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Spanish Pages [128] Year 2001
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Beber en rojo (Drácula)
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Alberto Laiseca
Beber en rojo (Drácula) Prólogo: José María Marcos
Editorial Muerde Muertos Colección Muerde Muertos Buenos Aires - 2012
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Laiseca, Alberto Beber en rojo: Drácula /Alberto Laiseca; con prólogo de José María Marcos 1a ed. - Buenos Aires: Muerde Muertos, 2012 128 p.; 21x15 cm. (Muerde Muertos) ISBN 978-987-26054-5-2 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Marcos, José María, prolog. II Título CDD A863
© Editorial Muerde Muertos - Colección Muerde Muertos www.muerdemuertos.blogspot.com - [email protected] Arte y diseño de tapa: Mica Hernández Motivo de arte: Víctima tímida pero bien dispuesta, de Mica Hernández, sobre una idea de Alberto Laiseca - Modelo: Ana Nieves Ventura Edición: José María Marcos Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 - Impreso en Argentina Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático o su transmisión por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopiadora, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito del autor. Reservados todos los derechos, incluido el derecho de venta, alquiler, préstamo o cualquier forma de cesión.
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MAGO DE LA EXUBERANCIA Y LA ALUCINACIÓN por José María Marcos Cuando a Laiseca le gusta algo le gusta mucho, porque sospecha que “sólo lo exagerado sobrevive”, opinión que comparte con su amigo Drácula. Al modo de un Schopenhauer a garrotazos, o de un Clive Barker que se puso a escribir luego de cruzar a nado el Atlántico, su empecinamiento literario nos enseña que en el terreno de la imaginación es posible que a una señorita le brote una tercera teta sólo por el placer de disfrutar de un espectáculo desconcertantemente erótico y, tal vez, un poco aterrador. Desde una visión laisequiana, esta tercera en discordia sería el ojo que nos permitiría combinar el pensamiento lógico con la intuición, brindándonos la posibilidad de expandir nuestra realidad mediante un largo camino de aprendizaje. Esta impronta y su pasión por lo fantástico, el terror y lo erótico, lo han transformado en un referente en la materia, y lo han motivado a dejar pistas y señales respecto a la trascendencia de obras que aún hoy no son valoradas en su verdadera dimensión. Marchando a contramano de muchos de sus colegas, ha hecho pesar sus lecturas e interpretaciones con argumentos claros y sólidos, abriendo un camino dentro de la literatura, que ya no será igual desde su irrupción a bordo de un tanque M48 Patton, de esos que usó en su Vietnam. Y aunque el Drácula de esta novela se lamente (pareciéndose al propio Laiseca) que “por alguna razón jamás pude convencer a mis amigos escritores de lo importante que es leer ciertos libros”, hay lectores y autores que han aceptado el convite de sumergirse en páginas enterradas bajo los prejuicios. 7
Beber en rojo (Drácula) es una síntesis de su fascinación por estas corrientes. Pero, como no podía ser de otra manera, Laiseca nos propone una suerte de ensayo (o novela china, como él dice), que, sin perder la puesta en escena y la necesidad de captar la atención del lector, recuerda que toda verdadera obra de arte nace cuando la obsesión y la forma alcanzan el punto exacto en el que una no podría existir sin la otra. Ese es el caso de esta extravagante reescritura de la obra mayor del genio irlandés. Pistas y señales Laiseca ha sido desde niño un lector voraz de obras de terror, declarado amante de Drácula, de Bram Stoker; El fantasma de la ópera, de Gastón Leroux; Ella, de Rider Haggard; o El resplandor, de Stephen King, por mencionar sólo una mínima porción de títulos que suele recomendar desde su saber enciclopédico. Esta avidez lo ha llevado a mostrar la influencia decisiva que tuvieron estas historias a la hora de construir un imaginario que él mismo bautizó como “realismo delirante”, procedimiento que “sirve para distorsionar y producir efectos que amplifican o disminuyen determinadas zonas del pensamiento y del sentir para que las cosas se vean mejor”. Ya en Su turno para morir (1976) sembró algunas semillas con citas de Stoker y Edgard Allan Poe, o con personajes como el encargado de la morgue, autor de la Antología de barbaridades, venganzas, crueldades y delirios, animándose a incorporar temas, escenarios y perspectivas infrecuentes en nuestra literatura. La gratitud hacia estos universos se nota en varios de sus relatos —“El cuarto tapiado”, “Perdón por ser médico”, “Cuentos de la negra Tomasa”, “El Bobi (Mito urbano argentino)”, “La verdadera historia de la Mujer de Blanco”, “Las tetas y el péndulo” (dedicado a Vincent Price y Roger Corman), etcétera— y en pasajes de El jardín de las máquinas parlantes (1993), Los sorias (1998), El gusano máximo de la vida misma (1999), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003) o Sí, soy mala poeta pero… (2006). Sustanciales son los prólogos que escribió para El fantasma de la ópera (2004), Drácula (2009) y obras de Poe en The Stylus (2011), además de las 8
exposiciones “El monstruo en el sur” (2º Encuentro Argentino de Creadores de Género Fantástico, 2004) y “Vampiros y erotismo” (34º Feria del Libro de Buenos Aires, 2008). Sin olvidar, claro, el mítico programa de tevé Cuentos de Terror en I-Sat, el ciclo Cine de Terror en Retro y la película Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011), de Gastón Duprat y Mariano Cohn, basada en un cuento de su autoría, donde lo fantástico y el horror le dan encarnadura a un film de gran valor artístico. ¿Por qué le gustan tanto estas historias a Laiseca? En el prólogo a la antología Cuentos de terror (2003), da una explicación: “A la vuelta de casa, allá en Camilo Aldao (mi pueblito de la provincia de Córdoba), se reunían de noche unas viejitas que contaban historias espantosas: gente enterrada viva, mujeres jóvenes secuestradas a quienes les hacían cosquillas hasta matarlas, sirvientas que se volvían locas y metían al niño de la familia en el horno (con una manzanita en la boca), etc. Según decían las viejas, éstos no eran cuentos sino ‘historias verídicas’. Yo tenía mucho miedo y después no podía dormir, pero valía la pena. Estas mujeres, con sus historias, me abrieron puertas en el alma. Creo que ahí empecé a interesarme por el horror”. A continuación, agrega: “Ya egipcios, chinos y japoneses tenían cuentos con fantasmas, seres transformados o magos que enviaban cocodrilos mágicos a casa de sus enemigos. La vieja pregunta es: ¿por qué seguimos leyendo (o pidiendo que nos cuenten) historias terroríficas? En primer lugar, porque nos divierten mucho. Es cosa clara. Todo lo que ‘abre puertas’ gratifica. Pero hay todavía una razón más profunda: los monstruos existen en serio y todos lo sabemos (independientemente de la enseñanza que nos hayan endilgado). Oír cuentos horripilantes es familiarizarnos con lo terrible. Así, cuando el Espanto Penúltimo llegue (cosa más que probable), estaremos preparados”. Tenían razón los autores del siglo XIX En el artículo “El susto hace crecer”, Laiseca retoma estas ideas y amplia algunos aspectos: “Para mí el terror no es solamente pasatismo o entretenimiento. Es escuela de imaginación y, por otra parte, desata los miedos más oscuros que tenemos dentro. Todos esos monstruos, si no 9
existen o han existido, pueden llegar a existir. Basta echar un vistazo a la sociedad actual. Y atención: creo que lo peor aún no ocurrió. Y lo digo después de los nazis y del stalinismo. Siempre hay gente encantadora esperando por su parte. Es más fácil que ocurra lo malo que lo bueno, y de esto da cuenta el género de terror. Nos gusta verlo escrito en la esperanza de que no suceda”. Respecto a la literatura infanto-juvenil, subraya: “Hoy los escritores de cuentos para niños tratan de ser ‘amables’: nada de chicos abandonados en el bosque porque los mayores no tienen para alimentarlos; nada de padres ogros que obligan a sus hijas a calzar zuecos de hierro para ‘disciplinarlas’; nada de Hombre de la Bolsa que se lleva a los chicos para que sus nenas les coman los ojitos. Nada de nada. Pues esto me parece una tontería y un error. ¡Pero si lo que los niños quieren es asustarse! Lo que los niños quieren, en el fondo, es crecer. Tenían razón los autores del siglo XIX. Convendría repensar todo esto”. En este mismo ensayo, el autor reflexiona sobre el prejuicio que pesa sobre esta literatura: “Hay un genio entre nosotros que, sin embargo, nunca va a ganar el premio Nobel. Stephen King. Se lo considera un escritor menor. Los escritores profesionales lo miran por arriba del hombro. Hace muchos años (aún no lo conocíamos a King) yo intenté defender a Henry Rider Haggard (Ella, Ayesha, Las minas del rey Salomón). Los ‘profesionales’ me taparon la boca con un ‘eso no se lee’. Así. Pese a que Oscar Wilde, en uno de sus ensayos, dijo que Haggard era un genio. Algo parecido ocurre ahora con Stephen King. Antes de leer El resplandor yo pensaba que el trillado tema de las casas encantadas estaba agotado. Entonces vino King, con su novela, y me probó que me equivocaba. Ese hotel espectral, lleno de fantasmas, es una maravilla originalísima”. Terror y realismo delirante ¿Dónde se tocan los cuentos de terror con el realismo delirante de Laiseca? Coincido con Clive Barker en que los relatos de horror tienen la posibilidad de subvertir lo que usualmente se piensa acerca de la mortalidad, la sexualidad y la política. “Es un ámbito donde todo está a tu disposición, y 10
me atrae porque aborrezco lo seguro, lo convencional —señala el padre de Hellraiser (1986) en su libro Sangre (1985)—. La ficción en general examina los estratos del mundo con criterio realista; la ficción de horror arremete contra ellos con una sierra eléctrica, corta la realidad en pedacitos y le pide al lector que vuelva a armarla” para contemplarla desde un nuevo enfoque. Algo similar ocurre con el realismo delirante. Una novela china Adentrándonos en Beber en rojo (Drácula), una de sus joyas es el pasaje “El dragón que vivía en la pared”, donde Laiseca brinda una clave para comprender y disfrutar de toda su obra: En las historias horripilantes chinas puede suceder algo como esto: cinco amigos toman vino, alegremente, junto a un fuego y arrimados a una pared. De pronto, y sin previo anuncio, del muro sale un horrible dragón que se come a uno de los presentes, de un solo bocado. Luego de su hazaña el monstruo se resume nuevamente en los ladrillos. Los cuatro amigos que restan siguen tomando vino y haciendo bromas como antes. Esto, a un occidental, le choca. Sin embargo, honorable lector, ¿cuántas veces le ha pasado a usted mismo, en la vida, que tomando cerveza o ginebra con sus conocidos, uno de los presentes intente beber de su vaso, pero el vaso lo bebe a él y desaparece allí adentro y nunca más supo? ¿Cuántas? Innumerables. ¿Debo yo consignar, como escritor, la caída de cada hoja de cada árbol? Sería imposible terminar cualquier novela. Por eso el artista chino recorta sucesos. Elige. A algunos los consigna, pero a otros, no. Los bárbaros e ilógicos occidentales son los que han puesto de moda la supersticiosa manía de anotarlo todo. ¿Debo rastrear las razones por las cuales un hombre le prende fuego a una casa con dos viejitas adentro? Sucedió y listo. Así queda espacio para hablar de lo que realmente le importa al lector: la incomprensible mancha amarilla que deja sobre mi colcha la luna de otoño, mientras bebo vino de Los Diez Mil Años con mi recipiente de jade. Mi copa es chiquitita, delgada y suave como una concavidad de pétalos incrustados unos con otros y, a describirla, bien puedo dedicarle dos páginas. 11
Volviendo a lo del dragón y la pared. No debe extrañar la actitud de los cuatro amigos. Es seguro que el monstruo, ya saciado su apetito, no volverá a manifestarse por ahora. De modo que ¿para qué voy a preocuparme? Los designios del cielo son incognoscibles. Enormes. En China hasta lo sobrenatural se toma con pragmatismo. Buda es nieve negra. El monstruo en el arte Exagerando —en honor al Maestro, por supuesto—, se podría decir que Beber en rojo (Drácula) funciona como espejo miniaturizado de su epopeya Los sorias, donde analiza las relaciones de poder. En ambos casos todo gira alrededor de la humanización de la criatura. En Los sorias, el déspota Monitor. Aquí, Drácula. Esta vez, y de la mano de Jonathan Harker, presenta un texto primordial sobre la importancia del monstruo en el arte, que es la esencia y el corazón de esta novela. “¿Qué sería de los artistas sin los monstruos?”, se pregunta Laiseca-Harker para responderse: “El monstruo, en el arte, es una pieza fantástica que, en general, se usa como excusa para saltar a la alegoría. De aquí la relación de estos centros gravitatorios de lo inverosímil con la metafísica, la parábola social e incluso la teológica. Cada sermonstruo contiene moralejas potenciales e innúmeras ideas vivificantes. Son como máquinas de funcionamiento imaginativo continuo, que siguen brindando trabajo y energía en el mundo del arte y del pensamiento, aún siglos después de muerto su autor. La futura quimera toma forma robando materiales al espejismo; trasgos y endriagos se unen en la sombra creadora, bajo la dirección despótica de vestiglos y fantasmas. La Reina de Corazones concibe a un nuevo Barón Frankenstein o a otro Conde Drácula, y lo nebuloso adquiere la realidad del concepto”. Los lectores y las “vanguardias” Laiseca deja clara su posición respecto a los lectores. “Una cosa podemos tener por segura: el lector actual, que se acerca al mundo del arte, ya no está dispuesto a tolerarnos una obra hermética, inconexa, tediosa. A 12
esto hay que comprenderlo. En tanto algunos escritores sigan por el camino de las ‘vanguardias’ retrógradas, no tendrán derecho a quejarse del triunfo del best seller. Si nos volvemos orgullosos e intratables no comprenderemos a nuestro tiempo, identificaremos ‘profundo’ con ‘soporífero’ y así serán las consecuencias”, apunta Harker para señalar: “No debe extrañarnos, entonces, la aparición de obras que parecen hechas con pesados bloques de tejido adiposo. Pero mientras vivan los hombres no finalizará la aventura del entretenimiento puro ni la del espíritu de juego mezclado sabiamente con la profundidad metafísica. Porque, en definitiva, entiendo yo, para un escritor ésta es la mejor moraleja y la alegoría más perfecta: conseguir lectores que no se aburran. (…) Tal vez la clave sea retomar el mundo de los monstruos. Lo monstruoso es demasiado importante como para dejarlo en el reino de la clase ‘B’. Werner Herzog dio un gran paso con Nosferatu, película entretenida y a la vez profundísima”. ¿Por qué los hombres tenemos dos brazos? Beber en rojo (Drácula) es un palimpsesto laisequiano del clásico de Bram Stoker, con música y decorados de Terence Fisher para la Hammer Production. Al igual que Laiseca, el Conde atesora una voluminosa biblioteca y una gran cantidad de películas con Bela Lugosi, Vincent Price, Peter Cushing y Christopher Lee, y entre otros paralelismos se dedica a la astrología, es politeísta y disfruta de las historias de terror. La lupa del realismo delirante está puesta en las profundas relaciones entre el erotismo y el horror, pero el fuerte contenido sexual que esconde el Drácula, de Stoker, aparece en primer plano, mientras que el horror se menciona como una vieja emoción latente. Y no se produce ninguna contradicción entre ambas obras, sino que operan como un complemento, pues, en cierto modo, el miedo y el deseo suelen ser dos caras de una misma moneda. En su Galería fantástica (2009), María Negroni dice algo que sirve para darle una perspectiva a esta obra: “Leo la literatura de América Latina como una deriva de la literatura gótica. En ese corpus nocturno y 13
afiebrado están contenidos, en efecto, todos los motivos y obsesiones que harán del fantástico latinoamericano una nueva forma de resistencia a las cárceles de la razón y del sentido común. En su origen, se sabe, el gótico coincide con el Iluminismo y sus geometrías del saber. Es, mejor dicho, su costado oscuro, la grieta que, en la arquitectura del orden, se abre para impedir la calcificación del sentido y las jerarquías del pensamiento”. Comenta que las mejores ficciones se parecen irremediablemente a los sueños más inquietantes, pues conforman una literatura que nos lleva a “mejorar la calidad de las preguntas, dejarnos, al final de la lectura, con una intuición hiriente y liberadora: la promesa de que el sueño existirá, a condición de que aceptemos soñarlo”. Retomando el comienzo, a partir de las palabras de María Negroni, la tercera teta propuesta por Laiseca sería la ventana del alma, la grieta en la arquitectura del orden, la promesa de que el sueño existirá para forjar nuevos universos y acceder así a diálogos esclarecedores, como el siguiente entre Drácula y Harker: —Ya ve usted, Mr. Harker, lo que sucede. ¿Sabe por qué los hombres tenemos únicamente dos brazos? —No. De veras no lo sé. —Porque ellas tienen tan sólo dos tetas. Ya habrá podido verificar que, cuando tienen tres, como en este caso, en el acto nos sale un trío de manos para que el aferramiento sea completo. —Ya veo. —Es uno de los secretos delirantes de la vida. Un fragmento delicioso de lo que está por venir. Un vestigio de una cosmovisión del ser. Una mirada ontológica (esta palabra le gusta a Lai) sobre la humanidad. —¡Conchaza! —exclama el Maestro en mi cabeza. Bebedores empedernidos, muerde muertos incorregibles, discípulos del Conde, disfruten de la desbordante imaginación de esta obra, escrita por el mago de la exuberancia y la alucinación.
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Dedico este libro a Bram Stoker. Y a Irlanda, la Isla Esmeralda, y a su cerveza negra.
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Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente hermosa del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista del melancólico castillo Drácula(1). Digo que la región era hermosa, pese a la opresión del cielo, puesto que al cruzar toda la Valaquia, y en aproximación a los Cárpatos, vi terrenos compuestos de mármol, mica, antracita y pizarras. Sé, por haberlo estudiado, que en estos sitios abunda el oro, la plata, el hierro, el cobalto y el mercurio. Hay azufre, plomo, yeso y alabastro. Los egipcios, pienso en este momento, harían hermosos sarcófagos con esas piedras principales. Para llegar hasta aquí (me he tomado mi tiempo) atravesé varios ríos de aguas saladísimas. No creo que esto ocurra en otro lado de Europa. Me cuenta la gente que el hecho se debe a los gigantescos depósitos de sal gema que abundan en este país. Según mis cálculos hoy es el 30 de septiembre del año 2001. El invierno viene adelantado, me temo. Hace ya dos días que tengo frío. Cuando empiece la zona propiamente montañosa puede incluso llegar a nevar. Lo anterior fue ayer. Comenzó a soplar el viento glacial del nordeste, el crivetin. Ya caen los primeros copos. Hace rato que no se ven perales, manzanos, nogales. No quedan colinas y sí pasos de montaña, con sus pinos, alerces y álamos blancos. Estoy internándome en los Cárpatos y los viñedos han desaparecido. Un rato atrás he tenido la sorpresa de encontrar un pino de casi un metro y medio de diámetro en la base. Antes eran frecuentes, pero ahora, luego de la deforestación sistemática, resulta una rara avis in Remania terra. Tampoco quedan casi jabalíes, los ciervos son inencontrables y osos no vi ni uno. Todavía quedan algunos patos, cisnes y cigüeñas. (1) “Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente hermosa del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher (El hundimiento de la Casa
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Los bosques, a ambos lados de los desfiladeros y a causa de la nieve, empiezan a parecer murallas gigantescas. El viento glacial ha cesado y también la nevada; la temperatura, curiosamente, está subiendo. Es como si otra vez fuese otoño. Hasta vi un oso y dos lobos, que no mostraron la más mínima intención de atacarme. La diferencia entre el arriba y el abajo es cosa de no creer, puesto que mientras el cielo se muestra sombrío, silencioso, con nubes amenazantes y pesadas, abajo, sobre la tierra, la nieve resplandece con tenue fulgor propio. ¿De dónde sale la luz? De esta mezcla de lo natural con lo sobrenatural y lo delicioso (pero, repito, aquí abajo, sobre la tierra) no participa en lo mínimo lo de arriba: melancólico, ruinoso y amenazante como en el comienzo de Usher, el cuento de Poe. Ahora, sí, aparece ante mí el siniestro castillo Drácula. No es tan inmenso como lo imaginaba, pero tampoco diminuto. Ciertas partes de la fachada, obviamente de una vejez de siglos, contrastan con otras de restauración reciente y poco feliz. Por momentos intenta el gótico, con ventanas en ojivas y vitrales de esos colores que los artistas plásticos denominan “fríos”. Hay un agregado desconcertante: un diminuto y absurdo puente levadizo tendido sobre el charquito. Sólo podría ser de utilidad para caballeros enanos montados sobre equinos pigmeos, reducidos a su mínima expresión. Até mi caballo, ya muy agitado y hambriento, bajo un árbol, apesadumbrado por la nieve, y crucé el puente. Para llamar a la puerta debí manejar una monstruosa maza celtibera de hierro (no sé cómo dar una idea de ella) que rota por su empuñadura. Produjo un ruido horroroso. El sol se ha ocultado hace rato y recién me doy cuenta. Música de Terence Fisher. La cámara de la Hammer Production se acerca. Vemos a un viejo Conde apoltronado en el sillón predilecto de su ruinoso castillo. Un alegre fuego en la chimenea, llena de gruesos leños, intenta mitigar la ferocidad del invierno centroeuropeo. El bondadoso 20
anciano lee su libro favorito (Las minas del rey Salomón, probablemente), mientras su mano derecha sostiene con indolencia una bebida apropiada para la época invernal. Esperamos ver, a través del vaso, el color ambarino del whisky, pero con toda evidencia, se trata de algo más fuerte. El color del líquido es rojo y el dulce anciano se llama Drácula. La cámara se acerca más y, en efecto, se trata de Las minas del rey Salomón: “Al oír los últimos alaridos corríamos a todo escape por el pasillo y he aquí el cuadro que la luz de la lámpara iluminó. La enorme roca que cierra la entrada descendía lentamente y sólo distaba tres pies del piso. Cerca de ella luchaban Gagaula y Foulata; la sangre de ésta bañaba su cuerpo y corría por sus piernas, pero aún la valiente joven agarraba a la bruja endemoniada que se revolvía furiosa, como un gato montes. ¡Ah! ¡Al fin se liberta de las manos que la aprisionan! Foulata cae y Gagaula, echándose al suelo, ratea hacia afuera por el decreciente espacio que deja libre la enorme y pesada piedra. Está bajo ella, avanza y... ¡oh, Dios! ¡Le falta tiempo! ¡Es demasiado tarde! La descendente mole la sujeta, la oprime, y ella grita desesperada, presa de terror. Y baja más, y sus treinta toneladas prensan, comprimen las secas carnes de la vieja contra la roca inferior. Chilla, como jamás he oído chillar; rechinan, crújenle los huesos con su repugnante estallido, con un horroroso ‘crach’; cae la maciza compuerta y cierra herméticamente la salida, en el mismo instante en que llegábamos junto a ella”(2). En ese momento el terrible aldabonazo de la maza celtibera interrumpe su lectura y el Conde da orden de atender y ocuparse de todo. Un par de sirvientes sale a la disparada. Al fin se abre la tan temida puerta. No me quejo; es mi riesgo. Pero tengo miedo. El empleado que me recibe es fuerte, alto, delgado, de cuidados bigotes. No tiene aspecto siniestro, carece de joroba o de ojos saltones. Tal vez toda la malignidad esté reservada para su amo. —Adelante, señor. El Conde lo espera. —Gracias. Por favor, mi caballo... (2) H. Rider Haggard.
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—No se preocupe, señor. Uno de mis compañeros lo está llevando en este momento a la caballeriza. El animalito estará confortable y con buen pienso. Sígame. Este, por donde caminamos, es un largo y estrecho vestíbulo. Esperaba encontrar armaduras rechinantes, tapices descoloridos y etcétera, como en Usher. Pero me vi defraudado. Las paredes están desprovistas, salvo algunas incrustaciones metálicas que sostienen antorchas apagadas. Resabio de otros tiempos, sin duda, ya que la iluminación es eléctrica. El criado abre una segunda puerta, al final del corredor, y se asoma para decir: —Sr. Conde, el señor... —Sí, hágalo pasar. —Me encuentro con un hombre altísimo, delgado, de unos sesenta años, rostro afable pero muy pálido. Tiene enormes bigotes nietzscheanos (del período en que Nietzsche estaba más loco). Me estrecha la mano. —Mr. Harker, bienvenido. Supongo que afuera el tiempo es atroz. Ha tenido usted la mala suerte de verse obligado a viajar en invierno. Sonreí. —En Inglaterra también tenemos días duros. —Pero no se imagina lo que son los Cárpatos: hasta dos metros de nieve y 37º bajo cero. Pero aquí estará confortable. Tome asiento, por favor. Estaba aterido. Cuando llamé a la puerta del castillo justo recomenzó la nevada. No me viene mal sentarme al lado de este enorme fuego. El Conde lo hizo sobre lo que evidentemente era su sillón predilecto. —¿Brandy, Mr. Harker? —Se lo agradeceré. El camino fue duro. —Ya veo. Mr Harker, le agradezco que haya aceptado el puesto de bibliotecario. Verá, este es un país... primitivo en muchos sentidos. Por eso ofrecí el puesto en los diarios de Londres. Necesitaba un políglota, pero que además hubiese estudiado algo de ciencia bibliotecaria. Soy un coleccionista que a su vez ha comprado bibliotecas enteras. Poseo incunables de muchos siglos de edad. Todo está sin clasificar. Como verá tiene usted puesto asegurado por muchos años. 22
—Perdone, Conde, ¿cuántos libros posee usted? Drácula vaciló un momento. —Casi un millón. —Sí que ama usted la lectura. —Estudio y entretenimiento, Mr. Harker. Estudio y entretenimiento. Cómo, si no, se podría soportar la inmor... las largas noches de Transilvania. —Comprendo. —Pero debe usted tener hambre. Ionesco va a traerle algo que espero sea de su gusto. Me senté ante una mesa sólida pero antiquísima, un verdadero objeto de colección. Drácula me acompañó, pero a él no le pusieron plato alguno. Cada tanto bebía de un líquido rojo. Su vaso era llenado esporádicamente por otro sirviente, quien se lo escanciaba desde un botellón. —¿Usted no come, Conde? —Jamás lo hago. De mañana, muy temprano, en todo caso un plato rápido. Soy de poco comer. Lo que el tal Ionesco me había traído era nada menos que una fuente llena de perdices. Desde mi infancia que no las comía. Estaban deliciosas. Un delicado y fuerte vino alemán me sirvió de acompañamiento. Puede haber sido idea mía, pero me pareció que el Conde miraba las perdices con nostalgia. De pronto el dueño de casa apartó sus ojos de las mencionadas delicias y optó por observar, inmóvil, el vacío (lleno, como Tao, de quién sabe qué objetos misteriosos y virtuales). Aproveché la momentánea soledad para mirar la habitación. Aquí sí teníamos dos armaduras: una de fiesta y torneo (con yelmo de oro), y otra de combate. Tapices, en efecto, centenarios pero bien conservados. ¿Habrán sufrido sucesivas restauraciones a lo largo de las centurias, tal vez de la propia mano de su amo? La única superioridad que tengo sobre Drácula, así lo espero, al menos, es que él no sabe que yo sé quién es. Hay también, sobre las paredes, ya como objetos propios, ya como altorrelieves, una propagación de motivos heráldicos. Esperaba combinaciones frías. Pero no: abunda el gules y el azur, es cálido y luminoso. 23
De todas maneras lo más extraordinario es la arquitectura interna de este gigantesco cuarto. Y es algo que no puede notarse desde afuera, cuando uno se aproxima el castillo. En primer lugar la óptica, muy engañosa, confunde respecto al tamaño. Creí al todo de una adecuada medianía, pero esto es inmenso. No sé qué espejismo pudo engañarme así. Independientemente del afuera (ya que unas pocas ventanas ojivales no constituyen gótico) el adentro es como la catedral de Notre Dame y aquí, mediante una nueva ilusión, la cosa parece indefinidamente altísima. Nada sé yo de arcos de medio punto, pero supongo que los hay. Sí conozco de esas nervaduras que sostienen pesos increíbles. —Mr. Harker —dijo el Conde con suavidad. Quién sabe cuánto rato hacía de su vuelta del vacío-lleno y me contemplaba—. Ahora que ha terminado de comer lo invito a tomar otro brandy. Luego, con mucho tiempo, y antes de que le muestre su cuarto, deberé enseñarle las... caóticas acumulaciones de libros. Debo hacerlo para que usted mañana, luego de su desayuno, pueda empezar con su trabajo. Jamás me verá durante el día. Nunca podrá encontrarme en las horas diurnas, puesto que las aprovecho para atender mis asuntos. “Sí. Yo sé bien por qué no eres visible durante el día”, pensé malignamente. Me pareció que durante fracciones de segundo Drácula se conmovía. ¿Será telépata? Espero que no, pues en tal caso estoy perdido. Una de dos: o bien mis sospechas son absurdas, o el Conde es un simulador de primer orden. Me miró con un afecto perfectamente incomprensible. Pasó un tiempo. Tomé mi brandy. —Sí —dijo Drácula—. Este es un edificio sólido. Muy sólido. Antes se hacían bien las cosas. Hay 250 toneladas de libros y están todos arriba —y señaló el comienzo de una escalera que, hasta el momento, no había visto—. Perdóneme, Mr. Harker, hay algo que por inadvertencia no le pregunté. Sé que (aparte del inglés, naturalmente) usted domina francés, italiano, alemán, español y ruso. Pero... —También árabe. —¡Ah! Eso es sobremanera interesante, ya le diré por qué. Sin embargo una duda y por mis libros: ¿usted comprende un mínimo de rumano? 24
—Como para clasificar y ordenar por autores, títulos y materias, sí. —Magnífico. ¿Desea acompañarme? —Por supuesto. La escalera por la que nos elevamos, pese a ser de piedra, había sufrido cierto desgaste de tanto subir y bajar durante siglos. “Este monstruo tiene casi mil años”, pensé. Era inevitable relacionarlo con Ella, de Rider Haggard, donde la bellísima Ayesha, de casi dos mil cuatrocientos años de edad, ha gastado las piedras que conducen al sepulcro del embalsamado Kalícrates, su perdido e imposible amor. Pero Drácula, al parecer, era menos romántico. No gastaba peldaños de escaleras para mirar diariamente rostros amados: sólo sus adorados libros que le proporcionaban “distracción y sabiduría”. La parte superior era sencillamente un pasillo con las paredes cuajadas de armas: espadas, mazas, hachas, puñales, lanzas, escudos. Cada tantos metros, una puerta que daba a gigantescas acumulaciones de libros. Pero mirando los volúmenes tuve la impresión de que no todo era caos. Caso contrario aquello hubiera sido tan inconsultable como una biblioteca china, manejable tan sólo por un erudito oriental. De pronto se me ocurrió que Drácula, a esta altura, con sus ochocientos o más años, debía ser su propio bibliotecario del caos, su chino consultable. —Toda esta parte está reservada a la astrología. Cerca de cincuenta mil volúmenes. Me hice el ingenuo: —No puedo creer que los haya leído a todos. Por la cara del Conde sospeché que había ido demasiado lejos. Temblé. Pero el otro, cuando quería, era dueño de todo el don de gentes habido y por haber. Sonrió con ironía: —Como usted comprenderá, necesitaría varias vidas para aprender, en su totalidad, libros dificilísimos. —Disculpe. El mío fue un comentario tonto. —De todas maneras debo admitirle que luego de décadas de estudio uno sabe como por instinto el libro que le conviene leer para su próximo desarrollo. 25
—¿Ha aprendido mucho de astrología? —Algo. Nunca se aprende mucho. Este es un estudio tan largo como la eternidad. —Conde, ¿dónde estamos parados? —No lo comprendo. —Quiero decir: la sala de donde vinimos es algo excéntrica respecto a estos cuartos. ¿Qué recintos tenemos bajo nuestros pies? —Caballerizas, depósitos de alimentos. Otros lugares eran cuarteles para los defensores del castillo. Ahora están vacíos, por supuesto. Tenemos también los cuartos de la servidumbre. Mis servidores son sólo cuatro: Sofía, una niña de 17 años y excelente cocinera, según me dicen... —Bueno, usted mismo debe saberlo. Realmente yo no podía con mi genio. ¡Qué estúpido! Por primera vez la palidez del Conde se vio matizada por un rubor. Presa de cierta confusión, que dominó al instante, contestó: —Bien... no conviene que yo la elogie. Dependemos de la aceptación ajena, en estos casos. —En verdad esas perdices fueron inolvidables. —Ya casi no quedan jabalíes en nuestros campos, pero veremos qué podemos hacer al respecto. —Conde, no es necesario que... —No se preocupe. Para mí es un placer agasajarlo. El tema de la comida lo había enojado (no sé si un poco o mucho). Me prometí, una vez más, ser prudente. Él prosiguió: —Mis sirvientes varones se llaman Antonescu, Ionesco y Enesco. —Qué curiosos estos dos últimos apellidos... —Sí, sé lo que está pensando. Ionesco el autor de teatro, y Enesco el gran compositor rumano. Nuestra patria se siente orgullosa de ellos. Pero no: mis servidores, si bien ellos también son artistas, no resultan ni siquiera parientes lejanos. Dos vidas condenadas al fracaso ontológico. Nuestro Ionesco, el que le sirvió las perdices, es el inventor del “teatro atonal”; en tanto que Enesco, quien escancia en mi copa, ha creado lo que 26
podríamos llamar “la música del absurdo”. Completos fracasos desde el punto de vista vital, como ya le dije. Nada que ver con esos dos genios a quienes Rumania tiene en un pedestal. —Entonces, me abrió la puerta... —Antonescu. —Ese apellido también tiene resonancias. ¿No hubo un personaje, en la historia de su patria, que...? —No me acuerdo —contestó Drácula con sequedad. Viendo que el tema lo irritaba procedí a desecharlo por completo. —Conde, las paredes y sobre todo el techo de la sala donde comí esas riquísimas perdices... —¿Sí? —Se parece terriblemente al interior de la catedral de Notre Dame, en París. —Notre Dame y este castillo tienen casi la misma edad. De momento me quedé tranquilo con la respuesta. Pero cuando aprendí a conocer mejor a mi anfitrión, sus silencios, furias, ironías y hermetismos, recordé que había dicho que el castillo Drácula y Notre Dame tenían casi la misma edad. En ningún momento aclaró cuál de los dos edificios era el más viejo. Luego de lo mostrado comprendí que tenía trabajo para muchos años. Tal vez para toda la vida, en caso de que yo hubiese llegado al castillo con verdaderas intenciones de trabajar. Las cosas estaban completamente dichas por esa noche y el Conde me llevó hasta mi cuarto. Era muy confortable y bastante parecido al que le dan al huésped en Dracula’s Horror, la película de la Hammer Production, con Christopher Lee y Peter Cushing.
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El diario de Jonathan Harker Fecha tentativa: 1º de diciembre de 2001 Al fin he podido ver el rostro de Drácula, mi enemigo. Me propongo liberar a la humanidad de la pesadilla que él representa. Hace ya dos meses que trabajo en la gigantesca biblioteca del Conde. Si no fuera porque mis intereses son otros, el trabajo me apasionaría. De veras que tiene incunables. Aquí, en la sección astrología, que es por donde he comenzado, encontré varios libros escritos en árabe. Algunos tienen seiscientos años o más. Son manuscritos, naturalmente. No tengo tiempo para leerlos, claro está, pero no pude resistir la tentación de hojearlos. Si es verdad lo que estos textos manifiestan es posible averiguar quién es el autor de un robo o un asesinato, si cierta chica se va o no a casar conmigo, dónde hay tesoros escondidos, etcétera. Sé que estoy vigilado y quizá sea una imprudencia escribir este diario, pues él podría leerlo, pero es una costumbre muy arraigada en mí: me hace sentir seguro y acompañado. Para que Drácula y sus empleados no desconfíen he sido, hasta ahora, un servidor ejemplar. Es mi intención encontrar la cripta donde duerme a fin de realizar mi trabajo. No será fácil localizarla. El monstruo tenía razón cuando me dijo que los inviernos en Transilvania son fatales. Afuera ya hay un metro de nieve y siguen cayendo copos. ¿Con qué excusa voy a salir? Tendría que pedirle prestada una pala a Antonescu (o a cualquier otro) a fin de abrirme paso. Deberé esperar a que el tiempo mejore. De comida, vino y licores no me puedo quejar. Me trata a cuerpo de rey. ¿Será que desea engordarme? No creo. Él es vampiro, no antropófago.
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15 de diciembre (tentativo) Hace una semana que dejó de nevar. Sin embargo el metro de nieve se mantiene, como si estuviésemos dentro de un refrigerador. Imposible salir sin llamar la atención. ¿Deberé esperar a la primavera? Sería horrible. El salto en mi diario se debe al profundo interés por mi trabajo que, voluntariamente, cada vez me lleva más horas. Me he propuesto ser metódico: ocupo un cierto número lógico de horas a la clasificación y el resto lo dedico al estudio de la astrología. Es apasionante pero terriblemente difícil. Hace una semana, al anochecer (jamás lo he visto de día ni lo esperaba), el Conde me sorprendió leyendo uno de sus libros. Sonrió con algo de ironía y me preguntó por el trabajo. Me apresuré a brindarle pruebas de que adelantaba, incluso a una velocidad mayor de la supuesta al principio. Drácula desechó sin violencia mi exposición, con un gesto elegante de la mano, como para darme a entender que jamás había dudado de mi eficiencia y contracción al trabajo. “Veo que, de todas maneras, se interesa por la astrología, Mr. Harker”. “Muchísimo, pese a que no entiendo nada”. “Si usted quiere y me lo permite, luego de las comidas y hasta dos horas por noche, yo puedo enseñarle. Le ahorrará mucho trabajo, al menos al principio — viendo la objeción en mi cara—, ¡oh!, le aseguro que para mí será un gusto”. Y así lo venimos haciendo desde entonces. No me agrada reconocerlo, pero cierto es que cuando quiere y puede resulta un caballero. Lo primero que me ha enseñado es a interpretar y manejar las efemérides. Dentro de su computadora (porque me olvidé comentar que la tiene) están las posiciones de los planetas en los últimos cinco mil setecientos años, aparte de los dos mil años que vendrán. También las tablas de casas. Algo aprendí, pero no mucho. Antes de que yo sea capaz de levantar una humilde carta natal pasará un tiempo. El Conde, no obstante, dice que está asombrado por la rapidez de mi aprendizaje. 15 de enero. Ya no es fecha tentativa sino la auténtica No he tenido ni tiempo ni ganas de escribir mi diario. El entusiasmo que siento por la astrología no puede ser mayor. Le dedico todas mis 30
horas libres. Afuera la nieve ya llega a dos metros. Según el Conde, este invierno es de los buenos. Ni pensar en salir y tampoco lo deseo, entre otras cosas porque esta mañana el termómetro marcaba 34º bajo cero. Y parece que va a seguir bajando. Anoche, mientras yo disfrutaba mi brandy y el Conde su esencia de gules, me hizo comprender uno de los tantos alcances de la astrología. Leyó el fragmento de Sobre las natividades, de Albubather (Abubequer Alhasan Aljasib), un persa que vivió entre los siglos IX y X: En el año 23 vino a mí uno que traía una hora en la que estaba escrita la natividad de alguien, y me rogó que indicara sobre dicha natividad; le pregunté de quién era, y él me respondió que era de su hijo. Cogí, pues, el folio y lo puse ante mí, examinando la figura del nacimiento y posiciones de los planetas. Entonces Alambes, viendo esto, cogió el folio de mi mano y, mirándolo, dijo que el hijo para el que estaba hecha la figura había nacido de adulterio. Y le pregunté cómo podía saberlo y contestó: aquel viejo cree que el nativo es hijo suyo, pero hace ya cuatro años del nacimiento del niño que el padre ha muerto. Pregunté de nuevo cómo podía saberlo, a lo que respondió que mirase en este horóscopo la Parte del Padre, y hallé a ésta en oposición a Marte, habiendo entre ambos solamente un grado. Igualmente miré el regente de dicha Parte y lo encontré en la Casa 11º a partir del Ascendente, que es la 8º a partir de la 4º Casa, y entre el mismo y Saturno no había (siquiera) un grado. Dijo, pues, que el padre de aquel niño había muerto el año en que el niño nació. Y dijo el viejo: cuando dijiste que no soy el padre de este niño dijiste la verdad, porque lo recibí y lo alimenté, y su padre murió en el año por ti mencionado. “Mr. Harker —dijo Drácula luego de leído el fragmento y cerrando el libro—, sé que por fuerza usted debe entender a esto tanto como el idioma turco”. “Del turco, precisamente, entiendo algo, pero de esto ni una palabra”. “Sin embargo es mi método de enseñanza. A medida que se avanza conviene adelantar pequeñas porciones del saber que se encuentra mucho después. Es como la homeopatía del conocimiento. Cuando esa zona remota por fin llegue usted notará una extraña familiaridad con ella 31
y no sabrá por qué. Hace mil años los musulmanes eran quienes más sabían de astrología. Tenían un catálogo con un millar de estrellas clasificadas, con sus funciones, grados de malignidad o benignidad. Poseían, aparte de esto, un centenar de fórmulas astrológicas llamadas partes: la del Padre, la de la Madre, la Muerte, los Viajes, la Fortuna, etcétera. Lo que aquí desea decirnos Albubather es que tanto la Parte del Padre como el planeta de su regencia están bajo la directa influencia de los planetas maléficos: Marte y Saturno. Cuando un destino está tan marcado un astrólogo bien puede arriesgarse y decir: el padre de este nativo (el chiquito dueño del horóscopo) ha muerto. ¿Comprende?”. “Creo que ahora entiendo un poco más”. “Bien, pero ahora retrocedamos en un algo. Vamos al ejercicio de hoy. Yo ya le enseñé a levantar una carta natal (no a interpretarla, por supuesto, eso vendrá mucho más adelante). Quiero que me haga la carta de una persona que nació en Bucarest, el 4 de diciembre de 1872, a las 4 hs. 42’ hora de Rumania”. Lo hice y sin errores. No caben dudas de que es un gran maestro. 15 de febrero Pensaba abandonar la escritura de mi diario como cosa baladí, inútil. Es tan sólo la frustración y la furia la que me hacen retornar. Ayer, para mi profunda consternación, Drácula me ordenó suspender tanto la ordenación de sus libros astrológicos como su estudio. Dijo que puedo seguir, si quiero, pero más adelante. Que ahora me disponga al archivo y clasificación de las novelas de aventuras y de terror. Quedé estupefacto. Con mi tono más calmo le inquirí respecto a tan brusco cambio de humor. “La astrología le está haciendo mucho mal, Mr. Harker. Reconozco que en gran parte la responsabilidad es mía. Por mirar tanto al Cielo se está perdiendo la Tierra: así le diría el maestro Confucio. Con las cosas del esoterismo hay que ser dialéctico: estudiar un tiempo, para luego descansar y vivir”. Conteniendo la furia intenté demostrarle que, ahora que estaba trabajando bien en el orden de este sector de su biblioteca, resultaba caótico abandonarlo y empezar en otro sitio. Lo más lógico era seguir aquí hasta 32
terminar. Ya habría tiempo para enfrascarse en la sección “novelas de aventuras”. Por su rostro, inquebrantable, vi que estaba en su última palabra. Él, como los viejos capangas y capataces, lo que me quería decir era: “Si no le gusta váyase”. Las ganas de asesinarlo —se me habían ido, debo reconocerlo— me volvieron con toda la determinación y furia. No falta demasiado para el fin del invierno. Ahí vamos a hablar otro lenguaje: uno duro, que él pueda comprender. Para completar las cosas: hace muy poco, viéndome mohíno, me dijo entre afectuoso y compasivo y a cuento de nada (ya que yo no había sacado el tema): “La astrología es un santuario, se lo reconozco, pero uno que, desgraciadamente, sólo sirve para quien no tiene nada que perder. Dialéctica, Mr. Harker, dialéctica. Acercarse por épocas, alejarse por otras, cosa de no permanecer de espaldas a la vida. Si me la paso estudiando la conjunción desaplicativa de la Luna con Júpiter e interpretando el significado de que Satumo esté en su elevación no podré gozar esas... perdices que a usted le dieron tanto gusto. Escarmiente en cabeza ajena, Mr. Harker; yo vivo en el misterio y la trascendencia pura desde hace muchísimo tiempo. No puedo ser más desdichado”. Yo pensé furioso: “No es por la astrología que tu condición es terrible, viejo bastardo, sino por ser vampiro”. Sonreí, sacudí levemente la cabeza como dando a entender que estaba de acuerdo, y permanecí callado, pálido de odio: tan blanco como el Conde. Escribir un diario personal es una actividad más útil de lo que la gente cree. Pero he perdido interés. Debería tener un robot que lo haga por mí. Sería interesantísimo consultar a la máquina por cosas que hice a los ocho años. O antes. “Alicia, dígame todo lo que sucedió conmigo y con mi entorno el día de mi segundo cumpleaños. Breve pero sustancioso”. Entonces Alicia me cuenta. Cómo entendería uno su propia historia. Pero no sé si sería bueno. El odio no te dejaría vivir. Lo cierto es que estamos en marzo y ha comenzado el deshielo. Según Drácula, las primaveras en Rumania duran quince días. Pareció que los dos metros de nieve iban a quedar para siempre, como en una nueva Edad Glacial. Cada jornada todo se funde fabricando pantanos gigantes33
cos. Por la noche el lodo acuoso se transforma nuevamente en hielo. Aunque ya no escribo diarios sigo “pensando en diario”. Como si tuviese un público secreto. Con mucho disimulo doy mis caminatas matinales. No me animo aún a circundar el castillo. Podrían darse cuenta de qué busco. Sospecho que el Conde, pese a su condición, también padece el frío. No es concebible que todas las madrugadas, y antes de la salida del sol, abandone su confortable castillo y camine un kilómetro sobre la nieve para meterse en la cripta. Esta debe, por fuerza, estar pegada a la construcción central. Por primera vez se me ha ocurrido una idea horrorosa. Una tumba al aire libre o poco menos, resultaría insegura para él. Mucho más lógico que la cripta, con su ataúd predilecto, se encuentre en alguno de los sótanos que deben existir bajo el castillo. Algún resorte secreto, alguna palanca, tal vez abra la entrada. Drácula me ha dicho que el año que viene puedo continuar clasificando temas astrológicos, lo que equivale a una autorización implícita para que vuelva a estudiar. Está bien, pero igual voy a matarlo. No puedo creer en mi buena suerte. Hoy di con la cripta. Mi primera suposición fue correcta. Está a la vista y en la parte posterior del castillo. El tiempo es espléndido. Voy en busca de mi maletín “especial”. La puerta de hierro rechina. No comprendo por qué, ya que debe usarla todas las madrugadas y también a la caída del sol. El lugar es profundísimo. La escalera debe tener unos sesenta peldaños o más. La luz se va esfumando a medida que desciendo. Por fin llego a lo que llamaré “tumba egipcia”. Esto se parece a la famosa Cámara del Rey, de la Gran Pirámide. Como en ella, cerca de la pared más alejada de los escalones, hay un sarcófago de piedra, sin tapa. Se ve poco. Lamento no haber traído una linterna. Me acerco. El miedo que siento es tanto que me puede dar un ataque al corazón si no me domino. Ahí está él. Drácula. En un sopor parecido al coma. Abro mi maletín y extraigo estaca y martillo. No es momento de vacilar. ¿Si no para qué vine? Coloco la punta de la estaca donde calculo que debe estar el corazón. Tengo miedo de fallar por cobarde (o de golpearme a mí mismo por idéntica razón). Pego un mar34
tillazo terrible. La estaca, increíblemente, le atraviesa el cuerpo íntegro, con pasmosa facilidad. No sale sangre. Tampoco abre los ojos y pega un alarido, tal como yo suponía. —Mr. Harker —me dice Drácula, suavemente y a mi espalda. Estoy a punto de morirme de horror. Se me hielan al instante las manos y el bajo vientre. —Así, exactamente así —prosigue diciendo el Conde—, con este mismo tipo de trampa egipcia fue que atrapé al Dr. Van Helsing. Lo perseguí por media Europa dejando que se refocilase creyendo ser el perseguidor. Mató a mis tres compañeras en un descuido mío. Ellas dormían allí —y señaló un trío de sarcófagos de alabastro que hasta el momento no había notado—. Estaba por separarme de ellas, pero ese no era motivo para que yo me desentendiese. ¿Sabe cómo lo maté? Le clavé una estaca como ésa en el corazón. Ahí supo lo que se siente cuando a uno le rompen el pecho con un pedazo de madera. No se preocupe, Mr. Harker, no voy a hacerle daño. Sígame, por favor. Tomaremos por un camino distinto al de esa escalera. Ya sabe que no soporto la luz del sol. Y me dio la espalda. No podía desperdiciar la ocasión y le salté encima, martillo en mano. Ningún ser normal podría volverse a la velocidad con que él lo hizo. Tampoco realizar su avasalladora demostración de fuerza. Me dominó como si yo fuese un niño de dos años. Comprendí que toda resistencia era inútil, ya que si lo deseaba podía matarme de cien maneras diferentes. —No deseo hacerle daño, Mr. Harker. No me obligue, por favor. En algún lado tocó un resorte y se corrió una puerta en el muro de piedra. Previo encender una luz quedó iluminada una escalera en ascensión. Comenzó a subir por ella sin mirar atrás, como si no dudara de que iba a seguirlo. Y tenía razón. No los conté, pero supongo que los escalones serían tantos como los de la escalinata “oficial”, por la cual bajé. Otro toque secreto y se abrió una entrada al mismísimo comedor y recibo donde conocí al Conde. —Pase, Mr. Harker. Se lo ruego. Ni el menor tono de amenaza sonaba en su voz. Incluso creí percibir en él cierta tristeza. 35
—Siéntese, por favor —dijo mi enemigo—. Creo que sería mejor para ambos dejar aclaradas ciertas cosas. Voy a prepararle un brandy doble, Mr. Harker. Creo que le hace falta, luego del momento inconfortable de recién. ¿Qué podía decir yo? Supongo que nada. En verdad no podía creer que aún siguiese vivo. —Ya se habrá figurado que el de abajo es un muñeco de cera. No he vuelto a usar ese sitio como descanso desde las épocas de Van Helsing. La muerte de mis tres compañeras probó que no es seguro. Usted no descubriría el verdadero lugar ni en mil años —Drácula hizo una pausa. Se levantó un instante y fue hasta un botellón disimulado en el paisaje. Se sirvió una generosa medida del consabido líquido rojo—. Yo también necesito beber algo fuerte. Durante muchos días he sacrificado horas de sueño. No ignoraba los propósitos de usted, por supuesto; lo escuché pensar durante todos y cada uno de los días que ocupó en cruzar la Valaquia, los desfiladeros, los bosques interminables y la nieve. —¿Para qué me dejó llegar, entonces? ¿Por sadismo? ¿Para darse un banquete? —Mr. Harker, usted pasó conmigo la totalidad del invierno. ¿No cree que sus suposiciones son un tanto erradas? —Está bien. ¿Pero por qué lo hizo, entonces? Drácula vaciló: —No lo sé. No del todo, al menos. Creo que usted resulta para mí una especie de símbolo. Deseo utilizarlo para lograr una especie de reconciliación. —¿Reconciliación con quién? ¿Con la humanidad? —La humanidad está compuesta en su mayor parte por cretinos. Pensar que yo pueda desear un acercamiento con ellos es un insulto a mi estética y a mi cultura. —¿Y entonces? —pregunté desconcertado. —A los pocos que puedan comprender. Combatir contra los iguales es la peor de las guerras civiles. —¿Y qué deben aceptarle sus supuestos iguales? ¿Qué beba sangre y mate gente? ¿Desea abrir un salón y organizar tertulias? —No sea grosero. 36
—¿Grosero? Vaya. Es usted único en su especie. Con esa inocencia, digo. —Hace más de cien años que ya no me alimento así. —¿Puedo preguntarle qué está bebiendo? —y señalé su vaso. —Esto es sangre. La compro en los bancos que la suministran. Mi última víctima fue Van Helsing, pero él tenía una vieja deuda conmigo. Además me limité a matarlo. No me alimenté de él. —Van Helsing intentó lo mismo que yo: liberar al mundo de la plaga que usted representa. —¿Usted cree? Él era tan vampiro como yo al adorar a ése su Dios Sangriento. —Blasphemy. —Debería leerlo a Spinoza; él lo llama “El Dios del rencor”. Si mi Dios es rencoroso, nosotros sus adoradores, propagamos el rencor. Si él es celoso propagaremos los celos, la vigilancia y la falta de libertad sexual. Si él es represivo nosotros reprimiremos. Yo fui, durante siglos, un buen servidor del Mal. Pero me harté. No puedo evitar beber, todos los días, líquidos ontológicamente envenenados, pero por lo menos ya no causo sufrimiento a los otros. —¿Esa es la razón por la cual ya no tiene compañera? —Una de ellas. Por otra parte, ¿de qué compañerismo me habla? No existe la solidaridad, ni entre los de su especie ni entre los de la mía. Sólo interesa el poder y el dinero. Y las mujeres, actualmente, tienen el alma tan podrida como el género masculino. Sus madres las programaron para estimular a sus hombres a producir. Dinero y frialdad de corazón, Mr. Harker. ¿Se ha preguntado por qué las parejas se rompen con tanta facilidad? Nadie mira al otro. Despues se quejan si se quedaron solos. “Querido, llévanos a morder a Londres”. Sea honesto consigo mismo. Por esta razón me encontraba a punto de separarme de mis compañeras. No las pude convencer. Ellas seguían en sus trece, pero yo ya había cambiado. Entonces irrumpió en nuestras vidas (o en nuestras noches) Van Helsing y a raíz de ello vino todo lo demás. —Conde... usted me desconcierta mucho. Reconozco que tiene razón en bastantes cosas, pero la misoginia no es el camino. Así sólo consi37
gue sellar definitivamente toda posible salida. Es lo que quiere el... Dios del Mal, como usted le llama. —El anti-ser. —Está bien, metafísicamente sería eso. Pero no nos apartemos. Lo que quiero decir: la soledad, la soltería eterna, es a imagen y semejanza de ese Espíritu Diabólico que usted rechazó después de servirlo. No puede usted terminar su (“vida” iba a decir) eternidad de esa manera. —¿Y que me sugiere, mi estimado amigo? ¿Que elija a una linda chica, la mate y la transforme? ¿Se da cuenta de lo que me pide? —No es necesario hacerlo así. No hace falta privarla a ella de su condición humana. —Usted no puede estar hablando en serio. ¿Enamorar a una mujer, traerla a mi castillo? ¿Y usted por qué vino aquí a matarme? Todos me odian y me temen. Provoco espanto. Pese a tener un rostro normal resulto tan horroroso como el Fantasma de la Ópera. —En cuanto a eso no se preocupe: tenemos a mano la frase de Fedor Dostoievski. Lo que dije era tan sorpresivo e insólito que el Conde no pudo evitar sonreírse, pese a todo: —¿Qué frase? —“No existe hombre, por feo o malo que sea, que no encuentre por lo menos una mujer que lo quiera”. Drácula lanzó una carcajada mezcla de furia, amargura y... aprecio. —Se lo digo en serio, respetado Conde. Aproveche el masoquismo romántico de las mujeres. Usted tiene un magnetismo tremendo. Por lo demás, piense: si el mal fascina y seduce ¿por qué no va a fascinar el mal que dejó de serlo, aquello que contiene un pasado? —Percibo en usted una buena intención hacia mí, algo distinta a la que tuvo hace media hora en la cripta. De todas maneras, ¿qué va a pasar cuando ella envejezca y yo siga igual? —¿Usted dejaría de querer a su muy amada mujer porque se ha vuelto vieja? —Tonto. Es ella la que dejaría de amarme. O se volvería loca de celos. 38
—Quién sabe. Por lo demás, ya que conoce tanto de astrología, debería saber que usted podría morirse antes que ella. A lo anterior lo dije en mi desesperación. Esperé una risotada por parte de Drácula. Para mi sorpresa se puso muy, muy serio. Luego dijo: —Es cierto. No se me había ocurrido. El Conde cayó en uno de sus vacíos-llenos. Estuvo ahí dentro un minuto. Salió con un estremecimiento. —Mr. Harker, es usted libre de irse cuando quiera. No me importan las consecuencias. Pero le pido que se quede. Tuve la sensación de que podemos ayudamos mutuamente. —No tengo intenciones de irme, a menos que usted me eche. Él sonrió con alivio: —Gracias. Ya es prácticamente hora de almorzar. Ionesco le traerá alguna maravilla. Yo me voy a dormir, que mucho lo necesito. Y antes del minuto desapareció de mi vista, no sé por medio de cuál artificio escénico. Tal vez a esa truca la indujo en mí por medio de su mente poderosa. Quizá sorprenda que Drácula me haya convencido demasiado pronto. La reacción más inmediata, para mí, sería decir: “Creo, sí, que usted cambió, pero igual debe ser condenado a muerte por sus crímenes anteriores”. Eso es porque ustedes nunca lo tuvieron delante. Nadie, a menos que lo haya conocido, puede imaginarse el carisma, el grado de convencimiento que posee el Conde Drácula. Mediante sus palabras te da (o afecta darte) el corazón, y una sabiduría especial. Pero no bien sale de tu vista ya empiezan las dudas. ¿Me habrá mentido? ¿Estará loco? Por otra parte, ¿qué ganaría con mentirme? Mi destrucción no hubiese implicado un problema militar para Drácula. Lo cierto es que me hizo sentir (no sé si por telepatía, fuerzas vectorizadas u otro medio espiritual) que puedo confiar en él. Logró conmoverme la dignidad con que vivía su soledad, ese es el caso. Estoy muy confundido, es cierto, pero dentro mío le creo. Espero no verme obligado a cambiar de opinión. Es evidente que en nuestras relaciones se ha producido un punto de inflexión. Así como antes pasábamos largas veladas hablando de astrolo39
gía, ahora lo hacemos discutiendo sobre la esencia del arte, la literatura y los monstruos. Sobre todo de estos últimos. El Conde tiene una teoría completamente extraordinaria al respecto. Ya le escuché muchas veces que “lo que no es exagerado no vive”, por supuesto, y otras doctrinas excéntricas. Pero ha ido más lejos, me temo. Según él la literatura, sin los monstruos, no existe. Ellos —afirma— son el alma máter de la ficción, sencillamente porque toda obra de arte es “única en su especie” (tal la definición que da el diccionario de la palabra monstruo). En Moby Dick, de Melville, monstruosa es la ballena (única) y también es un monstruo el capitán Ahab que la persigue. Sin estos dos caracteres (el cetáceo comprende, sabe que lo odian, y actúa en consecuencia) esa novela no existiría. Sería tan sólo una de las tantas narraciones marinas felizmente olvidadas. “Qué decir —siguió diciendo Drácula— de ese delicioso comienzo, fatídico y melancólico, que desde las primeras líneas de Usher nos anuncian el drama: ‘Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país’. Fíjese usted, Mr. Harker —me dijo Drácula—, cómo Poe utiliza, ya desde un principio, una sucesión de improntas que marcan nuestras almas de lectores: ‘otoño’, ‘triste’, ‘oscuro’, ‘silencioso’, ‘nubes’, ‘pesadas’, ‘bajas’, ‘solo’, ‘caballo’, ‘región’ ‘lúgubre’. Este es un maestro. ¿Qué es Roderick Usher si no un monstruo? Su hiperestesia, su necrofilia, sus ‘improvisados cantos fúnebres’.”. Pues entonces qué decir de Berenice, me pregunto. No sé si mi Maestro tiene razón en sus doctrinas, sólo sé que yo, como discípulo, sólo puedo adherir incondicionalmente a él. ¿Cuál, si no, puede ser el mecanismo del crecimiento y la sabiduría? Maldito quien repudia a su Magíster, aunque éste pueda estar equivocado en muchas cosas. Las equivocaciones de tu Maestro son parte de su grandeza. Berenice, repito, y en este sentido estoy tan sólo repitiendo las doctrinas del Conde Drácula, es un cuento que contiene a una chica de nombre precioso: Berenice. “Es obvio —dice el Maestro— que este chiquita anoréxica está, en el cuento de Mr. Poe, para dar lo máximo de sí: ella tiene deliciosas sonrisas cadavéricas que están pidiendo a gritos toda clase de alegres y jolgoriosas necrofilias ¿Tiene algo de raro que su primo, como solución final del drama, la entierre viva y le 40
arranque (ya ella despertando de su catalepsia) todos sus dientitos, uno por uno?: ‘...y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso’. Es evidente — continúa diciendo Drácula, mi maestro— que esta pobre chiquita Berenice, deliciosamente frígida y anoréxica, sólo puede alcanzar su máxima y única expresión sexual, cuando la entierran viva y luego la destapan para practicar con ella impulsos odontológicos espontáneos. Porque, como dijo Oscar Wilde (o, para mejor decir, Lord Wotton) en Dorian Gray: ‘Es tan sólo la expresión la que da realidad a las cosas’.”. ¿Qué podríamos decir de Ligeia? (Según Poe, su obra más perfecta, aunque yo sigo prefiriendo Usher, y también ésta es la predilección del Maestro). En el cuento mencionado, el personaje principal masculino va a casarse con una hermosa víctima llamada Lady Rowena Trevanian, de Tremaine, “la de rubios cabellos y ojos azules”. Al Conde le deleita y erotiza citar fragmentos de la cámara nupcial adonde van a llevar a la pobre e inocente chica: “La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sud del pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos”. “Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales relieves”. Justamente aquí, a esta deliciosa cámara nupcial, piensa llevar el personaje a su chica, “la de rubios cabellos y ojos azules”. El maestro Drácula posee —además de sus doscientas cincuenta o, quizás, trescientas toneladas de libros— una muy importante videoteca. No conozco el número de cassettes, pero deben pasar de tres mil quinientos. Todos referidos (directa e indirectamente) al tema de los monstruos, claro está. No me sorprende que tenga cuanta película de Bela 41
Lugosi, Peter Cushing, Christopher Lee, Vincent Price o Charles Laughton (El castillo del ogro). También están los dos gorditos geniales y magníficos de El vampiro negro: Peter Lorre, versión alemana, y el de la versión argentina, pero no me acuerdo cómo se llama. Ya sé: Nathán Pinzón. Drácula es un maestro, qué duda cabe. Mejor dicho: es el Maestro. Incluso ha vuelto a enseñarme astrología. Dice que no piensa abandonar su método dialéctico: por épocas sí, por épocas no. Pero qué me importa. El Maestro todo lo sabe. Es como la Diosa Kali: única depositaria de la verdad. Se lo dije al Maestro, pero, cosa curiosa, no le gustó. Dijo que no debemos ser monoteístas de ningún Dios o Diosa. Que sólo el politeísmo contiene figura de verdad. Quién soy yo para discutir con él. Él es el Sabio. No un sabio, sino el Sabio. Sólo puedo inclinarme. Pensar que en mi aberración intenté matarlo en la cripta. Le estoy tan agradecido de habérmelo impedido. Tan sólo Drácula es Drácula. Drácula es nieve negra. Es la primavera y la resurrección. Él es el camino, la verdad y la vida. Se lo dije. Fue raro: no le gustó. Dijo que yo estaba excesivamente influido por la Biblia. Que había mucho para hablar de todo eso. Y volvió con el tema de la astrología. Que iba a enseñarme, pero sólo si no estaba dispuesto a tomarla como actividad única. Le dije que, por de pronto, yo amaba a mi esposa: Lucy Humboldt. “¿Por qué no la trae aquí? Yo no sólo le pago el pasaje sino que también a ella le daré trabajo. Necesitamos un ama de llaves, usted sabe. No deseo que usted esté solo. Únicamente la mujer salvará al hombre”. “Extrañas palabras para un misógino”, me atreví a decirle. Drácula vaciló visiblemente, como si pisase hielo frágil: “No sé... usted me hace dudar. Habría sido más fácil para mí no haberle llamado. Pero igual estoy contento”. “Conde, si a eso vamos y no lo toma como una impertinencia, usted también me hace dudar”. “Espero que ambos lleguemos a algo más sustanciosos que una duda”. Ha llegado Lucy, mi amor. Mi confianza es absoluta. Sé, positivamente, que ella no corre ningún peligro. Si me equivoqué es que ya nada merece la pena de ser vivido. Si mi Maestro me traicionase, no digo yo que perdería mi confianza para siempre. Eso es, por supuesto, poco. No 42
tendría ya interés en seguir existiendo. Si el Maestro te traiciona es porque la corrupción es ya completa e irreversible. Lucy me preguntó por el Conde Drácula. Le dije la verdad. Se horrorizó primero. Después se enojó desesperadamente conmigo: “¡Pero debiste advertirme! ¡¿Cómo traes a tu esposa aquí, a la guarida del monstruo?!”. “Él ya no es eso que era”. “¡¿Y si te equivocas?!”. “No creo que un malvado pueda tener su misma ontología. Él ha cambiado”. “¡Pero sigue bebiendo sangre! ¿Y qué pasa si decide hacerse un festín con tu esposa?”. “No va a ocurrir eso. Tendría que matarme primero. Pero además no es el caso”. “¿Y cuál es caso?”. Le expliqué, una vez y otra en el transcurso de los días. Pero los hechos son mejores que las palabras. Fue el propio Conde, con su seducción y don de gentes, quien se encargó de tranquilizar a Lucy. Y ahora, los tres, pasamos largas noches leyendo y comentando novelas de aventuras, viendo videos con viejas (y nuevas) películas de monstruos, alguna de ciencia ficción: El planeta desconocido, por ejemplo, con Walter Pidgeon, basado en el libro de W.J. Stuart, e incluso no falta El Monstruo de la Laguna Negra, de la década del cincuenta. No puedo decir cuántos libros de aventuras, horror y ciencia ficción leí en este último año a instigación del Conde. Lucy, por placer, me acompaña en mis lecturas. Drácula me ha pedido que escriba un pequeño ensayo, lo más resumido y sustancioso posible, sobre estas máquinas fantásticas. Espero no defraudar a mi protector, pero a un tema tan importante deseo escribirlo con una cierta dosis de humorismo.
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Importancia del monstruo en el arte (Por Jonathan Harker, con el asesoramiento ontológico de mi maestro, el Conde Drácula) ¿Qué sería de los artistas sin los monstruos? Esos bichitos malvados son las niñas de sus ojos. Cómo será que hasta se aceptan bestias “buenas”, con tal de que sean espeluznantes, horribles y hermosas a la vez. El monstruo, en el arte, es una pieza fantástica que, en general, se usa como excusa para saltar a la alegoría. De aquí la relación de estos centros gravitatorios de lo inverosímil con la metafísica, la parábola social e incluso la teológica. Cada ser-monstruo contiene moralejas potenciales e innúmeras ideas vivificantes. Son como máquinas de funcionamiento imaginativo continuo, que siguen brindando trabajo y energía en el mundo del arte y del pensamiento, aún siglos después de muerto su autor. La futura quimera toma forma robando materiales al espejismo; trasgos y endriagos se unen en la sombra creadora, bajo la dirección despótica de vestiglos y fantasmas. La Reina de Corazones concibe a un nuevo Barón Frankenstein o a otro Conde Drácula, y lo nebuloso adquiere la realidad del concepto. Cada una de las artes ha sido generadora de monstruos; ello no les impidió, a estos pícaros, saltar de un reino a otro para potenciar las diversas dimensiones de lo horrible pero hermoso, captadas por los sentidos. Pintura, música, literatura; color, sonido, palabra e imagen poética, abarcando todo el espectro de lo sensible, hasta llegar al cine, que es para mí la más elevada expresión de lo fantástico. Digo esto último pues el Bosco, Brueghel, Goya, Modesto Mussorgsky, Poe, son (repito: es una opinión personal que, sospecho, comparte mi Maestro) una vieja propuesta estética destinada a encontrar su total expresión en el séptimo arte. 45
Los artistas poseen su propio Museo de Horrores, aun más completo que el de figuras de cera de madame Tussaud. Las piezas más importantes que pueblan criptas góticas y húmedas mazmorras son, en primer lugar: el gólem, la momia, el vampiro y el robot. Tal la tetrarquía que gobierna con mano dura a nuestro Bizancio imaginario. Hay conjuras y golpes palaciegos, claro está, de modo que no nos extrañamos demasiado cuando un día vemos que están todos presos, reemplazados por el siniestro Consejo de los Diez de Venecia: el Fantasma de la Ópera, la mosca de Cabeza Blanca, el hombre lobo, el zombi, Terminator, Predador, la cabeza parlante, la estatua que camina, el esqueleto del capuchino y el monstruo de la Laguna Negra. Más allá de la barbacana y del profundo foso, arriba de las troneras y rampas almenadas, atrincherados en la Torre del Homenaje, están los muertos movidos mediante aparatos, los vivientes transformados, magos, brujos y hechiceros cafres, muñecos que te asesinan con voz de nene, el cyborg, el androide (relacionado con la criatura de Frankenstein), etcétera. No falta el Monje Loco en la capilla ardiente ni la hermosa Hiya (creación de Rider Haggard) en la Torre Flanqueante. En esta última monta guardia su ejército de esqueletos, que se iluminan durante las noches mediante momias, altamente combustibles, transformadas en antorchas. La bellísima y cruel Hiya, de dos mil cuatrocientos años de antigüedad, cuyos dos milenios y medio le cayeron encima de golpe en el lapso de dos minutos. “Demasiado tiempo —diría el Maestro, apiadado—; para muertes rápidas no hay como las estacas bien afiladas que le atraviesen a uno el corazón”. Pero veo que la Constantinopla de óleo, cartón piedra, celuloide y telones está toda ocupada, de modo que no queda otro remedio que apretujar a gnomos, silfos, ondinas y salamandras en el cubículo que forma la saetera, aunque chillen y protesten. Gigantes y cabezudos sabios locos Con intención dejé para el final a otra clase de monstruos, que podríamos llamar “sistemáticos”. Víctor Frankenstein es el “sabio loco” por excelencia. Le sigue de cerca el esquizofrénico dueto Jekill-Hyde. La Se46
gunda Guerra Mundial y la posguerra popularizaron, en particular, a la variante del sabio nazi loco, empeñado en resucitar a Goering, Goebbels, Himmler; en fin: a todo el panteón. Profesores racistas chiflados, cada uno con su Hitler de bolsillo. Galería propia forman los animales gigantescos. Rodán (especie de pterodáctilo enorme, versión de los cincuenta del Ave Rock) es la típica bestia imaginaria. En el otro extremo, las “realistas” del Jurásico y del Cretáceo: estiracosaurio, tiranosaurio y otros “dinos” más o menos tiranos y fuertes; la inefable serie de los monstruos despertados por las bombas atómicas. Los japoneses, en este sentido, capitalizaron su tragedia colocándose a medio camino entre la ingenuidad y la expectativa económica. También tenemos el rico universo de Poe. No obstante, a veces, quien cayó de cabeza en la fosa y el péndulo fue el propio autor norteamericano, a causa de algunas malas adaptaciones y pese a los esfuerzos de Vincent Price. El mundo de Swift: gigantes, enanos, caballos que hablan; pero de todas sus criaturas, las más monstruosas me parecen los matemáticos de la rueda voladora, quienes vivían en perpetua abstracción, a punto tal que sus sirvientes debían arrancarlos de sus ensueños agitando cerca de sus oídos unos sonajeros hechos con vejigas infladas y llenas de piedritas. Recordemos también a los dragones, a las entelequias que avanzan desde los espejos (como ficciones impresas en un Gutenberg astral), al can Cerbero, el Basilisco (nacido de la sangre de Medusa), al grifo, etcétera. Los monstruos nuevos no son tan nuevos Hay pocos seres fantásticos realmente originales, de pies a cabeza. En general se trata de yuxtaposiciones de otras “bestias”, donde se intercambian piezas como en un juego de trebejos metálicos para armar. Así, tenemos que la disímil mezcla de partes de león, caballo, pez, serpiente y hasta hormiga nos da distintos seres fabulosos. Si suprimiésemos todas las criaturas provenientes de combinaciones hombre-animal, nuestro zoológico de ficción se vería despoblado; desaparecerían arpías, faunos, sirenas, la Medusa, el Minotauro y ni siquiera podría salvarse la esfinge de Tebas. 47
A medida que nos internamos en el pasado, los “yacimientos arqueológicos” de monstruos, alegorías, etcétera, se van haciendo más ricos. Siguiendo el camino inverso al futuro (con la máquina del tiempo de Wells), tal vez encontraríamos que los engendros de pesadilla son como los números primos: a medida que se avanza en la serie de los valores numéricos, aquellos son cada vez más escasos, pero siempre aparece uno nuevo. Un matemático habilidoso, que hallase el límite de la asíntota, quizás nos diría: “Llegados que sean los días del hombre a tal siglo de tal milenio, la aparición de monstruos tenderá a cero”. Ahora bien, creo yo que este hipotético momento coincidirá con el fin del hombre sobre el planeta. Mientras viva, la criatura humana seguirá fabricando entes de ficción. El Don Juan más feo del mundo (El fantasma de la ópera) ¿Habrá leído alguien El fantasma de la ópera? Los que la adaptaron para cine seguro que no. ¡Qué desperdicio! Habría que meter en el “cuarto de los suplicios” a los adaptadores de Leroux y Poe. Es para mí un verdadero misterio la razón por la cual, a ciertas obras, pese a su fama y popularidad, se les niega maestría. Un primer análisis podría llevarnos a pensar que, precisamente, el ser populares atente contra el respeto que se les debe dispensar. Sin embargo no es así. Rey Lear o Hamlet son conocidas por todos —hasta por los que no las leyeron— y a nadie, salvo a Tolstoi, se le ocurrió negar el genio a Shakespeare. Alguien supondrá que el talento de este artista es tan vasto y completo que por fuerza, ante él, cuatro siglos doblan la rodilla. Pero tampoco es del todo así. La popularidad es un misterio, y proviene no tanto del genio creador como de la “estrella” del hombre creador. Así, por ejemplo, decía Wilde que Browning “es el ser más shakespereano desde Shakespeare” y que si éste “era capaz de cantar con una miríada de labios”, aquél, por lo menos, fue capaz de “balbucear con mil bocas”. Ya es bastante. Sin embargo, Robert Browning es casi desconocido fuera del entorno anglosajón. Hay en el mundo una gran cantidad de obras maestras condenadas a la popularidad, sin el reconocimiento simultáneo de la maestría que po48
seen. Dentro de tan curiosa e infortunada situación se encuentra El fantasma de la ópera, de Gastón Leroux. Este autor supo, como pocos, plasmar “la realidad de un misterio”, y explotó hasta su máxima posibilidad la fascinación de lo horrible. Erik, el Fantasma, es un hombre límite: un genio que, enloquecido por su fealdad física, sólo vive en el contorno de la vida. Su imposibilidad de acceder a ésta como un hombre normal lo precipita a la complacencia fúnebre y morbosa: un rojo sueño de ira y desesperación. La naturaleza, para su desgracia, lo dotó de sensibilidad exquisita; esto es: de la capacidad de gozar con refinamiento, dar y recibir alegría. Ahora bien, justamente todo ello le está negado, como por una suerte de decreto-ley teológico. El mundo parece decirle: todos, hasta los más mediocres, tienen asignada en la vida una porción aceptable de disfrute. Todos menos tú, por alguna ignorada razón, invisible, kafkiana. Así, pues, su aislamiento único, aterrador, lo impulsa a refugiarse en los sótanos de la Ópera de París donde organiza el sombrío imperio de un solo hombre. El cuarto de los suplicios Resultan importantísimos todos los juegos con espejos de los cuales abunda la novela: los cristales giratorios que utiliza el Fantasma para escamotear a Cristina en un abrir y cerrar de ojos; el famoso “cuarto de los suplicios”: sala hexagonal donde el monstruo, gracias al recurso ilusionista mencionado, la sed y el calor, hace creer a sus víctimas que se encuentran en un desierto, en una selva tropical, etcétera. Otro gran motivo de arte se encuentra en el viaje de Cristina y Raúl por la tramoya de la Ópera, con sus decorados irreales, los contrapesos que los maquinistas utilizan para plasmar imaginerías fantásticas, iglesias pintadas, falsos bosques y jardines, salas de palacios polvorientos y armaduras de viejos guerreros, todo entre las miles de cuerdas del aparejo escénico; “...una decoración estaba a medio colocar; algunos rayos de luz (una luz lívida, siniestra, que parecía robada a un astro moribundo) se habían insinuado quién sabe por qué abertura hasta la vieja torre que alzaba en la escena sus almenas de cartón”. 49
Algo que requirió un tratamiento estético cuidadoso fue la casa del lago subterráneo (a la cual sólo podría accederse mediante un bote), donde vivía el misterioso personaje. Justo allí, en el último y más secreto subsuelo de la ópera, Erik acumuló toda su defensa: terribles trampas, tales como la “sirena” (en realidad un artilugio mecánico) que con su canto atraía a los incautos viandantes que se acercaban a curiosear los dominios de Fantasma, y otros muchos aparatos e invenciones mortíferas. Cuando leo esta parte (una de las tantas desaprovechadas por el cine al darle solución rudimentaria) no dejo de pensar en una ambientación cavernosa, con fulgores azulados, que recuerde a la Eftigia, tal la idea del propio Leroux, con La isla de los muertos, de Rachmaninoff, como música de fondo. Allí, en esa casa tenebrosa y a solas con su órgano, Erik creaba la música de su obra magna: el Don Juan triunfante. “Sí —me dijo— en ocasiones compongo. Hace veinte años que comencé esta obra”. “A veces trabajo en ella quince días y quince noches seguidas, durante los cuales sólo vivo de música y luego descanso años”. “¡Embriaga tu alma con mi fealdad maldita!” Pero, sobre todo, lo más interesante es la personalidad misma del Fantasma, quizá lo más logrado del libro: un ser contradictorio cruel e inocente, victimario y víctima, genio atrapado por un destino terrible; su humor es por momentos delirante, feroz, propio de quien está en el último extremo de la desesperación. Cuando la curiosidad lleva a Cristina a despojarlo de su máscara, él vocifera: “¿Has querido mirar? ¡Pues mira! ¡Hártate los ojos, embriaga tu alma con mi fealdad maldita! No cesaba de reír repitiendo: ¡Son tan curiosas las mujeres! ¡Curiosillas!, con una risa amenazadora, ronca, formidable. E irguiéndose por completo, con la mano puesta en la cadera, haciendo oscilar sobre los hombros aquella cosa horrible que era su cabeza, me gritaba: ¡Mírame! ¡Yo soy Don Juan triunfante!”. Luego de la violenta escena él se encierra en su cuarto y comienza a tocar: “Lo que oía, no tenía nada que ver con lo que había escuchado hasta aquel momento. Su Don Juan triunfante —porque para mí no cabía duda de que para olvidar el horror del minuto presente se había precipitado sobre su obra maes50
tra— no me pareció en un principio más que un largo, atroz y magnífico sollozo, en el que el pobre Erik había encerrado toda su miseria maldita”. En cierto momento un desdichado cometió el error de extraviarse entre las trampas del lago. Erik, luego de nadar bajo el agua, se le apareció por sorpresa, estrangulándolo. Después de su hazaña se presentó con las ropas chorreantes frente a Cristina (a quien había secuestrado): “Te pido me perdones si te muestro semejante cara. En qué estado estoy, ¿verdad? La culpa la tiene el otro... ¿Para qué llamó? ¿Acaso les pregunto yo a los que pasan qué hora es? Ya no le preguntará más la hora a nadie. ¡Oh, querida, es que cometí el error de salir!... hace un tiempo atroz. Sólo por eso merecía la muerte... Y a propósito de muerte, tengo que cantarte tu misa”. Otras ironías feroces: “¡Apaguemos!... ¡No tengas miedo de estar en la sombra al lado de tu maridito!...”. (Esto, a la chica, quien lo mira aterrorizada y dando diente con diente). En El fantasma de la ópera hay un preanuncio del expresionismo alemán: allí está la cabeza de fuego que flota en un pasillo mientras conduce a la muerte a las ratas del teatro, un embozado que cabalga por los subterráneos, una negra fantasmagoría de ojos dorados, que se recorta en luna llena contra el tapial deslumbrante del cementerio bretón. El humor ácido y desesperado del fantasma, una ambientación misteriosa y los decorados alucinantes, hicieron de este libro una auténtica obra maestra, no por popular, menos incomprendida. Creo haber visto todas las versiones para cine (incluida la muda, con Lon Chaney, de lejos la mejor). El desaprovechamiento es patente. Se gastó tanto dinero en Batman que bien podrían utilizar en esto una suma equivalente. El libro es tan cinematográfico que no hay más que seguirlo con fidelidad para tener una película de éxito. Nunca hables con un monstruo extraño (Frankenstein: el sabio loco por excelencia) El ser creado por Víctor Frankenstein carecía de buenos modales; no se lo podía invitar a tomar el té. Tampoco a Frankenstein, si a eso vamos. ¿Estos dos tendrán algo que ver con la leyenda del gólem? 51
“Fue en una triste noche de noviembre cuando contemplé al fin el fruto de mis esfuerzos. Con una ansiedad que era casi una agonía, recogí los instrumentos de vida que me rodeaban para infundir una chispa de alma en el ser inerte que yacía a mis pies”. Así comenzaba originalmente Frankenstein, de Mary Wollstonecraft Shelley. Era sólo un cuento, pero su marido, el poeta Shelley, la convenció de que la historia merecía mayor desarrollo. De tal manera surgió la novela famosa. Víctor Frankenstein es el sabio loco por excelencia. El libro de Shelley está terminado, completo, no da para más. Sin embargo, el tema del sabio loco es apasionante para nosotros, los amantes del género; nos entusiasma y siempre esperaremos algo más de algo, de alguien. Fue precisamente en “una triste noche de noviembre” cuando a Mary se le ocurrió la idea para su obra maestra. Esta se originó por un desafío, en Suiza, cerca del lago de Ginebra, donde la pareja descansaba. Conocieron a Lord Byron y se hicieron amigos. Pero las vacaciones se les aguaron porque llovía sin cesar. Quedaron todos en reclusión forzosa, con sólo algunos libros de aparecidos traducidos del alemán. “Escribamos cada uno un cuento de fantasmas”, desafió Lord Byron. Parece que el resultado de los esfuerzos masculinos fue tan pobre que abandonaron enseguida la tarea. Sólo Mary siguió empecinada. El problema fue que no se le ocurría nada que asustase. En cierta ocasión estuvieron discutiendo hasta tarde si alguna vez el hombre sería capaz de descubrir el secreto de la vida, si era posible fabricar un ser viviente en el laboratorio. Esta noche Mary no pudo dormir. Ella misma cuenta su visión: “Vi, con los ojos cerrados, pero con aguda visión mental, al pálido estudiante de artes profanas arrodillado junto a la combinación que se había hecho. Vi desarrollarse el horroroso fantasma de un hombre, que luego, bajo la acción de cierta máquina poderosa, daba señales de vida y se agitaba con movimientos torpes, semivitales”. Al otro día Mary empezó a escribir Frankenstein. Hay muchas ambigüedades en el libro de Shelley, empezando por la fabricación misma del monstruo. ¿El científico juntó pedazos de cadáveres y los unió, como en las películas, o bien fue desarrollando proteínas, miembro por miembro, hasta que formaran un cuerpo, al principio sin vida? En un 52
momento parece una cosa, luego otra. Ya avanzada la novela, el científico empieza a fabricar una compañera para el monstruo. Para que no lo molesten trabaja en una isla escocesa, de sólo tres habitantes. Entonces uno, astutamente, se dice: “¡Ah!, conque solos, ¿eh? Eso significa que fabricaba proteínas, porque en esa isla no hay cadáveres”. Entusiasmo prematuro: la isla está a tres millas de la costa y “tal vez” el sabio loco iba en bote a buscar las piezas anatómicas que necesitaba. Como se ve el misterio sigue insoluble. Enfurece ver cómo nos engañan todo el tiempo los guionistas. Uno termina por creer a pie juntillas las audaces simplificaciones que a veces comete el cine, a punto tal que si no leyó el libro discute, y si lo leyó discute todavía más creyendo que, porque lo hizo, se acuerda. Uno se ve a sí mismo, muy suelto de cuerpo, pontificando: “Poe, Mary Shelley, Hoffman —o quien fuera— escribieron tal o cual cosa”, y resulta que no: es de la película de donde lo sacó. El libro no dice nada de eso. En este caso en particular hace rato que guionistas y directores decidieron cortar por lo sano: herr Víctor Frankenstein juntó pedazos de cadáveres, hizo con ellos un muñeco, le dio vida con sus aparatos y listo. D’accord. En el libro, no bien el científico anima a la criatura, se horroriza de su obra. “Sus miembros eran proporcionados y había procurado dar belleza a sus facciones. ¡Belleza! ¡Gran Dios! Su cutis amarillo cubría apenas la obra de músculos y arterias que había debajo; su cabello era negro, brillante y ondulado, sus dientes tenían la blancura de la perla, pero esas delicadezas no hacían sino más hórrido el contraste con sus ojos acuosos, casi del mismo color blanco sucio de las cuencas en que estaban encajados, con su tez apergaminada y con sus labios oscuros y estirados”. Frankenstein huye al ver su creación. El monstruo, a su vez, escapa del laboratorio hacia el bosque. El agonizante que murió cantando El muñeco (llamémosle así) ha nacido con buenos sentimientos y se pasma ante la maravilla del mundo. Ama el canto de los pájaros y trata de imitar sus trinos, pero de su garganta sólo salen gritos horrorosos. Es tímido, por lo cual se esconde para que no lo vean los humanos. Hom53
bres y mujeres están dotados de belleza. Él, por contraste, es más feo que una momia vuelta a la vida, cosa que sabe muy bien por haber visto su rostro en el agua. La desesperación puede más que su prudencia y por fin se acerca a los demás. Lo reciben con gritos, palos y piedras. Salva a una niña de morir ahogada y como premio le pegan un tiro en el hombro, herida que tarda mucho en curársele. A partir de ese momento jura odio y venganza eternos contra la humanidad y, sobre todo, contra su creador. La manera según la cual el monstruo aprende a hablar y hasta a leer es tan poco creíble como que en la ópera un agonizante muera cantando, pero en fin, ¡así es el arte! Lo cierto es que ubica a Víctor y comienza a matar a sus familiares. El muñeco interrumpe la serie de asesinatos y se entrevista con el científico. No bien lo ve Frankenstein quiere destruirlo, pues bien sabe que el monstruo es el causante de su desgracia. Pero el otro es muchísimo más fuerte que él y no tiene más remedio que escucharlo. El muñeco apela a su compasión contándole todas las injusticias que ha debido padecer: él era bueno y lo hicieron malo. Luego le habla de las responsabilidades que, como creador, tiene para con él. Por las dudas de que los argumentos anteriores no lo hubiesen convencido, le dice que si no le da algo que va a pedirle, en tal caso y con gran dolor de su alma, se verá en la tristísima obligación de exterminar a toda su familia. Quiere que Frankenstein le fabrique una compañera. Si accede, él y su chica se irán de Europa para siempre y no lo molestarán más. Harán su nidito de amor en Sudamérica. Como se ve, la solución es siempre la misma: encajarles a los subdesarrollados lo que a nosotros (los europeos) no nos gusta, ya se trate de desechos radiactivos, sobras industriales o monstruos. El planteo militar del bicho es bastante convincente y el científico accede. Pero lo atacan las dudas: ¿y si ella no acepta el pacto y resulta todavía más mala que él? ¿Y si la bicha se enamora de un ser humano cualquiera —de Frankenstein, por ejemplo— y al monstruo no le presta la más mínima atención? ¿Y si primero dice que sí y después que no? ¡La donna é mobile! Incluso podría pasar algo mucho peor: que sí gusten uno del otro, tengan miles de monstruitos y pongan en peligro la existencia de la raza 54
humana. Víctor duda como Hamlet: ¿hacer o no hacer una “monstrua”? Ésta es la cuestión. ¿El monstruo era un asesino con buenas intenciones? De todas maneras se pone a trabajar. La hembra ya está casi terminada cuando se le aparece el muñeco para ver cómo van las cosas. “Una sonrisa diabólica plegó sus horrorosos labios cuando vio que estaba realizando la tarea que me había impuesto”. “Mientras le miraba, su fisonomía demostraba ilimitada malicia y duplicidad. Pensé, con sensaciones de loco, en mi compromiso de crear otro ser como él, y, estremeciéndose de cólera, destruí lo que ya había hecho. El malvado vio destruir la criatura de cuya existencia dependía su felicidad y, lanzando un rugido de infernal desesperación, desapareció”. Pero no por mucho tiempo. El muñeco es implacable y Víctor lo sabrá muy pronto. Ésta es otra ambigüedad del libro: ¿el monstruo tenía realmente malas intenciones o la mueca maligna que cree ver el científico es producto de su paranoia? Podemos leer la novela cien veces que esto jamás queda claro. ¿Frankenstein fabricó un gólem? Hay una coincidencia muy curiosa: la manera de construir el muñeco que se describe en el libro (o en las películas, si se prefiere ser más exacto) es casi la misma que la usada para fabricar el gólem. Una de ellas, pues según la leyenda hay varias. La manera clásica de construcción es la de Löew, Gran Rabino de Praga en el siglo XVI. Con arcilla moldeó una forma humana y le dio vida por procedimientos cabalísticos. El gólem lo ayudaba en toda clase de tareas, a la manera de un fiel sirviente. El rabino lo hacía descansar el sábado. Pero un día se olvidó de desconectarlo y el gólem enloqueció: comenzó a correr enfurecido por las calles rompiendo todo a su paso. Löew logró darle alcance y lo destruyó. Se dice que los restos del gólem fueron guardados por el rabino en el desván de la sinagoga y allí quedaron hasta el día de hoy. A menos que se los haya robado Himmler. 55
Sin embargo hay otra clase de gólem que, cuenta una segunda leyenda, puede fabricarse. Es robando de morgues y cementerios distintas partes de cadáveres, unirlos hasta formar un muñeco y luego darle vida. Para esto es preciso que sobre el corazón recién instalado del gólem, el mago deposite un trozo de piel de su propia lengua, que deberá desprenderse con una espina de rosa. Sobre ese mismo corazón, echará un líquido mágico (nunca pude saber sus ingredientes, por desgracia) y cerrará el pecho. Se conecta el gólem a un pararrayos en espera de la primera tormenta eléctrica que se declare. En medio de los rayos y truenos el mago deberá tener una relación sexual con esa carne muerta. Esto es necesario —se sostiene—, pues, si el mago rehúsa hacerlo, en vez del gólem fabricará un demonio. Esta leyenda posiblemente esté relacionada con los famosos homúnculos de Paracelso: especie de pequeños humanoides que, según decía, el mago podía fabricar a partir de semen humano y sangre. Si Mary Shelley y los guionistas de cine leyeron las obras de Paracelso, o tal vez El libro de San Cipriano, Los secretos de Alberto el grande y otros “tesoros de las ciencias ocultas”, no lo sé... Yo, personalmente, lo dudo y me inclino por una casualidad. Pero, así las cosas... Un olvidado fabricante de monstruos (H. Rider Haggard) En el siglo XIX mucha gente murió buscando los fabulosos diamantes del rey Salomón y unas cavernas llenas de momias. ¿Sabe quién tuvo la culpa? Un imaginativo señor llamado Rider Haggard. “Por alguna razón jamás pude convencer a mis amigos escritores de lo importante que es leer ciertos libros de ficciones”. (Así habló mi maestro Drácula y creo que tiene razón). Recomendar hoy día la lectura de obras tales como Sinuhé, el egipcio, de Mika Waltari, o Ella, Ayesha o Las minas del rey Salomón, de H. R. Haggard, es exponerse al desprestigio. Al menos si uno se mueve en un ambiente intelectual. Quien tal hiciese perdería todo crédito, o predicamento, por mucho que pudiera tener. Pasará a integrar, de la noche a la mañana, la vasta legión de los descastados e irresponsables. 56
Sin embargo cuánto bien han hecho al arte las obras de entretenimiento puro. No caben dudas, un libro como Ella está mal escrito. Claro que el autor se cubre. Se supone que la obra no está redactada por Haggard sino por Ludovico Horacio Holly (la misma treta sioux utiliza en Las minas del rey Salomón, donde la novela, se dice, está escrita por un inculto cazador de elefantes llamado Allan Quatermain). Y así el escritor va zafando. Haggard redacta mal, qué duda cabe. Pero tiene la habilidad suficiente como para redactar peor todavía y a propósito. En Ella abundan las repeticiones de palabras, tales como “tremebundo” y demás lindezas (este vocablo aparece 13 veces: lo sé porque me tomé la molestia de contarlos). Como si fuera poco, además, tenemos expresiones del siguiente jaez: “la sombra del ala oscura de la noche”, “el seno desgarrado del mar”, “alguna vez lucirá una aurora que alumbrará los senos de la noche larguísima que nos ha envuelto”, e infinidad de otras análogas, que encantaban a los lectores del siglo XIX. Todo ello por no hablar de los momentos “filosóficos” de Holly, el personaje central, que por su altura lo transforman en una autoridad en metafísica pedestre. Ahora bien, si hay un libro que merece salvarse del fuego, es Ella, de Rider Haggard. Se trata de una obra tan amena que uno se siente dispuesto a perdonarle todos sus “senos desgarrados”, su “sombra del ala oscura” y hasta sus “noches larguísimas”. La descripción del viaje de los expedicionarios a través de pantanos desiertos y fantasmagóricos, ciénagas africanas interminables, llenas de mosquitos gigantes, es digna de ser leída aún hoy, luego de Paradiso o del mismísimo Ulises. La fortaleza estética y tecnológica de Joyce o la frase galana de Lezama Lima no destruyen nuestra capacidad para gozar aquellas páginas de literatura supuestamente menor. No conozco muchos escritores que sean capaces —como Haggard en Ella— de hablarnos de las ruinas de la fabulosa Kor, iluminadas por la luna, las legiones de esqueletos saliendo del osario para dar una vuelta por toda la ciudad vacía y luego caer en la misma fosa inmensa de la cual salieron, quedándose allí a dormitar por otros ocho mil años. Mientras viva no olvidaré este libro donde, en una montaña íntegramente cribada por túneles y pasadizos, los antiguos y desaparecidos habi57
tantes habían depositado miles de momias perfectas. ¿Cómo no recordar la escena donde la tribu de los amajaguers, ahora instalada en el lugar, incendia decenas de cuerpos embalsamados para iluminar sus festines? ¿O el tormento de la vasija de barro calentada al rojo, que los antropófagos colocaban sobre las cabezas de los extranjeros con el fin de “homenajearlos”? ¿O la belleza de su reina blanca, la temible “Quien Debe Ser Obedecida”, tan hermosa que debía desplazarse perpetuamente velada a fin de que sus súbditos no enloquecieran y verse así obligada a matarlos? Pero sobre todo merecen destacarse los personajes: tan distintos, diseñados con perfección, creíbles, vivientes. Particularmente Hiya, la terrible ama y señora de los amajaguers: criatura tan fuerte, extraordinaria, con leyes propias, pero al mismo tiempo tan “femenina”, con una femineidad de reina. Pues, no lo dudo, así eran las soberanas del mundo antiguo, con esa majestuosa crueldad de Las mil y una noches. Hiya es un monstruo. No tanto porque tenga mal carácter, que eso lo puede tener cualquiera, sino porque cuando le da un ataque de furia mata por medios mágicos, con un golpe de voluntad. Pero esto no es lo más raro: ella es una mujer contemporánea de Alejandro Magno y vive hoy, fresca como una lechuga. Tiene 2.400 años sobre sus espaldas. Bien conservada, la chica. Ya hablaremos del personaje de otra obra de Haggard, también una vieja, pero no linda como Hiya sino infinitamente horrorosa. Nadie, en apariencia, a menos que hubiese visto tales maravillas, podría describirlas con tanto detalle y naturalidad. No deberá extrañarnos entonces que, en el siglo pasado, muchos soñadores y locos perdiesen sus vidas buscando las minas del rey Salomón, las cavernas de Kor y cuanta cosa, directamente influidos por las obras de Haggard. Pero esta es la magia del verdadero artista, el poderoso campo gravitatorio de la auténtica imaginación, capaz de subordinar a sus lectores hasta el nivel de la creencia. Conozco a bastantes escritores, algunos de ellos con cierta fama, que ante un libro como Las minas del rey Salomón sólo tendrían como comentario un despectivo: “Eso no se lee”. Sin embargo, pocos hombres podrían describir una batalla entre nativos como la que aparece en ese 58
libro, donde un solo regimiento de tropas escogidas compuesto en su totalidad por veteranos enfrenta a un regimiento tras otro del enemigo, destruyéndolos hasta ser ellos mismos al fin exterminados. Haggard pasó muchos años en África, sirviendo como funcionario en la administración inglesa de Natal. A su profundo conocimiento del sentir y accionar del hombre negro, unió la suerte de haber sido contemporáneo de la gran guerra civil en Zululandia, cuando los hijos de Panda se disputaron la sucesión a “ejército limpio”, como quien dice. Al vencedor de nada le valió el triunfo, pues el imperio fue conquistado poco después por los cañones ingleses. Haggard llegó a conversar con muchos zulúes, quienes habían conocido de cerca a los viejos reyes. Espejito, espejito, ¿quién es la más horrible de todas? En Las minas del rey Salomón tenemos a Gagaula, vieja malísima que, se nos deja entrever, tiene más de doscientos años de edad. Es sólo piel y huesos, igual que una momia. No camina, sino que se arrastra con sus cuatro extremidades, dando saltitos como un sapo. Su cabeza es una calavera cubierta por piel tirante, de tambor. No tiene un solo pelo, pero sus ojos brillan en la oscuridad igual que brasas. Es inolvidable la escena en la caverna, con los reyes muertos y transformados en estalagmitas por gotas que les caen sobre las cabezas. Gagaula canturrea y “charla maléficamente” mientras les rinde homenaje. Otro “monstruo” es Zikali, también hechicero, y a quien el rey Tchaka llamó “la cosa que nunca debió de haber nacido” (sin atreverse, empero, a matarlo). Este brujo aparece en una trilogía de novelas llamada La venganza de Zikali, y son: Nombé, Mameena y Marie. Zikali está empecinado en destruir el imperio zulú, y lo consigue tejiendo sus redes como una araña mágica. Hasta el héroe de la trilogía (el cazador blanco Allan Quatermain) le teme y cae bajo sus ardides y hechizos. El brujo practica la adivinación con huesos de muerto y puede pasar más de una hora mirando al sol sin que su vista se altere.
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Novelistas amenos eran los de antes Las obras de Haggard fueron, en su tiempo, lo que hoy denominamos best sellers. Con esta expresión se designa un tipo de literatura que se afirma, debido a su ligereza y distorsión, corrompe el gusto del público. Según ese punto de vista, quien lee tales libros ya no puede cambiar de lectura ni ser interlocutor de obras más profundas. Haya o no algo de verdad en ello, lo cierto es que mucho más daño han hecho las “vanguardias” y, sin embargo, nadie protesta. En realidad mi pensamiento personal es que, por el contrario y a raíz de estas obras, la percepción del público ha mejorado muchísimo. De cualquier manera creo que está cercano el día en que aparecerá una gran obra, tan amena como Sinuhé, el egipcio, tan profunda como el Zarathustra y tan bien escrita como Las tentaciones de San Antonio, de Flaubert. ¿Se me dirá que no es posible una obra así? Aceptar tal imposibilidad no me parece razonable. Sería estimar en poco la capacidad de los artistas. Hasta el momento, y según yo lo veo, el novelista serio ha permitido que el best seller le tome la delantera. Esto puede cambiarse, pero para ello es preciso desechar caminos estéticos erróneos y esforzarse duramente en una nueva dirección. El desafío existe, pues hay necesidad de una obra así. La sociedad, con su exigencia y su consumo, la está pidiendo. Sospecho, repito, que no está lejano el día en que alguien recoja el guante. Una cosa podemos tener por segura: el lector actual, que se acerca al mundo del arte, ya no está dispuesto a tolerarnos una obra hermética, inconexa, tediosa. A esto hay que comprenderlo. En tanto algunos escritores sigan por el camino de las “vanguardias” retrógradas, no tendrán derecho a quejarse del triunfo del best seller. Si nos volvemos orgullosos e intratables no comprenderemos a nuestro tiempo, identificaremos “profundo” con “soporífero” y así serán las consecuencias. No debe extrañarnos, entonces, la aparición de obras que parecen hechas con pesados bloques de tejido adiposo. Pero mientras vivan los hombres no finalizará la aventura del entretenimiento puro ni la del espíritu de juego mezclado sabiamente con la profundidad metafísica. Porque, en 60
definitiva, entiendo yo, para un escritor ésta es la mejor moraleja y la alegoría más perfecta: conseguir lectores que no se aburran. Tal vez la clave sea retomar el mundo de los monstruos. Lo monstruoso es demasiado importante como para dejarlo en el reino de la clase “B”. Werner Herzog dio un gran paso con Nosferatu, película entretenida y a la vez profundísima. Salir de la fosa para caer en el péndulo (Poe, el hacedor de enfermedades rarísimas) Deliciosos enterramientos prematuros, caballos malditos y pestes rojas. Sin embargo, los mayores monstruos de Edgar Allan Poe van por dentro, como las procesiones. Los monstruos, en Poe, casi siempre están en el interior de la mente humana. Hay unas pocas excepciones: el caballo maldito de Metzengerstein y el horrible espectro de La Máscara de la Muerte Roja. En casi todos los demás cuentos el monstrum horrendum es la perversión. Desde los excesos del espíritu puro, en Ligeia, hasta el hipocondríaco de Usher con sus enfermedades rarísimas. Y no olvidemos a los psicópatas romanticones que les arrancan los dientes a sus amadas, como en Berenice: en un momento dado la prima del personaje le sonríe y muestra su dentadura. ¡Desdichada sonrisa! Es obvio que esa chica sonrió exclusivamente para que la despojen de sus piezas dentales con una pinza muy larga. Poe era un Dr. Frankenstein de monstruos psíquicos. Algunas de sus criaturas merecen detenido estudio. El hundimiento de la casa Usher es un cuento multifacético, inacabable, de varias lecturas estéticas, como un poema chino. Por cierto, no es para leer en el ómnibus sino en la intimidad y el reposo. Se lo puede admirar en su totalidad o por partes, como un todo o en fragmentos cada vez más pequeños. Podemos descender a la simple frase o a las palabras aisladas, cuidadosamente elegidas por el autor. Poco importa: nuestra admiración va en aumento a medida que efectuamos el buceo dentro de su microscópica trama. Es que habrá pocas obras que, como Usher, consi61
gan de manera tan absoluta el efecto exacto que se propuso el autor. En ningún momento decae el ambiente opresivo, enfermizo. No hay bajas tensiones ni caídas de potencial. Los seres de esta narración resultan como extrañas plantas marcianas, aptas sólo para vivir en atmósferas enrarecidas. Por algo Wilde decía que “es tan sólo la expresión la que da realidad a las cosas”. Y qué expresión hay en Usher. Sólo el arte de Poe fue capaz de tornar verosímiles a tales criaturas, colocadas en el límite justo de lo detectable. Un poco más raras que las hubiese diseñado y ya no habríamos podido comprenderlas. Bien sabía él, como Wilde, de los hechizos de las palabras. En esta obra maestra —verdadera joya diseñada a la manera de Cellini— se nos revela como un Merlín de las letras, que sugestiona movilizando al lector con sus magias. Suele reprochársele —con alguna verdad— la reiteración del tema necrofílico en sus cuentos. Cierto que sus mujeres, con toda evidencia, sólo están allí como excusas, para hacerlas padecer (pobres) la catalepsia, con sus consiguientes enterramientos prematuros y otras muertes predilectas. Pero se le puede perdonar, ya que esta morbosidad, en Poe, se transforma en un motivo de arte. Usher es genial incluso a nivel microscópico: “de mí, el desesperado, el frágil”. Seis palabras hay en este fragmento. Cada una por separado no nos dicen demasiado, pero, según la forma en que él las combina, basta para expresar toda una situación interior del personaje. Uno de sus pasajes contiene incluso un presagio de la pintura moderna: “si jamás mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos —en las circunstancias que entonces me rodeaban—, el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, por demasiado concretas”. Es imposible saber si Poe tenía conciencia del humorismo implícito en ciertas escenas. Quizá fue intencional. Cómo no reírse, en efecto, de “Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos”. Si pensamos que afuera de los muros de la mansión, contami62
nados por la melancolía, hay sol (o noches con luna), pájaros que cantan o niños que juegan (en algún lugar, en alguna parte), el contraste con estos dos fronterizos que se encierran a improvisar réquiems nos obliga a la sonrisa. Es imposible tomar este pasaje completamente en serio. Como tampoco este otro, casi al final, donde Usher, desmelenado e histérico, abre la ventana en medio de la tempestad: “La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo”. Lo cómico — involuntariamente cómico— de la escena surge del hecho de que el lector, exasperado por la melancolía de páginas y páginas, a esa altura también alcanzó una suerte de histeria cuya única salida es la risa, ante la primera exageración que rompa el equilibrio. El pensamiento de que una ráfaga, por impetuosa que sea, pueda arrancar a dos hombres adultos del piso no resultaría jocoso en otro momento; a lo sumo lo encontraríamos algo extravagante. Es el genio de Poe el que nos ha tenido tensionados con emociones, hasta el punto de necesitar la descarga del humorismo. El diccionario define la palabra monstruo como “único en su especie”. Roderick Usher “apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aún la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror”. Caso único y único espécimen, por cierto. El genio es el genio y la locura una hinchazón Es un error suponer que la dipsomanía de Poe le hizo posible la construcción de tan extraordinarios personajes. “Le fue fácil puesto que él era así —alega más de uno—. No tuvo más que copiarlos de sí mismo”. Nada más falso. A tales hallazgos no los da la enfermedad sino el genio. Van Gogh no estaba loco al pintar Los girasoles. No mientras los pintaba, por lo menos, aunque lo haya estado diez minutos antes y quince después de su acción pictórica. Lo mismo en Usher, donde la melancolía, la obsesión y el terror están expresados mediante el auxilio de un superior talento y sólo con él. Porque el arte es, precisamente, un heroico esfuerzo de la parte más sana del alma. 63
Muchas veces se ha señalado que los personajes femeninos, en la obra de Poe, resultan mal diseñados: son etéreos, fantasmales, apenas un esbozo. Esto es cierto, desde luego. La amada ideal, para este artista, debe ser “remota”, de orígenes “confusos”; los romances, para ser tales, deben entrar en la esfera de lo mitológico: con tenebrosas plantas trepadoras y manchas de humedad en la pared. Y necesariamente debe ser así para que luego pueda irrumpir con comodidad lo fatídico, lo romántico en el peor sentido necrofílico del término. En Ligeia nos describe a su heroína: “Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada”. Casi descarnada. “Entraba y salía como una sombra” de su gabinete de trabajo. Sólo reparaba en su presencia por su voz o “cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro”. En otras palabras: lo ideal es que la fastidiosa carne moleste lo menos posible con sus despóticas exigencias vitales y biológicas. El sexo, en Ligeia, llega a un verdadero prodigio de sublimación; así, por ejemplo, si bien es cierto que los ojos humanos poseen su erotismo, no es cuestión de exagerar: “la expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos”. Casi enseguida se hace evidente que el centro de gravedad del cuento está en los ojos de la amada. “De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo...”. Una vez más vemos que la pasión, para él, sólo es válida a partir de lo sublimado (“Y no podía medir yo esa... como no fuese por el milagroso dilatarse de...”). Los dos personajes viven, aparentemente, en un estado de trascendencia pura. No hay vestigios de sexo; sólo excitación intelectual. Por fin Ligeia, cada vez más etérea, enferma y muere, no sin antes insinuar 64
la posibilidad del retorno de ultratumba mediante su voluntad. El viudo compra una abadía ruinosa y la transforma en su residencia. Deja intacto su exterior, con sus hiedras espectrales y “recuerdos melancólicos y venerables”. Ya nos podemos imaginar la decoración del lugar donde pasa sus noches y sus días (ya sé que lo cité en otro sitio, aunque sea dentro de mis pensamientos, y de los pensamientos de Drácula, pero permítaseme que lo reitere puesto que así es el placer): hay una única ventana, “un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos”. “El lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre”, etcétera. Luego de construida su casa loca, el viudo vuelve a casarse, esta vez con Lady Rowena Trevanian, de Tremaine (nombre, apellido y título completos, cosa que no ignoremos que ésta, al revés de aquélla, carece del encanto de lo ambiguo, confuso y remoto). Ya sólo por lo dicho deberíamos intuir que la pobre chica es una futura víctima propiciatoria en los altares del Moloch de la necrofilia. En efecto: la malhadada segundona es tomada al asalto por el acechante fantasma de Lady Ligeia (para alborozo del viudo) y logra volver al mundo terrenal. Ese espíritu descarnado usurpa los derechos de la carne. El personaje masculino observa arrobado ese milagro altamente maléfico y proclama (al tiempo que entona salmodias y antífonas): “¡Estos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de Lady... los de LADY LIGEIA!”. Poe cambia la voluptuosidad por la atención en lo trivial (o por lo que, sin tener dimensión frívola desde el punto de vista erótico —los ojos, por ejemplo— finaliza por tenerla a causa de una pesada, sospechosa insistencia). El escritor, para sus mujeres, intercambia siempre los mismos juegos: el incesto, la muerte prematura, el morbo y la excitación enferma. A las féminas las hace resucitar sólo para tener el placer de hundirlas en la segunda muerte, más rápida y vasta que la primera. Tal es el caso de Morella donde la hija calca velozmente el drama de su madre. Leyendo la obra de este artista genial, valorando incluso sus descripciones enfermizas, no puede menos que lamentarse el severo vínculo psíquico 65
que sólo le permitía sublimar hacia las regiones del morbo. Ya no podremos saber la potencia que pudo alcanzar de no sufrir el desgaste de su mala relación con el mundo femenino. Del Drácula, de Bram Stoker, al Nosferatu, de Herzog “Soy un bebedor empedernido” (Drácula). En realidad a esta frase (así como a esta otra: “Hay un erotismo que ustedes no conocen”) no la dijo mi Maestro. Pero pudo. Sin embargo, la peor idea que pudiese tener un mal informado respecto al sublime ser que habita en Transilvania, sería siempre de una inocencia pasmosa al lado del auténtico monstruo creado por Werner Herzog. Imaginemos a un viejo Conde apoltronado en el sillón predilecto de su ruinoso castillo. Un alegre fuego en la chimenea, llena de gruesos leños, intenta mitigar la ferocidad del invierno centroeuropeo. El bondadoso anciano lee su libro favorito (Las minas del rey Salomón, probablemente), mientras su mano derecha sostiene con indolencia una bebida apropiada a la época invernal. Esperamos ver, a través del vaso, el color ambarino del whisky, pero con toda evidencia, se trata de algo más fuerte. El color del líquido es rojo y el dulce anciano se llama Drácula. Como bien dijo Borges, todo gran escritor crea sus antecedentes y no a la inversa. Él se refería específicamente a Kafka, pero deducimos de lo dicho, ello se aplica a cualquier artista. Antes del Drácula, de Bram Stoker, teníamos Carmilla, de Sheridan Le Fanu: una vampiresa muy mala (mala para nosotros, no para sí misma) empeñada en beberse toda la sangre de todos los cuellos. Pero recién cuando el irlandés Stoker dio vida al Príncipe de los Vampiros, el Nosferatu o no-muerto entró al panteón de los monstruos. La leyenda (o no) de los vampiros es muy antigua y depende de la región. El vampiro más “erótico” era uno de Checoslovaquia, que se quitaba el sudario para atacar desnudo a sus víctimas. Hay un vampiro chino que saca sus fuerzas de la sangre, pero también de los rayos de la luna. El chupasangre más original era un travesti, de tacos altos, que hacía de las suyas en los Balcanes. 66
En los tiempos modernos cada tanto aparece un loco que se cree vampiro y actúa como tal: John Keins liquidó en Boston a tres chicas. Las mató de la manera más clásica: previo mordiscón en el cuello, les chupó la sangre. En Nueva York un puertorriqueño asesinó a varias mujeres de manera parecida, sólo que como no tenía tan buena dentadura como Mr. Keins se ayudaba con un cuchillo. Bela Lugosi, uno de los mejores Drácula que hemos tenido, fue poseído de tal manera por su personaje que, años después de filmada la película, seguía vistiendo como el Conde transilvano y ¡hasta dormía en un ataúd! A Marlon Brando le pasó lo mismo cuando interpretó a Zapata, pero por lo menos dormía en una cama. Petronio, en El Satiricón, menciona a los vampiros. Hay chicos malos aficionados a los líquidos rojos entre los antiguos judíos, los griegos, alemanes, rumanos y rusos. Se ha dicho que Stoker se basó para su libro en la historia del boyardo Vlad, amo y señor de Valaquia (hoy parte de Rumania) y fundador de la ciudad de Bucarest. Durante sus diez años de gobierno hizo empalar a cuarenta mil personas: si bien la mayoría eran turcos, enemigos a la sazón de Valaquia, muchos de sus subordinados conocieron esta pena máxima. Murió en 1462 para alegría de sus súbditos. Lo llamaban Drakula (Hijo del Diablo). Pese a todo, la supuesta inspiración es errónea y por dos razones. Mi Maestro es muy anterior a Vlad. Éste, por otro lado, si bien hizo correr ríos de sangre no se la bebió. Digamos, más bien, que la propia literatura de la época debió influir sobre Stoker; aparte de Carmilla ya existía otra novela: Varney, el vampiro (una especie de esqueleto con poca carne que atacaba a señoritas dormidas). Lo más original, en Drácula, es el estilo, el humor negro de muchos de sus pasajes, la riqueza del diseño de sus personajes, la descripción de lugares, la de castillos ruinosos, sombríos y, sobre todo, el erotismo sadomasoquista muy bien disimulado. Esto último fue, sin duda, lo que más prendió en la fantasía de la gente hasta el día de hoy. La versión muda de Murnau, Nosferatu, tiene un homosexualismo indudable. Se han hecho tantas películas de vampiros que, a esta altura, el Club de Sanguinarios Anónimos está superpoblado. El aburrimiento hace que el tema del vampiro desemboque en variantes exóticas cada vez más atre67
vidas: a las chicas ahora no las muerden en el cuello sino en los senos. Pronto tendrán relaciones sexuales normales y hasta se casarán y tendrán hijos. Después vendrá la tarjeta de crédito, el teléfono celular y las fortunas en la Bolsa como los goldenboys y será el fin del género. No estamos lejos. Ya vi dos películas de vampiros buenos. En una, la comunidad de nosferatus sólo bebe sangre artificial para no matar gente (y de paso no aumentar el número de miembros de la colectividad, supongo). En otra, la pareja de vampiros chupa, pero poco: se miden cosa de que nadie sufra un accidente lamentable. Aparte de Christopher Lee (inexorablemente perseguido por Peter Cushing), Jack “El Destripador” Palance(3) interpretó al Conde Drácula. De manera excelente, por lo demás. A este magnífico actor jamás le dieron la oportunidad de hacer el papel principal en El fantasma de la ópera. Una lástima. Dicen las malas lenguas que ni siquiera hubiese necesitado maquillaje, pero se trata de un malévolo infundio. Francis Ford Coppola dirigió una muy buena película sobre el tema, y también, Werner Herzog. El Nosferatu de este último merece un detenido análisis, por ser, según creo, el único que se aparta de la larga tradición. Yo te muerdo, tú me muerdes. ¿Quién mordió primero? En la primera escena de la ópera El anillo de los nibelungos, de Ricardo Wagner, el enano Alberich “pudre” la esencia del oro mágico que duerme en las aguas del Rhin. Ese oro sobrenatural está destinado a preservar el equilibrio del mundo y la felicidad del género humano. Alberich descubre que si roba ese oro y con él construye un anillo, tendrá poder completo sobre hombres y Dioses. El precio es renunciar al amor. Con esa monstruosa renuncia, Alberich trastoca todo el orden universal. Se transforma en un Dios, ciertamente, pero uno maléfico, y como ha pasado a ser el más poderoso, su maldición alcanza con sus llamas a la propia Casa de los Dioses del Bien. El final de la ópera es apocalíptico. El Nosferatu, de Herzog, se ha nutrido de la obra wagneriana. Aquí el vampiro no es un monstruo que muerde porque alguna vez lo mordie(3) Jack el Destripador, película de 1953, actuada memorablemente por Jack Palance y dirigida por
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ron, ni nada por el estilo. Se transformó en monstruo cuando siglos atrás, para conseguir la inmortalidad, “renunció al amor”. Se torna así en un enemigo de la humanidad y el orden creado, en el Dios del Mal. Según parece, además del ser y la nada existe el anti-ser, empeñado en retrotraer a la creación al punto cero y destruirla. Sería bueno que a esta porción de la metafísica los filósofos la tratasen alguna vez. No es una casualidad que una de las primeras escenas de la película de Herzog sea un hombre a caballo bordeando el río. La música de fondo es el motivo guía El Rhin, de la ópera de Wagner ya mencionada. Para cazar a sus presas el monstruo apela a la seducción romántica. Se presenta a sí mismo como víctima de un misterioso e injusto dolor, de una condena antiquísima. Según él, su terrible soledad necesita de una mujer que se sacrifique para salvarlo. Este cebo está, con toda evidencia, destinado a hacer “picar” a las chicas. Pero lo cierto es que su soledad no viene a causa de un aciago destino, sino porque él, para dominar el mundo, renunció al amor. Nosferatu es el Dios de los espejismos y la mentira, y con sus patrañas hace caer a más de una fémina. Al lado del monstruo de Nosferatu, el viejo Conde Drácula parece casi inocente. Mi Maestro, durante siglos fue malísimo, qué duda cabe. Pero a él no se lo puede ver como a un puro victimario: más bien resulta una víctima puesto que no eligió su destino. En todo caso (y este es su mérito) decidió cambiarlo mediante un poderoso, increíble acto de voluntad y purificación. Pero ahora no voy a hablar de la realidad de mi Maestro sino de la ficción. Cuando en la novela de Bram Stoker sus compañeras vampiresas se ríen de él y lo acusan de falta de amor: “Tu nunca amaste, nunca amas”, él les contesta: “Sí, yo también puedo amar; ustedes pueden decirlo, por lo que conocieron de mí en el pasado”. Cuando Van Helsing y compañía están a punto de liquidar a Drácula: “Estaba terriblemente pálido, como una imagen de cera, y sus ojos rojizos, abiertos, brillaban con una mirada bien conocida por todos nosotros, en la que quemaba todo el odio y la venganza del mundo”. Pero inmediatamente luego de que le clavan la estaca: “Creo que siempre será un consuelo y una memoria dulce para mí el recuerdo del gesto de paz, que, aun en ese instante de disolución final, vi imprimirse en el rostro del 69
Conde. Nunca hubiera imaginado que esa cara era capaz de reflejar tanta serenidad”. Es distinto el caso de la criatura maléfica del film de Herzog: no es un hombre malo, incluso malísimo, ni una entidad sobrenatural víctima del anti-ser, sino el anti-ser en persona. Se diferencia de todos los otros bebedores empedernidos en que no fue un hombre a quien mordieron y que, en correspondencia, muerde. Nosferatu eligió libremente no amar, realiza con su propio ser un pacto por fuerza diabólico. Y todas sus víctimas, a partir de tal momento, reflejan como espejo ese desamor. Es el origen del mal y el pacto mismo. El monstruo de la judería (un gólem de novela) Si usted alguna vez fabrica un gólem no se encariñe demasiado con él. El dulce bichito suele tener ataques de furia y pararlo le va a costar tanto como la ciudad de York. La leyenda del gólem inspiró, hasta un punto, a Hoffman y, por completo, a Gustav Meyrink. Olimpia, la muñeca animada de El hombre de arena, es a medias mágica y a medias mecánica. No es todavía el verdadero gólem, criatura enteramente sobrenatural. Hoffman, aquí, es tímido y se queda en el medio. El aprendiz de brujo, de Goethe, está más cerca: la famosa escoba que camina y lleva baldes con agua tiene mucho de leyenda golémica. Pero recién en El Gólem, de Meyrink, tenemos al humanoide de arcilla, animado por medios cabalísticos, tal como viene por tradición. Es conocida la historia del rabino Löew, de Praga, que ya fue mencionada atrás. Todas las leyendas —al menos las judías referidas a este ser, a este “único en su especie” (monstruo)—, aunque varíen, repiten lo mismo: el gólem tiene grabada en la frente la palabra emet (verdad), es indispensable desconectarlo en determinados días y horas, y no debe salir de casa por ningún concepto. Otro rabino, que igual que Löew lo construyó, también tuvo problemas. Parece que el gólem, que comienza siendo pequeño de cuerpo, si no lo destruyen a tiempo llega a ser gigantesco. La manera de volverlo otra vez arcilla inanimada es borrar la primera letra de la palabra “verdad”, entonces queda met (ha muerto) y el gólem se des70
ploma. El rabino del que hablamos dejó crecer demasiado a su criatura y ya no podía alcanzar su frente para borrar la letra. Lleno de miedo pensó que el gólem podía seguir agigantándose hasta aniquilar el mundo. Se le ocurrió entonces una treta. Le ordenó: “Quítame las botas”. El gólem se arrodilló para cumplir el mandato y la famosa letra estuvo al alcance del rabino. La extraña criatura murió, pero había crecido ya tanto, de cualquier manera, que sus escombros aplastaron a su creador. Así, al menos, nos lo cuenta Gershom Scholem. La piedra que tenía la forma de un pedazo de tocino El Gólem, de Gustav Meyrink, es tal vez la única “novela filosófica de fantasmas” que se haya escrito. Yo, al menos, no conozco otra. En el Ulises, de Joyce, por ejemplo, aparece el espectro de la madre de Esteban, pero la obra misma no tiene una infraestructura sobrenatural. Todo en El Gólem es misterioso, fantasmagórico, a punto tal que bien puede darse el raro caso de que uno lo disfrute aunque no entienda una palabra de su contenido. Es un libro alucinante, de estilo único: La luz de la luna cae a los pies de mi cama y yace allí como una piedra grande, chata y luminosa. Cada vez que la luna llena empieza a menguar desvaneciéndose su lado izquierdo, como una cara que se aproxima a la vejez, adelgazando y mostrando primeramente arrugas en una mejilla, se apodera de mí, en la noche, una inquietud turbia y de tormento. Es obsesivo, recurrente: A veces, me arranco del sopor de estos semisueños y veo, por un momento, yacer de nuevo el rayo de la luna sobre el extremo apelotonado de mi colcha, como una piedra grande, chata y luminosa, para seguir vacilante y ciego, otra vez, tras mi conciencia que se desvanece, buscando sin reposo, aquella piedra que me atormenta, que debe yacer en algún lugar entre los escombros de mis recuerdos y que se parece a un pedazo de tocino. Me figuro que una 71
gárgola, cuyos bordes, carcomidos por la herrumbre, forman un ángulo obtuso, debió haber desembocado en tiempos pasados junto a él en la tierra, y obstinadamente, para engañar y adormecer mis pensamientos asustados, insisto en insinuar ese cuadro a mi mente. No lo consigo. Una y otra vez, con estúpida insistencia, afirma una terca voz, en mi interior incansable como un postigo que el viento batiera contra la pared a intervalos regulares: que el asunto es totalmente diferente, que no es ésta la piedra que se asemeja a un pedazo de tocino. No puedo libertarme de esta voz. Si objeto cien veces que nada de eso tiene importancia, calla por un instante, pero despierta imperceptiblemente de nuevo y repite, obstinada, una vez más: “Bien, bien, sin embargo, no es esa la piedra que tiene la forma de un pedazo de tocino”. La descripción de la judería de Praga, tal como era a fines del siglo XIX, es impagable. Deambulan cabalistas, santos, seres abnegados, pero también ladrones sentimentales (el “rufián melancólico” de Arlt estaría en su casa ahí), criminales, locos y viejas llenas de odio, metidas en sus escondrijos como sapos. Un no vidente de casi cien años, con la garganta rota, intenta cantar en alemán para un público checo. Un oftalmólogo, mediante astucias malignas, trata de operar los ojos sanos de sus pacientes y dejarlos semiciegos. Una prostituta de catorce años practica deleitada el sadomasquismo con un pobre sordomudo que se ha enamorado de ella. Un médico con dos títulos, condecorado por el emperador, una vez al año cuenta la historia de su vida ante un público de la más baja calaña. Él era un gran médico y cayó en el arroyo a causa de su mujer que lo engañó. Todos, completamente borrachos, lo acompañan en sus llantos escandalosos. No tiene desperdicio la escena donde los miembros del “Batallón” (una “asociación ilícita para delinquir”, como se dice ahora) entran a una fonda para comer. Las cucharas están atadas con cadenas a las mesas, para evitar las tendencias cleptómanas de los concurrentes. No hay platos y sí agujeros anchos y profundos en la madera de dicha mesa. Una camarera, armada con una jeringa de lata, 72
llena los agujeros con sopa. Pero si alguno no puede probar que pertenece al “Batallón”, con la misma jeringa se lleva la sopa y deja parpadeando al frustrado comensal. En la judería hay una casa de alto con una habitación misteriosa, sin puerta y con una ventana enrejada. En ese cuarto imposible vive el gólem, la figura de arcilla animada por medios mágicos. Cada 33 años sale de su reducto y marcha por las calles de Praga, vestido con ropas de otro siglo, sembrando el terror. Nadie conoce su misión, pero la gente lo odia y le teme. Cuando alguien lo ve da la alarma y todos lo persiguen para desarmarlo a palos. Jamás logran darle alcance. Siempre desaparece al dar vuelta por una esquina. En esta obra hay alucinación suficiente como para abastecer a cinco novelistas. Sin embargo, aunque puede leerse como una incomprensible novela de fantasmas (y, como ya dije, disfrutarla igual), es una obra mística. El gólem no es más que un mensajero destinado a conmover al personaje principal de la novela: Athanasius Pernath debe abandonar las tentaciones de la carne y así realizar una transformación alquímica en su alma. Sólo de tal manera estará en condiciones de efectuar la boda con “muerte” y “resurrección”. Pernath lo intenta desesperado, pero fracasa. Hacia el final baja con una cuerda y espía dentro del cuarto del gólem. La cuerda se rompe y para no caer se aferra al alféizar con uñas y dientes. Pero la piedra es lisa. “Lisa como un pedazo de tocino”. El personaje por fin ha encontrado a la famosa piedra. Ahora entiende que a todo esto ya lo ha vivido y que está condenado a pasar nuevamente por ello. Como dicen los árabes: “Quien no comprende a su pasado está destinado a repetirlo”. Athanasius, en el instante final carece de “garra”, resbala y cae nuevamente en este Valle de Lágrimas. La boda no se consuma. El indefenso fantasma chino (los humanos no existen, pero que los hay los hay) Ya no se puede creer ni en un cuento chino. Antes, en China, los fantasmas hasta eran comestibles. Hoy, por culpa de occidentales tales y japoneses, los espectros se han vuelto malísimos. 73
Los cuentos y narraciones chinos poco tienen que ver con las convenciones occidentales. Aquí, si uno asesina a su esposa (literalmente, quiero decir), lo menos que puede hacer es explicarle al lector por qué realizó ese acto tan curioso. No así entre los literatos chinos, quienes consideran que tales accidentes son propios de la vida y no requieren comentario ni detalle. Uno es “una hoja en la tormenta”, como decía el maestro Lin Yutang. En una narración del siglo XVIII (Unos hermanos en busca de su padre), el señor Luyteh marcha con un sirviente a través de ríos y montañas. En cierto momento están en un desfiladero. De improviso, el rostro del doméstico cambia y, sin decir agua va, se abalanza sobre el otro con un cuchillo. Luyteh se hace a un costado con la premura del caso y el servidor cae al abismo. Nada sabemos de las razones que pudiera tener el otro para su acción, ni se explican a posteriori. Es más: no se vuelve a mencionar al sirviente en todo el resto del escrito. Simplemente el señor Luyteh pone el equipaje sobre sus hombros y echa a caminar. Meses más tarde, el protagonista y su hermano tienen montones de aventuras: atraviesan un valle repleto de fantasmas, escapan de un batallón completo de tigres y lobos, etcétera. El lector chino de historias fantásticas y horripilantes lleva una ventaja sobre el lector occidental. Éste “tiene que hacer como que” cree en lo que le cuentan. A partir de esto, si el relato está bien escrito, se asusta. Aquél, en cambio, no tiene que “creer”: claro está que los fantasmas existen y eso lo sabe cualquier chino, lo que ocurre es que los seres sobrenaturales no son tan malos como parecen, y siempre se puede llegar a un arreglo con ellos. Es más: si un hombre se encuentra con un fantasma es el pobrecito espectro el que se halla en peligro, tal como en El hombre que vendió fantasmas. Un muchacho se encontró cierta noche con un fantasma. “¿Quién eres?”, interrogó el joven. “Un fantasma, ¿y tú?”. “Otro fantasma”, mintió el humano. Luego cada uno preguntó al otro respecto adónde se dirigía y resultó que iban en la misma dirección. Caminaron y caminaron, pero entonces dijo el espectro: “Es ridículo que los dos caminemos. Es mejor que cada uno lleve al otro por turno”. “Muy bien. Tú llévame primero”. El trasgo estuvo de acuerdo y cargó con el hombre. “¡Pero eres pesadísimo! —dijo el fantasma sudando la gota gorda—. ¿Es74
tás seguro de ser un fantasma?”. “Sí, sí. Lo que pasa es que hace poco que me morí, así que todavía tengo parte del peso de la vida”. “¡Ah, con razón!, pero te digo que de haberlo sabido no te proponía el trato”. Cuando al humano le llegó el turno de cargar sintió que el otro pesaba menos que una brizna. Así siguieron: primero uno, después otro. Mientras tanto el hombre le sacaba información: “Tengo que saber lo más posible de esta vida de espectro que me espera. ¿A qué debemos temerle más, nosotros los fantasmas?”. “Lo peor, pero lo peor de lo peor, es que un humano nos escupa encima. ¡Cuidado, no permitas que uno de esos malvados te lo haga o estás perdido!”. En ese momento el muchacho cargaba con el trasgo. Ya en posesión del secreto sujetó al fantasma con alma y vida, sin hacer caso alguno de sus clamorosas protestas. Lo llevó hasta la ciudad y allí lo bajó. Ya en el suelo, el espectro se transformó en cabrito para poder escapar, pero el hombre lo escupió (no sólo para inmovilizarlo sino para impedirle cualquier nueva transformación). Vendió el cabrito en el mercado y se fue muy contento a su casa haciendo tintinear el dinero en el bolsillo. Los fantasmas ya no son comestibles Son los japoneses, que siempre se toman todo a la tremenda, los que han propagado la especie de que los trasgos son de temer. Cierto que en la película Una historia de fantasmas, de Ghing Siu Tung, hay una serie de tenebrosos, horribles y malvados espectros, pero eso se debe a que hoy día los chinos han terminado por creer las mentiras de los japoneses respecto de la supuesta peligrosidad de los aparecidos. Nada más fácil que probar la verdad de estas palabras. Uno puede casarse sólo con dos clases de seres sobrenaturales: o con una zorra (ya diremos qué es) o con una muerta que tenga su sepultura en el cementerio más próximo. Ambos enlaces son felicísimos y, nada, salvo la dicha, puede sobrevenir al contrayente. Debe desecharse para siempre la vieja falacia japonesa de que los fantasmas le cortan a uno las orejas (o algo peor), o que si alguien tiene amores con ellos, después de una noche de alegría y delirio se despierta abrazado a un esqueleto harapiento. Jamás se 75
ha dicho mayor mentira y sólo un japonés, con un romanticismo del peor, es capaz de inventarla. La de la zorra es una vieja tradición china. Se trata de animales encantados, que a voluntad pueden transformarse en animal o en persona. Cuando una zorra se enamora de un ser humano, éste ha recibido la mayor bendición del cielo. Ella se presenta bajo la forma de una chica muy bonita y hace y deshace hasta que él se casa con ella. La zorra es inteligente y sabe muchos secretos. En este mundo no hay nadie más fiel. Lo único es que, de noche, cuando el marido duerme, sale para efectuar correrías por los campos, nuevamente transformada en animal. Pero hace eso porque es su naturaleza. Por la mañana siempre vuelve. Si él enferma sabe qué hierbas buscar para curarlo. Todos los que se han casado con estos seres viven muchísimos años. Pero el final de la zorra casi siempre es muy triste. Pasan los años y ella es tan joven como siempre, en tanto que él envejece. “¿Cómo es posible que seas tan joven ahora como cuando te conocí veinte años atrás? ¿No serás acaso una maldita zorra?”. Y entonces la echa. Estas son historias de monstruos, pero donde el monstruo es el hombre. Un matrimonio de conveniencias En cuanto a casarse con una dama fallecida, también es una gran bendición. Los muertos saben dónde están los tesoros escondidos, de modo que al hombre que se casa con una de estas chicas jamás le falta dinero. Otra ventaja es que, además de lindas, son sexualmente muy activas. Como han tenido que pasar una temporada en el sarcófago, están anhelosas por desquitarse. El único problema es que son un poquitito celosas. Tienen celos violentos, pero no de mujeres vivas sino de otras muertas. Tal lo que podemos leer en una historia de autor anónimo que se llama justamente así: Celos. El estudiante crónico Wu Hung quería casarse. Para trámite rápido no halló mejor cosa que ir a la casamentera, una vieja bruja, viuda y llena de mil zalamerías. Por raro que parezca le consiguió una chica como la gente: joven, linda, con algo de plata y casa propia. Además era muy fina. Lo que sí: cuando comen76
zaron a vivir juntos, él notó que cuando decía “diablos” o “demonios” ella se ponía infinitamente furiosa. Un día el estudiante volvió a casa a una hora desacostumbrada. Desde lejos sintió los gritos. Su esposa se peleaba con alguien. Al llegar encontró sólo a su mujer. “¿Con quién te peleabas?”. “Con una malvada. Una amiga mía”. “¿Pero por qué te peleaste con tu amiga?”. “Está celosa”. “¿Quien es?”. “La señorita Chuang. No la conoces”. Pasado un tiempo sucedió lo que tenía que suceder: el estudiante conoció a la señorita Chuang, la encontró la criatura más deliciosa del mundo y se acostó con ella. Su amante, muerta de miedo, le confesó que su esposa era un fantasma y que temía su venganza. Lo que la señorita Chuang no le contó es que también ella era un fantasma. Para resumir: tanto esposa como amante tienen respectivas tumbas. Su casa, llena de comodidades, donde ha vivido tan feliz es un lugar encantado, lleno de polvo y telarañas. Su esposa lo busca para matarlo y el estudiante huye de la ciudad. Era un hombre que no se conformaba con nada, caso contrario hubiera vivido muy feliz con su mujer. Conclusión: es de lo más conveniente casarse con una de estas monstruas, aunque sean un poquito celosas, siempre y cuando uno no les dé motivos de celos. El dragón que vivía en la pared En las historias horripilantes chinas puede suceder algo como esto: cinco amigos toman vino, alegremente, junto a un fuego y arrimados a una pared. De pronto, y sin previo anuncio, del muro sale un horrible dragón que se come a uno de los presentes, de un solo bocado. Luego de su hazaña el monstruo se resume nuevamente en los ladrillos. Los cuatro amigos que restan siguen tomando vino y haciendo bromas como antes. Esto, a un occidental, le choca. Sin embargo, honorable lector, ¿cuántas veces le ha pasado a usted mismo, en la vida, que tomando cerveza o ginebra con sus conocidos, uno de los presentes intente beber de su vaso, pero el vaso lo bebe a él y desaparece allí adentro y nunca más supo? ¿Cuántas? Innumerables. ¿Debo yo consignar, como escritor, la caída de 77
cada hoja de cada árbol? Sería imposible terminar cualquier novela. Por eso el artista chino recorta sucesos. Elige. A algunos los consigna, pero a otros, no. Los bárbaros e ilógicos occidentales son los que han puesto de moda la supersticiosa manía de anotarlo todo. ¿Debo rastrear las razones por las cuales un hombre le prende fuego a una casa con dos viejitas adentro? Sucedió y listo. Así queda espacio para hablar de lo que realmente le importa al lector: la incomprensible mancha amarilla que deja sobre mi colcha la luna de otoño, mientras bebo vino de Los Diez Mil Años con mi recipiente de jade. Mi copa es chiquitita, delgada y suave como una concavidad de pétalos incrustados unos con otros y, a describirla, bien puedo dedicarle dos páginas. Volviendo a lo del dragón y la pared. No debe extrañar la actitud de los cuatro amigos. Es seguro que el monstruo, ya saciado su apetito, no volverá a manifestarse por ahora. De modo que ¿para qué voy a preocuparme? Los designios del cielo son incognoscibles. Enormes. En China hasta lo sobrenatural se toma con pragmatismo. Buda es nieve negra. Misceláneas (y milanesas) de monstruo (marche un objeto fantástico asado) Entristece tener que cerrar nuestra galería de monstruos. Son todos maravillosos y muchos pugnan por entrar; por desgracia el dossier (¿ensayo?) se termina y hay que bajar la cortina de acero, aunque aplastemos a Quasimodo y el padre de Hamlet golpee inútilmente la puerta. Jekyll-Hyde (la esquizofrenia como motivo de arte) ¿Siempre, en cualquier caso y en todo ser humano, el interior encerrará un monstruo? El Dr. Jekyll, en la novela de Stevenson, es hipócrita en muchas cuestiones, entre otras el tema del sexo. Jekyll contiene al monstruo de manera virtual, mucho antes de tomar la pócima que él mismo fabrica. En apariencia es la historia de un sabio loco, estilo Frankenstein. Pero no es así. No a menos que se me reconozca que todos los seres humanos somos sabios locos en potencia. El doctor no da salida a la 78
“bestia” por medios químicos, entiendo yo, sino alquímicos: con su voluntad y conscientemente permite que irrumpa lo peor de sí. La pócima no hubiera funcionado de no ser por la dualidad, la esquizofrenia de Jekyll. Creo que el gran mensaje de la novela de Stevenson es que, sin crecimiento espiritual, sin autosinceridad, sin unión y armonía de nuestros distintos fragmentos psíquicos, el monstruo sale más tarde o más temprano. El alma es un gabinete de alquimia. Sin trabajo interior, beber el líquido maldito es inevitable para cualquiera de nosotros. Coincido con Borges en que las adaptaciones de El extraño caso... han sido desafortunadas. Es perfectamente posible hacer una película profunda y taquillera. Sucede con Jekyll-Hyde lo mismo que con El fantasma de la ópera. Los temas dan para mucho más de lo que nos han presentado. De todas maneras soy de los que sostienen que no hay películas clase “B” (particularmente las de monstruos) sin algo rescatable. En la adaptación que más me interesó, Hyde no tiene aspecto horrible; al contrario: es un hombre hermoso. La monstruosidad es interna. La Bestia es, incluso, un gentleman. Desea conquistar a una bailarina muy codiciada. Ella sabe lo que puede esperar de los dandys, de modo que lo interpela duramente (lista para rechazarlo): “Me han propuesto hasta palacios a cambio de una hora de amor. ¿Qué va a ofrecerme usted?”. Y él, impecable, contesta: “Jamás me atrevería a ofrecerle a tan hermosa dama un objeto trivial”. Hyde estuvo grandioso. Pero cuando ya tienen relaciones ella le confiesa su amor, a lo cual el monstruo contesta: “Yo no puedo amar a nadie”. A la mujer se le ensombrece la cara: “Pues eso es muy malo. Sobre todo para mí”. Recuerdo otras dos frases. El personaje que interpreta Christopher Lee (ninguno de los protagónicos) es acusado de vicioso. Él contesta: “Pero, mi estimado amigo, las mujeres no son un vicio, son una necesidad”. Más adelante, este mismo personaje sufre un revés apocalíptico: de la mañana a la noche lo pierde todo. Va a parar a la calle en uno de esos helados inviernos de Londres, sin trabajo, sin recursos, con las moneditas que tiene en el bolsillo. Uno que lo conoce, condolido, le pregunta: “¿No estarás por hacer algo desesperado, verdad?”. “Salvo vivir, nada”. 79
Alguien, alguna vez, tendría que hacer un ensayo sobre la ideología de las películas de terror. Los norteamericanos, que son los que más las fabrican, siguen teniendo en su corazoncito el puritarismo de los trece Estados Originales. Nueva Inglaterra es la cabeza del mundo. ¿Un amo loco en el algodonal? Nathaniel Hawthorne logró cambiarlos algo, pero no mucho. El monstruo retorna, una vez y otra, como en Viernes 13 o en El regreso de los muertos vivos. Cuando en una de esas películas aparece una chica que fuma, provoca sexualmente a los hombres y se acuesta con su profesor de matemática, yo ya sé que a ésa es a la primera a la que el monstruo le bebe la sangre. Las chicas recatadas (de ser posible vírgenes) casi siempre se salvan. Esto no es chiste, puesto que representa una ideología maligna. Otros que están allí exclusivamente para ser sacrificados a Moloch son los jóvenes agresivos y desprejuiciados. Si además fuman, bueno... ya nada ni nadie podrá salvarlos, ni siquiera si se arrepienten con toda el alma. En el inconsciente colectivo norteamericano hay una cruzada antitabaquista y eso se nota en las películas clase “B”, particularmente en el género terror. El tema de Jekyll inspiró incluso a Jerry Lewis: El profesor chiflado, película cómica muy seria, donde el otro “yo” de un profesor ridículo y cuarentón aparece para vengar todas las ofensas (reales e imaginarias) que recibió de adolescente. Hyde, aquí, es elegante, fuerte, “se las sabe todas” y canta que es una maravilla. Conquista exactamente en dos minutos y catorce segundos a la chica inalcanzable, por supuesto. Una vieja novela de ciencia ficción, El planeta desconocido, trata el mismo tema. En cierto planeta perdido en la galaxia vivía la raza superinteligente de los Krell. Llegaron tan alto en su poderío científico que a sus máquinas ya las accionaban mediante el pensamiento, sin necesidad de mover un dedo (o un tentáculo). Pero se olvidaron de los monstruos de sus propios subconscientes: al conectar sus mentes a las máquinas también les dieron esa potencia a las fuerzas oscuras del interior psíquico. El resultado es que los “hydes” de los Krell se mataron entre sí y la raza desapareció. Allí llegan los terráqueos de visita, usan las máquinas de los antiguos habitantes y les pasa lo mismo.
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La momia (un gólem egipcio) El antiguo Egipto tenía una variada literatura fantástica, con estatuas que caminan, figuritas de madera que un mago anima por medios mágicos para cumplir alguna venganza y demás. En cambio no existe cuento alguno con momias que alguien levante de sus sarcófagos por el motivo que fuera, porque los egipcios hubiesen considerado a eso un panfleto sacrílego. En el cine, por el contrario, hemos tenido algunas momias encargadas de matar a los egiptólogos que violan tumbas. Sobre todo si se trata del sepulcro de una princesa encantadora. Christopher Lee (cuándo no) encarna a la momia de un sacerdote castigado por enamorarse de una princesa y pretender reanimar su cadáver. Lo emparedan en la tumba de su amor, vivo pero vendado, con la misión de proteger a la difunta por toda la eternidad. Así aprenderá la próxima vez a andar resucitando princesas. La falsa momia (recordemos que el religioso fue enterrado vivo) permanece durante miles de años en sueño mágico hasta que vienen a perturbar los violadores de tumbas. Esta “momia” es una variante del gólem, aunque fabricado con otros materiales. Hacia el final de la película el bicho recobra las memorias de lo que fue en vida. En esto recuerda a uno de los peligros que se corren en la construcción de otro ser mitológico: el zombi, del cual ya hablaremos. Una versión más creíble (por así decir) es una con Charlton Heston, donde el personaje intenta resucitar a una malvada princesa, Libro de los Muertos en mano. El exorcismo, aparentemente, no da resultado, pues la momia sigue tan difunta como antes. Pero, cuando el egiptólogo (Heston) se da vuelta, ve que esa diabla de princesa se ha reencarnado en su propia hija. La ex hija del egiptólogo mata alegremente a su ex padre. El zombi Actualmente zombis tenemos hasta en la sopa e incluso en un cuento del Pato Donald. Recuerdo una historieta que leí hace más de cuarenta años, donde un buen día de esos un zombi gigantesco llama a la puerta del pato más famoso del mundo. Le entrega un muñequito vudú. El 81
pato lo aprieta y se pincha. Cae al suelo exánime y va a parar a terapia intensiva. De más estará decir que los tres sobrinitos se ponen en marcha para encontrar el antídoto que salve la vida de su tío. El final no puede ser más feliz: no sólo salvan a Donald sino que hasta adoptan al zombi, a quien le ponen el nombre de Carlitos. Mascotas eran las de antes. Ni la literatura ni el cine han explotado las posibilidades del tema. Al menos hasta donde yo sé. Sí tenemos la grotesca serie de engendros de La noche de los muertos vivos. Hay allí una cantidad de chicas muertas y desnudas que chillan “¡Quiero cerebro!”, pero nada más. La auténtica leyenda del zombi brilla por su ausencia. Los muertos resucitan a causa de un experimento militar que salió mal: se derrama una sustancia que guardaban como un tesoro para emplearla en la futura guerra química. El zombi auténtico, hecho y derecho, es el fabricado mediante una ceremonia vudú. Al muerto, entre otras cosas, se le coloca un clavo debajo del paladar superior que somete el cerebro. Si este clavo se sale, o no está bien fijo, las memorias de lo que fue en vida irrumpen y queda fuera de control. Recordemos lo ya hablado sobre la momia. El hombre lobo no es un lobizón El lobizón es el séptimo hijo varón y no cualquier hijo de vecino. Tiene un lugarcito cariñoso en nuestra alma, allí junto a los otros monstruos argentinos(4): la Luz Mala, el Chancho sin Cabeza y la Viuda. Lobizón no es el que quiere sino el que puede. El hombre lobo, en cambio, es un ser que consigue cambiarse a voluntad, gracias a un pacto demoníaco. Recuerda vagamente a la zorra china, sólo que ésta es buena y el hombre lobo es malísimo. En la práctica no hay país que no tenga una leyenda sobre esto, con variaciones. En narrativa y cine hemos tenido muchos intentos, casi todos cojos de las cuatro patas, pero ninguna obra maestra. Salvo Nazareno Cruz y el lobo, de Leonardo Favio. Para quien en Europa no lo conozca: se trata de un gran realizador argentino. Se dice que el hombre lobo, en los períodos en que es hombre, tiene el pelo hacia dentro y que sólo le sale afuera en sus épocas de animalito. (4) En mi juventud estuve varios años viviendo en Argentina, país muy extraño e imprevisible (Jonathan Harker).
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En la Edad Media, a muchos desgraciados se los despellejó vivos para ver si debajo tenían pilosidades delatoras. Lindos bichitos los de 1932 En este año Tod Browning filmó una película con monstruos auténticos, que sacó de circos y cotolengos. Había allí un señor de casi tres metros de alto, flaco como un esqueleto, pero fuertísimo. Niños con ojos en cualquier lugar. La joya era un Gusano Reptante: sólo un tronco, sin brazos ni piernas, que avanzaba mediante brincos y contorsiones. En uno de los extremos del raro cilindro podía verse una cabeza que fumaba. Eran otros tiempos: aún no existía el concepto de lo “socialmente correcto”. Adhiero a la declaración de un oficial del generalato de los EE.UU. que dijo recientemente: “Desprecio a los ejércitos actuales porque no fuman. En Vietnam todos fumábamos. Hasta el enemigo”. La que mandaba a estas personas tan extrañas era una gorda tan gorda que parecía un acorazado de carnes temblorosas. Una chica, joven y linda, pero muy despreciativa, se burla de los miembros de la cofradía y los insulta. Los monstruos la transforman en uno de ellos. Primero que nada le cortan las cuatro extremidades Después... La película fue famosa en su época y se llamaba Freaks. Yo vi además una nueva versión, también con monstruos auténticos, pero aquí son todos buenos. No es lo mismo. Pinocho - La Bella y la Bestia Las historias infantiles están llenas de monstruos: la bruja que vivía en una casa de chocolate de Hansel y Gretel. El gigante y el arpa cantora de El poroto de Jack. La Reina de Corazones de Alicia...; hasta tenemos al Príncipe Valiente, que enarbola su espada contra los monstruos que defienden un castillo. Luego descubre que las bestias no son tales: se trata de hermosísimas mujeres que se han disfrazado por miedo a los malhechores. Si elegí a los dos cuentos que arman el subtítulo es porque tienen algo en común: la redención del monstruo por medio del amor. Al mejor 83
estilo wagneriano. Collodi consideraba que los niños son monstruos: muñecos animados a quienes hay que transformar en humanos armándose de infinita paciencia. Pinocho (un muñeco que camina y habla) es “único en su especie” y es preciso humanizarlo, vale decir, sacarlo de su estadio de monstruosidad. Pinocho, esta obra maestra única, está plagada de maravillas. Qué decir de la Isla de los Juguetes, donde los niños, a poco tiempo, se transforman en asnos y son vendidos en el mercado como tales. O la ballena que se traga a su padre, el viejo Gepetto: es un bicho inmenso que devora barcos enteros sin astillarlos. El anciano vive en el vientre ciclópeo y conserva la vida pescando ejemplares de los cardúmenes que, periódicamente, traga la bestia. Una de las partes más deliciosas y delirantes es la extraña relación de Pinocho con el Zorro y el Gato, esos dos grandes rufianes: —¿Será una casa de confianza, ésa? —preguntó Pinocho. —¡Ya lo creo! —¿Y se duerme tranquilamente? —¡Cómo no! —dijo el Zorro. —Mira si será tranquila esa casa —agregó el gato— que la otra noche asesinaron a un huésped y nadie sintió nada. —El único que sintió algo fue la víctima —añadió el Zorro riendo a carcajadas. Entraron en la posada y se sentaron en torno de una mesa, pero ninguno de los tres sentía apetito. El pobre Gato, que tenía el estómago sucio, sólo pudo comer treinta y cinco sardinas a la mayonesa y cuatro raciones de mondongo, pero como le pareció que el mondongo no estaba muy sustancioso hizo que le agregaran así como kilo y medio de longaniza y tres kilos de jamón. También el Zorro hubiera comido alguna cosa, pero el médico le había ordenado dieta absoluta, y tuvo que conformarse con una liebre más grande que un borrego, adornada con dos docenas de pollos bien cebados. Después de la liebre se hizo traer un estofado de perdices, tres platos de langosta, un guiso de conejo y dos sartas de chorizos. Por último pidió para postre unos cuantos kilos de uva moscatel, un melón y dos sandías, diciendo que 84
no quería nada más, porque estaba tan desganado que ni podía ver la comida. El que menos comió de los tres fue Pinocho, que se contentó con una nuez y un pedacito de pan, y aún dejó algo en el plato. El pobre tenía el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, y había agarrado ya una indigestión de monedas de oro. Otra parte deliciosa e inolvidable es la de las garduñas: Cuando las cuatro garduñas creyeron que estaba todo arreglado desfilaron hacia el gallinero, que estaba junto a la casilla del perro, y después de abrir a fuerza de uñas y dientes la puerta de madera que cerraba la entrada, penetraron silenciosamente una tras otra. Pero apenas habían acabado de entrar, cuando sintieron que se cerraba la puerta con gran violencia. Había sido Pinocho, que, no contento con cerrar la puerta, para mayor seguridad puso por delante una gran piedra para sujetarla a modo de puntal. Después comenzó a ladrar ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, con toda la fuerza que pudo, y con tanta propiedad, que parecía un perro auténtico. Al oír los ladridos saltó el agricultor de la cama. Tomó una escopeta, y se asomó a la ventana, preguntando: —¿Qué ocurre? —¡Que están aquí los ladrones! —respondió Pinocho. —¿Dónde? —¡En el gallinero! —¡Bajo a escape! Y, efectivamente, en un momento bajó el agricultor, entró en el gallinero, y después de atrapar y meter en una bolsa a las cuatro garduñas, les dijo con acento de satisfacción: —¡Por fin habéis caído en mis manos! Podría castigaros si quisiera, pero no soy vengativo. Me conformaré con llevaros mañana a casa del vecino posadero, para que os desuelle y os ponga estofadas como si fuerais liebres. Es un honor que no merecéis, pero los hombres generosos como yo no guardamos rencor por estas menudencias.
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En verdad habría que citar el libro entero. En cuanto a La Bella y la Bestia. Bestia es despótico, arbitrario y malísimo. Procede como un señor de horca y cuchillo con los demás. Muy a la manera de la vieja nobleza francesa. “Es preciso amarme, Bella”, le dice a la chica. ¿Pero cómo podría hacerlo si él es horrible? Bien al estilo bíblico, el milagro sólo puede darse haciendo cosas imposibles y anulando el yo y la propia naturaleza. Luego viene la culpa de no haber podido hacerlo. Pero, retomando una idea de Ayn Rand en El manantial: si a pesar de todo, contrarío mi yo hasta destruirlo, ¿quién va a quedar ahí para festejarlo? Nadie, obviamente. Bella también es monstruosa a su manera, por ser la única capaz de semejante sacrificio de amor abstracto. Tú di (como diría un panameño) que a Bella la cosa le sale bien y Bestia se transforma en un príncipe encantador. ¿Pero si le salía mal y se tenía que casar con semejante bicho? La única parte que me hace delirar de este horrible cuento es: “¿Me amas, Bella?”. “No, Bestia”. Esto es delicioso. Delicioso. En realidad historias como La Bella y la Bestia fueron escritas para afianzar el dominio masculino sobre las mujeres. Este tipo de cuentos “altamente morales” eran brindados a las niñas a fin de lavarles el cerebro. Así, en su momento, no se negarían a casarse con quienes sus padres les ordenasen. “Yo a este hombre no lo quiero, pero por lo menos, con mi sacrificio, voy a hacer felices a papá y mamá”. Cyborg y robot (y, ya que estamos, algunos otros) El cyborg es una mezcla de hombre y máquina. En el cine hemos tenido a las películas de Terminator (las malas lenguas dicen que a Arnold Schwarzenegger no le costó nada interpretarlas, pero se trata de una difamación. Idéntica maldad se cometió, en su momento, con Jack Palance afirmando que jamás necesitó maquillaje para sus películas de monstruos). Los trucos que ahora se hacen con las computadoras logran maravillas. Esas bestias son muy convincentes. Quizás demasiado. Siempre recuerdo la frase de Wilde: “La vida imita al arte”, y tiemblo. 86
Uno de los primeros cyborg del cine fue el creado por un sabio loco que mete el cerebro de su hijo, muerto en un accidente, adentro de un muñeco de estatura humana. El cyborg no se conforma con esa situación tan incómoda y empieza a causar desastres. Yo, robot, la novela de Isaac Asimov, es una obra maestra. Uno tiene derecho a preguntarse de dónde sacó a esos bichos tan convincentes si no existieron jamás. ¿No existieron? ¿Y si algún día se descubre que Asimov era un hombre de doble vida, que tenía un laboratorio secreto y...? Lo cierto es que en el cine no hemos tenido algo equivalente, de tanta sutileza. Los robots de La guerra de las galaxias son muy simpáticos, pero no les llegan ni a las rodillas a los de Yo, robot. La antecesora a las guerras galácticas fue La guerra de los mundos, basada en un libro de Wells, donde una flotilla de naves ataca a la Tierra desde Marte. La invasión fracasa porque los atacantes, que tienen una tecnología de primera, son tan tontos que no habían previsto que los microbios terrestres van a matarlos. En la década del cincuenta se creía que en Marte podía existir vida inteligente y una civilización avanzada. Algunas humoradas de los bichitos de Gremlins son deliciosas. Como la famosa escena donde imitan, en un bar, a los personajes de las películas que ven por televisión. No falta nadie: el negro cantor de blues, el gánster con su chica, la muerte del tramposo que juega a las cartas, etcétera. ¿Qué más? Como pensé (o pensamos, con mi Maestro), Moby Dick es un monstruo, tanto como puede serlo el alienígena de Alien, el octavo pasajero. ¿Acaso la ballena blanca no es “única en su especie”? En realidad el capitán Ahab, con su odio absurdo, es mucho más abominable. El pobre bichito lo único que hace es defenderse. Ya no queda espacio y el dossier se termina, pero quisiera decir algo de los monstruos de las historietas. Superman, La Mujer Maravilla, el Hombre Araña (a referirme algunos, por lo menos). Mientras viva no olvidaré a Luthor, el sabio loco que a toda costa quiere destruir a Superman con sus inventos. Súper es un héroe sin sexo que tiene un amor platónico con Luisa Lane. Mientras sobreviva el puritanismo de los Trece Estados Originales, este incontaminado paladín seguirá haciendo de las suyas. Un caso raro fue el Fantasma, ese hombre con antifaz, que vivía entre los 87
pigmeos y tenía por emblema una calavera. Es interesante porque, como dice un amigo mío, era uno de los pocos personajes sexuados de las antiguas historietas. Su novia se llamaba Diana Palmer y por temporadas se quedaba a vivir con él. Un personaje argentino(5) olvidado, que hacía delirar a los niños de ese país, era el Hombre de Goma. Podía cambiar su cuerpo a voluntad, como si realmente fuese de goma: largo como un fideo, plano como una sábana. Pero con una ventaja sobre la auténtica goma: impenetrable a las balas. De la misma época es el Capitán Márvel: un canillita lisiado que podía transformarse a voluntad en el superhéroe con sólo pronunciar dos palabras mágicas. Era una versión criolla de Superhombre. ¿Y la música? La estatua animada de Don Giovanni, de Mozart, que viene a llevarse al infierno al pecador. Lo más notable no es la estatua, ya que en la ficción hemos tenido muchas que caminan y hablan. La novedad es la actitud de Don Giovanni: no se arrepiente de sus pecadillos, pese a la prueba innegable de que el otro mundo existe. El buque fantasma, de Richard Wagner, con su bajel lleno de espectros que esperan (también ellos, como Pinocho) ser redimidos por el amor. El tema de la redención también está en la Tetralogía (El anillo de los nibelungos), con su dragón Fafner, enanos que se transforman en sapos y gigantes irritables. Y el mayor monstruo de todos: Alberich, que para controlar el mundo renuncia al amor. Pero de esto ya hablé en otro lado.
(5) Argentina: país del Cono Sur americano. También llamado: la Picadora de Carne del Fin del Mundo. Julio Verne se quedó corto. Creo que no sabía de algunas alquimias siniestras (Jonathan Harker).
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Leí mi ensayo a Lucy y no encontré sino entusiasmo en ella. Claro que la prueba de fuego es Drácula. ¿Y si me considera un insolente? Ella me tranquilizó con algo semejante a: “Obviamente le va a encantar”. Pero no fue así. —Si bien su ensayo, que usted por modestia llama dossier... —Es un dossier. —No. Porque contiene tesis. —La suya, Conde. —No importa. Por lo demás y, como decía Wilde, “le ruego que no me interrumpa en la mitad de una frase”. —Disculpe. —Si bien su ensayo, como decía, es muy profundo, deploro... ciertos defectos de estilo. Es casi... periodístico, por momentos. Por favor, no se ofenda. —No me ofendo. —Sería una pena que usted, a costa de la estética, ganase lectores entre... el gran público. No puedo dar una idea de la sutil ironía y del desprecio con que lo dijo. Intentaba amortiguar todo el tiempo —a causa del afecto, supongo—. Pero igual se notaba. Por fin dijo una frase infinitamente terrible (como significando: “¿Qué me ha hecho?”): —Un escritor decimonónico, como usted. Aquí Lucy no aguantó más: —Conde, no olvide que estamos en el siglo ventiuno. —No me lo recuerde, por favor. Drácula había contestado con la máxima sequedad que el dandismo permite cuando uno se dirige a una mujer. 89
Lucy, que es cualquier cosa menos tonta, sonrió. Agachó la cabeza. Volvió a levantarla y comenzó con una de esas propagaciones sistematizadas y agresivas, que tanto le conozco y que me aterran: —Pero, Conde... Un hombre de su cultura y su delicadeza sabe que vivimos en una época de excesos y agitaciones. Incluso hasta podríamos decir: por suerte, puesto que, como usted mismo dijo: “Lo que no es exagerado no vive”. El sofisma no fue de la gracia del Conde. Ella estaba particularmente odiosa en ese momento. Además lo hacía a propósito y era obvio. En ese instante Drácula hubiese estrangulado a Lucy Humboldt, mi adorada esposa, por más que estuviese reformado... Pero el Conde salió al paso con una elegancia: —Mi querida, es usted perfectamente encantadora. Su belleza... espiritual y su ingenuidad —bien sabía él que Lucy no era ingenua— le impiden ver las abominaciones del mundo moderno. Hay dos clases de exageración y, me temo, estamos cayendo en el extremo más degradado. Así, el estilo sufre. —Pero un escritor debe intentar acercarse a la mayor cantidad posible de lectores —arguyó mi adorada quien, con toda evidencia, había quedado descolocadísima ante la calma respuesta de Drácula ¡Bien sé yo cuán mala y ocurrente puede ser Lucy! —Sra. Lucy, su marido posee algo llamado genio, cosa que, con toda evidencia, es en todo caso una calamidad. Tiene la marca de Caín en la frente. Siempre será distinto, haga lo que haga, y de esto los demás se dan cuenta. ¿Qué sentido tiene, entonces, hacer concesiones? Estilo más vale. Estilo en cualquier caso. —Conde, ¿alguna vez pensó en dedicarse al cine? Esta interrogación de mi amada me sorprendió. También a Drácula, si a eso vamos. —Creo que esta es la pregunta más inteligente que me haya formulado una mujer. Lucy sonrió ante el machismo implícito de la respuesta. El Conde estaba elegantemente furioso y, con toda evidencia, contraatacaba. —Mi querida, ya le habrá aclarado su marido que soy fotofóbico —Lucy volvió a sonreír por lo bajo—. De todas maneras, si yo no tuviese ese 90
defecto visual me habría dedicado al cine. Yes, I do. Para vengarme de mis estúpidos enemigos, en primer lugar (a veces, pese a mis años, soy poco sabio). Pero sobre todo para poder contemplar las películas que nunca vi. Una adaptación de El fantasma de la ópera, por ejemplo, que pudiese gustarle a Leroux. Hasta ahora la mejor es la primera, la muda, con Lon Chaney. Y francamente deja mucho que desear. Falta el “cuarto de los suplicios” (al menos en todas sus posibilidades fantásticas), la ferocidad del Fantasma, el aparejo escénico, el cementerio bretón, en fin. En cuanto a venganzas... Ah, sí, las venganzas. Hay una película con Grace Kelly (estupenda actriz): Encaje de medianoche. El film es clase “B”, salvado tan sólo por la actuación de ella. Hay una escena que, creo, es una de las más eróticas que yo haya visto en el cine. Al personaje femenino principal su marido intenta eliminarlo. Es un fragmento apasionante donde el monstruo trata de estrangularla. Ella, con la media de seda enroscada en su cuello, pega pataditas eróticas mientras la pollera se le sube hasta un poco más arriba de las rodillas. Lamentablemente se salva. Si yo me hubiese dedicado al cine (tal como usted, señora, en su intuición supuso) hubiera vuelto a filmar esa escena. Con una actriz desconocida, bonita, elegante, de piernas largas y armónicas. Pero con una diferencia: a la chica se la estrangula en serio. Sadoporno, por supuesto. Se la asfixia en el mismo momento en que lee la revista Vogue. Sin bombacha, con las tetas al aire, dando pataditas mientras boquea comprendiendo, por primera y última vez, que la cosa viene en serio. Lucy y yo nos miramos asombrados. El Conde debía estar atravesando por una profunda crisis espiritual para utilizar ese lenguaje. En ese momento ni nos miraba. Creo que no sabía que hubiese pensado en voz alta. Él, fulgurante de odio, prosiguió: —Incluso, si algún asistente cometió un error, le quitás a la víctima el calzón de un manotazo para tirarlo bien lejos (todo ante cámaras) al tiempo que gritás furioso y fuera de guión: “¿Quién dejó aquí este maldito chisme?”. Lucy, con afecto y preocupación: —Conde... usted está muy sacado. Creo que debería calmarse y... 91
—¿Sacado? ¿Qué defecto de lenguaje es éste? ¿De dónde me “sacaron” y quién? —Quise decir, con todo respeto... —Sí, ya sé. Yo también conozco los códigos. Que los conozca no quiere decir que los acepte. —Sólo quisiera preguntarle... porque me quedó una duda... —Por qué no me terminó de gustar el ensayo de su marido. —Es usted telépata. —A veces. Bien, lo que me desagradaron fueron los subtítulos (la mayoría de ellos) y los horribles chistes de los... “copetes”, como se dice ahora. Un espanto. Y no son las únicas chanzas abominables, puesto que el texto mismo también abunda en ellas —Drácula se volvió hacia mí—. Tiene usted derecho, como escritor, a darnos una segunda versión del tema. Pero en ningún caso está autorizado a otorgar algo inferior (estilísticamente hablando) a Bram Stoker, el genial irlandés. —Pero, Conde... —Pero nada. Es así. —Conde... —dijo Lucy, nuevamente furiosa. —¿Sí, mi querida? Tiene usted derecho a decir cualquier cosa, total es linda. —¿Usted se da cuenta del machismo del que hace gala? —Sí, claro. ¿Cómo no habría de ser machista un vampiro? —Pero así usted se queda solo. —He tenido ochocientos años para acostumbrarme. —¿Y se acostumbró? Drácula hizo un espantoso silencio de, por lo menos, treinta segundos. Luego contestó con una palabra de dos letras: —No. Tras unos instantes de observarlo ella con atención: —Conde, algo más. ¿A quién elegiría usted como actriz para la refilmación de esa escena? La del estrangulamiento, quiero decir. —A nadie conocido. Tendría que ser una chica fría e histérica, pero a quien nadie eche de menos. Hay tantas... —Comprendo. ¿Y qué otras características tendría su filmografía? 92
Aquí ya no pude aguantar y salté, lleno de entusiasmo: —Si yo filmase mis actrices estarían constantemente desnudas, corresponda o no al guión. Lucy, afectando estar escandalizada: —¡Jonathan!... —Es más —proseguí—, supongamos que, por exigencias argumentales, una de mis chicas debe entrar a un supermercado a hacer las compras o a un bar a tomar un té con masas. Pues lo hace, sólo que desnudita. Y nadie la mira, pese a que todos los otros están vestidos. Es decir: todavía pueden mirarla un poco, porque es joven y linda, pero sin escándalo y no más que a otras chicas. Que esté desnuda se toma como algo natural. Los policías no la detienen y si les pregunta por una calle ellos le contestan solícitos, como harían con cualquier ciudadana. Insisto también con mi idea china de dragones que salen de la pared o vasos que tragan personas. ¿No dijo usted acaso, Maestro —me volví a Drácula— , que allí donde no hay monstruosidad el texto no vive? —Sí. —Pues bien. ¿Y no agregó usted, en otro lado, que el Todo es la única cosa que dividida por infinito sigue siendo igual al Todo? —No sé si lo dije, pero pude. —Ahora bien, las tetas son ese Todo que, aún dividido infinitamente, permanece igual. Lucy suavemente: —Jonathan, qué boquita. —Quiero una escena donde el amado le come las dos tetas a su amada. Pero a ella no sólo no le duele sino que, además, los pechitos se le restituyen al instante. O sea: a la misma chica su novio le puede comer sus “estéticas” ciento ochenta y dos veces seguidas, que de todas maneras sigue teniendo de todo y está cada vez más linda. Hasta la puede invitar con un pedacito. Lucy: —¿Con un pedacito de sus propias tetas? —Claro. —¿Y a ella le gusta todo eso? 93
—Le encanta. Mi adorada, con mucha discreción y reserva espiritual: —Ah... Drácula: —Sus preferencias sexuales me parecen deplorables, Mr. Harker. —Pero, mi estimado Conde... —No se preocupe. Yo las comparto. O las compartía. No deseo recordarlo. —¿Por qué no? —preguntó Lucy muy interesada. —Una cosa lleva a la otra. O todo o nada. Es preferible el ascetismo completo. —Qué desperdicio, Conde —comentó mi dulce esposa con alguna intención. Drácula se hizo el tonto. Pero nadie podía parar a Lucy cuando ella se encaminaba hacia un pesado y erótico destino. —¿Sabe, Conde? —dijo ella con voz suave—. Esta escena, aquí, nosotros tres quiero decir, me recuerda... Se parece mucho a una vivida por el poeta Shelley y su esposa Mary, la autora de Frankenstein. Ellos también eran tres (con Lord Byron, claro), aislados, como nosotros ahora, pero al pie del lago de Ginebra, en Suiza. Era una noche horrible y leían lo único que estaba a su alcance: unas traducciones del alemán de cuentos de miedo. Drácula: —¿A usted le gustan las historias de miedo, Sra. Lucy? —Me fascinan. Pero deje que le siga explicando. Mary Shelley, su esposo y Lord Byron estaban aislados (fue una relación muy particular la de ellos, créame). Y entonces surgió el desafío: que cada uno escribiese un cuento de terror. Parece que los dos hombres fracasaron en el intento, pero la chica escribió Frankenstein. —¿Usted se propone algo parecido, señora? —Sé que puedo escribirlo... con ayuda. El Conde hacía un gran esfuerzo para dominarse: —Señora, la histeria, lo sé, es una de las formas del arte. Pero... 94
—Sométame a prueba. Drácula no podía creer lo que oía. Yo sí, porque a lo largo de los cinco años en que he tenido la dicha (y también el horror) de ser el marido de Lucy, sé que ella puede no tener límites en lo que considera su desarrollo personal. El Conde, en su último y desesperado intento, llegó al borde de la brutalidad: —¿Me lo dice frente a su marido? —¿Por qué no? Él es una propagación de mi alma. Así como yo soy una propagación de la suya. Drácula, en ese momento, se transformó. Los ojos, la boca. Parecía Christopher Lee en Dracula’s Horror. —Jonathan... —dijo Lucy—. Ponte a mi espalda. Ya sabes lo que hay que hacer. Me coloqué detrás de mi inocente niña y, con brutalidad, le abrí la parte delantera del vestido. Creo que se lo rompí. Sus dos pechos, grandes y magníficos, quedaron expuestos ante Drácula. Mi erección, en ese momento, era feroz. ¿Por qué? En cuestiones sexuales nunca hay una sola razón. Celos, furia, deseos de que mi amada reviente de una buena vez por todas (así deja de hacerme sufrir), amor, ganas de que ella goce aunque el precio sea mi humillación. También, por supuesto, el impulso perverso y lo mucho que a ella la admiro, aunque un día de estos me destruya. Le alcé las faldas y comencé a sodomizarla sin piedad alguna, buscando su grito. Claro que gritaba. Pero la muy puta todavía tuvo presencia de ánimo como para apartarse sus negros y abundantes cabellos, a fin de brindarle su cuello al otro. Drácula le apretó brutalmente las tetas, a fin de inmovilizarla, y la mordió con ganas. Lucy se quejó débilmente, con mucho masoquismo. Entre los dos sin duda logramos cierto destrozo. El Conde la estaba bebiendo. A grandes tragos. No conforme con esto le introdujo su enorme genital. ¿Qué más hay que hacerle a una mujer para que goce? ¿Qué más?... No hay más. Lucy empezó a tener un orgasmo tras otro. Con total entrega y a los gritos. ¿Cuánto tiempo... la duración de aquello? Lo ignoro. Sólo sé que a partir de un momento Drácula se dominó. Extrajo sus colmillos del cuello 95
de mi esposa y comenzó a derramar una cantidad increíble de semen adentro de su vientre. A chorros. Evidentemente no quería matarla y su biología apeló a ese recurso extraordinario a fin de encontrar una salida. Un hombre normal no puede arrojar casi un litro, como él hizo. El licor seminal bañaba el piso, lo cual no impedía que ella, desde su sexo, continuase manando. Lucy estaba desmayada, tanto por la pérdida de sangre como por el violentísimo placer. Sin decirle al otro una palabra la alcé en brazos y, al minuto, procedí a acostarla en nuestro cuarto. Al siguiente anochecer me habló Drácula: —Mr. Harker. Estoy muy agradado de sus servicios, pero debo prescindir de ellos. Voy a hacerle entrega (aparte de los pasajes en avión) de cinco mil libras esterlinas moneda británica del Reino. Creo que eso cubrirá vuestras molestias. He sabido también que su señora está... indispuesta. Naturalmente ustedes se quedarán conmigo hasta su restablecimiento completo. El del Conde era un rostro sellado, inatravesable. Hablé, no obstante: —Es el poder de Afrodita, como usted sabe. ¿Quiénes somos para oponemos a la Diosa? —No es Afrodita a quien temo, Mr. Harker, sino a Dionisios. —El poder de la orgía, dice usted. —Él es terriblemente fuerte. Me costó mucho dominarme. Respeto y admiro a su esposa. Ella no tiene límites. Pero yo sí. Espero que usted comprenda lo que estuvo a punto de pasar. —Pero de hecho no pasó. —Tuvo su precio y deseo que sepa que estoy terriblemente enojado. —¿Con nosotros? —Conmigo mismo. En una sola noche retrocedí cien años. —Tal vez no fue un retroceso. —¿De qué me habla? Estuve a punto de saciarme y matar. —Pero no lo hizo. Usted ha cambiado. —Tal vez. Pero los demás no. —Lo dice por Lucy. 96
—Lo digo por la propuesta orgiástica. No es la primera vez que la recibo en mi vida, claro, y es casi irresistible. —No tiene por qué pasar nuevamente. —Su esposa tiene... la locura sagrada. Dionisios (“Dionisos”, para los griegos) es el más fuerte. No puedo dominarlo todo el tiempo. Orfeo y las bacantes, usted sabe. Sólo que aquí es Orfeo quien las destroza a ellas y no a la inversa. —Le repito: fue una experiencia muy principal, pero no volverá a suceder. —Usted no puede darme ninguna garantía. Es el Dios a quien temo. —Prométame que, por lo menos, hablará con mi esposa antes de una decisión definitiva. Drácula vaciló un largo momento: —Está bien. De acuerdo. Lucy estaba realmente muy débil. A esto lo supe con el tiempo: mi esposa no murió de puro milagro. Cuando volvió a la conciencia hablamos muchísimo. —Jonathan... yo te amo, pero no sé qué me pasa. Desde que lo probé tan sólo deseo que me lo haga de nuevo. —Es su veneno. Él no puede evitar transmitirlo con el mordisco. —Y que lo haga. Que me transforme. Luego yo te lo liaré a ti, puesto que no pienso abandonarte. —Tonta. Él no quiere eso y yo tampoco. Cuando hablé con Drácula le conté el problema en su totalidad, sin mentirle. —No se preocupe, Mr. Harker. Al no recibir una nueva contaminación, en cosa de una semana ya estará fuera de influencia. Ahí conversaremos, porque necesitamos conversar ella y yo. —Sí, lo sé. —Conde, está usted hermoso y altísimo. ¿Mide dos metros? Y con esos bigotes nietzscheanos, de cuando el Maestro era más... —Loco —completo Drácula, seco y molesto. 97
—“Propio”, iba a decir. —Señora, si, a pesar de todo, le quedan restos de veneno, me iré para volver en otra semana. Lucy sonrió con suavidad, ya vencida: —No, no tema. El único veneno que me queda es el de la seducción natural. No volveré a molestarlo. —Eso espero, Sra. Lucy. Fíjese: no hay más que dos posibilidades. O vuelven ustedes a Inglaterra... —Eso es impensable. Tenemos mucho para aprender. Ambos a tres —irónica—; no sé si la expresión es gramaticalmente correcta. Él simuló no oírla: —La otra posibilidad es que se queden, pero... —Aceptamos. —Pero con un nuevo trato. —Sí. —Bien, eso es todo —Drácula vaciló—. Estoy... contento, pese a todo. No desearía perderlos. —Nosotros tampoco. —Antonescu me ordenó que la atendiese personalmente, señora. Para mí será un honor. La chica no tendría más que diecisiete años y se aproximó con un bol lleno de sustanciosa sopa. Lucy, aún débil y acostada, la observó con curiosidad. Era una chica gordita, tipo campesino, pelo largo y negro, buenas caderas y pechos. No hubiera invitado a que la mirasen dos veces a no ser por algo en su expresión. La chiquita, luego de entregar el bol con sopa, quebró sus piernas en un saludo centroeuropeo (tan subordinado que, sin duda, provenía de la Edad Media), dispuesta a retirarse. —¿Tú debes ser Sofía, verdad? —preguntó Lucy, ya francamente interesada en tanta subordinación y valor. —Sí, mi señora —dijo la otra suspendiendo el retroceso. La Sra. Harker pensó: “Esta chica tiene un perfil bajo hasta como sirvienta. Es la primera vez que se la ve en casi un año que llevamos aquí”. 98
—Toma una silla y siéntate, mi querida, que quiero hablar contigo. —Sí, mi señora —dijo Sofía con los ojos bajos. —Pero la silla más cerca de mi cama, por favor —dijo ella con la severidad del mando. La niña, por supuesto, obedeció. ¿Sería ocurrencia de Lucy, o Sofía se había puesto encantada? —Sofía, ¿desde cuándo hace que sirves en el castillo? —Desde los catorce, mi señora. —¿Y te gusta servir aquí? Siempre con los ojos bajos: —Sí, mi señora. Lucy levantó con los dedos de su mano derecha la carita de la niña y le dijo con suavidad: —Dulce, quiero que siempre me mires a la cara. —Sí, mi señora —y casi la bajó otra vez. —Sofía... ven, siéntate en la cama y a mi lado. La pequeña sierva obedeció aunque notose en ella un suave temblor. Lucy, para tranquilizarla, con gran delicadeza le acarició sus largos cabellos. La Sra. Harker no podía saberlo, pero en ese momento ella tenía una expresión muy parecida a la de Drácula. En realidad, Lucy semejaba ser la hija del Conde. —Voy a hacerte una pregunta, cielo mío... La nena, con esa ingenuidad de las sirvientitas, intentó cambiar la conversación: —Señora, se enfría su sopa. Lucy echó una mirada (de esas que no ven) sobre el bol, que había quedado sobre la mesa de luz, entornó los ojos y, con crueldad naciente, como el oxígeno en los laboratorios, habló al tiempo que le acariciaba el cuello con las uñas y mucha delicadeza. Sofía temblaba. No sabemos si de terror, placer, o ambas cosas: —Child, my little girl... you sweet... —de pronto su tono se volvió de mando, avasallante—. Quiero saber, ya y sin mentiras, por qué viniste a servir al castillo Drácula. ¿Tus padres eran pobres, y se vieron obligados a colocarte? 99
—No, señora Condesa... —al oír ser llamada así, Lucy sonrió. ¿Habría en ella un pespunte de colmillos? Jonathan no podía verla en ese momento, lo cual era bueno para la salud psíquica de él. Lucy era la hija de Drácula. —¿Y entonces? Quiero que me digas la verdad. Yo puedo leer los pensamientos y voy a enojarme mucho si descubro que me mientes. —Yo no le miento, señora Condesa —la chica temblaba como una hoja. —¿Por qué quisiste servir aquí? —Porque quise. Todos me decían que no. Que me podía pasar algo feo. Mis amigas, mi familia. Yo sabía muy bien lo que se decía del señor Conde: que era malo, en fin... eso que les hacía a las chicas. —¿Qué te dijeron que les hacía? —Morderlas en el cuello. —¿Y por qué viniste? —Yo quería que él me mordiera. Desde chica, por las noches, siempre me escapaba de casa (llena de hermanitos que me tenían harta), me ponía bajo un árbol y me apartaba el cabello para que él viniera y me mordiese. Pero nunca vino... Desesperada me ofrecí con cama adentro y me aceptaron, esperando... Pero nunca pasó. Lucy, con todo el sadismo de quien puede y debe y, además, tiene tiempo, comenzó a tocar el pecho izquierdo de Sofía: —Mi chiquita... pobrecita... cuánto habrás sufrido... —¡No!... No, por favor... no me haga eso... señora Condesa. —¿Qué no te haga qué, mi chiquita? —Usted sabe... —No, no sé qué, mi dulcísima niña castigada —y procedió a tocarle ambos pechos con la totalidad de sus manos. —No... Condesa... tenga piedad de mí... —Pero si no voy a hacerte ningún daño, mi querida. —Por favor... no sea mala conmigo. Las súplicas sólo conseguían aumentar el sadismo de la hija de Drácula: —Pero, mi chiquita, mi pequeña, esto que te hago es un honor para 100
ti... —¡Ya sé que es un honor!... Pero tengo miedo... —Usted no tiene que tener miedo de nada, mi bebe. Yo la protejo, la cuido. Y la Condesa Lucy Drácula Báthory procedió a desabrocharle los botones de su débil e indefensa blusita. —Por favor, señora... no me haga esto... si mi madre se entera me mata... —Ella nunca lo va a saber. —¿No? —No. Sus pechitos ya estaban afuera. Sofía, vestida con sus ropas vulgares, de sirvienta, era apetecible. Pero desnudita era mucho más hermosa. Por de pronto, sus pezones, tenían forma de cilindritos. Pero, además, las aréolas que los contenían, semejaban diminutas y deliciosas colinas pardas. Lucy se las llevó, golosa, cruel y alternativamente, a la boca. —Oh, señora Condesa... oh, señora Condesa... ¿Qué me hace? ¿Qué me hace? —¿Te gusta? —Sí, pero... Sí, pero... La pobre, indefensa, joven y... Sofía ya estaba sobre la cama. La Condesa Báthory procedía a la aligeración de sus ropas. La besaba en el bajo vientre. —Condesa, por favor, esto no... Con crueldad y toda la delicadeza: —Esto sí... esto sí... —y le tiró un beso desde lejos, previo alzar su boca desde la entrepierna de la muchacha. Cuando todo terminó, la chica estaba muerta de amor y admiración: —Condesa, mire un poco lo que usted me hizo. Ella, que tenía una precisa intención, se puso severa: —De ahora en adelante vas a hacer todo lo que yo te ordene. —Sí, Condesa. —Cualquier cosa. 101
—Condesa —dijo Sofía muy entregada—, si usted quiere yo voy al bosque y me tapo la cabeza con nieve. Hasta que no pueda respirar más. ¿Quiere que haga eso? —No. No quiero que hagas eso. Quiero que te acuestes con el Conde Drácula. La pobre muchacha se azoró: —Pero, Condesa... él ni me mira. Nunca me miró. Para él debo ser... alguien insignificante. —Ahora va a ser distinto. Con esperanzas: —¿Le parece? —Sí. Dejá que... yo me encargue de todo. Vas a hacer lo siguiente... Y volvieron las veladas. Entonces dijo Drácula (estupendo actor): —“Recuerdo el mes helado de diciembre, cuando una a una las ascuas moribundas dibujaban sus fantasma sobre el suelo”. El cuervo, Edgar Allan Poe. ¿No lo recuerda, Mr. Harker? —Sí. Por supuesto que sí. —¿Y por qué no lo citó en su ensayo? —Es que... no podía citarlo todo... —Y El barril de amontillado. “¡Por el amor de Dios, Montresor!”. “Sí. Por el amor de Dios”. Y entonces lo empareda vivo. “En veinte años nadie ha movido estos huesos. Requiescat in pace”. Esto por no hablar de El corazón de las tinieblas, de Conrad, con su magnífica versión cinematográfica, Apocalypse Now, con el monstruo de Marlon Brando. Lucy: —Claro, Conde, pero... —Y cómo olvidar —prosiguió Drácula, tal si estuviese sordo— Viaje al fin de la noche, de Céline. Esos sí que son únicos en su especie. O Soñadores, de Knut Hamsun. —A ese libro no lo he leído —dijo Lucy. —No es una novela, ciertamente. Más bien un fragmento autobiográfico. Las razones por las cuales este loco de Hamsun adhirió al nazismo. 102
Yo: —¿Por qué lo hizo? —Por... soñador. Algunos hombres que nada entendieron se enojaron con otros hombres que nada entendieron. Ezra Pound es el mismo caso. Él odiaba la... usura. La raza superior luchando contra el pueblo elegido. Ambos conceptos son un gravísimo error y llevan al exterminio. Mientras en este mundo un grupo humano se sienta superior a otro las cosas... van a salir mal. Amo a los judíos, a los alemanes, a los rumanos y... es sólo que... no comparto el concepto de superioridad, como ya le dije. Pero, por favor, no discutamos. —No le iba a discutir. Pero desearía que me ampliase su punto de vista. Yo creo... —Basta por hoy —dijo Drácula con una de sus órdenes despóticas—. En todo caso que Antonescu le traiga un brandy. —¡Antonescu! Ahora recuerdo ese apellido. Fue dictador de Rumania y aliado de los nazis. —Así le fue —Drácula miró por una extraña y profundísima ventana. Afuera no se veía más que un diminuto recuadro verde y un aterido pájaro. Aquel dispositivo mágico permitía la visión pese a la noche—. Yo le dije a Antonescu que no se uniera a Hitler porque iba a perder la guerra. Además era un loco y un genocida. Yo supe, por horóscopo, todo lo que el otro pensaba hacer. Alemania carecía de materias primas. Antonescu no escuchó mis advertencias. Lo hizo, fundamentalmente, por antirruso. Rumania siempre ha sido una colonia o una provincia rusa. Desde las épocas del zarismo. Él no me hizo caso y creyó en Hitler, en su fuerza. Antonescu fue fusilado en 1946, como usted sabe. —Sí. —Y bien. Antonescu sabía de mi poder y renunció a molestarme. Yo no me metí con él, él no se metió conmigo. Por otra parte ¿qué utilidad podría darle un ministro que sólo puede moverse de noche? A menos que se trate del loco de Ceau... A mis horóscopos se los hice desde un principio, antes de que me los pidiese. Yo le dije todo lo que iba a pasar. A veces me preguntaba, de todas maneras. No sé para qué si total no me hacía caso. Pero logré despegarme de su gestión suicida. Nadie supo nun103
ca que yo fui su astrólogo personal. Pobre Antonescu. No era mal hombre. Un tonto, en todo caso. A esto no lo pude aguantar: —Pero, Conde... era un fascista y el creador de la Guardia de Hierro... —¿Y esto qué tiene que ver? Mr. Harker, usted, como británico, se esfuerza por tener un lugarcito en el mundo. Bien despejado. Una campiña inglesa, ¿verdad? No hay sitio adonde ir ni lugar adonde retroceder. Es todo horroroso y la verdad nunca estuvo en ninguna parte. Son todos unos malditos asesinos y se lo digo yo que maté a tanta gente hasta que dejé de hacerlo. Esta novela que usted escribe es la historia de mi vida, Mr. Harker. —Sí, lo sé. De todas maneras yo, como historiador (o biógrafo) de Drácula, debería conocer la mayor cantidad posible de datos. Conde, siempre me olvido de preguntarle algo fundamental. —Si es importante para mi biografía... pregunte. —¿Cómo se las arregló en las épocas de Vlad el empalador? ¿Porque usted no era él, verdad? Así lo sostengo yo en mi ensayo. Ya sabe usted que se dice... —No. Qué estupidez. Cuando él fue rey de Valaquia yo ya tenía varios siglos, tal como usted afirma. Pero el muy tonto no terminaba de comprender quién era Drácula. Creyó que lo mío era una leyenda. Quiso obligarme (a mí como noble rumano) a pelear contra los turcos que en ese momento ponían en peligro a la patria. Yo hubiese luchado con gusto contra los invasores. Pero hay un problema: no puedo conducir ejércitos durante el día. Usted ya sabe por qué. —Sí. —Vlad se enojó mucho conmigo por creer que yo era un cobarde o un cómodo. Puso sitio a mi castillo. Mis pocos hombres no hubiesen podido defenderlo por más de dos o tres días. Entonces yo, en una sola noche, le maté a doscientos de sus mejores oficiales. Me les presenté personalmente, mientras dormían. A semejante cantidad de sangre ni siquiera yo hubiese podido beberla sin enfermarme. La escupía al instante de beberla. Cuando Vlad, al otro día, vio el desastre, comprendió que lo que se decía de mí era cierto y no volvió a molestarme. Levantó el cerco 104
y se fue. El peor período de mi vida no fue con Vlad (que era un inocentón, si bien se lo ve) sino con el comunismo. Resultaron mis más horrorosos cuarenta y seis años. En primer lugar eliminaron la propiedad privada. Me quedé sin mis latifundios que me daban pingües ganancias. Pude matar a doscientos oficiales de Vlad, en su momento, pero algo muy distinto sucedía con los muchachos de Ceaucescu, eso por no hablar de las infinitas tropas soviéticas. Era mucho más inteligente llegar a un acuerdo. Me afilié al PCR (Partido Comunista de Rumania) y tuve mi propia línea interna. Mi línea adhirió en todo momento a la línea general de Ceaucescu. Nos hicimos muy amigos con ese bastardo. No se imaginan ustedes las cosas horribles que me obligaron a hacer. Transformaron a mi castillo en un lugar turístico y en hotel del Sindicato de Trabajadores de la Sal. Me nombraron comisario político para administrar lo que antes fue mío. Ceaucescu (y su dulce mujercita: uno de los peores y más feroces cuadros) sabía perfectamente quién era yo. No le importó mientras continuase apoyándolo en el Presidium. Otra cosa que me exigía era horóscopos: en este sentido era igual que Antonescu. Con una diferencia: a Antonescu nunca le oculté su horrible destino. Si no me hizo caso fue problema de él. Pero a Ceaucescu le hice horóscopos falsos y le di malos consejos a propósito, cosa de que cayese en abismos insondables, algo que efectivamente ocurrió. Me amaba ese miserable. Tanto él como su mujercita confiaban incondicionalmente en mí. Me comisionaron, en la década del ochenta, para la construcción de unos espantosos monoblocks que afearon Bucarest de la peor manera. Yo los hice, siempre de acuerdo con las directivas y a la estética de este mal nacido. Yo vivía mejor que esos pobres empleados y obreros, y eso que, como usted sabe, yo duermo en una cripta y adentro de un ataúd. Ceaucescu me exhortaba a asistir a unas asquerosas y aburridísimas fiestitas. La asistencia era obligatoria para todos nosotros que éramos miembros de la nomenklatura. Se servían comidas exquisitas, completamente fuera del alcance del pueblo: caviar ruso, faisán dorado, perdices y cuanta cosa. Yo, desgraciadamente y por razones obvias, sólo podía tomar mis líquidos rojos. Es en lo único que siempre fui soviético. Ceaucescu me miraba desde lejos, con una sonrisa aprobadora aunque irónica. Me alegré muchísimo cuando los fusilaron, 105
a él y a su encantadora mujercita (ese asqueroso cuadro altamente maléfico). Era tan canalla Ceaucescu que hasta modificó los horarios del Presidium: se hacían después de la caída del sol, para que yo pudiese apoyarlo con mi línea interna. Una de las tantas cosas abominables que tenía el Partido es que uno como miembro de la nomenklatura, estaba obligado a robar. Harker: —No lo puedo creer… —Sí, sí. Era una obligación. Usted, en el régimen rumano soviético no podía reunirse a puertas cerradas con sus camaradas de la línea interna. Tenía que ser a puertas abiertas, en un restaurante carísimo, donde la Secreta pudiese controlar que nadie estaba conspirando. —Ahora bien, a los gastos de las (digamos) diez personas de la línea hoy los paga usted, mañana el camarada Fulano, pasado Mengano, etcétera. Pero por fin soy yo el que debe abonar la consumición de todos. Y es una fortuna. Para poder pagar los gastos obligados de los restaurantes yo tengo que robar, porque aunque tengo buen sueldo no me alcanza. La Secreta sabe todo esto, pero no interviene, salvo... cuando su línea interna de usted cae en desgracia. Lo levantan a las cuatro de la mañana, se lo llevan en calzoncillos, y lo interrogan: “Usted gana tanto y en este restaurante, tal día, gastó esta cifra. ¿De dónde sacó el dinero? ¿No puede explicarlo? Firme aquí”. Por supuesto, a lo que usted firmó ya se lo puede imaginar. Si tenía suerte lo deportaban (con los bolsillos vacíos) a los países occidentales. Con mala suerte podían pasarle una de dos cosas: o que lo fusilasen o que lo mandaran a las salinas. ¿Me imagina a mí, Mr. Harker, a pleno rayo del sol trabajando en las minas de sal gema? Yo me salvé porque siempre fui un gran mentiroso y el miserable de Ceaucescu me quería. Él fue la ruina de Rumania. Administró nuestra dependencia a los soviéticos. Los rusos gastaban nuestro petróleo, no el de ellos. A esto se le llamaba “contribución socialista en el esfuerzo común para enfrentar la agresión norteamericana contra la paz mundial”. El Conde estaba muy afectado por su historia, pero hizo un esfuerzo por reponerse: 106
—Hablemos de cosas más agradables, Mr. Harker. Le prometí que ahora, ya pasado un tiempo de descanso prudencial, volveríamos a estudiar astrología. Ya vimos la semana pasada que, para los pronósticos, sólo suelen hacerse progresiones secundarias... Sra. Lucy, temo que todo esto la aburra. —Por el contrario, me fascina. Aunque no entienda nada lo disfruto a nivel de poesía. Drácula quedó un poco descolocado: —Bien, entonces... —Pero antes de que siga, ¿me permite llamar a Sofía para que nos sirva brandy e incluso algunas delicias, para picar? —Por supuesto... Lo que usted diga, señora. El Conde pisaba hielo frágil. No sabía qué reacción permitirse. Siempre, en el castillo, los que servían eran hombres. “Las mujeres, a la cocina”. Esto último no era algo dicho, pero estaba implícito. De todas maneras ¿cómo negarle esta insignificancia a una mujer? Tal vez Lucy desease la servidumbre de una chica. Lucy hizo sonar una campanita y Sofía apareció al instante, previa inclinación: —Ordene, señora. “Se ve que tenía la campana ya preparada y a la chiquita detrás de la puerta”, pensó Drácula con cierto retintín. —Por favor, Sofía, sírvanos brandy, a mi marido y a mí, y traiga pan, jamón, queso y aceitunas. —Sí, señora Condesa. Este tratamiento, para con su mujer, puso extremadamente nervioso a Jonathan Harker y de gules a Lucy. El Conde se limitó a sonreír levemente con la comisura izquierda de la boca. Cuando Sofía se hubo retirado, Lucy dijo atropelladamente: —Conde, le aseguro que yo no... Muy urbano y dueño de la situación: —No se preocupe, mi querida. Las campesinas no pueden comprender que quien las mande sea menos que conde... o condesa. Carece de toda importancia. Deje que ella la trate como quiera. 107
Al rato vino Sofía con miles de platitos. Drácula le echó una mirada de curiosidad. Era evidente que la chica, aparte de su vestidito, no tenía puesto nada más. Los pezones se le marcaban con mucha fuerza. “Vaya”, dijo el monstruo para sí mismo. De todas maneras se sobrepuso para luego decir: —Mr. Harker, prosiguiendo con lo nuestro. Como ya le adelanté los otros días, las direcciones primarias son mucho más exactas que las progresiones secundarias, pero si no se conoce con precisión la hora del nacimiento el método no da resultado. Un solo minuto de diferencia puede hacer que el pronóstico yerre en un año. La solución puede consistir en: si alguien le hace una pregunta específica, levantar en el acto una carta horaria y, a posteriori, elaborar la dirección. Como usted comprende, en las horarias el astrólogo sabe siempre la hora exactísima. En ese momento Sofía estaba de lo más subordinada. Lucy le había ordenado sentarse por si aún se necesitaba de ella, y la chica, inclinada hacia adelante, dejaba ver sus hermosas tetas jóvenes, con sus aréolas en forma de conitos y sus pezones cilíndricos. Drácula, al observarlo todo, sintió alegría y angustia al mismo tiempo. Lucy, la verdadera autora del hecho, sonrió imperceptiblemente. Los ojos del Conde parecieron opacarse, al principio, para luego adquirir el más extremado brillo. ¿Cómo no la había mirado antes? Drácula, por primera vez, deseaba a esta chiquita. ¿Pero desearla en qué sentido? Era una noche de tormenta horrorosa. Cuatro de la mañana. Ya Jonathan y Lucy dormían. Drácula no, obviamente. Él, como es inevitable y clásico, bebía uno de sus aburridos líquidos rojos. De pronto se escuchó una voz dulce, tímida, a su espalda: —Sr. Conde... Drácula se volvió en el acto. Molesto (y preocupado) por haberse dejado sorprender. Era Sofía. Sólo tenía puesto un camisón finito que, además, estaba con todos los botones de la pechera desprendidos. Se veía tan linda que hasta uno hubiese deseado ser vampiro para morderla. 108
—Oh, mi señor. Oh, mi señor, tengo tanto miedo. Perdóneme por molestarlo en sus meditaciones, pero... no podía dormir y además tuve una pesadilla feísima. Sofía, como con desesperación, empezó a besar las manos del Conde. Además, a causa de su arrodillarse, sus pechos quedaron por completo al descubierto. No era espontáneo aunque lo pareciese. En esto la chica seguía las precisas instrucciones de esa corrupta de Lucy Humboldt. A Drácula, al verla así, tan entregada, se le manifestaron los colmillos. Pero se contuvo. Decidió que todavía era indispensable ser bueno. Al menos, mientras pudiese. De adentro le salió el paternalista: —Pero, mi niña, mi dulce niña asustada... Soy yo quien debería besarte las manos —y, tomándoselas, se las besó—, venga. Siéntese aquí, sobre mis rodillas. Sofía, hecha aún un mar de lágrimas, obedeció presta y nada perezosa. Mientras, él le acariciaba los cabellos: —Y ahora, mi chiquita, cuénteme su pesadilla. —Soñé que me perseguía un monstruo. La bestia quería comerme el culo a toda costa. Me decía cosas horribles, que me asustaban mucho, como: “Ahora te como el culo. Ahora te como el culo”. Y cuando ya iba a darme alcance y a comerme aparecía usted, Conde, lleno de luz y con los brazos extendidos, como Cristo, y entonces el monstruo huía dando alaridos. Me desperté toda húmeda. Drácula, por supuesto, ya no aguantaba más. Le metió una mano en su desprendido vestidito y comenzó a acariciarle la teta izquierda. —Pero, señor Conde, ¿qué me hace? —preguntó ella aparentemente alarmada. —Acariciarte una teta —respondió él con algo de dureza. Sin duda estaba influido por la Hammer Production. —¿Y por qué mi señor me hace esto? —Porque eres la más linda. —Ahh... —como diciendo: así está todo bien y se justifica—. Señor Conde —prosiguió ella—, soy una miedosa terrible. Me asusto con las tormentas y también con miles de cosas. Cuando tuve el sueño vine a 109
usted urgente en busca de protección. —Yo te protejo, mi niña. Yo te protejo... —¿Siempre lo va a hacer? —Sofía, en el medio de la pregunta, lo acariciaba y lo besaba. —Siempre. Para toda la vida. —¿Sabe, señor Conde? Cuando yo tenía catorce años se decían cosas horribles de usted. Que a las chicas las mordía en el cuello, y todo eso. Por supuesto yo siempre me negué a creerlo. Entonces me ofrecí para servir en el castillo, cama adentro. Todas las noches, después de mis tareas, me desprendía los botones de mi camisón y apartaba mis cabellos para que usted me mordiese si quería. Me quedaba esperándolo horas y horas, pero usted nunca vino. ¿Por qué? —Chiquita, por favor... Tú eres una niña buena y adorable. No me provoques. Hay un límite en lo que puedo controlar. —¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué? Si yo lo deseo —tomándole el rostro con ambas manos—, yo estoy bien dispuesta. Drácula no soportó más. Se transformó en un gigantesco gato a punto de morder a su hembra. Y lo hizo. Le clavó los colmillos en el cuello a la pobre Sofía (quien se quejó soñadoramente, como pidiendo más) y, no conforme con esta barbaridad, le introdujo su sexo de manera espantosa y violentísima. La chica era virgen, de modo que se quejó por esto más que con la mordida, pero el muy Bestia, en su pasión, siguió violando a Bella. Cristina Daaé penetrada por el Fantasma de la Ópera. Alicia Liddell fornicada a tempranísima edad por ese sucio canalla (porque otra cosa no se le puede llamar) de Lewis Carroll. La Reina de Corazones sometida por el Sombrerero, la Liebre de Marzo y hasta por el Lirón (que para esto sí estaba despierto). “¡Que le corten la cabeza” fue cambiado por “Que me metan la cabeza. Pero todita que sea”. Aleccionado por su experiencia con Lucy Humbolt, Drácula se dominó. “Siga, siga”, demandaba Sofía. “Todavía no, mi niña. Te deseo como víctima por años y años”, mintió él. Necesitaba que viviese, no transformarla. En eso consistía su mentira. Drácula fue bueno con Sofía. En más de un sentido. Por de pronto, 110
para agradarla tenebrosamente, le hizo creer que la bebió (que se alimentó de ella) muchísimo, pero en realidad le sacó muy poco. De todas maneras ella, como chica aculta, se dio por muy martirizada. El Conde no sabía qué hacer con ella. Lucy Humboldt primero, esta chiquita después, lo habían acercado a la vida. La noche siguiente se quedaron hasta una hora desusada, con Jonathan Harker, estudiando astrología. Era casi el amanecer. —Salgamos del castillo, Mr. Harker. Pronto aparecerá el sol. —Pero, Conde... —No se preocupe —sonrió Drácula—. No me he vuelto loco ni he olvidado mi... fotofobia. Cuando salieron el sol estaba, realmente, a punto de aparecer. —Hace ochocientos años, Mr. Harker, que no puedo ver un amanecer. Tampoco hoy voy a poder hacerlo, claro. —Conde, cuando deje de ser misógino podrá contemplar de nuevo el sol. —¿Qué me quiere decir? —Piénselo. Y ahora vuelva a su cripta, por favor. Corre peligro. —Sí, lo sé. A partir de aquella noche de truenos y relámpagos, Drácula quedó cada vez más aficionado a Sofía, su chiquita. Ella tenía razón cuando le dijo que estaba “bien dispuesta”. Pero él no quería eso. No deseaba transformarla en vampira: la necesitaba como mujer. A una masoquista jamás se lo confieses. Bien sabía él que a estas chicas hay que hacerles creer todo el tiempo que uno es Drácula. Si se enteran de tu amor y humanidad te abandonan. Pero hay miles de jolgorios malvados que, al tiempo que a ellas las entretienen mucho, a uno lo gratifican enormemente. Las cosquillas, por ejemplo. A la pobre Sofía él la mantenía desnudita y atada a una cama (ésta de lo más confortable). Le dejaba sus piernitas algo flojas, desde el punto de vista de las ligaduras, cosa de que ella pudiese dar pataditas histéricas, como Victoria Abril en Átame, la gran película de Almodóvar. Luego, con mucha crueldad y todo el sadismo lúgubre del mundo, 111
procedía a mostrarle los instrumentos de tortura, aptos para estos casos: plumas de ala de faisán, el plumín erótico, el chancletazo didáctico, el masaje anal, el broche de ropa para el pezoncillo doliente, el cascabel de oro, la cabeza del avestruz, el enema santísimo (la lavativa o “el horror de los horrores”), la garra del mono que acaricia y otros espantos. Generalmente empezaba con algo fácil, sencillo, cosa de no asustar por anticipado a la paciente: la garra del mono que acaricia. Era éste un bello instrumento de madera, tallado por el propio Conde de acuerdo con las horas y días de los planetas, que imitaba en un todo a la pata de un mono. Lo más interesante de dicho adminículo eran las uñitas: bien puntudas y delicadísimas. Si a esta patita se la deslizaba por los pechos, la víctima no obtenía otra cosa que una excitación sexual. Pero bastaba que con ella uno le “pincelase” debajo de las axilas o en el vientre, para que la pobre chica, desesperadísima, comenzase a pegar sobre su camita toda clase de alegres saltos espasmódicos: —¡Aaaah! ¡Señor Condeaaah...! ¡Piedadaaah…! ¡La garra de monaaah...! ¡Noaaah...! Cuando el placer se lleva casi a su límite se obtienen efectos muy extraños e interesantes. Dos médicos de las SS auscultaban cada tanto el corazón de la chiquita para evitar... “accidentes”. Como las SS (y la Guardia de Hierro) ya no existen, para felicidad del género humano, el propio Conde se veía en la obligación de asumir los papeles de los mencionados facultativos. Mientras efectuaba estas “horribilidades”, Drácula fumaba todo el tiempo con rostro cruel. Fumar: no lo había hecho en toda su vida, lo cual era signo de un cambio para el agudo testigo. Luego de la garra del mono que acaricia viene la pluma del faisán esclavizador. La pluma, cuando bien se la emplea, jamás es utilizada para las cosquillas sino a los fines exclusivos de la pulsión erótica. Con ella se pincelan aréolas y pezones hasta que se pongan duros a más no poder. Después, como quien no quiere la cosa, bajamos al bajo vientre a los fines de excitar el tallo de bambú que toda mujer tiene entre las piernas. —Oh, mi señor... oh, mi señor... que no aguanto ni un minuto más... 112
que ahora, que ahorita, hágamelo todo ahorita... Claro es que hasta la crueldad tiene un límite y Drácula procedía a introducirle todo Bestiaza, mientras Sofía lanzaba chillidos de escalofriante gozo, que no se oían desde las épocas del pterodáctilo. Transcurrieron ocho meses y Sofía tenía una panza enorme y las tetas hinchadas a rebozar. Lucy estaba chocha, como si la preñada fuese ella. Y Drácula, lleno de amor, le decía a su Sofía: —Cuando haya nacido el chiquito te pienso vampirizar las tetas. Pero no temas, cielo mío, las tetas son bastante boludas. Medio oligo: las engañás con una facilidad grandísima. Más les pedís más dan. Si les chupan la leche ellas llegan a la conclusión tontísima de que hay más nenes que alimentar, así que trabajan el doble. Incluso te va a pasar, dulce Diosa, que luego de haberle dado al bebé todo lo que hay que darle, y él ya dormidito, a vos te duelan los senos pletóricos. Entonces me vas a decir desesperada: “Vampirízame los pechos, amor mío, porque si no el dolor no va a dejarme descansar”. Y yo, claro, ni corto ni perezoso, voy a hacértelo. Soy cruel, pero no tanto como para negarme a esto. Y ocurrió que cuatro días antes de nacer el chiquito (¿o sería una nena?) Drácula comenzó a sentir repugnancia por la sangre. Le ocurrían cosas extrañas: tenía ganas de comer pan... Y perdices. Se lo contó una noche a Jonathan Harker y a Lucy (ya había nacido Julieta, su primera hija): —¿Saben ustedes, amigos míos? Hace ochocientos años que no pruebo ni pan, ni perdices ni vino. Lucy: —Pero ahora puede hacerlo. —¿Está seguro? ¿Y si me hace mal? —No creo. A la otra jornada, Harker tuvo una sorpresa para el Conde: una perdizada. Una cantidad jamás vista de aves. El Conde las devoró. Además supo acompañarlas con pan y vino. Y una noche (serían las diez), mientras Sofía le daba de mamar a la 113
nena y todos hablaban de astrología, Drácula dijo una frase insólita: —Tengo sueño. Todos lo miraron extrañadísimos. Sofía comentó: —Pero, mi vida... tú nunca duermes de noche. —Estoy muerto de cansancio. Además no quiero ir a mi cripta sino a una cama. Deseo estar contigo. Ella sonrió muy agradada: —¿Y qué esperamos? Lucy y Jonathan se miraron sonriendo por lo bajo, como poseedores de un secreto insondable (pero también al alcance y muy humano). Esa noche Drácula durmió de un tirón. Ni siquiera se despertó cuando la nena empezó a chillar pidiendo alimento. Sofía, por supuesto, se encargó de todo. El Conde se levantó antes del amanecer y salió al fresco de la madrugada. Allí estaba Harker. —Lo estaba esperando. —¿Cómo sabía que yo iba a venir? —Era obvio. Elemental, my dear Drácula. Elemental. Luego de una pausa: —¿Se va a animar? —¿A qué? —A ver el amanecer. —Usted sabe que no puedo. Me convertiría en cenizas. —No creo. Usted cambió. Porque no basta con no ser un asesino. Además debe abandonarse la misoginia. Tal vez ésta sea la “última tentación de Zarathustra” y no la “piedad por el hombre superior”. Ya sabe. —Sí. —Faltan dos minutos, Conde. Drácula se estremeció. El amanecer se tiñó de colores fantásticos. Con la sobrenaturaleza de lo natural. Siempre, cuando está por salir el sol, el sol ya ha salido. Y de pronto Rah, el Disco. Era glorioso, pero poderosísimo. Y temible. Drácula no podía entender que siguiese vivo. —Mr. Harker, les estoy terriblemente agradecido, tanto a usted como 114
a su esposa Lucy. De no ser por ella, por su sacrificio (ya sabe a qué me refiero... a aquella noche...), yo no me hubiese quebrado. Sólo un gigantesco acto de altruismo y amor fraterno, como el de ella, podía resquebrajar mi estúpida estructura misógina. Su esposa fue muy buena y generosa conmigo. —Perdóneme que lo corrija en un algo, Conde. No lo hizo por usted, lo hizo por puta. Que le haya servido para liberarlo es independiente de la cuestión. Sí, ella es muy putona. Y esa característica me ha hecho sufrir en los últimos cinco años, pero también gozar y... crecer. En otro orden de cosas: usted ama a esa chiquita, ¿verdad? Drácula, con asombro: —¿A Sofía, dice usted? —Perdone. Es una pregunta estúpida. De no amarla no hubiese podido soportar el amanecer. —Yo la adoro. Es mi tesoro. Hasta me dio una hija. A mí, que era estéril. —Ya sé. Ya lo sé. Pregunta tonta y desubicada. —No, de ninguna manera. Yo creo... Mucho después y mientras el Disco de Rah alcanzaba la plenitud de su gloria: —Mr. Harker, ¿ha leído usted a Alberto Laiseca? —¿A quién? —Alberto Laiseca. Un escritor argentino. —Me avergüenza confesar esto, pero... No estoy familiarizado con la literatura argentina, en caso de que exista, pese a haber vivido varios años en ese país. De todas maneras una vez leí un cuento de Borges. Pero Drácula rechazó con displicencia: —¿Recuerda usted, Mr. Harker, ese fragmento del Ulises: “Ya hemos superado a Wilde y sus paradojas”? —Sí. —Pues bien, parafraseando a Joyce (ya sabe usted que la paráfrasis es el plagio autorizado de nuestros tiempos posmodernos): “Ya hemos superado a Borges y sus no paradojas”. Hoy es mi día de no cumpleaños: un té de locos. Alicia Liddell Carroll, you know. Ouh dear(6). Pero volvamos 115
a Alberto Laiseca, es el autor de Los sorias —el rostro de Drácula se arrebató entrando en delirio. Por un momento tuvimos un importante retroceso. Otra vez era parecidísimo a Christopher Lee en Dracula’s Horror. Temí por mi vida. Totalmente poseído por la Diosa de la Locura, Drácula agitaba sus manos en plena faz maníaca, como si fuesen sonajeros de santería cubana, o sapos engordados a pan con leche (biberón). Sus ojos estaban rojos, derramados, como uno de esos ataques de presión, oculares, que a veces sufren los borrachos perdidos—: Los sorias. Soria dijo, Soria sostuvo, Soria declaró. La obra de un genio, un verdadero genio. Incienso, mirra, corona de laureles para él. El Nobel, el Cervantes, el Pulitzer (por hacer tan buenos copetes), la Estrella de Plata, la Medalla al Mérito de Vietnam y la del Congreso (a ésta se la puso el propio Johnson, con sus santas manos). Él es el James “Joice” de Joder de las pampas argentinas. Laiseca es un monstruo, él es Bestiaza, el 666, el Chancho Inglés que todos estábamos esperando, el Dictador Perpetuo, el Julio César de la literatura... ¡Aaah!... ¡Oof! ¡Me tocoff! Porque deberé aclarar que el Conde aparte de sus gestos desordenados, hacía toda clase de ruidos onomatopéyicos que me llenaban de terror. Por alguna razón desconocida, el Conde pareció tranquilizarse de golpe. Agregó con mucha calma: —Mr. Harker, Alberto Laiseca es... Drácula. Porque no puedo ni debo ocultarle que yo no sentiría vergüenza en firmar Los sorias como obra propia. —Debe ser muy buena, entonces —dije más que nada por decir algo. —No puede figurarse lo buena que es. Permítame que le cite tan sólo un fragmento de encendida poesía que yo, en lo personal, considero muy superior a El cuervo, Ulalume o La saga de Willie el cojo: Qué conchaza tenía la vieja, todas las noches en ella guardaba el piano, luego de haberlo plumereado y envuelto en celofán. Quedé espantosamente desconcertado. —Pero, Conde... no entiendo una palabra. Además es... horrible. Este (6) Drácula, por momentos, se nos transforma en una anciana británica (Jonathan Harker).
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fragmento es como un chiste alemán. —Bueno, en fin... Los sorias es mucho más vasto que esto; tal vez la breve cita no haya sido del todo feliz, pero.... —Fue infelicísima. Escuche, ese autor es aculto. —Bien, ahora ya nos estamos apartando ligeramente de toda consideración equilibrada que... —¡Es horroroso! —Sin embargo es el mejor escritor de Oceanía. Relea a George Orwell, por favor. —¡Si ese es el mejor cómo serán los otros! —Veo que no he logrado conmoverlo con mi escritor de cabecera. —Pero sí que me conmovió. Y mucho. Pero para mal. —Como va a decir mi hijita Julieta cuando sea grande: “No te emociones”. Pero, por favor, entremos al castillo y bebamos un brandy. Desde hace ocho siglos que yo estaba privado de esta bebida deliciosa. Basta de seriedad. “Hablemos de cosas absurdas”, como dicen los chinos (mis hermanos). —Conde —cuando ya estuvimos adentro—, nunca le pregunté por las incoherencias arquitectónicas del castillo. Ese ridículo puente levadizo para enanos es espantoso. Es tan horrible como el poema de la conchaza. —Yo sólo cumplía las órdenes. Eran indicaciones directas de Ceaucescu. También correspondían a las superiores ideas estéticas de su agradable mujercita. La línea interna sólo puede inclinarse ante la línea general. —Sí, entiendo. —Cambiando de tema. ¿Recuerda usted ese fragmento de su ensayo sobre los monstruos, donde habla de las novelas chinas? —Sí, por supuesto. —Bien, hay un pasaje donde un dragón sale de la pared y engulle a uno de los amigos que toman vino. —Sí. —Pero es cosa clara que en ésta, nuestra novela, no tenemos necesidad de devorar a alguien. Entonces, si a imagen y semejanza de aquélla, por medios mágicos, hacemos aparecer (sin excusas) a... una chica, por ejemplo, la que estamos escribiendo seguirá siendo una novela china, 117
¿no? —Es cierto. —Creo que la obra más malvada y asquerosa que se haya escrito jamás es Los ciento veinte días de Sodoma, del marqués de Sade. —Sí. Yo también odio a esa novela. —Allí, Sade, a imagen y semejanza del anti-ser, mata con torturas a todas las víctimas y luego los monstruos abandonan el castillo dejándolo lleno de cadáveres. —Me acuerdo. —El castillo, simbólicamente, es el planeta Tierra. La idea es: destruir la obra de los Dioses, aniquilar a toda la raza humana, y luego cerrar definitivamente las puertas. Es Apocalipsis, último capítulo. —Estoy de acuerdo. —Ahora bien, de entre todos los personajes asesinados hay una chiquita llamada Rosette. ¿La recuerda? —No. —Los ciento veinte días... no fue corregido y, por lo tanto, hay algunas incoherencias y repeticiones. A Rosette sus verdugos le cortan tres tetas. —Sí. Ahora recuerdo a ese personaje. Un descuido de Sade. No pudo corregir su manuscrito, como usted dice. —Sí. Es un descuido. Sin embargo el subconsciente tiene sus leyes. No es casualidad que Sade se haya equivocado con este personaje y no con otro. Si bien Rosette es joven, linda y llena de vida (lo que Sade más odiaba), no es la única: todos los chicos y chicas a quienes estos miserables secuestran están llenos de deseos por vivir, con el completo mundo y sus expectativas por delante, y además son jóvenes y hermosos. Ninguno se salva de la tortura, la mutilación y la muerte. Sin embargo hay un especial ensañamiento con Rosette. ¿Por qué? —¿No lo sé. —Porque se llama Rosette, “pequeña rosa”. Todos cuando amamos a una mujer pensamos en regalarle un ramo de esa flor. Parece que ella es como la esencia de la femineidad. —Voy entendiendo. 118
—El despreciable hijo de puta de Sade bien sabía que, si deseamos atentar contra el mundo, debemos empezar por destruir a las mujeres. ¿Y qué mejor que mutilar a una Rosa? —Me parece que tiene usted razón. —Así que nosotros, ahora, como esta es una novela china de realismo delirante, vamos a robarle ese personaje a monsieur Sade —el Conde se volvió a una de las paredes sólidas y de inflexible piedra de su castillo, y ordenó—: ¡Rosette! Del fondo de la masa lítica, como es sobrenatural, salió una chica jovencísima y preciosa. Estaba prácticamente desnudita porque sólo se cubría con un camisoncito transparente. Caderas muy principales y un monte de Venus lleno de pelitos. Perdón por el abuso de diminutivos. Tenía también tetas muy hermosas y nutricias, con esas raras y deliciosas aréolas en forma de conitos que —siempre— se coronan con pezones de forma cilíndrica. Sus pechos eran muy parecidos a los de Sofía. Pero con una pequeña, leve, diferencia: tenía tres tetas que le marcaban fuertemente la tela. —¿Llamó, señor Conde? —Sí, mi querida. Le suplico que nos sirva brandy. —Sí, señor Conde —y sus piernitas se quebraron en un momentáneo saludo. Ya se disponía a obedecer cuando se volvió a Drácula—. Señor Conde, ¿usted me perdona? —¿De qué debo perdonarla, mi niña? —Estoy impresentable. Fui requerida de inmediato y no tuve tiempo de cambiarme. —No se preocupe, dulzura humana. Las chicas impresentables son las únicas presentables —comentó Drácula didácticamente. La chiquita se sonrojó. Luego de servirnos generosas cantidades de brandy, preguntó al Maestro: —¿Necesita algo más, el señor Conde? —Tan sólo una cosa, cielo mío —y extendiendo sus dos manos apresó su pecho derecho y el izquierdo. Luego, del centro del tórax del Conde salió un tercer brazo que comenzó a acariciarle la tercera teta. —Señor Conde, mire un poco lo que usted me hace. —Por algo será. Tal vez porque estás llena de juventud, belleza y deseos 119
de vivir. Puede retirarse, Rosette, mi niña. —¿Debo volver a resumirme en la pared, mi señor? —Claro que no. Con lo que me costó sacarte de ese libro asqueroso. Ve al cuarto de Sofía, mi mujer. Despiértala y dile que eres mi segunda esposa. Ella es muy genia. Va a entender todo en un segundo y te va a fabricar una camita. —Sí, mi señor. Y Rosette, el ex personaje de Sade, se retiró por una puerta. —Ya ve usted, Mr. Harker, lo que sucede. ¿Sabe por qué los hombres tenemos únicamente dos brazos? —No. De veras no lo sé. —Porque ellas tienen tan sólo dos tetas. Ya habrá podido verificar que, cuando tienen tres, como en este caso, en el acto nos sale un trío de manos para que el aferramiento sea completo. —Ya veo. —Es uno de los secretos delirantes de la vida. Vacilé mucho: —Conde, de todas maneras... hay algo que me preocupa. —Pero, mi estimado amigo, ya sabe que a mí puede decírmelo todo. —Estas dos chiquitas con las cuales usted se ha casado... Con ironía draculiana: —No me diga que va a reprocharme que sea bígamo. —No. No voy a reprochárselo. Me parece bien. Es sólo... la extracción social de ellas. Yo sé que usted ya no es misógino, pero sus enemigos van a decir que el hecho de casarse con chicas de servicio es la máxima y secreta expresión de misoginia. Entiéndame, por favor, yo no... —No se preocupe, Mr. Harker. Conozco las reglas: usted puede acostarse con el personal de servicio doméstico y hasta dejarlo embarazado. Todo ello no será muy elegante, pero para eso está la ocultación. Lo prohibido es casarse con él. —Sí. —Sí. Lo sé. Bien, a mí me importa tan poco las reglas de los así llamados “humanos”. No olvide que yo soy Drácula. A veces (no siempre) tengo la sensación de que el único humano soy yo. El ex vampiro. Porque 120
no hay como haber sido vampiro para no volver a serlo. Drácula de veras, quiero decir. De mí sólo sé una cosa y a usted le consta. He visto salir el sol sin desintegrarme. Por algo será. Ningún misógino puede ver el Disco de Rah.
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El diario de Jonathan Harker Han pasado cinco años. Sofía tiene veintidós y aspecto de matrona romana. Está más linda que nunca. Luego de Julieta vinieron: Vanina, Yolanda, Paula y Celeste (estas últimas son mellizas y nacieron con diferencia de minutos) y Enrique César. Pero mi bígamo Maestro también ha tenido hijos con Rosette (la chica de las tres tetas): Santiago, Graciela Chanchita, Celia y Tetalia. A esta última le hice el horóscopo. Parece que va a ser muy tetona y muy puta. Los hombres le van a decir: “Tetalia, Tetalia: muéstrame las tetas, muéstrame las tetas”. “No, porque mis tetas son mucho. No, porque mis tetas son mucho. Pero igual te escucho”. “Tetalia, Tetalia, si me las muestras te las chupo y además te muestro el cartucho”. “Acepto la chupada y el cartucho, siempre y cuando me lo metas todo en el cucho”. Putísima, como digo. Qué chica. Qué conchaza. Lucy también me ha dado hijos: Yanina, Beatriz, Elke y Mike. Tengo que decir, indudablemente, todo lo que pasa. Postergo el momento inevitable. Empecemos hablando de viejos tiempos. Hace unos cuatro años salimos de cacería con el Conde. A caballo, por supuesto, siguiendo el claro rastro de un jabalí. Nos acompañaban perros, puesto que, para esa época, Drácula ya había perdido olfato. De todas maneras mi Maestro empuñaba una lanza, tal como hacían sus antepasados (y él mismo) hace siglos. Yo me dispuse a manejar un muy moderno fusil Express, de dos caños y del siglo XIX, que robé de una novela de H. Rider Haggard. Pero no llegué a usarlo. El jabalí (monstruo de casi trescientos kilos) ya había despanzurrado a cuatro perros. Drácula, veloz cual centella, desmontó de su caballo y arrojó su lanza. Yo ni siquiera pude apuntar. Por primera vez tuve la oportunidad de ver a un guerrero antiguo en acción. El jabalí, que murió en el acto, quedó incrustado en el árbol contra el que se apoyaba para defenderse de la jauría. Esa tarde hicimos un gigantesco asado en los terrenos aledaños al 123
castillo. El Conde (quien jamás hubiese permitido que se pudriera tanta carne) invitó a cenar a doscientos pobladores de las cercanías. Fue un banquete sin igual. Se tomó cerveza negra, irlandesa, especialmente importada para la ocasión. Nadie se quedó sin “su porción de cerveza y tocino”, si es que mis lectores me entienden. Luego del festín y ya retirados los invitados, nos quedamos conversando con el Conde. Él tenía sueño, pero hizo una excepción, puesto que ganas de hablar no le faltaban. —A esta maravillosa cacería también se la debo a usted y a su esposa Lucy, Mr. Harker. Nunca olvidaba mencionar a mi esposa para sus agradecimientos. Con toda sinceridad yo hubiese preferido que se callara la boca, pero así son las cosas. Para cambiar de tema, le dije: —Usted, en su momento, habló del período comunista y todo lo que tuvo que sufrir, pese a estar asociado a la línea general. Con sequedad: —Sí. ¿Y? —Se lo digo porque hay algo que no comprendo. Luego del fusilamiento de Ceaucescu y del derrumbe del falso socialismo ¿cómo hizo usted para recuperar su propiedad privada, sus latifundios, etcétera? —A mis latifundios nunca los recuperé. No estamos en el siglo XIII, Mr. Harker, donde luego de un cambio de dinastía yo, como amigo del nuevo rey, etcétera. No sea ingenuo, mi querido amigo. —¿Pero entonces? —Entonces, aún hoy, con la caída de la Unión Soviética, Rumania sigue siendo una colonia de los rusos. Los viejos miembros del PCUS(7), luego del desastre, cayeron parados. Pasaron a la ilegalidad como jefes mafiosos. En mi país los capos del PCR hicieron lo mismo. —¿Quiere significarme que usted también...? —No. ¿Cómo puede ser mafioso un hombre que sólo pude moverse de noche? Así la capacidad operativa se restringe. La verdad es que tres o cuatro capos de la vieja línea interna me debían varios favores desde las (7) Partido Comunista de la Unión Soviética.
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épocas doradas de Ceaucescu. El Partido habrá sido una mierda, pero siempre protegió a los suyos. Mis amigos me pagaron ciertas deudas devolviéndome algunas propiedades (no todas). Y de esto he vivido hasta hoy, como un señor. Los camaradas gansters me protegen. Amor con amor se paga. Así somos nosotros. Y ahora viene la parte terrible que, de intención, dejé para el final. Drácula ha envejecido terriblemente. Cuando lo conocí, pese a sus siglos, tenía el aspecto (bien conservado) de un hombre de sesenta años. Cinco después parece de noventa, y mal. Él, que todo lo sabe, viéndome preocupado me dijo ayer: “No sufra por mí, Mr. Harker. Yo estoy contento. Han sido los cinco años más felices de mi vida”. Desde la última anotación de mi diario han pasado siete días. El Conde nos reunió a todos, salvo a los niños. Estaba vestido con su viejo uniforme de monstruo: ropas oscuras, capa negra, etcétera. ¿Una vez más Christopher Lee en Dracula’s Horror? Sí. Y la última. Así nos habló: —Todos vosotros sois mis discípulos. Incluyendo a mis esposas. Quiero que sepan que los amo. Intenté parar el proceso destructivo, pero es imposible. Sólo se puede lograr una inmortalidad asquerosa bebiendo la sangre de los otros. Y a eso no estoy dispuesto. He dejado una cláusula testamentaria que divide mis posesiones en partes iguales entre las amadas de mi corazón: Sofía y Rosette. En cuanto a Jonathan Harker: hay aquí trabajo para toda su vida. Si lo desea queda contratado por mucho mejor dinero. Que no se pierda este tesoro del saber que mucho costó reunir. Traten, por todos los medios, de conseguir el Nro. 38 de la revista Más Allá, de ciencia ficción, y Tragapatos y Los enanitos jardineros, de Constancio C. Vigil, que son los únicos números que me faltan para esas colecciones. También les pido que encuentren, por cualquier medio, a los libritos de bolsillo de la colección Abril referidos al Pato Donald y el Ratón Mickey: Rebo, el conquistador y Saturno contra la Tierra. Para más datos sobre estos títulos les recomiendo que lean El gusano máximo de la vida misma, del maestro Laiseca (más conocido como el profesor Eusebio Filigranati), puesto que ahí figuran todos. Y nada más. Les reitero mi amor. A estos cinco años los he vivido bien. Agradezco al Cielo y a la Tierra haber 125
llegado a ver, lindos y gorditos, a mis hijos, a mis amados draculitas. Por ahora beben leche y espero que así sigan. Éste es, al menos, el deseo de su padre. Morirse es siempre horroroso. Si bien lo hago en paz desearía quedarme. Quisiera comer de nuevo jabalí y perdices. Y sobre todo, tomar esa riquísima cerveza negra irlandesa. Si alguien, alguna vez, me lee, le pido que haga esto por mí: tomar en mi honor una o varias de estas exquisitas “cerveciyas”. Y nada más. Ya es hora de irse. Qué asco. Drácula se acostó en la cama matrimonial y, en el transcurso de un minuto, se transformó en cenizas. De todas maneras fue muy distinto a La verdad sobre el caso del señor Valdemar, de Poe: “Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción”. Por completo diverso, como ya dije, puesto que la muerte de Drácula fue limpia, ascética. Lucy, Sofía y Rosette lloraban escandalosamente. También lo hicieron Antonescu, Ionesco y Enesco. Yo no. No ahí, por lo menos. Sí en soledad, en mi estudio, y a la noche. Había perdido a mi Maestro. Juntamos las cenizas y las depositamos en la cripta “oficial”, ésa de cuando Drácula me engañó con el muñeco. Nos hubiese gustado ponerlo en la verdadera cripta, pero a ésta nunca la encontramos.
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Este libro se terminó de imprimir en Talleres Gráficos Su Impres S.A. (Tucumán 1480) Buenos Aires, abril de 2012
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