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Spanish; Castilian Pages 284 Year 2006
APORTACIONES A LA HISTORIA SOCIAL DEL LENGUAJE: ESPAÑA SIGLOS XIV-XVIII Rocío García Bourrellier y Jesús M.'1 Usunáriz (eds.)
APORTACIONES A LA HISTORIA SOCIAL DEL LENGUAJE: ESPAÑA, SIGLOS XIV-XVIII Rocío
G A R C Í A BOURRELLIER Y JESÚS
M.n
U S U N Á R I Z (EDS.)
Iberoamericana «Vervuert »2006
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Derechos reservados © Iberoamericana, 2006 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www. ibero-americana. net © Vervuert, 2006 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-270-0 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-171-5 (Vervuert) Depósito Legal: B-38.651-2006 Cubierta: Marcelo Alfaro Fragmento de «Santo Domingo y los albigenses» Pedro Berruguete (c. 1480) © Museo del Prado - Madrid Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro
ÍNDICE
Prefacio de Peter Burke
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Jesús M.'1 Usunáriz, Introducción
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Javier Laspalas, El problema de la insinceridad en cuatro tratados de cortesía del Renacimiento
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Pablo M. Orduna Portús, El silencio de la Corte. El 'Arte de Callar' y sus formas de conducta en el ámbito social cortesano, siglos xvi, XVII y xvm
57
María Narbona Cárceles, «Ordo su regula occulte scribendi»: un cifrado para interpretar mensajes en clave en el contexto de la Guerra de los Cien Años
85
Jaume Aurell, El lenguaje mercantil y los códigos sociales identitarios
129
Félix Segura Urra, Verba vituperosa: el papel de la injuria en la sociedad bajomedieval
149
Jesús M.n Usunáriz, Verbum maledictionis. La blasfemia y el blasfemo de los siglos xvi y
XVII
197
Daniel Sánchez Aguirreolea, El lenguaje d e germanía a través de los procesos judiciales
223
Jesús M. a Usunáriz, El lenguaje de la cencerrada: burla, violencia y control en la comunidad
235
Carmela Pérez-Salazar, El superlativo en -ísimo y otros recursos de intensificación en el español del siglo xvm
261
PREFACIO Es un honor haber sido invitado a escribir un prefacio para este estudio de la historia social del español. Fue en 1987 cuando lancé una llamada de atención sobre lo que denominé una «historia social del lenguaje», que parecía haber sido descuidada tanto por historiadores como por lingüistas. Los historiadores dejaron el asunto en manos de los segundos, pero éstos no estaban por entonces demasiado interesados en la dimensión social del lenguaje, mientras que los socio-lingüistas, con escasas excepciones dignas de mención como Robert Hall, Dell Hymes y Joshua Fishman, tendían a ignorar la historia. Hoy puedo decir, felizmente, que la situación ha cambiado por igual en Lingüística y en Historia. En los lingüistas se vislumbra un regreso a la historia, en especial en los estudios de «pidgins», criollos y lenguas mezcladas (mixtas). Incluso hablando de manera general, se puede indicar la creación de un nuevo campo que los lingüistas han bautizado como «lingüística socio-histórica», o «sociolingüística histórica» (una especie de trabalenguas), o más simplemente «pragmática histórica». Por parte de la Historia, hay un creciente interés en la historia social o cultural del lenguaje. Esta área, cualquiera que sea el nombre que quiera dársele, está creciendo sin duda de forma rápida. Entre los grupos de investigación en la materia se incluyen el de la Universidad de Aberystwyth, que analiza la historia social del galés; otro de la Universidad de Helsinki, que trabaja sobre «Sociolingüística e Historia del Lenguaje»; un tercero en la Universidad Libre de Berlín, en torno a la «Antropología Histórica del Lenguaje»; y un cuarto en la Universidad de Lund, centrado en la «Historia del Sueco Contemporáneo a la luz del cambio social». Otros trabajos sobre historia social del lenguaje también están en marcha en la Vrije Universiteit de Bruselas, en el Instituto Meertens de Amsterdam, y en la Universidad de Campiñas en Brasil, mientras que especialistas como Robert
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Peter Burke
St. George en Filadelfia, han hecho en solitario valiosas contribuciones a la historia social del inglés americano. Ahora, la Universidad de Navarra se ha unido a esta investigación internacional. Su Departamento de Historia ha recogido el estudio del lenguaje donde las más tempranas generaciones lo dejaron (por ejemplo Rafael Salillas sobre el lenguaje del picaro, Amado Alonso sobre la historia del lenguaje de la conciencia, Ramón Menéndez Pidal sobre el lenguaje en tiempo de los Reyes Católicos, o Américo Castro sobre la historia del español en el Nuevo Mundo1). Si bien estos trabajos, en el sentido estricto del término, no son «historias sociales», ciertamente son lo que el francés Lucien Febvre llamó «historias históricas», preocupadas por la relación entre el lenguaje y la cultura o la sociedad en la que se habla. Algunos importantes estudios sobre historia de las lenguas de la Península Ibérica han sido publicados en España en los últimos años2. El encuentro entre el español y las lenguas indígenas del Nuevo Mundo ha sido también un importante tema de investigación3. De la misma forma, el presente volumen ayuda a rellenar un vacío en los estudios históricos y lingüísticos de España. Los autores de esta Historia Social han lanzado lejos su red, extendiéndola de la blasfemia al silencio. Han escrito acerca del lenguaje de los nobles y de los mercaderes, de los cortesanos y los bandidos, acerca de la hipocresía y la emoción, acerca de la Edad Media y de la Edad Moderna. Huelga decir que un solo volumen no puede tratar todos los posibles temas que el título evoca (la historia social del vascuen-
1 Rafael Salillas, El delincuente español, Madrid, G. Juste, 1896-8, 2 vols.; Amado Alonso, Castellano, español, idioma nacional: historia espiritual de tres nombres, Buenos Aires, Losada, 1958; Ramón Menéndez Pidal, «La lengua en tiempo de los Reyes Católicos», Cuadernos Hispanoamericanos, 13, 1950, pp. 9-24; y también Américo Castro, La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, Buenos Aires, Losada, 1941. 2 Joan Fuster, «La llengua deis moriscos», Llengua, literatura, historia, Barcelona, Edicions 62, 1968, pp. 391-430; Luis Tobío, «Gondomar e o gallego», Grial, 4 0 , 1 9 7 3 , pp. 133-144; Josep M. Nadal, «El catalá en els segles xvr i XVII», L'Aveng, 100,1987, pp. 24-31; Joan-Lluís Marfany, La lengua maltractada; El castellá i el catalá a Catalunya del segle xvi al segle xix, Barcelona, Empúries, 2001. 3 Enma Martinell Gifre, Aspectos lingüísticos del Descubrimiento y de la conquista, Madrid, CSIC, 1988; Francisco de Solano (ed.), Documentos sobre política lingüística en Hispanoamérica, 1492-1800, Madrid, CSIC, 1991; Juan Antonio Frago Gracia, Historia del español de América. Textos y contextos, Madrid, Gredos, 1999.
Prefacio
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ce, por ejemplo, el lenguaje de las mujeres, de los moriscos, de los judíos, o los efectos de la imprenta sobre el lenguaje escrito o hablado). No obstante, se ha tomado la iniciativa. Esperemos por tanto que este volumen sea el primero de una larga serie.
Peter Burke Julio, 2003
INTRODUCCIÓN Jesús M.a Usunáriz Universidad de Navarra
Esta fuente me habla, mas no entiendo su lenguaje, ni sé lo que razona. Quevedo
Hace algún tiempo D. Alvaro D'Ors nos recordaba cómo el fundamento de la Historia se hallaba no en los facta, en los acontecimientos, sino en las palabras, en los textos, en los verbaK En efecto, nuestras afirmaciones como historiadores en nada se parecen a los hechos, sino que se basan en los textos que nos permiten su reconstrucción. La reflexión del maestro se rebelaba así contra la inclinación hacia la sincronía de las ciencias sociales y entraba de lleno en una de las principales preocupaciones de las diferentes corrientes intelectuales del último tercio del siglo pasado. De hecho, y para centrarnos en lo que nos ocupa, quien quiera analizar hoy la encrucijada en la que se encuentra desde hace ya algunas décadas la disciplina histórica, debe pasar necesariamente por el lenguaje, o, si se quiere, por la comprensión, no siempre fácil, de lo que se conoce como el «giro lingüístico». Un «giro» que en su visión más radical, con su relativismo subyacente, niega la posibilidad de hacer historia, niega la posibilidad del conocimiento del pasado tras poner fin a la credibilidad de los metarrelatos explicativos, que habían caracterizado a la Historia como ciencia en el siglo xx. Pensemos en las modernas tesis
1
D'Ors, 1984.
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Jesús M.a Usunáriz
de Saussure que daban una autonomía al lenguaje de la historia, que consideraban que el lenguaje, en cuanto que cargado de subjetividad, no podía ser un instrumento útil para reconstruir la realidad; el estructuralismo de Levi-Srauss, que tras asumir que el lenguaje no era un reflejo de la realidad, llegó a entender las relaciones sociales como fenómenos lingüísticos, desentendiéndose de su dimensión temporal; las tesis deconstruccionistas y postestructuralistas que consideran el lenguaje y los textos (de ahí que hablen de discurso) como signos de fuerza social y política; la reflexión de Hayden White, que postula que el lenguaje es un elemento determinante en la escritura de la historia, lo que le lleva, en consecuencia, a negar la objetividad del historiador...2; son posturas todas ellas que han marcado el debate intelectual del siglo pasado. Estas reflexiones son, no obstante la carga de profundidad que han supuesto para la Historia —como para otras disciplinas inmersas en el complejo y proceloso debate en torno a la crisis de la Modernidad— y precisamente por eso, por su radicalidad, las que nos han obligado a una importante revisión de los presupuestos de la disciplina histórica. De alguna manera, y gracias a una considerable presión intelectual, hemos pasado de estar neutralizados por el lenguaje, a utilizar éste no sólo como una manera de poder interpretar el oficio del historiador, sino para ejercerlo, para hacer historia. El interés de Foucault por el análisis del poder y del disciplinamiento de una sociedad verificado en su lenguaje; la perspectiva antropológica de Geertz, que convierte el lenguaje en un texto a través del cual encontrar las interpretaciones que las sociedades dan a su cultura, para «comprender una forma de vida» 3 ; la técnicas e innovaciones de autores como Gadamer, a través de la hermenéutica, que quiere recuperar la historicidad del hombre y su protagonismo; de Koselleck, que rechaza la comprensión de la realidad a través del discurso, pero la admite a través de elementos (de categorías, conceptos) liberados de toda «lingüisticidad» y en estrecha relación con la realidad histórica4; de Habermas o Spiegel, gracias a la importancia que han dado a los mensajes discursivos, a la comunicación y sus significados, y su relación con los procesos sociales...5, todo ello ha abierto puertas al túnel
2 3 4 5
Un buen resumen en Kelley, 1996; Quevedo, 2001. Geertz, 1996, p. 59. También Geertz, 1995, pp. 30-31. Koselleck-Gadamer, 1997; Hölscher, 1996, p. 82. Rojas, 2000.
Introducción
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de la desnaturalización del lenguaje y de la historia, que parecía no tener salida. No obstante, el fructífero debate teórico, que ha abogado, entre otras dimensiones, por un diálogo fluido entre el lenguaje y la historia, no ha dado lugar, centrándonos en España, a grandes resultados. El avance más palpable, al menos en lo que se refiere a los siglos modernos, ha sido el que se ha observado en las investigaciones centradas en torno a las relaciones entre lenguaje y poder. En España, el análisis hecho por Elliott de las relaciones entre lengua e imperio durante el reinado de Felipe IV6 se ha detenido en el estudio del vocabulario y estilo utilizado por aquellos que deseaban reforzar el Estado Moderno, y el de aquellos que intentaban oponer otra idea de monarquía, recogiendo el testigo dejado en su día por la brillante obra de José Antonio Maravall. Los trabajos publicados en los últimos años por Pablo Fernández Albaladejo y sus discípulos, influidos sin duda por las aportaciones de Q. Skinner, han analizado las teorías de una parte importante de los politólogos de nuestro Siglo de Oro y, cómo no, la terminología utilizada por ellos. Desde otra perspectiva, Amelang nos ha acercado a los comportamientos lingüísticos de las elites barcelonesas durante la Edad Moderna 7 , alternativa que no ha tenido continuidad. Las últimas aportaciones en torno al mundo de la corte y de los cortesanos, sobre libros y lectores, o sobre la ceremonia pública, inspiradas en las tesis de Roger Chartier 8 , y la necesidad de estudiar unas formas culturales específicas para cada época, han tenido una gran difusión, pero sus resultados en España están todavía por llegar. En el ámbito de la lingüística la historia ha estado presente, como en otros campos del saber, desde diferentes perspectivas. Partiendo de los trabajos clásicos de Menéndez Pidal, Lapesa, Lázaro Carreter o Amado Alonso sobre la historia y el uso del español, se han realizado importantísimas aportaciones que demuestran el vigor del estudio del castellano-español desde múltiples enfoques. Las lamentaciones de Eberenz expresadas en 1991 ante la falta de estudios que establecieran una relación entre los grandes movimientos sociales de la historia española, —como la repoblación medieval o la conquista de América— con la lengua, han dado paso a un gran número de
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Elliott, 1994. A m e l a n g , 1986, p r i n c i p a l m e n t e c a p í t u l o s VI y VIII. Chartier, 1996.
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trabajos9. Es el caso de los estudios sobre las fronteras lingüísticas en tiempos medievales; el español de América en su evolución histórica, plasmado en numerosas monografías y actas de congresos, los trabajos sobre jergas y marginalidad, la lengua usada en el pasado por sectores profesionales como la judicatura o la medicina, los múltiples trabajos de fonética y gramática históricas, o la más reciente e innovadora incorporación de la pragmática histórica...10. Y no hay que olvidar el vertiginoso avance experimentado en las dos últimas décadas en el estudio de otras lenguas españolas como el catalán, el gallego o el vascuence. Investigaciones y resultados que son una muestra de que comienzan a darse pasos importantes, aunque sin cruzar la línea —quizás el muro— que separa a la Lingüística de la Historia Social. No obstante, aunque más lentamente de lo que quisiéramos, comienzan a tenderse los puentes. No hemos de olvidar los pasos dados en España desde la década de los ochenta del siglo xx (en el resto de Europa, desde los sesenta) por la sociolingüística. Una sociolingüística que, entendida en palabras de Carmen Silva-Corvalán, como «una disciplina interdependiente, con una metodología propia, que estudia la lengua en su contexto social, y se preocupa esencialmente de explicar la variabilidad lingüística de su interrelación con factores sociales, y del papel que ésta desempeña en los procesos de cambio lingüístico», se ha mostrado como una fuente de inspiración y de método para el historiador. Preocupados los sociolingüistas por el cambio lingüístico en el seno de las comunidades, por la función social de la lengua, o por la estrecha vinculación entre este cambio y el contexto histórico y social en el que se produce11, no es extraño que el historiador busque en el cambio lingüístico el reflejo de otros cambios externos e internos en su propio seno. La interdisciplinariedad —con la antropología, con la sociología12, con la historia— aparece aquí como un elemento esencial de la investigación. De ahí que resulte cuando menos desconcertante, que los historiadores —no tanto los lingüistas 13 —, los españoles al menos, no
Una buena síntesis de los trabajos publicados, en Lloyd, 1992. Una defensa de la aproximación entre lingüística histórica y pragmática, en Cano Aguilar, 1995-1996, pp. 703-717. 11 Gimeno, 1995, p. 43. 1 2 Casado, 1988; Arias, 2002. 1 3 Me refiero por ejemplo a los trabajos de Francisco J. García Marcos, 2001, o de María Victoria Mateo, 2002. 9
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Introducción
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hayamos prestado especial atención a una de las propuestas más atractivas de los últimos años, sobre todo por lo que supone de rechazo de unos espacios epistemológicos amurallados y sin vías de intercambio y comunicación. Me refiero a la preconizada por Peter Burke, que él mismo ha bautizado como Historia Social del Lenguaje. En una reciente entrevista, con motivo de la edición en castellano de su obra Hablar y Callar, Peter Burke explicaba así el fin principal de su propuesta14: Mi objetivo es integrar el lenguaje en la historia social, e integrar el aspecto social en la historia del lenguaje. Mi inspiración fue la sociolinguística o sociología del lenguaje, o la etnografía del hablar o la etnografía de la c o m u nicación, porque no pertenezco a ninguna escuela específica y hay varias escuelas entre los lingüistas de hoy. Quería hacer un puente entre lingüistas e historiadores. Claro que puede parecer un poco atrasado, hablar en los años 90, de una historia social del lenguaje c o m o de una historia social del arte, pero en la introducción a ese libro intenté mostrar que hay una influencia de la sociedad en el lenguaje, pero también una influencia del lenguaje en la sociedad, de nuevo intentando establecer un equilibrio entre fuerzas intelectuales opuestas, queriendo realizar un síntesis provisional, teniendo en cuenta que toda síntesis intelectual es provisional. Desgraciadamente hasta ahora, m u y pocos historiadores, por lo m e n o s que y o sepa, están siguiendo esa pista, tal vez será para el siglo que viene.
Inspirado en una amalgama de aportaciones que pasan por los estudios de Gadamer, Habermas, Koselleck, Pocock y Q. Skinner15, de los deconstruccionistas y de los grupos feministas16, de antropólogos (como Malinowski), psicólogos (Vigotsky) y lingüistas (Whorf)17, el planteamiento de Burke parte, lógica y necesariamente, de una perspectiva interdisciplinar, que sugiere la colaboración de lingüistas, antropólogos, sociólogos e historiadores. Y se desarrolla de una manera sencilla, pero ambiciosa al mismo tiempo, para la consecución de un objetivo básico: llevar a cabo una etnografía del habla y una descripción de la cultura oral durante la Edad Moderna18. ¿Por qué? Por dos razones: la primera, porque el lenguaje es una parte de la cultura y de la vida cotidiana19; por sí mismo, es un componente
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Mol ler, 2000. Burke, 1996, p. 17. Porter, 1991, p. 2. Burke, 1987b, p. 3. Burke, 1987a, p. 79. Burke, 1996, p. 11.
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más de la historia de la cultura. En segundo lugar porque el lenguaje es un reflejo de la sociedad20, un «indicador sensible» de las relaciones sociales (deferencia, familiaridad, solidaridad) 21 , de los cambios y de las resistencias al cambio22. Los postulados de Burke han sido, en buena parte, los inspiradores de este libro. Cuando iniciamos nuestros trabajos de estudio y análisis de las formas de vida y de los modos de creer en la España de los siglos xv al xvm y de sus transformaciones, y cuando hicimos un balance de los resultados de tres años de actividad investigadora, en la que habían participado medievalistas, modernistas y lingüistas, fue el lenguaje —«vehículo por el que el hombre transmite el resultado de sus experiencias de instalación en la naturaleza y en la sociedad»23—, el que nos sirvió de hilo conductor para examinar, desde diferentes perspectivas, un complejo período de nuestra historia. Ahora bien, si el lenguaje es una forma más de percibir la realidad histórica, ¿existían las fuentes que nos proporcionaran noticias fehacientes de la manera de hablar y de expresarse por parte de la población? ¿Serían suficientemente ricas? Las páginas que siguen nos demuestran la existencia y la utilidad de esas fuentes24. Los manuales de cortesía utilizados en este libro por F. J. Laspalas y P. Orduna, son una magnífica guía para comprender las nuevas sensibilidades de la retórica renacentista y para conocer los instrumentos comunicativos en los ambientes cortesanos. Nos proporcionan las directrices marcadas para que un cortesano controle y utilice sus palabras y sus silencios. Los seis manuales de mercadería analizados por J. Aurell, al tiempo que aportan una importante información sobre los aspectos técnicos del comercio mediterráneo medieval, son una fuente de gran interés pues sirven para demarcar el lenguaje propio de un grupo profesional. Más interesante se muestra, si cabe, la documentación que nos revela la vida cotidiana y el lenguaje coloquial. Que la oralidad es de una gran importancia en el Antiguo Régimen es una cuestión indudable, como nos ha recordado en más de una ocasión Roger Chartier, entre otros. No parece, sin embargo, que los testimonios orales del pasado hayan interesado especialmente al historiador. Por eso, como
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Burke, 1987b, p. 11. Burke, 1987a, p. 79. Burke, 1996, p. 38. Lledó, 1996, p. 21. Como también apunta Burke, 1996, p. 17.
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apunta Eberenz, resulta paradójico —y lógico al mismo tiempo, por la dificultad de encontrar esas fuentes— que la lingüística histórica se haya basado sobre todo en la tradición escritural para el estudio del español, cuando el lenguaje funciona mayoritariamente en la comunicación oral25. La legislación, y especialmente el corpus jurídico medieval —el más estudiado por los historiadores y el más explotado por trabajos clásicos de filología románica— es, sin duda un elemento de primer orden. Las normativas torales, las ordenanzas gremiales, estudiadas por F. Segura, que contienen un gran número de palabras injuriosas, que por condenables quedan recogidas en los textos legales; los testamentos, contratos y otras escrituras notariales trabajadas por J. Aurell, junto a los formalismos jurídicos de los escribanos, incluyen vestigios del lenguaje coloquial26 que aportan una atractiva información al historiador sobre las prácticas y convencionalismos sociales. A su vez, para el lingüista, gracias sobre todo a su brevedad, se convierten en testimonios fiables de enunciados orales en un determinado contexto histórico27. Muy rico también en cuanto a manifestaciones de oralidad es el proceso judicial. Atacado y calificado de fuente mediatizada por el organigrama y el lenguaje institucional, sin embargo existe un buen número de elementos objetivos que nos aproximan a un conocimiento mayor del lenguaje hablado durante la Edad Moderna. Y es que en contra de lo que algunos pueden pensar, el lenguaje que aparece en muchas de estas fuentes no está totalmente deturpado, y las investigaciones de los lingüistas lo confirman. Categórico se ha mostrado, en este sentido, Rafael Cano. Las declaraciones efectuadas por quienes son llamados a deponer en un juicio, reflejadas bien en los tribunales inquisitoriales, bien en los procesos judiciales de los tribunales civiles (Chancillerías, Audiencias, Consejos, etc.), bien en los pleitos dirimidos en las audiencias eclesiásticas, tienen en muchas ocasiones una «impronta oral» ineludible. Las transcripciones realizadas por los escribanos suelen ser en muchos casos traslado fiel de lo expresado por el testigo o por el reo. Expresiones como «dixo que» seguidas del testimonio, de la frase o de la imprecación, pueden ser contempladas como la reproducción de un enunciado oral, no reelaborado, algo especialmente interesante para el lingüista, que consigue así
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Eberenz, 1998, p. 243.
26
Eberenz, 1998, pp. 243, 244, 246. Cano, 1998, pp. 219-221.
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encadenar los eslabones de la evolución de la lengua; y de valor indudable para el historiador, en cuanto que la palabra, transmisora de historia, es reflejo fiel de un sentimiento o de un pensamiento, que el profesional debe interpretar28. Debo hacer por último referencia a otra fuente utilizada en este libro, como es la correspondencia privada, que me resulta especialmente atractiva. La carta, conservada como prueba escrita en numerosos procesos judiciales u oculta en los archivos familiares, se nos presenta en el estudio de C. Pérez-Salazar como un texto útil para aproximarnos a las manifestaciones del lenguaje coloquial29. La carta sirve al historiador para conocer lenguajes profesionales, para conocer niveles sociales, para comprender mejor las relaciones sociales, a partir de testimonios de primera mano. Así, con estos presupuestos teóricos y documentales y dentro de nuestros límites, este libro pretende ser una contribución a esa historia social del lenguaje. Sus autores han sido atraídos, en primer lugar, por un lenguaje culto, cortesano. F. J. Laspalas analiza las nuevas tendencias de la retórica como arte de comunicación en las cortes renacentistas, a través de las obras de Castiglione, Erasmo, Della Casa y Guazzo, que debido a su actitud ante el problema de la verdad y de las apariencias, abre el camino hacia lo que será el ficcionalismo barroco. Una retórica que no siempre es hablada, sino que (siguiendo la estela de Burke) se manifiesta también a través del silencio, entendido como otro instrumento de comunicación. P. Orduna analiza así el gesto y el significado del silencio a partir de los manuales de cortesía tan divulgados, y también la importancia que tales comportamientos tienen para comprender las relaciones sociales y personales en los ámbitos cortesanos. En esta línea y dando un paso atrás en el tiempo, el documento expurgado y analizado por M. Narbona, un texto cifrado elaborado por un secretario de Carlos II de Navarra, aspirante al trono de Francia, es una muestra práctica de una manera lúdica de percibir el lenguaje en la Europa bajomedieval, al enmascarar la guerra o la política en un estilo literario, como una manera más de mostrarnos la forma de ser cortesano. Otra de las variantes que se analizan es el lenguaje profesional. La existencia del lenguaje técnico propio de los mercaderes medievales y renacentistas, estudiado por J. Aurell, permite ir más allá y contemplarlo como un elemento de cohesión y de consolidación de un 28 29
Interesantes las reflexiones de Burke (1987b) sobre la historia oral. Pérez-Salazar, 2001; Cano Aguilar, 1996; Oesterreicher, 1996.
Introducción
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grupo social específico y diferente, tal y como se percibe en una rica y variada documentación notarial, y en el contenido, a la vez técnico y moral, de los manuales de mercadería. Un segundo grupo de trabajos agrupa las manifestaciones del lenguaje coloquial en la Edad Media y en la Edad Moderna. F. Segura se detiene en el análisis de la violencia verbal, de la injuria, del insulto, que envuelto en el escándalo permite comprender mejor la importancia de las categorías sociales bajomedievales. J. M.a Usunáriz, a partir de los procesos inquisitoriales, se ocupa del lenguaje blasfemo y de sus protagonistas, enmarcados dentro de un momento de transformación y cambios sociales que explican la existencia de toda una «política lingüística», relacionada con una transformación de los comportamientos morales. El mismo autor atiende al lenguaje simbólico de la cencerrada o «charivari», como mezcla de injuria y de burla, pero reflejo también de unas determinadas maneras de contemplar la vida en una comunidad que sabe acomodar los cambios a sus propios intereses. D. Sánchez Aguirreolea estudia la jerga y el lenguaje agermanado de los bandoleros de los siglos xvi y xvn a través de casos reales, en los que queda claro el papel de la jerga como instrumento de identificación y de comunicación de un grupo marginal. Finalmente, C. Pérez-Salazar, desde una perspectiva lingüística, ofrece un detallado estudio de la evolución e introducción del superlativo en -ísimo desde el ámbito culto al ámbito coloquial. Mas este breve repaso al contenido del libro es, sobre todo, una clara muestra de lo mucho que queda pendiente —«El texto de la historia no está nunca concluido por completo, ni está fijado definitivamente por escrito. Hablar hoy de escrito definitivo suena a una protesta impotente del espíritu lingüístico contra el flujo siempre cambiante del narrar»30—: las diferencias sociales vistas a través del habla, el uso y la evolución de los dialectos, las diferencias de género, de grupos de edad, de profesión, los lenguajes de signos, el uso repetido de refranes y proverbios, las políticas lingüísticas..., son otros tantos temas apuntados por Burke, y que se pueden multiplicar si al lenguaje hablado sumamos, como sugiere Epstein, los lenguajes simbólicos y de representación. Pero lejos de caer en un ciego entusiasmo, también quisiera advertir de que la historia social del lenguaje no es una nueva panacea31. Tampoco es, a pesar de las voces críticas, una nueva contribución al 30 31
Koselleck-Gadamer, 1997, p. 104. Palmer, 1989, p. 102.
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desmigajamiento de la Historia como disciplina. La historia social del lenguaje es una vía más, una posibilidad más que tenemos para acercarnos a la comprensión de los cambios sociales32. Estamos, afortunadamente, ante un conjunto de piezas —de colores y formas diferentes, y ésta una de ellas— de un rompecabezas que parece interminable, pero cuya conjunción nos debe ayudar a completar nuestra necesidad de explicación histórica y de comprensión global de todo un período. Como señala Lledó, desde otra perspectiva, «... el estudio histórico de la lengua, de sus usos y contextos, nos pone siempre ante ese paisaje tan lleno de matices y donde la vida se encarna, paradójicamente, en las ideas»33. * * *
No quisiera terminar esta introducción sin dejar de agradecer su apoyo a quienes nos han ayudado a que este libro sea publicado. Los Departamentos de Historia y de Lingüística General y Lengua Española de la Universidad de Navarra, han hecho posible a lo largo de estos años, y de muy diversas maneras (materiales y anímicas) la labor investigadora. El Grupo de Investigación del Siglo de Oro, de la misma Universidad, nos ha facilitado la publicación en la editorial Iberoamericana. A Peter Burke nunca le agradeceremos lo suficiente su extrema gentileza al avenirse a prologar estas páginas. Es obligado expresar, por último, nuestro más sincero agradecimiento a la Dirección General de Universidades y Política Lingüística del Departamento de Educación del Gobierno de Navarra, pues gracias a la financiación de nuestro proyecto de investigación, ha hecho posible la publicación de este trabajo.
3 2 A no ser que como Scott, entendamos el lenguaje, no como un conjunto de frases instrumentales, sino como un sistema cultural que explique modelos y relaciones: Scott, 1987, pp. 88-89. 3 3 Lledó, 1996, p. 12.
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BIBLIOGRAFÍA
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QUEVEDO,
EL PROBLEMA DE LA INSINCERIDAD EN CUATRO TRATADOS DE CORTESÍA DEL RENACIMIENTO Javier Laspalas Universidad de Navarra
Simular por maestría / es ávido e por arte, / mas yo especia e parte / de falsedad la diría. / Si la llamo ipocresía / non d ó fuera del terrero; / non m e llame c o m p a ñ e r o , / nin quiero su compañía. / Si la tacho en todo onbre / por arte defectuosa, / en grant señor le d ó nombre / de obra vil e viciosa. / La virtud d e la potencia / clara va e sin pelada; / arte servil es llamada / la ficción, que non prudencia.
Entrar con la agena para salir con la suya. Es estratagema del conseguir. Aun en las materias del Cielo e n c a r g i n esta santa astucia los Christianos maestros. Es un importante dissimulo, porque sirve de zebo la concebida utilidad para coger una voluntad. [Gracián, Oráculo
manual, §144]
[Pérez de Guzmán, Cancionero, pp. 545-546]
Aproximadamente dos siglos separan a estos dos textos, una distancia temporal importante, pero infinitamente menor que el abismo conceptual que media entre ellos. Al compararlos, percibimos también la actitud opuesta que adoptan —ante un problema concreto— la cultura medieval y la cultura barroca. La primera rechaza cualquier tipo de fingimiento, la segunda parece admitirlo. En efecto, es habitual considerar al Barroco como una cultura del artificio, y también puede sostenerse que durante esa época de la historia de Occidente las apariencias, el engaño y la hipocresía se convirtieron en elementos habituales del paisaje social, en el sentido de que se adquirió una nueva y profunda conciencia de la influencia de tales elementos en las relaciones humanas.
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El objeto de este trabajo es, sin embargo, mostrar cómo en la sociedad y la cultura renacentista se desarrolló ya una nueva actitud frente al problema de la verdad y las apariencias —también respecto de las relaciones entre el fondo y la forma—, que sirvió de base para la eclosión del ficcionalismo barroco. En concreto, como ha señalado con acierto Jon R. Snyder 1 , la presencia y —sobre todo la conciencia— del engaño debió de incrementarse notablemente desde el comienzo de la Edad Moderna a raíz de cuatro fenómenos: 1) El nacimiento y propagación de las cortes renacentistas, en las que surgió un 'nuevo' saber —la 'cortesía'— cuyo objetivo último era enseñar a manipular las apariencias para lograr la promoción social. El Cortesano de Castiglione, impreso en 1527, supuso la entronización y la idealización de este sutil y moderno saber, que muchos imitarían, pero que —como veremos— también recibió severas críticas. Como resultado de éstas, la 'cortesía' acabaría convirtiéndose a principios de la era barroca en algo muy diferente de lo que originariamente había sido. 2) La aparición y la consolidación de una 'nueva' teoría política para la cual el juego de las apariencias y de los engaños es consustancial a la acción de gobierno. En este caso, el detonante fue el escándalo suscitado por Maquiavelo con la redacción (1513) y publicación (1532) de su tratado El Príncipe. Aunque la obra fue combatida con singular tesón por infinidad de contradictores, ejerció una notable influencia, y en lo relativo al tema que aquí nos ocupa, puso de moda la simulación y la disimulación en el ámbito de la filosofía política2. 3) El que el humanismo diese origen a una corriente de pensamiento, no hostil al cristianismo, pero sí un tanto alejada de él, la ruptura de la unidad religiosa y el progresivo aumento del poder de un Estado que se configuró como 'confesional', crearon las condiciones para la difusión de nuevas formas de simulación y disimulación de carácter defensivo, cuyo objetivo era eludir la persecución religiosa o política. 4) Finalmente, la 'nueva' cultura de cuño humanista hizo gran hincapié en el valor y en la importancia de las 'formas' en las relaciones sociales. En este campo, es obligada la referencia a otro gran éxito editorial: el De civilitate morum puerilium de Erasmo de
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Snyder, 1996, pp. 311-314. Cfr. Villari, 1987 y Fernández-Santamaría, 1986, pp. 79 y ss.
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Rotterdam, que vio la luz en 1530. De él arranca toda una preceptística que ordena ocultar y dominar los impulsos internos, al tiempo que explica cómo mostrar una actitud externa acorde con la virtud, lo cual implica manipular las apariencias con un fin muy diferente del propuesto por Castiglione. Por estas cuatro vías van a ir penetrando en la cultura europea buena parte de los elementos que más adelante constituirán el complejo entramado de esa sociedad que los hombres del barroco van a percibir como una escena teatral. Nuestro análisis se va a centrar, sin embargo, en el primero y el último de los fenómenos reseñados, porque son los que más relación tienen con el tema que en los últimos años hemos venido investigando: las implicaciones educativas de las normas de cortesía. Así, intentaremos mostrar cómo antes de la época barroca diversos tratados de cortesía, partiendo de ideas de Castiglione o de ideas de Erasmo, justifican el uso y el aprendizaje de ciertas formas de disimulo —e incluso de hipocresía— que ven como inevitables o tolerables por motivos de diversa índole.
1 . L A ACTITUD DE LA CULTURA MEDIEVAL ANTE LA SINCERIDAD Y LA VERACIDAD
A nuestro juicio, lo propio de la sociedad medieval es el rechazo frontal y sin fisuras de la mentira. Con ello no quiere decirse que en dicha época no existiera la mentira, sino subrayar que en esa época histórica es extraordinariamente difícil encontrar textos y autores que justifiquen algún tipo de fingimiento. El texto de Fernán Pérez de Guzmán con el que hemos comenzado es una buena muestra de ello, pero a la hora de reconstruir la valoración que de la mentira realizaban los hombres de la Edad Media, conviene recurrir a otras fuentes, en las que se ponga de manifiesto algo más que el rechazo instintivo del artificio connatural a la tradición nobiliaria. Así, si de lo que se trata es de conocer las reflexiones teóricas sobre el asunto, habida cuenta de que la mentira es uno de los pecados capitales, en una cultura como la medieval hay que remitirse a la Teología y —cómo no— al pensamiento de Santo Tomás de Aquino, por su profundidad e influencia, pero también porque en él convergen tradiciones teológicas y filosóficas previas, muy en particular la que arranca de San Agustín. Pues bien, en la Suma Teológica la mentira y la hipocresía son tratadas en paralelo —ya que la segunda consiste en «mentir con los hechos», en lugar de con las palabras— y en dos apartados consecu-
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tivos (II, II, q. 110 y q. 111), que además se enmarcan dentro del estudio de las virtudes sociales. Ambas son condenadas sin paliativos, en tanto que opuestas al orden natural de las cosas: «La mentira es mala por naturaleza, porque es un acto que recae sobre una materia indebida; pues siendo las palabras signos naturales de las ideas, es antinatural y fuera del orden debido el significar por una palabra o gesto lo que no se tiene en el pensamiento» (q. 110, a. 3). Un punto de vista que se reafirma y aclara más adelante cuando se dice: «La mentira no sólo es pecado por el daño que causa al prójimo, sino por el desorden que implica en sí misma, como se ha dicho» (q. 110, a. 3). Ahora bien, esta doctrina tan radical e ideal es matizada en dos puntos, con el fin de ajustaría a la real complejidad de la vida humana. En primer lugar se distinguen, siguiendo en parte a San Agustín, varias formas de mentira, unas más culpables que otras: «También puede dividirse la mentira por el carácter que tiene de culpa, más o menos grave según las circunstancias y el propósito intentado al decirla. Si se profiere con deseo de dañar a otro, se agrava su culpabilidad. Tal es la mentira llamada perniciosa. En cambio, es menos grave cuando se ordena a conseguir algún bien, ya sea un bien deleitable, y entonces se da mentira jocosa; ya sea un bien útil, para ayudar a otro o para evitar algún peligro, lo cual puede conseguirlo la mentira oficiosa. [...] Es claro que, cuando el bien intentado es mayor, tanto más disminuye la culpa de la mentira» (q. 110, a. 2). Esta distinción sirve para calificar moralmente las diversas formas de mentira: «Si el fin intentado no es contrario a la caridad, esta mentira no es pecado mortal, como sucede en la mentira jocosa, cuyo fin es un momentáneo esparcimiento, y en la mentira oficiosa, la cual busca incluso la utilidad del prójimo. [...] Estas dos mentiras no son pecado mortal en los perfectos, a no ser indirectamente, por motivo de escándalo» (q. 110, a. 4). Se abre así un resquicio —mínimo, pero muy significativo— que permite ser comprensivo con algunos engaños que caen dentro del ámbito de la denominada «mentira oficiosa». Una segunda y también importante matización se apoya en una distinción lingüística y conceptual cuyos orígenes se remontan a la retórica clásica, la que existe entre 'simular' y 'disimular': «No se debe utilizar —se dice en otro pasaje— un medio ilícito para defender los del prójimo3. [...] No es lícito mentir para evitar cualquier perjuicio a otro. Se puede, no obstante, ocultar prudentemente la
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Cfr., por ejemplo, Quintiliano, Instituciones Oratorias, VI, 3, 85.
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verdad disimulándola, como enseña San Agustín» (q. 110, a. 3). Y más adelante se lee: «La mentira existe cuando se expresa una cosa falsa, pero no cuando se calla algo verdadero, lo cual es lícito alguna vez. Paralelamente, la simulación existe cuando se manifiesta exteriormente algo contra lo que uno es, pero no cuando se omite la exteriorización de algo existente. Por lo tanto, se pueden ocultar los pecados sin caer por ello en la simulación» (q. 111, a. 1). Estaríamos en este caso ante una forma legítima de 'disimulación'. Se trata de una distinción que va a tener gran trascendencia y que, por ejemplo, a finales de la Edad Media glosa con ingenio Alonso de Cartagena: E así, esta virtud que llamamos verdad, e aquí le ponemos nombre de veridicidad y veracidad, consiste en nuestras humanas comunicaciones en quanto omne se muestra tal como es; e en sus tablas e actos e muestras non finge nin es simulador; e aunque guarde el secreto en lo que debe guardar, ca non pertenesce al verdadero dezir quanto sabe, mas non debe ser simulador o infingidor, nin demostrador de lo que en él no hay. Y es de saber que una cosa es simular y otra es disimular. El simular es fazer acto fingido, e esto comúnmente siempre es mal. Disimular es non fingir lo que non fizo, mas non demostrar nin dezir lo que fizo; e esto de su natura non es mal, si non se faze a fin de lo encobrir para a fazer daño a su próximo, ca non es tenido omne de publicar el mal que faze salvo a su confessor. E por esto escripto es en la materia de las penitencias: «Non te digo que publiques, mas que te confieses». Y desta manera de disimulación se entiende aquello que dize Augustino: «Ploguiese que mis fraires fuesen hipócritas». Ca non lo dezía porque ellos fiziesen actos infigidos, ca aquello doble malicia es; porque obrar mal y fazer ficción como que obra bien, dos malicias son, a saber: la mala obra y la ficción. Mas decíalo porque non publicasen sus errores y se loasen dellos. Ca por gran reprehensión dize el propheta del pueblo israelítico: «sus pecados, como Sodoma y Gomorra, los predicaron y no los abscondieron». E así, el callar o disimular non es contra la verdad, mas el dezir lo que non es o mostrarlo y fingirlo por algunos actos, esto es contra la verdad, y contra esta virtud que llamamos vericididad y veracidad. E aunque el que esta virtud tiene, quando ha de fablar de sí, más declina a dezir menos del bien que hay en él, que a dezir más, non mentiendo, mas non loándose, ante encobriéndolo moderadamente, como dizen de Sócrates, que nunca dezía de sí cosa gloriosa, aunque había en el muchas cosa loables. Onde dice Séneca: «absconde tus virtudes commo los otros absconden sus peccados» 4 .
La doctrina medieval sobre la verdad y la mentira, sin perder su rigor y su exigencia, no resulta pues tan monolítica como el poema citado en el pórtico de este trabajo hacía suponer. No en vano, ni por causalidad, en ese mismo poema se emplea el verbo 'simular'.
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Cartagena, Oracional, ed. S. González-Quevedo, fol. 27v., pp. 99-100.
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A pesar de lo dicho, en la sociedad y la cultura medievales predomina con claridad el optimismo en lo que a la expresión de la verdad se refiere. No cabe duda de que se considera que proclamar, no ya lo que se piensa, sino lo que se debe decir —la verdad 'debida', que es una verdad a un tiempo moral y religiosa— es, salvo contadas excepciones, no sólo posible y conveniente, sino exigible, y además constituye el reverso positivo de la obligación de evitar el escándalo y la mentira. Se debe tener en cuenta además que durante la Edad Media la mentira y la insinceridad estaban probablemente muy asociadas al ámbito de la Corte, en la que sin duda debían vivir los más interesados en servirse de ellas. El Policraticus ( 1 1 5 9 ) de Juan de Salisbury, el De Nugis Curialium ( 1 1 8 0 ) de Walter Map, o el De vita curiali ( 1 4 2 7 ) de Alain Chartier son sólo tres célebres testimonios de una mentalidad que atraviesa los siglos finales de la Edad Media5 y ve la Corte, entre otras cosas, como el reino de la mendacidad y la hipocresía. Las sátiras de la vida cortesana tendrán su continuación —y en cierto modo alcanzarán su apogeo— durante el siglo xvi en las obras de Fray Antonio de Guevara o Philibert de Vienne. Algo que tienen en común todos estos autores es que renuncian a justificar la vida cortesana y elogian la vida retirada. Ello les separa radicalmente de Castiglione y sus imitadores, que por el contrario intentan fundamentar y justificar el modus vivendi de la corte, al tiempo que difunden las técnicas y las estrategias de supervivencia que le son propias.
2 . VERDAD, SOCIEDAD Y CÁLCULO 'RETÓRICO' EN CASTIGLIONE
De entre la muchas novedades que la difusión del Humanismo introdujo en la cultura europea, tal vez la que aquí más nos interesa es la revalorización de la Retórica, entendida en su más amplio sentido, esto es, como un arte de comunicación, y llamada como tal a ocupar un puesto de privilegio en la cultura y en la formación humana junto a la Filosofía. Con ello no sólo quedaban alterados los contenidos de la enseñanza y su equilibrio, sino que además se privilegiaba en el examen de los problemas una singular perspectiva —aquella a la que conviene justamente el calificativo de 'retórica'— que había sido en buena medida relegada durante la Edad Media.
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Cfr. Uhlig, 1973; Türk, 1977; o Lemaire, 1994.
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En efecto, la doctrina sobre la verdad y la mentira de la tradición medieval tenía un carácter marcadamente filosófico y moral. Como hemos comprobado, lo que interesaba era definir ambas realidades para poder ofrecer normas de conducta. La consideración 'retórica' del problema de la verdad y la mentira tenía que ver con asuntos bien diferentes, y muy en concreto con el 'modo' de decir la verdad, para que fuese lo mejor acogida posible, con la posibilidad real de fingirla o enmascararla en beneficio de intereses espúreos, y con las consecuencias prácticas que se derivaban de todo ello. Es precisamente así como plantea Castiglione la cuestión que nos ocupa, y —como era de esperar— enseguida surgen ideas ajenas a la cultura medieval. La primera tiene que ver con una cierta desconfianza respecto del poder de convicción de la verdad, patente sobre todo en el Libro IV de la obra, cuando se expone el modo que tendrá el cortesano de educar al príncipe. Éste, se dice, debe tener en cuenta que «si agora llegase a alguno de nuestros príncipes un severo filósofo o otro cualquier hombre, el cual abiertamente y sin grandes rodeos quisiese ponelle delante de los ojos aquel rostro áspero de la verdadera virtud y instruille en buenas costumbres y decille qué forma de vida hubiese de seguir, yo soy cierto que luego a la hora le echaría de sí como a una sierpe que viniese a mordelle o por lo menos haría burla dél como de una cosa perdida»6. O sea, que, tal y como sostiene un divulgado verso de Terencio [Obsequium amicos, veritas odium parit (Andria, 68)], la verdad lleva en sus entrañas la animadversión y por tanto puede dar lugar a serios problemas políticos y sociales. Hay, pues, que tener cuidado al manifestarla. No hay por qué suponer que los hombres medievales fuesen ajenos a tal realidad7, pero sí parece claro que en el mundo moderno se va propugnar con más fuerza el recurso a los afeites retóricos para endulzar la verdad. De ese modo, explica Castiglione, el cortesano «podrá el llevar a su príncipe por el áspero camino de la virtud, hinchiéndosele de frescuras y sombras y enramándole de flores por templar el enojo de la trabajosa jornada a quien fuere de fuerzas flaco; [...] podrá tenelle continuamente el espíritu ocupado en honestos placeres, imprimiéndole siempre (como he dicho) a vueltas
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Castiglione, El Cortesano, ed. M. Pozzi, 1994, IV, 8, p. 456. La edición que mane-
jamos reproduce la traducción que, c o m o es bien sabido, realizó Boscán pocos años después de su publicación de la obra, y que se ha convertido en clásica. Non est expediens, ut semper vera loquamur [«No es conveniente decir siempre la verdad» (Walther, 17.628)], advierte, por ejemplo, un aforismo medieval.
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destos regalos alguna virtuosa costumbre y, engañándole con un provechoso engaño [ingagno salutífero] [...]; así que, aprovechándose el cortesano para este fin de esta tal arte, envolviendo el trabajo con el placer, en todo tiempo, en todo lugar y en todo exercicio, salrá con su intención y merecerá mucho mayor loor y premio»8. Naturalmente, en el fondo de esta argumentación se halla el concepto de utile dulcí, típico de la retórica clásica. Ahora bien, ésta no es la única forma de engaño que defiende Castiglione. Aún hay otra, mucho más alejada del espíritu de la cultura medieval, y llamada además a tener una mayor trascendencia, entre otros motivos porque tiene un alcance mucho más amplio, ya que el cortesano ha de practicarla con todos y en todo momento. Consiste en componer el aspecto exterior de modo que resulte atractivo, y aunque más tarde [IV, 57] se advierte que lo que se muestra debe tener fundamento en el interior de la persona, también se sostiene que no por eso dejamos de estar ante un artificio, y ante una especie de representación de la virtud, semejante a la pintura [II, 7], De ahí que en otro pasaje de la obra se advierta: «"A esta no llamaría yo arte", respondió Gaspar Palavicino, "sino un gentil engaño [avvertita disimulazione]. Y por cierto yo nunca sería de parecer que, en el que quisiere ser hombre de bien, se sufriese en algún tiempo engañar". "Esto que yo he dicho podría ser", respondió Micer Federico, "más aína un ornamento, para acompañar y dar lustre a lo que se hace, que engaño; y ya que lo fuese, no sería de reprehender. [...] Mas cumple ser en estas mañas muy prudente y de singular juicio, por no salirse de los términos que convienen"» 9 . No parece que con la palabra 'engaño' Castiglione designe la mentira en el sentido filosófico y moral, sino más bien la falsedad inherente a toda ficción retórica, a la que, por ejemplo, ya se refiere Quintiliano (Instituciones Oratorias, VI, 3, 89), quien llega incluso a emplear la expresión eloquentiam simulatio (IV, 1, 9) para designar el arte retórico. En este terreno se plantea además una interesante cuestión: a diferencia de lo que sucede cuando se enfoca el problema de la verdad y la mentira en términos filosóficos, desde esta perspectiva aparece como inevitable —y por tanto legítima— una cierta y peculiar impostura, que consiste en presentar las ideas y los actos de modo convincente, aunque eso no signifique que, superados ciertos
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Castiglione, El Cortesano, IV, 10, p. 457. Castiglione, El Cortesano, II, 40, p. 263-264.
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límites, la ficción retórica no acabe siendo una vulgar mentira. Un peligro muy real, por otra parte, pues lo que está en juego no es una verdad o un bien desinteresados, sino la promoción personal y social de los individuos. Por si esto fuera poco, en el Cortesano encontramos una nueva ficción, que consiste en ocultar el engaño que acabamos de describir con otro engaño, una especie de 'arte sobre el arte', o lo que es lo mismo, una 'simulación sobre simulación'. El topos clásico es, en este caso, la conocida máxima ciceroniana [Orator, XXIII, 78], según la cual «el arte consiste en ocultar el arte» [ars celare artem