso, la información forma parte del acto clínico y promueve valores fundamentales en la relación médicoenfermo (Clavé, 2000). El mayor problema del modelo paternalista es que bloquea la comunicación entre pacientes y profesionales. La práctica de la medicina paterna-

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lista —por no decir autoritaria— es una historia llena de silencios (Emanuel y Emanuel: 118). Una práctica así de unilateral no puede tratar al paciente como persona; por el contrario, amenaza con reducirle a una cosa u objeto que hay que manipular mediante la pericia técnica pero sin considerarlo como un ser racional y emocional. Así, los médicos se convierten en extraños para sus pacientes, lo cual aumenta en ellos la sensación de abandono provocada por la enfermedad. Aunque está asumido que «el modelo paternalista se justifica en casos de urgencia, en los que el tiempo empleado en conseguir el consentimiento informado pudiera producir un daño irreversible al paciente» (Emanuel y Emanuel: 119), esta clase de práctica médica siempre resulta peligrosa y es posible que en nada lo sea tanto como en el cuidado de los enfermos terminales. Al mismo tiempo, es más probable que los moribundos sufran este modelo de interacción en mayor medida que otros pacientes, puesto que a menudo existe una conspiración de silencio acerca de su diagnóstico y situación. Un siglo después de Iván Ilich, esto se da especialmente en un entorno tecnológico-hospitalario donde las máquinas y los cables no sólo no pueden proporcionar ya una cura, sino que dificultan el confort y las conversaciones que tan cruciales resultan para un moribundo. Pero, como veremos a continuación, el modelo del patemalismo médico no es lo único que hace difícil la comunicación en los cuidados paliativos.

LA MUERTE DE LIZ

Lorrie Moore no es tan conocida como Tolstoi, pero comienza a ser considerada como una de las mejores escritoras estadounidenses en activo. Ha sido comparada con Raymond Carver y uno de sus cuentos ha sido elegido por Richard Ford para cerrar su Antología del cuento norteamericano. Muchos de sus relatos tienen a enfermos de cáncer como protagonistas. Aunque en la traducción castellana se pierden muchos de los matices y juegos de palabras que caracterizan a su prosa, su relato Irme de esta manera (publicado casi cien años después que el de Tolstoi) es un buen ejemplo de la clase de modelo que puede estar sustituyendo al paternalista en la práctica de la medicina y la enfermería. Y también constituye, al igual que La muer-

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te de Iván Ilich, una advertencia muy seria acerca de las mentiras piadosas y sus efectos. La narradora, Liz, escritora de cuentos para niños, descubre que tiene cáncer. Su médico se siente incómodo al darle las malas noticias. Ella siente que se deteriora rápidamente. Decide suicidarse y planea una fiesta con sus amigos. Se lo cuenta a su marido, con quien discute a menudo por las cosas más nimias, quizá porque no quieren discutir otras cosas, como la ausencia de deseo sexual por parte de él desde que ella comenzó el tratamiento; quedan en discutir más a fondo el asunto del suicidio, pero nunca lo hacen. Liz se identifica con Iván Ilich, quien desde su enfermedad dormía solo en un cuarto pequeño contiguo a su despacho (Moore: 101). El momento central del relato es la fiesta-reunión que Liz hace con sus amigos para contarles el proyecto de suicidarse. Con la excepción de su mejor amiga, todos (incluyendo su marido) le dan la razón. Se emborracha y, al día siguiente, otra amiga le llama para decirle que no le parece bien, pero tampoco consiguen entenderse. Liz se queda en la cama pensando cómo actuaría el protagonista de sus cuentos infantiles. El marido comienza a hacer su vida sin contar demasiado con ella, que vuelve a acordarse de cómo la esposa de Iván Ilich se iba al teatro mientras él sólo encontraba consuelo en los cuidados del criado Guerásim (Moore: 109). Se acerca el día elegido. En el momento más emotivo del relato, Liz se lo cuenta a su hija. Imagina un libro nuevo de cuentos a sabiendas de que nunca lo podrá escribir y comienza a sentir una enorme angustia, mezclada «con más sed de amor de la que había creído nunca que podría tener» (112). La noche antes del suicidio, Liz llama a su mejor amiga para despedirse y pedirle que cuide de su hija. Esa mañana su marido «ha llorado de impotencia por primera vez» (114). Llega el día y Liz ingiere la suficiente cantidad de pastillas. A diferencia de Iván Ilich, Liz sabe perfectamente de qué se está muriendo, y nos cuenta con todo detalle la progresión de su enfermedad y los vanos intentos de dominarla con el arsenal médico a su disposición: Hace un mes me dijeron que tengo cáncer. No era del tipo limpio, limitado, que me podría haber esperado, bien suspendido en el pecho, con sus pequeñas y resbaladizas circunvoluciones, retorcido tortuosamente sobre sí mismo, en-

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durecido, marchito hasta convertirse en una nuez diminuta, extraíble. Ni siquiera dos. Se había extendido por mi cuerpo como un huésped torpe que se presenta sin que lo inviten, obeso, que come demasiado, que sigue encontrando habitaciones y ocupándolas. Probé la terapia durante tres semanas, me puse pañuelos, escondí los cepillos. Subía el volumen del equipo de música cuando corría al baño a vomitar (96). Liz se las arregla para aparentar cierta normalidad ante los demás, pero a solas no puede más que llorar por lo que la cirugía y la terapia le están haciendo a su cuerpo: Intento no mirarme el pecho. Está asolado, apisonado, roturado por las vías de tren y los aparcamientos de la Vía Quirúrgica. Sé que hay ausencias, como si los huecos fueran las huellas subrepticias de la cuchara de un niño en el postre de mañana por la noche. El sitio donde, cuando tenía cinco años, creía que se alojaba mi alma ya no existe (97). Desahuciada, sin cuerpo ni alma reconocible, Liz se siente ya más muerta que viva. Sin embargo, todavía es capaz de contarlo y de aparentar que es uno más, aunque no se le oculta que su muerte social llegará antes que la biológica: Soy algo putrefacto. Me pregunto si huelo, si me descompongo por dentro como la fruta a pesar de seguir siendo capaz de caminar entre ellos como los muertos entre los vivos, como Cristo, durante cierto tiempo, sólo durante cierto tiempo, hasta que las cosas empiecen a notarse, hasta que las cosas se pongan incómodas (106-107).

La visión profesional La actitud inicial del médico es tradicionalmente paternalista, pero, a diferencia de Iván Ilich, Liz no está dispuesta a que la traten de manera condescendiente: El doctor Torbein dijo que muchas mujeres están así varios meses y mejoran. Que viven muchos años más. Salen a hacer las compras de Navidad, celebran

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los cumpleaños con tartas, todos esos placeres sencillos, seguro que le gustaría, ¿verdad, Elizabeth? No soy una niña flacucha con tarjeta de crédito, respondí. No esperará sinceramente que me guste esto. Y, por favor, no me llame Elizabeth. Se quedó consternado, vagamente molesto. Vaya, vaya, cosas desagradables dichas con libertad. No tenía preparada una respuesta para estos casos (96).

A partir de ahí el médico la trata con frialdad, «con la mirada que se echa a un niño díscolo que se va a quedar sin helado», y se refugia en estadísticas confusas: «hay mujeres que han sobrevivido a daños mucho mayores de los que ha sufrido usted, con posibilidades mucho menores, a dolores mucho peores que éste». No es que el doctor Torbein sea mala persona, o que no tenga en cuenta las necesidades de Liz: cuando la examina y ella grita de dolor, pide disculpas «intentando hurgar con más delicadeza» (9697). Pero es incapaz de comunicarse con ella, y del paternalismo pasa a escudarse en una actitud aparentemente profesional: yo propongo la terapia pero usted dispone lo que ha de hacerse, incluyendo ahí el aspecto paliativo de lucha contra el dolor. Una vez queda claro que a Liz sólo le queda morirse, el médico constata su fracaso y desaparece del relato. La visión social Cuando el médico se limita a informar, la tarea de decidir pasa al paciente y su círculo más inmediato. Aquí el relato retrata de manera implacable al grupo de personas aparentemente más cercano a Liz. Cuando les hace saber su intención de suicidarse, es como si los amigos lo tuvieran claro de antemano y no tuvieran para Liz más que «afirmaciones preparadas clínicamente» (107), convencidos como siempre de la solidez mental y emocional de su amiga. «Es evidente que lo has pensado bien», dice una de sus amigas, Myrna, que concluye ofreciendo a Liz «nuestro amor y nuestro apoyo» (101). Ahora bien, al escucharla Liz anota mentalmente que «Myrna habla en nombre de todos aun sin haber consultado con ellos. Es un milagro, esta mujer» (102). De esta manera tan escueta, la narradora resume lo que va a ocurrir en el relato: todos hablan en nombre de todos pero sin haber consultado

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antes, sin haberse comunicado con nadie. No sólo la opinión de sus amigos queda subsumida en la opinión del «uno» impersonal que criticaba Heidegger, sino que la propia opinión de Liz queda secuestrada por la opinión de ese «uno» público y anónimo. Cuando toma la palabra Shennan, «con la voz inexpresiva, de oratorio, de alumna de sexto que lee un trabajo sobre un libro», afirma lo siguiente: Creo que puedo hablar en nombre de Liz si digo que el suicidio puede ser, suele ser, la afirmación más definitiva que puede hacer una persona sobre su propia vida, es decir que tu vida es tuya y que no estás dispuesta a consentir que se marchite como algo olvidado en un cajón de la nevera. Así como la vida de Liz es suya para que haga con ella lo que quiera, también es suya su muerte. Desde que Liz y yo nos conocemos, creo que las dos hemos comprendido que ella probablemente acabaría suicidándose. No es una fantasía incoherente. Es una afirmación de la vida, del propio yo (102-103). Shennan concluye diciendo que «es la culminación de una filosofía vital, el triunfo del artista sobre el mundo físico, mortal» (103): palabras que por tópicas resultan huecas y a las que otro de los amigos no puede menos que contestar, pero en privado: William no se anda con tonterías: Es una chorrada, Liz. El suicido estético no existe. Después no serás capaz de contemplarlo y decir, caramba, qué bien me ha quedado. [... ] Esto huele a uno de esos perversos y criptocatólicos martirios tuyos. Es un engaño. Es un juego de poder [... ] parece bonito, pero huele a chamusquina. Por debajo hay algo que no encaja (104). En la misma línea, su amiga Olga le pide que lo piense más, que no ceda tan fácilmente a la tentación de irse de esa manera, a su manera, pero también como alguien que se considera falsamente independiente de los demás: Olga se está poniendo descarada: Puede que haya llegado el momento de que aprendas a necesitar de la gente, Liz. Y a tener paciencia. [... ] es como si tu muerte y tú os miraseis a la cara como dos solitarios en un bar de solteros, que apenas se han hablado. No os habéis besado ni tocado en realidad, pero estáis dispuestos a meteros en la cama juntos (108).

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Pero ni Olga ni William son capaces de persuadir a Li?, en parte debido a su marido, Elliott. Cuando William detiene a Elliott en el vestíbulo para decirle «algo urgente, algo rojo», su marido le responde: «Si yo viera o sintiera alguna ambigüedad, lo haría, William, pero no hay ninguna ambigüedad. Está segura. Es fuerte. Sabe lo que hace. Tengo que creer en ella» (105). Los amigos dan sus consejos con la tranquilidad de quien no tiene que convivir con la enfermedad y luego se van, o cuelgan el teléfono; el marido está más cerca de Liz, pero eso tampoco les sirve para comunicarse mejor. Liz le cuenta su decisión de suicidarse mientras discuten acerca de la limpieza del horno y Elliott acoge sospechosamente bien la noticia. Le parece «el acto más creativo que haya realizado nunca Liz», añadiendo que «lo que está haciendo por mí es hermoso». No dice nada acerca de lo que él está haciendo o no por su mujer. Aparenta ser un hombre especialmente flemático, alguien que en los momentos más difíciles se limita a apretarle el hombro. Cuando Liz busca lágrimas en sus ojos, cree detectar «el borde brillante de una, como una lentilla» (103). Se siente rechazada sexualmente; Elliott «no le coge el gusto a la necrofilia» (112). El resultado es más incomunicación y rencor: Te sientes bastante mal, ¿en?, dice él, mirándose el reloj al mismo tiempo. Me suelta eso de te traeré algo, rico, cariño, como si fuera una jodida retrasada mental o algo así y se pudiese aliviar la monotonía infernal de mis noches con regalos de caramelos y tabletas de chocolate. Que lo pases bien, que lo pases bien, so gilipollas, yo no digo ni pío (109). Mientras puede, Liz oculta a su hija preadolescente los síntomas de la enfermedad. Se esconde en el baño para vomitar y, entre «el hedor miserable de la bilis y la comida sin digerir», le dice a través de la puerta: «Bien, cariño, estoy bien. Estoy bien, maldita sea» (96). Pero finalmente tiene que contarle la verdad:

Te vas a morir, ¿verdad?, ha dicho [... ] he tenido ocasión de decirle: Después de todo eres joven y lo más probable es que no lo entiendas, y ha podido mirarme con esa mirada revuelta de desprecio y dolor que sólo conocen los de último curso de primaria y, después, cerrar los ojos como un ángel y caer entre

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mis brazos, sollozando, y yo también he llorado en ese pelo recogido detrás de las orejas y he maldecido a Dios por este día, y Blaine ha preguntado, por supuesto, quién la llevará a las clases de clarinete (110).

La visión personal Aparentemente, Liz es una mujer fuerte que elige suicidarse el 14 de julio (el día de la toma de la Bastilla) y lo considera «una elección simbólica y práctica» (98-99). Lo justifica ante sus amigos afirmando que «el cáncer está envenenando al menos tres vidas» y que ella se niega a ser su cómplice. Les explica que no se trata de un acto de locura. La mayoría de ellos saben desde hace mucho tiempo que ella cree que «el suicidio inteligente es preferible casi siempre a la estúpida lentitud de una muerte indigna» (102). Ahora bien, si la tortura de Iván Ilich era la mentira acerca de su futura muerte, para Liz el suplicio tiene que ver con la soledad, el abandono y el silencio, con la incapacidad para superar los tópicos al hablar con los demás sobre su muerte, con la escasa respuesta que recibe su decisión de suicidarse: [Elliott] Se quedó un poco pálido allí de pie, junto al horno. Me cogió la mano, me la besó, la sujetó entre las suyas, le dio unas palmaditas. Vamos a pensarlo un día o dos o el tiempo que sea. Después lo discutiremos más a fondo. Después lo discutiremos más a fondo, repetí yo. Sí, dijo él. Sí, dije yo. Pero no lo hablamos. La verdad es que no. Ah, fue entrando a trozos en algunos diálogos subsiguientes, como un cadáver que han arrojado al mar y que el agua lleva a la costa días más tarde, un zapato por aquí, un dedo por allá, un esternón lleno de algas que golpea la arena movido por las olas (100).

El modelo de la autonomía del paciente Durante las últimas décadas el modelo paternalista de interacción pacienteprofesional ha sido criticado en numerosos frentes; al menos en teoría,

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pues en la práctica puede que todavía sea el predominante. Como hemos

visto, la alternativa teórica más radical al paternalismo médico es un modelo de interacción basado primariamente en la autonomía del paciente, y es precisamente este modelo el que domina en la situación retratada por Moore y en su contexto cultural, que es el de los EE. UU. pero también el nuestro, y cada vez en mayor medida. En este «modelo informativo» (Emanuel y Emanuel: 110), la profesional suministra al cliente toda la información relevante sobre su caso y las opciones posibles, para que éste decida; luego la profesional llevará a cabo lo mejor posible la actuación elegida por el cliente. En el centro de este modelo se encuentra la idea de que el paciente tiene derecho a controlar lo que se hace a su cuerpo; como lo que está en juego en el contexto clínico es la vida e integridad del paciente, es él —y no la doctora o el enfermero— quien debería tener la autoridad última para decidir lo que ha de hacerse. El papel de los profesionales sanitarios se reduce al de ser proveedores de la información sobre la que el paciente podrá basar sus elecciones. Se ha llegado a sugerir que la profesional debería presentar las opciones al paciente de un modo neutral, para evitar imponer sus propios valores o preferencias sobre los del paciente y disminuir así su autonomía. En lugar de ser la figura paterna del paciente, o su madre adoptiva, como en el modelo paternalista, los profesionales toman un papel técnico mucho más distanciado del paciente (Árnason, 2004: 29). El papel del paciente se convierte, en efecto, en el de un consumidor cuyos deseos funcionan como motor de los servicios sanitarios. El único objetivo de este modelo es maximizar la autonomía del paciente. Esto puede sonar bien, dada la primacía de la autonomía que hemos defendido en algunas secciones de nuestro argumento, y podría parecer que ése es el estado óptimo al que aspirar, pero el relato de Moore proporciona varios tipos de razones para rechazarlo. El primer tipo tiene que ver con la clase de incomunicación que, llevado al extremo, genera el modelo informativo. Cuando el médico o los familiares deben limitarse a aceptar las decisiones del paciente, poco espacio cabe para la discusión y para el cambio. En otras palabras, el problema del modelo es que no es lo suficientemente interpretativo ni deliberativo: como se supone que «el cliente siempre tiene la razón», ni pone en cuestión sus preferencias ni siquiera garantiza que éstas se entiendan adecuadamente.

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El segundo tipo de crítica tiene que ver con el derecho a morir que se defiende en las declaraciones de Liz y algunos de sus amigos. Aquí es preciso hacer una aclaración: el principio de respeto a la autonomía defiende el derecho del paciente a controlar lo que se hace a su cuerpo, pero ello suele entenderse como un derecho negativo: tiene derecho a controlar lo que no ha de hacerse a su cuerpo, algo que generalmente se llama el derecho a rechazar o limitar el tratamiento y que se asocia al derecho a consentir al tratamiento propuesto. Para hacer esto posible el paciente ha de ser informado acerca de las opciones médicas, su prognosis, los efectos secundarios, etc. La atención médica no se concibe como algo «a la carta», ya que el paciente no tiene un derecho absoluto a determinar positivamente los servicios que ha de recibir. La legitimidad de sus deseos queda limitada por los objetivos del sistema sanitario y las obligaciones de los profesionales de la salud. En otras palabras, los derechos del paciente han de ser razonablemente consistentes con los deberes de los profesionales (Árnason, 2004). El deber profesional de respetar la autonomía del paciente significa que nunca debe imponer un tratamiento a un paciente competente si éste lo rechaza. No significa que la profesional tenga el deber de obedecer los deseos cualesquiera del paciente. Médicos y enfermeros deben proteger también su integridad profesional y cumplir con sus obligaciones legales y morales. De otro modo, la aplicación estricta del modelo de la autonomía conduciría al absurdo. El modelo de la autonomía puede, no obstante, ser algo más adecuado en los cuidados paliativos que en otras áreas de la medicina y la enfermería. En este caso, muchos de los principios o restricciones del sistema sanitario no se aplican, pues los fines paliativos sustituyen a los terapéuticos. Como hemos sugerido en el capítulo 2, es poco probable que los deseos de un enfermo terminal sean peligrosos para su salud, mientras que atender las penúltimas voluntades del moribundo es un objetivo básico de los cuidados paliativos (de las últimas ya se ocuparán los encargados de ejecutar su testamento). Esto nos lleva al deseo de morir con dignidad.

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¿UNA MUERTE DIGNA?

Cuando una paciente le dice a House que sólo quiere «morir con un poco de dignidad», él responde que eso no existe: «Los cuerpos se deterioran, a veces a los noventa, a veces antes de nacer, pero siempre sucede sin un atisbo de dignidad». Y concluye: «No se muere con dignidad; se vive» (temporada 1, episodio 1). Esto, por supuesto, es una provocación, y no muy original; con algo muy semejante comienza un libro tan conocido como el de Sherwin Nuland sobre cómo morimos. Cuando un paciente se quejó al doctor Nuland de que su madre había muerto «sin dignidad», éste se vio en la necesidad de explicarle que lo normal es que la muerte sea un proceso difícil y no muy pacífico: «Por lo general, no he visto mucha dignidad en el proceso por el que morimos». La creencia en la posibilidad de una muerte digna es, para Nuland, un intento de lidiar con lo que a menudo se vive como una serie de eventos destructivos que suponen, por su propia naturaleza, la desintegración de la humanidad de la persona que muere. Hay que desmitificar la muerte digna, dice, pues «el intento de lograr una verdadera dignidad fracasa cuando nuestros cuerpos fallan» (xvi-xvii). Algunas veces se dará esa combinación de muerte y dignidad, pero tal situación es algo excepcional y poco probable. La medicina por sí sola no puede garantizar el derecho a una muerte digna, pero al menos sí tiene que tener presentes los factores implicados en una muerte tolerable, tranquila o en paz. Pues, por seguir matizando la provocación de House, no es lo mismo morir con capacidad motora que sin ella; no es lo mismo morir sin dolor o tras días de salvaje agonía como Iván Ilich; no es lo mismo asearse solo o que lo hagan otros por ti, ni tampoco da lo mismo cómo lo hagan. Todos estos factores aparecen en las categorías para entender y promover la dignidad en la terminalidad recogidas por Chochinov (Figura 3): la movilidad como parte de la capacidad funcional para la realización de tareas cotidianas; el dolor como parte de los síntomas de malestar; la calidad del cuidado y su interferencia en la esfera íntima entre los factores externos (sociales) que afectan a cómo viven la dignidad los enfermos terminales. En nuestro entorno, Ramón Bayés ha seleccionado tres dimensiones subjetivas que, además del control de sin-

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tomas realizado de acuerdo con los deseos del paciente a cada momento, es necesario analizar a la hora de estudiar y paliar el sufrimiento en el final de la vida: el binomio autonomía-dependencia, el sentido de la vida y el soporte emocional. Su hipótesis es que es posible que un enfermo que priorice la autonomía pueda morir en paz si considera que muere con dignidad controlando la situación, con independencia del apoyo emocional que reciba o de si cree que su vida tiene o ha tenido algún sentido. O que otra persona que priorice el sentido de la vida pueda resistir la dependencia, el dolor, el sufrimiento o el alejamiento de sus seres queridos. O que una tercera que ha perdido todo control y considere que su vida ha sido estéril pueda encontrar la serenidad al sentirse valorada y arropada emocionalmente por los suyos. Pero para la mayoría es posible que una combinación de las 3 dimensiones —las cuales se solapan entre sí y son, como se ha señalado, susceptibles de variar con el tiempo en función de los cambios internos y externos que se produzcan— sea necesaria para alcanzar una aceptación serena de este hecho natural, único e irrepetible que es la muerte (Bayés: 41).

Cuando se habla de «derecho a una muerte digna» suele surgir el debate sobre la despenalización de la eutanasia. Éste es un debate complejo que exige argumentos y buena voluntad en dosis superiores a las que suelen admitir las columnas periodísticas. No obstante, la publicidad y los premios concedidos a Mar adentro han dado a la prensa toda una batalla «anti» y «pro-eutanasia», términos que ya son marcadamente tendenciosos y no ayudan a esclarecer ni la película ni el debate de fondo. Para ese necesario ejercicio de aclaración conceptual, un buen punto de partida es el libro de Víctor Méndez Baiges (2002), que comienza afirmando que el asunto de la muerte está actualmente dominado por la cuestión de la eutanasia, y que el debate sobre ésta se caracteriza a su vez por tanta dispersión y falta de claridad, que parece orientado a escapar de la cuestión más que a resolverla (12-13). Un lugar común de este debate es el de los cuidados paliativos como «una solución alternativa al problema de la eutanasia» (Méndez: 9). Pero ni el mejor programa de cuidados paliativos elimina todas las peticiones de muerte médicamente asistida ni hay en principio razones para suponer que estas dos prácticas sean mutuamente excluyentes (Martínez, 2005: 406). Es

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obvio que si alguien pide ayuda para morir es porque está valorando su calidad de vida por debajo de lo que considera normal o digno, por lo que es prioritario tratar de conocer las causas de esta petición e intentar solucionarlas. Por eso los cuidados paliativos son una necesidad mucho más general y acuciante que la muerte asistida médicamente, pues el porcentaje de pacientes que solicitan la eutanasia o un suicidio asistido es mucho menor que el de los que sólo necesitan ayuda para aliviar el dolor y el sufrimiento, y así enfrentarse con cierta dignidad al final de sus vidas. También son una necesidad más costosa. A diferencia de unos cuidados paliativos de calidad, que resolverían muchos de los problemas en el final de la vida, pero que requieren personal y medios, el debate sobre la eutanasia atrae atención mediática, y su implantación resultaría relativamente barata. Según datos de 2002 en España, el 84, 6% de los médicos cree que un buen sistema de cuidados paliativos no resolvería todas las solicitudes de eutanasia (Comité Consultiu de Bioética de Catalunya: 87). Si los cuidados paliativos no resuelven todos los casos, dada la obligación de no abandonar a los pacientes es claro que la sanidad pública debe dar una respuesta a este problema. Como recuerda Margarita Boladeras, del Comité Consultivo de Bioética de Cataluña, «no podemos ignorar su sufrimiento porque sean pocos» {El País, 8 de octubre de 2006). De ahí la vía seguida por ese Comité en su Informe sobre la eutanasia y la ayuda al suicidio, en el que recomienda modificar el artículo 143 del Código Penal para despenalizar las actuaciones de los profesionales sanitarios que tengan como objetivo ayudar a los pacientes a morir cuando se encuentren en una situación irrecuperable, permitiendo así algunas prácticas eutanásicas que cumplan una condiciones estrictas de procedimiento. Por otra parte, también se recomienda extender y mejorar los servicios de cuidados paliativos y la aplicación correcta de la sedación en la agonía, pues diferir su aplicación sería éticamente incorrecto. Puede que a veces se profundice poco en la petición de ayuda para morir, y que para corregir esto haya que reconocer e incentivar a los profesionales y voluntarios que proporcionan cuidados paliativos y apoyo psicológico, por no hablar del afecto de familias, amigos y personal sanitario. Todavía hay mucho camino que recorrer en esa tarea, pero lo central en este debate es que la disponibilidad de cuidados paliativos no elimina la legitimidad de al-

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gunas peticiones de eutanasia o suicido asistido. Por ejemplo, no puede admitirse un rechazo frontal de todas esas peticiones con argumentos tan simples como «los deseos humanos son reversibles y la eutanasia no lo es» (Diario de Navarra, 22 de septiembre de 2004). Esta afirmación es engañosa. Primero, porque confunde la decisión de morir libremente con la ejecución de esa decisión; como cualquier otra muerte, ésta es irreversible, pero aquella no lo es, pues esta clase de decisiones son siempre revocables en virtud de ese mismo principio que las fundamenta: la autonomía moral. Así se muestra en Mar adentro mediante el personaje de Julia, que cambia de idea y decide no suicidarse. Por otra parte, si insistimos en que la eutanasia es irreversible, habrá que recordar que estamos hablando de dolencias que también lo son, como la tetraplejia de Ramón Sampedro o una enfermedad terminal. Nadie duda que, de haber voluntad, estas situaciones pueden aliviarse en gran medida, pero eso no elimina su irreversibilidad. Méndez Baiges concluye «que la vida humana, todo lo magnífica y maravillosa que nos pueda parecer, está sometida a la prudencia humana y que constantemente estamos obligados a tomar determinaciones acerca de ella» (110). Y, en efecto, un estudio realizado en seis países europeos concluyó que en todos ellos se toman decisiones médicas ante el final de la vida y que allí donde eso se hace con mayor frecuencia, los pacientes y familiares generalmente toman parte en la toma de decisiones (Van der Heide et al., 2003). En el debate habría que traer a colación estas experiencias positivas y no sólo las aberraciones. No se puede aludir a los excesos del doctor Kevorkian, que ha sido condenado por homicidio, sin tener en cuenta otros estudios que comparan sus actividades ilegales con el funcionamiento de las provisiones legales para el suicidio asistido. Tan cierto como que sólo el 25 % de los pacientes de Kevorkian eran enfermos terminales es que sí lo eran en el 100% de los suicidios médicamente asistidos en el Estado de Oregón (Roscoe et al., 2001). Si es cierto que en Holanda se han dado a la luz datos ambiguos y preocupantes, no es menos verdadero que hay otros países, como Suiza, donde tras toda una década de seguimiento exhaustivo de los suicidios asistidos no se han encontrado signos de relajación en la aplicación de la legalidad (Bosshard, Ulrich y Bar, 2003). Una última falacia consiste en que del hecho de que un enfermo decida libremente no prolongar su vida se siga la valoración negativa de toda per-

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sona que, sufriendo la misma enfermedad, opte por continuar viviendo. Pero si una persona decide tener hijos no pregona con ello a las demás que la vida sin descendientes no merece la pena. Si una persona decide morir, no por ello lanza un juicio de desaprobación sobre la vida en general. Es la misma confusión entre lo colectivo y lo individual que denuncia el propio personaje de Ramón Sampedro en el guión de la película: mira, quiero morir porque la vida para mí en este estado, sin sensibilidad ni movimiento, la vida así no es digna. Y ya sé que otros tetrapléjicos pueden sentirse ofendidos cuando digo que esta vida, mi vida, no es digna, pero es que cada uno es su yo y su circunstancia, siempre lo digo, y yo no juzgo a los demás. ¿Quién soy yo para juzgar a los que quieren vivir? Por eso pido que no se me juzgue, ni a mí ni a la persona que me preste la ayuda necesaria para morir.

A esto se puede objetar que, en tanto seres morales, los humanos no podemos dejar de juzgar las conductas propias y ajenas, y que, en tanto que afectan a la convivencia colectiva, el Estado ha de objetivar de manera legal y democrática esos juicios éticos. Pero, como sugiere la cita anterior, la muerte propia quizá sea un asunto más privado que público; por ello, a la hora de su regulación jurídica habrá que actuar con suma prudencia, recordando una vez más que nuestra sociedad ya no está dominada por un código moral único, sino que en ella coexisten diversas concepciones de la dignidad que traen consigo otras tantas versiones de la muerte digna. Y tener muy presente que el respeto al «yo» no implica desatender a sus «circunstancias», pues en ningún caso debería este debate distraer nuestra atención de las necesidades de cuidado de los enfermos, terminales o no. A propósito de estas circunstancias, del dónde y el cómo y el cuándo, al hablar de sedación en cuidados paliativos se hace referencia a la administración de fármacos adecuados para disminuir el nivel de conciencia del enfermo con el objetivo de controlar algunos de sus síntomas. Se puede distinguir en este caso entre dos tipos de sedación: paliativa y terminal. La sedación paliativa es la administración deliberada de fármacos en las dosis y combinaciones requeridas para reducir la consciencia de un paciente con enfermedad avanzada o terminal, tanto como sea preciso para aliviar adecuadamente uno o más síntomas resistentes al tratamiento y con su consentimiento explícito, implícito o delegado (por representación).

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En La muerte de Iván llich se nos presenta un caso bastante claro de sedación paliativa con opiáceos. Por el contrario, la muerte con la que termina Irme de esta manera podría constituir un discutible caso de autosedación terminal (o suicidio médicamente asistido). Según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, la sedación terminal es la administración deliberada de fármacos para lograr el alivio de un sufrimiento físico o psicológico, inalcanzable con otras medidas, mediante la disminución suficientemente profunda y previsiblemente irreversible de la consciencia en un paciente cuya muerte se prevé muy próxima y con su consentimiento explícito, implícito o delegado. Sería un tipo de sedación paliativa que se utüiza en el período de agonía cuando se dan síntomas que no pueden ser adecuadamente controlados a pesar de intensos esfuerzos para hallar un tratamiento tolerable en un plazo de tiempo razonable sin que comprometa la consciencia del paciente. El objetivo de la sedación terminal es disminuir el sufrimiento, no provocar la muerte, y por lo tanto algunos sostienen que podría justificarse mediante la teoría del doble efecto (Brock: 239-240). Esta teoría (que no es una doctrina novedosa, sino que ya está presente en la obra de Tomás de Aquino) busca justificar el acto que tiene dos consecuencias, una moralmente buena y la otra no, cuando el acto se lleva a cabo buscando el efecto positivo, aunque de manera secundaria y no querida se produzca el negativo. Esta doctrina es muy discutible en filosofía moral; en ética asistencial no es muy recomendable acudir a ella, pues se trata de una doctrina centrada en las intenciones del profesional. Aquí, por el contrario, hemos tratado de enfocar la relación asistencial desde una triple perspectiva en la que, de primar una, ésta tendría que ser la del lego, el usuario o paciente. Con todo, la doctrina del doble efecto introduce un elemento de intencionalidad interesante: es lícito el acto que tiene como intención el efecto bueno, aunque traiga consigo el malo de manera secundaria. Esto nos obliga a preguntarnos acerca de cómo conocer las verdaderas intenciones de los participantes en la relación asistencial. Aunque siempre es posible engañarnos al respecto, está claro que el punto de partida no puede ser otro que preguntárselo a las personas implicadas, dejándoles hablar y escuchando su historia. No es que todas las historias sean igualmente valiosas, como tampoco lo son todas las intenciones; pero para conocer y valorar

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esas intenciones tenemos que entender la historia en que se insertan. Por eso necesitamos seguir aprendiendo en y de Ja literatura para mejorar la ética al final de la vida y sus cuidados. Volvamos, pues, a nuestra pregunta sobre si es posible enfrentarse a la muerte con dignidad, y busquemos respuesta en las narrativas audiovisuales que hemos utilizado. ¿Qué pistas podemos encontrar en nuestras tres películas? Son tres las prácticas que conservan la dignidad en la terminalidad detectadas por el estudio de Chochinov (2004): mantenerla normalidad, vivir el momento y buscar consuelo. De lo primero hay buenos ejemplos en las tres películas: desde la completa ficción en la que se embarca Ann para mantener sus roles a la rutinaria vida doméstica de Ramón, pasando por los desvelos de Benigno para decorar la habitación de Alicia en el hospital a imagen de la habitación de su casa. Vivir el momento es también parte de la estrategia de Ann, que da rienda suelta a sus deseos reprimidos mientras finge salud y normalidad; de hecho, en todas las películas hay personajes que se dedican a una búsqueda que bien podría llamarse espiritual, si no fuera porque recurre más al arte que a la religión y porque el consuelo que hallan en esas actividades (la lectura en Mi vida sin mí, la música y la escritura en Mar adentro, o la danza en Hable con ella) es en ocasiones más perturbador que tranquilizador. Si es posible un tercer modelo, una alternativa al paternalista y al autonomista, debería dar énfasis a la manera como paciente y profesional construyen cooperativamente la relación asistencial mediante la comunicación (Árnason, 2004). Un buen punto de partida podría ser ese «Hábleme un poco de la historia de su vida» que Chochinov (2004) propone como pregunta inicial de su «psicoterapia de la dignidad». Como hemos visto, esa historia cuya narración se solicita del paciente debe ser la historia (pasada) de su cuerpo, pero también la de sus proyectos y esperanzas, una historia que se proyecte de alguna manera en el futuro. De esta manera, contar su historia permite a la víctima (y, en tanto que mortales, todos acabaremos siéndolo) convertirse en testimonio. ¿Qué clase de historias nos dejan Ann, Alicia y Ramón? Los tres son víctimas de enfermedades o accidentes con serias consecuencias sobre la salud y se convierten en testimonio vivo de la vulnerabilidad que traen consigo. Mediante la narración cinematográfica, el espectáculo de su su-

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frimiento presenta al espectador demandas morales distintas, ya que, como hemos visto, el concepto de enfermedad es complejo y admite al menos tres perspectivas complementarias, y también formas distintas de vivir (y morir) con dignidad. Con ellas terminamos.

La visión profesional Alicia sale de un estado vegetativo persistente, pero Hable con ella es una película sobre las dotes de comunicación y cariño de sus cuidadores. Es natural que sea la enfermedad desde el punto de vista del profesional la dimensión que articule la trama cinematográfica. La dimensión personal, la enfermedad vista desde el usuario, apenas está presente, pues Alicia no tiene conciencia de su estado (y tras su «despertar» apenas dice nada, sino que aparece como un ser completamente dependiente del cuidado de Katerina y, en el futuro, de Marco). En cuanto a la dimensión social de la enfermedad, su presencia es importante para dramatizar la historia y hacernos recordar que en nuestra sociedad las enfermas en coma tienen también derechos (que serán defendidos, sobre todo si pueden pagarse una clínica privada), y que los cuidadores que traspasan ciertos límites pueden acabar en la cárcel. Además del control de síntomas y la evaluación de las capacidades del paciente, Hable con ella hace descansar la dignidad en la preservación de esa esfera de intimidad que es vulnerada en el caso de Alicia (la paciente que sobrevive), pero no en el de Lydia (que muere, pero bien cuidada por fin). La calidad del cuidado profesional es otro de los temas recurrentes de la película, insistiendo en que la dignidad de la paciente depende de que su cuidador «hable con ella». Otro motivo de dignidad es la continuidad de la identidad personal de Alicia, manifestada en su fidelidad a la danza a pesar de los grandes cambios en su vida, y propiciada en buena parte por sus cuidadores.

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La visión social Ramón es tetrapléjico y solicita una muerte digna, o más bien acabar con una vida que le parece indigna. Buena parte del conflicto que mueve la historia de Mar adentro procede de la interpretación de la enfermedad por parte de diversas autoridades, que deben discernir si la dolencia de Ramón es justificación suficiente para su petición de suicidio asistido. La tetraplejia es percibida como un obstáculo superable por el juez que se pregunta: «Vamos a ver, ¿hay alguna razón que impida inexorablemente a este hombre, o a cualquier otro tetrapléjico, salir de su casa con regularidad... ?». Este dictamen choca con la vivencia personal y profesional, pues para Ramón su enfermedad es una situación intolerable que, en su caso, sólo la muerte puede paliar; juicio que, al final de la película, es compartido hasta cierto punto por los «voluntarios profesionales», es decir, por los amigos y familiares que le cuidan (ya que la situación de Ramón no necesita de personal especializado de medicina o enfermería). La dignidad de Ramón como paciente se encuentra, además de en sus rasgos personales (sentido del humor, perseverancia, deseo de autonomía), en la calidad del cuidado prestado en circunstancias difíciles (un entorno rural y sin muchos recursos económicos). Ahí se ve la importancia del apoyo social, de una comunidad activa de amigos, familia y cuidadores, que sin embargo no siempre consigue aliviar las preocupaciones de Ramón por las consecuencias prácticas de su estado en la vida de esa comunidad, esa sensación de ser una carga inútil que afecta considerablemente a su sentido de la propia dignidad.

La visión personal Ann tiene cáncer, y en Mi vida sin mi la enfermedad se vive desde su punto de vista subjetivo. Desde la perspectiva del usuario, el cáncer impide a Ann llevar a cabo su proyecto de vida previsible y le obliga a organizar su vida «sin ella», escribiendo esa lista de diez cosas que quiere hacer antes de morir. El punto de vista del profesional y el de la sociedad son dimensiones apenas esbozadas en la película. Ann no tolera más ecografías y rechaza rá-

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pidamente las otras pruebas médicas, y «los otros» (su familia, su compañera de trabajo, su amante) ignoran el estado de Ann, que significativamente no interactúa con otros enfermos de cáncer en toda la película. Aceptemos que la muerte como tal, como destrucción de la identidad biológica y biográfica de un ser humano, es difícilmente algo digno de nadie; con todo, aún podemos mantener cierta dignidad ante la muerte entendida como el punto final del proceso de morir. No se trataría entonces de morir con dignidad, sino de vivir con dignidad antes de la muerte. En esta película no se nos muestra la muerte de Ann, pero sí los preparativos que acomete mientras le quedan fuerzas para fingir salud, y en esta actividad se nos muestra su dignidad como persona, manifestada en el celo con que defiende su autonomía y el control sobre su propia vida, dándole un cierto sentido mediante la preparación del legado que deja a sus hijas (las grabaciones con mensajes de esperanza y autoestima que entrega al doctor para sus cumpleaños). Este celo no está exento de cierta actitud beneficente hacia otros, ni tampoco del reconocimiento de la necesidad de afecto y cuidados recíprocos. Al final de la película Ann acepta los cuidados de su familia (ellos piensan que sólo tiene una anemia), recordándoles que «yo os he cuidado a vosotros, y ahora me toca a mí».

Hacia un tercer modelo Hemos visto cómo el paternalismo y el autonomismo aparecen como modelos extremos y fallidos. Una alternativa podría encontrase en plantear la relación asistencial desde un modelo iusfundamental que la conciba como una práctica social institucionalizada cuya finalidad es el cuidado sociosanitario de la salud, entendida ésta como capacidad y funcionamiento seguro y garantizada como derecho (Seoane, 2008), ya que existe un creciente consenso en torno a la noción de derechos humanos como valor generalmente aceptado por la comunidad internacional; prueba de ello es la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO, que reconoce la interrelación entre la ética y los derechos humanos en el terreno concreto de «la medicina, las ciencias de la vida y las tecnologías conexas aplicadas a los seres humanos» (art. 1).

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¿Es la muerte digna un derecho humano? Surgen problemas si ese derecho lo concebimos como un derecho positivo o de actuación, que obligue a otros a proporcionarnos la muerte que nosotros queramos, pues ya hemos visto que la asistencia sanitaria no es un derecho en ese sentido; pero sí podría serlo en sentido negativo, como no-interferencia. La Declaración apoya esta interpretación, al recomendar que se respete «la autonomía de la persona en lo que se refiere a la facultad de adoptar decisiones, asumiendo la responsabilidad de éstas y respetando la autonomía de los demás» (art. 5). El derecho a la muerte digna se convertiría entonces en un derecho a la gestión de la propia muerte sin interferencias, en la medida en que esto respete la autonomía ajena. Ahora bien, aunque eso no sea un derecho positivo, podría decirse que todos los derechos tienen cierta dimensión prestacional, en el sentido en que precisan de cierto contexto o entorno institucional para poder ser ejercidos. En palabras de José Antonio Seoane (2006a: 14), existe una dimensión objetiva o institucional del derecho a la salud, «que atribuye a las instituciones la obligación de proporcionar los cuidados básicos de salud, individual y pública, para la gestión individual de cada proyecto de vida». Por diversos que sean esos proyectos en una sociedad plural como la española, es obvio que la aspiración a una buena calidad de vida se prolonga de modo natural en la aspiración a una «buena calidad de muerte» (Durán, 2004). Por lo tanto, las instituciones están obligadas a dotar de cierto contenido prestacional al derecho a morir dignamente, entendido como parte del derecho a la salud de todo ciudadano. ¿En qué podrían consistir estas prestaciones? Hemos visto que la dignidad, lejos de ser un concepto transparente o unívoco, tiene muchas facetas y personas distintas no tienen por qué encontrarla siempre en lo mismo; tan digna puede ser la aceptación de un final inminente como la resistencia empecinada a dejarse ir «de esa manera». Del estudio de las películas y la literatura especializada podemos extraer algunas sugerencias. Como mínimo, las prestaciones sociales en la terminalidad deberían incluir programas de cuidados paliativos que permitan controlar tanto el dolor como el sufrimiento, fomentar la autonomía y el control sobre las circunstancias del morir, y eludir la «muerte solitaria» mediante una comunidad activa de cuidadores. Más que identificar la muerte digna con la eutanasia, ésta po-

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dría entenderse no como un acortamiento de la vida, sino como un acortamiento de un proceso de muerte que en ocasiones puede ser desesperadamente largo y penoso (Ausín y Peña: 28). Ahora bien, estamos hablando de prestaciones que no constituyen un derecho para la mayoría de la población mundial. Esto no cierra el debate, pues la bioética no se reduce al bioderecho; como nos recuerda Gracia (2006: 14), «puedo sentirme en la obligación moral de ayudar a una persona en necesidad, a pesar de que ella no tenga el derecho de exigírmelo». Pero enfocar este debate únicamente desde los derechos humanos tiende a primar en exceso las demandas del usuario o paciente, oscureciendo las consideraciones asociadas a otros factores de la relación asistencial. Lo que necesitamos es un enfoque pluralista, que permita entender la dignidad desde la constelación de valores que hemos identificado en nuestro triángulo asistencial. Mediante el análisis de las tres películas, en este libro hemos identificado repetidamente los riesgos de poner demasiado énfasis en un principio al precio de olvidar los otros. La beneficencia de Benigno se convierte en la obsesión amorosa por Alicia, la autonomía de Ann la aliena de su familia y amigos, y la petición de Ramón es rechazada por la Iglesia y los tribunales en nombre de la no maleficencia. En los tres casos tenemos un modelo basado en la prevalencia de un solo principio, una relación centrada en sólo uno de los vértices del triángulo asistencial, un monólogo. Sin conversaciones auténticas, la relación asistencial se convierte en una película muda donde la buena atención sociosanitaria va a estar ausente. Al final de sus Fundamentos de bioética, Gracia (574) cita a Adela Cortina, que en su libro Ética mínima sostenía que esa capacidad dialógica estaba ausente en la esfera pública española de 1986. La ausencia de una moral civil traía consigo una serie de males como la falta de tolerancia, la poca disponibilidad para el diálogo y para aceptar lo consensuado a través de él, la pretensión de poseer el monopolio de la verdad, etc. En definitiva, no se había pasado aún el tiempo del «código impuesto», ni había llegado el de un auténtico pluralismo moral. Más de veinte años después la situación ha cambiado mucho; en buena parte gracias a la aportación de autores como Cortina, Gracia y sus respectivos seguidores, puede decirse al menos que existe pluralismo tanto en la práctica como en la teoría bioética. Con todo, las películas también mués-

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tran que la bioética en España está todavía transida por esa tensión irresuelta entre la vieja perspectiva paternalista y el nuevo modelo que introduce los cuatro principios. Sólo el diálogo y la deliberación entre los tres agentes de nuestro triángulo —los usuarios, los profesionales y «los otros»— puede resolver esa tensión de un modo satisfactorio. De no ser así, como hemos podido ver en los casos de Ramón, Ann, Lydia o Alicia, será imposible trasladar la primacía de la autonomía en la teoría moral contemporánea a un mundo de interdependencia y pluralismo crecientes. En la práctica real, esto sólo será posible si se atiende a las particularidades de cada caso, permitiendo que los valores en juego emerjan de un diálogo respetuoso e informado entre todos los agentes de la relación asistencial.

RECAPITULACIÓN

Para completar nuestro análisis de las tres películas, en este capítulo hemos examinado de nuevo los modelos de relación asistencial en el final de la vida a la luz de dos textos literarios. Se trata de dos narraciones separadas por cien años, la primera de un ruso a finales del siglo XIX, la segunda de una norteamericana a finales del XX, pero que tienen en común el estar contadas desde el punto de vista de un enfermo terminal de cáncer, relativamente joven, para quien la muerte es una posibilidad inesperada y sin sentido en su contexto social y familiar. Mediante una lectura de los dos textos según nuestro esquema triangular, hemos analizado las relaciones de los protagonistas con el cáncer (su yo enfermo), con la profesional sanitario (su médico) y con «los otros» (sus amigos, cónyuge e hijos). Lo que se desprende del distinto final de los dos relatos, su lección moral, consiste en una doble denuncia de los excesos del paternalismo médico y de la autonomía del paciente, dos modelos que acaban por robar al paciente la consideración y el respeto básicos que comúnmente se asocian con la palabra «dignidad». Puede que no podamos decir mucho acerca de lo que sea una muerte digna, pero sí sabemos que el final de la vida está hoy fuertemente mediatizado por la enfermería y la medicina. Hemos reconocido algunos modelos básicos en ese proceso, así como los peligros que en él nos acechan. El dis-

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curso de la bioética y el de los derechos humanos convergen en la búsqueda de un tercer modelo, que necesariamente ha de respetar y armonizar una pluralidad de valores. Narrativo y pluralista, ese modelo habría de permitir a cada enfermo enfrentarse a su historia particular con suficiente apoyo personal, profesional y social como para poder alcanzar algún sentido antes de su final.

Envío «El inmortal» es el primer cuento recogido por Jorge Luis Borges en su libro El Aleph. Dice el narrador al final de la sección cuarta: La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso.

Así aparece, al menos, en el segundo volumen de las Obras Completas de Borges, publicadas en Barcelona por el Círculo de Lectores. Lo curioso es que Aurelio Arteta (1996: 179), entre otros autores, repite esta cita leyendo «preciosos y patéticos», y comenta que aquí podemos encontrar una defensa de la dignidad humana, de aquello que no tiene precio y que precisamente por eso nos hace preciosos, aunque sólo lo descubramos al final. Pero «precisos» tampoco queda mal ahí: la muerte nos hace precisos, es decir, necesarios y concretos. Únicos y por lo tanto irrecuperables. En las ediciones de Editorial Sudamericana y de Alianza Editorial aparece la palabra «preciosos». En la de Círculo, que parte de la de Emecé (en la que Borges, dice, efectuó numerosas correcciones) pone «precisos». Precisos o preciosos. ¿Cuál es la buena? Tal vez la pregunta sea más que una curiosidad filológica o un chiste póstumo de Borges. Como buenos legos, nos quedamos con la duda.

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