BENJAMIN, Walter - Dos ensayos sobre Goethe.tif

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DOS ENSAYOS SOBRE GOETHE

por

Walter Benjamín

Título del origina] en alemán: “Goethes Wahlvenvandtschaften", de Gesammelte Schrifien, Tomo 1, compilado por Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhaüser © Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974. "Enzyklopadieartikel”, de Gesammelte Schrifien, Tomo 1, compilado por Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhaüser © Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1977.

Traducción. Graciela Calderón y Griselda Mársico Diseño de la cubierta: Esther Carbó Primera edición: 1996, Barcelona Primera reimpresión: 2000, Barcelona Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © Editorial Gedisa, S.A. Paseo Bonanova, 9 Io-Ia 08022 Barcelona (España) Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 Correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com ISBN: 84-7432-565-X Depósito legal: B. 14.658/2000 Impreso por: Carvigraf Clot, 31- Barcelona Impreso en España Printed in Spain

Indice Las afinidades electivas de Goethe.................... 11 I ................................................................... 13 I I .................................................................. 49 II I ...................................................................69 Comentarios a “Las afinidades electivas de Goethe” ....................................................... ..103 Goethe, artículo enciclopédico......................... 137 Comentarios al artículo enciclopédico............ 179

Las afinidades electivas de Goethe

Dedicado a Jula Cohn

A quien elige a ciegas, el humo del sacrificio le golpea en los ojos. Klopstock

La bibliografía existente sobre obras literarias nos sugiere que la exhaustividad en ese tipo de investigacio­ nes debe ponerse a cuenta de un interés más filológico que crítico. Por eso la siguiente exposición sobre Las afinida­ des electivas, que también entra en detalles, podría con­ fundir fácilmente respecto de la intención con la que se la presenta. Podría parecer un comentario; sin embargo, está pensada como crítica. La crítica busca el contenido de verdad de una obra de arte; el comentario, su contenido objetivo. La relación entre ambos la determina aquella ley fundamental de la escritura según la cual el contenido de verdad de una obra, cuanto más significativa sea, estará tanto más discreta e íntimamente ligado a su contenido objetivo. En consecuencia, si se revelan como duraderas precisamente aquellas obras cuya verdad está más pro­ fundamente enraizada en su contenido objetivo, en el transcurso de esa duración los realia se presentan tanto más claramente ante los ojos del observador de la obra cuanto más se van extinguiendo en el mundo. Pero con ello, el contenido objetivo y el contenido de verdad, unidos en un principio, aparecen separándose con la duración de la obra, porque el último se mantiene siempre igualmente oculto cuando el primero sale a la luz. Para todo crítico posterior, la interpretación de lo llamativo y extraño del

contenido objetivo se convierte, en consecuencia, cada vez más en premisa. Se lo puede comparar con un paleógrafo frente a un pergamino cuyo texto desleído está cubierto por los trazos de una escritura más poderosa que se refiere a él. Así como el paleógrafo tendría que comenzar por la lectura de esta última, el crítico debería hacerlo por el comentario. Y de allí surge súbitamente un criterio inva­ lorable para su juicio: sólo entonces puede plantear la pregunta crítica fundamental acerca de si la apariencia del contenido de verdad se debe al contenido objetivo o si la vida del contenido objetivo se debe al contenido de verdad. Porque al separarse en la obra deciden sobre su inmortalidad. En este sentido, la historia de las obras prepara su crítica y por eso la distancia histórica aumenta su fuerza. Si, para usar una comparación, se quiere ver la obra en crecimiento como una hoguera en llamas, el comentarista está frente a ella como un químico; el crítico como un alquimista. Mientras que para aquél sólo quedan como objeto de su análisis maderas y cenizas, para éste sólo la llama misma conserva un enigma: el de lo vivo. Así, el crítico pregunta por la verdad, cuya llama viva sigue ardiendo sobre los pesados leños de lo que ha sido y las ligeras cenizas de lo vivido. No la presencia, sino el significado de los realia en la obra se les ocultará casi siempre tanto al escritor como al público de su época. Pero porque lo eterno de la obra sólo se recorta sobre el fondo de los realia, toda crítica coetá­ nea, por elevada que sea, abarca en ella más la verdad en movimiento que la verdad en reposo, más el efecto tempo­ ral que el ser eterno. Pero por valiosos que sean los realia para 1a interpretación de la obra, casi no es necesario decir que la creación de Goethe no se puede considerar como la de un Píndaro. Antes bien, seguramente jamás ha habido una época —sólo la de Goethe— a la que fuera más ajena la idea de que los contenidos esenciales de la existencia puedan plasmarse en el mundo de las cosas, o que no puedan consumarse sin tal plasmación. La obra crítica de

Kant y la Obra elemental de Basedow, una dedicada al sentido, la otra a la contemplación de la experiencia de aquel momento, dan cuenta de modos muy distintos pero igualmente concluyentes de la pobreza de sus contenidos objetivos. En este rasgo determinante del Iluminismo alemán (si no del europeo en su conjunto) se puede descubrir una premisa imprescindible de la obra kantiana, por una parte, y de la creación goetheana, por la otra. Porque precisamente por la época en que la obra kantiana estuvo terminada y trazado el itinerario por el desolado bosque de lo real, comenzó la búsqueda goetheana de las simientes del crecimiento eterno. Llegó aquella orienta­ ción del clasicismo que buscaba aprehender menos lo ético y lo histórico que lo mítico y filológico. No hacia las ideas en gestación sino hacia los contenidos formados, tal como los conservaban la vida y la lengua, se orientaba su pensamiento. Después de Herder y Schiller tomaron la conducción Goethe y Wilhelm von Humboldt. Si el reno­ vado contenido objetivo presente en las últimas obras de Goethe se les escapaba a sus contemporáneos, donde no estaba acentuado como en el Diván, esto sucedía porque, muy a diferencia del fenómeno correspondiente en la Antigüedad, la búsqueda misma de tal contenido les era ajena. Qué clara era para los espíritus más elevados del Iluminismo la intuición del contenido o la inspección en la cosa, qué incapaces, no obstante, ellos mismos de elevarse para contemplar el contenido objetivo, se toma forzosa­ mente evidente frente al matrimonio. En éste, como una de las expresiones más estrictas y concretas del contenido vital humano, se manifiesta asimismo por primera vez, en Las afinidades electivas goetheanas, la nueva perspectiva del poeta, dirigida a la consideración sintética de los contenidos objetivos. La definición kantiana de matrimo­ nio de La metafísica de las costumbres, en la que de vez en cuando se piensa únicamente como un ejemplo de patrón

riguroso o como una curiosidad de su época senil, es el producto más elevado de una ratio que, insobornablemente fiel a sí misma, penetra en el contenido objetivo de un modo infinitamente más profundo que una sutilización sentimental. Si bien el contenido objetivo mismo, que sólo se abre a la contemplación filosófica —más exactamente: a la experiencia filosófica—, permanece oculto a ambas, mientras que una conduce al vacío, la otra acierta exacta­ mente en el fundamento sobre el que se construye el verdadero conocimiento. En consecuencia, explica el ma­ trimonio como “la unión de dos personas de distinto sexo con vistas a poseer mutuamente sus capacidades sexuales durante toda su vida. —El fin de engendrar hijos y educar­ los siempre puede ser un fin de la naturaleza, con vistas al cual inculca ésta la inclinación recíproca de los sexos; pero para la legitimidad de la unión no se exige que el hombre que se casa tenga que proponerse este fin; porque, en caso contrario, cuando la procreación termina, el matrimonio se disolvería simultáneamente por sí mismo”.1 Por su­ puesto que el error más inmenso del filósofo consistió en creer que, a partir de la definición que dio de la naturaleza del matrimonio, podía exponer por derivación su posibili­ dad moral, incluso su necesidad, y confirmar de tal modo su realidad jurídica. Evidentemente, de la naturaleza concreta del matrimonio sólo se podría derivar su abyección (y a esto se llega súbitamente en Kant). Sólo eso es justamente lo decisivo: que con respecto a la cosa el contenido jamás se comporta como derivación, sino que debe ser entendido como el sello que la representa. Así como la forma del sello no se puede derivar de la sustancia de la cera, no se puede derivar de la finalidad del precinto, no se puede derivar incluso del molde, donde es cóncavo lo que allí es convexo, como sólo es comprensible para quien alguna vez tuvo la experiencia del sellado y evidente sólo 1 Kant, Immanuel: La metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 1989; trad. y notas de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho; p. 98.

para quien conoce el nombre al que las iniciales sólo aluden, el contenido de la cosa no es derivable de la inspección en su consistencia ni de la exploración de su determinación, ni siquiera de la intuición del contenido, sino sólo comprensible en la experiencia filosófica de su acuñación divina, evidente sólo a la contemplación dicho­ sa del nombre divino. De modo que la inspección acabada del contenido objetivo de las cosas existentes coincide, en última instancia, con la de su contenido de verdad. El contenido de verdad se revela como el del contenido obje­ tivo. No obstante, su distinción —y con ella la del comen­ tario y la crítica de las obras— no es ociosa, en tanto la aspiración a la inmediatez en ninguna parte es más confusa que aquí, donde el estudio de la cosa y su determi­ nación tanto como la inspección de su contenido tienen que preceder a toda experiencia. En esta determinación con­ creta del matrimonio la tesis kantiana es acabada y sublime en la conciencia de su falta de intuición. ¿O es que uno, divertido por sus frases, olvida lo que las precede? El comienzo de ese párrafo dice: “La comunidad sexual (commercium sexuale) es el uso recíproco que un hombre hace de los órganos y capacidades sexuales de otro (usus membrorum et facultatum sexualium alterius), y es un uso o bien natural (por el que puede engendrarse un semejan­ te) o contranatural, y éste, a su vez, o bien el uso de una persona del mismo sexo o bien el de un animal de una especie diferente de la humana”.2 Hasta aquí Kant. Si a este párrafo de La metafísica de las costumbres se le opone La flauta mágica de Mozart, parecen quedar expuestas las dos concepciones más extremas y a la vez más profundas que la época tuvo del matrimonio. Porque La flauta mági­ ca tiene, en la medida en que esto le es posible a una ópera, precisamente el amor conyugal como tema. Incluso Cohén, en cuyo escrito posterior sobre los textos de las óperas de Mozart coinciden en un espíritu tan digno las dos obras 2 Ibíd., pp. 97-98.

mencionadas, parece no haber reconocido esto cabalmen­ te. No tanto el deseo de los enamorados sino la perseveran­ cia de los cónyuges es el contenido de la ópera. No es sólo para tenerse el uno al otro que deben atravesar fuego y agua, sino para permanecer unidos para siempre. Aquí la intuición del contenido, aun cuando el espíritu de la francmasonería tuvo que disolver todo vínculo concreto, ha alcanzado su expresión más pura en el sentimiento de la fidelidad. ¿Está Goethe en Las afinidades electivas realmente más cerca del contenido objetivo del matrimonio que Kant y Mozart? Directamente habría que negarlo si, siguiendo a toda la filología goetheana, se quisiera tomar seriamente las palabras de Mittler sobre él como si fueran del poeta. Nada autoriza esta suposición, demasiado la explica. Pues la mirada extraviada buscaba un apoyo en ese mundo que se hunde como girando en remolinos. Allí estaban sólo las palabras del alborotador refrenado, y se estaba satisfecho de poder tomarlas tal como se las encontró. “—Si alguien me ataca el matrimonio —exclamó—, si alguien, con palabras o acciones, socava ese fundamento de toda socie­ dad moral, tendrá que vérselas conmigo; y si no puedo dominarlo, no quiero cuentas con él. El matrimonio es el comienzo y la cumbre de toda civilización. Suaviza a quien es áspero, y quien esté más educado no tiene mejor ocasión para mostrar su benignidad. Debe ser insoluble, pues da tanta dicha que no se pueden contar en contra las diversas desdichas. Y ¿por qué hablar de desdicha? La impaciencia es lo que acomete al hombre de vez en cuando, y entonces se le antoja sentirse desgraciado. Si se deja pasar el momento, se dará uno por dichoso de que exista todavía algo que ha persistido tanto tiempo. Para separarse nunca hay razón suficiente. La situación humana está tan llena de sufrimientos y alegrías que no puede contarse lo que se llega a deber mutuamente una pareja de cónyuges. Es una deuda infinita, que sólo cabe satisfacer en la eternidad. Puede ser incómodo a veces, ya lo creo, y está muy bien que

sea así. ¿No estamos casados también con nuestra con­ ciencia, de la cual prescindiríamos a veces con mucho gusto, porque es más incómoda que lo que pueden llegar a serlo marido o mujer algunos?”3 Ahora bien, incluso a aquellos que no vieron lo espurio del puritano tendría que haber dado que pensar el que ni siquiera Goethe, quien a menudo se ha mostrado bastante inescrupuloso cuando se ha tratado de mandar a paseo al receloso, ha caído en señalar las palabras de Mittler. Más bien es altamente significativo que presente esa filosofía del ma­ trimonio alguien que, sin estar él mismo casado, es el que está más abajo de todos los hombres de su círculo. Cada vez que en ocasiones importantes da rienda suelta a su discur­ so, éste está fuera de lugar, sea en el bautismo del recién nacido, sea en los últimos momentos de Ottilie con los amigos. Y si allí su mal gusto se hace lo suficientemente palpable en las consecuencias, tras su famosa apología del matrimonio Goethe ha concluido: "Así habló, con viveza, y hubiera seguido mucho tiempo hablando”.4 Ilimitada­ mente se puede rastrear de hecho este discurso que es, para decirlo con Kant, “una repulsiva mezcolanza amon­ tonada” de inconsistentes máximas humanitarias y tur­ bios, engañosos instintos jurídicos. A nadie debería escapársele lo impuro que hay allí, esa indiferencia frente a la verdad en la vida de los cónyuges. Todo culmina en la reivindicación del precepto. Pero en verdad el matrimonio jamás tiene justificación en el derecho, eso sería como institución, sino sólo como expresión de la existencia del amor, que por naturaleza buscaría esa expresión más en la muerte que en la vida. Sin embargo, al poeta le resultó imprescindible en esta obra plasmar la norma jurídica. Pero no quería, como Mittler, fundamentar el matrimonio, sino más bien mostrar aquellas fuerzas que nacen de él en 3 Von Goethe, J. W.: Las afinidades electivas, Barcelona, Icaria, 1984; trad. de José Ma. Valverde, p. 95 y s. Traducción modificada. 4 Ibíd., p. 96.

la caída. Pero éstas son, por supuesto, los poderes míticos del derecho, y en ellos el matrimonio es sólo ejecución de una decadencia que él no impone. Pues sólo por eso su disolución es perniciosa, porque no la producen poderes superiores. Y sólo en esa desgracia ahuyentada está lo inevitablemente atroz déla ejecución. Pero con ello Goethe rozó efectivamente el contenido objetivo del matrimonio. Pues aun cuando no pasó por su cabeza mostrarlo en bruto, el examen de la relación en decadencia sigue siendo muy poderoso. Sólo en la decadencia se convierte en la relación jurídica tal como la defiende Mittler. Pero a Goethe de ninguna manera se le ocurrió, si bien segura­ mente jamás obtuvo un conocimiento puro de la existencia moral de este vínculo, fundamentar el matrimonio en el derecho matrimonial. La moralidad del matrimonio ha sido para él, en su fundamento más profundo y secreto, lo menos patente. Lo que desea mostrar, por oposición a ella, en la forma de vida del conde y la baronesa no es tanto lo inmoral como lo fútil. Esto se comprueba precisamente en que ellos no son conscientes de la naturaleza moral de su relación presente ni de la jurídica de aquellas de las que han salido. El objeto de Las afinidades electivas no es el matrimonio. En ninguna parte se podrían buscar en ellas sus poderes morales. Desde el principio están desapare­ ciendo, como la playa bajo las aguas durante la marea. El matrimonio no es aquí un problema moral, y tampoco social. No es una forma de vida burguesa. En su disolución aparece todo lo humano, y lo mítico subsiste sólo como esencia. Las apariencias, por supuesto, lo contradicen. Según ellas, en ningún matrimonio es concebible una mayor espiritualidad que en aquel en el que incluso la caída no puede disminuir la moral de los afectados. Pero en el ámbito de la cortesía, lo noble en el comportamiento de la persona está ligado a la manifestación. Está en considera­ ción, cuando no la manifestación noble propia de ella, la nobleza. Y esta ley, cuya validez por supuesto no se podría

enunciar ilimitadamente sin incurrir en grave error, se extiende más allá del ámbito de la cortesía. Si existen sin duda ámbitos de manifestación cuyos contenidos son váli­ dos con independencia de quien los exprese, y si éstos son los supremos, aquella condición obligatoria sigue siendo inviolable para el ámbito de la libertad en sentido más amplio. A este ámbito pertenece la impronta individual de lo conveniente, la impronta individual del espíritu: todo lo que se denomina educación. Los amigos sobre todo dan testimonio de ella. ¿Esto está verdaderamente de acuerdo con su situación? Menos vacilar aportaría libertad, menos silencio claridad, menos tolerancia aportaría la decisión. Así, la educación sólo conserva su valor cuando es dueña de manifestarse. Esto lo muestra claramente, además, la acción. Sus portadores, en tanto seres educados, están casi libres de superstición. Si aparece en Eduard de vez en cuando, es al comienzo sólo bajo la encantadora forma de un estar pendiente de los presagios favorables, mientras que únicamente el carácter más banal de Mittler, a pesar de su conducta autosuficiente, permite descubrir las hue­ llas de ese miedo realmente supersticioso a los malos augurios. Es el único a quien no el temor piadoso, sino el supersticioso le impide pisar el suelo del cementerio como cualquier otro suelo, en tanto que a los amigos no les parece chocante pasearse por allí ni prohibido disponer del sitio. Sin vacilación, hasta sin contemplaciones, se apilan las lápidas junto al muro de la iglesia y el terreno allanado, atravesado por un sendero, se cede al eclesiástico para la siembra de tréboles. Es impensable una separación de la tradición más terminante que la realizada con las tumbas de los antepasados, que fundan, no sólo en el sentido del mito sino además en el de la religión, el suelo bajo los pies de los vivos. ¿Adonde conduce su libertad a los activos? Muy lejos de abrir nuevos conocimientos, los ciega frente a lo real que habita en lo temido. Y esto porque es inadecuada para ellos. Sólo el vínculo estricto con un

ritual, vínculo que sólo puede llamarse superstición cuan­ do, arrancado de su contexto, sobrevive rudimentaria­ mente, puede prometer a esos seres un sostén contra la naturaleza en la que viven. Cargada con energías sobre­ humanas, como sólo la naturaleza mítica lo está, entra amenazante enjuego. ¿Qué poder, sino el suyo, convoca a las profundidades al eclesiástico que cultivaba sus trébo­ les en el camposanto? ¿Quién sino ella sitúa el escenario embellecido en una luz mortecina? Porque sólo una luz semejante domina —en sentido real o figurado— todo el paisaje. En ninguna parte aparece a la luz del sol. Yjamás, por mucho que se hable de la finca, se habla de sus siembras, o de ocupaciones rurales que no sirvan al orna­ mento sino al sustento. La única mención de este tipo —la perspectiva de la vendimia— conduce del escenario de la acción a la finca de la baronesa. Tanto más claramente habla la energía magnética del interior de la tierra. Sobre ella ha dicho Goethe —posiblemente por la misma época— en la Teoría de los colores que la naturaleza “en ninguna parte está muerta ni muda” para quien presta atención; “hasta al rígido cuerpo de la tierra le ha dado un confiden­ te, un metal en cuyas partículas deberíamos percibir lo que ocurre en la masa entera”. Con esta energía tienen relación los seres de Goethe, y en el juego con el abajo se complacen tanto como en su juego con el arriba. Y sin embargo, qué son en definitiva sus infatigables medidas para embellecerlo sino el cambio de bastidores de una escena trágica. Así se manifiesta irónicamente un poder oculto en la existencia de los nobles rurales. Tanto como lo telúrico lo expresan las aguas. Jamás oculta el lago su naturaleza siniestra bajo la superficie muerta del espejo. Sobre “el destino demoníaco-espeluz­ nante que reina en torno al lago de recreo” habla significa­ tivamente una vieja crítica. El agua como el elemento caótico de la vida no amenaza aquí en el oleaje tumultuoso que hace hundirse al hombre sino en la calma enigmática que lo hace sucumbir. Los enamorados, en tanto reina el

destino, sucumben. Cuando desdeñan la bendición del suelo firme quedan a merced de lo insondable, que aparece antediluviano en las aguas inmóviles. Literalmente se los ve invocar su antiguo poder. Porque aquella unión de las aguas que daña paso a paso la tierra firme culmina, por último, en la restitución del antiguo lago de montaña que se encontraba en la zona. En todo ello es la naturaleza misma la que se mueve de modo sobrehumano bajo manos humanas. De hecho: incluso el viento “que empuja la barca hacia los plátanos se levanta” —como conjetura burlón el crítico del “Kirchenzeitung”— “probablemente por orden de las estrellas”. Los hombres mismos tienen que atestiguar el poder de la naturaleza. Porque en ninguna parte se han despren­ dido de ella. Con respecto a ellos, esto es lo que constituye la fundamentación particular de aquel conocimiento más general según el cual los personajes de una obra jamás pueden estar sometidos al juicio moral. Y en verdad no porque éste, como el de los hombres, exceda todo examen humano. Antes bien, ya los fundamentos de semejante juicio prohíben incontestablemente referirlo a personajes. La filosofía de la moral tiene que demostrar estrictamente que el personaje inventado siempre es demasiado pobre y demasiado rico como para estar subordinado al juicio moral. Este sólo puede efectuarse sobre los seres huma­ nos. Lo que los diferencia de los personajes de la novela es que éstos están completamente arraigados en la naturale­ za. Y lo que se impone no es decidir moralmente sobre ellos sino comprender moralmente los acontecimientos. Exhi­ bir un confuso juicio moral subjetivo, que jamás debería atreverse a salir a la luz, donde puede captar inmediata­ mente el aplauso —como lo hizo Solger, y después también Bielschowsky—, resulta necio. La figura de Eduard no satisface a nadie. Pero cuánto más profundamente que aquéllos ve Cohén, para quien —según las exposiciones de su Estética— no tiene sentido aislar la figura de Eduard en el conjunto de la novela. Su inconsecuencia, incluso su

tosquedad, son la expresión de la desesperación fugaz en una vida perdida. Aparece “en toda la disposición de esa unión tal como él mismo se caracteriza” frente a Charlotte: “porque en verdad sólo dependo de ti”. “Es el juguete, no ciertamente de los humores que Charlotte no posee en absoluto, sino del objetivo final de las afinidades electivas, hacia el que tiende desde toda vacilación su naturaleza central con su centro de gravedad fijo.” Los personajes están, desde el principio, bajo el influjo de afinidades electivas. Pero sus extraños movimientos no fundan, se­ gún la visión profunda, llena de presentimientos de Goethe, un unísono íntimamente espiritual de los seres, sino únicamente la particular armonía de los planos naturales más profundos. Porque a ellos se alude con la leve falla que se adhiere sin excepción a esas ensambladuras. Es cierto que Ottilie se adecúa a la ejecución de flauta de Eduard, pero está mal. Es cierto que Eduard, mientras lee, tolera a Ottilie lo que prohibía a Charlotte, pero es una mala costumbre. Es cierto que se siente maravillosamente en­ tretenido por ella, pero ella calla. Es cierto que incluso sufren juntos, pero es sólo un dolor de cabeza. Estas figuras no son naturales, porque los hijos de la naturaleza son —en un estado natural ficticio o real— seres humanos. Ellos, sin embargo, están subordinados, en la cumbre de la educación, a las fuerzas que ésta da por dominadas, por más que siempre se muestre impotente para refrenarlas. Podrían dejarles sensibilidad para lo conveniente, para lo moral la han perdido. Aquí no se quiere expresar un juicio sobre su actuar, sino sobre su lenguaje. Pues siguen su camino sintiendo, pero sordos, viendo, pero mudos. Sordos ante Dios y mudos ante el mundo. No pueden justificarse, pero no por su actuar sino por su ser. Enmudecen. Nada vincula tanto al ser humano con el lenguaje como su nombre. Pero casi no debe haber en ninguna literatura una narración del volumen de Las afinidades electivas en la que se encuentren tan pocos nombres. Esta pobreza de denominaciones es susceptible de una inter­

pretación además de la corriente, que señala en ello la afición goetheana por la configuración de tipos. Más bien pertenece muy íntimamente a la esencia de un orden cuyos miembros van viviendo bajo una ley sin nombre, una fatalidad que llena su mundo con la luz mortecina del eclipse solar. Todos los nombres, con excepción del de Mittler,5 son meros nombres de pila. Y en éste no hay que ver un divertimento, y por lo tanto una alusión del poeta, sino un giro que designa el modo de ser de su portador de un modo incomparablemente seguro. Este tiene que pasar por un hombre cuya autoestima no permite abstraer las alusiones que parecen estarle dadas en su nombre y que con ello lo degrada. Además del suyo, se encuentran seis nombres en la narración: Eduard, Otto, Ottilie, Charlotte, Luciane y Nanny. Pero de ellos, el primero de alguna manera no es auténtico. Ha sido elegido arbitrariamente, por su sonoridad, un rasgo en el que es absolutamente posible encontrar una analogía con el traslado de las lápidas. También se añade un presagio al nombre com­ puesto, pues son sus iniciales E y O las que destinan uno de los vasos de la época juvenil del conde a convertirse en prenda de su felicidad amorosa. La profusión de rasgos premonitorios y paralelos en la novela jamás se les ha escapado a los críticos. Se considera suficientemente apreciada en tanto expresión evidente de su carácter. No obstante —y prescindiendo absolutamente de su interpretación—, jamás parece ha­ berse comprendido cabalmente con cuánta profundidad esta expresión atraviesa toda la obra. Sólo cuando esto queda esclarecido en el horizonte se comprende que allí no hay una propensión extravagante del autor ni una mera intensificación de la tensión. Sólo entonces sale también claramente a la luz lo que esos rasgos en su mayor parte contienen. Es un simbolismo de muerte. “Que debe acabar en casas malvadas, se ve desde el comienzo mismo”, dice 5 “Mediador”. fT.]

Goethe con una expresión extraña. (Posiblemente sea de origen astrológico; el diccionario Grimm no la conoce.) En otra oportunidad el poeta ha señalado la sensación de “desasosiego” que invadirá al lector con la caída moral en Las afinidades electivas. También se informa sobre la importancia que Goethe le daba “al modo rápido e irre­ frenable en que había originado la catástrofe”. Toda la obra está entretejida en los rasgos más ocultos por ese simbolis­ mo. Pero sólo la sensibilidad familiarizada con él incorpora su lenguaje sin esfuerzo, mientras que a la comprensión objetiva del lector sólo se le ofrecen bellezas selectas. En pocos pasajes Goethe le ha dado también a ella una señal, y éstos son en general los únicos que han sido notados. Todos ellos se asocian al episodio de la copa de cristal que, destinada a estrellarse, es recogida al vuelo y conservada. Es el tributo a la construcción rechazado durante la inau­ guración de la casa que será la casa mortuoria de Ottilie. Pero también aquí Goethe protege el procedimiento oculto, porque de la exaltación alegre deriva el gesto que este ceremonial efectúa. En las palabras de tono francmasón de la colocación de la piedra fundamental está contenida más claramente una admonición mortuoria: “Es un asunto muy serio, y nuestra invitación lo es también: pues esta solem­ nidad se celebrará en lo profundo. Aquí, dentro de este estrecho espacio excavado, se nos hace el honor de atesti­ guar nuestra misteriosa ocupación”.6 De la conservación de la copa, saludada con alegría, surge el gran motivo del enceguecimiento. Precisamente este signo del tributo des­ deñado es lo que Eduard busca asegurarse por todos los medios. A un alto precio se apropia de él después de la fiesta. Con mucha razón se dice en una antigua reseña: “Pero ¡extraño y terrorífico! Así como se cumplen todos los presagios no tomados en cuenta, a éste, tomado en cuenta, se lo juzga engañosamente”. Y efectivamente no faltan estos presagios no tomados en cuenta. Los tres primeros 6 Las afinidades electivas, p. 87.

capítulos de la segunda parte están absolutamente llenos de preparativos y conversaciones en torno a la tumba. Es llamativa, en el curso de estas últimas, la interpretación frívola, hasta banal, del de mortuis nihil nisi bene. “Oí preguntar una vez por qué se habla bien tan sin reserva de los muertos, y de los vivos, en cambio, siempre con cierta cautela. Contestaron: ‘porque de aquéllos no tenemos nada que temer, y éstos pueden cruzarse algún momento en nuestro camino’.”7Qué irónicamente parece revelarse tam­ bién aquí un destino por el que quien habla, Charlotte, llega a saber con cuánto rigor dos muertos se interponen en su camino. Días que presagian la muerte son los tres en los que caen los cumpleaños de los amigos. Como la colocación de la piedra fundamental el día del cumpleaños de Charlotte, también la fiesta de inauguración el día del de Ottilie tiene que realizarse bajo signos funestos. Ninguna bendición le está prometida a la vivienda. Pero el día del cumpleaños de Eduard su amiga bendice pacíficamente la bóveda termi­ nada. De un modo muy particular se contrapone a su relación con la naciente capilla, cuyo destino, por supuesto, aún está tácito, la de Luciane con el monumento fúnebre de Mausoleo. El modo de ser de Ottilie mueve poderosamente al constructor, los esfuerzos de Luciane por despertar su interés en una circunstancia similar son impotentes. Allí el juego está ala vista, la seriedad es secreta. Esta igualdad oculta, pero por lo mismo tanto más contundente una vez descubierta, también está presente en el motivo de los cofres. Con el regalo de Ottilie, que contiene la tela de su mortaja, se corresponde el receptáculo del arquitecto con los hallazgos de tumbas de la antigüedad. Uno ha sido comprado a “comerciantes y negociantes de modas”, del otro se dice que su contenido adquiría por el orden una “cierta coquetería”, y “se contemplaba con igual placer que las cajas de un negociante de modas”.8 7 Ibíd., p. 169. Traducción modificada. 8 Ibíd., p. 171. Traducción modificada.

Este modo de correspondencias —en lo mencionado, siempre símbolos de muerte— tampoco se puede explicar superficialmente, como lo intenta R. M. Meyer, por la tipología en la configuración goetheana. Antes bien, la consideración sólo resulta aceitada cuando reconoce esa tipología como fatal. Porque el “eterno retorno de lo mis­ mo”, que se impone inflexiblemente ante el sentir que difiere en lo más íntimo, es el signo del destino, ya sea que se asemeje en la vida de muchos o se repita en la de los individuos. Dos veces ofrece Eduard su tributo a la fatali­ dad: la primera vez con la copa, luego —aunque ya no de buena gana— con su propia vida. El mismo reconoce esta conexión: “Una copa, grabada con nuestras iniciales, que se lanzó al aire cuando se puso aquella primera piedra, no se deshizo en pedazos; la recogieron y ha vuelto a mis manos. Así, yo también, exclamé dentro de mí, al pensar en este lugar solitario tantas horas desesperadas; yo mismo quiero ponerme como signo en lugar de la copa, para ver si nuestra unión es posible o no. Iré allá a buscar la muerte, no como un desesperado, sino como quien espera vivir”.9También en el bosquejo de la guerra a la que se arroja se ha vuelto a encontrar esa tendencia al tipo como principio artístico. Pero incluso aquí se podría pre­ guntar si Goethe no la ha tratado tan en general también porque tenía en mente la odiada guerra contra Napoleón. Como fuere: en esa tipología hay que entender no sólo un principio artístico, sino ante todo un motivo del ser fatal. El poeta ha desplegado a lo largo de toda la obra este modo fatal de la existencia, que encierra alas naturalezas vivas en un único contexto de culpa y expiación. Pero no es, como cree Gundolf, comparable al de la existencia de las plan­ tas. Es impensable una oposición más precisa. No, no “se puede pensar el concepto de ley en Goethe, su concepto de destino y de carácter en Las afinidades electivas, por analogía con la relación entre germen, flor y fruto”. En

Goethe tan poco como en cualquier otro que fuera convin­ cente. Porque el destino (otra cosa sucede con el carácter) no afecta la vida de las inocentes plantas. Nada más alejado de ella. En cambio se despliega irrefrenable en la vida culpable. El destino es el contexto de culpa de lo vivo. Zelter lo ha tocado en esta obra cuando, comparando Los cómplices con ella, observa sobre la comedia: “Pero es precisamente por eso que no causa un efecto agradable, porque aparece ante cada puerta, porque afecta también a los buenos, y así la he comparado con Las afinidades electivas, donde también los buenos tienen algo que ocul­ tar y tienen que acusarse a sí mismos de no estar en el buen camino”. Es imposible designar lo fatal con mayor seguri­ dad. Y así aparece en Las afinidades electivas: como la culpa que se transmite hereditariamente en la vida. “Charlotte da a luz un hijo. El niño ha nacido déla mentira. Como signo de ello lleva los rasgos del capitán y de Ottilie. Como criatura de la mentira está condenado a muerte. Porque sólo la verdad es real. La culpa de su muerte debe recaer sobre aquellos que no han expiado su culpa por esa existencia interiormente inauténtica con el dominio de sí mismos. Estos son Ottilie y Eduard. (Este debe haber sido aproximadamente el esquema natural-filosófico y ético que Goethe esbozó para los capítulos finales.)” Hasta ahí es irrefutable esta suposición de Bielschowsky: que res­ ponde absolutamente al orden del destino cuando el niño, que ingresa a él como recién nacido, no purga la vieja discordia sino que, heredando su culpa, tiene que perecer. No se habla aquí de la culpa moral (cómo podría adquirirla el niño) sino de la natural, en la que caen los hombres no por resolver y hacer sino por vacilar y solemnizar. Cuando ellos, desatendiendo lo humano, se entregan al poder de la naturaleza, la vida natural, que ya no conserva más la inocencia en el hombre como cuando se une a una superior, lo arrastra hacia abajo. Con la desaparición de la vida sobrenatural en el hombre su vida natural se torna culpa­ ble, sin que al actuar se incurra en falta contra la morali­

dad. Porque ahora está en la alianza, que en el hombre se manifiesta como culpa, de la mera vida. El hombre no escapa a la desgracia que la culpa origina en él. Así como cada movimiento genera nueva culpa en él, cada uno de sus actos le acarreará desgracia. Esto lo incorpora el poeta en el viejo motivo maravilloso del sobrecargado, en el que el dichoso que gasta demasiado en abundancia se ata al fatum de un modo indisoluble. También aquí la conducta del enceguecido. Si el hombre ha descendido a este nivel, incluso la vida de cosas aparentemente muertas adquiere poder. Con mucha razón ha señalado Gundolf la importancia de los objetos en los acontecimientos. Pero esa inclusión de todas las cosas en la vida es un criterio del mundo mítico. Entre ellas, la primera fue desde siempre la casa. Así, el destino avanza aquí en la misma medida en que se termi­ na la casa. Colocar la piedra fundamental, inaugurar la casa y habitarla designan otros tantos peldaños en la caída. La casa está aislada, no tiene vistas a los poblados, y se la habita casi sin amueblarla. En su terraza, Charlotte se le aparece vestida de blanco a su amiga, a pesar de estar ausente. También hay que pensar en el molino en la profundidad sombría del bosque, donde los amigos se reunieron al aire libre por primera vez. El molino es un antiguo símbolo del mundo subterráneo. Es posible que tenga su origen en la naturaleza desintegradora y trans­ formadora de la molienda. Necesariamente tienen que triunfar en este círculo los poderes que salen a la luz con el desmoronamiento del matrimonio. Porque son precisamente los del destino. El matrimonio parece una fatalidad, más poderosa que la elección que los enamorados añoran. “Se debe perseverar allí donde nos ha puesto más el sino que la elección. Aferrarse a un pueblo, a una ciudad, a un príncipe, a un amigo, a una mujer, referirlo todo a eso, hacer todo por eso, renunciar a todo y sufrir, eso es lo que se aprecia.” Así entiende Goethe, en su escrito sobre Winckelmann, la

oposición en cuestión. Considerada desde la fatalidad, toda elección es “ciega” y conduce a ciegas a la desgracia. Se le opone, suficientemente poderosa, la norma violada para exigir el sacrificio que expíe el matrimonio perturba­ do. El simbolismo de muerte se cumple, entonces, en esta fatalidad bajo la mítica forma original del sacrificio. Pre­ destinada a ello está Ottilie. “Ottilie está ahí, en el mag­ nífico cuadro” viviente como una reconciliadora; “es la dolorida, la afligida, a quien la espada atraviesa el alma”, dice Abeken en la reseña tan admirada por el poeta. Algo similar dice el ensayo, igualmente modesto e igualmente respetado por Goethe, de Solger. “Ella es la verdadera hija de la naturaleza y al mismo tiempo su víctima.” No obstante, a ambos críticos se les tuvo que escapar absolu­ tamente el contenido del proceso porque no partieron del conjunto de la exposición sino de la esencia de la heroína. Sólo en el primer caso el fallecimiento de Ottilie se presen­ ta inequívocamente como un acto de sacrificio. Dos cosas evidencian que su muerte —si no en el sentido del poeta, sí ciertamente en el más decisivo de su obra— es un sacrificio mítico. Primero: no sólo se opone al sentido de la forma novela mantener en la oscuridad más absoluta la determinación desde la cual habla la esencia más profun­ da de Ottilie como no lo haría en ninguna otra parte; no, también parece ajeno al tono de la obra el modo inmediato, casi brutal, en que su obra sale a la luz. Luego: lo que aquella oscuridad oculta surge, no obstante, con toda claridad de todo lo demás (la posibilidad, la necesidad incluso del sacrificio según las más profundas intenciones de esta novela). Ottilie cae, entonces, no sólo como “vícti­ ma de la fatalidad” —ni decir que verdaderamente ella misma “se sacrifique”— sino más inexorable, más precisa­ mente, como la víctima que purga a los culpables. Porque la expiación, en el sentido del mundo mítico que el poeta invoca, es desde siempre la muerte de los inocentes. Por eso Ottilie muere como mártir, legando restos mortales milagrosos a pesar de su suicidio.

Si bien en ninguna parte lo mítico es el máximo contenido objetivo, en todas partes alude estrictamente a él. En ese sentido Goethe lo ha convertido en el fundamen­ to de su novela. Lo mítico es el contenido objetivo de este libro: su asunto aparece como un mítico juego de sombras chinescas con los trajes de la época goetheana. Resulta obvio comparar una concepción tan extraña con lo que Goethe ha pensado sobre su obra. No como si las manifes­ taciones del poeta tuvieran que trazar el camino a la crítica; pero ésta, cuanto más se aleja de aquéllas, tanto menos querrá sustraerse a la tarea de comprenderlas también a ellas desde los mismos móviles ocultos que la obra. Por supuesto que el único principio de esta compren­ sión no puede residir allí. Porque lo biográfico, que no entra en el comentario y la crítica, tiene su lugar aquí. Las observaciones de Goethe sobre esta obra están condiciona­ das por el afán de hacer frente a los juicios coetáneos. Por eso sería conveniente echar una mirada sobre éstos, aun cuando un interés no mucho más próximo que el que indica esta referencia guiara la consideración hacia ellos. Entre las voces de los coetáneos pesan menos aquellas —en su mayoría de críticos anónimos— que saludan la obra con el respeto convencional que ya entonces se debía a cada obra goetheana. Importan las aseveraciones marcadas, conser­ vadas bajo el nombre de diversos comentaristas promi­ nentes. No son por eso atípicas. Antes bien, precisamente entre sus autores estuvieron los primeros que se atrevie­ ron a expresar lo que los inferiores no querían admitir sólo por respeto al poeta. Este percibió, no obstante, la opinión de su público y desde la retrospectiva amarga, auténtica, le advertía a Zelter en 1827 que aquél, como él mismo debía recordarlo, se comportó frente a Las afinidades electivas “como frente a la túnica de Neso”. Desconfiado, abatido, como estupefacto se enfrentaba a una obra en la que creía que sólo debía buscar la ayuda que lo sacara de las confusiones de su propia vida, sin querer internarse desinteresadamente en la esencia de una ajena. En este

sentido es representativo el juicio en De VAllemagne de Madame de Staél. Dice: “On ne saurait nier qu’il n’y ait dans ce livre,.. une profonde connaissance du coeur humain, mais une connaissance décourageante; la vie y est représentée comme une chose assez indifférente, de quelque maniere qu’on la passe; triste quand on l’approfondit, assez agréable quand on l’esquive, susceptible de maladies morales qu’il faut guérir si l’on peut, et dont il faut mourir si Ton n’en peut guérir”.10Algo similar parece estar indicado con mayor énfasis en la lacónica expresión de Wieland —extraída de una carta cuya destinataria se desconoce—: “Admito, amiga mía, que he leído esa obra verdaderamente terrible no sin tomar caluroso partido”. Los motivos objetivos del rechazo, de los que apenas podía ser consciente la extrañeza moderada, se manifiestan burdamente en el veredicto del sector clerical. A los faná­ ticos más capaces no se les podían escapar las notorias tendencias paganas de la obra. Porque, aunque el poeta sacrificó toda la dicha de los enamorados a aquellos pode­ res oscuros, un instinto infalible echaba de menos lo divino-trascendental del proceso. No podía bastar su caída en esta existencia; ¿qué podría garantizar que no triunfa­ ran en una superior? ¿Goethe no parecía incluso querer aludir precisamente a ello en las palabras finales? Por eso F. H. Jacobi llama a la novela una “ascensión del placer malvado”. En su periódico eclesiástico evangelista, Hengstenberg publicó, un año antes de la muerte de Goethe, probablemente la más extensa de todas las críticas. Su sensibilidad acicateada, en cuyo auxilio no acude ningún esprit, ofreció un modelo de polémica maliciosa. Sin em­ bargo, todo esto queda muy a la zaga de Werner. Zacharias lü “No se puede negar que en este libro hay... un conocimiento profundo del corazón humano, pero un conocimiento desalentador; la vida está repre­ sentada como una cosa bastante indiferente, de cualquier manera que se la viva; triste cuando se ahonda en ella, bastante agradable cuando se la esquiva, susceptible de enfermedades morales que hay que curar, si ello es posible, y por las que se debe morir mí no se lns puede curar.” [T.]

Werner, a quien en el momento de su conversión no podía faltarle en absoluto el olfato para las oscuras tendencias rituales de ese desarrollo, envió a Goethe, al mismo tiempo que la noticia de su conversión, su soneto “Las afinidades electivas”: una prosa a la cual, aún después de cien años, el expresionismo no tendría nada más exitoso que oponer­ le, en lo que a carta y poesía se refiere. Goethe supo demasiado tarde a qué atenerse e hizo que este memorable escrito pusiera fin a la correspondencia. El soneto adjunto dice: Las afinidades electivas A lo largo de tumbas y de lápidas Que aguardan bellamente embozadas el botín \seguro, Serpentea el camino hacia el Jardín Edénico Donde se unen Jordán y Aqueronte. Construida sobre arenas movedizas quiere aparecer \ elevada Jerusalén; sólo las terriblemente tiernas Ondinas, que ya aguardaron seis mil años, Ansian purificarse con el sacrificio en el lago. Ahí ha pasado una criatura sagradamente cándida, El ángel de la salvación lleva, el hijo de los pecados, ¡El lago devora todo! ¡Ay de nosotros! ¡Era una burla! ¿Es que Helios quiere incendiar la Tierra? ¡Sólo arde para abrazarla amorosamente! ¡Puedes amar al semidiós, corazón trémulo! Una cosa parece inferirse de semejante elogio y reproche, descabellado e indigno: que los contemporáneos de Goethe tenían presente no racional pero sí intuitiva­ mente el contenido mítico de la obra. En la actualidad es

diferente, porque la tradición centenaria ha cumplido su tarea y casi ha enterrado la posibilidad de un conocimiento original. Hoy, cuando una obra de Goethe causa una impresión extraña u hostil en su lector, un silencio embar­ gado se apoderará rápidamente de él y ahogará la autén­ tica impresión. Con franca alegría saludó Goethe a los dos que se hicieron oír contra este juicio, aunque débilmente. Uno era Solger, el otro Abeken. En lo que respecta a las bienintencionadas palabras del último, Goethe no descan­ só hasta que se les hubo dado forma de crítica y aparecie­ ron en un lugar visible. Porque en ellas encontró acentua­ do lo humano, que la obra exhibe tan sistemáticamente. A nadie parece haberle turbado tanto la mirada sobre el contenido fundamental como a Wilhelm von Humboldt: “Allí echo de menos ante todo el destino y la necesidad interior”, juzga de un modo bastante extraño. Goethe tenía un doble motivo para no seguir en silencio la disputa de las opiniones. Tenía que defender su obra: ése era uno. Tenía que preservar su secreto: ése era el otro. Ambos cooperan para conferir a su explicación un carácter absolutamente distinto del de la interpretación. Tiene un rasgo apologético y uno mistificador, que se aúnan certeramente en su parte principal. Se la podría denominar la fábula de la renuncia. En ésta encontró Goethe el sostén adecuado para denegar al saber un acceso más profundo. Al mismo tiempo había que emplearla como réplica a tanto ataque filisteo. Así la comunicó Goethe en la conversación que, transmitida por Riemer, determinó de ahí en adelante la imagen tradicional de la novela. Allí dice que la lucha de lo moral contra la inclinación “está desplazada detrás de la escena, y se ve que debe haber sucedido antes. Los hombres se comportan como personas distinguidas que pese a la discrepancia interior afirman el decoro exterior. La lucha de lo moral jamás se adecúa a una exposición estética. Pues lo moral vence o es vencido. En el primer caso uno no sabe qué y por qué ha sido expuesto; en el otro, es vergonzoso contemplarlo; porque al

final algún momento debe dar la preeminencia a lo sen­ sual sobre lo moral, y precisamente este momento es el que el espectador no admite, sino que pide uno aun más contundente, que un tercero elude, cuanto más moral él mismo sea. En esas exposiciones morales lo sensual debe convertirse siempre en el amo; pero castigado por el destino, es decir, por la naturaleza moral, que salva su libertad por la muerte. Así, Werther debe matarse una vez que ha dejado que la sensualidad se apodere de él. Así, Ottilie debe abstenerse, y Eduard lo mismo, una vez que han dado rienda suelta a su inclinación. Sólo entonces lo moral celebra su triunfo”. Tal vez Goethe insistiera en estas frases ambiguas, como por lo demás en todo lo draconiano que le gustaba acentuar en las conversaciones sobre el tema, porque al delito jurídico en la violación del matrimonio, a la culpabilidad mítica, les estaba muy ampliamente concedida la expiación con la caída de los héroes. Sólo que esto en verdad no era expiación de la violación, sino liberación de la complicación del matrimo­ nio. Sólo que pese a aquellas palabras, entre el deber y la inclinación no se desarrolla una lucha, ni visible ni oculta. Sólo que aquí lo moral jamás vive triunfante, vive única­ mente en la derrota. De modo que el contenido moral de esta obra reside en niveles mucho más profundos que lo que las palabras de Goethe permiten suponer. Sus subterfu­ gios no son posibles ni necesarios. Porque sus explicacio­ nes no sólo son insuficientes en su oposición entre lo sensual y lo moral, sino manifiestamente insostenibles en su exclusión de la lucha ética interior como objeto de la representación poética. ¿Qué quedaría entonces del dra­ ma, qué incluso de la novela? Por más que su contenido se pueda aprehender moralmente, esta obra no contiene un fabula docet, y en la apagada exhortación a la renuncia, con la cual la crítica dócil niveló desde entonces sus abismos y cimas, no se la toca ni remotamente. Además, Méziéres ya ha señalado con razón la tendencia epicúrea que Goethe confiere a esta postura. Por eso acierta mucho

más profundamente la confesión de la Correspondencia con una niña, y sólo a regañadientes uno se puede dejar persuadir de la probabilidad de que Bettina, a quien esta novela le era en muchos sentidos ajena, la haya inventado. Allí se dice que él se impuso “la tarea de recoger en este destino inventado, como en una urna funeraria, las lágri­ mas por algunas cosas omitidas”. Pero no se denomina omitido a aquello a lo que se ha renunciado. De modo que no ha sido la renuncia lo primero en Goethe en más de una relación de su vida, sino la omisión. Y cuando reconoció lo irrecuperable de lo omitido, lo irrecuperable por omisión, es probable que sólo entonces se le haya presentado la renuncia, y es solamente el último intento de abrazar aún lo perdido en el sentimiento. Es probable que esto haya valido también para Minna Herzlieb. Pretender derivar la comprensión de Las afinidades electivas de las propias palabras del poeta sobre ellas es un esfuerzo inútil. Precisamente ellas están destinadas a obstruir el acceso a la crítica. Pero la razón última para ello no es la tendencia a rechazar la estupidez. Reside más bien justamente en el afán por dejar inadvertido todo aquello que la propia explicación del poeta desmiente. Había que preservar el secreto de la técnica de la novela por una parte y del círculo de motivos por otra. El ámbito de la técnica poética constituye el límite entre una capa superior, descubierta, y una más profunda, oculta, de las obras. Lo que el poeta considera conscientemente como su técnica, lo que ya también la crítica coetánea puede reco­ nocer básicamente como tal, toca por cierto los realia del contenido objetivo, pero constituye la barrera contra su contenido de verdad, que no puede ser totalmente cons­ ciente ni para el poeta ni para la crítica coetánea. En la técnica, que —a diferencia de la forma— no se determina por el contenido de verdad, sino única y decisivamente por los contenidos objetivos, éstos son necesariamente percep­ tibles. Porque para el poeta la exposición de los contenidos objetivos es el enigma cuya solución tiene que buscar en la

técnica. Así pudo asegurarse Goethe mediante la técnica el énfasis de los poderes míticos en su obra. El significado último de éstos tuvo que escapársele tanto a él como al espíritu de la época. Pero el poeta buscó proteger esa técnica como su secreto artístico. A ello parece aludirse cuando dice haber trabajado la novela según una idea. Se la puede entender como una idea técnica. De otro modo sería apenas comprensible el agregado que cuestiona el valor de ese procedimiento. Pero es muy comprensible que la sutilidad infinita que ocultaba en el libro la profusión de relaciones, pudiera parecerle dudosa al poeta alguna vez. “Espero que encuentre allí mi antigua modalidad. He puesto muchas cosas allí, he ocultado algunas. Ojalá contribuya también a su placer este secreto manifiesto.” Así le escribe Goethe a Zelter. En el mismo sentido insiste en la idea de que la obra contiene más “de lo que nadie estaría en condiciones de percibir con una sola lectura”. Pero más claramente que todo esto habla la destrucción de los borradores. Porque difícilmente podría ser una casua­ lidad que ni siquiera un fragmento se haya conservado de ellos. Es más bien evidente que el poeta destruyó con absoluta premeditación todo aquello que habría mostrado la técnica enteramente constructiva de la obra. Si la existencia de los contenidos objetivos está escondida de tal manera, su esencia se oculta por sí misma. Toda significa­ ción mítica busca el secreto. Por eso Goethe pudo decir precisamente de esta obra con toda conciencia que lo creado defiende su derecho tanto como lo sucedido. En realidad, este derecho se debe aquí, en el sentido sarcás­ tico de la frase, no a la creación literaria sino a lo creado, al plano material mítico de la obra. En esta conciencia Goethe pudo obstinarse, inabordable, no sobre su obra pero sí en ella, de acuerdo con las palabras que cierran las frases críticas de Humboldt: “Pero a él no se le puede decir algo así. No tiene libertad sobre sus propios asuntos y enmudece ante la más mínima reprobación”. Así enfrenta Goethe toda crítica en la vejez: como olímpico. No en el

sentido del epitheton ornans vacío o de la figura de bella apariencia que le confieren los más jóvenes. Esta palabra —atribuida a Jean Paul— designa la naturaleza oscura, mítica, inmersa en sí misma que es inherente a la muda obstinación del arte goetheano. Como olímpico ha echado los fundamentos de la obra y ha cerrado la bóveda con escasas palabras. En su ocaso, la mirada tropieza con lo que yace más oculto en Goethe. Se esclarecen los rasgos y relaciones que no se muestran a la luz de la contemplación diaria. Y a la vez es sólo a través de ellos que desaparece cada vez más la apariencia paradójica de la interpretación precedente. Así es como solamente aquí aparece una causa última de la investigación goetheana de la naturaleza. Este estudio se apoya en un doble sentido, ya ingenuo, ya más cuidado­ so, del concepto de naturaleza. Porque en Goethe designa tanto la esfera de las manifestaciones perceptibles como la de los arquetipos visibles. Pero Goethe jamás ha podido justificar esta síntesis. Sus investigaciones intentan en vano aportar la prueba de la identidad de ambas esferas empíricamente, mediante experimentos, en lugar de la exploración filosófica. Puesto que no definió conceptual­ mente la “verdadera” naturaleza, jamás penetró en el centro productivo de una concepción que le ordenaba buscar la presencia de la “verdadera” naturaleza como fenómeno primigenio en sus manifestaciones, tal como la presuponía en las obras de arte. Solger percibe la relación que existe en particular precisamente entre Las afinida­ des electivas y la investigación goetheana de la naturale­ za, puesta de relieve también en el Autoanuncio. Dice: “La Teoría de los colores me ha... sorprendido en cierto modo. Sabe Dios que yo antes jamás me había creado ninguna expectativa definida al respecto; la mayoría de las veces creí encontrar allí sólo meros experimentos. Ahora es un libro en el que la naturaleza se ha vuelto viva, humana, accesible. Me parece que también arroja algo de luz sobre Las afinidades electivas". La génesis